Aclamado como `el rey de la sordidez`, el editor de prensa Dennis Luxford está acostumbrado a desentrañar los pecados y escándalos de la gente que se encuentra en posiciones expuestas. Pero cuando abre una carta dirigida a él en su periódico, `The Source`(`El Manantial`), descubre que alguien más destaca en desentrañar secretos tan bien como él.

A través de esta carta se le informa que Charlotte Bowen, de diez años, ha sido raptada, y si Luxford no admite públicamente su paternidad, ella morirá. Pero la existencia de Charlotte es el secreto más ferozmente guardado de Luxford, y reconocerla como su hija arrojará a más de una vida y una carrera al caos. Además no únicamente la reputación de Luxford está en juego: también la reputación y la carrera de la madre de Charlotte.

Se trata de la subsecretaría de Estado del Ministerio del Interior, uno de los cargos más considerados y con bastantes posibilidades de ser la próxima Margaret Thatcher. Sabiendo que su futuro político cuelga de un hilo, Eve Bowen no acepta que Luxford dañe su carrera publicando la historia o llamando a la policía. Así que el editor acude al científico forense Simon St. James para que le ayude.

Se trata de un caso que a St. James llena de inquietud, en el que ninguno de los protagonistas del drama parecen reaccionar tal como se espera, considerando la gravedad de la situación. Entonces tiene lugar la tragedia, y New Scotland Yard se ve involucrado.

Pronto el Detective Inspector Thomas Lynley se da cuenta que el caso tiene tentáculos en Londres y en todo el país, y debe simultáneamente investigar el asesinato y la misteriosa desaparición de Charlotte. Mientras, su compañera, la sargento Detective Barbara Havers, lleva a cabo su propia investigación intentando dar un empuje a su carrera, intentando evitar una solución desalentadora y peligrosa que nadie conoce.

Elizabeth George

La justicia de los inocentes

Inspector Lynley 8

Título original: In the Presence of the Enemy (1996)

PRIMERA PARTE

1

Charlotte Bowen pensó que estaba muerta. Abrió los ojos al frío y la oscuridad. El frío estaba debajo de ella y le causaba la misma sensación que el suelo del jardín de su madre, donde el grifo exterior goteaba sin cesar y formaba una mancha de humedad verde y olorosa. La oscuridad era omnipresente. La negrura la envolvía como una manta gruesa, y Charlotte forzó la vista para disolverla, para forjar de la nada infinita una forma capaz de desmentir que no estaba en una tumba. Al principio no se movió. No extendió las manos y los pies porque no quería tocar los lados del ataúd, porque no quería saber que la muerte era así, cuando ella había creído que habría santos, ángeles y luz, y que los ángeles tocarían arpas sentados en columpios.

Charlotte se esforzó por oír algo, pero no había nada que oír. Olió, pero no había nada que oler, salvo la envoltura de moho que la rodeaba, como huelen las piedras viejas cuando el musgo ha crecido sobre ellas. Tragó saliva y saboreó el vago regusto de zumo de manzana. Y el sabor fue suficiente para que recordara.

El le había ofrecido zumo de manzana, ¿verdad? Le había dado una botella sobre cuyo tapón destellaban diminutas gotas de humedad. Le había sonreído y apretado el hombro.

– No has de preocuparte, Lottie -había dicho-. A tu madre no le gustaría.

Mamá. La causa de todo. ¿Dónde estaba su madre? ¿Qué le había pasado? ¿Y Lottie? ¿Qué le había pasado a Lottie?

– Ha ocurrido un accidente -había dicho él-. Voy a llevarte con tu madre.

– ¿Dónde? -había preguntado ella-. ¿Dónde está mamá? -Y después en voz más alta, porque de repente sentía el estómago como si fuera líquido y no le gustaba la forma en que la miraba aquel hombre-: ¡Dígame dónde está mi madre! ¡Dígamelo! ¡Ahora mismo!

– No te preocupes -había dicho él mientras miraba alrededor. Al igual que a mamá, le molestaban sus ruidos-. Tranquilízate, Lottie. Está en una casa de seguridad del gobierno. ¿Sabes lo que eso significa?

Charlotte había negado con la cabeza. Al fin y al cabo, sólo tenía diez años, y la mayoría de funciones del gobierno constituían un misterio para ella. Lo único que sabía era que estar en el gobierno significaba que su madre se iba de casa antes de las siete de la mañana y, por lo general, no volvía hasta después de que ella se había acostado. Su madre iba a su oficina de Parliament Square. Asistía a sus reuniones en el Ministerio del Interior. Iba a la Cámara de los Comunes. Los viernes por la tarde atendía las consultas de los votantes de Marylebone, mientras Lottie hacía los deberes, alejada de la habitación de paredes amarillas donde el comité ejecutivo del distrito electoral se reunía.

– Pórtate bien -decía su madre cuando Charlotte llegaba del colegio cada viernes por la tarde, y ladeaba significativamente la cabeza en dirección a la habitación de paredes amarillas-. No quiero oírte rechistar hasta que nos marchemos. ¿Está claro?

– Sí, mamá.

Y entonces su madre sonreía.

– Dame un beso -decía-. Y un abrazo. También quiero un abrazo.

Dejaba de conversar con el cura de la parroquia, el verdulero paquistaní de Edgware Road, el maestro de la escuela o cualquiera que deseara diez preciosos minutos de su tiempo de diputada. Rodeaba a Lottie con sus brazos rígidos y después le daba una palmada en el trasero.

– Ya puedes marcharte -decía, y se volvía hacia su visitante-. Niños -decía con una risita.

Los viernes eran el mejor día de la semana. Después de la reunión consultiva, Lottie y su madre volvían a casa en coche y Lottie le contaba cómo había ido la semana. La madre escuchaba, asentía y a veces palmeaba la rodilla de Lottie, pero siempre mantenía los ojos clavados en el camino, por encima de la cabeza del conductor.

– Mamá -decía Lottie con un suspiro de mártir, en un intento inútil de apartar la atención de su madre de Marylebone High Street. Al fin y al cabo, su madre no tenía por qué mirar la calle. No era ella quien conducía el coche-. Te estoy hablando. ¿Qué estás mirando?

– Problemas, Charlotte. Estoy mirando que no surjan problemas. Tú deberías hacer lo mismo.

Por lo visto, los problemas habían surgido. Pero ¿una casa de seguridad del gobierno? ¿Qué era, exactamente? ¿Un lugar donde esconderse si tiraban una bomba?

– ¿Vamos a la casa de seguridad? -había preguntado. Bebió el zumo de manzana a toda prisa. Era un poco raro, poco dulce, pero lo tomó todo porque sabía que era descortés ser ingrata con un adulto.

– Ahí vamos -dijo el hombre-. A la casa de seguridad. Tu mamá nos está esperando.

Era lo único que recordaba bien. Las cosas se habían complicado a partir de entonces. Sus párpados se habían ido cerrando mientras cruzaban Londres, y al cabo de unos minutos tuvo la impresión de que no podía levantar la cabeza. En el fondo de su mente le parecía recordar que una voz agradable había dicho:

– Buena chica, Lottie. Echa un sueñecito.

Una mano le había quitado las gafas con delicadeza.

Al pensar en esto, Lottie se llevó poco a poco las manos a la cara en la oscuridad, lo más cerca posible de su cuerpo para no tener que tocar los lados del ataúd en que yacía. Sus dedos tocaron la barbilla. Treparon lentamente por sus mejillas, como una araña. Siguieron por el puente de la nariz. Las gafas habían desaparecido.

A oscuras daba igual, por supuesto. No obstante, si las luces se encendían… Pero ¿cómo iba a haber luces en un ataúd?

Lottie respiró hondo. Otra vez. Y otra. «¿Cuánto aire queda? -se preguntó-. ¿Cuánto tiempo antes de…? ¿Y por qué? ¿Por qué?»

Notó que su garganta se tensaba y su pecho ardía. Notó que los ojos le escocían. «No debes llorar -pensó-, no debes llorar. No debes permitir que nadie vea…» Claro que no había nada que ver, ¿verdad? Nada, excepto la interminable negrura que ponía un nudo en su garganta, que le quemaba el pecho, que le escocía los ojos. No debía llorar, pensó Lottie. No debía llorar. No, no.

Rodney Aronson apoyó su trasero de timbal sobre el antepecho de la ventana, en la oficina del director, y notó que las antiguas persianas de rejas arañaban la espalda de su chaqueta sahariana. Rebuscó en un bolsillo el resto de su barra de nueces Cadbury y desenvolvió el papel de plata con la dedicación de un paleontólogo que quitara la tierra de los restos sepultados de un hombre primitivo.

Al otro lado de la habitación, sentado a la mesa de conferencias, Dennis Luxford parecía completamente relajado en lo que Rodney llamaba el Sillón de la Autoridad. Con una sonrisa triangular en su rostro de elfo, el director estaba escuchando el informe final del día sobre lo que Fleet Street había bautizado la semana pasada como la Rumba del Chapero. El informe había sido escrito con considerable entusiasmo por el mejor reportero investigador de la plantilla del Source. Mitchell Corsico tenía veintitrés años (un joven propenso a la tontería de vestir vaqueros), con el instinto de un sabueso y la trémula sensibilidad de una barracuda. Era justo lo que necesitaban en el clima actual de pecadillos parlamentarios, indignación pública y escándalos sexuales.

– Según la declaración de esta tarde -estaba diciendo Corsico-, nuestro estimado parlamentario de East Norfolk declaró que su electorado le apoya como un solo hombre. Es inocente hasta que se demuestre lo contrario y todos los etcéteras al uso. El leal presidente del partido afirma que todo el escándalo es culpa de la prensa canallesca, que intenta de nuevo socavar al gobierno. -Repasó sus notas, como si buscara la cita apropiada. La encontró, se encasquetó mejor el Stetson, adoptó una pose estoica y recitó-: No es ningún secreto que los medios de comunicación están empeñados en derribar al gobierno. Este asunto del chapero no es más que otro intento de Fleet Street de decidir la dirección del debate parlamentario. Pero si los medios de comunicación desean destruir al gobierno, se encontrarán con un oponente más que sobrado para plantar cara, desde Downing Street al palacio de Westminster, pasando por Whitehall. -Corsico cerró el cuaderno y lo embutió en el bolsillo posterior de sus gastados tejanos-. Noble sentimiento, ¿no creéis?

Luxford echó la silla hacia atrás y enlazó las manos sobre su estómago plano. Cuarenta y seis años de edad, con el cuerpo de un adolescente y una abundante masa de cabello rubio. «Hay que practicarle la eutanasia», pensó Rodney con amargura. Sería un acto de misericordia hacia sus colegas en general, y hacia Rodney en particular, impedir que siguiera deslumbrándoles con su elegancia.

– No necesitamos derribar al gobierno -dijo Luxford-. Bastará con que nos sentemos a ver cómo se derriban ellos mismos. -Acarició con aire indolente sus tirantes de seda-. ¿El señor Larnsey todavía se aferra a su versión?

– Como un percebe -contestó Corsico-. Nuestro estimado parlamentario de East Norfolk ha reiterado su anterior declaración sobre lo que él llama «mi infortunada e incomprendida presencia en un automóvil detrás de la estación de Paddington el pasado jueves por la noche». Estaba reuniendo datos para el Comité Electo sobre Consumo de Drogas y Prostitución, insiste.

– ¿Existe un Comité Electo sobre Consumo de Drogas y Prostitución? -preguntó Luxford.

– Si no existiera, ya puedes apostar a que el gobierno crearía uno de inmediato.

Luxford reclinó la cabeza sobre sus manos enlazadas e imprimió un grado más de retroceso a la butaca. Su aspecto delataba el placer que le proporcionaban los últimos acontecimientos. En el período actual de control conservador sobre las riendas del gobierno, los periódicos de la nación habían desenmascarado a parlamentarios con amantes, a parlamentarios con hijos ilegítimos, a parlamentarios con prostitutas de lujo, a parlamentarios dedicados al onanismo, a parlamentarios mezclados en negocios de bienes raíces y a parlamentarios relacionados de manera dudosa con la industria, pero esto era nuevo: un parlamentario conservador sorprendido en un delito más que flagrante, entre los brazos de un chapero de dieciséis años, detrás de la estación de Paddington. Era la materia de que estaban hechos los sueños sobre tiradas desorbitadas, y Rodney pudo ver que Luxford estaba calculando mentalmente el aumento de sueldo que recibiría cuando se hiciera balance y afloraran los beneficios. Los acontecimientos actuales estaban permitiendo que cumpliera su promesa de elevar la tirada del Source al primer puesto. Era un bastardo afortunado, maldito fuera su podrido corazón. Desde el punto de vista de Rodney, no era el único periodista de Londres capaz de hincar su escalpelo en una oportunidad inesperada y extraer una historia de ella, como un sabueso con una liebre. No era el único guerrero de Fleet Street.

– Dentro de tres días, el primer ministro le abandonará a su suerte -predijo Luxford. Miró a Rodney-. ¿Tú qué opinas? -Yo diría que tres días es demasiado, Den.

Rodney sonrió para sus adentros al ver la expresión de Luxford. El director odiaba los diminutivos de su nombre.

Luxford meditó la respuesta de Rodney con los ojos entornados. «No es tonto, nuestro Luxford -pensó Rodney-. No ha llegado a donde está por hacer caso omiso de las puñaladas por la espalda.» Luxford devolvió su atención al reportero.

– ¿Qué tienes a continuación?

Corsico enumeró con los dedos.

– La mujer del parlamentario Larnsey juró ayer que apoyaría a su hombre, pero una fuente me ha dicho que se marcha de casa esta noche. Necesitaré un fotógrafo para captar el instante.

– Rod se encargará de eso -dijo Luxford sin mirar a Rodney-. ¿Qué más?

– La Asociación Conservadora de East Norfolk se reúne esta noche para discutir la «viabilidad política» de su parlamentario. Alguien de la asociación me ha llamado para decirme que van a pedir a Larnsey la dimisión.

– ¿Algo más?

– Estamos esperando algún comentario del primer ministro. Ah, sí. Una cosa más. Una llamada telefónica anónima afirmó que a Larnsey siempre le habían gustado los chicos, incluso en el colegio. Su mujer fue una tapadera desde el día de la boda.

– ¿Y el chapero?

– De momento está escondido. En casa de sus padres, en South Lambeth.

– ¿Hablará? ¿Lo harán sus padres?

– Estoy en ello.

Luxford bajó más su butaca.

– Perfecto -dijo, y añadió con su sonrisa triangular-: Sigue trabajando así, Mitch.

Corsico hizo un saludo burlón con el Stetson y se encaminó hacia la salida. Llegó a la puerta cuando la abría la secretaria de Luxford, sesenta años de edad y cargada con dos montones de cartas, que llevó hasta la mesa de conferencias y dejó ante el director del Source. El montón uno estaba abierto y fue depositado a la izquierda de Luxford. El montón dos estaba cerrado, con indicaciones de «Personal», «Confidencial» o «A la atención del director», y las cartas fueron colocadas a la derecha de Luxford, después de lo cual la secretaria cogió el abrecartas que había sobre el escritorio del director y lo dejó sobre la mesa de conferencias, a cinco centímetros exactos de las cartas sin abrir. También fue a buscar la papelera y la situó junto a la silla de Luxford.

– ¿Algo más, señor Luxford? -Su pregunta deferente de cada noche antes de marcharse a casa.

«Una mamada, señorita Wallace -contestó en silencio Rodney-. De rodillas, mujer. Y gime mientras lo haces.» Lanzó una risita involuntaria al pensar en la señorita Wallace (ataviada como siempre con su conjunto de tweed y sus perlas) de rodillas y entre los muslos de Luxford. Para disimular su diversión privada, bajó la cabeza para examinar el resto de su Cadbury.

Luxford estaba ojeando las cartas sin abrir.

– Telefonee a mi mujer antes de irse -dijo a su secretaria-. Esta noche no llegaré más tarde de las ocho.

La señorita Wallace asintió y se marchó en silencio, caminando sobre la alfombra gris hasta la puerta con sus zapatos de suela de crepé. A solas por primera vez aquel día con el director del Source, Rodney bajó su trasero del antepecho de la ventana, mientras Luxford cogía el abrecartas y empezaba con los sobres de su derecha. Rodney nunca había comprendido la predilección de Luxford por abrir en persona aquel tipo de cartas. Teniendo en cuenta la tendencia política del periódico (lo más a la izquierda posible del centro sin que pudieran llamarles rojos, comunistas, ojeras u otros apelativos aún menos agradables), una carta con la indicación de «personal» podía ser una bomba. Sería mejor para el director del periódico que la señorita Wallace corriera el peligro de perder los dedos, las manos o un ojo, que saltar con los dos pies en la trampa. Luxford no lo veía del mismo modo, por supuesto. No era que se preocupara por los posibles peligros arrostrados por la señorita Wallace. Afirmaba que el trabajo de un director era tornar la medida de la reacción del público a su periódico. El Source, declaraba, no iba a alcanzar el número uno en tirada si su director mandaba sus tropas desde la retaguardia. Ningún director merecedor del pan que comía perdía el contacto con el público.

Rodney vio que Luxford inspeccionaba la primera carta. Resopló, la convirtió en una bola y la tiró a la papelera. Abrió la segunda y la examinó a toda prisa. Rió, y la envió a reunirse con la primera. Había leído la tercera, cuarta y quinta, y estaba abriendo la sexta, cuando dijo con tono ausente, que Rodney sabía deliberado:

– ¿Sí, Rod? ¿Pasa algo por tu cabeza?

Lo que pasaba por la cabeza de Rodney estaba relacionado con el cargo que Luxford ocupaba: Señor de los Poderosos, im primátur, capitoste, prefecto mayor y, por lo demás, venerable director del Source. Le habían apartado a codazos del ascenso que tanto merecía, tan sólo seis meses antes, en favor de Luxford, y el presidente con cara de cerdo le había comunicado con su voz untuosa que «carecía de los instintos necesarios» para efectuar el tipo de cambios en el Source que transformarían el periódico. «¿Qué clase de instintos?», había preguntado educadamente cuando el presidente del diario le dio la noticia. «Los instintos de un asesino -había contestado el presidente-. Luxford los tiene a puñados. Mire lo que hizo por el Globe.»

Lo que había hecho por el Globe fue coger un periódico languidecente, dedicado casi en exclusiva a chismes sobre estrellas de cine y acarameladas historias sobre la familia real, y transformarlo en el diario más vendido del país. Pero no lo había hecho mediante el expediente de ennoblecerlo. Estaba demasiado en sintonía con los tiempos para eso. Lo había logrado apelando a los más bajos instintos de los lectores de periódicos, ofreciéndoles una dieta diaria de escándalos, escapadas sexuales de políticos, hipocresías en el seno de la Iglesia anglicana, y la ostensible y muy ocasional caballerosidad del hombre de la calle. El resultado fue un auténtico festín de emociones fuertes para los lectores de Luxford, millones de los cuales soltaban cada mañana sus treinta y cinco peniques, como si sólo el director del Source (y no la plantilla, ni Rodney, que tenía tanto cerebro y cinco años más de experiencia que Luxford) tuviera la clave de su satisfacción. Y mientras la rata inmunda se refocilaba en su creciente éxito, los demás periódicos de Londres pugnaban por no quedar descolgados de la carrera. Todos se frotaban la nariz y decían. «Bésame el culo» cada vez que el gobierno amenazaba con imponerles ciertos controles básicos. Pero la vox populi no pinchaba ni cortaba en Westminster, sobre todo cuando la prensa sacudía al primer ministro cada vez que un parlamentario tory contribuía a subrayar la cada vez más patente hipocresía del Partido Conservador.

No era que ver naufragar a la nave capitana tory constituyera un espectáculo doloroso para Rodney Aronson. Había votado laborista (o a les demócratas liberales, en el peor de los casos) desde que tenía edad para votar. Pensar que los laboristas iban a beneficiarse del actual clima de inquietud política era muy gratificante para él. En otras circunstancias, Rodney habría disfrutado del espectáculo diario de conferencias de prensa, indignadas llamadas telefónicas, exigencias de elecciones anticipadas y las lúgubres predicciones sobre el resultado de las elecciones locales que se celebrarían al cabo de pocas semanas. Sin embargo, en las actuales circunstancias, con Luxford al timón, donde era muy probable que se quedara indefinidamente, obstruyendo la ascensión de Rodney hasta la cima, Rodney estaba irritado. Se decía que su malestar se debía a que era superior como periodista, pero la verdad era que estaba celoso.

Trabajaba en el Source desde los dieciséis años, había ido ascendiendo desde chico de los recados hasta su actual puesto de subredactor jefe (el segundo en la cadena de mando) a base de fuerza de voluntad, fuerza de carácter y fuerza de talento. Le debían el cargo supremo, y todo el mundo lo sabía, incluido Luxford, y por eso el redactor jefe le estaba mirando, leía su mente como el zorro que era, y esperaba a que contestara. «No tienes los instintos de un asesino», le habían dicho. Sí. De acuerdo. Bien, todo el mundo comprendería la verdad muy pronto.

– ¿Pasa algo por tu cabeza, Rod? -repitió Luxford antes de bajar la vista de nuevo hacia su correspondencia.

«Tu puesto», pensó Rodney, pero dijo en voz alta:

– Este asunto del chapero. Creo que ha llegado el momento de abandonarlo.

– ¿Por qué?

– Está anticuado. Llevamos con esa historia desde el viernes. Ayer y hoy han sido meras repeticiones de los acontecimientos del domingo y el lunes. Sé que Corsico sigue la pista de algo más, pero hasta que lo consiga creo que hemos de tomarnos un descanso.

Luxford dejó a un lado la carta número seis y se tiró de sus largas patillas (marca de la casa), en lo que Rodney consideraba una falsa demostración del esquema «director-considera-la-opinión-del-subordinado». Cogió el sobre número siete e introdujo el abrecartas bajo la solapa. Se mantuvo en aquella postura mientras contestaba.

– Es el propio gobierno quien se ha colocado en esta situación. El primer ministro nos entregó su Compromiso con los Valores Británicos Básicos, incluido en el manifiesto del partido, ¿no es cierto? Hace sólo dos años, ¿no? Sólo estamos explorando lo que el Compromiso con los Valores Británicos Básicos significa en apariencia para los tories. Papá y Mamá Verdulero, junto con Tío Zapatero y Abuelo Pensionista pensaron que significaba un retorno a la decencia y al Dios salve a la reina en los cines después de la película. Nuestros parlamentarios tories parece que no opinan lo mismo.

– De acuerdo -dijo Rodney-, pero no querrás que demos la impresión de intentar derribar al gobierno con una descripción interminable de lo que un parlamentario medio imbécil hace con la polla en sus ratos libres, ¿verdad? Joder, tenemos mucha mierda más para utilizar contra los tories. ¿Por qué no…?

– ¿Desarrollamos una conciencia moral en la hora undécima? -Luxford enarcó una ceja sarcástica y volvió a su carta. Abrió el sobre y extrajo el papel doblado del interior-. No me lo esperaba de ti, Rod.

Rodney sintió arder las mejillas.

– Sólo estoy diciendo que, si vamos a apuntar la artillería pesada contra el gobierno, tal vez deberíamos empezar por dirigir el fuego hacia algo más sustancial que los polvos en horas libres de los miembros del Parlamento. Hace años que los periódicos se dedican a eso, ¿y adónde nos ha conducido? Esos cabrones siguen en el poder.

– Me atrevería a decir que nuestros lectores opinan que servimos bien a sus intereses. ¿Cuáles me dijiste que eran las últimas cifras de tirada?

Era el truco habitual de Luxford. Nunca hacia ese tipo de preguntas sin saber la respuesta. Como para subrayarlo, devolvió su atención a la carta que tenía en su mano.

– No digo que debamos prescindir de los recurrentes polvos extramaritales. Sé que es nuestro pan de cada día. Pero si exprimimos la historia hasta que parezca…

Rodney advirtió que Luxford no le escuchaba. Contemplaba con ceño la carta que sostenía. Se tiró de las patillas, pero esta vez la acción y la reflexión eran auténticas. Rodney estaba seguro.

– ¿Ocurre algo, Den? -preguntó esperanzado, aunque cuidó mucho de no revelarlo en su tono.

La mano que sujetaba la carta la estrujó.

– Chorradas -dijo Luxford, Arrojó la carta a la papelera, con las demás. Cogió la siguiente y la abrió-. Gilipolleces. El populacho descerebrado habla. -Leyó la nueva carta-. Nos diferenciamos en eso -dijo-. Por lo visto, tú consideras que nuestros lectores pueden ser educados. Yo los veo tal como son, Rod, sucios e incultos. Hay que darle masticadas sus opiniones, como si fueran gachas. -Luxford apartó su silla de la mesa de conferencias-. ¿Hay algo más esta noche? De lo contrario, he de contestar a una docena de llamadas y volver a casa con mi familia.

«Hay tu cargo -pensó Rodney de nuevo-. Es lo que se me debe por veintidós años de lealtad a este periodicucho.»

– No, Den -dijo-. No hay nada más. De momento, quiero decir.

Arrojó el envoltorio del Cadbury junto con las cartas desechadas del director y se encaminó a la puerta.

– Rod -dijo Luxford cuando Rodney abrió la puerta. Este se volvió-. Llevas chocolate en la barba.

Luxford sonreía cuando Rodney salió.

Pero su sonrisa se desvaneció en el instante en que el otro hombre se fue. Dennis Luxford giró en su silla hacia la papelera. Sacó la carta. La desarrugó sobre la mesa de conferencias y volvió leerla. Estaba compuesta por una palabra de saludo y una sola frase, v no tenía nada que ver con chaperos, automóviles o el parlamentario Sinclair Larnsey: «Luxford: Utiliza la primera plana: para reconocer a tu primogénita y Charlotte quedará en libertad.»

Luxford contempló el mensaje, mientras el corazón le palpitaba en los oídos. Pasó revista a una serie de posibles remitentes, pero eran tan improbables que sólo pudo llegar a una conclusión: la carta tenía que ser un farol. De todos modos, tomó la precaución de examinar la basura restante sin alterar el orden en que había desechado el correo del día. Rescató el sobre que acompañaba a la carta y lo examinó. Parte del matasellos formaba una luna en tres cuartos junto al sello de primera clase. Estaba borroso, pero lo bastante legible para ver que la carta había sido puesta en el correo de Londres.

Luxford se reclinó en la butaca. Leyó de nuevo las nueve primeras palabras. «Utiliza la primera plana para reconocer a tu primogénita.» Charlotte, pensó.

Durante los últimos diez años sólo se había permitido pensar en Charlotte una vez al mes, una admisión de paternidad que duraba un cuarto de hora y había conseguido mantener oculta a todo el mundo, incluida la madre de Charlotte. El resto del tiempo, la existencia de la niña quedaba relegada al fondo de su memoria. Nunca había hablado de ella a nadie. Algunos días lograba olvidar por completo que era padre de más de un hijo.

Recogió el sobre y la carta, se dirigió hacia la ventana, miró hacia Farrington Street y escuchó el ruido apagado del tráfico.

Sabía que alguien, alguien muy cercano, agazapado en Fleet Sreet, tal vez en Wapping, o en aquella lejana torre de cristal de la Isla de los Perros, estaba esperando a que efectuara un falso movimiento. Alguien (consciente de que una historia sin la menor relación con acontecimientos actuales puede adquirir preponderancia en la prensa y saciar el apetito del público que aguarla una especial caída en desgracia) esperaba que dejara un rastro inadvertido en reacción a la carta y, gracias a ese rastro, establecer un vínculo entre la madre de Charlotte y él…

Cuando lo hiciera, la prensa daría saltitos de alegría. Un periódico revelaría la historia. El resto le seguiría. Y tanto él comola madre de Charlotte pagarían su error. El castigo de ella consistiría en ser puesta en la picota y una veloz pérdida de poder político; el suyo seria sería una pérdida más personal.

Advirtió con sarcasmo que a ese alguien le estaba saliendo el tiro por la culata. Si el gobierno no corriera el riesgo de salir perdiendo todavía más, en el caso de que se descubriera la verdad sobre Charlotte, Luxford habría apostado a que la carta había sido enviada desde el número 10 de Downing Street en un gesto de venganza insidiosa. Pero el gobierno tenía tanto interes en mantener oculta la verdad sobre Charlotte como el propio Luxford. Y si el gobierno no estaba implicado en el envio de la carta y su amenazador mensaje, cabía pensar que se tratara de otro clase de enemigo.

Y los ternía a montones. De todos los sectores. Ansiosos, pacientes, confiados en que acabaría por traicionarse.

Dennis Luxford había jugado durante demasiado tiempo a investigar a los demas para hacer un falso movimiento. No había cambiado la tendencia descendente del Source mediante el expediente de evitar los métodos utilizados por tos periodistas para descubrir la verdad. Por lo tanto, decidió tirar la carta a la papelera, olvidarla y dar cancha a sus enemigos para jugar. Si recibía otra, también la tiraría.

Arrugó la carta por segunda vez y se volvió para arrojarla con las demás. Entonces se fijó en la correspondencia que su secretaria ya había abierto y apilado. Consideró la posibilidad de que hubiera una segunda carta, no dirigida a él en persona, sino enviada sin instrucciones específicas para que cualquiera pudiera abrirla, o enviada a Mitch Corsico, o a uno de los otros periodistas que solían seguir el néctar de la corrupción sexual. Esta segunda carta no estaría redactada de una forma tan oscura: se mencionarían nombres, fechas y lugares, y no se andarían con rodeos.

Podía evitarlo. Bastaría con una llamada telefónica y una respuesta a las únicas preguntas posibles en aquel momento. «¿Se lo has dicho a alguien, Eve, en algún momento de los últimos diez años? ¿Has hablado de nosotros?» Si no lo había hecho, la carta sólo era un intento de ponerle nervioso, y como tal se podía desechar. Si ella había hablado, debía saber que los dos iban a sufrir un asedio encarnizado.

2

Tras haber preparado a su público, Deborah St. James alineó tres grandes fotografías en blanco y negro sobre una de las mesas del laboratorio de su marido. Ajustó las luces fluorescentes y retrocedió para esperar el juicio de su marido y de su compañera de trabajo, lady Helen Clyde. Hacía cuatro meses que experimentaba con aquella nueva serie de fotografías, y si bien estaba satisfecha con los resultados, también sentía cada vez más la necesidad de efectuar una auténtica contribución económica a su hogar. Quería que la contribución fuera continuada, no limitada a los encargos esporádicos que hasta el momento había conseguido gracias a llamar a las puertas de agencias de publicidad, agencias de talentos, revistas, servicios por cable de noticias y editores. Durante los últimos años, desde que había concluido su preparación, Deborah había empezado a experimentar la sensación de que pasaba la mayor parte del tiempo arrastrando su carpeta de un extremo a otro de Londres, cuando lo único que deseaba era que sus fotografías fuesen arte puro. Desde Stieglitz a Mapplethorpe, otros lo habían conseguido. ¿Por qué no ella?

Deborah apretó las palmas y esperó a que su marido o Helen Clyde hablaran. Habían estado enfrascados en examinar la transcripción de una declaración forense que Simon había prestado quince días antes sobre explosivos de plástico, y su intención era continuar con un análisis de marcas de herramientas hechas con el metal que rodeaba el pomo de una puerta, en un intento de reunir pruebas para la defensa en un inminente juicio por asesinato.

No obstante, accedieron de buen grado a tomarse un descanso, Habían trabajado desde las nueve de la mañana, con sólo una pausa para comer y otra para cenar, y por lo que Deborah podía ver ahora, a las nueve y media de la noche, Helen al menos estaba más que dispuesta a dar por concluida su jornada laboral.

Simon estaba inclinado sobre una fotografía de un rapado del Frente Nacional. Helen estudiaba a una muchacha antillana que sostenía una enorme bandera del Reino Unido. Tanto el rapado como la chica estaban colocados delante de un fondillo portatil que Deborah había confeccionado con grandes triángulos de lienzos pintados,

Como ni Simon ni Helen hablaban, ella rompió el silencio.

Quiero que las fotografías posean una personalidad específica. No quiero objetivar el tema como hacía antes. Yo controlo el fondo, que es el lienzo en el que estuve trabajando en el jardín el pasado febrero, ¿te acuerdas, Simon? El o ella no pueden falsearse, porque la velocidad de la película es demasiado lenta y el sujeto no puede sostener el artificio durante el tiempo necesario para lograr la exposición adecuada. Bien, ¿qué opináis?

Se dijo que no importaba lo que pensaran. Su nuevo planteamiento le parecía importante, y no pensaba abandonarlo, pero que alguien independiente dijera que el trabajo era tan bueno como ella creía le serviría de ayuda. Aunque esa persona fuera su marido, la menos propensa a encontrar defectos en su trabajo.

Simon se alejó del rapado, esquivó a Helen, que aún seguía examinando a la muchacha de la bandera, y pasó a la tercera foto, un rastafari con un impresionante chal de lentejuelas que cubría su agujereada camiseta.

– ¿Dónde las has tomado, Deborah?

– En Covent Garden, cerca del museo del teatro. Me gustaría hacer las próximas en la iglesia de San Botolph. Los sin hogar, ya sabes.

Vio que Helen continuaba hacia otra fotografía y se prohibió morderse el pulgar. Helen levantó la vista por fin.

– Creo que son maravillosas.

– ¿De veras? O sea, ¿crees…? Son bastante diferentes, ¿verdad? Lo que quería… o sea,… estoy utilizando una Polaroid de cincuenta por sesenta, y he dejado las marcas de los dientes de engranaje, y también las marcas de los productos químicos en las impresiones, porque quiero que anuncien que son fotografías. Son la realidad artificial, en tanto que los sujetos son la verdad. Al menos… bueno, eso me gustaría pensar… -Deborah se llevó la mano al pelo y apartó un mechón cobrizo de su cara. Las palabras la ponían en un aprieto. Siempre le había pasado. Suspiró-. Esto es lo que intento…

Su marido le rodeó la espalda con el brazo y la besó ruidosamente en un lado de la cabeza.

– Un trabajo estupendo -dijo-. ¿Cuántas has tomado?

– Oh, docenas. Cientos. Bien, tal vez cientos no pero sí muchas. Acabo de empezar a hacer estas copias en tamaño grande. Lo que deseo en realidad es que sean lo bastante buenas para exhibirlas… en una galería, quiero decir. Como arte. Porque, bueno, al fin y al cabo son arte y…

Su voz enmudeció cuando captó movimiento por el rabillo del ojo. Se volvió hacia la puerta del laboratorio y vio que su padre (miembro desde hacía muchísimo tiempo de una u otra rama de la familia St. James) había subido en silencio al último piso de la casa de Cheyne Row.

– Señor St. James -dijo Joseph Cotter, que insistía en no utilizar jamás el nombre de pila de Simon, ni siquiera después de casarse con Deborah. Nunca se había adaptado por completo al hecho de que su hija se hubiera casado con el joven patrón de su padre-. Tiene visitas. Las he conducido al estudio.

– ¿Visitas? -preguntó Deborah-. No he oído… ¿Ha sonado el timbre de la puerta, papá?

– Estos visitantes no necesitan el timbre -contestó Cotter. Entró en el laboratorio y contempló las fotografías de Deborah con el entrecejo fruncido-. Qué tío más feo -dijo, en referencia al rufián del Frente Nacional-. Es David -explicó al marido de Deborah-. Ha venido con un amiguete, vestido con tirantes de fantasía y zapatos relucientes.

¿David? -preguntó Deborah-. ¿David St. James? ¿Aquí, en Londres?

– En esta misma casa subrayó Cotter-. Va hecho una piltrafa, como siempre. Dónde compra su ropa es un misterio para mí. Oxfam, supongo. (¿Querrán todos café? Esos dos tienen pinta de agradecerlo.

Deborah ya estaba bajando la escalera.

– David -llamó.

– Café, sí -dijo su marido-, y conociendo a mi hermano, será mejor que saques también el resto de aquel pastel de chocolate. Dejémoslo por hoy -dijo a Helen-. ¿Ya te marchas?

– Deja que antes diga hola a David.

Helen apagó los fluorescentes y siguió a St. James hasta la escalera, que el hombre bajó con cuidado a causa de la abrazadera sujeta a su pierna izquierda. Cotter salió a continuación.

La puerta del estudio estaba abierta.

– ¿Qué haces aquí, David? -preguntó Deborah en el interior-. ¿Por qué no has telefoneado? No les habrá pasado nada a Sylvie o a los niños, imagino.

David dio un beso en la mejilla a su cuñada.

– Bien. Están bien, Deb. Todos están bien. He venido a la ciudad para dar una conferencia sobre el Euromercado. Dennis me localizó allí. Ah, aquí está Simon. Dennis Luxford, mi hermano Simon. Mi cuñada. Y Helen Clyde. ¿Cómo estás, Helen? Han pasado años, ¿verdad?

– Desde el último día de San Esteban -contestó Helen-. En casa de tus padres, pero había tanta gente que perdono tu falta de memoria.

– Supongo que pasé toda la tarde poniéndome las botas en la mesa del buffet.

David palmeó con ambas manos su panza, el único rasgo que le diferenciaba de su hermano menor. Por lo demás, St. James y él eran, como todos los St. James, muy similares en apariencia, y compartían el mismo pelo negro rizado, la misma estatura, las mismas facciones angulosas y los mismos ojos de un color que nunca acababa de decidirse entre el gris y el azul. Iba vestido como Cotter lo había descrito: de una forma estrafalaria. Desde sus sandalias Birkenstock y calcetines a rombos, hasta su chaqueta de tweed y el polo, David era el eclecticismo personificado, la desesperación de toda su familia. Era un genio en los negocios y había cuadruplicado los beneficios de la compañía naviera desde la jubilación de su padre, pero nadie daría un centavo por él.

– Necesito tu ayuda. -David eligió una de las butacas de cuero próximas a la chimenea. Con la seguridad de un hombre que manda una legión de empleados, indicó a todo el mundo que se sentara-. Más concretamente, Dennis necesita tu ayuda. Por eso hemos venido.

– ¿Qué tipo de ayuda?

St. James observó al hombre que acompañaba a su hermano. Se había situado más o menos fuera de la luz directa, cerca de la pared en la que Deborah colgaba una exposición cambiante de sus fotografías. St. James vio que Luxford era un hombre muy atractivo, de mediana edad y estatura modesta, cuya elegante chaqueta cruzada azul, corbata de seda y pantalón color cervato sugerían un petimetre, pero cuyo rostro exhibía una expresión de tibia desconfianza que, en aquel momento, parecía mezclarse con la incredulidad. St. James sabía el motivo, aunque nunca lo recordaba sin una momentánea depresión. Dennis Luxford necesitaba ayuda, pero no esperaba poder recibirla de un lisiado. St. James quiso decir «Sólo es la pierna, señor Luxford. Mi intelecto sigue funcionando como siempre.» En cambio, esperó a que el otro hombre hablara, mientras Helen y Deborah se acomodaban en el sofá y la otomana.

A Luxford no pareció gustarle que las mujeres fueran a presenciar la entrevista.

– Se trata de un asunto personal -dijo-. Extremadamente confidencial. No quiero…

David St. James intervino.

– Son las tres personas del país menos susceptibles de vender tu historia a los medios de comunicación, Dennis. Me atrevería a decir que ni siquiera saben quién eres. ¿Lo sabéis? Da igual. Ya veo por vuestra cara que no.

Siguió explicando que Luxford y él habían ido juntos a la Universidad de Lancaster, adversarios en los debates y compañeros de borracheras después de los exámenes. Habían continuado en contacto después de la universidad, siempre informados sobre sus respectivas carreras triunfales.

– Dennis es escritor -dijo David-. El mejor escritor que he conocido, si vamos a eso.

Había venido a Londres para dejar su impronta en la literatura, pero había acabado metido en el periodismo y decidió quedarse en él. Había empezado como corresponsal político del Guardian. Actualmente era director.

– ¿Del Guardian? -preguntó St. James.

– Del Source -dijo Luxord, con una mirada que les retaba a todos a hacer comentarios. Empezar en el Guardian y terminar en el Source no era un ascenso celestial, pero Luxford, por lo visto, no deseaba ser juzgado.

David no pareció darse cuenta de su mirada. Asintió en dirección a Luxford.

– Tomó el mando del Source hace seis meses, Simon, después de convertir al Globe en número uno. Fue el director más joven de la historia de la Fleet Street cuando tomó las riendas del Globo, además del de mayor éxito. Y aún lo es. Hasta el Sunday Times lo admitió. Se explayaron mucho sobre él en el dominical. ¿Cuándo fue, Dennis?

Luxford hizo caso omiso de la pregunta, al parecer irritado por las alabanzas de David. Por unos momentos dio la impresión de que rumiaba.

– No -dijo por fin a David-. Esto no va a funcionar. Es demasiado peligroso. No tendría que haber venido.

Deborah se removió.

– Nos marchamos -dijo-. ¿Vamos, Helen?

Pero St. James estaba estudiando al periodista y algo en él (¿tal vez su sutil habilidad para manipular la situación?) le impulsó a decir:

– Helen trabajaba para mí, señor Luxford. Si necesita mi ayuda, ella va incluida en el lote, aunque no lo parezca en este momento comparto la mayor parte de mi trabajo con mi mujer.

– Entiendo.

Luxford hizo ademán de marcharse.

David St. James le indicó con un gesto que volviera.

– Vas a tener que confiar en alguien -dijo, y se volvió hacia su hermano-. El problema es que tenemos una carrera tory en el punto de mira.

– Pensaba que eso debería complacerle -dijo St. James a Luxford-. El Source nunca ha ocultado sus tendencias políticas.

– Se trata de una carrera tory bastante especial -dijo David-. Díselo, Dennis. El puede ayudarte. Será él o un extraño que carezca de la ética de Simon. También puedes decantarte por la policía, y ya conoces las consecuencias.

Mientras Dennis Luxford consideraba sus alternativas, Cotter entró con el café y el pastel de chocolate. Dejó la bandeja sobre la mesa auxiliar, delante de Helen, y miró hacia la puerta, donde una pequeña dachshund de pelaje largo contemplaba esperanzada la actividad.

– Tú -dijo Cotter-. Peach ¿No te dije que te quedaras en la cocina? -La perra meneó la cola y ladró-. Le gusta el chocolate -explicó Cotter.

– Le gusta todo -corrigió Deborah.

Fue pasando las tazas a medida que Helen las servía. Cotter recogió del suelo a la perra y se encaminó hacia la parte posterior de la casa. Al cabo de un momento lo oyeron subir por la escalera.

– ¿Leche y azúcar, señor Luxford? -preguntó Deborah, como si éste no hubiera cuestionado su integridad unos minutos antes-. ¿Quiere también un poco de pastel? Lo ha preparado mi padre. Es un cocinero extraordinario.

Luxford la miró como si supiera que la decisión de compartir el pan con ellos (en este caso el pastel) equivaldría a cruzar una línea que él prefería evitar, pero aceptó de todos modos. Se acercó al sofá, se sentó en el borde y meditó mientras Deborah y Helen continuaban pasando a los demás pastel y café. El hombre habló por fin.

– De acuerdo. Sé que tengo pocas alternativas.

Introdujo la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y dejó al descubierto los llamativos tirantes que tanto habían impresionado a Cotter. Extrajo un sobre y lo entregó a St. James con la explicación de que lo había recibido en el correo de la tarde.

St. James lo examinó antes de sacar su contenido. Leyó el breve mensaje. Luego fue hasta su mesa y rebuscó en el cajón lateral. Sacó una funda de plástico en la que introdujo el trozo de papel.

– ¿Alguien más ha tocado esto?

– Sólo usted y yo.

– Bien. -St. James pasó la funda a Helen-. Charlotte -dijo a Luxford-. ¿Quién es? ¿Y quién es su primogénito?

– Ella. Charlotte. Ha sido secuestrada.

– ¿No ha telefoneado a las autoridades?

– No podemos llamar a la policía, si se refiere a eso. No podemos correr el riesgo de la menor publicidad.

– No habrá publicidad -repuso St. James-. El procedimiento exige que los secuestros se lleven en el más absoluto secreto. Usted ha de saberlo, ¿no? Supongo que como periodista…

– Sé muy bien que la policía mantiene al corriente a los periódicos con breves informes diarios cuando se trata de un rapto -replicó Luxford-Todas las partes están de acuerdo en que nada saldrá a la luz hasta que la víctima sea devuelta a la familia.

– Entonces, ¿cuál es el problema, señor Luxford?

– La identidad de la víctima.

– Su hija.

– Sí. Y la hija de Eve Bowen.

Helen miró a St. James a los ojos cuando le devolvió la carta del secuestrador. Vio que sus cejas se enarcaban.

– ¿Eve Bowen? -dijo Deborah-. No conozco bien… ¿Simon? ¿Tú sabes…?

Eve Bowen, explicó David, era la subsecretaria de estado del Ministerio del Interior, uno de los altos cargos más importantes del gobierno conservador. Era una advenediza que, con sorprendente rapidez, había ascendido hasta convertirse en la siguiente Margaret Thatcher. Era diputada por Marylebone, y era de Marylebone de donde su hija, al parecer, había desaparecido.

– Cuando recibí esto con el correo -Luxford indicó la carta-, telefoneé a Eve al instante. La verdad, pensé que era un farol. Pensé que alguien había relacionado nuestros nombres. Pensé que alguien intentaba hacerme reaccionar de una forma que traicionara nuestra pasada relación. Pensé que alguien necesitaba una prueba de que Eve y yo estamos relacionados mediante Charlotte, que un imaginario secuestro de Charlotte más mi reacción ante él sería la prueba que necesitaba.

– ¿Para qué desearía alguien una prueba de su relación con Eve Bowen? -preguntó Helen.

– Para vender la historia a los medios de comunicación. No necesito decirle el eco que despertaría en la prensa la noticia de que yo, entre todos los hombres, soy el padre de la única hija de Eve Bowen. Sobre todo, después de la forma en que ella… -Dio la impresión de que buscaba un eufemismo que se le resistía.

St. James concluyó el pensamiento sin recurrir a una forma más agradable de expresarlo.

– ¿La forma en que ella ha utilizado en el pasado el hecho de que su hija sea ilegítima para conseguir sus objetivos?

– Lo ha convertido en su estandarte -admitió Luxford-. Ya puede imaginar el tratamiento que le daría la prensa si llegara a saberse que el gran pecado pasional de Eve Bowen implicaba a alguien como yo.

St. James lo imaginó muy bien. Desde hacía mucho tiempo, la diputada por Marylebone se había descrito como una mujer perdida que había expiado sus pecados, que había rechazado el aborto como solución que reflejaba la erosión de los valores sociales, que estaba haciendo lo que debía por su hija bastarda. El que su hija fuera ilegítima, así como el hecho de que Eve Bowen nunca hubiese revelado la identidad del padre, explicaba en parte que hubiera sido elegida al Parlamento. Abrazaba públicamente la moralidad, la religión, los valores básicos, la unidad familiar, la devoción a la monarquía y al país. Defendía todo cuanto el Source ridiculizaba de los políticos conservadores.

– La historia le ha ido de perlas -dijo St. James-. Una política que admite en público sus defectos. Es difícil que un elector se resista. Por no hablar de un primer ministro ansioso por apuntalar su gobierno con mujeres. Por cierto, ¿sabe que han raptado a la niña?

– Ningún miembro del gobierno lo sabe.

– ¿Está seguro de que la han secuestrado? -St. James indicó la carta que reposaba sobre su rodilla-. Utiliza mayúsculas. Podría haberla escrito un niño. ¿Existe alguna posibilidad de que Charlotte esté detrás de todo esto? ¿Sabe que su padre es usted? ¿Podría ser una forma de forzar a su madre a que hable?

– Claro que no. Santo Dios, sólo tiene diez años. Eve nunca se lo ha dicho.

– ¿Está seguro?

– Claro que no estoy seguro. Sólo repito lo que Eve me ha comentado.

– ¿Usted no se lo ha dicho a nadie? ¿Está casado? ¿Lo sabe su mujer?

– No se lo he dicho a nadie -respondió con firmeza Luxford, sin contestar a las otras dos preguntas-. Eve dice que ella tampoco, pero se le habrá escapado algo en algún momento… alguna referencia, algún comentario casual. Debió de decir algo a alguien que le tiene inquina.

– ¿Y nadie le tiene inquina a usted?

Los ojos oscuros de Helen eran candorosos y su expresión plácida, como implicando que no tenía ni idea de que la filosofía fundamental del Source era desenterrar a toda prisa la mierda y publicarla cuanto antes.

– La mitad del país, diría yo -admitió Luxford-, pero si corre la voz de que soy el padre del hijo ilegítimo de Eve Bowen, no me arruinará profesionalmente. Durante un tiempo seré el hazmerreír de todo el mundo, considerando mi postura política, pero poco más. Eve es quien se encuentra en la posición más vulnerable.

– Entonces, ¿por qué le enviaron la carta?

– Los dos recibimos una. La mía llegó por correo. La suya estaba esperando en su casa, y había sido entregada en mano en algún momento del día, según su ama de llaves.

St. James volvió a examinar el sobre de la carta de Luxford. Estaba matasellado dos días antes.

– ¿Cuándo desapareció Charlotte? -preguntó.

– Esta tarde. Entre Blandford Street y Devonshire Place Mews.

– ¿Han pedido rescate?

– Sólo exigen que se anuncie públicamente la paternidad de Charlotte.

– Que usted no desea reconocer.

– Yo sí. Preferiría que no, me causaría dificultades, pero estoy dispuesto a hacerlo. Es Eve la que no quiere ni oír hablar de ello.

– ¿La ha visto?

– He hablado con ella. Después telefoneé a David. Recordaba que tenía un hermano… Sabía que usted se ocupaba de investigaciones criminales, o al menos que lo había hecho. Pensé que podría ayudarme.

St. James meneó la cabeza y devolvió la carta y el sobre a Luxford.

– Este asunto no es de mi competencia. Podría llevarlo con discreción…

– Escúcheme. -Luxford no había tocado el pastel ni el café, pero ahora extendió la mano hacia la taza. Bebió un poco y la devolvió al platillo. Un poco de café se derramó y manchó sus dedos. No hizo nada por limpiarlos-. Usted no sabe cómo trabajan los periódicos. Primero, los polis irán a casa de Eve y nadie se enterará, cierto. Pero necesitarán hablar con ella más de una vez, y no querrán esperarla una hora cuando esté recluida en Marylebone. Por lo tanto, irán a verla al Ministerio del Interior, porque queda bastante cerca de Scotland Yard, y bien sabe Dios que este secuestro se convertirá en un caso para Scotland Yard, a menos que hagamos algo por evitarlo.

– Scotland Yard y el Ministerio del Interior son culo y mierda -señaló St. James-. Usted ya lo sabe. Aunque no fuera el caso, los investigadores no irían a verla uniformados.

– ¿De veras cree que hace falta el uniforme? -preguntó Luxford-. No hay un periodista que no reconozca a un poli en cuanto lo ve. Por tanto, un poli aparece en el Ministerio del Interior y pide ver a la subsecretaria de Estado. Un corresponsal de uno de los periódicos le ve. Alguien del ministerio es sobornable, una secretaria, un archivista, un conserje, un funcionario de quinta fila con demasiadas deudas. No sé cómo, pero ocurrirá. Alguien habla con el corresponsal, y la atención del periódico se concentra en Eve Bowen. ¿Quién es esta mujer?, empieza por preguntar el periódico. ¿Qué sucede para que la policía vaya a verla? ¿Quién es el padre de su hija, por cierto? Sólo es cuestión de tiempo que el rastro de Charlotte les conduzca hasta mí.

– Es improbable, si no se lo ha dicho a nadie -dijo St. James.

– Da igual lo que haya dicho o no -replicó Luxford-. La cuestión estriba en lo que ha dicho Eve. Ella afirma que no, pero tiene que haberlo hecho. Alguien lo sabe y está al acecho. Pedir la intervención de la policía, justo lo que el secuestrador espera que hagamos, es el billete para que la historia llegue a la prensa. Si eso ocurre, Eve está acabada. Tendrá que dimitir del cargo y estoy seguro de que perderá su escaño, de propina. Si no ahora, en las siguientes elecciones.

– A menos que despierte la compasión del público, en cuyo caso todo este asunto también favorece sus intereses.

– Ese comentario es muy desagradable -dijo Luxford-. ¿Qué está insinuando? Es la madre de Charlotte, por el amor de Dios.

Deborah se volvió hacia su marido. Estaba sentada en la otomana, delante de su butaca. Acarició su pierna buena y se puso en pie.

– ¿Podemos hablar un momento, Simon? -le preguntó.

St. James vio que se había ruborizado y se arrepintió de haber permitido que asistiera a la entrevista. En cuanto había salido a colación el tema de la niña, tendría que haberla enviado fuera de la sala con algún pretexto. Los niños, y su incapacidad de engendrarlos, eran su punto vulnerable.

La siguió hasta el comedor. Ella se detuvo junto a la mesa con las manos a la espalda, apoyadas sobre la madera pulida.

– Sé lo que estás pensando -dijo-, pero no es eso. No hace falta que me protejas.

– No quiero meterme en esto, Deborah. Es demasiado peligroso. Si le pasa algo a la niña, no quiero cargarlo sobre mi conciencia.

– No parece el típico caso de secuestro. No exigen dinero, sólo publicidad. Sin amenazas de muerte. Si tú no les ayudas, sabes que acudirán a otra persona.

– O irán a la policía, que es lo que tendrían que haber hecho en primer lugar.

– Pero tú ya has hecho trabajos como éste antes. Y Helen también. Hace bastante tiempo, sí, pero los hiciste, y muy bien. St. James no contestó. Sabía qué debía hacer: lo que ya había hecho. Decir a Luxford que no quería saber nada del caso. Pero Deborah le estaba mirando, y en su rostro se reflejaba la fe absoluta que tenía en él de que iba a hacer lo correcto, lo prudente, en caso necesario.

– Puedes fijar un límite de tiempo -razonó Deborah-. Puedes… ¿Y si le dices que le concederás… un día? ¿Dos? Para encontrar una pista. Para hablar con gente que conoce a la niña. Para… No sé. Para hacer algo. Si haces eso, al menos sabrás que la investigación se lleva como es debido. Y eso es lo que quieres, ¿no? Asegurarte de que todo se lleva bien.

St. James acarició su mejilla. Tenía la piel caliente. Sus ojos se le antojaron demasiado grandes. Parecía poco más que una niña, pese a sus veinticinco años. No tendría que haberle dejado escuchar la historia de Luxford, pensó de nuevo. Tendría que haberla enviado a trabajar en sus fotografías. Tendría que haber insistido. Tendría que… St. James cambió de parecer con brusquedad. Deborah tenía razón. Siempre quería protegerla. Tenía la obsesión de protegerla. Era el lastre de su matrimonio, la mayor desventaja de ser once años mayor que ella y conocerla desde su nacimiento.

– Te necesitan -dijo Deborah-. Creo que deberías ayudarles. Al menos habla con la madre y escucha lo que tenga que decir. Podrías hacerlo esta noche. Helen y tú podéis ir a verla.

Estrechó la mano que aún acariciaba su mejilla.

– No puedo prometer dos días -dijo St. James.

– Eso da igual, siempre que intervengas. ¿Lo harás? Sé que no te arrepentirás.

«Ya estoy arrepentido», pensó St. James, pero asintió.

Dennis Luxford tenía mucho tiempo para ordenar sus pensamientos antes de volver a su hogar. Vivía en Highgate, a considerable distancia del domicilio de St. James en dirección norte, cerca del río a su paso por Chelsea. Mientras conducía su Porsche por el tráfico, serenó sus pensamientos y construyó una coartada que su mujer fuera incapaz de atravesar, o al menos en eso confiaba.

Le había telefoneado después de hablar con Eve. El tiempo calculado de llegada había cambiado, explicó. «Lo siento, queri da. Ha surgido algo. Tengo un fotógrafo en SouthLambeth a la espera de que el chapero de Larnsey salga de casa de sus padres. Tengo a un periodista preparado para cuando el chico haga la declaración. Estamos reteniendo las rotativas lo máximo posible para incluirlo en la edición matutina. He de quedarme aquí. ¿He estropeado tus planes para esta noche?»

Fiona dijo que no. Estaba leyendo a Leo cuando el teléfono sonó, o mejor dicho, leyendo con Leo, porque nadie leía a Leo cuando Leo quería leer. Había elegido Giotto, confesó Fiona con un suspiro. Otra vez. Ojalá se hubiera interesado por otro período del arte. «Leer sobre pinturas religiosas me produce un sopor brutal.»

«Es bueno para su alma», había contestado Luxford con un tono que intentaba ser irónico, pero en realidad estaba pensando: a su edad, ¿no debería estar leyendo historias de dinosaurios? ¿Sobre constelaciones? ¿Sobre cazadores en Africa? ¿Sobre serpientes y ranas? ¿Por qué demonios leía un niño de ocho años obras sobre un pintor del siglo xiv? ¿Por qué le alentaba su madre?

Estaban demasiado unidos, pensó Luxford no por primera vez. Leo y su madre compartían la misma alma. El muchacho saldría muy beneficiado cuando lo enviaran por fin al colegio Baverstock el trimestre de otoño. A Leo no le hacía gracia la idea. A Fiona aún menos, pero Luxford sabía que les iría bien a los dos. ¿Acaso Baverstock no le había hecho un hombre? ¿No le había encarrilado? ¿No había llegado a ser lo que era gracias a la escuela privada?

Desterró el pensamiento de lo que era hoy, aquella noche, en aquel preciso momento. Tenía que borrar el recuerdo de la carta y todo lo que se había derivado de ella. Era la única forma de mantener la compostura.

De todos modos, los pensamientos lamían como pequeñas olas las barreras que había erigido para contenerlos, y el tema central de los pensamientos era la conversación sostenida con Eve. No hablaba con ella desde que le había comunicado su embarazo, tantos años antes, cinco meses exactos después del congreso tory donde se habían conocido, aunque no era del todo exacto, porque la había conocido en la universidad, y la había encontrado atractiva, aunque consideraba repulsivas sus ideas políticas. Cuando la vio en Blackpool entre los peces gordos del Partido Conservador (trajes grises, cabellos grises y, por lo general, caras grises), la atracción había sido la misma, al igual que la repulsión. No obstante, en aquel tiempo eran compañeros de profesión (él llevaba dos años al mando del Globe, y ella era corresponsal política del Daily Telegraph), y tuvieron ocasión, cuando cenaron y bebieron entre sus compañeros, de polemizar acerca del aparente dominio absoluto de los conservadores sobre las riendas del poder. La dialéctica de las mentes condujo a la dialéctica de los cuerpos. No una vez, porque, para una vez, habría excusa, cuando menos. «Achácalo al exceso de bebida y al exceso de calenturas, y olvídalo por favor.» En cambio, la relación se desarrolló febrilmente a lo largo de todo el congreso. El resultado fue Charlotte.

¿En qué estaría pensando?, se preguntó Luxford. Cuando tuvo lugar el congreso ya hacía un año que conocía a Fiona, sabía que tenía la intención de casarse con ella, se había propuesto ganar su confianza y su corazón, por no hablar de su voluptuoso cuerpo, y a la menor oportunidad la había cagado. Pero no del todo, porque Eve no sólo no había querido casarse con él, sino que no había querido ni oír hablar de la idea cuando él se ofreció como un caballero a desposarla, en cuanto supo que estaba embarazada. Eve estaba decidida a triunfar en política. Casarse con Dennis Luxford no entraba en sus planes.

– Dios mío -dijo-. ¿De veras crees que me ataría al Rey de las Sabandijas sólo para que conste el apellido de un hombre en la partida de nacimiento de mi hijo? Debes de estar más loco de lo que sugieren tus ideas políticas.

Y así se habían separado. En los años posteriores, mientras Eve trepaba, Dennis se dijo en ocasiones que ella había logrado algo en que él había fracasado: llevar a cabo una operación quirúrgica en su memoria y amputar el apéndice colgante de su pasado.

No era el caso, como descubrió cuando le telefoneó. La existencia de Charlotte no lo permitía.

– ¿Qué quieres? -preguntó Eve cuando consiguió localizarla por fin en la Cámara de los Comunes-. ¿Por qué me llamas? -Hablaba en voz baja y seria. Se oían voces de fondo.

– He de hablar contigo dijo Luxford.

– La verdad, no me apetece en absoluto.

– Es sobre Charlotte.

Oyó que su respiración se convertía en un siseo, pero su voz no cambió.

– No tiene nada que ver contigo, y lo sabes.

– Evelyn -la apremió-, sé que mi llamada es inesperada. -Y notablemente inoportuna.

– Lo siento. Ya oigo que no estás sola. ¿Puedes conseguir un teléfono privado?

– No tengo la intención…

– He recibido una carta acusadora.

No me sorprende. Pensaba que a estarías acostumbrado a cartas acusadoras.

– Alguien lo sabe.

– ¿Qué?

– Lo nuestro. Lo de Charlotte.

Aquello pareció desconcertarla, al menos momentáneamente. Al principio guardó silencio. Luxford creyó oír que tamborileaba con un dedo sobre el auricular.

– Tonterías -dijo de repente.

– Escucha. Haz el favor de escuchar. -Dennis leyó el breve mensaje. Después de oírlo, ella no dijo nada. Al fondo, un hombre lanzó una risotada-. Dice primogénito. Alguien lo sabe. ¿Se lo has contado a alguien?

– ¿Liberada? ¿Que Charlotte será liberada? -Siguió otro silencio. Luxford casi pudo oír funcionar los engranajes de su mente, mientras Eve calculaba los daños en potencia que podía sufrir su credibilidad y meditaba sobre el alcance del desastre político-. Dame tu número -dijo por fin-. Te llamaré luego.

Cumplió su palabra, pero era una Eve diferente.

– Dennis, maldita sea tu estampa dijo-. ¿Qué has hecho?

Ni llantos, ni terror, ni histeria maternal, ni golpes de pecho, ni rabia. Sólo aquellas ocho palabras. Y el fin de las esperanzas de que alguien se estuviera echando un farol. Nadie se estaba echando un farol sobre nada, al parecer. Charlotte había desaparecido. Alguien la retenía, alguien (o alguien que había contratado a alguien) que sabía la verdad.

Tenía que ocultar aquella verdad a Fiona. Ella se había impuesto la sagrada misión de no ocultarle nada durante sus diez años de matrimonio. No cabía pensar en lo que sería de la confianza mutua si ella descubría el único secreto que él le había escondido. Ya era bastante grave que fuera padre de una hija a la que nunca había visto. Fiona se lo podría perdonar. Pero haber engendrado aquella hija cuando estaba enfrascado en la caza y captura de la propia Fiona, en la pugna por establecer un vínculo con ella… A partir de aquel momento, consideraría todo lo que sucediera entre ellos como una u otra variación de su falsedad. Y la falsedad era algo que ella nunca perdonaría.

Luxford dobló desde Highgate Road. Siguió la curva de Milifield Lane a lo largo de Hampstead Heath, donde pequeñas luces oscilantes que se movían por el sendero contiguo a los estanques le dijeron que los ciclistas aún seguían disfrutando del clima de mayo, pese a la hora y la oscuridad. Aminoró la velocidad cuando el muro de ladrillo que limitaba su propiedad emergió de un seto de ligustro y acebo. Se internó entre las columnas y ascendió por el camino particular hasta la villa que era su hogar desde hacía ocho años.

Fiona estaba en el jardín. Desde lejos, Luxford vio el movimiento de su bata blanca de muselina, recortada contra el fondo negro y esmeralda de los helechos, y fue a su encuentro. Siguió la disposición caprichosa de las losas de piedra. Las suelas de sus zapatos rozaron las ortigas que ya estaban perladas por el rocío nocturno. Si su mujer había oído el ruido del coche, no lo demostró. Caminaba hacia el árbol más grande del jardín, un carpe en forma de paraguas bajo el cual descansaba un banco de madera, colocado al borde del estanque.

Estaba aovillada en el banco cuando él llegó a su lado, con sus interminables piernas de modelo y pies bien formados ocultos bajo los pliegues de su bata. Llevaba el pelo sujeto en la nuca, y lo primero que hizo Luxford, después de besarla con ternura, fue liberarlo para que cayera sobre sus pechos. Sintió por ella lo mismo de siempre, una mezcla de adoración, deseo y asombro por el hecho de que aquella criatura celestial fuera su mujer.

Agradeció la oscuridad, que facilitaba la tarea de aquel primer encuentro. También agradecía que ella hubiera preferido salir, porque el jardín (la joya de la corona de su vida doméstica, como ella lo llamaba) le proporcionaba los medios de distraerla.

– ¿No tienes frío? -preguntó-. ¿Quieres mi chaqueta?

– Hace una noche espléndida -contestó ella-. No soportaba estar dentro. ¿Crees que tendremos un verano horrible si hace un tiempo tan bueno en mayo?

– Suele ser la regla.

Un pez rompió la superficie del estanque y su aleta caudal sacudió un lirio de agua.

– Es una regla injusta -dijo Fiona-. Las primaveras deberían comportar una promesa que el verano cumpliera. -Indicó un grupo de abedules jóvenes que crecían en un hueco, a unos veinte metros de donde estaban sentados-. Los ruiseñores han vuelto este año, y hay una familia de pratícolas que Leo y yo vimos esta tarde. Dimos de comer a las ardillas. Querido, hay que enseñar a Leo que no debe dar de comer en la mano a las ardillas. Se lo he repetido miles de veces. El dice que la rabia no existe en Inglaterra, y se niega a pensar en el peligro en que pone al animal por acostumbrarle demasiado al contacto humano. ¿Se lo volverás a decir?

Si iba a hablar con Leo de algo, pensó Luxford, no sería de ardillas. La curiosidad por los animales era típica de los niños, gracias a Dios.

Fiona continuó. Luxford se dio cuenta de que hablaba con cautela, lo cual le inquietó de momento, hasta que comprendió a dónde quería llegar su mujer.

– Volvió a hablar de Bwerstock, querido. Parece que se resiste a ir. ¿No te has dado cuenta? Le he explicado que fue tu colegio, y que le gustará ser un ex baverniano como su padre. Dice que no, que la idea no le atrae, y que da igual, porque ni el abuelo ni tío Jack son ex bavernianos y no les ha ido nada mal en la vida.

– Ya hemos hablado de esto, Fiona.

– Pues claro, querido. Una y otra vez. Sólo quiero contarte lo que Leo dijo, para que estés preparado por la mañana. Ha dicho que lo hablaría contigo durante el desayuno, de hombre a hombre, siempre que estés levantado antes de que marche al colegio. Le dije que esta noche llegarías tarde. Escucha, querido. Es el ruiseñor. Qué encanto. ¿Has conseguido el artículo, por cierto?

Luxford casi se cayó del banco. Había hablado en voz muy baja. Estaba disfrutando la caricia de su pelo sobre la palma de su mano, tratando de identificar el perfume que llevaba, pensando en la última vez que habían hecho el amor al aire libre, y casi pasó por alto la delicada transición, aquel cambio de conversación tan femenino.

– No -dijo, y dijo la verdad, contento de poder hacerlo-. El chapero sigue escondido. Empezamos a imprimir sin él.

– Es una pena que hayas desperdiciado la noche por nada, supongo.

– Un tercio de mi trabajo consiste en esperar por nada. Otro tercio es decidir qué irá en lugar de nada en la primera plana de mañana. Rodney ha sugerido que dejemos descansar la historia. Tuvimos una discusión al respecto esta tarde.

– Te ha telefoneado esta noche. Tal vez era por eso. Le dije que aún estabas en la oficina. Te telefoneó allí, pero no pudo localizarte. Tu línea privada no contestaba. Fue a eso de las ocho y media. Supuse que habías salido a comer algo.

– Pues así fue. ¿A las ocho v media?

– Eso dijo.

– Creo que fui a comer un bocadillo más o menos a esa hora.

Luxford se removió en el banco. Se sentía pegajoso e incómodo. Nunca había mentido a su mujer, aparte de aquella lejana mentira sobre el insoportable aburrimiento del fatídico congreso tory en Blackpool. Y por entonces Fiona no era su mujer, ¿verdad? Suspiró y sacó un guijarro de debajo de su cuerpo. Utilizó el pulgar para arrojarlo al estanque. Vio que la superficie del agua se agitaba cuando el pez se precipitó hacia el punto con la esperanza de capturar un gusano.

– Deberíamos marcharnos de vacaciones -dijo-. Al sur de Francia. Alquilar un coche y recorrer Provenza. Alquilar una casa durante un mes. ¿Qué te parece? ¿Este verano?

Fiona rió quedamente. Luxford sintió su mano fría en la nuca. Los dedos se hundieron en su cabello.

¿Cuándo te has ausentado un mes del periódico? Te morirías de aburrimiento al cabo de una semana, por no hablar de los tormentos que te causaría pensar en Rodney Aronson lamiendo los zapatos a todo el mundo, desde el presidente a las mujeres de la limpieza. Quiere conseguir tu puesto, ya sabes.

«Sí pensó Luxford, ésa es la intención de Rodney Aronson.» Controlaba cada movimiento y decisión de Luxford desde que había llegado al Source, a la espera del error que podría comunicar al presidente para asegurar su futuro. Si la existencia de Charlotte Bowen podía considerarse ese único error… Pero no había ninguna posibilidad de que Rodney supiera lo de Charlotte. Absolutamente ninguna.

– Estás muy callado observó Fiona.

– ¿Te sientes cansado?

– Sólo pensaba.

– ¿En qué?

– En la última vez que hicimos el amor en el jardín. No me acuerdo cuándo fue. Sólo recuerdo que llovía.

– En septiembre pasado.

Luxford la miró.

– ¿Te acuerdas?

Allí, junto a los abedules, donde la hierba está más crecida. Tomamos vino y queso. Pusimos música dentro de casa. Sacamos aquella manta vieja del maletero de tu coche.

– ¿De veras?

– Sí.

Fiona tenía un aspecto maravilloso a la luz de la luna. Parecía la obra de arte que era. Sus labios gruesos eran sugerentes, su garganta un arco que suplicaba sus besos, su cuerpo escultural una tentación sin palabras.

– Esa manta sigue en el maletero dijo Luxford.

Los labios gruesos se curvaron.

– Pues ve a buscarla- dijo Fiona.

3

Eve Bowen, subsecretaria de Estado para el Ministerio del Interior y parlamentaria por Marylebone desde hacía seis años, vivía en Devonshire Place Mews, una calle londinense adoquinada en forma de gancho, flanqueada por antiguos establos y garajes reconvertidos en viviendas desde hacía mucho tiempo. Su casa se alzaba en el extremo noreste de la calle, un impresionante edificio de doble extensión que los demás, que consistía en tres plantas de pizarra, madera blanca y ladrillo, con una terraza en el tejado de la que colgaban festones de hiedra.

St. James había hablado con la diputada antes de abandonar Chelsea. Luxford había hecho una llamada.

He encontrado a alguien, Evelyn se limitó a decir. Has de hablar con él.

Tendió el teléfono a St. James sin esperar respuesta. La conversación de St. James con la parlamentaria había sido breve. Iría a verla de inmediato. Le acompañaría un ayudante. ¿Deseaba la subsecretaria informarle de algo antes de su llegada?

La respuesta de la mujer había sido una brusca pregunta,

– ¿De qué conoce a Luxford?

– A través de mi hermano.

– ¿Quién es?

– Un hombre de negocios que ha venido a la ciudad para asistir a una conferencia. Desde Southampton.

– ¿Tiene alguna cuenta pendiente?

– ¿Con el gobierno? ¿Con el Ministerio del Interior?

– Lo dudo.

– De acuerdo. -Recitó su dirección y concluyó con unas frases crípticas-. Mantenga a Luxford alejado de esto. Si cuando llegue le parece que alguien está vigilando la casa, pase de largo y ya nos encontraremos en otro momento. ¿Está claro?

Lo estaba. Un cuarto de hora después de que Dennis Luxford se hubiera marchado, St. James y Helen Clyde iniciaron su viaje en dirección a Marylebone. Pasaban unos minutos de las once cuando salieron de la calle mayor y entraron en Devonshire Place Mews, y después de recorrer toda la longitud de la calle para comprobar que nadie acechaba en la vecindad, St. James detuvo su viejo MG delante de la casa de Eve Bowen.

La luz del porche estaba encendida sobre la puerta. Dentro, otra luz dibujaba franjas irregulares sobre las coloridas cortinas de las ventanas delanteras de la planta baja. Cuando llamaron al timbre, sonaron de inmediato veloces pasos sobre una entrada de mármol o losas. Un pestillo fue retirado y la puerta se abrió.

– ¿Señor St. James? -preguntó Eve Bowen.

Se alejó de la luz en cuanto cayó sobre ella, y cuando St. James y Helen estuvieron dentro de la casa, cerró la puerta con llave y pestillo.

– Por aquí -dijo, y les condujo hacia la derecha, sobre baldosas de terracota, hasta una sala de estar donde un maletín estaba abierto sobre una mesilla auxiliar, al lado de una butaca, y revelaba carpetas de papel manita, páginas mecanografiadas, recortes de periódicos, mensajes telefónicos, documentos v folletos. Eve Bowen lo cerró sin molestarse en guardar su contenido. Cogió una botella de vino, la vació y se sirvió más vino blanco de una botella que descansaba en un cubo sobre el suelo-. Me interesa saber cuánto dinero le paga por esta pantomima.

St. James se quedó estupefacto.

– ¿Perdón?

– Luxford está detrás de todo esto, por supuesto, pero veo por su expresión que aún no le ha comunicado el hecho. Muy listo. La mujer tomó asiento en la butaca donde, al parecer, estaba sentada antes de su llegada e indicó que se acomodaran en un sofá y unas butacas que semejaban enormes almohadones de color ocre cosidos entre sí. Apoyó la copa sobre su regazo y utilizó ambas manos para sujetarla contra la falda de su traje negro a rayas. Al verlo, St. James recordó haber leído una entrevista con la diputada, poco después de haber sido nombrada por el gobierno subsecretaria de Estado para el Ministerio del Interior. Había afirmado que jamás llamaría la atención sobre sí misma de la forma que lo hacían sus colegas femeninas de la Cámara de los Comunes. No veía la necesidad de emperifollarse de escarlata para distinguirse de los hombres. Para ello ya tenía su cerebro.

– Dennis Luxford es un hombre sin conciencia -dijo de repente. Sus palabras eran secas, cortantes como el cristal-. Es el maestro que dirige esta orquesta concreta. Oh, directamente no, por supuesto. Me atrevería a decir que raptar a niñas de diez años en plena calle sobrepasa su propensión al embuste, pero no se equivoque, le esta tomando el pelo, e intenta hacer lo mismo conmigo. No lo permitiré.

– ¿Por qué cree que está implicado?

St. James se sentó en el sofá y descubrió que era más cómodo de lo que suponía, pese a su aspecto amorfo. Adaptó su pierna mala a una posición más fácil. Helen se quedó donde estaba, de pie al lado de la chimenea, cerca de una colección de trofeos exhibidos en un hueco, un lugar ideal desde el que podía observar a la señora Bowen con disimulo.

– Porque sólo hay dos personas en la tierra que conocen la identidad del padre de mi hija. Yo soy una de ellas. Dennis Luxford es la otra.

– ¿Su hija no lo sabe?

– Claro que no. Nunca. Es imposible que haya descubierto la identidad de su padre.

– ¿Sus padres? ¿Su familia?

– Nadie, señor St.James, salvo Dennis y yo. -Tomó un sorbo de vino- El objetivo de su pasquín es derribar al gobierno. En el momento actual cuenta con las circunstancias apropiadas para aplastar al Partido Conservador de una vez por todas. Es lo que intenta hacer.

– No comprendo su lógica.

– Es bastante conveniente, ¿no le parece? La desaparición de mi hija. Una supuesta nota de secuestro en posesión de Luxford.

Una exigencia de publicidad en la nota. Y todo a continuación de los embustes sobre Sinclair Larnsey y un chico menor de edad en Paddington.

– El señor Luxford no se comporta como un hombre que estuviera fingiendo un secuestro para que los periódicos lo explotaran -adujo St. James.

– No hable en plural -replicó la mujer-, sino en singular. No va a permitir que la competencia le pise su mejor historia.

– Parece tan interesado como usted en que este asunto se lleve con el mayor sigilo.

– ¿Es usted un estudioso del comportamiento humano, señor St. James, aparte de sus otros talentos?

– Creo prudente analizar a la gente que me pide ayuda, antes de acceder.

– Muy perspicaz. Cuando tengamos más tiempo, quizá le pida asesoramiento.

Dejó la copa de vino junto al maletín. Se quitó las gafas redondas de carey y frotó los cristales contra el brazo de la butaca, como para limpiarlas y estudiar a St. James al mismo tiempo. La montura de carey era del mismo tono que su cabello, cortado estilo paje, y cuando se caló de nuevo las gafas, rozaron el borde del largo flequillo que le cubría las cejas.

– Déjeme hacerle una pregunta. ¿No le parece extraño que el señor Luxford recibiera la nota del secuestro por correo?

– Desde luego que no -contestó, St. James. Fue matasellada ayer, y es posible que la depositaran en el correo anteayer. -Mientras mi hija estaba sana y salva en casa. Si examinamos los hechos, podemos concluir que tenemos a un secuestrador muy seguro del éxito de su empresa cuando envía la carta.

– 0 a un secuestrador consciente de que dará igual si fracasa, porque en ese caso la carta no obrará efecto en su destinatario. Si el secuestrador y el destinatario de la carta son la misma persona. 0 si el secuestrador ha sido contratado por el destinatario de la carta.

– Se ha dado cuenta.

– No había pasado por alto el matasellos, señora Bowen. No acepto sin más lo que me dicen. Estoy dispuesto a creer que Dennis Luxford pueda estar detrás de esto. Y también estoy dispuesto a creer que usted lo está.

La boca de la mujer se curvó por un instante. Asintió con brusquedad.

– Vaya vaya -dijo-. No es tan lacayo de Luxford como él supone, ¿verdad? Creo que servirá.

Se levantó de la butaca y se acercó a una escultura de bronce trapezoidal que se erguía sobre un pedestal, entre las dos ventanas del frente. Ladeó la escultura y extrajo de debajo un sobre que entregó a St. James cuando volvió a su butaca.

– Esto fue entregado durante el día de hoy. Entre la una y las tres de esta tarde, más o menos. Mi ama de llaves, la señora Maguire, que ya se ha marchado, la encontró cuando volvió de su visita diaria a su corredor de apuestas hípicas. La puso con el resto del correo, ya que va a mi nombre, y no volvió a pensar en ella hasta que le telefoneé a las siete para preguntar sobre Charlotte, después de la llamada de Dennis Luxford.

St. James examinó el sobre. Era blanco, barato, de los que se pueden comprar en casi cualquier sitio, desde Boot's a la papelería de la esquina. Se puso unos guantes de goma y extrajo el contenido del sobre. Desdobló la única hoja y la depositó en otra funda de plástico que había traído de casa. Se quitó los guantes y leyó el breve mensaje. «Eve Bowen: Si quieres saber qué ha sido de Lottie, telefonea a su padre.»

– Lottie -dijo St. James. -Se hace llamar así.

– ¿Cómo la llama Luxford?

Eve Bowen no cejó en su creencia de que Luxford estaba implicado.

– El nombre no sería imposible de descubrir, señor St. James. Es evidente que alguien lo ha descubierto. 0 ya lo sabía.

St. James enseñó la carta a Helen, que la leyó antes de hablar.

– Ha dicho que telefoneó a la señora Maguire a las siete de la tarde, señora Bowen. Su hija ya debía llevar varias horas desaparecida. ¿No lo advirtió la señora Maguire?

– Lo advirtió.

– ¿Y no la puso sobre aviso?

La mujer efectuó una mínima alteración en su postura. Exhaló una especie de suspiro.

– Durante el año pasado, desde que estoy en el Ministerio del Interior, Charlotte se portó mal varias veces. La señora Maguire sabe que debe ocuparse de las travesuras de Charlotee sin molestarme cuando estoy trabajando. Pensó que se trataba de otro ejemplo de mal comportamiento.

– ¿Por qué?

– Porque los miércoles por la tarde tiene clase de música, un acontecimiento que no entusiasma precisamente a Charlotte. Se arrastra hacia ella cada semana, y casi todos los miércoles por la tarde amenaza con arrojarse o arrojar su flauta por una alcantarilla. Cuando no apareció nada más terminar su clase, la señora Maguire supuso que había vuelto a las andadas. No fue hasta las seis que empezó a telefonear para saber si Charlotte había ido a casa de alguna compañera de escuela en lugar de ir a clase.

– Entonces va sola a clase, ¿verdad?

Por lo visto, la parlamentaria captó la muda pero inevitable pregunta oculta tras las palabras de Helen: ¿iba una niña de diez años sola por las calles de Londres?

– Los niños se desplazan en grupo actualmente -contestó-, por si no se ha dado cuenta. Es improbable que Charlotte estuviera sola. Y en esos casos, la señora Maguire procura acompañarla.

– ¿Procura?

Helen no había pasado por alto la palabra.

– A Charlotte no le gusta ir acompañada por una irlandesa gorda aficionada a llevar pantalones abolsados y jerséis raídos por la polilla. Además, ¿estamos aquí para hablar de cómo cuido a mi hija o de su paradero?

St. James intuyó más que vio la reacción de Helen ante aquellas palabras. La atmósfera parecía impregnada por una mezcla de la indignación de una mujer y la incredulidad de la otra. Ninguno de ambos sentimientos les ayudarían a localizar a la niña. Decidió intervenir.

– Cuando descubrió que Charlotte no había ido a casa de ninguna compañera de colegio, ¿la señora Maguire siguió sin llamarla?

– Dejé bien clara cuál era su responsabilidad hacia mi hija después de un incidente que ocurrió el mes pasado.

– ¿Qué clase de incidente?

– La típica exhibición de cabezonería. -La parlamentaria bebió otro sorbo de vino-. Charlotte se había escondido en la sala de calderas de Santa Bernadette, su escuela primaria, en Blandford Street, porque no quería ir a su sesión de psicoterapia. Tiene una a la semana, sabe que ha de ir, pero una vez al mes o así se empeña en no colaborar. Es lo que pasó en esa ocasión. La señora Maguire me telefoneó presa del pánico cuando Charlotte no apareció a tiempo de que la acompañara a su cita. Tuve que abandonar mi oficina para convencerla. Después de eso, la señora Maguire y yo nos sentamos y dejé muy claro cuáles eran sus responsabilidades respecto a mi hija. Y hasta qué horas se extendían esas responsabilidades.

Helen parecía cada vez más perpleja por la forma en que la subsecretaria cuidaba de su hija. Dio la impresión de que iba a enzarzarse en otra discusión, pero St. James la disuadió. Era absurdo poner aún más a la defensiva a la diputada, al menos de momento.

– ¿Dónde tenía la clase de música?

Eve Bowen le dijo que la casa no quedaba lejos de Santa Bernadette, en una zona llamada Cross Keys Close, cerca de Marylebone High Street. Charlotte iba a pie cada miércoles después de terminar las clases. El profesor era un hombre llamado Damien Chambers.

– ¿Su hija ha ido hoy a clase?

Había ido. La primera persona a la que telefoneó la señora Maguire cuando inició sus pesquisas, a las seis de la tarde, fue al señor Chambers. Según el profesor, la niña había llegado y marchado a las horas habituales.

– Tendremos que hablar con ese hombre -indicó St. James-. Es probable que quiera saber el motivo de nuestras preguntas. ¿Ha pensado en eso, y en sus consecuencias?

Al parecer, Eve Bowen ya había aceptado la realidad de que ni siquiera una investigación privada sobre la desaparición de su hija podía llevarse a cabo sin interrogar a las personas que la habían visto por última vez. Y éstas se preguntarían sin duda por qué un tullido y su acompañante femenina iban husmeando los movimientos de la niña. Era inevitable. La curiosidad de los interrogados podía conducirles a enviar alguna sugerencia intrigante a cualquier periódico, pero se trataba de un riesgo que la madre de Charlotte parecía dispuesta a correr.

– Tal como la estamos llevando, la historia se reduce a meras especulaciones -dijo-. Sólo es definitiva cuando interviene la policía.

– Las especulaciones pueden desembocar en una tempestad -respondió St. James-. Ha de llamar a la policía, señora Bowen. Si no a las autoridades locales, a Scotland Yard. Supongo que, dado su cargo, tiene suficiente influencia.

– Tengo influencia, y no quiero a la policía. Eso está fuera de cuestión. -Su expresión era inflexible.

Helen y él podían seguir discutiendo con ella un cuarto de hora más, pero St. James adivinó que sus esfuerzos serían inútiles. Encontrar a la niña (y encontrarla deprisa) era lo esencial. Pidió la descripción de la niña, tal como había salido aquella mañana, y también una fotografía. Eve Bowen les dijo que no había visto a su hija aquella mañana, porque siempre se iba de casa antes de que Charlotte despertara. Llevaba su uniforme escolar, naturalmente. Arriba había una fotografía de la niña con el uniforme. Salió de la sala para ir a buscarla y la oyeron subir por la escalera.

– Esto es más que extraño, Simon -dijo Helen en voz baja cuando estuvieron solos-. A juzgar por su forma de comportarse, casi se podría pensar… -Vaciló y se cruzó de brazos-. ¿No crees que su reacción es bastante antinatural?

St. James se levantó y fue a examinar los trofeos. Llevaban el nombre de Eve Bowen y eran premios de adiestramiento de caballos. Parecía lógico que tal actividad le hubiera granjeado una docena de primeros puestos. Se preguntó si su equipo político respondía a sus señas tan bien como los caballos.

– Cree que Luxford está detrás de esto, Helen. Su intención no sería causar daño a la niña, sino crispar los nervios de la madre. Al parecer no está dispuesta a dejarse crispar los nervios.

– De todos modos, lo normal sería que, en privado, mostrara alguna fisura.

– Es una política. Jugará con las cartas apretadas contra el pecho.

– Pero estamos hablando de su hija. ¿Por qué anda sola por las calles? ¿Qué ha estado haciendo su madre desde las siete de la mañana hasta ahora? -Helen señaló la mesa, el maletín, la documentación que sobresalía de él-. Me parece increíble que la madre de una niña secuestrada, con independencia de quién la haya secuestrado, sea capaz de mantener su mente concentrada en el trabajo. No es natural, ¿verdad? Nada de esto es normal.

– Estoy de acuerdo, pero ella sabe muy bien la opinión que nos vamos a forjar. No ha llegado donde ha llegado en tan poco tiempo sin saber por adelantado qué aspecto tendrán las cosas.

St. James examinó una serie de fotografías que se erguían en filas irregulares entre tres plantas que descansaban sobre una mesa estrecha de cromo y cristal. Reparó en una foto de Eve Bowen con el primer ministro, otra de Eve Bowen con el ministro del Interior, y una tercera de Eve Bowen en una hilera de personas, frente a la cual la princesa real parecía estar distribuyendo saludos a una escasa concurrencia de agentes de policía.

– Las cosas -replicó Helen con delicada ironía a la palabra que St. James había elegido- me parecen de lo más frío, si quieres saber mi opinión.

Una llave giró en la cerradura de la puerta de la calle mientras Helen estaba hablando. La puerta se abrió y cerró. El pestillo sonó de nuevo. Sonaron pasos sobre las baldosas y un hombre apareció en la puerta de la sala de estar. Medía casi un metro ochenta de estatura, y era de hombros estrechos y delgado. Sus ojos color té miraron a St. James y Helen. Parecía cansado, y su cabello de color roble viejo estaba desordenado como el de un muchacho. Se lo mesó y por fin habló.

– Hola -dijo-. ¿Dónde está Eve?

– Arriba -contestó St. James-. Ha ido a buscar una fotografía.

– ¿Una fotografía?

Miró a Helen y después a St. James. Dio la impresión de que leía algo en sus expresiones, porque su tono cambió de una indiferencia cordial a una cautela instantánea.

– ¿Qué sucede?

Hizo la pregunta con un timbre agresivo, sugerente de que estaba acostumbrado a ser respondido al instante y con deferencia. Ni siquiera los subsecretarios del gobierno recibían a invitados cerca de la medianoche sin un motivo grave.

– ¿Eve? -llamó en dirección a la escalera-. ¿Ha pasado algo? -preguntó a St. James-. ¿Eve está bien? ¿El primer ministro…?

– Alex.

Eve Bowen habló, situada fuera del ángulo de visión de St. James, mientras bajaba la escalera a toda prisa.

– ¿Qué pasa? -le preguntó Alex.

La mujer presentó a Helen y St. James para eludir la pregunta.

– Mi marido, Alexander Stone -dijo.

St. James no recordaba haber leído que la subsecretaria estuviera casada, pero cuando Eve Bowen presentó a su marido, comprendió que debía haberlo hecho y archivado la información en algún rincón polvoriento de su memoria, pues no consideraba probable haber olvidado por completo que Alexander Stone era el marido de la subsecretaria. Stone era uno de los principales empresarios del país. Su interés particular eran los restaurantes, y era el dueño de, como mínimo, una docena de establecimientos de primera categoría desde Hammersmith a Holburn. Era un chef excepcional, un muchacho de Newcastle que había logrado desprenderse hacía tiempo de su acento campesino en el curso de su admirable trayectoria desde pastelero en el hotel Brown a restaurador de éxito. De hecho, Stone era el ideal personificado del Partido Conservador: sin ventajas sociales ni educativas (y sin la ayuda gubernamental, desde luego), había triunfado. Era el posibilismo encarnado y un empresario sin parangón. En suma, era el marido ideal de una parlamentaria tory.

– Ha pasado algo -le explicó Eve Bowen y apoyó una mano en su brazo-. Me temo que no es muy agradable, Alex.

De nuevo, Stone paseó su mirada entre St. James y Helen. St. James intentaba digerir la información de que Eve Bowen aún no había informado a su marido del secuestro de su hija. Observó que a Helen le pasaba lo mismo. Los rostros de ambos proporcionaban abundante material de estudio, y Alexander Stone los examinó un momento, mientras su cara palidecía.

– Papá -dijo-. ¿Ha muerto? ¿El corazón?

– No es tu padre, Alex. Charlotte ha desaparecido. El hombre clavó la vista en su mujer.

– Charlotte -repitió como atontado-. Charlotte. Charlie. ¿Qué…?

– La han secuestrado.

El hombre aparentó desconcierto.

– ¿Qué? ¿Cuándo? ¿Que está…?

– Esta tarde. Después de la clase de música.

El hombre se llevó una mano al cabello revuelto, que desordenó aún más.

– Joder, Eve. ¿Qué coño pasa? ¿Por qué no me llamaste? He estado en el Couscous desde las dos. Lo sabías. ¿Por qué no me has telefoneado?

– No lo supe hasta las siete. Las cosas han sucedido a demasiada velocidad.

– Usted es de la policía -dijo Stone a St. James.

– Nada de policía -replicó su mujer.

Stone se volvió hacia ella.

– ¿Has perdido la razón? ¿Qué coño…?

– Alex. -La voz de la parlamentaria sonó grave y autoritaria-. ¿Quieres esperar en la cocina? ¿Nos prepararás algo de cenar? Dentro de un momento te lo explicaré.

– ¿Explicar qué? ¿Qué cojones está pasando? ¿Quiénes son estas personas? Quiero respuestas, Eve.

– Y las tendrás. -Ella le tocó el brazo de nuevo-. Por favor, deja que termine aquí. Por favor.

– No intentes desembarazarte de mí como si fuera uno de tus malditos lameculos.

– Créeme, Alex, no lo estoy haciendo. Deja que termine aquí. Stone se soltó de ella.

– ¡Mierda! -rugió.

Cruzó a grandes zancadas la sala de estar, atravesó el comedor que había al otro lado y pasó por las puertas batientes que seguramente conducían a la cocina.

Eve Bowen contempló la ruta que había seguido su marido. Al otro lado de las puertas batientes, alacenas se abrieron y cerraron con violencia, ollas tintinearon sobre encimeras y corrió el agua. La mujer entregó la fotografía a St. James.

– Esta es Charlotte.

– Necesitaré su horario semanal. Una lista de sus amigas. Direcciones de los sitios a que suele ir.

La mujer asintió, aunque era evidente que su mente se encontraba en la cocina, con su marido.

– Por supuesto -dijo. Volvió a su butaca y cogió papel y lápiz.

El cabello cayó hacia adelante y ocultó su cara.

Helen fue quien hizo la pregunta.

– ¿Por qué no telefoneó a su marido, señora Bowen? Cuando supo que Charlotte había desaparecido, ¿por qué no telefoneó? Eve Bowen alzó la cabeza. Parecía muy serena, como si hubiera empleado el tiempo de cruzar la sala en controlar todas las emociones que pudieran traicionarla.

– No quería convertirle en otra víctima de Dennis Luxford-dijo-. Me parece que ya hay suficientes.

Alexander Stone trabajaba con furia. Vertió un poco de vino tinto en la mezcla de aceite de oliva, tomates cortados, cebollas, perejil y ajo. Bajó el gas y se alejó de su encimera de diseño en dirección a la tabla de cortar, donde fileteó una docena de champiñones. Los metió en un cuenco y los llevó a la encimera. Una olla grande de agua estaba empezando a hervir. Enviaba vapor al techo en forma de penachos translúcidos, lo cual le llevó a pensar en Charlotte de repente, indefensa. Plumas de pájaros fantasma, las habría llamado, para luego arrastrar su taburete hasta le encimera y charlar mientras él trabajaba.

Santo cielo, pensó.

Cerró el puño y lo descargó con fuerza sobre el muslo. Notó que le escocían los ojos y se dijo que era la reacción de sus lentillas al calor del fuego y al olor acre de las cebollas y el ajo que hervían. Después se llamó mentiroso, dejó lo que estaba haciendo y agachó la cabeza. Respiraba como un corredor de fondo, y trató de calmarse. Se enfrentó a la verdad. Aún no estaba en posesión de todos los datos, y hasta que los tuviera estaba desperdiciando energía preciosa en rabia. Lo cual no le serviría de nada. Ni a Charlie.

«Exacto -pensó-. Sí. Bien. Vamos a lo nuestro. Vamos a esperar. Vamos a ver.»

Se apartó de la encimera. Sacó del congelador un paquete de fettucine. Lo había desenvuelto por completo y ya estaba preparado para echarlo al agua hirviente, cuando se dio cuenta de que no notaba su frialdad en la palma. Vertió la pasta con tal rapidez en la olla que un géiser de agua se elevó y cayó sobre su piel. Esto sí lo pudo notar, y se apartó con un salto instintivo de la encimera, como si fuera un novato en la cocina.

– Hostia -susurró-. Joder. La hostia.

Se acercó al calendario que colgaba en la pared, contiguo al teléfono. Quería asegurarse. Siempre existía la posibilidad de que no hubiera apuntado su agenda semanal, que no hubiera dejado los nombres de los restaurantes a cuyos chefs y camareros supervisaba ese día, que no hubiera dejado escrito su paradero para que la señora Maguire, Charlie o su mujer pudieran localizarle si se presentaba una emergencia… Pero allí estaba, en el cuadrado del miércoles: «Couscous.» Al igual que el día anterior llevaba escrito «Sceptre» encima. Al igual que mañana tenía «Demoiselle». Lo cual significaba que no había excusas. Lo cual significaba que ella contaba con los datos. Lo cual significaba que podía dar rienda suelta a su rabia, golpear las alacenas con los puños, tirar al suelo vasos y platos, arrojar los cubiertos contra las paredes, derribar la nevera y patear su contenido…

– Se han marchado.

Giró en redondo. Eve estaba en la puerta. Se quitó las gafas y las limpió con el forro de seda negra de su chaqueta.

– No tenías que preparar nada -dijo, y señaló la encimera con la cabeza-. La señora Maguire nos habrá dejado algo. Siempre lo hace para…

Calló y se caló las gafas.

«Para Charlotte.» No diría aquellas dos palabras porque no quería pronunciar el nombre de su hija. Pronunciar el nombre de su hija proporcionaría a Stone un pretexto antes de que ella estuviera preparada. Y Eve era una maldita política que sabía jugar con ventaja.

Como si él no estuviera preparando la cena, Eve se encaminó hacia la nevera. Alex vio que sacaba dos platos tapados que él ya había inspeccionado, los llevaba hasta la encimera y desenvolvía la oferta de la señora Maguire para el miércoles por la noche, consistente en macarrones gratinados, panaché de verduras y patatas hervidas espolvoreadas con un poco de paprika.

– Dios -dijo, y contempló los grumos de queso cheddar que salpicaban la masa empastada de macarrones.

– Yo dejo algo para Charlie cada día -dijo Stone-. Sólo ha de calentarlo, pero no lo hace. «Nombres raros para porquerías», lo llama.

– ¿Y esto no es una porquería?

Eve vertió el contenido de los dos platos en el fregadero. Giró el interruptor y dejó que el eliminador de basuras se encargara de ello. El agua corrió y corrió, y Alex observó que ella miraba el proceso, a sabiendas de que estaba empleando el tiempo para preparar su estrategia de cara a la conversación. Tenía la cabeza gacha y los hombros hundidos, con el cuello al descubierto. Era blanco y vulnerable, y suplicaba clemencia. Pero no se la iba a conceder. Se acercó a ella, cerró el eliminador y giró el grifo. La cogió por el brazo para volverla hacia él. Estaba rígida al contacto. Dejó caer la mano.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó.

– Lo que ya te he dicho. Desapareció cuando volvía a casa de su clase de música.

– ¿Maguire no iba con ella?

– Por lo visto no.

– Maldita sea, Eve. Ya lo hemos discutido otras veces. Si podemos confiar en ella para…

– Pensó que Charlotte estaba con unas amigas.

– Pensó. Vaya si pensó. -Experimentó de nuevo la necesidad de golpear. Si el ama de llaves hubiera estado presente, se habría lanzado sobre su garganta-. ¿Por qué? -preguntó con aspereza-. Sólo dime por qué.

Eve evitó fingir no comprender. Se volvió y se cogió los codos con las manos. Era una postura que le aislaba de él con más eficacia que si se hubiera alejado hasta el otro extremo de la cocina.

– Alex, tenía que pensar lo que debía hacer.

Alex sintió gratitud por el hecho de que, al menos, no insistía en su anterior mentira de que todo había sucedido con demasiada rapidez, que no había tiempo. De todos modos, era una gratitud inapreciable, como una semilla caída en suelo estéril.

– ¿Qué había que pensar, exactamente? -preguntó con calma deliberada. A mí me parece un simple problema de cuatro pasos. -Utilizó el pulgar y tres dedos para enumerar cada paso-. Charlie ha sido secuestrada. Me telefoneas al restaurante. Voy a buscarte a la oficina. Vamos a la policía.

– No es tan sencillo.

– Parece que te quedaste atascada en el paso uno. ¿No es así? -La expresión de Eve no cambió. Aún expresaba aquella absoluta sangre fría tan esencial en su profesión, una tranquilidad que estaba acabando con la de Alex a marchas forzadas-. Maldita sea. ¿No es así, Eve?

– ¿Quieres que te lo explique?

– Quiero que me digas quién coño era esa gente que estaba en la sala de estar. Quiero que me digas por qué coño no has llamado a la policía. Quiero que me expliques, y en diez palabras o menos, Eve, por qué no te pareció importante comunicarme que mi hija…

– Hijastra, Alex.

¡Mierda! Por lo tanto, de haber sido su padre, el proveedor del jodido esperma, según tu definición, habría merecido una llamada para informarme de su desaparición. ¿Estoy en lo cierto?

– No del todo. El padre de Charlotte ya lo sabe. Es quien me telefoneó para darme la noticia. Creo que es el responsable del secuestro.

El agua de la pasta eligió aquel momento para hervir, derramarse por los costados de la olla y caer sobre el fogón. Con la sensación de estar hundido hasta la cintura en gachas, Alex fue a la encimera y se dedicó a remover el agua, bajar el fuego, levantar la olla y colocar el difusor en otra posición, mientras no dejaba de oír en ningún momento «El padre de Charlotte, el padre de Charlotte, el padre de Charlotte». Dejó el tenedor de madera en su sujetador con todo cuidado, antes de volverse hacia su mujer. Era de piel clara, pero a la luz de la cocina parecía blanca como la cera.

– El padre de Charlie -dijo.

– Dice haber recibido una nota de los secuestradores. Yo también he recibido una.

Alex vio cómo sus dedos se tensaban alrededor de los codos.

Por el gesto, pensó que se preparaba para una lucha mental o emocional y comprendió que lo peor aún estaba por venir.

– Continúa -dijo con voz tensa.

– ¿No quieres ocuparte de tu pasta?

– No tengo demasiado apetito. ¿Y tú?

Eve meneó la cabeza, pero le dejó un momento y volvió a la sala de estar. Durante ese tiempo Alex removió el agua y la pasta, y se preguntó cuándo volvería a tener hambre. Eve regresó con una botella de vino y dos copas. Las sirvió en el bar que prolongaba la encimera. Deslizó una de las copas en su dirección.

Alex se dio cuenta de que Eve no iba a decir nada a menos que la obligara. Le contaría todo lo demás (lo sucedido a Charlie, a qué hora del día, y exactamente cómo y con qué palabras lo había averiguado), pero no diría el nombre a menos que insistiera. En los siete años que la conocía, en sus seis años de matrimonio, la identidad del padre de Charlie era un secreto que jamás había revelado. A Alex no le había parecido justo presionarla. El padre de Charlotte, fuera quien fuera, era parte del pasado de Eve. Alex sólo deseaba ser parte de su presente y su futuro.

– ¿Por qué la ha secuestrado?

Ella contestó sin demostrar el menor sentimiento, un mero recitado de las conclusiones a las que había llegado.

– Porque quiere que el público sepa de quién es el padre. Porque quiere enfangar más a los tories. Porque si el gobierno sigue padeciendo escándalos sexuales que erosionan la fe del público en las autoridades elegidas, el primer ministro se verá obligado a convocar elecciones generales y los tories las perderán. Eso es lo que quiere.

Alex asimiló las palabras que más le habían impresionado y le revelaban más sobre lo que ella había mantenido oculto durante tantos años.

– ¿Escándalos sexuales? Los labios de Eve se curvaron en una sonrisa carente de alegría.

– Escándalos sexuales.

– ¿Quién es, Eve?

– Dennis Luxford.

El nombre no significaba nada para él. Años de vivir atemorizado, años de formularse la misma pregunta, años de especulaciones, años de cálculos, y el nombre no significaba absolutamente nada. Comprendió que ella se había dado cuenta del detalle. Eve emitió una risita sardónica, dirigida a ella misma, y se dirigió a la pequeña mesa de la cocina, situada ante una ventana salediza que daba al jardín posterior. Había un revistero de roten junto a una de las sillas, donde la señora Maguire guardaba el material de lectura de baja estofa que la distraía durante sus tareas diarias. Eve extrajo un periódico, lo llevó al bar y lo dejó ante Alex.

Su cabecera era un fondo rojo llamativo sobre el que se leía en letras amarillas The Source! Bajo la cabecera, siete centímetros y medio de titulares chillaban «Parlamentario cae en trampa amorosa». El titular iba acompañado de dos fotografías en color, una de Sinclair Larnsey, parlamentario por East Norfolk, cuando salía con semblante sombrío de un edificio en compañía de un caballero anciano que caminaba con un bastón, sobre el cual se había impreso «Presidente de la Asociación de la Circunspección Electoral». La otra era de un Citroén magenta, bajo el cual se leía «El nido de amor móvil de Sinclair Larnsey». El resto de la primera plana estaba dedicada a «Gane unas vacaciones de ensueño» (página 11), «Desayune con su estrella favorita» (página 8) y «Empieza el juicio del asesinato del críquet» (página 29).

Alex contempló el periódico con el entrecejo fruncido. Resultaba hortera y repugnante, como sin duda era su intención, e imaginó que vendía miles de ejemplares, pues debía distraer a las personas que cada día tenían que desplazarse de un sitio a otro para ir a trabajar. Su propia grosería hablaba del impacto que debía tener en la opinión pública. La que leía aquel tipo de basura, de todos modos, aparte de gente como la señora Maguire, no se podía describir como una fuerza intelectual de primera magnitud.

Eve volvió hacia el revistero. Extrajo tres ejemplares más del periódico y los dejó con cuidado sobre el bar ante él. «¡Diputado detenido en una redada antivicio!» ocupaba toda una primera plana. «¡Parlamentario toro aficionado a los menores!» decoraba otra. «Sofoco real: ¿quién calienta la cama de la princesa por las noches?» saltaba desde la tercera.

– No lo entiendo -dijo Alex-. Tu caso es diferente de éstos.

¿Con qué van a crucificarte los periódicos? Cometiste un error quedaste embarazada. Tuviste una hija. La educaste, cuidaste y seguiste tu vida. No hay historia.

– No lo entiendes.

– ¿Qué he de entender?

– Dermis Luxford. Este es su periódico, Alex. El padre de Charlotte es el director de este periódico, y era director de otro tan repulsivo como éste cuando tuvimos nuestro pequeño… -Parpadeó varias veces y, por un momento, Alex pensó que iba a perder la compostura-. Esto es lo que hacía, desenterrar los chismes más salaces que podía encontrar, difamar a quien deseaba humillar, cuando echamos una cana al aire en Blackpool.

Alex apartó los ojos y miró los periódicos. Se dijo que si no la había oído bien, no tendría que creerla. Eve hizo un movimiento, Alex alzó la vista y vio que había cogido su copa para levantarla como si brindara, cosa que no hizo.

– Ahí estaba Eve Bowen -dijo-, futura parlamentaria tory, futura subsecretaria, futura primer ministro, la ultraconservadora, Dioesmifundamento, moralizante periodista, jugando a la bestia de dos cabezas con el Rey de los sapos. Dios mío, qué bien se lo pasarán los diarios con esta historia. Y será la primera de la serie.

Alex buscó algo que decir, lo cual era difícil, porque en aquel momento sólo era capaz de sentir la capa de hielo que empezaba a atenazar su corazón. Hasta sus palabras sonaron amortiguadas. -En aquel entonces no eras miembro del parlamento.

– Una sutil distinción que el público procurará pasar por alto, te lo aseguro. El público obtendrá un gran placer al imaginarnos encontrándonos a escondidas en el hotel de Blackpool, liquidando a toda prisa nuestras tareas periodísticas, yo abierta de piernas en una cama del hotel, ardiendo en deseos de que Luxford me penetrara con su poderoso miembro. Y luego, a la mañana siguiente, bien arreglada para volver a parecer Miss Inexpugnable de cara a mis colegas. Y viviendo con ese secreto durante tantos años, actuando como si considerara moralmente reprensible todo lo que ese hombre defiende.

Alex la miró fijamente. Examinó las facciones que había mirado durante los últimos siete años: el cabello impecable, los ojos color avellana claro, la barbilla demasiado afilada, el labio superior demasiado delgado. «Esta es mi mujer -pensó-. Esta es la mujer a la que amo. Con ella soy muy diferente de la persona que soy con los demás. ¿De veras la conozco?»

– ¿Y no es verdad? -preguntó como atontado.

Los ojos de Eve se nublaron. Cuando habló, su voz sonó extrañamente distante.

– ¿Cómo puedes preguntarme eso, Alex?

– Porque quiero saber. Tengo derecho a saber.

– ¿Saber qué?

– Quién coño eres.

Eve no contestó. Sostuvo su mirada durante largo rato, y luego sacó la olla de los fogones y la dejó en el fregadero, donde vertió los fettuccine en un colador. Utilizó un tenedor para levantar unos cuantos.

– La pasta se te ha pasado, Alex -musitó-. No acostumbras a cometer este tipo de errores.

– Contéstame.

– Creo que ya lo he hecho.

– El error fue el embarazo -insistió él-, no la elección de pareja. Ya sabías lo que era cuando te acostaste con él. Tenías que saberlo.

– Sí, lo sabía. ¿Quieres que te diga que me daba igual?

– Quiero que me digas la verdad.

– Muy bien. Me dio igual. Quería acostarme con él.

– ¿Por qué?

– Sedujo mi mente, cosa que la mavoría de hombres no se molestan en intentar cuando quieren seducir a una mujer. Alex se aferró a aquella palabra porque lo necesitaba.

– Te sedujo. -La primera vez. Después no. Fue mutuo.

– Así que te lo tiraste más de una vez. La palabra no consiguió amedrentarla, como Alex deseaba.

– Me lo tiré durante todo el congreso. Cada noche. Y casi todas las mañanas.

– Magnífico. Alex reunió los periódicos y los devolvió al revistero. Se acercó a los fogones y cogió la sartén de salsa. La vertió en el fregadero y vio cómo desaparecía por el eliminador de basuras. Eve continuaba de pie junto al escurridero. Sentía su proximidad, pero era incapaz de mirarla. Tenía la sensación de que su mente había recibido un golpe mortal.

– Así que ha secuestrado a Charlie -fue lo único que consiguió decir-. Luxford.

– El lo ha organizado. Y si reconoce públicamente el hecho de que es su padre, en la primera plana de su periódico, la devolverán.

– ¿Por qué no has llamado a la policía?

– Porque intento plantar cara a su farol.

– ¿Utilizando a Charlie?

– ¿Qué quieres decir?

Al menos, aquello podía sentirlo, y se regodeó en la sensación.

– ¿Dónde la retiene, Eve? ¿Sabe ella lo que está pasando? ¿Tiene hambre? ¿Tiene frío? ¿Está aterrorizada? Un desconocido la secuestró en la calle, y a ti lo único que te importa es salvar tu reputación, ganar la partida y plantar cara al farol de ese bastardo de Luxford.

– No conviertas esto en un referéndum sobre la maternidad-repuso ella en voz baja-. Cometí una equivocación y he pagado por ella. Aún estoy pagando. Pagaré hasta que me muera.

– Estamos hablando de una niña, no de un error de discernimiento. Una niña de diez años.

– Y mi intención es encontrarla, pero a mi manera. Me pudriré en el infierno antes de hacerlo a la suya. Hojea este periódico si no sabes descifrar lo que quiere de mí, Alex. Y antes de que me condenes por mi gigantesco egoísmo, pregúntate qué efecto causaría en Charlotte permitir la publicación en los periódicos de un bonito escándalo sexual.

Lo sabía, por supuesto. Una de las mayores pesadillas de la vida política era la repentina aparición de un esqueleto que se creía apaciblemente enterrado desde mucho tiempo atrás. Una vez el esqueleto se sacudía el polvo de sus huesos quebradizos y aparecía en público, conseguía que cada acción, comentario e intención de su poseedor pareciera sospechosa. Su presencia (aunque sólo colgara en la periferia de la vida actual de su propietario exigía que se examinaran las motivaciones, se colocaran bajo un microscopio los comentarios, se siguieran los pasos, se analizaran las cartas, se diseccionaran los discursos, y todo lo demás se husmeara en profundidad para tratar de detectar el aroma de la hipocresía. Y este escrutinio no terminaba con el propietario del esqueleto. Alcanzaba a todos los miembros de la familia, cuyos nombres y vidas eran arrastrados por el barro del derecho del público, concedido por Dios, a ser informado. Parnell lo había descubierto. Profumo también. Yeo y Ashby habían experimentado el escalpelo del escrutinio que cortaba la carne de lo que consideraban su vida privada. Como ninguno de sus predecesores en el Parlamento, ni de la mismísima Corona, ella tampoco estaba a salvo del ridículo público. Eve sabía que ella no sería una excepción, sobre todo a ojos de un hombre como Luxford, azuzado por los demonios de las cifras de venta y su odio personal hacia el Partido Conservador.

Alex se sentía abrumado por las cargas. Su cuerpo exigía acción, su mente suplicaba comprensión y su corazón pedía volar. Estaba atrapado entre la aversión y la compasión, y se sentía desgarrado por la batalla de aquel antagonismo en su interior. Buscó la compasión, siquiera por un momento.

– ¿Quiénes eran? -preguntó, y movió la barbilla en dirección a la sala de estar-. El hombre y la mujer.

Adivinó al ver su cara que Eve creía haber vencido.

– Él trabajó en otro tiempo para Scotland Yard. Ella es… No lo sé. Le ayuda en alguna forma.

– ¿Confías en que puedan manejar la situación?

– Sí.

– ¿Por qué?

– Porque cuando me pidió que le diera un horario de las actividades de Charlotte, me obligó a hacerlo dos veces. Una por escrito. La otra por ordenador.

– No te entiendo.

– Él tiene las dos notas del secuestro, Alex. La que recibí yo y la que recibió Dennis. Quiere examinar mi caligrafía. Quiere compararla con la caligrafía de las notas. Cree que yo puedo estar implicada. No confía en nadie. Lo cual significa que podemos confiar en él, me parece.

– A eso de las cinco y cinco -dijo Damien Chambers. Hablaba con las inconfundibles vocales marcadas de su Belfast nativo-. A veces se queda más rato. Sabe que no doy otra clase hasta las siete, de modo que a veces se queda un poco más. Le gusta que toque el silbato mientras ella toca las cucharas, pero hoy quería marcharse enseguida. Y lo hizo. A las cinco y cinco.

Embutió con tres largos dedos algunas hebras de cabello color melocotón en la larga coleta que había sujetado con una goma en la nuca. Aguardó la siguiente pregunta de St. James.

Habían sacado de la cama al profesor de música de Charlotte, pero no se había quejado de la intrusión.

– ¿Desaparecida? -se había limitado a decir-. ¿Que Lottie Bowen ha desaparecido? ¡Coño!

Se había excusado un momento para subir a toda prisa la escalera. El agua empezó a manar en una bañera. Una puerta se abrió y se cerró. Transcurrió un minuto. La puerta se abrió y cerró de nuevo. El agua dejó de oírse. Bajó a reunirse con ellos. Llevaba una bata larga roja a cuadros sin nada debajo. Revelaba los tobillos, blancos como el hueso, al igual que el resto de su persona. Se había calzado zapatillas de piel.

Damien Chambers vivía en una de las casas diminutas de Cross Keys Close, un laberinto de pasadizos adoquinados con farolas antiguas y una atmósfera dudosa, que alentaba a mirar hacia atrás y apresurar el paso. St. James y Helen no habían conseguido entrar en coche en la zona, (el MG no cabía, y aunque lo hubiera hecho no había sitio para dar la vuelta), de modo que lo dejaron en Bulstrode Place, al lado de la calle mayor, y se orientaron por el laberinto de pasajes hasta encontrar el número 12, donde vivía el profesor de música de Charlotte.

Estaban sentados en su sala de estar, apenas mayor que un compartimiento de un vagón de tren anticuado. Una espineta compartía el limitado espacio con un teclado eléctrico, un violoncelo, dos violines, un arpa, un trombón, una mandolina, un dulcémele, dos atriles de música ladeados y media docena de bolas de polvo, del tamaño aproximado de ratas de alcantarilla. St. James y Helen utilizaron el banco del piano para sentarse. Damien Chambers lo hizo en el borde de una silla metálica. Encajó las manos en las axilas, una postura que le hacía parecer más diminuto de su metro sesenta.

– Quería aprender a tocar la tuba -dijo-. Le gustaba su forma. Decía que las tubas parecían orejas de elefante doradas. No son de oro, por supuesto, sino de latón, pero Lottie no presta atención a los detalles. Podría haberle enseñado a tocar la tuba, sé tocar casi todo, pero su madre no quiso. Dijo que primero violín, cosa que intentamos durante seis meses, hasta que los chirridos enloquecieron a sus padres. Después dijo que piano, pero no tenían sitio en casa para poner un piano y Lottie se negó a practicarlo en su colegio. Entonces cambiamos a la flauta. Pequeña, portátil y no hace mucho ruido. Hace casi un año que estamos en ello. No es muy buena, porque no practica. Además, su mejor amiga, una niña llamada Breta, detesta escuchar y siempre quiere jugar con ella.

St. James buscó en el bolsillo la lista que Eve Bowen le había dado. La recorrió con la mirada.

– Breta -dijo.

El nombre no constaba en la lista. Y tampoco, constató con sorpresa, ninguno que no perteneciera a los adultos con quienes Charlotte se relacionaba, anotados por profesión: profesor de baile, psicoterapeuta, director de coro, profesor de música. Frunció el entrecejo.

– Sí, Breta. No sé su apellido, pero es una bribona de cuidado, según Lottie, de modo que no le será difícil localizarla si quiere hablar con ella. Birlan dulces juntas. Atormentan a los pensionistas. Se cuelan en las oficinas de corredores de apuestas, donde no deberían estar. Se cuelan en los cines. ¿No saben nada de Breta? ¿La señora Bowen no le habló de ella?

Hundió más las manos en las axilas. Como resultado, sus hombros se hundieron. Damien Chambers debía de tener unos treinta años, pero en aquella postura parecía más un contemporáneo de Charlotte que un hombre lo bastante mayor para ser su padre.

– ¿Qué llevaba cuando se marchó esta tarde? -preguntó St. James.

– ¿Qué llevaba? Su ropa. ¿Qué quiere que llevara? Aquí no se sacó nada. Ni siquiera la chaquetilla de punto. ¿Por qué iba a hacerlo?

St. James notó la mirada inquieta que Helen le dirigía. Enseñó a Chambers la fotografía que Eve Bowen les había dado.

– Sí -dijo el profesor de música-. Es lo que siempre llevaba. Su uniforme del colegio. Un color espantoso ese verde, ¿verdad?

Parece musgo. A ella no le gustaba mucho. Ahora lleva el pelo más corto que en la foto. Se lo cortó el sábado pasado. Un poco como los Beatles en sus primeros tiempos, si sabe a qué me refiero. Como un chico. Hoy se estaba quejando al respecto. Dijo que parecía un chico. Dijo que quería pintarse los labios y ponerse pendientes, para que la gente se diera cuenta de que era una niña. Dijo que Cito, como llamaba a su padrastro, pero supongo que eso ya lo sabrá, ¿no? Viene de Papacito. Está estudiando español. Pues Cito le había dicho que el lápiz de labios y los pendientes no servían de gran cosa para definir la sexualidad de quien los lleva, pero imagino que no entendió a qué se refería. La semana pasada birló a su madre un lápiz de labios. Vino a clase con los labios pintados. Parecía un payaso, porque se lo había puesto sin mirarse en el espejo y se le había salido un poco. Le dije que subiera al lavabo y se mirara en el espejo, para que viera el desastre. Tosió y se cubrió la boca con la mano, que devolvió de inmediato a la axila, y empezó a dar golpecitos en el suelo con el pie-. Es la única vez que estuvo arriba, desde luego.

Cuando Helen se puso en tensión a su lado, St. James contempló al profesor de música y reflexionó sobre los posibles motivos de su agitación, incluido el que le había impulsado a correr escaleras arriba cuando llegaron.

– Esta otra niña, Breta, ¿venía con Charlotte a clase?

– Casi siempre.

– ¿Hoy?

– Sí. Al menos Lottie dijo que Breta la había acompañado.

– ¿Usted la vio?

– No la dejaba entrar. Demasiada distracción. La hago esperar en el pub Prince Albert. Se queda cerca de esas mesas que hay en la acera. En Bulstrode Place, en la esquina.

– ¿Estuvo hoy allí?

– Lottie dijo que la estaba esperando, por eso quiso marcharse tan deprisa. Es el único lugar donde puede esperar. -Chambers tenía aspecto pensativo y tironeó del labio con los dientes-. No me sorprendería que Breta estuviera detrás de todo esto, ¿sabe? Me refiero a la fuga de Lottie. Porque se ha fugado, ¿verdad? Usted dijo que había desaparecido, pero no supondrá que hay… cómo lo diría?, una especie de juego sucio. -Hizo una mueca al pronunciar las dos últimas palabras. Su pie golpeteó con más furia.

Helen se inclinó hacia adelante. La habitación era tan diminuta que los tres casi se tocaban las rodillas. Aprovechó la proximidad para apoyar los dedos con suavidad sobre la rodilla derecha de Chambers. El hombre inmovilizó el pie al instante.

– Lo siento -dijo-. Estoy nervioso. Salta a la vista.

– Sí -dijo Helen-. Ya lo veo. ¿Por qué?

– Me deja en mal lugar, ¿no? Todo esto de Lottie. Puede que haya sido la última persona en verla. Eso no es bueno.

– Aún no sabemos quién fue la última persona que la vio -observó St. james.

– Y si sale en los periódicos… -Chambers se encogió aún más-.

Doy clases de música a niños. Si se hace público que uno de mis alumnos ha desaparecido después de una clase, puede perjudicarme. Preferiría que no sucediera. Vivo muy tranquilo aquí, y quiero que siga así.

Era lógico, admitió St, James. El modus vivendi de Chambers estaba en juego, y tanto su presencia como sus preguntas sobre Charlotte ilustraban el escaso dominio de la situación que tenía Chambers. No obstante, la reacción a su visita se le antojaba exagerada.

St. James explicó a Chambers que el secuestrador de Charlotte (suponiendo que la hubieran secuestrado, que no se hubiera escondido en casa de alguna amiga) tenía que conocer el camino que seguía al salir de su clase de música para volver a casa.

Chambers se mostró de acuerdo, pero el colegio de Charlotte estaba muy cerca de la casa de Chambers, y sólo había una forma de entrar v salir de la vecindad, el camino que habían tomado St. James y Helen, de modo que descubrir el de Lottie habría sido muy sencillo para cualquiera.

– ¿Ha observado que alguien rondara por las cercanías en los últimos días? -preguntó St. James.

Dio la impresión de que Chambers iba a contestar que sí, al menos para alejar de sí el foco de atención, pero dijo que no, en absoluto. Siempre había los policías que patrullaban a pie por la zona (era imposible no fijarse en ellos) y algún turista despistado que había acabado en Marylebone en lugar de Regent's Park. Pero aparte de ellos y los personajes habituales, como el cartero, los barrenderos y los trabajadores que iban a comer al Prince Albert, no había reparado en ningún extraño. Por otra parte, no salía mucho, de modo que el señor St. James haría bien en preguntar a los vecinos cercanos. Alguien tendría que haber visto algo, ¿no? ¿Cómo podía desaparecer una niña sin que nadie reparara en algo extraño? Si es que había desaparecido. Porque podría estar con Breta. Podría ser otra de las jugarretas de Breta.

– Pero hay algo más -dijo Helen con una voz vibrante de simpatía-, ¿verdad, señor Chambers? ¿No hay algo más que quiere contarnos?

El hombre paseó la vista entre Helen y St. James.

– Hay alguien en la casa con usted, ¿verdad? -preguntó St. James-. Alguien con quien corrió a hablar cuando llegamos.

Damien Chambers enrojeció hasta adquirir el color de una ciruela.

– No tiene nada que ver con esto -dijo-. Lo juro.

Se llamaba Rachel, les dijo en voz baja. Rachel Mounbatten. Ningún parentesco, por supuesto. Tocaba el violín en la Filarmónica. Hacía muchos meses que se conocían. Habían salido a cenar. El la había invitado a una copa, ella pareció contenta de aceptar, y cuando la había invitado a subir a su habitación… Era la primera vez que estaban juntos de aquella manera. Quería que todo fuera perfecto. Entonces sonó la llamada a la puerta. Y ahora, esto. -Rachel es… bueno, no exactamente libre -explicó-. Pensó que era su marido quien llamaba a la puerta. ¿Quieren que la haga bajar? Prefiero que no. Creo que estropearía nuestra relación, pero iré a buscarla, si quieren. No es que la utilice de coartada o algo por el estilo. Quiero decir, si hace falta una coartada, pero no es eso, ¿verdad?

Y debido a Rachel, prosiguió, quería quedarse al margen de lo que hubiera sucedido a Charlotte. Sabía que sonaba fatal y no era que no estuviera preocupado por el paradero de la niña, pero la relación con Rachel era importantísima para él… Esperaba que lo comprendieran.

– Cada vez resulta más curioso, Simon -dijo Helen, mientras volvían hacia el coche de St. James-. La madre se comporta de una forma extraña. El señor Chambers se comporta de una forma extraña. ¿Nos están utilizando?

– ¿Para qué?

– No lo sé. -Helen subió al MG y guardó silencio hasta que St. James encendió el motor-. Nadie se comporta como cabría esperar. Eve Bowen, cuya hija ha desaparecido en plena calle, no quiere que la policía intervenga, pese a que, teniendo en cuenta su cargo en el Ministerio del Interior, podría contar con lo mejor de Scotland Yard sin que nadie se enterara. Dennis Luxford, quien debería afanarse por seguir la historia, no quiere saber nada del asunto. Damien Chambers, con una amante en el piso de arriba, a la que no tenía la menor intención de presentarnos, tiene miedo de que le relacionen con la desaparición de una niña de diez años. Si es que se trata de una desaparición. Porque puede que no lo sea. Quizá todos y cada uno saben dónde está Charlotte. Tal vez por eso Eve Bowen parecía tan serena y Damien Chambers tan angustiado, cuando lo contrario en ambos casos sería lo lógico.

St. James guió el coche en dirección a Wigmore Street. Giró hacia Hyde Park sin contestar.

– No querías aceptar esto, ¿verdad? -prosiguió Helen.

– No tengo experiencia en estos asuntos, Helen. Soy un científico forense, no un detective privado. Dame manchas de sangre o huellas dactilares y obtendrás media docena de respuestas a tus preguntas. Pero con algo como esto, estoy fuera de mi campo.

– Entonces, ¿por qué…? -Le miró. St. James notó que le estaba leyendo la cara con su habitual perspicacia-. Deborah.

– Le dije que hablaría con Eve Bowen y que la animaría a llamar a la policía.

– Lo hiciste -dijo Helen. Eludieron el tráfico congestionado de Marble Arch y entraron en Park Lane, con su curva de hoteles iluminados-. ¿Qué haremos ahora?

– Hay dos posibilidades. 0 nos encargamos nosotros hasta que Eve Bowen se derrumbe, o acudimos a Scotland Yard sin su aprobación. -Desvió la vista hacia ella-. No he de decirte lo fácil que sería esto último.

Ella sostuvo su mirada. -Deja que lo piense.

Helen se quitó los zapatos después de cerrar la puerta del edificio donde vivía. «Misericordia», susurró cuando notó la dulce sensación de sus pies liberados de la agonizante servidumbre al dios de la moda. Los recogió, cruzó la entrada de mármol y subió la escalera hasta su piso, seis habitaciones en la primera planta de un edificio de la última época victoriana, con un salón que daba al rectángulo verde que era la plaza Onslow de South Kensington. Desde la calle había visto una luz encendida en el salón. Como no había temporizador, y como no la había encendido por la mañana, antes de salir hacia el laboratorio de Simon, el brillo que se filtraba por las cortinas de la puerta del balcón la informó de que tenía un visitante. Sólo podía ser una persona.

Titubeó ante la puerta, con la llave en la mano. Reflexionó sobre las palabras de Simon. La verdad era que sería muy fácil solicitar la intervención de Scotland Yard sin el conocimiento o la aprobación de Eve Bowen, sobre todo porque un inspector detective del DIC del Yard la estaba esperando en aquel momento tras la maciza puerta de roble.

Bastaría con una palabra a Tommy. Él tomaría la iniciativa a partir de aquel mismo instante. Se ocuparía de que se adoptaran todas las medidas pertinentes: teléfonos pinchados donde el Yard considerara necesario, investigaciones de los antecedentes de todas las personas remotamente relacionadas con la ministra, el editor del Source y su hija, un análisis minucioso de las dos cartas recibidas, un ejército de detectives que recorrieran las calles de Marylebond por la mañana, interrogatorio de posibles testigos de la desaparición de la niña, y registro de cada centímetro cuadrado del municipio en busca de una pista que explicara lo sucedido a Charlotte Bowen aquel día. Se tomarían huellas y se enviarían a la Oficina Nacional de Huellas Dactilares. Se introducirían descripciones de Charlotte en el ONC. Se concedería máxima prioridad al caso, y se le asignarían los mejores agentes. Probablemente Tommy no intervendría para nada. Sin duda el caso se destinaría a gente mucho más poderosa que él en Scotland Yard. En cuanto se supiera que la hija de Eve Bowen había desaparecido, la búsqueda de la niña le sería quitada de las manos.

Lo cual significaría, por supuesto, que el Yard seguiría procedimientos establecidos. Lo que a su vez significaría que los medios de comunicación serían informados.

Helen contempló la llave con el ceño fruncido. Si pudiera confiar en que Tommy y sólo Tommy fuese el agente de policía que interviniera… Pero no podía confiar, ¿verdad?

Lo llamó por su nombre cuando abrió la puerta.

– Estoy aquí, Helen -contestó él.

Helen siguió el sonido de su voz hasta la cocina, donde le encontró de pie ante la tostadora, arremangado hasta los codos, con el cuello de la camisa desabotonado y sin corbata, y un tarro de Marmite abierto y preparado sobre la encimera. Sostenía un fajo de papeles. Los estaba leyendo a la luz de la cocina, que arrancaba destellos de su cabello rubio. Miró por encima de las gafas cuando Helen dejó caer los zapatos al suelo.

– Llegas tarde -dijo Lynley. Dejó los papeles sobre la encimera y las gafas encima-. Casi pensaba que no ibas a venir.

– No será eso tu cena, ¿verdad?

Helen dejó caer el bolso sobre la mesa, inspeccionó el correo del día, sacó una carta de su hermana Iris y se acercó a Tommy. Éste posó la mano bajo su cabello de la forma habitual (su mano cálida apoyada contra la nuca) y la besó. Primero en la boca, después en la frente, y luego en la boca otra vez. La estrechó contra su costado mientras esperaba su tostada. Helen abrió la carta.

– No lo es, ¿verdad? -dijo. Lynley no contestó-. Tommy, dime que no vas a cenar sólo eso. Eres un hombre de lo más exasperante. ¿Por qué no comes?

Lynley apretó la boca contra su cabeza.

– Pierdo la noción del tiempo. -Parecía cansado-. He pasado casi todo el día y parte de la noche con los fiscales de la Corona encargados del caso Fleming. Se ha tomado declaración a todas las partes implicadas, se han presentado los cargos, los abogados han formulado sus exigencias, se han solicitado informes y se han organizado conferencias de prensa. Me olvidé.

– ¿De comer? ¿Cómo es posible? ¿No te das cuenta de que tienes hambre?

– Son cosas que se olvidan, Helen.

– ¡Uf! A mí no se me olvidan.

– Y bien que lo sé.

Su tostada emergió con un saltito. La cogió con un tenedor y extendió Marmite sobre ella. Se apoyó contra la encimera y probó un bocado.

– Santo Dios -dijo, con aparente sorpresa-, esto es espantoso. No puedo creer que comiera tantas en Oxford.

– El sabor es diferente cuando se tienen veinte años. Si tuvieras a mano una botella de vino barato, te sentirías transportado a tu juventud.

Helen desdobló la carta.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Lynley.

Helen leyó unas cuantas líneas y recitó los hechos.

– Este año han nacido muchos terneros en el rancho. Gran alegría por haber sobrevivido a otro invierno de Montana. Las notas del colegio de Jonathan no son lo que deberían ser, y con respecto a si deberían internarlo en un colegio de Inglaterra, definitivamente no. La visita de mamá fue un éxito, gracias a que Daphne impidió que se sacaran los ojos mutuamente. ¿Cuándo iré a visitarles? Puedo invitarte a ti también, por lo que parece, ahora que las cosas, como dice ella, son oficiales. Y pregunta cuándo será la boda, porque necesita seguir una dieta durante tres meses, como mínimo, para atreverse a que la vean en público.

Helen dobló la carta y la guardó en su sobre. Efectuó un resumen de la extensa rapsodia de su hermana sobre el compromiso de Helen con Thomas Lynley, octavo conde de Asherton, con el enérgico subrayado «al fin al fin al fin», sus docenas de signos de admiración y sus obscenas especulaciones sobre cómo iba a ser su vida en el futuro con, como decía Iris, Lynley en vereda.

– Eso es todo.

Me refería a esta noche -dijo Tommy después de engullir la tostada-. ¿Qué ha pasado?

– ¿Esta noche?

Helen procuró aparentar indiferencia, pero sólo logró algo que le sonó como un precario equilibrio entre sandez y culpabilidad. La cara de Tommy se alteró apenas. Helen intentó convencerse de que parecía más confuso que suspicaz.

– Unas horas muy tardías para trabajar -subrayó, pero sus ojos pardos eran escrutadores.

Para huir de su escrutinio, Helen cogió un cazo y dedicó un momento a llenarlo de agua y ponerlo a calentar. Luego sacó la lata de té del aparador y depositó una cucharada en una tetera de porcelana.

– Un día horrible -dijo mientras continuaba con los preparativos del té-. Marcas de herramientas en metal. He estado inclinada sobre microscopios hasta pensar que me iba a quedar ciega, pero ya conoces a Simon. ¿Por qué parar a las ocho de la noche, cuando quedan cuatro horas más para trabajar, antes de derrumbarte a causa del cansancio? Conseguí arrancarle dos colaciones, pero sólo porque Deborah estaba en casa. En lo tocante a comer es tan atroz como tú. ¿Qué les pasa a los hombres de mi vida? ¿Por qué sienten aversión hacia la comida?

Notó que Tommy la observaba mientras devolvía la lata al aparador. Cogió dos tazas, las dejó sobre sus respectivos platillos y sacó dos cucharas de un cajón.

– Deborah ha hecho unos retratos maravillosos -dijo-. Quería traerte uno, pero me olvidé. Da igual. Ya lo haré mañana.

– ¿Mañana trabajas otra vez?

– Temo que nos quedan muchas horas. Días, probablemente. ¿Por qué? ¿Habías pensado en algo?

– Pensaba en Cornualles, cuando liquide este asunto de Fleming.

El corazón de Helen aleteó al pensar en Cornualles, el sol, la brisa del mar y la compañía de Tommy, cuando su mente no estaba ocupada en el trabajo.

– Eso suena fabuloso, cariño.

– ¿Puedes escaparte?

– ¿Cuándo?

– Mañana por la noche. Tal vez pasado. Helen no veía cómo, y tampoco veía cómo decirle a Tommy que no sabía cómo. Su trabajo para Simon era esporádico, a lo sumo, e incluso cuando sus plazos iban a expirar, debía prestar testimonio en un juicio, dar una conferencia o preparar un curso para la universidad, Simon era el más tratable de los patronos (si es que podía llamarle patrón) en lo tocante a la presencia de Helen en el laboratorio. Durante los últimos años habían adoptado la costumbre de trabajar juntos. Nunca había existido un acuerdo formal. Por lo tanto, no podía aducir que Simon protestaría si quería marcharse unos días a Cornualles. Nunca protestaría en circunstancias normales, y Tommy lo sabía muy bien.

Claro que las circunstancias no eran normales. Porque en ese caso no estaría en la cocina esperando con impaciencia a que el agua hirviera, para así retrasar un poco más la invención de una variación sobre la verdad que no fuera una mentira descarada. Porque sabía que él sabría que estaba mintiendo y se preguntaría por qué. Porque el pasado de ella era casi tan agitado como el de Tommy, y cuando los amantes empiezan a buscar evasivas (amantes en posesión de pasados enmarañados, que por desgracia se excluyen mutuamente), existe por lo general un motivo enraiza do en uno de sus pasados, que se ha colado de forma inesperada en su presente compartido. ¿No era ése el caso? ¿No era eso lo que Tommy pensaría?

«Oh, Señor», pensó Helen. La cabeza le daba vueltas. ¿Es que el agua no iba a hervir nunca?

– Necesitaré medio día para repasar los libros de la propiedad en cuanto lleguemos -dijo Tommy-, pero después tendremos todo el tiempo a nuestra disposición. Podrías pasar ese medio día con mi madre, ¿no crees?

Pues claro que sí. No había visto a lady Asherton desde que (como diría Iris) las «cosas» con Tommy habían adquirido carácter oficial. Habían hablado por teléfono y ambas coincidían en que había mucho que hablar sobre el futuro. Tenía la oportunidad en sus manos, sólo que no podía escaparse. Al día siguiente no, desde luego, ni tampoco al otro, casi con toda probabilidad.

Ahora, había llegado el momento de contar la verdad a Tommy. «Hay un asunto sin importancia que estamos investigando, cariño. Simon y yo. ¿Quieres saber qué? Nada, en realidad una minucia. Nada que deba preocuparte. De veras.»

Otra mentira. Mentira tras mentira. Un lío terrible.

Helen lanzó una mirada esperanzada al cazo. Como en respuesta a sus plegarias, empezó a despedir vapor, y Helen se apresuró a preparar el té.

– … y creo que tiene la intención de bajar a Cornualles lo antes posible para celebrarlo -estaba diciendo Tommy-. Creo que fue idea de tía Augusta. Cualquier excusa es buena para organizar una fiesta.

– ¿Tía Augusta? -preguntó Helen-. ¿De qué estás hablando, Tommy? -Lo dijo antes de comprender que Tommy estaba hablando de su compromiso, mientras ella pensaba en la mejor forma de mentirle-. Lo siento, querido. Me he distraído un momento. Estaba pensando en tu madre.

Vertió agua en la tetera, la agitó vigorosamente y se acercó a la nevera en busca de la leche.

Tommy calló mientras Helen depositaba la tetera y todo lo demás sobre una bandeja de madera.

– Vamos a derrumbarnos en el salón, querido -dijo-. Temo que el Lapsang Souchong se me ha terminado. Tendrás que conformarte con Earl Grey.

– ¿Qué pasa, Helen? -preguntó Tommy.

«Maldita sea», pensó ella.

– ¿A qué te refieres?

– No soy idiota. ¿Algo te preocupa?

Helen suspiró y buscó una variación de la verdad.

– Son los nervios -dijo-. Lo siento. -«No dejes que te haga más preguntas», pensó-. Es el cambio ocurrido entre nosotros. Haber llegado a una decisión definitiva. Preguntarse si la vida va a funcionar.

– ¿Te ha entrado miedo de casarte conmigo?

– No -sonrió-, no tengo el menor miedo. Pero tengo los pies molidos. No sé en qué estaría pensando cuando compré esos zapatos, Tommy. Verde bosque, el color perfecto para combinar con este traje, y una agonía absoluta. A eso de las dos ya me había hecho una idea bastante aproximada de cómo es la parte inferior de una crucifixión. Ven a darme un masaje, ¿quieres? Cuéntame cómo te ha ido el día.

Tommy no mordió el anzuelo. Helen lo adivinó por la forma en que la estaba observando. Le dedicó su mejor mirada de inspector detective, y no iba a salir ilesa del escrutinio. Dio media vuelta y se encaminó hacia el salón.

– ¿Has concluido ya el caso Fleming? -preguntó mientras servía el té, en referencia a la investigación que había ocupado la mayor parte del tiempo de Tommy durante las pasadas semanas.

Tardó en reunirse con ella, y cuando lo hizo no se acercó al sofá donde ella tenía el té preparado, sino a una lámpara de pie, que encendió, después a una lámpara de mesa contigua al sofá, y luego a otra situada al lado de una butaca. No paró hasta eliminar todas las sombras.

Tampoco se sentó a su lado, sino que eligió una butaca desde la cual podía verle la cara y estudiarla con facilidad, como Helen bien sabía. Lo hizo mientras Helen cogía su taza y bebía un sorbo de té.

Sabía que iba a insistir en averiguar la verdad. Iba a decir «Qué está pasando en realidad, Helen», y «Haz el favor de no decirme más mentiras porque siempre sé cuando alguien me miente debido a los años que llevo viéndomelas con mentirosos del mayor calibre y me gustaría pensar que la mujer con la que voy a casarme no es uno de ellos, de modo que si no te importa vamos a aclarar las cosas ahora mismo porque abrigo sospechas sobre ti y sobre nosotros y hasta que esas sospechas sean desechadas no veo cómo podremos seguir adelante juntos».

Pero dijo algo muy diferente, con las manos enlazadas entre las rodillas, sin tocar el té, el rostro grave y la voz… ¿Parecía vacilante?

– Sé que a veces presiono demasiado, Helen. Mi única excusa es que siempre tengo prisa acerca de lo nuestro. Es como si creyera que no tenemos bastante tiempo y hemos de proceder sin más dilaciones. Hoy. Esta noche. Inmediatamente. Siempre me siento así respecto a ti.

Ella dejó la taza sobre la mesa.

– Presionar… No te entiendo.

– Tendría que haber llamado para decirte que estaría aquí cuando llegaras a casa. No pensé en hacerlo. Bajó la vista hacia sus manos. Dio la impresión de que adoptaba un tono más ligero-. Escucha, cariño, no pasa nada si esta noche prefieres… -Alzó la cabeza. Respiró hondo y exhaló una bocanada de aire-. joder, Helen, ¿prefieres estar sola esta noche?

Desde el sofá, Helen le observó y noto que se ablandaba de cien maneras diferentes. Era una sensación bastante parecida a hundirse en arenas movedizas, si bien su naturaleza insistía en que debía hacer algo para liberarse, su corazón le dijo que no era posible. Siempre se había resistido a las cualidades de Tommy que habían animado a otras a considerarle una pieza perfecta en la caza del matrimonio. Por lo general, era insensible a su atractivo. Su fortuna no le interesaba. Su naturaleza apasionada le resultaba, en ocasiones, molesta. Su ardor era halagador, pero lo había visto dirigido a suficientes mujeres en el pasado para dudar de su veracidad. Si bien era cierto que su inteligencia le atraía, tenía acceso a otros hombres tan rápidos, listos y capaces como Tommy. Pero esto… Helen carecía de armas para combatirlo. Rodeada por un mundo de murallas almenadas, la vulnerabilidad de un hombre podía con ella.

Se levantó del sofá. Caminó hacia Tommy y se arrodilló junto a su butaca. Le miró a la cara.

– Sola -dijo en voz baja- es lo último que quiero estar.

Esta vez la despertó una luz. A causa del resplandor que cegaba sus ojos, Charlotte pensó que era la Santísima Trinidad derramando Gracia sobre ella. Recordó cómo había explicado la hermana Agnetis la Trinidad durante la clase de religión en Santa Bernadette: dibujó un triángulo, escribió en cada esquina El Padre, El Hijo y El Espíritu Santo, y después utilizó su tiza amarilla especial para crear gigantescos rayos de sol que brotaban de los lados del triángulo. Sólo que no eran rayos de sol, explicó la hermana Agnetis. Era la Gracia. La Gracia era el estado perfecto que se debía alcanzar para ir al cielo.

Lottie parpadeó para defenderse de la incandescencia blanca. Tenía que ser la Santísima Trinidad, decidió, porque flotaba y daba vueltas en el aire como Dios. Y, desde la oscuridad, una voz habló, como Dios a Moisés en la zarza ardiente.

Come esto.

El brillo se suavizó y apareció una mano. Un cuenco de hojalata tintineó junto a la cabeza de Lottie. Después, la luz descendió a su nivel y siseó, como aire que escapara de un neumático. La luz arrancó un ruido metálico del suelo. Lottie se encogió para no quemarse. Consiguió alejarse lo bastante para distinguir que su fuego llevaba un sombrero y estaba montado sobre un pedestal. Un farolillo. No era la Trinidad. Lo cual debía significar que aún no estaba muerta.

Una figura se adentró en el haz de luz, vestida de negro y distorsionada a sus ojos, como en un espejo de feria.

– ¿Dónde están mis gafas? -preguntó Lottie con la boca reseca-. No tengo las gafas. Las necesito. No veo bien sin ellas.

– No las necesitas a oscuras.

– No estoy a oscuras. Has traído luz, así que dame mis gafas. Quiero mis gafas. Si no me las das, me chivaré.

Tendrás las gafas a su debido tiempo.

Un tintineo cuando dejó algo en el suelo. Alto y tubular. Rojo. Un termo, pensó Lottie. El hombre desenroscó el tapón y vertió líquido en el cuenco. Aromático. Caliente. El estómago de Lottie gruñó.

– ¿Dónde está mi mamá? -preguntó-. Dijiste que estaba en una casa de reposo. Dijiste que me ibas a llevar con ella. Lo dijiste, pero esto no es una casa de reposo. ¿Dónde está? ¿Dónde está?

Cállate.

– Gritaré si quiero. ¡Mamá! ¡Mamá!

Quiso ponerse en pie.

Una mano surgió de la oscuridad y tapó su boca; los dedos se hundieron como garras en sus mejillas. La mano la arrojó al suelo. Cayó de rodillas y el borde rugoso de algo que parecía piedra la hirió.

¡Mamá! gritó cuando la mano la liberó. ¡Ma…!

La mano enmudeció su voz y hundió su cabeza en la sopa. La sopa estaba caliente. Quemaba. Cerró los ojos con fuerza. Tosió. Pataleó. Sus manos golpearon los brazos del hombre.

¿Vas a callarte ahora, Lottie? siseó el hombre en su oído.

La niña asintió. El hombre se levantó. Gotas de sopa resbalaron de la cara de Lottie y cayeron sobre la pechera del uniforme. Tosió. Se secó la cara con el brazo de la chaquetilla.

Hacía frío en aquel lugar. El viento se colaba por algún sitio, pero cuando miró alrededor descubrió que no podía ver más allá del círculo de luz proyectado por el farol. Del hombre sólo veía una bota, una rodilla doblada y las manos. Se alejó de éstas. Cogieron el termo y vertieron más sopa en el cuenco.

– Si gritas nadie te oirá.

– Entonces, ¿por qué me haces callar?

– Porque no me gustan las niñas gritonas.

Con el zapato empujó el cuenco en su dirección.

– He de ir al lavabo.

– Después. Come eso.

– ¿Es veneno?

– Exacto. Te necesito muerta tanto como un balazo en el pie. Come.

La niña miró alrededor.

– No tengo cuchara.

– Hace un momento no la necesitaste, ¿verdad? Come.

Se apartó más de la luz. Lottie oyó un siseo y vio la llama de una cerilla. El hombre estaba inclinado sobre ella, y cuando se volvió, vio el extremo encendido de un cigarrillo.

– ¿Dónde está mi mamá?

Alzó el cuenco mientras hacía la pregunta. La sopa era de verduras, como la que preparaba la señora Maguire. La niña estaba hambrienta v la bebió, utilizando los dedos para llevarse las verduras a la boca.

– ¿Dónde está mi mamá? repitió.

– Sigue comiendo.

Le miró mientras levantaba el cuenco. Sólo era una sombra, y sin sus gafas era una sombra muy borrosa.

– ¿Qué miras? ¿No puedes mirar a otra parte?

Lottie bajó la vista. Era inútil tratar de verle. Sólo distinguía su contorno. Una cabeza, dos hombros, dos brazos, dos piernas. Procuraba mantenerse apartado de la luz.

Entonces se le ocurrió que la habían secuestrado. Un estremecimiento recorrió su cuerpo, tan violento que la sopa se derramó del cuenco. Resbaló por su mano y cayó en la falda de su uniforme. ¿Qué pasaba cuando secuestraban a la gente?, se preguntó. Intentó recordar. Todo era cuestión de dinero, ¿verdad? Y te escondían en algún sitio hasta que alguien pagaba. Sólo que mamá no tenía mucho dinero. Pero Cito sí.

– ¿Quiere dinero de mi papá? preguntó.

El hombre resopló.

– Lo que quiero de tu papá no tiene nada que ver con el dinero.

– Pero me ha secuestrado, ¿verdad? Porque no creo que esto sea una casa de reposo y no creo que mi mamá esté aquí. Y si esto no es una casa de reposo y mi mamá no está aquí, entonces es que usted me ha secuestrado porque quiere dinero. ¿No? Porque de lo contrario…

Recordó a la hermana Agnetis, mientras paseaba de un lado a otro de la parte delantera del aula y contaba la historia de santa María Goretti, que había muerto por preservar su pureza. ¿A santa María Goretti la habían secuestrado también? ¿No había empezado igual la espantosa historia, cuando alguien se la llevaba por la fuerza, alguien ansioso por mancillar su Precioso Templo del Espíritu Santo? Lottie dejó con cuidado el cuenco en el suelo. Tenía las manos pringosas, y las secó en la falda de su mandil. No sabía muy bien cómo se mancillaba el Precioso Templo del Espíritu Santo, pero si estaba relacionado con el hecho de que un extraño te diera sopa de verduras, en ese caso debía negarse a tomarla.

– Ya he comido bastante -dijo-. Muchas gracias -recordó añadir.

– Cómela toda.

– No quiero más.

– He dicho que comas. Hasta la última gota. ¿Me has oído?

Avanzó y vertió el resto del termo en el cuenco. Pequeñas cuentas amarillas moteaban el caldo. Convergieron hasta formar un círculo, como el collar de un hada.

– ¿Necesitas ayuda?

A Lottie no le gustaba mucho su voz. Sabía a qué se refería. Le hundiría la cara de nuevo en la sopa. Sujetaría su cabeza hasta que se ahogara o comiera. Pensó que no le gustaría mucho ahogarse, de modo que cogió el cuenco. Dios la perdonaría si tomaba la sopa, ¿verdad?

Cuando terminó, dejó el cuenco en el suelo.

– He de ir al lavabo -dijo.

El hombre arrojó algo al círculo de luz. Otro cuenco, pero más profundo y grueso, con un aro de margaritas pintadas y un labio curvo alrededor del borde, como la boca de un pulpo. La niña lo miró, confusa.

– No quiero más sopa. Ya he comido la que me has dado. Quiero ir al lavabo.

– Pues ve. ¿No sabes qué es esto?

