DEAN DEVLIN
ROLAND EMMERICH
STEPHEN MOLSTAD
INDEPENDENCE DAY
— oOo —
Título original: Independence Day
© 1996 by Twentieth Century Fox Film Corporation
© de la traducción: Mercé Diago
© Ediciones B, S.A. 1996
ISBN:84-406-6779-5
El Mar de la Tranquilidad era una tierra en silencio, misteriosa y baldía, una tumba abierta de cenizas y piedra en forma de cráter. Había dos pares de pisadas, tan recientes como la llegada a aquellos parajes, en el terreno arenoso y gris que rodeaba el punto de aterrizaje. La silueta curva de una Tierra brillante se alzaba en el cielo por el horizonte, subrayando el claro contraste entre el luminoso color azul de sus océanos y los valles apagados. Los jalones del sensor de un sismómetro, una caja cuadrada capaz de detectar a ochenta kilómetros de distancia la caída de un meteoro del tamaño de un guisante, estaban anclados en la superficie lunar. En el extremo del campamento, una bandera estadounidense se mecía con orgullo al ritmo de una brisa inexistente. Los escombros cubrían el terreno: experimentos científicos y las cajas que los habían albergado, las bolsas de plástico sin estrenar utilizadas para recoger muestras de tierra y un puñado de baratijas conmemorativas. Todos estos restos, desperdigados por una zona del tamaño del cuadro interior de un campo de béisbol, eran el recuerdo dejado por los astronautas del Apollo XI, los primeros humanos que pisaron la Luna. A su marcha se deshicieron de todo lo que consideraron prescindible para la vuelta a casa. Armstrong y Aldrin dieron un salto gigantesco para la humanidad pero dejaron una tonelada de basura en la superficie lunar.
Sus antiguas pisadas daban quince pasos hacia el horizonte en todas direcciones antes de volver al centro del campamento. Vistas desde lo alto, formaban un cerco en la arena similar al de una gran margarita deforme. En el centro de dicha flor brillaba la plataforma de alunizaje, una estructura cuatropea formada por tubos y metal dorado que parecía un módulo de juegos en un patio abandonado a toda prisa. Desamparado en un mar de silencio, aquel lugar traía recuerdos espeluznantes de un picnic que hubiera finalizado brusca y terroríficamente, como si los visitantes no hubieran tenido tiempo de recoger sus pertenencias. Como si sólo hubieran podido dar media vuelta y huir. Nada se había movido en los años transcurridos desde la marcha de los terrícolas, ni un solo grano de arena.
Pero algo estaba cambiando. Gradualmente, una agitación casi imperceptible empezó a apoderarse de la zona. Durante varias horas no fue más que el aleteo de una mariposa a metros de distancia. Pero iba creciendo, continua e inexorablemente hasta convertirse en un temblor. Las agujas eléctricas del interior del sismómetro recobraron vida. Los sensores de la máquina se despertaron bruscamente y empezaron a lanzar avisos a los científicos de la Tierra. No obstante, las temperaturas extremas de la Luna habían dejado inservible el transmisor de radio a los pocos días de su instalación. Al igual que un vigilante nocturno mudo, aquel pequeño dispositivo luchaba desesperadamente por hacer sonar la alarma a medida que aumentaba el estruendo. Un solo grano de arena cayó del borde de una pisada y los demás no tardaron en seguirle. Cuando el temblor se convirtió en profundo retumbo, el alambre rígido cosido en la costura inferior de la bandera estadounidense empezó a balancearse a un lado y a otro. Las pisadas comenzaron a desdibujarse y a desaparecer en la arena vibrante.
Entonces una enorme sombra se movió en el cielo. Pasó justamente por encima y eclipsó el sol y sumió a todo el cráter en una oscuridad anormal. El terremoto lunar se tornó más intenso con la cercanía de aquel objeto. Fuera lo que fuese, su envergadura era tal que no podía provenir de la Tierra.
Las tierras rocosas del desierto de Nuevo México llegaban a resultar tan extrañas e inhóspitas como la Luna. En una noche de luna llena era uno de los lugares más silenciosos del planeta: mil seiscientos kilómetros de tierras rojizas con colinas como de barro recién cocido. A la una de la mañana del 2 de julio, varias liebres y lagartos, atraídos por el calor de la calzada, se alineaban en una estrecha franja de asfalto. Al pie de las colinas de aquel valle surgía una carretera polvorienta que desembocaba en la principal. El único movimiento perceptible procedía de la increíble profusión de insectos de miles de especies que se habían adaptado a tan hostil entorno.
Cerca de la cima de ciertas colinas a las que ascendía la carretera polvorienta había un letrero de madera medio escondido por la artemisa en el que se leía: «ADMINISTRACIÓN NACIONAL DE AERONÁUTICA Y DEL ESPACIO, SETI.» Aquellos que seguían la carretera, con o sin permiso, hasta el punto más alto eran recompensados con una vista espectacular. Al otro lado había dos docenas de enormes antenas de más de treinta metros de diámetro. Estas semiesferas gigantescas, pintadas de blanco y fabricadas con piezas curvadas de acero de gran precisión, dominaban un valle largo y angosto. Como había luna nueva, la única luz que recibían era el brillo rojizo de los faros colocados en las varillas colectoras suspendidas sobre el centro de cada antena. La función de los faros era evitar que los aviones con pilotos curiosos o extraviados chocaran contra las instalaciones y quedasen atrapados en las varillas de acero, como moscas apresadas en una telaraña.
El programa SETI (Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre) era un proyecto científico dirigido por la NASA y financiado por el Gobierno. La base de su investigación eran los radiotelescopios gigantes. Lejos de la contaminación atmosférica que envolvía las ciudades, los científicos habían construido este puesto de escucha de más de un kilómetro de ancho para encontrar pistas que ayudaran a resolver un enigma casi tan antiguo como la imaginación humana: ¿Estamos solos en el universo?
Los telescopios captaban el sonido emitido por mil millones de estrellas, quásares, y agujeros negros, sonidos que no sólo resultaban prácticamente inapreciables sino que eran abrumadoramente antiguos. A la velocidad de la luz, las emisiones radioeléctricas desde el Sol tardan ocho minutos en llegar a la Tierra, mientras que las que proceden de la siguiente estrella más cercana tardan más de cuatro años. Gran parte del sonido cósmico que llegaba a las antenas tenía varios millones de años de antigüedad y una intensidad de señal inferior a la cuatrillonésima parte de un vatio. La suma de toda la energía radioeléctrica recibida en la Tierra era menor que la de un copo de nieve al tocar el suelo. Aun así, estos gigantescos oídos de acero invertidos eran tan sumamente sensibles que dibujaban imágenes en color pormenorizadas de objetos demasiado débiles y distantes para ser percibidos por telescopios ópticos. Giraban lentamente bajo el claro de luna como un campo de flores robóticas abriendo sus pétalos a la tenue luz de la luna.
El observatorio de alta tecnología, una pequeña casa de rancho prefabricada, quedaba casi oculto entre estos gigantes. Los telescopios recibían cantidades ingentes de datos que, al instante, entraban en la casa a través de los cables de fibra óptica y eran divididos, clasificados y analizados por la estación de procesamiento de señales más avanzada del mundo. Toda esta magia tecnológica funcionaba gracias a un ordenador central que controlaba la totalidad del sistema, lo que implicaba que tipos como Richard Yamuro tenían muy poco que hacer.
Richard era un astrónomo que se había hecho famoso por sus estudios sobre el fenómeno del «desplazamiento hacia el rojo» asociado con los quásares. Seis meses después de acabar la carrera, consiguió una plaza en la prestigiosa Universidad de Bolonia, en el norte de Italia. Cuando el SETI recurrió a él dos años más tarde para ofrecerle un puesto de trabajo, no dudó en cambiar su ostentoso apartamento en el centro por una pequeña cabaña en las áridas y solitarias tierras de Nuevo México.
A comienzos de los años sesenta, un puñado de «astrónomos chalados», entre los que se encontraban algunos de los mejores científicos del mundo, fundó el SETI. Su idea no podía ser más sencilla: la radio es una tecnología básica: si enviar es fácil, recibir lo es todavía más. Sus ondas viajan a la velocidad de la luz y penetran fácilmente en planetas, galaxias y nubes de gas sin pérdidas significativas de intensidad. Según estos científicos, si una civilización avanzada intentara comunicarse con nosotros, nunca conseguiría cruzar las distancias infinitas del universo. La única forma realista de entablar comunicación con la Tierra sería enviando un mensaje por radio. Después de años de presión en el Congreso, el SETI obtuvo los fondos necesarios para explorar los cielos del hemisferio norte durante diez años. Bajo los auspicios de la NASA, el reducido personal había abierto dos instalaciones más, una en Hawai y la otra en Puerto Rico. Si había vida inteligente en el universo, el grupito de astrónomos del SETI era el que tenía más posibilidades de descubrirlo.
A Richard le había tocado el turno nocturno de observación que, en la mayoría de trabajos, se considera el peor. Sin embargo, era el turno más solicitado por los científicos que trabajaban en Nuevo México. A las cuatro de la mañana, el científico de guardia podía deshabilitar el sistema de rastreo y utilizar uno de los telescopios más grandes para sus proyectos personales. Así pues, a Richard le faltaban dos horas para tener algo interesante que hacer, por lo que decidió perfeccionar su estilo de golf. Con una rodilla en el suelo, se imaginó alineando un putt para birdie en el green del dieciocho de Pebble Beach.
—Todo el torneo se reduce a este último lanzamiento —murmuró como un comentarista de la televisión—. Yamuro se ha quedado a seis metros del hoyo. Eso no debería resultar difícil para un golfista de su categoría, pero tendrá que dar un golpe corto en la peor parte del recorrido, el tramo de campo más irregular, llamado «el camino».
»Tienes toda la razón, Bob —susurró, como si fuera otro comentarista—, ese golpe es casi imposible. Ahora Yamuro tiene toda la presión encima. Se encuentra ante una situación crucial, pero ha superado otras similares cientos de veces. Si alguien puede hacerlo, es él.
En el extremo más alejado de una sala repleta de caros dispositivos electrónicos había colocado un vaso de papel arrugado de lado. El golfista se puso en pie y practicó una serie de swings mientras la gran cantidad de público imaginario lo observaba en un silencio absoluto. Entonces levantó la mirada para recrear la escena. Echó un vistazo a la máquina alargada y estrecha bautizada como «Verdumatic» por su capacidad para cortar en rodajas y a dados el sonido aleatorio del universo y convertirlo en bocados digeribles por ordenador. En su lugar, él veía a su familia mordiéndose las uñas por la tensión acumulada. Su madre, con una expresión solemne en el rostro, asentía con la cabeza para demostrarle que confiaba en sus capacidades de anotar el tanto, y llenar de gloria el nombre de los Yamuro. El golfista se volvió y contempló un rostro que le resultaba familiar.
—Cari —dijo solemnemente a una foto firmada del conocido astrónomo Cari Sagan que colgaba de la pared—, voy a necesitar tu ayuda en este golpe, amigo.
Por fin, Yamuro se acercó a la bola, echó el palo hacia atrás y, acto seguido, con un golpe seco y seguro, mandó la bola hacia el hoyo. Se deslizó con irregularidad por los fragmentos gastados de la moqueta de la oficina hasta llegar al vaso de papel y tocar el borde antes de rodar a un lado. ¡Había fallado el golpe! El golfista se desplomó en el suelo, agonizante. Se había decepcionado a sí mismo, a todos sus fans y, lo peor de todo, a su madre. Cuando estaba de rodillas, apretándose el pecho e intentando encontrar palabras para expresar su dolor, sonó el teléfono rojo.
Al científico de guardia le dio un vuelco el corazón. El teléfono rojo no era una línea externa, procedía directamente del ordenador central y significaba que los monitores habían recogido alguna señal extraña. Yamuro dejó el palo en el suelo, descolgó el auricular y escuchó con atención la voz metálica del ordenador leyendo una retahíla de coordenadas. En el tablero de control principal empezaron a encenderse una gran cantidad de luces rojas intermitentes.
—No me lo puedo creer —dijo entre dientes al tiempo que anotaba la hora, la frecuencia y las coordenadas de posición de la perturbación en un bloc de papel. Cuando sonaba el teléfono rojo, algo que sucedía raras veces, significaba que los ordenadores de la sala contigua, los que clasificaban los miles de millones de canales de ráfagas de sonido espacial agudo y aleatorio, habían detectado algo anormal, algo que seguía una pauta determinada. No sin cierta aprensión y con el corazón cada vez más acelerado, Yamuro se sentó rápidamente en la silla del cuadro de mandos principal y cogió los auriculares. Se los colocó en los oídos y escuchó pero no le pareció oír nada especial, sólo el silbido y la crepitación habituales del universo. En esas circunstancias, el protocolo le exigía que avisara a los demás científicos, algunos de los cuales dormían en las cabañas repartidas por las instalaciones. Pero antes de pasar a formar parte del Club de la Falsa Alarma del SETI, Yamuro quería asegurarse bien. Probablemente se trataba de un nuevo satélite de espionaje o de un piloto extraviado pidiendo ayuda. Tecleó algunos números con decisión y asumió el control de la antena número uno. Al leer los datos de entrada, el telescopio volvió a la posición exacta en la que estaba al inicio de la perturbación.
Entonces lo oyó. El sonido le hizo recostarse de golpe en el respaldo de la silla con los ojos abiertos como platos. Por encima del chisporroteo y borboteo habituales, oyó una progresión tonal con toda claridad. El sonido resonante oscilaba arriba y abajo en el interior de una ventana de frecuencia llamada «banda de hidrógeno». Sonaba casi como un instrumento, musical, como una especie de cruce entre un flautín y una sirena de niebla, y remotamente como un órgano de iglesia muy desafinado. Era un sonido totalmente nuevo para él y enseguida se percató de que era una señal. Cogió el telefonillo y, poco a poco, algo parecido a una sonrisa de sorpresa se dibujó en sus labios.
Al cabo de diez minutos, en la pequeña sala de control parecía que se celebraba la fiesta del pijama tecnológico: astrónomos somnolientos con bata y zapatillas arremolinados en torno a la consola principal, pasándose los auriculares y hablando todos a la vez. Cuando Beulah Shore, la científico jefe de proyecto del SETI, apareció dando traspiés en la oscuridad, sus compañeros ya estaban convencidos de que habían entrado en contacto con una cultura alienígena.
—Esta vez va en serio, Beul —le dijo Yamuro.
Shore lo observó dubitativa y se desplomó en una silla bajo un póster que rezaba: «CREO EN LOS HOMBRECILLOS VERDES», que ella misma había colgado.
—Espero que no se trate de uno de esos dichosos trabajitos de espionaje de los rusos —refunfuñó mientras se colocaba los auriculares y escuchaba sin cambio de expresión aparente. En aquellos momentos le estaban pasando dos cosas por la cabeza: «¡No hay duda!» «¡Lo hemos conseguido!» No había posibilidades de confundir el lento aumento y descenso del tono con algo accidental. Pero, al mismo tiempo, su formación científica y la necesidad de proteger el proyecto la obligaban a albergar un cierto escepticismo aunque oía los murmullos de emoción de sus compañeros. No obstante, ya había presenciado anteriormente la terrible decepción que se sufría después de una falsa alarma.
«Interesante —comentó con cara inexpresiva—, pero no nos precipitemos, chicos. Quiero ejecutar una trayectoria de fuente. Doug, llama a Arecibo y pásales los números.
Arecibo era un valle costero apartado en el este de Puerto Rico que contaba con el mayor radiotelescopio del mundo, de mil metros de diámetro. En cinco minutos, los astrónomos del lugar habían abandonado sus experimentos y girado su gran antena de acuerdo con las coordenadas señaladas. Por otra línea telefónica, los módems de alta velocidad transmitían los datos recibidos de forma instantánea. A medida que llegaban los resultados del telescopio de Arecibo, los científicos, cuyo comportamiento solía ser ejemplar, se daban codazos para ser los primeros en ver el informe que iba escupiendo la máquina.
—Tiene que haber alguna equivocación—afirmó un científico, sorprendido y un tanto asustado.
Yamuro arrancó la página de la impresora y se volvió hacia Beulah.
—Según estos cálculos, la fuente está a trescientos ochenta y cinco kilómetros —dijo aturdido. Acto seguido añadió lo que ya sabían todos los que se encontraban en la abarrotada sala—. Eso quiere decir que procede de la Luna.
Shore se acercó a la única ventana de la sala, descorrió la cortina un poco y escudriñó la luna creciente.
—Parece que vamos a tener visita —concluyó—. Pero podían haber avisado antes —añadió después de un momento de reflexión.
Situado justo enfrente de la Casa Blanca al otro lado del río Potomac, el Pentágono era el edificio de oficinas más grande del mundo. Aquella estructura pentagonal era el centro de la burocracia de más alto nivel de las Fuerzas Armadas de EE.UU. y estaba organizada como una pequeña ciudad. Incluso dos horas antes del amanecer, cuando el personal se reducía a los pocos miles de almas encargados del turno nocturno, era un lugar bullicioso. Un regimiento de camiones se alineaba cerca de los embarcaderos del edificio para hacer todo tipo de entregas, desde documentos secretos a provisiones para el restaurante, al tiempo que docenas de camiones de la basura recogían la montaña de residuos del día anterior.
Un sedán Ford último modelo sin identificación se dirigía al edificio a ciento diez kilómetros por hora, por el estacionamiento sur. Un segundo antes de que chocara contra una pared, patinó y coleó a la perfección hasta quedar encajado en el espacio más cercano a las puertas delanteras.
Pocos segundos después, el general William M. Grey, comandante en jefe de la Comandancia espacial de EE.UU. y responsable de la Junta de Jefes de Estado Mayor, subió las escaleras que conducían al vestíbulo. Las tapetas metálicas de la suela de sus zapatos emitían un ritmo enfurecido en contacto con las baldosas del suelo. Tres cuartos de hora antes estaba profundamente dormido, cuando sonó el teléfono. Sin embargo, aquel robusto sesentón llegó a la oficina con un aspecto impecable de la cabeza a los pies, digno de sus cinco estrellas de general. Su comandante de Estado Mayor, el coronel y científico Ray Castillo, se reunió con él sin que éste aminorara la marcha. El joven y larguirucho oficial siguió a su ceñudo jefe hasta los ascensores y abrió las puertas introduciendo rápidamente su tarjeta de identificación. Éstas se abrieron sin preámbulos y los dos hombres pasaron al interior. En cuanto se hubieron cerrado las puertas, los hombres sabían que podían hablar tranquilos.
—¿Quién más lo sabe? —inquirió el general.
—Los del SETI de Nuevo México han llamado hace aproximadamente una hora. Recogieron una señal radioeléctrica cerca de la una de la mañana. Lo que sea emite una señal repetitiva, que estamos intentando interpretar —respondió Castillo nervioso, esforzándose por sonar profesional. Era consciente de lo poco que Grey toleraba el trabajo chapucero.
—¿Han llamado a alguien más? ¿A la prensa?
—Han acordado no decir nada por ahora. Temen perder credibilidad si se precipitan en anunciar algo, así que van a llevar a cabo pruebas adicionales.
—Bueno, ¿y de qué se trata? ¿Lo saben?
El coronel Castillo negó con la cabeza y sonrió.
—No, señor, no tienen ni idea, están más confundidos que nosotros.
Grey movió la cabeza y dedicó una mueca de desaprobación a su ayudante. A los hombres y mujeres que trabajaban para la Comandancia espacial de EE.UU., departamento autónomo de las Fuerzas Aéreas, no les estaba permitido estar confusos sobre nada, como mínimo mientras Grey fuera el jefe. Su trabajo consistía en tener respuestas para todo. Castillo también hizo una mueca y observó la pila de papeles que llevaba. —Disculpe, señor.
Las puertas se abrieron a un pasillo blanco y pulcro del sótano. Castillo tomó la delantera y atravesó una gruesa puerta. Él y el general se introdujeron en una sala subterránea destinada a la preparación de estrategias. Era lujosa y tenía un cierto aspecto cavernoso y estaba dominada por una gran pantalla con un mapa informatizado. Dicha sala, diseñada y construida a finales de los años setenta, era un amplio espacio oval cuya zona de trabajo principal, sesenta consolas de radar, se encontraba a un metro por debajo de un pasaje con un perímetro de trescientos sesenta grados. En aquel subterráneo, había más de treinta personas especializadas en las tareas de más alta seguridad controlando todo aquello que surcara los cielos: los satélites, las misiones de reconocimiento, todos los aviones de pasajeros, y las misiones de los transbordadores espaciales en cada una de sus fases. Además, una red de satélites dedicada exclusivamente a labores de supervisión vigilaba cada uno de los miles de silos conocidos para misiles nucleares en todo el mundo. Con su gruesa moqueta y los vistosos murales de vuelos espaciales en la pared, a Grey siempre le recordaba a «una maldita biblioteca», como la había llamado en más de una ocasión.
—Eche un vistazo a estos monitores —instó Castillo, señalando una hilera de televisores convencionales que transmitían noticias de distintas cadenas de todo el mundo. Cada ciertos segundos, la imagen se distorsionaba de una forma diferente a lo que había visto hasta entonces.
»La recepción vía satélite se ha deteriorado. Todas las recepciones vía satélite, incluidas las nuestras. Pero hemos podido conseguir estas imágenes.
Se encaminó a una mesa de cristal cercana iluminada desde abajo y mostró a Grey una gran transparencia fotográfica obtenida con una cámara de infrarrojos. En ella aparecía un objeto poco definido similar a un orbe en un fondo de estrellas. La calidad de imagen no resultaba lo suficientemente buena como para que el general pudiera llegar a alguna conclusión. Varios miembros del personal de la Comandancia espacial se arremolinaron en torno a aquella mesa. Grey, el único del grupo que no era científico, no iba a empezar a plantear preguntas estúpidas. Así pues, lanzó una mirada furiosa a la imagen borrosa antes de comunicarles su opinión.
—Parece una cagarruta.
Castillo estuvo a punto de soltar una carcajada pero se percató de que su jefe no intentaba hacerse el gracioso. Prosiguió con la explicación colocando otra foto, también tipo cagarruta, del objeto.
—Estimamos que este objeto tiene un diámetro de más de quinientos cincuenta kilómetros —informó—, y una masa igual aproximadamente a una cuarta parte de la de la Luna.
—Virgen Santa... —A Grey no le gustaba cómo sonaba aquello—. ¿Qué creéis que es? ¿Un meteoro, quizá?
Todos los oficiales intercambiaron miradas. Quedaba claro que a Grey no le habían informado plenamente de la naturaleza del objeto que estaban observando.
—No, señor —se atrevió a decir uno de los oficiales—, es imposible que sea un meteoro.
—¿Cómo lo sabes?
—Pues por una razón, señor, está aminorando la velocidad. Lleva haciéndolo desde que lo divisamos por primera vez.
La expresión amenazadora característica de Grey se convirtió en una mueca de perplejidad cuando empezó a darse cuenta de las implicaciones de lo que le decían. Si reducía la velocidad quería decir que el objeto estaba controlado, pilotado.
Sin dudarlo un solo momento, se acercó al teléfono más cercano y llamó al secretario de Defensa a su casa. Cuando su esposa le comunicó que estaba durmiendo, Grey no se anduvo por las ramas.
—¡Pues despiértelo! ¡Se trata de una emergencia!
Thomas Whitmore, de cuarenta y ocho años, era una de las primeras personas en levantarse en una ciudad de madrugadores. Se encontraba encima de la cama con el pijama todavía puesto ojeando una pila de periódicos por encima de sus lentes bifocales. La noche en el distrito de Columbia era sofocante y bochornosa; ni siquiera con el aire acondicionado puesto se sentía a gusto para volver a dormirse. El teléfono sonó un poco después de las cuatro. Sin levantar la mirada de un artículo sobre la política de navegación internacional, alargó la mano hasta la mesita de noche, descolgó el auricular y esperó a oír la voz de quien llamaba.
—Hola, guapo —susurró una voz femenina por el teléfono.
Entonces prestó atención. Al reconocer la voz, Whitmore dejó el periódico a un lado.
—Vaya, vaya. No esperaba que me llamaras esta noche. Pensaba que ya estarías durmiendo. ¿En qué puedo servirte? —sonrió.
—Háblame mientras me desvisto —respondió ella.
—Creo que en eso podré servirte —dijo Whitmore arqueando una ceja. No recibía peticiones como ésa cada día. Echó un vistazo alrededor del magnífico dormitorio para asegurarse de que estaba solo, a excepción del pequeño cuerpo oculto por las sábanas al otro lado de la cama. Consultó el reloj de pared—. Aquí son más de las cuatro de la mañana. ¿Ahora llegas?
—Sí.
—No parecía muy contenta.
—Debes de tener ganas de estrangularme.
—La verdad es que se me ha pasado por la cabeza.
—Cariño, las leyes federales prohíben expresamente cualquier intento de infligirme daños corporales —le informó—. ¿Cómo es que ha acabado tan tarde?
—La fiesta era en Malibú y han cerrado la autopista del Pacífico. Las olas se estrellaban contra la carretera. Suponen que ha habido un terremoto en alta mar. De todas formas...
—¿ Y qué ha dicho Howard? —preguntó Whitmore inquieto. La había mandado a Los Angeles en una misión no demasiado secreta destinada a conseguir que Howard Story, un ejecutivo millonario de la industria del espectáculo con experiencia en Wall Street, se uniera a su campaña.
—Ha aceptado —le informó ella.
—¡Excelente! Marilyn, eres increíble. Gracias. Nunca volveré a pedirte que hagas una cosa así.
—Mentiroso —le espetó con una sonrisa. Una de las cosas que a Marilyn más le agradaban de su marido era lo mal que se le daba mentir. Apagó la luz de la habitación del hotel y se introdujo en la cama. Odiaba a aquella gente tan pretenciosa de Hollywood y sus lujosas fiestas al aire libre. Todos intentaban impresionar a los demás jactándose de su círculo de amigos selectos y hablando de los grandes proyectos que tenían en perspectiva. Hubiera preferido quedarse en la «casa» descalza y con sus vaqueros.
—En ese caso tengo que confesarte algo —dijo Whitmore—. Estoy en la cama con una preciosa jovencita morena. —Mientras pronunciaba estas palabras, el pequeño cuerpo del otro extremo de la cama se revolvió ligeramente, consciente en cierto modo de que hablaban de ella. Whitmore retiró la sábana para observar el rostro adormecido de su hija de seis años, Patricia, que había adornado la almohada con los restos de su saliva.
—Tom, espero que no hayas vuelto a dejarla ver la tele hasta las tantas.
—Sólo hasta hace un rato —confesó su marido.
Patricia percibió algo en la voz de su padre y, sin abrir los ojos, levantó la cabeza de la almohada.
—¿Es mamá?
—¡Vaya! ¡Se ha despertado! —exclamó Whitmore por el teléfono—, y me parece que quiere hablar contigo. ¿A qué hora vas a coger el avión de vuelta?
—Mañana después de comer.
—Perfecto. Llámame desde el avión si puedes. Te quiero. Bueno, te dejo con la pequeña.
Le pasó el teléfono a su hija y buscó el mando a distancia de la televisión. Encendió el aparato y pasó de un canal a otro hasta que encontró un debate político en el que un grupo de «expertos» pontificaba sobre el tema. A intervalos muy frecuentes, la pantalla se dividía en barras verticales que luego se desplazaban hacia un lado. Aunque resultaban un tanto molestas, no le impedían escuchar el tira y afloja de los participantes.
—Lo dije durante la campaña y lo sigo diciendo —declaró un hombre calvo con tirantes—, el equipo de asesores que el presidente empleó durante la Guerra del Golfo no se parece en nada al tipo de políticos astutos y experimentados necesarios para sobrevivir en Washington. Después de una breve luna de miel con el Congreso, la inexperiencia se está apoderando de él. Según las encuestas, su popularidad sigue descendiendo.
Una mujer con un peinado elegante y una lengua viperina agitó la mano para mostrar su desaprobación.
—Charlie, pareces un reloj estropeado, sólo aciertas dos veces al día. Pero hoy es una de esas raras ocasiones en las que estoy de acuerdo contigo. Esta administración se ha quedado atrapada en la ciénaga de las negociaciones de Washington D.C. En las últimas semanas, el presidente se ha sumergido en las lóbregas aguas de la política pragmática que se decide entre bastidores, y se ha encontrado a los tiburones del Partido Republicano mordiéndole los tobillos.
Whitmore puso los ojos en blanco ante aquella prosa tan recargada. «¿De dónde sacarán a esta gente?» Aturdido y divertido a la vez, se levantó de la cama para ver si podía arreglar el televisor. A medida que tocaba los botones, las cadenas se sucedían una tras otra. Estuvo mirando el aparato desconcertado hasta que descubrió que Patricia se había adueñado del mando a distancia. Después de despedirse de su madre, buscaba los primeros dibujos animados del día. En todas las cadenas se producía la misma distorsión de imagen.
—Cariño, es demasiado pronto para los dibujos. Tienes que dormir un poquito más.
—Sí, ya lo sé, pero... —La niña hizo una pausa para pensar, a la espera de llegar a un trato. Acto seguido cambió de estrategia—. ¿Por qué se ve tan mal?
—Es un experimento —le informó su padre—. La gente de las cadenas de televisión quiere ver si consigue que las niñas vean programas aburridísimos toda la noche para que se pierdan los divertidos durante el día.
Patricia Whitmore no se creía ni una palabra.
—Papá —dijo ladeando la cabeza—, eso es ridículo.
—¿Ridículo? —preguntó riendo entre dientes—. Me gusta. —Sin embargo, apagó el televisor y apartó el mando a distancia—. Duerme un poco, hija. —Se puso la bata, recogió los periódicos y salió por la puerta.
En el pasillo, un hombre trajeado leía una novela barata sentado en una silla. Sorprendido, cerró el libro de golpe y se puso en pie de un salto.
—Buenos días, señor presidente.
—Buenos días, George. —Whitmore se detuvo y le mostró un artículo del periódico—. Tengo algo que decirte: ¡los Chicago White Sox!
—¿Han vuelto a ganar?
—Léelo y llora, querido amigo.
En realidad, a ninguno de los dos les interesaban demasiado los deportes pero ambos se mantenían informados para tener algo que decirse cuando estaban juntos. George era de Kansas City y Whitmore de Chicago. La victoria de la noche anterior daba ventaja a los Royáis en la carrera por el título de béisbol. George, el agente del Servicio Secreto encargado de la seguridad del presidente desde medianoche hasta las seis, fingió leer el artículo hasta que Whitmore se encontró a una distancia prudente. Acto seguido sacó su walkie-talkie y notificó con un susurro a sus colegas guardaespaldas que su jornada laboral había empezado.
La habitación destinada al desayuno era una alegre sala empapelada de amarillo y con un mobiliario antiguo reunido por Woodrow Wilson a comienzos de siglo. Una atractiva joven ataviada con una blusa blanca y una falda marrón estaba sentada a la larga mesa que dominaba la sala. Calzaba unos zapatos cómodos e iba perfectamente peinada. Ya había acabado de desayunar y estaba enfrascada en la lectura de un montón de periódicos y comunicados de prensa cuando llegó su jefe.
—Connie, hoy has madrugado.
—Esto es una vergüenza, una desfachatez —refunfuñó sin levantar la mirada—, el periodismo más carroñero y barriobajero que he visto.
Era guapa, inteligente y muy batalladora. Constance Spano, la directora de comunicaciones del presidente Whitmore, empezó formando parte de su personal de campaña la primera vez que se presentó a las elecciones y, con el paso de los años, se había convertido en su asesor más preciado. Los dos habían llegado al punto en que podían acabar las frases del otro. Aunque le faltaba poco para los cuarenta, parecía mucho más joven y era una muestra evidente de la juventud de la administración Whitmore. Su misión era defender con uñas y dientes a su jefe de los ataques cada vez más irresponsables y despiadados de la prensa. Aquella mañana el motivo de su ira era el editorial de The Post.
—No puedo creerme esta bazofia —dijo golpeando el periódico con el dorso de la mano—, ahora mismo hay cientos de proyectos de ley en el Congreso y dedican la columna de opinión del viernes a criticar rasgos de la personalidad. —Sin levantar la mirada, despejó un poco la mesa para él.
—Buenos días, Connie —le dijo su jefe con retintín mientras se servía una taza de café.
Ella alzó los ojos del periódico.
—Oh, sí, lo siento. Buenos días —dijo antes de empezar a enumerar los crímenes de los periódicos conservadores de la ciudad—. Tom, se han pasado toda la semana criticando tus propuestas de sanidad y energía pero hoy se lanzan al ataque personal. Escucha esto: «Dirigiéndose al Congreso... —Hizo una pausa para que el mayordomo sirviera la tortilla a su jefe—,... dirigiéndose al Congreso a comienzos de esta semana, Whitmore, en vez del presidente, parecía el huerfanito Oliver sosteniendo su plato vacío y suplicando que le dieran un poco más.» —Connie lo miró fijamente, ultrajada—. ¿Me he perdido algo o son las típicas calumnias de la vieja guardia?
Whitmore, a diferencia de muchos otros políticos, nunca se tomaba los periódicos demasiado en serio. Dejaba esa parte del trabajo a Connie, consciente de que antes de que acabara el día, devolvería el golpe a todo aquel que hubiera osado atacarle.
—Se lo merecía —dijo el presidente entre bocado y bocado.
—¿Quién? ¿Qué se merecía?
—Oliver. Un niño hambriento pidiendo más potaje al roñoso dueño del orfanato. A mí me parece un halago.
—En el fondo se meten con tu edad. —Connie no compartía su opinión—. Intentan difundir la idea de que careces de experiencia o conocimientos suficientes. Y la única razón a la que se aferran es que tienen la impresión de que has tirado la toalla, de que has abandonado tus ideales. Cuando Thomas Whitmore lucha por lo que cree, entonces dicen que es idealismo. Pero últimamente ha habido demasiados acuerdos, demasiados negocios favorables para todas las partes. —Se calló y cogió su taza de café, consciente de que estaba exagerando. Pero alguien, pensaba Connie, tenía que atreverse a decirlo en voz alta.
Whitmore se llevó otro trozo de tortilla a la boca y lo masticó concienzudamente antes de responder.
—La línea que separa el defender un principio y el ocultarse detrás de uno es muy fina —dijo tranquilamente—. Yo acepto los acuerdos si nos sirven para seguir adelante con nuestros propósitos. Los estadounidenses no me eligieron para que pronunciara discursos inspirados. Quieren resultados, y eso es lo que intento darles.
La opinión de Connie era que él no acababa de entender sus argumentos. Ella consideraba que los verdaderos logros no se obtenían saliendo del paso de los problemas. Temía que Whitmore estuviera perdiendo su chispa, su perspicacia. Hasta hacía poco, todo lo relacionado con su presidencia había sido distinto. Habían hecho campaña hablando de servicio y sacrificio, un mensaje tipo «No preguntes qué puede hacer tu país por ti...» que, a ojos de todos los expertos y especuladores, garantizaba el suicidio político. Dijeron que nadie quería saber nada de hacer más y recibir menos. Pero Whitmore había conseguido, de una forma extrañamente encantadora, que millones de estadounidenses creyeran en ese mensaje y así es como había vencido a su oponente republicano. En su primer año, había introducido importantes iniciativas legislativas para reformarlo todo, desde el sistema legal a la sanidad pasando por el medio ambiente. Pero durante los últimos meses, los programas se habían atascado en los comités, raptados por los legisladores que querían obtener algo para sus circunscripciones. En contra de los consejos de Connie y de muchos de sus asesores, el joven presidente había dedicado la mayor parte de sus esfuerzos y de su tiempo supervisando sus proyectos de ley durante el proceso, permitiéndose el lujo de entretenerse atendiendo a los representantes del primer mandato, de los cuales podía haber prescindido. Ellos deseaban cooperar, pero sólo a cambio de favores. Mientras tanto, su prestigio y popularidad entre los votantes había descendido. Para Connie, Whitmore no era sólo su jefe, era su amigo y su héroe. Le dolía el corazón verlo sangrar por las miles de pequeñas heridas que le infligían los demás políticos, y la sesión del verano no había hecho más que empezar.
—¡Hablando de logros! —dijo Whitmore sin ocultar su sonrisa y enseñándole la portada del Orange County Register—, me han elegido uno de los diez hombres más sexy de EE.UU. Por fin conseguimos algo importante. —Este comentario sirvió para distender el ambiente y los dos rieron a carcajadas al leer el artículo.
Un joven que asomó la cabeza por la puerta los interrumpió.
—Disculpe, ¿señor presidente?
—Alex, buenos días —dijo a su secretario—. ¿Qué quieres?
—Una llamada, señor. Es el secretario de Defensa y dice que se trata de una emergencia —dijo nervioso mientras Whitmore se dirigía al teléfono de la sala.
—¿Qué ocurre? —preguntó Whitmore. Escuchó atentamente durante los siguientes dos minutos al tiempo que se acercaba a la ventana y miraba hacia el exterior. Por la expresión de su jefe, Connie enseguida se dio cuenta de que, fuera lo que fuese, se trataba de algo grave. Lo suficientemente grave como para cambiar todo el programa del día.
Uno de los fenómenos más sorprendentes de la humanidad es la frecuencia y facilidad con que ignoramos los milagros.
Las cosas más extrañas, locas y sublimes siempre ocurren a nuestro alrededor y nadie les presta demasiada atención.
Uno de estos milagros solía producirse en el Cliffside Park de Nueva Jersey. Cada mañana de verano, durante unos momentos gloriosos, cuando el sol empezaba a ascender del Atlántico, grandes rayos de luz se filtraban por los cañones que formaban los rascacielos de Manhattan y se mezclaban con la bruma procedente del Hudson. Se trataba de una escena que se había hecho famosa en las postales y en los anuncios de la televisión, pero los hombres que se reunían en el parque cada mañana antes del amanecer no le dedicaban más que una mirada furtiva. Casi todos eran señores mayores que iban a jugar al ajedrez en las largas hileras de mesas de piedra cercanas a Cliffside Drive. Por cada jugador, había tres mirando. Hablando en susurros intercambiaban cotilleos y noticias, anunciaban el nacimiento de nietos y la muerte de viejos amigos. De no ser por las zapatillas y sudaderas que llevaban, podía tratarse de los antiguos griegos parlamentando en el ágora.
El grupo más numeroso de hombres se arremolinaba alrededor de dos expertos jugadores de ajedrez, David y Julius. Eran dos oponentes atípicos: David era alto, huesudo y apasionado, y tenía una buena mata de pelo negro y rizado. Aunque tenía treinta y muchos años, jugaba con la concentración de un chaval erigiendo una casa con naipes. Se pasaba los dedos por la cara y dibujaba expresiones extrañas. Sus largas piernas se enroscaban formando ángulos incómodos y chocantes a los ojos de los demás. Como estaba totalmente absorto en el juego, no se daba ni cuenta de que parecía un contorsionista. Sabía que tenía que concentrarse si deseaba vencer a un oponente tan astuto como Julius.
Julius, por el contrario, sólo sé sentaba de una forma determinada. Solía decir que a sus sesenta y ocho años tenía el trasero demasiado gordo como para adoptar las posturitas de David. En cuanto se instalaba en su sitio no se movía para nada. Las piernas, estiradas, tenían la longitud justa para apoyar los talones en el suelo. Llevaba los pantalones perfectamente planchados subidos hasta la mitad de las pantorrillas, por lo que se le veían los calcetines blancos que pensaba que nadie alcanzaba a ver. Bajo la cazadora, vestía una de las dos docenas de camisas blancas que le había dado su cuñado cuando se jubiló del negocio de ropa cinco años atrás: «Eh, ¿por qué no? ¡Me quedan perfectamente!» El hombre completaba su aspecto con un puro en un extremo de la boca.
Estos contrincantes se habían enfrentado muchas veces y solían atraer a un público considerable. La partida de aquella mañana se había iniciado con una sucesión de movimientos convencionales hasta que el hombre mayor, jugador rápido, inició un ataque relámpago con sus alfiles. Desde entonces, David había tenido que meditar cada uno de sus movimientos. Julius, a quien agradaba dar espectáculo, empezó a minar la moral de David, en voz alta para que todos le oyeran.
—¿Vas a tardar mucho? A este paso se me va a acabar la Seguridad Social y seguirás ahí sentado.
David se pasó los dedos por la cara.
—Estoy pensando —dijo sin levantar la mirada.
—¡Pues date prisa!
David levantó el caballo de la reina y lo movió con vacilación hacia delante. En cuanto soltó la pieza, Julius respondió con la rapidez del rayo, adelantando un peón para retarlo. David levantó la mirada, realmente sorprendido, antes de analizar sus opciones en el juego.
—Ya está otra vez pensando —comentó Julius, introduciendo la mano en una bolsa de papel bien doblada para sacar una taza de plástico llena de café.
David le lanzó una mirada de desaprobación.
—Oye, ¿dónde está la jarra de viaje que te compré?
—En el fregadero, está sin lavar.
—¿Tienes idea de cuánto tardan éstas en descomponerse? —David alargó el brazo para coger la taza, pero Julius se echó hacia atrás para proteger su preciada cafeína.
—Escucha, Señor Ecosistema, si no mueves rápido, yo voy a empezar a descomponerme. Venga ya.
Contrariado, David respondió al peón adelantado con uno de los suyos. Entonces sí que Julius le dio algo que pensar. Sin dudarlo, colocó a la reina en el ojo del huracán.
—Bueno... —El viejo se inclinó sobre el tablero—, si no me equivoco, ayer alguien te dejó un mensaje en el contestador. —Julius se echó hacia atrás y tomó un sorbo de café. David se limitó a soltar un gruñido—. Además, me parece que esa persona está soltera después de un desafortunado divorcio, que no tiene hijos, que tiene un trabajo interesante, que tiene estudios y encima es atractiva. Todo bueno.
—Ya estamos otra vez —refunfuñó su contrincante. En un determinado momento, Julius siempre sacaba algún tema comprometido, algo que le hacía sentirse incómodo ante el juego. David estaba convencido de que no lo hacía con mala intención, de que el viejo se preocupaba por él, de que quería verlo feliz. Aunque tal vez también quería ganar al ajedrez. Protegió el alfil adelantando el caballo del rey.
—Supongo que la llamarías, ¿no? —dijo Julius, adelantando otro peón como quien no quiere la cosa.
—Mira, estoy seguro de que es guapa y sofisticada, pero me invitó a unos bailes de country. Yo no me veo bailando eso y, además, estoy convencido de que esos vaqueros ajustados pueden causar un daño irreparable a los órganos reproductores.
—¿Qué quieres decir? ¿Es que ni siquiera puedes devolverle la llamada a la pobre chica y hablar cinco minutos por teléfono? Ya que ella ha reunido el valor suficiente para llamarte, ¿no podrías ser un poco más amable?
—Papá, no me interesa —respondió David de forma decidida—. Además, todavía estoy casado. —David le mostró el anillo de boda para confirmar lo que decía y colocó uno de sus alfiles en un lugar seguro.
De repente, Julius se sintió incómodo por la presencia de la gente, los veteranos que eran sus amigos y confidentes. Estaban al tanto de la triste historia del matrimonio roto de David y de su negativa, o de sus dificultades, para solucionarlo. Les dirigió una mirada con la esperanza de que entendieran la indirecta y se esfumasen, pero no se dieron por aludidos. Estaban más interesados en la conversación que en la partida. Como solía hacer, Julius continuó y dijo lo que pensaba a pesar de todo.
—Hijo, te agradezco mucho que pases tanto tiempo conmigo. La familia es importante, pero lo que quiero decir es que han pasado ¿cuántos?, ¿cuatro años?, y todavía no has firmado los papeles del divorcio.
—Tres años.
—Tres, cuatro, diez, ¿qué más da? La cuestión es que ya es hora de que empieces una nueva vida. Te lo digo en serio... lo que haces no es bueno para ti.
Y como si sirviera para probar sus palabras, Julius hizo su jugada y le mató un caballo con la reina.
—¿No es bueno para mí? Mira quién fue a hablar —le replicó David señalando el puro y el café de su padre—. Estamos expuestos a un montón de agentes carcinógenos y tú empeoras las cosas con...
El pitido insistente del busca de David lo interrumpió. Miró el número en la pantalla y vio que era Marty que llamaba de la oficina por tercera vez en esa mañana.
—Ya va la sexta vez que te llaman. ¿Es que quieres que te despidan? ¿O has decidido buscarte un trabajo de verdad? —le preguntó su padre.
David movió el alfil y mató a uno de los peones que protegían al rey de Julius.
—Jaque mate —anunció con parsimonia—. Hasta mañana papá.
Deshizo su complicada postura, se levantó de un salto, besó a su padre en la mejilla y después cogió su bicicleta de carreras de quince marchas.
—¡Esto no es jaque! —gritó Julius—. Todavía puedo matarte el... pero luego tú puedes... vaya. ¡Podrías dejar ganar a un anciano alguna vez, no te morirías por eso!
Julius le decía todo esto a su hijo mientras éste ya se alejaba pedaleando, pero secretamente Julius Levinson estaba encantado de que su hijo pudiese aparecer cuando le apeteciera y ganar a casi todos los del parque.
Había un atasco de mil demonios en la hora punta. Por todo el puente de George Washington, el ruido de las bocinas del intenso tráfico se mezclaba con los graznidos de diez mil gaviotas hambrientas y producía una cacofonía matinal sobre el Hudson y Manhattan. David, en su bicicleta, atravesó el atasco y giró a la derecha en Riverside Drive. Cinco minutos después, se metió por una calle llena de viejos almacenes y se deslizó hasta pararse enfrente de un viejo edificio de obra vista con seis plantas. Unas grandes letras de acero inoxidable fijadas en los ladrillos informaban del nombre del actual ocupante: COMPACT CABLE CORPORATION. Frente a la entrada principal, un hombre con un piquete marchaba de un lado a otro en señal de protesta.
David se bajó de la bicicleta y, acompañándola, se dirigió hacia él.
—Todavía pretende obligarnos a cerrar, ¿no?
—Así es, amigo —le contestó el individuo.
King Solomon era un hombre de color, delgado y nervioso, de unos cincuenta años. Como era habitual, iba vestido con un traje bien planchado y una pajarita. En el piquete se leía: «Libera los cielos, las empresas de comunicación por cable NO TIENEN DERECHO a cobrarte.»
—No te he visto en un par de meses —le dijo David—. ¿Todo va bien?
King miró a ambos lados y luego se acercó a él como si estuviera conspirando.
—He estado en la biblioteca investigando. He encontrado un montón de material para mi programa.
King tenía un espacio de media hora en el canal público en el que competía con las grandes empresas de comunicaciones como AT amp;T. Además, llevaba años organizando protestas en la ciudad y explicando sus peculiares ideas, una mezcla de socialismo y anarquismo, a cualquiera que estuviera dispuesto a escucharlo.
—Oye Levinson, ¿tienes un momento?
David se imaginó a Marty corriendo histérico por toda la oficina y tirándose de los pelos por culpa de algún detalle técnico.
—Claro que tengo un momento —le respondió.
—Vale, la cuestión se centra en las llamadas de teléfono, pero se aplica también a la extorsión legal de las empresas de televisión por cable porque las dos cosas funcionan a través de satélites. Como los tipos como vosotros controláis esos satélites, podéis cobrar a tipos humildes como yo precios absurdos por ver un partido de fútbol o llamar a mi novia a Amsterdam, ¿no? Pues lo mismo pasaba en Inglaterra en 1840. El Gobierno intentaba regular las comunicaciones para sacar más dinero. Si alguien quería enviar una carta, tenía que ir a la oficina de Correos y dársela a un empleado. Cuanto más lejos iba la carta, más tenías que pagar. El recargo por larga distancia, ¿te das cuenta? Todo era tan caro y tan jodidamente complicado que nadie escribía cartas. Entonces llegó ese individuo, ahora no me acuerdo del nombre, que se dio cuenta de que todo el trabajo se hacía al principio y al final del proceso, clasificando y luego entregando las cartas. Todos los costes del camino, el envío, eran los mismos tanto si había una carta como si había cien. Entonces el tipo en cuestión se va al rey y le dice: «Tío, esto es una mierda. Pongamos un precio bajo para todas las cartas, vayan donde vayan.» El rey le dijo que vale y ¿sabes qué pasó?
—Que todo el mundo empezó a escribir cartas.
—Exacto, mon ami. Por toda Europa la gente empezó a expresar sus sentimientos y a comunicar sus ideas científicas y ¡tachan! llegó la Revolución Industrial. Por eso vengo aquí cada día. Si dejarais de monopolizar los satélites de allá arriba a expensas del contribuyente, podría llamar a mi novia a Amsterdam y mi programa se podría ver en China. Podría haber un importante movimiento social, una revolución de la información. ¿ Qué te parece?
En algún momento del discurso de King, el busca de David había pitado otra vez. Era absurdo, incluso tratándose del eternamente histérico Marty. Empezó a pensar que a lo mejor estaba ocurriendo algo realmente importante.
—Como siempre, King, eres convincente. ¿Te has conectado alguna vez a la World Wide Web, a Internet?
No. No tenía ordenador.
David le explicó dónde podía encontrar una terminal pública y le propuso que lo probase. Era lo más parecido a la comunicación sin restricciones que él conocía. Había llegado el momento de ir a trabajar y de enfrentarse a Marty.
Detrás de las puertas giratorias había un mundo completamente diferente. El vestíbulo principal de la empresa era elegante, estaba decorado con mármol y caoba, y tenía un techo de tres plantas de altura. En medio del vestíbulo había un lujoso mostrador bajo que presidía la entrada. Con la bicicleta sobre un hombro, David pasó la recepción y entró en la planta principal de la empresa, un amplio espacio de pequeñas oficinas separadas por paneles, con una gran hilera de monitores de televisión colocados en la pared meridional. En cuanto entró, se dio cuenta de que estaba ocurriendo algo gordo. Había más ruido del normal y aquello parecía un hormiguero. Antes de que pudiera bajarse la bicicleta del hombro, se encontró frente a un torbellino humano. Marty Gilbert, un hombre macizo con una lasciva barba de chivo, salió disparado de su despacho agitando los brazos y gritando:
—¿De qué narices te sirve tener un busca si nunca conectas el jodido cacharro?
Despidiendo humo por las orejas, Marty se paró en medio de la sala esperando una respuesta. Iba pertrechado con sus dos armas favoritas: una lata de gaseosa baja en calorías en una mano y un teléfono inalámbrico en la otra.
—Estaba conectado —repuso David con tranquilidad—. Simplemente, he pasado de ti.
—¿Me estás diciendo que has recibido todos mis mensajes y que no has llamado? —gritó Marty—. ¿No se te ha ocurrido pensar que quizá, sólo quizá, pasaba algo importante?
David estaba acostumbrado a sus espectaculares ataques de furia. Tenía uno día sí, día no, y normalmente duraban diez minutos. Vivía en un estado perpetuo de ansiedad. Tenía un carácter nervioso y había acrecentado su problema aceptando el agotador cargo de jefe de operaciones de una de las mayores empresas proveedoras de televisión por cable del país. Su trabajo consistía, según sus propias palabras, «en ocuparse de todos los detalles». En una empresa compleja como COMPACT CABLE CORPORATION había miles de detalles que podían ir mal y un número suficiente de ellos iba mal cada día como para mantener a Marty de ataque en ataque.
La pelea de aquella mañana era un ejemplo perfecto de la razón por la que Marty odiaba a muerte a David y le quería como a un hermano al mismo tiempo. Marty sabía a ciencia cierta que David era el mejor ingeniero jefe del país. Estaba tan bien preparado para el trabajo, era tan bueno con los entresijos técnicos, que Marty era consciente de que ni en mil años podría encontrar a alguien que lo reemplazase. David era su arma secreta, el as en la manga que lo mantenía por delante de la competencia. Ahora que al fin había aparecido, Marty estaba seguro de que sólo era cuestión de esperar un poco antes de llamar a la oficina central con la buena noticia de que eran los primeros en restablecer el servicio a los clientes, pero le sacaba de quicio la descarada informalidad con la que David se tomaba todo. Si no había contestado a sus llamadas, Marty podía refunfuñar todo lo que quisiera, pero poca cosa más podía hacer. El caprichoso mago de la técnica trabajaba cuando le convenía y Marty era incapaz de controlarlo.
—¿Y cuál es esa emergencia tan importante?
—Nadie ha conseguido averiguarlo. —Marty se calmó con un buen trago de gaseosa—. Empezó esta mañana alrededor de las cuatro. Todos los canales se ven como si estuviéramos en 1950. Las imágenes aparecen con nieve y tenemos problemas con el sincronismo vertical. Llevamos toda la mañana en la sala de alimentación probando de todo.
David colocó su bicicleta cerca de las expendedoras automáticas de la cocina de los empleados y se disponía a dirigirse a la sala de alimentación cuando Marty, expresando su frustración, tiró la lata de gaseosa vacía a la basura.
—Maldita sea, Marty, tenemos cubos con la etiqueta «Reciclar» por algo —dijo David alzando el tono de voz y volviéndose hacia él.
El programa de reciclaje de la empresa se había implantado en gran parte a causa de la insistencia de David. El solo constituía un grupo de presión a favor de la política ecologista. Lo que le resultó más molesto todavía es que cuando se inclinó para sacar la lata, encontró seis latas idénticas más en el fondo del cubo.
—¿Quién ha tirado las latas de aluminio a la basura? —preguntó horrorizado.
—Denúnciame —le retó Marty. Entonces, antes de que David pudiera iniciar uno de sus discursos en pro de la salvación del planeta, su jefe lo cogió del brazo y lo condujo a la fuerza por un corto pasillo que conducía a una puerta en la que se leía «ALIMENTACIÓN PARA LA TRANSMISIÓN».
En su interior se encontraban las entrañas mecánicas de Compact Cable. Había cientos de cajas de acero planas, los moduladores de señales, colocados en altos estantes en la pared del fondo.
Una gran consola con un panel de conmutación y de mezclas se extendía bajo una hilera de monitores de televisión. Colgados de las paredes, había mapas que mostraban la posición de los satélites, las polarizaciones verticales y horizontales de los repetidores, las diferentes licencias comerciales dentro del ancho de banda en megahercios y un viejo póster con cuatro hippies en San Francisco con las palabras «Es mejor vivir con las drogas» sobre sus cabezas. Y cable: kilómetros de cable coaxial, la espina dorsal de la industria, encaramado a los estantes superiores y recorriendo el suelo. Como mil serpientes retorciéndose en una tumba egipcia, el cable conectaba cada pieza de la maquinaria a todas las demás.
—Bueno, chicos, haced sitio —chilló Marty cuando entraron—. El maravilloso doctor Levinson se ha dignado ofrecernos una demostración de sus habilidades.
Sin prestar atención a sus palabras, David se dirigió al tablero de mezclas donde un técnico manipulaba unos botones. En el monitor situado sobre su cabeza se emitía el programa Today Show. Tal como Marty le había dicho, la imagen se desintegraba en líneas verticales que se movían cada pocos segundos.
—Parece que alguien esté metiendo mano en la alimentación de nuestro satélite —masculló David mientras pensaba por un momento en King Solomon, que seguía protestando fuera del edificio.
—Debe de ser eso —le dijo uno de los dos técnicos—. Estamos casi seguros de que se trata de un problema del satélite.
—¿Habéis intentado cambiar los canales del repetidor?
—¡Oh, vamos! —bramó Marty. Estaba de puntillas mirando por encima de los hombros de David—. Claro que lo hemos intentado. ¿Es que tenemos pinta de idiotas? No me contestes.
David acercó una silla al tablero de control y se sentó. Casi inmediatamente, colocó las piernas en una complicada postura.
—Poned el canal del tiempo.
El técnico tecleó una orden. Apareció una pantalla con un texto en el monitor de la televisión: «Tenemos dificultades técnicas. Por favor, espere.»
—¿Puedo? —preguntó David mientras apartaba al técnico—. Quiero probar algo rápido.
Sus dedos volaron por el teclado y cambió el monitor para la recepción de la emisión, la recepción normal de la antena del tejado. De repente, el Today Show se vio bien, luego borroso, y después se volvió a ver bien.
—Dios mío, eres un genio —dijo Marty efusivamente—. ¿Cómo lo has hecho?
—No tan deprisa Marty.
Con las piernas colocadas en la postura del loto, David dobló el cuerpo sobre el tablero y se puso a trabajar con una concentración rayana en el trance. El Today Show fue reemplazado por un gráfico de barras. Después de introducir unas cuantas órdenes más, David se enderezó para tomar aire.
—Tenéis razón, decididamente se trata del satélite. La imagen buena era una emisión local. He dirigido nuestra parabólica del tejado hacia Rockefeller Plaza. Ellos envían señales buenas.
—¿Y qué es esa mierda que sale en la pantalla? No estaremos enviando eso a nuestros clientes, ¿no?
—¿Quieres relajarte de una vez? No, no está saliendo. Estoy haciendo una prueba de señales. —David analizó los resultados de la prueba en la pantalla y luego se sentó otra vez, perplejo—. Según esto, la señal del satélite está bien. Viene con toda la potencia. A lo mejor es el propio satélite lo que necesita reparaciones.
Se volvió hacia Marty y le propuso un plan de acción.
—Subiré al tejado y dirigiré la antena a otro satélite. Llama por teléfono y alquila algún canal. SatCom Five tiene mucho espacio disponible.
Una sonrisa de satisfacción apareció en el rostro del interpelado. Él no entendía de tecnicismos pero, por una vez, se había adelantado a David.
—Ya pensé en eso —anunció con orgullo—. He llamado a SatCom, a Galaxy y a TeleStar. Todos tienen el mismo problema.
—¿Todos? —preguntó David incrédulo—. Si esos tipos tienen el mismo problema, eso significa que todo el país, mejor dicho, todo el hemisferio, recibe mal las imágenes. —David reflexionó por un momento—. Es imposible.
—Exacto —le replicó Marty—. Y ahora, arréglalo.
¡Pam! Miguel se incorporó de golpe interrumpiendo su profundo sueño e intentó ver lo que tenía delante. Había soñado que volaba. Una hermosa muchacha con la piel clara y unos luminosos ojos oscuros le había cogido de la mano y le había enseñado a elevarse en el aire. Al principio había sentido miedo de caer, pero en cuanto aprendió a hacerlo y los dos se pusieron a hacer piruetas y a deslizarse como un par de delfines, su único temor era que la chica desapareciese.
¡PAM!
Apartó la cortina. Un batallón de soldados temerarios, los crios de siete y nueve años de la autocaravana de al lado, estaban disparando con pistolas de agua. Parecían las tortugas Ninja en el OK Corral. En cuanto les «alcanzaba» un disparo, se lanzaban de golpe contra la parte trasera de la caravana Winnebago de los Casse.
—¡Vayanse! ¡Vale ya de golpear nuestra maldita caravana! —gritó.
Los guerreros le miraron y luego se esfumaron gritando y desperdigándose por la «urbanización» Segal Estates, nombre que el propietario había tenido las agallas de ponerle al lugar. Aquel campamento de caravanas venido a menos era ahora una especie de pensión de mala muerte sobre el asfalto. La mitad de los inquilinos eran trabajadores mexicanos emigrados, campesinos, que juntaban su dinero para comprar una caravana de forma que pudiesen traer a sus familias. La otra mitad eran blancos que se habían «retirado» al desierto. Había medio kilómetro desde la autopista y una valla metálica los separaba de los campos de alfalfa de los alrededores. Miguel, junto con su hermana, su medio hermano y su padrastro habían alquilado una plaza en Estates desde hacía unos tres meses. Llevaban viviendo en la Winnebago casi un año.
Dos semanas antes, Miguel se había graduado en el instituto Taft-Morton, pero se negó a asistir a la ceremonia. Apenas conocía a los otros chicos y temía que Russell, su padrastro, hiciera acto de presencia y lo dejase en ridículo. Aquella tarde, Alicia organizó una merienda con pasteles y gaseosa sólo para ellos cuatro. En mitad de la celebración, Russell, que había estado bebiendo algo más que gaseosa, comenzó a soltar un discurso, borracho y con lágrimas en los ojos, sobre lo orgulloso que se sentía y lo mucho que le hubiera gustado que la madre de Miguel estuviese viva para verlo. Todo terminó como solían terminar muchas de sus conversaciones, en una violenta discusión a gritos y con un portazo de Miguel.
En la parte frontal de la caravana, Troy, de once años, estaba sentado en la «cocina» dando golpes al televisor. Estaban a unos sesenta y cinco kilómetros de Los Angeles y las emisiones habían sido desviadas hacia los satélites para mejorar la potencia de las señales, pero obviamente la cosa no iba muy bien.
—¿Qué estás haciendo? —le gritó Miguel desde debajo de su almohada.
—La tele se ve borrosa y las imágenes están mezcladas.
—La tele no se arregla a golpes. Será un problema de la cadena. Déjalo.
Pero Troy no tenía mucha paciencia. Después de dejar pasar diez segundos y al comprobar que la imagen no mejoraba, golpeó el aparato otra vez. Miguel retiró las sábanas y fue a ver qué pasaba. Ya eran las ocho de la mañana y él ya debería haber salido a buscar trabajo.
—¿Lo ves? —le dijo Troy señalando la imagen que vibraba—. ¿Le doy otro golpe?
—No, señor técnico de reparaciones Kung Fu, ya te lo he dicho. No es el aparato, son... las cosas esas, las ondas.
Su hermano pequeño no estaba convencido, así que Miguel cambió de tema.
—¿Ya te has tomado la medicina?
—Me la tomaré más tarde.
Troy había nacido con problemas en la corteza suprarrenal, la misma enfermedad que había terminado con la vida de su madre. Se suponía que debía tomar una pequeña dosis de hidrocortisona cada mañana, pero debido a lo cara que era la medicina, la familia le permitía saltársela un par de días a la semana. Mientras comiera bien y llevase una vida tranquila, prescindir de la medicina no suponía un problema demasiado grave.
—¿Has comido algo?
—No.
—Alicia, ¿se puede saber qué están haciendo estos platos aquí?
Obviamente, estaban en el fregadero esperando a que alguien los lavara. Ella se había hecho su desayuno y había dejado que los chicos se las apañaran solos. Estaba sentada delante, tendida sobre el asiento del copiloto de la Winnebago, recortando fotos de una revista de moda. Cuando oyó que Miguel le gritaba, subió el volumen de su walk-man. Tenía catorce años, estaba aburrida y había adoptado una actitud muy negativa. Desde que sus hormonas habían comenzado a despertarse durante aquella primavera, había empezado a maquillarse, a llevar minúsculos vaqueros recortados y camisetas blancas ajustadas, que se habían convertido en el uniforme no oficial de las chicas de su curso en el nuevo colegio.
Miguel fue hasta donde se encontraba y estaba a punto de echarle una bronca por ser tan egoísta cuando un camión Chevy rojo frenó en seco en la grava al final del camino. El conductor se quedó un momento sentado mientras hablaba con expresión de enfado por el teléfono celular. Se llamaba Lucas Foster, un granjero local que había contratado a Russell Casse para hacer una fumigación de emergencia esa mañana. Los pulgones habían invadido las plantaciones desiertas al norte de Los Ángeles, justo a tiempo para los Casse, que andaban mal de dinero.
El granjero bajó bruscamente del camión con una lechuga en una mano. Miguel supo que el día no iba a empezar demasiado bien. Se dirigió a la puerta lateral y la abrió.
—Buenos días, Lucas. ¿Ocurre algo?
—¿Está tu padre? —Lucas Foster, un hombre joven y fuerte, estaba que echaba chispas.
Alicia pasó junto a su hermano y salió fuera.
—Se fue a fumigar tu terreno —le explicó ella—. Se marchó hace un buen rato.
—Entonces, ¿dónde diantres está ahora?
Miguel se inventó la historia de que el avión de Russell había tenido un problema mecánico el día anterior, pero el otro no dejó que la acabara.
—Siempre estamos igual con ese burro. ¡Ahora está por ahí con ochocientos dólares de insecticida mientras esos pulgones se comen mis cosechas!
Lucas se dio cuenta de que estaba gritando y recuperó el control sobre sí mismo rápidamente. Sólo era un par de años mayor que Miguel y sentía lástima por él. En ese momento, estaba furioso consigo mismo por haber tomado una decisión llevado por la compasión que sentía por esos chicos y por su chiflado padre.
—A lo mejor habrá tenido que ir a repostar y ahora está allí —dijo Miguel esperanzado.
—No, acabo de llamar a mi padre y no está volando —replicó Lucas—. Seguramente llegará justo cuando comience a levantarse viento. Entonces tendremos que esperar hasta mañana, mientras los pulgones se comen toda nuestra cosecha.
Sintiéndose humillado, Miguel deseó que la tierra se lo tragara. Su padrastro, un borracho conocido en todas partes, le había puesto en situaciones incómodas, pero nunca en una como ésta. Miguel no le reprochaba a Lucas que estuviera tan enfadado. Detrás de él, Troy seguía golpeando la televisión.
—¡Troy, para de una vez! —le advirtió.
—Si no está volando cuando vuelva, voy a llamar al aeropuerto de Antelope Valley y contrataré a otro. No puedo esperar otro día.
—De acuerdo, es justo. Voy a buscarlo ahora mismo —le contestó Miguel.
Cogió las llaves de su moto y salió. Mientras bajaba con Lucas hasta el final del camino, Alicia los llamó para preguntarle a Lucas si la llevaba al Circle K Market.
—¡No! —explotó Miguel mientras giraba la moto para dirigirse a ella—. Tú te quedas aquí y le haces a Troy el desayuno antes de largarte.
Miguel puso en marcha la moto, una vieja Kawasaki, de forma brusca y se marchó preguntándose adonde podría dirigirse primero.
El coronel Castillo y su equipo del Pentágono habían llegado a la conclusión de que el enorme objeto había adoptado una posición fija y se había estacionado a menos de quinientos kilómetros por detrás de la Luna. A medida que la Luna se desplazaba, el objeto se movía con ella, escondido detrás de la esfera blanca, como si fuera un escudo. Después de recolocar tres de sus satélites, la Comandancia espacial de EE.UU. podía conseguir una imagen bastante buena del objeto. Tenían tres cámaras en directo que enviaban imágenes de infrarrojos del objeto a la Tierra, donde lo mantenían en constante vigilancia.
—¡Coronel! —exclamó uno de los soldados—. ¡Será mejor que vea esto!
Castillo acudió enseguida y echó un vistazo por encima del hombro del soldado a la imagen compuesta. La zona situada por debajo del imponente objeto estaba sufriendo algún tipo de cambio.
—Parece como si estuviera explotando —apuntó el coronel Castillo.
—Más bien parece un hongo soltando esporas —señaló el hombre que estaba en el monitor.
Grandes fragmentos del objeto se estaban separando y se alejaban girando por el espacio.
Después de observar el proceso durante unos minutos más, y de ver cómo los pedazos formaban un círculo, Castillo y los demás se dieron cuenta de qué estaban contemplando. Había llegado el momento de llamar al general Grey, que había atravesado el Potomac para ir a la Casa Blanca.
Connie intentó escabullirse por la puerta lateral de su despacho, pero no funcionó. Miembros de su propio equipo, junto con una docena de trabajadores de la Casa Blanca, se apiñaban impacientes en el pasillo y se abalanzaron sobre ella en cuanto salió. Cada uno llevaba un bloc de notas repleto de preguntas urgentes. Durante toda la mañana los teléfonos habían estado sonando sin parar y había llamado un pez gordo detrás de otro: senadores, embajadores, reinas y reyes, la familia Whitmore, responsables de los medios de comunicación e importantes hombres de negocios que normalmente tenían acceso directo al presidente. Nadie sabía qué decirles y cada uno tenía su propio problema.
Connie sabía que su gente necesitaba respuestas, pero no tenía tiempo para hablar con ellos. Ya llegaba cinco minutos tarde a la reunión con el presidente, cosa que nunca antes había sucedido. Llevaba el tiempo suficiente en su puesto de trabajo para saber cómo enfrentarse a una situación tensa: sonreír de forma encantadora, ignorar a todo el mundo y abrirse paso entre la multitud a la fuerza. Fran Jeffries, su ayudante, se dio cuenta de lo que se disponía a hacer. Se colocó delante de ella y habló deprisa.
—La CNN dice que dentro de una hora van a hacer correr la voz de que EE.UU. puede haber realizado una prueba nuclear en la atmósfera a menos que llamemos para desmentirlo.
Connie se encogió de hombros.
—Diles que sigan adelante con eso si quieren quedar en ridículo.
Todo el mundo empezó preguntar a gritos.
—La NASA me ha estado persiguiendo toda la mañana —se quejó un ayudante agobiado—. ¿Puedes leer lo que han decidido? Es corto y necesitan la aprobación.
—Nuestra postura oficial —le explicó—, es que no hay postura oficial.
Constance, todavía sonriendo, siguió adelante mirando el retrato de Thomas Jefferson al final del pasillo. Cuando llegó allí, sorprendió a todos porque giró a la izquierda y se alejó de las escaleras, donde había más gente esperando con más preguntas. Apretó el botón del viejo ascensor, aquella antigualla instalada para Franklin Roosevelt.
Cuando Gil Roeder, un agente de alto rango, vio que estaba a punto de escabullirse, elevó la voz por encima de la de los demás.
—Connie, ¿se puede saber qué diablos está pasando?
Calculó el tiempo a la perfección: justo cuando las puertas empezaban a cerrarse, ella intentó aparentar que se sentía ofendida por la pregunta.
—Vamos, chicos. Si supiéramos algo, ¿creéis que no os pondría al corriente?
—¡Seguro que no! —oyó que respondían todos al unísono cuando ya se habían cerrado las puertas.
En el Despacho Oval, el presidente ya había dado la orden de que comenzase la reunión. Estaba con el jefe de Estado Mayor, Glen Parness, el responsable de la Junta de Jefes de Estado Mayor, el general Grey, y el secretario de Defensa, Albert Nimziki. Por diferentes razones, Whitmore confiaba en todos ellos.
—Pero quiero recordar a todos —estaba diciendo Grey en aquel momento—, que por ahora nuestros satélites no son fiables. No está claro si esa cosa quiere o puede entrar en la atmósfera terrestre. Incluso es posible que no se acerque más. Puede ser que no quiera enfrentarse a la fuerza de la gravedad, por ejemplo.
—Eso es cierto, señor presidente —admitió Nimziki—, ese objeto puede, como sugiere el comandante general, pasar de largo. Pero tenemos que estar preparados para lo peor. Puesto que no tenemos información, debemos suponer que el objeto es hostil. Recomiendo que demos nuevas coordenadas a nuestros misiles balísticos intercontinentales y que lancemos un ataque preventivo.
Nimziki era un hombre alto y delgado de sesenta años, que se había ganado el sobrenombre de «el Esfínter de Hierro». Era una rareza en Washington, un miembro del gabinete que había mantenido su puesto a pesar de los cambios políticos. Whitmore era su cuarto presidente, el segundo demócrata. No era un hombre agradable, pero cuando hablaba, todo el mundo se sentía obligado a escuchar. Unos años antes el periódico The Post había escrito sobre él: «Nunca desde J. Edgar Hoover, un funcionario del Gobierno había tenido tanto poder sin haberse presentado nunca a unas elecciones.» Aun siendo un gran animal político, Nimziki siempre se las había arreglado para parecer que estaba por encima de la política. Nunca permitió que lo sorprendieran en una posición comprometida. Era, en una palabra, maquiavélico. Su propuesta era precisamente del estilo «dispara primero y pregunta después» que todos los que estaban reunidos en aquella habitación querían evitar.
—Disculpa —intervino Grey—, pero con la poca información que tenemos, disparar contra ellos puede ser un grave error. Si fracasamos, podemos provocarlos, o provocarlo. Si tenemos éxito, convertiremos un único objeto peligroso que puede caer sobre nosotros en una multitud de objetos peligrosos. Estoy de acuerdo con el secretario Nimziki en lo que se refiere a dar nuevas coordenadas a los misiles, a prepararlos, pero...
Constance entró pero se paró en seco cuando vio a todos los jefazos.
—¿Cómo van las cosas? —le preguntó Whitmore invitándola a que se uniese a la conversación—. ¿Cómo está reaccionando la gente?
—Buenos días, caballeros —saludó con un ligero movimiento de cabeza mientras se sentaba junto a Nimziki—. La prensa se está empezando a inventar su propia versión de los hechos. La CNN nos amenaza con sugerir que estamos ocultando una prueba nuclear. He preparado una rueda de prensa para las seis, lo que los mantendrá quietos hasta entonces. La buena noticia es que nadie es presa del pánico, al menos no de forma importante.
Nimziki, impaciente por la interrupción, dijo dirigiéndose a Grey:
—Will, creo que es hora de que te pongas en contacto con el cuartel general de la zona Atlántica y declares la ALERTA tres.
Los otros se apresuraron a decirle que era prematuro. La opinión mayoritaria era que dar la alarma y provocar el pánico antes de que ellos supieran a qué se estaban enfrentando sería un error. Nimziki defendió su postura pero al final no le dejaron meter baza. Al final de la discusión, el jefe de Estado Mayor, Parness, todavía hablaba.
—Además, faltan dos días para el Cuatro de Julio y la mitad de nuestros hombres están de permiso, por no mencionar a todos los altos mandos, que se encuentran en Washington para el desfile del domingo. La única forma rápida de llamar a todo el personal para que vuelva a sus bases sería la televisión y la radio.
—Exacto —lo apoyó Constance—. Entonces enviaríamos una señal de alarma al mundo entero.
La puerta se abrió otra vez. Uno de los hombres del general Grey, su enlace en el Pentágono, entró con una noticia que era pura dinamita.
