David Wellington
23 horas
Para Carrie
1
El correccional estatal de Marcy, en Tioga County, Pensilvania, fue concebido y construido en la década de 1960 como un modernísimo centro de rehabilitación y tratamiento terapéutico para reclusas. Las paredes se habían pintado de colores vivos, escogidos con buen gusto. Las celdas eran espaciosas y aireadas, y estaban distribuidas con el fin de fomentar la interacción social entre las internas. Albergaba una sala de psiquiatría, una biblioteca bien surtida, tres gimnasios grandes y 768 camas.
Cuarenta años más tarde, con una ocupación de más de 1.300 internas, el centro se encontraba al borde de un auténtico motín. El 7 de marzo cayó la gota que colmó el vaso. Nadie lo esperaba, salvo quienes habían planeado, meticulosamente y con antelación, aquel incidente.
Laura Caxton estaba sentada en su lugar habitual de la cafetería, junto a la pared, donde no tenía que pasar cada segundo vigilando que nadie la atacara por la espalda. Ante ella tenía un plato de sopa. Todo el mundo comía sopa, pues las internas del correccional de Marcy no pedían la comida a la carta, sino que se sentaban y esperaban a que les trajeran la comida del día. Entonces, o se la comían o se iban con hambre. Caxton echó un vistazo a la larga mesa de formica blanca en la que estaba sentada. Había mujeres de todos los colores y razas, pero todas ellas llevaban el mismo mono de color naranja y sorbían la misma sopa humeante.
Detectó el primer indicio de que algo iba mal al oír el estruendo de un objeto que caía al suelo, seguido de un gran griterío que combinaba el chillido de una interna a la que habían salpicado con sopa hirviendo y un coro de risas y palabrotas apenas reprimidas.
A diez sillas de distancia, una hispana entrada en carnes se estaba limpiando la sopa que le cubría la cara y el pecho. Alguien había lanzado un panecillo duro como una piedra en su plato, con tanta fuerza que el líquido había salpicado la mesa y también a las internas que tenía sentadas a ambos lados.
La interna que había lanzado el panecillo, más delgada y más joven, blanca, rubia y con gafas (Caxton tomó nota mentalmente de todo lo que vio; se trataba de una vieja costumbre, algo que dentro del correccional le servía tanto como le había servido en el pasado), se recostó en el banco y se encogió ostensiblemente de hombros.
—Lo siento, zorra —dijo entre risas mientras se daba la vuelta.
Aquello no tenía nada que ver con Caxton, que clavó la mirada en su plato de sopa y continuó comiendo. Sabía lo que tenía que hacer en caso de que surgiera algún problema. Todas las internas habían recibido instrucciones de cómo actuar: debían levantarse, dirigirse hacia la pared y quedarse allí con las manos en la nuca, hasta que los funcionarios del correccional intervinieran. Caxton echó un vistazo a su alrededor, buscando a los guardias: había tres, ataviados con sus azules chalecos antipunzón de reglamento y armados con porras, pero estaban en el otro extremo de la cafetería y charlaban animadamente. No se habían percatado del incidente. Caxton se guardó mucho de hacerles señas.
La víctima, la hispana obesa, se levantó de la mesa. Nadie la detuvo, a pesar de que estaba terminantemente prohibido levantarse durante las comidas. No parecía estar particularmente enfadada y apenas respiraba con mayor dificultad de lo habitual. Entonces, sin mediar palabra, agarró a la rubia y le aplastó la cara contra la mesa; le rompió las gafas y le partió la nariz con un crujido estremecedor. Luego, le levantó la cabeza y volvió a aplastársela contra la mesa.
Eso sí atrajo la atención de los guardias. Los tres se dividieron y empezaron a avanzar entre las mesas, con gran precaución por si se trataba de una emboscada. Antes de que llegaran a medio camino, alguien había apuñalado a la hispana con un cepillo de dientes afilado. Caxton vio cómo sobresalía de su costado, mientras la mujer tiraba del mango en un intento desesperado por arrancarlo. Otra interna se había llevado a la rubia lejos de la mesa y la había arrojado al suelo, bien para protegerla de futuros ataques, bien para patearla. Mirara donde mirase, Caxton veía a mujeres que se levantaban de la mesa y, armadas con bandejas o con armas que tenían ocultas, se disponían a defenderse o a saldar viejas rencillas mientras aún estaban a tiempo.
Caxton decidió que había llegado el momento de colocarse contra la pared. Así pues, dejó la cuchara de plástico y apoyó ambas manos en la mesa, dispuesta a levantarse del banco.
Sin embargo, no terminó de levantarse, pues alguien la agarró por los tobillos y la arrastró debajo de la mesa. Caxton cayó de espaldas y se quedó sin respiración. Unas manos como garras de acero la agarraron por las piernas y se le hundieron en la piel. La arrastraron por debajo de la mesa, entre dos filas de pies calzados con las zapatillas de usar y tirar que utilizaban las internas. Algunos de los pies la golpearon, tal vez tan sólo por principio.
Se golpeó la cabeza contra la pata de una de las mesas y, de pronto, se encontró mirando al techo. Unas manos (muchas manos, de hecho) la agarraron, la levantaron y la empujaron sin darle tiempo a ver adónde la llevaban. Tan sólo acertaba a oír gritos, bramidos, golpes de bandeja y el ruido de cuerpos al caer al suelo. Olió a sangre, aunque no era un olor próximo. Se golpeó la cara contra una puerta oscilante que se abrió y de pronto se encontró en la cocina, donde varias internas ataviadas con delantal blanco encima del mono se habían amontonado junto a las puertas por las que acababa de entrar, en un intento por ver lo que sucedía a través de las ventanas de cristal.
—Largaos todas de aquí —dijo alguien que había abierto las puertas de un puntapié.
Entonces arrojaron a Caxton al suelo y alguien le pegó una patada en el estómago. Aún no había recuperado el aliento, y no pudo ni formular ninguna de las preguntas que se le ocurrían, ni pedir ayuda a gritos.
Una asiática alta y delgada se arrodilló junto a Caxton y la agarró por el labio inferior. Le pegó un tirón como si quisiera arrancárselo y Caxton no tuvo más remedio que levantar la cabeza. La asiática tenía unas lágrimas negras tatuadas bajo los ojos, cuatro en una mejilla y cinco en la otra, y llevaba el pelo recogido en una larga coleta.
—Eres Caxton, ¿verdad? No quisiera ni pensar que después de tantos esfuerzos hubiéramos elegido a la zorra equivocada...
Caxton no respondió, no le pareció que fuera a reportarle nada bueno.
—Es ella, sí —dijo una mujer situada detrás de la asiática. Caxton no vio quién era, pues no se atrevía a romper el contacto visual con su captora—. Es una poli. ¿Estás segura de que a los polis no...?
—Ahora es una ex poli —la corrigió la asiática, que no sonreía—. Los guardias de la prisión la odian aún más que nosotras, porque jugaba para el mismo equipo que ellos y la cagó. —Entonces se volvió hacia Caxton—. Me llamo Guilty Jen[1]. Me llaman así porque en nuestro pabellón había otra Jen que cada noche les decía a los guardias lo inocente que era. En cambio, mírame a mí: si hubiera hecho lo mismo se habrían reído de mí; llevo mi culpabilidad escrita en la cara —dijo, y se señaló debajo del ojo izquierdo, donde sólo tenía cuatro lágrimas—. Cada vez que cumplo una condena me tatúo otra; el próximo octubre será el turno de la décima. ¿Me entiendes?
Caxton intentó levantar las rodillas para protegerse el abdomen, pero unas manos le agarraron las piernas por la espalda y se las inmovilizaron. Otras manos la asieron por los hombros. Guilty Jen tenía muchas amigas.
—Yo no te conozco, ex poli —dijo la reclusa, que acto seguido se metió la mano en el bolsillo del mono y sacó un mechero y un clavo—. No tengo nada contra ti. Tú y yo no tenemos cuentas pendientes. Pero mira que he estado veces en la sombra y, sin embargo, ésta es mi primera vez en Marcy. Y ahora mismo, aquí, no soy nadie. Tengo que volver a ganarme una reputación. Es una mierda, pero así es como funcionan las cosas. Así pues, pregunté un poco quiénes eran las tipas duras de por aquí, a quién le tiene miedo la gente. No me salió una lista demasiado larga. Taché la mayoría de los nombres porque casi todas las mujeres cuentan con protección o forman parte de alguna banda. Pero tú... Todo el mundo te odia. Eres una bollera ex poli y no tienes amigos aquí dentro. Puedo joderte y no tendrá consecuencias para mí, tan sólo pasaré un par de días en la unidad de alojamiento especial por mi conducta violenta.
La mujer encendió el mechero y acercó la punta de la aguja a la parte azul de la llama.
—Hay formas más rápidas de matarme —logró decir Caxton—. Además, imagino que apenas cuentas con treinta segundos antes de que los guardias se enteren de que estás aquí.
—No pensaba llegar tan lejos —dijo Guilty Jen—. Tan sólo te voy a marcar con una «J», para que todas sepan que eres mía. Tú quédate quietecita y no te pasará nada. Eso sí, antes debo hacerte una pregunta.
—Adelante-dijo Caxton.
Guilty Jen apartó el clavo de la llama; la punta estaba negra y chamuscada.
—¿Mejilla derecha o mejilla izquierda?
2
Caxton miró la punta del clavo, que había empezado ya a ponerse al rojo vivo. Sabía que si no oponía resistencia y dejaba que aquella mujer se saliera con la suya, las peores marcas que le dejaría aquel episodio no serían las que llevaría en la piel. Estaría dando a entender al resto de las internas de la prisión que era débil y vulnerable, una presa fácil.
Y en el correccional estatal de Marcy muchas mujeres estarían encantadas de descubrir que una reclusa ex policía era vulnerable. Aquélla sería tan sólo la primera agresión de muchas.
Esperó hasta que Guilty Jen apagó el mechero y dobló las rodillas para agacharse y acercarle el clavo a la cara. Esperó un segundo más, hasta notar su calor cerca de la piel.
Entonces se zafó de las manos que la sujetaban y golpeó la mano de Guilty Jen. El clavo perforó el músculo de la pantorrilla de una de las mujeres que rodeaban a Caxton. La mujer soltó un aullido y dio un traspié.
Caxton notó cómo las manos que le sujetaban los tobillos perdían fuerza. Contaba con ello (no es nada fácil prestar la atención debida mientras una amiga está gritando de dolor) y aprovechó la ocasión para encoger rápidamente las piernas y soltarlas de golpe. El impacto hizo que Guilty Jen cayera de espaldas.
Un segundo más tarde Caxton ya se había levantado, tenía los pies bien plantados en el suelo, el torso doblado y los brazos en alto para protegerse la cabeza. Alguien intentó agarrarla, pero ella arremetió de cabeza contra el estómago de la asaltante con tanta fuerza que ésta no tuvo más remedio que soltarla.
Aún no había logrado hacerse a la idea del número de asaltantes a las que se enfrentaba, ni tampoco del tiempo que tendría que aguantar hasta que a los guardias se les ocurriera echar un vistazo en la cocina. Podía intentar huir, salir de la cocina y regresar a la cafetería, aunque suponía que Guilty Jen sería lo bastante organizada para haber colocado a alguien que vigilara la puerta.
La otra opción era plantarles cara. Dio unos pasos hacia atrás, pegó la espalda a la pared y echó un vistazo a la cocina para evaluar la situación. Contó seis monos de color naranja. Las chicas de Jen eran un grupo heterogéneo formado por negras, hispanas, blancas y asiáticas. Eso era extraño, pues las bandas de las prisiones tienden a formarse por un criterio racial. Al parecer, Jen había encontrado otra característica que las unía.
Caxton se dijo que pensaría en ello más tarde, si es que tenía ocasión. En aquel momento debía prepararse para pelear: tendría que enfrentarse a seis mujeres, incluyendo a Jen y a la que había herido en la pantorrilla. De hecho, ya habían empezado a reagruparse y se preparaban para acosarla. Si la atacaban todas de golpe no iba a tener ninguna opción. Bastaría con que se le echaran encima y la agarraran entre todas hasta obligarla a rendirse.
Tenía que dividirlas. Buscó a la adversaria más cercana: a su izquierda había una chica de pelo castaño, que llevaba unas pequeñas esvásticas tatuadas en los lóbulos de las orejas. Debía de haber sido miembro de la Hermandad Aria. Sin el más mínimo reparo moral, Caxton agarró un cazo enorme lleno de sopa hirviendo y se lo echó por encima.
La nazi cayó al suelo entre alaridos, fuera de combate por un buen rato. Una negra con una bandana se acercó por el flanco derecho de Caxton con gesto colérico. Caxton la tumbó con un directo que probablemente le partió la mandíbula.
Una tercera interna intentó atacarla por la espalda, pero Caxton se percató. Le propinó un cabezazo sin volverse, y sintió cómo su cráneo impactaba en la nariz de la mujer que tenía detrás. Oyó el crujido del tabique y notó la sangre caliente de su contrincante chorreándole por el cuello. Caxton imaginó que le habría dolido, aunque no tenía por qué ser suficiente para dejar a su asaltante fuera de combate. Por eso se giró sobre sus talones, cerró los puños y hundió los nudillos en los riñones de la mujer.
Ésta cayó al suelo e intentó agarrar a Caxton por la cintura o por las piernas, pero sus manos carecían ya de fuerza. Caxton echó un vistazo a su víctima y durante un segundo tuvo que esforzarse por reprimir el acuciante deseo de patearle la cabeza o el estómago. Finalmente logró controlarse.
No iba a ser nada fácil terminar la pelea sin muertes. Caxton había asistido a numerosos cursos de combate sin armas en la Academia de la Policía Estatal de Hershey, pero nunca se había tomado la molestia de aprender a inhabilitar a sus oponentes. En las misiones en las que había participado antes de ingresar en la cárcel, esos movimientos nunca eran suficientes: tenía que luchar hasta acabar con su contendiente para evitar que éste acabara con ella.
Caxton había pasado años aprendiendo a enfrentarse a los vampiros y a matarlos. Los vampiros eran mucho mayores que ella, mucho más fuertes y mucho más resistentes. Cualquier herida que pudiera infligirles sanaba casi al instante. Ahora, en cambio, debía recordarse una y otra vez que Guilty Jen no disponía de esa resistencia sobrenatural a las heridas.
Matar a la mujer que acababa de derribar sería un craso error. Para Caxton, supondría enfrentarse a todo tipo de problemas y perder los pocos privilegios de los que gozaba, además de atraer precisamente el tipo de atención que deseaba evitar a toda costa. Por eso, cuando se volvió hacia Guilty Jen y las dos secuaces que le quedaban, dudó durante un segundo para darles ocasión de huir.
Pero no lo hicieron.
—Admirable —dijo Guilty Jen—. Pero acabas de cometer una estupidez. No sé si te das cuenta de que esto es una falta de respeto. Y eso es algo que no puedo tolerar, pues quedaría como una imbécil. No me dejas más remedio que matarte...
—Hay otras formas de solucionar... —empezó a decir Caxton, pero las dos subalternas de Jen se le echaron encima sin dejarle tiempo siquiera a que terminara de pensar. Una de ellas, una hispana que llevaba los labios pintados y la cara maquillada, se lanzó hacia ella con los brazos extendidos para agarrarla.
Caxton se dio cuenta enseguida de que se trataba de una maniobra de distracción. La otra, una coreana, blandía un arma hecha con una cuchara metálica afilada de la punta. Le salía humo de la pernera del pantalón; debía de ser la que había alcanzado con el clavo al rojo vivo. La lesión ralentizaba sus movimientos, aunque no lo suficiente.
Caxton dio un paso hacia la hispana y levantó un brazo como si fuera a atacarla, pero en el último instante viró y se precipitó contra la coreana. Le golpeó la pierna quemada y notó cómo su rodilla cedía. La mujer cayó al suelo bajo el peso de Caxton, que le quitó de la mano la cuchara afilada y acto seguido la arrojó contra la hispana, que continuaba avanzando hacia ella.
La cuchara se le clavó en el ojo.
Durante un momento casi todo el mundo en la cocina gritaba, retorciéndose en el suelo. Las dos únicas mujeres que seguían de pie, Caxton y Guilty Jen, establecieron contacto visual y todo lo demás dejó de existir. Toda la atención de Caxton se centró en la líder de la banda. Las dos mujeres se observaban con actitud desafiante, como si estuvieran a punto de disputarse un duelo, pero sin pistolas.
Caxton no las necesitaba. Si era lo bastante fuerte y rápida para luchar contra los vampiros, un ser humano no debía de suponerle ningún problema. Acababa de demostrar que era capaz de enfrentarse a dos contrincantes a la vez.
Sin embargo, Guilty Jen no era una adversaria corriente. La mujer separó los pies para tener mayor equilibrio y entonces hizo algo que dejó a Caxton perpleja: se dobló ligeramente hacia delante para saludarla.
A Caxton no le pasó por alto el significado de ese gesto y experimentó un breve acceso de miedo que le recorrió las venas justo antes de recibir una patada giratoria en toda la cara que no tuvo tiempo de esquivar.
Jen tenía nociones de artes marciales. Eso la convertía en una rival peligrosa, incluso para alguien como Caxton. Ésta levantó el brazo justo a tiempo para detener otra patada, pero el pie de su contrincante le golpeó la muñeca con tanta violencia que la mano entera se le contrajo con un espasmo de dolor. Caxton notó cómo se le crispaban los dedos y se preguntó si le habría roto el brazo.
Caxton se dejó caer sobre una rodilla y se agachó hacia un lado, justo a tiempo para evitar el subsiguiente ataque de Jen, que le lanzó el codo contra el cuello. El brazo pasó por encima de la cabeza de Caxton, pero Jen recuperó la posición casi de inmediato, mucho antes de que Caxton se lanzara contra la rodilla de su rival. Jen echó la pierna hacia atrás, lejos del alcance de Caxton, y ésta supo que había cometido un error fatal. Había logrado esquivar el ataque más mortífero de Jen, pero a cambio se había colocado en una posición realmente vulnerable. En el siguiente ataque iba a asestarle un golpe mortal y...
Jen gritó al tiempo que algo explotaba a sus espaldas. Se tambaleó y cayó de bruces contra la cara de Caxton. Las dos mujeres rodaron por el suelo mientras Caxton intentaba zafarse para ver qué sucedía.
—¡Me has disparado, joder! —aulló Jen—. ¡Eso es un uso innecesario de la fuerza!
Un equipo de guardias irrumpió en la cocina. El hombre que iba al frente llevaba galones de sargento y una pistola humeante entre las manos.
—No te sulfures, es sólo una bala de postas —gruñó—. Te dejará una buena magulladura durante una semana, pero desaparecerá con el tiempo. Atención —añadió entonces, dirigiéndose al resto de los guardias—. Extracción forzosa de todas las reclusas. No asumáis riesgos innecesarios.
Alguien encasquetó a Caxton una pesada manta que le cubrió la cabeza y el cuerpo. Y la derribaron. Caxton sabía que resistirse no servía de nada. No había nadie a quien agarrar ni golpear, tan sólo un pesado fardo que apestaba a sudor y a sangre, y que le cubría la boca y los ojos. Le colocaron unas esposas de plástico y le doblaron los brazos a la espalda. A continuación le ataron también los pies. Alguien la levantó del suelo y la sacó de la cocina: dos guardias tan protegidos que parecían receptores de béisbol.
No tuvo ocasión de volverse para mirar a Guilty Jen y ver qué le estaban haciendo, pero era perfectamente consciente de algo: iban a verse las caras de nuevo.
3
A casi doscientos cincuenta kilómetros de distancia, a Clara Hsu estaban a punto de darle arcadas. Estaba rodeada de cuerpos, cadáveres exangües y abandonados como muñecas de trapo rotas. Las mujeres fallecidas que la rodeaban estaban entre los treinta y cinco y los cincuenta años, aunque en muchos casos no resultaba nada fácil determinarlo, pues tenían los brazos y las gargantas desgarradas de manera salvaje, destrozadas por los implacables colmillos de un vampiro que necesitaba la sangre y al que no le importaba el dolor que provocara para conseguirla.
Al notar que algo le subía por la garganta, Clara supo que tenía que hacer algo y rápido. El olor y los colores (¡Dios, qué colores!) eran insoportables. Por suerte, tenía una forma de enfrentarse a ellos. Clara sacó la cámara digital de la funda que le colgaba del cuello y empezó a tomar fotografías para documentar la escena del crimen.
Anteriormente, Clara había sido tan sólo fotógrafa de la policía. Hacía apenas un año, ésa era su única atribución profesional. Trabajaba para la oficina del sheriff de un condado rural y se dedicaba a documentar incautaciones de metanfetaminas y accidentes de tráfico. Pero entonces había cometido una estupidez. Se había enamorado de Laura Caxton, cuya vida giraba alrededor de los vampiros y nada más. Para continuar siendo parte de la vida de Caxton, Clara había accedido a volver a la escuela de criminología forense, donde había aprendido todo lo relativo a huellas dactilares latentes y a la comparación de folículos capilares, así como los pormenores de las pruebas de ADN. Había conseguido un puesto de trabajo en la USE, la Unidad de Sujetos Especiales (la Brigada Vampírica) y había visto partes de la anatomía humana cuya existencia nunca habría imaginado. Y que nunca habría querido conocer.
Hacía ya años que había aprendido el truco de utilizar el visor de su cámara para protegerse de lo que veía y, por suerte, el truco seguía funcionando. Enfocabas un jirón de piel que colgaba encima de una yugular destrozada, pero te concentrabas en la composición de la foto, en la iluminación y en conseguir unos colores realistas. Así, de repente, lo que veías se convertía tan sólo en una imagen, algo creado y carente de realidad.
Era la única forma que tenía de enfrentarse a aquel horror.
—Estaban celebrando una reunión de Tupperware —dijo el agente especial Glauer, que se puso en cuclillas junto a ella. Aunque se hubiera sentado en el suelo, habría seguido siendo más alto que Clara. Era un tipo alto y musculoso, y llevaba el típico bigote que Clara asociaba invariablemente con los policías. Cuando había conocido a Laura, Glauer no era más que un agente de la policía local de Gettysburg, un buen oficial de la ley de una ciudad donde podían pasar varios años sin que sucediera un solo homicidio. Ahora él y Clara eran socios y trabajaban en la misma misión: localizar y acabar con el último vampiro conocido de Pensilvania.
Aquella tarea les venía grande a los dos.
—La anfitriona está ahí... o lo que queda de ella —añadió Glauer señalando un cuerpo parcialmente cubierto con una sábana—. Era una de las profesionales del gremio más conocidas de la ciudad.
Clara echó un vistazo a través del visor de la cámara.
—Aquí hay algo que falla —dijo.
Desde luego, nada más entrar se había dado cuenta de que no se trataba de una escena del crimen típica. Normalmente encontraban los cuerpos debajo de un puente o en el interior de edificios abandonados. El apartamento donde se encontraban ahora estaba situado en un viejo almacén, pero hacía unos años habían reformado el edificio y ahora albergaba una serie de lofts exclusivos. El edificio estaba situado en uno de los barrios más modernos de Allentown.
—No encaja con el perfil.
Glauer asintió con la cabeza. Estaban siguiendo el rastro de la última vampira viviente, Justinia Malvern, de carnicería en carnicería. Los vampiros necesitaban sangre para alimentar su nefanda existencia. Y cuanto más viejo era el vampiro, más sangre necesitaba cada noche si no quería debilitarse. Si no se alimentaba, con el tiempo, podía quedarse sin fuerzas para salir de su ataúd, y verse condenado a yacer eternamente en un cuerpo inmortal. Justinia Malvern era la vampira más vieja jamás registrada, con un historial que se remontaba a cuatro siglos. Había pasado la mayor parte de ese tiempo atrapada en su ataúd, demasiado débil siquiera para alimentarse. Pero eso había cambiado hacía poco y en los últimos tiempos había estado comiendo copiosamente. La policía había encontrado cuerpos repartidos por toda Pensilvania. Sin embargo, hasta entonces siempre habían sido mujeres sin hogar o inmigrantes ilegales, temporeros o amas de casa, el tipo de personas cuya desaparición no se denunciaba si un buen día no acudían al trabajo. Malvern era lista. Cuando tenía un mal día, Clara estaba convencida de que Malvern era más lista que ella. La vampira sabía que la policía andaba tras ella y que lo mejor que podía hacer si quería continuar cazando era no llamar demasiado la atención.
Y de pronto se descolgaba con aquello.
—Si está dispuesta a arriesgarse así —dijo Clara— puede ser por dos motivos. O bien necesitaba la sangre desesperadamente y no tenía tiempo de encontrar a unas víctimas que no la dejaran tan expuesta, o bien...
—O bien —añadió Glauer— ha dejado de considerarnos una amenaza. Hace tiempo que la seguimos y no hacemos más que limpiar los restos de sus carnicerías. Desde que arrestaron a Caxton, no le hemos dado ni un solo motivo de preocupación. En fin... —Se levantó lentamente y le crujieron las rótulas—. No la asustamos lo suficiente para que crea que debe seguir escondiéndose.
De pronto, ambos se quedaron petrificados. Habían recibido entrenamiento por parte de Laura Caxton y sabían que no debían dar un respingo aunque una sombra se les acercara por la espalda.
—Una teoría interesante —dijo su jefe. El marshal Fetlock, era un hombre enjuto con el pelo de color azabache y las sienes cubiertas de canas. Algunos días a Clara le parecía que las canas le daban un aire elegante y otros pensaba que tenía aspecto de mofeta—. Redacte un informe al respecto y mándemelo por correo electrónico.
Clara apretaba los dientes.
—Sí, señor.
El marshal había entrado por la puerta principal del loft y había pisado la única mancha de sangre que había en toda la vivienda. Como de costumbre, Malvern había procurado no derramar una sola gota de sangre, pero al irrumpir en el piso debía de haber atacado a la persona que le había abierto la puerta. A buen seguro que había sido un combate breve. Clara estaba segura al cien por cien de que el grupo sanguíneo iba a encajar tan sólo con uno de los cadáveres que habían encontrado. Aun en el caso de que un ser humano desarmado pudiera herirla de alguna forma, el cuerpo de Malvern no tenía sangre que pudiera derramar, por lo que las muestras de sangre resultarían inútiles casi con toda seguridad. Aun así, un especialista forense jamás podría soportar la visión de un investigador pisoteando una prueba sin dar un respingo.
