Pocas veces un volumen de relatos de un escritor novel produjo tantos elogios de la prensa y los aficionados como Entre los muertos. Los lectores se sentirán sorprendidos con este volumen: en el no hay lugar para el humor o la piedad, el Apocalipsis está entre nosotros y ningún tipo de sonrisas lo hará retroceder.
Traductor: Baravalle, Graciela
Autor: Bryant, Edward
©1982, Adiaxs, S.A.
Colección: Fénix
ISBN: 9788485963256
Generado con: QualityEbook v0.37
Edward Bryant
Traducción de
Graziella Baravalle
COLECCIÓN FÉNIX
ADIAX
Título original:
AMONG THE DEAD
and other events leading to the apocalypse
1973 by Edward Bryant
I.S.B.N.: 84-85963-25-3
Dep. legal: B-12.542-1982
© 1982 by ADIAX S.A.
Sicilia 226-8, Bajos 2 - Barcelona-13
Tlf. 246.55.00
PARA JO
—que trata de mantenerme honrado1
AGRADECIMIENTOS
Jody After the War, Dune's Edge, Pinup, Shark (Jody después de la guerra, El borde de la duna, Coleccionable, Tiburón) © 1972, 1972. 1973, 1973 by Damon Knight. Aparecieron por primera vez en Orbit.
Love Song of Herself, N? 2 Plain Tank... (Canto de amor de sí misma, Tanque común Nº 2) © 1971, 1972 by Robert Silverberg. Aparecieron por primera vez en New Dimensions.
Adrift on the Freeway, Among the Dead (Perdidos en la autopista, Entre los muertos) © 1970 by Coronet Communications, Inc. Aparecieron por primera vez en Quark.
The Human Side of the Village Monster (El lado humano del monstruo de la ciudad). © 1971 by Terry Carr. Apareció por primera vez en Universe.
The Soft Blue Bunny Rabbit Story, The Hanged Man, Their Thousandth Season (El cuento del conejito celeste, El hombre colgado, Su milésima temporada) © 1971, 1972,. 1972 by Robin Scott Wilson. Aparecieron por primera vez en Clarion.
File on the plague (Rastreando la plaga) © 1971 by National Lampoon, Inc. Apareció por primera vez en The National Lampoon (abril de 1971).
Sending the Very Best (Con los mejores augurios) © 1970 by New Worlds Publishing. Apareció por primera vez en New Worlds (enero de 1970).
The Poet in the Hologram in the Middle of Prime Time, (El poeta en el holograma en el centro del tiempo originario) © 1972 by Harry Harrison. Apareció por primera vez en Nova.
Tactics, Teleidoscope (Táctica, Teleidoscopio) © 1973 by Edward Bryant.
El autor quiere agradecer además a Farrar, Strauss y Giroux, Inc. por el permiso para citar "On Morality", de Slouching Towards Bethlehem, © 1975 by Joan Didion.
"... porque cuando comenzamos a engañarnos a nosotros mismos pensando no que queremos algo o lo necesitamos, no que para nosotros es una necesidad pragmática obtenerlo, sino que es un imperativo moral, entonces nos unimos a los locos de moda, entonces el delgado gemir de la histeria se oye sobre la tierra, y entonces nos encontramos en graves dificultades. Y sospecho que ya hemos llegado a ese punto."
—Joan Didion, Sobre la moral.
Ya sea que nuestra última destinación sea utopía, distopía o Armagedón, sabemos que la curva está dirigida hacia alguna parte. Es axiomático. Yo sospecho que la curva está dirigida hacia abajo, y quizá completamente fuera del gráfico. Consideren que este libro es un plano; estas historias las coordenadas.
Puntos correspondientes en una curva exponencial:
1. Alienación. Una jugada barata en cultura popular.
2. Necesidad pragmática. Un corolario de la alienación. Hacer lo que se quiere o se necesita; no lo que nos dicen que se debería hacer.
3. Pesadillas. Brewer las definía diciendo "antiguamente se suponían causadas por un monstruo". Todavía lo son. Algunos súcubos (e íncubos) son admonitorios.
4. Sentido. Un concepto filosófico impreciso. Hombres y mujeres se meten en complicaciones, pelean para salir de ellas, luchan para encontrar valores. Ganan cuando pierden, pierden cuando ganan. Pero siguen luchando.
5. Moralidad. Estos diecisiete cuentos son morales, pero no moralistas. Consideren el epígrafe de Ms. Didion. Aquí no hay imperativos.
6. Yeats, William Butler. Él sabía. Ubiquen y relean (o lean) The Second Corning:
"Las cosas se derrumban; el centro no puede sostenerse..."
Edward Bryant
Laramie, Wyoming
Julio de 1972
—Déjame bajar —dijo Rockaway—. Por favor. —La voz del hombre colgado era débil y doliente, un suspiro. La apretada soga de nylon se le clavaba en los tobillos y su cara traspiraba, púrpura de sangre—. ¡Owen, Owen, por el amor de Dios!
—Si —dije—. Por el amor de Dios.
Rockaway no estaba tan acabado como para no gozar de una buena alusión.
—Siempre lees demasiado Poe, desalmado bastardo literario. ¿Ningún brindis de amontillado para la escena de la muerte?
—Un jerez pálido no va bien —dije—. Quizás algo espeso y sanguíneo—. No me contestó y permanecimos en silencio. Aburrido, empujé suavemente su cara invertida. Rockaway trató de morderme los dedos. Puse las yemas de mis dedos contra su frente y lo empujé con fuerza. Un momento después su cuerpo vino de vuelta y lo empujé otra vez. Era un buen juego. El otro extremo de la soga estaba atado a una rama a unos diez pies más arriba del tronco. Cada vez que él cuerpo de Rockaway se balanceaba la rama del álamo crujía.
—Detente —dijo Rockaway—. Me estoy mareando.
—Lo supongo.
—Supones qué.
—Que voy a detenerme —dije—. Me estoy aburriendo otra vez.
—Entonces intenta una variación.
Me sorprendía y me deleitaba su falta de rudeza. Tomando su cabeza por ambas orejas comencé a hacer girar a Rockaway en círculo. El hombre rió.
—Te lo advertí —dijo, y empezó a vomitar. Salté hacia atrás y evité lo peor. Sin embargo, algo mojado y con olor a salchichas frescas aterrizó en mi manga y tuve que quitarlo raspando con un trozo de corteza muerta del álamo.
Rockaway basqueó y su órbita se hizo excéntrica. Salpicó el suelo y gimió. Sus ojos apretados se cerraban con fuerza. Me agazapé en la sombra y esperé hasta que su cuerpo se fue deteniendo y quedó estacionario. Por fin abrió sus ojos y me miró.
—Estás loco.
—Tal vez —admití—, pero al menos estoy aquí sentado en la sombra. En cambio tú cuelgas por los tobillos de allí arriba, esperando que los cuervos vengan a comerte los ojos.
—No hay cuervos —dijo Rockaway pacientemente—. Los comimos todos.
—Bueno, entonces alcaudones —dije—. Pájaros carnívoros.
—Owen, hay en tí una fuerte vena mórbida.
Lo ignoré.
—Los alcaudones eran mis compañeros cuando tenía alrededor de diez años. Vivíamos en un rancho al norte de Tucson y los pájaros venían desde Canadá a invernar.
—¿Eso fue antes de que muriera tu hermana? —dijo Rockaway.
—Pájaros desagradables negros y grises —dije— con picos ganchudos que siempre parecían listos para arrancar ojos desprevenidos. Uno de ellos anidó en un árbol cerca del granero y pasé mucho tiempo mirándolo cazar. ¿Sabes cómo prepara un alcaudón su comida?
Rockaway abrió la boca dolorosamente y la sangre corrió por su espeso bigote.
—Un día el pájaro trajo una rata de campo —continué— aún viva. El alcaudón la empaló en una púa del alambre de la verja. La rata colgaba con la púa atravesando un pliegue de piel suelta. Luchaba débilmente. Sus ojos estaban oscuros y húmedos, muy abiertos. El alcaudón se los arrancó de un picotazo; luego voló a alguna parte.
"Esperé y observé a la rata. La rata trataba de seguirme con los vacíos agujeros sangrientos en que habían estado sus ojos. El alcaudón volvió y comenzó a destrozar a la rata. Lo observé hasta que no quedó más que un trocito de piel gris en la púa y algunas vísceras dispersas abajo en el polvo.
—¿A dónde quieres llegar? —preguntó Rockaway.
—El alcaudón es cruel —dije—, pero su canción es hermosa. ¿Sabías que sé cantar?
Rockaway sacudió su cabeza lentamente.
—Definitivamente tienes tendencia a dramatizar.
—¿Quieres escuchar una selección?, tendrá que ser a capella.
—Owen, no sobreactúes.
Desde donde yo estaba agazapado, los ojos de Rockaway se encontraban con los míos. Por largo tiempo le envidié sus ojos. Eran azules e islándicos, siempre muy abiertos y candorosos. Observé algo extraño.
—Tu bigote cuelga de manera incorrecta —dije.
—La sangre pesa en los extremos. Pronto estaré goteando dibujos de Pollock en el polvo.
Después de un momento Rockaway dijo:
—Casi no puedo oírte. El ruido del mar ahoga tu voz.
—¿El mar?
—El sonido de las olas arrastrando castillos de arena.
—Es la sangre que corre por tus orejas —dije—. ¿Alguna vez escuchaste el océano en una caracola?
—Nunca viví tan cerca de la costa.
—Yo tampoco —dije—, pero una vez mis padres nos llevaron a la playa. A mi hermana y a mí. Cruzamos la frontera y seguimos el río de la Concepción hasta Desemboque en el Golfo. Sólo fue un paseo de fin de semana, pero yo nunca había visto tanta agua junta.
—¿Así encontraste la caracola? —preguntó Rockaway.
—Eventualmente. Fue después de la segunda noche cuando mi hermana se cayó del muelle. Estaba oscuro y nos encontrábamos jugando mientras mis padres terminaban de comer sus almejas y mejillones en el restaurante.
—¿Un accidente?
Me estremecí.
—Uno juega, se excita, a veces empuja demasiado bruscamente. Las cosas suceden. Deja el análisis para las personas mayores.
—¿Y tu caracola?
—Al día siguiente. Se la compré a un chico en la playa. Durante años, después, cerraría la puerta de mi habitación para poner la caracola contra mi oreja. A veces escuchaba a mi hermana reír dentro de la caracola, haciendo sus burbujeantes ruidos obscenos.
—El océano —dijo Rockaway, pensativamente—. Mira donde estamos ahora.
—Sí —dije—, mira. Le di un giro suave para que pudiera rotar completamente. Había poco que mirar. Después de unas pocas yardas la hierba rala acababa y el terreno se volvía gredoso. La llanura corría hacia un afilado horizonte y un cielo azul sin mácula. La creación parecía no comportar nada más.
—No creo que haya un océano por allí —dijo Rockaway con tristeza.
—Ni siquiera más allá del horizonte —acordé—. Este es un mundo circunscrito.
Rockaway dejó de rotar. Otra vez su cara quedó frente a la mía.
—¿Quién estableció los límites?
Yo no estaba seguro.
—¿A quién le tocaba ser Dios?
—Ahora ya vamos a alguna parte —dijo.
—Tendría que estar loco para creerme Dios.
—No necesariamente —dijo Rockaway.
—Sería una locura pensar que tú eres Dios.
—Es posible.
—El rasgo que siempre he admirado en tí tan profundamente —dije— es tu política de respuestas directas.
—Eres un perezoso —dijo Rockaway—, Creo que eres un secreto oscurantista. Imagínate tus propias respuestas.
—Entonces soy loco. Es lo más simple. —Esperé una argumentación; no hubo ninguna—. ¿Bueno, no lo soy? —El hombre colgado permaneció en silencio—. No te enfades, Rockaway. —No dijo nada. La sangre comenzó a gotear por los cuernos de su bigote que apuntaban hacia abajo.
Ninguno de los dos dijo nada durante lo que me pareció una hora. Me sentí solo.
—Rockaway —comencé. Algo zumbó detrás del árbol; una gran mosca trazando una perezosa espiral hacia mi cara. Negro-azulado y brillante, el insecto aterrizó en mi muñeca y empezó a refregarse las patas delanteras. Ahuequé mi otra mano y lentamente la moví por encima y detrás de la mosca. La mosca vio la sombra, por supuesto, y cuando bajé la palma ya se había ido.
El zumbido se detuvo y vi que la mosca había aterrizado en la nariz invertida de Rockaway. Levanté mi mano con cautela pero la mosca desapareció dentro de los pelos de uno de los orificios de la nariz. Esperé pacientemente pero el espeólogo no reapareció. Rockaway, mientras tanto, ni siquiera se había contraído.
Soporté el silencio de Rockaway todavía otra hora antes de decidirme a llevar adelante mi diálogo yo sólo.
—Desacostumbrado como estoy al discurso solipsista... —Me deprimí tanto que me retiré a mi propio silencio por un tiempo más. Entonces— Rockaway, Rockaway, ¿soy un loco? —una y otra vez. Estaba balanceado, era casi un salmo.
—Maldita sea, ¿lo soy? Quiero una respuesta definitiva.
En el polvo se iba formando una sombra púrpura.
—Pobre Rockaway, retraerte no te salvará. Obtendré tu respuesta. ¿Jugaste con un péndulo mágico cuando eras un niño? ¿Te acuerdas? Sostener sobre un punto hecho a lápiz un peso en una cuerda. Concentrarse en la pregunta. Si la respuesta es sí, el peso comenzará a moverse hacia atrás y adelante en un simple arco. Si la respuesta es no, el peso se moverá en círculo alrededor del punto. Ahora tú eres el péndulo mágico, Rockaway, y mi locura es la pregunta.
Al final me puse impaciente. No podía detectar movimiento alguno, ni en arco ni en círculo. Aburrido por la espera, canté para mí mismo. Al principio eran tonadas que había escuchado en la radio. Luego canté canciones de la infancia, que mi madre me había enseñado.
"Un chico con cabeza monstruosa de calabaza,
cola gris de cerdo y bigote rojo",
Sospeché el paso de los días. No había sol, pero el cielo se oscurecía periódicamente.
"¿Es necesario decir cuánto lo incitamos?
¡Por amor de Dios, ahógalo o quémalo!"
Mi madre tenía un desubicado amor por las malas traducciones de los buenos poetas alemanes, como Heine. También le gustaba Baudelaire.
—¿Te dije que canto bellamente?
Cerré los ojos y exploré la cara de Rockaway con las yemas de los dedos. Lo que sentí no era nada semejante a los rasgos que imaginaba cuando mis ojos estaban abiertos. Su piel estaba tensa, distendida con líquido. Me acerqué tanto que mi mejilla rozó ligeramente contra la barba de su mentón. Mi lengua me dijo que su ojo derecho estaba abierto.
Con infinita suavidad coloqué mis labios alrededor de su agujero orbital. Sujeté la membrana entre un colmillo y uno de mis dientes inferiores. Un chorro de líquido entró en mi boca. El fluido tenía gusto a sal y resbalaba por mi lengua. Chupé hasta que no pude obtener nada más; después deseé tener una cuchara.
Véanlo bambolearse; Rockaway, carne helada en un gancho. No les gustaría colgar su chaqueta en semejante gancho; la punta bruñida podría rasgar el paño. Así como atravesó su carne. (¿Pueden imaginarse? El gancho penetra justo debajo de la paleta del hombro, el dolor es rápidamente acallado por el shock. El impulso kinestético del avance del gancho es una presión a medida que el metal se desliza entre el tendón y el ligamento a lo largo del hueso. La punta sale bajo la clavícula. La herida azulea y se arruga.) El gancho soporta desigualmente su peso de modo que resulta una manera incómoda para colgar.
—Tráeme algo para apoyarme —dice Rockaway—. Por favor. —Los dedos de sus pies no logran tocar el suelo de cemento por unas cuatro pulgadas tal vez.
Irritado levanto la cabeza de mi libro.
—¿Te importa? Estoy leyendo Thevenot. Escucha: "Hay manzanos a los lados del Mar Muerto que dan hermosos frutos, pero dentro están llenos de ceniza."
—Tú estás lleno de mierda.
—Resentimiento —dije suavemente—. Es algo que nunca me ha gustado en tí.
—Es dolor, no resentimiento. Puedo sentir como se van desgarrando los músculos.
—Bueno, no hay nada para que te apoyes encima.
—El libro.
—Lo estoy leyendo.
—Dame un momento de descanso.
—No hay descanso —dije—. ¿Qué es eso?
Los dientes de Rockaway castañeaban.
—No puedo evitarlo —dijo—. Tengo frío.
—Puedes quemar cuarenta calorías por hora, temblando.
—¿Me importa? —Trató de estremecerse y su cara se contrajo.
—Probablemente no. A mí no me importa nada. —No levanté los ojos de la página.
Un suspiro deliberado.
—Nunca te importó.
Cerré el libro de un golpe. Me paré y miré de frente a Rockaway, ladeando un poco mi barbilla para encontrar sus ojos.
—Cállate.
—¿Qué pasa, Owen? ¿Tienes el pellejo demasiado fino incluso para la banalidad? —Las comisuras de su boca se arquearon en una horrible sonrisa.
Di media vuelta y miré la pared cercana. El agua fría iba produciendo molduras en la piedra allí al alcance de la mano. Tracé mis iniciales en mojadas espiras. Luego apoyé las yemas de los dedos sobre mi frente y sentí cómo penetraba el frío. La pequeña celda cerrada estaba húmeda y helada, pero yo tenía fiebre. El fuego se había encendido más allá del recuerdo. ¿De dónde provenía el combustible, y a dónde iban las cenizas?
—Te veo en el espejo —dijo Rockaway.
Sin darme vuelta.
—¿En el hormigón?
—En mi espejo. Te pareces mucho a tu hermana.
—Así decían mis tías y mis tíos. Yo no pude advertirlo.
—Sobre tu ojo izquierdo hay una pequeña cicatriz —dijo.
Lo había olvidado.
—Cuando tenía diez años. Ella tenía ocho. Estábamos jugando en una ladera que bajaba hacia el riachuelo. Teníamos un cubo hecho con una lata de aceite de medio galón lleno de agua. Cogiéndolo por el asa, mi hermana lo balanceó en círculo para asegurarse de que el agua no se derramaría. Lo soltó en el apogeo y el borde me dio sobre el ojo. La cantidad de sangre era increíble. Mi padre me llevó a la ciudad y el doctor dio nueve puntos.
—Por supuesto que olvidé —dije pesadamente—. Todos reprimimos nuestra infancia. Pero tú tiraste de la cuerda y recordé.
—Recordaste muy rápido.
Apreté mis labios con fuerza.
—Déjame apoyarme sobre el libro por un rato —dijo Rockaway—. No lo estás leyendo.
—Sí que estoy. —Me agaché para recoger el volumen, y lo abrí al azar—. Estoy leyendo una selección de Genet.
—Owen, no sabes cuánto duele esto...
Sonreí comprensivo.
—Pero lo sabrás.
—Este es un pas de deux fascinante —dije—, pero prefiero leer.
—Quiero hablar —dijo Rockaway—. Hablemos del amor.
—Un camelo.
—¿Entonces otras profundidades?
—Sin fundamento.
—¿Qué te parece la locura? —dijo Rockaway.
—Siempre se vuelve a eso, ¿no es verdad? —Pasé al azar de Genet a Berkeley—. Bromeas pero nunca entregas. —Súbitamente advertí el olor rancio de las páginas. La habitación estaba tan húmeda; ¿cómo podía evitar el deterioro?
—Eres ingenuo —dijo Rockaway—. Buscas revelaciones en el texto.
—Parece un lugar lógico para buscarlas —dije.
—Intenta en la solapa.
Lo miré. El hombre colgado descubrió sus dientes ingenuamente, luego dio un respingo. Pasé rápidamente las páginas del libro, ojeé un instante la dedicatoria, pasé el índice. Pegada a la solapa había una etiqueta. Las rígidas letras negras decían: "Ex Libris, Owen Rockaway."
—Créelo —dijo. Y lo hice, ¿Y cuántas veces? Véanlo bambolearse en el gancho, atado al extremo de una cadena herrumbrada, traspasado por un perno ensangrentado.
Desde su superioridad, me compadeció:
—Pobre de tí, cuerdo hijo de puta.
Maduras e incitantes, las manzanas de Sodoma cuelgan de una rama. Pero dentro sólo hay cenizas.
La guerra vino y se fue, pero regresó para él dieciocho años después.
Folger hubiera debido saber cuando desaparecieron los cardúmenes de peces más pequeños. Hubiera debido adivinar, pero estaba preocupado, tratando de estabilizar la jaula a diez metros y luego deslizando hacia afuera la compuerta superior. Flotando libremente, contempló el Atlántico Sur gris y verde. Nada. Con la lengua conectó el micro encastrado en su pieza bucal. El transmisor sonex que iba ajustado a sus tanques codificó y emitió el mensaje:
—Pregunta—Valerie—ubicación. —Lo repitió. La electrónica chasqueó en sus oídos pero no hubo respuesta.
Algo se movió a su derecha, algo de un gris más oscuro, de un verde más oscuro que el agua. Entonces Folger vio los dos ojos oscuros. Su cuerpo fue tomando forma en la oscuridad. Ella embistió a una velocidad imposible, deslizándose con violencia como un torpedo.
El error fue de Folger, y casi fatal. Había esperado que ella diera primero vueltas en círculo. El gran tiburón blanco se lanzó hacia adelante con las fauces abiertas. Folger vio los dientes, sólo los dientes, hileras de blanco rasgado.
—Pregunta —gritó en el sonex.
Desesperadamente empuñó la porra en su mano derecha. La gran sombra blanca, abriendo y cerrando las mandíbulas con sus afilados dientes triangulares se escurrió sin un sonido.
Folger levantó la porra —trató de levantarla—, vio la sangre y los blancos extremos sobresaliendo por debajo de su codo y se dio cuenta de que estaba viendo hueso quirúrgicamente aserrado.
El shock hizo que todo fuese engañosamente fácil. Folger buscó tras de sí, sintió la jaula y se impulsó arriba hacia la compuerta. El tiburón se perdió en la distancia.
Fue difícil entrar en la jaula con una sola mano. Había atravesado la compuerta a medias y hecho girar el control de flotación cuando se desmayó.
Su nombre, como el de la mitad de las otras mujeres del pueblo, era María. Por más de una década había cuidado de la casa de Folger. Limpiaba a su manera. Cocinaba sus dos comidas todos los días, por lo general patatas hervidas o guiso de cordero. Lo amaba con una pasión callada, amarga, no correspondida. En todos esos años nunca habían hablado de ello. No eran amantes; cada noche después de la cena, ella regresaba a su casa de arcilla y piedra en el pueblo. Si Folger hubiera tomado mujer en el pueblo, María los hubiera acuchillado a ambos mientras dormían. El problema no se había presentado nunca;
—Gente para usted —dijo María.
Folger levantó la vista de sus mapas.
—¿Quién?
—No son isleños.
Folger no había recibido visita de fuera de la isla desde hacía dos años, cuando un periodista brasileño había aparecido en el barco suplementario semianual.
—¿Quiere verlos?
—¿Puedo evitarlo?
María bajó la voz.
—Gobierno.
—Basura —dijo Folger—. ¿Cuántos?
—Sólo dos. ¿Quiere el revólver? — El calibre doce, descargado, envuelto en hule, descansaba en el armario de la cocina.
—No —suspiró Folger—, Que pasen.
María murmuró algo mientras atravesaba la puerta.
—¿Qué?
Ella sacudió su enmarañado pelo negro.
—Hay una mujer —espetó.
Valerie volvió al alojamiento de Folger más avanzada la tarde. £1 director del proyecto ya había hablado con él. Sabiendo lo que ella diría, Folger se tomó dos tragos no habituales antes de que ella llegara.
—No puedes decirlo en serio —fue lo primero que le dijo.
Ella hizo una mueca. —Así que te dijeron.
Él dijo: —No puedo permitirlo.
La mueca se desvaneció. —No hables como si me poseyeras.
—No es eso, simplemente... yo —tartamudeaba—. Maldita sea, es un golpe.
Ella le tomó la mano y lo hizo sentar al lado de ella en el sofá.
— ¿Acaso yo me opondría a tus sueños?
Él le imploró. —Pero tú eres mi amante.
Valerie dio vuelta la cara. —Es lo que yo quiero.
—Estás loca.
—Si tú puedes ser un oceanógrafo -dijo ella—, ¿por qué yo no puedo ser un tiburón?
María hizo pasar a los visitantes con desgano.
—Darse prisa —dijo en la entrada—. El señor2 Folger es un hombre muy ocupado.
—No lo molestaremos demasiado tiempo— dijo una voz de mujer.
Los visitantes, al entrar, tuvieron que agacharse para pasar por la puerta. La mujer medía casi dos metros de altura; el hombre era media cabeza más alto que ella. Ataviados idénticamente con mamelucos grises, mostraban idénticas sonrisas. Eran —Folger buscaba la palabra exacta— extremados. Sus cabelleras eran demasiado suaves y sedosamente pálidas, sus ojos demasiado obviamente azules, sus dientes demasiado blancos y salvajes.
La pareja bajó los ojos hasta Folger.
—Soy Inga Lindfors —dijo la mujer—. Mi hermano, Per. —El hombre asintió lentamente.
—Aparentemente ya saben quien soy —dijo Folger.
—Usted es Marcus Antonius Folger —dijo Inga Lindfors.
—Debía haber sido Marcus Aurelius —dijo Folger saliéndose del asunto—. Mi padre nunca prestó mucha atención a los clásicos.
—Las ventajas de la confusión —dijo Inga—. Encuentro que Marco Antonio es más fascinante. Era un hombre decidido para la acción.
Asombrada, María miraba una y otra cara.
—Usted era un integrante del Instituto de la Marina en Falkland Oriental —dijo Per.
—Lo fui. Hace mucho tiempo.
—Deseamos hablarle —dijo Inga— como representantes del Protectorado de Antigua América.
—Bueno, hablen.
—Nosotros hablamos oficialmente.
—Oh —Folger sonrió a María—. Debo estar a solas con estas personas.
La isleña miró dudosamente a los Lindfors.
—Estaré en la cocina —dijo.
—El viaje hasta Tres Rocas3 es formidable —dijo Per—. Nuestra aeronave dejó Cabo Pembroke hace diez horas. Vientos desfavorables.
Folger se rascó y no dijo nada.
Inga rió; era la risa de una muchacha joven de acuerdo con su edad.
—Marcus Antonius Folger, ha estado usted demasiado tiempo lejos de la civilización americana.
—Lo dudo —dijo Folger—. Obviamente les ha costado bastante encontrarme. ¿Por qué lo han hecho?
—¿Porqué?
Ella siempre le hacía preguntas cuando trepaban por las rocas del promontorio. Valerie preguntaba y Folger respondía y con frecuencia aprendían ambos. Por qué el rango estacional de temperatura en las Falklands era sólo diez grados; qué eran los quasares; cómo se diferenciaban las computadoras de tercera generación de las de segunda; cuán peligrosos eran los rayos de manta; cuándo moriría el universo. Hoy formulaba una nueva pregunta:
— ¿Y qué pasa con la guerra?
Él se detuvo, inclinándose sobre una chimenea natural.
—¿Qué quieres decir? —El frío rozó su mejilla, entorpeció su mandíbula, hizo rígidas sus palabras.
—No comprendo la guerra— dijo Valerie.
—Entonces sabes lo mismo que yo sé. —Folger miró hacia abajo, por encima de las rocas, hasta el mar. ¿Cómo explicar masas de personas matando otras personas? Podría recorrer el vocabulario —blancos primarios, secundarios, terciarios; prioridades de la población; beneficios de la muerte— ¿y qué? Eso no daba crédito ni impactaba a la matanza que tenía lugar sobre la tierra, en el espacio, bajo los mares.
— Yo no sé nada —dijo Valerie lúgubre—. Sólo lo que nos dicen.
—No los cuestiones —dijo Folger—, Son un poco quisquillosos.
— ¿Pero por qué?
—El Protectorado recuerda a sus amigos —dijo Per.
Folger se echó a reír.
—No traten de enfriarme. En los momentos de máxima lealtad al Protectorado —o lo que entonces era el Protectorado— yo era apolítico.
—Hace veinte años, eso hubiera sido traición.
—Pero no ahora —dijo Inga al instante—. El libertarianismo ha resurgido ampliamente.
—Así he oído. El barco trae revistas de vez en cuando.
—Los años de la reconstrucción han sido difíciles. Podríamos usar su capacidad en el continente.
—Yo fui usado aquí. Ocasionalmente encuentro oportunidad de ayudar a los isleños.
—¿Como oceanógrafo?
Folger señaló hacia la ventana.
—El mar constituye todo su entorno. Aquí soy útil.
—Con su talento —dijo Per— es un desperdicio.
—Además —continuó Folger— ayudo con los vestigios.
—¿Vestigios? —dijo Inga con incertidumbre.
—Excedentes de guerra. Restos. Miren —Folger levantó de la mesa un rectángulo seco y como de cuero y lo arrojó a Per. Éste miraba el objeto, dándole vueltas y vueltas.
—Provenía de una ballena asesina. La cazaron el último invierno con un arpón y carga apropiada. La maldita cosa había desfondado tres botes y asesinado dos hombres. Ahora lean el otro lado.
Per examinó el trozo de piel bien de cerca. Las letras y números habían sido marcados a fuego en profundidad: "USMF - 343".
—¿Ve? —dijo Folger—, Pertenecía a la partida el año antes de que yo ingresara al Instituto. No era especialmente sofisticada, pero tenía longevidad.
—¿Se encuentran muchos? —dijo Inga.
Folger sacudió la cabeza.
—No muchos de los originales.
El queche había sido hallado a la deriva sin nadie a bordo. Había salido para Dos aquella mañana temprano, una de las dos pequeñas y deshabitadas compañeras de Tres Rocas. Los tres hombres a bordo esperaban cazar focas. Los pescadores que descubrieron los restos encontraron también un hacha ensangrentada y varias secciones de tentáculo tan gruesas como el antebrazo de un hombre.
De modo que Folger recorrió la ruta del desdichado bote en su esquife motorizado durante tres días. Investigaba una vasta área de agua gris y agitada, con el arpón explosivo siempre al alcance de la mano. Temprano en la cuarta tarde una media docena de tentáculos verde oscuro emergieron del mar a babor del bote. Folger tendió su mano izquierda hacia el arpón. No vio el tentáculo a estribor que restalló y se enroscó apretado a su pecho arrojándolo por la borda.
El frío del agua lo atontó. Folger percibió un rápido, y surrealista destello de tentáculos intrincadamente ondulantes. Dos ojos, cada uno del tamaño de un puño lo miraban sin malicia. El tentáculo lo arrastró hacia el espolón de proa.
Entonces una sombra gris se insinuó debajo de Folger. Dientes como navajas segaron la carne. El tentáculo estaba cortado; Folger flotó a la deriva.
El gran tiburón blanco medía por lo menos diez metros de largo. Su panza tenía un moteado fuera de lo común. El calamar envolvió ansiosamente sus brazos en torno al tiburón atrapado. Los dos animales se hundieron en las aguas oscuras por debajo de Folger.
Con los pulmones doloridos salió a la superficie a menos de un metro del esquife. Siempre llevaba una escalera colgando del bote. Así las cosas resultaban más fáciles para un manco.
—¿Nos mostrará el pueblo? —dijo Inga.
—No hay mucho para ver.
—De todos modos nos gustaría dar un paseo. ¿Tiene tiempo?
Folger buscó su chaqueta. Inga se acercó para ayudarlo.
—Yo puedo hacerlo —dijo Folger.
—Hay muy buenos expertos en prótesis en el continente —dijo Per.
—No gracias —dijo Folger.
—¿Ha pensado en una reimplantación?
—Lo he pensado. Pero cuanto más lo pienso, mejor me encuentro con un solo brazo. He tenido varios años para practicar.
—Fue durante la guerra, ¿verdad?— preguntó Inga.
—Por supuesto que fue en la guerra.
Al salir pasaron por la cocina. María miró hoscamente por encima de los trozos de cordero ensangrentado sobre la tabla. Sus ojos se fijaron en Inga hasta que la rubia salió de su vista caminando por el hall.
Mientras recorrían el sendero hacia el pueblo iba cayendo una lluvia débil y fría.
—La lluvia es lo único que sobra en este lugar —dijo Folger—. Me crié en California.
—Iremos a California cuando terminemos aquí —dijo Inga—, Per y yo tenemos vacaciones. Nos pondremos nuestras inyecciones contra la radiación y esquiaremos por las Sierras4. Por la noche veremos como brilla Los Ángeles.
—¿Es hermoso?
—El brillo es como ver la aurora boreal todas las noches— dijo Per.
Folger rió entre dientes.
—Siempre sospeché que el futuro de L.A. sería algo así.
—La media-vida cuidará de la inmortalidad de la ciudad— dijo Inga.
Per sonrió.
—Estuvimos allí el año pasado. El brillo parece frío. Es soberbiamente erótico.
Por la noche, en la cama, él le preguntó.
— ¿Por qué quieres ser un tiburón?
Ella hizo correr sus uñas delicadamente a lo largo de su cuello.
—Quiero matar gente, comerla.
—¿Cualquier gente?
—Sólo hombres.
—¿Quieres que juegue al analista? — -dijo Folger. Ella le mordió el hombro con fuerza—. ¡Maldición! —Se sacudió—. ¿Hay sangre? —preguntó.
Valerie cepilló la piel con su mano.
—Eres tan cobarde.
—Mi umbral al dolor es bajo —dijo Folger—. Dulzura.
—No me llames Dulzura —dijo ella—. Llámame Tiburón.
— Tiburón.
Hicieron el amor en un desesperado arrebato.
La pendiente se hacía más pronunciada, la lluvia aumentaba y se apresuraron. Pasaron a través de un matorral de árboles raquíticos y alcanzaron el surco de un camino primitivo.
—Tenemos bistecs congelados en la aeronave —dijo Inga.
—Eso es algo que también me he perdido —dijo Folger.
—Entonces debe acompañarnos para la cena.
—¿Como invitado del Protectorado?
—Un invitado honorable.
—Que el mío esté jugoso -dijo Folger—. Bien jugoso.
El camino descendía abruptamente entre dos riscos y daba al pueblo. Se lo llamaba simplemente el pueblo porque no había otros asentamientos en Tres Rocas y ninguna necesidad de hacer distinciones. Varios centenares de habitantes vivían a lo largo de la curva de la bahía en pequeñas casas de una planta, en su mayoría de piedra.
—Esto es tan yermo —dijo Inga—. ¿Qué hace la gente?
—No demasiado —dijo Folger—. Crían ovejas, cazan focas, pescan. Cuando aún había ballenas acostumbraban a cazarlas. Por diversión, los nativos salen y excavan en busca de turba para usar como combustible.
—Una existencia bastante simple —dijo Per.
—Sin complicaciones —dijo Folger.
—¿Si pudieras ser algo en el mar —dijo Valerie—, ¿qué serías?
Folger siempre se sentía desconcertado ante estos juegos. Con frecuencia sentía haber elegido las respuestas equivocadas. Pensó con cuidado durante un minuto, más o menos.
—Un delfín, supongo.
En la oscuridad, su voz se disolvió en risa.
—¡Has perdido!
Él se irritó. —¿Y ahora qué pasa?
—Los delfines cazan en manadas —dijo ella—. Se juntan en grupo para matar tiburones. Son cobardes.
—No lo son. Los delfines son sumamente inteligentes. Se concentran para obtener protección cooperativa.
Aún entre accesos de risa: —Cobardes.
En los alrededores del pueblo encontraron una docena de niños pequeños y sucios practicando un juego. Los chiquillos habían cavado un pozo no muy hondo de alrededor de un metro de diámetro. Estaba excavado lo bastante cerca de la playa de modo que se llenaba rápidamente con una mezcla de filtración y de agua de lluvia.
—Detengámonos —dijo Per—. Quiero ver esto.
Los niños revolvían con palos el agua barrosa. Pequeños pescaditos del tamaño de un pulgar se embestían y mordisqueaban unos a otros, enterrando sus dientes de miniatura en la carne de los demás. Los chicos miraron sin interés a los adultos y luego volvieron a prestar atención al hoyo.
Inga se inclinó para acercarse.
—¿Qué son?
—Bebés de tiburón —dijo Folger—. Se crían vivos en el útero de la madre. Algunos pescadores deben haber atrapado una hembra de tigre de la arena a punto de parir. Le han dado el útero a los chicos. Los peces no vivirán mucho tiempo en ese estanque.
—Son fantásticos —suspiró Per. Por primera vez desde que Folger lo había conocido mostró alguna emoción—. Tan jóvenes y tan feroces.
—El primero en madurar por lo general se come a los otros en el vientre materno —dijo Folger.
—Es hermoso —dijo Inga—. Un organismo que nace luchando.
El combate fratricida en el hoyo comenzó a aquietarse. Unos pocos bebés de tiburón se retorcían débilmente. Los chicos los empujaban con los palos. Cuando ya no hubo respuesta los palos cayeron con violencia, golpeando el agua y hundiendo los peces en la arena.
—Los isleños odian los tiburones —dijo Folger.
Ella se despertó con violencia, dando alaridos y golpes ciegamente hacia él. Folger la tomó por las muñecas, la atrajo hacia sí, y comenzó a alisarle el pelo. Su temblor fue desapareciendo lentamente.
—¿Pesadillas?
Ella asintió, y su pelo se deslizó suavemente contra la mandíbula del hombre.
—¿Estaba yo en ellas?
—No —dijo ella—. Quizá. No lo sé. No creo.
— ¿Que sucedía?
Ella dudó.
—Estaba nadando. Ellos... algunas personas me sacaban del agua. Me ponían en una losa de concreto junto el muelle. No había agua, no había mar. —Tragó—, Dios, necesito una copa.
— Te prepararé una —dijo él
—Me sacaron del agua. Yo yacía allí y sentía que el océano se secaba. Y luego sentí que me desgarraba por dentro. No había nada que sostuviera mi corazón, mi hígado y mis intestinos y todo comenzaba a separarse de todo. Dios, como duele...
Folger le palmeó la cabeza.
—Te traeré un trago.
—¿Por qué? —preguntó Per—. ¿Los tiburones no son demasiado agresivos verdad?
—Hasta la guerra no lo eran —dijo Folger—. Desde entonces ha habido permanentes escaramuzas. Tanto los habitantes del pueblo como los tiburones juegan el mismo juego. Ahora han comenzado a cazarse unos a otros.
—Y —dijo Inga— también ha estado usted.
Folger asintió.
—Yo conozco bien a los depredadores del mar. Después de todo es mi trabajo.
Los chiquillos, aburridos con el estanque lleno de peces muertos siguieron a los adultos hacia el pueblo. Hacían bobadas delante de los Lindfors. Uno de los más atrevidos trató de alcanzar el pelo de Inga que flotaba hacia atrás con el viento.
—¡Vayan!5 —gritó Folger—. Todos, ¡muévanse! —Los chicos se retiraron con desgano—. Están acostumbrados a ver blancos —dijo—, pero las rubias son una novedad.
El camino se ensanchaba lentamente y se convirtió en la calle principal del pueblo, todavía sin pavimentar, y bordeando la costa. Folger vio el bulto de aluminio de una aeronave amarrada a un muelle, incongruente entre dos botes de pescadores.
—¿Vienen solos? —preguntó.
—Sólo nosotros dos —dijo Inga.
Per puso su mano suavemente en la muñeca de Inga.
—Somos un equipo muy eficaz —dijo.
Pasaron frente a una oscura casa de piedra, cuya puerta abierta se golpeaba con el viento. La lluvia caía a través del umbral.
—¿Abandonada? —preguntó Inga.
—Es una extraña costumbre isleña —dijo Folger—. El catolicismo está bastante diluido aquí. El cura sólo viene dos veces al año. —Señaló la puerta abierta—.El hombre que vivía aquí murió en el mar hace un par de días. La familia mantendrá la puerta abierta, pase lo que pase, por una semana. De modo que su alma encuentre abrigo hasta que sea derivada al cielo o al infierno.
—¿Qué le pasó al hombre? —preguntó Per.
—Estaba pescando —dijo Folger—. Los amigos lo vieron todo. Un gran tiburón blanco lo atrapó.
Más cerca ahora:
—¡Delfín!
—¡Tiburón!
Yacieron juntos.
—Ojalá tuviéramos más tiempo -dijo Inga-. Me gustaría cazar un tiburón.
—Tal vez en unas futuras vacaciones —dijo Per.
—Y esto es todo en cuanto al pueblo —dijo Folger—. No hay mucho más para ver, salvo que les guste la artesanía nativa, las velas de sebo y el cardado de la lana.
—Es increíble —dijo Inga—. La única vez que he visto algo remotamente parecido a esto fue durante la pre-construcción de América.
—No parece tan vieja —dijo Folger.
—Apenas había entrado en la pubertad. El Protectorado trajo a mi padre desde Copenhagen. Es un ingeniero de diseño hidroeléctrico. Trabajó en los proyectos del mar de Oklahoma.
Se detuvieron en un muelle de tablas bastas más allá de un cuerno de la medialuna formada por las casas. Per golpeó una bota en la madera para sacudir el barro.
—Todavía no comprendo cómo puede soportar este lugar, Folger.
Medio dormido, Folger dijo:
—Algún día cuando termine la guerra, conseguiremos un lugar junto al océano. Todavía existen algunos grandes campos al norte de San Francisco. Tendremos una casa entre los árboles, en una ladera sobre la playa. Tal vez construyamos una torre de piedra, como la que hizo Robinson Jeffers.
-—Una torre sería lindo —le dijo Valerie al oído—. Podrás leer todo el día, y nadar, y nunca tendremos visitas que no nos gusten.
—Es un hermoso sueño para tí—suspiró Valerie.
—Yo vine como material de deshecho —dijo Folger.
Los tres permanecieron de pie, en silencio por unos pocos minutos, observando las nubes más oscuras que el agua que se desplazaban desde el oeste.
—Están llegando los pescadores.—Después de otro minuto dijo—: El paseo ha terminado.
—Lo sé —dijo Inga.
—... esperando. Sigo esperando. Folger se apoyó en un codo. Ya veo que estás decidido a hacerlo.
Los botes de los pescadores se acercaban a la rompiente. Folger y los otros podían escuchar débiles los gritos de la tripulación.
—¿Por qué han venido? —dijo.
Per Lindfors puso amistosamente una mano sobre el hombro de Folger.
—Hemos venido a matarlo.
Folger sonrió. ¿Qué otra respuesta hubieran podido darle?
—Dime cómo funciona —dijo Valerie.
Se detuvieron en un pasadizo que daba sobre las trampas. En el tanque inmediatamente inferior dos buceadores maniobraban cautelosamente con un gran azul de unos cinco metros en un patio oval. A no ser por el agua que era introducida por la fuerza en las branquias del tiburón, el pez se hubiera asfixiado. El agua centelleaba en el resplandor de los arcos voltaicos. Más allá de las trampas, el faro de Cabo Pembroke parpadeaba metódicamente sus doce pulsaciones por minuto.
—Conozco las técnicas generales —dijo Folger—. Pero no es mi especialidad. Yo conozco estrictamente mapas y logística.
—No necesito excusas —dijo Valerie.
—Perdóname mientras violo el Acta de Seguridad Nacional.—Folger giró la cabeza hacia ella—. La mayor parte de la tecnología se adquiere de los hermanos que están allá arriba, en las plataformas orbitales. Todo el mundo ha estado haciendo trabajo secreto con la cibernética. Y alguien tuvo la brillante idea de importarlo a las regiones submarinas.
—La Marina —dijo Valerie.
—Exacto. Los burócratas se dieron cuenta de que las mejores armas para luchar en las guerras submarinas ya existían en el océano. Eran armas que habían sido adaptadas para ese propósito durante más de cien millones de años. Todo lo que se necesitaba eran sistemas de conducción.
— Tiburones —dijo Valerie pensativa.
— Tiburones y ballenas asesinas; calamares; hasta cierto punto delfines. Estamos considerando unas pocas especies más.