—Nuestra última información es que el objeto se ha estacionado en una órbita fija que lo mantiene fuera de nuestro campo de visión detrás de la Luna.
—Parece que trata de esconderse —señaló Grey.
—Podría ser una buena noticia por ahora —dijo Parness esperanzado—. Es posible que sólo quiera observarnos.
El enlace de Grey no había terminado.
—Perdone, pero hay algo más. El objeto ha establecido su órbita a las 10.53 de la mañana. A las 11.01, se han empezado a separar partes del cuerpo principal.
—¿Partes? —preguntó Whitmore sin gustarle cómo sonaba aquello.
—Sí, señor, partes —continuó diciendo—. Creemos que hay treinta y seis, más o menos en forma de platillo y son pequeños comparados con el objeto principal. Aun así, cada nave mide aproximadamente unos veinticuatro kilómetros de diámetro.
—¿Se dirigen a la Tierra? —preguntó Whitmore, aunque ya sabía cuál iba a ser la respuesta.
—Eso parece, señor. Si continúan con la trayectoria actual, la Comandancia espacial considera que comenzarán a entrar en nuestra atmósfera en los próximos veinticinco minutos.
El presidente, pasmado y no precisamente tranquilo, miró al joven vestido con el uniforme de las Fuerzas Aéreas. Por un momento pensó que se debía tratar de alguna broma de la que los demás estaban al corriente, una estudiada representación teatral para conseguir una reacción de él en ese preciso momento. Después, la dura realidad comenzó a imponerse. Lo que había parecido tan risible e inverosímil unas horas antes se estaba convirtiendo en algo terriblemente real. Uno de los temores más básicos de la raza humana, un temor oculto bajo el deseo de negarlo, estaba a punto de materializarse. La Tierra iba a ser visitada, y quizás invadida, por algo que venía de otro mundo.
Nimziki rompió aquel silencio sepulcral.
—Treinta y seis naves, posiblemente enemigas, se dirigen hacia aquí, señor presidente. Tanto si nos gusta como si no, debemos declarar la ALERTA tres. Aunque provoque pánico, debemos llamar a nuestras tropas y ponerlas en alerta amarilla inmediatamente.
Nadie en la habitación pudo mostrarse en desacuerdo.
Se disparó una alarma, una luz roja que se encendía al tiempo que sonaba un pitido agudo. Se abrió una puerta y la alarma se paró. El brazo de David empujó la puerta y sacó su ración de fideos instantáneos. Era la hora de comer en COMPACT CABLE. David apenas había salido del departamento de alimentación. Como si no hubiera suficiente equipo ya, había ido a buscar dos máquinas más del tamaño de una maleta y su ordenador portátil. Estaban colocadas en medio de la habitación. David adoptaba unas posturas extrañas cuando se concentraba. Se sentó con las piernas recogidas y los codos entre las rodillas. Miraba absorto la imagen que se repetía cada veinte segundos en la pantalla del ordenador portátil.
—Hola, genio maravilloso. —Marty apareció mirando furtivamente por una esquina, con una gran sonrisa en su rostro—. No estoy aquí para presionarte. Sólo quiero saber si necesitas algo —le explicó, lo cual era una mentira descarada. Dondequiera que hubiese un problema, el bueno de Marty tenía que estar allí.
—¡Marty! ¡Colega! Siéntate y relájate.
Marty se acercó de puntillas, como si no quisiera rozar el suelo. David ya lo había echado una vez por estar mirando por encima de su hombro y haciendo demasiadas preguntas. Se había prometido a sí mismo que no iba a molestar a David, y así lo hizo durante los primeros diez segundos. Después, su fuerza de voluntad se fue al garete.
—David, dime que estás sacando algo en limpió. Te lo ruego. Dime que sabes qué pasa —le suplicó.
—Bueno —le respondió David con calma—. Tengo una buena noticia y una mala, ¿cuál quieres oír primero?
—¿Cuál es la mala?
—La mala es que has cometido el delito de interrumpirme mientras como.
Marty se puso una mano en la cadera y dijo con acento sarcástico:
—Y ahora me vas a decir que la buena noticia es que no me vas a denunciar.
—En realidad —le respondió David mientras tomaba una cucharada de fideos—, la buena noticia es que he encontrado el problema.
Marty se llevó la mano al pecho y respiró profundamente con un gesto histriónico.
—Gracias a Dios. Bueno, ¿de qué se trata exactamente?
—Hay una señal extraña en el alimentador del satélite. Una señal dentro de la señal. No tengo ni la más remota idea de dónde viene. Nunca había visto algo así. De alguna manera, esta señal se está reproduciendo en todos los satélites.
Marty lo miró boquiabierto.
—Y exactamente, ¿por qué se supone que esto es una buena noticia?
—Porque la señal sigue una secuencia precisa, una pauta. ¡Así que el resto es muy sencillo! Tenemos que generar un mapa digital de la frecuencia de la señal, luego traducirlo a un código binario y aplicar una señal de fase inversa con el espectrómetro que te hice para tu cumpleaños y ¡bingo!, ya podremos bloquear la interferencia completamente.
—¿Bloquear la interferencia? —le preguntó Marty confundido—. ¿Significa eso que recuperaremos la imagen?
—Qué listo eres.
—¿Significa eso también —preguntó Marty con acento malicioso—, que seremos los únicos en la ciudad que emitiremos imágenes nítidas?
—A menos que compartamos lo que hemos descubierto —sugirió David con tono inocente.
El sabía que Marty era muy competitivo con sus compañeros de profesión y que se moriría si se adelantaba a los demás.
—¡Ja, ja! ¡Me encanta! —estalló Marty en un ataque de frenesí salvaje—. ¡Nuestra arma secreta! ¡El espectrómetro de cálculo de fase inversa! Al final resultará que hoy va a ser un gran día.
Cuando al fin Miguel lo encontró, Russell había fumigado una cuarta parte de un campo de tomates de ochocientos metros cuadrados. Un grupo de trabajadores estaba reunido cerca de sus coches, puesto que no podían trabajar mientras se fumigaba. El campo medía más o menos un kilómetro y medio, y estaba flanqueado por una hilera de eucaliptos gigantes que llegaba hasta la carretera. En lugar de fumigar de forma paralela a los árboles, Russell estaba volando perpendicular a las hileras y elevando la avioneta en el último momento, con lo que obligaba al viejo motor Liberty a pasar casi rozando las copas de los árboles. Miguel no sabía si estaba borracho o se había vuelto loco, pero si estaba como la mayoría de las mañanas, las dos cosas eran ciertas.
La avioneta era un precioso biplano tipo De Haviland, un dos plazas rojo brillante construido el mismo año que Lindbergh atravesó el Atlántico.
Las alas retráctiles estaban hechas de tela tensada sobre unos marcos de madera. La Administración de Correos de EE.UU. había empleado los De Haviland para inaugurar un servicio intercontinental de correo en los años veinte. La avioneta era apropiada para una exhibición aérea, no para fumigar cosechas. Para empezar, era demasiado pesada y difícil de manejar y, para colmo de males, Russell llevaba los noventa kilos del equipo de fumigación atado a la parte posterior con bramante y cuerdas elásticas.
Cuando Russell hizo un picado por encima de las copas de los árboles para dar otra pasada sobre los tomates, Miguel gritó e hizo señas con los brazos indicándole que aterrizara. Los trabajadores se dieron cuenta de lo que el chico trataba de hacer y algunos se unieron a él. El piloto de la avioneta les devolvió el saludo sin entender lo que pasaba.
—Vamos, Russell, espabila —suplicó Miguel.
En los últimos dos años, Russell había ido cuesta abajo rápidamente. Bebía como un cosaco y había olvidado cualquier sentido de la responsabilidad hacia sus hijos. Se había reformado por un tiempo, cuando los vecinos habían informado a la policía, quienes a su vez habían pedido ayuda a los asistentes sociales. Siempre había ido a la suya, pero cuando la madre de Miguel se puso enferma y finalmente murió, Russell se pasó de la raya. Sentía deseos de morir. Cada pocos días, se retractaba y prometía empezar de nuevo, todo lo cual significaba que Miguel era el único que quedaba para ocuparse de cosas como pagar el alquiler, conseguir la medicina de Troy y hacer la compra. Había una cosa que nadie le podía negar: era responsable. Para él, Russell era menos un padre que un compañero que se había convertido en una carga.
Cuando la avioneta dio la vuelta para hacer otra pasada, Miguel puso la moto súbitamente en marcha y atravesó a toda velocidad el campo, arrancando plantas y chafando tomates a medida que avanzaba por los surcos de riego. Se detuvo en un punto del recorrido de la avioneta, que se dirigía a él con una nube de veneno líquido flotando en su parte posterior. Por suerte, Russell lo vio a tiempo y cerró el pulverizador.
Cuando pasó, miró atentamente y vio que el chico le hacía un gesto con los brazos para indicarle que bajara. Se volvió en su asiento y sonrió a Miguel mientras levantaba el pulgar para darle a entender que había comprendido el mensaje. Vio que el chico señalaba un sitio, tratando de decirle algo, pero no lo entendió hasta que se dio la vuelta y se encontró cara a cara con la barrera de eucaliptos de treinta metros de altura, y ya era demasiado tarde para elevarse.
—¡Ay! ¡Mi madre! —gritó por encima del ruido del motor.
Afortunadamente para Russell, no había tiempo para pensar. Actuando a merced de sus reflejos, giró la avioneta noventa grados hacia un lado y se metió por un espacio estrecho entre los árboles. Apenas tenía unos treinta centímetros de espacio por cada lado. En lugar de enfadarse consigo mismo por ser tan estúpido o de dar gracias a Dios por ser tan afortunado, Russell dejó escapar un largo y escalofriante grito de triunfo, satisfecho de su habilidad.
Unos minutos después la avioneta se detuvo en la remota carretera. Cuando Miguel llegó, Russell estaba saliendo de la carlinga de forma desmañada.
—¿Lo has visto? —gritó—. ¡Eso sí que ha sido una pasada!
Se quitó su gorro de aviador y bajó con cuidado hasta el ala inferior. A sus cincuenta y un años, Russell Casse parecía un niño grande. Tenía la cara redonda y una mata de pelo rizado tirando a rubio. Era alto, medía más de metro ochenta y era ancho de espalda. Durante los últimos años, la bebida había transformado su rostro sonrosado en rojizo y había empezado a echar barriga.
—¿Qué demonios haces tú aquí? —Aunque había un tono de enfado en la voz de Miguel, su padrastro no se dio ni cuenta.
—Me estoy ganando las lentejas —declaró Russell orgulloso—. Ganándome el pan. Y, si se me permite decirlo, lo estoy haciendo bastante bien.
—Este no es el terreno de Foster. Te has equivocado completamente de sitio —le explicó Miguel—. Se supone que tienes que estar en el otro extremo de la ciudad.
Russell, que todavía estaba sobre el ala, miró con detenimiento hacia el campo y hacia la granja que había más abajo.
—¿Estás seguro? —le preguntó.
—Maldita sea, Russell. Foster te estaba haciendo un favor. Acaba de ir a la caravana preguntando dónde diablos te habías metido. Y te va a hacer pagar por todo el insecticida que has gastado.
Russell bajó del ala y se quedó allí, un tanto confuso, mientras sacudía la cabeza. «No tiene sentido enfadarse por esto ahora», se dijo a sí mismo. Pero ése era su primer trabajo de la temporada, y Lucas era probablemente el único granjero de la ciudad que estaba de su parte. Miró a su hijo, pero no se le ocurrió nada que decir.
—¿Sabes lo difícil que es encontrar a alguien que no crea que estás absolutamente loco? —le susurró el chico—. ¿Ahora qué se supone que tenemos que hacer? ¿Adonde se supone que tenemos que ir?
Russell no encontraba respuestas. Sentía la necesidad de prometer a Miguel que las cosas iban a empezar a cambiar enseguida. Pero sabía que el chico no le creería, porque ni él mismo se creería. Así que permaneció en silencio en medio de la carretera hasta que Miguel arrancó la motocicleta, se montó en ella y se alejó enfadado.
Russell sacó una botella de Jack Daniel's de la chaqueta. Estaba casi seguro de que algo había acabado. A lo mejor sólo se había acabado el fingir que estaba intentando cambiar. Los últimos años le habían dejado roto. La enfermedad degenerativa de su mujer y, más tarde, su muerte la noche en que él fue abducido, la noticia de que Troy había heredado la enfermedad de la corteza suprarrenal de su madre... Mierda. Si su vida tenía que ser tan dolorosa, no la quería para nada. Si no hubiera sido por sus hijos, habría vuelto a subirse en la vieja avioneta, la habría vuelto a llevar a su máxima altitud, habría apagado el motor y se habría dejado caer en picado. En vez de eso, destapó la botella y echó un largo trago de whisky.
En un remoto lugar del desierto del norte de Irak, Ibn Assad Jamal se acercó a la pequeña hoguera del campamento, para preparar su café de la mañana. Era un beduino y, como el resto de su tribu, se había visto obligado a dejar la tierra que había sido suya durante innumerables generaciones, para acabar en una minúscula y abigarrada aldea de tiendas de campaña habitada por otros muchos clanes de beduinos. Todavía faltaba una hora para que amaneciera, pero la vida en la improvisada ciudad empezaba a despertar por la fuerza de la costumbre.
Sacó del fuego la cafetera que había pertenecido a su abuelo, y en la que hervía un negro café árabe. Mientras esperaba que el poso se asentara, oyó un grito que desgarró el aire de la noche. Acto seguido, una multitud gritaba desesperada pidiendo socorro.
Jamal se quedó paralizado por los sonidos que estaba escuchando. Sobre las dunas vio la silueta de una docena de figuras que corrían hacia él. Lo primero que pensó fue que el Ejército estaba asaltando el campamento, pero al ver la gente que pasaba junto a él a la carrera, gritando y llorando, se dio cuenta de por qué corrían.
«In sha'Allah», se dijo. Vio algo que le hizo caer de rodillas. Una porción enorme del cielo estaba en llamas. Una bola de fuego del tamaño de una montaña lo atravesaba echando llamaradas anaranjadas, blancas y grises como una roca plana que cayera en un río. El fuego dibujaba un resplandor rojizo en la arena al surcar el cielo. Jamal miró hacia arriba boquiabierto durante un momento, mientras sentía que era presa del terror. Se enderezó, murmuró algo ininteligible, dio media vuelta y empezó a correr, chillando y gritando como los demás.
A menos de mil kilómetros de allí, aproximadamente en el centro del golfo Pérsico, el submarino nuclear USS Georgia surcaba la superficie de las oscuras aguas, con su colección de antenas girando en lo alto de la torreta. En el interior de la sala de radares del submarino, todos los controles habían dejado de funcionar. Una estridente sirena sonaba, a modo de alarma ante las extrañas lecturas que aparecían en las pantallas. Los miembros de la tripulación, que hasta unos minutos antes estaban durmiendo, se dirigían a toda prisa hacia sus posiciones de combate. El comandante del submarino, almirante J. C. Kern, avanzó hacia la escotilla anterior y gritó pidiendo un informe:
—¿Bandera, posición?
Un marinero que llevaba unos auriculares se movía de un lado para otro en su silla con ruedas.
—Señor, tenemos una pérdida de señal total en el radar en un área de diecisiete kilómetros cuadrados. —El almirante se dirigió hacia el mapa del radar principal y estudió la señal entrante. Una gran porción de la parte superior de la pantalla estaba apagada, pero era obvio que no era un fallo del aparato, porque la elipse en la que no había señal se estaba moviendo.
—¡Comandante! —Uno de sus oficiales se le acercó—. He ordenado una prueba de diagnóstico completa. Las unidades de radar auxiliares...
—¡Señor, perdone, señor! —gritó otro marinero desde el lado opuesto de la sala—. Puede que el radar no funcione bien, pero los infrarrojos se salen completamente del mapa. No dan ninguna lectura. —Se apartó del monitor para dejar que Kern viera el sistema de seguimiento por infrarrojos. La pantalla se había convertido en una brillante mancha de luz roja.
—Teniente —ladró Kern, casi divertido por el caos.
—¿Sí, señor?
—Póngame con el Cuartel General de la Zona Atlántica.
El Despacho Oval estaba atestado de militares de alto rango y de consejeros del presidente. Se estaban realizando treinta llamadas telefónicas a la vez, pero el nivel de ruido se reducía a un murmullo continuo. Se habían traído más mesas y había un continuo flujo de personas entrando y saliendo de la sala. Los jefes de Estado Mayor habían llegado una hora antes tras un llamamiento a las Fuerzas Armadas de la nación. La flota de submarinos nucleares estaba en estado de espera para zarpar, y se había desplegado a todos los barcos de guerra a lo largo de ambas costas. Los consejeros presidenciales se habían hecho con los sofás, y el presidente estaba sentado bajo las ventanas del ala norte tras Resolute, la impresionante mesa de despacho que Teddy Roosevelt había recibido de la reina de Inglaterra. También había representantes del Cuartel General de la Zona Atlántica, de la OTAN, y representantes militares de los consulados ruso, británico y alemán.
Esta impresionante colección de personalidades, uno de los grupos más poderosos que se había reunido nunca en la Casa Blanca, había adoptado una actitud expectativa. Muchos de ellos habían abogado por un ataque por sorpresa al objeto que acechaba detrás de la Luna. Se había consultado a los ingenieros de la NASA sobre la posibilidad de enviar una lanzadera espacial a realizar un ataque con armas nucleares pero, por diversas razones, habían llegado a un consenso para no hacerlo. Esperaban en tensión a que los treinta y seis segmentos entraran en la atmósfera de la Tierra. Cuando sonó el teléfono directo con el Pentágono, todos los grandes estrategas de la sala se quedaron mudos.
El general Grey, como comandante de la Junta de Jefes de Estado Mayor, se adelantó para responder.
—Grey al habla —dijo con una cara tan expresiva como una pared de pizarra—. ¿En qué parte del Pacífico? —preguntó. Tras escuchar durante un momento, se volvió hacia el presidente—. Han descubierto dos en dirección a la costa oeste, ambos sobre California.
—Envíen el avión de Moffet Field —ordenó Whitmore. El plan ya se había puesto en marcha. Un avión del sistema aéreo de control y aviso había despegado ya de San José y esperaba la orden de empezar una inspección a corta distancia de la nave visitante.
La puerta se abrió y Connie se dirigió a la mesa del presidente.
—La CNN está emitiendo un reportaje en directo desde Rusia. Tienen imágenes de esa cosa.
—Ponlo —dijo Whitmore, echando una mirada a Lermontov, el embajador ruso, que lo miraba preocupado. Uno de los auxiliares abrió las puertas del mueble y encendió la televisión.
Emitían en directo desde Novomoskovsk, una ciudad industrial a casi trescientos kilómetros al sur de Moscú.
Un periodista local retransmitía desde la acera de una amplia avenida que cruzaba el barrio más lujoso de la ciudad, gritando para que se le oyera sobre el caos que lo rodeaba. Aunque no eran más que las seis de la mañana, la calle estaba hasta los topes de vecinos histéricos que corrían desesperados en todas direcciones. Frente a la cámara desfilaban coches a toda velocidad, haciendo requiebros para esquivar a los peatones. Desde el estudio de la CNN en Atlanta llegaba la traducción de lo que decía el periodista local.
—... se ha informado de que este fenómeno atmosférico se ha visto aquí, en Novomoskovsk y en otras partes de Rusia. Una vez más, este fenómeno se mueve demasiado despacio para ser un meteoro o un cometa. Los astrónomos no saben explicar este misterioso suceso.
La cámara dejó de enfocar al periodista y miró hacia arriba. En la distancia, mostraba una imagen difusa de una bola de fuego atravesando el cielo matutino. Con el zoom de la cámara, el gigante de fuego llenó toda la pantalla, mostrando columnas de fuego que se extendían en todas direcciones, producto de la combustión del oxígeno del aire al acelerar su marcha el objeto según atravesaba la atmósfera.
Todos los presentes en el Despacho Oval miraban fijamente la televisión, transfigurados por el extraño espectáculo. La ardiente nube de fuego parecía una aparición de Dios en una antigua película de Charlton Heston.
—Como pueden observar en este reportaje —interrumpió una voz desde el estudio de la CNN—, el pánico se ha apoderado de Novomoskovsk. Hemos recibido noticias de que este tipo de reacción se está dando en todos los rincones de la ciudad. El equivalente a la Cruz Roja en Rusia informa de que ya se han registrado heridos, la mayoría de ellos relacionados con accidentes de tráfico al amontonarse los ciudadanos en las salidas para alejarse lo más posible de este extraño fenómeno. La situación es aún peor en Moscú, a donde se supone que se dirige la nave.
—Señor presidente —dijo el general Grey—, nuestro avión de reconocimiento de Moffet Field tiene un tiempo estimado de llegada de tres minutos con el punto de contacto. Podemos conectar la carlinga por radio directamente con este teléfono.
—Póngalo en el de altavoz. —Whitmore no veía ninguna razón por la que los demás no pudieran oír el informe.
Un círculo de caras de preocupación rodearon la mesa del presidente, mirando al teléfono e intercambiando miradas, mientras se oían los sonidos que llegaban por radio desde la carlinga del avión, a cuatro mil kilómetros de distancia.
El avión estaba volando hacia el sur, en paralelo a la línea de la costa de California. El sistema aéreo de control y aviso con que estaba dotado era capaz de rastrear un área de seiscientos kilómetros cuadrados y detectar quinientos aviones enemigos a la vez. Pero el sofisticado sistema de radar, como tantos otros sistemas de comunicaciones de la Tierra, no funcionaba bien.
Se oyeron las voces impertérritas de la tripulación del avión a través de la línea telefónica.
—Radar dos, recibo un gran espacio en blanco. El radar frontal no da señal y el lateral tampoco. ¿Cuál es su situación? Cambio.
—Exactamente lo mismo, señor. El radar frontal se ha ido del todo. Estamos volando sin referencias. Cambio.
En el interior, el avión estaba atestado de ordenadores que llenaban las paredes, bancos de instrumentos, pantallas de radar, y otros equipos de recogida de datos. Los técnicos, enfundados en sus monos de color naranja y con los auriculares puestos, hablaban frenéticamente unos con otros, haciendo una prueba tras otra, apresurándose por calibrar los sistemas de navegación.
—Pitcher —se oyó una voz por radio—, os detectamos aquí abajo en Ford Ord, y vuestra señal llega clara. ¿Ya habéis salido de esas nubes? Cambio.
—Negativo —respondió el piloto, echando una rápida ojeada a la ventana frontal—, todavía tenemos visibilidad cero. —Una tormenta tropical se había desatado inesperadamente muy al norte de México, dejando grandes masas nubosas sobre la costa de California—. Ford Ord, ¿Cuánto tiempo calculáis que nos queda para la llegada? Cambio.
—Lo siento, Pitcher, acabamos de perder el ángulo. Ya no os vemos. Estáis en la zona en blanco de nuestras pantallas. A lo mejor San Diego aún puede veros.
Tras un momento de tenso silencio, una nueva voz apareció en la línea.
—Aquí San Diego. Negativo a esa pregunta. Tenemos el mismo problema. Pitcher está en el campo de turbulencias. Lo sentimos, Pitcher. Seguiremos a la escucha.
Los rayos del sol se filtraban a ratos por los espacios entre nubes iluminando la carlinga, para desaparecer sólo unos segundos más tarde.
—Control en tierra, aquí Pitcher. La totalidad de los equipos está empezando a funcionar mal. Nuestro altímetro y nuestros controles de entorno se han bloqueado. Aún nos movemos con visibilidad cero, y no recibimos ninguna lectura sobre lo que tenemos delante. Voy a subir un poco más para ver si puedo salir de esta capa de nubes.
—Roger, Pitcher—fue la respuesta desde Moffet Field—, os toca a vosotros. Vais completamente en manual.
—No subas —susurró el presidente. Años atrás había sido piloto de combate, y se estaba imaginando a sí mismo en la cabina del avión—. Manténlo a nivel. —Pero la terminal del teléfono era sólo de recepción.
—Esto tiene mejor aspecto —informó el piloto con alivio—. Creo que he encontrado un claro.
El silbido chirriante de una interferencia se hacía cada vez más fuerte, y retumbaba en el altavoz. Entonces, justo cuando el avión de reconocimiento se había librado de las nubes, la voz del piloto se elevó por encima del ruido.
—¡Dios mío! ¡El cielo está en llamas!
Enfrente tenía una pared sólida de fuego de ocho kilómetros de alto y veinte de ancho, una imagen majestuosa y a la vez aterradora. Con una forma aproximada de disco, estaba perdiendo altura, bajaba en vertical sobre él. El piloto sacudió de nuevo los controles, obligando al avión a un descenso en picado. Pero cuando la bola de fuego se acercó demasiado, el avión estalló de pronto como si fuera una bombilla chafada por un yunque.
Por el altavoz se oyó un chasquido seco, tras el cual la línea quedó en silencio.
—Que vuelvan —ordenó el general Grey a uno de sus hombres, aunque él, como todos en la sala, sospechaba que el avión se había perdido.
El comandante en jefe de la Comandancia aérea del Atlántico se acercó al presidente Whitmore, que aún no se había recuperado del golpe.
—Se han detectado dos más en el Atlántico. Uno se mueve en dirección a Nueva York; el otro se dirige hacia aquí.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
—Menos de diez minutos, señor.
Tras tales noticias, los consejeros de Whitmore empezaron a abrirse camino a través del anillo de militares que rodeaban su mesa. El primero era Nimziki. Habló muy claro en un tono lo suficientemente alto como para que todos los presentes lo oyeran.
—Generales, debemos trasladar al presidente a un lugar seguro inmediatamente. Organicen una escolta militar a Crystal Mountain.
El general Grey se mostró completamente de acuerdo. Se inclinó sobre la silla del presidente y le instó a que se trasladara enseguida a un lugar seguro.
Al tiempo que se empezaban a dar órdenes por toda la sala, el presidente se inclinó sobre la mesa y puso una mano sobre el hombro de Nimziki. El gesto pilló al secretario bastante por sorpresa. Se quedó paralizado, mirando la mano como si fuera una tarántula. El presidente Whitmore aprovechó el momento para consultar a su consejera de mayor confianza.
—Connie, ¿qué opinas? ¿Podemos esperar la misma reacción de pánico aquí que en Rusia?
—Probablemente peor de lo que acabamos de ver —respondió ella.
—Estoy de acuerdo —dijo Whitmore—. Empezarán a correr antes de saber siquiera en qué dirección. Perderemos muchas vidas.
Nimziki veía adonde quería ir a parar el presidente. Dio un paso atrás y se soltó de su mano.
—Señor presidente, pueden discutir los asuntos secundarios por el camino. Pero la situación exige que usted, como comandante en jefe...
—No me voy —anunció el presidente.
Nimziki se quedó de piedra, como la mayoría de los que estaban en la sala. Varios militares de alto rango se acercaron al presidente, pidiéndole que fuera razonable y que se ocultara en un lugar protegido.
—Debemos mantener un gobierno funcional en época de crisis —le recordó uno de ellos en voz alta, sin esforzarse por ocultar su frustración.
Una docena de voces se alzaban a la vez, preocupadas por la seguridad del presidente. Un par de agentes del Servicio Secreto se abrieron paso y se colocaron a su lado.
Con una larga mirada a través de la sala, el presidente impuso el silencio. Luego, con toda tranquilidad, dio unas cuantas órdenes.
—Quiero que el vicepresidente, los miembros del gabinete y la Junta de Jefes de Estado Mayor sean trasladados a un lugar seguro. Llévenselos al NORAD (Sistema Norteamericano de Defensa Aeroespacial). De momento yo voy a permanecer en la Casa Blanca.
—Señor presidente, todos nosotros... —replicó Nimziki.
—Entiendo su postura —le cortó Whitmore—, pero no voy a unirme a la histeria general que podría costamos miles de vidas. Antes de tomar la opción de echarse a correr debemos averiguar si esas cosas son hostiles y hacia dónde van exactamente.
Nimziki se quedó con la mirada helada sobre el presidente. Había abrigado la esperanza de que Whitmore fuera diferente a los otros presidentes a los que había servido, de que su formación militar le mantendría tranquilo en casos de emergencia. Aun cuando ésta era una situación totalmente nueva, debía seguirse el protocolo. Pero Whitmore quería llevar el asunto a su manera. Nimziki todavía guardaba un par de ases en la manga, pero sabía que era demasiado pronto para jugarlos.
—Connie —continuó Whitmore—, pon en marcha el sistema de emisiones de emergencia. Daré un comunicado tan pronto como lo tengas preparado. Escribe un discurso corto aconsejando a la población que no se dejen llevar por el pánico y que se queden en casa si es posible. ¿Podrás hacerlo en veinte minutos?
—Bastará con diez —dijo ella, ya de camino a la puerta.
Los jefes de Estado Mayor aún permanecían de pie en la oficina, confundidos, no muy seguros de querer abandonar sus puestos en lo que se había convertido en el centro de control.
—Está bien, señores, pongámonos en marcha —ordenó Whitmore—. Quiero que se dirijan al NORAD rápidamente.
Los seis generales intercambiaron miradas de duda y empezaron a moverse en dirección a las salidas. El general Grey se separó del grupo y se puso enfrente de Whitmore.
—Con su permiso, señor presidente, preferiría quedarme a su lado. —Como presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor, era una petición poco frecuente, pero dada la larga amistad que unía a los dos hombres, al presidente no le sorprendió.
—Tenía la impresión de que lo harías. —Whitmore sonrió—. Y usted, ¿señor Nimziki?
Nimziki respondió sin pensárselo.
—Las ordenanzas del Consejo Nacional de Seguridad exigen que el secretario de Defensa esté siempre disponible para el presidente. —Entonces, tras una pausa, intentó cambiar de tono—. Es mi deber quedarme. —Intentó darle un tono amistoso, pero se quedó en una vaga amenaza, como todo lo que decía.
El general Grey miró a Whitmore y se atrevió a preguntar lo que hacía una hora que les rondaba a todos por la mente.
—Señor presidente, ¿qué pasa si esas cosas sí son hostiles?
Whitmore permaneció pensativo durante un segundo.
—Entonces que Dios nos ayude.
Como la entrada a una tumba, llena de telarañas, la puerta de la sala de alimentación se abrió lentamente con un crujido. David, con la mente perdida en una especie de universo paralelo y con un listado impreso frente a la nariz, entró arrastrando los pies en la oficina central de Compact Cable. El listado, a un espacio, estaba compuesto por dieciséis páginas y contenía sólo una cosa: un único número, increíblemente largo. Una interminable ristra de unos y ceros, una representación matemática en código binario de una señal misteriosa y sin orden aparente de veinte minutos. El espectrómetro había hecho su trabajo. El aparato había recogido un preciso «retrato» numérico de la frecuencia oscilatoria y había determinado la señal de imagen especular que podría emitirse para cancelar la interferencia. Marty iba a ponerse muy contento. Podría empezar a emitir una imagen buena a sus abonados, coger el teléfono y mofarse de la competencia. Pero David aún no había terminado: en cuanto ideara una forma de bloquear la señal, empezaría a preguntarse de dónde venía y qué significaba.
Había recorrido ya la mitad de la oficina cuando se dio cuenta de que estaba vacía. David echó una ojeada al reloj de pared. «La hora de la comida ha pasado hace rato», se dijo. Jack Feldin, un nostálgico que trabajaba en ventas, estaba en su mesa lloriqueando al teléfono como un niño. David empezaba a tener una ligera sensación de que algo iba mal, pero estaba tan obsesionado con resolver el enigma que había ignorado todo lo demás. Le chiflaban los enigmas. Ya a los doce años se quedaba enganchado a los crucigramas del domingo del New York Times. Cuando aparecieron los «Pasatiempos Genio» en la revista Mensa cada mes, se sumergía en ellos uno a uno, hasta que, unas horas o unos días más tarde, acababa resolviéndolos todos. Este asunto de la señal repetitiva en el satélite era un enigma real que sólo David era capaz de resolver. Al fin y al cabo, ¿cuántos ingenieros había que tuvieran su capacidad práctica y sus conocimientos y que tuvieran acceso libre a equipos valorados en cincuenta millones de dólares?
Se llevó las páginas a su cubículo, metió un disquete en su ordenador y puso en pantalla un programa de análisis de secuencias. Tras pulsar unas cuantas teclas, creó una representación de la transmisión. Tuvo un presentimiento, y preguntó al programa si todas las repeticiones de la señal eran exactamente iguales. Negativo. Iban haciéndose más cortas, reduciéndose lentamente en progresión continua. Pero no perdía ninguna fuerza y la recepción por televisión tenía la misma forma que había tenido todo el día. Curioso. Suponiendo que la señal se enviaba por algún motivo inteligente, ¿por qué tendía a cero? Muy extraño.
Tardó sesenta segundos en hacer los cálculos algebraicos. De acuerdo con ellos, la señal seguía unos ciclos continuos que la llevarían a extinguirse y desaparecer a las 2.32 de la madrugada hora de la costa este. «De acuerdo —se dijo—, ¿y qué?» Como había estado encerrado en la cripta de la sala de alimentación todo el día, no tenía ni idea de dónde venía la señal. Tras decidir que probablemente no sabría nada nuevo hasta la noche, se levantó y se fue. Era hora de llevar buenas noticias.
La oficina de Marty era, como de costumbre, zona catastrófica. Los armarios estaban cubiertos de periódicos amarillentos, bandejas de comida preparada, copias de los últimos informes de accionistas y enormes montones de correo sin abrir que sobresalían por todas partes. Además de todo el desorden, había cinco cuerpos apretujados en la habitación, poniendo todo su interés en la televisión.
David casi ni los vio. En cambio encontró el único asiento libre de la sala, se acomodó en él y apoyó una pierna sobre el brazo de la silla. Le llevó un rato darse cuenta del ambiente de ansiedad que invadía el despacho.
—Tengo una pista sobre la señal —anunció—, y creo que podremos filtrarla.
—¿Eh? —Marty se dio cuenta de que le hablaban a él. Entonces, con voz ausente, respondió—. Bien, bien.
—Pero hay algo raro. Si mis cálculos son correctos, y normalmente lo son, la señal desaparecerá completamente en unas siete horas. —Como no detectó reacción alguna, miró hacia arriba e insistió—. La señal se reduce cada vez que repite un ciclo. Al final, desaparecerá. Eh, ¿me oís o qué?
—David, por Dios. —Marty se dio cuenta—. ¿No has visto esto? Es horrible, David.
—¿De qué estás hablando?
—Mira, está aquí mismo.
David acercó su silla giratoria y vio una imagen en directo de Australia. Un gigantesco disco de fuego, de más de veinte kilómetros de ancho, se mantenía inmóvil sobre el cielo de Melbourne. El primer pensamiento que le vino a la cabeza fue que había ocurrido algún tipo de desastre ecológico, que el ozono había llegado a un nivel crítico y que había erupcionado en una combustión espontánea. Pero acto seguido, preguntó lo mismo que habían preguntado todos la primera vez que habían visto las imágenes.
—¿Ha empezado una guerra?
—No saben qué coño son esas cosas —respondió alguien—, les llaman «fenómenos atmosféricos».
—Probablemente sea algún tipo de residuo de un asteroide —sugirió un colaborador—. Esas cosas están cayendo por toda la Tierra.
—Pero bueno, ¿queréis dejar de decir chorradas? —Marty dio una palmada al colaborador—. Lo han dicho cientos de veces. ¡No están cayendo! Se mueven demasiado despacio. Y algunos de ellos han empezado a moverse hacia los lados. Están volando. Son jodidos platillos volantes, y están invadiendo la Tierra, ¿vale?
David dudó un instante, sin saber si reírse o cagarse en los pantalones. Las caras de espanto de los demás confirmaban que Marty hablaba en serio.
—¡Uau! Esperad un segundo. —David se puso en pie intentando apartar la idea de su mente. Un escalofrío le recorría la espalda, se le metía en el cerebro y emergía convertido en una sensación de miedo. Marty dio la vuelta a la mesa, le puso una mano en el hombro, y le empezó a poner al corriente de lo que llamaba «los treinta y seis fenómenos».
De pronto, señaló la pantalla de televisión.
—David, mira, ¿no es Connie?
Siguiendo las ordenanzas del protocolo de Emisiones de Emergencia, todos los canales conectaron con las imágenes en directo de la sala de prensa de la Casa Blanca. Una atractiva mujer vestida con una blusa de seda blanca subía al micrófono y empezaba a responder preguntas de la prensa. Su imagen en la pantalla llevó a David de un drama a otro mucho más personal. Se trataba de Constance Marianne Spano, la mujer de la que se había separado.
—... insistir en que este fenómeno, aunque ha alterado las emisiones de radio y televisión, no ha causado ningún daño material, y no tenemos razones para pensar que lo hará.
David miraba cómo movía los labios, pero no alcanzaba a oír sus palabras. Habían hablado hacía sólo unas semanas, pero al verla ahora se daba cuenta de que no se habían visto desde hacía un año. Aun con la interferencia en la señal, sabía que su aspecto era distinto: un poco más mayor, un poco más arreglada, y mucho más lejos.
—Ahora el presidente está en una reunión para elaborar un plan de emergencia, pero quería que comunicara a todos los americanos, así como a nuestros aliados, que estaremos preparados pase lo que pase. Lo importante en estos momentos es que la población no se alarme.
—¿Por qué han puesto en marcha la Red de Radiodifusión de Emergencia? —gritó un periodista.
Connie, compuesta, en un tono agradable, respondió.
—Hemos instituido el Sistema de Radiodifusión de Emergencia. Como cualquiera que haya hecho llamadas a larga distancia o que nos esté viendo por televisión, estamos recibiendo muchas interferencias. El sistema ayuda a mejorar las comunicaciones entre el Gobierno y las instalaciones militares. Eso es todo.
David era la única persona en el mundo que sabía exactamente cuándo Connie mentía o no. Esta vez estaba diciendo la verdad.
—Hemos detectado cuatro presencias diferentes —continuó—, que aparecerán pronto sobre ciudades estadounidenses. Dos se dirigen a San Francisco y a Los Ángeles. Las otras dos están en nuestra costa, y van hacia Nueva York y Washington D.C.
Marty sonrió a Pat Nolan, un nuevo empleado muy servicial que asomaba la cabeza por la puerta.
—Eh, tíos, hemos encontrado un refugio antiaéreo en el sótano del edificio. Si alguno de vosotros se nos quiere unir, queda espacio para unos cuantos más. Pero yo no esperaría mucho.
Tras pronunciar esas palabras, se giró y echó a andar. Jeanie, una de las mecanógrafas de Compact, abrió la puerta tras él, intentando llegar antes que los demás y conseguir un sitio.
Cuando se hubo ido, Marty sacudió la cabeza.
—Esto se está poniendo muy, pero que muy feo.
Burlie's era una cervecería decadente y deprimente al otro lado de la autopista que salía del pequeño aeropuerto de la localidad. El fieltro de la mesa de billar estaba rasgado, y los pósters de chicas desnudas acariciando herramientas colgaban de una pared llena de manchas. Russell Casse estaba sentado en un taburete frente a la barra, mirando fijamente su segundo whisky con agua, esperando que alguien entrara por la puerta y le entregara diez mil dólares.
En cuanto había aterrizado con su De Haviland, había ido a la oficina a ver a Rocky, el propietario de aquella franja de tierra. Rocky era un nombre horrible para aquel gordo seboso a quien le sobraban tantos kilos como a un cerdo de competición.
—¿Cuánto me darás por el viejo avión? —le preguntó Russell.
—Diez mil pavos —respondió Rocky, medio en broma. Ambos sabían que por un De Haviland de 1927 en buen estado podía pagarse fácilmente más dé setenta y cinco mil.
—De acuerdo, trato hecho —dijo Russell suavemente— pero necesito todo el dinero en metálico. Te esperaré en Burlie's.
Tras decir eso se dio la vuelta y se marchó, sabedor de que Rocky enseguida se embutiría en su Lincoln y correría al banco.
Pero había pasado más de una hora desde su conversación, y Russell estaba a punto de pedir otro trago, aunque no tenía dinero ni para pagarse las dos primeras copas si Rocky no aparecía pronto. El televisor estaba apagado y Russell era el primer cliente del día. Ni él ni el camarero sabían nada de la catástrofe que estaba teniendo lugar en el cielo de todo el planeta. No obstante, el tema de conversación cambió y empezaron a hablar de ovnis cuando tres mecánicos manchados de grasa que trabajaban en el aeropuerto entraron en el bar.
—Vaya, vaya, hablando del rey de Roma —dijo el más alto y el más sucio de los tres—. Hemos oído que has tenido algunos problemas esta mañana, Russ. ¿Fumigaste el campo que no era, eh? —Los otros dos soltaron unas risas. Russell sonrió levemente y no apartó la mirada del whisky—. No os riáis, tíos —continuó el alto—, no es culpa de Russ. Todavía está un poco confundido tras su experiencia como rehén.
Una vez más, los dos amigos empezaron a reírse a carcajadas como un par de hienas vestidas con monos de trabajo. Uno de ellos paró de pronto.
—¿Como rehén? ¿Qué le pasó? —preguntó.
—Dejad que el tipo beba en paz, tíos —dijo el camarero sin mucha convicción al tiempo que ponía unas cervezas sobre la barra. Pero el cabecilla del grupo no había hecho más que empezar.
—¿Quieres decir que nunca te lo ha contado? Bueno, hace un par de años, nuestro hombrecito fue secuestrado por unos marcianos, y se lo llevaron a su nave. Y los colegas hicieron todo tipo de experimentos con él. Cuéntaselo, Casse.
—Hoy no, tíos, ¿vale?
—Ahora no habla —rió de forma escandalosa—, pero esperad a que tenga un par de tragos más en el gaznate. No habrá manera de callarlo. Eh, Russ, ¿nos puedes hacer un favor? —preguntó consultando el reloj—. ¿Podrías ponerte asquerosamente ciego antes de que volvamos al trabajo? —Esa pregunta desencadenó otra ronda de risotadas.
Cuando el camarero fue al almacén a buscar algo, Russell se puso en pie rápidamente y se dirigió a la puerta. Al pasar por delante de los mecánicos, el cabecilla le alcanzó y le agarró por el hombro.
—Eh, Russ, cuéntanos la verdad —le preguntó con un susurro irónico—. Cuando te llevaron a la nave, te... ya sabes... ¿algo de sexo?
Las carcajadas de los mecánicos hicieron que el camarero volviera al local. Russell, que no era precisamente enclenque, se estaba preparando para asestarle un buen golpe en la boca a uno de ellos, cuando las luces de neón que colgaban del techo empezaron a encenderse y apagarse. Un ruido que comenzó como un murmullo empezó a hacerse audible y a penetrar por las paredes del bar. Las botellas de cerveza se pusieron a vibrar en la barra, y el sonido de los vasos y botellas chocando entre ellos empezó a hacerse más fuerte. En California, eso sólo podía significar una cosa: un terremoto.
Las diferencias se olvidaron enseguida, y los hombres salieron corriendo del bar a la cegadora claridad del mediodía en la zona de aparcamiento. Algo iba mal. El suelo temblaba de un modo raro. El ruido también era extraño. No era como otros temblores que hubieran podido experimentar. Era demasiado suave.
Russell levantó la mirada, pero el sol se le clavó inmediatamente en los ojos, haciendo que tuviera que dirigir la vista a la polvorienta carretera. El borde oscuro de una sombra enorme se movió hacia él atravesando el aparcamiento.
Cuando pasó por delante del Sol, los hombres pudieron ver lo que pasaba. De pronto, los mecánicos gritaron y empezaron a correr en direcciones opuestas.
Russell se quedó donde estaba, con los puños apretados. Uno de los treinta y seis fenómenos estaba cruzando el aire a unos mil quinientos metros del suelo. Estudió la silueta enigmática de la superficie inferior del objeto, sabiendo exactamente qué pasaba y quién estaba dentro de la monstruosa nave: los mismos bichos de cuerpos aterciopelados y movimientos rápidos que arruinaron su vida años atrás.
Cuando Troy aún era un bebé, y Russell todavía se dedicaba a arreglar aviones viejos, se quedó una noche hasta tarde en el hangar reparando un motor. Era una cálida noche de julio, así que había dejado las puertas abiertas de par en par. De pronto, sintió que su cuerpo perdía toda fuerza. Los brazos le cayeron inertes a los lados del cuerpo y la llave inglesa que tenía en la mano cayó estrepitosamente al suelo. No entendía lo que le estaba pasando; pensó que podía ser un ataque al corazón. Todo su cuerpo estaba aletargado, paralizado, con la excepción de los ojos, que aún podía mover.
Oyó un ruido a través de las puertas. Al mirar en aquella dirección, Russell vio una extraña y diminuta figura doblando la esquina. No medía más de un metro. La criatura tenía una cabeza enorme como una bombilla amarilla, y dos ojos negros inermes como botones de un abrigo. Atenazado de pronto por un terror animal, Russell se rebeló contra su cuerpo rígido, intentando hacer que corriera, pero sus miembros no respondieron. Volvió a mirar a la criatura que le observaba, y tras unos momentos, el pánico empezó a desaparecer. «Todo esto es bastante normal, no hay por qué alarmarse —se decía Russell—, no te pasará nada.» Esa idea se repetía continuamente en su cerebro, hasta que se dio cuenta de que era un mensaje, una forma de control mental, que le llegaba por telepatía.
Lo siguiente que vio fue que estaba sentado en el suelo, inclinado sobre algo. La criatura de la puerta se sentaba justo delante de él, con los fuertes brazos rodeando sus rodillas dobladas mientras otros, quizás una docena de ellos, entraban y salían de su campo de visión. Estaban haciendo algún tipo de trabajo, moviéndose a una velocidad asombrosa. La criatura sentada ante él continuó bombardeando la mente de Russell con mensajes tranquilizadores. Esto conseguía mantenerlo en calma, hasta que vio algo que brillaba en un recipiente estrecho. Era una aguja, de unos quince centímetros de largo, que aparentemente iban a introducir en su cráneo. Russell percibió, tan claramente como si hubiera sido en voz alta, el mensaje de una de las criaturas: «No habrá dolor, no causaremos ningún daño.»
En ese momento, Russell se acordó de su familia, a la vez que intentaba articular las palabras que sirvieran para suplicar por su vida.
Entonces vino la nada. Lo siguiente que pudo recordar es que estaba en medio del desierto, levantándose del suelo. El paisaje daba vueltas en espiral mientras él se elevaba en el aire. Entonces el suelo de una nave se cerró como un iris bajo sus pies. Estaba en una pequeña cámara. Las paredes oscuras que le rodeaban brillaban por la humedad, dando la sensación de estar dentro de la cavidad interior de algún animal enorme. Sentía un montón de pequeñas manos que recorrían todo su cuerpo. Sólo entonces se dio cuenta de que estaba absolutamente desnudo. Una vez más intentó suplicarles, pidiendo mentalmente que lo soltaran.
Entonces empezaron los experimentos. Sin poder resistirse, Russell yacía estirado cara arriba mientras invadían su cuerpo con diversos instrumentos médicos.
Recordaba también que, de vez en cuando, uno de ellos le levantaba la cabeza y la ponía de lado para mirar por la ventana que había en el suelo de la nave. Reconoció la silueta de colinas que había abajo y recordó las lágrimas que le corrían por sus mejillas al continuar los experimentos, hasta que se le empapó una parte de la cara.
Lo encontraron la tarde siguiente en el aparcamiento de un supermercado a ciento cincuenta kilómetros del aeropuerto, con un ataque de amnesia. No recordaba ni su nombre ni su dirección, y le llevó casi una semana reconocer a su propia esposa, María. Cuando le preguntaron qué le había ocurrido, dijo que había estado persiguiendo a un grupo de liebres por el desierto y que se había perdido. No le llevó mucho tiempo descubrir que eso era sólo un recuerdo falso que le habían puesto en la mente para camuflar lo que había pasado realmente.
Nunca se había recuperado del todo. En el transcurso de muchos meses, irritable y deprimido, se obsesionó en reconstruir los hechos de aquella noche, gastando todo su dinero y energías en buscar aquellos fragmentos de memoria que se le escapaban. Se le aplicó psicoterapia, fue hipnotizado, y viajó en busca de otros que decían haber sufrido una abducción. Maria empezó a enfermar durante esos meses. La piel se le llenó de erupciones y, por las noches, padecía fuertes dolores de cabeza que, a veces, derivaban en temblores. Cuando Russell dejó de fijarse en sus propios problemas, se dio cuenta de lo enferma que estaba su mujer y la llevó a Los Angeles para que le hicieran pruebas, era demasiado tarde. El mismo día que se le diagnosticó el síndrome de Addison, una deficiencia de la corteza suprarrenal de fácil tratamiento, murió mientras dormía.
Cuando la inmensa nave negra pasó por encima, Russell apretó con fuerza los puños. Lo que más deseaba en el mundo era matar a unos cuantos de esos mequetrefes que seguramente estaban en la nave. El objeto se desplazaba hacia el norte, a unos 350 kilómetros por hora. En el tiempo que tardó en pasar, permitiendo con ello que los rayos de sol golpearan de nuevo el aparcamiento de Burlie, Russell ya se había marchado.
En Washington D.C., los primeros que vieron la nave que se acercaba fueron los turistas que llenaban la plataforma del observatorio situado en lo más alto del monumento a Washington. Empezaron a bajar en estampida por la escalera de la estructura de ciento ochenta y cinco metros, pisoteando a todo el que no se apartara de su camino. La primera víctima fue una niña de once años que venía de turismo desde Lagos, Nigeria. Aunque su padre protegió el cuerpo de la niña con el suyo, alguien le pisó la espalda mientras apoyaba la cabeza en uno de los escalones. Estaba lívida e inconsciente cuando la consiguió sacar. Fueron los dos últimos en salir del edificio. Los vigilantes del National Park, que no sabían que todavía quedaba gente dentro, ya se habían ido.
El hombre miró la colina de hierba y vio a la gente corriendo a toda velocidad en todas direcciones. En el cielo que cubría el Capitolio, uno de los enormes platillos negros, que seguía exhalando nubes de humo negro, aparecía amenazador sobre la carretera de Maryland, acercándose ruidosamente. En vano gritó el hombre al gentío que lo sobrepasaba, preguntándoles dónde podría encontrar un hospital para su hija. Nadie paró, ni se dignó aminorar la marcha.
Millares de turistas salían con aire confundido del Smithsonian y de otros museos a lo largo del paseo.
Al salir y ver el inmenso disco que se arrastraba por el aire, a la mayoría les invadía el pánico.
Enormes grupos de hombres y mujeres aterrorizados corrían en distintas direcciones, chocando unos contra otros. Madres, separadas de sus hijos, permanecían en medio del caos gritando una y otra vez el nombre de los pequeños perdidos. Algunos se quedaban quietos, elevando gritos profanos o invocando el nombre de Dios. Aquí y allá grupos de turistas se habían arracimado alrededor de árboles y paredes de edificios, mirando hacia arriba en silencio. Muchos otros se habían tirado al suelo, algunos rezando, otros chillando mientras se cubrían la cabeza con las manos. Otros miles, ejércitos de funcionarios del Estado, bajaban a saltos por los escalones de granito de sus puestos de trabajo, corriendo, abriéndose paso a codazos hacia la entrada del metro. Aquella cosa en el cielo inspiraba un sentimiento de terror inmediato, como si fuera un ángel de la muerte que se acercara paso a paso inexorablemente.
A menos de dos kilómetros de distancia, en el número 1.600 de Pennsylvania Avenue, Whitmore estaba al teléfono hablando con Yetschenko, el presidente ruso.
—Sí, entiendo —dijo al traductor que estaba en línea—. Dígale que les mantendremos informados y que, en estas circunstancias, Rusia y EE.UU. estan en el mismo bando. —Mientras su mensaje estaba siendo traducido al ruso, miró a Connie y entornó los ojos—. De acuerdo, y dígale adiós de mi parte. Das vidanya.
—¿Qué pasa? —preguntó Connie.
—No sé. Creo que estaba bebido.
De pronto las puertas se abrieron de golpe y una secretaria asustada entró en la sala.
—¡Está aquí! —gritó la mujer, llevándolos frente a un ventanal que se abría sobre un balcón. Whitmore y Grey se miraron, se pusieron en pie y siguieron a la mujer hasta la ventana.
—¡Papá! —Patricia Whitmore se abalanzó sobre su padre con lágrimas en los ojos.
—Se supone que deberías estar en el piso de abajo —le espetó. Pero acto seguido, percatándose de su error, se agachó para coger a su hija en brazos. Asustada por la tensión que se sentía en toda la Casa Blanca, Patricia había escapado de sus niñeras. Whitmore llevó a la niña a un rincón tranquilo de la oficina, consolándola.
Cuando se volvió a girar, se dio cuenta de que todo el personal estaba de pie, inmóvil en el balcón. Con su hija todavía en brazos, salió con ellos.
La masa negra de la nave cruzaba el cielo por encima del Capitolio, casi sobre sus cabezas. Su lado frontal casi barrió el río Anacostia, proyectando una sombra circular de dieciocho kilómetros de diámetro. Inconscientemente, Whitmore agarró más fuerte a su hija, que estaba llorando, apretándola contra su pecho para protegerla de la amenazadora visión. Sin darse cuenta, Connie y los demás se habían cogido unos a otros de la mano para mantener el equilibrio y ahuyentar el terror que les inspiraba la nave. Sólo los agentes del Servicio Secreto que patrullaban el borde del tejado se mantenían apartados, concentrados en la misión de proteger a su presidente.
—¡Oh, Dios mío! ¿Qué vamos a hacer ahora? —murmuró Connie.
—Tengo que dirigirme a la nación —dijo Whitmore—, ahora mismo hay un montón de gente aterrorizada por ahí.
—Sí. —Connie le miró—. Yo soy una de ellas.
Habiendo comunicado únicamente su llegada a los terrícolas, las tres docenas de naves se abrieron en abanico sobre las ciudades más pobladas y poderosas del planeta, como Pekín, Ciudad de México, Berlín, Karachi, Tel Aviv y San Francisco.
En Japón, los ciudadanos de Yokohama habían contemplado cómo la bola de fuego era escupida de los cielos, para después estabilizarse a mil ochocientos metros, hecha una caldera. El extremo anterior de la nave, limpio, emergía de las densas nubes, abriéndose camino. Su terrible envergadura dejó atónitos a los miles de personas que la contemplaban desde el puerto, para luego convertirlos en una multitud aterrorizada a medida que la masa interminable de la nave iba emergiendo de las nubes. Se había colocado directamente sobre ellos, sumergiendo el gran puerto en una suerte de anochecer artificial y pavoroso durante varios minutos, hasta que se alejó hacia el norte. Aún era visible desde los tejados, suspendida en el aire a unos sesenta y cinco kilómetros de la capital de la nación, Tokio.
En la estación de tren central de Yokohama, los ánimos se habían tranquilizado ahora que el objeto ya no parecía tan cercano. Los andenes estaban abarrotados de personas cargadas con sus objetos personales, esperando con paciencia los trenes que pensaban los transportarían hasta la seguridad del campo. Los oficiales de transporte, que vestían uniforme azul y guantes blancos, se subían a cajas que dominaban la muchedumbre, pitando con sus silbatos y exigiendo la colaboración de los ciudadanos. A través de las paredes de plexiglás, se veía a un batallón de soldados estadounidenses, procedente de una base cercana, caminando al trote en formación por la calle hacia un destino desconocido. Al menos de momento, parecía que la evacuación se estaba llevando a cabo de forma tranquila.
La misma escena se repetía en diferentes ciudades alrededor del mundo. Uno de cada cinco habitantes de la Tierra estaba intentando huir de los hormigueros humanos que eran las ciudades, para descubrir que sólo una pequeña fracción podría ser absorbida por las carreteras, los trenes y los metros. Mientras esperaban de pie, enlatados como sardinas sobre las plataformas de carga, en paradas de autobús llenas a reventar, o apilados en camiones, todos mantenían la misma conversación en todos los idiomas imaginables: ¿Quién o qué había dentro de esas naves gigantescas, y cuáles eran sus intenciones? Su apariencia siniestra convencía a la mayoría de que sus ocupantes no habían venido a intercambiar regalos o en son de paz. No obstante, muchos conservaban su optimismo. Argumentaban que la avanzada tecnología de las naves sugería un grado de evolución alto. Quizá los extraterrestres que se hallaban en el interior eran representantes de una forma de civilización superior. Por supuesto que podrían enseñarnos mucho acerca del universo. Los optimistas comparaban su situación con la de unos seres humanos de la Edad de Piedra en alguna isla desierta al alzar los ojos y ver cómo un gran avión les sobrevolaba. Aterrorizados, supondrían que el fin del mundo les había sobrevenido, cuando en realidad la tripulación del avión habría llegado hasta allí con el único propósito de satisfacer su curiosidad y su afán de descubrimiento.
Conjeturas como éstas solían desembocar en la conclusión deprimente de que la raza humana nunca había emprendido ningún viaje impulsada únicamente por el espíritu de la curiosidad. Los primeros individuos en asentarse en América del Norte habían exterminado a los indios americanos. Las cárceles y las enfermedades de los españoles borraron a los incas del mapa. Los primeros visitantes blancos a África fueron negreros. Siempre que los humanos habían «descubierto» un nuevo territorio, lo habían convertido en una conquista, subyugando o matando a los que ya estaban allí. En todas partes, se empezó a rezar para que los recién llegados trataran a los humanos con más consideración que la que ellos habían demostrado con otros habitantes de la Tierra.
Una de las sombras de veinticuatro kilómetros de diámetro engullía el puerto de Nueva York, oscureciendo la mismísima estatua de la Libertad. Avanzaba directamente hacia Manhattan. Grupos esporádicos de neoyorquinos se agolpaban en las orillas del río Hudson, centenares de desconocidos espantados, la mayoría de ellos pobres, que habían acudido para ver con sus propios ojos el espectáculo tétrico que habían seguido a lo largo del día por la televisión. El clima de anticipación contenida se convirtió en una ola de chillidos humanos que se precipitaba hacia el norte cuando apareció la nave oscura. Mucho antes de que el zumbido casi sordo de la nave se oyera por encima de la conmoción del tráfico, la ansiedad colectiva de toda una ciudad ya había llegado a su punto álgido. El contacto visual con la nave desencadenó una huida humana masiva a lo largo del río, hacia las casas, el metro, los coches, o dondequiera que los ciudadanos pensaban que estarían a salvo.
Encima del Bowery y Wall Street, el cielo desapareció y unas vibraciones espeluznantes empezaron a notarse por la parte baja de Manhattan. Los parachoques de los taxis se golpeaban como címbalos. Los peatones que caminaban por las avenidas vaciaron las aceras, refugiándose en las porterías o tras las esquinas al ver que la nave gigante sobrevolaba la ciudad. En todas partes, entre el estruendo de los cláxones, los ciudadanos abandonaban sus casas para ver cómo la nave pasaba por encima de ellos, o se escondían en oficinas y restaurantes para escapar de ella. Y era como si todo el mundo, en todas partes, chillara.
Las piernas de David, que subía los peldaños de tres en tres, cortaban la negra oscuridad. Llegó hasta arriba, abrió la puerta de golpe con el hombro, y salió al exterior. El tejado se vislumbraba debajo de una telaraña de gruesos cables que conectaban las antenas parabólicas y los transmisores con las oficinas que se encontraban abajo. Un momento después de que saliera a la luz del Sol, ésta fue obliterada. La parte central de Manhattan quedó en esa semioscuridad que caracteriza a la Tierra durante un eclipse total.
—Que Dios se apiade de nosotros —murmuró David, mirando de frente al coloso que ya volaba a baja altura. Su primera reacción, irracional, fue la de agacharse, al sentirse físicamente oprimido por el peso abrumador de aquello que le rodaba encima. La parte inferior de la nave era una superficie negra y gris que se extendía a lo lejos. Igual que la rodadura de un neumático lleno de protuberancias, estaba recubierta de parches de elementos afilados, proyecciones del tamaño de un edificio dispuestos en complejos dibujos. A pesar de que la cosa se hallaba a una gran altura por encima de la ciudad, su tamaño abrumador era mucho más grande que la isla en la que estaba David. Su borde izquierdo sobresalía hasta por encima de Nueva Jersey, mientras que el otro extremo todavía sobrevolaba Long Island. Parecía que estaba a punto de aplastarle, él era como un mosquito ante el golpe inminente del parachoques de un turismo. A su alrededor, los aparatos instalados en el tejado empezaron a vibrar, y su ruido metálico se sumaba al zumbido sordo y constante que latía por toda la ciudad. Se fue corriendo hacia el lado norte del edificio, y vio cómo Central Park caía bajo la manta de la noche artificial.
David pensó en su padre, atemorizado y solo en su casa de color pardo. Sabía que Julius no abandonaría su hogar ni que lo matasen. Probablemente estaría tapando las ventanas con listones, colocando barricadas detrás de las puertas, preparándose para otra Masada. Sin embargo, y por algún motivo inexplicable, la imagen en la mente de David fue reemplazada por otra, en la que Julius jugaba tranquilamente al ajedrez en la cocina. Se acordó del partido que se celebraba en el parque esa misma mañana, y de repente, un terrible pensamiento se apoderó de él. Se dio cuenta de lo que implicaba.
—¡Dios mío, la señal!
En el centro de la cuenca de Los Ángeles, las colinas Baldwin eran una torpe mezcla de campos petrolíferos abandonados y mansiones millonarias. Muchas de las casas disfrutaban de vistas que iban desde el centro de la ciudad hasta el océano en Santa Mónica. Las revistas la habían denominado «el barrio afroamericano más rico del país». Muchos Jaguar y caminos de entrada circulares. En lo alto de Glen Clover Drive, entre dos casas típicas de cuatro habitaciones, había una parcela estrecha con un bungalow construido sobre el acantilado. Este chalé blanco y rojo, con un patio bien cuidado, tenía una plataforma de secoya que dominaba la ciudad entera. El alquiler era obscenamente razonable, lo que la convertía en una auténtica ganga a tenor de cómo estaban los alquileres en Los Ángeles. La inquilina era una joven llamada Jasmine Dubrow, que se había mudado a la ciudad desde Alabama hacía sólo dos años.
Una minifurgoneta entró en el camino de entrada de su casa. Su conductora, un ama de casa muy enérgica, Joey Dunbar, ayudó a su pasajero a quitarse el cinturón y a abrir la puerta.
—Toma la llave, Dylan —dijo.
—Gracias, señora Dunbar. —Dylan, el hijo de Jasmine, tenía seis años. Cogió la llave de la casa y se deslizó en el asiento hasta tocar el suelo con los pies. Llevaba un mono Oshkosh, zapatillas Nike, y una mochila You & I, o sea la ropa de moda entre los más jóvenes del barrio.
—¡Decidle adiós a Dylan, chicos! —gritó la señora Dunbar, animada. Los tres niños, con el cinturón de seguridad abrochado en el asiento de atrás, dijeron adiós con la mano por encima del asiento. Dylan sólo les veía las manos, pero les devolvió el gesto de despedida igualmente—. No olvides decirle a tu mamá que te puedes quedar el fin de semana a dormir, ¿de acuerdo? Adiós, esperaré a que entres en casa.
Un Mercedes-Benz descapotable zumbaba por la calle a ochenta kilómetros por hora. Botó en un bache y se subió a la acera. Joey, encolerizada, se giró para ver quién conducía de esa manera por su tranquilo vecindario, y se fijó en los vecinos subidos a los tejados mirando a través de prismáticos. Curiosa por naturaleza, se giró en la otra dirección para ver qué miraban.
—¿Qué? ¿Qué es tan interesante? —preguntó exasperada, barriendo la zona con la mirada. Luego vio esa cosa en el cielo y se quedó callada. Miró fijamente hacia el oeste sobre los tejados, abriendo la boca sin darse cuenta. Permaneció inmóvil hasta que el ruido de un frenazo la sobresaltó. Otro vecino había hecho marcha atrás de forma muy brusca en la entrada de su casa dejando señales del patinazo en la calle, y se esfumó por la esquina.
Dylan todavía no había llegado a su casa cuando su canguro pisó fuerte el acelerador, por lo que el niño se quedó perplejo y mirando hacia el cielo.
—¡Mamá, despierta! ¡Mira eso! —gritó, irrumpiendo en la casa. Se fue derecho a su habitación y se subió a la cama de un salto.
—Mamá, sal fuera a ver.
Jasmine se tapó el cuerpo desnudo con una manta, pero se quedó donde estaba.
—¿A ver qué, cariño? Es muy temprano.
—¡Una nave espacial! —Dylan había visto situaciones parecidas en los dibujos animados y sabía exactamente qué tenía que hacer. Sin perder tiempo, volvió corriendo hacia la ventana principal para disparar contra aquel cacharro.
—¿Qué le pasa a tu perro? —preguntó una voz masculina soñolienta.
Boomer, el golden retriever de Jasmine, había empezado a ladrar y a gañir pocos minutos antes de la llegada de Dylan. Después de seguir al niño hasta la habitación delantera, volvió con una zapatilla de caña alta de baloncesto en la boca, y la depositó al lado de la parte superior de un bulto muy grande que se perfilaba debajo de la sábana, al lado de Jasmine. El bulto se giró y se apartó la sábana.
—Estás empeñado en que me levante, ¿no?
Steven Hiller, un hombre apuesto y musculoso cercano a los treinta años, se incorporó a regañadientes en la cama, y miró fijamente al perro nervioso. La amarga expresión de su cara indicaba que necesitaba dormir una hora más. Jasmine y él habían estado de juerga hasta muy tarde la noche anterior, después de cenar en el Restaurante de Hal y de ir a varios clubes.
—Intenta impresionarte —dijo Jasmine con la cara hundida en la almohada.
Medio dormido todavía, Steven escudriñó lo que había a su alrededor. Unos delfines grandes chapoteaban y sonreían en un póster, y había otros más pequeños, estatuillas, colocados en el tocador y sobre la mesilla de noche. El rastro de la ropa que se habían quitado rápidamente iba desde el recibidor hasta la cama. Una fotografía enmarcada de Steve en la cabina de un avión de combate guiñaba el ojo desde el tocador. Unos albornoces con las palabras «Él» y «Ella» bordadas colgaban de un gancho cerca de la puerta del cuarto de baño. Oyó al perro y al niño en la otra habitación y durante un momento le sorprendió encontrarse en una situación tan doméstica. «Así es como viven las parejas casadas», pensó. Si se le hubiese ocurrido la misma idea hacía unos cuantos meses, se abría vestido rápidamente y echado a correr, LO MÁS RÁPIDO POSIBLE. Pero ahora, reclinado contra el cabezal de la cama, se limitó a sonreír. «Creo que esto me gusta.»
Hacía ya medio año quejas y él salían de forma continua. La suya era una relación apasionada y exclusiva, siempre que Steve podía ir a la ciudad los fines de semana. Pero no se había dado cuenta de que estaba enamorado de ella hasta que un par de bombarderos F-19 experimentales aterrizaron en la Base Aérea de los Marines de El Toro, donde él estaba destinado. Normalmente, la mera llegada de unos aviones de aquellas características habría bastado para que un piloto tan fanático como Steve se quedara merodeando por la base a la espera de una oportunidad de pilotar uno. Cuando en vez de ello prefirió pasar su tiempo libre con Jasmine, supo que sus prioridades estaban cambiando.
Desde que se había licenciado de la academia de vuelo, había aprendido a pilotar todos los, aviones habidos y por haber. Siempre que llegaba una nueva nave a la base, fuera un avión antiguo de la Segunda Guerra Mundial, o un avión de espionaje de alto secreto, Steve se las ingeniaba para conseguir una autorización para probarlo. Los fines de semana que no llovía, cogía su Mustang rojo descapotable y corría hacia el norte por la autopista 405 hacia Los Angeles, su ciudad natal. Se pasaba todo el fin de semana de juerga y se quedaba a dormir en casa de sus padres o en casa de una de sus amigas. Se había ganado la fama de ser un Don Juan, un ligón de primera. Pero una noche, sus padres lo convencieron para que les acompañara a una de sus cenas tan aburridas, donde, para sorpresa suya, se quedó prendado de una de las invitadas, la mujer rabiosamente guapa que ahora yacía a su lado. Se giró para examinar la perfección de su piel color canela, y la elegante curva que unía su espalda y su pecho.
Boomer seguía lloriqueando. Gañía y describía círculos, con la cola entre las patas. Steve sabía que no valía la pena resistir, que ya no volvería a dormir. Se levantó y se fue hacia el cuarto de baño. Mientras hacía sus necesidades matinales, se fijó en un gran bote de vidrio en la parte trasera del lavabo. ¿Se lo estaba imaginando, o era que el aceite de baño dentro del recipiente vibraba ligeramente? El sonido de un helicóptero a vuelo raso le llamó la atención. Era un Marietta, a juzgar por el motor. Cuando acabó de orinar, se asomó a la estrecha ventana del cuarto de baño. No veía el helicóptero, pero tenía a todo el vecindario delante de él. Un hombre y una mujer corrieron hacia su Range Rover, tiraron cuatro cosas en el asiento trasero, y echaron marcha atrás por el camino de entrada de su casa.
—Qué raro —dijo a su reflejo en el espejo. Miró el aceite en el bote alto. No cabía la menor duda: se estaba moviendo muy ligeramente. Permaneció absolutamente inmóvil durante un momento. A Steve le parecía que le llegaba una especie de ruido sordo entre el tiroteo que Dylan estaba protagonizando en el comedor. Salió corriendo al dormitorio a buscar el mando a distancia.
—¿Qué haces, cariño? —El acento de Alabama de Jasmine era más pronunciado cuando estaba cansada.
—Creo que hay un terremoto y quiero encender la tele.
—¿Dónde está Dylan? —Jasmine se incorporó, despertándose de pronto—. Dylan, ven aquí cariño —gritó hacia la otra habitación. El televisor se encendió de repente y apareció una presentadora leyendo sus notas.
—... en el sur, pero de momento no hay noticias de daños personales o materiales. Eve Flesher, la portavoz de la oficina del alcalde, ha emitido un comunicado desde los peldaños del ayuntamiento hace pocos minutos, pidiendo a la población que no cunda el pánico. —Empezaron a pasar las imágenes de la rueda de prensa, y Dylan irrumpió en la habitación, al estilo Rambo.
—¡Hola, Steve!
—¡Eh, Dylan! —Los dos se fundieron en un abrazo de buenos días—. ¿Contra quién disparas? ¿Forajidos?
Dylan lo miró como si estuviera loco.
—¿Qué forajidos? Estoy disparando contra los extraterrestres.
—¿Extraterrestres? —Steve y Jasmine intercambiaron una mirada de complicidad. Dylan tenía una imaginación muy viva y les encantaba animarle a que diera rienda suelta a sus fantasías.
—¿Y has matado a alguno? —le preguntó su madre.
Dylan se limitó a mirarla muy fijamente, algo perturbado. Ya tenía edad de saber cuándo los mayores no le tomaban en serio.
—Os pensáis que me lo estoy inventando, pero ya lo veréis.
—Voy a echar un vistazo a esta nave espacial —dijo Jasmine a Steve, mientras el hijo la arrastraba fuera de la habitación—. ¿Vas a querer un poco de café?
—Yo también voy. Puede que sea trabajo para los marines.
De camino a la puerta, volvió a mirar la televisión. Siempre que un pequeño temblor sacudía la ciudad, cosa que ocurría más o menos cada mes, la cadena solía intercalar una imagen de los sismómetros de Cal Tech en Padena. Como auténtico californiano, Steve había aprendido a pasar de los terremotos. Pero al apagar el televisor, oía cómo persistía el ruido sordo, que se hacía cada vez más fuerte.
Unos platos cayeron al suelo en la cocina y Jasmine soltó un buen grito. Steve salió corriendo y la encontró obligando a Dylan a alejarse de la ventana. Algo en el exterior le había dado un susto mortal. Steve abrió la puerta y salió al porche, preparado para enfrentarse a lo que había ahí afuera. O por lo menos eso era lo que él pensaba.
Una de las siniestras naves se acercaba rápidamente al centro de la ciudad como una nube de tormenta venenosa. En aquella mañana tan despejada, las montañas de Santa Mónica y las de San Gabriel que rodeaban la ciudad parecían diminutas, empequeñecidas ante el increíble tamaño del objeto que se encontraba en el aire. La cuenca entera de Los Ángeles se asemejaba a un enorme estadio con un techo mecánico que se cerraba lentamente.
—¿Qué pasa? —interrogó Jasmine desde el interior de la casa. Steve abrió la boca, pero no pudo articular palabra. Se serenó, y empezó a evaluar la situación.
La parte superior de la nave era una cúpula baja y curva, lisa salvo una depresión parecida a un cráter de un kilómetro y medio de ancho que se extendía por toda la parte frontal. De esta zona hueca salía una torre negra y reluciente de aproximadamente el tamaño y la forma de un rascacielos. Era un rectángulo perfecto, a excepción de la pared trasera, que seguía la curva de la depresión. La torre era negra como el alquitrán húmedo. Unas irregularidades en su superficie sugerían la presencia de puertas o ventanas detrás de unas pantallas negras protectoras.