—Un cambio en su modus operandi —dijo Fetlock, que se llevó las manos a las caderas; estaba orgulloso de sí mismo—. Eso podría ser una buena noticia; podría ser la oportunidad que hemos estado esperando.
Laura Caxton había logrado derrotar a numerosos vampiros porque actuaba de una forma que la mayoría de las personas considerarían suicida. Entraba en sus guaridas de noche, caía voluntariamente en sus trampas para ver qué sucedía... En cualquier caso, quien había sobrevivido había sido ella y no los vampiros, porque era una guerrera, una luchadora de la época en que los cazadores de vampiros perseguían a sus víctimas con arcos y espadas. Fetlock, en cambio, era un burócrata moderno. Creía que un buen agente de la ley debía actuar siguiendo las normas, lo que implicaba aplicar medidas disciplinarias a cualquiera que no siguiera los protocolos.
También significaba evitar que alguno de sus subalternos se expusiera a cualquier situación de riesgo. Clara trabajaba para él y no podía por menos que apreciar esa actitud, hasta cierto punto. Sin embargo, no le había pasado por alto que en el tiempo que Fetlock llevaba persiguiendo a Malvern habían muerto muchos inocentes, muchos más de los que Caxton habría estado dispuesta a aceptar.
—Me gusta más la primera teoría: la de la desesperación. Malvern se está asustando. Sabe que estamos cerca —dijo Fetlock, que se agachó junto a una de las víctimas y le cerró los ojos con dos dedos. Clara volvió a estremecerse: ahora tocaba unos cuerpos que aún no habían documentado debidamente—. Lo único que necesitamos es una buena pista, un error por su parte, un golpe de suerte.
—Lo que necesitamos —dijo Glauer, cruzando los brazos encima del pecho— es que Caxton regrese al equipo.
Fetlock ni siquiera miró al policía grandullón.
—Pero no puede ser. Está en la cárcel. Punto final.
Aunque le costó, Clara se mordió la lengua. Sabía que lo que dijera no serviría de nada. Al fin y al cabo, era Fetlock quien se había encargado personalmente de arrestar a Laura. Peor aún, durante el juicio, Laura había confesado voluntariamente su crimen y no había aducido nada en su defensa. Se había declarado culpable y había dejado que su abogado se encargara del resto de los procedimientos legales. Antes de anunciar el veredicto, el juez había preguntado si alguien tenía alguna opinión sobre cuál debía ser la sentencia. Entonces Fetlock se había levantado y había solicitado la pena máxima que contemplaba la ley. Al fin y al cabo, había argumentado, en el momento de cometer el crimen Caxton era policía y conocía mejor que nadie las consecuencias de sus actos. Tenía la obligación no sólo de respetar la ley, había dicho Fetlock, sino de personificarla. Aquel día Clara había empezado a odiarlo aunque, al mismo tiempo (y muy a su pesar), el tipo le merecía respeto. Sabía que si quien se hubiera sentado en el banquillo de los acusados hubiera sido él, habría solicitado igualmente la pena máxima para sí mismo. Fetlock era un burócrata de tomo y lomo, pero por lo menos creía a pies juntillas en sus principios.
Si ahora Clara hubiera abierto la boca, habría sido para suplicar con vehemencia que permitieran a Laura reincorporarse al equipo. Y sabía que el primer argumento de Fetlock en contra de su petición habría sido recordarle a Clara que, en su día, había mantenido una relación amorosa con Laura. Y que eso le impedía ser objetiva. Por lo tanto no tenía sentido que dijera nada, aunque...
...Glauer tenía razón. Y ella lo sabía. Sabía a ciencia cierta que la única persona en todo el mundo capaz de cazar a Malvern era Laura Caxton.
—Podríamos recurrir a su asesoramiento en tanto que civil —insistió Glauer para que no tuviera que ser Clara quien lo dijera—. Podría aportarnos informaciones vitales que dieran un vuelco al caso y...
Fetlock frunció el ceño.
—No es posible establecer esa relación, por lo menos mientras esté encerrada en el correccional estatal de Marcy.
Clara no pudo resistirse más.
—Podría solicitar al juez que la trasladara al penal de Cambridge Springs —dijo—. Se trata de una cárcel de baja seguridad, donde los internos pueden realizar llamadas telefónicas al exterior. Podríamos establecer algún tipo de protocolo para hablar regularmente con ella y que nos dijera en qué nos estamos equivocando.
—Laura Caxton es una criminal —gruñó Fetlock en un tono que sugería que la conversación estaba a punto de terminar—. ¿Debo recordarles lo que hizo? Secuestró y torturó a un prisionero federal.
Clara soltó un suspiro.
—Ese tío era un psicópata, había asesinado a toda su familia tan sólo para impresionar a un vampiro. Sabía dónde se encontraba la guarida del vampiro y ésa era la única forma que tenía Laura de conseguir la información.
—¿Y eso le parece una excusa válida? —preguntó Fetlock, que se acercó hasta donde estaba Clara, esquivando los restos de la carnicería—. Somos agentes de la ley, hemos jurado respetar la ley, poner toda nuestra fe en ella.
Clara se mordió el labio. Laura había hecho ese juramento, desde luego, pero también había prometido que protegería a los inocentes. ¿Cuántas vidas había salvado aquella noche, vidas que el vampiro habría segado si ella no hubiera acabado antes con él? Clara sabía que si Laura hubiera tenido que matar a aquel cabrón para conseguir la información, no habría dudado ni un instante. A pesar de los intentos de Fetlock para que todo el peso de la ley cayera sobre Laura, el juez había considerado todas las circunstancias y, antes de emitir sentencia, había desestimado casi todas las acusaciones. Al final, la habían declarado culpable de secuestro y la habían condenado a cinco años de cárcel, el mínimo para ese tipo de crimen en Pensilvania. Aunque la soltaran antes por buena actitud, aún tardaría años en volver a pisar la calle.
¿A cuántas personas iba a matar Malvern antes de que llegara ese día?
—Sé que esto es difícil para usted, agente especial Hsu —dijo Fetlock con voz más suave, casi amable—, especialmente teniendo en cuenta la relación que había entre ustedes dos. Pero debe aceptar los hechos: está en la cárcel porque infringió la ley.
—No es justo —protestó Clara, consciente de que había perdido—. Laura merece algo mejor. Por todas las personas que salvó y por todo el bien que hizo, merece algo más que pudrirse en una celda durante todo este tiempo. ¡La Unidad de Sujetos Especiales ni siquiera existiría si no fuera por ella!
Fetlock le dirigió una sonrisa cálida.
—Y poco faltó para que la anularan precisamente por culpa suya. Caminamos siempre por la cuerda floja, Hsu, y eso es algo que no podemos permitirnos olvidar. Tenemos poderes especiales para ejecutar a los vampiros en el acto y nunca nadie ha cuestionado la legalidad o la validez constitucional de dichos poderes. Pero si alguien lo hiciera, los perderíamos en el acto. Entonces nuestra labor dejaría de ser difícil y se volvería imposible. Los tres debemos estar siempre por encima de cualquier sospecha. Y la simple colaboración con una delincuente confesa significaría poner en peligro esta unidad.
No le faltaba razón, desde luego. La USE se había creado como un grupo ad hoc dentro del cuerpo de los Marshals, pero ningún oficial de alto rango se había tomado la molestia de redactar un estatuto para la unidad o de asignarle categoría legal. De momento nadie había formulado ninguna queja, pues la mayoría de la población prefería no tener que admitir públicamente que los vampiros suponían una amenaza real. Pero si alguna vez metían la pata de verdad, si, por ejemplo, disparaban por error contra un ser vivo, la prensa, los grupos que ejercían como perros guardianes del gobierno y la comisión de asuntos internos se les echarían encima como buitres y la USE desaparecería de un plumazo.
—Vale, vale —dijo Clara, que levantó las manos en gesto de rendición y se alejó sin ni siquiera mirar a Fetlock a los ojos. Éste se volvió hacia Glauer, quien se encogió de hombros con gesto cordial.
De pronto Clara no quería estar cerca de ellos. Así pues, fue hasta el rincón opuesto de la sala y fingió estar inspeccionando unas marcas de la pared. Estaba lo bastante lejos como para que Fetlock creyera que no los oía.
El agente federal se acercó a Glauer para mantener con él una conversación de hombre a hombre. Pronto iban a empezar a darse codazos en las costillas.
—En fin, está en la cárcel —susurró Fetlock, y Clara se dio cuenta por su tono de voz de que estaba a punto de soltar una bromita. Lo hacía de vez en cuando y en cada ocasión Clara sentía vergüenza ajena—. No es un mal castigo, ¿no? Quiero decir, es lesbiana. Para ella será como ir a un campamento de verano.
Glauer se ganó algo más de respeto por parte de Clara porque no se rió.
4
Llevaron a Caxton a través de los corredores del correccional al trote. La habían envuelto en una gruesa manta que le cubría la nariz y la boca, y que le dificultaba la respiración. No veía dónde estaba, y menos aún adónde la conducían. Finalmente la metieron en una sala pequeña con eco y la arrojaron al suelo. A su alrededor había varios agentes de prisiones ataviados con uniformes antidisturbios y con pistolas eléctricas, preparados para que se echara contra ellos y los atacara en cuanto los viera. Cuando se dieron cuenta de que no iba a hacerlo, salieron de la sala y en su lugar entraron dos mujeres del cuerpo de prisiones con chalecos antipunzón.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Caxton, que miró a su alrededor y vio que estaba en una sala embaldosada con unos deprimentes azulejos blancos. Había una gran bañera de acero en un rincón y lo que parecía instrumental médico colgando de la pared opuesta.
—Desnúdese —le ordenó una de las dos celadoras. Era corpulenta y llevaba gafas de protección. Estaba apoyada en una mesa de plástico y miraba por la ventana. La otra celadora, que tenía un labio leporino, no le quitaba los ojos de encima a Caxton. Ni siquiera pestañeaba.
Caxton sabía lo que sucedería a continuación; había sido policía en su vida anterior. Con algunos prisioneros no había forma de saber cómo iban a actuar, de modo que en primer lugar te asegurabas de limitar sus opciones. Comprendió que no le iban a permitir que formulara ninguna pregunta y que, si no obedecía sin rechistar a las órdenes de la celadora, los guardias armados con pistolas eléctricas volverían a entrar en la sala y la obligarían a obedecer. Caxton clavó la mirada en el suelo y desabrochó el cierre de velcro que cerraba su mono por delante.
—Todo. Fuera —dijo la celadora corpulenta mientras se miraba fijamente las uñas.
Caxton se quitó las zapatillas, las bragas y el sujetador. En la sala hacía mucho frío. Laura hizo el gesto de abrazarse instintivamente, pero la agente del labio leporino dio un paso hacia ella, la agarró por la muñeca y la obligó a bajar los brazos.
—No toque nada y mantenga las manos donde podamos verlas —le dijo la celadora corpulenta—. Ahora vamos a cachearla. No se mueva, no respire y no oponga resistencia.
La del labio leporino se puso unos guantes de goma y pasó los dedos por el pelo de Caxton. Luego se sacó una linterna del bolsillo y le inspeccionó la boca y las orejas. Levantó los brazos de Caxton para inspeccionarle las axilas y le pidió que se levantara los pechos para asegurarse que no tuviera nada debajo.
—Dese la vuelta —le ordenó la celadora corpulenta en cuanto hubo terminado—. Tiéndase encima de la mesa. Ahora separe las nalgas. Más.
Caxton apretó los dientes. La del labio leporino se agachó para tener una perspectiva mejor.
—Levántese. Dese la vuelta otra vez y abra la vagina.
Caxton cerró los ojos con fuerza, avergonzada, pero hizo lo que le pedían. Sabía que legalmente tenían derecho a esposarla y a hacerlo ellas mismas si ella se negaba a cooperar. Cuando abrió los ojos, vio que la del labio leporino le inspeccionaba la entrepierna.
—¿Qué, te está gustando, bollera? ¿Te lo estás pasando bien? —susurró la del labio leporino.
Caxton no respondió.
—Está limpia —dijo la celadora corpulenta—. Venga, prisionera, ya puede volver a ponerse la ropa interior. —Entonces cogió el mono de Caxton y se lo guardó bajo el brazo—. Esto lo examinaremos por separado —añadió antes de salir de la sala.
La del labio leporino se acercó a la puerta y se apoyó en el marco, con las botas ligeramente separadas y las manos en la espalda.
Caxton volvió a ponerse el sujetador y las bragas, y se quedó allí de pie, esperando acontecimientos. No había dónde sentarse, a excepción del borde de la bañera, que, a juzgar por su aspecto, debía de estar muy frío. Decidió clavar la vista en el suelo, pues por nada del mundo deseaba provocar a la del labio leporino mirándola a los ojos.
Al rato llamaron a la puerta y otra mujer entró en la sala. Era mayor que las funcionarias de prisiones que Caxton había visto hasta entonces, tendría cincuenta y cinco o incluso sesenta años. Iba vestida con una chaqueta de estilo conservador, una falda hasta las rodillas y un chaleco antipunzón. Llevaba una silla plegable, metálica, y una BlackBerry, en la que escribía con el pulgar incluso mientras abría la silla.
Durante un momento no pasó nada. La recién llegada no habló y a Caxton no le pareció apropiado iniciar una conversación. La mujer terminó de escribir con los pulgares algo que parecía requerir toda su atención.
Finalmente, sin levantar la vista, dijo:
—Me parece que tenemos un problema.
Caxton se rascó la nariz y la del labio leporino se inclinó hacia delante, mirándola fijamente.
—No me gusta que las chicas no se lleven bien —dijo la mujer de la BlackBerry—. Eso nos pone las cosas más difíciles. Comprenderá que ahora debo encontrar una forma de restablecer la paz. Por ello vamos a trasladarla a un alojamiento especial. La decisión es de aplicación inmediata.
Caxton levantó la mirada. Aquello eran muy malas noticias.
—¿Cómo? Pero si...
—En este centro tenemos una tolerancia cero en cuanto a navajazos —dijo la mujer, que seguía jugando con su aparatito. Algo en la pantalla la hizo sonreír.
—Me he limitado a actuar en defensa propia —dijo Caxton—. El arma ni siquiera era mía.
—No me diga... Tengo a tres internas en la enfermería en estos momentos. Una tiene quemaduras de segundo grado en la cara y en el pecho. Otra tiene la nariz rota y tendremos que volver a rompérsela para ponérsela en su sitio. Y la tercera podría perder un ojo. —Entonces levantó los ojos y miró a Caxton—. Usted tiene una contusión en la muñeca —dijo antes de volver a centrarse en su correo—. Dígame, ¿a quién cree que deberíamos vigilar con mayor atención? Hay dos tipos de mujer en esta institución. Por un lado están las que quieren cumplir su condena, trabajar para salir antes y marcharse a casa. Por otro, están las que apuñalan a las demás porque se aburren. Mi trabajo consiste en dividir a los dos grupos. Hoy se ha presentado usted voluntaria para engrosar las filas del segundo y no me importa lo más mínimo quién haya empezado. Además, usted es una prisionera de alto riesgo y debería estar ya en custodia preventiva. Está todo decidido. Pasará el resto de su sentencia en estado de segregación administrativa. ¿Tiene algún problema al respecto?
Caxton se mordió el labio y meditó cómo debía responder a esa pregunta.
Las prisioneras que se quejaban de las condiciones de vida en Marcy terminaban lamentándolo inevitablemente. Si te quejabas, quería decir que te negabas a cooperar con el personal. Al no demostrar una «buena actitud», pasaba más tiempo antes de que te permitieran comparecer ante la junta que tenía la facultad de concederte la condicional y, en definitiva, tardabas más en volver a salir a la calle. Por todo ello, las internas de Marcy, en general, preferían no manifestar sus quejas.
Por otro lado, la sección de segregación administrativa era el peor lugar de la cárcel. Allí encerraban a las mujeres realmente violentas, junto con las que estaban demasiado locas para moverse libremente y las que corrían un riesgo excesivo de morir en manos de sus compañeras de prisión, de modo que debían permanecer las veinticuatro horas del día bajo vigilancia. La segregación administrativa era más que un régimen de máxima seguridad. Significaba tener que renunciar a cualquier privilegio, a la intimidad y a la menor ilusión de libertad.
Si Caxton tenía que pasar cinco años en segregación administrativa lo más seguro era que terminara por volverse loca. Tenía que decir algo, lo que fuera, que le permitiera eludir ese destino.
—Deseo hablar con un superior acerca de esto —dijo—. Deseo recurrir su decisión.
La mujer dejó de presionar botones con los pulgares. Entonces, con gesto lento, dejó la BlackBerry encima de la mesa y le tendió una mano.
—Augie Bellows —dijo—. Soy la directora de la prisión.
«Mierda», pensó Caxton. Acababa de cometer un grave error, pero de todos modos tenía que intentarlo.
—Debe saber que cuando no me atacan soy una interna ejemplar. Tengo un pasado como agente de la ley y...
—Sé exactamente quién es usted —la interrumpió la directora con una sonrisa radiante—. Y usted sabrá que no debe esperar ningún trato especial por haber sido policía. De hecho, y para serle sincera, debo decirle que muchos de los miembros del personal creemos que los policías corruptos son los peores internos posibles. La sociedad confió en usted para que distinguiera entre el bien y el mal y, aun así, actuó de forma incorrecta. ¿Cómo vamos a tomarnos en serio cualquier cosa que pueda decir?
—Si le echa un vistazo a mi expediente, verá que siempre he cooperado al máximo. Nunca he iniciado ningún conflicto y he hecho lo que me han pedido en todo momento —dijo Caxton.
Bellows se encogió de hombros como diciendo que eso no importaba, que no iba a servirle de nada.
—Nos encargaremos de trasladar sus cosas, no hace falta que recoja nada. Naturalmente, la segregación administrativa impone severas restricciones sobre la posesión de objetos personales, de modo que la mayoría de sus pertenencias le serán confiscadas. De todos modos no va a necesitar ni cosméticos ni productos para el pelo mientras esté en el alojamiento especial. Si todo va como espero, no vamos a volver a vernos hasta que llegue el momento de mandarla a casa. Yo de usted haría todo lo que estuviera en su poder para que así fuera.
—¿Me está haciendo esto porque fui policía o porque soy lesbiana? —preguntó Caxton.
La directora le dirigió una mirada larga e inquisitiva.
—Lo hago porque se interpone usted en mi camino, nada más. Usted es un pequeño obstáculo en el camino de mi vida.
Entonces se levantó, cogió la silla plegable, se acercó a la puerta y llamó. La puerta se abrió y la mujer salió sin decir una palabra más. No había vuelta atrás: acababan de sentenciar a Caxton a pasar el tiempo de condena que le quedaba en el peor infierno que la institución penitenciaria podía brindarle y no podía hacer nada. Notó como si unas puertas invisibles se fueran cerrando a su alrededor.
—Espere aquí —dijo la del labio leporino—. No se mueva. Alguien la vendrá a buscar en breve.
Caxton hizo lo que le ordenaron.
Sin embargo...
La directora Bellows se había olvidado la BlackBerry encima de la mesa.
Caxton había sido policía y los policías son entrometidos por naturaleza. No podían evitarlo, eso era lo que les permitía resolver crímenes y, a veces, conservar la vida. Por ello se sintió empujada a echarle un vistazo al aparatito. Le faltaba muy poco para poder ver la pantalla desde donde estaba. Dio un pasito lateral hacia la mesa.
La del labio leporino se echó hacia delante como un perro atado a una cadena.
Caxton levantó los brazos en gesto de rendición, pero dio otro paso hacia la mesa. Al ver que nadie irrumpía en la sala para reducirla a golpes, se detuvo y bajó la mirada. En la pantalla de la BlackBerry había un fragmento de conversación de un chat. La directora Bellows debía de haber estado chateando con alguien mientras condenaba a Caxton a su nueva situación. En realidad, a Caxton los asuntos privados de la directora de la cárcel la traían al pairo, pero una de las conversaciones le llamó poderosamente la atención.
ABell: Parece una eternidad. Me muero de ganas de empezar.
DamaNoctis: A fe que ya no puede tardar. Os conmino a tener paciencia. La espera tendrá su recompensa.
ABell: Eso espero. Me arriesgo a...
Eso fue todo lo que logró leer antes de que la del labio leporino cruzara la sala y cogiera la BlackBerry de encima de la mesa.
—¡Atrás, zorra, o te jodo bien jodida! —le gritó en la cara, y le dio un golpe que la hizo caer de espaldas al suelo.
Unos minutos más tarde, un grupo de funcionarias de prisiones la acompañaron a su nueva celda. Por lo menos le dieron un mono nuevo para que no tuviera que ir en ropa interior.
5
La Unidad de Alojamiento Especial del correccional estatal de Marcy, conocida simplemente como la UAE, era una construcción circular articulada alrededor de un puesto central de vigilancia de dos pisos de altura. Las celdas daban a la construcción acristalada de guardia y eran todas idénticas: unos estrechos rectángulos de dos metros y medio de ancho por cinco de hondo, equipados con una letrina al fondo y una robusta puerta de acero en la parte delantera. Las puertas tenían un grosor de ocho centímetros y estaban acolchadas por la parte interior. Había una mirilla cuadrada, situada a la altura de la cabeza y, debajo de ésta, un estrecho tablero móvil y una ranura a través de la cual los guardias podían proporcionarles la comida a las reclusas. La UAE no disponía de cafetería, pues las internas comían en sus celdas. De hecho lo hacían casi todo dentro de las celdas, donde pasaban veintitrés horas al día.
En la UAE había tres tipos de prisioneras. Estaban los casos de segregación administrativa, como Caxton: las internas más violentas o locas de la cárcel, que suponían un peligro evidente para el resto. En segundo lugar estaban las prisioneras en custodia preventiva, que suponían un peligro para sí mismas. Generalmente, o bien se habían enfrentado a alguna banda particularmente vengativa, o bien habían proporcionado pruebas que incriminaban a otras internas, o habían cometido algún crimen tan odioso que la población de la penitenciaría quería verlas morir. En el correccional estatal de Marcy había tan sólo dos presas acusadas de abusar sexualmente de menores y ambas estaban bajo custodia preventiva. Dos tercios de las mujeres ingresadas en la prisión eran madres que la ley y las circunstancias habían separado de unos hijos a quienes amaban. Estar tan lejos de sus hijos hacía que algunas se volvieran locas. Algunas de ellas querían demostrar que seguían siendo buenas madres atacando a cualquier condenada por estupro que se les pusiera por delante.
Las tres mujeres de la UAE que no estaban ni en segregación administrativa ni en custodia preventiva eran prisioneras ejemplares, no se comunicaban casi con nadie y pasaban el tiempo como buenamente podían. Eran las tres únicas internas que gozaban de lo que se conocía como una celda «Cadillac», una habitación privada con pequeños lujos. Tenían unas ventanas con barrotes con vistas al campo de ejercicio e incluso se les permitía tener radios siempre y cuando mantuvieran el volumen bajo. Sin embargo, nadie en la UAE se quejaba de que recibieran un trato especial, pues esas tres mujeres constituían el único corredor de la muerte exclusivamente femenino de todo el estado de Pensilvania.
Cuando Caxton entró por primera vez en la UAE, quedó prácticamente cegada al instante. Las paredes estaban llenas de arañazos, pero pintadas de un blanco reluciente que magnificaba la luz que proyectaba un potente círculo de focos instalados en el techo. La luz era implacable, despiadada. La hicieron entrar por la única puerta de acceso a la UAE, donde la esperaban una hilera de funcionarios de prisiones con uniforme de antidisturbios por si decidía echar a correr o, lo que habría sido aún más estúpido, intentaba escapar usando la fuerza.
Sin embargo, en aquel momento comprendió que a veces algunas internas lo intentaran. Para las pocas afortunadas castigadas a régimen de segregación administrativa temporal por haber apuñalado a alguien o introducido drogas en la cárcel, la estancia en la USE duraba tan sólo unos días o unas semanas. En cambio, para las mujeres en custodia preventiva y para las inquilinas del corredor de la muerte, la USE sería su hogar durante varios años.
Era el caso de Caxton.
El funcionario de prisiones que ocupaba el puesto de guardia levantó una mano y los que llevaban el uniforme de antidisturbios retrocedieron un paso para dejar pasar a Caxton. Llevaba los tobillos atados entre sí y las manos esposadas a la espalda con esposas de plástico. Un guardia la agarró por las muñecas y se la llevó hacia la izquierda. Había una línea roja pintada en el suelo que marcaba el centro exacto entre las puertas de las celdas y la torre de guardia, y la obligaron a seguirla, con un pie a cada lado de la línea. La condujeron hasta una celda identificada con el número «7». En la puerta de la celda había dos plastiquillos de plástico. Uno estaba vacío y el otro contenía la fotografía de una mujer con la cara marcada por el acné y su nombre: stimson, gertrude r: Debajo había una lista de alergias conocidas (cacahuetes) y de restricciones especiales (cero estimulantes) y las iniciales «PC», que Caxton supuso que significaban que aquella mujer estaba ahí dentro en custodia preventiva.
Caxton levantó los ojos y vio que la mujer de la fotografía la observaba a través de la mirilla de la puerta. En persona tenía un cutis mucho más sano.
—¡Contra la pared! —gritó uno de los guardias. Caxton no comprendió a qué se refería, pero al parecer no iba dirigido a ella. La mujer de la celda (Gertrude Stimson) se apartó de la mirilla al instante—. Prisionera Caxton —dijo el oficial de prisiones, que se agachó para desatarle los tobillos. Si a Caxton le entraban ganas de pegarle una patada a modo de agradecimiento, le bastaba con volver la cabeza a un lado para ver la pistola eléctrica con la que otro funcionario de prisiones le apuntaba al cuello—. Bienvenida a la USE. Va a permanecer encerrada en la celda en todo momento a menos que le ordenemos que salga. En ese caso, gritaremos «contra la pared». Eso significa que debe colocarse al fondo con la espalda apoyada en la pared. Si no obedece, procederemos a realizar una extracción forzosa y le aseguro que no le gustará pasar por eso. Las comidas son a las seis y media, a las doce y a las cuatro y media. El período de ejercicio será entre la una y las dos. La acompañarán a las duchas una vez por semana, los jueves a las seis de la tarde. Por desgracia acaba de pasársele el turno semanal. Más tarde le traeremos una barra de desodorante. ¿Si le quito las esposas va a comportarse?
—Sí —respondió Caxton con la voz más sumisa de la que fue capaz.