Quería que lo hiciera en el cuenco, lo cual significaba que debería hacerlo delante de él. Quería que se bajara las bragas, se agachara y meara, y él la miraría v escucharía todo el rato. Como hacía la señora Maguire en casa. Se quedaba al otro lado de la puerta y decía: «¿Has tenido un movimiento esta mañana, cariño?»

– No puedo -dijo-. Delante de ti no.

– Pues no lo llagas.

El hombre retiró el orinal. Y a continuación también el termo, el cuenco y el farol. La luz se apagó. Lottie notó que algo mullido aterrizaba a su lado. Lanzó un grito y se apartó. Un chorro de aire frío pasó sobre ella, como fantasmas salidos de un cementerio. Después oyó el ruido de la puerta al cerrarse y supo que estaba sola.

Tanteó con la mano en el suelo. Le había lanzado una manta. Olía mal y era áspera al tacto, pero la cogió, la apretó contra su estómago y trató de no pensar en que la entrega de la manta tal vez significaba una larga estancia en aquel lugar oscuro.

– Pero he de ir al lavabo -lloriqueó. Sintió un nudo en la garganta v una opresión en el pecho. «No, no, pensó. No debo, no debo»-. He de ir al lavabo.

Se sentó en el suelo. Sus labios temblaban y las lágrimas surgían a borbotones de sus ojos. Apretó una mano contra la boca y cerró los ojos. Tragó saliva e intentó empujar el nudo de su garganta hacia el estómago.

«Piensa en cosas alegres», diría su madre.

Por lo tanto, pensó en Breta. Hasta dijo su nombre en voz alta. Lo susurró.

– Breta. Mi mejor amiga, Breta.

Porque Breta era el pensamiento más alegre. Estar con Breta, contar cuentos, gastar bromas…

Se preguntó qué haría Breta en su lugar. En aquella oscuridad, ¿qué haría Breta?

«Primero mear», pensó Lottie. Breta mearía. Diría: «Usted me ha metido en este agujero oscuro, señor, pero no puede obligarme a hacer lo que usted diga. Así que voy a mear. Aquí mismo, ahora mismo. No en un orinal, sino en el suelo.»

El suelo. Tendría que haber adivinado que no era un ataúd, pensó Lottie, porque tenía suelo. Un suelo duro como roca. Sólo que…

Palpó el mismo suelo al que el hombre la había tirado, el mismo suelo con que se había dañado la rodilla. Esto sería lo primero que Breta habría hecho de haber despertado en la oscuridad.

Breta habría intentado deducir dónde estaba. Nunca se habría quedado quieta y llorado como un bebé.

Lottie sorbió por la nariz y dejó que sus dedos tantearan el suelo. Era un poco rugoso y por eso se había hecho un corte en la rodilla. Siguió la rugosidad, que tenía forma de rectángulo. Había otro rectángulo al lado del primero. Y otro.

– Ladrillos -susurró. Breta se habría sentido orgullosa de ella.

Lottie pensó en un suelo hecho de ladrillos y qué le revelaría un suelo hecho de ladrillos sobre el lugar donde estaba. Comprendió que, si se movía mucho, podría herirse. Podría tropezar, caer, precipitarse de cabeza en un pozo. Podría…

«¿Un pozo en la oscuridad? -se habría preguntado Breta. No lo creo, Lottie.›»

Continuó tanteando el suelo a gatas, hasta que sus dedos tropezaron con madera. Su superficie era áspera y astillada, con cabezas de clavos, frías y diminutas. Palpó bordes y esquinas. Sus dedos subieron por los lados. Una caja, decidió. Más de una. Un grupo.

Cuando se levantó tropezó con un tipo de superficie diferente. Era suave y curva, y cuando la sondeó con los nudillos, se movió con un sonido líquido y desigual. Un sonido familiar que le recordó el agua salada y la arena, momentos felices a la orilla del mar.

– Un cubo de plástico dijo, orgullosa de sí misma. Ni Breta lo habría hecho mejor.

Oyó como un chapoteo en el interior y bajó la cabeza para oler. No olía a nada, Hundió los dedos en el líquido y se los llevó a la lengua.

– Agua -dijo-. Un cubo de agua.

Supo al instante qué haría Breta. Diría: «Bien, he de mear, Lot», y utilizaría el cubo.

Lottie lo hizo. Vertió el agua del cubo en el suelo, se bajó las bragas y se agachó sobre el cubo. El chorro cálido de pipí manó de su cuerpo. Se apoyó sobre el borde del cubo y apretó la cabeza contra las rodillas. Le dolía una rodilla, donde el ladrillo la había cortado. Lamió el punto doloroso notó sabor a sangre. De pronto se sintió cansada y muy sola. Todos los pensamientos sobre Breta se desvanecieron como pompas de jabón.

– Quiero a mamá -susurró,

Aun así, supo exactamente qué diría Breta.

«¿Has pensado alguna vez que tal vez mamá no te quiera?»

5

St. james dejó a Helen y a Deborah en Marylebone High Street, frente a una tienda llamada Comestibles Pumpkin, donde una anciana que sujetaba con una correa a un impaciente foxterrier investigaba en canastos de fresas. Helen y Deborah, provistas de la foto de Charlotte Boiven, recorrerían las zonas circundantes a la Escuela Primaria de Santa Bernadette, en Blandford Street, la diminuta casa de Damien Chambers, en Cross Keys Close, y Devonshire Place Mews, cerca del final de la calle mayor. Su propósito era doble. Buscarían a alguien que hubiera visto a Charlotte la tarde anterior. Detallarían todas las rutas posibles que la niña hubiera podido tomar desde la escuela a la casa de Chambers, y desde la casa de Chambers a la suya. Su objetivo era Charlotte. El objetivo de St. James era la amiga de Charlotte, Breta.

Mucho después de que hubiera dejado a Helen en su piso y de que Deborah se hubiera acostado, St. james había vagado por la casa, inquieto. Comenzó por el estudio, donde sacó libros al azar de las estanterías, mientras bebía dos coñacs y fingía leer. De allí pasó a la cocina, donde se preparó una taza de Ovaltine (que no bebió) y dedicó diez minutos a lanzar una pelota de tenis desde la escalera a la puerta trasera, para regocijo canino de Reacia. Subió por la escalera hasta su habitación y contempló dormir a su mujer. Por fin, subió al laboratorio. Las fotografías de Deborah seguían esparcidas sobre la mesa de trabajo, donde las había dejado antes, y a la luz del techo estudió la foto de la chiquilla antillana sosteniendo la bandera inglesa. No podía tener más de diez años, decidió, La edad de Charlotte Bowen.

St. James devolvió las fotos al cuarto oscuro de Deborah y buscó los forros de plástico en que había colocado las notas recibidas por Eve Bowen y Dermis Luxford. Junto a las notas dejó la lista impresa que Eve Bowen le había dado. Encendió tres lámparas de alta intensidad y cogió una lupa. Estudió las dos notas y la lista.

Se concentró en las coincidencias. Como no había palabras comunes, tenía que basarse en las letras comunes. La f, la doble t, la q,

la letra más segura para los análisis y desentrañar códigos, la e.

La cruceta de la f en la nota de Luxford coincidía exactamente con la de la f en la de Bowen: en ambos casos, la cruceta se utilizaba para enlazar con la letra que seguía a la f El mismo estilo de cruceta se había empleado en la doble t de Charlotte y en la de Lottie. La q de ambas cartas quedaba sola, sin ningún nexo con las letras que la seguían. Por otra parte, la curva inferior de la e siempre enlazaba con la letra siguiente, mientras que la curva inicial no estaba unida en ningún caso a la precedente. El estilo general de ambas notas oscilaba entre la letra de imprenta y la cursiva, como un paso intermedio entre ambas. Incluso para un ojo inexperto que examinara superficialmente ambas notas, estaba claro que habían sido trazados por la misma mano.

Alzó la lista de Eve Bowen y buscó la clase de similitudes sutiles que incluso una persona empeñada en disimular su caligrafía fracasaría en evitar. Formar una letra es una actividad tan inconsciente que, sin prestar atención a cada trazo de la pluma o el lápiz, alguien que intenta disimular su caligrafía está condenado a cometer un error involuntario. Era lo que St. James buscaba: el bucle característico de una l, el punto de inicio de una a o una o, el nacimiento de la curva de una r, el espaciado similar entre dos letras, una uniformidad en la manera en que la pluma o el lápiz se alzaban al final de una palabra, antes de empezar otra.

Sr. James examinó cada letra por separado con la lupa. Midió el espacio entre las palabras, así como la anchura y altura de las letras. Lo hizo con las dos notas del secuestro y con la lista de Eve Bowen. El resultado fue el mismo: las notas habían sido escritas por la misma mano, pero la mano no pertenecía a Eve Bowen.

St. James se irguió en su taburete y pensó en qué dirección lógica iba a encaminarle aquel análisis de muestras de escritura. Si Eve Bowen le había dicho la verdad (que Dennis Luxford era la única persona enterada de la identidad del padre natural de Charlotte), el siguiente paso razonable sería conseguir una muestra de la caligrafía de Luxford. No obstante, emprender semejante viaje por el laberinto de la quirografía se le antojaba una excesiva pérdida de tiempo. Porque si Dennis Luxford estaba detrás de la desaparición de Charlotte (con su experiencia periodística y sus conocimientos del funcionamiento de la policía), no habría sido tan idiota para escribir a pluma las notas en que anunciaba su secuestro.

Y aquello era lo que St. James encontraba tan extraño. Aquélla era la causa de su inquietud: que alguien hubiera escrito las notas a mano, No las habían escrito a máquina ni las habían compuesto con letras recortadas de periódicos o revistas. La circunstancia sugería dos posibilidades: el secuestrador no esperaba que le cogieran, o no esperaba que le castigaran cuando se arrojara luz sobre la verdad del secuestro.

Fuera como fuese, la persona que había raptado a Charlotte Bowen era alguien que conocía al dedillo los movimientos de la niña, o que había dedicado bastante tiempo a estudiarlos antes del secuestro. En el primer caso, un miembro de la familia tenía que estar implicado, aunque fuera de manera remota. En el segundo, existía la posibilidad de que el secuestrador previamente la hubiera seguido, y una persona que sigue a otra acaba por llamar la atención. La persona más susceptible de fijarse era la propia Charlotte, o su amiga Breta. Con Breta en mente, Sr. James condujo en dirección norte hasta Devonshire Place Mews, después de dejar a su mujer y a Helen Clyde en Marylebone High Street.

Un coro cantaba a capella detrás de la puerta de Eve Bowen. Cuando tocó el timbre, St. James oyó el típico canto masculino que se escucha en monasterios o catedrales. En respuesta a su llamada, los cánticos enmudecieron con brusquedad. Un momento después, la puerta se abrió.

Esperaba encontrarse con Eve Bowen o su marido, pero ante él se erguía una mujer de cara colorada en forma de pera. Llevaba un abultado jersey naranja sobre unos pantalones púrpura, abolsados en las rodillas.

No quiero suscripciones se apresuró a decir la mujer, ni testigos de Jehová, ni lecturas del Libro de los Mormones, gracias,

Su acento era tan pronunciado como si acabara de llegar de la campiña irlandesa.

St. James, basándose en la descripción de la parlamentaria, dedujo que era la señora Maguire, el ama de llaves. Antes de que pudiera cerrar la puerta, se identificó y preguntó por Eve Bowen.

El tono de la señora Maguire adoptó al instante una serena intensidad.

¿Usted es el caballero que investiga lo de Charlotte?

St. James asintió. El ama de llaves se apresuró a apartarse de la puerta y le condujo a la sala de estar, donde un Sanctus sombrío surgía de un magnetófono a bajo volumen. El aparato descansaba al lado de una mesita auxiliar, sobre la cual se había montado un altar improvisado. Dos velas encendidas parpadeaban a cada lado de un crucifijo, flanqueadas a su vez por una estatuilla de la Virgen con sus astilladas manos extendidas, y otra de un santo barbudo con un chal verde sobre un hábito azafrán. Al ver el altar, St. James se volvió hacia la señora Maguire y observó que en la mano derecha sostenía un rosario.

Esta mañana voy a rezar todos los misterios dijo la señora Maguire, y movió la cabeza en dirección al altar. De gozo, de dolor y de gloria, los tres. Estaré de rodillas hasta terminar mi contribución, por pequeña que sea, al regreso de Charlotte. Rezo a san Judas y a la Virgen. Uno de ellos se hará cargo de este asunto.

Al parecer, no se había dado cuenta de que ya no estaba de rodillas. Se acercó al magnetófono y pulsó un botón. El cántico cesó.

– Como no puedo ir a la iglesia, me hice una en casa. El Señor lo comprende.

Besó el crucifijo que colgaba al extremo del rosario y dejó las cuentas con fervor a los pies enfundados en sandalias de san judas. Dedicó un momento a arreglarlas, de forma que no se tocaran, y dejó el crucifijo de cara arriba.

– Ella no está dijo a St. James.

– ¿La señora Bowen no está en casa?

– El señor Alex tampoco.

– ¿Han salido en busca de Charlotte?

La señora Maguire tocó el crucifijo con sus dedos regordetes. Daba la impresión de que estaba buscando la respuesta más favorable entre una docena. Al parecer, abandonó la búsqueda, porque contestó con un lacónico «No».

– Entonces, ¿dónde…?

– Él ha ido a uno de sus restaurantes. Ella ha ido a la Cámara de los Comunes. El señor se habría quedado en casa, pero ella quiere que todo parezca lo más normal posible. Por eso estoy aquí y no arrodillada en la iglesia de San Lucas, donde me gustaría estar, rezando el rosario ante el Sagrado Corazón. Dio la impresión de que esperaba la sorpresa de St. James ante aquella reacción tan fría frente a la desaparición de Charlotte, porque se apresuró a continuar. Las apariencias engañan, joven. La señora Eve me telefoneó a la una y cuarto de la madrugada. Yo no estaba dormida, y ella ni siquiera había intentado dormir, Dios la proteja. Me dijo que usted iba a investigar este terrible asunto, y que mientras lo hiciera, los demás, el señor Alex, ella y yo, tendríamos que mantener la calma y la normalidad. Por el bien de Charlotte. Y aquí estoy, Y ella, Dios la asista, ha ido a trabajar e intentar fingir que su única preocupación en el mundo es lograr la aprobación de otra ley contra el IRA.

El interés de St. James se avivó de inmediato.

– ¿La señora Bowen trabaja en la legislación referida al IRA?

Desde el primer momento. En cuanto entró en el Ministerio del Interior, hace dos años, se metió hasta el cuello en antiterrorismo por aquí, antiposesión de Semtex por allí, y enmiendas para aumentar las penas de prisión para los miembros del IRA. Claro que siempre ha habido una solución más sencilla que darle vueltas al tema en la Cámara de los Comunes.

Allí había algo en que pensar, comprendió St. James: legislación relacionada con el IRA. Una parlamentaria de alto nivel no podía mantener en secreto su postura política ante la problemática, ni tampoco le interesaría. Esto (además de la irlandesa implicada, siquiera de forma periférica, en su vida cotidiana y en la vida de su hija) era algo a tener en cuenta, en el caso de que Breta no pudiera prestarles la ayuda que necesitaban para localizar a Charlotte.

La señora Maguire movió la mano en la dirección que Alex Stone había tomado la noche anterior al abandonar la sala de estar.

– Si quiere hablar, será mejor que me ocupe de mis cosas mientras lo hace. Tal vez si actúo con normalidad me lo acabe por creer.

Cruzaron el comedor y entraron en una cocina de diseño. Un estuche de caoba que contenía cubertería de plata estaba abierto sobre una encimera. A su lado había una jarra con líquido limpia-metales y un montón de trapos ennegrecidos.

– Un jueves normal -dijo la señora Maguire-. No entiendo cómo mantiene la serenidad la señora Eve, pero si ella es capaz de hacerlo, yo también. -Quitó la tapa de la jarra y la dejó sobre la encimera de granito. Sus labios esbozaron una mueca. Recogió una cuña verde de líquido en un trapo-. Es sólo una niña -musitó-. Dios mío, ayúdanos. Es sólo una niña.

St. James se sentó ante el bar que se extendía desde la encimera. Contempló a la señora Maguire mientras aplicaba con vigor el líquido a un cucharón.

– ¿Cuándo vio por última vez a Charlotte? -preguntó.

– Ayer por la mañana. La acompañé a Santa Bernadette, como siempre.

– ¿Todas las mañanas?

– Las mañanas que el señor Alex no la acompaña. No es que la acompañe, en cualquier caso, sino que la persigo. Sólo para comprobar que llega a la escuela y no termina en otro sitio.

– ¿Ha hecho novillos en otras ocasiones?

– De muy pequeña. No le gusta Santa Bernadette. Preferiría un colegio público, pero la señora Eve no está de acuerdo.

– ¿La señora Bowen es católica?

– Ella siempre santifica las fiestas como es debido, pero no es católica. Va todos los domingos a San Marylebone.

– Es curioso que buscara un colegio de monjas para su hija. -Cree que Charlie necesita disciplina, y si una niña necesita disciplina, no hay como un colegio católico.

– ¿Usted qué opina?

La señora Maguire clavó la vista en la cuchara. Aplicó el pulgar a la parte hueca.

– ¿Qué opino?

– ¿Charlotte necesita disciplina?

– Un niño educado con mano firme no necesita disciplina, señor St. James. ¿No fue ése el caso de mis cinco hijos? ¿No fue ése el caso de mis hermanos y hermanas? Dieciocho éramos, dormíamos en tres habitaciones en County Kerry, y nunca hizo falta un azote en el trasero para ponernos en vereda. Pero los tiempos han cambiado, y no soy yo quien va a tirar la primera piedra contra las atenciones maternales dispensadas por una gallarda mujer que cedió a un momento de flaqueza humana. El Señor perdona nuestros pecados, y hace mucho tiempo que perdonó los de ella. Además, algunas cosas son naturales para una mujer. Otras no.

– ¿Qué cosas?

La señora Maguire se concentró en sacar brillo al cucharón. Pasó una uña por el mango.

– La señora Eve hace lo que puede -dijo-. Hace lo que puede y siempre lo ha hecho.

– ¿Desde cuándo trabaja para ella?

– Desde que Charlie tenía seis semanas. No paraba de llorar, como si Dios la hubiera enviado a la tierra para poner a prueba la paciencia de su madre. No se calmó hasta que aprendió a hablar.

– ¿Y su paciencia?

– Criar cinco hijos me enseñó a tener paciencia. Los berrinches de Charlie no eran nada nuevo para mí.

– ¿Qué me dice del padre de Charlie? -St. James introdujo la pregunta con facilidad-. ¿Cómo la trataba?

– ¿El señor Alex?

– Me refiero al padre natural de Charlotte.

– No conozco a ese malvado. ¿Ha dado alguna señal de vida desde que engendró a su hija? No. Ni una vez. Así lo prefiere, dice la señora Eve. Incluso ahora. Piense en ello. Bendito Jesús, qué daño le hizo ese monstruo. -La señora Maguire se llevó un enorme pañuelo a la cara. Se enjugó un ojo y luego el otro-. Lo siento.

Me siento tan impotente… Sentada aquí, como si no hubiera pasado nada. Sé que es mejor así. Sé que hay que hacerlo por el bien de Charlie, pero es enloquecedor. Verdaderamente enloquecedor.

St. James la vio coger un tenedor y disponerse a hacer su trabajo como Eve Bowen le había ordenado, pero daba la impresión de que su corazón estaba en otra parte, y sus labios temblaban mientras aplicaba líquido abrillantador a los cubiertos. La emoción de la mujer parecía auténtica, pero St. James sabía que su experiencia se basaba en el estudio de las pruebas, no en la evaluación de testigos y sospechosos en potencia. Retornó el tema de los paseos matutinos y preguntó a la mujer si recordaba haber visto a alguien en la calle, alguien que hubiera podido vigilar a Charlotte, alguien que diera que sospechar.

La mujer contempló un momento el estuche antes de contestar. No se había fijado en nadie en particular, dijo por fin. Pero caminaban por la calle mayor, y siempre había gente por allí. Repartidores, profesionales camino de su trabajo, tenderos que iniciaban la jornada, corredores y ciclistas, gente que se apresuraba para coger el autobús o el metro. No se había fijado. Ni se le había pasado por la cabeza. Sólo tenía ojos para Charlie y su misión consistía en llevarla a la escuela. Pensaba en el trabajo que la esperaba, en la cena de Charlie y… Que Dios la perdonara por no haber estado alerta, por no estar ojo avizor a las acechanzas del demonio, por no vigilar a Charlie como habría debido, porque le pagaban por vigilar y confiaban en que lo hiciera, como…

La señora Maguire dejó caer el cubierto y el abrillantador. Sacó un pañuelo de la manga y se sonó ruidosamente.

Señor, no permitas que ni un pelo de su cabeza sufra daño. Intentaremos comprender tu intención en este asunto. Llegaremos a comprender el significado de tu intención.

St. James se preguntó qué significado podía tener la desaparición de una niña, aparte del simple terror de su desaparición. Consideraba que la religión no explicaba los misterios, las crueldades o las inconsistencias de la vida.

– Antes de su desaparición dijo, parece que Charlotte estaba en compañía de una amiga. ¿Qué puede decirme sobre una niña llamada Breta?

Poca cosa y poco bueno. Es una bribona, fruto de una familia rota. Por lo que Charlie decía, me dio la impresión de que su madre está más interesada en ir a bailar a discotecas que en controlar las idas y venidas de Breta. Esa niña no ha hecho ningún bien a Charlie.

¿Bribona en qué sentido?

Siempre tramando travesuras. Siempre quiere que Charlie sea su cómplice.

Breta era un diablillo. Robaba dulces a los vendedores de Baker Street, se colaba en el museo de Madame Tussaud, escribía sus iniciales con rotulador en el metro.

¿Es compañera de clase de Charlotte?

Lo era. La señora Eve y el señor Alex organizaban hasta tal punto los días y las noches de Charlie, que su única oportunidad de hacer amigas era en Santa Bernadette.

¿Cuándo tendría tiempo la cría de estar con ella, si no?-preguntó la señora Maguire. Siguió contestando a las preguntas de St. James. No sabía el apellido de la niña y no la conocía, pero apostaba a que los padres eran extranjeros. Y sin trabajo-añadió. Bailando toda la noche, durmiendo todo el día, y aprovechándose de la ayuda del gobierno con descaro.

St. James pensó en la inquietante extrañeza de aquel nuevo dato sobre la joven vida de Charlotee Bowen. En su caso concreto, su familia sabía los nombres, direcciones, teléfonos, y quizá el grupo sanguíneo, de todos sus amigos de la infancia y sus padres. Cuando había protestado por aquel escrutinio, su madre le había dicho que tales inspecciones y conformidades formaban parte de su trabajo como guardianes. ¿Cómo hacían ese trabajo Eve Bowen y Alexander Stone en la vida de Charlotte? se preguntó.

Dio la impresión de que la señora Maguire leía su mente.

– Hay que mantener ocupada a Charlie, señor St. james – dijo-. La señora Eve se encarga de eso. La niña va a clases de baile los lunes después de la escuela, al psicólogo los martes, a clase de música los miércoles, a actividades deportivas los jueves. El viernes va directamente por la tarde a la oficina electoral de la señora Eve. No hay tiempo para amistades como no sea en la escuela, y eso bajo la supervisión de las hermanas, de manera que no hay peligro. Al menos en teoría.

– Entonces, ¿cuándo juega Charlotte con esa niña?

– Cuando puede robar un momento. En la escuela. Antes de sus obligaciones. Los niños siempre encuentran tiempo para sus amigos.

– ¿Los fines de semana?

Charlie pasaba los fines de semana con sus padres, explicó la señora Maguire. 0 con ambos, o con el señor Alex en alguno de sus restaurantes, o con la señora Eve en la oficina de Parliament Square.

– Los fines de semana son para la familia -sentenció, y su tono sugirió la rigidez de la norma. Prosiguió, corno si adivinara los pensamientos de St. James-. Están ocupados. Tendrían que conocer a las amigas de Charlie y saber lo que hace cuando no está con ellos. No siempre lo hacen, y así son las cosas. Dios les perdone, porque no veo cómo podrán perdonarse a sí mismos.

La Escuela Convento de Santa Bernadette se alzaba en Blandford Street, a escasa distancia del extremo oeste de la calle mayor y tal vez a medio kilómetro de Devonshire Place Mews. La escuela, cuatro pisos de ladrillo con cruces que hacían las veces de remates en sus gabletes, y una estatua de la santa homónima en un nicho situado sobre el amplio porche delantero, estaba dirigida por las Hermanas de los Santos Mártires. Las Hermanas eran un grupo de mujeres cuya edad media rondaba los setenta años. Llevaban gruesos hábitos negros, cuentas de rosario de madera alrededor de la cintura, pecheras blancas y tocas que recordaban a cisnes decapitados. Mantenían la escuela tan limpia como cálices pulimentados. Las ventanas centelleaban, las paredes inmaculadas parecían el interior de una buena alma cristiana, los suelos de linóleo gris brillaban, y el aire olía a líquido de pulir y desinfectante. Si la atmósfera de limpieza indicaba algo, el diablo no podía abrigar esperanzas de abrirse camino entre los habitantes de aquella escuela.

Después de una breve conversación con la directora de la escuela, una monja llamada hermana María de la Pasión, que escuchó con las manos enlazadas piadosamente bajo la pechera y sus penetrantes ojos negros clavados en la cara de St. James le condujeron escaleras arriba hasta el segundo piso, donde siguió a la hermana María de la Pasión por un silencioso corredor, tras cuyas puertas cerradas se fomentaba la causa de la más seria erudición. La hermana María de la Pasión llamó una vez a la penúltima puerta antes de entrar. La clase, unas veinticinco jovencitas sentadas en filas ordenadas, se puso en pie con un crujido de sillas. Las niñas sostenían plumas y reglas y corearon «¡Buenos días, hermana!», y la monja asintió bruscamente con la cabeza. Las chicas se sentaron en silencio y continuaron con sus ocupaciones, que parecían consistir en efectuar meticulosos diagramas de frases. Sus dedos y pulgares estaban manchados de tinta, a causa de las plumas y las reglas que utilizaban para subrayar las líneas gramaticales correctas.

La hermana María de la Pasión sostuvo una breve conversación en voz baja con una monja que salió a recibirla, con la cojera de alguien que había recibido en fecha reciente una prótesis de cadera. Tenía la cara de un melocotón seco y llevaba gafas gruesas sin montura. Después de un tenso intercambio de palabras, la segunda monja asintió y se dirigió a St. James. Se reunió con él en el pasillo y cerró la puerta a su espalda, mientras la hermana María de la Pasión la sustituía.

– Soy la hermana Agnetis -dijo-. La hermana María de la Pasión me ha explicado que está aquí a causa de Charlotte Bowen.

– Ha desaparecido.

La monja se humedeció los labios. Sus dedos buscaron las cuentas de su cintura, que colgaban hasta las rodillas.

– No me sorprende -dijo.

– ¿Por qué, hermana?

– Busca llamar la atención. En el aula, en el refectorio, en el recreo, en las oraciones. Será otro de sus trucos para convertirse en el centro de las preocupaciones de todo el mundo. No es la primera vez.

– ¿Está diciendo que Charlotte se ha fugado otras veces? -Ha procurado destacarse en otras ocasiones. La semana pasada trajo los cosméticos de su madre a la escuela y se pintó en el lavabo durante la hora de comer. Parecía un payaso cuando entró en clase, pero ésa era su intención. Todo el mundo que va al circo quiere ver a los payasos. ¿No es cierto? -La hermana Agnetis hizo una pausa para investigar en los cavernosos abismos de su bolsillo. Extrajo un arrugado pañuelo de papel y se enjugó las comisuras de la boca para secar la saliva que había salido proyectada mientras hablaba-. No puede estarse quieta ni veinte minutos en su pupitre. Hojea los libros, introduce los dedos en la jaula del hámster, agita las huchas…

– ¿Las huchas?

– Dinero para las misiones -explicó la hermana Agnetis, y reanudó el hilo de sus pensamientos-. Quería ser la presidenta de la clase, y cuando las niñas votaron a otra, se puso histérica y tuvieron que expulsarla por el resto de la tarde. No comprende la necesidad de la limpieza en su persona y en su trabajo, no sigue las normas que le disgustan, y en lo tocante a estudios religiosos anuncia que, como no es católica, no tiene por qué asistir. Este es el resultado, me atrevería a decir, de aceptar a alumnas no católicas. No lo decidí yo, por supuesto. Estamos aquí para servir a la comunidad. -Devolvió el pañuelo al bolsillo y, al igual que la hermana María de la Pasión, enlazó las manos bajo la pechera. Como St. James dedicó unos momentos a asimilar su información y analizar lo que añadía a cuanto ya sabía acerca de Charlotte, la monja prosiguió-. Seguramente estará pensando que juzgo con mucha dureza a la chiquilla, pero estoy segura de que su madre confirmará la naturaleza díscola de la niña. Ha venido más de una vez para dar conferencias.

– ¿La señora Bowen?

– Hablé con ella el miércoles pasado sobre el tema de los cosméticos, y puedo decirle que castigó a la niña con severidad, tal como debía, por llevarse pertenencias de su madre sin permiso.

– ¿De qué manera la castigó?

Las manos de la hermana Agnetis surgieron de debajo de la pechera con un ademán indicativo de que estaban vacías de información.

– Fuera cual fuera el castigo, bastó para que la niña se sosegara por el resto de la semana. El lunes volvió a la normalidad, por supuesto.

– ¿Difícil?

– Como ya he dicho, volvió a la normalidad.

– Tal vez sus compañeras de clase alientan los períodos difíciles de Charlotte -sugirió St. James.

La hermana Agnetis recibió sus palabras como una afrenta personal.

– Me distingo por imponer disciplina, señor -dijo.

St. James procuró tranquilizarla.

– Me refería en concreto a una amiga de la escuela. Existen bastantes posibilidades de que sepa dónde está Charlotte, o que haya visto algo cuando volvía a casa que nos dé una idea de su paradero. He venido a hablar con esa niña. Se llama Breta.

– ¿Breta? -La hermana Agnetis frunció sus escasas cejas. Se acercó a la pequeña ventana de la puerta del aula v miró al interior, como si buscara a la niña-. No hay ninguna Breta en mi clase.

– Yo diría que es un apodo -sugirió St. James.

Vuelta a la ventana. Dedicó a la clase otro escrutinio. -Sanpaolo, tal vez. Brittany Sanpaolo.

– ¿Puedo hablar con ella?

La hermana Agnetis fue a buscar a la niña, una chiquilla hosca de diez años, cuyo uniforme se tensaba con dificultades sobre un cuerpo rechoncho. Llevaba el cabello demasiado corto para su cara de luna, y cuando habló su aparato de ortodoncia brilló.

Dejó muy claros sus sentimientos.

– ¿Lottie Bowen? -dijo con tono incrédulo-. No es amiga mía. De ninguna manera. Me da ganas de vomitar. -Dirigió una fugaz mirada a la hermana Agnetis-. Lo siento, hermana.

– Bien -dijo la monja-. Ahora responde a las preguntas de este señor.

Poco pudo decir Brittanv a St. James. Y lo dijo como si estuviera esperando desde el primer trimestre la oportunidad de despacharse a gusto sobre Charlotte. Lottie Bowen se burlaba de las demás estudiantes, contó Brittany. Se burlaba de su pelo, de sus caras, de las contestaciones que daban en clase, de su peso, de sus voces. Sobre todo, creyó percibir St. James, se burlaba de Brittany Sanpaolo. Dio gracias mentalmente con sarcasmo a la hermana Agnetis por haberle soltado a aquella niña tan desagradable, y ya estaba a punto de interrumpir la letanía de los pecados de Charlotte Bowen («Lottie siempre se pavonea de su madre, de las vacaciones que hace con sus padres y de los regalos que le hacen»), cuando comenzó lo que debía ser la traca final de sus comentarios con el hecho de que Lottie no caía bien a nadie; nadie quería comer con ella, ni la quería como compañera ni como amiga… excepto la tonta de Brigitta Walters, y todo el mundo sabía por qué se pegaba a Lottie.

– ¿Brigitta? -preguntó St. James.

Un progreso, al menos. Brigitta se parecía a Breta en el modo en que un niño pronunciaría defectuosamente el nombre de un hermano mayor.

Brigitta estaba en la clase de la hermana Vicente de Paúl, les informó Brittany. Charlotte y ella cantaban en el coro de la escuela.

Bastaron cinco minutos para descubrir, por boca de la hermana Vicente de Paúl (ochenta años y algo sorda), que Brigitta Walters no había ido a la escuela aquel día. Ninguna llamada de sus padres para informar sobre su enfermedad, pero ¿no era la regla habitual de los padres en nuestros días? Demasiado ocupados para telefonear, para implicarse en la vida de sus hijos, y para ser corteses, demasiado ocupados para…

St. James se apresuró a dar las gracias a la hermana Vicente de Paúl. Huyó a toda prisa, con la dirección y el número de teléfono de Brigitta Walters en el bolsillo.

Al parecer había adelantado algo.

6

– ¿Qué tenemos para mañana?

Dennis Luxford señaló con el dedo a Sarah Happleshort, su directora de noticias. La mujer empujó el chicle con la lengua hacia un lado de la boca y levantó sus notas.

Alrededor de la mesa, el resto de los directores aguardaban el final de su conferencia diaria. La reunión servía para decidir el contenido del Source del día siguiente, cómo se hilarían los artículos y para saber la decisión de Luxford sobre la primera plana. Deportes había luchado por conceder más espacio a la selección de críquet inglesa, una sugerencia acogida con sorna, pese al reciente fallecimiento del mejor bateador inglés. En comparación con la rumba del chapero, la muerte por asfixia de un eminente jugador de críquet era pecata minuta, independientemente de quién hubiera sido detenido y acusado del asesinato. Además, la noticia era agua pasada y no procuraba la diversión de los intentos de los tories por paliar los perjuicios ocasionados por Sinclair Larnsey, el chapero con quien le habían pillado y el Citroén de ventanas cubiertas de vapor («El muy mamón ni siquiera compra productos ingleses»), dijo Sarah Happleshort con inquina), donde en teoría la pareja estaba «discutiendo los peligros de la tentación» cuando fue interrumpida por la policía.

Sarah utilizó un lápiz para señalar los temas de su lista.

– Larnsey se ha reunido con el comité de su distrito electoral. Aún no hay nada concreto, pero una fuente de confianza nos ha informado que ha solicitado retirarse. Parece que East Norfolk está dispuesto a soportar las rechiflas ocasionales. Todo es perdonable a la luz de la caridad cristiana, pero al parecer han puesto como límite la debilidad humana que incluye hombres casados, chicos adolescentes, automóviles cerrados, e intercambio de fluidos corporales y dinero. Por lo visto, la cuestión crucial que se debate en el comité es si están dispuestos a forzar una elección complementaria mientras la popularidad del diputado esté a la baja. Si no, dará la impresión de que no les importa el compromiso con los valores ingleses básicos. Si tiran adelante, perderán el escaño a manos de los laboristas, y lo saben.

– Política, como de costumbre rezongó el director de Deportes.

– La historia ya está cansando -añadió Rodney Aronson.

Luxford no les hizo caso. El director de Deportes imprimiría su artículo sobre críquet, pese al cambio actual de acontecimientos, y Rodney tenía sus propias obsesiones, que no tenían nada que ver con el polvo acumulado sobre una noticia. Había estado observando a Luxford toda la tarde, como un científico que estudiara una ameba en proceso de división, y Luxford estaba seguro de que el escrutinio tenía poco que ver con el contenido de la siguiente edición del Source, y sí mucho con las especulaciones acerca de los motivos de Luxford para no haber comido en todo el día, para haberse sobresaltado más de una vez cuando sonaba el teléfono, para haberse apoderado de la primera entrega de correo del día y examinado las cartas con demasiada concentración.

– El chapero ha hecho su reverencia al público -continuó Sarah Happleshort-, por mediación de su padre. La declaración: «Daffey lamenta profundamente los problemas del señor Larnsey. Daffey opina que es un tipo bastante agradable.»

– ¿Daffy? -preguntó con incredulidad el responsable de Fotografías-. ¿Larnsey se ha tirado a un chapero llamado Daffy?

– Tal vez grazna cuando se corre -dijo el director de Negocios. Carcajadas generalizadas. Sarah continuó.

– No obstante, tenemos una cita del muchacho que tal vez nos interese utilizar como introducción. -Se volvió hacia Deportes, que estaba tomando aliento para defender una vez más a su jugador de críquet asfixiado-. Vamos, Will, sé realista. Nos tiramos seis días con la muerte de Flelning en primera página. La historia ya huele. Pero esto… Imagínatela con una foto. Daffy habla a la prensa. Se le pregunta acerca de su estilo de vida. ¿Qué se siente al hacerlo en coches con hombres de edad madura? El dice: «Es una manera de ganarse la vida, ¿no?» Ese es nuestro titular. Con un comentario apropiado en la página seis sobre lo que los tories, mediante la mala administración del gobierno y la economía, han hecho a los jóvenes. Rodney puede escribirlo.

– Encantado en cualquier otra circunstancia -dijo Rodnev, magnánimo-, pero en este caso debería ser obra de Dennis. Su pluma es mucho más venenosa que la mía, y los tories se merecen una zurra del maestro, ¿Qué dices, Den? ¿Te sientes con ánimos? -Compuso una expresión de preocupación cuando añadió-: Hoy pareces un poco alicaído. ¿Algún problema?

Luxford obsequió a Rodney con un escrutinio de cinco segundos. Lo que Rodney quería decir era «¿Perdiendo los estribos, Den? ¿Te estás acojonando?», pero carecía del valor para ser tan franco. Luxford se preguntó si tendría bastante mierda acumulada para despedir a aquel gusano, tal como se merecía. Lo dudaba. Rodney era demasiado listo.

– Larnsey ocupa la primera página -dijo Luxford-. Publicad la foto del chapero. Enviadme una copia de los titulares con la foto antes de imprimir. El críquet que vuelva a los deportes.

Repasó el resto de los artículos sin consultar sus notas. Negocios, política, noticias del mundo, crónica negra. Habría podido mirar su libreta sin perder el respeto de los redactores, pero quería que Rodney viera y recordara quién sujetaba las riendas del Source.

Terminó la reunión con el habitual arrastrar de pies, mientras Deportes gruñía algo acerca de la «decencia humana básica» y Fotos gritaba hacia la sala de redacción «¿Dónde está Dixon? Necesito una foto de Daffy», entre rechiflas y graznidos. Sarah Happleshort recogió sus papeles, mientras bromeaba con Política y Crónica Negra. Los tres se encaminaron hacia la puerta, donde se apartaron para dejar pasar a la secretaria de Luxford.

– Una llamada telefónica, señor Luxford -dijo la señorita Wallace-. Le dije antes que usted estaba en una reunión e intenté que me diera su número, pero no me lo dio. Ha telefoneado dos veces. Le tengo en la línea.

– ¿Quién es? -preguntó Luxford.

– No me lo ha dicho. Sólo que quiere hablar con usted sobre… el chaval. -Eliminó la expresión turbada de su cara mediante el expediente de agitar la mano delante de ella, como si el aire estuviera plagado de mosquitos-. Es la expresión que utilizó, señor Luxford. Supongo que se refiere al joven que… la otra noche en la estación de tren…

Enrojeció. No por primera vez, Dennis Luxford se preguntó cómo había sobrevivido la señorita Wallace en el Source durante tanto tiempo. La había heredado de su antecesor, quien se había reído mucho a expensas de su delicada sensibilidad.

– Le dije que Mitch Corsico era el reportero que estaba trabajando en el reportaje pero, según él, está seguro de que usted no quiere que hable con Corsico.

– ¿Quieres que me ocupe yo, Den? -preguntó Rodney-. No nos interesa que cualquier don nadie llame y quiera charlar con el director.

Pero Luxford sintió que su estómago se tensaba cuando pensó en la posibilidad que encerraban las palabras «quiere hablar sobre el chaval».

– Ya contesto yo -dijo-. Páseme la llamada.

La señorita Wallace volvió a su mesa para hacerlo.

– Den, estás sentando un precedente -dijo Rodney-. Leer sus cartas es una cosa, pero recibir sus llamadas…

El teléfono sonó.

– Agradezco el consejo, Rod -dijo Luxford mientras se acercaba a su mesa para contestar.

Existía una posibilidad de que la señorita Wallace no se hubiera equivocado en su presunción, de que el hombre tuviera información sobre el chapero, de que la llamada no fuera otra cosa que una intrusión en una jornada agotadora. Descolgó el auricular.

– Luxford -dijo.

– ¿Dónde estaba el artículo, Luxford? -preguntó un hombre-. Voy a matarla si no publicas esa historia.

Gracias a anular una reunión y aplazar otra, Eve Bowen logró llegar a Harrod's a las cinco. Había dejado que su ayudante político hiciera juegos malabares con su agenda. Hizo llamadas telefónicas a diestro y siniestro, dando disculpas y excusas creíbles, y dirigió miradas inquisitivas en su dirección cuando Eve ordenó que trajeran su coche al instante. Podría haber ido a pie desde Parliament Square hasta el Ministerio del Interior, y Joel Woodward lo sabía. Por lo tanto, también sabía que el brusco «Ha surgido algo. Anula la reunión de las cuatro v media» no tenía nada que ver con asuntos relacionados con el gobierno.

Joel se haría preguntas, por supuesto. Su ayudante político manifestaba una curiosidad inquietante por su vida privada, pero no haría preguntas a las que ella debiera responder con complicadas mentiras. Tampoco compartiría con otras personas las sospechas que abrigaba sobre la llamada telefónica que Eve había recibido. Cuando volviera se limitaría a preguntar «¿Ha ido bien la reunión?», y trataría de leer en su respuesta el grado de veracidad. Cabía la posibilidad de que hiciera unas cuantas llamadas para verificar sus movimientos, en busca de inconsistencias entre uno y otro, pero se guardaría las conclusiones. Era la encarnación de «Por la Reina y por la Patria», por no mencionar «Por el Patrón», y le gustaba demasiado la dudosa importancia de su trabajo para ponerlo en peligro si la disgustaba. Para Joel Woodward era mejor no saberlo todo (en una situación en que el silencio y un significativo gesto de cabeza dirigido a mortales inferiores telegrafiaban su intimidad con los asuntos de la subsecretaria del Ministerio del Interior) que verse relegado a un puesto en que no sabría nada de nada, con lo cual debería confiar sólo en su intelecto y habilidad para establecerse en la jerarquía administrativa.

En cuanto a su chófer, su trabajo era conducir, y estaba muy acostumbrado a llevarla en un solo día a lugares tan dispares como Bethnal Green, Mayfair y la prisión de Holloway. Apenas concedería importancia a la orden de llevarla a Harrod's.

La dejó en la entrada de Hans Crescent. A su «Veinte minutos, Fred», el hombre respondió con un gruñido simiesco. Entró por las puertas de bronce, donde guardias de seguridad vigilaban la aparición de terroristas decididos a perturbar el flujo de los negocios, y se encaminó a las escaleras mecánicas. Pese a la hora avanzada de la tarde, las escaleras estaban repletas de compradores, y se encontró embutida entre tres mujeres cubiertas por purdah de la cabeza a los pies, y una horda de alemanes cargados con bolsas de compra.

En la cuarta planta, se abrió paso entre chándales, trajes de baño, chicas con sombrero de paja y rastafaris hasta el departamento de diseñadores exclusivos, donde, tras un despliegue de tejanos negros, tops negros, chaquetas bolero negras, chalecos negros y boinas negras, la cafetería Way Inn atendía a la clientela del departamento.

Vio que Dennis Luxford ya había llegado y se había procurado una mesa de superficie gris, situada en una esquina oculta en parte por una gruesa columna amarilla. Estaba bebiendo de vaso largo y espumoso, y fingía leer el menú.

Eve no le veía desde la tarde en que había averiguado que estaba embarazada. Sus pasos habrían podido cruzarse en los años transcurridos, sobre todo desde que ella se adentró en la vida pública, pero se había ocupado de que no sucediera. Parecía que él se había sentido igualmente feliz de mantener las distancias, y como su cargo de director, primero en el Globe, y después en el Source, no imponía que se codeara con políticos si no le apetecía, nunca había vuelto a presentarse en un congreso por y o en otro acontecimiento donde hubieran podido coincidir.

Comprobó que había cambiado muy poco. El mismo pelo abundante color arena, las mismas ropas elegantes, la misma figura esbelta, las mismas patillas demasiado largas. Incluso (se levantó cuando ella llegó a la mesa) la misma cicatriz que cruzaba parte de su barbilla, recuerdo de una pelea en el dormitorio del Colegio Masculino Baverstock, durante el primer mes de su estancia. Habían comparado sus respectivas cicatrices faciales entre los estallidos sexuales que tenían lugar en su habitación del hotel de Blackpool, más de diez años antes. Ella había querido saber por qué no se dejaba barba para disimularla. El había querido saber por qué se había dejado crecer en exceso el flequillo para ocultar la suya, que partía su ceja derecha.

– Dennis -dijo a modo de saludo, sin hacer caso de la mano que él extendía.

Movió el vaso de Dermis hacia el lado opuesto de la mesa, pera que fuera él, y no ella, quien estuviera de cara al interior de los grandes almacenes. Depositó su maletín en el suelo y se sentó en el lugar que Luxford había ocupado.

– Te concedo diez minutos. -Apartó el menú a un lado-. Un café solo -dijo al camarero cuando apareció. Se volvió hacia Dennis-. Si has apostado a un fotógrafo para captar este tierno momento entre nosotros para la edición de mañana, dudo que pueda sacar algo más que mi nuca, y como no tengo la intención de salir de aquí en tu compañía, no existirá otra oportunidad de que tus lectores sepan que hay una relación entre ambos.

Observó que sus palabras parecían desconcertar a Dermis, un ejemplo más de su extraordinario talento para el disimulo.

– Por el amor de Dios, Evelyn -dijo-, no te he telefoneado para eso.

– Haz el favor de no insultar mi inteligencia. Los dos sabemos tu filiación política. Te encantaría derribar al gobierno, pero ¿no crees que estás corriendo un peligro susceptible de destruir tu carrera, si llegara a saberse tu relación con Charlotte?

– Dije desde el primer momento que admitiría públicamente ser su padre si es necesario para…

– No estoy hablando de esa relación, Dennis. La historia pasada no es tan interesante como los acontecimientos de la actualidad. Tú lo sabes mejor que nadie. No, estoy hablando de una relación más reciente que engendrar a mi hija.

Concedió un énfasis especial a la palabra «engendrar» y se reclinó en su silla cuando le trajeron el cafe. El camarero preguntó a Dennis si quería otra Perrier, y Dennis asintió. Luego estudió a Eve. Su expresión era de perplejidad, pero no hizo comentarios hasta que estuvieron solos de nuevo con sus bebidas, unos dos minutos más tarde.

– No existe una relación más reciente entre Charlotte y yo -dijo.

Eve revolvió el café con aire pensativo y le observó a su vez. Tuvo la impresión de que había aparecido una línea de sudor en el nacimiento de su pelo. Se preguntó por la causa: ¿el esfuerzo de disimular, o la tensión de interpretar la escena con éxito, antes de imprimir la edición de mañana de su repulsivo periódico?

– Temo que sí hay una relación más reciente -replicó-. Me gustaría informarte de que tu plan no resultará como imaginabas. Puedes retener a Charlotte como rehén tanto tiempo como quieras con la intención de manipularme, Dennis, pero el desenlace de esta situación no va a cambiar: tendrás que devolverla, y yo me encargaré de que te acusen de secuestro. Lo cual, diría yo, no servirá de mucho para mejorar tu carrera o tu reputación, aunque reconozco que aumentará las ventas del periódico que ya no dirigirás.

Dennis tenía los ojos clavados en los suyos, de modo que Eve vio la rápida dilatación de sus pupilas. No cabía duda de que intentaba descubrir hasta qué punto se estaba echando un farol.

– ¿Estás loca? -dijo-. Yo no tengo a Charlotte. No la retengo ni la he secuestrado. Ni siquiera sé…

Risas procedentes de la mesa vecina le interrumpieron. Tres mujeres cargadas con bolsas se habían sentado. Discutían a voz en cuello los méritos de las tartas de fruta sobre el pastel de limón, como reconstituyente ideal para el agotamiento subsiguiente a una tarde en Harrod's.

Dennis se inclinó y habló con voz tensa.

– Evelyn, maldita sea, será mejor que me escuches. Esto es real. Real. Yo no tengo a Charlotte. No tengo ni idea de dónde está, pero alguien sí, y me llamó por teléfono hace una hora y media.

– Eso dices tú.

– Y así fue. Por el amor de Dios, ¿para qué iba a inventar esta historia? -Cogió la servilleta y la estrujó. Habló en voz más baja-. Limítate a escucharme, ¿de acuerdo?

Echó un vistazo a la mesa de al lado, donde las compradoras se habían decantado por el pastel de limón. Se volvió hacia Eve. Ocultó sus palabras y su cara al restaurante y sus ocupantes, y dio la impresión momentánea (muy bien hecho, pensó Eve) de que consideraba tan importante como ella que nadie se enterara de su encuentro. Relató su supuesta conversación con el secuestrador.

– Dijo que quería ver la historia publicada en el periódico de mañana. Dijo: «Quiero la verdad sobre su primogénita en el diario, Luxford. La quiero en primera página. Quiero que sea usted quien cuente toda la historia, sin dejar nada. Sobre todo el nombre de la madre. Quiero leer su nombre y toda la jodida historia.» Yo le contesté que era imposible. Le dije que tendría que hablar contigo antes, que yo no era la única persona implicada, que había que pensar también en los sentimientos de la madre.

– Muy bondadoso de tu parte. Siempre tuviste muy en cuenta los sentimientos de los demás.

Eve se sirvió más café y añadió azúcar.

– No mordió el anzuelo -dijo Luxford, sin hacer caso de su pulla-. Preguntó cuándo me había preocupado por los sentimientos de la madre.

– Muy comprensivo de su parte.

– Escucha, maldita sea. Dijo: «¿Cuándo te preocupaste por mamá, Luxford? ¿Cuando hiciste lo que hiciste? ¿Cuando dijiste "Hablemos"? Hablar. Menuda broma, cerdo.» Y eso me hizo pensar… Evelyn, ha de ser alguien que estuvo en el congreso de Blackpool. Tú y yo hablamos allí. Así empezó.

– Sé muy bien cómo empezó -replicó ella con frialdad.

– Pensamos que éramos discretos, pero debimos equivocarnos en algo. Y alguien ha estado esperando el momento propicio desde entonces.

– ¿Para?

– Para acabar contigo. Escucha. -Dennis movió la silla hacia ella. Eve consiguió reprimir el impulso de apartar la suya-. A pesar de lo que pienses sobre mis intenciones, el secuestro de Charlotte no tiene como objetivo derribar al gobierno.

– ¿Cómo puedes decir eso, cuando a tu periódico se le hace la boca agua con lo de Sinclair Larnsey?

– Porque esta situación no se parece ni remotamente a la de Profumo. Sí, el caso Larnsey hace que el gobierno parezca idiota con su compromiso con los valores británicos básicos, pero existen pocas posibilidades de que el gobierno caiga. Ni por Larnsey ni por ti. Estamos hablando de pecadillos sexuales. No se trata de un diputado que ha mentido al Parlamento. No hay espías rusos implicados. No es un complot. Es algo personal. Algo personal contigo y con tu carrera. Tienes que entenderlo.

Extendió la mano sobre la mesa impulsivamente. Cerró los dedos alrededor del brazo de Eve. Ella sintió el calor de sus dedos, que ascendió al instante por sus venas hasta quemar su garganta.

– Quítame la mano de encima, por favor -dijo sin mirarle. Como Luxford no movió la mano, le miró-. Dennis, he dicho…

– Te he oído. -Luxford no se ¿Por qué me odias tanto?

– No seas ridículo. Para odiarte tendría que pararme a pensar en ti. Cosa que no hago.

– Mientes.

– Quítame la mano del brazo antes de que te arroje el café a la cara.

– Me ofrecí a casarme contigo, Evelyn. Tú te negaste.

– No me cuentes mi historia. Me la sé de memoria.

– En ese caso, no puede ser porque no nos casáramos. Debe ser porque sabías que yo no te quería. ¿Ofendió tus principios puritanos? ¿Aún dura? ¿Saber que fuiste mi debilidad sexual? ¿Haberte acostado con un hombre que, en el fondo, sólo quería follarte? ¿O el acto en sí no fue una ofensa tan grande como el placer que lo acompañó? Tu placer, por cierto. El mío está implícito en la existencia de Charlotte.

Eve sintió ganas de abofetearle. De no haber estado en un lugar público, lo habría hecho. Su palma ansiaba entrar en contacto con la cara de Luxford.

– Eres despreciable -dijo.

Luxford apartó la mano.

– ¿Por qué? ¿Por tocarte entonces? ¿O por tocarte ahora?

– Tú no me tocas. Nunca pudiste.

– Te engañas, Eve.

– ¿Cómo te atreves…?

– ¿A qué? ¿A decir la verdad? Hicimos lo que hicimos, y los dos disfrutamos. No reescribas la historia porque prefieres no afrontarla. Tampoco me culpes por haberte proporcionado el único buen rato que habrás tenido en tu vida.

Eve empujó la taza de café hacia el centro de la mesa. Luxford se anticipó a sus intenciones y se puso de pie. Dejó caer un billete de diez libras junto a su vaso de agua.

– Este tipo quiere la historia en el periódico de mañana -dijo-. Quiere toda la historia, de pe a pa, en primera plana. Yo estoy dispuesto a escribirla. Puedo retener las rotativas hasta las nueve de la noche. Si decides tomarte esto en serio, ya sabes dónde encontrarme.

– El tamaño de tu ego siempre fue el menos atrayente de tus atributos personales, Dennis.

– Y el tuyo fue la desesperada necesidad de decir siempre la última palabra, pero no puedes dominar esta situación. Será mejor que lo comprendas antes de que sea demasiado tarde. Al fin y al cabo, hay otra vida en juego además de la tuya.

Dio media vuelta y se marchó.

Eve sintió tensos los músculos de su cuello y hombros y los masajeó. Dennis Luxford encarnaba todo cuanto despreciaba en los hombres, y aquel encuentro sólo había servido para reforzar aquella certeza. Pero ella no se había abierto camino hasta su actual posición a base de someterse a los intentos de dominación masculinos. No estaba dispuesta a capitular. Podía intentar manipularla con notas de secuestro apócrifas, con llamadas telefónicas ficticias, con exhibiciones ampulosas de preocupación paternal aún más ampulosa. Podía intentar pulsar las cuerdas del instinto maternal, que debía considerar intrínseco a la naturaleza femenina. Podía fingir indignación, sinceridad o perspicacia política. Pero nada de ello podía obviar el hecho de que el Source, después de seis meses bajo la batuta de Dennis Luxford, había hecho todo lo posible por humillar al gobierno y defender la causa de la oposición. Lo sabía tan bien como había logrado implicar a su hija, que Eve Bowen se levantaría en público, confesaría sus pecados pasados, destruiría su carrera y permitiría que otra persona fuera conducida a la hoguera en que la prensa intentaba quemar al gobierno… Nada podía ser más ridículo.

En el fondo, el asunto giraba en torno a su periódico. Giraba en torno a las guerras de tirada, posicionamiento político, ingresos por publicidad y reputación editorial. Ella no era más que un peón en las maniobras por aumentar o conservar el poder que Dennis Luxford estaba orquestando. Su único error había sido dar por sentado que Eve Bowen se dejaría colocar en la posición del tablero que a él le apeteciera.

Era un cerdo. Siempre había sido un cerdo.

Eve se levantó y recogió su maletín. Se dirigió hacia la salida de la cafetería. Hacía mucho rato que Dennis se había marchado, de modo que no temía que alguien relacionara su presencia en Harrod's con la del periodista. Una pena para él, pensó. Nada iba a funcionar como había planeado.

Rodney Aronson no daba crédito a sus ojos. Se había agazapado detrás de los colgadores de ropa y los expositores de sombreros negros desde que Luxford había entrado en la cafetería. No había visto llegar a la mujer, apartado durante medio minuto de su puesto de observación por un sudoroso empleado que empujaba un colgador de chaquetas cruzadas negras con grandes botones plateados. Mientras intentaba verla mejor, una vez Mr. Sudores consiguió disponer dos colgadores de pantalones a su gusto, sólo había logrado divisar una espalda esbelta embutida en una chaqueta a medida y una suave cascada de color hoja de haya otoñal. Había intentado ver más, pero sin éxito. No podía correr el riesgo de atraer la atención de Luxford.

Una cosa había sido observar que el cuerpo de Luxford se tensaba cuando sonó el teléfono, ver que su silla giraba en redondo para ocultar el rostro, ser despedido con un sumario «Ocúpate del editorial sobre el chapero, Rodney», jugar al gato y ver al ratón Luxford salir y parar un taxi en Ludgate Circus, seguirle en otro taxi como un detective de un film noir de serie B. Todo habían sido actividades excusables, siguiendo la consigna de «no olvidar jamás los intereses del lector». Pero esto… esto era peligroso. La intensidad de la conversación entre el director del Source y Pelo Hoja de Haya sugería algo más que una entrevista profesional, algo que podía traducirse al presidente del Source como una traición a los intereses del periódico. Eso era lo que Rodney andaba buscando, por supuesto. Una oportunidad de desbancar a Luxford y asumir el puesto que le correspondía por derecho, al frente de la reunión informativa cada día. El encuentro que estaba presenciando (lástima de la distancia que debía mantener) tenía todas las características de una cita amorosa: las cabezas inclinadas una hacia la otra, los hombros encorvados para resguardar conversaciones en susurros, el movimiento de la silla de Luxford hacia la de ella, aquel tierno y breve momento de contacto físico (la mano sobre el brazo en lugar de la mano debajo de la falda), y el detalle más inconfundible: llegar por separado y marcharse de la misma manera. No cabía duda. El viejo Den estaba poniendo cuernos a su mujer.

«Debe de creerse totalmente a salvo», pensó Rodney. Siguió a la mujer a prudente distancia y la examinó. Tenía buenas piernas y un culito apetecible, y el resto debía de ser tan decente como insinuaba el severo corte de su vestido. Pero no olvidemos que, todo lo contrario de Rodney, al viejo Den le esperaba en casa, para satisfacer sus necesidades nocturnas, la maravillosa Fiona. Aquella diosa decoraba el hogar de Dennis Luxford. La fabulosa Fiona. La que había sido bautizada Pómulos, en referencia a los más famosos huesos faciales que habían adornado la portada de una revista. Con Fiona a mano en casa (y la imaginación calenturienta de Rodney recreaba el estado del atuendo, el estado de ánimo y el estado de impaciencia con que la etérea hechicera Fiona recibía a su señor y dueño cuando regresaba cada noche de Fleet Street), ¿qué demonios hacía el taladro de Luxford horadando a otra?

Para Rodney carecía de lógica que un hombre pudiera engañar a una mujer como Fiona, que un hombre quisiera engañar a una mujer como Fiona. No obstante, sostener un tórrido romance a escondidas, cuando uno estaba casado con Pómulos, explicaba la reciente preocupación de Luxford, el dudoso estado de sus nervios y su misteriosa desaparición de anoche. No se encontraba en casa, según le había dicho la espectacular esposa. No estaba en el trabajo, según los fisgones de la sala de redacción. No estaba en el coche, según su teléfono inalámbrico. En aquel momento, Rodney había aceptado la idea de que Luxford se había escapado a cenar, pero ahora sabía que, si se había escapado a algún sitio, lo había hecho con Pelo Hoja de Haya.

Por otra parte, su cara le sonaba, aunque era incapaz de colgarle un nombre. Era alguien, una abogada o miembro de alguna empresa importante.

Se acercó más a ella cuando faltaba poco para las escaleras mecánicas. Sólo había visto una vez su cara cuando salió de la cafetería. Todo lo demás había sido de espaldas. Si conseguía inspeccionarla durante un minuto, estaba seguro de que recordaría su nombre. Pero era imposible: o se precipitaba delante de ella en la escalera mecánica, y luego subía a contracorriente para verla cara a cara, o no había manera. Tendría que conformarse con seguirla, con la esperanza de que algo la descubriera.

Bajó directamente a la planta baja entre una manada de compradores que, como ella, se encaminaban hacia las salidas. Eran como un flujo de lava de bolsas de compra verdes. Farfullaban en una docena de idiomas y gesticulaban para subrayar sus palabras. Recordó por segunda vez aquel día (la primera había sido cuando siguió a Luxford) por qué nunca iba a Harrod's.

Debido a la hora, la planta baja era una masa apretada de clientes que se abrían paso hacia las puertas. Cuando Pelo Hoja de Haya salió con ellos, Rodney rezó para que se dirigiera hacia la estación de metro de Knightsbridge. Era cierto que su forma de vestir sugería limusinas, taxis o un coche propio, pero la esperanza es lo último que se pierde. Porque si cogía el metro, no le perdería la pista. Bastaría con seguirla hasta su casa y su identidad sería una simple cuestión de minutos.

Sus esperanzas se disiparon cuando salió a la calle diez segundos después que ella. Escudriñó la acera en busca del color de su cabello, entre las hordas que doblaban la esquina de Basil Street hacia la estación de Kinghtsbridge. La vio, y al principio pensó que le iba a hacer el favor de bajar al metro, pero cuando giró por Hans Crescent, vio que caminaba a grandes zancadas hacia un Rover negro, del cual salió un chófer vestido con un traje oscuro. La mujer se volvió en dirección a Rodney cuando entró en el asiento trasero, y él vio su cara por un instante.

Memorizó la cara: el cabello liso que la enmarcaba, las gafas de concha, el labio inferior grueso, la barbilla afilada. Llevaba ropas v un maletín que proclamaba poder, y caminaba con un paso decidido que también proclamaba poder. Nunca habría imaginado que un bastardo como Dermis Luxford eligiría aquel tipo de mujer para poner los cuernos a su esposa. Por otra parte, no cabía duda de que debía proporcionar cierta satisfacción primitiva, de cavernícola, rendir sobre el colchón a una mujer semejante. A Rodney no le gustaba el tipo dominante, pero seguro que Luxford (un tipo dominante) consideraría un auténtico afrodisíaco el desafío de ablandarla primero, seducirla a continuación, y emplearla después. Bien, ¿quién era ella?

Vio que el coche se zambullía en el torrente de tráfico vespertino. Cogió su coche y lo siguió. Cuando pasó a su lado, Rodney dedicó su atención al pasajero, al chófer y, por fin, al propio coche. Fue entonces cuando vio la matrícula y, más importante aún, las últimas tres letras de la matrícula. Sus ojos se desorbitaron: formaban parte de una serie, lo cual convertía al Rover en parte de una flota de coches. Y él había merodeado lo suficiente por Westminster para saber de dónde era esa flota. Su boca esbozó una sonrisa de felicidad, y se oyó graznar.

Cuando el coche dobló la esquina, su imagen perduró en la mente de Rodney. Así como la interpretación de aquella imagen.

La matrícula era del gobierno, lo cual significaba que el Rover pertenecía al gobierno. Así pues, Pelo Hoja de Haya era un miembro del gobierno. Y eso significaba (y Rodney no pudo contener un grito de júbilo cuando pensó en ello) que Dennis Luxford, supuesto simpatizante del Partido Laborista, director de un diario laborista, se estaba tirando al enemigo.

7

Cuando St. James comunicó al ayudante político de Eve Bowen que esperaría el regreso de la diputada, recibió a cambio una mirada de desaprobación, con nariz arrugada incluida.

– Como quiera -dijo el hombre-. Siéntese allí.

No obstante, su expresión implicaba que la presencia de St. James era algo parecido a un gas tóxico que emanara de la calefacción central del despacho. Siguió atendiendo sus asuntos con el aire del hombre que intenta demostrar la carga que una visita imprevista va a significar para todo el mundo. Había mucho de que ocuparse, desde llamadas telefónicas a los faxes, desde los archivos hasta un gigantesco calendario que colgaba de la pared. Mientras le miraba, St. James le recordó el Conejo Blanco de Alicia, si bien su apariencia física sugería más el asta de una bandera del cual colgara un estandarte bulboso de cabello color Guinness.

El joven se levantó en cuanto Eve Bowen entró en el despacho, unos veinte minutos después de la llegada de St. James.

– Ya iba a enviar a los sabuesos en su busca -dijo mientras cerraba la puerta; extendió la mano hacia el maletín y recogió un puñado de mensajes telefónicos mientras continuaba-. La reunión del comité se ha suspendido hasta mañana. El debate de los Comunes empieza esta noche a las ocho. La delegación de Aduanas quiere programar una comida, no una cena. La Universidad de Lancaster quiere que en junio hable ante la Asociación de Mujeres Conservadoras. Y el señor Harvie pregunta si tiene la intención de darle una respuesta sobre la pregunta de Salisbury antes de que termine la siguiente década: «¿Necesitamos en realidad otra prisión, y ha de ser en mi distrito electoral?»

Eve Bowen le arrebató los mensajes.

– No creo que me haya olvidado de leer en las dos últimas horas, Joel. ¿No podrías estar haciendo algo más productivo?

Un destello de cólera cruzó el rostro del ayudante.

– Virginia se ha marchado y no volverá hasta mañana, señora Bowen -dijo muy serio-. Pensé que era mejor, ya que este caballero deseaba esperar su regreso, no dejar solo el despacho.

Al oírle, Eve Bowen levantó la vista de los mensajes y vio a St. James.

– Ve a cenar -dijo a Joel sin mirarlo-. No te necesitaré antes de las ocho. Sígame, por favor -indicó a St. James, y le guió hasta su despacho.

Un escritorio de madera estaba encarado a la puerta. Eve Bowen se dirigió al aparador que había detrás y se sirvió un vaso de agua de una botella. Rebuscó en el cajón de su escritorio, sacó un tubo de aspirinas y dejó caer cuatro en la mano. Después de tomarlas, se derrumbó en la butaca de cuero verde y se quitó las gafas.

– ¿Y bien? -preguntó.

St. James le refirió primero lo que Helen y Deborah habían logrado descubrir después de pasar el día en Marylebone. Se había encontrado con ellas a las cinco en el pub Raising Sun. Y ellas, al igual que él, se habían sentido satisfechas, pues la información que habían reunido empezaba a conformar una pauta que tal vez fuera la pista capaz de conducirles hasta Charlotte Bowen.

Gracias a la fotografía, la niña había sido reconocida en más de una tienda. «Una criatura muy habladora» o «Menuda cotorra» era la opinión general sobre ella. Si bien nadie sabía su nombre, los que la habían reconocido habían confirmado, con bastante certidumbre, cuándo la habían visto por última vez. Y California Pizza, en Blandfold Street, además de Chimes Music Shop, en la calle mayor, y Gulden Hind Fish and Chips, en Marylebone Lane, lo habían hecho con toda exactitud. En el caso de la pizzería y la tienda de discos, Charlotte había ido en compañía de otra niña de Santa Bernadette, una niña con despreocupada propensión a permitir que Charlotte Bowen derrochara billetes de cinco libras en ella: pizzas y coca-colas en el primer local, discos compactos en el segundo. Había sucedido el lunes y el martes respectivamente, antes de la desaparición de Charlotte, En el Gulden Flind (la tienda más cercana a la casa del profesor de música y, en consecuencia, la tienda más cercana al posible lugar del secuestro) descubrieron que la niña lo visitaba cada miércoles. Ese día, empujaba un puñado de monedas pegajosas sobre el mostrador y siempre compraba lo mismo: una bolsa de patatas fritas y una coca-cola. Regaba las patatas con suficiente vinagre como para hacer bizquear a un ser de gustos más refinados, y se las llevaba para comerlas en la calle. Al ser interrogado, el propietario de la tienda rumió la posibilidad de que Charlotte fuera acompañada por otra niña cuando efectuaba sus compras. Al principio dijo que no, después que sí, después que quizá, y después declaró que no podía decirlo con seguridad, porque la tienda era uno de los objetivos favoritos de los «pequeños demonios» cuando salían ele los colegios próximos, y en los tiempos actuales ya no se podía distinguir a los chicos de las chicas, y mucho menos quién era quién.

No obstante, gracias a la pizzeria y a la tienda de discos, Helen y Deborah habían obtenido una descripción ele la niña que acompañaba a Charlotte las tardes anteriores a su desaparición. Tenía el cabello muy rizado, utilizaba gorras de color fucsia o, según la ocasión, cintas para la cabeza fosforescentes, era muy pecosa y se comía las uñas hasta la raíz. Al igual que Charlotte, llevaba el uniforme escolar de Santa Bernadette.

– ¿Quién es? -preguntó Eve Bowen-. ¿Por qué está con Charlotte cuando ésta tiene que estar en la clase de baile o con su psicólogo?

Cabía la posibilidad, dijo St. James, de que Charlotte disfrutara de su compañía antes de la actividad propia de cada tarde. Ambas tiendas confirmaban que las niñas habían pasado en la media hora posterior a la última clase. La niña en cuestión se llamaba Brigitta Walters. ¿Eve Bowen la conocía?

La diputada dijo que no. No conocía a la niña. Dijo que tenía muy pocas oportunidades de estar con Charlotte, así que cuando le quedaba tiempo libre, prefería pasarlo con su hija a solas, o con su marido y su hija, pero no en compañía de las amigas de su hija.

– Entonces, supongo que tampoco conoce a Breta -dijo St. James.

– ¿Breta?

Contó lo que sabía sobre la amiga de Charlotte.

– Al principio pensé que Brigitta y Breta eran la misma persona, pues el señor Chambers nos dijo que Breta suele acompañar a Charlotte a su clase de música de los miércoles.

– ¿ Y no son la misma?

En respuesta, St. James explicó su entrevista con Brigitta, que estaba confinada en su cama a causa de un feroz resfriado, en su casa de Wimpole Street. Se había entrevistado con la niña bajo la vigilancia de su abuela, una anciana de cabello encrespado, que se sentó en un rincón de la habitación como una casera suspicaz. En cuanto entró en el dormitorio de la niña, supo que aquélla era la acompañante anónima de Charlotte en California Pizza y en Chimes Music Shop. Aunque su cabello no hubiera sido tan rizado como vellocino recién cortado, aunque su cinta para la cabeza de un verde fosforescente no la hubiera delatado, se estaba mordisqueando las uñas como si le fuera la vida en ello, y sólo paró cuando tuvo que contestar a sus preguntas.

El había pensado que encontrar a Breta significaba el fin de su búsqueda, pero la niña no era Breta y Breta no era su apodo. Ella no tenía apodos, le informó. De hecho, se llamaba como su tía abuela, que era sueca y vivía en Estocolmo con su cuarto marido, siete galgos y montones de dinero. Más dinero del que Lottie Bowen tendría nunca, añadió. Brigitta iba a ver a su tía abuela cada verano, junto con la abuela. Y allí tenía la foto de la tía, si quería verla.

St. James había preguntado a la niña si conocía a Breta. Ya lo creo que sí. Era la amiga de Lottie que iba a una de las escuelas estatales de Marylebone, le confió con una mirada significativa en dirección a su abuela, donde tenían profesores normales que vestían como seres humanos, no viejas damas que babeaban cuando hablaban.

– ¿Tiene idea de qué escuela puede ser? -preguntó St. James.

La mujer meditó.

– Podría ser la escuela Geoffrev Shenkling -contestó.

Era una escuela primaria sita en Crawford Place, no lejos de Edgware Road. La diputada pensaba que era un sitio probable donde St. James encontraría a Breta, porque Charlotte había deseado matricularse en ella.

– Prefería ir allí antes que a Santa Bernadette. Aún quiere, de hecho. No me cabe duda de que se mete en algunos líos a propósito para que la expulsen de Santa Bernadette, y así tendré que enviarla a Shenkling.

– La hermana Agnetis me dijo que Charlotte montó una pequeña escena cuando se llevó sus cosméticos a la escuela.

– Siempre revuelve en mis artículos de maquillaje. Y si no, en mis ropas.

– ¿Se pelean por esa causa?

La diputada se frotó los párpados con el índice y el pulgar, como si urgiera a su dolor de cabeza a desaparecer. Se caló de nuevo las gafas.

– No es la niña más fácil de disciplinar. Da la impresión de que nunca ha sentido la necesidad de complacer o de ser buena.

– La hermana Agnetis me dijo que Charlotte fue castigada por coger su maquillaje. De hecho, utilizó la expresión «castigada severamente».

Eve Bowen le miró sin pestañear antes de responder.

– No hago caso omiso cuando mi hija me desobedece, señor St. James.

– ¿Cómo suele reaccionar a los castigos?

– Por lo general se enfurruña. Pero después vuelve a ser desobediente.

– ¿Ha escapado alguna vez, o ha amenazado con escaparse?

– Me he fijado en su alianza. ¿Tiene hijos? ¿No? Bien, si los tuviera sabría que la amenaza más común proferida por un niño contra su padre cuando se le castiga por un acto de desafío es «Voy a escapar, y luego te arrepentirás. Ya lo verás».

– ¿Cómo pudo conocer Charlotte a esa otra niña, Breta?

La diputada se puso en pie y caminó hacia la ventana, con las manos acunando los codos.

– Adivino por dónde van sus tiros, naturalmente. Charlotte revela a Breta que su madre la maltrata, sin duda el calificativo que mi hija daría a cinco azotes en el trasero administrados, por cierto, la tercera vez que robó mi lápiz de labios. Breta sugiere que las dos den a mamá un pequeño susto. Así que se escapan y esperan a que mamá aprenda la lección.

– Es una posibilidad a tener en cuenta. Los niños suelen reaccionar sin comprender del todo la forma en que su comportamiento afectará a sus padres.

– Los niños no actúan así a menudo. Actúan así siempre. -Contempló Parliament Square, que se extendía bajo ellos. Alzó los ojos y aparentó reflexionar sobre la arquitectura gótica del palacio de Westminster-. Si la otra niña va a la escuela Shenkling -dijo sin volverse-, Charlotte debió conocerla en la oficina de mi distrito electoral. Va allí cada viernes por la tarde. Es probable que Breta viniera a mi consulta con sus padres y se escabullera mientras hablábamos. Si asomó la cabeza en la sala de conferencias, debió ver a Charlotte haciendo los deberes. -Se volvió de la ventana-. Pero esto no tiene nada que ver con Breta, sea quien sea. Charlotte no está con Breta.

– Aun así, he de hablar con ella. Es muy posible que nos dé una descripción de la persona que ha secuestrado a Charlotte. Puede que le viera ayer por la tarde. 0 antes, si estaba siguiendo a su hija.

– No necesita encontrar a Breta para obtener una descripción del secuestrador. Ya tiene la descripción, puesto que le conoció ayer: Dennis Luxford.

Sin apartarse de la ventana, enmarcada por el cielo del anochecer, le refirió su encuentro con Luxford. Contó la historia de Luxford acerca de la llamada telefónica del secuestrador. Le contó la amenaza contra la vida de Charlotte y la exigencia de que la historia de su nacimiento, con nombres, fechas y lugares, se publicara en la primera página del Source del día siguiente, escrita por el propio Dennis Luxford.

Cuando St. James oyó que la vida de la niña estaba amenazada, todas sus alarmas mentales se dispararon.

– Esto lo cambia todo -dijo con firmeza-. La niña está en peligro. Debemos…

– Tonterías. Dermis Luxford quiere que yo piense que está en peligro.

– Se equivoca, señora Bowen. Vamos a telefonear a la policía ahora mismo.

La mujer volvió hacia el aparador. Se sirvió otro vaso de agua, lo bebió y le miró fijamente.

– Señor St. James, olvídelo -dijo con absoluta calma-. Me gustaría recordarle que no me costaría nada obstruir una innecesaria investigación policial en este asunto. Es tan fácil como hacer una llamada telefónica. Y si piensa que no puedo o no quiero hacerlo debido a mi cargo en el Ministerio del Interior, entonces es que no comprende nada sobre quién ejerce el poder y dónde.

Una sensación de estupor se apoderó de St. James. No había creído que tal falta de sentido común fuera posible en cualquier hombre o mujer atrapado en semejantes circunstancias, pero cuando la mujer retomó el hilo anterior de su conversación, no sólo reconoció la realidad de la situación; también comprendió que sólo se abría un camino ante él. Se maldijo por haberse dejado implicar en aquel lío horroroso.

Como si hubiera compartido sus procesos mentales y la conclusión a la que había llegado, Eve Bowen dijo:

– Ya puede imaginar lo que la publicación de esa historia beneficiaría a la tirada y los ingresos por publicidad del señor Luxford. El hecho de que sea uno de los principales implicados en la historia apenas afectará negativamente a la venta de periódicos. Al contrario, es probable que su implicación aumente las ventas, y él lo sabe. Oh, le molestará un poco que le hayan pillado, pero Charlotte es, al fin y al cabo, la prueba viviente de su virilidad, y convendrá conmigo en que los hombres suelen ser tímidos como niños sólo momentáneamente cuando se hacen públicas sus proezas sexuales. En nuestra sociedad, es la mujer quien sale peor parada cuando se revela en público que es una pecadora.

– Pero todo el mundo sabe que Charlotte es ilegítima.

– La paternidad es el misterio. Y es su paternidad, y lo que será considerada como una elección hipócrita y desafortunada de amante, lo que constituirá mi pecado. Porque pese a lo que usted piense, todo esto tiene que ver con la política, señor St. James. No es una cuestión de vida o muerte. No es una cuestión de moralidad. Pese a que no soy una figura política de gran relieve, como el primer ministro, el ministro del Interior o el ministro de Hacienda, la publicación de esta historia, a renglón seguido de Sinclair Larnsey y su chapero, me costará la carrera. Sí, de momento seguiré siendo la parlamentaria por Marylebone. En un distrito electoral donde empecé con sólo ochocientos votos de mayoría, no me pedirán que dimita y fuerce así una elección complementaria, pero existen muchas posibilidades de que mi comité me apee en las siguientes elecciones generales. Aunque no fuera ése el caso, y aunque el gobierno logre sobrevivir a este último golpe, ¿a qué nivel de poder político cree que podré alzarme, después de que se haya hecho público mi desliz con Dennis Luxford? No estarnos hablando de una situación en que sostuve un largo romance, en la que mi débil corazón femenino anhelaba a un hombre al que adoraba pero no podía poseer, en la que fui seducida como la Tess del jodido D'Urbervilles. Estamos hablando de sexo puro y duro. Con el enemigo público número uno del Partido Conservador. Bien, señor St. James, ¿de veras cree que el primer ministro me va a recompensar por ello? Convendrá conmigo en que, publicada en primera página, será una historia sabrosísima.

St. James observó que la mujer, por fin, estaba preocupada. Cuando apartó las manos de los codos el tiempo justo de ajustarse las gafas sobre la nariz, sus manos temblaban. Paseó la vista por el despacho y dio la impresión de que veía en su colección de libretas, carpetas, informes, cartas, fotografías y alabanzas enmarcadas los límites recién definidos de su vida política.

– Es un monstruo -dijo-. El único motivo de que no haya publicado antes la historia es que no era la ocasión adecuada. Pero ahora sí lo es, con Larnsey y el chapero.

– Ha habido otros escándalos sexuales durante los últimos diez años -señaló St. James-. Es difícil creer que Luxford haya esperado hasta ahora.

– Mire las encuestas, señor St. James. El nivel de popularidad del primer ministro nunca había estado tan bajo. Un periódico laborista no podría pedir un momento mejor para machacar a los tories y confiar contra toda esperanza en que la paliza será suficiente para hundir al gobierno. Y yo seré considerada responsable de esa paliza, se lo aseguro.

– Pero si Luxford está detrás de esto -insistió St. James-, él también lo arriesga todo. Se juega ir a la cárcel por secuestro si somos capaces de reunir pruebas que conduzcan hasta él.

– Es un periodista -replicó la mujer-. Se lo juegan todo por una historia.

El destello de una bata amarilla en la puerta del laboratorio llamó la atención de St. James, que levantó la vista. Deborah le estaba mirando, al abrigo de la oscuridad del pasillo.

– ¿Vienes a la cama? -preguntó-. Anoche te acostaste tardísimo. ¿Vas a volver a quedarte?

St. James dejó la lupa sobre el forro de plástico que contenía la nota de secuestro enviada a Dennis Luxford. Se estiró en el taburete y dio un respingo, porque sus músculos se habían agarrotado después de tanto rato en la misma posición. Deborah frunció el entrecejo cuando su marido se dispuso a masajearse el cuello. Se acercó a él y le apartó las manos con dulzura. Movió a un lado su pelo demasiado largo, depositó un beso cariñoso en su nuca y se ocupó del masaje. St. James se reclinó v dejó que calmara sus dolores.

– Lirios -murmuró, cuando los músculos empezaron a relajarse.

– ¿Qué?

– Tu perfume. Me gusta.

– Es bueno, sobre todo si es capaz de arrastrarte a la cama a una hora decente.

St. James besó su palma.

– Puede conseguirlo, y a cualquier hora.

– De todos modos, podríamos hacer esto con mayor comodidad en el dormitorio.

– Podríamos hacer muchas cosas con mayor comodidad en el dormitorio -contestó St. James-. ¿Te sugiero unas cuantas? Deborah rió y rodeó su cintura con los brazos. Le apretó contra su cuerpo.

– ¿En qué estás trabajando? -preguntó-. Has estado muy callado durante la cena. Papá preguntó después si había dejado de gustarte repentinamente su pato a la naranja. Le dije que, mientras siga haciendo pato a la naranja con pollo, no habrá problema. Patos y conejos, ya sabes, le dije. Simon nunca hincará el diente en un pato o en un conejo. 0 en un ciervo. Papá no lo entiende, pero nunca ha sentido tu debilidad por Donald, Tambor y Bambi.

– Demasiado Walt Disney de niño.

– Hummm. Sí. Aún no me he recuperado de la muerte de la madre de Bambi.

St. James soltó una risita.

– No me lo recuerdes. Tuve que sacarte llorando del cine. Ni siquiera un helado te calmó. Si te hubieras quedado hasta el final de la película, habrías visto que termina bien.

– Pero es que llovía sobre mojado, mi amor. En aquel tiempo.

– Lo comprendí más tarde. Menos de un año después de que tu madre muriera… ¿Qué le pasó a mi cerebro? En aquella época pensé: Llevaré a la pequeña Deborah a ver esta bonita película el día de su cumpleaños; yo la vi a su edad y me gustó mucho. Pensé que tu padre pediría mi cabeza cuando le expliqué por qué estabas tan triste.

– Te ha perdonado por completo. Como yo. Lo que pasa es que siempre se te ocurrían extrañas ideas sobre cómo celebrar mi cumpleaños. Ir a ver momias, la cámara de los Horrores de Madame Tussaud, ver a la mamá de Bambi muerta a tiros.

– Eso habla con elocuencia sobre mi capacidad de tratar con niños. Tal vez es mejor que no hayamos… -Se interrumpió. Cogió las manos de Deborah y las retuvo antes de que ella pudiera retirarlas-. Lo siento.

Como ella no contestó, St. James se volvió hacia ella. Tenía el aspecto de estar masticando sus palabras, como si probara su sabor y su esencia.

– Lo siento -repitió.

– ¿Lo has dicho en serio?

– No. Hablaba por hablar, sin pensar. He bajado la guardia.

– No quiero que subas la guardia conmigo. -Ella retrocedió un paso. Sus manos, que sólo un momento antes habían confortado su cuerpo, retorcieron el nudo del cinturón de la bata-. Quiero que te comportes como eres. Quiero que digas lo que piensas. ¿Por qué no dejas de intentar protegerme de eso?

Pensó en la pregunta de Deborah. ¿Por qué la gente ocultaba sus pensamientos a los demás? ¿Por qué cuidaba su lenguaje? ¿Qué temía? La pérdida, por supuesto. Eso era lo que todo el mundo temía, aunque todos procuraban sobrevivir a la pérdida cuando irrumpía en su vida. Deborah lo sabía mejor que nadie.

Tendió la mano hacia ella y notó su resistencia.

– Deborah, por favor -dijo; ella se acercó-. Deseo lo que tú deseas, pero al contrario de ti, no lo deseo más que nada en el mundo. Lo que más deseo eres tú. Cada vez que pierdes un bebé, pierdo parte de ti. No quise seguir por ese camino porque sabía cómo acabaría. Y si bien podía soportar perder una parte de ti, no podría soportar perderte por completo. Eso, mi amor, es la verdad desnuda. Tú quieres hijos a cualquier precio. Yo no. Para mí, algunos precios son demasiado altos.

Los ojos de Deborah se llenaron de lágrimas, y St. James pensó con desesperación en la inminencia de precipitarse por la espiral de otra dolorosa discusión con su mujer, una discusión que podría prolongarse hasta el amanecer, sin llegar a ninguna solución, sin aportarles paz, y provocar otra larga depresión en Deborah. Pero ella le sorprendió, como sucedía con frecuencia.

– Gracias -susurró, y se enjugó los ojos con la manga de la bata-. Eres el hombre más adorable del mundo.

– No me siento particularmente adorable esta noche.

– No, ya lo veo. Tienes algo en la cabeza desde que llegaste a casa, ¿verdad? ¿Qué es?

– Una creciente sensación de inquietud.

– ¿Charlotte Bowen?

Le contó su conversación con la madre de la niña y le habló de la amenaza contra la vida de Charlotte. Vio que la preocupación hacía mella en su mujer cuando se llevó una mano a los labios.

– Estoy en una encrucijada -explicó-. Si alguien ha de encontrar a la niña, soy yo.

– ¿No deberíamos llamar a Tommy?

– Es inútil. Gracias a su cargo en el Ministerio del Interior, Eve Bowen podría dilatar una investigación policial hasta el fin de los tiempos. Me dejó muy claro que lo haría.

– ¿Qué podemos hacer?

– Eve Bowen tiene razón y hay que continuar pese a todo.

– ¿Crees que tiene razón?

– No sé qué pensar.

Los hombros de Deborah se hundieron.

– Oh, Simon. Oh, Dios. Todo es por mi culpa, ¿verdad?

St. James no podía negar que se había implicado en el caso a causa de sus ruegos, pero sabía que había poco que ganar y mucho que perder si culpaba a Deborah o a sí mismo.

– Desde un punto de vista racional -dijo-, veo que hemos progresado un poco. Conocemos la ruta que Charlotte tomó para volver a casa desde la escuela o desde su clase de música. Sabemos en qué tiendas paraba. Hemos localizado a una de sus compañeras y tenemos una buena pista de la otra, pero no sé muy bien hacia dónde vamos.

– ¿Por eso estás estudiando las notas otra vez?

– Las estoy estudiando porque no se me ocurre otra cosa que hacer en este momento. Eso me gusta aún menos que sentirme inquieto por lo que he hecho durante el día.

Apagó las dos lámparas de alta intensidad que iluminaban la mesa del laboratorio y sólo dejó las luces del techo.

– Así deberá sentirse Tommy cuando está metido en una investigación -comentó Deborah.

– Normal, porque es un detective. Tiene la paciencia exigida para reunir datos, ordenarlos y dejar que las pruebas encajen. Yo no tengo esa paciencia, y dudo que pueda desarrollarla a estas alturas. -St. James recogió las fundas de plástico y la otra muestra caligráfica. Las devolvió a lo alto del archivador contiguo a la puerta-. Si esto es un secuestro auténtico y no lo que Eve Bowen se empecina en creer, una treta amañada por Dennis Luxford para perjudicar al gobierno y beneficiar a su periódico, es urgente llegar al fondo de todo, y parece que sólo yo me he dado cuenta.

– Tuve la impresión de que Dennis Luxford también era consciente.

– Pero es tan inflexible como ella respecto a la forma de manejar el caso. Es lo que más me molesta de este embrollo. Y no me gusta que me molesten. No me gusta la distracción. Lo enturbia todo. Lo cual aún me gusta menos, porque suelo tener las cosas tan claras como el aire de Suiza.

– Porque balas, cabellos y huellas dactilares no pueden discutir contigo -señaló Deborah-. No tienen ningún punto de vista que expresar.

– Estoy acostumbrado a tratar con cosas, no con personas. Las cosas colaboran, se colocan bajo el microscopio o en el interior de un cromatógrafo. Las personas no.

– Pero el método parece evidente en este punto, ¿no?

– ¿El método?

– El método de proceder. Debemos investigar en la escuela Shenkling, y en esos edificios de George Street.

– ¿Qué edificios?

– Helen y yo te lo comentarnos esta tarde, Simon. En el pub. ¿No te acuerdas?

Entonces lo recordó. Una hilera de edificios abandonados no lejos de la escuela de Santa Bernadette y de la casa de Damien Chambers. Helen y Deborah se habían explayado al respecto con entusiasmo mientras tomaban el té. Estaban cerca del posible punto de secuestro, en un lugar muy conveniente respecto a la casa de la niña y, al mismo tiempo, eran demasiado ruinosos y lúgubres en apariencia para que los peatones se acercaran. Sin embargo, para alguien que buscara un escondrijo, eran perfectos como posible elemento en el rompecabezas de la desaparición de Charlotte. No los habían incluido en su investigación de aquel día, sino que los habían dejado para el siguiente, cuando los explorarían con más facilidad provistas de tejanos, bambas, sudaderas y linternas. St. James suspiró disgustado al comprender que se había olvidado de los edificios.

– Otra razón para que no pueda aspirar a convertirme en un buen detective privado -dijo.

– Otra dirección en la que investigar.

– No me siento mejor por saberlo.

Deborah cogió su mano.

– Yo confío en ti.

Pero su voz traicionó la angustia que sentía por la llegada de otro día en que la vida de una niña seguiría en peligro.

Charlotte despertó del sueño, tal como ascendía nadando hasta el barco en Fermain Bay cuando iba de vacaciones a Guernsey. Al contrario que en las vacaciones de verano en Guernsey, despertó en la oscuridad.

Sentía la boca estropajosa y los ojos como pegotearlos con cola. La cabeza le pesaba más que la bolsa de harina que utilizaba la señora Maguire cuando preparaba sus bollos. Sus manos estaban tan cansadas que apenas podían aferrar la lana maloliente de la manta para ceñirla más a su cuerpo tembloroso. «Me siento muy cansada -pensó, y casi a punto de oír a su abuela diciendo a su abuelo-: "Peter, ven a echar un vistazo a la niña. Creo que está enferma."»

Primero se había mareado y luego sus piernas habían empezado a temblar. No había querido sentarse en el suelo de ladrillo, y había intentado volver hacia las cajas para sentarse encima, pero se había despistado y tropezado con la manta abandonada en el suelo. Se había olvidado de la manta. Sus extremos estaban empapados del agua derramada del cubo, cuando lo utilizó para orinar.

Al pensar en aquella agua, Lottie intentó tragar saliva. Si no la hubiera tirado, tendría algo de beber. Era imposible saber cuándo le darían agua, zumo de manzana, o un poco de sopa para disolver el estropajo de su boca.

Era culpa de Breta. La mente de Lottie pugnó por aferrarse a aquella idea, antes que hundirse en la negrura de nuevo. Todo era culpa de Breta. Tirar el agua habría sido la típica reacción de Breta. Era algo desagradable, algo poco meditado.

Breta siempre pensaba que lo sabía todo. Siempre decía «Quieres que sea tu mejor amiga, ¿verdad?» Y cuando Breta decía «Haz esto, Lottie Bowen» o «Haz eso ahora», ella obedecía. Porque era especial ser la mejor amiga de alguien. Ser la mejor amiga significaba ser invitada a las fiestas de cumpleaños, alguien con quien jugar, risitas por la noche cuando dormían juntas, postales en vacaciones y secretos compartidos. Lottie deseaba una «mejor amiga» más que nada en el mundo. Por lo tanto, siempre hacía lo posible por conseguir una.

Pero tal vez Breta no hubiera tirado el agua del cubo. Tal vez hubiera orinado delante del hombre, en la boca del pulpo que había dejado en el suelo, orinado y reído en su cara mientras lo hacía. 0 tal vez hubiera buscado un sustituto después de que se hubiera marchado. 0 tal vez no se habría preocupado de utilizar algo. Quizá se habría acuclillado junto a las cajas de madera y orinado. Si Lottie hubiera hecho algo por el estilo, ahora podría beber agua. Quizá era agua sucia, nauseabunda. Pero al menos disolvería el estropajo de su boca.

– Frío -murmuró-. Sed.

Breta preguntaría por qué seguía tirada en el suelo, si tenía frío y sed. Breta diría: «Esto no es un camping. Lottie. ¿Por qué te comportas así? ¿Por qué eres tan dócil?»

Lottie sabía qué haría Breta. Se pondría en pie y exploraría la habitación. Encontraría la puerta por la que había entrado el hombre y saldría. Gritaría. Chillaría. Aporrearía la puerta. Se esforzaría en llamar la atención de alguien.

Lottie sintió que los ojos se le cerraban. Estaban demasiado cansados para combatir la negrura que la rodeaba. No había nada que ver. Había oído los sonidos que indicaban que la habían encerrado. No había escapatoria.

Cosa que Breta nunca creería. Diría: «¿Que no hay escapatoria? No seas boba. El hombre entró y luego salió. Encuentra la puerta y fuérzala. No te quedes ahí lloriqueando.»

«No lloriqueo», pensó Lottie. A lo cual contestaría Breta: «Sí, estás lloriqueando. Eres un bebé.»

– No soy un bebé.

«¿No? Pues demuéstralo. Demuéstralo, Lottie Bowen.»

Demuéstralo. Así conseguía Breta siempre lo que deseaba. «Demuestra que no eres un bebé, demuestra que quieres ser mi amiga, demuestra que me prefieres a todas las demás, demuestra que sabes guardar un secreto. Demuestra, demuestra, demuestra, demuestra. Vierte todas las sales de baño en la bañera y deja que corra el agua, hasta que parezca nieve. Coge el mejor lápiz de labios de tu madre y píntate en la escuela. Tira las bragas por el váter y ve todo el día sin ellas. Roba ese Tweix para mí… no, roba dos. Porque las mejores amigas se hacen esos favores mutuos. Así son las mejores amigas. ¿No quieres ser la mejor amiga de alguien?»

Lottie, sí. Lo anhelaba. Y Breta tenía amigas. Breta tenía docenas y docenas de amigas. Si Lottie quería tener amigas también, tendría que imitar a Breta. Eso le había dicho Breta desde el primer momento.

Lottie apoyó las manos sobre los ladrillos y se levantó. Un intenso mareo la invadió al instante. Levantó las rodillas para que sólo sus pies y su trasero tocaran el suelo. Cuando el mareo pasó, se puso en pie. Se tambaleó, pero no cavó.

Ya de pie, no supo qué hacer. Dio un paso vacilante en la negrura, con los dedos extendidos como antenas de insecto. Temblaba de frío. Contó los pasos. Recorrió unos centímetros.

¿Qué era aquel lugar?, se preguntó. No era una cueva. Estaba oscuro como una cueva, pero una cueva no tenía suelo de ladrillos ni puerta. ¿Qué era? ¿Dónde estaba?

Con las manos extendidas, tocó una pared. Las formas y la textura le resultaron familiares. Ladrillos, comprendió. Arrastró los pies a lo largo de la pared como un topo. Sus manos se movían sobre la superficie, primero hacia arriba y luego hacia bajo. Buscaba una ventana (las paredes suelen tener ventanas, ¿verdad?), una ventana entablillada con una grieta por la que mirar.

«No habrá ventanas, Lottie -habría dicho Breta mientras Lottie tanteaba e investigaba-. Habrías visto rendijas de luz por las grietas, y no hay rendijas de luz, de manera que no hay ventana y te estás comportando como una boba.»

Breta tenía razón, pero Lottie encontró la puerta. La madera estaba arañada y olía a moho. Tanteó arriba y abajo y encontró el pomo. Lo giró sin resultado. Golpeó con los puños y gritó.

– ¡Déjame salir! ¡Mamá! ¡Mamá!

No hubo respuesta. Aplicó el oído a la madera, pero no oyó nada. Aporreó la puerta otra vez. Por el ruido de sus golpes, dedujo que la puerta era muy gruesa, como la de una iglesia.

¿Una iglesia? ¿Estaba en la cripta de una iglesia? ¿Donde guardaban cadáveres? Breta se habría reído. Habría hecho ruidos de fantasma y corrido por la habitación con una sábana en la cabeza.

Lottie se encogió al pensar en cadáveres y fantasmas. Prosiguió su exploración. «Salir, salir, salir -pensó-. He de salir.» Continuó pegada a la pared hasta que se dio un golpe en la rodilla herida. Dio un respingo, pero no gimió ni lloró. En cambio, extendió los dedos para ver qué la había golpeado. Más madera, pero no tan áspera como la de las cajas. Sus dedos corrieron por encima. Tenía el tacto de una tabla y dos palmos de anchura. Encima había otra tabla de la misma anchura. Debajo una tercera. Una cuarta parecía ascender en diagonal por la pared, pegada a los ladrillos…

Escalones, pensó.

Empezó a subirlos. Eran muy empinados. Parecía más una escalera de mano que una normal. Tuvo que utilizar las manos y los pies. Mientras ascendía, recordó el día que había ido de excursión a Greenwich y al Cutty Sarle, y que subió al barco por una escalera como ésa. Pero no estaba en un barco, ¿verdad? ¿Un barco hecho de ladrillos? Se hundiría como una piedra. No flotaría ni un segundo. Además, si estaba en un barco, ¿por qué no sentía el mar bajo ella? ¿No se mecería el suelo? ¿No oiría el crujido de los palos y olería el aire salado? ¿No…?

Su cabeza chocó contra el techo. Lanzó un aullido de sorpresa y se agachó. Pensó en escaleras que conducían a techos, en lugar de a rellanos, donde uno podía llamar a una puerta, y comprendió que las escaleras no ascendían hasta un techo sin un propósito. Tenía que haber una puerta, tal vez una trampilla, como en el establo del abuelo, que tenía una escalerilla para subir al henil.

Su palma tanteó en busca del techo. Terminó su ascensión con mayor cautela. Sus dedos recorrieron el techo, alejándose de la pared. Encontró lo que parecía la esquina de una trampilla, practicada en la madera. Después, otra esquina. Alejó las manos con la intención de localizar el centro. Entonces, dio un empujón. No muy fuerte, porque sentía los brazos hormigueantes y raros, pero un empujón al fin y al cabo.

La trampilla cedía. Descansó y dio otro empujón. La puerta era pesada, como si un peso descansara sobre ella para que no pudiera salir, para que se estuviera quieta, para que no molestara a nadie. Como siempre. Perdió los estribos.

– ¡Mamá! -gritó-. Mamá, ¿estás ahí? ¡Mamá! ¡Mamá!

Ninguna respuesta. Empujó de nuevo. Después, se agachó y utilizó la espalda y los hombros. Empujó tres veces con todas sus fuerzas, gruñendo como la señora Maguire cuando movía la nevera para limpiar detrás del aparato. La trampilla se abrió con un rujido.

El mareo y la debilidad se esfumaron al instante. Lo había conseguido, lo había conseguido sin ayuda. Sin que Breta le dijera cómo hacerlo.

Trepó a la cámara que había encima. Era oscura como la de abajo, pero no tanto. A un metro de distancia, lo que parecía un rectángulo de ébano borroso estaba enmarcado por un débil resplandor grisáceo. Avanzó hacia el rectángulo y descubrió que era una ventana encastada, cegada con tablas, pero no lo suficiente para que no se filtrara luz por los bordes. Aquello explicaba el brillo grisáceo: la oscuridad de la noche en el exterior, rota por la luna y las estrellas, en contraste con el sólido muro de tinieblas que había dentro.

En las sombras, y con la ayuda de la luz grisácea, Lottie pudo distinguir formas, incluso sin gafas. Un poste se alzaba en el centro de la habitación. Era como el poste de mayor adornado con flores que había visto una vez en el prado del pueblo cercano a la granja de su abuelo, sólo que mucho más grueso. Encima, una viga ancha cruzaba la habitación, y sobre aquella viga, apenas visible en la oscuridad, colgaba a un lado lo que parecía una enorme rueda, parecida a un platillo volante. El poste ascendía hasta encontrarse con la rueda y se extendía aún más allá, hasta desaparecer en la negrura.

Lottie se acercó al poste y lo tocó. Era frío. Su tacto no recordaba a la madera, sino al metal. Un metal rugoso, como si fuera viejo y oxidado. Tocó una materia pringosa alrededor de su base.

Miró hacia arriba y forzó la vista para intentar distinguir la rueda. Daba la impresión de que tenía grandes dientes tallados en su interior, como un engranaje gigantesco. Un poste de mayo y una rueda dentada, pensó. Curvó el brazo alrededor del poste y meditó sobre lo que había encontrado.

En una ocasión había visto el interior de un reloj, el de la sala de estar de su abuela, curvo como la forma de una ola. Tío Jonathan lo había regalado a la abuela por su cumpleaños, pero no funcionaba bien porque era muy antiguo. El abuelo lo había desmontado sobre la mesa de la cocina. Estaba hecho de ruedas encajadas en otras ruedas, las cuales, en combinación con las primeras, lo hacían funcionar. Todas aquellas ruedecillas tenían la misma forma que ésta, con dientes.

Un reloj, decidió. Un reloj gigante. Intentó oír el tictac. No oyó nada. Las ruedas no se movían. Roto, pensó. Como el reloj de la abuela. Sólo que era muy grande comparado con aquél. Un reloj de iglesia, quizá. El reloj de una torre que se alzaba con orgullo en el centro de una plaza. 0 el reloj de un castillo.

Pensar en castillos la arrastró en otra dirección, hacia mazmorras y estancias iluminadas con antorchas, llenas de dientes de engranajes y engranajes, ruedas dentadas y escarpias. Hacia prisioneros que chillaban y carceleros enmascarados que les arrancaban confesiones.

Tortura, pensó Lottie. Y el poste grueso que aferraba v el reloj gigantesco adquirieron un nuevo significado. Dejó caer el brazo y se alejó del poste. Sintió que sus piernas flaqueaban. Tal vez sería mejor no hacer más averiguaciones.

De repente, una corriente de aire se elevó del suelo y remolineó alrededor de sus rodillas. Después, un golpe sordo, que pareció rebotar en las paredes de la habitación de abajo. El frío dio paso al silencio, seguido por un arañazo metálico.

Lottie vio que el cuadrado del suelo por el que había subido estaba iluminado por una luz que se movía de un lado a otro. Después, oyó los sonidos de alguien que se movía.

– ¿Dónde…? -dijo la voz de un hombre, y las cajas de madera empezaron a entrechocar.

Pensaba que se había escapado, comprendió Lottie. Lo cual significaba que existía una forma de escapar. Y si conseguía ocultarle que había encontrado y subido la escalera, si podía ocultarle que había localizado la trampilla, cuando saliera en su busca descubriría aquella ruta de escape y huiría de verdad.

Cruzó la habitación a toda prisa y bajó la trampilla con sigilo. Se sentó sobre ella y confió en que su peso bastaría para impedir que el hombre la levantara.

Vio que la luz aumentaba de intensidad a través de las grietas del suelo. Oyó los pesados pasos del hombre en la escalera. Contuvo el aliento. La trampilla se alzó medio centímetro. Se bajó, volvió a levantarse otro medio centímetro.

– Mierda -dijo el hombre-. Mierda.

La trampilla volvió a su sitio. Lottie le oyó bajar la escalera. La luz se apagó con un chasquido. La puerta se abrió, y después se cerró con estrépito. Luego se hizo el silencio.

Lottie tuvo ganas de aplaudir y gritar. Olvidó el estropajo de su garganta y levantó la trampilla. Breta no lo habría hecho mejor. Breta no le habría engañado tan bien. De hecho, Breta le habría golpeado en la cara con el cubo y huido como una exhalación, pero Breta nunca habría pensado en burlarle, en hacerle creer que ya había escapado.

La habitación de abajo estaba a oscuras, pero la oscuridad ya no asustaba a Lottie, porque sabía que todo iba a acabar muy pronto. Bajó la escalera a tientas y se encaminó hacia las cajas de madera. Esa era la ruta de escape, por supuesto. Las cajas ocultaban una abertura del tamaño de Lottie.

La niña apoyó el hombro contra la primera. ¿A que Breta se sorprendería al enterarse de su aventura? ¿A que Cito se asombra-ría del triunfo de Lottie? ¿A que mamá estaría orgullosa de saber que su hija había…?

Un súbito ruido metálico.

Luz que se precipitó sobre ella como un puño.

Lottie giró en redondo, con las manos apretadas contra la boca.

– Papá es quien te va a sacar de aquí, Lottie -dijo el hombre-. Tú no lo conseguirás sola.

Lottie forzó la vista. El hombre se fundía con la negrura. No podía verle, sólo su forma detrás de la luz. Dejó caer las manos a los costados.

– Saldré -dijo-. Ya lo verás. Y cuando lo haga, te arrepentirás. Mi mamá está en el gobierno. Mete a la gente en la cárcel. Les encierra en ella y tira la llave, y eso es lo que te pasará a ti. Ya lo verás.

– ¿Eso es lo que va a pasar, Lottie? No, creo que no. No si papá dice la verdad, como debería. Papá es un fenómeno. Es un tipo de primera, pero nadie lo sabe, y ahora tiene la oportunidad de demostrarlo al mundo entero. Puede contar la historia verdadera y salvar a su retoño.

– ¿Qué historia? -preguntó Lottie-. Cito no cuenta historias. La señora Maguire sí. Las inventa.

– Bien, vas a ayudar a papá a inventar una. Ven aquí, Lottie.

– No. Tengo sed y quiero algo de beber.

El hombre dejó algo en el suelo. Su pie lo empujó hacia la luz. El termo alto y rojo. Lottie avanzó con avidez hacia él.

– Así me gusta -dijo el hombre-, pero después de que ayudes a papá con su historia.

– Nunca te ayudaré.

– ¿No? -Agitó una bolsa de papel que escondía de la luz-. Pastel de carne. Zumo de manzana frío y pastel de carne caliente.

El estropajo había regresado, compacto como antes en el paladar y hasta la garganta. Y su estómago estaba vacío, de lo cual no había sido consciente hasta ahora, pero cuando el hombre había mencionado el pastel de carne, sus tripas resonaron como una campana.

Lottie sabía que debería darle la espalda y decir que se fuera, y si no hubiera tenido tanta sed, si su garganta hubiera sido capaz de tragar, si su estómago no hubiera empezado a crujir, si no hubiera olido el pastel, lo habría hecho sin la menor duda. Se le habría reído en la cara. Habría bailado un zapateado. Habría chillado y aullado. Pero el zumo de manzana frío y dulce, después de la comida…

Avanzó hacia la luz, en dirección al hombre. Muy bien. Le iba a dar una lección. No tenía miedo.

– ¿Qué debo hacer? -preguntó.

El hombre rió.

– Cuánta amabilidad -dijo.

Pasaba de las diez de la mañana cuando Alexander Stone rodó hasta el borde de la enorme cama y miró su despertador digital. Contempló los números rojos con incredulidad y, cuando su significado se abrió paso por fin en su cerebro, dijo «Joder». No había despertado cuando el despertador de Eve había sonado en su mesilla de noche a las cinco, como de costumbre. Casi dos tercios de una botella de vodka (trasegada entre las nueve y las once y media de la noche) lo habían conseguido.

Se había sentado en la cocina para beber, a la pequeña mesa cuadrada en el rincón de la chimenea que daba al jardín. Había mezclado el primer vaso de vodka con zumo de naranja, pero después la había tomado a palo seco. Llevaba viviendo veinticuatro horas en lo que empezaba a llamar La Verdad Al Fin, y entre saber la verdad, preguntarse si la verdad tenía algo que ver con el paradero de Charlotte, como Eve creía a pies juntillas, y tratar de no pensar en lo que las acciones y reacciones de su mujer implicaban sobre aquella verdad, se sentía como paralizado. Deseaba acción, pero no tenía idea de qué clase de acción se requería. Demasiadas preguntas se agolpaban en su cabeza. No había nadie en casa que pudiera contestarlas. Eve estaría en los Comunes, liada con un debate hasta pasada la medianoche. Y había decidido beber. Beber para emborracharse. En aquel momento se le había antojado el único medio de borrar la información sin la cual habría vivido muy tranquilo hasta el fin de sus días.

Luxford, pensó. Dennis Jodido Luxford. Ni siquiera sabía quién era ese bastardo antes del miércoles por la noche, pero desde aquel momento la intrusión de Luxford en sus vidas dominaba sus pensamientos.

Se incorporó con cautela. Sus tripas protestaron por el cambio de postura. Tuvo la impresión de que los muebles del dormitorio ondulaban, en parte debido al vodka que su cuerpo aún no había absorbido, y en parte como resultado de no haberse puesto todavía las lentillas.

Cogió su bata y se levantó. Contuvo las náuseas y se encaminó al cuarto de baño, donde abrió los grifos. Contempló su imagen en el espejo. La imagen era borrosa sin las lentillas, pero sus detalles sobresalientes se veían con bastante claridad: ojos inyectados en sangre, cara demacrada, piel fláccida, alentado por diez horas de inconsciencia inducida por el alcohol. Parecía mierda seca, pensó.

Mojó una y otra vez su piel con agua. Se secó la cara, se puso las lentillas y buscó los útiles de afeitar. Procuró no hacer caso de las náuseas y el dolor de cabeza, concentrándose en el afeitado.

Vagos sonidos se oían abajo (sonidos que recordaban los cánticos monacales), pero eran muy apagados. Eve habría dicho a la señora Maguire que hiciera el menor ruido posible. «El señor Stone no se encontraba bien anoche -habría dicho antes de salir de casa, poco antes del amanecer-. Necesita dormir. No quiero que nadie le moleste.» Y la señora Maguire habría obedecido, como todo el mundo cuando Eve Bowen daba una de sus órdenes implícitas.

– Es absurdo que hables con Dennis -le había dicho-. Sólo yo debo ocuparme de este asunto.

– Como padre de Charlie durante los últimos seis años, creo que he de decir algo a ese bastardo.

– Resucitar el pasado no servirá de nada, Alex.

Otra orden implícita. Manténte alejado de Luxford. Manténte alejado de esa parte de mi vida.

Alex no era el tipo de hombre que se mantenía alejado de nada. No había triunfado en los negocios dejando que otros planearan las estrategias y lucharan por él. Después de pasar la noche de la desaparición de Charlotte tendido en la cama, con los ojos clavados en el techo y su mente saltando de plan en plan, había ido a trabajar el día anterior para tranquilizar a Eve, para fingir la normalidad que ella parecía tan ansiosa de preservar. Pero a las nueve de la noche ya había tenido suficiente. Decidió que no pasaría otro día inútil sin poner en acción alguno de sus planes. Telefoneó a la oficina de Eve e insistió en que su untuoso ayudante le transmitiera un mensaje a la Cámara de los Comunes.

– Hágalo ya -dijo a Woodward, cuando el ayudante empezó a recitar una sarta de excusas encaminadas a disuadirle-. Pronto. Emergencia. ¿Comprendido?

Ella le había telefoneado por fin a las diez y media, y por su voz parecía que Luxford se había rendido y Charlotte ya estaba en casa.

– Alex, ¿qué ha pasado? -preguntó.

– Nada nuevo.

– Entonces, ¿por qué me llamas? -preguntó en otro tono, el cual, junto con la bebida, le puso en el disparador.

– Porque nuestra hija ha desaparecido -dijo con deliberada cortesía-. Porque me he pasado todo el día en una jodida pantomima de normalidad, como de costumbre. Porque no he hablado contigo desde esta mañana y me gustaría saber qué coño está pasando. ¿Te parece bien, Eve?

Se la imaginó mirando hacia atrás, porque bajó la voz un poco más.

– Alex, te llamo desde los Comunes. ¿Comprendes lo que eso significa?

– Chulea a tus colegas. No lo intentes conmigo.

– Créeme, éste no es el momento ni el lugar…

– Podrías haberme telefoneado tú, por cierto. En cualquier momento del maldito día. Lo cual habría solucionado el delicado problema de tener que llamarme desde la Cámara de los Jodidos Comunes. Donde, por supuesto, cualquiera podría estar escuchando. Eso es lo que te preocupa, ¿verdad, Eve?

– ¿Has estado bebiendo?

– ¿Dónde está mi hija?

– No puedo hablar de eso en este momento.

– ¿Quieres que me presente ahí? Siempre podrías comunicarme las últimas noticias sobre la desaparición de Charlotte en presencia de un periodista del vestíbulo. Eso redundaría en una buena prensa, ¿verdad? Claro, joder, me había olvidado. Prensa es justo lo que no deseas, ¿verdad?

– No me hagas esto, Alex. Sé que estás disgustado, tienes buenos motivos…

– Eres muy comprensiva.

– … pero has de comprender que la única manera de solucionar esto es…

– A la manera de Eve Bowen. Dime, ¿hasta cuándo vas a permitir que Luxford te presione?

– Me he reunido con él. Conoce mi postura.

Los dedos de Alex se cerraron alrededor del cable del teléfono como si fuera el cuello de Luxford.

– Cuándo te has reunido con él?

– Esta tarde.

– ¿Y?

– No tiene la intención de devolverla. De momento. Pero tendrá que hacerlo tarde o temprano, porque le he dejado claro que no pienso seguir su juego. ¿De acuerdo, Alex? ¿Te he contado lo suficiente?

Era obvio que quería colgar y regresar a los Comunes. A un debate, una votación u otra oportunidad de demostrar con qué facilidad podía aplastar a un oponente.

– Quiero hablar con ese bastardo.

– No servirá de nada. Manténte al margen de esto. Alex. Prométeme que lo harás. Por favor.

– No pienso aguantar otro día como el de hoy. Toda esa mierda de fingimientos. Con Charlie retenida en algún sitio… No pienso hacerlo.

– De acuerdo. No lo hagas. Pero no te acerques a Luxford.

– ¿Por qué? -No pudo reprimir la pregunta. Al fin y al cabo, estaba en la raíz de todo-. ¿Le quieres a solas? ¿Todo para ti? ¿Como en Blackpool, Eve?

– Ese comentario es muy desagradable. Voy a finalizar esta conversación. Ya hablaremos cuando estés sobrio. Por la mañana. Y había colgado el teléfono. Y él había bebido vodka hasta que el suelo de la cocina empezó a ladearse. Después, subió por la escalera, tambaleante, y se desplomó sobre la cama. En algún momento de la noche, ella debió quitarle los pantalones, la camisa y los zapatos, porque sólo llevaba calzoncillos y calcetines cuando se arrastró fuera de la cama.

Engulló cinco aspirinas y volvió al dormitorio. Se vistió poco a poco, a la espera de que las aspirinas obraran algún efecto en la tormenta que azotaba las paredes de su cráneo. Afortunadamente había aplazado su conversación matutina con Eve, ya que en su estado actual no habría sido rival para ella. Debía admitir que Eve había demostrado una misericordia muy poco usual al dejarle dormir la mona, en lugar de despertarle y obligarle a entablar la conversación que tanto había deseado sostener con ella. Le habría hecho polvo con tres o cuatro frases sin utilizar ni una cuarta parte de su potencia cerebral. Se preguntó qué indicaba sobre Eve (y sobre el estado de su matrimonio) el hecho de que ella se hubiera marchado sin una demostración de soberanía. Después se preguntó por qué se estaba preguntando por el estado de su matrimonio, cuando nunca había sucedido. No obstante, ya sabía la respuesta y, pese a su intento de apartarla de su mente, cuando bajó la escalera, la vio sobre la mesa: el ejemplar del Source seguía donde lo había dejado la señora Maguire.

Qué raro, pensó Alex. La señora Maguire traía a casa aquella mierda cada día desde tiempo inmemorial, pero nunca le había echado un vistazo hasta el miércoles por la noche, cuando Eve llamó su atención sobre el periódico. Bueno, había echado alguna mirada casual cuando envolvía los posos de café con papel de periódico. Se preguntó, burlón, cuántas neuronas de la señora Maguire se fundían cuando lo leía a diario.

Ahora, el periódico parecía atraerle como un imán. Hizo caso omiso de su cuerpo, que exigía café caliente, se acercó a la mesa y miró el periódico.

«Es una forma de ganarse la vida, ¿no?» se leía en primera plana, paralelo a la fotografía de un adolescente vestido de cuero púrpura. El chico había sido captado cuando salía de una casa adosada y bajaba por el camino privado. Sonreía a la cámara como si ya supiera el titular que acompañaría a la foto. Se llamaba Daffy Dukane, y el periódico le etiquetaba como el chapero sorprendido en un automóvil con Sinclair Larnsey, diputado por East Norfolk. El pie de la fotografía insinuaba que las circunstancias de Daffy Dukane (desventajas educativas, paro crónico, incluido en las estadísticas de personas imposibles de emplear) le habían obligado a vender sus favores como medio de supervivencia. El lector que deseara pasar a la página cuatro encontraría un editorial que despellejaba al gobierno culpable de haber empujado a miles de adolescentes hacia aquel trance. «Este es el resultado», se titulaba el editorial. Cuando Alex vio que lo firmaba alguien llamado Rodney Aronson, no Dennis Luxford, pasó de largo. Porque era a Dennis Luxford a quien deseaba conocer, y por motivos más profundos que su filiación política.

Como había dicho Eve: follaban cada noche y también cada mañana. Y no porque el muy cabrón la hubiera seducido, sino porque ella lo había deseado, le había deseado. Se habían entregado al folleteo como monos, y a ella le había importado un pepino quién era Luxford y qué defendía, pues sólo deseaba su cuerpo.

Alex pasó las páginas. No admitió lo que estaba buscando, pero lo buscó de todos modos. Repasó el periódico de principio a fin y, cuando terminó, sacó del revistero de roten todos los demás ejemplares del Source que la señora Maguire había traído a casa.

Podía imaginar la habitación del hotel, sus cortinas color naranja y sus muebles funcionales de imitación de roble, el desorden enloquecedor que producía Eve allá donde iba: maletín, papeles, revistas, cosméticos, zapatos en el suelo, secador sobre la cómoda, montones de toallas empapadas. Pudo imaginar un carrito del servicio de habitaciones con los restos de una comida esparcidos. Gracias a la luz que había dejado encendida en el cuarto de baño, pudo imaginar la cama y sus sábanas arrugadas. Incluso pudo imaginarla a ella, porque sabía (tenía años de experiencia en la materia) que tendría las rodillas levantadas, las piernas enlazadas alrededor de su torso, las manos en su cabello o en su espalda, y llegaría al orgasmo con una rapidez asombrosa, con un gritito de placer, mientras decía querido, no, para, es demasiado… y eso fue todo cuanto pudo imaginar.

Disgustado, arrojó el fajo de periódicos al suelo. «Esto tiene que ver con Charlie -se dijo, y trató de meter aquella información en su cabeza-. Esto no tiene que ver con Eve. Esto no tiene que ver con hace once años, cuando yo no la conocía, cuando ignoraba su existencia, cuando sus actos y relaciones no eran asunto mío, cuando quién y qué era…» Pero ésa era la cuestión, ¿no? Quién y qué había sido su mujer en otro tiempo, quién y qué era ahora.

Alex fue a buscar café. Lo bebió de pie ante el fregadero, solo y sin azúcar. Una distracción muy conveniente, aunque momentánea, de sus tortuosos pensamientos. Pero en cuanto lo bebió, después de escaldarse el paladar y la garganta, volvió a ella.

¿La conocía?, se preguntó. ¿Era posible conocerla? Al fin y al cabo era una política. Estaba acostumbrada a las exigencias camaleónicas de su carrera.

Pensó en esa carrera y en sus implicaciones. Había ingresado en la Asociación Conservadora de Marylebone, donde se habían conocido. Había trabajado para el partido a su lado. Había demostrado sus méritos tan a menudo y de una forma tan abrumadora que, rompiendo la tradición, el comité del distrito electoral le pidió que pusiera su nombre en la lista de candidatos. No había tenido que proponerlo ella. El había asistido a su entrevista, antes de ser seleccionada como candidata conservadora por Marylebone. Había escuchado su apasionada defensa de los ideales del partido. El mismo había compartido sus enérgicos puntos de vista sobre los valores familiares, la incalculable importancia de la pequeña y mediana empresa, los aspectos perjudiciales de la ayuda gubernamental, pero nunca habría podido expresar sus puntos de vista tan bien como ella. Daba la impresión de que sabía lo que iba a preguntarle el comité del distrito electoral aun antes de que lo decidieran. Habló de la necesidad de devolver la seguridad a las calles por la noche. Explicó sus planes para aumentar la mayoría del partido en Marylebone. Delineó las formas en que podía prestar apoyo al primer ministro. Tenía algo provocativo que decir acerca del cuidado de las esposas maltratadas, la educación sexual en los colegios, el aborto, el cumplimiento de las penas de prisión, el cuidado de los ancianos y los enfermos, los impuestos, los gastos y formas innovadoras de hacer campaña. Era rápida e inteligente, e impresionó al comité por su dominio de los datos. Alex sabía que no le había resultado difícil, por eso se preguntó: ¿Hablaba en serio? ¿Era sincera?

Y se preguntó qué le molestaba más: que Eve no fuera lo que aparentaba, o que hubiera dejado de lado sus principios para echar un polvo con alguien que defendía todo lo contrario que ella.

Porque ésa era la verdad sobre Luxford. No dirigiría aquel periodicucho si defendiera otras cosas. Su ideología política estaba clara. Lo que quedaba por descubrir era la naturaleza física del hombre. Porque descubrir su naturaleza física equivaldría a comprender. Y comprender era esencial si querían llegar al fondo del…

Exacto. Alex sonrió con sorna. Se felicitó por su absoluta degradación. En menos de treinta y seis horas, el ser racional que era había logrado convertirse en un hotentote. Lo que había empezado como pura desesperación por recuperar a su hija había dejado paso a una necesidad primaria de encontrar y borrar del mapa al anterior macho de su pareja sexual. Encontrar a Luxford para comprender era una mentira como una catedral. Alex quería verle para molerle a golpes. Y no por Charlie, no por lo que estaba haciendo a Charlie, sino por Eve.

Alex comprendió que nunca había preguntado a su mujer la identidad del padre de Charlie porque nunca había querido saberlo. Saber exigía reaccionar a ese saber. Y la reacción a ese saber en particular era lo que deseaba evitar.

– Mierda -susurró.

Se inclinó sobre el fregadero, con una mano a cada lado. Tal vez, como su mujer, debería ir a trabajar. Al menos, el trabajo le distraería. En casa no había nada, salvo sus pensamientos. Y eran enloquecedores.

Tenía que salir. Tenía que hacer algo.

Bebió otra taza de té. Su cabeza había dejado pie martillarle, las náuseas empezaban a desaparecer. Tomó conciencia del cantico monacal que había oído al despertar, caminó hacia su origen, que parecía ser la sala de estar.

La señora Maguire estaba arrodillada ante la mesita auxiliar, donde había colocado una cruz y algunas estatuas y velas. Tenía los ojos cerrados. Sus labios se movían en silencio. Cada diez segundos exactos, deslizaba otra cuenta del rosario entre sus dedos, y entretanto las lágrimas brotaban de sus ojos. Resbalaron por sus redondas mejillas y cayeron sobre el jersey, donde dos manchas húmedas en sus enormes pechos le revelaron que llevaba llorando mucho rato.

El cántico surgía de un magnetófono, y unas solemnes voces masculinas entonaban las palabras miserere nobis una y otra vez. Alex no sabía latín, así que no podía traducir las palabras, pero sonaban muy apropiadas a la situación. Consiguieron que se serenara.

Podía actuar y lo haría. Aquello no tenía nada que ver con Eve, ni con Luxford ni con lo sucedido entre ellos ni con la razón. Tenía que ver con Charlie, que no podía comprender la batalla que se desarrollaba entre sus padres. Y él podía hacer algo con relación a Charlie.

Cuando su hijo salió de la consulta del dentista, Dennis Luxford esperó un momento para hacer sonar la bocina. El sol de la mañana bañaba a su hijo, y la brisa agitaba su cabello rubio. Miró a derecha e izquierda, y arrugas de perplejidad aparecieron en su frente. Esperaba ver el Mercedes de Fiona, aparcado a tres edificios de distancia de la consulta del señor Wilcot, donde le había dejado una hora antes. Lo que no esperaba era descubrir que su padre había decidido comer con él a solas antes de devolverle a su escuela de Highgate.

– Yo iré a buscarle -había dicho Luxford a Fiona cuando su mujer estaba a punto de salir de casa para ir a recoger a su hijo v acompañarle a la escuela. Le miró con expresión dubitativa-. Dijiste que quería hablar conmigo, querida. Sobre Baverstock, ¿recuerdas?

– Eso fue ayer por la mañana -replicó Fiona.

No había reproche en sus palabras. No estaba enfadada porque se hubiera levantado demasiado tarde para conversar con su hijo durante el desayuno. Tampoco lo estaba porque anoche hubiera llegado pasada la medianoche. No tenía ni idea de que había esperado en vano hasta pasadas las once un mensaje de Eve Bowen, dándole permiso para contar la verdad sobre Charlotte en la primera página. Para Fiona, lo de anoche había sido otra intrusión necesaria en sus vidas, debido al trabajo de Luxford. Sabía que sus horarios eran imprevisibles, y sólo le estaba ofreciendo los hechos, como siempre: Leo había manifestado la intención de hablar con su padre dos días antes. Había planeado la conversación para la mañana del día anterior. Fiona no estaba segura de que aún quisiera hablar con su padre. Tenía buenos motivos para pensar así. Leo era tan variable como el clima inglés.

Luxford hizo sonar la bocina. Leo se giró en su dirección y su cabello salió disparado hacia adelante (el sol encendió sus extremos como un halo). Una sonrisa iluminó su rostro, una sonrisa encantadora, muy parecida a la de su madre, y siempre que la veía el corazón de Luxford se estrangulaba en el momento exacto en que su mente ordenaba a Leo que se endureciera, cambiara, caminara con los puños apretados y pensara como un gamberro. Naturalmente, Luxford no deseaba que su hijo fuera un gamberro, pero si conseguía que pensara como uno (incluso como la décima parte de uno), su manera de enfrentarse a la vida no sería tan preocupante.

Leo saludó con la mano. Se colgó la mochila a la espalda, dio un pequeño brinco y caminó con aire alegre en dirección a su padre. Luxford observó que los faldones de su camisa blanca colgaban fuera de los pantalones, por debajo de su jersey azul marino de uniforme. A Leo le gustaba el aspecto de aquel desaliño. La falta de interés en el aseo personal no formaba parte del carácter de Leo, pero sí de cualquier niño normal.

Leo subió al Porsche.

– ¡Papi! -dijo, y se corrigió de inmediato-. Hola, papá. Estaba buscando a mamá. Dijo que estaría en la panadería. Allí. Apuntó un dedo en aquella dirección.

Luxford aprovechó la oportunidad para echar un vistazo a las manos de Leo. Estaban perfectamente limpias, con las uñas cortadas, sin suciedad debajo de ellas. Luxford catalogó aquella información junto con todo lo demás que le preocupaba de su hijo. Se sentía impaciente al respecto. ¿Dónde estaba la suciedad, las costras, los arañazos? Maldición, estaba mirando las manos de Fiona, de dedos largos y ahusados, y uñas ovaladas, con medias lunas perfectas en las cutículas. ¿Había transmitido algo de su material genético a su hijo?, se preguntó Luxford. ¿Por qué la similitud en la apariencia debía acarrear también una similitud en todo lo demás? Leo iba a heredar incluso la altura esbelta de su madre, no el cuerpo fornido de Luxford, y Luxford había dedicado muchas horas a pensar qué uso haría Leo de su cuerpo. Quería pensar en su hijo como en un corredor de fondo, un corredor de vallas, un saltador de altura, un saltador de distancia, un saltador de pértiga. No quería pensar en su hijo como Leo pensaba de sí mismo: un bailarín.

– Tommy Tune es muy alto -había señalado Fiona cuando Luxford dijo no a un par de zapatos de claqué que Leo quería para su cumpleaños-¿Y Fred Astaire no era alto, querido?

– Esa no es la cuestión -replicó Luxford con los dientes apretados-. Por el amor de Dios, Leo no será bailarín, y no va a tener zapatos de claqué.

De modo que Leo había tomado la iniciativa. Pegó con cola peniques en las punteras y los tacones de su mejor par de zapatos y bailó claqué enérgicamente sobre las losas de la cocina. Fiona había calificado aquel comportamiento de ingenioso. Luxford lo había llamado destructivo y desobediente, y confinó dos semanas a Leo en su habitación como castigo. A Leo no le importó demasiado el castigo. Se quedó muy contento en su habitación, leyó sus libros de arte, cuidó de sus pinzones y reordenó las fotografías de los bailarines que admiraba.

– Al menos es baile moderno -señaló Fiona-. No es que quiera estudiar ballet.

– Ni hablar, y es mi última palabra -dijo Luxford, e investigó que el Colegio Masculino Baverstock no hubiera añadido baile (claqué o el que fuera) a su plan de estudios desde que había sido alumno.

– Íbamos a tomar pastas de té -dijo Leo-. Mamá y yo. Después del dentista. Tengo toda la boca entumecida. Supongo que no habría disfrutado mucho comiéndolas. ¿Mi boca no te parece peculiar, papá? Siento una sensación muy rara.

– Tu boca está bien -dijo Luxford-. He pensado que podríamos ir a comer, si puedes saltarte otra hora de escuela y si no sientes molestias en la boca.

Leo sonrió.

– ¡Chachi pirulí! -Se retorció en su asiento y cogió el cinturón de seguridad-. El señor Poner quiere que cante un solo el día de los Padres. Me lo dijo ayer. ¿Te lo contó mamá? Será un aleluya. -Volvió a enderezarse-. De hecho, no es un solo, porque el resto del coro también catará, pero hay una parte en la que cantaré solo durante un minuto entero. Supongo que eso se considera un solo, ¿verdad?

Luxford tuvo ganas de preguntar a su hijo si podría hacer otra cosa el día de los Padres, como preparar un proyecto científico o pronunciar un discurso en el que exhortara a sus compañeros a la rebelión política, pero se mordió la lengua y puso en marcha el coche.

– Me encantará escucharte -dijo-. Siempre quise estar en el coro de Baverstock -mintió-. Tienen uno muy bueno, pero yo desafinaba. Si cantaba algo, siempre sonaba como piedras agitadas en un cubo.

– ¿De veras? -Leo olfateaba las mentiras con una desconcertante perspicacia, también heredada de su madre-. Qué curioso. Nunca habría supuesto que querías estar en un coro, papá.

– ¿Por qué no?

Luxford miró a su hijo. Leo apretaba los dedos con delicadeza sobre su labio superior, intentaba descubrir el grado de entumecimiento de su boca.

– Supongo que el dentista podría machacarte el labio y no te darías cuenta -dijo el niño con aire pensativo-. Supongo que podrías comértelo, y tampoco te darías cuenta. Que brillante, ¿verdad? -Y entonces, como su madre, el inesperado cambio de conversación, como si quisiera coger por sorpresa al oyente-. Deberías pensar que estar en el coro era de maricas, ¿verdad, papá?

Luxford no estaba dispuesto a que le distrajera del tema de conversación elegido por él. Tampoco iba a permitir que su hijo convirtiera la conversación en un análisis de su padre. Ya tenía bastante con Fiona.

– ¿Te he dicho que Baverstock tiene una escuela de navegación en canoa? Eso no existía en mis tiempos. Practican en la piscina, porque son canoas individuales, y una vez al año hacen una expedición al Loira. -¿Había captado un destello de interés en la cara de Leo? Luxford decidió que sí y continuó-. Lo de las canoas es una de las actividades extraescolares. Fabrican sus propias canoas, y durante las vacaciones de Pascua se van una semana de acampada y practican deportes de riesgo. Escalada, ala delta, tiro al blanco, primeros auxilios. Esa clase de cosas.

Leo bajó la cabeza. El cinturón de seguridad había arrugado su jersey. Estaba acariciando la hebilla del cinturón de seguridad.

– Te va a gustar más de lo que piensas -dijo Luxford, buscando un tono que indicara su fe en la completa colaboración de Leo. Giró en lo alto de Highgate Hill y se dirigió hacia la calle mayor-. ¿Dónde comemos?

Leo se encogió de hombros. Luxford vio que se estaba mordisqueando el labio.

– No hagas eso, Leo -dijo-. Mientras esté entumecido, no.

Dio la impresión de que Leo se hundía más en el asiento.

Como su hijo no sugería nada, Luxford escogió al azar. Encajó el Porsche en un hueco cercano a una cafetería de aspecto elegante, en Pond Square. Guió a Leo al interior, sin hacer caso de que el habitual paso decidido de su hijo se hubiera transformado en una marcha lenta y exánime. Le dijo que se sentara a una mesa, le acercó una carta de color marfil laminada y leyó en voz alta los platos especiales del día escritos en la pizarra iluminada.

– ¿Qué querrás? -preguntó.

Leo volvió a encogerse de hombros. Dejó la carta sobre la mesa, apoyó la mejilla en la palma y golpeó una pata de la mesa con el tacón del zapato. Suspiró y dio vueltas al jarrón que había en el centro de la mesa con la otra mano. Reordenó el ramo de flores blancas y las hojas para que se vieran desde todos los ángulos. Lo hizo como sin darse cuenta, una actividad innata que ponía los pelos de punta a su padre y destruía su paciencia.

– ¡Leo! -La voz de Luxford había perdido su afabilidad paternal.

Leo apartó enseguida los dedos del jarrón. Alzó la carta y fingió estudiarla.

– Sólo me estaba preguntando… -dijo en voz baja, con la barbilla adelantada para dar a entender que se lo preguntaba a sí mismo.

– ¿Qué? -preguntó Luxford.

– Nada.

El pie golpeó la pata de nuevo.

– Me interesa. ¿Qué?

Leo señaló las flores con un gesto.

– Por qué la lunaria de mamá tiene flores más pequeñas que éstas.

Luxford dejó su carta con cuidado. Paseó la vista desde las flores (cuyo nombre no habría sido capaz de pronunciar ni bajo amenaza de muerte) hasta su cargante hijo. El Colegio Masculino Baverstock era lo que necesitaba, sin duda. Cuanto antes mejor. Sin ella, en un año más las excentricidades de Leo ya no tendrían remedio. ¿Cómo demonios sabía las cosas que sabía? Fiona hablaba de ellas, cierto, pero Luxford sabía que su mujer no daba clases a Leo sobre las maravillas de la botánica, ni le alentaba a devorar libros o admirar a Fred Astaire.

– Dennis, no te entiendo -había dicho Fiona más de una vez por las noches, mucho después de que Leo se hubiera acostado-. Tiene su propia personalidad, y es una personalidad adorable. ¿Por qué intentas convertirle en ti?

Pero Luxford no intentaba convertir a Leo en una versión en miniatura de sí mismo, sino en una versión en miniatura del futuro adulto Leo. No quería ni pensar en que el Leo actual fuera una forma larval del futuro Leo. El chico sólo necesitaba consejo, una mano firme y unos años de interno en un colegio.

Cuando la camarera vino a tomar nota, Luxford pidió el plato especial de ternera. Leo se estremeció.

– Son vacas pequeñitas, papá -dijo, y escogió queso fresco y emparedado de piña-. Con patatas fritas -añadió, y dijo a su padre en una típica exhibición de sinceridad-: Cargan un extra.

– Estupendo -replicó Luxford.

Pidieron las bebidas, y cuando la camarera se fue, los dos contemplaron la lunaria que Leo había reordenado.

Era temprano para comer (faltaba poco para las doce) y tenían casi todo el restaurante para ellos solos. Sólo había dos mesas más ocupadas, al otro extremo del local y protegidas por árboles plantados en macetas, de modo que no tenían grandes posibilidades de distracción. Mejor, decidió Luxford, porque debían entablar su conversación.

Hizo la primera maniobra.

– Leo, sé que no te hace nada feliz ir a Baverstock. Tu madre me lo ha dicho. Has de saber que yo no tomaría una decisión como ésta si no pensara que es lo mejor para ti. Fue mi colegio, ya lo sabes. Hizo maravillas por mí. Me moldeó, me proporcionó firmeza moral, confianza en mí mismo. Hará lo mismo por ti.

Leo siguió la dirección que Fiona había predicho. Su pie golpeó rítmicamente la pata de la silla mientras hablaba.

– El abuelo no fue allí. Tío Jack tampoco.

– Bien. De acuerdo. Pero quiero más para ti de lo que ellos tienen.

– ¿Qué tiene de malo la tienda y el aeropuerto?

Era una pregunta inocente, formulada con voz inocente y serena, pero Luxford no estaba dispuesto a enzarzarse en una discusión sobre la tienda de electrodomésticos de su padre ni sobre el empleo de su hermano en la seguridad de Heathrow. A Leo le habría gustado, pues habría centrado la conversación en otra persona y tal vez provocado un giro completo si jugaba sus cartas con habilidad. Pero en aquel momento Leo no detentaba el control.

– Es un privilegio ir a un colegio como Baverstock.

– Tú siempre dices que los privilegios son tonterías -objetó Leo.

– No me refiero a esa clase de privilegios. Quiero decir que poder ir a un colegio como Baverstock no se puede rechazar así como así, puesto que cualquier muchacho en su sano juicio ocuparía sin vacilar tu plaza.

Luxford vio que su hijo jugueteaba con el cuchillo y el tenedor, balanceando la hoja del primero entre los dientes del otro. No habría podido parecer menos impresionado por el privilegio que su padre intentaba explicarle. Luxford continuó.

– La enseñanza es soberbia, y puesta al día. Trabajarás con ordenadores y aprenderás ciencia avanzada. Tienen un centro de actividades técnicas donde se puede construir de todo… si tienes cabeza para eso.

– No quiero ir.

– Harás docenas de amigos, y al cabo de un año te gustará tanto que ni siquiera querrás volver a casa durante las vacaciones.

– Soy demasiado pequeño -dijo Leo.

– No seas absurdo. Casi doblas en tamaño a otros chicos de tu edad, y cuando vayas allí en otoño serás quince centímetros más alto que cualquiera de tu curso. ¿De qué tienes miedo? ¿De que te chuleen? ¿Es eso?

– Soy demasiado pequeño -insistió Leo. Se reclino en la silla y contempló la escultura que había hecho con el cuchillo y el tenedor.

– Leo, ya he dicho que tu tamaño…

– Sólo tengo ocho años -replicó el niño. Miró a su padre con aquellos ojos azules (el muy cabroncete hasta tenía los ojos de Fiona) anegados en lágrimas.

– No llores, por el amor de Dios -dijo Luxford. Lo cual, por supuesto, provocó que las compuertas se abrieran-. ¡Leo! -Pronunció su nombre con la mandíbula tensa-. ¡Leo, por el amor de Dios!

El muchacho bajó la cabeza hasta la mesa. Sus hombros se estremecieron.

– Basta -siseó Luxford-. Enderézate. Ahora mismo. Leo intentó controlarse, pero terminó sollozando.

– No… p… puedo. Papá, no… puedo.

La camarera eligió aquel momento para llegar con la comida.

– ¿Quiere que…? -dijo-. ¿El chico está…? -Se detuvo vacilante a tres pasos de la mesa, con un plato en cada mano y una expresión de simpatía en la cara-. Oh, pobre pequeño -dijo como si arrullara a un pájaro-. ¿Le traigo algo especial?

«Firmeza moral -pensó Luxford-, pero dudo que esté en la carta.»

– Está bien -dijo-. Leo, aquí tienes tu comida. Enderézate.

Leo alzó la cabeza. Su cara parecía moteada, como piel de fresa. Su nariz había empezado a moquear. Exhaló un suspiro. Luxford sacó su pañuelo y se lo pasó.

– Suénate -dijo-, y luego come.

– A lo mejor le agrada un dulce -dijo la camarera-. ¿Te apetece, cariño? ¡Qué cara más bonita! -dijo en voz baja a Luxford-. Parece uno de esos ángeles pintados.

– Gracias -dijo Luxford-, pero es todo cuanto necesita en este momento.

¿Y después de aquel momento? Luxford no lo sabía. Cogió el cuchillo y el tenedor y troceó la ternera. Leo dibujó desconsolados garabatos con ketchup sobre su montaña de patatas fritas. Dejó el frasco y contempló el plato, con los labios temblorosos. Se avecinaban más lágrimas.

– Come, Leo -dijo Luxford mientras masticaba la ternera que, para su sorpresa, estaba absolutamente deliciosa, fuera de vaca pequeñita inocente o no.

– No tengo hambre. Me noto la boca rara.

– Leo, he dicho que comas.

Leo sorbió por la nariz y ensartó una sola patata, de la que mordió un pedazo minúsculo que procedió a masticar. Luxford pinchó más ternera y miró a su hijo. Leo dio un segundo mordisquito a la patata, y después un tercero aún más pequeño. Siempre había sido un artista en traslucir desafío mediante un acto de aparente obediencia. Luxford sabía que podía obligarle a comer como era debido, pero no quería otra ronda de lágrimas en público.

– Leo -dijo.

– Estoy comiendo.

Leo cogió la mitad del emparedado y lo sostuvo de tal forma que la tercera parte del queso y la piña resbalaron entre las rebanadas de pan y cayeron sobre la mesa.

– Oh -dijo.

– Te estás portando como un… -Luxford buscó la palabra mientras oía la voz razonable de su mujer que decía. «Se está portando como un niño porque es un niño, Dennis. ¿Por qué esperas que sea lo que no puede ser, si sólo tiene ocho años? El no espera nada irracional por tu parte.»

Leo recogió con los dedos el queso y la piña y los puso sobre las patatas. Vertió más ketchup sobre la mezcla y la revolvió con el dedo índice. Intentaba poner a prueba a su padre, y éste lo sa bía. No necesitaba leer alguno de los libros de psicología de Fiona para saberlo. Tampoco tenía la intención de que le pusiera a prueba.

– Sé que te asusta marcharte lejos -dijo. Cuando los labios del niño empezaron a temblar de nuevo, se apresuró a añadir-: Es normal, Leo, pero Baverstock no está tan lejos. Sólo queda a ciento veinte kilómetros de casa.

Leyó en la cara del niño que «sólo queda a ciento veinte kilómetros» equivalía a la distancia de la Tierra a Marte, con su madre en un planeta y él en otro. Luxford sabía que, dijera lo que dijese, nada iba a alterar el hecho de que cuando Leo fuera a Baverstock, Fiona no iría con él.

– Tendrás que confiar en mí, hijo -dijo por fin-. Algunas cosas se hacen con la mejor de las intenciones, y ésta es una de ellas, créeme. Ahora, come.

Dedicó toda su atención a la comida, y sus gestos dieron a entender que la discusión había terminado, pero no había ido como él pretendía, y la solitaria lágrima que resbalaba por la mejilla de Leo le reveló que había metido la pata. Fiona se lo confirmaría por la noche.

Suspiró. Le dolían los hombros, una manifestación física de todo lo que debía soportar en aquel momento. Tenía demasiadas cosas en la cabeza. No podía lidiar al mismo tiempo con Leo, Fiona, las patéticas bellaquerías de Sinclair Larnsey, Eve, lo que estuviera tramando Rod Aronson, cartas anónimas, llamadas telefónicas amenazadoras y, sobre todo, la desaparición de Charlotte.

Había intentado apartar de su mente a la niña y lo había logrado durante casi toda la mañana, diciéndose que el pecado de la inacción recaería sobre la cabeza de Evelyn si algo le pasaba a Charlotte. El no era parte de su vida (por expreso deseo de su madre), y nada de lo que hiciera cambiaría la situación. No era responsable de lo ocurrido a la niña. Aunque en realidad sí lo era. De la única y más profunda manera, era totalmente responsable de Charlotte, y lo sabía.

La noche anterior se había sentado ante su escritorio con la mirada clavada en el teléfono.

– Vamos, Evelyn. Telefonéame -repitió una y otra vez, hasta que ya no pudo retener más las rotativas.

Había escrito la historia. Los nombres, las fechas y los lugares estaban incluidos. Sólo necesitaba una llamada telefónica de ella, y la historia se publicaría en la primera página, donde su secuestrador la quería, y Charlotte quedaría en libertad y volvería a casa. Pero la llamada telefónica no se había producido. El periódico había salido con la historia del chapero en primera plana. Y ahora, Luxford esperaba que la tormenta se desatase.

Intentó decirse que el secuestrador se limitaría a llevar la historia a otro periódico, y la elección más lógica era el Globe. No obstante, en el momento en que casi había logrado convencerse de que el muy bastardo sólo buscaba publicidad, oyó de nuevo la voz al otro extremo de la línea. «La mataré si no publicas la historia.» Y no sabía qué parte del mensaje adquiría preponderancia en la mente del secuestrador: la amenaza de matar, la exigencia de sacar a la luz la historia, o la condición de que la historia se publicara en el periódico de Luxford.

El no publicar la historia suponía un farol que, de entrada, no tenía derecho a suponer. El hecho de que Evelyn hiciera lo mismo no mitigaba su angustia. Había dejado claro en Harrod's que le consideraba responsable de la desaparición de Charlotte, daba por sentado que él se estaba tirando un farol, convencida de que nunca levantaría la mano para hacer daño a su propia hija.

Sólo se le ocurría una solución. Tenía que cambiar la convicción de Evelyn. Tenía que hacer frente a sus pautas mentales y obligarla a comprender que no era el hombre que ella pensaba.

Pero no sabía cómo hacerlo.

9

Helen Clyde no recordaba cuándo había oído por primera vez la expresión «encontrar una mina de oro». Debió de ser en algún diálogo de las películas de detectives americanos que veía con su padre durante sus años de formación. Su padre era un fanático de los detectives privados más duros e inflexibles. Cuando no estaba enfrascado en alguna de sus piruetas financieras, leía a Raymond Chandler y Dashiell Hammett, a la espera de que la siguiente película de Humphrey Bogart fuera emitida por enésima vez por televisión. Prefería a Humphrey Bogart por encima de todos. En ocasiones desesperadas, cuando Sam Spade y Philip Marlowe se habían ausentado de la BBC para una misión, el padre de Helen tenía que conformarse con sus pálidos alter egos de los últimos años. De ahí debía venir «encontrar una mina de oro», una semilla del diálogo plantada en su mente durante las interminables horas pasadas ante las imágenes en movimiento procedentes del tubo de rayos catódicos. La semilla floreció por completo durante sus esfuerzos matutinos en los alrededores de Cross Keys Close, en Marylebone. Y una mina de oro fue lo que encontró cuando interrogó al habitante del número 4.

En casa de St. James, a las nueve y media de la mañana, habían dividido el trabajo en tres partes. St. James seguiría la pista de Breta, a partir de la escuela Geoffrey Shenkling. Deborah recogería una muestra de la caligrafía de Dennis Luxford para eliminarle como posible autor de las notas de secuestro. Helen interrogaría a los vecinos de Cross Keys Close para averiguar si alguien había merodeado por la zona en los días previos a la desaparición de Charlotte.

– Lo de Luxford es casi innecesario -dijo St. James-. No puedo creer que escribiera la nota él mismo, si raptó a la niña, pero hemos de eliminarle de facto. De modo que, amor mío, si no te importa acercarte al Source…

Deborah enrojeció.

– Dios mío, Simon. Soy terrible para estas cosas. Ya lo sabes. ¿Qué demonios voy a decirle?

– La verdad -replicó St. James.

Deborah no parecía muy convencida. Toda su experiencia en aquellos asuntos se reducía, de momento, a un contacto de forzar una puerta en compañía de Helen, cuatro años atrás, y aun en ese caso Helen había tomado la iniciativa y pedido a Deborah que la siguiera como un soldadito obediente.

– Piensa en Miss Marple, querida -dijo Helen-. O en Tuppence. Piensa en Tuppence. O en Harriet Vane.

Por fin, Deborah decidió llevarse las cámaras, como un impermeable que la protegiera del tiempo inclemente de lo desconocido.

– Al fin y al cabo, es la redacción de un periódico -explicó angustiada, temiendo que St. James y Helen la obligaran a salir de Chelsea desarmada-. No me sentiré tan violenta si me llevo las cámaras. No pareceré fuera de lugar. Allí también habrá fotógrafos, ¿verdad? Montones de fotógrafos. ¿En la redacción de un periódico? Claro que sí. Por supuesto.

– De incógnito -exclamó Helen-. Eso es, querida. Así me gusta. Nadie que te vea se fijará en ti, y al señor Luxford le gustará tanto el detalle que colaborará en todo. Deborah, has nacido para esto.

Deborah había lanzado una risita. Había recogido las cámaras y marchado. St. James y Helen habían hecho lo mismo.

Desde que la había dejado en la esquina de Marylebone High Street con Marylebone Lane, para luego dirigirse hacia Edgware Road, Helen había estado haciendo preguntas. Había empezado en los comercios de Marylebone Lane, y ceñía sus preguntas a la desaparición de una niña cuya fotografía enseñaba brevemente una vez, pero cuyo nombre callaba. Helen había depositado todas sus esperanzas en el propietario del Golden Hind Fish and Chips Shop. Como Charlotte siempre pasaba por allí los miércoles antes de la clase de música, ¿qué mejor lugar para alguien donde esperarla y vigilarla, sentado a una de las cinco mesas de patas inestables? Había una ideal a tal efecto, encajada en una esquina detrás de una máquina tragaperras, pero desde la cual se podía ver a cualquiera que pasara por Marylebone Lane.