La base de la nave era esencialmente plana, con un dibujo muy especial. Se asemejaba a una flor gris perfectamente simétrica de ocho pétalos. Éstos estaban teñidos de azul, y se extendían unos doce kilómetros hacia los bordes volcados de la nave. Vistos desde una cierta distancia, poseían la misma transparencia brillante que las alas de un insecto, en las que las venas se distinguen claramente. Cada «pétalo» parecía estar construido de dieciocho láminas gruesas, como unas planchas colocadas en largas hileras que se solapaban para crear una superficie dentada. Llevaban toda una batería de estructuras de aspecto industrial, que a Steve le parecieron naves de carga, equipos de acoplamiento, depósitos de almacenamiento, ventanas de observación, y otros mecanismos a gran escala. Estas estructuras no eran componentes aislados incorporados a la parte inferior de la nave, sino partes del cuerpo, que sobresalían como numerosos tumores de aspecto exterior duro, justo debajo de una piel brillante. Más lejos, el ojo de la flor era una chapa metálica lisa con profundas líneas embutidas en un dibujo geométrico sencillo.
Al principio, pensaba que las líneas podrían ser un tipo de decorado de jeroglíficos, pero al sobrevolarle, le parecieron más como las costuras de un conjunto de puertas complejas. La nave no presentaba elementos decorativos. Era como una barcaza flotante, claramente diseñada para realizar una tarea específica y no para ser admirada.
La primera reacción de Steve fue de repulsa. No se trataba solamente del abrumador volumen de la cosa que estaba sobrevolándoles, ni el temor instintivo de sentirse atrapado por un posible depredador. El diseño de la nave tenía algo de inquietante, había algo incorporado, inconscientemente quizás, en su arquitectura. Era una sombra gris y siniestra que revelaba la personalidad lúgubre y rotundamente utilitaria de sus fabricantes. Como si todos los residuos industriales jamás producidos hubiesen sido mezclados en esa máquina impresionante, compleja y horripilante. No obstante, poseía, al mismo tiempo, cierto oscuro magnetismo, como unas fotografías microscópicas de piojos o hongos, que descubrían una belleza desfigurada.
Cuando David volvió a la planta baja, la oficina estaba completamente vacía. La pared de monitores de televisión no tenía espectadores. Asustando el volumen de uno de los aparatos, David escuchó para ver si había información que pudiera confirmar o desmentir su teoría. La CNN, con la imagen todavía distorsionada, había montado un logotipo muy vistoso, un gráfico muy llamativo que giraba en espiral hacia el telespectador hasta llenar la pantalla: «Visitantes: contacto o ataque.» Wolf Blitzer, totalmente exhausto, permanecía de pie delante del Pentágono, bajo la falsa noche.
—Los oficiales del Pentágono acaban de confirmar los avances informativos de la CNN. Otras naves, iguales que la que tengo justo encima, han llegado a treinta y seis de las ciudades más grandes del planeta. Nadie parece estar dispuesto a hacer una declaración oficial pero, según fuentes oficiosas, varias personas han expresado su preocupación y su frustración ante el hecho de que nuestros sistemas de defensa espacial no nos advirtieran.
Un gráfico se superpuso en la pantalla. Era un mapamundi que indicaba la ubicación de las naves espaciales. David asintió con la cabeza. Era exactamente lo que se esperaba. Le llegó una voz de la oficina vacía de Marty y se acercó.
—Sí, ya lo sé, mamá. Tranquilízate un momento ¿quieres? —Marty se había escondido debajo de su mesa y estaba gritando por el teléfono. Cuando David se asomó por la puerta para saludarlo, Marty se llevó un susto tan sonado que se golpeó la cabeza contra la mesa—. ¡Oh, nada! Estoy bien. Acaba de llegar alguien. Por supuesto que es humano, mamá, trabaja aquí.
—Dile que haga las maletas y se vaya de la ciudad —dijo David.
—Un momento mamá. —Marty tapó el teléfono—. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—¡Díselo! —gritó.
—Mamá, deja de hablar y escúchame bien. Haz una maleta, súbete al coche y vete a casa de tía Ester. No me hagas preguntas. Hazlo. Llámame en cuanto llegues. —Marty colgó y salió de debajo de la mesa—. Bien, ¿me quieres decir por qué acabo de mandar a mi madre de ochenta y dos años a Atlanta?
David daba vueltas por la desordenada oficina, pensando.
—¿Te acuerdas que te he dicho que la señal escondida en nuestro satélite se estaba extinguiendo lentamente?
De repente, Marty recordó las interferencias televisivas que tanto le habían preocupado hacía unas horas.
—No del todo. «Señal dentro de una señal», es lo único que recuerdo.
—Eso es, la señal oculta. Marty, es una cuenta atrás.
—¿Cuenta atrás? —Eso no pintaba muy bien. Marty separó las cortinas y echó una mirada furtiva a la forma oscura que había fuera—. ¿Cuenta atrás para qué?
—Piensa un poco. Es exactamente igual que el ajedrez. Primero colocas tus piezas de forma estratégica. Luego, cuando llega el momento, atacas con virulencia las piezas principales de tu adversario. ¿Ves lo que están haciendo? —David señaló la imagen televisiva de una nave flotando sobre Pekín, China—. Están tomando posiciones sobre las ciudades más importantes del mundo y están usando la señal para sincronizar su ataque. De aquí a aproximadamente seis horas, desaparecerá la señal y la cuenta atrás habrá finalizado.
—¿Y entonces qué?
—Jaque mate.
Marty tardó un minuto en asimilar la información, y entonces le sobrevinieron dificultades respiratorias. Abrió una lata de gaseosa y cogió un teléfono.
—Tengo que hacer unas cuantas llamadas. Mi hermano Joshua, mi pobre terapeuta, mi abogado... Oh, al diablo con mi abogado.
David cogió otro teléfono y marcó un número de once dígitos que raramente usaba pero que se sabía de memoria. Mientras se establecía la conexión, todos los televisores de la oficina empezaron a sintonizar la misma imagen.
El presidente de EE.UU. se acercaba al podio de la sala de prensa de la Casa Blanca, esforzándose por transmitir tranquilidad y confianza. «Todo está bajo control, que no cunda el pánico.» Mientras que varias personas, entre ellos Grey y Nimziki, se subían a la pequeña tarima para acompañarlo, Whitmore sonreía tensamente a la sala.
—Compatriotas y ciudadanos del mundo, estamos ante un acontecimiento histórico sin precedentes. La sempiterna pregunta sobre si nosotros los humanos estamos solos en el universo ha sido contestada de una vez por todas...
—Comunicaciones. —La voz telefónica sonaba seca y formal.
—Sí, soy David Levinson. El marido de Connie Spano. Es una llamada urgente. Tengo que hablar con ella inmediatamente.
—Lo siento, está reunida —contestó la voz masculina—. ¿Quiere dejar un mensaje?
—No, tengo que hablar con ella ahora mismo. Sé que está ocupada, la estoy viendo por la televisión. Esto es más importante, créame. Así que dígale que se ponga. —La voz de David sonaba imponente.
—Espere, por favor.
David se giró para seguir el mensaje del presidente. Connie estaba con un grupo de gente al lado de la tarima, justo en el portal que daba a las oficinas de la Casa Blanca. Un joven, probablemente el que había contestado al teléfono, apareció en la puerta y le susurró algo al oído. Un segundo más tarde ella desapareció discreta y profesionalmente por la entrada vigilada. David experimentó un gran alivio. No estaba seguro de que Connie aceptara la llamada.
—¿Qué quieres? —casi silbó por el teléfono.
—Connie, escucha —balbució David, totalmente sorprendido—, tienes que salir de allí. De la Casa Blanca, quiero decir. Tienes que salir de la Casa Blanca. —Los dos enmudecieron durante un segundo. Parecía como si David estuviera repitiendo una conversación desagradable que ya habían tenido numerosas veces. Consciente de que ella no le entendía, prosiguió—: Espera, no lo comprendes. Tienes que abandonar Washington.
Connie, enfadada consigo misma por haber salido de la rueda de prensa, intentó escabullirse.
—Gracias por preocuparte por mí, pero por si no te has dado cuenta, tenemos una pequeña crisis aquí. Tengo que irme.
David se dio cuenta de que estaba a punto de colgar.
—He estado investigando la cuestión de la interferencia en los satélites y ya lo tengo. Van a atacar —dijo bruscamente.
La línea enmudeció durante un momento. David pensaba que ella estaría reflexionando sobre lo que le acababa de decir, pero rápidamente se percató de que estaba tapando el teléfono mientras hablaba con uno de sus ayudantes.
—Van a atacar —repitió—. Sigue.
Esa reacción hizo que se enfadara. El la llamaba para salvarle la vida, y lo único que le faltaba era que adoptase un tono condescendiente con él.
—Exactamente, atacar —respondió, ya con los nervios de punta—. La señal es una cuenta atrás. Cuando digo señal, me refiero a la señal que está causando todas las interferencias con los satélites. —El captaba su impaciencia. Sabía que no le estaba dando la información de forma muy coherente, lo cual le ponía todavía más nervioso—. Acabo de subir al tejado y me he dado cuenta. Esta mañana yo... ¿Connie?
Había colgado. Pulsó el botón de volver a marcar, pero comprendió que no serviría de nada. Ella no se volvería a poner. Su mirada se centró en la imagen nebulosa del presidente Whitmore.
—... mi personal y yo permaneceremos aquí en la Casa Blanca mientras intentamos establecer contacto...
Al oír eso, David supo qué tenía que hacer. Fue a buscar su ordenador portátil y unos cuantos disquetes, cogió la bici y se dirigió hacia la puerta.
—Marty —gritó a través de la oficina—. Deja de perder el tiempo y sal de la ciudad ahora mismo.
Marty, que seguía enganchado al teléfono, escuchaba la parte final del discurso de Whitmore.
—... así que no pierdan la calma. Si se ven obligados a abandonar la ciudad, ruego lo hagan de forma segura y ordenada. Gracias.
Un taxi que intentaba circular por la acera chocó con un camión de reparto que intentaba hacer lo mismo. David, que pedaleaba alocadamente, iba zigzagueando por el denso tráfico. A su alrededor, las calles estaban totalmente colapsadas. Incluso cuando llegó al puente, vio que la gente que iba a pie avanzaba más rápida que los coches.
Quince minutos después, se metió por una calle con una fila de pequeñas casas de color pardo en Brooklyn. Tuvo que girarse de repente, y apunto estuvo de ser alcanzado por un colchón que estaban tirando desde una segunda planta. Todos los vecinos de la calle estaban haciendo las maletas, preparándose para la evacuación.
Golpeó la puerta principal de su padre repetidas veces hasta que ésta se abrió de repente, y se encontró con una escopeta en las narices.
—Tranquilo, papá, soy yo.
Julius bajó el arma, echó un vistazo a ambos lados de la calle mientras entraba a su hijo a rastras.
—Buitres. Han dicho por la tele que ya han empezado a saquear. Juro por Dios que si intentan entrar aquí dispararé.
—Papá, escucha, ¿todavía tienes el Valiant?
Julius arqueó una ceja, receloso.
—Sí que lo tengo. ¿A ti qué te importa? Ni siquiera tienes carnet de conducir.
—No necesito carnet —dijo, mirando al viejo a los ojos—. Conduces tú.
Steve estaba de pie junto a la cama, metiendo en la maleta la ropa de fin de semana que no había tenido tiempo de ponerse. Vestido de oficial y luciendo una sonrisa presumida, sus movimientos adquirían una intensidad disciplinada y una elegancia atlética que delataban su ansiedad por volver a El Toro y, si hacía falta, darles una lección a los huéspedes no invitados. Jasmine estaba de pie contra la pared, comiéndose las uñas, y visiblemente disgustada.
—Podrías decir que no oíste el aviso —le dijo.
El se limitó a reír y siguió haciendo la maleta.
—Ya sabes cómo es, cariño. Nos están llamando. Tengo que incorporarme.
—Sólo porque te llaman... seguro que la mitad de los chicos no se presentan...
—Vale ya —la cortó en seco—. Jazzy, ¿por qué te pones así? —Parecía estar a punto de llorar, y Steve fue hacia ella para consolarla. Intentó abrazarla, pero lo apartó de un manotazo y volcó una de sus figurillas de delfín de la mesita.
—Te voy a decir por qué me pongo así —le gritó, corriendo las cortinas bruscamente—. ¡Porque esa cosa de ahí arriba me tiene acojonada! —Se dejó caer contra la puerta del armario, deslizándose hacia el suelo.
—¡Escúchame! —Steve se agachó delante de ella y recogió el delfín de cristal, que no se había roto—. No creo que hayan hecho un viaje de noventa billones de años luz a través del universo para buscar pelea. Estamos ante uno de los momentos más increíbles de la historia.
Lo que había dicho era un tópico, pero Steve lo dijo con convicción. No tenía miedo a nada. Pero no como el típico tipo duro con ganas de morir; sencillamente no entendía por qué la gente se dejaba asustar. Conocía a muchísimas personas que se dejaban acobardar por mil temores pequeños, que habían permitido que el miedo se convirtiera en un hábito. Tenían tanto miedo al fracaso, a la humillación o al dolor físico que habían dejado de correr riesgos, habían dejado de vivir a lo grande. Lo que siempre había admirado en Jasmine era su valor. Como todos, ella vivía en la incertidumbre, pero parecía que le resbalaban las cosas pequeñas que mantenían a los demás agarrotados: el dinero, los horarios, lo que los demás pensaban de ella.
Volvió a intentar cogerla de la mano, y esta vez no se resistió. Mientras se miraban a los ojos, volvió a surgir la gran cuestión. La misma que habían estado intentando evitar con todos sus esfuerzos durante los últimos meses: qué significaban el uno para el otro y si su relación podría tener futuro. Steve respiró hondo. En su bolsillo llevaba una pequeña caja que quería enseñarle, algo que había mandado hacer hacía varias semanas. Sus labios no llegaron a articular las palabras que le permitirían abordar el tema. Quería hacerle una pregunta, aquella pregunta. Pero las consecuencias de hacérsela podrían ser devastadoras para su carrera. Así que, ante su incapacidad de elegir entre las dos cosas que más quería, optó por la maniobra de evasión.
—Venga, acompáñame al coche.
Jasmine era valiente, pero tenía sus límites. La habían dejado demasiadas veces y había perdido demasiado como para poder afrontar esta situación con la misma confianza de Steve. Había pensado que por fin había logrado arreglar su vida, y que por vez primera las cosas le empezaban a salir bien. Pero ahora, con la llegada de la nave, la cosa amenazaba con volverse a torcer. En su mente, sabía que Steve tenía órdenes de volver a la base, y por tanto que no la estaba abandonando. Pero al mismo tiempo, aquello era una situación límite, y la primera reacción de Steve había sido hacer las maletas.
—¿Puedo llevarme esto? —le preguntó, cogiendo el delfín de cristal—. Te lo devolveré, te lo prometo.
Ella sonrió y asintió. No le quedaba más opción que intentar creerlo.
Había dejado la capota del Mustang abierta toda la noche, y al salir fuera, Steve se encontró con Dylan al volante. Después de sacar al chico del coche, Steve retiró una bolsa del asiento trasero.
—Tengo algo para ti, chaval. ¿Recuerdas que prometí que te traería fuegos artificiales? —Steve le entregó el paquete—. Pero ve con mucho cuidado —añadió.
Dylan rasgó el envoltorio y vio un montón de tubos colorados con palitos. Parecían cohetes de los que se colocaban en las botellas, pero más grandes, con la marca FireStix impresa en cada uno.
—¡Anda! ¡Fuegos artificiales! —exclamó el niño, impresionado, y tendió los objetos sagrados a su madre para que los viera—. De los grandes.
Jasmine le dirigió una mirada de profundo agradecimiento.
—Iba a hacerlo yo mismo esta noche en el parque... pero se plantan en el césped, despegan y se convierten en un montón de colores bonitos a unos seis metros de altura...
Jasmine escuchaba a medias, distraída por la visión de la enorme nave que se había colocado encima del edificio más grande del centro de Los Ángeles. Poco después de que dejara de avanzar, empezó a girar muy lentamente y el ruido sordo desapareció.
Steve hundió la mano en el bolsillo de su chaqueta y palpó la cajita que había dentro. Le resultaba muy duro ver a Jasmine asustada.
—He pensado —empezó a decir meditabundo— que por qué no haces una maleta para Dylan y para ti y... —Miró la calle en ambas direcciones—, pasáis la noche conmigo en la base.
La invitación pilló a Jasmine por sorpresa. Nunca la había invitado a acercarse a la base y ella tampoco se lo había pedido. Sabía que tenía muchos motivos para que no lo vieran con ella. De repente se sintió preocupada por él.
—¿Seguro que no hay problema?
—Bueno —refunfuñó—. Tendré que llamar a todas mis amigas y aplazar la juerga para otro día, pero no, no pasa nada.
Ella le pegó un puñetazo en el brazo.
—Ya estamos otra vez, tú crees que eres el más guapo de todos. Te voy a decir una cosa, mi capitán, no eres tan encantador como tú crees.
—Sí que lo soy —sonrió, subiéndose al coche.
—Orejas de Dumbo.
—Piernas de gallina —le gritó, arrancando el motor. Y después de un último beso, puso el vehículo en marcha y le gritó por encima del hombro—: Hasta la noche.
Y mientras veía en el retrovisor cómo le decían adiós con la mano, se preguntaba si había obrado bien invitando a Jasmine a El Toro. Era una solución a medias.
Por su parte, Jasmine se sentía emocionada y aterrorizada al mismo tiempo. Ella y Dylan se quedaron en la calle despidiéndole hasta que el descapotable rojo desapareció por el lomo de la colina, y volvió a mirar la margarita cancerosa que giraba lentamente, anulando al sol. Cogió a su hijo y lo llevó hacia la casa, quitándole el paquete de fuegos artificiales de la mano.
—Y éstos me los quedo yo, hijo.
—¡Ya está bien, mamá!
El Plymouth Valiant del 68 de Julius estaba en perfecto estado. Lo guardaba debajo de una lona en el garaje y los únicos kilómetros que había hecho correspondían a la visita semanal que realizaba a la tienda de ultramarinos. Su velocidad punta en carretera solía alcanzar unos setenta kilómetros por hora harto frustrantes, incluso en los largos recorridos, lo cual ayuda a explicar por qué David nunca se había sacado el carnet. Pero, ante una situación de emergencia como la actual, el viejo corría por la carretera a la frenética velocidad de ochenta y cinco kilómetros por hora. Los faros de los coches más rápidos se abalanzaban sobre ellos como ojos de lobos mecánicos. Muchos de los coches estaban llenos hasta los topes de gente, maletas y cajas con comida. Algunos llevaban colchones atados a los techos de forma muy poco aerodinámica, y cuando se cruzaban, todos los ocupantes se giraban para mirar a los dos hombres en el viejo coche azul que circulaba en plan tortuga como si de una excursión dominical se tratara. Las caras apretadas contra los cristales estaban contraídas por el miedo de las primeras doce horas de invasión.
—¡Tranquilízate, Fitipaldi! —gritó Julius a la vez que blandía el puño hacia una furgoneta que duplicaba la velocidad del Valiant.
—Ochenta y cinco, papá, por favor —dijo David, llamándole la atención de nuevo sobre el velocímetro—. Estás aflojando.
—¿Cómo que aflojando?
—Desciendes por debajo de ochenta y cinco. Manten la velocidad.
A David le habría gustado adelantar a todos los coches que había en la carretera, pero conocía los límites de su padre, y aquella velocidad era uno de ellos. A Julius le parecía que franquear ese límite bastaría para que el coche se autodestruyera. David se mordió la lengua e intentó relajarse. Todavía quedaba tiempo. Además, tampoco podía forzarle demasiado después de la manera en que Julius había accedido a realizar la misión.
David se había imaginado una resistencia acérrima, que le habría increpado o que se habrían discutido durante media hora como mínimo sobre lo ridícula que era la idea. Pero en cuanto le hubo explicado de una parrafada sin respirar por qué le era imprescindible llegar hasta allí, Julius se había acercado a su hijo para mirarle largamente a los ojos, como si buscara algo específico. Algo que vio le decidió.
—Prepárame un bocadillo —dijo, encogiéndose de hombros—. Voy a coger el abrigo.
Treinta minutos más tarde, habían dejado la ciudad atrás, gracias, en gran medida, a la capacidad increíble de navegación del copiloto, es decir, de David. Habiendo pasado gran parte de su vida en el asiento trasero de taxis, conocía bien todos los atajos. Una vez en la autopista, y con rumbo a Washington D.C., David sacó su portátil para investigar más sobre la señal, todavía sorprendido de que su padre, normalmente muy testarudo, no se hubiera resistido más a su plan.
—¡Es la Casa Blanca, por el amor de Dios! —gritó Julius de repente, mientras David estudiaba los números en la pantalla del ordenador—. No puedes presentarte ahí, llamar al timbre y soltar: «Buenas tardes, oiga, deje que hable con el presidente un par de minutos.» ¿Piensas que ellos no saben lo que sabes tú? Créeme, lo saben. Lo saben todo.
—Esto es algo que no saben, de verdad —dijo David, intentando concentrarse.
—Si te crees tan puñeteramente listo, dime por qué estudiaste durante diez años en el MIT, sacaste matrícula de honor, y ganaste tantos premios para convertirte en un técnico de reparación de cables. —La pregunta, como muchas de las que hacía Julius, era un golpe muy bajo.
—Por favor, no empieces con eso —masculló David de una manera calculada para zanjar el tema. Era uno de sus puntos más dolorosos, calificado por todos como una falta de ambición. Por curriculum estaba muy por encima del puesto que ocupaba en Compact, y los laboratorios de investigación de toda la nación lo habían tenido en su punto de mira. Todavía recibía cartas de vez en cuando pidiendo su colaboración en proyectos científicos tan diversos como el superacelerador de Tejas o el Biosfera en Arizona. Podía haber pedido el sueldo que quisiera en este tipo de trabajo, pero prefería quedarse donde estaba. Amaba su ciudad, a su padre, y a su esposa, hasta que se marchó a trabajar para el senador Whitmore.
Molesto por la pregunta, David fingía estar trabajando con el ordenador. A él le importaba un rábano lo que los demás pensaban de él, pero la decepción de su padre era una espina que tenía clavada.
—Siete años —murmuró David.
—¿Siete años? ¿Qué dices?
—Estudié en el MIT durante siete años, y no soy técnico de reparación de cables, soy el ingeniero jefe de sistemas.
—Disculpe, señor Jefazo —dijo Julius sarcásticamente, acercándose más al volante—. Lo que quiero decir es que ya tienen a su gente para este tipo de cosa, si quieren cables, ya te avisarán.
Otro golpe bajo. David se mordió la lengua y volvió a consultar el velocímetro.
—Estás aflojando.
La primera dama tenía el lujoso salón de hotel todo para ella. Su séquito de ayudantes y agentes del Servicio Secreto se habían retirado para que pudiera llamar a su marido en la intimidad. Siempre que se abría la puerta, vislumbraba el rebaño de periodistas esperando en el vestíbulo principal. Un puñado de policías los habían colocado detrás de unas cuerdas aterciopeladas mientras aguardaban la aparición de la primera dama para la celebración de la rueda de prensa que se les había prometido.
—¿Mare?
—Hola Tom, ¿cómo lo llevas? —preguntó.
—Bastante bien —contestó Whitmore—, considerando las circunstancias. —Eran las once de la noche y tenía la voz cansada.
—¿Dónde estás?
—En el dormitorio. Pensaba que debería intentar descansar un poco.
—Buena idea. ¿Cómo andan los ánimos por ahí?
—Escúchame —continuó, cambiando de tema—. Estoy organizando el envío de un helicóptero al Biltmore. En la azotea del edificio hay una pequeña pista de aterrizaje. Quiero que salgas de Los Angeles lo antes posible. Si no sale bien... —No terminó la frase.
—Sabía que ibas a decir eso —respondió Marilyn sonriendo—, pero acabo de ver la conferencia de prensa de Connie. Tom, estoy orgullosa de ti por haberte quedado en la Casa Blanca. Creo que es lo correcto. Pero que me vean huir no es lo más indicado.
—Esa cosa está encima de ti, ¿verdad?
De hecho, el histórico y lujoso hotel Biltmore estaba solamente a dos manzanas del antiguo First Interstate Building. El centro de la nave, que giraba lentamente, estaba ubicado encima del edificio. La zona comercial de Los Ángeles, que solía estar abarrotada la noche del viernes con una incongruente mezcla de largas limusinas y centroamericanos paseando, estaba casi vacía. Era como una ciudad fantasma.
—Sí, sigue estando aquí —reconoció Marilyn—, pero tengo una docena más de periodistas esperándome en el vestíbulo. Johanna está con ellos, organizando una conferencia de prensa y algunas entrevistas. Me iré en cuanto haya terminado todo. Te lo prometo.
—De ninguna manera. Te agradezco lo que intentas hacer pero no tengo ni idea de lo que han planeado esas naves. Voy a...
—Tom, escucha —le interrumpió bruscamente—. Sé que estás preocupado. Pero yo también tengo una responsabilidad aquí. La gente me escuchará.
No pudo rebatir lo que acababa de decirle su esposa. En repetidos sondeos, Marilyn Whitmore había demostrado ser la figura más popular de Washington. Lo que Jacqueline Kennedy había hecho con glamour, la señora Whitmore lo había llevado a cabo con su estilo práctico. Se había ganado el corazón de la nación siendo la única primera dama en recorrer los salones de la Casa Blanca descalza y enfundada en unos vaqueros. Tenía aquella belleza sencilla y heroica de una mujer pionera y una forma realista de hablar al público que inspiraba confianza. Desagradaba a los políticos pero, para la gente de a pie, era un símbolo de esperanza, su voz en los centros de poder. Se había convertido en el arma más fuerte de la administración en los últimos meses, desde que la presidencia de su marido había empezado a flaquear. Sentía que su responsabilidad era salir en los medios de comunicación e intentar que la evacuación de las ciudades se realizara de la forma más ordenada posible.
Hubo una larga pausa.
—De acuerdo —recapacitó su marido. En su tono quedó patente lo poco que le agradaba la idea—. Pero quiero que estés en la azotea dentro de noventa minutos. Habrá un helicóptero esperando para trasladarte a la Base de las Fuerzas Aéreas Peterson de Colorado.
—Dame dos horas y trato hecho —aseguró—. ¿Cómo está la pequeña? —continuó, preguntando por su hija para cambiar de tema.
—Bien. La sacaré de aquí en helicóptero y os encontraréis en Peterson. Esta tarde ha habido un pequeño altercado. Se escapó de la niñera y entró corriendo al Despacho Oval precisamente cuando la nave sobrevolaba la ciudad.
—¡Dios mío! —exclamó su esposa—. ¿Cómo ha reaccionado?
—Como todos nosotros. Tuvo un susto de muerte. Ahora está profundamente dormida a mi lado. ¿Quieres que la despierte?
—No, no, déjala dormir. Pero me preocupa que haga el viaje sola. ¿Podrás asegurarte de que haya un teléfono a bordo para poder hablar con ella?
—Desde luego. Pero no viajará sola. Voy a evacuar a Peterson a los hijos de los empleados, como agradecimiento por haberse quedado en la Casa Blanca. Creo que tendría una revuelta a bordo si no lo hiciera.
Llamaron suavemente a la puerta de la habitación del presidente.
—Un momento, por favor —respondió él, desde el otro extremo, antes de retomar la conversación—. Tengo que irme. Probablemente te veré en el NORAD mañana a primera hora. —Ninguno de los dos quería terminar la conversación, pero ambos sintieron el peso de sus responsabilidades—. Cariño...
—¿Sí?
—Te quiero.
—Yo también. Mucho. Hasta dentro de unas horas.
—Adiós.
Whitmore, todavía con sus pantalones y su camisa de vestir, cruzó la habitación y abrió la puerta. El general Grey y el secretario Nimziki estaban de pie en aquel pasillo poco iluminado.
—Señor, tenemos el informe que nos solicitó —dijo Grey, entregándole un fax—. Sigue habiendo treinta y seis naves. Desde hace varias horas, no hemos detectado que ninguna más entrara en nuestra atmósfera.
—¿Éstas son las ciudades afectadas? —preguntó Whitmore, revisando el informe.
—Sí, señor.
Whitmore tardó un rato en estudiar los datos. Se daba cuenta de que Nimziki estaba nervioso y enojado, reprimiéndose por decir algo. Finalmente, cuando el presidente devolvió la hoja a Grey, el secretario de Defensa no pudo contenerse más.
—Disculpe, pero esto es una locura —dijo indignado— absolutamente suicida. Quedándonos aquí sentados sin hacer nada, estamos perdiendo nuestra capacidad de ataque. Hemos venido a recomendarle que tome la decisión de iniciar un ataque nuclear.
La palabra «hemos» cogió a Whitmore por sorpresa. Miró a Grey y le pidió su opinión.
—¿General?
—Como ya sabe, señor presidente, apoyaré cualquier tipo de acción que usted decida. Abrir fuego o esperar es una decisión difícil. Pero me inclino a estar de acuerdo con Al, a este respecto. Quizá deberíamos atacar primero. —Fue una respuesta sorprendente viniendo de Grey. Nimziki y él no se llevaban bien, pero unían sus fuerzas para presentar el plan a su líder.
Whitmore se apoyó contra la puerta y se frotó los ojos. Reflexionó un momento.
—No creo —anunció finalmente—. No le das un puñetazo al chico más fuerte de la escuela hasta no estar absolutamente seguro de que es el gamberro de la clase.
Nimziki estaba a punto de volver a insistir, pero una mirada aguda de Grey le hizo abandonar su propósito. «El presidente ha hablado —dijo la mirada—, fin de la discusión.»
—Y ¿qué ocurre con nuestros intentos de comunicarnos con ellos? —preguntó Whitmore.
—Las transmisiones efectuadas en todas las frecuencias no han tenido éxito —le informó Grey—. El Cuartel General de la Zona Atlántica está probando una especie de comunicación audiovisual que podemos situar justamente donde ellos están ubicados. Tendrán que respondernos. Esperemos que lo que digan sea de nuestro agrado.
Nadie se percató de que hacía una noche maravillosa. Había un millón de estrellas que se movían con una cálida brisa. Las almas inquietas del campamento estaban completamente obsesionadas por cuestiones de seguridad y supervivencia. Aquella tarde, el vecindario, la gente que había vivido en aquel lugar durante toda su vida, ya había hecho su equipaje y cogido su coche para mudarse. Muchos sin destino concreto. Al mismo tiempo, llegaban otros, mayormente vehículos ruinosos a punto de averiarse. Reducían la velocidad al llegar a las vallas, donde la encargada había montado un fútil control de acceso. Una mujer obesa que llevaba un holgado vestido de flores hawaiano cobraba un precio que consideraba razonable antes de dejar entrar y disponer de una zona de terreno a los refugiados. Sus rostros inspiraban lástima y reflejaban miedo. Había campesinos recostados en sus viejos Ford, escuchando emisoras en español en la radio, decidiendo hacia qué dirección escapar. Las mujeres, ansiosas, a menudo miraban fijamente a través de las puertas de red, esperando algún signo de peligro antes de encerrarse una vez más. Todo el mundo estaba al límite de su resistencia, angustiados como los jugadores empedernidos que deambulan en el casino a la espera de que se anuncien las normas de un nuevo y extraño juego.
Con los pies descalzos y las piernas cruzadas, Miguel contemplaba toda la escena desde arriba. Había subido al techo de la caravana familiar, llevándose su pequeña televisión con él, esperando conseguir ver algo decente. Después de varios experimentos con perchas de alambre y un montón de papel de aluminio, consiguió la mejor calidad de imagen que cabía esperar. Se echó hacia atrás, apoyándose sobre sus manos, y miró las noticias. El viento jugaba con su corta melena.
No se sabía nada de Russell desde su discusión de aquella mañana, en la plantación de tomates. «Típico —pensó—. Siempre que hay algún tipo de problema se esfuma.» Como lo había hecho en mil ocasiones durante aquel día, Miguel echó un vistazo en dirección a Los Angeles. El bulto oscuro de aquella misteriosa nave se hacía visible en lo alto de las colinas que separaban la ciudad del desierto. La luna creciente proyectaba su brillo a lo largo del costado derecho de la nave. Debajo de ésta, kilómetros de focos serpenteaban a través del cañón mientras miles de motoristas continuaban escapando de la ciudad. Miguel estudiaba su plan. Mientras tanto, observaba las cambiantes luces de los automóviles que escapaban a toda velocidad en busca de seguridad en Bakersfield, Fresno, Bishop y otros lugares incluso más lejanos. Había estado dándole vueltas durante toda la tarde. Tenía que sacar a Alicia y á Troy de aquella zona, alejarlos del peligro. Sabía que el único lugar donde podía refugiarse era la casa de un pariente de Arizona. La familia Casse había agotado cualquier otra posibilidad durante el último par de años. Mientras hacía zapping, iba pensando en la manera de proponerle la idea a Russell. Si volvía. En ese momento, emitieron algo en la televisión que le asustó casi tanto como la primera vez que vio la nave espacial. Uno de los canales locales retransmitía un reportaje que mostraba el lado más superficial de la invasión. Con un tono irónico y burlón, el presentador leyó en sus notas:
—... un fumigador de cosechas de la zona ha sido detenido después de que sobrevolara con su vieja avioneta el valle de San Francisco, lanzando miles de folletos. —Miguel gimió en voz alta cuando vio el vídeo de su padrastro en un estado deplorable y esposado. Iba escoltado y le trasladaban a la comisaría de policía de Lancaster.
—Sería mejor que hicieran algo —gruñó Russell a los periodistas—. Yo fui abducido por esos alienígenas hace diez años. Y nadie me creyó. Hicieron todo tipo de experimentos conmigo. ¡Hace años que nos están estudiando! Tenemos que hacer algo. ¡Están aquí para matarnos a todos! —Uno de los agentes se llevó a Russell a rastras y le empujó para que entrara en la comisaría.
De vuelta al estudio, el presentador arqueó las cejas.
—Una reacción más bien peculiar. Este hombre, un solitario sin rumbo, identificado como Russell Casse, está detenido en la comisaría de Lancaster para continuar con el interrogatorio. En los folletos, escritos a mano y fotocopiados, se leía...
—¿Qué estás mirando? —Una voz que provenía de atrás asustó a Miguel, quien, de inmediato cambió de canal. Era Troy subiendo la escalera. Quería ver lo que estaba haciendo su hermano.
—Nada —le respondió Miguel con la voz entrecortada por la emoción. Se aclaró la garganta y volvió a hablar—. Oye, Troy, ¿te acuerdas del tío Héctor de Tucson?
—Sí, claro. Tiene una CD Saturn de SEGA, de sesenta y cuatro bits. ¿Te acuerdas?
—Sí. ¿Qué te parecería si nos fuéramos a pasar un tiempo con él?
El chico asintió con la cabeza.
—Sería genial —añadió.
Durante un minuto, Miguel miró pensativo hacia la autopista. Acto seguido, tomó una decisión.
—Empieza a hacer tu equipaje. Nos vamos.
Por la televisión estaba hablando la primera dama, Marilyn Whitmore, haciendo un llamamiento a mantener la calma. Miguel desconectó el aparato y lo llevó cuidadosamente al borde del techo de la caravana.
—¿Nos vamos ya? —preguntó Troy, confundido, desde la escalera.
—Ahora mismo.
—¿Y papá?
Miguel bajó hasta el suelo dando un suave salto. Se subió al neumático para coger la televisión.
—Ya me has oído, Troy, prepara tus cosas para marcharnos —se quejó con enfado al ver que su hermano no se había movido. Después, se fue con paso decidido hacia el oscuro campamento para buscar a su hermanastra. Estaba bastante seguro de dónde la podría encontrar.
—Pero no podemos irnos sin papá —se quejó Troy. Miguel no miró hacia atrás.
Introdujo su mano por debajo del jersey de la chica.
—Ésta podría ser nuestra última noche en la Tierra —susurró—. No querrás morir virgen, ¿verdad? —Intentó que sonara medio en broma, medio en serio. Quería comprobar hasta dónde podía llegar.
La pregunta puso nerviosa a Alicia. Esperó un momento. Abrió su boca sobre la de él para darle otro largo, caliente y fuerte beso que echó hacia atrás al muchacho hasta apoyarse contra la puerta del conductor. Ahora, ella estaba encima de él. Tomó aire y lo miró. El brillo amarillo de la luz del porche se filtraba a través de las ventanas del camión.
—¿Qué te hace pensar que todavía soy virgen?
La pregunta lo desconcertó, pero al mismo tiempo lo animó. Le hizo pensar que aquella noche, después de varias semanas de flirtear, finalmente la tendría. Alicia no sabía leer entre líneas y no debía de saber exactamente lo que él estaba pensando. Ella notaba la excitación del chico en el arco de su cintura, por la forma en que agarraba sus caderas.
Vivir con tres personas en una caravana de siete metros de largo era como pasar un interminable fin de semana en el infierno. Alicia, que iba a cumplir quince años, quería escapar. Veía que la única manera de conseguirlo era encontrando a un hombre que se la llevara. El chico que estaba besando no era exactamente un hombre, pero sí lo más parecido que Alicia había podido encontrar. Andy tenía dieciocho años. Se sentía importante en el campamento. Él y su madre, la encargada, compartían la caravana más grande del campamento. Tenía un trabajo estable, una furgoneta Toyota nueva con una cadena musical que sonaba estupendamente, y planes para llegar a tener su propio apartamento. A Alicia le gustaba pero, al mismo tiempo, no estaba preparada para el sexo. Sabía que había permitido que la conversación llegara demasiado lejos y ahora estaba intentando ingeniar una forma de escapar de aquella situación sin parecer una calientabraguetas.
Andy seguía pensando en la virginidad cuando de repente se abrió la puerta en la que estaba apoyado. Casi cayeron al suelo. El hermano de Alicia se quedó de pie, mirándoles.
—¿Qué demonios estás haciendo, Miguel? —exclamó Alicia separándose de Andy, con un tono de enfado y avergonzada. Al mismo tiempo, se sintió secretamente aliviada.
—Venga, nos vamos a Tucson.
—Sí, hombre —dijo poniendo los ojos en blanco—, como si fuera a ir a algún lugar contigo.
Sin más preámbulos, Miguel apartó a Andy y agarró fuertemente la muñeca de Alicia. La sacó del camión, arrastrando a Andy con ella. Salió dándose un fuerte golpe y lanzó un grito aterrador.
—Eh, tío, cálmate —le exigió Andy.
Miguel se disponía a aplastarle la cabeza de un puñetazo. La mirada salvaje en sus ojos paralizó a Andy.
—De acuerdo, está bien —dijo éste murmurando mientras volvía a sentarse.
—Miguel Casse, eres un gilipollas —gritó Alicia furiosa, mientras caminaba con paso decidido—, estás loco. Necesitas ayuda. Le diré a papá lo que acabas de hacer y espero que te dé una buena paliza. —Entonces se fue corriendo y desapareció entre las sombras.
Mientras Alicia estaba dentro de la caravana, a punto deponerse a llorar, los dos chicos cogieron linternas y se pusieron manos a la obra. Veinte minutos después, habían cortado el agua, desconectado la electricidad y la red del cárter, atado la bicicleta y la motocicleta en el armazón trasero, recogido las sillas plegables y la barbacoa portátil. La caravana de los Casse estaba lista para marcharse. Miguel se ajustó el cinturón del asiento del conductor, arrancó el motor y puso el cambio de marchas automático. Pero no se movió.
Frente a la luz de los focos, de pie y medio tambaleándose, como un gordo orangután retrasado, estaba su padrastro. Russell había salido de la cárcel justo a tiempo para hacer más insoportables sus vidas. El primer impulso de Miguel fue pisar el acelerador y aplastarle, pasando por encima de su culo flácido y lleno de alcohol. Sin embargo, cambió las marchas y esperó, fijando los ojos al frente.
Más contento y feliz que nunca, Russell caminó arrastrando los pies hasta la ventana del conductor.
—¡Muy bien, chicos! Habéis leído mi pensamiento. Alejémonos lo más posible de esa cosa —les dijo, mirando la nave oscura que había por encima de Los Ángeles y agitando la cabeza—. Nadie lo entiende, Miguel. Nadie me cree, pero esa cosa va a convertir Los Ángeles en un matadero. Acuérdate de estas palabras.
Miguel solamente lo miró fijamente, con indiferencia y hostilidad. Ignorándole o no dándose cuenta de la actitud de su hijastro, Russell le dijo que abriese la puerta y le dejara ponerse al volante. Sin embargo, Miguel la abrió ligeramente para salir y la volvió a cerrar.
—¿Te han dejado salir?
A Russell no se le había ocurrido que debiera sentirse culpable o avergonzado.
—¡Claro que me han dejado salir! ¿Desde cuándo se considera un crimen que un hombre ejerza su derecho a hablar libremente? ¿Qué pasa con la primera maldita enmienda? De todas formas, ahora tenemos cosas más importantes que hacer, créeme. Venga, vamonos. —Cuando Russell se dispuso a dirigirse hacia el camión, Miguel se plantó delante de él para cortarle el paso. Estaba temblando.
—Nos vamos sin ti, no intentes detenernos.
Por fin consiguió que su padrastro le prestara atención.
—¿Qué estás diciendo?
—Estamos hartos —dijo Miguel de la forma más calmada posible—. Estamos hartos y cansados de tener que rehacer nuestras vidas cada vez que te vas, de llevar tu peso encima. —El chico se tomó un descanso, sin apartar la mirada de las manos de Russell.
»Tenemos suficiente dinero para ir a Tucson y quedarnos con el tío Héctor durante un tiempo.
Russell clavó la vista en él, fingiendo que era lo más disparatado que había oído jamás.
—¡Ni lo sueñes! —Sonó como un trueno, tan potente que le oyó todo el campamento—. Sigo siendo tu padre, muchacho, ¡no lo olvides!
Ésa fue la gota que colmó el vaso. Miguel perdió los estribos y explotó como una bomba.
—¡No lo eres! Tú no eres mi padre. Solamente eres un borracho idiota que se casó con mi madre. ¡Ella te cuidó como a un bebé apestoso y cuando se puso enferma tú no hiciste nada por ella! Eres un lunático, Russell, y no significas nada para mí. Así que, por favor —dijo calmándose un poco—, lárgate. Yo cuidaré de nosotros y tú encárgate de ti.
Russell cogió aliento larga y profundamente para recapacitar. Siempre pensó que algo así podía llegar a ocurrir, pero ahora que el momento había llegado, sintió una puñalada en el corazón.
—Y Troy, ¿qué?
—¡Eso es exactamente de lo que estoy hablando! Eres un maldito egoísta. Por una vez en tu vida, intenta pensar en lo que es mejor para él. De hecho, ¿quién es el que cuida de él? ¿Quién tiene que ir mendigando dinero, empleos y medicinas por ahí? ¿Eh? Cada vez que lo fastidias todo, yo soy quien tiene que hacerlo. Yo soy el que tiene que hacer todo el trabajo sucio. Yo soy quien tiene que ir por ahí y conseguir dinero suficiente para comprar esas dichosas medicinas.
Miguel hubiera podido continuar pero le detuvo el sonido de un cristal rompiéndose en mil pedazos.
—¡Déjalo ya! ¡No soy ningún niño! —gritó Troy. Había salido de la caravana y estaba rompiendo las ampollas de su medicina contra el suelo—. ¡No necesito este maldito medicamento! —Lanzó otra más—. ¡No necesito que nadie cuide de mí!
En cuanto se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo, Miguel se dirigió hacia su hermano, a través de la luz de los focos, y le agarró antes de que pudiera tirar la última ampolla. Pero, al forcejear, Troy se las arregló para dejar caer la botella y aplastarla con su zapatilla de deporte. Su hermano, furioso, cogió un puñado de pelo del chico y le agitó la cabeza.
—¿Tú sabes cuánto cuestan estos chismes? Ahora, ¿qué pasará si te pones enfermo? ¡Dime!
Se quedó esperando una respuesta, pero súbitamente su ira se transformó en tristeza, y seguidamente en una desesperación absoluta. Lo había intentado. Se había enfrentado a su padrastro e ingeniado una forma de escapar. De repente, se percató de que había fracasado. Totalmente. Sintiéndose vacío y sin palabras, Miguel dio media vuelta y desapareció entrando de nuevo en la caravana.
—Lo siento —dijo Troy suavemente.
—Venga, vamonos Troy.
Russell puso en marcha el vehículo.
David no dejaba de recordarse a sí mismo que el señor que estaba sentado delante del volante era su padre, un hombre al que debía amor, paciencia y agradecimiento. Por otro lado, Julius estaba volviéndole absolutamente loco. Desde el verano en que David cumplió trece años, los Levinson no habían pasado mucho tiempo juntos en un lugar pequeño. La familia había hecho aquel infernal viaje a Florida, por carretera, para visitar a la tía Sophie, que estaba enferma y no podía acudir al Bar Mitzvah de David. Mientras conducían, Julius, que siempre había sido un entrometido, parecía menos interesado en el tráfico que en su interminable conversación. Habían estado hablando desde que salieron de Nueva York, cambiando de tema constantemente, analizando, criticando, haciendo preguntas y respondiéndolas. Una partida de ajedrez en el parque, dos veces por semana, estaba bien. Pero encerrados en el habitáculo del Plymouth antediluviano, moviéndose de arriba a abajo con esas fuertes sacudidas típicas de un transatlántico, y a ochenta y cinco kilómetros por hora, su interminable charla estaba llevando a David al límite de la locura. Durante los últimos treinta y cinco kilómetros, Julius no había dejado de hablar de la trama de algunas de las películas que había visto recientemente en el cine, como El terror no tiene forma y La guerra de los mundos. Para Julius, un teórico amateur de la conspiración, había demasiadas similitudes para creer que alguien, en algún lugar, no hubiera sabido que eso podía llegar a ocurrir. Sólo permaneció en silencio cuando oyó un extraño ruido que provenía del motor.
David se mordió la lengua y se quedó callado. Al fin y al cabo, ésa era la única forma que tenía de llegar a Washington. Miraba continuamente el velocímetro y después consultaba la hora en su reloj.
—¡Ochenta y cinco! —dijo el chico.
—Sí, voy a ochenta y cinco por hora. Un poco más deprisa y el motor estallará. Confía en mí —protestó Julius al darse cuenta de que su hijo comprobaba la velocidad.
David no podía hacer nada, excepto volver a hundirse en el asiento e intentar mantener la calma. Aproximadamente a cada kilómetro, dejaban atrás un vehículo aparcado a un lado de la carretera, sin gasolina o con el radiador demasiado caliente y lanzando chorros de vapor al aire de la noche. Había caravana a lo largo de todo el camino hasta Washington, a una distancia de sesenta kilómetros. David pensó que era solamente cuestión de tiempo que los motoristas empezaran a echar abajo las barreras para circular por los carriles en dirección sur. Eso era exactamente lo que estaba ocurriendo un poco más adelante, bajo la supervisión de la policía. Pero, por el momento, el Valiant de acero cromado tenía la autopista a su entera disposición. David dio media vuelta y miró a través de la ventanilla trasera. No se veía ningún foco detrás de ellos, únicamente una carretera vacía. Miró hacia delante. No se veían faros traseros, excepto los de un coche de policía que parecía abandonado y que estaba cruzado en el carril más rápido. Tenía los intermitentes puestos y las dos puertas estaban completamente abiertas, pero al pasar a su lado no vieron ningún rastro del agente del estado de Maryland que había parado el coche allí.
—Debemos de estar cerca —dijo David—, somos los únicos en la carretera.
—¡Todo el mundo se está dando de tortas para salir de Washington, y nosotros somos los únicos imbéciles que intentamos entrar!
La autopista conducía a lo alto de una colina, y desde allí vieron por primera vez el distrito de Columbia. Los dos hombres se quedaron boquiabiertos al ver el cielo que tenían enfrente. Las luces de la capital de la nación, iluminando el cielo de la noche, se reflejaban en la panza de la forma gigantesca que flotaba por encima de la ciudad: una nave idéntica a la que habían visto en Nueva York. Las luces de la ciudad dejaban ver la impresionante silueta gris oscura en forma de flor. Ninguno de los dos dijo una palabra mientras bajaban por la colina. Cuando un grupo de pinos hubo ocultado la visión de la nave, Julius se aclaró la garganta.
—David, de pronto tengo unas ganas terribles de visitar Filadelfia, ahí no hay platillos volantes. ¿Qué te parece si damos la vuelta y...?
—Controla la velocidad, por favor. —Sin darse cuenta, el viejo había reducido hasta cuarenta kilómetros por hora.
Al acercarse a la ciudad, David se volvió más impaciente. Rápidamente, se inclinó sobre el asiento trasero, cogió su ordenador portátil y lo encendió. De una funda de plástico sacó un CD-ROM y lo metió en la ranura lateral del ordenador.
Julius sabía lo que era un CD, pero nunca había visto uno.
—¿Qué es eso? —preguntó.
David cogió el otro disco, el segundo volumen, enseñándolo como si fuera un vendedor ambulante.
—En estos dos discos, papaíto, están todos los listines telefónicos del país.
—¿En esos disquitos?
—Increíble, ¿verdad? —Los dedos de David empezaron a teclear órdenes en el ordenador.
Julius no iba a reconocerlo, pero estaba impresionado. Se inclinó y miró cómo pasaba la lista de nombres por la pantalla.
—Déjame adivinar. Estás buscando su número de teléfono.
—Exactamente, Sherlock.
—Un problema. ¿Qué te hace pensar que una persona importante como Constance va a aparecer en una guía telefónica para que cualquier pesado pueda llamarla?
—Ella siempre tiene el número de su teléfono portátil en la lista, para emergencias. El problema es encontrar el nombre a que ha puesto el número. A veces usa sólo su primera inicial, a veces su apodo...
Empezó a probar diversas opciones mientras Julius seguía mirando intentando comprender lo que hacía. Después de unos veinte intentos infructuosos, David empezó a mostrar su frustración.
—No está, ¿eh?
—Lo encontraré. —La voz de David sonaba casi segura—. Todavía no he dado con él, pero normalmente lo pone a nombre de C. Spano, Connie Spano, Spunky Spano...
—¿Spunky? —Julius parecía divertido—. Me gusta ése. Prueba Spunky.
—Spunky era su apodo en el instituto.
—¿Has probado Levinson?
David frunció el ceño.
—Mira, no usó mi nombre ni cuando estábamos casados. ¿Crees que ahora que estamos separados va a empezar a llamarse Levinson? Lo siento, pero me parece que no.
Julius se encogió de hombros y miró en otra dirección. Bueno, si no valía la pena probar sus ideas, ¿a él qué más le daba? Al final, David aceptó.
—De acuerdo, probaremos Levinson. —Julius se inclinó y miró con tal avidez los nombres que pasaban que parecía estar mirando una ruleta. De pronto, los nombres pararon y la máquina emitió una señal para indicar que había encontrado un resultado positivo.
—Total, ¿yo para qué sirvo? —dijo el viejo sarcásticamente.
Una sirena penetrante les hizo levantar la vista a la vez. Unos faros y una sirena de policía les indicó que un coche de policía se acercaba a toda velocidad en dirección contraria. Peor aún, abría paso a una caravana de coches, cientos de vehículos que querían alejarse de Washington.
—¡Oh, Dios mío! —Julius se ajustó las gafas en la nariz, se aferró al volante y se preparó para lo inevitable.
Tan pronto como David se dio cuenta de que estaban demasiado cerca y de que iban demasiado rápido como para evitar el enjambre que se les echaba encima, hizo lo único que le pareció razonable: lanzar un grito que helaba la sangre. Julius dio un golpe de volante a la izquierda, esquivando por poco el parachoques del primer coche, y otro a la derecha justo a tiempo para no chocar de frente con un camión. Un par de sedanes pisaron los frenos, pero chocaron en cadena, y luego salieron rebotados hacia los lados. Julius aprovechó el espacio que había quedado entre ellos y pasó a centímetros de cada uno de ellos.
—¡Más despacio! —gritó David, con la cara tan blanca como los faros que les iluminaban.
Julius, con el cuerpo sobre el volante, mordiéndose los labios, apenas tocaba el freno. Coche tras coche chocaban a su alrededor, dando vueltas como bolos en una bolera. El Mario Andretti de la tercera edad los esquivaba con gran habilidad y, según parecía, sin miedo. Doscientos metros después del lugar donde había empezado el caos circulatorio apareció una salida. Dejando la mitad del caucho de los neumáticos en el giro, Julius pasó del carril rápido al arcén derecho, y subió la rampa.
Con la adrenalina corriendo por sus venas y las bocas abiertas y jadeantes, los dos hombres mantenían la vista en el parabrisas, hasta que Julius frenó y paró el coche con suavidad. Aún anonadado por lo que había hecho su padre, David se giró y lo miró.
—¡Papá! ¡Buena carrera, tío! —Sin saber por qué, empezó a reír.
Julius estaba respirando profundamente. Sacó un pañuelo y se limpió el sudor.
—Sí, no ha estado mal, ¿eh? No le he hecho ni un arañazo.
Entonces, aunque no había motivo para reírse, los dos empezaron a soltar carcajadas. Era la risa nerviosa, triunfante, de dos hombres que habían sobrevivido a algo que podía haberlos matado.
Durante unos momentos se olvidaron de que iban a Washington, y se quedaron sentados en el coche, partiéndose de risa, mientras la enorme nave brillaba en la distancia.
Jasmine no sabía por qué tenía que salir al escenario. Lo único que quería era acabar lo antes posible. Todo el día había transcurrido lentamente como una pesadilla con los ojos abiertos. Incluso en ese momento, mientras se ajustaba las cintas de su biquini de seda, se sentía como si estuviera flotando.
La noticia de las naves gigantes había sumido a todo el mundo en un estado de confusión general. Algunos creían que eran ángeles negros del Apocalipsis, enviados por Dios a su verde tierra para castigarla con inundaciones, hambre e incendios. Otros preveían una ceremonia beatificadora que anunciase la armonía y la cooperación intergalácticas. Mientras que muchos ponían todo su empeño en alejarse de la ciudad, otros, como el dueño de la zapatería al pie de la colina donde vivía Jasmine, mantenían sus horarios habituales. El ritmo del mundo trabajador, el número infinito de pequeñas rutinas que parecían tan reales el día anterior, parecían ya más irreales que las imágenes reflejadas en la superficie de una balsa. La llegada de las naves habría supuesto una gran piedra en el centro del estanque de la vida diaria, convirtiéndola en un sueño rocambolesco y extraño. Despojado de sus reglas, el mundo no sabía ya cómo comportarse.
La única razón por la que había ido a trabajar era para recoger su paga. Se suponía que iba a ser una pausa de quince minutos en su camino hasta El Toro.
Pero cuando abordó a Mario, el dueño de Los Siete Velos, cincuenta años, traje a medida y pelo engominado y peinado hacia atrás, le pareció la viva imagen de un mafioso italiano. El club era todo lo que tenía en el mundo, y su reacción ante la alarma fue insistir en que el espectáculo debía continuar. Mucha gente le había acusado durante años de ser un vampiro, que chupaba la sangre a sus chicas, sacándoles todo el rendimiento que podían dar para dejarlas después. Cuando Jasmine fue a buscar su paga, él le suplicó, la cameló y la amenazó hasta que consiguió que actuara esa noche. Si hubiese tenido las ideas más claras, Jasmine se le habría reído en las narices, le habría dicho dónde se lo podía meter y habría desaparecido. Pero nadie tenía las ideas claras.
Después de todo, ¿y si las naves daban la vuelta y se iban? ¿Y si Steve decidía que una mujer con un pasado turbio y un hijo de seis años era demasiado para él? ¿En qué otro sitio iba a encontrar un trabajo con libertad de horarios y en el que le pagaran tan bien? Necesitaba desesperadamente creer que Steve no le iba a fallar, y estaba casi segura de que no lo haría. Pero tanto ella como Dylan habían sufrido muchas decepciones, y Jasmine sería muchas cosas, pero no una mala madre para su hijo.
Mario se aprovechó de su pasado para intentar convencerla de que continuara con su trabajo. Conocía a Jasmine desde hacía mucho tiempo, y lo sabía todo de la vida que había llevado en Alabama antes de que naciera Dylan.
Empezó bailando en un tugurio de algún pueblucho antes de que la «descubrieran» y la llevasen a Mobile. Allí es donde Mario la encontró. Una noche, tras el espectáculo, le pagó una copa y se mostró muy simpático mientras ella le contaba su vida. Entonces la convenció para que se mudara a la costa oeste, donde podría olvidar su pasado, empezar de nuevo y ganar grandes cantidades de dinero.
Lo bueno de Mario era que nunca había intentado llevársela a la cama. Mantenía una relación laboral con Jasmine y respetaba su ética profesional. Ella subía al escenario puntualmente, no consumía drogas como hacía la mayoría de las chicas, y nunca se citaba con los clientes. Lo malo de Mario era que sabía qué tecla tocar cuando quería sacarle algo. Eso era exactamente lo que había hecho cuando Jasmine vino pidiendo su paga. Le recordó los hombres en los que había confiado, incluyendo el que la dejó con un hijo y sin medios para vivir. Cuando le pareció lo suficientemente vulnerable, cambió de táctica y la amenazó con despedirla si no le ayudaba a mantener el club abierto. Actuaba como un tirano patético que intentara desesperadamente controlar su pequeño feudo.
La melodía del bajo de su canción vibró por encima de la música de fondo del club, y la voz pregrabada del presentador resonó: «¡Caballeros, aflójense las corbatas y prepárense para algo muy, muy caliente. Reciban con un aplauso a la encantadora... Sabrina!»
Apareció de pronto por entre el telón y se introdujo bajo la cegadora luz de los focos. Cimbreándose sobre sus zapatos de tacón de aguja, dio la vuelta al escenario hasta que llegó adonde había una brillante trompeta. Cogiéndola con un dedo tras otro, la apretó contra su cuerpo, y entonces se alejó haciendo una serie de piruetas, y quitándose la capa transparente que la cubría.
De pronto, la expresión de tigresa en celo de «Sabrina» desapareció. No había público. El centenar de sillas que rodeaba el escenario estaba vacío. Los únicos clientes eran un puñado de hombres arracimados alrededor de una pantalla de televisión gigante al otro extremo de la sala. Todos ellos eran clientes habituales que no tenían casas que defender ni familias que rescatar, tíos que siempre aparecían por Los Siete Velos por la misma razón: en busca de compañía. Cuatro o cinco de las otras bailarinas estaban sentadas con ellos en la barra mirando las noticias.
Sin duda, era el peor momento de Jasmine como bailarina de striptease. De pronto se sintió ridícula y llena de rabia. Ahí de pie, casi desnuda, entre las luces del escenario, empezó a darse cuenta de la verdadera razón por la que había ido al club. Quería que Mario le confirmara todas sus sospechas sobre Steve, que le recordase todos sus fracasos con los hombres, o más exactamente, todos los hombres que le habían fallado. Al fin y al cabo, ¿no se había marchado, en cuanto aparecieron las naves dejándolos a ella y a Dylan? Pero lo que le daba rabia era haber llevado a Dylan consigo, exponerlo a peligros innecesarios. Ya era hora de coger el coche, ir a El Toro y ver si podía contar con Steve o no. Se quitó los zapatos de tacón y, pasando desapercibida, se escurrió entre las cortinas del telón. Entró en el camerino como loca.
«No puedo creer que dejara que ese hijo de perra me convenciera y me metiera en esto. Sólo vine a por mi cheque. ¿En qué estaría yo pensando?»
Se sentó enfrente del tocador, disgustada, y se quitó el maquillaje. En la mesa de al lado, una chica de diecinueve o veinte años con la cara recién lavada miraba un televisor portátil sin apartar la mirada un segundo.
—¿No es increíble que pase todo esto?¡Es alucinante! —Se hacía llamar Tiffany. Tenía un cuerpo largo, muy gracioso, unos pechos enormes, y una larga melena negra y lisa recogida con pinzas sobre la cabeza de cualquier manera—. Te dije que estaban ahí fuera y pensabas que estaba loca —dijo con voz lenta y misteriosa, mientras encendía un cigarrillo con la colilla del anterior.
En la pantalla del televisor, entre interrupciones estáticas, un par de reporteros con expresión seria estaban leyendo las noticias. «El próximo reportaje viene del archivo "Sólo podría pasar en California". Cientos de fanáticos de los ovnis se han congregado en los techos de varios rascacielos de Los Angeles. Poco después de que la nave aterrizara a las diez de la mañana de ayer, con el centro situado justo sobre el First Interstate Building, gran cantidad de personas se han subido a los tejados de la zona con pancartas en la mano, aparentemente para dar la bienvenida a los ocupantes de la nave. Gordie Compton está en el lugar de los hechos con nuestro helicóptero.»
Aparecieron imágenes desde un helicóptero, con su potente rayo de luz enfocando el edificio más alto de Los Ángeles, el First Interstate Building. Había cincuenta o sesenta personas apretujadas en el helipuerto del edificio. Cuando el chorro de luz las alcanzó, se volvieron locas, gritando y agitando carteles pintados a mano. Algunos decían cosas como «LLEVADME» o «EXPERIMENTAD CONMIGO».
—¡Oh, olvidé las pancartas! —recordó Tiffany—. Mira la que he hecho. —Abrió una gran bolsa y sacó un cartón recortado del lateral de una caja. En unas letras redondas, algo infantiles, había escrito: «VENIMOS EN SON DE PAZ» junto con un dibujo a lápiz de un extraterrestre.
—¡Ni se te ocurra! —Jasmine agarró a Tiffany por el brazo—. ¿No estarás pensando en unirte a esos idiotas?
Tiffany parpadeó y soltó el humo del cigarrillo hacia arriba.
—Voy a ir allá en cuanto termine el trabajo —confesó—. ¿Quieres venir?
—Mírame. —Jasmine cogió suavemente la barbilla de Tiffany y la levantó hasta que estuvieron cara a cara. Al igual que la mayoría de las bailarinas que trabajaban allí, Tiffany era mental y emocionalmente como una papelera vacía. Era adicta a las drogas y a los hombres que abusaban de ella. En cuanto se conocieron, Jas la había acogido bajo su ala protectora—. Tiffany, no quiero que subas ahí arriba —continuó Jasmine—. Prométeme que no lo harás. —Un par de ojos de corderillo le devolvían la mirada, hasta que Jasmine chasqueó los dedos—. ¡Prométemelo!
—Vale, vale, te lo prometo —dijo Tiffany tirando el cartel al suelo por encima de su hombro.
—Gracias. Mira, voy a estar fuera de la ciudad durante un tiempo y no quiero que te metas en líos durante mi ausencia.
Jasmine miró la hora. Steve probablemente estaría preguntándose dónde estaba. No quería dejar a Tiffany, pero tenía que ponerse en camino.
Se acababa de poner la ropa de calle cuando Mario atravesó el camerino, de camino a su oficina. Abrió la puerta de golpe y echó una mirada al cuarto.
—¿Qué coño está haciendo este crío en mi oficina? —gritó—. ¿Y qué hace un perro aquí? —Dylan estaba dentro mirando un vídeo en el televisor de Mario. Jasmine apartó a Mario y cogió a su hijo en brazos.
—¿Cuántas veces tengo que deciros, cabezas huecas, que no quiero crios en el club?
—Pues intenta encontrar a una canguro en un día como éste —replicó Jasmine, agarrando su bolsa con la mano que le quedaba libre y de camino hacia la puerta.
—¡Un momento! Quieta ahí, jovencita. ¿Adonde te crees que vas? Me prometiste que ibas a trabajar hoy. Si te vas, estás despedida. —Jasmine ya estaba en la puerta. Se paró un momento y echó una última mirada a la habitación.
—Ha sido un placer trabajar contigo, Mario.
El ambiente en el vestuario de pilotos de El Toro era de preocupación. El capitán Steven Hiller entró y se dio cuenta de que la mayoría de los hombres estaban solos, en silencio, o hablando con los compañeros en voz baja. Al doblar la esquina, se encontró con que su escuadrilla estaba de un humor muy diferente. Los hombres del Escuadrón Táctico 23 estaban charlando animadamente en grupos, ojeando revistas y bromeando. El nombre oficial de la escuadra, «los Jinetes Negros», aparecía dibujado en las taquillas, en las camisetas y en las chaquetas. Había incluso un par de tatuajes.
El compañero de vuelo y mejor amigo de Steve, Jimmy Franklin, estaba estirado con los pies en alto apoyados en la puerta de la taquilla, con los brazos tras la cabeza, escuchando una radio portátil. Sin necesidad de girarse supo que Steve acababa de entrar. Los dos habían pasado tanto tiempo entrenándose y cubriéndose las espaldas, tanto en el aire como en tierra, que cada uno sabía automáticamente dónde estaba el otro.
—¿Dónde te habías metido, capitán? —preguntó Jimmy—. No me lo digas, un atasco de tráfico, ¿a que sí?
Steve dejó caer la bolsa enfrente de su taquilla y se acercó al grupo, ya vestido con sus chaquetas de cuero.
—Supongo, tíos, que os habéis pasado el día con el culo en la silla esperando a que llegara, ¿no? —bromeó Steve, a sabiendas de que el grupo habría pasado el día corriendo de un lado para otro haciendo ejercicios de simulación. Los marines le respondieron arrojándole media docena de toallas. Con aire divertido, Steve volvió a su taquilla. Jimmy se levantó y lo siguió.
—Esto va en serio, Steve. Muy en serio. Han llamado a todo el mundo a la base, y llevamos todo el día en alerta amarilla.
Steve abrió su taquilla y vio que habían repartido el correo, echándolo por la rejilla. Ojeó el montón de cartas hasta que llegó a un sobre azul con la insignia de la NASA en una esquina. Lo sacó del montón como si sacara un negativo de una cubeta con líquido de revelar, y dejó las otras aparte. Se quedó pensativo un momento antes de pasársela a Jimmy.
—Ábrela por mí. Yo no puedo.
—Te estás volviendo un histérico, ¿sabes?
Si Steve Hiller era el piloto más hábil y trabajador de la base, Jimmy Franklin era el más valiente. Nada le daba miedo, y estaba dispuesto a demostrarlo siempre que se le pidiera. Abrió la carta y la leyó en voz alta para que Steve la oyera.
—Aquí dice: «Capitán Hiller, Cuerpo de Marines, bla, bla, bla. Lamentamos informarle de que a pesar de su excelente hoja de servicios...» —La voz de Jimmy se cortó en seco. Sabía que la noticia iba a derrumbar a su amigo—. Escucha, chico. Te lo he dicho muchas veces. No vale con que sepas pilotar cualquier cosa, desde un Apache a un Harrier, o hasta un planeador. Si quieres volar en una lanzadera espacial, tendrás que empezar a aprender a besar unos cuantos culos.
Era la tercera vez que se lo habían denegado. Disgustado, Steve volvió a la taquilla y rompió en cuatro pedazos una foto brillante de la lanzadera Columbia aterrizando en la Base de las Fuerzas Aéreas Edwards. Justo al lado había una foto de Jasmine. Jimmy intentó animar a Steve.
—Deja que te explique mi táctica personal. Lo primero es conseguir la altura adecuada de beso en el culo. Cuando veo que viene el general, clavo una rodilla en el suelo. Así, ¿ves? Eso me permite alcanzar la distancia perfecta con el culo que hay que besar.
Steve se sentía como si se acabara de tragar una espada, pero intentó parecer divertido. Mientras metía la chaqueta en la taquilla, se le cayó algo del bolsillo. Jimmy se apresuró a recogerlo. Era una pequeña caja de joyería y la abrió inmediatamente. Dentro había un precioso anillo de compromiso con un gran brillante. La blanca piedra brillaba engarzada en una tira de oro con forma de delfín saltando del agua.
Por primera vez en semanas, Jimmy se quedó sin habla.
—A Jasmine le gustan tanto los delfines... —dijo Steve, algo cortado.
—Es... ¿es un anillo de boda? —le preguntó Jimmy, aún de rodillas.
—De compromiso. —Steve percibió un atisbo de acusación en la voz de su amigo. Habían hablado muchas veces sobre la meta que se había planteado Steve; volar en una lanzadera. Y cada vez que lo hacían, Jimmy le daba el mismo consejo: deja a la bailarina.
—Creí que ibais a dejarlo, muchacho —gruñó Jimmy.
En ese preciso momento entraban los hombres de otro equipo de vuelo. Vieron a Jimmy arrodillado, dando el anillo de compromiso que tenía en las manos al capitán Hiller. Un par de ellos soltaron unas risitas. Al darse cuenta de lo raro de la escena, Jimmy y Steve se apartaron el uno del otro de un salto. Steve cogió la cajita de un manotazo y la guardó.
—Steve, escúchame. Los chicos de la NASA cuidan mucho su imagen pública. Quieren que todo sea perfecto y perfectamente americano. Tu ya has cometido un error: nacer negro. Si vas y te casas con una bailarina de striptease, no conseguirás, ni en un millón de años, volar en la lanzadera. Y sabes que tengo razón.
Steve sabía que era verdad. En cuanto Jasmine entrara en la residencia de oficiales como su invitada personal, sus posibilidades de volar en la lanzadera desaparecerían, probablemente para siempre.
Apoyó la cabeza contra la fila de taquillas, sintiendo el frío del metal en la frente.
Las potentes luces Klieg que normalmente iluminaban la Casa Blanca estaban apagadas por motivos de seguridad. Un par de tanques y un pelotón de marines armados con rifles estaban apostados en las puertas principales de la iluminada Pennsylvania Avenue. Había cientos de ciudadanos de Washington con ellos. Junto con los periodistas, y todos los que sencillamente estaban demasiado nerviosos como para irse a dormir, había pequeños grupos rezando alrededor de unas cuantas velas. Un grupo de pacifistas militantes desfilaban de un lado para otro con pancartas en las que habían escrito eslóganes como «NO PROVOQUÉIS» o «LA VIOLENCIA ENGENDRA VIOLENCIA». Por todas partes había policías, uniformados y vestidos de calle.
Cuando un par de policías quitaron un obstáculo cruzado para que los vehículos de la prensa pudieran pasar por la calle, Julius se cruzó y pasó por delante como si fuera Walter Cronkite. Incluso tras años de estudiar a su padre, David nunca sabía si éste tenía una habilidad especial para colarse en los sitios, o es que tenía mucha suerte. Cuando el Valiant frenó de golpe, Julius se giró y se dirigió tajante a su hijo.
—Bueno, ya hemos llegado. ¿Llamas tú o voy yo?
David le echó una mirada al estilo Clint Eastwood mientras abría su teléfono celular y marcaba el número de Connie que había sacado del ordenador. La línea estaba ocupada.
—Perfecto, está comunicando justo ahora.
A veces Julius no entendía a David.
—¿Cómo puede ser perfecto que necesites hablar con una persona y que esté comunicando?
—Porque —explicó David, sin dejar de introducir órdenes en el teclado—, tengo un programa que me permite triangular su señal y establecer su posición exacta. Incluso dentro de la Casa Blanca.
Julius empezó una nueva frase, pero se paró de golpe, al darse cuenta de lo que había dicho David.
—¿Eso puedes hacer? —preguntó con sincera curiosidad.
David respondió con una mueca diabólica.
—Todos los reparadores de cables pueden hacerlo.
Dentro de la Casa Blanca, Connie estaba en uno de los salones ocupándose de asuntos personales. Había llamado a su vecina y amiga, Pilar, que estaba a punto de marcharse a casa de sus padres en Nueva Jersey. Pilar había prometido que se llevaría consigo a Thumper, el gato de Connie. En cuanto colgó, el teléfono sonó de nuevo.
—¿Sí?
—Connie, no cuelgues.
Connie levantó la mirada al techo al oír la voz de David. Se apoyó en la pared.
—¿Cómo has conseguido este número?
—Camina hacia la ventana. Debes tener una ventana justo a tu derecha.
Con cierta desconfianza miró a su alrededor. Sí que había una ventana, y estaba sólo a un par de metros. Se asomó y retiró las cortinas blancas para mirar al exterior.
—Vale, ya estoy en la ventana. ¿Ahora a qué espero?
No fueron necesarias más explicaciones. Cuando Connie miró a la calle, vio la figura alta de una persona que se subía al capó de un viejo coche azul y empezaba a agitar frenéticamente los brazos en el aire.
Los hombres del Servicio Secreto enseguida rodearon el coche y «ayudaron» a David a bajar. A través del teléfono Connie oía cómo David les decía que estaba hablando con alguien de dentro de la Casa Blanca.
Acto seguido, una voz muy profesional sonó al otro lado de la línea.
—¿Quién es?
Connie se identificó y, a pesar de las dudas que albergaba, aseguró al agente que el hombre que se había subido al coche no era un lunático. Consultó el reloj y decidió que podía bajar y hablar con él un par de minutos.
Una lluvia de chispas de soldador cayó del helicóptero al alquitranado de la Base de las Fuerzas Aéreas Andrews, y enseguida desapareció. El hombre encapuchado estaba dando los últimos retoques a algo denominado «Operación Convoy de Bienvenida», un intento apresurado de entablar comunicación con los visitantes. Se había instalado una serie de luces portátiles, de las que se usan en la construcción de carreteras por la noche, por toda la pista de aterrizaje, además de una gran cantidad de generadores para encenderlas. Mientras tanto, ejércitos de periodistas de todo el mundo se acercaban hasta donde los soldados les permitían.
El centro de toda esta atención era una máquina de veinte metros de largo y diez de alto y dieciocho toneladas de peso; el instrumento más avanzado de su tipo: un helicóptero de ataque Apache. Se le había instalado un enorme marco de acero destinado a aguantar un panel de luces gigante.
En su empeño por encontrar una manera de comunicarse con los Goliats mudos que acechaban las capitales más importantes del mundo, los ingenieros del Ejército por fin habían trazado un plan. Habían descendido en el Estadio RFK Memorial, donde jugaban los Washington Redskins, y habían cogido el tablero de mensajes del campo de juego. La caja de aluminio, de doce metros de alto, tenía trescientas sesenta luces que podían programarse por ordenador para mostrar cualquier tipo de dibujo o mensaje. Una vez que la caja había llegado a la Base Andrews, se había montado a los pies del Apache, extendiéndose a los lados como si fuera un par de alas abultadas.