El funcionario le quitó las esposas de plástico. Caxton flexionó los dedos para volver a activar la circulación.
—Aquí tiene una manta y una toalla limpias.
Ambas estaban hechas del mismo material, con toda seguridad ignífugo e irrompible.
—¡Prisionera en el pasillo! —gritó entonces, y el resto de los funcionarios que rodeaban la torre de vigilancia repitieron la instrucción—. ¡Abriendo puerta!
Sonó una alarma aguda durante diez segundos y a continuación se oyó el sonido seco de la cerradura electrónica de la puerta. El oficial de prisiones levantó una palanca que abrió una segunda cerradura mecánica y empujó la puerta.
En el interior, Gertrude Stimson estaba de pie contra la pared, con las manos detrás de la nuca. Cuando Caxton entró en la celda, la mujer no se movió más que para pestañear.
Antes de que la celda volviera a quedar herméticamente cerrada, Caxton se volvió hacia la puerta.
—Tengo que hacer una llamada telefónica —dijo—. Aunque me bastaría con un correo electrónico. ¿Hay alguna lista a la que tenga que apuntarme o...?
—Las llamadas están prohibidas, lo mismo que el uso de ordenadores. Si quiere escribir una carta, háganoslo saber y podrá dictárnosla a través de la abertura de la puerta. Y ahora póngase de cara a la pared de una puta vez para que pueda cerrar la puerta.
Sin perder un segundo, Caxton se dirigió al fondo de la celda y apoyó la espalda contra la pared.
El oficial de prisiones asomó la cabeza al interior y echó un vistazo a lado y lado, como si pudiera haber alguien más escondido ahí dentro.
—Que disfrute de la estancia —dijo.
La alarma volvió a sonar durante diez segundos y la puerta se cerró con el doble chasquido de las cerraduras.
Caxton permaneció en la misma posición durante un buen rato, con la espalda pegada a la fría pared. No se movió, ni dijo nada. Al final, se dio cuenta de que estaba esperando a que alguien le dijera qué tenía que hacer.
Aquello estaba empezando a afectarla, se estaba convirtiendo en una presa en toda regla, incluso dentro de su cabeza.
Finalmente, se apartó de la pared, se frotó las muñecas y miró a su alrededor. No había demasiado que ver. La celda no era lo bastante ancha para colocar dos camas, de modo que la mayor parte del espacio lo ocupaba una voluminosa litera de aluminio cubierta de arañazos. Estaba diseñada de tal forma que no tenía ángulos afilados y era imposible de desmontar, por mucho empeño que un preso con todo el tiempo del mundo invirtiera en dicha tarea.
La única otra pieza de mobiliario que contenía la celda era una combinación de lavamanos y letrina fabricado con el mismo aluminio de contornos redondeados. La letrina no disponía de asiento y la abertura tenía una forma más alargada que redonda.
—Es rara, lo sé, y no resulta nada cómoda. Tiene esa forma para que no pueda meter mi cabeza ahí dentro —le explicó Gertrude Stimson—. Si alguna vez le dan ganas de hacerlo, ya me entiende.
Caxton se giró y observó a la mujer que le hablaba, su nueva compañera de celda. En la celda que había ocupado hasta entonces, Caxton tenía siete compañeras en un espacio unas tres veces mayor que aquél. Eran mujeres taciturnas, relativamente silenciosas a excepción de una que no paraba de repetir que se moría de ganas de fumarse un cigarrillo y otra que temblaba y gemía sin parar, afectada por el síndrome de abstinencia. Casi todas eran negras, a excepción de dos hispanas, y todas hablaban siempre en español, idioma que Caxton no comprendía.
Gertrude Stimson tenía la piel pálida y un pelo rojo grasiento que se recogía en una pequeña coleta. Caxton se dio cuenta de que tenía las uñas remordidas.
—Puedes llamarme Gert o Gerty, como más te guste —dijo.
—Caxton —respondió ella, que no le tendió la mano.
—Vaya, yo te conozco, claro que sí. Eres famosa. Hicieron una peli sobre ti y todos esos vampiros que mataste. Y luego, en la ciudad de Gettysburg...
—Prefiero no hablar de ello —gruñó Caxton.
—Es que nunca me habría imaginado que iba a conocer a una famosa aquí dentro —dijo Stimson con una sonrisita.
Caxton intentó ignorarla y se acercó a la litera. Era evidente que la cama de abajo era la de Stimson. En la pared había varias fotografías de bebés pegadas con cinta adhesiva. Sin embargo, no se trataba de instantáneas, sino de recortes de revistas. La cama estaba deshecha y la manta yacía a los pies hecha un ovillo. La litera superior estaba vacía y contenía tan sólo un colchón que cedió fácilmente cuando Caxton lo empujó con una mano, y una almohada hecha del mismo material ignífugo e irrompible que la manta y la toalla. A los pies del colchón había una bolsa que contenía sus efectos personales.
—Yo también soy un poco famosa, ¿sabes? —dijo Gert, que tenía ganas de cháchara—. Pero no debes creer todo lo que oigas.
Caxton se dijo que el nombre le resultaba vagamente familiar, aunque no lograba recordar dónde lo había oído. No le cabía ninguna duda de que pronto oiría el relato pormenorizado sobre las hazañas de Gert, de modo que no se tomó la molestia de hacer preguntas.
Hizo la cama a conciencia, sabedora de que disponía de todo el tiempo del mundo. La directora de la cárcel le había dicho que se encargarían de traerle sus cosas, pero la bolsa estaba prácticamente vacía. Le habían quitado el cepillo de dientes, el peine y prácticamente todos los libros. Le habían dejado un par de ellos, ediciones de tapa blanda y arrugada, y una fotografía. Era la fotografía de Clara que Caxton había tomado en una ocasión, durante un picnic de la oficina del sheriff. Estaba en un marco, pero éste había sido incautado. Al sacarlo, la foto había terminado rota por una esquina.
—¿Quién es ésa? ¿Una amiga tuya? ¿O es tu novia? —preguntó Stimson, subiendo ligeramente el tono de voz en la última pregunta—. Oí que eras lesbi. ¿Es ella o no? ¿Es tu novia?
—No es asunto tuyo —respondió Caxton, que subió a su cama y se tendió. «El desayuno es a las seis y media», pensó. Aún faltaba mucho tiempo. Se preguntó cuándo debían apagar las luces. Podía preguntárselo a Stimson, pero ésta habría aprovechado la ocasión para intentar entablar conversación con ella.
Aunque la verdad es que no necesitaba que la provocaran demasiado.
—¿Llevas mucho dentro? ¿Cuánto tiempo te queda?
—Si no te importa, me gustaría estar en silencio un rato —dijo Caxton—. Tengo muchas cosas en la cabeza.
—Cómo no —dijo Stimson, que desapareció en la litera de abajo. Caxton se relajó un poco. Cerró los ojos e intentó no pensar en nada. Podía hacerlo. Iba a ser fuerte, sobreviviría a la condena discretamente y sin perder el juicio. Podía hacerlo.
Del camastro de abajo le llegó un gemido agudo, seguido de un amortiguado gruñido de dolor. Al cabo de un segundo volvió a oír el gemido. Y luego otra vez. Al final comprendió que Stimson se estaba mordiendo las uñas.
Iban a ser cinco años muy largos.
6
Nunca llegaron a apagar la luz.
Porque la luz del techo permanecía encendida en todo momento. Caxton no podía llevar reloj de pulsera y no había ningún otro reloj en la celda, pero mientras yacía en su camastro y oía a Stimson roncar en la litera de abajo, comprendió que la medianoche debía de haber pasado hacía ya tiempo, y que nada había cambiado.
Contempló la lámpara fijamente durante mucho rato, esperando a que le entrara el sueño. La luz provenía de una única bombilla ensamblada en una lámpara irrompible, diseñada de tal modo que Caxton no podía abrirla, ni siquiera agarrarla. Una cucaracha había logrado penetrar en el interior de la lámpara, donde había muerto. Tan sólo tenía cinco patas. La que le faltaba debía de haberse podrido ya.
Junto a la lámpara había un pequeño rectángulo negro. Caxton supo que contenía una cámara. No apagaban nunca la luz para que la cámara pudiera observarla en todo momento mientras dormía. Pasó mucho rato observando el rectángulo, pues le costaba saber que la estaban mirando y no devolver la mirada.
Entonces se volvió y pasó un largo rato con la cara hundida en la áspera almohada, intentando mantener los ojos cerrados. Sin embargo, éstos se negaban a obedecer y se le abrían una y otra vez.
Intentó cubrirse la cabeza con la almohada para bloquear la luz, pero aquello le dificultaba la respiración. Finalmente se rindió, se incorporó y empezó a leer uno de sus libros bajo aquella luz inalterable. Sin embargo, estaba demasiado cansada para concentrarse en las palabras, y finalmente decidió abandonar.
El tiempo pasó. La noche debía de haber quedado atrás, aunque Caxton no podía ver más que las paredes de la celda, de modo que no tenía forma de saber cuánto tiempo llevaba despierta. Sin embargo, de pronto, una sirena resonó en el techo. Stimson dejó de roncar con un sonido húmedo y salió de la cama.
—Contra la pared.
La voz salió del mismo sitio que la alarma: un pequeño altavoz instalado en el techo, junto a la lámpara y el ojo negro de la cámara de vídeo. Caxton bajó de su litera de un salto y se colocó contra la pared, al lado de Stimson.
Esperaron un buen rato. Entonces la ventanilla de la abertura de la puerta se abrió y apareció una bandeja. Stimson dio unos pasos, la cogió y regresó rápidamente a la pared. A continuación apareció una segunda bandeja y Caxton hizo lo propio. Finalmente, la abertura se volvió a cerrar. Estaba diseñada de modo que las prisioneras no pudieran abrirla desde el interior.
Las dos bandejas eran idénticas y estaban cubiertas por un plástico. Cuando Caxton apartó el de la suya, vio que en la bandeja había tres tostadas ya untadas con mantequilla, dos rajas de melón no del todo maduro y un vaso de papel con zumo de manzana.
—¿Y el café? —preguntó Caxton, ligeramente malhumorada.
—Es por mi culpa —dijo Stimson, apartando la mancha de moho que cubría una de sus rajas de melón—. Lo siento. Es que tuve un problemilla con... esto... con el speed. Y ahora no puedo tomar ningún estimulante, ni siquiera cafeína.
—Que eres una drogata, vamos —dijo Caxton, que no se sentía particularmente caritativa—. De acuerdo. Pero yo no lo soy.
Stimson se encogió de hombros. Tenía la boca llena.
—Supongo —dijo, esparciendo migas por doquier— que no quieren exponerse a que te robe tu café y por eso optan por no darte tampoco a ti. —Se tragó lo que tenía en la boca con un sorbo de zumo—. Lo siento.
Caxton tenía tanta hambre que se comió el contenido de la bandeja en un abrir y cerrar de ojos. Y fue una buena decisión, pues diez minutos después de que hubieran llegado las bandejas, les ordenaron de nuevo colocarse contra la pared y acto seguido se abrió la ventanilla de la abertura de la puerta para que las devolvieran, hubieran terminado o no.
Entonces la abertura volvió a cerrarse. El desayuno había terminado. Y después, nada. Caxton se dio cuenta de que no iba a suceder nada hasta la hora de comer. Imaginó que las comidas iban a convertirse en los puntos álgidos de sus días.
Desde luego, la conversación con Stimson tampoco iba a ser una fuente de entretenimiento. Ésta tan sólo quería hablar de lo que iba a hacer cuando la soltaran.
—Bebés —decía con los ojos brillantes por la emoción—. Voy a tener más bebés. Los bebés son la vida. ¿Y sabes cómo huelen? Los bebés huelen muy bien. Me encanta jugar con los bebés y los ruiditos que hacen. Incluso cuando lloran.
Caxton nunca había querido tener hijos. Nunca se le había ocurrido pensar que valiera la pena dedicar su vida a ello. Intentó desviar la conversación hacia otros temas. Se le ocurrió preguntarle a Stimson qué había hecho para que la mandaran a Marcy, pero le pareció una pregunta indiscreta.
—¿Cuánto tiempo te queda aquí dentro? —le preguntó finalmente.
—Una buena temporadita. Veinte años —dijo Stimson.
Caxton frunció el ceño.
—¿Y no serás demasiado mayor para tener hijos cuando salgas?
Pero Stimson no iba a darse por vencida tan fácilmente.
—Tendré cuarenta y dos años, no es demasiado tarde. Y si lo es, siempre puedo adoptar. Sé que no es fácil adoptar cuando has estado en la cárcel, pero cuando vean lo mucho que quiero tener un bebé y lo buena madre que puedo ser, no tendrán más remedio que dármelo. Tendrán que darme un bebé.
Caxton asintió educadamente y subió a su litera. Stimson continuó hablando incluso después de que Caxton hubiera dejado de escucharla. Al parecer le bastaba con darle a la lengua para estar satisfecha.
Finalmente llegó la hora de comer. Una ensalada de pollo fría y un vaso de zumo de naranja. Dispusieron de diez minutos para terminárselo todo. A continuación, una vez más, no sucedió nada durante un buen rato. Cuando les ordenaron de nuevo colocarse contra la pared, Caxton comprendió que era la hora del ejercicio diario, la única oportunidad que tendría para salir de la celda.
Sus labios esbozaron una sonrisa. Se pasó los dedos por el pelo e intentó alisarse las arrugas del mono. Sabía que se trataba de una reacción excesiva, pero es que estaba a punto de suceder algo, algo distinto. Algo que le hacía ilusión.
Esperó lo que le pareció una eternidad y, finalmente, como por arte de magia, la puerta de la celda se abrió. Tras ésta apareció un funcionario de prisiones que les hizo un gesto para que se acercaran hasta él. Allí había otro funcionario esperando con dos pares de esposas. Le ataron los pies a Caxton y luego hicieron lo propio con Stimson. Un tercer funcionario de prisiones controló todo el proceso con una pistola eléctrica en las manos.
Las obligaron a avanzar hasta la línea roja del pasillo que rodeaba la torre circular de guardia. En la garita acristalada había otro funcionario que no las perdía de vista ni un momento. El hombre cogió el micrófono y su voz resonó amplificada en aquellas paredes pintadas de un blanco deslumbrante.
—Está lloviendo fuera, de modo que hoy el ejercicio tendrá lugar dentro del edificio.
Caxton oyó un gemido de protesta que provenía de un extremo de la torre de guardia. Giró la cabeza y vio a cuatro presas más, todas con los pies atados, lo mismo que ella. Si todas las celdas estaban llenas, la UAE contenía cuarenta y ocho mujeres. Al parecer, sin embargo, sólo seis de las internas podían ejercitarse simultáneamente, bajo la supervisión de tres funcionarios. En la UAE todo estaba pensado para que nada pudiera descontrolarse, nada estaba sujeto a la improvisación. Como agente de la ley o, mejor dicho, como ex agente de la ley, Caxton tenía que reconocer la eficiencia del sistema. Como presa, se sentía avasallada y desposeída de toda su humanidad, una indignidad tras otra.
Los funcionarios de prisiones ordenaron a las seis mujeres que se colocaran en fila, dejando dos metros de distancia entre una y otra. Entonces empezó el ejercicio propiamente dicho. Les ordenaron que caminaran alrededor de la UAE en círculo, con un pie a cada lado de la línea roja en todo momento. Debían mantener la distancia entre ellas, las manos siempre a la vista y tenían prohibido hablar.
—¡Vamos, andando! —gritó uno de los funcionarios.
Caxton empezó a caminar. Fijó la vista en la presa que tenía delante, una mujer con el pelo castaño alborotado, e hizo lo que le ordenaban. Y, aunque no lo habría confesado abiertamente, le gustó. Le sentó bien utilizar los músculos de las piernas y respirar un aire que ella y Stimson no hubieran inhalado y exhalado ya un millar de veces. Incluso le sentó bien poder pasar un rato en silencio, sin tener que escuchar a Stimson hablar o morderse las uñas.
Decidió distraerse un poco observando las puertas de las celdas que iba dejando atrás, a su izquierda. Las fue contando para saber cuántas vueltas alrededor de la UAE daba, un ejercicio que le permitía tener una parte del cerebro ocupada. Se propuso averiguar cuántas vueltas daban al cabo de una hora. Entonces se dio cuenta de que la mujer que iba ante ella tenía una mancha oscura en la parte trasera del mono. La mancha iba creciendo a medida que la mujer (que no redujo la marcha ni por un momento) caminaba y pronto se le extendió hasta la pernera. Caxton observó horrorizada que del dobladillo del pantalón le caía una gota de líquido amarillo, que se estrelló en el suelo. Y luego otra. Pronto la mujer empezó a dejar tras de sí un rastro de líquido al caminar y Caxton tuvo que esquivarlo para que no se le mojaran las zapatillas.
Uno de los funcionarios se acercó corriendo y obligó a Caxton a volver al sitio. Entonces agarró a la otra mujer por detrás, le inmovilizó los brazos con una llave que parecía realmente dolorosa y la arrastró hasta el puesto de guardia.
—¡Sigue caminando! —gritó otro funcionario, y Caxton se dio cuenta de que se había parado y que Stimson se le acercaba por detrás, a menos de dos metros de distancia. Caxton regresó a la línea y continuó caminando en círculo.
Finalmente el ejercicio terminó, las condujeron de nuevo a sus celdas y les retiraron las esposas de los tobillos. Caxton entró en la celda, se colocó contra la pared junto a Stimson y esperó a que cerraran la puerta para hablar.
—¡Se ha meado! —exclamó Caxton—. ¿Lo has visto? ¡Se ha meado... encima! Creo que lo ha hecho adrede. ¿Por qué diantre haría alguien algo así? ¿Está enferma o loca?
Stimson esbozó una sonrisa irónica.
—Cuando lleves un tiempo aquí lo entenderás. Se ha meado —dijo Stimson como si se tratara de algo absolutamente racional— para que uno de los funcionarios tenga que lavarla.
7
Los funcionarios habían estado ocupados mientras Caxton y Stimson se ejercitaban. Habían puesto una fotografía suya en la puerta, junto a la de Stimson. Debajo, donde se indicaba a los guardias que no proporcionaran ningún tipo de estimulante a Stimson, habían escrito: «Caxton tiene tendencias violentas. Utilicen protección antimordeduras y antipunzón.»
Así pues, iba a pasar lo que le quedaba de condena en la UAE.
Pronto comprendió qué iba a significar aquello y cómo iba a cambiar su filosofía vital.
Por ejemplo: cuando no tenías nada, aprendías a apreciar las cosas pequeñas. Cuando no gozabas ni de libertad ni de derechos civiles, aprendías a valorar cualquier resto de dignidad o de esperanza que te permitieran tener.
Finalmente, una semana después de su llegada a la UAE, Caxton se dio su primera ducha. Incluso le permitieron disponer de una ducha para ella sola. Naturalmente, dos funcionarias la vigilaron durante todo el rato y tuvo que apañárselas para lavarse con los tobillos esposados, pero el agua caliente la hizo sentirse casi humana por primera vez desde que la trasladaran a su nueva celda. La ducha terminó demasiado pronto. Mientras se vestía le dijeron que tenía derecho a otro lujo: una sesión de terapia de una hora. Disponía de una cada seis semanas y, en esta ocasión, su número había salido agraciado.
—Tienes derecho a rechazar la terapia —le dijo un funcionario, pero Caxton no logró imaginar ningún motivo para hacerlo. Cualquier contacto con un ser humano que no fuera Stimson le parecía una bendición del cielo.
Sin embargo, pronto descubrió que la terapia que le ofrecían difería ligeramente de lo que había imaginado. La llevaron a una pequeña habitación adyacente a la UAE. Tenía las paredes acolchadas y olía a antiséptico. En la sala no había nadie aparte de Caxton y dos funcionarios de prisiones, pero en una de las paredes había un teléfono. Le dijeron que lo descolgara para hablar con uno de los miembros del equipo de psicoterapeutas de la prisión. Caxton descolgó el auricular y se dio cuenta de que el teléfono no tenía botones: estaba diseñado exclusivamente para desempeñar esa función y no permitía efectuar llamadas al exterior de la cárcel.
—Eeeh... ¿hola? —dijo, acercándose el auricular a la oreja.
—Hola. ¿Cómo se siente? —preguntó una amodorrada voz masculina al otro lado de la línea.
Caxton se pasó la lengua por los labios.
—Pues he estado mejor, la verdad.
El psicoterapeuta no dijo nada.
Caxton inclinó levemente la cabeza.
—Esto es muy duro, ¿sabe? Es muy duro acostumbrarse a esta rutina. Es como... eeeh... Pero es agradable poder hablar con una voz amable. Estando aquí dentro sólo tienes ocasión de hablar con personas que o bien te contestan a gritos, o bien están locas.
Caxton se ruborizó. Le costaba creer que se estuviera sincerando de aquella forma con un perfecto extraño al que ni siquiera podía ver. Sin embargo, aquella oportunidad de descargar sus problemas, aunque fuera de una forma tan aséptica, le afectó más de lo que habría podido prever.
—Echo de menos a mi novia —dijo. Dios, qué bien sentaba decirlo en voz alta. No se había atrevido a decírselo ni siquiera a Stimson—. Estoy bastante asustada. Me cuesta horrores dormir y la comida no sabe a nada, sabe a cartón. Creo... creo que todo esto me está costando incluso más de lo que estoy dispuesta a admitir. Creo que es posible que me esté volviendo...
—¿Está deprimida? —preguntó el terapeuta.
Caxton lo pensó un momento.
—Pues...
—La depresión no se manifiesta tan sólo en un estado de tristeza. Aquí dentro todo el mundo está triste. Pero ¿oye voces? ¿Dentro de su cabeza? ¿Voces que le dicen que haga cosas que no quiere hacer?
Caxton se puso tensa.
—No —dijo.
—Si oye voces o sufre alucinaciones, hágamelo saber. Puedo administrarle Thorazine. Y si cree que está deprimida, puedo administrarle Prozac. Es importante que no pase estas cosas por alto. Si empieza a tener tendencias suicidas debe advertir inmediatamente a un guardia. ¿Quiere el Prozac? Empezaremos con una dosis pequeña e iremos ajustándola según sea necesario.
—No, gracias —dijo Caxton y colgó el teléfono. La sesión de terapia había terminado.
Cuando no llovía, las internas de la UAE podían salir a hacer ejercicio al aire libre. Más o menos. Las hacían salir de las celdas en grupos de seis, con los tobillos esposados, y las obligaban a caminar manteniendo siempre una distancia de dos metros entre ellas. Las sacaban de la UAE a través de un estrecho pasillo que desembocaba en una puerta que daba a la luz del sol, al aire libre y a un pedazo de cielo azul.
Era lo más hermoso que Caxton había visto en toda su vida. El patio estaba dividido en sectores delimitados por una verja metálica tan espesa que Caxton no habría podido sacar la mano a través de ella. El patio de ejercicio de la UAE era una jaula de seis metros de ancho por quince de largo. Una gran alambrada formaba el techo y las cuatro paredes. En el suelo de hormigón de la jaula había un rectángulo rojo pintado y las internas tenían prohibido traspasar los límites del rectángulo, lo que les impedía acercarse a menos de dos metros de distancia de la verja.
Mientras no salieran del rectángulo podían hacer lo que les viniera en gana menos acercarse las unas a las otras y hablar entre ellas. En uno de los extremos de la jaula había incluso una hilera de esterillas de yoga, y algunas de las internas las utilizaban para hacer flexiones o estiramientos. Las demás se limitaban a pulular, procurando siempre no acercarse demasiado a las demás. Una de ellas, una grandullona con una cicatriz donde debería haber tenido la oreja izquierda, se dedicaba a hacerles la vida imposible a las demás: la tipa caminaba directamente hacia una de las otras presas hasta que la obligaba a retroceder. Los guardias no se cortaban un pelo a la hora de gritarles que mantuvieran la distancia de seguridad y se llevaban a la fuerza a cualquiera que traspasara esa frontera invisible; la expulsión suponía también perder el derecho a la hora de ejercicio el día siguiente. Sin embargo, no hacían nada para evitar que la grandullona sin oreja se dedicara a perseguir a las demás internas por todo el patio.
Cuando regresaron a la celda, Caxton le preguntó a Stimson por qué la grandullona hacía eso si tan sólo suponía una molestia para las demás.
—Es una presidiaria —respondió Stimson, como si eso lo explicara todo.
—Yo también lo soy. Y tú. Pero nosotras no nos dedicamos a dar por saco a las demás.
Stimson meneó la cabeza con impaciencia ante aquella nueva oportunidad de iniciar a su compañera de celda en los usos y costumbres de la prisión.
—No, verás... yo soy una interna. Y existe una diferencia. Las internas intentamos colaborar, queremos ser prisioneras ejemplares para que nos rebajen la pena por buen comportamiento. Las presidiarias, en cambio, saben que van a pasarse toda la vida entrando y saliendo de la cárcel, por lo que no tienen motivos para portarse bien. Además, si son malas, si son verdaderamente duras, pueden llevarse una reprimenda y eso para ellas es motivo de orgullo.
Caxton pensó en Guilty Jen, tan obsesionada con el respeto y con su reputación que incluso estaba dispuesta a matar por ello.
—Pues yo creo que prefiero ser una interna.
—¿Ah, sí? —dijo Stimson—. Y yo que te había encasillado como una tipa dura...
Caxton subió a su cama y se tendió en el colchón. Tenía que reflexionar acerca del significado de esas palabras.
Pero, como de costumbre, Stimson no tenía intención de dejarla tranquila.
—Te resulta bastante útil tenerme contigo, ¿verdad? —le preguntó, con un codo apoyado en la cama de Caxton y la barbilla encima del colchón—. Quiero decir, puedo contarte cosas que no sabías y ayudarte...
—Supongo que sí —respondió Caxton.
—Hemos conectado, ¿verdad? Cada día estamos más unidas. Eso es bueno. Como yo te soy útil a ti a lo mejor tú me podrás ser útil a mí. A lo mejor puedes protegerme, responder por mí si me meto en problemas. Así es como funciona esto, ¿no? Somos un equipo.
—Lo que tú digas —respondió Caxton.
—Voy a serte útil —dijo Stimson—. Tú espera y ya verás. Voy a ser tu perra. Así es como se le llama a tu mejor amiga aquí dentro. ¿Ves? Siempre te estoy contando cosas, te soy útil. Voy a ser la mejor amiga del mundo para ti. Y tú, tú puedes ser mi mamá. Si... si... si quieres, claro.