Sin embargo, el propietario de la tienda, pese a las frases de aliento de Helen, que las murmuraba como si fueran mantras, tipo «Pudo haber sido un hombre, o una mujer, o ser alguien a quien usted no hubiera visto nunca», meneó la cabeza y siguió llenando de aceite vegetal una de sus espaciosas cubas de cocinar. Puede que hubiera alguien nuevo merodeando, dijo, pero ¿cómo iba a saberlo? Su tienda siempre estaba llena, gracias a Dios en los tiempos que corrían, y si un desconocido entraba para zamparse un buen trozo de bacalao, él podía pensar que era uno de los ejecutivos de Bulstrode Place. Ahí debería preguntar, en cualquier caso. Los edificios donde trabajaban tenían ventanas panorámicas que daban a la calle. Más de una vez había visto a una secretaria o a un empleado mirar por la ventana, en lugar de ocuparse de su trabajo. Por eso todo el país se estaba yendo al carajo. La ética del trabajo ya no existía. Demasiadas fiestas en el ramo bancario. Todo el mundo con la mano extendida, a ver si el gobierno le dejaba algo en la palma. Cuando tomó aliento para explayarse sobre el tema, Helen se apresuró a darle las gracias y le dejó la tarjeta de St. James. Si por casualidad recordaba algo…

Los negocios situados a espaldas de Bulstrode Place ocuparon varias horas de su tiempo. Tuvo que echar mano de todos sus recursos, apelar a una combinación de persuasión y engaño para salvar el obstáculo de recepcionistas y personal de seguridad, con el fin de acceder a alguien que tuviera un despacho o una mesa cerca de las ventanas que daban a Bulstrode Place y Marylebone Lane. Una vez más, no obtuvo nada de provecho, salvo una dudosa oferta de empleo para un trabajo más que dudoso de un ejecutivo lujurioso.

La cosa no mejoró en el pub Prince Albert, donde el cantinero acogió su pregunta con una carcajada incrédula.

– ¿Alguien merodeando? ¿Alguien que pareciese fuera de lugar? -rió-Cariño, estamos en Londres. Los holgazanes son mi negocio. ¿Qué parece fuera de lugar en estos tiempos? A menos que alguien entrara babeando sangre como un vampiro, no me daría cuenta. Y hasta es posible que ni en ese caso, teniendo en cuenta los tiempos que corren. Mi única pregunta es si tienen dinero para pagar sus copas.

Después, inició su penosa andadura por Cross Keys Close. Nunca había estado en un barrio de Londres que le recordara tanto las andanzas de Jack el Destripador. Incluso a pleno día, la zona le ponía los pelos de punta. Altos edificios se alzaban a cada lado de estrechas callejuelas, de modo que sólo algún ocasional rayo de sol penetraba en la oscuridad, silueteaba una hilera de tejados y formaba un charco caprichoso frente a alguna puerta afortunada. No había nadie en la zona, lo cual sugería la posibilidad de que la presencia de un extraño llamara la atención, pero tampoco había nadie en la mayoría de las ratoneras que pasaban por viviendas.

Evitó la casa de Damien Chambers, si bien tomó nota de la música de teclado eléctrico que se oía tras la puerta cerrada. Se concentró en los vecinos del profesor de música e investigó en ambos lados de la angosta calle adoquinada. Sus únicos acompañantes eran dos gatos (uno de color jengibre y otro atigrado, al parecer aquejado de un hambre ancestral) y un pequeño ser peludo de hocico puntiagudo. Se deslizaba sobre unas patas diminutas a lo largo de la fachada de un edificio. Su presencia le reveló que cuanto más breve fuera su estancia en la zona, mejor.

Helen exhibió la fotografía de Charlotte y explicó su desaparición. Eludió contestar preguntas obvias como ¿quién es? o ¿la niña vive por aquí?, y fue al grano una vez finalizados los preliminares: es muy posible que la niña hubiese sido secuestrada. ¿Habían visto a alguien rondar por allí ¿Alguien sospechoso? ¿Alguien que se entretuviera demasiado rato?

En el número 1 y el 3, dos mujeres cuyos televisores rugían el mismo programa de entrevistas, recibió la misma información que Simon y ella habían recibido de Damien Chambers el miércoles por la noche: el lechero, el cartero y el repartidor eran las únicas personas que habían visto en las callejuelas. Del número 6 al 9 recibió miradas inexpresivas. De media docena más no recibió nada, porque no había nadie en casa. Y entonces le tocó el gordo en el número 5.

Cuando llamó a la puerta, pensó que estaba bien encaminada. Miró hacia arriba por casualidad (de la misma manera que había paseado la vista alrededor mientras recorría el laberinto de callejuelas) y vio una cara enjuta que la observaba subrepticiamente por una rendija de las cortinas desde la única ventana de un primer piso. Alzó una mano a modo de saludo y trató de aparentar la mayor inocencia.

– ¿Puedo hablar un momento con usted, por favor? -dijo, y vio que los ojos se entornaban.

Le dedicó una sonrisa alentadora. La cara desapareció. Llamó otra vez. Transcurrió casi un minuto, y entonces la puerta se abrió unos centímetros.

– Muchas gracias -dijo Helen-. Sólo será un momento. Buscó en el bolso la foto de Charlotte.

Los ojos de la cara enjuta la miraron con cautela. Helen no estaba segura de si pertenecían a un hombre o una mujer, puesto que iba vestido de una forma asexuada, con un chándal verde y zapatillas.

– ¿Qué quiere? -preguntó Cara Enjuta.

Helen sacó la foto y explicó la desaparición de Charlotte. Cara Enjuta cogió la foto con una mano manchada por la edad y la sostuvo entre unos dedos de uñas rojo brillante. Aquello, al menos, zanjaba la cuestión del sexo, a menos que se tratara de un travestido anciano.

– Posiblemente ha desaparecido de Cross Keys Close -dijo Helen.

– Estamos tratando de averiguar si alguien estuvo merodeando por la zona la semana pasada.

– Pewman llamó a la policía -dijo la mujer, y devolvió la fotografía a Helen. Se secó la nariz con el dorso de la mano y movió la cabeza en dirección al número 4, en la acera opuesta-. Pewman -repitió-. No fui yo.

– ¿A la policía? ¿Cuándo?

La mujer se encogió de hombros.

– Había un vagabundo a principios de semana. Ya sabe, esos tipos que hurgan los cubos de la basura en busca de comida. A Pewman no le gustan. Bueno, a ninguno de nosotros, pero fue Pewman quien llamó a la policía.

Helen asimiló la información. Habló con rapidez, antes de que la mujer decidiera que ya había hablado bastante y cerrara la puerta.

– ¿Está diciendo que había un vagabundo en el barrio, señora…?

Esperó a poder adjudicar un nombre a la mujer, una indicación de la creciente cordialidad y confianza que nacía entre ellas. Enjuta no pensaba lo mismo. Se pasó la lengua por los dientes y dedicó a Helen una mirada esclarecedora de que entre ambas la amistad era imposible. Helen continuó.

– ¿Ese vagabundo estuvo aquí varios días? Y Pewman… ¿el señor Pewman? ¿Llamó a la policía?

– El agente le ahuyentó. -Sonrió. Helen vio sus dientes y se prometió visitar a su dentista con mayor regularidad-. Yo lo vi. El vagabundo cayó dentro del cubo de la basura, protestando de la brutalidad policial. Pero lo hizo Pewman. Llamó a la policía. Pregúntele a él.

– ¿Puede describir al…?

– Hummm. Ya lo creo. Era apuesto. Un tipo serio. Cabello oscuro, como un casco. Muy agradable y pulcro. Labios gruesos. Daba sensación de autoridad.

– Oh, querida, lo siento -dijo Helen, y consiguió que su voz aún sonara cordial y paciente-. Me refería al vagabundo, no al policía.

– Ah, ése. -La mujer se enjugó la nariz de nuevo-. Iba vestido de marrón, como los soldados.

– ¿Caqui?

– Eso. Todo arrugado, como si hubiera dormido vestido. Botas pesadas, sin cordones. Mochila… una de esas cosas grandes.

– ¿Un macuto?

– Eso es. Exacto.

La descripción coincidía con la de unos diez mil hombres que vagaban a la sazón por Londres. Helen insistió.

– ¿Le llamó la atención algo en especial? Una característica física. Su cabello, por ejemplo. Su cara, su cuerpo…

Se había equivocado de pregunta. La mujer sonrió y dedicó a Helen otra exhibición de sus dientes.

– Miraba al poli más que a él. El poli tenía un bonito culito. Me gustan los hombres con el culo prieto, ¿y a usted?

– Desde luego. Soy una apasionada de los traseros masculinos prietos. En cuanto al otro hombre…

La mujer sólo se había fijado en su pelo.

– Bastante canoso. Le salía a mechones pringosos por debajo de una gorra de punto. La gorra… -Hurgó con una uña entre dos dientes mientras pensaba-. Color azul marino. Pewman telefoneó a la bofia cuando empezó a rebuscar en su cubo de basura. Pewman sabrá describir su aspecto mejor que yo.

Pewman lo sabía, gracias a Dios. Y estaba en casa, aún más gracias a Dios. Escritor de guiones, explicó, y Helen le había sorprendido en mitad de una frase, de manera que si no le importaba…

Helen se refirió al vagabundo sin más explicaciones.

– Ah, sí -dijo Pewman-, me acuerdo de él.

Proporcionó a Helen una descripción que la maravilló de sus dotes de observación. El hombre tenía entre cincuenta y sesenta años, mediría un metro setenta y cinco, tenía la cara morena y arrugada, como si hubiera tomado mucho el sol, los labios agrietados y blancos a causa de la piel muerta, las manos encallecidas, cubiertas de cortes en el dorso, y llevaba los pantalones sujetos mediante una cinta marrón pasada por las presillas del pantalón.

– Y llevaba un zapato con alzas -concluyó Pewman.

– ¿Con alzas?

– Sí, una suela era más gruesa que la otra. ¿Polio en la infancia, tal vez? -Lanzó un carcajada infantil cuando observó el estupor de Helen ante sus dotes de observación-. Soy escritor -dijo a modo de explicación-. Parecía un buen personaje, así que escribí su descripción cuando le vi rebuscando en la basura. Nunca se sabe cuándo algo puede ser útil.

– Usted telefoneó a la policía, según su vecina, la señora… Helen señaló hacia el lado opuesto de la calle, donde se fijó en que su conversación era espiada desde una rendija en las cortinas.

– ¿Yo? -El hombre meneó la cabeza-. No. Pobre desgraciado. Nunca habría llamado a la bofia para denunciarle. No había gran cosa en mi cubo de la basura, podía hacer con ella lo que le diera la gana. Debió de ser otro vecino, tal vez la señorita Schickel, del número diez. -Puso los ojos en blanco y ladeó la cabeza en dirección al diez, más abajo del callejón-. Es una de esas personas que se han hecho a sí mismas, ¿sabe usted? Sobrevivió a los bombardeos alemanes, etcétera. No soportan a los pobres. Debió de decirle al pobre diablo que se largara, y como no lo hizo, telefoneó a la bofia. No paró de telefonear hasta que vinieron y le apalizaron.

– ¿Vio cómo le apalizaban?

No lo había visto, dijo el hombre. Sólo había visto que hurgaba en la basura. No sabía con exactitud cuánto tiempo había merodeado por la zona, pero sabía que más de un día. Pese a su falta de tolerancia por el prójimo caído en desgracia, era improbable que la señora Schickel hubiera llamado a la policía por una sola incursión en su basura.

¿Sabía el día exacto en que habían apalizado al vagabundo?

Pensó un momento, mientras jugueteaba con un lápiz. Luego dijo que habría sido un par de días antes. Tal vez el miércoles. Sí, el miércoles, sin duda, porque su madre le había telefoneado el miércoles, y mientras hablaba con ella había mirado por la ventana y visto al pobre diablo. No había visto al hombre desde entonces, ahora que lo pensaba.

Fue en aquel momento cuando Helen pensó en aquella expresión detectivesca. Había encontrado un buen filón, por fin. La pista era sólida.

La existencia de una pista palió en parte la frustración de St. James. Con la bendición de la directora de la escuela Geoffrey Shenkling, había hablado con todas las niñas en posesión de un nombre que se pareciera remotamente al apodo de Breta. Había interrogado a Albertas, Brudgets, Elizabeths, Berthes, Bebettes, Ritas y Brittanys de entre ocho y doce años, de todas las razas, credos y caracteres posibles. Algunas eran tímidas. Otras estaban asustadas. Otras eran deslenguadas. Y otras estaban encantadas de salir de la clase. Pero ninguna conocía a Charlotte Bowen, ya como Charlotte, Lottie o Charlie. Y ninguna había ido a la consulta del viernes por la tarde de Eve Bowen, ya con un padre, un tutor o una amiga. St. James se había marchado de la escuela con una lista de las niñas que se habían ausentado aquel día y sus números de teléfono, con la sensación de que la escuela Shenkling era un callejón sin salida.

– Si ése es el caso, tendremos que investigar en todas las escuelas de Marylebone -dijo St. James-, mientras el tiempo sigue pasando. Lo cual favorece al secuestrador, por supuesto. Mira, Helen, si dos fuentes diferentes no nos hubieran confirmado que Breta es una amiga de Charlotte, apostaría a que Damien Chambers la había inventado el miércoles por la noche para deshacerse de nosotros.

– El que mencionara a Breta nos dio una dirección que seguir, ¿no? -observó Helen con aire pensativo.

Se habían reunido en el pub Rising Sun de la calle mayor, donde St. James estaba reflexionando inclinado sobre una Guinnes y Helen recuperaba fuerzas con una copa de vino blanco. Habían llegado durante el período de tranquilidad que se extiende entre la hora de comer y la de cenar. Aparte del cantinero, que estaba limpiando y guardando vasos en los estantes, tenían todo el bar para ellos dos.

– No me dirás que consiguió convencer a la señora Maguire y a Brigitta Walters de que confirmaran su historia sobre Breta, ¿verdad? ¿Por qué lo iban a hacer?

– La señora Maguire es irlandesa, ¿no? ¿Y Damien Chambers? Su acento era irlandés, sin duda.

– De Belfast -apuntó St. James.

– Tal vez comparten un interés común.

St. James pensó de nuevo en el cargo que ocupaba Eve Bowen en el Ministerio del Interior y la alusión de la señora Maguire al interés especial de la diputada: apretar los tornillos al IRA. Sacudió la cabeza.

– Eso no explica lo que dijo Brigitta Walters. ¿Cómo encaja en el esquema? ¿Por qué iba a contar la misma historia sobre Breta, si no era cierta?

– Tal vez nos hemos concentrado demasiado en buscar a Breta -dijo Helen-. Hemos deducido que es una amiga de la escuela o del barrio. Puede que Charlotte hubiera conocido a la niña en otro sitio. Un grupo de la parroquia, una escuela dominical, un coro…

– Nadie nos ha hablado de eso.

– ¿Niñas exploradoras?

– Nos lo habrían dicho.

– ¿Y su clase de baile? No hemos investigado sus clases de baile, y nos han hablado de ellas más de una vez.

No las habían investigado. Y era una posibilidad. También habían dejado de lado a su psicólogo. Había que seguir ambas pistas; era posible que contuvieran la clave que andaban buscando. ¿Por qué se resistían tanto a seguirlas?, se preguntó St. James. Pero ya sabía la respuesta. Engarfió los dedos y sintió que sus uñas se clavaban en la palma.

– Quiero dejar esto, Helen -dijo.

– No nos está facilitando la vida, ¿verdad?

St. James la miró un momento.

– ¿Se lo has dicho?

– ¿A Tommy? No. -Helen suspiró-. Me hizo preguntas, naturalmente. Sabe que estoy preocupada por algo, pero de momento he conseguido convencerle de que son nervios prematrimoniales.

– No le hará gracia que le mientas.

– De hecho no le he mentido. Tengo nervios prematrimoniales. Aún no estoy convencida.

– ¿Sobre Tommy?

– Sobre casarme con Tommy. Sobre casarme con quien sea. Todo eso de «hasta que la muerte nos separe» me pone frenética. ¿Cómo puedo jurar amor eterno a un hombre, cuando ni siquiera puedo ser fiel un mes a un par de pendientes? -Apartó la copa, como para dar por zanjado el tema-. Pero he averiguado algo que nos alegrará el día.

Se lanzó a la explicación, y ésta consiguió atenuar la frustración de St. James. La presencia del vagabundo en Cross Keys Close era la primera información que encajaba con otra información que ya poseían.

– Los edificios abandonados de George Street -dijo St. James con tono pensativo, después de meditar unos momentos sobre la información de Helen-. Deborah me habló de ellos anoche.

– Por supuesto -dijo Helen-. Serían el refugio perfecto para un vagabundo, ¿verdad?

– Serían perfectos para algo, desde luego -contestó St. James, y vació su vaso-. Vamos a trabajar.

Deborah se estaba impacientando. Había empezado el día esperando dos horas a Dennis Luxford en la recepción del Source, y su única distracción consistía en ver ir y venir a los periodistas.

Cada media hora, iba a preguntar al mostrador, pero la respuesta a su pregunta siempre era la misma: el señor Luxford aún no ha llegado. Y no, era muy improbable que entrara por detrás. Cuando insistió en que la recepcionista telefoneara al despacho de Dennis Luxford para comprobar que el director aún no había llegado, la joven lo había hecho con la desgana propia de una adolescente.

– ¿Está ahí? -preguntó por teléfono la recepcionista.

Su placa decía que se llamaba Charity, un nombre muy poco apropiado, en opinión de Deborah.

Una hora después del almuerzo, Deborah salió del edificio en busca de alimento. Lo encontró en un bar cercano a St. Bride Street, donde un plato de penne al arrabiatta, varias rodajas de pan de ajo y una copa de vino tinto no hicieron gran cosa por su aliento pero sí mucho por su estado de ánimo. Volvió a encaminarse, con cámaras y todo, hacia Farrington Street.

Esta vez, otra persona estaba esperando a Dennis Luxford, tal como Charity la informó.

– ¿Ha vuelto? No se arredra fácilmente, ¿verdad? Bien, únase a la multitud.

Deborah descubrió que entre los muchos talentos de Charity se encontraba la hipérbole. La multitud consistía en un solo hombre. Estaba sentado en el borde de un sofá de la recepción. Cada vez que alguien salía por las puertas giratorias, daba la impresión de que iba a ponerse en pie de un salto.

Deborah le saludó con afabilidad. El hombre frunció el entrecejo y se subió la manga de la camisa con brusquedad para consultar su reloj. Después se encaminó con presteza hacia el mostrador e intercambió algunas palabras airadas con Charity.

– Eh, tranquilo -dijo la joven-. No tengo motivos para mentirle, ¿verdad?

En ese momento Dennis Luxford entró por la puerta principal.

Deborah se puso en pie.

– ¿Lo ve? -dijo Charity-. Señor Luxford -llamó.

El hombre que estaba esperando al director giró en redondo.

– ¿Luxford? -preguntó.

Éste compuso una expresión de cautela. El tono de la voz no sugería que se tratara de una visita amigable. Lanzó un vistazo hacia el guardia de seguridad apostado cerca de la puerta, y éste empezó a acercarse.

– Soy Alexander Stone -dijo el hombre-. El marido de Eve. Luxford le examinó y después movió apenas la cabeza en dirección al guardia, indicándole que podía retirarse.

– Sígame -dijo, y se volvió hacia los ascensores. Fue entonces cuando vio a Deborah.

Deborah comprendió al instante que se había metido en un buen lío. Santo Dios, era el marido de Eve Bowen quien estaba esperando a Luxford, el marido de Eve Bowen, quien, por lo que le habían dicho, no sabía que Dennis Luxford era el padre de la hija de Eve Bowen. Y aquí estaba, con una expresión tal de auto-control que Deborah comprendió al instante que le habían contado la verdad y aún la estaba digiriendo. Lo cual significaba que podía hacer y decir cualquier cosa, montar una escena o recurrir a la violencia. Era lo que llamaban una furia desatada. Y el hado miserable, por no mencionar las instrucciones de su marido, la habían colocado en una posición que tal vez la obligaría a vérselas con él.

No sólo deseó que el suelo la tragara, sino también la tierra.

¿Dónde saldría si se le tragaba la tierra? ¿En China? ¿En el Himalaya? ¿En Bangladesh?

Luxford echó una mirada de curiosidad a la bolsa de su cámara.

– ¿Qué es eso? -preguntó-. ¿Trae alguna noticia?

– Luxford, quiero hablar con usted -dijo Stone.

– Y lo hará -contestó Luxford sin volverse-. Venga a mi despacho -dijo a Deborah.

Stone no estaba dispuesto a quedarse en el vestíbulo. Cuando las puertas del ascensor se abrieron, les siguió. El guardia de seguridad se dispuso a intervenir. Luxford levantó una mano.

– No pasa nada, Jerry.

Pulsó el botón del piso once y los tres quedaron solos en el ascensor.

– ¿Y bien? -dijo Luxford a Deborah.

Ella se preguntó qué decir: «Necesito una muestra de su caligrafía, para que mi marido pueda comprobar que no es usted el secuestrador» sería suficiente para que Alexander Stone se arrojara al cuello de Luxford. Proyectaba suficiente antipatía para sugerir que la discreción se imponía.

– Simon me pidió que pasara -dijo-. Hay un pequeño detalle que quiere solventar.

Por lo visto, Stone se dio cuenta de que la presencia de Deborah estaba relacionada con la desaparición de su hijastra.

– ¿Qué sabe usted? -preguntó con brusquedad-. ¿Qué han descubierto? ¿Por qué coño no nos han informado de lo que está pasando?

– Simon habló con su mujer ayer por la tarde -dijo Deborah, confusa-. ¿No se lo ha dicho? -Bien, era evidente que no se lo había dicho, tonta, se reprendió Deborah-. De hecho -continuó, con la esperanza de que su voz sonara segura y firme-, le hizo un informe completo de cómo está la situación en su oficina. Quiero decir que fue a su oficina. El informe no era sobre el local.

Maravilloso, pensó. Perfectamente profesional. Se mordisqueó el labio superior. Cualquier cosa con tal de evitar echarse a temblar.

Las puertas del ascensor se abrieron en el quinto piso y dos hombres y una mujer entraron, lo cual ahorró a Deborah hundirse en más arenas movedizas verbales. Los recién llegados hablaban de política.

– Según fuentes de confianza -dijo la mujer en voz baja-, no, de veras -añadió, cuando los hombres lanzaron una risita-. Estaba cenando en Downing Street, y mientras tomaban las copas el diputado dijo a alguien que al público le da igual quién se tire a quién, siempre que los impuestos no suban. Todo es sotto voce, pero si Mitch puede obtener la confirmación…

– Pam -dijo Luxford. La mujer se volvió hacia él-. Más tarde.

La mujer desvió la vista hacia los acompañantes de Luxford. Hizo una pequeña mueca de disculpa por su indiscreción. Cuando las puertas del ascensor se abrieron, se encaminó a la sala de redacción.

Luxford guió a Deborah y Alexander Stone hacia su despacho, al fondo de la sala de redacción y a la izquierda de los ascensores. Un grupo provisto de libretas y papeles rodeaba el escritorio de su secretaria, y cuando Luxford se acercó, un hombre rechoncho con chaqueta sahariana se adelantó.

– ¿Den? ¿Qué…? -Dirigió una mirada a Deborah y Stone, pero sobre todo a la bolsa de la cámara de Deborah, que dio la impresión de considerar como algún tipo de presagio-. Estaba a punto de empezar la reunión sin ti.

– Retrásala una hora -contestó Luxford.

– ¿Es prudente, Den? ¿Podemos permitirnos otro retraso? El de anoche ya fue bastante malo, pero…

Luxford indicó a Deborah y Stone que entraran en su despacho. Giró sobre sus talones.

– Estoy ocupado, Rodney -dijo-. Celebraremos la reunión dentro de una hora. Si la edición se retrasa, el mundo no se terminará. ¿Está claro?

– Eso significará otro día de pagar horas extras.

– Sí. Otro día. -Luxford cerró la puerta-. Bien -dijo a Deborah.

– Escúcheme, bastardo -intervino Stone.

Cortó el paso de Luxford hacia el escritorio. Deborah observó que era diez centímetros más alto que el director del Source, pero los dos hombres aparentaban ser igual de fornidos. Luxford no parecía un tipo que se arredrara ante un intento de intimidación.

– Señor Luxford -dijo Deborah-. De hecho es una pura formalidad, pero necesito…

– ¿Qué ha hecho con ella? -preguntó Stone-. ¿Qué ha hecho con Charlie?

Luxford ni siquiera pestañeó.

– Evelyn ha llegado a una conclusión equivocada. Es evidente que no fui capaz de convencerla, pero tal vez pueda convencerle a usted. Siéntese.

– No me diga…

– De acuerdo. Quédese de pie si quiere, pero apártese de mi camino. No estoy acostumbrado a hablar en las narices de la gente, y no pienso acostumbrarme ahora.

Stone no retrocedió. Apenas unos centímetros separaban a ambos hombres. Un músculo se agitó en la mandíbula de Stone. Luxford, en respuesta, se puso en tensión, pero habló con voz serena.

– Escuche, señor Stone. Yo no tengo a Charlotte.

– No intente decirme que alguien como usted sería incapaz de secuestrar a una niña de diez años.

– Pues no lo haré, pero le diré esto: usted no tiene ni idea de cómo es alguien como yo, y por desgracia no tengo tiempo para arrojar luz sobre el tema.

Stone señaló la pared contigua. Una hilera de primeras planas enmarcadas colgaban de ella. Plasmaban algunas de las historias más sensacionalistas del Source, desde un ménage trois entablado entre tres estrellas famosas por su rectitud, de un drama televisivo sobre la posguerra titulado, para rechifla del periódico, «Ningún hogar como éste», hasta la revelación de unas llamadas telefónicas efectuadas por la princesa de Gales desde un teléfono inalámbrico.

– No necesito que arroje más luz -dijo Stone-. Su patética excusa para ejercer el periodismo es muy clara.

– De acuerdo. -Luxford consultó su reloj-. Eso debería bastar para abreviar nuestra conversación. ¿Para qué ha venido? Vayamos al grano, porque tengo trabajo que hacer y he de hablar con la señora St. James.

Deborah, que había dejado el estuche de la cámara sobre un sofá beige pegado a la pared, aprovechó la oportunidad que Luxford le brindaba.

– Sí -dijo-. Exacto. Voy a necesitar…

– Tipos como usted se esconden -Stone avanzó un paso hacia Luxford con aire agresivo- detrás de sus trabajos, de sus secretarias y de sus voces engoladas de colegio privado, pero quiero que salga a campo abierto.

– Ya he dicho a Evelyn que ardo en deseos de salir a campo abierto. Si no ha considerado oportuno aclarárselo, no sé qué puedo hacer al respecto.

– Deje a Eve al margen.

Luxford enarcó una ceja por una fracción de segundo.

– Perdone, señor Stone -dijo, y lo esquivó para acercarse a su escritorio.

– Señor Luxford, si puedo… -dijo Deborah, esperanzada. Stone cogió el brazo de Luxford.

– ¿Dónde está Charlie? -le espetó.

Luxford clavó los ojos en las rígidas facciones de Stone.

– Suélteme -dijo con voz serena-. Y le recomiendo que no haga nada de lo que pueda arrepentirse. Yo no he secuestrado a Charlotte, y no tengo ni idea de dónde está. Como ya expliqué a Evelyn ayer por la tarde, no tengo motivos para desear que nuestra pasada relación salga a relucir en la prensa. Tengo una mujer y un hijo que no saben nada sobre la existencia de Charlotte, y créame, me gustaría que todo siguiera igual, pese a lo que usted y su mujer piensen. Si usted y Evelyn hablaran con más frecuencia, tal vez sabría…

Stone aumentó la fuerza de su presa sobre el brazo de Luxford y lo sacudió con violencia. Deborah vio que el periodista entornaba los ojos.

– Esto no tiene nada que ver con Eve. No mezcle a Eve.

– Ya está mezclada, ¿verdad? Estamos hablando de su hija.

– Y de la suya. -Stone pronunció las palabras como una maldición. Soltó el brazo de Luxford. El periodista fue hacia el escritorio-. ¿Qué clase de hombre engendra un hijo y huye de esa realidad, Luxford? ¿Qué clase de hombre no acepta las responsabilidades de su pasado?

Luxford pulsó un botón del ordenador y recogió un puñado de mensajes. Los hojeó a toda prisa, los dejó a un lado, e hizo lo mismo con una pila de cartas sin abrir. Alzó un sobre acolchado que había bajo las cartas y levantó la vista para hablar.

– Y es el pasado lo que más le preocupa, ¿no? -preguntó-. No el presente.

– ¿Qué coño…?

– Sí. El coño. Eso es. Dígame, señor Stone, ¿qué es lo que más le preocupa esta tarde? ¿La desaparición de Charlotte o el que me follara a su mujer?

Stone se lanzó hacia adelante. Deborah hizo lo mismo, asombrada por la rapidez de su reacción. Stone se inclinó sobre el escritorio y extendió las manos para agarrar a Luxford. Deborah le cogió el brazo izquierdo y lo apartó de un tirón.

Stone se giró hacia ella. Estaba claro que había olvidado su presencia. Cerró el puño y se dispuso a atizarla. Deborah intentó apartarse, pero no fue lo bastante rápida. El puñetazo la alcanzó con fuerza en un lado de la cabeza y cayó al suelo.

Deborah oyó maldiciones por encima del zumbido de sus oídos.

– ¡Llamen a un guardia de seguridad! -oyó ladrar a Luxford-. ¡Ahora mismo!

Vio pies y la parte inferior de unos pantalones.

– Oh, Jesús -oyó decir a Stone-. Joder.

Sintió una mano en su espalda y otra sobre su brazo.

– No -dijo-. Estoy bien. De veras. Estoy muy… No es nada… La puerta del despacho se abrió.

– ¿Den? -dijo otra voz masculina-. ¿Den? Dios mío, si puedo… -¡Lárgate de aquí!

La puerta se cerró.

Deborah consiguió sentarse. Vio que era Stone quien la ayudaba. Su cara había adquirido el color de la masa del pan.

– Lo siento -dijo el hombre-. No quería… Jesús, ¿qué ocurre?

– Apártese -dijo Luxford-. Mierda, le he dicho que se aparte. -Levantó a Deborah, la condujo hasta el sofá y se arrodilló a su lado para examinar su cara. Contestó a la pregunta de Stone-. Lo que ocurre es una agresión.

Deborah levantó una mano para detener las palabras.

– No. Por favor. Me… me interpuse. El no sabía…

– No sabe una mierda -replicó Luxford-. Déjeme echarle un vistazo. ¿Se ha golpeado en la cabeza? -Apoyó los dedos en su cabello y los movió con suavidad sobre su cráneo-. ¿Le duele en algún sitio?

Deborah negó con la cabeza. Estaba más conmocionada que dolorida, aunque supuso que más tarde le dolería. También estaba avergonzada. Detestaba ser el centro de atención (fundirse en un segundo plano era más su estilo), y su espontánea reacción al repentino brinco de Stone la había lanzado directamente al punto donde no quería estar. Aprovechó el momento para decir lo que debía decir, convencida de que Alexander Stone no perdería los estribos por segunda vez en menos de cinco minutos.

– De hecho, he venido a buscar una muestra de su caligrafía -dijo al director del Source-. Es una pura formalidad, pero Simon quiere… bueno, echarle un vistazo.

Luxford asintió con brusquedad. No parecía disgustado.

– Por supuesto -dijo-. Tendría que haber pensado en darle una muestra la otra noche. ¿Está segura de que se encuentra bien?

Deborah asintió y le dedicó una sonrisa, que esperó fuera convincente. Luxford se puso en pie. Deborah vio que Stone había retrocedido hasta una mesa de conferencias, situada al fondo del despacho. Se había sentado en una silla y se cogía la cabeza entre las manos.

Luxford cogió una hoja de papel y se puso a escribir. La puerta del despacho se abrió.

– ¿Algún problema, señor Luxford? -preguntó el guarda de seguridad.

Luxford levantó la vista y se tomó un momento para examinar a Stone antes de contestar.

– No te alejes, Jerry. Ya te avisaré si te necesito. -El guarda se marchó-. Tendría que haberle echado del edificio -dijo Luxford a Stone-. Y lo haré, créame, si no está dispuesto a escuchar.

Stone no levantó la cabeza.

– Escucharé.

– Bien. Métase en la cabeza que alguien tiene a Charlotte y amenaza su vida, alguien que quiere hacer pública la verdad sobre Evelyn y yo. Ignoro quién es ese alguien y no sé por qué ha esperado hasta ahora para hacer su jugada, pero lo cierto es que está en ello. Podemos colaborar, pedir la intervención de la policía, o suponer que se está echando un farol. Yo, por mi parte, no creo que se trate de un farol. Tal como lo veo, tiene dos alternativas, Stone. Volver a casa y convencer a su mujer de que la cosa va muy en serio, o seguirle la corriente y arrostrar las consecuencias.

– He mordido el anzuelo -dijo Stone en voz casi inaudible y lanzó una carcajada apagada y sardónica.

– ¿Qué?

– He mordido el anzuelo que me ha lanzado. -Levantó la cabeza-. ¿Verdad?

La expresión de Luxford era de incredulidad.

– Señor Stone -dijo Deborah-, ha de comprender que…

– No malgaste palabras -la interrumpió Luxford. Devolvió su atención al sobre acolchado que sostenía. Estaba cerrado con grapas, y lo abrió de un tirón-. No tenemos nada más que decir, señor Stone. ¿Sabrá salir solo, o necesita que le acompañen?

Sin aguardar la respuesta, contempló el contenido del sobre. Deborah vio que tragaba saliva.

Se levantó, todavía vacilante.

– ¿Señor Luxford? -dijo-. No lo toque -añadió, cuando vio el contenido del sobre.

Era una pequeña grabadora.

10

Rodney Aronson tenía un ojo puesto en la pantalla de su ordenador y el otro en la puerta del despacho de Luxford, una hazaña nada desdeñable, porque su despacho estaba al otro lado de la sala de redacción, y el espacio intermedio estaba ocupado por mesas, archivadores, terminales de ordenador y los periodistas del Source, que no paraban de moverse. Los restantes miembros del comité de redacción se habían dedicado a otras responsabilidades en cuanto Luxford aplazó la conferencia durante una hora. Si consideraban extraña la orden del director, ninguno lo dijo. Pero Rodney se había quedado. Había echado un buen vistazo al hombre que estaba con Luxford, y había algo en su expresión de hostilidad apenas controlada que impulsó a Rodney a merodear en las cercanías del cubículo de la señorita Wallace, compulsivamente limpio, por si algo interesante ocurría.

Y algo había ocurrido, pero cuando Rodney reaccionó al ruido de voces alzadas y cuerpos caídos, abriendo la puerta del despacho del director en una clara muestra de su constante preocupación por la seguridad de Luxford, lo ultimo que esperaba ver era a la pelirroja espatarrada en el suelo. El señor Hostilidad estaba inclinado sobre ella, lo cual sugería que había sido él quien la había dejado en tal postura. ¿Qué demonios estaba pasando? Una vez Luxford (siempre la gratitud personificada) le echó con cajas destempladas de su despacho, Rodney meditó sobre las posibilidades. Pelirroja era una fotógrafa, sin duda. No había otra explicación para el estuche de la cámara que llevaba. Habría venido para vender fotografías al periódico. El Source solía comprar fotos a independientes, y no era raro que un fotógrafo apareciera con un montón de instantáneas, embarazosas en potencia, de una u otra figura notable, de un miembro de la familia real en alguna situación poco ejemplarizante, o de una figura política inmortalizada en alguna parranda nada digna. Pero los fotógrafos independientes que traían fotos para vender no las entregaban al director del periódico, al que ni siquiera veían, sino que se entrevistaban con el director gráfico o con alguno de sus ayudantes.

Por lo tanto, ¿qué significaba que Luxford concediera audiencia a Pelirroja en su despacho? No, tampoco era eso, ¿verdad? Luxford había arrastrado a Pelirroja hasta su despacho. Y Luxford procuró que nadie tuviera oportunidad de hablar con ella, ni con el señor Hostilidad, a ese respecto. ¿Quién coño era aquel tipo?

Como Hostilidad había dejado fuera de combate a la pelirroja, Rodney sólo podía suponer que el hombre estaba decidido a impedir que sus fotos salieran en el periódico. Lo cual sugería que era alguien. Pero ¿quién? No parecía alguien especial. Lo cual sugería que salía en las fotos con un alguien cuyo honor había que proteger.

Un pensamiento encantador. Tal vez los días de la caballerosidad no habían muerto del todo. Lo cual hacía pensar en por qué el señor Hostilidad había derribado a la mujer. En puridad, tendría que haber derribado a Luxford.

Rodney no había dejado de vigilar al querido Den desde la cita en Harrod's. Había pasado la noche anterior en el Source, donde había visto a Luxford muy nervioso, dejándose caer por su despacho cada hora, o emitiendo ruiditos de angustia cuando las rotativas iban a imprimir la edición de la mañana. Luxford le dijo dos veces que se fuera a casa, pero Rodney se quedó, a la búsqueda de alguna indicación que explicara los motivos de Luxford para retrasar la impresión hasta el máximo. Su deber era vigilar que todo marchara como era debido, ¿no? Si Luxford se estaba derrumbando como aparentaba, alguien tenía que estar preparado para barrer los despojos cuando ocurriera.

Rodney decidió que el retraso estaba relacionado con el encuentro en Harrod's, y que había malinterpretado el significado del encuentro. Si bien al principio había asumido que Luxford se estaba tirando a la mujer, luego tuvo que cambiar de parecer, cuando el retraso en la impresión se produjo inmediatamente a continuación de la cita.

Estaba relacionada con la historia, por supuesto. Lo cual (dejando aparte aquel tierno momento de contacto físico en la cafetería) era mucho más lógico que un lío amoroso. Al fin y al cabo, Luxford tenía acceso nocturno (aparte de matutino y vespertino) a los encantos esculturales de la fabulosa Fiona. La mujer de Harrod's estaba pasable, pero no era nada en comparación con Fiona la Chupona.

Además, estaba en el gobierno, lo cual aumentaba las posibilidades de que hubiera una historia que contar. Si tal era el caso, tendría relación con los peces más gordos: el ministro de Hacienda, el ministro del Interior, tal vez el propio primer ministro. Las historias más sabrosas solían involucrar el folleteo de mandamases con mandapocos, sobre todo si secretos pertenecientes a la seguridad nacional iban incluidos en el lote de los encuentros pre o post coito. Era lógico suponer que un miembro femenino del gobierno, con su naturaleza feminista ardiendo de indignación por la descarada explotación de sus hermanas, hubiera decidido chivarse. Pero si iba a dar el soplo sobre alguien importante, si quería asegurar su inmunidad y anonimato, y si era capaz de ponerse en contacto con el director de un periódico, ¿por qué no le había llevado la historia directamente?

Claro. ¿No estaba Luxford tecleando en su ordenador cuando Rodney regresó de Harrod's el día anterior? ¿Por qué habría retenido las rotativas, si no para esperar obtener información? Luxford no era idiota. No publicaría una revelación sobre los desvaríos sexuales de alguien sin dos confirmaciones independientes, como mínimo. Como la fuente era femenina, probablemente era una mujer desdeñada, y Luxford era un periodista demasiado sagaz para dejarse embaucar por la sed de venganza de alguien. Por eso esperó. Y como la mujer no pudo conseguir a nadie que confirmara sus acusaciones, decidió olvidarlo todo.

Lo cual no contestaba a la pregunta de quién demonios era la mujer.

Desde que había vuelto de Harrod's, Rodney había empleado su tiempo libre en repasar minuciosamente los ejemplares atrasados del Source, en busca de una pista que le facilitara la identidad de la mujer. Si era miembro del gobierno, habría algún artículo que la mencionara. Había abandonado el proyecto a las once y media de la noche anterior, pero había vuelto a la carga por la mañana. Poco antes de mediodía, mientras examinaba el informe de Corsico sobre las últimas novedades en la rumba del chapero (Larnsey había celebrado una larga reunión con el primer ministro; no hizo comentarios al salir del Número Diez; Daffy Dukane había contratado a un agente para que negociara las condiciones de una entrevista en exclusiva, pero iba a resultar cara), Rodney se había fijado en un comentario de Corsico sobre «llevar a cabo alguna investigación en la biblioteca», y se había dado una palmada en la frente. ¿Qué coño estaba haciendo repasando ejemplares atrasados del periódico en busca de una pista, cuando para descubrir la identidad de la mujer de Harrod's le bastaba con bajar tres pisos hasta la biblioteca y hojear la Guía del Times de la Cámara de los Comunes, para comprobar que la fuente de Luxford era en verdad una diputada, y no un funcionario con acceso a un coche gubernamental?

Y allí estaba ella, sonriendo desde la página 357, con sus gafas demasiado grandes y su flequillo demasiado largo. Eve Bowen, parlamentaria de Marylebone y subsecretaria del Ministerio del Interior. Rodney lanzó un silbido de admiración. No estaba nada mal, pero ahora estaba clarísimo que Luxford no se había citado con ella por su atractivo físico.

Bowen ocupaba un destacado cargo del Ministerio del Interior. Eso significaba que frecuentaba con regularidad a personas de la mayor importancia. Lo que estaba ofreciendo a Luxford debía de ser oro puro, pensó Rodney. Pero ¿cómo cojones iba a descubrirlo, para pasar la información al presidente, en una maniobra que consagraría a Rodney como sabueso despiadado, director sagaz y fiel confidente de los poderosos? Aparte de leer en la mente de Luxford el código secreto que le facilitaría el acceso al ordenador de Luxford, donde con suerte tal vez encontrara el artículo que el director había escrito la noche anterior, Rodney no tenía ni idea. No obstante, había progresado al descubrir la identidad de Eve Bowen, y debía regocijarse por ello.

Su identidad era un primer paso seguro. Con eso para empezar, Rodney sabía que podría invocar algunas deudas que varios corresponsales en el Parlamento habían contraído con él. Podría hablar por teléfono con uno o más de ellos, a ver qué desenterraba. Tendría que ir con cuidado. Lo último que deseaba era poner a otro periódico en la pista de la historia que el Source estaba a punto de revelar. Pero manejado con tacto, relacionando de alguna manera su curiosidad con acontecimientos actuales y tal vez revelando la intención del periódico de examinar el papel de las mujeres en el Parlamento, incluso llegando a afirmar que deseaba conocer la reacción femenina a la reciente bajada de pantalones del diputado, seguro que podría descubrir un detalle que no significara nada para un corresponsal político pero sí mucho para Rodney, que conocía la reunión secreta de Bowen con Luxford y que, por tanto, sabría interpretar una aberración en el comportamiento de la mujer que otros pasarían por alto.

Sí. Aquélla era la respuesta. Extendió la mano hacia su Filo-fax. Sarah Happleshort apareció en la puerta de su despacho, desenvolviendo una barra de chicle Wrigley.

– A la palestra -dijo-. Ha nacido una estrella.

Rodney la miró sin comprender, sus pensamientos ocupados en sopesar cuál de los corresponsales políticos se plegaría mejor a sus deseos.

– El sueño del actor suplente se ha convertido en realidad. -Sarah apuntó con el codo en dirección al despacho de Luxford-. Dennis ha tenido una emergencia. Se marcha y ya no vuelve. Tú tomas el mando. ¿Quieres que el comité de redacción se reúna aquí, o utilizamos su despacho?

Rodney parpadeó. Comprendió las palabras de Sarah. Ahora el manto del poder reposaba sobre sus hombros, y dedicó un momento a saborear el placer. Después se esforzó por aparentar la preocupación pertinente.

– ¿Una emergencia? ¿Algún problema familiar? ¿Su mujer? ¿Su hijo?

– No lo sé. Se fue con el hombre y la mujer que llegaron con él. ¿Sabes quiénes son? ¿No? Hummm. -Miró hacia la sala de redacción y siguió hablando con tono pensativo-. Supongo que algo ha pasado. ¿Qué dirías tú?

Lo último que deseaba Rodney era que Happleshort olfateara el asunto.

– Digo que hemos de sacar un periódico. Nos encontraremos en el despacho de Den. Reúne a los demás. Dame diez minutos.

Cuando la mujer se marchó para cumplir sus órdenes (y cómo le gustaba pensarlo en aquellos términos excelsos), Rodney volvió a su Filofax. Lo hojeó a toda prisa. Diez minutos, pensó, era tiempo más que suficiente para hacer la llamada telefónica que aseguraría su futuro.

Lo que Helen y Deborah le habían descrito como edificios abandonados eran en realidad edificios en proceso de abandono, descubrió St. James. Se hallaban en George Street, a escasa distancia de un restaurante japonés de aspecto ostentoso, que poseía el raro lujo de un aparcamiento en la parte posterior. St. James y Helen dejaron el MG en él.

George Street era una calle típica del Londres moderno, una calle que ofrecía de todo, desde la presencia digna del United Bank of Kuwait hasta inmuebles abandonados a la espera de que alguien invirtiera en su futuro. Los inmuebles hacia los que Helen y él se dirigieron habían sido en otro tiempo tiendas con tres plantas de pisos encima. Los escaparates y puertas de cristal de la planta baja habían sido sustituidos por hojas de metal sobre las cuales se habían claveteado franjas diagonales de tablas. Sin embargo, las ventanas situadas sobre el nivel de la calle no estaban entabladas ni rotas, lo cual provocaba que los pisos de encima de las tiendas fueran apetecibles para los squatters.

– No hay forma de entrar por delante -dijo Helen, mientras St. James examinaba los edificios.

– Tal como los han tapiado, no. Tampoco creo que nadie quisiera correr el riesgo de entrar por delante. La calle está demasiado transitada. Hay riesgo de que alguien vea, recuerde y telefonee a las autoridades.

– ¿Telefonee…? -Helen miró a St. James y, debido al nerviosismo, dijo atropelladamente-: Simon, ¿no creerás que Charlotte está en alguno de estos edificios?

St. James contemplaba los inmuebles con el entrecejo fruncido. No respondió hasta que ella dijo su nombre y repitió las preguntas.

– Hemos de hablar con él, Helen -se limitó a decir-. Si existe.

– ¿Con el vagabundo? Dos personas diferentes dijeron que le habían visto en Cross Keys Close. ¿Cómo no va a existir?

– Estoy de acuerdo en que vieron a alguien, pero ¿no captaste algo raro en la descripción del señor Pewman?

– Sólo que lo describiera con tal lujo de detalles.

– Eso es. ¿No era una descripción muy tópica de un vagabundo? El macuto, la ropa caqui, la gorra de punto, el pelo, la cara curtida por la intemperie. Sobre todo la cara. La cara memorable.

El rostro de Helen se iluminó.

– ¿Quieres decir que el hombre iba disfrazado?

– ¿Qué mejor manera de vigilar la zona durante días?

– Pues claro. Tienes razón. Podía hurgar en los cubos de la basura y vigilar los movimientos de Charlotte al mismo tiempo. Pero no pudo secuestrar a Charlotte vestido así, ¿verdad? La habría aterrorizado. Habría provocado una escena que alguien recordaría. Cuando conoció a fondo sus idas y venidas, dejó el disfraz y la secuestró, ¿verdad?

– Pero necesitaría un lugar donde cambiarse sin que le vieran. Para convertirse en un vagabundo, y luego quitarse el disfraz cuando llegó el momento de secuestrar a Charlotte.

– Los edificios abandonados.

– Es una posibilidad. ¿Vamos a echar un vistazo?

Si bien los squatters estaban protegidos por ciertas leyes, había que seguir un procedimiento para evitar ser acusado de entrar por la fuerza en una propiedad privada. Un squatter debía cambiar las cerraduras de las puertas y poner un letrero en el que declaraba su intención de ocupar una residencia abandonada. También debía hacerlo antes de que la policía interviniera. No obstante, alguien que no deseara llamar la atención de la policía no se apropiaría de los derechos sobre un piso o edificio de la manera típica. Al contrario, llevaría a cabo la operación de la forma más subrepticia posible y accedería al edificio por medios menos convencionales.

– Probemos por detrás -dijo St. James.

La hilera de edificios estaba limitada en cada extremo por una callejuela. St. James y Helen escogieron la más próxima y la siguieron hasta una placita cuadrada. Un lado de la plaza estaba ocupado por un aparcamiento de varios pisos, dos lados por la parte posterior de edificios pertenecientes a otras calles, y un lado por los jardines traseros de los inmuebles de George Street. Estos jardines traseros estaban vallados por al menos seis metros de ladrillos tiznados, coronados por la vida vegetal capaz de florecer sin los cuidados de un jardinero. A menos que un squatter viniera preparado con equipo de escalada para saltar el muro, el único sitio por donde entrar parecía el extremo más cercano a la callejuela.

Allí, dos cancelas de madera que no estaban cerradas con llave se abrían a un pequeño patio encerrado entre muros de ladrillo, uno de cuyos lados consistía en el alto muro de uno de los jardines traseros. El patio estaba lleno de restos abandonados de anteriores habitantes del edificio: colchones de muelles, cubos de basura, una manguera, un cochecillo antiguo de niño, una escalerilla rota.

La escalerilla parecía prometedora. St. James la sacó de debajo de un colchón, pero la madera estaba podrida y los escalones (los que aún existían) no tenían aspecto de aguantar el peso de un niño, y mucho menos el de un adulto. St. James la desechó y se fijó en una carretilla abandonada y vacía. Descansaba detrás de una de las cancelas de madera.

– Tiene ruedas -observó Helen-. ¿Probamos?

– Creo que sí.

La carretilla estaba oxidada. No parecía que las ruedas fueran a girar, pero cuando St. James y Helen se colocaron uno a cada lado y empezaron a empujarla hacia el muro del jardín, comprobaron que rodaba con facilidad, como si la hubieran engrasado con aquel propósito.

Una vez situada, St. James comprendió que la carretilla proporcionaba un medio para saltar el muro. Probó la resistencia de los lados de metal y la tapa. Parecían fuertes. Entonces, vio que Helen le miraba con el entrecejo fruncido, como inquieta. Sabía lo que estaba pensando: «No es la actividad más adecuada para un hombre en tu estado, Simon.» Sin embargo, no lo dijo. No quería correr el riesgo de herirle al recordarle su defecto físico.

– Es la única forma de entrar -respondió a su tácita preocupación-. Me las arreglaré, Helen.

– ¿Cómo vas a saltar el muro desde el otro lado?

– En el edificio habrá algo que pueda utilizar. Si no, tendrás que ir a buscar ayuda. -Helen no parecía muy convencida-. Es la única forma.

Ella pensó unos momentos, pareció aceptar la idea y se rindió.

– Al menos deja que te ayude a saltar. ¿De acuerdo?

St. James calculó la altura del muro y la altura de la carretilla. Aceptó la modificación de su plan. Subió con dificultad a la carretilla, ayudado por el impulso de su cuerpo, que había ido en aumento con el curso de los años, desde que la mitad inferior había quedado mermada. Una vez encima, se volvió hacia Helen y tiró de ella hacia arriba. Desde donde estaban, podían alcanzar la parte superior del muro, aunque no podían ver por encima. St. James se dio cuenta de que Helen tenía razón. Iba a necesitar su ayuda.

Juntó las manos para que apoyara los pies.

– Tú primero -dijo-. Necesitaré tu ayuda para llegar arriba.

La impulsó hacia lo alto. Helen se agarró al borde del muro y se sentó a horcajadas encima con un resoplido. Una vez estuvo aposentada, dedicó un momento a examinar la parte trasera del edificio y su jardín.

– Teníamos razón -dijo.

– ¿En qué?

– Alguien ha estado aquí. -Su voz vibró con la emoción de la caza-. Hay un aparador viejo apoyado junto a la parte interior del muro, para poder entrar y salir con facilidad. Ven a echar un vistazo. -Extendió la mano hacia él-. También hay una silla para bajar del aparador. Y hasta hay un sendero practicado entre las malas hierbas. A mí me parece reciente.

St. James, con la mano derecha apoyada sobre el muro y la izquierda cogida a la de Helen, se izó hasta su lado. No fue tarea fácil, pese a la seguridad con que había hablado unos momentos antes. Una pierna muerta embutida en una abrazadera, por ligera que fuera, no facilitaba su vida. Tenía la frente empapada de sudor cuando logró por fin su objetivo.

No obstante, comprendió a qué se refería Helen. Parecía que habían arrastrado el aparador (lo bastante estropeado para dar la impresión de que llevaba años en el jardín trasero, incluso cuando el edificio aún estaba ocupado) desde debajo de una ventana, y así se había creado el sendero entre las malas hierbas que Helen había observado. Y parecía reciente, en efecto. En los lugares donde atravesaba matorrales, los extremos rotos de las ramas aún no habían adquirido el tono marronoso debido a las inclemencias del tiempo.

– Una mina de oro -murmuró Helen.

– ¿Qué?

Ella sonrió.

– Nada. Si utilizamos el aparador, podremos bajar sin problemas. ¿Te acompaño?

St. James asintió. Helen bajó hasta el aparador, y de allí a la silla. St. James la siguió.

El jardín era poco más que un cuadrado de seis metros de lado e invadido por malas hierbas, hiedra y retama. Este último arbusto había florecido, al parecer, por puro descuido. Una hoguera de capullos amarillos ardía como un sol en tres lados del perímetro el jardín y junto a la puerta posterior del edificio.

Descubrieron que era una puerta de seguridad, una sola pieza de acero cortada para encajar en el marco y clavada a la madera. No había pomo que girar ni goznes que quitar. La única forma de entrar era arrancarla.

Sin embargo, las ventanas posteriores de la planta baja no eran tan firmes. Si bien estaban entablilladas por dentro, los cristales estaban rotos, y tras una rápida inspección St. James descubrió que una de las tablas estaba lo bastante suelta para que alguien pudiera entrar y salir con facilidad. Helen fue a buscar la silla mientras él arrancaba la tabla.

– Con la puerta cerrada a cal y canto -dijo Helen-, cabe preguntarse por qué los propietarios no se esforzaron más con las ventanas.

St. James utilizó la silla para alzarse hasta el antepecho.

– Tal vez pensaron que la puerta bastaría para desanimar a cualquiera. No se me ocurre que alguien utilice habitualmente esta ventana como medio de entrar y salir.

– Pero si es sólo un medio temporal… -dijo Helen con aire pensativo-. Es perfecta, ¿verdad?

– Lo es.

Descubrió que la ventana daba a lo que parecía un almacén del negocio que ocupara la planta baja del edificio. Contenía aparadores, estanterías y un suelo de linóleo polvoriento, sobre el cual distinguió, pese a la tenue luz, huellas de pisadas.

St. James bajó de la ventana al suelo, esperó a que Helen se reuniera con él y sacó una linterna del bolsillo. La dirigió hacia el sendero de pisadas, que se alejaba hacia la parte delantera del edificio.

El aire del almacén estaba impregnado de olor a moho y madera podrida. Mientras recorrían con cautela un corredor que conducía a la parte delantera, percibieron nuevos olores: el hedor fétido de excrementos y orina procedentes de un lavabo con un retrete cuya cadena no se había tirado en mucho tiempo, el olor penetrante a yeso de los agujeros abiertos a patadas en las pare-des del pasillo, el olor dulzón y nauseabundo del cadáver descompuesto de una rata que yacía al pie de la escalera, donde el almacén se encontraba con la tienda.

Las pisadas no entraban en la tienda, negra como boca de lobo a causa de que ventanas y puerta estaban cubiertas por planchas metálicas, sino que, ascendían por la escalera. Antes de subir, St. James iluminó con la linterna la habitación que servía de tienda. No había nada que ver, salvo un revistero volcado, un viejo arcón congelador sin tapa, una colección de periódicos amarillentos y media docena de cajas de cartón aplastadas.

St. James y Helen se volvieron hacia la escalera y siguieron las pisadas. Helen se apartó de la rata muerta con un estremecimiento y estrujó el brazo de St. James.

– Señor, ¿son ratones eso que se mueve en las paredes? -susurró.

– Ratas, más bien.

– Cuesta imaginar que alguien se haya instalado aquí.

– No es el Savoy -admitió St. James.

Subió al primer piso, donde las ventanas sin tablas dejaban que el sol del atardecer iluminara las habitaciones.

Daba la impresión de que había un piso en cada una de las plantas superiores. Las pisadas que seguían, que parecían subir y bajar constantemente la escalera, les condujeron hasta el piso de la primera planta, donde un vistazo al interior les mostró poco más que una habitación con graffiti pintados en las paredes (entre los que destacaba «Mata policías de dos en dos», en grandes letras azules rodeadas de jeroglíficos sólo comprensibles para otros compañeros de profesión) y una alfombra naranja destrozada. Había poco más útil en aquel piso, aparte de un increíble despliegue de colillas de cigarrillos, paquetes de cigarrillos arrugados, botellas vacías, latas de cerveza, así como bolsas y vasos de comida rápida. Un agujero bostezante en el techo les reveló que habían robado la instalación de la luz.

La segunda planta era muy parecida. Sólo variaba la pintura utilizada por los artistas del graffiti. El color era rojo, lo cual había inspirado a los pintores a utilizar una imaginería más sangrienta, además de sus jeroglíficos. Dibujos de policías destripados acompañaban al lema «Mata policías de dos en dos». La alfombra también estaba destrozada y sembrada de basura. Un sofá y una butaca colocados a cada lado de la puerta de la cocina mostraban agujeros provocados por quemaduras, y uno era lo bastante grande como para pensar que se había encendido un fuego auténtico.

Las pisadas continuaban hacia lo alto del edificio. Entraron en el último piso, donde la alfombra que quedaba llamó su atención. Como en los otros dos pisos, era naranja, y si bien había sido apartada de las paredes en otra época, la habían devuelto a su sitio en fecha más reciente. No estaba rota, pero se veían manchas antiguas de diversos tonos que sugerían de todo, desde vino tinto a orina de perro.

Como en los otros dos pisos, la puerta estaba abierta, pero aún colgaba de sus goznes. Además, había una aldaba de candado clavada en su parte exterior, la bisagra sobre el marco de la puerta, y la armella sobre la propia puerta. St. James examinó la bisagra con aire pensativo, mientras Helen entraba en la habitación. La aldaba parecía nueva, estaba limpia y carecía de marcas.

Se reunió con Helen en el interior del piso. La aldaba sugería un candado complementario, y fue en su busca. Observó que, al contrario que en los dos pisos que ya habían visto, aquél estaba libre de basura, aunque sus paredes exhibían graffiti no muy diferentes de los otros. El candado no estaba en el suelo, ni sobre las estanterías, ni en la biblioteca metálica clavada a una pared, de forma que entró en la cocina para ver si lo encontraba allí.

Buscó en cajones y alacenas, y encontró una taza de hojalata, un tenedor con los dientes doblados, algunos clavos sueltos y dos potes sucios. Caía agua del grifo al fregadero de la cocina, y lo abrió. Observó que el agua salía limpia, ni turbia ni marronosa, como habría sucedido de haber permanecido retenida en tuberías oxidadas durante uno o dos años.

Volvió a la sala de estar cuando Helen salía del dormitorio. Tenía la cara iluminada de alegría.

– Simon, ¿te has dado cuenta…?

– Sí. Alguien ha estado aquí. Y no sólo para merodear, sino para quedarse.

– Tenías razón respecto a lo del vagabundo.

– Podría ser una coincidencia.

– No lo creo. -Helen señaló hacia atrás-. Han limpiado el espejo del cuarto de baño. No del todo, pero sí una parte lo bastante grande para verse en él. -Al parecer esperaba una reacción de St. James, porque cuando no se produjo, continuó con impaciencia-: Habría necesitado un espejo para disfrazarse de vagabundo, ¿no?

Era una posibilidad, pero St. James se resistía a aceptar, con tan pocas pruebas, que habían localizado el escondite del vagabundo a la primera. Se acercó a la ventana de la sala de estar. Estaba bastante sucia, pero uno de los cuatro cristales cuadrados había sido limpiado con esmero.

St. James miró por el cristal. Pensó en el contraste entre aquel piso y los otros, en las huellas de pisadas, en la aldaba de candado y en la insinuación de que se había utilizado recientemente un candado en la puerta del piso. Estaba claro que nadie habitaba aquel piso de manera permanente, como lo testimoniaba la ausencia de muebles, utensilios de cocina y comida, pero alguien había pernoctado allí no hacía mucho… La restitución de la alfombra, el agua en las cañerías, la ausencia de basura, todo conducía hacia aquella conclusión.

– Estoy de acuerdo en que alguien ha estado aquí -dijo a Helen mientras miraba por el cristal limpio de la ventana.

La ventana daba a George Street, y en determinado ángulo se alineaba con la entrada al aparcamiento del restaurante japonés, donde había dejado el MG. Cambió de posición para mirar en aquella dirección.

– Pero en cuanto a si se trata de nuestro vagabundo, Helen, no podría… -Se interrumpió y forzó la vista para distinguir mejor lo que había al otro lado del aparcamiento, una calle al norte. No podía ser, pensó. Era casi imposible, pero allí estaba.

– ¿Qué pasa? -preguntó Helen.

La hizo acercarse a la ventana y la puso delante de él. Movió la cabeza hacia el restaurante japonés y apoyó las manos sobre sus hombros.

– ¿Ves el restaurante y el aparcamiento que hay detrás?

– Sí. ¿Por qué?

– Mira más allá del aparcamiento. ¿Ves la otra calle?

– Claro que la veo. Tengo tan buena vista como tú.

– ¿Y el edificio que hay al otro lado de la calle?

– ¿Cuál, el de ladrillo? ¿El de la escalinata? Veo las puertas delanteras y algunas ventanas. -Se volvió hacia él-. ¿Por qué? ¿Qué es?

– Blandford Street, Helen. Y desde esta ventana, la única limpia de todo el piso, recuerda, se ve con toda claridad la Escuela de Santa Bernadette.

Helen abrió los ojos como platos y se volvió hacia la ventana.

– ¡Simon! -exclamó.

Después de dejar a Helen en Onslow Square, St. James encontró un hueco para el MG en Lordship Place y utilizó el hombro para abrir la cancela deteriorada por la intemperie que daba acceso al jardín trasero de su casa de Cheyne Row. Descubrió a Cotter atareado en la cocina. Limpiaba patatas nuevas en el fregadero con Peach sentada a sus pies, siempre confiada en recibir algún obsequio comestible. La perra miró en dirección a St. James y agitó la cola a modo de saludo, pero consideraba más prometedora su posición actual, a los pies de Cotter. El gato, un animal grande y gris llamado Alaska, que doblaba en tamaño al dachshund enano, estaba arrellanado sobre el antepecho de la ventana que había encima del fregadero, y recibió a St. James con la típica displicencia felina. El extremo de su cola se alzó y cayó, tras lo cual volvió al estado de semisomnolencia que le caracterizaba.

– Ya era hora, si quiere saber mi opinión -dijo Cotter a St. Ja-mes, mientras atacaba un punto negro de una patata.

St. James echó un vistazo al reloj de esfera oxidada colgado encima de los fogones. Aún no era la hora de la cena.

– ¿Algún problema? -preguntó.

Cotter carraspeó y señaló la escalera con el mondapatatas.

– Deb ha venido con dos tipos. Llevan más de una hora en casa. Dos, diría yo. Han tomado té, jerez y luego más té y más jerez. Uno de ellos quiso marcharse, pero Deb no se lo permitió. Le están esperando.

– ¿Quiénes son?

St. James se acercó al fregadero, cogió un par de trozos de zanahoria y los comió.

– Eso es para cenar -le advirtió Cotter. Arrojó una patata al agua y cogió otra-. Uno de ellos es el tipo de la otra noche. El que vino con David.

– ¿Dennis Luxford?

– El otro, no lo sé. Parece un cartucho de dinamita a punto de estallar. Se las han tenido, los dos tíos, desde que llegaron. Ya sabe, hablan entre dientes como si quisieran ser educados, pero sólo porque Deb no abandona la sala ni un momento y no les deja atizarse como desearían.

St. James se llevó otro trozo de zanahoria a la boca y subió la escalera, mientras se preguntaba en qué lío habría metido a su mujer al pedirle que fuera a buscar una muestra de la caligrafía de Luxford. Le había parecido una tarea exenta de complicaciones. ¿Qué habría pasado?

No tardó en descubrirlo cuando les encontró en el estudio, junto con los restos del té y el jerez. Luxford estaba hablando con alguien por teléfono en el escritorio de St. James, Deborah se estaba frotando los nudillos de una mano con los dedos de la otra, nerviosa, y el tercer hombre, Alexander Stone, estaba mirando a Luxford con un odio tan indisimulado que St. James se preguntó cómo habría logrado Deborah controlarle.

Deborah se puso en pie cuando le vio.

– Simon. Gracias a Dios, mi amor -dijo con un fervor que reveló su inquietud.

– No, no doy mi aprobación -estaba diciendo Luxford con voz tensa-. Reténlo hasta que te llame… No es una decisión opinable, Rod. ¿Está claro, o he de describirte las consecuencias de incumplirla?

– Por fin -dijo Alexander Stone, en apariencia a Deborah-. Ponga eso para que Luxford quede retratado de una vez.

Deborah se apresuró a informar a St. James. Cuando Luxford concluyó la conversación, colgando con brusquedad el auricular, Deborah se acercó al escritorio para coger un sobre acolchado.

– El señor Luxford recibió esto esta tarde -dijo a su marido.

– Sea más precisa, si no le importa -dijo Stone-. Eso estaba sobre el escritorio de Luxford esta tarde. Cualquiera pudo dejarlo allí. En cualquier momento.

– No empecemos otra vez -intervino Luxford-. Mi secretaria se lo explicó, señor Stone. Un mensajero lo entregó a la una de la tarde.

– Un mensajero que usted pudo contratar.

– Por el amor de Dios.

Luxford parecía monumentalmente cansado.

– No lo tocamos. -Deborah tendió el sobre a su marido y vio que éste miraba la grabadora que contenía-. Pero la pusimos cuando vimos lo que era. Utilicé un lápiz sin afilar para apretar el play. La parte de madera, no la de la goma. -Se ruborizó al añadir esta explicación-. ¿Hice bien? -preguntó en voz baja-. No estaba segura, pero pensé que debíamos saber si la grabación estaba relacionada con el caso.

– Bien hecho -dijo St. James.

Buscó los guantes de látex en el bolsillo, se los puso, sacó la grabadora del sobre y reprodujo el mensaje.

Se oyó una voz chillona de niña.

«Cito…»

– Jesús.

Stone se volvió hacia las estanterías y sacó un volumen al azar.

«Este hombre dice que tú puedes sacarme de aquí. Dice que debes contar una historia a todo el mundo. Dice que eres un tipo estupendo y nadie lo sabe y que debes decir la verdad para que todo el mundo lo sepa. Si cuentas la historia que debes, dice que me salvarás, Cito.»

Stone se llevó un puño a la frente. Agachó la cabeza. Se oyó un clic apenas audible, y la voz continuó:

«Cito, he tenido que grabar esta cinta para que me diera un poco de zumo, porque tenía mucha sed. -Otro leve clic-. ¿Sabes qué historia has de contar? Yo le dije que tú no cuentas historias. Le dije que es la señora Maguire la que cuenta historias, pero él dice que tú ya sabes qué historia has de contar. -Otro clic-. Sólo tengo una manta, y no tengo lavabo. Pero hay ladrillos. -Clic-. Un poste de mayo.» Clic.

La cinta terminó bruscamente.

– ¿Es la voz de Charlotte? -preguntó St. James.

– Luxford, cabrón -dijo Stone a modo de respuesta, hablando con las estanterías-. Voy a matarle antes de que hayamos acabado.

St. James alzó una mano para impedir que Luxford replicara. Reprodujo la cinta por segunda vez y luego dijo:

– Está claro que la han montado, pero de forma inexperta.

– ¿Y qué? -preguntó Stone-. Sabemos quién lo hizo.

– Existen dos posibilidades -continuó St. James-. 0 el secuestrador carece de acceso al equipo apropiado, o le da igual que sepamos que ha sido montada.

– ¿Los ladrillos y el poste de mayo? -preguntó Deborah.

– Lo ha dejado para confundirnos, diría yo. Charlotte cree que está dando a su padrastro una pista sobre su paradero, pero el secuestrador sabe que la pista no servirá de nada. Porque ella no está donde cree. Damien Chambers me dijo que le llama Cito -dijo a Stone.

Stone asintió, sin dejar de mirar las estanterías.

– Como le habla a usted, es evidente que el secuestrador aún no le ha dicho quién es su verdadero padre. Podemos suponer que sólo le proporcionó el contenido básico del mensaje que debía grabar: su padre ha de confesar la verdad en público para obtener su libertad. Charlotte cree que es usted quien ha de decir la verdad, no el señor Luxford.

Stone volvió a colocar en su sitio el volumen que había sacado.

– No me diga que se ha tragado esta bola -dijo a St. James con incredulidad.

– De momento asumiré que la cinta es auténtica -repuso St. James-. Usted ha reconocido que es la voz de Charlotte.

– Pues claro que lo es. El la tiene retenida en algún sitio. La ha obligado a grabar la cinta y ahora hemos de bailar a su son. Maldita sea. Fíjese en el sobre si no me cree. Su nombre, el nombre del periódico y la calle. Nada más. Sin sellos y sin matasellos. Nada.

– Si un mensajero lo entregó, no eran necesarios.

– Tampoco si lo «entregó» él mismo. 0 silo entregó su cómplice. -Stone se acercó al sofá-. Mírele. Haga el jodido favor de mirarle. Sabe quién es. Sabe lo que es y lo que quiere.

– Quiero el bienestar de Charlotte -dijo Luxford.

– Lo que quiere es su jodida historia. Su historia. La de Eve.

– Vamos arriba, por favor -intervino St. James-. Al laboratorio. Te has comportado como una heroína, mi amor -dijo en voz baja a su mujer-. Gracias.

Ella le dedicó una sonrisa trémula y salió de la habitación, aliviada.

St. James cogió la grabadora, el sobre y la muestra de caligrafía de Luxford. Los otros dos hombres le siguieron. La tensión entre ellos era palpable. St. James, que la sentía como una niebla espesa, se maravilló de que Deborah hubiera conseguido retener durante tanto rato la evidente necesidad de ambos hombres de enzarzarse a puñetazos.

– ¿Qué significa todo esto? -preguntó Stone.

– Quiero eliminar algunas de mis preocupaciones -contestó St. James.

Encendió las luces del techo del laboratorio y se acercó a uno de los aparadores metálicos grises, del cual sacó un tampón y media docena de tarjetas blancas gruesas. Las dejó sobre una mesa de trabajo y depositó a su lado un tarro de polvos, un cepillo grande y la linterna que llevaba en el bolsillo.

– Usted primero, por favor -dijo a Dennis Luxford, que estaba apoyado contra la jamba de la puerta del laboratorio, mientras Alexander Stone paseaba entre las mesas de trabajo y contemplaba con ceño la confusión de aparatos-. Después, el señor Stone.

– ¿Qué? -preguntó Stone.

– Huellas dactilares. Mera formalidad, pero me gustaría desecharlas de una vez. Señor Luxford…

Dennis Luxford dirigió a Stone una larga mirada antes de acercarse a la mesa y permitir a St. James que le tomara las huellas. Era una mirada que comunicaba su total colaboración y que no tenía nada que ocultar.

– Señor Stone… -dijo St. James.

– ¿Por qué coño…?

– Como ya ha dicho -comentó Luxford mientras secaba la tinta de sus dedos-, estamos eliminando algunas de sus preocupaciones.

– Mierda -siseó Stone, pero se adelantó y permitió que le tomaran las huellas.

Una vez hecho, St. James se volvió hacia la grabadora y la examinó a la luz de la linterna, en busca de huellas que aparecieran sin más inclinándola en el ángulo apropiado. Luego extrajo la cinta e hizo lo mismo, pero la luz no reveló nada.

Mientras los otros dos hombres le observaban desde lados opuestos de la mesa, hundió el cepillo en el polvo (lo había elegido rojo para que contrastara con el negro de la grabadora) y espolvoreó el aparato.

– Lo han limpiado a fondo -comentó cuando ninguna huella se hizo visible bajo el polvo.

Repitió el proceso con la diminuta cinta. Nada.

– Entonces, ¿qué preocupaciones de mierda estamos eliminando? -preguntó Stone-. No es idiota. No habrá dejado sus huellas en ninguna parte.

St. James asintió con un sonido gutural.

– Ya hemos dado cuenta de la primera preocupación, ¿verdad? Ha quedado claro que no es idiota.

Dio la vuelta a la grabadora. Abrió la tapa del compartimiento de las pilas, la sacó y dejó sobre la mesa. Después, con ayuda de un escalpelo, quitó también las pilas y las depositó sobre una hoja de papel en blanco. Cogió la linterna y la dirigió hacia el lado posterior de la tapa y sobre las dos pilas. Sonrió.

– Al menos no es del todo idiota -dijo-, pero nadie piensa en todo.

– ¿Huellas? -preguntó Luxford.

– Una muy nítida en la parte posterior de la tapa. Algunas parciales en las pilas.

Utilizó de nuevo el polvo. Sus acompañantes guardaron silencio mientras trabajaba. Cepilló con cuidado en la dirección del flujo de la huella y sopló un poco para eliminar el exceso de polvo. Mantuvo la vista clavada en las huellas mientras extendía la mano hacia la cinta presurizada. Sabía que sería fácil trabajar con el dorso de la tapa. Las pilas resultarían más difíciles.

Apretó con cuidado la cinta sobre las huellas, procurando que no dejaran bolsas de aire. Después apretó con más fuerza y presionó con el pulgar sobre la tapa del compartimiento y con la goma de un lápiz sobre las pilas. Levantó la cinta con un solo movimiento y después apretó las huellas sobre las otras tarjetas que había sacado del aparador. Las etiquetó.

Indicó la huella que había proporcionado el dorso de la tapa. Llamó la atención sobre las ondas y el hecho de que se ondularan hacia arriba y hacia dentro.

– Huella del pulgar derecho -dijo-. Las otras, las de las pilas, son más difíciles de concretar porque son parciales. Yo diría que son del índice y el pulgar.

A continuación, St. James las comparó con las de Stone. Utilizó una lupa, más para impresionar que por otra cosa, porque estaba claro que no eran suyas. Siguió con las de Luxford, y obtuvo el mismo resultado. Los verticilos de los tres pulgares (el de Stone, el de Luxford y el de la huella de la grabadora) eran diferentes por completo, uno plano, uno accidental, y el tercero de doble lazo.

Stone pareció leer la conclusión de St. James en su cara.

– No sé de qué se sorprende. No está solo en esto. Es imposible.

St. James no contestó y se limitó a coger la muestra de la caligrafía de Luxford para compararla con las notas que Eve Bowen y él habían recibido. Estudió con parsimonia las letras, los espacios que las separaban, las pequeñas peculiaridades. Una vez más, no advirtió ninguna similitud.

Levantó la cabeza.

– Señor Stone, quiero que entre en razón, porque usted es la única persona capaz de convencer a su mujer. Si la grabación no le ha convencido de la urgencia de…

– ¡Hostia divina! -La voz de Stone expresaba más estupor que indignación-. También le ha engañado a usted. No me sorprende. Al fin y al cabo, fue quien le contrató. ¿Qué podíamos esperar, sino que apoyara sus afirmaciones de inocencia?

– Por el amor de Dios, Stone, entre en razón -dijo Luxford.

– Desde luego que he entrado -replicó Stone-. Usted ardía en deseos de destruir a mi mujer y ya ha encontrado el medio, así como personas que le ayuden en su empresa. Todo esto -agitó el pulgar para abarcar la habitación- forma parte del complot.

– Si cree eso, vaya a la policía -dijo St. James.

– Por supuesto. -Stone sonrió con una mueca-. Lo han montado para que ése sea nuestro último recurso. Y todos sabemos a qué nos llevará acudir a la policía. Directamente a los periódicos. Directamente a donde Luxford nos quiere. Todo esto, las notas, la grabación, las huellas dactilares, no es más que una parte de la senda que debemos seguir, la que nos conduce a ponernos en manos de Luxford. Eve y yo no lo haremos.

– ¿Aun estando en juego la vida de Charlotte? -dijo Luxford-. Por los clavos de Cristo, tendría que haberse dado cuenta ya de que no puede correr el riesgo de que un maníaco la mate.

Stone giró en su dirección y Luxford se aprestó para el combate.

– Escúcheme, señor Stone -dijo St. James-. Si el señor Luxford quisiera despistarnos, no habría dispuesto que alguien dejara una huella en el interior de la grabadora. Habría encargado que la llenaran de huellas. Esa huella dejada en la grabadora, así como las de las pilas, nos dicen que el secuestrador cometió un sencillo error. No compró pilas nuevas cuando quiso que Charlotte grabara el mensaje. Se limitó a probar las que ya había en el aparato y olvidó que, al ponerlas por primera vez, había dejado sus huellas en ellas y en el dorso de la tapa. Eso fue lo que sucedió. Utilizó guantes para el resto. Limpió la cinta y la grabadora. Apuesto a que si buscamos huellas en las notas de secuestro, cosa que podemos hacer, aunque nos llevará más tiempo del que considero necesario, sólo encontraremos las del señor Luxford y las mías en la de él, y sólo las de su mujer en la de ella. Lo cual no nos conducirá a nada, nos retrasará aún más y, tanto si le gusta como si no, aumentará el peligro que pesa sobre su hijastra. No estoy sugiriendo que anime a su mujer a dejar que el señor Luxford publique su historia en el periódico, sino que anime a su mujer a telefonear a las autoridades.

– Es lo mismo -dijo Stone.

Luxford pareció a punto de estallar. Descargó el puño sobre la mesa.

– He tenido diez años para destruir a su mujer -dijo-. Diez malditos años, en que habría podido abofetearla en la primera plana de dos periódicos diferentes y humillarla hasta extremos inconcebibles. Pero no lo he hecho. ¿Se ha preguntado por qué?

– No era el momento adecuado.

– ¿Me ha oído? Ha dicho que sabe lo que soy. Muy bien, sabe lo que soy. Soy un hombre sin escrúpulos. No necesito esperar el momento adecuado. Si hubiera querido publicar la historia de mi relación con Eve, lo habría hecho sin pensarlo dos veces. No me merece ningún respeto. Sus ideas políticas me repugnan. Sé lo que es ella, y créame, me gustaría dejarla como un trapo delante de todo el mundo. Pero no lo he hecho. Lo he deseado muchas veces, pero no lo he hecho. Piense, joder. Pregúntese por qué.

– ¿Para qué iba a manchar su propia reputación, si podía evitarlo?

– Fue por otra persona.

– ¿De veras? ¿Por quién?

– Por el amor de Dios. Por mi hija. Porque Charlotte es mi hija.

Luxford hizo una pausa, como si esperara a que el cerebro de Stone asimilara la información. En el momento que transcurrió antes de que Luxford volviera a hablar, St. James advirtió un sutil cambio en Stone: un leve hundimiento de hombros, la curvatura de los dedos, como si desearan agarrar algo inasible.

– Si hubiera querido hacer daño a Evelyn -dijo Luxford con voz más serena-, habría acabado hiriendo a Charlotte. ¿Por qué habría querido perjudicar a mi propia hija, sabiendo que es mi hija? Yo vivo en el mundo que he creado, señor Stone. Créame, sé que la publicidad rebotaría en Evelyn y golpearía a la niña.

– Esas fueron las palabras de Evelyn -repuso Stone con voz apagada-. No hará ningún movimiento porque quiere proteger a Charlie.

Dio la impresión de que Luxford iba a rebatir aquel punto, pero cambió de idea.

– Entonces, ha de convencerla de que haga un movimiento. Cualquiera. Es la única forma.

Stone apoyó los nudillos sobre la mesa. Los movió de un lado a otro y siguió el movimiento con los ojos.

– Ojalá hubiera un dios capaz de decirme lo que debo hacer -musitó para sí, con la vista clavada en la mano.

Los demás no dijeron nada. En la calle se oyeron los gritos de un niño:

– ¡Mentiroso! ¡Carasucia! ¡Dijiste que lo harías y no lo hiciste, y me voy a chivar! ¡Por éstas!

Stone respiró hondo, tragó saliva y alzó la cabeza.

– Déjeme utilizar su teléfono -dijo a St. James.

11

Cuando el señor Czvanek marchó de la oficina de Eve Bowen, en apariencia estaba satisfecho de que su diputada local le hubiera escuchado, comprendido y jurado hacer algo respecto a su queja sobre la reciente apertura de una sala de videojuegos justo debajo de su piso de Praed Street. Era un lugar ya bastante ruidoso debido a la presencia del tráfico, su proximidad a la estación de Paddington y las andanzas nocturnas de chaperos y prostitutas que la policía ignoraba, pese a las frecuentes llamadas telefónicas del señor Czvanek. Este, que vivía con su anciana madre, su mujer y sus hijos en tres habitaciones desde las que esperaba construir una vida mejor, estaba perdiendo sus sueños a marchas forzadas, por no mencionar su paciencia.

– Acudo a usted como última esperanza de mi familia, señora Parlamento -dijo en su deficiente inglés-. Mis vecinos dicen que hable a diputada para conseguir ayuda. Mi familia, no nos importa la calle, ni los coches, pero mis pequeños, no es bueno que crezcan viendo el pecado por todas partes. Esas personas que se venden en la calle. Esos jóvenes con sus cigarrillos y sus drogas en la sala de videojuegos. Esto no bueno para mis hijos. Mis vecinos dicen que usted puede cambiar situación. Usted puede hacer… -Se esforzó por encontrar la palabra, y mientras tanto retorció el dobladillo de la pernera izquierda del pantalón, apoyada sobre la rodilla derecha. No había parado de hacerlo durante casi toda la entrevista. Estaba bastante deshilachado cuando llegó a la conclusión de sus comentarios-. Usted puede hacer que expulsen a los malos. Así mis hijos crecerán sanos. Es el sueño de todo padre, la manera en que crecen los hijos. ¿Usted tiene hijos, señora Parlamento? -Cogió la fotografía políticamente correcta de Eve, Alex y Charlotte, que se miraban con semblante alegre y devoto. Dejó una huella dactilar del tamaño de una cuchara en el marco de plata-. ¿Ésta es su familia? ¿Su hija? Así, usted me comprende.

Eve había emitido los ruiditos y las observaciones pertinentes. Había explicado la naturaleza del comité que estaba estudiando el problema de aumentar la vigilancia policial en la zona. Se había extendido sobre el hecho de que Praed Street era un centro comercial tanto como de vicio, y si bien podía garantizar que se tomarían más medidas enérgicas contra los mercaderes de carne de la zona, no podía, por desgracia, controlar los locales que flanqueaban la calle, puesto que ésta estaba destinada a tales establecimientos. En consecuencia, el salón de videojuegos seguiría siendo su vecino, a menos que la falta de interés obligara a cerrarlo. Podía prometer, no obstante, que la policía del barrio efectuaría inspecciones periódicas del salón, con el fin de incautar droga, confiscar bebidas ilegales y expulsar a los menores de edad después de las horas permitidas. Dijo que vivir en grandes ciudades siempre exigía llegar a ciertos compromisos. En la vida del señor Czvanek, el salón de videojuegos iba a ser uno de ellos, al menos de momento.

El hombre pareció quedar satisfecho. Se levantó y sonrió.

– Qué gran país éste -dijo-. Un hombre como yo ver a la señora Parlamento. Sólo entrar, sentarme y ver a la señora Parlamento en persona. Una gran cosa ésta.

Eve había estrechado la mano del hombre como siempre estrechaba las de sus votantes cuando acudían a su consulta: embutiéndola entre las suyas. Cuando la puerta se cerró, llamó por el interfono a su secretaria.

– Concédeme unos minutos, Nuala -dijo-. ¿Cuántos más?

– Seis -contestó Nuala en voz baja desde la oficina exterior-. El señor Woodward ha vuelto a telefonear. Ha dicho que es muy urgente. Ha dicho que le telefonee en cuanto pueda.

– ¿Qué quería?

– Se lo pregunté, señora Bowen. -La voz de Nuala indicaba lo poco que le gustaba la propensión de Joel Woodward a jugar a los espías, ocultando información como si la seguridad nacional estuviera en juego cada vez que debía comunicar un mensaje-. ¿Quiere que le llame?

– Primero veré a los demás electores. Dentro de un rato.

Eve se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa. Estaba en la oficina de la asociación de electores desde las tres. Era su consulta normal de los viernes por la tarde, pero nada había sido normal, excepto el goteo de electores y la reunión programada con el presidente de la asociación. En lugar de tomar la iniciativa en cada entrevista, con una respuesta preparada para cada pregunta y solicitud, se había dado cuenta de que su atención derivaba. Más de una vez, con el pretexto de tomar notas, había pedido que le repitieran puntos e hicieran aclaraciones. Si bien era un procedimiento normal para un diputado que se reunía con los electores en la consulta del fin de semana, no era el procedimiento normal de Eve Bowen. Se enorgullecía de su capacidad memorística y de la prodigiosa agilidad de su mente. Que ahora encontrara dificultades en reunirse con los electores, cuyos problemas habría debido asimilar, catalogar y solucionar sin apenas gasto de energía mental, le reveló el peligro de dejar al descubierto la fisura que estaba decidida a ocultar como fuera.

Lo que exigía la desaparición de Charlotte era continuar la rutina. Hasta el momento lo había conseguido, pero la tensión estaba empezando a afectarla. Y el hecho de que se sintiera afectada la inquietaba más que la desaparición de Charlotte. Sólo habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde el secuestro de su hija, pero Eve sabía que para ganar aquella batalla a Dennis Luxford tenía que mentalizarse para un asedio prolongado. La única forma de lograrlo era concentrarse por completo en la tarea que tenía entre manos.

Por ese motivo no había devuelto las llamadas de Joel Woodward. No podía correr el riesgo de que su ayudante político la sacara de sus casillas más de lo que ya estaba.

Salió por la puerta lateral de la oficina, la que daba al pasillo que conducía a la parte posterior del edificio. Se encerró en el lavabo y lavó sus palmas del apretón de manos untuoso del señor Czvanek. Se aplicó una fina capa de maquillaje bajo los ojos y un lápiz rosa sobre su labio superior. Sacudió un pelo de la chaqueta. Enderezó el cuello de la blusa. Retrocedió un paso, se miró en el espejo y juzgó su apariencia. Normal, decidió. Salvo por los nervios, que estaban crispados desde que había marchado de su oficina de Parliament Square.

El encuentro con la periodista no había significado nada. Menos que nada, mejor dicho. Los diputados estaban acostumbrados a los periodistas, tanto políticos como otros, cada día de la semana. Querían respuestas rápidas a sus preguntas, entrevistas, información básica, la confirmación de una historia. Estaban por todas partes, en el vestíbulo de los Comunes, yendo y viniendo por el Ministerio del Interior y Whitehall, merodeando con ojo avizor a posibles actividades en Parliament Square. No era nada raro que un periodista la abordara cuando cruzaba el vestíbulo camino de su coche, ya con una hora de retraso sobre su cita de los viernes en la oficina electoral de Marylebone. Lo raro había sido todo lo posterior al acercamiento inicial.

Se llamaba Tarp. Diana Tarp, dijo, aunque Eve podía leerlo muy bien en el pase de prensa que llevaba colgado alrededor del cuello. Representaba al Globe y quería concertar una entrevista con la subsecretaria de Estado. Lo antes posible, si la señora Bowen no tenía inconveniente.

Eve se había quedado tan sorprendida por aquel abordaje frontal que se detuvo a pocos metros de la puerta, por donde pudo ver su Rover y el chófer que esperaban en el bordillo.

– Perdón -dijo, y continuó antes de que Diana Tarp pudiera responder-. Si desea una entrevista, señorita Tarp, le sugiero que telefonee a mi oficina y no me aborde como una prostituta callejera. Disculpe, por favor.

– De hecho -dijo Diana Tarp en voz baja cuando pasó a su lado-, pensé que se sentiría agradecida por un acercamiento más íntimo, en lugar de obligarme a hablar con el personal de su oficina.

Eve se había vuelto hacia la puerta, pero aminoró el paso y se detuvo.

– ¿Qué?

La periodista la miró sin pestañear.

– Ya sabe cómo trabajan las oficinas, señora Bowen. Un periodista telefonea, pero no deja un mensaje preciso. Cinco minutos después, la mitad de los empleados ya se han enterado. Cinco minutos más, y el resto del personal se está preguntando por qué. Pensé que quería evitar eso. Que se enteraran y especularan, quiero decir.

Eve sintió un escalofrío, seguido de una cólera tan brutal que, por un momento, prefirió no hablar. Pasó el maletín de una mano a la otra y consultó su reloj, mientras ordenaba a su sangre que no le subiera a la cara.

– Temo que no tengo tiempo para usted en este momento, señorita… -dijo por fin, y miró la identificación de la mujer.

– Tarp. Diana Tarp -contestó la periodista, y su voz reveló a Eve que no estaba impresionada ni convencida por su actuación.

– Sí. Bien, si no desea concertar una cita por mediación de mi oficina, señora Tarp, déme una tarjeta y le telefonearé cuando pueda. Es lo único que puedo hacer. En este momento, ya llego con retraso a mi consulta.

Al cabo de un momento, durante el cual se examinaron como oponentes en potencia, Diana Tarp le entregó una tarjeta, pero no apartó los ojos de Eve mientras la extraía del bolsillo de la chaqueta.

– Espero tener noticias suyas -dijo.

Ya en el asiento trasero del Rover, mientras circulaban hacia Marylebone, Eve examinó la tarjeta. Llevaba el nombre de la mujer, su dirección, su teléfono del trabajo, su teléfono de la oficina, su busca y su fax. Si había una historia que escuchar, Diana Tarp estaba disponible en cualquier momento.

Eve rompió lentamente la tarjeta por la mitad, luego en cuartos, y después en octavos. Cuando la hubo reducido al tamaño de confeti, esparció los pedazos sobre la palma de su mano y, cuando el Rover frenó ante la oficina de la asociación de electores, los dejó caer en el arroyo, donde un riachuelo de agua color bronce corría en dirección a una alcantarilla. «Adiós, Diana Tarp», pensó Eve.

No había sido nada, concluyó. El método de la periodista había sido raro, pero tal vez era su estilo. Cabía la posibilidad de que estuviera trabajando en un reportaje sobre el número creciente de mujeres en el Parlamento, o sobre la necesidad de que hubiera más mujeres en el gabinete ministerial. 0 que estuviera investigando cualquiera de una docena de parcelas responsabilidad del Ministerio del Interior. Tal vez deseaba saber si se iban a producir cambios en la política de inmigración, en la política centralizadora, en la reforma de las cárceles. Tal vez quería discutir la postura del gobierno sobre la distribución de refugiados, o sobre la tendencia hacia un alto el fuego permanente con el IRA. Puede que quisiera escarbar en algún aspecto especialmente desagradable del MI5. Podía ser cualquier cosa, o no ser nada. Lo que la había inquietado era el momento elegido por aquella periodista.

Eve se caló las gafas de nuevo y ajustó su cabello para que el flequillo cubriera la cicatriz.

– Miembro del Parlamento -dijo a su imagen del espejo-. Subsecretaria de Estado.

Cuando hubo afirmado aquellos elementos de su personalidad, regresó a su oficina y llamó al siguiente elector.

Aquella entrevista (una retorcida conversación con una madre soltera de tres hijos, con un cuarto en camino, y que había venido para protestar por su actual posición en la lista de viviendas municipales) fue interrumpida por Nuala. Esta vez no llamó por el interfono. Llamó con discreción a la puerta y la abrió, mientras la señorita Peggy Hornfisher continuaba su perorata.

– ¿Es culpa mía que todos tengan el mismo padre? ¿Por qué me descalifica esa circunstancia? Si me acostara con regimientos enteros y produjera hijos sin preocuparme de quiénes eran sus padres, estaría en el primer puesto de la lista, y las dos lo sabemos. Y no me diga que hable con los concejales. He estado hablando por los codos con los concejales. Hable usted con ellos. Para eso la voté. ¿no?

El «Disculpe, señora Bowen» de Nuala evitó a Eve explicar los puntos más delicados de la cualificación y distribución de las viviendas municipales a la señorita Hornfisher. El hecho de que Nuala la hubiera interrumpido en persona sugería que un asunto exigía su atención inmediata.

Eve fue hacia la puerta y salió con Nuala.

– Su marido acaba de telefonear -dijo la secretaria.

– ¿Por qué no me lo has pasado?

– No quiso que le pasara. Dijo que fuera a casa ahora mismo. Él va de camino y quiere que se reúnan allí de inmediato. Eso es todo.

Nuala se removió inquieta sobre sus pies. Había hablado otras veces con Alex. Sabía que no era propio de él darle una orden sin hablar con ella personalmente.

– No dijo nada más.

Eve experimentó una punzada de pánico, pero se aferró a lo que Alex se había aferrado el miércoles por la noche.

– Su padre no se encuentra bien -dijo con perfecta sangre fría, y volvió a su oficina.

Presentó sus excusas a la señorita Hornfisher, seguidas de unas cuantas promesas, y empezó a guardar sus cosas en el maletín, mientras la señorita Hornfisher salía del despacho. Intentó mantener la compostura, aunque su mente saltaba de un pensamiento a otro. Era Charlotte. Alex había telefoneado por Charlotte. De lo contrario, no habría dicho que fuera a casa. Por lo tanto, había noticias. Luxford se había rendido. Eve se había mantenido firme, se había negado a ceder, la interpretación de Luxford no la había conmovido y no había cedido terreno, le había enseñado quién tenía más coraje, le había…

El teléfono sonó y ella lo descolgó bruscamente.

– ¿Qué ocurre? -preguntó.

– Es Joel Woodward otra vez -dijo Nuala.

– Ahora no puedo hablar con él.

– Dice que es muy urgente, señora Bowen.

– Oh, maldita sea, pásamelo -dijo, y al cabo de un momento oyó la voz de Joel.

– ¡Mierda! -dijo con inusual insubordinación-. ¿Por qué no ha contestado a mis llamadas?

– ¿Con quién te crees que estás hablando, Joel?

– Sé muy bien con quién estoy hablando. Y sé otra cosa. Algo raro está pasando, y creo que le interesaría saber qué es.

St. James acompañó a Luxford y Stone. El tráfico del viernes por la noche era infernal. El mes de mayo, el principio de la temporada más pródiga en turistas, las prisas por llegar al teatro. Todos aquellos elementos se combinaban para atascar las calles.

St. James fue en el coche de Luxford, y siguieron al de Stone. Luxford utilizó el teléfono de su coche para llamar a su mujer y avisarle que llegaría tarde. No dijo por qué.

– Fiona no sabe nada de esto -confesó a St. James-. No sé cómo decírselo. Dios, qué lío. -Tenía la vista clavada en el coche que les precedía, las manos en la parte inferior del volante-. ¿Cree que estoy implicado en esto? ¿En lo sucedido a Charlotte?

– Lo que yo crea carece de importancia, señor Luxford.

– ¿Lamenta haberse visto mezclado?

– Sí.

– ¿Por qué lo hizo?

St. James miró por la ventanilla. Estaban pasando junto a Hyde Park. A través de los huecos abiertos entre los grandes plataneros vio gente que aún paseaba por los senderos a la pálida luz del atardecer. Con perros sujetos por correas. Cogidos del brazo. Con bebés en carritos. Vio a una joven lanzar a un niño hacia arriba, el tipo de juego que los niños disfrutan.

– Es demasiado complicado de explicar, me temo.

Agradeció en silencio a Luxford que no insistiera más.

Cuando llegaron a Marylebone, la señora Maguire se estaba marchando, con una mochila amarilla colgada de un hombro y una bolsa de plástico en la mano. Habló con Alexander Stone mientras Luxford aparcaba más abajo. Cuando llegaron a la puerta, la mujer ya había desaparecido.

– Eve está en casa -dijo Stone-. Déjenme entrar primero.

Esperaron fuera. Pasaba algún coche por Marylebone High Street. Oyeron murmullos de conversación procedentes del Devonshire Arms, en la esquina. Aparte de eso, la calle estaba en silencio.

Transcurrieron varios minutos antes de que la puerta se abriera.

– Entren -dijo Stone.

Eve Bowen les esperaba en la sala de estar. Se encontraba de pie junto a la escultura bajo la cual había guardado la nota del secuestrador dos días antes. Parecía poseída por la serenidad de un guerrero antes de un combate cuerpo a cuerpo. Era la viva imagen del tipo de equilibrio que pretende intimidar.

– Ponga la cinta -dijo.

St. James lo hizo. El rostro de Eve no se alteró cuando la voz aguda de Charlotte sonó, aunque St. James la vio tragar saliva cuando la niña dijo: «Cito, he tenido que grabar esta cinta para que me diera un poco de zumo, porque tenía mucha sed.»

– Gracias por la información -dijo Eve a Luxford cuando la cinta terminó-. Ya puedes marcharte.

La mano de Luxford se adelantó como si quisiera tocarla, pero estaban en extremos opuestos de la sala.

– Evelyn…

– Vete.

– Eve -dijo Stone-, llamaremos a la policía. No hace falta que le sigamos el juego. No necesita publicar la historia.

– No -dijo Eve con voz tan inflexible como su rostro.

St. James se dio cuenta de que no había quitado los ojos de Luxford desde que habían entrado en la sala. Se comportaban como actores en un escenario. Cada uno había ocupado un lugar del que ninguno se movía: Luxford junto a la chimenea, Eve frente a él, separados por la longitud de la sala, Stone al lado de la entrada al comedor, St. James junto al sofá. Era el que estaba más cerca de ella y trató de leer sus pensamientos, pero los ocultaba como un gato cauteloso.

– Señora Bowen -dijo en voz baja, como cuando alguien habla para mantener la calma a toda costa-, hoy hemos hecho progresos.

– ¿Como cuáles?

Siguió mirando a Luxford. Como si su mirada fuera un desafío, el hombre la sostuvo.

St. James le habló del vagabundo, de que dos residentes de Cross Keys Close le habían visto, y del policía que había expulsado al vagabundo.

– Uno de los agentes de la comisaría de Marylebone recordará al hombre y su descripción -dijo-. Si les telefonea, los detectives iniciarán la investigación con algo sólido. Tendrán una buena pista.

– No -repitió la mujer-. No te esfuerces, Dennis. No lo conseguirás.

Estaba comunicando algo a Luxford con sus palabras, algo más que su negativa a actuar. St. James no pudo adivinar qué era, pero le pareció que Luxford sí. Vio que los labios del periodista se entreabrían, pero no contestó.

– Creo que no nos queda otra alternativa, Eve -dijo Stone-. Bien sabe Dios que no quiero pasar por esto, pero Luxford piensa…

La mirada de Eve le silenció, tan veloz como una bala. Traición, le comunicó, traición, traición.

– Tú también -dijo.

– No. Nunca. Yo estoy de tu lado, Eve.

Ella sonrió apenas.

– Entonces entérate de esto. -Volvió a mirar a Luxford-. Esta tarde, una periodista me pidió una entrevista inmediata. Muy conveniente, dadas las circunstancias, ¿no crees?

– Eso no significa nada -dijo Luxford-. Por el amor de Dios, Evelyn, eres una subsecretaria de Estado. Debes recibir miles de solicitudes de entrevistas.

– Lo antes posible, dijo -continuó Eve, como si Luxford no hubiera hablado-. No quería mencionarlo a ninguno de mis subordinados, dijo, porque tal vez yo no querría que lo supieran.

– ¿Era de mi periódico? -preguntó Luxford.

– No serías tan imbécil, pero es de tu ex periódico. Me parece fascinante.

– Pura coincidencia. Has de comprenderlo.

– Lo habría hecho, de no ser por el resto.

– ¿Qué? -preguntó Stone-. Eve, ¿qué está pasando?

– Cinco periodistas han llamado desde las tres y media de esta tarde. Joel cogió las llamadas. Sospechan que está pasando algo, me dijo, todos quieren hablar conmigo, y Joel preguntó si sé cuál es el motivo de su interés, cómo quiero que maneje este asunto y a qué viene ese repentino interés.

– No, Evelyn -se apresuró a hablar Luxford-. No se lo he dicho a nadie. Eso no tiene nada que ver…

– Fuera de mi casa, bastardo -masculló Eve-. Moriré antes que ceder a tus exigencias.

St. James habló con Luxford en la calle, al lado de su coche. El director del Source era la última persona en el mundo por la que habría creído sentir pena, pero ahora la sintió. El hombre parecía destrozado. Manchas de humedad habían aparecido en su elegante camisa azul. Su cuerpo olía a sudor.

– ¿Qué haremos ahora? -preguntó con voz temblorosa. -Volveré a hablar con ella.

– No tenernos tiempo.

– Hablaré con ella ahora.

– No dará su brazo a torcer.

Desvió la vista hacia la casa, pero sólo vieron que se habían encendido más luces en la sala de estar y otra en una habitación de arriba.

– Tendría que haber abortado -siguió Luxford-. Hace tantos años. No sé por qué no lo hizo. Quizá pensaba que necesitaba un motivo concreto para odiarme.

– ¿Por?

– Por seducirla. 0 conseguir que deseara ser seducida. Supongo que es esto último. Para algunas personas es aterrador cuando aprenden a desear.

– Lo es. -St. James tocó el techo del coche de Luxford-. Váyase a casa. Veré qué puedo hacer.

– Nada -predijo Luxford.

– No obstante, lo intentaré.

Esperó a que Luxford se hubiera alejado para volver a la casa. Stone abrió la puerta.

– Creo que ya es hora de que lo deje -dijo-. Eve ya ha sufrido bastante. Jesús, cuando pienso que casi me creí su comedia, me dan ganas de derribar las paredes a puñetazos.

– Yo no estoy de parte de nadie, señor Stone -contestó St. James-. Déjeme hablar con su mujer. Aún no he terminado de contarle lo que debe saber sobre la investigación de hoy. Tiene derecho a saber esa información. Estará de acuerdo conmigo.

Stone meditó sobre las palabras de St. James con los ojos entornados. Como Luxford, parecía destrozado. Pero Eve Bowen no tenía ese aspecto, recordó St. James. Parecía dispuesta a combatir otros quince asaltos y salir victoriosa.

Stone asintió y retrocedió para dejarle pasar. Subió la escalera con paso cansino, mientras St. James esperaba en la sala de estar y trataba de pensar qué iba a decir, y cómo conseguir que la mujer se pusiera en acción antes de que fuera demasiado tarde. Observó que, en lugar del altar que la señora Maguire había erigido, un tablero de ajedrez descansaba sobre la mesita auxiliar. Las piezas no eran las tradicionales. St. James cogió los reyes enfrentados. Harold Wilson era uno y Margaret Thatcher el otro. Los devolvió a su sitio con cuidado.

– Le ha convencido de que se preocupa por Eve, ¿verdad?

St. James levantó la vista y vio a Eve Bowen en el umbral de la puerta. Su marido estaba detrás de ella, con una mano bajo su codo.

– No es cierto. Nunca ha visto a la niña. Cualquiera pensaría que, en diez años, lo habría intentado alguna vez. Yo no lo habría permitido, por supuesto.

– Tal vez él lo sabía.

– Tal vez.

La mujer entró en la sala. Se sentó en la misma silla que había elegido el miércoles por la noche, y la luz de la lámpara de mesa reveló la serenidad de su rostro.

– Es un hipócrita magistral, señor St. James. Lo sé mejor que nadie. Quiere hacerle pensar que estoy amargada por nuestra relación y su desenlace. Quiere que considere mi comportamiento como una reacción al momento de debilidad que me hizo caer víctima de su plétora de encantos hace tantos años. Y mientras su atención se concentra en mí y en mi rechazo a reconocer la supuesta honradez de Dennis Luxford, él moverá sus piezas entre bambalinas y provocará que nuestra angustia vaya en aumento. -Apoyó la cabeza contra el respaldo de la butaca y cerró los ojos-. La cinta es un toque elegante. Hasta yo me lo habría creído, si no supiera que es incapaz de detenerse ante nada.

– Era la voz de su hija.

– Oh, sí. Era Charlotte.

St. James caminó hacia el sofá. Su pierna mala le pesaba una tonelada y la espalda le dolía debido al esfuerzo de izar su cuerpo sobre muros de ladrillo. Para que su aflicción fuera completa, sólo necesitaba una de sus migrañas. Había que tomar una decisión, y la misma reticencia que sentía a tirar de su cuerpo con cada movimiento le dijo cuán necesario era que la tomara.

– Le diré lo que sé en este momento.

– Y luego dejará que nos las arreglemos solos.

– Sí. En buena conciencia, no puedo seguir con esto.

– Entonces, le cree.

– Sí, señora Bowen. No me cae muy bien y no me entusiasma lo que defiende. Creo que su periódico debería ser borrado de la faz de la tierra. Pero le creo.

– ¿Por qué?

– Porque, como él ha dicho, podría haber aireado la historia hace diez años, cuando usted se presentó al Parlamento por primera vez. Carece de motivos para airear la historia ahora. Excepto para salvar a su hija.

– Su progenie, señor St. James. Su hija no. Charlotte es hija de Alex. -Abrió los ojos y movió la cabeza hacia él sin levantarla del respaldo-Usted no entiende de política, ¿verdad?

– ¿Al nivel de usted? No, supongo que no.

– Bien, esto es política, señor St. James. Como dije desde un principio, todo esto es un asunto político.

– No lo creo.

– Lo sé. Por eso hemos llegado a un callejón sin salida. -Hizo un ademán cansado en su dirección-. De acuerdo. Cuéntenos el resto de los hechos. Y después se irá. Nosotros decidiremos lo que se debe hacer y usted podrá lavarse las manos.

Alexander Stone se dirigió a la butaca que hacía juego con el sofá, junto a la chimenea y frente a su mujer. Se sentó en el borde, con los codos apoyados sobre las rodillas, la cabeza gacha, los ojos clavados en los zapatos.

Liberado de una responsabilidad que no había querido asumir desde el primer momento, St. James no se sentía nada liberado. Al contrario, se sentía agobiado por un peso más tremendo y más aterrador. Intentó desechar la sensación. No tenía ninguna obligación, se dijo, pero aun así notaba el tremendo esfuerzo que le costaba desprenderse de ella.

– Tal como hablamos, fui a la escuela Shenkling. -Vio que Alexander Stone levantaba la cabeza-. Hablé con las niñas de entre ocho y doce años. La niña que estamos buscando no estaba allí. Tengo una lista de las ausentes de hoy, por si quiere telefonearlas.

– ¿Qué significa todo esto? -preguntó Stone.

– Una amiga de Charlotte -explicó su mujer, mientras St. James le pasaba la lista.

– El profesor de música de Charlotte… -dijo St. James. -Chambers -dijo Stone.

– Sí, Damien Chambers. Nos dijo que Charlotte solía acudir en compañía de otra niña a sus clases de música de los miércoles. Por lo visto, esta niña fue también con Charlotte el pasado miércoles. La hemos buscado con la esperanza de que pueda decirnos algo sobre lo ocurrido esa tarde. Hasta el momento, no hemos podido localizarla.

– Pero la descripción del vagabundo nos proporciona algo -dijo Eve Bowen.

– Sí, y si podemos encontrar a la niña y nos confirma la descripción, incluso confirmar que el vagabundo estaba de vuelta en la zona a la hora que Charlotte entró en su clase de música, tendrá algo más sólido que proporcionar a las autoridades.

– ¿Dónde más podría estar, aparte de Santa Bernadette y la escuela Shenkling? -preguntó Eve Bowen.

– En otra escuela de Marylebone. También existen otras posibilidades. Su clase de baile, por ejemplo. Alguien del barrio. Una niña que se visita con el mismo psicoterapeuta. Tiene que estar en algún sitio.

Eve Bowen asintió. Se llevó los dedos a la sien en un gesto pensativo.

– No lo había pensado antes, pero este nombre… ¿Está seguro de que estamos buscando a una niña?

– El nombre es poco común, pero todas las personas con las que he hablado dicen que es una niña.

Alexander Stone intervino.

– ¿Un nombre poco común? ¿Quién es? ¿Por qué no es alguien a quien conozcamos?

– La señora Maguire la conoce, o al menos conoce su existencia. Así como el señor Chambers y, como mínimo, una compañera de Charlotte en Santa Bernadette. Por lo visto, es una niña a la que Charlotte ve a escondidas.

– ¿Quién es?

– Se llama Breta -dijo Eve Bowen a su marido-. ¿La conoces, Alex?

– ¿Breta?

Alexander Stone se puso en pie. Se acercó a la chimenea y cogió una fotografía de una niña de pocos años en un columpio. Él estaba detrás del columpio y sonreía a la cámara.

– Dios mío -dijo-. Jesús.

– ¿Qué pasa? -preguntó Eve.

– ¿Ha pasado estos dos días buscando a Breta? -preguntó Stone a St. James con voz cansina.

– En gran parte sí. Hasta que recibimos la información sobre el vagabundo, era la única pista que teníamos.

– Bien, esperemos que su información sobre el vagabundo sea más fiable que la información sobre Breta. -Stone lanzó una carcajada de desesperación y dejó la fotografía boca abajo sobre la repisa de la chimenea-. Brillante. -Miró a su mujer, y luego desvió la vista-. ¿Dónde has estado, Eve? ¿Dónde cojones has estado? ¿Vives en esta casa o sólo vienes de visita?

– ¿De qué estás hablando?

– Estoy hablando de Charlie. Estoy hablando de Breta. Estoy hablando del hecho de que tu hija, mi hija, nuestra hija, Eve, no tiene una sola amiga en el mundo y tú ni siquiera lo sabes.

St. James sintió que corría hielo por sus venas cuando lo que Stone había dicho y su posible significado empezaron a aglutinarse inexorablemente. Vio que Eve Bowen había perdido por un momento un vestigio de su aire de fría tranquilidad.

– ¿A qué te refieres? -preguntó.

– A la verdad -replicó Stone. Rió de nuevo, pero esta vez la carcajada rozó la histeria-. Breta no es nadie, Eve. Nadie. Breta no es real. Tu detective privado se ha pasado dos días peinando Marylebone en busca de la amiga imaginaria de Charlotte.

12

– Breta -susurró Charlotte-. Breta, mi mejor amiga.

Sentía los labios agrietados y la boca como llena de migas de pan rancio. Por lo tanto, supo que Breta no la oiría y, peor aún, que no contestaría.

Le dolía todo el cuerpo. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que había grabado la cinta para Cito, pero le parecían días y meses y años. Le parecía una eternidad.

Tenía hambre y sed. Sentía los ojos como si tuviera una nube apretada contra los párpados y que llenara el resto de su cabeza. No recordaba cuándo había estado tan cansada, y si no hubiera sentido el cuerpo tan entumecido, y las piernas y brazos tan pesados, habría experimentado algo más que un poco de angustia por el hecho de que el estómago había empezado a dolerle, debido al tiempo transcurrido desde el pastel de carne y el zumo de manzana. Pero aún podía saborearlos si pasaba la lengua por el paladar.

Un pinchazo atravesó su estómago. Sin levantarse de la manta mojada, alzó las rodillas y se ovilló, lo cual estiró la manta unos centímetros y la dejó expuesta al aire húmedo de su oscura prisión.

– Frío -murmuró con sus labios agrietados, y se ciñó la chaqueta de punto alrededor del cuerpo. Puso una mano entre las piernas para calentarla. Embutió la otra en el bolsillo de la chaqueta.

Entonces, le tocó dentro del bolsillo, y sus ojos se abrieron a la oscuridad mientras se preguntaba cómo había podido olvidarse del pequeño Widgie. Qué mala amiga era, pensó, ansiosa por hablar con Breta, mientras Widgie había sufrido todo el tiempo frío, angustia, hambre y sed, al igual que Lottie.

– Lo siento, Widgie -murmuró, y cerró los dedos sobre el bulto de arcilla que, como Cito le había explicado con todo detalle, había sido cocido, vidriado e introducido mucho tiempo atrás en un bombón sorpresa de Navidad para deleite de un niño que había vivido décadas y décadas antes del nacimiento de Charlotee. Palpó las púas del lomo de Widgie y el punto de un extremo que hacía las veces de hocico. Cito y ella lo habían visto un día en una tienda de Camden Passage, entre un despliegue de otras figurillas similares, cuando habían ido a buscar algo especial para mamá como regalo del día de la Madre.

– ¡Un erizo, un erizo! -había chillado Lottie, con el dedo apuntado al minúsculo ser-. ¡Cito, es como la señora Tiggy-Winkle!

– No exactamente, Charlie -había dicho Cito.

Lo cual era cierto porque, al contrario que la señora Tiggy-Winkle, el erizo en cuestión no llevaba enaguas a rayas, gorra o vestido. No llevaba nada de nada, excepto sus púas y su preciosa cara de erizo. Pese a su falta de atuendo, seguía siendo un erizo, y éstos eran los animalitos favoritos de Lottie. Cito se lo había comprado y ofrecido en la palma de la mano, y ella lo había llevado en el bolsillo desde entonces, como un amuleto de la suerte, fuera a donde fuera. ¿Cómo había podido olvidarse de Widgie, cuando había estado con ella todo el tiempo?

Lottie lo sacó del bolsillo para apretarlo contra su cara. Al sentir su contacto la embargó una enorme tristeza. Estaba frío, como hielo. Tendría que haberle dado calor. Tendría que haberlo cuidado. Dependía de ella, y le había fallado.

Tanteó en la oscuridad en busca de una esquina de la manta sobre la cual estaba tendida, y enrolló al erizo en su interior.

– Abrígate, Widgie -dijo con labios que apenas podía mover, tan agrietados estaban-. No te preocupes. Pronto regresaremos a casa.

Porque irían a casa. Sabía que Cito contaría la historia que el secuestrador quería, y así terminaría la pesadilla. No más oscuridad. No más frío. No más ladrillos como cama y cubo como retrete. Sólo esperaba que Cito pidiera ayuda a la señora Maguire antes de contar la historia. No era muy bueno contando historias, y siempre empezaban igual: «Érase una vez una bruja malvada, fea y perversa, y una princesita muy hermosa de cabello castaño corto y gafas…» Si el secuestrador quería una historia diferente, Cito necesitaría la ayuda de la señora Maguire.

Lottie intentó calcular cuánto tiempo había pasado desde que había grabado la cinta para Cito, cuánto tiempo tardaría Cito en inventar una historia después de oír la cinta. Intentó decidir qué clase de historia complacería al secuestrador, y se preguntó cómo le haría llegar Cito la historia. ¿La contaría en la grabadora como ella? ¿Se la contaría por teléfono?

Estaba demasiado cansada para pensar en respuestas a sus preguntas, demasiado cansada incluso para suponer qué respuestas podrían ser. Con una mano metida en el bolsillo de la chaqueta, la otra encajada entre sus piernas y las rodillas alzadas para que el estómago no le doliera, cerró los ojos y pensó en dormir. Porque estaba muy cansada, horriblemente cansada…

Luz y sonido se abatieron sobre ella al mismo tiempo. Llegaron como un rayo, sólo que al revés. Primero un furioso chasquido y un retumbar desesperado, y después destellos rojos y brillantes sobre sus párpados. Lottie abrió los ojos.

Lanzó una exclamación ahogada ante aquella luz que hería sus ojos. Esta vez no era la incandescencia regulada de la linterna, sino auténtica luz del sol. Penetraba por una puerta de la pared, y por un segundo no hubo nada más. Sólo la luz, tan brillante, tan difícil de mirar. Se sintió como un topo. Se encogió, apretó los ojos, lanzó un grito y se aovilló como una bola.

Entonces, con sus ojos entornados le vio de pie en el umbral de la puerta, con la luz que le iluminaba por detrás. Distinguió en el triángulo de sus piernas los colores azul y verde, y pensó en la luz del día, el cielo y los árboles, pero no supo decir qué era, porque no llevaba las gafas.

– Necesito mis gafas -musitó.

– No -dijo el hombre-. No necesitas tus gafas.

– Pero yo…

– ¡Cierra el pico!

Lottie se acurrucó en su manta. Vio la silueta del hombre, pero la luz de detrás (tan brillante, tan furiosa, como si descara devorarla) le impidió distinguir nada más. Excepto sus manos. Llevaba guantes. En una de sus manos sostenía un termo rojo y en la otra algo que parecía un tubo. Los ojos de Lottie se clavaron en el termo. Frío, dulce y líquido. Pero en lugar de destapar el termo y darle de beber, el hombre tiró el tubo sobre los ladrillos que había encima de su cabeza. Forzó la vista y vio que era un periódico.

– Papá no ha dicho la verdad -dijo el hombre-. Papá no ha dicho ni palabra. ¿No es una pena, Lottie?

Había algo en su voz… Lottie sintió cosquillas en los ojos y un nudo en el estómago.

– Intenté decírtelo -murmuró-. Lo intenté. Cito no sabe contar bien historias.

– Y eso es un problema, ¿eh? Pero da igual, porque sólo necesita un poco de estímulo. Se lo vamos a dar, tú y yo. ¿Estás dispuesta?

– Intenté decirle… -Lottie trató de tragar saliva. Extendió una mano hacia el termo-. Tengo sed.

Quiso levantar la cabeza de los ladrillos, quiso correr hacia la luz que había detrás del hombre, pero no lo consiguió. No tenía fuerzas para nada. Notó que resbalaban lágrimas por las comisuras de sus ojos.

«Qué niña», habría dicho Breta.

El hombre cerró la puerta con el pie, pero no llegó a encajarse. Quedó una franja de luz, indicando a Lottie dónde estaba. Una franja de luz que le indicaba en qué dirección correr.

Pero le dolía demasiado el cuerpo. Apenas podía moverse. Tenía hambre, sed y cansancio. Además, estaba a tres pasos de distancia, y el hombre salvaría en menos de un segundo aquellos pasos, y ella estaba viendo sus zapatos y la parte inferior de sus pantalones.

El hombre se arrodilló y ella retrocedió. Notó un bulto detrás de su cabeza y comprendió que había rodado sin querer sobre Widgie. «Pobre Widgie -pensó-. No he sido muy buena con Widgie.» Se apartó de él.

– Así está mejor -dijo el hombre-. Cuando no peleas, es mejor. Como a través de una nube, lo vio destapar el termo. -Mis gafas -dijo-. ¿Puedes darme mis gafas?

– Para esto no necesitas gafas.

El hombre deslizó la mano izquierda bajo su cuello y alzó su cabeza.

– Papá tendría que haber publicado la historia -dijo. Aumentó la presa de los dedos. Tiraron de su pelo-. Papá tendría que haber obedecido.

– Por favor… -Lottie sintió que temblaba por dentro. Sus pies empezaron a agitarse. Sus manos arañaron el suelo-. Me haces daño -dijo-. No… Mi mamá…

– No -dijo el hombre-. Esto no va a hacerte daño. Ni una pizca. Ya lo verás. ¿Estás preparada para beber?

La sujetaba con firmeza, pero Lottie se sintió más animada. No tenía intención de hacerle daño.

Sin embargo, en lugar de verter zumo en el tapón del termo, en lugar de alzar aquel tapón en forma de vaso hasta su boca, agarró su cuello con más fuerza, echó su cabeza hacia atrás y colocó el termo encima de su boca. Empezó a verter.

– Traga -murmuró-. Tienes sed. Traga. Te sentará bien. Lottie tosió. Escupió. Engulló el líquido. Estaba frío, pero no era zumo.

– No es… -dijo.

– ¿Zumo? Esta vez no. Pero está fresco, ¿no? Date prisa. Bébelo todo.

Lottie se resistió, pero él se limitó a agarrarla con más fuerza. La niña comprendió que el camino a la libertad consistía en obedecerle. Bebió y tragó. Él vertió y vertió.

Y antes de que se diera cuenta, Lottie estaba flotando. Vio a la hermana Agnetis. Vio a la señora Maguire. Vio a mamá, a Cito y Fermaine Bay. Y entonces la oscuridad regresó.

SEGUNDA PARTE

13

Eran las 17.55 cuando el agente detective Robin Payne recibió la llamada que estaba esperando, tres semanas después de terminar su curso de preparación, dos semanas después de su nombramiento oficial de agente detective, y menos de veinticuatro horas después de haber decidido que la única forma de aliviar su angustia (pánico al escenario, lo llamaban) era telefonear a su nuevo sargento detective a casa y solicitar que le incluyera en el primer caso que apareciera.

– Estás muy ansioso por ser el chico favorito de alguien, ¿verdad? -le había preguntado con sarcasmo el sargento Stanley-. Quieres llegar a comisionado antes de los treinta, ¿eh?

– Sólo quiero utilizar mis habilidades, sargento.

– Tus habilidades, ¿eh? -se había burlado el otro-. Créeme, hijo, tendrás muchas oportunidades de utilizar tus habilidades, sean las que sean, antes de que hayamos acabado contigo. Maldecirás el día en que te apuntaste al DIC.

Robin lo dudaba, pero buscó en su pasado alguna explicación que el sargento pudiera comprender y aceptar.

– Mi madre me enseñó a superarme constantemente.

– Te quedan años para hacer eso.

– Lo sé. De todos modos, ¿lo hará, señor?

– ¿Qué haré, renacuajo?

– Dejarme participar en el primer caso que se presente.

– Hummm. Tal vez. Ya lo veremos -había sido la respuesta del sargento.

Y cuando más tarde llamó para complacer su solicitud, dijo: -Vamos a ver cómo te las compones, detective.

Cuando dejó atrás la estrecha calle mayor de Wootton Cross, Robin admitió que su desesperada solicitud de ser asignado al primer caso que se presentara tal vez no había sido la mejor de las ideas. Su estómago estaba tensado con firmeza alrededor de seis bocadillos resecos que había engullido en la fiesta de compromiso de su madre (por suerte, la llamada telefónica del sargento Stanley le había salvado de presenciar el lamentable espectáculo de su madre y su corpulento y calvo prometido en el acto de babearse mutuamente), y en aquel momento parecía concentrado en empujar hacia arriba aquellos emparedados y expulsarlos al exterior. ¿Qué pensaría el sargento Stanley sobre aquel detective pardillo, si Robin vomitaba cuando viera el cadáver?

En efecto, se dirigía a ver un cadáver, según Stanley, el cadáver de una niña que había sido encontrado en la orilla del canal Kennet y Avon.

– Justo al otro lado de Allington -le había informado Stanley-. Hay una senda que corre junto a Manor Farm. Atraviesa los campos, y luego se desvía al sudoeste, hacia un puente. El cuerpo está allí.

– Conozco el lugar.

Robin no había vivido en el campo durante sus veintinueve años sin cubrir su cupo de paseos por él. Desde muy pequeño, pasear por el campo había sido su único y mejor medio de escapar de su madre y su asma. Bastaba con oír el nombre de un lugar de la campiña (Kitchen Barrow Hill, Witch Plantation, Stone Pit, Furze Knoll) para que una imagen mental de aquel sitio se le apareciera. Intuición geográfica perfecta, lo había llamado uno de sus profesores cuando iba al colegio. «Tienes futuro en la topografía, la cartografía, la geografía, la geología.» Pero nada de aquello le había interesado. Quería ser policía. Quería deshacer entuertos. De hecho, sentía pasión por deshacer entuertos.

– Puedo estar ahí en veinte minutos -había dicho a su sargento-. No ocurrirá nada antes de que yo llegue, ¿verdad? -había preguntado con angustia-. ¿No extraerá conclusiones ni nada por el estilo?

Stanley había resoplado.

– Si hubiera solucionado el caso cuando llegaras, me lo callaría. ¿Has dicho veinte minutos?

– Puedo hacerlo en menos.

– No te mates, renacuajo. Es un cadáver, no un incendio.

Sin embargo, Robin había recorrido la distancia en un cuarto de hora, primero hacia Marlborough, para desviarse a continuación hacia el noroeste, una vez pasada la oficina de Correos del pueblo, donde tomó la carretera rural que dividía las exuberantes tierras de labranza, las colinas y la miríada de túmulos, montículos y otros lugares prehistóricos que constituían el valle de Wootton. Siempre había considerado el valle un lugar apacible, su primera elección para huir de las tribulaciones inherentes, en ocasiones, a vivir con una madre inválida. Así se sentía en aquel atardecer de mayo, cuando la brisa agitaba los campos de heno y su madre inválida estaba a punto de independizarse. Sam Corey no era el marido adecuado para ella (veinte años demasiado mayor, todo palmaditas en el culo, besuqueos en el cuello, guiños obscenos y oscuros comentarios acerca de dar saltitos sobre el colchón «cuando te pille a solas, perita en dulce») y Robin no comprendía qué veía en él su madre. Pero había sonreído cuando tocaba sonreír, y levantado su copa para brindar por la feliz pareja con champán barato. Al oír el teléfono, había huido y tratado de alejar de su mente las extravagancias a que aquel par se dedicaría cuando cerrara la puerta. A nadie le hacía gracia pensar en su madre retozando con un amante, sobre todo con aquel amante. No era agradable.

El caserío de Allington estaba situado en una curva de la carretera, como el extremo saliente de un codo. Consistía en dos granjas cuyas casas, establos y edificios anexos eran las construcciones más significativas de la zona. Un prado hacía las veces de frontera de la aldea, y en él pacía un rebaño de vacas, con las ubres hinchadas de leche. Robin bordeó el prado y atajó por Manor Farm, donde una mujer de aspecto hosco ahuyentaba a tres niños en dirección a una casa con techo de paja.

El sendero que el sargento Stanley había descrito a Robin no era más que una pista. Pasaba por delante de dos casas de tejados rojos y efectuaba una limpia incisión entre los campos. Con la anchura exacta de un tractor, presentaba rodadas de neumáticos y por su centro corría una vena de hierba. Alambradas a cada lado de la pista servían para encerrar los campos, todos cultivados v en los que crecía el trigo hasta una altura de treinta centímetros.

El coche de Robin traqueteó por la pista. El puente distaba casi dos kilómetros. Condujo con cariño el Escort, y confió en que la suspensión no sufriera daños irreversibles.

Más adelante la pista efectuaba la ligera ascensión que indicaba su paso por encima del puente de Allington. A cada lado del puente había vehículos aparcados sobre la franja de ortigas blancas que servían de límite. Había tres coches de la policía, una furgoneta y una motocicleta azul Ariel, el medio de transporte favorito del sargento Stanley.

Robin frenó detrás de un coche patrulla. Al oeste del puente, agentes uniformados (a cuyo grupo había pertenecido él hasta hacía poco) caminaban a cada lado del canal, uno con los ojos fijos en el sendero peatonal que bordeaba la orilla sur del canal, mientras el otro se abría paso meticulosamente entre la espesa vegetación del lado opuesto, a cinco metros de distancia. Un fotógrafo estaba terminando su trabajo detrás de un cañaveral, en tanto el patólogo forense aguardaba sin impacientarse muy cerca, las manos enfundadas en guantes blancos y un maletín de piel negra a los pies. Aparte del cloqueo de patos y cercetas que anadeaban en el canal, nadie hacía el menor ruido. Robin se preguntó si era respeto por la muerte o sólo la concentración de unos profesionales en su trabajo. Restregó las palmas contra los pan-talones para secarse el sudor. Tragó saliva, ordenó a su estómago que se calmara y salió del coche para enfrentarse a su primer asesinato. Aunque nadie lo había calificado aún de asesinato, se recordó. Stanley se había limitado a decir «Tenemos el cadáver de un niño», y si iba a ser clasificado o no como asesinato dependía de los forenses.

Robin vio que el sargento estaba trabajando en el puente. Hablaba con una pareja joven, que se cogían mutuamente de la cintura, como si necesitaran darse calor. No era de extrañar, puesto que ninguno de los dos llevaba puesto más que unos trocitos de tela: la mujer, tres triángulos negros del tamaño de una palma a modo de traje de baño; el hombre, pantalones cortos blancos. Era obvio que la pareja había llegado en la barca que estaba amarrada en el canal, al este del cañaveral. Las palabras «recién casados» escritas con espuma de afeitar en las ventanas de la barca indicaban qué estaban haciendo en la zona. Navegar por el canal era una actividad muy popular en primavera y verano, así como pasear por el camino de sirga, visitar los lagos y dormir al aire libre desde Reading hasta Bath.

Stanley levantó la vista cuando Robin se acercó. Cerró su libreta y la guardó en el bolsillo trasero de sus vaqueros. -Quédense aquí -dijo a la pareja.

Rebuscó en su chaqueta de cuero y extrajo un paquete de Embassy, que ofreció a Robin. Los dos encendieron cigarrillos.

– Por aquí -dijo Stanley.

Guió a Robin hasta la pendiente que descendía al camino de sirga. Sujetó el cigarrillo entre el índice y el pulgar y habló como era su costumbre, por un lado de la boca, como si cada frase fuera un secreto entre él y el oyente.

– Recién casados. -Resopló y con el cigarrillo señaló la barca. Alquilaron eso, y considerando que es un poco temprano para detenerse a pasar la noche, y que no hay ningún paisaje especial en los alrededores, ya imagino qué tenían en mente cuando decidieron parar, ¿no? -Siguió con la vista fija en la barca-. Echale un vistazo, renacuajo. Me refiero a la chica, no a la barca. La chica.

Robin lo hizo. La parte inferior del bikini no le cubría el trasero, sino que consistía en una indecente tira de tela que desaparecía entres sus firmes nalgas doradas. El joven había posado la mano sobre una de las nalgas con aire de propietario. Robin oyó a Stanley inspirar entre dientes.

– Hora de ejercer las prerrogativas matrimoniales, diría yo. No me importaría darle un buen meneo a esa polluela. Loado sea Dios, menudo culo tiene. ¿Y tú, renacuajo?

– ¿Yo?

– ¿No se lo darías?

Robin supo que iba a ruborizarse, y agachó la cabeza para ocultarlo. Hundió la punta del zapato en el suelo y sacudió la ceniza del cigarrillo en lugar de contestar.

– Esto es lo que ha pasado -continuó Stanley, hablando por un lado de la boca-. Paran para echar un polvete. Por quinta vez hoy, pero qué coño, son recién casados. El sale para amarrar la barca, con las manos temblorosas y la polla enhiesta como un periscopio en busca del enemigo. Encuentra un lugar donde clavar la estaca para amarrar la barca (la ves al final de la línea, ¿verdad?), pero cuando está en plena faena encuentra el cadáver del niño. Culo Bronceado y él corren como alma que lleva el diablo hasta Manor Farm y llaman a la policía desde allí. Ahora se mueren de ganas por marcharse, y los dos sabemos por qué, ¿verdad?

– No pensará que tuvieron algo que ver…

– ¿Con esto? -El sargento negó con la cabeza-. Pero tienen mucho que hacer el uno con el otro. Ni siquiera encontrar un cadáver apaga las hogueras de algunas personas, si sabes a qué me refiero. -Tiró el cigarrillo en dirección a los patos, que siseó al entrar en contacto con el agua. Uno de los patos lo engulló. Stanley sonrió-. Carroñeros -dijo- Vámonos. Ha llegado tu momento. Pareces pálido, chaval. No irás a hacer un número, ¿verdad?

No, le tranquilizó Robin. No iba a vomitar. Estaba nervioso, nada más. Meter la pata en presencia de su superior era lo último que deseaba hacer, y el temor a meter la pata le había puesto los nervios de punta. Quiso explicarlo a Stanley, y también expresarle su gratitud por haberle asignado el caso, pero se abstuvo. No era necesario ponerse en entredicho en aquel momento, y expresar la gratitud en aquellas circunstancias no parecía el comportamiento adecuado de un agente detective.

Stanley llamó a la pareja que había descubierto el cadáver.

– Ustedes dos, no se alejen. Aún no hemos terminado. -Guió a Robin por el camino de sirga-. Bien. Vamos a ver si tu azotea está bien surtida. -Señaló a los agentes que inspeccionaban cada lado del canal-. Es probable que sea un ejercicio inútil. ¿Por qué?

Robin observó a los agentes. Eran ordenados, silenciosos y andaban al mismo paso. Estaban concentrados en su trabajo y no se permitían distracciones.

– ¿Inútil? -repitió. Para ganar tiempo, dedicó un momento a apagar el cigarrillo contra la suela del zapato. Guardó la colilla en el bolsillo-. Bueno, no van a encontrar huellas de pisadas, si es lo que andan buscando. Demasiada hierba en el camino de sirga, demasiadas flores silvestres y malas hierbas en la orilla. Pero… -Vaciló, y se preguntó si daría la impresión de que iba a corregir lo que parecía una conclusión apresurada de su sargento. Decidió correr el riesgo-. Pero podrían encontrar otras cosas, aparte de pisadas. Si es que se trata de un asesinato. ¿Lo es, señor?

Stanley no hizo caso de la pregunta. Entornó los ojos y se llevó otro cigarrillo a la boca.

– ¿Como qué? -preguntó.

– ¿Si es un asesinato? Cualquier cosa. Fibras, colillas de cigarrillo, un arma, una etiqueta, unos cabellos enredados, un casquillo de bala. Cualquier cosa.

Stanley encendió el cigarrillo con un mechero de plástico. Tenía la forma de una mujer agachada que se aferraba los tobillos. La llama brotaba por el culo.

– Estupendo -dijo Stanley. Robin no supo si el sargento se refería a su contestación o al encendedor.

Stanley salió al camino de sirga y Robin le siguió. Se dirigieron en dirección al cañaveral. El patólogo jefe estaba subiendo la orilla del canal por entre una maraña amarillenta de saxífragas doradas y prímulas. Barro y algas se adherían a sus botas. Dos patólogos forenses más esperaban, con sus maletines abiertos. A su lado, una bolsa para cadáveres estaba tirada sobre el camino de sirga, preparada para su utilización.

– ¿Y bien? -preguntó Stanley al patólogo.

Por lo visto, había acudido al lugar de los hechos desde un partido de tenis, porque llevaba un conjunto blanco y una cinta alrededor de la cabeza, un conjunto que desentonaba patéticamente con sus botas negras altas hasta la rodilla.

– Tenemos unas arrugas bastantes pronunciadas en las dos manos y en la planta de un pie -dijo-. El cuerpo ha estado en el agua durante dieciocho horas. Veinticuatro, a lo sumo.

Stanley asintió.

– Ve a echar un vistazo, chaval -dijo a Robin y sonrió al patólogo-. Nuestro Robin todavía es virgen, Bill. Cinco libras a que nos dedica un arcoiris en tecnicolor.

Una expresión de desagrado cruzó la cara del patólogo. Se reunió con ellos en el camino de sirga.

– Dudo que te marees -dijo en voz baja a Robin-. Tiene los ojos abiertos, lo cual siempre es inquietante, pero aún no hay señales de descomposición.

Robin asintió. Respiró hondo y cuadró los hombros. Todo el mundo le estaba mirando (el sargento, el patólogo, los agentes, el fotógrafo y los biólogos), pero estaba decidido a no hacer gala de otra cosa que indiferencia profesional.

Descendió por la orilla del canal entre una profusión de flores silvestres. Tuvo la impresión de que el silencio que le rodeaba se intensificaba, aumentaba su sensibilidad hacia los ruidos emitidos por su cuerpo: el sonido ronco de la respiración, el martilleo del corazón, el crujido de los zapatos cuando aplastaban flores y malas hierbas. El barro se pegoteó a la suela de sus zapatos cuando llegó a las cañas. Las bordeó.

El cuerpo yacía justo detrás de ellas. Primero, Robin vio un pie fuera del agua y encajado entre las cañas, como si hubieran amarrado al niño por algún motivo, después el otro pie, que estaba en el agua con la planta arrugada, como había dicho el patólogo. Sus ojos recorrieron las piernas hasta las nalgas, y de allí hasta la cabeza. Estaba vuelta de lado, con los ojos entreabiertos y muy congestionados. El cabello castaño corto flotaba como alejándose de la cabeza, ondulaba con suavidad sobre la superficie del agua, y mientras Robin contemplaba el cadáver y se devanaba los sesos en busca de la pregunta correcta (a sabiendas de que la sabía, a sabiendas de que un instinto arraigado le haría formular esa pregunta indicadora de que funcionaba con el piloto automático), vio un fugaz destello plateado en la boca entreabierta del niño cuando un pez se introdujo en ella.

Sintió que la cabeza le daba vueltas y las manos pegajosas. Por suerte, su mente reaccionó. Apartó los ojos del cuerpo, encontró la pregunta correcta y la formuló sin que su voz se quebrara.

– ¿Chico o chica?

– Traigan la bolsa -dijo el patólogo a modo de respuesta.

Se reunió con Robin al borde del canal. Uno de los agentes bajó la cremallera de la bolsa. Otros dos, provistos de botas de goma, entraron en el agua. Cuando el patólogo asintió, alzaron el cadáver.

– Chica -dijo cuando su pubis desprovisto de vello quedó expuesto.

Los agentes trasladaron el cuerpo desde el canal a la bolsa, pero antes de subir la cremallera, el patólogo se arrodilló al lado de la niña. Apretó su pecho y una espuma compuesta de burbujas blancas no muy diferentes de las producidas por el jabón surgió por una fosa nasal.

– Ahogada -dijo.

– Entonces, ¿no es un asesinato? -preguntó Robin a Stanley.

– Dímelo tú, chaval. -Stanley se encogió de hombros-. ¿Cuáles son las posibilidades?

Cuando se llevaron el cuerpo y los biólogos forenses descendieron a la orilla con sus frascos y bolsas, Robin meditó sobre la pregunta y sus respuestas plausibles. Se fijó en la barca de los recién casados.

– ¿Estaba de vacaciones? -preguntó-. ¿Se cayó de una barca? Stanley asintió, como si estuviera considerando la hipótesis.

– No se han recibido denuncias de niños desaparecidos.

– ¿Empujada desde una barca? Un empujón rápido no dejaría marcas en el cuerpo.

– Bien pensado -reconoció Stanley-. Eso lo convierte en asesinato. ¿Qué más?

– ¿Un niño de la zona? ¿Tal vez de Allington? ¿De All Cannings? Desde All Cannings se pueden atravesar los campos y llegar hasta aquí.

– El mismo problema de antes.

– ¿Ninguna denuncia por desaparición?

– Exacto. ¿Qué más?

Stanley esperó. No parecía nada impaciente.

Robin puso en palabras la hipótesis final, una contradicción de su primera conclusión.

– ¿Víctima de un crimen, pues? ¿La han…? -Cambió su peso de un pie a otro y buscó un eufemismo-. ¿La han… bueno, manoseado, señor?

Stanley enarcó una ceja en señal de interés. Robin se apresuró a continuar.

– Supongo que sería posible, ¿no? Sólo que no parecía… en el cuerpo… superficialmente… -Se dijo que debía ir al grano. Carraspeó-. Podría ser una violación, sólo que no había señales superficiales de violencia en el cuerpo.

– Un corte en la rodilla -dijo el patólogo desde el camino de sirga-. Algún morado alrededor de la boca y el cuello. Un par de quemaduras cicatrizadas en las mejillas y la barbilla. Primer grado.

– Aun así… -empezó Robin.

– Hay más de una forma de violación -señaló Stanley.

– Ya lo imagino… -Pensó qué dirección debía tomar-. Parece que no tenemos gran cosa, ¿eh?

– ¿Y cuando no se tiene gran cosa?

La respuesta era evidente.

– Hay que esperar a la autopsia.

Stanley se llevó un dedo a la ceja, como felicitándole.

– ¿Cuándo? -preguntó al patólogo.

– Tendré los análisis preliminares mañana. A media mañana. Suponiendo que no reciba más llamadas. -Se despidió de Stanley y Robin con un gesto de cabeza-. Vamos a cargarla -dijo a los agentes, y siguió al cadáver hasta la furgoneta.

Robin les siguió con la mirada. La joven pareja seguía esperando en el puente. Cuando el pequeño cadáver pasó ante ellos, la chica hundió la cabeza en el pecho de su marido. Este la apretó contra sí, una mano en su pelo y la otra en el trasero. Robin desvió la vista.

– ¿Qué hacemos ahora? -le preguntó Stanley.

Robin meditó.

– Hay que saber quién era.

– Antes de eso.

– ¿Antes? Tomamos declaración a la pareja y se la hacemos firmar. Después comprobamos la lista de personas desaparecidas. Si no ha desaparecido nadie en los alrededores, es posible que se haya avisado de su desaparición desde otro sitio, y que ya esté incluida en la lista del ordenador.

Stanley subió la cremallera de su chaqueta de cuero y palmeó los bolsillos de los vaqueros. Sacó un llavero y le dio vueltas en la mano.

– ¿Y antes de eso? -preguntó.

Robin se quedó desconcertado. Miró hacia el canal como buscando inspiración. Podía sugerir que lo dragaran, pero ¿para qué? Stanley se apiadó de él.

– Antes de la declaración y antes de la lista de personas desaparecidas, hemos de lidiar con ésos.

Apuntó el pulgar en dirección al puente.

Un coche polvoriento acababa de detenerse. Una mujer con una libreta y un hombre con una cámara bajaron. Robin vio que corrían hacia los recién casados. Intercambiaron unas palabras, que la mujer apuntó. El fotógrafo empezó su trabajo.

– ¿Periodistas? -preguntó Robin-. ¿Cómo demonios se han enterado tan pronto?

– Al menos no es la televisión -contestó Stanley-. Todavía. Se alejó para lidiar con ellos.

Dennis Luxford acarició con los dedos la mejilla enrojecida de Leo. Estaba mojada de lágrimas. Ajustó las mantas alrededor de los hombros de su hijo y notó una punzada, en parte de culpabilidad y en parte de impaciencia. ¿Por qué el chico tenía que complicar siempre tanto las cosas?, se preguntó.

Luxford murmuró su nombre. Alisó el brillante pelo de Leo y se sentó en el borde de su cama. 0 estaba dormido como un tronco, o fingía mejor de lo que Luxford pensaba. En cualquier caso, no estaba disponible para continuar discutiendo con su padre. Lo cual era mejor, considerando cómo terminaban las discusiones entre ambos.

Luxford suspiró. Pensó en la palabra «hijo» y en lo que aquellas dos simples sílabas implicaban sobre responsabilidad, consejo, amor ciego y esperanza secreta. Se preguntó por qué había dado siempre por supuesto que sería un padre modélico y por qué había pensado siempre en la paternidad en términos de recompensas. Ser padre se le antojaba una obligación interminable. Era un deber que duraba toda la vida, y que le exigía una reserva de perspicacia para enfrentarse a la batalla interminable con sus deseos personales, además de poner a prueba sus escasas reservas de paciencia. Era demasiado para que un hombre lo soportara. ¿Cómo lo lograban otros hombres?, se preguntó Luxford.

Al menos, sabía una parte de la respuesta. Otros hombres no tenían hijos como Leo. Un vistazo al dormitorio de Leo, combinado con el recuerdo de su propia habitación y la de su hermano cuando tenían la edad de Leo, bastaba para Luxford. Fotografías de películas en blanco y negro: desde Fred y Ginger en traje de etiqueta, hasta Gene, Debbie v Donald cantando y bailando bajo la lluvia. Un montón de libros de arte sobre un sencillo escritorio de pino, al lado un cuaderno de dibujo con el esbozo de un ángel arrodillado, cuyo halo perfecto y alas plegadas lo definían como un ejemplo primoroso de los frescos del siglo xiv. Una jaula de pinzones: agua limpia, alpiste limpio, papel limpio en el suelo. Una biblioteca con volúmenes de tapa dura ordenados por autores, desde Dahl a Dickens. Y en un rincón, un baúl de madera con bisagras de hierro negras, en cuyo interior, como bien sabía Luxford, se acumulaban olvidados un bate de críquet, una raqueta de tenis, una pelota de fútbol, patines en línea, un juego de química, una colección de soldados de juguete y un par de aquellas cosas parecidas a pijamas que llevaban los expertos en kárate.

– Leo -dijo en voz baja-, ¿qué voy a hacer contigo?

«Nada -le habría dicho Fiona con firmeza-. Nada en absoluto. Está bien. Está perfecto. El problema es tuyo.»

Luxford apartó de su mente el diagnóstico de Fiona. Se agachó, rozó con los labios la mejilla de su hijo y apagó la luz de la mesita de noche. Se quedó sentado en la cama hasta que la oscuridad de la habitación se fundió en su vista con la luz del exterior que se filtraba por las cortinas corridas. Cuando pudo ver las formas de los muebles y las líneas de los marcos negros de las fotos clavadas en la pared, salió de la habitación.

Encontró a su mujer en la cocina. Estaba de pie ante la encimera, llenando el molinillo de café. En cuanto el pie de Luxford pisó las losas del suelo, conectó el molinillo.

Luxford esperó, Fiona vertió agua en una máquina expreso. La enchufó. Introdujo el café recién molido en el filtro, lo aplastó como si fuera tabaco y conectó el aparato. Una luz ambar se encendió del aparato empezó a zumbar, Ella no se movió, a la espera de que saliera el café, de espaldas a su marido.

Luxford reconoció los signos. Comprendía los mensajes no verbalizados que una mujer comunicaba mediante la sencilla estrategia de mostrar a un hombre la nuca en lugar de la cara, pero aun así se acercó a ella. Apoyó las manos en sus hombros y apartó su pelo a un lado. Besó su cuello. Tal vez, pensó, podrían fingir.

– Eso te va a desvelar -murmuró.

– Ya me va bien. Esta noche no tengo la menor intención de dormir.

No añadió «contigo», pero Luxford no necesitaba las palabras para conocer su estado de ánimo. Lo notaba en la resistencia de sus músculos bajo los dedos. Dejó caer las manos.

Fiona fue a buscar una taza y la colocó bajo una de las dos espitas del aparato. Un hilo de café expreso empezó a manar del filtro.

– Fiona. -Esperó a que le mirara. No lo hizo. Estaba concentrada en el café-. Lo siento. No quería disgustarle. No quería que las cosas llegaran tan lejos.

– Entonces, ¿qué querías?

– Quería que habláramos. Intenté hablar con él cuando comimos el viernes, pero no llegamos a ningún sitio. Pensé que si lo intentaba, estando los tres juntos, solucionaríamos el problema sin que Leo montara una escena.

– Y no puedes soportarlo, ¿verdad?

Fiona sacó un cartón de leche de la nevera. Vertió una medida meticulosa en una jarrita de acero inoxidable. Volvió a la cafetera v dejó la jarra sobre la encimera.

– Dios nos libre de que un niño de ocho anos monte una escena, ¿verdad, Dennis?

Realizó un ajuste en un lado del aparato y comenzó a calentar la leche. Giró la jarra con furia. El aire caliente siseó. La leche espumeó.

– Eso no es justo. No es tarea fácil aconsejar a un niño que considera todo intento de entablar una conversación como una invitación a la histeria.

– No es un histérico.

Fiona dejó la jarra de leche sobre la encimera.

– Fiona.

– No lo es.

Luxford se preguntó cómo lo llamaría su mujer: cinco minutos de comentarios cuidadosamente preparados sobre las ventajas del Colegio Masculino Baverstock habían provocado que Leo se disolviera en lágrimas como si fuera un terrón de azúcar y su padre el agua caliente. Lágrimas como heraldo de los sollozos. Sollozos que dieron paso a aullidos. Aullidos como precursores del pataleo sobre el suelo y los puñetazos a los almohadones del sofá. ¿Qué era histeria, sino aquella enloquecedora reacción ante la adversidad, tan propia de Leo?

Baverstock se la quitaría, y ése era el principal motivo de que Luxford estuviera decidido a arrancar a Leo del ambiente en que Fiona le tenía envuelto como en un capullo, para catapultarle hacia un mundo más duro. Tarde o temprano, tendría que hacer frente a ese mundo. ¿Qué beneficios le reportaba al niño continuar evitando lo que tanto necesitaba para su formación?

Luxford había elegido el momento perfecto para hablar del tema. Los tres juntitos, la feliz familia reunida en el comedor para compartir la cena. Había el plato favorito de Leo, pollo tikka, que el niño había devorado con fruición mientras charlaba acerca de un documental de la BBC sobre lirones, del cual, al parecer, ha- bía tomado extensas notas.

– ¿Crees que podríamos construirles un hábitat en el jardín, mamá? -preguntó-. Suelen preferir los edificios antiguos, desvanes y los espacios encajados entre paredes, pero son muy bonitos, y creo que si les construyéramos un hábitat apropiado, en uno o dos años…

Entonces, Luxford decidió que había llegado el momento de clarificar de una vez por todas dónde residiría Leo en esos uno o dos años de los que estaba hablando.

– No sabía que te interesaran las ciencias naturales -dijo-. ¿Has pensado en estudiar veterinaria?

La boca de Leo formó la palabra «veterinaria». Fiona miró a Luxford, que decidió hacer caso omiso de la crítica contenida en su expresión. Continuó.

– La veterinaria es una carrera estupenda, pero requiere cierta experiencia previa con animales. Y vas a tener esa experiencia en cantidades industriales. De hecho, estarás muy por encima de los demás aspirantes cuando estés listo para ir a la universidad. Lo que más te gustará de Baverstock es lo que ellos llaman la granja modelo. ¿Te lo había dicho? -No dio a Leo oportunidad de contestar-. Te lo voy a contar.

Y empezó su monólogo, un himno a las glorias del cuidado de los animales. De hecho, sabía poca cosa de la granja modelo del colegio, pero lo que no sabía lo embelleció sin el menor rubor: atardeceres soleados en las colinas surcados por la brisa, los placeres de ayudar a parir ovejas, los retos de las vacas, criar el ganado, castrar sementales. Lirones no, por supuesto, al menos auténticos no. Pero en los edificios anexos, los establos, tal vez en los desvanes de los dormitorios, cabía la posibilidad de encontrar algún otro animalito curioso.