Cuando las grandes hélices empezaron a girar, miles de cámaras dispararon sus flashes. Los periodistas preguntaban a los soldados y a los jefes de prensa que los mantenían apartados, corriendo a sus posiciones para hacer grabaciones en el lugar de los hechos. En unos segundos, empezaron emisiones en directo y millones de personas de todo el mundo vieron el inicio de la Operación Convoy de Bienvenida.
—Lo que ven a mis espaldas —gritaba una reportera de la CNN a la cámara— es un helicóptero de ataque Apache al que se le ha instalado un panel de luces sincronizadas. Los oficiales del Pentágono esperan que esas luces sean nuestro primer paso en la comunicación con la nave extraterrestre. ¿Pero qué mensaje les enviaremos? ¿Y en qué idioma? Acabamos de hablar con uno de los responsables del diseño del primer mensaje enviado a esos inescrutables visitantes. Nos ha dicho que se trataba de un mensaje de paz formulado en lenguaje matemático...
Tan pronto como las hélices alcanzaron su velocidad máxima, la tripulación de tierra se apartó y el piloto elevó la máquina, con cuidado de mantenerla en equilibrio para que el tablero de luces no resbalara hacia un lado. Se elevó en vertical, y luego empezó a moverse lentamente hacia la gran amenaza metálica. Un enjambre de helicópteros más pequeños, equipados con cámaras, lo seguían desde la base.
Todo el mundo siguió la escena por la televisión. Hasta en la Casa Blanca, un gran contingente de militares y funcionarios miraba expectante el desarrollo de aquel tenso episodio.
—¿Dónde estamos?
De pronto la mitad de la sala saltó y saludó al presidente, que entraba.
—Estamos en el aire —informó el general Grey—. Tiempo de llegada estimado, seis minutos.
Mientras decía esas palabras, el sonido del Apache se empezó a oír por la ciudad. Algunos oficiales fueron hacia las ventanas y lo vieron elevándose cada vez más, volando hacia su punto de encuentro, la alta torre que parecía marcar la parte delantera de la nave. El presidente Whitmore permaneció hombro con hombro con el resto de los presentes, observando en silencio.
En el otro extremo de la sala se abrieron las puertas del viejo ascensor de mandos ejecutivos y apareció Julius Levinson, sin afeitar y con los pantalones arrugados de conducir tanto tiempo seguido. No intentó disimular su asombro por todo lo que le rodeaba. Mientras Connie y David caminaban por el salón hablando a trompicones en voz baja, Julius se paró para mirarse en un espejo.
—¡Vaya! Si hubiera sabido que iba a ver al presidente —dijo en voz alta—, hubiera traído una corbata. ¡Menuda pinta! ¡Parezco un pordiosero!
Sin articular palabra, Connie retrocedió unos pasos, cogió a su suegro por el brazo y lo arrastró hasta que los tres estuvieron en el Despacho Oval. La sala estaba vacía, pero Julius sentía como si todos los grandes protagonistas de la historia de EE.UU. estuvieran allí con él. No podía creer cómo había acabado ese día tan extraño. Con un movimiento reflejo, se peinó con los dedos, intentando estar más presentable.
—Vosotros esperad aquí. Volveré enseguida —dijo Connie mientras se dirigía a la puerta de la sala. Antes de salir, se paró un momento—. No sé si se va a alegrar mucho de verte.
—Connie, estamos perdiendo el tiempo —le increpó David—, soy la última persona a la que escucharía.
—Claro que te escuchará —dijo Julius, dispuesto a defender a su hijo—. ¿Por qué no habría de hacerlo?
—Porque la última vez que lo vi le pegué un puñetazo en la cara.
Julius jadeó y se llevó las manos al corazón. Miró a Connie, y luego a David.
—¿De verdad pegaste al presidente? ¿Mi hijo pegó al presidente?
Connie esperó unos segundos.
—Entonces no era el presidente —explicó—. David estaba convencido de que teníamos un lío, lo cual era mentira.
Al momento cerró la puerta y atravesó el pasillo hasta la sala de reuniones. Una sonrisa se dibujó en sus labios al oír detrás de él a Julius, levantando la voz incrédulo.
Connie se paró frente a la puerta dé la sala de reuniones. Estaba corriendo un gran riesgo personal y profesional, haciendo salir al presidente de una reunión de alto nivel para que hablara con su ex marido. Pero David había conseguido convencerla de que sabía lo que estaba ocurriendo y el presidente debía ser informado. Respiró hondo y entró, caminando directamente hasta Whitmore y susurrándole algo al oído.
—¿Ahora mismo? —preguntó él, incrédulo.
Su directora de comunicaciones asintió. Todo el mundo en la sala se había girado y observaba su conversación. No podía haber escogido peor momento. El convoy de bienvenida llegaría a su destino en tres minutos. Pero Whitmore estaba acostumbrado a confiar en el sentido común de Connie. Sin más preámbulos, se apartó de la ventana y fue hacia la puerta.
—No se va a ir ahora, ¿no? —Nimziki se aseguró de que todos los presentes se percataran de la extraña decisión del presidente, aunque Whitmore no le prestó ninguna atención y salió de la sala.
—¡Buf! ¿Cómo aguantas a ese cretino? —preguntó Connie una vez en el pasillo.
—Ha dirigido la CIA durante años. Sabe todas las triquiñuelas del oficio. Es muy útil —le respondió Whitmore—. ¿Y quién es exactamente la persona con la que tengo que hablar?
En vez de contestarle, Connie le hizo entrar en el Despacho Oval. Cuando Whitmore vio a David se quedó helado.
—¡Connie, no puedo perder el tiempo con estas cosas!
Connie esperaba exactamente esa reacción, así que había cerrado las puertas y se había puesto delante. Se hizo un silencio absoluto.
Julius, que entendía la situación mejor de lo que parecía, rompió la tensión acercándose hasta Whitmore con la mano extendida.
—Julius Levinson, señor presidente. Es un honor conocerle.
—Te dije que no escucharía —dijo David, mirando a Connie.
—Será sólo un momento —le aseguró Julius.
El presidente Whitmore echó una mirada de incredulidad a Connie, asombrado de que hubiera traído a aquel par de tipos a la Casa Blanca en un momento como aquél. Cuando se disponía a salir del despacho, David habló por fin.
—Sé por qué tenemos interrupciones en las comunicaciones —dijo con voz tranquila.
Whitmore se volvió y lo miró de nuevo.
—Continúa.
—Esas naves están dispuestas alrededor de todo el globo —empezó a decir, dando la vuelta hasta llegar a la mesa del presidente y dibujando un círculo en una libreta—. Si quisiera coordinar las acciones de naves por todo el mundo, no podría enviar una señal a cada lugar al mismo tiempo. —Dibujó líneas entre las naves mostrando que las curvas de la Tierra bloquearían la señal.
—¿Estás hablando de la línea de horizonte?
—Exactamente. La curva de la Tierra lo impide, así que tendría que reflejar la señal usando satélites... —David añadió un par de satélites de comunicaciones en órbita a su dibujo—, para que llegara a las diferentes naves. He encontrado una señalintroducida en nuestro sistema de satélites, y esa señal está...
Antes de que pudiera acabar, alguien abrió la puerta de un golpe detrás de Connie. Un secretario metió la cabeza con un mensaje urgente.
—Perdone, señor presidente. Van a empezar ahora mismo.
Hasta el momento, David no le había dicho a Whitmore nada que no supiera ya gracias a los informes del Servicio de Inteligencia de la Comandancia espacial. El presidente cogió un mando a distancia y encendió la televisión. El Apache acababa de llegar frente a la gran nave espacial y había encendido el tablero de señales. Las potentes luces empezaron a encenderse y a apagarse, creando una secuencia de dibujos repetitiva. El personal del SETI, tras varias horas de discusiones por teléfono y fax, habían llegado a una progresión matemática simple, un mensaje escrito en lo que ellos esperaban que fuera un lenguaje universalmente comprensible. Toda la secuencia se repetiría cada tres minutos, seguida de la palabra «paz» escrita en diez lenguas diferentes. No era mucho, pero por algo había que empezar. El mensaje emitido por las luces del tablero era casi absolutamente incomprensible para la mayoría de los humanos, incluido el presidente. Se volvió hacia David.
—¿Así que están comunicándose entre ellos usando nuestros satélites?
David acababa de encender su ordenador. Enseñó a Whitmore el gráfico que había creado para representar la señal.
—Esta onda es la medida de la señal. Cuando la encontré por primera vez, se reciclaba cada veinte minutos. Ahora ha bajado a tres. Parece que va disminuyendo, perdiendo fuerza, pero la capacidad de repetición permanece estable. Es como si estuvieran bajando el volumen a cero. Debe de ser algún tipo de cuenta atrás.
La mirada del presidente volvió a perderse en la televisión, sumido en sus pensamientos.
—Tom, esas cosas... —David rectificó y volvió a empezar con mayor compostura—. Señor presidente, esas cosas están usando nuestros satélites en nuestra contra, enviando una cuenta atrás. Y los segundos pasan.
—¿Cuándo desaparecerá la señal?
David abrió una ventana en la pantalla del ordenador.
—Treinta y un minutos.
Whitmore volvió a mirar la televisión. El helicóptero gigante parecía un mosquito junto a la inmensa masa gris de la nave extraterrestre. Lo que David le había dicho tenía sentido, confirmaba sus peores sospechas. Hasta entonces, había estado a la expectativa, pero si David tenía razón en lo de la cuenta atrás, era hora de iniciar la acción. Asintió con la cabeza y salió de la sala, por el pasillo, y entró en la sala de reuniones con un nuevo plan de batalla.
—General Grey, quiero que coordine los cuarteles generales de la zona atlántica y del suroeste. Díganles que tienen veinticinco minutos para evacuar de las ciudades al máximo número de personas posible.
Grey cogió el teléfono de línea directa con la Base Andrews y transmitió las órdenes del comandante en jefe. Nimziki, por su parte, aprovechó el momento para avanzar en su carrera y acumular poder personal.
Con una serie de miradas a través de la habitación, y sin razón aparente, cambió de táctica, intentando dar la impresión de que Whitmore se estaba hundiendo bajo la presión.
—Señor presidente. —Su voz denotaba una falsa preocupación—, ¿por qué nos volvemos atrás? ¿Qué le ha hecho cambiar de idea?
Whitmore no le hizo caso.
—Vamos a evacuar la Casa Blanca inmediatamente. Quiero los dos helicópteros en el jardín en cinco minutos. Que alguien baje y me traiga a mi hija.
Los asesores y demás personal se enzarzaron en treinta conversaciones diferentes, moviéndose de un lado para otro para ejecutar las nuevas órdenes.
—Señor... —Grey tenía el teléfono tapado con una mano—, tengo al general Harding del Cuartel General de la Zona Atlántica al teléfono. ¿Qué orden debemos seguir para la evacuación? —Grey estaba tan confundido como el que más por el repentino cambio de táctica de Whitmore. Pero no hubo tiempo de responder a la pregunta.
—¡Están respondiendo!
Todo el movimiento y la charla desaparecieron de golpe, y todos se giraron hacia el mural de pantallas de televisión. Un fino rayo de luz verde, de cinco centímetros de diámetro, salió de la base de la alta torre de la nave. Casi como si fuera un largo dedo atravesando la oscuridad, creció en longitud hasta que se extendió y se reflejó en el helicóptero, a un kilómetro de distancia. El Apache, que se movía a un lado y a otro para mantenerse enfrente de la torre mientras la nave gigante giraba lentamente sobre sí misma, reaccionó visiblemente, retrocediendo casi un metro cuando le alcanzó el chorro de luz. El rayo, suficientemente brillante como para verse desde la Tierra, era del color de un jade pálido. Los millones de personas que estaban viendo la televisión pudieron ver cómo el helicóptero hacía esfuerzos por mantener la posición frente a la gran nave amenazante.
—Este rayo parece tener algún tipo de energía. —La voz impasible del piloto se oyó por radio—. Estamos experimentando turbulencias; nos movemos bastante aquí arriba.
Mientras hablaba, un gran crujido metálico apagó su voz. Un par de planchas metálicas en la zona de donde partía el misterioso rayo verde se empezaban a abrir con un chirrido insoportable.
—¡Parece como si Dios se estuviera afilando las uñas contra la pared! —gritó el piloto con acento sureño.
Cuando los paneles se hubieron abierto, la luz del interior de la nave dejó en nada las bombillas de mil quinientos vatios del panel de luces. El hombre del helicóptero se protegió la vista, aún luchando por mantener su posición. El primer piloto conectó la radio, hablando para los millones de personas que le oían en todo el mundo.
—Hemos recibido órdenes de volver. La Operación Convoy...
Nunca pudo acabar. Un chorro de luz verde rasgó súbitamente el cielo de la noche y chocó contra el helicóptero, haciéndolo explotar. Parecía como una mosca derribada con una bala del calibre 22. Después de que la repentina explosión iluminara el cielo unos momentos, todo volvió a la oscuridad. La luz de la nave había desaparecido. Lo único que quedaba eran restos metálicos humeantes cayendo a la Tierra como copos de nieve ardientes. Las puertas situadas en la base de la torre se volvieron a cerrar y el gran platillo que tapaba el cielo volvió a dormir.
Un teléfono sonó en la habitación de hotel de Los Angeles. Volvió a sonar. Marilyn Whitmore estaba demasiado asombrada por lo que acababa de ver para responderlo. Había estado recogiendo las últimas cosas cuando explotó el helicóptero. La televisión estaba repitiendo la escena a cámara lenta. En las ampliaciones de las imágenes de la grabación se adivinaba al piloto cubriéndose la cabeza en el último momento antes de la explosión. Marilyn se sentó en la cama, sintiéndose mal de pronto por aquel hombre y su familia, pero aún peor por lo que la respuesta de los extraterrestres suponía para el conjunto de la raza humana. Cuando el teléfono volvió a sonar, uno de sus guardaespaldas del Servicio Secreto cogió el portátil y se identificó. Escuchó pacientemente.
—Sí, señor, comprendo. Sí, señor, inmediatamente. Está aquí mismo. ¿Quiere usted hablar con ella, señor?... Sí, señor, entiendo.
Colgó el teléfono y se giró hacia la señora Whitmore.
—Era el presidente, señora. Dice que la quiere mucho, y me dio órdenes de sacarla de Los Angeles enseguida. La escalera de la parte sur está controlada. Tendremos que salir por la azotea.
—Está bien, vamos —dijo ella, serenándose e indicando el camino a la puerta.
Cuando salieron a la azotea, vieron un helicóptero del Ejército a quince metros de altura, acercándose para aterrizar en la pista situada en lo alto del edificio. La señora Whitmore se preguntaba en voz alta si era buena idea meterse en un helicóptero. La nave que estaba por encima de ellos, del tamaño de toda la ciudad podía tener algún tipo de debilidad por los helicópteros. Mientras las hélices empezaban a girar en el cálido aire de la noche, Marilyn echó un vistazo a los rascacielos de la ciudad, y vio algo muy curioso: había helicópteros por todas partes, con las luces de búsqueda encendidas y rastreando las azoteas de los edificios.
Jasmine abrió la puerta y pisó el asfalto. Estaba en el carril rápido de la vieja autopista de Pasadena. El atasco en esa parte de la carretera era considerable, y los coches se movían a uno o dos kilómetros por hora. Al otro lado de la mediana, la circulación era mucho más fluida. Los conductores que iban hacia el norte de la ciudad habían invadido los carriles en dirección sur.
Justo enfrente de donde se encontraba, había un túnel practicado en la ladera de una colina muy escarpada. La idea de estar dentro de un túnel mientras esa cosa seguía allá arriba le producía escalofríos.
Se volvió a meter en el coche con gran frustración. En cuanto hubiera atravesado el túnel, se dijo, encontraría alguna manera de pasar al otro lado, aunque tuviese que atravesar las protecciones laterales de una embestida. Al paso que iba, no llegaría a El Toro hasta el mes siguiente. Dylan y Boomer empezaban a aburrirse y a inquietarse. Jasmine encendió la radio para ver si oía algún informe sobre el tráfico.
—... las autoridades han pedido que se evacúe completamente el condado de Los Ángeles. Se aconseja a los conductores que eviten las autopistas y que usen carreteras secundarias siempre que puedan. Irán más rápido.
—Podían haberlo dicho antes. —Jasmine miró a Dylan y sacudió la cabeza exasperada. El chico se encogió de hombros. El tráfico avanzó diez metros más.
El presidente y los que le rodeaban actuaban con rapidez. Al pie de las escaleras, encontraron una ayudante que había traído a Patricia. De ahí salieron al jardín y a los helicópteros que les esperaban. Las veinte personas, todas con un aspecto impecable a pesar de llevar trabajando veintiuna horas, cruzaron el jardín a la carrera, subieron dos o tres peldaños y se metieron en un par de helicópteros azules y blancos con el sello presidencial en la puerta.
El general Grey ya había subido y estaba al teléfono cuando entró el presidente.
—¿Ya ha salido mi mujer? —El tono de voz del presidente le dijo a Grey que más valía que la respuesta fuera afirmativa.
—Estará volando en un momento. Ahora mismo están cargando.
Connie fue la última en subir. Parecía confundida y lo estaba. Los vigilantes que controlaban el acceso al helicóptero habían impedido el paso a David y a Julius tras el cordón de seguridad. No podían ir con ellos. Quedaban un par de asientos libres en el helicóptero, pero el presidente estaba enfrascado leyendo un fax del Departamento de Estado y Connie no se atrevía a pedirle que dejara que David fuese con ellos. Además, era demasiado tarde. Ya estaban cerrando la puerta, y el piloto de las Fuerzas Aéreas estaba acelerando las hélices hasta la velocidad de despegue. De algún modo David y Julius tendrían que salir de la ciudad por su cuenta. Connie sabía que si la teoría de la cuenta atrás de David era correcta sólo tenían unos diez minutos para hacerlo.
—Tom... —El sonido de su propia voz la sorprendió. Cuando el presidente Whitmore se giró para mirarla, Connie no supo qué decir. En vez de hablar, señaló por la ventana al lugar en que los marines habían cortado el paso a David y a Julius.
En cuanto el presidente los vio allá afuera, se levantó y fue hacia la puerta, abriéndola de nuevo. Elevando la voz sobre el ruido de las hélices, gritó algo a los hombres que había en el suelo. Uno de ellos dio la vuelta inmediatamente, cruzó el jardín y trajo a los Levinson consigo. Cuando los dos hubieron subido las escaleras y entrado en la cabina, la expresión en la cara de Whitmore les hizo saber que tenían que sentarse y callar. Eso fue exactamente lo que hicieron. David se sentó junto a Connie. Antes de que despegaran ya tenía el ordenador abierto y encendido. Mirando por encima del hombro, Connie vio los números parpadeantes en la pequeña pantalla.
11.07,11.06,11.05...
Mientras el helicóptero se alejaba, Connie miró por la ventana, y vio a la gente que quedaba en el jardín de la Casa Blanca. Ninguno de ellos parecía estar a punto de morir. Todos estaban muy atareados, preocupados por cumplir con sus obligaciones. Pensó que, de algún modo, su concentración era la que les hacía parecer seguros, protegidos. Todavía tenían mucho que hacer. Por un momento, pensó que estaba viendo una escena como la que habría imaginado que tendría lugar a las puertas del cielo: a algunos se les concedía la salvación, mientras que a otros se les dejaba fuera para que murieran. Se quitó esa idea de la cabeza. Desde luego esas personas, esas piezas anónimas de la gran maquinaria con las que había trabajado hombro con hombro durante los tres últimos años, estarían ahí como siempre cuando el helicóptero volviera.
11.01,11.00,10.59...
Subió los últimos tramos de escalera como por arte de magia, impulsada hacia arriba por los sonidos de la fiesta que se estaba celebrando arriba. Por fin abrió la puerta de emergencia y salió al aire libre. Había cientos de personas riendo, gritando, bebiendo y bailando al sonido de la música de tres equipos diferentes. Algunos agitaban carteles. Otros encendían fuegos artificiales. Un grupo de mujeres que parecían secretarias se había disfrazado de extraterrestres, con medias blancas y sombreros cónicos cogidos bajo la barbilla. Una pareja, que se lo había tomado quizá demasiado en serio, apareció como el rey y la reina de una galaxia distante, con un traje completo de terciopelo, con elaboradas coronas y enjoyados cetros. Estaban sentados estoicamente en medio de la algarabía como si esperaran que llegase un mensajero de la nave. El traje de cumpleaños era otro disfraz popular. En la gran pista de baile dispuesta en el centro de la azotea, un puñado de hippies jóvenes se habían quitado la ropa y estaban en trance, bailando desnudos. Una fila de gente bailando la conga se abría paso entre la multitud y, al pasar, alguien puso una botella de tequila en las manos de Tiffany. Se sentía como si acabara de volver a casa, como si hubiese encontrado por fin el lugar más salvaje, más loco, más alucinante de la Tierra. El lugar al que nunca pudo conseguir que la invitaran. Y lo gracioso del caso era que la mayoría de personas que estaban en lo alto del First Interstate Building tenía una importante característica en común: todos eran pobres gentes. Tiffany soltó una carcajada y luego echó un buen trago de tequila.
Más sorprendente que la fiesta era la visión de la nave. Tenían el mismo centro justo encima.
«Estoy en el punto cero», pensó Tiffany. Echó una ojeada a la lustrosa superficie de la nave. Las tiras plateadas que decían que parecían alas de insecto eran en realidad un amasijo de planchas rugosas, tubos del tamaño de un edificio, depósitos y muelles que hacían que pareciera una ciudad patas arriba. De hecho, era tan grande como una ciudad. Con la mirada perdida hacia arriba se imaginó el interior de la nave, se vio yendo de un lado para otro por dentro, con misiones importantes que cumplir. Un golpe en el brazo la devolvió a la realidad. Un hombre mayor con barba estaba intentando ligar con ella. Señaló a los bailarines desnudos que no estaban lejos y le contó una historia elevando la voz para que lo oyera.
—En los últimos días del Tercer Reich, cuando los aliados avanzaron sobre Berlín y todos sabían que todo había acabado, que su mundo estaba a punto de acabar, empezaron a celebrar orgías salvajes. Era una manera de enfrentarse a la situación. —Se acercó y le dio un golpecito en el brazo. Nunca habían intentado abordarla de una manera tan descarada.
—¿Qué? —Tiffany se rió en su cara, le pasó el tequila y se perdió entre el gentío agitando su cartel de «VENIMOS EN SON DE PAZ» enfrente de la nave. Estaba atestado. Demasiada gente para una azotea tan pequeña. Algunos de los «fans de los extraterrestres» estaban tan sólo a un par de metros del borde, a sesenta y cinco pisos del suelo y sin baranda.
De pronto, un helicóptero de la policía apareció por el lado del edificio, con el megáfono a todo volumen.
—Abandonen la azotea enseguida. El presidente de EE.UU. ha ordenado la evacuación de Los Ángeles. Bajen por las escaleras inmediatamente y en orden.
La multitud reaccionó como era previsible, abucheando y lanzando al helicóptero todo lo que tenía a mano. La mayoría ya había desafiado a la policía al subir allí, rompiendo el cordón policial que había puesto en la planta baja. El helicóptero dio una vuelta al edificio, repitió la orden, y se fue hasta la azotea más cercana.
Un estruendo terrible irrumpió por encima de sus cabezas, un temblor grave y continuo parecido al sonido de cientos de timbales tocados a la vez. Todo el mundo se quedó quieto y miraron hacia arriba para presenciar el sorprendente espectáculo que se desarrollaba en las alturas. La parte central de la nave se estaba abriendo. Los extraterrestres estaban preparándose para comunicarse. Enormes puertas interconectadas empezaron a abrirse hacia abajo. Todo el centro de la nave, en una superficie de un kilómetro de ancho, el círculo oscuro en el centro de la flor, empezó a abrirse mostrando el interior ligeramente iluminado. En el mismo centro había una zona que no se movía. Era la punta de una estructura en forma de aguja. Según se iban abriendo hacia los lados las puertas de alrededor, la aguja empezó a bajar hacia la ciudad. Era larga y delgada, excepto en la parte inferior, donde adquiría una forma romboide, como una serpiente que se hubiera tragado una manzana. La aguja tenía una textura que la hacía a la vez biológicamente natural y visceralmente repulsiva. El largo cuello colgaba de la parte inferior de la nave, suspendido en el cielo nocturno mientras las puertas continuaban abriéndose y bajando, como si la nave fuera una enorme rosa negra de acero que floreciera de pronto. Cuando las puertas quedaron perpendiculares al suelo, el temblor cesó, pero la aguja continuó bajando hasta que la punta quedó sólo a sesenta metros por encima de Tiffany y sus nuevos amigos.
El helicóptero de la primera dama sorteaba los rascacielos volando a velocidad máxima. El piloto había visto lo que había pasado en la Operación Convoy de Bienvenida y estaba impaciente por alejar a sus pasajeros del peligro. Aunque el lugar de destino se encontraba hacia el noreste, el piloto se dirigió hacia el sur, tomando el camino más rápido para salir de la ciudad.
—A lo mejor es algún tipo de torre de observación —dijo uno de los ayudantes al ver la aguja colgante.
Entonces se encendió la luz verde. De la punta de la aguja, un rayo cegador iluminó toda la parte vieja de la ciudad con una luz del mismo color de jade que la que había aniquilado la Operación Convoy de Bienvenida. Desde el océano al pie de las montañas, todo humano se quedó de piedra ante la sobrecogedora belleza del fenómeno. El suave rayo de luz era tan perfecto, tan sutil y tan mágico que parecía un signo de amistad. Durante unos minutos parecía que todo iba a ir bien. Después de todo, no habría enfrentamiento. La luz hacía que pareciera evidente que la Tierra iba a experimentar un encuentro de armonía sideral. Las fiestas de las diferentes azoteas se pararon. La historia del planeta estaba a punto de cambiar para siempre, y sabían que estaban en el centro de atención. Con sus carteles en alto, esperaban que empezara la comunicación.
Fuera de Washington, en la Base de las Fuerzas Aéreas Andrews, la puerta del helicóptero se abrió antes de que las patas tocaran el suelo. Se estaban tomando muy en serio la teoría de David sobre la cuenta atrás y ahora no había un momento que perder. Los agentes del Servicio Secreto indicaron al presidente Whitmore y sus acompañantes que los siguieran. Salieron del helicóptero, cruzaron la pista de aterrizaje y subieron la rampa que llevaba al Air Force One, el avión presidencial.
Las turbinas de los motores del 747 estaban ya a máxima potencia, preparadas para despegar. La pista se despejó con gran celeridad, el piloto soltó el freno y el avión empezó la carrera para el despegue. Mientras ganaban velocidad, la tripulación de a bordo aún estaba acomodando a Julius, la última persona que había subido las escaleras, en su asiento. David, con la tapa de su ordenador levantada, miraba los últimos segundos que parpadeaban en la pantalla.
00.25, 00.24, 00.23...
Un rayo blanco atravesó el centro del chorro de luz verde hasta llegar al First Interstate Building. Todos los fanáticos que se encontraban a menos de quince metros querían alcanzar el punto en que el rayo había tocado la azotea, creyendo quizá que uno de ellos iba a ser elegido para ser absorbido por la nave. Pelearon unos contra otros como perros salvajes por el privilegio de ser el embajador de la Tierra.
Mientras se empujaban y pegaban, Tiffany se retiró a la zona de las escaleras, donde la actividad era menor. Muchos enchufaron sus televisores portátiles, que mostraban el mismo rayo blanco que bajaba de otras naves en el mundo. En París, el rayo cayó sobre la catedral de Notre Dame; en Berlín, cayó sobre el edificio del Reichstag; en Tokio, sobre el palacio del Emperador; en el centro de convenciones de San Francisco, en el Central Park de Nueva York, en la Ciudad Prohibida de Pekín, en la enorme cúpula de la sinagoga de Tel Aviv, en la estatua de Nelson sobre Trafalgar Square en Londres, y, en el caso de Washington D.C., sobre el extremo del monumento a Washington.
Entonces acabó la espera. El rayo blanco creció notablemente. Se volvió más brillante, demasiado para mirarlo. Todo el mundo en tres kilómetros apartó la vista, ocultando la cara con los brazos. Los que no lo hicieron empezaron a sentir cómo les quemaban y se les deformaban las retinas. Empezó a oírse un sonido sordo y agudo como el de un aparato de dentista, aumentando cada vez más de volumen hasta convertirse en un estruendo insoportable. La gente que estaba en las azoteas, aterrorizada, cayó de rodillas tapándose los oídos y los ojos, profiriendo gritos inaudibles en aquel mar de ruido. Entonces, durante un instante, todo se detuvo.
Durante el período de tiempo de dos latidos del corazón la luz desapareció y todo volvió a la calma. Los sorprendidos creyentes sólo tuvieron tiempo de descubrirse los ojos y mirar hacia arriba en busca de una respuesta.
¡BAM! Un chorro de luz blanca salió de la aguja. De golpe, el viejo First Interstate Building explotó desde dentro, deshaciéndose en millones de trozos del tamaño de un naipe. Tiffany no tuvo la oportunidad de gritar. El rayo de luz cayó con una fuerza increíble y, en dos segundos, el centro de la ciudad había volado. Una onda expansiva de fuego se elevó y empezó a extenderse hacia el exterior, en todas direcciones. Un muro de destrucción, un mar de fuego, arrasó la ciudad, llevándose todo lo que encontró en su camino. Cada pared de cada edificio, cada árbol, cada señal de tráfico, hasta el asfalto de las calles se quemó y se evaporó. Era como un huracán, una inundación, una bomba atómica, todo concentrado en uno. El muro de destrucción lanzaba coches al aire, desintegraba edificios como si fueran espantapájaros frente a un tornado, y sumergió la ciudad bajo una gruesa capa de fuego. El muro de destrucción se extendió desde el epicentro, borrando la ciudad de Los Angeles de la faz de la Tierra.
Quizá lo más horrible era la lentitud con la que se movía. Una explosión atómica habría incinerado a las víctimas inmediatamente, antes de que se dieran cuenta de lo que ocurría. Pero esta bola de fuego se desplazaba por la ciudad como una inundación, dejando que sus víctimas tuvieran tiempo para verla venir. Todo el mundo se giraba y echaba a correr, pero no había dónde esconderse. Los pocos que consiguieron meterse bajo tierra, en bodegas y refugios nucleares, murieron ahogados. La tormenta de fuego absorbió el oxígeno de sus pulmones y los carbonizó en el mismo lugar en que se encontraban.
En Washington, la Casa Blanca y todos los edificios que rodeaban el paseo, los edificios del Lincoln Memorial y el Jefferson Memorial, el museo Smithsonian, fueron arrasados de forma instantánea. Desde allí, la explosión se materializó en otra marea de fuego centrífuga. En un abrir y cerrar de ojos, consumió el Capitolio, llevándose gran parte de la colina consigo. En dirección contraria, arrasó el Pentágono y lo redujo a cenizas.
La misma escena terrible se repitió en otras ciudades del mundo, allí donde se habían estacionado los gigantes. Treinta y seis de las creaciones más importantes de la humanidad, las ciudades que albergaban a millones y millones de personas, habían sido barridas sistemáticamente.
La pantalla digital del ordenador de David llegó a cero seis segundos antes de que las ruedas de atrás se elevaran del suelo. La salvaje explosión de luz que indicaba la destrucción de Washington D.C. ya se había hecho visible desde las ventanas.
David hundió los dedos en los brazos acolchados del asiento y miró al techo, expectante.
Julius era el único que no estaba sudando. Entendió que no quedaba nada que hacer excepto esperar que no fuera su hora. Cuando el avión inició el ascenso, todos los pasajeros exhalaron un suspiro de alivio y se permitieron creer que habían sobrevivido. Un segundo más tarde el muro de destrucción, de aún treinta metros de alto, alcanzó la Base Andrews. Atravesó la base, convirtiéndola en escombros y persiguiendo el avión por la pista de despegue. El 747, cogiendo altura poco a poco, estaba ya a doscientos metros cuando el muro de fuego le pasó por debajo. Aunque estaban muy por encima, la presión del aire empujado por el muro llegó hasta la cola del avión, que recibió una sacudida violenta. Se rompieron algunas botellas en la zona de servicio, y cayó alguna maleta al pasillo, pero el Air Force One salió ileso.
El túnel era un tubo de cemento mal iluminado construido en los años veinte. A los lados de los arcenes y cada treinta metros había unos huecos en la pared cerrados por puertas de madera vieja. Al igual que el resto de conductores, Jasmine estaba escuchando las noticias de la radio. La descripción que el locutor hacía de la mágica luz verde sacó a muchos conductores de sus coches.
Cogían las llaves y corrían hasta el final del túnel, donde había un acantilado desde el que podían presenciar el fenómeno. Jasmine tocó el claxon. Sólo tenía diez coches delante de ella antes de llegar al final y la maldita luz verde le importaba un bledo. Cuando se dio cuenta de que estaba atrapada, apagó el motor para ahorrar gasolina.
Escuchó preocupada la descripción del locutor de la radio del cegador rayo blanco que atravesaba la pálida luz verde. Acto seguido, cuando la explosión azotó la ciudad y la convirtió en un infierno, el hombre empezó a chillar preso de la histeria.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! Está destruyéndolo todo. Está... —La voz se apagó bruscamente.
Jasmine actuó llevada por su instinto. Cogió a Dylan y lo sacó del coche. El niño sólo pudo coger su mochila y los fuegos artificiales que Steve le había regalado. Con su hijo en brazos, Jasmine se dirigió a toda prisa a la boca del túnel, sin dejar de mirar atrás. El cielo a su espalda ya despedía llamas naranjas y blancas. Como buscaba algún sitio donde esconderse, se metió en uno de los huecos practicados en el muro de piedra, destinados a tareas de mantenimiento. Intentó abrir la frágil puerta de madera pero estaba cerrada con llave. Se volvió y escudriñó el túnel. El muro de destrucción iba directo hacia ella. Algunas personas, presas del pánico, abandonaban los vehículos y echaban a correr; otras subían las ventanillas y se agachaban.
De repente se apagaron todas las luces del túnel. Se le agotaba el tiempo. Volvió a girarse y dio un puntapié de rabia a la puerta. La rugiente tormenta de fuego llegó a la boca del túnel y penetró en la estrecha abertura con un retumbo ensordecedor. Lo único que oía eran gritos angustiosos y el estruendo de los coches al ser engullidos por las llamas. Jas se apoyó a Dylan en la cadera, bajó el otro hombro y empujó la puerta. La frágil madera se astilló y ambos cayeron al otro lado.
—¡Boomer! —gritó, recorriendo rápidamente con la mirada el interior del taller, iluminado ahora por el fuego cercano. Habían aterrizado encima de un enrejado de tela metálica que conducía a un túnel y a la amplia red de alcantarillado de la ciudad. Boomer entró en el taller saltando desde el capó de un coche, justo antes de ser engullido por el fuego.
Ella rodó encima de Dylan para protegerlo con su cuerpo. A medida que la tormenta de fuego invadía el túnel, del enrejado metálico salía un fuerte viento. Los muros de piedra de aquel hueco los protegían de la peor parte del incendio, pero el fuego había consumido con rapidez el oxígeno existente. El aire fresco escapaba por el enrejado, por lo que Jasmine y Dylan estaban expuestos a un torbellino que los empujaba hacia el fuego. Con Dylan bajo un brazo, Jasmine pasó los dedos por la tela metálica y se asió a él con fuerza para no ser lanzada hacia las llamas. Sin el continuo flujo de aire fresco que recorría sus cuerpos, los tres hubieran quedado carbonizados por el calor.
Y entonces, de repente, se acabó. Miles de toneladas de piedras y tierra suelta obstruían los dos extremos del túnel. La colina se había derrumbado. Jasmine, todavía temblorosa, se giró sobre su espalda. Era consciente de que tenía la suerte de estar viva. Lo que no sabía era que los tres, los únicos supervivientes del túnel, estaban enterrados bajo miles de kilos de escombros.
En Tokio se registró el mayor número de bajas. Más que en ningún otro sitio, los japoneses habían intentado seguir con su trabajo sin asustarse. Cuando el complicado sistema que controlaba los trenes dejó de funcionar, las estaciones se convirtieron en una casa de locos. La mitad de las personas que consiguieron salir de la ciudad a tiempo lo hizo a pie o en bicicleta. La ciudad con los rascacielos más caros del planeta había sido destruida. La zona arrasada por la explosión era cuatro veces mayor a la que destruyeron las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki décadas antes. El muro de destrucción acabó con todo ser humano en un radio de treinta kilómetros. En Yokohama y Omiya pereció la mitad de la población.
Manhattan había desaparecido. La isla se había transformado hasta la ciudad de Yonkers en una porción de tierra yerma, sin edificios. Entre un asfixiante torbellino de polvo y humo, las tuberías de gas natural lanzaban llamas al cielo. Los cimientos de ladrillo y cemento desfigurados ponían de manifiesto que los edificios habían sido arrancados de cuajo. Sólo habían sobrevivido algunos centenares de personas, que en su mayoría se encontraban en las zonas más profundas del metro. En el extremo sur de Staten Island y bien entrado Nueva Jersey, los que no habían perecido rápidamente por el muro de destrucción habían quedado atrapados bajo sus casas al derrumbarse éstas. Tenían el cuerpo henchido de quemaduras graves.
No había ni un solo superviviente en la faz de la Tierra que pudiera ver cómo los conos de fuego largos y puntiagudos se replegaban en la nave. Las puertas en forma de pétalo se elevaron lentamente hasta cerrarse herméticamente como un sello inviolable. Las enormes naves, las que habían destruido la ciudad, estaban listas para dirigirse a sus próximos objetivos.
—¡Maldita sea! Lo sabía. Lo sabía. ¡Lo sabía! Me he pasado diez años intentando prevenir a todo el mundo de estos mamones. —Russell bajó el volumen de la radio sin apartar la vista de la carretera—. Chicos —gritó por encima de su hombro—, ¿no he intentado avisar a la gente?
Borracho como estaba, no se imaginaba lo angustiados y aterrorizados que estaban sus hijos por las noticias que emitía la radio. Alicia sollozaba con la cara apoyada sobre el linóleo de la mesa.
Miguel, que la rodeaba con el brazo, tenía la mirada perdida en los árboles que los faros del coche iluminaban a su paso.
—¿Dónde está Troy? —preguntó Russell mirando por el retrovisor.
El pequeño de la familia Casse habló desde la cama situada en la parte trasera.
—Chicos —dijo con un hilo de voz—. No me encuentro muy bien.
Russell miró por encima del hombro.
—¿Cuándo te tomaste la medicina por última vez?
—No me acuerdo —gimió el muchacho—. Creo que hace tres o cuatro días.
—No es cierto —intervino Miguel—. Te la he dado esta mañana.
—Ya lo sé, pero no me la he tomado. He pensado que ya no la necesitaba.
—¿Qué has hecho con ella, Troy? ¿Dónde está la medicina?
En vez de responder, el muchacho se incorporó y se acercó a la puerta, dando a entender con gestos que necesitaba salir. Russell se paró en el arcén y Troy salió corriendo. Poco después estaba vomitando sobre la maleza mientras Alicia le ayudaba a mantener el equilibrio.
Russell se apartó de la carretera suficientemente para echarse un trago de whisky sin que lo vieran sus hijos. Se encontraba en pleno Valle de la Muerte, en algún lugar cerca de la frontera con Nevada, y hacía una noche espectacular. Un millón de estrellas poblaban el cielo. Russell siguió caminando contemplando el firmamento. En la cima de una pequeña colina divisó algo extraño, un tipo distinto de constelación.
—¡Miguel! —llamó en voz baja—. ¡Acércate a mirar esto!
Ocupando un desértico valle bastante llano, mil caravanas, remolques y camiones de distintos tipos y multitud de vehículos se habían detenido en aquel lugar perdido de la mano de Dios. Las luces procedentes de aquel refugio improvisado se asemejaban a las estrellas que los cobijaban. En cierto modo, era un paisaje bello.
—¿Qué te parece?
—Tal vez alguien tenga la medicina —dijo Miguel—. Vamos a preguntar.
Al comienzo del fin del mundo, Steve se encontraba en la cafetería vacía intentando hacer una llamada. Introducía la moneda en la ranura una y otra vez y marcaba con atención el número de teléfono de Jasmine. Y en todos los casos respondía la misma voz grabada: «Todos los circuitos están ocupados. Cuelgue y vuelva a llamar más tarde, gracias.»
En cuanto recuperaba la moneda, la volvía a introducir. Sabía que los comandantes de la base se morían de ganas por ordenar una contraofensiva, pero hasta que no recibieran el permiso de Washington, Steve no tenía nada que hacer a excepción de imaginar todas las barbaridades que podía haberles ocurrido a Jas y a Dylan.
—Todos los circuitos están ocupados. Cuelgue y...
—¡Maldita sea! —Steve colgó el teléfono bruscamente justo cuando Jimmy doblaba la esquina y corría a toda velocidad por el pasillo.
—Muévete —gritó—. Acabamos de recibir órdenes. —A Jimmy, que ya llevaba el uniforme de piloto, la adrenalina le corría por las venas, pero intentó tranquilizarse al ver a Steve tan derrotado—. ¿Qué te ocurre?
Steve no quiso ocultar sus sentimientos.
—No consigo contactar con mis padres ni con Jasmine. Hace horas que tenía que haber llegado, tío.
Jimmy se acercó a su amigo con mucho cuidado, como hubiera hecho con un caballo de carreras de pura raza.
—Eh, tío —dijo apoyando una mano en el hombro de Steve—, ¿no sabes lo que ha ocurrido? Esos cosmonautas monstruosos han destruido Los Angeles. La han volado. Y Washington, San Francisco y Nueva York han corrido la misma suerte. Parecen disponer de un armamento sumamente potente, amigo.
Al oír las noticias se llevó las manos a la cabeza.
—No —gimió—, no me digas eso, tío. Oh, la he cagado, Jimmy. La he cagado en todo. ¿Por qué no la metí en el coche y la traje conmigo?
—Steve propinó un par de puntapiés a una máquina expendedora cercana y luego se dio un puñetazo en la frente—. ¿En qué demonios estaría yo pensando?
Jimmy lo cogió por los hombros y lo empujó contra la pared para intentar calmarlo.
—Escucha. A lo mejor viene. Si ya estaba en camino, tal vez haya podido escapar a tiempo. Pero, de todos modos, no la tomes conmigo. Tenemos una misión que cumplir. —Soltó el uniforme de su amigo y retrocedió. Steve lo observaba fijamente, pero obviamente su mente estaba en otro sitio. Jimmy no sabía qué más decirle, así que decidió darle algún tiempo—. Hay una reunión en la J201 dentro de cinco minutos. Te espero allí.
Quince minutos más tarde, Steve se encontraba fuera de la sala de reuniones. Después de respirar hondo, abrió la puerta y entró con la gallardía que le caracterizaba. Los treinta y cinco pilotos que había sentados en pupitres escuchaban la información sobre el enemigo que les proporcionaba el teniente coronel Watson. Este, un hombre fornido de unos cincuenta años, era uno de aquellos marines sumamente pulcros que esperaba que todo el mundo fuera como mandan los cánones. Además, no se cortaba a la hora de criticar a todo aquel que, según él, se salía de la norma. Nunca había sabido exactamente qué pensar de su pareja de pilotos Hiller/Franklin. Eran los mejores, sus mejores bazas, pero también eran un par de juerguistas que siempre interpretaban las normas a su manera.
Cuando Steve entró, una sola mirada a Watson bastó para que se quedara paralizado en el sitio. El coronel no iba uniformado. Llevaba unos Levi's y una camisa negra, la ropa que se había puesto para llegar cuanto antes a la base. Preocupados como estaban por el estado de alerta, ninguno de los demás había hecho ningún comentario sobre el atuendo del jefe. Pero cuando Steve entró, el ambiente de la sala cambió totalmente. Miró a Watson fijamente y luego se quedó boquiabierto. Cuando se giró hacia los pilotos, éstos se echaron a reír.
—Capitán Hiller, ¡ha tenido tiempo de unirse a nosotros!
Steve sabía perfectamente qué significaba aquello y enseguida se sentó en el sitio que le habían guardado. Watson explicó que la nave nodriza se escudaba en la Luna, fuera del alcance de los misiles, y que las naves que habían destruido las ciudades se habían separado para acercarse a la Tierra. Les mostró la borrosa fotografía tomada por el satélite que había recibido por fax desde la Comandancia espacial, pero no podía decirles gran cosa al respecto.
Steve no tardó mucho en percatarse de que Jimmy les había contado algo a los demás. Notaba que lo observaban, con la intención de encontrar en su rostro muestras de debilidad. Pero Steve era muy hábil, muy listo, muy profesional como para dejar aflorar sus sentimientos ante los hombres que debían seguirlo en la batalla. Mientras Watson proseguía sus explicaciones, se inclinó muy despacio y miró de reojo a Jimmy.
—¿Tienes miedo, tío?
—No —susurró—. ¿Y tú?
—No. —En un primer momento, Steve descartó la idea pero, acto seguido, hizo una mueca como si estuviera a punto de llorar—. La verdad es que sí. ¡Abrázame!
Esas palabras bastaron. Los Jinetes Negros del fondo de la sala soltaron unas carcajadas.
Watson ya estaba a punto de acabar cuando sonaron las risas. En otras circunstancias se habría enfadado, pero sabía por qué Steve actuaba de esa manera. Además, no tenía la certeza de que aquellos muchachos llegaran con vida a la noche.
—Capitán Hiller —preguntó con sarcasmo—, ¿desea añadir algo a esta información?
—Disculpe, señor. Es que nos morimos de ganas por subir ahí arriba a matar unos cuantos marcianos.
Watson sonrió.
—Pues entonces vamos allá.
Los Jinetes Negros se dirigieron a sus aviones, sin duda provistos de algo que ni su equipo ni su formación podía proporcionarles. Tenía aquella sensación de absoluta seguridad propia de los que se saben los mejores. Aparecieron en el aeródromo dando grandes zancadas y rodeando a su líder, el capitán Steven Hiller. En cuanto se acercaron lo suficiente al hangar de alta seguridad, las puertas se abrieron a su paso. En su interior había treinta y cinco F-18A relucientes, los mejores aviones de combate del Cuerpo de Marines de EE.UU., rodeados por técnicos que hacían los ajustes de última hora.
—Ahora recordad —dijo Steve a sus hombres con voz clara antes de que se dispersasen—, somos los primeros en subir, así que sólo vamos a inspeccionar. A ver qué tienen. Si nos encontramos con algo realmente espinoso, lo dejamos y nos reagrupamos aquí. Muy bien, a volar. —Los hombres rompieron filas y se encaminaron a sus aviones. Mientras sus botas crujían en contacto con el suelo encerado, Steve preguntó por encima de su hombro—: Jimmy, ¿has traído el puro de la victoria?
—Afirmativo, capitán. —Sacó un gran habano del bolsillo del pecho, se lo colocó entre los labios y encendió el mechero. Entre ellos, fumarse aquellos puros de contrabando tan caros se había convertido en un ritual después de todas las misiones cumplidas.
—No te adelantes a los acontecimientos, Flash Gordon —gritó Steve mientras se introducía en la cabina—. Recuerda que no nos los fumamos hasta la vuelta.
—De acuerdo, capitán —respondió Jimmy, contento por ver que Steve ya se había recuperado de la pérdida de su novia.
En cuanto Steve se encontró solo en el avión, sintió el dolor de su corazón. No podía dejar de pensar en Jasmine y Dylan. Los pilotos se ajustaron los cinturones, revisaron todos los mandos, pusieron en marcha sus rugientes motores y rodaron por la pista.
El presidente estaba solo sentado en una de las salas de reuniones, absorto en sus pensamientos. Connie se sentó discretamente en uno de los grandes sillones de piel cerca de su jefe. Durante unos momentos, los dos estuvieron escuchando el rugido sordo de los motores. El resto de pasajeros de aquel avión estaba conmocionado, pero a ella le preocupaba ver al presidente inmóvil, con la mirada perdida en las palmas de su mano. No le hacía falta preguntarle en qué estaba pensando. Sabía que la conciencia le torturaba. Millones de estadounidenses habían muerto en las últimas horas y él se sentía responsable.
—Lo has hecho lo mejor que has podido, Tom. Has salvado muchas vidas. No vale la pena que le des más vueltas.
Whitmore no la miró, no movió ni un solo músculo.
—Hace horas que podía haber iniciado la evacuación de las ciudades. Es lo que tenía que haber hecho. —Exhaló un profundo suspiro—. Todo fue muy sencillo cuando luché en la Guerra del Golfo. Sabíamos cuál era nuestra misión y la cumplimos. Ahora nada resulta sencillo. Hoy ha muerto mucha gente, Connie. —La miró por primera vez—. ¿Cuántas de esas muertes podían haberse evitado?
Connie se dio cuenta de que no estaba para consuelos. Así pues, le demostró su apoyo quedándose con él, sentada en silencio hasta que el general Grey apareció por el pasillo. Antes de que pudiera dar las noticias, el presidente alzó la mirada.
—¿Se sabe algo de mi esposa? —preguntó impaciente.
El rostro de Grey perdió toda su severidad. Dudó un momento antes de asestarle aquel duro golpe.
—El helicóptero aún no ha llegado a Nellis y no tenemos comunicación por radio. Lo siento mucho. —El general se miró la parte superior de los zapatos—. He dado instrucciones a la torre de Nellis para que envíen un avión de salvamento para que busque la señal de baliza.
Todos los helicópteros presidenciales contaban con una baliza de señales isotópicas que permitía a las autoridades conocer su situación en caso de secuestro, pero hasta el momento no había aparecido señal alguna en las pantallas de radar. O la nube de humo y escombros que rodeaba Los Ángeles bloqueaba la señal o, como Grey sospechaba, la máquina había sufrido un impacto tan grande que todo, hasta el recubrimiento de titanio del transmisor, había quedado hecho trizas.
Ahora los tres estaban convencidos de que la primera dama había muerto en la explosión. El presidente se quedó pálido. Se sintió como si le acabaran de propinar una patada en el estómago. Pero seguía siendo el máximo dirigente de su nación y enseguida asumió su labor.
—¿Qué otras noticias tenemos?
—Los aviones de combate ya han despegado.
Whitmore respiró hondo, se puso en pie y siguió al general a la parte trasera del avión. Ahora todo era más sencillo. Había llegado el momento de iniciar la guerra.
Los dos hombres entraron en el centro de comandancia militar habilitado a bordo del Air Force One. A diferencia de los tonos pálidos y comodidades varias del resto del avión, el centro de comandancia era una pequeña sala totalmente abarrotada de modernísimos aparatos que no dejaban de pitar, parpadear, oscilar y escanear. Del suelo al techo, la reducida sala daba cabida a pantallas de radar y consolas de radio multicanal, técnicos provistos de auriculares trabajando en los ordenadores, mapas, y un pequeño panel militar de cristal para seguir las posiciones enemigas en una de las paredes.
Nimziki ya estaba en su interior, observando las luces del panel militar, analizando los movimientos de los destructores de la ciudad. Su rostro reflejaba una mezcla de tristeza e indignación. Aunque no era capaz de describir la actitud de Nimziki, Whitmore supo enseguida que estaba representando un papel, que intentaba convencer al resto de pasajeros de aquella fortaleza aérea que su presidente era un incompetente. Ya desde el comienzo, había aprovechado aquella situación crítica para minar la confianza que Whitmore tenía en sí mismo.
Y le funcionaba. Aunque despreciaba al secretario de Defensa en el plano personal, empezaba a pensar que tal vez un táctico tan frío como Nimziki afrontaría mejor la situación. Whitmore se planteó que quizá le estaba fallando el instinto. Ya sabía que su instinto político no estaba en su mejor momento, pero también estaba perdiendo confianza en su instinto bélico. No le cabía la menor duda de que era un luchador nato, pero dirigir ejércitos enteros era otro asunto. Se acercó al panel militar y lo observó para evaluar la gravedad de la catástrofe.
—Toda comunicación vía satélite, por onda corta y por tierra con las ciudades atacadas ha desaparecido. Creemos que estamos totalmente perdidos —susurró Grey en tono sombrío. Otra patada en el estómago del presidente.
Whitmore, conservando la calma, levantó la mirada hacia una de las muchas pantallas de rastreo.
—¿Dónde están los aviones de combate?
Grey preguntó rápidamente a un técnico antes de responder.
—La hora estimada de llegada al objetivo es de cuatro minutos.
Nimziki atravesó la sala y se sentó ante una de las consolas de radio, colocándose unos auriculares para llamar al NORAD y a la Junta de Jefes.
Cuando atravesaron zonas con bolsas de turbulencias al sobrevolar el Medio Oeste, el 747 experimentó ligeras vibraciones. Los hombres que ocupaban el centro de comandancia ni siquiera las percibieron pero, en la zona de pasajeros, David sufría con las subidas y bajadas como si estuviera en las montañas rusas de Coney Island. El sudor le corría por la frente y se había preparado sobre las rodillas una bolsa de mareo, adornada con el sello presidencial. Connie estaba cerca marcando un número en su teléfono celular. Julius miraba por la ventana, intentando disfrutar de las vistas, pero el comportamiento de David le hacía sentirse violento.
—Estamos en el Air Force One, por el amor de Dios —dijo indignado—, ¿y te mareas?
—Papá, por favor. Cállate.
O Julius no lo oyó o se hizo el sordo.
—Mírame. —Se puso de pie en el pasillo y se dio un golpecito en el estómago—. Bien entero. Con buen tiempo, con mal tiempo. No importa. —Entonces, mientras David lo miraba con el rostro desencajado, se ayudó de las manos para ilustrar sus palabras—. No importa que vayamos arriba y abajo, abajo y arriba, a mí no me afecta. Adelante y atrás, a un lado y a otro...
David abrió sus vidriosos ojos de par en par para observar cómo su padre le enseñaba las muchas causas de mareo cuando se viaja a bordo de un avión. De repente, él y su bolsita se precipitaron hacia los lavabos situados en la parte trasera del avión.
Julius miró a Connie.
—¿Qué te he dicho?
Connie se sentó al lado de su suegro.
—Aún se marea en los aviones, ¿no?
—Aerofobia. Temor a las alturas, eso es lo que él dice.
—Oye —Connie se acercó a su suegro y lo cogió de la mano—, con tantas emociones, no he tenido la oportunidad de daros las gracias. Habéis salvado muchas vidas, incluida la mía.
Julius se inclinó hacia ella y le dedicó una sonrisa maliciosa.
—No tiene importancia, Spanky.
—Querrás decir Spunky. —Soltó una carcajada—. Hace tiempo que no oía esa palabra. ¿El te lo contó?
Julius echó una mirada a su alrededor para ver si había moros en la costa y acto seguido le confió un secreto.
—En cuanto descubrió lo de la señal, no hacía más que pensar en verte. Me parece que aún queda amor.
—El amor nunca fue nuestro problema —admitió Connie exhalando un suspiro.
—«Lo único que necesitas es amor» —canturreó Julius—. Lo dijo John Lennon, un hombre listo. Desgraciadamente, lo mataron de un tiro en la espalda.
Connie asintió mientras intentaba disimular su sonrisa.
Cuatro horas después de que la explosión entrara en tromba en el túnel y los dejara totalmente incomunicados, Jasmine pensó que por fin había encontrado una salida.
Había levantado el enrejado y se había sumergido en el laberíntico sistema de alcantarillado que recorría la ciudad. Los corredores de cemento eran llanos, los techos tenían más de tres metros de alto y el lugar estaba completamente a oscuras. Se oía el goteo del agua y un ligero olor a gasolina. Al comienzo, Jasmine intentó convencer a Boomer para que se abriera camino en la oscuridad reinante, pero el perro era un cobarde y prefirió seguir los pasos de ella. Los muros húmedos escondían numerosas sorpresas mojadas y viscosas. Habían avanzado unos cuantos metros cuando Jasmine oyó algo parecido a unos pasos. El corazón le dio un vuelco sólo de pensar que los invasores podían estar allí en las alcantarillas.
Se arrodilló y le tapó la boca a Dylan.
—Escucha —le susurró.
El olor de la pólvora de los fuegos artificiales de Dylan le recordó que llevaba una caja de cerillas en la mochila. Haciendo el menor ruido posible, bajó la cremallera del bolsillo, cogió las cerillas y encendió una. El pasadizo estaba vacío en ambas direcciones. La cerilla no daba mucha luz y enseguida se apagó por la imperceptible brisa. Al darse cuenta de que la brisa significaba que había una salida, siguió avanzando junto a su familia procurando no hacer el menor ruido, para ver si oía más pasos. Cogió a su hijo y vio lo asustado que estaba.
—Te estás portando muy bien, hijo, no hagas ruido. —Jasmine pensó que cualquier otro niño de seis años en su misma situación estaría berreando.
Jasmine estaba alerta mientras avanzaban pegados al muro. Le pareció volver a oír pasos en varias ocasiones y cada vez encendía una cerilla y no veía nada. En un momento dado, notó que una suave corriente de aire le recorría la cara. Dejó a Dylan en el suelo y palpó los muros con las manos hasta encontrar una abertura. Se trataba de un pequeño agujero cuadrado a un metro del suelo. Con sumo cuidado, introdujo un brazo por el orificio para ver qué había más allá. En parte esperaba encontrar algo hostil, procedente de otra galaxia. De repente, se puso a jadear y retiró las manos. Le pareció que algo se había movido en la oscuridad. Tardó unos segundos en darse cuenta de que se trataba de la sombra que dibujaban sus propias manos. La luz se filtraba por aquella abertura que conducía a otro túnel superior, era una especie de salida de aquella tumba húmeda.
—Hijo, me parece que aquí hay una salida. Voy a levantarte y me dices si hay algo, ¿de acuerdo?
—¡Veo una luz! ¡Una luz exterior! —exclamó Dylan en cuanto hubo introducido la cabeza por el hueco.
Poco después, Jas avanzaba hacia la luz del sol que vislumbraba en la boca abierta del túnel superior. En el exterior, un coche volcado ardía lentamente. Ahora Boomer tomó la delantera y se abrieron camino entre cables eléctricos sueltos y fragmentos de vehículos destrozados, arrugados como bolas de papel de aluminio usado.
Cuando llegaron a la boca del túnel y se asomaron a la cegadora luz diurna, vieron un mundo totalmente nuevo: un Los Ángeles postapocalíptico. A treinta kilómetros del epicentro, el barrio en el que aparecieron los Dubrow parecía Nagasaki después de la bomba. La mayoría de los edificios, sobre todo los de las calles que iban en dirección este-oeste, en las que el fuego se había propagado más rápidamente, habían desaparecido, habían sido arrancados de sus cimientos y derribados. El suelo tenía el color gris de la ceniza y el cielo era de un color blanco sucio y malsano, y en él se formaban remolinos de polvo y ceniza. No había rastro de vida y, durante unos instantes, Jasmine se preguntó si Dylan y ella eran los únicos supervivientes de la Tierra.
El niño cogió a su madre de la mano y empezó a llorar sin saber por qué.
—Mamá, ¿qué ha pasado?
Jasmine lo cogió en brazos y salió del túnel.
—No lo sé, Dylan. Mamá no lo sabe.
En lo más alto, el rugido de los motores desgarraba el cielo. Una escuadra de treinta y cinco aviones de combate volaba hacia el norte, hacia la nave espacial situada sobre Los Ángeles.
—¿Steve va en esos aviones?
—A lo mejor. Ojalá. De todas formas, saluda por si acaso.
Siguiendo la línea de la costa de Orange County, los Jinetes Negros tronaban hacia el campo de batalla a once mil pies de altura. Los campos de misiles de Seal Beach parecían estar en buen estado pero, en el interior, la destrucción era total. El muro de fuego había provocado un gran círculo de asolación en la zona. Alrededor de ese perímetro, seguía habiendo llamas, provocadas por los escombros llameantes que la explosión había enviado en todas direcciones.
La nave espacial se veía en el horizonte, suspendida como una maldición inevitable sobre las colinas que rodeaban Los Ángeles. Columnas de humo negro salían despedidas de los restos de la refinería de petróleo de Wilmington, por lo que los Jinetes Negros se vieron obligados a desviarse unos cuantos kilómetros hacia el azul profundo del Pacífico, en cuya costa yacían millones de toneladas de petróleo y escombros. Steve observó tamaña destrucción impertérrito. Ahora tenía claro que Jasmine debía de estar muerta. Si hubiera conseguido escapar de la explosión, habría llamado a El Toro hacía horas. Murmuró algo presa de la frustración y dio un puñetazo a la pared de la cabina.
—No te calientes la cabeza, amigo. —La voz de Jimmy le llegó al casco en estéreo—. Estoy seguro de que escapó a tiempo. —La línea permaneció en silencio un largo rato hasta que Steve se dirigió a toda la escuadra.
—Vamos allá, chicos. Ha llegado el momento de la verdad.
Steve acercó las manos a la pantalla de ordenador del cuadro de instrumentos e introdujo una serie de órdenes. Las puertas voladizas de la panza del avión se abrieron inmediatamente para lanzar los AMRAAM (Misiles Avanzados Aire-Aire de Medio Alcance). Al mismo tiempo, un brazo mecánico en el interior de la cabina colocó un dispositivo de visada a pocos centímetros del casco del piloto. Se trataba del campo de visión del sistema de apuntamiento FLIR de avance por infrarrojos del avión. Mirando a través del ocular, el cielo que tenía delante se transformaba en un mundo informatizado de color gris y amarillo latiente. Bajó la retícula hacia la imagen de la nave espacial y la ajustó hasta tener a la torre en el blanco.
Los técnicos a bordo del Air Force One ocuparon las ondas aéreas.
—Los misiles AMRAAM de la escuadra de ataque de Los Ángeles están en la posición correcta.
—Las escuadras de Nueva York y Washington se encuentran en la misma posición.
En la radio se oyó una voz distinta.
—Caballeros, al habla el general Grey, comandante en jefe de la Comandancia Espacial Aliada. En nombre del presidente de EE.UU., que se encuentra a bordo del Air Force One, y de la Junta de Jefes que actúa desde el NORAD, quiero desearles que su misión tenga éxito. Buena suerte. Fuego a discreción.
Los Jinetes Negros aún se encontraban a dieciséis kilómetros de distancia, a treinta segundos de la línea de fuego, pero la colosal envergadura de la nave hacía que se sintieran más cerca. El nudo en la garganta de los pilotos crecía cuanto más claramente veían el exterior de la nave. Las bulliciosas comunicaciones por radio que solían mantener entre los Jinetes eran inexistentes.
—Resistid —les dijo a todos Steve—, quince segundos.
—Parece una de esas garrapatas de diecisiete años que tenemos en Charlotte —dijo con voz cansina uno de los pilotos con el fin de tranquilizar los ánimos.
—Pues vamos a exterminarlas. —Steve intentaba quitarle hierro a la situación—. Cinco segundos más... y... ¡fuego!
Los AMRAAM salieron disparados hacia la nave a la velocidad del rayo. Como estaban dirigidos por radar, se ladearon ligeramente en dirección al blanco como un banco de pececillos abalanzándose sobre una gigantesca ballena gris. Desprovistos ya de su carga explosiva, los F-18A empezaron a ganar altura. Pocos pilotos confiaban en derribar una nave de ese tamaño con el primer ataque. Su misión era atacar la nave en distintas zonas, hacer un reconocimiento para ver qué ataque había resultado más dañino y, a continuación, informar a la siguiente ola de aviones de combate, que ya estaban preparados en la pista de El Toro. Los F-18A iniciaron la inspección con la inclinación propia del viraje siguiendo atentamente el recorrido de sus misiles. De repente, todos los misiles explotaron al mismo tiempo a unos cuatro metros del blanco.
—¡Maldita sea!
—Ni siquiera los he visto disparar —dijo Jimmy, claramente impresionado. Cuando el humo empezó a disiparse, se puso de manifiesto que la nave enemiga había quedado indemne.
Steve llamó por radio al Air Force One.
—Comandancia, Jinete Uno al habla. El blanco parece haber derribado a nuestros AMRAAM. Daño cero al blanco. Repito: daño cero. Vamos a pasarnos a los Sidewinder y a aproximarnos un poco más.
—Buena llamada, Jinete Uno —le respondió Grey—. Despliega la formación.
—Seis por cinco, muchachos. Seis por cinco.
Los misiles Sidewinder, de un tamaño más reducido, eran armas de corto alcance que iban a suponer una prueba más dura para la capacidad de defensa aire-aire de la nave espacial. Esta vez, en lugar de treinta bombas, los Jinetes les iban a mandar ciento ochenta. La escuadra se dividió en seis grupos, zumbando en distintas direcciones para rodear a aquel disco de veinticuatro kilómetros de diámetro. Se suponía que si los alienígenas disponían de defensa aire-aire, éstas estarían situadas en la torre del morro de la nave. Cuando todos estuvieron en sus posiciones, Steve dio la orden de atacar.
—Comprobad vuestros radares, empezaremos a diez kilómetros de distancia. Esta vez más cerca. Lanzamiento a mil quinientos metros.
¿Mil quinientos metros? Es una distancia cómoda cuando se está quieto, pero cuando se pasa como un rayo a seis mil cuatrocientos kilómetros por hora en una carrera a muerte con algo cien veces mayor que un gran estadio de béisbol, no se tiene un margen de error demasiado grande. Steve era consciente de que iban a acercarse peligrosamente pero deseaba con todas sus fuerzas dañar la nave antes de volver a la base.
—¡Atacad!
Al oír la señal, los treinta aviones de combate dieron una vuelta al unísono y se acercaron vertiginosamente a la nave, propulsados en todas direcciones. Mirando a través del campo de visión de sus sistemas FLIR, los pilotos observaban nerviosos la cuenta atrás en sus visores de «Distancia al blanco», mientras el cielo amarillo desaparecía convertido en una mancha gris cada vez más grande. Cuando pareció que estaban justo encima de la nave, el marcador de los mil quinientos metros emitió un chasquido que lanzaba los Sidewinder de forma automática. Cada avión disparó seis misiles, que dejaron una estela de combustible sólido. Casi a la vez, alcanzaron el mismo perímetro de cuatro metros y, al igual que los AMRAAM, explotaron al unísono.
—¡Deteneos! ¡Deteneos! —gritó Steve—. ¡Tienen un blindaje!
Desde su privilegiada posición, de repente descubrió por qué los misiles no llegaban a su objetivo. Tirando de los mandos, Hiller colocó el avión girando en ángulo recto y en vertical, el tipo de giro que deja a uno clavado en el asiento como si un elefante se hubiera sentado sobre sus rodillas. Veintinueve Jinetes giraron a tiempo. El último hombre, Zolfeghari, viró demasiado rápido. Al intentar pasar por debajo de un avión más lento, el casco de su caza dio una panzada contra un campo de fuerzas invisible, con lo que el avión estalló por el combustible vertido en un extremo del escudo protector.
El grupo de Steve voló en vertical por el lado de la torre.
—Deben de tener algún tipo de blindaje protector alrededor del casco. Volvamos a casa.
Pero eso no iba a ser tan fácil. Al tiempo que la escuadra seguía elevándose por el lado de la torre, se abrían varias puertas gigantescas. Se abrieron rápidamente, como si las hubiera abierto las fuertes manos de un gigante, y de aquellas aberturas surgió una tormenta de pequeñas naves atacantes. De aquella puerta salieron unas cuarenta o cincuenta naves de color gris perla, de una en una. El problema es que brotaban del destructor de ciudades por el mismo espacio aéreo que Steve había decidido utilizar.
Mientras se dirigía a la zona de fuego cruzado, Steve miró hacia la puerta abierta y vio a la próxima nave acercándose a él a toda velocidad, con la parte delantera prácticamente en su cabina transparente, abatiéndose sobre él como un enorme insecto hambriento.
No obstante, consiguió reaccionar a tiempo y alejarse nueve kilómetros del centro del peligro. Los tres pilotos siguientes consiguieron escapar, pero el cuarto, un hombre llamado Big Island Tubman falló. Su caza chocó frontalmente contra una de las naves en forma de disco y causó una explosión atronadora justo enfrente de la puerta delantera del destructor de ciudades. El avión de Tubman se reventó por el choque, a diferencia de la nave enemiga que quedó intacta. Se tambaleó hacia delante, como si sufriera un aturdimiento momentáneo, antes de recuperar el equilibrio y seguir su trayectoria como si no hubiera pasado nada.
Al pasar por la zona en que se cruzaban las naves de los dos bandos, Steve había divisado una descomunal zona de estacionamiento en el interior del destructor de ciudades. El compartimiento de ataque de la nave parecía un aeropuerto interior que daba cobijo a cientos de pequeñas naves atacantes estacionadas en cavidades a lo largo de las paredes. La monumental arquitectura de aquel lugar le recordó a algún tipo de colmena o nido. Ajustando los mandos para colocar su F-18A boca abajo, Steve observó cómo los aviones grises inundaban el cielo. En vez de desplazarse en formación estable, el grupo de naves, que ya ascendía a cien unidades, se balanceaba arriba y abajo, zigzagueando de un lado a otro. Vistas en la distancia parecían revolotear como un enjambre de murciélagos. Sin previo aviso, se disgregaron en distintas direcciones para responder al ataque de su nave.
—¡SOS! ¡SOS! Aviones enemigos en el cielo. Salen de la torre. —Un rayo de luz pasó zumbando junto al avión de Steve y no fue el único—. ¿Pero qué demonios...? —Estiró el cuello para ver mejor lo que le rodeaba y vio que una de esas naves grises con aspecto amenazador había aparecido de repente y se había colocado detrás de él.
—Verifica tu seis —le advirtió Jimmy—. Verifica tu seis, Stevie.
—Ya lo veo. —Steve sabía que tenía que pensar con rapidez. Los aviones estadounidenses seguían avanzando hacia un punto de encuentro situado sobre el destructor de ciudades y las naves enemigas más rápidas los estaban rodeando. ¿Debía hacer que la escuadra se reuniese en lo alto donde podían defenderse mutuamente, o eso iba a convertirlos en figurillas impotentes en un campo de tiro? Nunca se había enfrentado a una situación como aquélla y no sabía qué táctica ordenar. Para colmo de males, el piloto enemigo lo había hecho colocar en horizontal. Steve se consideraba el piloto más hábil de la formación y verse superado al comienzo de un combate aéreo era una experiencia nueva para él.
»¡Maniobras de evasión! —gritó, forzando su avión a hacer un rizo lateral unos milisegundos antes de que un bombardeo de rayos láser estuviera a punto de alcanzarle—. ¡Permaneced en grupo! ¡Mantened la distancia!
Los aviones enemigos, planeando como peces metálicos, disparaban impulsos de energía superconcentrada, bolas de luz mortales que rasgaban el cielo a toda velocidad dejando una estela blanca y brillante. Steve se balanceó y zigzagueó para llegar al extremo del negro destructor de ciudades. Entre tanta agitación, presenció la súbita explosión de dos aviones de su escuadra. En la escuela de vuelo, les habían insistido una y otra vez sobre la rapidez con que se pierden o se ganan las batallas aéreas, sobre lo rápido que cambiaban en cuestión de segundos. Ahora se daba cuenta. Los orgullosos Jinetes, que un momento antes habían sido los dueños de los cielos, estaban sufriendo y dejando sus vidas en manos del enemigo. Faltos de organización e intentando escapar, se dispersaron en grupos de dos para cubrirse entre sí.
Steve se puso a descender en picado, acelerando hacia el suelo. Su atacante le siguió. A medida que se acercaba a la superficie ennegrecida de lo que quedaba de Los Angeles, Steve luchó contra la tentación de reducir la velocidad. Recordó lo que le había ocurrido al helicóptero Apache durante la Operación Convoy de Bienvenida y aumentó la velocidad. En los siguientes diez segundos, o tenía mucha suerte o moriría.
—¿Dónde estás, Jimmy?
—Justo donde me necesitas, Stevie, en la cola de este cabronazo. Si te lo puedes sacar de encima, me lo cargaré.
Steve interrumpió las maniobras de evasión y voló en línea recta durante un segundo y medio, todo lo que se atrevió. Afortunadamente, fue suficiente para Jimmy.
—¡Fuera! —gritó. Mientras Steve se apartaba a una banda de estribor, el Sidewinder de Jimmy salió propulsado y adelantó al atacante. El misil explotó cuatro metros antes de alcanzar la superficie de la nave. Ésta dio un capirotazo en el aire, se tambaleó un momento y retomó su camino como si nada.
»¡Mierda! ¡Estas naves también están blindadas!
Steve dejó de bajar en picado e hizo un rizo hacia arriba, preparado para intentar atacar a la nave desorientada. En la distancia, vio cómo dos de los suyos eran destrozados por los proyectiles. Cuando volvió a estar en la posición correcta, Jimmy tenía un enemigo en la cola.
—Jimmy, inclínate hacia la derecha. Yo te cubriré.
Jimmy efectuó un tonel a derechas justo a tiempo de evitar un nuevo lanzamiento de proyectiles. Steve situó la retícula sobre uno de los aviones grises y lanzó otro Sidewinder. El piloto enemigo se alejó con un viraje pero el sistema de rastreo del misil lo persiguió y explotó contra su blindaje trasero. El guiaje por radar era uno de los pocos puntos fuertes de los humanos en este combate aéreo y, por ahora, no les estaba sirviendo de mucho. Durante unos segundos, Hiller y Franklin sobrevolaron en paz las colinas de Hollywood. Por encima de ellos veían el revoloteo de las naves grises cazando en manada, destruyendo los F-l 8A y a sus colegas pilotos. El cielo estaba lleno de proyectiles y de los restos del naufragio de la mejor fuerza aérea de EE.UU. Otros dos atacantes se aproximaron rápidamente a ellos desde encima de la nave, soltando una granizada de potencia de fuego.