Caxton no soportaba mirar esos ojos tan rebosantes de confianza; le recordaban demasiado a los de los perros que solía rescatar. Apartó la cabeza. No era razonable pretender pasar veintitrés horas en una celda con Stimson y no hablar o interactuar con ella. Pero lo último que quería era incitar a Stimson. Y no eran amigas. Caxton era incapaz de imaginar que algún día pudiera ser amiga de aquella drogata obsesa de los bebés. Desde el momento en que saliera de Marcy, no volvería a pensar en Stimson nunca más y no era justo fingir lo contrario.
—No voy a estar demasiado tiempo aquí —dijo, intentando no sonar demasiado borde—. A lo mejor tu próxima compañera de celda puede ser tu mamá.
—Oye, tampoco hace falta que te pongas así —dijo Stimson, que se tendió en el suelo—. Joder, no he dicho que vaya a comerte el coño ni nada así.
—Vale —dijo Caxton—. Me alegro.
8
Malvern atacó de nuevo y en esta ocasión el número de víctimas fue aún mayor. Había arrasado un bar de carretera de las afueras de Allentown poco después de la medianoche. Un cliente había logrado huir y llamar a la policía, pero para cuando llegó la patrulla, Malvern ya se había cargado a dos camareras, al encargado, al gorila de la puerta y a seis tipos que sólo querían tomarse una cerveza después del trabajo. Antes de que amaneciera, Clara y Glauer ya estaban en la escena del crimen en busca de pruebas. Fetlock estaba ocupado en Harrisburg, poniéndose al día con el papeleo, de modo que por una vez los dos miembros de la USE pudieron disponer de la escena del crimen sin interferencias.
—Alguien tiene que haberla ayudado —dijo Glauer, que andaba sin parar de la entrada principal a la puerta trasera—. Fíjate en la disposición de los cuerpos. El gorila estaba aquí y la camarera también, pero el resto intentaron huir a la carrera. Sólo llegaron... hasta aquí —dijo, deteniéndose junto a una mancha de sangre que había en la alfombra, junto a los aseos. El forense se había llevado ya los cuerpos, y Clara lo agradecía sinceramente, pues, aunque eso abría la posibilidad de que se hubiera destruido alguna prueba, significaba también que ella se ahorraba tener que verlos—. La salida estaba bloqueada para que no pudieran salir.
—Sabemos que actúa en colaboración con algún cómplice —asintió Clara—. Alguien tiene que llevarla en coche de una víctima a otra, está demasiado débil para desplazarse a pie. —Un vampiro en plenitud de facultades era capaz de correr más que un coche, pero hacía ya años que Malvern había perdido la forma física—. Podría tratarse de algún aliado humano, o de un siervo.
Los vampiros tenían la capacidad de hacer volver a los muertos de la tumba, por lo menos durante un tiempo. Los seres resultantes de dicha reanimación se denominaban «siervos». Su cuerpo se corrompía a ojos vista, pero mientras pudieran tenerse por su propio pie, estaban obligados a obedecer las órdenes del vampiro que los había resucitado.
—Existe otra posibilidad —dijo Glauer, que se volvió hacia Clara y le aguantó la mirada durante un segundo—. El cómplice podría ser otro vampiro —añadió finalmente.
Los vampiros también podían engendrar más seres de su propia especie. De hecho, Malvern era una experta en el tema. Absolutamente todos los vampiros que Laura Caxton había exterminado habían sido creaciones de Malvern.
Pero Clara sacudió la cabeza.
—Eso no encaja con nuestros informes. Engendrar nuevos acólitos socava notablemente sus energías, sobre todo si tenemos en cuenta que ya de por sí anda bastante escasa de fuerzas. Si lo intenta, se expone a verse eternamente confinada en su ataúd.
El marshal Fetlock había desarrollado toda su estrategia alrededor de la idea de que Malvern había decidido regalarse una prolongada orgía de sangre, pero que no tenía ningún plan específico a largo plazo. Y que cualquier noche empezaría a cometer errores.
—Ya sabes lo que Caxton diría sobre esos informes —murmuró Glauer.
—Diría que estamos subestimando a Malvern y que subestimar a un vampiro es la manea más sencilla de conseguir que te mate.
Clara se colocó detrás de la barra y metió la mano detrás de los boles llenos de rodajas de lima y de limón. Sus dedos tocaron algo metálico y Clara lo sacó. Era una escopeta recortada. Sabía que iba a encontrar algo ahí, todos los bares tenían un arma tras la barra, por si las cosas se salían de madre hasta tal punto que ni siquiera el gorila era capaz de controlar la situación. Clara abrió la escopeta; dentro había dos cartuchos. Olió el cañón y decidió que hacía tiempo que no se usaba.
—Después de la última escena se me ocurrió algo —dijo—. A partir de la reunión de Tupperware, Malvern cambió su modus operandi.
—Desde luego, ha dejado de preocuparse por ocultar sus masacres.
Clara asintió con la cabeza.
—Eso es. Fetlock dijo que era porque estaba asustada y eso la volvía descuidada. Tú y yo, en cambio, pensábamos justamente lo contrario: que ha dejado de considerar a las fuerzas del orden como una amenaza.
—Sí —dijo Glauer—, lo recuerdo. —Entonces dejó de caminar y la miró fijamente—. ¿Crees haber encontrado una explicación mejor?
—Es posible. Creo que está tramando algo.
Glauer suspiró.
—No me gusta nada cómo suena eso.
—Sabemos que es lista. Cada vez que Laura tuvo a Malvern a tiro, ésta logró zafarse en el último momento gracias a alguna argucia legal. Y mientras estuvo metida en su ataúd, demasiado débil para moverse, siempre encontró la forma de provocarnos quebraderos de cabeza. Me resulta imposible creer que ahora no tenga un plan.
—Pero ¿de qué puede tratarse? —preguntó Glauer—. Necesita sangre, litros y litros de sangre. Y cada noche necesita más. Eso no puede llevarla a ningún lado. Nosotros no vamos a dejar de perseguirla, de modo que, por muy ineptos que seamos, antes o después acabaremos dando con ella. Por muy lista y por muy precavida que sea, no puede seguir actuando así eternamente, pero tampoco puede dejar de actuar así. ¿Qué tipo de plan le permitiría salir del atolladero?
—No lo sé, no soy tan lista como ella —admitió Clara—. Sólo digo que tengo una corazonada, nada más. Que creo que aún no ha dejado de sorprendernos. Mierda, ¿es esa hora ya?
Glauer levantó los ojos y miró el reloj del bar.
—Casi. Los locales como éste suelen adelantar el reloj quince minutos, pues saben que cuando anuncien la hora de la última ronda, los clientes necesitarán un cuarto de hora para terminarse sus bebidas.
Clara le dedicó una sonrisa al poli grandullón. Seguramente sabía mucho más sobre cierre de bares que él.
—Oye, ya sé que Fetlock no quiere que metamos a Laura en la investigación, pero yo voy a hacerlo de todos modos. Quiero saber su opinión. Esta tarde iré hasta el condado de Tioga para visitarla.
—¿En serio? A Fetlock no le va a gustar nada —dijo Glauer—. De entrada, seguro que te llama y como no consiga localizarte...
—Son tan sólo cuatro horas de viaje —le explicó Clara. Era casi mediodía y eso significaba que no tenía ya tiempo que perder—. Te has enterado, ¿no? ¿Has oído lo que le ha pasado?
—¿Que la han segregado? —Glauer se encogió de hombros—. Sí.
Todos los policías conocían a algún funcionario de prisiones, se movían en los mismos círculos sociales. Y cada vez que un ex poli terminaba en la sombra, se convertía en la comidilla. Seguramente todos los agentes del estado y todos los ayudantes de sheriff se habían enterado de que habían metido a Caxton en el agujero.
—Probablemente la UAE sea el lugar más seguro para ella. No creo que tenga muchas amistades entre las internas...
—Sí, pero no todo es positivo. Los prisioneros de la UAE tan sólo disponen de una hora de visita sin contacto al mes. Si no he llegado a la cárcel a las cinco en punto, no volverán a concederme una visita hasta finales de abril. Volveré a las diez como muy tarde. En cualquier caso, si Fetlock pregunta por mí distráelo un poco, ¿de acuerdo? Finge que no me localizas, que me he quedado sin cobertura, o algo así. Por favor, es realmente importante que pueda hablar con ella ahora.
Glauer le dirigió una sonrisa.
—Ya sabes que lo haré. Para ella debe de ser muy importante contar con alguien que vaya a visitarla tan a menudo como tú.
—Supongo —dijo Clara—. Más le vale.
—Eres una buena persona —le dijo Glauer—. Pocas personas habrían accedido a esperar a que saliera de la cárcel. A lo mejor algunas habrían esperado un tiempo, ya sabes, pero al final se habrían rendido y habrían tenido la necesidad de romper la relación.
—Sí, bueno... —murmuró Clara.
Glauer la miró con unos ojos como platos.
—¡Vaya! —exclamó—. ¡No me digas que vas a...!
—Voy a llegar tarde —dijo Clara— si no me marcho de inmediato.
Glauer apartó el rostro.
—Salúdala de mi parte.
9
Tras comprobar el documento de identidad de Clara en el puesto de guardia le hicieron un gesto para que pasara. Condujo por el largo camino de gravilla que llevaba al complejo penitenciario, un grupo de edificios bajos conectados por caminos de ladrillo. Había vallas y alambre de púas por todas partes y carteles que le ordenaban no salir del coche, no utilizar cámaras ni teléfonos móviles mientras estuviera en la cárcel y no recoger a nadie bajo ninguna circunstancia. Estacionó el coche en un pequeño aparcamiento situado junto a un imponente muro de ladrillo que se alzaba entre dos torres de guardia, donde unos hombres armados con rifles controlaban cada uno de sus movimientos, como si esperaran que fuera a intentar algo raro.
Le dolía el estómago. Eran nervios, tan sólo nervios... Una no podía relajarse en un lugar como aquél y, además, Clara tenía muchos motivos para estar nerviosa. Iba a decirle a Laura que lo suyo había terminado. Llevaba mucho tiempo flirteando con la idea y le había dado vueltas y más vueltas a todas las razones por las que debía hacerlo. Por qué era mejor hacerlo ahora que esperar. Por qué tenía que decírselo en persona. Su razonamiento era de una lógica absoluta. No tenía por qué sentirse culpable.
La relación había empezado en un momento delicado de la vida de Laura. Su novia anterior, Deanna, había sucumbido a la maldición de un vampiro y había terminado por quitarse la vida. Entonces Laura se había agarrado a Clara como un náufrago a un trozo de madera, y durante una época todo había sido perfecto. Laura era tan atenta, tan cariñosa... Clara nunca había tenido una relación así antes.
Pero los vampiros no habían desaparecido. Al contrario, surgían una y otra vez, sin dar tregua, y de pronto Laura nunca estaba ahí cuando ella la necesitaba. Se dijo que a lo mejor se trataba de algo temporal, que Laura aprendería a encontrar el equilibrio entre el trabajo y su vida afectiva. Pero lo que sucedió en realidad fue que Laura sacrificó su vida afectiva para entregarse a su obsesión por eliminar a los vampiros de la faz de la tierra para siempre. Sin embargo, incluso eso había estado bien; por lo menos durante un tiempo. En el fondo, si tu amante no te presta atención porque está salvando el mundo, ¿qué se le va a hacer? Si empiezas a exigir demasiado y apelas a tus propias necesidades, es inevitable que termines sintiéndote culpable. Así pues, Clara había decidido hacer todo lo posible para ayudar a Laura y asegurarse de que, en cuanto ésta decidiera volver a casa, ella iba a estar ahí.
Pero ahora tardaría varios años en volver y eso era demasiado para Clara. En realidad no estaba absolutamente convencida de querer romper con Laura, pero sabía que debía hacerlo para recuperar las riendas de su vida. Era lo más inteligente que podía hacer, la decisión más adulta y madura que podía tomar: cortar por lo sano y que cada una siguiera adelante con su vida.
Y, aun así, se sentía como una chiquilla de dieciocho años a punto de pasar su primer examen de conducción. Le dolía el estómago y tenía un dolor de cabeza persistente. No había comido nada en todo el día porque había perdido el apetito y ahora, contra toda lógica, estaba hambrienta. Iba a comer algo en cuanto terminara.
«Hazlo y ya está —se dijo—. No te lo pienses, como cuando te arrancas una...»
Un perro negro aplastó el hocico contra la ventanilla del coche, y Clara soltó un grito. El perro no estaba ladrando ni nada parecido, pero la miraba con unos ojos suspicaces.
—Salga del coche, por favor —le dijo un funcionario de prisiones ataviado con un chaleco antipunzón.
Clara asintió con la cabeza y abrió la puerta. El perro se metió dentro del coche, le olisqueó la falda y los zapatos. Clara levantó las manos, salió del coche y dejó que el perro la olisqueara a conciencia, que hiciera su trabajo.
—¿Ha venido para una visita? —le preguntó el funcionario—. Documentación, por favor.
Clara asintió y metió la mano en el bolso. El perro se sentó sobre las patas traseras y la miró fijamente, como desafiándola a intentar algo raro.
No era la primera vez que visitaba a Laura, y Clara conocía el procedimiento. La estrella plateada de su solapa debería haber bastado, pero entregó también el permiso de conducir y la tarjeta de identificación de los marshals. El funcionario se metió la documentación en el bolsillo.
—Los fotocopiaré y se los devolveré en cuanto se marche —le dijo—. Por aquí, por favor.
El hombre cogió la correa del perro y condujo a Clara hacia una abertura estrecha en el muro. Una vez dentro la acompañaron a una sala de espera donde había varios visitantes más, mayoritariamente mujeres, viendo una grabación de vídeo donde les contaban qué cosas podían llevar consigo dentro de la prisión y qué cosas estaban estrictamente prohibidas. Varios funcionarios con perros policía merodeaban por la sala, buscando objetos de contrabando.
—¿Señorita Hsu? Acompáñeme —le dijo otro funcionario. Éste no llevaba perro—. La acompañaré a la zona de visita de la UAE.
Clara asintió, con gesto agradecido, pero alguien gritó a sus espaldas:
—¡Oiga! —Era una de las visitantes, una mujer de mediana edad con el pelo seco y una sudadera desteñida—. ¿Por qué la dejan pasar antes que a mí? Llevo ya una hora esperando —protestó.
—Mire el vídeo. Vendrán a buscarla a su debido tiempo —dijo uno de los funcionarios.
—Joder —dijo la mujer, que volvió a sentarse—. ¡Y encima no se puede fumar!
Clara cruzó una serie de puertas, cada una de ellas diseñadas de tal modo que debía ser un funcionario tras una ventana con cristal antibalas quien la abriera. Finalmente llegó a una pequeña antesala donde le tomaron las huellas digitales. A continuación una funcionaria de prisiones le pasó un algodón por los hombros y por la falda.
—¿Es todo esto realmente necesario? —preguntó Clara. La última vez no le habían hecho nada de todo aquello.
Los funcionarios no respondieron. La mujer metió el algodón con la muestra en la abertura de una máquina capaz de detectar cualquier resto de explosivos y narcóticos. Todos esperaron cuarenta y cinco segundos hasta que la pantalla se volvió de color rojo.
—Rastros de pólvora —dijo la funcionaria.
El funcionario, el guía de Clara, se sacó una pistola eléctrica del cinturón y la mantuvo pegada al muslo.
—Vacíe los bolsillos y métalo todo en ese cubo —le ordenó, y le acercó una cubeta de plástico de una patada—. El reloj, el cinturón y también los zapatos. Carteras, llaves, móvil... ¿Lleva una cámara?
Clara frunció el ceño. Sacó la cámara del bolso y la dejó con cuidado en la cubeta. Entonces, con una lentitud exagerada, se abrió la chaqueta y les enseñó la pistolera vacía.
—No pasa nada —insistió—. Soy agente federal. Han detectado restos de pólvora porque suelo llevar un arma. Pero ahora no la llevo encima. Y, francamente, no entiendo para qué quieren mi cinturón.
—No hacemos excepciones. En la cubeta, ¡ahora! —le ordenó el funcionario.
Clara obedeció.
Sujetándose la falda con una mano para evitar que se le cayera y estremeciéndose a cada paso (los suelos de la prisión resultaban gélidos si tan sólo llevabas medias), finalmente entró en la sala de visitas. Había una hilera de cubículos en el centro de la sala, cada uno de ellos orientado hacia otro cubículo idéntico, del que estaba separado por un grueso plafón de Lexan. Los cubículos disponían de un auricular que comunicaba con el cubículo de en frente.
—No se le permite establecer contacto físico con la prisionera —le dijo el funcionario—. Todo lo que digan será escuchado, grabado y analizado. La grabación podrá utilizarse como prueba ante un tribunal. No le está permitido usar lenguaje obsceno ni palabras clave, ¿entendido? Y bajo ninguna circunstancia le estará permitido quitarse la ropa durante la visita. Dispone de una hora con la prisionera, pero si no desea utilizar la hora completa puede colgar el teléfono en cualquier momento y la prisionera será devuelta a su celda. ¿Ha entendido lo que le he dicho?
—Sí, sí —respondió Clara. Se sentó en una silla de madera y clavó la mirada en el interior del cubículo vacío, más allá del plafón de Lexan. «Ha llegado el momento —se dijo—. Ha llegado el momento de recuperar las riendas de tu vida.»
Entonces apareció Laura acompañada de un guardia.
Su aspecto era horrible. Tenía la cara pálida y llena de arrugas, y el pelo lacio y caído sobre la frente. Laura nunca se había preocupado demasiado por su aspecto físico (siempre había dicho que ésa era una de las principales ventajas de ser lesbiana), pero siempre había usado un poco de espuma y siempre había llevado el pelo limpio y bien peinado. Sin embargo ahora tenía un aspecto mustio y desaseado. Se parecía a la típica marimacho que tenía un mal día.
Laura se abalanzó hacia el teléfono y cogió el auricular antes incluso de sentarse.
—Clara —dijo—. Clara. Estoy... estoy tan contenta de que hayas venido.
—Claro que he venido —dijo Clara. Sabía que ahora tenía que aclararse la garganta y decírselo. Cuantas menos palabras usara, mejor.
«Se ha terminado, Laura.»
Demasiado frío.
«He estado pensando mucho sobre esto y...»
No, demasiado insípido. Si se lo decía así, Laura intentaría hacerla cambiar de opinión.
«Seguiré viniendo a visitarte, pero cuando salgas...»
«Tú harías lo mismo en mi lugar...»
«Estar sola es muy duro y, además, nunca fuimos una pareja ideal...»
—Tenemos que hablar de algo —dijo Clara. El latido de su corazón repiqueteaba en sus oídos—. De algo importante.
—Por supuesto —dijo Laura.
—Es sobre... —empezó a decir Clara, pero no pudo seguir. Su lengua se negaba a obedecer, era incapaz de decir la palabra siguiente.
—No pasa nada, pequeña —dijo Laura. Tenía los ojos llenos de lágrimas—. Puedes decirme lo que quieras. Siempre ha sido así. Si hay algo... algo que quieras que discutamos, algo que tengamos que hablar, dímelo sin miedo. Seguro que juntas encontramos la solución.
«Lo sabe. Sabe a qué has venido. Dilo y ya está.»
—Es... —dijo Clara, que decidió volver a intentarlo—. Es sobre... Es sobre Malvern.
«Joder, serás gallina —se dijo—. Eres una cobarde.»
Pero el rostro de Laura adoptó un gesto profesional de inmediato. De pronto ya no era Laura, sino Caxton, la cazadora de vampiros.
—Vale —dijo—. Habla.
—Ha aumentado el número de ataques —dijo Clara, que experimentó una oleada de alivio. En aquel terreno se sentía mucho más cómoda—. Ha empezado a realizar ataques más ambiciosos. Ataca a grupos de víctimas. La última vez incluso dejó escapar a un testigo. No nos contó nada relevante, pero en cualquier caso... Malvern no está siguiendo sus propios patrones.
—No —dijo Caxton.
Clara se encogió de hombros.
—Fetlock asegura que actúa así porque está desesperada. Sabe que no puede seguir cazando eternamente y que un día daremos con ella, de modo que ha decidido cambiar de modus operandi. Según Fetlock, ha sucumbido a una especie de espiral de la muerte y le da lo mismo que alguien pueda cazarla. Glauer no está de acuerdo y cree que actúa así porque ahora que tú estás aquí dentro ha dejado de considerarnos una amenaza.
—¿Y tú qué crees?
Clara frunció el ceño.
—Yo creo que está tramando algo.
Caxton asintió con la cabeza.
—Es un buen enfoque. Si algo sabemos sobre Malvern es que siempre tiene un plan; siempre va dos pasos por delante. No la subestimes y tampoco dejes que Fetlock lo haga.
Clara soltó una débil carcajada.
—Haré lo que pueda —dijo—. Me alegro de verte.
—Sí, me sienta bien hablar de esto. Necesito volver al caso —dijo Caxton, y Clara casi pudo ver los mecanismos de su cerebro echando humo.
La hora se terminó y un funcionario se acercó hasta donde estaba Caxton y le puso una mano encima del hombro. Habían logrado no hablar de nada que no fueran vampiros.
—Te veré dentro de un mes —dijo Clara con un suspiro—. Hasta entonces no me darán más horas de visita.
Caxton asintió, como si le pareciera bien, y dejó que se la llevaran.
Clara pasó un instante hundida en su silla, incapaz de creer lo que acababa de suceder. O, mejor dicho, lo que no había sucedido.
Finalmente se levantó y buscó al funcionario de prisiones que la había acompañado hasta la sala. Necesitaba recoger sus cosas y largarse de allí. Tenía que regresar a Allentown antes de que Fetlock descubriera que se había marchado. Un funcionario acudió a buscarla; a Clara le parecía que no era el mismo de antes, aunque en realidad no estaba segura de ello. Todos se parecían bastante entre sí. Sin embargo, éste tenía un arañazo en la mejilla que Clara no recordaba haber visto antes. La herida estaba roja y parecía infectada.
—¿Está bien? —le preguntó Clara.
El funcionario se llevó la mano a la cara y se rascó la herida con saña. A Clara se le ocurrió decirle que eso no haría más que empeorar las cosas, pero no creía que a aquel tipo le interesara mucho lo que ella tuviera que decirle.
—Acompáñeme —le dijo—. La llevaré a donde tiene que ir.
Sin embargo, el funcionario no la llevó de vuelta a la antesala, sino que la condujo hacia un largo pasillo que se adentraba aún más en la cárcel.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Clara—. Yo ya he terminado.
El funcionario no se volvió a mirarla.
—La directora de la cárcel desea hablar con usted un segundo.
Clara se fijó en la chapa con el nombre que el tipo llevaba pegada en el uniforme.
—¿Qué pasa, Franklin? No me habré metido en un lío, ¿verdad?
El tipo se enderezó un poco. De pronto parecía más alto.
—Estoy seguro de que querrá cooperar con nosotros.
Había algo extraño en su voz. Era demasiado aguda para un hombre de su tamaño.
Sea como fuere, el tipo empezaba a asustarla. Llevaba la pistola eléctrica en la mano, si bien la mantenía pegada al muslo. Clara le echó un vistazo y luego se fijó en su rostro, completamente inexpresivo.
—Desde luego —dijo.
10
Durante el camino de vuelta a su celda, Caxton estaba tan ensimismada que apenas era consciente de lo que sucedía a su alrededor. Mientras Clara había estado contándole cosas de Malvern todo había ido bien (Caxton siempre había tenido la capacidad de olvidarse de todo mientras hacía algo relacionado con vampiros), pero en cuanto estuvo sola con sus pensamientos se le cayó el alma a los pies.
Clara iba a romper con ella.
Caxton se había dado cuenta de que su novia intentaba reunir las fuerzas necesarias para decírselo. Clara era como un libro abierto para ella, llevaban juntas el tiempo suficiente para que conociera a fondo todos sus gestos y su lenguaje corporal. Clara no había logrado decir lo que quería, pero Caxton sabía que un día lo conseguiría. Podía suceder al mes siguiente, durante su próxima visita, o a lo mejor se lo diría simplemente por carta. «He estado dándole vueltas al asunto —le diría—, y ha llegado el momento.»
Pero Caxton ni siquiera lograba sentirse furiosa. Lo comprendía perfectamente. Sabía que nunca había sido una novia particularmente buena: siempre, desde que conocía a Clara, su vida se había basado en otras cosas. Bueno, en una cosa: los vampiros. Nunca había tenido el tiempo suficiente para el amor, para intimar, para pasar tiempo hablando de tonterías, para miradas espontáneas, para caricias duraderas. No había habido una sola semana en que su trabajo no se hubiera interpuesto entre las dos y, desde luego, Laura había pasado demasiadas noches persiguiendo a esos chupasangres, mientras Clara no tenía más remedio que quedarse sola en casa, preocupándose y esperando a que regresara o a que alguien la llamara para informarla de que Laura había muerto.
Y ahora que estaba en la cárcel, su relación parecía condenada.
Caxton sabía que lo honroso habría sido ponerle las cosas fáciles a Clara, aceptar la derrota y concederle la libertad. Y, sin embargo, eso la destrozaría por completo. Sin Clara, ¿qué le quedaba en el mundo? Aunque cumpliera la condena y le concedieran la libertad, jamás iba a reincorporarse al cuerpo de policía. Fetlock nunca permitiría que volviera a cazar vampiros. Sin su trabajo y sin la mujer a la que amaba, ¿qué le quedaba?
En el pasado se había dedicado a rescatar perros. Eso le había proporcionado cierta satisfacción, pero la idea de que unos perros pudieran convertirse en un sustitutivo para Clara y su vocación era ridícula.
La puerta de la celda se cerró con un zumbido y el doble chasquido metálico de las cerraduras. Caxton levantó la vista y se dio cuenta de que había entrado en su celda y que se había colocado contra la pared sin ni siquiera reparar en lo que hacía. Miró a un lado y vio a Stimson de pie junto a ella. Sin embargo, su compañera de celda podría haber estado perfectamente en otra ciudad, pues no la miraba ni reaccionaba ante su presencia.
Sentía una necesidad imperiosa, casi exasperante, de hablar con alguien, incluso con Stimson, y de desembuchar sus problemas. Y, sin embargo, también había echado a perder esa posibilidad. Al parecer, era incapaz de entrar en contacto con otro ser humano sin fastidiarlo todo. Stimson se había mostrado amable y le había ofrecido su camaradería, incluso su amistad (por peculiar que resultara), y ella la había rechazado.