– La granja modelo -concluyó- es una de las sociedades, no una asignatura oficial, pero gracias a ella tendrás la suerte de convivir con animales, que a la larga puede conducirte a una carrera para toda la vida.

Cuando había empezado a hablar, la mirada de Leo se había desviado de la cara de su padre al borde de su vaso de leche. La fijó allí y el resto de su cuerpo adquirió una inmovilidad ominosa, excepto por un pie que golpeaba rítmicamente la pata de la silla, cada vez más fuerte. Como cuando Fiona le presentaba su nuca, la mirada fija de Leo, los pataleos y los silencios eran señales de advertencia, pero también constituían un motivo de irritación para su padre. Maldita sea, pensó. Otros niños iban al internado cada año. Hacían su baúl, metían comida en su fiambrera, seleccionaban un recuerdo favorito del hogar y partían. Tal vez sentían cosquillas en el estómago, pero mostraban valentía en la cara. Convencidos de que sus padres sabían qué era mejor para ellos y, sobre todo, sin exhibiciones histriónicas. A lo cual conducía, como bien sabía Luxford, aquellos golpecitos en la silla, tan inevitablemente como la puesta de sol anuncia la noche.

Probó la capacidad del pensamiento positivo.

– Imagina los nuevos amigos que harás, Leo -dijo.

– Tengo amigos -contesto Leo a su vaso de leche, con aquel irritante acento de moda que imitaba el ingles norteamericano. Por suerte, la escuela privada pronto acabaría también con aquello.

– Piensa en las sólidas amistades que vas a entablar. Durarán toda tu vida. ¿Te he dicho ya a cuántos de mis ex compañeros veo cada año? ¿Te he dicho hasta qué punto se preocupan mutuamente de sus respectivas carreras, y la influencia que ejercen?

– Mama no fue a la escuela privada. Mama se quedo en casa fue a la escuela pública. Mamá siguió una carrera.

– Por supuesto, y estupenda, pero…

Dios, no estaría pensando el crío en convertirse en modelo como su madre,;verdad? La danza como profesión ya era bastante horrible, pero ¿la moda? ¿La moda? Recorrer una pasarela con la pelvis echada hacia adelante, un codo proyectado hacia fuera, una camisa desabotonada y meneando las caderas, todo el cuerpo una invitación implícita a ser contemplado como objeto. Era una idea impensable. Leo estaba tan preparado para aquella clase de vida como él para irse a la luna. Pero si insistía… Luxford se esforzó por controlar su colérica imaginación.

– Para las mujeres es diferente, Leo -dijo con afabilidad-. Su papel en la vida es diferente, porque su educación es diferente. Tú necesitas una educación masculina, no femenina. Porque vas a vivir en un mundo de hombres, no de mujeres. ¿No es así? -No hubo respuesta-. ¿No es así, Leo?

Luxford observó que Fiona tenía los ojos clavados en él. Se estaba adentrando en terreno peligroso, una auténtica ciénaga, y si continuaba avanzando corría peligro de hundirse hasta el cuello, De todos modos, aceptó el riesgo. El problema iba a solucionarse, y aquella misma noche.

– Un mundo de hombres exige rasgos de carácter que se desarrollan mejor en la escuela privada, Leo. Fibra moral, recursos interiores, pensamiento rápido, talento para el liderazgo, capacidad de tomar decisiones, autoconocunlieno, sentido de la historia. Eso es lo que quiero para ti, y créeme, cuando hayas terminado en Baverstock me darás las gracias. Dirás: Papi, no puedo creer que me resistiera a ir a Baverstock. Gracias por insistir en que era por mi bien, cuando yo no sabía…»

– No quiero -dijo Leo.

Luxford optó por no hacer caso del abierto desafío. Aquello era impropio de Leo, y cabía la posibilidad de que nos hubiera sido su intención rebelarse abiertamente.

– Iremos de visita antes de que empiece el curso y le echaremos un vistazo. De esa manera tendrás ventaja sobre los demás chicos cuando lleguen. Les podrás hacer de guía. ¿No te parece estupendo?

– No quiero,

Este segundo «no quiero» fue mas fuerte y obstinado que el primero. Era la llamarada que precedía al bombardeo, una bengala que se disparaba al aire para iluminar el blanco de las bombas.

Luxford trato de conservar la calma.

– Iras, Leo. Temo que la decisión ya ha sido tomada y, por lo tanto, no admite más discusiones. Es natural sentirse reticente, incluso asustado. Como ya he dicho antes, la mayoría de la gente recibe los cambios con cierto nerviosismo, pero en cuanto te hayas adaptado…

– No -dijo Leo-. ¡No, no y no!

Leo.

– ¡No iré!

Apartó la silla de la mesa y se levantó, a punto de entregarse a su habitual histrionismo.

– Pon la silla en su sitio.

– He terminado.

– Pero yo no. Y hasta que te dé permiso…

– ¡Mamá!

La llamada de socorro a Fiona (y lo que implicaba sobre la naturaleza de su relación) logró que un destello rojizo cruzara los ojos de Luxford. Cogió la muñeca de su hijo tiró de él hacia la mesa.

– Estarás sentado hasta que te diga que has terminado. ¿Entendido?

Leo chilló.

– Dennis -dijo Fiona.

– Y tú no te metas.

– ¡Mama!

– ¡Dennis! Suéltale. Le estás haciendo daño.

Las palabras de Fiona fueron como una invitación. Leo empezó a llorar, después a aullar y luego a sollozar. Y lo que había sido una conversación se transformó en una pelea, que concluyó cuando un Leo que chillaba, pataleaba y daba puñetazos fue conducido y encerrado en su habitación, donde, en consideración a sus preciosas pertenencias, era muy improbable que se entregara a otro ejercicio que golpearse la cabeza contra las almohadas de la cama. Cosa que, al parecer, hizo hasta quedar exhausto.

Luxford y su mujer cenaron en silencio y despejaron la cocina. Luxford leyó el resto del Sunday Times, mientras Fiona aprovechaba la escasa luz para trabajar en las cercanías del estanque del jardín. No entró en la casa hasta las nueve y media, cuando él la oyó ducharse y luego subió a ver a Leo, encontrándole dormido. Entonces se preguntó por enésima vez cómo iba a solucionar la discordia que afectaba a su hogar sin imponer su autoridad y comportarse como el típico paterfamilias al que tanto despreciaba.

Fiona se sirvió una taza de leche caliente. Siempre se quejaba del precio exorbitante que pedían por un tercio de taza de expreso y dos tercios de espuma con la consistencia del diente de león, de modo que se preparaba un café con leche en lugar de un capuchino. Vertió tres cucharadas de espuma encima y le añadió canela. Después sacó el filtro del aparato con cuidado y lo dejó en el fregadero también con cuidado.

Todos sus movimientos comunicaban: «No quiero hablar del asunto.»

Un idiota habría continuado como si tal cosa. Un hombre más prudente habría hecho caso de las señales. Luxford decidió imitar a Feste.(El bufón de La noche de la epifanía, de W. Shakespeare.)

– Leo necesita el cambio, Fiona -dijo-. Necesita un entorno que le exija más, una atmósfera que le proporcione firmeza moral, el trato cotidiano con chicos de buena familia y ambiente decente. De Baverstock sólo obtendrá beneficios. Tienes que comprenderlo.

Fiona levantó la taza y bebió. Con una servilletita cuadrada se enjugó la espuma que orlaba su labio superior. Se apoyó contra la encimera, sin tomarse la molestia de desplazarse a un lugar más cómodo, como él habría hecho para sostener aquella conversación, cosa que Fiona sabía muy bien.

Sostuvo la taza a la altura del pecho y examinó la espuma coronada de canela.

– Qué hipócrita eres -dijo a la espuma-. Siempre has defendido la igualdad, ¿verdad? Para demostrar tu creencia en la igualdad llegaste hasta el punto de casarte con la hija de una sórdida familia…

– Basta ya…

– … del sur de Londres. Del otro lado del río. La hija de un fontanero y una sirvienta de hotel. Donde la gente dice váter en lugar de retrete y nadie que escucha sufre un ataque de apoplejía ni sabe para qué debería tener uno. ¿Cómo lograste rebajarte hasta tal punto? ¿Cómo fue posible, cuando creías en realidad que necesitabas codearte con buenas familias de ambiente decente? ¿O lo hiciste por el reto que significaba?

– Fiona, mi decisión no tiene nada que ver con las clases sociales.

– Tus desagradables escuelas tienen todo que ver con las clases sociales. Todo que ver con conocer a la gente correcta y entablar las relaciones correctas y aprender el acento correcto y procurar que el atuendo, la posición, las actividades sociales, la elección de carrera y la actitud hacia todo el mundo reciban las máximas calificaciones. Porque Dios ayuda a las personas que intentan prosperar en la vida con la sola ayuda del talento y las credenciales de su valía como hombre.

Había empleado muy bien sus armas. Las heridas eran más certeras debido al hecho de que las utilizaba con rara frecuencia. Todos los que peleaban en trincheras eran así, y Luxford lo sabía. Esperaban su oportunidad, esquivaban las balas enemigas y hacían creer a sus oponentes que contaban con armas insignificantes.

– Quiero lo mejor para Leo -dijo Luxford con cierta tirantez-. Necesita que le encarrilen. Baverstock lo conseguirá. Lamento que no lo veas así.

Fiona levantó la vista y le miró a la cara.

– Lo que quieres es que Leo cambie. Te preocupa porque parece… Supongo que tú elegirías la palabra excéntrico, ¿verdad, Dennis? En lugar de la palabra que en realidad piensas.

– Quiero que aclare sus ideas. Aquí no lo conseguirá.

– Tiene muchas ideas, pero tú no las apruebas. Y me pregunto por qué.

Bebió el café.

Luxford notó que los dedos de la advertencia se deslizaban por su espina dorsal. Reconocer su presencia, sin embargo, equivaldría a acobardarse.

– No juegues conmigo a la psicóloga aficionada. Lee esa basura si quieres. Yo no me opongo y a ti parece gustarte, pero te agradecería que no aplicaras tus diagnósticos a nuestra relación.

– Estás aterrorizado, ¿verdad? A Leo le gusta bailar, le gustan los pájaros, le gustan los animalitos, le gusta cantar en el coro de la escuela y le gusta el arte medieval. ¿Cómo puedes interpretar tales horrores en tu hijo? ¿El fruto de tu entrepierna va a convertirse en un sarasa? Y si ése es el caso, ¿no será un colegio masculino el peor ambiente para él? ¿O es lo contrario, porque la primera vez que los chicos mayores enseñen a Leo qué pasa cuando los hombres se desnudan juntos, retrocederá horrorizado y toda tendencia aberrante huirá de su mente por miedo?

Luxford la miró fijamente. Ella le devolvió la mirada. Luxford se preguntó qué leía en su cara y si adivinaba la tensión de su cuerpo y la velocidad con que la sangre fluía hacia sus extremidades. De su expresión sólo dedujo que le estaba escudriñando.

– Supongo que, gracias a tus lecturas, sabrás que algunas cosas no pueden anularse.

– ¿Las preferencias sexuales? Claro que no. 0 si anulan, sólo es por cierto tiempo. Pero ¿y la otra? Puede anularse definitivamente.

– ¿Qué otra?

– El artista. El alma del artista. Haces todo lo que puedes por destruir a Leo. Empiezo a preguntarme cuándo perdiste la tuya.

Fiona salió de la cocina. Luxford oyó que sus sandalias de piel pisaban silenciosamente el suelo de madera. Iba en dirección a la sala de estar. Desde la ventana de la cocina vio encenderse una luz en aquella ala de la casa. Mientras miraba, Fiona se acercó a la ventana y corrió la cortina.

Luxford desvió la vista, pero al hacerlo se encontró cara a cara con sus sueños irrealizados. Ganarse la vida con la literatura era lo que había deseado, dejar su huella en el mundo de las letras, convertirse en un Pepys' del siglo xx. Sabía manejar las palabras y las ideas eran instintivas. Pero su matrimonio le había adormecido. La semana pasada David St. James le había presentado como «el mejor escritor que he conocido». ¿A qué le había conducido el matrimonio?

Le había conducido a ser realista, a llevar comida a casa, a construir un techo sobre su cabeza. También le había conducido al exquisito placer de detener el poder, pero eso era secundario. Lo principal había sido madurar. Como todo el mundo hacía, como todo el mundo debía, incluido Leo.

Luxford decidió que Fiona y él aún no habían concluido la conversación. Si insistía en jugar a la psicoanalista, no se negaría a examinar sus motivos en lo tocante a su hijo. Un escrutinio decente aclararía su comportamiento hacia Leo. Un período de estudio también arrojaría luz sobre el hecho de que se interpusiera entre los deseos de Leo y la sabiduría de su padre.

Fue en su busca, preparado para otra confrontación verbal. Oyó la televisión. Vio la oscuridad cambiante y las imágenes luminosas que parpadeaban en la pared. Aminoró el paso. Su decisión de aclarar las cosas con su mujer vaciló. Debía estar más disgustada de lo que él suponía. Fiona nunca encendía el televisor, a menos que quisiera calmar su mente agitada.

Se acercó a la puerta. Vio a Fiona ovillada en un rincón del sofá, abrazando una almohada sobre el estómago para consolarse. Cuando la vio, sus ansias de lucha se disiparon aún más. Y desaparecieron por completo cuando ella habló sin mirarle. -No quiero que vaya. No le hagas esto, querido. No es justo.

Luxford advirtió que el telediario de la noche ya había empezado. La cara del presentador dio paso a una vista aérea de la campiña. La pantalla mostró un río dividido en dos partes por puentes, campos parcelados, coches aparcados en un estrecho camino.

– Los chicos son moldeables -dijo a su mujer. Se acercó al sofá y se quedó detrás. Tocó su hombro-. Es natural que quieras retenerlo, Fi. Lo que no es natural es ceder al impulso cuando lo mejor para él es que tenga nuevas experiencias.

– Es demasiado joven para nuevas experiencias.

– Le irá bien.

– ¿Y si no?

– ¿Por qué no tomarnos las cosas tal como vengan? -Tengo miedo por él.

– Porque eres su madre. -Luxford cambió de posición, se sentó a su lado, apartó la almohada y la estrechó entre sus brazos. Besó su boca, que sabía a canela-. ¿No podemos formar un frente unido, al menos hasta ver cómo va?

– A veces pienso que intentas destruir todo lo que tiene de especial.

– Si es especial y real, no podrá ser destruido.

Ella volvió la cabeza para mirarle.

– ¿De veras lo crees?

– Todo lo que fui sigue vivo en mí -dijo Luxford, indiferente a si decía la verdad o mentía, sólo para acabar de una vez con la rencilla-. Todo lo que sea especial seguirá vivo en Leo, si es fuerte y real.

– Los niños de ocho años no tendrían que pasar por pruebas tan duras.

– Hay que poner a prueba su temple. Si es fuerte, resistirá. -¿Por eso quieres que padezca esta experiencia? ¿Para poner a prueba su determinación de ser quien es?

Luxford la miró a los ojos y mintió sin el menor remordimiento:

– Exactamente por eso.

La atrajo hacia él y dedicó su atención al televisor. En la pantalla apareció una reportera hablando por un micrófono. Una tranquila extensión de agua corría detrás de ella. Desde el aire parecía un río, pero en realidad era:

«… el canal Kennet y Avon -dijo la joven-, donde esta tarde el cadáver de una niña no identificada, de entre seis y diez años de edad, fue descubierto por los señores Esteban Marquedas, una pareja de recién casados que navegaban en barca desde Reading hasta Bath. Aunque las circunstancias de la muerte parecen sospechosas, aún no se ha decidido si debe calificarse como asesinato, suicidio o accidente. Fuentes de la policía han revelado que el DIC local se ha personado en el lugar de los hechos, y en este momento se está utilizando el Ordenador Nacional de Policía para intentar establecer la identidad de la niña. Se solicita a todas las personas que puedan aportar alguna información que telefoneen a la policía de Amesford.»

El número de teléfono salió impreso en la parte inferior de la pantalla y la joven concluyó dando su nombre y las siglas de su cadena, tras lo cual se volvió y miró hacia el canal con una expresión de solemnidad que debió considerar apropiada para la ocasión.

Fiona le estaba diciendo algo, pero Luxford no oyó sus palabras. En cambio, estaba oyendo la voz de un hombre que decía «La mataré, Luxford, si no publicas la historia», que se imponía a la voz de Eve diciendo «Moriré antes que ceder a tus deseos», apagada a su vez por su voz interior, que repetía los hechos que acababa de escuchar en el telediario.

Se puso en pie con brusquedad. Fiona le llamó por su nombre. Luxford sacudió la cabeza y trató de inventar una explicación.

– Maldita sea -fue lo único que se le ocurrió-. Olvidé informar a Rodney sobre la reunión de mañana.

Fue en busca del teléfono más alejado de la sala de estar y de Fiona.

14

Eran las cinco de la tarde siguiente cuando el inspector Thomas Lynley fue informado sobre el cadáver del canal. Acababa de regresar a Scotland Yard, tras finalizar una nueva entrevista con los fiscales de la Corona. Nunca le gustaba investigar asesinatos de personas famosas, y el caso que los fiscales estaban preparando para el juicio, el de un jugador de la selección nacional de críquet muerto por asfixia, le había colocado en primera plana más a menudo de lo que prefería. Sin embargo, el interés de los medios de comunicación se iba enfriando a medida que el caso empezaba a ser encauzado hacia el sistema judicial. Era improbable que el interés volviera a despertarse hasta que se celebrara el juicio. En consecuencia, tenía la impresión de estar quitándose de encima un peso que le había agobiado durante semanas.

Había ido a su despacho para poner un poco de orden. Durante la última investigación, su caos había adquirido proporciones gigantescas. Además de los informes, notas, transcripciones de entrevistas, documentación relativa al lugar de los hechos y la colección de periódicos que se habían integrado en el método utilizado para llevar el caso, la sala de incidencias había sido desmantelada poco después de la detención de la culpable, y le habían entregado toda una colección de planos, gráficas, horarios, hojas impresas por ordenador, grabaciones telefónicas, expedientes y otros datos para que los separara, ordenara y enviara a los departamentos correspondientes. Estaba decidido a terminar antes de marcharse.

Sin embargo, al llegar a su despacho descubrió que alguien había decidido ayudarle en aquella hercúlea empresa. Su sargento detective, Barbara Havers, estaba sentada con las piernas cruzadas ante una pila de carpetas, con un cigarrillo colgando de los labios. Examinaba con los ojos entornados a causa del humo un informe grapado que descansaba abierto sobre su regazo.

– ¿Cómo va a hacerlo, señor? -preguntó sin alzar la vista-. Llevo trabajando una hora, y sea cual sea su método, carece de sentido para mí. Éste es mi primer cigarrillo, por cierto. Tenía que hacer algo para calmar mis nervios. Bien, déme una pista. ¿Cuál es su método? ¿Hay pilas que guardar, pilas que enviar y pilas que tirar? ¿Qué?

– De momento sólo pilas -dijo Lynley. Se quitó la chaqueta y la colgó en el respaldo de su silla-. Pensé que iba a marcharse a casa. ¿No tenía que ir a Greenford?

– Sí, pero llegaré cuando llegue. No hay prisa, ya sabe.

En efecto. La madre de la sargento estaba internada en Greenford, una residencia privada cuya propietaria cuidaba a ancianos, enfermos y, como en el caso de la madre de Havers, personas con trastornos mentales. Havers peregrinaba a verla con tanta frecuencia como le permitía su irregular horario de trabajo, pero por lo que Lynley había conseguido deducir a partir de seis meses de comentarios lacónicos de Havers acerca de sus visitas, siempre era un enigma si su madre la reconocería.

Dio una profunda calada al cigarrillo antes de aplastarlo contra el costado de la papelera metálica, en deferencia a los deseos tácitos de Lynley, y lo arrojó dentro. Gateó entre un mar de carpetas y cogió su abultado bolso de lona. Rebuscó en su interior y extrajo una variedad de pertenencias, de entre las cuales seleccionó un paquete aplastado de chicle Juicy Fruit. Desenvolvió dos barras y se las llevó a la boca.

– ¿Cómo dejó que degenerara hasta tales extremos?

Hizo un gesto que abarcó el despacho y se apoyó contra la pared. Balanceó el talón izquierdo sobre la punta del pie derecho y admiró sus zapatos. Llevaba bambas rojas altas hasta el tobillo. En combinación con sus pantalones azul marino, eran toda una declaración sobre la moda.

– «La anarquía en estado puro se ha desatado sobre el mundo» -dijo Lynley en respuesta a su pregunta.

– Más bien parece que se ha desatado sobre este despacho -contestó Havers.

– Supongo que las cosas se me fueron de la mano -continuó Lynley, y añadió con una sonrisa-: Pero al menos no se desmadraron. Lo cual significa, supongo, que el centro resistirá.

El rostro de Havers se contrajo (cejas arrugadas, boca fruncida, barbilla elevada hacia la nariz), mientras analizaba las palabras en busca de su significado.

– ¿Qué cómo dónde y cuándo, señor?

– Poesía. -Se acercó a su despacho e inspeccionó con aire lúgubre el montón de carpetas de papel manda, libros, planos, v documentos que lo invadían-, «Las cosas se desmoronan / el centro no puede resistir / la anarquía en estado puro se ha desatado sobre el mundo.» Es parte de un poema.

– Ah, un poema maravilloso. ¿Le he dicho alguna vez cuánto agradezco sus esfuerzos por elevar mi conciencia cultural? ¿Era Shakespeare?

– Yeats.

– Incluso mejor. Me gusta que mis alusiones literarias sean oscuras. Volvamos al tema que nos ocupa. ¿Qué vamos a hacer con todo esto?

– Rezar para que se declare un incendio.

Un discreto carraspeo atrajo la atención de los dos hacia la puerta del despacho. En ella se erguía una visión ataviada con un traje cruzado de un rosa subido, con un cuello de seda crema cuyos encajes caían en cascada desde la garganta. Un camafeo antiguo descansaba en el centro de los encajes. Todo cuanto necesitaba la secretaria del superintendente para completar el conjunto era un sombrero de ala ancha, y sería un miembro de la nobleza, a punto de partir hacia Ascot.

– Qué pena da esto, inspector Lynley, -Dorothea Harriman meneó la cabeza con melancolía al contemplar el estado del despacho-. Debe aspirar a un ascenso. Sólo el superintendente Webberly podría superar este desastre. Aunque podría conseguirlo con menos material.

– ¿Te importa echar una mano, Dee? -preguntó Havers desde el suelo.

Harriman levantó una, con las uñas manicuradas a la perfección.

– Otros deberes me llaman, sargento detective. A ustedes también. Sir David Hillier quiere verles.

Havers se golpeó la cabeza contra la pared.

– El pelotón de fusilamiento -gruñó.

– Ha tenido peores ideas -dijo Lynley.

Sir David Hillier acababa de ser ascendido a subcomisionado. Las últimas dos trifulcas de Lynley con Hillier habían recorrido el camino incierto que separa la insubordinación de la guerra abierta. El motivo por el que Hillier les llamaba ahora no debía de ser agradable.

– El superintendente Webberly está con él -añadió Harriman, tal vez para darles ánimo-. Sé de muy buena tinta que han pasado la última hora a puerta cerrada con el más VIP de todos los VIPs: sir Richard Hepton. Vino a pie y se fue a pie. ¿Qué os parece?

– Como el Ministerio del Interior está a cinco minutos a pie de aquí, no me parece nada -dijo Lynley-. ¿Por qué?

– ¿El ministro del Interior, presentarse en Scotland Yard y encerrarse con sir David durante una hora?

– Ha de ser masoquista -sugirió Havers.

– A mitad de la reunión, llamaron al superintendente Webberly y hablaron con él durante media hora más. Después, sir Richard se marchó. Y luego, sir David y el superintendente Webberly me pidieron que viniera a buscarles. Están esperando. Arriba.

Arriba significaba en el nuevo despacho del subcomisionado sir David Hillier, al cual se había trasladado a la velocidad de la luz en cuanto su ascenso fue oficial. Gozaba de una vista deprimente de la estación de Battersea Power, y sus paredes aún no estaban adornadas con la plétora de fotografías que documentaban la carrera triunfal de Hillier, aunque ya estaban colocadas sobre el suelo, como si alguien estuviera decidiendo la disposición más halagadora. En el centro había una ampliación de sir David en el momento de ser nombrado caballero. Estaba arrodillado, con las manos enlazadas ante él y la cabeza gacha. Nunca había parecido más humilde.

Aquella tarde, el hombre vestía un traje gris hecho a medida que hacía juego con su mata de pelo. Estaba sentado detrás de su escritorio, del tamaño aproximado de un campo de fútbol, con las manos enlazadas sobre un secante forrado de piel, de tal forma que su anillo de sello destellaba a las luces del techo. Al lado del secante, colocado en el ángulo preciso, había una libreta amarilla cubierta con la letra florida de la que proyectaba confianza en sí mismo.

El superintendente Webberly (superior inmediato de Lynley) estaba sentado incómodamente en el borde de una silla de diseño ultramoderno, de las que gustaban a Hillier. Sostenía un puro envuelto y le daba vueltas entre el índice y el pulgar. Parecía un oso, con su traje de tweed de puños gastados.

– El cuerpo de una niña fue encontrado anoche en Wiltshire -dijo Hillier a Lynley sin más preámbulos-. Diez años. Era la hija de la subsecretaria de Interior. El primer ministro quiere que el Yard se ocupe de la investigación. El ministro del Interior también. Yo he sugerido que fuera usted.

Las sospechas de Lynley se despertaron de inmediato. Hillier nunca le recomendaba para un caso, a menos que guardara algo desagradable en la manga. Observó que Havers también experimentaba recelos, porque le dirigió una veloz mirada, como si vigilara su reacción. Al parecer, Hillier se dio cuenta de sus dudas, porque continuó con las siguientes palabras:

– Sé que ha habido mala sangre entre nosotros desde hace dieciocho meses, inspector, pero la culpa ha sido de los dos.

Lynley levantó la vista, dispuesto a cuestionar aquel «los dos». Hillier también pareció darse cuenta.

– Puede que haya sido más culpa mía. Todos obedecemos órdenes cuando debemos. Yo no soy diferente de usted a ese respecto. Me gustaría olvidar el pasado. ¿Puede hacerlo usted?

– Si me asigna a un caso, colaboraré -dijo Lynley-. Señor -añadió.

– Tendrá que hacer algo más que colaborar, inspector. Tendrá que reunirse conmigo cuando se lo pida, con el fin de tener informes preparados para el primer ministro y el ministro del Interior. Lo cual significa que no podrá retener información como en el pasado.

– David -advirtió Webberly. «Has metido la pata», implicaba su tono.

– Creo que he sido sincero con los hechos tal como yo los he conocido -dijo Lynley a Hillier.

– Ha sido sincero cuando le he exprimido -replicó Hillier-, pero esta vez no quiero exprimirle. Todo el mundo examinará la investigación bajo el microscopio, desde el primer ministro a los diputados tories. No podemos permitirnos el lujo de fracasar como equipo. Si lo hacemos, rodarán cabezas.

– Comprendo lo que hay en juego, señor -dijo Lynley.

Lo que estaba en juego era todo, puesto que el Ministerio del Interior era responsable de las acciones de New Scotland Yard.

– Bien. Me alegro. Entonces, entérese de esto. Hace menos de una hora, el ministro del Interior me ordenó emplear en el caso lo mejor que tengo. Le elegí a usted. -Era lo más cerca que Hillier había estado de hacerle un cumplido-. ¿Me he expresado con claridad? -añadió, por si Lynley no había captado el homenaje oblicuo que el subcomisionado estaba rindiendo al talento de su subordinado.

– Perfectamente -contestó Lynley.

Hillier asintió y empezó a recitar los detalles. La hija de Eve Bowen, subsecretaria de Interior, había sido secuestrada el miércoles anterior, al parecer durante el trayecto entre su clase de música y su casa de Marylebone. Al cabo de una horas habían sido entregadas notas del secuestrador. Se habían hecho exigencias y se había grabado una cinta con la voz de la niña.

– ¿Rescate? -preguntó Lynley, en referencia a las exigencias.

Hillier negó con la cabeza. El secuestrador quería que el padre natural de la niña asumiera la paternidad públicamente. El padre de la niña no quiso hacerlo porque la madre no se lo permitió. Cuatro días después de la primera petición, la niña había sido encontrada ahogada.

– ¿Asesinada?

– Aún no hay pruebas concluyentes -dijo Webberly-, pero es probable.

Hillier abrió un cajón del escritorio y extrajo un expediente, que entregó a Lynley. Contenía, además del informe de la policía, las fotografías oficiales del cadáver. Lynley las examinó y se fijó en el nombre de la niña, Charlotte Bowen, y en el número del caso, impreso en el dorso de cada una. En el cuerpo no había señales de violencia. Al parecer, se trataba de un accidente. Excepto por un detalle.

– No sale espuma de las fosas nasales -dijo, y pasó las fotos a su sargento.

– Según el DIC local, el patólogo extrajo espuma de los pulmones, pero sólo después de hacer presión sobre el pecho -explicó Webberly.

– Un giro interesante.

– Desde luego.

– Esto es lo que queremos -interrumpió Hillier, impaciente.

No era ningún secreto para los demás que no sentía ningún interés especial para las pruebas halladas en el lugar de los hechos, las declaraciones de los testigos, la comprobación de las coartadas, ni en la recogida y análisis de datos. Su principal fascinación residía en la política policial, y aquel caso en particular prometía un contacto inusitado con dicha política.

– Esto es lo que queremos -repitió-. Alguien del Yard en todos los niveles de la investigación, en todos los lugares y en todo momento.

– Esto es una patata caliente -observó Havers.

– Al ministro del Interior le da igual que los tiernos sentimientos de alguien puedan resultar heridos, sargento. Quiere que nos impliquemos en cada parcela de la investigación, y así será. Tendremos a alguien en Wiltshire que se ocupe de ese extremo del caso, alguien en el frente de Londres, y alguien coordinado con el Ministerio del Interior y Downing Street. Si algún agente tiene problemas con el dispositivo, será sustituido por otro.

Lynley devolvió las fotografías a su sargento.

– ¿Qué nos ha facilitado la policía de Marylebone hasta el momento? -preguntó a Hillier.

– Nada.

Lynley paseó la vista de Hillier a Webberly, y observó que este último había clavado de repente los ojos en el suelo.

– ¿Nada? -dijo-. ¿Quién es nuestro enlace en la comisaría de la localidad?

– No hay enlace. La policía de la localidad no se ha visto implicada.

– Pero ha dicho que la niña desapareció el miércoles pasado.

– Sí, pero la familia no denunció el hecho.

Lynley intentó asimilar la información. Habían transcurrido cinco días desde la desaparición de la niña. Según Hillier y Webberly, uno de los padres había recibido llamadas telefónicas. Se habían planteado exigencias. La niña en cuestión sólo tenía diez años. Y ahora estaba muerta.

– ¿Están locos? ¿Con qué clase de gente estamos tratando? Su hija desaparece y no hacen nada por…

– No fue exactamente así, Tommy. -Webberly levantó la cabeza-. Intentaron obtener ayuda. Consiguieron a alguien de inmediato, el miércoles pasado por la noche. Sólo que no era de la policía.

La expresión de Webberly puso en tensión a Lynley. Tuvo la impresión de que, dejando aparte que Hillier hubiera reconocido su talento, estaba a punto de descubrir por qué le habían asignado el caso.

– ¿Quién fue? -preguntó.

Webberly exhaló un suspiro y guardó el puro en el bolsillo de la chaqueta.

– Temo que es aquí donde las cosas se complican -dijo.

Lynley orientó el Bentley en dirección al Támesis. Aferraba con fuerza el volante. No sabía qué pensar sobre lo que acababa de averiguar, y estaba intentando por todos los medios reprimir sus reacciones. «Llega allí -razonó-. Llega allí de una pieza y haz tus preguntas, para así comprender.»

Havers le había seguido cuando Lynley atravesaba a grandes zancadas el aparcamiento subterráneo.

– Escúcheme, señor -dijo, y por fin le había cogido del brazo cuando él prosiguió sin contestar, abismado en sus pensamientos. No había podido detenerle, de modo que plantó su cuerpo rechoncho delante de él-. Escuche. Será mejor que no vaya ahora. Antes tranquilícese. Hable con Eve Bowen. Escuche lo que tenga que contar.

Había mirado a la sargento, perplejo por su comportamiento. -Estoy perfectamente tranquilo, sargento. Diríjase a Wiltshire y haga su trabajo. Y déjeme hacer el mío.

¿Perfectamente tranquilo? Y una mierda. Está a punto de perder los estribos, y lo sabe. Si Bowen le contrató para buscar a su hija, cosa que Webberly dijo no hace más de quince minutos, las actividades de Simon desde aquel momento fueron actividades profesionales.

– Estoy de acuerdo. Por eso quiero que me informe. Me parece el lugar más lógico por donde empezar.

– Deje de mentirse. Usted no persigue los hechos, sino la venganza. Está escrito en su cara.

Lynley pensó que la mujer se había vuelto loca.

– No sea absurda. ¿De qué he de vengarme?

– Ya lo sabe. Tendría que haberse visto la cara cuando Webberly explicó en qué había estado ocupado todo el mundo desde el pasado miércoles. Palideció hasta los labios, y aún no se ha recuperado.

– Tonterías.

– ¿Sí? Escuche, conozco a Simon. Usted también. ¿Qué cree que hizo? ¿Imagina que estuvo tocándose la entrepierna, a la espera de que la niña apareciera muerta en la campiña? ¿Eso es lo que piensa?

– Ha ocurrido la muerte de una niña -contestó Lynley con tono razonable-. Convendrá conmigo en que esa muerte habría podido evitarse si Simon, por no mencionar a Helen, hubiera tenido la perspicacia de implicar a la policía desde el primer momento.

Havers apretó los labios. Su expresión decía «Te he pillado». -Es eso, ¿verdad? -dijo-. Eso es lo que en el fondo le molesta.

– ¿Me molesta?

– Es Helen, no Simon. Ni siquiera esta muerte. Helen estaba metida en el asunto hasta sus pendientes de dieciocho quilates y usted no lo sabía, ¿verdad? ¿Tengo razón, inspector? Por eso va a casa de Simon.

– Havers, tengo cosas que hacer. Haga el favor de apartarse de mi camino. Porque si no lo hace ahora mismo, se encontrará asignada a otro caso.

– Estupendo. Miéntase. Y mientras tanto, haga prevalecer su rango y termine de una vez.

– Creo que acabo de terminar. Como ésta es su primera oportunidad de estar al mando de una parte de la investigación, sugiero que considere sus opciones con prudencia antes de forzarme a actuar.

Havers frunció el labio superior. Meneó la cabeza.

– Mierda -dijo-. Cuando quiere, se comporta como un auténtico gilipollas.

Lynley subió al Bentley y lo puso en marcha con un innecesario pero gratificante bramido. Al cabo de un momento había salido del aparcamiento subterráneo y aceleraba en dirección a Victoria Street. Su mente trataba de implicarse en el proceso de iniciar una investigación, pero estaba trabada en combate con su corazón, el cual, como Havers había afirmado (maldita fuera su intuición), estaba concentrado en Helen. Porque Helen le había mentido de forma deliberada el miércoles por la noche. Toda su cháchara frívola sobre sus nervios, sobre el matrimonio, sobre su futuro común, era una mera excusa inventada para ocultar sus actividades con Simon. Y el resultado de aquella mentira y aquellas actividades había sido la muerte de una niña.

Pisó el acelerador y al poco se encontró atrapado entre ocho autocares cargados de turistas, que intentaban escapar de las inmediaciones de la abadía de Westminster. Entonces cayó en la cuenta de que, considerando la hora, tendría que haber tomado una ruta diferente hacia el río. Tal como estaban las cosas, tenía mucho tiempo para meditar sobre la conducta incomprensible de sus amigos y sobre a dónde había conducido aquella conducta. Por fin, se libró de la congestión que atenazaba los alrededores de Parliament Square y se desvió al sur, hacia Chelsea.

El tráfico era denso. Procuró colocarse detrás de taxis y autobuses. Al ver los cables y las torres esbeltas del Albert Bridge, dobló por la media luna de Cheyne Walk, y desde allí llegó a Cheyne Row. Encajó el Bentley en un hueco situado al final de la abarrotada callecita y cogió el expediente de la muerte de Charlotte Bowen. Volvió en dirección al río, hacia la casa alta de ladrillo ámbar que se alzaba en la esquina de Cheyne Row y Lordship Place. Reinaba un absoluto silencio en el barrio, que le sentó como un bálsamo momentáneo. Respiró hondo. «Muy bien -pensó-, mantén el control. Has venido para recabar datos, y eso es todo. Es el lugar más lógico por donde empezar, y nada de lo que estás haciendo podría describirse como perder los estribos.» La recomendación de su sargento de que viera primero a Eve Bowen no era más que un reflejo de su inexperiencia. Era absurdo ver antes a Eve Bowen, cuando en aquella casa había la información que necesitaba para poner en marcha su investigación. Esa era la verdad. Cualquier insinuación de que estaba buscando venganza y mintiéndose a sí mismo era desatinada. ¿Verdad? Verdad.

Hizo sonar la aldaba de la puerta. Al cabo de un momento llamó también al timbre. Oyó los ladridos del perro y sonar el teléfono.

– Santo Dios -dijo la voz de Deborah-. Todo el mundo a la vez. ¡Voy a abrir la puerta! -gritó-. ¿Puedes ocuparte del teléfono?

Deborah apareció en el umbral descalza y con unos vaqueros cortados a la altura del muslo, con harina en las manos y la camiseta negra espolvoreada de blanco. Su cara se iluminó cuando le vio.

– ¡Tommy! Santo cielo. Estábamos hablando de ti hace cinco minutos.

– He de ver a Helen y Simon.

La sonrisa de Deborah se desvaneció. Le conocía muy bien. Advirtió en el tono (pese a su esfuerzo por hablar sin énfasis) que algo no iba bien.

– En la cocina. En el laboratorio. 0 sea, Helen está en la cocina y Simon en el laboratorio. Papá y yo le estábamos enseñando… Tommy, ¿es que…? ¿Ha pasado algo?

– ¿Quieres ir a buscar a Simon?

Deborah subió a toda prisa la escalera que llevaba al último piso de la casa. Lynley se dirigió hacia la parte posterior. Una escalera descendía a la cocina. Oyó la risa de Helen y la voz de Cotter.

– Bien, el secreto está en la clara del huevo -decía Cotter-. Es lo que les da su color marrón y el lustre. Pero primero hay que partir los huevos. Hay que hacer una incisión firme y limpia en la cáscara, así. Utilice la cáscara de esta forma para pasar la yema de una a otra hasta separar la clara.

– ¿Es así de sencillo? -preguntó Helen-. Señor, es de una facilidad asombrosa. Hasta un idiota podría hacerlo. Hasta yo podría.

– Es sencillo. Inténtelo.

Lynley bajó por la escalera. Cotter y Helen estaban uno a cada lado de la mesa situada en el centro de la cocina. Helen iba envuelta en un enorme delantal blanco, y Cotter arremangado hasta los codos. Entre ellos había cuencos, bandejas de horno, cajas de pasas, bolsas de harina y otros ingredientes. Helen estaba partiendo un huevo en uno de los cuencos más pequeños. Las bandejas de horno contenían los frutos de su labor: montoncillos circulares de masa con pasas, con la circunferencia de tazas de té.

La pequeña dachshund de los St. James fue la primera en ver a Lynley. Estaba lamiendo el suelo alrededor de Helen, pero quizá al intuir su presencia levantó la cabeza y lanzó un ladrido.

Helen alzó los ojos, sosteniendo en cada mano la mitad de una cáscara de huevo. Al igual que Deborah su rostro se iluminó con una sonrisa.

– ¡Tommy! Hola. Imagina lo imposible. He hecho bollos.

– Debemos hablar.

– En este momento no puedo. Me van a enseñar a poner el toque final a mi obra de arte, en cuanto termine de separar este huevo, y parece que me sale bastante bien, como sin duda Cotter ratificará.

Sin embargo, Cotter había leído con bastante precisión la expresión de Lynley.

– Ya terminaré yo. En un periquete. Falta muy poco. Vaya con lord Asherton.

– Tonterías -repuso Helen.

– Helen -dijo Lynley.

– No puedo abandonar mi creacion en el momento de la verdad. He llegado hasta aquí y quiero acabar. Tommy me esperará. ¿Verdad, querido?

El término crispó sus nervios.

– Charlotte Bowen ha muerto -dijo.

Las manos de Helen quedaron suspendidas en el aire, sujetando todavía las cáscaras de huevo. Las bajó.

– Oh, Dios -dijo.

Cotter, consciente de la atmósfera que se respiraba entre ambos, recogió a la perrita del suelo y agarró la correa que colgaba de un gancho cerca de la puerta trasera. Se fue sin decir palabra. Al cabo de un momento, la cancel de Lordship Place se abrió con un crujido v volvió a cerrarse.

– ¿Qué pensabas que estabas haciendo? -preguntó Lynley- Dímelo, Helen. Por favor.

– Qué ha pasado?

– Acabo de decírtelo. La niña ha muerto.

– ¿Cómo? ¿Cuándo?

– No importa cómo o cuándo. Lo que importa es que podría haberse salvado. Que esto podría no haber sucedido. Podría estar de regreso con su familia ahora mismo, si hubierais tenido el sentido común de informar a la policía.

Helen retrocedió un poco y habló con voz desmayada.

– Eso no es justo, nos pidieron ayuda. No querían avisar ala policía.

– Helen, me da igual lo que os pidieran. Me da igual quién lo pidió. La vida de una niña estaba en peligro, y esa vida ya no existe. La niña se ahogó en el canal de Kennet y Avon, y su cuerpo quedó abandonado para que se pudriera entre las cañas. Así que…

– Tommy… -St. james habló desde la escalera. Deborah estaba detrás de él-. Hemos comprendido el mensaje.

– ¿Sabes lo que ha pasado? -preguntó Lynley.

– Barbara Havers acaba de telefonearme.

Bajó con torpeza hasta la cocina. Deborah le siguió. Tenía la cara del color de la harina que manchaba su camiseta. St. James y ella se colocaron al lado de Helen, al otro lado de la mesa y enfrente de Lynley.

– Lo siento -dijo St. James en voz baja-. No quería que terminara así. Supongo que ya lo sabes.

– Entonces, ¿por qué no hiciste algo para impedirlo?

– Lo intenté.

– ¿Qué intentaste?

– Hablar con los dos, la madre y el padre. Hacerles entrar en razón. Convencerles de que llamaran a la policía.

– Pero no rechazaste el encargo, para obligarles a actuar de otro modo. Eso no lo intentaste.

– Al principio no. No lo hice. He de admitirlo. Ninguno de nosotros lo rechazamos al principio.

– ¿Ninguno de…?

Lynley desvió la vista hacia Deborah. Retorcía entre sus manos la parte inferior de la camiseta. Parecía muy desdichada. Comprendió lo que las palabras de St. James le habían dicho, lo cual agravaba su pecado cien mil veces.

– ¿Deborah? -dijo-. ¿Deborah intervino en este desastre? Santo Dios, ¿os habéis vuelto locos todos? Con un esfuerzo, puedo comprender que Helen interviniera, porque al menos tiene una mínima experiencia gracias a trabajar contigo. Pero ¿Deborah? ¿Deborah? Vale tanto para enredarse en la investigación de un secuestro como el perro de la familia.

– Tommy -dijo Helen.

– ¿Quién más? -preguntó Lynley-. ¿Quién más participó? ¿Qué me dices de Cotter? ¿El también? ¿O sólo bastó con vosotros tres, cretinos, para acabar con la vida de Charlotte Bowen?

– Tommy, ya has hablado bastante -dijo St. James.

– No, y dudo que alguna vez acabe. Los tres sois responsables, y me gustaría que vierais exactamente de qué sois responsables.

Abrió la carpeta que había traído del coche.

– Aquí no -dijo St. James.

– ¿No? ¿Es mejor no ver el desenlace de la situación? -Lynley arrojó una fotografía sobre la mesa. Aterrizó justo delante de Deborah-. Echad un vistazo. Tal vez prefiráis memorizarla, por si decidís matar a más niños.

Deborah se llevó el puño a la boca, pero no fue suficiente para ahogar su grito. St. James la apartó con rudeza de la mesa.

– Fuera de aquí, Tommy -dijo.

– No será tan fácil.

– ¡Tommy!

Helen extendió una mano hacia él.

– Quiero saber lo que sabes -dijo Lynley a St. James-. Quiero hasta la última pizca de información que tengas. Quiero todos los detalles, y que Dios te ayude, Simon, si te olvidas de incluir un solo dato.

St. James había abrazado a su mujer.

– Ahora no -dijo lentamente-. Hablo en serio. Vete.

– No me iré hasta obtener lo que he venido a buscar.

– Creo que ya lo tienes -replicó St. James.

– Díselo -dijo Deborah, con la boca apretada contra el hombro de su marido-. Por favor, Simon. Díselo. Por favor.

Lynley vio que St. James sopesaba con cuidado las alternativas.

– Llévate a Deborah arriba -dijo por fin a Helen.

– Que se quede aquí -dijo Lynley.

– Helen -dijo St. James.

Pasó un segundo antes de que Helen decidiera.

– Ven conmigo, Deborah -dijo-. ¿Vas a detenernos? -preguntó a Lynley-. Eres lo bastante mayor para hacerlo, y la verdad, me pregunto si la idea de pegar a dos mujeres te detendrá. Pareces decidido a todo.

Pasó junto a él, con el brazo sobre los hombros de Deborah. Subieron por la escalera y cerraron la puerta a sus espaldas.

St. James estaba mirando la fotografía. Lynley vio que un músculo se agitaba sin control en su mandíbula. A lo lejos, oyó ladrar a la perra y el grito de Cotter. Por fin, St. James levantó la vista.

– Esto ha sido imperdonable -dijo.

Si bien Lynley sabía a qué se refería St. James, eligió a propósito malinterpretar sus palabras.

– Estoy de acuerdo -replicó-. Ha sido imperdonable. Ahora, cuéntame lo que sabes.

Se observaron unos instantes, separados por la mesa. Transcurrió un largo momento durante el cual Lynley se preguntó si su amigo iba a proporcionarle la información o a vengarse con su silencio. Pasó medio minuto, y St. James empezó a hablar.

Contó toda la historia sin levantar la vista. Refirió a Lyney todo lo sucedido durante cada día transcurrido desde la desaparición de Charlotte Bowen. Relató los hechos. Enumeró las evidencias. Explicó los pasos que había dado y el porqué. Identifico a los actores y analizó a cada uno. Cuando hubo terminado, con la vista clavada en la fotografía, dijo:

– No hay nada más. Ahora puedes irte, Tommy.

Lynley comprendió que había llegado el momento de ceder.

– Simon…

Pero St. James le interrumpió.

– Vete -dijo.

Lynley lo hizo.

La puerta del estudio, antes abierta, estaba cerrada, y Lynley adivinó que Helen había conducido a Deborah a la habitación. Entró sin llamar.

Deborah estaba sentada en la otomana, con los brazos cruzados sobre el estómago y los hombros hundidos. Helen se había sentado delante de ella, en el sofá. Sostenía una copa en la mano.

– Toma un poco más, Deborah -estaba diciendo.

– Creo que va he bebido suficiente -contestó Deborah.

Lynley pronunció el nombre de Helen. En respuesta, el cuerpo de Deborah giró en dirección contraria a la puerta. Helen dejó la copa sobre la mesita auxiliar, rozó la rodilla de Deborah y se acercó a Lynley. Señaló hacia el corredor y cerró la puerta a su espalda.

– Perdí los estribos -dijo Lynley-. Lo siento.

Helen le dedicó una pálida sonrisa.

– No, no lo sientes, pero espero que estés satisfecho. -Maldita sea, Helen. Escúchame.

– Dime una cosa. Antes de marcharte, ¿deseas desollarnos por alguna otra cosa? Porque lamentaría mucho verte marchar sin haber satisfecho todos tus deseos de castigar, humillar y pontificar.

– No tienes derecho a indignarte, Helen.

– Al igual que tú no tenías derecho a sentenciar.

– Alguien ha muerto.

– No es culpa nuestra. Y me niego, Tommv, me niego a agachar la cabeza, postrarme de hinojos y suplicar tu pacato perdón. No he hecho nada malo. Ni Simon. Ni Deborah.

– Aparte de mentir.

– ¿Mentir?

– Podrías haberme dicho la verdad el miércoles por la noche, Yo pregunté y tú mentiste.

Helen se llevó las manos al cuello. A la tenue luz del pasillo, dio la impresión de que sus ojos adquirían un tono aún más oscuro.

– Dios mío -dijo-. Eres un maldito fariseo. No puedo creer,… -Su mano se cerró en puño-. Esto no tiene nada que ver con Charlotte Bowen, ¿verdad? Has venido aquí y vomitado basura como una cañería de cloaca por mí. Porque decidí ocultarte algo. Porque no te dije algo que, de entrada, no tenías derecho a saber.

– ¿Te has vuelto loca? Una niña ha muerto… muerto, Helen, y creo que te das cuenta de lo que eso significa. ¿A qué viene hablarme de derechos? Nadie tiene derechos cuando una vida está en peligro, salvo la persona que lo corre.

– Excepto tú. Excepto Tomas Lynley. Excepto el exquisito lord Asherton. A eso te refieres, a tus sacrosantos derechos, y en este caso concreto al derecho a saber. Pero no a saber sobre Charlotte, porque la niña sólo es el síntoma, no la enfermedad.

– No conviertas esto en un reflejo de nosotros.

– No necesito convertirlo. Lo veo con toda claridad.

– ¿De veras? Entonces entérate del resto. Si me hubieras informado, la niña tal vez estaría viva y en su casa. Habría salido bien librada del secuestro y no habría terminado flotando en un canal.

– ¿Sólo porque yo te hubiera dicho la verdad?

– Habría sido un estupendo principio.

– No era una alternativa.

– Era la única alternativa que habría podido salvar su vida. -¿Sí? -Helen retrocedió y le miró con una expresión que Lynley sólo pudo interpretar corno compasiva-. Esto va a sorprenderte, Tommy, y casi detesto ser yo quien te informe, considerando que te va a sentar como un tiro: no eres omnipotente y, pese a tu propensión a interpretar el papel, no eres Dios. Ahora, si me perdonas, me gustaría ver si Deborah se encuentra bien.

Extendió la mano hacia el pomo de la puerta del estudio.

– No hemos terminado -dijo Lynley.

– Puede que tú no, pero yo sí. Por completo.

Le dejó mirando los paneles oscuros de la puerta. Lynley clavó la vista en ellos. Procuró controlar el irresistible impulso de patear la madera y descubrió que, en algún momento de la conversación, había cerrado los puños con la necesidad de golpear. Ahora sentía dicha necesidad, el deseo de estrellar su puño contra una pared o una ventana, de sentir dolor tanto como causarlo.

Se obligó a alejarse del estudio y caminar hasta la puerta de la calle. Una vez fuera, se obligó a respirar.

Casi pudo escuchar el análisis que la sargento Havers efectuaría de la conversación con sus amigos: «Buen trabajo, inspector. Hasta he tomado notas. Acusar, insultar y enemistarse con todos. Un método brillante de asegurarse su colaboración.»

Pero ¿qué otra cosa habría debido hacer? ¿Felicitarles por su inepta intervención? ¿Informarles con delicadeza del fallecimiento de la niña? ¿Utilizar esa palabra necia e inocua, «fallecimiento», para procurar que no se sintieran como deberían sentirse en aquel momento, responsables?

«Hicieron lo que pudieron -habría dicho Havers-. Ya ha oído el informe de Simon. Siguieron todas las pistas. Siguieron los movimientos de la niña durante el miércoles. Enseñaron su fotografía por todo Marylebone. Hablaron con la gente que la había visto por última vez. ¿Qué más habría hecho usted, inspector?»

Investigar los antecedentes de todos los implicados. Pinchar líneas telefónicas. Enviar a una docena de agentes detectives a Marylebone. Entregar la foto de la niña a los telediarios y solicitar al público que informaran si la habían visto. Introducir su nombre y descripción en el ONP. Y sólo para empezar.

«¿Y si los padres no hubieran accedido a sus planes? -habría preguntado Havers-. ¿Qué habría hecho, inspector? ¿Qué habría hecho si le hubieran atado de pies y manos como a Simon?»

No habrían podido atar de pies y manos a Lynley. Nadie llamaba a la policía, denunciaba un delito y luego decidía la manera en que la policía debía investigarlo. St. James, si no Helen y Deborah, lo sabía. Desde el primer momento habrían podido llevar a cabo una investigación muy diferente de la que habían emprendido. Y todos lo sabían.

Pero habían dado su palabra…

Lynley oía las argumentaciones de Havers, pero cada vez eran más tenues. Y la última era la más tenue. Su palabra no contaba nada en comparación con la vida de un niño.

Lynley bajó los peldaños hasta la acera. Notó el alivio que surgía de saber que estaba en lo cierto. Volvió hacia el Bentley, y lo estaba abriendo cuando oyó una voz que le llamaba.

St. James se dirigía hacia él. Lynley observó que su expresión era indescifrable, y cuando llegó al coche se limitó a tenderle un sobre de papel manila.

– Supongo que esto te interesará -dijo.

– ¿Qué es?

– Una fotografía escolar de Charlotte. Las notas del secuestrador. Las huellas dactilares de la grabadora y las que tomé a Luxford y Stone.

Lynley asintió y aceptó el material. Al hacerlo, descubrió que, pese a su creencia en la justicia inherente del reproche que había dirigido a sus amigos y a la mujer amada, se sentía incómodo ante la deliberada cortesía de St. James y todo cuanto aquélla implicaba. La incomodidad le irritaba, y le recordó que sus obligaciones en la vida eran a menudo complicadas y sobrepasaban los límites de su trabajo.

Desvió la vista hacia el extremo de la calle, donde Cheyney Row formaba un saliente en cuyo recodo se alzaba una vieja casa de ladrillo que necesitaba urgentes reparaciones. Podría haber costado una fortuna si alguien se hubiera preocupado de remozarla. Tal como estaba, era casi inhabitable.

– Maldita sea, Simon -suspiró-. ¿Qué querías que hiciera?

– Tener un poco de fe, supongo.

Lynley se volvió hacia él, pero antes de que pudiera contestar al comentario, St. James prosiguió, de nuevo con un tono de mera adhesión a un protocolo obligado por la anterior exigencia de Lynley de obtener información.

– Había olvidado una cosa. Webberly se ha equivocado. La policía de Marylebone intervino de forma tangencial. Un agente expulsó a un vagabundo de Cross Keys Glose el mismo día que Charlotee Bowen fue secuestrada.

– ¿Un vagabundo?

– Es posible que habitara en unos edificios abandonados de Blandford Street. Será mejor que hables con él.

– Entiendo. ¿Eso es todo?

– No. Helen y yo pensamos que tal vez no fuera un vagabundo.

– Si no era un vagabundo, ¿qué era?

– Alguien que no quería ser reconocido. Alguien disfrazado.

15

Rodney Aronson quitó el envoltorio de la barra de KitKat. Rompió un trozo y se lo llevó a la boca. Complacido, guió la lengua en una exploración de los deliciosos nódulos y hendeduras creados por la ingeniosa conjunción de semillas de cacao y nueces. El KitKat de la tarde, cuya ingesta había aplazado Rodney hasta que ya no pudo desoír la monstruosa necesidad que sentía su cuerpo de chocolate, fue casi suficiente para apartar de su mente a Dennis Luxford. Pero sólo casi.

Luxford, sentado a la mesa de conferencias de su despacho, estaba enfrascado en el examen de dos pruebas diferentes de la primera plana del día siguiente, que Rodney acababa de entregarle, a petición de Luxford. Mientras las estudiaba, el director del Source acariciaba con el pulgar derecho la cicatriz mellada de su barbilla, mientras el pulgar izquierdo seguía la forma del bíceps bajo la camisa blanca. Era la imagen perfecta de la contemplación, pero la información que Rodney Aronson había recabado durante los últimos días le impelía a preguntarse hasta qué punto estaba fingiendo Luxford para despistarle.

La verdad era que el director del Source ignoraba que Rodney le estaba siguiendo los pasos como un sabueso, de forma que su abstracción en las dos pruebas podía ser auténtica. Aun así, la misma existencia de las dos primeras planas ponía en cuestión los motivos de Luxford. Ya no podía defender que la historia de Larnsey y el chapero estaba en el candelero y merecía ocupar la primera página. Sobre todo desde que la noticia de la muerte de la hija de Bowen resonaba en los cañones de Fleet Street, a partir del momento en que el Ministerio del Interior había emitido por la tarde una declaración oficial.

Rodney aún veía las cejas enarcadas y las mandíbulas desencajadas de sus colegas durante la reunión de trabajo, cuando Luxford había anunciado lo que deseaba, pese a la noticia de la muerte de Bowen: una prueba de primera plana con una foto del año anterior de Daffy Dufane en téte-á-téte con el diputado Larnsey, que un tipo del departamento de fotografía había logrado desenterrar tras una prolongada excavación arqueológica en los archivos fotográficos del periódico. Tal vez como reacción directa al rugido de incrédula protesta de sus colegas, Luxford había ordenado a continuación la confección de otra prueba de primera plana, ésta con una fotografía de la subsecretaria de Interior, una fotografía que fuera espontánea y captara a Bowen camino de un sitio a otro. No quería una fotografía de estudio ni una publicitaria, y no estaba dispuesto a publicar ninguna de las dos, relacionándola con la muerte de Charlotte Bowen, en la primera página de su periódico. Quería una foto reciente, una foto de hoy. Y si no podían obtenerla antes de que el periódico fuera a la imprenta, seguirían con Sinclair Larnsey y Daffy Dufane para el periódico del día siguiente, y relegaría la historia de Bowen a las páginas interiores.

– Pero ése es el plato fuerte -había protestado Sarah Happleworth-. Larnsey es agua pasada. ¿Qué más da de dónde salga la foto de Bowen? Tendremos que utilizar una foto escolar de la niña, y no será reciente. ¿A quién coño le importa cómo sea la de la madre?

– A mí -replicó Luxford-. A nuestros lectores. Al presidente. Si queréis publicar la historia, conseguid la foto apropiada.

Luxford intentaba ponerles obstáculos, sospechó Rodney, ya que nadie aparecería con una foto actual antes de la hora del cierre.

Pero se equivocaba, porque a las cinco y media de aquella tarde, Eve Bowen se había escurrido por una puerta lateral del Ministerio del Interior, y el Source, que tenía destacados fotógrafos de plantilla e independientes en todos los lugares posibles donde la subsecretaria pudiera asomar el morro (desde Downing Street a su gimnasio), había logrado captarla con la solícita mano del ministro del Interior guiándola por el codo hacia un coche que aguardaba.

Era una foto limpia y clara. No tenía aspecto de madre afligida, desde luego (sin pañuelo bordado de encajes apretado contra sus ojos, sin gafas oscuras que ocultaran los ojos enrojecidos), pero nadie podría discutir que era la mujer del momento. Si bien por la expresión de Dennis Luxford, parecía que no lo fuera.

– ¿Hay una copia impresa por ordenador del resto? -preguntó Luxford tras leer los cuatro breves párrafos apretujados en el espacio sobrante, una vez colocado el titular, que rezaba «¡Hija de importante diputada encontrada muerta!», en una combinación de colores garantizada para trasladar periódicos del vendedor al cliente con tanta rapidez como pudieran cambiar de manos treinta y cinco peniques. No admitía comparación con «Larnsey & Daffy en tiempos más felices», el titular alternativo.

Rodney rescató el resto del artículo de entre un fajo de papeles que había llevado. Era un borrador que había aconsejado imprimir a Happleworth por si el director lo solicitaba. Luxford lo leyó.

– Es sólido -dijo Rodney-. Empezamos con la declaración oficial y desarrollamos a partir de ahí. Confirmaciones de todo. Más información en perspectiva.

Luxford levantó la cabeza.

– ¿Qué clase de información? -preguntó.

Rodney observó que los ojos de Luxford estaban inyectados en sangre. Bajo ellos, la carne era color ciruela. Se preparó para vigilar hasta el más leve matiz que se le escapara al director.

– La información que la poli y Bowen estén ocultando -dijo, y se encogió de hombros.

Luxford dejó la copia junto a la prueba de la primera plana. Rodney trató de interpretar la precisión de sus movimientos. ¿Estaba ganando tiempo? ¿Diseñando una estrategia? ¿Tomando una decisión? Esperó a que Luxford formulara la siguiente pregunta lógica: ¿por qué crees que están ocultando información? Pero la pregunta no llegó.

– Analiza los hechos, Den -dijo Rodney-. La niña vive en Londres, pero fue encontrada muerta en Wiltshire, y hasta ahí llega la declaración oficial del Ministerio del Interior, ademas de «misteriosas circunstancias» y «a la espera de los resultados de la autopsia». Bien, no sé cómo interpretas tú esa basura, pero yo creo que huele a podrido.

– ¿Qué propones hacer?

– Que Corsico se ponga a trabajar en ello, cosa que ya me he tomado la libertad de pedirle -se apresuró a añadir Rodney-. Está fuera. Llegó cuando iba a traerte las pruebas. ¿Quieres que…? -Rodney utilizó el brazo para indicar su deseo de que Mitch Corsico se reuniera con ellos-Ya ha hecho todo cuanto podía sobre el caso Larnsey -señaló Rodney-. Me pareció una pena no utilizar su talento para lo que va a ser un reportaje mucho más importante. ¿No estás de acuerdo?

Imprimió a la última palabra un tono afable, lleno de ansiedad por perseguir la noticia. ¿Cómo no iba a estar de acuerdo Luxford?

– Que entre -dijo Luxford. Se hundió en su butaca y se frotó la sien con el índice y el pulgar.

– De acuerdo.

Rodney se llevó otro trozo de KitKat a la boca y lo empujó hacia el hueco de la mejilla para disolver el chocolate e introducirlo poco a poco en su organismo, como una inyección intravenosa. Abrió la puerta del despacho.

– Mitch, muchacho, ven aquí. Cuéntale a papá la noticia.

Mitch Corsico se subió los tejanos, que siempre llevaba sin cinturón, y tiró el corazón de una manzana a la papelera cercana al escritorio de la señorita Wallace. Recogió su chaqueta de pana, extrajo una arrugada libreta del bolsillo y atravesó el cubículo de la señorita Wallace con sus botas de vaquero.

– Creo que tenemos algo bueno para mañana, y puedo garantizar que de momento sólo nosotros lo hemos conseguido. ¿Podemos retener las prensas?

– Para ti, hijo mío, lo que quieras -dijo Rodney-. ¿Es sobre el caso Bowen?

– Ni más ni menos -contestó Corsico.

Rodney cerró la puerta detrás del joven reportero. Corsico se sentó al lado de Luxford.

– Esto apesta -dijo, y apuntó el índice a las primeras planas de prueba y el borrador del reportaje Bowen-. Sólo nos dieron un dato mínimo, el cadáver en Wiltshire, y cuando pedimos más información, nos dieron largas con el consabido «¿es que no tienen decencia?» Tuvimos que pelarnos el culo para obtener los demás detalles, que no se molestaron en compartir. La edad de la niña, su escuela, el estado del cuerpo, el lugar exacto donde fue encontrado. Todo tuvimos que descubrirlo nosotros. ¿Te lo dijo Sarah?

– Sólo nos dio el reportaje terminado, el cual, debo añadir, es lo más bueno que has hecho en tu vida.

Rodney se acercó al escritorio de Luxford y aposentó su muslo sobre una esquina. Era curioso el vigor que proporcionaban los conocimientos ocultos. Llevaba trabajando diez horas, y se sentía con ánimos para continuar otras diez.

– Ponnos al corriente -dijo-. Mitch me ha contado algo que querremos publicar mañana, además de esto -explicó a Luxford.

Señaló la prueba de portada con Bowen, proyectando confianza sobre la inminente decisión del director acerca de cuál de las dos pruebas sería la definitiva.

Luxford no tenía poder de elección sobre el tema, como Rodney bien sabía. Tal vez había ganado tiempo en la reunión de redacción al pedir dos pruebas y una foto actual de la Bowen, que consideraba imposible de obtener, pero ahora estaba atrapado. Era el director del periódico, pero debía rendir cuentas al presidente, y éste esperaba que el Source publicara el reportaje Bowen en primera página. Alguien pagaría las consecuencias en caso de que se decorara la primera página con el botarate de Larnsey en lugar de la Bowen, y ése sería Luxford.

A Rodney le resultaba intrigante especular sobre el motivo de que Luxford estuviera aplazando su decisión sobre la primera plana. Era especialmente intrigante a la luz de la cita de Luxford en Harrod's con uno de los principales protagonistas de la historia. ¿Hasta qué punto era una coincidencia el que se hubiera encontrado en secreto con Eve Bowen, sólo tres días antes de que su hija hubiera sido encontrada muerta? ¿Cómo encajaba esa cita con todo lo sucedido a continuación, con que Den retuviera las prensas hasta el último momento con el más vago de los pretextos, con la visita de la fotógrafa pelirroja y el desconocido que la había noqueado, con que Den saliera corriendo apenas transcurridos diez minutos del incidente, y ahora esta muerte…? Rodney había dedicado casi todo el fin de semana a reflexionar sobre la cuestión de qué estaba tramando Luxford, y cuando la historia de la Bowen salió a la luz, la asignó a Corsico de inmediato, a sabiendas de que si había mierda en algún sitio, Mitch era la persona adecuada para revolcarse en ella.

Sonrió a Corsico.

– Explícate.

Corsico se quitó el sombrero Stetson. Miró a Luxford como si esperara una directriz más oficial. Luxford asintió con semblante cansado.

– Muy bien. Primero, mamá da el consentimiento a la oficina de prensa de la policía de Wiltshire. Sin comentarios de momento, aparte de los detalles básicos: quién descubrió el cadáver, a qué hora, dónde, su estado, etcétera. Bowen y su marido identificaron el cuerpo alrededor de la medianoche, en Amesford. Aquí es donde las cosas empiezan a ponerse interesantes.

Trasladó el chicle de una mejilla a otra, como preparándose para una charla agradable. Luxford clavó los ojos en el reportero y no los movió. Corsico continuó.

– Pregunté a la oficina de prensa los datos preliminares habituales. El nombre del agente responsable de la investigación, la hora de la autopsia, la identidad del patólogo, el cálculo inicial sobre la hora de la muerte. Sin comentarios. Están soltando la información con cuentagotas.

– Esa noticia no basta para retener las rotativas -comentó Luxford.

– Sí, lo sé. Les gusta jugar con nosotros. Es la lucha por la dominación. Sin embargo, tengo un soplón de confianza en la comisaría de Whitechapel y…

– ¿Qué tiene que ver Whitechapel con todo esto? -Para subrayar su irritación, Luxford echó un vistazo a su reloj.

– Directamente nada, pero espere. Telefoneé y le pedí que mirara en el ONP qué datos había sobre la niña, pero, y aquí es donde las cosas empiezan a complicarse, en el ordenador de la policía no había informes.

– ¿Qué clase de informes?

– Sobre el hallazgo del cadáver.

– ¿Y esto es lo que consideras tan importante? ¿Por eso debo parar las rotativas? Tal vez la policía aún no lo haya introducido.

– Es una posibilidad, pero tampoco había informes sobre la desaparición de la niña. Pese a que, y Whitechapel tuvo que pulsar algunas teclas para descubrirlo, el cuerpo llevaba en el agua unas dieciocho horas.

– Bonito detalle -dijo Rodney. Dirigió una mirada calculadora a Luxford-. Me pregunto qué significa eso. ¿Qué opinas, Den?

Luxford no hizo caso de la pregunta. Se llevó los nudillos a la barbilla y la apoyó sobre ellos. Rodney intentó escudriñar su expresión. Parecía aburrido, pero sus ojos traslucían cautela. Rodney asintió en dirección a Corsico para indicar que continuara.

Corsico ahondó en el tema.

– Al principio pensé que carecía de importancia el hecho de que nadie hubiera denunciado la desaparición de la niña. Al fin y al cabo, era fin de semana. Tal vez alguien se había confundido. Los padres pensaban que la niña estaba con los abuelos, los abuelos pensaban que estaba con los tíos. La niña había quedado en dormir en casa de una amiga. No obstante, pensé que valía la pena verificarlo. Y descubrí que tenía razón. -Corsico abrió su libreta. Cayeron varias hojas al suelo. Las recogió y guardó en el bolsillo de sus vaqueros-. Hay una irlandesa que trabaja para Bowen. Una señora gorda que lleva pantalones abolsados, llamada Patty Maguire. Ella y yo sostuvimos una charla un cuarto de hora después de que el Ministerio del Interior anunciara la muerte de la niña.

– ¿En casa de la diputada?

– Fui el primero en llegar allí.

– Este es mi chico -murmuró Rodney.

Corsico bajó la vista con modestia y fingió estudiar la libreta. Luego continuó.

– Le llevé flores. Rodney sonrió.

– Muy ingenioso.

– ¿Y bien? -dijo Luxford.

– Estaba rezando de rodillas en la sala de estar, y cuando le dije que estaría más que complacido en compartir sus oraciones, que no duraron menos de tres cuartos de hora, os lo aseguro, tomamos una taza de té en la cocina y desembuchó de plano. -Movió la silla para quedar de cara a Luxford-. La niña desapareció el miércoles pasado, señor Luxford. Se supone que la raptaron en plena calle, probablemente algún pervertido. Pero la diputada y su marido no avisaron a la bofia. ¿Qué le parece?

Rodney lanzó un silbido de asombro. Ni siquiera él estaba preparado para aquello. Se acercó a la puerta y la abrió, dispuesto a llamar a Sarah Happieworth para volver a componer la primera plana.

– Qué haces, Rodnev? -preguntó Luxford.

– Llamar a Sarah. Hay que moverse.

– Cierra esa puerta.

– Pero Den…

– He dicho que cierres la puerta. Siéntate.

Rodney sintió que le hervía la sangre. Era el tono que le ofendía, aquella maldita confianza de Luxford en que todas sus órdenes serían obedecidas.

– Tenemos una historia sólida entre manos -dijo Rodney-. ¿Existe algún motivo para que quieras retenerla?

– ¿Qué confirmación has obtenido de todo esto? -preguntó Luxford a Corsico.

– ¿Confirmación? He estado hablando con la maldita ama de llaves. ¿Quién podría saber mejor que la niña fue raptada y los padres no llamaron a la policía?

– ¿Tienes alguna confirmación? -repitió Luxfort.

– ¡Den! -exclamó Rodney, convencido de que Luxtord mataría la historia, a menos que Corsico tuviera los datos atados y bien atados.

Pero Corsico continuó.

– Hablé con alguien en tres comisarías de la zona de Marylebone: Albany Street, Creenberry Street y Wigmore Street. No existe constancia de que alguien denunciara la desaparición de una niña.

– Esto es dinamita -susurró Rodney con ganas de graznar pero se contuvo. Corsico prosiguió.

– Me pareció absurdo. ¿Qué padres no telefonearían a la policía si su hijo desaparece? -Ladeó la silla y contestó a su propia pregunta-: Pensé que tal vez los padres querían deshacerse le ella.

Luxford continuó inexpresivo. Rodney silbó por lo bajo.

– En consecuencia, pensé que podríamos sacarle un cuerpo a la competencia si investigaba un poco más. Y eso hice.

– Sigue -le animó Rodney al ver que la historia empezaba a tomar forma.

– Descubrí que el marido de la Bowen, un pelma llamado Alexander Stone, no es el padre de la niña.

– Eso es cosa sabida -señaló Luxford-. Cualquiera que siga la política te lo podría haber dicho, Mitchell.

– ¿Sí? Bien, para mí era nuevo, y representaba un giro interesante. Cuando se produce un giro, me gusta saber a dónde conduce. Fui a Santa Catalina y examiné el certificado de nacimiento para ver quién era el padre, porque pensé que tarde o temprano tendríamos que entrevistarle, ¿no? El padre afligido por la muerte y todo eso.

Cogió su chaqueta de algodón, metió una mano en el bolsillo y extrajo una hoja de papel doblada, que desdobló, alisó sobre la mesa y entregó a Luxford.

Rodney esperó, casi sin atreverse a respirar. Luxford examinó el papel y alzó la cabeza.

– ¿Y bien?

– Bien ¿qué? -preguntó Rodney.

– No consta el nombre del padre -explicó Corsico.

– Ya lo veo -dijo Luxford-, pero como Bowen nunca ha revelado su identidad, no me sorprende en absoluto.

– Puede que no sea sorprendente, pero sí una posible relación y, sobre todo, una forma de hilar la historia.

Luxford devolvió la copia del certificado a Corsico De paso, dio la impresión de examinar al joven reportero como si se tratara de una criatura que era incapaz de identificar.

– ¿Adónde quieres ir a parar con todo esto?

– ¿Sin nombre del padre en la partida de nacimiento? ¿Sin informar a la policía de la desaparición de la niña? La cuestión es el ocultamiento de información, señor Luxford. Es el tema principal, el tema del nacimiento de la pobre niña al principio, el tema de su muerte al final. Para empezar, podemos hilar la historia alrededor de esa pauta. Si lo hacemos, y un editorial sobre la naturaleza insidiosa de los secretos de familia iría de coña, créame, hasta un zoquete sería capaz de desenterrar los misterios desagradables de la diputada Bowen. Porque si Larnsey y el chapero nos han dado la medida de lo que el público desea, en cuanto hilemos esta historia alrededor de la tendencia de Bowen a ocultar información crucial, todos sus enemigos nos inundarán de datos que nos llevarán a donde queremos.

– ¿Y dónde es eso?

– Pues la culpabilidad. Apuesto a que es la definitiva información que está ocultando. -Corsico intentó domeñar su pelo, pero fue imposible-. La única explicación lógica es que ella sabe quién secuestró a la niña. 0 eso, o ella planeó el secuestro. Son las dos únicas explicaciones de que no llamara a la policía al instante. La única explicación razonable, además. Bien, si relacionamos esa información con el hecho de que nunca ha revelado la identidad del papi de la niña en todos estos años… bien, creo que ya sabe a dónde quiero ir a parar, ¿verdad?

– Pues no, la verdad.

Las antenas de Rodney brincaron de inmediato. Ya había oído antes aquel tono de Luxford. Educado, imperturbable. Luxford estaba soltando cuerda. Si seguía así, Corsico la agarraría, haría un lazo alrededor de su cuello y se colgaría. Y con él, el reportaje.

– Hasta el momento -intervino con tono esperanzado-, una sólida muestra de investigación periodística. Mitch no va a precipitarse, desde luego, y confirmará todos los datos. ¿Correcto?

Pero Corsico no captó la indirecta.

– Escuche, apuesto veinticinco libras a que existe una relación entre la desaparición de la niña y el padre. Y si empezamos a escarbar en el pasado de la Bowen, apuesto otros veinticinco a que la encontramos.

Rodney pidió en silencio a Corsico que parara de hablar. Intentó hacerle una señal para que cerrara el pico, pero el impulsivo reportero estaba concentrado en aclarar su razonamiento. Al fin y al cabo, a Luxford siempre le había gustado su forma de trabajar. ¿Qué motivos tenía Corsico para pensar que ahora no era así? Iban tras la cabeza de otro tory. ¿Acaso no habían satisfecho a Luxford hasta el momento sus esfuerzos por hundir a los tories?

– ¿Cree que sería difícil descubrir la relación? -siguió Corsico-. Tenemos la fecha de nacimiento de la niña. Retrocedemos nueve meses y empezarnos a husmear en el pasado de Eve Bowen, para ver qué hacía entonces. Ya he empezado. -Pasó dos páginas de la libreta y leyó un momento-. Sí. Aquí. El Daily Telegraph. En aquella época era corresponsal política del Daily Telegraph. Ése es nuestro punto de partida.

– ¿Y hacia dónde vamos?

– Aún no lo sé, pero le diré lo que pienso.

– Hazlo, por favor.

– Pienso que se estaba tirando a un pez gordo del Partido Conservador para introducirse en alguna lista de candidatos de una circunscripción electoral. Estamos hablando del ministro de Economía, el ministro del Interior, el ministro de Asuntos Exteriores. Alguien por el estilo. Su recompensa fue un escaño en el Parlamento. Sólo tenemos que averiguar a quién se estaba cepillando. Una vez lo sepamos, el resto consiste en plantar la tienda de campaña ante su puerta hasta que esté dispuesto a hablar con nosotros. Y ésa será la relación que estamos buscando entre esto -agitó en el aire la partida de nacimiento- y la muerte de la niña.

– Charlotte -dijo Luxford.

– ¿Eh?

– La niña en cuestión. Se llamaba Charlotte.

– Ah, sí. Charlotte.

Corsico lo anotó en su libreta.

Luxford apoyó los dedos sobre la prueba de portada y la enderezó para alinearla con su escritorio. En el silencio que siguió, los ruidos procedentes de la sala de redacción aumentaron de volumen repentinamente. Timbres de teléfono, risas, un grito.

– ¡Mierda! ¡Que alguien me ayude! ¡Me muero por un cigarrillo!

Hablaban de la muerte, pensó Rodney. Vio lo que se avecinaba con tanta claridad como la siguiente barra de KitKat que pensaba zamparse en cuanto la reunión terminara. Lo único que no veía era cómo se las iba a ingeniar Luxford. Entonces, el director le iluminó.

– Esperaba algo mejor de ti -dijo a Corsico.

Corsico dejó de escribir, sin mover el lápiz.

– ¿Qué?-dijo.

– Un informe mejor.

– ¿Por qué? ¿Qué…?

– Un trabajo mejor que este cuento de nadas que te has inventado, Mitchell.

– Espera un momento, Den -intervino Rodney.

– No -replicó Luxford-. Espera tú. Los dos esperáis. No estamos hablando de un miembro de la masa ley-y-orden que sigue bovina-mente todos los dictados e instrucciones. Estamos hablando de un parlamentario. No sólo un parlamentario, sino un alto cargo del gobierno. ¿Esperas que crea por un instante que un alto cargo una jodida subsecretaria de Estado, por el amor de Dios, telefonee a la comisaría del barrio para informar que su hija ha desaparecido, cuando puede recorrer un pasillo y pedir al ministro del interior que se encargue del problema? ¿Cuando puede exigir discreción? ¿Cuándo puede llevarlo con el mayor sigilo posible gracias a un gobierno de mierda, que ha convertido el secretismo en su lema? Podría convertir este caso en la primera prioridad de Scotland Yard y ninguna comisaría del país se enteraría, ¿Por qué coño crees que alguna comisaría de Marylebone recibiría la denuncia? ¿Debo creerme que tenemos un reportaje de primera plana con el cual nos cargaremos a Eve Bowen porque no telefoneó al agente de la esquina? -Apartó la silla y se puso en pie-. ¿Que clase de periodismo es éste? Sal de aquí, Corsico, y no vuelvas hasta que tengas un reportaje decente.

Corsico cogió la copia de la partida de nacimiento. -¿Y esto,…?

– ¿Qué pasa con esto? -preguntó Luxford-. Es una partida de nacimiento sin apellido. Debe haber doscientas mil iguales, y ninguna constituye una noticia. Cuando el ministro del Interior o el comisionado de policía declaren en público que no hicieron nada para investigar la desaparición de la niña antes de su muerte, podremos retener las rotativas. Entretanto, no me hagas perder el tiempo.

Corsico intentó hablar pero Rodney levantó una mano para callarle. No podía creer que Luxford llegaría hasta el extremo de utilizar aquella burda excusa para matar el reportaje, por más que lo deseara. Pero tenía que asegurarse.

– Muy bien -dijo-. Mitchell, empezaremos de cero. Volveremos a confirmarlo todo. Por triplicado. -Se apresuró a continuar antes de que Luxford pudiera oponerse-. ¿Cuál será la primera plana de mañana, Dennis?

– Seguiremos con el artículo sobre la Bowen tal como está. Sin cambios. Nada sobre la ausencia de denuncias imaginarias a la policía.

– Mierda -siseó Corsico-. Mi historia es sólida. Lo sé.

– Tu historia es basura -replicó Luxford.

– Eso es…

– Trabajaremos en ello, Den.

Rodney cogió a Corsico por la axila y lo sacó a toda prisa del despacho. Cerró la puerta a sus espaldas.

– ¿Qué coño pasa? -preguntó Corsico-. Mi material es excelente. Tú lo sabes. Yo lo sé. Toda esa bazofia sobre… Escucha, si no lo publicamos, otros lo harán. Venga, Rodney. Joder, tendría que haber vendido el reportaje al Globe. Esto es una noticia de rabiosa actualidad. Y nadie la tiene, excepto nosotros. Maldita sea, debería…

– Sigue trabajando en ella -dijo Rodney en voz baja, y dirigió una mirada significativa a la puerta del despacho de Luxford.

– ¿Qué? ¿Se supone que debo convencer al comisionado de policía de que hable conmigo sobre un parlamentario? No me jodas.

– No. Olvídale. Sigue la pista.

– ¿La pista?

– Crees que existe una relación, ¿verdad? La niña, la partida de nacimiento, todo eso.

Corsico cuadró los hombros y enderezó la espalda. Si hubiera llevado corbata se habría ajustado el nudo.

– Sí -dijo-. No la perseguiría si no existiera.

– Entonces descubre la jodida relación y tráemela.

– Y luego, ¿qué? Luxford…

– Al infierno con Luxford. Consigue la historia. Yo me ocuparé del resto.

Corsico echó un vistazo a la puerta del director.

– Es una historia del copón -dijo, pero se le notaba dudoso por primera vez.

Rodney le apretó el hombro.

– Lo es -dijo-. Persíguela, escríbela y dámela.

– ¿Y después?

– Yo la manejaré adecuadamente, Mitch.

Dennis Luxford pulsó el botón que encendía el monitor de su terminal y se dejó caer en la butaca. Las cifras del monitor empezaron a destellar, pero sus ojos no las vieron. Encender el ordenador era una simple excusa para hacer algo. Podía encenderlo y fingir un ávido examen de su galimatías, en el caso de que alguien entrara de repente en su despacho y esperara ver al director del Source enfrascado en la investigación de una historia que, en aquel momento, tendría a todos los reporteros de Londres husmeando los entretelones de la vida de Eve Bowen. Mitch Corsico sólo era uno más.

Luxford sabía que su escena de indignación no había convencido ni a Mitch Corsico ni a Rodney Aronson. Durante todos los años que había dirigido el Globe y luego el Source, nunca había puesto obstáculos a un reportaje que prometía tanto como el hecho de que la diputada Bowen no hubiera denunciado a la policía el secuestro de su hija. Se prestaba para torpedear la línea de flotación de los tories. Tendría que sentirse entusiasmado por las agradables oportunidades que la historia presentaba. Tendría que estar ansioso por convertir el secretismo de Evelyn en una acusación, inteligente y sentenciosa, contra todo el partido tory, con su recuperación de los valores británicos básicos, uno de los cuales debía ser sin duda la familia. Y cuando la familia estaba amenazada de la forma más odiosa, mediante el secuestro de una niña, una sobresaliente figura tory no había acudido a las autoridades competentes para que buscaran a la criatura. Era una oportunidad de oro para retratar una vez más a los tories como los hipócritas que eran. Pero no sólo no había cazado al vuelo aquella oportunidad, sino que había hecho lo imposible por perderla.

Luxford sabía que, a lo sumo, sólo había ganado un poco de tiempo. Que Corsico hubiera obtenido la partida de nacimiento con tal rapidez, que hubiera forjado un plan sensato para excavar en el pasado de Evelyn, reveló a Luxford la imposibilidad de seguir ocultando el secreto del nacimiento de Charlotte, ahora que había muerto. Mitchell Corsico poseía el tipo de iniciativa que él, Luxford, había esgrimido en otro tiempo. El instinto del muchacho para despejar de obstáculos el camino de la verdad era asombroso, y su habilidad para engatusar a la gente con el fin de que le contara aquella verdad era loable. Luxford podía obstaculizar sus progresos a base de imponerle restricciones, sembrando conjeturas sobre el ministro del Interior y New Scotland Yard, y ordenando al muchacho que las verificara. Pero lo que no podía hacer era despedirle para detener sus progresos. Sólo serviría para que cogiera sus notas, su Filofax y su olfato para las noticias, y se ofreciera a la competencia, el Globe casi seguro. Y el Globe carecía de las razones de Luxford para abortar un reportaje que desnudaría la verdad.

Charlotte. Dios, pensó Luxford, nunca la había visto. Sólo había visto las fotos propagandísticas, cuando Evelyn se presentó al Parlamento, la candidata posando en su hogar con su devota y sonriente familia al lado. Y nada más. Incluso entonces se había limitado a dedicarles la mirada desdeñosa que reservaba para todos los candidatos que se presentaban a unas elecciones generales. En realidad no había mirado a la niña, no se había tomado la molestia de examinarla. Era de él, y lo único que sabía de ella era su nombre. Y ahora, que había muerto.

El domingo por la noche había telefoneado a Marylebone desde su dormitorio. Cuando oyó la voz de Evelyn, habló con tono tenso.

– Pon el telediario, Evelyn. Han encontrado un cadáver. -Dios mío -contestó ella-. Eres un monstruo. No te detendrás ante nada con tal de doblegar mi voluntad, ¿verdad?

– No! Escúchame. Ha sido en Wiltshire. Una niña muerta. No saben quién es. Piden información. Evelyn…

Ella había colgado. No habían hablado desde entonces.

Una parte de él decía que Evelyn merecía lo peor. Merecía una reprimenda en público. Merecía que salieran a la luz todos los detalles sobre la génesis de Charlotee, su vida, su desaparición y su muerte, para que sus conciudadanos la juzgaran. Y merecía, como resultado, perder su cargo. No obstante, otra parte de él se negaba a participar en su defenestración, porque quería creer que, fueran cuales fuesen sus pecados, los había pagado en su totalidad con la muerte de su hija.

No la había amado aquellos días en Blackpool más de lo que ella le había amado a él. Su experiencia común no había sido otra cosa que una relación corporal, su concupiscencia sobrealimentada por el hecho de que eran polos opuestos. No tenían nada en común, excepto su habilidad para debatir sus puntos de vista opuestos y su deseo de resultar vencedores en cada polémica en que se enzarzaban. Ella tenía una mente ágil y una gran confianza en sí misma. El, un espadachín de la palabra, no la había intimidado en lo más mínimo. Sus disputas solían concluir en tablas, pero él estaba acostumbrado a diezmar a sus enemigos por completo, y al no lograr rendirla con palabras había buscado otros medios. Era lo bastante joven y estúpido para creer todavía que la sumisión de una mujer en la cama era una declaración de supremacía masculina. Cuando hubo terminado con ella, henchido de orgullo por lo que había obtenido y cómo, esperaba ojos radiantes, una sonrisa adormilada, seguido de una delicada y femenina rendición, tras la cual ella le permitiría reinar.

El hecho de que ella no se hubiera rendido en absoluto después de la seducción, el que hubiera actuado como si no hubiera pasado nada entre ellos, el que su ingenio estuviera, si cabe, más aguzado que nunca, sólo sirvió para enfurecerle y desearla aún más. Una vez en la cama, había pensado, no existía simetría ni igualdad entre ellos. En la cama, había pensado, la conquista sería suya. Los hombres dominan, creía, y las mujeres se sometían. Pero Evelyn no. Nada de lo que hizo ni nada de lo que juró que sentiría había socavado su serenidad. El coito sólo fue otro campo de batalla para ambos, en que el arma era el placer en lugar de las palabras.

Lo peor fue que ella supo en todo momento sus intenciones. Y cuando se corrió por última vez, la última marrana, a toda prisa porque los dos tenían que coger trenes y cumplir objetivos, ella levantó la cabeza de Luxford, mojada aún de sus fluidos, y dijo:

– No me siento rebajada, Dennis. De ninguna manera. Ni si quiera por esto.

Se sintió avergonzado de que una vida inocente hubiera nacido de aquella cópula carente de amor. Tal indiferencia sintió por las consecuencias de haberla sojuzgado de la única manera posible, que no se había molestado en tomar ninguna precaución, ni se había preocupado de que ella las hubiera tomado. Ni siquiera había pensado en lo que estaban haciendo en términos de crear una vida. Sólo lo había considerado un paso que debía darse para demostrar a Evelyn, y sobre todo a sí mismo, quién ostentaba la supremacía.

No había querido a su hija. Había calmado los escasos remordimientos de conciencia «haciéndose cargo del asunto», de forma que nunca se sintiera afectado por ninguna de las dos. Por lo tanto, no debería sentir nada ahora, aparte de amargura y estupefacción por la obstinación de Evelyn, que había costado una vida humana.

Pero la verdad era que sentía mucho más que amargura y estupefacción. Se sentía atenazado por la culpabilidad, la rabia, la angustia y el remordimiento. Porque si bien era responsable de la vida de una niña que nunca había intentado ver, sabía muy bien que también era responsable de la muerte de una niña que nunca llegaría a conocer. Nada podría cambiar aquella realidad. Nada.

Acercó el teclado del ordenador hacia él, como atontado. Accedió a la historia que habría salvado la vida de Charlotee. Leyó la primera línea: «Cuando tenía treinta y seis años, dejé a una mujer embarazada.» En el silencio de su despacho -interrumpido por los ruidos que procedían del periódico para el que le habían contratado con el fin de resucitarlo de la nada-, recitó la conclusión de la sórdida historia: «Cuando tenía cuarenta y siete, maté a mi hija.»

16

Cuando Lynley llegó a Devonshire Place Mews, comprobó que Hillier ya había complacido las exigencias del ministro del Interior y dispuesto una operación eficaz. Se habían colocado vallas a la entrada de los callejones. Estaban custodiadas por un agente de policía, mientras que otro vigilaba la puerta principal de la casa de Eve Bowen.

Detrás de las vallas, y ocupando Marylebone High Street, los medios de comunicación se agolpaban en el crepúsculo. Estaban representados por varios equipos de televisión, dedicados a colocar luces para filmar a sus reporteros, periodistas que ladraban preguntas al policía más cercano, y fotógrafos que esperaban, inasequibles al desaliento, la oportunidad de tomar fotos a cualquiera relacionado con el caso.

Cuando Lynley paró el Bentley para enseñar su identificación al guardia de la valla, los reporteros se precipitaron hacia el coche. Dispararon decenas de preguntas a la vez. ¿Se calificaba la muerte de homicidio? En ese caso, ¿ya había sospechosos? ¿Era cierto el rumor de que la hija de Bowen iba a dormir a casa de alguna amiga siempre que estaba enfadada? ¿Trabajaría Scotland Yard con la policía local? ¿Era cierto que iban a buscar pruebas importantes a casa de la diputada aquella noche? ¿Querría el inspector Lynley comentar algunos aspectos del caso, relacionados con maltratos infantiles, trata de blancas, culto al diablo, pornografía y sacrificios rituales? ¿Sospechaba la policía que el IRA estaba implicado? ¿Había sido violada la niña antes de morir?

– Sin comentarios -dijo Lynley-. Agente, haga el favor de abrirme camino.

Entró con el Bentley en Devonshire Place Mews.

Cuando salió del coche, oyó pasos veloces que avanzaban en su dirección. Se volvió y vio al detective Winston Nkata, que se aproximaba desde el extremo opuesto de la callejuela.

– ¿Y bien? -dijo Lynley cuando Nkata se reunió con él.

– Nada de particular. -Nkata inspeccionó la calle-. Todo el mundo está en casa, salvo en dos, pero nadie vio nada. Todos conocían a la chiquilla, parece que era muy simpática y le gustaba charlar con cualquiera que le hiciera caso, pero nadie la vio el miércoles pasado. -Nkata introdujo una pequeña libreta forrada en piel en el bolsillo interior de su chaqueta, seguida de un lápiz-. Sostuve una larga conversación con un pensionista confinado en su cama, en el primer piso del veintitrés, ¿lo ve? Casi siempre tiene el ojo puesto en la calle. Dijo que no había visto nada anormal la semana pasada. Las idas y venidas habituales. El cartero, el lechero, los inquilinos, todo eso. Según él, las idas y venidas de la casa Bowen funcionan como un reloj, de modo que se habría enterado si algo raro hubiera sucedido.

– ¿Algún dato sobre vagabundos en el barrio?

Lynley contó a Nkata lo que St. James le había dicho. Nkata negó con la cabeza.

– Ni un susurro. Y ese viejo del que le he hablado se habría acordado. Sabe lo que pasaba en el barrio de pe a pa. Hasta me contó a quién le gusta hacérselo con jóvenes del sexo opuesto cuando su hombre no está en casa. Lo cual, me aseguró, sucede tres o cuatro veces a la semana.

– Has tomado buena nota de eso, ¿verdad?

Nkata sonrió y alzó una mano en señal de negativa.

– Últimamente mi vida está tan limpia como el jabón. Desde hace seis meses. Nada que yo no quiera se pega al chico favorito de mi mamá. Palabra.

– Me alegra saberlo. -Lynley señaló en dirección a la casa de Eve Bowen-. ¿Ha entrado o salido alguien?

– El ministro del Interior ha pasado dentro una hora. Después, un tío alto y flaco, con un peinado muy formal. Estuvo unos trescuartos de hora, tal vez más. Trajo un montón de libretas y carpetas, y se marchó con un vejestorio entrado en carnes, con una bolsa de lona. La metió en el coche y salieron disparados. El ama de llaves, diría yo, a juzgar por su apariencia. Lloraba con la cara oculta tras la manga del jersey. Puede que ocultara la cara a los fotógrafos.

– ¿Eso es todo?

– Eso es todo. A menos que alguien haya aterrizado en paracaídas en el jardín trasero. Lo cual no me extrañaría. ¿Cómo es posible que hayan llegado tan deprisa?

Nkata señaló a los periodistas.

– Con la ayuda de Mercurio o desmaterializados desde el Enterprise. Tú eliges.

– Ojalá hubiera tenido tanta suerte. Pillé un atasco delante de Buckingham. ¿Por qué no trasladan ese maldito lugar a otra parte de la ciudad? Está metido en mitad de una glorieta y sólo sirve para estorbar el tráfico.

– Algunos miembros del Parlamento dirían que es una metáfora muy precisa, Winston -comentó Lynley-. Seguro que la señora Bowen no, diría yo. Vamos a hablar con ella.

El agente que vigilaba la puerta echó un vistazo a la identificación de Lynley antes de dejarles entrar. Dentro, otra agente estaba sentada en una silla de mimbre situada al pie de la escalera. Estaba haciendo el crucigrama del Times, y se puso en pie, con un diccionario en la mano, cuando Lynley y Nkata entraron. Les condujo hasta una sala de estar que se abría a un comedor. Había comida preparada sobre la mesa: costillas de cordero en su jugo, jalea de menta, guisantes y patatas. Se habían dispuesto dos cubiertos. Había una botella de vino abierta. Pero nadie había comido ni bebido nada.

Al otro lado de la mesa, unas puertas cristaleras se abrían al jardín trasero. Había sido diseñado como patio, con piedras de terracota en el suelo, bordeadas de macizos de flores bien cuidados, y una pequeña fuente que chorreaba agua en su centro. Eve Bowen estaba sentada a una mesa de hierro verde, situada a la izquierda de las ventanas, con una libreta de anillas abierta delante de ella y una copa a un lado, medio llena de vino color rubí. Cinco libretas más estaban apiladas sobre una silla cercana.

– Subsecretaria Bowen, New Scotland Yard -anunció la agente, y no hubo más presentaciones. Cuando Eve Bowen levantó la vista, la agente volvió a entrar en la casa.

– He hablado con el señor St. James -dijo Lynley después de identificarse y hacer lo mismo con Nkata-. Hemos de hablar con usted sin ambages. Tal vez sea doloroso, pero no hay otra forma.

– Así que se lo ha contado todo.

Eve Bowen no miró ni a Lynley ni a Nkata, quien sacó la libreta del bolsillo y preparó el lápiz. La mujer siguió con la vista clavada en los papeles que tenía delante, separados de la libreta. Ya no había bastante luz para leer, y tampoco fingió hacerlo. Se limitó a pasar el dedo por el borde de un papel y aguardó la reacción de Lynley.

– En efecto -dijo Lynley.

– ¿Ha revelado muchas cosas a la prensa?

– No tengo la costumbre de hablar con los medios de comunicación, si eso la preocupa.

– ¿Ni siquiera cuando los medios garantizan el anonimato?

– Señora Bowen, no me interesa revelar sus secretos a la prensa. Bajo ninguna circunstancia. De hecho, no me interesan sus secretos para nada.

– ¿Ni siquiera por dinero, inspector?

– Exacto.

– ¿Ni siquiera cuando le ofrecen más de lo que gana como policía? ¿Tres o cuatro meses de sueldo serían un bonito soborno, una circunstancia lo bastante tentadora para que se encontrara poseído de repente por un interés insaciable en todos y cada uno de mis secretos?

Lynley intuyó más que vio la mirada de Nkata. Sabía lo que éste estaba esperando: la réplica furibunda del inspector Lynley por aquel insulto a su integridad, por no mencionar la réplica furibunda de lord Asherton al insulto, más grave aún, a su cuenta corriente.

– Me interesa lo sucedido a su hija. Si su pasado está relacionado con ello, se hará público tarde o temprano. Ya puede prepararse para eso. Me atrevería a decir que no será tan doloroso como lo que ya ha pasado. ¿Podemos hablar del tema?

La mujer le dedicó una mirada calculadora, en la cual Lynley no leyó nada, ni la menor emoción en los ojos protegidos por las gafas. Al parecer, la diputada había tomado ya alguna decisión, porque bajó la barbilla unos centímetros, como si asintiera.

– Telefoneé a la policía de Wiltshire. Anoche fuimos directamente a identificarla.

– ¿Fuimos?

– Mi marido y yo.

– ¿Dónde está el señor Stone?

La mujer extendió la mano hacia la copa de vino, pero no la tocó.

– Alex está arriba. Sedado. Ver a Charlotte anoche… La verdad, creo que durante todo el trayecto hasta Wiltshire abrigó la esperanza de que no fuera ella. Creo que hasta llegó a convencerse. Cuando vio por fin el cadáver, reaccionó mal. -Acercó más la copa, deslizándola sobre el cristal que cubría la superficie de la mesa-. Como cultura, esperamos demasiado de los hombres, y no lo bastante de las mujeres.

– Nadie sabe cómo reaccionará ante una muerte -dijo Lynley-. Hasta que ocurre.

– Supongo que es así. -Giró un poco la copa y observó la forma en que el movimiento afectaba al contenido-. La policía de Wiltshire sabía que se había ahogado, pero no nos dijeron nada más. Ni dónde ni cuándo ni cómo. Sobre todo esto último, lo que me resulta bastante curioso.

– Han de esperar a los resultados de la autopsia -explicó Lynley.

– Dennis fue el primero en telefonear. Dijo que había visto el reportaje en el telediario.

– ¿Luxford?

– Dennis Luxford.

– El señor St. James me dijo que usted le creía implicado.

– Aún lo creo -corrigió la diputada.

Apartó la mano de la copa y empezó a ordenar los papeles de la mesa con movimientos de sonámbula. Lynley se preguntó si también le habrían administrado sedantes, al observar la lentitud de sus reacciones.

– Según tengo entendido, inspector, no existen pruebas de que Charlotte haya sido asesinada.

Lynley se sintió reacio a verbalizar sus sospechas, pese a haber visto las fotografías.

– Sólo la autopsia revelará con exactitud lo que sucedió.

– Sí, por supuesto. El método policial oficial. Comprendo. Pero yo vi el cuerpo. Yo…

Los extremos de sus dedos palidecieron cuando los apretó sobre la superficie de la mesa. Pasó un momento antes de que continuara, y durante aquel momento se oyeron con toda claridad las voces ahogadas de los reporteros apostados en Marylebone High Street.

– Yo vi todo el cuerpo, no sólo la cara. No tenía ninguna marca. En ningún sitio. Ninguna marca significativa. No la habían atado. No la habían sujetado con fuerza. No se había debatido contra alguien que la retuviera bajo el agua. ¿Qué le sugiere eso, inspector? A mí me sugiere un accidente.

Lynley no la contradijo abiertamente. Sentía más curiosidad por ver en qué dirección se encaminaban sus pensamientos, que ansia por corregir sus ideas erróneas sobre ahogos accidentales.

– Creo que su plan se torció -dijo Eve Bowen-. Tenía la intención de retenerla hasta que yo accediera a sus exigencias. Después, la habría liberado sana y salva.

– ¿Se refiere al señor Luxford?

– No la habría matado ni ordenado que la mataran. La necesitaba viva para asegurarse mi colaboración. Pero algo salió mal y ella murió. Charlotte no sabía qué estaba pasando. Tal vez escapó. Habría sido muy propio de Charlotte escaparse. Tal vez echó a correr. Estaba en el campo y no conocía el terreno. Ni siquiera sabía que había un canal, porque nunca había ido a Wiltshire.

– ¿Sabía nadar?

– Sí, pero si iba corriendo… Si tropezó, cayó y se golpeó la cabeza… Supongo que pudo pasar así.

– No descartamos nada, señora Bowen.

– ¿Incluyendo a Dennis?

– Y a todos los demás.

La mujer desvió la vista hacia los papeles y siguió ordenándolos.

– No hay nadie más.

– No podemos extraer esa conclusión sin examinar exhaustivamente todos los hechos -dijo Lynley. Acercó una de las tres sillas que no estaban ocupadas. Indicó con un gesto a Nkata que tomara asiento-. Veo que se ha traído trabajo a casa.

– ¿Es el primer hecho que debe examinar? ¿Por qué está la subsecretaria sentada tranquilamente en su jardín, rodeada de trabajo, mientras su marido, que ni siquiera es el padre de la niña, está en su dormitorio postrado de dolor?

– Supongo que sus responsabilidades son enormes.

– No. Supone que soy despiadada. Es la conclusión más lógica, ¿verdad? Ha de observar mi comportamiento. Es parte de su trabajo. Ha de preguntarse qué clase de madre soy. Está buscando a la persona que secuestró a mi hija, y por lo que sabe hasta el momento, puede que yo lo haya organizado. ¿Cómo, si no, sería capaz de estar sentada aquí, mirando papeles como si no hubiera pasado nada? No parezco tan desesperada como para mesarme los cabellos de dolor, ¿verdad?

Lynley se inclinó hacia ella y posó la mano cerca de la suya, sobre el montón de papeles.

– Compréndame -dijo-. No todos mis comentarios son juicios de valor, señora Bowen.

Ella tragó saliva.

– En mi mundo sí.

– Es su mundo del que tenemos que hablar.

Los dedos de Eve Bowen empezaron a engarfiarse sobre los papeles, como si hubiera decidido arrugarlos. Al parecer le costó un gran esfuerzo relajarlos de nuevo.

– No he llorado -dijo-. Era mi hija. No he llorado. El me mira. Espera que derrame lágrimas, porque podrá consolarme si le doy lágrimas, y hasta que lo haga estará perdido por completo. Ha perdido el centro. No tiene nada a qué aferrarse. Porque no puedo llorar.

– Aún está bajo los efectos de la conmoción.

– No. Eso es lo peor. No estar conmocionada cuando alguien lo espera. Médicos, familia, colegas. Todos esperan una demostración adecuada de tormento materno, para saber qué deben hacer a continuación.

Lynley sabía que serviría de poco explicar a la diputada algunas de las innumerables reacciones ante la muerte súbita que había presenciado a lo largo de los años. Era cierto que su reacción ante la muerte de su hija no era lo que él habría esperado de una madre cuya hija de diez años ha sido secuestrada, retenida y encontrada muerta, pero sabía que su ausencia de emoción no hacía su reacción menos auténtica. También sabía que Nkata estaba tomando buena nota, pues el detective había empezado a escribir en cuanto Eve Bowen se puso a hablar.

– Alguien investigará al señor Luxford -dijo-, pero no quiero que investigarle excluya a otros posibles sospechosos. Si el secuestro de su hija fue el primer paso para apartarla del poder político…

– Entonces habrá que pensar en quién más, aparte de Dennis, estaría interesado en esa posibilidad -concluyó la diputada-. ¿Me equivoco?

– No. Hemos de pensar en eso. Así como en las pasiones que impulsarían a alguien a apartarla del poder. Celos, codicia, ambición política, venganza. ¿Ha frustrado a alguien de la oposición?

Los labios de Eve Bowen esbozaron una breve e irónica sonrisa.

– En el Parlamento los enemigos no se sientan ante el objeto de su antipatía, inspector. Se sientan detrás, con el resto del partido.

– Para apuñalar mejor por la espalda -comentó Nkata.

– Sí, exacto.

– Su ascensión al poder ha sido relativamente fulgurante, ¿no? -dijo Lynley.

– Seis años.

– ¿Desde su primera elección? -Cuando ella asintió, continuó-: Un aprendizaje muy breve. Otros han estado sentados durante años en escaños de menor prestigio. Otros que tal vez han sentido la tentación de llegar al gobierno antes que usted.

– No soy el primer caso de un diputado joven que se adelanta a los de mayor edad. Es una cuestión tanto de talento como de ambición.

– Ya, pero alguien con la misma ambición y que se considere bendecido con el mismo talento, puede haber sentido cierto regusto cuando usted le adelantó en la carrera hacia el gobierno. Tal vez el regusto se transformara en un fuerte deseo de verla caer en desgracia mediante la paternidad de Charlotte. Si ése es el caso, hemos de buscar a alguien que haya estado también en Blackpool durante la conferencia tory, cuando su hija fue concebida.

Eve Bowen ladeó la cabeza y le examinó con atención.

– El señor St. James se lo contó todo, ¿verdad? -dijo con cierta sorpresa.

– Ya he dicho que hablé con él.

– No obstante, pensaba que le habría ahorrado los detalles más sórdidos.

– No habría podido progresar sin saber que el señor Luxford y usted fueron amantes en Blackpool.

La mujer alzó un dedo.

– Compañeros sexuales, inspector. Dennis Luxford y yo nunca fuimos amantes.

– Como quiera llamarlo, alguien sabe lo que pasó entre ustedes. Ese hombre…

– O esa mujer -apuntó Nkata.

– 0 esa mujer -convino Lynley-. Alguien sabe que Charlotte fue el resultado. Sea quien sea esa persona, estuvo en Blackpool en aquella ocasión, tiene una deuda pendiente con usted y es muy probable que quiera ocupar su puesto.

La mujer pareció retraerse mientras reflexionaba sobre la descripción efectuada por Lynley del posible secuestrador.

– Joel sería el primero que querría ocupar mi puesto -dijo-. Se ocupa de casi todos mis asuntos. Pero es improbable que…

– ¿Joel? -dijo Nkata mientras anotaba-. ¿Su apellido, señora Bowen?

– Woodward, pero es demasiado joven. Sólo tiene veintinueve años. No pudo estar en la conferencia de Blackpool. A menos, claro, que su padre asistiera. Puede que haya ido con su padre.

– ¿Quién es?

– Julian. El coronel Woodward. Es el presidente de mi asociación electoral. Ha trabajado para el partido durante décadas. No sé si estuvo en Blackpool, pero es posible. Y puede que también Joel. -Levantó la copa pero no bebió. La sostuvo con ambas manos mientras hablaba-. Joel es mi ayudante. Abriga ambiciones políticas y en ocasiones chocamos. Aun así… -Meneó la cabeza, como si desechara la consideración-. No creo que sea Joel, Conoce mis horarios mejor que nadie. También los de Alex y Charlotte. Es parte de su trabajo. Pero hacer esto… ¿Cómo habría podido hacerlo? Todos estos días ha estado en Londres trabajando.

– ¿Todo el fin de semana? -preguntó Lynley.

– ¿Qué quiere decir?

– El cadáver fue encontrado en Wiltshire, pero eso no significa que Charlotte fuera retenida en Wiltshire desde el miércoles. Pudo estar en cualquier sitio, incluido Londres. Pudieron transportarla a Wiltshire en algún momento del fin de semana.

– Quiere decir después de muerta -sugirió Eve Bowen.

– No necesariamente. Si la retenían en la ciudad y el lugar se volvió peligroso por algún motivo, es posible que la trasladaran.

– Entonces, el que la trasladó debía conocer Wiltshire. Si la escondieron allí antes de… antes de lo que pasó.

– Sí. Añada eso a la ecuación. Alguien de la época de Blackpool. Alguien que envidia su posición. Alguien con un interés oculto. Alguien que conoce Wiltshire. ¿Lo conoce Joel, o su padre?

La mujer estaba contemplando sus papeles, pero de repente fue como si se abstrayera.

– Joel mencionó… -dijo para sí-. El jueves por la noche dijo.-.

– ¿Ese Woodward tiene alguna relación con Wiltshire? -preguntó Nkata antes de seguir con sus notas.

– No. No es Joel.

– Removió los papeles y los metió en su agenda. Sacó otro del montón que descansaba sobre la silla contigua-. Es una prisión. El no la quiere. Me ha pedido en repetidas ocasiones que nos reunamos para hablar del asunto, pero le he dado largas porque… Blackpool. Pues claro que estaba en Blackpool.

– ¿Quién? -preguntó Lynley.

– Alistair Harvie. Estuvo en Blackpool. Le entrevisté para el Telegraph. Yo solicité la entrevista. Acababan de elegirle diputado, no tenía pelos en la lengua y era un descarado. Muy elocuente, inteligente y apuesto. El chico guapo del partido. Corrían rumores de que no tardaría en ser nombrado secretario personal del ministro de Asuntos Exteriores, y aún más rumores de que sería primer ministro al cabo de quince años. Yo quería entrevistarle en profundidad. Accedió y concertamos una cita. En su habitación. Usted ha de conocerme, dijo, y la reciprocidad es lo ideal, ¿no es cierto?, de manera que yo también quiero conocerla, conocerla íntimamente. Creo que me reí de él. Dudo que fingiera no haberle entendido bien para evitarle el ridículo. Ese tipo de avances por parte de un hombre siempre me han puesto la piel de gallina.

Encontró lo que buscaba en la segunda libreta que sacó de la pila.

– Es una prisión -dijo-, Está en proyecto desde hace dos años. Será cara, de diseño. Alojará a tres mil hombres. A menos que pueda impedirlo, será construida en el distrito electoral de Aiistair Harvie.

– ¿Cuál es? -preguntó Lynley.

– Está en Wiltshire.

Nkata dobló su cuerpo larguirucho para entrar en el Bentley, con un pie apoyado todavía en la acera. Dejó la libreta en equilibrio sobre la rodilla y siguió escribiendo.

– Convierte eso en algo que Hillier pueda leer -dijo Lynley-. Envíaselo por la mañana. Esquívale, si puedes. No nos va a dejar en paz ni un momento, pero vamos a intentar mantenerle a distancia.

– De acuerdo. -Nkata alzó la cabeza para observar la fachada de la casa de Eve Bowen-. ¿Qué opina?

– Primero Wiltshire.

– ¿Ese tal Harvie?

– Es un buen lugar para empezar. Diré a Havers que se ocupe de ello.

– ¿Y aquí?

– Investigaremos. -Lynley reflexionó sobre todo lo que St. James les había contado-. Empieza a buscar relaciones dobles, Winston. Hemos de saber quién está relacionado con Bowen y, a la vez, con Wiltshire. Ya tenemos a Harvie, pero parece demasiado bueno para ser verdad, ¿no? Investiga a Luxford y a los Woodward. Investiga al profesor de música de Charlotte, Chambers, ya que fue el último en verla, y a Maguire, el ama de llaves.

Y también al padrastro, Alexander Stone.

– ¿Cree que no estaba tan afectado como la señora Bowen quiso que creyéramos?

– Creo que todo es posible.

– ¿Incluyendo la implicación de la Bowen?

– Investígala a ella también. Si el Ministerio del Interior estaba buscando un lugar en Wiltshire para construir la bendita prisión, habrán enviado un comité para estudiar posibles emplazamientos. Si ella formaba parte de ese comité, conocerá un poco el terreno. Puede que también supiera dónde ordenar a alguien que retuviera a su hija, si estaba detrás del secuestro.

– Eso implica una gran incógnita. Si ella arregló el rapto, ¿qué esperaba ganar?

– Es un animal político -contestó Lynley-. Cualquier respuesta a esa pregunta saldrá de la política.

– Si Luxford publicaba la historia, estaba acabada.

– Eso es lo que se nos lleva a creer, ¿no te parece? Todo se centra en lo que ella se arriesgaba a perder, y según St. James, todos los principales implicados, salvo el profesor de música, lo han dejado claro desde el principio. Por lo tanto, lo tendremos presente, pero no tomar la ruta que nos han dejado tan nítida suele reportar ventajas. Vamos a investigar también lo que la diputada Bowen podía ganar.

Nkata dejó de tomar notas con un punto y aparte minucioso. Devolvió la libreta y el lápiz a su bolsillo. Salió del coche. Una vez más, examinó la fachada de la casa, donde el solitario agente se erguía con los brazos cruzados sobre el pecho.

Se inclinó para ofrecer su último comentario por la ventanilla del coche.

– Esto podría ponerse muy desagradable, ¿verdad, inspector? -dijo.

– Ya lo es -confirmó Lynley.

Un desvío hacia el oeste desde su vivienda de Chalk Farm hasta Hawthorne Lodge, en Greenford, llevó a Barbara Havers a la M4 bastante después de la hora punta. No tardó en descubrir que su maniobra había sido inútil. Justo antes de Reading, una colisión entre un Range Rover y un camión cargado de tomates había reducido la autopista a una lenta procesión a través del diluvio escarlata. Cuando vio la interminable hilera de luces de freno que se extendía hasta el horizonte, Barbara cambió la marcha, manipuló los botones de la radio hasta encontrar una emisora que pudiera explicarle lo que estaba pasando, y se dispuso a esperar. Había estudiado el plano antes de salir, y sabía que podía salir de la autovía y probar suerte con la A4 en caso necesario, pero eso significaba llegar a una salida, siempre una empresa difícil en situaciones similares.

– Mierda -masculló.

Pasaría un siglo antes de que consiguiera escapar del caos, y su estómago exigía ya atenciones inmediatas.

Sabía que tendría que haberse preparado y engullido algo antes de marchar. No obstante, en aquel momento la perspectiva de una cena apresurada no le había parecido tan importante como embutir algunas mudas y un cepillo de dientes en su bolsa de viaje, así como pasar por Greenford antes del trayecto a Wiltshire, con el propósito de comunicar a su madre la gran noticia. «Estoy al frente de una rama de la investigación, mamá. ¿Qué te parece?» Estar al frente de algo más significativo que ir a buscar bocadillos para Lynley significaba un gran acontecimiento en la vida de Barbara. Tenía ganas de compartirlo con alguien.

Primero probó con los vecinos. Camino de su diminuto alojamiento al final del jardín de Eton Villas, se había detenido en la planta baja del edificio eduardiano para comunicar la noticia, pero ni Khalidah Hadiyyah (quien, a sus ocho años, era la compañera más frecuente de Barbara en barbacoas al aire libre, visitas al zoo y paseos en barca hasta Greenwich), ni su padre, Taymullah Azhar, estaban presentes para reaccionar con el debido embeleso ante la mejora de sus circunstancias profesionales. Había empacado sus pantalones, jerséis, ropa interior y cepillo de dientes, y se había dirigido hacia Greenford para contárselo a su madre.

Había encontrado a la señora Havers, junto con sus compañeros de Hawthorne Lodge, en el hueco que hacía las veces de comedor. Estaban congregados alrededor de la mesa con Florence Magentry (su cuidadora, enfermera, confidente, directora de actividades y amable carcelera), que les estaba ayudando a montar un rompecabezas tridimensional. Barbara vio que sería una mansión victoriana cuando estuviera terminado. En aquel momento parecía una reliquia de los bombardeos nazis.

– Es un gran desafío para todas nosotras -explicó la señora Flo, mientras se atusaba su cabello gris-. Movemos nuestros dedos alrededor de las piezas, y nuestras mentes establecen relaciones entre las formas que vemos, las que palpamos y las que necesitamos para montar el rompecabezas. Cuando esté terminado contemplaremos un maravilloso edificio, ¿verdad, queridas?

Hubo murmullos de asentimiento de las tres mujeres sentadas alrededor de la mesa, incluso de la señora Pendlehury, que estaba completamente ciega y cuya contribución a la actividad parecía consistir en mecerse en su silla y cantar a coro con Tammy Wynette, empeñada en ordenar que diera apoyo a su hombre desde el viejo estéreo de la señora Magentry. Sostenía una pieza del rompecabezas en la palma, pero en lugar de palpar su forma con los dedos, lo apretaba contra su mejilla y cantaba: «A veces es difícil ser mujer…»

Muy cierto, pensó Barbara. Cogió la silla que la señora Flo había dejado libre, al lado de su madre.

La señora Havers se había lanzado a la actividad con entusiasmo. Estaba intentando montar una pared de la mansión, y mientras tanto explicaba a la señora Salkild y la señora Pendlebury que la mansión en construcción era exactamente igual a una en que se había alojado durante su viaje a San Francisco el otoño anterior.

– Es una ciudad muy bonita -recitó-. Colinas arriba y colinas abajo, preciosos tranvías que trepan, gaviotas que vuelan en la bahía. Y el puente del Golden Gate, con la niebla que remolinea alrededor como azúcar hilado blanco… Una visión inolvidable.

Nunca había estado allí, pero en su mente había viajado a todas partes, y tenía media docena de álbumes llenos de folletos de viajes, de los que recortaba religiosamente fotos para demostrarlo.

_Mamá -dijo Barbara-, he venido a verte. Voy a Wiltshire. Me han asignado un caso.

– Salisbury está en Wiltshire -anunció la señora Havers-. Tiene una catedral. Me casé allí con mi Jimmy, ¿no lo sabías? ¿Te lo había dicho? Claro, la catedral no es victoriana como esta encantadora casa…

Extendió la mano hacia otra pieza con un veloz movimiento, como huyendo de Barbara.

– Mamá, quería verte porque es la primera vez que me asignan un caso. El inspector Lynley se ocupa de una rama en Londres, pero a mí me ha dado la otra. Estoy al frente.

– La catedral de Salisbury tiene una grácil aguja -continuó la señora Havers con tono más insistente-. Mide ciento treinta y cinco metros de altura. Imagina, la más alta de Inglaterra. La catedral en sí es única, porque fue planificada como una unidad y construida en cuarenta años. Pero la auténtica gloria del edificio…

Barbara cogió la mano de su madre. La señora Havers dejó de hablar, confusa y perpleja por aquel gesto inesperado.

– Mamá -dijo Barbara-, me han asignado un caso. ¿Me has oído? He de irme esta noche y pasaré unos días fuera.

– El mayor tesoro de la catedral es una de las tres copias originales de la Carta Magna -siguió la señora Havers-. Imagínate. La última vez que Jimmy y yo fuimos, aquel año celebrábamos nuestro trigésimo sexto aniversario, paseamos por los alrededores de la catedral y tomamos el té en un saloncito de Exeter Street. El local no era victoriano, como este maravilloso rompecabezas que estamos haciendo. Este rompecabezas es de una mansión de San Francisco. Es idéntica a la que estuve en el pasado otoño. San Francisco es muy bonito. Colinas arriba y colinas abajo. Preciosos tranvías. Y el puente del Golden Gate cuando la niebla desciende…

Soltó la mano de Barbara y colocó una pieza en su sitio.

Barbara la observó y vio que su madre la estaba examinando por el rabillo del ojo. Intentaba encontrar en el desorden de su mente un nombre o una etiqueta que colocar a aquella mujer algo rechoncha y desaliñada que se había sentado a su lado. A veces confundía a Barbara con Doris, su hermana muerta durante la Segunda Guerra Mundial. Otras veces la reconocía como su hija. En otras, como ésta, daba la impresión de creer que si seguía hablando, de alguna manera podría evitar la inevitable admisión de que no tenía la menor idea de quién era Barbara.

– No vengo con suficiente asiduidad, ¿verdad? -preguntó Barbara a la señora Flo-. Antes me conocía. Cuando vivíamos juntas, siempre me conocía.

La señora Flo lanzó una risita.

– La mente es un misterio, Barbie. No debes culparte por algo que escapa a tu control.

– Pero si viniera más a menudo… A usted siempre la conoce, ¿verdad? Y a la señora Salkild. y a la señora Pendlebury. Porque la ve cada día.

– Te resulta imposible verla cada día, y no es por tu culpa. No es culpa de nadie. La vida es así. Cuando decidiste ser detective, no sabías que tu mamá se pondría así, ¿verdad? No lo hiciste para huir de ella, ¿no? Sólo seguiste tu vocación.

Pero se había alegrado de quitarse de encima el peso de su madre, admitió Barbara mentalmente. Y esa alegría era su segunda fuente de culpabilidad. La primera era el lapso de tiempo que transcurría entre cada visita a Greenford. -Haces lo que puedes -dijo la señora Flo.

La verdad era que Barbara sabía que no.

Ahora, emparedada entre una caravana en forma de caracol y un camión diesel en la autovía, pensó en su madre y en que sus expectativas no se habían cumplido. ¿Qué esperaba que hiciera su madre cuando le anunciara la noticia? «Voy a dirigir una parte de la investigación, mamá.» «Maravilloso, querida. Descorcha el champán.»

Barbara registró su bolso en busca de los cigarrillos, con un ojo puesto en la carretera. Encendió el pitillo, dio una calada y celebró en soledad el pensamiento gratificante de estar relativamente al mando de su propia investigación. Trabajaría con el DIC local, por supuesto, pero sólo respondería ante Lynley. Como él estaba atado a las faldas de Hillier en Londres, la parte más sabrosa del caso le correspondería a ella: el lugar de los hechos, la evaluación de las evidencias, los resultados de la autopsia, la búsqueda del lugar donde habían retenido a la niña, el peinado de la campiña en busca de pruebas. Y la identidad del secuestrador. Estaba decidida a descubrirla, adelantándose a Lynley. Tenía ventaja sobre él, sería el golpe maestro de su carrera. Hora de ascender, habría dicho Nkata. Muy bien, pensó. Estaba radiante.

Por fin, pudo escapar de la M4 en la salida 12, al oeste de Reading. Se encontró en la A4, en línea recta hacia la ciudad de Marlborough, al sur de la cual estaba Wootton Cross, en cuya comisaría se había citado con los agentes del DIC de Amesford, a los cuales se les había asignado el caso. Ya iba con mucho retraso, y cuando por fin entró en el misérrimo aparcamiento situado detrás del cuadrado de ladrillos que pasaba por ser la comisaría de Wootton Cross, se preguntó si ya habrían marchado. La comisaría estaba a oscuras y parecía vacía (circunstancia nada extraña en un pueblo después del anochecer), y el único coche, además del suyo, era un viejo Escort, en tan mal estado como el Mini.

Aparcó el lado del Escort y abrió la puerta. Dedicó un momento a estirar sus músculos entumecidos, y admitió para sus adentros que había ventajas inherentes a trabajar con el inspector Lynley, la menor de las cuales no era su suntuoso automóvil. Una vez hubo relajado el cuerpo, se acercó a la comisaría y miró por el cristal polvoriento de la puerta trasera, cerrada con llave.

La puerta daba a un pasillo que conducía a la parte delantera del edificio. Había puertas abiertas a cada lado del pasillo, pero de ninguna surgía luz.

Habrán dejado una nota, pensó Barbara. Miró alrededor del rectángulo de cemento que servía de peldaño para asegurarse de que el viento no se la habría llevado. Sólo encontró una lata aplastada de Pepsi y tres condones utilizados (el sexo seguro era fantástico, pero no entendía por qué sus practicantes no acababan de dar el salto desde la protección precoito a la higiene poscoito), y se encaminó hacia la parte delantera del edificio. Se alzaba en una encrucijada de tres carreteras, que se adentraban en Wootton Cross y se encomiaban en la plaza del pueblo, en cuyo centro se elevaba una estatua de algún oscuro rey, al cual no parecía complacer demasiado que hubieran erigido un monumento en su memoria en una aldea aún más oscura. Estaba encarado con aire ceñudo hacia la comisaría, con la espada en una mano, el escudo en la otra, y la corona y los hombros salpicados abundantemente de deyecciones de paloma. Detrás de él, al otro lado de la calle, el pub King Alfred Arms le identificaba a aquellos capaces de sumar dos y dos. El pub estaba haciendo un buen negocio aquella noche, a juzgar por la música que atronaba por sus ventanas abiertas y el movimiento de cuerpos detrás de los cristales. Barbara pensó que era el sitio más lógico donde buscar a sus colegas, si la fachada de la comisaría no le revelaba nada.

Como así fue el caso. Un pulcro letrero colgado en la puerta informaba a aquellos que buscaban ayuda policial a horas intempestivas que debían telefonear a la comisaría de Amesford. De todos modos, Barbara llamó a la puerta, por si el equipo del DIC que la esperaba había decidido descabezar un sueñecito. Como no se encendieron luces en respuesta, supo que no le quedaba otra alternativa que hacer frente a la muchedumbre y la música (que recordaba, más o menos, a In the Mood, interpretada con entusiasmo, ya que no con calidad, por una orquesta de septuagenarios con capacidad pulmonar disminuida) del King Alfred Arms.

Odiaba entrar en pubs sola. Siempre se ponía nerviosa cuando todos los ojos se volvían hacia la recién llegada para efectuar una rápida evaluación. Tendría que acostumbrarse a aquellos repasos, si iba a tomar el mando de la investigación centrada en Wiltshire. En consecuencia, el pub King Alfred Arms era un lugar tan bueno como otro parta empezar.

Empezó a cruzar la calle y movió la mano en un gesto maquinal hacia su bolso y los cigarrillos, para suministrarse una dosis de valentía vía nicotina. Buscó en vano. Se detuvo en seco. Su bolso…

Comprendió que lo había olvidado en el coche, y tras volver sobre sus pasos mentalmente como Jefe Supremo del Equipo de Wiltshire, mientras se felicitaba por estar tan entusiasmada por afirmar sus credenciales, recordó que había dejado la puerta del coche abierta, el bolso dentro las llaves, por suerte, aún en el encendido.

– Mierda -murmuró.

Dio media vuelta y regresó a toda prisa. Rodeó la comisaría, subió corriendo el camino particular, esquivó un vertedero y entró en el minúsculo aparcamiento. Fue en ese momento cuando bendijo sus silenciosas zapatillas de deporte.

Porque un hombre vestido de oscuro estaba inclinado dentro del Mini y, por lo que ella podía ver, se ocupaba en registrar minuciosamente su bolso.

17

Barbara se abalanzó sobre él. Era corpulento, pero ella contaba con la ventaja de la sorpresa y la furia. Lanzó un aullido propio de un experto en artes marciales, al tiempo que cogía al ratero por la cintura, le sacaba del coche y lo arrojaba contra el capó.

– ¡Policía, capullo! -gritó-. No muevas ni una pestaña.

El hombre perdió el equilibrio, de modo que movió algo más que una pestaña. Cayó de bruces al suelo, se retorció un momento, como si hubiera aterrizado sobre una piedra, y dio la impresión de que extendía la mano hacia el bolsillo derecho de su pantalón. Barbara le pisó la mano.

– ¡He dicho que no te muevas, tío mierda!

– Mi tarjeta de identidad… -dijo el ladrón con la voz ahogada por la postura-. En el bolsillo…

– Oh, claro -dijo con sarcasmo Barbara-. ¿Qué clase de identificación? ¿Carterista, ratero, ladrón de coches? ¿Qué?

– Policía.

– ¿Policía?

– Exacto. ¿Puedo levantarme, o al menos darme la vuelta? «Mierda -pensó Barbara-. Menudo comienzo.»

– ¿Qué hacía registrando mis cosas? -preguntó con suspicacia. -Intentaba averiguar a quién pertenecía el coche. ¿Puedo levantarme?

– Quédese donde está. Dé la vuelta pero siga en el suelo.

– De acuerdo.

No se movió.

– ¿Ha oído lo que he dicho?

– Me sigue pisando la mano.

Barbara se apresuró a apartar el pie.

– Nada de movimientos bruscos -dijo.

– Entendido.

Se volvió con un quejido y quedó de espaldas. La observó desde el suelo.

– Soy el detective Robin Payne -dijo-. Algo me dice que usted es de Scotland Yard.

Parecía un Errol Flynn joven con un bigote más grueso. No iba vestido de negro, como Barbara había pensado al principio. Llevaba pantalones oscuros y un jersey azul marino de cuello en uve, con una camisa blanca debajo. El cuello estaba manchado de suciedad, al igual que el jersey y los pantalones, cortesía de su caída al suelo. Manaba sangre de su mejilla izquierda, una posible explicación de sus retorcimientos.

– No es nada -dijo, cuando vio que Barbara le miraba con una mueca-. Yo habría hecho lo mismo.

Estaban en la comisaría, los dos solos. El agente Payne había cruzado la puerta posterior para dirigirse a lo que parecía un antiguo lavadero, donde abrió los grifos y dejó que el agua cayera en un sucio fregadero de hormigón. Una pastilla de jabón verde incrustada de suciedad descansaba sobre un sujetador de metal oxidado cerca de los grifos, y antes de utilizarla Payne sacó una navaja y quitó la suciedad. Mientras el agua se calentaba, se quitó el jersey y lo tendió a Barbara.

– ¿Me lo aguanta un segundo, por favor? -dijo. Después se lavó la cara.

Barbara buscó una toalla. Un lánguido pedazo de tela de toalla, colgado de un gancho detrás de la puerta, parecía lo único adecuado. Estaba mugriento y olía a moho. No imaginó que alguien pudiera utilizarlo.

Maldita sea, pensó. No era la clase de mujer que se preocupaba de llevar pañuelos bordados para momentos tiernos como aquél, y no creía que la bola de pañuelos de papel embutida en el bolsillo de su chaqueta fuera lo más adecuado para ofrecerle. Estaba pensando utilizar a modo de toalla la resma de folios con que se calaba la puerta, cuando el hombre levantó la cabeza del fregadero, se pasó las manos mojadas por el cabello y solucionó el problema. Se sacó la camisa de los pantalones y utilizó los faldones para secarse.

– Lo siento -dijo Barbara mientras Payne se secaba la cara. Echó un vistazo a su pecho. Bonito, lo bastante hirsuto para resultar atractivo sin recordar antepasados simiescos-. Le vi en mi coche y reaccioné sin vacilar.

– Es lo que se llama una buena preparación -dijo Payne. Volvió a meterse los faldones de la camisa dentro de los pantalones-. Demuestra su experiencia. -Le dedicó una tímida sonrisa-. Y la poca que tengo yo. Lo cual explica por qué está usted en Scotland Yard y yo no. ¿Cuántos años tiene? Esperaba a alguien de unos cincuenta años, la edad de mi sargento.

– Treinta y tres.

– iUau! Debe de ser muy buena.

Considerando su errática carrera en Scotland Yard, «muy buena» no era la expresión que Barbara habría elegido para describirse. Sólo había llegado a considerarse pasable después de trabajar treinta meses con Lynley.

Payne cogió el jersey y lo sacudió un poco para quitarle el polvo del aparcamiento. Se lo puso por la cabeza se mesó el pelo una vez más.

– Bien -dijo-. El botiquín ha de estar por ahí… -Rebuscó en un estante abarrotado que corría por debajo de la única ventana de la habitación. Un cepillo de dientes con las cerdas rotas cayó al suelo-. Ah. Está aquí.

Payne levantó una caja de hojalata azul cubierta de polvo, de la cual extrajo una tirita que aplicó al corte de la cara. Dedicó una sonrisa a Barbara.

– ¿Cuánto tiempo lleva? -preguntó.

– ¿Dónde?

– En New Scotland Yard.

– Seis años.

El hombre emitió un silbido silencioso.

– Impresionante. ¿Ha dicho que tiene treinta y tres años?

– Exacto.

– ¿Cuándo la nombraron detective?

– Cuando tenía veinticuatro.

El hombre enarcó las cejas. Palmeó los pantalones para sacudir el polvo.

– Yo ascendí hace tres semanas. Cuando terminé el cursillo.

Supongo que ya se habrá dado cuenta, ¿verdad? De que soy un novato, quiero decir. Después de lo que ha pasado en su coche… -Se ciñó el jersey alrededor de los hombros. Barbara advirtió que también eran bonitos-. Veinticuatro -dijo para sí Payne con cierta admiración-. Yo tengo veintinueve. ¿Cree que es demasiado tarde?

– ¿Para qué, exactamente?

– Para aspirar a lo que es usted. Scotland Yard. A la larga, es mi aspiración. -Tocó con el pie un trozo de linóleo suelto-. Cuando esté preparado, quiero decir, cosa que no ocurre en este momento.

Barbara no sabía qué decirle sobre la falta de gloria consustancial a su trabajo.

– ¿Dice que es detective desde hace tres semanas? -preguntó-.

¿Este es su primer caso?

Obtuvo la respuesta cuando el pie se hundió más en el linóleo suelto.

– Al sargento Stanley le ha disgustado un poco que hayan puesto al mando a alguien de Londres. Esperó aquí conmigo hasta las ocho y media, y luego se largó. Dijo que le encontraría en casa si le necesitaba para algo esta noche. -Pillé una caravana -explicó Barbara.

– Yo esperé hasta las nueve y cuarto, y después supuse que habría seguido hasta Amesford, donde está nuestra oficina del DIC. Iba a marcharme para allá, pero entonces llegó usted. La vi merodear alrededor del edificio y pensé que intentaba forzar la puerta.

– ¿Dónde estaba usted? ¿Dentro? Payne se masajeó la nuca y rió. Bajó la cabeza, avergonzado.

– Si quiere que le sea franco, estaba orinando. Detrás de ese cobertizo que hay al otro lado del aparcamiento. Había salido para dirigirme hacia Amesford y decidí que era más fácil orinar en la hierba que volver a entrar. No oí su coche. Qué tontería, ¿verdad? Acompáñeme.

Se encaminó a la parte delantera del edificio y entró en la oficina, amueblada austeramente con un escritorio, archivadores y mapas colgados en las paredes. Un filodendro de hojas polvorientas se erguía en una esquina, y en la maceta sobresalía un letrero escrito a mano que rezaba «No tirar café ni cigarrillos. Es auténtico».

No cabe duda, pensó Barbara con sarcasmo. La planta le recordó con tristeza sus intentos de jardinería interior.

– ¿Por qué nos hemos citado aquí y no en Amesford? -preguntó.

– El sargento Stanley pensó que tal vez querría ver antes el lugar de los hechos -explicó Robin-. Por la mañana, quiero decir. Para orientarse. Está a quince minutos en coche. Amesford está a otros veintisiete kilómetros, hacia el sur.

Barbara sabía lo que significaban otros veintisiete kilómetros en el campo: media hora más de conducir. Habría saludado la perspicacia del sargento Stanley de no ser porque dudaba de sus intenciones.

– Quiero estar presente en la autopsia -dijo con más determinación de la que sentía, considerando sus escasísimos deseos-. ¿Para cuándo está prevista?

– Mañana por la mañana. -Payne cogió de debajo del brazo un pequeño paquete de carpetas que había sacado de su coche-. Tendremos que levantarnos con los pájaros para ir antes al lugar de los hechos. Tenemos algunos informes preliminares, por cierto.

Le tendió las carpetas.

Barbara examinó el material. Consistía en un segundo juego de fotografías del lugar de los hechos, otra copia del informe policial obtenido de la pareja que había descubierto el cadáver, fotografías detalladas tomadas en la funeraria, una meticulosa descripción del cadáver (estatura, peso, marcas de nacimiento, cicatrices, etcétera) y un juego de radiografías. El informe también indicaba que se había extraído sangre para el toxicólogo.

– Nuestro hombre habría procedido a realizar la autopsia- explicó Payne-, pero el Ministerio del Interior le ordenó esperar su llegada.

– ¿El cuerpo no llevaba ropas? -preguntó Barbara-. Supongo que el DIC habrá registrado la zona.

– Nada. El domingo por la noche, la madre nos proporcionó una buena descripción de lo que llevaba la niña cuando alguien la vio por última vez. Hemos pasado la voz, pero aún no hay resultados. La madre dijo… -Se acercó a Barbara y pasó varias páginas del informe, mientras apoyaba el trasero sobre el borde del escritorio. La madre dijo que cuando fue secuestrada llevaba gafas y libros de texto con un emblema de la escuela Santa Bernadette. También llevaba una flauta. Esa información se ha entregado, junto con todo lo demás, a las otras fuerzas. Sabemos esto. -Pasó varias páginas hasta encontrar lo que buscaba-. Sabemos que el cuerpo llevaba en el agua doce horas. También sabemos que antes de la muerte la niña estuvo cerca de maquinaria pesada.

– ¿Por qué?

Payne lo explicó. Habían llegado a la primera conclusión por la presencia de una mosca exánime enredada en el pelo de la niña. Una vez colocada bajo un cristal, la mosca había tardado una hora y cuarto en recuperarse de su inmersión en el agua del canal Kennet y Avon, más o menos el tiempo exacto necesario para que el insecto reviviera después de doce horas de exposición a un medio hostil y líquido. Habían llegado a la segunda conclusión por la presencia de una sustancia extraña bajo las uñas de la niña.

– ¿Qué sustancia? -preguntó Barbara.

Se trataba de un compuesto basado en el petróleo: un destilado de nafteno que contenía ácido esteárico e hidróxido de litio, entre otros ingredientes multisiláhicos.

– Es la materia pegajosa que se utiliza para lubricar maquinaria pesada -dijo Payne.

– ¿Bajo las uñas de Charlotte Bowen?

– Exacto.

Se utilizaba en tractores, segadoras, trilladoras, cosas por el estilo, explicó. Indicó los planos que colgaban de las paredes.

– Tenemos cientos de granjas en el condado, docenas en las inmediaciones, pero lo hemos cuadriculado todo y con la ayuda de fuerzas procedentes de Salisbury, Marlhorough y Swindon las registraremos en busca de pruebas que indiquen la presencia de la niña en alguna. El sargento Stanley se ha encargado de ello. Los equipos empezaron ayer, y si hay suerte… Bien, ¿quién sabe lo que pueden descubrir? De todos modos, supongo que tardarán mucho.

Barbara creyó percibir en su voz ciertas dudas sobre la estrategia de su sargento.

– ¿No está de acuerdo con ese plan? -preguntó.

– Es un trabajo de chinos, ¿no?, pero hay que hacerlo. De todos modos…

Se acercó a los planos.

– De todos modos ¿qué?

– No lo sé. Sólo pensaba en voz alta.

– ¿Por qué no me lo explica?

El agente la miró, vacilante. Barbara adivinó lo que estaba pensando: ya se había puesto en ridículo una vez aquella noche. No quería que volviera a pasar.

– Olvide el aparcamiento, agente -dijo-. Los dos estábamos nerviosos. ¿Qué pasa por su mente?

– De acuerdo, pero sólo es una idea. -Señaló poblaciones en el mapa mientras hablaba-. Tenemos las aguas residuales de Coate. Tenemos veintinueve esclusas que conducen al Canal Caen Hill arriba. Esto está cerca de Devises. Tenemos bombas de embalse, bombas de viento, en este caso cerca de Oare, aquí y aquí, cerca de Wootton Rivers.

– Lo veo en el plano. ¿Cuál es su idea?

Payne levantó una mano y dirigió la atención de Havers hacia el plano.

– Tenemos aparcamientos de caravanas. Tenemos molinos de maíz, son de viento, como las bombas, en Provender, Wilton, Blackland y Wootten. Tenemos un aserradero en Honeystreet, y tenemos todos los desembarcaderos donde se alquilan las barcas cuando la gente quiere navegar por el canal.

Se volvió hacia ella.

– ¿Quiere decir que cualquiera de esos sitios podría ser el lu gar donde la niña se ensució las uñas de grasa? ¿Lugares donde pudo ser retenida, además de en una granja?

Payne compuso una expresión contrita.

– Eso creo, señor. -La última palabra le pilló de sorpresa e hizo una mueca-. Lo siento, señora… eh… sargento.

Ser el oficial superior de alguien constituía una experiencia extraña, pensó Barbara. La deferencia era un cambio agradable, pero la distancia creada era desconcertante.

– Con Barbara es suficiente -dijo, y dedicó su atención al plano, para no avergonzar todavía más al agente.

– Estamos hablando de maquinaria pesada, y es lo que hay en esos lugares -dijo Payne.

– ¿El sargento Stanley no ha ordenado a sus hombres que registren esos lugares?

– El sargento Stanley…

Payne vaciló de nuevo. Hizo castañetear los dientes delanteros, como nervioso ante la perspectiva de hablar con franqueza.

– ¿Qué pasa con él?

– Bueno, es lo del bosque y los árboles, ¿no? Oyó grasa de ejes, lo cual significa ejes, lo cual significa ruedas, lo cual significa vehículos, lo cual significa granjas.

Payne alisó una esquina arrugada del plano y la sujetó con una chincheta. Parecía demasiado absorto en la operación, lo cual reveló a Barbara cuánto le desazonaba la conversación.

– Joder, ha de tener razón -continuó-. Tiene décadas de experiencia y yo soy peor que cualquier novato. Como ya habrá observado. Sin embargo, pensé…

Abandonó la contemplación del plano y clavó la vista en sus pies.

– Vale la pena que lo haya mencionado, Robin. Habrá que investigar en todos los demás sitios. Y es mejor que yo dé la idea al sargento antes que usted. Tendrá que seguir trabajando con él cuando todo esto haya terminado.

Payne levantó la cabeza, aliviado y agradecido al mismo tiempo. Barbara ya no recordaba lo que era ser tan nuevo en el trabajo y sentirse tan ansioso por triunfar. El agente le caía bien, sentía cierto afecto de hermana hacia él. Parecía listo y afable. Si alguna vez conseguía controlar su turbación, llegaría a ser un buen detective.

– ¿Algo más? -preguntó-. De lo contrario, tendré que seguir hasta mi alojamiento. He de telefonear a Londres para saber cómo va por allí.

– Sí, su alojamiento -dijo Payne-. Bien. Sí.

Barbara esperó a que le dijera dónde le había reservado alojamiento el DIC de Amesford, pero el joven no parecía muy decidido a proporcionarle dicha información. Trasladó su peso de un pie al otro, sacó las llaves del coche del bolsillo y las agitó en la mano.

– Esto es un poco embarazoso -dijo.

– ¿No tengo alojamiento?

– Sí. Pero es que… Pensábamos que sería mayor, ¿sabe usted?

– ¿Y qué? ¿Dónde me han puesto? ¿En el hogar de pensionistas?

– No. En mi casa.

– ¿En su casa?

Payne se apresuró a explicar que su madre vivía con él, que la casa era un hostal auténtico, que constaban en la lista de la Asociación Automovilística, que Barbara tendría su propio cuarto de baño (bueno, en realidad era una ducha, si no le importaba una ducha), que no había ningún hotel de verdad en Wootton Cross, que había cuatro habitaciones encima del pub King Alfred y que si lo prefería… Porque ella sólo tenía treinta y tres años y él veintinueve, y si pensaba que no era correcto que ella y él… en la misma casa…

La música aún continuaba atronando desde el pub King Alfred a un volumen ciclónico, ahora Yellow submarine, con un interesante efecto de eco producido por la estrechez de las calles del pueblo. La orquesta no daba indicios de que la juerga fuera a terminar pronto.

– ¿Dónde está su casa? -preguntó Barbara-. En relación al pub, quiero decir.

– Al otro extremo del pueblo.

– Hecho.

Eve Bowen no encendió las luces cuando entró en el dormitorio de Charlotte. Era la fuerza de la costumbre. Cuando volvía de los Comunes, por lo general bien pasada la medianoche, siempre iba a ver a su hija. Era la fuerza del deber. Las madres iban a ver a sus hijos cuando las madres volvían a casa mucho después de que sus hijos se hubieran acostado. Eve cumplía los requisitos de una madre y Charlotte los de una hija. Ergo, Eve iba a ver a Charlotte. Solía abrir la puerta del dormitorio. Reajustaba las mantas si era necesario. Recogía a la señora Tiggy Winkle del suelo y la colocaba entre los demás peluches de Charlotte. Comprobaba que el despertador de Charlotte estuviera preparado y después se marchaba.

Lo que no hacía era mirar a su hija y pensar en su infancia, su adolescencia inminente y su futuro como mujer. No se maravillaba de los cambios que el tiempo había introducido en ella. No meditaba sobre su vida anterior en común. No construía fantasías sobre su futuro. Trabajaba, intrigaba, planeaba, producía, manipulaba, ponía zancadillas, defendía causas, condenaba. Pero en cuanto al futuro de Charlotte… Se decía que ese futuro estaba en manos de Charlotte.

Eve cruzó la habitación en la penumbra. En la cabecera de la cama vacía, la señora Tiggy Winkle estaba acostada entre un montón de almohadas de guinga. Eve cogió el peluche con aire ausente y pasó los dedos sobre el pelaje, áspero y espeso. Se sentó en la cama. Después, se tendió entre las almohadas, con la señora Tiggy Winkle acunada en su brazo. Pensó.

No tendría que haber dado a luz. Lo supo desde el momento en que el médico había dicho: «Una niña preciosa y encantadora», y depositó aquella cosita cubierta de sangre, caliente y arrugada sobre su estómago, con un suspiro entrecortado de «Sé perfectamente cómo se siente en este momento, Eve. Yo tengo tres». Todos los presentes en la habitación (se le antojó que había docenas) habían murmurado puntualmente acerca de la belleza del momento, el milagro del nacimiento, la bendición de haber dado a luz un bebé saludable, bien formado y que lloraba con entusiasmo. Maravilloso, milagroso, asombroso, increíble, sorprendente, extraordinario. Eve nunca había oído en menos de cinco minutos tantos adjetivos para describir un acontecimiento que había torturado su cuerpo durante veintiocho agónicas horas, para dejarla sin otro deseo que paz, silencio y, sobre todo, soledad.

Habría querido decir «Llévensela, sáquenla de aquí». Pero intuía el revuelo y escándalo que provocarían aquellas palabras. Se estaban abriendo paso hacia sus labios. Pero era una mujer que, incluso in extremis, siempre recordaba la importancia de la imagen. Por lo tanto, había acariciado con los dedos la cabecita sin lavar y los hombros de la vociferante niña, y había dedicado una sonrisa radiante a sus espectadores. Para que cuando llegara el momento y la prensa amarilla husmeara ávidamente en su pasado a la busca de algún detalle desagradable para impedir su ascensión al poder, no consiguiera extraer nada a los presentes en el nacimiento de Charlotte.

Cuando descubrió que estaba embarazada, pensó en abortar. De pie entre los pasajeros de la línea Bakerloo, había leído el anuncio oblongo colocado sobre una ventana (CENTRO DE SALUD FEMENINO LAMBETH: TÚ ELIGES) y se preguntó sobre la posibilidad de un rápido desplazamiento al sur de Londres para poner punto final a las interminables dificultades que un embarazo causaría en su vida. Pensó en concertar una cita y utilizar un nombre falso. Pensó en alterar su apariencia y fingir un acento para la ocasión, pero rechazó todo ello como la fantasía histérica de una mujer cuyas hormonas estaban revolucionadas. «No tomes decisiones precipitadas -se dijo-. Medita cada posibilidad y averigua adónde conduce cada sendero.»

Cuando lo hubo hecho, supo que lo único seguro era tener la niña y conservarla. Más tarde, cuando se presentara como la campeona de la familia, un aborto era algo que podría utilizarse con mucha facilidad en su contra. Otra posibilidad era darla a adoptar, pero no si iba a definirse como «una madre trabajadora como tantas de vosotras» en las campañas parlamentarias que, como ya había decidido, serían una parte importante de su futuro, Cabía la posibilidad de un aborto involuntario, pero estaba sana como una mula y todos sus órganos funcionaban a la perfección. En cualquier caso, un aborto involuntario en su pasado siempre podía desencadenar cuchicheos de duda innecesarios sobre su futuro: ¿Había hecho algo ella, una madre soltera, para ocasionar el aborto involuntario? ¿Había abusado de su cuerpo de alguna manera misteriosa? ¿Había un historial de drogas o alcohol que valía la pena examinar? La duda era perniciosa en la política.

Su primera intención había sido ocultar la identidad del padre a todo el mundo, incluido el propio padre, pero ver a Dennis Luxford por casualidad cinco meses después de Blackpool había estropeado aquel plan. Luxford no era idiota. Cuando, desde el otro extremo del vestíbulo central del Parlamento, le vio recorrer su cuerpo con la mirada, para luego clavar la vista en su cara, supo a qué conclusión había llegado. Se excusó ante el diputado cuya opción estaba solicitando para el Telegraph. Entró en el vestíbulo de los miembros, donde se puso a escribir un mensaje para otro diputado, con el fin de introducirlo después en su buzón, cuando Luxford se materializó a su lado.

– Debemos tomar un café -dijo él.

– Creo que no -contestó ella. Luxford la cogió por el codo-. ¿Por qué no pones anuncios, Dennis? -preguntó.

Sin mirar a las docenas de personas que pululaban alrededor, dejó caer la mano.

– Lo siento -dijo.

– No me cabe la menor duda -replicó Eve.