—Quiero saber cómo se hace.
—Esencialmente por transplante directo. Modificaciones quirúrgicas. Las uniones nerviosas son parcialmente electrónicas. ¿Es eso lo que querías saber?
Ella contempló el dócil tiburón abajo en el tanque.
— ¿No hay retorno, verdad?
—Probablemente utilicemos tu viejo cuerpo para alimentar el nuevo.
—Pues bien, mátenme. ¿Puedo saber por qué?
—No si su ejecución hubiera sido fijada ahora —dijo Inga. No hubiera sido misericordioso alertarlo por adelantado. Esos melodramas baratos están prohibidos por los códigos del Protectorado.
Folger resopló.
—¿No es esto totalmente maquiavélico?
—En absoluto. Se nos ha dado considerable libertad para llevar a cabo esta tarea. Queríamos estar seguros de hacer exactamente lo correcto.
—... consideremos la posibilidad de que yo te permita hacer algo semejante. El viento proveniente de la montaña amortiguó sus palabras.
—¿Puedes impedírmelo? —La voz de Valerie era chata, sin desafío alguno.
Él no contestó.
—¿Lo harías? — Valerie lo besó dulcemente al costado del cuello—. Existe un proverbio hindú para ti: No debes poseer a la mujer que amas.
— Te amo —dijo él en un suspiro, sin mirarla.
—Si no van a matarme ahora —dijo Folger— tengo trabajo que hacer.
—¿Folger, cuál es su mayor deseo?
Él la miro con ojos enigmáticos.
—Usted no podría dármelo.
—¿Fortuna? —dijo Per—. ¿Reconocimiento?... Usted tenía una considerable reputación antes de la guerra.
—Cuando nos vayamos —dijo Inga— queremos que venga con nosotros.
Folger paseó sus ojos lentamente del uno a la otra.
—¿Dejar la isla?
—Se está abriendo en Guam un centro para estudios de las profundidades del Pacífico —dijo Inga—. Le ofrecemos el cargo de director.
—No creo en nada de esto —dijo Folger—. Tengo cincuenta años, y aún teniendo en cuenta el caos de postguerra estoy atrasado una década en mi campo.
—Puede refrescar un poco sus estudios en la Universidad de San Juan —dijo Per.
—La reconstrucción no es tan completa —añadió Inga—. Los genios no son habituales. Lo necesitamos, Folger.
Folger habló con el director del proyecto en una cabina estéril apartada del teatro de operaciones.
— ¿Cuáles son las posibilidades?
— ¿De sobrevivencia? Excelentes.
—Quiero decir después.
El director del proyecto espiró profundamente su pipa extinguida.
—No puedo decirlo. Los datos de los tests son aislados.
— ¡Cristo, Danny! —Folger daba vueltas por la habitación—, No me hables en doble sentido, ¿Qué quieres decir?
El director del proyecto evitó los ojos de Folger.
—Una alta proporción de los sujetos de las pruebas no han regresado del campo de experimentación. Los muchachos de biología piensan que puede tener que ver con la memoria somática, la retención celular de la antigua personalidad no-humana.
— ¿Y no nos dijeron nada acerca de esto?
—Seguridad, Marco —El director del proyecto parecía incómodo—. Nunca sé lo que puede presentarse cada día. Sabes, hace doce días que no tenemos recepción de radio. Nadie sabe...
—Lo juro, Danny, si algo le sucede a ella...
La pipa cayó de la boca del director del proyecto.
—Pero ella es voluntaria...
Fue la primera vez que Folger había golpeado a otro ser humano.
—En el continente se aproximan las elecciones —dijo Inga.
—¿Libres?
—Por supuesto —dijo Per.
—Razonablemente —dijo Inga—. Dentro de las necesidades de la construcción.
Una pandilla de chicos se escabulló junto a ellos. Más abajo, en la playa los pescadores comenzaban a descargar la pesca del día.
—¿Recuerda a un hombre llamado Díaz-Gomide? —preguntó Per.
—No.
—Es un periodista brasileño.
—Sí—dijo Folger—. Hace dos años, no?
Per asintió.
—No sólo es un periodista, sino también uno de los dirigentes del partido de oposición. Es su ministro de información en la sombra.
—El señor Díaz-Gomide ha resultado ser muy molesto para la actual administración —dijo Inga.
—El mismo régimen que ha estado en el poder por un cuarto de siglo —dijo Folger.
Inga hizo un gesto evasivo.
—Alguien tenía que mantener el orden durante la guerra y después.
—El asunto es —dijo Per— que este Díaz-Gomide ha estado diseminando mentiras históricas a cuenta de su partido.
—Déjenme adivinar —dijo Folger. Caminó lentamente hacia el final del muelle y los Lindfors lo siguieron—. Ha revelado cosas terribles acerca del gobierno en relación con el Instituto de la Marina en la Falkland Oriental.
—Entre otras invenciones —dijo Per.
Folger se detuvo cuando casi tocaba el agua con los pies.
—Alegó que se llevaban a cabo experimentos inhumanos y que se transplantaban cerebros de sujetos que no lo deseaban o no lo sabían en cuerpos de criaturas marinas.
—Algo por el estilo, excepto que lo ponía en un lenguaje menos clínico.
—Vamos al grano —Folger sacudió su cabeza lentamente—. ¿Qué quieren de mí? ¿Un desmentido?
—Sospechamos —dijo Inga— que Díaz-Gomide distorsionó muchísimo las declaraciones de usted a la prensa. Nos gustaría que pusiera las cosas en su lugar.
—Los experimentos llevados a cabo por la Marina han sido excesivamente exagerados —dijo Per.
—Probablemente no —dijo Folger.
Se contemplaron uno al otro.
Folger flotaba en el centro del tanque de mantenimiento. El suspiro del regulador sonaba extraordinariamente fuerte en sus oídos. Se volvió para seguir al gran tiburón blanco mientras éste trazaba círculos lentamente, con la mirada continuamente fija en Folger. El tiburón —le resultaba difícil adscribirle su nombre— se movía con fluidez, ondulándose yendo de un lado al otro lentamente con su movimiento rítmico a través del agua
Ella —Folger hizo el intento—, ella era hermosa; implacablemente, salvajemente hermosa. Pocas veces había estado tan cerca de un tiburón. Observaba en silencio cómo su cuerpo crecía con un millar de pieles, cómo cada movimiento enfatizaba su musculatura. Nunca la belleza le había parecido tan mortal.
Luego de unos momentos utilizó el sonex. —Valerie... pregunta... ¿cómo es?
La respuesta codificada retornó y en orden.
—Marco... nunca conocí... masa bulto seguridad... mejor.
Él emitió: —Pregunta... ¿feliz?
—Sí.
Intercambiaron mensajes por unos minutos más. Él inquirió: —Pregunta... ¿qué harán contigo?
—Asignada soldado... funciones de guardia... Trinchera Mariana.
—Pregunta... ¿cuándo?
—Nunca... nunca soldado... antes huir.
—De modo —dijo Folger— que se trata de desmentir o morir.
—Nos gustaría que aceptara la dirección del centro de investigaciones de Guam— dijo Inga.
Folger encontró el papel entre otros poemas desparramados como hojas secas en la habitación de Valerie:
"En el vacío, inviolada
de lo que ella era
es
y será"
Salió hacia las trampas. Desde el pasadizo miró dentro del tanque. El tiburón trazaba círculos incesantemente. Ella se balanceó hacia donde él estaba y Folger miró deslizarse el negro lomo y el vientre blanco. Siguió mirando hasta que cayó la oscuridad.
—¿Tengo tiempo para considerar la oferta? —preguntó Folger.
Los Lindfors se miraron, pensando.
—Nunca he podido tomar decisiones apresuradas.
—Quisiéramos terminar con este asunto —dijo Per.
—Lo sé —dijo Folger—. Esquí en las Sierras.
—¿Bastarán doce horas?
—Tiempo suficiente como para consultar mi Libro de Cambios.
—¿De verdad? —Los ojos de Inga se abrieron fraccionadamente.
—Traición —dijo Per.
—No. Ya no. Mi fase mística ya ha pasado.
—¿Entonces esperamos su decisión para mañana por la mañana?
—Exacto.
—Y ahora es el momento de cenar —dijo Inga—. Vayamos a la nave. Me acuerdo, Folger. Bien jugoso.
—¿Nada de negocios durante la cena?
—Nada —prometió Inga.
—Maldita muchacha —dijo el director del proyecto. Empapado con agua de mar y apestando a licor de contrabando, irrumpió en las habitaciones de Folger—, Se ha ido.
Folger encendió la luz que estaba junto a la litera y lo miró soñoliento.
— ¿Danny? ¿Qué? ¿Quién se escapó?
—La maldita chica.
—¿Valerie? —Folger sacó las piernas de la cama y se sentó.
—Destrozó la compuerta. Vació la mitad de los tanques. Intentamos detenerla en el canal.
— ¿Está bien?
— ¿Bien?—El director del proyecto se tapó la cara con las manos—.Desfondó el bote. Atrapó a Kendall y a Brooking. Jamás has visto tanta sangre.
— ¡Cristo!
—Fue un infierno —dijo el director del proyecto—. La necesitábamos realmente por la mañana.
— ¿Para qué?
—En verdad la necesitábamos —repitió el director. Salió tambaleando de la habitación y se perdió en el hall.
Folger se contestó su propia pregunta al día siguiente. A través de diversos canales de información se enteró de que Valerie había sido programada para vivisección.
Esa noche, Folger trepó a la montaña que estaba encima de su casa. Sintió que estaba luchando no sólo contra breñas y barro sino contra los años. El tope de la montaña estaba desgarrado, no había propiamente un pico. Folger eligió un punto elevado y extendió su impermeable sobre la roca húmeda. Se sentó en el frío y observó el oscuro Atlántico. Miró hacia arriba y eligió la Cruz del Sur. Comenzó a lloviznar.
—Demonios —dijo, y volvió a bajar la montaña.
Folger tomó una lancha del Instituto y ancló más allá del cabo. Bajó la jaula, y se vistió el equipo Scuba. Emitió por el sonex:
—Pregunta... Valerie... ubicación.
Más tarde, aquella mañana, Folger perdió su brazo.
María lo sacudió por la mañana para despertarlo. Folger se despertó a desgano, con la cabeza aún llena de suaves espirales sobre coral refulgente. El agua había estado tibia; no había necesitado ni traje ni equipo. Un vuelo gozoso, sin fin...
—Señor Folger, debe levantarse. Lo han visto.
Su cabeza se balanceaba mientras ella le sacudía el hombro con dedos insistentes.
—Bueno, ya estoy despierto—Bostezó—. ¿Qué es lo que han visto?
—El grande, blanco —dijo María—. El que mató a Manuel Padilla hace tres días. Fue visto en la bahía después de la salida del sol.
—¿Intentaron algo? —preguntó Folger.
—No. Tenían miedo. Mide por lo menos diez metros.
Folger bostezó otra vez.
—Bonita manera de comenzar la mañana.
—Le he preparado comida.
Folger hizo una mueca.
—Anoche comí bistec. Verdadera carne. ¿Alguna vez probaste un bistec?
—No, señor.
María lo acompañó montaña abajo hacia el pueblo. Insistió en llevar algunas de las partes sueltas del equipo; la máscara, una caja de cápsulas de calibre doce, un saco de red con tarros vacíos. Folger llenó los tarros con sangre de cordero en la carnicería del pueblo. Controló su reloj; eran las siete.
El esquife estaba amarrado al final del segundo muelle. La aeronave de aluminio brillaba bajo el sol cuando pasaron a su lado. Inga Lindfors estaba de pie, muy quieta en el puente.
—Buen día, Folger —saludó.
—Buen día —dijo Folger.
—¿Su respuesta?
Folger la evaluó por un momento.
—No —dijo, y siguió caminando.
La carcinogénica extensión de la guerra engulló final y activamente las Islas Falkland. La integridad sistémica del Instituto fue violada. Muchos integrantes se dispersaron; muchos se quedaron a luchar.
Folger, con su muñón cubierto de tela encerada ya había dicho su despedida.
Suspendido en el vacío frío y gris, Folger advirtió que estaba hiperventilando. Flotaba libre, deseando relajarse, dejando que su respiración agitada encontrara un ritmo más lento y más suave. Junto a él, una línea corría hasta la mancha rectangular del casco del esquife. Atada a la cuerda de nylon había una red y los tarros cerrados de cebo de sangre de cordero.
Folger controló su limitado arsenal. Atada a su muñeca izquierda iba la pistola para agua. Era un tubo de aluminio de cuatro pies cubierto con un mecanismo para disparar y una cápsula sumergible. Una porra más corta, de punta de acero, iba fija a un soporte atado al muñón del brazo derecho de Folger.
Algo ingresó en su visión periférica y miró.
Arrogantes y seguras, las dos sombras mortíferas se materializaban saliendo de la oscuridad. Los Lindfors sólo llevaban máscara, aletas y snorkel. Parecían armados sólo con cuchillos.
Folger los vio y levantó su pistola contra tiburones como advertencia. Per Lindfors hizo una mueca; sus dientes eran muy blancos. Con lentas y poderosas brazadas él y su hermana se acercaron a Folger por ambos lados.
Descuidando a Inga por el momento, Folger movió la boca de la pistola antitiburón hacia Per. Per la apartó con su mano libre cuando Folger apretaba el gatillo. El golpe sólo pareció aturdir a Folger. Aún sonriendo, Per extendió la mano que llevaba el cuchillo.
Inga gritó en el agua. Per desdeñó el débil intento de Folger de golpearlo con la porra y empezó a bracear hacia la superficie. Folger dio vuelta la cabeza.
Una cara fantástica lo rozó. Folger miró los dientes. La nariz puntuda viró a último momento cuando el tiburón pasó rozando y atacó a Per. Limpiamente las mandíbulas sajaron el brazo izquierdo de Per y la mitad de su pecho. El pez se dobló sobre sí mismo y atacó de nuevo. Las piernas de Per, separadas y manando sangre, daban vueltas lentamente a través del agua.
Entonces Folger recordó a Inga. Giró en el agua y vio la mitad de su torso y parte de su cabeza, una muestra de su pelo sedoso extendido como un abanico detrás del cadáver.
Se dio vuelta para mirar al tiburón. Éste avanzaba hacia él lentamente y comenzó a trazar círculos, con misteriosa gracia a pesar de su tamaño. Un ojo oscuro se fijaba en él, sereno.
El tiburón y Folger se inspeccionaron mutuamente. Él vio la coloración moteada del vientre del tiburón. Le pareció ver el código de la Marina grabado bajo en el flanco izquierdo. Encendió el sonex:
—Pregunta... Valerie... pregunta... Valerie.
El tiburón continuaba trazando círculos. Folger advirtió de súbito que el tiburón seguía una espiral que disminuía inexorablemente.
—Pregunta... Valerie... soy Folger.
—Folger.—Llegó una respuesta—: Valerie.
—Soy Folger —repetía él.
—Folger —dijo la respuesta—. Amor/hambre... hambre/amor.
—Valerie... amor.
—Hambre... amor.—El tiburón de pronto salió de su órbita y enfiló hacia Folger. Las enormes mandíbulas se abrieron, la superior deslizándose hacia adelante, los dientes triangulares listos para cortar.
Sin esperanzas Folger levantó la porra. Las mandíbulas se cerraron vacías y el tiburón se deslizó majestuoso. Estaba lo bastante cerca como para tocarla si Folger lo hubiera querido. El tiburón se dirigió hacia el mar abierto y Folger nadó hacia la superficie.
Sacudió las varillas de milenrama durante una hora. Finalmente las dejó a un lado, junto con el libro. Folger permaneció sentado ante la mesa hasta que salió el sol. Oyó caminar a María en el camino de piedra. Escuchó el sonido de sus pasos a través de la puerta de entrada, la cocina y el hall.
—¿Señor Folger, no durmió?
—Me estoy poniendo viejo —dijo él.
María estaba excitada.
—El blanco grande ha vuelto.
—¿Sí?
—Los pescadores temen salir.
—Es lógico.
—Señor, tiene que matarlo.
—¿Tengo?—Folger hizo una mueca—. Prepárame un poco de té.
Ella se fue hacia la cocina.
—María, no necesitas venir a prepararme la comida esta noche.
Después de su acostumbrado desayuno frugal, Folger recogió todo su equipo y salió por la puerta delantera de la casa. En el escalón dudó.
Uno se convierte en lo que vive.
Ella vivió como tiburón.
Folger dijo al viento:
—¿Qué quieres que haga? ¿Que levante un cenotafio aquí en la montaña?
—¿Cómo, Señor?
—Vamos—Enfilaron hacia el camino—. Un momento —dijo Folger. Volvió hasta la casa y abrió la puerta de entrada al viento y la lluvia. La aseguró con una piedra. Luego descendió por el sendero hacia el mar.
Combustible auxiliar
Límite estructural 17.605 lbs.
Combustible PWA Espec. 522 revisado
"La sociedad sub-subterránea Henry Bliss fue aparentemente organizada en julio de 1976, en un sótano situado en algún lugar próximo a Wichita, Kansas. El grupo tomó ese nombre en memoria del primer accidente automovilístico registrado por las estadísticas. El 13 de setiembre de 1899, Henry H. Bliss fue atropellado y aplastado por un automóvil al descender de un tranvía que circulaba en dirección sur, en la intersección del Central Park Oeste y la Calle 74 de la ciudad de Nueva York."
GRUPOS ECOLOGICOS RADICALES:
ENCUESTA E INVESTIGACION.
Entonces aparece la azafata en la parte delantera del compartimento, vestida con su jumper rojoblancoyazul, resplandeciente y bien alimentada, con aspecto ligeramente constipado. Su sonrisa ha sido fijada para siempre en su lugar en la escuela de la línea aérea. Dudo de que duerma con alguien: ¿A quién le gustaría darse vuelta y besar su rictus sardonicus?
—Buenas tardes, damas y caballeros, sean bienvenidos al vuelo 880 de United Flight, servicio Concord a Nueva York. Por favor, ruego que dirijan su atención a la máscara de oxígeno situada exactamente encima de sus asientos. Es muy improbable que la cabina se despresurice, pero en el caso de...
Esta mañana me ha ocurrido algo muy extraño en el restaurante Denver Drumstick, en East Colfax. Llego justo antes de las once, límite tras el cual ya no se pueden pedir los dos huevos, tostadas y el pastel horneado que constituyen el desayuno especial por 69 centavos, y me recorrí el circuito Naugahyde hasta el mostrador.
—Bien —le digo a la camarera, que ahora que lo pienso tiene un misterioso parecido (¿genético? ¿ambiental?) con la agradable chica que está en la parte delantera del compartimento explicándonos por qué no podemos fumar con la máscara de oxígeno puesta en caso de descompresión por explosión. De todos modos, le digo a la chica del Denver Drumstick:
—Déme el desayuno especial.
Y automáticamente me pregunta si quiero café y yo, por supuesto, le digo que sí. Me trae el café y veo que la crema está cortada. De todos modos bebo las pequeñas motitas blancas porque no quiero hacer problemas ni llamar la atención.
Entonces entra al Drumstick un tipo que carga una enorme bolsa de arpillera (parecida a esas en las que se envasa el maíz o la cebada) sobre el hombro. Se sienta a mi lado y arroja la bolsa sobre el mostrador. Yo protejo mi taza de café con la mano para que no le caiga el polvillo de la avena... ya es suficiente que la crema esté cortada. Del otro lado de la bolsa se cae del mostrador el pollo frito de un tipo, dejando en el piso un Rorschach grasoso. Pero el tipo es solamente un pequeñajo de Ceilán con turbante que está haciendo uno de esos tours de Descubra América, y de todos modos, ¿a quién le importa?
El tipo abre la bolsa y de ella salen rodando tres niñitos.
—Mis hijos —dice—. Sírvales Coca, a los tres.
Los chicos miran alrededor de sí con expresión vacía y la baba de los autistas cae por los tres mentones.
No espero mis huevos y mi pastel, me levanto y me voy. Cuando estoy a cincuenta metros del restaurante me doy cuenta de que he dejado huellas digitales en la cuchara y en el asa de la taza. Mierda, me arriesgaré, así que no regreso.
—También quiero hacerles notar las dos puertas de emergencia, situadas a ambos lados del avión, por encima de las alas y en el fondo.
Miro a través de la ventanilla de la puerta de emergencia de mi lado, por encima del ala, y me pregunto qué sucedería si inyectaran diecisiete mil seiscientas seis libras. Nunca se sabe.
Hay una fila de aviones esperando turno para despegar y nosotros nos detenemos frente a la pista de carreteo. Saco el viejo recorte de mi billetera. En los pliegues está desteñido y quebrado. El del Rocky Mountain News, de hace varios años.
El ex-estudiante de CSU Cameron Davis, 27, es buscado en conexión con el atentado, acaecido en enero de 1969, contra tres torres de transmisión de la Public Service Co. en el área de Denver.
Davis, que figura en la lista de "Los diez más buscados" del FBI, ha sido objeto de una intensiva búsqueda por parte del FBI. Se cree que está fuera del país.
La acusación contra Davis, que dinamitó las torres, se fundamenta en la Ley de Sabotaje de 1918, a partir de la cual se considera delito federal alterar o dañar cualquier instalación clasificada como "necesaria para la defensa de la nación". El FBI informó que, debido a la explosión que dejó fuera de servicio a la torre de la Public Service Co. situada en la intersección de las calles 10 y Ulysses, en Golden, se interrumpió la producción de materiales bélicos de la planta de Porcelanas Coors.
Tuve tiempo de releer el recorte varios cientos de veces durante los cuarenta minutos que esperamos ante la pista de carreteo.
Es muy sencillo engañar a los detectores de metal.
¡El hombre que hizo volar las torres de energía! Cameron Davis, eres un condenado y genuino héroe del folklore. Y algún día serás un mito. A la mierda con Emmett Grogan. Cameron Davis, tú sigues con vida.
Me gustaría entender esa firma marcada en el ala, debajo de mi ventanilla.
Mi socio la ligó anoche en el Bar Giratorio Crazy Horse, en Denver. Krista Puffin (promocionada como la muchacha del 88 alemán), está encima de la mesa giratoria haciendo su número, girando alrededor de 150 rpm con fuerza centrífuga. Arthur grita algo así como "el acuerdo de defensa Borden" y le salta encima. Justo en el interior del tan promocionado "Radio de Éxtasis" se escucha un ¡KA-PLAFF! de carne golpeada contra el cráneo y Arthur sale volando de costado y aterriza sobre la cabeza. Conmoción, creo. Me largo antes de que llegue la ambulancia. Un golpe deliberado... ¿CIA? ¿FBI? ¿OSS? Tal vez sólo un accidente, no lo sé. Tal vez todo tiene que ver con el estroncio 90. Arthur se graduó en física en Berkeley antes de hacerse subterráneo.
(¡Uf! Pesados como patada en el culo estos motores de la SST. Y ya puedo ver cómo el aeropuerto de Stapletón se achica en la distancia en cuanto despegamos y nos dirigimos hacia la Ciudad de la Diversión.)
El plástico y el ácido fluórico se fusionan. Uno puede hacerlo hasta con el Equipo de Química Gilbert.
Otra azafata sale de su cubículo diciendo:
—Hay una falla en el sistema eléctrico, así que a pesar de la señal, no aflojéis todavía los cinturones de seguridad.
Ésta tiene aspecto más agradable, con sus ojos verdes y sus rasgos orientales. Fantaseo con la imagen de nosotros desnudos en una cabina telefónica. Ella me cubre el cuerpo con pasta dentífrica Gleem y después me cepilla todo. Se me pone piel de gallina.
—¿Le gustaría tomar algo, señor?
—Seven Up —digo. Al menos puedo mover la lengua.
Nubes por debajo, y ganamos altura. Pienso en todos los desechos supersónicos cayendo como un vómito con el efecto invernáculo y casi me da un ataque. ECOLOGÍA ES REVOLUCIÓN dice el cartelito fluorescente pegado en la luneta de mi VW, en Colorado. ¿O dice REVOLUCIÓN ES ECOLOGÍA? Bueno, una de dos.
El reloj pulsera de Agnew dice (en voz alta), tal vez otro minuto. El tiempo de fusión es aproximado.
Leo otra vez mi recorte.
¿Dónde está mi Seven Up?
¿Y por qué no usar el recorte como señalador... como una dirección hacia el futuro? Ahí va. Mi libro, tan cuidadosamente destripado, era justo del tamaño adecuado.
Algún crítico de 1969 llamó a La bomba de población, el libro de ecología de Erlich, "un texto explosivo".
Oh, tendría que verlo ahora.
La interestatal 25 se estrechaba al norte y al sur como una banda de goma reblandecida por el sol de julio. La carretera se angostaba hasta un punto evanescente en la bruma azul que marcaba la frontera de Colorado. Era Nuevo Méjico. A la izquierda de la carretera de cuatro carriles se levantaban, borrosas por el calor, las Rocosas.
Richard Forrester levantó una mano del volante y se secó la transpiración por encima de los ojos.
Harve Gilbert levantó la vista de su Fielding: Veintitrés interpretaciones críticas.
—Se han aprovechado de nosotros.
—¿Qué?
—No hay justicia en el mundo.—Gilbert hablaba en voz alta para superar el ruido del viento. Todas las ventanillas del coche estaban bajadas—. Ninguna. Tú eres la esperanza blanca del departamento, Dick. ¿Cómo es posible que no se te asignara una limosina con aire acondicionado para llevarnos a El Paso y volver?
—¿Qué quieres decir con eso?
—Nada—Gilbert se dejó caer en su asiento y balanceó una mano fuera de la ventanilla donde corría un aire más fresco—. Voy a morirme.
—Mira —dijo Forrester—. Quéjate a la oficina de compras. Kenner es un colegio pequeño. El presupuesto no cubre el aire acondicionado. Y nadie iba a suponer que seríamos tan ambiciosos como para ir a una conferencia entre las sesiones del verano.
—Ambiciosos —repitió Gilbert, murmurando.
Después de diez minutos de silencio, Forrester intentó encender la radio, y luego recordó que el coche no tenía. Retiró la mano y sacó un cigarrillo del bolsillo de su camisa.
—Siete —dijo.
Gilbert dio vuelta la hoja pero no levantó la cabeza.
—Siete qué.
—Coches. Abandonados al lado del camino— Forrester encendió el cigarrillo—-. Como animales muertos. Siete desde El Paso.
—¿Y?
Forrester dejó pasar el humo por su garganta.
—¿Nunca te has fijado en los coches abandonados? Se me está convirtiendo en un hobby en los viajes como éste. Comencé a advertirlos hace un año. Se me ocurrió que había algo extraño en todos los coches que veía en el borde de la autopista. Sin gomas pinchadas, nadie alrededor de ellos, sin señales de socorro. Coches nuevos también... la mayoría. Más de uno esperaría irrumpir en la autopista.
Gilbert reflexionó.
—¿Sabes una cosa?
—Qué.
—Estás loco.
El humo del cigarrillo trazaba espirales perezosamente y salía por la ventana.
—Es agotador contar los postes de teléfono.
Otros diez minutos, doce millas más de pavimento ininterrumpido. Otras pocas pulgadas de cadena montañosa se habían arrastrado por la izquierda. Harve Gilbert distinguió el coche primero y lo señaló.
—Ocho —dijo Forrester.
Era un Chevrolet último modelo amarillo brillante aparcado en el arcén. Forrester deslizó el coche de la escuela ligeramente hacia el carril izquierdo. Al pasar no vieron a nadie dentro del coche. Y tampoco encontraron a nadie más adelante, caminando por la Interestatal.
—Deben haberse quedado sin gasolina —dijo Gilbert—. Probablemente los recogió la patrulla de la autopista. Y los llevó a Springer o a Ratón o a cualquier ciudad que haya más adelante.
—Tal vez.
—¿Qué quieres decir con "tal vez"? Parece algo siniestro—.La súbita vehemencia de Gilbert los sobresaltó a ambos.
—Lo siento. No intentaba dramatizar—Hizo una pausa—. Un amigo mío, que vive en mi manzana, pertenece a la policía montada. Hablamos bastante. Me dijo que este asunto de los coches abandonados se ha convertido en un problema. Los coches aparecen, pero los conductores y los pasajeros han ido desapareciendo permanentemente. La policía ha llegado a preocuparse...
—Odio resultar escéptico —dijo Gilbert— ¿pero por qué esta epidemia de desapariciones no ha salido en los periódicos?
Forrester sacudió sus hombros evasivamente.
—El policía de la montada dijo que el FBI estaba en el caso, de modo que evidentemente es un asunto nacional. Tal vez se oculta por razones de seguridad —Echó una mirada a Gilbert—. No estoy bromeando.
—Parece absurdo.
—Pero es así.
La voz de Gilbert adquirió un tono reservado.
—Tengo una teoría.
—Sin duda —Forrester aplastó la colilla en el cenicero y buscó su paquete.
—El gobierno ocultó todo el asunto para evitar el pánico. Parece que este año las autopistas están asoladas por una extraña plaga. Una plaga de pájaros predatorios gigantes, invisibles y telepáticos.
Forrester miró al otro lado del asiento; la cara de su amigo era inexpresiva.
—Las aladas criaturas —continuó Gilbert— utilizan sus poderes telepáticos para forzar a los conductores a desviarse al costado de la ruta y detenerse. Luego los pájaros descienden, cojen al conductor y a los pasajeros con unas gigantes e invisibles garras y se alejan volando con ellos.
Forrester se sintió obligado a responder.
—¿Y luego qué pasa?
—Se los comen, me imagino. Probablemente alimentan a los pichones.
Forrester observaba cómo el guardafango delantero izquierdo se comía las rasantes franjas blancas del centro.
—Harve, es una suerte que enseñes novela. No las escribirías bien.
Sonrisa cortés.
—Tú eres el escritor, Dick.
Silencio y calor.
—Otra cosa extraña respecto de los coches —dijo Forrester—. No desaparece ningún soltero. Sólo familias. Todas con niños.
Pero Gilbert estaba absorto otra vez en su crítica de Fielbierg y sólo asintió cortésmente.
Pasaron un autobús VW abandonado antes de cruzar la frontera para entrar a Colorado. Pasaron junto a un Ford y un sedán deportivo aparentemente muy caro, ambos sin ocupantes, antes de salir de la Interestatal para cargar gasolina justo en las afueras de Pueblo.
—Estos son los verdaderos depredadores de la autopista —dijo Forrester—. Los dos hombres se pararon en la puerta de entrada de una tienda de regalos adyacente a la estación de servicio. La habitación exhibía desordenadamente sujetalibros de ónix importados de Méjico, mocasines genuinos de cuero cosidos a lo indio, ceniceros tallados en madera petrificada, novedades japonesas envueltas en celofán, lanzas indias con caña de bambú y puntas blandas de goma, sombreros de vaquero, placas en miniatura, pedrería turquesa y banderines de fieltro impresos con "Recuerdo del Colorido Colorado".
—Conducir me agota —dijo Gilbert—. Aquí hay un bar.
Se sentaron pacientemente mientras las muchachas de asépticos uniformes color verde-lima demoraron veinte minutos para preparar café y sándwiches.
—Es una vida de tranquila desesperación —dijo Forrester inesperadamente.
—Sí, bueno. Es una buena onda. ¿Todavía tienes claustrofobia por enseñar en Kenner?
Forrester asintió.
—Colegio estatal de Kenner —Sacudió la cabeza y espiró abruptamente—. Otro semestre y terminaré subido a la pared.
—¿Qué te sucede ahora? Ya has aguantado siete años...
—Seis. Pero me parecen veinte. Me voy.
—Buena idea, Dick. Admirable espíritu. Pero piensa un momento. Has entrado tarde al juego, aunque seas el niño prodigio del departamento. No has hecho el doctorado como la mayoría de nosotros, ¿no es así?
Forrester asintió.
—Me he enterado de que piensan designarte para la dirección del departamento cuando Hodges se retire continuó Harve—, Pero este colegio, académicamente, está en vías de ascender y no van a transigir con un acceso de prima donna de tu parte. Te sacarán a patadas, hermano. Justo en el trasero.
Forrester comenzó a replicar.
Gilbert levantó una mano.
—Un momento. Tengo más envidia que el demonio. A todos nos gustaría ser jefes de departamento. Pero también soy tu amigo. Ya estás cerca de los cuarenta, Dick. Es un poco tarde para empezar desde el comienzo.
Harve hizo una pausa—. ¿Adonde irías? ¿A escribir otra vez?
—¿Estás bromeando?—Dick sonrió—. Probablemente. El free-lance no hará las cosas muy fáciles para Lil y los chicos.
Forrester elegía sus palabras con cuidado.
—Esto en parte es por ellos.
—¿Los chicos?
—Exacto. Quiero sacar a mi familia de Kemmer. —Sonaría pedante, pensó Forrester, admitir que no quería que sus hijos crecieran en una ciudad que era semejante estereotipo de la mentalidad provinciana y estrecha de las pequeñas ciudades.
—¿Y adonde irías?
—Ese es el problema. No lo sé. He pensado mucho en ello. Hay unos cuantos lugares interesantes para visitar, pero realmente para vivir...
Forrester sonrió sin humor. Quizás es la época, pensó. Las ciudades grandes tenían la despersonalización, las pequeñas la especialmente viciosa intolerancia, y las sombras de la polución y CBW caían sobre todas partes. Deschamps tenía razón.
Harve Gilbert lo miró intrigado.
—Un poeta del siglo XV. Escribió "Ya no sé adonde pertenezco". Debiera haber añadido "...o adónde ir".
—La anomia de mi anomia es mi... Gilbert dejó el resto misericordiosamente sin decir.
—Estás enfermo —Forrester hizo una mueca—. Has haraganeado demasiado con tus estudiantes de segundo.
Una camarera de expresión hosca soltó una bolsa de papel blanco en la mesa frente a Gilbert.
—Tu turno de conducir —dijo Forrester.
Colorado estaba tan reseco como Nuevo Méjico. Había más tránsito ahora en la Interestatal 25 que por la mañana.
—¿Te has fijado alguna vez en las montañas? —preguntó Forrester.
—Sólo cuando se me cruzan en el camino —dijo Gilbert, resistiendo a la tentación de mirar las Rocosas.
—El hecho de que parezcan tan cercanas es una ilusión total. Recuerdo mis caminatas por las Sierras cuando era mucho más joven. A veces caminaba toda una mañana hacia una montaña. Nunca la alcanzaba, por más lejos que fuera —Miró agudamente hacia Gilbert—. ¿Qué pasaría si las montañas estuvieran tan cercanas como parece?
—Jesús, no lo sé—. Toque de exasperación. Forrester sonrió.
—El cómico de la facultad —Lillian Forrester sonrió a su esposo mientras le servía el café del desayuno—. Monstruos voladores en la autopista. Típico de Harve.
—E invisibles —dijo Forrester—. El argumento era muy completo.
—Tal vez sabe algo que nosotros no sabemos.
—Espero que estés intentando ser graciosa —dijo su esposo—. La provisión mundial de paranoicos está completa —Reflexionó sobriamente—. Por cierto que carnívoros depredadores en las autopistas podrían terminar con la congestión...
—Pero no. Yo estaba pensando en tu ilusión respecto de las montañas. Me acordé de cuando viajábamos en el coche por Illinois. ¿Recuerdas? Ya estaba avanzada la tarde y pasábamos por aquellas granjas, verdes y lozanas.
Forrester recordó. Tuvo de nuevo la sensación de sus ojos doloridos mientras bajaba el visor sobre el parabrisas para protegerse del rojo sol del Medio Oeste. Recordó las granjas de Lil, seductoras y frescas en la oscuridad.
—Los bosques y aquellas granjas eran tan absolutamente irreales. Esperaba que se desvanecieran en cualquier momento como un espejismo y se convirtieran en una cadena de restaurantes Howard Johnson —Lillian se volvió hacia el fregadero y lavó su taza—. Casi te pido que saliéramos de la autopista y nos detuviéramos. Fue un impulso. Tenía tantos deseos de atravesar por madrigueras y vallas y ver la granja antes de que se desvaneciera.
—Hablando de coches detenidos y desapariciones...
Forrester empezó a decir.
Alguien golpeó la puerta de la cocina. Lillian abrió.
—Buenos días, Zeñora Forrester —dijo la Sra. Mac Kenzie, la vecina de al lado. Ella asintió—. Doctor Forrester —La Sra. MacKenzie era de baja estatura y llevaba su pelo ralo y castaño recogido hacia atrás en un moño. Su piel era rugosa y manchada, como de sapo. Hacía mucho tiempo que era viuda.
—Pensé en pasar y pedir prestado un poco de ese edulcorante artificial. ¿Le molesta? Estaba por prepararme un té y me di cuenta de que se me terminó el edulcorante.
—Por supuesto que no nos molesta —dijo Lillian—. Le pondré un poco en un pote—. Se sentía tironeada entre su cortesía instintiva y el conocimiento de que su esposo odiaba a la Sra. MacKenzie. Preguntó—: ¿Le gustaría tomar su té ahora? Sólo me llevará un momento.
—Bien —La Sra. MacKenzie reconsideró la oferta—. No, gracias. Mejor me vuelvo a casa.
Forrester se relajó.
—No sería ninguna molestia.
—Gracias, Zeñora Forrester. Tengo que volver enseguida. Cosas que hacer—. La Sra. MacKenzie recogió el pote de edulcorante—. Antes del mediodía se lo traigo de vuelta —Súbitamente se dio vuelta con la mano en el picaporte de la puerta de la cocina y bajó la voz como si impartiera un secreto de estado: —¿Conocen a esa Connie Alessi, la chica que alquila la casita en frente de la mía?
—Estaba en mi curso de poesía el semestre pasado —-dijo Forrester—. Una alumna brillante.
—¿Sí...?—La Sra. MacKenzie se apresuró—. Anoche yo estaba sentada en mi porche alrededor de las diez cuando un coche se detuvo frente a la casa de esa chica. Entonces un hombre descendió y entró. Un hombre —repitió significativamente.
—¿Y? —dijo Forrester.
La Sra. MacKenzie hizo una pausa para obtener un efecto dramático.
—Su coche aún estaba allí esta mañana.
Puta estúpida y ruidosa, pensó Forrester. Ocúpate de tus propios... Lillian le lanzó una mirada de advertencia.
—Creo —dijo Forrester, levantándose de la mesa del desayuno—, que debo ir a calificar algunos temas. Con su permiso, Sra. MacKenzie.
La vecina lo miró con extrañeza, como si hubiera experimentado vagamente el rechazo.
—Gracias otra vez por el edulcorante—. Retrocedió por la puerta.
Forrester se sentó de nuevo y grabó salvajemente con la cucharilla del café un tatuaje sobre la cubierta de fórmica. Su esposa se inclinó y lo besó dulcemente en el cuello, luego se sentó frente a él y se sirvió otra taza.
—Ayer se lo dije a Harve —dijo Forrester—. La pequeña ciudad en acción. Por eso nos vamos de aquí.
—¿Ya has decidido a dónde?—Lillian sorbía su café escrupulosamente.
—Cuando tenga una idea serás la primera en saberlo. —Trató de parecer de buen humor; ambos intentaron una sonrisa.
—Estás muy preocupado —dijo ella.
Forrester asintió. Lillian le tomó la mano.
Un ruido desbordaba desde el piso de arriba; sonidos de aviones, luego un crescendo de cuerdas irritantes.
—¿Qué es eso?
—Tu hijo, querido. Lo primero que hace al salir de la cama. Mirar la tele. El programa de los sábados a la mañana.
—Su mente quedará arruinada.
—No, no es así. Tu hijo es un muchacho muy inteligente, como su padre. Además, está haciendo exactamente lo que a tí te gustaría hacer.
—¿Cómo es eso?—Forrester probó su café ya frío e hizo una mueca.
—Ha encontrado un mundo mejor; al menos más interesante. Puede viajar allí con su mente y su imaginación. Puede ir y venir como le plazca.
—Entre comerciales —dijo Forrester terco.
—Bueno —Ella se encogió de hombros—. Aún así, ¿no te gustaría hacerlo?
—Supongo.
Lillian le soltó la mano y le sirvió un café recién hecho.
El anciano estrechó la mano de Forrester rutinariamente. Su piel era seca como pergamino.
—Gracias por subir esta tarde, Richard. Siento haberle molestado un sábado pero pensé que era necesaria una palabra lo antes posible.
—No ha sido ninguna molestia, señor —dijo Forrester.
—No creo necesario recordarle que esto debe quedar en secreto hasta que el colegio lo anuncie formalmente.
—Por supuesto.—Forrester soltó la mano del anciano y se dirigió hacia la puerta del despacho.
—Oh, Richard.
—¿Señor?
—Felicitaciones.
—Gracias. —Forrester cerró silenciosamente la puerta tras de sí. De modo que éste era el momento esperado, pensó mientras caminaba por la antesala desierta de la oficina de Inglés. La promoción que estrecharía íntimamente los lazos de Forrester con el Colegio estatal de Kenner y su concepción del mundo. Su carrera culminaba. Pensó que debería sentirse feliz.
—"Ya no sé adónde pertenezco" —citó mientras cerraba las puertas del ascensor. ¿Por qué habré nacido vagabundo? preguntaba mientras abría las puertas.
Forrester fue abordado cuando atravesaba el paseo que llevaba al parking de la facultad.
—Eh, señor. ¿Puedo hablarle?
Forrester se dio vuelta y se enfrentó a un fantástico collage de pelo largo, cuentas, plumas, cuero, tejido estampado y campanillas. En medio de todo el espectáculo había una cara joven, bronceada, con ojos verdes y sin edad.
—¿Tiene algún dinero suelto que quiera donar para la paz? —preguntó la chica.
—¿La paz de quién?
—De todos. La suya. La mía. —La chica sonreía con ingenuidad—. Déme pan, aliménteme y me mantendré apartada de las calles ardientes. ¿Colabora?
—No —dijo Forrester. Y se dio vuelta para seguir caminando.
—Eh, señor. ¡Espere! —Los retazos de colores brincaron discordantes junto a Forrester, hicieron un experto salto frontal y aterrizaron en vertical.
—Muy bueno. —Forrester aplaudió y el sonido se hundió sordo en la hierba.
—¿Lo molesto, señor? Disculpe. —La chica estaba sin aliento.
—No —dijo Forrester. Dudó—. No, creo que tengo celos.
—Ahora ya no insisto.
—Se supone que debes hacerlo —dijo el maestro. ¿Perteneces a la generación conciente, verdad?
—Es verdad —La chica rió—. Vaya. Usted es un progre.
Forrester sacó sus cigarrillos y ofreció el paquete a la chica, que rechazó:
—El tabaco es un mal viaje.
—Sabes, —dijo Forrester, sentándose en la hierba—, los veo a ustedes los hippies por el campus todo el tiempo e incluso en alguna de mis clases y nunca logro hablar con ninguno.
—¿Hippies? —dijo la chica—. ¿Nosotros? ¿Yo? Usted generaliza, señor.
—¿Te parece? ¿Y bueno, qué son ustedes?
Golpeó las manos como un niño.
—Soy alguien cambiante. Una radical, o quizás una cabeza, una bruja, una militante, una agente secreto, alguien en constante movimiento, una creadora, una marginada, o quizás, sí quizás una hippie. Cuidado con las categorías, señor.
—Tienes razón —dijo el maestro—. Lo siento. —Hizo una pausa y aplastó la colilla de su cigarrillo en el polvo.
—¿Qué es exactamente lo que van a hacer con el mundo? —preguntó.
La chica volvió a reír y sus dientes brillaban.
—¿Vamos a hacer con él? Querrá decir lo que estamos haciendo.
Forrester, divertido, asintió.
—Lo estamos haciendo progre para todos.
—Valiosa ambición. ¿Y cómo lo hacen?
—De dos maneras. Aquí —La chica se tocó la frente con el dedo índice y... aquí. —Pateó en la hierba—. Y ambas son en verdad la misma cosa.
—No entiendo —dijo Forrester.
—Lo mismo con el Pentágono —dijo la chica—. Algunos de nosotros podríamos hacer arder todo ese escenario; quiero decir desmontarlo ladrillo por ladrillo. O podríamos usar un poder más alto —como el exorcismo que ellos intentaron.