Caxton subió a su cama y se tendió. Cerró los ojos e intentó no sollozar. Le costó bastante trabajo.
La cena pasó en un visto y no visto. Laura comió, pero sin prestar demasiada atención a lo que se metía en la boca. Cuando hubo terminado, volvió a tenderse en la litera y pasó un buen rato observando fijamente la lámpara del techo. Tal como había hecho el día anterior. Tal como imaginaba que haría durante los casi ochocientos días siguientes.
Cuando oyó el primer grito apenas si fue consciente de ello.
En los pabellones de las presas comunes, de noche, solían oírse gritos, pero una aprendía pronto a no prestarles atención. Las mujeres que vivían en la cárcel tenían pesadillas. Muchas de ellas tenían problemas mentales que, sin embargo, no las volvía peligrosas, de modo que las encerraban con el resto de las reclusas. Los gritos no tenían ningún significado y, en cualquier caso, tampoco podía una hacer nada.
La UAE era un lugar mucho más tranquilo por las noches, pues los funcionarios de prisiones reaccionaban mucho más rápido ante cualquier ruido excesivo y practicaban extracciones forzosas de las infractoras, a las que encerraban en celdas insonorizadas, que recibían el nombre de «salas acolchadas». Incluso tras el tercer o el cuarto grito, Caxton se mantuvo inmóvil y ni siquiera se dio la vuelta, ni se preguntó qué estaría pasando.
Stimson reaccionó de forma mucho más rápida: salió de la cama de un salto, se acercó a la mirilla de la puerta y se protegió los ojos con las manos, como si estuviera observando lo que sucedía en el exterior.
Entonces se oyó un grito mucho más cercano. Era un grito distinto a los que Caxton esperaba, más largo, más agónico. Era un grito de verdadero dolor, el grito de alguien a quien le estaban haciendo daño de verdad. De alguien a quien estaban matando.
—Stimson —susurró Caxton—. ¿Qué sucede?
La compañera de celda de Caxton no respondió.
—¡Stimson! —siseó Caxton—. Vamos, dime algo. —Soltó un suspiro—. Gert —insistió.
La otra se giró y le dirigió una mirada severa.
—Vaya, ¿de pronto somos amigas, o qué?
Caxton intentó pensar en una respuesta, pero otro grito le heló las ideas. El grito cesó de forma abrupta. Caxton sabía perfectamente qué significaba aquello: acababan de matar a alguien.
El altavoz del techo crepitó levemente.
—¡Separaos de las puertas inmediatamente! —ordenó—. ¡No hay nada que ver!
Aquello bastó para que a Caxton le dieran ganas de mirar también por la mirilla. Bajó de la litera de un brinco y se colocó junto a Stimson, muy pegada a ella, mientras intentaba ver algo.
Pero en realidad no había demasiado que ver. La UAE tenía el mismo aspecto de siempre, con sus paredes de un blanco reluciente, la torre de guardia en el centro y una puerta blindada al fondo. Sin embargo, faltaba algo. Normalmente, incluso en plena noche, había siempre un guardia dentro del puesto de vigilancia acristalado de la torre, y otros dos funcionarios montaban guardia alrededor de la unidad, con los ojos bien abiertos, atentos a cualquier sonido sospechoso. Ahora los dos agentes habían desaparecido y tan sólo había una figura visible dentro de la torre.
—¿Dónde han ido los otros? —preguntó Caxton.
—Se han largado hace unos minutos —dijo Stimson—. Han cogido las escopetas y han salido por la puerta. No he visto nada más.
Caxton echó un vistazo al vigilante de la torre de guardia y lo reconoció al instante. Era la funcionaria del labio leporino, la misma que había inspeccionado sus partes íntimas a su llegada a la UAE y que la había derribado cuando había intentado leer la BlackBerry de la directora de la prisión.
—¡A ver, zorras, u os ponéis contra la pared u os vamos a zurrar la badana! —dijo la del labio leporino y su voz retumbó entre las paredes de la celda de Caxton.
Stimson fue corriendo a la pared del fondo, pero Caxton se quedó donde estaba.
El siguiente grito se oyó más lejos, pero lo siguieron muchos gritos más.
—¡Laura! —la llamó Stimson—. ¡Apártate! ¡Si no lo haces nos zurrarán a las dos!
—Espera —dijo Caxton—. Se acerca alguien.
Y era cierto. Una oscura figura avanzaba por el pasillo hacia la puerta blindada de la UAE. Entonces se colocó bajo un cono de luz. Caxton se dio cuenta de que era un guardia con un chaleco antipunzón. Llevaba una gorra de béisbol calada hasta los ojos que le ocultaba casi toda la cara. Caxton tan sólo logró verle la barbilla. Estaba roja, aunque no de sangre. Se había rasgado y arrancado la piel, que colgaba hecha jirones. Caxton vio el tejido muscular, lívido, gomoso y exangüe.
—Oh, no —gimió Caxton—. Aquí no. Ahora no.
—¿Dónde está Laura? —preguntó el guardia-siervo. Al instante, todas las puertas de la UAE se abrieron con un chasquido metálico.
11
Caxton empujó la puerta de la celda con el hombro, pero ésta no se movía. Habían abierto el cerrojo electrónico, pero el mecánico seguía cerrado. Si quería salir de ahí, alguien iba a tener que levantar antes la palanca exterior.
Había dos personas en el vestíbulo interior de la UAE, dos candidatos a soltarla, aunque en realidad no habría apostado mucho por ninguno de los dos.
—¿Murphy? —preguntó la del labio leporino hablando por el micrófono. No había apagado el intercomunicador, de modo que su voz se oyó también dentro de la celda de Caxton. La voz de la funcionaria de prisiones sonaba inquieta, aunque no asustada. Probablemente porque aún no se había dado cuenta de que el guardia que iba de celda en celda ya no era Murphy—. ¿Qué está pasando?
—¿Dónde está Laura? Si es necesario la encontraré yo mismo —dijo aquel ser, que se acercó a la puerta de una de las celdas y echó un vistazo por la mirilla. Aquella voz era un despropósito. Los funcionarios de prisiones desarrollaban con el tiempo un tono de voz áspero y grave que imponía respeto. Aquel engendro, en cambio, hablaba con una vocecita aguda que parecía provenir de los confines de la cordura.
—He llamado a la central pero no responden. Hay gente hablando en todas las frecuencias abiertas, y todos están muy nerviosos. ¿Ha habido un motín? Por lo que logro entender, parece como si tuviéramos intrusos —dijo la del labio leporino. Cada vez estaba más asustada. Caxton pensó que seguramente era mejor así. Antes o después iba a darse cuenta de la principal diferencia entre el guardia llamado Murphy y el engendro que campaba libremente por la UAE.
La principal diferencia era que no tenía cara.
Sí, desde luego, tenía ojos, algo parecido a una boca e incluso es posible que le quedara parte de la nariz. Pero la cara debía de colgarle en jirones de piel, con los pómulos y la frente desollados por sus propias uñas. Murphy estaba muerto. O, por lo menos, lo había estado hasta que un vampiro lo había devuelto de entre los muertos para darle una segunda oportunidad.
En realidad el vampiro no le había hecho ningún favor. A lo sumo, esa segunda oportunidad iba a durar una semana. Los cuerpos reanimados se descomponían a una velocidad vertiginosa, y al cabo de un día o dos empezaban a caerse a trozos. Además, estaban obligados a obedecer ciegamente al vampiro que los controlaba.
Pero tal vez lo peor era que, al volver de entre los muertos, lo hacían desprovistos de alma. Vivían instalados en el dolor perpetuo y sabían que se habían convertido en algo abominable. Les bastaba con mirarse en el espejo para comprender que su existencia no tenía ninguna lógica natural. Por eso se destrozaban la cara. Se hacían daño y disfrutaban haciendo daño a los demás (especialmente con cuchillos, adoraban los cuchillos). Eran sanguinarios, estaban locos y no tenían el menor reparo moral.
Caxton, fiel a una larga tradición de cazadores de vampiros, los llamaba siervos. Si buscabas a un vampiro, encontrabas a sus siervos, que por lo general eran muchos. Y cuando encontrabas a los siervos de un vampiro, éstos querían matarte.
—¡Murphy! He recibido una llamada de FEP —añadió la del labio leporino. Caxton sabía que se trataba de las siglas de «fuga en proceso», el equivalente carcelario a una alerta roja—. Mis dos chicos han ido a ver qué sucedía.
—Sí, ya lo sé —respondió el engendro que había sido Murphy—. Me he cruzado con ellos de camino hacia aquí. No van a volver.
El engendro soltó una risita apagada, como si acabara de hacer una bromita. Entonces agarró la palanca de la puerta de una de las celdas y tiró de ella. Necesitó dos intentos, los siervos no coordinaban demasiado bien ni eran particularmente fuertes. Sin embargo, al final consiguió abrir la puerta. A continuación desenvainó un largo cuchillo de caza.
Cuchillos, siempre cuchillos. Los siervos de los vampiros adoraban los cuchillos, los punzones y, en general, cualquier arma afilada. En este caso se trataba de un cuchillo de caza de unos quince centímetros de longitud y pintado de color verde (para que el ciervo no viera el fulgor plateado si un cazador lo desenvainaba en un bosque), y tenía un tallo de sierra y una maléfica punta curva. El siervo lo blandió con placer evidente y entró en la celda.
—Stimson —dijo Caxton—. Quiero decir Gert. Por favor, ¿sabes cómo se llama la guardia que hay en la torre de vigilancia?
Gert frunció el ceño.
—Creo que Worth. O a lo mejor es Wendt.
Caxton meneó la cabeza.
—¡Eh! —gritó al tiempo que aporreaba la puerta de la celda—. ¡Eh, guardia! ¡Oye, cabrona! ¡Tienes que detenerlo!
La del labio leporino miró hacia donde estaba Caxton.
—¡Contra la pared, desgraciada! —dijo, y a continuación el altavoz crepitó y soltó un silbido.
A continuación se oyó un grito procedente del interior de la celda abierta, de la que salió tambaleándose una presa con un mono de color naranja; tenía una pierna ensangrentada.
—¡Murphy! —gritó la del labio leporino—. ¡Murphy, ¿qué haces?!
Otro grito. El siervo salió de la celda. Llevaba el cuchillo y el chaleco cubiertos de sangre.
—Ésa no era Laura. ¿Laura? ¿Dónde estás, Laura? —canturreó—. Voy a encontrarte aunque tenga que entrar a cuchillo hasta la última celda. La señorita Malvern desea verte.
La del labio leporino finalmente se percató de lo que sucedía (o por lo menos de parte de ello), se levantó, cogió un fusil y presionó un botón en el panel de mandos de la garita. Sonó una alarma y la puerta del puesto de guardia empezó a abrirse.
Entonces la alarma cesó de golpe y la puerta empezó a cerrarse de nuevo.
Por la cara que puso, la del labio leporino no esperaba que sucediera aquello.
El siervo fue hasta la siguiente celda y levantó la palanca, en esta ocasión usando las dos manos. La puerta se abrió sobre sus raíles. Las dos mujeres que había dentro salieron corriendo, pero el siervo logró hacerle la zancadilla a una de ellas, que cayó al suelo. Entonces la agarró por el pelo y la obligó a levantar la cabeza. Era una mujer negra con el pelo trenzado.
—Tú tampoco eres Laura —dijo el engendro mientras le rebanaba el cuello.
En el puesto de guardia, la mujer del labio leporino empezó a aporrear el cristal de seguridad: la garita se había convertido en una celda más. Era evidente que la puerta podía abrirse por control remoto, al igual que las cerraduras de las celdas de la UAE, y que alguien en el puesto de mando quería que aquella mujer permaneciera encerrada ahí dentro. Desesperada, golpeó la puerta con la culata de la pistola, pero el plafón de Lexan tenía dos centímetros de grosor y posiblemente habría sobrevivido a la explosión de una granada de mano.
El siervo se dirigió hacia la puerta de la siguiente celda.
Dos internas habían logrado eludir la carnicería. Una se dirigió gritando hacia la puerta de salida de la UAE. La otra, a quien el siervo había cosido a puñaladas en el interior de la celda pero quien, finalmente, había logrado huir, estaba apoyada en la pared a unos metros del lugar desde donde Caxton observaba la escena, horrorizada. La reclusa respiraba con dificultad y tenía los ojos cerrados. Debía de haber perdido mucha sangre.
—¡Eh! —le gritó Caxton, aporreando la puerta de la celda—. ¡Oye, reclusa! Ábreme la puerta. ¡Yo sé qué hay que hacer! ¡Puedo salvar a todo el mundo!
La mujer herida abrió débilmente los ojos y miró hacia donde se encontraba Caxton. Entonces se desplomó en un charco de su propia sangre.
A estas alturas no quedaba ya nadie que no gritara. Las mujeres de las celdas preguntaban a gritos qué sucedía, pedían ayuda, aullaban de pánico y de miedo. Caxton oyó también los gritos procedentes de la tercera celda que el siervo había abierto, aunque éstos se cortaron en seco. Al cabo de un momento el siervo volvió a salir, ensangrentado. Una de sus víctimas le había arrancado la gorra de la cabeza y ahora Caxton pudo ver claramente su rostro destrozado. Le faltaban los párpados, lo mismo que los labios. Se lo veía sorprendido y, al mismo tiempo, encantado de la vida.
La expresión de su cara decía que se lo estaba pasando en grande y que, en realidad, la fiesta no había hecho más que empezar. Antes de llegar a la celda de Caxton le quedaban aún cinco puertas.
—Gert —dijo Caxton—, cuando esa cosa entre aquí dentro quiero que te escondas debajo de la cama, ¿me oyes? Arrástrate hasta el fondo de todo. Si todo sale mal, le diré quién soy y con un poco de suerte sólo me matará a mí, se me llevará, o me hará lo que sea que quiere hacerme. Si estás callada y no te mueves, no te pasará nada. ¿De acuerdo?
Gert asintió con la cabeza. Tenía unos ojos tan abiertos como los del siervo.
—Vale —dijo Caxton armándose de valor. Los siervos no eran muy fuertes, era posible que lograra dominarlo cuando entrara en la celda. Por supuesto, Caxton debía estar atenta a los movimientos del cuchillo...
En la celda no había nada que Caxton pudiera utilizar como arma, nada con qué defenderse. Era la celda de una cárcel de máxima seguridad, y personas muy inteligentes habían invertido grandes cantidades de tiempo y de dinero para garantizar que quienquiera que estuviera encerrado dentro, se hallara indefenso.
Iba a tener que agazaparse junto a la puerta, esperar a que entrara y entonces...
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un chasquido de la puerta, que se abrió con un leve chirrido. En el suelo, justo delante de la celda, Caxton vio a la prisionera herida, a la que creía muerta. Se había arrastrado hasta allí y, con las pocas fuerzas que le quedaban, había tirado de la palanca.
12
Dentro del puesto de guardia, la mujer del labio leporino intentaba abrir la puerta con una porra de madera. El suyo era un acto de pura desesperación: había perdido el control de la UAE.
A pocas celdas de distancia, el siervo continuaba cargándose a internas mientras buscaba a Caxton. De ella dependía detenerlo antes de que matara a alguien más.
Había otros problemas que requerían su consideración. Era evidente que la prisión acababa de recibir un ataque vampírico, por ejemplo. Pero iban a tener que esperar. Caxton abrió del todo la puerta de la celda y salió al exterior.
Encontrarse fuera de la celda sin los tobillos esposados era una sensación rara. A pesar de lo terrible de la situación y del terror que la embargaba, se sentía extraña. Caxton intentó ignorar la parte de su cerebro que le repetía sin parar que se estaba metiendo en un lío y que a los guardias de la prisión no les iba a gustar nada aquello. Caxton se planteó la posibilidad de liberar a la del labio leporino. Por un lado, no le habría venido nada mal contar con refuerzos y, por otro, en el puesto de guardia había armas. Sin embargo, dudaba mucho de que abrir la puerta desde fuera resultara más sencillo que hacerlo desde dentro.
Se agachó y le palpó la garganta a la mujer que había abierto la puerta de su celda. Tenía pulso, pero muy débil. El siervo se había empleado a fondo con ella, la había rajado desde la axila hasta la cadera y muy probablemente le había cercenado varias arterias y venas. La mujer necesitaba algo más que unos primeros auxilios. De hecho, Caxton dudaba que un equipo médico pudiera salvarla. A pesar de lo mucho que le debía a aquella mujer, de quien ni siquiera sabía el nombre, había otras personas a las que podía resultar más útil. Personas a las que podía salvar.
Desde el interior de una celda situada unas puertas más allá, Caxton oyó a una mujer que chillaba y suplicaba por su vida. Un hilillo de sangre cruzó el umbral de la puerta y formó un destello rojizo sobre el suelo de hormigón de la UAE. Caxton se quitó las zapatillas (que la habrían delatado, pues hacían ruido al pisar) y se acercó descalza a la puerta abierta. Entrar en estampida y tratar de salvar a la mujer sería un suicidio. Los siervos no eran ni muy listos, ni muy fuertes, ni muy rápidos. Sin embargo, con un cuchillo de caza y con la escasa preparación de Caxton en autodefensa sin armas, el siervo no iba a tener que ser ninguna de esas tres cosas para herirla, y de gravedad, si ésta actuaba con un ímpetu excesivo. Así pues, apoyó la espalda contra la pared, junto a la puerta, y carraspeó para llamar la atención del engendro.
Los gimoteos del interior de la celda no cesaron, pero Caxton oyó el chirrido del tacón de una bota sobre el suelo. El siervo la había oído y estaba dando media vuelta para averiguar de dónde provenía aquel ruido.
El engendro podía actuar de forma estúpida o inteligente. Si era estúpido, saldría corriendo de la celda con el cuchillo en alto, tropezaría con el tobillo extendido de Caxton y caería al suelo. En algún momento, el cuchillo se le escaparía de las manos, de modo que Caxton podría arrebatárselo y matarlo.
Si era listo, en cambio, se quedaría donde estaba y esperaría que fuera ella quien entrara a buscarlo.
Caxton oía su propio corazón. Contó treinta latidos antes de decidir que el siervo había elegido la opción inteligente y maldijo en voz baja.
Pero el engendro la oyó.
—¿Eres tú, Laura? ¿Quieres que juguemos un poco? ¿Por qué no entras a saludarme? Debes saber que tengo órdenes de no matarte. La señorita Malvern quiere hablar contigo.
Caxton se mordió el labio. El siervo podía estar mintiendo, pero sabía que pensar eso era hacerse ilusiones. Malvern estaba detrás del ataque a la prisión, naturalmente. Justinia Malvern, el último vampiro vivo de Pensilvania. Ella y Caxton compartían una larga historia. Malvern llevaba casi un siglo y medio ideando planes para destruir a la buena gente del estado. Durante ese tiempo, había creado una legión de nuevos vampiros, ejércitos completos cuya única misión era ayudarla a conseguir sus objetivos. Y durante los últimos años, Caxton había sido la encargada de frustrar todos sus planes y aniquilar a sus descendientes. Sin embargo, nunca había logrado aniquilar a Malvern y, al parecer, le había llegado la hora de pagar por ese fracaso.
A lo mejor Malvern quería torturarla hasta la muerte. Caxton sabía que no iba a gozar de una muerte rápida si la vampira podía evitarlo. Si podía mirar. Aunque también había otras posibilidades. Malvern siempre había querido convertir a Caxton en una vampira. Sería un gran golpe que le permitiría convertir a su mayor enemiga en una valiosa aliada. Malvern se lo había ofrecido en más de una ocasión, pero Caxton siempre lo había rechazado. A lo mejor toda la prisión estaba sufriendo tan sólo para que Caxton tuviera otra oportunidad de decir que no. O a lo mejor Malvern tenía otra cosa en mente, un plan brillante a la par que retorcido para el que necesitaba que Caxton cumpliera alguna función diabólica que ésta ni siquiera era capaz de imaginar.
En cualquier caso, la última cosa que Caxton quería en aquel momento era ver a Malvern, por lo menos hasta que supiera que contaba con un arsenal necesario para derrotarla.
—No tengo muchas cosas que decirle en este momento —le comunicó Caxton al siervo—. Pero si sales de ahí dentro hablaré contigo.
El siervo se rió.
—Me lo voy a tomar como un no —dijo Caxton.
A lo mejor el engendro pretendía responder, pero antes de que tuviera tiempo de abrir la boca Caxton ya había entrado en la celda. Se precipitó hacia el extremo opuesto agachada, a toda velocidad, con la intención de derribarlo. Sus ojos rastrearon el espacio de lado a lado, tratando de localizarlo.
Sin embargo, lo único que vio fueron las dos presas. Ya no pedían clemencia porque estaban muertas, unidas en un abrazo final y cubiertas de sangre.
El siervo estaba agazapado en la litera superior, esperándola.
El engendro estaba demostrando ser bastante listo. Le saltó encima con el brazo levantado y el cuchillo en alto, apuntando hacia ella. Era posible que tuviera órdenes de mantenerla con vida, pero era evidente que no iba a dudar en herirla si no tenía más remedio.
Una de sus botas le dobló la oreja a Caxton, que rodó hacia un lado en un intento de eludir el ataque. Oyó un zumbido dentro de la cabeza y notó un escozor en la oreja. Levantó las rodillas para protegerse y notó cómo éstas se hundían en la ingle del siervo: un golpe que hubiera dejado sin respiración a cualquier ser humano. El siervo ni jadeó. Ni siquiera tuvo que respirar, pues lo que tenía entre las piernas había perdido ya toda la sensibilidad.
Sin embargo, el impacto bastó para que el engendro perdiera el equilibrio y cayera rodando a un lado. Caxton se agarró de la taza del váter e intentó levantarse a pesar del aturdimiento que la invadía. El siervo le saltó sobre la espalda y blandió el cuchillo ante su cara.
Caxton no logró esquivar el golpe (se movía demasiado despacio), pero seguía siendo más fuerte que el engendro. Se arqueó violentamente, como un caballo desbocado, y el siervo salió volando de espaldas. El cuchillo le cortó el mono a la altura del hombro, pero no entró en contacto con su piel. Caxton se revolvió y lo vio ante la puerta, con el cuchillo preparado, apuntándola, a punto de echársele encima.
Caxton le pegó una patada en la muñeca con toda la violencia de la que fue capaz.
Si hubiera llevado zapatos, o si hubiera sido más rápida, aquel ataque le habría bastado para desarmar al siervo y cobrar una clara ventaja. Sin embargo, el engendro logró apartar la mano justo a tiempo. Caxton encogió los dedos del pie de puro dolor cuando éste chocó con el brazo del siervo. Lo único que logró fue que su oponente diera un paso hacia atrás y saliera de la celda. Estaba atrapada. El siervo sólo tenía que cerrar la puerta, accionar la cerradura y dejarla ahí encerrada. Entonces le bastaría con llamar a los refuerzos y esperar a que llegaran. Eso es lo que ella habría hecho y, de momento, aquel espécimen había demostrado no ser ningún necio.
Caxton soltó un grito de rabia al ver que, con una sonrisa, el engendro alargaba el brazo y agarraba el borde de la puerta.
Sin embargo, no tuvo oportunidad de cerrarla. La mujer del labio leporino apareció tras él y lo apuntó en la nuca con una escopeta. Había logrado salir de la garita.
—No te muevas, cabronazo —dijo la funcionaria de prisiones.
El siervo empezó a darse la vuelta. No había soltado el cuchillo.
Caxton se arrojó al suelo y se cubrió la cabeza al tiempo que la funcionaria apretaba el gatillo. La escopeta rugió y por el cañón salió un estallido de fuego. Caxton sabía que el arma no contenía ni perdigones ni balas. Las escopetas que usaban los guardias de la prisión disparaban balas de postas, eran unas cápsulas de nailon llenas de unas bolitas de cerámica que se liberaban al dar en el blanco. Para un ser humano normal, recibir el impacto de una bala de postas de cerámica era muy doloroso, pero rara vez provocaba daños permanentes.
Sin embargo, el cráneo de un ser humano normal gozaba de una integridad estructural mucho mayor que el de un siervo. La cabeza del engendro que en su día había respondido al nombre de Murphy estalló como una calabaza madura al recibir el impacto de un mazo y dejó el interior de la celda (y también a Caxton) cubierto de restos de cerebro, esquirlas de hueso y tejidos blandos inidentificables. La bala de postas rebotó en la espalda de Caxton y cayó al suelo con un ruido húmedo.
—¡Mierda! —dijo la del labio leporino.
Caxton empezó a respirar de nuevo.
—Esta cosa no era Murphy —le dijo la funcionaria, que se había agachado junto al cuerpo del engendro.
—Tiene razón. Es posible que se trate del cuerpo de Murphy, pero...
—Murphy tenía un tatuaje en el reverso de la mano. Este capullo no tiene ningún tatuaje.
Caxton echó un vistazo a la mano y vio que era cierto.
—Entonces, ¿qué coño hace esta cosa vestida con el uniforme de Murphy?
13
Una hora antes, Clara Hsu había caído prisionera.
Caminaron un buen rato a través de unos estrechos pasillos y cruzaron unas cuantas puertas de abertura electrónica y varias compuertas que unos guardias protegidos tras garitas de cristal de seguridad abrían de forma remota. La cárcel era enorme, Clara dudaba mucho que fuera capaz de encontrar el camino de regreso si se veía en ese brete, y más aún si encontraba todas esas puertas cerradas. Finalmente salieron de un túnel subterráneo y entraron en un edificio que se asemejaba más a una zona de oficinas que a una prisión. El techo estaba construido con placas en las que habían instalado fluorescentes, y las paredes no eran de hormigón o de ladrillo, sino de yeso normal y corriente. Clara se dijo que debía de tratarse del centro administrativo de la prisión, un lugar que los prisioneros probablemente no vieran nunca. En cualquier caso, poder salir de los bloques de celdas, con su eco infernal y su arquitectura brutal de represión y control, la hizo sentirse algo más cómoda. Eso, desde luego, no significaba que pensara que gozaba de total libertad, o que iban a dejarla sola por un segundo.
Llegaron al final de un largo pasillo con puertas de chapa de madera a ambos lados y se encontraron en un vestíbulo donde había una puerta de roble con un cartel en el que podía leerse «Dirección» en letras doradas. El funcionario con la pistola eléctrica le indicó con un gesto a Clara que abriera la puerta y se rascó la mejilla. La piel estaba empezando a caérsele y, con un acceso de terror, Clara empezó a temerse lo que sucedía.