Le dejó bien claro que su intromisión en la vida de su hija nunca sería bien recibida. Aparte de una única llamada telefónica, un mes después del parto, en que intentó sin éxito discutir con ella acerca de un «acuerdo financiero» para Charlotte, Luxford no se había atrevido a inmiscuirse con ellas. Pensó que lo haría en diversas ocasiones. Primero, cuando se presentó al Parlamento. Luego, cuando se casó, poco tiempo después. Como no lo hizo y los años fueron transcurriendo, pensó que estaba libre.

«Pero nunca nos liberamos de nuestro pasado», admitió Eve en la habitación a oscuras de Charlotte. Levantó las piernas y respiró hondo. El peluche olía vagamente a mantequilla de cacahuete. Eve había dicho miles de veces a Charlotte que no comiera en el dormitorio. ¿La había vuelto a desobedecer? ¿Había ensuciado el juguete, un producto bastante caro de Selfridge's, desoyendo los deseos de su madre? Eve bajó la cabeza hacia el erizo, hundió la cara en el pelaje y olfateó rápida, suspicaz y repetidamente. Olía a…

– ¿Eve? -Los pasos cruzaron con celeridad la habitación. Eve sintió la mano de su marido en su hombro-. No. Así no. Sola no.

– Alex intentó darle la vuelta en la cama. Ella se puso en tensión-. Déjame ayudarte.

Eve agradeció la oscuridad y el erizo, en cuyo pelaje podía esconder la cara.

– Pensé que estabas dormido -dijo.

Notó que la cama cedía bajo el peso de Alex, que se reclinó a su lado y adoptó una postura que abarcaba su cuerpo. La rodeó con el brazo.

– Lo siento.

Hablaba en voz baja y notó su aliento en la nuca. -¿qué?

– Desmoronarme.

Eve sintió la tensión que acompañaba a sus palabras. Buscó y no encontró una forma de decirle que no necesitaba su consuelo, sobre todo cuando el consuelo le hacía sufrir tanto. Alex continuó.

– No estaba preparado. No pensé que iba a acabar así. Charlie. -Cogió sus manos, aferradas a su vez al erizo-. Jesús, Eve. Ni siquiera puedo pronunciar su nombre sin tener la sensación de que caigo en un pozo sin fondo.

– La querías -susurró Eve.

– Ni siquiera se me ocurre cómo puedo ayudarte. Ella le obsequió con la única verdad que existía: -No puedes hacer nada por ayudarme, Alex.

El apretó los labios contra su nuca. Su mano la oprimió con tal fuerza que los nudillos de Eve entrechocaron entre sí y tuvo que morder el erizo para contener un grito.

– Has de dejar de culparte -dijo Alex-. No lo hagas. Hiciste lo que consideraste mejor. No sabías qué iba a pasar. No podías saberlo. Yo te apoyé. Nada de policía. Los dos somos culpables.

No permitiré que cargues con ese peso sola. Maldita sea. -Su voz tembló en la palabra «maldita».

Al oír el temblor, Eve se preguntó qué iba a hacer Alex durante los días siguientes. Era crucial mantenerle apartado de los periodistas. Descubrirían que ella no había telefoneado a la policía cuando Charlotte desapareció, y en cuanto empezaran a roer el hueso que significaba aquella información, llegarían a la médula de sus motivos para no informar a la policía. Una cosa era que la interrogaran a ella. Estaba acostumbrada a medirse con ellos, y aunque hubiera carecido de la habilidad de mentir con convicción, era la madre de la víctima, y si no quería responder a las preguntas espetadas por periodistas en plena calle, nadie llegaría a la conclusión de que intentaba eludirlos. Alex era otra cuestión.

Se lo imaginaba enzarzado en una disputa verbal con una docena de periodistas que le acribillaban a preguntas, cada una más incendiaria que la anterior. Se lo imaginaba enfurecido, fuera de control, y como resultado brotaría la historia que iban buscando. «Les diré por qué no telefoneamos a la jodida policía», aullaría. Y después, en lugar de emplear subterfugios, se ceñiría a la verdad. De forma involuntaria. Empezaría con algo parecido a «No telefoneamos a la policía por culpa de bastardos como ustedes». Lo cual les impeliría a preguntar qué quería decir. «Su babosa necesidad de una historia sangrienta. Dios nos libre de ustedes cuando arden en deseos de encontrar una historia.» ¿Intentaba, pues, salvar a la señora Bowen de un reportaje? ¿Por qué? ¿Qué historia? ¿Tiene algo que ocultar? «¡No! ¡No!». Y seguirían insistiendo, cada pregunta más comprometedora, más cerca del núcleo de la verdad. No se lo contaría todo, pero sí lo suficiente. Por lo tanto, era esencial, crucial, que no hablara con la prensa.

Necesitaba otro sedante, decidió Eve. Dos, probablemente, para dormir toda la noche. El sueño era tan esencial como el silencio. Sin él, una persona corría el peligro de perder el control. Empezó a levantarse, apoyándose sobre un codo. Cogió la mano de Alex y la apretó un momento contra su mejilla.

– ¿Dónde…?

– Voy a buscar las píldoras que nos dio el médico.

– Aún no.

– El agotamiento no nos ayuda.

– Pero las píldoras sólo lo aplazan. Ya deberías saberlo.

Eve se puso en guardia e intentó leer en su cara el significado de aquellas palabras, pero la oscuridad que la había protegido le defendió ahora a él.

Alex se incorporó. Contempló un momento sus largas piernas, un tiempo que utilizó para serenarse. Por fin, la atrajo a su lado. La rodeó con un brazo y habló con la boca apretada contra su cabeza.

– Eve, escúchame. Aquí estás a salvo. ¿De acuerdo? Estás completamente a salvo conmigo.

«A salvo», pensó ella.

– Aquí, en esta habitación, puedes desahogarte. Yo no siento lo mismo que tú. No puedo, no soy su madre. No me arrogaría el comprender lo que siente una madre en un momento como éste… pero yo la quería, Eve. Yo… -Calló. Eve lo oyó tragar saliva mientras intentaba dominar su dolor-. Si sigues tomando esas píldoras sólo aplazarías el momento del dolor. Es lo que has estado haciendo, ¿verdad? Lo has hecho porque yo me desmoroné. Por lo que dije la otra noche acerca de que no vivías en realidad aquí, sobre que no conocías a Charlie. Dios, cuánto lo siento. Perdí los estribos un momento, pero quiero que sepas que estoy aquí, a tu lado. Aquí puedes desahogarte.

Y luego esperó. Eve sabía lo que le tocaba hacer: buscar su ayuda, suplicar su consuelo e inventar una manifestación creíble de pena. En suma, tenía que fingir con acciones el dolor que no expresaba con palabras.

– Siente lo que necesites sentir -murmuró Alex-. Yo estaré a tu lado.

Eve buscó febrilmente una solución. Cuando la encontró, bajó la barbilla y relajó su cuerpo.

– No puedo… -Inhaló de manera audible-. Hay demasiado en mi interior, Alex.

– No me sorprende. Suéltalo poco a poco. Tenemos toda la noche.

– ¿Me abrazarás?

– ¿Qué clase de pregunta es ésa?

Eve estaba entre sus brazos. Le rodeó con los suyos.

– He pensado que debí ser yo -dijo con la boca apretada contra su hombro-. No Charlotte. Yo.

– Eso es normal. Eres su madre.

La meció. Eve volvió la cabeza hacia él.

– Me siento muerta por dentro. ¿Qué importaría si el resto de mí muriera?

– Sé cómo te sientes. Lo comprendo.

Alex le acarició el pelo. Apoyó la mano sobre su nuca. Eve levantó la cabeza.

– Abrázame, Alex. No dejes que me desmorone.

– Lo haré.

– Quédate conmigo.

– Siempre. Ya lo sabes.

– Por favor.

– Sí.

– No me dejes.

– No.

Cuando sus bocas se encontraron, pareció la conclusión lógica de la conversación sostenida. El resto fue fácil.

– Así que dividieron el condado en cuadrantes -dijo Havers por teléfono-El sargento de aquí, un tipo llamado Stanley, tiene a todos los agentes registrando las granjas, pero Payne piensa…

– ¿Payne? -preguntó Lynley.

– El detective Payne. Me esperó en la comisaría de Wootton Cross. Es del DIC de Amesford.

– Ah. Payne.

– Piensa que ceñirnos sólo a las maquinarias de las granjas es poco productivo. Dice que la grasa encontrada bajo las uñas podría proceder de otras cosas. Las exclusas del canal, un aserradero, un molino de maíz, una caravana, un muelle. A mí me parece razonable.

Lynley cogió con aire pensativo la grabadora que descansaba sobre su escritorio, entre otras tres fotografías de Charlotte Bowen que su madre le había entregado, el contenido del sobre que St. James le había dado en Chelsea, las fotografías e informes recogidos por Hillier y su propio compendio escrito de todo cuanto St. James le había relatado en su cocina. Eran las once menos trece minutos y acababa de tomar una taza de café cargado, cuando Havers le telefoneó desde su alojamiento en Wiltshire con el escueto anuncio de «Me alojo en un BB de la localidad. El Lark's Haven, señor», y con un igualmente escueto número de teléfono, antes de explicar los datos que había reunido. Lynley había tomado notas. Apuntó la grasa de eje, la mosca y el tiempo aproximado que el cadáver llevaba en el agua, así como una lista de nombres, desde Wootton Cross a Devises, cuando la advertencia de Havers sobre la investigación restringida del sargento Stanley le recordó algo que ya había oído aquella noche.

– Espere un momento, sargento -dijo, y pulsó el botón de reproducción de la grabadora para escuchar una vez más la voz de Charlotte Bowen.

«Cito -dijo la niña-: Este hombre dice que tú puedes sacar-me de aquí. Dice que debes contar una historia a todo el mundo. Dice…»

– ¿Ésa es la niña? -preguntó Havers.

– Espere.

Lynley rebobinó la cinta hacia adelante. La voz se convirtió en un gorjeo por un momento. Lynley disminuyó la velocidad. La voz prosiguió.

«No tengo retrete, pero hay ladrillos. Un poste de mayo.» Lynley detuvo la cinta.

– ¿Lo ha oído? -preguntó-. Parece que habla del lugar donde la retenían.

– ¿Ha dicho ladrillos y un poste de mayo? Sí. Ya lo tengo. Vaya usted a saber qué significa. -Un hombre habló al fondo. Lynley oyó que Havers tapaba el auricular con la mano. Después volvió a hablar, con voz alterada-. Señor, Robin piensa que los ladrillos y el poste de mayo pueden proporcionarnos una pista.

– ¿Robín?

– Robin Payne. El detective de Wiltshire. Me alojo en el BB de su madre. Lark's Haven. Ya se lo he dicho. Su madre es la propietaria.

– Ah.

– No hay ningún hotel en el pueblo, y como Amesford está a veintisiete kilómetros de distancia y del lugar donde encontraron el cuerpo, pensé…

– Sargento, su lógica es impecable.

– Muy bien. Sí. Claro.

Havers procedió a delinear su plan para el día siguiente. Primero el lugar donde fue encontrado el cadáver, después la autopsia, y luego reunión con el sargento Stanley.

– Haga algunas averiguaciones en Salisbury -dijo Lynley. Le habló de Alistair Harvie, su antagonismo hacia Eve Bowen, su presencia en Blackpool once años antes y su oposición a que en su distrito electoral fuera construida una cárcel-. Harvie es nuestro primer eslabón directo con la conferencia tory y Wiltshire -concluyó Lynley-. Puede que sea un eslabón demasiado conveniente, pero hay que investigarlo.

– Entendido -murmuró Havers-. Harvie… Salisbury. Lynley la imaginó garrapateando en su libreta. Al contrario que la de Nkata, sería de tapas de cartón y estaría gastada en los bordes. A veces, pensó, la mujer daba la impresión de vivir en otro siglo.

– ¿Lleva encima el teléfono móvil, sargento? -preguntó con afabilidad.

– Que les den por el culo -replicó la sargento con idéntica afabilidad-. Odio esos trastos. ¿Cómo fue con Simon?

Lynley eludió la pregunta con un recitado de todos los hechos de su resumen.

– Encontró una huella dactilar en la grabadora -concluyó-. En el compartimiento de las pilas, lo cual le hace pensar que es auténtica. El SO4 la está analizando, pero si obtienen un nombre y nos topamos con un delincuente recalcitrante detrás del secuestro, no me cabrá duda de que alguien le contrató para hacer el trabajo.

– Lo cual podría conducirnos a Harvie.

0 a un montón de personas. El profesor de música. Los Woodward, Stone, Luxford, Bowen. Nkata está investigándolos a todos.

– ¿Y Simon? ¿Todo va bien por allí, inspector?

– Están bien -admitió Lynley-. Muy bien.

Colgó y bebió el resto del café, que estaba a temperatura ambiente, y arrojó el vaso a la papelera. Postergó durante diez minutos pensar en su encuentro con St. James, Helen y Deborah, y durante aquel tiempo leyó de nuevo el informe policial de Wiltshire. Después organizó el material del caso en diferentes carpetas. Por fin, admitió que ya no podía huir del pensamiento de lo sucedido entre él y sus amigos en Chelsea.

Salió del despacho. Se dijo que su jornada había terminado. Estaba cansado y necesitaba aclarar sus ideas. Le apetecía un whisky. Tenía un nuevo CD de la Deutsche Grammophon que aún no había escuchado, y un montón de correo de la casa familiar de Cornualles que aún no había abierto. Necesitaba ir a casa.

Pero cuanto más se acercaba a Eaton Terrace, más sabía que debería desviarse hacia Onslow Square. Se resistió, repitiéndose una y otra vez que había tenido razón desde el primer momento, pero era como si el coche poseyera voluntad propia, porque pese a su determinación de ir a casa, echarse un whisky al coleto y calmarse con algunos acordes de Mussorgsky, se descubrió en South Kensington en lugar de Beigravia. Aparcó el coche a pocas puertas del edificio de Helen.

Estaba en el dormitorio, pero no se había acostado, pese a la hora. Tenía abiertas las puertas del ropero y los cajones de la cómoda puestos en el suelo. Daba la impresión de estar en pleno frenesí de limpieza doméstica o purga de indumentaria. Una caja de cartón grande descansaba entre la cómoda y el guardarropa. Helen estaba colocando con todo cuidado en su interior un trapezoide doblado de seda color ciruela, que Lynley reconoció como uno de sus camisones. En la caja ya había otras prendas, dobladas con esmero.

Lynley pronunció su nombre. Ella no levantó la vista. Sobre la cama había un periódico extendido, y cuando Helen habló se refirió a él.

– Ruanda -dijo-. Sudán, Etiopía. Desperdicio mi vida en Londres, con la ayuda económica de mi padre, mientras toda esa gente muere de hambre, disentería o cólera. -Le miró. Sus ojos brillaban, pero no de felicidad-. El destino es malvado, ¿verdad? Yo aquí, con todo esto. Ellos allí, sin nada. No puedo justificarlo, de modo que ¿cómo encontrar un equilibrio?

Se acercó al ropero y sacó la bata color ciruela a juego con el camisón. La dejó sobre la cama, anudó el cinturón y empezó a doblarla.

– ¿Qué estás haciendo, Helen? -preguntó Lynley-. No pensarás en…

Cuando ella levantó la vista, su rostro inexpresivo le dejó sin palabras.

– ¿Ir a Africa? -dijo Helen-. ¿Ofrecer mi ayuda a alguien? ¿Yo? ¿Helen Clyde? Qué absurdo.

– No quería decir…

– Dios mío, si lo hiciera estropearía mi manicura. -Dejó la bata con las demás prendas, volvió al ropero, corrió cinco perchas y sacó un traje de baño coralino-. En cualquier caso, sería impropio de mí intentar ser útil a expensas de mis uñas, ¿verdad?

Dobló el traje de baño. El cuidado con que extraía cada prenda reveló a Lynley lo mucho que debían decirse. Empezó a hablar.

Ella le interrumpió.

– He pensado que, al menos, podría enviarles algo de ropa. Al menos podría hacer eso. Y haz el favor de no decirme lo ridícula que soy.

– No había pensado en eso.

– Sé lo que parezco: María Antonieta ofreciendo pastel a los campesinos. ¿Qué demonios va a hacer una pobre africana con una bata de seda, cuando lo que necesita es comida, medicinas y techo, por no mencionar esperanza?

Terminó con el traje de baño y lo puso en la caja. Volvió al ropero y rebuscó en las perchas. A continuación, eligió un traje de lana. Lo llevó a la cama. Lo cepilló, comprobó todos los botones, descubrió uno flojo, se acercó a la cómoda, buscó en uno de los cajones que había en el suelo y extrajo una cestita de paja. Sacó una aguja y un carrete de hilo. Lo intentó dos veces y no logró pasar el hilo por el ojo.

Lynley cogió la aguja.

– No hagas esto por mi culpa -dijo-. Tenías razón. Me enfureció que me hubieras mentido, no la muerte de la niña. Siento todo lo sucedido.

Helen agachó la cabeza. La luz de una lámpara posada sobre la cómoda se reflejó en su cabello. Cuando se movió un color similar al del coñac destelló entre sus mechones.

– Quiero creer que lo que has visto esta noche es lo peor de mí -continuó Lynley-. En lo tocante a ti, pierdo los estribos. Olvido mis buenos modales. Lo que viste fue el resultado. No estoy orgulloso de ello. Perdóname, por favor.

Helen no contestó. Linley deseó estrecharla en sus brazos, pero no se atrevió a tocarla porque tuvo miedo, por primera vez, del significado de que ella le rechazara. Esperó, con el corazón agitado.

Cuando Helen habló, lo hizo en voz baja. Tenía la cabeza inclinada y la mirada fija en la caja llena de ropa.

– Una justa indignación se apoderó de mí durante la primera hora. Cómo se atreve, pensé. ¿Qué clase de dios cree que es?

– Tenías razón. Helen, tenías razón.

– Pero Deborah me aclaró las cosas. -Cerró los ojos como si quisiera desterrar una imagen. Carraspeó, como para rechazar una emoción-. Simon no quiso intervenir desde el primer momento. Les dijo al instante que acudieran a la policía, pero Deborah le convenció de que investigara. Ahora ella se siente responsable de la muerte de Charlotte. Ni siquiera permitió que Simon se deshiciera de la fotografía. Se la llevó arriba cuando me marché.

Lynley no creía que pudiera sentirse peor después de la escena, pero comprobó que estaba equivocado.

– Arreglaré las cosas como sea -dijo-. Con ellos. Con nosotros.

– Has asestado a Deborah una especie de golpe mortal, Tommy. No sé lo que es, pero Simon sí.

– Hablaré con él. Hablaré con los dos. Juntos o por separado. Haré todo lo necesario.

– Tendrás que hacerlo, pero no creo que Simon quiera verte hasta pasado un tiempo.

– Le concederé unos días.

Esperó a que ella le hiciera una señal, aunque sabía que era una cobardía por su parte. Como la señal no llegó, comprendió que el siguiente paso, por difícil que fuera, le correspondía a él. Levantó la mano hacia la menuda e indefensa curva de su hombro.

– Esta noche me gustaría estar sola, Tommy -musitó Helen.

– Está bien -contestó Lynley, aunque sabía que no era así y nunca lo sería.

Salió a la noche.

18

Cuando el despertador sonó a las cuatro y media de la mañana siguiente, Barbara Havers despertó como de costumbre: lanzó un grito de sobresalto y se incorporó como si un martillo, en lugar de un ruido, hubiera hecho añicos el cristal que era su sueño. Manoteó en busca del botón de la alarma y la silenció. Parpadeó en la oscuridad. Una fina película de tenue luz, de la anchura de un dedo, se filtraba por una rendija entre las cortinas. Frunció el entrecejo, sabiendo que no había despertado en Chalk Farm, y por un momento se preguntó dónde demonios estaba. Procuró serenar sus pensamientos. Abarcaban el día anterior, Londres, Hillier, Scotland Yard y la autovía. Después recordó una jungla de zarza, almohadas de encaje, muebles abarrotados, aforismos sentimentales bordados en punta de aguja y papel pintado floreado. Metros de papel pintado floreado. Kilómetros, de hecho. El BB Lark's Haven, concluyó Barbara. Estaba en Wiltshire.

Se volvió hacia el borde de la cama y buscó a tientas la luz. Cerró los ojos cuando se encendió y buscó al pie de la cama su impermeable negro de plástico, que hacía las veces de bata siempre que viajaba. Se lo puso y cruzó la habitación en dirección al lavabo. Abrió el agua y, cuando su valentía se lo permitió, levantó la cabeza hacia el espejo.

No supo qué era peor: la visión de su cara hinchada por el sueño, todavía con la huella de la almohada en una mejilla, o el reflejo del papel pintado floreado. En este caso, se trataba de crisantemos amarillos, rosas malva, cintas azules y, desafiando a la razón y la botánica, hojas azules y verdes. Aquel encantador motivo se repetía tanto en el cubrecama como en las cortinas. Barbara casi pudo oír a los huéspedes extranjeros, ansiosos por experimentar la vida entre los nativos, alborozados ante la perfección británica del BB. «Oh, Frank, ¿a que siempre habíamos imaginado que una casita inglesa sería así? Qué delicia. Qué encanto. Qué preciosidad.»

«Qué repugnante», pensó Barbara. Además, no era una casita, sino un sólido caserón de ladrillo a las afueras del pueblo, en Burbage Road. Pero sobre gustos no había nada escrito, y daba la impresión de que a la madre de Robin Payne le gustaba la casa tal como estaba.

– Mamá la redecoró el año pasado -había explicado Robin cuando la condujo hasta su habitación. Una pequeña placa de cerámica sujeta a la puerta (que gracias a Dios no estaba empapelada) anunciaba que su alojamiento se llamaba «El Escondrijo del Grillo»-. Con la tierna colaboración de Sam, por supuesto -añadió, y puso los ojos en blanco.

Barbara les había conocido en la sala de estar: Corrine Payne y su «recién prometido», como llamaba a Sam Corey. Eran unos babosos de primer orden, lo cual parecía en consonancia con la atmósfera general que reinaba en el BB, y cuando Robin había conducido a Barbara desde su coche a la cocina, y de allí a la sala de estar, la pareja no había dudado en comunicarle su devoción mutua. Corrine era la «perita en dulce» de Sam. Sam era el «chavalín» de Corrine. Y hasta que Corrine vio el parche en la cara de su hijo, sólo tuvieron ojos el uno para la otra.

El parche fue una momentánea distracción de los besitos y arrumacos. Cuando Corrine lo vio, se volvió desde el sofá y dijo: -¡Robbie! ¿Qué te has hecho en tu bonita cara?

Pidió a su chavalín que fuera a buscar yodo, algodón y alcohol, a fin de que mamá pudiera curar a su precioso muchacho, pero antes de que Sam Corey pudiera complacerla, la creciente angustia de Corrine dio paso a lo que parecía un ataque de asma, y con el grito de «Ya me ocupo yo, perita en dulce», su recién prometido fue en busca de su inhalador. Mientras Corrine lo utilizaba, Robin aprovechó la oportunidad para sacar a Barbara de la habitación.

– Lo siento -había dicho en voz baja cuando llegaron al rellano-. No siempre son tan desagradables. Es que acaban de prometerse y están un poco pasados de rosca.

Barbara pensó que «un poco» no hacía justicia a la realidad. Como ella no contestó, Robin continuó, con expresión afligida.

– Tendríamos que haberla alojado en el King Alfred, ¿verdad? 0 en algún hotel de Amesford. 0 en otro BB. Este lugar es demasiado. Ellos son demasiado. Pero él no siempre está aquí, y pensé…

– Robin, es fantástico. Todo está bien -le interrumpió Barbara-. Ellos están… -«Agilipollados», quería decir, pero fue condescendiente-. Están enamorados. Ya sabe lo que pasa cuando uno está enamorado -añadió, como silo supiera.

Robin se detuvo antes de abrir la puerta. Dio la impresión de que la catalogaba como hembra por primera vez, lo cual Barbara encontró desconcertante, sin saber por qué.

– Es usted muy amable, ¿verdad? -dijo, y pareció darse cuenta de que su frase era ambigua. Se apresuró a continuar-. Su cuarto de baño es la puerta de al lado. Espero… Sí. Bien, que duerma bien.

Abrió la puerta y se escabulló convertido de repente en un montón de codos, rótulas y espinillas en su prisa por «dejar que se acomodara».

Bien, había pensado Barbara, y se había acomodado lo mejor posible en una habitación llamada El Escondrijo del Grillo.

Aún no había sacado de la maleta las bragas y las medias. Su sudadera colgaba de un gancho clavado en la puerta. Las camisas y pantalones colgaban en el ropero. Su cepillo de dientes se erguía dentro de un vaso, al lado del lavabo.

Lo estaba utilizando con su acostumbrado vigor matutino, cuando alguien llamó a la puerta.

– ¿Preparada para el té de la mañana, Barbara? -preguntó una voz jadeante.

Con la boca todavía espumajosa, Barbara abrió la puerta y vio a Corrine Payne con una bandeja en las manos. Pese a la hora intempestiva, estaba completamente vestida, maquillada y peinada. De no haber llevado ropas diferentes por la noche, y de no ser por el peinado distinto, Barbara habría pensado que no se había acostado.

Resollaba levemente, pero le dedicó una sonrisa cuando entró, y empleó la cadera para cerrar la puerta. Dejó la bandeja sobre la cómoda.

– ¡Uf! -dijo-. Voy a descansar un poquito. -Se apoyó contra la cómoda e inhaló varias veces-. Primavera y verano -explicó-. Lo peor de lo peor. El polen del aire. -Indicó la bandeja-. Té. Adelante. Enseguida me repondré.

Barbara no dejó de observar a la mujer con un ojo mientras terminaba de enjuagarse la boca. La respiración de Corrine parecía aire liberado de un globo. Sería maravilloso que se desmayara mientras Barbara engullía el Formosa Oolong.

Pero al cabo de un momento, durante el cual Barbara oyó pasos en el pasillo, Corrine dijo:

– Mejor. Mucho mejor. -Su respiración parecía apaciguarse-. Robbie ya está levantado y preparado, y lo normal sería que él hubiera traído el té. -Sirvió a Barbara una taza. Era fuerte, del color de la canela horneada-. Pero siempre le prohibo llevar el té de la mañana a las jóvenes. No hay nada peor que un hombre vea a una mujer por la mañana antes de que esté presentable. ¿A que tengo razón?

La única experiencia que Barbara había tenido con un hombre, diez años atrás, no había incluido la mañana.

– Mañana o noche -contestó, pues-, a mí me da igual. Añadió un poco de leche al té.

– Porque es joven y su piel se conserva fresca… ¿Cuántos años tiene? ¿Le importa que se lo pregunte, Barbara?

Barbara consideró la posibilidad de quitarse unos cuantos años, pero como ya había revelado su edad a Robin, era absurdo mentir a la madre.

– Maravilloso -dijo Corrine-. Me acuerdo bien de cuando tenía treinta y tres años.

Lo cual, decidió Barbara, no era difícil. Corrine tenía bastante menos de cincuenta años, algo que la había sorprendido cuando la conoció la noche anterior. Su madre tenía sesenta y cuatro años.

Como Robin Payne era más o menos de su edad, Barbara no estaba preparada para encontrar una madre que le habría alumbrado de adolescente. Se preguntó, con una amargura inusual, cómo sería tener una madre que estuviera en mitad de su vida, en lugar de estar acercándose al final, tener una madre en posesión de sus facultades, en lugar de estar perdiendo la batalla contra la demencia.

– Sam es mucho mayor que yo -dijo Corrine-. Supongo que ya se habrá dado cuenta. La vida es extraña. Pensaba que nunca me enamoraría de un hombre calvo. El padre de Robbie tenía mucho pelo. Montones. En todas partes. -Alisó el tapete de encaje que cubría la superficie de la cómoda-. Pero ha sido muy bueno conmigo. Tiene una infinita paciencia con esto. -Utilizó tres dedos para palmearse el hueco de la garganta-. Cuando por fin me pidió en matrimonio, ¿qué iba a hacer, sino aceptar? Es una solución perfecta, porque deja libre a Robbie. Ahora podrá casarse con su Celia. Es una chica encantadora, adorable. Muy dulce. Es la prometida de Robbie, ¿sabe?

La suavidad de su voz no engañaba. Barbara la miró a los ojos y leyó en ellos. Tuvo ganas de decir: «No sufra, señora Payne. No persigo a su hijo, y aunque lo hiciera, no es probable que sucumbiera a mis dudosos encantos.»

– Me pondré algo -dijo en cambio, mientras sorbía el té- y bajaré en un par de minutos.

Corrine sonrió.

– Estupendo. Robbie le está preparando el desayuno. Espero que le guste el beicon.

Salió sin esperar respuesta.

Robin surgió de la cocina justo cuando Barbara llegaba al comedor. Llevaba una sartén en la mano y depositó dos huevos fritos en su plato.

– Falta poco para el amanecer -dijo después de echar un vistazo por la ventana, aunque el cielo se le antojó a Barbara oscuro como boca de lobo.

La noche anterior, mientras caminaban hacia la casa después de aparcar, Barbara había anunciado su intención de visitar el lugar donde había aparecido el cadáver a la misma hora del día en que el cuerpo había entrado en el agua. Robin se había encogido («Eso significa que deberemos salir a las cinco menos cuarto», había señalado), pero ella había respondido con un «Estupendo. Póngase el despertador». Y ahora parecía tan despierto como si se levantara cada día cuando aún era de noche, si bien ahogó un bostezo mientras le deseaba bon appétit y regresaba a la cocina.

Barbara empezó a comer los huevos. Como no había nadie presente que pudiera comentar sus modales, mojó la yema con una tostada. Engulló el beicon con zumo de naranja y terminó. Echó una mirada de curiosidad a su reloj. Tres minutos de gastronomía. Un nuevo récord, definitivamente.

Payne se mostró tímido camino del lugar de los hechos. Barbara, aliviada, descubrió que también era fumador, así que encendieron cigarrillos y llenaron el Escort de partículas cancerígenas. Al cabo de unos minutos de silenciosa inhalación de nicotina, Payne desvió el coche de Marlborough Road y se internó por una senda más estrecha que corría por detrás de la oficina de correos del pueblo y desembocaba en la campiña.

– Antes trabajaba allí -dijo de repente, y señaló la oficina de correos con la cabeza-. Pensaba que me quedaría atrapado en ella para siempre. Por eso ingresé tan tarde en el DIC. -La miró de reojo, como ansioso por clarificar sus palabras y las preocupaciones que hubieran causado a Barbara. Se apresuró a continuar-. He seguido cursos extra para ponerme al día.

– La primera investigación siempre es la más difícil -dijo Barbara-. La mía lo fue. Supongo que lo hará bien.

– Obtuve cinco sobresalientes -explicó Payne-. Pensé en acceder a la universidad.

– ¿Por qué no lo hizo?

Payne bajó un poco la ventanilla y tiró la ceniza del cigarrillo.

– Por mi madre -dijo-. El asma le va y le viene. Ha tenido algunos ataques bastante graves a lo largo de los años, y pensé que no podía dejarla sola. -Volvió a mirarla de reojo-. Suena como si estuviera atado a sus faldas, supongo.

«No lo creo», pensó Barbara. Pensó en su propia madre (en sus padres, de hecho) y en los años de mujer adulta que había vivido en la casa familiar de Acton, antes y después de la muerte de su padre, prisionera de la mala salud de éste y de la erosión mental de su madre. Nadie podía entender mejor que Barbara lo que significaba vivir prisionera.

– Ahora tiene a Sam -contemporizó-, de modo que su libertad ya se vislumbra en el horizonte, ¿no?

– ¿Se refiere a nuestro «chavalín»? -preguntó con sarcasmo-, Oh, sí. Ya lo creo. Si el matrimonio llega a celebrarse seré libre. Si llega a celebrarse.

Lo dijo como un hombre que ya hubiera estado antes a las puertas de la libertad, sólo para ver sus planes y esperanzas frustrados. Celia, pensó Barbara, quienquiera que fuese, debería poseer la constitución de una optimista congénita.

La senda ascendía sobre un puente que abarcaba el canal de Kennet y Avon.

– Wilcot -dijo Robin para identificar la aldea de casas de tejados de paja que se extendían a lo largo de las orillas del canal, como cuentas deformes de un collar. A continuación, dijo que el lugar de los hechos no estaba demasiado lejos.

Barbara consultó el reloj del salpicadero para ver si sería muy cerca de las cinco cuando llegaran. Eran las cuatro y cincuenta y dos minutos. «Puntuales como un reloj», pensó.

Se adentraron más en la campiña y la carretera se desvió hacia el oeste. Hacia el sur se extendían tierras de labranza, donde el trigo, de un color glauco debido a la proximidad de la aurora, se balanceaba por la brisa que producía el coche. Hacia el norte se alzaban los pastizales, a través de los cuales estiraba el cuello en un galope inmóvil uno de los caballos de yeso blancos de Wiltshire, una presencia espectral que perforaba la oscuridad.

Cuando entraron en la aldea de Allington, el cielo estaba virando del negro al color de las palomas de Trafalgar Square.

– Ya llegamos -dijo Robin.

No obstante, en lugar de conducir directamente hasta el lugar de los hechos, efectuó un circuito completo de la aldea, para enseñar a Barbara los dos accesos desde la carretera principal. Un acceso estaba más al norte y cortaba por Park Fanal y media docena de casas de estuco con tejados rojos. El otro estaba más cerca de Wilcot y el camino por el que habían venido, y dividía en dos secciones casi todo Manor Farm, cuyas casas, establos y edificios anexos se alzaban detrás de muros de ladrillo cubiertos de verdor.

Ambas rutas de acceso convergían en una senda llena de baches, y se internaron por ella, mientras Robin se disculpaba por la suspensión del coche y le explicaba que sólo quedaban tres kilómetros hasta su punto de destino.

Barbara asintió, pero estaba ocupada tomando nota de la zona. Incluso a las cinco de la mañana, había luces en tres casas. No había salido nadie, pero si un vehículo hubiera pasado por allí a la misma hora en un día anterior de la semana, alguien lo habría oído o visto, y sólo estaría esperando la pregunta apropiada para que su memoria se refrescara.

– ¿El DIC ha hablado con cada una de las casas? -preguntó.

– Antes que nada.

Robin cambió a primera, y el coche avanzó con dificultades. Barbara se cogió al tablero.

– Quizá deberíamos hablar con todos otra vez.

– Se podría hacer.

– Puede que se hayan olvidado. Alguien tenía que estar levantado. Ahora hay gente levantada. Si pasó un coche…

Robin silbó entre dientes. Era el sonido de una duda que no se decidía a tomar cuerpo.

– ¿Qué? -preguntó Barbara.

– Lo ha olvidado. Tiraron el cuerpo el domingo por la mañana.

– ¿Y qué?

Payne disminuyó la velocidad para evitar un bache tamaño familiar.

– Usted es de ciudad, ¿no? El domingo es día de descanso en el campo, Barbara. Los campesinos se levantan antes del alba seis días a la semana. El séptimo día hacen lo que Dios sugirió y se levantan más tarde. Quizá a las seis y media, pero ¿a las cinco? Ni por asomo.

– Maldita sea -masculló Barbara.

– No facilita el trabajo -admitió el agente.

Donde la pista se elevaba para encontrarse con un puente, frenó a la izquierda y apagó el motor, que tosió tres veces antes de enmudecer. Salieron al aire de la mañana.

– Por aquí -dijo Robin, y la guió al otro lado del puente, donde una pendiente cubierta de hierba descendía hasta el camino de sirga que corría paralelo al canal.

Crecían cañas en abundancia, al igual que flores silvestres. Moteaban las orillas de color verde oscuro como estrellas de color rosa, blancas y amarillas. Entre las cañas anidaban aves acuáticas, y cuando remontaron el vuelo, sus repentinos graznidos fueron el único sonido que se oyó en kilómetros a la redonda. Al este y oeste del puente había barcas amarradas a lo largo de las orillas del canal, y cuando Barbara se volvió hacia Robin para preguntar por ellas, explicó que no eran residentes permanentes, sólo viajeros. No habían estado en el lugar el día que descubrieron el cuerpo. Mañana ya se habrían marchado.

– Van a Bradford-on-Avon -dijo-. A Bath, a Bristol. Suben y bajan por el canal de mayo a septiembre. Amarran donde pueden para pasar la noche. Gente de ciudad, la gran mayoría. -Sonrió-. Como usted.

– ¿Dónde alquilan las barcas?

Robin sacó los cigarrillos y le ofreció uno. Utilizó una cerilla para encender primero el de ella, y protegió la llama de la brisa con la mano alrededor de la suya. Barbara descubrió que su piel era suave y fría.

– Las alquilan -contestó Robin-. En cualquier punto de un canal cercano a una ciudad hay gente que alquila barcas.

– ¿Por ejemplo?

Robin hizo girar el cigarrillo entre el índice y el pulgar, mientras meditaba la pregunta.

– Hungerford, por ejemplo. Kintbury. Newbury. Devizes. Bradford-on-Avon. Incluso Wootton Cross.

– ¿En Wootton Cross?

– Hay un muelle subiendo por Marlborough Road, donde el canal atraviesa el pueblo. Se alquilan barcas allí.

Barbara entrevió las complejidades del caso. Miró hacia la senda por la que habían llegado a través del humo de su cigarrillo.

– ¿Adónde conduce si se continúa?

Robín siguió la dirección de su mirada e indicó el sudeste con la mano que sostenía el cigarrillo.

– Sigue atravesando los campos -dijo-. Termina en un bosquecillo de sicomoros, a eso de un kilómetro y medio.

– ¿Hay algo allí?

– Sólo árboles. Vallas para delimitar los campos. Nada más. Peinamos el terreno el domingo por la tarde. Podemos echar otro vistazo si quiere, cuando haya un poco más de luz.

En aquel momento, la luz continuaba aumentando de intensidad desde el este, donde un haz gris pálido se estaba adentrando en la oscuridad como dedos extendidos. Sabía que la investigación iba muy retrasada. Habían transcurrido cinco días desde la desaparición de Charlotte Bowen, seis incluyendo el actual. Cuarenta y ocho horas habían pasado desde el descubrimiento del cadáver, y sólo Dios sabía cuántos desde su muerte. Cada vez que un grano de arena caía en la parte inferior de la clepsidra, la pista se enfriaba, los recuerdos de la gente se emborronaban y la posibilidad de concluir con éxito el caso eran más remotas. Barbara lo sabía. Al mismo tiempo, sabía que se sentía impelida a recorrer un terreno ya hollado. «¿Por qué?», se preguntó. Sabía la respuesta. Era su oportunidad de dejar huella (y también la del detective Payne), y estaba dispuesta a lograrlo.

Aquella compulsión no servía a los intereses de la familia de Charlotte Bowen ni a los de la justicia.

– Si ustedes no han encontrado nada… -dijo.

– Ni pizca.

– En ese caso, nos ceñiremos a lo que hay.

Caminaron unos metros junto al canal, hasta el lugar exacto donde las cañas habían retenido el cadáver. Barbara le precedió hasta el puente, una construcción arqueada de ladrillos, bajo la cual un parche de cemento formaba una estrecha plataforma sobre el agua. Tiró el cigarrillo al canal, y cuando vio que Robin se encogía, dijo:

– Lo siento, pero aún no hay bastante luz, y quiero ver… -El agua corría hacia el oeste-. Hay dos posibilidades. -Palmeó el arco del puente que se curvaba sobre sus cabezas-. El tipo aparca arriba, baja por el sendero, desaparece bajo el puente con el cadaver. Se ha esfumado en… ¿dos segundos? Arroja el cuerpo al agua. El cuerpo flota. La corriente lo arrastra hasta el cañaveral.

Regresó hacia el camino de sirga. Robin la siguió. Al contrario que ella, apagó el cigarrillo con el tacón del zapato y guardó la colilla en el bolsillo.

En presencia de un ecologismo tan escrupuloso, Barbara se sintió lo bastante culpable como para ir a recoger su cigarrillo del agua.

– O bien llegó aquí en barca -dijo en cambio-. La arrojó por el extremo posterior… ¿ Qué es, la proa, la popa?

– La popa.

– Eso. La tiró por la popa y siguió navegando, otro dominguero de paseo por el canal.

– Por lo tanto, hemos de investigar en todos los puntos de alquiler.

– Eso parece. ¿El sargento Stanley ha dedicado un equipo a la tarea?

Robin hizo entrechocar los dientes delanteros, como la noche anterior, cuando la forma en que el sargento Stanley llevaba el caso había salido a colación.

– ¿Eso significa no?

– ¿Qué? -preguntó Robin, confuso.

– Lo que está haciendo con los dientes.

Los tocó con la lengua y lanzó una breve carcajada.

– No se pierde detalle. Tendré que estar alerta todo el tiempo.

– No estaría mal. En cuanto al sargento… Vamos, Robin. Esto no es un test de lealtad. Necesito saber cómo están las cosas.

La respuesta sesgada del agente le proporcionó la información que deseaba.

– Si no le importa, me gustaría ir a explorar un poco hoy. Ha de asistir a la autopsia, ¿no? El Yard quiere que investigue determinadas cosas. Ha de llamar por teléfono y hablar con gente. Ha de escribir informes. Yo lo veo así: podría hacerle de chófer, cosa que no me disgusta, se lo aseguro, ser su mano derecha, o podría ser otro par de ojos y oídos. Por ahí.

Alzó la barbilla para señalar en dirección a la senda, el coche y el resto de Witshire.

Barbara no pudo por menos que admirar su diplomacia. Cuando ella regresara a Londres, Robin seguiría trabajando con el sargento Stanley. Ambos sabían que el delicado equilibrio de su relación tenía que ser su principal preocupación, si quería ascender en el DIC.

– De acuerdo -dijo Barbara.

Se encaminó hacia la pendiente que subía a la senda. Oyó los pasos pesados del agente detrás de él. Se detuvo en lo alto y le miró.

– Robin -dijo. Él levantó la vista-. Creo que serás un buen detective.

Los dientes de Robin destellaron en una sonrisa y se apresuró a agachar la cabeza. La luz era mala, pero de haber sido mejor, Barbara estaba segura de que le habría visto ruborizarse.

– Juro por Dios que yo no lo hice -dijo Mitchell Corsico, acalorado-. ¿Crees que estoy loco? ¿Crees que quiero cavarme mi propia tumba?

Tiró hacia arriba de sus tejanos, nervioso, y paseó por el escaso espacio disponible que quedaba en el despacho de Rodney Aronson, mientras Rodney observaba al reportero desde detrás de su escritorio y escuchaba el crujido de sus botas de vaquero. Desenvolvió una barra de Aero con su habitual atención a la delicadeza de la operación y dejó al descubierto un trozo de chocolate.

– No puedo olvidar tus amenazas de ayer, Mitch -dijo Rodney, mientras mordía el trozo de chocolate y con la lengua lo situaba en el interior de la mejilla-. No dudo que comprenderás nuestras preocupaciones.

Corsico no pasó por alto la utilización del plural.

– No habrás dicho a Luxford que yo… Joder, Rodney, no pensará Luxford que le he traicionado, ¿verdad? Sabes que sólo me estaba desfogando.

– Hummm -dijo Rodney-, pero subsiste el hecho…

Dejó que el ejemplar matutino del rival más encarnizado del Source completara la frase por él. El Globe estaba encima de su escritorio. En primera plana, junto a una foto tomada con teleobjetivo de la diputada Eve Bowen saliendo de su coche ante su casa de Marylebone, un titular bramaba: «¡Raptan a la hija de una diputada, y no llaman a la policia» El periódico había tenido un éxito espectacular con el mismo reportaje que Mitchell Corsico había presentado (y Luxford rechazado) la tarde anterior.

– Cualquier otro periodista podría haber obtenido esa información -dijo Corsico-. Puede que yo fuera el primero…

– ¿Puede?

– De acuerdo. Lo fui, cojones, pero eso no significa que el ama de llaves no haya hablado con otro. Estaba desolada, como si la niña hubiera sido hija suya. No hubiera hablado con alguien que se hubiera mostrado compasivo.

– Hummm -repitió Rodney. Había descubierto hacía mucho tiempo que parecer pensativo era tan eficaz como estar pensativo. Tras haber emitido el ruido apropiado, hizo un diamante con sus dedos y pulgares y lo colocó bajo su barbilla-. ¿Qué hacer? -murmuró.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Corsico-. ¿Lo ha visto Luxford?

Rodney alzó un hombro a modo de respuesta.

– Hablaré con él. Sabía que estaba muy cabreado, pero también sabe que no entregaría mi reportaje a otro periódico.

– El reportaje no está firmado, Mitch. Eso da mala espina.

Corsico cogió de un manotazo el periódico del escritorio y recorrió con la mirada la primera página. Donde cualquiera esperaría ver «Exclusiva, por Joe Reportero», debajo de los titulares, no había nada. Dejó el diario.

– ¿Qué quieres decir? ¿Que pasé el reportaje al Globe, les dije que lo publicaran sin mi nombre y les anuncié que me subiría a su carro en cuanto avisara a Luxford? Vamos, Rodney. Ten un poco de sentido común. Si hubiera querido hacerlo, habría dimitido anoche y ahora estarías leyendo mi nombre en la primera página de ese periodicucho.

Volvió a pasearse. Fuera, en la sala de redacción, el trabajo continuaba como de costumbre, pero más de una mirada en dirección al despacho acristalado del subdirector reveló a Rodney que otras personas en la planta, además de él, se habían enterado de la puñalada del Globe. Las cabezas se agachaban cuando miraba en su dirección. Todos sentían lo mismo, las tripas revueltas. Que te pisaran una noticia era tan malo como equivocarse. Peor, de hecho. Las equivocaciones todavía vendían periódicos.

Rodney mordió otro trozo de Aero y con la lengua lo situó en el interior de la mejilla. Su dentista le había dicho que si no dejaba de almacenar chocolate entre sus muelas y la mejilla no le quedaría ni un diente cuando tuviera sesenta años. Pero qué diablos, pensó, había cosas peores en la vida que una dentadura postiza.

– Tiene mal aspecto -dijo-. Tus acciones están bajo mínimos.

– Fantástico -masculló Corsico.

– Tendrás que conseguirnos un reportaje, y deprisa. Para la edición de mañana.

– ¿Sí? ¿Qué pasa con Luxford? Ayer se negó a aceptar esta clase de material -apuntó con el dedo índice al ejemplar del Globe-, sin que Scotland Yard confirmara que la Bowen no había ido directa a Victoria Street, pasando por encima de la policía local. ¿Por qué crees que algo ha cambiado hoy? No me di-gas que alguien de Scotland Yard confirmó la historia del Globe. Es una chorrada, y no pienso tragármelo.

– Es posible -repuso Rodney-. Hay soplones por todas partes, como bien sabes, ¿verdad?

El hecho de que Corsico había comprendido el mensaje de Rodney quedó implícito en su respuesta.

– De acuerdo, de acuerdo. Estaba echando humo cuando salí de aquí ayer. Por lo tanto, fui a emborracharme.

– En lugar de trabajar para confirmar tu historia. Tal como te ordenaron, si no recuerdo mal. No queremos que eso vuelva a pasar. Yo no. El señor Luxford tampoco. Y el presidente tampoco. ¿Me he expresado con claridad?

Corsico hundió la mano izquierda en el bolsillo trasero de los tejanos y sacó su libreta.

– Muy bien, pero la situación no está tan mal como parece. Vamos recibiendo soplos, tal como dije.

Rodney reconoció que había llegado el momento de ceder.

– Excelente -dijo con tono afable-. Puedo transmitir esta noticia a las alturas. Y lo haré. Seguro que será recibida con agrado. ¿Qué tienes?

– En parte conclusiones evidentes, en parte ideas descabelladas y en parte posibilidades. -Corsico se humedeció los labios y luego los dedos, que utilizó para pasar las páginas de sus notas-. Primero, lo evidente: sabemos que la niña era ilegítima, que la Bowen nunca dijo quién era el padre y que la niña fue a un colegio de monjas. Segundo, las ideas descabelladas: es un complot religioso y la siguiente niña será sacrificada dentro de veinticuatro horas; un culto satánico que sacrifica niñas; trata de blancas; pornografía infantil. Además de los chiflados habituales que telefonean para avisar de que han visto al secuestrador, declaraciones de culpabilidad y revelaciones de paternidad.

– La gente es despreciable -suspiró Rodney.

– Completamente de acuerdo.

Corsico volvió los ojos hacia sus notas y con el dedo índice volvió una página. Fue un gesto nervioso que Rodney no pasó por alto.

– ¿Y en lo que respecta a las posibilidades, Mitch? Aún necesitamos el reportaje.

– Está en mantillas. Aún no se puede publicar.

– Comprendido. Adelante.

– De acuerdo. Esta mañana llegué muy temprano, por eso no he visto eso. -Ladeó la cabeza en dirección al Globe-. Obtuve la partida de nacimiento de la niña, la copia de Santa Catalina, ¿te acuerdas?

– Me costaría olvidarlo. ¿Has averiguado algo más?

Corsico sacó un lápiz del bolsillo de la camisa e hizo una marca en la libreta.

– He hecho matemáticas.

– ¿Matemáticas?

– En relación al embarazo de la Bowen. Si el parto no fue prematuro, nueve meses antes era el trece de octubre. Para entretenerme, eché un vistazo a los microfilmes, a ver qué había. Investigué las dos semanas anteriores y posteriores al trece. -Leyó en su libreta-. Una ventisca en Lancashire. Una bomba en un pub de St. Albans. Un asesino múltiple. Toma de huellas genéticas en estudio. Bebés probeta en…

Mitchell, me he quitado los guantes, por si no te habías dado cuenta -le interrumpió Rodney-. No es necesario que me regales los oídos con un relato minucioso de tu investigación. ¿Hay algo concreto?

Corsico levantó la cabeza.

– El congreso tory.

– ¿Qué pasa con él?

– El congreso tory de octubre en Blackpool. Eso es lo que ocurría nueve meses antes de que la Bowen pariera. Ya sabemos que Bowen era la corresponsal política del Telegraph en aquella época. Debía estar cubriendo el congreso. Lo cubrió, de hecho. La hemeroteca del Telegraph me lo confirmó hace quince minutos. -Corsico cerró la libreta-. Ayer no me alejé tanto, ¿verdad? Todos los barones del partido debieron aparecer por Blackpool durante aquel congreso. Y la Bowen se estuvo tirando a uno de ellos.

Rodney tuvo que admirar la tenacidad del joven. Estaba en plena posesión de la energía, la determinación y la tenacidad de la juventud. Archivó la información sobre el congreso en su cerebro con vistas al futuro.

– ¿Adónde quieres ir a parar, Mitch? Una cosa es especular sobre la identidad del padre, y otra muy diferente descubrirla. ¿De cuántos tories estás hablando? ¿Dos mil militantes y doscientos diputados? ¿Por dónde piensas empezar a disparar?

– Quiero saber qué reportajes pensaba obtener Bowen de la conferencia. Investigaré si estaba siguiendo el trabajo de algún comité parlamentario en concreto. Puede que haya entrevistado a alguien y ligara. Hablaré con los reporteros de vestíbulo, a ver si saben algo.

– Por ahí se puede empezar -admitió Rodney-, pero en cuanto a tener un reportaje para la edición de mañana…

– De acuerdo. No haremos nada con esto, al menos de momento. Telefonearé a mis soplones ahora mismo, a ver qué me dan.

Rodney asintió. Levantó una mano, como si fuera a bendecirle, para dar a entender que la entrevista había terminado.

Corsico se volvió cuando llegó a la puerta del despacho.

– Rod, no creerás en serio que pasé el reportaje: al Glohe, ¿verdad? -preguntó.

Rodney ordenó a sus músculos faciales que compusieran una expresión de firme rectitud.

– Mitchell -contestó-, te lo digo con la mano en el corazón. Sé que no pasaste tu reportaje al Globe.

Esperó hasta que la puerta se cerró. Extrajo el resto del envoltorio de la barra. Escribió «Blackpool» y «13 de octubre» en el dorso, lo convirtió en un cuadradito y lo guardó en el bolsillo. Introdujo el último trozo de chocolate en la boca. Lanzó una risita y extendió la mano hacia su teléfono y filofax.

No había sido difícil encontrar las fotos. Al fin y al cabo, Evelyn era un personaje público. Empeñada en establecer una brillante carrera, había sido el tema de más de un artículo periodístico durante los últimos seis años. Como conocía desde hacía mucho tiempo la importancia de la imagen de un político, había posado para fotografías con su familia.

Dennis Luxford tenía tres encima de su escritorio. Mientras el personal del Source trabajaba, examinó las fotografías de su hija,

En una de ellas estaba sentada sobre un grueso almohadón delante de Evelyn y su marido, acomodados en un sofá. En otra aferraba la crin de un caballo, mientras Eve, con pantalones de montar, la conducía alrededor de un hipódromo. En la tercera estaba sentada a una mesa, enfrascada en sus deberes con un lápiz casi gastado, con su madre inclinada sobre ella y señalando algo en el papel donde la niña escribía.

Luxford abrió un cajón del escritorio y rebuscó hasta encontrar la lupa que utilizaba para leer letra menuda. La aplicó a las fotos y estudió la cara de Charlotte.

Ahora que la veía por primera vez (en lugar de mirar y desechar su fotografía acompañada de su madre por considerarla forraje político para las masas), vio que su familia se reflejaba en ella. Tenía el pelo y los ojos de su madre, pero el resto era Luxford. La misma barbilla de la hermana de Dennis, su misma frente despejada, la misma nariz y boca de Leo. Estaba tan claro que era su hija como si la hubieran marcado con su nombre.

Y no sabía nada de ella. Su color favorito, su número de calzado, los cuentos que le gustaba leer antes de acostarse. No tenía idea de cuáles habían sido sus aspiraciones, por qué etapas había pasado, cuáles habían sido sus sueños. Tal conocimiento era el rehén de la responsabilidad. Cuando desechaba uno, perdía la otra. Oh, rendía tributo a la paternidad con una visita mensual a Barclay's, cargado con las cadenas ceremoniales de la paternidad durante un cuarto de hora, cuando efectuaba depósitos en efectivo por la causa de la autoabsolución, pero hasta allí llegaba su implicación con su hija, una no implicación cuyo propósito superficial era velar por el futuro de Charlotte después de su muerte, pero el propósito real consistía en aplicar un bálsamo a su conciencia durante el resto de su vida.

Le había parecido lo más correcto. Evelyn había expresado sus deseos con claridad. Al haberla designado como parte perjudicada, con lo que prefería considerar una muestra atípica de egocentrismo masculino, se decía que debía esforzarse en obedecer sus deseos. Y era muy fácil complacerlos. Los había expresado con cinco sencillas palabras: «Manténte alejado de nosotras, Dennis.» Lo había hecho con mucho gusto.

Luxford alineó las fotografías sobre el escritorio. Examinó cada una bajo la lupa una segunda, una tercera y una cuarta vez. Se descubrió intrigado por saber si la niña a la que estaba estudiando era amante de la música, si detestaba el bróculi, si se negaba a comer setas, si caminaba con los pies torcidos hacia adentro, si leía libros de cuentos, si iba en bicicleta, si alguna vez se había hecho daño. Sus facciones la delataban como suya, pero su ignorancia sobre ella le obligaba a reconocer que nunca había sido suya. Esa realidad era tan clara aquel día como cuatro meses antes de su nacimiento.

Manténte alejado de nosotras, Dennis.

Muy bien, había pensado.

Su hija estaba muerta. Precisamente porque se había mantenido alejado, tal como le habían ordenado. Si se hubiera negado a seguir el juego, Charlotte nunca habría sido secuestrada. Nadie habría exigido que reconociera su paternidad, porque la información habría sido accesible a todo el mundo, incluida Charlotte.

Luxford tocó la cabeza de la niña en la fotografía y se preguntó qué tacto habría tenido su pelo. No lo pudo imaginar. Con sinceridad, era incapaz de imaginar nada sobre ella.

La inmensidad de su ignorancia le quemaba, así como lo que revelaba esa ignorancia sobre su verdadero valor como hombre.

Luxford dejó la lupa sobre una foto. Apretó el puente de la nariz con el índice y el pulgar, y a continuación cerró los ojos. Toda su vida había practicado el juego del poder. En aquel momento, sólo deseaba rezar. En algún lugar tenían que existir palabras que mitigaran la…

– Me gustaría hablar contigo un momento, Dennis.

Levantó la cabeza al instante. Instintivamente, bajó los brazos para tapar las fotografías. En la puerta de su despacho estaba la única persona que se habría atrevido a abrir la puerta sin llamar antes o sin pedir a la señorita Wallace que anunciara su llegada al director: el presidente del Source, Peter Ogilvie.

– ¿Puedo…? -dijo, y desvió sus despiadados ojos grises hacia la mesa de conferencias. Era una solicitud retórica. Ogilvie iba a entrar en el despacho, tanto si le invitaban como si no.

Luxford se levantó. Ogilvie avanzó. Le precedían, como siempre, sus cejas características, tan pobladas que parecían boas de pluma que reptaran sobre su frente. Los dos hombres se encontraron en el centro de la habitación. Luxford extendió la mano y el presidente encajó en ella un periódico doblado.

– Doscientos veinte mil ejemplares -dijo Ogilvie-. Lo cual significa, por supuesto, doscientos veinte mil más que su tirada diaria, Dennis. Claro que ésa sólo es una de mis preocupaciones.

Ogilvie era un presidente que nunca interfería en la marcha del periódico. Tenía preocupaciones más importantes que la confección diaria del Source, y solía comunicarse con ellos desde el amplio despacho de su casa de Hertfordshire. Era un hombre cuyo interés se centraba casi exclusivamente en las pérdidas y las ganancias.

Aparte de recibir informes sobre una drástica alteración en los beneficios reportados por el periódico, sólo otro acontecimiento podría haber llevado a Ogilvie hasta las oficinas del Source. Que un periódico birlara una noticia a otro era un hecho habitual en el negocio, y Ogilvie (que a veces aparentaba dirigir el negocio desde los tiempos de Charles Dickens) habría sido el primero en admitirlo. Pero que le birlaran un reportaje capaz de ridiculizar a los tories era algo inaceptable para él.

Por ello, Luxford supo qué le había entregado Ogilvie. Era la edición matutina de su periódico anterior, el Globe, y los titulares anunciaban que la diputada Bowen no había llamado a la policía tras conocer el secuestro de su hija.

– La semana pasada nos adelantamos a todos los periódicos de la nación con el reportaje sobre Larnsey y el chapero -dijo Ogilvie-. ¿Nos hemos dormido esta semana?

– No. Teníamos el reportaje, pero yo lo aborté.

La única reacción de Ogilvie se manifestó en sus ojos. Por un instante los entornó apenas, como un músculo cuando sufre un espasmo.

– ¿Es una cuestión de lealtades, Dennis? ¿Te sientes atado todavía al Globe por algún motivo?

– ¿Te apetece un café?

– Prefiero una explicación creíble.

Luxford caminó hacia la mesa de conferencias y tomó asiento. Indicó con la cabeza a Ogilvie que le imitara. No había trabajado para Ogilvie sin aprender que mostrar señales de debilidad en presencia del presidente desataba sus tendencias sádicas.

Ogilvie se acercó a la mesa y cogió una silla.

– Cuéntame.

Luxford lo hizo. Cuando hubo terminado de relatar al presidente su entrevista con Corsico y sus motivos para abortar el reportaje, Ogilvie atacó el punto más controvertido con la típica intuición periodística.

– Habías publicado reportaje antes de ahora sin necesidad de tantas confirmaciones. ¿Qué te lo ha impedido esta vez?

– El cargo de la Bowen en el Ministerio del Interior. Parecía razonable llegar a la conclusión de que se había saltado la policía local para acudir directamente a Scotland Yard. No quería publicar un reportaje acusándola de inacción, sólo para terminar escaldado cuando algún jerifalte del Yard saltara en su defensa, agitando su agenda y clamando que la mujer estaba con él a los diez minutos de enterarse del secuestro.

– Cosa que no ha pasado -señaló Ogilvie- después de la publicación del reportaje en el Globe.

– Sólo se me ocurre que alguien del Yard confirmó la historia al Globe. Dije a mi hombre que hiciera lo mismo. Si lo hubiera logrado antes de las diez de la noche, habría publicado el reportaje. No lo consiguió. Y yo me abstuve. No hay más que decir.

– Hay algo más -le contradijo Ogilvie.

Luxford se puso en guardia pero usó la silla, se reclinó en ella y enlazó los dedos sobre el estómago para demostrar su serenidad al presidente. No pidió explicaciones a Ogilvie sobre su última frase. Se limitó a esperar a que continuara.

– Hicimos un buen trabajo con Larnsey -reconoció Ogilvie-. Y lo hicimos sin tantas confirmaciones. ¿Estoy en lo cierto?

Era absurdo mentir, puesto que una conversación con Sarah Happleworth o Rodney Aronson bastaría para descubrir la verdad.

– Sí.

– Entonces explícame esto y tranquiliza mi mente. Dime que la siguiente vez que tengamos a estos tories cogidos por las pelotas, sabrás cómo apretar. No permitirás que el Mirror, el Globe, el Sun o el Mail lo hagan por ti. No te echarás atrás por falta de confirmación de tres, trece o tres docenas de jodidas fuentes. -La voz de Ogilvie se elevó en las cuatro últimas palabras.

– Peter -dijo Luxford-, sabes tan bien como yo que el caso de Larnsey era diferente del de Bowen. En el suyo no hacían falta demasiadas confirmaciones. No había lugar a dudas. Le pillaron en el coche con la bragueta bajada y la polla en la boca de un crío de dieciséis años. En el caso de Bowen, sólo contamos con una única declaración del Ministerio del Interior, y todo lo demás oscila entre insinuaciones, habladurías y fantasías puras y duras. Cuando tenga datos reales, los verás impresos en la primera página. Hasta entonces… -Devolvió la silla a su posición anterior y miró de frente al presidente-. Si tienes algún problema con mi forma de dirigir el periódico, ve pensando en buscarte otro director.

– ¿Den? Oh, perdón. No sabía… Hola, señor Ogilvie. Rodney Aronson había elegido el momento más oportuno. El subdirector estaba con una mano sobre el pomo de la puerta de Luxford (que Ogilvie había dejado entreabierta, para que su voz iracunda llegara hasta la sala de redacción y amedrentara al personal), y su cabeza incorpórea asomaba por la abertura.

– ¿Qué pasa, Rodney? -preguntó Luxford.

– Lo siento. No quería interrumpir. La puerta estaba abierta y no sabía… La señora Wallace no está en su mesa.

– Qué raro. Gracias por informarnos.

La boca de Rodney se curvó en una leve sonrisa, desmentida por la irritada dilatación de sus fosas nasales. Luxford vio que Rodney no iba a permitir que le avergonzaran delante del presidente sin hacer algo por devolverle el favor.

– De acuerdo -dijo con tono afable-. Lo siento. -Entonces exhibió su armamento-: Pensé que te gustaría saber lo que estamos preparando sobre el caso Bowen.

Dio por sentado que su comentario le daba derecho a entrar en el despacho de Luxford. Se sentó delante del presidente.

– Tenías razón -dijo a Luxford-. El ministro del Interior llamó a Scotland Yard en nombre de la Bowen. Una llamada personal. Un soplón nos lo ha confirmado.

Hizo una pausa, como para rendir homenaje a la prudencia de Luxford al retener el reportaje que el Globe había publicado, pero Luxford sabía que Rodney moriría antes que minimizar sus logros para resaltar los de Luxford. Se preparó para lo que se avecinaba y empezó a disponer sus tropas para la batalla.

– Pero esto es lo interesante. El ministro del Interior no visitó Scotland Yard hasta ayer por la tarde. Antes, el Yard no sabía que la niña había desaparecido. Por lo tanto, la historia de Mitch valía oro puro.

– Rodney, no nos interesa perder el tiempo en confirmar reportajes de otros periódicos -señaló Ogilvie. Se volvió hacia Luxford-. Aunque si has logrado obtener hoy la confirmación, me gustaría saber por qué no lo conseguisteis ayer.

Rodney intervino.

– Mitch estuvo intentándolo desde ayer por la tarde hasta la medianoche. Sus fuentes estaban secas.

– Entonces es que necesita nuevas.

– Hoy mismo, cuando vio la primera plana del Globe, se puso a buscarlas. Después de que yo le diera ánimos en mi despacho. -¿Puedo deducir de tu sonrisa que habéis descubierto algo más? -preguntó Ogilvie.

Luxford observó que Rodney no se ahorraba dirigirle una mirada de triunfo. La veló, no obstante, con una demostración de cautela que fue como un estilete clavado entre las costillas de Luxford.

– Compréndalo, señor Ogilvie, por favor. Es posible que Den no quiera arriesgarse con este material nuevo, y yo no me opondré a su decisión, si así es. Nos la acaba de suministrar nuestro soplón del Yard, y quizá sea el único que desee hablar.

– ¿De qué se trata?

Rodney se humedeció los labios.

– Por lo visto se enviaron notas de secuestro. Dos. Se recibieron el mismo día que la niña desapareció. Así pues, Bowen sabía sin la menor duda que la niña había sido raptada, pero aun así no hizo nada para que la policía interviniera.

Luxford oyó que Ogilvie contenía el aliento. Habló antes de que el presidente pudiera hacerlo.

– Tal vez telefoneó a otra persona, Rod. ¿Habéis considerado tú o Mitchell esa posibilidad?

Pero Ogilvie levantó una mano grande y huesuda, impidiendo que Rodney contestara. El presidente reflexionó sobre la información en silencio. Su mirada se alzó, no hacia lo cielos para buscar el consejo del Todopoderoso, sino hacia la pared, donde colgaban enmarcadas en cromo las primeras planas del Source que habían impulsado el aumento de las ventas.

– Si la señora Bowen telefoneó a otra persona -dijo con tono pensativo-, sugiero que dejemos que sea ella quien nos lo diga. Y si no quiere hacer comentarios a nuestro reportaje, el dato podrá entregarse, junto con los demás, al consumo del público. -Bajó la vista hacia Rodney-. ¿Y el contenido? -preguntó de improviso.

Rodney se quedó pasmado. Se masajeó la barba para ganar tiempo y ocultar su confusión.

– El señor Ogilvie pregunta por el contenido de las notas de secuestro -tradujo Luxford con fría cortesía.

Rodney no pasó por alto la temperatura de la frase.

– No lo sabemos -contestó-. Sólo que fueron dos.

– Entiendo. -0gilvie dedicó un momento a considerar las alternativas-. Es suficiente para escribir un artículo a partir de ahí -anunció por fin- ¿Está tu hombre en ello?

– Tal como hablamos -dijo Rodney.

– Magnífico. -0gilvie se levantó. Se volvió hacia Luxford y le tendió la mano-. Las cosas se van arreglando. ¿Puedo estar seguro, puedo confiar, en que no tendré que volver a la ciudad?

– Siempre que las bases de un reportaje sean sólidas, lo publicaré -replicó Luxford.

Ogilvie asintió.

– Buen trabajo, Rodney -dijo, de una manera calculada para comunicar su evaluación de la respectiva posición de los dos hombres en el periódico. Salió de la habitación.

Luxford volvió hacia su escritorio. Guardó las fotografías de Charlotte en una carpeta de papel manila y devolvió la lupa al cajón. Pulsó el botón del monitor y se derrumbó en la silla.

Rodney se acercó.

– Den -dijo a modo de introducción.

Luxford consultó su agenda y efectuó una anotación innecesaria. Rodney, decidió no por primera vez, necesitaba una lección que le pusiera en su sitio, pero no se le ocurría qué lección podía ser, pues su mente estaba ocupada en pensar qué opciones barajaría Evelyn para evitar convertirse en el blanco preferido de la prensa. Al mismo tiempo, se preguntó por qué estaba preocupado por ella. Al fin y al cabo, se había cavado su propia tumba y… Pensar en tumbas le sobrecogió, recordó todo de nuevo como una oleada de náuseas. No era la tumba de Evelyn la que se había cavado. No era la única que había colaborado en cavarla.

– … y por todo eso, como comprenderás, no me opuse abiertamente a Ogilvie -estaba diciendo Rodney.

Luxford levantó la cabeza.

– ¿Qué?

Rodney apoyó una buena porción de su muslo porcino sobre el escritorio de Luxford.

– Aún no contamos con todos los datos, pero Mitch les sigue la pista. Yo apostaría a que sabremos la verdad antes de mañana. ¿Sabes, Den? A veces quiero a ese chico como si fuera mi hijo.

– ¿De qué estás hablando, Rodney?

Rodney ladeó la cabeza. «¿No estabas escuchando, Den? -dijo su expresión-. ¿Te preocupa algo?»

– El congreso tory de Blackpool -dijo Rodney-. Donde alguien preñó a la Bowen. Como he dicho hace un momento, ella estuvo allí, cubriendo la conferencia para el Telegraph. La conferencia empezó nueve meses antes de que la cría naciera. Mitch está siguiendo la pista.

– ¿De qué?

– ¿De qué? -repitió Rodney en son de burla-. De papá, naturalmente. -Contempló las páginas enmarcadas con admiración-. Piensa en cómo aumentará el tiraje si conseguimos una exclusiva sobre esto, Den. El amante secreto de Bowen habla para el Source. No quise mencionar la posibilidad de un artículo sobre papá a Ogilvie. Es absurdo que lo tengamos encima cada día si no logramos descubrir nada. Pero aun así… -Expulsó el aliento en un suspiro que reconocía la dedicación del Source a escarbar en el pasado de las personalidades más prominentes del país, con el fin de descubrir alguna perla en su historia que multiplicara las cifras de tiraje hasta alturas millonarias-. Cuando lo publiquemos será una bomba. Y lo vamos a publicar, ¿verdad, Den?

Luxford no eludió la mirada de Rodney.

– Ya has oído lo que dije a Ogilvie. Publicaremos cualquier cosa que sea sólida.

– Estupendo -susurró Rodney-. Porque esto… Den, no sé qué es, pero tengo la sensación de que estamos sobre la pista de algo sensacional.

– Bien -dijo Luxford.

– Sí, ya lo creo.

Rodney bajó el muslo del escritorio. Se encaminó hacia la puerta, pero allí se detuvo. Se tiró de la barba.

– Den -dijo-. Coño, acabo de darme cuenta de algo. No sé por qué no lo pensé antes. Tú eres el hombre que andamos buscando, ¿verdad?

Luxford sintió un escalofrío desde los tobillos hasta la garganta. No pronunció palabra.

– Tú puedes ayudarnos, ayudar a Mitch, mejor dicho.

– ¿Yo? ¿Cómo?

– Con respecto al congreso tory. Olvidé mencionarlo. Me dejé caer por el Globe y eché un vistazo a sus microfilmes después de hablar con Mitch.

– ¿Sí? ¿Y qué?

– Venga, Den. No te hagas el tonto. El congreso tory de Blackpool. ¿No te dice nada?

– ¿Debería?

– Eso espero. -Los dientes de Rodney destellaron como los de un tiburón-. ¿No te acuerdas? Tú estuviste allí. Escribías editoriales para el Globe.

– Estuve -dijo Luxford. No era una pregunta, sino una afirmación.

– Sí, ya lo creo. Mitch querrá hablar contigo. ¿Por qué no te dedicas a pensar con calma y tranquilidad quién pudo tirarse a la Bowen?

Le guiñó el ojo y salió del despacho.

Barbara se secó el sudor frío de la frente con el borde del jersey. Se incorporó de su posición arrodillada. Más disgustada que nunca consigo misma, tiró de la cadena del retrete y contempló el impresentable contenido de su estómago, que remolineó hasta perderse en la nada. Imprimió a su cuerpo una vigorosa sacudida mental y se ordenó actuar como la responsable de una investigación por asesinato, en lugar de una adolescente gimoteante.

«Autopsia -se dijo con rudeza-. ¿Qué es? El simple examen de un cuerpo, que se lleva a cabo para determinar la causa de la muerte. Es un paso necesario en una investigación por asesinato. Es una operación realizada por profesionales en busca de cualquier proceso sospechoso que pudiera haber contribuido al cese definitivo de las funciones vitales. En suma, es un paso crítico en la búsqueda de un asesino. Sí, de acuerdo, es el destripamiento de un ser humano, pero también una búsqueda de la verdad.»

Barbara conocía bien todos esos hechos. ¿Por qué, entonces, había sido incapaz de mantener la distancia con la autopsia de Charlotte Bowen?, se preguntó.

La autopsia se había practicado en el hospital de San Marcos de Amesford, una reliquia de la era eduardiana construida al estilo de un chateau francés. El patólogo había trabajado con rapidez y eficacia, pero pese a la atmósfera profesional que reinaba en la sala, la incisión torácico-abdominal inicial en el cuerpo había provocado que las manos de Barbara sudaran de una manera ominosa. Supo al instante que tenía un problema.

El cuerpo de Charlotte Bowen, tendido sobre la mesa de acero inoxidable, apenas presentaba señales, salvo por un morado alrededor de la boca, unas marcas rojizas de quemaduras en las mejillas y la barbilla, y un corte en la rodilla. De hecho, la niña parecía más dormida que muerta. Por eso se le antojó una violación de su inocencia el corte efectuado en la piel perlífera de su pecho. Pero el patólogo cortó y recitó sus descubrimientos con voz inexpresiva a un micrófono que colgaba sobre su cabeza. Apartó sus costillas como si fueran ramas delgadas de un arbolito, y extrajo los órganos para investigarlos. Cuando hubo extraído la vejiga urinaria y enviado su contenido para analizarlo, Barbara supo que no iba a soportar lo que se avecinaba: la incisión en el cuero cabelludo de la niña, la separación de su piel para dejar al descubierto el diminuto cráneo, y el zumbido de la sierra eléctrica cuando cortara el hueso con el fin de exponer el cerebro.

«¿Es todo esto necesario? -quiso protestar-. Mierda, ya sabemos cómo murió.»

Pero no era así, en realidad. Podían barajar especulaciones basadas en el estado del cuerpo y el lugar en que lo habían encontrado, pero las respuestas exactas que necesitaban sólo las proporcionaría aquel acto esencial de mutilación científica.

Barbara sabía que el sargento Reg Stanley la estaba vigilando. Desde el lugar en que se había situado, cerca de la balanza donde se pesaba cada órgano por separado, el hombre acechaba cada expresión que cruzaba por su cara. Esperaba a que huyera de la sala cubriéndose la boca con la mano. Si lo hacía, podría resoplar «Mujeres» con desdén. Barbara no quería concederle la oportunidad de rebajarla ante los hombres con quienes debería trabajar en Wiltshire, pero sabía que sólo le quedaban dos alternativas: humillarse vomitando en el suelo, o salir con la esperanza de encontrar un lavabo antes de vomitar en el pasillo.

No obstante, después de reflexionar (con el estómago cada vez más revuelto, la garganta cada vez más tensa y la sala dando vueltas ante sus ojos) comprendió que había una tercera alternativa.

Consultó su reloj con énfasis, fingió darse cuenta de que había olvidado algo, pasó las páginas de su libreta para subrayar el hecho y comunicó sus intenciones a Stanley, imitando una llamada telefónica con una mano en la oreja, mientras sus labios decían «He de llamar a Londres». El sargento asintió, pero su sonrisa cáustica informó a Barbara de que no le había convencido. «Que te den por el culo», pensó.

Ahora, en el lavabo de señoras, se enjuagó la boca. Le quemaba la garganta. Formó una copa con las manos y bebió con avidez. Se mojó la cara, la secó con la fláccida toalla azul enrollada en un dispensador de forma muy poco aséptica, y se apoyó contra la pared gris de donde colgaba.

No se sintió mucho mejor. El estómago se había vaciado, pero su corazón seguía repleto. Su mente decía: «Concéntrate en los hechos.» Su espíritu contraatacaba: «Sólo era una niña.»

Barbara resbaló hasta el suelo y apoyó la cabeza sobre las rodillas. Esperó a que su estómago se calmara y los escalofríos remitieran.

La niña era tan menuda. Un metro y veintitrés centímetros, menos de veinticinco kilos de peso. Con muñecas que un solo dedo de adulto podría abarcar. Con extremidades cuya definición procedía no de músculos, sino de huesos de pajarillo. Con unos hombros finos y caídos, y el pubis carente por completo de vello.

Tan fácil de matar.

Pero ¿cómo? Su cuerpo no mostraba señales de lucha, ninguna indicación de traumatismos. No emanaba olor a almendras, ajo ni aceite de gaultería. No había monóxido de carbono en la sangre, ni cianosis en la cara, labios u orejas.

Barbara deslizó el brazo por debajo de la rodilla y consultó la hora. Ya habrían terminado. Tendrían alguna respuesta. Mareada o no, tenía que estar presente cuando el patólogo hiciera el informe preliminar. La reprobación que había visto en los ojos del sargento Stanley había sido suficiente para informarla de que no podía confiar en recibir de él la información pertinente.

Se incorporó con esfuerzo. Se acercó al espejo colgado sobre el lavabo. No tenía nada para darse color, de manera que debería confiar en sus limitados poderes psíquicos para vencer las sospechas del sargento Stanley acerca de su repentina desaparición. Bien, no podía evitarlo.

Le encontró en el pasillo, a cinco pasos de distancia del lavabo de señoras. Stanley fingía hallarse ocupado en extraer un chorro más fuerte de agua de una antigua fuente de porcelana. Cuando Barbara se acercó, se enderezó.

– Un trasto inútil -rezongó. Fingió que reparaba en su presencia-. ¿Ya ha hecho sus llamadas? -preguntó, y desvió la vista hacia la puerta del lavabo, como comunicándole su conocimiento de dónde estaban instalados todos y cada uno de los teléfonos públicos de Wiltshire. «Ahí no hay ninguna cabina, señorita», decía su expresión.

– Todas -dijo Barbara, y pasó por su lado en dirección a la sala de autopsias-. Sigamos con lo nuestro.

Reunió fuerzas para enfrentarse a lo que pudiera aguardar detrás de la puerta. Sintió un gran alivio al ver que había calculado bien el tiempo transcurrido. La autopsia había terminado, se habían llevado el cuerpo, y la única prueba que quedaba del procedimiento era la mesa de acero inoxidable sobre la cual se había practicado. Un técnico la estaba lavando con una manguera. Agua ensangrentada corría sobre el acero y se vertía por los agujeros y canales de los lados.

Sin embargo, otro cadáver esperaba las manipulaciones del patólogo. Yacía sobre una camilla, cubierto en parte por una sábana verde, con las manos aún dentro de una bolsa y una etiqueta atada al dedo gordo del pie derecho.

– Bill -llamó uno de los técnicos en dirección a un cubículo situado al otro extremo de la sala-. He puesto cintas nuevas en la grabadora, así que cuando quieras.

Barbara no estaba dispuesta a presenciar otra autopsia para obtener información de la primera, de modo que se encaminó hacia el cubículo. Dentro, el patólogo estaba bebiendo una taza de café. Su atención estaba centrada en un minitelevisor, en cuya pantalla dos hombres sudorosos se enfrentaban en un partido de tenis. El sonido estaba apagado.

– Vamos, cabeza de chorlito -murmuró-. Cuando sube a la red es mortal, y lo sabes. Ataca, ponle a la defensiva. ¡Sí! -Saludó al tenista con la taza. Vio a Barbara y al sargento y sonrió-. He apostado cincuenta libras en este partido, Reg.

– Deberías ir a Jugadores Anónimos.

– No. Sólo necesito un poco de suerte.

– Todos dicen lo mismo.

– Porque es verdad.

Bill apagó el televisor y miró a Barbara.

Barbara adivinó por su expresión que iba a preguntarle si se encontraba mejor, y no creía que el sargento Stanley necesitara que sus sospechas se avivaran. Sacó la libreta del bolso.

– Londres está esperando mi informe -dijo, y ladeó la cabeza en dirección al otro cadáver de la sala-, pero intentaré no retrasarle mucho. ¿Qué puede decirme?

Bill miró a Stanley, como inquiriendo quién mandaba. Barbara intuyó que el sargento, situado detrás de ella, le daba alguna especie de dispensa papal limitada, porque el patólogo empezó su informe.

– Las indicaciones superficiales son consistentes, aunque no hay ninguna muy pronunciada. -Tradujo su comentario inicial-. A simple vista, todas las condiciones aparentes, aunque no tan bien definidas como de costumbre, apuntan a una única causa de la muerte. El corazón estaba relajado. La aurícula y el ventrículo derechos estaban anegados en sangre. Los alveolos pulmonares estaban enfisematosas, los pulmones pálidos. La tráquea, bronquios y bronquiolos estaban llenos de espuma. Las mucosas estaban rojas y congestionadas. No había hemorragias petequiales debajo de la pleura.

– ¿Qué significa todo eso?

– Que se ahogó.

Bill tomó un sorbo de café. Utilizó el mando a distancia para encender el televisor.

– ¿Cuándo, exactamente?

– En los ahogamientos nunca hay un «exactamente», pero yo diría que murió entre veinticuatro y treinta y seis horas antes de que encontraran el cuerpo.

Barbara calculó a toda prisa.

– Pero eso la sitúa en el canal el sábado por la mañana, no el domingo.

Lo cual significaba que alguien de Allington podía haber visto el coche que transportaba el cadáver de la niña. Porque el sábado los granjeros se levantaban a las cinco como de costumbre, según Robin. Sólo los domingos se quedaban en la cama. Se volvió hacia Stanley.

– Sus hombres tendrán que volver a Allington e interrogar a todo el mundo. Con el sábado, no el domingo, en mente. Porque… -Yo no he dicho eso, sargento -la interrumpió Bill. Barbara volvió la cabeza hacia él.

– ¿No ha dicho qué?

– No he dicho que estuviera en el canal entre veinticuatro y treinta y seis horas antes de su muerte. He dicho que estaba muerta durante ese período antes de que la encontraran. Mis cálculos acerca del tiempo que pasó en el agua siguen en doce horas.

Barbara intentó comprender sus palabras.

– Pero ha dicho que se ahogó.

– Sí, desde luego.

– ¿Sugiere que alguien encontró su cuerpo en el agua, lo sacó del canal y lo devolvió más tarde?

– No. Le estoy diciendo que no se ahogó en el canal.

Bebió el resto del café y dejó la taza sobre el televisor. Se acercó a un aparador y cogió un par de guantes de plástico de una caja de cartón. Los golpeó contra su palma.

– Esto es lo que ocurre en el típico caso de ahogamiento. Una única y fuerte inspiración por parte de la víctima, mientras el agua del fondo introduce partículas extrañas en el cuarpo. Bajo el microscopio, el fluido tomado de los pulmones muestra la presencia de esas partículas extrañas: algas, sedimentos y diatomeas. En este caso, esas partículas deberían coincidir con las algas, sedimentos y diatomeas presentes en una muestra de agua tomada del canal.

– ¿No coinciden?

– Exacto. Porque no estaban allí, para empezar.

– ¿Significa eso que la niña no hizo una «sola inspiración» bajo el agua?

Bill sacudió la cabeza.

– Es una función respiratoria automática, sargento, una fase de la asfixia terminal. En cualquier caso, había agua en los pulmones, lo cual indica que inhaló después de la inmersión. Sometida a análisis, el agua de sus pulmones no coincidió con el agua del canal.

– Está diciendo que se ahogó en otro sitio, supongo.

– Exacto.

– Partiendo del agua encontrada en su cuerpo, ¿sabe dónde murió?

– En otras circunstancias, sí. En éstas, no.

– ¿Por qué?

– Porque el fluido de sus pulmones coincidía con agua del grifo. Pudo morir en cualquier sitio. Pudieron ahogarla en una bañera, en el interior de un retrete, o colgada de los pies con la cabeza metida en un cubo. Hasta podría haberse ahogado en una piscina. El cloro se disipa con rapidez, y no hemos encontrado ni rastro en el cuerpo.

– Pero si la sujetaron para ahogarla, ¿no habría señales? Marcas en el cuello y los hombros. Marcas de ataduras en las muñecas o los tobillos.

El patólogo enfundó la mano derecha en un guante de látex. -Sujetarla no fue necesario.

– ¿Por qué no?

– Porque estaba inconsciente cuando la metieron en el agua. Es la causa de que las típicas señales de ahogamiento fueran menos marcadas que de costumbre, como ya dije al principio.

– ¿Inconsciente? No ha hablado de ningún golpe en la cabeza o…

– No golpearon para que perdiera el sentido, sargento. De hecho, no la maltrataron de ninguna manera, ni antes ni después de su muerte. No obstante, el informe de toxicología demuestra que su cuerpo estaba repleto de benzodiapina. Una dosis tóxica, de hecho, considerando su peso.

– Tóxica pero no mortal -clarificó Barbara.

– Exacto.

– ¿Cómo lo ha llamado? ¿Benzoqué?

– Una benzodiapina. Un tranquilizante. Este en particular es diazepán, aunque tal vez lo conozca por su nombre más común.

– ¿Cuál es?

– Valium. A juzgar por la cantidad hallada en su sangre, combinada con las señales limitadas de ahogamiento, sabemos que estaba inconsciente cuando la sumergieron.

– ¿Y muerta cuando llegó al canal?

– Oh, sí. Estaba bien muerta cuando llegó al canal. Y lo estaba desde hacía casi veinticuatro horas.

Bill se puso el segundo guante. Buscó en el aparador una mascarilla. Ladeó la cabeza hacia la sala de fuera.

– Temo que éste va a ser especialmente maloliente -dijo.

– Ya nos íbamos -dijo Barbara.

Mientras seguía al sargento Stanley hacia el aparcamiento, reflexionó sobre la importancia de los descubrimientos del patólogo. Había pensado que progresaban con lentitud, pero ahora tenía la impresión de haber vuelto al principio. Agua del grifo en los pulmones de Charlotte Bowen significaba que podían haberla retenido en cualquier sitio antes de su muerte, que podía haberse ahogado en Londres tanto como en Wiltshire. Si ése era el caso, si la niña había sido asesinada en Londres, también habrían podido retenerla cautiva en Londres, con tiempo más que suficiente para matarla en la ciudad, y luego transportar su cadáver hasta el canal de Kennet y Avon. El valium también sugería Londres, un tranquilizante prescrito para que la gente pudiera soportar la vida en la metrópoli. Todo lo necesario para que un londinense hubiera secuestrado y matado a Charlotte era que él o ella poseyeran algunos conocimientos sobre Wiltshire.

Por lo tanto, cabía que el sargento Stanley hubiera peinado la campiña para nada, y que el sargento Stanley hubiera desplegado más de un grupo de policías en busca del lugar de cautiverio de la niña para nada. Y también cabía la posibilidad, excelente, de que ella hubiera dado el visto bueno a la búsqueda de Robin Payne por locales de alquiler de barcas, aserraderos, esclusas, molinos y pantanos para nada.

«Qué desperdicio de material humano», pensó. Buscaban una aguja que probablemente ni siquiera existía. Y en un pajar del tamaño de la isla de Wight.

«Necesitamos algo para seguir adelante -se dijo-. Un testigo del secuestro que salga a la luz, encontrar una prenda de Charlotte, recobrar uno de sus libros de texto. Algo más que un cadáver con grasa debajo de las uñas.» Algo que pudiera relacionar el cuerpo con el lugar.

¿Qué sería?, se preguntó. Y en aquel inmenso paisaje, si estaba allí y no en Londres, ¿cómo demonios lo iba a encontrar?

El sargento Stanley, que la precedía, se detuvo en los peldaños. Inclinó la cabeza para encender un cigarrillo. Le ofreció el paquete, detalle que ella consideró una tregua tácita entre ambos. Hasta que vio el encendedor. Era una mujer desnuda, doblada por la cintura, y la llama salía por el culo.

«Puta mierda», pensó Barbara. Tenía el estómago revuelto, la cabeza le daba vueltas y su mente intentaba analizar los hechos. Y aquí estaba, obligada a soportar la compañía del señor Misoginia disfrazado de sargento Cortesía. Esperaba que se ruborizara y emitiera algún comentario ultrafeminista, para poder divertirse después con sus amigotes del DIC.

«Muy bien -pensó-. Te complaceré, capullo.» Cogió el encendedor de su mano. Le dio vuelta, dosificó la llama, lo encendió y lo examinó de nuevo.

– Notable. Increíble, de hecho. Me pregunto si se ha dado cuenta.

El sargento mordió el anzuelo.

– ¿De qué? -preguntó.

Y Barbara tiró del sedal.

– Que si se baja los pantalones y se queda con el culo al aire, este encendedor será su viva imagen, sargento Stanley. -Se lo puso en la palma-. Gracias por el cigarrillo.

Se encaminó hacia el coche.

Los edificios abandonados de George Street habían sido invadidos por miembros de la policía científica. Con sus cajas de herramientas, sobres, frascos y bolsas, recorrían el edificio que St. James y Helen habían explorado días antes. En el piso de arriba estaban enrollando la alfombra para analizarla en el laboratorio, y prestaban especial atención a recoger huellas dactilares.

A medida que espolvoreaban la madera, el pomo de la puerta, el antepecho de la ventana, el grifo del agua, los cristales de la ventana y el espejo con el polvo negro, las huellas iban surgiendo. Había cientos, y parecían las alas rotas y amputadas de insectos de ébano. Los agentes se encargaban de recogerlas todas, no sólo las que encajaban en la misma clasificación de la que St. James había descubierto en el compartimiento de las pilas de la grabadora. Existían muchas posibilidades de que más de una persona estuviera implicada en la desaparición de Charlotte Bowen. Una huella identificable podría conducirles a esa persona y convertirse en la brecha que estaban buscando, si el edificio demostraba tener relevancia en el caso.

Lynley indicó que prestaran especial atención a dos sitios: el espejo del cuarto de baño y los grifos de debajo, así como la ventana que daba a George Street, uno de cuyos cristales había sido limpiado por alguien que quería observar con comodidad los edificios de Santa Bernadette, en Blanford Street. El propio Lynley se encontraba en la cocina de las dimensiones de una caja de cerillas, donde inspeccionaba aparadores v cajones en busca de algo que St. James hubiera pasado por alto durante su exploración del lugar.

Había poca cosa, observó que St. James lo había apuntado todo en una lista, con su típica atención a los detalles, durante la conversación que habían sostenido la tarde anterior. En un aparador estaba la taza de hojalata roja. Un cajón contenía un tenedor de dientes doblados y cinco clavos oxidados. Dos jarras mugrientas decoraban la encimera. No había nada más.

Mientras el agua goteaba en el fregadero, Lynley se inclinó sobre la encimera polvorienta y la examinó de cerca con detenimiento, en busca de algo que hubiera pasado inadvertido sobre la fórmica moteada. Paseó los ojos desde la pared hasta el extremo exterior de la encimera, desde el extremo exterior hasta la franja de metal que sujetaba el fregadero. Entonces lo vio: un fragmento azul (no más grande que la astilla de un diente) estaba encajado entre el metal que rodeaba el fregadero y la encimera.

Con una hoja delgada extrajo el fragmento azul de su alojamiento. Tenía un olor vagamente medicinal, y cuando lo rascó con la uña sobre la palma de la mano, vio que se desmenuzaba. ¿Parte de una droga?, se preguntó. ¿Alguna especie de detergente? Lo guardó en un frasco, lo etiquetó y lo entregó a un agente de la policía científica, con la instrucción de que fuera identificado lo antes posible.

Salió del piso al asfixiante corredor. Como estaba entablillado, había poca ventilación en el edificio. El olor a roedores, comida descompuesta y excrementos impregnaba el aire, un olor exacerbado por el calor de la primavera. Fue aquella característica la que comentó el detective Winston Nkata cuando subía la escalera al tiempo que Lynley bajaba al piso de la segunda planta.

– Este lugar es una letrina -murmuró cubriéndose la boca y la nariz con un impecable pañuelo blanco.

– Mira dónde pisas -advirtió Lynley-. Dios sabe lo que hay debajo de la basura que cubre el suelo.

Nkata avanzó con cuidado hasta la puerta del piso mientras Lynley entraba.

– Espero que a esos tipos les den una paga doble.

– Un aspecto más del glorioso trabajo policial. ¿Qué has averiguado?

Nkata esquivó las pilas de basura más significativas que la policía científica estaba inspeccionando. Se acercó a la ventana y la abrió, de forma que entró una brisa anodina. Al parecer, bastó para satisfacerle, porque bajó el pañuelo, aunque dio un respingo al percibir el olor.

– Me he puesto en contacto con la policía de Marylebone -dijo-. Los agentes de la comisaría de Wigmore Street son los encargados de hacer la ronda por Cross Keys Close. Tuvo que ser uno de ellos el que vio al vagabundo del que el señor St. James le habló.

– ¿y?

– Fracaso total. Ninguno recordaba haber ahuyentado a un vagabundo de la zona. Han estado ocupados, con la temporada turística y todo eso, y no toman nota de a quién echan ni de dónde. En consecuencia, nadie quiere decir que no sucediera, pero tampoco quieren sentarse con uno de nuestros Picassos para hacer un retrato del tipo.

– Mierda -masculló Lynley, viendo cómo se desvanecían sus esperanzas de una descripción aceptable del vagabundo.

– Eso mismo pensé yo. -Nkata sonrió y se tiró de la oreja-. Por eso me tomé algunas libertades.

Nkata y sus libertades habían desenterrado más de un fragmento de información vital. El interés de Lynley aumentó.

– ¿Y?

El agente rebuscó en el bolsillo de la chaqueta. Se había llevado a uno de los dibujantes a comer, explicó meneando la cabeza, y Lynley comprendió que el dibujante era de sexo femenino. Se habían dejado caer por Cross Kevs Close de paso, y visitado al escritor que había proporcionado a Helen la descripción del vagabundo expulsado del laberinto de callejuelas el mismo día que Charlotte Bowen había desaparecido. Con la dibujante trabajando y el escritor aportando detalles, habían llegado a componer un símil del hombre. Nkata, que se había tomado una libertad más con una admirable dosis de iniciativa, había tenido la perspicacia de pedir a la dibujante que hiciera un segundo esbozo, esta vez sin el pelo enmarañado, los bigotes y la gorra de punto, que bien podían ser parte de un disfraz.

– Esto es lo que obtuvimos. -Sacó los dos dibujos.

Lynley los estudió mientras Nkata continuaba. Dijo que había hecho copias de ambos y los había distribuido entre los agentes que solían recorrer la calle, en un intento de localizar el lugar de donde Charlotte había desaparecido. Había dado otros a los agentes que iban investigando por pensiones de mala muerte y burdeles, por si podían obtener el nombre del sujeto.

– Envía a alguien que enseñe los dibujos a Eve Bowen -dijo Lynley-. Y a su marido y al ama de llaves. Y a ese caballero del que me hablaste anoche, el que vigila la calle desde su ventana. Puede que uno de ellos nos proporcione algo.

– Comprendido.

En el pasillo, dos miembros de la policía científica estaban transportando la alfombra enrollada del piso de arriba. La llevaban a las espaldas como una obligación inmerecida.

– ¡Ponte recto, Maxie! -exclamó uno mientras se tambaleaban hacia la escalera-. Apenas tengo espacio para maniobrar. Lynley fue a ayudarles y Nkata le siguió a regañadientes.

– Esto huele a meada de perro -dijo.

– Es probable que esté saturada -admitió Maxie-. Olerá muy bien en tu chaqueta, Winnie.

Los demás lanzaron risitas. Continuaron hasta la planta baja del edificio entre gruñidos, tropiezos, blasfemias y mucho tantear en pasillos mal iluminados. En la planta baja había mayor luz y un aire más respirable, puesto que habían quitado el metal y las tablas de la puerta principal para acceder al interior. Cruzaron la puerta con la alfombra enrollada y la arrojaron al interior de una furgoneta que esperaba en la calle. Nkata se sacudió el polvo con grandes aspavientos.

De vuelta a la acera, Lynley pensó en lo que le había dicho el agente. Si bien era cierto que debido al número ingente de turistas desperdigados por la zona que daba a Regent's Park, el museo de cera o el planetárium, la policía local no prestaría tanta atención a los vagabundos, parecía razonable suponer que alguien podría identificarle con la ayuda de los dibujos.

– Tendrás que hablar otra vez con la policía local, Winston -dijo-. Enseña el dibujo en la cantina, a ver si refrescas alguna memoria.

– Hay otra cosa -dijo Nkata-. No le va a hacer mucha gracia. En la policía local tienen veinte especiales, de propina.

Lynley maldijo por lo bajo. Veinte agentes especiales (voluntarios de la comunidad que vestían uniforme y paseaban como cualquier otro policía) significaban veinte individuos más que habrían podido ver al vagabundo. Al parecer, el caso se volvía más complejo a cada hora que pasaba.

– Tendrás que enseñarles también el dibujo.

– No se preocupe. Lo haré.

Nkata se quitó la chaqueta e inspeccionó el hombro donde había apoyado la alfombra. Una vez satisfecho, se la puso de nuevo y dedicó un momento a ajustar los puños de la camisa. Echó una mirada calculadora hacia el edificio del que acababan de salir.

– ¿Cree que fue en este lugar donde retuvieron a la niña? -preguntó a Lynley.

– No lo sé. En este momento es una posibilidad, como lo es el resto de Londres. Por no mencionar Wilthsire.

Introdujo la mano maquinalmente en el bolsillo interior de la chaqueta donde, antes de abandonar el vicio dieciséis meses atrás, siempre guardaba el tabaco. Era curiosa la resistencia del hábito a desaparecer. La ceremonia de encender un cigarrillo estaba relacionada de alguna manera con el proceso de pensar. Tenía que hacer lo uno para estimular lo otro. Al menos, eso creía en momentos semejantes.

Nkata debió de darse cuenta, porque rebuscó en sus pantalones y extrajo un Opal Fruit. Lo tendió a Lynley sin decir nada y buscó otro para él. Desenvolvieron los dulces en silencio, mientras la policía científica seguía trabajando en el edificio abandonado.

– Tres posibles móviles -dijo Lynley-, pero sólo uno tiene sentido: todo este asunto fue un burdo intento de aumentar el tiraje del Source…

– No tan burdo -señaló Nkata.

– Burdo en el sentido de que no debía ser la intención de Dennis Luxford que la niña muriera. Si ése es nuestro móvil, aún hemos de saber el motivo. ¿Estaba en peligro el empleo de Luxford? ¿Otro periódico le había robado al Source una buena tajada de publicidad? ¿Ocurrió algo en su vida que le impulsó a cometer el secuestro?

– Tal vez las dos cosas. Problemas laborales. Menos ingresos por publicidad.

– ¿O bien los dos delitos, el secuestro y el asesinato, fueron tramados por Eve Bowen para despertar una oleada de simpatía popular?

– Frío frío -dijo Nkata.

– Frío, sí, pero es una política, Winston. Quiere ser primera ministra. Ya ha pasado al carril rápido, pero tal vez le ha entrado impaciencia por llegar a la cumbre. Pensó en tomar un atajo y la respuesta fue su hija.

– Una mujer que pensara así sería un monstruo. Es antinatural.

– ¿A ti te pareció natural?

Nkata chupó el Opal Fruit con aire pensativo.

– La cuestión es ésta -dijo por fin-. No me trato con mujeres blancas. Una mujer negra es sincera sobre lo que desea y cuándo. Y cómo, sí, incluso dice al hombre como. Pero ¿una mujer blanca? No. La mujer blanca es un misterio. Las mujeres blancas siempre me parecen frías.

– ¿Eve Bowen te pareció más fría que las otras?

– Sí, pero ¿qué pasa con esa frialdad? Es una cuestión de grado. Todas las mujeres blancas parecen gélidas con sus hijos. Si quiere saber mi opinión, era quien era.

Tal vez era un análisis más acertado que el suyo sobre la sub-secretaria, pensó Lynley.

– Lo acepto. Lo cual nos deja sólo el móvil número tres: alguien intenta apartar a la señora Bowen del poder. Fue lo que ella supuso primero.

– Alguien que estaba en Blackpool cuando ella se lo hizo con Luxford -dijo Nkata.

– Alguien que saldrá beneficiado si ella cae. ¿Has investigado va a los Woodward?

– Son los siguientes de mi lista.

– Ponte en marcha.

Lynley sacó las llaves del coche.

– ¿Y usted?

– Voy a hacer una visita a Alistair Harvie. Es de Wiltshire, no es amigo de la Bowen y estuvo en Blackpool durante el congreso tory.

– ¿Cree que es nuestro hombre?

– Es un político, Winston -le recordó Lynley.

– Eso le proporciona un móvil, ¿no?

– Exacto. Para casi todo.

Lynley encontró al diputado Alistair Harvie en el Centaur Club, convenientemente emplazado a menos de un cuarto de hora a pie de Parliament Square. Antigua residencia de una de las amantes de Eduardo VII, el edificio era un despliegue de cornisas Wyatt, abanicos Adams techos Kauffmann. Su elegante arquitectura era un tributo al pasado georgiano y regencia del país (con detalles decorativos elaborados en toda clase de materiales, desde yeso a hierro forjado), pero su diseño interior era una declaración sobre el presente y el futuro. Si en otro tiempo el gran salón del primer piso del club había contenido una serie de muebles Hepplewhite y habitantes vestidos con elegancia que disfrutaban lánguidamente del té de la tarde, ahora albergaba un auténtico tráfico de hombres sudorosos en pantalones cortos y camiseta, que gruñían y jadeaban en toda clase de aparatos de gimnasia.

Alistair Harvie era uno de ellos. El diputado, con pantalones de correr, bambas y una cinta de toalla para el pelo (la cual recogía el sudor que resbalaba desde su cabello gris, esculpido con absoluta perfeción), corría con el pecho desnudo sobre una cinta de andar encarada hacia un espejo, en el cual los atletas podían mirarse y meditar sobre sus perfecciones físicas o la falta de ellas.

Aquello era lo que parecía estar haciendo Harvie cuando Lynley se acercó a él. Corría con los brazos doblados, los codos apretados a los lados y los ojos clavados en su reflejo. Sus labios estaban apretados en lo que podía ser una sonrisa o una mueca, y mientras sus pies repiqueteaban en la cinta, que se movía a gran rapidez, respiraba rítmica y profundamente, como un hombre complacido en poner a prueba la resistencia de su cuerpo.

Cuando Lynley sacó su tarjeta de identificación y la sostuvo a la altura de los ojos de Harvie, el diputado no dejó de correr. Tampoco pareció preocupado por la visita de la policía.

– ¿Le han dejado entrar? -se limitó a decir-. ¿Qué coño ha pasado con la privacidad en esta casa? -Hablaba con la inconfundible voz pastosa de un ex alumno de Wickham-. Aún no he terminado. Tendrá que esperar siete minutos. Por cierto, ¿quién le dijo dónde encontrarme?

Harvie tenía el aspecto de un hombre que se sentiría muy complacido de despedir a la menuda secretaria que había proporcionado la información a Lynley, nerviosa al ver su identificación.

– Sus horarios no constituyen ningún secreto, señor Harvie -dijo Lynley-. Me gustaría hablar con usted, por favor.

Harvie no reaccionó al oír a un policía que hablaba con la misma voz cultivada de un colegio privado.

– Ya se lo he dicho -contestó-. Cuando haya terminado.

Se llevó la muñeca derecha, protegida por una cinta absorbente, al labio superior.

– Temo que no dispongo de tiempo. ¿Quiere que le interrogue aquí?

– He olvidado pagar una multa de aparcamiento?

– Tal vez, pero eso no entra dentro de la jurisdicción del DIC.

– ¿El DIC? -Harvie no disminuyó la velocidad. Habló entre inspiraciones reguladas con cuidado-: ¿Investigación criminal de qué?

– El secuestro y muerte de la hija de Eve Bowen, Charlotte. ¿Hablamos aquí, o prefiere que la conversación tenga lugar en otro sitio?

Los ojos de Harvie abandonaron por fin su reflejo y se clavaron en los de Lynley. Le miraron dudosos un instante, mientras un hombre de piernas torcidas, con un estómago demasiado prominente, subía a la cinta de andar contigua y empezaba a manipular los controles. Se puso en acción. Su usuario lanzó un grito y empezó a correr.

– Sin duda -dijo Lynley, en voz lo bastante alta para que le oyera el corredor de al lado-, se habrá enterado de que la niña fue encontrada muerta el domingo por la noche, señor Harvie. En Wiltshire. A una distancia no muy grande de su casa de Salisbury, según creo. -Apretó las manos contra los bolsillos de la chaqueta, como si buscara una libreta en la que apuntar la declaración de Aistair Harvie-. Lo que Scotland Yard quiere saber… -agregó con el mismo tono.

– De acuerdo -le interrumpió Harvie. Ajustó el mando de la cinta y su velocidad disminuyó. Cuando se detuvo, bajó-. Posee la sutileza de un vendedor ambulante victoriano, señor Lynley. -Cogió una toalla blanca que había sobre la barandilla de la cinta-. Voy a ducharme y cambiarme -dijo mientras se frotaba los brazos-. Puede acompañarme, si quiere masajearme la espalda, o puede esperar en la biblioteca. Como prefiera.

Lynley descubrió que la biblioteca era un eufemismo para designar el bar, aunque hacía honor a su nombre gracias al despliegue de periódicos y revistas que había sobre una mesa de caoba, situada en el centro de la sala, y dos paredes ocupadas por estantes, cuyos volúmenes encuadernados en piel daban la impresión de no haber sido abiertos en todo el siglo. Unos ocho minutos después, Harvie se acercó sin prisas a la mesa de Lynley. Se detuvo para intercambiar unas palabras con un octogenario que estaba haciendo un solitario con una rapidez desaforada. Después, paró en una mesa ocupada por unos jóvenes vestidos con trajes a rayas que examinaban el Financial Times y tecleaban en un ordenador portátil.

– Pellegrino y lima, George -dijo Harvie al camarero después de impartir sabiduría a los lechuguinos-. Sin hielo, por favor.

Por fin, se reunió con Lynley.

Se había puesto su conjunto de parlamentario. En el mejor estilo de la escuela privada, llevaba un traje azul marino lo bastante deshilachado para sugerir que un antiguo criado de la familia lo había utilizado antes que él. Lynley observó que su camisa combinaba con sus ojos azules penetrantes. Acercó una silla a la mesa y, una vez sentado, se desabrochó la chaqueta y tocó el nudo de la corbata con los dedos, que luego recorrieron el resto de la prenda.

– Tal vez pueda decirme a qué viene su interés en entrevistarme acerca de este asunto -dijo Harvie. En el centro de la mesa había un cuenco de frutos secos. Cogió cinco anacardos y los depositó en la palma de su mano-. Una vez sepa para qué ha venido, estaré más que dispuesto a contestar sus preguntas.

Harvie se llevó un anacardo a la boca. Agitó los otros en su mano.

«Responderás a mis preguntas tanto si te gusta como si no», pensó Lynley.

– Puede llamar a su abogado, si lo considera necesario -dijo.

– Eso me llevaría un poco de tiempo, y acaba de decir que no tiene mucho. No juguemos al gato y el ratón, inspector Lynley. Usted es un hombre ocupado, y yo también. De hecho tengo una reunión de comité dentro de veinticinco minutos. Le concedo diez. Sugiero que los administre con prudencia.

El camarero trajo la botella de Pellegrino y llenó un vaso. Harvie asintió con la cabeza en señal de agradecimiento, pasó un corte de lima por el borde del vaso y luego lo introdujo dentro del agua. Se llevó otro anacardo a la boca y lo masticó lentamente, mientras observaba a Lynley como si le animara a replicar.

Era absurdo enfrascarse en un duelo verbal, sobre todo en una situación en que su adversario llevaba ventaja por su vocación de ganar a toda costa.

– Usted se ha opuesto abiertamente a la construcción de una nueva cárcel en Wiltshire -dijo.

– En efecto. Puede que proporcione unos cuantos centenares de puestos de trabajo a mi distrito electoral, pero al coste de destruir cientos de hectáreas más de la llanura de Salisbury, dejando aparte el que algunos especímenes humanos de lo más indeseable invadan el condado. Mis electores se oponen con buenos motivos. Yo soy su voz.

– Tengo entendido que esto le pone en contra del Ministerio del Interior. Y de Eve Bowen en particular.

Harvie hizo rodar los restantes anacardos en su palma.

– No estará insinuando que planeé el secuestro de su hija por eso, ¿verdad? Sería una maniobra muy poco eficaz para trasladar el emplazamiento de la cárcel a otro sitio.

– Me interesa explorar toda su relación con la señora Bowen.

– No tengo la menor relación con ella.

– La conoció en Blackpool hace unos once años.

– ¿De veras?

Harvie pareció perplejo, aunque Lynley se encontraba más que dispuesto a considerar aquella perplejidad como una demostración de la habilidad de los políticos para el disimulo.

– Fue en un congreso tory. Ella trabajaba como corresponsal político del Telegraph. Le entrevistó.

– No me acuerdo. He concedido cientos de entrevistas en la última década. Es casi imposible que recuerde alguna con detalle.

– Tal vez el desenlace refresque su memoria. Intentó acostarse con ella.

– ¿De veras?

Harvie cogió el vaso y probó el agua. Parecía más intrigado que ofendido por la revelación de Lynley. Se inclinó hacia la mesa y rebuscó entre los frutos secos hasta encontrar más anacardos.

– No me sorprende -dijo-. No sería la primera reportera con la que habría querido acostarme después de la entrevista. ¿Lo hicimos, por cierto?

– Según la señora Bowen, no. Ella le rechazó.

– ¿De veras? No es mi tipo. Tal vez tenía más ganas de comprobar su reacción ante la idea de echar un polvo que de tirármela.

– ¿Y si hubiera accedido?

– Nunca he defendido el celibato, inspector.

Desvió la vista hacia el otro lado de la sala, en dirección a un alféizar que encuadraba un banco de terciopelo rojo raído situado bajo una ventana. Por las ventanas se veía un jardín en todo su esplendor, y las flores rojiazules de una glicina caían como uvas contra la ventana.

– Dígame -continuó Harvie, apartando la vista de las flores-, ¿se supone que he secuestrado a su hija como venganza de su rechazo en Blackpool? Un rechazo, fíjese bien, que no recuerdo, pero admito que pueda haber ocurrido.

– Como ya he dicho, en Blackpool era reportera del Telegraph. Sus circunstancias han cambiado bastante desde entonces. Las de usted, por el contrario, no han cambiado en absoluto.

– Es una mujer, inspector. Sus acciones políticas han subido más por ese detalle que por poseer algún talento superior al mío. Yo soy, como usted y como todos nuestros hermanos, una víctima de la exigencia feminista de que haya más mujeres en puestos de responsabilidad.

– Por lo tanto, si ella no ocupara ese puesto de responsabilidad, lo ocuparía un hombre.

– En el mejor de los mundos,

– Y es posible que ese hombre fuera usted.

Harvie terminó sus anacardos y se limpió los dedos con una servilleta.

– ¿Qué conclusión debo extraer de ese comentario?

– Si la señora Bowen dimitiera de su puesto en el Ministerio del Interior, ¿quién tiene todos los números para ocuparlo?

– Ah. Usted me ve esperando entre bastidores, el suplente que aspira con desesperación a que una «fractura de pierna» se convierta en algo más que un deseo de buena suerte para la estrella de la función, ¿Me equivoco? No se moleste en contestar. No soy idiota. De todos modos, la pregunta revela lo poco que sabe usted de política.

– No obstante, si me hace el favor de contestar…

– No me opongo al feminismo per se, pero admito que el movimiento se nos ha ido de las manos, sobre todo en el Parlamento. Hay mejores cosas en que ocupar nuestro tiempo que enzarzarnos en discusiones sobre si tendrían que venderse tampones y medias en el palacio de Westminster, o instalarse una guardería al servicio de las diputadas que tengan hijos pequeños. Es el centro de nuestro gobierno, inspector, no el departamento de servicios sociales.

Lynley decidió que obtener una respuesta directa de un político era como intentar ensartar una serpiente aceitada con un palillo.

– Señor Harvie -dijo-, no quiero que llegue tarde a su reunión. Por favor, conteste mi pregunta. ¿Quién tiene todos los números?

– Le gustaría que tirara piedras sobre mi propio tejado, pero yo no cuento con la menor posibilidad si Eve Bowen dimite. Es una mujer, inspector. Si quiere saber quién sale ganando si renuncia a su cargo de subsecretaria, tendrá que investigar a las otras mujeres de los Comunes, no a los hombres. El primer ministro no sustituirá a una mujer por un hombre, sean cuales sean sus cualificaciones. No sucederá debido al clima que se respira en este momento y a los resultados que obtiene en las encuestas.

– ¿Y si también dimitiera como parlamentaria? ¿Quién saldría ganando?

– Dispone de más poder gracias a su cargo en el Ministerio del Interior del que tendría como simple diputada. Si quiere saber quién saldría ganando si renuncia, investigue a las personas cuyas vidas se ven más afectadas por su presencia en el Ministerio del Interior. Yo no soy una de ellas.

– ¿Quién, pues?

Harvie cogió dos nueces de la cesta mientras meditaba la pregunta.

– Presidiarios -dijo-. Inmigrantes, estafadores, falsificadores de pasaportes.

Hizo ademán de llevarse una nuez a la boca, pero se detuvo de repente y bajó la mano.

– ¿Alguien más? -preguntó Lynley.

Harvie dejó las nueces junto a su vaso.

– Esta clase de cosas… -dijo, más para sí que para Lynley-. Lo ocurrido a la hija de Eve no es su método habitual de proceder. Además, con el actual ambiente de colaboración… Pero si ella dimitiera, tendrían un enemigo menos…

– ¿Quiénes?

Harvie levantó la vista.

– Ahora que se ha establecido un alto el fuego y se han iniciado las negociaciones, no creo que quieran complicar las cosas, pero aun así…

– ¿Alto el fuego? ¿Negociaciones? ¿Está hablando del…?

– Exacto -dijo Harvie, muy serio-. Del IRA.

Eve Bowen, explicó, había sido desde el primer momento una de las enemigas más encarnizadas de entablar negociaciones con el Ejército Republicano Irlandés. Los pasos dados hacia la paz en Irlanda de Norte no habían conseguido aplacar sus sospechas sobre las intenciones reales de los Provos. En público, por supuesto, apoyaba los esfuerzos del primer ministro por solucionar el problema irlandés. En privado, proclamaba su creencia de que el INLA, siempre más radical que el IRA Provisional, tenía muchas posibilidades de reciclarse y surgir como una fuerza activa y violenta contra el proceso de pacificación.

– Ella cree que el gobierno debería hacer algo más que prepararse para el momento en que las conversaciones se interrumpan o el INLA entre en acción -dijo Harvie.

Creía que el gobierno debía estar preparado para cortar de raíz posibles problemas, sin correr el riesgo de afrontar otra década de bombas en Hyde Park y Oxford Circus.

– ¿Cómo se propone hacerlo el gobierno? -preguntó Lynley-.

– Examinando formas de aumentar los poderes del RUC (Policía Real del Ulster) y aumentando el número de tropas desplegadas en el Ulster, todo a escondidas, por supuesto, al tiempo que afirma creer a pies juntillas en el proceso negociador.

– Un asunto peligroso -comentó Lynley.

– No sólo eso.

Harvie explicó a continuación que Eve Bowen también proponía aumentar la presencia de la policía secreta en Kilburn. Su propósito sería identificar y controlar a los partidarios londinenses de los elementos disidentes del IRA, dedicados a pasar de contrabando armas, explosivos y guerrillas en Inglaterra, por si no obtenían lo que deseaban de las conversaciones de paz.

– Parece que no cree que pueda llegarse a una solución -dijo Lynley.

– Exacto. Su postura oficial es doble. Primero, como ya he dicho, el gobierno ha de estar preparado para el momento en que las conversaciones con el Sinn Fein se rompan. Y segundo, que esos seis condados votaron su integración en el Imperio Británico, y por Dios que merecen la protección del Imperio hasta las últimas consecuencias. Es un sentimiento muy popular entre aquellos empecinados en creer que todavía existe un Imperio Británico.

– Usted no está de acuerdo con su punto de vista.

– Soy realista, inspector. Durante dos décadas, el IRA ha demostrado bastante bien que no va a desintegrarse porque ejecutemos a sus miembros sin juicios ni zarandajas siempre que tengamos la oportunidad. Al fin y al cabo, son irlandeses. Se reproducen sin cesar. Cuando encarcela a uno, hay diez más procreando bajo una foto del Papa. No, la única forma sensata de acabar con el conflicto es negociar un acuerdo.

– Algo a lo que Eve Bowen se resiste.

– Muerte antes que deshonor. Pese a lo que diga en público, Eve cree que si ahora negociamos con los terroristas, ¿dónde estaremos dentro de diez años? -Consultó su reloj y bebió el resto del agua. Se puso en pie-. No es típico de ellos secuestrar y asesinar al hijo de un político. Tampoco diría que ninguno de los dos casos, por horrible que pueda resultar para Eve, dará como resultado que dimita de su cargo. A menos que haya algo relacionado con esos dos casos que yo ignore…

Lynley no contestó.

Harvie volvió a abrocharse la chaqueta y ajustó sus puños.

– En cualquier caso -dijo-, si busca a alguien que pueda salir particularmente beneficiado si ella dimite, piense en el IRA y sus grupos afines. Podrían estar en cualquier sitio. Nadie mejor que un irlandés con una causa para integrarse en un ambiente hostil sin llamar la atención.

20

Alexander Stone vio a la señora Maguire con el rabillo del ojo. Estaba husmeando en el ropero del dormitorio de Charlotte cuando el ama de llaves apareció en la puerta. Sostenía un cubo de plástico en una mano y en la otra llevaba un montón de trapos. Se había dedicado a limpiar ventanas durante las dos últimas horas, en tanto sus labios se movían en silencio recitando oraciones, con los ojos anegados en lágrimas mientras eliminaba el polvo y sacaba brillo a los cristales.

– ¿Le molesto, señor Alex?

Aparecieron hoyuelos en su barbilla cuando paseó la vista por la habitación, donde las pertenencias de Charlotte continuaban en el mismo sitio que una semana antes.

– No -dijo Alex, pese al nudo que atenazaba su garganta-. Adelante. No pasa nada.

Introdujo la mano en el armario y acarició un vestido de terciopelo rojo, con cuello de encaje blanco y puños a juego. El vestido de Navidad de Charlotte.

La señora Maguire entró renqueante en la habitación. El agua del cubo se agitó como las tripas de un borracho. Como el estómago de Alex, de hecho, aunque en esta ocasión no era debido a la bebida.

Pasó la mano por una falda a cuadros escoceses. Oyó que la señora Maguire descorría las cortinas y trasladaba los peluches de Charlotte desde el banco situado bajo la ventana hasta la cama. Cerró los ojos y pensó en la cama, donde anoche, en aquella misma habitación, había follado a su mujer, la había cabalgado frenéticamente hasta el orgasmo como si nada hubiera pasado. ¿En qué había estado pensando?

– ¿Señor Alex? -La señora Maguire había hundido un trapo en el cubo, lo había estrujado, y ahora lo sostenía en sus manos enrojecidas, retorcido como una cuerda-. No quiero causarle más aflicciones, pero sé que la policía telefoneó hace una hora. Como no tuve valor para entrometerme en el duelo de la señora Eve, me pregunto si podría decirme algo sin someter a su alma a más tormentos…

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

– ¿Qué es?

Su tono fue brusco, aunque no era su intención. Lo último que deseaba era ser objeto de la compasión de alguien.

– ¿Puede decirme cómo fue lo de Charlie? Sólo he leído los periódicos, y como ya he dicho, no quise preguntar a la señora Eve. No pretendo ser morbosa, señor Alex. Es que podré rezar mejor por su descanso si sé cómo ocurrió.

«Cómo fue lo de Charlie», pensó Alex. Daba brincos a su lado para no quedarse atrás cuando paseaban juntos. La enseñaba a cocinar pollo con salsa de lima, el primer plato que él había aprendido. Recorría con ella el dispensario de erizos y contemplaba su cara de felicidad (con los puñitos apretados contra su pecho huesudo) cuando pasaba ante las jaulas. Así había sido con Charlotte, pensó. Pero sabía qué información solicitaba el ama de llaves. Y no era acerca de cómo había vivido Charlotte.

– Se ahogó.

– ¿En ese sitio que salió en la tele?

– No saben dónde. El DIC de Wiltshire dice que antes la drogaron con tranquilizantes.

– ¡Santa sangre de Jesús! -La señora Maguire se volvió hacia la ventana como atontada. Frotó el paño húmedo en uno de los cristales-. Santa Madre de Dios.

Alex oyó que contenía el aliento. La mujer cogió un trapo seco y lo aplicó al cristal húmedo. Dedicó especial atención a las esquinas, donde se concentraba la suciedad. Oyó que sorbía por la nariz y comprendió que había empezado a llorar de nuevo.

– Señora Maguire -dijo-, no hace falta que venga cada día. La mujer se volvió.

– ¿Me está diciendo que va a despedirme? -preguntó con semblante afligido.

– Dios, no. Sólo quería decir que si quiere tomarse unos días libres…

– No -replicó el ama de llaves con firmeza-. No quiero ningún día libre.

Volvió hacia las ventanas y empapó el trapo para limpiar el segundo cristal. Lo hizo con tanta perfección como el primero.

– No fue… -dijo vacilante, en voz aún más queda-. Perdone, señor Alex, pero no la estropearon, ¿verdad? No fue… Antes de morir no la molestaron, ¿verdad?

– No. No hay pruebas de eso.

– Dios es misericordioso -respondió la señora Maguire.

Alex tuvo ganas de preguntar dónde estaba esa misericordia si, para empezar, permitía que quitaran la vida a una niña. ¿Cuál era el objetivo de ahorrarle amablemente el terror y la tortura de la violación, la sodomía o alguna otra forma de vejación, cuando iba a terminar flotando muerta en el canal de Kennet y Avon? En cambio, volvió a hurgar en las ropas para terminar la misión que Eve le había encomendado.

– Van a entregarnos el cuerpo -le había dicho-. Debemos dar ropa a la funeraria para que esté vestida en el ataúd. ¿Te encargarás de eso, Alex? Creo que aún no estoy preparada para rebuscar entre sus cosas. ¿Lo harás, por favor?

Se estaba tiñendo el pelo en el cuarto de baño, de pie ante el lavabo, con una toalla alrededor de los hombros. Dividía su pelo en hileras perfectamente rectas con un peine y se aplicaba tinte de una botella en el cuero cabelludo. Incluso utilizaba lo que parecía un pincel pequeño, que empleaba con precisión para abarcar las raíces de todos los cabellos.

Él la había mirado en el espejo. No había dormido la noche anterior, después de que terminaran de hacer el amor. Ella le había animado a tomar sedantes y luego se había acostado, pero Alex no quería más fármacos, y así se lo dijo. Había vagado por la casa (desde su dormitorio a la habitación de Charlie, de la habitación de Charlie a la sala de estar, de la sala de estar al comedor, donde se había sentado y contemplado el jardín, pese a que, hasta el amanecer, no pudo distinguir otra cosa que formas y sombras), para luego terminar contemplándola mientras se teñía con toda calma el pelo, cada vez más agotado y desesperado.

– ¿Qué quieres que lleve? -había preguntado.

– Gracias, querido. -Aplicó el tinte en un mechón, desde la frente a la coronilla. Lo esparció con el cepillo-. El cadáver será expuesto al público, de modo que debería ser algo adecuado.

– ¿Expuesto al público? No había pensado…

– Quiero que la gente lo vea, Alex. Si no, dará la impresión de que queremos ocultar algo al público. Y no es así. Por lo tanto, ha de quedar expuesto y hay que vestirla con algo apropiado para la ocasión.

– Algo apropiado -repitió como un eco, incapaz de pensar porque tenía miedo de lo que podía llegar a pensar-. ¿Qué sugieres? -añadió con un esfuerzo.

– Su vestido de terciopelo. El de la última Navidad. Aún le irá a la medida. -Eve deslizó el peine por su cabello y cogió otro mechón para teñirlo-. Tendrás que buscar también sus zapatos negros. Hay medias en el cajón. Un par con encaje alrededor de los tobillos iría bien, pero procura no escoger uno con el dedo agujereado. Supongo que no hará falta ropa interior. Un buen detalle sería una cinta en el pelo, si encuentras una que combine con el vestido. Dile a la señora Maguire que te elija una.

Alex había contemplado sus manos, que se movían con absoluta eficacia. Sujetaban el frasco, el peine y el cepillo sin el menor temblor.

– ¿Qué pasa? -preguntó ella por fin a su reflejo, cuando Alex no se movió para ir a cumplir sus órdenes-. ¿Por qué me miras así, Alex?

– ¿No tienen pistas? -Ya sabía la respuesta, pero necesitaba preguntarle algo, porque hacer una pregunta y escuchar la respuesta parecía la única manera de llegar a comprender quién y qué era ella-. ¿No hay nada? ¿Sólo la grasa debajo de las uñas?

– No te he ocultado nada. Sabes lo mismo que yo.

Vio que la seguía observando y, por un momento, dejó de teñirse. Alex pensó en que ella siempre afirmaba envidiar el que, a sus cuarenta y nueve años, su cabello ni siquiera hubiera empezado a encanecer, cuando el de ella había iniciado la metamorfosis a los treinta y uno. Pensó en cuántas veces había replicado a aquella envidia, diciendo «¿Por qué te tiñes? ¿A quién le importa el color de tu pelo? Yo no pienso hacerlo», a lo cual ella contestaba «Gracias, querido, pero no me gusta el gris, y mientras pueda hacer algo que parezca remotamente natural para librarme de él, lo haré». En aquellas ocasiones había pensado con un encogimiento de hombros que era la vanidad congénita de las mujeres lo que impulsaba a Eve a teñirse, un acto no muy diferente de dejarse el flequillo más largo de lo normal para cubrir la cicatriz de la ceja. Sin embargo, ahora entendía que las palabras clave para comprenderla siempre habían sido las mismas: algo que parezca remotamente natural. Al no haber comprendido su esencia, tampoco la había comprendido a ella. Hasta este momento, al parecer. Incluso ahora no estaba seguro de conocerla.

– Alex, ¿por qué me miras? -había preguntado Eve.

– ¿Lo hacía? Lo siento. Sólo estaba pensando.

– ¿En qué?

– En teñirme el pelo.

Vio el fugaz movimiento de sus párpados. A su manera competente, estaba efectuando un veloz análisis de la dirección en que cualquier respuesta encaminaría la conversación. Se lo había visto hacer en incontables ocasiones, cuando hablaba con electores, periodistas o adversarios.

Eve dejó el frasco, el cepillo y el peine sobre la cisterna. Se volvió hacia él.

– Alex. -Su rostro era sereno, su voz suave-. Sabes tan bien como yo que debemos encontrar una forma de seguir adelante.

– ¿Por eso lo de anoche?

– Lamento que no pudieras dormir. Yo sólo lo conseguí porque tomé un sedante. Tendrías que haberlo hecho. Te dije que tomaras uno. Me parece injusto que por no haber podido dormir y yo sí decidas…

– No estoy hablando de que pudieras dormir, Eve.

– Entonces, ¿de qué estás hablando?

– De lo que pasó antes. En el dormitorio de Charlotte. Eve dio la impresión de que retrocedía ante aquellas palabras.

– Hicimos el amor en la habitación de Charlotte -se limitó a decir.

– En su cama. Sí. ¿Era para seguir adelante con nuestras vidas, o para otra cosa?

– ¿Adónde quieres llegar, Alex?

– Me estaba preguntando por qué quisiste que te follara anoche.

Las palabras quedaron suspendidas en el aire, mientras la boca de ella formaba la palabra «follara», como un eco. Un músculo se agitó debajo de su ojo derecho.

– No quería que me follaras -musitó-. Quería que me hicieras el amor. Me pareció…

Le dio la espalda. Cogió el peine y el frasco de tinte, pero no se los llevó a la cabeza. De hecho, no levantó la cabeza, de manera que Alex sólo podía ver el reflejo en el espejo de las mechas de cabello teñidas.

– Te necesitaba. Era una manera de olvidar, aunque sólo fuera por treinta minutos. No pensé que estábamos en la habitación de Charlotte. Tú estabas allí, y me abrazabas. Era lo único que importaba en aquel momento. Había eludido a la prensa, me había entrevistado con la policía, había intentado (Dios, cómo lo había intentado) olvidar el aspecto de Charlotte cuando identificamos su cadáver. Cuanto te tendiste a mi lado y me rodeaste con los brazos y dijiste que era bueno haber evitado… sentir, Alex, pensé… -Levantó la cabeza y él vio que sus labios temblaban-. Lamento si cometí un error al desear hacer el amor en su habitación, pero te necesitaba.

Se miraron en el espejo. Alex ansiaba creer que le estaba diciendo la verdad.

– ¿Para qué? -preguntó.

– Para ayudarme a olvidar por un momento. Es lo que estoy haciendo ahora, con esto. -Indicó el tinte, el peine, el cepillo-. Porque es la única manera… -Tragó saliva y su voz se quebró-. Alex, parece que es la única forma de soportar…

– Oh, Jesús, Eve. -La volvió hacia él y la apretó contra sí, indiferente al tinte de su cabello, que le manchaba las manos y la ropa-. Lo siento. Estoy agotado y no pensaba… No puedo evitarlo. Adondequiera que miro, la veo.

– Necesitas descansar -dijo Eve contra su pecho-. Prométeme que esta noche tomarás las pastillas. No puedes fallarme. Necesito que seas fuerte, porque no sé cuánto más aguantaré. Promételo. Dime que te tomarás esas pastillas.

Era una promesa muy fácil de hacer. Y necesitaba dormir. Accedió y fue a la habitación de Charlie, pero sus manos estaban manchadas de tinte, y al verlas supo que había pocas posibilidades de que un sedante o cinco le ayudaran a resolver los recelos que atormentaban su conciencia y le impedían dormir.

La señora Maguire le estaba hablando desde las ventanas de la habitación de Charlie. Discernió las últimas palabras.

– … como una mula en lo tocante a su ropa, ¿verdad?

Alex volvió a la realidad y parpadeó para dominar el dolor agazapado tras sus ojos.

– Estaba pensando. Lo siento.

– Su mente está tan dolorida como su corazón, señor Alex -murmuró el ama de llaves-. No tiene por qué disculparse conmigo. Sólo estaba hablando por hablar. Que Dios me perdone, pero la verdad es que a veces sienta mejor hablar con un ser humano que con Nuestro Señor.

Abandonó el cubo y los trapos y se acercó a él. Del ropero sacó una blusa blanca de Charlie. Era de manga larga y tenía pequeños botones blancos en la pechera. El collar redondo estaba deshilachado.

– Charlie odiaba estas blusas escolares -dijo la mujer-. Las buenas hermanas tienen buena intención, pero sabe Dios lo que se les mete en la cabeza en ocasiones. Dijeron a las niñas que debían llevar estas blusas abotonadas hasta arriba por razones de pureza. Si no, les ponían una cruz en el libro de conducta. Nuestra Charlie no quería cruces, pero no soportaba las blusas abotonadas hasta el cuello. ¿Ve lo suelto que está el botón de arriba, y los hilos que cuelgan? Lo hizo ella, metiendo los dedos entre la blusa y el cuello. Nuestra Charlie odiaba estas blusas como si las hubiera enviado el demonio.

Alex cogió la blusa. No supo si era producto de su imaginación agotada o si el aroma persistía en la tela, pero olía a Charlie. Parecía impregnada de sus olores a regaliz, gomas de borrar y maquinitas de sacar punta a los lápices.

– No eran de su medida -siguió la señora Maguire-. Muchos días, cuando volvía a casa, arrojaba el uniforme al suelo y la blusa encima. A veces los pateaba. Tampoco le gustaban aquellos zapatos, Dios la perdone.

– ¿Qué le gustaba?

Tendría que saberlo. Debía saberlo. Pero no se acordaba.

– ¿Para vestir? -preguntó la señora Maguire. Rebuscó con seguridad entre vestidos y faldas, chaquetas y jerséis-. Esto -dijo.

Alex contempló el mono descolorido. La señora Maguire siguió trasteando y sacó una camiseta a rayas.

– Y esto -añadió-. Charlie los llevaba juntos. Con las zapatillas de deporte. Adoraba esas zapatillas. Las llevaba sin cordones, con las lengüetas colgando fuera. Yo le decía que las damas no se vestían como bribonzuelos, pero ¿cuándo le importó a Charlie la forma en que vestían las damas?

– El mono -dijo Alex-. Por supuesto.

La había visto llevarlo en numerosas ocasiones. Cada vez que Charlie bajaba la escalera y se metía en el coche con el mono puesto, Eve decía: «No irás con nosotros vestida así, Charlotte Bowen.» «¡Sí iré!», graznaba Charlie. Pero Eve siempre se salía con la suya y el resultado era una Charlotte, quejosa e irritada, ataviada con un vestido de encaje perfecto para una foto (su vestido de Navidad, por Dios), y con zapatos negros de piel. «Esta tela me escuece», gemía Charlie, y tironeaba del cuello con gesto malhumorado, como debía haber tironeado de sus blusas blancas escolares, abotonadas hasta el cuello por razones de pureza y para no ser castigada con cruces en la libreta de conducta.

– Me los llevo.

Alex descolgó el mono de la percha y lo dobló junto con la camiseta. Vio las zapatillas sin cordones en un rincón del armario, y también las recogió. Por una vez, pensó, delante de Dios y de todo el mundo Charlie Bowen iría vestida como a ella le gustaba.

En Salisbury, Barbara Havers localizó la oficina de la asociación electoral del diputado Alistair Harvie sin excesivos problemas, pero cuando mostró su identificación y exigió información rutinaria sobre el diputado, tropezó con la obstinada presidenta de la asociación. La señora Agatha Howe exhibía un corte de pelo pasado de moda cincuenta años atrás y un vestido con hombreras que parecía salido de una película de Joan Crawford. En cuanto oyó las palabras «New Scotland Yard» combinadas con el nombre de su estimado parlamentario, sólo reveló el hecho de que el señor Harvie había estado en Salisbury desde el jueves por la noche hasta el domingo por la tarde, pero sus labios se cerraron con terquedad sobre la información adicional que Barbara buscaba. La mujer dejó bien claro que las amenazas sobre las consecuencias de no colaborar con la policía no abrirían aquellos labios, al menos hasta que la señora Howe «cambie unas palabras con nuestro señor Harvie». Era la clase de mujer que Barbara siempre deseaba aplastar con sus tacones, la clase de mujer convencida de que su refinada educación le concedía derecho de supremacía sobre el resto de la humanidad.

– De acuerdo -dijo Barbara, mientras la señora Howe consultaba en su agenda en qué lugar de Londres podría localizar al diputado a aquella hora-. Haga lo que quiera, pero tal vez le interese saber que se trata de una investigación muy importante, y los periodistas andan husmeando en los armarios de todo el mundo. 0 sea, puede hablar conmigo ahora y luego olvidarme, o puede dedicar unas cuantas horas a seguir el rastro de Harvie, bajo riesgo de que la prensa averigüe que está implicado en nuestra investigación. Veo un hermoso titular en los periódicos de mañana: «Harvie bajo sospecha.» ¿Goza de una mayoría muy elevada?

La señora Howe entornó los ojos.

– ¿Me está amenazando? -preguntó-. Usted, pequeña…

– Supongo que quería decir «sargento» -la interrumpió Barbara-. Usted, pequeña sargento. ¿Verdad? Sí. Bien, comprendo cómo se siente. Es espantoso que yo haya venido a herir sus sentimientos, pero el tiempo se nos echa encima y me gustaría acabar cuanto antes.

– Tendrá que esperar hasta que hable con el señor Harvie -insistió la señora Howe.

– No puedo. Mi jefe del Yard exige informes diarios y debo ponerle al corriente… -Barbara echó un vistazo al reloj de pared para causar mayor efecto-, más o menos a esta hora. Me sabría muy mal decirle que la presidenta del distrito electoral del señor Harvie se ha negado a colaborar. Porque eso desviará el foco de atención hacia el señor Harvie, y todo el mundo se preguntará si tiene algo que ocultar. Como mi jefe proporciona informes a la prensa cada noche, el nombre del señor Harvie saldrá a relucir. A menos que no existan motivos para ello.

La señora Howe dio por fin la luz, pero no por nada era presidenta de la asociación conservadora local, Era una negociadora nata y dejó bien claras sus condiciones: un toma y daca, golpe por golpe, pregunta por pregunta. Quiso saber qué estaba pasando. Expresó el deseo de una forma sesgada.

– Los intereses de la asociación electoral están por encima de todo. Debo ceñirme a ellos. Si por algún motivo el señor Harvie ha topado con algún impedimento que le dificulte servir a nuestros intereses…

«Bia bla bla», pensó Barbara. Fue al grano y aceptó las condiciones. Lo que la señora Howe supo por Barbara fue que la investigación de marras era la que encabezaba los titulares de los periódicos vespertinos y matutinos: el secuestro y muerte de la hija de diez años de la subsecretaria del Ministerio del Interior, Barbara no reveló a la señora Howe nada que ésta no hubiera podido saber por sus propios medios, en el caso de que hiciera algo más que dedicar su tiempo a seguir los movimientos del señor Harvie en Londres y amedrentar al anciano secretario de la oficina. Pero lo refirió todo con tono confidencial, con un aire de seulement entre vous, querida, lo bastante convincente, al parecer, para que la presidenta de la asociación electoral le entregara algunas perlas informativas a cambio.

Barbara no tardó en descubrir que el señor Howe no caía demasiado bien a la señora Harvie. Era demasiado aficionado a las damas, pero sabía manejar a los votantes y había logrado salir airoso de dos serios desafíos lanzados por los demócratas liberales. Merecía cierta lealtad por ello,

Había nacido en Warminster y estudiado en un colegio de Warnainster, y después había ido a la Universidad de Exeter. Había seguido la carrera de económicas, invertido con éxito en valores del Barclav's Bank de Salisbury y trabajado tenazmente para el partido, presentándose por fin como candidato para el Parlamento a la edad de veintinueve años. Había conservado su escaño durante trece años.

Había estado casado con la misma mujer durante dieciocho años. Tenían los dos hijos que exigía la carrera política, chico y chica, y cuando no iban al colegio (donde estaban ahora, por cierto), vivían con su madre en las afueras de Salisbury, en el pueblo de Ford. La granja familiar…

– ¿La granja? -interrumpió Barbara-. ¿ Harvie posee una granja? ¿No ha dicho que es banquero?

Su mujer había heredado la granja de sus padres. Los Harvie vivían en la casa, pero un arrendatario trabajaba la tierra. ¿Por qué?, quiso saber la señora Howe. ¿Era importante la granja?

Barbara no tuvo una respuesta concluyente a dicha pregunta ni siquiera cuando vio la granja, unos tres cuartos de hora después. Estaba asentada en los límites de Ford, y cuando Barbara frenó ante el patio de la granja, los únicos seres que salieron al encuentro de su Mini fueron seis gansos muy bien alimentados. Sus clamorosos graznidos causaron suficiente alboroto para alertar a cualquiera que estuviera en las inmediaciones. Como nadie salió del establo ni de la imponente casa de ladrillo y tejas, Barbara llegó a la conclusión de que tenía la casa, cuando no los campos circundantes, para ella sola.

Desde el coche, mientras los gansos graznaban como dobermans, Barbara se esforzó por asimilar la escena. La granja comprendía la casa, el establo, un viejo edificio anexo de piedra y un palomar todavía más antiguo de ladrillo. Este último llamó la atención de Barbara. Era cilíndrico, rematado por un tejado de pizarra y un cupulino sin cristales que permitía a los pájaros el acceso. Un lado estaba cubierto de hiedra. En el tejado se veían huecos donde faltaban o se habían roto tejas. Su puerta, muy hundida en el marco, estaba astillada y agrisada a causa de la edad, incrustada de liquen, con el aspecto de no haber sido abierta en los últimos veinte años.

Pero algo del edificio pugnaba por abrirse paso en su memoria. Catalogó los detalles en un intento de decidir qué era: el tejado de pizarra, el cupulino, la abundancia de hiedra, la puerta estropeada… Algo que el sargento Stanley había dicho, o el patólogo, o Robin Payne, o Lynley…

No se acordaba, pero estaba tan preocupada por la visión del palomar que abrió la puerta del Mini, rodeada de los irritados gansos.

Sus graznidos alcanzaron un nivel demencial. Eran mejores que perros guardianes. Barbara abrió la guantera y buscó algo que los mantuviera ocupados mientras echaba un vistazo. Encontró una bolsa medio llena de patatas fritas y lamentó no haberla encontrado la noche anterior, cuando estaba atrapada en el tráfico sin ningún restaurante a la vista. Las probó. Un poco rancias, pero qué demonios. Sacó el brazo por la ventanilla y esparció las patatas, como una ofrenda a los dioses avícolas. Los gansos se abalanzaron sobre ellas al instante. Problema resuelto, al menos de momento.

Barbara rindió tributo a la formalidad y tocó el timbre de la casa. Se asomó al establo y gritó un alegre «¡Hola!». Recorrió el patio en toda su longitud y se encaminó por fin hacia el palomar, como si inspeccionarlo fuera el resultado natural de sus andanzas.

Al mover el pomo cubierto de herrumbre sonó como si estuviera suelto. No giró, pero Barbara empujó la puerta con el hombro y ésta se abrió unos centímetros, antes de atascarse debido a un suelo irregular y a que estaba hinchada a causa de la lluvia. Un súbito aleteo indicó a Barbara que el palomar estaba en parte habitado. Consiguió colarse por la rendija cuando la última paloma escapaba por la cupulina.

Por la cupulina y los huecos del techo se filtraba luz en la que bailaban motas de polvo. Iluminaba las filas de cajas donde anidaban las aves, un suelo de piedra sembrado de excrementos en cuyo centro había una escalerilla con tres peldaños rotos, utilizada en otro tiempo para recoger huevos, en los días que las palomas se criaban como aves de corral.

Barbara sorteó las deyecciones más recientes y se acercó a la escalerilla. Vio que, pese a estar sujeta por su parte superior a un poste vertical, la intención no era que estuviera fija. Había sido diseñada para moverla alrededor del palomar, concediendo así a quien recogiera los huevos fácil acceso a todas las cajas que flanqueaban la circunferencia del edificio, desde una altura de sesenta centímetros hasta el borde del tejado, que se encontraba a unos tres metros del suelo.

Barbara descubrió que la escalerilla todavía se movía, pese a su edad y estado. Cuando la empujó, crujió, osciló y empezó a moverse alrededor de las paredes del palomar. El poste, sujeto a un primitivo engranaje de rueda dentada situado en la cupulina, daba vueltas y así hacía girar la escalerilla.

Barbara paseó la vista entre la escalerilla y el poste. Después, entre el poste y las cajas donde anidaban las aves. Donde faltaban algunas, que se habían caído sin que nadie las sustituyera, vio las paredes de ladrillo sin terminar. Eran de aspecto tosco, y a la escasa luz, en los lugares libres de deyecciones, parecían más rojizas que cuando el sol caía sobre ellas en el exterior. Un rojo muy peculiar. Casi como si no fueran ladrillos. Casi como si…

Lo recordó de repente. «Ladrillos -pensó-. Ladrillos y un poste.» Oyó en su mente la grabación de la voz de Charlotte, que Lynley le había puesto por teléfono. «Hay ladrillos y un poste de mayo», había dicho la niña.

Barbara sintió que se le erizaba el vello de la nuca cuando desvió la vista desde los ladrillos al poste que se erguía en el centro del palomar. «Mierda -pensó-. Es aquí.» Hizo ademán de dirigirse hacia la puerta, y entonces se dio cuenta de que los gansos habían enmudecido por completo. Aguzó el oído. Nada, ni un graznido complacido. No era posible que siguieran comiendo las patatas, se dijo, porque no había tantas.

Lo cual sugería que alguien les había dado más comida, después de que Barbara hubiera entrado en el palomar. Esto, a su vez, sugería que ya no estaba sola en la granja. Lo que, a su vez, sugería que si no estaba sola y la otra persona procuraba guardar tanto sigilo como ella, era muy probable que en ese momento esa persona estuviera acercándose al palomar. Con una horca preparada, quizá, o con un cuchillo de carnicero, los ojos un poco desorbitados, Anthony Perkins dispuesto a trocear a Janet Leigh.

Sólo que Janet Leigh había estado en una ducha, no en un palomar, y convencida de que ningún peligro la amenazaba, mientras Barbara sabía muy bien que no era así.

«Menuda mierda -pensó Barbara-. Cálmate, ¿quieres? ¿Quieres hacer el jodido favor de calmarte?»

Necesitaba que un equipo de la policía científica examinara aquel palomar en busca de cualquier cosa que probara la presencia de Charlotte. La grasa de eje, un cabello, una fibra de sus ropas, sus huellas dactilares, una gota de sangre del corte que se había hecho en la rodilla. Era absolutamente necesario, y para conseguirlo haría falta mucha sutileza, tanto con el sargento Stanley, que no iba a recibir sus directrices con la alegría de los conversos recientes, como con la señora de Alistair Harvie, que descolgaría el teléfono, llamaría a su marido y le pondría sobre aviso.

Primero se encargaría de Stanley. Era absurdo acosar a la señora Harvie y ponerla nerviosa antes de que fuera necesario.

Una vez fuera, descubrió que el silencio de los gansos se debía a la posición del coche. Lo había aparcado de tal manera que el sol reflejado en sus aletas oxidadas había creado un charco de calor en el suelo, y las aves lo aprovechaban para tomar el sol muy contentas.

Barbara caminó de puntillas hacia el Mini, mientras sus ojos iban de las aves al establo, del establo a los campos que había detrás, de los campos a la casa. No se veía ni un alma. Una vaca mugió en la distancia y un avión surcó el cielo, pero nada más se movía.

Entró en el coche evitando hacer ruido.

– Lo siento, chicos -dijo a los gansos, y encendió el motor.

Las aves volvieron a la vida. Graznaron, sisearon y aletearon como ante una aparición de las Furias. Persiguieron el coche de Barbara hasta la carretera. Barbara pisó el acelerador, atravesó el caserío de Ford y se dirigió hacia Amesford y el sargento Stanley.

El sargento estaba entronizado en la sala de incidencias. Recibía homenajes en forma de informes de dos equipos de agentes que se habían dedicado a investigar en la campiña durante las últimas treinta y dos horas en sus respectivas secciones. Los hombres de la sección 13, la zona comprendida entre Devizes y Melksham, no tenían nada que informar, salvo un tropiezo inesperado con el propietario de una caravana que, al parecer, dirigía un floreciente negocio que abarcaba desde marihuana a drogas de diseño.

– Dirigía las operaciones desde el aparcamiento de Melksham -dijo con incredulidad uno de los agentes-. Justo detrás de la calle mayor, aunque parezca increíble. Ahora está en el calabozo.

El equipo de la sección 5, que abarcaba la zona comprendida entre Chippenham y Galilea tenía poco más, pero aun así estaban dando una explicación pormenorizada de todos sus movimientos al sargento Stanley. Barbara estaba a punto de pedir a gritos el envío de un equipo de la policía científica a la granja de Harvie, cuando un agente de la sección 14 entró como una exhalación por las puertas batientes de la sala de incidencias.

– Lo tenemos -anunció.

Su declaración movilizó a todo el mundo, incluida Barbara. Había estado practicando la virtud de la paciencia mediante el intento de devolver una llamada telefónica de Robin Payne (que al parecer había llamado desde la cabina de un salón de té de Marlborough, a juzgar por lo que Barbara pudo sonsacar a la camarera subnormal que respondió a su llamada al vigésimoquinto timbrazo) e indicar a una joven agente que investigara el período de escolar de Alistair Harvie en Winchester. Pero ahora daba la impresión de que el trabajo del sargento Stanley iba a dar sus frutos.

Stanley pidió silencio con un ademán. Estaba sentado a una mesa redonda, jugueteando con unos mondadientes de madera mientras escuchaba los informes, pero se puso en pie.

– Habla, Frank -dijo.

– De acuerdo -dijo Frank, y no se fue por las ramas-. Le cogimos, sargento. Está en la sala de interrogatorios.

Barbara tuvo la horrible visión de Alistair Harvie cubierto de grilletes, sin haber podido siquiera llamar a su abogado.

– ¿A quién tienen? -preguntó.

– Al cabrón que secuestró a la niña -replicó Frank con una mirada desdeñosa en su dirección-. Es un mecánico de Coate, arregla tractores en un garaje cercano a Spaniel's Bridge. A un kilómetro v medio del canal.

La sala estalló. Barbara se encontraba entre los que se precipitaron hacia el plano militar de la zona. Frank señaló el lugar con un índice cuya uña tenía un arco de mostaza debajo.

– Justo aquí.

El agente indicó una curva en la senda que salía del norte de Coate en dirección al pueblo de Bishop's Canning. Siguiendo el canal, había cinco kilómetros desde Spaniel's Bridge hasta el punto donde habían abandonado el cuerpo de Charlotte, y tres kilómetros si se utilizaban sendas, pistas y caminos peatonales en lugar de la sinuosa autovía.

– El muy mamón afirma que no sabe nada, pero encontramos en su poder los efectos y está listo para su pasado por la piedra.

– Bien. -El sargento Stanley se frotó las manos, como dispuesto a hacer los honores-. ¿Cuántos le están interrogando?

– Tres -contestó con semblante hosco Frank-. El muy mamón está temblando como una hoja, sargento. Si le da un buen meneo se derrumbará.

El sargento Stanley cuadró los hombros, preparado para emprender la tarea.

– ¿Qué efectos? -preguntó Barbara.