—Esa última táctica no funcionó.
—Lo hará uno de estos días. Las cosas están cada día más a punto. Ya llega la buena época.
—Y si lo desean sucederá —dijo Forrester con suavidad.
—Usted sabe que no. No totalmente. Hay algo más. Alguien más.
—¿Quién? —Forrester advirtió que en la luz del sol los ojos de la muchacha curiosamente habían pasado del verde al gris. Contempló su frágil y feliz rostro y sintió un súbito y doloroso deseo que reprimió.
—Estamos más allá de sus órdenes, sabe. —Su expresión era divertida.
Forrester pensó que comprendía.
—Eh, señor —dijo la chica de repente—. En cuanto al pan. ¿Quiere darme un poco?—Sonrió inocentemente.
—Sí —dijo Forrester, devolviéndole la sonrisa. Y buscó la cartera en el bolsillo.
Forrester buscó la llave de encendido en el bolsillo. Se volvió hacia la puerta que comunicaba con la casa.
—¡Eh, vengan!
Lillian apareció en la entrada.
—¿No tenemos todo el día?
Forrester sonrió.
—Sí, lo tenemos.
Ella le devolvió la sonrisa, amándolo, entendiendo a medias lo que sucedía, pero queriendo confiar.
Richard Júnior, de nueve años, salía lentamente de la casa seguido de su hermana menor Nancy. —Hola, papá —dijo—. ¿A dónde vamos?
—Un paseo dominical. ¿A dónde quieren ir?
El chico se encogió de hombros.
—A dónde tú quieras.
Salieron de Kenner, pasaron por los edificios de ladrillo rojo del colegio, y llegaron hasta las señales que indicaban la rampa de la autopista. El tránsito de fin de semana era más denso a medida que se aproximaban a la ciudad, y Forrester desvió cuidadosamente la gran camioneta Plymouth hacia un carril del medio justo cundo alcanzaban el intercambio de varios niveles que en algunas ciudades se llamaba el "montón", en otras la "olla de spaghetti" y aquí el "cambiador". Forrester contempló la miríada de señales y obedeció a algunas al azar. Esperó que fueran las apropiadas.
Viajaron en el coche hacia afuera de la ciudad hasta que la autopista de sólidos ángulos comenzó a ondular locamente bajo el calor. Siguieron hasta que se aproximaron a las montañas del oeste. Las Rocosas, frescas bajo las laderas boscosas y los persistentes picos nevados se proyectaban altos por encima de los cálidos resplandores del asfalto.
Forrester frenó la camioneta. El vehículo se fue deteniendo y lo condujo fuera de la autopista, hacia el arcén. Cerró el contacto.
Miró por el espejo retrovisor. En el asiento trasero los niños permanecían en silencio, concentrados.
Las montañas estaban muy cerca.
La luz ensangrentaba la ladera de la montaña. Mirábamos la ciudad desde nuestro promontorio que se proyectaba sobre el achaparrado monte de pinos. Denver se extendía de uno a otro horizonte. La torre del Edificio Capitol de Estados Unidos captaba el sol enceguecedora. Observábamos la estela de un jet Concorde II que realizaba su acercamiento subsónico al Campo Mc Nicholls, inclinándose en una curva rasante sobre las hileras de pinos al pie de la montaña. Justo debajo de nosotros una carretera serpenteaba entre rocas y árboles. Un fuego de campamento alimentaba con su humo el aire de noviembre. El viento empujaba en nuestra dirección el rastro del humo y yo podía oler el dejo ácido de la madera quemada. Contemplábamos el caleidoscopio de sombras de las nubes que dibujaban un enrejado sobre la ciudad.
Jody y yo estábamos sentados muy cerca, mi brazo sobre sus hombros. Ninguna palabra, ninguna expresión en los rostros, a medida que la tarde se desvanecía en la oscuridad. Mis pies se fueron durmiendo gradualmente.
—Eh.
—¿Mmh? —dijo ella, sobresaltada.
—Pareces pensativa.
Su cara permaneció sin impresión.
—¿Qué estás pensando?
—No estoy pensando. Estoy sintiendo —Se dio vuelta hacia la ciudad—. ¿Y tú que estás pensando?
—No demasiado —dije. Mentiras; había estado pensando en los sobrevivientes—. Bueno, estaba pensando en lo hermosa que eres. —Banal, pero sólo a medias una evasión. Quiero decir que ella era hermosa. Jody quedó grabada en mi mente desde la primera vez que la vi, cuando desperté de la niebla anestésica y traté de enfocar mi vista en ella, de pie junto a mi casa del hospital. La cara medio india con sus pronunciados pómulos. Sus ojos color humo oscuro. No podía recordar qué llevaba puesto entonces. Hoy llevaba unos jeans azules desteñidos y una camisa de trabajo de algodón azul, varias tallas más grande. Sin zapatos. Como era su costumbre había trepado la montaña descalza.
—Estabas pensando algo más que eso —dijo sin mirarme.
Dudé. Evoqué una súbita imagen mental de la cara de Jody tal como ella la describía en sus pesadillas; picada con manchas rojas y negras que sudaban sangre y pus, llagas abiertas que boqueaban donde antes había crecido su pelo, su piel...
Jody me apretó la mano. Era como si estuviera pensando, está bien, Paul, si no quieres hablar conmigo ahora está bien.
Nunca fui demasiado bueno para las evasiones, excepto quizá conmigo mismo. Sobrevivientes. A partir de los bombardeos A de Hiroshima y Nagasaki, los japoneses los llamaban hibakusha, que se traduce groseramente como "sufrientes". Aquí en América los llamábamos simplemente sobrevivientes desde que los chinos suicidaron su psicótica sociedad quince años antes, en los ochenta, y destruyeron la mayor parte de la América urbana en el proceso. Supongo que fui afortunado; era apenas un niño en medio de Nevada cuando los misiles atacaron. Casi no me había enterado de lo que ocurrió al este del Missisipi y al oeste de las Sierras. Pero Jody había estado con sus padres en algún lugar cerca de Pittsburgh. De modo que se convirtió en una sobreviviente; una de millones. La mayor parte no resultaron ni siquiera heridos en los bombardeos. No físicamente.
Jody era una sobreviviente. Y yo me sentía solo. Pensé que podíamos darnos mutuamente algo que pudiera ayudar. Pero ya no estaba seguro. Me preguntaba si después de todo tenía posibilidad de elegir. Y estaba asustado.
Jody se reclinó en mí y compartió el calor de mi abrigado rompevientos. El viento a través de los pedruscos apilados de la ladera se enfriaba a medida que bajaba el sol. Jody apretó su cabeza bajo mi mentón. Sentí su pelo rizado contra mi mandíbula. Permaneció callada por un minuto y luego levantó su cara hacia la mía.
—¿Recuerdas la primera vez?
—¿Aquí?
Ella asintió.
—Un domingo como éste, sólo que no tan frío. Acababa de regresar de un encargo del Teatro Hayes en Seattle cuando tú telefoneaste. Ni siquiera había desempacado. Entonces tú llamaste y me trajiste aquí arriba para hacer un picnic —Sonrió. En las sombras recién llegadas sus dientes se veían muy blancos—. Qué momentos maravillosos.
Aquel picnic. Un verano y casi mil cuatrocientas millas nos habían separado mientras ella preparaba hologramas PR de Hamlet y yo cazaba cabinas telefónicas en Denver.
Luego aquí en la montaña habíamos reñido amargamente. Nos herimos mutuamente con palabras y Jody había comenzado a llorar. Entonces la abracé. Nos besamos y las palabras punzantes se detuvieron. A través de sus lágrimas había susurrado que me amaba y yo le dije cuánto la amaba. Esa fue la última vez que alguno de nosotros pronunció esas palabras. Es extraño cómo se usa una palabra con tanta desenvoltura cuando no se la comprende en realidad y luego, cuando se la comprende, se pasa a los eufemismos.
—Estás muy distante. —Su voz sonaba preocupada.
—No es nada. —Trataba de pescar palabras fáciles y rezaba por lograr cierta fluidez—. Lo de costumbre —dije—. Mi futuro con Ma Bell, volver a la escuela, mudarme a Seattle para tratar de escribir para la Cadena. Todo menos... ¡mentiroso! se mofaba algo en mi interior. ¿Por qué no incluyes en la lista los cromosomas dañados, y la leucemia, y la paranoia, y la frigidez y...? ¡Cállate!
—Pobre Paul —dijo Jody-, Atrapado. No sabe hacia donde volverse. Para Navidad voy a conseguirte un holograma tamaño natural de Hamlet. Conozco un amigo en el Hayes que puede conseguirme uno.
—Hamlet, exacto. Ese soy yo.—La besé suavemente en la frente—. Ya está, ya me siento mejor. Debieras ser terapeuta.
Jody me miró con extrañeza y luego se produjo un breve silencio que no pude llenar.
Entonces ella sonrió y dijo:
—Está bien. Soy una terapeuta. Se un buen paciente y come. El termo no mantendrá el café caliente toda la noche.
Buscó en la mochila de lona que yo había preparado para la montaña y sacó el termo y algunos paquetes envueltos en papel de aluminio.
—Bistec de soya —dijo, señalando los sándwiches—. La sal está con los huevos duros. Hay pastel de postre.
Llenar mi estómago era más fácil que desnudar mi alma, de modo que comí. Pero el sabor murió en mi boca cuando pensé en Jody preparando comidas por el resto de nuestras vidas. Comida para dos, tres veces al día, siete días a la semana, un promedio de treinta días al... Siempre igual. Siempre comida para dos. ¡Dios, yo quería hijos! Me concentré en masticar.
Después de la comida bebimos cerveza y contemplamos la ciudad a nuestros pies, mientras cinco millones de denverianos encendían sus luces. Me di cuenta de que estaba volando demasiado rápido cuando confundí sacar las tapitas de las latas de cerveza auto-enfriables con deshojar margaritas.
Me ama.
Es extraño cómo el melodrama surge en la vida real. Mi vida. Como cuando la conocí.
Fue casi un año antes, cuando acababa de obtener un empleo en la empresa Mountain Bell como SMART, inteligente acróstico de Entrenado para el Servicio de Mantenimiento y Reparaciones6. En una ciudad del tamaño de Denver hay más de medio millón de teléfonos públicos, de los cuales al menos un tercio están descompuestos en un momento dado; la mayoría de las veces vándalos, otras fallas mecánicas. Alguien tiene que ir y comprobar al azar los teléfonos; luego arreglar los que están rotos. Ese era mi trabajo. Simple.
Había ido a un área mala, Five Points, donde el servicio se estimaba obstruido en un ochenta por ciento. Debí haber sido lo suficientemente listo como para ir con un compañero, o tal vez pintarme la cara de negro. Pero entonces era mucho más joven. Terminé una brillante tarde de un día martes, tendido sobre mi propia sangre en la acera frente a una carnicería, después que una pandilla de chicanos me pateara hasta sacarme el diablo del cuerpo.
Alrededor de una hora más tarde alguien llamó a una ambulancia. Jody. Por el teléfono que yo había reparado justo antes de que me aplastaran. Ella andaba por allí con un grupo que trabajaba obteniendo documentación, tomando hologramas sobre las condiciones de vida de los pobres.
No me ama.
Recordé por qué habíamos reñido en septiembre. A principios de Agosto un amigo común de Jody y mío había vuelto a Denver desde Seattle. Era un ingeniero en audio que había trabajado free-lance con el Teatro Hayes. Había visto a Jody.
—¡Hombre, qué desenfreno! —dijo mi amigo—. Debe haberse acostado con todo lo que llevara pantalones desde Oregón hasta Vancouver —Me miró—. ¿Eh, tienes algo con ella?
Me ama.
—¿Qué es lo que te resulta tan difícil de entender? —Dijo Jody en aquel primer picnic en las rocas—, ¿No te habías encontrado nunca con un sobreviviente? ¿No piensas nunca en los sobrevivientes? ¿En cómo es ver la muerte tan de cerca a tu alrededor?—Su voz era baja y muy intensa—. ¿Y qué te parece la sensación de que nunca deberás tener hijos, y no querer siquiera rozar esa posibilidad?—Su voz se tornó sorda y desapasionada—. Entonces vino lo de Seattle, Paul, y allí está la paradoja. La única verdadera defensa contra la muerte es no sentir. Pero yo quiero sentir a veces y por eso...—Se cortó en medio de la frase y empezó a llorar—. Por eso hubo tantos, Paul. Pero ellos no podían... no puedo hacerlo. No con cualquiera.
Turbado, la abracé.
—Te quiero.
Y no importó cuál de los dos lo había dicho primero.
No me ama.
—¿Por qué no dices nunca lo que piensas?
—Es sencillo —dije, con un dejo amargo—. Intenta ser un estoico solitario toda tu vida. Después de un tiempo se convierte en hábito.
—¿Crees que no lo sé?—Dio vuelta y miró hacia la pared—. Estoy intentando salir de eso —Su voz quedaba apagada por las mantas.
—Sí. Yo también.
De pronto ella se sentó y las sábanas se deslizaron.
—¡Escucha! Te dije que sería así. Puedes tenerme. Pero tienes que aceptar lo que soy.
—Lo haré.
Ninguno de los dos volvió a hablar hasta la mañana siguiente.
Me ama.
Otra noche ella se despertó gritando. Le alisé el pelo y le besé suavemente la cara.
—¿Otra?
Ella asintió.
—¿Terrible?
—Sí.
—¿Quieres hablar?
Hubo un momento de duda, después bajó lentamente la cabeza.
—Me encontraba frente a un espejo en un antiguo dormitorio increíblemente barroco —dijo—. Estaba vomitando sangre y mi pelo se salía y caía sobre mis hombros. Se enroscaba alrededor de mi garganta y yo no podía respirar. Abrí la boca y la sangre manaba de mis encías. Y mi piel... estaba totalmente cubierta por pústulas negras y rojas. Eran,. —Hizo una pausa y cerró los ojos—. Eran extrañamente hermosas.—Sollozó—. Lo peor...—Se pegó estrechamente a mí—. ¡Oh Dios! lo peor de todo es que estaba encinta.
Se desprendió de mí con rudeza y no me dejaba que la consolara. Se acostó di espaldas y miraba al cielorraso con fijeza. Por fin, cono una niña, se tomó de mi mano. Apretó mis dedos con fuerza durante el resto de la noche.
No me ama.
Pero sí pensé. Me ama. A su modo, igual que yo. Nunca será como lo imaginaste cuando eras un chico. Pero la amas. Pregúntale. Pregúntale ahora.
—¿Qué pasa? —preguntó Jody, estirando su cuello para mirar directamente debajo de la saliente en que estábamos. Allá lejos vimos in par de faros, un coche deslizándose por la curva cerrada giraba en la carretera al pie de la montaña. El quejido de una turbina desbocada hirió nuestros oídos.
—No lo sé. Algún payaso apurado para estacionarse en el parque con su chica.
El coche se aproximaba a la cima de la colina y por un momento las luces delanteras brillaron directamente sobre nosotros, encandilando nuestros ojos. Jody se echó hacia atrás y gritó.
—¡El sol! ¡Tan brillante ¡Dios mío, Pittsburgh...!
Su fuerza pareció agotarse. La hice descender con suavidad y me senté al laco de ella. La roca estaba áspera y fría, abandonada por el calor diurno. No podía ver la cara de Jody, sino como una mancha en la oscuridad. Venía luz de la ciudad y algo también de las estrellas, pero la luna no había salido.
—Bésame, por favor.
La besé y utilicé la palabra prohibida.
—Te amo.
Le toqué el pecho; se estremeció contra mí y susurró algo que no pude entender bien. Poco después mi mano tocó la cintura de SUS jeans y ella se apartó.
—Paul, no.
—¿Por qué no?—La cerveza y mi impulso emocional latían en la base de mi cráneo. Me dolía.
—Ya sabes.
Sabía. Por un momento no dijo nada más y yo tampoco. Sentíamos cómo la tensión construía su barrera. Luego ella se relajó y puso su mejilla contra la mía. De algún modo logramos reír y la tensión se alivió.
Pregúntale. Y supe que ya no podía esperar.
—Maldita sea —dije—. Todavía te amo. Y ya sé en lo que me estoy metiendo —Hice una pausa para respirar—. Después de Navidad me voy para Seattle. Quiero que te cases conmigo allí.
Sentí que se tensaban sus músculos. Jody se apartó de mí y se incorporó. Caminó hacia el fin de la saliente y miró más allá de la ciudad. Se dio vuelta para mirarme y sus manos estaban agarradas.
—No sé —dijo—. Al final del verano hubiera dicho inmediatamente que no. Ahora...
Yo permanecía en silencio.
—Mejor vamos —dijo ella después de un momento, con la voz calma y apacible—. Es muy tarde.
Entonces descendimos de las rocas, con el frío de noviembre como un pozo de silencio entre nosotros.
Se llamaba Markham. Su cuerpo de hombre/máquina podía viajar por el universo con quasi-impunidad. Pero pobre, débil Markham; digno de compasión. Impotente, ya saben.
¿Digno de compasión?
No. Auto-compasivo. Markham había sabido bien en qué se convertiría. Medidas iguales de amargura y desubicado romanticismo condujeron su pluma en la última línea de la obra. Y entonces ya no se pertenecía, sino a ellas. No había adioses cuando dejaba a todas las mujeres que eran Cara. La soledad no lo mataría.
Markham tomó el columpio hacia la inmensidad de un billón de soles.
Columpio y adentro otra vez y la muchacha cerró sus manos detrás de su cuello y sus piernas tras su espalda. Era pálida y pequeña y menuda contra la sábana a rayas. No era su primera vez (aunque lo bastante cerca como para que aún punzara un escaso dolor).
Era la primera vez exitosa de Markham. ¿Y sólo hacía una semana que ella se había dejado tocar los pechos? El había sonreído en silencio, triunfante, y comprendido que ahora podía tocarla en cualquier parte.
Pero rápido, demasiado rápido, y se había ido. Yacía un poco confundido, deseando reposar y dormir. Pero había oído decir que hay que hablar. Encendió el cigarrillo de la muchacha y a través de la llama vio su propia cara flameando en sus ojos oscuros, más negros que... ¿qué? Desorientado, como despertándose de una siesta a una noche inesperada, Markham intentó salir. Y se desplomó.
Memoria: La estación del observador, pirámide truncada de plata, trazando espirales en órbita descendente. El sol era Gamma Lira. Los doce planetas habían sido barridos por el último orgasmo convulsivo de la estrella. Ahora, blanca y empequeñecida detumescencia, brillaba saciada entre los mundos muertos.
Markham ajustó los sensores donde antes habían estado sus ojos y vio los neutrinos brillar mientras pasaban. Su pelo era largo otra vez y caía sobre su rostro. Los ojos de Cara estaban muy abiertos, las pupilas enormemente dilatadas. Se sentó y miró al oeste. Los árboles achaparrados ocultaban charcos salobres formados por la marea y los pájaros marinos haciendo círculos más allá.
—Las gaviotas —dijo ella—. Sus gritos suenan como el llanto de niños abortados.
—Tonterías —dijo Markham—. Tu imaginación. Un aborto no hace ningún sonido.
—No. —Cara sacudió la cabeza con violencia—. Tal vez sólo lo escucha su mutilada madre. Yo lo he escuchado.
Markham permaneció en silencio.
Y se desplomó.
El tiempo se fragmentaba lentamente como diamante seminal.
Pero de algún modo
Su mente se mantuvo
Un poco más:
. 6 segundos
El tiempo que lleva/estaba llevando/llevaría para que todo esto suceda.
—¡Sufre, Cyborg! —La voz de Cara se mofaba, incluso aquí—, ¡Sufre, cifra!
Entre neuronas:
—Ocúpate de tus entropías y claves.
—No seas tan autoconcientemente inteligente.
Y se desplomó.
La aureola de plasma rodeó la estrella como una niebla. Markham trató de estabilizarse pero no pudo. Era una disfunción interna. El corazón cuidadosamente programado enviaba extrañas señales endocrinas hacia su sangre. No había tiempo para reparar. Y menos para reflexionar.
. 6 segundos.
Un maniquí plateado fue lanzado con violencia hacia la estrella. Desde una perspectiva Markham cayó y debajo algo se abrió.
—Quark, quark.
— ¡Eh, ahora! ¿Sólo dos?
— ¿Para qué necesitaría más? —dijo el Sr. Marks.
—Ud. es una ilusión.
—Correcto, pero una ilusión de la gran puta.
—Irlandés Miserable.
—Conde Alcornoque. Hace cuatro generaciones.
—Cerdo papista.
Marks regañó.
—No menosprecies lo que cargas de romanticismo. Yo soy un terrón vocinglero de lo que tú quieres ser. Para este hombre tú eres un niño.
Pensativamente:—Yo deseo...
— Y también soy totipotente.—Sonrió con sarcasmo y abrió la puerta que daba al baño donde el chorro de la ducha clavaba agujas calientes contra la carne de ella y el vapor condensado se asentaba en su rostro como una máscara.
Oscura y enigmática (pero, por autoconfesión, más explicable en las mujeres), Cara se volvió hacia Markham cuando éste entraba en la cabina de la ducha. No dijo nada cuando él le cubrió los pechos con las manos y sintió sus pezones endurecerse bajo sus palmas. Cara extendió la mano, envolviéndole el pene con dedos suaves. Entonces se movieron juntos, ella en puntas de pies mientras él se deslizaba dentro. Con los muslos apretados, ella lo sostenía.
Por un momento ambos quedaron sin palabras. Luego se separaron. Markham tomó la pastilla con fragancia de limón y enjabonó todo el cuerpo de la muchacha. Ella giró bajo el chorro para enjuagar su piel lustrosa, luego cerró los grifos.
Aún en silencio se pararon sobre la alfombra húmeda fuera de la ducha y él comenzó a secar la piel de Cara. Ella permanecía de pie con las piernas levemente separadas mientras él caía de rodillas para secarla. Su cuerpo olía a un agudo dulzor de limones.
Pronto él dejó caer la toalla. Con los ojos cerrados, mordiéndose el labio inferior, Cara enroscaba sus dedos en el pelo de Markham y sintió que sus labios la tocaban y luego la penetración de su lengua.
—Por favor —susurró ella—. Ven. —Lo hizo levantar y juntos caminaron hacia el dormitorio.
—Ámame —suavemente, mientras se recostaba en la cama.
La colcha estaba seca y fría contra sus rodillas. Y entonces... ¡Dios!... el súbito temor y la duda. Markham descendió hacia la estrella y entonces Gamma Lira voló lejos de él. Se encogió sobre sí mismo como un globo pinchado. Colapsado. Más pequeño y más pequeño y luego... Nada. En ninguna parte. Oscuridad más profunda que negro.
. 6 segundos.
—El radio gravitacional —dijo el Sr. Marks—. El núcleo de la estrella colapsada es ahora tan denso que ni siquiera los fotones pueden escapar. La gravedad ha apresado incluso la luz. Maravilloso, ¿verdad?
Markham no estaba divertido. Vio relojes dalinianos combándose pesadamente, expulsando sus horas. Y silencioso cayó en el vacío del espacio más cerca de la muchacha con cabellera rojo fuego a la luz de la lámpara.
Los dedos de ella, los de él, a tientas, frotando inútilmente.
Silencio. Él temiendo los pensamientos de ella. Ella sabiendo los de él.
—Cara, por favor, yo lo...
—Lo siento. —Junto a su oído, los labios de Cara suavemente afilaron la palabra y la emitieron como una hoja de cuchillo—. Fuera.
Él fue demasiado lento.
— ¡Fuera! — Sus uñas le arañaron el hombro y él viró rápidamente. Markham se acostó sobre su espalda y tocó el hombro herido con la mano opuesta. Se preguntaba si habría sangre. Cara se apartó.
—Escucha —dijo él—. Lo siento. Esto sucede.
—Con demasiada frecuencia.
Había algo de pérdida en su voz y Markham intentó tocarle el hombro, decir alguna palabra de consuelo. Ella giró sobre si misma para mirarlo y se sentó, apoyándose en la almohada.
—¿Quieres quedarte aquí esta noche?
Markham asintió.
—Entonces dos cosas. No digas nada. Y no me toques —Ella lo miró hasta que él movió la cabeza en señal de asentimiento. La mujer volvió a acostarse y tiró de las sábanas cubriéndose hasta el cuello.
Una hora más tarde Markham miraba de soslayo a Cara a la luz de la luna y se preguntaba si ella estaría llorando. Parecía haber lágrimas en sus mejillas, pero él no dijo nada. Ni se movió. En una hora más alucinaba que estaba muerto.
—¿Conoció usted a Swarzschild?
—¿El físico alemán? No, pero conocí a su padre —El Sr. Mark cloqueaba con su inextinguible humor céltico—. Un hombre singular.
—El colapso gravitacional no es un tema sencillo.
—Muy cierto, mi amigo.
—De modo que enséñeme.
El Sr. Mark suspiró.
—Muy bien. Una singularidad Swarzschild es el punto en el cual una estrella colapsándose sobre sí misma alcanza volumen cero y densidad infinita.
—Estoy impresionado.
—No hay necesidad —dijo el Sr. Marks—. Realmente no. Usted sabe, eso no existe en la realidad.
— ¿Entonces dónde?
El Sr. Marks sonrió a su interrogador y ofreció la botella destapada de Old Bushmill.
La habitación estaba decorada en color azul frío, más claro en la alfombra lanuda, más oscuro en las paredes. Los colores penetraban el cuerpo de Markham, helando su piel, endureciendo sus músculos. Una reproducción de La noche estrellada de Van Gogh pendía en el centro de la pared sobre la cabeza de su madre. Los trazos de los pinceles verticilados, amarillos y verdes, presionaron en los ojos de Markham hasta que sacudió la cabeza para romper el hechizo.
—No falta mucho para que muera —Los ojos azules de su madre arrancaron los de Markham del Van Gogh—. No pretendo ser morbosa —Ella echó hacia atrás el cabello estriado de plata que caía sobre su cara—. Sólo realista.
Markham se había dado cuenta; ella se lo había dicho antes. Las articulaciones de las rodillas le dolían. Su visión era perceptiblemente inferior a la del mes anterior. Había intentado transplantes, aloplastia, cirugía correctiva, reparaciones masivas, rejuvenecimiento metabólico, pero ya era inútil. Era muy vieja. Él retiró la mirada porque sabía que iba a tomar el columpio y que no la vería morir. Se sintió un poco culpable por no sentirse culpable.
Su madre sonrió.
—Ya tienes un año más.
—Esta semana. —Él asintió.
—Mañana. Feliz cumpleaños.
—Antaño esto tenía un sentido.
—Y aún lo tiene. Eres un sentimental—Su madre revolvió en la bolsa de red de aluminio—. Tengo tu regalo. —Extrajo un tubo de un pie de largo y dos pulgadas de diámetro.
Markham se inclinó hacia adelante.
—¿Qué es?
Ella murmuró una palabra.
—¿Caleidoscopio? Tenía uno cuando era niño.
—No —dijo ella—. No me has entendido. Un caleidoscopio es encantador, pero falso. Los dibujos como copos de nieve provienen de recortes de papel y trocitos de plástico coloreados. Esto es un teleidoscopio; es honesto. No son dibujos artificiales. Esto fragmenta la realidad y desparrama los pedazos en tus ojos.
Él tomó el teleidoscopio de su mano y lo hizo girar lentamente, examinándolo.
—Era de tu padre —continuó ella.
Cartón barato.
—¿Una herencia? —dijo él, sonriendo.
—He mirado a través de él con bastante frecuencia —dijo su madre—. Ya no lo necesitaré más.
Markham puso el tubo contra su ojo...
—Cuando no te guste lo que ves, gira el teleidoscopio. Siempre hay una realidad nueva esperando. Pero tienes que hacerlo tú mismo —E hizo rotar el teleidoscopio hacia la oscura estrella que ya no parecía estar allí.
Dios mío, pensó él. ¿Cómo llegué desde allí hasta aquí? ¿O fue desde aquí hasta allí?
¿Sospechas, no es verdad?
—Sospecho...
¿Sí? ¿Sí?
—Debería haberme unido a la Legión Extranjera francesa, junto con Gary Cooper.
No. Habla de Cara.
—Por favor no. No pude hacer nada bien.
No llores, niño.
—Nada bien.
Pero de un organismo tan constructivamente alterado como el de Markham no pueden brotar lágrimas. Él busca un acceso más fácil hacia el sentimiento.
¡Basta, Markham! Patético superman degradado.
—Pero no lo soy. No soy un superman. Yo soy débil.
Markham.
—¿Sí?
No importa. Ya lo descubrirás.
Demasiado hondo en el pozo de la gravedad como para quedar libre, él se esforzó; pero no sintió nada.
—Me estoy cayendo...
Markham ¿recuerdas cuando aprendiste a caminar?
—Duele...
Duele. Finalmente aprendiste a tambalear a través de la habitación. Entonces tropezaste y caíste sobre el registro de la calefacción y saliste gritando, con un dibujo como de barquillo estampado en la palma de la mano.
—Mi madre me sostuvo.
En efecto, lo hizo, y te obligó a caminar de nuevo. ¿Recuerdas lo que te dijo?
—No.
Ella lo sostuvo derecho, con las manos debajo de sus axilas.
—Levántate y anda, pequeño bastardo. Casi tienes tres años.
Markham la miraba, y su mente registraba los modelos primitivos del odio y del miedo. Trató de desprenderse pero ella lo sostenía con fuerza:
—Levántate —repetía ella—. Tienes un ego. Intenta utilizarlo.
—¿Mi madre dijo eso?
¿Realmente la recuerdas según las trivialidades de las tarjetas para el día de la madre?
—No es para asombrarse si yo...
¿La odias?
—No, pero pudo haber sido más cariñosa.
Markham rotaba irremediablemente. Neutrinos extraviados golpeaban acompasadamente en los espacios en que hubieran debido estar sus ojos.
¿A quién odias, Markham?
—A nadie.
Vamos, dime. En los grados superiores, en el secundario; intentaste formar parte del equipo de fútbol.
—Me forzaron a hacerlo. Era una escuela pequeña. Me intimidaron.
Markham ocupó su puesto en la línea, esperando la cuenta del zaguero. Miró a través del campo al tacleador opuesto. El chicano le devolvió la mirada impasible.
—Mejor te agachas —dijo el tacleador—. Te derretirás muy fácilmente, inglesito.
—Chinga a tu madre —dijo Markham tentativamente. El tacleador y el defensa intercambiaron miradas. En la jugada siguiente le rompieron la pierna. Como medida de precaución, el defensa le retorció las bolas.
¿Lograste coger después a esos malditos hijos de perra?
—Sólo era un juego.
Jesucristo, Markham, payaso mojigato. Hace un siglo, si hubieras sido judío, hubieras mantenido abierta cortésmente la puerta del horno para que pasaran tus amigos...
—No es lo mismo.
¿Hasta dónde llega tu cortesía?
—Me enseñaron a controlarme.
¿Y no reaccionar nunca?
—No me intimides, por favor.
¿Por favor? ¿Por favor? Seguro, Markham. ¿Quién quiere patear tapioca?
Gritó y no hubo ningún sonido. Intentó oler, pero no había olores. Ni calor, ni frío, ni presión alguna. Amplificó la visión pero no vio nada.
No eres divertido, Markham. No devuelves los golpes.
—Respondo si me atacan.
¿Y no crees que esto es un ataque?
Silencio.
Está bien. Mira estas flores. ¿Puedes olerlas? Son del ramillete de un vestido. Hubo una noche en que tenias diecisiete, un baile formal, y después la informalidad cuando tú y la muchacha aparcaron en el autocine abandonado.
El virgen Markham trataba a tientas consigo mismo luego que la chica había abandonado sus propios intentos. Ella se reclinó contra la puerta y hundía perezosamente los botones de la radio.
—Lo siento —dijo Markham finalmente—. Sucede a veces —El libro también lo decía.
—¿Cuatro veces? —dijo la chica. Comenzó a reír—. Me recuerda a una salchicha de cocktail.—De pronto ella vio su cara—. No quería decir eso. Markham sonrió débilmente. —Está bien.—Pero fue suficiente para todo un año.
¿Duelen los recuerdos?
—Mucho.
¿Una vez más fuiste cortés, no es cierto?
—No quiero hablar de ello.
Oh, pero yo sí quiero. La impotencia es muy importante para ti. Ineficacia en todas sus formas. Te define, Markham.
—No.
¿Corteses síes y noes? ¿Y qué tal sí señor no señor?
—No puedo...
¿De modo que hubo mujeres que no pudiste satisfacer? Satisfacerte a ti mismo es más importante. ¿Pierdes los trabajos? El columpio es más de lo que mucha gente puede aspirar. ¿Crees que no tienes futuro? Esa es una elección que te corresponde. ¿Te odias a ti mismo? Hay muchos que podrían odiarte con mucho menor costo para tu propio ego. Eres un chiquillo.
—Tengo treinta...
Un adolescente malhumorado.
—Vete al infierno.
Si existiera. No Markham, lo más cerca que hay del infierno son los juegos triviales que juegas dentro de tu cabeza. El aburrimiento es decididamente una condena. Y te estoy atacando. Haz algo.
—No sé.,
Enójate Markham. Rabia. Ríe, llora. Reacciona. ¡Haz algo!
—Lo estoy... intentando.
¿Como un novillo, Markham? Eso es todo lo que un novillo puede hacer... intentar.
—Maldita sea... ¡cállate!
Excelente.
Sólo la oscuridad era sólida y comenzó a empujar dentro de su cabeza.
—¡Fuera!
¿Retrocediendo, Markham?
—¡Fuera!
¿Hay alguna diferencia si estás dentro de una estrella que se colapsa o yaciendo en una cama silenciosa? El escenario carece de importancia. Siempre quedas relegado «un rincón.
—¡Fuera!
Te compadezco.
—¡Fuera, fuera, fuerafuerafuerafuera raaaaaaa...
(ecos litúrgicos por fin estallaban: nova simultánea y colapso atómico. Fragmentos. Como la imagen desmembrada en el teleidoscopio).
—Me temo —dijo el Sr. Marks— que esta singularidad no debe descartarse simplemente porque pudiera no existir —Astutamente—: ¿Sabe por qué?
No hubo respuesta.
—Piensa en esto. Un objeto Swarzschild, para alcanzar un punto evanescente infinitamente pequeño debe ser perfectamente esférico. Una estrella como hija de la naturaleza, no es perfecta. Fútiles terrones, ya sabes.
Entusiasmándose con su tema, el Sr. Marks habló a borbotones.
—La estrella, al colapsarse, desteje su propio agujero en el tejido del espacio y salta dentro. ¿Tan refinada? Pero las irregularidades de la estrella se exageran a medida que se aplasta. Me ahorraré los detalles, pero la estrella nunca alcanza el punto de Herr Swarzschild. En cambio, bueno, se va. Se mueve.
Chispa de interés.
—¿Y adónde va?
—Extraño que lo preguntes. Markham también se lo preguntaba.
Momentáneamente miraron juntos hacia un agujero que se convertía en túnel.
Captó un destello de vehículos deportivos amarillos y la esperanza de la fibra de vidrio pudriéndose en el sol de julio. Los convertibles estaban fuera de lugar en la vieja ciudad. Los caballos hubieran sido más apropiados.
Markham estaba de pie sobre un montecillo cubierto de verde césped, en el centro del Cementerio Católico. Era entrada la tarde. El único sonido era el tintineo ocasional de las grapas metálicas contra el viejo mástil ballenero utilizado como asta de bandera, mientras el viento del Atlántico sacudía la cuerda.
Sabía donde estaba.
—Pero nunca estuve aquí —murmuró. Un déjá vu distorsionado.
—Hola.
Se dio vuelta y vio:
La alta morena con pantalones a rayas azules y blancas, sandalias de cuero, blusa blanca con las colas atadas en un nudo sobre el diafragma. Sus labios carecían de expresión. Llevaba anteojos de sol de color marrón claro. Su estómago estaba bronceado y cubierto de vello rubio-dorado.
—He estado esperando —dijo Cara. Caminó bajando el montecillo hacia una hilera de tumbas y Markham la siguió. Se detuvieron ante una placa de granito inclinada y Markham leyó:
MARY ELIZABETH MARKHAM
1935 -2047
nunca sometió su coraje ni se rindió
—Murió durante tu columpio.
—Si la hubiera conocido mejor me hubiera quedado.
—Y no estarías aquí ahora —dijo Cara.
—¿Dónde estaría?
—Ego detumescente, yacerías en algún agujero anónimo.
Markham se arrodilló en la hierba y pasó sus dedos lentamente por los bordes de la piedra áspera.
—Era la persona más fuerte que he conocido.
—Ahora está muerta.
—Y yo estoy aquí.
—Exacto.
Él se levantó y la miró. Ella extendió la mano. El miró por encima de su cabeza y dudó. Cara se dio vuelta y vio la torre rectangular del Monumento al Peregrino proyectándose desde el arrecife de Princetown. En la cima ambos pudieron ver el titilar de ojo de araña de unos lentes captados por el sol.
—Hijos de puta entrometidos —dijo Markham.
—Yo sé dónde —Ella lo tomó de la mano y se apartaron de la tumba—. Ven conmigo.
Lejos de la torré, atravesando el cementerio, cerca de las dunas. Se perdieron rápidamente en los enmarañados arbustos de moras. La hierba era más alta y suave que en el bien cuidado cementerio.
Casi inaudible, el Sr. Marks dijo:
—Ahora que casi he muerto, te dejo.
Yacieron estrechamente juntos y en la erección de Markham Cara sintió la promesa explícita de la progenie y admisiones que el hombre nunca había hecho.
Pero aún persistía su confusión.
—Nunca estuve aquí.
Cara lo besó.
—Pero estarás.
ENLACE DE COMPUTADORA:
IMAGEN CENTRAL-EL POETA SENTADO EN SU SILLA
EFECTOS: ESCALA NORMAL—FIGURAS-H DISTORSIONADAS + 2°/o
DISPERSIÓN DE ATMOSFERA: TIERRA DE CEMENTERIO, MOJADA POR LA LLUVIA.
INSERTAR 100 MICROGRAMOS ETK-10 EN VINO DE UTILERIA.
ABRE A:
Encierro. Con temor, Ransom bebió lo que quedaba del vino
carmín fluyente, más rico que la sangre
corre
Sonrió lastimero. Era un mal rollo; la elección de las palabras trillada, la metáfora un cliché. Pero sospechaba que era típico de su trabajo en esos días. Ransom arrojó la botella de vino por encima de su hombro derecho. El envase vacío, irrompible, rebotó a través de la alfombra
vitupera la permanencia del plástico:
que sobrevive incluso nuestras tumbas de piedra.
El hombre en la silla hizo una mueca y eructó. Mejor. Miró el aparato que estaba sobre la mesa de café y sonrió con sarcasmo.
El aparato era genuino. Así como el ramo de flores azules que estaba al lado en un florero. Casi todas las demás cosas de la habitación eran falsificaciones: la mesa era de un sucedáneo de la madera de nogal, los paneles teñidos de oscuro de las paredes eran imitación.
Ransom se levantó y miró a través de la ventana, unos cien niveles abajo cómo se extendía Greater Ellay. En realidad no estaba mirando a través de una ventana, por supuesto. Sus habitaciones estaban profundamente enterradas dentro del laberíntico bloque de apartamentos. La ventana era una pantalla electrónica. En otra época, además de ofrecer una visión del mundo externo, podía captar más de ochenta canales de televisión. Cuando la TV era el medio de diversión.
La ventana, al no ser una ventana, no podía abrirse. Si hubiera sido en verdad una ventana, igual hubiera permanecido permanentemente cerrada. En el nivel del pabellón urbano en que estaba Ransom, nadie podía respirar el cielo poluto; impelerlo tal vez, pero no inhalarlo. El aire era bombeado hasta el apartamento de Ransom; primero filtrado, purificado, esterilizado; luego oxigenado, apropiadamente humidificado, calentado, certificado como no cancerígeno y consignado a los alvéolos de los pulmones de Ransom.
Ransom frunció el ceño ante la suave ondulación de su entorno.
Demasiado vino, pensó. Demasiado para la eficiencia y no bastante para el coraje. Avanzó hacia la mesa de café y advirtió que iba tramando algo. Pero suficiente para la acción.
Bajó la vista hacia su juguete de contrabando; luego levantó el mentón y frunció la nariz. Las ventanillas de su nariz encerraron la más delicada esencia, un olor indefinido, pero perturbadoramente sugestivo. Oscuro. Húmedo. Frío. Con un suave dulzor de podredumbre.
Veinte años atrás estaba la memoria. Velos negros, ropas negras, que contrastaban tan agudamente con el mármol blanco de la cara. La cara del padre de Ransom, marfileña y muerta. Había llovido aquella mañana y la tierra en que se enterraba estaba todavía esponjosa por la humedad. Eso era cuando aún podían cavarse tumbas. Antes de que el premio por dejar tierra vacante resucitara a todos los habitantes del cementerio y enviara sus restos al crematorio. Tal vez ahora el polvo de los restos del padre de Ransom estaba en proceso de precipitarse en el aire que suspiraba entrando a la habitación de Ransom.
El poeta husmeó y volvió a husmear
el olor cadavérico de mi
propio funeral
Levantó la bomba que estaba en la mesa de café. Infantilmente sorprendido ante cuanta destrucción contenida puede guardarse en la palma de la mano, Ransom volvió a esbozar una mueca sarcástica.
CORTE DIRECTO A:
Los dos observadores, fuera de escena. Estaban designados oficialmente como Evaluadores de Participación en el Consumo. Amelia Marchin, por sus propias y peculiares razones los llamaba "neilsons". Se consideraba que era una especie de broma interna, pero ocurría que Amelia tenía un conocimiento de su campo maravillosamente esotérico.
Los dos EPC observaban la figura envarada saltando de una ilusión a otra.
Esto es definitivamente demasiado melodramático —dijo el más alto, haciendo una observación crítica sub-vocal en su grabador.
—No estoy de acuerdo —dijo el segundo EPC, el más bajo del par—. Por el contrario, siento que esta actuación es la forma más elevada de arte. Hay mucho que decir acerca de la espontaneidad.
—¿Y dónde acaba la espontaneidad? —Preguntó el primer EPC—. ¿Y dónde comienza la manipulación externa del director?
—No tengo la menor idea. La línea de diferenciación es maravillosamente sutil.
Se sirvió una copa de líquido ámbar.
—¿Quieres un trago? —invitó.
El primer EPC adelantó su copa. Los dos observadores se acomodaron confortablemente para contemplar la función.
FUNDIDO A:
IMAGEN FIJA DE
El poeta sufriendo:
"Hierro y zafiro, cavernas de escarcha
recubren los crómicos cilindros de la mente. "
Las dos líneas yacen inertes sobre el papel blanco abandonado hace más de una hora mientras Ransom se enreda con el poema. La noche es una repetición inacabable de café caliente y frío, música grabada y silencio, subir y bajar el termostato, recordar y contemplar las vistas más allá de las paredes de la habitación, sentarse en silencio, acecharse, pactar, tensarse y relajarse. En la pared las manecillas del reloj se desplazan con pesadez.
"Debajo, el volcán dormita
Sin ser visto, pero presentido con helado deseo."
Ransom nunca trabaja tan arduamente como cuando inventa sus canciones. Y no hay nada que le guste más. Ni Melissa, ni la comida, la bebida o cualquier otro placer. Pues todos están en su poesía.
"La oscura conciencia sospecha vagamente
sueños desvanecidos; la promesa del fuego."
El alba va tornando gris el registro negro de la ventana electrónica este de Ransom. El poeta bosteza y se estira, sintiendo que sus músculos entumecidos se relajan dolorosamente. Mira el manuscrito, las palabras vueltas a repasar con tinta y cambiadas; algunas una docena de veces o más. Ve el triste resplandor de plata lunar atisbando por la escoria volcánica.
Ransom, satisfecho por el momento, se prepara un desayuno sencillo.
CORTE DIRECTO A:
IMAGEN FIJA DE
El poeta amando. Ransom se apoya en un codo sobre la suavidad de la cama. Debajo de él, Melissa queda en la sombra, sin rostro.