—Tal vez podamos dejarlos atrás. Sígueme.
—Pues actuemos rápido. Están en las dos, Stevie.
Los potentes motores a reacción de los F-l 8A aceleraron cuando los estadounidenses pulsaron el mando del SuperCruise. Salieron propulsados hacia delante, en dirección este sobrevolando las montañas y dejando atrás a las naves enemigas. O eso es lo que creyeron. Con la aceleración de los aviones, los dos pilotos experimentaron el fenómeno de «subir unos cuantos ges». Un ge es igual a la fuerza de gravedad a nivel del mar. Pasar de una velocidad inferior al número de Mach a Mach 2 en cuestión de segundos era algo parecido a ir atado al cono de la ojiva de un cohete espacial. Era el máximo malestar físico de sentir que tus órganos se quiebran en contacto con el asiento a medida que el avión avanza vertiginosamente. Las orejas, los labios, las mejillas, era como si todo intentara separarse de sus rostros. El paisaje que tenían a sus pies no era más que una mancha borrosa. Cuando llegaron a la velocidad deseada, ambos pilotos se sentían mareados y tenían náuseas. Steve aunó fuerzas para mirar detrás de ellos. Las naves enemigas estaban cada vez más cerca.
—Jimmy, dale caña, tío. Nos están alcanzando.
—Ya vamos a más de Mach Dos. —Jimmy parecía indispuesto.
—¡Pues hay que acelerar!
Una vez más los pilotos se sintieron aplastados contra el asiento de la cabina. Sus cuadros de instrumentos informaban de que estaban llevando a sus aviones a límites insospechados. Cruzaban el desierto de California a una velocidad dos veces superior a la del sonido.
—Tengo que subir, colega. Estoy... me siento... no sé.
Jimmy estaba perdiendo el conocimiento. Sabía que incrementar su altitud haría que el paisaje, que pasaba ahora a un ritmo vertiginoso, se moviera más despacio.
Steve pensó que sus enemigos se resistían a volar tan bajo, pero Jimmy ya había ganado altura, así que lo siguió.
—Manten el rumbo en línea recta, Jimmy, estás virando a la derecha —le dijo.
—Lárgate, Stevie.
—No empieces con esa mierda. Estamos juntos, ¿me oyes?, pero tienes que mantener la velocidad, tío.
Steve disminuyó la velocidad para vigilar a su compañero y vio que su reactor seguía desviándose hacia la derecha. El enemigo comenzaba a acercarse.
—¡Tenemos que largarnos, Jimmy! ¡Tienes que forzar la marcha!
Era inútil. Llevaban al enemigo detrás y las estelas de los proyectiles pasaban zumbando junto a ellos. Steve gritó por su radio pidiéndole a Jimmy que se espabilara, pero fue inútil. Echó un rápido vistazo hacia atrás y vio el reactor de su compañero volando solo a kilómetros de donde se encontraba él. En el momento en que iba a girarse y a seguir, vislumbró un relampagueo. Las naves enemigas se habían separado y la que seguía a Jimmy lo había derribado.
Steve gritó con toda su alma y empezó a forzar los controles sacudiendo el avión con la fuerza de su ira. Tiró con tanta fuerza del propulsor que dobló el eje contra el tope y, sin dejar de gritar, puso el avión al límite de su velocidad. En Mach 2-plus, el desierto se convirtió en una vertiginosa imagen borrosa de colinas terrosas atravesadas por destellos de autopistas y pequeñas poblaciones. Se sintió como si estuviera en el simulador de vuelo con la velocidad de caza en el grado «Imposible». Durante unos minutos, con la ira y el dolor nublando su mente, Steve voló en línea recta sin mirar atrás. Si hubiera tenido la oportunidad, habría volado a lo kamikaze contra cualquier enemigo que se hubiera puesto en su camino. Cuando su indignación hubo remitido, comprobó qué estaba ocurriendo detrás de él y se dio cuenta de que tenía un enemigo en las cinco siguiéndole pacientemente. Sabía que no tenía ninguna oportunidad de derrotarlo en un intercambio de disparos. Escapar era su única esperanza. Pero, puesto que el cielo estaba despejado y se encontraba sobrevolando la vasta extensión desolada del Valle de la Muerte, no había demasiados lugares para esconderse. Algo brilló a lo lejos en el claro horizonte del desierto, una ciudad salida de la nada. Se ladeó hacia la derecha y voló en esa dirección. En unos segundos, la ciudad distante se encontraba bajo su avión. Steve vio lo suficiente, tan sólo lo suficiente, para saber que se trataba de Las Vegas.
Los motores comenzaban a resentirse por el esfuerzo. Su silbido advirtió a Steve que no podía seguir a ese ritmo mucho más tiempo. Dirigiéndose todavía hacia el norte, sobrevoló lo que parecía ser una pequeña base aérea con un par de autopistas entrecruzadas construidas sobre el lecho seco de un lago. Un par de radares pivotaban en sus torres, y parecía haber camiones de camuflaje aparcados cerca de unos hangares. Buscó alguna señal que indicase que allá abajo sabían lo que le estaba pasando y que iban a enviarle ayuda. No conocía el lugar, no tenía ni idea de que hubiera una base tan al norte de Las Vegas.
Entonces, de repente, decidió lo que iba a hacer. Giró a la derecha cuando estaba sobre la base y pasó por encima de la cadena de colinas que habían formado el lecho del lago hacía diez mil años. Comprobó la brújula para poner rumbo al este y giró en esa dirección. En menos de dos minutos, se encontró con lo que buscaba, su arma secreta: el Gran Cañón.
Paró los motores sin previo aviso. La nave gris, sorprendida, pasó de largo mientras Steve se deslizaba suavemente por encima del borde de la pared del cañón. Se metió entre las paredes de roca rojiza hasta llegar tan cerca del suelo que casi podía pescar en el río Colorado, la masa de agua que durante millones de años había cincelado esta impresionante maravilla de perfiles puntiagudos salida del duro terreno desértico. El enemigo lo siguió hasta abajo y lo alcanzó en un instante.
—Muy bien, mamón. Vamos a divertirnos.
Desplazándose de un lado a otro a gran velocidad a través de las retorcidas y fantásticas formaciones rocosas, Steve le dio toda una lección de acrobacias ladeándose, deslizándose y virando de golpe como un loco. La nave enemiga, que era mucho más grande, lo seguía a duras penas y los extremos de las alas arrancaban pedazos de roca que caían al abismo. El escudo protector del alienígena le permitía cometer un error tras otro y sobrevivir. Y no sólo eso: también parecía estar aprendiendo deprisa a volar en aquella carrera de obstáculos e incluso se las arregló para disparar unas cuantas veces al F-18A de Steve.
Cuando Steve se dio cuenta, se introdujo en un cañón lateral mucho más angosto. En aquel lugar, los márgenes de error no tenían cabida. El sendero serpenteante se estrechaba en algunos lugares hasta medir tan sólo el doble de la envergadura del reactor. Steve contaba con la experiencia suficiente como para limitarse a un vuelo defensivo en un momento como aquél. Aceleró y se dedicó a hacer acrobacias subiendo y bajando con elegancia. Estaba seguro de que si mantenía esa danza durante el tiempo suficiente, su torpe pareja de baile acabaría chocando contra la montaña. En ese momento, un indicador del cuadro de instrumentos se encendió. El depósito de la gasolina estaba casi vacío.
—¡Maldita sea! Me estás empezando a cabrear, jodido aprendiz de Darth Vader.
No muy lejos, había una imponente pared de piedra donde el cañón se cerraba. Consciente de que una vez fuera del cañón era hombre muerto, Steve decidió jugárselo todo a una carta. Redujo la velocidad y apretó un interruptor con el nombre «Vertido de combustible». El combustible de reserva de los dos depósitos salió disparado detrás de él y salpicó a la nave gris. Después conectó los quemadores posteriores, de forma que se encendió el combustible en el aire y dejó una estela de fuego detrás de él. Steve miró atrás justo a tiempo para ver al enemigo pasando a través de la barrera de fuego y saliendo indemne de ella.
—¡Maldito seas! Vale, si eres el mamón que va a acabar conmigo, quiero ver si puedes volar a cubierto.
Estiró la cuerda que llevaba la indicación «Paracaídas de deceleración» y un enorme paracaídas se abrió de golpe por detrás del caza. Con un rápido movimiento, Steve lo desenganchó antes de que lo frenase. Como él esperaba, el paracaídas se agitó en el aire deformándose durante un segundo antes de que el enemigo se metiera en él con el morro por delante. En ese momento el pitido de la alarma sonó en los auriculares de Steve, era la señal de que el depósito estaba totalmente vacío. Sintió la oscilación de los motores a medida que el aire se introducía en las tuberías de alimentación del combustible.
—Ahora, vamos a ver si llevas un equipo completo.
Steve se quitó el casco, se aseguró el cinturón y puso rumbo a la pared del cañón. Detrás de él, el enemigo rozó una de las paredes del barranco para deshacerse del paracaídas. Aceleró para atrapar al F-l 8A.
Cuando faltaban sesenta metros para el impacto, Steve cerró los ojos y tiró fuertemente de la cuerda que llegaba a la parte inferior de su asiento. Acto seguido, se oyó el estruendo ensordecedor del avión precipitándose barranco abajo.
El piloto enemigo vio lo que había pasado y se desvió bruscamente hacia arriba. Le faltaron tres metros para superar limpiamente el borde. Se dio de bruces con una roca cien veces mayor que la nave y sucumbió. Con una lluvia de polvo y de fragmentos de roca, la nave se estampó contra la roca, rebotó y se estrelló en el suelo dando vueltas de campana hasta que quedó quieta y con el aspecto de una moneda doblada casi por la mitad.
Todavía atado al asiento, el capitán Hiller se rió a grandes carcajadas del ovni destrozado. Estaba cayendo lentamente en aquella cálida mañana de Arizona bajo la sombra de su paracaídas abierto. Cuando finalmente llegó al suelo, tuvo un aterrizaje rápido y firme. Se desabrochó el cinturón y se levantó del asiento. Sin perder un minuto, atravesó el terreno de arena y roca que lo separaba del enemigo mientras las cigarras emitían un extraño sonido agudo entre la maleza. Se sentía aturdido, enloquecido e indignado.
A medida que se acercaba, la nave enemiga le parecía más amenazadora. Estaba protegida por una docena de láminas blindadas. Una de ellas se había desprendido parcialmente cuando la parte posterior de la nave se había doblado hacia arriba. Por debajo de la lámina gris, la nave parecía un animal despellejado. Los músculos, los tendones y los ligamentos eran en realidad miles de pequeñas piezas mecánicas conectadas entre sí. De un color pálido repugnante, quedaron expuestas al sol, incrustadas en una capa gruesa de gelatina transparente y pegajosa.
Steve dio los últimos pasos hacia la nave lentamente y con los brazos adelantados frente a él por temor al escudo protector invisible. No estaba conectado. Descubrió lo que parecía una escotilla que se acabara de romper, se subió al ala, y después de dar siete zancadas completas, llegó al centro de la nave. Empujó la puerta con todas sus fuerzas hasta abrirla de par en par.
En ese preciso instante, profirió un grito y dio un salto hacia atrás. Justo tras la puerta, luchando por salir de la nave, había un ser vivo, un alienígena. Una gran cabeza en forma de huevo salió con dificultad al exterior. Debajo de unas profundas cuencas oculares vacías, la criatura tenía un hocico prominente, una máscara confusa de cartílago que sobresalía como las blancas raíces oleaginosas de los árboles. Unos tentáculos húmedos salieron de la barbilla y de las orejas para palpar el borde de la escotilla de emergencia. El grueso cuello huesudo se desviaba hacia fuera para acabar en punta en lo alto de la cabeza. Una profunda hendidura atravesaba el centro del rostro desde la barbilla hasta el extremo de la puntiaguda cabeza, donde se unían las dos mitades del cráneo. Parecía el resultado del cruce genético entre un guerrero medieval con la armadura puesta y una cucaracha.
Después de observar al repulsivo animal luchando por salir a la luz del sol, Steve cumplió con su deber. Le propinó un sonoro puñetazo en plena cara. Con un desagradable sonido, la huesuda cabeza del monstruo rebotó en un lado de la escotilla y se quedó inconsciente.
Se quedó junto al cuerpo flácido del extraterrestre hasta que la ira y el miedo desaparecieron. Finalmente, se sentó y sacó del bolsillo de su camisa un puro Victory Dance ligeramente estropeado. Mordió un extremo y lo escupió a la cara de su enemigo abatido. Luego lo encendió y dio una larga calada.
—Esto sí que es un encuentro en la tercera fase.
En el Valle de la Muerte, los refugiados pasaban la noche yendo de un sitio a otro bajo las estrellas, enzarzados en mil discusiones sesudas sobre la estrategia que debía seguirse. Estaban reunidos en un valle seco, y las caravanas estaban aparcadas formando ángulos irregulares. Durante toda la noche, grupos de personas se reunían en la claridad polvorienta que emitían los faros, eran siluetas que sostenían tazas de café y escopetas, preparadas para defender el campamento de los visitantes no deseados, fueran terrestres o de cualquier otro sitio. Se recogían restos de troncos de árbol para alimentar una hoguera central alrededor de la cual se proponía, se rechazaba o se acordaba un plan tras otro, hasta que llegó un motorista con un montón de rumores recientes. Entonces, tuvieron que rechazar todos los acuerdos y volver a negociar desde el principio.
Russell, por una vez en su vida, había actuado bien. No mencionó ni una vez su famosa abducción y ayudó a mantener a su grupo centrado y sereno. Se había mostrado a favor del primer plan que habían propuesto: ir a Las Vegas para conseguir gasolina y provisiones, y después adentrarse en el espacio abierto de Arizona.
Hacia el mediodía, alrededor de cincuenta caravanas con las que los Casse tenían planeado marcharse hacían los últimos preparativos antes de dejar el campamento. Algunas ya estaban aparcadas junto a la carretera, con los motores en punto muerto, mientras los conductores se paseaban en camiseta y con gorras de béisbol esperando impacientes a los demás.
Sin embargo, la familia Casse estaba pendiente del estado de Troy. Se sentía peor, igual que cuando tuvo los primeros ataques. Tenía erupciones en la piel y, aunque todavía no sufría convulsiones, había empezado a temblar.
Miguel decidió intentarlo de nuevo. Por tercera vez desde que llegaron, recorrió todo el campamento para conseguir la medicina. Sabía que era poco probable encontrar hidrocortisona, pero esperaba que si había algún diabético podría compartir la insulina. Muchas personas le ofrecieron crema de hidrocortisona, una medicina contra picaduras, y se quedaban un poco desconcertados al ver que Miguel no se molestaba en explicarles la diferencia.
Hacía calor, pero Troy estaba en la cama temblando bajo un montón de mantas. Russell estaba sentado cerca de él y le humedecía la frente con una compresa fría mientras Alicia le hacía más té dulce.
—¿Sabes? Eres igual que tu madre. También era cabezota. Era un encanto (que en paz descanse), pero cuando llegaba la hora de tomar la medicina, era más terca que una mula.
Troy estaba asustado.
—Lo siento papá. No tendría que haber echado a perder la medicina. Lo siento.
—Oye, eso es agua pasada, hijo. Ya encontraremos más, ya lo verás.
—No me voy a morir como mamá, ¿verdad?
La pregunta cogió desprevenido a Russell y le afectó profundamente. Antes de que pudiera alejar de sí el recuerdo y animar a su hijo enfermo, se vio a sí mismo sentado junto a la cama de Maria y pronunciando las mismas palabras.
—Te pondrás bien —dijo Alicia con firmeza—. Por supuesto que te pondrás bien. No digas esas cosas.
Miguel volvió a la caravana con las manos vacías.
—He preguntado a todo el mundo. No he encontrado nada. Y además todos se preparan para marcharse. Un tipo ha corrido la voz de que una nave se dirige hacia aquí.
Se miraron unos a otros alarmados por la noticia.
—En ese caso, es mejor que nosotros también nos larguemos. Tenemos que irnos de todas maneras —dijo Russell haciendo una seña hacia el niño.
—No dejes que la nave nos coja, papá. Vamonos. Me pondré bien.
—Nuestro grupo se dirige al sur —explicó Miguel—. Vamos a coger carreteras secundarias durante todo el trayecto, pero pasaremos por un hospital cerca de Las Vegas. Sólo está a un par de horas de aquí, así que creo que debemos irnos.
Russell estuvo de acuerdo. Entonces alguien llamó. Alicia pasó junto a Miguel y abrió la puerta. Fuera estaba una persona que ella reconoció, un atractivo muchacho de dieciséis años con una mata de pelo pelirroja. Llevaba algo en la mano.
—Penicilina —anunció mostrando el frasco de píldoras.
—Hola, Penicilina. Me llamo Alicia.
Cuando advirtió la burla, el chico sonrió con simpatía.
—Lo siento. Soy Philip. Philip Oster. Nos conocimos anoche.
Se oyó un crujido detrás de ella y el chico se dio cuenta de que podía ser malinterpretado. Elevó la voz y añadió apresuradamente:
—Me dijiste que tu hermano pequeño estaba enfermo.
Era cierto. Después de haberse fijado el uno en el otro la tarde anterior y de haber estado lanzándose significativas miradas, finalmente habían reunido el valor suficiente para acercarse. Tuvieron una breve conversación sobre la enfermedad de Troy, y Philip había prometido que intentaría ayudarles. Y ahí estaba, con un frasco de penicilina.
—Ya sé que esto no es exactamente lo que necesita, pero servirá para que le baje la fiebre. Alicia bajó la mirada y se sonrojó. —Eres muy amable —dijo con delicadeza mientras abría la puerta de malla para coger la medicina. Notó que detrás de ella estaba su padre mirando por encima de su hombro. Philip dio un paso atrás cuando vio al enorme Russell, sin afeitar, que lo observaba.
—Me gustaría... quiero decir, a mi familia le gustaría poder hacer algo más —tartamudeó—. Yo, bueno... sí, en fin, de todos modos, nos vamos dentro de un rato.
El rostro de Alicia se iluminó cuando lo oyó.
—Nosotros también. ¡Nos vamos con vosotros! —dijo Alicia con excesivo entusiasmo—. Quiero decir que también nos vamos —añadió cuando oyó el carraspeo de su padre detrás de ella.
—Bien —contestó Philip con una amable sonrisa—. Lleváis una avioneta realmente fantástica, ¿funciona?
Aquello fue la gota que colmó el vaso. A Russell se le acabó la paciencia.
—Bueno, ya está bien —refunfuñó—. Gracias por la medicina. Y ahora deja de husmear por ahí y vuelve a tu caravana.
—Papá, ¡por favor! —le reprochó Alicia con una sonrisa forzada en su rostro.
Pero a Philip no parecía importarle demasiado. Con una sonrisa encantadora, se bajó del escalón.
—Bueno, ¿nos veremos en la próxima parada?
Impresionada por la cortesía del chico, Alicia lo observó mientras se iba hacia la lujosa caravana de sus padres.
Cuando se marchó, ella se dio la vuelta y encontró a todos los hombres de la familia, incluido Troy, observándola con expectación.
—¿Qué pasa? —preguntó—. Sólo estaba siendo amable porque nos ha traído medicina.
—Sí, ya.
El NORAD era el lugar más seguro del mundo. Construido en una zona remota de la montaña Cheyenne, cerca de Colorado Springs, era un cuartel subterráneo inexpugnable, un santuario de alta tecnología para los jefes de la nación, especialmente el presidente, en caso de ataque nuclear. Las paredes del bunker fueron diseñadas para soportar una explosión nuclear cercana. Además, estaban profundamente enterradas, por lo que ofrecían mayor protección. Todo se controlaba desde el despacho del alto mando, situado en el centro de las instalaciones. Incluso si todas las ciudades de EE.UU. eran destruidas, los técnicos de Colorado podrían rastrear el movimiento del enemigo, coordinar las tropas estacionadas fuera de los límites continentales y lanzar diferentes tipos de ataques con misiles. El vicepresidente, los jefes de Estado Mayor, sus consejeros y sus familias estaban ya refugiados en la montaña esperando la llegada del presidente. Los ordenadores del NORAD estaban conectados con los del Air Force One.
Después de unos doce minutos de sangrientos combates aéreos entre fuerzas tan desiguales en los cielos de Nueva York, Los Angeles, San Francisco y Washington, los técnicos reunidos en el centro de comandancia del Air Force One empezaron a perder la capacidad de coordinar la respuesta militar de la nación. En primer lugar perdieron el contacto con los F-18A supervivientes. Después, se interrumpió la recepción global de radar. Por último, perdieron la comunicación con el NORAD y tuvieron que cambiar al teléfono de onda corta.
—Deben de estar derribando nuestros satélites. Estamos perdiendo la comunicación vía satélite, el seguimiento y la configuración cartográfica.
Cambiaron al radar ULR del Air Force One y observaron una pantalla de exploración que mostraba la posición de los principales satélites de comunicaciones. Uno tras otro iban desapareciendo. La única explicación es que los invasores estuvieran allá arriba, a cincuenta y tres mil kilómetros, la altitud en la que un satélite podía mantenerse en una órbita geosincrónica con respecto a un lugar fijo en la Tierra. A medida que pasaban los voluminosos y carísimos transmisores, eran borrados del cielo.
Los militares tenían satélites estacionados en diferentes órbitas a otras altitudes, pero el cambio requería personal de tierra en distintos lugares para dar nuevas coordenadas a los radares. Antes incluso de que se pudiera dar la orden de hacerlo, las mismas bases se vieron sometidas a un virulento bombardeo masivo. Lo último que llegó al Air Force One desde El Toro fueron unos gritos desde la torre de control: «¡Nos atacan! ¡El enemigo ataca!» Antes de que un solo avión pudiera despegar, la base quedó reducida a un montón de ruinas humeantes. Poco a poco, la fortaleza volante del presidente iba quedando aislada del resto del mundo.
Dirigiéndose hacia el círculo de sillas que se encontraba en el exterior del centro de comandancia, Whitmore y sus consejeros hablaban de las múltiples posibilidades de respuesta, que iban disminuyendo por momentos. Connie y Julius estaban sentados cerca y escuchaban con atención la tensa conversación.
—Me trae sin cuidado cómo lo hagas —le decía el general Grey a uno de sus ayudantes—, pero quiero que se restablezca el contacto con el NORAD lo antes posible. ¡Rápido!
—Sí, señor —contestó nervioso el soldado antes de volver a sumergirse en el caos que reinaba en el centro de control.
—¿Qué noticias hay de Peterson? —preguntó el presidente refiriéndose a la Base de las Fuerzas Aéreas Peterson, cerca de Colorado Springs, donde tenían previsto aterrizar en treinta minutos ya que era la más cercana al NORAD.
La expresión desmoralizada de Grey fue más reveladora que sus palabras.
—Seguimos evacuando de las bases al mayor número de soldados posible, pero ya hemos sufrido muchas bajas.
—Maldita sea —murmuró el presidente y golpeó el brazo de la silla con el puño—. No sólo saben dónde atacarnos, también tienen un orden de prioridades. Están actuando siguiendo una pauta.
—Sí, señor —convino Grey—, es un ataque muy bien preparado. Parece que entienden nuestro sistema de defensa.
David salió tambaleándose del baño con muy mala cara. Oyó la conversación y se quedó en el pasillo esperando oír más. Lo que se dijo a continuación hizo que olvidara su dolor de estómago. Nimziki se levantó y se dirigió al centro de la sala de reuniones.
—Como usted sabe —dijo con su tono imperioso—, he estado hablando con el comandante Foley y otros miembros del Estado Mayor desde que llegaron al NORAD. —Cada frase parecía calculada para dejar en mal lugar al presidente—. Estamos de acuerdo en que sólo hay una manera prudente y racional de actuar. Debemos lanzar una contraofensiva a gran escala con todo nuestro armamento nuclear. Atacarlos con todo lo que tenemos.
Era otra de las actuaciones mal disimuladas de Nimziki. Trataba de forzar al presidente presentando el plan como si fuera una decisión inevitable. Whitmore se dio cuenta del intento de manipulación, pero estaba demasiado interesado en la idea como para criticar a su defensor.
—¿Sobre territorio americano? ¿Es consciente de las implicaciones de una acción así? Mataríamos a decenas de miles, quizá cientos de miles, de ciudadanos americanos inocentes.
Nimziki, totalmente tranquilo y casi divertido, ya tenía la respuesta preparada.
—Si me permite que le sea sincero, señor presidente, ya imaginaba que rechazaría la idea. Pero si no reaccionamos con rapidez, ya no quedará mucho de América por defender. En mis conversaciones con...
—Señor —interrumpió el ayudante del general Grey, que volvía de la cabina.
—Eso puede esperar, soldado —le espetó Nimziki, aunque en teoría no tenía autoridad para hacerlo.
—Se trata del NORAD, señor —continuó el soldado, pálido de miedo—. Ha desaparecido, señor. Lo han destruido.
La noticia tardó unos minutos en ser asumida. El grupo pasó de la confusión al estupor, y del estupor al desánimo total.
—No es posible...
—Dios mío, el vicepresidente, los jefes de Estado Mayor.
—A lo mejor fallan los sistemas de comunicación, pero el NORAD no puede haber desaparecido completamente.
El ayudante se explicó con mayor precisión.
—Lo sabemos por los pilotos que han salido de Peterson. Estaban volando cuando las naves enemigas se situaron sobre el NORAD y estuvieron abriendo fuego durante varios minutos. Al final, todo el complejo quedó al descubierto y fue destruido. Poco después, la Base Peterson sufrió un ataque y han perdido el contacto por radio.
—¿No es hacia Peterson adonde nos dirigimos? ¡Necesitamos un nuevo destino!
—Señor presidente, debemos lanzar un ataque nuclear—insistió Nimziki mostrándose muy nervioso.
Para asegurarse de que su propuesta conseguía la aprobación, no dudó en recurrir a un golpe bajo y añadió:
—Un retraso en este momento sería peor que cuando esperó para evacuar las ciudades.
El presidente se levantó bruscamente de la silla y quedó cara a cara con Nimziki.
—Ahora no estamos hablando de eso.
Estaba a punto de golpear al hombre que tenía frente a él, que era más alto, cuando fueron interrumpidos.
—¡No estará hablando en serio! —David apareció por la esquina, fuera de sí—. Dígame que no está pensando disparar un montón de malditas armas nucleares sobre su propia gente.
Connie reaccionó enseguida. Se precipitó sobre su marido furioso y trató de hacerlo retroceder.
—David, no... —le advirtió mientras recordaba la ocasión en la que había golpeado a Whitmore. Si volvía a hacerlo, cometería un delito federal. Ella sabía que era muy difícil hacer enfadar a David, pero cuando alguien lo conseguía, era imposible calmarlo.
—Si empieza a detonar armas nucleares —continuó gritando—, el resto del mundo hará lo mismo. ¿Tiene idea del daño que causará la radiación al planeta? ¡Piense un poco! ¿Sabe cuáles serán las consecuencias a largo plazo? ¿Por qué no nos volamos la cabeza directamente?
David, delgado pero en forma, con su metro noventa de estatura, apartó fácilmente a Connie y avanzó. El general Grey se puso enseguida entre el genio loco de la informática y su presidente. Aunque era más bajo, estaba dispuesto a derribar a David si era necesario.
—Señor Levinson... —su voz sonaba controlada, severa—, permítame que le recuerde que usted es sólo un invitado.
Ignorándolo, David continuó dando rienda suelta a su indignación.
—¡Esto es una locura! Ni siquiera sabemos si las explosiones nucleares afectarán a sus blindajes, pero lo que sí sabemos seguro es que nos matarán a nosotros. ¡No quedará nada!
Nimziki ya había soportado bastante a ese imbécil. Acostumbrado a ser obedecido, señaló a David y le gritó:
—¡Cierre su jodido pico y siéntese de una vez!
El tono insultante de su voz se volvió contra él. Julius entró en la pelea.
—¡No le diga que se calle! Todos ustedes estarían muertos, habrían volado por los aires si no fuera por mi David.
El viejo agitó un dedo en la cara del secretario de Defensa. Connie, dándose cuenta de lo que se avecinaba, atravesó la habitación y agarró a su suegro. El septuagenario se mantuvo firme, mientras les cantaba las cuarenta a los peces gordos de Washington.
—Ustedes tienen la culpa de todo lo que ocurre. ¡No hicieron nada para evitarlo! ¡Sabían lo que pasaba! ¡Sabían que venían y no hicieron nada! Y ahora atacan a mi hijo.
El curioso estallido de Julius probablemente evitó una batalla campal a bordo del avión presidencial. Como en otras muchas ocasiones, era imposible saber lo que había de accidental y lo que había de planificado en su actitud. Verlo blandiendo un dedo huesudo frente a Nimziki mientras Connie trataba de obligarlo a retroceder hizo que todos olvidaran su ira por unos instantes. El presidente sabía que era el momento de volver a lo importante. Tomó aire, recuperó la compostura y respondió a los cargos de los que lo acusaba.
—Señor, no podíamos hacer gran cosa. Se nos pueden hacer muchos reproches, pero en este caso, nos han cogido totalmente por sorpresa.
—No me venga con la excusa de la sorpresa. Desde mil novecientos cincuenta y pico ya tenían ese platillo volante, el que se estrelló en Nuevo México.
—¡Oh, vamos, papá! —David estaba intentando hacer un alegato apasionado para salvar el planeta y su padre salía con esa chorrada de los ovnis que había visto en la televisión.
—¿Dónde era? —continuó Julius—, ¿Roswell? Eso es, en Roswell, en Nuevo México. Encontraron la nave, los cuerpos de los alienígenas y toda la pesca. Luego, lo escondieron todo en un bunker, en... oh, ¿cómo era?... cincuenta y uno. ¡Área 51! ¡Lo sabían desde hace años y no hicieron nada!
Por primera vez en mucho tiempo, el presidente Whitmore sonrió. Casi cada mes conocía a alguien que le preguntaba sobre la famosa Área 51. Había investigado y había llegado a la conclusión de que se trataba de una especie de leyenda, una elaborada teoría sobre una conspiración inventada por los forofos de los ovnis.
—A pesar de todo lo que haya leído en la prensa amarilla, señor Levinson, el Gobierno nunca ha encontrado naves espaciales. Le doy mi palabra: el Área 51 existe, pero no hay platillos volantes secretos.
El presidente miró a su alrededor para compartir su hilaridad con los demás.
No duró mucho.
—Ejem, disculpe, señor presidente —dijo Nimziki con un nudo en la garganta—, pero eso no es del todo exacto.
Sorprendidos, todos miraron al antiguo director de la CIA, el hombre que conocía todos los entresijos del poder, a la espera de una explicación.
Tan pronto como Jasmine Dubrow salió al claro aire polvoriento de la ciudad en ruinas, le dijo a Dylan que esperase con Boomer, luego escaló un terraplén hasta llegar a lo que quedaba de una carretera. Desde ese lugar, podía hacerse una idea de los daños, y lo que vio le hizo estremecerse. Todo había desaparecido, todo había quedado reducido a un montón de escombros humeantes. La gigantesca nave oscura estaba todavía en el aire, como un sereno ángel de la muerte que cubría la ciudad con sus alas. La parte baja de Los Angeles había sido totalmente barrida por la explosión. La zona de los rascacielos y de los edificios antiguos, donde montones de personas iban cada día a trabajar, se había convertido en un cráter oscuro. Miró a lo lejos y notó la suave brisa marina en su rostro. En la distancia se veían edificios que se mantenían en pie, con las ventanas destrozadas y con restos de fuego que arrastraban estelas de humo por el aire matutino.
Viendo el alcance de la destrucción, se dio cuenta de repente de lo afortunada que había sido. A muchos kilómetros en todas direcciones, la devastación era casi absoluta. Las casas que se habían construido a lo largo de la carretera se habían partido por la mitad y todo lo que había en su interior, los muebles, los calentadores, las fotografías, los libros a medio leer, los platos en los fregaderos y los niños que dormían, todo había sido tragado por la tormenta de fuego y reducido a cenizas. Una nevera, de las de antes con los cantos redondeados, había aterrizado justo en mitad de la carretera y estaba muy deformada por el calor. Jas miró dentro de forma distraída y encontró un bote de mostaza colocado en su sitio, en el estante de la puerta. «Qué cosas tan extrañas se salvan», pensó.
Bajó corriendo la pendiente y vio que Dylan estaba observando algo en el suelo. Cuando se acercó más, vio que era un animal, probablemente un perro, cuyo cuerpo estaba partido y todavía desprendía humo. Dylan quería saber qué era, pero Jasmine lo levantó y se lo llevó sin una palabra. Con Boomer al frente de la expedición, estuvieron explorando durante un rato hasta que encontraron un aparcamiento lleno de vehículos de servicios públicos. El garaje estaba construido en el lado protegido de la carretera y los camiones de la basura, los tractores oruga y las grúas móviles seguían donde las habían dejado para los tres días de fiesta. Los vehículos que estaban más cerca del exterior habían quedado carbonizados por la tormenta de fuego y tenían los neumáticos y los cables fundidos. Pero en el interior de la estructura, Jasmine encontró un viejo vehículo de ocho ruedas, un camión de plataforma recién pintado de rojo en perfecto estado. Subió a la cabina y estuvo buscando hasta que dio en el blanco. Las llaves le cayeron sobre las rodillas al bajar la visera para el sol. Llamó a Dylan y a Boomer para que entraran, luego lo puso en marcha y embistió contra el obstáculo que habían formado unas herramientas y un tejado de hojalata caído. Pasó sobre los escombros y salió al exterior.
Al cabo de unos minutos, encontró lo que quedaba de una ancha avenida y avanzaron hacia el sur dando sacudidas, esquivando los escaparates caídos y los postes telefónicos medio carbonizados. Cada pocos minutos llegaba a un obstáculo del camino que el camión no podía superar. Entonces paraba, subía al capó y buscaba alguna ruta alternativa a través de los escombros. Era como intentar salir de un laberinto.
Después de tres o cuatro kilómetros, encontró al primer superviviente, un hombre de unos cincuenta años vestido con lo que quedaba de un traje de tres piezas. Lo encontró sentado en silencio al borde de la carretera. Tenía muchos cortes, probablemente causados por los cristales que habían salido disparados. No pudo confirmarlo, porque el hombre no dijo nada. Lo ayudó a subir a la parte trasera del camión, donde él se sentó en silencio. Siguieron adelante. En la media hora siguiente, encontró a seis supervivientes más. Tres de ellos aceptaron su oferta, aliviados por haber encontrado a alguien que supiera adonde ir. Colocó a los pasajeros en la parte trasera, y Dylan y Boomer se trasladaron a la cabina.
Pasado un tiempo, encontraron la primera señal de tráfico. Un semáforo de hierro chafado en el suelo por la explosión, llevaba una indicación. Jas bajó de un salto y retiró el polvo y la ceniza con la bota: SEPULVEDA BOULEVARD. Eso le daba una idea de dónde estaba. Observó la posición del Sol y luego dirigió la vista hacia donde suponía que estaba el océano, tratando de orientarse.
—¡Arrepentíos, pecadores!
Jasmine, asustada, se volvió. No muy lejos, un hombre de aspecto andrajoso estaba de pie sobre un enorme montón de ladrillos, los restos de la pared lateral de un viejo cine. De algún modo, había encontrado un trozo de cartón y había garabateado una cita bíblica en él. En la otra mano sostenía un desmontador de neumáticos de cuatro brazos y lo empuñaba como si fuera un crucifijo. Desde su posición, Jasmine veía la ruinosa pared interior detrás de él. Pintada con un mural repleto de vaqueros de viejas películas del Oeste, constituía un extraño e incongruente telón de fondo.
—¡El fin ha llegado! ¡Nuestro Señor ha pronunciado las palabras y el fin ha llegado!
—Me dirijo a El Toro. Suba si quiere venir con nosotros.
—El ha hablado a través de lenguas de fuego —gritó dirigiéndose al cielo—. ¡Vuestro es el tormento del Escorpión! ¡Es el fin!
El hombre torturado, sin dejar de gritar al vacío, dio la espalda a los que estaban en el camión.
Jasmine lo dejó allí muy a su pesar, pero decidió que no era su problema tratar de salvar a más gente. Pero apenas había recorrido una manzana, cuando descubrió a otro posible superviviente. Un helicóptero verde oscuro del ejército yacía vuelto del revés y desprendiendo humo en lo que fue el aparcamiento de unos almacenes.
Jas y el hombre silencioso salieron del camión y se acercaron al helicóptero accidentado. El piloto y el copiloto, todavía enganchados a sus cinturones, habían muerto aplastados. Pero, tendida en el techo del vehículo estrellado, había una mujer con un elegante vestido azul. Jasmine entró a gatas y sacó a la mujer. Tenía sangre seca alrededor de la nariz, la boca y los oídos, lo cual era señal de hemorragia interna. Jasmine la tendió con cuidado en el suelo y miró al hombre silencioso. Los dos habían reconocido a la primera dama, Marilyn Whitmore.
Mientras se preparaban para levantarla y llevarla al camión, Dylan llegó corriendo.
—Oye —le reprochó Jasmine—. Me parece que te he dicho que te quedaras en el camión.
Entonces, el inconfundible sonido del seguro de una escopeta de aire comprimido rompió el silencio. Jasmine se volvió y vio a un hombre blanco, de vientre prominente y con una cazadora, que se acercaba. Dos hombres más, vestidos con unos andrajosos equipos de camuflaje, aparecieron por detrás de él y uno de ellos empujaba un carro para la compra medio destrozado repleto de tesoros que habían encontrado hurgando en los escombros. Parecían un trío de buitres mugrientos que hubieran llegado después de la explosión para rapiñar lo poco que quedaba.
—Parece que ya tenemos resuelto nuestro problema de transporte. Tenéis un camión cojonudo. ¿Tiene las llaves puestas? —preguntó con acento de pueblo el que iba armado.
Un pueblerino cabreado amenazándola con una escopeta era lo último que Jasmine necesitaba. Aun así, se obligó a sí misma a esbozar una sonrisa.
—Podéis venir con nosotros. Nos vamos de aquí de todos modos, nos dirigimos al sur hacia...
—Cierra el jodido pico, puta negra —gritó mientras le apuntaba a la cabeza.
Sus compañeros corrieron hacia el camión como niños que fueran a hacer una travesura. Mientras el más grande empezaba a sacar a los heridos del camión, el otro comprobaba el contacto. Boomer, que estaba todavía en la cabina, acarició con el hocico al intruso esperando que le hiciera mimos.
—Las llaves no están en el camión —gritó al que llevaba la escopeta.
—Muy bien —dijo volviéndose hacia Jasmine y el hombre silencioso—, te lo voy a pedir por las buenas una vez más y luego te volaré la tapa de los sesos. ¿Cuál de los dos tiene las putas llaves del jodido camión?
—¡Arrepentíos, pecadores! ¡El fin ha llegado! —El predicador enloquecido había seguido al camión—. ¡Ha llegado la hora del Juicio Final!
—Esfúmese, abuelo. Esto no es asunto suyo —le advirtió el que llevaba la voz cantante.
Cuando el predicador se adelantó con aire ofendido, Jasmine atrajo hacia sí a su hijo y sacó una bengala de su mochila.
—¡No os podéis oponer a la divina voluntad de Dios! —les advirtió el andrajoso predicador echando espuma por la boca—, ¡no os podéis resistir a su palabra!
—Claro que puedo —rió el cazador mientras apretaba el gatillo.
Una descarga de perdigones derribó al predicador perforándole el pecho. El eco de la explosión se extendió por el paraje vacío y desolado. Jasmine había encendido una de las cerillas, pero como la bengala no prendió, apagó la cerilla con los dedos. El hombre de la escopeta estaba tan sorprendido como los demás por lo que había hecho. Estaba claro que era la primera vez que disparaba. Sus compañeros le miraban nerviosos.
—Y ahora será mejor que me des las llaves, zorra.
Boomer, el peor perro guardián del mundo, se había mostrado amigable con los intrusos hasta que se oyó el disparo. De repente, salió disparado del camión gruñendo y ladrando al que iba armado. Quizás al tipo le gustaban los perros o a lo mejor se sentía culpable por haber matado a un inocente, pero, por la razón ¿pie fuera, dudó a la hora de disparar al perro.
—Haz que se calle —gritó apuntando al hocico del perdiguero—. Que se calle o me lo cargo. Te lo juro.
Jasmine cogió la bengala y la encendió. La explosión de pólvora coloreada estalló en el extremo con más potencia de la que ella esperaba. Apuntó los tres metros de llama con chispas hacia el matón al tiempo que se acercaba a él. El azufre ardiendo le alcanzó la cara y las manos. En un acto reflejo, dejó caer la escopeta al levantar los brazos para protegerse el rostro. Jasmine recogió la escopeta, abrió la recámara para comprobar si quedaban cartuchos y la cerró otra vez antes de que el matón dejara de gritar. Cuando se recuperó, los papeles se habían intercambiado.
—Esta puta nació en Alabama y tuvo un padre cazador —le retó ella, y quitó el seguro de la escopeta—. Así que no creas que no sé usar esto.
Apretó el gatillo y el disparo pasó rozando el oído del gordo. Volvió a cargar la escopeta y los cartuchos vacíos cayeron al suelo, mientras los nuevos pasaban a la recámara.
—Y ahora, ¿por qué no os largáis por donde habéis venido?
Los tres ladrones se apresuraron a complacerla. Se dirigieron hacia una pequeña cuesta y, antes de desaparecer definitivamente, se giraron para maldecir a Jasmine.
Mientras ella y el hombre silencioso llevaban a la señora Whitmore al camión, ésta abrió la boca.
—Eso ha estado muy bien —dijo despacio y casi sin aliento.
Steve bajó el hombro y se libró del peso que llevaba colgado de las correas. Había envuelto al alienígena inconsciente en su paracaídas y lo llevaba a rastras caminando por la arena abrasadora y refunfuñando durante todo el trayecto.
—Se supone que éste es mi fin de semana de permiso. ¡Pero, nooo! Teníais que venir vosotros y poneros chulos, y aquí estoy, arrastrando a este culo viscoso mascapatatas por todo el desierto con sus asquerosos apéndices colgantes.
Los largos brazos tentaculares de la criatura se habían soltado y se arrastraban con flacidez.
—¿Os creéis que podéis venir aquí comportándoos de ese modo y metiéndoos conmigo y con mis chicos?
Se volvió como si esperase una respuesta.
—¡Ahora mismo podría estar en una barbacoa, marciano de mierda! —le espetó con odio creciente.
Avanzó tambaleándose hacia el paracaídas de nailon naranja y empezó a pegarle fuertes patadas al bulto de biomasa en estado comatoso que había dentro hasta que tuvo que parar para recobrar el aliento.
—Pero no estoy loco —añadió mientras recuperaba el resuello.
Empapado en sudor, Steve se dio cuenta de que muy pronto necesitaría agua. Dejando atrás su carga, subió a un pequeño montículo para observar el desierto. Desoladas colinas terrosas se extendían hasta el infinito recortadas en el azul pálido del cielo. El calor que se desprendía del suelo provocaba unas ondas trémulas semejantes a las olas plateadas del mar. Justo antes de regresar junto a su prisionero de guerra, vislumbró una luz que brillaba. Provenía de lo alto de una colina situada a unos kilómetros. Enseguida se dio cuenta de que era tráfico. Había un camino a menos de cien metros frente a él. Corrió hacia donde estaba su carga y emprendió el camino hacia allí. Llegó pocos minutos después, se sentó al borde de la vieja carretera de dos carriles y contempló sorprendido cómo un ejército de cientos de remolques, caravanas, furgonetas y camiones circulaban unos junto a otros.
—Oye, caramoco, ya hemos llegado.
Steve sonrió con entusiasmo y se colocó en medio de la carretera mientras agitaba los brazos.
—Tendréis que atropellarme si no paráis.
Por fortuna, la kilométrica caravana disminuyó la marcha y se detuvo. Steve caminó hasta uno de los vehículos que abrían la marcha, el que llevaba arrastrando un viejo biplano.
—Capitán Steven Hiller, Cuerpo de Marines de EE.UU.
El conductor, un tipo con el pelo rizado y un sarcástico sentido del humor bajó la ventanilla.
—¿Quiere que le lleve? —le preguntó.
Dos minutos después, Steve se encontró rodeado por un puñado de curiosos. Antes de explicar qué llevaba en el paracaídas, bebió un buen trago de agua. El bulto les había llamado la atención. Les explicó que tenía que ir a Las Vegas, a la Base Aérea de Nellis, y que era un asunto urgente de interés nacional.
—Lo siento, soldado —le explicó un tipo con un rifle apoyado en la cadera—, por la radio han dicho que han atacado Nellis. Ha desaparecido del mapa.
Steve se dirigió donde estaba el paracaídas y le dio dos rápidas patadas.
—Vale. Mientras volaba por la zona, vi una base junto al lecho seco de un lago. Necesito que alguien me lleve hasta allí.
Varias personas del grupo le mostraron mapas de aquella región. A pesar de que algunos de ellos eran bastante detallados, en ninguno aparecía una base aérea. Según los mapas, el área no era más que una zona de prueba de misiles, a la que no tenían acceso los civiles. Además, no había un solo lago seco, sino cuatro, y eso complicaba las cosas todavía más.
—Creedme, está ahí—les dijo Steve.
Aquello les resultaba demasiado extraño. Ellos deseaban escapar de los alienígenas, no hacerles de chofer. Los cabecillas del grupo estaban dispuestos a ayudar a Steve a llevar su paquete, pero no tenían ninguna intención de malgastar gasolina emprendiendo una búsqueda inútil en una zona militar restringida.
En aquel momento, el hombre que anteriormente había adoptado aquella actitud sarcástica salió en defensa de Steve. Hizo a un lado a dos de las personas que estaban interpretando los mapas para situarse en medio del grupo.
—Groom Lake —le dijo a Steve—. La base que viste es el Centro de Pruebas de Armamento de Groom Lake. Un par de pistas de aterrizaje que se cruzan, cuatro o cinco hangares muy grandes junto a una montaña, ¿verdad?
—Eso es. —Steve y el resto del grupo escucharon las explicaciones de aquel hombre corpulento. Iba indicando la forma de llegar hasta ahí al tiempo que dibujaba las carreteras que no estaban marcadas—. ¿Cómo has llegado a conocer este lugar con tanta exactitud? —le preguntó Steve cuando el tipo ya había terminado.
—Porque vivimos en esta zona —respondió su hijo, un muchacho de unos diecisiete años, de pelo largo.
—Me llamo Russell Casse —continuó el hombre en voz baja, con un tono casi de conspiración—. Hace unos diez años tuve una experiencia con esos tipos. Haría cualquier cosa por joder a esos asquerosos —prosiguió después de estrechar la mano de Steve—. ¿Le importa si echo un vistazo?
A Steve no le importaba en absoluto que aquel hombre estuviera loco si realmente estaba dispuesto a ayudar.
—En absoluto —respondió—. Pero no resulta precisamente agradable.
—Sé cómo son. Les conozco —aseguró Russell—. Grandes ojos negros, boca pequeña y arrugada, piel blanca. —Su hijo, Miguel, se colocó a su lado. No parecía muy entusiasmado en cooperar con el piloto del Cuerpo de Marines. Incluso a unos cuantos metros de distancia, Russell se percató de que aquello no era como él había pensado. Los largos tentáculos que colgaban del paracaídas no tenían ningún parecido con los alienígenas que él «recordaba», los que le habían secuestrado hacía casi una década.
Steve apartó la tela de nailon que cubría el paquete. Los motoristas que le habían seguido hasta el paracaídas retrocedieron por el asco visceral que experimentaron. Russell miró fijamente aquella criatura, horrorizado por un motivo absolutamente diferente.
Era demasiado grande, huesuda y horripilante para ser uno de aquellos delicados monstruos que le habían abducido hacía diez años.
«¿Será una especie de alienígena totalmente diferente? —se preguntó— o ¿acaso lo imaginé todo?» De repente, lo más real del pasado de Russell, el momento que había arruinado su vida, perdió toda su veracidad. Sintió que se estaba mareando. Apoyó su mano en el hombro de Miguel para sostenerse en pie.
—Papá, no te olvides de Troy. Tenemos que llegar al hospital.
Durante unos instantes, Russell miró fijamente a su hijo, intentando concentrarse. Movió la cabeza haciendo un gesto afirmativo, dio media vuelta y se encaminó hacia el camión.
—Bueno, señor, ¿vamos a Groom Lake o no?
—dijo Steve a quien se había convertido en su aliado.
Russell ya había olvidado la promesa que le acababa de hacer.
—Mire, amigo. Me gustaría ayudarle, pero tengo un muchacho enfermo en la parte trasera de la caravana. Morirá dentro de unas horas si no encontramos la medicina que necesita. Vaya por donde le he indicado. Tardará unas dos horas en llegar hasta allí.
—Le llevaremos nosotros —dijo un hombre alto que tenía la piel dañada por el sol—. Philip, saca todo lo que hay en la camioneta y colócalo en la caravana. —El chico pelirrojo miró tristemente a Alicia antes de salir corriendo para cumplir la orden de su padre.
—Señor Casse, espere. —Steve se dirigió hacia Russell. En su rostro se reflejaba una expresión de preocupación—. Comprendo que su muchacho necesita medicinas. Pero una base de estas dimensiones dispondrá de una clínica completa con todo lo que usted necesita. Me ha dicho que hay unas dos horas de trayecto.
—Tú decides —le dijo Russell a su hijo.
Miguel se quedó pensativo un momento.
—Intentemos llegar en una hora y media.
Mientras sobrevolaban el interminable desierto de Nevada, el capitán Birnham, piloto del Air Force One, anunció que, a la izquierda, ya se veía Nellis. Los pasajeros se acercaron a las minúsculas ventanillas del avión. Se sintieron decepcionados al ver una base aérea de una superficie bastante pequeña y en muy mal estado.
El Área 51 estaba compuesta por un hangar enorme rodeado de otros más pequeños, un par de pistas de aterrizaje cruzadas, y unos cuantos radares y búnkers. También se divisaban otras construcciones desperdigadas por el ancho desierto. Pero la opinión unánime y silenciosa de todos los pasajeros era que no había nada de especial interés en aquellas instalaciones secretas, escondidas en unas escarpadas colinas marrones.
Se había acordado que no se iba a celebrar ninguna ceremonia de bienvenida al presidente. En cuanto aquel pájaro gigantesco tocó tierra, el capitán Birnham fue guiado hacia el hangar de mayores dimensiones.
Las puertas se abrieron al tiempo que se iban acercando. Un pequeño contingente de soldados empujó las escaleras móviles hacia el Boeing de color azul y blanco. Whitmore, junto con sus acompañantes, se agolpó en la puerta, esperando impacientemente que les permitieran salir. Nimziki avanzó tímidamente desde el centro de comandancia militar, donde había estado meditando sobre su próxima jugada. Hasta que las puertas no se abrieron de par en par, todos se esforzaron en ignorarle con educación.
En el pasillo, fueron recibidos por el administrador jefe de la base, el mayor Mitchell. Había alineado a unos cincuenta soldados para que el presidente procediera a la inspección.
—Bienvenido al Área 51, señor —le dijo al tiempo que le dirigía un correcto saludo.
—Tenemos prisa —aclaró Whitmore, devolviendo el saludo.
—Por aquí, por favor. —Mitchell no necesitaba explicaciones sobre el motivo por el cual el presidente de EE.UU. había decidido visitar su lejana base en plena catástrofe mundial. Había venido por la nave. Le guió hasta ella a pesar de ser consciente de que, técnicamente hablando, mostrarla, incluso al presidente, suponía infringir las leyes federales.
La presencia de Mitchell intimidaba. Tenía el atractivo de los héroes de mandíbula cuadrada. Estaba a punto de cumplir treinta años, pero a pesar de su edad era ambicioso en su carrera profesional. Sus superiores en Fort Cayuga, impresionados por su trabajo, le ascendieron a su cargo actual en las operaciones de supervisión del Área 51. Excluyendo la investigación, era responsable de todo lo que ocurría en la base. El sabía todo lo que sucedía. La mayoría de las veces incluso estaba en el lugar para presenciarlo. Sabía perfectamente que aquel puesto no era más que un eslabón a algo de más categoría, a un cargo en Washington. Pero también era consciente de que cualquier error de seguridad, bien una infiltración del exterior o un escape interno de información, cualquier cosa que hiciera que el Área 51 saliera en la prensa, le comportaría una rápida destitución a una oficina en alguna pequeña localidad de Idaho. Así pues, se tomaba su trabajo con seriedad.
Condujo al grupo hacia un pasillo gris sin salida. A ambos lados había oficinas cerradas con llave. Al fondo había un refrigerador de agua y unas pocas plantas marchitas. Mitchell entró y cerró la puerta.
—Manténganse apartados de las paredes —advirtió mientras abría con llave una placa. Seguidamente apretó un interruptor.
De repente, se oyó un murmullo hidráulico. Toda la habitación empezó a descender. Mientras bajaban a través de un pozo de hormigón, daba la sensación de que las oficinas escalaban por las paredes.
Aquel espacio se había transformado en un enorme ascensor.
Todos miraban a su alrededor, boquiabiertos. El presidente, sin embargo, empezó a enfurecerse.
—¿Se puede saber por qué demonios nadie me informó sobre la existencia de este lugar? —preguntó impetuosamente, exigiendo a Nimziki con la mirada una respuesta inmediata.
—Dos palabras, señor presidente. —Por una vez, Nimziki pareció adoptar una actitud humilde y honesta—. Negativa razonable. La decisión fue tomada mucho antes de que yo fuera ascendido a mi puesto. Hoover sabía que esto se convertiría en una batalla política, de manera que fue clasificado como «ALTO SECRETO», y así ha permanecido hasta hoy...
—Basta ya —le interrumpió Whitmore irritado. Nada de lo que dijera Nimziki podía borrar el daño ya cometido—. Negativa razonable, y una mierda —murmuró.
Lo que Nimziki omitió mencionar era que uno de los motivos por los cuales el Ejército, la CIA y el FBI habían decidido mantener el secreto era para ganar ventaja a los rusos durante la Guerra Fría. En el Área 51 se impuso una orden de silencio para el proyecto de veinticinco años de duración. Tanto la Guerra Fría como el plazo de tiempo habían llegado a su fin durante el ejercicio de Nimziki pero éste no había hecho público el descubrimiento. Ambicionaba un cargo en Washington, probablemente incluso la presidencia. Pensaba que si admitía que había mantenido el secreto lo perdería todo y que, sin embargo, tenía mucho que ganar si era el único que controlaba el proyecto.
Las puertas de metal se abrieron de par en par. Al otro lado, estaba la zona de limpieza de un hospital de investigación donde se veían docenas de máscaras y monos blancos colgados en percheros, al lado de una hilera de lavamanos. Después de atravesar la zona, llegaron hasta una serie de puertas de plexiglás. Delante de ellas había una activa zona con varios trabajadores cubiertos de pies a cabeza con sus uniformes, máscaras y gorros estériles blancos.
—Esta es nuestra sala de limpieza. Carece de electricidad estática —anunció Mitchell con orgullo. Antes de proseguir con la visita, dejó transcurrir el tiempo necesario para que la observaran boquiabiertos.
—Muy bien. Continuemos —dijo el presidente.
Mitchell no sabía muy bien qué decir. En aquel lugar no había nada especialmente interesante. Además estaba seguro de que si Whitmore sabía los cientos de miles de dólares que iba a suponer a los contribuyentes estadounidenses descontaminar aquella instalación, no insistiría tanto.
—De hecho, señor, para acceder a esta zona se requiere...
Whitmore oyó la respuesta inapropiada del soldado.
—¡Abra esa maldita puerta ahora mismo! —le ordenó sin dar lugar a otras interpretaciones.
Mitchell introdujo su tarjeta magnética en el escáner y las puertas se abrieron rápidamente emitiendo su sonido característico. El grupo, de doce personas, entró en la zona de investigación. Eran unas instalaciones ultramodernas donde no podía encontrarse ni una sola mota de polvo. Una vez dentro y después de haber doblado la esquina, se dieron cuenta de que sólo habían visto una pequeña parte desde la habitación de limpieza. La cámara tenía al menos cien metros de largo. En el centro había un pasillo que se elevaba a un metro del suelo. El personal vestía monos, gorros y bolsas estériles para los zapatos, todo de color blanco. Parecían astronautas. Estaban ubicados a ambos lados del pasillo, ocupados en diversos proyectos. Unos iban de arriba abajo, moviendo palancas, realizando experimentos con láser, estudiando diagramas gráficos y mapas. Otros estaban sentados sin hacer ninguna labor concreta. Pero todos dejaron lo que estaban haciendo cuando, inesperadamente, el presidente Thomas Whitmore pasó por allí. Mitchell iba delante, explicando en pocas palabras el trabajo que se estaba llevando a cabo en cada estación. La calidad y la sofisticación de los equipos era sorprendente y en muchos casos incluso más que ultramoderna. El laboratorio estaba muy bien surtido de personal, perfectamente equipado y organizado de una forma excelente.
—¿De dónde ha salido todo esto? —susurró el presidente a Grey, sin dejar de andar—. ¿De dónde proceden los fondos para financiarlo?
Julius, que caminaba en último lugar, con su torpeza habitual, oyó por casualidad la pregunta del presidente.
—¿No pensará que se han gastado diez mil dólares en un martillo y treinta mil en el asiento de un retrete, verdad?
El hombre esbozó una sonrisa, sin darse cuenta de que en cierta forma estaba en lo cierto. Los oficiales del Ejército responsables del aprovisionamiento habían estado desviando fondos al Área 51 durante décadas, aumentando los importes de otros conceptos. Pero la mayor parte de la financiación venía directamente del Congreso. Una parte del presupuesto del Estado siempre se había denominado «Fondos Reservados». En ella se incluía el dinero destinado a proyectos que eran considerados demasiado peliagudos para quienes dictan las leyes. Generalmente se trataba de labores de investigación y desarrollo de armamento nuevo para el Ejército.
Al fondo de la cámara, una rampa conducía a una gruesa puerta de titanio y acero. Esta se elevó verticalmente mediante un motor eléctrico. Aparecieron un par de científicos vestidos con batas blancas de laboratorio. Sin esperar a que la puerta se hubiera alzado por completo, se agacharon para pasar y recibir al presidente.
El doctor Brackish Okun era el director de investigaciones del Área 51. Tenía aproximadamente cuarenta y cinco años. Su pelo gris y abundante le llegaba a la altura de los hombros. Su caminar era indiscutiblemente bippie, con saltitos intercalados entre paso y paso y con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos de su bata. Sonrió abiertamente, de la misma forma en que suelen hacerlo los niños cuando se acercan a saludar al presidente.
—Dios mío, y ¿ahora qué? —murmuró éste en voz baja. Ya había tenido suficientes encuentros extraños en las últimas treinta y seis horas y sólo le faltaba eso.
—Señor presidente, me gustaría presentarle al doctor Okun —dijo Mitchell, haciendo los honores—. Es nuestro director de investigaciones desde hace quince años.
Okun era raro, un hombre desbordante de energía que, obviamente, había pasado demasiado tiempo aislado en aquel subterráneo. Su corbata arrugada y gris hacía juego con su pálida piel. Se quedó de pie durante un embarazoso momento, con su amplia sonrisa y moviendo la cabeza en señal de aprobación. De repente alargó su mano para estrechar la del presidente con excesivo entusiasmo.
—Caramba, señor presidente, es realmente un honor conocerle. ¡Ah! Y éste es mi colega, el doctor Issacs. —Issacs, un hombre atractivo con el pelo muy corto y perilla, parecía el perfecto compañero de equipo.
—¡Qué bien! —susurró Okun dirigiéndose a uno de los investigadores, mientras Issacs se inclinaba para estrechar la mano del señor presidente. Whitmore le lanzó una mirada de desaprobación que Okun pareció reconocer.
—Si alguno de nosotros parece un tanto extraño es porque no nos está permitido salir al exterior muy a menudo —dijo disculpándose.
—Sí, entiendo —dijo el presidente disfrazando ligeramente su ironía.
—Me imagino que querrán ver el Gran Tamal —continuó Okun—. Vengan conmigo.
Todos los miembros del grupo se miraron confundidos. No obstante, siguieron al científico hacia la próxima cámara. Dejaron atrás la larga zona de investigación y subieron por una rampa hacia un estrecho espacio entre paredes de hormigón. Dentro, había un área pequeña y plana con otra puerta de acero. Issacs insertó con rapidez una tarjeta de acceso en la cerradura magnética y respiró profundamente. Acto seguido, presionó un botón grande que estaba situado en la pared. Una sirena empezó a sonar al ritmo de una luz roja que giraba sobre sí misma. La pared que estaba situada delante de ellos bajó como un puente levadizo y apareció una vista espectacular.
Al otro lado había una enorme cámara de hormigón poco iluminada. La superficie era la de cinco manzanas, de largo y de ancho. Guardias de seguridad, equipados con armas preparadas para disparar, patrullaban por una serie de pasarelas de acero que se elevaban hasta una cierta altura. Pero la pieza central que predominaba en aquel espacio era una nave extraterrestre de ataque. Estaba suspendida en una plataforma construida a propósito. El exterior de la nave estaba formado por un lustroso armazón que bajo las luces era del mismo color que el cielo nocturno. Era una réplica de las naves que habían aniquilado a los Jinetes Negros. Tal como se pretendía, los acompañantes del presidente no daban crédito a sus ojos y bajaron por la rampa boquiabiertos.
No se parecía a nada de lo que habían visto antes y mucho menos a lo que esperaban encontrar. La nave principal resultaba familiar. Su aspecto era como el de dos platillos juntos borde a borde. Esto explicaba los miles de descripciones de ovnis que la gente había hecho durante años. Pero lo que la convertía en algo absolutamente atrayente y fascinante eran los detalles de los grabados que había en su superficie. Tenían unos dieciocho metros de largo. En la parte delantera del avión comenzaba una proyección de unos dos metros de altura que se alargaba hasta terminar en punta en la cola y que era denominada «la aleta» por los científicos. La superficie estaba formada por grandes placas conectadas entre sí mediante innumerables piezas mecánicas de gran complejidad, así como por artefactos metálicos colocados con la misma precisión que los músculos de una mano humana.
El grupo subió a una plataforma de observación y se ubicó delante del fascinante y morboso pájaro, expuesto como un estegosaurus dormido en un silencioso museo. Frente a la máquina había una especie de cabina de piloto con ventanas anchas y planas. Debajo de éstas, en el extremo de la parte delantera se distinguían unas proyecciones curvadas en forma de punta, casi como las mandíbulas de un enorme insecto. Uno de los visitantes se imaginó entre aquellas garras poderosas antes de ser devorado.
Los científicos y los técnicos se movían alrededor de la nave, realizando ajustes y modificaciones, observando la superficie con extravagantes lámparas azules. Transportaban sus equipos en carros para herramientas portátiles que les conferían el aspecto de los mecánicos de la tecnología del futuro. Largas y grises cicatrices zigzagueaban a lo largo de la superficie, poniendo de manifiesto la labor de reconstrucción provisional que los científicos habían realizado tras haberse estrellado la nave en el desierto de Nuevo México.
—Es una maravilla, ¿verdad? —expresó Okun arqueando sus cejas hirsutas.
—¡Ja! —susurró Julius suficientemente alto como para que todos pudieran oírle—. Así que, ¿el Gobierno nunca había encontrado ninguna nave espacial?
Whitmore apartó a Okun con un suave codazo para observar el artefacto desde más cerca. Se dirigió directamente hacia la nave y recorrió la superficie con su mano. Había unos canales grabados con mucha precisión que formaban unos dibujos.
—¿Qué significan estos dibujos? —preguntó el presidente.
—No tenemos la menor idea —replicó Okun, como si nunca hubiera reflexionado sobre ello. En realidad, le tenían obsesionado. Incluso se las había arreglado para que uno de los criptógrafos más destacados del mundo, el doctor D. Jackson, pudiera acceder a la base.
En una ocasión, éste había pasado tres desalentadoras semanas intentando descifrar el significado de aquellos dibujos. Pero fue reclamado para otro proyecto gubernamental.
—¿Me está diciendo que hemos tenido en nuestro poder una de sus naves durante cuarenta años y que no tenemos ningún conocimiento sobre ellos? —inquirió Whitmore enojado.
—No, no, no —aseguró Okun al presidente—. Sabemos muchísimo sobre ellos. Pero lo más interesante ha empezado hace solamente un par de días. Verá, no podemos reproducir su potencia ni su energía. Sin embargo, desde que esos alienígenas empezaron a aparecer, el interior ha cobrado vida. Las últimas veinticuatro horas han sido muy reveladoras, verdaderamente emocionantes.
—¡Hay millones de personas muriendo ahí fuera! ¡No creo que emocionante sea la palabra más indicada! —estalló el presidente.
Las palabras hicieron eco en la enorme cámara. Todos guardaron silencio, permitiendo al presidente que diera rienda suelta a su ira. Whitmore se encaminó hacia un extremo de la nave intentando concentrarse, pero no podía apartar de su mente una imagen: su esposa Marilyn arrollada por una bola de fuego. Con la mirada perdida y sumido en oscuros pensamientos, sus ojos se enturbiaron con algunas lágrimas. No iba a llorar, no iba a permitirse esa debilidad. Respiró profundamente y se llevó las manos a la cara, dándose un ligero masaje en las sienes fingiendo dolor de cabeza.
—Doctor, estoy seguro de que usted comprende que estamos en una situación de máxima gravedad. Por lo tanto, me gustaría que nos informara sobre el enemigo al que nos enfrentamos—ordenó el general Grey, asumiendo el mando de la conversación.
—Bien, veamos —contestó el científico con más seriedad de la que había mostrado hasta el momento. Parecía tomar conciencia de la importancia de la situación—. No son tan diferentes a nosotros. Necesitan oxígeno para vivir y sus niveles de tolerancia al frío y al calor son similares a los nuestros. Probablemente, ése es el motivo por el cual están interesados en nuestro planeta.
—¡Vaya! ¿Qué le hace creer que...? —preguntó David bruscamente. Acto seguido dejó de hablar para comprobar si su intervención había sido apropiada. Grey y Whitmore le hicieron un gesto de aprobación—. ¿En qué se basa para afirmar que están interesados en nuestro planeta?
—Tan sólo es una suposición —le respondió Okun mientras se limpiaba las gafas con la corbata—. Son animales como nosotros y tienen el instinto de supervivencia. Tal vez alguna catástrofe les hizo huir de su planeta y ahora deambulan por el cosmos. Además, imagino que necesitan espacio porque deben de ser agricultores o ganaderos. Quizá se dediquen a algún tipo de crianza de animales.
—¿Cómo ha llegado a esa conclusión?
—La respuesta es simple: los gigantescos platillos volantes y el tipo de armazón de las naves. Si los examina con un microscopio encontrará finas líneas y poros. —Okun se percató de que ninguno de los visitantes comprendían lo que aquello implicaba—. Por supuesto, esto significa que los platillos volantes crecen en lugar de ser fabricados. Cada uno de ellos es único, como las huellas dactilares de los humanos. Desconocemos cómo lo hacen. Yo opino que deben de emplear ingeniería genética para manipular el ADN y que, de esta forma, la cáscara crece hasta un cierto tamaño. Pero el doctor Issacs cree que crían a los animales en moldes, del mismo modo que los chinos envolvían los pies de las mujeres para que no crecieran. Por lo que respecta a la edad, aún no estamos seguros de nada. Hemos creado una variedad de la prueba del carbono-14, que nos muestra que los platillos tardan alrededor de ochenta años en crecer. Y, si nuestros métodos son fiables, los platillos de esta nave tienen entre tres y nueve mil años. —Okun, que en el fondo seguía siendo aquel colegial desgarbado, echó una ojeada a su alrededor y observó a los visitantes—. ¿Os apetece verlos?
Los informes sobre ovnis suspendidos en el aire durante unos instantes y que desaparecían a una velocidad increíble eran habituales en el desierto del suroeste de EE.UU. Casi todos los avistamientos fueron comunicados por testigos poco fiables, quienes afirmaban que se encontraban solos en aquel momento. Inevitablemente, los informes hechos públicos por fuentes de gran credibilidad, como el ex presidente Jimmy Cárter durante su mandato como gobernador de Georgia, provocaron que mucha gente diera rienda suelta a su imaginación.
Pero en la noche del 4 de julio de 1947 sucedió algo inexplicable. Cientos de habitantes de Roswell, Nuevo México, y sus alrededores declararon haber visto un objeto centelleante en forma de disco, de unos veinte metros de ancho, atravesando el cielo como un rayo hacia el noroeste. Seguidamente, un diluvio de llamadas llegó al despacho del sheriff, a la emisora de radio y al periódico locales. Convencidos de que lo que habían visto no pertenecía a nuestro planeta, los habitantes pasaron la noche reunidos en restaurantes y estacionamientos de los supermercados, intercambiando versiones y observando con inquietud el cielo para detectar cualquier señal anormal. Por momentos, la reacción de las masas rozó el histerismo. Seguía siendo el tema de conversación principal cuando, pocos días después, el Ejército de EE.UU. emitió un comunicado de prensa: habían recuperado restos de un platillo volante que se había estrellado y que consideraban de origen extraterrestre. Esta sorprendente declaración fue realizada por el coronel William Blanchard del Grupo de Explosivos 509 de Roswell Field, el cual se convertiría en general de cuatro estrellas y subjefe de Estado Mayor de las Fuerzas Aéreas de EE.UU.
La tarde después del avistamiento masivo, un ranchero del lugar, W.W. Mac Brazel, halló los restos de una nave poco corriente en su propiedad. Las piezas estaban fabricadas con un material que no había visto nunca y algunas tenían unas marcas que parecían jeroglíficos. Mac siguió el rastro de los restos hasta encontrar la nave... y el cuerpo que, posteriormente, nunca reconocería haber visto.
Supuso que sería una nave experimental de la base aérea militar que había cerca, así que cogió el coche y fue a la ciudad, desde donde llamó a la Base de Roswell, a cien kilómetros de distancia. Un grupo de oficiales del Servicio de Inteligencia fue enseguida a ver los restos de la colisión. Aquella noche informaron del hallazgo a los periódicos.
Entonces, de un modo igualmente sorprendente, negaron su propia historia. Las visitas de delegaciones militares se sucedían una tras otra, y se convocó una segunda conferencia de prensa. Dijeron que era un globo para la predicción del tiempo. Un nuevo modelo revolucionario de globo sonda, posiblemente botado por los enemigos, los soviéticos. Nadie se creyó una palabra, pero el Ejército mantenía su versión. A los periodistas que habían ido al lugar de los hechos les negaron el acceso a las pruebas. Ya habían sido trasladadas de Roswell a una ubicación secreta, donde se les haría «más pruebas».
El objeto brillante que se había visto sobre Roswell aquella noche era un avión de reconocimiento que había salido de una nave nodriza gigante que flotaba en el límite de la atmósfera terrestre. Como en centenares de vuelos anteriores y posteriores, la nave había estado observando y realizando experimentos durante varias horas. Sólo le quedaban unos momentos para finalizar su misión cuando, de pronto, la nave nodriza se vio amenazada con ser descubierta y había dado la vuelta. La nave de reconocimiento se había alejado más de lo que debía y se encontraba por detrás de la curva de la Tierra, con lo que la energía procedente de la nodriza no podía llegar a sus motores. Los tripulantes de la nave, dándose cuenta de que sólo les quedaban reservas para unos minutos, se quedaron aterrados. En vez de elevar la nave, se dirigieron hacia el noroeste, volviendo a la zona que debían explorar. Por el camino, los sensores anunciaron el fallo inminente del motor, y un escudo de iones negativos se apoderó de ella. Al reaccionar con la extraña forma de energía de ésta, crearon una aureola de luz brillante que se pudo ver desde la Tierra. Demasiado tarde. El motor izquierdo explotó en mil pedazos y, acto seguido, la nave cayó en el desierto.
Dos de los extraterrestres sobrevivieron al impacto; el tercero estaba muerto. El más fuerte de los dos supervivientes forcejó durante más de una hora hasta que consiguió abrir la escotilla y salir a rastras. Se arrastró por el borde de la nave y a través de cuarenta metros de arena hasta que se vio atacado por una manada de coyotes. Mientras lo mordían y lo desgarraban hasta matarlo, su compañero, desde el interior de la nave, sintió cada mordisco y oyó cada grito ahogado. Se quedó paralizado en el interior hasta que, a la mañana siguiente, los terrícolas empezaron a llegar. El extraterrestre fue trasladado en helicóptero a Roswell Field, y posteriormente en un avión ambulancia del Ejército a una nueva instalación supersecreta: el Área 51.
Okun les llevó hasta una puerta gruesa como la cámara acorazada de un banco. La abrió con una llave triangular. Issacs entró en la habitación completamente a oscuras y buscó el interruptor a tientas. Lo que había sido una sala de conferencias de alta seguridad, con sus butacas y su tarima, era ahora, años después, un almacén para los obsoletos aparatos científicos de Okun. El presidente y sus acompañantes pasaron por encima y al lado de montones de chatarra de un precio incalculable, hasta llegar al otro extremo de la sala. El punto central de aquel espacio estaba constituido por tres cilindros de metal, de metro y medio de ancho, que iban del suelo al techo.