Nadie hizo caso de su pregunta. Stanley se encaminó a la puerta. Barbara sintió que la rabia le hervía. No iban a salirse con la suya.

– Espera, Reg -dijo con brusquedad a Stanley, y cuando el sargento se volvió con deliberada lentitud en su dirección, continuó-: Frank, has dicho que encontrasteis los efectos en poder de ese tipo… ¿cómo se llama, por cierto?

– Short. Howard Short.

– Bien. ¿Qué efectos tenía en su poder?

Frank miró al sargento, a la espera de sus órdenes. Stanley alzó apenas la barbilla a modo de respuesta. El hecho de que Frank necesitara el permiso de Stanley enfureció a Barbara, pero prefirió hacer caso omiso y esperó su respuesta.

– El uniforme escolar -dijo el agente-. Short lo tenía en su garaje. Dijo que lo iba a utilizar como trapos, pero lleva una etiqueta con el nombre de la hija de Bowen, bien visible.

El sargento Stanley envió al equipo de la policía científica al garaje de Howard Short, en las afueras de Coate. Luego se dirigió hacia la sala de interrogatorios, seguido de Barbara, que le dio alcance por fin.

– Quiero que se envíe otro equipo a Ford -dijo-. Hay un palomar con un…

– ¿Un palomar? -Stanley se detuvo en seco-. ¿Has dicho un jodido palomar?

– Tenemos una cinta con la voz de la chica grabada -explicó Barbara-hecha uno o dos días antes de su muerte. Habla del sitio donde la tenían secuestrada. El palomar encaja con su descripción. Quiero que un equipo vaya allí. Ahora.

Stanley se inclinó hacia ella y Barbara pudo comprobar que era un hombre muy poco atractivo. Gracias a la proximidad vio marcas de viruela alrededor de la boca.

– Díselo a nuestro jefe -replicó el sargento-. No estoy dispuesto a distribuir agentes por toda la campiña cada vez que tengas un pálpito.

– Haz lo que te digo. De lo contrario…

– ¿Qué? ¿Vomitarás en mis zapatos?

Barbara le agarró por la corbata.

– A tus zapatos no les pasará nada -dijo-, pero no te puedo prometer lo mismo sobre el estado de tus cojones. Bien, ¿tienes claro lo que hay que hacer?

El hombre le echó el aliento, que olía a tabaco rancio, en la cara.

– Tranquilízate -dijo con suavidad.

– Que te den por el culo y lo disfrutes -replicó Barbara y le dio un empujón en el pecho-. Haz caso de este consejo, Reg. No puedes ganar esta batalla. Ten un poco de sentido común antes de que te encuentres fuera del caso.

Stanley encendió un cigarrillo con su peculiar encendedor.

– He de proceder a un interrogatorio. -Hablaba con la seguridad del que lleva mucho tiempo en el cuerpo-. ¿Quieres estar presente? -Siguió pasillo adelante-. Tráenos un poco de café -dijo a un funcionario que corría con una tablilla en la mano.

Barbara procuró contenerse. Tenía ganas de saltar sobre la cara picada de Stanley, pero era inútil entablar un cuerpo a cuerpo con él. Tendría que utilizar otros medios para neutralizar a aquel pequeño bastardo.

Le siguió por el pasillo y torció a la derecha, en dirección a la sala de interrogatorios. Howard Short estaba sentado en el borde de una silla de plástico. Era un veinteañero con ojos de rana. Llevaba el mono manchado de grasa y una gorra de béisbol con la palabra Braves estampada. Se sujetaba el estómago.

Habló antes de que Barbara o Stanley tuvieran oportunidad de hacer el menor comentario.

– Es por lo de la niña, ¿verdad? -dijo-. Lo sé. Lo supe en cuanto ese tío metió la mano en mi bolsa de trapos y lo encontró.

– ¿Qué? -preguntó Stanley. Acercó una silla y ofreció el paquete de cigarrillos a Short.

Howard negó con la cabeza y se sujetó el estómago con más fuerza.

– Ulcera.

– ¿Qué?

– Mi estómago,

– Ya. ¿Qué encontraron en la bolsa de trapos, Howard?

El muchacho miró a Barbara como si buscara la seguridad de que había alguien de su parte.

– ¿Qué había en la bolsa, señor Short? -preguntó Barbara.

– Eso. Lo que encontraron. El uniforme. -Se meció en la silla y gimió-. No sé nada de esa niña. Sólo compré…

– ¿Por qué la secuestraste? -preguntó Stanley.

– Yo no lo hice.

– ¿Dónde la retuviste? ¿En el garaje?

– Yo no retuve a nadie… a ninguna niña… Lo vi en la tele, como todo el mundo, nada más.

– Pero te gustó desnudarla, ¿Tuviste una buena erección cuando la viste desnuda?

– ¡Yo no lo hice!

– ¿Eres virgen, Howard? ¿O eres maricón? ¿Qué? ¿No te gustan las niñas?

– Me gustan mucho las chicas. Sólo digo…

– ¿Pequeñitas? ¿También te gustan pequeñas?

– Yo no secuestré a esa niña.

– Pero sabes que la secuestraron. ¿Cómo es eso?

– Las noticias. Los periódicos. Todo el mundo lo sabe, pero yo no tuve nada que ver con ello. Sólo compré su uniforme…

– Luego sabías que era el de ella -interrumpió Stanley-. Desde el primer momento. ¿No es verdad?

– ¡No!

– Suéltalo ya. Todo será más fácil si dices la verdad.

– Le estoy diciendo que el trapo…

– Te refieres al uniforme. Un uniforme de colegiala. El uniforme de una niña muerta, Howard. Estás a un kilómetro del canal, ¿verdad?

– Yo no lo hice -insistió Howard. Se inclinó hacia adelante y aumentó la presión sobre su estómago-. Me duele mucho -gimió,

– No juegues con nosotros -advirtió Stanley.

– Por favor, ¿puede darme un poco de agua para tomar mis píldoras?

Howard introdujo la mano en el mono y sacó un bote de plástico en forma de llave de tuercas.

– Primero habla; las pastillas vendrán después -dijo Stanley. Barbara abrió la puerta de la sala de interrogatorios para pedir agua. El funcionario al que Stanley había pedido café apareció con dos vasos de plástico. Barbara sonrió.

– Gracias -dijo.

Ofreció un vaso al mecánico.

– Tenga -dijo-. Tómese sus píldoras.

Apartó una silla de la mesa y la colocó junto al joven.

– ¿Puede decirnos dónde consiguió el uniforme? -preguntó. Howard se llevó dos pastillas a la boca y las tragó. La posición de la silla de Barbara obligó al muchacho a girar la suya, de modo que ofreció su perfil a Stanley. Barbara se felicitó mentalmente por su hábil dominio de la situación.

– En el puesto de artículos donados.

– Qué puesto de artículos donados?

– En la feria de la iglesia. Cada primavera hay una feria parroquial, y este año cayó en domingo. Acompañé a mi abuela, porque tenía que trabajar en el puesto de té durante una hora. No valía la pena acompañarla a la feria, volver a casa y pasar a recogerla de nuevo, así que me quedé. Fue cuando compré los trapos. Los vendían en el puesto de artículos donados. Bolsas de plástico o trapos. Una libra cincuenta cada uno. Compré tres porque los utilizo en mi trabajo. Era por una buena causa. Están recogiendo dinero para restaurar un vitral del presbiterio -añadió.

– ¿Dónde? -preguntó Barbara-. ¿Qué iglesia, señor Short?

– La de Stanton St. Bernard. Es el pueblo donde vive mi abuela. -Paseó la vista entre Barbara y el sargento Stanley-. Les he dicho la verdad. No sabía nada sobre ese uniforme. Ni siquiera sabía que estaba en la bolsa hasta que los policías vaciaron el contenido en el suelo. Ni siquiera había abierto la bolsa. Lo juro.

– ¿Quién atendía el puesto? -preguntó Stanley.

Howard se humedeció los labios, miró a Stanley, y después a Barbara.

– Una chica rubia.

– ¿Amiga tuya?

– No la conocía.

– ¿Hablaste con ella? ¿Te dijo su nombre?

– Sólo le compré los trapos.

– ¿Intentaste ligar? ¿Te intrigaba saber cómo sería echarle un polvo?

– No.

– ¿Por qué? ¿Demasiado mayor para ti? ¿Las prefieres jovencitas?

– No la conocía, joder. Sólo compré esos trapos, como ya le he dicho, en el puesto de artículos donados. No sé cómo llegaron allí. No sé el nombre de la chica que me los vendió. Aunque lo supiera, ella tampoco debe de saber cómo llegaron allí. Sólo estaba atendiendo el puesto, cobraba y entregaba las bolsas. Si quiere saber algo más, debería preguntar…

– ¿La estás defendiendo? -repuso Stanley-. ¿Por qué, Howard?

– ¡Sólo intento ayudarles! -exclamó Short.

– Apuesto a que sí. Y también apuesto a que cogiste el uniforme de la niña y lo metiste en la bolsa de los trapos nada más comprarla en la feria.

– ¡No!

– Y también apuesto a que la raptaste, drogaste y ahogaste.

– ¡No!

– Y también…

Barbara se levantó y apoyó la mano en el hombro de Short.

– Gracias por su ayuda -dijo-. Comprobaremos todo cuanto nos ha dicho, señor Short. ¿Sargento Stanley?

Señaló la puerta con la cabeza y salió de la sala.

Stanley la siguió al pasillo.

– Tonterías -le oyó decir-. Si ese cabronazo se cree… Barbara giró en redondo y le plantó cara.

– Ese cabronazo nada. Empieza a pensar. Si chuleas a un testigo como ése acabaremos todos jodidos, y has estado a punto de conseguirlo.

– ¿Te has creído esa basura acerca de puestos de té y rubias? -resopló Stanley-. Está tan pringado como aceite de motor usado.

– Si está pringado, nos lo follaremos, pero lo haremos legalmente. ¿Comprendido? -No aguardó respuesta-. Envía el uniforme escolar al forense, Reg. Que analice hasta el último milímetro. Quiero cabellos, piel, sangre, polvo, grasa, semen. Quiero mierda de perro, de vaca, de pájaro, de caballo y todo lo que haya. ¿De acuerdo?

El labio superior del sargento se curvó en una mueca de desdén.

– No malgastes mi potencial humano, Scotland Yard. Sabemos que es el uniforme de la niña. Si es necesario verificarlo, se lo enseñaremos a la madre.

Barbara se plantó a diez centímetros de su cara.

– De acuerdo. Es cierto, sabemos que era de la niña. Pero aún no sabemos quién la asesinó, ¿verdad, Reg? Por lo tanto, vamos a coger ese uniforme y lo vamos a examinar con lupa, fibra óptica y láser, y haremos todo lo posible por extraerle algo que nos conduzca hasta el asesino, tanto si es Howard Short como el príncipe de Gales. ¿Me he expresado con claridad, o necesitas que te lo deletree tu comisionado?

Stanley ahuecó una mejilla.

– De acuerdo -dijo-. Que te follen, jefa -añadió por lo bajo.

– No tendrás esa suerte -replicó Barbara.

Dio media vuelta y volvió a la sala de incidencias. «¿Dónde coño está Stanton St. Bernard?», se preguntó.

21

Pese a que un hombre de mantenimiento estaba colgando las fotografías del subcomisionado sir David Hillier, éste no había querido aplazar su entrevista diaria. Tampoco había querido trasladarla a un lugar desde el que no pudiera supervisar la colocación adecuada de su historial gráfico. En consecuencia, Lynley se vio obligado a emitir su informe en voz baja cerca de la ventana, sometido a constantes interrupciones de Hillier. Las interrupciones no iban dirigidas a él sino al hombre de mantenimiento, que intentaba colgar las fotografías de tal manera que los cristales no reflejaran el sol de la tarde. La luz del sol no sólo desteñía las fotos, sino que también oscurecía su tema e impedía que fuera admirado por todos los que entraran en su despacho. Lo cual era inaceptable.

Lynley concluyó su informe y esperó el comentario del sub-comisionado. Hillier admiró su vista mundana de Battersen Power Station y se acarició la barbilla, mientras pensaba en lo que acababa de oír. Cuando habló por fin, sus labios apenas se movieron, una deferencia a la necesidad de confidencialidad.

– ¿Qué hay de ese mecánico que Havers tiene en Wiltshire? ¿Cómo se llama?

– La sargento Havers cree que no está implicado. Están analizando el uniforme escolar de la niña, lo cual podría proporcionarnos algo, pero no ha insinuado en ningún momento que el uniforme vaya a demostrar la relación entre Charlotte Bowen y el mecánico.

– De todos modos… Siempre va bien decir que alguien está ayudando a la policía en sus investigaciones. ¿Havers está investigando sus antecedentes?

– Estamos investigando los antecedentes de todo el mundo.

– ¿Y?

Lynley se resistía a revelar lo que sabía. Hillier era propenso a irse de la lengua con la prensa, todo en nombre del buen nombre del Yard, pero los periódicos ya sabían demasiado y su principal interés no era el cumplimiento de la justicia, sino conseguir un buen reportaje con más rapidez que sus competidores.

– Estamos buscando un eslabón. Blackpool-Bowen-Luxford-Wiltshire.

– Buscar eslabones no nos ganará el aprecio de la prensa y el público.

– El SO4 está trabajando con las huellas encontradas en Marylebone y tenemos un boceto del posible sospechoso. Dígales que estamos analizando pruebas. Después, enséñeles el boceto. Se quedarán satisfechos.

Hillier le examinó con aire especulativo.

– Pero tiene algo más, ¿verdad?

– Nada firme -replicó Lynley.

– Pensé que lo había dejado claro cuando le pasé este caso. No quiero que oculte información.

– Es absurdo complicar más las cosas con conjeturas. Señor -añadió, para verter aceite donde las aguas no estaban tan turbias como agitadas.

– Hummm.

Hiller sabía que ser llamado «señor» no equivalía a ser tuteado por Lynley. Dio la impresión de que iba a replicar con una directriz que les enfrentaría de nuevo, pero una llamada a la puerta de su despacho anunció la intrusión de su secretaria personal.

– ¿Sir David? -dijo desde detrás de la puerta-. Quería que le avisara treinta minutos antes de la conferencia de prensa. El maquillador está preparado.

Lynley impidió que su boca se curvara en una mueca burlona al pensar en Hillier maquillado ante las cámaras de los reporteros.

– No le molesto más -dijo, y aprovechó la oportunidad para escapar.

Encontró a Nkata sentado ante el escritorio de su despacho, hablando por teléfono.

– A Winston Nkata -estaba diciendo-. Nkata, mujer… Nkata. N-k-a-t-a. Dígale que debemos hablar. ¿Entendido?

Colgó. Vio a Lynley en la puerta y empezó a levantarse.

Lynley le indicó que se sentara y ocupó otra silla, la que solía usar Havers.

– ¿Y bien? -dijo.

– Algunas conexiones Bowen-Blackpool -contestó Nkata-. El presidente del distrito electoral de Bowen estuvo en el congreso tory. Un tal coronel Julian Woodward. ¿Le conoce? Sostuvimos una agradable charla en Marylebone, justo después de que nos separáramos en los edificios abandonados.

El coronel Woodward, contó Nkata a Lynley, era un oficial retirado de unos setenta años de edad. Ex profesor de historia militar, se había jubilado a los sesenta y cinco y trasladado a Londres, para estar más cerca de su hijo.

– La niña de sus ojos, el tal Joel -dijo Nkata, en referencia al hijo del coronel-. Me dio la impresión de que el coronel haría cualquier cosa por él. Le consiguió el trabajo con Eve Bowen, y le llevó a Blackpool con motivo de aquel congreso tory.

– ¿Joel Woodward estuvo allí? ¿Qué edad tenía?

– Diecinueve recién cumplidos. En aquella época se había matriculado en la Universidad de Londres para estudiar ciencias políticas. Aún sigue. Trabaja a ratos perdidos en el doctorado desde que tenía veintidós. Según la oficina de Bowen, aún está en ello. Era el siguiente de mi lista, pero no pude localizarle. Lo he estado intentado desde mediodía.

– ¿Alguna relación con Wiltshire? ¿Algún motivo para que alguno de los Woodward quiera derribar a la Bowen?

– Sigo trabajando en Wiltshire, pero debo decir que el coronel tiene planes para Joel. Planes políticos, y le da igual quién lo sepa.

– ¿El Parlamento?

– Exacto. Tampoco es admirador de la señora Bowen.

El coronel Woodward, continuó Nkata, era un firme creyente en que el lugar apropiado de una mujer no era la política. El coronel se había casado y enviudado tres veces, y ninguna de sus esposas había experimentado la necesidad de demostrar sus capacidades en otro campo que no fuera el hogar. Si bien reconocía que Eve Bowen tenía «más huevos que nuestro estimado primer ministro», también confesaba que no le gustaba demasiado. Sin embargo, era lo bastante cínico para saber que, con el fin de que el Partido Conservador retuviera el poder, el distrito electoral necesitaba el mejor candidato posible para ganar el escaño, y el mejor candidato posible no siempre era alguien afín a sus ideas.

– ¿Quiere sustituirla? -preguntó Lynley.

– Le encantaría sustituirla por su muchacho -confirmó Nkata-, pero eso no ocurrirá a menos que algo o alguien la desplace del poder.

Interesante, pensó Lynley. Confirmaba lo que la propia Eve Bowen le había dicho con palabras algo diferentes: en política, los enemigos más encarnizados se disfrazan de amigos.

– ¿Qué hay de Alistair Harvie? -preguntó Nkata.

– Una serpiente escurridiza.

– Es un político, tío.

– Parecía no saber nada sobre lo de Bowen y Luxford en Blackpool, afirmó ignorar que Bowen había estado en el congreso.

– ¿Usted le creyó?

– Pues sí, la verdad, pero entonces telefoneó Havers.

Lynley contó a Nkata lo que la sargento Havers le había comunicado.

– Consiguió averiguar ciertas cosas sobre los años que Harvie pasó en Winchester -concluyó-. En su currículum de actividades escolares consta todo lo que era de esperar, pero una actividad sobresalía por encima de las demás. Durante sus dos últimos años se dedicó a la ecología y las excursiones a campo traviesa. Y casi todas las excursiones tuvieron lugar en Wiltshire, en la llanura de Salisbury.

– Por lo tanto conoce el terreno.

Lynley extendió la mano hacia una serie de mensajes telefónicos apilados cerca del teléfono. Se puso las gafas y empezó a examinarlos.

– ¿Algo más sobre el vagabundo? -preguntó.

– Nada, pero aún es pronto. Todavía estamos localizando a todos los especiales de Wigmore Street, para que echen un vistazo al boceto. Ninguno de los tíos que han ido a investigar las pensiones de la vecindad ha presentado su informe.

Lynley dejó los mensajes sobre el escritorio, se quitó las gafas y se frotó los ojos.

– Da la impresión de que avanzamos a paso de tortuga.

– ¿Hillier? -preguntó con sagacidad Nkata.

– Lo de costumbre. Le gustaría tenerlo todo solucionado antes de veinticuatro horas, para mayor gloria del Yard, pero conoce las probabilidades, y no se atreverá a negar que nos enfrentamos a una desventaja tremenda.

Lynley pensó en los reporteros que había visto la noche anterior ante la casa de Eve Bowen, en los quioscos que había visto por la mañana, con «Policía prosigue la búsqueda» y «Parlamentaria dijo "Nada de policía"» escrito en los tablones que anunciaban la noticia bomba del día.

– Malditos -murmuró.

– ¿Quiénes? -preguntó Nkata.

– Bowen y Luxford. Mañana se cumplirá una semana del secuestro. Si nos hubieran informado una hora después de la desaparición, este lío ya estaría solucionado. Tal como están las cosas, hemos de intentar calentar una pista enfriada, interrogar a posibles testigos que no sienten el menor interés por el tema ni se juegan nada, por si recuerdan algo que hubieran visto, seis días después del suceso. Es una locura. Hemos de confiar en la suerte, y eso no me gusta mucho.

– Pero la suerte suele sonreír con frecuencia.

Nkata se reclinó en la silla de Lynley. Tenía todo el aspecto de alguien merecedor de aquel escritorio. Estiró los brazos y enlazó las manos en la nuca. Sonrió.

La sonrisa le delató.

– Tienes algo más -dijo Lynley.

– Sí. Oh, sí.

– ¿Y bien?

– Es Wiltshire.

– ¿Wiltshire relacionado con quién?

– Bien, eso es lo que realmente me intriga.

El tráfico les obligó a circular con lentitud tanto en Whitehall como en el Strand, pero entretanto Lynley tuvo la oportunidad de leer el artículo del dominical del Sunday Times que Nkata había desenterrado mientras exhumaba el pasado de los sospechosos. El artículo era de seis semanas antes. Titulado «Cómo transformar su periódico», su protagonista era Dennis Luxford.

– Siete páginas enteras -comentó Nkata mientras Lynley inspeccionaba los párrafos-. La familia feliz en casa, en el trabajo, en el ocio. Con los antecedentes de todos en blanco y negro. Encantador, ¿verdad?

– Esta podría ser la oportunidad que buscábamos -dijo Lynley. -Eso pensé -admitió Nkata.

La identificación de Lynley impresionó poco a la recepcionista del Source, que le miró como diciendo «He visto tíos como tú». Habló por teléfono.

– Polis -se limitó a decir en el micro en miniatura de sus auriculares-. Scotland Yard. Lo has entendido bien, cariño -añadió con una risotada. Escribió sus nombres en tarjetas de visitante y las introdujo en sus fundas de plástico-. Planta once -dijo-. Utilicen el ascensor. Y no metan las narices donde no les llaman.

Cuando las puertas del ascensor se abrieron a la planta en cuestión, una mujer de pelo cano salió a su encuentro. Iba un poco encorvada, como debido a demasiados años de inclinarse sobre archivadores, máquinas de escribir y ordenadores, y se presentó como señorita Wallace, secretaria confidencial, personal y particular del director del Source, Dennis Luxford.

– ¿Me permiten que compruebe sus identificaciones? -preguntó, y sus mejillas apergaminadas se agitaron a causa de la osadía de la pregunta-. Ninguna precaución es poca en lo tocante a las visitas. Rivalidad periodística. Ya me entienden.

Lynley mostró su identificación de nuevo. Nkata le imitó. La señorita Wallace los examinó con diligencia.

– Muy bien -dijo, y les guió hacia el despacho del director.

Parecía evidente que airear en las calles los escándalos de la nación era una lucha a muerte. Los periódicos más sagaces depositaban su confianza en que todo el mundo era sospechoso en lo concerniente a la propiedad de un reportaje, aunque fuera gente que afirmara ser de la policía.

Luxford estaba sentado a una mesa de conferencias, con dos hombres que parecían el responsable de tiradas y el responsable de publicidad, a juzgar por los gráficos, esquemas, diagramas y portadas de prueba. La señorita Wallace abrió la puerta y les interrumpió.

– Perdone, señor Luxford -dijo.

Joder, señorita Wallace -fue la brusca contestación del director-, pensé que había dejado claro el tema de las interrupciones.

Su voz sonaba cansada. Lynley advirtió que su aspecto no era mucho mejor.

– Son de Scotland Yard, señor Luxford -dijo la señorita Wallace.

Publicidad y Tiraje intercambiaron una mirada y se convirtieron en la viva imagen del interés ante aquel giro de los acontecimientos.

– Seguiremos después -les dijo Luxford, y no se levantó de su sitio, presidiendo la mesa de conferencias, hasta que los dos hombres y la señorita Wallace salieron del despacho. Incluso cuando se puso en pie, no se movió de su sitio, rodeado de gráficos, esquemas, diagramas y pruebas de portada-. Dentro de cuarenta y cinco segundos se habrá enterado toda la sala de redacción -dijo con brusquedad-. ¿No habrían podido telefonear primero?

– ¿Una reunión de tiraje? -preguntó Lynley-. ¿Cómo van las cifras?

– Yo diría que no han venido a hablar de cifras.

– De todos modos, me interesa.

– ¿Por qué?

– El tiraje lo es todo para un periódico, ¿verdad?

– Supongo que ya lo sabe. Los ingresos por publicidad dependen del tiraje.

– Y el tiraje depende de la calidad de los reportajes, de su veracidad, su contenido, su profundidad, ¿no es cierto?

Lynley volvió a sacar su identificación, y mientras Luxford la examinaba se dedicó a estudiar a éste. El hombre iba vestido con elegancia, pero estaba un poco pálido. El blanco de sus ojos no tenía mejor aspecto que su piel.

– Supongo que una de las principales preocupaciones de cualquier director de periódico es el tiraje -siguió Lynley-. Ha dedicado todos sus esfuerzos a aumentar la suya, según leí en el dominical del Sunday Times. No me cabe duda de que le gustaría seguir aumentándola.

Luxford le devolvió la identificación. Lynley la guardó en el bolsillo. Nkata se había acercado a la pared contigua a la mesa. En ella colgaban primeras planas enmarcadas. Lynley leyó los titulares: una trataba sobre un diputado tory con cuatro amantes, la segunda especulaba sobre la vida amorosa de la princesa de Gales, la tercera se refería a las estrellas televisivas de una serie ambientada en la posguerra, orientada hacia la familia, que habían sido descubiertos en un ménage á trois. Lectura sana como acompañamiento del desayuno con cereales igualmente sanos, pensó Lynley.

– ¿A qué viene esta cháchara, inspector? -pregunto Luxford-. Ya ve que estoy ocupado. ¿Podernos ir al grano?

– El grano es Charlotte Bowen.

Luxford paseó la vista entre Lynley y Nkata. No era idiota, no les iba a proporcionar la menor información hasta averiguar lo que sabían.

– Sabemos que usted es el padre de la niña -dijo Lynley-. La señora Bowen lo confirmó anoche.

– ¿Cómo está? -Luxford cogió uno de los gráficos, pero no lo miró, sino que miró a Lynley-. Le he telefoneado. No devuelve mis llamadas. No he hablado con ella desde el domingo por la noche.

– Supongo que está tratando de superar el golpe -comentó Lynley-. No creía que las cosas fueran a terminar así.

– Tengo escrita la historia -explicó Luxford-. La hubiera publicado si ella me hubiera dado la autorización.

– Sin duda -dijo Lynley.

Luxford le miró con cautela al captar la sequedad de su tono.

– ¿Para qué han venido?

– Para hablar de Baverstock.

– ¿Baverstock? ¿Qué demonios…?

Luxford miró a Nkata, como esperando que el agente contestara. Éste se limitó a acercar una silla y sentarse. Introdujo la mano en el bolsillo y extrajo una libreta y un lápiz. Se preparó para anotar las palabras de Luxford.

– Usted entró en el Colegio Masculino Baverstock a los once años -dijo Lynley-. Estuvo en él hasta los diecisiete. Interno.

– ¿Y qué? ¿Qué tiene que ver eso con Charlotte? Ha dicho que ha venido para hablar de Charlotte.

– Durante esos años perteneció a un grupo llamado los Exploradores de Beaker, una sociedad arqueológica de aficionados. ¿Es eso cierto?

– Me gustaba excavar en la tierra. Muchos chicos lo hacen. No veo qué importancia tiene eso para su investigación.

– Esta sociedad, los Exploradores de Beaker, trabajó a fondo. Estudió túmulos, terraplenes, círculos de piedras y cosas por el estilo. Se familiarizó con la configuración del terreno, ¿verdad?

– ¿Y qué? No entiendo adónde quiere ir a parar.

– Usted fue presidente de la sociedad durante sus dos últimos años en Baverstock, ¿no es así?

– También fui director del Bavernian Biannual y el Orarle. Para completar su imagen de mis días escolares, inspector, he de decir que fracasé en todos mis intentos de ser un buen jugador de críquet. ¿Le parece que me he dejado algo?

– Sólo un detalle. El emplazamiento del colegio.

Luxford frunció el ceño con perplejidad.

– Wiltshire -dijo Lynley-. El colegio Baverstock está en Wiltshire, señor Luxford.

– Hay muchas cosas en Wliltshire, y la mayoría son más interesantes que las de Baverstock.

– No lo dudo, pero no cuentan con la ventaja de Baverstock, ¿verdad?

– ¿Qué ventaja?

– La de estar a menos de diez kilómetros del lugar donde fue encontrado el cadáver de Charlotte Bowen.

Luxford dejó poco a poco sobre la mesa el gráfico que sostenía. Recibió la revelación de Lynley en absoluto silencio. Fuera del edificio, once pisos más abajo, una ambulancia puso en marcha la sirena para abrirse paso entre el tráfico.

– Una curiosa coincidencia, ¿no cree? -preguntó Lynley. -Así es, y usted lo sabe, inspector.

– Me resisto a creerlo.

– No creerá que tengo algo que ver con lo sucedido a Charlotte, ¿verdad? Es una idea demencial.

– ¿Cuál de las dos posibilidades? ¿Que esté implicado en el secuestro de Charlotte, o que esté implicado en su muerte?

– Las dos. ¿Qué se cree que soy?

– Un hombre preocupado por el tiraje de su periódico. Por lo tanto, un hombre en busca del mejor reportaje.

Pese a sus protestas y a lo que hubiera intentado ocultar a Lynley, la atención de Luxford se desvió un instante hacia los gráficos y esquemas desperdigados sobre la mesa, la sangre de su periódico y su trabajo. Aquella única mirada era más significativa que todo cuanto había dicho.

– En algún momento -continuó Lynley- tuvieron que sacar a Charlotte de Londres en un vehículo.

– No tuve nada que ver con eso.

– No obstante, me gustaría echar un vistazo a su coche. ¿Está aparcado cerca?

– Quiero un abogado.

– Por supuesto.

Luxford cruzó la habitación hacia su escritorio. Rebuscó entre unos papeles y cogió un listín telefónico encuadernado en piel, que abrió con una mano mientras asía el auricular con la otra, y empezaba a marcar un número.

– El agente Nkata y yo tendremos que esperarle, por supuesto -dijo Lynley-. Lo cual puede llevar cierto tiempo. Por lo tanto, si está preocupado por la interpretación que pueda dar la sala de redacción a nuestra visita, quizá deba pensar en qué deducirán cuando nos vean paseando ante su despacho mientras esperamos la llegada de su abogado.

El director siguió pulsando dígitos. Su mano se inmovilizó sobre el teléfono antes de llegar al séptimo. Lynley esperó a que tomara la decisión. Vio que una vena latía en la sien del otro hombre.

Luxford colgó el auricular con violencia.

– De acuerdo -dijo-. Les conduciré hasta el coche.

Era un Porsche. Estaba en el aparcamiento subterráneo, que olía a orín y gasolina, a menos de cinco minutos del edificio del Source. Entraron en silencio, precedidos por Luxford. Sólo se había parado a ponerse la chaqueta y decir a la señorita Wallace que estaría fuera un cuarto de hora. No había mirado a derecha ni izquierda cuando les condujo hasta el ascensor, y cuando un hombre barbudo vestido con una sahariana le había dicho «Den ¿podemos hablar un momento, por favor?» desde la puerta de un despacho situado al final de la sala de redacción Luxford no le había hecho caso. No había hecho caso a nadie.

El coche estaba en el quinto nivel del garaje, embutido entre un sucio Range Rover y una furgoneta blanca con la inscripción.

AL SERVICIO DEL GOURMET

Cuando se acercaron, Luxford sacó del bolsillo un diminuto mando a distancia y desactivó la alarma del Porsche. El pitido despertó ecos en el edificio de cemento, como un pájaro que hipara.

El agente Nkata no esperó la invitación. Se puso un par de guantes, abrió la puerta del pasajero y se deslizó en el interior. Examinó el contenido de la guantera y de la consola situada entre ambos asientos. Levantó las alfombrillas de los dos lados. Introdujo las manos en los compartimientos de las puertas. Salió del coche y movió los asientos hacia adelante para acceder al espacio de atrás.

Luxford lo contempló sin decir palabra. Pasos vivaces sonaron cerca, pero no se volvió para ver si alguien observaba el registro de Nkata. Tenía la cara impasible. Era imposible saber lo que ocurriría bajo aquella superficie estólida.

Los pies de Nkata arañaron el cemento cuando introdujo más su cuerpo larguirucho dentro del coche. Emitió un gruñido, al que Luxford respondió.

– Pierda la esperanza de encontrar algo remotamente relacionado con su investigación en mi coche. Si quisiera transportar a una niña de diez años fuera de la ciudad, no utilizaría mi propio vehículo. No soy idiota. Además, la idea de trasladar en secreto a Charlotte en un Porsche es absurda. Un Porsche, por el amor de Dios. Ni siquiera tiene espacio para…

– Inspector -le interrumpió Nkata-. Aquí hay algo. Debajo del asiento.

Salió del coche con un objeto en su puño cerrado.

– No puede ser nada relacionado con Charlotte -insistió Luxford.

Pero estaba equivocado. Nkata se enderezó y enseñó a Lynley lo que había descubierto. Eran unas gafas, redondas y con montura de carey, casi idénticas a las que usaba Eve Bowen. La única diferencia era que aquel par había sido hecho para un niño.

– ¿Qué demonios…? -Luxford parecía estupefacto-. ¿De quién son? ¿Cómo han llegado a mi coche?

Nkata depositó las gafas en un pañuelo que Lynley le tendió, abierto sobre su palma.

– Me atrevería a decir que pertenecían a Charlotte Bowen -dijo. Miró a Nkata-. Agente, por favor.

Nkata recitó sus derechos a Luxford. Al contrario de Havers, quien siempre disfrutaba del drama creado por la lectura ceremoniosa de la fórmula, apuntada en el dorso de su libreta, Nkata se limitó a repetirla de memoria y sin inflexiones. Aún así, la cara de Luxford se demudó. Su mandíbula se aflojó, sus ojos se dilataron y tragó saliva. Cuando Nkata terminó, dijo:

– ¿Se han vuelto locos? Saben que no tuve nada que ver con esto.

– Tal vez quiera llamar a su abogado -dijo Lynley-. Nos reuniremos en el Yard.

– Alguien metió esas gafas en mi coche -insistió Luxford-. Usted sabe que ha sido así. Alguien quiere hacerme aparecer como…

– Encárgate de que confisquen este coche -ordenó Lynley a Nkata-. Telefonea al laboratorio y diles que estén preparados para examinarlo.

– De acuerdo -contestó Nkata, y se marchó para ocuparse de ello. Sus zapatos resonaron sobre el cemento, y el ruido verberó en el techo y las paredes.

– Está cayendo en la trampa que me han tendido -dijo Luxford a Lynley-. Alguien metió esas gafas en mi coche. Estaba esperando el momento en que usted tropezara con ellas. Sabía que tarde o temprano ocurriría, y así ha sido. ¿No lo ve? Le está siguiendo el juego.

– El coche estaba cerrado con llave -indicó Lynley-. La alarma estaba activada.

– No siempre está cerrado, por el amor de Dios.

Lynley cerró la portezuela del pasajero.

– El coche no siempre está cerrado -repitió Luxford, algo agitado-. Tampoco está conectada la alarma. Pudieron introducir esas gafas en cualquier momento.

– ¿Cuándo, en concreto?

El periodista vaciló un instante. No esperaba que sus protestas llegaran a buen puerto tan pronto.

– ¿Cuándo el coche no está cerrado y con la alarma conectada? -preguntó Lynley-. No me parece una pregunta difícil de contestar. No es un trasto que deje sin cerrar en la calle, en un garaje o en un aparcamiento cualquiera. ¿Cuándo no está cerrado y con la alarma conectada, señor Luxford?

La boca de Luxford formó las palabras, pero no las pronunció. Había visto la trampa un segundo antes de caer en ella, pero sabía que era demasiado tarde para dar marcha atrás.

– ¿Dónde? -insistió Lynley.

– En mi casa -dijo por fin Luxford.

– ¿Está seguro?

Luxford asintió como atontado.

– Entiendo. En ese caso, creo que hemos de hablar con su mujer.

El trayecto hasta Highgate fue eterno. Era una línea recta en dirección noroeste que atravesaba Holburn y Bloomsbury, pero la ruta les condujo al peor embotellamiento de la ciudad, agravado aquella noche por un coche incendiado al norte de Russell Square. Lynley navegó entre la congestión, sin dejar de preguntarse cómo soportaba cada día la sargento Havers desplazarse hasta Westminster desde su casa de Chalk Farm, uno de los barrios que cruzaron unos cuarenta minutos después de iniciado el viaje. Luxford habló poco. Pidió telefonear a su mujer para informaría de su llegada en compañía de un inspector de Scotland Yard, pero Lynley se negó.

– He de prepararla -adujo Luxford-. No sabe nada de Eve ni de Charlotte. He de prepararla.

Lynley contestó que tal vez su mujer sabía más de lo que él suponía, por eso iban a verla sin avisarla.

– Eso es ridículo -protestó Luxford-. Si insinúa que Fiona está implicada en lo sucedido a Charlotte, está loco.

– Dígame -replicó Lynley-, ¿estaba casado con Fiona cuando tuvo lugar el congreso tory de Blackpool?

– No.

– ¿Salía con ella?

Luxford guardó silencio un momento.

– Fiona y yo aún no nos habíamos casado -contestó, como si eso le hubiera dado dispensa para seducir a Eve Bowen.

– ¿Fiona sabía que usted estaba en Blackpool? -preguntó Lynley. Luxford no dijo nada. Lynley le miró y advirtió su palidez-. Señor Luxford, ¿su mujer…?

– Sí. De acuerdo. Sabía que estaba en Blackpool, pero es lo único que llegó a saber. No sigue la política. Nunca se ha interesado por la política. -Se mesó el pelo, nervioso.

– Nunca le ha interesado la política, por lo que usted sabe.

– Era modelo, por el amor de Dios. Su vida y su mundo eran su cuerpo, su cara. Nunca se molestó en votar hasta que la conocí. -Luxford se reclinó en el asiento, cansado-. Brillante. Ahora la he dejado como una idiota.

Volvió la cabeza y miró por la ventanilla. Estaban pasando por el mercado de Candem Lock, donde un malabarista hacía su número en la acera con fuentes de peltre antiguas. Destellaban a la luz del atardecer.

Luxford no dijo nada más hasta que llegaron a Highgate. Su casa estaba en Millfield Lane, una villa que se erguía ante dos estanques que formaban la frontera este de Hampstead Heath. Cuando Lynley giró entre las dos columnas de ladrillo que flanqueaban el camino particular de la villa, Luxford habló.

– Al menos déjeme entrar primero y hablar con Fiona.

– Temo que no es posible.

– ¿No puede tener un poco de comprensión? -suplicó Luxford-. Mi hijo está en casa. Tiene ocho años. Es completamente inocente. No esperará incluirle en la escena que piensa montar,

– Cuidaré mis palabras cuando esté presente Llévele a su habitación.

– No creo…

– No puedo concederle más, Luxford.

Lynley aparcó detrás de un Mercedes Benz último modelo, que a su vez estaba aparcado bajo un pórtico. Este daba al jardín delantero de la villa, que parecía más una reserva de animales que el despliegue tradicional de césped podado con esmero y límites herbáceos. Cuando Luxford salió del Bentley, caminó hacia el borde del jardín, donde un sendero de losas desaparecía entre los arbustos.

– A esta hora suelen ira a ver cómo comen los pájaros -dijo. Gritó el nombre de su mujer y después el de su hijo.

Como nadie respondió desde detrás de los árboles, se volvió hacia la casa. La puerta del frente estaba cerrada, pero no con llave. Se abrió a un vestíbulo con suelo de mármol, en cuyo centro un tramo de escaleras ascendía hasta el primer piso de la casa.

– Fiona -llamó Luxford. El suelo de piedra y las paredes de yeso del vestíbulo distorsionaron su voz. Nadie respondió.

Lynley cerró la puerta a sus espaldas. Luxford pasó bajo una arcada situada a su izquierda. Un salón estaba rodeado de ventanas saledizas que facilitaban una perspectiva sin obstáculos de los estanques. Siguió llamando a su mujer.

Un silencio absoluto reinaba en la casa. Luxford recorrió las habitaciones de la extensa villa, pero para Lynley cada vez era más evidente que su viaje a Highgate había sido en vano. Por suerte o no, estaba claro que Fiona no podría responder a sus preguntas.

– Llame a su abogado, señor Luxford -dijo Lynley cuando el periodista bajó por la escalera-. Que se reúna con nosotros en el Yard.

– Tendrían que estar aquí. -Luxford, con el entrecejo fruncido, paseó la mirada desde el salón, donde Lynley le esperaba, hasta la entrada y la maciza puerta principal-. Fiona no saldría sin cerrar con llave. Tendrían que estar aquí, inspector.

– Tal vez pensó que había cerrado con llave.

– Nunca olvida hacerlo.

Luxford volvió hacia la puerta y la abrió. Llamó a su mujer con un grito. Llamó a su hijo. Bajó por el camino hasta la senda donde, dentro de los límites de su propiedad, se alzaba un edificio blanco y bajo: comprendía tres garajes y, mientras Lynlev observaba, Luxford entró en el edificio por una puerta de madera verde, que tampoco estaba cerrada con llave, tomó nota Lynlev. Por lo tanto, había una mínima posibilidad de que fuera cierta la teoría de Luxford acerca de cómo habían llegado la, gafas a su coche.

Lynley se quedó en el pórtico. Dejó que su mirada vagara por el jardín. Estaba pensando en insistir a Luxford para que cerrara la casa y subiera al Bentley, cuando su mirada se posó en el Mercedes que tenía delante. Decidió verificar la afirmación del periodista acerca de dónde y cuándo estaba su coche cerrado con llave. Probó la puerta del conductor. Se abrió. Entró.

Su rodilla golpeó un objeto colgado cerca del volante. Sonó un ruido metálico apagado. Vio que las llaves del coche colgaban del encendido.

Había un bolso de mujer en el suelo del lado del pasajero. Lynley lo recogió. Lo abrió y rebuscó entre varias barras de pintalabios, un cepillo, unas gafas de sol y un talonario. Extrajo un monedero de piel. Contenía cincuenta y cinco libras, una tarjeta Visa y un permiso de conducir a nombre de Fiona Howard Luxford.

Una sensación de inquietud le invadió, como insectos que zumbaran demasiado cerca de sus oídos. Estaba saliendo del coche, con el bolso en la mano, cuando Luxford subió a toda prisa por el camino particular.

– A veces van en bicicleta al brezal por las tardes -explicó-. A Fiona le gusta pasear hasta Kenwood House y a Leo le encanta mirar los cuadros. Pensé que habían ido allí, pero sus bicicletas están…

Se fijó en el bolso.

– Estaba en el coche -dijo Lynley-. Échele un vistazo. ¿Son éstas las llaves de su mujer?

La expresión azorada de Luxford dio la respuesta. Apoyó ambas manos sobre el capó del coche y miró hacia el jardín. -Algo ha pasado -dijo.

Lynley rodeó el Mercedes. En neumático delantero estaba pinchado. Se agachó para verlo mejor. Pasó los dedos sobre las bandas de rodadura y siguió con los ojos el avance de sus dedos. Encontró el primer clavo a un cuarto de vuelta del neumático. Después, un segundo y un tercero juntos, a unos doce centímetros sobre el primero.

– ¿Su mujer suele estar en casa a esta hora del día? -preguntó. -Siempre -contestó Luxford-. Le gusta estar con Leo después de la escuela.

– ¿A qué hora termina su jornada escolar?

Luxford levantó la cabeza. Parecía afligido.

– A las tres v media.

Lynley consultó su reloj de cadena. Pasaban de las seis. Su inquietud aumentó, pero dijo lo más razonable:

– Puede que hayan salido juntos.

– Fiona no dejaría su bolso. No dejaría las llaves en el coche. Ni la puerta principal abierta. No lo haría. Algo les ha pasado.

– No cabe duda de que hay una explicación más sencilla -dijo Lynley.

Era lo que solía ocurrir. Alguien que parecía desaparecido se encontraba sumido en la más normal de las actividades, actividades que el marido habría recordado si no hubiera sido presa del pánico, para empezar. Lynley pensó en cuáles podían ser las actividades de Fiona Luxford, apelando al frío razonamiento ante la creciente aprensión de Luxford.

– El neumático delantero está pinchado -dijo a Luxford-. Tres clavos.

– ¿Tres?

– Puede que hayan ido a pie a algún sitio.

– Alguien lo ha pinchado -dijo Luxford-. Alguien ha pinchado el neumático. Por favor, escúcheme. Alguien ha pinchado ese neumático.

– No necesariamente. Si su mujer fue a recoger al niño a la escuela y encontró el neumático pinchado…

– No lo hizo. -Luxford se apretó los párpados con los dedos-. No lo hizo, ¿me oye? No dejo que vaya a buscarle.

– ¿QUé?

– La hago ir a pie a la escuela. Andar es bueno para él. Le dije a Fiona que era bueno para él. Le endurecerá. Oh, Dios. ¿Dónde están?

– Señor Luxford, entremos en la casa y miremos si ha dejado una nota.

Volvieron a la casa. Lynley, sereno, indicó a Luxford que buscara en todos los sitios donde su mujer hubiera podido dejar un mensaje. Le siguió desde el gimnasio del sótano hasta el mirador del segundo piso. No había nada.

– ¿Su hijo no tenía compromisos hoy? -preguntó Lynley. Estaban bajando la escalera. Una fina película de sudor cubría el rostro de Luxford-. ¿Su mujer tenía algún compromiso? ¿Médicos? ¿Dentista? ¿Un lugar al que hubieran podido ir en taxi o en metro? ¿En autobús?

– ¿Sin su bolso? ¿Sin dinero? ¿Dejando las llaves en el coche? Es absurdo, por el amor de Dios.

– Examinemos todas las posibilidades, señor Luxford.

– Y mientras nosotros examinamos las jodidas posibilidades, ella y Leo están por ahí… ¡Maldita sea!

Luxford descargó un puñetazo sobre la barandilla de la escalera.

– ¿Los padres de ella viven cerca, o los de usted?

– No hay nadie cerca. No hay nada. Nada.

– ¿Algún amigo al que haya ido a ver con el chico? ¿Algún colega? Si ha descubierto la verdad sobre usted y Eve Bowen, tal vez ha decidido que ella y su hijo…

– ¡No ha descubierto la verdad! Es imposible que la haya descubierto. Debería estar en casa, o en el jardín o paseando en bicicleta, y Leo debería estar con ella.

– ¿Tiene una agenda que pudiéramos…?

La puerta del frente se abrió. Los dos se volvieron cuando alguien la empujó con fuerza y la hizo chocar contra la pared. Una mujer entró tambaleante en la casa. Alta, de melena color miel, y con las medias color vino manchadas de tierra, respiraba entrecortadamente y se aferraba el pecho, como si su corazón fuera a pararse.

– ¡Fiona! -gritó Luxford, y bajó corriendo la escalera-. ¿Qué demonios…?

La mujer levantó la cabeza. Lynley vio que estaba muy pálida. Gritó el nombre de su marido, y éste la estrechó entre los brazos.

– Leo… -dijo Fiona con voz estrangulada-. Dennis, es Leo. ¡Leo!

Alzó los puños hasta la cara de Luxford. Los abrió. Una gorra de colegial cayó al suelo.

Contó la historia a trompicones, interrumpida por su respiración irregular. Esperaba que Leo no llegaría más tarde de las cuatro. Como a las cinco no había llegado, se irritó lo suficiente para salir en su busca y darle un buen rapapolvo cuando lo encontrara. Al fin y al cabo, él sabía que debía volver a casa nada más salir de la escuela. Pero cuando intentó encender el Mercedes, descubrió que tenía un neumático pinchado, de modo que marchó a pie.

– Recorrí todos los caminos posibles -dijo.

Los recitó a su marido como para demostrarlo. Estaba sentada en el borde del sofá del salón, y sus manos temblaban sosteniendo el vaso de whisky que Luxford le había servido. Su marido estaba acuclillado ante ella y de vez en cuando apartaba el pelo de su cara.

– Después de recorrer cada camino, todos, volví a casa por el cementerio. Y la gorra… y la gorra de Leo…

Se llevó el vaso a la boca. Tintineó contra sus dientes.

Daba la impresión de que Luxford sabía lo que Fiona no se atrevía a expresar con palabras.

– ¿En el cementerio? -preguntó-. ¿Encontraste la gorra de Leo en el cementerio?

Las lágrimas afloraron a los ojos de Fiona.

– Pero Leo sabe que no debe entrar solo en el cementerio de Highgate. -Luxford parecía perplejo-. Se lo dije, Fiona. Se lo dije un millón de veces.

– Claro que lo sabe, pero es un niño y es curioso. Y el cementerio… ya sabes cómo es. Lleno de vegetación, misterioso, un lugar para la aventura. Pasa al lado cada día. Habrá pensado…

– Dios mío, ¿te ha hablado de ir allí?

– ¿Hablado de…? Dennis, ha crecido con ese cementerio prácticamente en su jardín trasero. Lo ha visto. Le interesan las tumbas y las estatuas. Ha leído sobre ello y…

Luxford se levantó. Hundió las manos en los bolsillos y dio media vuelta.

– ¿Qué? -preguntó Fiona, con la voz temblorosa de pánico-. ¿Qué? ¿Qué?

Luxford giró en redondo.

– ¿Le alentaste?

– ¿A qué?

– A visitar las tumbas. A vivir aventuras en el jodido cementerio. ¿Le alentaste, Fiona? ¿Por eso fue?

– ¡No! Sólo contesté a sus preguntas.

– Lo cual avivó su curiosidad v estimuló su imaginación.

– ¿Qué debía hacer cuando mi hijo me hacía preguntas?

– Lo cual le llevó a saltar el muro.

– ¿Me estás echando la culpa? Tú, que insistes en que vaya a pie a la escuela, que exigiste que nunca le mimara…

– Lo cual, sin duda, le llevó a los brazos de algún pervertido que le llevó a dar un paseo desde el cementerio de Brompton Highgate.

– ¡Dennis!

Lynley se apresuró a intervenir.

– Está exagerando, Luxford. Puede que haya una explicación sencilla.

– A la mierda sus explicaciones sencillas.

– Debemos telefonear a los amigos del chico -siguió Lynley-. Y hablar con el director del colegio de Leo, así como con su profesor. Sólo han pasado dos horas desde que tenía que llegar a casa, y puede que se haya asustado por nada.

Como para apoyar las palabras de Lynley, el teléfono sonó. Luxford se precipitó al otro lado del salón y lo cogió. Ladró un «,Sí?». Alguien habló al otro lado de la línea. La mano izquierda de Luxford cubrió el auricular.

– ¡Leo! -dijo. Su mujer se levantó como impulsada por un resorte-. ¿Dónde demonios estás? ¿Tienes idea de lo preocupados que nos encontramos?

– ¿Dónde está? Dermis, deja que hable con él.

Luxford alzó una mano para detener a su mujer. Escuchó en silencio durante diez segundos.

– ¿Quién? -dijo después-. ¿Quién, Leo? Maldita sea. Dime dónde… ¡Leo! ¡Leo!

Fiona le arrebató el auricular. Gritó el nombre de su hijo y escuchó, pero fue obvio que en vano. El auricular resbaló de su mano y cayó al suelo.

– ¿Dónde está? -preguntó Fiona a su marido-. Dennis, ¿qué ha pasado? ¿Dónde está Leo?

Luxford se volvió hacia Lynley. Su cara parecía tallada en tiza.

– Lo han secuestrado -dijo-. Alguien ha secuestrado a mi hijo.

22

– El mensaje era prácticamente idéntico al que Luxford recibió sobre Charlotte -dijo Lynley a St. James-. La diferencia estriba en que esta vez fue el niño quien lo comunicó en persona.

– ¿Reconoce a tu primogénito en primera plana? -preguntó St. James.

– Una ligerísima variación. Según Luxford, Leo dijo: «Has de publicar la historia en la primera página, papá. Después me dejará ir.» Eso es todo.

– Según Luxford -repitió St. James y vio que Lynley captaba la idea.

– Cuando la mujer de Luxford cogió el teléfono, la comunicación se había cortado. Así que la respuesta es sí: él fue el único que habló con el niño.

Lynley extendió la mano hacia la copa de coñac que St. James le había dejado sobre la mesita auxiliar en su estudio de Cheyne Row. Estudió su contenido, como si fuera a encontrar la respuesta que buscaba flotando en la superficie. Parecía exhausto, observó St. James. El agotamiento permanente era el complemento de su profesión.

– No es una idea bonita, Tommv.

– Aún menos si piensas que la historia exigida por nuestro presunto secuestrador saldrá publicada mañana en el periódico de Luxford. Quedaba tiempo suficiente para cambiar la primera plana e imprimirla después de la llamada de Leo. Muy conveniente, ¿no te parece?

– ¿Qué has hecho?

Había hecho lo que la situación exigía, explicó Lynley, pese a su inquietud y sus crecientes sospechas sobre Dermis Luxford. En con-secuencia, se enviaron agentes al cementerio de Highgate, donde buscaron pistas relacionadas con la desaparición del niño. Otros agentes recorrieron las rutas que Leo podía haber tomado después de salir de su escuela, en Chester Road. Se habían entregado fotografías del niño a los medios de comunicación para que fueran emitidas en los telediarios nocturnos. Se había pinchado el teléfono de Luxford para grabar y localizar todas las llamadas que recibiera.

– También hemos extraído los clavos de los neumáticos -terminó Lynley-, además de buscar huellas en el Mercedes. Para lo que nos va a servir…

– ¿Y el Porsche?

– Las gafas eran de Charlotte. Eve Bowen lo confirmó.

– ¿Sabe dónde las encontraste?

– No se lo dije.

– Puede que haya tenido razón desde el primer momento. Sobre Luxford, su implicación y sus motivos.

– Es posible, pero si ése fuera el caso, nos enfrentamos a una capacidad de disimulo similar a la de Blunt.

Lynley removió el coñac en su copa antes de beber. Dejó la copa sobre la mesa y se inclinó con los codos apoyados en las rodillas.

– El SO4 ha conseguido emparejar las huellas dactilares. Quien puso el pulgar en el interior de aquella grabadora también dejó su huella en el edificio abandonado de George Street. Una vez en el borde del espejo que había en el cuarto de baño, una segunda vez en el antepecho de la ventana. Fue un buen trabajo, Simon. No sé cuándo ni cómo habríamos caído en la cuenta de ese edificio de no ser por ti.

– Dale las gracias a Helen y a Deborah. Lo descubrieron la semana pasada. Las dos insistieron en que yo le echara un vistazo. Lynley estudió sus manos. A su espalda, la oscuridad de la noche cubría las ventanas, sólo rota por una farola que distaba unas puertas de la casa de St. James. Dentro de la casa, una música rompió el silencio que se había hecho entre los dos hombres. Descendió desde el último piso, donde Deborah estaba trabajando en su cuarto oscuro. St. James reconoció la canción con cierto desagrado. La oda de Eric Clapton al hijo que había perdido. Se arrepintió al instante de haber mencionado a Deborah.

Lynley levantó la cabeza.

– ¿Qué he hecho? Helen me dijo que le había asestado un golpe mortal.

St. James sintió la involuntaria ironía de las palabras como una sutil contusión en su psique, pero sabía que no podía traicionar la confianza de su mujer.

– Es muy sensible en lo tocante a los niños -dijo-. Aún quiere tener. El proceso de adopción avanza como moscas cruzando papel atrapamoscas.

– Quieres decir que relacionó lo que dije sobre matar niños con su dificultad de quedar embarazada.

El astuto comentario de Lynley indicaba lo bien que conocía a Deborah. Al mismo tiempo, se acercaba demasiado a la verdad para el gusto de St. James. Habló pese a un dolor que creía haber superado hacía un año.

– No es tan sencillo.

– No tenía la intención de herirla. Ha de saberlo. Me cegué sin pensar. Fue a causa de Helen, no de Deborah. ¿Puedo pedirle perdón?

– Lo haré en tu nombre.

Lynley pareció dispuesto a insistir, pero había fronteras en su amistad que no quería cruzar. Aquélla era una de ellas, y ambos lo sabían. Se levantó.

– Anoche perdí los estribos, Simon. Havers me aconsejó que no viniera, pero no le hice caso. Lamento todo lo sucedido.

– No hace tanto tiempo que abandoné la policía para haber olvidado lo que provocan las tensiones -contestó St. James.

Acompañó a Lynley hasta la puerta y salió con él a la fría noche. Notó la humedad del aire, como si la niebla se estuviera elevando del Támesis a corta distancia.

Hillier se encarga de manejar a los medios de comunicación -dijo Lynley-. Al menos me he quitado ese peso de encima. -Pero ¿quién se encarga de manejar a Hillier?

Ambos rieron. Lynley sacó las llaves del coche.

– Esta tarde quería ofrecer un sospechoso a los medios, un mecánico que Havers descubrió en Wiltshire, y que tenía el uniforme escolar de Charlotte Bowen en su garaje. No tenía nada más, por lo que sabemos hasta ahora. -Examinó las llaves con aire pensativo-. Está demasiado esparcido, Simon. Desde Londres a Wiltshire y sólo Dios sabe cuántos sitios intermedios. Me gustaría ceñirme a Luxford, a Harvie, a alguien, pero empiezo a pensar que más de una persona está detrás de lo sucedido.

– Eso pensaba Eve Bowen.

– Puede que tenga razón, aunque no de la manera que ella piensa. -Contó a St. James lo que el diputado Harvie había dicho acerca de Bowen, el IRA y sus grupos desgajados-. Secuestrar y asesinar niños nunca ha sido la forma de trabajar del IRA. Quiero rechazar la idea de antemano, pero temo que no puedo. Estamos investigando el pasado de algunas personas, a ver qué sale.

– El ama de llaves es irlandesa -sugirió St. James-. Y también Damien Chambers, el profesor de música.

– Fue la última persona que vio a Charlotte -recordó Lynley.

– Tiene acento de Belfast, por si te sirve de algo. Tiene más números que el ama de llaves, supongo.

– ¿Por qué?

– Alguien estaba con él en el piso de arriba la noche que Helen y yo fuimos a verle. Afirmó que era una mujer y atribuyó sus nervios al trauma de la primera noche: el escenario está preparado para la seducción y llegan unos desconocidos para interrogarle sobre la desaparición de una de sus alumnas.

– No es una reacción irrazonable.

– Desde luego, pero hay otra relación entre Chambers y lo ocurrido a Charlotte Bowen. No lo había pensado hasta que hablaste del IRA.

– ¿Cuál es?

– El nombre. En la nota que Bowen recibió, llaman Lottie a Charlotte. De entre toda la gente con la que hablé de la niña, sólo Damien Chambers y sus compañeras de clase la llamaron Lottie. Yo de ti investigaría a Chambers.

– Una posibilidad más -admitió Lynley.

Dijo buenas noches y se encaminó hacia su coche. St. James le vio alejarse antes de volver a casa.

Deborah seguía en el cuarto oscuro, con la música apagada. Había terminado el revelado y la puerta estaba abierta, pero vio que no había finalizado de trabajar, pese a la hora. Estaba inclinada sobre la mesa de trabajo y examinaba algo con una lupa. Una de sus pruebas antiguas, sospechó. Tenía la costumbre de evaluar su crecimiento creativo, comparando sin cesar su obra presente con la pasada.

Absorta en su estudio, no le oyó cuando la llamó por su nombre. St. James entró en el cuarto oscuro y vío por qué estaba tan absorta. Comprendió al instante que no podía hablarle del segundo secuestro de un niño. Deborah no estaba mirando una de sus pruebas, sino que escrutaba con la lupa la fotografía del cuerpo de Charlotte Bowen, la misma que Lynley había arrojado delante de ella, impulsado por su irritación, la tarde anterior.

St. James extendió la mano hacia la lupa. Deborah lanzó un grito v dejó caer la lupa sobre la foto.

– ¡Me has asustado!

– Tommy ha venido y se ha ido.

Deborah bajó los párpados. Pasó los dedos por los bordes de la foto.

– Ha pedido perdón por lo que te dijo, Deborah. Perdió los estribos. No lo dijo en serio. Quería subir y decírtelo en persona, pero consideré mejor transmitirte yo el mensaje. ¿Habrías preferido verle?

– No importa lo que Tommy quería decir. Lo que dijo era cierto, Mato niños, Simon. Tú y yo lo sabemos. Lo que Tommy ignora es que Charlotte Bowen no fue la primera.

St. James se sintió desfallecer. Su mente gritó: «¡Ahora no, otra vez no!» Tuvo ganas de desaparecer del cuarto y esperar a que Deborah superara su ofuscación, pero como la quería se obligó a invocar la paciencia y la razón.

– Ha pasado mucho tiempo. ¿Cuántos años tardarás en olvidarlo?

– No puedo acomodarme al período de tiempo que has establecido para mí. Los sentimientos no son como una fórmula científica. No se añade remordimiento a comprensión y se obtiene paz espiritual. Lo que ocurre en el interior de las personas, al menos en mi interior, no es como mezclar moléculas, Simon.

– No estoy insinuando que lo sea.

– Sí lo haces. Me miras y piensas: «Bien, ha transcurrido un buen número de años desde el aborto, y según mis cálculos debería ser tiempo más que suficiente para que lo haya olvidado.» Además, olvidas lo que he pasado desde entonces. Las veces que tú y yo hemos intentado…, intentado y fracasado por mi culpa.

– Ya hemos discutido esto muchas veces, Deborah. Nunca nos lleva a ninguna parte. No te culpo. Nunca lo he hecho. ¿Por qué insistes en culparte?

– Porque es mi cuerpo y mi fracaso. Es mío.

– ¿Y si fuera mío?

– ¿Qué? -preguntó Deborah con repentina cautela.

– ¿Querrías que me torturara con acusaciones? ¿Querrías que considerara todos mis errores, todas mis decisiones equivocadas, como otro resultado de la incapacidad de mi cuerpo para reproducir? ¿Te parece una forma racional de pensar?

St. James sintió que Deborah se distanciaba de la discusión. Una expresión ausente cubrió sus facciones.

– He ahí la fuente de nuestro conflicto -replicó-. Quieres que piense racionalmente.

– Me parece muy razonable.

– No quieres que sienta.

– Lo que quiero es que pienses lo que sientes. Además, estás eludiendo mi pregunta. Así que contesta.

– ¿Cuál?

– ¿Querrías que me torturara por algo que mi cuerpo no puede hacer? ¿Algo que tal vez he causado yo, pero que ahora ha escapado por completo a mi control? ¿Querrías que me lacerara por eso?

Deborah guardó silencio. Agachó la cabeza y emitió un suspiro entrecortado.

– Claro que no. ¿Cómo podría decir lo contrario? Oh, claro que no, Simon. Perdóname.

– ¿Podemos aparcar el tema?

– Podemos intentarlo. Yo puedo intentarlo. Pero esto… -Tocó la curva de la cabeza de Charlotte en la foto. Respiró hondo-. Las cosas son así: yo te pedí que intervinieras. Tú no lo habrías hecho. Tú no querías. Pero yo te lo pedí y lo hiciste por mí.

St. James cogió la fotografía. Rodeó la espalda de Deborah con su brazo y la sacó del cuarto oscuro. Entraron en el laboratorio. Dejó la foto de Charlotte Bowen cabeza abajo sobre la mesa de trabajo más próxima, y cuando habló lo hizo con la boca apretada contra el pelo de su mujer.

– Escucha, mi amor. Tienes completo poder sobre mi corazón. Pero yo tengo control sobre mi mente y mi voluntad. Puede que me hayas pedido que investigara la desaparición de Charlotte Bowen, pero esa petición no te convierte en responsable. Sobre todo porque la decisión final fue mía. ¿Está claro?

Ella se volvió para deslizarse entre sus brazos.

– Es por quién y qué eres -susurró, en respuesta a la pregunta que él no había formulado-. Deseo con tanta desesperación tener un hijo contigo a causa de quién y qué eres. Si fueras un hombre inferior, creo que ni siquiera me molestaría fracasar.

St. James la estrechó con más fuerza. Abrió su corazón y maldijo todas las consecuencias, porque así era el amor.

– Créeme, Deborah -dijo en respuesta-. Tener un hijo es la parte más fácil.

Dennis Luxford encontró a su mujer en el cuarto de baño. La mujer policía que estaba en la cocina sólo había dicho que Fiona había pedido que la dejara sola antes de subir, de modo que el primer lugar donde Luxford buscó cuando volvió del Source fue en el dormitorio de Leo, pero la habitación estaba vacía. Apartó la vista del libro de arte abierto sobre el escritorio de Leo, del boceto inacabado de la Virgen de Giotto meciendo el cuerpo de su Hijo. Tenía la sensación de que en su pecho se estaban formando coágulos de sangre que lo constreñían, y tuvo que detenerse en el umbral hasta que su respiración se normalizó.

Se asomó a las demás habitaciones. Llamó a su mujer en voz baja, porque aquel momento parecía requerir suavidad, y aunque no hubiera sido así tampoco le salía de otra manera. Miró en el estudio y la habitación de coser, en las habitaciones libres y en su dormitorio. La encontró sentada a oscuras en el suelo del cuarto de baño, con la frente apoyada en las rodillas y cogiéndose la cabeza con las manos. La luz de la luna, al filtrarse por entre los árboles que se erguían ante la ventana del cuarto, creaba una penumbra en el mármol, sobre el cual vio Luxford la celofana arrugada de un enorme paquete de bombones, y a su lado, un cartón vacío de leche. Luxford percibió el olor rancio a vómito cada vez que su mujer exhalaba.

Recogió el paquete vacío de bombones y lo tiró al cubo de la basura, junto con el cartón de leche. Vio los panecillos de higos al lado de Fiona, todavía sin abrir. Los levantó del suelo y los tiró a la basura, donde los cubrió con la celofana de las otras galletas, con la esperanza de que Fiona no los encontraría más tarde.

Se acuclilló delante de ella. Cuando le levantó la cabeza, aun a la tenue luz, vio el sudor que cubría su cara.

– No empieces otra vez a mortificarte -dijo Luxford-. Mañana volverá a casa. Te lo prometo.

Los ojos de Fiona parecían carentes de vida. Extendió la mano como un autómata hasta los panecillos de higos y descubrió que habían desaparecido.

– Quiero saber -dijo-. Y quiero saber ahora.

Luxford se había marchado sin decirle nada. A sus agónicos gritos de qué está pasando, dónde está, qué haces, adónde vas, él se había limitado a chillarle que necesitaba controlarse, calmarse, dejarle volver al periódico para publicar el artículo que liberaría a su hijo. «¿Qué artículo -había gritado ella-. ¿Qué está pasando? ¿Dónde está Leo? ¿Qué tiene que ver Leo con un artículo?» Le había agarrado para impedir que se marchara, pero él se había soltado y regresado a Holborn en taxi, maldiciendo al policía que le había requisado su Porsche, mucho más veloz que el renqueante Austin y su chófer fumador.

Se sentó en el suelo. Buscó una forma de contarle todo lo sucedido durante los últimos seis días, y sobre los acontecimientos ocurridos casi once años antes, prólogo de la historia actual. Comprendió que habría debido traer el artículo del Source para que lo leyera. Habría sido más sencillo que buscar inútilmente una forma de empezar que suavizara el impacto de revelar la mentira en que había vivido durante más de una década.

– Fiona, hace once años dejé embarazada a una mujer durante una conferencia política. Aquel hijo, una niña llamada Charlotte Bowen, fue raptada el miércoles pasado. El secuestrador quería que admitiera en la primera página del periódico que yo era el padre de la niña. No lo hice. La encontraron muerta el domingo por la noche. Ese mismo hombre, el que raptó a Charlotte, tiene a Leo ahora. Quiere que publique la historia. Saldrá mañana.

Fiona entreabrió los labios para hablar, pero no dijo nada. Cerró poco a poco los ojos y volvió la cabeza.

– Fi, es algo que pasó entre esa mujer y yo. No estábamos enamorados, no significó nada, pero saltó una chispa entre nosotros y no le dimos la espalda.

– Por favor -dijo ella.

– Tú y yo no estábamos casados -siguió Luxford, ansioso por aclararlo todo-. Nos conocíamos, pero no existía ningún compromiso. Tú dijiste que aún no estabas preparada para eso. ¿Te acuerdas?

Fiona se llevó una mano cerrada al pecho.

– Fue sexo, Fiona. Nada más. Simplemente sexo. Sin pensar, sin afecto. Algo que pasó y luego olvidamos los dos.

Estaba hablando demasiado, pero era como si no pudiera parar. Necesitaba encontrar las palabras precisas, para que al oírlas Fiona se sintiera impulsada a contestar y emitir la señal de que comprendía o, al menos, perdonaba.

– No significábamos nada el uno para el otro. Éramos cuerpos en una cama. Eramos… No lo sé. Sólo éramos.

Fiona volvió la cara hacia él y escrutó sus facciones como si buscara en ellas la verdad.

– ¿Sabías que tenías un hijo? -preguntó con voz inexpresiva-. ¿Te lo dijo esa mujer? ¿Lo supiste desde el primer momento? Luxford pensó en mentir, pero no tuvo fuerzas.

– Me lo dijo.

– ¿Cuándo?

– He sabido lo de Charlotte desde el primer momento.

– Desde el primer momento.

Fiona susurró la frase como si la meditara. La repitió. Después, extendió la mano y alcanzó una gruesa toalla que colgaba de una barra. La convirtió en una bola y la estrujó entre sus brazos. Empezó a llorar.

Luxford quiso abrazarla, pero ella se apartó.

– Lo siento -dijo el periodista.

– Todo ha sido una mentira.

– ¿Qué?

– Nuestra vida. Quiénes somos el uno para el otro.

– Eso no es cierto.

– Yo no te he ocultado nada, pero eso carece de significado porque desde el primer momento tú… Quién eres en realidad… ¡Quiero a mi hijo! -gritó-. Ahora. Quiero a Leo. Quiero a mi hijo.

– Estará aquí mañana. Te lo juro, Fi. Te lo juro por mi vida.

– No puedes -sollozó Fiona-. No tienes el poder. Hará lo que le hizo a la niña.

– No. A Leo no le pasará nada. No lo hice por Charlotte pero ahora voy a hacerlo.

– Pero está muerta. Muerta. Ahora es un asesino además de un secuestrador. ¿Cómo puedes pensar que, con una muerte sobre su conciencia, deje a Leo…?

Luxford la cogió por los brazos.

– Escúchame. Quien haya secuestrado a Leo carece de motivos para hacerle daño, porque no tiene nada contra mí. Lo que pasó fue porque quería destruir a la madre de Charlotte y descubrió una forma de hacerlo. Ella es del gobierno. Es una subsecretaria de Estado. Alguien ha investigado su pasado y averiguado mi relación. El escándalo, quién soy, quién es ella, lo que ocurrió entre nosotros, cómo ha tergiversado los hechos durante todos estos años, ese escándalo acabará con ella. Todo ha girado en torno a este objetivo: acabar con Eve Bowen. Prefirió correr el riesgo de guardar silencio cuando Charlotte desapareció. Me convenció de que hiciera lo mismo. Pero no lo hará ahora que alguien tiene a Leo. La situación es diferente. Leo no sufrirá el menor daño.

Fiona se llevó la toalla a la boca y le miró. Unos ojos enormes, aterrorizados. Parecía un animal atrapado, enfrentado a su muerte.

– Fiona, confía en mí. Moriré antes de permitir que alguien haga daño a un hijo mío -añadió, y oyó lo que decía antes de que el silencio se llevase las palabras. Leyó en el rostro de su mujer que ella también se había dado cuenta. Soltó sus brazos y sintió que su afirmación, así como la implícita condena de su comportamiento, le aplastaba. Prefirió decir lo que su esposa estaba pensando antes que oírlo de labios de Fiona-: Ella también era hija mía y no hice nada.

Una súbita angustia se apoderó de él, la misma angustia que había contenido desde que había visto el telediario y temido lo peor el domingo por la noche. Ahora, se veía aumentada por la culpabilidad de haber abdicado de su responsabilidad hacia una vida que había contribuido a crear, y era más profunda por su certeza de que su inacción durante los seis últimos días había provocado ahora el secuestro de su hijo. Desvió la vista, incapaz de soportar la expresión de su mujer.

– Que Dios me perdone -dijo-. ¿Qué he hecho?

Siguieron sentados en la oscuridad. Sólo escasos centímetros les separaban, pero no se tocaron. Uno no se atrevía y el otro no lo deseaba. Luxford sabía lo que su mujer estaba pensando: carne de su carne, Charlotte había sido hija suya tanto como Leo, y él no había hecho nada por salvarla, indiferente a las consecuencias. Lo que ignoraba era la conclusión a la que Fiona había llegado sobre lo que su inacción revelaba del hombre al que estaba atada por diez años de matrimonio. Luxford quiso llorar, pero ya hacía mucho tiempo que había perdido la capacidad de expiación por medio de los sentimientos. Era imposible seguir el camino que se había marcado tantos años antes, nada más llegar a Londres, y continuar siendo un ser sensible. Si antes no lo había sabido, ahora comprendía que era una imposibilidad. Nunca se había sentido tan perdido.

– No puedo decir que no sea culpa tuya -susurró Fiona-. Quiero, Dermis, pero no puedo.

– Tampoco lo espero. Podría haber hecho algo. Me dejé arrastrar. Fue más fácil, porque si todo salía bien tú y Leo nunca habríais sabido la verdad. Era lo que yo quería.

– Leo -Fiona pronunció su nombre con vacilación-. A él le habría gustado tener una hermana mayor. Mucho, me parece. Y yo… yo podría haberte perdonado cualquier cosa.

– Excepto la mentira.

– Tal vez. No lo sé. Ahora soy incapaz de pensar en eso. Sólo puedo pensar en Leo. Lo que estará sufriendo, el miedo que pasará, su soledad y preocupación. Sólo puedo pensar en eso, y en que tal vez ya sea demasiado tarde.

– Recuperaré a Leo -dijo Luxford-. El secuestrador no le hará daño. No obtendrá lo que desea silo hace, y mañana por la mañana obtendrá lo que desea.

Fiona continuó como si su marido no hubiera hablado.

– Lo que me sigo preguntando es cómo pudo suceder. La escuela queda sólo a un kilómetro de aquí y todas las calles son seguras. No hay ningún sitio donde esconderse. Si alguien le secuestró en la acera, alguien tuvo que verlo. Aunque alguien le atrajera con pretextos hasta el cementerio, otras personas tuvieron que darse cuenta. Si encontramos a alguna de esas personas…

– La policía está investigando.

– … también encontraremos a Leo. Pero si nadie vio…

– No te martirices, cariño -dijo Luxford.

Ella prosiguió sin hacerle caso.

– Si nadie vio nada fuera de lo normal, ¿te das cuenta de lo que significa eso?

– ¿Qué?

– Significa que el secuestrador es alguien a quien Leo conoce. No se iría por propia voluntad con un desconocido, Dennis.

Rodney Aronson dedicó un saludo indiferente a Mitch Corsico cuando entró en el bar de Holborn Street. El reportero asintió, se detuvo a intercambiar unas palabras con dos competidores del Globe y se abrió paso entre la nube de humo de tabaco con la confianza de un hombre que está a punto de conseguir el reportaje de su vida. Sus botas de vaquero repiquetearon alegremente sobre el suelo de madera. Su cara brillaba. De hecho, daba la impresión de que fuera a levitar. Pobre idiota.

– Gracias por encontrarte conmigo, Rod.

Corsico se quitó el sombrero y dio la vuelta a una silla. Cruzó una pierna sobre el asiento al estilo vaquero.

Rodney asintió. Pinchó otro calamar y lo engulló con un trago de Chianti. Esperaba pillar una buena cogorza, pero hasta el momento sólo había conseguido que el vino se asentara en su estómago sin provocar el menor cosquilleo en su cabeza.

Corsico echó un vistazo a la carta y la arrojó a un lado. Pidió un capuchino doble, sin canela, con biscotti de chocolate. Sacó su libreta. Dirigió una mirada cautelosa hacia los reporteros del Globe con los que había hablado, y luego inspeccionó las mesas vecinas en busca de presuntos espías. Tres mujeres obesas, con el tipo de corte de pelo matador que Rodney siempre asociaba con feministas radicales y marimachos agresivos, ocupaban la mesa más cercana y, a juzgar por lo que decían acerca de «el jodido movimiento» y «esos cerdos soplapollas», Rodney sintió una confianza total en que no abrigaban el menor interés por la información que Corsico había insistido en transmitirle en un lugar seguro pero neutral. No obstante, permitió al joven reportero su momento de intriga, y no dijo nada cuando Corsico se inclinó hacia adelante, como para proteger la información contenida en su libreta.

– Mierda, Rod -dijo.

Rodney observó que hablaba por una comisura de la boca: Alec Guinnes en una conversación pública subrepticia con un valioso espectro-. Lo tengo, y es la hostia. No te lo vas a creer.

Rodney pinchó otro calamar. Añadió un poco de pimienta roja a la ya picante salsa. El vino no le estaba subiendo a la cabeza como había deseado, pero esperaba que la pimienta afectara a sus fosas nasales.

– ¿Qué es?

– Empecé con ese congreso tory, el de Blackpool. ¿De acuerdo?

– Te sigo.

– Investigué los artículos del Telegraph referidos a ella. Los que ella había enviado antes, durante y después. ¿De acuerdo?

– ¿No habíamos hablado ya de esto, Mitch?

Después de lo que había descubierto durante las dos últimas horas, la idea de que Corsico insistiera en una reunión clandestina para nada más importante que un resumen de lo que ya sabía, era más que irritante para Rodney. Era enloquecedor. Masticó con vigor.

– Espera -dijo Corsico-. Comparé esos artículos con el mismo congreso. Y después, con lo que estaba pasando en la vida de los protagonistas de dichos artículos antes, durante y después del congreso.

– ¿Y?

Corsico hizo desaparecer sus notas de la mesa cuando el camarero apareció con su capuchino doble y sus biscotti de chocolate. La taza era del tamaño de una jofaina.

– Buen provecho -dijo el camarero.

Corsico hundió en el capuchino lo que semejaba un depresor lingual cubierto de nudos de plástico.

– Azúcar -explicó al ver la mirada curiosa de Rodney. Subió y bajó el palito como el émbolo de un retrete-. Se funde en el expreso.

– Fantástico -comentó Rodney.

Corsico bebió un sorbo de capuchino cogiendo la taza con ambas manos. Le quedó un bigote de espuma sobre el labio superior, que limpió con la manga de su camisa a cuadros. Bebía ruidosamente, comprobó Rodney con un estremecimiento. No había nada más irritante que escuchar sorber a alguien mientras intentabas comer.

– Envió artículos desde el congreso como si estuviera cubriendo el acontecimiento del siglo -continuó Corsico-. Como si temiese que alguien le recortara los gastos si no justificaba lo que estaba haciendo en Blackpool. Escribía entre uno y tres artículos por día. Mierda. Es increíble. Y mira que eran aburridos. Me costó un siglo leerlos, y después compararlos con todo lo que me parecía interesante de las vidas de los protagonistas. Pero lo logré.

Abrió su libreta, y después insertó el biscotti de chocolate en forma de puro entre sus molares. Mordió y unas cuantas migas salieron disparadas.

Rodney apartó una que había caído al lado de su cuenco.

– ¿Y? -dijo.

– El primer ministro -contestó Corsico-. Claro que entonces no lo era, pero eso hace la situación aún más morbosa, ¿no? Le proporciona motivos más que sobrados para ocultar ciertas cosas en el momento actual.

– ¿Cómo lo relacionaste? -preguntó Rodney, siempre intrigado por el complicado funcionamiento de la imaginación humana.

– Con mucho esfuerzo, ya te lo digo. -Corsico sorbió más capuchino y se refirió a sus notas-. Dos semanas después de aquella conferencia en Blackpool, el PM y su mujer se separaron.

– ¿Sí?

Corsico sonrió con un trozo de chocolate encajado entre dos dientes.

– Supongo que no lo sabías, ¿verdad? Dicha separación duró nueve meses y, como sabemos, no terminó en divorcio. Pensé que nueve meses era un período de tiempo interesante, considerando la situación. ¿No te parece?

– Nueve meses despiertan toda clase de asociaciones en mi mente -dijo Rodney. Terminó sus calamares y se sirvió una última copa de vino-. Tal vez serías tan amable de contarme lo que esas asociaciones anticipan.

– No te lo vas a creer. -Corsico acomodó sus nalgas sobre la silla, muy satisfecho-. Hablé con cinco criadas que habían trabajado en el hotel donde se celebró el congreso. Tres aún trabajaban allí. Dos de las tres confirmaron que había una mujer con el PM, sólo por las noches, date cuenta, no era nada oficial, y la mujer no era su esposa. Bien, lo que me propongo hacer mañana es llevarme algunas fotos de la Bowen a Blackpool, por si alguna criada me confirma que era la querida del PM. Y si alguna lo confirma…

– ¿Qué les ofreciste?

Corsico pareció quedarse en blanco un momento y masticó ruidosamente, mientras meditaba la pregunta.

– ¿Les vamos a pagar por el reportaje, o sólo les concederemos los habituales quince minutos en el interior del Source?

– Eh, Rod -protestó Corsico-. Si van a salir retratadas, quieren una recompensa por el mal rato. Siempre lo hemos hecho así, ¿no es cierto?

Rodney suspiró.

– Te equivocas.

Se secó la boca con la servilleta y la arrugó sobre la mesa. Mientras Corsico le contemplaba confuso, incapaz de comprender aquel repentino cambio en la filosofía de su periódico, Rodney introdujo la mano en uno de los enormes bolsillos de su sahariana y sacó el periódico del día siguiente, con su primera plana cambiada, que había llegado a sus manos gracias a una llamada telefónica de un redactor de noticias, un hombre cuya lealtad había cultivado Rodney a base de años de guardar silencio sobre sus incursiones nocturnas a uno de los antros más sórdidos del Soho. Lo lanzó delante del reportero.

– Tal vez te interese echar un vistazo a esto -dijo-. Acaba de salir, como quien dice, de las jodidas rotativas.

Rodney vio que Corsico leía lo que él casi se había aprendido ya de memoria mientras esperaba en el bar. El titular y la fotografía que lo acompañaba eran muy elocuentes: «El padre de la hija de Bowen sale a la luz» explicaba por qué la cara de Dennis Luxford decoraba la primera página. Cuando Corsico la vio, extendió la mano como atontado hacia su capuchino. Leyó y sorbió con idéntica furia. Se detuvo un momento para alzar la vista y decir «la hostia», pero reanudó la lectura con avidez sin esperar respuesta. Como haría todo el mundo, pensó Rodney, en cuanto el periódico llegara a la calle por la mañana. Superaría en ventas al Globe, al Mirror y también al Sun, al menos en un millón de ejemplares. Serían necesarios más artículos que continuaran el primero. Y los ejemplares en que aparecieran superarían al Globe, al Mirror y el Sun.

Rodney miró con semblante sombrío a Corsico, mientras éste devoraba el reportaje, que seguía en una página interior. Cuando terminó, se reclinó en la silla y miró a Rodnev.

– Joder -dijo-. Mierda, Rodnev.

– Exacto -dijo Rodnev.

– ¿Por qué lo ha hecho? Quiero decir, ¿qué le ha pasado? ¿Se ha convertido en un hombre de conciencia o algo por el estilo? 0 algo por el estilo, pensó Rodney. Algo, definitivamente. Dobló el periódico y lo devolvió a su bolsillo.

– Maldita sea -dijo Corsico-. Mierda. Coño. Habría jurado que mi historia sobre el PM era tan sólida como… -Miró a Rodney-. Eh, espera un momento. No pensarás que Luxford está protegiendo a Downing Street, ¿verdad? Joder, Rod. ¿Podría ser un tory camuflado?

– Camuflado no -contestó Rodney, pero el reportero no captó su ironía.

– Nuestras cifras de ventas van a dispararse, desde luego -dijo Corsico-. El presidente le besará el culo. Claro que nuestras cifras de venta han aumentado desde que Luxford se incorporó. ¿Por qué lo ha hecho? ¿Qué coño significa eso?

– Significa que el tiroteo ha terminado de forma oficial -contestó Rodney. Apartó la silla e indicó al camarero por señas que le trajera la cuenta-. De momento.

Corsico le miró con expresión confusa.

– ¿Los malos y los buenos? -explicó Rodney-. ¿Dodge City? ¿Tombstone? ¿O.K. Corral? A tu gusto, Mitchell. Todo viene a ser lo mismo.

– ¿Qué? -preguntó Corsico.

Rodnev miró la cuenta y sacó el billetero. Arrojó veinte libras sobre la mesa.

– Los malos han ganado -dijo.

23

Reventada no era la palabra que describía mejor cómo se sentía Barbara cuando apagó el motor del Mini en lo alto del camino particular de Lark's Haven. Estaba agotada, destrozada, apalizada y hecha trizas. Prestó atención al motor del coche, que tosió sus buenos diez segundos antes de sucumbir por fin a la falta de gasolina. Cuando aquel milagro de la mecánica moderna tuvo lugar, apagó los faros y abrió la portezuela. Pero no salió.

El día había sido un desastre casi total. Ahora se estaba convirtiendo en un cenagal. Había hablado con Lynley y recibido la noticia de la desaparición de Leo Luxford, en el curso de una conversación que había consistido en el conciso recitado que Lynley había efectuado de los hechos y sus «¿Qué? ¡Puta mierda! ¿Qué?», declamados en voz progresivamente alta, a medida que iba averiguando más datos. No tenía la menor pista del paradero del niño de ocho años, concluyó el inspector, y sólo la palabra de su padre permitía sostener que el niño hubiera hablado por teléfono.

– ¿Qué opina usted? -había preguntado Barbara-. ¿Cómo huele nuestro Luxford últimamente?

La respuesta de Lynley fue lacónica. No podía correr el riesgo de tratar el caso como si no fuera un secuestro, dijo. Era lo que él estaba haciendo en Londres, al tiempo que trabajaba en el caso Bowen. Ella debía proseguir investigando el asesinato en Wiltshire. No cabía duda de que ambos casos estaban relacionados. ¿Qué había averiguado?, quiso saber.

Barbara tuvo que admitir lo peor. Después de su última confrontación con el sargento Stanley sobre el despliegue de la policía científica, se había desplazado al DIC de Amesford. Se había subido a las barbas del sargento Stanley y sostenido una moderada discusión con el superior del sargento sobre la falta de cooperación de éste. No habló a Lynley del encendedor del sargento ni de su actitud hacia ella. Lynley no la habría compadecido. Opinaba que, si deseaba abrirse paso en un mundo fundamentalmente masculino, debía aprender a dar patadas en el culo sin esperar a que su oficial superior las diera por ella.

– Ah -dijo-. Lo de siempre, ¿no?

Barbara le comunicó el resto de la información que comprendía su decepcionante informe del día. Había logrado que un equipo de la policía científica fuera a Ford para examinar el palomar que había parecido tan prometedor. La mujer de Harvie había dado permiso al equipo para inspeccionar el edificio, pero aquel detalle no era suficiente para que Barbara dedujera la absoluta inocencia del diputado en lo relativo a la desaparición de la niña. Antes bien, Barbara concluyó que la mujer de Harvie era una estupenda actriz, o no sabía nada sobre las maniobras clandestinas de su marido. Aunque costaba creer que hubieran retenido a una niña de diez años en un palomar que apenas distaba unos metros de la casa sin que la señora Harvie lo supiera, circunstancias desesperadas exigían conclusiones desesperadas. Mientras existiera una posibilidad de que Charlotte hubiera estado en el palomar, Barbara se encargaría de que el palomar fuera examinado.

Del ejercicio no obtuvo otra cosa que la aversión de la policía científica. Nada en comparación con lo que sintieron las palomas.

La única luz al final del túnel de decepciones del día fue la información del forense, en el sentido de que los componentes de la grasa encontrada en las uñas de Charlotte Bowen coincidían con los de la grasa encontrada en el garaje de Howard Short. Sin embargo, ambas muestras constituían una mezcla normal de grasa de eje, y Barbara se vio obligada a admitir que encontrarla bajo las uñas de alguien, o en algún lugar de una comunidad agrícola, era tan relevante como encontrar escamas en las suelas de los zapatos de alguien que trabajara en el mercado de Billingsgate.

Su única esperanza estaba depositada en el agente Payne. Le había enviado cuatro mensajes telefónicos diferentes durante el día, y cada uno documentaba su búsqueda a través del condado. El primero había sido el que Barbara había recibido en Marlborough. Los siguientes fueron de Swindon, Chippenham y Warminster. Consiguieron ponerse en contacto por fin en la última llamada, cuando Barbara ya había regresado, fracasada, a la comisaría de Amesford desde el palomar de Harvie.

– Pareces hecha polvo -comentó Robin.

Barbara le resumió los acontecimientos del día, empezando con la autopsia y terminando con la pérdida de tiempo y potencial humano que había representado la ida al palomar. Robin la escuchó en silencio desde su cabina telefónica (se oía el ruido de los camiones que pasaban), y cuando terminó el agente dijo con astucia:

– Y además, el sargento Stanley se ha comportado de una manera desagradable, ¿no? -No le dio la oportunidad de contestar-. Es su estilo, Barbara. No tiene nada que ver contigo. Lo hace con todo el mundo.

– Bien. -Barbara sacó un cigarrillo de su paquete y lo encendió-. Alguna pista hemos encontrado.

Le habló del uniforme de Charlotee Bowen, dónde lo habían encontrado y dónde afirmaba el mecánico Howard Short haberlo conseguido.

– Yo también tengo mis propias pistas -dijo Robin-. Las comisarías de policía locales han contestado a algunas preguntas que el sargento Stanley no se tomó la molestia de hacer.

No dijo nada más, pero su voz vibraba con un entusiasmo que parecía ansioso por controlar, como si no fuera un sentimiento propio de un agente detective.

– Voy a investigar un poco más por aquí -se limitó a decir-. Si encuentro algo sólido serás la primera en saberlo.

Barbara agradeció la consideración del agente. Ya había quemado más de un puente con el sargento y su superior durante el día. Sería agradable conseguir algo (una pista decente, una prueba, un testigo de algo) que paliara el daño inferido a su credibilidad con la inútil inspección del palomar.

Había pasado el resto del día repasando los informes enviados por los agentes del sargento Stanley. Aparte del mecánico en posesión del uniforme escolar de Charlotte Bowen, no habían descubierto nada. Después de hablar con Lynley y enterarse del secuestro de Leo Luxford, había convocado a los diversos equipos en la oficina para informarles del nuevo secuestro y distribuir la fotografía y características del niño.

Salió del Mini con esfuerzo y caminó en la oscuridad hacia la casa, preparándose para otra inmersión en la pesadilla de Laura Ashley que albergaba Lark's Haven. Corrine Payne le había dado una llave de la puerta principal, de modo que Barbara prefirió entrar por allí, no por la cocina (como había hecho la noche anterior con Robin). Las luces de la sala de estar estaban encendidas, y cuando giró la llave y abrió la puerta, oyó la voz asmática y falta de aliento de Corrine.

– ¿Robbie? Tengo una sorpresa para ti, querido.

Barbara se detuvo, vacilante. Un estremecimiento la recorrió. Había oído demasiadas veces una llamada similar («¿Barbie? ¿Barbie? ¿Eres tú, Barbie? Ven a ver, ven a ver»), y demasiadas veces había encontrado a su madre vagando por algún lugar del amplio paisaje de su demencia: tal vez planeando unas vacaciones en un lugar remoto, tal vez acariciando y doblando las ropas de un hermano que llevaba muerto casi dos décadas, tal vez espatarrada en el suelo de la cocina, haciendo bizcochos con harina, azúcar y mermelada sobre el mugriento linóleo amarillo.

– ¿Robbie? -Corrine parecía ahogarse, como si necesitara emplear el inhalador-. ¿Eres tú, querido? Mi Sammy acaba de marcharse pero tenemos una visita, y he insistido en que no se moviera hasta que tú volvieras a casa. Apuesto a que querrás verla enseguida.

– Soy yo, señora Payne -dijo Barbara-. Robin aún está trabajando.

El «oh» de Corrine fue de lo más explícito. «Es la gorda esa», implicaba su tono. Estaba sentada a una mesita colocada en el centro de la sala de estar. Tenía lugar una partida de Scrabble,y la oponente de Corrine era una joven atractiva y pecosa, de pelo color champán peinado a la moda. Detrás de ellas, sobre un estante, el canal Sky transmitía una película antigua de Elizabeth Taylor con el sonido apagado. Barbara observó el televisor. Taylor ataviada con gasas, Peter Finch de esmoquin, una atmósfera de jungla artificial y un ceñudo mayordomo nativo. La senda de los elefantes, concluyó. Siempre se extasiaba con la escena en que los paquidermos reducían a astillas la villa de Peter Finch.

Había una tercera silla ante la mesita, y la peana que sustentaba las letras del Scrabble aún continuaba montada, como indicando el puesto que había ocupado Sam Corey. Corrine vio que los ojos de Barbara caían sobre aquel tercer puesto, y apartó con indiferencia la peana de más, por si Barbara quería sentarse y probar suerte con dobles y triples puntuaciones. Al fin y al cabo, debía ser un hacha con una x, y Corrine lo intuyó.

– Ésta es Celia -presentó Corrine a su acompañante-. Tal vez haya mencionado que es la…

– Oh, por favor, señora Payne. No diga eso.

Celia emitió una risita de turbación, y sus redondas mejillas se tiñeron de rubor. Estaba llenita pero no gorda, el tipo de mujer que una podía imaginarse desnuda y reclinada en un suntuoso sofá, en algún cuadro que la identificara como «Odalisca». Así que aquélla era la futura nuera, pensó Barbara. Por algún motivo, era agradable comprobar que Robin Payne no era el tipo de hombre que necesitaba mujeres con cuerpo de escoba.

Barbara extendió la mano por encima de la mesa.

– Barbara Havers. DIC de Scotland Yard. -Se preguntó por qué había añadido lo último, como si no poseyera otra identidad.

– Ha venido por lo de la niña, ¿verdad? -preguntó Celia-. Es algo terrible.

– El asesinato suele serlo.

– Bien, nuestro Robbie llegará al fondo del asunto -afirmó Corrine-. No lo dudes ni un momento.

Plantó tres letras antes de una a: una e, una s y una t. Contó meticulosamente su puntuación.

– ¿Está trabajando con Rob? -preguntó Celia.

Cogió un bizcocho digestivo que formaba parte de una guirnalda de otros bizcochos dispuestos sobre un plato con motivos florales, en el borde de la mesa. Lo mordió con delicadeza femenina. Barbara se lo habría zampado entero, masticado con fruición y engullido con el primer líquido que tuviera a mano. En este caso era té, contenido en una tetera cubierta con una funda acolchada. La funda, como todo lo demás de la casa, era una creación de Ashley. Barbara observó que Corrine no se apresuraba a quitarla para ofrecerle una taza.

Había llegado el momento de hacer mutis por el foro, pensó. Si el «oh» de Corrine no se lo hubiera comunicado, su falta de hospitalidad habría bastado.

– Robbie está trabajando para la sargento -aclaró Corrine-. Y ella está muy contenta con él, ¿verdad, Barbara?

– Es un buen policía -contestó ésta.

– Ya lo creo. El primero de la clase en la escuela de detectives. Dos días después de terminar el cursillo ya estaba metido en un caso. ¿No es así, Barbara? -La contempló con astucia, con la esperanza de que mencionara las habilidades de Robin.

Las redondas mejillas de Celia se redondearon aún más y sus ojos azules brillaron, tal vez al pensar en las grandes posibilidades que tenía su amado de ascender en la profesión.

– Sabía que triunfaría en el DIC. Se lo dije antes de que empezara el cursillo.

– Y no un caso cualquiera, date cuenta -añadió Corrine, como si Celia no hubiera hablado-. Este caso en concreto. Un caso de Scotland Yard. Y este caso, querida -palmeó la mano de Celia-, será el gran triunfo de nuestro Robbie.

Celia sonrió y se mordió el labio inferior, como si contuviera su satisfacción. Entretanto, en la tele, los elefantes se estaban inquietando. Un toro enorme avanzaba hacia el muro exterior de la villa, siguiendo el sendero que conducía hasta el agua que el padre de Peter Finch había bloqueado arrogantemente con su impresionante villa. Faltaban unos veintidós minutos para la estampida de los elefantes, pensó Barbara. Había visto la película unas diez veces.

– Voy a acostarme -dijo-. Si Robin llega antes de media hora, dígale que suba a mi habitación, por favor. Hemos de comentar algunos detalles.

– Se lo diré, desde luego, pero imagino que nuestro Robbie ya tendrá bastante con lo que hay aquí. -Movió la cabeza en dirección a Celia, que estaba estudiando sus fichas-. Está esperando a acomodarse por completo en su nuevo trabajo. En cuanto sepa cómo manejarse, efectuará algunos cambios importantes en su vida. Cambios permanentes. ¿Verdad, querida?

Palmeó la mano de Celia, que sonrió.

– Sí -dijo Barbara-. Bien. Felicidades. Que todo vaya bien. -Se sintió idiota.

– Gracias -dijo Celia.

Dejó con delicadeza siete fichas sobre el tablero. Barbara echó un vistazo a la palabra. Con la esta de Corrine, había formado estalagmita. Corrine frunció el ceño, algo confusa, y extendió la mano hacia un diccionario.

– ¿Estás segura, querida? -preguntó.

Barbara vio que sus ojos se dilataban cuando leyó la definición. Celia se estaba divirtiendo, pero su rostro adoptó un semblante serio cuando Corrine cerró el diccionario y la miró.

– Tiene algo que ver con una formación calcárea, ¿verdad? -preguntó Celia con fingida inocencia.

– Dios mío -dijo Corrine, y se llevó la mano al pecho-. Dios mío… Necesito… Oh, Dios mío… un poco de aire… La expresión de Celia cambió. Se puso en pie.

– Tan de repente, querida -jadeó Corrine-. ¿Dónde he puesto…? ¿Dónde está mi inhalador mágico? ¿Sammy se lo ha…? ¿Lo ha cambiado de sitio?

Celia encontró el inhalador al lado del televisor. Corrió hacia Corrine y apoyó una mano con fuerza sobre su hombro, mientras la mujer inhalaba vigorosamente. Celia parecía arrepentida de estalagmita, obvia causa de la crisis de Corrine.

Interesante, pensó Barbara. Así es como se desarrollaría su relación durante los siguientes treinta años, más o menos. Se preguntó si Celia habría caído en la cuenta.

Barbara oyó que la puerta de la cocina se abría y luego se cerraba, mientras Celia volvía a sentarse a la mesa. Pasos rápidos se acercaron.

– ¿Mamá? -llamó la voz de Robin-. ¿Estás aquí? ¿Barbara ha llegado?

A juzgar por la expresión de Corrine, Barbara dedujo que no era la pregunta adecuada, pero también era una pregunta que no necesitaba respuesta, porque Robin entró en la sala de estar y se detuvo en el umbral. Estaba sucio de pies a cabeza y tenía telarañas en el pelo. Pero sonrió a Barbara.

– Aquí estás. No te lo puedes imaginar. Stanley se va a dar con un canto en los dientes cuando lo averigüe.

– Robbie, querido.

La voz de Corrine, quejumbrosa y cansada, distrajo la atención de su hijo, que miró hacia la mesita. Celia se levantó.

– Hola, Rob -dijo.

– Celia -dijo Robin. Desvió la vista hacia Barbara, algo confuso.

– Ya me iba arriba -explicó Barbara-. Si me excusas…

– ¡Espera! -Robin le dirigió una mirada suplicante-. Estoy metido en algo -dijo a Celia-. Lo siento, pero no puedo dejarlo.

Su expresión telegrafió el mudo mensaje de que confiaba en que alguien le rescatara de aquella situación grotesca.

Estaba claro que no era la intención de Corrine y que Celia no quería. Si bien Barbara deseaba satisfacer su deseo, siquiera por pura amistad, no sabía cómo hacerlo. Era una habilidad propia de mujeres como Helen Clyde.

– Celia te ha estado esperando desde las ocho y media, Robbie -dijo Corrine-. Su visita ha sido agradabilísima. Le dije que había pasado demasiado tiempo desde la última vez que había estado en Lark's Haven. El día menos pensado, le dije, Robbie va a deslizar algo muy especial en tu dedo. Ya lo verás.

Robin parecía en estado agónico. Celia parecía mortificada. Barbara sintió que la nuca le empezaba a sudar.

– Sí. Eso -dijo con decisión, y se encaminó hacia la escalera-. Me despido, pues. Robin, tú y yo…

– ¡No!

El agente la siguió.

– ¡Robbie! -exclamó Corrine.

– ¡Rob! -exclamó Celia.

Pero Robin ya pisaba los talones a Barbara. Ésta le oyó a su espalda, repitiendo su nombre con tono perentorio. La alcanzó en la puerta de su habitación y la cogió del brazo, que soltó en cuanto ella se volvió.

– Escucha -dijo Barbara-, esto se está liando, Robin. Estaré en Amesford tan bien como aquí; después de lo de esta noche, creo que es lo mejor.

– ¿Lo de esta noche? -Robin miró hacia la escalera-. ¿Por qué? ¿Te refieres a Celia? ¿A mamá? Olvídalo. No es importante.

– No creo que Celia y tu madre estén de acuerdo con eso.

– Que se jodan. No son importantes. Ahora no. Esta noche no. -Se pasó la mano por la frente mugrienta-. Lo he encontrado, Barbara. He estado por ahí todo el día. Me he metido en todos los agujeros que he recordado. Y lo he encontrado.

– ¿Qué? -preguntó ella.

Un brillo de triunfo iluminó la sucia cara de Robin. -El lugar donde retuvieron a Charlotte Bowen.

Alexander Stone vio a su mujer colgar el teléfono. Le resultaba imposible descifrar su expresión.

Sólo había oído el final de la conversación:

– No me telefonees. No me telefonees nunca más. ¿Qué quieres? -Después sus palabras sonaron como si se le atragantaran-. ¿Que lo han…? ¿Cuándo? Eres un… No intentarás hacerme creer… Bastardo. Repugnante bastardo.

La última palabra estuvo a punto de convertirse en un chillido. Eve se llevó un puño a la boca para contenerlo. Alex oyó una voz de hombre que seguía hablando con insistencia mientras Eve colgaba el auricular. Estaba rígida pero temblorosa, como si una corriente eléctrica recorriera su cuerpo y la inmovilizara.

– ¿Qué pasa? -preguntó Alex.

Se habían ido a la cama. Ella había insistido. Había dicho que Alex parecía agotado, ella estaba muy cansada, y los dos necesitaban descansar si querían superar las obligaciones fúnebres de los siguientes días. Sin embargo, Alex se dio cuenta de que la intención de subir a su habitación no había sido tanto dormir como un medio de eludir la conversación. En la oscuridad, uno o los dos podían tenderse, in-móviles, respirar profundamente, fingir dormir y evitar hablar. Pero aún no habían cerrado la luz, cuando el teléfono sonó.

Eve se levantó de la cama. Se puso la bata y la anudó con violencia, y eso la delató.

– ¿Qué ha pasado? -repitió Alex.

Eve caminó hacia los armarios empotrados en la pared. Abrió las puertas. Lanzó una chaqueta sobre la cama, se volvió hacia otro armario y arrojó un par de zapatos al suelo.

Alex salió de la cama y la cogió por el hombro. Ella se zafó.

– Maldita sea, Eve, te he preguntado…

– Va a publicar la historia.

– ¿Qué?

– Ya me has oído. Esa sabandija va a publicar la historia. En primera página. Mañana. Pensó… -sus facciones se tiñeron de amargura-, pensó que me gustaría saberlo antes. Para prepararme ante la avalancha de periodistas.

Alex miró el teléfono.

– ¿Era Luxford?

– ¿Quién, si no?

Eve tiró de un cajón de la cómoda. Se atascó y ella lo forzó con un gruñido. Sacó ropa interior, unas bragas, medias. Las tiró sobre la cama, junto con la chaqueta.

– Me ha tomado por idiota desde el principio. Y esta noche cree que me ha asestado el golpe de gracia. Pero aún no estoy muerta, ni por asomo. Y se lo demostraré.

Alex intentó encajar las piezas del rompecabezas, pero estaba claro que faltaba una.

– ¿La historia? -repitió-. ¿La de los dos? ¿Blackpool? -Por el amor de Dios, ¿qué otra historia hay, Alex? Empezó a ponerse la ropa interior.

– Pero Charlie está…

– No es por Charlie. Nunca fue por Charlie. ¿Es que no lo ves? Ahora afirma que su miserable hijo ha sido raptado y el secuestrador ha hecho la misma exigencia. Muy conveniente.

Se precipitó hacia la cama. Se puso la chaqueta, ajustó las hombreras y forcejeó con los botones dorados.

Alex la miró, confundido.

– ¿El hijo de Luxford? ¿Secuestrado? ¿Cuándo? ¿Dónde?

– ¿Qué más da? Luxford lo habrá escondido en algún sitio y lo está utilizando como sustituto de Charlotte.

– ¿Qué estás haciendo?

– ¿Qué crees tú? Voy a adelantarme a él.

– ¿Cómo?

Eve se calzó los zapatos y le miró sin pestañear.

– No cedí cuando secuestró a Charlotte. Ahora intenta vengarse. Utilizará la historia para hacerme quedar como una desalmada: la desaparición de Charlotte, la exigencia de que se publicara la historia, mi negativa a colaborar pese a las desesperadas y sinceras súplicas de Luxford. En contraste con mi barbarie, tenemos la santidad de Luxford: para salvar a su hijo, hará lo que yo no hice para salvar a mi hija. ¿Lo ves ahora, o tengo que deletrearlo? Parecerá san Cristóbal con el niño Jesús sobre los hombros, y yo pareceré Medea si no hago algo por detenerle. Ahora.

– Debemos telefonear a Scotland Yard. -Alex se dispuso a hacerlo-. Debemos comprobar si lo que dice es cierto. Si de verdad han secuestrado al niño…

– ¡No lo han secuestrado! No nos servirá de nada llamar a la policía, porque esta vez Luxford habrá pensado hasta en el último detalle. Ha escondido al pequeño monstruo en algún lugar remoto y telefoneado a la policía y escenificado el drama. Y mientras tú y yo perdemos el tiempo hablando sobre lo que está tramando y por qué, él está escribiendo el artículo y calentando las rotativas, y dentro de siete horas su pasquín estará en la calle. A menos que yo haga algo. Y lo haré. ¿De acuerdo? ¿Lo captas?

Alex lo captó. Lo vio en la línea dura de su mandíbula, en el rígido porte de su cuerpo, en los hombros y la columna vertebral, en la mirada implacable de sus ojos. Lo captó por completo. Lo que no comprendía (sobre él, sobre ella) era qué le había impedido captarlo hasta entonces.

Se sintió desconcertado. La inmensidad del espacio parecía envolverle.

– ¿Adónde vas, Eve? -se oyó preguntar como desde otra galaxia-. ¿Qué piensas hacer?

– Cobrarme algunas deudas.

Entró en el cuarto de baño, donde Alex vio que se aplicaba con rapidez una pátina de maquillaje facial. No empleó su típica precisión en dicha actividad, sino que se limitó a darse colorete en las mejillas, aplicar máscara en las pestañas y pintarse los labios. Una vez hecho esto, se pasó un cepillo por el cabello y cogió las gafas del estante sobre el lavabo, donde siempre las dejaba por la noche.

Volvió al dormitorio.

– Ha cometido un error, aparte de lo sucedido a Charlotte -dijo-. Ha supuesto que carezco de poder. Ha supuesto que no sé adónde acudir y cuándo. Pero se equivoca, y lo comprobará en unas horas. Si todo va como espero, y te aseguro que así será, conseguiré un requerimiento judicial tan severo que no logrará imprimir una palabra de esa historia, o de cualquier otra, hasta dentro de cincuenta años. Y eso acabará con él, tal como se merece.

– Entiendo -dijo Alex, y aunque la pregunta parecía absurda, una terca necesidad de oírla decir, al menos, una forma de la verdad, le impulsó a formularla-. ¿Qué pasa con Charlie?

– ¿Qué pasa con Charlie? Ha muerto. Es una víctima de esta maquinación. La única manera de dar significado a su muerte es lograr que no haya sido en vano. Cosa que no sucederá si no detengo a su padre.

– Por ti -dijo Alex-. Por tu carrera y tu futuro. Pero no por Charlie.

– Sí, exacto. Por supuesto. Por mi futuro. ¿Esperabas que me metiera en un agujero, como desea Luxford, porque la han asesinado? ¿Eso querías?

– No, no quería eso. Sólo un período de duelo.

Eve avanzó hacia él con aire amenazador.

– No empieces otra vez. No me digas lo que siento y lo que no. No me digas quién soy.

Alex levantó las manos en gesto de rendición.

– No quiero hacerlo. Ahora no.

Eve recogió su bolso de la mesita de noche.

– Hablaremos más tarde -dijo, y salió de la habitación.

Alex oyó sus pasos en la escalera. Oyó cómo abría la puerta principal. Un momento después, oyó cómo su coche se ponía en marcha. Los periodistas ya habían levantado el campamento, de manera que salió sin dificultad de los callejones. Allá donde fuera, nadie la seguiría.

Se sentó en el borde de la cama. Apoyó la cabeza en las manos y contempló la alfombra y sus pies (tan blancos y tan inútiles). Su corazón estaba tan vacío de la presencia de su mujer como la habitación y la casa. Sintió la inmensidad del vacío que se extendía en su interior y se preguntó cómo había conseguido engañarse durante tanto tiempo.

Había inventado excusas para todas las señales de advertencia que ella le había enviado. Dentro de unos años, pensaba, confiaría lo suficiente para abrirle su corazón. Sólo era cautelosa, y aquella cautela era el resultado lógico de la carrera que había elegido, pero con el tiempo, se desharía de sus miedos y vacilaciones, y permitiría que su espíritu se encontrara con el de él. Cuando eso sucediera, construirían algo sobre los cimientos de ese encuentro, y lo que construirían sería una familia, un futuro, un amor. Sólo necesitaba paciencia, se había dicho. Sólo necesitaba demostrarle que su devoción era profunda e incondicional. Cuando fuera capaz de hacerlo, sus vidas adquirirían un orden más nuevo y rico, definido por los hijos (los hermanos y hermanas de Charlie) para los que Eve y él serían una presencia enriquecedora.

Todo era mentira. Era un cuento de hadas que se había contado cuando no quería ver la realidad que se desplegaba ante sus ojos. La gente no cambiaba. Se limitaba a bajar la máscara cuando consideraba que no corría peligro, o cuando circunstancias imperativas provocaban que sus escudos externos se quebraran, como las creencias más queridas de los niños. La Eve a la que amaba no era, en realidad, muy diferente de Papá Noel, del Hada de los Dientes, del Hombre del Saco o de los Reyes Magos. Alex era un visionario. Al interpretar el papel que había escrito para ella, la había convertido en un ser tan maravilloso corno el que anhelaba. Él había creado la mentira, y sus consecuencias.

Se levantó con esfuerzo. Al igual que su mujer, se acercó al ropero y empezó a vestirse.

Robin Payne conducía. Se dirigió hacia el oeste por Burbage Road. Relataba a toda prisa sus movimientos de aquel día. Fueron los ladrillos y el poste de mayo, dijo a Barbara. Le habían dado una idea, pero existían tantas posibilidades que quiso verificar cada una antes de clasificar alguna como el lugar donde habían retenido a Charlotte Bowen. Al fin y al cabo, era una tierra agrícola, dijo, a modo de dudosa aclaración sobre lo que quería decir. El trigo era la cosecha principal.

– ¿Qué tiene que ver el trigo con Charlotte Bowen? -preguntó Barbara-. En la autopsia no…

– Espera -dijo Robin. Era su momento de gloria y quería saborearlo a su manera.

Había estado por todas partes, explicó. Tan al oeste como Freshford, tan al sur como Shaftsbury, pero como tenía bastante idea de lo que buscaban, debido a los ladrillos y el poste de mayo mencionados por la niña (además del trigo), aunque la búsqueda cubría un vasto territorio, el número de emplazamientos individuales era menor. Aun así, había docenas donde mirar, por eso iba tan sucio.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Barbara.

Surcaban la oscuridad, por la carretera en tinieblas, y los árboles llegaban hasta el mismo arcén.

– No lejos -fue la enigmática respuesta de Robin.

Cuando atravesaron un pueblo de casas de ladrillo y paja, Barbara le contó lo ocurrido en Londres, y le proporcionó todos los detalles que Lynley le había facilitado. Como broche final mencionó la desaparición de Leo Luxford.

Robin Payne aferró con fuerza el volante.

– ¿Otro? -preguntó-. ¿Un niño, esta vez? ¿Qué coño está pasando?

– Puede que esté en Wiltshire, como Charlotte.

– ¿A qué hora desapareció?

– Después de las cuatro de esta tarde. -Vio que Robin fruncía el entrecejo mientras pensaba-. ¿Por qué?

– Sólo estaba pensando… -Robin cambió de marcha cuando giró a la izquierda, por una carretera más estrecha llamada Great Bedwyn, que corría hacia el norte-. La hora no coincide, pero… ¿cómo has dicho que se llama?

– Leo.

– Si raptaron a Leo alrededor de las cuatro también pudieron traerle aquí. Al sitio donde retuvieron a Charlotte. Aunque en ese caso el secuestrador le habría trasladado al condado mucho antes de que yo llegara al lugar, y le habría encontrado allí. -Indicó con un ademán la oscuridad que se extendía ante ellos-. Sólo que no le encontré. -Suspiró-. Maldita sea. Tal vez no sea el lugar correcto y te he traído para nada.

– No sería la primera vez que pasara hoy -dijo Barbara-, pero al menos la compañía es decente esta vez, así que llegaremos hasta el final.

La carretera se estrechó hasta transformarse en una pista. Los faros sólo iluminaban la pista propiamente dicha, los árboles cubiertos de hiedra que la flanqueaban y el linde de los campos que empezaban más allá de los árboles. Todos los campos estaban plantados, como cerca de Allington, pero, al contrario que en Allington, el heno sustituía al trigo.

Mientras se acercaban a otro pueblo, la pista aún se estrechó más. Las cunetas se convirtieron en pendientes, sobre las cuales se habían construido algunas casas dispersas en el mismo borde de la carretera. Las casas se multiplicaron hasta convertirse en otro pueblo de ladrillo y paja, donde los patos invadían las orillas de un estanque y un pub llamado El Cisne se disponía a cerrar. Las últimas luces se apagaron cuando Robin y Barbara pasaron por delante, todavía en dirección norte.

Robin disminuyó la velocidad del Escort a un kilómetro del pueblo. Giró a la derecha y se internó por una pista tan estrecha y cubierta de hierba que Barbara habría sido incapaz de distinguirla en caso de haber ido sola. La pista ascendió enseguida hacia el este, bordeada a un lado por el brillo de una alambrada y al otro por una hilera de abedules plateados. La carretera estaba sembrada de baches, y el campo que se extendía más allá de la alambrada invadido por malas hierbas.

Llegaron a un hueco abierto entre los abedules, y Robin dobló por él, hasta llegar a una pista de guijarros y raíces gruesas. Los árboles eran robustos, pero torcidos por décadas de viento. Se cernían sobre la pista como marineros artríticos.

La pista moría en una verja formada por alambre y postes. A su derecha, una vieja cancela colgaba en ángulo como un barco escorado, y Robin condujo a Barbara hasta ella, después de rebuscar en el maletero del Escort y sacar una linterna, que le entregó. Él cogió un farol de campamento.

– Por aquí -dijo.

«Por aquí» era a través de la vieja cancela, que Robin empujó con rudeza hasta que se encajó en un montículo de barro seco. La cancela cerraba un prado en cuyo centro se alzaba una enorme forma cónica. En la oscuridad, recordaba a una nave espacial. La estructura descansaba sobre el punto más elevado de la zona circundante. Campo tras campo se hundía en la negrura por tres de sus lados, mientras el cuarto, a unos cincuenta metros de distancia, la forma borrosa de un edificio semiderruido, cerca de la carretera por la que habían venido, testimoniaba que alguien lo había habitado en otro tiempo.

El silencio era absoluto y el aire frío. El intenso olor a tierra húmeda y excrementos de oveja colgaba sobre ellos como una nube a punto de estallar. Barbara hizo una mueca y se arrepintió de no haber traído una chaqueta para protegerse del frío.

Cruzaron una extensión de hierba abundante para llegar al edificio. Barbara alzó su linterna para iluminar el exterior. Vio los ladrillos. Se elevaban en la oscuridad y estaban coronados por un montículo de tejado metálico blanco. Desde el alero circular del tejado se inclinaban hacia arriba y hacia abajo los restos astillados de cuatro largos brazos de madera, cubiertos otrora por lo que parecían contraventanas. Ahora, quedaban huecos irregulares en los brazos, donde las tormentas habían arrancado las contraventanas a lo largo de los años, pero aún persistía lo bastante de la forma original para comprender lo que Barbara estaba viendo la luz de la linterna.

– Un molino de viento -dijo.

– Para el trigo.

Robin movió su farol apagado en un gesto que abarcó no sólo los campos ondulados que se alejaban hacia el sur, este y oeste, sino también el edificio que se alzaba hacia el norte, próximo a la carretera.

– En otros tiempos -dijo- había molinos de trigo a lo largo del río Bedwyn, antes de que el agua fuese desviada para construir el canal. Cuando eso sucedió, surgieron muchos lugares como éste. Ahora, si nadie se interesa por salvarlos, se derruirán definitivamente. Este lleva abandonado unos diez años. La casa también. Está junto a la carretera.

– ¿Conoces el lugar?

– Ya lo creo. -Lanzó una risita-. Y todos los lugares en treinta kilómetros a la redonda de mi casa donde un mozo cachondo de diecisiete años llevaba a su chica favorita las noches de verano. Es algo inherente a crecer en el campo, Barbara. Todo el mundo sabe adónde ir si quiere un poco de juerga. Supongo que en la ciudad pasa lo mismo, ¿no?

Barbara no lo sabía. El folleteo no había sido una de sus actividades habituales.

– Sí, desde luego -contestó, no obstante.

Robín exhibió la sonrisa reveladora de que se acababa de intercambiar información personal y se ha añadido otro eslabón a la cadena de la amistad. Si supiera la verdad sobre su deprimente vida amorosa, pensó Barbara, la catalogaría como la anomalía del siglo, sin considerar que compartían una historia común de travesuras sexuales, sólo diferenciada por vivir en lugares distintos. Barbara no se había dado un revolcón con nadie en la adolescencia, y lo que había hecho de adulta estaba tan borrado de su memoria que ni siquiera recordaba con quién había compartido aquel fugaz momento de éxtasis. ¿Se llamaba Michael? ¿Martin? ¿Mick? No se acordaba. Sólo recordaba un par de botellas de vino barato, suficiente humo de cigarrillo para contaminar a toda una ciudad, música ensordecedora que sonaba a Jimi Hendrix coloca-do (cosa que debía ser normal en Jimi Hendrix, ahora que lo pensaba), y un suelo compartido por otras seis parejas enzarzadas en momentos de éxtasis como el suyo. Ay, volver a las alegrías de los veinte años.

Siguió a Robin bajo una galería desvencijada que rodeaba el exterior del molino, a la altura del primer piso. Pasaron junto a dos viejas ruedas de molino tiradas en el suelo, criando liquen, y se detuvieron ante una puerta de madera arqueada. Robin se dispuso a abrirla, pero Barbara se lo impidió. Dirigió su linterna hacia la puerta, examinó sus viejos paneles de arriba abajo, y luego desvió el haz hacia un cerrojo a la altura del hombro. Era de latón, y nuevo. Su estómago se tensó al pensar en su posible significado.

– Eso pensé yo -dijo Robin en voz baja-. Cuando lo vi, después de examinar molinos de agua, aserraderos y toda clase de molinos de viento, tuve que orinar enseguida, o me lo habría hecho encima. Hay más dentro.

Barbara metió la mano en el bolso y sacó un par de guantes.

– ¿Has traído…?

– Sí -contestó él, y extrajo unos arrugados guantes de trabajo del bolsillo de la chaqueta. Cuando sus manos estuvieron protegidas, Barbara asintió y Robin empujó la puerta. Entraron.

La habitación tenía suelo y paredes de ladrillo. Carecía de ventanas, estaba fría y húmeda como una tumba y olía a polvo, cagarrutas de rata y fruta podrida.

Barbara se estremeció.

– ¿Quieres mi chaqueta? -preguntó Robin.

Barbara rehusó, mientras Robin se acuclillaba y encendía su farol. Le dio toda la potencia. Cuando la luz disipó las tinieblas, no hubo necesidad de linterna. Barbara la apagó y la dejó sobre unas cajas de madera amontonadas al fondo de la pequeña habitación circular. De esas cajas procedía el olor a fruta podrida. Barbara destapó una. Había docenas de manzanas en su interior.

Otro olor impregnaba también el aire, y Barbara intentó identificar y localizar su origen, en tanto Robin retrocedía hasta una angosta escalera que conducía a una trampilla practicada en el techo. Se agachó junto a un peldaño y la miró un momento.

– Son heces -dijo.

– ¿Qué?

– El otro olor. Son heces.

– ¿De dónde vienen? Robin movió la cabeza en dirección al otro lado de las cajas.

– Me pareció como si alguien hubiera… -Se encogió de hombros y carraspeó, tal vez disgustado con aquel momento de objetividad fallida-. Aquí no hay retrete. Sólo eso.

«Eso» era un cubo de plástico amarillo. Barbara vio el triste montoncito de heces en su interior. Yacía en un charco de líquido que apestaba a orina.

Barbara suspiró.

– Bien. Muy bien -dijo, y empezó a mirar en el suelo.

Encontró la sangre en el centro, sobre un ladrillo algo desviado de los otros, y cuando levantó la cabeza y miró a Robin vio que él ya había descubierto la sangre en su visita anterior.

– ¿Qué más? -preguntó.

– Las cajas. Echa un vistazo al lado derecho de la tercera contando desde abajo. Tal vez necesitas un poco más de luz.

Barbara encendió la linterna. Vio lo que él había visto: tres fibras enganchadas en una astilla que sobresalía del borde de una caja. Se agachó y acercó la luz. No estaba segura, por culpa de las sombras, de modo que sacó un pañuelo de papel del bolso y lo colocó detrás para que contrastara. Eran verdes, el mismo verde turbio del uniforme escolar de Charlotte.

Su pulso se aceleró, pero se dijo que no debía precipitarse. Después del palomar de Ford y el garaje de Coate, no estaba dispuesta a tomar más decisiones precipitadas. Miró a Robin.

– En la cinta hablaba de un poste de mayo.

– Sígueme. Trae la linterna.

Subió la escalera y empujó la trampilla del techo. Cuando Barbara le siguió, extendió la mano y la ayudó a llegar al primer piso del molino.

Barbara miró alrededor mientras reprimía un estornudo. Sus ojos se llenaron de lágrimas como reacción al polvo que invadía la cámara, y los frotó con la manga de su jersey.

– Es posible que haya liado un poco las pruebas de aquí arriba.

Barbara extendió la linterna y vio las pisadas: pequeñas y grandes, de niño y de adulto. Se superponían y confundían. Como resultado, era imposible saber si uno o diez niños (o adultos) habían estado allí.

– Me entusiasmé un poco cuando vi la sangre y las fibras abajo, y cargué hacia arriba. No pensé en el suelo hasta que fue demasiado tarde. Lo siento.

Barbara observó que las tablas estaban tan deformadas que en ninguna quedaba una huella decente. Se veía la forma de suelas de zapato, pero no sus marcas.

– No te preocupes -dijo Barbara-. No parecen muy útiles.

Dirigió el haz hacia la pared circular. A la izquierda de la trampilla había una sola ventana, entablillada. Debajo, una serie de herramientas que Barbara nunca había visto. Algunas eran de metal y otras de madera. Eran viejas herramientas agrícolas, explicó Robin. Se utilizaban en las ruedas de molino que estaban en el piso de abajo, donde se llevaba a cabo la molienda.

Había ruedas dentadas en el suelo cerca de las herramientas, así como dos poleas de madera y un rollo de cuerda. La pared de ladrillo que se alzaba sobre ellas estaba moteada de liquen, y la humedad parecía contaminar el aire. A la altura del techo, no muy por encima de sus cabezas, había una enorme rueda mellada suspendida sobre un lado. Era la gran rueda dentada recta, parte del mecanismo que ponía en funcionamiento el molino, y estaba centrada entre dos ruedas a juego. Una gruesa columna de hierro, cubierta de óxido, pasaba por un agujero de la rueda grande des-de el suelo que pisaban, atravesaba el techo y debía llegar, probablemente, hasta el punto más elevado del molino.

– El poste de mayo de Charlotte -dijo Barbara, mientras recorría su longitud con el haz.

– Eso pensé -dijo Robin-. Se llama el árbol principal. Mira hacia arriba.

La cogió del brazo y la colocó bajo la gran rueda mellada. Cerró las manos sobre las suyas y dirigió la luz hacia un diente de la rueda. Barbara vio que el diente estaba cubierto por una sustancia de aspecto gelatinoso, que tenía la apariencia de miel fría.

– Grasa -dijo Robin.

Después de asegurarse de que la había visto, bajó el brazo de Barbara y apuntó la luz hacia el punto en que el árbol principal estaba sujeto al suelo. La misma sustancia embadurnaba el punto de unión. Cuando Robin se agachó e indicó una parte, Barbara comprendió por qué había vuelto corriendo a su casa a buscarla, por qué no había hecho caso del significativo diálogo de su madre acerca de su futura novia, Aquello era más importante que una futura novia. Había huellas dactilares en la grasa de eje vieja pegada a la base del árbol principal. Y eran de niño.

– Puta mierda -murmuró Barbara.

Robin se levantó y la miró.

– Tal vez lo has conseguido, Robin -dijo Barbara, y sonrió por primera vez aquel día-. A la mierda. Creo que lo has hecho de puta madre, capullo.

Robin sonrió, con aspecto intimidado por el brusco cumplido.

– ¿De veras? -preguntó no obstante, ansioso-. ¿Lo crees?

– A pies juntillas. -Apretó el brazo de Robin y se permitió una breve demostración de entusiasmo-. ¡Preparaos, capullos de Londres! -gritó-. Lo hemos conseguido. -Robin rió al ver su alegría. Los dos rieron y levantaron los puños al aire. Después, Barbara se serenó y volvió a adoptar el papel de jefa del equipo-. Necesitaremos que venga la policía científica. Esta noche.

– ¿Tres veces en un día? Eso no les gustará, Barbara.

– Que les den por el culo. Yo estoy muy contenta. ¿Y tú?

– Que les den por el culo -coreó Robin.

Bajaron por la escalera. Barbara vio una manta azul arrugada. La inspeccionó. La sacó de debajo de la escalera y al arrastrarla algo cayó al suelo.

– Espera -dijo Barbara.

Se agachó para examinar el pequeño objeto caído entre dos ladrillos. Era una figurita, un diminuto erizo, de lomo arqueado y pico puntiagudo. Apenas ocupaba un tercio de su palma, perfecto para que un niño lo abarcara con su mano.

Barbara lo recogió y enseñó a Robin.

– Habrá que ver si su madre identifica esto.

Se acercó a la manta. La áspera tela estaba húmeda, más húmeda que la propia habitación. La idea de la humedad, del agua, abrumó a Barbara, le recordó la forma en que Charlotte Bowen había muerto. Una pieza del rompecabezas seguía faltando.

Se volvió hacia Robin.

– Agua.

– ¿Qué?

– Se ahogó. ¿Hay agua cerca de aquí?

– El canal no queda lejos y el río…

– Se ahogó en agua de grifo, Robin. Una bañera. Un lavabo. Un retrete. Estamos buscando agua de grifo. -Barbara repasó lo que habían visto hasta el momento-. ¿Y la casa? La que está cerca de la carretera. ¿Tiene agua?

– Supongo que la cerraron hace mucho tiempo.

– Pero tenía agua corriente cuando estaba habitada, ¿no?

– Eso fue hace años.

Robin se quitó los guantes y los guardó en el bolsillo de la chaqueta.

– Por lo tanto podrían haberla dado, siquiera por unos días, si hubieran encontrado la llave de paso.

– Es posible, pero debe ser agua de pozo, tan lejos del pueblo. ¿No daría diferente de agua de grifo en los análisis?

Claro. La maldita agua de grifo encontrada en el cadáver de Charlotte Bowen aún complicaba más las cosas.

– ¿Aquí no hay grifo?

– ¿En el molino? -Robin negó con la cabeza.

– Mierda.

¿Qué habría hecho el secuestrador?, se preguntó. Si aquél era el lugar donde había retenido a Charlotte Bowen, la habría retenido viva. Las heces, la orina, la sangre y las huellas dactilares lo acreditaban. Aunque la presunta evidencia de su presencia pudiera ser explicada de otra manera, aunque la niña estuviera muerta cuando la trasladaron a aquel lugar, ¿de qué habría servido arriesgarse a ser visto con el cadáver, para luego esconderlo durante unos días? No, no. Estaba viva cuando la trajeron. Quizá unos días, quizá unas horas, pero estaba viva. Si ése era el caso, en algún lugar cercano tenía que haber agua de grifo que se habría utilizado para ahogar a la niña.

– Vuelve al pueblo, Robin -dijo-. Había una cabina telefónica delante del pub, ¿no? Llama a la policía científica. Di que traigan luces, focos, todo el tinglado. Yo esperaré aquí.

Robin miró hacia la puerta, a la oscuridad que se extendía al otro lado.

– No me gusta ese plan. No me gusta que te quedes aquí sola. Si hay un asesino en las proximidades…

– Me las arreglaré. Ve a hacer la maldita llamada.

– Acompáñame.

– Prefiero quedarme a vigilar. La puerta estaba abierta. Cualquiera podría entrar y…

– Justo lo que yo decía. Es peligroso. No has venido armada, ¿verdad?

Robin sabía que no iba armada. Los detectives no iban armados. El tampoco lo iba.

– No te preocupes -dijo Barbara-. Quien secuestró a Charlotte tiene ahora a Leo Luxford. Como Leo no está aquí, podemos concluir que el asesino de Charlotte tampoco está. Ve a hacer esa maldita llamada y vuelve enseguida.

Robin meditó unos momentos. Barbara estaba a punto de darle un empujón hacia la puerta, cuando él se volvió.

– Bien, de acuerdo. Mantén el farol encendido. Dame la linterna. Si oyes a alguien…

– Cogeré una de esas herramientas y le atizaré bien. No dejaré de atizarle hasta que vuelvas.

Robin sonrió y se encaminó hacia la puerta. Se detuvo un momento y la miró.

– Supongo que te parecerá un poco pasado de rosca, pero…

– ¿Qué?

Barbara se puso en guardia al instante. Ya tenía bastante con que el sargento Stanley se pasara de rosca. No necesitaba que Robin Payne le hiciera compañía. No obstante, las palabras del agente y la forma en que las dijo la sorprendieron.

– Es sólo que… Tú no eres como las demás mujeres, ¿verdad?

Hacía tiempo que lo sabía. También sabía que su forma de ser no atraía a los hombres. Le dirigió una mirada calculadora y se preguntó adónde quería llegar, aunque no estaba segura de desear saberlo.

– Lo que quiero decir es que eres bastante especial, ¿no? «No tan especial como Celia», pensó Barbara.

– Sí. Tú también -respondió.

Robin la miró. Barbara reprimió una súbita oleada de temor.

No quería pensar en aquel temor repentino. No quería pensar por qué lo temía.

– Ve a hacer esa llamada. Se está haciendo tarde y nos esperan horas de trabajo.

– De acuerdo -dijo Robin, pero vaciló un momento más en la puerta, antes de salir hacia su coche.

El frío se coló por la abertura. Cuando Robin se fue, dio la impresión de que se filtraba por las paredes. Barbara se ciñó los brazos alrededor del cuerpo y se palmeó los hombros. Luego salió a tomar el aire de la noche.

«Olvídalo -se dijo-. Contrólate. Llega hasta el fondo del caso, ata los cabos sueltos y vuelve a Londres lo antes posible. Pero no te complazcas en fantasías estúpidas.»

La cuestión era el agua. Agua corriente, de grifo. En los pulmones de Charlotte Bowen. Aquello era lo que debía considerar en aquel momento, y estaba decidida a hacerlo.

¿Dónde habían ahogado a la niña? Bañera, lavabo, fregadero de cocina, retrete. Pero ¿en qué retrete? ¿En qué bañera? ¿Dónde? Si todas las pistas encontradas estaban relacionadas con Londres, el agua del grifo también estaba relacionada con Londres de alguna manera, si no de una manera geográfica, sí de una forma personal. Quien hubiera utilizado agua de grifo para ahogar a Charlotte también estaba relacionado con Londres, donde la había secuestrado. Los principales sospechosos eran su madre, que planeaba construir una cárcel en Wiltshire, y Alistarir Harvie, cuya circunspección electoral era ésta. Pero Harvie no podía ser el culpable. En cuanto a la madre… ¿Qué clase de monstruo prepararía el secuestro y asesinato de su único hijo? Además, según Lynley, Eve Bowen estaba a punto de perderlo todo, ahora que Luxford iba a publicar el artículo. Y Luxford…

Barbara respiró hondo al recordar un único dato de entre los muchos que Lynley le había proporcionado por teléfono unas horas antes. Se alejó del molino y se internó en el prado. Se apartó del sendero de luz que surgía por la puerta del molino. Claro, pensó. Dennis Luxford.

En la oscuridad apenas podía distinguir la pendiente inclinada de los campos que había al sur del molino y, más allá, la lejana elevación de la tierra, sobre la cual colgaba un manto de estrellas. Hacia el oeste, las luces dispersas de un pueblo cercano destellaban en las tinieblas. Hacia el norte se extendían los campos invadidos por malas hierbas que habían atravesado para llegar al molino. Y no muy lejos (lo sabía, lo creía y lo comprobaría en cuanto Robin volviera) estaba el Colegio Masculino Baverstock.

Aquélla era la relación que estaba buscando. El eslabón que vinculaba Londres con Wiltshire. El eslabón inquebrantable entre Dennis Luxford y la muerte de su hija.

24

Lynley no se había dado cuenta de lo mucho que estaba integrada Helen en el tejido de su vida, hasta que desayunó solo a la mañana siguiente. Había pasado del desayuno el día anterior, para evitar una solitaria y prolongada dedicación a huevos y tostadas. Como también se había saltado la cena, a medianoche se sentía mareado. Habría podido picar cualquier cosa en aquel momento, pero no tenía ganas de revolver en la cocina. Decidió irse a la cama y atender a sus necesidades alimenticias por la mañana. Había dejado una nota en la cocina («Desayuno para uno»), y Denton había cumplido con su habitual dedicación a la nutrición de Lynley.

Había media docena de platos alineados sobre el aparador del comedor. Dos tipos de zumos diferentes estaban preparados en sus jarras respectivas. Diversas clases de cereales se encontraban junto a un cuenco y otra jarra de leche. El punto fuerte de Denton era que siempre seguía las instrucciones. Su punto débil era no saber parar. Lynley no acababa de decidir si su mayordomo era un actor frustrado o un diseñador de decorados aún más frustrado.

Después de un cuenco de cereales (eligió Weetabix), hurgó en los platos y se sirvió huevos, tomates a la plancha, champiñones y salchichas. No fue hasta que se sentó con este segundo plato cuando tomó conciencia del incómodo silencio que reinaba en la casa. Hizo caso omiso de la ilusión de claustrofobia que el silencio producía. Dedicó su atención al Times. Avanzaba poco a poco por la página del editorial (dos columnas y siete cartas sobre la hipocresía del regreso a los valores británicos básicos promovidos por el partido tory, como reflejaba el reciente caso del diputado por East Norfolk y su chapero), cuando se dio cuenta de que había leído el mismo párrafo lapidario tres veces, sin hacerse la menor idea de su contenido.

Apartó el periódico. Tendría bastante que leer cuando llegara a sus manos el ejemplar del Source de aquella mañana. Levantó la cabeza y miró lo que había procurado no ver desde que había entrado en el comedor: la silla vacía de Helen.

No le había telefoneado anoche. Podría haberlo hecho, utilizando como excusa el hecho de que St. James se había disculpado por la pelea que había provocado entre ellos el lunes por la tarde. Sin embargo, una fuerte emoción subrayaba la actividad en que Helen se había enfrascado el lunes por la noche (embalar ropas completamente inútiles para los pobres de África), y si hablaba con ella tendría que afrontar esa emoción. Como el estado mental y emocional de Helen durante las últimas cuarenta y ocho horas obedecía a las diatribas que Lynley había vertido sobre ella y sus amigos, Lynley sabía que abordarla ahora era arriesgarse a oír algo que prefería no oír.

Esquivarla era una cobardía emocional, y él lo sabía. Intentaba fingir que todo iba bien en su mundo, con la esperanza de que la ilusión se convirtiera en realidad. Saltarse el desayuno del día anterior entraba dentro de aquel fingimiento. Mejor marcharse a toda prisa con la mente ocupada en los detalles de la investigación, que descubrir que, por culpa de su tozuda estupidez, hubiera perdido, o al menos dañado de forma irreparable, lo que más apreciaba. Dotar a sus creaciones humanas de la capacidad de amar había sido una idea muy ingeniosa de la Divinidad para divertirse en grande, pensó Lynley. Que se enamoren y luego se vuelvan locos mutuamente, debió planear. Qué divertido sería contemplar el caos que se produce cuando la química hombre-mujer entra en acción.

El caos había invadido su vida, admitió Lynley. Desde el momento en que se había dado cuenta de que estaba enamorado de Helen, dieciocho meses atrás, se sentía como el hombre de Crane en persecución del horizonte: cuanto más se esforzaba por llegar a su destino, más se alejaba éste.

Apartó la silla de la mesa y arrugó la servilleta de hilo, justo cuando Denton entraba en el comedor.

– ¿Esperabas a los Micawbers para desayunar? -preguntó. El joven no comprendió la alusión. De no haber sido creada por Andrew Lloyd Webber para ser consumida en el West End, no existiría.

– ¿Perdón? -dijo Denton.

– Nada -contestó Lynley.

– ¿Cena esta noche, pues?

Lynley movió la cabeza en dirección al aparador. -Recalientas eso.

Denton vio la luz por fin.

– ¿He cocinado demasiado? Es que no sabía con seguridad si «uno» quería decir «uno». -Dirigió una mirada cautelosa hacia la silla de Helen-. 0 sea, recibí su nota, pero pensé que tal vez lady Helen… -Consiguió parecer ansioso, arrepentido y preocupado al mismo tiempo-. Ya sabe cómo son las mujeres.

– No tan bien como tú, desde luego -replicó Lynley. Dejó que Denton quitara los platos y se marchó a New Scotland Yard.

Havers le telefoneó mientras se abría paso penosamente entre las hordas de trabajadores que se desplazaban en coche a sus centros de trabajo, los viajeros cargados con maletines y- los autocares turísticos de dos pisos que obstruían todas las arterias cercanas a la estación Victoria. Habían encontrado el probable lugar donde habían retenido a Charlotte Bowen, informó con una voz que se esforzaba por sonar indiferente, pero no conseguía eliminar del todo la insinuación de orgullo que sentía por su logro. Era un molino de viento, no lejos de Great Bedwyn y, mucho más importante, a un kilómetro del canal Kennet y Avon. No del mismo sitio del canal donde habían arrojado el cadáver, dése cuenta, pero con una barca alquilada expresamente para ese propósito, el asesino podría haber ocultado el cuerpo bajo el puente, puesto rumbo a Allington, arrojado a la niña entre las cañas y seguido su camino. 0 podría haberla transportado en coche hasta allí, porque no estaba tan lejos y Robin había dicho…

– ¿Robín? -preguntó Lynley. Frenó para no arrollar a un chico peinado a lo mohicano, con una anilla que perforaba su tetilla izquierda y un carrito de niño forrado de negro.

– Robin Payne, ¿recuerda? El agente con el que estoy trabajando. Me alojo en la…

– Ah, sí. Ya caigo. Robin.

No lo recordaba. Estaba demasiado concentrado en sus propios problemas, pero ahora lo recordó. Y a juzgar por el tono alegre de Havers, se preguntó qué estaría detectando en Wiltshire, además de la identidad de un asesino.

Barbara explicó a continuación que había dejado a la policía científica en el molino. Volvería tan pronto como comiera algo. Aún no había comido porque había llegado muy tarde y no había dormido mucho la noche anterior y pensaba que se merecía un pequeño descanso, así que…

– Havers, cálmese. Lo está haciendo muy bien.

Ojalá pudiera decir lo mismo de él, pensó Lynley.

Al llegar a New Scotland Yard, Dorothea Harriman le informó con generosidad de que el subcomisionado Hillier estaba al acecho, de modo que tal vez el inspector Lynley preferiría pasar desapercibido hasta que la atención del subcomisionado se viera atraída hacia algo que no fuera el caso Bowen.

– ¿Acaso sabes en qué estoy trabajando, Dee? -preguntó Lynley, movido por la curiosidad-. Pensaba que era alto secreto.

– No existen secretos en el lavabo de señoras -replicó la mujer. Brillante, pensó Lynley.

Su escritorio era un caos de información acumulada. Entre carpetas, informes, faxes y mensajes telefónicos, había un ejemplar del Source de aquella mañana. Llevaba sujeto una nota de Winston Nkata, escrita con su letra microscópica. Lynley se caló las gafas y leyó: «¿Preparado para la mierda que se nos viene encima?» Dejó la nota y contempló la primera plana del periódico. Por lo que podía ver, Dennis Luxford había seguido las instrucciones del secuestrador al pie de la letra, escribiendo el artículo en que delataba su relación con Eve Bowen. Lo acompañaba con fechas y períodos de tiempo relevantes. Lo relacionaba con el secuestro y asesinato de la hija de Bowen. Escribía que asumía la responsabilidad de la muerte de Charlotte por negarse a revelar la verdad antes de aquel momento, pero no mencionaba lo que le había impulsado a escribir el artículo: el secuestro de su hijo. Estaba haciendo todo lo posible por salvar a su hijo. 0 eso parecía.

El frenesí de los medios de comunicación que se cebaba en Eve Bowen aumentaría. Pondría en primer plano a Luxford, cierto, pero el interés de los periódicos en él no sería nada comparado con el deseo de lanzarse sobre ella. Aquella consideración (lo que Eve Bowen iba a afrontar y lo acertado de su predicción) inquietó a Lynley. Dejó el Source a un lado y empezó a examinar el material acumulado sobre el escritorio.

Echó un vistazo al informe de la autopsia que Havers le había enviado por fax desde Wiltshire. Leyó lo que ya sabía: la muerte no había sido accidental. Primero, habían dejado inconsciente a la niña, para que muriera sin resistirse. La sustancia utilizada para drogarla era un derivado de la benzodiapina llamado diazepan. Su nombre vulgar era valium. Una droga que se recetaba, utilizada a veces como sedante y en otras como tranquilizante. En cualquier caso, suficiente cantidad en el flujo sanguíneo producía el mismo efecto: inconsciencia.

Lynley subrayó la identificación del fármaco en el informe y dejó el fax a un lado. Valium, pensó, y buscó entre los demás papeles, en busca del informe forense que había ordenado el día anterior en el edificio abandonado de Marylebone. Lo encontró sujeto a un mensaje en el cual se le pedía que llamara a alguien llamado Figaro en el S07, el laboratorio científico forense situado al otro lado del río.

Mientras marcaba el número, leyó el informe adjunto de la división química del laboratorio. Habían terminado el análisis de la pequeña astilla azul que Lynley había encontrado en la cocina del edificio abandonado de George Street. Tal como sospechaba, se trataba de una droga. Y era diazepan, concluían, un derivado de la benzodiapina conocida como valium. Bingo, pensó Lynley. -Figaro -contestó con brusquedad una voz de mujer. Cuando Lynley se identificó, preguntó-. ¿Qué clase de enchufes tiene, inspector Lynley? Hay trabajo atrasado de seis semanas, pero cuando los objetos del Porsche llegaron al laboratorio ayer nos dijeron que era prioritario. Tuve a gente trabajando aquí toda la noche.

– El ministro del Interior está interesado -dijo Lynley.

– ¿Hempton? -La mujer lanzó una carcajada sardónica-. Sería mejor que se interesara en el aumento de la criminalidad, ¿no? Esos energúmenos del Frente Nacional estaban armando un cirio anoche delante de la casa de mi madre. En Spitalfields, me refiero.

– Si le veo se lo comentaré -dijo Lynley-. Le devuelvo su llamada, señorita… -añadió, con la esperanza de cambiar de tema.

– Doctora -rectificó la mujer.

– Lo siento, doctora Figaro.

– Bien. Vamos a ver. -Oyó ruido de revistas que caían unas sobre otras y después el crujido de hojas al volverlas-. Porsche -murmuró-. ¿Dónde he…? Aquí? Déjeme sólo un…

Lynley suspiró, se quitó las gafas y se frotó los ojos. Ya los notaba cansados, y la jornada no había hecho más que empezar. Sólo Dios sabía cómo se sentiría al cabo de quince horas.

Mientras la doctora Figaro seguía pasando hojas al otro extremo de la línea, Winston Nkata apareció en el umbral de la puerta. Levantó ambos pulgares, por lo visto en referencia a lo que contenía la agenda de piel que sujetaba en la mano. Lynley le indicó por señas que se sentara.

– Exacto -dijo Figaro-. Hay una coincidencia de cabellos.

– ¿Cabellos? -preguntó Lynley.

– Del Porsche, inspector. Quería que lo peináramos, ¿no? Bien, fue peinado y encontramos unos cabellos en la parte posterior. Rubios y castaños. Los castaños coinciden con el cabello encontrado en la casa de Bowen.

– ¿Qué cabellos de la casa de Bowen?

Nkata levantó una mano.

– De la niña. -Movió los labios en silencio-. Fui a buscarlos.

– ¿Qué cabellos? -Figaro parecía indignada-. ¿Quién dirige el espectáculo últimamente? Nos hemos roto los cascos por ustedes hasta las dos de la mañana y ahora me dice…

Lynley la interrumpió con una explicación que le pareció adecuada sobre su imperdonable olvido de los cabellos. Dio la impresión de que Figaro se aplacaba un poco, lo cual bastó a Lynley. Colgó y se volvió hacia Nkata.

– Buena iniciativa, Winston. Una vez más.

– Nos encanta complacerle -dijo el agente-. ¿Coincidía con el de la niña el encontrado en el coche de Luxford?

– En efecto.

– Las cosas se ponen interesantes. ¿Cree que los pusieron a propósito, junto con las gafas?

Era una posibilidad, pero a Lynley no le gustaba pensar en la dirección a la que Dennis Luxford se había aferrado el día anterior.

– ¿Qué tienes?

– Noticias suculentas.

– ¿Por ejemplo?

– Una llamada telefónica de Bayswater. Acaba de recibirse.

– ¿Bayswater? -Parecía improbable que una llamada de Bayswater constituyera una noticia suculenta-. ¿Sobre qué? Nkata sonrió.

– ¿Le gustaría charlar con aquel vagabundo?

Contrariamente a lo que St. James había pensado sobre el vagabundo, no se trataba de un disfraz. El hombre, tal como había sido descrito y dibujado, era muy real. Se llamaba Jack Beard, y cuando Lynley y Nkata llegaron, estaba muy disgustado por haber sido detenido en la comisaría más cercana al comedor de beneficencia de Bayswater, donde había ido a desayunar. Le habían seguido la pista desde una pensión de mala muerte de Paddington, donde un solo vistazo al dibujo que portaba un agente detective había conseguido que el empleado de recepción, ansioso por liberar el edificio de la fastidiosa presencia del policía, le identificara al instante.

– Caramba, si es el viejo Jack Bread -había dicho.

Describió lo que sabía acerca de la rutina diaria de Jack. Al parecer, consistía en rebuscar en cubos de basura a la caza y captura de objetos para vender y acudir a los comedores de caridad. -Yo no he hecho nada a nadie -fue lo primero que Jack Beard dijo a Lynley en la sala de interrogatorios de la comisaría-. ¿Qué quieren? ¿Quién es usted, señor Traje Elegante? Necesito un cigarrillo.

Nkata pidió tres cigarrillos al sargento de guardia y los entregó al vagabundo. Jack fumó con avidez, sosteniendo el pitillo cerca de su boca entre un roñoso índice y un pulgar de uña negruzca, como si alguien fuera a quitárselo. Paseó una mirada suspicaz entre Lynley y Nkata, desde debajo de un flequillo de cabello gris grasiento.

– Luché por la reina y la patria -dijo-. Los de su calaña no pueden decir lo mismo. ¿Qué quieren de mí?

– Nos han dicho que rebusca en cubos de basura -dijo Lynley.

– Todo lo que hay en cubos de basura son cosas que la gente tira. Puedo quedarme lo que encuentro. No hay ninguna ley que lo prohíba. Busco en cubos de basura desde hace doce años. Nunca he causado problemas. Nunca cogí nada que no estuviera en un cubo.

– Nadie lo pone en duda. No se le acusa de nada, Jack. Los ojos de Jack volvieron a pasearse entre los agentes.

– Entonces, ¿qué hago aquí? Tengo cosas que hacer. He de recorrer mi ruta habitual.

– ¿Su ruta habitual le lleva a Marylebone?

Nkata abrió la libreta. Jack le miró con recelo. Fumó compulsivamente.

– ¿Y qué si es así? No hay ninguna ley que me obligue a mirar en cubos determinados. Enséñeme la ley que dice que no puedo ir a donde me dé la gana.