Percibiendo su humor, ella pregunta:
—¿Qué es lo que está mal?
—Nada, Amor —miente Ransom. Lo que está mal es la vida del poeta; no está satisfecho consigo mismo, con sus acciones. Y no puede culpar a nadie más que a sí mismo. Y advertirlo no es agradable; perturba el éxtasis del momento.
Quisiera de algún modo
poder llegar
a ti
ahora
y aplacar este amargo momento
encontrando consuelo
entre tus muslos.
Ransom detesta la intrusión del mundo en este momento; se esfuerza por lograr un receso mental. Melissa está tibia y húmeda; lo espera. La toca. Gozan con el placer de casi el último esfuerzo humano que aún no ha sido suplantado por máquinas.
CORTE DIRECTO A:
IMAGEN FIJA DE
El poeta de pie por encima del mundo. Años antes. La última luz de la tarde cae a sesgo a través de la ladera. Desde su promontorio rocoso sobresaliendo del matorral, el poeta contempla en silencio el bosque a sus pies. Los árboles se van adelgazando a medida que remontan las laderas hacia los agrupamientos de piedras rotas que embisten el cielo. Mucho más abajo, una carretera ondula entre árboles y rocas. Una fogata lanza una delgada huella de humo en el refrescante aire de noviembre. La huella espiralada es empujada hacia Ransom por el viento y puede oler el aroma suavemente ácido del humo de la madera. Un conjunto abigarrado de nubes se desliza rápidamente hacia el sur; sus sombras siempre deslizantes marcan con su ajedrezado el fondo del valle.
Ransom, joven y solitario, está de pie sobre su roca. Este es su primer viaje hasta aquí. El primero de muchos hasta estas montañas al oeste de Denver. Trozos de "The Windhover" de Gerard Hopkins surgen de su memoria mientras el áspero viento norte se arremolina.
Aquí Ransom siente una sensación de vitalidad, más que en la colmena Ellay. Escribiré acerca de esto un día, piensa, antes de que estas montañas sean desventradas en busca de metales o eliminadas para hacer autovías. No puedo evitar su violación, pero quizá pueda evocar su memoria
Algún día lo hará.
CORTE DIRECTO A:
IMAGEN FIJA DE
El poeta prostituyéndose.
KATYA:
—La última vez fue demasiado. No puedo seguir adelante.
MARSHALL:
—Tienes que hacerlo. Aunque sea por el niño.
En un acceso de asco, Ransom barre el escritorio con la mano y el guión a medio terminar se desparrama sobre la alfombra como hojas muertas. La página con el título yace boca arriba: "La oscuridad es barata, una pieza original para holovisión." El poeta se prepara con brusquedad una combinación de tres partes de Scotch, sin agua, sobre la consola de la cocina. La copa vuelve a llenarse automáticamente mientras Ransom recupera el esparcido fruto de su carrera. Se reincorpora con un montón de papel y lo deposita sobre el escritorio.
Se bebe el Scotch de un gran trago. Y entonces Ransom vuelve a su trabajo, su medio de vida.
Para Ransom, las hojas que están sobre el escritorio son basura. Su amor yace en la estantería en el otro lado de la habitación. Un fino volumen con cubierta de color apagado, un libro de poemas titulado Montañas azules sobre Denver. Junto a él, en una carpeta, están los comienzos de otro libro. Han permanecido mucho tiempo inconclusos. Y así permanecerán.
CORTE DIRECTO A:
IMAGEN FIJA DE
El poeta celebrando.
El bar es viejo, barato, sucio. Establecido clandestinamente en el chillón cinturón comercial que semi-rodea el puerto estelar. Con frecuencia Ransom toma el metro hasta aquí, a veces para contemplar las gigantes naves plateadas que se elevan en el mar-espacio, pero la mayoría de las veces para beber y conversar con sus amigos del bar.
"A veces vivo en el campo,
a veces vivo en la ciudad;
a veces tengo la gran idea
de ir hasta el río y ahogarme."
Canciones populares inglesas; galesas, alemanas, francesas, americanas, rusas. El humo del tabaco y los vapores de cannabis saturan el aire. Hay gran cantidad de licor. Con un brazo alrededor de los delgados hombros de su amigo Morales y sujetando el envase de vodka barato con su mano libre Ransom brama versos; a veces recuerda bien las letras, a veces no.
La canción se enturbia en un final estrepitoso con un entusiástico "Y descansar en los brazos del amor".
El brillo de la canción es pasajero y Ransom frunce el ceño. Morales advierte su expresión y pregunta:
—¿Eres desdichado, mi amigo?
—¿Alguna vez tuviste la sensación de liquidar todo?
Morales se encoje de hombros.
—Liquidar es sólo un buen negocio.
—También es traicionarse a uno mismo —dice Ransom. Toma un largo y pensativo trago de vodka.
—Todo por combatir al sistema en sus propios términos. Me engañé a mí mismo.
—¡Eh! —grita Morales al tañedor de bouzuki que está en un rincón—. Queremos otra canción.
ENLACE DE COMPUTADORA
IMAGEN CENTRAL-INTERIOR DE UNA OFICINA
DISPERSIÓN DE ATMOSFERA: JUNGLA AMPLIO ESPECTRO
(PERO APAGADO)
EFECTOS AUDIO: FRANJA LIMITADA A SUBSONICOS
(CREANDO TENSIÓN)
EFECTOS: FIGURAS-H A ESCALA NORMAL
CORTE DIRECTO A:
Amelia Marchin. Director General de UniCom, la mujer más poderosa en la industria de comunicaciones en Norteamérica. Una de las mujeres más poderosas en cualquier parte. Untuosamente bella como una pantera; pelo negro y ojos verdes; flexible, inteligente, despiadada, graciosa. También feroz. Y hoy, disgustada.
—Renuncio —le había dicho el objeto de su disgusto—. Me voy. Fuera. Ahora.
—No —dijo Amelia Marchin—. En una época te hubiera permitido abandonar UniCom. Lo hubiera lamentado, pero hubiera aceptado tu renuncia. Después de todo, eres uno de los primeros escritores de holovisión. Pero ahora, me temo que la terminación de cualquier contrato que tengas con nosotros está fuera de cuestión.
Ransom se levantó. Su cara enrojeció haciendo juego con el pelo áspero de su barba. Se inclinó y golpeó con el puño sobre el escritorio de Amelia.
—Ya lo creo que está fuera de cuestión. Si quiero irme, me voy. Todavía existen leyes contra la esclavitud.
Amelia lo contemplaba, divertida.
—Sí, las hay, desdichadamente.
Sonrió apaciguadora.
—Ahora siéntate, Ransom. No te será de ningún provecho tratar de intimidarme con bravuconadas.
No lo sería. Ransom lo sabía por experiencias anteriores. Se sentó.
—Tú sabes —dijo Amelia—, que eres una verdadera anomalía. Escribes y adaptas algunos de los shows de UniCom de mayor rating, y sin embargo tú mismo no tienes un aparato de holovisión.
—La holovisión apesta —dijo Ransom—. Escribo esos guiones sólo para comprar comida suficiente para vivir mientras escribo poesía. Eso es todo. He ahorrado suficientes créditos como para vivir por un tiempo y escribir. Así que basta de guiones.
—Te necesitamos —dijo Amelia con serenidad.
Ransom se alarmó. No todos los días el Director General hacía ese tipo de afirmación. La miró inquisitivamente.
—Tienes un inmenso talento. Eres un genio y un genio articulado. Esa es una combinación notable en cualquier época y especialmente en este siglo en que vivimos.
—Gracias por el cumplido —dijo Ransom—. Pero estás dando un rodeo. ¿Por qué no quieres que renuncie?
Ella mostró sus dientes blancos y parejos en una sonrisa.
—UniCom ha desarrollado una innovación radical en programas de holovisión; necesitamos de tu talento y habilidad para hacerlo viable.
Ransom rió, demasiado fuerte para la atmósfera apacible y tenue de la oficina.
—¿Dar ayuda y consuelo al enemigo? ¡Diablos, no!
Amelia arqueó una caja, inclinó su cabeza suavemente y volvió a sonreír.
FUNDIDO A:
CORTE COMERCIAL
IMAGEN EN GRAN ANGULAR-TÍPICO ARTIFICIO DE UNICOM
PARA ALMACENES DE EXTERIOR
LA CÁMARA SE MUEVE PARA ALCANZAR A UNA PAREJA
BIEN VESTIDA QUE SE ACERCA POR LA ACERA
—¡Pasen, pasen amigos! —La voz del vendedor anunciaba, en una mezcla de amistad y cálido entusiasmo. Su cara era el producto familiar standard, un compuesto del tío favorito de cada uno. El feliz vendedor hizo entrar a la pareja en la tienda, que a su vez le sonrió.
—¡Bienvenidos a la gran venta Veinte-Veinte de UniCom!
—¿Venta Veinte-Veinte? —preguntó la mujer alerta, sus ojos claros y azules abiertos por la curiosidad.
—¡Exacto! —dijo el vendedor—. Es la primera semana del año nuevo y ya hemos declarado una venta especial con tremendos ahorros para ustedes los compradores de todas las sucursales de UniCom en Norteamérica.
—¿Ahorros? —preguntó el esposo—. ¡Eso suena maravillosamente!
—¡Y es maravilloso! ¡Pero esperen hasta ver algo más grande todavía, la nueva línea de aparatos de holovisión preparada por UniCom para el 2020!
—¡Oh, querido! —Dijo la esposa—. Ya tenemos un aparato de holovisión. Había pena en su voz por tener que desilusionar al vendedor que se parecía tanto a su tío preferido.
—¡No como éste, no! —El vendedor giró y dramáticamente indicó una caja negro brillante en un estrado de cristal.
—¡Amigos, indudablemente ustedes tienen una holovisión al estilo antiguo, el tipo que sólo les da imágenes tridimensionales y sonido estereo!
—Por supuesto —dijo el esposo, intrigado—. Es el mejor aparato en el mercado.
—¡Ya no lo es! ¡No ahora que UniCom ha añadido una dimensión totalmente nueva a los hologramas!
Los futuros clientes se mostraron apropiadamente asombrados e intrigados.
—¿Una nueva dimensión? —preguntaron a dúo.
—¡Absolutamente nueva! Ahora es posible que usted —y señaló a la mujer— y usted —y señaló al hombre— participe realmente, sea estrella en su propio show favorito de holovisión, y en la comodidad y conveniencia de su propia casa.
La pareja parecía impresionada por semejante maravilla.
—Imagínate —dijo la mujer.
LA CÁMARA SE RETIRA-PANORÁMICA HASTA PRIMER
PLANO DEL VENDEDOR-SU CARA.
—¡Correcto, amigos! ¡Imagínense ustedes mismos como protagonistas de su propio show en su propia casa! Todo lo que necesitan es este fantástico plan "veinte-veinte" de holovisión, que sólo puede adquirirse en UniCom. Para más detalles y una demostración sin compromisos, visite su sucursal de Almacenes UniCom hoy mismo!
ENLACE DE COMPUTADORA:
IGUAL A LA ESCENA ANTERIOR—OFICINA DE AMELIA
FUNDIDO A:
Una hilera saltarina de minúsculos actores. La trouppe se pavoneó y se impacientó sobre el escritorio de Amelia. El drama era sin sonido, sin embargo Ransom pudo murmurar las líneas que acompañaban la acción. Él las había escrito.
—Ten en cuenta los medios de comunicación populares creados por la electrónica —dijo Amelia.
Ransom continuaba contemplando la producción liliputiense de "La oscuridad viene barata".
—Primero la radio, durante la primera mitad del siglo. En todos los sentidos, era un medio unidimensional, el sonido. Fue ampliamente sustituida por la televisión bidimensional. Luego en los setenta y los ochenta llegaron las imágenes móviles tridimensionales de la holovisión.—Su voz tenía la inflexión segura de sí de una alta sacerdotisa leyendo el libro sagrado—. Ahora UniCom está preparada para llevar la progresión hacia adelante.
Amelia tocó un pequeño panel de controles que estaba junto a su silla y el holograma de su escritorio se expandió hasta alcanzar forma humana y hasta llenar toda la habitación.
Una pareja heroicamente proporcionada estaba haciendo el amor silenciosamente junto al hombro de Ransom. Este intentó alcanzar con pereza la cadera de la muchacha holográfica, y su mano desapareció en la carne intangible.
—Maravilloso —dijo el poeta—. Otro paso en la progresión. ¿Y ahora qué? ¿Van a insertar el programa dentro del cerebro del espectador?
—Todavía no, Ransom. Quizá la próxima temporada —Amelia movió un control y puso en marcha la banda sonora del holograma. Por encima de la pesada respiración, preguntó—: ¿Qué te parece que falta?
Ransom se encogió de hombros.
—Participación —dijo Amelia.
Ransom miró aprensivamente, se echó hacia atrás en su silla.
—Tengo una premonición. Me parece que no quiero oír hablar de esto.
—Por el contrario. Quieres hacerlo. Tienes una increíble curiosidad. Si así no fuera, no podrías ser tan perceptivo en tu poesía y, a veces, en tus guiones.—Amelia movió una mano y las figuras-H desaparecieron. La mujer extendió una mano hacia una abertura de su escritorio y extrajo una caja negra. No tenía ningún rasgo característico. Ransom pensó que mediría unos veinte centímetros de largo y quizá la mitad en ancho y profundidad.
—Participación —repitió Amelia—. Está todo aquí. Este es un vínculo directo entre cualquier aparato de holovisión y UniCOMP —Los 10 niveles por debajo de la oficina de Amelia eran UniCOMP.
—¿Qué me cuentas? —dijo Ransom—, Ya sabes cuánto me impresiona tu macrocéfalo de lata.
—Espera, Ransom. Te impresionará. Te lo aseguro. Escucha ahora. Imagínate en tu casa, con tu "La oscuridad viene barata" pasando en la holovisión.
Ransom asintió.
—¿Qué te parecería representar el papel de tu protagonista, Marshall? ¿Qué te parecería representar realmente el rol principal en tu drama, y más que eso, incluso ser Marshall?
El poeta alzó las cejas cortésmente.
—¡Tú puedes hacerlo, Ransom! —La voz de Amelia transmitía excitación.
—Esta caja lo hará. UniCOMP dirige toda la producción. Tus líneas se transmiten en clave subliminal. Tu suscripción a UniCom cubre las utilerías sencillas, efectos especiales e incluso ayuda con alucinógenos para asegurar tu sugestibilidad a los estímulos de UniCom.
Ransom la contemplaba incrédulo.
—Escucha, Ransom. Ni siquiera tienes que seguir el guión. Circuitos de retroalimentación permiten que tus propias iniciativas y reacciones determinen la dirección de la acción. Es lo último en entretenimientos con participación; permite que cada uno desate su imaginación, libere los talentos individuales de todos.
—¡Ustedes están locos—! -dijo el poeta, sin ocultar el horror que distorsionaba su rostro—. ¡Están absolutamente locos!
Amelia experimentó sorpresa.
—¿Qué es lo que pasa? Eres un poeta y un escritor; probablemente lo más cercano que puede llegarse al hombre renacentista. No me digas que te perturba el descubrimiento de una nueva forma de arte.
—Esto no es arte —dijo Ransom, con su cara nuevamente enrojecida y su voz gruesa—. Es absolutamente lo opuesto.
Sus rasgos se contraían dolorosamente a medida que buscaba las palabras adecuadas.
—Es una perversión. Es la destrucción del arte haciéndolo descender al último común denominador.
—No me había dado cuenta de que eras un snob.
—No lo soy. Es simplemente que... —Ransom sacudió su cabeza violentamente, y apretó los ojos con fuerza—. Simplemente hemos nivelado el arte, lo hemos vulgarizado tan concienzudamente por medio de la televisión y la holovisión. Incluso antes de la electrónica, hacíamos el trabajo con resúmenes incompetentes e incluso con versiones cómicas de las grandes obras.
Se inclinó hacia adelante, y miró a los ojos impasibles de pantera de Amelia.
—Este método de ustedes eliminará los fundamentos de todo poeta y dramaturgo y autor desde los primeros griegos hasta nosotros. ¿Amelia, no te das cuenta de cómo será la literatura cuando cada persona en el mundo pueda acuñar Shakespeare y Dostoievski y Joyce al molde de sus propios gustos subjetivos?
Amelia se encogió de hombros.
—Norteamérica todavía es una democracia —dijo.
Ransom rompió a hablar con voz ronca.
—Lo cual es peor, esto que ustedes proponen es toda la manipulación de una máquina; una máquina estéril fría y sin sentimientos —Su cara se contrajo nuevamente—. Dios nos ayude si la gente acepta eso.
—Lo harán. El proceso ha sido sometido concienzudamente a encuestas de consumo. Los resultados fueron favorables a su lanzamiento al mercado.
Ransom se apartó del escritorio. Parecía enfermo.
—Has vendido tu alma, Amelia.
La mujer sonrió.
—¿Almas, Ransom? Tú estás en el negocio también.
—No —suspiró Ransom.
—Pues bien. En sesenta días inauguramos el proceso participatorio de holovisión UniCOMP. Queremos que hagas un guión original para nuestra primera oferta pública.
—No —dijo Ransom sacudiendo la cabeza.
La voz de Amelia se endureció.
—Ransom, tú vas a proporcionarnos nuestro drama.
—No —Ransom retrocedió hacia la puerta—. No lo haré. Espero que nadie lo haga.
—Es lo que el público quiere; es lo que conseguiremos. Amelia hizo un movimiento con la mano y la puerta se abrió detrás del poeta.
—Ven cuando te enfríes —dijo ella—. Pero no esperes demasiado. UniCom no quiere un trabajo apurado, de último momento.
—Basura —dijo Ransom en voz alta. La puerta se volvió a cerrar.
Sola, Amelia revolvió los papeles que estaban sobre su escritorio.
—Ransom —murmuró, casi un suspiro—. Si sólo fueras mejor poeta.
ENLACE DE COMPUTADORA:
EFECTOS: (OPTICOS) FIGURAS-H BORROSAS LUEGO SE PONEN EN FOCO
PRIMER PLANO-CONVERSACION ENTRE CORTES
DISPERSION DE ATMOSFERA: CORDITA
FUNDIDO A:
Morales. En toda cultura hay alguien que puede proporcionar lo prohibido: mujeres, drogas, libros, lo que sea anatema para el sistema de valores establecido. Ese era el rol de Morales en el mundo de Ransom.
—Quiero una bomba —dijo Ransom.
—¿Sí? —dijo Morales despreocupadamente—. ¿De qué tipo? ¿De qué tamaño? ¿Quieres volar un café callejero? ¿Un coche? ¿Un avión supersónico? ¿Quieres cantidades de hermosos fuegos artificiales, o sólo una granada de neutrones, no intrusiva, de bajo rendimiento?
—En verdad no había pensado en nada de eso —reflexionó con calma el poeta—. Quiero una bomba lo suficientemente pequeña como para ocultarla entre la ropa, pero lo bastante poderosa como para destruir un... un edificio de casi trescientos niveles.
Morales silbó con admiración.
—No es poco lo que pides, mi amigo. Pero creo que puedo ayudarte. Lo que deseas ha sido proscripto por el Concejo Mundial hace veinte años. Creo que se llamaba granada de fusión o algo así. —Tomó notas en un pequeño bloc—. Unos diez kilotones irán bien— murmuró Morales—. Veamos, totalmente blindada contra detectores electrónicos, por supuesto.
Ransom asintió. Le pareció una buena idea.
Morales levantó la vista de sus notas.
—Bien, Ransom, ya está. Por supuesto, no te preguntaré específicamente qué vas a hacer con ese aparato. No, es mejor que yo permanezca lo más ignorante posible en caso de que los Cumplimentadores de la Paz se vean implicados.—Cerró el cuaderno de notas y lo deslizó en su túnica.
—Qué me dices del precio —dijo Ransom.
—Ah, sí —Hizo cuentas en silencio—. Mil cien créditos lo cubrirán ampliamente.
Ransom comenzó a sacar un billete de transferencia.
—Más... —dijo Morales. Ransom levantó la cabeza—. Un ejemplar firmado de la primera edición de tu Montañas azules sobre Denver.
—Sólo hubo una edición —sonrió Ransom—. Pero con placer.
CORTE DIRECTO A:
Un bonito par de Evaluadores de Participación en el Consumo, que se embriagan felizmente en el transcurso de su tarea.
El primer EPC bostezó.
—Esto se está volviendo demasiado predecible.
El segundo se encogió de hombros.
—También la tragedia griega.—Era un hombre bajo, fornido, y le resultaba difícil levantar los hombros. Lo logró.
El primer EPC tocó el borde frío de su copa con los dientes.
—Bueno, algún día tendré una buena comedia de la Restauración.
ENLACE DE COMPUTADORA:
TOMA AÉREA-ZOOM HASTA CLOSE-UP DEL POETA EN LA ACERA
EFECTOS: FIGURAS-H 5 °/o MAS PEQUEÑAS QUE LA ESCALA
EFECTOS AUDIO: EXTRACTOS SUBLIMINALES DE
MARCHAS DE SOUSA DISPERSIÓN DE ATMOSFERA: ROSAS
CORTE DIRECTO A:
Ransom. Daba grandes pasos siguiendo el impulso de la cinta deslizante, doblando su tasa de viaje. La bomba era un peso confortante en su faltriquera. El poeta silbaba una melodía con regocijo:
sabiendo que voy a morir
y la muerte será buena
para el mundo y para mi.
La cinta deslizante era un arco adornado con molduras de cristal que se extendía sobre el brumoso golfo entre el bloque de apartamentos de Ransom y la estación de tránsito. El poeta sintió un ligero mareo cuando el metro transparente lo depositó en el vacío abierto entre edificios. Arriba, lejos, un cielo pizarra opaco, cruzado por nubes negras. Casi en el zenit un sol borroso. Debajo se veía el tablero formado por los techos de los edificios más bajos.
El parking de tránsito estaba congestionado, como era habitual. Ransom maniobró con cuidado entre la multitud de conmutadores hasta que encontró el nivel correcto y la puerta adecuada para el metro a Burbank.
El viaje no fue espectacular: el silbido del aire al ser evacuado del vehículo, el restallido inicial del campo de propulsión, el suave brillo de la iluminación artificial a medida que el coche atravesaba la luz y la oscuridad de los espacios y edificios. Abruptamente el coche trazó un arco e ingresó en un basto espacio abierto donde se erigía el arrogante aguijón de la Torre UniCom.
"Salida Burbank El-three, UniCom", entonó en conductor automático del vehículo.
Ransom desembarcó y quedó parado, con los puños en las caderas, mirando a lo alto de la hilera infinita de niveles de UniCom.
El miedo surgió de lo más profundo de sí. No sólo una aprehensión intelectual. Era un miedo visceral, en el estómago. Miedo y pena. Pena por no volver a ver otro anochecer y otra alborada. Pena por no volver a amar otra mujer. Pena por no volver a escribir otro poema.
Pero junto al miedo había además algo excitante. El humor mercurial de Ransom osciló hasta el júbilo. Había algo melodramáticamente grandioso en esta confrontación. De un lado del tablero estaban alineados Unicom Amelia Marchin, el proceso UniCOMP de holovisión, todos los recursos de una corporación de crédito multibillonaria. Como uno de mis guiones, rió Ransom para sus adentros. Del lado opuesto estaba Ransom; corpulento, barbudo, entusiasta, con una bomba en su bolsillo.
Esto no es justo para contigo, dijo Ransom dirigiéndose a la torre. Un hombre solitario es siempre el más feroz de los contrincantes.
No había duda alguna en su paso mientras el poeta se dirigía hacia la entrada del UniCom. A Ransom le parecía que marchaba casi siguiendo el ritmo de la cadencia oída a medias de alguna marcha distante tocada por una orquesta de bronces. Inspiró profundamente. Había rosas en el aire. Rosas de la victoria.
mejor lirios, para el féretro de
mi enemigo
y también para mi ataúd.
—Amelia Marchin —dijo Ransom al guardia de seguridad—. Me espera.
El guarda subvocalizó en un micrófono de entrada, recibió una respuesta:
—Sí, señor. Tome el ascensor ocho, por favor.
Ransom flotó hasta el ascensor indicado. Morales le había asegurado que el aparato estaba lo suficientemente blindado como para escapar a cualquier forma de detección que no fuera búsqueda física. Y esta última era en extremo improbable; en esta época civilizada, nadie llevaría una bomba consigo para una reunión de negocios. Sin embargo una pequeña preocupación premonitoria aguijoneó la conciencia de Ransom. Algo estaba mal.
El poeta tuvo que cambiar a un ascensor diferente en el nivel doscientos. Una vez más dijo la contraseña "Amelia Marchin" y una vez más fue enviado hacia arriba. Otro guardia con uniforme azul lo estaba esperando en el nivel 300.
—Por aquí, señor.—Se dio vuelta y Ransom lo siguió—. Entre señor, por favor —El guarda mantuvo la puerta abierta. Ransom entró. Estaba oscuro. La puerta dio un quejido al cerrarse tras él.
La habitación estaba absolutamente sin luz. Ransom tropezó hacia adelante.
—Amelia, ¿qué demonios estás haciendo?
Los focos del cielo raso se fueron encendiendo suavemente. El poeta miró alrededor de sí. Estaba en una habitación circular, de unos veinte metros de diámetro, sin ningún rasgo particular excepto una mesa de madera tallada en el centro. Había un trozo de papel sobre la mesa.
Ransom caminó hacia el centro de la habitación y sus tacones resonaban sobre el piso de mosaicos. Sobre la mesa había una nota, cuidadosamente escrita a mano:
Querido Ransom:
Otro poeta te escribió un mensaje hace algo más de cuatro siglos.
Shakespeare: As you like it: II, 7, líneas 139-40.
Mis mejores saludos
Amelia Marchin
Conocía la referencia. Jacques el melancólico. "Todo el mundo es un escenario..." Ransom se detuvo helado, girando en espirales de hielo de horror ascendente. Se llevó la mano a la faltriquera, la abrió a tientas y buscó en el interior.
Un trozo de madera.
El poeta lanzó un prolongado grito de animal de angustia, de dolor, de traición; un gemido que se hizo cada vez más agudo hasta fulgurar incandescente, como una bomba.
FUNDIDO A:
LOS CREDITOS
ENTRETEJIDOS CON UN MONTAJE INTERMITENTE DE PROCESIÓN DE ROSTROS
MORALES
Morales levanta la vista del libro de poemas. Ofrece un suspiro latino, acompañado por levantamiento de hombros.
—La vida —dice— es así.
EL MÁS ALTO DE LOS EPC
El más alto de los Evaluadores de la Participación en el consumo levanta una copa para brindar con su amigo.
—La vida es arte.
EL MÁS BAJO DE LOS EPC
—No —dice su compañero—. El arte es vida.
UNICOMP
UniCOMP susurra reflexivamente.
—El arte es en última instancia indefinible.
AMELIA
Amelia Marchin sonríe gentilmente mientras contempla allá abajo el mundo desde su oficina en el nivel trescientos de la torre UniCom.
—La vida —murmura— sólo a veces es real.
RANSOM
Ransom no dice nada.
CIERRE
Del otro lado de la calle, en Tompkins Square Park, reprimenda silenciosa: No censures.
En el apartamento el ventilador se había vuelto a quemar.
—Lo arreglaré mañana —dijo él con petulancia. Sentía su piel grasienta—. Ahora hace demasiado calor.
—Ven a la cama —dijo Terri.
David pateó el inútil ventilador con el costado del pie.
—Nacido en Filadelfia —murmuró—. Criado en Passaic. Moriré en Nueva York. Qué epitafio de mierda.
—Ven a la cama.
Se acostaron desnudos sobre el colchón doble y escucharon los sonidos chismosos de los merodeadores por la salida para incendios, el techo, las escaleras. Finalmente se durmieron. Ella soñó que hacía el amor y que todo eran rosas y vino helado y cascadas impetuosas que siempre había deseado.
El despertar se anunció primero con el radio-reloj de alguien tres pisos más abajo; la WABC resonaba por las paredes de ladrillo. Luego escucharon las campanadas de la Iglesia Ortodoxa Rusa a una manzana de allí.
—Tengo tanto sueño —susurró ella. Sus rasgos eran suaves y relajados bajo la luz grisácea. Hicieron el amor. Cuando ella llegó al orgasmo, fue un nadir de sentimiento.
El desayuno también era mínimo. Masticaban en silencio los huevos en polvo; sorbían el sucedáneo de café a medida que se enfriaba. David no parecía inclinado a hablar esa mañana. Terri mantenía su taza llena. Lo observaba mirar el plato de plástico astillado. Parecía tanto más alto entonces, pensó. Una lluviosa mañana del año anterior, lo había encontrado durmiendo bajo la herrumbrada escultura cúbica de Cooper Square. Una reprimenda silenciosa: No censures.
—¿Y ahora que hice de malo? —dijo David.
Terri fingió preocupación por sus uñas quebradas.
—Nada. ¿Porqué?
—No hablas esta mañana.
Somos tan jóvenes, pensó Terri. El Programa Med nos mantendrá vivos por tanto tiempo. La idea era horripilante.
—Ya te deberías haber acostumbrado —Sonrió lastimera-. Estoy planificando mi salida de hoy —mintió.
—¿Qué pasa hoy?
—Ayer era viernes trece. La señora Constantine lo mencionó en el vestíbulo. Eso quiere decir que hoy es catorce. Mi día de recoger las píldoras.
—Tus malditas píldoras -dijo David.
Ella titubeó, pensando cómo convertirlo en una broma.
—Mantienen los niños alejados.
—Sí -dijo él-. ¡Si!
—La señora Constantine me arrinconó ayer durante una hora. Todas las habladurías sobre todos los del edificio. Ya sabes.
David fruncía el ceño en silencio.
—Excepto una sola cosa. Alguien la asustó, creo.
—¿A la señora Constantine? —hizo una sonrisa forzada—. Nada la altera. ¿Recuerdas cuando la emprendió con el muchacho del cuchillo cerca de los buzones?
—Esta vez ha ocurrido algo. Fue el señor Jaindl.
—¿El viejo y extravagante Gregor del segundo piso? ¿Qué hizo, le propuso algo desagradable?
—Esa es la palabra que ella utilizó. Sólo que no se trataba de algo sexual. Esta vez la señora Constantine no quiso ni hablar. Simplemente dijo que era lo más desagradable que jamás había escuchado.
—Es realmente misterioso. En otra oportunidad lo hubiera acusado de intento de violación y sodomía.
—Siguió balbuceando algunas viejas palabras campesinas que no pude comprender y luego se fue.
—Así que todos tenemos nuestros problemas.—Siguieron sentados, en un silencio incómodo durante algunos momentos y él dijo—: Mira, te acompañaré hasta la ciudad, quieres?
—¿No trabajas hoy?
—Hoy no.
Por lo general, David partía por las mañanas con un saco y una pala, y un cuchillo envainado en su cinturón. Era una rata de río. Cavaba en la costra que cubría el East River buscando latas de aluminio. Con lo que Terri ganaba como costurera, este dinero rescatado pagaba el alquiler del apartamento.
—Bien. Ya me está dando miedo salir sola, incluso de día.
—Llevaré los respiradores —dijo él—. Por si acaso.
Tosió; el dolor del pulmón que nunca lo abandonaba comenzó a morderlo.
Abandonar el apartamento era todo un ritual. A pesar del calor, había que cerrar y poner llave a todas las ventanas. Dejar la luz de la cocina encendida. Ocultar el tostador en un estante de la alacena, detrás de una gran bolsa de harina de maíz de la obra social. Encender la radio y sintonizar una estación que pasara rock. Cerrar la puerta y hacer encajar bien los dos cerrojos de seguridad. Mirar bien escaleras arriba hasta el tejado, para ver si se movía alguna sombra. Recién entonces comenzar a descender.
Se encontraron con Gregor Jaindl en el descansillo del segundo piso. Con un brazo acunaba una bolsa grasienta de papel llena de basura. Con la otra hurgaba en su bolsillo en busca de la llave.
—Buen día... señorita Brückner, ¿verdad? ¿La jovencita que cose relucientes vestidos?
—Sí —dijo Terri—, Buenos días, señor Jaindl.
—Por favor —dijo el anciano—, dígame Gregor.—Sacó la mano de su bolsillo y las llaves cayeron al suelo.
—Entonces yo soy Terri —La muchacha se arrodilló y comenzó a recoger las llaves. Miró hacia arriba—. Este es David —Se levantó y puso las llaves en la palma de Jaindl.
—Jovencita —dijo éste—, es usted muy amable.—Las palabras estaban escasamente acentuadas, pronunciadas con una rígida cortesía continental. Jaindl hizo una leve reverencia. David parecía asombrado.
—Mejor vamos yendo —dijo, conduciendo a Terri por un codo hacia las escaleras.
El anciano carraspeó rotundamente. La pareja se detuvo, dos escalones más abajo.
—Me sentiré honrado —dijo Jaindl— si ambos quisieran venir esta noche a cenar conmigo a mi apartamento.
David comenzó a contestar automáticamente:
—Gracias, pero no creo...
—Habrá carne —dijo el anciano.
—Estaremos encantados —dijo Terri.
—Entonces a las siete. En punto —Jaindl se dio vuelta y desapareció en la oscuridad del vestíbulo.
David la tomó de un brazo, enojado.
—¿Estás loca?
Ella lo miró de soslayo.
—¿Deberíamos pasar una noche más en nuestro apartamento? ¿Riñendo por los huevos en polvo?
—Antes que comer con un retorcido...
—No lo es.
Dos pisos en silencio. Luego ella dijo:
—Me recuerda muchísimo a mi padre —Su amado padre, que había desaparecido en las luchas callejeras por comida ocho años antes.
David rió.
—Tiene que estar loco. Quiero decir, llevando basura dentro de su apartamento, en vez de sacarla.
Terri sonrió con picardía.
—Tal vez es la cena.
Había comenzado a llover cuando Terri recogió sus píldoras y salieron de la Clínica de Ayuda del Este. Por lo general, a Terri le gustaba chapalear en la lluvia como un pato, pisando cuidadosamente en el centro de cada charco. Hoy arrastraba sus pies por el agua, con la cabeza gacha.
La carnicera los vio antes de que hubieran caminado una manzana. Llevaba puesta una chaqueta a cuadros chillones que casi barría la mugre de la calle. Se lanzó sobre ellos con la táctica ansiosa y desmañada de un cachorro.
—¡Hola, queridos! —llamó—. Esperen un minuto.
Se puso a caminar junto a ellos. Su pelo se movía al andar.
—Oigan, tengo algo que quizá les interese.
—Lo dudo —dijo David. Caminaron más ligero. Terri miraba derecho hacia adelante.
—¿Acaban de salir de la clínica, verdad?—El tiro de la carnicera era el de una experta—. Ya tienen otro par de docenas de píldoras para mantenerse lejos de la Clínica. Sus ojos parecían cansados—. Apuesto a que les gustaría un chico.
—Lárgate —dijo David.
—Escuchen. Tengo algo especial. Seis meses, varón, ya no se moja, realmente les entusiasmaría. Una ganga, queridos.
David se paró en seco y agarró el brazo de la carnicera. La empujó hacia el borde de la acera.
—Vete a la mierda lejos de aquí.
Mientras esperaban el cambio de luces en la esquina siguiente la volvieron a tener frente a ellos.
—Escuche, sólo quinientos. Vamos, queridos, él los necesita y ustedes lo necesitan a él.
David sintió que Terri se estremecía contra él. Estaba llorando. Sin pensar, David sostuvo la bolsa de algodón del respirador por la correa y la balanceó. El bulto le dio a la carnicera bajo el mentón y la hizo recostar contra un buzón. La mujer se tambaleó, atontada y de la nariz empezó a chorrearle sangre.
—Desgraciados —dijo. Comenzó a maldecirlos monótonamente.
—Por favor —dijo Terri—. Salgamos de aquí.
El caminó con su brazo alrededor de los hombros de Terri para consolarla. A cambio de las palabras; no pudo pensar en ninguna mientras caminaban por la Primera Avenida hacia su casa.
El apartamento de Gregor Jaindl podía haber sido la guarida de un alquimista medieval. Estaba oscuro; las ventanas totalmente cerradas. Estanterías de madera se alineaban en las paredes; los volúmenes estaban forrados de cuero. El aire olía intensamente a incienso. El candelabro sobre la mesa de la cena había sido fabricado con una calavera humana.
—Tengo una predisposición al drama —dijo el anciano explicando—. Me alegra ser uno de los últimos grandes románticos.
—Es muy impresionante —dijo Terri.
Jaindl los condujo hasta la mesa.
—¿Les gustaría un poco de vino antes de la comida? Tengo una única botella de Liebfraumilch, 1967. No es totalmente apropiado, supongo, pero el vino escasea mucho estos días.
—No quisiéramos vaciarle la bodega —dijo Terri.
—El vino es para compartir con los invitados —El anciano rió—. Además, esta noche voy a celebrar.
David había estado contemplando intranquilo las hileras ordenadas de libros.
—¿Qué cosa? —preguntó.
La sonrisa de Jaindl se agrandó inverosímilmente más.
—Yo soy el salvador de nuestras decadentes y hambrientas ciudades.
—No comprendo.
—Luego, luego. Le explicaré. Pero por ahora por favor esperen y soporten el regocijo satisfecho de un anciano —Jaindl llenó tres finas copas y se las ofreció—. Ahora un brindis. Por todos nosotros, por el renacimiento y nacimiento —Las copas chocaron entre sí.
La copa de Terri cayó de su mano, golpeó contra el borde de la mesa y derramó su ámbar a la luz de la vela. Terri se ladeó por un instante y David la sostuvo con su mano libre. David, pensó, lo siento, lo siento tanto.
—Querida mía —dijo Jaindl ansiosamente— ¿qué es lo que sucede?
—Lo siento —dijo Terri—. En verdad lo siento.
—Está trastornada —dijo David—, Fuimos a la clínica a buscar sus píldoras. Una carnicera nos siguió, tratando de obligarnos a comprar un bebé.
Jaindl frunció el ceño.
—Las píldoras. Narco-esteroides. Cursaba mi primer año en Columbia cuando fueron inventadas.
—¿Usted estaba allí?
—¿Les sorprende?—Sonrió débilmente—, B.S. en genética, 1970. Tres años más tarde obtuve el master en bio ingeniería. ¿Ustedes pensaban que yo era un sastre inmigrante retirado?
—Algo así —dijo Terri—. ¿Puede servirme otra copa? Prometo que tendré cuidado.
—Por supuesto —Jaindl sirvió el vino—. Entonces sólo son nervios. ¿No estará usted —Jaindl dudó— ...bordeando el retiro?
Terri tomó un buen trago.
—No, estoy en fecha. Mi período comenzó hoy.
—Perdónenme, amigos.—Jaindl volvió a levantar su copa—. Propondré un brindis más apropiado. Por un mundo en que podamos elegir libremente.—Bebieron y hubo un largo silencio—. Yo fui uno de los que firmaron los petitorios contra la así llamada ingeniería de la población —dijo el anciano—. La legislación social, la manipulación de los pobres y las minorías, los contraceptivos narcóticos. Lo intentamos, pero no hubo suficiente protesta hasta que no fue demasiado tarde.
—Fue un error —dijo David—, Y ahora ya no hay elección para ninguno de nosotros.
Terri ya estaba achispada con muy poco vino.
—Ya era bastante con que nos rebajaran a la categoría de animales. No necesitábamos justificarlo.
—En aquella época, las alternativas parecían peores —dijo Jaindl—. La comida, especialmente en las ciudades, era uno de los grandes problemas. Y en eso he estado trabajando durante años. Por eso esta noche estamos celebrando. Y ahora por favor siéntense.
Se sentaron. Jaindl se inclinó sobre el horno de la cocinilla y regresó con una fuente llena de humeantes bistecs.
—Hace tanto que no comemos verdadera carne —dijo Terri.
La carne era blanca y tierna, húmeda y suavemente escamosa. Sabía algo así como a pollo o atún, pero tenía un gusto propio. Todos se atiborraron.
—Qué buena —se maravillaba Terri, a cada bocado.
Cuando hicieron una pausa para respirar, David dijo:
—¿Es algo sintético?
—No exactamente —Jaindl calló pensativamente—. Podría llamarse uso maximizado de los recursos existentes.
—¿Y qué significa eso?
—Se los mostraré. Vengan aquí un momento.—El anciano los apartó de la mesa—. Hace tiempo que convertí mi dormitorio en un laboratorio. Ya han visto los resultados. Les mostraré la fuente —La hendija inferior de la puerta del dormitorio estaba rellena con toallas sucias. Jaindl las quitó y Terri arrugó la nariz ante el olor. Jaindl abrió la puerta y encendió la luz, una simple bombilla. En una pared se alineaban cajas de cartón llenas de basura. En la pared opuesta unas jaulas. El anciano hizo un gesto y se inclinaron sobre un cercado de malla de unos tres pies.
—¿Qué es? —preguntó Terri, con un estremecimiento involuntario. Vio un cuerpo obeso segmentado, negro y brillante, de unas dieciocho pulgadas de largo y tal vez unas seis de diámetro. La criatura culebreaba hacia adelante, impelida por seis patas tiesas y acorazadas.
—Muchas generaciones para llegar a él —dijo Jaindl. Había un dejo de orgullo en su voz—. Aceleración genética forzada, aquí en mi habitación. Mis propias técnicas. Él es el resultado, el triunfo.
—Es casi igual a... —dijo David.
—La más prolífica forma viviente que habita las ciudades —dijo Jaindl— aparte de las ratas o el hombre mismo. Nos salvará a todos del hambre.
David se acercó más.
—Es una cucaracha.
—¡Dios mío! —dijo Terri.
Desnudos, yacían uno junto al otro en la Oscuridad. El calor pesado se iba depositando sobre ellos.
—Te dije que era un loco —dijo David.
Terri giró sobre su costado.
—Todavía estoy asqueada.
—Y se parecía a tu padre.
—Se parece —dijo la muchacha—. Jaindl es un buen hombre. Sé que sus intenciones son buenas.
—Un loco,
—No es tan desagradable. La gente se podría llegar a acostumbrar. Sólo es la idea...
—Sí, la idea —dijo David—. ¿Te imaginas a nuestros vecinos criando esas cosas en el patio? Dios, todos los días tiraríamos allí nuestra basura. Luego, a la hora de comer, bajaríamos y mataríamos una gordita. Jaindl está loco. Absolutamente. Olvídalo.
Terri estaba de espaldas con la cara hacia arriba.
—Al menos intenta. Hace algo. (Hazme un bebé)
—¿Qué quieres decir? (Ya sabes que no puedo)
—Nada, nada en absoluto. (Lo sé, pero no quiero comprender. No quiero ser justa)
Basta, pensó ella. Es un juego cruel e inútil.
La frustración y la ira comenzaron a filtrarse a través de la ventana enrejada como cosas vivientes.
—... querías decir...
—... un momento de esperanza...
—... quería decir...
—... si no puedes...
—... puta...
—... niño...
—Mierda —dijo ella—. Mierda tú también. Por un momento casi me pareció.—Se apartó de él y tocó el cuerpo deshilachado del osito de felpa caído sobre la mesita de noche.
—¿Te pareció qué?
—Que te amaba.
En el pequeño apartamento sobre la Avenida A, los animales comenzaron a despedazarse entre sí.
Los pinos momificados se estremecen con el viento, las ramas secas fustigan una letanía para los muertos, la luna, calavera de plata con una sonrisa, no vierte lágrimas por una tierra baldía. Debajo, la metáfora es hueso.
Como bloques de niños, pesadas piedras unidas por los bordes quiebran el paisaje de la montaña. Tres turistas se asoman juntos a un mausoleo. Y alrededor de ellos cientos de compañeros silenciosos esperan.
A la orilla del río, junto a la carretera que ya nadie recorre, un epitafio en letras de bronce: VIVIRÁN OTRA VEZ.
¿Vivirán?
Foster soñaba:
Fragmentos de la espina dorsal de una lagartija muerta, carbonizada por el fuego.