Llamó débilmente a la puerta (sus brazos se habían quedado sin fuerzas) y accionó el pomo. En el interior del despacho, sus ojos quedaron deslumbrados por una luz naranja y rosada. En el extremo opuesto de la sala había una enorme ventana a través de la cual se veía cómo se ponía el sol, convertido ya en un disco rojo sobre el horizonte. La ventana daba a un patio cerrado por un muro de ocho metros de altura puntuado por torres de vigilancia.
—Señorita Hsu —dijo una voz.
Clara se cubrió los ojos para ver quién le estaba dirigiendo la palabra.
—Si no le importa, agente especial Hsu —dijo.
Había por lo menos tres personas más en el despacho, sin contar al funcionario que la había escoltado hasta allí y que sujetaba la pistola eléctrica a la altura de su espalda. Clara pestañeó rápidamente y, poco a poco, sus ojos se fueron adaptando a la penumbra. Distinguió un escritorio, una mesita del café rectangular que ocupaba el centro de la sala, y dos personas vestidas de color naranja sentadas en un sofá junto a la pared.
—Imagino que no tenemos por qué fingir que esto es una entrevista rutinaria —dijo una mujer que aguardaba de pie junto a la ventana. Llevaba un chaleco antipunzón encima de un traje de corte conservador. En la mano sujetaba algo que, inicialmente, Clara confundió con una pistola eléctrica, aunque enseguida vio que se trataba de una BlackBerry.
Al otro lado de la ventana el sol desapareció del todo. A Clara no le pasó por alto que faltaban pocos segundos para el anochecer.
—Es posible que lleve razón, pero debo señalar que detener a un agente federal sin una orden de arresto constituye un delito grave —dijo Clara—. Si me suelta ahora, las dos nos ahorraremos un montón de incómodo papeleo.
—No mueva ni un pelo —dijo la mujer.
Clara se dijo que debía de ser la directora de la cárcel, aunque no había tenido el detalle de presentarse.
La mesita del café se movió y Clara estuvo a punto de dar un brinco. Se quedó mirando la pieza de mobiliario y se dio cuenta de que sus ojos, cegados por la luz de la puesta de sol, la habían engañado. No se trataba de una mesita, sino de una caja de madera de un metro ochenta de longitud.
—Dios mío —suspiró Clara al ver cómo la tapa empezaba a abrirse.
Alguien a su izquierda soltó un gemido. Clara volvió la cabeza y vio a las dos personas que ya había visto anteriormente sentadas en el sofá. Sin embargo, ahora que no la cegaba la luz del sol, se dio cuenta de que se trataba de dos prisioneras vestidas con monos de color naranja. Tenían las manos atadas a la espalda y estaban amordazadas. Una de ellas, una rubia que no tendría más de diecinueve años, le dirigió a Clara una mirada suplicante.
Laura Caxton no se hubiera limitado a esperar acontecimientos, pensó Clara, que estaba bastante segura de lo que sucedería a continuación. Laura habría luchado.
Pero ella no era Laura. Nunca había sido tan valiente como su novia y nunca sería tan dura como la famosa cazadora de vampiros. Ella tan sólo era una fotógrafa policial con pretensiones y tenía un tipo enorme (si no algo peor) a sus espaldas, preparado para someterla si hacía el menor movimiento. Por eso se quedó como estaba, inmóvil como una estatua, observando.
La tapa del ataúd se deslizó unos centímetros más hasta que la caja perdió el equilibrio y cayó al suelo con estruendo. Clara tuvo la sensación de que una ráfaga de aire frío emanaba del interior del ataúd, aunque sabía que se trataba de otra cosa. Los vampiros eran criaturas antinaturales y su presencia hacía que a uno se le pusieran los pelos de punta y le picara la piel.
Lentamente, con movimientos forzados, Justinia Malvern se incorporó y echó un vistazo a la sala.
Había nacido en 1695 en Inglaterra y había vivido todos y cada uno de los años que conformaban la historia de Estados Unidos. Los vampiros vivían eternamente si nadie lograba matarlos, pero no envejecían bien. La piel macilenta y apergaminada de Malvern cubría su cuerpo huesudo; en algunas partes, el contacto permanente con la tapicería de seda del ataúd, noche tras noche, había provocado que ésta se erosionara y agrietara. Y en su frente quedaba a la vista parte del cráneo, amarillento y sin brillo. Iba vestida tan sólo con un ligero camisón color malva, casi transparente y casi tan harapiento como su piel, aunque las leyes del pudor eran difícilmente aplicables a un ser que había pasado más tiempo dentro de un ataúd que de pie.
No tenía ni un solo pelo en la cabeza, ni siquiera pestañas. Sus orejas eran grandes y triangulares, aunque una de ellas parecía que hubiera caído en las fauces de un animal. Tenía un ojo amarillento y cubierto de cataratas. La otra órbita, vacía y velada por una telaraña, presentaba el aspecto de un oscuro agujero rodeado de piel corrompida.
Tenía la boca llena de colmillos rotos. Ni siquiera tenía dos incisivos prominentes (Clara había crecido creyendo que los vampiros eran unos condes engolados con dos incisivos que sobresalían ligeramente del resto de la dentadura). En realidad, los vampiros tenían unas fauces semejantes a las de los tiburones, con innumerables hileras de unas terroríficas cuchillas translúcidas. La sonrisa de Malvern estaba plagada de mellas, pero seguía contando con suficientes dientes para morder a quien quisiera.
Tenía los brazos huesudos pegados al tronco. Los separó del cuerpo con precaución y apoyó sus esqueléticas manos a ambos lados del ataúd. Con dolor evidente pero con una determinación aún mayor, se levantó hasta tenerse por su propio pie. Se balanceó ligeramente, pero no se cayó.
A Clara se le escapó un grito ahogado. Había leído las notas de Laura: cuando ésta vio a Malvern por primera vez, la vampira vivía confinada en una silla de ruedas y apenas era capaz de sostener un vaso de sangre. Más tarde, cuando Malvern había colaborado con Caxton durante sus investigaciones en Gettysburg, la vampira estaba tan débil que apenas podía levantar la cabeza. Vivía atrapada en su ataúd y era prácticamente incapaz de lamer siquiera la sangre que le manchaba los labios. Era evidente que la sangre que se había bebido en la reunión de Tupperware y en el bar de carretera había logrado reestablecerla un poco.
Desde mucho antes de que naciera Clara, Malvern no había sido capaz de pronunciar más que unas pocas palabras.
—Confío —dijo de pronto con voz pastosa y chirriante— que mi cena estará a punto.
Clara se quedó inmóvil mientras la directora de la cárcel se acercaba al sofá y agarraba a la prisionera rubia, la obligaba a ponerse de pie y la empujaba para que caminara. La directora no cesó de atosigar a la joven hasta que ésta se arrodilló ante el ataúd, con la cabeza gacha. El pelo suelto le caía hacia delante y dejaba a la vista la nuca, desde la línea del cuero cabelludo hasta el cuello del mono.
Malvern atacó como una serpiente. Tal vez estaba algo lenta y falta de flexibilidad, pero en cuanto olía sangre era capaz de dar lo mejor de sí. Sus dientes agrietados se hundieron sin esfuerzo alguno en la carne de la nuca de la interna y chirriaron al clavarse en los huesos de la columna vertebral. La prisionera chilló y sacudió todo el cuerpo, intentó liberarse y quitarse a la vampira de encima, pero los colmillos de Malvern la tenían asida en un mordisco mortal de necesidad, como cuando un lobo cercena la garganta de un caribú. Malvern pasó uno de sus brazos esqueléticos por la cintura de la prisionera y la obligó a acercarse más a ella. Aquel brazo debería haberse roto como una rama, pero a la hora de la verdad se reveló tan resistente como una barra de acero. Las convulsiones de la prisionera fueron remitiendo, y cuando Malvern le partió los pulmones y la dejó sin aire, sus gritos cesaron.
Al cabo de un minuto, todo había terminado. Malvern arrojó el cadáver al suelo: ya no le servía de nada. Entonces salió del ataúd y se acercó hasta la directora de la cárcel.
—Es un placer conoceros por fin, querida —dijo y se inclinó para besar a la directora en la mejilla. Ésta cerró los ojos y suspiró como si recibiera a un amante tras un largo período de separación—. En cuanto a usted, señorita Hsu, en mi pecho albergo tan sólo los sentimientos más afectuosos hacia su persona.
Se acercó a Clara como si fuera a besarla también; su rostro surgió de la penumbra del despacho como una luna cubierta de cicatrices. Un hilillo de sangre le colgaba de la barbilla.
Entonces Clara no pudo evitar dar un respingo. El guardia que tenía a sus espaldas la agarró con una llave que la dejó sin aliento, le dobló los brazos a la espalda y la inmovilizó.
—Ah, comprendo, mi rostro no le parece una visión agradable, aún no. Mas eso va a cambiar sin tardanza. Pero de momento —añadió Malvern, que se irguió levemente— es hora del segundo plato.
La segunda prisionera, que aguardaba en el sofá, empezó a chillar a través de la mordaza.
14
—Gracias a Dios —dijo Caxton, que salió de la celda—. Pensaba que iba a matarme. Me ha salvado la vida.
La del labio leporino dio unos golpecitos al cuerpo decapitado del engendro con el cañón de la escopeta.
—No era eso lo que tenía que pasar —dijo. Parecía como si su voz llegara desde muy lejos—. Creía que le estaba disparando a Murphy; en ningún caso habría usado una fuerza letal contra él. Hemos trabajado juntos durante siete años.
—Esta cosa era un siervo vampírico —intentó explicarle Caxton—. Cuando un vampiro mata a una persona, puede...
—¡Murphy no era ningún vampiro, coño! —gritó la del labio leporino.
—Yo no he dicho eso —respondió Caxton con la voz más tranquilizadora de la que fue capaz.
La del labio leporino dio media vuelta y echó un vistazo a los cuerpos esparcidos por todo el vestíbulo de la UAE y en el interior de la celda que había detrás de Caxton. Durante un segundo, sus ojos dejaron de registrar lo que veían. Caxton había observado ese fenómeno con anterioridad: la mayoría de las personas, aunque fueran miembros de los cuerpos del orden, perdían la razón al verse expuestas al tipo de violencia que generaban los vampiros o incluso sus siervos. Seguramente había visto a más personas apuñaladas de las que era capaz de recordar, pero el caos que había creado aquel siervo era algo nuevo para ella e iba a tardar un tiempo en procesar la información. Sin embargo, Caxton no disponía de ese tiempo.
—Van a venir más. La próxima vez van a mandar a diez. O a lo mejor vendrá la vampira en persona. Y le aseguro que no se puede detener a un vampiro con balas de postas. Tenemos que cerrar la puerta y aislar esta unidad. Ahora mismo.
—¿Me estás dando órdenes? —preguntó la del labio leporino.
—No, no. Por supuesto que no. Aquí manda usted.
La del labio leporino se dio media vuelta y se fijó en Caxton.
—Al suelo. Y pon las manos en la nuca. Procederemos según las normas.
—Escúcheme —dijo Caxton—. Se llama Worth, ¿verdad?
—Me llamo que te jodan, zorra —le espetó la del labio leporino, que abrió la escopeta y se sacó una bala de postas de cerámica de una bolsita que llevaba colgando del cinturón—. Te he dicho que te tumbes al suelo, boca abajo, joder.
Caxton levantó las dos manos para que la otra pudiera verlas y puso una rodilla en el suelo.
—Hay vampiros en la prisión. Ya ha oído los gritos, son inconfundibles. Seguramente me conoce, ¿verdad? Soy Laura Caxton, la cazadora de vampiros. Lo sé todo sobre los vampiros, sé qué tenemos que hacer para salir vivas de esto, pero tiene que escucharme.
—Y seguramente tú me conoces a mí. ¡Soy la que manda aquí! —bramó la funcionaria de prisiones, que blandió la escopeta ante Caxton como si fuera una lanza—. Y puede que no sepa una mierda sobre vampiros, pero en cambio sí sé lo que hay que hacer cuando una prisionera se encuentra fuera de la celda y actúa con violencia. Vas a regresar a tu celda y no volverás a salir hasta que hayamos resuelto esta emergencia. Tenemos un protocolo para estos casos.
Caxton sabía que si la del labio leporino la encerraba de nuevo en su celda estaría en manos del siguiente vampiro (o siervo) que entrara en la UAE. Y estaba absolutamente convencida de que acudiría alguien más a buscarla. Tenía que hacer algo, lo que fuera, para evitar que la encerrara.
—Ese protocolo debe de incluir pedir refuerzos, ¿verdad? No puede encargarse de esto a solas...
—He intentado llamar a la central, pero no responde nadie. Parece que se han producido disturbios en todo el penal —explicó la funcionaria, sacudiendo la cabeza—. Y ahora, ¿vas a hacer lo que te he ordenado o tendremos un problema?
Caxton se arrodilló ante la mujer, con las manos arriba y bien visibles.
—Tenemos que pensar en todo esto. ¿Cuál es el siguiente paso del protocolo? Seguramente aislar la unidad, ¿no? ¿No debería cerrar esa puerta?
Caxton clavó los ojos en la puerta blindada, que era la única forma de sellar la UAE. La del labio leporino siguió su mirada.
—Mierda —dijo la guarda, jadeando—. ¡Al suelo! ¡Ahora!
Caxton asintió con la cabeza, se tendió boca abajo y cruzó los dedos de las manos sobre la nuca. Entonces dobló el cuello y vio cómo la del labio leporino regresaba corriendo al puesto de guardia y golpeaba con la palma de la mano un gran pulsador rojo situado en el tablero de mando. Sonó una alarma y la puerta blindada empezó a cerrarse.
Algo se movió detrás de la puerta. Caxton oyó el chirrido de unas botas de goma acercándose corriendo hacia ella. Se dio cuenta de que ahí fuera había más siervos y que seguramente habían estado esperando a que la guarda encerrara a Caxton en su celda. Pero, de pronto, la puerta había empezado a cerrarse y les habían entrado las prisas.
La puerta avanzaba sin prisa pero sin pausa. De hecho, avanzaba con una calma excesiva.
—Más rápido —musitó Caxton—. ¡Más rápido!
Pero no sirvió de nada. La puerta estaba diseñada para cerrarse despacio a fin de que cualquiera que se encontrara en su camino tuviera tiempo de sobra para apartarse.
En el exterior, los pasos resonaban cada vez más cercanos. Aunque estaba oscuro, Caxton creyó distinguir una figura desplazándose hacia ella.
—Vamos —dijo—. ¡Vamos!
La puerta aún estaba abierta unos treinta centímetros cuando el primer siervo empezó a golpearla y aporrearla desde el otro lado. La puerta empezó a traquetear. Entonces uno de los siervos tuvo la brillante idea de intentar colarse antes de que la puerta se cerrara del todo. Una mano ensangrentada asomó por la abertura, seguida por un hombro con la insignia de los funcionarios de prisiones de Pensilvania.
Pero la puerta continuaba cerrándose. Caxton vio cómo el brazo del engendro avanzaba unos centímetros más y cómo, casi de inmediato la puerta empezaba a aplastárselo. El siervo soltó un chillido de terror e intentó retirar el brazo, pero la puerta continuaba cerrándose.
Al llegar al final de su recorrido se cerró con un sonido metálico. No había sangre, pero el brazo amputado del siervo cayó sobre suelo de cemento de la UAE con un sonido acuoso.
Acto seguido, el brazo empezó a arrastrarse por el suelo, usando los dedos como piernas y arrastrando el brazo amputado tras de sí. Se arrastraba hacia Caxton, que seguía tendida boca abajo, y sus intenciones a buen seguro no eran nada buenas.
—¡La madre que me parió! —exclamó la guardia del labio leporino, que salió corriendo de la garita de guardia—. Pero ¿qué coño es eso?
—He intentado explicárselo —respondió Caxton, que había empezado ya a perder la paciencia. Entonces se levantó, corrió hasta donde estaba la mano y le fue rompiendo los huesos de los dedos hasta que dejó de moverse—. Esto no es un simple motín, ni un intento de fuga. La prisión está siendo atacada por criaturas malvadas y antinaturales.
La del labio leporino se la quedó mirando. Tenía los orificios de la nariz muy abiertos.
—No importa —dijo—. Aquí no se hacen excepciones. Los prisioneros deben permanecer en sus celdas durante las situaciones de emergencia. Cuando llegue el momento, la directora mandará equipos especiales para rescatarnos y llevarnos a lugar seguro.
—¿Equipos especiales? ¿De guardias de prisiones? —preguntó Caxton.
—Pues claro, estúpida —respondió la del labio leporino frunciendo el ceño.
—O sea... ¿como Murphy? ¿O como el que nos ha regalado esto? —preguntó, pateando una vez más el brazo amputado, que aún intentaba agarrarla por el tobillo—. Porque también llevaba un uniforme de funcionario de prisiones...
La del labio leporino podría haber respondido con un insulto, o golpeando a Caxton con la porra, pero no le dio tiempo a reaccionar, pues la alarma sonó de nuevo y la puerta blindada empezó a abrirse otra vez.
15
La guardia del labio leporino corrió de nuevo hacia la torre de guardia y golpeó el botón rojo con la palma, pero la puerta no se detuvo. Caxton la vio maldecir dentro de la garita, de la que regresó corriendo con la porra a punto.
—Irán armados con cuchillos —le dijo Caxton al ver la porra—. Y nos superarán en número. Tenemos que volver a cerrar la puerta. ¿Qué está pasando?
La del labio leporino frunció el ceño.
—Todas las puertas de la prisión pueden abrirse y cerrarse por control remoto. En caso de disturbios, es posible sellar una unidad o un ala desde el puesto central de mando. Alguien, uno de esos engendros, debe de haber accedido al tablero de mandos y enviado la señal de evacuación de emergencia, que hace que se abran todas las puertas de esta ala.
—¿Y no puede anular esa señal desde aquí? —preguntó Caxton.
—Si las presas tomaran el control de la UAE, la central aún estaría en situación de sellar la unidad o de abrir las puertas si fuera necesario. O sea que no, no puedo anular la señal desde aquí.
Caxton miró fijamente la puerta, que continuaba abriéndose, mientras intentaba pensar en algo.
—Antes, cuando ha entrado el siervo, han abierto todas las celdas por control remoto.
La del labio leporino asintió.
—Eso es. Y me han dejado encerrada dentro de la garita de guardia. Por eso no he podido salvar a las prisioneras que el engendro ha matado.
—Pero... de algún modo ha logrado salir —dijo Caxton.
La guarda asintió de nuevo.
—He arrancado los cables que conectan esa puerta con la central, le he dado al botón y ¡bingo!, ha funcionado. —Entonces miró a Caxton como si las piezas acabaran de encajar dentro de su cabeza—. Podría arrancar el cable que controla la puerta principal, anular el control de la central y cerrarla desde aquí.
—Vale la pena intentarlo —dijo Caxton, con el corazón a cien por hora.
—Tardaré un minuto. Los cables van metidos en un tubo de PVC que pasa por debajo del panel de control. Tendré que romperlo para tener acceso a los cables. Para cuando lo haya logrado, la puerta ya se habrá abierto.
—Yo me encargaré de los siervos mientras lo hace, sólo tiene que darme un arma —dijo Caxton.
La del labio leporino le lanzó una mirada iracunda.
—Lo dices de broma, ¿no?
—¡No! Mire, tenemos que hacer algo o van a echarnos encima a todos los engendros de los que dispongan. ¿Aún no lo entiende? Vienen a por mí. Estamos perdiendo el tiempo, ¡deme una pistola!
—Espera —dijo la guardia, como si la puerta no estuviera abriéndose mientras hablaban. Uno de los siervos había metido ya un pie y parte de la cadera a través de la abertura. Lo único que le impedía entrar era el chaleco antipunzón, pero en cualquier momento iba a abrirse paso hasta la UAE, donde Caxton aguardaba completamente indefensa—. ¿Me estás diciendo que si te capturan nos dejarán a los demás en paz?
A Caxton le dio un vuelco el corazón.
—Usted es funcionaria de prisiones —dijo finalmente.
—Pues sí —respondió la del labio leporino.
—Así pues, su trabajo consiste en proteger a las internas y a no permitir que nadie les haga daño.
—Ajá —dijo la mujer.
Caxton sacudió la cabeza. No tenían tiempo de discutir aquello.
—Usted impida que entren y yo me encargo de arrancar el cable —propuso Caxton y salió corriendo hacia el puesto de mando.
Por lo menos en esta ocasión la guardia no discutió; se acercó a la puerta y le partió el cráneo a un siervo que pretendía entrar. Un puño armado con un cuchillo se acercó peligrosamente hacia su cara y la mujer dio un salto hacia atrás.
Dentro de la garita, Caxton se agachó debajo del panel de mando y vio el tubo de PVC que la funcionaria había mencionado: salía de la parte inferior de dicho panel y se perdía bajo el suelo. Le pegó un tirón y el tubo se movió un poco, pero no se soltó. Podía intentar partirlo de una patada, pero sin zapatos lo más probable era que se rompiera el pie. Necesitaba algo con que hacer palanca y partirlo.
Perdió una fracción de segundo y echó un vistazo hacia la puerta blindada: se había abierto treinta centímetros, espacio más que suficiente para que un siervo pudiera colarse. La funcionaria del labio leporino blandió su porra al tiempo que esquivaba los cuchillos e intentaba mantener a los siervos a raya. Caxton tenía que cerrar la puerta de inmediato.
La silla que había en la garita de guardia era de madera. La levantó y la estrelló contra el muro de Lexan de la garita. La silla quedó hecha añicos. Entonces agarró una pata de la silla, se agachó bajo el panel de control una vez más y colocó la pata detrás del tubo. Si el punto de apoyo aguantaba y lograba inclinar la pata hasta el ángulo correcto...
El tubo se partió en dos y del interior aparecieron una docena de cables recubiertos de plástico aislante. Hasta donde Caxton era capaz de decir, tenían todos el mismo aspecto. No había forma de saber cuál tenía que arrancar. Si tiraba del cable equivocado, podía anular la alimentación eléctrica de la garita y entonces nunca lograría cerrar la puerta.
Pero no tenía otra opción. Junto a la puerta, la guardia de la prisión tenía que emplearse cada vez más a fondo, y ya tenía un corte en una oreja y el chaleco antipunzón desgarrado por un costado. Aún la protegería de ataques frontales, pero con el tiempo los siervos acabarían por destrozarlo y entonces se quedaría sin ningún tipo de protección. Caxton cogió un cable al azar y tiró de él. Se soltó fácilmente, pero no se produjo ningún efecto visible. Entonces golpeó el botón rojo de la consola con la palma de la mano.
No pasó nada.
—Vale —suspiró Caxton, que arrancó otro cable y presionó el botón de nuevo.
Nada.
—¡Oh, vamos! —chilló. Acto seguido arrancó tres cables de golpe y presionó el botón.
Sonó la alarma y la puerta dejó de abrirse. Entonces, despacio, muy despacio, empezó a cerrarse de nuevo.
Caxton fue corriendo hacia la puerta y le faltó poco para caer noqueada por la porra desbocada de la funcionaria de prisiones. A través de la puerta, un siervo logró agarrar a la guardia del labio leporino por la correa del chaleco. Caxton le cogió el brazo a aquel hijo de puta y se lo dobló hacia atrás. El brazo se rompió con un ruido seco, y el siervo chilló de dolor.
Otro intentó meter un pie en la abertura de la puerta, un pie enorme enfundado en una bota gruesa, con punta de hierro. Caxton lo agarró por el tobillo y tiró con fuerza. El siervo perdió el equilibrio y cayó al suelo.
La funcionaria descargó su porra contra la cabeza de otro engendro, cuyo cráneo se partió como un melón maduro. Y entonces...
...los siervos se apartaron de la puerta. Ya habían visto qué sucedía cuando ésta se cerraba y eran lo bastante listos para no permitirse más bajas.
Cuando la puerta se cerró por completo, Caxton se reclinó contra la pared y durante un instante se concentró tan sólo en recuperar el aliento. Cerró los ojos y no pensó en nada. En cuanto volviera a abrirlos iba a tener que enfrentarse con la realidad, iba a tener que plantearse por qué los vampiros estaban atacando la prisión y qué iba a hacer al respecto. Pero durante un segundo, por lo menos, podía simplemente cerrar los ojos y sentirse segura.
Pero justo en aquel momento notó una pistola eléctrica en los riñones.
16
Franklin se quitó las gafas de sol. Alrededor de los ojos, la piel había desaparecido ya casi por completo, desollada por sus propias uñas. Si hasta entonces Clara albergaba aún alguna duda, ahora estaba convencida: era un siervo. Malvern debía haberle ordenado que no se destrozara la cara para poder pasar desapercibido entre las personas vivas de la prisión. El engendro había hecho lo que había podido, pero no había logrado evitar arrancarse la piel en jirones.
El siervo amordazó a Clara y le sujetó las manos a la espalda con unas esposas de plástico que se le clavaron en las muñecas. A continuación la dejó tranquila. Nadie la golpeó, ni la apuñaló.
Nadie se bebió su sangre.
Malvern se ventiló a la segunda prisionera en un santiamén y su sangre produjo en ella un efecto espectacular.
La piel empezó a cubrirle de nuevo el boquete de la frente y sus manos ya no parecían un puñado de ramitas contrahechas; seguían siendo un amasijo de nudillos hinchados y uñas rotas, pero los pulgares estaban claramente más mullidos. También su tez se aclaró y abandonó aquel tono amarillento para adquirir la clásica palidez enfermiza de los vampiros.
Lo que nunca iba a regenerarse era el ojo que le faltaba, naturalmente. Las heridas que un vampiro había sufrido antes de su muerte no sanaban nunca, por mucha sangre que bebiera. Sin embargo, el ojo que aún conservaba había empezado a perder el aspecto turbio que tenía hacía un rato y en lo más profundo de su mirada parecía brillar un ascua roja, aún débil.
¿Cuántas víctimas serían necesarias antes de que recuperase toda su fuerza? ¿Hasta que fuera tan poderosa como las máquinas mortíferas y sedientas de sangre a las que Laura se había enfrentado durante tanto tiempo? Aunque tampoco entonces duraría. Un vampiro tan viejo como Malvern necesitaba una ingesta constante de sangre para mantener ese nivel de energía. Probablemente después de irrumpir en la reunión de Tupperware, o tras el asalto del bar de carretera, su cuerpo había experimentado la misma transformación que Clara presenciaba en aquellos momentos, pero luego se había consumido de nuevo, casi al instante. Sin embargo, aquel lugar ofrecía la promesa de más sangre. Clara comprendió que las pocas víctimas que se habían producido hasta el momento no eran más que las primeras de una larga lista. Ahora que había conseguido el control de la prisión, Malvern iba a poder alimentar su sed de sangre durante mucho tiempo. Mientras estuviera allí, no le iban a faltar cuerpos que dejar secos.