– ¿En Cross Keys Close? -preguntó Lynley-. ¿También registra los cubos de basura de esa zona?

– ¿Cross Keys qué? No conozco ese lugar.

Nkata desdobló una copia del dibujo que habían ejecutado de Jack Beard. Lo dejó sobre la mesa delante del hombre.

– Hay un escritor que vive en Cross Keys Close -dijo-, y dice que tú estuviste allí, Jack. Ha dicho que el miércoles pasado estuviste hurgando los cubos de basura. Te vio lo bastante bien como para describirte a nuestro dibujante. ¿Se te parece, tío? ¿Cómo lo ves?

– No conozco ese lugar. No conozco ningún Cross Keys. No hice nada. Han de soltarme.

Lynley vio la confusión reflejada en el rostro del viejo vagabundo. Percibió el olor acre del miedo.

Jack, no le acusamos de nada -repitió-. Esto no tiene nada que ver con usted. El miércoles pasado secuestraron a una niña en la zona de Cross Keys Close, poco después de que usted estuviera allí. Nosotros…

– ¡Yo no rapté a ninguna niña! -Jack apagó el cigarrillo en la mesa. Arrancó el filtro de un segundo pitillo y lo encendió. Tragó saliva y sus ojos (amarillos donde tendrían que haber sido blancos) se humedecieron de repente-. Cumplí la condena. Cinco años a la sombra. He sido legal desde entonces.

– ¿Ha estado en la cárcel?

– Por allanamiento de morada. Cinco años en Scrubs. Pero aprendí la lección. Nunca reincidí. No tengo la cabeza muy bien y me olvido de las cosas con facilidad, así que nunca trabajé mucho. Ahora me dedico a los cubos de basura. Es lo único que hago.

Lynley repasó lo que el hombre había dicho y dedujo la estrategia a seguir.

– Agente -dijo a Nkata-, hable a Jack de Cross Keys Close, por favor.

Al parecer, Nkata también había comprendido el problema. Recogió el dibujo y, mientras lo devolvía al bolsillo de su chaqueta, habló.

– Ese lugar es un conjunto de callejuelas. A unos diez metros de Marylebone High Street, arrancando de Marylebone Lane, cerca de una tienda de pescado y patatas fritas llamada el Golden Hind. Hay una calle cercana, un callejón sin salida, donde la parte posterior de unas oficinas dan a un pub. Está en la esquina donde empiezan las callejuelas, y se llama Prince Albert. Hay algunas mesas en la acera. Los cubos de basura…

– ¿Ha dicho Prince Albert? -preguntó Jack Beard-. ¿Ha dicho Prince Albert? Conozco ese lugar.

– ¿Estuvo allí el miércoles pasado? -preguntó Lynley.

– Puede.

Lynley pensó en alguna forma de refrescar la memoria del vagabundo.

– El hombre que nos facilitó su descripción dijo que un policía le echó de la zona. Debía de ser un policía especial. ¿Le sirve de ayuda?

Sí. La cara de Jack así lo expresó.

– Nunca me habían expulsado -afirmó-. Ni de allí, ni de ningún sitio.

– ¿Va a ese lugar con asiduidad?

– Pues claro. Es parte de mi ruta habitual. No hago ruido. No tiro basura al suelo. Nunca molesto a nadie. Llevo mis bolsas, y cuando encuentro algo que puedo vender…

Lynley le interrumpió. Las actividades económicas cotidianas del vagabundo no le interesaban. Sólo los acontecimientos de aquel miércoles en concreto. Sacó la fotografía de Charlotte.

– Esta es la niña secuestrada. ¿La vio el miércoles pasado, Jack?

Jack examinó la foto. La cogió de la mano de Lynley y la sostuvo en alto, con el brazo bien extendido. La estudió durante medio minuto, sin dejar de chupar el cigarrillo sin filtro.

– No la recuerdo -dijo por fin. Tras comprender que la policía no sentía el menor interés por él o sus actividades, se mostraba más expansivo-. Nunca saco gran cosa de los cubos en ese lugar. Alguna cosilla de vez en cuando. Un tenedor doblado, una cuchara rota, un jarrón viejo con una grieta, una estatuilla o algo por el estilo. El tipo de basura que hay que reparar antes de poder venderla. Pero siempre me dejo caer por allí, porque no me gusta cambiar mi ruta, como el cartero, y nunca molesto a nadie y no tengo pinta de hacer daño a nadie. Nunca había tenido problemas allí.

– ¿Sólo ese miércoles?

– Exacto. Fue como… -Jack se tocó la nariz mientras buscaba la metáfora apropiada. Se quitó una brizna de tabaco de la lengua, la examinó en el extremo del dedo y la engulló de nuevo-. Fue como si alguien quisiera echarme de allí, señor. Como si alguien llamara a los polis para que me echaran, sólo para asegurarse de que yo no estuviera cuando algo raro sucediera.

Lynley y Nkata vieron que el agente cerraba la puerta del coche celular y se llevaba a Jack Beard, de vuelta a su almuerzo interrumpido en Bayswater, donde, dijo el vagabundo, le esperaban para «ayudar a lavar los platos, a cambio de la comida».

– No es nuestro hombre -dijo Nkata-. ¿No quería que le tomaran las huellas por pura precaución?

– No necesitamos sus huellas dactilares -contestó Lynley-. Ha cumplido condena. Está fichado. Si sus huellas hubieran coincidido con las que encontramos, ya nos lo habrían dicho.

Lynley pensó en lo que el viejo les había contado. Si alguien había telefoneado a la policía para que le echaran de Cross Keys Glose antes del secuestro de Charlotte Bowen, tenía que ser alguien que había estado vigilando la zona, acechando o viviendo en ella. Comprendió cuál era la posibilidad más plausible, y recordó lo que St. James le había dicho la noche anterior sobre el apodo de Charlotte y quién lo usaba.

– Winston -dijo-, ¿qué sabemos de Belfast? ¿El RUC nos ha informado ya?

– Aún no. ¿Cree que deberíamos hacerles una llamada?

– Sí, pero hazlo desde el coche. Hemos de hacer una visita a Marylebone.

El emplazamiento del Colegio Masculino Baverstock no resultó la pieza clave de la investigación, como Barbara había esperado. Estaba en las cercanías, cierto, pero su terreno no bordeaba el campo del molino de viento, contrariamente a lo que ella pensaba. En cambio, se hallaba justo al salir de Wootton Cross, en una inmensa extensión de terreno que en otro tiempo había constituido la propiedad de un barón del trigo.

Robin se lo había explicado cuando volvieron a Wootton Cross la noche anterior. Iban a pasar por delante de las puertas de Baverstock, dijo, y las señaló (gigantescas estructuras de hierro abiertas entre dos columnas de ladrillo rematadas por halcones) cuando pasaron al lado.

– ¿Cómo encaja Baverstock en la película? -preguntó.

– No lo sé. -Barbara suspiró y encendió un cigarrillo-. Había pensado… Uno de nuestros sospechosos londinenses es un antiguo alumno de Baverstock. Luxford. El periodista.

– Entonces es un auténtico petimetre -dijo Robin-. No se entra en Baverstock si no tienes una beca o el tipo de sangre adecuado.

Hablaba como si pensara igual que ella sobre esos lugares.

– Supongo que tu sangre no lo era -dijo.

– Fui a la escuela primaria del pueblo. Y al instituto de Marlborough.

– ¿No hay ex alumnos de Baverstock en tu árbol genealógico? El la miró.

– No hay nadie en mi árbol, Barbara, si sabes a qué me refiero.

Barbara lo sabía. No podría haber vivido en Inglaterra durante toda su vida sin saberlo. Sus parientes gozaban de tanta importancia social como motas de polvo, aunque no eran tan numerosos.

– Mi familia se remonta hasta la Carta Magna y más allá -dijo-, pero de una forma que más vale callar. Nadie podía atarse los cordones de las botas porque no tuvieron botas hasta principios de siglo.

Robin soltó una risita y la miró de nuevo. Era difícil pasar por alto que aquel joven la admiraba.

– Hablas como si no ser nadie no significara nada para ti.

– Desde mi punto de vista no eres nadie si piensas que no eres nadie.

Se habían separado en Lark's Haven. Robin había ido a la sala de estar, donde su madre le estaba esperando, pese a lo avanzado de la hora. Barbara subió a su habitación para derrumbarse en la cama, pero no antes de oír las palabras de Corrine.

– Robbie, Celia había venido esta noche sólo porque… -No pienso hablar de Celia -le interrumpió Robin-. Concentra tu mente en Sam Corey y déjame en paz.

– Pero chavalín… -replicó Corrine con voz temblorosa.

– Ese es Sam, ¿no, mamá? -repuso Robin.

Barbara se durmió preguntándose hasta qué punto debía bendecir Robin la libertad que el compromiso de Sam Corey con su madre prometía. Aún seguía pensando en ello a la mañana siguiente, cuando terminó de llamar a Lynley y encontró a los tres -Sam, Corrine y Robin- en el comedor.

Corrine y Sam leían un periódico con las cabezas muy juntas. -Imagínate, Sammy -estaba diciendo Corrine con voz asmática-. Dios mío.

Sam sostenía una de sus manos y le frotaba la espalda como para ayudarla a respirar, y no dejaba de sacudir la cabeza con semblante sombrío mientras él leía las revelaciones del periódico. Era el Source, observó Barbara. Sam y Corrine estaban leyendo el artículo que Dennis Luxford había escrito para salvar a su hijo.

Robin estaba apilando platos sobre una bandeja. Cuando llevó la bandeja a la cocina, Barbara le siguió. Era mejor comer en el fregadero, en caso necesario, que tragar el desayuno en presencia de los tortolitos, que seguramente preferirían estar solos.

Robin estaba ante los fogones, donde una sartén se calentaba, para freír los huevos de Barbara, supuso ésta. Observó que el rostro del agente estaba cerrado a cualquier expresión, muy diferente de cuando habían intercambiado confidencias la noche anterior. Sus palabras parecieron explicar el cambio operado en él.

– Ha publicado el artículo, pues. Ese Luxford, el de Londres. ¿Crees que será suficiente para liberar al muchacho?

– No lo sé -admitió Barbara.

Robin cortó un trozo de mantequilla y la arrojó a la sartén. Barbara pensaba tomar sólo un cuenco de cereales (llevaba un retraso de casi dos horas en su horario previsto por culpa del rato de descanso), pero era bastante agradable ver a Robin preparándole el desayuno, de modo que cambió de planes y se propuso recuperar el tiempo perdido comiendo allegro.

Robin subió el gas y vio cómo la mantequilla se fundía.

– ¿Seguimos buscando al chico, o esperamos a ver qué pasa? -preguntó.

– Quiero echar un vistazo a ese molino a la luz del día.

– ¿Necesitas compañía? 0 sea, ahora ya sabes dónde está el molino, pero yo siempre podría…

Movió la pala de recoger huevos para terminar la frase. Barbara se preguntó cómo habría terminado la frase. ¿Yo siempre podría guiarte? ¿Siempre podría acompañarte? ¿Siempre podría estar a tu lado si me necesitas? Ella no le necesitaba. Durante años se las había arreglado muy bien sin necesitar a nadie. Se dijo que prefería que todo continuara igual Dio la impresión de que Robin leía sus pensamientos, porque le dio oportunidad de seguir eludiendo la cuestión de manera indefinida.

– Podría empezar a investigar los puntos de alquiler de barcas. Si llevó a la niña desde el molino de viento a Allington por el canal, habría necesitado una barca.

– No estaría nada mal -dijo Barbara.

– Me ocuparé de ello.

Rompió dos huevos sobre la sartén y los salpimentó. Bajó el fuego y metió dos rebanadas de pan en la tostadora. No parecía afectado, pensó Barbara, por el hecho de que ella no hubiese aceptado su compañía, y empezó a experimentar una leve pero insidiosa sensación de decepción. La rechazó. Había trabajo que hacer. Una niña había muerto y un niño había desaparecido. Sus fantasías eran algo secundario comparado con aquello.

Se fue mientras Robin lavaba los platos. Había preguntado si necesitaba que le recordara la ruta al molino, pero Barbara estaba segura de que sería capaz de encontrarlo sin instrucciones escritas. No obstante, movida por la curiosidad, se desvió y entró por las puertas del Colegio Masculino Baverstock. Mientras pasaba bajo el gran dosel de hayas que flanqueaban el camino principal, comprendió que Baverstock debía ser la mayor fuente de empleo del pueblo de Wooton Cross. El colegio era enorme, y debía requerir una cantidad igualmente enorme de personal para su gobierno. No sólo profesores, sino jardineros, vigilantes, cocineros, lavanderos, amas de llaves y demás. Mientras Barbara contemplaba la agradable distribución de edificios, campos de juego, arbustos y jardines, experimentó de nuevo el aguijoneo pertinaz de un instinto, el cual le insistía en que aquel colegio estaba relacionado de alguna manera con lo ocurrido a Charlotte Bowen y Leo Luxford. Era demasiado casual que Baverstock, el colegio de Dennis Luxford, estuviera tan cerca del lugar donde habían retenido a su hija.

Decidió que era necesaria una pequeña investigación. Aparcó cerca de un edificio de altivo tejado y forma intrigante que confundió con una capilla. Al otro lado de un camino de grava que nacía en el edificio, un pequeño letrero de madera pintado indicaba el camino a la oficina del director. «Eso bastará», pensó Barbara.

Era evidente que estaban en clase, porque no vio más chicos que un solitario joven ataviado con una toga negra, que salía de la oficina del director cuando Barbara entró. Llevaba libros bajo el brazo, musitó un apresurado «Lo siento» y se apresuró hacia la puerta baja que había al otro lado del patio cuadrangular, tras la cual oyó Barbara un coro de voces poco entusiastas que recitaban los múltiplos de nueve.

El director no podía recibir a la sargento detective de Londres, dijo la secretaria a Barbara. De hecho, el director no estaba en los terrenos del colegio. Estaría ausente casi todo el día, de modo que si la sargento detective deseaba concertar una cita para otro día de la semana… La secretaria balanceó un lápiz sobre la agenda del director y esperó la respuesta.

Barbara no estaba segura de cómo debía responder, puesto que tampoco estaba segura de por qué había ido a Baverstock, aparte de la vaga e incómoda sensación de que el colegio estaba implicado de alguna manera. Por primera vez desde que había llegado a Wiltshire, deseó que el inspector Lynley estuviera con ella. Daba la impresión de que nunca abrigaba sensaciones vagas o incómodas sobre nada (excepto sobre Helen Clyde, claro está, y sobre ella sólo parecía abrigar sensaciones vagas e incómodas), y confrontada a la secretaria del director, Barbara comprendió que habría podido contar con una buena confabulación inspector-sargento antes de entrar en la oficina sin tener la menor idea de qué haría allí.

Se decantó por un garabito de apertura.

– Estoy investigando el asesinato de Charlotte Bowen, la niña que encontraron el domingo en el canal.

Se alegró al ver que se había ganado la completa atención de la secretaria. El lápiz descendió hacia la agenda, y la secretaria, cuya placa sólo la identificaba como Portly (una total aberración, puesto que estaba delgada como un esqueleto y tendría unos setenta años), fue todo oídos.

– La niña era la hija de un ex alumno de Baverstock -siguió Barbara-Un tipo llamado Dennis Luxford.

– ¿Dennis?

Portly puso énfasis en la última sílaba. Barbara lo tomó como indicación de que el nombre le había recordado algo.

– Debió estar aquí hace unos treinta años -añadió Barbara.

– ¿Treinta años? Tonterías -dijo Portly-. Estuvo aquí el mes pasado.

Cuando oyó pasos que subían la escalera, St. James levantó la cabeza, inclinada hasta aquel momento sobre unas fotografías de la policía científica que estaba examinando para refrescar la memoria antes de una comparecencia en el Old Bailey. Oyó la voz de Helen.

– Me iría bien un café -estaba diciendo a Cotter-. Te bendigo mil veces por preguntarlo. Me dormí durante el desayuno, de modo que cualquier cosa que me ayude a tenerme en pie hasta la hora de comer…

Cotter dijo que el café estaría en un periquete.

Helen entró en el laboratorio. St. James echó una mirada al reloj de pared.

– Lo sé -dijo Helen-. Me esperabas hace siglos. Lo siento.

– ¿Una noche movida?

– No hubo noche. No pude dormir, así que no puse el despertador. Pensé que no lo necesitaría, porque no hacía otra cosa que mirar el techo. -Arrojó el bolso sobre la mesa de trabajo y se quitó los zapatos al instante. Se acercó a él descalza-. En principio puse el despertador, pero cuando a las tres de la mañana comprobé que no podía dormir, lo desconecté. Por razones psicológicas. ¿En qué trabajas?

– En el caso Pancord.

– ¿Esa horrible criatura que mató a su abuela?

– Presuntamente, Helen. Trabajamos para la defensa.

– ¿Esa pobre niña huérfana de padre, maltratada por la sociedad, a la que acusan injustamente de haber descargado un martillo sobre el cráneo de una octogenaria?

– El caso Pancord, sí. -St. James volvió a las fotos y utilizó la lupa-. ¿Qué razones psicológicas?

– ¿Razones? -Helen estaba repasando ya un montón de informes y correspondencia, como paso preparatorio a organizar los primeros y contestar a la segunda-. ¿Para desconectar el despertador? Debía liberar mi mente de la angustia de saber que tenía que dormirme en un período de tiempo determinado, con el fin de descansar lo suficiente antes de que la alarma se disparara. Como la angustia suele mantener despierta a la gente, pensé que si me libraba al menos de una fuente de angustia, me dormiría. Cosa que hice, por supuesto. Sólo que no me desperté.

– Por tanto, las ventajas del método son dudosas.

– Querido Simon, carece de ventajas. No me dormí antes de las cinco. Y luego, por supuesto, era demasiado pedir a mi cuerpo que se despertara a las siete y media.

St. James dejó la lupa junto a la copia de un estudio del ADN del semen encontrado en el lugar de los hechos. Las cosas no pintaban bien para el señor Pancord.

– ¿Cuáles eran las otras fuentes?

– ¿Qué?

Helen levantó la vista de la correspondencia y su pelo resbaló hacia atrás. St. James vio la piel hinchada debajo de sus ojos.

– Desconectar la alarma debía aliviar una fuente de ansiedad. ¿Cuáles eran las otras?

– Oh, las habituales neuritis y neuralgias psíquicas.

Lo dijo con tono desenvuelto, pero St. James la conocía desde hacía más de quince años.

– Tommy vino anoche, Helen -dijo.

– Ajá. -Lo dijo como una afirmación. Cogió una carta escrita sobre papel pergamino y la leyó antes de levantar la vista-. Un simposio en Praga, Simon. ¿Aceptarías? Es en diciembre, pero queda poco tiempo para confirmar tu asistencia.

– Tommy presentó sus disculpas -siguió St. James, como si no la hubiera escuchado-. A mí, quiero decir. Quiso hablar con Deborah, pero consideré prudente que el mensaje lo entregara yo.

– ¿Dónde está Dehorah, por cierto?

– En la iglesia de San Botolph. Está haciendo más fotos. -Observó a Helen mientras caminaba hacia el ordenador, lo conectaba y accedía a un archivo-. Han secuestrado al hijo de Luxford, Helen. El secuestrador envió el mismo mensaje. Otro problema para Tommy. Está pasando un momento muy delicado. Si bien sé que eso no explica…

– ¿Cómo puedes perdonarle siempre con tanta facilidad? -preguntó Helen-. ¿Nunca ha hecho nada que te haya impulsado a poner un límite a tu amistad?

Con las manos sobre el regazo, hablaba al ordenador más que a él.

St. James meditó sobre las preguntas. Eran muy razonables, teniendo en cuenta su dilatada historia con Lynley. Un desastroso accidente de automóvil y una relación previa con la esposa de St. James constaban en los libros de cuentas de su amistad. Sin embargo, hacía mucho tiempo que había aceptado su parte de responsabilidad en ambas situaciones. Si bien le disgustaban ambas, también sabía que cacharrear demasiado en el desván de su pasado era contraproducente. Lo pasado, pasado estaba. Y punto.

– Tiene un trabajo muy jodido, Helen -dijo-. Pone a prueba el alma más de lo que te imaginas. Si dedicas el tiempo suficiente a examinar el bajo vientre de la vida, puedes ir en dos direcciones: o pierdes la sensibilidad, otro desagradable asesinato que investigar, o te cabreas. Los insensibles trabajan mejor porque así funcionan. No puedes permitir que la ira se interponga en tu camino. La dejas a un lado el máximo de tiempo posible, pero a la larga sale a flote y estallas. Dices cosas que no querías decir. Haces cosas que no harías en otras circunstancias.

Helen bajó la cabeza. Su pulgar acarició los nudillos de su mano doblada.

– Eso es. La ira. Su ira. Siempre está presente, al acecho bajo la superficie. Interviene en todo lo que hace desde hace años.

– La ira es un producto de su trabajo. No tiene nada que ver contigo.

– Lo sé. Lo que no sé es si soportaré vivir con ella. La ira de Tommy siempre estará presente, como un invitado inesperado cuando te has quedado sin comida.

– ¿Le quieres, Helen?

Ella lanzó una breve, triste y afligida carcajada.

– Quererle y ser capaz de pasar mi vida con él son dos cosas muy diferentes. Estoy segura sobre una, pero no sobre la otra. Cada vez me parece haber vencido mis dudas, algo pasa y empiezan a atormentarme de nuevo.

– El matrimonio está contraindicado para las personas que buscan tranquilidad mental -dijo St. James.

– ¿Sí? ¿A ti te ha pasado?

– ¿A mí? En absoluto. Ha sido una exposición prolongada a un campo de batalla.

– ¿Cómo puedes soportarlo?

– Odio aburrirme.

Helen rió. Los pesados pasos de Cotter sonaron en la escalera. Apareció en la puerta al cabo de un momento, con una bandeja en las manos.

– Café para todos -anunció-. También le he traído unos bizcochos, lady Helen. Tiene aspecto de necesitar un digestivo de chocolate.

– Pues sí -reconoció Helen.

Se acercó a la mesa de trabajo contigua a la puerta. Cotter dejó la bandeja encima y empujó una fotografía que cayó al suelo.

Helen se agachó para recogerla y le dio la vuelta mientras Cotter servía el café. Suspiró.

– Oh, Dios -dijo-. No hay escapatoria.

Parecía derrotada.

St. James vio lo que estaba sujetando. Era la fotografía del cuerpo ahogado de Charlotte Bowen que había quitado a Deborah la noche anterior, la misma fotografía que Lynley había tirado como un guante en la cocina dos días antes. Tendría que haberla arrojado a la basura anoche, comprendió St. James. La maldita foto ya había hecho suficiente daño.

– Dámela, Helen -dijo.

Helen no lo hizo.

– Tal vez tenía razón -dijo-. Tal vez seamos responsables.

O, no, no como él quería decir, sino en un sentido más amplio. Porque pensamos que podíamos marcar la diferencia, cuando la verdad es que nadie marca la diferencia.

– No te crees eso más que yo. Dame la foto.

Cotter alzó una taza de café. Quitó la fotografía a Helen y la pasó a St. James. Éste la dejó boca abajo entre las fotos que había examinado antes. Aceptó su café de manos de Cotter y no volvió a hablar hasta que su suegro les dejó.

– Helen -dijo entonces-, creo que debes tomar una decisión sobre Tommy de una vez por todas, pero también pienso que no debes utilizar a Charlotte Bowen como excusa para evitar lo que temes.

– No tengo miedo.

– Todos tenemos miedo, pero tratar de eludir el miedo cometiendo una equivocación…

Sus palabras enmudecieron al tiempo que sus pensamientos se detenían. Iba a dejar la taza sobre la mesa de trabajo, cuando sus ojos cayeron sobre la fotografía que acababa de poner encima.

– ¿Qué pasa? -preguntó Helen-. Simon, ¿qué te ocurre?

Simon buscó su lupa.

Por Dios, pensó él, había dispuesto de la información desde el primer momento. Hacía más de veinticuatro horas que la fotografía estaba en su casa, con la verdad a su alcance durante más de veinticuatro horas. Lo comprendió con horror, pero también comprendió que no había logrado reconocer la verdad porque sólo había sido consciente de las ofensas que Tommy les había dirigido. Si hubiera estado menos concentrado en controlar sus reacciones, habría estallado, agotado su ira y regresado a la normalidad. Entonces lo habría comprendido. Tenía que creer que, en circunstancias normales, habría reconocido lo que tenía ahora ante sus ojos.

Cogió la lupa y estudió las formas. Se dijo una vez más que, en circunstancias normales, habría reconocido (lo juró, lo creyó, lo supo sin el menor asomo de duda) lo que debió ver en la foto desde el primer momento.

25

Cuando todo estuvo hecho y dicho, y volvía hacia Burbage Road, Barbara Havers decidió que seguir la inspiración del momento había sido… definitivamente inspirado. Mientras tomaban una taza de té, que Portly había sacado de un elegante y antiguo samovar, la secretaria se había entregado en cuerpo y alma a referir una serie de habladurías que, guiadas por las preguntas incisivas de Barbara, habían recaído a la larga en el tema de su interés: Dennis Luxford.

Como Portly ocupaba su puesto en el colegio Baverstock desde el amanecer del hombre (o eso parecía, a juzgar por el número de alumnos que recordaba), obsequió a Barbara con incontables anécdotas. Algunas eran genéricas: desde una travesura relacionada con mostaza seca y papel higiénico que tuvo como objetivo la Junta de Gobierno, el día de los Discursos de cuarenta años atrás, hasta el remojón ceremonial del director en la nueva piscina, acaecido el pasado trimestre de otoño. Otras eran concretas: desde Dicki Wintersby (cincuenta años en la actualidad y prominente banquero londinense), que había sido encerrado por realizar proposiciones deshonestas a un aterrorizado alumno de tercero, hasta Charlie O'Donnell (cuarenta años en la actualidad, QC2 y miembro de la Junta de Gobierno), que había sido sorprendido en la granja del colegio por el director de su residencia, en el acto de realizar proposiciones todavía más deshonestas a una oveja. Barbara no tardó en descubrir que la memoria de Portly tendía a centrarse en lo salaz. Era capaz de recordar qué chico había sido reprendido por masturbación solitaria, masturbación mutua, sodomía, bestialismo, felación y coito (interrumptus o de otra especie), y lo hacía con sumo placer. Sin embargo, se mostraba olvidadiza en recordar chicos que, al parecer, habían resguardado su pureza.

Tal era el caso de Dennis Luxford, si bien Portly se despachó a gusto durante sus buenos cinco minutos sobre otros dieciséis chicos de la misma promoción de Luxford, los cuales habían sido castigados a no salir durante todo un trimestre después de descubrirse que se lo montaban de forma regular con una chica del pueblo que cobraba dos libras por polvo. Nada de magreos, aclaró Portly, sino el acto puro y duro, ejecutado en la vieja fábrica de hielo, y con el resultado de que la chica quedó preñada, y si la sargento quería ver dónde tuvo lugar el histórico folleteo…

Barbara la guió de nuevo hacia el tema de su preferencia.

– En cuanto al señor Luxford… De hecho, me interesa más su reciente visita, aunque este otro material es muy interesante, y si tuviera más tiempo… Ya sabe cómo son las cosas. El deber y todo eso.

Portly aparentó decepción por el hecho de que sus anécdotas sobre adolescentes lujuriosos y desenfrenados no hubieran obtenido éxito, pero dijo que el deber era su divisa (cuando no lascivia), y se humedeció los labios mientras su mente rememoraba la reciente visita de Dennis Luxford a Baverstock.

Fue a causa de su hijo, informó por fin. Había venido a ver al director para matricular a su hijo el próximo curso. El chico era un hijo único mimado, si Portly no se equivocaba, y el señor Luxford había pensado que saldría beneficiado de exponerse a los rigores y alegrías de la vida en Baverstock, En consecuencia, se había entrevistado con el director, y después del encuentro los dos hombres habían dado un recorrido por el colegio, para que el señor Luxford viera cómo había cambiado desde su época.

– ¿Un recorrido?

Barbara sintió un hormigueo en la yema de los dedos a causa de las implicaciones. Un buen paseo por el terreno, en teoría para inspeccionar el colegio antes de matricular a su hijo, bien había podido ser la excusa de Luxford para familiarizarse con el entorno local.

– ¿Qué clase de recorrido?

Había visitado las aulas, los dormitorios, el comedor, el gimnasio… Lo había visto todo, según recordaba Portly.

¿Había visto todo el terreno?, quiso saber Barbara. ¿Los campos de juego, la granja del colegio, todo lo demás?

Portly creía que sí, pero no estaba segura, y para refrescar su memoria condujo a Barbara al despacho del director, donde un plano artístico del Colegio Masculino Baverstock colgaba de la pared. Estaba rodeado por docenas de fotografías de bavernianos a lo largo de las décadas, y Portly estudió el plano como ayuda visual de su memoria, mientras Barbara examinaba las fotografías. Plasmaban a bavernianos en todas las situaciones posibles: en las aulas, en la capilla, sirviendo comidas en el comedor, desfilando con togas académicas, dando discursos, nadando, navegando en canoa, pedaleando en bicicleta, saltando rocas, surcando el mar en veleros, practicando deportes. Barbara las repasó mientras se preguntaba cuánto dinero tenía que soltar una familia para que su retoño ingresara en Baverstock. De pronto su atención se centró en la foto de un grupo de excursionistas con mochilas a la espalda y bastones en la mano. Los excursionistas no interesaban a Barbara tanto como el lugar donde habían posado para la fotografía. Estaban reunidos delante de un molino de viento. Barbara estaba dispuesta a apostar lo que fuera a que se trataba del mismo molino donde habían mantenido cautiva a Charlotte Bowen hacía sólo una semana.

– ¿Este molino de viento está dentro de los terrenos de Baverstock? -preguntó, y señaló la foto.

Dios, no, dijo Portly. Era el viejo molino cercano a Great Bedwyn. La sociedad arqueológica lo visitaba cada año.

Al oír las palabras «sociedad arqueológica» Barbara pasó las páginas de su libreta, en busca de lo que había escrito durante su conversación telefónica con el inspector Lynley. Lo encontró, lo leyó y localizó la información que necesitaba al final de la página: los días escolares de Dennis Luxford, meticulosa y fielmente descritos por Winston Nkata. Tal como sospechaba, el director del Source había sido miembro de la sociedad arqueológica. Se hacían llamar los Exploradores de Beaker.

Barbara se despidió en cuanto pudo y salió disparada hacia el coche. Todo iba viento en popa.

Recordaba la ruta al molino de viento, y la siguió sin desviarse un metro. Cintas de la policía científica demarcaban la pista que conducía al molino. Aparcó justo antes de pasar la cinta, en una cuneta poblada de flores silvestres púrpuras y amarillas. Pasó por debajo de la cinta amarilla y caminó hacia el molino. Observó que éste quedaba oculto en parte, debido a los abedules que crecían a lo largo de la carretera y a los que se alzaban junto a la pista que ahora seguía. Aunque no hubiera sido así, no se veía ni un alma en las cercanías. Era un lugar perfecto para que un secuestrador retuviera a una niña, o para que un asesino se llevara su cadáver.

El molino había sido sellado la noche anterior, pero Barbara no necesitó entrar en el edificio. Había presenciado el trabajo de la policía científica, y no albergaba dudas acerca de su competencia. Sin embargo, la oscuridad había impedido que observara el molino como parte de un paisaje más amplio, y Barbara había regresado para ver ese paisaje.

Abrió la vieja cancela y se alejó de los abedules. Ya en el prado, comprendió por qué habían construido el molino en aquel lugar concreto. El viento estaba en calma la noche anterior, pero hoy la brisa soplaba con fuerza. Las aspas del molino crujían. Si el edificio aún hubiera estado en funcionamiento, las aspas habrían girado y las piedras molido trigo.

La luz del día revelaba los campos circundantes. Se alejaban del molino, plantados con heno, maíz y trigo. Aparte de la casa en ruinas del molino, el lugar habitado más cercano se encontraba a un kilómetro de distancia, y los seres vivos más cercanos eran las ovejas que pastaban al este del molino, detrás de una alambrada. A lo lejos, un granjero conducía su tractor a lo largo del linde de un campo, y un labrador paseaba por entre los brotes verdes de su cosecha. De haber habido testigos de lo sucedido, tendrían que haber sido ovejas.

Barbara caminó hacia el prado donde pastaban. Siguieron rumiando, indiferentes a su presencia.

– Vamos, vamos -dijo-. Desembuchadlo ya. Le visteis, ¿verdad? Continuaron rumiando.

Una oveja se apartó de las demás y se dirigió hacia Barbara. Por un momento, albergó el pensamiento absurdo de que el animal había prestado atención a sus palabras y se acercaba para comunicarse con ella, pero luego vio que su objetivo era un pesebre cercano a la valla, donde bebió agua.

¿Agua? Fue a investigar. En el interior de un pequeño refugio de ladrillos que sólo tenía tres lados, un grifo surgía del suelo. Estaba agrietado a causa del clima, pero cuando Barbara se puso un guante y trató de girarlo, no encontró resistencia debida a la herrumbre o la corrosión. El agua fluyó, limpia y transparente.

Recordó las palabras de Robin. Tan lejos del pueblo más próximo, tendría que ser agua de pozo. Tenía que comprobarlo.

Volvió en coche hacia el pueblo. El Cisne había abierto para dar de comer a sus clientes, y Barbara frenó el Mini entre un tractor perdido de barro y un enorme Humber antiguo. Cuando entró, fue recibida por el acostumbrado silencio momentáneo que un desconocido encuentra cuando entra en un pub campestre, pero después de saludar a los clientes con la cabeza y detenerse para acariciar a un perro pastor, las conversaciones se reanudaron. Caminó hacia la barra.

Pidió una limonada, un paquete de patatas fritas y el especial del día: pastel de puerros y bróculi. Cuando el tabernero trajo la comida, le mostró su identificación, además de entregarle las tres, libras y setenta y cinco peniques.

¿Sabía que habían encontrado hacía poco el cadáver de una niña en el canal Kennet y Avon?, preguntó al tabernero.

Por lo visto, las habladurías locales hacían innecesarios los prolegómenos.

– Eso explica el follón de anoche en la colina -replicó el tabernero.

En realidad no había presenciado el follón, reconoció, pero el viejo George Tomley, el propietario de la granja situada al sur del molino, había estado levantando hasta bien entrada la medianoche, por culpa de la ciática que le atormentaba. George había visto las luces y, maldita fuera la ciática, había ido a investigar. Supuso que la policía estaba de por medio, pero dio por sentado que eran los chavales de nuevo, tramando alguna de las suyas.

Barbara comprendió que no había la menor necesidad de confundir, dar rodeos o engañar. Dijo al tabernero que el molino era el lugar donde habían retenido a la niña antes de ahogarla con agua del grifo. Había un grifo en la propiedad. Lo que Barbara quería saber era si el agua del grifo procedía de un pozo.

El tabernero afirmó que no tenía idea de dónde salía el agua del pozo, pero el viejo George Tomley, el mismísimo George Tomley, sabía casi todo sobre la propiedad; si la sargento quería hablar con él, el viejo George estaba sentado justo al lado del blanco de los dardos.

Barbara cogió el pastel, las patatas fritas y la limonada, y se plantó junto a George. El hombre se estaba masajeando la cadera mala con los nudillos de la mano derecha, mientras con el pulgar de la izquierda pasaba las páginas de un Playboy. Delante de él tenía los restos de su almuerzo. También había pedido el especial del día.

¿Agua?, quiso saber. ¿El agua de quién?

Barbara explicó. George escuchó. Sus dedos masajeaban, mientras su mirada fluctuaba entre la revista y Barbara, como si estuviera estableciendo una comparación poco favorable.

Pero proporcionó la información. No había ningún pozo en las propiedades cercanas, dijo el viejo cuando Barbara concluyó su explicación. Todo era agua potable, bombeada desde el pueblo y alma-cenada en un depósito enterrado en el campo contiguo al molino de viento. El punto más elevado del terreno, aquel campo, dijo, de modo que el agua brotaba debido a la fuerza de la gravedad.

– Pero ¿es agua de grifo? -insistió Barbara.

Como siempre lo había sido, fue la respuesta.

Brillante, pensó Barbara. Las piezas iban encajando. Tenía a Luxford en la vecindad recientemente y en el molino en su juventud. Ahora necesitaba poner el uniforme escolar de Charlotte en sus manos. Y tenía una idea bastante aproximada de cómo hacerlo.

En opinión de Lynley, Cross Key Close parecía la guarida de un anacoreta. Sus estrechas callejuelas, que serpenteaban hasta penetrar en un cañón de edificios que arrancaba de marylebone Lane, carecían completamente de vida humana, aislada prácticamente de la luz del día. cuando Lynley y Nkata entraron en la zona, tras haber dejado el Bentley aparcado en Bulstrode Place, Lynley se preguntó en que había pensado Eve Bowen cuando permitió que su hija anduviese sola por aquellos andurriales. ¿Nunca había estado allí?, se preguntó.

– Este lugar me pone la carne de gallina. – Nkata verbalizó los pensamientos de Lynley.-Por que venía a este antro una niña como Charlotte?

– Es la pregunta del millón -admitió Lynley.

– Joder, en invierno debía caminar por aquí a oscuras. -Nkata parecía disgustado-. Es como una invitación a… -Aminoró el paso hasta detenerse. Miró a Lynley, que le precedía tres pasos-. Una invitación a buscarse problemas -concluyó con aire pensativo-. ¿Cree que Bowen conocía a Chambers, inspector? Podría haberse tomado la molestia de indagar en el Ministerio del Interior y desenterrado la misma mierda que nosotros sobre este tío. Podría haber enviado a la niña a tomar clases y planeado todo, sabiendo que averiguaríamos sus antecedentes tarde o temprano. Y cuando lo hiciéramos, como así ha sucedido, nos concentraríamos en él y nos olvidaríamos de ella.

– Una hipótesis excelente -dijo Lynley-, pero no vayamos al mercado precediendo a nuestro caballo, Winston.

Las alusiones shakesperianas, por adecuadas que fueran, no eran el fuerte de Nkata.

– ¿Cómo qué cuándo dónde? -dijo.

– Vamos a hablar con Chambers. El miércoles por la noche, St. James pensó que ocultaba algo, y los instintos de St. james no suelen fallar. Vamos a ver si era verdad.

No habían concedido a Damien Chambers la ventaja de saber que iban a verle. No obstante, estaba en casa. Oyeron la música de un teclado eléctrico que surgía de su diminuta casa. La música cesó cuando Lynley golpeó la puerta con la aldaba de latón. La fláccida cortina de una ventana se movió cuando alguien echó un vistazo a los visitantes desde el interior de la casa. Un momento después la puerta se abrió y apareció la cara pálida de un hombre joven, enmarcada por un cabello lacio que le llegaba al pecho.

Lynley enseñó su identificación.

– ¿Señor Chambers? -dijo.

Dio la impresión de que Chambers se esforzaba por no mirar la tarjeta de Lynley.

– Sí.

– Inspector detective Thomas Lynley. DIC de Scotland Yard.

– Lynley presentó a Nkata-. ¿Podemos hablar, por favor?

No parecía muy contento por la perspectiva, pero Chambers se apartó y abrió la puerta de par en par.

– Estaba trabajando.

Una grabadora estaba funcionando y la voz meliflua de un actor entonaba: «La tormenta se prolongó a medida que Avanzaba la noche. Mientras ella yacía en la cama, pensaba en lo que habían sido el uno para el otro, comprendió que no podía olvidarle ni…»

Chambers apagó el aparato.

– Libros condensados en cinta. Estoy componiendo los fragmentos musicales entre escena y escena -explicó, y se trotó las manos in los tejanos, como si tuviera la intención de secarse el sudor. Empezó a sacar partituras musicales de las sillas y apartó dos atriles-. Pueden sentarse, sí gustan.

Fue a la cocina y abrió un grifo. Volvió con un vaso lleno de agua, en el que flotaba una rodaja de limón. Dejó el vaso en el borde del teclado eléctrico y se sentó como si tuviera la intención de continuar trabajando. Tocó un solo acorde, pero después dejó caer las manos en el regazo.

– Han venido por Lottie, ¿verdad? -dijo-. Ya me lo esperaba. No pensé que el tipo de la semana pasada fuera el único que viniera sí ella no aparecía.

– ¿Esperaba que apareciera?

– No había motivos para esperar lo contrario. Siempre le gustaron las travesuras. Cuando me dijeron que había desaparecido…

– ¿Quienes?.

– El tipo que vino el miércoles por la noche. Vino con una mujer.

– ¿El señor St. James?

– No me acuerdo de su nombre. Trabajaban para Eve Bowen. Estaban buscando a Lottie. -Bebió un sorbo de agua-. Cuando leí el artículo en el periódico, me refiero a lo sucedido a Lottie, pensé que alguien vendría tarde o temprano. Han venido por eso, ¿verdad?

Hizo la pregunta con tono indiferente, pero su expresión reflejaba cierta angustia, como si deseara que le tranquilizaran antes que informarle.

– ¿A qué hora se fue Charlotte Bowen de aquí el miércoles? -quiso saber Lynley, sin responder a su pregunta.

– ¿A qué hora? -Chambers consultó su reloj, sujeto a su fina muñeca con una correa de bramante. Un brazalete de cuero trenzado lo acompañaba-. Después de las cinco, diría yo. Se quedó a charlar, como de costumbre, pero le envié a casa poco después de que terminara la clase.

– ¿Había alguien en la callejuela cuando se fue?

– No vi a nadie merodeando, si se refiere a eso.

– Así pues, nadie la vio salir.

Los pies del músico se alzaron poco a poco debajo de su silla.

– ¿Adónde quiere ir a parar? -preguntó.

– Acaba de decir que en la callejuela no había nadie que pudiese ver a Charlotte salir de aquí a las cinco y cuarto. ¿No es así?

– Eso he dicho.

– Por consiguiente, nadie puede confirmar o refutar su afirmación de que salió de su casa.

El joven se pasó la lengua por los labios, y cuando volvió a hablar su Belfast de origen se transparentó en sus palabras, pronunciadas con prisa y creciente preocupación.

– ¿Adónde quiere ir a parar? -repitió.

– ¿Conoce a la madre de Charlotte?

– Claro que sí.

– Por lo tanto, sabe que es diputada del Parlamento, ¿verdad? Y subsecretaria de Estado.

– Supongo, pero no veo…

– Y poniendo un poco de esfuerzo para conocer sus opiniones, muy poco esfuerzo, puesto que usted vive en un distrito electoral, sabría cuál es su postura en determinados temas controvertidos.

– No me meto en política -respondió Chambers, pero la rigidez de su cuerpo (todos los nervios contenidos para no traicionarse) desmintió sus palabras.

Lynley reconoció que su mera presencia en casa de Chambers era la pesadilla de todo católico irlandés. Los espectros de los Seis de Birmingham y los Cuatro de Guilford abarrotaban la pequeña sala, agigantados por la ominosa proximidad de Lynley y Nkata, dos policías ingleses, protestantes y con una estatura superior al metro ochenta, en su plenitud de fuerzas, y uno con el tipo de cicatriz facial que sugería violencia en algún momento de su vida. Lynley percibió el miedo del irlandés.

– Hablamos con el RUC, señor Chambers -dijo.

Chambers no dijo nada. Uno de sus pies se frotó con el otro y cobijó las manos bajo las axilas, pero por lo demás mantuvo la calma.

– Habrá sido una conversación de lo más aburrida.

– Le tacharon de conflictivo. No un simpatizante del IRA, exactamente, pero sí alguien a quien valía la pena vigilar. ¿De dónde cree que sacaron la idea?

– Si quiere saber si he simpatizado con el Sinn Fein, pues si -contestó Chambers-, pero también la mitad de la población de Kilburn, así que ¿por qué no se deja caer por allí y los investiga? No hay ninguna ley que prohíba tomar partido, ¿verdad? Además, ¿qué más da ahora? La situación se ha calmado.

– Tomar partido no importa, pero pasar a la acción directa es diferente, v el RUC le tiene fichado por ello, señor Chambers. Desde que tenía diez años. ¿Se prepara para seguir en la brecha? ¿Descontento con el proceso de paz? ¿Cree que el Sinn Fein se ha vendido, tal vez?

Chambers se levantó. Nkata se puso en pie, como para interceptarle. El negro sobrepasaba al músico en veinticinco centímetros, como mínimo, y pesaba unos seis kilos más que él.

– Tranquilo -dijo Chambers-. Sólo quiero beber algo más fuerte que el agua. La botella está en la cocina.

Nkata miró a Lynley. Este indicó la cocina con la cabeza. Nkata fue a buscar un vaso y una botella de John Jameson.

Chambers se sirvió un poco de whisky. Lo bebió y tapo la botella de nuevo. Se quedó de pie un momento con los dedos sobre el tapón. La postura sugería que estaba considerando sus opciones. Por fin, se apartó el pelo de la cara y volvió a su asiento. Nkata le imitó.

– Si ha hablado con el RUC -dijo Chambers, al parecer reconfortado tras la ingestión alcohólica-, ya sabrá lo que hice: lo que hacía cualquier chico católico de Belfast. Tiré piedras a los soldados británicos. Tiré botellas y tapas de cubos de basura. Prendí fuego a neumáticos. Sí, la policía me sacudió por ello, igual que a mis compañeros, pero sobreviví pese a los soldados y fui a la universidad. Estudié música. No tengo relaciones con el IRA.

– ¿Por qué enseña música aquí?

– ¿Por qué no?

– En algunos momentos le parecerá un ambiente hostil.

– Sí. Bueno, tampoco salgo mucho.

– ¿Cuándo fue la última vez que estuvo en Belfast?

– Hace tres años. No, cuatro. La boda de mi hermana.

Cogió una fotografía enmarcada en cartón de una pila de revistas y partituras que descansaban sobre un enorme altavoz. La entregó a Lynley.

Era una foto de una familia numerosa congregada alrededor de unos novios. Lynley contó ocho hermanos y vio a Chambers con aspecto incómodo y algo apartado del grupo.

– Cuatro años -repitió Lynley-. Ha pasado mucho tiempo. ¿Ninguno de sus familiares vive en Londres?

– No.

– ¿No les ve?

– No.

– Curioso.

Lynley volvió a mirar la foto.

– ¿Por qué? ¿Piensa que vivimos todos bien pegaditos sólo porque somos irlandeses?

– ¿Está reñido con ellos?

– Ya no practico la religión.

– ¿Por qué?

Chambers volvió a echarse el pelo hacia atrás. Pulsó varias teclas del teclado y sonó un acorde disonante.

– Escuche, inspector, ha venido para hablar de Lottie Bowen. Le he dicho lo que sé. Vino a su clase. Luego charlamos y finalmente se fue.

– Y nadie la vio.

– No soy responsable de eso. De haber sabido que iban a secuestrarla, la habría acompañado a su casa. No tenía motivos para creer que corría peligro. Por aquí no hay atracos, asaltos ni tráfico de drogas. La dejé marchar sola. Algo pasó y me siento fatal, pero no estoy en el ajo.

– Temo que necesitará demostrarlo.

– ¿Cómo?

– Mediante la persona que estaba arriba cuando el señor St. James vino el miércoles. Si alguien, aparte de Charlotte Bowen, estaba en la casa con usted, ¿puede facilitarnos su nombre y dirección, por favor?

Aparecieron hoyuelos en la barbilla de Chambers cuando se chupó nerviosamente la cara interna del labio inferior. Sus ojos parecían distantes, como si estuviera examinando algo que nadie más podía ver. Era la mirada de un hombre que tenía algo que ocultar.

– Señor Chambers -insistió Lynley-, no necesito explicarle la gravedad de la situación en que se encuentra. Tiene antecedentes que rozan con el IRA. Tenemos a la hija de una parlamentaria, con un historial de hostilidad declarada contra el IRA, que primero es secuestrada y luego asesinada. Usted está relacionado con esa niña. Es la última persona que la vio. Si alguien puede asegurarnos que usted no tuvo nada que ver con la desaparición de Charlotte Bowen, sugiero que lo llame enseguida.

Chambers tocó de nuevo las teclas. Agudos y graves sin ningún orden concreto. Masculló una palabra que Lynley no entendió, y habló por fin en voz baja, sin mirar a ninguno de los dos hombres.

– Muy bien. Se lo diré. Pero no puede hacerse público. Si los periódicos se enteran de la historia, todo se irá a pique. No podría soportarlo.

Lynley pensó que, a menos que el músico mantuviera una relación clandestina con un miembro de la familia real o con la esposa del primer ministro, la cuestión no iba a interesar a los periódicos.

– No hablo con periodistas -dijo-, de ningún tipo. Eso compete a la oficina de prensa de la policía.

Al parecer, eso fue garantía suficiente, aunque Chambers necesitó otro trago de John Jameson antes de volver a hablar.

No estaba con una mujer el miércoles por la noche, dijo sin mirarles, sino con un hombre. Se llamaba Russell Majewski, aunque el inspector tal vez le conociera por su nombre profesional, Russell Mane.

– Un tío de la tele -explicó Nkata-. Hace de poli.

Interpretaba, dijo Chambers, a un detective de policía mujeriego cuyo territorio era la homónima West Farley Street, un enérgico drama sobre crimen, investigación y castigo situado en el sur de Londres. Era un éxito en la ITV, y su papel había lanzado a Russell Mane, si no a la estratosfera, sí a una enorme popularidad. Había logrado lo que todo actor deseaba: el reconocimiento de su talento. Sin embargo, el reconocimiento iba acompañado de ciertas expectativas, en el sentido de que el actor de marras debía ser en la vida real bastante parecido al personaje que interpretaba. Pero en este aspecto, Russell no se parecía nada a su personaje. Nunca había estado con una mujer, aparte de en la pantalla. Por eso, Russell y Damien se esforzaban por mantener en secreto su relación.

– Llevamos juntos tres años, casi cuatro. -Miraba a todas partes, excepto a Lynley y Nkata-. Somos cautelosos, porque la gente es muy fóbica, ¿verdad? Es de tontos creer que son algo más.

Russ vivía allí, concluyó Chambers. En aquel momento estaba rodando, y no volvería hasta las nueve o las diez de la noche. Si la policía necesitaba hablar con él…

Lynley le tendió su tarjeta.

– Dígale al señor Mane que telefonee.

Cuando la puerta se cerró a sus espaldas y la música volvió sonar, Nkata dijo:

– ¿Cree que nuestros chico de la Rama Especial le tiene bajo la lupa cada día?

– En cualquier caso -replicó Lynley-, ahora lo estará pensando.

Caminaron en dirección a Marylebone Lane, Lynley repasó lo que ya sabían. Habían recabado una cantidad de información y pruebas apreciables: desde huellas dactilares a fármacos que requerían receta, desde un uniforme escolar recobrado en Wiltshire hasta un par de gafas encontradas en un coche. Todo lo que habían reunido tenía que estar relacionado de una manera lógica. Sólo necesitaban la claridad de visión suficiente para distinguir una pauta. A la larga, todo cuanto tenían y sabían debía estar relacionado con una persona. La persona que poseía la información sobre la paternidad de Charlotte Bowen, el ingenio preciso para llevar a cabo con éxito dos secuestros, y la audacia de actuar a plena luz del día.

¿Qué clase de persona era?, se preguntó Lynley. Sólo parecía haber una respuesta razonable: el culpable tenía que ser alguien que, aunque le hubieran visto con los niños, sabía que ser visto no equivalía necesariamente a ser descubierto.

Pirañas, pensó Eve Bowen. Antes había pensado chacales, pero los chacales eran carroñeros por naturaleza, mientras que las pirañas se lanzaban sobre la carne viva, y preferiblemente sangrante. Los periodistas habían estado congregados todo el día: ante la oficina de su distrito electoral y el Ministerio del Interior, así como ante el número 1 de Parliament Square. Iban acompañados por sus cohortes (los paparazzi y los fotógrafos de prensa), y el grupo se concentraba en la acerca, donde bebían café, fumaban cigarrillos, comían donuts y patatas fritas, y se precipitaban sobre cualquiera que pudiera proporcionarles información sobre el destino, el estado de ánimo o la reacción de Eve Bowen a las revelaciones de Dennis Luxford en el Source del día. Cuando los reporteros se precipitaban, disparaban preguntas y fotografías. Y ay de la víctima de sus atenciones que intentara detener sus avances con una réplica airada.

Eve pensaba que la noche anterior había sido un infierno, pero cada vez que se abría la puerta principal de la oficina de su agrupación electoral al murmullo de voces y los destellos de los flashes, sabía que las horas transcurridas entre la llamada telefónica de Dennis Luxford y su certeza final de que no podía hacer nada para detener su artículo sólo habían sido un purgatorio.

Había hecho todo lo posible. Había apelado a todas las deudas y todos los favores concedidos, sentada hora tras hora con el auricular contra su oído, llamando a jueces, consejeros de la reina y a todos sus aliados políticos. Cada llamada tenía el mismo propósito: impedir la salida a la luz del artículo que, según Luxford, salvaría la vida de su hijo. Y cada llamada se saldaba con el mismo resultado: tal maniobra era imposible.

Durante toda la noche había escuchado variaciones sobre por qué un mandato judicial estaba fuera de su alcance, pese a su poder en el gobierno.

¿El artículo en cuestión (Eve no revelaba los detalles exactos a los destinatarios de sus llamadas) constituía libelo? ¿No? ¿Va a escribir la verdad? Entonces, querida, me temo que careces de fundamentos. Sí, soy consciente de que detalles de nuestro pasado pueden, en ocasiones, resultar embarazosos para nuestro presente y futuro, pero si esos detalles contienen la verdad… Bien, sólo cabe la posibilidad de sonreír con desdén, llevar bien alta la cabeza y dejar que nuestra conducta actual hable por sí sola, ¿no?

«No se trata de un periódico toro, ¿verdad, Eve? Quiero decir que sería posible llamar al PM y hacer un poco de presión si el director del Sunday Times, el Daily Mail o, quizá, el Telegraph pensaran publicar un artículo perjudicial para un miembro del gobierno, pero el Source simpatiza con los laboristas.» No cabía esperar que un poco de persuasión verbal lograra producir el acuerdo de no publicar un artículo antitory en un periódico laborista. De hecho, si alguien intentara presionar a un hombre como Dennis Luxford, existían pocas dudas de que un editorial revelaría el hecho, el mismo día de la publicación del artículo. ¿Qué impresión daría eso? ¿Cómo iba a quedar el primer ministro?

La pregunta final era un estímulo apenas disimulado a emprender determinada acción. La pregunta real era cómo iba a afectar el artículo del Source al primer ministro, que había encumbrado personalmente a Eve Bowen a su cargo actual. Lo que sugería era tomar una iniciativa, en caso de que el dichoso artículo añadiera más huevo a la cara, ya bastante manchada, del hombre que había debido soportar la humillación de ver a uno de sus compañeros de partido divirtiéndose con un chapero en un automóvil aparcado, tan sólo doce días antes. El regreso a los valores británicos básicos alentados por el primer ministro ya había recibido varios golpes muy graves, decían a Eve. Si la señora Bowen, no sólo diputada, sino también, al contrario que Sinclair Larnsey, miembro del gobierno, creía que existía la más leve posibilidad de que el artículo del Source provocara más trastornos al primer ministro… Bien, la señora Bowen sabía muy bien lo que debía hacer.

Claro que lo sabía. Debía arrojarse sobre su propia espada. Pero no tenía la intención de hacerlo sin oponer una resistencia desesperada.

Se había reunido con el ministro del Interior aquella madrugada. Había llegado a Westminster cuando aún estaba oscuro, horas antes de que el Source saliera a la calle y horas antes de su llegada habitual, para escabullirse de la prensa. Sir Richard Hepton la recibió en su despacho. Al parecer, se había vestido con lo primero que encontró a mano, tras recibir la llamada de Eve a las cuatro menos cuarto. Llevaba una camisa blanca arrugada y los pantalones de un traje, sin chaqueta ni corbata, sólo una chaquetilla de punto. No se había afeitado. Era una forma de decirle, comprendió Eve, que la entrevista iba a ser breve. Era evidente que volvería a casa con tiempo para ducharse, cambiarse y prepararse para el día.

También estaba clara su idea de que la llamada era el resultado de haber pasado dos días afligida por la muerte de su hija. Pensaba que había ido para exigir medidas más eficaces por parte de la policía, y él había acudido para aplacarla en la medida de lo posible. Hepton no tenía idea de lo que encubría la desaparición de Charlotte. Pese a su experiencia en el gobierno, que habría debido enseñarle lo contrario, daba por sentado que las cosas, al menos con sus subsecretarios, eran lo que parecían.

– Nancy y yo recibimos el mensaje acerca del funeral, Eve -dijo-. Claro que asistiremos. ¿Cómo te encuentras? -preguntó con expresión cautelosa-. Los próximos días no van a ser fáciles. ¿Descansas lo suficiente?

Como la mayoría de políticos, sir Richard Hepton hacía preguntas que sólo eran meras referencias a otros temas. Lo que quería saber era por qué le había telefoneado en plena noche, por qué había insistido en que se reunieran cuanto antes y, sobre todo, por qué estaba sugiriendo comportarse como una histérica, cuando era la característica menos deseable en un miembro del gobierno. Deseaba que se desahogara porque había sufrido una pérdida terrible, pero no tenía el menor deseo de que la inmensidad de su pérdida minara su capacidad de seguir adelante.

– Mañana, mejor dicho, dentro de unas horas, el Source publicará un artículo del que quiero advertirte por adelantado.

– ¿El Source? -Hepton la observó sin variar de expresión. Jugaba al póquer político mejor que cualquiera-. ¿Qué clase de artículo, Eve?

– Un artículo sobre mí, sobre mi hija. Un artículo sobre las causas que condujeron a su muerte, diría yo.

– Entiendo.

El hombre apoyó el codo en el brazo de la butaca. El cuero crujió, lo cual subrayó el silencio que reinaba en todo el Ministerio del Interior, así como el silencio de las calles.

– ¿Había…?

Hizo una pausa con aire pensativo. Dio la impresión de que estaba eligiendo entre las varias conclusiones que un artículo en el Source le sugerían.

– Eve, ¿había problemas entre tú y tu hija?

– ¿Problemas?

– Has dicho que el artículo versa sobre las causas que condujeron a su muerte.

– No es un artículo sobre malos tratos infantiles, si te refieres a eso -aclaró Eve-. Nadie maltrataba a Charlotte. Lo que condujo a su muerte no tiene nada que ver conmigo. Al menos no en ese sentido.

– Entonces será mejor que me cuentes tu implicación.

– Quería que lo supieras porque, tal como ha ocurrido a menudo en el pasado, cuando los periódicos se lanzan sobre un político, pillan al gobierno por sorpresa. No quería que sucediera en este caso. Pienso dejarlo todo claro, para poder pensar en lo que haremos a continuación.

– El conocimiento por adelantado es un arma útil -admitió Hepton-. Obtenerlo siempre me ha permitido ver las cosas con mayor claridad.

Eve no pasó por alto el empleo del singular. Tampoco pasó por alto la ausencia de palabras o sonidos guturales que pudiera interpretar como un signo de confianza. Sir Richard Hepton sabía que algo desagradable se avecinaba, y cuando un olor malsano invadía su impoluta casa era un hombre que sabía muy bien abrir ventanas.

Eve empezó a hablar. No había forma de adornar la historia. Hepton escuchaba con las manos enlazadas sobre el escritorio, cubierto su rostro por la máscara impenetrable que Eve había visto tantas veces en el pasado. Cuando hubo revelado los detalles relevantes sobre la relación en Blackpool con Dennis Luxford, así como los relativos a la desaparición de Charlotte y el posterior asesinato, se dio cuenta de lo rígido que se había puesto. Sintió la tensión nerviosa en la espasmódica tirantez de los músculos, desde el cuello hasta la base de la columna vertebral. Intentó relajar su cuerpo, pero no pudo obligarlo a creer que su destino político no pendía de un hilo, según como aquel hombre interpretara su conducta de once años atrás.

Cuando terminó de hablar, Hepton alejó su butaca de cuero del escritorio y la giró a un lado lentamente. Alzó la cabeza y aparentó escrutar los retratos de los tres monarcas y los dos primeros ministros que colgaban en la pared opuesta. Se acarició la barbilla con el pulgar. El silencio era tan intenso que Eve oyó el ruido del pulgar al frotar su barba incipiente.

– Me atrevería a decir que Luxford actúa impulsado por dos motivaciones -explicó-. La tirada del periódico y el perjuicio político. Quiere superar en ventas al Globe y quiere perjudicar al gobierno. Con este artículo matará dos pájaros de un tiro.

– Tal vez sí. Tal vez no -dijo el ministro con tono pensativo.

Eve adivinó que el político estaba analizando las posibles reacciones que despertaría al artículo. Paliar los perjuicios era fundamental.

– Podemos conseguir que le salga el tiro por la culata, Richard -dijo Eve-. Si me describe como una hipócrita, ¿qué es él? Y cuando la policía descubra que es el cerebro del secuestro y…

Hepton levantó un índice para silenciarla. Continuó pensando. Eve no pasó por alto el hecho de que estuviera barajando alternativas sin hacerle partícipe de sus reflexiones. Sabía que lo más importante para ella consistía en no decir nada más, pero no pudo reprimir un último intento de salvar el cuello.

– Déjame hablar con el primer ministro. Sin duda sabrá la intención de Dennis Luxford al escribir este artículo…

– Sin la menor duda -dijo poco a poco Hepton-. Hay que informar sin más demora al PM de lo que está pasando.

– Iré a Downing Street ahora mismo -dijo Eve, aliviada-. Me recibirá enseguida cuando sepa lo que hay en juego. Será mejor que vaya ahora que está oscuro, antes de que los periódicos salgan a la calle, sin esperar a la publicación del artículo y el acoso de los periodistas.

– Mañana le espera una sesión de preguntas parlamentarias -prosiguió Hepton.

– Más motivos aún para que se entere de lo de Luxford ahora.

– La oposición, por no hablar de la prensa, le comerá vivo si no procedemos con cautela. En consecuencia, no puede comparecer ante la cámara sin que el problema esté solucionado.

– Solucionado -repitió Eve. Sólo existía una forma de solucionar el problema en el plazo de tiempo que Hepton había establecido-. Déjame hablar con él -dijo desesperada-. Deja que se lo intente explicar. Si no consigo convencerle de que…

Hepton la interrumpió, sin abandonar su aire pensativo. Eve comprendió que le distanciaba de ella. Era el mismo tono que usaría un monarca para pronunciar a regañadientes la sentencia de muerte de un ser querido.

– Después del escándalo de Larnsey, el primer ministro debe actuar con decisión, Eve. La conciliación es imposible. -La miró por fin-. Lo comprendes, ¿verdad? ¿Lo comprendes?

Sintió un vacío en su interior, a medida que su futuro (como si estuviera contenido en sus músculos, sus órganos y su sangre) empezaba a marchitarse. Años de cuidadosa planificación, años de esfuerzos, años de maquinaciones políticas, borrados en un instante. Hiciera lo que hiciera en el futuro, no sería una persona importante en el palacio de Westminster.

Sir Richard Hepton pareció leer aquella conclusión en su cara.

– Sé que la dimisión es un golpe, pero eso no significa que estés acabada. Puedes rehabilitarte. Piensa en John Profumo. ¿Quién habría pensado que un hombre tan caído en desgracia fuera capaz de remontar su vida?

– No tengo la intención de convertirme en una asistenta social plañidera.

Hepton ladeó la cabeza con expresión paternal.

– No intentaba sugerir eso, Eve. Además, no estás acabada en el gobierno. Aún tienes un escaño en los Comunes. Dimitir como subsecretaria de Estado no significa que lo hayas perdido todo.

«No. Sólo casi todo», pensó Eve.

Por lo tanto, había escrito la carta exigida por el ministro del Interior. Quería pensar que el primer ministro rechazaría la dimisión, pero sabía que no. La gente depositaba su confianza en sus líderes electos, entonaría religiosamente desde los peldaños del número 10. Cuando esa confianza se erosionaba, los líderes electos debían marcharse.

Había recorrido la escasa distancia que separaba el Ministerio del Interior de Parliament Square. Ya estaba en el despacho cuando su ayudante llegó. Joel Woodward desvió la vista al instante y Eve comprendió que había leído los titulares. Naturalmente. Habría salido en las noticias de la mañana, y Joel siempre miraba las noticias mientras engullía sus cereales.

Pronto estuvo claro que todo Parliament Square conocía el artículo de Luxford. Nadie le dirigió la palabra. La gente la saludaba con la cabeza con rapidez y apartaba la vista con la misma rapidez, y en su oficina se hablaba con el tono susurrado de aquellos que se han visto con la muerte cara a cara y han sobrevivido.

Los periodistas empezaron a telefonear en cuanto se abrieron las líneas telefónicas. «Sin comentarios» no les satisfacía. Querían saber si la diputada por Marylebone iba a negar las afirmaciones del Source.

– No puede haber «sin comentarios» -informó con cautela Joel a uno de ellos-. 0 es cierto o no, y si ella no piensa presentar una demanda por calumnias, sabremos de qué parte sopla el viento.

Joel quería que negara las afirmaciones del periódico. No se resignaba a creer que el objeto de sus húmedos sueños tory ocultara una faceta que no respondía a las creencias oficiales del partido.

Eve no tuvo noticias del padre de Joel hasta media mañana, y sólo a través de Nuala, quien le telefoneó desde la oficina de la asociación electoral para informarla de que el coronel Wooward iba a convocar una reunión del comité ejecutivo. Nuala recitó la convocatoria y la hora de la reunión. Después bajó la voz.

– ¿Se encuentra bien, señora Bowen? Aquí el follón es indescriptible. Cuando venga, pruebe por la puerta de atrás. Hay cinco filas de periodistas en la acera.

Había diez cuando llegó. Ya en la oficina electoral, Eve se preparó para lo peor. El consejo ejecutivo no había solicitado que asistiera a la discusión preliminar. El coronel Woodward se había limitado a asomar la cabeza en su despacho para preguntarle el nombre del padre de su hija. No había hecho la pregunta de una manera amable, ni tampoco intentó disfrazarla con un eufemismo. La ladró como una orden militar y, al hacerlo, le comunicó sin ambages cuál era la configuración del paisaje político.

Eve intentó concentrarse en los asuntos del día, pero no había gran cosa. En circunstancias normales no pisaba la oficina electoral hasta el viernes, de manera que aparte del correo no había nada más que hacer. Nadie esperaba hablar con la diputada, a excepción de los periodistas, y dirigirles una palabra de aliento habría sido una locura. Leyó las cartas y las contestó, y se paseó arriba y abajo del despacho.

A las dos horas de reunirse el comité ejecutivo, el coronel Woodward fue a buscarla.

– Se requiere su presencia -dijo, y giró sobre sus talones en dirección a la sala de conferencias. Mientras andaba, sacudió los hombros de su chaqueta de punto para liberarlos de caspa, que producía en cantidades industriales.

El consejo ejecutivo estaba sentado alrededor de una mesa de caoba rectangular. Jarras de café, tazas utilizadas, cuadernos amarillos y lápices sembraban su superficie. Hacía mucho calor en la sala, tanto a causa de la masificación como de las dos horas de encendidas discusiones, y Eve pensó en pedir que alguien abriera una ventana, pero la proximidad de los periodistas la llevó a rechazar la idea. Ocupó el asiento vacío al pie de la mesa y esperó a que el coronel Woodward se sentara en la presidencia.

– Luxford -dijo el hombre.

Fue como si hubiera dicho «mierda de perro». Clavó sus ojos cejijuntos en ella, como para comunicarle la enormidad de su desagrado (y, por lo tanto, del comité).

– No sabemos qué hacer, Eve. Un lío con un antimonárquico. Un fabricante de escándalos. Un compañero de viaje de los laboristas. Por lo que sabemos, un comunista, un trotskista, o como se haga llamar esa gente. No podría haber elegido algo más abominable.

– Fue hace mucho tiempo.

– ¿Insinúa que no era entonces lo que es ahora?

– Al contrario. Insinúo que yo no era lo que soy ahora. -Loado sea Dios por sus pequeños favores -replicó el coronel Woodward.

Una oleada de inquietud recorrió la mesa. Eve se tomó un momento para mirar a todos y cada uno de los miembros de la ejecutiva a la cara. Leyó en su resistencia a devolverle la mirada los planes que habían diseñado para su futuro. Por lo visto, la mayoría apoyaba al coronel Woodward.

– Cometí un error en el pasado -dijo a todos-. He pagado por ello más de lo que haya pagado cualquiera por un acto de imprudencia: he perdido a mi hija.

Hubo un murmullo general de asentimiento y expresiones compasivas por parte de tres mujeres. El coronel Woodward seapresuró a contener corrientes de condolencia que pudieran convertirse en un torrente de apoyos.

– Ha cometido más de un error en el pasado -dijo-. También ha mentido a esta institución.

– No creo que haya…

– Mentiras de omisión, señorita. Mentiras nacidas del subterfugio y la hipocresía.

– He actuado en favor de los intereses de mi agrupación electoral, coronel Woodward. He dedicado a la agrupación electoral todos mis desvelos, atención y esfuerzos. Si es capaz de encontrar una parcela en la que me haya mostrado deficiente, en lo tocante a los ciudadanos de Marylebone, le ruego me la señale.

– No se está discutiendo su eficacia política -dijo el coronel Woodward-. En su primera elección retuvimos este escaño por una mayoría de sólo ochocientos votos.

– Que aumenté a mil doscientos la última vez -replicó Eve-. Le dije desde el primer momento que cuesta años construir la clase de mayoría que a usted le obsesiona. Si me concede la oportunidad de…

– ¿La oportunidad de qué? -preguntó el coronel Woodward-. No se referirá a la oportunidad de conservar su escaño, ¿verdad?

– A eso me refería. Si ahora dimito tendrá una elección complementaria entre manos. Con el clima actual, ¿cuál cree que será el resultado de la elección?

– Y si no renuncia, si permitimos que se presente otra vez al Parlamento después del asunto de este Luxford, los laboristas también ganarán. Porque pese a lo que piense sobre su capacidad de lograr la absolución del electorado, es improbable que ningún votante, señorita Bowen, olvide el abismo existente entre cómo se ha autorretratado y lo que es en realidad. Y aunque los votantes fueran tan olvidadizos, la oposición se alegrará de airear todos los detalles insalubres de su pasado si se presenta como nuestra candidata en las próximas elecciones.

Las palabras «detalles insalubres» parecieron reverberar en las paredes de la sala. Eve vio que los miembros de la ejecutiva miraban sus cuadernos amarillos, sus lápices y sus tazas de café. La incomodidad les sacudía como olas casi visibles. Ninguno quería que la reunión se convirtiera en una pelea de gallos, pero si esperaban que se doblegara a su voluntad colectiva, tendrían que expresarlo con toda claridad. No ofrecería su dimisión al instante, dejando el escaño en manos de la oposición.

– Coronel Woodward -dijo con calma-, todos llevamos los intereses del partido en el corazón. Al menos, eso supongo. ¿Qué quiere que haga?

El hombre la miró con suspicacia. Era la segunda frase de Eve que le sacaba de casillas.

– La desapruebo, señorita -contestó-. Desapruebo quién es, lo que hizo y cómo intentó ocultarlo. Pero el partido es más importante que mi desaprobación.

Eve comprendió que él necesitaba castigarla. Necesitaba hacerlo en un foro tan público como le permitiera la situación y su mutuo interés en paliar los daños. Eve sintió que la sangre palpitaba airada en sus venas, pero permaneció inmóvil en la silla.

– Estoy completamente de acuerdo con la importancia del partido, coronel Woodward -dijo-. ¿Qué quiere que haga? -repitió.

– Sólo tenemos una alternativa. Permanecerá en su escaño hasta que el primer ministro convoque elecciones generales.

– ¿Y después?

– Después habremos acabado con usted. No volverá a pisar el Parlamento. Renunciará en favor de la persona que elijamos para presentarse.

Eve paseó la mirada alrededor de la mesa. Comprendió que aquel plan era un compromiso, el desdichado matrimonio entre exigir su inmediata renuncia y permitirle continuar en su puesto de manera indefinida. Le permitía ganar tanto tiempo como el primer ministro pudiera estirar antes de que los vientos del cambio político que se estaba gestando desde hacía meses le obligaran a convocar elecciones generales. Cuando las elecciones tuvieran lugar, su carrera política habría terminado. Ya había terminado en aquel momento, pensó. Conservaría su escaño en la Cámara de los Comunes durante un tiempo, pero todos los presentes en la sala de reuniones sabían quién de entre ellos detentaría el auténtico poder.

– Siempre le he caído mal, ¿verdad? -preguntó al coronel Woodward.

– Y con buenos motivos -replicó éste.

26

Barbara Havers presintió que se estaba acercando a la verdad en cuanto localizó Stanton St. Bernard. El pueblo era una colección de granjas, establos y casas alineadas a lo largo de cinco sendas y caminos rurales que se cruzaban. Albergaba una fuente, un pozo, una oficina de correos diminuta como una ratonera y la modesta iglesia que había patrocinado la feria, cuyo puesto de artículos donados había contenido la bolsa de trapos donde habían encontrado el uniforme escolar de Charlotte Bowen. Pero no era la presencia de la iglesia lo que estimulaba el interés de Barbara, sino el emplazamiento del pueblo. Apenas a un kilómetro y medio hacia el sur, el canal de Kennet y Avon discurría entre campos plantados con heno y maíz, y rodaba tranquilamente hacia Allington, a poco más de tres kilómetros en dirección oeste. Barbara efectuó un breve circuito del pueblo para asegurarse de aquellos detalles, antes de encaminarse hacia la iglesia. Cuando aparcó el Mini y salió para respirar el aire, impregnado de olor a estiércol, estaba segura de seguir la ruta recorrida por el asesino.

Encontró al vicario y su mujer en el jardín de una casa de ventanas estrechas, identificada por un letrero que rezaba «Rectoría». Los dos estaban arrodillados ante un exuberante macizo de flores, y Barbara pensó por un momento que estaban rezando. Esperó ante la cancela, lo cual le pareció una distancia bastante respetuosa, pero después oyó sus voces.

– Si el tiempo colabora, querida, los ranúnculos nos depararán un espléndido espectáculo -dijo el vicario.

– Pero los ornitógalos ya han dado lo mejor de sí -replicó su mujer-. Has de arrancarlos. El té de la Liga Femenina se nos echa encima, y quiero tener el jardín impecable, cariñín.

Al oír aquella conversación tan poco teológica, Barbara dijo «hola» y abrió la cancela. El vicario y su mujer se volvieron. Estaban arrodillados sobre una alfombrilla de coche a cuadros. Cuando Barbara se acercó, observó que el vicario tenía un agujero en el tobillo de uno de sus calcetines negros.

Al parecer, se estaban preparando para trabajar. Habían desplegado a sus pies una selección de inmaculados útiles de jardinería. Las herramientas estaban colocadas sobre un cuadrado de papel de envolver. En el papel había dibujado lo que parecía un plano general del jardín. Estaba manchado y cubierto de anotaciones. Por lo visto, el vicario y su mujer cuidaban de la tierra con la pasión de unos fanáticos.

Barbara se presentó y exhibió su identificación. El vicario se sacudió las manos y se puso en pie. Ayudó a su mujer a levantarse, y mientras ella se atildaba desde la falda de dril hasta su cabello cano, se presentó como el reverendo Matheson a su mujer como «mi novia Rose».

Su mujer rió con timidez cogió el brazo de su marido. Bajó la mano hasta que sus dedos se entrelazaron.

– ¿En qué podemos ayudarla, querida? -preguntó el vicario.

Barbara les dijo que estaba allí para hablar sobre la reciente feria parroquial Rose sugirió que charlaran mientras ella y el vicario trabajaban en el jardín.

– Ya es bastante difícil arrancar una hora al señor Matheson para que cuide de nuestras plantas -confió-, sobre todo porque haría casi cualquier cosa por evitar acercarse a los macizos de flores. Ahora que le tengo aquí, no pienso soltarle.

Matheson compuso una expresión de pesadumbre.

– Soy un manazas, Rose. Dios no consideró oportuno que la botánica fuera uno de mis talentos, como bien sabes.

– Pues sí -admitió Rose.

– Me encantaría echar una manita mientras hablamos -dijo Barbara.

La sugerencia pareció deleitar a Rosa.

– ¿De veras?

Volvió a arrodillarse sobre la alfombrilla. Barbara pensó que iba a dar las gracias al Señor por enviarle una colaboradora. En cambio, seleccionó un rastrillo de mano de entre los útiles y se lo entregó.

– Primero trabajaremos la tierra. Primero destripar, después fertilizar. Así conseguimos que crezcan cosas.

– De acuerdo -contestó Barbara. No tuvo ánimos para reconocer que sus manos eran aún peores que las del señor Matheson. Sin duda las puertas del paraíso estaban adornadas con los cientos de plantas que les había enviado a lo largo de los años.

El señor Matheson se reunió con ellas en la alfombrilla. Empezó a arrancar los ornitógalos y tiró sus restos sobre el césped. Mientras trabajaban, uno a cada lado de Barbara, la pareja charló amigablemente sobre la feria. Era un acontecimiento anual (el acontecimiento anual, a juzgar por su entusiasmo) y la aprovechaban para recaudar fondos para sustituir los ventanales de la iglesia.

– Queremos volver a las vidrieras -explicó el señor Matheson-. Algunos feligreses me acusan de pomposidad por culpa de esas ventanas…

– Te acusan de papismo -dijo Rose con una alegre carcajada. El señor Matheson tiró un tallo de ornitogalo por encima del hombro, desechando la acusación.

– Pero cuando las ventanas estén colocadas pensarán de forma diferente, ya lo verás. Todo consiste en acostumbrarse. Cuando nuestros Tomases dudosos se acostumbren a la manera en que cambia la luz, a la manera en que la contemplación y la devoción se alteran con una luz más mitigada… una luz como nadie habrá visto, a menos, por supuesto, que haya estado en Chartres o en Notre-Dame…

– Claro, cariñín -dijo Rose.

Sus palabras consiguieron que el vicario girara en redondo. Parpadeó y lanzó una risita.

– Tengo razón, ¿no?

– Es bonito sentir amor por algo -comentó Barbara. Rose estaba arrancando ranúnculos.

– Ya lo creo -dijo, y tiró de un diente de león muy enraizado-. A veces desearía que los amores del señor Matheson fueran de naturaleza más anglicana. Hace dos semanas, estaba cantando las alabanzas de la fachada oeste de la catedral de Reims en presencia del archidiácono, y pensé que al pobre hombre le iba a dar un ataque. -Ahuecó la voz-. Pero, mi buen Matheson, es un edificio papista. -Rió-. Menuda escena provocó el señor Matheson.

Barbara chasqueó la lengua y volvió al tema de la feria. Explicó que estaba interesada en el puesto de artículos donados. Un artículo de vestir, un uniforme escolar relacionado con una investigación de asesinato, había sido encontrado en una bolsa de trapos procedente de dicho puesto.

El señor Matheson se irguió.

– ¿Una investigación de asesinato? -repitió con incredulidad-. ¿Un uniforme escolar? -dijo, con la misma incredulidad.

– ¿Se han enterado de la niña que encontraron en el canal el domingo por la noche, en Allington?

Pues claro que se habían enterado. ¿Y quién no? Allington estaba a un tiro de piedra, y el prado pertenecía a la parroquia del señor Matheson.

– Exacto -dijo Barbara-. Bien, encontraron el uniforme escolar entre los trapos.

Rose arrancó una planta con aire pensativo, una planta que, en opinión de Barbara, no se diferenciaba demasiado de las otras que crecían a su lado. Frunció el ceño y sacudió la cabeza.

– ¿Está segura de que era su uniforme?

– Llevaba su nombre cosido.

– ¿Todo en una pieza?

Barbara la miró sin comprender, y supuso que se refería al nombre de Charlotte.

– ¿Perdón? -dijo.

¿Estaba el uniforme en una pieza?, quiso saber la señora Matheson. Porque, explicó, los trapos no lo estaban. Los trapos eran, por definición… bueno, trapos. Cualquier prenda que se considerara inaceptable para ser vendida como ropa se cortaba en cuadraditos, se metía en bolsas y se vendía como trapos en el puesto de artículos donados durante la feria. Entre sus trapos no había prendas enteras, dijo la señora Matheson. Antes de la fiesta, ella y su hija (a la que se refirió como la joven señorita Matheson», al estilo de Jane Austen) se habían ocupado de cortar las piezas.

– Para no ofender a ningún feligrés -admitió Rose-. Si supieran que sus vecinos podían llegar a enterarse de la calidad de su donación… Bien, lo más probable sería que no dieran nada, ¿verdad? Por eso lo hacemos nosotras. Siempre lo hemos hecho.

Por ha tanto, concluyó, mientras atacaba un grupo de tréboles con entusiasmo, un uniforme escolar en buen estado no habría pasado por sus manos y terminado entre los trapos. Y si hubiera estado en mal estado, lo habrían cortado en cuadraditos, como el resto de las prendas inadecuadas.

Un interesante giro de los acontecimientos, pensó Barbara. -¿Cuándo fue la feria, exactamente? -preguntó Barbara.

– El sábado pasado -contestó Rose.

– ¿Dónde se celebró?

En los terrenos de la iglesia, le dijeron. Todo lo destinado al puesto de objetos donados había sido guardado en cajas de cartón, en el vestíbulo de la iglesia, durante cuatro semanas. La señora Matheson y su hija (la joven señorita Matheson antes mencionada) se habían ocupado de cortar las prendas cada domingo por la noche, en la cripta de la iglesia.

– Es más fácil hacerlo una vez a la semana que esperar al final para hacerlo todo de golpe -explicó la señora Matheson.

– La organización es la clave del éxito de una feria -explicó el señor Matheson-. Recaudamos trescientas cincuenta y ocho libras y sesenta y cuatro peniques el sábado, ¿verdad, Rose?

– Ya lo creo, pero había demasiada calderilla en las bandejas de recogida, no se ganaron suficientes premios en ese puesto, y la gente se disgustó un poco.

– Tonterías -bufó su marido-. Fue por una buena causa. Cuando estén colocadas las vidrieras la congregación se dara cuenta…

– Lo sabemos, cariñín -dijo la señora Matheson.

Dando por sentado que el uniforme no se encontraba entre las prendas que habían pasado por las manos de la señora Matheson, Barbara preguntó quién tenía acceso a la ropa desechada, una vez seleccionada, cortada y metida en bolsas.

La señora Matheson se internó entre los macizos de flores, en persecución de una planta trepadora moteada de diminutas flores amarillas.

– ¿Acceso a la ropa? Cualquiera, supongo. La guardamos en la cripta, no está cerrada con llave.

– La iglesia tampoco se cierra con llave -añadió el señor Matheson-. No quiero ni oír hablar de ello. Un lugar de culto debería estar a disposición del penitente, el mendigo, el atormentado y el afligido a cualquier hora del día o la noche. Es absurdo esperar que la congregación sienta ganas de rezar según el horario que establezca el vicario, ¿no?

Barbara le dio la razón. Antes de que el vicario pudiera explanarse más sobre su filosofía religiosa (lo cual parecía anhelar, porque había abandonado el ornitógalo y se estaba frotando las manos), Barbara preguntó si habían visto a forasteros en la zona durante los días previos a la fiesta. O la mañana de la feria, añadió.

Los Matheson intercambiaron una mirada y luego negaron con la cabeza. A la feria siempre asistía gente que no conocían, explicó el señor Matheson, puesto que se anunciaba el acontecimiento en todas las aldeas y pueblos cercanos, por no hablar de Marlborough, Wooton Cross y Devizes. Porque ése era uno de los objetivos de la feria, ¿verdad? Además de recaudar fondos, uno siempre confiaba en devolver otra alma al redil del Señor. ¿Qué mejor manera de conseguirlo que alentar a las almas perdidas a mezclarse entre los ya salvados?

Esto se complica, pensó Barbara. Peor aún, dejaba el abanico de posibilidades más abierto aún.

– Por lo tanto -dijo-, cualquiera habría podido meter el uniforme dentro de esas bolsas de trapos. 0 en la cripta, antes de la feria, o durante la misma.

Durante la feria era improbable, dijo la señora Matheson, porque había gente en el puesto, y si un desconocido hubiera abierto las bolsas ella le habría visto.

¿Se ocupaba ella del puesto?, preguntó Barbara.

En efecto, contestó la señora Matheson. Y cuando no estaba, la sustituía la joven señorita Matheson. ¿Deseaba la sargento hablar con la joven señorita Matheson?

Barbara lo deseaba, siempre que no tuviera que repetir «joven señorita Matheson» más de una vez. Pero quería tener una foto de Dennis Luxford en la mano durante la conversación. Si Luxford había viajado a Wiltshire después de su visita del mes anterior al colegio Baverstock, si había merodeado por Stanton St. Barnard la semana pasada, era posible que alguien le hubiera visto. ¿Qué mejor lugar que aquél para empezar a buscar a ese alguien?

Dijo al vicario y su esposa que regresaría con una fotografía para que le echaran un vistazo. También quería que su hija la viera. ¿A qué hora salía del colegio la joven señorita Matheson?

Los Matheson rieron con disimulo. Explicaron que la joven señorita Matheson no iba al colegio, ya no, pero gracias por pensar que aún eran lo bastante jóvenes para tener una hija en edad escolar. No deberían enorgullecerse de su apariencia, pero la sargento no era la primera persona que comentaba el asombroso aspecto juvenil de aquella pareja que había consagrado su vida a Dios. La verdad era que cuando uno dedicaba la vida a servir al Señor, se respiraba aire puro…

– Muy cierto -cortó Barbara-. ¿Dónde puedo encontrarla?

En el Barclay's de Wootton Cross, dijo Rose. Si la sargento quería que la joven señorita Matheson echara un vistazo a la foto antes de que finalizara su jornada laboral, podía ir al banco.

– Pregunte por la señorita Matheson, en Cuentas Nuevas -dijo con orgullo la señora Matheson-. Es un trabajo muy bueno.

– Hasta tiene su propio escritorio -se apresuró a añadir el vicario.

Winston Nkata cogió la llamada de la sargento Havers, de manera que Lynley sólo oyó una parte de la conversacion.

– De acuerdo… Una maniobra brillante, sargento… ¿Que estuvo en Baverstock cuándo? Oh, fantástico, eso… ¿Qué se sabe de los amarraderos?

Cuando la conversación terminó, Nkata informó a Lynley.

– Necesita que le envíen una foto de Luxford por fax al DIC de Amesford. Dice que le ha pasado un nudo alrededor del cuello y lo está apretando con fuerza.

Lynley giró el coche a la izquierda a la primera oportunidad, en dirección norte, hacia Highgate y la casa de Luxford.

Mientras conducía, Nkata le puso al corriente de las actividades de la sargento en Wiltshire.

– Es interesante que Luxford no nos hablara de su visita a Wiltshire el mes pasado, ¿no cree? -concluyó.

– Una notable omisión -comentó Lynley.

– Si demostramos que alquiló una barca… cosa que ahora está investigando el cariño de la sargento…

– ¿El cariño de la sargento? -preguntó Lynley.

– El tío con quien está trabajando. ¿No se ha dado cuenta de que se le pone la voz pastosa cada vez que pronuncia su nombre? Lynley se preguntó cómo sonaría una voz así.

– No había caído en la voz pastosa.

– Entonces es que lleva orejeras. Esos dos están acaramelados. Se lo aseguro.

– ¿Una conclusión a la que has llegado por la voz de la sargento?

– Claro. Es natural. Ya sabe lo que pasa cuando se trabaja codo a codo con alguien.

– No estoy muy seguro. Tú y yo llevamos juntos varios días, pero no siento ningún deseo en particular hacia ti.

Nkata rió.

– Tiempo al tiempo.

En Highgate, Millfield Lane se había convertido en un campamento de excursionistas. Estaban congregados ante la casa de Luxford como una horda de malos recuerdos Irreprimibles, acompañados de furgonetas, cámaras filmadoras, hineras de focos y tres perros de vecindario que se disputaban los restos de comida abandonadas por los periodistas. En la acera opuesta, peatones, vecinos y diversos mirones formaban un nutrido grupo al este de los estanques de Highgate. Cuando Bentley de Lynley se abrio paso entre la muchedumbre que esperaba al pie del camino particular de Luxford, tres ciclistas y dos patinadores se detuvieron y engrosaron la confusión.

Un policía apostado al pie del camino había logrado hasta el momento mantener a raya a la prensa, pero cuando el agente apartó la valla, un reportero pasó corriendo a su lado, seguido por dos fotógrafos, en dirección a la villa.

– ¿Quiere que le ponga el collar a esa carnada? – preguntó Nkata, con la mano sobre la manecilla de la puerta.

Lynley vio que los periodistas se precipitaban en dirección al pórtico. Uno de los fotógrafos empezó a tomar imágenes del jardín.

– No van a sacar nada en limpio -dijo-. Ya puedes apostar a que Luxford no abrirá la puerta.

– Una dosis de su propia medicina, con esa banda de tiburones.

– Ironías de la vida -reconoció Lynley-, si te interesa esa clase de cosas.

Frenó detrás del Mercedes. Cuando llamó a la puerta, un agente abrió.

– ¡Señor Luxford! -gritó un reportero que se había adelantado a Lynley-. ¿Quiere responder a algunas preguntas del Sun? ¿Cuál ha sido la reacción de su mujer a la noticia de…?

Lynley agarró al hombre por el cuello de la camisa y lo arrojó hacia Nkata, que pareció muy complacido cuando empujó al reportero hacia la calle. Entraron en la casa, acompañados por gritos de «maldita brutalidad policial».

– ¿Recibió nuestro mensaje? -preguntó el agente con tirantez.

– ¿Qué mensaje? -preguntó Lynley-. Estábamos en el coche. Winston hablaba por teléfono.

– Los acontecimientos se precipitan -dijo en voz baja el agente-. Ha habido otra llamada.

– ¿Del secuestrador? ¿Cuándo?

– Hace cinco minutos.

El agente les condujo al salón.

Las cortinas estaban corridas para impedir que asediaran a los Luxford con teleobjetivos. Las ventanas estaban cerradas para mantenerles a salvo de oídos curiosos. El resultado era una atmósfera opresiva y tenebrosa que, a pesar de las lámparas de mesa encendidas, resultaba sepulcral. Reinaba un silencio sobrenatural.

Restos de comida sin consumir se veían sobre mesitas auxiliares, otomanas y asientos de sillas. Tazas de té y ceniceros rebosantes de colillas ocupaban la superficie de un piano, sobre el cual descansaba un ejemplar desdoblado del Source del día, algunas de cuyas páginas habían caído al suelo.

Dennis Luxford estaba sentado, con la cabeza entre las manos, en un sillón al lado del teléfono. Cuando el policía se acercó a él, alzó la cabeza. Al mismo tiempo, el inspector John Stewart (un colega de Lynley que trabajaba en su misma división, y el hombre más indicado para trabajos que exigieran una atención meticulosa a los detalles) entró en el salón desde el lado contrario. Llevaba unos auriculares alrededor del cuello, delgado como una zanahoria, y hablaba por un teléfono inalámbrico. Saludó con la cabeza a Lynley.

– Sí… -dijo por teléfono-. Sí… Joder. La próxima vez, nos esforzaremos más… De acuerdo. -Cortó la comunicación-. Nada, señor Luxford -dijo al periodista-. Usted hizo lo que pudo, pero no hubo bastante tiempo. ¿Te lo han dicho? -preguntó a Lynley.

– Ahora mismo. ¿Qué quería?

– Lo hemos grabado.

Guió a Lynley hasta la cocina. En la isla central entre una encimera y una cocina de acero inoxidable habían montado un sistema de grabación. Consistía en una grabadora, media docena de bobinas, auriculares, un cordón eléctrico y cables que parecían correr por todas partes.

El inspector Stewart rebobinó la cinta y la reprodujo. Dos voces hablaron, ambas masculinas, y una era la de Luxford. La otra sonaba como si el que había llamado hubiera hablado desde la garganta, con los dientes apretados. Era una manera eficaz de distorsionar y disimular la voz.

El mensaje era breve, demasiado breve para localizar el origen de la llamada.

«¿ Luxford?»

«Dónde está mi hijo? ¿Dónde está Leo? Déjeme hablar con él.»

«Te has equivocado, mamón.»

«¿En qué me he equivocado? ¿De qué está hablando? Por el amor de Dios…»

«Cierra el pico y escúchame bien. Quiero la verdad. La historia. El chico morirá si no cuentas la verdad.»

«¡La he escrito! ¿No ha visto el periódico? ¡Sale en primera página! Hice lo que me pidió, al pie de la letra. Devuélvame a mi hijo o…»

«Lo escribiste mal, mamón. No creas que no lo sé. Hazlo mañana, o Leo morirá. Igual que Lottie. ¿Comprendido? Mañana, o morirá.»

«Pero ¿qué…?»

La cinta terminaba cuando el teléfono enmudecía.

– Eso es todo -dijo Stewart-. No hubo tiempo para localizarla.

– ¿Qué harán ahora, inspector?

Lynley se volvió hacia la voz. Luxford estaba en la puerta de la cocina. Iba sin afeitar, daba la impresión de que no se había lavado y llevaba la misma ropa del día anterior. Los puños y el cuello abierto de la camisa blanca estaban sucios de sudor.

– Se equivocó -dijo Lynley-. ¿Qué significa eso?

– No lo sé -contestó Luxford-. Pongo a Dios por testigo de que no lo sé. Hice lo que me dijo, al pie de la letra. No sé qué más podría haber hecho. Tenga.

Tendió a Lynley un ejemplar del Source. Parpadeó varias veces, con los ojos hinchados e inyectados en sangre.

Lynley examinó el periódico con más atención que el día anterior. Los titulares y la fotografía complementaria tendrían que haber bastado para satisfacer al secuestrador. Apenas exigían al lector que leyera el artículo que ilustraban. Cualquiera que supiera leer como un niño de siete años sería capaz de comprender la prosa que Luxford había utilizado para escribir el artículo, al menos la primera página. Lynley la leyó por encima, y observó que ya el primer párrafo contenía las respuestas pertinentes a quién, dónde, cuándo, por qué y cómo. Leer la primera página le bastó.

– Escribí todo cuanto pude recordar -dijo Luxford-. Puede que me haya equivocado en algún detalle. Puede que me haya dejado algo… Bien sabe Dios que no recuerdo el número de la habitación del hotel. Todo lo que pude recordar está en ese artículo.

– No obstante, se equivocó. ¿Qué querría decir?

– No lo sé, ya se lo he dicho.

– ¿Reconoció la voz?

– ¿Quién coño habría reconocido esa jodida voz? Sonaba como si hablara con una patata en la boca.

Lynley miró hacia la sala de estar.

– ¿Dónde está su mujer, señor Luxford?

– Arriba. Acostada.

– Se puso nerviosa hace una hora -explicó Stewart-. Tomó una píldora y se acostó.

Lynley movió la cabeza en dirección a Nkata.

– ¿Está arriba, señor Luxford? -preguntó el agente. Luxford comprendió la intención que encerraba la pregunta, a juzgar por su reacción.

– ¿Es que no pueden dejarla en paz? -exclamó-. ¿Es preciso que se entere de esto ahora? Si se ha dormido por fin…

– Puede que no esté dormida -indicó Lynley-. ¿Qué clase de píldora ha tornado?

– Un tranquilizante.

– ¿De qué tipo?

– No lo sé. ¿Por qué? ¿Por qué me lo pregunta? Escuche, por Dios, no le cuente lo que ha pasado.

– Es posible que ya lo sepa.

– ¿Ya? ¿Cómo? -Entonces Luxford aparentó comprenderlo-. No seguirá pensando que Fiona está relacionada con esto. La vio ayer. Vio en qué estado se encontraba. No es una actriz.

– Ve a ver -dijo Lynley a Nkata, que se alejó hacia la escalera-. Necesito una foto de usted, señor Luxford, y también una de su mujer.

– ¿Para qué?

– Para mi colega de Wiltshire. No dijo que había estado en Wiltshire recientemente.

– ¿Cuándo coño estuve en Wiltshire?

– ¿Baverstock refresca su memoria?

– ¿Baverstock? ¿Se refiere a cuando fui al colegio? ¿Por qué tendría que haberle hablado de mi visita a Baverstock? No tiene nada que ver con lo sucedido. Fui para matricular a Leo.

Lynley tuvo la sensación de que Luxford intentaba adivinar si le consideraba culpable o inocente. Al parecer, lo consiguió, porque se apresuró a continuar.

Jesús, ¿qué está pasando? ¿Cómo puede estar ahí parado, mirándome como a la espera de que mi piel empiece a burbujear? Va a matar a mi hijo. Lo ha oído, ¿no? Le matará mañana si no hago lo que quiere. ¿Qué coño hace, perdiendo el tiempo interrogando a mi mujer, cuando podría ir haciendo algo, lo que fuera, por salvar la vida de mi hijo? Le juro por Dios que si algo le pasa a Leo… -Su respiración era entrecortada-. Dios. No sé qué hacer.

Stewart sí. Abrió un aparador, cogió una botella de jerez y le sirvió medio vaso.

– Beba esto -dijo a Luxford.

Mientras éste lo hacía, Nkata volvió con la mujer del periodista.

Si Lynley había pensado que Fiona Luxford estaba implicada en la muerte de Charlotte Bowen y en el posterior secuestro de su hijo, si había pensado que la mujer había efectuado la llamada reciente desde un teléfono inalámbrico, oculta en algún rincón de la casa, la apariencia de la mujer bastó para desterrar aquellas sospechas. Llevaba el cabello aplastado, tenía la cara hinchada y los labios agrietados. Llevaba una camisa arrugada demasiado holgada y pantalones pitillo. La pechera de la camisa estaba manchada, como si hubiera vomitado encima. De hecho, olía a vómito, y ceñía una manta alrededor de sus hombros, más para protegerse que para calentarse. Cuando vio a Lynley, caminó más despacio. Entonces vio a su marido, y pareció leer el desastre en su cara. Su rostro se descompuso.

– No -dijo-. No lo está.

Su voz se alzó en un arrebato de miedo.

Luxford la estrechó entre sus brazos. Stewart sirvió más jerez. Lynley les condujo a todos hasta el salón.

Luxford ayudó a su mujer a sentarse en el sofá. Fiona temblaba como una posesa, y él ajustó la manta alrededor de su cuerpo, al tiempo que rodeaba su espalda con el brazo.

– Leo no está muerto -dijo-. No está muerto. ¿De acuerdo?

Ella se apoyó contra su pecho, como falta de fuerzas. Pellizcó su camisa.

– Estará asustado -dijo-. Sólo tiene ocho…

Cerró los ojos con fuerza.

Luxford apretó su cabeza contra el pecho.

– Le encontraremos -dijo-. Le recuperaremos.

La mirada que dirigió a Lynley formuló una muda pregunta: ¿cómo puede creer que esta mujer ha maquinado el secuestro de su propio hijo?

Lynley se vio obligado a admitir que su culpabilidad era improbable. Todo el comportamiento de Fiona, desde que la había visto por primera vez el día anterior, estrujando la gorra de su hijo, había sido coherente con el sufrimiento de una madre. Se necesitaría algo más que una actriz excelente para fingir aquella angustia exacerbada. Sería necesario una psicópata, y su intuición le decía que la madre de Leo Luxford no lo era. Sólo era su madre.

Sin embargo, aquella conclusión no exoneraba a Dennis Luxford. Persistía el hecho de que en el registro del Porsche se habían hallado las gafas y algunos cabellos de Charlotte. Si bien podían haberlos introducido en el vehículo para que las sospechas recayeran sobre él, Lynley aún no descartaba al periodista como sospechoso. Le examinó con atención.

– Debemos repasar el artículo del periódico, señor Luxford. Si se equivocó, debemos saber por qué.

Tuvo la impresión de que Luxford se disponía a protestar, a aducir que más le valdría dedicar su tiempo y sus energías a peinar las calles en busca de su hijo, en lugar de peinar las palabras impresas, a la caza de un error que pudiera corregirse y así aplacar al homicida.

– La investigación está avanzando en Wiltshire -dijo Lynley en respuesta a la protesta no verbalizada-. También en Londres hemos hecho progresos.

– ¿Qué clase de progresos?

– Entre otras cosas, una identificación positiva de las gafas que encontramos. Cabellos de la niña también. Encontrados en mismo sitio.

No añadió el resto. El señor Luxford estaba en la cuerda floja, y debía colaborar lo máximo posible.

Luxford comprendió el mensaje. No era idiota.

– No sé qué más podría haber escrito -dijo-. No sé si vale la pena seguir en esa dirección.

Sus dudas no carecían de fundamento.

– Puede que ocurriera algo durante aquella semana que Eve Bowen y usted pasaron juntos en Blackpool -dijo Lynley-, algo que haya olvidado. Un comentario casual, una metedura de pata, una cita o un encargo que suspendió o pasó por alto, podría ser la clave para descubrir quién está detrás de lo sucedido a Charlotte y su hijo. Si recuerda lo que se ha dejado en el tintero, puede que descubramos una relación con alguien, una relación que en este momento no consigue establecer.

– Para esto necesitamos a Eve -dijo Luxford. Su mujer levantó la cabeza-. No hay más remedio, Fi. He escrito todo lo que recordaba. Si me he dejado algo, ella es la única capaz de decírmelo. He de verla.

Fiona volvió la cabeza con los ojos nublados.

– Sí -dijo, pero la palabra había nacido muerta.

– Aquí no -dijo Luxford a Lynley-. Con esos buitres afuera, no. Se lo ruego.

Lynley entregó sus llaves a Nkata.

– Ve a buscar a la señora Bowen. Llévala al Yard. Nos encontraremos allí.

Nkata se fue. Lynley estudió a Fiona Luxford.

– Ha de armarse de valor para las siguientes horas, señora Luxford -dijo-. El inspector Stewart se quedará aquí. Los agentes también. Si el secuestrador telefonea, intente prolongar la conversación para que podamos localizar la llamada. Puede que sea un asesino, pero si su hijo es la única carta que le queda, no le hará daño mientras exista la posibilidad de obtener lo que desea. ¿Me ha comprendido?

La mujer asintió, pero no se movió. Luxford acarició su cabello y pronunció su nombre. Fiona se irguió, con la manta apretada contra el pecho, volvio a asentir. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero las contuvo.

– Necesitaré tu coche, John -dijo Lynley al otro inspector. Stewart le lanzó las llaves.

– Atropella a algunos de esos cerdos cuando te marches -dijo.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Luxford a su mujer.

– ¿Quieres que telefonee a alguien para que se quede contigo?

– Vete -contestó ella, y dejó claro que su mente estaba lúcida, al menos sobre un punto-. Leo es lo único que importa.

27

Lynley sabía que obtendría pocos beneficios de reunir a Dennis Luxford y Eve Bowen en una sala de interrogatorios. Podrían haber quedado desconcertados por la presencia de una grabadora, la ausencia de ventanas y un sistema de iluminación pensado para hacer palidecer la tez y crispar los nervios. En aquel momento, resquebrajar la serenidad no era tan importante como lograr su colaboración. En consecuencia, condujo a Luxford directamente a su despacho, y esperó a que Nkata regresara con la diputada por Marylebone.

Dorothea Harriman tendió un montón de mensajes en dirección a Lynley cuando pasaron junto a su escritorio.

– S07 informa sobre el edificio abandonado de George Street -dijo-. SO4 sobre las huellas dactilares de Jack Beard. Wigmore Street sobre los agentes especiales. Dos reporteros, uno del Source y otro del Mirror…,

– ¿Cómo han conseguido mi nombre?

Siempre hay alguien dispuesto a irse de la lengua, inspector. Piense en la familia real.

– Si son ellos mismos los que se van de la lengua señaló Lynley.

– Los tiempos han cambiado. -Harriman volvió a referirse a los mensajes-. Sir David, dos veces. Su hermano, una. Dice que no le telefonee. Era para informar de que había solucionado el problema de la lechería de Trefalwyn. ¿Significa algo eso? -No esperó respuesta-. Su sastre, una vez. El señor St. James, tres veces. Dice que le telefonee lo antes posible, por cierto. Sir David quiere que le presente su informe ya.

– Sir David siempre quiere el informe va.

Lynley cogió los mensajes y los guardó en el bolsillo de la chaqueta.

– Por aquí -dijo a Luxford, e hizo sentar al periodista en su despacho.

Telefoneó a SO4 y S07 para saber lo que habían averiguado sobre Jack Beard y sobre el edificio abandonado. La información era completa, pero no del todo útil. La Oficina de Huellas Dactilares había confirmado los antecedentes penales de Jack Beard, pero sus huellas no coincidían con las que habían encontrado. Habían examinado la alfombra del edificio abandonado, y tardarían una semana en analizar todo lo que habían encontrado en ella: cabellos, semen, sangre, orina y suficientes restos de comida para alimentar a una bandada de palomas durante horas.

Cuando Nkata llegó con Eve Bowen, Lynley le entregó el resto de los mensajes, junto con la fotografía de Dennis Luxford que el director del Source le había proporcionado. Cuando Nkata salió a toda prisa para enviar la foto de Luxford a Wiltshire, contestar los mensajes y redactar un informe que aplacara al subcomisionado por el resto del día, Lynley cerró la puerta y se volvió hacia Eve Bowen y el hombre que había engendrado a su hija.

– ¿Es esto necesario, inspector Lynley? -preguntó la diputada-. ¿Tiene idea de cuántos fotógrafos estaban esperando inmortalizar el momento en que su agente fue en mi busca?

– Habríamos ido a su oficina -contestó Lynley-, pero dudo que usted lo hubiera agradecido. Los mismos fotógrafos que la sorprendieron cuando salían con el agente Nkata se habrían frotado las manos de satisfacción si hubieran inmortalizado la aparición del señor Luxford en su puerta.

La mujer no había dado muestras de fijarse en la presencia de Luxford. Tampoco lo hizo ahora. Se limitó a caminar hacia una de las sillas instaladas ante el escritorio de Lynley sentarse en su borde, con la espalda tiesa como un palo. Vestía un traje cruzado, con seis botones dorados. Sin duda era una indumentaria de político, pero parecía impropiamente arrugado, y una carrera en sus medias negras, que se iniciaba en el tobillo, amenazaba con ascender por el resto de la pierna.

– He dimitido de mi cargo en el Ministerio del Interior -dijo con voz serena a Luxford, pero sin mirar en su dirección-. Y estoy acabada en Marylebone. ¿Estás satisfecho?

– Evelyn, esto nunca…

– He perdido casi todo -le interrumpió ella-, pero aún hay esperanza, según el ministro del Interior. Dentro de veinte años, si conservo la nariz limpia, podría convertirme en John Profumo. Admirada, aunque no respetada ni temida. ¿No crees que la perspectiva es deseable? -Lanzó una falsa carcajada.

– Yo no estuve implicado -dijo Luxford-. Después de todo lo sucedido, ¿cómo puedes pensar que yo estaba detrás de este horror?

– Porque las piezas encajan a la perfección: una, dos, tres, cuatro. Charlotte fue secuestrada, hubo amenazas, me negué a capitular, Charlotte murió. Lo cual concentró la atención en mí, como tú querías, y preparó el camino para la pieza número cinco.

– ¿Cuál es? -preguntó Luxford.

– La desaparición de tu hijo y la posterior necesidad de arruinarme. -Le miró por fin-. Dime, Dennis, ¿cómo va la tirada del periódico? ¿Has conseguido dejar atrás al Sun?

Luxford apartó la vista.

– Santo Dios -dijo.

Lynley se sentó detrás de su mesa y miró a los dos. Luxford derrumbado en una silla, sin afeitar, con el cabello sucio y despeinado, la piel macilenta. Bowen mantenía su postura inconmovible, la cara como una máscara pintada. Lynley se preguntó qué haría falta para lograr su colaboración.

– Señora Bowen -dijo-, una niña ha muerto ya. Un niño puede morir si no actuamos con rapidez.

Cogió el ejemplar del Source que había traído de casa de Luxford y lo dejó sobre el escritorio. Eve Bowen le lanzó una mirada desdeñosa.

– Debemos hablar de esto -siguió Lynley-. En el artículo hay algo incorrecto, o falta algo. Debemos saber qué es, y para ello necesitamos su ayuda.

– ¿Por qué? El señor Luxford necesita una continuación para mañana? ¿No es capaz de estrujar su imaginación? Hasta el momento lo está haciendo muy bien.

– ¿Ha leído este artículo?

– No me revuelco en el fango.

– Entonces tendré que pedirle que lo lea.

– ¿Y si me niego?

– No creo que su conciencia pueda soportar el peso de la muerte de un niño de ocho años. Sobre todo, a continuación del asesinato de Charlotte. Sobre todo, si puede hacer algo por impedirlo. Pero esa muerte ocurrirá, no lo dude, si no nos ponemos en acción ahora mismo. Por favor, lea el artículo.

– No me tome por idiota. El señor Luxford ya tiene lo que quiere. Ha publicado su articulito en primera página. Me ha destruido. Puede utilizar mis restos durante días y escribir artículos complementarios. No me cabe duda de que lo hará. Lo que no hará será asesinar a su propio hijo.

Luxford se precipitó impulsivamente y cogió el periódico.

– ¡Léelo! -rugió-. Lee el jodido artículo. Cree lo que te dé la gana, piensa lo que quieras, pero lee el puto artículo o…

– ¿Qué? ¿Me matarás a mí también? ¿Serás capaz de no delegar en otro? ¿Podrás clavarme el cuchillo? ¿Podrás apretar el gatillo? ¿O encargarás el trabajito a uno de tus secuaces?

Luxford arrojó el periódico sobre su regazo.

– Distorsiona la realidad todo lo que quieras. Estoy intentando hacerte ver la realidad. Lee el artículo, Evelyn. No quisiste actuar para salvar a nuestra hija, y no puedo cambiar ese hecho, pero…

– ¿Cómo te atreves a llamarla nuestra hija? ¿Cómo te atreves a insinuar que yo…?

– Pero si… -Luxford alzó más la voz- si crees que voy a sentarme a esperar que mi hijo se convierta en la segunda víctima de un psicópata, te equivocas de medio a medio. Lee el puto artículo. Léelo ya, con atención, y dime en qué me he equivocado, para que pueda salvar la vida de Leo. Porque si Leo muere… -La voz de Luxford se quebró. Se puso en pie y caminó hacia la ventana-. Tienes motivos para odiarme -dijo al cristal-, pero no te vengues en mi hijo.

Eve Bowen le miró como un entomólogo que estudia un espécimen del cual espera obtener algún dato empírico. Una carrera basada en desconfiar de todos, en confiar sólo en su criterio y en tener el ojo avizor a posibles puñaladas por la espalda no la habían preparado para aceptar la credibilidad de nadie. La suspicacia inherente a la vida política la había conducido a su presente estado, y había tomado como rehén no sólo a su cargo político, sino a la vida de su hija. Lynley comprendió con claridad que aquella misma suspicacia, combinada con su animosidad hacia el hombre que la había dejado embarazada, le impedía ayudarles.

No podía aceptarlo.

– Señora Bowen -dijo-, hoy hemos tenido noticias del secuestrador. Ha dicho que matará al niño si el señor Luxford no corrige los errores del artículo. Bien, no es necesario que crea en la palabra del señor Luxford, pero voy a pedirle que crea en la mía. Oí la grabación de la llamada telefónica. La grabó uno de mis colegas, que estaba en la casa cuando se produjo la llamada.

– Eso no significa nada -replicó Eve Bowen, pero con menos seguridad que antes.

– Es cierto. Hay docenas de maneras inteligentes de falsear una llamada telefónica, pero si asumimos de momento que la llamada era auténtica, ¿quiere que pese una segunda muerte sobre su alma?

– La primera no pesa sobre mi alma. Hice lo que debía hacer. Hice lo correcto. No soy responsable. El… -Levantó la mano para señalar a Luxford. Por primera vez, su mano tembló levemente. Se dio cuenta y la dejó caer sobre el regazo, donde estaba el periódico-. El… Yo no. -Tragó saliva, fijó la vista en la nada-. Yo no -dijo por fin.

Lynley esperó. Luxford se volvió y quiso decir algo, pero Lynley le dirigió una mirada y negó con la cabeza. En el exterior, Lynley oyó sonar teléfonos y la voz de Dorothea Harriman. En el despacho, contuvo el aliento y pensó: «Vamos, vamos. Maldita seas, mujer. Vamos.»

Eve Bowen arrugó los extremos del periódico. Se caló las gafas con más firmeza y empezó a leer.

El teléfono sonó. Lynley lo descolgó con brusquedad. Era la secretaria de sir David Hillier. ¿Cuándo recibiría el subcomisionado un informe actualizado de su subordinado? «Cuando esté escrito», fue la respuesta de Lynley, y colgó.

Eve Bowen pasó a la página interior donde continuaba el artículo. Luxford se quedó donde estaba. Cuando la mujer terminó de leer, permaneció un momento con la mano sobre el periódico y la cabeza lo bastante alzada para que su mirada se posara sobre el borde de la mesa de Lynley.

– Dijo que me equivoqué -musitó Luxford-. Dijo que si mañana no lo rectificaba, mataría a Leo. No sé qué cambiar.

– Nada. -Eve siguió sin mirarle, y su voz sonó apagada-. No te has equivocado.

– ¿Se dejó algo? -preguntó Lynley.

Eve alisó el periódico.

– Habitación 710 -dijo-. Papel pintado amarillo. Una acuarela de Mikonos en la pared, sobre la cama. Un minibar con champán pésimo, de modo que bebimos un poco de whisky y toda la ginebra. -Carraspeó. Siguió mirando el borde del escritorio-. Nos encontramos dos noches para cenar fuera. Una fue en un lugar llamado Le Chateau; la otra en un restaurante italiano, San Filippo. Había un violinista que no dejó de tocar ante nuestra mesa hasta que le diste cinco libras.

Luxford no parecía capaz de apartar la vista de ella. Su expresión daba pena.

– Siempre nos separábamos antes de desayunar -continuó Eve-, porque era más prudente, pero la última mañana no lo hicimos. Todo había terminado, pero quisimos prolongar el momento antes de separarnos. Llamamos al servicio de habitaciones, que se retrasó. El desayuno estaba frío. Tú sacaste la rosa del jarrón y…

Se quitó las gafas y las sostuvo en la mano.

– Lo siento, Evelyn -dijo Luxford.

Ella levantó la cabeza.

– ¿Qué sientes?

– Dijiste que no querías nada de mí. No me dejaste. Lo único que pude hacer fue abrir una cuenta bancaria para ella. Hice un ingreso cada mes, en su cuenta… para que si yo moría… si ella necesitaba algo… -Pareció darse cuenta de lo incongruente y patético de su toma de responsabilidad, comparado con la enormidad de lo sucedido la semana anterior-. No lo sabía. No pensé que…

– ¿Que? -pregunto ella con brusquedad-. ¿Qué no pensaste?

– Que aquella semana había significado más para ti de lo que imaginé en aquel momento.

– No significó nada para mí. No signicaste nada para mi. No significas nada para mí.

– Por supuesto. Lo sé. Por supuesto.

– ¿Algo más? -preguntó Lynley.

Eve devolvió las gafas a su nariz.

– Lo que comí, lo que él comió. Cuántas posturas sexuales probamos. ¿Qué más da? -Arrojó el periódico hacia Lynley-. No hay nada más de aquella semana en Blackpool que pueda interesar a nadie, inspector. Lo más interesante ya ha sido impreso: durante casi una semana, Eve Bowen se folló al director izquierdista de un periodicucho, y pasó los once años siguientes ocultándolo.

Lynley dirigió su atención a Luxford. Pensó en las palabras que había oído en la conversación grabada. No parecía necesario imprimir nada más para arruinar a la diputada. Sólo quedaba una posibilidad, por improbable que se le antojara: la diputada nunca había sido el objetivo del secuestrador.

Empezó a rebuscar entre los expedientes e informes diseminados sobre su mesa. Hacia el fondo de la masa de material, encontró las fotocopias de las dos notas de secuestro iniciales. Los originales todavía obraban en poder de SOL, donde el laboratorio estaba procediendo ala ardua tarea de localizar huellas dactilares en el papel.

Leyó la nota que habían enviado a Luxford, primero para sí y luego en voz alta.

– «Reconoce a tu primogénito en primera plana, Lottie quedará en libertad.»

– La reconocí -dijo Luxford-. Lo confesé. Lo admití qué más puedo hacer?

– Si hizo todo eso y se equivocó, sólo hay una explicación razonable -dijo Lynley-. Charlotte Bowen no era su primogénita.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Luxford.

– Creo que es bastante evidente. Tiene otro hijo, señor Luxford. Y alguien sabe quién es ese niño.

Barbara Havers regresó a Wootton Cross a la hora del té con la fotografía de Dennis Luxford, que Nkata había enviado por fax al DIC de Amesford. Era granulosa (y las fotocopias no mejoraban el granulado), pero tendría que servir.

En Amesford, había hecho lo posible por evitar otro encontronazo con el sargento Reg Stanley. Este se había atrincherado en la sala de incidencias, tras un parapeto de listines telefónicos. Como tenía un auricular apretado contra la oreja y ladraba en él mientras encendía un cigarrillo con el culo de la chica, Barbara había podido dedicarle un saludo con la cabeza, cortés pero carente de sentido, tras lo cual fue en busca del fax de Londres. En cuanto lo encontró y fotocopió, buscó a Robin, que había terminado su circuito de puntos de alquiler de barcas, y parecía decidido a comentar el tema con ella.

– Brillante -le interrumpió-. Buen trabajo, Robin. Ahora, vuelve a ver a los posibles testigos y prueba con esto. Le dio la foto de Dennis Luxford.

Robin la miró.

– ¿Luxford? -preguntó.

– Luxford -contestó Barbara-. Nuestro más firme candidato para enemigo público número uno. Robin estudió la foto un momento.

– De acuerdo -dijo-. Veré si alguien le reconoce en los amarraderos. ¿Qué harás tú?

Le dijo que aún seguía la pista del uniforme escolar de Charlotte Bowen.

– Si Dennis Luxford deslizó ese uniforme en el puesto de Stanton St. Bernard, alguien tuvo que verle. Me encargaré de investigarlo.

Dejó a Robin fortaleciéndose con una taza de té. Subió al Mini y se dirigió al norte. Rodeó la estatua del rey Alfredo que se erguía en el cruce de carreteras de Wooton Cross, y pasó ante la diminuta comisaría donde había conocido a Robin. «¿Fue sólo hace dos noches?», pensó mientras conducía. Encontró el Barclay's Bank en la calle mayor, entre una cacharrería y una pastelería.

En Barclay's tenían una tarde tranquila. No se oía el menor ruido y parecía más una iglesia que un banco. Al fondo, una barandilla señalaba la zona reservada a operaciones importantes. En esa sección había cubículos erigidos ante una hilera de despachos. Cuando Barbara preguntó por la «señorita Matheson, Cuentas Nuevas», una pelirroja de dientes estropeados la dirigió hacia el cubículo más próximo al despacho con el letrero «Director». Tal vez se debía a aquella cercanía a la grandeza, pensó Barbara, que los padres de la «joven señorita Matheson» se sintieran tan orgullosos del empleo de su hija.

La señorita Matheson estaba sentada ante su mesa, con la espalda vuelta hacia Barbara y de cara a un ordenador. Estaba introduciendo datos con gran celeridad. Utilizaba una mano para pasar las páginas de donde copiaba los datos y la otra para teclear. Barbara observó que tenía una silla apropiadamente ergodinámica, y su postura era un reconocimiento a los méritos de su profesor de mecanografía. No era una mujer que fuera a padecer de túnel carpiano, tortícolis o curvatura de columna. Al mirarla, Barbara se puso tiesa como un palo, y confió en poder mantener aquella postura durante al menos medio minuto.

– ¿Señorita Matheson? -dijo-. DIC de Scotland Yard. ¿Podemos hablar un momento?

La mujer se giró en su silla y Barbara se quedó sin palabras y su admirable postura se derrumbó como un castillo de naipes. Ella y la «joven señorita Matheson» se miraron. La última dijo «Barbara» mientras ésta decía «Celia», y se preguntó el significado de que siguiendo la pista del uniforme de Charlotte Bowen hubiera llegado hasta la presunta novia de Robin Payne.

Una vez se recobraron de la confusión de encontrarse en aquel lugar, Celia guió a Barbara hasta el comedor de los empleados.

– De todas formas, iba a tomarme un descanso -explicó-. Supongo que no habrá venido para abrir una cuenta, ¿verdad?

El comedor estaba al final de un tramo de escaleras alfombradas en marrón oscuro. Compartía el espacio con una sala de almacenamiento y un lavabo. Contenía dos mesas y el tipo de sillas de plástico nada ergodinámicas que, en un cuarto de hora de descanso, darían al traste con los buenos resultados obtenidos al sentarse en sus antípodas durante el resto del día. Una tetera eléctrica descansaba sobre una encimera naranja de formica, rodeada de tazas y cajas de té. Celia enchufó la tetera.

– ¿Typhoo? -preguntó sin volverse.

Barbara vio la caja de té antes de ponerse en ridículo y contestar «Salud».

– Estupendo -dijo.

Cuando el té estuvo preparado, Celia llevó dos tazas y un sobre de edulcorante artificial a la mesa. Barbara se sirvió el veneno auténtico. Estaban revolviendo y bebiendo como dos púgiles cautelosos, cuando Barbara anunció el motivo de su visita.

Habló a Celia del hallazgo del uniforme escolar de Charlotte Bowen (dónde lo habían encontrado, quién y entre qué), y observó que la expresión de la joven pasaba de cautelosa a sorprendida. Sacó del bolso la foto de Dennis Luxford.

– Nos preguntamos si este tipo le resultaría familiar. ¿Le reconoce de haberle visto en la feria, o cerca de la iglesia antes de la feria?

Le tendió la foto. Celia dejó la taza sobre la mesa y alisó la foto, sujetándola por los bordes. La miró con atención y negó con la cabeza.

– ¿Eso es una cicatriz en la barbilla?

Barbara no se había fijado, pero volvió a mirarla. Celia tenía razón.

– Yo diría que sí.

– Me habría acordado de la cicatriz -dijo Celia-. Nunca olvidó una cara. Siempre gusta a los clientes que te acuerdes de sus nombres. Por lo general utilizo algún truco memorístico para ayudarme. Esa cicatriz lo habría sido.

Barbara no quiso saber lo que Celia había utilizado en su caso, pero decidió someterla a una prueba de memoria. Sacó una foto de Howard Short que había cogido en la oficina del DIC y preguntó si le reconocía.

Esta vez, la respuesta fue positiva e inmediata.

– Vino al puesto de objetos donados -dijo-, pero de todos modos le habría reconocido -añadió, en una exhibición de sinceridad que habría enorgullecido a sus padres-. Es Howard Short. Su abuela asiste a nuestra iglesia.

Tomó un sorbo de té. Barbara observó que bebía en silencio, pese a lo caliente que estaba el té. Una buena educación siempre se nota.

– Es un muchacho muy simpático -comentó Celia, y devolvió la foto a Barbara-. Espero que no se haya metido en problemas.

Barbara pensó que Celia no podía ser mucho mayor que Howard, de modo que referirse a él como un «muchacho muy simpático» parecía un poco condescendiente.

– En este momento parece inocente -dijo-, pero tenía en su poder el uniforme de la niña Bowen.

– ¿Howard? -preguntó con incredulidad Celia-. Oh, es imposible que esté relacionado con su muerte.

– Eso dice él. Dice que el uniforme estaba mezclado con los trapos de una bolsa que compró en su puesto de objetos donados.

Celia confirmó la historia de Howard, y también la de su madre, en el sentido de cómo se convertían las ropas en trapos. Describió a continuación el puesto. Una parte contenía ropas colgadas de perchas, otra albergaba mesas de objetos doblados, otra exhibía una selección de zapatos («Nunca vendemos muchos», admitió), y las bolsas de trapos estaban guardadas en una caja grande, en la esquina más alejada del puesto. No había que vigilarlas porque, al fin y al cabo, sólo eran bolsas de trapos. La iglesia no perdería mucho dinero si robaban una, pero resultaba deprimente pensar que alguien utilizara un acontecimiento bienintencionado como la feria anual de Stanton St. Bernard para deshacerse de algo relacionado con un asesinato.

– ¿Pudo alguien meter el uniforme en una bolsa sin que nadie se diera cuenta? -preguntó Barbara.

Celia tuvo que admitir dicha posibilidad. Improbable, pero posible. A fin de cuentas, el puesto de objetos donados era un elemento popular de la feria anual. La señora Ashley Havercombe, de Wyman Hall, cerca de Bradford-on-Avon, solía donar gran cantidad de prendas personales, y siempre había aglomeraciones para hacerse con ellas durante las primeras horas del día, así que en ese periodo de tiempo… Sí, era posible.

– Pero ¿está segura de que no vio a este hombre?

Celia estaba segura, pero no había estado en el puesto todo el día, de modo que Barbara haría bien en enseñar aquella fotogralía a su madre.

– No tiene tan buena memoria para las caras como yo -dijo Celia-, pero le gusta charlar con la gente, de modo que si estuvo allí, puede que haya intercambiado algunas palabras con él.

Barbara dudaba que Luxford hubiera sido tan imbécil como para meter el uniforme de su hija entre los trapos, y pararse luego a hablar con la esposa del vicario para delatar su presencia.

– Volveré a Stanton St. Bernard desde aquí -dijo.

– ¿No va a ir a Lark's Haven, pues?

Hizo la pregunta de una forma casual, mientras reseguía el adorno de la taza con una uña bien formada. Barbara miró la taza y examinó el adorno: un grueso corazón rosado con la inscripción «Feliz día de San Valentín». Se preguntó si habría sido un regalo.

– ¿Ahora? -dijo-. No. Aún me queda demasiado trabajo.

Apartó la silla de la mesa e hizo además de devolver la foto a su bolso.

– Me pregunté al principio por lo que estaba pasando, pues no es muy propio de él, en realidad, pero anoche lo comprendí todo.

– ¿Perdón? -dijo Barbara, y se quedó sentada como aturdida, con una mano alzada en el aire y las fotografías colgadas de ella como un regalo rechazado.

Celia dedicó un escrupuloso e innecesario examen al centro de la mesa, donde una pila de boletines de noticias con las puntas dobladas llevaban la inscripción "El latido de Barclay" en letras de color fucsia.

Respiró hondo.

– Cuando él volvió del cursillo la semana pasada -dijo con una tenue sonrisa-, no comprendí qué había pasado para que cambiaran las cosas entre nosotros. Seis semanas atrás, éramos el uno para el otro, y de repente ya no éramos nada.

Barbara se esforzó por asimilar lo que estaba escuchando. «Él» sería Robin. «Las cosas» sería su relación. «El cursillo» sería el tiempo pasado por Robin en el cursillo de detectives del DIC. Hasta ahí llegaba, pero la afirmación inicial de que Celia lo había comprendido todo se le escapaba.

– El DIC es duro -dijo-. Este es el primer caso de Robin, de modo que debe estar un poco preocupado, porque quiere que la investigación sea un éxito. No debería tomarse tan a pecho que esté un poco distante. Es algo inherente al trabajo.

Celia siguió como si no la hubiera escuchado.

– Al principio pensé que era el compromiso de Corrine con Sam Pensé: Está raro porque le preocupa que su madre no haya conocido a Sam durante el tiempo suficiente antes de acceder a casarse con él. Robbie es conservador en ese sentido. Está muy unido a su madre. Siempre han vivido juntos. Pero ni siquiera eso me pareció motivo suficiente para que no tuviera ganas de… bien, de estar conmigo, ya me entiende. -Miró con atención a Barbara, como si esperara la respuesta a una pregunta tácita.

Barbara se sentía incapaz de ofrecer una respuesta. La carrera en el DIC había exigido un tributo oneroso a sus colegas del Yard, y pensaba que no tranquilizaría a la otra mujer hablar de los matrimonios rotos y las relaciones abortadas que sus colegas habían dejado atrás.

– Ha de encontrarse cómodo en el trabajo -dijo-. Ha de acostumbrarse.

– No se trata de eso. Lo comprendí cuando les vi juntos anoche en Lark's Haven. No esperaba encontrarme allí. Cuando me vio, ni siquiera me registró en su cerebro. Eso lo dice todo, ¿no cree?

– ¿Qué dice?

– La conoció en ese cursillo, Barbara. El cursillo de detectives. Y así empezaron las cosas.

– ¿Empezaron las cosas? -Barbara sintió una oleada de incredulidad. Por fin comprendió lo que Celia estaba insinuando-. ¿Está pensando que Robin y yo…? -La idea era tan ridícula que ni siquiera pudo terminar la frase-. ¿Los dos? ¿El? ¿Conmigo? ¿Eso piensa?

– Eso sé.

Barbara buscó los cigarrillos en el bolso. Se sentía un poco mareada. Costaba creer que aquella joven, con su peinado elegante, sus ropas elegantes y su cara algo redondita, pero sin duda bonita, pudiera considerarla una rival. A ella, Barbara Havers, con sus cejas sin depilar, su cabello de rata, sus pantalones marrones abolsados y su jersey holgado, designados ambos para camuflar un cuerpo tan rechoncho que el último hombre que la había mirado con deseo lo había hecho en otra década y bajo el influjo de tanto alcohol que… «Puta mierda -pensó Barbara-. Los milagros nunca cesan.»

– Celia, no se imagine cosas -dijo-. No hay nada entre Robin y yo. Le conocí hace sólo dos noches. De hecho, le arrojé al suelo y encima le pisé la mano. -Sonrió-. Más que deseo, Robin debe de estar pensando en la mejor manera de vengarse de mí.

Celia no compartió su jovialidad. Se levantó llevó su taza a la encimera. La llenó de agua y la introdujo en el lavaplatos.

– Eso no cambia nada -dijo.

– ¿Qué no cambia nada?

– Cuándo le conoció usted, o incluso por qué. Conozco a Robin. Sé leer en su cara. Las cosas han terminado entre nosotros, y usted es el motivo.

Se secó los dedos en un trapo de cocina y luego se frotó las manos como si las liberara de polvo, de Barbara y, sobre todo, de aquel encuentro. Dirigió a Barbara una sonrisa formal.

– ¿Necesita hablar conmigo de algo más? -preguntó, con la misma voz que utilizaría con un cliente al que detestara con todas sus fuerzas.

Barbara también se levantó.

– Creo que no -dijo-. Pero se equivoca -dijo, cuando Celia se encaminó hacia la puerta-. De veras. No hay nada entre nosotros.

– Aún no, tal vez -replicó Celia, y bajó por la escalera.

El agente negro del acento híbrido no podía acompañarla a casa, de modo que Lynley dispuso que un coche camuflado fuera a buscar a Eve Bowen al aparcamiento subterráneo. Eve había pensado que el cambio de vehículos (en lugar del ostentoso Bentley plateado, un Golf beige bastante sucio) despistaría a los periodistas, pero se equivocó. El chófer efectuó algunas maniobras de evasión alrededor de las calles de Tothill, Dartmouth y Old Queen, pero se enfrentaba a expertos en el arte de la persecución. Si bien logró confundir a dos coches, cuyos conductores cometieron el error de pensar que su destino era el Ministerio del Interior, un tercer coche les alcanzó cuando se dirigían hacia el norte a lo largo de St. James's Park. El conductor hablaba por teléfono, lo cual garantizaba que otros se unirían a la persecución antes de que Eve Bowen llegara a las cercanías de Marylebone.

El primer ministro había aceptado su dimisión poco después del mediodía, con aspecto solemne y tras expresar los sentimientos apropiados en un hombre obligado a bailar de puntillas entre el oprobio esperado de alguien que se había comprometido con el regreso a los valores británicos básicos, y el reconocimiento de un compañero tory a una estimada subsecretaria que le había servido sin tregua y con distinción. El PM consiguió expresar la nota exacta de pesar, al tiempo que se distanciaba de ella. Al fin y al cabo, tenía buenos escritores de discursos. Cuatro horas después, el coronel Woodward había hablado desde la puerta principal de la oficina de la Asociación de Electores. Sus palabras habían sido graves, pero perfectas para los telediarios nocturnos.

– Nosotros la elegimos y la mantendremos en su puesto. De momento.

Desde que aquellos dos oráculos habían decretado su suerte, los reporteros se habían mostrado ávidos de registrar sus reacciones, en palabras o en fotos. Cualquier modalidad serviría.

Eve no preguntó al agente que conducía el Golf si los reporteros sabían que Dennis Luxford se había encontrado con ella en Scotland Yard. En aquel momento, ya daba igual. Su relación con Luxford se había convertido en noticia pasada en cuanto el periódico de Luxford salió a la calle para consumo público. Lo único que importaba ahora a los periodistas era descubrir un ángulo nuevo en la historia. Luxford se había adelantado a todos los periódicos de Londres, y no había director, desde Kensington hasta la isla de los Perros, que no estuviera recordando sin cesar el hecho a su personal. Desde aquel momento hasta que otra noticia sensacional monopolizara la atención del público, los periodistas la acosarían en su afán de descubrir un nuevo giro de los acontecimientos que les permitiera vender más periódicos. Eve podía tratar de burlarles, pero no podía esperar la menor piedad por su parte. Tenían cantidad de material para el día siguiente, cortesía del primer ministro y del presidente de su Asociación de Electores. Tenían suficiente para que perseguirla fuera superfluo, pero siempre cabía la posibilidad de topar con algo sabroso. No iban a desperdiciar la oportunidad de arrojar otra palada de tierra sobre su tumba.

El agente perseveró en sus intentos de eludir la persecución. Su conocimiento de las calles de Westminster era tan perfecto que Eve se preguntó si antes que policía había sido taxista. En cualquier caso, no estaba a la altura del cuarto poder. En cuanto se hizo evidente que, pese a las vueltas y revueltas, se dirigía hacia Marylebone, los periodistas telefonearon a sus colegas que acechaban en los alrededores de Devonshire Place Mews. Cuando Eve y el Golf entraron por fin en Marylebone High Street, una falange de individuos armados con cámaras y blocs les aguardaban.

Eve siempre había alabado en público a la familia real, como cabía esperar de una tory. Sin embargo, pese a su convicción jamás expresada en público de que no eran otra cosa que una sangría absurda en la economía, se descubrió deseando con todas sus fuerzas que alguno de ellos, cualquiera, hubiera hecho algo aquel día merecedor de la atención de la prensa. Cualquier cosa con tal de sacárselos de encima.

Las callejuelas seguían bloqueadas, vigiladas por un agente que mantenía cerrado el acceso a su casa. Pese a su dimisión, y las consecuencias de ésta durante los días siguientes, las callejuelas estarían bloqueadas hasta que el furor se aplacara. Sir Richard Hepton se lo había prometido.

– No arrojo a los míos a los lobos -había dicho.

No. Sólo los arrojaba a las inmediaciones de los lobos, concluyó Eve. Así era la política.

El chófer le preguntó si quería que entrara en la casa con ella. «Como medida de seguridad», dijo. Ella contestó que no era necesario. Su marido la estaba esperando. Ya se habría enterado de lo peor, sin duda. Sólo deseaba intimidad.

Las cámaras la asaetearon cuando bajó del coche. Los periodistas gritaban desde detrás de la valla, pero el tráfico de la calle mayor y el ruido de los parroquianos que aullaban en el Devonshire Amas apagaron sus palabras. Eve no les hizo caso. En cuanto cerró la puerta a su espalda, ya no oyó nada.

Pasó los cerrojos. Llamó «¿Alex?» y fue a la cocina. Su reloj marcaba las 17.28, después del té y antes de la cena. Sin embargo, no vio señales de comida consumida o preparada. Tampoco era que le importara mucho. No tenía hambre.

Subió al primer piso. Según sus cálculos, hacía dieciocho horas que llevaba la misma ropa, desde que había salido de madrugada para intentar detener el desastre. Notó el tacto pegajoso de su vestido en las axilas, y sus bragas se aferraban con un toque húmedo a su entrepierna, como la palma de un borracho. Deseaba un baño, un baño largo caliente con aceite perfumado y una capa de maquillaje que eliminara la suciedad de su piel. Después tomaría un vaso de vino, blanco frío, con un gustillo almizclado que le recordara picnics en Francia con pan y queso.

Tal vez deberían ir a Francia, hasta que las cosas se calmaran y ya no fuera la presa favorita de los buitres de Fleet Street. Volarían a París y alquilarían un coche. Se reclinaría en el asiento, cerraría los ojos dejaría que Alex la llevara donde quisiera. Sería estupendo largarse.

Se quitó los zapatos en el dormitorio. Volvió a llamar a Alex, pero sólo el silencio respondió. Mientras se desabotonaba el vestido, salió al pasillo le llamó otra vez. Entonces reparó en la hora y comprendió que estaría en alguno de sus restaurantes, donde solía encontrarse por las tardes. Ella nunca estaba en casa a aquella hora. No cabía duda de que todo estaba en orden, pese al extraño silencio que reinaba en la casa. Aun así, tenía la sensación de que la atmósfera estaba poblada de susurros, de que las habitaciones esperaban con el aliento contenido a que descubriera… ¿qué? ¿Por qué tenía aquella certeza de que algo iba mal?

Eran los nervios, pensó. Había pasado un infierno. Necesitaba el baño y la bebida.

Se sacó el vestido, lo arrojó al suelo y fue a buscar la bata en el armario. Abrió las puertas. Y allí estaba lo que el silencio había intentado decirle.

Las ropas de Alex habían desaparecido: todas las camisas, todos los trajes, todos los pantalones y zapatos. Habían desaparecido y no quedaba ni una hebra de lana capaz de testimoniar que alguien había utilizado aquel perchero, aquellos estantes, aquel armario.

Descubrió lo mismo en la cómoda. Y en la mesita de noche, el cuarto de baño, el tocador y el botiquín. No pudo imaginar cuánto tiempo había tardado en borrar todos los vestigios de su paso por la casa, pero su marido lo había conseguido.

Se aseguró examinando el estudio, la sala de estar y la cocina. Todo lo que había dejado huella de su presencia en la casa, y también en su vida, había desaparecido.

«Bastardo -pensó-. Bastardo, bastardo.» Había elegido el momento a la perfección. Qué mejor forma de apuñalarla por la espalda que hacerlo completando su humillación pública. No cabía duda de que los buitres apostados en Marylebone High Street le habían visto marchar y llenar el Volvo. Ahora esperaban captar su reacción ante el momento final de la destrucción de su vida.

«Bastardo -pensó de nuevo-. Asqueroso bastardo.» Había elegido la vía más fácil, huir como un adolescente plañidero cuando ella no estaba presente para hacer preguntas o exigir respuestas. Le había resultado muy sencillo: hacer las maletas, marcharse y dejar que se enfrentara sola al coro de preguntas. Ya las oía: ¿Se trata de una separación oficial? ¿El abandono de su marido está relacionado con lo que Dennis Luxford ha revelado esta mañana? ¿Conocía su relación con el señor Luxford antes de que el Source publicara el artículo? ¿Se ha visto alterada su postura sobre la inviolabilidad del matrimonio durante las últimas doce horas? ¿El divorcio es inminente? ¿Quiere hacer alguna declaración en relación con…?

Oh, sí, pensó Eve. Tenía muchas declaraciones que hacer. Sólo que no las haría a la prensa.

Volvió al dormitorio y se vistió a toda prisa. Se aplicó lápiz de labios, se peinó y se arregló las cejas. Fue a la cocina, donde colgaba el calendario. Leyó la palabra «Sceptre» en el cuadrado correspondiente al miércoles, escrita con la pulcra letra de Alex. De buen augurio, pensó. El restaurante estaba en Mayfair, a menos de diez minutos en coche.

Los reporteros se agitaron detrás de la valla policial cuando salió en coche del garaje. Se produjo un alboroto general cuando los que tenían vehículos aparcados en la vecindad corrieron hacia ellos para seguirla. Al llegar a la valla, el agente se inclinó sobre el coche.

– No es una buena idea salir sola, señora Bowen -dijo-. Puedo llamar a alguien…

– Aparte la valla -le ordenó.

– Estos tipos la van a seguir como un avispero.

– Aparte la valla -repitió-. Apártela de una vez.

La expresión del agente dijo «Puta estúpida», pero su boca dijo «De acuerdo». Apartó la valla de madera para que accediera a Marylebone High Street. Giró a la izquierda y aceleró en dirección a Berkeley Square. El Sceptre estaba encajado en la esquina de una callejuela, al sudoeste de la plaza. Era un hermoso edificio de ladrillo y enredaderas, con una profusión de exuberantes plantas tropicales en la entrada.

Eve llegó bastante antes que los reporteros, que habrían perdido tiempo corriendo hacia los coches y obedeciendo las normas de tráfico, que ella se había saltado sin vacilar. El restaurante aún no estaba abierto, pero sabía que el personal de la cocina debía estar dentro desde antes de las dos. Alex estaría con ellos. Se acercó a la puerta lateral y llamó. Estuvo dentro de la sala de almacenamiento, cara a cara con el chef de repostería, antes de que los periodistas hubieran podido salir de los vehículos.

– ¿Dónde está? -preguntó.

– Preparando un nuevo alioli -dijo el chef de repostería-. Esta noche tenemos un plato especial de pez espada, y…

– Ahórreme los detalles… -le espetó Eve.

Se dirigió a la cocina, dejando atrás las enromes neveras y las alacenas abiertas, donde ollas y sartenes refulgían bajo las brillantes luces del techo.

Alex y su chef estaban de pie al lado de una encimera, y conversaban ante un montón de ajo fileteado, una botella de aceite de oliva, una montañita de aceitunas cortadas, un ramo de coriandro y una colección de tomates, cebollas y chiles rojos. Alrededor, los preparativos para la cena estaban en pleno apogeo. Los ayudantes preparaban sopa, entrantes y lavaban de todo, desde acedera hasta canónigo. Si hubiera tenido hambre, la mezcla le habría resultado embriagadora, pero la comida era lo último que ocupaba su mente.

– Alex -dijo.

El levantó la vista.

– Quiero hablar contigo.

Eve fue consciente de que las conversaciones se habían interrumpido después de que ella hablara… pero los ruidos de la preparación culinaria se reanudaron al instante. Espero a que interpretara el papel de adolescente plañidero por segunda vez en veinticuatro horas: «¿No ves que estoy ocupado? Tendrás que esperar.» Pero no lo hizo.

– Debemos conseguir nopalitos antes de mañana -se limitó a decir al chef-. Vamos a la oficina -indicó a Eve.

Una contable estaba sentada en la única silla de la oficina, delante de una montaña de facturas que descansaban sobre la mesa. Al parecer las estaba ordenando, y levantó la vista cuando Alex abrió la puerta.

– juraría que esa parada de Smithfield nos ha vuelto a cobrar de más, Alex. Hemos de cambiar de proveedores o hacer algo para…

De pronto pareció asimilar el hecho de que Eve estaba detrás de su marido. Bajó la cuenta a la que se había referido y paseó la vista por la habitación, como si buscara un lugar donde esconderse.

– Cinco minutos, Jill -dijo Alex-. Si no te importa.

– Ardo en deseos de tomar una taza de té -dijo la mujer. Se puso en pie y salió a toda prisa. Eve se dio cuenta de que no la había mirado a la cara.

Alex cerró la puerta. Eve esperaba que tuviera aspecto mortificado, avergonzado, pesaroso o incluso beligerante. No esperaba encontrar en su cara una profunda desolación que profundizaba sus arrugas.

– Explícate -dijo.

– ¿Qué quieres que te diga?

– No quiero que digas nada en particular. Quiero saber qué está pasando. Quiero saber por que. Creo que me lo debes.

– Has estado en casa, por lo tanto.

– Claro que he estado en casa. ¿Qué esperabas? ¿Que fueran los periodistas quienes me informaran de que mi marido me había abandonado? ¿Lo hiciste delante de ellos para que no se perdieran detalle?

– Lo hice casi todo anoche. El resto, esta mañana. Los periodistas aún no hablan llegado.

– ¿Dónde te alojas?

– Da igual.

– ¿Da igual? ¿Por qué?

Miró hacia la puerta. Recordó la expresión de la contable cuando la había visto detrás de Alex en el pasillo. ¿De qué había sido? ¿Alarma?; Consternación? ¿Rabia?

– ¿Quién es ella? -preguntó.

Alex cerró los ojos con semblante cansado. Dio la impresión de que abrirlos le supondría un penoso esfuerzo.

– ¿Crees que el motivo es otra mujer?

– He venido para saber el motivo.

– Ya lo veo, pero no sé si podré explicártelo. No, eso no es verdad. Puedo explicarlo de pe a pa, si eso es lo que quieres.

– Por algo se empieza.

– Pero el final de mi explicación será el principio. No comprenderás. Es mejor que nos separemos, para disminuir nuestras pérdidas y evitarnos lo peor.

– Quieres divorciarte. Es eso, ¿verdad? No. Espera. No contestes aún. Quiero estar segura de comprender.

– Se acerco al escritorio, dejó el bolso encima y se volvió hacia él. Alex se quedó donde estaba, junto a la puerta-. He pasado la peor semana de mi vida y aún no ha terminado. Me han pedido que dimita de mi puesto en el gobierno. Me han dicho que debo abandonar mi escaño en las próximas elecciones. Mi historia personal está a punto de exhibirse en todos los periódicos de la nación. Y tú quieres divorciarte.

Los labios de Alex se entreabrieron cuando aspiró. La miró, pero como si fuera una perfecta desconocida. Era como si se hubiera refugiado en otro mundo, cuyos habitantes eran muy diferentes de la mujer que estaba con él en la oficina en aquel momento.

– Escúchate -dijo con un murmullo exhausto-. Joder, Eve. Escúchate por una vez.

– ¿Qué debo escuchar?

– A la persona que eres.

Su tono no era frío ni derrotado, pero sí resignado, como nunca lo había oído. Hablaba como un hombre que hubiera llegado a una conclusión, pero daba la impresión de ser indiferente a que ella comprendiera dicha conclusión. Cruzó los brazos y se acunó los codos. Hundió las uñas en la piel.

– Sé muy bien quién soy -contestó-. Soy la carne de cañón de todos los periódicos de la nación. Soy el objeto de la rechifla universal. Soy una víctima más del frenesí periodístico por moldear la opinión pública y efectuar un cambio en el gobierno. Pero también soy tu mujer, y como tu mujer quiero respuestas concretas. Después de seis años de matrimonio me debes algo más que jerga psicologista, Alex. «Escucha quién eres» sólo sirve para iniciar una discusión. Cosa que se va a producir si no te explicas. ¿Me he expresado con claridad?

– Siempre te has expresado con claridad -repuso su marido-. Era yo el que no se aclaraba. No veía lo que tenía delante de las narices, porque no quería verlo.

– Estás diciendo tonterías.

– Para ti, sí. Ya me doy cuenta. Antes de esta última semana yo también lo habría pensado. Tonterías. Paparruchas. Estupideces. Lo que más te guste. Pero cuando Charlie desapareció tuve que mirar de frente nuestra vida. Y cuanto más la miraba más ofensiva me parecía.

Eve se puso rígida. La distancia que les separaba no sólo parecía consistir en espacio, sino en hielo.

– ¿Cómo esperabas que fuera nuestra vida con Charlotte secuestrada? -preguntó-. ¿Con Charlotee asesinada? ¿Con las circunstancias de su nacimiento y muerte pregonadas por todo el país?

– Esperaba que te comportaras de una manera diferente. Esperaba demasiado.

– Ah, ¿sí? ¿Qué esperabas de mí, Alex? ¿Que me azotara con unos cilicios? ¿Que me cubriera la cara de cenizas? ¿Que me rasgara las vestiduras? ¿Que me cortara el cabello al cero? ¿Alguna clase de expresión ritual de dolor que pudieras aprobar? ¿Eso querías?

Alex negó con la cabeza.

– Quería que te comportaras como una madre -dijo-, pero me di cuenta de que sólo eras alguien que había dado a luz un hijo por error.

Eve notó que la ira la envolvía.

– ¿Cómo te atreves a insinuar…?

– Lo que pasó a Charlie… -Alex calló. Sus ojos enrojecieron. Carraspeó con fuerza-. Desde el primer momento, lo sucedido a Charlie estuvo relacionado contigo. Incluso ahora que está muerta, todo tiene que ver contigo. El que Luxford publicara el artículo tiene que ver contigo. Y esto, la decisión que he tomado, tiene que ver contigo, otra mella en tus aspiraciones políticas, algo que explicar a la prensa. Vives en un mundo donde la apariencia siempre es más importante que la realidad. Fui demasiado estúpido para darme cuenta hasta que Charlie fue asesinada.

Extendió la mano hacia el pomo de la puerta.

– Alex, si me dejas ahora… -Eve no concluyó la amenaza. Alex se volvió hacia ella.

– Estoy seguro de que existe un eufemismo, tal vez incluso una metáfora, que puedas referir a la prensa para explicar lo sucedido entre nosotros. Llámalo como quieras. Me da igual. Siempre que sea el final.

Abrió la puerta. Los ruidos de la cocina invadieron la habitación. Antes de salir, vaciló y la miró. Eve pensó que iba a decir algo sobre su historia, su vida en común, su futuro como marido y mujer, ahora abortado.

– Creo que lo peor fue desear que fueras capaz de amar, y por mediación de ese deseo creer que lo eras.