—¿Todo el mundo está listo? —les preguntó Okun como un anunciante a la puerta de un circo—. Esto, señoras y señores, es lo que cariñosamente llamamos aquí la «Cámara de los Horrores».
Estaba a punto de decir algo más. Siempre soltaba el mismo discurso, pero el gesto ceñudo del presidente le cortó de golpe. Introdujo una secuencia de números en un anticuado teclado de seguridad y los tres cilindros empezaron a elevarse hacia el techo.
Tras los cilindros había tres tanques de cristal, cada uno con el cuerpo de un extraterrestre flotando suavemente como sirenas en una solución turbia de formaldehído. Sus largos y delicados cuerpos, amarillos y naranjas bajo la luz, estaban en diferentes estados de descomposición. Los cuerpos, delgados, colgaban como colas de cometa de las cabezas bulbosas. Unos ojos negros enormes a los lados de la nariz con forma de pico daban a las caras una expresión de asombro, como si estuvieran tan sorprendidos como los terrícolas del otro lado del cristal.
Okun estudió las caras de los visitantes y comprobó las típicas reacciones. Algunos parecían asustados, otros, curiosos, y otros se volvían con cara de asco.
—Cuando mi predecesor, el doctor Welles, encontró a estos tres, tenían un aspecto muy diferente. Llevaban trajes biomecánicos, unas cosas horribles con largos tentáculos que salían de la parte de atrás y otros más cortos por delante. Los dos de los lados murieron en el accidente, y, hasta que no practicó las autopsias, Welles no descubrió a las criaturas que había dentro. Al quitar los trajes, pudimos descubrir muchas cosas de su anatomía. Sus sentidos tienen un nivel de percepción mucho más alto que el nuestro. Sus ojos, como pueden ver, son mucho más grandes, y no tienen iris que limite la cantidad de luz que pueden recibir. Los nervios auditivos y órganos olfativos están asociados y acaban aquí, en la nariz. Nuestra teoría es que no sólo oyen sonidos, sino que también pueden olerlos. Lo mismo pasa con los olores: deben de ser capaces de «oírlos» y olerlos al mismo tiempo. No está mal, ¿eh?
Vaya, había vuelto a hacerlo. Okun juntó las manos a modo de disculpa, pero el presidente estaba demasiado interesado en saber sobre los extraterrestres como para prestarle demasiada atención.
—Continúe.
—Bueno, veamos. El sistema circulatorio. No tienen un órgano central, un corazón, como nosotros. La sangre se mantiene en movimiento por sus cuerpos gracias a los movimientos peristálticos de sus músculos. Carecen de cuerdas vocales, así que suponemos que se comunican unos con otros por otros medios.
—¿Qué tipo de medios? —interrumpió David—. Por supuesto no está hablando de gestos o lenguaje corporal.
—No. Parece que usan algún tipo de percepción extrasensorial.
—Telepatía —puntualizó Issacs—. Se leen la mente unos a otros.
—Bueno, doctor Issacs —Okun levantó la mirada hacia el techo, con una mueca sarcástica en la cara—. Como ya hemos discutido muchas veces, no hay pruebas dignas de crédito que apoyen esa teoría. No quiero que se empiece a especular y que nuestros visitantes tengan la impresión de que somos un puñado de ineptos.
Okun lanzó una mirada acusadora a Issacs, que se retiró en silencio.
—¿De qué están hablando ustedes dos? —inquirió Grey, que no estaba dispuesto a aguantar tonterías.
Issacs volvió a salir de las sombras y se explicó.
—El de en medio sobrevivió dieciocho días tras la colisión. El doctor Welles hizo todo lo que pudo para salvar su vida. El décimo día, informó de que tenía la sensación de que la criatura le estaba leyendo el pensamiento. El undécimo hizo constar que ésta le «habló», no con palabras, sino con imágenes y sensaciones. Esas conversaciones continuaron hasta que la criatura se debilitó y murió. Las conclusiones que sacó de esas «conversaciones» eran que esos seres no querían hacernos daño, que venían en son de paz. Por eso no avisamos á nadie. No teníamos ni idea de que iba a pasar algo así.
Cuando el doctor de la barba acabó de hablar, todos miraron a Whitmore esperando una reacción. Si esperaban que perdonara a sus científicos por no alertar al mundo del peligro de una invasión de la mano de esos poderosos predadores, estaban equivocados. Pero en vez de eso, se dirigió a Okun.
—Todavía estoy pensando en algo que dijo cuando fuimos a ver la nave. Dijo que «probablemente estén interesados en nuestro planeta» y entonces dijo que criaban otros animales. ¿Sabe qué comen estas cosas?
A todo el mundo se le cruzó por la cabeza la imagen de hombres y mujeres pastando unos junto a otros, engordando a las puertas del matadero, desnudos y en rebaño. Julius no podía soportar la idea.
—Es asqueroso. ¿Está diciendo que estas cosas nos van a convertir en salchichas?
—No lo sé. Es lo que le estoy preguntando al doctor —respondió Whitmore.
Okun parecía molesto con la idea. A decir del modo en que cambió la expresión de su cara, seguramente se habría imaginado la escena. Por primera vez, empezó a entender la seriedad de la situación.
—Tienen boca. Muy pequeña, por debajo del pico, pero no es más que una ranura en la piel. La autopsia también descubrió unas glándulas digestivas que segregan una sustancia muy corrosiva. No se les encontró nada en el estómago, así que no sabemos qué comen.
—Una pregunta más —El presidente se acercó a Okun—. ¿Cómo podemos matarlos?
—Bueno, eso es más delicado —dijo cruzando los dedos por encima de la cabeza para que le ayudaran a pensar—. Desde luego, sus cuerpos son incluso más frágiles que los nuestros. El verdadero problema es toda la tecnología que han desarrollado para protegerse. Y a juzgar por lo poco que hemos visto, ésta es mucho más avanzada que la nuestra.
David se había girado hacia los tubos de cristal y estaba inspeccionando de cerca los cuerpos nervudos cuando el presidente le llamó.
—David, tú ya diste con la clave de parte de su tecnología. Descubriste su código, y tradujiste sus señales en un tiempo relativamente corto.
David no se había dado cuenta de que el presidente y él ya habían llegado a la fase en que uno llama al otro por su nombre.
—No, no sé, Tom. Todo lo que hice fue alterar la señal porque estaba interfiriendo... No sé qué más puedo hacer.
—Enséñales lo que has descubierto. Quiero que ustedes dos —se refería a Okun y a David—, aúnen sus esfuerzos y esperemos que lleguen a alguna respuesta. —Entonces se acercó lo suficiente a David como para que viera que era un desafío—. Veamos si eres tan listo como crees.
LOS VISITANTES NO AUTORIZADOS SERÁN ARRESTADOS INMEDIATAMENTE. ENTRAR EN ESTAS INSTALACIONES SE CONSIDERA DELITO FEDERAL SANCIONABLE CON PENAS DE HASTA TRES AÑOS EN UNA PRISIÓN FEDERAL.
Las señales estaban situadas cada doscientos metros a los lados del carril asfaltado que llevaba a Groom Lake. Otras señales advertían de la existencia de cámaras y radares ocultos. Todos los avisos eran reales. Se colocaron para desanimar a los fanáticos de los ovnis que siempre intentaban infiltrarse en la zona para echar un vistazo a los platillos volantes que hubiera construido o capturado el Gobierno, dependiendo de la historia que creyera cada uno. Si éste fuese como cualquier otro día, habría dos patrullas de policía militar acechando, esperando a practicar arrestos. Pero era un día totalmente nuevo para la Tierra.
Steve estaba en el asiento de atrás del camión con su prisionero y cuatro hombres armados. Echó una mirada de cerca al objeto que se escondía tras el paracaídas naranja. Si se movía, estaban preparados para abrir fuego. Parecía que no iban a llegar nunca a la valla de metal con alambradas en la parte de arriba y al guardia que vigilaba la entrada principal.
Dos soldados, con la mala suerte de tener servicio de guardia el día del fin del mundo, apagaron las noticias y salieron con sus rifles de asalto en la mano. Cuando Steve se puso de pie en la parte de atrás del vehículo, uno se dirigió a él.
—Lo siento, capitán. No podemos dejarle pasar sin credenciales.
—¿Quieres ver mis credenciales? Ven aquí. Te enseñaré mis credenciales.
El soldado se acercó desconfiado a la parte trasera de la caravana. Steve le cogió por el cuello de la chaqueta y retiró el paracaídas, dejando la cara del soldado a un palmo del desagradable exoesqueleto. El soldado dio un salto atrás, cagándose en los pantalones.
—¡Jesús, María y José! ¡Déjalos pasar! —gritó al otro guardia—, ¡déjalos pasar!
Cuando David tuvo la cabeza dentro de la nave, experimentó la sensación de entrar en una extraña y exótica galaxia. El interior era una cámara oscura y opresiva. Las paredes, redondeadas, llenas de tecnología semiorgánica, parecían más el interior de una tenebrosa cripta que de una máquina voladora. Su primer impulso fue el de dejarlo todo y volver a bajar la escalera. Okun, que ya estaba dentro, no hacía más que empeorar las cosas con su actitud misteriosa.
—Supongo que todo esto te parecerá increíblemente alucinante. A mí sí me lo parece.
David se agachó para no golpearse con el techo de la minúscula cabina, y se dirigió a la parte anterior de la nave, donde por fin pudo ver, a través de las ventanas, un paisaje «normal»: el del bunker de cemento. Tal y como Okun le había dicho, la cabina estaba como viva, llena de artilugios y luces parpadeantes. Había un panel de control principal, pero David apenas lo reconocía como tal. Por el salpicadero corrían unas líneas hinchadas parecidas a venas, y las luces del cuadro de instrumentos no se apagaban y encendían, sino que variaban la intensidad, como un corazón latiendo. Todo aquello le daba la sensación de encontrarse en el estómago de algún insecto prehistórico.
—Han venido un montón de científicos a investigar la función de todos estos artilugios. Algunas de ellas nos las imaginamos enseguida. Como esta cosa de aquí. —Cogió un tubo que parecía un trozo de intestino desecado—. Esto es parte del sistema de mantenimiento de vida de la cabina. Acaba por atrás en un conjunto de filtros. Este «luminómetro» es un controlador de los motores, o un interruptor general, o el pedal del acelerador.
—¿Estos asientos venían así? —preguntó David sentándose en una de las sillas de piel fijadas al suelo.
Mientras Okun le contaba la historia completa de cómo llegaron allí las sillas, para reemplazar a las «vainas corporales», David se interesó por uno de los instrumentos. Era una especie de pantalla que parecía compuesta de una membrana translúcida, posiblemente la concha de ámbar de algún animal, con dibujos de luz verde moviéndose en su interior. Se quedó mirando aquella luz durante unos momentos, y luego empezó a dar golpecitos para pasar el rato. Okun le estaba preguntando algo, pero él no le respondía.
—¡Eh! ¡Tierra a Levinson!
—Perdona, ¿qué decías?
—Decía si habías encontrado algo interesante.
—A lo mejor. Perdóname —dijo David con aire ausente, todavía transfigurado por el dibujo que aparecía en la pantalla—. Connie —llamó—, ¿sigues ahí?
—Sí. —La voz se oyó a través de la escotilla abierta.
—¿Todavía tienes mi portátil?
—Sí.
—Lo necesito.
Antes de obtener una respuesta, David se dio cuenta de qué reflejaba su tono de voz. Lo mismo que cuando vivían juntos, un genio mal aprovechado que pensaba que el mundo tenía que girar a su alrededor. Saltó de la silla y se acercó a la escotilla. Connie ya se había sacado los zapatos de tacón y estaba subiendo los escalones de acero. La cara de David apareció de pronto y la sobresaltó un poco.
—Señora Spano, ¿le he dicho últimamente que es usted un encanto?
—No, no me lo has dicho. —Connie le dio el ordenador casi sin poder hablar.
—Gracias. —David le sonrió antes de volver a desaparecer. Había algo familiar en la luz verde de la pantalla, algo parecido a la señal que él había encontrado. Abrió el ordenador y lo puso en marcha mientras daba algunas explicaciones.
—Esos dibujos de ahí... creo que les llamó «luminómetro».
—¡No, qué va! Eso es un «oscilatrón» —dijo Okun irónicamente—. Por favor, seamos serios. Intentamos ser científicos.
—Mil perdones, doctor. Los dibujos de este instrumento se repiten secuencialmente, como... —Le pasó la máquina a Okun para que pudiera ver la pantalla—. Como la señal de la cuenta atrás. Creo que utilizan esta frecuencia para algún tipo de comunicación informática. Podría ser su forma de coordinar las naves.
Okun asintió, pero todavía tenía preguntas por hacer.
—Supongamos que tienes razón. Dos problemas: ¿qué se dice a través del ordenador?, y segundo, ¿y qué, qué hacemos al respecto? Por cierto, ¿dónde has estudiado?
—Lo que hice con la señal de cuenta atrás fue aplicar una transmisión inversora de fases para anularla.
—¿Funcionó?
David frunció el ceño.
—Bueno, no impidió que bombardearan las ciudades, pero arregló el problema de transmisión vía satélite que tenía que reparar. Yo fui al MIT, ¿por qué? ¿Y tú?
—Al California Tech. Por nada. Sólo preguntaba.
En el momento en que David empezaba a dudar de que Okun supiera nada en absoluto, el extraño científico demostró que comprendía la situación.
—De acuerdo. Seguimos teniendo dos problemas. Primero: no sabemos qué se envía en esta frecuencia. Podrían ser planes de ataque, o música clásica. Quizá es su versión de una radio FM. Segundo problema: en el caso de la interferencia del satélite tuviste la oportunidad de enviar una señal contraria, pero este instrumento parece un receptor. ¿Cómo vamos a enviar una señal contraria?
David se quedó pensativo en la silla, sin saber qué hacer.
—Otro pequeño problema es que salí corriendo y me dejé el espectrómetro inversor de fases en casa.
—Por suerte has venido al lugar apropiado —le reconfortó Okun—. No sólo tengo un espectrómetro, sino que también tengo otra maravilla de la tecnología que vamos a necesitar. No te pierdas esto. —Del bolsillo sacó un destornillador de un dólar con noventa y ocho centavos—. Saquemos la pantalla y veamos si podemos retocarla para que actúe como transmisor.
—California Tech, ¿eh? —Hasta cierto punto a David le empezaba a gustar aquel tipo.
Los dos cerebros sólo tardaron unos minutos en resolver su primer problema. Desprendieron la pantalla verde y conectaron un par de pinzas metálicas al sinuoso cableado que encontraron en la parte posterior. Aunque la máquina había sido construida hacía miles de años en otra parte del universo, los datos estaban grabados en sistema binario, una cadena continua de unos y ceros, o su equivalente alienígena. A Okun y a David eso les traía sin cuidado, les bastaba con que el pequeño portátil pudiera leer la secuencia.
Un pelotón de técnicos sacaron el espectrómetro de Okun del almacén y se lo llevaron a la cabina. Mientras abandonaban la nave, con la idea de volver a hurtadillas a la sala de la Cámara de los Horrores para echar otro vistazo a los alienígenas muertos, David pulsó la tecla de Intro y aplicó la secuencia invertida.
Durante un momento no ocurrió nada, y una sensación de frustración y decepción empezó a invadir a los dos técnicos. De repente, los que estaban fuera empezaron a maldecir y a gritar. Al asomarse a las ventanas de la cabina, David y Okun vieron que todos los técnicos se habían caído de culo. Los hombres se pusieron en pie e intentaron alejarse, pero botaron contra una clase de campo de fuerza invisible.
—Oye —dijo Okun—. ¡Hemos activado el campo de fuerza! Supongo que colocamos algo al revés cuando lo reparamos la primera vez.
David se hundió en el asiento, deprimido y desinflado. El estaba convencido de que la pantalla color ámbar era la forma de acceder a algún tipo de estructura de mando central, pero se dio cuenta de que acababan de pasarse un par de horas efectuando una reparación insignificante.
Asqueado consigo mismo, empezó a repasar el cuadro de instrumentos. Había por lo menos cuarenta cacharros más que estudiar sin ninguna garantía de que pudieran averiguar algo de provecho.
Desactivó la señal del campo de fuerza y vió que el mayor Mitchell atravesaba corriendo el hangar de hormigón en dirección hacia la nave. El mayor vio a Okun detrás de las ventanas de la nave atacante y le gritó.
—¡Han capturado a uno! ¡Y está vivo!
En cuanto se abrieron las puertas del ascensor, Mitchell se puso a correr a toda velocidad, dejando que los doctores Okun e Issacs lo siguieran a un paso más mesurado. Issacs, que anteriormente había dirigido una sala de urgencias en Boston, conservó la calma, y no olvidó coger su bolsa negra. Mientras Okun corría hacia el grupo de gente que se había congregado en el interior del gigantesco hangar, al lado de las puertas, de su bata caía un rastro constante de bolígrafos, herramientas, tapas, incluyendo la regla de cálculo que usaba desde sus días de instituto, y varias piezas hurtadas del cuadro de instrumentos de la nave. Cuando hubieron atravesado el hangar, alguien ya le había entregado a Mitchell un megáfono.
—Ruego que todas las personas no militares se aparten de la camilla —dijo en dirección a los más de cien civiles que estaban ayudando a entregar a la criatura—. Despejen este hangar inmediatamente. Colóquense detrás de las puertas y esperen fuera.
Okun se abrió camino a empujones por entre la muchedumbre ya menguante y vio un cuerpo voluminoso envuelto en un paracaídas bien atado a una camilla con ruedas. Retiró cantidad suficiente de la tela de nailon y reconoció aquel traje biomecánico.
—¿Quién encontró esta cosa? —gritó.
—Yo, señor. Capitán Steven Hiller, del Cuerpo de Marines de EE.UU. Su nave cayó en el desierto.
—¿Iba solo? ¿No había ninguno más?
La pregunta pilló a Steve algo desprevenido.
—De hecho, señor, había dos más. Ambos perecieron en la colisión —informó. Miró al médico de pelo largo de arriba abajo y no pudo evitar preguntarle:
—¿Cómo lo sabe?
—¿Cuánto tiempo lleva éste sin conocimiento? —preguntó Issacs.
—Desde que le di unas p... —Steve optó por no contar cómo aquella criatura había perdido el conocimiento—. Unas tres horas —afirmó.
La camilla ya estaba en marcha, varios soldados lo empujaban rápidamente a través del suelo liso del hangar. Sólo dos de los civiles no habían obedecido la orden de volver a sus vehículos en el exterior.
—Disculpe, doctor —dijo Russell por enésima vez, pasando el brazo por los hombros de Miguel. Steve recordó que el corpulento hombre pelirrojo buscaba ayuda médica para su hijo y desde su posición, al otro extremo de la camilla, intentó atraer la atención de Okun. Era inútil: todo el mundo estaba pendiente del espécimen alienígena.
—Vamos a bajarle a la Zona de Contención—gritó Okun. Acto seguido, se volvió hacia su colega—. ¿Sigue vivo?
Entre todo el lío con la camilla y la gente que gritaba en todas direcciones, el siempre sereno Issacs había colocado un estetoscopio en el pecho del monstruo.
—Aún respira —afirmó.
—Por favor, doctor, mi hijo está muy enfermo. Precisa de atención inmediata.
Okun pareció dirigirle una mirada a Russell mientras entraban en el ascensor, pero sólo buscaba el botón para bajar al quirófano.
—Se está deshidratando. Que tengan una solución salina preparada para cuando lleguemos.
Okun apartó a Russell y fue a pulsar el botón. Tocó el botón y el ascensor inició su ruidoso descenso hidráulico. Pero antes de que el ascensor hubiese recorrido ni siquiera medio metro, se detuvo de repente.
Russell golpeó violentamente el botón de paro de emergencia con el puño y luego agarró rápidamente algo que pudiera ofrecerle asistencia. Ese algo resultó ser la bata del doctor Issacs. Sujetó al hombre con tal fuerza contra la pared del ascensor que los pies del doctor no tocaban el suelo. Le clavó una mirada furiosa, los ojos inyectados en sangre.
—Mi hijo tiene una enfermedad en la corteza suprarrenal. Le va a dar un ataque y morirá. Si no le ayuda un médico inmediatamente, seguro que morirá. —El aliento del hombre olía a alcohol rancio.
Miguel, por una vez, se sentía orgulloso de su padre.
—Necesita una inyección de corticosteroides o, como mínimo, un poco de insulina.
Issacs, serenísimo, habló tranquilamente con su corpulento atracador.
—Parece tratarse del síndrome de Addison. Tengo corticosteroides ahí dentro.
Russell siguió la mirada del doctor hacia donde la bolsa negra de éste yacía en la camilla. A Issacs no le hacía nada de gracia perderse lo que iba a ser un momento histórico en términos médicos, pero sabía que Okun se las podría arreglar hasta que llegara.
—O'Haver, Miller, acompáñenme. —A continuación se dirigió a Russell—. Llévenos con su hijo.
Cerca de Anaheim, Jasmine encontró la autopista y se dirigió hacia el sur. Como transportaba a la primera dama en la parte trasera del camión, no podía pasar de los cincuenta kilómetros por hora. El sol ya se ponía y llenaba el cielo de mil tonalidades de naranja y púrpura a través del humo que se vislumbraba en el horizonte. Era casi imposible olvidar la destrucción que dejaban atrás. Se había ido la luz pero, aparte de eso, los barrios que flanqueaban la autopista se veían bien, normales. La autopista registraba un tráfico no muy denso en ambas direcciones, y el calor del día ya se estaba disipando y daba paso a una tarde agradable.
Siguió las señalizaciones y tomó la salida de El Toro. A unos kilómetros de la base, cuando había conducido a través de los escombros, se encontró con varias personas que le dijeron que la base había sido alcanzada. Le aconsejaron que no perdiera el tiempo, pero la noticia sólo contribuyó a aumentar la ansiedad de Jasmine por llegar a la base cuanto antes. Por muy mal que estuviera la base, contaba con encontrar atención médica para la señora Whitmore y, si había suerte, con reunirse con Steve. Se imaginaba conduciendo hacia su avión averiado en medio de una pista de aterrizaje, y a un Steve empeñado en repararlo como fuera con tal de volver al combate.
En cuanto salió de la autopista, vio las señales de destrucción por todas partes. Poco después se encontró atravesando una zona de colinas bajas, a lo largo de una carretera minada de enormes agujeros cada pocos metros. Avistó a un grupo de muchachos hurgando en lo que quedaba de un edificio, y les gritó:
—Eh, chicos, ¿sabéis dónde está El Toro? ¿La base de los marines?
—Es esto, señora —le contestó uno a grito pelado.
Jasmine avanzó unos cien metros más a través de los escombros, hasta que decidió detenerse. Apagó el motor, se bajó del camión y se dirigió a la fachada derruida de un edificio que tenía justo delante de ella.
BIENVENIDO A EL TORO BASE AÉREA DEL CUERPO DE LOS MARINES SEDE DE LOS JINETES NEGROS
No quedaba nada en pie. La zona entera había quedado pulverizada bajo una tormenta de impactos de láser, hasta que no quedó ni un solo edificio en pie. En vez de una vibrante base militar, la zona presentaba el aspecto de un campo agrícola recién arado, manchado únicamente por montoncillos de escombros quemados. Jasmine se sentó y lloró hasta que el último vestigio de luz hubo abandonado el cielo.
El Cuartel General Militar Oficial de la Nación se había trasladado del Pentágono a una oficina provisional y ruidosa ubicada a cincuenta metros debajo del suelo del desierto de Nevada. La sala de control de experimentos del Área 51 estaba destinada al seguimiento de vuelos de prueba realizados por reactores prototipo, así como otras naves experimentales. Estaba bien dotada de dispositivos electrónicos de todo tipo, desde los antiguos modelos de teléfono de marcación por disco rotatorio, hasta pantallas de seguimiento por radar de alcance mundial, pero ni un solo aparato funcionaba. Las grandes redes de comunicación de la Tierra habían sido destruidas, y los daños empeoraban con cada hora que transcurría.
A los hombres del mayor Mitchell se les había unido el equipo de especialistas en comunicaciones del Air Force One. Habían requisado tres radios de radioaficionados de entre las numerosas caravanas estacionadas en el exterior, y estaban ocupados recogiendo información de tipos que decían cosas como «Corto y cambio, compañero». La segunda tanda de ciudades ya había sido destruida y las grandes naves proseguían su avance, disparando, por lo que parecía, a discreción. Incluso en las entrañas de la Tierra, a centenares de kilómetros del destructor de ciudades más cercano, la gente estaba asustada. Empezaban a darse cuenta de que, aun suponiendo que la destrucción cesara inmediatamente, el mundo que habían conocido nunca volvería a ser el mismo. Ni de lejos. Sabían que estaban totalmente a merced de las criaturas que tripulaban aquellas grandes naves.
Nimziki también estaba asustado. No temía la muerte en sí, pero sí le aterrorizaba la idea de la muerte política. Más que cualquier otra persona, había dedicado su vida a trabajar duro para acceder al poder y mantenerse en él, sin dejar pistas, siempre cubriéndose las espaldas, haciéndose indispensable para los que ostentaban el poder. Había ascendido a la cima, lo habían nombrado jefe de la CIA, y se había convertido en el secretario de Defensa de Whitmore, e incluso entonces anhelaba más poder. «El Esfínter de Hierro» estaba perdiendo su autoridad. Sabía que vencer a los invasores se presentaba harto difícil, pero su disciplina mental ya planificaba su vuelta a Washington, la nueva época, el restablecer su red de aliados y, sobre todo, cómo aguantar los palos que forzosamente lloverían sobre él por haber ocultado el secreto del Area 51 durante demasiado tiempo. Entró en la sala del alto mando, nombre que habían dado a la dependencia, y descolgó uno de los teléfonos.
—¿Tiene algún otro secreto en la manga que pueda ayudarnos a ganar esta batalla?
—Eso es un golpe muy bajo, general, y usted lo sabe.
Nimziki sabía que Grey, defensor acérrimo de Whitmore, iría a por él tarde o temprano.
—Creo recordar una reunión del Estado Mayor ayer en Washington. Usted se quedó allí sentado en ese maldito sofá mientras presentábamos opciones al presidente ante una situación de alerta amarilla y usted ni siquiera mencionó la existencia de este lugar.
—Di al presidente Whitmore el mejor consejo posible: contraatacar con armas nucleares. Sigo opinando lo mismo, y si me hubiera hecho caso, ahora no estaríamos aquí. Además, lo único que yo sabía es que aquí abajo había alguna nave espacial.
—No intente colarme ese rollo. Usted tiene más contactos que una central de electricidad, así que no me diga que no sabía nada de este lugar. ¿Cuándo pensaba compartir su secreto con el resto de nosotros?
—Mire. El proyecto era confidencial, de altísimo secreto.
Grey no intentó ocultar su asco.
—Por el amor de Dios, ¿por qué no dijo algo cuando llegaron? Podría haber salvado la vida de centenares de pilotos americanos. —Grey lo miraba fijamente, intentando comprender en qué consistía la maldad tan trivial de su interlocutor. Era plenamente consciente de que Nimziki había ocultado la información durante tanto tiempo para salvar su pellejo político.
—Escuche, a mí no me cuelgue las muertes de esos pilotos. Sabiendo...
Todo cambió cuando el presidente Whitmore cruzó el umbral de la puerta. Nimziki y Grey se separaron y el pelotón de técnicos que se ocupaban del equipo de comunicaciones volvió a sus puestos de trabajo. Connie les condujo a un mapa de EE.UU. de papel que estaba pegado con celo a la pared, y en el que las ciudades destruidas estaban señaladas con un círculo negro.
—¡Dios mío! —gritó al ver lo que había ocurrido en las últimas horas.
—¿Están todas confirmadas? —preguntó Whitmore.
—Sí, señor. Estos emplazamientos están confirmados. También nos han llegado noticias de varios ataques sobre sitios aislados, principalmente bases aéreas militares.
—¿Hacia qué dirección se dirigen?
Grey se acercó y utilizó el mapa para ilustrar su exposición.
—Al parecer, su plan consiste en que la nave de Washington baje por la costa del Atlántico, para dirigirse a continuación hacia los estados del Golfo. La nave de Los Ángeles parece que seguirá avanzando por la Costa Oeste, mientras que en estos momentos la nave de Nueva York se dirige hacia Chicago.
El presidente fue hacia la mesa de reuniones, se sentó y se sirvió un vaso de agua mientras Grey proseguía.
—De hecho, son pasillos de ataque, y a medida que atraviesan una zona determinada envían a estas pequeñas naves para atacar objetivos específicos. No se trata de una acción a ciegas, eso está clarísimo. Nos han informado desde Europa que la nave que estaba sobre París se desplazó enseguida a Bruselas y atacó el Cuartel General de la OTAN, mientras que los aviones más pequeños se encargaron de las instalaciones de la Alianza Occidental. —A continuación, dirigió una mirada hostil y acusatoria hacia Nimziki, y soltó—: Es evidente que han efectuado un reconocimiento, y que llevan tiempo planificando este ataque. Los muy cabrones saben dónde y cómo golpear.
Rojo de ira, el presidente se volvió hacia su secretario de Defensa, listo para descargar en él toda la rabia que llevaba dentro. Pero de repente se giró. No había tiempo de recriminarle su conducta traicionera. Ya se ocuparía de Nimziki más adelante, en el futuro, si es que lo había.
—¿Y qué me dice de nuestras fuerzas? ¿Qué capacidad nos queda?
—Estamos a un quince por ciento de nuestras posibilidades. —Grey le concedió un momento para que asimilara la información, antes de explicitarle las consecuencias—. A tenor del tiempo que tardan en destruir una ciudad y en desplazarse hasta otra, la destrucción total de las ciudades más importantes del mundo se producirá en un plazo de treinta y seis horas.
Whitmore bebió un largo trago de agua.
—Nos están exterminando.
Era una forma muy fea de describir lo que estaba sucediendo, que puso los pelos de punta a los que estaban en la habitación, pero a nadie se le ocurrió un término más preciso. Alguien llamó a la puerta.
—Señor presidente. —Entró el mayor Mitchell—. Aquí está el piloto que deseaba usted conocer.
Whitmore se puso en pie y se arregló la corbata mientras Mitchell le indicaba a Steve que pasara. Todavía iba vestido con la camisa interior empapada de sudor y los pantalones de combate con los que había cruzado el desierto. Steve no se sentía preparado para conocer a un montón de personalidades de raza blanca, y menos al presidente.
—Capitán Steven Hiller, señor —saludó, poniéndose firme.
—Descanse —sonrió el presidente sin devolverle el saludo. Su entusiasmo tranquilizó a Steve enseguida—. Es un gran honor conocerle, capitán. Usted ha hecho una labor tremenda ahí fuera.
—Gracias, señor, sólo cumplía con mi deber.
—Usted es de El Toro, ¿no es así?
—Sí, señor, de los Jinetes Negros, primera escuadra.
—¿Ha oído hablar de los Gatos del Infierno de Fort Bragg?
Steve no pudo reprimir una rápida sonrisa. Sabía que Whitmore había sido piloto de caza. Durante la Guerra del Golfo, los Gatos del Infierno se habían convertido en una referencia de uso cotidiano. Pero Steve no esperaba hablar de pilotos con el comandante en jefe.
—Sí, he oído hablar de ellos.
—¿Qué es lo que ha oído? —insistió Whitmore.
—La segunda mejor unidad de todas las malditas Fuerzas Armadas, señor. Justo detrás de los Jinetes.
Ahora, ambos sonreían por la mutua admiración que sentían.
—¿Dónde está ese prisionero que capturó?
Mitchell aprovechó la pregunta para sumarse a la conversación. El quería acercarse al quirófano para observar el desarrollo de los acontecimientos.
—Está en la Zona de Contención médica, señor. Los médicos se han mostrado optimistas: creen que sobrevivirá.
—No sé si constituye un motivo de optimismo —afirmó el presidente—. Pero me gustaría echarle un vistazo a ese bicho.
Ese comentario bastó para que todos los miembros del Estado Mayor recogieran su documentación de la mesa y se prepararan para irse. El general Grey expresó sus dudas con respecto al plan, pero Whitmore había tomado una determinación.
—Cuiden bien a este hombre —dijo, indicando a Steve, antes de abandonar la habitación con todo su séquito.
—Disculpe, general. —Steve interceptó al general Grey justo antes de que éste se marchara hacia la zona médica—. Estoy muy ansioso por volver a El Toro.
Ya que había entregado al alienígena, no había motivos para que se quedara por ahí. Y en su cabeza retumbaba la voz de Jimmy diciéndole que Jasmine pudo sobrevivir al ataque. Si era cierto, sólo había un sitio donde podría ir a buscarla. Preguntó al general si le podían dejar una radio o enviar un mensaje.
Grey se quedó como helado, y puso su mano sobre el hombro de Steve.
—Lo siento, hijo. Supongo que todavía no te has enterado. El Toro fue arrasado esta mañana durante el ataque.
Destrozado, Steve se quedó inmóvil, e intentó recuperar la respiración mientras el general iba a unirse a los demás.
Una luna color naranja y rojo alumbraba el camino a través de las ruinas. Una hora después de partir en busca de provisiones, Jasmine y Dylan ya estaban de regreso, tambaleándose en la oscuridad hacia una hoguera bien alimentada. Ambos llevaban una caja cargada de latas de comida encontradas en lo que quedaba del comedor de la base. La caja que llevaba Dylan contenía una lata de alubias de tamaño industrial que pesaba casi tanto como él, y un manojo de cucharas dobladas que habían encontrado entre las ruinas. Antes de salir de la despensa, habían tapado la entrada con unos tableros, echando tierra sobre ellos para disimularlos.
—Muy bien, amigos, la cena está servida. —Jas dejó la caja en el suelo y extrajo unos cuchillos de comer carne de su bolsillo—. Los utilizaremos de abrelatas.
El hombre silencioso se había hecho cargo de la situación en ausencia de Jasmine y se había portado muy bien. La primera dama estaba recostada en una cama hecha de cartón y ropa doblada, con la americana del hombre doblada cuidadosamente debajo de su cabeza, como si fuera una almohada. Jas había encendido un pequeño fuego antes de irse, pero él lo había mejorado considerablemente, convirtiéndolo en una hoguera muy apañada, que parecía calcada de la portada de una revista de boy scouts.
—Oiga, ha hecho usted un buen trabajo. Esto ya es otra cosa.
Fue a averiguar cómo se encontraba la esposa del presidente, quien intentó incorporarse ante la llegada de Jasmine. Pagó su esfuerzo con mucho dolor, y le sobrevino un ataque de tos que le llenó los pulmones de líquido.
Cuando Jas la hubo acostado de nuevo, la regañó.
—No haga estos movimientos. Hablo en serio. Intente no moverse esta noche, y mañana le buscaremos ayuda.
Ayudó a la mujer herida para que bebiera unas gotas de zumo de pina. Las dos contemplaron el fuego largamente, sin decir nada.
El hombre silencioso había abierto una lata de salchichas para Dylan, quien bailaba La Danza de la Alegría mientras comía. La danza consistía en mirar el cielo, agitando el culo como muestra de agradecimiento por lo sabrosa que estaba la comida. Cada bocado iba acompañado de ese movimiento. Jasmine miraba impasible cómo se movía. Esta noche tocaba banquete, pero en los próximos días pasarían hambre. ¿De dónde saldría la comida de mañana?
—Tu hijo —dijo la señora Whitmore con un hilo de voz—, es muy guapo.
Jasmine estaba a punto de reñirla de nuevo por no descansar, pero en vez de ello, confesó:
—Es mi ángel.
—¿Estaba su padre destinado aquí?
Jasmine emitió un largo suspiro de resignación.
—La verdad es que no era su padre. Pero lo cierto es que esperaba que aceptara el trabajo. —Tiró una piedra a las llamas. Estaba a punto de desmoronarse de nuevo, pero pudo aguantar.
La otra mujer se dio cuenta de que era momento de cambiar de tema.
—¿Y a qué te dedicas?
—Soy bailarina.
—Qué bien. ¿Danza moderna, clásica?
—No, exótica —dijo Jasmine, sonriendo ante las llamas, y mirando a la esposa del presidente, preguntándose a cuántas bailarinas de striptease habría conocido, y que quién sabe si su condición de mujer de la alta sociedad la predispondría contra ella.
—Oh... lo siento.
—No lo sienta —dijo Jas—. Yo no lo siento. No es lo que había planeado para mí, pero se gana mucho dinero, y además —dijo, señalando a Dylan con la barbilla—, vale la pena por él.
Jas no solía contarle a la gente cómo se ganaba la vida. No le daba vergüenza, pero tampoco estaba orgullosa de ello. Cuando salía el tema en conversación, a veces mentía, a veces decía la verdad, y a veces ni siquiera respondía. Esta vez ya estaba arrepentida de haber dicho la verdad, porque estaba bastante segura de que una mujer tan respetable como la esposa del presidente no tendría mucho que decirle después. Quería decir algo más, algo así como: «No se preocupe, aunque sea una bailarina de striptease no dejaré de buscar ayuda mañana por la mañana», pero habría quedado ridículo.
—¿Y qué harás cuando lo de bailar se acabe? —le preguntó Marilyn—. ¿Qué me dices de tu futuro?
Jasmine volvió a sonreír, porque la pregunta que le había formulado la primera dama se la había hecho ella misma un millón de veces. Era como una carga que siempre la había oprimido y de la cual se sintió repentinamente liberada.
—¿Sabe usted una cosa? Antes, me hacía esa misma pregunta cada día, pero me parece que ya no tiene importancia.
—Mamá, ¿puedo comer más salchichas?
—Cariño, ven aquí con mamá un momento. Quiero que conozcas a la primera dama.
Dylan, esperando que la presentación le supondría más salchichas, acudió para que lo presentara.
—Qué curioso. Estaba segura de que no me había reconocido.
—Bueno. La verdad es que no quería decir nada. Yo voté por el otro.
El doctor Okun acercó la cara al objetivo de la videocámara.
—Esta grabación se realiza el 4 de julio a las 18.45. El alienígena sufrió un violento accidente aéreo esta mañana aproximadamente a las nueve. Como pueden apreciar... —Se separó para destapar a la criatura, que medía unos dos metros y medio, y estaba atada a una mesa de quirófano—, la cosa parece estar muy débil.
De hecho, las únicas señales de vida procedían de los cortos tentáculos faciales, que se agitaban y se retorcían esporádicamente. Los tentáculos dorsales, que eran cuatro, más largos y de entre dos y tres metros y medio de largo, habían sido metidos de cualquier manera debajo de las gruesas correas de retención, y permanecían inmóviles.
La sala de quirófano, porque así se denominaba esta habitación embaldosada con adornos metálicos, tenía varias ventanas altas de vidrio reforzado que daban a la gran sala de almacenamiento/ conferencias que Okun llamaba «la Cámara de los Horrores». Los grandes tubos contenedores de los cuerpos ya sin vida de los tres alienígenas eran visibles desde la cámara oscura que se encontraba detrás. Tres ayudantes se deslizaban muy eficazmente por la sala: una anestesista y dos enfermeros. Uno de los hombres realizaba ajustes a una máquina muy compleja conectada mediante una serie de mangueras flexibles a un depósito de formaldehído. El otro enfermero entregó unas herramientas a Okun, un mazo y un cincel, éste más grueso que una traviesa ferroviaria. Okun, en plan artista, las sostuvo en el aire, fingiendo ser el doctor Frankenstein de una película vieja.
—¿Están todos los monitores de los sistemas de respiración artificial grabando? —La anestesista asintió con la cabeza y el doctor empezó a hablar a la cámara.
—Vamos a reventar el cráneo y abrirlo para poder llegar a la criatura viva que hay en el interior. Esto —dijo golpeando con los nudillos el exoesqueleto amarillento—, no es más que una armadura. El animal que están contemplando en estos momentos en realidad es de una especie diferente e inferior criada por los alienígenas hasta alcanzar la madurez, momento en que los sacrifican y los destripan. Se extraen los órganos internos, pero se preserva la musculatura. El cráneo y el pecho tienen una costura vertical que permite que los alienígenas entren y salgan de la carcasa. De manera que se ponen el cuerpo de esta otra criatura, algo así como meterse dentro de la piel de un zombi. Entonces, mediante una técnica que puede que jamás lleguemos a comprender, los impulsos físicos emitidos por esta criatura tan débil del interior los ejecuta el cadáver de este otro animal, más grande y más fuerte. Fíjense en cómo los tentáculos parecen desplomarse con poco control. Como verán de aquí a un momento, el animal que se halla en el interior no tiene tentáculos, así que puede que no sepa manipular estos brazos adicionales. Por desgracia, hasta que tengamos un espécimen sano que podamos estudiar, esta bioarmadura seguirá siendo un misterio. Caballeros, ¿están listos?
Sus ayudantes estaban más que listos; querían acabar cuanto antes con todo aquello y largarse de allí. Mientras que Okun representaba gustosamente su papel para la videocámara, los otros, muy nerviosos, no perdían de vista al monstruo huesudo atado a la mesa, como si temiesen que de repente cobrase vida y se echara sobre ellos.
Trabajando la costura del cráneo con el cincel, Okun le propinó unos cuantos golpes muy fuertes, cada uno de los cuales producía el ruido horripilante de los huesos al astillarse. Los hombres, Colin y Patrick, estiraron en direcciones contrarias hasta que el cráneo cedió. Retiraron la carne y los ligamentos hasta que éstos quedaron extendidos sobre la mesa.
—¡Dios mío! —El olor que desprendía el interior del traje hizo retroceder a los cuatro humanos—. Apesta como el amoníaco —dijo Patrick, mientras se le humedecían los ojos—. Hay que abrir la puerta. —Ya había llegado al teclado de seguridad cuando Okun se dio cuenta de lo que hacía.
—¡No! —gritó el médico—. No podemos correr el riesgo de liberar un virus transportado por el aire. Aumente el sistema de ventilación, Jenny, y tenga preparados cien centímetros cúbicos de Pentotal sódico por si nuestro amiguito decide que quiere un poco de marcha.
Mientras los otros se ahogaban con los humos e intentaban despejarse los ojos, Okun prosiguió con su exploración de la criatura. Se veía la corona de la cabeza del alienígena, metida dentro de la cavidad torácica del animal que lo albergaba. Desgarró la garganta y el tórax superior de la armadura hasta dejar al descubierto la cabeza carnosa y bulbosa del extraterrestre. Los ojos grandes sin pestañas de la criatura parecían devolverle la mirada. Okun se acercó para examinarle la cara, recubierta de una densa capa de gelatina viscosa, que era el material que transmitía los impulsos del alienígena a la armadura corporal. Los ojos no parecían reaccionar, pero la nariz de pico empezó a crisparse ante la presencia de la cara de Okun. Uno de los tentáculos faciales se enrolló hacia los ojos, en un movimiento de vaivén débil. Okun le metió el dedo una vez antes de dejar que el tentáculo se enrollara alrededor de su mano enguantada, con la fuerza de un recién nacido. Era semejante al gesto de amistad que había leído en las extensas notas dejadas por su predecesor, el doctor Welles.
—¡Maldita sea! —Colin volvió a la mesa mientras el sistema de ventilación empezaba a filtrar aquel hedor fuerte y acre—. Dominan los viajes espaciales, pero no pueden evitar los malos olores corporales.
—Suéltenme —dijo Okun suavemente sin dirigirse a nadie en concreto.
—¿Disculpe? —Todos alzaron la mirada esperando la explicación del doctor, pero parecía no darse cuenta de que había hablado.
—Bien, vamos a sacarlo de allí, yo... —Se interrumpió en mitad de la frase, mirando al vacío.
—¿Doctor, doctor Okun? ¿Se encuentra usted bien?
Los miró durante un momento como si le costara recordar quiénes eran y dónde estaba él. Luego, e igualmente rápido, volvió a la realidad.
—Sí, estoy bien. Creo que los humos me están empezando a afectar un poco.
—Los tentáculos presentan un aumento en su actividad, doctor. ¿Aplico la inyección de Pentotal? —preguntó Jenny.
El Pentotal sódico, más famoso como un supuesto «suero de la verdad», era un fármaco de uso habitual para tranquilizar a los pacientes durante las intervenciones médicas.
—No, mala idea. Nada de inyecciones. —De nuevo, Okun miraba directamente hacia delante, hablando de forma tranquila, casi articulando mal—. Retiren las correas.
Los ayudantes de Okun ya estaban acostumbrados a su conducta un tanto extraña, pero nunca le habían visto hacer nada tan misterioso. Parecía desorientado, y su cabeza giraba sobre los hombros mientras recorría con la mirada los objetos que había a su alrededor. De repente, se cogió la cabeza con la mano que tenía libre, y resultó evidente que estaba soportando un gran dolor. Gritó una vez, preso de un dolor cruel que le reventaba la cabeza. Jenny le dio un codazo al enfermero que tenía a su lado, y señaló con los ojos la muñeca del doctor. Uno de los tentáculos de la espalda de la criatura se había soltado, y se había enrollado alrededor de la muñeca del doctor, justo encima del guante de goma.
—Vamos a pincharlo —dijo.
Patrick retiró la gruesa capa de carne del cuerpo-armadura y pasó un algodón humedecido con alcohol por el cuello del alienígena. Jenny clavó la aguja hipodérmica en su carne translúcida y empezó a apretar el émbolo. En un abrir y cerrar de ojos, el tentáculo que sujetaba la muñeca de Okun se deslizó por la mesa, golpeó la cara de Jenny con la fuerza de un latigazo, que la hizo caer casi al otro extremo de la habitación envuelta en una lluvia de sangre. Rápido como un rayo, el mismo brazo potente arrancó las restantes correas, rompiéndolas en el punto en el que estaban remachadas a la estructura de acero, y propinó un golpe tremendo a la cabeza de Colin mientras éste huía hacia la puerta. Patrick se armó con un bisturí, como si eso bastara para protegerlo de la bestia feroz y abrumadora. Ésta se puso en pie, y sus pies en forma de garra rechinaron sobre el suelo limpio revestido de linóleo, abalanzándose sobre el desafortunado enfermero. Dos de los tentáculos le sujetaron los brazos mientras que un tercero le atravesó el corazón hasta salir por su espalda. El cuerpo de Patrick chocó brutalmente contra el depósito de formaldehído y lo rompió. Mientras el contenido del depósito se derramaba por el suelo, uno de los tubos de vacío se desprendió y provocó la fuga de grandes cantidades de vapor.
La puerta medio acorazada se abrió y Mitchell hizo pasar al presidente, a sus consejeros y a sus guardaespaldas a la cámara de almacenamiento. El quirófano había quedado completamente oscurecido por una densa nube de vapor. Al verlo, la mano de Mitchell bajó para abrir la funda de su arma. Antes de que pudiera sacarla, un efectivo del Servicio Secreto había retirado al presidente mientras que el otro ya apuntaba a la cabeza del mayor. El corpulento soldado ni siquiera se dio cuenta. Consciente de que algo iba mal, fue corriendo hacia la ventana y activó el sistema de comunicación interior.
—Doctor Okun, ¿me oye usted? —preguntó—. Si me oye, señor, diga algo para que sepamos que se encuentra bien. —No hubo respuesta. Las nubes de vapor pasaban silenciosamente por delante del vidrio. Mitchell se dirigió al presidente—. Señor, hay un...
¡Bang! El cuerpo manchado de sangre de Okun chocó violentamente contra el cristal, con el cuello rodeado de la masa espesa y temblorosa del tentáculo. Era imposible saber si estaba vivo o muerto. Camuflado por la densa niebla, el alienígena aplastó la cara del científico contra el cristal hasta que quedó deformada. La boca de Okun se abría y articulaba palabras, pero la voz no era suya. Las palabras eran casi ininteligibles, como el último respiro de un hombre pasando por sus cuerdas vocales.
—Dejadme. Dejadme —croó la voz.
—Tenemos que sacarlo de ahí —gritó Mitchell—. Iré al otro lado a abrir la puerta.
—Quédese donde está —le ordenó el general Grey. Se acercó más a la ventana—. Doctor Okun, ¿me oye?
Los labios de Okun volvieron a abrirse lentamente, y esta vez las palabras fueron más coherentes.
—... matará... suéltenme... ¡Ahora mismo!
Grey y los otros empezaron a comprender qué ocurría. El alienígena hablaba a través de Okun, controlando su cuerpo de la misma forma que un ventrílocuo controla un muñeco de madera. El depósito de formaldehído se había desactivado y el sistema de ventilación empezaba a despejar el ambiente de la sala. Muy despacio, veían de dónde procedía el tentáculo que sujetaba a Okun contra el cristal. Se extendía hacia donde la criatura estaba suspendida del techo, arañando desesperadamente el conducto de aire en su tentativa de escaparse. Finalmente, el animal frustrado se dejó caer al suelo, y avanzó hacia las ventanas a través del vapor que todavía circulaba.
Su silueta difusa se retorcía en medio de la sala cada vez más despejada. Okun había tenido algo de razón con respecto a los tentáculos. La criatura que estaba en el interior no tenía sus propias extremidades para controlar las que había en el traje. Éstas bailaban y se desplomaban descontroladamente hasta que el alienígena, con la fuerza de su concentración, las manipulaba. De hecho, eran el arma preferida del alienígena, puesto que se había entrenado con ellas desde su nacimiento.
Whitmore y los otros veían cómo el cráneo y el pecho reventados del traje colgaban de la rígida columna vertebral. El animal más grande había sido abierto, rajado desde el ombligo hasta la frente, formando una suerte de capucha abierta a la criatura que se hallaba en su interior.
Una vez más, se sirvió del cuerpo de Okun para golpear la ventana. Estaba aprendiendo rápidamente a utilizar los órganos de habla del cuerpo del hombre, que no estaba del todo muerto. Esta vez las palabras eran precisas, y las pronunció en voz alta.
Whitmore se acercó más a las ventanas.
—¿Por qué han venido aquí? —exigió—. ¿Qué quieren los suyos?
La corona lívida y pulsante del cráneo del alienígena apareció a la altura de las caderas del traje. Unos ojos negros se asomaban por encima de la pared de carne. A continuación, con un sorbo ruidoso, la criatura se irguió de la zona del abdomen inferior del traje para enfrentarse a sus capturadores. Su piel amarilla brillaba en la pálida luz, debajo de una masa viscosa de gelatina transparente. Sus grandes ojos saltones le conferían el aspecto de un animal, dócil por naturaleza, rodeado de depredadores.
Okun, controlado por la criatura, hizo un repentino esfuerzo para respirar.
—Aire. Agua. Comida. Sol.
—Sí, tenemos todo esto —contestó Whitmore a través del sistema de intercomunicación—. Dígame de dónde proceden. ¿Dónde está su hogar?
—Aquí —articuló lentamente—. Nuestro nuevo hogar.
—Y antes de aquí... ¿De dónde han venido? —Muchos mundos.
—Tenemos aire, agua y sol en cantidad suficiente. Podríamos compartirlo. ¿Podemos negociar una tregua? ¿Su gente puede coexistir con nosotros? —No hubo respuesta, pero el presidente insistió—. ¿Puede haber paz entre nosotros? —Una voz detrás de él sugirió que quizá la criatura no entendía la palabra paz, así que adoptó una táctica diferente—. ¿Qué es lo que quieren? ¿Qué quieren que hagamos?
El alienígena respondió a la pregunta. Esta vez no utilizó la forma de comunicación torpe y gruñidora de los humanos. «Habló» en su lenguaje natural, exento de sonidos, gestos, y de emoción. Quizás el Pentotal sódico estaba surtiendo efecto, o podía ser que el alienígena sabía leer la mente y se hubiese dado cuenta de que no tenía escapatoria. Inició una comunicación telepática de alta velocidad con Whitmore. Era un lenguaje de imágenes y sensaciones físicas, una transferencia a velocidad de relámpago, narrando un viaje espacial en realidad virtual a través de toda la memoria del alienígena. El intercambio de información transcurría más rápido de lo que el cerebro de Whitmore podía asimilar, por lo que provocó la caída del presidente hacia atrás, al tiempo que se apretaba la parte izquierda del cerebro, chillando de dolor.
En cuestión de segundos, visionó batallas libradas en otros planetas, aprendió cómo los alienígenas habían conquistado un planeta y otro también, volando de un lugar a otro como una plaga de langostas, alimentándose de los entornos, incrementando su población, hasta arruinar y agotar los recursos. Planificaban el viaje a la próxima fuente de alimentación, y todos embarcaban en la nave nodriza, su colmena provisional. Todas las criaturas dormían durante el largo viaje, y se despertaban hambrientas, convertidas en guerreros dispuestos a librar batalla para conseguir más comida. El presidente comprendió que no habría piedad, que ese concepto no existía en la mente del alienígena, de la misma forma que el ser humano aplasta una cucaracha sin pensárselo. Para aquellas criaturas, éramos como ratas, unos seres insignificantes y sucios que había que exterminar. Y en eso consistía su plan, en borrar la humanidad de la faz de este pequeño planeta. El objetivo de la ola inicial de ataques era exterminar los nidos más grandes de humanos, desactivar sus armas, y establecer cabezas de playa, crear espacios para que los alienígenas fundaran sus colonias. Y vivirían en ellas durante muchos años, reproduciéndose, desarrollando nuevas herramientas, hasta que llegara la hora de proseguir su odisea, más fuertes ya, más numerosos, hacia su próximo hogar.
—¡Mátenlo! —ordenó Grey.
Tanto Mitchell como los dos guardaespaldas del presidente se giraron rápidamente y empezaron a disparar, reventando la ventana, agotando hasta el último cartucho. Las balas cosieron el cuerpo blanco y delicado del alienígena y lo aplastaron contra la cáscara de su armadura como grandes y espesas manchas de pintura. El cuerpo-armadura se desplomó y se estrelló ruidosamente contra las baldosas mojadas, muertos ambos. Okun se deslizó por la superficie de la ventana y cayó al suelo.
—¡Apártense! —gritó Grey, volviendo al presidente—, déjenle respirar.
Tambaleante y desorientado, Whitmore permanecía tendido en el suelo, respirando hondo. Cuando se incorporó, todavía tenía la mano apretada contra el lateral de su cabeza, que seguía doliéndole.
—Quería que comprendiera... se comunicó conmigo. Son como langostas. Viajan de un planeta a otro. Se desplaza la civilización entera. Después de consumirlo todo, los recursos naturales, se marchan a otro planeta.
Como despertándose lentamente de un largo sueño, Whitmore se quedó en el suelo, intentando recomponer las piezas. Quería explicárselo todo a los demás, pero solamente podía sacar una conclusión de aquella experiencia. Se levantó como buenamente pudo, y se dirigió a Grey.
—General, coordine un ataque con misiles. Quiero lanzar una cabeza nuclear contra cada una de sus naves. Y quiero que se haga de inmediato.
Grey miró al presidente a los ojos para asegurarse de que comprendía lo que estaba diciendo. La lluvia radiactiva de tal cantidad de explosiones simultáneas dejaría el planeta herido de muerte, así como todas las formas de vida que lo habitaban. Cuando comprendió que Whitmore no había perdido el juicio, asintió.
—Tardaré algún tiempo, quizás una hora. —Cargado del peso de una orden de tal magnitud, Grey empezó a dirigirse hacia la sala del alto mando. Se cruzó con Nimziki, quien hasta entonces había permanecido en silencio.
Y mientras se cruzaban, Nimziki sonrió con malicia. «Ya se lo dije.»
Steven Hiller era un héroe para las huestes de personas congregadas en los alrededores del hangar. También era una persona con quien podían hablar, alguien como ellos.
Los hombres que montaban guardia a la entrada del hangar no soltaban palabra, eran casi hostiles. Por lo que a ellos se refería, estos campistas no eran bien recibidos. Tenían órdenes de proporcionar a la gente agua fresca y permitir que usaran el lavabo de dos en dos, lo cual significaba que los cercanos arbustos estaban recibiendo muchas visitas. Ya era de noche cuando Steve salió del hangar, informando a los guardias de la verja que lo había mandado el doctor Issacs para comprobar el estado del chico enfermo. Steve no llegó a la autocaravana de los Casse. Un grupo de personas que hacían cola para acceder a los servicios lo reconoció y lo acompañó mientras desaparecía entre el montón de vehículos.
Steve pasaba entre las caravanas estrechando manos y contestando las mismas preguntas una y otra vez. ¿Seguía vivo el extraterrestre? ¿Qué estaban haciendo con él? ¿Se dirigía alguna nave hacia ellos y por qué no podían entrar? ¿Por qué se les obligaba a acampar ahí fuera donde presentaban un blanco facilísimo? Le hicieron prometer que preguntaría al responsable si podrían entrar.
Steve se movía entre ellos, escuchaba y sonreía, pero no había salido para entablar nuevas amistades. Toda su atención se centraba en un par de Hueys, es decir, unos grandes helicópteros de transporte, de color gris, que estaban estacionados cerca de la entrada a otro hangar, a unos trescientos metros del perímetro del recinto de caravanas. Steve los estuvo observando durante varios minutos, hasta asegurarse de que no estaban vigilados. Se inventó una excusa para eludir la conversación, y empezó a atravesar la pista de despegue como si estuviera en una misión oficial. Esperaba que alguien le llamase la atención por el sistema de megafonía, pero llegó al helicóptero sin problema alguno. Se sentó en el asiento del piloto y encendió los sistemas del aparato. El depósito estaba lleno, así que buscó el pulsador que arrancaría el motor. Una fracción de segundo después de que los dos conjuntos de rotores, delanteros y traseros, empezaran a girar, Steve se encontró con un rifle M-16 apuntando directamente a su pecho.
—¿Qué hace usted? ¡Bájese de ahí inmediatamente!
El soldado que sostenía el rifle aparentaba unos dieciocho años. Llevaba un traje de camuflaje, y su casco especial para el desierto se balanceaba sobre su cabeza como un viejo cubo de fregona. A pesar de que era él quien llevaba el arma, desde un principio era evidente quién temía a quién. Steve decidió echarle agallas. Se volvió para coger el cinturón de seguridad, y se lo abrochó.
—Capitán Hiller, Cuerpo de Marines. Necesito este helicóptero durante unas dos horas.
—No puede... —El joven miró a su alrededor buscando ayuda, pero estaban solos—. No me obligue a disparar... Señor.
Steve calculó que contaba con un cincuenta por ciento de posibilidades de que el chico disparara. Decidió arriesgarse. Se levantó, encendió las luces y se preparó para el despegue.
—Soldado —gritó mientras el aire de las hélices movía el casco del muchacho de un lado a otro—, sé que no quieres dispararme, pero si vas a hacerlo, hazlo ahora mismo, porque si no, me voy.
El soldado lo miró sin parpadear un minuto.
—Va a meterme en un buen lío, marine —dijo sin bajar el arma.
—Ya estamos metidos en uno bueno. —Un jeep se les acercaba por el asfalto desde el hangar principal—. Volveré en un par de horas y lo explicaré todo. —Entonces el gran pájaro metálico batió el aire y voló en dirección al oeste.
Las noticias sobre la decisión de Whitmore de lanzar un ataque nuclear se extendieron por el complejo científico subterráneo, sumiendo el lugar en un profundo silencio. El trabajo se interrumpió, y la gente se sentaba en grupos, la mayoría en silencio, resignados a su suerte. Nadie estaba contento con la decisión, pero tampoco se les ocurría una alternativa practicable. No había nada que hacer excepto esperar.
Connie, a punto de llorar, salió del ambiente opresivo de la sala del alto mando donde estaba sentado Whitmore, golpeando nerviosamente la mesa con los dedos mientras se preparaba el ataque. Entró en el hangar de cemento, con un ojo puesto en la nave de ataque.
A través de unas ventanas vio a David caminando por su oficina, hablando solo. Subió las escaleras y entró en la habitación, y descubrió que estaba equivocada. Estaba hablándole a una botella de whisky que había encontrado en uno de los armarios.
—Supongo que lo has oído —dijo ella, cerrando la puerta.
—¡Ah, señora Spano, llega justo a tiempo! —Elevaba demasiado la voz. Ya estaba borracho—. ¡Un brindis! —declaró, agitando la botella—. ¡Querría proponer un brindis a la salud del fin del mundo! —Echó la cabeza atrás y tomó un buen trago de whisky antes de pasarle la botella a Connie.
—No tomó esa decisión a la ligera, David.
—Se sentía realmente culpable, cómplice a los ojos de él.
—Vamos, Connie, querida, no me digas que todavía crees en ese tipo.
—Es un buen hombre.
—Debe de serlo. —David se rió, se dejó caer sobre una silla con ruedas y se puso a girar en círculo—. Al fin y al cabo, dejaste una joya como yo por él. No, perdona, no por él. Por tu carrera. —David sabía cómo tocar la fibra, pero Connie quería explicarse.
—No fue sólo por mi carrera, David. Fue una oportunidad de las que se presentan una vez en la vida. Era una ocasión de cambiar de verdad, de dar sentido a mi vida.
—Y yo no era lo suficientemente ambicioso —dijo David sin pensar. Era una idea que le había acechado dolorosamente durante los últimos años, pero ahora todo parecía bastante cómico—. No me podía quitar el lastre del culo y empezar a subir peldaños.
—Podías haber hecho todo lo que hubieras querido —gritó ella—. Investigación, enseñanza, industria. Tienes un gran talento.
David empezó una imitación ridícula de voces familiares.
—Oh, sí, David Levinson, tanto talento y sólo se le ocurre trabajar para esa compañía de cables. Un cerebro echado a perder. Qué lástima. —Su propia actitud le puso de mal humor—. ¿Qué tiene de malo ser feliz con lo que tienes?
—¿ Pero nunca quisiste hacer nada más? ¿ Nunca quisiste tomar parte en algo que tuviera sentido de verdad, algo realmente especial?
Las últimas palabras de Connie combinadas con el whisky golpearon a David de lleno en el plexo solar. Levantó la cabeza mirando a Connie con ojos desorbitados y le habló con el corazón en la mano.
—Creía que ya formaba parte de algo especial.
De pronto, Connie se dio cuenta de que mientras ella hablaba de sus trabajos, él le había hablado de su matrimonio. Vio que lo había herido. Cruzó la habitación y le cogió la botella.
—Si eso cambia algo —dijo suavemente—, nunca he dejado de quererte.
—Pero eso no era suficiente, ¿verdad? —contestó David. Volvió a su silla y se echó otro buen trago de whisky.
Connie enseguida se percató de por qué había ido a hablar con él. Quería hacer las paces con el hombre que todavía amaba. Por alguna parte de su cabeza pasó la idea de que podrían perdonarse el uno al otro, renunciar a la ira, y reconciliarse ahora que el final de sus vidas se acercaba. Pero, en vez de eso, se había encontrado con un chico furioso y despechado. Tal y como había hecho tan a menudo durante la época en que estuvieron juntos, David seguía con su táctica de replegarse en sí mismo, o en su trabajo, o en cualquier otra cosa que estuviera a mano y ofreciese una vía de escape siempre que se enfrentaba a una presión exterior. Esa noche era una botella de Johnny Walker. Lo dejó allí, dando vueltas en la silla, cantando solo. Con los ojos llenos de lágrimas, salió y cerró la puerta silenciosamente tras ella.
Grey podía coordinar el ataque nuclear en menos de una cuarta parte del tiempo que había previsto. Volvió a la sala del alto mando, y recibió las buenas noticias de que la capacidad de funcionamiento de radio y radares se habían repuesto parcialmente gracias a un trabajo rápido en San Antonio. El sector de bases de las Fuerzas Aéreas que rodeaban la ciudad habían desplegado dos docenas de sistemas aéreos de control y aviso (AWACS) por el cielo de EE.UU. Los enormes aviones espía, con sus pantallas de radar y sus equipos de retracción de los alerones, harían la función que los satélites de comunicaciones en órbita habían realizado tan bien durante décadas. Sus repetidores multicanal permitirían que el personal militar se comunicara otra vez. Uno de los primeros mensajes que emitieron vino del Área 51. Iba a producirse un ataque nuclear contra todas las naves que flotaban en el espacio aéreo norteamericano.
En cuestión de minutos, una escuadrilla de bombarderos B-2 Stealth estaba en el aire, dirigiéndose hacia sus objetivos. Volaban «a ciegas», lo que significaba que los sistemas de radar y de radio estaban apagados, para evitar su detección por parte de los destructores de ciudades hasta que llegaran a la distancia de ataque. El presidente estaba en la enfermería, donde le examinaba el doctor Issacs, cuando llegó la noticia de que los bombarderos B-2 Stealth estaban volando. Sin dudarlo, Whitmore apartó al doctor y salió disparado hacia la sala del alto mando.
—¿Cuál es el primer objetivo? —preguntó, nada más aparecer por la puerta.
Un soldado se volvió desde una de las consolas de los monitores.
—La nave de Houston. Tiempo aproximado, seis minutos. No podemos decirlo con seguridad, porque los B-2 vuelan a ciegas.
Whitmore pensó durante un minuto antes de introducir un cambio.
—Despierte los B-2. Quiero asegurarme de que vamos todos juntos.
El soldado se volvió a girar hacia su consola y tecleó el código que ponía en marcha automáticamente las radios de los B-2. Al momento, los escáneres de radar los localizaron y los cuatro aviones parpadearon en las pantallas. El avión de Houston era el que más cerca estaba de su objetivo.
—Está bien, esto es lo que quiero —explicó Whitmore a los que estaban en la sala—. Un avión, una bomba. Veamos qué sucede en Houston. A lo mejor podemos derribarlo antes de que llegue a la ciudad. Si tenemos éxito, seguiremos con el plan y bombardearemos los otros. Miró a Grey, que estaba leyendo un listado de ordenador.
—General, ¿hay alguna noticia de nuestros amigos? —Al tiempo que autorizaba el uso de armas nucleares, estaba intentando restringir su uso por parte del resto del mundo. Los ICBM (misiles balísticos intercontinentales) de muchos lugares estaban programados para responder automáticamente a los ataques detectados por radar. Lo último que necesitaba la Tierra era una reacción en cadena de ataques nucleares iniciada por ordenador.
—Hemos recibido el compromiso de la mayoría de nuestros amigos. Esperarán a ver nuestros resultados —dijo Grey—. Pero creo que no llegaremos a tiempo de salvar Houston.
—Afirmativo, señor —se oyó una voz desde las consolas—. La nave enemiga ya está sobre la ciudad.
El presidente no vaciló. Sabía que perderían Houston de todas formas. Envió órdenes al resto de B-2 para que esperaran a atacar hasta que no se evaluasen las consecuencias de la bomba sobre la nave de Houston.
Grey había dispuesto observadores en tanques armados alrededor del perímetro de la zona de explosión. Uno de los aviones espía AWACS de San Antonio también ocupó su posición sobre el golfo de México, a gran altitud.
Los habitantes de Houston no habían perdido el tiempo. Con sólo unas horas de tiempo tras el aviso, la ciudad ya estaba vacía en un noventa por ciento cuando el suelo empezó a temblar bajo la nave que se acercaba. La evacuación se había convertido en un episodio terrible, con casi dos mil muertos e incontables heridos pisoteados o atropellados. Se produjeron éxodos del mismo tipo en Kobe, Bruselas, Portland, Chicago y otras grandes ciudades que se encontraban en la trayectoria de las enormes naves negras.
Whitmore pidió un momento de silencio. Tras murmurar una breve plegaria, ordenó el ataque con un movimiento de cabeza.
—Que nuestros hijos nos perdonen.
Las puertas inferiores del B-2 se abrieron, depositando el misil de tres metros y medio en el aire. Voló en paralelo al avión en forma de murciélago mientras el sistema de guía situado en el cono de la punta rastreaba el horizonte y configuraba su telemetría. Un segundo más tarde, arrancó hacia su cita con la pantalla protectora de la enorme nave.
—Carga enviada —informó el piloto. Dio un prolongado giro de ciento ochenta grados y se alejó del lugar en que iba a producirse la explosión.
Todo el mundo en la sala del alto mando aguantó la respiración, siguiendo el acercamiento de la bomba en las pantallas de radar. Tal y como se había planeado, el misil de crucero se acercaba al escudo protector de la parte superior de la nave en un intento de minimizar el daño causado a la ciudad que había debajo.
Desde el avión AWACS se vislumbró un violento estallido de luz de un brillo extremo, seguido inmediatamente por la visión de la parte suburbana de Houston vaporizándose, cayendo sobre sí misma como hierbajos largos tumbados por el viento. La destrucción se extendió en un círculo concéntrico a una velocidad inusitada. En unos segundos, la explosión había terminado, y toda la zona quedó cubierta por un denso humo. Una nube inmensa en forma de champiñón apareció flotando cada vez más alta. En la sala del alto mando, la destrucción sólo se hizo patente en forma de una pequeña mancha en la pantalla, como una alteración atmosférica, sobre la superficie de Tejas, pero nadie sintió más la pérdida de vidas inocentes que los hombres y mujeres de aquella pequeña habitación. Con expresiones de dolor, Whitmore y sus ayudantes miraban y esperaban.
Minutos más tarde, el piloto del AWACS rompió el silencio por radio.
—Desgraciadamente, parece que nuestro objetivo sigue en el aire.
Todo el equipo del Área 51 dejó escapar un lamento colectivo. Tras veinticuatro horas de decepciones, ésta era posiblemente la peor. Era la última defensa de la humanidad, su última oportunidad.
—Sí, confirmado —continuó el piloto—. Ahora tenemos una buena visión. El objetivo parece estar en perfecto estado. De hecho, sigue moviéndose sobre Houston. ¡Dios mío, no tiene ni una rozadura!
—Haz que vuelvan los otros aviones —dijo Whitmore en voz baja.
—¡Puede que los otros bombarderos tengan más suerte! —contestó Nimziki, que no podía creerlo—. Uno de sus destructores está de camino a Chicago. Aún tenemos tiempo de interceptarlo y enviar cabezas múltiples. ¡No podemos rendirnos!
—He dicho que los hagas volver.
£1 presidente se hundió en una silla y miró al techo. El fracaso en el intento de causar algún daño a la nave de los extraterrestres le convenció de que no había modo de evitar que aterrizaran. De pronto, le pareció que quedaba muchísimo tiempo. De algún modo, por su experiencia con el extraterrestre capturado, sabía que les llevaría un par de años bajar a toda la población de la nave nodriza a la Tierra.
A la luz de lo que había pasado en Houston, parecía que era la hora de replantearse la estrategia de lucha y de empezar a organizar una resistencia para el momento en que empezaran la invasión. La única vía de acción lógica para Whitmore era esperar a que establecieran sus ciudades, y entonces volar el mundo en pedazos. La humanidad quedaría exterminada sin piedad, lo sabía.
«Si tenemos suerte —se dijo—, podremos hacer que desaparezcan con nosotros.»
Jasmine, en dura lucha contra el sueño, observaba el brillo de los restos del fuego. Aunque estaba exhausta, demasiados peligros, reales e imaginarios, acechaban en la oscuridad, y no quería cerrar los ojos. Marilyn Whitmore, cerca de ella, parecía dormir en calma. El hombre silencioso no estaba tan callado como antes: roncaba como si estuviera serrando troncos.
En la distancia, Jas oyó el sonido de las hélices de un helicóptero y se preguntó si había hecho bien en sacar a la primera dama del lugar del siniestro. Estaba convencida de que el helicóptero que se oía a lo lejos estaba buscando a Marilyn. Pensó que ir a El Toro, sobre todo después de las advertencias que había oído durante el camino, había sido un terrible error. Habría llevado enseguida a Marilyn a un hospital, pero con las prisas por encontrar a Steve, había roto los faros del camión al atravesar barricadas de desperdicios. Viajar de noche podía resultar demasiado peligroso.
El helicóptero se acercaba, rastreando el suelo con un foco. Hasta que no estuvo a menos de un kilómetro, Jas no pensó que podría encontrar su pequeño campamento. Cogió una rama y avivó el fuego, que soltó un chisporroteo. Los otros se despertaron y vieron el helicóptero que se acercaba, cegados por la luz del foco. Jas movió los brazos y señaló a la señora Whitmore. Para la sorpresa de todos, el helicóptero empezó a aterrizar no lejos de allí. Jas corrió hacia el lugar de aterrizaje, esperando recibir ayuda. Cuando vio quién pilotaba el gran pájaro de color verde oliva explotó en risas y llanto a la vez. Sobrecogida, corrió hacia el helicóptero, todavía con las hélices girando, y cayó en los brazos de Steve.
—¡Llegas tarde! —le gritó, cubriéndolo de besos.
El hizo una mueca y le contestó: —Es que ya sé que te encantan las escenas dramáticas.
Steve sacó una camilla del helicóptero y, con la ayuda del hombre silencioso, metió a Marilyn en la parte trasera para llevarla al Área 51. Dado su estado, no parecía poder volver a ver a su marido con vida. Tosía fuerte otra vez y escupía sangre.
—Aún tenemos una plaza libre, amigo —gritó Steve, cogiendo al hombre silencioso de la mano—. ¿Quiere venir de viaje a Nevada?
El hombre meneó la cabeza en señal de negación, y Steve se encogió de hombros.
—Acomódatelas. ¡Vamonos!
—¿No viene? —preguntó Jasmine al hombre silencioso al pasar a su lado.
El hombre la miró, con los ojos cansados, e hizo un gesto en dirección al grupo de heridos que habían recogido durante la tarde. No quería dejarlos. Ella le dio las llaves del camión y le dijo dónde se escondían las reservas de comida. Antes de dar media vuelta, miró al hombre a los ojos.
—Me llamo Jasmine Dubrow. ¿Y usted?
El hombre la miró con ojos tristes, como si no la hubiera entendido.