Clara miró fijamente a la directora, que le devolvió la mirada sin atisbo de culpa en los ojos.
—Si quiere que me sienta mal por esas dos, puede ahorrarse las energías —dijo la mujer, que había interpretado correctamente la expresión de Clara—. A ésta —dijo al tiempo que le pegaba un puntapié al cadáver de la rubita— la condenaron por CSAI.
Clara se estremeció. CSAI significaba «conducta sexual anormal e indecente»; era el nombre que los tribunales daban al crimen que en otra época se conocía como sodomía y que incluía un amplio abanico de delitos, ninguno de ellos agradable.
—Si le interesa saberlo, le diré que violó a su hermana pequeña con un cepillo de pelo. La otra llevaba entrando y saliendo de mi prisión desde que cumplió los dieciocho años. Cada vez que la soltábamos, acudía directamente a su camello y se prostituía para pagarse la dosis. Siempre terminaba de nuevo aquí sin saber ni cómo. Un auténtico desperdicio humano. Era el tipo de reincidente que no tiene interés alguno por rehabilitarse. Su muerte no me va a quitar ni un minuto de sueño.
Malvern, que seguía agachada junto a su segunda víctima, se levantó lentamente.
—Ya basta de moralizar. ¿Qué me dice de los funcionarios que no merecen su confianza?
La directora miró a Malvern con expresión de reverencia absoluta.
—Sus siervos se han pasado el día matando a los guardias en quienes no confío y reemplazándolos. Los demás podrían tomarse mal la situación, por lo que estamos trasladándolos a las celdas. Los encerraremos ahí y, llegado el momento, les plantearemos la misma alternativa que al resto de las prisioneras.
—Muy bien. ¿Y qué me dice de las autoridades de fuera de la prisión?
La directora levantó su BlackBerry.
—He estado en contacto con el departamento de policía local y con la oficina regional de la policía estatal. Les he dicho que habíamos tenido un pequeño motín pero que ya lo habíamos sofocado y que no necesitábamos ningún tipo de ayuda. Con eso nos aseguramos de que nadie se acerque a quince kilómetros de la prisión hasta que yo dé el aviso de que todo está bajo control. Disponemos de aproximadamente veinticuatro horas antes de que empiecen a hacer preguntas o que sospechen lo que sucede realmente. Durante las situaciones de emergencia, se cortan todas las líneas telefónicas que salen de la prisión excepto mi línea privada. Estamos en una situación de bloqueo total y, por lo tanto, tenemos el control absoluto del centro.
—Muy bien —dijo Malvern.
Clara intentó prestar atención a lo que estaban diciendo, pues sabía que era importante que entendiera la situación en la que se veía envuelta. Sin embargo, sus ojos se negaban a fijarse en la vampira o en la directora, y volvían una y otra vez hacia los cuerpos desangrados que yacían ante ella, encima de la alfombra.
Malvern siguió su mirada.
—¿Está pensando que será usted la siguiente, Clara? —le preguntó.
Clara estaba amordazada y, por lo tanto, no podía responder. Pero puso unos ojos como platos. La habían obligado a presenciar cómo Malvern se atracaba de sangre una y otra vez, y ahora notaba cómo el sudor le caía por la frente y se le metía en los ojos. Sudaba de miedo.
—Ah, pero usted es muy diferente a estos cuerpos —le dijo Malvern con voz vagamente amable—. Usted tiene algo que la hace diferente, especial. ¿Sabe de qué se trata?
La vampira esperó pacientemente, como aguardando a que Clara respondiera.
Clara sacudió la cabeza de un lado a otro.
Malvern se acercó a ella, hasta quedar tan cerca de su cara que la podría haber besado. Su piel desprendía un frío tan antinatural y tan... tan... aberrante que notó que se le ponía piel de gallina.
—A usted la aman —le susurró Malvern al oído.
Clara gimió de miedo, pues comprendió perfectamente a qué se refería Malvern. Su garganta intentó emitir la palabra, pero los labios no respondieron: Laura.
Malvern asintió como si hubiera oído a Clara.
—Ella acudirá a su rescate y para ello salvará los peligros y las distancias que haga falta. Ahora mismo está escondida tras una puerta infranqueable, lejos de mi alcance. Y, sin embargo, ¿cuánto tiempo cree que tardará en acudir en cuanto sepa que usted está en peligro?
Malvern sonrió. Cuando un vampiro sonríe, la visión no es nada agradable: los dientes parecen salir proyectados, como si hubieran crecido unos centímetros más, como si hubiera más. La sonrisa de Malvern era capaz de helar la sangre a cualquiera.
La vampira se alejó y cruzó la sala casi bailando. Aquel estado no iba a durar, pero por un momento su piel tenía un tono casi rosado, casi arrebolado por la sangre.
—Que alguien le quite la mordaza. Quiero hablar con ella.
Un siervo se colocó detrás de Clara y le quitó la mordaza.
—Laura es demasiado lista para eso —dijo Clara de pronto—. No caerá en su trampa. Además, hoy he roto con ella. Lo más probable es que en este momento me odie y desee mi muerte.
Malvern miró a la directora, que dijo que no con la cabeza.
—He escuchado toda su conversación y se han pasado la mayor parte del tiempo hablando de usted, señorita Malvern. En ningún momento han dicho nada sobre romper.
Malvern sonrió de nuevo, pero en esta ocasión no era una sonrisa de maníaca, sino más bien una sonrisa astuta, lasciva.
—Es usted muy valiente, pero permítame que insista: he planeado esta trama hasta el último detalle. Incluso me tomé la molestia de hacerla coincidir con el único momento en todo el mes en que las dos podían estar juntas, aquí. Tenga fe en mí, pequeña: soy bastante más lista que usted.
Clara se mordió la lengua antes de volver a tomar la palabra. No quería contarle accidentalmente algo a Malvern que pudiera resultarle útil. De hecho, pensó, lo que tenía que hacer era reconducir la conversación para que fuera la vampira quien le contara algo que ella no supiera.
—Pero ¿qué sentido tiene todo esto? ¿Me está diciendo que ha tomado la prisión tan sólo para cazar a Laura?
Malvern se encogió de hombros casi alegremente.
—Le aseguro que me agradaría enormemente que la vida fuera tan simple. No, pequeña. Esta cárcel puede ofrecerme muchas más cosas. ¡Pero fíjese, si parezco ya una flor en un invernadero!
—Pero no va a durar. Ha matado a todos esos guardias y se ha bebido su sangre, pero ¿qué sucederá mañana por la noche? Va a entrarle el hambre otra vez. Además, su presencia aquí no hará más que atraer la atención hacia usted. Por la mañana, la policía tendrá la cárcel rodeada y estará preparada para cargarse a cualquiera que asome por una puerta. Puede que se haya pegado un buen festín, pero será el último.
Malvern tenía la cabeza inclinada, como si estuviera sopesando las palabras de Clara. Entonces volvió a levantarla y miró a través de la ventana, hacia las estrellas que asomaban por encima del muro del patio.
—Cuando fui una criatura mortal como usted tuve una profesión, regentaba una casa de juego. Se trataba de un salón bastante agradable en Manchester, donde los hombres jugaban al pitch y al faro, juegos de cartas. Siempre me olvido de que ya nadie juega al faro... También jugaban al whist según las normas de Hoyle. ¿Siguen los hombres jugando al whist cuando se sienten afortunados?
—Sólo los muy viejos —respondió Clara.
Malvern soltó una sonrisita.
—Pues el whist estaba muy de moda en 1712. Se trata de un juego que se desarrolla en silencio, donde toda la estrategia se concentra en los ojos. Por ello no se consideraba un juego apropiado para las mujeres, a quienes se creía incapaces de pasar tanto tiempo sin chismorrear. —Malvern dirigió una mirada maliciosa a Clara—. Pero ¡cómo se entregaban los hombres al juego! Pasaban horas sentados, en silencio, como si en todo el universo no hubiera nada más importante que la partida, todos los jugadores esperaban el mejor momento para hacer una apuesta y recurrían a sus trucos para...
—Disculpe —la interrumpió Clara—, le pido perdón, pero ¿qué coño tiene eso que ver con esto?
Malvern estaba junto a la ventana, pero en un abrir y cerrar de ojos se acercó a Clara y le apoyó la huesuda barbilla en el hombro. Clara nunca había visto a ningún ser humano moverse tan rápido. De hecho, nunca había visto a ningún vampiro moverse tan rápido.
—Lo que quiero decir, querida, es que las opciones de ganar pueden crecer o disminuir, las apuestas pueden ir al alza o a la baja, pero nunca se puede saber el resultado final hasta haber jugado la última carta. No me descarte todavía, no hasta que su amante sostenga en la mano mi corazón, desgarrado, y calcinado. Porque como todas las mujeres que prueban su suerte en el juego, es posible que tenga un as escondido en la manga.
17
Caxton notó la pistola eléctrica sobre los riñones. Era un arma chata de plástico, formada casi exclusivamente por un mango y con dos pequeñas piezas metálicas que sobresalían en uno de los extremos. Cuando éstas entraban en contacto con material conductor, como la carne humana, formaban un circuito y la corriente eléctrica circulaba entre ambas.
La corriente no era particularmente fuerte. Tenía un voltaje alto, que podía llegar hasta los cincuenta mil voltios, pero un amperaje extremadamente bajo. El arma no estaba diseñada para electrocutar a la víctima, sólo para enviar una carga al sistema nervioso que imitaba la señal neurológica del cerebro y ordenaba al cuerpo de la víctima que activara todos los músculos con todas sus fuerzas.
Para emitir esa señal bastaba una pila convencional de nueve voltios. La víctima, en cambio, se sentía como si la hubiera atropellado un camión.
La electricidad recorrió el cuerpo de Caxton. Sus músculos sucumbieron a los espasmos, algunos se contrajeron y otros se expandieron, luchando entre sí. Sus glóbulos oculares vibraron dentro de las órbitas, y Caxton notó como si un relámpago de puro dolor le ascendiera por la columna y le estallara dentro de la cabeza.
Entonces, la oscuridad la acogió en sus brazos de terciopelo y la acunó como a una niña.
Sin embargo, eso tan sólo duró un segundo.
Cuando volvió en sí, tuvo la sensación de que la habían sumergido en aceite hirviendo. Estaba tumbada en el suelo, observando el intenso brillo de las luces de tungsteno del techo. Parpadeó. Era lo único de lo que era capaz. Al cabo de un momento logró pasarse la lengua por los labios.
Una bota le golpeó las costillas. Intentó apartarse, pero no disponía de la energía necesaria. La guardia del labio leporino se agachó a su lado.
—No intentes levantarte.
—Vale —dijo Caxton con un hilo de voz.
La funcionaria de prisiones le acarició el rostro.
—Oye, supongo que te debo una por tu ayuda. Es probable que acabemos de salvar la unidad entre las dos, y no voy a olvidarlo. Pero aquí hay normas, unas normas útiles y que tienen razón de ser.
—Ajá —dijo Caxton.
—Ser guardia de una prisión no es nada fácil, ¿sabes? Sé que las internas creéis que somos todas unas sádicas hijas de perra, pero eso es tan sólo porque no conocéis nuestro punto de vista, ¿sabes? Tú antes eras policía, no hace falta que te cuente qué se siente cuando estás ante alguien que sabes que te mataría si pudiera. Alguien que haría todo lo posible para joderte tan sólo por ser quien eres.
Caxton tenía que admitir que era cierto. Aquélla era la sensación que había tenido ante todos los vampiros a quienes se había enfrentado y también ante los pocos criminales humanos que había conocido.
—Imagina vivir rodeada por esa agresividad cada día de tu vida. Imagina que cada vez que entraras en esta unidad, cien ojos observaran tus movimientos, esperando a que cometieras un error; a que te olvidaras de algún detalle para aprovecharse de ello. En esa situación es posible, tan sólo posible, no hundirte en la mierda, pero si quieres salir adelante tienes que ser muy, muy dura.
Caxton levantó la mano medio centímetro. Sus músculos, doloridos y aletargados, se negaban a obedecer las órdenes de su cerebro, pero habían empezado a escucharlo en momentos puntuales.
—No lo hagas —le advirtió la funcionaria, que le volvió a bajar la mano con la punta de la porra—. Relájate.
—Lo que usted diga —respondió Caxton.
—Los guardias recibimos un entrenamiento exhaustivo antes de entrar a trabajar en la prisión. Una de las cosas que nos enseñan es lo que se denomina CS: el control de la situación. Eso significa que pase lo que pase, el guardia eres tú y sólo tú tienes el control. Por muy apurada que sea la situación, tienes que imponerte. Y si para ello tienes que actuar con algo de mala leche, lo haces. Si tienes que insultar a los demás o atacar a alguien por la espalda y dejarlo sin sentido, lo haces porque no tienes otra opción. El CS no admite excepciones. Voy a tener que encerrarte en la celda. Pero te prometo que te protegeré y te sacaré de este lío. En cuanto la directora dé la señal de que la situación está despejada, os evacuaré a ti y al resto de las prisioneras. ¿De acuerdo?
Pero Caxton meneó la cabeza.
—No, por favor, escúcheme un momento. No van a dejar de intentar derribar esa puerta. Traerán herramientas e intentarán destruirla. A solas, es posible que logre contener la primera oleada, pero llegarán más y más escuadrones de engendros. Y si con eso no basta, vendrá Malvern en persona. Está débil, por lo menos para un vampiro, pero eso no significa nada. Habrá comido, y mucho. Habrá recuperado energías. Créame, si se enfrenta a ella no tiene ninguna posibilidad. Yo sé cómo matarla, pero no es algo que pueda enseñarle en el poco tiempo del que disponemos. Tenemos que...
Caxton dejó de hablar porque, de pronto, el suelo empezó a moverse bajo su cuerpo. O... no, no era eso: quien se movía era ella, la estaban arrastrando por los pies. La cabeza le rebotaba dolorosamente contra el suelo de cemento e intentó mantenerla levantada. Vio que quien la arrastraba era la guardia del labio leporino. Entonces la mujer se agachó y cargó a Caxton encima del hombro. La funcionaria gruñó por el esfuerzo, pero logró meter a Caxton de nuevo en su celda y la arrojó encima de la cama de Gert. Caxton vio las fotos de los bebés de Gert delante de sus narices.
Intentó recuperar el control de su cuerpo, pero éste continuaba negándose a obedecer. Logró tirarse de la cama y levantarse sobre una rodilla, justo a tiempo para ver cómo la puerta de la celda se cerraba ante sus ojos y de oír el chasquido metálico del cerrojo mecánico.
«No —gritó dentro de su cabeza—. ¡No!»
Agarró como pudo el material acolchado que recubría la puerta y tiró de él con todas sus fuerzas. Sin embargo, se trataba de un material sumamente resistente, y ella apenas tenía fuerza en los dedos. Se lanzó contra la puerta, una y otra vez, consciente de que jamás lograría derribarla.
Se fue calmando poco a poco. Tenía que hacer algo, debía encontrar una forma de comunicarse con la guardia del labio leporino. Echó un vistazo a través de la mirilla de la puerta, pero sólo vio los cadáveres de las prisioneras y el brazo aplastado del engendro. No vio a la guardia por ningún lado.
Sin embargo, oyó algo.
Sonaba como si alguien se estuviera atragantando, como si alguien intentara tragarse un pedazo de carne con demasiado nervio. Caxton no comprendía de qué podía tratarse. Aplastó la cara contra la mirilla de la puerta, con la intención de conseguir una perspectiva más amplia, pero no logró ver nada. Finalmente se rindió y empezó a deambular de un lado a otro de la celda. El sonido fue perdiendo intensidad, aunque en ningún momento había sido demasiado fuerte. A lo mejor no se trataba de nada que sucediera dentro de la UAE, se dijo. A lo mejor era tan sólo el agua que pasaba por las tuberías.
Aún estaba deambulando por la celda cuando de repente la puerta se abrió de nuevo.
Caxton dio media vuelta, presa del pánico. No había tenido ocasión de prepararse. ¿Y si se trataba de alguien que quería matarla?
La figura que apareció en el umbral estaba cubierta de sangre de pies a cabeza. Llevaba un cuchillo de sierra en la mano y un chaleco antipunzón de color azul. Caxton se dio cuenta de que debajo del chaleco había un mono de presa.
La aparición tenía una expresión demencial en el rostro. Caxton tardó aún un momento en reconocerla. Sin embargo, primero tuvo que hacer frente a una súbita constatación: Gert no estaba dentro de la celda. Cuando la guardia del labio leporino había arrastrado a Caxton hasta ahí dentro, Gert ya no estaba.
Al parecer Gert había estado ocupada. Primero debía de haberse escurrido de la celda mientras Caxton y la funcionaria se esforzaban por cerrar la puerta principal de la UAE. Entonces debía de haberse metido en la celda donde Caxton se había enfrentado al siervo y allí había encontrado su cuchillo.
Había tardado muy poco en encontrarle una utilidad.
—¿Dónde está la guardia? —preguntó Caxton, aunque sabía perfectamente la respuesta.
—Te dijo que iba a resultarte útil —respondió Gert, que entró en la celda.
18
—¡Oh, no, Dios mío! —dijo Caxton, que se llevó la mano a la boca.
Gert acababa de... de matar a la guardia. Salió de la celda y vio el cuerpo de la mujer, que se había desplomado junto a una pared. Alrededor de su garganta y su mentón se había formado un charco de sangre que le había manchado el uniforme azul de funcionaria de prisiones.
—¡No tendrías que haberlo hecho! —gimió—. ¡Esto es lo último que deberías haber hecho!
Gert se le acercó por la espalda y la agarró por los hombros. Empezó a masajeárselos hasta que Caxton se apartó de un brinco.
—¡Se estaba metiendo contigo! —dijo Gert—. Incluso después de que le salvaras el culo. No me digas que no me estás agradecida. ¡Podría haber dejado que te pudrieras en esa celda, chata! Podría haberme mantenido al margen y ser buena chica, pero he preferido darte la oportunidad de sobrevivir, ¿vale?
En cierto modo era verdad. Como sucedía con muchos locos, la lógica de Gert tenía cierto fundamento, aunque se trataba de un fundamento bastante inestable.
Caxton exhaló por la boca e intentó pensar. La guardia del labio leporino habría podido ser una aliada valiosa. El plan de Caxton hasta ese momento consistía en establecer contacto con otro grupo de celadores del centro penitenciario, explicarles lo que sucedía y conseguir que las ayudaran a huir. Si hubiera logrado convencer aunque tan sólo fuera a uno de los guardias, habría tenido muchas posibilidades de reclutarlos. Ahora, en cambio, iba a tener que abordarlos en tanto que prisionera fugada, situación en la que era mucho más probable que éstos dispararan primero y preguntaran después. Además, la guardia del labio leporino había demostrado ser una buena luchadora. Mientras se enfrentaba a los siervos, había sabido mantener la calma y evaluar correctamente la situación. Habría sido una buena socia en la batalla que se avecinaba.
Ahora Caxton estaba sola, atrapada dentro de los muros de una cárcel de alta seguridad donde nadie, ni los guardias ni el resto de las internas, iban a ofrecerle ningún tipo de ayuda.
Nadie excepto Gert, naturalmente.
—¿Quién eres? —le preguntó Caxton sin más—. Quiero decir: ¿qué hiciste para que te metieran en un lugar como éste? No tienes pinta de pandillera...
Gert se mordió el labio inferior.
—Maté a... personas.
Caxton sacudió la cabeza.
—¡No fue culpa mía! Cuando estás colocada no siempre sabes lo que haces. No eres responsable de tus actos, ¿sabes?
Caxton no había consumido drogas en su vida. Había conocido a muchas personas que sí lo habían hecho, pero muy pocas veces había tenido la impresión de que fueran gente de fiar y, desde luego, nunca habría querido que una de esas personas tuviera que cubrirle las espaldas.
Iba a tener que seguir adelante a solas y para ello tenía que empezar a planificar algo de inmediato.
Encerrada en su celda o con libertad para moverse por la UAE, seguía atrapada en una prisión controlada por una vampira y llena de sus siervos. Malvern la quería viva, aunque, francamente, Caxton no tenía ningún interés en saber por qué. Iba a tener que cuidar de sí misma.
Su primer instinto fue pedir refuerzos. Como policía, la habían entrenado para no quedarse nunca aislada si podía evitarlo. Se dirigió al interior de la garita de mando y estudió el panel de control. A un lado había un teléfono que permitía que el funcionario que ocupaba el puesto se comunicara con el resto de la cárcel. El teléfono no disponía de teclado numérico, sólo de unos cuantos botones que permitían seleccionar una serie de teléfonos individuales de la prisión. Descolgó y empezó a presionar botones al azar, llamó a la enfermería, a la comisaría, al vestíbulo y a la puerta principal. Presionó todos los botones excepto el del mando central, pues sabía perfectamente quién iba a responder ahí.
No le sorprendió nada constatar que ni siquiera tenía línea. Aunque hubiera nacido hacía siglos, Malvern dominaba perfectamente las comunicaciones modernas. Probablemente una de sus primeras decisiones había sido la de cortar la línea telefónica.
Caxton se dijo que si no podía solicitar apoyo, iba a tener que apañárselas sola. Y eso significaba encontrar armas.
Sólo tuvo que echar un vistazo alrededor de la garita para encontrar una pequeña armería. Junto al panel de control había una hilera de pistolas eléctricas conectadas a sus cargadores. No le servirían de nada contra los siervos de la vampira, que sentían el dolor de forma muy distinta a como lo hacían los seres humanos, pero cogió una de todos modos, por si tenía que vérselas con más guardias que consideraran que era más importante controlar la situación que salvar vidas. Debajo del panel de control había una escopeta del calibre doce sujetada por unos ganchos metálicos. Se dio cuenta de que la culata estaba marcada con una franja de pintura amarilla que indicaba que había que cargar la escopeta con munición no estándar. La abrió para asegurarse de que no estuviera ya cargada. Junto al panel de control encontró un cubo lleno de balas de postas, pero las ignoró y eligió una caja con balas de goma. El nombre era doblemente engañoso, pues no eran ni de goma ni, en el sentido estricto del término, balas. Se trataba de unos cartuchos de unos diez centímetros de longitud hechos de policloruro de vinilo y diseñados para no perforar la piel, pero sí provocar el suficiente daño como para que quienquiera que recibiera el disparo quisiera quitarse de en medio. Contra los siervos resultaría más efectivo que las balas de postas.
Había otras armas, aunque eran lo que se denominaban «armas de sumisión», útiles para controlar a prisioneros a quienes realmente no querías matar. Había un spray de pimienta, una porra hueca de aluminio y una bolsa blanda con un compuesto que Caxton no logró identificar de inmediato. Decidió llevárselo todo a excepción de la bolsa, aunque seguía albergando dos preocupaciones básicas relativas al armamento.
En primer lugar, ninguna de las armas de las que disponía y de las que encontraría en la UAE iban a servirle para nada contra un vampiro, aunque estuviera tan decrépito y débil como Malvern. El cuchillo de caza podía servir para arrancarle el corazón, siempre y cuando lograra que se mantuviera quieta el tiempo necesario, pero Caxton sabía que enfrentarse a un vampiro sin armas de fuego equivalía a buscarse una muerte inmediata y dolorosa.
Su otra gran preocupación era que no tenía forma de llevárselo todo. Su mono no tenía cinturón, ni tampoco presillas. El mono estaba diseñado para que fuera visible en la oscuridad y fácil de lavar. Y era ancho, sin forma, y ni siquiera tenía bolsillos.
Para solucionar ese problema, por lo menos, podía hacer algo, aunque la perspectiva resultaba bastante desagradable. Caxton se dirigió hasta donde yacía el cadáver de la guardia del labio leporino y le quitó el cinturón. A continuación se lo colgó del hombro en bandolera. Si lo apretaba un poco, iba a poder sujetar la pistola eléctrica, la escopeta y la porra bajo la correa. Se guardó el spray de pimienta en el sujetador. Ya sólo le faltaba el cuchillo.
—Gert, vas a tener que darme eso —le dijo al tiempo que le tendía la mano.
La compañera de celda de Caxton la miró de pies a cabeza.
—Tú tienes el cinturón, yo me quedo con el cuchillo.
Caxton suspiró.
—Pero es que yo lo necesito más que tú. De hecho, no lo vas a necesitar para nada.
—¿A qué te refieres? —preguntó Gert.
Caxton se puso de pie.
—Vas a volver a la celda ahora mismo.
Gert se rió.
—Me tomas el pelo, ¿no? He visto lo que les ha pasado al resto de las idiotas de las celdas cuando ha entrado esa cosa. ¡No pienso volver a encerrarme ahí dentro!
Caxton iba a responderle cuando, de repente, un estrépito la sobresaltó. Giró sobre sus talones y vio a una mujer que la observaba a través de la mirilla de su celda.
—¡Yo estoy con ella! —gritó la mujer, con voz apenas audible a través de la puerta—. ¡Déjame salir! ¡No quiero morir aquí dentro!
Al otro extremo de la UAE, otra presa aporreó con rabia la puerta de la celda.
—¿Y yo qué, zorra?
Pronto, la mitad de las puertas de la unidad traqueteaban violentamente. Caxton giró sobre sí misma y echó un vistazo a las celdas mientras se preguntaba qué debía hacer con todas esas mujeres. Entonces fue corriendo a la garita de guardia y conectó el intercomunicador que conectaba con los altavoces del interior de las celdas.
—Escuchad —dijo hablando al micrófono del panel de control—. La situación es muy jodida, pero ahora quien está al mando soy yo y de momento tengo las cosas bajo control. Es importante que conservéis la calma.
Las celdas prorrumpieron en una salva de gritos de rabia y obscenidades, mientras las presas la emprendían de nuevo a golpes contra puertas y ventanas.
Caxton apretó los dientes y echó un vistazo a las puertas. En casi todas había una cara pegada al cristal de la mirilla; una cara furiosa que exigía explicaciones.