La Excursión Hoja de Otoño y el tren. Las huellas se veían bien abajo de la montaña y estaban interrumpidas por coches tumbados. Huesos dentro de la máquina carbonizada —la llave de interrupción automática no funcionó— y una curva cerrada tomada demasiado aprisa. Esqueletos por todas partes... la hilera de huesos conducía hasta arriba de la montaña. Huesos que se colapsaban y se confundían como escarbadientes y...
Imágenes —cómo debió haber sido— de los aerosoles de gérmenes estallando por encima de Denver, el enorme silbido como un spray desodorante o insecticida, el vapor blanco filtrándose y volviéndose invisible, luego matando y matando y nada más que huesos... los álamos temblones, blancos a la luz del día, nudosos, articulados, muriendo más deprisa que las hojas... la Excursión Hoja de Otoño... y el rastro subiendo la montaña.
La muchacha, tan pálida, nunca al sol, nunca desnuda. Y ahora, porque él lo deseaba, ella abría sus piernas para que él pudiera probar, y él probaba paté de tomate e hígado y ascalonias... Catado y comido.
"Esta mañana terminamos el último de los Gunderson. Gunderson, Vernon L., de acuerdo con los registros. Edad cuarenta y siete, raza caucásica, sexo masculino, muerto de enfisema el 21 de mayo de 1972. También existía una Gundersen, Lillian G., pero la pasamos por alto; déjenla allí en las cuevas. Era demasiado delgada, alguna clase de cáncer consuntivo. Quizás el día en que hayamos pulido la última articulación de los dedos del pie de Zylinsky, George M., nos veremos forzados a ocuparnos de la muerta, emaciada Gundersen, Lillian G.
"Por supuesto para entonces nosotros probablemente estemos todos muertos. Nuestras encías están sangrando y la maldita diarrea va cada vez peor. Mardin dice que las enfermedades por deficiencia terminarán con nosotros tres antes de que haya alguna posibilidad de morir de hambre. Pero supongo que la manera en que se desenvuelven las cosas es una forma de morirse de hambre. La noche pasada Connie soñó con una ensalada César, tomates rojos, aderezo ruso, todo. Tuvo que decírmelo hoy, en detalle. La hubiera matado. Esta noche soñaré con hortalizas y agonizaré."
Foster cerró el diario bruscamente. Dios, pensó, sería un comienzo tremendo para un cuento de horror.
—Hola —dijo Connie, desde la entrada—. Te traje una bandeja. Mardin la preparó... no es mi turno esta mañana. Y pensé que quizá no querías comer con Mardin esta noche—. Sus últimas palabras casi eran una pregunta.
—No —dijo Foster—. No quiero comer con el loco de Mardin, ese maldito gul.
La piel de Connie estaba delicada, casi anormalmente pálida, En su rostro se traicionaba enseguida el rubor.
—Jesús —dijo Foster—. Estamos aquí, en este lugar y tiempo y aún puedes ruborizarte ante una blasfemia. Por Dios, chica, tu sensibilidad es increíble.
—Lo siento —dijo ella—. Yo soy yo. —Dejó la bandeja sobre el escritorio frente a Foster; su brazalete de plata con dijes tintineaba.
—No bromees. —Foster hizo deslizar hacia sí la opaca bandeja de metal. Con un gesto tentativo tocó el hemisferio que cubría su cena—. ¿Qué tenemos esta noche? ¿Spaghetti con salsa italiana? ¿Pavo asado con guarnición de chirivías? ¿Rojos grandes de Idaho au gratiríl ¿O qué tal uno de los maravillosos soufflés de Mardin?
Trazaba con desgano sus iniciales en el vapor condensado que empañaba el metal.
—Por favor —dijo ella— no sigas. Ya tengo bastante con Mardin. —Él vio que sus manos se cerraban en apretados puños. Foster se maravilló con ligero placer de que casi podía sentir el dolor de sus uñas enterradas profundamente en alguna parte de esos dedos anudados.
—Lo siento —Pero no era un verdadero pedido de disculpas. Foster levantó la cúpula de su cena. Un delgado vapor se levantó de la fuente de carne—. Huele bien —dijo Foster complaciente—. ¿Carne a la cacerola esta noche?
—Bistec de costilla —dijo Connie con voz tenue. Dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.
—No te vayas.
Connie se detuvo, luego siguió caminando.
—Por favor —Foster insertó deliberadamente una leve nota de súplica en su voz. La muchacha se detuvo, se dio vuelta, lo miró y Foster se dio cuenta de que estaba a punto de llorar.
—Está bien —dijo ella—. Pero sólo porque no quiero estar a solas y puedo soportarte mejor que a Mardin. —Se sentó en el borde de la cama de Foster. Connie era tan liviana que apenas dejaba marcas en el cubrecama.
—Creo que necesitas comer más —dijo Foster con malicia calculada. Levantó una servilleta de hilo de la bandeja y la desplegó. Algo blanco y deshilachado revoloteó y aterrizó entre sus pies. Foster levantó el objeto y lo examinó: un trozo de papel, arrancado de una hoja de los registros de las cuevas. Decía: "Hamilton, Willis T." Debajo de la letra impresa había una línea casi ilegible escrita por Mardin. "Con los cumplidos del chef."
—Asno ilustrado —dijo Foster. Lanzó el trozo de papel hacia Connie que lo leyó y pareció descomponerse.
—No vomites —dijo Foster—. O si lo haces, vete afuera.
—No me voy a descomponer. No puedo. Sólo tengo que servirme otro poco de comida.
Foster comía rápidamente y en silencio mientras Connie lo contemplaba.
—Lamento haber insistido en aquella ensalada César —dijo ella por fin.
El hombre sonrió.
—Sabes, eres una dulce muchachita.
Connie no lo escuchaba; su mente había saltado a otra cosa, algo más obsesivo.
—¿Foster? ¿Algún día nos rescatarán verdad? ¿Alguien tendrá que buscarnos, no es cierto?
Foster se encogió de hombros.
—¿Por qué habrían de hacerlo? Otras personas deben haber tenido inmunidad natural, otras deben haber sobrevivido. Pero estoy seguro de que están demasiado ocupados tratando de mantenerse con vida como para preocuparse por rescatarnos.
—Ah... —dijo ella turbada.
Nosotros, gente descolorida en el fin del mundo, reflexionó él. Qué anticlímax impresionante.
El amanecer se vertió sobre las nubosas montañas del este como un derrame de hormigón mojado. Mardin y Foster subieron al nivel de observación para contemplar la mañana, mientras Connie se atareaba en la cocina, preparando el desayuno.
—Sabes —dijo Mardin, apoyando su antebrazo sobre el frío riel de metal—. No creo que jamás llegue a acostumbrarme al mundo sin verde.
Foster se sorprendió vagamente. Mardin no le había dirigido la palabra durante seis días. A veces sospechaba que Mardin no existía en absoluto.
—Sí —dijo, mirando las áridas Rocosas—. No extraño tanto las plantas. Sino las cosas que se mueven... los pájaros y animales y cosas. —Reflexionó—. Nunca me imaginé que me sentiría solitario a causa de un maldito gorrión.
Mardin se rió despectivamente.
—La única razón por la que quieres un gorrión es para hacerlo al asador.
—Eres un despreciable comediante —dijo Foster.
—No, no lo soy —dijo Mardin—. Soy un ex-empleado pelado y flaco que probablemente tenga pelagra y beri-beri y sólo Dios sabe qué más; y estoy parado aquí afuera bajo un cielo famélico conversando acerca de lo que extraño con un hombre que no es mi amigo mientras una muchacha que tampoco es mi amiga está abajo en la cocina friendo a un congénere al que nunca conocí, como si fuera algo que intento imaginarme como tocino de Canadá.—La voz de Mardin se detuvo como un juguete mecánico sin cuerda. Sus labios temblaron ligeramente y Foster deseó que el hombre no llorase. Mardin había sido el miembro más inestable del trío desde el comienzo. Extrañamente, había sido él y no Connie el último en comer las comidas escogidas de las cuevas. Mardin se había reprimido hasta que sus costillas se marcaron apretadamente contra la piel tirante mientras que Foster y en su momento la muchacha saciaban su hambre. Luego, después de días de autoprohibición, había estallado y se había hartado de chuletas, bistecs y filetes. Pero la ruptura había golpeado más que el hambre en Mardin, pensó Foster.
Mardin señaló hacia el río oscuro.
—¿Qué lo comenzó? —dijo en voz alta, y su voz resonó hacia colinas desnudas donde nada se movía salvo el viento.
—Qué no, sino Quién —dijo Foster—. Ellos —y señaló hacia abajo.
Mardin lo miró con curiosidad.
—Los muertos —dijo Foster—. Las personas congeladas en las cuevas. Los que no quisieron planificar el futuro, los miserables que no creían en el control de la natalidad o que vertían sus desechos al océano. ¿Así qué otra cosa se podía esperar, dejando que la gente se reprodujera al infinito en un mundo baldío? La tasa de nacimiento subió hasta el cielo y la presión biológica hizo que la tasa de muerte compensara drásticamente;
—Y bien, nosotros sobrecompensamos —dijo Mardin.
—Tienes el don del sobreentendido. —Foster rió—. El resorte silencioso saltó. Diablos... en una época nos preocupábamos por las bombas H y el gas neurotóxico. Entonces lanzaron las bombas biológicas...
—El desayuno está listo... —La voz de Connie resonó por el hueco de hormigón hasta el nivel de observación.
El frío helado de la cueva entumeció los dedos de Foster cuando forcejeaba para sacar de su cuna el bulto envuelto en papel de aluminio. "Hytrek, Donald M. Jr." decía el legajo. Había algo extraño en este legajo, reflexionó Foster. El legajo informaba del hecho positivo de una muerte el 3 de setiembre de 1973, un paro cardíaco poco habitual, pero notable porque Hytrek sólo tenía siete años. Mala suerte, el señor y la señora Hytrek, pensó Foster mientras acarreaba el paquete informe escaleras arriba del depósito. ¿Qué esperanza patética les hizo congelar al hijo recién muerto y colocarlo aquí en la cueva criogénica? Seguramente se preguntarían si aún estarían vivos cuando las técnicas quirúrgicas que pudieran reparar el dañado corazón de Donald se hubieran inventado. Y bien, no lo están. Están muertos, su hijo está muerto también, y todos se quedarán así. Lo siento. Pero nosotros viviremos un poquito más... Connie, Mardin y yo.
Foster alcanzó el agradable aire caliente al final de los escalones. Sosteniendo desmañadamente su carga con ambos brazos pateó la puerta cerrándola tras de sí.
—Hola —era Connie, con aspecto frágil y lánguidamente bonita. Miró el paquete oblongo en su brillante cubierta de papel de aluminio.
—Es mi turno —dijo Foster.
—¿Por qué eres tan cruel conmigo? —susurró Connie una noche en la quieta desesperación del lecho de Foster. La parte superior de la cabeza de la muchacha era seda contra su barbilla. Foster no podía verle los ojos en la media luz de la calavera lunar que miraba de soslayo a través de la claraboya.
—¿Yo, cruel? —Foster pasó sus dedos soñolientos por el flanco de Connie y por encima de su estómago. Sus costillas se evidenciaban dolorosamente bajo la mano del hombre y la piel de su abdomen estaba tirante, como el parche tenso e hinchado de un tambor—. Yo no soy cruel. Soy simplemente... bueno, yo. Como tú me dijiste la otra noche cuando me trajiste la cena.
—No —dijo ella—. Eres cruel cuando me azuzas con el tema de la comida. Eres brutal y gozas con mi sufrimiento.
Foster estaba de un buen humor desacostumbrado.
—Por lo menos soy fiel —dijo—. Lo siento, también esto te parecerá mordaz. —Foster movió su cuerpo inquieto—, ¿Te importa? Me estás haciendo dormir el brazo.
Connie levantó la cabeza y Foster retiró el brazo. La muchacha levantó el mentón y Foster vio el brillo de las lágrimas en su mejilla. Connie balbuceó algo y hundió su cara convulsivamente contra el pecho de Foster. Este le alisó el cabello mecánicamente preguntándose cuando lo dejaría dormir.
—Lo siento —dijo ella por fin, con voz apagada—. Me siento así. De repente recordé muchas de las cosas que me había prometido no volver a recordar.
—¿Nebraska? —dijo Foster—. ¿Las praderas y los dorados campos de trigo bajo el sol de verano? ¿Tu familia? ¿Papá y mamá? ¿Viejos amigos que hoy están muertos? ¿Árboles, lagos, pájaros, caballos, aeroplanos, ciudades, programas de televisión?
—¡Maldito seas, sí! —Desde la corta distancia que los separaba ella lo golpeó con el puño. El golpe alcanzó suavemente la mejilla de Foster y Connie comenzó a llorar nuevamente. Foster continuó alisándole el pelo.
—Me siento desdichada —dijo Connie—, Quiero irme.
—¿Para ir adonde? —dijo Foster conciliador—. Mardin, tú y yo somos tal vez los únicos sobrevivientes. Este puede ser el único refugio y las cuevas probablemente contienen el único resto de comida en cientos de millas alrededor.
El pecho de Foster estaba mojado por las lágrimas de Connie.
—¡Dios mío! —gritó ella en un rapto de frustración y de desdicha—. ¿Por qué yo?
—Pregunta trillada —dijo Foster—. Quizá Dios te quiere a tí y a nosotros y por eso nos eligió para sobrevivir un tiempo. Aunque tal vez nos haya pasado por alto cuando se encargó del resto de la tierra. O quizás estemos destinados a aportar el final en la gran escena del fin del mundo.
Connie se apartó del abrazo de Foster y se desembarazó de las mantas. Llegó a tumbos hasta un oscuro rincón del dormitorio junto al armario y se acurrucó allí, llorando. Foster se dio vuelta y cerró los ojos.
A los pocos minutos la habitación se enfrió y Connie regresó al calor de la cama de Foster.
Se enroscó desamparada contra el hombre dormido.
—Ay —suspiró y nadie la escuchaba más que ella misma—. ¿Qué será de nosotros?
Connie soñaba con:
El día en que Mardin pasó a su lado cuando ella estaba tomando sol en la entrada principal del complejo criogénico. El saco que él llevaba sobre su hombro era voluminoso y estaba lleno de bultos que parecían calabazas.
—Jo, jo —se reía él, como un Santa Claus macabro.
Ella levantó la vista.
—¿Qué es eso?
—Cabezas —dijo él—. Voy a descargarlas.
Mardin se alejó, riendo bajito y tras él quedó el hedor. Primero una dulzura espesa, luego...
El olor. Parecido, pero...
La pradera se extendía hacia el horizonte. Las casas de tierra, con sus techos de tablas unidas con barro, parecían de oscuro chocolate contra la hierba verde y ondulante. Las personas trabajaban en tareas indistintas, sus acciones exactas eran oscuras.
Ella estaba dentro de una de las casas de barro y ellos estaban ahí, todos los hombres y las mujeres. Ella vio a su abuelo y a su padre y a muchos más que no conocía. Estaban de pie alrededor de los muebles de madera rústica y sus palabras zumbaban en flujos que ella no podía comprender.
El olor. Más dulce, más empalagoso.
El niño y la niña eran gemelos, quizá tenían cinco años, de ojos azules. Ambos sonreían mientras la gente se les acercaba y comenzaba a arrancarles trozos de carne de sus cuerpos.
Connie también comía, y era por amor, no por hambre. Ella quería tener niños y ahora los comía. Y entonces se volvía mucho más joven, tanto como los dos niños, y la gente la fue rodeando.
El olor. Un sollozo se le anudó en la garganta. El olor a carne asada...
Una mañana, Foster y Connie fueron arrancados de su sueño intranquilo por el repiqueteo de las campanas de alarma y el flash de las luces rojas de advertencia. Foster sacudió la cabeza aletargado, irritado por el estruendo, y movió la llave de la lámpara que estaba junto a la cama. Nada sucedió. Sólo el brillo rojo intermitente que provenía del vestíbulo iluminaba la habitación. El hombre bajó de la cama tambaleándose y cogió su ropa y sus zapatillas de encima de la silla.
Encontró a Mardin agitado, con los ojos desencajados, agitando sus manos frente a la entrada de la habitación de la electricidad. Sobre la puerta sellada con metal se encendía y apagaba rápidamente un letrero que decía " ¡Sistemas automáticos descompuestos!" Sonaba una cacofonía de campanas. A medida que Foster se aproximaba desde el vestíbulo, una bocina comenzó a sonar y al aspecto carnavalesco de la puerta de la habitación de la energía se añadió el aviso "¡Peligro! ¡Radiaciones!"
—Hola, Mardin. ¿Qué pasa?
—¿Cómo diablos voy a saberlo?—Las manos huesudas del ex-empleado aserraban el aire—. Acabo de llegar aquí. Algo anda mal en la planta nuclear. No tenemos electricidad.
—¿No hay potencia?—Connie se había acercado inadvertida—, ¿Qué vamos a hacer con las luces? ¿Y cómo vamos a cocinar?
—He visto algunas velas en el escritorio —dijo Foster—. Esta noche las usaremos. En cuanto a cocinar, parece que tendremos que salir y ver si esos árboles muertos se encienden.
Una sirena ululó en crescendo detrás de las campanas y los cláxones. El nuevo letrero iluminado decía "CONDICION CRÍTICA - REPARAR CON PRIORIDAD AAA-/1."
—¿Está por estallar? —preguntó Connie.
—Esto no sobrepasa —dijo Foster—. Por desgracia somos todos turistas ignorantes en lugar de técnicos. Quizá sería mejor salir, por si explota. Vamos, Martin.
Pero Mardin se quedó, como hipnotizado por los diseños sin concierto de luz y sonido, mientras Connie y Foster se retiraban por el corredor de acceso y trepaban por el hueco que conducía al nivel de observación.
Después de cinco horas Mardin trepó desde el complejo criogénico hacia el mundo exterior. Tarareando una canción sin melodía, se tambaleó a través del polvo del suelo ceniciento y encontró a Foster y a Connie haciendo el amor en la sombra junto a unos restos de pino muerto.
—Eh, pueden volver. No creo que nada vaya a estallar. Las baterías deben haberse extinguido, o algo así... las alarmas ya no suenan. Pero aún no tenemos electricidad. Parece que vamos a tener que vivir sin esas comodidades.
—Está bien —dijo Foster, desasiéndose—. Ustedes dos recojan algunos troncos... esta noche cocinamos afuera.
—Desde que era niña no cocino en un fuego al aire libre —dijo Connie—. Hicimos un campamento en el Parque de Yellowstone. —Su voz sonaba feliz, y Foster sonrió. Mardin continuaba tarareando su canción informe y caminaba trazando círculos abstractos.
—¡Eh! —llamó Connie, dejando caer su carga de ramas—. ¡Mira, Foster! —Señaló hacia una raya de vapor blanco que bisecaba la oscuridad—. Es un jet.
Foster miró el atardecer de soslayo.
—No lo creo —dijo por fin y sintió un dejo de culpa—. No hemos escuchado ningún sonido de avión. Sólo es una fantástica formación de nubes.
Pero los tres se quedaron mirando ansiosa y esperanzadamente hacia el oeste hasta mucho después de que la raya blanca hubiera desaparecido.
—¡Uy, uy! —dijo Foster levantando su vela.
—Algo extraño sucede —dijo Connie, apretujándose tras él.
—Son las unidades de refrigeración —dijo Mardin desde el extremo de la pequeña procesión—. La electricidad para enfriar el nitrógeno... proviene de la unidad de potencia...
—Provenía — corrigió Foster.
El trío descendió los escalones de hormigón.
—¡Escuchen! —dijo Foster. Permaneció inmóvil. Desde la oscuridad resonaba el drip-drip-drip del fluido cayendo sobre el cemento—. Enciendan las otras dos velas.
El interior de la cueva criogénica se fue tornando visible a medida que Foster iba descendiendo la escalera. Las llamas de las velas al reflejarse danzaban siniestras sobre las cápsulas de aluminio arrugado que contenían cientos de muertos culpables.
—Se están descongelando —dijo Mardin—. Como un gran refrigerador cuando aprietas el botón.
—Me pregunto cuánto podrán durar —musitó Foster— antes de pudrirse. ¿Quizá varios días?
—Por lo menos —asintió Mardin—. Mi mujer dejó una carne fuera una vez que salimos para pasar el fin de semana. Estaba un poco mohosa, pero el perro se la comió perfectamente cuando volvimos el domingo por la noche.
Inexplicablemente Foster tuvo ganas de reír. En cambio dijo:
—¿Qué les parece si llevamos algunos de los cuerpos arriba y los ponemos afuera? Hace bastante frío allí.
—Las noches son heladas —dijo Mardin— pero los días no lo serán. Estamos a fines de junio... tenemos todo el verano por delante.
El pequeño grupo permanecía en silencio, observando las cápsulas criogénicas que lanzaban destellos plateados.
—Bien —dijo Foster por fin—. Resolvamos en primer lugar lo de esta noche. —Se inclinó sobre un bulto envuelto en aluminio y espió el rótulo a la luz de su vela. Bien, Mardin. Toma a la señorita Kelly por los pies y llevémosla a la cocina.
Connie sostuvo las velas mientras los dos hombres forcejeaban con el rígido paquete.
—Foster —dijo ella en voz baja—. ¿Qué vamos a hacer cuando ellos... cuando ellos se descompongan?
Foster sonrió ambiguamente.
—Quizá vivamos sólo de amor.
Mardin soñaba:
Brevemente.
Un sólido de tres lóbulos con esquinas agudas y ninguna línea recta. Al comienzo había sido amarillo verdoso, pero el rojo se insinuaba en franjas, como una pantalla de televisión cuando pasa un aeroplano. Era algo importante para él, pero progresivamente menos a medida que se enrojecía. Y luego por fin el rojo fue total.
Un día particularmente improductivo, Mardin atacó a Connie en la cocina. Ni Foster ni Connie supieron nunca cuál había sido el propósito de Mardin, si sexo, o comida, ambas cosas o ninguna.
Foster andaba recorriendo las habitaciones, mientras hojeaba con pereza un antiguo libro de historietas de Gahan Wilson que había encontrado en la sala de visitas. Entonces oyó el estrépito en la cocina. Investigó y encontró a Connie, con las ropas desgarradas, tirada de espaldas sobre la mesa del desayuno mientras Mardin le golpeaba sin fuerzas la cabeza contra la superficie de fórmica. Foster observó por un momento, luego tomó el inútil cuchillo eléctrico que estaba sobre el mostrador. Dejó caer el pesado mango contra la nuca de Mardin, aturdiendo al ex-empleado. Rápidamente, Foster enrolló el largo cable vinílico alrededor del cuello de Mardin y lo estranguló... luego desenrolló un poco de cable y pasó la hoja serrada por la yugular de Mardin.
Connie se movía débilmente sobre la mesa. Trató de respirar y se quejó.
Foster se levantó lentamente y puso el cuchillo eléctrico en la pileta sucia. Se acercó a la mesa y miró a la muchacha. Connie abrió los ojos y también lo miró.
Llegó el día final en que los dos sobrevivientes se mantuvieron apartados uno del otro. Miraban sin hablar, casi como un cuadro. Connie estaba en la cima de la escalera que conducía al nivel de observación. Tras ella, el gris perlado de la mañana naciente. La luz que provenía de la puerta abierta volvía traslúcida la pálida piel de la muchacha. El contorno de su silueta brillaba..., el resto de su cuerpo quedaba en sombras. Pero estaba sonriendo... Foster podía verlo. Sus dientes se veían, blancos. Sus manos estaban juntas por delante y entre ellas brillaba algo... quizás una navaja, o quizás un brazalete de plata.
Foster se recostó en su silla, respirando apenas, y miró hacia Connie, escaleras arriba. Sobre el piso, a su lado, estaba el cuchillo eléctrico al alcance, por si quería tomarlo.
—¿Y ahora adonde, querido? —La voz susurró suave, desde arriba. Connie comenzó a bajar las escaleras y el quizá-cuchillo volvió a brillar en sus manos.
—Espera —dijo Foster—. Escucha.
La muchacha se detuvo.
—Oigo algo —dijo Foster—. Algo distante y que se acerca. Quizá como un zumbido, como de un helicóptero de rescate.
—Es una alucinación —dijo Connie, comenzando otra vez el descenso.
—Quizá.
—O una de tus malditas bromas.
Afuera del edificio, las ramas carbonizadas de los pinos se estremecían en el viento seco.
NOTICIA MORTUORIA del Hollywood Observer del 30 de setiembre de 1970:
WINTERGREEN—
Martin L. Wintergreen, 1012 Beverley Glen Boulevard. Edad: 24 años. Hijo del Sr. y la Sra. Howard Wintergreen, Ominous Creek, Wyoming. Entierro en el cementerio de Forest Lawn, jueves.
RESUMEN DE LA INVESTIGACION DEL FORENSE. Testimonio de Victor Olavsen, encargado de la ambulancia del Hospital General de Westwood, respecto del hallazgo de la víctima Wintergreen en el dormitorio de su apartamento:
"Fue horrible. El muchacho estaba... bueno, por lo que yo pude advertir, padecía de marcha inestable, temblores, inquietud, dificultad para respirar, pérdida de sangre por las aberturas naturales del cuerpo y convulsiones. Su cuerpo estaba cubierto de lesiones. En realidad no quisimos tocarlo. Pero lo envolvimos en una manta y lo llevamos al hospital. Que los doctores se ocupen de él."
SINTOMAS COMUNES DE ANTRAX (ENFERMEDAD PULMONAR DEL CRIADOR DE OVEJAS)
1. Marcha inestable.
2. Temblores.
3. Inquietud.
4. Dificultad para respirar.
5. Pérdida de sangre por las aberturas naturales del cuerpo.
6. Convulsiones.
-Departamento de Agricultura de los Estados Unidos,
Boletín # 342753 A.
RESUMEN DE LA INVESTIGACION DEL FORENSE. Testimonio de la Srta. Marsha Cristabel, 21 años, empaquetadora de la planta Colonel Sanders, en Covina, amiga del difunto:
FORENSE:
—Srta. Cristabel, usted había visto a Martin Wintergreen la noche anterior a su muerte. ¿Correcto?
SRTA. CRISTABEL:
—Sí.
FORENSE:
—¿Podría describirnos su relación con él?
SRTA. CRISTABEL:
—Bueno, uh, nosotros, uh, éramos lo que supongo ustedes llamarían íntimos.
FORENSE:
—En otras palabras, ustedes se acostaban juntos.
SRTA. CRISTABEL:
—Bueno, uh, sí, Podría decirse así.
FORENSE:
—Srta. Cristabel ¿había algo anormal en su relación íntima con el difunto?
SRTA. CRISTABEL:
—¿Eh?
FORENSE:
—Anómalo. Raro. ¿Cómo podría decírselo... hum... censurable.
SRTA. CRISTABEL:
—¡Oh! ¿Extravagante?
FORENSE:
—Creo que eso describe lo que estoy preguntando.
SRTA. CRISTABEL (haciendo una pausa):
—Bueno, uh, creo que no. Quiero decir que Martin era muy correcto. Espere, había algo.
FORENSE:
—¿Qué era?
SRTA. CRISTABEL:
—Bueno, uh, cuando Martin y yo lo hacíamos. Quiero decir, cuando hacíamos el amor. Martin nunca usaba, uh, vaselina.
FORENSE:
—¿Quiere decir que no usaba ningún lubricante?
SRTA. CRISTABEL:
—Oh, sí. Usaba algo. Lanolina.
RESULTADO de las pruebas para microorganismos de ántrax en una muestra de sangre de la víctima enviada al Centro Veterinario para Análisis de Contagio en Butte, Montana:
+
EXTRACTO del dossier sobre la víctima compilado por el Departamento de Bienestar Público de Wyoming:
"Wintergreen realizaba un trabajo de verano particularmente endémico en la región de las Montañas Rocosas inmediatamente antes de su ida a California en septiembre de 1970. Estaba empleado como aprendiz de pastor de ovejas en el área fronteriza entre Wyoming y Utah."
bes-ti-a-li-dad. n., 1. relaciones sexuales entre una persona y un animal.
—Modern English Dictionary
"Se cuenta que Federico el Grande, famoso rey de Prusia del siglo XVII, al ser informado acerca de un soldado de la caballería que había cometido bestialidad con una yegua, dijo: —Este hombre es un cerdo, y debe ser degradado a la infantería.— Federico el Grande era un hombre muy sofisticado para su época."
—Samuel Moque, Princes of History.
"La bestialidad es la variedad de crecimiento más acelerado entre las perversiones sexuales en la América actual."
—Dr. Herman Masters, Director del
Instituto de Sexualidad Dinámica,
Indianápolis, Indiana.
—Incidencia de bestialidad.
......Proporción de provisión municipal de aguas fluoradas.
—...— CPRS Coeficiente de relajación moral. (Figura 1: Crecimiento de la bestialidad practicada en América, graficada junto con la incidencia de fluoración de la provisión municipal de aguas y el Coeficiente de relajación moral de la Conferencia Pentecostal sobre la Revolución Sexual.)
"La práctica de la bestialidad ofrece una alternativa moralmente redentora a la promiscua heterosexualidad."
—Resolución de 1970 de la Conferencia del
Clero Cristiano para una Sociedad Sana.
100%
80%
60%
40%
20% Horse Sheep Cow Duck Dog
100%
(Figura 2: Objetos favorecidos de los afectos bestiales. Fuente: 1910 Playboy College Poll.)
"La moda de otoño para los zapatos de hombre propone otra vez las botas largas hasta la pantorrilla o la rodilla como accesorio favorito. Especialmente populares serán los cueros importados, tanto los sencillos como los forrados con lana. Hebillas, cadenas y campanas añadirán un toque divinamente festivo como accesorios para las botas. Se espera que las botas ovejeras sean particularmente grandes en el campus este otoño."
Men's Wear Daily, 18 de julio de 1970.
"Sí, acostumbrábamos a llamarlas botas ovejeras. Los hombres en el campo durante meses con los rebaños se sienten solos. De modo que elegimos una buena cordera y la separamos del resto. Ponemos sus patas traseras debajo de las botas para que no pueda moverse fácilmente."
—Enrique Vargas, Anecdotes of the Open Range.
"La forma sigue a la función."
—Frank Lloyd Wright.
MEMORANDUM INFORMAL del Dr. Conrad Williams, del Instituto Veterinario para Análisis de Contagio, a Robert Murphy, del Servicio de Salud Pública de los Ángeles:
"Querido Bob:
"Todas las ratas murieron. Los cultivos que criamos con las muestras de sangre de Wintergreen no podemos matarlos con las vacunas estándar de ántrax. ¿Alguna sugestión?"
EXTRACTO del manuscrito de una entrevista publicada en el Tarsus (Utah) Ledger-Times, el 12 de junio de 1970. Conversaciones entre el mayor Arlington Powers, Oficial de Información Básica de Pruebas de Excavación de Suelos; Dr. Jason Canard, bacteriólogo de la investigación civil del proyecto; y un periodista del Ledger-Times:
PERIODISTA:
—Respecto a los informes de que el Ejército es responsable de algún modo por las 2000 ovejas adicionales que han muerto...
MAYOR POWERS:
—Falsos, diría yo. Incluso traidores. El Ejército por supuesto no tiene nada que ver con ese trágico acontecimiento.
DR. CANARD:
—Como experto civil, por supuesto concuerdo con el mayor Powers.
PERIODISTA
—¿Entonces ustedes niegan categóricamente toda responsabilidad o incluso conocimiento del Ejército respecto de lo ocurrido?
MAYOR POWERS:
—Sí señor. Lo niego.
PERIODISTA
—Hace seis meses su oficina entregó declaraciones en que se afirmaba que aquí estaba en marcha un proyecto de un arma en aerosol contra fuerzas de tierra del enemigo. Creo que la enfermedad mencionada era ántrax.
MAYOR POWERS:
—Eso fue hace seis meses. El Ejército ha dado marcha atrás en su programa bacteriológico. No tenemos ningún arma de ántrax mutado.
PERIODISTA
—Su informe añadía que el arma americana de ántrax mutado se estaba preparando como un disuasor ante un desarrollo soviético similar.
MAYOR POWERS:
—Usted debe estar equivocado. Hum, interpretación defectuosa. Los soviéticos no tienen capacidad para fabricar armas con ántrax mutado.
PERIODISTA:
—La afirmación también apuntaba a que el proyecto aquí se estaba acelerando porque había rumores de que el arma soviética sería dos veces más eficaz que los microorganismos de ántrax actualmente producidos en Utah.
MAYOR POWERS:
—¡Disparates, señor! ¡Disparates! Él arma de ántrax mutado que nosotros no tenemos puede derrotar el arma de ántrax mutado que ellos no poseen en cualquier momento.
DR. CANARD:
—¡Uh! ¡Oh!
15 de abril de 1981.
Tiempo de devolver al César lo que es del César.
Es un mundo en movimiento.
Las guerrillas de liberación actualmente se extienden a través de Tailandia, Filipinas, México, Indonesia, Nicaragua, etcétera.
En la República Popular de Vietnam todo está superficialmente tranquilo.
Pero los demonios de ojos oblicuos en verdad están construyendo enclaves armados en las playas del norte de Australia, aunque la noticia no se ha expandido.
Revoluciones más pequeñas tienen lugar en Nueva York, Santa Fe, Detroit, Chicago, Denver, Los Ángeles, Seattle, Albuquerque, etcétera.
El casette de más éxito esta semana en América es "Chúpame los botones".
El Programa de Disciplina Civil propuesto por el Presidente todavía está detenido en la Suprema Corte.
En el campus Santa Mira de la Universidad de California se ven los letreros:
¿BOMBAS "HUMANAS"? ¡BASURA!
¡HUELGA EN LA FACULTAD!
¡AFUERA CON LAS ARMAS PSICO-QUÍMICAS!
¡ESTUDIANTES A LA HUELGA!
¡A QUEMAR LOS ACUERDOS DEL TIO SAM CON EL P.C.!
¡HUELGA!
—Mientras el hierro esté caliente —dije yo.
Luisa se chupó el dedo y tocó el metal.
—Está bastante caliente. —Arrastró las palabras con su suave acento del este de Tejas. Puso más cucharadas de la mezcla en los cuadrados de teflón y observó como burbujeaba.
—Te amo —dije—. Cada departamento debería tener una salita equipada con una wafflera y un chef. Debería ser una de las exigencias.
—Esta vez la huelga no va a funcionar.
—Tal vez. —Miré más allá de mi reflejo en la ventana. El tercer piso del centro de Humanidades daba sobre un amplio jardín pentagonal. Pequeños maniquíes de varios colores adornaban la suave hierba y la cálida tarde mientras desfilaban con sus pancartas hacia Admin. Entre dos edificios de aulas, altos y estrechos, vi un destello de sol proveniente de un chiquero. Visualicé la torre de luz y la antena de la radio rodeados por sacos de arena y alambre de púa. Pensé que casi podía ver los uniformes azules y las ametralladoras. El estruendo en el aire me hizo mirar para arriba y lo vi, por encima de los dormitorios.
—¡Eh, Luisa!
—¿Qué? —Luisa mantenía la vista en la wafflera.
—Un Huey. Parece un helicóptero de la policía.
Luisa puso el waffle en un plato y vino a mi lado.
—¿Cómo lo sabes?
—Un Bell UH-1. Acostumbraba a pilotear uno —transportaba raciones C— allá en Vietnam. —Señalé—. ¿Ves esa raya negra? Me hace pensar que es de la policía. No puedo ver el emblema, pero probablemente es del Departamento del Sheriff.
El helicóptero volaba bajo. Yo podía ver el viento que movía la hélice, iba trazando dibujos sobre la hierba agitada. Hizo un lento círculo sobre el paseo. Algunos de los que marchaban señalaron con un dedo. La mayoría mostró un puño en alto.
—¿Qué demonios están haciendo? —Me protegí los ojos con la mano—. ¿Sacando fotos? —Vi dos hombres en la cabina redonda; uno de uniforme, el otro un civil. La parte exterior del fuselaje estaba rodeada por tanques y dispositivos con mangueras colgando de unos soportes.
Entonces el helicóptero se quedó quieto y zumbó sobre nosotros, fuera de vista. Un momento después su sombra aleteó en nuestra ventana y no quedó más que el sonido que se iba desvaneciendo. Debajo, los estudiantes de Santa Mira reanudaron su desfile.
Sentí las manos de Luisa sobre mis hombros.
—Vamos —me dijo—. Cómete el maldito waffle antes de que esté helado.
Así que me senté.
Me senté.
Me senté.
Vaya. Era como una película de exposición-múltiple en la cual un objeto móvil deja un rastro de imágenes fantasmagóricas. Yo me estaba observando y yo era yo y finalmente todas las imágenes de mí mismo me alcanzaron y se reunieron conmigo. Y me senté. Inspeccioné el waffle.
—¿Miguel, puedo preguntar exactamente qué es lo que pasa con el waffle?
—¿Qué, Luisa? —Nunca había advertido el pequeño lunar que tenía bajo su pómulo izquierdo. Cuántos milímetros, pensé, y no tengo una mente matemática. Se me ocurrió que podía calcularlo por triangulación —su nariz, la punta de la barbilla y el lunar. El cuadrado de la hipotenusa es igual...
—¡Miguel!
—¿Luisa? —¿Qué demonios le molestaba? Sus ojos miraron completamente a través de mí. Ahora eran más grandes, sus ojos. La boca de Luisa se abría y se movía silenciosamente como si estuviera llorando. Pero sin sonido y sin lágrimas. Se inclinó sobre mí y se desplomó y una de sus manos aplastó el waffle. La sostuve y evité que cayera al suelo. Su cara estaba aún distorsionada y le toqué la mejilla. Suave, recordé que su mejilla era suave, casi como el cristal mojado. Pero entonces sentí mis dedos detenerse en sus poros, y fue la misma sensación nauseabunda que cuando se frota contra el ángulo de un corta-papel y se levanta un trozo de piel. Retiré la mano bruscamente.
—Miguelmiguelmiguelmiguel.
No sabía mi parte de la letanía, pero...
—¿Luisa, qué pasa?
Sus ojos me atravesaron. Mi espalda estaba contra la ventana.
—Miguel, el ángel de la muerte... —Y oí el tronar de las alas.
Aún abrazados intentamos alcanzar la ventana. Allí, abajo, saliendo del sol. Allí...
El ka-chunk kachunk ka-chunk de las aspas cortando el aire.
El flic flic flic de las paletas contra el cielo.
Libélula enjoyada trazando círculos sin fin...
Los corderos en el prado pasaban con sus vivos colores. Corriendo, todos ellos... Entonces como golpes contra mi cara el staccato de las explosiones y recordé los fuegos de Pleiku.
—¡Luisa! —La voz estaba encima de mí y a la derecha—. Abajo abajo, tírate abajo. —Y la arrastré conmigo bajo el marco de la ventana mientras las llamas explotaban sobre el paseo y chispas de diamante brillaban sobre nosotros.
El repiqueteo de las aspas cesó y nos levantamos. La libélula yacía retorcida y quejándose sobre la hierba. El humo tenía el resplandor del papel de estraza negro. La gente alimentaba el fuego con las pancartas. Algunos se habían tomado de las manos y danzaban un dibujo envolvente de serpientes apareándose. Había en el aire un fuerte olor a carne asada.
—Miguelmiguel estoy descompuesta. —Se apretó contra mí, apoyando su cabeza en mi hombro, tratando de esconderse como si yo fuera un bosquecillo de álamos. Puse sus palabras a un ritmo más lento y recordé que los delfines hablaban en un lenguaje muy acelerado.
—¿Qué es esto?
Eché a reír.
—Waffle Toklas, querida. Me sorprendes.
—No. —Se estudió la mano muy seriamente, cada listón del mandala bañado en waffle—. Está todo aquí.
—Ya no. —Le besé los dedos y sentí que la espinaca de Popeye corría hacia mi sangre. Un alud de risas se cernió alrededor de nosotros. Levanté los brazos para retener la risa y Luisa cayó al suelo en silencio. Sssshh. Muy, muy en silencio.
Sobre mis rodillas:
—¿Estás bien, Luisa? —No hubo respuesta, pero ella respiraba y le sentí el pulso debajo de la oreja. Sus ojos estaban muy apretados y sus labios crispados.
—Miguel, ayúdame, por favor. —Y paró.
Me levanté demasiado rápido y vacié un escritorio. Papeles de graduación cayeron suavemente y la cubrieron. ¡Niña en los bosques, yo te ayudaré, querida! Dulcemente aparté las hojas y estudié su cara.
Hasta que un disparo de pistola crujió afuera y supe que ya era hora de llamar a la Asistencia Pública. La besé. Después la cubrí cuidadosamente de nuevo, lejos de los animales y del viento nocturno, y partí.
—Es derecha —dijo Weissburg—. Y derecha es izquierda. El lenguaje de la dialéctica se ha vuelto tan endiabladamente confuso, hombre. Es la prensa fascista la que lo hace. —Con la barba y el pelo enredados sin remedio.
—Ayúdame. —Sus ojos estaban descoloridos y vacíos pero me detuve—. En mi bolsa. Tráeme una crema para manos.
Rodé y busqué un sol que ya no estaba allí. La hoja de hierba en mi boca tenía el dejo almendrado del cianuro.
—¡Eh! Jacobo, ¿cuánto tiempo llevo aquí?
—Años, hombre. Dos, quizá tres. —Escupió en la taza de Dixie y removió con cuidado los cristales incoloros.
—Es lo que pensaba. —Dejé que mi lengua recorriera otro milímetro de hoja de hierba y el borde serrado me hirió el labio—. He de andar millas.
—Vaya, ustedes los snobs literarios... —Divertido, Weissburg se apartó. Con la mitad de una hoja de afeitar de un solo filo cortó suavemente una de las gruesas venas azules de su muñeca izquierda. Un corte delicado siguiendo la fibra de la vena—. Mierda —muy suavemente. Ajustó un pico en el borde de la taza de Dixie y vertió la solución de cristales en la vena. Un largo rato y luego lo envolvió aplastándolo por completo con una banda de goma—. Miguel, tienes que dejar tu apartamento. Los libros viejos oprimen. Sofocan, hombre.
El viejo árbol, ahora nutrido y regado, me sopesaba con sus ojos tristes de caoba.
—¡Eh!
—Mierda.
Todos alrededor de nosotros.
—¡Arriba!
—¡Ustedes!
—¿Quiénes son estos enmascarados? —Yo estaba sobre mis pies, y ásperas manos bajo mis axilas me mantenían erecto.
La boca de Weissburg sonrió soñadora.
—Creo que son los críticos.
Las máscaras eran marrón lustroso y duro; los ojos grandes de cristal ahumado, sin expresión como los ojos de los muertos. Las voces que salían tras ellas venían de un país diferente.
—¿Jacobo Weissburg?
—Verifica la foto.
—Es él.
—Hazlo.
Dos de ellos apresaron a Weissburg y lo arrastraron hasta el borde del paseo. Su cabeza se zangoloteaba.
—No... creo... que... les... gusten... mis... películas.
Comencé a andar tras ellos.
—¿Eh, qué le están haciendo? —Los otros dos enmascarados me detuvieron.
—¿Quién es éste?
—Verifica su carnet.
—Meredith, Miguel G.
—No está en la lista.
Alguien me golpeó por detrás. Quería quedarme tirado y dormir, pero abrí los ojos y me senté. Entonces vi a Weissburg contra la pared y oí la descarga. Cubierto de sangre desde la ingle hasta el pecho, Weissburg cayó sobre su rostro en la hierba y se dejó absorber por la pradera.
Corrí hasta que no vi más uniformes azules. Entonces me senté en el cemento frío de las escaleras de algún edificio y me abandoné, antes de ponerme a llorar por el muerto.
En la oscuridad:
—Querido, ¿por qué lloras?
—Cogito ergo sum.
—Sea lo que fuere, puedes decírmelo.
—Cogito ergo sum.
—No lo retengas.
—Cogito ergo sum.
—Estoy aquí para ayudarte.
—No necesito ayuda —dije—. Estoy herido, pero el frío y la oscuridad son mis vendajes.
—¿Estás sangrando?
—Mi amigo está muerto —dije—. Y mi amante cree que está muerta.
Las lámparas de la calle florecieron por la noche y se desplegaron alrededor de nosotros.