—¡Jas, vamonos! ¡Tenemos que irnos! —gritó Steve.
Con gran tristeza, corrió hacia el helicóptero y se metió dentro, echando una última mirada al hombre, que se hacía cada vez más pequeño según se alejaba volando.
El doctor Issacs se sentía como un corredor de maratón en plena carrera. Se empezaban a notar los efectos de las treinta horas que llevaba trabajando sin parar. Con los ojos rojos y el rostro cetrino, miró a la señora Whitmore, con una sonrisa fingida en la cara. Cuando la vio durmiendo, la cara se le volvió a transformar en una máscara. Un momento más tarde, vio al presidente corriendo por el pasillo con una niña en brazos. Tras él, Connie y un agente del Servicio Secreto le seguían a los lados.
—¿Cómo está? —preguntó.
Issacs echó una mirada al presidente que no daba lugar a dudas.
—Supongo que tú eres Patricia Whitmore —dijo a la niña que estaba en brazos de su padre.
—¿Cómo lo sabes? —La niña, a sus seis años, aún se sorprendía cuando algún extraño sabía su nombre.
—Porque tu mamá está ahí dentro y sé que tiene ganas de verte. Pero tienes que prometerme que la tratarás con cuidado, ¿vale? Está muy enferma.
Patricia dobló la esquina corriendo, como si no hubiera oído una palabra.
—Lo siento, señor presidente —dijo Issacs—. A lo mejor si la hubiéramos cogido más a tiempo... Tiene una hemorragia interna. Incluso si hubiese recibido cuidados antes, no estoy seguro... —bajó el volumen de su voz—. No podemos hacer nada más, señor.
El presidente puso una mano en el hombro del doctor Issacs, respiró hondo y atravesó la doble puerta.
—¡Mi niña! —Marilyn cogió a su hija lo mejor que pudo. Parecía débil, pero no al borde de la muerte.
Recordando que debía portarse bien, Patricia se puso de puntillas y puso la mano en la barriga de su madre.
—Mami, estábamos muy preocupados. No sabíamos dónde estabas.
—Lo sé y lo siento. Pero ahora estoy aquí, cariño.
Issacs sacó al personal médico de la habitación. Cuando el último se hubo ido, Whitmore se acercó a la cama y se arrodilló al lado de Patricia.
—Cariño, ¿por qué no esperas un momento fuera para que mamá pueda descansar?
No muy convencida, la pequeña besó a su madre y salió adonde estaba Connie. En cuanto hubo salido, la valiente sonrisa de Marilyn se convirtió en llanto y espasmos de dolor. Buscó la mano de su esposo.
—¡Tengo tanto miedo, Tom! —susurró, con las mejillas llenas de lágrimas.
—No, nada de eso —dijo él con voz decidida—. El doctor dice que es optimista, que vas a salir de ésta.
Ella sonrió y parpadeó.
—Mentiroso —dijo, apretándole la mano con menos fuerza cada vez. Entonces los dos juntaron las cabezas y lloraron. Lloraron y se besaron, mirándose a los ojos hasta que ella se durmió por última vez.
Cuando el presidente salió por fin de la habitación, tenía la cara pálida y los ojos rojos. Varias personas le esperaban a una distancia prudencial en el pasillo, la mayoría de ellos con preguntas que hacer a su jefe. Necesitaban su aprobación para comunicados y autorizaciones de movimientos de tropas, las miles de decisiones que los presidentes toman cada día. Pero el hombre que salía al pasillo no se sentía para nada presidente. Sobrecogido por la angustia, no se sentía capaz de actuar como presidente de nada. Sin mediar una palabra, atravesó el grupo de personas hasta que llegó a Jasmine. Antes de poder emitir un sonido, alargó el brazo y le cogió la mano.
—Lo siento —dijo ella—. Lo siento mucho. —Aún se sentía algo culpable por no haber sido capaz de llevar a Marilyn a un médico antes.
Whitmore sacudió la cabeza.
—Sólo quería darte las gracias por cuidarla. Me lo ha dicho. Parece que eres una mujer muy valiente. —Se giró hacia donde estaba Steve y sonrió ligeramente—. ¡Y usted otra vez! Gracias por dejarme darle el último adiós.
Patricia había seguido a su padre por el pasillo.
—¿Está durmiendo mamá ahora?
La levantó, dándose cuenta de que no tenía fuerzas para explicárselo todavía.
—Sí, hija mía —dijo, apretándola entre los brazos—. Mamá está durmiendo.
Para cuando Connie encontró a Julius y le pidió que hablara con su hijo, David ya había dejado la oficina hecha un caos. Comportándose como si estuviera mucho más borracho de lo que en realidad estaba, había tirado las sillas por la habitación y puesto el climatizador a la temperatura mínima. Iba dando tumbos, golpeando los muebles, cuando Julius lo vio a través de las ventanas y entró corriendo en la habitación.
—¡David, David! ¿Qué diablos estás haciendo? ¡Para ya!
David estaba ya demasiado cansado para continuar. Paró durante un rato, lo suficiente para explicarse.
—¿Qué te parece que estoy haciendo? Estoy dejando esto hecho un asco.
—Eso ya lo veo —le aseguró Julius—. ¿Y por qué? ¿Por qué lo haces?
—¡Tenemos que quemar los bosques tropicales! ¡Tenemos que tirar todos nuestros residuos tóxicos al mar!
Para ilustrar este punto, vació una papelera, y luego la tiró contra la pared contraria.
—¡Tenemos que contaminar el aire! ¡Carguémonos el ozono! A lo mejor si jodemos lo suficiente el planeta ya no lo querrán.
Apuntando cuidadosamente a una taza de café que alguien había dejado en el borde de una estantería, David intentó derribarla. Falló el tiro por unos cuantos metros, y acabó cayendo de culo sobre su propia basura.
—Bueno... —Julius echó un vistazo a la habitación, admirando la obra de su hijo—, has empezado bien. Esta habitación está oficialmente contaminada. Ahora ya no importa si me matan los marcianos, porque cuando me llegue la cuenta por los desperfectos, me dará un ataque al corazón.
Se acercó a David, que estaba tumbado de espaldas y con las manos en la cara, gruñendo. Haciendo un hueco, Julius se sentó en el suelo al lado de su hijo. Sospechaba que la actuación de su hijo tenía más que ver con Connie de lo que David querría reconocer. Buscó las palabras adecuadas.
—Escucha —empezó—. Todos perdemos la fe en alguna ocasión. Mírame a mí, por ejemplo. No he hablado con Dios desde que murió tu madre.
David abrió un ojo, sorprendido por la revelación de su padre.
—Pero a veces —siguió el viejo, con aire pensativo—, tienes que pararte a pensar y recordar todo lo que tienes. Tienes que estar agradecido.
David volvió a gruñir y se tapó la cara otra vez.
—¿De qué tenemos que dar gracias a partir de ahora?
—Por ejemplo... —Julius miró a su alrededor, buscando una idea. Con la cabeza en blanco por un momento, dijo lo único que se le ocurrió—: ¡La salud! ¡Por lo menos tienes salud! —Sabía que era un argumento pobre y no culpó a David por quejarse de nuevo. No obstante, le cogió un brazo y empezó a poner a su hijo derecho—. Venga, vamos a buscar una chaqueta y una taza de café. El alcohol debilita el sistema. No quiero que cojas un catarro.
Sin convicción, David dejó que su padre lo pusiera de pie. Entonces, de pronto, se quedó rígido, con la mente fija en una idea. Algo parecido a una sonrisa le cruzó la cara.
—¿Qué acabas de decir?
—¿Sobre la fe? Que a veces un hombre puede vivir toda la vida...
—No, la segunda parte. Justo después de eso —David se giró y miró a través del cristal a la nave de ataque extraterrestre que había fuera.
—¿Qué? ¿Que podrías coger un catarro?
—Papá, eso es. Esa es la respuesta. Enfermo. Catarro. ¡Bajan las defensas! ¡Es tan simple, papá! ¡Eres un genio!
Julius le echó una larga mirada, preguntándose si su hijo se había vuelto definitivamente loco de remate.
Cuando por fin Julius la persuadió de que David estaba lo suficientemente sobrio, Connie fue al presidente y le pidió que la acompañara al hangar donde David quería hacerle una demostración de algo sobre la nave extraterrestre. Decía que tenía un plan.
El grupo se había reunido en la plataforma de observación, de pie, a la espera.
—Muy bien, señora Spano, ¿de qué se trata? —preguntó Nimziki, impaciente desde el momento en que había entrado.
—No tengo ni idea —dijo ella, dirigiéndose a todo el grupo—. Me pidió que viniera todo el mundo para enseñarnos algo de la nave.
Nimziki estaba de un mal humor terrible de pensar que lo había convocado un civil que no le podía dar siquiera una respuesta segura.
—Bueno, acabemos con esto —dijo, para ver la reacción de Connie—. Tenemos cosas más importantes que hacer.
Connie estaba harta de su prepotencia. Se puso las manos en las caderas y estaba a punto de soltarle una fresca cuando entró el presidente por la rampa de acero del hangar. Llamó a un grupo de consejeros a un lado de la rampa y tuvo una breve conversación con ellos.
Dylan, al lado de Steve, preguntó en voz alta:
—¿Ese avión vuela por el espacio exterior?
—Claro que sí —le contestó Steve.
David apareció por la escotilla y bajó la escalerilla hasta el entarimado en el que se hallaba la nave. Dio unas instrucciones de última hora al técnico que estaba en su interior, y se acercó a la plataforma de observación.
—¿Qué nos tienes reservado, David? —Esta vez el hecho de que Whitmore usara el nombre de pila de David no implicaba ningún desafío. Se había llevado tantos chascos en los últimos dos días que no se veía con fuerzas de meterse con nadie. Habló como un hombre asustado se dirige a otro hombre asustado.
—Señoras y caballeros, niños y niñas —empezó David, en un tono que recordaba bastante al doctor Okun—, he preparado un pequeño experimento. Sólo les robaré un minuto de su tiempo.
David cogió un cubo de desperdicios y sacó una lata de refresco con gas.
—Vamos a reciclar a este tío —dijo, corriendo de nuevo hacia la nave y subiendo para poner la lata en la punta del ala. Cuando volvió a la plataforma de observación, dio una señal al técnico que se encontraba tras la ventanilla de la nave. El hombre conectó un interruptor, e hizo una señal a David levantando los pulgares. Mirando al grupo en la plataforma, David vio que había captado su atención.
»Mayor Mitchell, desde su posición, ¿cree que podría dispararle a esa lata?
Mitchell miró al presidente, encogiéndose de hombros. Éste le devolvió el gesto que indicaba «¿por qué no?». Tras abrir la funda de la pistolera, sacó el revólver. Miró alrededor, levantó el brazo y apuntó a la lata, apretando suavemente el gatillo. Con un ruido seco, la bala salió de la pistola y chocó contra el escudo protector. Se oyó un fuerte sonido metálico cuando la bala rebotada fue a parar a una pasarela de hierro que había arriba. De pronto todo el mundo perdió interés en el experimento.
—Vaya, no pensé en eso —se disculpó David—. ¿Saben? La lata está protegida por el escudo invisible de la nave. No podemos penetrar a través de sus defensas.
—Eso ya lo sabemos —dijo Nimziki—. ¿Todo esto tiene algún sentido?
—Lo que quiero decir —dijo David, sintiendo que el momento culminante de su espectáculo se acercaba— es que, como no podemos atravesar sus escudos, tendremos que dar un rodeo.
David fue hasta la mesita en la que tenía el ordenador. Estaba conectado a un cable que atravesaba el escudo, entraba en la cabina de la nave extraterrestre e iba a parar a la unidad receptora del escudo que había reparado unas horas antes.
—Sólo será un segundo. —David tecleó unas instrucciones en la máquina, y se quedó mirando el reloj de pulsera, contando atrás en silencio.
»Ahora, mayor Mitchell, según le consta a mi ayudante en la cabina de la nave, el escudo todavía protege la lata. No ha tocado nada. ¿Le importaría disparar de nuevo a la lata?
Mitchell no estaba muy seguro de querer arriesgarse a enviar otra bala rebotando por el bunker de cemento, y miró inseguro a David. Hasta que Grey no le hizo una señal de conformidad no desenfundó.
—¡Un momento! —Steve no quería arriesgarse. Llevó a Dylan a la parte superior de la rampa y lo ocultó tras la esquina de cemento. La mayoría de los presentes le siguieron hasta allí. Mitchell apuntó de nuevo y volvió a disparar. Esta vez, la lata cayó hacia atrás y la bala fue a parar al otro extremo del gran hangar.
—¿ Cómo hizo eso? —preguntó el general Grey, impresionado.
—Le provoqué un catarro.
Julius, hinchado de orgullo, asintió con la cabeza a los otros del grupo. El presidente, intrigado, se acercó a donde David continuaba trabajando con su ordenador.
—Más exactamente —continuó mirando hacia arriba—, le introduje un virus. Un virus informático. Unas cosillas asquerosas, muy difíciles de quitarse cuando las has cogido. —Con un golpecito final, algo teatral, pulsó la tecla de Intro y giró la máquina para enseñarles a Whitmore y a Grey el gráfico que había hecho. El presidente estudió la pantalla un momento, asintiendo en conformidad con lo que veía.
Grey, que sabía de ordenadores pero que a la vez los odiaba, no apartaba la mirada de David.
—¿Nos está diciendo que puede enviar algún tipo de señal que desactive todos sus escudos?
—Exactamente —dijo David, rascándose la nariz—. Del mismo modo que ellos usan nuestros satélites contra nosotros, nosotros podemos usar su propia señal protectora contra ellos... si...
—¿Si qué?
—Si conseguimos implantar el virus en la nave nodriza, enviará la señal a los destructores de ciudades y a las naves de ataque como ésta. Okun nos dijo que el poder de esta nave procedía directamente de la nave nodriza, así que eso debe de pasar también con las naves grandes.
—Siento aguarle la fiesta... —Nimziki había saltado al borde de la plataforma de observación y se inclinó hacia donde estaba la pantalla del ordenador—, pero, ¿cómo piensa «infectar» la nave nodriza con ese virus? No tienen una página Web en Internet. —Miró a su alrededor para ver si los otros le reían la gracia.
David respondió sin titubeos.
—Tendremos que hacer volar esta nave de ataque, sacarla de nuestra atmósfera y llevarla hasta la nave nodriza. —Lo dijo como si fuera la idea más natural, la más obvia del mundo.
Steve se puso alerta como siempre en cuanto oyó hablar de volar al espacio. Dejó a Dylan en el suelo y bajó la rampa para oír más. David desplegó una de las fotos de la nave nodriza hecha desde un satélite. El titán de setecientos kilómetros de largo esperaba pacientemente detrás de la Luna a que las naves destructoras le limpiaran el camino. David señaló una esquina de la fotografía tamaño póster y se dirigió al presidente.
—Aquí. —David indicó lo que parecía un muelle—. Podemos entrar por aquí. Parecen seguir cierta lógica en el diseño de sus naves. Si ésta es como las destructoras de ciudades, aquí está la puerta de entrada.
David notaba que los peces gordos de la política y el Ejército abrigaban muchas dudas al respecto.
—¿Saben qué? Posiblemente tenga razón.
Steve sorprendió a todo el mundo, hasta a sí mismo, interrumpiendo la discusión. Todo el mundo se giró hacia él, así que siguió.
—Cuando volé por delante de esa puerta, en la nave destructora de Los Angeles, vi ese agujero, quiero decir, ese enorme muelle interior. Las naves se estacionan en compartimientos alrededor de una cosa parecida a una torre.
»E1 doctor Okun me enseñó que la estructura en forma de aleta sobre el techo de la nave atacante está llena de terminales de cables. Tenía la hipótesis de que sea cual fuere el enlace informático que tengan, la aleta es el conector. Cuando una de estas naves de ataque aterriza en el muelle interior de una nave mayor, se establece algún tipo de conexión por medio de la aleta.
—Bueno, ahórrenme toda esa ciencia ficción barata —se quejó Nimziki desde su. posición—. Este plan está lleno de condicionantes. Es ridículo.
—¿Cuánto tiempo podríamos desconectar sus escudos? —preguntó Grey, ignorando a Nimziki.
—Eso no podemos saberlo —le contestó David—. En cuanto descubran el virus, podrían tardar sólo unos minutos en encontrar la forma de eliminarlo. No es muy complicado pero no sé mucho de sus sistemas.
—¿Así que sugiere que coordinemos un contraataque mundial con un margen de sólo unos minutos? —Nimziki sacudió la cabeza. Era absurdo.
Grey dio media vuelta y se dirigió al jefe de Inteligencia.
—Hemos reestablecido la comunicación con Asia. La señal es débil, pero tendríamos que poder enviar algún tipo de instrucciones. Si pudiéramos atravesar los malditos escudos, podría hacerse.
La mueca burlona de Nimziki desapareció. Estaba indignado de que a aquella idea ridícula se le prestara tanta atención cuando la opción perfectamente plausible del ataque nuclear, su plan, había sido desechada tras un solo intento. Si pudiera, habría encerrado a todo el mundo en la nave y ordenado el ataque él mismo.
—No creo que vayan a tragarse todas esas tonterías —estalló Nimziki dirigiéndose a todo el mundo para esconder tímidamente su crítica a Whitmore—. No tenemos los medios ni los efectivos para llevar a cabo una campaña como ésta. Si tuviéramos dos meses para planearlo, quizá fuera factible. Por no mencionar ese cacharro —gritó, señalando la nave—. Todo el plan depende de este platillo volante que nadie tiene ni idea de cómo funciona.
Una vez más, Steve interrumpió. Dio un paso adelante y se aclaró la garganta.
—Humm... Creo que yo podría estar cualificado para esa misión, señor —Nimziki le lanzó una mirada asesina, pero Steve continuó—. Los he visto en acción; sé cómo maniobran. —Miró al presidente a los ojos—. Con su permiso, señor, me gustaría que me diera una oportunidad.
—Esa cosa es chatarra. Se estrelló en los años cuarenta. ¡Por Dios! No sabemos ni si puede volar.
—¡Aja! —David centró la atención una vez más. Tenía a un grupo de los ayudantes de Okun esperando en las alas—. ¡Suelten las abrazaderas! —gritó como si fuera el presentador de un circo. Miró hacia arriba, a la plataforma desde donde le miraba Connie. Ella echó una mirada al cielo para mostrarle lo loco que estaba él y lo orgullosa que estaba ella—. ¡Venga, venga, suelten las abrazaderas!
Costó más de lo que esperaba David, pero en cuanto los técnicos hubieron abierto el último de los cierres de acero, se oyó un sonido metálico y se levantó un poco rebotando en el suelo.
En un momento, la masa de la nave de veinte metros se había elevado, levitando insegura delante de ellos. A una altura de cinco metros, se estabilizó y volvió a tierra para adoptar la posición que había ocupado los últimos cincuenta años. La galería de espectadores, con las bocas abiertas, observaba a David.
—¿Alguna pregunta más?
Todos se miraban unos a otros. Ni Nimziki supo qué decir en ese momento. Finalmente, Whitmore rompió el silencio. Sacudió la cabeza, dando a entender lo que pensaba del plan antes de hacer su anuncio.
—Es arriesgado, pero vamos a probarlo.
De pronto todos se enfrascaron en diversas conversaciones o, como en el caso de Nimziki, expresaban su opinión de por qué la idea estaba condenada al fracaso desde el principio. David fue hacia el lado de la plataforma de observación, subió y se colocó al lado de Steve. El joven piloto apartó la vista de la nave extraterrestre y se acercó a David para oír mejor.
—¿Seguro que puedes pilotar este cacharro? —preguntó David, mostrando una clara falta de confianza en la capacidad de Steve—. ¿Seguro que puedes hacer toda esa mierda que dices que harás?
En cuestión de minutos, Connie estaba siguiendo al general Grey y al presidente de vuelta a la sala del alto mando del Área 51. Todos hablaban a la vez, estableciendo los detalles del plan, pensando en el intrincado sistema sincronizado de comunicaciones a nivel mundial que habría que establecer. Sintieron renacer la chispa de una esperanza por primera vez en lo que parecía una eternidad.
—¡Un momento! —era una orden, no una petición. Los tres se volvieron y vieron a Nimziki entrar precipitadamente en el pasillo tras ellos.
—¿Qué ocurre? —murmuró Connie, conteniendo la respiración.
El secretario de Defensa se acercó al presidente, ignorando a los otros dos. Habló con una gran frialdad; como de costumbre, había calculado sus palabras para causar el mayor efecto posible.
—Entiendo que esté aún afectado por la muerte de su esposa —dijo, inclinándose hacia Whitmore—, pero eso no es excusa para cometer otro error fatal. Un análisis objetivo desde el punto de vista militar...
Nimziki no acabó la frase. Antes de que se diera cuenta, Whitmore lo tenía agarrado por las solapas del traje y con la espalda contra la pared. El presidente colocó la cara a un par de centímetros de la de Nimziki.
—El único error que he cometido es encomendar un ministerio a una comadreja llorona como usted. Pero ése es un error con el que, es un placer para mí poder decirlo, no tendré que convivir más. Señor Nimziki, ¡está despedido! —Con un último impulso, soltó al hombre y dio un paso atrás. Con una última mirada amenazadora, se dirigió a Nimziki—. ¡Aléjese de mí lo más posible, o le arrestaré por poner en peligro la seguridad nacional!
Nimziki buscó apoyo en Connie, luego en Grey, pero no lo recibió.
Whitmore emprendió de nuevo su camino siguiendo la conversación que habían interrumpido.
—Quiero que el mayor Mitchell organice todos los aviones que pueda conseguir y que busque a quien pueda pilotarlos.
Tras ellos, oyeron a Nimziki hablando a las paredes.
—¡No puede hacer eso!
Connie no pudo evitarlo. Miró por encima del hombro y se dirigió a Nimziki.
—Lo acaba de hacer —dijo, sin ocultar el placer que le proporcionaba.
Cuatro pilotos británicos, empapados de sudor y sin afeitar, estaban haciendo lo que podían para luchar contra el calor del verano saudí. Habían cogido una gran tienda de lona que uno de ellos, un piloto llamado Thomson, había tenido que transportar en su avión, y estaban sentados intentando pasar las horas, a la espera de que ocurriera algo. Uno de los hombres, Reginald Cummins, estaba al mando. Reg no era precisamente el oficial de mayor antigüedad, pero se le concedió el mando porque era el único que sabía algo de Oriente Medio. Los otros tres hombres sólo habían estado trayendo aviones nuevos a la Base de Khamis Moushait cuando todo empezó. Reg estaba destinado allí. Hablaba árabe medianamente bien y, lo que era más importante, sabía cómo hablar con los grupos de pilotos sin ofender a nadie, algo básico en Oriente Medio, pero aún más importante dada su situación.
—Oímos a los americanos cuando íbamos por Malta —iba diciendo Thomson—. No hablaban en clave, y uno de ellos decía que los sirios aún tenían un escuadrón intacto cerca de los campos del Golán.
—Altos —le corrigió Reg—. Los altos del Golán —y le enseñó a Thomson dónde estaban en el mapa—. Si pudiéramos hacer que cooperasen con nosotros, estarían en una posición excelente para respaldarnos si hay batalla. Desgraciadamente, son un grupito difícil; no exactamente lo que se dice del equipo.
De pronto la puerta de lona de la tienda se abrió y se oyeron unos gritos. Thomson cayó de espaldas de la silla plegable y sacó la pistola cuando ya estaba en el suelo. Un hombre alto, con barba espesa y bigote, estaba gritando algo ininteligible. La camisa verde lo identificaba como uno de los chicos del Jordán, probablemente el único que no hablaba inglés. Reg nunca vacilaba. Devolvió la mirada al hombre con calma hasta que dejó caer la lona de la puerta y salió de la tienda.
—¿Qué diablos es todo esto? —Los tres pilotos aún estaban sobrecargados de adrenalina.
—Parece que están recibiendo una señal. Código Morse, pero no lo entienden. Quiere que vayamos y veamos si es inglés.
—¿Morse? ¿Qué tienen ahí fuera? ¿Cables de telégrafo? —preguntó Sutton, uno de los otros.
Tras mirar con expresión severa a Reg, preguntó de nuevo—: No será algún tipo de trampa, ¿no?
Reg se encogió de hombros y abrió la comitiva hacia el exterior.
Justo al otro lado del mundo con respecto al Área 51, en la ardiente superficie lisa del lecho de un antiguo lago, un centenar de aviones de combate estaban aparcados en medio de ninguna parte. Estaban estacionados uno al lado del otro, preparados para despegar en direcciones opuestas en cuanto se diera la alerta. Era realmente una escena internacional, con pilotos de once naciones diferentes, muchos de los cuales se estarían disparando unos a otros si la situación fuera otra, escondiéndose juntos en un lugar perdido. Se habían convertido en aliados a su pesar.
—Todavía no puedo creérmelo —dijo Reg con una sonrisa, disfrutando de la ironía de la situación—. Setenta y cinco años de diplomacia frenética no nos han llevado prácticamente a ninguna parte, y ahora, veinticuatro horas después de que esos hijos de perra hicieran acto de presencia, somos una familia unida.
—No es así como lo describiría —dijo Thomson acercándose a Reg, mientras dirigía un nervioso saludo militar y una sonrisa a un grupo de pilotos iraquíes que fumaban cigarrillos a la sombra de sus aviones. Los iraquíes dedicaron una mirada vaga a los británicos cuando pasaron—. No creo que estos chicos hayan comprendido el espíritu familiar del asunto.
—¿Cómo crees que se sienten los israelíes?
El segundo contingente más numeroso después del saudí era el de Israel. Sus aviones, los impresionantes F-l5, estaban colocados a poca distancia de allí, distribuidos en ángulos precisos para realizar un despegue simultáneo.
—¿Qué ocurre? —preguntó uno de ellos en voz alta, con una Uzi apoyada indolentemente en su hombro.
—Han recibido una señal en código Morse —contestó Reg.
El individuo tiró el cigarrillo y se apresuró a reunirse con los británicos.
—¿Puedo ir?
Reg sonrió sin perder el paso. —No veo por qué no.
El interior de la complicada tienda saudí parecía un mercadillo de instrumentos electrónicos. Habían recogido una importante cantidad de equipo de una base cercana y lo habían desperdigado sobre un caótico montón de alfombras, paracaídas y fundas. Los pilotos árabes, procedentes de un puñado de naciones diferentes, estaban enzarzados en conversaciones distintas. Todo quedó en silencio cuando los visitantes entraron en la tienda. Hubo un momento de tensión cuando los pilotos de naciones enemigas se miraron unos a otros con desprecio. Los árabes estaban particularmente nerviosos por la intervención israelí en su espacio aéreo. Por un instante, todos contuvieron la respiración y nadie dijo nada. Al final, Reg rompió el hielo.
—Latuklaka ya awlad enho nel mohamey betana. —Que venía a significar «No os preocupéis, chicos, es nuestro abogado».
De repente, todos estallaron en una carcajada, todos menos los tres visitantes británicos. De todas formas sonrieron, deseosos de contribuir a aliviar la tensión.
—Ana shaif ho gab mae kommelhaber betae (Veo que se ha traído su estilográfica) —soltó uno de los árabes, con lo que provocó otra carcajada.
El israelí sorprendió a todos siguiendo la broma. Hablando en argot palestino, dijo que se trataba de un Wakeh el police Israeli ala estarna rat el-ehtafalat elmausda ra (un instrumento ceremonial especial para firmar documentos proporcionado por la policía secreta israelí). Se rieron de tal forma que otros pilotos se asomaron a la tienda para ver lo que ocurría.
—¿Dónde está el mensaje en Morse? —preguntó Reg en inglés.
Uno de los saudíes le tendió los auriculares. En lugar de las señales de Morse que esperaba, oyó una voz que parecía hacer un anuncio urgente, pero había demasiadas interferencias en la línea. Reg hizo una señal para que se mantuvieran en silencio y todos le obedecieron. La transmisión provenía de la sala del alto mando del Área 51. Cuando llegó a Ar-Rub Al-Khali, había sido retransmitida tantas veces que Reg no pudo sacar nada en limpio.
—Espere, ya lo oirá —le dijo uno de los pilotos de las Reales Fuerzas Aéreas Saudíes. Tan pronto como la voz amortiguada y casi inaudible acabó el mensaje, éste se repitió en código Morse, alto y claro. A Reg le llevó unos minutos escribir todo el mensaje, y un rato más descifrar su propia escritura.
—Es de los estadounidenses —explicó—. Quieren organizar una contraofensiva.
—Ya era hora. ¿Cuál es el plan? —preguntó Thomson.
—Es... bueno, es muy original —dijo con una sonrisa antes de entrar en detalles.
Un escuadrón de veinticuatro Mig rusos estaba estacionado por parejas en una amplia superficie de hielo. Habían participado en una misión para atacar a la nave que había destruido Moscú y que en ese momento iba rumbo a San Petersburgo. Cuando otros aviones comenzaron a estallar contra el campo de fuerza protector de la nave, la misión fue suspendida. En el camino de vuelta a la Base de Murmansk, se enteraron, horrorizados, de que la base había sido atacada y destruida por una multitud de naves enemigas. Murmansk se encuentra por encima del Círculo Polar Ártico, y el escuadrón fue incluso más al norte para esconderse entre los glaciares que tan bien conocían. Atravesaron el paralelo cincuenta y ocho y se refugiaron en las islas rocosas de la Tierra de Francisco José, donde el hielo todavía no se había derretido.
Llegaron por la mañana y habían estado sin hacer nada esperando órdenes desde entonces. Durante las horas de sol, las cabinas se habían calentado, pero la temperatura nocturna era extremadamente baja. Abatidos y muertos de hambre, se quedaron en los aviones esperando una hora tras otra.
Alrededor de las nueve, uno de ellos estaba jugueteando con la radio y encontró algo al final del dial. Al principio pensó que eran los técnicos que hablaban entre ellos con voces entrecortadas, pero acabó dándose cuenta de que era código Morse y avisó a los otros pilotos. Por suerte, el mensaje se repitió varias veces. Casi dos horas después de que encontrasen el mensaje, el jefe de escuadrón, el capitán Tchenko, se comunicó con los demás por radio.
—Los norteamericanos dicen que pueden desactivar los escudos protectores al menos durante cinco minutos.
—¡Da, da! ¡Maladietz! —aprobaron los demás con entusiasmo. De hecho, cualquier plan era mejor que pasar la noche en el hielo.
—¿Cuándo quieren que ataquemos?
En Sapporo, situada en Hokkaido, la isla más septentrional de Japón, algunos de los receptores y transmisores civiles más potentes del mundo se encontraban distribuidos por las montañas. A miles de kilómetros de los centros de radio y televisión de Tokio, esas máquinas eran la conexión entre las provincias y la capital. Los técnicos habían ido a trabajar como siempre y se quedaron en sus puestos cuando se dieron cuenta de que podían ser de ayuda.
Junto con ellos, algunos miembros del Ejército voluntario estaban reunidos alrededor de los transmisores de radio y televisión. A pesar de que Japón no tenía más que unas Fuerzas Aéreas simbólicas, compuestas sobre todo por cargueros y aviones de transporte de municiones, estaban decididos a participar. Transmitieron el mensaje en diferentes idiomas a la mayor parte de Asia.
—El ataque se iniciará dentro de trece horas —decía el mensaje—, a las nueve de la noche, hora media de Greenwich.
A medida que se iba recibiendo la confirmación de diferentes Gobiernos o de fuerzas de combate repartidas por diferentes zonas de Asia, la estación de Hokkaido retransmitía la información a Hawai vía radio de onda corta. Desde allí se pasaba al USS Steiner, situado a trescientos veinte kilómetros de la costa de Oregón, que a su vez lo enviaba a los 747 de San Antonio. A medida que las confirmaciones iban llegando una a una al Área 51, se recogían los datos en el mapa de la sala del alto mando.
—¿Cómo van las cosas? —preguntó el presidente.
—Mejor de lo que esperábamos —le explicó Grey señalando el mapa.
Cientos de pequeñas etiquetas, cada una en representación de un escuadrón aéreo listo para el combate, estaban esparcidas por el mapa.
—Todavía estamos recogiendo datos, pero la cosa promete. Europa ha sido atacada casi tanto como nosotros, pero parece que el Medio Oriente y Asia conservan la mitad de sus fuerzas intactas. Además, todavía tenemos nuestros portaaviones.
—¿Y qué me dice de nuestras tropas?
—Por desgracia, ése es nuestro punto débil. Esos hijos de perra han destruido casi todas las bases al oeste del Misisipí. Unos cuantos pilotos escaparon de Lackland y se dirigen hacia aquí. Además, tenemos una carga de municiones que viene de Oregón, pero... —El general sacudió la cabeza.
—¿Pero qué?
—Mitchell tiene muchos aviones en reserva, pero no tenemos pilotos.
—Entonces, encuéntrelos —ordenó Whitmore como si dependiera de que Grey se esforzase un poco más.
Media hora después, Miguel entró en la caravana con cuidado de no hacer ruido. Todas las luces estaban apagadas y no quería despertar a Troy. Cerró la puerta y empezó a quitarse los zapatos.
—¿Dónde coño has estado? —dijo la voz de Russell surgiendo de la oscuridad—. ¿Y dónde para tu hermana?
La voz alarmó a Miguel y encendió la luz. Russell estaba sentado en la cama del fondo, cerca de Troy.
—¡Oye, me has asustado!
—¡Contesta!
Miguel pensaba que ya habían superado todos los malos rollos aquella tarde, cuando habían hecho pina para salvar a Troy. No entendía por qué de repente Russell actuaba así.
—Alicia está con aquel chico, Philip. Yo estaba con ellos. Es un chico muy majo.
Antes de que Russell pudiera hacer algún comentario al respecto, Miguel cambió de tema.
—¿Cómo está Troy?
Funcionó. Russell miró al chico, que dormía con la boca deformada por la manera en que se apoyaba en la almohada.
—Es fuerte. Mira esto. —Golpeó la mejilla del niño con un dedo—. Es un toro. Se pondrá bien. Menos mal, ¿verdad?
—Claro —convino Miguel, aunque empezaba a notar que pasaba algo raro, no con Troy sino con su padre.
—¿Te puedo preguntar una cosa y me prometes no cabrearte?
—Dispara.
—¿Has estado bebiendo?
Russell sonrió como un niño pequeño al que han pillado haciendo una travesura. Había prometido solemnemente apenas unas horas antes que no probaría ni una gota de alcohol hasta que toda aquella pesadilla hubiese terminado, y además ya no tenía más botellas.
—No pude evitarlo, chico. Me había olvidado de la pequeña reserva que tenía en la avioneta.
En la cabina del viejo biplano vibraban más botellas de Jack Daniel's que en una licorería en pleno terremoto.
—Oye, ¿por qué no te apuntas y montamos una pequeña juerga? —le invitó Russell agitando la botella en el aire como si eso fuera a tentar al chico.
Decepcionado, Miguel cogió los zapatos y se marchó dando un portazo.
—Miguel, vuelve —le llamó Russell mientras se dirigía tambaleándose a la puerta—. No seas tonto. ¡Vamos, Miguel!
Vio que el chico se alejaba furioso hacia el campamento de refugiados. Decidido a explicárselo todo, Russell fue tras él. Sintió la arena caliente bajo sus pies descalzos. Dobló una esquina y llegó al centro del improvisado pueblo.
Un jeep con unos altavoces en la parte trasera estaba aparcado cerca de una gran hoguera. Uno de los soldados de Mitchell estaba en el compartimiento posterior del vehículo y hablaba por un micrófono.
—... que fue cuando decidimos lanzar una contraofensiva. Debido a que nuestras fuerzas se han visto muy reducidas, estamos buscando a personas que tengan experiencia de vuelo para que se presenten voluntarias, cualquiera que pueda pilotar un avión. Mejor si ha tenido instrucción militar, pero cualquiera que crea que puede llevar un avión será útil.
—¡Eh! ¡Yo! —grito Russell al oficial precipitándose a empujones hacia él—. Yo vuelo, quiero decir, yo soy piloto. ¡Además tengo una avioneta!
En su arranque de entusiasmo, Russell señaló su viejo biplano De Haviland con la botella de Jack Daniel's todavía en la mano. Algunos de los que estaban allí soltaron una carcajada.
—Lo siento, señor, no creo que sea posible —le contestó el soldado tratando de mostrarse amable.
Cuando Russell lo oyó, se puso histérico. Borracho como una cuba y apestando a alcohol, se dirigió al oficial con un gesto vagamente amenazador. No advirtió la presencia de los policías militares que estaban sacando sus porras.
—Usted no lo entiende, caballero. Tengo que intervenir. Ellos me destrozaron la vida, y ahora tengo la oportunidad de vengarme de estos jodídos... seres, de esos tipos, lo que sean.
—Libraos de este payaso —dijo el oficial con firmeza.
Un par de policías militares cogieron a Russell por debajo de los hombros y lo sacaron de allí por donde había venido sin hacer caso de sus confusos balbuceos sobre una abducción sufrida años atrás.
—Tú no puedes pilotar un avión —le dijo uno de ellos mientras lo soltaba de un empujón—. Vete a dormir la mona. A lo mejor cuando estés sobrio todavía necesitan pilotos.
Russell vio cómo se marchaban, levantó la botella y bebió otro trago. Dándose cuenta de lo que había hecho, tiró el líquido, estrelló la botella contra el suelo y los cristales quedaron desperdigados junto a sus pies descalzos.
La gran puerta circular que llevaba al almacén del laboratorio estaba entornada. Connie la abrió del todo y encontró a Julius en el interior. El viejo le dedicó una amplia sonrisa.
—Aquí estás. Te he estado buscando —le dijo ella, pero su suegro sólo hizo un gesto y le dedicó otra sonrisa como única respuesta.
Ella olfateó el aire y le preguntó:
—¿Estás fumando?
Medio ahogado, Julius exhaló humo y sacó el puro de detrás de la espalda.
—Un poco —admitió—. No se lo digas a David. Está obsesionado con eso de la salud, siempre me critica por mis puros.
La salud de David era precisamente el tema del que ella quería hablar.
—Supongo que no estarás pensando en dejarlo seguir adelante con esa absurda idea que se le ha ocurrido, ¿verdad?
—¿Dejarlo? ¿Me has visto alguna vez dejándolo hacer algo? Ya es mayorcito.
—Pues no lo parece. Se va a matar.
Julius se encogió de hombros y miró al cielo. Sabía que no había nada que hacer. David ya se había comprometido.
Al no encontrar el apoyo que esperaba, Connie se dirigió frustrada a la puerta. Se volvió y dijo:
—Me parece que aquí no se puede fumar.
Al salir de la Cámara de los Horrores, Connie encontró a David bajo el ala de la nave de ataque. Junto con Steve Hiller y el general Grey, estaba escuchando a uno de los ingenieros del equipo que les explicaba un añadido de última hora a la nave. Les estaba enseñando lo que había hecho su equipo en una de las torretas que pendía, como los motores de los aviones de propulsión, de la parte baja de la nave, la parte que se había deformado con el impacto. Habían vaciado la estructura de dos metros de longitud e insertado un armazón cilíndrico. Mientras seguía hablando, un grupo de técnicos transportaba con extremo cuidado una bomba de dos toneladas que parecía un bebé gigantesco en una cuna de acero. Connie advirtió que esos técnicos, que iban vestidos con uniformes azules de paracaidistas, eran caras nuevas y no formaban parte del personal del Área 51. Eran especialistas del personal de tierra que habían transportado la bomba desde Arizona.
—Hemos hecho todo lo que hemos podido para disimularlo —explicó el técnico refiriéndose al hueco de la torreta—. Pero no superará una revisión a fondo. El morro del misil saldrá un poco.
Los técnicos accionaron la palanca de la grúa manteniendo la bomba perpendicular al suelo mientras la subían hasta la parte de abajo de la nave de ataque. Cuando los timones de dirección de la bomba estuvieron nivelados con el armazón cilíndrico, los técnicos comenzaron el delicado proceso de colocarla en la rampa.
—Que nadie mueva un dedo —dijo el técnico jefe a David y a los demás—. Tenemos que colocar la cabeza nuclear antes de cargarla. Si a mis hombres se les cae eso, se acabó lo que se daba.
—Es una bomba muy potente, ¿no? —preguntó David sin saber de lo que estaba hablando.
Todos los militares se volvieron a mirarlo, sorprendidos de que no hubiese sido informado.
El técnico jefe lo puso al corriente.
—Esto, amigo, es un misil de gran alcance con una cabeza termonuclear insertada en el extremo frontal. Si ese demonio se cae, nos vamos a tomar por el saco. Y ésa es la razón por la que nuestro capitán Hiller, aquí presente, va a tener muchísimo cuidado cuando saque la nave de aquí.
David miró a Steve, demasiado asustado para articular palabra.
Steve le dedicó su típica sonrisa.
—Eso es pan comido, Dave.
La valentía del joven piloto no ayudó precisamente a calmar los nervios de David.
Antes de que pudiera replantearse el lío en que iba a meterse, el técnico continuó con su explicación.
—Encontramos un poco de espacio en el conducto de la nave y allí es donde esconderemos el dispositivo de lanzamiento. Como veis, no podemos disimular el cableado, así que lo hemos soldado a la superficie. Si uno se aleja, ni siquiera se ve.
El general Grey fue hasta una mesa cercana y cogió una pequeña caja negra.
—Esto irá acoplado al cuadro de control principal de la nave.
—Es como una plataforma de lanzamiento AMRAAM de un B-2 Stealth —apuntó Steve.
—Así es. Hágalo funcionar de la misma forma. Habrá una diferencia. Hemos programado el arma de forma que no detone en el impacto. Tendréis treinta segundos para alejaros lo más posible.
David se sintió mareado. Tuvo la sensación de que si no paraban de hablar de explosiones nucleares, iba a caerse redondo al suelo.
—Me parece que voy a ver cómo les va con el transmisor.
Cuando se dirigía tambaleándose a la puerta, Steve consultó la hora.
—¡Ostras!, David, llegamos tarde.
David y Connie eran los únicos que sabían a qué se refería. Le dijeron que no se preocupase, que estarían allí a tiempo y Steve salió del hangar.
David se dispuso a acercarse a la nave para supervisar lo que estaban haciendo sus ayudantes cuando Connie lo detuvo.
—¿Treinta segundos? A lo mejor es que no sé mucho del tema, pero ¿no son treinta miserables segundos muy poquito tiempo cuando uno intenta huir de una explosión nuclear?
—En realidad no. No vamos a conectar la bomba hasta que no estemos a punto de salir. Además, se supone que el capitán Hiller es un piloto estupendo.
Una lluvia de chispas cayó sobre la plataforma cuando uno de los técnicos comenzó a soldar un mecanismo en la parte inferior de la nave. Cuando David se volvió hacia él, el hombre se levantó la careta.
—Es el transmisor de hiperfrecuencia más potente de que disponemos. Nos dirá cuándo has introducido el virus.
—De acuerdo. Y ahora crucemos los dedos y esperemos que los escudos bajen.
—¿Por qué tú? —Connie no había terminado—. ¿Por qué tienes que ser precisamente tú? Me refiero a que ¿no se trata simplemente de apretar un botón una vez hayáis establecido la conexión? ¿No podrías enseñarle a alguien cómo introducir el virus, a alguien entrenado para este tipo de misiones?
David se preguntó a qué se refería cuando decía «entrenado para este tipo de misiones».
—No creo que haya existido nunca una misión como ésta. Y si hay alguien entrenado para ella, ése soy yo, porque yo diseñé el virus. ¿Qué ocurrirá si algo va mal o no funciona como espero? Tendré que reaccionar, ajustar la señal o... ¿quién sabe?
Se adelantó unos pasos y cogió una lata de gaseosa que Mitchell había tirado al suelo.
—Connie, tú sabes que siempre estoy intentando salvar el planeta. Esta es mi oportunidad.
Tiró la lata en un cubo de reciclaje, le dio un beso en la frente a Connie y luego se dirigió a buen paso a la cabina de la nave.
Connie le vio marchar con un cúmulo de emociones entremezcladas.
—Ahora se vuelve ambicioso —dijo en voz alta sin dirigirse a nadie en particular.
Cuando Jasmine preguntó dónde podían prestarle un vestido, todos los que estaban en los laboratorios le respondieron dubitativamente.
—Pruebe con la doctora Rosenast —le sugirieron, pero dejando claro que era un último recurso, algo que se debía hacer sólo en caso de máxima emergencia.
Después de llamar repetidas veces a la puerta que le habían indicado, Jas oyó una voz que mascullaba y maldecía al otro lado de la puerta. En el momento en que iba a renunciar, la puerta se abrió de golpe y Jasmine se encontró frente a un par de lentes bifocales con la cara de una mujer de sesenta años detrás de ellos. Parecía una persona muy dulce con sus mejillas sonrosadas y sus grandes ojos azules aumentados todavía más por las gafas. El pelo gris estaba cuidadosamente recogido en un moño alto y por debajo de la bata iba vestida de punta en blanco, con un jersey verde oscuro y una falda de seda a juego. La abarrotada sala era una mezcla de despacho, laboratorio y vivienda, con cada centímetro ocupado por material científico y los objetos personales de su ocupante. A Jasmine le pareció la mujer de Santa Claus, más que una de las mejores ingenieros electrónicos del mundo.
—Doctora Rosenast, siento molestarla, pero...
—Ya le dije al otro capullo que no está listo —le espetó.
Estaba previsto que la nave alienígena reconstruida despegase en menos de media hora y ella todavía no había terminado una pieza esencial: una combinación de generador y transformador de energía que duplicaría la energía de la nave. Sin él, David no podría emplear el ordenador para descargar el virus e infectar los sistemas de la nave nodriza.
—¡Ya habría terminado si no fuera por tanta jodida interrupción!
—Necesito que me preste un vestido —la cortó Jasmine—. Algo apropiado para casarme.
La mujer se asomó para mirar a ambos lados del pasillo como para asegurarse de que no estaba siendo víctima de una broma de la cámara oculta. Cuando estuvo segura de que Jasmine hablaba en serio, la empujó adentro y la llevó hasta un armario repleto con todos los vestidos que había acumulado durante los doce años que había vivido bajo tierra.
—Soy adicta a las compras por correo —reconoció—. Creo que tienes demasiado pecho para lo que tengo por aquí, pero busca y coge lo que quieras. Tengo que volver al trabajo.
Jasmine se dispuso a saquear el armario cuando la doctora volvió a trabajar en el transformador. La doctora era una auténtica forofa de la ropa y tenía especial debilidad por los vestidos chinos con rajas kilométricas. «¿Cuándo se pondrá estas cosas?», se preguntó Jasmine. Su búsqueda terminó cuando descubrió un sencillo vestido de verano con un dibujo de flores blancas y amarillas. Camino de la puerta, Jasmine le dio un beso en la mejilla a la sorprendida mujer, luego se dirigió apresuradamente al servicio de señoras. Ocho minutos después, salió duchada, maquillada y embutida en el vestido. Se ajustaba a la perfección a las curvas de Jasmine.
—Dylan, súbeme la cremallera.
Después de estar un rato luchando por subirla hasta el tope, el muchachito se rindió.
—Es demasiado estrecho.
—Bueno, supongo que ya está bien. Vamos, cariño, ¡llegamos tarde!
Hacía mucho tiempo que los hombres frente a los que pasaba no veían algo parecido a la señora Dubrow. Estaban acostumbrados a ver a sus compañeras de trabajo cubiertas de la cabeza a los pies por trajes esterilizados de algodón. A tenor de las miradas que recibía, Jasmine dedujo que el vestido era demasiado estrecho, especialmente en el escote. Empezó a sentirse incómoda.
—¿Qué tal estoy? —le preguntó a Dylan.
Su hijo agitó la mano para expresar que «así, así».
—Oh, gracias —le dijo ella—. Eres de gran ayuda.
Doblaron una esquina y llegaron a la capilla.
El lugar era una mezcla de templo y sala recreativa. Vidrieras con luces fluorescentes detrás iluminaban las mesas forradas de fieltro para jugar a póquer. El pastor multiconfesional del Área 51, el capellán Duryea, un caballero entrado en años con un peinado a lo Einstein, había llegado y retirado una mesa de ping-pong de en medio. Le dio la mano a Jasmine y se quedaron hablando un rato antes de que llegaran los demás.
—Que alguien llame a los bomberos antes de que me devoren las llamas.
Steve, alucinado, se quedó clavado en la puerta. Sin quitarle la vista de encima a Jasmine, atravesó el pasillo y la besó en la mejilla.
—Jas, ¡qué guapa estás!
—Llegas tres minutos tarde —le reprochó ella mientras le enseñaba el reloj.
—Ya me conoces. Quería...
—Sí, ya sé —acabó de decir ella—, querías hacer una entrada triunfal.
El capellán se colocó detrás de un atril y comprobó que todo estuviera a punto.
—Steve, ¿tienes el anillo?
—¿A usted qué le parece?
Del bolsillo de una cazadora de la Fuerzas Aéreas que le habían prestado sacó el mismo anillo del delfín saltando con el que Jimmy lo había sorprendido el día anterior.
—¿Testigos?
En cuanto pronunció estas palabras, David y Connie aparecieron en la puerta luchando con la corbata que David había pedido prestada hacía un instante. No consiguieron ponerla en su sitio y al final la dejaron colgando en un nudo a medio hacer. Se acercaron y se pusieron uno a cada lado de la feliz pareja. Cuando vio que todo estaba en orden, el capellán Duryea sonrió y dijo:
—Entonces, podemos empezar la función.
La corta ceremonia resultó estar tan llena de significado y ser tan conmovedora para los testigos como para los novios. En el momento de las promesas, Connie le tendió la mano a David y jugó con el anillo de boda que ella le había entregado años atrás.
El equipo de mecánicos que estaban haciendo reparaciones en una hilera de diez F-l5 ofrecía un espectáculo increíble. Gritándose instrucciones unos a otros y pidiendo herramientas, se movían con el ritmo frenético de un equipo de mecánicos de Fórmula 1. Era una carrera contrarreloj para lograr que los cazas estuviesen a punto. El ruido de las remachadoras y de las llaves inglesas rebotaba en las paredes y se repetía en eco. En cada rincón del gigantesco hangar, que estaba hasta los topes de aviones de todo tipo, se repetía la misma escena.
Tan pronto como habían llegado las órdenes alrededor de la medianoche, el personal de Mitchell había trabajado a un ritmo trepidante, no sólo revisando sus propios hangares, sino también todos los del Centro de Pruebas de Armamento de Nellis, un área de aproximadamente mil quinientos kilómetros cuadrados, con el fin de reunir todos los aviones en condiciones y los que estaban al cincuenta por ciento de posibilidades. Puesto que la finalidad aparente del Área 51 era la investigación y el desarrollo de aviones experimentales, habían acumulado un número considerable de aparatos a lo largo de los años. Muchos de ellos eran modelos de primera época de cazas y aviones de transporte norteamericanos convencionales, pero también había un buen número de prototipos, modelos peculiares que nunca se fabricaron en serie. Aviones como el Martin X-29 con forma de cuña y el extraño MSU Marvel Stol, con el motor turbohélice colocado en el extremo del ala, por encima de la cola. Estos aviones habían sido «liberados» de los enemigos o «desviados accidentalmente» de sus aliados.
El hallazgo más satisfactorio había sido la flota de F-l5, estacionada en uno de los hangares situados medio bajo tierra de los alrededores del lago Papoose, a catorce kilómetros hacia el norte. Como a muchos otros aviones que encontraron, a los F-l5 les faltaban piezas, puesto que habían sido aprovechadas para otros proyectos. En uno faltaba el sistema de radar, mientras que otro carecía del timón de dirección de cola. Aun así, los aviones eran armas de guerra apropiadas y punteras que tenían una gran ventaja sobre las demás: había misiles para ellas. Los cinco que funcionaban se transportaron al hangar principal y los otros cinco fueron arrastrados. El mecánico jefe calculó que ocho estarían preparados a la hora en que estaba previsto comenzar la contraofensiva.
La base había recibido refuerzos y un buen susto cuando una veintena de F-l 11 llegó sin avisar alrededor de las dos de la madrugada. Era un grupo de pilotos extranjeros que estaba entrenando y sus instructores del Ejército, que habían quedado aislados en un área de instrucción en el desierto de California cuando los invasores comenzaron el ataque. No pudieron responder al mensaje transmitido desde el Área 51 de ninguna manera, así que decidieron ir allí y unirse al equipo. Sólo tres de los pilotos eran instructores con experiencia. Los otros diecisiete estaban en período de instrucción y procedían de países aliados: la República Checa, Honduras y un grupo de Nigeria. Como la mayoría de los pilotos de todo el mundo, hablaban inglés, la lengua internacional de la aviación. No había luz en las pistas y tuvieron mucha suerte al no perder a ninguno durante el aterrizaje.
Todos los que estaban en el hangar conocían tanto el plan de ataque como las pocas posibilidades de sobrevivir. Mitchell había hablado sin rodeos y había explicado que incluso si conseguían desactivar el escudo, los alienígenas todavía les superarían en número y en armamento. En el mejor de los casos, se convertiría en un duro combate con los cazas más rápidos y de viraje ceñido, el numeroso grupo que había abatido miles de aviones de propulsión en el mundo entero y que sólo había sufrido una baja. Mitchell terminó, miró a su alrededor y preguntó si alguien quería abandonar, les dijo que era mejor hacerlo en ese momento y no cuando estuvieran en el aire. Nadie dijo una palabra.
—Mejor así —les dijo—, porque vamos a necesitar toda la ayuda de la que podamos disponer.
El jeep con los altavoces estaba aparcado entre las grandes puertas giratorias. Mitchell se subió a la parte trasera para asignar los aviones a los pilotos. Mientras estaban reunidos en el grupo, los hombres estuvieron fanfarroneando y adoptaron una actitud temeraria, hablando sobre cómo aniquilarían al enemigo. Pero una hora después, el único ruido que se oía era el silbido y el golpeteo de las herramientas de los mecánicos. Unos pocos combatientes reunidos en grupos hablaban en voz baja entre ellos, pero la mayoría se había retirado a lugares apartados y se había quedado solo en compañía de sus pensamientos.
Éste fue el panorama que encontró el presidente cuando se abrió la puerta del ascensor una hora antes de que la improvisada Fuerza Aérea partiera hacia el norte para enfrentarse al destructor de ciudades de la Costa Oeste. En lugar de su séquito habitual, Whitmore iba acompañado sólo por el general Grey y uno de los agentes del Servicio Secreto.
—¿De dónde han sacado estos armatostes? Parece el museo Smithsonian del Aire y del Espacio.
—A caballo regalado no le mires el diente —le recordó Grey—. Puede que Mitchell haya ido demasiado lejos, pero las órdenes eran traer cualquier cosa que pudiera volar.
—¿De cuántos aviones podemos disponer? —preguntó Whitmore.
—Si quiere decir de cuántos pilotos preparados disponemos, la respuesta es treinta. Pero vamos a bajar el listón y a alargar el número hasta ciento quince.
Whitmore había acudido para pasar revista a las tropas antes de que partieran a la batalla. No había esperado encontrar un panorama tan silencioso y desolado. Esos hombres, empujados inesperadamente a la lucha, no estaban precisamente entusiasmados. La expresión preocupada y abatida de sus rostros les hacía parecer un equipo de fútbol que perdiera cinco a cero en la media parte. Whitmore deseó tener algo que decir, algún discurso decidido y emocionante, pero era consciente de que no tenía talento para improvisar. Siempre tenía muy claras las ideas que quería transmitir, pero dejaba la responsabilidad de decidir las palabras exactas a Connie y a su equipo.
Empezó a caminar por los pasillos que formaban las hileras de aviones y se paraba aquí y allá para ofrecer una palabra de ánimo o para inspeccionar un avión. Muchos de los hombres apenas levantaban la vista cuando pasaba, lo que da una idea de lo profundamente inmersos que estaban en sus pensamientos. Whitmore se imaginó a George Washington caminando entre las tropas, heladas y hambrientas, en Valley Forge, analizando en silencio su moral y su deseo de entrar en batalla. Llegó hasta un hombre que estaba sentado con las piernas cruzadas y que parecía estar hablando consigo mismo. Cuando lo observó más de cerca, se dio cuenta de que estaba rezando, dirigiendo unas rápidas e incomprensibles palabras a las alturas, consciente de que ya no quedaba mucho tiempo. Al doblar la esquina siguiente, se encontró con un joven musculoso que sólo llevaba unos vaqueros. Sollozaba incontroladamente. Tenía una hilera de fotografías colocadas en el suelo. Mientras se enjugaba las lágrimas, iba poniéndolas una a una en uno de los lados de su avión, un viejo Mustang P-51. Whitmore se dio cuenta de que eran fotos de sus seres queridos, a los que había perdido en las explosiones. El dolor de aquel hombre era contagioso y mientras Whitmore lo observaba, no pudo evitar el recuerdo de la mano sin vida de Marilyn entre las suyas. De repente, sintió que la mano de Grey lo cogía del brazo y lo apartaba de allí. Sin darse cuenta, Whitmore también había empezado a llorar.
Desde un punto de vista militar, los nuevos reclutas constituían un penoso espectáculo. Un hombre de sesenta años con el ceño fruncido estaba sentado en la cabina de un Mig estudiando un manual de vuelo que era un tocho mal traducido del ruso. Whitmore intercambió unas palabras con él y averiguó que no había pilotado un avión desde la guerra de Corea. A pesar de eso, era el piloto más experimentado de su grupo. La mayoría no había volado nunca. Unos cuantos estaban sobre las alas y el fuselaje de un avión mientras un instructor de vuelo sentado en la cabina les daba un cursillo acelerado sobre cómo mantener un avión en el aire. Su tarea durante la batalla sería pilotar los aviones para los cuales la base no tenía municiones. Servirían de señuelos para entretener a los alienígenas mientras los pilotos experimentados atacasen la nave más grande. Whitmore interrumpió la sesión de instrucción por un momento para felicitar a esos hombres y mujeres condenados a morir, y luego continuó su camino.
Finalmente, llegó a la parte frontal del hangar y a la hilera de los F-15. Whitmore los conocía muy bien. Había hecho muchas horas de vuelo en ese avión de reacción antes de ser ascendido y pilotar Stealths. Se sorprendió al encontrar entre los elegidos para pilotar esa compleja arma de guerra al capitán del Air Force One, el capitán Birnham. Más sorprendente fue el hecho de que Birnham estuviera escuchando con atención a un hombre delgado como un palillo y con una poblada barba que se llamaba Pig, mientras éste le explicaba algunas características del avión. Pig tenía una moto que montaba con su banda, una especie de Ángeles del Infierno, cada fin de semana. Llevaba unos pantalones de cuero negro, una cazadora con su nombre en letras góticas encima de un dibujo obsceno y un pañuelo atado alrededor de su cabello pelirrojo y despeinado. Whitmore se unió a la conversación y se enteró de que el motero había sido mecánico jefe de la Marina durante años en San Diego. Whitmore evitó preguntarle cómo había aprendido a pilotar un F-15, seguro de que no le gustaría la respuesta.
Muchos de los inquietos pilotos habían seguido a Whitmore y a Grey hasta las puertas principales y la noticia de su presencia se había extendido por todo el campamento. Las luces de las tiendas de campaña y de los vehículos se encendieron a medida que los civiles desplazados salían al exterior. El presidente subió a la parte trasera del jeep con los altavoces, golpeó el micrófono un par de veces y empezó a hablar.
—Buenos días —dijo con tono dubitativo.
Todos los que estaban dentro del hangar se apresuraron a salir desde detrás de sus aviones para reunirse al aire libre, cerca de la hilera de F-15. Whitmore dirigió la vista al cielo para comprobar las primeras señales del amanecer y luego contempló a los somnolientos refugiados mientras se dirigían a las puertas del hangar. Durante un instante, se quedó observando los rostros expectantes de su público y sin saber qué decir. Luego, a pesar de su desorientación, comenzó.
—De aquí a menos de una hora, más de cien de vosotros volaréis hacia el norte para enfrentaros con un enemigo más poderoso que cualquier otro que el mundo haya conocido. Mientras lo hagáis, otros pilotos del mundo entero se unirán a vosotros lanzando ataques similares contra las otras treinta y cinco naves que atacan el planeta. La batalla de la que vais a formar parte será el mayor combate aéreo de la historia de la humanidad. —Hizo una pausa para considerar esa idea—. De la humanidad —repitió dejando que la palabra quedase suspendida en el aire—. Esa palabra cobra un nuevo significado para todos el día de hoy. Si algo bueno ha resultado de este brutal y no provocado ataque a nuestro planeta ha sido el reconocimiento de lo mucho que tenemos en común todos los seres humanos. Nos ha dado una nueva perspectiva de lo que significa compartir este mundo. Nos ha enseñado la insignificancia de nuestras diferencias y nos ha recordado nuestros esenciales intereses comunes. El ataque ha cambiado el curso de la historia y ha dado una nueva definición a lo que significa ser humano. De aquí en adelante, será imposible olvidar lo importante que es la relación entre las diferentes razas y naciones.
A medida que hablaba, Whitmore se iba sintiendo menos incómodo. Sabía lo que se tenía que decir y empezó a fiarse de su instinto. Parecía que las palabras tuvieran vida propia.
—Creo que es algo irónico que hoy sea el Cuatro de Julio, la conmemoración de la independencia de Estados Unidos. Quizá sea el destino el que ha hecho que, de nuevo, esta fecha marque el inicio de una gran batalla por la libertad. Pero esta vez, lucharemos por algo incluso más básico que el derecho a verse libre de la tiranía, la persecución o la opresión. Vamos a luchar contra un enemigo que no estará satisfecho sino con la aniquilación total. Esta vez vamos a luchar por nuestro derecho a la vida, por nuestra propia existencia.
Su voz se fue elevando a medida que las palabras iban cobrando fuerza.
—De aquí a una hora, nos enfrentaremos a un adversario desconocido y mortífero, al ejército más poderoso al que se ha enfrentado el género humano. No os voy a hacer falsas promesas. No puedo ofrecer ninguna garantía de que venceremos, pero si alguna vez ha habido una batalla en la que valga la pena participar, es ésta. Y cuando os miro, me doy cuenta de lo afortunado que soy por estar aquí, en este momento crítico, rodeado de personas como vosotros. Sois patriotas en el sentido más auténtico del término: personas que aman su hogar y están dispuestas a entregar sus conocimientos, sus habilidades e incluso sus vidas para defenderlo. Considero un honor luchar junto a vosotros, elevar mi voz junto a las vuestras y afirmar, tanto si vencemos como si somos derrotados, ¡no nos quedaremos de brazos cruzados! No nos rendiremos sin luchar, presentaremos batalla por lo que nos pertenece por derecho y llevaremos la cabeza bien alta hasta el final. Y si vencemos —dijo con una sonrisa—, si de algún modo cumplimos con esta tarea que parece imposible, será la victoria más gloriosa que se pueda imaginar. El Cuatro de Julio ya no será conocido sólo como una celebración de EE.UU., sino también como el día en que todas las naciones de la Tierra lucharon hombro con hombro y gritaron: ¡No vamos a someternos y a morir! ¡Continuaremos! ¡Sobreviviremos! ¡Hoy —tronó—, celebramos nuestro Día de la Independencia!
Whitmore se separó del micro mientras se levantaba un tremendo clamor de aprobación de la multitud. Profundamente conmovidos por sus palabras, los hombres y mujeres que lo rodeaban olvidaron sus temores y le aclamaron, sintiéndose preparados para luchar. Habrían seguido a su líder a cualquier parte.
Mientras continuaban los aplausos y las aclamaciones, Whitmore bajó del jeep de un salto y se dirigió a la fila de los F-15. Grey vio que intercambiaba unas palabras con el mayor Mitchell y con el piloto del Air Force One, Birnham. El general había advertido, con desaprobación, el cambio del vosotros al nosotros en mitad del discurso. Cuando vio que Birnham le entregaba su cazadora y su casco al comandante en jefe, Grey comenzó a abrirse paso entre la multitud.
—Tom Whitmore —dijo Grey con voz áspera asumiendo el papel de profesor enfadado—, ¿qué demonios se supone que estás haciendo?
Whitmore ya estaba vestido y estaba esperando uno de los cazas.
—Soy piloto, Will. Pertenezco a las Fuerzas Aéreas —le explicó sonriendo a su viejo amigo—. No voy a pedir a esta gente que asuma riesgos que yo no estoy dispuesto a correr —añadió mientras se ponía el casco.
—Piensa en lo que supondrá para la gente enterarse de que el presidente de los Estados Unidos ha sido abatido.
—Will, creo que ésta es nuestra última oportunidad. Si no vuelvo, no creo que mañana importe si hay o no presidente.
Grey quería darle argumentos, pero se dio cuenta de que estaba decidido a hacerlo. Apeló al agente del Servicio Secreto, pero éste se limitó a encogerse de hombros y a hacer un movimiento de cabeza. Oficialmente no apoyaba lo que estaba haciendo el presidente, pero lo admiraba por ello. Cuando Grey se volvió, Whitmore ya estaba en la cabina enfrascado en una conversación con el hombre que llevaba escrito PIG en la cazadora. Indignado, Grey se marchó para ocupar su puesto en la sala del alto mando.
Durante los últimos y frenéticos minutos antes del despegue, el personal técnico comprobó una y otra vez el equipo. Habían puesto una docena de trozos de papel, cada uno colgado de un sitio diferente del cuadro de instrumentos, con diagramas del funcionamiento dibujados en cada uno de ellos.
Junto a la nave, todos los que estaban allí buscaban una forma adecuada para despedirse. Nadie lo expresó en voz alta, pero todos pensaban en lo mismo: que Steve y David tenían una oportunidad entre un millón de conseguirlo. Probablemente morirían y eso hacía la despedida más difícil, más definitiva.
—Cuando vuelva, encenderemos el resto de los fuegos artificiales —le decía Steve a Dylan.
Jasmine desvió la mirada y trató de sonreír. Lo rodeó con sus brazos y le susurró algo que le dejó una aturdida sonrisa en el rostro. Cuando terminó, le dio un beso en la mejilla, cogió a Dylan y subió las escaleras de la plataforma de observación.
Se oyó una voz que retumbaba por los altavoces.
—Un minuto para el despegue. Despejen la zona.
—Psss. David, aquí.
Era Julius. Llevaba algo escondido bajo la chaqueta, algo que no quería que vieran los demás. Llevó a su hijo a un rincón y, comprobando que nadie los veía, se abrió la chaqueta.
—Toma esto. Por si acaso.
Había cogido un par de bolsas para el mareo con el sello presidencial y se las había colocado en el cinturón. Eran un recuerdo de su viaje a bordo del Air Force One. David sonrió cuando vio el regalo que le daba su padre.
—Eres el mejor, papá. Yo también tengo algo para ti. —Rebuscó dentro del maletín de su ordenador e inmediatamente sacó un yarmulke y una pequeña Biblia encuadernada en piel. En el rostro de Julius se dibujó una expresión de asombro. Una Biblia era lo último que hubiera esperado que David llevara encima—. Por si acaso —susurró el muchacho inclinándose hacia su padre.
Julius le miró de arriba abajo.
—Quiero que sepas que estoy muy orgulloso de ti, hijo. —Aquellas palabras significaban para David mucho más de lo que su padre creía. Julius se hizo a un lado para que su hijo pudiera despedirse de una última persona.
Connie esbozaba una sonrisa temblorosa, como una hoja a merced del viento. Temía romper a llorar en cualquier momento. Ella y David tenían tantas cosas pendientes, quedaba tanto por decir. Ahora, parecía que volvían a perderse mutuamente, esta vez para siempre. Los dos se sintieron incapaces de articular una sola palabra. Sin embargo, una mirada entre ellos, llena de aceptación y amor mutuos, borró todo el dolor en un instante.
—Ten cuidado. —Eso fue todo lo que Connie pudo balbucear. David dio media vuelta y empezó a subir la escalera, junto con Steve.
—No, no, no. Todavía no podemos marcharnos. —Steve, muy nervioso, comenzó a rebuscar en los bolsillos de su uniforme. Había perdido algo.
»Puros. Tengo que encontrar algunos puros habanos.
Steve estaba a punto de salir corriendo. No era excesivamente supersticioso, pero sabía que algo malo iba a ocurrir sin el puro de la victoria esperándole a la vuelta.
Julius le agarró por el brazo.
—Aquí tienes. Suerte. —Los había sacado de los bolsillos de su chaqueta.
—Me has salvado la vida —le respondió Steve. Julius deseó que aquellas palabras se hicieran realidad.
Unos segundos después, Steve empezó a subir enérgicamente las escaleras hacia el reconstruido avión de ataque extraterrestre. David le siguió, con una nerviosa y última sonrisa en su rostro.
Connie se reunió con Jasmine y los demás detrás de los cristales de la cabina de observación. Era un cuarto pequeño que había sido diseñado hacía mucho tiempo para controlar la seguridad y demás funciones. Estaba ubicado dentro del enorme espacio que acogía la nave de ataque. Los equipos de los que disponía no habían sido utilizados desde su instalación, a finales de los años cincuenta, y no inspiraban mucha confianza. La mayoría había sido fabricada a medida. Las bandas de cinta adhesiva que etiquetaban los paneles de control se estaban despegando. Al retirar las fundas que los protegían del polvo, dos de ellos se desprendieron y cayeron al suelo.
Por fortuna, el responsable técnico, Mitch, era capaz de deducir el funcionamiento de aquellos dispositivos. Presionó un par de botones e inmediatamente toda la habitación comenzó a temblar. Un antiguo motor eléctrico empezó a traquetear e hizo que una parte del techo de hormigón comenzara a abrirse. Presionó otro y abrió una salida para la nave. El agujero conducía a un pozo gigantesco e inclinado con salida al exterior. Aquel túnel tenía unos treinta metros de anchura, lo que hacía que Steve dispusiera de un estrecho margen a ambos lados, puesto que la nave medía unos veinte aproximadamente. Obviamente, los arquitectos de aquel pozo nunca hubieran podido imaginar que la nave tendría que cargar una bomba nuclear en su casco.
En cuanto se confirmó por la emisora que las compuertas se habían abierto, Mitch informó a Steve y le dio permiso para proceder al despegue. El piloto dio la señal para que se desprendieran las gigantescas abrazaderas que sujetaban el avión.
—Esto es importante —anunció Steve, esperando atraer la dispersa atención de David. Alargó la mano a través del pasillo y le ofreció uno de los puros—. Guárdate esto para celebrar la vuelta a casa. Será nuestro puro de la victoria. Pero no lo podremos encender hasta que no acabe el espectáculo. —Cuando se inclinó para acercarse, se percató de que David había preparado las bolsas de mareo y las tenía encima de sus piernas.
—Tengo que confesarte algo —le dijo David mientras se abrochaba el cinturón—. En realidad, no soy ningún héroe a bordo.
Mientras hablaba, las abrazaderas se desprendieron de ambos lados de la nave. Chocaron contra el suelo con tal estrépito que incluso se oyó desde el interior. El artefacto se elevó en el aire, temblando ligeramente, hasta que se estabilizó a unos cuatro metros de altura, con aspecto de roca enorme. En el cuadro de instrumentos se movieron un par de palancas blancas hasta alcanzar la posición idónea frente al asiento del piloto.
—Me encanta este avión. Es alucinante, ¿verdad? —dijo Steve.
—Creo que sería mucho más alucinante llegar enteros al exterior —respondió David esforzándose por sonreír. Estaba pensando en el explosivo ubicado prácticamente debajo de su asiento.
Siguiendo las instrucciones impresas en la cinta de un conducto, Steve elevó la nave gradualmente hasta situarse frente a la salida. Los dedos de David dejaban marca en los reposabrazos de su asiento. Sin embargo, Steve estaba eufórico.
—¿Estás listo? De acuerdo, ¡vamonos!
Steve dirigió la nave hasta la entrada del túnel y tiró de la palanca de control. La máquina respondió, pero no de la forma que habían previsto.
Se desplazó hacia atrás, como un rayo, cruzando la cámara hasta chocar contra la pared. Afortunadamente, la fibra dé vidrio de los conductos del aire acondicionado evitó que se estrellara.
—¡Upa!
David, que acababa de sufrir un infarto imaginario, se quedó sin aliento.
—¿Upa? —gruñó—. ¿Puedes llamar a esto simplemente «upa»?
Steve se inclinó hacia delante y despegó un trozo de la cinta adhesiva de la consola. Lo doblegó haciéndolo girar y después volvió a pegarlo.
—Intentémoslo de nuevo. —Dio un suave empujón con el codo al mando de control, llevándolo hacia delante. El avión salió disparado hasta llegar a la boca del túnel. Sabía que su suerte había quedado perjudicada con aquel primer incidente. Se aseguró de ir muy lentamente, rozando el techo y dejando suficiente espacio para la cabeza de combate que transportaban en la parte inferior de la nave. En cuanto salieron del túnel, Steve inclinó con fuerza los mandos. Salieron al exterior en un ángulo abrupto, emitiendo el sonido característico de los aviones a alta velocidad. Volaron hacia el cielo nocturno y pudieron contemplar el despuntar del alba en el horizonte.
Poco después de dejar atrás la compuerta, empezaron a dar vueltas en forma de espiral. Se enderezaron e inmediatamente volvieron a girar haciendo rizos en el cielo.
—Uaaaaaaa —gritó David, gorgoteando y gimiendo al mismo tiempo—. ¿Qué ocurre, Steve? ¿Qué está fallando?
—Todo funciona perfectamente —le aseguró Steve, pilotando de nuevo con normalidad—. Estoy disfrutando de esta maravilla de nave. Tendré que conseguirme una igual.