– ¿Vas a hablar con la prensa? -preguntó Eve.

La sonrisa de Alex fue gélida.

– Dios mío, Eve -dijo-. Jesús. Dios mío.

28

Luxford la encontró en la habitación de Leo. Estaba seleccionando cosas de sus cajones y las amontonaba por temas. Vio sus meticulosas copias de santos, madonnas y ángeles de Giotto. Vio los bosquejos de frágiles bailarinas y bailarines tocados con sombrero de copa. A su lado se alzaba una pequeña pila de animales, sobre todo ardillas y lirones. En el centro del escritorio, aislado, estaba el dibujo de un niño sentado sobre un taburete de tres patas, tras los barrotes de una celda. Parecía la ilustración de un libro infantil. Luxford se preguntó si su hijo lo habría copiado de Dickens.

Al parecer, Fiona estaba estudiando este último dibujo. Apretaba contra la mejilla la chaqueta de un pijama de Leo. Se mecía con suavidad en la silla, un movimiento apenas perceptible con la cara apretada contra la franela gastada.

Luxford no sabía cómo podría soportar el nuevo golpe que le iba a asestar. Se había enzarzado en una dura lucha con su pasado y su conciencia desde Westminster a Highgate, pero no había logrado encontrar una manera fácil de contarle lo que el secuestrador le exigía ahora. Lo más horroroso era que carecía de la información que le exigían. Tampoco había podido pensar en una forma de decirle a Fiona que la vida de su hijo dependía de lo que Luxford colocara en el otro platillo de la balanza.

– Ha habido llamadas -dijo Fiona en voz baja, sin apartar la vista del dibujo.

Luxford experimentó una oleada de angustia.

– ¿Ha…?

– No era el secuestrador. -Parecía vacía, como si le hubieran extirpado los sentimientos-. Primero, Peter Ogilvie. Quería saber por qué retenías el artículo sobre Leo.

– Santo Dios -susurró Luxford-. ¿Con quién habrá hablado?

– Dijo que le telefonearas cuanto antes. Dijo que estás olvidando tus obligaciones para con el periódico, que eres la clave del reportaje más importante del año, y que si lo estás negando a tu propio periódico quiere saber por qué.

– Oh, Dios, Fi. Lo siento.

– Rodney también ha telefoneado. Quiere saber qué quieres en la primera plana de mañana. La señorita Wallace quiere saber si debe permitir que Rodney continúe utilizando tu despacho para las reuniones del comité de redacción. No supe qué decir a ninguno de los tres. Dije que telefonearías cuando pudieras.

– Al infierno con todos ellos.

Fiona se meció con suavidad, como si hubiera logrado distanciarse de lo que estaba pasando. Luxford se inclinó sobre ella y rozó con los labios su cabello color miel.

– Tengo miedo por él -dijo Fiona-. Le imagino solo. Aterido, hambriento, intentado ser valiente, sin dejar de preguntarse qué ha pasado y por qué. Recuerdo haber leído algo sobre un secuestro, en el que la víctima fue introducida en un ataúd y sepultada viva. Había que encontrarla antes de que se asfixiara por falta de aire. Tengo tanto miedo de que Leo haya sido… de que alguien pueda hacerle daño.

– No. -dijo Luxford.

– No entenderá lo que está pasando. Quiero hacer algo para ayudarle a comprender. Me siento tan inútil aquí sentada, esperando, sin poder hacer nada, mientras alguien retiene como rehén a todo mi mundo. No puedo soportar pensar en su terror. Y no puedo pensar en otra cosa.

Luxford se arrodilló junto a su silla. No era capaz de repetirle lo que le había dicho durante más de veinticuatro horas: «Vamos a recuperarle, Fiona.» Porque por primera vez no estaba seguro. Ni de que Leo saldría bien librado ni de nada. Experimentaba la sensación de estar caminando sobre una capa de hielo tan quebradiza que un paso precipitado les destruiría a todos.

Fiona se removió y se volvió para mirarle. Acarició su sien y apoyó la mano sobre su hombro.

– Sé que tú también estás sufriendo. Lo he sabido desde el primer momento, pero no quería comprenderlo porque deseaba culpar a alguien. Y ese alguien eras tú.

– Me lo merezco. De no haber sido por mí, nada de esto habría sucedido.

– Cometiste una imprudencia hace once años, Dennis, pero no tienes la culpa de lo sucedido ahora. Eres una víctima tanto como Leo. Tanto como Charlotte y su madre. Lo sé.

La generosidad de su perdón fue como una garra que estrujara su corazón.

– He de decirte algo -confesó.

Los ojos tristes de Fiona le miraron.

– Lo que faltaba en el artículo del diario de hoy -concluyó ella-. Eve lo sabía. Cuéntamelo. Lo soportaré.

No lo soportaría. Había hablado de querer culpar a alguien, y hasta aquella tarde él había hecho lo mismo. Sólo que en su caso había culpado a Evelyn, utilizando su paranoia, su odio y su estupidez como motivos de la muerte de Charlotte y el secuestro de Leo. Ahora sabía, sin embargo, quién era el auténtico responsable. Y confesarlo a su mujer, después de lo que estaba sufriendo, la destruiría.

– Dímelo, Dennis.

Lo hizo. Empezó con lo poco que Eve Bowen había añadido al artículo del periódico, continuó con la interpretación efectuada por el inspector Lynley de la frase «tu primogénito», y concluyó verbalizando lo que había rumiado desde abandonar New Scotland Yard.

– Fiona, no conozco a ese tercer hijo. Nunca supe de su existencia hasta ahora. Pongo a Dios por testigo de que no sé quién es.

Fiona parecía confusa.

– Pero ¿cómo es posible que no sepas…? -Cuando comprendió lo que implicaba su ignorancia, volvió la cabeza-. ¿Tantas hubo, Dennis?

Luxford buscó una forma de explicarle cómo había sido antes de conocerla, lo que le había impulsado, los demonios que le habían azuzado.

– Antes de conocerte, Fiona, el sexo era algo que hacía como si tal cosa.

– ¿Como cepillarte los dientes?

– Era algo que necesitaba, algo que utilizaba para demostrarme…

– Hizo un ademán de impotencia-. No sé qué.

– ¿No? ¿De veras no lo sabes? ¿O no lo quieres decir?

– De acuerdo. Virilidad. Atracción hacia las mujeres. Porque siempre tenía miedo de que si no me demostraba lo atractivo que era para las mujeres…

Miró hacia la mesa de Leo, hacia los dibujos, su delicadeza, su sensibilidad, su ternura. Representaban el miedo con el que había vivido. Por fin, fue su mujer quien lo explicó con palabras.

– Tendrías que pensar en lo atractivo que resultabas para los hombres.

– Sí -admitió Luxford-. Eso es. Pensaba que había algo anormal en mí. Pensaba que proyectaba algo: un aura, un aroma, una invitación muda…

– Como Leo.

– Como Leo.

Fiona extendió la mano hacia el dibujo del niño. Lo alzó paraque la luz le diera de pleno.

– Así se siente Leo -dijo.

– Lo recuperaremos. Escribiré el artículo. Confesaré. Diré lo que sea. Nombraré a todas las mujeres que he conocido y suplicaré a cada una que lo admita, si…

– No cómo se siente ahora, Dennis. Me refiero a cómo se siente Leo siempre.

Luxford cogió la fotografía. Cuando la acercó, vio que el niño representaba a Leo. El pelo casi albino le identificaba, así como las piernas demasiado largas y los tobillos frágiles, que se veían porque los pantalones le habían quedado cortos y los calcetines estaban caídos. Había visto aquella postura de derrota antes, la semana anterior en el restaurante de Pond Square. Una inspección más detenida del boceto le reveló que al principio había otra figura. Borrada ahora, quedaba un tenue contorno, suficiente para ver los tirantes chillones, la camisa almidonada, la sombra de una cicatriz en la barbilla. La figura era demasiado grande (inhumanamente grande) y se cernía sobre el niño como una manifestación de su futura condenacion.

Luxford arrugó el dibujo Se sentía destrozado.

– Que Dios me perdone. ¿Tan duro he sido con él?

– Tanto como conmigo.

Pensó en su hijo, en lo cauteloso que se mostraba en presencia de su padre, en el cuidado de no cometer un eror. Recordó las veces que el niño había intentado complacerlo, cuando caminaba con determinación, enronquecía la voz, evitaba las palabras que pudieran catalogarlo de afeminado. Pero el auténtico Leo siempre se transparentaba a través del personaje que tanto se había esforzado en modelar: sensible, propenso a las lágrimas, sincero, ansioso por crear y amar.

Por primera vez desde que, en la infancia, había aceptado la importancia de disimular las emociones y continuar adelante costara lo que costara, Luxford sintió que la angustia henchía su pecho. Pero no derramó lágrimas.

– Quería que fuera un hombre -dijo.

– Lo se, Dennis -contestó Fiona-, pero ¿cómo iba a serlo? No podrá ser un hombre hasta que le hayan dejado ser un niño.

Barbara Havers se sintió desolada al ver que el coche de Robin no estaba en el camino particular de Lark's Haven cuando regresó de Stanton St. Bernard. No había pensado conscientemente en verle desde su extraña conversación con Celia (la conclusión de Celia sobre la naturaleza de su relación era demasiado estúpida para tenerla en consideración), pero cuando vio el hueco donde solía dejar el Escort, siseó un «Oh, coño», y se dio cuenta de que había contado con comentar el caso con un colega, como cuando lo hacía con el inspector Lynley.

Había vuelto a la rectoría de Stanton St. Bernard, donde había enseñado la fotografía de Dennis Luxford al señor Matheson y su mujer. La habían examinado a la luz de la cocina (asiendo cada uno un borde de la imagen), mientras hablaban.

– ¿Qué opinas, cariñín? ¿Te suena?

– Oh, querida, tengo una memoria de mosquito.

Los dos llegaron a la conclusión de que nunca habían visto aquella cara. La señora Matheson dijo que habría recordado el cabello, y comentó con una sonrisa tímida que siempre le habían gustado los jóvenes «con una buena mata de pelo». El señor Matheson, cuyo pelo era bastante escaso, dijo que, como no se hubiera enzarzado en un diálogo de tipo litúrgico, personal o religioso con un individuo, no recordaba las caras. Aun así, si aquél había estado en la iglesia, en el cementerio o en la feria su cara le habría resultado al menos familiar. Pero… Lo sentían, pero no le recordaban.

Barbara no recibió una respuesta diferente de los demás lugareños. Casi todo el mundo quiso ayudarla, pero nadie pudo. Por lo tanto, cansada y hambrienta, había regresado a Lark's Haven. Era ya muy tarde para llamar a Londres. Lynley estaría esperando reunir algo apropiado para sacarse de encima al subcomisionado Hillier.

Se arrastró hacia la puerta. No se sabía nada de Leo Luxford.

El sargento Stanley estaba peinando el terreno, sobre todo la zona que circundaba el molino, pero no había indicios de que el niño estuviera en Wiltshire, y enseñar su foto en todas las aldeas, pueblos y ciudades sólo había dado como resultado una negativa tras otra.

Barbara se preguntó cómo era posible que dos niños desaparecieran como si se los hubiera tragado la tierra. Por haber crecido en una zona metropolitana en expansión, las únicas advertencias que le habían repetido hasta la saciedad en su infancia habían sido «mira a los dos lados antes de cruzar la calle» y, la más importante, «nunca hables con desconocidos». ¿Qué había pasado con esos dos niños?, se preguntó Barbara. Nadie les había visto ser secuestrados en plena calle, lo cual significaba que los dos se habían ido por voluntad propia. ¿Nunca les habían dicho que tuvieran cuidado con los desconocidos? A Barbara le costaba creerlo. Si les habían repetido la misma advertencia que a Barbara, la única conclusión era que el secuestrador no era un desconocido para ellos. ¿A quién podían conocer los dos niños?

Barbara estaba demasiado hambrienta para buscar un nexo común. Necesitaba comer -había parado a comprar un pastel de carne («listo para poner en el horno») para ese expreso propósito en el colmado de Elvis Patel-, y después de comer tal vez tendría el azúcar en la sangre y la energía cerebral necesaria para extraer un significado de los datos que poseía y establecer una relación entre Charlotte y Leo.

Consultó su reloj cuando entró por la puerta principal, Crispbake en ristre. Casi las ocho, la hora perfecta para una cena elegante. Confió en que Corrine Payne no se opondría a que le usara el horno por un rato.

– ¿Robbie? -La voz menuda de Corrine llegó desde el comedor-. ¿Eres tú, querido?

– Soy yo -dijo Barbara.

– Oh. Barbara.

Como el comedor estaba en el camino de la cocina, no podía esquivar a la mujer. La encontró de pie ante la mesa del comedor, sobre la cual había extendido una pieza de algodón adornado con ramitas, a la que había sujeto con alfileres un patrón, y la estaba recortando.

– Hola -saludó Barbara-. ¿Le importa si utilizo el horno? Alzó el pastel para que Corrine lo inspeccionara.

– ¿Robbie no está contigo?

Corrine deslizó las tijeras bajo el material y siguió el contorno del patrón.

– Aún estará en plena faena, supongo.

Barbara se encogió al darse cuenta de que había elegido una expresión desafortunada.

Corrine contempló su obra con una sonrisa.

– Tú también, supongo -murmuró.

Barbara sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Intentó hablar con desenvoltura.

– Tengo mucho trabajo pendiente. Calentaré esto y la dejaré en paz.

Se encaminó hacia la cocina.

– Casi convenciste a Celia -dijo Corrine. Barbara se detuvo.

– ¿Qué? ¿La convencí?

– Sobre ti y Robbie.

– Continuó cortando la pieza de algodón.

¿Eran imaginaciones suyas o las tijeras de Corrine corrían más deprisa?, se preguntó Barbara-. Telefoneó hace dos horas. No te lo esperabas, ¿verdad, Barbara? Lo adiviné por su voz, desde luego soy muy buena en eso, y aunque no quería decírmelo, conseguí que hablara. Creo que necesitaba hablar. A todo el mundo le pasa. ¿Quieres hablar conmigo?

Levantó la vista y la miró con placidez, pero la forma en que alzó las tijeras provocó que un escalofrío recorriera la espina dorsal de Barbara.

Barbara no era dada a los subterfugios. Había pasado por alto aquella asignatura durante sus días escolares. A menudo pensaba que su incapacidad de dominar argucias femeninas era la principal razón de que pasara todas las nocheviejas escuchando la radio y devorando un pastel. Buscó en su mente una respuesta apropiada que desviara a Corrine Payne hacia otro tema, pero terminó diciendo:

– Celia se hizo una idea equivocada sobre mí y Robin, señora Payne. No sé de dónde la sacó, pero se equivoca.

– Corrine -dijo Corrine-. Has de llamarme Corrine. Bajó las tijeras y empezó a cortar de nuevo.

– De acuerdo, Corrine. Meteré esto en el horno y…

– Las mujeres no se hacen «ideas equivocadas», Barbara. Somos demasiado intuitivas para eso. Yo misma he visto el cambio operado en Robbie. No sabía qué nombre ponerle hasta que llegaste. Comprendo por qué mentiste a Celia. -Las tijeras cortaron con energía excesiva cuando pronunció la palabra «mentiste»-. Al fin y al cabo, es la prometida de Robbie, pero no debes mentir me a mí. No servirá de nada.

Corrine emitió una tosecilla cuando concluyó. Barbara observó por primera vez que su respiración era congestionada. La mujer se palmeó el pecho y sonrió.

– El maldito asma -dijo-. Demasiado polen en el aire.

– Se exacerba en primavera -admitió Barbara.

– No te puedes imaginar hasta qué punto.

Corrine se había desplazado alrededor de la mesa mientras seguía cortando. Ahora, se interponía entre Barbara y la puerta de la cocina. Ladeó la cabeza y compuso una sonrisa afectuosa. -Habla, Barbara. No le mientas a Corrine.

– Señora Payne… Corrine. Celia está disgustada porque Robbin está preocupado, pero siempre ocurre lo mismo en las investigaciones de asesinato. Quedas atrapado. Olvidas todo lo demás por un tiempo, porque cuando el caso se acaba la vida vuelve a la normalidad, y si ella es paciente verá que digo la verdad.

Corrine se dio unos golpecitos en el labio con el extremo de las tijeras. Examinó a Barbara con aire calculador y, cuando reanudó su trabajo, también reanudó su tema favorito.

– Por favor, no me tomes por tonta, querida. Es indigno de ti. Os he oído juntos. Robbie intentó ser discreto. Siempre ha sido muy detallista en ese sentido, pero le he oído contigo esta noche, así que prefiero que nos sinceremos en todo. Las mentiras son desagradables, ¿verdad?

La implicación dejó a Barbara sin palabras por un momento.

– ¿Conmigo? -balbuceó-. Señora Payne, ¿no estará pensando que hemos…?

– Como ya he dicho, Barbara, puede que sientas la necesidad de mentir a Celia. Al finyal cabo, es su prometida. Pero no debes mentirme a mí. Eres mi invitada, y eso no es cortés.

Una invitada que paga, quiso clarificar Barbara, cuando las tijeras empezaron a ganar velocidad. Pronto sería una ex invitada, si podía hacer las maletas deprisa.

– Tanto usted como Celia están equivocadas -dijo-. Me marcharé. Será lo mejor para todos.

– ¿Y así tener más acceso a Robbie? ¿En un lugar donde podáis encontraros y dedicar a lo vuestro en perfecta libertad?-Corrine meneó la cabeza-. No sería correcto. No sería justo para Celia, ¿verdad? No, creo que es mejor que te quedes aquí. Solucionaremos esto en cuanto Robbie llegue a casa.

– No hay nada que solucionar. Lamento que Robin y Celia tengan problemas, pero no tiene nada que ver conmigo. Sólo conseguirá avergonzarle si se empeña en que él y yo… que nosotros…, que él ha estado… mientras yo me he alojado aquí…

Barbara nunca se había sentido tan confusa.

– ¿Crees que me lo estoy inventando? -preguntó Corrine-.

– ¿Me estás acusando de inventar una falsedad?

– En absoluto. Sólo digo que se equivoca si piensa…

– Equivocarse no es diferente de mentir, querida. Equivocarse es la palabra que se utiliza en lugar de mentir.

– Tal vez usted lo haga, pero yo…

– No discutas conmigo. -La respiración de Corrine sonó ronca-. Y no lo niegues. Sé lo que he oído y sé lo que significa. Si crees que puedes abrirte de piernas y robar a mi Robbie la chica con quien ha de casarse…

– Señora Payne. Corrine.

– … tendrás que reconsiderarlo, porque no pienso permitirlo.

Celia no piensa permitirlo. Y Robbie… Robbie… Jadeó en busca de aliento.

– Se está disgustando por nada -dijo Barbara-. Se le ha puesto la cara roja. Siéntese, por favor. Hablaré si quiere. Intentaré explicarlo, pero cálmese o se pondrá enferma.

– ¿No te gustaría? -Corrine movió las tijeras de una manera que puso los pelos de punta a Barbara-. ¿No es lo que has planeado desde el primer momento? Una vez eliminada su mamá, no quedará nadie capaz de hacerle comprender que está a punto de arruinar su vida por un pedazo de basura, cuando podría…

Las tijeras cayeron sobre la mesa. La mujer se llevó la mano al pecho.

Joder-dijo Barbara y avanzó hacia Corrine. Ésta le indicó con un ademán que se alejara, mientras respiraba fatigosamente-. Señora Payne, sea razonable. Hace sólo dos noches que conozco a Robin. Hemos pasado juntos un total de seis horas, porque hemos trabajado en aspectos diferentes del caso. Reflexione un momento, por favor. ¿Tengo aspecto de femme fátale? ¿Tengo el aspecto de alguien a cuya habitación acudiría Robin en plena noche? ¿Después de tan sólo seis horas de conocernos? ¿Le parece lógico?

– Os he estado vigilando. -Corrine se esforzó por respirar-. He visto. Y lo sé. Lo sé porque telefoneé a… -Sus dedos se engarfiaron sobre el pecho.

– No es nada -dijo Barbara-. Por favor. Trate de conservar la calma. De lo contrario va a…

– Sam y yo… fijamos la fecha y pensé que él querría ser el… primero… -resolló-. En saber… -Tosió, pero no cedió-. Pero no estaba, y los dos sabemos por qué, ¿no te da vergüenza… vergüenza, vergüenza, robar el hombre de otra mujer?

La frase agotó sus fuerzas. Se derrumbó sobre la mesa. Su respiración sonaba como si aspirase aire por el ojo de una aguja. Cogió la tela que estaba cortando y la arrastró consigo cuando cayó al suelo.

– ¡Mierda! -Barbara se precipitó hacia adelante-. ¡Señora Payne! -gritó-. ¡Joder! ¡Señora Payne!

Asió a la mujer y la tendió de espaldas.

La cara de Corrine había virado del rojo al blanco. Franjas azules enmarcaban sus labios.

– Aire… -jadeó-. Aire…

Barbara la depositó en el suelo sin más ceremonias. Se puso en pie de un brinco y empezó a buscar.

– El inhalador. ¿Dónde está, señora Payne?

Los dedos de Corrine se movieron débilmente en dirección a la escalera.

– ¿Arriba? ¿En su habitación? ¿En el cuarto de baño? ¿Dónde?

– Aire… por favor… escalera…

Barbara salió disparada hacia la escalera. Eligió el cuarto de baño. Abrió el botiquín. Tiró media docena de medicamentos al lavabo. Apartó a manotazos la pasta de dientes, el enjuague, tiritas, seda dental, crema de afeitar. No había inhalador.

Probó en la habitación de Corrine. Abrió los cajones de la cómoda y desparramó su contenido. Hizo lo mismo con la mesita de noche. Miró en las estanterías y en el ropero. Nada.

Salió corriendo al pasillo. Oyó la respiración agónica de la mujer. Gritó «¡Mierda! ¡Mierda!» y se precipitó hacia un armario. Lo abrió y empezó a arrojar todo al suelo. Sábanas, toallas, velas, juegos de mesa, mantas, álbumes de fotos. Vació el armario en menos de veinte segundos, sin más éxito que antes.

Pero la mujer había dicho «escalera». ¿No había dicho «escalera»? ¿No había querido decir…?

Barbara bajó la escalera de tres en tres. Al pie había una mesa en forma de media luna. Y allí, entre el correo del día, una planta en. una maceta y dos piezas de cerámica decorativas, estaba el inhalador. Barbara lo cogió y volvió al comedor. Lo aplicó a la boca de la mujer y bombeó frenéticamente.

– Vamos -dijo, mientras esperaba a que la magia médica actuase… Oh, Dios. Vamos.

Pasaron diez segundos. Veinte. La respiración de Corrine se calmó por fin. Siguió respirando con la ayuda del inhalador. Barbara no dejó de sujetarlo, por si le resbalaba de la mano.

Y así las encontró Robin, menos de cinco minutos después.

Lynley cenó en su escritorio, cortesía de la cuarta planta. Había telefoneado tres veces a Havers, dos al DIC de Amesford y una a Lark's Haven, donde había dejado un mensaje, al que una mujer había contestado «Descuide, inspector, yo me ocuparé de que lo reciba», con ese tono tan educado sugerente de que Barbara iba a recibir mucho más que su petición de que telefoneara a Londres para informarle sobre sus actividades del día.

También había telefoneado a St. James. Sólo había podido hablar con Deborah, la cual dijo que su marido no estaba en casa cuando ella había vuelto de una sesión fotográfica en la iglesia de San Botolph, media hora antes.

– Ver a los sin techo allí… proporciona una perspectiva diferente, ¿verdad, Tommy? -dijo.

Lo cual dio la oportunidad a Lynley.

– Deb, sobre lo del lunes por la tarde… Sólo tengo la excusa de decir que me comporté como un patán. Fui un patán. Aquello de matar niños fue impresentable. Lo siento muchísimo.

– Yo también lo siento -contestó Deborah tras una de sus típicas pausas-. Soy bastante vulnerable en lo tocante a esas cosas. Niños. Ya lo sabes.

– Lo sé. ¿Me perdonas?

– Hace siglos, querido Tommy -fue la respuesta de Deborah, aunque sólo habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde aquellas duras palabras.

Después de hablar con Deborah, había telefoneado a la secretaria de Hillier para adelantar la hora aproximada en que el subcomisionado recibiría su informe. Después había telefoneado a Helen, que le dijo lo que ya sabía, que St. James quería hablar con él desde primera hora del día.

– No sé de qué -dijo.-, pero está relacionado con la foto de Charlotte Bowen. La que dejaste en casa de Simon el lunes.

– Ya he hablado con Deborah sobre eso. Me he disculpado. No puedo borrar lo que dije, pero pareció propensa a perdonarme.

– Muy propio de ella.

– Sí. ¿Y tú?

Hubo una pausa. Lynley cogió un lápiz y empezó a hacer garabatos sobre la carpeta de papel manita. Escribió su nombre como lo haría un colegial. Imaginó que Helen estaba reuniendo fuerzas para contestar. Oyó sonido de vajilla al otro extremo de la línea y se dio cuenta de que había interrumpido su cena, lo cual le recordó que no había comido nada desde el desayuno.

– ¿Helen? -dijo.

– Simon me dice que debo decidir. Lanzarme a la hoguera o evitarla por completo. El es un hombre lanzado a la hoguera. Dice que le gustan las emociones de un matrimonio incierto.

Helen había ido directamente al corazón del asunto más candente entre ellos, lo cual no era su estilo. Lynley no supo decidir si era una buena o mala señal. Helen tendía a la indefinición, pero sabía que era cierto lo que St. James le había dicho. No podían seguir así indefinidamente, uno vacilando en comprometerse por entero, y el otro aceptando aquellas vacilaciones antes que afrontar el rechazo. Era ridículo. Una situación de tira y afloja permanente.

– Helen, ¿estás libre este fin de semana? -preguntó.

– Había pensado comer con mi madre. ¿Por qué? ¿No vas a trabajar, querido?

– Es posible. Es probable. Sin la menor duda, si el caso no está cerrado.

– Entonces, ¿qué…?

– He pensado que podríamos casarnos. Tenemos la licencia. Creo que ha llegado el momento de utilizarla.

– ¿Así de repente?

– Directamente a la hoguera.

– Pero ¿y tu familia? ¿Y la mía? ¿Y los invitados, la iglesia, la recepción…?

– ¿Qué te parece si nos casamos? -insistió Lynley con voz calma, pero su corazón era un torbellino-. Vamos, querida. Olvídate de las fruslerías. Ya nos ocuparemos de ellas más tarde, si quieres. Ha llegado el momento de dar el salto.

Casi la vio sopesando las opciones, tratando de explorar por anticipado todos los posibles desenlaces de unir su vida a la de él de una forma permanente y pública. En lo tocante a tomar decisiones, Helen Clyde era la mujer menos impetuosa que conocía. Su ambivalencia le enloquecía, pero había aprendido desde hacía mucho tiempo que formaba parte de su personalidad. Podía pasarse un cuarto de hora intentando decidir qué medias se ponía por la mañana, y veinte minutos más examinando sus pendientes hasta encontrar el más apropiado. ¿Por qué le extrañaba que llevara dieciocho meses intentando decidir si y cuándo se casaría con él?

– Helen, ya está bien. Comprendo que la decisión es difícil y aterradora. Dios sabe bien que yo también tengo mis dudas, pero es natural, y llega un momento en que un hombre y una mujer han de…

– Querido, todo eso ya lo sé. No hace falta que me des charlas de preparación.

– ¿No? Entonces, por el amor de Dios, ¿por qué no dices…?

– ¿Qué?

– Di sí. Di que aceptas. Di algo. Di cualquier cosa que me dé una pista.

– Lo siento. No pensaba que necesitaras una pista. Sólo estaba pensando.

– ¿En qué, por el amor de Dios?

– En el detalle más importante.

– ¿Cuál es?

– Cielos. Suponía que lo sabrías tan bien como yo. ¿Qué demonios me voy a poner?

Lynley dijo que no importaba lo que llevara. No importaba lo que llevara durante el resto de sus vidas. Tela de saco y cenizas, si así lo deseaba. Tejanos, leotardos, raso y encaje. Ella rió y dijo que le obligaría a ser fiel a su palabra.

– Tengo los accesorios adecuados para la tela de saco.

Después, Lynley recordó el hambre que tenía y fue a la cuarta planta, donde el emparedado especial del día era de aguacate y langostinos. Pidió uno, junto con una manzana, y luego volvió al despacho con la manzana en equilibrio sobre una taza de café. Estaba a mitad de su cena improvisada, cuando Winston Nkata apareció en la puerta con un papel en la mano. Parecía perplejo.

– ¿Qué pasa? -preguntó Lynley.

Nkata se pasó los dedos por la cicatriz de su mejilla.

– No sé qué hacer con esto. -Aposentó su cuerpo larguirucho sobre una silla y señaló el papel-. Acabo de hablar por teléfono con la comisaría de Wigmore Street. Están trabajando en los especiales desde ayer. ¿Se acuerda?

– ¿Los agentes especiales? -Nkata asintió-. ¿Qué pasa con ellos?

– ¿Recuerda que ninguno de los habituales de Wigmore Street expulsó a aquel tipo de Cross Keys Close la semana pasada?

– ¿A Jack Beard? Sí. Asumimos que había sido un voluntario de la comisaría. ¿Le has localizado?

– Es imposible.

– ¿Por qué? ¿Sus registros no son precisos? ¿Ha habido cambios de personal? ¿Qué ha pasado?

– No a las dos primeras y nada a la tercera. Sus registros son buenos. La misma persona coordina a los especiales, como siempre. Durante la semana pasada nadie dimitió, y nadie se apuntó.

– ¿Que me quieres decir?

– Que Jack Beard no fue expulsado por un agente especial. Ni tampoco por un agente habitual de Wigmore Street. -Se inclinó en la silla, arrugó el papel y lo tiró a la papelera-. Tengo la sensación de que nadie expulsó a Jack Beard.

Lynley reflexionó. No tenía sentido. Tenían dos corroboraciones independientes (aparte de la del vagabundo) de que Beard había sido expulsado de aquellas callejuelas de Marylebone el mismo día que Charlotte Bowen había desaparecido. Si bien las dos declaraciones iniciales habían sido conseguidas por Helen, agentes asignados al caso habían tomado declaración oficial a las mismas personas que habían presenciado la conversación entre el vagabundo el agente que le había expulsado. A menos que existiera una conspiración entre Jack Beard y los habitantes de Cross Keys Clase, tenía que haber otra explicación. Como que alguien se hubiera disfrazado de policía, pensó Lynley. No era imposible hacerse con uniformes de policía. Podían alquilarse en una tienda de disfraces. Las implicaciones de aquellos pensamientos inquietaron a Lynley.

– Tenemos un campo abierto de posibilidades -dijo, más para sí que para Nkata.

– Intuyo que tenemos un campo vacío.

– No pienso lo mismo.

Lynley consultó su reloj. Era demasiado tarde para empezar a telefonear a tiendas de disfraces, pero ¿cuántas había en Londres? ¿Diez? Menos de veinte, seguro, y lo primero que harían por la mañana…

Sonó el teléfono. Era de recepción. Un tal señor St. James esperaba abajo. ¿Quería verle el inspector? Lynley dijo que sí y envió a Nkata a buscarle.

St. James pasó de cortesías cuando entró en el despacho con Nkata, cinco minutos después.

– Lo siento -se limitó a decir-. No podía esperar más a que devolvieras mis llamadas.

– Esto ha sido una locura -dijo Lynley.

– De acuerdo. -St. James tomó asiento. Llevaba un sobre de papel manila grueso, que dejó en el suelo, apoyado contra la pata de la silla-. ¿Cómo va? El Evening Standard se concentraba en un sospechoso anónimo de Wiltshire. ¿Es ese mecánico del que me hablaste anoche?

– Cortesía de Hillier -contestó Lynley-. Quiere que el público sepa lo bien que se emplean sus impuestos en lo tocante a la defensa de la ley.

– ¿Qué más tienes?

– Numerosos cabos sueltos. Estamos buscando una forma de atarlos.

Puso al corriente a St. James, tanto de los progresos en Londres como en Wiltshire. St. James le escuchó con atención. Intercaló algunas preguntas: ¿estaba segura la sargento Havers de que la fotografía que había visto en Baverstock era del mismo molino donde habían retenido a Charlotte Bowen? ¿Existía alguna relación entre la feria de Stanton St. Bernard y alguien implicado en el caso? ¿Habían sido encontradas otras pertenencias de Charlotte Bowen, el resto de su uniforme, sus libros de texto, la flauta? ¿Podía Lynley identificar el acento regional de la persona que había telefoneado a casa de Dennis Luxford aquella tarde? ¿Tenía amistades Damien Chambers en Wiltshire, en concreto, amistades con alguien que trabajara en la policía?

– No hemos investigado ese aspecto de Chambers -explicó Lynley-. Sus simpatías políticas le colocan en el campo del IRA, pero su relación con los Provos es muy lejana. -Lynley resumió los datos que había reunido sobre Chambers-. ¿Por qué? ¿Tienes algo sobre Chambers?

– No puedo olvidar el hecho de que fue la única persona, aparte de sus compañeras de clase, que la llamaba Lottie. Por eso, es el único vínculo que puedo establecer entre Charlotte y la persona que la mató.

– Hay muchas personas que sabrían el apodo de la niña sin que lo utilizaran -objetó Nkata-. Si sus compañéras de clase la llamaban Lottie, sus profesores lo sabrían, así como los padres de sus compañeras y sus propios padres. Y no incluyo en la lista al profesor de baile, al líder del coro y al ministro a cuya iglesia iba. Así como cualquiera que haya oído a alguien llamarla cuando iba por la calle.

– Winston tiene razón -dijo Lynley-. ¿Por qué te has concentrado con tal firmeza en su apodo, Simon?

– Porque creo que revelar su conocimiento del apodo de Charlotte fue una de las equivocaciones del asesino. Otra fue la huella dactilar…

– … en el interior de la grabadora -terminó Lynley-. ¿Hay más equivocaciones?

– Una más, me parece.

St. James cogió el sobre. Lo abrió y dejó su contenido sobre el escritorio de Lynley.

Lynley vio que se trataba de la fotografía del cadáver de Charlotte Bowen. Era la fotografía que había arrojado a Deborah y olvidado después de la discusión.

– ¿Tienes las notas de secuestro? -preguntó St. James.

– Sólo copias.

– Servirán.

Lynley encontró con facilidad las copias, porque las había utilizado unas horas antes, cuando Eve Bowen y Dennis Luxford habían estado en su despacho. Las dejó junto a la fotografía y esperó a que su cerebro estableciera la relación entre ellas. Mientras tanto, St. James rodeó el escritorio. Nkata se inclinó hacia adelante.

– La semana pasada me entretuve un buen rato en examinar las notas -dijo St. James-. El miércoles por la noche, después de ver a Eve Bowen y Damien Chambers. Estaba nervioso, intentaba encajar las piezas. Dediqué cierto tiempo a examinar la caligrafía. -Mientras hablaba, indicaba sus descubrimientos con la goma de borrar de un lápiz-. Fíjate en cómo forma las letras, Tommy, sobre todo la t y la f. La cruceta de cada una conduce a la formación de la letra posterior. Fíjate en las d, siempre solitarias, desconectadas del resto de la palabra. Y fíjate en las e, siempre conectadas con lo que sigue pero nunca con lo que las precede.

– Veo que las dos notas son obra de la misma mano -admitió Lynley.

– Sí -dijo St. James-. Y ahora fíjate en esto. -Dio la vuelta a la fotografía de Charlotte Bowen, dejando al descubierto su nombre, que estaba escrito en el anverso-. Fíjate en las e y en las t.

– Vaya -susurró Lynley.

Nkata se puso en pie y se colocó al otro lado de la silla de Lynley.

– Este es el motivo de que te haya preguntado acerca de la relación de Damien Chambers con Wiltshire -dijo St. James-. Creo que sólo por mediación de alguien como Chambers, que pasara información a un cómplice de Wiltshire, sabría el mote de Charlotte la persona que escribió su nombre al dorso de esta foto, y también las dos notas de secuestro.

Lynley reflexionó sobre todos los datos que poseían. Al parecer, conducían a una única conclusión, razonable, aterradora e ineluctable. Winston Nkata se irguió y verbalizó aquella conclusión.

– Creo que nos hemos metido en un buen lío.

– Lo mismo pensaba yo -contestó Lynley, y descolgó el teléfono.

29

Al ver a Barbara y a su madre en el suelo, Robin palideció.

– ¡Mamá! -exclamó, y cayó de rodillas. Cogió la mano de Corrine con gesto vacilante, como si fuera a disolverse si la tocaba con excesiva rudeza.

– Se encuentra bien -dijo Barbara-. Ha sufrido un ataque pero ya está bien. Lo he puesto todo patas arriba buscando su inhalador. El piso está hecho un desastre.

Robin no pareció oírla.

– Mamá -dijo-, ¿qué ha pasado? ¿Te encuentras bien, mamá? Corrine hizo un débil movimiento en dirección a su hijo.

– Buen chico, Robbie -murmuró, aunque su respiración había mejorado mucho-. He tenido un ataque, querido, pero Barbara… me cuidó. Me pondré bien en un momento. No te preocupes. Robin insistió en que se acostara enseguida.

– Telefonearé a Sam para que venga, mamá. ¿Quieres? ¿Le pido a Sam que venga?

Corrine parpadeó y negó con la cabeza lentamente.

– Sólo quiero a mi niño -murmuró-. Mi Robbie. Como en los viejos tiempos. ¿Te parece bien, querido?

– Pues claro que me parece bien -dijo Robin-. ¿Por qué no me lo iba a parecer? Eres mi mamá, ¿no? ¿Qué esperabas?

Barbara tenía una idea aproximada de lo que Corrine estaba pensando, pero no dijo nada. Estaba más que contenta de entregarla a los cuidados de Robin. Le ayudó a poner en pie a su madre, y luego les ayudó a ambos a subir por la escalera. Robin entró en el dormitorio con ella y cerró la puerta. Barbara oyó sus voces, frágil la de Corrine, tranquilizadora la de Robin, como un padre que calmara a su hijo.

– Mamá, has de ir con más cuidado. ¿Cómo puedo dejarte en manos de Sam si no vas con más cuidado?

En el pasillo, Barbara se arrodilló entre el contenido desparramado del armario de la ropa blanca. Empezó a separar sábanas y toallas. Había llegado a los juegos de mesa, las velas y la inmensa miscelánea que había arrojado antes al suelo, cuando Robín salió del dormitorio de su madre. Cerró la puerta con suavidad.

– Espera, Barbara -dijo cuando vio lo que estaba haciendo-. Yo me ocuparé.

– Soy yo la que armó este follón.

– Eres la que salvó la vida de mi madre. -Se acercó a ella y extendió una mano-. Arriba. Es una orden. -Suavizó sus palabras con una sonrisa-. Si no te importa que te dé órdenes un agente detective novato.

– Muy poco novato, diría yo.

– Me alegro.

Barbara cogió su mano y permitió que la levantara. No había hecho grandes progresos con el desorden.

– Hice lo mismo en su dormitorio -dijo, señalando el suelo con la cabeza-. Supongo que ya lo habrás visto.

– Ya lo ordenaré. Haré lo mismo aquí. ¿Has cenado? -Iba a calentar algo que compré en el colmado.

– No será suficiente.

– No; me basta. De veras. Es un pastel de carne.

– Barbara…

Consiguió que su nombre sonara como un comentario preliminar: en voz baja, en la que vibraba un sentimiento que Barbara fue incapaz de definir.

– Compré el pastel de carne en Elvis Patel -se apresuró a explicar Barbara-. Con un nombre como ése tenía que pararme. A veces creo que tendría que haber nacido en los años cincuenta, porque siempre me he sentido atraída hacia los zapatos de gamuza azul.

– Barbara…

Ella siguió con más decisión.

– Iba a calentarlo en el horno de la cocina. Pero, tu mamá sufrió el ataque. Casi no pude encontrar el inhalador. Tal como he puesto la casa patas arriba, parece…

Vaciló. La expresión de Robin era más concentrada, el tipo de concentración que habría transmitido una enciclopedia de significado no verbalizado a una mujer con más experiencia, pero para Barbara no comunicaba otra cosa que la sensación cautelosa de estar vadeando aguas más profundas de lo que pensaba. Robin pronunció su nombre por tercera vez, y Barbara sintió una oleada de calor en su pecho. ¿Qué coño querían decirle sus ojos? Mejor dicho, ¿qué quería decir cuando pronunciaba su nombre con la misma ternura que ella decía «más nata montada»? Se apresuró a continuar.

– De todos modos, tu madre tuvo el ataque a los diez minutos de que yo llegara, así que no tuve oportunidad de calentar el pastel.

– Te iría bien cenar -dijo Robin-. Y a mí también. -La cogió del brazo, y la suave presión comunicó a Barbara que su intención era guiarla hacia la escalera-. Soy un buen cocinero. He traído costillas de cordero para hacer a la plancha. Tenemos bróculi y unas zanahorias de aspecto muy potable. -Hizo una pausa y la miró a los ojos. Era una especie de desafío, y Barbara no supo cómo interpretarlo-. ¿Me dejas que cocine para ti, Barbara?

Ella se preguntó si «cocinar para ti» era una expresión new age de doble sentido. En ese caso, ignoraba su significado. Se vio obligada a admitir que tenía hambre suficiente para devorar un jabalí, y decidió que no perjudicaría su relación laboral que le dejara pergeñar una cena rápida para ella.

– De acuerdo -dijo.

De todos modos, pensó que aceptaría la cena bajo falsos pretextos si no explicaba a Robin lo que había pasado entre ella y su madre. Era evidente que Robin la consideraba la salvadora de Corrine, y tal vez sentía una tierna gratitud por el papel que había jugado en el drama. Y si bien era cierto que había salvado a Corrine, no podía negar que ella había sido el agent provocateur de la crisis de asma. Robin debía saberlo, Era lo justo. Apartó su mano del brazo y dijo:

– Robin, debemos hablar sobre algo.

Robin aparentó ponerse en guardia. Barbara conocía aquella sensación. «Debemos hablar sobre algo» solía anunciar alguna advertencia, y en aquel caso sólo podía referirse a dos posibilidades: su relación profesional o su relación personal… si es que ésta existía. Quería tranquilizarle de alguna manera, pero carecía de experiencia en conversaciones hombre-mujer, y no quería quedar como una idiota. Habló atropelladamente.

– Hoy he hablado con Celia.

– ¿Con Celia? -Pareció que adoptaba todavía más cautela-. ¿Por qué? ¿Qué pasa?

Brillante, pensó Barbara. Estaba erigiendo defensas, y sólo había sido un comentario inicial.

– Tuve que verla por el caso…

– ¿Qué tiene que ver Celia con el caso?

– Nada, pero yo…

– Entonces, ¿por qué hablaste con ella?

– Robin. -Barbara tocó su brazo-. Déjame decir lo que tengo que decir, ¿de acuerdo?

Robin parecía incómodo, pero asintió.

– ¿No podemos hablar abajo, mientras preparo la cena? -preguntó.

– No. He de decírtelo ahora, porque es posible que después ya no tengas ganas de cocinar para mí. Puede que sientas la necesidad de dedicar un poco de tiempo esta noche a arreglar las cosas con Celia.

Robin parecía perplejo, pero antes de que pudiera interrogarla, continuó hablando. Explicó lo que había pasado, primero en el banco con Celia y después en Lark's Ha-ven con su madre. Robin lo escuchó todo (con semblante sombrío al principio, un «maldita sea» hacia la mitad, y completo silencio al final). Como transcurrió medio minuto sin que hablara desde que finalizara sus explicaciones, Barbara insistió.

– Lo mejor será que me largue después de cenar. Si tu madre y tu novia se han hecho una idea equivocada…

– No es mi… -Se interrumpió-. Escucha, ¿no podemos hablar de esto abajo?

– No hay nada más que hablar. Arreglemos esto, y luego haré la maleta. Cenaré contigo pero luego me iré. No hay otra alternativa.

Se agachó para reanudar la tarea. Empezó a recoger un Monopoly disperso, cuyas cartas de dinero y propiedades se habían mezclado con los peones de un antiguo juego de Serpientes y Escaleras.

Robin la cogió del brazo para detenerla. Esta vez, su presa era firme.

– Barbara -dijo-. Mírame. -Su voz, al igual que su presa, se había alterado por completo, como si el hombre hubiera relevado al muchacho. Barbara sintió que su pulso se aceleraba, pero obedeció. Robin la ayudó a incorporarse-. Tú no te ves como te ven los demás. Lo observé desde el primer momento. Supongo que no te ves como una mujer, una mujer que puede resultar interesante para un hombre.

«Puta mierda», pensó Barbara.

– Creo que sé quién y qué soy -respondió.

– No lo creo. Si supieras quién y qué eres, no me habrías contado lo que mamá y Celia piensan sobre nosotros, tal como lo has hecho.

– Sólo te he proporcionado los hechos. -Su voz era firme. Quiso pensar que incluso era alegre, pero era muy consciente de su proximidad y todo cuanto aquella proximidad implicaba.

– Me has proporcionado algo más que hechos. Me has confirmado que no crees.

– ¿Qué no creo?

– Que Celia y mamá han visto la verdad. Que siento algo por ti.

– Y yo por ti. Hemos trabajado juntos. Cuando trabajas con alguien se desarrolla una camaradería…

– Lo que siento es algo más que camaradería. No me digas que no te has dado cuenta, porque no te creo. Nos compenetramos, y tú lo sabes.

Barbara no sabía qué decir. No podía negar que había saltado una chispa entre ellos, pero le parecía tan improbable que surgiera algo de ella, que al principio la había ignorado y después la había apagado como mejor supo. Era la forma lógica de proceder, se dijo. Eran colegas, y los colegas no debían meterse en líos. Y aunque no lo hubieran sido, no era tan ciega como para olvidar ni por un momento su bagaje negativo: en particular su rostro, su figura, su manera de vestir, sus modales bruscos, su personalidad porcina. ¿Qué hombre sería capaz de verla a través de tanta basura?

Dio la impresión de que Robin había leído su mente.

– Lo que importa es el interior de las personas, no la fachada. Te miras y ves a una mujer incapaz de atraer a un hombre, ¿verdad?

Barbara tragó saliva. Robin no se había apartado de ella ni un milímetro. Esperaba una respuesta, y tendría que dársela tarde o temprano. 0 eso, o huir a su habitación y atrancarse por dentro. «Haz algo -se dijo-. Contéstale. Porque de lo contrario… porque se está acercando más… porque podría muy bien pensar…»

Las palabras brotaron a borbotones.

– Ha pasado mucho tiempo. No he estado con un hombre desde… Quiero decir… no sirvo para esto… ¿No quieres telefonear a Celia?

– No -contestó él-. No quiero telefonear a Celia.

Salvó la escasa distancia que les separaba y la besó.

«Hostia puta, joder, al infierno con todos los santos», pensó Barbara. Después, sintió su lengua en su boca y sus manos en la cara, en los hombros, los brazos, los pechos. Y dejó de pensar. Robin la estrechó contra sí, la arrinconó contra la pared y la abarcó con todo su cuerpo, para que no malinterpretara sus intenciones. Su mente dijo: «Por fin, joder, ya era hora.»

Sonó el teléfono. El ruido les separó. Se miraron, sin aliento, culpables, los cuerpos enardecidos, los ojos dilatados. Hablaron a la vez.

– Tendrías… -dijo Barbara.

– Debería… -dijo Robin.

Rieron al unísono.

– Voy a contestar -dijo Robin con una sonrisa-. Quédate donde estás. No te muevas ni un centímetro. ¿Prometido?

– Sí, de acuerdo.

Robin entró en su dormitorio. Barbara oyó su voz, el «hola» apagado, la pausa, y después:

– Sí, está aquí. Espere un momento. -Salió de la habitación con un teléfono inalámbrico. Lo entregó a Barbara-. Londres. Tu jefe.

«Mierda», pensó ella. Ya tendría que haber telefoneado a Lynley. Estaría esperando su informe desde hacía horas. Se llevó el teléfono al oído, mientras Robin abría el armario y empezaba a llenarlo. Aún sentía su sabor en la boca, la presión de sus manos sobre los pechos. Lynley no podría haber llamado en un momento más inoportuno.

– ¿Inspector? -dijo-. Lo siento. Hemos tenido una especie de crisis. Estaba a punto de telefonearle.

Robin la miró, sonrió y volvió a su tarea.

– ¿Está el agente con usted? -preguntó Lynley en voz baja.

– Pues claro. Acaba de hablar con él.

– Me refiero con usted. En la misma habitación.

Barbara vio que Robin la miraba de nuevo y ladeaba la cabeza con aire de curiosidad. Ella se encogió de hombros.

– Sí -contestó. Robin reanudó su tarea.

– Está con ella -dijo Lynley a alguien que había en su despacho-. Escúcheme con atención, Barbara -continuó, con voz tensa, impropia de él-. No diga nada. Existen muchas posibilidades de que Robin Payne sea nuestro hombre.

Barbara se quedó paralizada. No habría podido reaccionar ni aun intentándolo. Abrió la boca y consiguió articular las palabras «Sí, señor», pero eso fue todo.

– ¿Él sigue ahí? -preguntó Lynley-. ¿En la habitación? ¿Con usted?

– Ya lo creo.

Barbara desvió la vista hacia Robin, que seguía acuclillado sobre el suelo. Estaba apilando álbumes de fotos.

– El escribió las notas de secuestro -dijo Lynley-. Escribió el nombre y el número de caso de Charlotte en el dorso de las fotografías del lugar de los hechos. St. James lo ha examinado todo. La caligrafía coincide. El DIC de Amesford nos ha confirmado que Payne escribió los datos en el dorso de esas fotografías.

– Entiendo -dijo Barbara.

Robin estaba ordenando el Monopoly. Dinero a un lado. Casas al otro. Hoteles a continuación. Barbara echó un vistazo a una de las cartas: «Sales libre de la cárcel.» Quiso gritar.

– Hemos seguido el rastro de sus movimientos durante las últimas semanas -continuó Lynley-. Estuvo de vacaciones, Barbara, lo cual le proporcionó tiempo suficiente para estar en Londres.

– Esto sí es una noticia, ¿eh? -dijo Barbara.

No obstante, detrás de las palabras de Lynley, oyó lo que tendría que haber oído antes, lo que habría oído de no estar tan cegada por el pensamiento (¿o era la esperanza, gilipollas?) de que un hombre se interesaba en ella. Oyó hablar a cada uno, y la misma contradicción de lo que habían dicho habría tenido que alertarla.

«Ingresé en el DIC hace tres semanas -la voz de Robin-, cuando terminé el cursillo.» Pero Celia había dicho: «Cuando volvió del cursillo la semana pasada…» Y Corrine había gritado: «Cuando telefoneé… no estaba.»

Y aquello último era lo más revelador. Barbara oyó que los ecos rebotaban en su cabeza. No estaba en el cursillo de detectives. Porque estaba en Londres, poniendo su plan en acción, siguiendo a Charlotte, siguiendo a Leo, familiarizándose con los movimientos de cada niño, trazando la ruta que utilizaría cuan-do llegara el momento de secuestrarles.

– Barbara -dijo Lynley-. ¿Está ahí? ¿Me escucha?

– Oh, sí, señor. Ya lo creo. Se le oye muy bien. -Carraspeó, porque sabía que su voz sonaba rara-. Estaba pensando en los cómos y los porqués. Ya sabe a qué me refiero.

– ¿Su móvil? Hay otro niño por ahí. Además de Charlotte y Leo, Luxford tiene un tercer hijo. Payne conoce su identidad, o la identidad de su madre. Es lo que quiere que Luxford publique. Es lo que ha querido desde el principio.

Barbara le miró. Estaba reuniendo una colección de velas que habían caído del armario. Rojas, bronce, plateadas, rosa, azules. ¿Cómo era posible?, se preguntó. No parecía muy diferente de antes, cuando la había abrazado, besado y actuado como si la deseara.

– De modo que los datos encajan, ¿no? -preguntó, siguiendola pantomima pero aún en busca de la menor oportunidad-. Harvie parecía de lo más inocente, ¿rio? Sabía que habíamos establecido la relación con Wiltshire desde el principio, pero en cuanto al resto… joder, señor, siento ser una aguafiestas, pero ¿ha verificado todos los ángulos?

– ¿Estamos seguros de que Payne es nuestro hombre? -aclaró Lynley.

– Esa es la cuestión -dijo Barbara.

– Estamos casi totalmente seguros. Sólo queda la huella.

– ¿Cuál?

– La que St. James encontró en el interior de la grabadora. Vamos a llevarla a Wiltshire…

– ¿Ahora?

– Ahora. Necesitamos la confirmación del DIC de Amesford. Tendrán sus huellas dactilares en su expediente. Cuando las comparemos, será nuestro.

– ¿Y después?

– No haremos nada.

– ¿Por qué?

– Tiene que conducirnos hasta el niño. Si detenemos a Payne antes de eso, corremos el riesgo de perderlo. Cuando el periódico de Luxford salga mañana sin el artículo que Payne quiere ver, irá en busca del chico. Entonces le cogeremos.

Lynley continuó con voz perentoria. Le dijo que debía seguir como hasta aquel momento y que la seguridad de Leo Luxford era lo más importante. Subrayó que debía esperar sin hacer nada y dejar que Payne les condujera hasta el lugar donde había ocultado al niño. Le dijo que, en cuanto confirmaran las huellas dactilares, el DIC de Amesford pondría la casa bajo vigilancia. Lo único que debía hacer hasta que llegara aquel momento era comportarse con normalidad.

– Winston y yo salimos hacia Wiltshire ahora -dijo ¿Puede controlar la situación? ¿Comportarse con normalidad y continuar lo que estaba haciendo antes de que telefoneara?

– Supongo que sí -contestó Barbara, y se preguntó cómo diablos iba a conseguirlo.

– Estupendo -dijo Lynley-. Él creerá que estamos cerrando el cerco en torno a Alistair Harvie. Usted siga como hasta ahora. -Sí. De acuerdo. -Hizo una pausa-. ¿Mañana por la mañana? -añadió, como contestando a Lynley-. De acuerdo. Ningún problema. En cuanto tenga a Harvie a la sombra le dirá lo que ha hecho con el niño. Ya no me necesitará aquí. ¿A qué hora quiere que esté en el Yard?

– Bien hecho, Barbara -dijo Lynley-. No desfallezca. Ya salimos.

Barbara pulsó el botón de desconexión. Miró a Robin, que estaba trabajando en el suelo. Tuvo ganas de golpearle hasta arrancarle la verdad y, como resultado, que Robin volviera a ser lo que había aparentado al principio, pero sabía que de momento no podía hacer nada. La vida de Leo Luxford era más importante que comprender aquellos dos minutos de magreo entre las toallas y las sábanas del armario.

– ¿Devuelvo el teléfono a…? -preguntó, y vio por qué Robin tenía tanto interés en preparar la cena, en ordenar lo que ella había desordenado, en mantenerla ocupada con él y distraída de lo que había sacado del armario. Había recogido las velas. Se estaba preparando para guardarlas en el armario. Pero entre las velas que sujetaba, había una de plata que no era una vela, sino una pieza de flauta. La flauta de Charlotte Bowen.

Robin se levantó y dejó lo que sostenía a un lado de la pila de toallas. Barbara vio, entre los restos dispersos en el suelo, otra pieza de la flauta, junto a la caja de la que había caído. Robín la recogió junto con un puñado de fundas de almohada. Recuperó el teléfono.

– Yo lo guardaré -dijo, y le acarició la mejilla cuando pasó por su lado.

Barbara esperaba que su falso ardor sufriera un cambio después de ocultar la flauta, pero cuando volvió a su lado, sonrió.

Recorrió su barbilla con un dedo y se inclinó hacia ella. Barbara pensó en lo que debería soportar por cumplir su deber. Su lengua se le antojó un reptil introducido en su boca. Tuvo ganas de cerrar las mandíbulas y apretar los dientes hasta saborear la sangre. Quiso hundirle la rodilla en los huevos hasta que salieran estrellas de sus miserables cavidades oculares. No estaba dispuesta a tirarse a un homicida por amor, dinero, la monarquía, la patria, el deber o por puro placer enfermizo. Sin embargo, comprendió que aquél era el único motivo de que Robin deseara cepillársela. El puro placer enfermizo. La gran burla de tirarse a la policía que intentaba atraparlo. Porque eso era lo que había hecho desde el primer momento, de una forma u otra. Tirársela metafóricamente.

Barbara notó que la ira se encendía en su pecho. Deseó partirle la cara, pero oyó a Lynley decir que continuara adelante. Pensó en la mejor forma de ganar tiempo. Creyó que no sería difícil. Tenía una excusa, en aquella misma casa. Se deshizo del beso de Robin.

Joder, Robin -susurró-. Tu madre está en su habitación. No podemos…

– Se ha dormido. Le di dos píldoras. No despertará hasta mañana. No hay de qué preocuparse.

«A la mierda el plan uno», pensó Barbara. Y entonces se dio cuenta de lo que había dicho: píldoras. Píldoras. ¿Qué clase de píldoras? Tenía que ir al cuarto de baño a toda prisa, porque no albergaba dudas acerca de lo que encontraría entre los medicamentos del botiquín. Pero quería asegurarse.

Robin la acorraló, con una mano apoyada sobre la pared y otra en su nuca. Notó la fuerza flexible de sus dedos. Qué fácil le habría resultado retener a Charlotte bajo el agua hasta ahogarla.

La besó de nuevo. Su lengua sondeó. Ella se puso rígida. Robin retrocedió y la miró con atención. Barbara comprendió que no tenía ni un pelo de tonto.

– ¿Qué pasa? -preguntó-. ¿Qué te ocurre?

Sabía que algo estaba pasando, y no mordería el anzuelo si volvía a aducir preocupaciones por su madre. Por lo tanto, le dijo la verdad, porque algo que no había percibido antes en él -su sexualidad depredadora- le reveló que tal vez interpretara la verdad de una forma útil a sus necesidades.

– Tengo miedo.

Vio que la suspicacia destellaba en sus ojos. Ella sostuvo su mirada.

– Lo siento -continuó-. Intenté decírtelo antes. Hace siglos que no estoy con un hombre. Ya no sé muy bien qué hacer. El destello se apagó. Robin volvió a la carga.

– Lo recordarás enseguida -murmuró-. Te lo prometo.

Padeció otro beso. Emitió lo que consideró un sonido apropiado. En respuesta, Robin le cogió la mano y la guió hasta su sexo. Gruñó.

Lo cual proporcionó a Barbara la excusa de soltarle. Tomó la precaución de hablar con voz falta de aliento, confusa, desolada.

– Esto va demasiado rápido. Joder, Robin. Eres un hombre atractivo. Bien sabe Dios que eres sexy, pero no estoy preparada para… Quiero decir que necesito tiempo. -Se frotó el cabello con los nudillos y lanzó una carcajada pretendidamente afligida-. Me siento una idiota. ¿No podemos ir un poco más despacio? Dame la oportunidad de…

– Pero te vas mañana -señaló Robin.

– ¿Que me voy…? -Se contuvo al borde del precipicio-. Pero sólo a Londres. ¿Cuánto hay hasta Londres? ¿Ciento veinte kilómetros? Una minucia, si deseas de veras ir. -Le dedicó una sonrisa y se maldijo por haber practicado tan poco el arte de la seducción-. ¿Tú quieres ir a Londres? 0 sea, ¿tienes ganas de ir?

Robin recorrió el puente de su nariz con el dedo y luego con tres dedos acarició sus labios. Barbara permaneció inmóvil, procuró retener el impulso de morderlos hasta la tercera falange.

– Necesito un poco de tiempo -repitió-. Y Londres no está ejos. ¿Me concederás un poco de tiempo?

Se le había terminado su exigua provisión de artimañas femeninas. Esperó a ver qué sucedía. En aquel momento no habría dicho no a un deis ex machina. Algo que hubiera descendido del cielo en un carro de fuego le habría bastado. Pero estaba en manos de Robin, tanto como él en las suyas. Ella estaba diciendo «Ahora no, aquí no, todavía no». El siguiente movimiento le correspondía a él.

Robin acercó la boca a la suya. Deslizó la mano por su cuerpo. La aferró con tal rapidez entre las piernas que Barbara no vio el gesto, pero la apretó con tanta fuerza que, en cuanto la mano se retiró, aún sintió la cálida presión.

– Londres -dijo Robin y sonrió-. Vamos a cenar. Barbara estaba de pie ante la ventana de su dormitorio, escudriñando la oscuridad. No había farolas en Burbage Road, de modo que tenía que confiar en la luz de la luna, la de las estrellas y los faros de algún vehículo que pasara para descubrir una señal de la prometida vigilancia policial.

Había conseguido engullir la cena. Ya no recordaba qué más había cocinado Robin, aparte de las costillas de cordero. Había diversas fuentes en la mesa del comedor, y había picoteado para fingir que comía. Había masticado, tragado, bebido una copa de vino después de cambiarla por la de él (una simple precaución), cuando había ido a la cocina en busca de verduras. Pero no había saboreado nada. El único de sus cinco sentidos que parecía funcionar era el oído. Había escuchado todo: el sonido de sus pasos, el ritmo de su propia respiración, el roce de los cuchillos sobre la porcelana y, sobre todo, los ruidos sordos del exterior. ¿Era aquello un coche? ¿Los ruidos apagados de hombres que tomaban posiciones? ¿El timbre de una puerta que sonaba en algún sitio, para permitir el acceso de la policía a una casa desde la que acecharían el siguiente movimiento de Robin Pavne?

La conversación con él había constituido una tortura. Barbara era muy consciente del peligro de hacer preguntas erróneas (con la excusa de intimar más) que la traicionaran. Para evitarlo, había hablado. Había pocos temas de conversación y aún menos ganas de hablar con él, pero si tenía que convencer a Robin de que abrigaba el sueño de verle tras su regreso a Londres, sabía que debía inyectar un brillo de ilusión en sus ojos y una impaciencia dichosa en su voz. Tenía que mirarle sin pestañear, convencerle de que le quería. Tenía que hacerle hablar, y cuando lo consiguiera, tenía que beber sus palabras, como si fueran el maná que anhelaba.

No era un acto que tuviera perfeccionado. Al final de la cena estaba exhausta. Cuando él recogió la mesa, tenía los nervios a flor de piel.

Dijo que estaba exhausta, que el día había sido muy largo, que necesitaba levantarse temprano por la mañana, que debía estar en el Yard a las ocho y media, y con el tráfico que había… Si no le importaba, se iría a la cama.

A Robin no le importó.

– Has tenido un día agotador, Barbara -dijo-. Te mereces un buen descanso.

La acompañó hasta el pie de la escalera y acarició su nuca a modo de buenas noches.

En cuanto le perdió de vista, Barbara esperó a oír los movimientos reveladores de que había vuelto al comedor o a la cocina. Cuando lo oyó lavar los platos, se deslizó en el cuarto de baño, donde antes había buscado el inhalador de Corrine.

Contuvo el aliento y se movió con el mayor sigilo posible. Rebuscó entre los frascos diseminados en el lavabo y leyó las etiquetas con avidez. Encontró medicamentos para las náuseas, las infecciones, molestias intestinales, diarrea, espasmos musculares e indigestiones, todos ellos prescritos para el mismo paciente: Corrine Payne. El frasco que buscaba no estaba allí. Pero tenía que estar… si Robin era lo que Lynley pensaba.

Entonces, recordó. Robin había dado píldoras a Corrine. Si estaban antes con los demás medicamentos, habría buscado en el lavabo, como ella, hasta encontrarlas. Después de encontrarlas, habría cogido el frasco, sacado dos píldoras y… ¿Qué había he-cho con el jodido frasco? No lo había devuelto al botiquín. No estaba en el lavabo, ni en el canasto. ¿Dónde…? Lo vio sobre la cisterna. Lanzó un grito de triunfo y lo cogió. «Valium», rezaba la etiqueta. Y los consejos al paciente: «Tome una tableta al menor síntoma de tensión.» Y las advertencias habituales: «Puede provocar sueño. No mezclar con alcohol. Atenerse siempre a las instrucciones.»

Devolvió el frasco a donde lo había encontrado. «Ya te tengo», pensó. Regresó a su habitación.

Durante un cuarto de hora hizo los ruidos propios de alguien que se dispone a acostarse. Se tendió sobre la cama y apagó la luz. Esperó cinco minutos, y después caminó hacia la ventana, donde estaba ahora, a la espera de una señal.

Si descubría que estaban allí (y Lynley se lo había asegurado), vería alguna señal, ¿no? Una furgoneta camuflada. Una tenue luz detrás de una cortina, en la casa de enfrente. Un movimiento cerca de los árboles que bordeaban el sendero. Pero no vio nada en absoluto.

¿Cuánto tiempo había pasado desde la llamada de Lynley?, se preguntó. ¿Dos horas? ¿Más? Había telefoneado desde el Yard, pero salían al instante, había dicho. Irían deprisa por la autovía si no encontraban un accidente. Las carreteras rurales que conducían a Amesford eran un poco problemáticas, pero ya tendrían que haber llegado. A menos que Hillier les hubiera interceptado. A menos que Hillier hubiera exigido una completa explicación. A menos que el hijoputa de Hillier les hubiera entorpecido, como de costumbre…

Oyó los pasos de Robin en el pasillo. Corrió a la cama y se arrebujó bajo las mantas. Se obligó a contener el aliento, y se esforzó por oír girar el pomo de la puerta, al abrirse, y sus pasos decididos que cruzaban la habitación.

En cambio, oyó ruidos en el cuarto de baño. Estaba meando como una manguera. Una meada eterna. Después tiró de la cadena, y cuando el sonido se apagó oyó un tintineo reconocible. Píldoras que se agitaban dentro de un frasco.

Oyó la explicación del patólogo con absoluta claridad, como si estuviera con ella en la habitación. «La drogaron antes de ahogarla, lo cual explica por qué no hay marcas significativas en el cuerpo. No pudo oponer resistencia. Estaba inconsciente cuando la sumergieron bajo el agua.»

Barbara se incorporó de un brinco. El niño, pensó. Robin no iba a esperar al periódico de mañana. Iría por el niño esa noche y utilizaría el valium. Apartó las mantas y se precipitó hacia la puerta. La abrió apenas unos centímetros.

Robin salió del cuarto de baño. Fue a la habitación de su madre y abrió la puerta. Miró un momento, en apariencia satisfecho, y se volvió en dirección a Barbara. Esta cerró su puerta. No había pestillo. Tampoco había tiempo de correr a la cama antes de que él llegara. Se quedó inmóvil, con la cabeza apoyada contra la hoja. Rezó. «Pasa de largo, pasa de largo, pasa de largo.» Le oyó respirar al otro lado de la puerta. Llamó con suavidad. Barbara no hizo nada.

– ¿Barbara? -susurró Robin-. ¿Estás dormida? ¿Puedo entrar? Volvió a llamar. Barbara apretó los labios y contuvo el aliento. Un momento después oyó que bajaba por la escalera.

Robin vivía en la casa. Sabía que su puerta carecía de pestillo. Por lo tanto, no había querido entrar, porque de haberlo querido lo habría hecho. Sólo quería asegurarse de que estaba dormida.

Abrió la puerta. Le oyó abajo, en la cocina. Descendió por la escalera con sigilo.

Robin había cerrado la puerta de la cocina, pero no por completo. Barbara la abrió unos centímetros. Oyó, más que vio, abrirse una alacena, el zumbido de un abrelatas eléctrico y el tintineo de metal sobre losa.

Robin pasó ante sus ojos, con un termo rojo en la mano. Rebuscó en una alacena y sacó una pequeña tabla de cortar, sobre la que depositó cuatro tabletas azules. Las convirtió en polvillo con el extremo posterior de una cuchara de madera. Introdujo el polvillo en el termo.

Se acercó a los fogones, donde algo se estaba calentando. Lo removió un momento. Barbara lo oyó silbar por lo bajo. Después vertió el contenido de una olla en el termo, un líquido humeante, sopa de tomate, a juzgar por el olor. Luego tapó el termo y limpió minuciosamente toda huella de su obra. Paseó la mirada por la cocina, palmeó sus bolsillos y sacó las llaves del coche. Salió a la noche, no sin antes apagar las luces de la cocina.

Barbara corrió hacia la escalera y se precipitó hacia su ventana. El Escort de Robin avanzaba en silencio, con las luces apagadas, hacia la carretera. Le verían en cuanto llegara a la calle. Le seguirían.

Miró a derecha e izquierda. Esperó. Vigiló. El coche de Robin se puso en marcha en cuanto tocó la carretera. Encendió los faros y se dirigió hacia el oeste, hacia el pueblo. Pero nadie le siguió. Pasaron cinco segundos. Diez. Quince. Nadie.

– ¡Mierda! -susurró Barbara-. ¡Maldita sea!

Cogió las llaves y bajó por la escalera como una exhalación. Cruzó la cocina y salió a la noche. Subió al Mini y lo encendió con un rugido, dio marcha atrás, bajó por el camino particular y se internó en Burbage Road. Conducía con los faros apagados, en dirección al pueblo. Rezó. Fue alternando las oraciones con las blasfemias.

Ya en el centro del pueblo, frenó donde la carretera se bifurcaba a cada lado de la estatua del rey Alfredo. Si tomaba el ramal de la izquierda, iría al sur, hacia Amesford. El ramal de la derecha conducía al norte, hacia Marlborough y el sendero vecinal que atravesaba el valle de Wootton, Stanton St. Bernard, Allington, y pasaba ante el caballo de yeso espectral que llevaba mil años galopando por las llanuras. Eligió el ramal derecho. Pisó el acelerador. Dejó atrás la comisaría, envuelta en la penumbra, el colmado de Elvis Patel, la oficina de correos. El Mini cruzó como una exhalación el puente que se arqueaba sobre el canal de KennetyAvon.

Una vez al otro lado del canal, se encontró fuera del pueblo y se internó en las tierras de cultivo. Escudriñó el horizonte y clavó la vista en la carretera que se extendía ante ella. Maldijo a Hillier y a todos los que hubiera podido preparar el plan de vigilancia. Oyó a Lynley decirle que la seguridad del niño era lo más importante, que Payne iría por él cuando el artículo no apareciera en el periódico. Vio el cadáver de Charlotte Bowen durante la autopsia, y golpeó el volante.

– ¡Malditos seáis! -gritó-. ¿Dónde os habéis metido?

Entonces lo vio: los faros del coche de Robin iluminaron por un momento un grupo de árboles destinados a cortar el viento, a medio kilómetro de distancia. Se lanzó hacia la luz. Era su única esperanza.

Robin no iba a tanta velocidad como ella. Pensaría que no era necesario. Suponía que su madre estaba dormida y Barbara también. ¿Para qué llamar la atención corriendo como si le persiguieran todos los demonios? Barbara fue ganando terreno, y cuando Robin pasó al lado de una gasolinera abierta en las afueras de Oare, Barbara vio claramente la silueta del Escort. Tal vez, a fin de cuentas, Dios existía, pensó.

Pero nadie la seguía a ella. Lo cual le reveló que estaba sola por completo. Sin armas, sin un plan y sin comprender por qué Robin Payne había decidido destruir las vidas de tanta gente. Lynley había dicho que Dennis Luxford era el padre de un tercer hijo. Puesto que la nota de secuestro había ordenado al periodista reconocer a su primogénito, y puesto que reconocer a Charlotte Bowen no había servido a los intereses del secuestrador, la única conclusión posible era que se trataba de un hijo mayor, y que Robin Payne conocía su existencia. La conocía y le irritaba lo suficiente para matar. ¿Quién…?

Había cambiado, según Celia. Nada más volver del supuesto cursillo de detective, Robin había cambiado. Cuando había dejado Wootton Cross, ella supuso que se casarían. Al volver, se dio cuenta de que un abismo los separaba. Llegó a la conclusión de que aquel abismo significaba otra mujer en la vida de Robin. Pero ¿y si Robin había descubierto algo sobre ella? Sobre Celia. Sobre la relación de Celia con otro hombre… ¿Sobre la relación de Celia con Dennis Luxford?

Robin se desvió a la izquierda y tomó otro sendero. Los faros iluminaron su avance sinuoso a través de los campos. Un giro a la izquierda significaba que se dirigía hacia el norte del valle de Wootton. Cuando Barbara llegó al sendero, se arriesgó a encender sus luces un instante. Leyó el letrero que indicaba el desvío a Fyfield, Lockeridge y West Overton. Al lado, con una flecha que indicaba la dirección, el signo internacional de un lugar histórico: la silueta de un castillo, marrón sobre metal blanco, con almenas inconfundibles. Bingo, pensó Barbara. Primero un molino de viento y después un castillo. Robin Payne, como él mismo había reconocido, se sabía al dedillo desde hacía mucho tiempo los mejores lugares de Wiltshire para cometer travesuras.

Tal vez había estado allí con Celia. Tal vez lo había elegido por ello. Pero si todas sus maquinaciones eran debidas a Celia Matheson y a su relación ilícita con Dennis Luxford, ¿cuándo y cómo había tenido lugar? Charlotte Bowen tenía diez años en el momento de su muerte. Si no era la primogénita de Luxford, su primer hijo tenía que ser mayor. Aunque sólo le llevara unos meses, eso significaba que Celia Matheson había sostenido relaciones con Dennis Luxford cuando era una adolescente. ¿Cuántos años tenía Celia, por cierto? ¿Veinticuatro? ¿Veinticinco? Para haber mantenido relaciones con Dennis Luxford, de las que resultara un hijo, un hijo mayor que Charlotte Bowen, tendría que haberse acostado con Luxford cuando sólo tenía catorce años. No se podía descartar la posibilidad, porque sucedía a menudo que una adolescente diera a luz. Sin embargo, a pesar de que Luxford parecía un tipo desagradable si había que juzgarle por su periódico, Barbara no había oído nada sobre él que insinuara cierta propensión hacia las adolescentes. Y teniendo en cuenta cómo había descrito Portly a Dennis Luxford cuando era alumno de Baverstock, y sobre todo el contraste entre Luxford y los demás chicos, no había más remedio que concluir…

«Espera -pensó Barbara-. Puta mierda.» Aferró con más fuerza el volante. Vio que el coche de Robin pasaba bajo unos árboles y ascendía una ligera pendiente. Le siguió, con la atención dividida entre el coche y la senda, y procuró rememorar los detalles más salaces de la explicación de Portly. Un grupo de chicos de Baverstock, de la misma edad de Dennis Luxford, se habían acostado frecuentemente con una chica del pueblo en la vieja fábrica de hielo situada en los terrenos del colegio. Le habían pagado dos libras por cada uno de sus favores y había quedado embarazada. A continuación, escándalo, expulsiones y las compensaciones pertinentes. Si la chica del pueblo había dado a luz un niño que todavía vivía, el producto de aquellos coitos entre la chica del pueblo y el grupo de muchachos tendría hoy, calculó Barbara, veintinueve años.

«Hostia divina», pensó Barbara. Robin Payne no conocía la existencia del hijo de Dennis Luxford. Robin Payne pensaba que era el hijo de Dennis Luxford. Barbara ignoraba cómo habría llegado a esa conclusión, pero estaba tan segura de ello como de que Robin la estaba conduciendo hacia el niño que consideraba su medio hermano. Recordó lo que le había dicho la noche que pasaron en coche ante el colegio de Baverstock. «No hay nadie en mi árbol genealógico.» Nadie importante, había supuesto ella. Ahora, comprendió el verdadero significado. Nadie en absoluto, al menos de una forma legítima.

Conseguir que le asignaran al caso había sido una jugada maestra. Nadie debió sospechar cuando el entusiasta y joven detective solicitó participar. Y cuando ofreció su propia casa a la sargento de Scotland Yard (tan cerca del lugar donde habían tirado el cadáver, ningún hotel decente en el pueblo, su madre habitando en la casa, para que nadie pensara mal), ¿qué mejor manera de estar en todo momento al corriente del caso? Cada vez que hablaba con Barbara, o la oía hablar con Lynley, se enteraba de sus progresos. Cuando ella le habló de los ladrillos y el poste de mayo que Charlotte mencionaba en la grabación, se sintió en el séptimo cielo. Barbara le había ofrecido la «pista» que necesitaba para ser la persona que descubriera el molino. Del cual sin duda habría hecho desaparecer el uniforme de Charlotte, antes de doblarlo e introducirlo en una de las cajas de trapos del vicario, aprovechando alguna de sus visitas. Porque los Matheson nunca habrían pensado en él como un extraño. Era el prometido de su hija, el verdadero amor de su hija. Que también fuera un asesino les había pasado por alto.

La atención de Barbara se concentró en el Escort de Robin. Se había desviado de nuevo, esta vez al sur. Su coche empezó a ascender una colina. Barbara tuvo la sensación de que se estaban acercando a su objetivo.

Se desvió también y aminoró la velocidad. No había nada (habían dejado atrás la última granja cinco kilómetros antes), de modo que no tenía miedo de perderle. Vio que sus faros fluctuaban a lo lejos. Procuró mantener la misma distancia en todo momento.

La senda se fue estrechando. A su izquierda se alzaba una colina cubierta de árboles. A su derecha, un inmenso campo se perdía en la oscuridad, separado de la carretera mediante una alambrada. La senda empezó a rodear una colina, y Barbara aminoró todavía más la velocidad. A unos cien metros de distancia, el coche de Robin frenó ante una cancela que bloqueaba la carretera. Robin salió del coche y la abrió. Pasó en coche, la cerró y continuó su camino. La luz de la luna iluminaba su destino. Tal vez unos cien metros después de la cancela se alzaban las ruinas de un castillo. Barbara vio los muros semiderruidos que lo rodeaban, así como los arbustos y árboles que crecían en el interior. Al otro lado de la muralla se erguía lo poco que quedaba del castillo. Distinguió dos torres almenadas redondas a cada extremo del muro derruido, y a unos veinte metros de una de las torres el techo de un edificio. Tal vez una cocina, un horno, una cámara privada o la sala principal.

Barbara aparcó el Mini en la cuneta, justo antes de llegar a la cancela cerrada. Apagó el motor y salió por el lado izquierdo de la carretera, donde se alzaba la colina cubierta de árboles y arbustos. Un letrero en la cancela identificaba el edificio como el castillo de Silbury Huish. Otro letrero informaba que sólo estaba abierto al público los primeros sábados de mes. Robin había elegido un buen lugar. La carretera era lo bastante mala para desalentar a los turistas, y aunque se desplazaran tan lejos entre semana, no era probable que entraran sin autorización para echar un vistazo a un montón de ruinas. Había muchas ruinas más en el condado, con carreteras mejores que aquella.

El Escort de Robin se detuvo cerca del muro exterior del castillo. Por un momento, sus faros describieron arcos brillantes sobre las piedras. Después se apagaron. Cuando Barbara llegó a la cancela, vio la silueta de Robin bajar del coche. Abrió el maletero y extrajo un objeto que dejó en el suelo; produjo un sonido metálico al chocar contra una piedra. Sacó un segundo objeto, del cual brotó un cono de luz. Una linterna. La movió a lo largo del muro del castillo. Al cabo de un instante desapareció.

Barbara corrió hacia el maletero del Mini. No podía arriesgarse a utilizar una linterna. Bastaría con que Robin mirara hacia atrás y comprendiera que le había seguido, para que la hiciera picadillo. Tampoco iba a aventurarse entre aquellas ruinas sin algún arma. Rebuscó en el contenido del maletero, mientras se maldecía por haberlo utilizado como receptáculo para cualquier cosa que no supiera dónde meter. Sepultado bajo mantas, un par de botas de lluvia, diversas revistas y un bañador que debía tener diez años de antigüedad, encontró el gato la llave de desmontar neumáticos. Cogió esta última. La sopesó. Golpeó su palma con el extremo curvado. Sería suficiente.

Se lanzó en persecución de Robin. En coche, éste había seguido la pista hasta el castillo. A pie no era necesario. Barbara atajó por un trecho de terreno despejado. En otros tiempos habría proporcionado a los habitantes del castillo una buena vista de los posibles atacantes, y Barbara grabó el detalle en su memoria mientras avanzaba. Se movía agachada, consciente de que la luz de la luna que facilitaba su avance también la hacía visible, aunque fuera como una sombra.

Estaba avanzando con rapidez y facilidad, cuando la naturaleza se interpuso en su camino: tropezó con un arbusto bajo (parecía un enebro) y alteró la paz de un nido de pájaros que alzaron el vuelo espantados. Le pareció que el batir de las alas despertaba ecos en todas las piedras de las murallas.

Barbara se quedó inmóvil. Esperó, con el corazón palpitando. Se obligó a contar hasta sesenta y dos veces. Al no percibir ningún movimiento desde la dirección que Robin había tomado, reanudó su camino.

Llegó al coche de Payne sin incidentes. Buscó las llaves en el interior, mientras rezaba para verlas colgadas del encendido. No estaban. Bien, tanta suerte no era posible.

Siguió la curva de la muralla como él, un poco más deprisa. Había perdido el tiempo que pensaba ganar con el atajo. Necesitaba recuperarlo como fuera, pero el sigilo y el silencio eran fundamentales. Aparte de la llave, su otra arma era la sorpresa.

Tras doblar la curva llegó a los restos de la entrada del castillo. Ya no había puerta sujeta a las viejas piedras, sólo una arcada sobre la cual distinguió un escudo de armas corroído. Se detuvo en un nicho creado por el muro semiderruido de la entrada, y escuchó con atención. Los pájaros habían enmudecido. La brisa nocturna arrancaba susurros de las hojas de los árboles que crecían en el interior del recinto. No oyó voces, pasos o roce de ropas. Y no vio otra cosa que dos torres escarpadas que se alzaban hacia el cielo oscuro.

Las torres conservaban las pequeñas aspilleras oblongas que habrían permitido el paso de la luz del sol a las escaleras de caracol construidas en el interior de las torres. Desde aquellas aspilleras, el castillo habría podido defenderse, mientras los soldados del castillo corrían hacia el tejado almenado. También desde aquellas aspilleras habría surgido una tenue luz en el caso de que Robin Payne hubiera elegido una de las torres como lugar de cautiverio de Leo, pero ninguna luz se filtraba por ellas. Por lo tanto, Robin tenía que estar en el edificio en cuyo tejado se había fijado Barbara, a unos veinte metros de la torre más alejada.

Vio el edificio como una forma borrosa a la débil luz. Entre el edificio de tejado de caballete y la arcada donde se encontraba no había mucho espacio donde esconderse. En cuanto dejara atrás la entrada, así como los árboles y arbustos, sólo contaría con las escasas piedras fundamentales que señalaban los lugares donde, en otro tiempo, se habían levantado los aposentos del castillo. Barbara estudió las piedras. Calculó que el primer grupo distaría unos diez metros, donde un ángulo recto de restos le brindaría protección.

Aguzó el oído para detectar movimientos y sonidos. Aparte del viento, no captó nada más. Corrió hacia las piedras.

Diez metros más cerca del edificio superviviente del castillo le permitieron ver lo que era. Distinguió el arco de las ventanas góticas de medio punto, así como un florón en el ápice del tejado, silueteado contra el cielo nocturno. Era una cruz. El edificio era una capilla.

Barbara clavó la mirada en las ventanas de medio punto, esperando a vislumbrar un destello de luz en el interior. Robin tenía una linterna. No podía maniobrar en la oscuridad absoluta. De un momento a otro se delataría. Pero no vio nada.

Notó húmeda la mano que sujetaba el desmontador. La frotó sobre los pantalones. Examinó el siguiente trecho de terreno despejado y corrió hacia un segundo montón de piedras fundamentales.

Un muro más bajo que las murallas exteriores había sido construido alrededor de la capilla. Una pequeña entrada techada, cuya forma imitaba la de la capilla, servía de refugio al oscuro oblongo de una puerta de madera. La puerta estaba cerrada. Otros quince metros se extendían hasta la entrada de la capilla, quince metros cuyo único refugio consistía en un banco desde el cual los turistas podrían admirar los restos de la fortificación medieval. Barbara corrió hacia el banco, y desde el banco al muro exterior de la capilla.

Se deslizó a lo largo de éste con el hierro bien sujeto, sin apenas respirar. Pegada a las piedras, llegó a la entrada de la capilla.

Se enderezó, con la espalda pegada a la pared, y escuchó. Primero el viento, luego el ruido de un avión en el cielo, después otro sonido más cercano: el roce de metal sobre piedra. El cuerpo de Barbara tembló en respuesta.

Avanzó hacia la entrada. Apretó la palma contra la puerta, que cedió un par de centímetros. Asomó la cabeza.

Frente a ella, la puerta de la capilla estaba cerrada, y las ventanas se veían tan negras e impenetrables como antes, pero un sendero de piedra rodeaba la capilla, y cuando Barbara traspuso la entrada, vio el primer destello de luz. Y aquel ruido, otra vez. Metal sobre piedra.

Una orilla herbácea inesperada crecía profusamente a lo largo del muro exterior que limitaba los alrededores de la capilla. Invadía el sendero de piedra con zarcillos, ramas, hojas y flores. La orilla se veía pisoteada en algunos puntos, y al observarlo Barbara pensó que las pisadas no habían sido obra de algún visitante que hubiera arriesgado la suspensión de su coche por ir a visitar un lugar tan alejado.

Se acercó a la capilla y se deslizó con sigilo a lo largo de las toscas piedras que componían su muralla externa, hasta llegar a la esquina. Se detuvo. Escuchó. Primero oyó el viento que susurraba entre los árboles de la colina cercana; luego metal sobre piedra, un ruido más penetrante; y finalmente la voz.

– Beberás cuando yo te diga.

Era Robin, pero no el Robin que conocía, no era el inseguro y novato detective con quien había hablado durante los últimos días. Era la voz de un asesino.

– ¿Te has enterado?

Y luego la voz de un niño, frágil y asustada:

– Pero tiene mal sabor. Sabe a…

– Me da igual a qué sabe. Lo beberás, tal como te he dicho, o te obligaré a tragarlo. ¿Comprendido? ¿Te gustó que te obligara la última vez?

El niño no contestó. Barbara avanzó lentamente. Se asomó por la esquina de la capilla y vio que el sendero conducía a unos escalones de piedra que descendían a través de un arco tallado en el muro de la capilla y parecían conducir a una cripta. Subía luz por la escalera. Demasiada luz para ser una linterna, comprendió Barbara. También había traído su farol, como cuando habían ido al molino. Sería el objeto que había sacado del maletero del coche.

Barbara flexionó los dedos alrededor de la llave y avanzó poco a poco, pegada al muro de la capilla.

– Bebe, maldita sea -dijo Robin.

– Quiero ir a casa.

– Me importa una mierda lo que quieras. Bebe esto…

– ¡Me hace daño! ¡Mi brazo! -gritó el niño.

Un forcejeo. Un golpe. Robin gruñó.

– ¡Capullo de mierda! -aulló-. ¡Cuando te digo que bebas…! El sonido de un violento puñetazo.

Leo chilló. Otro golpe. Robin quería matarle. O tomaba la droga, para luego ahogarle como había hecho con Charlotte, o lo mataría con sus propias manos. En cualquier caso, Leo iba a morir.

Barbara recorrió el resto del sendero. Contaba con el factor sorpresa, se dijo, y con la llave.

Se precipitó escaleras abajo con un alarido y entró en la cripta. Estrelló la puerta de madera contra la pared de piedra. Robin tenía agarrado por el cuello a un niño rubio, con un vaso de plástico apretado contra sus labios.

Barbara comprendió cuál era su intención esta vez: la cámara era una antigua cripta, seis ataúdes de plomo estaban extendidos sobre una fosa practicada en el suelo y llena de agua cenagosa y pestilente. Sería el agua que encontrarían en el cadáver de Leo. Esta vez no sería agua de grifo, sino algo más complicado para el patólogo encargado de la autopsia.

– ¡Suéltale! -gritó Barbara-. ¡He dicho que le sueltes!

Robin obedeció. Arrojó al niño al suelo, pero no se amedrentó por haber sido descubierto. Se abalanzó sobre ella.

Barbara balanceó la llave y la descargó sobre el hombro de Robin, que parpadeó pero no se arredró. Barbara la balanceó de nuevo pero Robin se la arrebató de un manotazo y la arrojó a un lado. La llave resbaló sobre el suelo de piedra, chocó contra un ataúd y cayó al foso. Robin sonrió al oír el chapoteo. Avanzó.

– ¡Corre, Leo! -chilló Barbara, pero el chico parecía hipnotizado.

Se acurrucó cerca del ataúd que la llave había golpeado y se cubrió la cara con las manos.

– ¡No! ¡No! -gritó.

Robin actuó con rapidez. La empujó contra la pared antes de que Barbara pudiese pestañear. Dirigió un puñetazo a su estómago y luego otro a los riñones. Barbara sintió un dolor desgarrador pero aun así cogió el pelo de Robin. Giró la muñeca con fuerza y tiró la cabeza de su contrincante hacia atrás. Buscó sus ojos con los pulgares. Robin movió la cabeza instintivamente. Barbara perdió su presa. El hombre lanzó el puño contra su cara.

Barbara sintió que su nariz se rompía y el dolor se extendía por su cara como una ola al rojo vivo. Cayó a un lado, pero se aferró a él y le arrastró al suelo. Rodaron sobre las piedras.

Saltó encima de él. La sangre que manaba de su nariz salpicó la cara de Robin. Barbara cogió su cabeza entre las manos y empezó a golpearla contra el suelo. Luego le dio puñetazos en la nuez de Adán, las orejas, las mejillas y los ojos.

– ¡Leo! -gritó-. ¡Vete de aquí!

Las manos de Robin buscaron su garganta mientras se revolvía bajo ella. A través del manto de niebla que cubría sus ojos, Barbara vio que Leo retrocedía. No corría hacia la puerta. Gateaba entre los ataúdes como si quisiera esconderse.

– ¡Huye, Leo! -chilló.

Robin se la quitó de encima con un manotazo. Mientras caía al suelo, Barbara pataleó salvajemente y su pie le alcanzaba la espinilla. Cuando Robin se desplomó, ella se puso en pie de un salto.

Se pasó la mano por la cara ensangrentada y buscó a Leo con la mirada. Vio su pelo rubio, que contrastaba con el tono opaco de los ataúdes, pero entonces Robin también se incorporó.

– Maldita zorra…

Cargó con la cabeza gacha. La arrinconó contra la pared y soltó una lluvia de golpes contra la cara de Barbara.

Un arma, suplicó ella. Necesitaba un arma. No tenía nada. Y si no tenía nada, estaban perdidos. Ella estaba perdida. Leo también. Porque Robin les mataría a los dos, porque ella había fracasado. Fracasado. La misma idea…

Se lo sacó de encima de un empujón y clavó el hombro en su pecho. Él la rechazó, pero Barbara le sujetó por la cintura. Clavó los pies en el suelo, y cuando el hombre se revolvió, alzó la rodilla con la intención de darle en la entrepierna. Falló y él aprovechó la ventaja. La arrojó contra la pared y la cogió por el cuello, derribándola.

Se cernió sobre ella, miró a derecha e izquierda. Buscaba un arma. Barbara la vio al mismo tiempo que él. El farol.

Cuando Robin se lanzó hacia él, Barbara le asió por las piernas. El hombre pateó su cara, pero Barbara no cejó. En cuanto cayó al suelo, ella se arrastró encima de su cuerpo, casi sin fuerzas. Hizo presión sobre su garganta y enlazó sus piernas alrededor de las de él. Si podía sujetarle, si el niño podía escapar, si tenía el sentido común de ir a refugiarse entre los árboles…

– ¡Leo! -gritó-. ¡Huye! ¡Escóndete!

Con el rabillo del ojo le vio moverse, pero había algo raro en él. El pelo no era lo bastante claro. La cara había adquirido una palidez espectral, los miembros parecían entumecidos. Estaba aterrorizado. Sólo era un niño. No comprendía lo que estaba pasando. Si no conseguía hacerle entender que debía escapar, escapar ahora…

– ¡Vete! -gritó-. ¡Vete de una vez!

Robin se incorporó y con un supremo esfuerzo se liberó de ella de nuevo, pero esta vez Barbara no pudo levantarse. Robin la inmovilizó, al igual que ella le había inmovilizado segundos antes. El brazo sobre el cuello, las piernas atrapadas entre las suyas, respirando en su cara.

– Pagará… -Tragó aire con ansia-. Él… pagará.

Aumentó la presión y la aplastó con su cuerpo. Barbara vislumbró una neblina blanca. Lo último que vio fue la sonrisa de Robin. Era la mirada de un hombre al que, por fin, se había hecho justicia.

30

Lynley vio cómo Corrine Payne se llevaba la taza a la boca. Tenía los ojos atontados y sus movimientos eran torpes.

– Más café -dijo a Tkata con semblante sombrío-. Bien cargado. Doble. Triple, si puedes.

– Una ducha fría haría el mismo efecto -replicó Nkata-, No podemos quitarle la ropa, ¿verdad? -prosiguió, cundo refutando la posibilidad que Lynley no se había molestado en sugerir. No les acompañaba una agente femenina – por tanto no podían desnudar a la mujer-. Podríamos meterla en el aria.

– Ocúpate del café, Winston.

– ¿Nene? -murmuró Corrine, y su cabeza se inclinó hacia adelante.

Lynley la sacudió por el hombro. Empujó hacia atras la silla y la puso en pie. La obligó a caminar hasta el otro lado del comedor, pero las piernas de la mujer eran como espaguetti hervido. Les era de tanta utilidad como un utensilio de cocina.

– Maldita sea, mujer -masculló-. Recupérate ya.

Cuando Corrine se desplomó sobre el, tomó conciencia de cuánto necesitaba reanimarla. Lo cual le reveló hasta qué plunto había aumentado su angustia durante los treinta minutos transcurrido desde que habían llegado a Lark's Haven.

El plan tendría que haber funcionado sin el menor fallo. Salir del Yard, desplazarse en coche a Wiltshire, comparar las huellas dactilares de Payne con las encontradas en la grabadora y en el edificio abandonado. Y después enviar un equipo de vigilancia para que cuando Payne fuera a buscar al hijo de Luxford por la mañana, como ocurriría en cuanto viera que el Source no publicaba el artículo que quería, no fuera difícil seguirle la pista, detenerle y devolver el niño a sus padres. El DIC de Amesford había complicado las cosas. No habían sido capaces de encontrar un agente especializado en huellas dactilares, y en cuanto consiguieron localizar a un ser de tales características, había tardado más de una hora en llegar a la comisaría. Durante aquel largo lapso, Lynley había entablado un duelo verbal con el sargento Reg Stanley, cuya reacción a la idea de que uno de sus detectives era el culpable de dos secuestros y un asesinato fue: «Tonterías. Además, ¿quiénes son ustedes? ¿Quién les ha enviado aquí?», junto con una carcajada despectiva cuando comprendió que trabajaban con la sargento de Scotland Yard que, por lo visto, se había convertido en su béte noire. La colaboración no parecía una de sus principales características, ni en el mejor de los momentos. En aquel, el peor de todos, brillaba por su ausencia.

En cuanto obtuvieron la confirmación que buscaban (que ocupó el período de tiempo necesario para que el agente de huellas dactilares se calara las gafas, encendiera una lámpara de alta intensidad, sacara una lupa para examinar las tarjetas de huellas y dijera: «Espirales de doble lazo. Un juego de niños. Son las mismas. ¿De veras me han sacado de mi partida de póquer para esto?»), habían reunido el equipo de vigilancia a toda prisa. Se elevaron murmullos de los agentes cuando comprendieron quién era el objetivo de su vigilancia, pero enviaron una furgoneta, establecieron contacto por radio y se asignaron posiciones. Sólo cuando llegó el primer mensaje, informando de que el coche del sospechoso había desaparecido, al igual que el de la sargento de Scotland Yard, Lynley y Nkata se dirigieron hacia Lark's Haven.

– Havers le ha seguido a algún sitio -dijo Lynley a Nkata mientras se dirigían a Wootton Cross-. El estaba en la habitación cuando hablé con ella. Debió de leer la verdad en su cara. Havers no es una buena actriz. Habrá adelantado los acontecimientos.

– Tal vez haya ido a ver a su novia -sugirió Nkata.

– No lo creo.

El nerviosismo de Lynley aumentó cuando llegaron a la casa de Burbage Road Estaba completamente a oscuras, lo cual daba a entender que todo el mundo se había ido a la cama, pero la puerta trasera no sólo no estaba cerrada con llave, sino que estaba abierta. Una marca de neumáticos profunda en el macizo de flores contiguo al camino particular indicaba que alguien se había marchado a toda prisa.

La radio de Lynley crepitó cuando Nkata y él avanzaron hacia la puerta posterior.

– ¿Necesita apoyo, inspector? -preguntó una voz desde la furgoneta apostada a unos cuantos metros, en la carretera.

– Mantengan sus posiciones -ordenó Lynlev-. La cosa no pinta bien. Vamos a entrar.

La puerta posterior les condujo a la cocina. Lynlev encendió las luces. Todo parecía en orden, al igual que en el comedor y la sala de estar.

Arriba, encontraron el dormitorio que Havers utilizaba. Su vieja sudadera, con el emblema de san Jorge y el dragón, colgaba de un gancho clavado en la puerta. Su cama estaba deshecha, pero sólo el cobertor y la manta, porque las sábanas seguían dobladas con pulcritud. 0 había descabezado un sueñecito, lo cual era improbable, o había fingido dormir, algo coherente con las instrucciones de Lynley, en el sentido de que siguiera comportándose con absoluta normalidad. Su bolso estaba sobre la cómoda, pero faltaban las llaves del coche. Lo cual significaba que habría oído a Payne salir de casa, pensó Lynley. Habría cogido las llaves y salido en su persecución.

La idea de que Havers había ido sola tras un asesino impulsó a Lynley hacia la ventana de su habitación. Descorrió las cortinas y contempló la noche, como si la luna y las estrellas pudieran decirle qué dirección habían tomado ella y Robin Payne. «Maldita sea esa mujer enervante -pensó-. ¿En qué coño estaría pensando cuando fue tras él sola? Si la mata…»

– Inspector Lynley.

Lynley se volvió. Nkata estaba en la puerta.

– ¿Qué pasa?

– Hay una mujer en un dormitorio. Inconsciente como un atún muerto. Parece drogada.

Por eso estaban vertiendo café por la garganta de Corrine Payne, mientras llamaba entre murmullos a su «nene» o a Sam.

– ¿Quién es Sam? -quiso saber Nkata.

A Lynley le daba igual. Sólo quería que la mujer recobrara la lucidez. Cuando Nkata llevó otra cafetera llena al comedor, sentó a Corrine a la mesa y empezó a zarandearla.

– Necesitamos saber dónde está su hijo -dijo-. ¿Me oye, señora Payne? Robin no está aquí. ¿Sabe adónde ha ido?

Esta vez, sus ojos aparentaron enfocarse, como si la cafeína hubiera penetrado por fin en su cerebro. Paseó la mirada entre Lynley y Nkata y sus ojos expresaron un absoluto terror al ver a este último.

– Somos de la policía -dijo Lynley antes de que Corrine lanzara un aullido al ver a aquel negro desconocido y, por tanto, aterrador, en su inmaculado comedor-. Estamos buscando a su hijo.

– Robbie es policía… -balbuceó a modo de respuesta. Entonces, pareció que comprendía todo el significado de la frase «estamos buscando a su hijo»-. ¿Dónde está Robbie? ¿Qué le ha pasado a Robbie?

– Hemos de hablar con él -insistió Lynley-. ¿Puede ayudarnos, señora Payne? ¿Tiene idea de dónde puede estar?

– ¿Hablar con él? -Su voz se alzó un poco-. ¿Para qué? Es de noche. Está en la cama. Es un buen chico. Siempre ha sido bueno con su mamá. Es…

Lynley apoyó una mano firme sobre su hombro. La mujer respiraba con dificultad.

– Asma -dijo Corrine-. A veces me cuesta respirar.

– ¿Tiene alguna medicina?

– Un inhalador. En el dormitorio.

Nkata fue a buscarlo. Corrine lo bombeó vigorosamente. No pareció recuperarse. La combinación del café y el medicamento funcionó. Parpadeó varias veces, como si se hubiera despertado por completo.

– ¿Qué quieren de mi hijo?

– Ha secuestrado a dos niños en Londres y les ha traído al campo. Uno ha muerto. Es muy posible que el otro aún este vivo. Debemos encontrarle, señora Payne. Debemos encontrar al niño.

La mujer estaba perpleja. Su mano se cerró sobre el inhalador y Lynley pensó que lo iba a utilizar de nuevo, pero en cambio le miró con expresión de desconcierto absoluto.

– ¿Niños? ¿Mi Robbie? Usted está loco.

– Temo que no.

– Él nunca haría daño a un niño. Ni se le pasaría por la cabeza. Quiere tener hijos. Piensa casarse con Celia Matheson este mismo año y tener montones de hijos. -Se ciñó más la bata, como si sintiera frío de repente-. ¿Intenta decirme… está insinuando… que mi Robbie es un pervertido? -preguntó con tono de desagrado-. ¿Mi Robbie? ¿Mi hijo? ¿Mi propio hijo, que no se toca la minina si yo no se la pongo en las manos?

Sus palabras quedaron suspendidas entre ellos por un instante. Lynley vio que Nkata enarcaba las cejas en señal de interés. Las palabras de la mujer sugerían aguas turbulentas, cuando no profundas, pero no había tiempo para extraer conclusiones. Lynley continuó.

– Los niños que ha secuestrado son del mismo padre. Parece que su hijo tiene algo en contra de ese hombre.

La mujer pareció más perpleja aún que antes.

– ¿Quién? -preguntó-. ¿Qué padre?

– Un hombre llamado Dennis Luxford. ¿Existe alguna relación entre Robin y Dennis Luxford?

– ¿Quién?

– Dennis Luxford. Es el director del periódico The Source. Asistió a un colegio de esta zona, Baverstock, hace unos treinta años. El primer niño que su hijo secuestró era la hija ilegítima de Luxford. El segundo es el hijo legítimo de Luxford. Por lo visto, Robin cree que hay un tercer hijo, un hijo mayor que los otros dos. Quiere que Dennis Luxford reconozca a ese tercer hijo en su periódico. Si Luxford no lo hace, el segundo niño secuestrado también morirá.

La expresión de la mujer fue cambiando poco a poco, a medida que Lynley hablaba. Cada frase parecía descomponer más su cara. Por fin, dejó caer la mano sobre el regazo.

– ¿Ha dicho director de un periódico? -preguntó con voz débil-. ¿De Londres?

– Sí. Se llama Dennis Luxford.

– Santo Dios.

– ¿Qué pasa?

– No pensé… Creí que no pensaría…

– ¿Qué?

– Sucedió hace mucho tiempo.

– ¿Qué?

– Dios santo -fue lo único que dijo la mujer.

Los nervios de Lynley se crisparon un poco más.

– Si puede decirnos algo que nos conduzca hasta su hijo, le sugiero que lo haga ya. Se ha cobrado una vida y hay dos más en juego. No tenemos tiempo que perder, y menos para reflexionar. Ahora…

– No sabía quién fue. -Corrine no habló a ninguno de los dos hombres, sino a la mesa-. ¿Cómo habría podido? Tuve que decirle algo. No paraba de insistir… Preguntaba y preguntaba. No me dejaba en paz.

Dio la impresión de que se encogía.

– Esto no nos lleva a ningún sitio -dijo Nkata.

– Busca en su habitación -dijo Lynley-. Tal vez encuentres algo que nos indique adónde ha ido.

– Pero no tenemos…

– A la mierda la orden judicial, Winston. Havers anda por ahí y puede que esté en peligro. No pienso quedarme aquí sentado esperando a que…

– De acuerdo. Voy a ver.

Nkata subió por la escalera.

Lynley lo oyó avanzar por el pasillo de arriba. Se abrieron y se cerraron puertas. Después, el ruido de cajones y puertas de armarios se combinó con los farfulleos de Corrine Payne.

– No lo pensé -dijo-. Me pareció tan sencillo cuando vi el periódico… Cuando leí… Ponía Baverstock… De entre todos los lugares, Baverstock… Habría podido ser uno de ellos. De veras, habría podido serlo. Porque no sabía sus nombres. Nunca preguntaba. Venían a la fábrica de hielo los lunes y los miércoles… Unos chicos encantadores, en realidad…

Lynley tuvo ganas de zarandearla hasta que se le saltaran los dientes. Decía cosas sin sentido y el tiempo pasaba inexorablemente.

– iWinston! -gritó-. ¿Has encontrado algo?

Nkata bajó la escalera de tres en tres, con las manos llenas de recortes de periódicos. Su semblante era serio. Entregó los recortes a Lynley.

– Esto estaba en un cajón de su habitación.

Lynley miró los recortes. Eran del dominical del Sunday Times. Los esparció sobre la mesa, pero no necesitó leerlos: era el mismo artículo que Nkata le había enseñado a principios de semana. Leyó su título por segunda vez: «Cómo transformar un periódico.» Consistía en una breve biografía de Dennis Christopher Luxford, acompañada por fotografías satinadas de Luxford, su mujer y su hijo.

Corrine extendió la mano y siguió con los dedos el contorno de la cara de Dennis Luxford.

– Ponía Baverstock -dijo-. Ponía que fue a Baverstock. Y Robbie quería saber… Su papá… Lo había preguntado durante años… Dijo que tenía derecho…

Lynley comprendió por fin.

– ¿Dijo a su hijo que Dennis Luxford era su padre? ¿Me está diciendo eso?

– Dijo que yo le debía la verdad, si pensaba casarme. Debía decirle quién era su verdadero padre de una vez por todas. Yo no lo sabía, porque hubo muchos. No podía decirle eso. ¿Cómo iba a hacerlo? Le dije que había sido uno. Una vez. Por la noche. Yo no quería hacerlo, le dije, pero él era más fuerte que yo, y tuve que hacerlo. Tuve que hacerlo o me habría hecho daño.

– ¿Violación? -preguntó Nkata.

– Nunca pensé que Robbie… Le dije que había pasado mucho tiempo, que ya daba igual, que él era lo único que importaba ahora. Mi hijo. Mi adorado hijo. El era lo único que importaba.

– ¿Le dijo que Dennis Luxford la había violado? -aclaró Lynley-. ¿Dijo a su hijo que Dennis Luxford la había violado cuando los dos eran adolescentes?

– Su nombre salía en el periódico -murmuró Corrine-. También ponía Baverstock. No pensé… Por favor. No me siento muy bien.

Lynley se alejó de la mesa. No daba crédito a sus oídos. Una niña había muerto y dos vidas más pendían de un hilo porque aquella mujer, una mujer despreciable, no había querido que su hijo supiera que la identidad de su padre era un misterio para ella. Se había sacado un nombre de la manga. Había leído la palabra «Baverstock» en un artículo de revista y había utilizado aquella única palabra para condenar a muerte a una niña de diez años. Dios, era una locura. Necesitaba aire fresco. Necesitaba salir a la carretera. Necesitaba encontrar a Havers antes de que Payne la matara.

Lynley se volvió hacia la cocina, hacia la puerta, hacia la escapatoria. En aquel momento su radio cobró vida.

– Un coche se acerca, inspector. Lentamente desde el oeste.

– Las luces -dijo Lynley. Nkata se apresuró a apagarlas.

– ¿Inspector? -crepitó la radio.

– Quédense donde están.

Corrine se removió.

– ¿Robbie? ¿Es Robbie?

– Vaya arriba -dijo Lynley.

– No quiero…

– ¡Winston!

Nkata avanzó hacia la mujer y la ayudó a levantarse.

– Por aquí, señora Payne.

La mujer se aferró a la silla.

– No le haga daño -suplicó-. Es mi nene. No le haga daño. Por favor.

– Sácala de aquí.

Mientras Nkata guiaba a Corrine hacia la escalera, los faros de un coche barrieron el comedor. El ruido de un motor aumentó a medida que se acercaba a la casa. Después, el estrépito cesó con un gangueo asmático. Lynley corrió hacia la ventana y apartó la cortina.

El coche había aparcado en un punto que no podía ver, en la parte posterior de la casa, donde la puerta de la cocina seguía abierta. Lynley fue en aquella dirección. Apagó la radio. Escuchó.

La portezuela de un coche se abrió. Transcurrieron unos segundos. Pasos pesados se acercaron a la casa.

Lnley se apostó junto a la puerta que comunicaba la cocina con el comedor. Oyó un sollozo gutural y profundo, como si hubiera sido reprimido con brusquedad. Esperó en la oscuridad, con la mano sobre el interruptor de la luz. Cuando vio una figura imprecisa en los peldaños, accionó el interruptor y la habitación se inundó de luz.

– ¡Por el amor de Dios! -exclamó.

Llamó a Nkata, mientras la sargento Havers se desplomaba contra la puerta.

Sostenía el cuerpo de un niño entre los brazos. Tenía los ojos hinchados y su cara era un mapamundi de morados, cortes y sangre. Más sangre manchaba la pechera de su jersey, y sus pantalones desde las caderas a las rodillas. Miró a Lvnlev desde su cara destrozada.

– Puta mierda -dijo con sus labios machucados. Tenía un diente roto-. Se lo han tomado con calma.

Nkata entró como una tromba en la habitación y se detuvo en seco al ver a Havers.

– Santo Dios -susurró.

– Llama a una ambulancia -le dijo Lynley sin volverse-. ¿Y el chico? -preguntó a Havers.

– Duerme.

– Tiene un aspecto horrible. Los dos lo tenéis.

Havers forzó una sonrisa.

– Se metió a nadar en un foso para recuperar una llave de desmontar neumáticos. Le asestó a Payne una buena. Cuatro buenas, de hecho. Un chico duro, este renacuajo. Es probable que necesite vacunarse contra el tétanos después. Aquella agua asquerosa era un caldo de cultivo para todas las enfermedades. Estaba en una cripta. Había ataúdes. Era un castillo. Sé que debí esperar, pero cuando se marchó y nadie le siguió, pensé que lo mejor era…

– Buen trabajo, Havers -la interrumpió Lynley.

Cogió al niño de sus brazos. Leo se removió, pero no se despertó. Havers estaba en lo cierto. El chico estaba perdido, desde mugre hasta algas. Daba la impresión de que en sus orejas había crecido moho. Las palmas de sus manos estaban negras y su cabello claro parecía verde. Pero estaba vivo. Lynley lo entregó a Nkata.

– Telefonea a sus padres -dijo-. Dales la buena nueva. Nkata salió de la habitación.

Lynley se volvió hacia Havers. No se había movido de la puerta. La apartó con delicadeza de la luz y la condujo al comedor, que estaba a oscuras. La sentó.

– Me rompió la nariz -susurró ella-, y no sé cuántas cosas más. Me duele mucho el pecho. Creo que tengo un par de costillas jodidas.

– Lo siento -dijo Lynley-. Oh, Barbara, lo siento de veras.

– Leo le atizó. Le dio un buen leñazo.

Lynley se acuclilló ante ella. Sacó un pañuelo y lo aplicó con suavidad a su cara. Secó la sangre, pero seguía manando más. Dónde demonios estaba la maldita ambulancia, pensó.

– Yo sabía que no me quería -dijo Havers-, pero le seguí la corriente. Me pareció lo más correcto.

– Lo fue. Hizo bien.

– Y al final le di una dosis de su propia medicina.

– ¿Cómo?

Havers lanzó una risita, a la que siguió una mueca de dolor.

– Le dejé encerrado en la cripta. Pensé que, por una vez, le gustaría saber qué se siente a oscuras. El muy bastardo.

– Sí -dijo Lynley-. Eso es lo que es.

Barbara no quiso ir al hospital hasta asegurarse de que sabrían encontrarle. Ni siquiera permitió que los enfermeros la atendieran hasta que hubo dibujado un plano a Lynley. Se inclinó sobre la mesa v sangró sobre el mantel de Laura Ashley. Dibujó el plano con un lápiz que tuvo que sujetar con ambas manos.

Tosió una vez y burbujas sanguinolentas salieron de su boca. Lynley le quitó el lápiz.

– Bien. Iré a buscarle. Debe ir al hospital ya.

– Pero quiero estar presente cuando todo termine -se resistió Barbara.

– Su trabajo ha terminado.

– ¿Y qué haré ahora?

– Se tomará unas vacaciones. -Le dio un apretón en el hombro-. Se las merece más que cualquier otra cosa.

Barbara le sorprendió cuando compuso una expresión contrita.

– Pero usted… -empezó, pero enmudeció como si temiera llorar si continuaba.

Lynley se preguntó a qué se refería. Lo comprendió cuando oyó movimientos a sus espaldas y Winston Nkata se reunió con ellos de nuevo.

– He localizado a los padres -dijo-, Ya vienen. ¿Cómo va, sargento?

Havers clavó los ojos en el alto detective negro.

– Barbara -dijo Lynley-, nada ha cambiado. Vava al hospital.

– Pero si aparece un caso nuevo…

– Otro se encargará de él. Helen y yo vamos a casarnos este fin de semana. Yo también me ausentaré del Yard.

Barbará sonrió.

– ¿Se casan?

– Por fin.

– Puta mierda. Deberíamos brindar por ello.

– Lo haremos, pero esta noche no.

Lynley encontró a Robin Payne donde Havers le había dejado: en la macabra cripta excavada bajo la capilla, en el castillo de Silbury High. Estaba acurrucado en un rincón, lejos de los siniestros ataúdes de plomo, cubriéndose la cabeza con las manos. Cuando el agente Nkata le iluminó con la linterna, Payne alzó la cabeza y Lynley experimentó una breve e instintiva satisfacción al ver sus heridas. Havers y Leo le habían devuelto casi tanto como habían recibido. Las mejillas y la frente de Payne se veían amoratadas, arañadas y despellejadas. Su pelo manchado de sangre. Tenía un ojo hinchado y cerrado.

– ¿Pavne? -dijo Lynley.

El agente se incorporó y pasó el dorso de su puño por la boca. -Sáquenme de aquí, por favor. Unos gamberros me encerraron. Me hicieron señales en la carretera y…

– Soy el compañero de la sargento Havers -le interrumpió Lynley.

Sus palabras silenciaron al joven. Los supuestos gamberros (muy convenientes para cualquier historia que hubiera inventado desde que Havers le había abandonado) se evaporaron de sus pensamientos. Se arrinconó más contra la pared de la cripta, y al cabo de un momento habló con tono seguro, teniendo en cuenta las circunstancias.

– ¿Dónde está mi madre? He de hablar con ella.

Lynley dijo a Nkata que le leyera sus derechos. Ordenó a otro agente del DIC de Amesford que llamara por radio a un médico, para que se reuniera con ellos en la comisaría. Mientras Nkata recitaba los párrafos consabidos y el otro agente marchaba a conseguir asistencia médica, Lynley contempló al detective que había llevado muerte, ruina y desesperación a las vidas de un grupo de personas a las que no conocía.

Pese a las heridas de Payne, Lynley aún pudo distinguir la juvenil y falsa inocencia de su cara. Era una inocencia superficial que, combinada con un disfraz que ningún observador consciente hubiera tomado por un disfraz, le había ido de perlas. Vestido con el uniforme que había llevado como agente antes de ingresar en el DIC de Amesford, había expulsado a Jack Beard de Cross Keys Glose, y a ningún testigo se le había ocurrido pensar que era otra cosa de lo que aparentaba: no un secuestrador que despejaba el lugar donde pretendía apoderarse de su víctima, sino un policía de servicio. Vestido con aquel mismo uniforme, con aquella cara inocente resplandeciente de buenas intenciones, había convencido a Charlotte Bowen, y después a Leo Luxford, de que le acompañaran. Supondría que los padres de los niños habían advertido a sus hijos desde la más tierna edad que no hablaran con desconocidos, pero también sabría que a los niños se les dice que confíen en la policía. Y Robin Payne tenía una cara que despertaba confianza.

También era un rostro inteligente, comprobó Lynley, y una buena provisión de inteligencia había sido necesaria para planificar y ejecutar aquellos crímenes. La inteligencia le habría aconsejado utilizar el edificio abandonado de George Street mientras estaba en Londres, para ir y venir sin dificultad en tanto acechaba a sus víctimas (vestido de agente o de paisano), sin correr el riesgo de que un recepcionista de hotel se fijara en él y le relacionara más tarde, siquiera remotamente, con el secuestro de dos niños y el asesinato de uno de ellos. Esa misma inteligencia, combinada con su experiencia profesional, le había inducido a sembrar pruebas falsas que encaminarían a la policía hacia Dennis Luxford. Porque, fuera como fuera, su intención era que Luxford pagara su delito. El hombre al que suponía su padre era el centro de todo cuanto Payne había hecho.

El horror yacía en el hecho de que, al atacar a Luxford, había atacado a un fantasma nacido de una mentira. Y era aquella certeza lo que arañaba la puerta de las intenciones de Lynley a la hora de verse cara a cara con el asesino.

Secuestrador. Homicida. Mientras iban hacia el castillo, Lynley había planificado su primer encuentro: cómo pondría a Robin Pavne en pie de un tirón, cómo ladraría que le leyeran sus derechos, cómo le colocaría las esposas y le empujaría hasta sacarlo a la noche. Los asesinos de niños eran menos que basura. Merecían que les trataran como tales, y el tono de Robin Payne cuando solicitó hablar con su madre (tan completamente seguro y carente de remordimientos) no parecía otra cosa que una ilustración de su auténtica maldad. Sin embargo, tras observar al joven y arrojar aquella observación a la luz de lo que había averiguado sobre su pasado, Lynley sólo experimentó una profunda sensación de derrota.

El abismo que separaba la verdad de lo que Robin Payne creía la verdad era demasiado ancho para que la ira y la indignación de Lynley lo cruzaran, pese a la seguridad del agente detective. Lynley oyó las palabras de Corrine Payne en su mente, mientras Nkata esposaba las manos de Payne a su espalda: «Es mi nene. No le hagan daño, por favor.» Al oír aquellas palabras, Lynley comprendió que era absurdo maltratar a Robín Payne. Su madre ya le había infligido bastante daño.

De todos modos, necesitaba una información final que le permitiera cerrar el caso con la mínima tranquilidad espiritual. Tendría que proceder con cautela para obtenerla. Payne era bastante inteligente para saber que le bastaba con guardar silencio, y Lynley nunca encontraría la última pieza del rompecabezas. No obstante, gracias a la solicitud de ver a su madre, Lynlev comprendió cómo podía hacer un poco de justicia, al tiempo que obtenía del agente el último dato que necesitaba para relacionarle de manera irrefutable con Charlotte Bowen y su padre. La única forma de arrancar la verdad era decir la verdad. Pero no sería él quien la diría.

– Vaya a buscar a la señora Payne -ordenó a uno de los agentes de Amesford- y llévela a comisaría.

La sorpresa del agente reveló a Lynley que no esperaba ver complacida la petición de Payne.

– Es un poco irregular, señor -dijo.

– Exacto -replicó Lynley-. Todo en la vida es irregular. Vaya a buscar a la señora Payne.

El trayecto hasta Amesford transcurrió en silencio. El paisaje nocturno desfilaba en una oscuridad sólo rota por las luces de algún que otro coche. Delante y detrás de ellos iba una escolta de vehículos policiales, cuyas radios sin duda crepitaban mientras informaban que Robin Payne había sido capturado y le conducían a la comisaría. Dentro del Bentley no se oía el menor ruido. Desde el momento que había pedido ver a su madre, el agente detective no había dicho ni una palabra.

Payne no habló hasta que llegaron a la comisaría de Amesford. Vio a un solo periodista, con una libreta en la mano, y a un solo fotógrafo cámara en ristre. Los dos esperaban ante la puerta de la comisaría.

– Todo esto no me concierne. La historia saldrá a la luz. La gente se enterará. Y me alegro. Me alegro muchísimo. ¿Ya ha llegado mamá?

Supieron la respuesta a la pregunta cuando entraron. Corrine Payne se acercó, cogida del brazo por un hombre rechoncho y calvo que llevaba la chaqueta del pijama metida dentro de sus pantalones grises sin cinturón.

– ¿Robbie? ¿Mi Robbie? -Corrine extendió la mano hacia su hijo y sus labios temblaron cuando pronunció su nombre. Sus ojos se humedecieron. Su respiración era ronca-. ¿Qué te han hecho estos hombres horribles? -Se volvió hacia Lynley-. Le dije que no le hiciera daño. ¿Está malherido? ¿Qué le ha pasado? Oh, Sam.

Su acompañante se apresuró a rodearle la cintura con el brazo.

– Cálmate, perita en dulce.

– Llévenla a la sala de interrogatorios -ordenó Lynley-. Sola. Ahora vamos.

Un agente uniformado cogió del brazo a Corrine Payne.

– Pero ¿y Sam? -preguntó la mujer-. ¡Sam!

– Me quedaré aquí, perita en dulce.

– ¿No te irás?

– No te abandonaré, amor.

Besó sus dedos.

Robin Payne desvió la vista.

– ¿Podemos proceder? -preguntó Lynley.

Condujeron a Corrine a la sala de interrogatorios. Lynlev acompañó a su hijo a presencia del médico, que les estaba esperando con el maletín abierto, los instrumentos alineados, así como gasas y desinfectantes. Examinó con rapidez al herido, y explicó que existía la posibilidad de una conmoción cerebral y sería preciso tenerlo bajo observación durante las siguientes horas. Aplicó emplastes y suturó una fea herida en la cabeza.

– Sobre todo nada de aspirinas -dijo cuando terminó-. No le dejen dormir.

Lynley contestó que el sueño no entraba dentro de los planes inmediatos de Robin Payne. Le guió por el pasillo (donde advirtió que los colegas de Payne desviaban la vista cuando pasaban por su lado) hasta la sala donde aguardaba su madre.

Corrine estaba sentada a cierta distancia de la única mesa de la sala. Sostenía el bolso sobre el regazo con las dos manos curvadas alrededor de su asa, en la actitud de una mujer que está a punto de marcharse.

Nkata estaba con ella, apoyado contra la pared del fondo con una humeante taza en la mano. Un olor a pollo impregnaba el aire.

Las manos de Corrine se tensaron sobre el bolso cuando vio a su hijo, pero no se movió de la silla.

– Estos hombres me han dicho algo terrible, hijo. Algo sobre ti. Dijeron que has hecho cosas espantosas, y yo les dije que estaban equivocados.

Lynley cerró la puerta. Acercó una silla y apoyó la mano en el hombro de Payne para indicar que se sentara. Este se sentó. Corrine se removió en la silla.

– Dijeron que habías matado a una niña, Robbie -continuó-, pero yo les dije que era absurdo. Les dije que siempre te han gustado los niños, y que Celia y tú queréis tener un montón en cuanto os caséis. Solucionaremos pronto esta confusión, ¿verdad, querido? Supongo que se trata de una terrible equivocación, Alguien se ha metido en un buen lío, pero no eres tú, ¿verdad? -Ensayó una sonrisa esperanzada, pero sus labios se resistieron. Pese a sus palabras, sus ojos traicionaban el miedo. Como Payne no respondía a sus preguntas, continuó con voz ansiosa-.Robbie? ¿No es verdad? ¿No han estado diciendo tonterías estos policías? Se trata de una espantosa equivocación, ¿no? He pensado que tal vez se debe a la presencia de la sargento entre nosotros. Tal vez te ha contado mentiras. Una mujer despechada es capaz de cualquier cosa, Robbie, cualquier cosa con tal de vengarse.

– Tú no lo hiciste -dijo Payne.

Corrine se señaló con el dedo, confusa…

– ¿No hice qué, querido?

– Vengarte. No lo hiciste. Por eso tuve que hacerlo yo. Corrine le dedicó una sonrisa exhausta. Apuntó un dedo amonestador en su dirección.

– Si te refieres a la forma en que te has portado con Celia ultimamente, chico malo, ella es la que debería estar sentada en esta silla, no yo. La pobre chica tiene una paciencia de santa, esperando a que te decidas, pero aclararemos los malentendidos con Celia en cuanto aclaremos los de aquí.

Le miró risueña. No dudaba que su hijo debía seguir su razonamiento.

– Me han cogido, mamá.

– Robbie…

– No. Escucha. No tiene importancia. Lo único que importa ahora es que el artículo se publique, y se publique bien. Es la única forma de conseguir que él pague. Al principio pensé que podría sacarle dinero, que pagara por lo que había hecho, pero cuando vi su nombre por primera vez, cuando comprendí que había hecho a otra lo mismo que a ti… fue cuando supe que sacarle dinero no sería suficiente. Necesitaba quedar expuesto. Eso es lo que pasará ahora. Va a sufrir por lo que hizo, mamá. Lo he hecho por ti.

Corrine parecía perpleja. Si comprendía algo, no lo traslucía.

– ¿De qué estás hablando, querido Robbie?

Lynley acercó una segunda silla y se sentó en un sitio desde donde podía observar a la madre y al hijo.

– Está explicando que secuestró y asesinó a Charlotte Bowen -dijo con deliberada brutalidad-, y que secuestró a Leo Luxford por usted, señora Payne. Está explicando que lo hizo como una forma de venganza, para llevar a Dennis Luxford ante la justicia.

– ¿Justicia?

– Por haberla violado, por haberla dejado embarazada y por haberla abandonado hace treinta años. Sabe que no tiene escapatoria, porque temo que retener a Leo Luxford en el castillo se Silbury Huish no es un testimonio de su inocencia, por eso quiere informarla de sus motivos. Lo hizo por usted. Ahora que lo sabe, ¿quiere ponerle al corriente de la verdadera historia?

– ¿Por mí? -De nuevo, los dedos apuntaron a su pecho.

– Te lo pregunté una y otra vez -dijo Payne-, pero tú nunca me contestaste. Siempre pensabas que lo preguntaba por mí, ¿verdad? Pensabas que quería satisfacer mi curiosidad, pero no era por mí que lo preguntaba, mamá, sino por ti. Era necesario darle un escarmiento. No podía haberte dejado así sin asumir las consecuencias. No es justo. Yo le obligué a afrontarlas. Ahora la historia saldrá en los periódicos y él terminará como se merece.

– ¿Los periódicos?

Corrine parecía horrorizada.

– Sólo yo podía hacerlo, mamá. Sólo yo podía haberlo planeado. No me arrepiento en absoluto. Como tú dijiste, él fue el único que hizo el trabajo. En cuanto lo supe, también supe que él debía pagar.

Era su segunda referencia a otra violación, y sólo podía haber una supuesta víctima de la violación. El que Payne sacara el tema a colación dio a Lynley la oportunidad que esperaba.

– ¿Cómo conoció la existencia de Eve Bowen y su hija, agente? Payne siguió hablando a su madre.

– También hizo el mismo trabajo a ésa, mamá. Y se quedó embarazada como tú. La dejó como hizo contigo. Tenía que pagar. Al principio pensé en pedirle dinero, un bonito regalo de bodas para ti y Sam, pero cuando miré y vi el nombre de ella en la cuenta, pensé, ¿qué es esto? Entonces, lo adiviné.

«El nombre de ella en la cuenta. Pensé en pedirle dinero. Dinero» Lynley recordó de repente lo que Dennis Luxford había dicho a Eve Bowen durante su encuentro en su despacho. Había abierto una cuenta para su hija, dinero que podría utilizar si alguna vez lo necesitaba, su mísera forma de aceptar la carga de su paternidad. Mientras buscaba una forma de destruir la vida de Luxford, Payne debía haber topado con aquella cuenta, lo cual le proporcionó acceso al secreto más oculto del periodista. Pero ¿cómo lo había hecho? Era el último eslabón que Lynley buscaba.

– Después todo fue fácil -continuó Payne. Se inclinó sobre la mesa, en dirección a su madre. Corrine retrocedió unos centímetros-. Fui a Santa Catalina. Vi que el nombre de su padre no constaba en la partida de nacimiento, como en mi caso. Así supe que Dennis Luxford había hecho a otra mujer lo mismo que a ti. Y entonces ya no quise su dinero. Sólo quise que dijera la verdad. De modo que seguí el rastro de la niña a partir de su madre. Vigilé sus pasos, y cuando llegó el momento apropiado la secuestré. No quería que muriera, pero cuando Luxford no confesó, no hubo otra solución. Lo comprendes, ¿verdad? ¿Lo entiendes? Estás muy pálida, pero no tienes por qué preocuparte. En cuanto la historia salga en los periódicos…

Corrine agitó la mano para detener sus palabras. Abrió el bolso y extrajo el inhalador. Se lo aplicó a la boca.

– Mamá, no te pongas mal -dijo Payne.

Corrine respiró con los ojos cerrados y la mano en el pecho.

– Robbie, querido -murmuró. Después abrió los ojos y le dirigió una sonrisa de afecto-. Mi queridísimo chico. No sé cómo hemos llegado a este terrible malentendido.

Payne la miró sin comprender. Tragó saliva.

– ¿Qué?

– ¿De dónde demonios, querido, sacaste la idea de que ese hombre es tu padre? La verdad, Robbie, de mí no.

Payne la miró estupefacto.

– Tú dijiste… -Se humedeció los labios-. Cuando viste el Sunday Times, el reportaje sobre él… dijiste…

– No dije nada de nada. -Corrine guardó su inhalador en el bolso, que cerró con un chasquido-. Oh, puede que dijera que la cara de aquel hombre me sonaba, pero te equivocaste por completo al pensar que le había identificado. Incluso puede que dijera que me recordaba vagamente al chico que me había mancillado tantos años antes, pero no pude decir más, porque han pasado muchísimos años, querido Robbie. Y sólo fue una noche. Una espantosa noche de pesadilla que me gustaría borrar de mi memoria. ¿Cómo voy a olvidarla, ahora que me has hecho esto? Ahora los periódicos, las revistas y la tele me bombardearán con horribles preguntas que removerán el pasado, que me obligarán a recordar, que harán pensar a Sam… hasta es posible que me abandone. ¿Era eso lo que querías? ¿Querías que Sam me dejara, Robbie? ¿Por eso has hecho estas cosas terribles? ¿Porque ibas a perderme por otro hombre y querías evitarlo? ¿Querías destruir el amor que Sam siente por mí?

– ¡No! Lo hice porque él te hizo sufrir, y cuando un hombre hace sufrir a una mujer, ha de pagar.

– Pero si no lo hizo. No fue… Robbie, lo entendiste mal. No fue ese hombre.

– Sí que lo fue. Tú lo dijiste. Recuerdo que me pasaste el artículo de la revista, señalaste Baverstock y dijiste: «Éste es el hombre, Robbie. Me llevó a la fábrica de hielo una noche de mayo. Me hizo beber de una botella de jerez, y él también bebió, y luego me arrojó al suelo. Intentó estrangularme, así que cedí. Eso fue lo que pasó. Éste es el hombre.»

– No -protestó la mujer-. Yo nunca dije eso. Tal vez dijera que me recordaba…

Payne golpeó la mesa con la mano.

– ¡Tú dijiste «Este es el hombre»! -gritó-. Por eso fui a Londres y le seguí. Por eso localicé su cuenta en Barclay's, y luego volví al pueblo, fui a ver a Celia, le di una buena sobada y le dije: «Enséñame cómo funciona este ordenador. ¿Podemos mirar cuentas? ¿La cuenta de cualquiera? ¿La de este tío? Caramba, qué maravilla.» Y allí estaba el nombre de la niña. La seguí. Vi que había hecho a su madre lo mismo que a ti. Y tenía que pagar. Tenía… que… pagar.

Payne se derrumbó en la silla. Parecía estar derrotado…

Lynley comprendió que el círculo de la información se había cerrado. Recordó las palabras de Corrine Payne: «Quiere casarse con Celia Matheson.» Las relacionó con lo que el agente acababa de decir. Sólo había una conclusión posible.

– Celia Matheson -dijo a Nkata-. Ve a buscarla.

Nkata avanzó hacia la puerta. Payne le detuvo.

– Ella no sabe nada -dijo con voz cansina-. No está implicada. No podrá decirle nada.

– Entonces dígamelo usted -replicó Lynley.

Payne observó a su madre. Corrine abrió el bolso y sacó un pañuelo que se llevó a la nariz.

– ¿Me necesita para algo más, inspector? -preguntó con voz desfallecida-. Temo que me siento bastante mal. Si es tan amable de pedir a Sam que venga a buscarme…

Lynley asintió en dirección a Nkata, que salió de la sala Mientras esperaban a Sam, Corrine habló una vez más a su hijo.

– Qué horrible malentendido, querido. No puedo imaginar cómo sucedió. No se me ocurre…

Payne agachó la cabeza.

– Sáquela de aquí -dijo a Lynley.

– Pero Robbie…

– Por favor.

Lynley sacó a Corrine Payne de la habitación. Se encontraron con Nkata y Sam en el pasillo. La mujer se derrumbó en los brazos rechonchos del hombre.

– Sammy -dijo-, ha pasado algo espantoso. Robbie no es el mismo de antes. He intentado hablar con él pero no atiende a razones. Tengo mucho miedo…

– Chissst -dijo Sam, y palmeó su espalda-. Tranquila, perita en dulce. Deja que te lleve a casa.

Se encaminó hacia la recepción con ella. Sus voces flotaron.

– No me dejarás, ¿verdad? Di que no me dejarás.

Lynley volvió a entrar en la sala de interrogatorios.

– ¿Puede darme un cigarrillo, por favor? -pidió Payne.

– Ya me encargo yo -dijo Nkata, y salió en busca de cigarrillos.

Cuando volvió con un paquete de Dunhill y una caja de cerillas, Payne encendió uno y fumó un momento en silencio. Parecía concentrado en sí mismo. Lynley se preguntó cómo reaccionaría si alguna vez su madre se decidía a contarle la verdad sobre su nacimiento. Una cosa era considerarse el resultado de un acto de violencia, y otra muy distinta saber que había sido el resultado de actos sexuales anónimos e impensados, iniciados por un intercambio de dinero, finiquitados a toda prisa, sin nada más en una mente que el orgasmo y nada más en la otra que reunir algunas libras y peniques para gastarlos en cuanto el acto terminara.

– Hábleme de Celia -dijo Lynley.

La había utilizado, dijo Payne, porque trabajaba en el Barclay's (de hecho, la conocía desde hacía tiempo), pero nunca había pensado mucho en ella hasta que comprendió cómo podía ayudarle a acorralar a Luxford.

– Una noche que se quedó tarde a trabajar, conseguí que me introdujera en el banco -explicó-. Tiene un cubículo donde trabaja, y me lo enseñó. También me enseñó su ordenador y le pedí que accediera a las cuentas de Luxford, porque quería saber cuánto podía sacarle. También le pedí que revisara otras cuentas. Lo convertí en un juego y puse a Luxford en medio. Y mientras ella lo hacía, mientras accedía a las cuentas, lo hice.

– Se la folló -aclaró Lynley.

– Para que pensara que estaba loco por ella, y no sólo por el ordenador -terminó Payne.

Tiró ceniza sobre la mesa. La aplastó con el dedo índice y contempló cómo se desintegraba.

– Si creía que Charlotte Bowen era su media naranja, y una víctima como usted, ¿por qué la mató? -preguntó Lynley-. Es lo único que no entiendo.

– Nunca pensé en ella así -contestó Payne-. Sólo pensaba en mamá.

Corrían hacia el oeste por la autovía. Los intermitentes parpadeaban para despejar el carril derecho. Luxford conducía. Fiona iba sentada a su lado, en una postura que no había alterado desde el momento en que subieron al Mercedes. Se había puesto el cinturón de seguridad, pero iba inclinada hacia adelante, como si la postura pudiera aumentar la velocidad del coche. No profería palabra alguna.

Estaban en la cama cuando el teléfono había sonado, tendidos en la oscuridad, abrazados, sin hablar, porque parecía que no quedaba nada más que decir. Concentrarse en recuerdos de su hijo sometía su desaparición a una permanencia cuya sola idea era insoportable. Hablar del futuro de Leo suponía el riesgo de asumir que un dios vengativo podía frustrarlo. Por lo tanto, no hablaron de nada, tendidos bajo las sábanas y abrazados, sin esperanzas de dormir o tranquilizarse.

El teléfono también había sonado antes de que se acostaran. Luxford lo había dejado sonar tres veces, tal como le había ordenado el detective que seguía en la cocina, con la esperanza de que la llamada resolviera el caso. Pero cuando Luxford descolgó, era Peter Ogilvie quien llamaba.

– Rodney me ha dicho que un soplón del Yard te ha visto allá con Eve Bowen esta tarde -dijo con su voz inflexible-. ¿Pensabas publicar ese reportaje, o dejar que el Globe nos lo pisara, o tal vez el Sun?

– No tengo nada que decir.

– Rodney afirma que estás metido hasta las cejas en este asunto de la Bowen, aunque cejas no fue la parte de la anatomía que utilizó. Sugiere que lo has estado desde el primer momento. Lo cual me revela cuáles son tus prioridades. Y el Source no es una de ellas.

– Mi hijo ha sido secuestrado. Es posible que lo hayan asesinado. Si piensas que debería dedicarme al periódico en un momento como éste…

– La desaparición de tu hijo es una desgracia, Dennis, pero no había desaparecido cuando empezó a emerger la historia de la Bowen. Tú la retuviste. No lo niegues. Rodney te siguió. Te vio con la Bowen. Está trabajando el doble desde el secuestro de la niña Bowen.

– Y ha hecho lo posible para que te enteraras.

– Te concedo la oportunidad de explicarte -señaló Ogilvie-. Te traje al Source para que hicieras lo mismo que con el Globe, si me aseguras que el reportaje principal de mañana por la mañana rellenará los huecos en la información ofrecida al público, y me refiero a toda la información, Dennis, tu empleo estará a salvo durante seis meses como mínimo. Si no puedes asegurarme eso, me obligarás a decir que ha llegado el momento de separarnos.

– Mi hijo ha sido secuestrado -repitió Luxford-. ¿Lo sabías?

– Más carnaza para el reportaje de primera página. ¿Cuál es tu respuesta?

– ¿Mi respuesta?

Luxford miró a su mujer, sentada en el borde de la meridiana, ante la puerta salediza de su dormitorio. Aún sujetaba el pijama de Leo. Lo estaba doblando cuidadosamente sobre su regazo. Quiso ir hacia ella.

– Me largo, Peter -dijo,

– ¿Qué significa eso?

– Rodney ha envidiado mi puesto desde el primer día. Dáselo. Se lo merece.

– No lo dirás en serio.

– Nunca he hablado más en serio.

Colgó y se acercó a Fiona. La desvistió con dulzura y la acostó. Se tendió a su lado. Contemplaron el efecto de la luz de la luna en la pared y el techo.

Cuando el teléfono sonó tres horas después, Luxford no tuvo ganas de descolgarlo, pero siguió la rutina que la policía le había ordenado y lo descolgó al cuarto timbrazo,

– ¿Señor Luxford?

El hombre hablaba en voz baja. Sus palabras denotaban el acento melódico del antillano crecido en el sur de Londres. Se identificó como agente Nkata y añadió DIC de Scotland Yard, como si Luxford le hubiera olvidado desde la última vez que se habían visto.

– Tenemos a su hijo, señor Luxford. Se encuentra bien.

– ¿Dónde? -fue lo único que pudo decir Luxford.

Nkata dijo que en la comisaría de Amesford. Había explicado a continuación cómo y quién le había encontrado, por qué lo habían secuestrado y dónde lo habían retenido. Terminó explicando a Luxford cómo llegar al pueblo, y ésa era la única parte de su breve parlamento que Luxford recordaba, o se había molestado en recordar, cuando Fiona y él salieron en el Mercedes.

Dejaron la autovía en Swindon y se desviaron al sur, hacia Marlborough. Los cuarenta y cinco kilómetros que distaba Amesford se les antojaron noventa, ciento noventa, y fue entonces cuando Fiona empezó a hablar por fin.

– He hecho un trato con Dios.

Luxford la miró. Los faros de un camión en dirección contraria bañaron su rostro de luz.

– Le dije que si me devolvía a Leo te abandonaría, Dennis, si era necesario para hacerte entrar en razón.

– ¿Razón?

– No sé qué sería de mí si te abandonara.

– Fi…

– Pero te dejaré. Leo y yo nos iremos. Si no entras en razón con respecto a Baverstock.

– Pensaba haber dejado claro que Leo no ha de ir. Pensé que habías entendido mis palabras. Sé que no lo dije de una forma directa, pero supuse que habías comprendido mis intenciones de no enviarle, después de esto.

– ¿Y cuando el horror de «esto», como lo has llamado, se haya desvanecido? ¿Cuando Leo empiece a irritarte de nuevo? ¿Cuando dé botes en lugar de andar? ¿Cuando cante demasiado bien? ¿Cuando llegue su cumpleaños y pida ir al ballet, en lugar de a un partido de fútbol o de críquet? ¿Qué harás cuando empieces a pensar otra vez que ha de endurecerse?

– Rezaré para morderme la lengua. ¿Te parece suficiente, Fiona?

– ¿Cómo va a serlo? Sé lo que estás pensando.

– Lo que yo piense carece de importancia. Aprenderé a aceptarle tal como es. -La miró de nuevo. Su expresión era implacable. Comprendió que no hablaba por hablar-. Le quiero. Pese a todos mis defectos, le quiero.

– ¿Tal como es, o tal como quieres que sea?

– Todo padre tiene sus sueños.

– Los sueños de un padre no deberían transformarse en las pesadillas de su hijo.

Atravesaron Upavon y continuaron hacia el sur en la oscuridad. Al oeste, ocasionales destellos de luces señalaban el emplazamiento de pueblos dormidos al borde de la llanura de Salisbury. East Chisenbury, Littlecott, Longstreet, Coombe, Fittleton. Mientras Luxford conducía, pensaba en las palabras de su mujer y en la íntima alianza entre los sueños y los temores de una persona. Sueña que eres fuerte cuando eres débil. Sueña que eres rico cuando eres pobre. Sueña que escalas montañas cuando estás atrapado entre las masas que se arremolinan en el fondo de un valle.

Sus sueños sobre su hijo no eran más que reflejos de sus temores acerca de su hijo. Sólo cuando fuera capaz de abandonar sus temores podría renunciar a sus sueños.

– He de comprenderle -dijo-. Y le comprenderé. Déjame intentarlo. Lo haré.

Siguió la ruta que el agente Nkata le había indicado cuando llegaron a las afueras de Amesford. Entró en el aparcamiento y se detuvo junto a un coche celular.

Ya dentro de la comisaría, la febril actividad sugería pleno día en lugar de plena noche. Agentes uniformados recorrían los pasillos. Un hombre que vestía traje y portaba un maletín se presentó como Gerald Sowforth, un abogado que exigía ver a su cliente. Una mujer pálida cruzó la recepción apoyada en el brazo de un hombre calvo, que palmeaba su mano.

– Vamos a llevarte a casa, perita en dulce -dijo.

Un equipo de enfermeros estaba contestando a las preguntas de un oficial vestido de paisano. Un solitario reportero disparaba airadas preguntas al sargento de guardia en el mostrador de recepción.

– Dennis Luxford -dijo éste en voz alta por encima de la cabeza del reportero-. Soy…

La mujer que había entrado en la recepción se acurrucó contra su acompañante.

– No me dejes, Sammy -dijo-. ¡Di que no me dejarás!

– Nunca -afirmó con fervor Sammy-. Ya lo verás.

Permitió que ocultara el rostro contra su pecho cuando pasaron junto a Luxford y Fiona, y salieron a la noche.

– He venido a buscar a mi hijo -dijo Luxford al sargento.

El policía asintió y descolgó el teléfono. Pulsó tres números. Habló unos momentos. Colgó.

Al cabo de un minuto, la puerta contigua al mostrador de recepción se abrió. Alguien llamó a Luxford. Éste cogió a su mujer por el brazo y entraron en un pasillo que recorría el edificio en toda su longitud.

– Por aquí -dijo una mujer policía, y les condujo hasta una puerta. La abrió.

– ¿Donde está Leo? -preguntó Fiona.

– Esperen aquí, por favor -dijo la mujer, y les dejó solos.

Fiona se paseó. Luxford esperó. Los dos prestaron atención a los ruidos que se oían en el pasillo. Durante los siguientes diez minutos, tres docenas de pisadas pasaron sin detenerse. Por fin, una voz serena de hombre dijo:

– ¿Aquí?

La puerta se abrió.

Cuando les vio, el inspector Lynley se apresuró a hablar.

– Leo está muy bien. Tarda un poco porque un médico le esta examinando.

– ¿Un médico? -exclamó Fiona-. ¿Está…?

Lynley la cogió por el brazo.

– Pura precaución. Estaba muy sucio cuando mi sargento le trajo, así que hemos procurado lavarle un poco. No tardará mucho

– Pero ¿se encuentra bien? ¿Se encuentra bien?

El inspector sonrió.

– Más que bien. Es la principal razón de que mi sargento esté viva. Se lanzó sobre el secuestrador y le dio algo que no olvidará fácilmente. De no haberlo hecho, ahora no estaríamos aquí, o si lo estuviéramos la conversación sería muy diferente.

– ¿Leo? -preguntó Fiona-. ¿Que Leo hizo qué?

– Primero saltó a un foso de desagüe para buscar un arma -explicó Lynley-. Después empuñó una llave de coche como si hubiera nacido para partir cráneos. -Sonrió, Luxford comprendió que trataba de tranquilizar a Fiona. Cubrió la mano de su mujer y la condujo hacia una silla-. Leo es muy valiente, y eso era lo que exigían las circunstancias. Ah, aquí está.

Y allí estaba, en brazos del agente Nkata, con el cabello rubio mojado, las ropas cepilladas pero sucias, la cabeza apoyada en el pecho del detective negro. Estaba dormido.

– Hecho polvo -dijo Nkata-. Le mantuvieron despierto el tiempo suficiente para que el médico le examinara, pero cayó dormido mientras le lavaban el pelo. Temo que utilizaron jabón de tocador. Ya le dará usted un buen restregado cuando lleguen a casa.

Luxford se acercó y tomó a su hijo en brazos.

– Leo -dijo Fiona-. Leo.

Tocó su cabeza.

– Les dejaremos solos un rato -dijo Lynley-. Después hablaremos otra vez.

Mientras la puerta se cerraba en silencio, Luxford llevó a su hijo a una silla. Se sentó, le abrazó, pensó en su escaso peso y sintió cada hueso de su cuerpo como si lo estuviera tocando por primera vez. Cerró los ojos y aspiró el aroma de su hijo: desde el jabón de su pelo mal lavado al acre de sus ropas. Besó la frente de su hijo y luego sus ojos.

Se abrieron, azul cielo como los de su madre. Parpadearon. Entonces, vio quién le abrazaba.

– Papi -dijo, y realizó el ajuste automático, con la alteración de voz en que Luxford tanto había insistido-. Papá. Hola. ¿Ha venido mamá contigo? No lloré. Estaba asustado pero no lloré.

– Hola, cariño -dijo Fiona, y se arrodilló junto a la silla.

– Espero haber hecho lo debido -dijo Leo con firmeza-. No lloré ni una vez. Me tuvo encerrado y tenía mucho miedo, y quería llorar, pero no lo hice. Ni una vez. Estuvo bien, ¿verdad? Creo que hice lo debido. -Su cara se arrugó alrededor de los ojos y en la frente. Se volvió para ver mejor a su padre-. ¿Qué le pasa a papá? -preguntó a su madre, perplejo.

– Nada en absoluto -contestó Fiona-. Papá está llorando por ti.

AGRADECIMIENTOS

Wootton Cross y el valle de Wootton no existen, pero doy las gracias a las personas que me han ayudado a crearlos: el señor A. E. Swaine, de Great Bedwyn (Wiltshire), que compartió las bellezas de Wilton Windmill conmigo; Gordon Rogers, de High Ham (Somerset), y el amable personal del National Trust, que me facilitó el acceso a High Ham Windmill; los buenos agentes de policía de Pewsey, que contestaron a mis preguntas y permitieron que su comisaría fuera el modelo de la de Wootton Cross.

Me siento en deuda con Michael Fairbairn, corresponsal político de la BBC, que me dedicó su tiempo y respondió con suma amabilidad a innumerables preguntas durante el curso de la creación de esta novela; con David Banks, que me facilitó el acceso al Mirror y a Maggie Pringle, quien respondió a mis preguntas y actuó de intermediaria para que yo pudiera visitar las oficinas del periódico en Holburn; con Ruth y Richard Boulton, quienes siempre contestaron con amabilidad a todas las preguntas, por triviales que fueran; con el inspector jefe Pip Lane, que procura mantenerme dentro de los límites del trabajo policial razonable; con mi agente Vivienne Schuster y mi editor Tony Mott, quienes apoyan mis esfuerzos y emiten ruiditos de aliento si son necesarios.

En Estados Unidos, doy las gracias a Gary Bale, del departamento del sheriff del condado de Orange, por sus palabras esclarecedoras sobre diversos temas, desde el estudio de las huellas dactilares a la toxicología; al doctor Tom Ruben y al doctor H. M. Upton por su asesoramiento médico cuando era necesario; a April Jackson, de Los Angeles Times, por contestar a preguntas varias sobre periodismo; a Julie Mayer, por leer un borrador más; a Ira Tobin, por su apoyo amable y constante; a mi editora Kate Miciak, por escuchar las innumerables variaciones sobre el desarrollo y el tema; a mi agente, Deborah Schneider, por su sabiduría y fe en mi proyecto.

Debería subrayar que esto es una obra de ficción. También debería subrayar que cualquier error o defecto de la novela es de mi exclusiva responsabilidad.

ELIZABETH GEORGE

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