—¡Me hace mal a los ojos, maldición! —dijo la Decana Linda MacPherson Travis. Emitió una risita y se tapó la boca con una mano blanca—. ¡Oh! Lo siento. Un lenguaje sin moderación es inconcebible en... —El resto de lo que dijo fue un murmullo y se perdió. Ella se masajeó la mandíbula suavemente—. Debo ser muy cuidadosa, ¿sabes?
—¿Cómo están las cosas en la oficina de la Decana de Mujeres? —dije.
—Muy cuidadosa, ¿sabes?
—¿Todavía mandan advertencias mimeografiadas a los padres de las estudiantes de primer año ubicando a los revolucionarios?
—¿Eres un inmune? —Estudió mi cara detenidamente.
—Decana Travis ¿Se da cuenta de que una de mis colegas está tirada de espaldas en la sala de inglés? Es una infracción a las reglas.
—Tú debes ser un inmune.
—¡Oh, Dios mío! —dije—. Luisa. —¿Cuánto tiempo hace que la dejé?
—Eres un hombre agradable. No me importa ayudarte a mantener el mundo integrado. En verdad.
Puta maldita y su maldito lenguaje arrobador. Luisa. ¿Cuánto tiempo? La Asistencia Pública. Comencé a incorporarme y la Decana me alcanzó para detenerme.
—¡Mano!—Gritó. La palabra resonó a través de la fachada del edificio y reventó en fragmentos grises sobre el escalón de concreto. La Decana Travis apretaba con fuerza su muñeca derecha, ajustándola escrupulosamente como si estuviera injertando un miembro—. Mano —canturreó.
Comencé a alejarme.
—Ayúdame —Sus ojos estaban descoloridos y vacíos pero me detuve—. En mi bolsa. Tráeme una crema para manos.
Su cartera era una suave cornucopia, y me distraje con la sensación de cosas agudas y huecas. Pero encontré el potecito frío y lustroso y desenrosqué la tapa. Sus dedos se hundieron voraces en la blanca pomada y la frotó por la pálida franja donde evidentemente había llevado un reloj de pulsera en un día de sol.
—Suelda la articulación —explicó.
Ajusté bien la tapa de la pomada para manos. La Decana Travis levantó sus piernas, puso las rodillas contra el mentón, y se abrazó a sí misma. Miré hacia atrás una vez más desde el escalón de arriba y todavía estaba en la misma posición, codiciándose a sí misma en la noche.
Las construcciones sepulcrales perdían toda identidad en la oscuridad. Busqué cruces rojas pero sólo encontré vestíbulos desiertos donde resonaba el eco. Ocasionalmente encontraba hombres y mujeres mudos que escapaban. Había luces, ruidos, pero siempre vagos y distantes. Los vestíbulos se estrechaban, las paredes se hacían más gruesas.
Hasta que alguien me alcanzó y me tocó la mejilla con terciopelo.
Mis ojos enfocaron un letrero de SALIDA: Shana, delgada zorra negra de mi seminario de poesía romance me tomó de la mano. Me condujo en silencio a través del laberinto vertical.
—¿Shana?
Suave en la más suave oscuridad me iba llevando, con su mano húmeda en la mía. En el reflejo de la escalera de incendios: ojos llorosos y absorbentes. Sin palabras. Entonces me empujó a través de la puerta.
Música, luces, movimiento, todo me arrastraba en mil direcciones. Retrocediendo, quise esconderme, pero la mano de Shana estrechaba la mía con fuerza y la seguí.
La gente bailaba, y nos atravesaban con la mirada como si fuéramos fantasmas. Caminamos a través de ellos para acercarnos a la plataforma que había en el medio del gimnasio. El grupo: cinco hombres con sus musas, sombras de cristal por detrás.
Sentí la canción.
Los tambores: un latido insistente y profundo, profundo, un golpear de Vachel Lindsay Congo.
El Moog: tonos puros, que infundía cobre derretido en nuestros lomos.
Guitarras: hojas de afeitar resplandecientes cor-tan-do la carne.
El hombre en su panel visual expendía bolas concéntricas de color fuerte simultáneas al golpear de los tambores. Ningún tono pastel; rojo que quemaba, azul que helaba, blanco que marchitaba.
Hechizo sensual... bailábamos al ritmo. Shana y yo, moviéndonos cerca y juntos. Sus ojos no abandonaban los míos. La transpiración formaba una película sobre su piel, la hacía brillar. Dama zorra, venga conmigo.
Bailamos lentamente, con deliberación. Ella comenzó a besarme, con labios suaves e hinchados...
FLASHflashFLASHflash... la luz estroboscópica y el sonido estroboscópico del fuego de la ametralladora. La música se detuvo ásperamente, las bombillas estallaban. El hombre del panel de visuales ensangrentó la sala con rojo vivo a medida que los cerdos aparecían en todas las puertas. En la luz roja sus uniformes parecían negros. Estaban aquí con sus pistolas listas y voces filtradas.
—Bueno, bueno, mantengan la calma.
—Enciendan las luces.
—A ver los documentos.
—Ponerse en fila.
—Muévanse.
La gente se arremolinaba insegura. En cámara lenta vi a uno de los músicos revolear su guitarra por encima de la cabeza como un hacha; y después partió el borde afilado en la calavera de un cerdo. El hombre del panel de visuales oscureció la habitación. Todo lo que pude ver fueron proyectiles rastreadores.
Shana se apretó contra mí. La arrastré por una puerta que quedó mágicamente libre en la pared cercana. Nos escondimos detrás de una máquina de Coca-cola mientras que los azules armados pasaban corriendo hacia el gimnasio. Un simple juego de escondite. Shana me mostró un corredor que daba al exterior. Estaban esperando, justo en la puerta del final; dos de ellos de azul, con pistolas. Los miramos y ellos también nos miraron, y luego se miraron entre sí.
—¡Salgan de aquí —dijo uno de ellos golpeando la puerta con la empuñadura de su M-20—. Ahora. No los hemos visto.
Salimos. Me pregunté: ¿Por qué ellos no tienen nombres ni caras? ¿Seré yo el ciego?
Ahora éramos indios, saltando de árbol en árbol alejándonos de la sangre. Siempre alejándonos. ¿Tenía miedo? Sí sí por supuesto. Un hombre que se enfrenta con la muerte o la huida siempre elige esta última. Temía por (Luisa, ¿estás bien?) Luisa en su lecho de hojas. Y por Weissburg (pero excesivamente tarde ahora... de vuelta a las cenizas contigo, Jacobo) también en un lecho poco profundo. Y Shana (dama zorra, te deseo).
—Te deseo. —Nuestra cama sería fresca y suave. La acerqué a mí en la fragancia de los abetos y ella levantó los brazos y se quitó el vestido.
El chasquido detrás nuestro... Girando muy lentamente descubrí que nuestro dormitorio estaba en un lugar de juegos para niños con columpios, subibajas y barras para trepar como esqueletos a la luz de la luna.
Oscuras planicies, huecos misteriosos, ella dio un paso atrás y me miró desvestirme.
En la parte delantera había un juguete para trepar; un disco de acero con ojos pintados, sostenido por ocho patas de doble articulación. Miré más allá del aparato en busca del ruido, el chasquido, el sonido estridente. Algo se movió en la periferia de mi visión, cerca.
Su boca ya no era suave y aparté su cabeza de mi cuello.
Equipos de juego, siniestros pero inofensivos. Mis ojos seguían barriendo, atrás y adelante, y aún el movimiento me atormentaba en el rincón, fuera de mi vista.
Shana se quitó el pelo de la cara; sus labios se movían en silencio, modelando suavidad. De rodillas, a horcajadas sobre sus muslos, sentí unos pequeños senos aplastarse contra mi pecho.
Gritando, gritando aquello brincó fuera de la luz de la luna donde casi no podía verlo y me hizo desgarrones con sus espinosas y articuladas patas. Horror de pesadillas infantiles interminables... Me aparté con violencia.
La tiré contra la hierba despareja y las ramas rotas de pino. Ella forcejeó para liberar sus piernas y las enlazó en torno a mí.
Horror que se agitaba en el polvo sofocante de los viejos áticos y telas de araña colgantes en oscuros sótanos. Se enroscó a mí, sollozando; me miró a los ojos con los suyos de ónix tallado.
Ella me ayudó; no había necesidad. Estaba untuosa y cálida. La boca de Shana se apretó contra la mía.
Grité, y no pude oír el sonido. Traté de destrozar la cosa con mis uñas y aparté mi cabeza, lejos de las desgarrantes mandíbulas. Silbaba, buscando mi garganta.
Shana se quejaba, arqueaba la espalda. Supe que llegaría al mismo tiempo que ella.
La cosa tenía una garganta; la encontré y la retorcí. Tenía un cuerpo y me incliné sobre él hasta que se quebró como ramas secas. Lo herí y lo aplasté y gritaba.
Nos movimos más rápido; nos buscábamos y apretábamos; ella me mordió el cuello y hundió las uñas en mi espalda; la aplasté con más fuerza contra la hierba y las ramitas; ella lanzó un largo grito estremecido a la luz de la luna.
Ahora:
Un poco antes del amanecer, el viento sopla desde el océano y limpia las impurezas de la tierra. Desnudo, camino a lo largo de la playa y dejo que mis pulmones se limpien a sí mismos. El viento es frío y corta los hilos de las últimas telas de araña en mi cabeza.
Me detengo en la cima de la duna más alta y siento cómo se desliza la arena entre los dedos de mis pies. Cuán fácilmente se escurren los cimientos. Si sigo mirando en esta dirección veo sólo el océano. Siento el sol que nace detrás de mí.
Sé vagamente donde está la Universidad, y la ciudad de Santa Mira. Ignoro las sombras monstruosas. Así que por ahora miro el mar.
Pronto me daré vuelta.
"No me gusta hacer concesiones. Es un camino que no se sabe dónde nos puede llevar. Al principio, sólo se trata de palabras, pero al final se han hecho concesiones en la sustancia misma del tema."
—Sigmund Freud.
EL HOMBRE EN EL TEJADO
/Bang! Orgasmo silencioso, resonante, sólo en la mente. ¡Bang! Otra vez un niño: echó hacia atrás el pulgar como si fuera un gatillo y apuntó con el cañón de su dedo índice a las centelleantes luces rojas y blancas. Bangbangbang. Igual que esa chica en el motel de Dallas. ¿Quién? El motel era Paragon. La rubia era Sherry. El rugido del Concord haciendo su entrada en el Aeropuerto Internacional hizo vibrar sus huesos hasta la médula. ¡Bang! Le siguió la pista. Continúa diciendo esa única palabra; suspirándola, susurrándola, llorándola. Un jet más pequeño, ruidoso y de titilantes luces — ¿727 quizá?— hizo un ángulo pronunciado sobre el océano y comenzó una inclinación rasante que lo colocaría sobre Santa Mónica, cara al este. ¿A Denver? ¿Chicago? ¿Dallas? Ella no podía lograrlo a menos que pudiera ver ese 38 corto junto a la cama. Raro. La escasa pausa de veinticinco segundos entre los vuelos y el súbito silencio. Bajó la pistola con recato y fue su mano otra vez.
¿Tiempo? Echó la manga hacia atrás, cubriendo inconscientemente con una mano el dial para ocultar la suave luminosidad. Mucho.
Extendió la mano y sintió el rifle colocado en todo su largo junto a él.
DENNIS CAGE
June, acostada de espaldas junto a mí, comenzó a roncar. Ella decía que no roncaba, pero esto era una prueba innegable de lo contrario. Me sentí tentado de sacar el grabador del escritorio y capturar la evidencia en un cassette. Pero luego decidí no hacerlo. Para qué arruinar una buena y viable relación. Uno de los lados flacos de June era su vanidad.
En cuanto a mí, mi única concesión a la vanidad era el grueso álbum de recortes sujeto con espirales que estaba junto a mi grabador. Había comenzado a llevarlo cuando estaba en la escuela secundaria. Era una compilación de mi vida, de mí, Dennis Cage.
Entre otras cosas contenía:
—fotografías en color brillantes. Yo, pronunciando un discurso en la campaña para presidente del Consejo Estudiantil de la Escuela Superior Eisenhower de San Diego (alto, larguirucho, con los ojos sombreados de marrón tras las gafas de gruesos cristales y montura negra, el pelo bien corto). Yo, investido presidente de la fraternidad Sigma Tau en Stanford (todavía larguirucho en mi blazer azul marino con la insignia dorada sobre el corazón; el pelo rubio ahora un poco más largo, con una raya baja del lado derecho). Yo, recibiendo la noticia de que había sido abrumadoramente elegido presidente del Cuerpo de Estudiantes de Stanford (el pelo ahora enmarañado al estilo Kennedy, las gruesas gafas reemplazadas por lentillas color marrón oscuro, y una ancha sonrisa de dientes blancos). Yo, estrechando manos con el Senador Frank Alessi (D-Cal) después que me nombrara Asistente Ejecutivo (ropas ligeramente a la moda, las patillas más largas, el pelo cortado justo un dedo por encima del cuello de la camisa.) El desfile de las fotos 8 × 10 jalonaba mi marcha inexorable hacia el poder en la política de California. Dennis Cage, niño prodigio.
—recortes amarillentos de los periódicos. "... los estudiantes del área designados para la lista de honor del Decano fueron Dennis Cage, hijo de la Sra. Dorothy Cage, 221 Santinas Drive; Alan Endelman, hijo..." "JOVEN DE LA SOCIEDAD LOCAL CITADO PARA LA CIUDADANÍA" "El Sr. y la Sra. Kenneth DeMott desean anunciar el compromiso de su hija Carol Kay con Lt. Harlam J. Morgan de Sacramento."
—una tarjeta de felicitaciones. Del lado de afuera, la imagen de un pensativo perro ovejero con la leyenda, "Tal vez yo no sea hermoso..." y en el interior: "Pero al menos soy fiel." Carol me la había enviado justo antes de que yo rompiera con ella. Carol fue mi primera.
—el certificado de que había ganado la competición del distrito "Una voz para la democracia". Tenía diecisiete. Junto con el certificado una cinta grabada: "No somos beatniks. No somos la generación que decía Este es un mundo que nunca hicimos, y lo rechazamos. Más bien somos la generación que dice que esto nos concierne y vamos a actuar. Vemos el futuro como el tiempo de los ideales elevados, y de los hechos elevados." Etcétera. Creo que en los últimos años me he vuelto menos pomposo.
—un botón de metal. "JFK/'60." Letras blancas sobre fondo oscuro.
—certificados, premios, borlas de gorros académicos, tarjetas, cartas, diplomas y otra basura por el estilo.
A mi lado June todavía roncaba. Frotaba su nariz contra mí y murmuraba algo que yo no podía comprender. Le besé la mejilla, alisé su largo cabello rubio con mis labios y me recosté contra la almohada; June era una muchacha dulce; me gustaba. Con tantos hombres con los que había dormido, nunca hubiera venido si yo no me iba a la cama con ella.
SENADOR FRANK ALESSI
Norte de Zamboanga, el convoy de tanques salía de una pequeña aldea de chozas. De los campos de caña adyacentes llegaban bocanadas de humo; entonces la sucesión de estallidos de bombas de mortero descendió por la carretera y a lo largo de la hilera de acorazados vehículos. La columna se detuvo y los cañones giraron sobre sus ejes mientras los artilleros buscaban a los emboscados invisibles. Las ráfagas de mortero se intensificaron. Entonces el avión que se había estado ocultando en el horizonte pasó rasante a bajo nivel derramando napalm y poderosos explosivos sobre las jugosas cañas de azúcar. El fuego de mortero se hizo esporádico. Detrás de los jets venían los helicópteros; pequeños cañones tipo Gatling arrasaron la cañada y la dotación de morteros indiscriminadamente. La columna acorazada esperó mientras los campos verdes alrededor de ellos se convertían en fuego y sangre. Había sido una contraemboscada clásica.
Letras blancas de imprenta se organizaron sobre la pantalla: VÍA SATÉLITE.
Golpearon a la puerta y Frank Alessi se apartó de la televisión. El senador era un hombre bajo y fornido, que conservaba músculos donde otros hombres de su edad habían desarrollado gordura. Su cara no tenía arrugas. Sólo el pelo gris plata y ahora más escaso traicionaba su edad. Estaba entrando en los sesenta y se volvía rápidamente más viejo en un juego que cada año le tocaba a jugadores más jóvenes.
Abrió la puerta.
—Denny, pasa.
Dennis Cage entró en la habitación del hotel y miró alrededor de sí.
—¿Cómo va hoy la guerra en Filipinas?
Alessi echó una mirada a la pantalla.
—Bien, como pueden ir bien las guerras. Nuestra gente de la contra-insurgencia creció mucho en el sudeste asiático.
—Estoy deprimido —Dennis desvió la vista de la TV en color y la paseó por el conjunto de teléfonos rojos y negros sobre la mesa del café, las buenas reproducciones de Van Gogh sobre las paredes imitación madera, los papeles desparramados sobre el escritorio—. Lindo lugar... ¿Tus cuarteles secretos?
—De algún modo. Un mínimo staff y una mínima confusión. June lo sabe, tú lo sabes, y algunos otros pocos. Dejemos que el resto del staff se arremoline y amontone abajo.
—Bueno, un poco de paz y silencio te ayudará. Puedes trabajar en tu discurso. San Francisco es grande.
Alessi enlazó las manos y juntó las puntas de sus índices.
—Denny, salgamos a caminar. Estoy aquí desde las ocho de la mañana.
Frente a los ascensores encontraron a June.
Dennis recogió un discurso fotocopiado de la alfombra y volvió a colocarlo en la pila que ella llevaba en los brazos.
—Gracias —dijo ella.
—Vamos a tomar un café —dijo Alessi—. Anota las llamadas.
—Seguro.
—¿Quieres que te traigamos algo?
Ella rió.
—Té helado, tal vez. Nada que engorde —La muchacha sonrió a Dennis al pasar y le guiñó un ojo.
Aparento que no sé nada, pensó Alessi, divertido. Dennis miraba estudiadamente el indicador luminoso de los pisos sobre el ascensor. Qué diablos, si yo fuera más joven...
El bulevar Wilshire era un desierto blanco, incluso en octubre. Las Santa Anas no se movían con la brisa; las palmas estaban quietas. Alessi y Dennis enfilaron a través de un enjambre de muchachas tostadas por el sol, y faldas cortas que conversaban frente al hotel.
En la esquina del Sherbourne esperaron a que cambiara el semáforo.
—El mundo se está volviendo loco —dijo Alessi. Dennis lo miró con curiosidad—. Todos esperábamos que si los sesenta habían sido los años psicóticos, los setenta serían algo diferente.
—¿La guerra? —dijo Dennis.
—Eso es sólo lo más obvio —Alessi rió—, ¿Alguna vez oíste hablar de un hombre llamado Pechner?
Dennis dudó. Luego dijo lentamente.
—No, no lo creo.
—Me llamó esta mañana. Organiza asesinatos políticos.
—Estás bromeando.
—Me habló con muchos eufemismos, pero eso es exactamente lo que quería decir.
—¿Lo decía en serio?
—Denny, no lo sé. Probablemente era un loco. Así lo traté. Alguien tan psicótico...
—Sí —sonrió Dennis—. Probablemente un lunático de la CIA.
—A veces me pregunto por qué trabajas para mí en lugar de escribir policiales para Ramparts.
Dennis se encogió de hombros.
—Eras un héroe de mi infancia. Crecí mirando en la televisión películas en las que tú marchabas en Selma y cabildeabas en Washington. Siempre eras el muchacho con el sombrero blanco.
—Los tiempos han cambiado.
—Es verdad. Bond tiene una increíble posibilidad de llegar a ser vicepresidente.
—No es eso lo que quería decir.
Dennis miró al senador; luego gruñó al ser codeado bruscamente por un transeúnte.
—Soy yo —dijo Alessi—. Algunos de mis electores me acusan de no cambiar con los tiempos.
—Bobby Cannon.
—Exacto.
—Me imaginé que algo te estaba preocupando —dijo Dennis—. Escucha, tengo un trato para tí.
—¿Respecto de Cannon?
—Sí.
—Habla, Denny. ¿Cobie Walker?
—Has acertado otra vez. Un revolucionario ambicioso cuyo Sueño Americano es un plato de potaje.
Frank Alessi sonrió y en su expresión había un atisbo de ferocidad.
EL HOMBRE EN EL TEJADO
Una vez idealista, ahora un profesional. Tenía veintidós años de edad. En apariencia inclasificable, una ventaja profesional. Lo que hacía, lo hacía bien. Mataba gente.
Había una manta térmica entre su cuerpo y el asfalto de grava. No era lo bastante gruesa como para evitar que las grietas y arrugas del techo se le incrustaran en la carne. Nunca le había gustado la incomodidad y cambiaba de posición a cada minuto.
Aburrido, puso en su oreja el pequeño tapón de plástico y encendió la radio a transistores. Guitarras amplificadas atravesaron su cerebro y bajó el volumen. Canciones campesinas, con el dejo gangoso del oeste de Virginia. Hizo una mueca y movió el dial. Encontró una estación de soul: "Justo fuera del pasado, nena, Sam y Dave..."
Siguiendo el ritmo, golpeaba con el dedo sobre la culata del rifle. Tenía las uñas cortas, así que no produjo ningún sonido. Sólo el débil frote de la carne contra la madera pulida. Una sensación fresca, suave.
DENNIS CAGE
—¿Cuándo te volviste cínico?
Toqué la fresca y suave curva de su cadera; mi mano corrió con delicadeza a lo largo de su flanco, trazando arabescos.
—Nunca, finjo mucho. Todavía soy el idealista que hay en todo americano.
Era terriblemente temprano para ser voluble; el amanecer estaba tal vez una hora distante detrás de las sombras. La cara de June era un claroscuro del alba.
—Vamos...
—Bueno —dije—, excepto cuando me enfrento con cuánto dolor hay en el mundo.
—Eres un actor increíble —dijo June y me golpeó con la almohada. Me reí y balanceé las piernas fuera de la cama.
—¿Te levantas?
—Es la mejor hora para trabajar —dije—. Nosotros los que vamos a alguna parte hacemos muchas cosas mientras los demás duermen. Eres bienvenida, si quieres acompañarme.
Ella rodó sobre su estómago y la almohada ahogó su voz.
—Ni lo pienses. Estaré allí a las nueve. Prepara un poco de café.
—No puedo, lo siento. El Agente Secreto X9 hoy tiene trabajo.
Giró para mirarme mientras me prendía la camisa.
—¿Mmhh?
—Un viaje a Watts. Tengo un rendezvous con un sujeto llamado Cobie Walker. El señor Walker va a extirpar un forúnculo del cuello de nuestro jefe.
—¿Cómo?
—Bobby Cannon. El gran jurado descubrirá algunas cosas fascinantes acerca de Cannon. Como por ejemplo negocios ilegales con armas.
Hubo un largo silencio mientras me ataba la corbata y emparejaba las puntas.
—Dennis, abrázame —dijo con voz ansiosa. Me senté en la cama y ella tembló junto a mí, apretando la cabeza contra mi cuello.
—¿Qué pasa?
—Nada. No sé. Tengo mucho frío.
—Pondré la calefacción antes de salir —dije. — ¿Me das un beso?
La besé, me incorporé y me puse la chaqueta.
—Vuelvo esta noche ¿De acuerdo?
—De acuerdo —Ella se volvió a recostar sobre la almohada y me miró con sus grandes ojos de gato.
—Tengo que hacer muchas cosas. Quizás aparezca en el hotel por la tarde. No sé.
June me mandó un beso.
—Estaré aquí esta noche —dijo.
Al salir de mi casa puse en marcha el termostato.
JUNE PULASKI
"... Son las ocho y veinte en Los Ángeles y es la hora de las noticias veinte-veinte de la KNBS —dijo la radio del coche—. Este es Alan Porter en la sala de noticias de la KNBS."
Las luces de giro habían dejado de funcionar en algún momento de la tarde de modo que June sacó su brazo izquierdo por la ventanilla y movió su mano arriba y abajo. Un Camaro frenó de mala gana y le permitió pasar el estropeado Valiant 65 al carril de la izquierda.
"Informes sobre crecientes tumultos en Omaha han inducido al Gobernador de Nebraska Rodney Carpenter a movilizar unidades de..."
El carril izquierdo se iba alejando de Lincoln y se convertía en el acceso a la autovía de Santa Mónica. June apretó el acelerador hasta el suelo, pero la respuesta del Valiant fue casi imperceptible. ¡Maldito seas! pensó y golpeó el volante con el borde de la mano. Tal vez tendría que hacerte un ajuste. Hacía por lo menos dos años desde el último.
"La policía utilizó nuevamente gas CS para enfrentar los disturbios en el campus del Colegio Estatal de San Francisco. No se informaron desgracias pero al menos cuatro Guardias Nacionales fueron heridos en el aterrizaje forzoso de su helicóptero después que fuera abatido por un disparo de rifle automático desde la multitud. Es el tercer helicóptero en la misma cantidad de días que ha sido..."
Vibrando de mala manera el convertible de June tomó gradualmente velocidad y emergió en el carril externo de la autopista. La capota rayada estaba rasgada en una esquina y los bordes flameaban con el viento. Por la aleta entraba una ráfaga de aire que le helaba la mejilla.
Se preguntaba qué estaría planeando Denny para la noche. Dos noches antes había sido el nuevo film de Paul Newman. Seguido por sundaes de chocolate caliente en el Cerdo Rosa de Otto. Seguido por... distraída por pensamientos táctiles de sábanas satinadas contra su piel y Denny profundamente dentro de ella, casi no vio el Volkswagen que resoplaba complacientemente a cincuenta millas por hora, con las luces traseras apagadas.
June dio un tirón al volante y el Valiant se inclinó al mismo tiempo que viraba hacia la izquierda. Las gastadas cubiertas chirriaron. La suspensión del convertible se niveló y June alcanzó al Vw.
El conductor del Volkswagen, de más edad, hizo sonar su bocina con indignación cuando el Valiant lo pasó y June le hizo un gesto obsceno.
"¿Problemas de dinero cuando se acercan las vacaciones? Llame a Financiera Doméstica para una fácil..."
¡Hijo de puta! Ojalá te detenga un poli!
"Más derramamientos de sangre en París. Para más detalles lo llevamos a..."
¡Jesús! pensó ella. Apártate de ese crápula. Atacó los botones de la radio y logró música al primer intento. Sus dedos tamborilearon un acompañamiento rítmico sobre el volante.
Pasó la señal verde: AUTOPISTA A SAN DIEGO PRÓXIMAS DOS SALIDAS.
"Maybe baby, maybe baby,
Maybe baby, maybe baby,
Someday baby..."
2DA A LA DERECHA. AUTOPISTA A SAN DIEGO. NORTE—BAKERSFIELD. Y al norte a través de las colinas de Santa Mónica hasta Sherman Oaks. Denny la esperaba en su casa de satén y espejos.
La más externa de las rutas del oeste se curvaba alejándose de la autopista de Santa Mónica. Se inclinaba hacia el norte, llevando velozmente a June muy por encima del enredado octópodo de los dos niveles inferiores. Los Ángeles Oeste brillaba a su derecha.
"Ya se perdió de vista lo mismo que la noche. Tenemos quince grados en Pasadena...".
La Carretera corcoveó debajo del coche de June. Arriba, luego abajo. La muchacha se desorientó por un momento al tiempo que su estómago registraba la falla del pavimento. Unos faros viraban locamente en el espejo retrovisor. Como en cámara lenta y sin sonido, June vio la autopista hendiéndose frente a ella; el hormigón y el acero terminaban en fuego. El Valiant fue levantado y arrojado a la izquierda por el golpe y comenzó a rodar. Debajo, el hormigón esperaba.
EL HOMBRE EN EL TEJADO
Experto de la oscuridad, abrió sin hacer un ruido la caja recubierta de fieltro. Allí estaba, como siempre, el sensual estremecimiento al oler el aroma suavemente ácido del lubricante. Sus dedos escogieron sensitivamente, les dio una media vuelta y el silenciador quedó encajado en su sitio al final del cañón. Luego la mira telescópica. La colocó con facilidad. Balas. El arma ya estaba cargada.
Dios pensó. 30.06. Pesado el chisme. Había sido un 30.06 el arma con que había cazado antílopes en Colorado en su juventud. Parecían haber pasado tantos años. Evocó el olor del bosque de pinos, el placer del sol llevándose la aurora. Y la oscuridad otra vez como una puerta estrechamente cerrada y el olor fue de alcantarillado y escape de autos.
Una mancha de aceite. Su dedo se deslizó por el seguro del disparador. Lo limpió con su manga. Acunó el rifle en sus brazos; era satisfactoriamente pesado, consoladoramente sólido.
Se apoyó en una rodilla y aseguró el rifle en el brocal bajo. Inclinó el arma hacia abajo. Seiscientas yardas, calculó. Pasteles. Movió la rueda estriada junto a la mira y la escena magnífica, circular, entró en foco. Los delicados ejes de la mira se detuvieron en la frente de un taxista negro que encendía un cigarrillo parado en la acera.
Bang, pensó. Cinco de los grandes y un ticket.
DENNIS CAGE
Frank se tomó a pecho la muerte de June. Se preocupaba por la gente. Quería hacer el mayor bien para la mayor cantidad de gente posible. Esa había sido siempre su imagen; el político grande y gris que algún día sería canonizado.
Inmediatamente lamenté haber pensado eso. Yo también estaba alterado. Frank me había hecho un discurso paternal. El país se estaba yendo directamente al infierno y había una campaña que ganar.
Frank aplastó su cigarrillo en un cenicero blanco de ónix.
—Recibí una carta de Pechner esta mañana.
El contratista. Hice un buche con el tercer whisky con soda y hielo que me habían servido en la habitación.
Hice un gesto con la mano. Continúa.
—Incluyó un número de Canoga Park para llamar por si cambio de idea.
Tragué el licor.
—Quizá debieras hacer una opción... en tu propia vida. Alguien menos escrupuloso podría decidir utilizar los dudosos servicios de tu amigo.—Enfaticé el "alguien".
—Bobby no lo haría.
—¿No lo haría?
—Mejor creerlo, lo haré.
No estábamos solos en la suite. Dos de los abanderados de Frank escribían discursos, estaban agachados sobre una mesa en el rincón. Connel y Parks jugaban al ajedrez. Y de golpe la lógica de todo ello organizó los movimientos en mi cabeza:
Frank Alessi, demócrata liberal, era el favorito más probable para barrer la elección general. De estilo costeño oeste típico, el oponente de Frank era Matthew McCaffrey, reaccionario del ala derecha, represor, intolerante, y que odiaba secretamente a todo color que no fuera el blanco. Si McCaffrey resultara elegido, Bobby Cannon tendría libre acceso a una llama para encender el fusible de sus jihad contra nosotros los blancos. (Era un esquema extravagante, pero... gracias, Cobie Walker, por la propina.) Conclusión: Sería provechoso para Cannon que Frank fuese eliminado y McCaffrey elegido ¿Correcto?
—No —dijo Frank—. No creo que lo hiciera.
No, no lo haría. Seguí pensando para mis adentros. Si Frank fuera asesinado antes de la elección, el partido pondría otro liberal para sustituirlo. Y sería llevado adelante con un voto de simpatía. Cannon era lo bastante inteligente como para saberlo. ¿Qué diablos estaba planeando entonces? (Cobie no había sabido decirme todo lo que su ex-jefe estaba tramando, o quizá yo no había llevado bastante dinero.)
—De acuerdo —dije—. De modo que no tienes enemigos en este mundo.
—Ninguno que pudiera correr el riesgo de matarme.
¿Entonces qué quería Cannon?
—¿Y qué piensas de Walker, Denny? ¿Tenemos un ganador?
—Bueno, un testigo. Le di algún dinero. A cambio de algunas cositas sobre Cannon.
—¡Bien! —su vehemencia era poco habitual, pero no me sorprendió. Frank odiaba a Cannon. Cada vez que Frank comenzaba algún proyecto para ayudar a las crecientes poblaciones minoritarias, Cannon y el Partido de la Libertad y la Paz aparecían para impedírselo. Simplemente porque Frank era blanco.
Bobby, pensé, podría pegarte un tiro alegremente.
—Cobie Walker está con nosotros —dije.
COBIE WALKER
¿Dónde demonios estoy? El miedo lo había aturdido. Cobie deseó que hubiera luces en la calle. En la distancia vio una luz pestañeando primero ámbar, luego rojo. Sería el Century Boulevard, seis o siete manzanas al norte. Esto quería decir que la calle en que se encontraba sería la 170.
La oscuridad se abrió para dar paso a un coche rugiendo a través del malecón y la vía que cruzaba más allá de la intersección. Los faros delanteros lo atraparon y se agazapó presa del pánico. Cobie giró y saltó hacia la noche. Oyó el chirriar de los frenos y miró hacia atrás de su hombro. El conductor había deslizado el coche de modo que bloqueara la entrada de la calle. Las puertas del coche golpearon con estrépito, un doble chunk metálico.
—¡Eh, hombre! —llamó una voz gruesa—. ¿Adonde vas?—El hombre rió.
Una red de haces de linternas, tres, cuatro... Cobie no podía contar... comenzó a extenderse por la calle.
—No —murmuró Cobie—. A mí no. Yo no hice nada.—Pero sabía que sí, de modo que no lo susurró tan alto como para que alguien lo escuchara. Más bajo, todo lo que quise hacer fue acertar, sólo una vez. Ahora esos hombres querían matarlo, hombres sin rostro excepto uno. Bobby... hombre, lo siento. Entonces Cobie recordó que la calle 170 era una calle sin salida. Lo supo cuando tomaba aliento detrás de un camión quemado. Miró hacia arriba y vio las torres, sus siluetas dibujadas contra el resplandor de Los Ángeles.
Las torres. Habían sido construidas sin ayuda hace unos treinta y tres años por un excéntrico albañil llamado Simón Rodia. Cientos de personas viajaban todas las semanas para ver las torres de cien pies de altura resplandecer y reverberar al sol. Sus superficies estaban incrustadas con intrincados mosaicos construidos con materiales tan diversos como azulejos cerámicos y botellas rotas de Coca-cola. La belleza de estas torres era única en el mundo. Ver Watts y después morir.
Pero Cobie Walker quería vivir. Punzadas de agotamiento herían su costado mientras huía del refugio del camión. Cortó en línea oblicua frente al camión, y no recordó el borde de la acera. La caída de cuatro pulgadas fue una traición infinita. Su pie derecho se torció y tropezó, con los brazos hacia adelante para amortiguar la caída. Un costado de su cara dio contra el asfalto. Se incorporó, la mejilla entumecida, y sacudió la cabeza.
—¡Eh, allí —Las luces danzaron hacia el camión destrozado.
Cobie intentó ponerse de pie, sobresaltándose por el súbito dolor. Siguió cojeando; al menos el hueso no estaba roto. Había unos cien pies hasta la barricada sin salida a partir de la cual tendría que recorrer varias yardas de terrenos baldíos. Entonces volvería a encontrarse entre las casas. Alguien lo haría pasar y lo escondería. Cualquiera.
La agonía de su pie torcido le daba ganas de vomitar. Sigue avanzando, maldito. Corría dolorosamente hacia la libertad. No... y se detenía... ¡no!
Más luces surgieron y se precipitaron en la noche, cercándolo. Cobie giró hacia la acera más allá de las casas oscuras y apagadas. Pero las linternas parpadearon allí también. Sólo quedaba una dirección libre. Cobie atravesó la calle dando tumbos y se apretó contra la pared que rodeaba las torres de Rodia. Por un segundo se recostó contra el hormigón y sintió el frío contra su rostro. Entonces se estiró hacia arriba ciegamente y saltó. Sus dedos tocaron el tope de la pared, agarrados de la albardilla, deslizándose con el peso de todo su cuerpo, luego prendiéndose desesperadamente en el hormigón. De algún modo logró encaramarse sobre la pared y saltó. Acurrucado en la oscuridad del interior escuchó las voces que se acercaban.
—Tranquilos. No hay un sólo lugar donde este petimetre pueda esconderse.
Y no lo había. Exhausto, Cobie Walker yacía sobre su espalda y sabía que no podía escapar de los hombres que querían matarlo. Ningún lugar. Entonces déjenme descansar aquí, dormir. Era tentador. No, me escaparé. De alguna forma... El instinto se apoderó de él y lo forzó a levantarse. Había una avenida abierta; trepó. Trepó por la torre central mano sobre mano, desgarrándose la carne en las brutales escalas de caños de acero y cemento y vidrios rotos.
Trepó y unos cien pies más arriba... no había un lugar hacia dónde ir. Cobie abrazó el pináculo de acero y absorbió el aire del viento de la noche. Miró hacia abajo; las luces le irritaban los ojos, pero por más que se agachaba y sacudía la cabeza, su encandilamiento persistía. Cerró los ojos y aún veía las luces cegadoras.
Unos cien pies abajo:
—Mierda, macho, igual que cuando bajábamos negros al volver a casa. Mantengan firmes esas luces.
El revólver con silenciador resopló tres veces suavemente.
Para Cobie, las luces enceguecedoras se fragmentaron y giraron vertiginosamente y pasaron al negro y después...
EL HOMBRE EN EL TEJADO
Controló de nuevo el reloj. Diez y veintitrés. El mitin habría terminado alrededor de las once. O quizás antes. O después. No importaba.
El hombre saldría por la puerta del auditorium. Estaría flanqueado por guardias para protegerlo tanto de las excesivas adulaciones como de cualquier amenaza proveniente de la multitud que lo seguiría. Los movimientos de la existencia de este hombre habían sido cuidadosamente estudiados y metódicamente organizados. Se detendría brevemente en la acera para impartir observaciones a sus fieles a medida que lo rodeaban. Él mismo trataría de alcanzar la manija de la puerta del coche. Era un hombre del pueblo, no creía en el servilismo.
Sí, trataría de alcanzarla.
Pero no la tocaría.
El proyectil 30.06, adelantándose en mucho al chasquido plano del sonido lo aplastaría contra la puerta del coche, lo haría rodar desde el guardafangos hasta la áspera calle. Y sus seguidores se arremolinarían en torno a él mientras los guardias buscarían inútilmente sus armas. Los amigos del hombre estrecharían su cuerpo, horrorizados, y la sangre empaparía sus ropas.
El hombre en el tejado recordó una ladera estéril de Colorado y un ciervo muriendo a su lado, retorciendo las patas. El cuerpo se había enfriado rápido con el viento de la montaña. La sangre había corrido por el polvo sobre el cual se veía muy espesa y muy negra.
DENNIS CAGE
La habitación estaba demasiado brillante, enceguecedoramente blanca y con olor a antiséptico. Irracionalmente quise evitar la vista de cualquiera de esas formas acurrucadas bajo sus limpias sábanas. Pero no podía evitarlo; estaban todas alrededor de mí, sobre las mesas. Entonces el hombre de blanco levantó la sábana indicada y tuve que mirar.
—Sí —dije—. Es ella —La cara de June no tenía marcas, y sus ojos estaban cerrados. Parecía en paz. Me había preparado para algo brutal. Y esta serenidad de algún modo era más horripilante—. Tenía su madre en Nueva York. En Rochester, creo. Puedo conseguir la dirección en nuestra oficina.
—¿Puede pasárnosla por teléfono esta tarde? —dijo el doctor.
Asentí. Volvió a colocar la sábana.
—Lamento tener que apurarlo. Hay tantos —dijo.
Fuera en el vestíbulo había gente esperando. Sólo escuché una mujer que lloraba.
—Treinta y cinco, hasta ahora —dijo el doctor con calma—. Todavía los están entrando.
Contemplé las caras y no dije nada.
—¿Qué clase de loco pudo hacer esto? —dijo el doctor.
—No lo sé —dije, y me alejé de él y del hospital antiséptico. Cuando llegué al parking me descompuse y vomité en las sombras junto a mi coche.
BOBBY CANNON
Sonó uno de los teléfonos negros y Dennis Cage atendió. Cubrió el aparato con la mano.
—Frank —dijo—. Es Bobby Cannon.
Alessi tomó el receptor y señaló a Cage que escuchara por una extensión.
—Hola, Bobby.
—Hola, senador. Parece contento.
—¿Y por qué no? Pasé una buena noche.
—Cobie no.
—¿De qué estás hablando?
—No me gusta ser el que da las malas noticias.
—¿De qué diablos estás hablando Cannon?
—Cobie Walker se mató anoche. En las torres Watts de la 170. ¿Me escucha, senador?
—Te he escuchado.
—Está en los periódicos.
—¿No era Walker uno de sus asistentes?
—Era. Cobie dejó de servirnos hace bastante tiempo.
—Bueno, lo siento.
—Sí, lo supongo.
—¿Pero por qué me llamas? Lo hubiera leído de todos modos.
—Encontramos una cantidad de pasta en sus bolsillos. Lo bastante para pagar el funeral. Raro. Cobie nunca tenía blanca. ¿Por casualidad usted no sabe de dónde podría haber sacado esa cantidad?
—Deja de hacerte el vivo conmigo, Bobby.
—No me estoy haciendo el vivo, senador.
Silencio. Entonces Cannon dijo, suavemente.
—Me estoy haciendo la víbora.
Un nuevo silencio. Entonces Alessi dijo, muy lentamente.
—Me voy a San Francisco, Bobby. Y después a la elección general.
—¿Realmente piensa hacer eso, senador?
—Sí.
—Va a ser una cacería. Y usted no la va a ganar. En serio.
—Mira, yo...
—En serio.
—... no sé qué pretendes...
—Una cacería.
—... pero todo esto es...
—Y, senador...
—... no tengo tiempo para...
—... puede haber gente herida.
—¿Qué dijiste, Cannon?
—¿Alguna vez se detuvo a pensar cuánto dolor hay en el mundo?
—¿Qué dijiste de que habrá gente herida?
—¿Dije eso?
—¿Me estás amenazando?
—No sea sordo, senador. Hay muchos oídos en esta línea.
—¿Entonces qué es eso de que puedo resultar herido?
—Usted no. Sólo... alguna gente.
—Gente.
—Sí, ya sabe; gente.
—¿En San Francisco?
—En cualquier parte.
—Pero principalmente, en lo que a esta conversación respecta, San Francisco.
—Linda ciudad. Colinas, bellas damitas... puentes grandes.
—¿Puente?
—En San Francisco.
—El Golden Gate.
—Es un puente viejo.
—¡Por Dios, habla con sentido!
—Seguro. Estamos preocupados. Ese viejo puente puede derrumbarse.
El senador permaneció en silencio. Sabía hacia donde iba la conversación. Cannon siguió.
—Igual que el sitio donde se cruzan la autopista a Santa Mónica y la de San Diego... ¿sabe, donde se derrumbaron?
—Espera un momento... ¿Qué tratas de decirme?
—A lo mejor no lo hizo un loco. A lo mejor fue otra cosa. Dios. O la guerra. Quien sabe.
—¿Guerra? ¡Murieron cuarenta y dos inocentes! Mi secretaria... no, eso no es guerra, es...
—Sí, ya lo sé.
—¿Qué estás diciendo?
—El Vietcong, senador.
—... Es monstruoso...
—Y Argelia.
—Cannon, esto es...
—Malaya.
—... América, y el terror no puede...
—Jomo Kenyatta y el Mau Mau.
—... permitirse como táctica política.
—A mí me dicen que todo está permitido... por la libertad. Incluso matar. Incluso Vietnam.
—¿Con eso me estás amenazando?
—Simplemente llamé para avisar que Cobie está muerto y que en San Francisco está haciendo frío.
—¿De modo que no debo ir al mitin de San Francisco porque tus matones van a volar el puente de Golden Gate?
Silencio. Silencio pesado.
—Esto es descabellado.
—Senador, todavía están limpiando el derrumbe de la autopista.
—¡Negro de mierda!
Entonces la voz de Cannon se endureció totalmente
—Se sentiría usted mejor si no fuese a ningún mitin En ninguna parte.—Hizo una pausa—. Ya sabe. Ya se está poniendo viejo. En realidad podría retirarse de la política. Irse a descansar. Dedicarse a algún hobby.
—¡Hijo de puta!
—Ahora voy a cortar, Senador. Me alegro de haber conversado con usted.