—Oye, por favor, no continúes pilotando de esta manera. No puedo más. Lo digo en serio.
Steve respondió iniciando otra serie de maniobras de vuelo acrobático.
El presidente siguió el despegue de la nave de ataque desde la cabina de su F-15. En la pista de aterrizaje se había dispuesto un grupo de cuarenta aviones. Desde ella, se veía cómo el cielo cambiaba de color de púrpura a rosa. Los pilotos tenían las cabinas descubiertas y estaban atentos a las emisoras. Cuando la nave de ataque de Steve y David salió disparada hacia el cielo, parecía una mancha oscura, un objeto volador no identificado desapareciendo a una velocidad vertiginosa hacia la oscuridad. Era un tanto decepcionante, una sombra apenas visible en la fina línea coloreada que despuntaba por el este. Una vez finalizado el espectáculo, Whitmore se acomodó en su cabina. Conectó con la sala del alto mando a través de la emisora y al mismo tiempo se colocó su casco y cerró la cubierta corrediza.
—Grey, ¿me oyes?
—Recibido, Águila Uno, alto y claro. Un momento, señor. —La tensión que dejaba entrever la voz de Grey indicó a los pilotos que algo no marchaba correctamente. Un minuto después, el general volvió con malas noticias—. Aguila Uno, nuestro objetivo principal ha variado su rumbo. Podemos observarlo en el radar.
—¿Hacia dónde se dirige? —El presidente supuso que estaba alejándose de su alcance y que todas las instrucciones que él había ordenado estaban a punto de ser en vano.
—Creo que nuestras intenciones han sido descubiertas. La nave nodriza se está desplazando de este a oeste. Y viaja a mucha velocidad. Se dirigen directamente hacia nosotros, señor. El tiempo estimado de llegada es de treinta y dos minutos.
El plan de Whitmore era lanzar su recién organizado escuadrón y brindarle la oportunidad de realizar algunas prácticas. Aquella parte del plan tuvo que ser anulada. Era consciente de que los otros pilotos estaban escuchando, así que intentó destacar la parte positiva de la situación.
—Esto significa que tendremos la ventaja de estar en terreno propio. Despeguemos y marquemos nuestro territorio.
Acto seguido, conectó el canal privado que Grey había previsto especialmente para él.
—¿Me escucha?
—Adelante, Águila Uno.
—Pida refuerzos. Consiga tanta ayuda como pueda. La necesitaremos.
David estaba hundido contra el respaldo de su asiento. Sus ojos parecían un par de esferas desorbitadas. Emitía una serie de sonidos que daban la sensación de que estuviera cantando solo. De no ser así, estaba a punto de vomitar las galletas que había ingerido. Finalmente, Steve se apiadó de su pasajero y enderezó definitivamente la nave. Era un artefacto impresionante, rápido como un rayo e increíblemente fácil de maniobrar. Realizó un giro de noventa grados con toda perfección. Parecía tener algún tipo de giroscopio introducido en su sistema, ya que era capaz de llevar a cabo cualquier tipo de maniobra con una estabilidad impecable, sin importar el grado de imprudencia que conllevara.
—¿Sigues conmigo?
David hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Estaba totalmente pálido.
Cuando la nave abandonó la atmósfera terrestre, el azul del cielo se transformó en violeta. Después cambió a negro. El piloto se quedó boquiabierto, no daba crédito a sus ojos. Acto seguido, su rostro se iluminó con una amplia sonrisa de oreja a oreja. Al dejar atrás las últimas capas de la atmósfera, el avión aceleró repentinamente. Fue como si lo hubieran liberado. Ahí arriba, en la noche perenne iluminada por el Sol eternamente cegador, la nave se sumergió profundamente en un velo de estrellas que les envolvió por completo. Para Steve, fue como un maravilloso sueño infantil finalmente hecho realidad.
—He esperado esto mucho tiempo.
En silencio, continuaron elevándose a gran velocidad. Podían contemplar el Sol a un lado y la Luna al otro. Sentían que iban dejando atrás el espacio en busca del infinito. Por un momento, Steve olvidó a qué habían venido. David estaba librando una batalla con los ácidos de su estómago que se revolvían incesantemente. No apartaba la mirada de los monitores de respiración asistida que había instalados en el suelo. Vio algo que le confirmó que estaba perdiendo el conocimiento: los monitores estaban sujetos con unas gruesas bandas de nailon muy resistente, igual que las de los cinturones de seguridad. De repente, una de ellas pareció cobrar vida, alzándose en el aire como un tentáculo.
—¿Lo sientes? ¡Gravedad cero! ¡Ya hemos llegado!
Steve ya había vivido algunas experiencias con la ingravidez. En una ocasión, se hizo con una invitación para volar en el compartimiento de cargas de un B-52 que dibujaba parábolas en el cielo. Cuando el avión llegó al límite de su ascensión empezó a caer en un ángulo cuidadosamente calculado, produciendo una simulación de gravedad cero que permitía que los pasajeros flotaran en el aire durante dos o tres minutos seguidos. Para Steve, aquello suponía el recuerdo agradable de una vivencia que le resultaba familiar. David no compartía su opinión.
Si antes ya había imaginado su desayuno subiendo lentamente por su esófago, ahora lo notaba perfectamente.
—Claro —balbució—, ingravidez. Tenía que haberlo imaginado.
David se giró para observar la Luna a través de la ventana.
Desde el ángulo en que estaba situado, parecía casi llena. Sin embargo, desde la Tierra, acababa de entrar en la fase del cuarto creciente. Estaba contemplando lo que muy pocos humanos habían visto con sus propios ojos: el lado oscuro de la Luna.
Pero lo que verdaderamente llamó su atención fue algo que ningún humano había visto jamás: un orbe negro, al acecho en la distancia, del tamaño de una cuarta parte de la Luna. La nave nodriza, con su lisa superficie iluminada por el Sol, centelleaba malévolamente. Un par de dientes monstruosos colgaban de lo que parecía ser la parte inferior, como dos colmillos hambrientos suspendidos en el espacio.
—Ahí está—dijo David recuperándose—. Dirígete hacia ella.
Steve hizo exactamente eso. Habían pasado menos de cinco minutos desde el momento en que salieron de la atmósfera terrestre e incluso menos tiempo desde que dejaran de sentir su gravedad.
No tenían ningún punto de referencia ni velocímetro que pudiese informarles de que habían estado acelerando ininterrumpidamente. Steve encaminó la nave hacia su objetivo con sólo mover un dedo. Ambos se quedaron impresionados por la increíble velocidad con la que fueron transportados en dirección a la Luna. En el recuadro de sus ventanas, el tamaño del satélite lunar aumentó hasta tal punto que a David le pareció que estaban acercándose demasiado.
—Sabes cómo reducir la velocidad de este cacharro, ¿verdad? —preguntó con indiferencia, para no molestar a su compañero.
—Vaya —respondió Steve, repentinamente preocupado.
—¿Vaya? Eso no suena muy alentador —continuó David. Se encontraban a tan poca distancia que podía estudiar los cráteres del satélite—. ¿Qué sucede?
—Está ocurriendo algo. La nave no responde.
David miró en su ordenador portátil. Desde que las abrazaderas dejaron de sujetar la nave, era la primera vez que David parecía estremecerse por estar a bordo.
—¡Lo sabía! —Miró a Steve—. Bueno, al menos lo pensé. De la forma en que describiste la nave nodriza, supe que debía de haber algún mecanismo de control aéreo dirigiendo el vuelo por ordenador. Nos están llevando hacia ellos. David siguió tecleando en el ordenador.
—¿Y cuándo pensabas decírmelo? —preguntó Steve, un tanto ofendido.
—¡Upa! —Fue la respuesta de David, mirando a través de la cabina.
—Tenemos visión.
Mucho antes de que el destructor de ciudades estuviera al alcance del radar del Área 51, su enorme armazón de veinticuatro kilómetros de anchura se veía cruzando el horizonte. El presidente y los treinta F-15 habían ascendido hasta una altura de diez mil metros, muy por encima de la nave de guerra que se estaba acercando y los pilotos no profesionales. Éstos tenían problemas para mantener sus formaciones. Whitmore tenía a su lado tres pilotos civiles que nunca habían volado anteriormente en un avión de guerra. No obstante, se desenvolvían notablemente bien. El presidente los tenía practicando con los aparatos de vigilancia. En esos viejos aviones, la PANTALLA DE SEGUIMIENTO no ofrecía un gran campo de visión de la batalla y la imagen no se correspondía con los sueños de cualquier piloto. Estas funciones ya se encontraban estandarizadas en los últimos modelos. Para localizar al enemigo, el equipo de Whitmore, denominado «Escuadrón de las Águilas», debería confiar en los técnicos de la sala del alto mando y en un montón de equipos de vigilancia anticuados.
—Principalmente, muchachos, vamos a mantener los ojos bien abiertos —anunció Whitmore—. ¿Habéis oído algo de la entrega? —preguntó a Grey.
—Negativo. —Whitmore casi podía ver su ceño fruncido a través de la emisora—. No iniciéis el ataque hasta que se haya confirmado la entrega del paquete.
—¡Recibido! —Se oyeron por la emisora, al menos, una docena de voces. Los pilotos habían escuchado la orden.
—¡Y mantengan esta maldita frecuencia libre! —gritó Grey. Se volvió y observó la pantalla del radar.
Se organizaron en cuatro grupos principales para evitar la colisión entre ellos. Daban vueltas por el desierto. Grey los veía dibujando círculos en la pantalla.
—Esta maldita operación es la cosa más estúpida que he visto jamás —dijo, dirigiéndose a Connie y al mayor Mitchell con expresión de profundo disgusto.
—¿Qué ocurrirá si la nave nodriza llega aquí antes de que David pueda introducir el virus? —preguntó Connie apartando al mayor. Esa cuestión la tenía preocupada.
Mitchell estaba concentrado, coordinando su parte de la batalla. Pensó que Connie estaba adelantando acontecimientos y que empezaba a preocuparse por su propia vida. No había tiempo para eso.
—Estamos a muchos metros de profundidad. Esto nos dará una cierta protección.
—No estoy preocupada por mí, sino por toda la gente que está ahí fuera. —Connie le había comprendido perfectamente.
Mitchell recordó lo que había sucedido en el NORAD y sabía que, en comparación, los sistemas de defensa del Área 51 eran débiles. Si la nave nodriza abría fuego contra ellos, sería indiferente estar en el exterior o en los laboratorios. Todos morirían. Posiblemente, trasladar a la gente bajo tierra suponía una posibilidad ligeramente mayor de sobrevivir. Cesó a uno de sus hombres de su puesto de localización y le nombró supervisor. Sin pronunciar una palabra, cogió a Connie del brazo y ambos salieron apresuradamente de la sala.
La nave nodriza era del tamaño de un pequeño planeta perfectamente dividido por su ecuador. Su media cúpula reluciente estaba protegida por un armazón de aspecto liso, a excepción de las zonas por donde parecía haber sido cortada en rojizas fracciones alargadas. En la parte inferior se intercalaban una especie de proyecciones protuberantes de unos veinticuatro kilómetros de diámetro. Eran las cúpulas de los destructores de ciudades exactamente iguales a los que estaban atacando la Tierra. Como mínimo, había cien unidades todavía sujetas a la nave nodriza como sanguijuelas. Treinta y seis anillos vacíos mostraban el lugar donde habían estado acopladas las gigantescas unidades que habían tomado rumbo hacia la Tierra. Colgando espectacularmente de un lado de la nave, se observaba un par de proyecciones con aspecto de colmillos. De un blanco lustroso y al menos ciento cincuenta kilómetros de altura, estas enigmáticas estructuras se arqueaban en el espacio como un conjunto de colmillos de cobra de dimensiones impresionantes.
La nave pilotada por Steve y David fue atraída hacia una de las oscuras secciones dentadas del armazón de acero azul. Estas cubrían el noventa por ciento del exterior de la nave nodriza. Se fueron aproximando gradualmente. Cuando se encontraban a poca distancia, la visibilidad fue anulándose hasta que Steve y David no pudieron apreciar absolutamente nada, excepto la oscura superficie de aquel enorme artefacto directamente sobre ellos. A diferencia del aspecto que ofrecía a miles de kilómetros de distancia, la nave resultó ser sorprendentemente primitiva. Debajo del fino armazón azul, la superficie estaba compuesta de un material ondulado como un desierto de dunas, como kilómetros de estériles piedras neolíticas.
Entre dos densas paredes, había un inmenso portal triangular. Ésa era una de las imágenes que no había sido detectada por los satélites de reconocimiento terrestres. Una pálida luz azul se filtraba hacia el interior de la nave. Cuando David y Steve se acercaron a la entrada del túnel de tres costados, se percataron de que docenas de aviones de ataque iguales al suyo estaban allí aparcados. Éstos, de un tamaño microscópico en comparación al megalito de atrás, entraban y salían con la misma suavidad que se monta una ola de un océano imaginario.
El interior de aquel túnel oscuro les sumergió en un ambiente radicalmente diferente. Las paredes y el techo estaban cubiertos con capas de baldosas de un material semejante a la cerámica. A medida que avanzaban, éstas se iban tornando de un color marrón semejante al del óxido. A intervalos, las paredes emitían pequeños haces de luz de una definición tan compacta como si fueran columnas. Al pasar por medio de uno de ellos, se sintieron como si estuviesen atravesando linternas holográficas. Aquella imagen artificial no podía provenir de una fuente de luz natural. No obstante, ofrecían iluminación suficiente para permitirles ver dónde se estaban desplazando. Los muros de plomo se prolongaban en forma de V. Estaban conectados por una serie de estructuras que zigzagueaban a lo largo del túnel. Daba la sensación de que aquellos soportes habían crecido desmesuradamente albergando bultos orgánicos irregulares. Éstos parecían percebes incrustados en los troncos alargados de un galeón hundido. Desde unas minúsculas ventanas ubicadas en esta especie de cables, se filtraba una luz que revelaba la posible existencia de vida en su interior. Avanzaban a más de quinientos kilómetros por hora, pero las enormes dimensiones de aquel pasillo de acceso y sus estructuras les daban la impresión de desplazarse suavemente arrastrados por una corriente subacuática.
El túnel llegó a su fin y la pequeña aeronave alcanzó la fuente de luz de color azul pálido. Se introdujeron en la cámara central de la nave nodriza. Fue como estar nadando por una espesa agua azul de densidad nebulosa. Durante unos instantes, ni Steve ni David pudieron ver nada. Cuando vislumbraron la primera torre, se dieron cuenta de que la atmósfera les limitaba la visibilidad hasta una distancia aproximada de treinta kilómetros. Aquellas torres eran estructuras protuberantes que se elevaban en medio de la niebla como infinitos fragmentos de cuerdas con gruesos nudos. Se asemejaban a velas de cera que hubieran estado goteando durante años hasta convertirse en una especie de montón en forma de aguja.
En su exterior se distinguían claramente unos caminos, rutas de acceso quizá, donde se llevaban a cabo las reparaciones. La vertiginosa altura de esas construcciones hizo que los humanos se sintieran como pececillos deambulando por un tanque de tiburones.
A medida que fueron aproximándose, distinguieron algo todavía más extraño. Era como la punta de un tornillo colgante. Estaba ubicado encima de una plataforma circular. Esta parte llana y redonda tenía cerca de unos ochenta kilómetros de diámetro y sus lados eran notablemente escarpados. Finalmente, fueron atraídos hasta una zona donde se enfrentaron a una horrible imagen de cientos de alienígenas que marchaban en falanges hacia los bordes de la plataforma. Aquella zona era una especie de área de revista de tropas. Las criaturas parecían estar subiendo a bordo de largas aeronaves. Un escudo de energía invisible les protegía del vacío del espacio.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó David con repulsión.
—Parece que están preparando la invasión—respondió Steve, con la voz entrecortada. Por primera vez, en mucho tiempo, sintió miedo.
Su avión de ataque se elevaba cada vez más hacia la gigantesca estructura que colgaba directamente encima de aquella área, el lugar parecido al extremo de un tornillo. Como la cumbre de una montaña invertida, esta estructura se extendía desde una punta aguda hasta una enorme base. Estaba compuesta por diversos pisos. En cada uno de ellos había numerosas ventanas por donde se filtraba una fuente de luz más brillante. Cada una de ellas, con sus potentes haces extendiéndose hasta una corta distancia de la cámara central, acogía dos o tres unidades de ataque. Era su punto de atracada principal y el centro neurálgico de toda la civilización extraterrestre.
David descubrió que, tal y como Okun había predicho, las naves de ataque se conectaban con la nave nodriza a través de una serie de abrazaderas que cubrían la rígida aleta que coronaba cada nave. Las terminales del circuito acababan en un conector del tamaño de un dedo, que permitía que las naves pequeñas se conectaran directamente al sistema informático de órdenes de la nodriza. Colgando de la pared, junto a cada una de las innumerables ventanas de la torre cónica, había un tubo flexible. Cuando se acercaron los humanos vieron que los tubos estaban hechos de un material transparente que parecía un intestino más que cualquier otra cosa. Al parecer, podían estirarse, separarse de la pared y conectarse a la parte inferior de la nave, formando una especie de corredor que sellaba la escotilla para proteger a los pilotos que entraran en la torre de la presión del vacío.
—Esto no va a funcionar —dijo Steve, señalando la gran ventana a la que se acercaban—. Nos verán antes de que podamos hacer nada.
Efectivamente, a través de las grandes ventanas se veían varias de aquellas criaturas en una sala bien iluminada que parecía ser un centro de control. La distancia que los separaba de allí disminuía rápidamente.
—No te preocupes —le tranquilizó David—. Esta nave viene completamente equipada: asientos reclinables, osciloscopio AM/FM y... —Apretó un botón de la consola—, ¡ventanas protectoras!
Al instante, se empezaron a levantar una serie de enormes escudos protectores frente a las ventanas, impidiendo la visión desde fuera, pero también limitando la visibilidad desde el interior de la nave. Tras unos treinta metros volando a ciegas, notaron que la nave aterrizaba bruscamente, y oyeron las potentes abrazaderas cerrándose sobre la aleta superior. La única luz en la claustrofóbica cabina aparte de las lucecillas del cuadro de instrumentos era la que brillaba con un verde enfermizo desde la pantalla del ordenador portátil de David.
—Esto se está poniendo un poco tenebroso —susurró Steve.
David no le oía. Estaba demasiado concentrado, mirando los cambios que se producían en la pantalla de su ordenador. En el momento en que las abrazaderas se conectaron, los movimientos en la pantalla, que mostraban la posición del escudo protector, cambiaron de dirección. Eso indicaba que estaban conectados a la fuente. Cambió a otra pantalla, que mostró las palabras «Negociando con la central».
Contuvo la respiración mientras el programa analizador de señal escogía entre billones de posibilidades. Entonces, mucho antes de lo que él esperaba, la máquina hizo un sonido y mostró un nuevo mensaje: «Conectando con la central.»
—¡Estamos dentro! ¡No me lo puedo creer, pero estamos dentro!
—¡Bien! ¿Ahora qué? —A Steve no le hacía ninguna gracia quedarse sentado en aquel cubículo fantasmagórico rodeado de un enjambre de extraterrestres. Cuando David volvió a ponerse a trabajar en su ordenador sin responder a su pregunta, el piloto se soltó el cinturón de seguridad y se dirigió hacia la escotilla, preparado para meterle la bota en la boca al primer marciano que asomara la cabeza.
—¡Muy bien! —dijo David más para sí que para su compañero—. Estoy introduciendo el virus.
Mientras tanto, las luces de una pequeña caja soldada a la parte inferior de su nave empezaron a parpadear con lo que resultaba claramente visible entre las naves que la rodeaban.
Un técnico se quitó los auriculares y se levantó de la consola para hablar con el general Grey.
—Está introduciendo el virus.
La cara de mal humor de Grey desapareció de pronto. No esperaba que ninguna fase de ese chapucero experimento surtiera efecto, y la sorpresa se notaba en su expresión. Entonces, sin perder un instante, destensó otra vez las cejas y la boca y cogió un micrófono.
—Águila Uno, ¿me recibís?
—Afirmativo —contestó Whitmore—. Alto y claro.
—Estamos entregando el paquete. Preparados.
Aunque las furiosas reprimendas de Grey habían enseñado a los pilotos novatos a no escuchar conversaciones ajenas por radio, se imaginaba sus gritos de alegría al oír las noticias. Ni siquiera el presidente pudo disimular lo que sentía cuando recibió el mensaje.
—Roger —dijo emocionado—, nos preparamos para el ataque.
En el Área 51 no compartían la emoción. El esfuerzo para evacuar a los refugiados había empezado de un modo organizado. Bajaban en el ascensor que llevaba al complejo científico subterráneo, donde se les alojaba en una gran sala vacía, en grupos de doce. Pero en cuanto la sombra siniestra del destructor de ciudades apareció en el horizonte, el pánico se adueñó del campamento. La gente corría a sus caravanas, en busca de las últimas posesiones que querían llevar consigo, los últimos recuerdos de sus vidas anteriores. Los soldados que organizaban el embarque en los ascensores se vieron arrollados y, con la confusión, se perdieron momentos preciosos.
Alicia estaba revolviendo las cosas que tenía en la autocaravana, sin poder decidirse por lo que quería salvar. Ya había enviado a Troy dentro, y le había prometido que enseguida iría. La puerta se abrió de golpe. Philip metió la cabeza dentro.
—¡Alicia, vamonos! ¡Se están acercando!
—¡Ya lo sé! —gritó ella, cogiendo lo primero que vio, una bolsa de tela llena de ropa sucia. Empezó a dar tumbos contra las paredes intentando arrastrar el pesado bulto hacia la puerta. Philip saltó al interior y cogió la bolsa para que se calmara.
—Yo llevaré la bolsa —dijo con voz tranquilizadora—. Esto parece una primera cita algo especial, ¿no?
Alicia sonrió y cogió aliento. Philip había conseguido tranquilizarla.
—De acuerdo, Romeo. ¿Adonde me llevas?
Philip se cargó la bolsa al hombro y salieron a la luz del sol. Sin dejar que Alicia lo viera, echó una mirada al cielo para ver la posición de la nave de guerra. La gente a su alrededor, histérica, corría chocando en todas direcciones, buscando a parientes y apresurándose para que no les cerraran la puerta del hangar. Alicia salió y cogió la mano de Philip con calma. Le gustaba aquel juego, fingiendo que era una tarde de domingo normal y que su pretendiente la había invitado a dar una vuelta. Mientras la confusión crecía a su alrededor, ellos crearon una pequeña isla de serenidad, cruzando la arena hacia el hangar como si estuvieran paseando por la orilla de un río en primavera.
Su fantasía acabó de pronto cuando una mano cogió a Alicia por el hombro y le hizo dar la vuelta. Era Miguel, cubierto de sudor de correr por toda la zona.
—¿Has visto a Russell? —preguntó, con una mirada de loco—. No lo encuentro por ninguna parte.
Sin que nadie pudiera ver cómo se acercaba a la base, algo se movió por el cielo. Completamente invisible, a la velocidad de la luz, los radares lo detectaron. Era una señal de radio, decodificada al instante por las máquinas de la sala del alto mando. En la pantalla dedicada a monitorizar el contacto por radio con David y Steve aparecieron las palabras «Descarga completa».
—¡Que Dios me castigue! —dijo Grey, admirando el trabajo de Steve y David. Habló por radio—. Águila Uno, aquí base. Se ha completado la entrega. En marcha.
—Con mucho gusto, base.
Whitmore estaba pilotando la nave guía en la formación de treinta cazas. Cuando llegó la orden dio la señal a los pilotos que tenía a los lados y aceleró. Los otros siguieron su ejemplo, aumentando la velocidad impacientes por empezar a bombardear el destructor de ciudades, rugiendo por encima de otros aviones más lentos. Las puertas de carga de la parte inferior del avión de Whitmore se abrieron y bajó el primero de sus tres misiles avanzados aire-aire de medio alcance. Aún sujetos al avión, el detector láser de la punta computó su vuelo y apuntó al lugar que Whitmore había seleccionado en su PANTALLA DE SEGUIMIENTO. Apretó un botón y el misil salió disparado.
Por la radio se oyó la voz de Grey. Estaba siguiendo la pista del misil por el radar.
—¡Cruzad los dedos!
—¡Venga, chico! —dijo Whitmore, fijando la vista en el misil que se alejaba.
A medio kilómetro de la superficie de la inmensa nave, el misil explotó, sin causarle ningún daño, como si lo hubiera hecho en medio de la nada. Los escudos aún estaban activos.
—Nada —dijo uno de los pilotos, rompiendo el silencio por radio—. Chocó contra el escudo; ni un rasguño.
—Ya está. —Grey había visto lo suficiente—. Águila Uno, vuelvan inmediatamente. Los quiero fuera de ahí lo más rápidamente posible.
—¡Negativo! —dijo Whitmore por radio—. ¡Mantengan la formación!
Aunque ya se encontraban a menos de tres kilómetros de distancia, el presidente continuó al frente de la escuadra que se acercaba a una colisión directa con uno de los lados de la nave invasora. Sin anunciar lo que hacía, dejó que el segundo de sus misiles aire-aire cruzara el cielo. Apuntó a un blanco no muy lejos de la torre negra del borde de la nave, y luego disparó. El misil salió y, en cuestión de segundos, llegó al lugar donde los otros habían acabado. No pasó nada. Los pilotos perdieron contacto visual con el misil. Pareció que desaparecía, pero no quedaba tiempo para preguntarse dónde podía haber ido a parar, porque los aviones estaban acercándose rápidamente al perímetro mortal del medio kilómetro. Entonces algo les pilló por sorpresa.
Una enorme explosión apareció en el lado del destructor. Una gran sección de la nave, del tamaño de un edificio, se rompió como una figura de barro, y estalló en pedazos ardientes que cayeron hacia el suelo.
La sala del alto mando estalló en risas descontroladas. Hasta el general Grey, modelo de autocontrol, cerró el puño golpeando al aire, como si lo hiciera contra la mandíbula de un extraterrestre. En los treinta segundos siguientes, los pilotos, eufóricos, inutilizaron la radio a base de gritos y risas, celebrando prematuramente una victoria que todavía no habían conseguido.
Cuando se restableció el orden, Whitmore llevó a su escuadra a su posición original mediante un largo rizo, con lo que volvieron a estar a varios kilómetros de la nave, que seguía avanzando.
—¡Volvemos al ataque! —anunció—. Los jefes de escuadra, tomen posiciones.
Tal y como había planeado, los pilotos más experimentados se situaron en una línea horizontal.
Entonces, con calma pero con seguridad, los otros se colocaron detrás de sus jefes, que les llevaron a las posiciones de ataque.
Cuando rodearon a la enorme nave, los coordinadores del ataque de la sala del alto mando dieron la voz de ataque. Simultáneamente desde todas las direcciones, los jefes de escuadra descargaron contra el enemigo. Sin saber cómo atacar, los pilotos empezaron a romper filas para «mejorar» sus posiciones, en vez de descender o subir. Disparar sobre un objetivo aéreo, aun cuando fuera de las dimensiones de éste, resultó ser más difícil de lo que parecía a priori, y tres cuartas partes de los misiles erraron su trayectoria. Sólo treinta de ellos, la mayoría de los de medio alcance disparados por los pilotos experimentados, dieron con su objetivo.
Algunos de los novatos elevaron sus aviones por encima del destructor, mientras que otros pasaron por debajo. Todos ellos iban hacia el centro, con lo que su mayor preocupación era no chocar de cara unos contra otros. En la confusión, dispararon cientos de Sidewinders, Silkworms y Tomahawks con sistemas de guía térmica. Estos últimos se dirigieron a los aviones que venían en dirección contraria, persiguiéndolos y derribándolos. La batalla aérea degeneró rápidamente en un caos. Pero la verdadera batalla no había empezado aún.
Entonces llegó el momento que todos temían. La puerta de la brillante torre negra se abrió y un enjambre de naves de ataque grises invadieron el cielo. Tras elevarse en grupo, salieron disparadas en distintas direcciones para perseguir a los terrícolas.
—¡Russell!
El grito rasgó el aire del desierto entre el ruido de los aviones que lo sobrevolaban. Miguel había llegado al final del aparcamiento del campo de refugiados buscando a su padrastro cuando oyó lo que parecía una bomba sónica. Se giró para ver el destructor de ciudades que se acercaba. Aunque no sabía nada de guerras aéreas, estaba seguro de que la fuerza aérea de emergencia que había despegado momentos antes de la misma pista donde él se encontraba no estaba haciendo un vuelo ejemplar. Girando sobre sí mismos, esquivando otros aviones para no chocar en el último momento, volando demasiado despacio y demasiado cerca del suelo... No le ofrecían demasiadas garantías de poder acabar con el destructor de ciudades. Pero en el momento en que oyó la explosión, supo que uno de los misiles había llegado a su objetivo. En unos segundos, empezaron a dispararse otros misiles. Se hubiera quedado a mirar aquel espectáculo tan extraño como infrecuente, pero tenía que encontrar a Russell antes de que tuviesen la enorme nave encima.
Miguel barajaba la idea de que su padre hubiera encontrado un lugar a la sombra donde auto-compadecerse sin que nadie le molestara. Y cabía la posibilidad de que se hubiera llevado una botella para que le hiciese compañía. Probablemente estaba en algún lugar cercano y seguro que en un estado deplorable. A lo mejor había muerto.
El chico sabía que debería estar enfadado. Una vez más, la irresponsabilidad de Russell le estaba obligando a proteger a una familia que le costaba llamar suya, pero en vez de enfurecerse, estaba preocupado porque Russell corría peligro de muerte si no lo encontraba y lo llevaba a los laboratorios subterráneos.
Su búsqueda terminó cuando las naves de ataque grises aparecieron en el cielo. El instinto le dijo que debía ponerse a cubierto, y corrió todo lo rápido que pudo. Echando una mirada por encima del hombro, vio un destacamento de naves extraterrestres que se separaba del grupo y se dirigía en línea recta al Área 51. Estaban justo detrás de él, y se acercaban rápido. Corrió a toda velocidad a través del campamento al tiempo que los rayos láser acababan con éste. Las caravanas explotaban y saltaban por los aires. Por lo menos un centenar de personas no llegaron al hangar. Se escondieron tras sus vehículos, o corrieron en zigzag por los espacios abiertos que separaban el campamento de las puertas de los hangares.
Miguel oyó una serie de explosiones en el suelo tras él y se tiró hacia un lado en el último momento, saltando tras un camión. Las puertas del hangar estaban aún a cuarenta metros, al otro lado de una carretera al descubierto. El suelo estaba lleno de cuerpos. Dentro del hangar, vio a unos soldados y a una mujer vestida de blanco que indicaban a la gente que entraran. La mujer vio a Miguel protegiéndose tras el camión y le hizo señas para que se diera prisa. Tenía el pelo y los ojos oscuros y, por un momento, Miguel pensó que la conocía. Demasiado asustado para pensar, Miguel salió disparado a la zona desprotegida en un intento desesperado. Oía los disparos a su alrededor, pero agachó la cabeza y corrió al límite de sus fuerzas. Saltó por encima de los cadáveres y se concentró en llegar a donde estaba la mujer de la blusa blanca. Lo consiguió. Pasó corriendo a través de las puertas de acero justo a tiempo antes de que los soldados las cerraran. Era el último en entrar. Siguió a la mujer hasta el ascensor, que estaba atestado de gente herida esperando a bajar. Una gran explosión retumbó en la estructura de acero. Las puertas principales habían desaparecido, llevándose a los soldados con ellas.
Connie, la mujer de la blusa blanca, apretó con fuerza el botón del interior del ascensor y esperó lo que le pareció una eternidad a que se cerraran las puertas. Se oían disparos láser en el hangar, y justo cuando desapareció la luz entre las puertas que se cerraban, toda la estructura cedió y empezó a derrumbarse.
Steve puso los motores a su máxima potencia y sacudió el volante tan fuerte que a David le pareció que iba a arrancar las delicadas agarraderas.
—¡Prueba otra cosa! —gritó David—. ¡Sácanos de aquí!
—¿No ves que lo estoy intentando? ¡No puedo sacarla! ¡Las abrazaderas son muy fuertes!
Steve soltó el volante, se puso de pie, y fue a la parte de atrás de la cabina, intentando aclarar las ideas. Cuando volvió, momentos más tarde, David estaba tecleando órdenes en su ordenador portátil, buscando algún tipo de ayuda que los liberara del mecanismo de atracada. Preso de la desesperación, Steve empezó a tocar los conmutadores de los instrumentos cuya función los científicos no habían podido averiguar. Cuando se le agotaron todas las opciones, volvió a su asiento de piloto y se desplomó en él, derrotado.
—No me imaginaba que iba a acabar así. Pensaba que sería un combate aéreo salvaje y que iba a capturar a nueve o diez marcianos, ¿sabes? —Lanzó una mirada a David, quien estaba aturdido sólo de pensarlo—. Bueno —prosiguió el piloto—, como mínimo hemos conseguido introducir el virus. —Los dos hombres se llevaron un susto de muerte cuando el escudo recobró vida y bajó desde las ventanas—. ¿Qué estás haciendo? ¡No dejes que nos vean!
David levantó los brazos.
—Yo no he hecho nada. Están anulando el sistema.
Steve dio una patada al suelo y se escondió detrás del cuadro de instrumentos. David, que protegía su ordenador de forma instintiva, se deslizó suavemente por la parte delantera del asiento hasta estar en el suelo. Cuando el escudo hubo bajado completamente, los dos hombres intercambiaron miradas preguntándose qué hacer.
—Echa un vistazo. —David señaló hacia las ventanas.
—Tú primero —le contestó Steve—. Mira tú. Tú eres el científico curioso.
—Yo soy un civil —afirmó David con orgullo—. Yo creo que tu deber como marine es... —Buscó las palabras—, hacer un reconocimiento de las posiciones enemigas.
Steve le dedicó una mirada asesina. Miró a los lados, no sin cierta desgana, y subió ligeramente, decidido a no sacar más que un ojo por encima del salpicadero. Como si se tratara de un periscopio, Steve tardó unos segundos en darse cuenta de qué veía. Detrás de lo que a él le pareció un cristal muy grueso dada la forma en que refractaba la luz, vislumbró un grupo de alienígenas cabezones y con grandes ojos mirándole fijamente.
—¡Aah! —Cayó al suelo, intentando no ser visto—. ¡Maldita sea! Hay un montón de marcianos ahí fuera.
—¿Te han visto?
—Sí.
—Quiero decir, ¿te han visto de verdad, han tenido tiempo de verte bien?
—¡Sí! Hay unos veinte o treinta mirando hacia aquí.
—Entonces, Steve —preguntó David tranquilamente—. ¿Por qué nos hemos escondido?
Con mucho cuidado, dejó su ordenador a un lado, y respirando hondo, David miró afuera. Era cierto, las criaturas fantasmagóricas lo estaban contemplando fijamente con sus grandes ojos negros. Después de mirar a su alrededor durante un minuto, deshizo su extraña postura y se levantó, sorprendentemente tranquilo. La sala de control que estaba al otro lado del cristal se estaba llenando de más alienígenas. Sabía que pronto entrarían por las tuberías para reconquistar su nave perdida. Miró a Steve con la sonrisa del que se sabe vencido.
—Jaque mate.
Las luces se apagaron lentamente y volvieron a encenderse cuando la energía de otra explosión recorrió los circuitos eléctricos y dio una sacudida a los laboratorios subterráneos del Área 51, como un fuerte terremoto de dos segundos de duración. El ruido casi inaudible de más explosiones a lo lejos recorría la Tierra como un constante rugido y dejaba atemorizadas a las más de mil personas que abarrotaban la sala.
—Julius! —Connie vislumbró a su suegro de pie a un lado de la plataforma elevada que atravesaba toda la estancia. Se abrió camino a empujones hasta que consiguió ponerse a su lado.
—¡Julius! ¿Te encuentras bien?
—¿Yo? Estupendamente. —Se había nombrado guardián provisional de un grupo de niños apartados de sus padres. Connie reconoció a dos de ellos: la hija del presidente, Patricia, y el hijo de Jasmine, Dylan—. Bueno, estamos todos algo asustados por lo del ruido —anunció Julius en voz alta—, pero no nos preocupa demasiado porque sabemos que todo saldrá bien. ¿No es así? —preguntó a los chicos.
—Sí —contestaron los niños al unísono.
Connie no se lo podía creer. En medio de esta locura colectiva, que podía haber sido una escena de Londres durante el peor bombardeo alemán, el viejo Julius había logrado tranquilizar a unos niños que deberían estar chillando de puro miedo. Más que nunca, estaba convencida de que el hombre poseía algún tipo de magia. Otra explosión sumió la habitación en una oscuridad momentánea e hizo que Connie recordara que no podía detenerse.
—Cuídate —dijo, cuando volvió la luz—. Yo tengo que ir a... —Y señaló hacia donde iba.
Julius se limitó a inclinar la cabeza y con la mano le dedicó un gesto de despedida casi imperceptible, para no perder de vista a los niños. Él también tenía su trabajo.
Mientras Connie se marchaba, él sacó un yarmulke, y se lo colocó en la coronilla. Hizo que los niños se cogieran de las manos y les preguntó si querían oír una canción que seguro, segurísimo, les protegería a todos. Dijeron que sí, y empezó a recitar de memoria una oración de la Tora, cantando en un correctísimo hebreo que habría dejado pasmado a David si lo hubiese oído. Abriendo un ojo, vio que Nimziki lo estaba contemplando a poca distancia. A Julius no le caía bien el hombre, pero estaba claro que se sentía perdido.
—Únase a nosotros —le gritó al secretario de Defensa.
Nimziki, atemorizado, quería sentarse con alguien, pero se limitó a encogerse de hombros, y le contestó:
—No soy judío.
—¿Qué más da? —rió Julius—. Nadie es perfecto.
—¿Miguel, lo has encontrado?
Connie, ya en la plataforma, exploró con la mirada sendos pozos llenos hasta los topes de refugiados, y vio a una chica de unos catorce años, gritando por encima de aquel ruido.
—¡Sigo buscando! —vociferó una voz masculina directamente detrás de ella. Connie se giró y vio que el chico del pelo largo, el último en entrar, la estaba siguiendo por la habitación—. No te muevas de allí —gritó a su hermana—. Volveré a buscarte.
Alicia asintió con la cabeza y se volvió a sentar, situándose bajo el brazo reconfortante de Philip. Levantó la cabeza para mirarle a los ojos.
—Si me muero hoy después de haberte encontrado, me voy a cabrear un huevo.
El le contestó con una sonrisa de oreja a oreja, y se inclinó para besarla.
Connie iba abriéndose paso por la habitación, y Miguel seguía sus pasos.
A pesar de que su armadura exterior había sido golpeada y desgarrada, la gigantesca nave no había sufrido daños importantes. Llevaba las señales de los impactos, y le salía humo, consecuencia de la primera tanda de bombardeo, pero avanzaba inexorablemente, impulsada directamente hacia el Área 51. Su único propósito radicaba en la supresión del último enclave de resistencia en la costa Oeste de los Estados Unidos. Había parecido, al menos fugazmente, que los humanos podrían triunfar, que sus explosivos de tamaño minúsculo podrían ir minando la superficie de la nave de veinticuatro kilómetros de ancho, y derribarla. Pero desde que las naves de ataque en forma de pez se habían lanzado al aire matinal de color azul eléctrico, la nave no había vuelto a sufrir más percances.
Muchos de los pilotos más jóvenes, que a duras penas mantenían sus aviones en el aire, fueron presos de la histeria cuando las naves alienígenas empezaron a eliminarlos de la batalla. A pesar de las órdenes emitidas por Grey, pidiendo tranquilidad, la mayoría de ellos desperdició sus últimos cohetes atacando a los alienígenas a ciegas. Los hombres de la sala del alto mando veían en las pantallas de radar cómo los últimos misiles se perdían en el desierto.
—Se nos está acabando la potencia de fuego, general —informó un técnico—. Y no estamos causando daños suficientes a la nave principal.
El presidente Whitmore, siguiendo el caos desde seis mil metros de altitud, coincidió con esa observación. Su escuadrón de treinta aviones había sido reducido a sólo ocho. Las naves alienígenas habían derribado a unos cuantos de ellos en los primeros momentos del contraataque. Los otros se habían quedado separados del grupo principal durante la retirada.
Una rápida evaluación de la situación lo llevó a concluir que los pilotos de su grupo tenían menos de diez misiles entre todos.
—Hay que aprovecharlos —les recordó.
Connie se había acercado a la sala del alto mando para ver si podía ayudar en algo. Colocada detrás de Grey, vio cómo una de las pantallas de radar ofrecía una imagen tridimensional del gran destructor de ciudades. Algunos de los receptores primarios de radar de la base habían sido destruidos, por lo que la imagen en pantalla aparecía incompleta, y parpadeaba como un fantasma.
Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, desde sus piernas hasta el cuero cabelludo, cuando alguien informó de que la nave estaba justo encima de ellos, y acto seguido mostró a continuación al general Grey algún aspecto de la imagen rota e indefinida.
En cuanto cayó en lo que el hombre le decía, Grey cogió el micrófono rápidamente y se dirigió a los pilotos que quedaban en el aire.
—¡Atención! Están abriendo las puertas inferiores y se están preparando para disparar el arma grande. ¡Que alguien deje esa cosa fuera de combate antes de que les dé tiempo de usarlo!
Aturdida y asqueada por la noticia, Connie se giró y abandonó la sala, pasando por delante de Miguel, que se había colado en la estancia junto a ella en medio de toda la confusión. Se echó a un lado, para no molestar, y escuchó la comunicación que Whitmore mantenía por radio.
—Mensaje recibido, base —llamó Whitmore—. Me queda un misil aire-aire de medio alcance, y voy a por ellos. —Su avión entró en un descenso en picado, y dio máxima potencia a los motores—. Chicos, cubridme la espalda.
Su escuadrón se puso en trayectoria horizontal, volando a velocidad de crucero y en paralelo a la parte inferior de la nave. El espacio aéreo que se abría delante de ellos estaba lleno de reactores y naves alienígenas que volaban en todas direcciones. Zigzagueando entre todo ese tráfico a alta velocidad, Whitmore tomó un ángulo de ataque que le permitiera colocar su misil entre dos de las enormes puertas que se estaban abriendo encima del desierto. Activó su pantalla de seguimiento y apuntó al extremo de la gigantesca arma, cuya enorme bombilla en forma de diamante estaba a punto de disparar el rayo mortífero. Algo cruzó rápidamente por su ángulo de visión periférico en el momento en que el mecanismo de lanzamiento del misil AMRAAM descendía de la parte inferior de su reactor. «Naves que han llegado demasiado tarde», pensó. Mientras se preparaba para disparar, el F-15 que volaba a unos centenares de metros a su derecha explotó inesperadamente en mil pedazos. La explosión sacudió la nave de Whitmore en el mismo momento del lanzamiento, haciéndole cambiar de trayectoria. Durante unos instantes miró cómo el proyectil volaba a alta velocidad hacia las colinas.
—¡Maldita sea! ¡Águila Dos! Ocupa mi posición. Yo retrasaré la mía e intentaré ganarte algo de tiempo.
—Hecho —contestó el piloto, tomando la posición de punta.
Detrás de él, Whitmore y los otros pilotos gritaban las posiciones de las naves enemigas. Al parecer, la abertura en la panza del destructor de ciudades era un punto vulnerable, ya que, a medida que el escuadrón se acercaba para dar el golpe, docenas de naves acudían como moscas a defenderla. Había tanta confusión en las ondas que el piloto que iba en punta nunca oyó la advertencia de Whitmore de emprender una acción evasiva. Una de las naves se colocó detrás de él, disparando una ráfaga inapelable de impulsos láser. Otro de los F-15, el Águila de Acero Doce, se adelantó al resto de pilotos estadounidenses hasta que el morro de su aparato pisaba prácticamente la cola de la nave alienígena. La bombardeó con proyectiles del calibre 50, pero ya era demasiado tarde. El Águila Dos se incendió y explotó antes de que su piloto tuviera tiempo de apuntar. La nave tocada viró para buscar el refugio del interior de la nave, pero el Águila Doce se fue tras él, disparando continuamente, hasta que la nave casi se desintegró y se quebró en el aire sin explotar.
—Buen trabajo, número Doce —dijo el presidente sin mucho entusiasmo—. Veamos, ¿a alguien le quedan misiles?
Connie empujó las puertas de la enfermería y se sintió como si hubiese salido del fuego para caer en las brasas. Unos soldados uniformados y varios voluntarios seguían entrando a los heridos civiles de la redada aérea sobre el campo. Los tendían en el suelo o los apoyaban contra las paredes. Sus gemidos iban acompañados del murmullo constante del bombardeo que atizaba la superficie. La catástrofe era horripilante, pero Connie sabía que era un mero preludio de lo que les esperaba. Todos los chillidos acabarían una fracción de segundo después de que la nave gigantesca que estaba suspendida en el aire disparara su temible rayo destructor.
—¡Dígame qué puedo hacer!
Pilló al doctor Issacs mientras éste corría por delante de ella, esquivando con cuidado a los muertos y a los heridos.
A estas alturas, el médico barbudo había superado el límite del cansancio. El único color que le quedaba en la cara eran dos grandes ojeras oscuras. Después de un momento de aturdimiento, señaló hacia la habitación adyacente.
—Ayúdela —gritó para que la oyera—. Está realizando tareas de preoperatoria. —Y siguió su camino.
Connie entró en la habitación y se encontró con Jasmine, que atendía a un paciente con metralla en la ingle. A pesar de la fuerte hemorragia, y ante la visión de los intestinos abiertos del hombre, Jasmine hablaba con él calmada y afectuosamente. Cuando Connie se acercó a la mesa, Jasmine le puso una toalla en la mano y le indicó dónde debía aplicar presión para detener la hemorragia. Connie, quien normalmente sentía náuseas ante la sangre, apretaba la toalla, para evitar que los órganos internos del hombre se salieran. Jasmine extirpó los últimos fragmentos de metralla de la herida, limpiándola al mismo tiempo.
—Esto se le da muy bien —observó Connie—. Si sigue así podría llegar a ser una profesional.
—Gracias —sonrió Jas sin distraerse—. Me gusta hacerlo y así no pienso en otras cosas. —Connie pensaba que se refería a la explosión que estaba a punto de aplastarles, pero se dio cuenta de que se refería a su nuevo marido—. Menuda luna de miel, ¿no le parece?
—¿Eh? O sí, y tanto —respondió Connie, de forma ausente—. Observó al hombre que yacía en la mesa. No paraba de levantar la cabeza para ver qué le hacían, y sus dientes no dejaban de castañetear.
El doctor Issacs gritó hacia ellas.
—Venga, listo para el quirófano.
Mientras un enfermero ocupaba el lugar de Connie, ésta dirigió una débil sonrisa al hombre ya en la camilla, diciéndole, sin demasiada convicción, que todo saldría bien, seguro.
Varios pilotos contestaron negativamente. Después de un rápido intercambio de impresiones con sus efectivos en la sala del alto mando, Grey se puso de nuevo a la radio.
—Águila Uno, diríjase a la Base de las Fuerzas Aéreas Headly en Manitoba, Canadá. Creemos que le queda suficiente combustible. Les hemos informado por radio y le enviarán una escolta. Será su nuevo centro de operaciones, señor.
Whitmore se negó a interrumpir el combate. Estaban a punto de conseguirlo.
—¿A alguien le queda un maldito misil?
El rayo verde que significaba el inicio del ciclo de fuego de la nave hizo acto de presencia, buscando su objetivo. Whitmore sabía que en cuestión de segundos efectuaría su mortífero disparo, para agujerear el suelo debajo del cual estaba escondida su hija. Se quedó completamente helado, con una sensación de náusea en el estómago. No quería estar allí para verlo.
—Escuadrón de las Águilas —dijo, muy a disgusto—, tomemos rumbo hacia el norte, ¿me han recibido?
—¡Siento llegar tarde, señor presidente! —gritó una voz desconocida contra el fondo de ruido de motores por la radio.
—¿Quién es?
—He venido a echarle un cable.
El presidente se giró y vio la cosa más insólita: un viejo biplano rojo hecho polvo que el barón Von Richthofen podía haber pilotado en la Segunda Guerra Mundial. El avión a duras penas se mantenía en el aire, pilotado por un hombre que lucía un casco de cuero. Un objeto que parecía un misil estaba atado al lateral con cuerdas de hacer puenting.
—¿Qué hace usted?
—No se preocupe señor, voy armado.
Russell había robado el misil más pesado y más destructivo que pudo encontrar. Pesaba demasiado para el avión, y los cambios de viento hacía que golpeara contra la flaca pared de la cabina y produjese un preocupante ruido sordo. Una luz roja del tamaño de un botón indicaba que el misil estaba activado.
—Señor, necesito que aleje a esos tipos durante un par de segundos más.
Whitmore se giró y vio que una flota de naves alienígenas se dirigían como flechas hacia el viejo aparato. Los pilotos estadounidenses fueron a su encuentro, repartiendo ráfagas de fuego de cobertura para proteger el viejo biplano tambaleante. El avión avanzaba en su camino incierto hacia el gigantesco percutor.
En la sala del alto mando, todos miraban la imagen de la nave que simulaba el radar, y cómo un puntito escalaba lentamente hacia el origen del rayo, visible, asimismo, en pantalla. Grey cogió el micrófono.
—¡Piloto, identifíquese!
—Me llamo Russell Casse —contestó—, y quiero que me haga un favor...
—¿Quién es ese tipo? —preguntó uno de los técnicos.
—¡Russell! —Miguel se precipitó hacia los soldados que estaban congregados alrededor del micrófono. Lo cogieron por los brazos y lo sujetaron.
—... digan a mis hijos que los quiero mucho.
Mientras uno de los técnicos de radio se comunicaba con el presidente, manteniéndolo informado sobre las posiciones enemigas, Miguel gritó hacia el micrófono:
—¡Papá, no!
Russell no pudo dejar de sonreír al oír la palabra «Papá». No sabía si le oía Miguel, pero gritó a viva voz por radio.
—Hijo, tengo que hacerlo. Siempre se te daba mejor eso de cuidar a los niños. —Y añadió—: Es mi obligación.
Cortó la comunicación e inició una escalada en pico, forzando el aparato hasta sus límites. El morro del avión apuntaba hacia el lateral del percutor. La cola del biplano desapareció dentro de la abertura mientras el presidente y los cazas que quedaban cambiaban rápidamente de dirección, despejando la zona. De pronto desapareció la luz verde. Al cabo de dos segundos, se vería una luz blanca, lo que suponía la destrucción total para el Área 51.
—Hola chicos, soy yo —gritó Russell a todo pulmón—. Y como solíamos decir los de mi generación: ¡QUE LES DEN POR CULO!
El morro del viejo avión chocó directamente contra el lateral del percutor, causando una explosión insignificante en la parte inferior del destructor de ciudades que no pareció ocasionarle daños importantes. Sin embargo, justo en el momento en que se encendía la luz blanca, ésta volvió a apagarse inmediatamente. La gigantesca nave ascendió y se alejó a una velocidad alucinante. En el mismo instante, todas las naves alienígenas giraron sobre su eje para seguirla. Todo el enjambre se fue volando a través del desierto.
Ninguno de ellos llegó muy lejos.
Una repentina explosión, iniciada en el centro del enorme destructor de ciudades, reventó la cúpula de la nave, como un cráneo que estalla hacia fuera al ser alcanzado por la bala de un suicida. La bomba de Russell había originado una reacción en cadena que desgarró todo el cuerpo de la nave de veinticuatro kilómetros de ancho, fundiendo la nave entera desde su interior. Una tras otra, las explosiones internas convirtieron al monstruo en el cielo en una masa incendiaria que dejó al descubierto su arquitectura interna como si de una radiografía se tratase. Rápidamente se vio envuelta en llamas. Todavía en el aire, empezó a implosionar y a explosionar a la vez y quedó reducida a enormes fragmentos quemados que caían como cometas hacia la Tierra.
La reacción en cadena se hizo extensiva a la sala del alto mando, que estalló en unos gritos enloquecidos de victoria. Habían encontrado la forma de hundir las inatacables naves destructoras de los alienígenas. Todos se volvieron locos, abrazándose, golpeando el aire con los puños, riéndose alegremente. Todos menos Miguel. Abandonó en silencio la habitación que rebosaba alegría y salió al pasillo lleno de refugiados. El contraste entre la dolorida expresión de Miguel y los vítores que les llegaban desde la sala del alto mando los dejó perplejos.
Grey, siempre sereno, cogió por el cuello a uno de los que festejaban, tranquilizándolo de inmediato.
—Póngase a la radio —gruñó—, y explique a todos los escuadrones del mundo cómo acabar con estos hijos de perra.
Steve creía que estaba presenciando el final del espectáculo. Todavía tendido en el suelo, escondido debajo del cuadro de mandos, metió la mano en el bolsillo de su americana y cogió los dos puros que le había dado Julius. Le ofreció uno a David.
—Supongo que ya no queda nada por hacer —dijo, entregándole el puro—, salvo sorprenderles antes de que entren a hacernos alguna guarrada.
David, que seguía enzarzado en un concurso de miradas con las criaturas detrás del cristal, y asumiendo el hecho de que estaba a punto de morir, meditó.
—Es curioso, siempre pensaba que algo como el tabaco acabaría conmigo. Pues adelante, abramos fuego.
Steve se levantó del suelo y se colocó en el asiento de piloto, intentando no mirar a los repugnantes bichos que tenía delante. Abrió la tapa de la caja negra y tecleó el código. La pantalla de cristal líquido parpadeó rápidamente, presentándole dos opciones: LANZAR y ANULAR.
—Ha sido un placer, tío —se dirigió a David y le estrechó la mano.
—Igualmente —contestó David—. Por poco nos sale bien la cosa.
—Por poco —asintió Steve—. ¿Listo?
—Adiós Fuzzy, adiós Blinky. —David dijo adiós con la mano a los alienígenas, dándoles apodos—. Hasta luego, Cabezahuevo, y adiós también, Ranita.
—¿Crees que saben qué les espera? —preguntó Steve, con el puro entre los labios, disponiéndose para disparar.
—¡Qué va!
En cuanto Steve apretó el botón, el suelo de la cabina diminuta retrocedió violentamente, desequilibrando a ambos hombres mientras el proyectil de dos metros desaparecía detrás de una cortina de humo. Todo se inundó de fuego y cristales. Cuando por fin David y Steve pudieron ver algo, se dieron cuenta de que el misil había penetrado en la ventana de observación, atravesado la sala de observación y se había clavado en una pared lejana. Su motor cohete emitía un chorro de chispas.
Al ser violada su atmósfera generada artificialmente, los alienígenas al otro lado del cristal empezaron a retorcerse y a expandirse de forma exagerada mientras sus cuerpos se estiraban en todas direcciones debido al vacío. Sus cabezas bulbosas reventaron y se deshicieron como fragmentos de palomitas.
Mientras este espectáculo tétrico se iba desarrollando fuera de las ventanas del caza, las abrazaderas que sostenían la nave se aflojaron inesperadamente, y la nave ascendió varios metros en el aire. Una explosión en la torre de observación hizo retroceder la nave de nuevo. Chocó como una bola contra una nave idéntica estacionada a su lado y salió al exterior.
—¡Se ha soltado!
—Es igual —dijo David—. Se acabó el juego.
Steve consultó los datos en el teclado negro de lanzamiento. El contador digital indicaba el tiempo que quedaba para la autodetonación de la cabeza nuclear... 01... 00.
—El espectáculo ha terminado —dijo, saltando al asiento de piloto para hacer girar la nave. David tuvo tiempo suficiente para saltar a su asiento antes de que Steve activara los controles y preparase la nave para una huida a toda velocidad.
—¡Olvídate del espectáculo! Estás obsesionado con el espectáculo. ¡Sácanos de aquí!
Un puñado de naves alienígenas emprendieron la persecución más rápidamente que cualquier otro piloto humano. A pesar de que Steve todavía no dominaba el mecanismo de dirección de la nave, no le quedaba más remedio que llevarlo al límite. Girándose a una velocidad de vértigo, atravesó como un cohete el laberinto mal iluminado del interior de la nave nodriza. Las naves alienígenas que los perseguían demoraban el ataque final hasta que la presa llegara a la boca del túnel de salida. De repente, dispararon unas ráfagas de proyectiles, pero les faltaba ángulo de tiro y Steve se introdujo como una flecha en el pasillo triangular que conducía a la salida.
—¡Se está cerrando! —gritó David—. Están cerrando las puertas.
—¡Ya lo veo! —Con todo lo que se les venía encima, a Steve lo único que le faltaba era un pasajero de esos que se dedican a darte consejos. La salida al final del túnel se iba estrechando a medida que las tres gruesas puertas se cerraban para eliminar, a su vez, su última posibilidad de escaparse. Steve llevaba la nave al límite absoluto, apurando sus posibilidades de velocidad, en una carrera vertiginosa hacia la salida. Comprobó la caja negra:... 09... 08...
—Ya es tarde. Están cerradas. —David vio desaparecer las últimas estrellas al otro lado de la puerta triangular. Pero al ver que de todas maneras Steve pensaba intentarlo, cerró los ojos y respiró hondo...
Pasaron a través de la estrecha abertura con unos centímetros de margen.
—Elvis ha abandonado el local —chilló.
—¡Muchísimas gracias! —dijo David, intentando imitar al rey.
Una vez en el espacio exterior, Steve localizó la Tierra y se dirigió hacia ella... 01... 02...
La nave seguía acelerando mientras sus ocupantes miraban América del Norte, perfectamente visible pero muy lejos. En aquel instante se produjo un destello de luz tan brillante que parecía proceder de la parte trasera de su nave. Steve y David solamente tuvieron tiempo de mirarse, preocupados, antes de que la fuerza de la explosión que se expandía por el espacio los alcanzara desde atrás. Como una tabla de surf perdida entre las olas, su pequeño avión fue arrastrado por la onda expansiva, dando varios tumbos en el espacio. Steve intentó pilotar la nave a través de las turbulencias, pero acabó perdiendo el control cuando fueron engullidos por la explosión.
La cubierta de cristal del reactor del presidente se elevó y una mano enguantada apareció en el aire. Whitmore se quitó la máscara rápidamente y se bajó de la cabina para saltar al ala de su F-15. Habían regresado siete componentes del Escuadrón de las Águilas, y unos treinta de los otros pilotos empezaban sus aproximaciones. Se habían quedado en el aire peleándose con las naves alienígenas que quedaban, hasta que los peces color gris agotaron su potencia y se cayeron del cielo. Al parecer, a bordo disponían de recursos energéticos limitados.
Con los pies ya en el suelo, Whitmore señaló a uno de los pilotos con el dedo, el cabelludo y barbudo Pig, en reconocimiento de sus méritos. Pig, a su vez, señaló al presidente de la misma manera. Unos soldados locos de alegría salieron a recibir a los aviones. Al recibir la orden del presidente, se dirigieron hacia un agujero en el suelo. A pocos metros del hangar principal, ya derruido, unas puertas de hierro encastradas en una lámina de hormigón conducían a una escalera. Era una salida de emergencia que iba hasta los laboratorios de investigación. Whitmore y sus pilotos siguieron a los soldados hacia el pasillo.
Las escaleras acababan en la sala de limpieza. Cuando el presidente dobló la esquina y entró en la sala larga y limpia, tardó un instante en reconocerla. En vez de los trabajadores encapuchados que había visto antes, se encontró con centenares de ciudadanos normales y corrientes, los refugiados que se estaban preparando para morir hacía sólo unos minutos. Estallaron en un largo y gran aplauso para recibir a los héroes que habían borrado la nave destructora alienígena del cielo. Abrumado por la recepción, Whitmore atravesó la muchedumbre como pudo, estrechando manos y dejándose abrazar hasta que reconoció a alguien a un par de metros. Julius subió a Patricia a la plataforma y la niña fue corriendo hacia su padre como si tuviera alas. Whitmore se agachó para cogerla y la estrechó entre sus brazos.
Un chico joven de cabello largo observó la escena de cerca, pero sin emoción. Alguien le tocó en el hombro.
—Caramba, Miguel. —Troy ya era el de siempre—. No nos has oído. Hace diez minutos que te estamos llamando.
Alicia se abrió camino a empujones entre la muchedumbre con la ayuda de Philip. Por la expresión en la cara de Miguel supo enseguida que Russell estaba muerto.
Se deshizo en lágrimas, dejó a Philip y se fundió en un abrazo con Miguel.
—Eh, ¿qué ha pasado? —El tono de Troy exigía una respuesta—. ¿Qué ocurre?
Sin decir palabra, Miguel cogió al niño y lo estrechó contra su cuerpo.
La puerta de la sala del alto mando se cerró de golpe, y Whitmore fue recibido con más aplausos todavía. Grey, mirando con cara de enfado las pantallas, se giró y vio de quién se trataba. Algo semejante a una sonrisa iluminó su expresión mientras avanzaba para dar la bienvenida a su amigo.
—Maldita sea, Tom, ¿quieres que a este viejo le dé un infarto o qué?
—¿Cómo va el ataque?
—Excelente. Tenemos ocho derribos confirmados y otros siete probables.
—Ya tenemos otro, comandante: las Fuerzas Aéreas Holandesas acaban de cepillarse a otra nave encima de los Países Bajos.
La noticia provocó otra ronda de aplausos en la sala, pero cuando entró Connie en la sala, con una sonrisa triste en la cara, la mayoría de los hombres enmudecieron. Jasmine, con Dylan en sus brazos, la seguía.
—¿Y los chicos del reparto? —preguntó Whitmore—. ¿Hay noticias de ahí arriba?
Grey contestó por obligación.
—Por desgracia, perdimos el contacto con Hiller y Levinson hace unos cincuenta minutos, al explosionar la nave nodriza.
Whitmore observó a Connie y a Jasmine mientras asimilaban las malas noticias. Estaba a punto de presentarles sus condolencias, cuando uno de los observadores le interrumpió.
—¡Un segundo! Hay algo en la pantalla del radar. Llega otro.
Una hora más tarde, un Humvee atestado de pasajeros corría a gran velocidad a través del desierto, levantando una gran nube de polvo. El mayor Mitchell conducía el aparato, mitad deportivo mitad tanque, hacia una larga columna de humo negro que se levantaba a lo lejos. El equipo de la sala del alto mando había seguido la nave en sus pantallas de radar hasta que aterrizó a unos veinte kilómetros de la base, en un lugar alejado de la civilización. Jasmine iba en el asiento de la parte deportiva, al lado de Mitchell, mientras Dylan botaba en su regazo. Justo detrás de ella, en pie, de cara al viento, el presidente Whitmore y Connie se agarraban a la barra antivuelco, recorriendo el horizonte con la mirada en busca de señales de vida. Julius iba en la espaciosa zona de carga, acompañado de la hija del presidente, Patricia. A poca distancia, otro vehículo, un jeep, atestado de soldados armados, les seguía.
A unos cinco kilómetros ya veían que la nave había efectuado un aterrizaje forzoso en una zona aislada de colinas rocosas. No había pruebas de que fuera la misma nave que Steve y David se habían llevado al espacio, y menos motivos aún para pensar que los hombres podrían estar vivos. La nave alienígena estaba envuelta en llamas.
Por fin divisaron unas formas oscuras y diminutas en el horizonte color pardo. A medida que el Humvee se acercaba, se dieron cuenta de que las formas eran dos personas. Parecían estar de pie y moverse. Grey gritó a Mitchell para que redujera la velocidad, e hizo una señal a los soldados del jeep para que se anticipasen. La caravana avanzaba a un paso cauteloso, con varios rifles de asalto apuntando a las dos figuras.
Ya a unos cincuenta metros, Mitchell detuvo el vehículo, y apagó el motor. Se apoyó con los brazos en el volante.
—No me lo puedo creer —dijo, sorprendido. Las figuras misteriosas estaban fumándose unos puros.
Hiller y Levinson habían hecho lo imposible y habían sobrevivido para contarlo. Se habían infiltrado en la fortaleza alienígena, desactivado sus escudos con un virus informático de tienda de veinte duros, habían volado el orbe de tamaño planetario en millones de pedazos, y habían vuelto a Nevada antes de agotar su combustible. Y ahora venían por las dunas, tan tranquilos y tan gallitos, como si lo hubieran hecho cada día.
Jasmine abrió la puerta de golpe y se echó a correr sobre la arena caliente sin parar hasta fundirse entre los brazos de su marido. Lo apretó como si no lo fuera a soltar nunca jamás. Con la voz entrecortada de emoción, dijo:
—Estaba desesperada. Pensábamos que os habíais quedado dentro.
Steve la miró con aquella sonrisa de chulo que le caracterizaba.
—Sí, pero, ¡menuda llegada!
Jasmine lo miró, asombrada y contenta al mismo tiempo. ¿No había nada que asustara a este hombre?
—Ya estamos otra vez. —Negó con la cabeza—. Ahora tu ego estará completamente desorbitado, y no habrá quien te aguante, ¿verdad?
—Probablemente. ¿Pero todavía quieres averiguarlo, Piernas de Gallina?
Ella soltó una risa llena de alegría.
—¡Claro que quiero, Orejas de Dumbo!
Connie y David se acercaron lentamente, y se detuvieron para enfrentarse, como si dar un paso más pudiera activar una mina enterrada en la tierra. Ella se sentía realmente orgullosa de él. Para David, lo mejor de haber superado su trance era el poder volver a verla. Pero ninguno de los dos sabía qué quería el otro, así que mantuvieron la distancia, separados por un metro.
—¿Así que funcionó? —preguntó David, contemplando el cielo vacío.
La pregunta devolvió a Connie bruscamente a la realidad. Ella se había estado imaginando qué se sentiría al superar ese último metro de territorio que les separaba para que él la besara. Pero claro, él quería saber si su brillante plan había funcionado. Ya avergonzada de sus pensamientos íntimos, de repente sintió la mirada de los que contemplaban la escena desde los vehículos.
—Sí, sí. Todo funcionó de maravilla. Un par de segundos después de la transferencia, los escudos cayeron y empezamos a golpearles con misiles.
Empezó a contarle cómo el destructor de ciudades había avanzado hasta el Área 51 y cómo el mismo Whitmore había dirigido la batalla, y que el piloto misterioso de la vieja avioneta había llegado en el último momento, pero David levantó la mano para que se callara.
—No —dijo, señalando primero a ella y a continuación a sí mismo—, te estoy preguntando si ha funcionado.
La sonrisa que iluminó la cara de Connie era más brillante que el sol matinal.
—Ya te puedes creer que ha funcionado —le dijo, y ambos cruzaron la tierra de nadie para unirse en un largo abrazo—. Sí funcionó.
Cuando las parejas, cogidas del brazo, volvieron a los vehículos, Whitmore miró hacia los dos hombres, como dando su aprobación un poco a regañadientes.
—No ha estado mal —les dijo, como si acabaran de aprobar un examen con un suficiente. Pero un momento después, esbozó una sonrisa que iba de oreja a oreja, incapaz de ocultar su admiración por todo lo que los dos héroes habían logrado—. ¡No lo habéis hecho nada mal!
Felicitó a Steve con un apretón de manos, y luego se volvió al ex alumno del MIT que una vez le había pegado un puñetazo en la nariz.
—Has resultado ser más listo de lo que pensaba —le dijo—, y mucho más valiente de lo que jamás habría imaginado. Gracias, David.
Una potente voz les interrumpió.
—Lo que a mí me gustaría saber, es ¿qué hace el señor Fanático de la Salud fumando uno de mis asquerosos puros?
Julius estaba descansando en el parachoques del Humvee, y sus piernas no llegaban al suelo. David soltó a Connie el tiempo suficiente para acercarse a su padre y abrazarlo con la fuerza de un oso, levantándolo del suelo.
—Vaya, ahora te dedicas a la lucha libre.
David dejó al viejo en el suelo y lo miró con suspicacia durante un momento. Mientras Julius recuperaba la compostura, arreglando el pelo y la ropa que su hijo había arrugado, le preguntó a éste qué miraba.
—¿Cómo lo hiciste, papá?
—¿Hacer qué? —preguntó su viejo—. No sé a qué te refieres.
—Sí que sabes a qué me refiero —insistió David—. Primero, nos llevas a Washington, después al Area 51, y cuando yo me daba por vencido, tú me diste la idea del virus. Supongo que ahora me dirás que todo fue un cúmulo de casualidades, ¿no?
Durante una fracción de segundo, Julius se permitió sonreír, para dar paso rápidamente a una expresión de fingido enojo.
—No sé qué te habrá pasado en el espacio, pero se me antoja que esos alienígenas te han estado manipulando el cerebro.
Los dos hombres se sonrieron efusivamente.
Steve estaba agachado al lado de Dylan, recibiendo su abrazo de bienvenida a casa, cuando se acercó el general Grey para dialogar con él.
—Bueno, soldado, menudo fin de semana.
—Ya lo creo, señor —asintió el piloto.
—Y ha hecho un gran trabajo. Todos estamos orgullosos. —Grey le saludó y Steve y Dylan hicieron otro tanto.
El grupo triunfal empezó a subir al Humvee para volver al Área 51. Mientras lo hacían, Patricia Whitmore señaló a algo en el cielo y gritó:
—¿Qué es eso?
El grupo se giró a tiempo para ver una bola de fuego, naranja y roja, que pasaba por encima de ellos como una estrella fugaz. A continuación, otra estela de luz, esta vez de color amarillo brillante, desgarró el cielo color azul marino. Llovían residuos de la nave nodriza por todo el espacio y se quemaban al entrar en contacto con la atmósfera de la Tierra. Estos meteoros seguirían iluminando el cielo durante toda la noche.
Steve cogió a Dylan en sus brazos y miró hacia el cielo.
—¿Sabes qué día es?
—Sí—contestó Dylan—. Es el Cuatro de Julio.
—Así es, hijo. ¿Y te acuerdas que te prometí fuegos artificiales?
La batalla por el Área 51 se había ganado de forma relativamente limpia, sin mucha sangre, ya que menos de trescientas personas habían perecido. Pero la situación era totalmente distinta en otras partes del país y del mundo. La humanidad había sobrevivido, pero pagando un precio muy elevado. Millones de personas habían muerto y había más heridos que víctimas mortales. Muchos nunca lograrían recuperarse de las heridas tanto físicas como emocionales que habían sufrido durante la invasión. Ya cuando los supervivientes empezaban a emerger de entre los escombros, dando las gracias por estar vivos, presintieron el temor a lo que sucedería en los meses venideros y en los años de reconstrucción que tenían por delante. Los gritos y las celebraciones de victoria sonaban en un mundo destruido y angustiado. En muchos lugares, la destrucción era tan grande que los vivos sentían envidia de los muertos.
Más de un centenar de las ciudades más grandes del mundo habían sido arrasadas, incluyendo unos tesoros tan antiguos e irrecuperables como París, Bagdad, Nueva York y Kyoto. También habían desaparecido los mejores museos y bibliotecas del mundo, los aeropuertos y fábricas más importantes, los mercados, los bloques de oficinas, y uno de cada tres hogares. Centenares de millones de refugiados, sin hogar ni medio de alimentarse, se preguntaban cómo podrían sobrevivir. La situación era más crítica en el hemisferio sur, donde estaban en pleno invierno. Se inició enseguida una migración masiva hacia las zonas más templadas del planeta, que agotó todavía más unos recursos ecológicos ya sobrecargados. El agua, el suelo y el aire de la Tierra estaban altamente contaminados como secuela de una guerra corta pero catastrófica.
Parecía que se había perdido todo y que se había ganado, quizás, una sola cosa: un marco más amplio de referencia. Junto con la certeza de que los humanos no estaban solos en el universo, de repente las riñas mortales por diferencias triviales, por cuestiones de raza o de nacionalidad, parecieron del todo irrelevantes. En medio de las secuelas del ataque, los pueblos de la Tierra comprendieron por fin que las cosas que tenían en común pesaban más que sus sutiles diferencias. El mundo entero se había dado cuenta de que la imaginación humana había sido cambiada de forma fundamental y que no se podía volver atrás. De alguna forma, la especie se había visto obligada a madurar de golpe y de forma harto difícil. También se tenía la sensación de una nueva interdependencia: el mundo se tendría que preparar para afrontar la posibilidad de una invasión parecida en el futuro. La esperanza de Whitmore se había hecho realidad: el Cuatro de Julio ya no sería un día festivo solamente en EE.UU.
Habría un nuevo futuro, y los dirigentes como Whitmore estaban ansiosos por ayudar a conformar el nuevo mundo que se habría de construir sobre las ruinas del anterior. Ellos eran conscientes de que la dirección y la naturaleza de esta reconstrucción serían determinadas muy pronto, dentro de los primeros meses. Existía la posibilidad de que América, una de las naciones más violentas y divididas del mundo, quedara dividida en una lucha por conseguir los escasos recursos que quedaban, pero también existía la posibilidad de que sus gentes se unieran, que colaborasen en un espíritu de comunidad que sirviera de ejemplo al resto del mundo. Antes de que el polvo de las batallas se hubiese asentado, Whitmore estaría haciendo campaña de nuevo, realizando básicamente el mismo llamamiento para pedir la colaboración y el sacrificio que ya había hecho durante su campaña presidencial. Pero esta vez el ámbito era internacional, y los riesgos más altos. ¿Qué clase de mundo iba a dar a su hija?
Y cuando se emprendió la reconstrucción, un hecho quedó muy claro: el espíritu humano, como las hierbas flexibles y tenaces que ya empezaban a asomar por entre las ruinas, volvería a reafirmarse, más resistente, más sabio, y más unificado que nunca.
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