Y lo hizo.
DENNIS CAGE
Cuando Frank colocó el receptor en el aparato y yo colgué la extensión quise mostrarme preocupado pero cortés. Yo estaba tan perturbado como sabía que lo estaría él. Se dio vuelta hacia mí. Se veía viejo, increíblemente viejo y derrotado. Se la habían dado. Estaba seguro. Murmuró algo demasiado bajo como para que se oyera por encima del ruido de la TV.
—¿Qué dijo, señor?
—No seas cortés conmigo, Denny. No es el momento para falsos modales.
—No pude oírle, Frank.
—Dije que lo siento.
—¿Lo siente?
—Maldita sea, deja de repetir —Era una chispa de la antigua furia de Alessi, pero se extinguió de inmediato—. Oíste lo que dijo Cannon, Denny. Estoy convencido de que no miente. Peor, estoy convencido de que tiene los medios para cumplir lo que dice —Su voz se hundió de nuevo; supuse que estaba recordando a June y las nuevas imágenes del destrozo de la autopista.
—Un cul de sac —dijo—. No puedo dejar que Cannon me chantajee. Pero sé que no fanfarronea. Tenemos que detenerlo de alguna forma hasta que podamos reunir evidencias para condenarlo.
—No —dije—. No podemos. En un año la única posibilidad que tuvimos fue Cobie Walker. Ya sabe que rápido Cannon cavó ese agujero. No se detendrá —Frank miró hacia el teléfono—. Supongo que hay otra alternativa —dije lentamente.
Frank preguntó con un imperceptible movimiento de ojos.
—Pechner.
Frank dejó caer pesadamente la mano sobre el escritorio.
—No puedo bajar al nivel de Cannon, Denny. No utilizaré sus propias técnicas contra él. El precio es demasiado alto para mí.
—¿Y para el público, si no lo hace? —dije.
—No, no soy un asesino.
—Usted es un hombre honorable.
—Siempre traté de serlo —dijo Frank.
—... Bobby Cannon... —dijo la TV. Los dos nos dimos vuelta para mirar—, ... llamará para un mitin del Partido Libertad y Paz mañana a la noche en el Centro Cívico de Santa Mónica. El líder de los militantes negros...
—Honorable —repitió Frank y su voz tapó la del noticiero—. Todos lo somos —Me lanzó una mirada y se dirigió hacia la puerta.
¡Duro el viejo!
—¡Eh! —dije—. Vaya a Palm Springs esta noche. ¿De acuerdo? Trabaje en su discurso para San Francisco. Connell y Parks pueden volar y ayudarlo. Permanezca ocupado... e incomunicado. Si va a retirarse, no lo haga hasta el lunes.
Me miró.
—Cannon es un hombre impaciente.
—¡A la mierda con Cannon! Puede esperar hasta el lunes. Yo me ocupo de esto. Algo puede cambiar en el fin de semana. Diablos, puede haber otro Cobie Walker. Y le dará tiempo para pensar.
—Ya he pensado.
Lo miré a los ojos y no pestañeó. Luego retiró la mirada.
—Está bien, Denny. Hasta el lunes.
Me senté solo en la suite y terminé el resto de mi trago. Frank una vez había pronunciado un discurso en el que describía la anarquía y el terrorismo como un incendio de un bosque ardiendo sin control. ¿Cómo se combate un incendio forestal? Con un contra-fuego. La televisión todavía estaba encendida. Las sombras del noticiero revoloteaban y cambiaban.
June, estabas tan fría esta mañana. Ojalá te hubiera besado otra vez. El fichero portátil del senador estaba junto al escritorio. Caminé hacia él y me incliné. Encontré el trozo de papel, pulcramente insertado en la P.
Extendí la mano hacia el teléfono...
EL HOMBRE EN EL TEJADO
En su oído, las noticias: "... en un mitin esta noche en el Centro cívico de Santa Mónica. En un informe especial..."
Una ráfaga de viento fustigó la parte posterior de su chaqueta y lo hizo temblar. El viento trajo consigo un leve olor a océano. Hombre, me gusta el mar. Si pudiera tomar un barco en lugar de ese maldito avión... "Las autoridades han desmentido los rumores. Y tampoco se ha recibido ninguna información desde Sacramento donde..." 101 en la terminal de TWA. Número de casillero con una valija que contiene los pasajes y una cantidad de efectivo. Playas. Vaya, cuánta arena y agua azul. ¿Otra vez Sherry? ¿No? Intenta con un nombre polinesio.
Movimiento, tanto movimiento abajo en la calle. Una multitud en un instante.
"... KNBS, comunicando desde Los Ángeles. Son las doce..." Clic. Basta de radio. Ninguna distracción.
Y atravesando la puerta a seiscientas yardas, el hombre. Poder, un aura tangible alrededor de él. Estaban todos allí; los guardias, con los ojos intranquilos y alertas; los seguidores, gritando con un masivo rugido de bestia, incoherente y orgásmico; y otra vez, el hombre mismo.
En el tejado, con la mejilla anidada sobre el mango de madera y el orificio de la mira un círculo frío sobre su piel. El universo reducido a una cara. Lenta, muy lentamente, las guías dividieron la amplia frente en cuatro sectores.
Lo siento viejo.
Su dedo apretó el gatillo.
DENNIS CAGE
... y marqué el número de Canoga Park. Después de tres timbrazos contestó una niña.
—Hola —dije—. Quiero hablar con tu padre.
Después de un minuto, su padre vino al aparato.
—Mi nombre es Dennis Cage —dije—. Estoy con el equipo del senador Alessi. El senador me pidió que lo llame.
La conversación fue muy corta. Volví a colgar el receptor en el aparato y comencé a reír; no podía evitarlo. Supongo que era una especie de histeria. Llamé al servicio de las habitaciones y ordené un gin-tonic.
En la televisión las noticias habían terminado. Había una película, un drama de suspenso, un tiroteo en un prostíbulo. Me levanté y la apagué.
Deseé que el camarero llegara pronto.
Dios, necesitaba un cigarrillo. La cigarrera de plata de Frank estaba sobre la mesa del café. Era extraño. Frank por lo general no se olvidaba las cosas. Levanté la cigarrera; se la había regalado su equipo después de la primera campaña. De un lado llevaba grabada una larga cita de Freud. Saqué un cigarrillo y lo encendí.
Maldición, el servicio en las habitaciones...
La llamada a Pechner me había llevado mucho menos tiempo de lo que yo había pensado. Pechner quedó muy sorprendido al escucharme. El senador ya lo había llamado.
El año de las muertes masivas por hambre y de la extinción de las diatomeas apenas había comenzado cuando sentí agudamente la ausencia de mi amante. Me dispuse a enviarle una tarjeta de felicidades. De modo que me hallé en la pequeña tienda apropiada en Wilshire, con el emblema "Hallmark", como un blasón sobre la puerta.
—¿En qué puedo servirle, señor?—El empleado revoloteaba justo a mi alcance. Su tono era deferente.
—Una postal, por favor.
—¿Es para una ocasión específica?
Le expliqué.
—Muy bien. Pase por aquí, por favor.
Nos detuvimos ante unos soportes de alambre negro esmaltado.
—Proyecciones holográficas móviles, señor. Con dieciséis bandas de sonido estereofónico. Estimulación sensorial completa. Se pueden usar al infinito.
—Impresionante —dije—. ¿Es lo mejor que tienen?
—Sólo lo mejor, señor.
Extendí la mano tentativamente, para tocar.
—Quizá le gustaría ver el guión —dijo el empleado, alcanzándome.
UNA EULETANIA: El arpista-más-que-eoliano
Alto en la ladera de la montaña
El caldero de la mañana hierve detrás de los árboles. El sol desdibuja la figura del extranjero a medida que éste ingresa al claro. Se acerca al anciano que graba palabras en el bloque de granito y le llama la atención.
Alto en la ladera de la montaña un caballo relincha
—¿Ella está enterrada allí? -pregunta el extranjero.
—No —responde el anciano por encima de su barba blanca y asimétrica—. Podría decirse que esto es un cenotafio. Inyan Cara, como cualquier volcán, se consumió por el fuego. Es una ceniza cabalgando el viento, quizá filtrándose sin anunciarse en Irlanda, o quizá Grecia.
Alto en la ladera de la montaña un caballo relincha, luego desaparece
—Irlanda —El extranjero lo piensa—. Grecia. ¿No regresará?
—No, a menos que tratemos de impedir su regreso.
Alto en la ladera de la montaña un caballo relincha, luego desaparece en el monte
—¿La recuerda usted bien? —pregunta el extranjero.
—La recuerdo —Los ojos borrosos del escultor pierden foco—. Cómo le gustaba danzar y nadar. Sí, le gustaba...
—Sí —dice el extranjero, sonriendo con picardía.
Alto en la ladera de la montaña un caballo relincha, luego desaparece en el monte; el sonido.
El extranjero se ríe del anciano escultor, pero su diversión es cortés.
—Es usted menos que original, anciano —Hace una pausa—. Pero roba usted de fuentes impecables —El extranjero dice reflexivamente—: Yo también robo.— Suspira—, Tantas veces le ayudé a quitar espinas de su carne.
Alto en la ladera de la montaña un caballo relincha, luego desaparece en el monte; el sonido, eco espectral
El viejo sigue golpeando la roca mientras el extranjero habla:
—Una vez saturé el aire que la rodeaba con elogios. Entonces me di cuenta de que mi error era la constante subestimación.
Alto en la ladera de la montaña un caballo relincha, luego desaparece en el monte; el sonido, eco espectral, se aleja al galope
—Ya está —El anciano dejó apesadumbrado su cincel. La inscripción estaba completa:
La Leona de Dios
La voz llega de todas y ninguna parte y hace sonreír tanto al extranjero como al escultor.
—¡Yo no soy un pobre gato de mierda!
Alto en la ladera de la montaña un caballo relincha, luego desaparece en el monte; el sonido, eco espectral, se aleja al galope sobre el viento
—Lo llevo —le dije al vendedor.
LA CIUDAD. Por siempre la ciudad. En su interior se pudre el tejido de los sueños.
Turmalina Hayes —"la brillante y sensual, a veces cínica Turmalina Hayes" según La Guía de las Estrellas —se abstrae a lo largo del delgado límite entre el sueño y la vigilia. Descansa sola por elección.
Permite que los personajes aprieten la nariz contra la superficie que la separa de la fantasía. El rostro más patético es el de Francie, tenaz ingenua.
Turmalina y Francie se enfrentan sobre una playa gris, húmeda. Francie se acerca con pasos lentos, deliberados. Turmalina abre los brazos en señal de bienvenida.
Mira el rostro de Francie. A través de las aberturas donde tendrían que estar los ojos de Francie puede ver el cielo nocturno. Turmalina mira fijamente, se esfuerza, busca entre las constelaciones a Speculum, el espejo.
Es una reunión como todas las reuniones, y según cualquier otra nomenclatura una Walpurgisnacht.
Aunque aburrida. Tanto pecado, con tanta frecuencia, alimenta el tedio. Todos lo saben. Todos...
—... o sea cualquiera —dice Francie, completando un silogismo inconciente. Sonríe con la cabeza alzada hacia Sternig, el crítico de teatro homo. La muchacha se chupa levemente hacia adentro las mejillas, con la esperanza de destacar los pómulos altos que todos dicen serán hermosos más adelante en su vida, cuando la piel del rostro empiece a estirarse. Es una superchería inofensiva.
El gesto no le cae bien a Sternig. Dos grupos de afinidad más allá está repantigado el futuro amante de Francie. Kandelman se brinda generosamente a tres sicofantes literarios, que sueltan risitas agudas. Se apoya en una biblioteca de nogal, con los pulgares en el cinturón, las caderas proyectadas hacia adelante. Ha olvidado el suspensor. Parece como si almacenara pelotas de tenis tras la bragueta abotonada.
—Cacahuetes —dice Sternig.
El mentón de Francie se alza bruscamente.
—¿Qué?
—O pretzels. Lo que sea. Ya sabes, comida de duendes. —Sternig se encoge de hombros.
—Creía que habías dicho...
—La comida de las fiestas se deteriora progresivamente —dice él—. Segunda ley de gastrodinámica.
La lengüita de gato montés de Francie se asoma nerviosamente entre los labios.
—Necesito un trago —dice Sternig, al parecer desinteresado—: ¿Y tú?
—No —ella sonríe mecánicamente—. ¿Me disculpas? Tengo que usar mi spray.
Él observa cómo la parte posterior de la cabeza de la muchacha se esfuma en la niebla afrodisíaca. Al cráneo en disminución le lleva demasiado tiempo desvanecerse. Sternig se aparta el largo cabello castaño de los ojos. Masculla su piedad por sí mismo y ansia tomar cerveza, negra y directa del tonel.
El cuarto de baño está decorado en un estilo que el catálogo llama erótico moderno. Las superficies refulgen frías, opacas y duras. El rostro de Francie estalla hacia ella desde los espejos prismáticos. En su visión periférica los azulejos blanco-sobre-blanco se desvanecen en una vaguedad ártica.
Saca el tubo de su cartera y se alza la falda. El silbido resuena suave. Francie se relaja y disfruta de una breve frescura labial. Aromatizada de excitación, ya no indiferente, se acomoda el slip. No hay cazador que haya lubricado con más esmero la acción de su arma.
Francie examina su reflejo en el botiquín facetado. ¿Por qué tiene tan hinchada la piel alrededor de los ojos? Sus ojos oscuros habían chispeado una vez: se lo había dicho un antiguo amante en una tarde de pasión en un cuarto de motel de la playa Tondelaya. El rostro en forma de corazón de Francie se frunce ceñudo. Los ojos tienen el lustre arrugado de aceitunas maduras dejadas afuera por un día.
La puerta se abre y se cierra con un golpe; un fantasma ha pasado.
—¿Te queda spray todavía? —dice la recién llegada.
—Sólo el que necesito, Marlene.
Marlene extrae un cepillo para el pelo de la cartera.
—No cambiarás nunca. Pásame el spray.
—¿Para Turmalina? —Ofrece con pereza el tubo enjoyado—. Encantada.
Marlene ríe con falsedad y deja asomar dientes salvajes.
—¿Celosa, Francie? Yo no lo estaba.
Francie cierra la cartera con un chasquido, casi atrapando los dedos de Marlene.
—¡Cállate!
—Eres muy sensible, querida. ¿Los tienes todavía sensibles?
—Cállate —dice Francie por segunda vez.
El cepillo sisea a través del suave cabello lacio de Marlene. Los golpes siguen el ritmo de sus palabras.
—No me importa, querida. Sólo que la mayor parte de los tíos tienen fetiches lácteos... Espero que valga la pena.
—La valdrá.
—A Kandelman le enloquecen los pezones —Marlene ríe. Deja caer el cepillo para el pelo, que repiquetea sobre el tablero de azulejos—. Sobre todo los muy grandes.
—¿Demasiado para ti?
—Difícil —dice Marlene—, Es un real hijo de puta.
Francie sonríe.
—Me hago cargo —se pone en pie.
—¿Quieres oír una adivinanza? —dice Marlene, maliciosa—. ¿Qué es lo que tiene veinte centímetros de largo y se pincha en la oscuridad?
—¿Se pincha?
—Perdón —dice Marlene—. Quise decir "se hincha".
Francie se da vuelta y la mira desde el umbral.
—Algo que amo.
Sternig habla con Turmalina Hayes, la sex star. Media cabeza más alta, ella se reclina contra el piano para hacerlo sentir cómodo. Sternig sonríe, conciente de la generosidad de ella.
—Vi todas tus últimas actuaciones.
—No sabía, que te interesaran.
—No confundas al trabajo con el hombre —dice Sternig.
Los ojos de Turmalina hacen juego con su nombre. Los costados se le arrugan levemente al sonreír. Sternig le devuelve la sonrisa, relajándose.
—Ya lo sé, Sternig. Amas a todos, pero sobre todo a las mujeres. ¿Me amas?
Sonriendo:
—Por supuesto.
Riendo:
—Mentiroso. Amas a una sola persona. Sólo a una.
Él se pone tenso.
—Turmalina...
—Aparte de ti mismo, desde luego.
—Turmalina, no...
—No es que la odie —dice Turmalina.
—Hablemos sobre ti —dice Sternig.
—Nunca aprenderás, ¿no?
—Sólo estoy tratando...
—... de cambiar de tema —termina Turmalina—. ¿Sabes cuántas veces hemos pasado por esto?
—Cristo —dice Sternig—, No quiero hablar sobre eso. No quiero pensar en eso.
Turmalina le toca la mejilla, seda contra papel de lija.
—Lo primero es bastante fácil.
Él le besa levemente la punta de los dedos.
—Empiezo a olvidar lo otro.
—Mentiroso por partida doble. —Aparta la mano bruscamente—, Sternig, Sternig, eres un asno tonto.
—Necesito otro trago —dice Sternig con rapidez—, ¿Y tú?
—Aún no he terminado —dice ella y agita el contenido de la copa—. Y tampoco he terminado contigo.
—¿Por qué conmigo? —pregunta él.
—Eres mi buena acción del milenio. —Se echa hacia atrás el (por esta noche) largo pelo verde—. No puedo salvarte de ti mismo, pero tal vez pueda impedir...
El resto es borrado por risas. La atracción de la Fiesta había llegado.
—Así que eso fue exactamente lo que le dije. El hijo de puta no podía creerlo.
Risas menores recorren a los asistentes a la reunión. Es Jack Burton, estrella de la popular serie "Jack Burton: Inmortal". Su espectáculo acaba de ser contratado para su milésima temporada y esta reunión lo festeja.
Turmalina sonríe y habla suavemente, como si relatara un acontecimiento deportivo:
—Jack Burton sonríe a sus amigos, estrecha manos, besa labios, pero hay un matiz forzado en su alegría. Atraviesa la habitación bien recibido, pero las felicitaciones rozan la superficialidad. Los ojos —y cómo envidio ese azul penetrante— le destellan inteligentes, pero de vez en cuando veo pasar por ellos la vaguedad. Jack Burton es como un maduro tomate rojo y dentro de él hay gusanos.
—¿Qué? —dice Sternig.
—Gusanos. Han empezado a comerle los ojos.
Sternig hace una mueca.
—Eres morbosa.
—Obsérvale los ojos, Sternig. Ya verás. Pronto sólo quedaran huecos en blanco.
—Ese trago —dice Sternig—. Voy a traerlo. Quédate aquí. Traeré dos.
Cuando regresa, Turmalina Hayes aún está inclinada contra el piano. Acepta la nueva copa en silencio.
Sternig bebe un sorbo, pensativo.
—Después de la reunión...
Ella lo mira. Él no puede descifrar la expresión.
—Después de la reunión, quiero que vengas a casa conmigo.
Turmalina sonríe, más para sí que para Sternig.
—Lo siento, no puedo.
A Sternig le gustaría preguntar por qué no, pero...
—Tal vez en otra ocasión —dice ella—. Aún no estamos preparados para eso. Me voy a casa con Marlene.
—Yo...
Ella le gana de mano.
—Y tu Francie se irá a casa con Kandelman. Y Jack Burton se irá a casa con su agente. Sternig, ¿quién te llevará a casa? ¿Quién?
Al mismo tiempo solitario y desolado, a Sternig le gustaría llorar. Pero no puede. Ahora es un muchacho crecido. Lo ha sido durante más tiempo de lo que le importa recordar. Más tiempo del que puede recordar.
—¿Quién? —repite Turmalina.
Sternig tiene que soñarlo, porque el recuerdo es tan antiguo y lavado que la conciencia no logra rememorarlo:
Decidieron vivir felices para siempre. Gracias a un amigo, Francie pudo alquilar un cottage de playa en una zona aislada de la costa. Sternig trasladó sus cosas desde el atestado departamento de la ciudad. Las primeras noches las pasaron en el porche contemplando el océano, escuchando, sintiendo los últimos restos de espuma. Observaron el ritmo de las olas, chupando la arena de la playa en porciones milimétricas. La casa estaba ubicada a cien metros del agua. Por un largo tiempo no necesitaban preocuparse.
Días en que nadaban en la temprana luz del sol antes de desayunar. Las mañanas eran para trabajar. Varias veces por semana, Sternig volaba en el ventívolo a la ciudad para controlar la diagramación de su sección. Francie pasaba las mañanas escribiendo poesía y leyendo cintas de su última obsesión, la historia política. Escribía ensayos que Sternig le dijo serían bien recibidos, si ella se molestaba alguna vez en enviarlos a alguna parte.
El aire era denso y dulce por la tarde. El inquilino anterior había cultivado un extenso jardín de flores detrás del cottage. Canteros lujuriosos se desparramaban entre bloques de césped en un efecto de colcha de retazos. Nada exótico: tigridias escarlatas, lirios púrpuras, brillantes margaritas amarillas. Plantas que florecían muchas veces con un cuidado mínimo.
Francie y Sternig hicieron el amor en la hierba. Se quedaron tendidos en silencio y olieron su propio aroma mezclándose con el pesado olor de las flores.
—Quisiera que esto durara eternamente —dijo Francie. Alzó la cabeza hacia su amante—. ¿No puede ser?
—Sí —dijo Sternig, sin comprender aún las triquiñuelas del tiempo.
Como todos los sueños de Sternig, se esfuma al despertar, sin dejar palabras ni imágenes específicas; sólo sensaciones.
Kandelman admira los pechos de ella. Los tocaría ya, pero la etiqueta exige una demora. Aún así, el cincuenta por ciento de su contacto visual es por debajo de la clavícula de ella. Bajo la mirada, el tejido eréctil se tensa y los pezones empujan contra el suave tejido. A ella le encanta.
—¿Qué estás escribiendo ahora? —pregunta Francie.
—Estoy muy adelantado con la nueva novela —dice Kandelman—. Es un asunto psicosexual.
—Qué interesante. —Francie alza en ángulo la barbilla, sabiendo que eso favorece a sus pómulos—, ¿Sobre qué trata?
—Hermanos y hermanas. Es todo lo que puedo decirte por el momento. El libro se escribe solo. Yo tengo poco que ver con el proceso, aparte de suministrar el papel.
—¿Has elegido un título?
—Hermanos y hermanas, creo.
—Oh —Francie va perdiendo interés en la novela. A menos, por supuesto, que Kandelman le hiciera un resumen de un pasaje excitante.
—No es realmente erótica —dice él—, aunque el título podría dar esa impresión.
—Oh —dice ella vagamente—. Pensé que podría serlo, por el título.
—Tal vez cambie en esa dirección —se apresura a agregar él—. Pero por ahora es un libro muy serio.
—El erotismo puede ser serio —dice ella con seriedad.
Él le mira el pecho. Los senos de Francie han adoptado un significado erógeno en su mente. Son amplios, pero no presentan el menor indicio de flojedad. Se proyectan sin ningún sostén visible. Kandelman se maravilla en silencio por no haberlos advertido antes de esta reunión.
—Creo que puede —prosigue Francie.
—¿Qué? —Kandelman se aparta con un esfuerzo de su preocupación—. Oh, sí. Por supuesto que puede.
—Me gustaría que escribieras un libro realmente erótico.
—Bueno —dice Kandelman.
—Me gustaría ayudarte con él.
Kandelman cae en la cuenta de que podría haber adivinado todo el desarrollo de la conversación y se alegra de no haberlo hecho.
La reunión es tan frágil, piensa Sternig, que en cualquier momento se hará pedazos como caramelo duro. El gran salón de mármol está festoneado con gallardetes de crepé rayados como caramelos. Globos más livianos que el aire, modelados a imagen de animales extintos, flotan atados a hilos. Sternig le da un sorbo a su copa a la sombra de un hipogrifo.
A través de la masa arremolinada de la reunión mira con disgusto a Francie y Kandelman, que hablan animadamente. Están sentados muy juntos sobre un canapé bajo de espuma, refugiados bajo las astas amplias de un ante inflado.
—Puta —dice Sternig.
—¿Quién? —dice Turmalina—. ¿Kandelman o tu Francie?
—No sigas —Sternig arruga el entrecejo—. Ella no es mía.
—¿No lo fue?
¿Cuándo volvió a casa conmigo?, se pregunta Sternig. Hubo una vez... Jack Burton celebraba una de sus renovaciones de contrato. No volvió a casa conmigo, pero fuimos a la playa desde la reunión. Juntos...
Se alejaron de la ciudad por la Supercarretera Klein. El conducía el coche de Francie, un convertible bajo y poderoso. Lo hacía derivar a toda velocidad en las curvas cerradas de cada cruce de trébol, mientras la supercarretera se doblaba una y otra vez sobre sí misma. Francie acurrucada contra él, riendo, susurrándole en el oído. Salieron en la playa Tondelaya, y entre los imponentes riscos rojos y el mar chato encontraron un motel.
La luz reflejándose en el agua, se rizaba en el techo. La bajó con suavidad hasta la cama y empezó a desabotonarle la ropa. Ella le sonreía, y él le dijo a Francie que sus ojos oscuros estallaban de excitación.
Pronto, acostado junto a ella, su propia excitación se volvió demasiado intensa y se apartó, inseguro y apologético.
—No —dijo ella—. Que no se te ablande encima de mí.
—Pero... Lo siento. —Pudo repetir eso, pero había poco más por decir.
Lo que ella había dicho entonces era demasiado cruel para recordarlo.
—Recuerdo una ocasión —dice Sternig—, Cuando... cuando...
—¿Sí? —lo incita Turmalina.
—No puedo recordar —dice él al fin—. Y necesito otro trago.
—¿No puedes recordar? ¿O no quieres?
—No puedo —dice él—. Creo que no puedo. No estoy del todo seguro. Me hago pasar la esponja mental cada tanto. ¿Tú no?
Turmalina asiente.
—De vez en cuando. Lo mínimo posible. Prefiero guardar todos los recuerdos que pueda. De otro modo tiendo a repetir los errores.
—Con el tiempo —dice Sternig— todos nos repetimos.
—Algunos más que otros —Ella hace un gesto hacia el otro extremo del salón—, Francie pasa por la esponja una vez al año, tal vez más. Sospecho que va mensualmente, hasta semanalmente.
—Supongo que no le gustan sus recuerdos —dice él.
—Se excede con el olvido. Su mente está siempre fresca para la próxima reunión. Bien lavada, revuelta, sacudida, esponjosa y rotada hasta secarse. Casi me da lástima.
—No logra hacerlo.
—No —dice Turmalina.
—No tendrías que odiarla... —empieza a decir Sternig.
—Cállate. —Pero su voz sigue siendo suave—. Lo sé. Ahora búscate ese trago.
Periódicamente, pero nunca con tanta frecuencia como para comprometer la intimidad del lugar, Turmalina iba de visita al cottage de la playa. Más que casi cualquier otra cosa, le gustaba nadar desnuda en el mar. Al final de la tarde, se tendía con Francie en la plataforma de natación mientras Sternig preparaba algo de comer en la playa. Masajeaba los músculos tensos del cuello de Francie con dedos fuertes, suaves.
—Dime por qué estás molesta. Francie lo negó.
—No —dijo Turmalina—, Te conozco desde hace demasiado tiempo y demasiado bien.
Francie se quedó un momento en silencio, dejando que la cabeza se le hamacara al impulso de los dedos de Turmalina.
— ¿Tienes miedo de morir?
—Ya no —la voz de Turmalina sonaba sorprendida. —No tu cuerpo— -dijo Francie—. Me refiero a ti.
— ¿Mi mente? —Francie no contestó. Turmalina siguió—. Pensaré en eso cuando llegue el momento.
— Yo he pensado —dijo Francie— y tengo miedo.
—Entonces olvídalo por ahora.
—Mi padre, ¿lo conociste?
—No.
—Era demasiado viejo para los tratamientos —dijo Francie—, pero vivió hasta bien entrado su segundo siglo. Mientras envejecía algo le ocurría a su mente.
—Senilidad.
—Eso es. Vivía con nosotros y yo lo observaba todos los días. Tenía que quedarme extraordinariamente quieta o él se irritaba. A veces no me reconocía.
Turmalina acarició el cabello de Francie con un gesto tranquilizador.
—¿No fue una declinación tranquila y suave?
—Era descomposición —dijo Francie mientras empezaba a llorar y su voz se apagaba en la felpa de la toalla—. Lo enterraron a los ciento treinta años. Mi padre murió mucho antes de entonces.
Turmalina besó a Francie con suavidad.
—No pienses en eso —dijo otra vez—. No pienses.
Jack Burton intimidaba. Con más de dos metros de altura, la estrella de la Red tiene una musculatura proporcional y ese tejido muscular es de un tono exquisito. Nunca emplea extras en las escenas de acción. Sólo la llama del cabello rojo es falsa. Burton ha acorralado a Francie y Kandelman. Borracho, vacilante, balbucea:
—Así que les dije en la Red: "Maldita sea, chicos, este es el mejor guión del siglo. Tiene drama, tiene significado, tiene... maldición: auténtica seriedad." ¿Saben lo que dijeron esos hijos de puta?
—No —dice Francie, aburrida.
—¡Mannie! —vocifera Kandelman—, Ven aquí.
—Dijeron —prosigue Burton—, Dijeron... no van a creer lo que dijeron. Los hijos de puta.
Kandelman espía por sobre el hombro de Burton.
—¡Maldita sea, Mannie!
—Los hijos de puta dijeron que dañaría mi imagen.
Francie suelta una risita.
—Tu imagen nos encanta, Jack.
—Después de todos los melodramas de mierda. Esto iba a ser algo. Un cambio completo para mí... quiero decir, para el personaje. Pero la Red...
Llega Mannie, agente, administrador, guardián, amante. Apoya su mano manicurada sobre el brazo de Burton.
—La fiesta ha terminado, Jack. Hora de irse a Casa.
Los ojos de Burton se agrandan maniáticos, clavados en la pareja del rincón. No presta atención a Mannie.
—La comprensión, ¿saben? Todas las células del cuerpo pueden regenerarse. Cualquier cosa puede renovarse. Todo menos las células del cerebro.
El apretón de Mannie aumenta.
—Vamos, Jack.
—Una epifanía: cuando mueren, mueren. Para siempre, maldita sea.
—Olvídalo —dice Mannie—. Ahora vamos.
—Para siempre.
La mandíbula de Burton cae, la animación abandona su rostro. Empieza a sollozar suavemente. Mannie, bajo y robusto, se lleva a Jack Burton como un animal de tiro. Desaparecen entre la gente.
—Cortex —dice Francie—. Materia gris.
Rastrea los santos y señas de un recuerdo vagabundo, después alza la cabeza y mira a Kandelman con ojos brillantes, en busca de aprobación.
—Cerebro —dice Kandelman agriamente.
Francie no entiende realmente el juego.
—¿Qué?
—Olvídalo —Le mira los senos con ojos especulativos—. Vamos. Demos un paseo.
El pabellón de la fiesta arde con los colores apagados de mil aves tropicales simuladas. Suenan aleteos sobre el murmullo de la multitud. Francie y Kandelman salen entre columnas gemelas de palomas que giran. Leves roces de ala contra la ropa.
Sternig observa. Sus celos están firmemente aferrados. La pareja desaparece más allá del pabellón y Sternig se vuelve hacia Turmalina y la copa siempre presente en su mano. Conciente de la mirada de ella, frunce el entrecejo con timidez. El rostro de Turmalina no traiciona nada.
Sin embargo, hubo una época... Cuándo fue, se pregunta, o cuándo será. Una época, juntos...
Alquilaron un cuarto, esta vez no sobre el agua, sino en una posada cerca del desierto. Pasaron una hora vagando entre las dunas. Francie llevaba su traje para el sol, estrechas fajas amarillas sobre la carne de caoba, la oscura piel veteada adquiría un lustre adicional de sudor.
Ella rió y rodó por una pendiente, poniéndose de pie en la base de la duna, con la piel cubierta por una tenue capa de arena. Se la quitó de los ojos.
—Regresemos al cuarto —dijo—. Quiero ducharme.
Fuera del lánguido calor, con los cuerpos limpios y aceitados, hicieron el amor. Francie chilló y golpeó y mordió y gimió y chupó y arañó. Al fin, durante un intervalo, él le pregunto si había estado bueno, y ella, después de vacilar durante un largo minuto, contestó por último que no, no exactamente. El le preguntó por qué no, y ella contestó que nunca quedaba del todo satisfecha. El le pidió detalles. Ella trató de explicar.
—Orgasmo sisífico —meditó él en voz alta.
Ella quiso saber a qué se refería, así que él empezó a explicar la leyenda. Ella se aburrió y le tocó el cuerpo, otra vez hambrienta. El dejó de hablar y trató de besarle cada milímetro de piel.
Por último —una vez más— ella retrocedió estremecida ante el borde.
Cuando estaba por caer en el sueño, Francie le pidió que le dijera algo hermoso.
—No hay pena más grande que recordar, en la desdicha, la época en que éramos felices.
—Eso es hermoso.
—Es del Dante —dijo él.
—Pobre Sternig —dice Turmalina.
—No te compadezcas de mí.
—No lo hago. Odio la piedad. Sólo estoy preocupada.
Sternig la mira ceñudo y dice:
—No te preocupes por mí.
Ella lo despeina un poco, como si él fuera un niño, después le recorre la mandíbula con el índice.
—Me gustas, Sternig. Me recuerdas a un viejo amigo. Odio ver cómo te haces daño a ti mismo, repitiendo los viejos errores una y otra vez.
—¿Qué le pasó a tu amigo?
—Está metafóricamente muerto —dice Turmalina sin expresión—. Creo. Tal vez esté loco y encerrado en alguna parte. O loco y suelto.
—Sé lo que estoy haciendo -dice Sternig.
—No —dice ella—, no sabes. Tal vez pienses que lo sabes.
—Crees que tendría que olvidar lo de Francie.
—Sí —dice ella con paciencia—. Si. Eso es.
—¿Y si no lo hago?
—Perderás la mente, el alma; lo que sea, lo perderás.
—No sé —dice Sternig, pensativo.
El entrecejo de ella se frunce de ira y desesperación.
—Sternig, ¡bájate del carrusel!
Sexo en el asiento trasero, la adolescencia recordada en la senilidad. Kandelman lleva el coche de Francie hasta un risco erosionado que domina el mar. Esta noche el agua es de cristal. Durante un breve lapso contemplan las estrellas reflejadas que se tienden hasta el horizonte.
El gambito de Francie.
—Es tan hermoso.
Kandelman se retuerce por dentro.
—No más que tú.
—No hables —dice Francie—. Por favor, ámame.
Se tienden a través del asiento de modo que su cabeza descansa en el regazo de Kandelman. Se pregunta cuándo usó por última vez el spray y cómo huele.
Kandelman le toca el cabello, alza su cara hacia él, la besa con ternura al principio, después con más violencia. Ella se tiende hacia atrás y él empieza a masajearle el cuerpo, a partir de los muslos. Pequeños gritos animales surgen de la garganta de Francie; se estremece con escalofríos. Los dedos de Kandelman acarician y acarician. Dejará esos pechos maravillosos para el final, un postre para exquisitos.
Pero cuando toca realmente esos pechos, desnudos para sus ojos por primera vez, las manos se le congelan en la mitad de un movimiento. Vuelve a tocarlos vacilante. Y una vez más se detiene.
Con los ojos cerrados, Francie dice:
—¿Qué pasa?
—No los siento bien —dice Kandelman.
Francie abre los ojos.
—¿No te gustan?
—Se los ve magníficos. Pero hay algo...
—Me los hice colocar sólo para ti —exclama Francie.
—Son tan extraños al tacto —Kandelman la toca cautelosamente con un dedo.
—Son hermosos —dice Francie, furiosa—. Son antialérgicos. Son los mejores aloplásticos que pude...
Kandelman la interrumpe.
—No están bien. Hay algo antinatural...
—Los pezones son electroestimulantes. Están conectados a...
—Quiero una mujer —dice Kandelman.
Francie recurre a las lágrimas y Kandelman le acaricia la cabeza. Ella deja de llorar bruscamente, alza la cabeza y tiende una mano investigadora.
—No —dice ella—. Que no se te ablande conmigo.
El trata de salir del paso con ingenio, pero chapucea. Mientras el silencio aumenta, él mira hacia el océano. Uno o dos minutos después dice:
—¿Qué te parece si jugamos un poco a fumar y viajar?
—¿Por qué no te vas a la mierda? —dice ella.
El silencio se reanuda hasta que Kandelman, incómodo, cambia de posición. Francie suspira, se sienta derecha y mira por la ventana.
—Regresemos a la fiesta.
La pista de baile parece suspendida en la noche. Turmalina y Sternig están sentados en una mesa marginal. Pasan parejas junto a ellos; grupos, de vez en cuando alguien solo.
—Esponja y renovación —dice Turmalina. Han hablado otra vez del pasado—. Pero el tiempo desgasta mucho. Tendemos a mantener nuestras vidas en repeticiones sin fin. Los surcos son demasiado profundos. Se requiere un acto supremo de la voluntad para liberarse.
—Yo no tengo esa voluntad —dice Sternig—. Ahora lo sé.
—Lo sabías antes. Puedo recordar. ¿Tú no?
El la mira sin hablar.
—¿Cómo puedes saber —pregunta ella— y aún así no actuar?
Sternig ve a Francie que espera en el costado opuesto de la pista de baile. Ella lo saluda con la mano. Él se pone en pie y dirige una mirada desamparada a Turmalina.
—La próxima vez, ¿me ayudarás? ¿Por favor? —tartamudea un poco.
—La próxima vez —dice ella—. Podemos probar.
Sternig la deja. Cuando llega a la mitad de la pista se detiene entre el remolino de bailarines y se da vuelta con una sonrisa breve y triste para Turmalina.
Ella observa cómo Francie y Sternig desaparecen en la oscuridad.
—La gente tiene la clase de amante que se merece —dice, pero sabe que no lo siente. Turmalina suspira; después examina el gentío de la fiesta, en busca de la límpida belleza del cabello brillante de Marlene.
Desnuda bajo un cielo vacío, Threi caminaba a lo largo de la playa. Se detuvo y alisó la cima de una duna con el pie. Buscó hondo en su depósito de recuerdos y encontró tres líneas de un poema terráqueo que suscitó una reacción en su mente compleja. Con un dedo escribió sobre la arena:
Me celebro a mí misma, y a mí me canto
Y lo que asumo asumirás
Pues cada átomo que me pertenece
También a ti te pertenece.
Y viceversa, pensó, o más o menos. Su boca se torció por un momento. Luego borró las palabras.
Desnudo bajo un cielo vacío, un hombre caminaba a lo largo de la playa y pensaba pensamientos programados. Se maravillaba ante la hermosa mañana. No se daba cuenta de que no había experimentado ningún otro día.
Una mañana fresca. Comenzó a cantar palabras que rebotaban al ritmo de sus pies.
—Cerca y lejos, lejos y cerca. —Para ese ritmo simple no necesitaba letras complicadas—. Cerca. —El hombre sintió que la arena blanca se deslizaba entre los dedos de sus pies—. Lejos.—Miró hacia arriba. Pálidas dunas ondulaban al calor. Bajó hacia la playa, bordeando el promontorio rocoso en que el cielo sutilmente se derramaba en el mar.
Cranch, cranch, resonaban sus pies. No soplaba el viento. No rompían las olas. Esta mañana el océano se atesoraba a sí mismo. Nada se movía en el silencioso paisaje marino excepto el hombre desnudo.
En frente sobre la playa vio un punto, un objeto que se hacía más grande. Era una mujer acostada en la arena. Mujer. La palabra vinculó asociaciones en la mente del hombre. Sintió una reacción de pura excitación, sutil placer. Threi giró perezosamente sobre su espalda y sonrió al hombre. Sus dientes eran blancos y regulares, delicadamente puntiagudos.
—Hola —dijo ella—. Te he estado probando.
El hombre dudó, incapaz de manejar la situación. La información aparecía en su mente como un mensaje en una pizarra y él lo repitió.
—Soy el hijo de mi madre. Mi nombre es Adán.
—Pero yo no soy Eva —dijo la mujer y rió—. Y decididamente no soy la hija de tu madre. —Se llevó la mano al cuello—. Mi pequeño, eres cebo para el tigre.
Adán estaba de pie en medio de altas hierbas amarillas que ondulaban sobre una bestia rayada en negro y naranja. Lo miraba sin pestañear...
La hierba fue arena otra vez.
—¿Soy hermosa, verdad? —dijo Threi.
Adán se sintió confundido. Miró a la mujer. Threi era tan alta como Adán, aunque no tan musculosa. Su piel y su pelo eran más pálidos que la arena. Levantó hacia Adán sus ojos de oro cambiante. Estaba totalmente desnuda excepto un pendiente de plata trabajada suspendido entre sus pechos por una cadena de plata.
—Sí, eres hermosa.
Los ojos dorados de la mujer volaron hasta el sexo de Adán y luego volvieron a su cara.
—¿Me deseas? ¿Quieres hacer el amor?
—Yo... —Adán se detuvo, perturbado—. Sí, Madre quiere que te haga el amor. —Se arrodilló junto a ella e intentó acariciarle las caderas.
Ella rodó hacia un costado, evitando que él la tocara.
—Aún no. —Se acostó varias yardas más lejos y lo miraba divertida, la barbilla apoyada en la palma de su mano—. ¿Hacer al amor, Adán? Ni siquiera puedes lograr una erección.
—Pero Madre quiere que lo haga —dijo Adán, apesadumbrado. Todavía de rodillas sobre la arena, agitaba las manos.
—Madre quiere que lo hagas —se burló la mujer desnuda—. Adán, tienes el cordón umbilical más largo del universo.
—No comprendo.
—Pero yo sí y también tu madre. Quizá tú también comprenderías si comenzaras a jugar este juego por tí mismo y no como un muñequito tonto.
—Te amo. —Adán comenzó a sollozar—. Te amo, mujer. —Sus lágrimas caían y mojaban la arena blanca.
Threi se sintió ofendida.
—Tengo un nombre, sabes; y no es "mujer". —Suspiró—. Llámame Threi. —Tocó el pendiente de plata con su dedo índice—. Ahí está.
Adán ya no estaba de rodillas en la arena con sus manos agitándose impotentes; estaba sobre el regazo de Threi. Pero este regazo no era real. El hombre era acunado en una construcción, una cálida y suave simulación de Threi que terminaba suavemente justo por encima de la cintura. La construcción acunaba a Adán con delicadeza. Este halló el movimiento apaciguador.
—Bebe.
En sus manos había una botella de plástico. En un extremo tenía un pezón marrón claro que surgió suave cuando Adán lo tomó entre sus labios.
—Aloplástico —comentó Threi. Tomó sus pechos con sus manos y sonrió—. No tan vivos como los míos, pero quizá puedas compararlos más adelante.
Adán chupaba instintivamente, y el líquido entraba en su boca. Tragó.
—Ponche de huevo —dijo Threi— con ron. Las manchitas oscuras son nuez, pero probablemente no las advertirás.— Lo contemplaba a medida que bajaba el nivel del líquido. Cuando Adán terminó el ponche, hubo un ruido áspero, absorbente. Threi tocó de nuevo las serpientes entrelazadas de su pendiente. El regazo artificial y la botella se desvanecieron y Adán se encontró de nuevo sobre la arena.
—Bien, ¿cómo te sientes ahora?
—Mejor. —Su boca tembló ligeramente.
Threi se encogió de hombros.
—¿Threi?
—¿Qué?
—¿Podemos hacer el amor ahora?
—No, Adán. No puedes. No sabes cómo.
Adán lloriqueó.
—No es el momento ni el lugar apropiado. —Threi advirtió que estaba medio tarareando, medio cantando las palabras—. Ni la cara apropiada. —Rió—. Es extraño, Adán. El hecho de que yo conozca tanto tu cultura... ¿Tienes alguna idea de cuántas frivolidades existían sólo en tu cultura americana?
El hombre en la arena no dijo nada. Aún de rodillas, osciló apenas... luego se inclinó y comenzó a reír desesperadamente.
—¿Ninguna tolerancia? —dijo Threi con desagrado—. Madre no está cumpliendo su parte. —Por fin, Adán dejó de reír. Súbitamente calmado, se sentó y se frotó la dolorida cabeza.
—Siempre es bueno ver alguna preocupación maternal.
La voz de Threi era seca como la duna sobre la que estaba de pie.
Adán la miró con una expresión que Threi supuso que intentaba representar una absoluta inocencia.
—¿Podemos hacer el amor ahora?
Threi expelió su aliento a través de los apretados dientes.
—¡Adán eres un aburrimiento! Tú no puedes hacer el amor. No puedes hacer nada. Tú... —Su humor cambió mercurialmente a especulación—. Quizás, Adán, ven aquí.
Adán trepó la pequeña duna, resbalando por la arena floja.
—Párate allí.
Threi manipuló su pendiente y en su otra mano apareció una cuchilla brillante. Se inclinó suavemente y enterró la ancha hoja en la arena justo detrás del talón izquierdo de Adán. Hubo una vibración de elástico cortado. Adán gritó y extendió sus brazos en un espasmo muscular. El temblor pasó y Adán miró a Threi en estado de shock; un hilo de saliva le corría por el costado de la boca.
—¿Qué haces?
—Algo muy saludable que todo niño necesita. Mira detrás de ti.
Adán miró y en una mirada vio las dunas, el océano y el cielo.
—Tus huellas.
Bajó la vista hasta las marcas paralelas de sus pies. Entre ellas había un canal poco profundo. La marca se iba serpenteando hacia el promontorio.
—El cordón —dijo Threi—. El lazo con tu madre ha desaparecido, al menos por ahora. Por fin eres tú mismo.
Los ojos de Adán estaban extrañamente límpidos.
—¿Quién soy yo?
Ella sonrió con pálidos labios.
—¿No puedes responder a eso tú mismo?
—No lo sé.
—¿Porqué crees que yo lo sabría?
Los ojos oscuros del hombre miraron de soslayo con una nueva percepción.
—Estás jugando conmigo.
—Por supuesto. —Threi se aproximó y le sonrió. Posó su mano suavemente sobre el pecho del hombre—. Mi existencia consiste en estos juegos. Es mi manera de alejar un eterno ennui.
—¿Qué quieres?
—¿Con mis juegos? Son tanto una búsqueda como una diversión. Quiero descubrir que soy vulnerable.
Adán fermentó su enojo con asombro.
—No comprendo.
—Por supuesto que no. Pero espero que juegues.
—Threi. —Adán se interrumpió, intrigado—. La luz... es verde.
—Mira el sol.
Algo se levantó detrás de las colinas lejanas, una masa horizontal entre el sol y la playa. El sol era un disco brumoso. La pared de verde siguió irguiéndose hasta que cubrió al hombre y a la mujer como la cresta de una inmensa ola.
—Madre Tierra está aquí —dijo Threi.
En silencio, la cortina envolvió el mar, las colinas, la playa. Threi utilizó su pendiente.
Para Adán que contemplaba, el cielo volvió a reafirmarse; eso fue todo. La ola verde volvió a hundirse tras las colinas. El sol brilló blanco-amarillento como antes.
—¿Qué fue eso?
Threi examinó el rostro de Adán como si fuera alguna especie de objeto puesto en exhibición.
—Sólo hay un ligero temor en tu voz; alguna curiosidad. Tus pupilas están cerradas, pero posiblemente por el sol. ¿Sólo es calor el sudor que corre por tu piel?
Adán dio un paso atrás y la golpeó con la palma de su mano. Threi giró y casi cayó.
—Lo siento. No era mi intención. —La expresión de Adán era temerosa. Su voz denotaba miedo, pero no arrepentimiento.
Había un matiz de excitación y genuino placer en la risa de Threi.
—¿Quieres hacer el amor? —Estaba de pie frente a Adán y tocaba con delicadeza el pene flácido entre sus muslos.
—No, quiero saber quien soy. —Adán dio un paso atrás.
Aún riendo, Threi se arrojó sobre él, le enlazó los brazos al cuello y lo besó con fuerza.
—Excelente, Adán. Ya no eres un niño; te estás convirtiendo en un hombre.
—Hablas en círculos.
—Exacto —dijo Threi—.Una línea va trazando una curva y se encuentra a sí misma y es una, ¿verdad?
—Juegos —dijo Adán con disgusto. Dio la vuelta y caminó hacia el mar.
—Detente. —El hombre miró por encima de su hombro. Threi ordenó imperiosamente—. Vuelve aquí. — Adán sacudió su cabeza.
—Hablaré contigo. —Otra sacudida negativa.
—Acerca de tí. —Adán volvió.
—La ola verde en el cielo —dijo Threi—. Era tu madre.
Adán la miró incrédulo.
—Este planeta se llamaba Tierra. En una época contuvo millones de organismos. Entonces un organismo ajeno al planeta asimiló todas las formas de vida que aquí había. Lo llevó a cabo en setenta días.
El hombre abrió un poco la boca, pero no dijo nada.
—La asimilación fue física; absorbió todos los organismos y los llevó dentro suyo. Ningún arma podía detenerlo. La criatura se convirtió en la amalgama de toda la vida de la tierra.
—Mi madre —dijo Adán.
—Ella es esa criatura.
—Pero yo soy...
—Carnaza. Un extraño pasatiempo. Madre tiende con urgencia ciega a completarse a sí misma como entidad. Yo soy el único ser viviente en este mundo separado de ella. Mis defensas han sido muy eficaces. Ella te envió para seducirme, tocarme y así llevarme dentro de ella.
—¿Threi, quién soy yo? —La voz era desesperada.
—Su hijo. Fuiste formado a partir de ella, atado a ella. Yo corté la atadura física que te ataba y controlaba. El cordón era su sustancia.
—No. —Los ojos de Adán no enfocaban nada.
—¿Quién soy yo, Adán? —El hombre la contempló—. Yo soy como tú, Adán. Soy la punta de un iceberg. Soy vieja, mucho más vieja y compleja que tu madre. Yo puse la semilla en la tierra que en setenta días se convirtió en tu madre.
Adán sacudió su cabeza lentamente. Abrió la boca pero no emitió palabra alguna.
Threi sonrió y tocó su pendiente.
Adán se agachó. Estaba confundido. Sus pies se encontraban sobre piedra fría... roca de verde liquen.
—¡Adán, socorro!—Levantó la vista. Threi estaba encadenada a un pesado poste de madera a unas diez yardas.
Tras él un silbido, una sibilancia escalofriante. Adán se dio vuelta y vio la cabeza con colmillos, tan grande como su cuerpo. La cabeza se balanceaba en un cuello escamoso que surgía de un verde cuerpo reptílico. El dragón arremetió contra Adán. Los colmillos blancos brillaban cuando abrió la boca.
—¡Sálvame, Adán!
Adán sintió el peso de la ancha espada en su mano. Se arrojó a un costado y el hocico del reptil se aplastó contra la piedra. Corría adrenalina por sus venas. Nuevas emociones que no tenía tiempo de analizar se amontonaban en su mente.
Se puso de pie, se afirmó, lanzó. La brillante hoja cercenó la cabeza del dragón.
Adán tomó aliento por unos instantes, apoyándose en la gran espada, mientras contemplaba la sangre amarilla que manaba de la herida del reptil.
Entonces se encaminó hacia la encadenada Threi para cobrar su recompensa.
Para cobrar su recompensa, abrió la puerta del dormitorio, pero allí había dos, en su lecho, con sus caras blancas resplandeciendo en la oscuridad. Threi estiró la sábana para cubrirse los senos.
—Adán —comenzó a decir—. No es lo que...
La pesada pistola corcoveó cuando Adán apretó deliberadamente el gatillo. La cara del hombre se disolvió en sangre y el cuerpo cayó a un lado de la cama. Adán caminó hacia adelante, pateó el cuerpo, pero el hombre no se movió. Se volvió hacia Threi. Había pánico en sus ojos. Adán lentamente empezó a quitarse el pesado cinturón de cuero de las presillas de su pantalón.
—Por favor —dijo Threi.
Adán arrancó la sábana de su cuerpo blanco.
—Primero esto —dijo, agarrando la hebilla del cinturón—. Después voy a follarte hasta que mueras, puta. —Levantó el brazo.
Levantó el brazo para detener un taxi mientras la nieve giraba en los remolinos a través de la Octava Avenida. El cielo, los semioscurecidos edificios, el aguanieve en las cunetas, todo era gris. Alguien estaba de pie en la esquina opuesta y esperaba a que cambiara la luz.
—¡Adán! —Él miró. Threi estaba en la esquina de enfrente. Saludó y corrió hacia él atravesando la calle.
—¡Threi, no! —Adán vio al taxi patinar mientras al conductor se le atascaban los frenos.
Fue una decisión instantánea. Adán saltó a la intersección, y empujó a Threi con los brazos extendidos. La chica retrocedió tambaleándose.
A salvo. La cabeza de Adán giró y captó apenas un destello amarillo sobre gris antes de sentir la súbita presión, dolor... Threi, amor.
Adán miró y vio...
... más imágenes de las que nunca podría contar.
Adán abrió la boca pero no hubo palabras. Estaba de pie bajo el sol. El océano ante él. Threi retiró su mano del pendiente. Deliberadamente retiró la cadena de su cuello y la arrojó sobre la arena.
Adán la miró a ella y luego al pendiente. Pensó, ¡Qué desnuda está!
—Bésame —dijo ella—. Muy, muy fuerte. —Sus labios primero se tocaron; después las lenguas se encontraron con suavidad y fueron arremetiendo con firmeza. La mujer de repente retiró su lengua y la lengua de Adán prosiguió. Dulce, amorosamente, Threi mordió con sus dientes afilados como agujas. Adán dio un respingo, echó su cabeza hacia atrás, escupió sangre sobre la arena—. Después de todo, el dolor también es placer —dijo Threi suavemente. Adán la besó otra vez.
Threi tocó al hombre con cuidado, lo estrechó.
—Estás listo, Adán. Ahora tócame. Suave. Aquí, y aquí, y aquí. —Le mostraba. Tiernamente empujó a Adán hasta abajo con ella e hizo de su cuerpo un lecho para él sobre la arena.
Cuando Adán estuvo dentro y las uñas de ella habían dejado huellas en su espalda, Threi dijo:
—Muévete lentamente, Adán. —Sollozó—. Más rápido. —El hombre la escuchaba y sentía el sol quemándole la espalda.
Ninguno de los dos amantes advirtió el delgado hilo verde que serpenteaba hacia ellos por la arena. Ahora, muy cerca, esperaban, aguardando el momento.
—Más rápido, Adán. —Los ojos de Threi miraban más allá de la cara del hombre. Lo envolvió con sus piernas y juntó sus pies detrás de su espalda—. Más fuerte. Por favor oh por favor por favor oh... ¡ahora!
Threi cerró los ojos y se recostó respirando agitadamente, con todos sus músculos en tensión.
Adán intentó apartar la mirada.
—Para tí no funcionó —dijo Adán.
Threi besó al hombre con desesperación, pero él no le respondió. Ella se retiró con una sensación de desilusión que era casi ritual.
Y así seguirá. Una y otra vez...
—Nunca... Adán, yo intenté. Yo solo quería... —Threi sacudió la cabeza.
El dúctil tentáculo de la madre Volvió a ajustarse al tobillo de Adán.
—Es demasiado tarde —dijo Adán con la voz de su madre.
—No. —Threi sacudió de nuevo la cabeza y volvió a sentir la acostumbrada pesadumbre. Y la soledad. Y el hambre—. No entiendes nada. —Extendió la mano y tocó el pendiente.
La boca entre las estrellas se abrió nuevamente y el cuerpo de Threi una vez más comenzó a ingerir la vida de todo un mundo.
Todo comienza, creo, con Lucía y su bloque de lucita lleno con el reloj estallado. Si pudiera yacer en paz y dormir, estoy seguro de que soñaría con levas y resortes y mecanismos de relojería y cristales girando a mi alrededor en órbitas excéntricas.
Pero no puedo. No puedo dormir. Cuelgo suspendido, con esposas que hieren la piel de mis muñecas, cadenas que trazan un ángulo hasta la oscuridad, y mi cuerpo es tirado incómodamente hacia abajo por el peso del emplasto en la parte inferior de mi cuerpo. Podría ser un argumento para Torquemada o un dibujo animado de Gahan Wilson.
Los ojos de Bogarí, Jagger, Fonda (Peter), Morrison, Nimoy, Dylan, me contemplan sin pasión. Las luces son colores primarios y se encienden al azar, y sólo forman diseños ocasionalmente durante mis alucinaciones. Casi todo el dolor desapareció hace algún tiempo. Aún hay una sorda presión que late casi subliminalmente.
Sospecho que el olor a incienso es verbena, pero mi nervio olfatorio sinestesia con hoja de orégano y quiero abandonar.
Amor, vano amor. Cuando yo tenía dieciocho años y era virgen, comencé la universidad con una timidez al mismo tiempo expectante y temerosa de que yo nunca podría participar de las fantasías que había visto en las películas con calificación S. Cuatro años más tarde estaba ahíto. Sólo unos pocos años más en el ambiente casual de las artes comunicativas y ya estaba aburrido. Todos los entendimientos de una noche, todas las significativas ententes resultaban incomprendidas y sin sentido. Entonces el amor de la querida Lucía voló desde Rochester y volvió a cargar mi Ronson.
Recordaba a Lucía por un libro sobre costumbres festivas en todo el mundo. Lo leí, pienso, en tercer grado. Cada año en la primavera Santa Lucía aparecía en las aldeas alpinas y en las chozas de la pradera. Era la hija mayor de cada familia, vestida de blanco y con una corona de velas encendidas. Alta y de cabellos dorados rondaría en las tempranas horas de la mañana del Día de Santa Lucía, repartiendo strudel y queso y haciendo café para sus padres. La verdadera Santa Lucía indudablemente había sido martirizada hace siglos en cierta forma complicada por los magiares, o los eslovacos o quienquiera que fuese. Pero el libro no cubría ese aspecto. Por lo general volver a leer el cuento me daba hambre y al terminar sacaba la naranja o la manzana de mi cesta del almuerzo y lo devoraba oculto detrás de los columpios.
Mi Lucía era alta y rubia y sus ojos tenían el tono indispensable de un cielo sin niebla. Corrió detrás de mí aquel día en Chicago mientras yo caminaba por la Avenida Michigan Norte en mi pausa del mediodía.
—¡Jim! Sr. James W... Lo amo. Deténgase.
Sofisticado como era (trabajo como editor asistente de una revista para hombres floreciente y que paga bien), me detuve y me di vuelta. Con calma evalué a mi interlocutora.
—Soy Lucía —dijo ella, sus ojos a nivel de los míos—. James W... te adoro.
—Muy bien —dije con el ingenio un poco embotado por mi reciente almuerzo consistente en un sándwich reuben en lo de Renaldo. El sauerkraut había sido imperceptible.
—¿Puedo?
—Uh —dije.
Ella enroscó sus brazos alrededor de mi cuello y me besó en los labios con pasión. Algo angular en su mano izquierda se clavó dolorosamente en la base de mi cuello. El saco de dormir de Paisley en su mano derecha me golpeó en la espalda. La chica era aplastante.
Dio un paso atrás, esbozó una gran sonrisa y dijo:
—Vendrás conmigo. A tomar un trago.
—Debo estar en la oficina a las dos —dije.
—Ven —repitió.
Continúa, creo, en el apartamento de Lucía. Así como estoy bastante inseguro acerca de la ubicación precisa de esta habitación oscurecida en la que cuelgo, balanceándome apenas en un trazado de oscuro origen, del mismo modo estoy desorientado acerca de mi posible destino aquel día en Michigan Norte. Recuerdo vagamente tres trasbordos de autobús y muchas subidas de escaleras. A partir de allí mi memoria se nubla por completo.
Al fin, música. El aburrimiento de observar esas luces es increíble. Y las enormes fotos-poster permanecen mudas, incluso ante los más ansiosos pedidos de conversación. Pero ahora la música comienza, y las cuerdas suben en delicada progresión desde un altavoz oculto. Es jazz, muy progresivo. No reconozco el grupo, aunque estoy seguro de que debiera. He escuchado a casi todos los candidatos de nuestra reciente encuesta sobre jazz. La guitarra es soberbia, el guitarrista es un maestro. ¡Y el piano! Estoy seguro de que esos dedos pertenecen a Hundley.
Mis remembranzas lúcidas me ubican del otro lado de una mesa de cocina de fórmica gris frente a Lucía. Cada uno de nosotros sostiene una copa alta, con un líquido ámbar oscuro dentro y gotas condensadas por fuera. Entre nosotros había un cubo de cuatro pulgadas de lucita transparente. Dentro, el mecanismo desmontado flotaba en desorden junto a la esfera sin manecillas.
—Es la única forma en que me gusta ver relojes —dijo ella.
Hice una observación non sequitur sobre Dalí.
—Estoy enamorada de la entropía —dijo Lucía.
No entendí y no quise demostrar mi ignorancia; ella no se ofreció a explicar.
—Éxtasis total... —musitó—. Ahora existe un objetivo.
Asentí y tomé otro sorbo de mi copa. El licor me resultaba desconocido; el gusto me recordaba a canela y regaliz.
—Bueno, ven —dijo ella, vaciando su copa.
Y me condujo al dormitorio.
De algún modo me falta la transición. Estaba acostado allí en su cama, desnudo, esperando el ímpetu de alguna experiencia hedonística. La colcha estaba fría bajo mis nalgas. Debo haber estado algo borracho; podía escuchar mi reloj que había dejado sobre la cómoda y su latido era irregular.
Lucía se arrodilló junto a la cama y comenzó a masajearme.
—Bien —dije—. Estoy seguro de que te amo.
—Por supuesto —dijo ella. Lucía puso un recipiente de plata sobre la cama junto a mi cadera. Sumergió allí su mano y comenzó a pasar algo blanco y gomoso alrededor de mí...
—¡Eh! —dije.
—No te preocupes —dijo Lucía, envolviendo—. Sólo es yeso.
Algo no parecía lógico.
—¡Oh! —dije.
—Un yeso de París. Estoy tomando un molde.
—Um —dije—. Creí que ustedes sólo hacían esto con las estrellas de rock.
—Oh, lo he hecho. Tengo todos los grandes. Hendrix y Morrison y todo el resto. Estoy ampliando mi colección.
Entonces me pareció creíble.
Y continúa. A veces me pregunto si mi prolongada ausencia ha sido notada o señalada por alguno de los muchachos de la oficina. Probablemente no. La posesión de un cargo en la revista es endeble incluso en la cima. Y probablemente se ha planteado la teoría de que el asesino de las escaleras me asaltó a la hora del almuerzo.
He descubierto que puedo aliviar el entumecimiento girando mi cuerpo suavemente. Los músculos de mis costados pueden hacerlo. La tenue torsión pone a su vez en acción nuevos músculos. Pero el dolor es tan intenso que pocas veces me ocupo de aliviar el entumecimiento.
En cambio me sumerjo en mi abundante pasado:
Recuerdo cuando desperté y abrí a medias los ojos y sentí el déjá vu de aquella demostración en el Easter cuando vi por primera vez el monumento a Washington en el amanecer. Luego mis perspectivas se precipitaron hacia el interior y supe que no estaba mirando el monumento a Washington.
Mis movimientos eran muy lentos, pero arrastré mis manos como arañas por mis flancos y toqué asombrado el duro emplasto. Toqué. Golpeé. Rasqué. Tiré. Y me detuve, dolorido. El yeso tenía una miríada de firmes anclas.
—Lamento los inconvenientes —dijo una voz detrás de mí—. Me olvidé de aplicar vaselina primero. He sido terriblemente estúpida.
Traté de girar la cabeza para mirar a Lucía, pero era demasiado esfuerzo. Ella se puso ante mi vista. Tenía un pico para hielo en la mano.
—No te preocupes —dijo—. No voy a hacerte daño. Es por razones sanitarias obvias. —Se inclinó sobre el ápice del monumento y comenzó a cavar un agujero. Me desmayé.
Hay un montaje distorsionado de despertares. Una vez mis ojos se abrieron y vi a Lucía arrodillada junto a mi cintura, con sus labios en un plano horizontal al pico del emplasto. Estaba soplando suavemente y pude oír el grave trinar de una cacatúa.
Todo terminará pronto, sospecho. Aquí. Las aportaciones de agua y bebidas y pasteles han sido últimamente más espaciadas. Escucho como el brazo invisible del tocadiscos chirría a través del álbum de jazz. Algo nuevo empieza; un ácido reggae. Me gustaría bailar y mis pies hacen unos pocos movimientos siguiendo el ritmo.
Ay, amor, hubo tantos diálogos infructuosos:
—¿Quién eres?
—Quien eres.
—¿Por qué estoy aquí?
—Porque estoy aquí..
—¿Qué vas a hacer?
—Que vas a hacer.
—¿Eres una secuestradora por rescate? ¿Una loca? ¿Una radical? ¿Unida a la Conspiración A? ¿Del movimiento de liberación femenina?
—Quien eres.
Los ojos de Gable, Garbo, Fonda (Jane), Hopper, algunos Kennedy, Baez, me contemplan sin pasión. Los dibujos que traza la luz se han extinguido y la puerta se abre en la pared de los pósters. La luminosidad hiere mis ojos y debo entrecerrarlos para ver.
Estoy mirando a través de una puerta de bombay un lago de montaña que hay abajo. La isla oscura en el centro está rodeada por ondas escalonadas. La perspectiva se desliza hacia el apartamiento en Chicago.
Contemplándome a través de la puerta entreabierta hay un ojo azul.
Excepto nosotros sólo se mueven el viento y la arena. El viento se levanta en rachas y nos lastima con cortinas de arena tostada. Sería una buena penitencia si al menos fuese más culpable.
Pensamos estar escalando el lado este de la duna. Ninguno de nosotros cinco tiene ningún sentido de la dirección. El sol parcela nuestros días levantándose a nuestras espaldas y descendiendo detrás del filo de la duna. Recordamos otro sol, y denominamos a esta pendiente deslizante la cara este.
Nosotros cinco:
Toby es-era-una bailarina. No tiene senos; sus caderas son anchas, sus muslos muy musculosos. Su leotardo negro está roto en las rodillas y en los codos. Nació en la ciudad de Nueva York.
Albert es el loco. Está vestido de tweed y no con un traje de colorines, pero es el blanco general de todos los escarnios. Tiene el físico robusto de un luchador profesional.
Paula es mi enigma. Sé menos de ella que de mis otros compañeros. Su piel es cobre sobre frágiles huesos. Su rostro carece de expresión. Es deslumbrantemente bella. Habla con acento portugués.
Dieter es el anciano con el fusil. Estaba aquí mucho antes que nosotros cuatro. Lleva un uniforme deshilachado. El rifle automático en sus brazos es nuevo; el mango de madera está aceitado, el metal brilla. Mira por encima de nosotros y con frecuencia murmura.
Yo mismo. ¿Qué podría decir? He olvidado mi cara. Paula dice que tengo manos de jinete: los dedos lo bastante fuertes como para utilizar bien las riendas, pero también tiernos como para tranquilizar al animal asustado. No tiene objeto una auto-descripción.
Voy trepando hacia la cima de la duna, siempre deslizándome hacia atrás frustrado, con los pulmones ardiendo. Hay una mujer que imagino tras la duna. Su nombre se ha perdido; ni siquiera yo reconozco su cara. Las llaves de la memoria producen sin dolor sonidos discordantes cuando las cerraduras se han perdido.
Ya se está haciendo oscuro y el cielo se ha vuelto púrpura. Mi piel sudada retiene el polvo. Yazgo totalmente extendido de modo que ninguna parte de mi cuerpo toca con otra. Paula está de rodillas a mi lado, para dar sombra a mi cara.
—Creo que debemos permitirnos más períodos de descanso —digo.
—No. —Ella sacude la cabeza lentamente y con tristeza—. Crees demasiado ardientemente. —Mueve sus hombros y por un momento el sol sale del eclipse. Cierro mis ojos ante el resplandor, luego los abro y contemplo los pequeños planetas translúcidos que recorren su cara.
—Me gusta darte refugio —dice Paula. Extiende rígidos los brazos.
—Cristo en la montaña. —Es Dieter que se inclina sobre nosotros, utilizando el rifle automático como bastón.
Paula mira hacia arriba.
—Usted lo conocía.
El anciano se alisa su raleante pelo blanco.
—Lo conocía. Cada mañana cuando dejaba mi apartamiento lo podía ver allí arriba con los brazos extendidos dando la bendición. —Se ríe ásperamente, con un sonido seco y cascado—. Ninguna bendición. Todo lo que dio en la ladera de la montaña fue una sombra de superstición y de ignorancia. Con frecuencia he contemplado a los crédulos gastando sus centavos en velas en lugar de comprar comida. Era muy divertido.
—¿No es la redención más importante que un estómago lleno? —dice Paula.
—Soy escéptico ante un redentor que no parece más que emplasto blanco sobre alambre de gallinero —contesta Dieter.
Los ojos verdes de Paula se vuelven hacia mí.
—¿Estuviste alguna vez en Río?
—No —digo—. He visto películas. Siempre quise visitar Brasil.
—Es una tierra verde y salvaje —dice ella— y hermosa. ¿En tus películas, viste la estatua del Cristo en la montaña, con los brazos extendidos y la mirada hacia el Pan de Azúcar?
Hago un gesto afirmativo con la cabeza.
—¿Y te acuerdas de las favelas?
—Creo que sí. Los caseríos en las laderas de las montañas. Chozas de listones de madera y techos de metal corrugado. Había escenas en que los habitantes de las favelas danzaban alegres. Por aquella época sospechaba que era un invento, igual que la imagen americana de los negros felices en la plantación de algodón.
—Yo recuerdo muy bien las favelas —dice Paula—. Crecí en una. Muy pocas veces había alegría.
—¿Y tu Cristo? —dice Dieter—. ¿No les traía alegría?
—¿Mi Cristo? Usted atribuye fidelidades muy fácilmente.
—Una vez fue mi trabajo.
—Anciano, su memoria parece clara. Permítame verificarlo. ¿Conoce un bar en Ipanema llamado Club Roca?
—¿En Ipanema? Por supuesto. Pasé allí muchas noches de diversión.
—Usted frecuentaba a una mujer. Su nombre era Floriana.
—Sí. —Por primera vez Dieter parece sorprendido. Sus ojos se mueven entre Paula y yo. Son zafiro turbio—. ¿Qué pasa con ella?
—Floriana fue muy hermosa en una época. ¿Sabía usted que era una mestiza?
—Lo sabía. No me importaba. A veces debemos aceptar lo que tenemos a nuestro alcance. La mujer me entretenía.
—¿Tiene sangre fría, no?
—No soy un hombre caliente. —El hombre sonríe sin humor—. ¿Por qué estás interesado en Floriana?
Por encima de nosotros se oye un grito:
—¡Está por lograrlo! —Toby está de pie con las piernas separadas, y los tobillos hundidos en la arena—. Albert, vas a conseguirlo. —Sus manos ahuecadas amplifican las palabras—. ¡Sólo un poco más!
Albert se halla sólo a unos pocos metros de la cresta de la duna. Gatea por la parte final y más pronunciada de la cuesta, con los brazos y piernas moviéndose como una enorme araña. Avanza como un escarabajo frenético bajo el sol y comienza a perder pie.
—Por favor, Albert —dice Toby casi como una plegaria. Se retuerce las manos.
—¡Eso es! —grito—. Ya llegas, Albert.
Con un chillido desesperado, Albert cae. Va rebotando hacia atrás y salta duna abajo como un tentempié. Va empujando delante de él un derrumbe en miniatura. La arena se arremolina alrededor de nuestros tobillos.
—Torpe animal —dice Dieter.
—Niño, pobre niño —tararea Toby, quitándole a Albert la arena de los ojos.
Albert está llorando. Las lágrimas se forman en las esquinas de sus ojos y son rápidamente absorbidas por la arena.
—Casi lo había pagado todo —suspira—. Sólo unos meses más y era mío. Pagado.
Es al mismo tiempo cómico y patético. He presenciado sus precipitados balbuceos otras veces como para divertirme. Siento una simpatía abstracta.
—Debe tener mucho calor con ese tweed —dice Toby.
—¿Por qué no se lo sacamos? —sugiere Paula.
Toby no la escucha.
—Debe tener mucho calor.
Miro alrededor de mí buscando al anciano. Dieter nos ha dejado y está trepando con determinación hacia la cúspide. Frunzo la nariz. Dieter ha dejado tras de sí un fuerte olor a podrido. El olor de la carroña en el sol.
Recorro la playa, recogiendo trozos de cristales. Fragmentos verdes y ámbar se secan en mi palma. El lustre se opaca lentamente.
Playa abajo se ha depositado una niebla baja sobre el promontorio. La mañana aún es fría. El ruido de la marejada supera todo menos los gritos de las gaviotas. Las blancas aves vuelan en círculos bajos sobre un montículo en la arena mojada.
Al principio creo que es un animal ahogado devuelto por el agua. Me acerco rápidamente y me detengo. El vestido es a rayas rojas y azules; las olas han cubierto su cara con el dobladillo. Le regalé ese vestido en su cumpleaños pasado. Anoche lo llevaba puesto.
Me arrodillo y lentamente retiro el borde de su vestido. Sus ojos son cristales. Dejo caer la tela. Entonces voy gritando hacia la marejada pero no puedo escucharme.
Paula me besa la frente, me abraza contra su pecho, y repite una y otra vez:
—Está bien, estás soñando.
El encanto funciona. Gradualmente voy dejando de temblar y de llorar. En la base de mi cráneo siento como si alguien me agarrotara.
Los labios de Paula son fríos.
—¿Era lo mismo?
—Lo mismo.
—¿La conoces?
—Sí, no su nombre, pero la conozco. —El dolor comienza a convertirse en el constante latido de fondo. Pienso en la muchacha en la playa y siento pena. Pena y dolor, pero no culpa. Debería sentir culpa.
—Ya recordarás —dice Paula.
No digo nada, pero me pongo de pie. Me restregó las manos para calentármelas. Las noches son cortas pero tan frías como calientes son los días. No tenemos más protección que nuestras ropas. En las pocas ocasiones en que nos soportamos unos a otros, los cinco nos acurrucamos juntos para calentarnos.
—Voy a intentar alcanzar la cima —digo.
—¿Quieres que vaya contigo?
—Esto es un solo. — Cada uno de nosotros ha hecho muchos intentos. De otra forma nuestra única opción es dormir. Y dormir no significa descansar; sólo soñar.
He pasado casi una hora observando a Toby trenzarse su pelo negro. Es meticulosa, y se para y vuelve a hacer cada trenza al menos media docena de veces. Me siento tras ella y contemplo las formas del trenzado.
—¿No te aburre? —preguntó.
—Debe ser lo más cómico que alguien haya dicho desde que llegué aquí.
Dudo.
—¿Te molesta, no poder danzar?
Ella gira su cara hacia mí lentamente.
—Esto es una danza, en todo. La coreografía es incómoda. No lo que a mí me gusta hacer.
—¿Cómo la harías?
—En primer lugar, un final. Y comenzar de nuevo. Nuestro coreógrafo se atiene al ballet clásico. Lo odio. Es demasiado estructurado. Yo intentaría algo más contemporáneo.
Hago una de las preguntas que escasamente utilizamos.
—¿Dónde estabas antes de venir aquí?
—Salt Lake. Estaba abandonando la danza. Durante tres días había estado tirada en la cama en mi apartamiento mirando una foto de Lar Lubovich que tenían en la pared. Nunca podía ser tan buena. Por eso abandoné.
—¿Así de sencillo?
Deshace impaciente una trenza.
—Por supuesto que no. ¿Quieres un catálogo de los detalles sórdidos del fracaso? ¿Te gustaría una lista de los no-nombres que iba a ponerle a mi hijo abortado?
—Lo siento.
—Las dos palabras más inútiles.
Comencé a dar la vuelta. Lo siento de veras, y estoy confundido. Toby me toma por un codo.
—Escucha —dice—. Me equivoqué. No deberíamos herirnos unos a otros.
Pero lo que ella quiere decir queda en barbecho en mi mente por los próximos diez mil escalamientos.
ENSAYO ACERCA DE COMO ES ESTE LUGAR. El ensayo es encomendado a la memoria ya que no tengo ni pluma ni papel.
Puedo hablar acerca de las anomalías. Por ejemplo, aquí no existe nada para comer o beber. Somos continuamente torturados por el hambre y la sed. Sin embargo nuestros cuerpos sudan durante el día y pierden calorías temblando por la noche. No podemos morirnos de hambre.
Aquí existe la compulsión a trepar la duna. Muchas veces he intentado alejarme hacia los ángulos rectos buscando un camino directo hacia la cima. Cuento los metros con cuidado, y mis ojos buscan puntos de referencia. Inevitablemente mis cuentas se confunden y me descubro a mí mismo braceando como siempre hacia la cúspide de la duna. Trepamos y caemos, y este proceso se ha convertido en una constante.
Estas son las preguntas básicas: ¿Quién? ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Dónde? Las respuestas se nos escapan. Cada uno de nosotros parece tener una teoría favorita en lo que respecta al "cuándo".
Se ha sugerido el infierno. También el purgatorio. También hay especulaciones menos filosóficas. A Toby una vez le regalaron una tortuga para su cumpleaños. Se pregunta si tal vez hemos sido absorbidos por hiper-científicos de otro mundo y aprisionados en algo semejante a un terrario gigante.
Dieter se niega a creer en otra cosa que en un complot contra él de sus enemigos los tecnócratas.
Yo no puedo llegar a ninguna conclusión. Me gustaría creer que todo es un sueño. ¿Pero puede algún sueño durar tanto?
Es el momento; me desvío algunos pasos para evitar a Albert, que está chapaleando junto a su último castillo de arena. La arena está demasiado mojada para ser un buen material de construcción. Las torrecillas quedan bajas y romas.
—La mayor corporación de crédito en la ciudad de los negros —dice Albert, cubriendo con sus manos ahuecadas un minarete—. Sin tope en las tasas de interés. —Sacó las manos y la torre se derrumbó—. Dios me bendiga, y a todo el mundo.
Paula está sentada con las piernas cruzadas mirando a Albert. Reclina el mentón y me echa una mirada de esfinge cuando paso a su lado. Sacudo la cabeza y sonrío.
Dieter está en posición de descanso militar y con una mano protege sus ojos del sol. Lo saludo con la cabeza; gruñe.
Más allá de Dieter, Toby acostada sobre su estómago, resoplando. Se levanta sobre los codos y sacude la cabeza. De su pelo sale arena.
—Más cerca —dice—, un poquito más... creo.
—Bien —digo—. Alguno de nosotros lo logrará hoy. — He dicho esto muchas veces y todavía lo creo.
La cuesta se empina rápida, casi geométricamente. Una vez, hace años, esquiaba en Sun Valley. Una semana falló la corriente eléctrica para los elevadores. Aprendí a hacer punto de espiga por las colinas. Ahora utilizo la misma técnica... es el único momento en que estoy contento de medir once pies. Los pies separados sesenta grados, los talones hacia adentro, los dedos de los pies hacia afuera. Un pie adelante, otro después. Clavar los bordes de los pies en la arena. Uno y luego el otro.
Repetir.
Un día mi inevitable caída trae consigo una revelación. La respuesta es tan simple que no se puede creer. Me admiro de mi estupidez.
El montículo que fue el castillo de arena de Albert detiene por fin mi caída.
Toby me ayuda a levantarme. La tomo de los hombros y la hago girar. Sus trenzas vuelan rectas.
—Tengo la respuesta —susurro—. Vamos a llegar a la cima.
—¿Trabajar juntos? —dice Dieter—. Nos anonadas con tu simplicidad.
—Yo lo intentaré —dice Toby—. ¿Por qué no?
Los ojos de Paula atrapan la luz del sol y son insondables.
—Funcionará —dice con calma.
—¿Albert?
Albert está construyendo de nuevo un castillo de arena.
Paula camina hacia él y le toca el hombro. El retrocede. La mira, con el rostro contraído.
—Anoche soñé. ¡Tú eres un dios salvaje! Tú...—Sus gritos compiten con el viento.
El sonido chato de la bofetada no tuvo eco. Paula quitó su mano lentamente y Albert se inclinó hacia adelante desde la cintura. Su frente descansa sobre la torre del castillo y comienza a llorar.
—Albert nos ayudará —dice Paula.
—Pero yo no. —La voz de Dieter es seca y sin inflexiones—. No veo razón alguna para hacerlo.
—Si cooperamos —digo—, podemos alcanzar el borde de la duna. Descubriremos hacia qué nos ha llevado nuestra compulsión.
—Entonces cooperarán ustedes cuatro. Yo no tengo ningún deseo de ver lo que hay más allá de la cresta.
—Es imposible —respondo—. Mi plan requiere cinco.
—No. —Dieter levanta el rifle automático y apunta con la boca hacia mi pecho.
—Dieter... —Paula camina lentamente hacia él. Me muevo para detenerla pero ella me envía de vuelta. El anciano hace girar su fusil para apuntarla.
—No te acerques más, Paula. No sé si este fusil puede matarte, pero lo intentaré.
La muchacha lo enfrenta a través de un metro de arena.
—No puede dispararme, Dieter, pero la culpa no será del fusil. Usted es incapaz de matar frente a frente.
La cara de Dieter se endurece.
—¿Cuántos exterminó según la acusación? ¿Cuatrocientos mil? ¿Medio millón? Los mataba con una pluma, con requisitorias y directivas. Usted nunca vio un sólo cadáver.
—Te mataré —dice—. Ya basta.
—Me encanta su destello de ira —dice Paula—. Es un reflejo de su sangre gitana.
—Qué... —Dieter palidece hasta los huesos y retrocede unos pasos—. Mientes...
—Mírenos, Dieter. Todos nosotros, mestizos. Todos. ¿Nunca le contó su abuela la increíble noche que pasó una vez en un vagón alegremente pintado en las afueras de Ingolstadt?
Dieter parece atontado. Paula continúa hablándole mientras el resto de nosotros mira y escucha. Ella habla y el anciano se derrumba bajo la destrucción sutilmente erosiva que sólo una mujer puede provocar.
Finalmente Paula se detiene y comienza a dar la vuelta. Hace una pausa.
—Algo más, Dieter. ¿Recuerda el Club Roca y la mujer llamada Floriana?
Dieter asiente lentamente.
—¿Sabía que Floriana estaba preñada? ¿Sabía cuánto rezó junto al Cristo de la montaña? ¿Cómo caminó desmañada, dudando, hacia la casa del partero en el séptimo mes?
El hombre mira la arena como un niño pequeño.
—Al fin sus amigos la dejaron allí sobre la mesa. Estaba tan ensangrentada como la carcasa de un perro asesinado en el mercado. Pero el bebé vivió.
Dieter gime.
—Yo viví, Dieter.
El anciano cae dé rodillas y se mueve atrás y adelante.
Tomo el fusil de sus dedos que ya no oponen resistencia y retiro el cargador. No hay balas.
La playa es la misma, excepto por la niebla que se viene acercando desde el promontorio. Las olas aún retumban. Las gaviotas todavía se zambullen y chillan.
Me inclino sobre la mujer ahogada y examino su rostro. La carne está azulada, mojada y fría.
Se introdujo en la marejada en algún momento de la noche, echando una última mirada a las estrellas. Entonces se acostó y dejó que las olas la cubrieran. Deliberadamente tragó agua y sintió pánico sólo en el momento insoportable de la asfixia.
¿Por qué se quitó la vida?
Esta es una pregunta que no puedo enfrentar y entonces me despierto, transpirando a pesar del frío de la noche y tomando aliento.
Como lo hace con frecuencia, Paula me sostiene estrechamente. Mi mejilla encaja justo en la curva de su cuello.
—¿Era lo mismo? —dice.
—Lo mismo, y más. Ahora sé que cometió suicidio.
—¿Y sabes por qué?
—No. No quiero saber.
Paula me alisa el pelo y masajea con suavidad los músculos endurecidos de mi nuca.
—Sospecho de tí —digo—. Me pregunto si eres jugador o peón. No eres igual al resto de nosotros.
—¿Tiene mucha importancia para ti? —No hay ningún cambio en la presión de sus dedos.
Lo pienso.
—No —digo por fin—. No tiene. No en tanto alcancemos la cúspide mañana. —Hago una pausa deliberada—. ¿Intentarás detenernos?
—No —dice, y es un suspiro—. No, no lo intentaré. — Un momento después pronuncia dos palabras, casi demasiado bajito como para oírlas—. Ojalá pudiera.
He explicado el plan a todo el mundo. En diversos grados todos debieran comprender y obedecer. Pero soy optimista.
—Es un día estupendo para trepar —dice Dieter. Reímos respetuosamente; todos los días han sido estupendos para trepar.
Se acaban las conversaciones y risas incómodas.
Levanto el rifle automático y comenzamos a andar hacia la cima. El sol todavía está detrás de nosotros y nuestras sombras se alargan hacia adelante. El ascenso ahora parece de algún modo más fácil; cuando nos apiñamos en un nudo unos doce metros por debajo de la cima a ninguno le falta el aliento. Pienso que todos estamos en buen estado físico.
—Primer paso —digo. El rifle es nuestra única herramienta. Lo voy llevando hacia arriba hasta que comienzo a deslizarme. Apunto con la boca del cañón hacia abajo y lo hundo en la arena. Haciendo peso con las dos manos se hunde un poco más. Hago girar el rifle como un barreno. Pero no queda enterrada ni la mitad. Me levanto, la espalda tiesa—. No funcionará.
Se mueve una sombra y Albert se detiene junto a mí. Sin una palabra se inclina sobre el mango de madera y comienza a golpear con el talón de la mano. Golpes poderosos, de herrero. Albert permanece en silencio, incluso cuando oímos que los huesos pequeños de su mano hacen ruido al partirse.
—Ya está bien, detente.
Albert retira una mano ensangrentada. El fusil está enterrado firme. Unas cuatro pulgadas de mango sobresalen sobre la arena.
—Paso dos. —¡Rápido! Rápido, aunque no hay límite de tiempo.
Albert es el primero y el más fuerte. Acostado sobre la ladera, se sostiene con un pie en el mango del fusil. Yo soy el siguiente, trepando junto a Albert, permitiéndole que me ayude con su mano sana. Entonces estoy con mi cara contra la duna, los pies sobre los hombros de Albert.
El tercero es Dieter; luego Paula; por fin Toby. Por algún milagro, nuestra torre humana ha quedado formada en el primer intento. Y a pesar de las patadas y pellizcos accidentales. El peso combinado es increíble; apenas puedo creer lo que debe ser para Albert.
—¡Toby! —llamo—. ¿Cómo estás de cerca?
—Mucho. Apenas falta un metro. Trato de alcanzar algo pero no hay nada de qué agarrarse.
Dieter gruñe, sus piernas tiemblan por el esfuerzo; siento la vibración en mis hombros. No creo que Dieter pueda soportar esto demasiado tiempo. Entonces siento que el cuerpo de Albert se retuerce debajo.
—¡Vamos, Toby, salta! ¡Maldita sea, salta!
Nuestros cuerpos caen como espantapájaros. Doy una mirada rápida hacia la cima y veo una pierna vestida de negro que desaparece.
—¡Lo logró! —Grito mientras rodamos y nos deslizamos duna abajo, semienterrados en la arena caliente.
Los vientos chillan una coda, creo.
Contemplamos inmóviles hacia la cresta de la duna, esperando. Esperamos en vano un grito, una señal de descubrimiento, una reacción.
—Un dios salvaje y extraño —dice Albert. Se abraza a sí mismo y rompe en risitas agudas.
—Cállate, mono negro —dice Dieter.
—¿Dónde está ella? —digo yo—. Debe haber encontrado algo.
Paula se da vuelta lentamente y mira por encima de mi hombro. Sigo sus ojos. Una figura humana se esfuerza hacia nosotros desde el pie de la duna.
—Oh, Dios... —suspiro. Siento que la arena se desliza bajo mis pies.
Paula me toca la mejilla y me reclino en ella. No dice nada, pero su rostro revela una infinita y apesadumbrada compasión. Sus ojos arden como el sol. Cuando ya no puedo soportar su calor me doy vuelta...
Y contemplo a Toby en la arena haciendo esfuerzos por trepar hacia nosotros.