—Hay más criaturas de ésas fuera de la UAE —explicó Caxton—. Pero vienen a por mí, tan sólo a por mí. Si todo va bien, pronto voy a marcharme de aquí y cuando lo haga tengo la esperanza de que os dejen tranquilas. Por el momento, sin embargo, tendréis que fiaros de mí. Por ahora, el lugar más seguro donde podéis estar es dentro de vuestras celdas.
Cuando terminó de hablar miró a Gert, que le devolvió la mirada con una expresión de puro desdén en los ojos.
—Si estuvieras en nuestro lugar —preguntó, levantando su voz por encima del coro de gritos y abucheos—, ¿te tragarías todo ese rollo?
«No les queda otra», pensó Caxton. Eran asesinas, pandilleras y, en general, mujeres que entrañaban un peligro para sí mismas. Tres de ellas estaban condenadas a muerte. No podía fiarse de ellas. Aunque tuviera todas las armas, ellas eran más y podían aprovecharse de ello.
Era tal como había dicho la guardia del labio leporino: debía controlar la situación. No podía bajar la guardia ni un solo segundo. Y, sin embargo, Gert tenía parte de razón. ¿Quién era Caxton para negarles a aquellas mujeres el derecho a defenderse? A lo mejor incluso podían ayudarla. De momento, lo que más útil le resultaría sería que por lo menos cerraran el pico y la dejaran pensar...
Entonces se oyó un estruendo procedente de la puerta principal de la UAE, y de pronto se hizo el silencio. Los gritos cesaron de golpe, aunque las mujeres seguían pegadas a las mirillas, con los ojos fijos en la puerta principal.
El estruendo resonó de nuevo y entonces una voz aguda y socarrona dijo:
—¡Bajen la voz, señoritas! ¡Estamos intentando dormir!
Las prisioneras empezaron a gritar al instante, aunque en esta ocasión hacían un ruido distinto. Lo que antes habían sido aullidos de rabia eran ahora gritos de terror.
19
—Quítese la chaqueta —dijo la directora de la prisión apuntando a Clara al estómago con una pistola.
Clara no protestó. Se quitó la chaqueta y la depositó doblada en el respaldo de una silla de madera. La directora le hizo un gesto a Franklin, que se acercó a Clara y le colocó una muñequera de nailon a la altura del bíceps. Una correa la mantenía sujeta al brazo. Franklin le ajustó la correa con tanta fuerza que Clara notó una punzada de dolor, pero decidió no darle el gustazo de demostrárselo. La correa se cerraba con una llave especial que el guardia le lanzó a la directora de la prisión. Ésta la agarró al vuelo con la mano que le quedaba libre. Clara estudió la muñequera y se dio cuenta de que iba conectada a una cajita negra. De ésta salían unas pequeñas piezas metálicas que le atravesaban la manga de la camisa y se le clavaban en la piel.
—Se trata del último grito en armas de sumisión —le informó la directora—. Aún la estamos probando. De hecho, observamos que tenía unos efectos secundarios que no nos gustaron demasiado...
Se acercó a Clara y con un gesto violento blandió la pistola, que no impactó en la nariz de Clara por una fracción de centímetro. En un acto reflejo, ésta levantó un brazo para protegerse.
La caja negra del brazo soltó un pitido ensordecedor, y Clara gritó de dolor.
—La muñequera lleva un sensor de movimiento incorporado. Si hace algún gesto brusco, si intenta escapar o golpear a alguien, por ejemplo, sonará esa alarma de advertencia. La alarma dura un segundo. Si no deja de moverse inmediatamente, le soltará una descarga tan potente que le aturdirá todos los músculos del cuerpo.
Clara frunció el ceño.
—¿Y cuáles son los efectos secundarios?
La directora se encogió de hombros.
—Para empezar, quien recibe la descarga se caga encima. Pero no vamos a dejar que suceda eso, ¿verdad? Va a ser buena chica, se va a portar bien y no hará enfadar a la muñequera, ¿vale? Puede caminar, despacio, pero yo no me arriesgaría a rascarme la nariz con demasiado entusiasmo. Este aparato nos permitirá tenerte controlada sin estar todo el tiempo vigilándote —explicó la directora con una sonrisa—. Es mejor que tener que andar esposada y amordazada, o que la metamos en una celda, ¿no?
A Clara le dieron ganas de escupirle a la mujer a la cara.
—¿Por qué hace esto?
La directora la sorprendió con una respuesta franca.
—Porque tengo cáncer de colon.
—Vaya... lo siento —farfulló Clara, desconcertada.
Pero la directora hizo caso omiso de su compasión.
—Tardé demasiado en ir al hospital y ahora los médicos dicen que es inoperable. Puedo someterme a todo tipo de tratamientos, pero ninguno de ellos es una cura. Tengo un tumor maligno en mi interior que va creciendo día a día y que terminará por matarme. Puede tardar aún diez años o puede suceder mañana. —La directora se encogió de hombros—. No quiero morir. No es tan difícil de entender, ¿verdad? Por eso cuando Malvern se puso en contacto con varios miembros del personal del centro penitenciario, buscando a alguien a quien pudiera manipular, mi nombre apareció en el primer lugar de su lista. Tuve suerte.
—¿Suerte? —preguntó Clara, sorprendida.
—Si no me hubiera mostrado tan receptiva a sus propuestas, seguramente habría tratado de seducir a otra persona. Cualquiera del personal administrativo o incluso un funcionario más veterano habría satisfecho sus necesidades. Si no me hubiera elegido a mí, habría sido la primera persona en morir cuando Malvern tomó la prisión. El cáncer que crece en mi interior y que llevo tanto tiempo temiendo ha terminado convirtiéndose en mi billete de entrada a la vida eterna.
—¿Le ha ofrecido convertirla en vampira? ¿Y usted ha aceptado? Pero eso no es un tratamiento médico, sino una maldición. Vivirá eternamente, de acuerdo. Pero será como ella.
Las dos mujeres se volvieron a contemplar a Malvern, que hablaba con un siervo ante la puerta del despacho. Los hombros le sobresalían como dos navajas y su piel parecía papel barato.
—En unas horas tendrá mucho mejor aspecto —dijo la directora—. Además, ha tardado trescientos años en tener este aspecto. Malvern asegura que durante el primer siglo fue hermosa y más fuerte de lo que ningún cuerpo humano pueda soñar. Yo también voy a vivir un tiempo así, dure lo que dure. Aunque sólo viva cincuenta años más con plenitud de salud y de energías, habrá valido la pena. Seré más fuerte que ahora y tendré los sentidos más agudos. No le veo demasiados inconvenientes a la situación.
Clara frunció el ceño.
—Sólo tendrá que renunciar a su humanidad...
Pero la directora soltó una carcajada.
—A veces, ustedes, los policías, me dan risa. Las calles están llenas de drogas y de armas, y, para colmo, la mayor parte de las armas están en manos de los drogadictos. Y cuando la cosa se tuerce, porque siempre se tuerce, terminan aquí, conmigo. En este despacho he visto mujeres que estrangularon a sus abuelas para conseguir el dinero necesario para comprarse otra dosis. He visto a chicas jóvenes y guapas a las que se les pudren y se les caen los dientes porque no pueden dejar de fumar metanfetamina. Adolescentes que matan a sus bebés porque no paran de llorar. ¿Y usted me sale con la humanidad? Se la regalo.
Clara estaba horrorizada.
—Pero ¿cómo terminó haciendo este trabajo? ¿Por qué lo aceptó si ésa es su opinión? Una pensaría que si ha dedicado la vida a cuidar a prisioneras por lo menos intentaría creer en ellas...
Bellows puso los ojos en blanco.
—Un día yo también fui joven como usted y también albergué grandes ideas. Pero entonces vi la realidad. Hace ya años que no me considero una cuidadora. De hecho, mi trabajo ha dejado ya de consistir en eso. Antes hablábamos de rehabilitar a las prisioneras. Ése era el término que usábamos, nuestra justificación para mantenerlas encerradas en condiciones brutales. Ahora, el término que utilizamos es almacenaje. Ni esta cárcel ni las cárceles del mundo que se le parecen están pensadas para rehabilitar a los internos, sino para almacenarlos, como si fueran residuos tóxicos.
—Eso es horrible, no puedo aceptarlo —dijo Clara.
La directora se encogió de hombros.
—Lo acepte o no, yo me limito a exponer los hechos como son. A mí, como a la sociedad, me importa un bledo si Malvern se come a todos los deshechos humanos que tenemos encerrados en Marcy. Pero es que, además, a cada una de las mujeres de esta prisión también le dan lo mismo las demás. Se pasan la vida peleándose, se matan por hipotéticas y ridículas faltas de respeto. Y, desde luego, yo tampoco les importo lo más mínimo; no puedo andar por este edificio sin un chaleco antipunzón. ¿Por qué debería preocuparme por ellas? A mí tan sólo me preocupa mi persona y prolongar mi existencia. He desperdiciado mi vida, ahora lo veo. Sólo quiero una segunda oportunidad para hacer las cosas bien. Si tengo que pudrirme no me importa tener que pudrirme lentamente. Es mejor que la otra alternativa, que es morir. La vida siempre vale más que la muerte.
—¿Y usted cree que Malvern hace esto porque tiene un corazón bondadoso? ¿En algún momento se le ha ocurrido pensar que la está utilizando? —Clara estaba casi fuera de sí—. ¿No le parece que es mucha casualidad que se le acercara a usted tan sólo después de que encerraran a Laura Caxton en esta cárcel? Malvern no tiene ningún interés en ofrecerle una segunda oportunidad. Lo único que quiere es echarle el guante a Caxton, nada más.
Bellows soltó una carcajada amarga.
—¡Naturalmente! No soy idiota y haría usted bien en recordarlo. Por supuesto que me está utilizando. Y, a cambio, yo la uso a ella. Así es como funciona, como siempre ha funcionado todo. —Entonces levantó la vista y miró a Malvern, que le hizo una seña—. Y ahora, andando. Si camina demasiado rápido ya se dará cuenta.
Clara avanzó lentamente. Giró la cabeza hacia la directora mientras seguía a Malvern, que se disponía a cruzar la puerta del despacho. Franklin, el guardia que había escoltado a Clara hasta allí, iba detrás de ella. El tipo parecía ser el guardaespaldas personal de la directora, o tal vez su jefe de personal.
Una hilera de siervos aguardaban en el exterior, alineados junto a las paredes del pasillo. La mayoría de ellos llevaban uniformes de guardias. Parecía que los siervos a las órdenes de Malvern controlaban la prisión.
Clara pensó en las escenas criminales que había investigado con Glauer, en los osados crímenes que Malvern había cometido los días antes de asaltar la prisión. Ahora comprendía por qué la situación se había vuelto tan explosiva. Ellos habían dado por sentado que Malvern necesitaba sangre, pero lo cierto era que también necesitaba el mayor número de víctimas posibles, pues necesitaba un ejército privado de engendros para tomar la prisión. Cada una de esas criaturas había sido un ser humano con una familia, con amigos... Ahora no eran más que esclavos.
Sin embargo, a Clara le resultaba difícil apiadarse de ellos cuando, a su paso, se reían de ella entre dientes y le dirigían miradas lascivas.
Los cuatro, Malvern, Clara, Franklin y la directora, se abrieron paso por un laberinto de puertas cerradas que los condujo hasta el corazón del centro penitenciario. En esta ocasión no tuvieron que detenerse en ningún control, ni enseñar ningún tipo de documento. La mayoría de las puertas estaban ya abiertas, y las que no lo estaban se abrían antes incluso de que Malvern llegara a ellas. Clara miró hacia el techo y vio que había cámaras de videovigilancia en cada pasillo y cada habitación junto a la que pasaban. En alguna parte debía de haber un centro de control lleno de siervos, vigilando.
Clara empezó a pensar que tal vez las cosas no terminarían bien; que ni siquiera Laura sería capaz de rescatarla de aquella situación. Era una idea que no se le había ocurrido nunca antes, pero en cuanto se le metió en la cabeza ya no hubo forma de hacerla salir.
Podía morir allí, en aquella prisión. O peor aún, podían utilizarla como cebo para atraer a Laura y hacerla caer en una trampa. Y entonces las matarían a las dos o algo peor. Clara estaba bastante segura de que Malvern tenía intención de convertir a Laura en vampira. Lo había hecho con otros cazadores de vampiros en el pasado y al parecer lo consideraba algo deliciosamente irónico.
Clara dudaba de que a ella le ofreciera esa posibilidad.
El grupo cruzó una última puerta, gruesa, de acero blindado. Malvern sonrió y se hizo a un lado.
—Es mejor que por el momento no me vean —dijo—. Entre usted primero, pequeña —añadió, y le hizo un gesto a Clara.
Ésta dio unos pasos y de repente se vio envuelta por un ruido ensordecedor. Acababan de llegar a uno de los pabellones. Las mujeres que se alojaban allí se estaban volviendo locas. El estruendo era ensordecedor. Aunque estaba formado por gritos, preguntas e insultos individuales, las paredes y los barrotes de acero de la prisión reverberaban con el fragor y lo convertían en un rugido clamoroso.
Clara levantó los ojos y vio tres pisos de celdas que se elevaban hasta el techo. Ante sus ojos, un rollo de papel higiénico en llamas salió despedido de una de las plantas superiores, desenrollándose a medida que caía. Clara hizo un esfuerzo para no dar un respingo. Desde otro punto de las plantas superiores, las reclusas arrojaban botellas de agua a través de los barrotes de sus celdas, y también pedazos de madera y bolas de papel. En el piso inferior, las presas golpeaban los barrotes con tazas y bandejas de la cafetería, o simplemente con los puños y los pies descalzos. Mirara a donde mirase, Clara no veía más que miradas de odio que controlaban cada uno de sus gestos. Las mujeres le hacían gestos groseros y algunas incluso se bajaban los pantalones y le enseñaban el trasero. Otras intentaban escupirle, muy pocas lograban alcanzarla.
La directora entró en el pabellón y levantó las manos. Al ver que el volumen de las voces no disminuía se volvió hacia Franklin, que le entregó un megáfono. Acto seguido, la directora Bellows lo puso en marcha y gritó:
—¿Queréis saber qué pasa? ¡Pues cerrad la boca de una vez, coño! Como no os calléis os quedáis sin cena. Tengo que hablar con cuatro pabellones más. Si queréis, puedo dejar éste para el final...
Los gritos e improperios no cesaron del todo, pero su volumen disminuyó considerablemente. Clara echó un vistazo a las celdas que tenía alrededor. Las mujeres estaban pegadas a los barrotes, aunque ahora la mayoría de los ojos estaban fijos en la directora. Parecía que había ocho presas en cada celda, un espacio en el que podrían haber vivido cómodamente a lo sumo cuatro reclusas. Había tan sólo un retrete por celda y muy poco espacio para que las presas pudieran moverse. El hedor a cuerpos poco aseados y a mierda iba y venía en ráfagas. Clara se preguntó si siempre sería así, si realmente las presas se veían obligadas a vivir en esas condiciones durante años. Se acordó de la broma de mal gusto de Fetlock cuando dijo que para Laura ir a la cárcel sería como ir a un campamento de verano. Bueno, todas dormían en literas, pero aparte de eso...
Al fin, la directora decidió que el ruido había disminuido hasta un nivel aceptable.
—Se han producido algunos cambios en el centro, señoritas, cambios que nos van a afectar a todas. El penal de Marcy ya no está bajo el control del Departamento de Prisiones. Eso significa que, a partir de ahora, los derechos que creíais tener no valen una mierda. Si queréis cenar esta noche, vais a tener que pasar por el aro. Afortunadamente para vosotras, no espero ni un buen comportamiento ni una actitud positiva. Lo único que quiero es vuestra sangre.
Los gritos empezaron de nuevo, pero la directora se limitó a dejar que amainaran. Entonces le hizo un gesto a Franklin, que, a su vez, le hizo un gesto a alguien que esperaba al otro lado de la puerta. Cuatro siervos entraron corriendo en el pabellón; cada uno de ellos llevaba un carro cargado con instrumental médico: tubos de goma, paquetes de agujas esterilizadas, soportes para suero y bolsas para almacenar la sangre recogida.
—La cena está a punto. A partir de ahora comeréis en vuestras celdas, espero que no os importe —dijo la directora en un tono que dejaba claro que no le importaba lo más mínimo lo que pensaran—. Eso sí: quien quiera cenar, antes tendrá que donar un poco de sangre, eso es todo. Será tan poca que ni os daréis cuenta de que no la tenéis. Las que deseen donar, que saquen el brazo izquierdo por entre los barrotes y cierren el puño. Estos tipos sin rostro pasarán a extraerla. Podéis elegir cooperar con ellos, sonreír por feos que os parezcan, mostraros amables y, en definitiva, facilitarles la tarea. O podéis enfrentaros a ellos. Podéis negaros a extender el brazo. Sólo que en ese caso ella entrará en la celda y os desgarrará la garganta.
—¿Ella? ¿Quién es ella, morros de coño? —preguntó alguien desde el segundo piso.
En aquel preciso instante Malvern entró en el pabellón. Volvió su rostro destrozado y observó los tres niveles de celdas. Entonces sonrió y mostró sus dientes, fieros y cariados.
Un escalofrío silencioso se apoderó del pabellón.
La directora esperó un instante para que la presencia física de la vampira ejerciera todo su efecto antes de volver a hablar. Finalmente volvió a coger el megáfono.
—Y ahora dejadme que os plantee la tercera opción...
20
Los siervos no perdieron el tiempo. No se molestaron en golpear la puerta ni proferir gritos amenazantes a las mujeres que había al otro lado. Decidieron cortar la puerta.
La puerta de la UAE era una plancha de acero de ocho milímetros de grosor. Estaba diseñada para soportar cualquier intento de derribo, pero el arquitecto de la cárcel nunca había contemplado la posibilidad de que alguien dispusiera de un soplete oxiacetilénico. Se oyó un fuerte siseo y unos gritos agudos al otro lado de la puerta, e inmediatamente un punto del centro de la plancha de acero empezó a adquirir un tono rojo candente.
—Atrás —dijo Caxton, que se llevó a Gert de allí justo cuando saltaron las primeras chispas y la escoria fundida empezó a deslizarse por la puerta. Del agujero que los siervos habían abierto en la puerta salió una ráfaga de chispazos amarillos que empezaron a descender en línea recta por la puerta. Todo parecía indicar que pretendían cortar la puerta por la mitad. Las chispas no avanzaban con excesiva velocidad. Aún iban a tardar un poco, de modo que Caxton tenía tiempo para prepararse. Pasó la mayor parte de ese tiempo sentada, observando la puerta e intentando elaborar algún plan.
Aunque Gert no se lo ponía nada fácil.
—Bueno, ¿qué vamos a hacer? —preguntaba una y otra vez, como si quisiera saber si tenían que ir de compras al centro comercial o bastaba con arreglarse las uñas—. ¿Cuál es tu gran plan, cazadora de vampiros? —Al parecer tenía toda la fe del mundo en que Caxton sería capaz de burlar a sus enemigos—. ¿Dónde quieres que me coloque en cuanto entren? —preguntó con una mirada casi reluciente.
Caxton intentó ignorarla. Debería haber obligado a Gert a regresar a su celda. Gert tenía el cuchillo, pero Caxton tenía una escopeta cargada con balas de goma. No le habría costado nada dispararle a Gert y aprovechar su dolor y confusión para arrebatarle el cuchillo. En cuanto Caxton tuviera el cuchillo, Gert estaría indefensa. Entonces, Caxton podía obligarla a volver a su celda y encerrarla. Tendría un motivo menos de preocupación.
Una y otra vez, se dijo a sí misma que no sabía por qué dudaba tanto; que no sabía por qué no lo hacía en aquel preciso instante. Pero en realidad sabía perfectamente por qué no había disparado a Gert ni pensaba hacerlo. Si lo hacía estaría sola. Sola en un edificio lleno de mujeres que la odiaban, ante una puerta tras la cual había un puñado de monstruos ansiosos por matarla, por no hablar de la vampira, que se proponía destruirle el alma.
Hay momentos en los que nadie quiere estar solo. Ni siquiera si la única alternativa es estar en compañía de una asesina en serie.
—Porque tendrás un plan, ¿no? No vamos a esperar aquí a que nos pateen el culo, ¿verdad?
—Me resultaría bastante útil saber cuántos son —admitió Caxton—. Y de qué armas disponen.
Los siervos nunca usaban pistolas. Sus cuerpos en descomposición carecían de la coordinación necesaria para apuntar. Aparte de eso, podía ir armado con cualquier cosa. Caxton sabía que iban a intentar cazarla con vida, pero también que no dudarían en hacerle daño si era necesario. A Gert la iban a matar para quitarla de en medio.
La escopeta de Caxton sólo tenía una bala. Estaba convencida de que con ella podría acabar con uno de los siervos. Tendría que recargar el arma. Aunque dudaba que los engendros le concedieran el tiempo para hacerlo.
Las chispas alcanzaron la parte inferior de la puerta y una ráfaga de fuego lamió el cemento. Tras un instante de silencio, las chispas reaparecieron de nuevo en la parte superior del corte y empezaron a deslizarse horizontalmente. Caxton calculó que le quedaban unos dos minutos durante los cuales debía ocurrírsele algo.
La abertura ya estaba casi hecha cuando a Caxton le vino la inspiración. De pronto cayó en la cuenta de qué era la bolsa blanda que había visto en la garita de control. Regresó corriendo hasta allí, la cogió y la arrojó a unos dos metros de la puerta. Entonces volvió a asegurarse de que la escopeta estuviera cargada y a punto para disparar.
—¿Caxton? —preguntó Gert. Las chispas ya casi habían llegado a lo alto de la puerta—. Eso es todo lo que tenemos.
—Ten paciencia —dijo Caxton—. Cuando entren, no salgas corriendo hacia ellos. Deja que sean ellos quienes se acerquen. Si puedes enfrentarte a ellos de uno en uno, será mucho más fácil. Y hagas lo que hagas, no te cortes. No son humanos, o sea, que no te preocupes por si les haces daño. Tú piensa que ya están muertos y golpéalos tan fuerte y tan rápido como puedas.
—Oído cocina —dijo Gert, que se volvió hacia la puerta.
Las chispas llegaron otra vez al suelo. Un marco bajo de escoria plateada cubría el metal pintado de la puerta, como si fuera cera fundida. El soplete chisporroteó y se apagó.
Media puerta cayó hacia dentro y se estrelló en el suelo con estrépito. Detrás de la puerta había tan sólo una oscuridad absoluta.
Gert empezó a avanzar blandiendo el cuchillo.
—¡No! —le gritó Caxton—. ¡Espera!
Entonces, sin previo aviso, los siervos se abalanzaron contra ellas. Eran muchos, la mayoría vestidos de uniforme, si bien algunos llevaban monos de color naranja. Tenían las caras destrozadas, hechas jirones, y cada vez que blandían los cuchillos, las navajas y las porras, les centelleaban los ojos. Saltaron por encima de la mitad de la puerta que había en el suelo y se lanzaron rugiendo contra Caxton como una oleada de dolor.
Caxton levantó la escopeta, esperó el momento oportuno y entonces disparó la bala de goma contra la bolsa que yacía a los pies de los engendros.
El contenido de la bolsa salió despedido hacia arriba como si fueran fuegos artificiales, proyectando chorros de una pringosa pasta de color naranja a gran velocidad. Ésta impactó contra las piernas, el pecho y la cara de los siervos, y se endureció al instante, envolviéndolos en una densa maraña de hilillos viscosos que se secaban a ojos vista.
En un primer momento, los siervos ni siquiera se percataron de la espuma pegajosa que estallaba a su alrededor. Seguían moviéndose, levantando las piernas para dar otro paso, con los brazos extendidos, con gesto amenazante... hasta que dejaron de avanzar. La espuma endurecida los atenazó; los siervos apenas eran capaces de moverse, tenían las extremidades atrapadas y los rostros devastados cubiertos por aquella inesperada telaraña. Además, el poco margen de movimiento que les quedaba lo invertían en intentar apartar los hilillos de espuma endurecida, con unos resultados francamente exiguos.
A Caxton le había sorprendido encontrar la bolsa de espuma en la garita de control. Sabía que la espuma acuosa activada por contacto con el aire se había diseñado originalmente para ser usada en prisiones, como medio para inmovilizar a internos amotinados y evitar que atacaran a los guardias. Sin embargo, también sabía que tras unas cuantas pruebas su uso había sido descartado, pues el invento tenía el mal hábito de cubrir de espuma sólida los orificios nasales y las bocas de las víctimas, por lo que no podían respirar. Los juicios potenciales habían convencido al Departamento de Prisiones de que debía seguir buscando el arma de sumisión definitiva.
Pero los siervos no necesitaban respirar. De todos modos, a Caxton no le importaba lo más mínimo. Ya no podían hacerle daño ni llevársela presa, y eso era lo único que importaba.
—¡Dios mío! —exclamó Gert con una carcajada—. ¿Has visto la cara de ese tío cuando...?
Caxton agarró a su compañera de celda por el hombro.
—Andando —dijo—. Es posible que nos encontremos a más por el camino y ya no tengo más bolsas de ésas.
Las dos mujeres pasaron corriendo junto al amasijo de engendros. Las criaturas gritaban de desesperación y los pocos a los que les habían quedado los brazos libres intentaron agarrarlas o apuñalarlas, pero no pudieron seguir a Caxton y Gert mientras éstas salían de la UAE.
Ahora Caxton sólo tenía que decidir cuál iba a ser su siguiente paso.
21
Justo después de la medianoche llevaron a Malvern la primera tanda de sangre, metida en bolsas de plástico como las que se utilizan en los hospitales para almacenar la sangre procedente de donaciones. La cárcel albergaba una enfermería con todo el instrumental médico necesario. Un siervo con uniforme entró en el despacho de la directora empujando un carrito y descargó la sangre encima de lo que se había convertido en el escritorio de Malvern. Eran seis bolsas, todas llenas. Clara sabía que se trataba tan sólo de la primera tanda de muchas.
Malvern cogió una al azar y se la llevó a la boca. Logró abrir la bolsa e ingerir el contenido sin derramar ni una sola gota encima de su ajado camisón. Al terminar soltó un suspiro que sonó extrañamente humano y cerró el ojo. El párpado estaba agujereado y Clara vio cómo Malvern ponía el ojo en blanco. Sin embargo, los agujeros empezaron a cerrarse gracias al rápido efecto de la sangre.
Clara sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que Malvern recuperara la salud y la fuerza, y pudiera plantarle sobradamente cara incluso a Laura. Naturalmente esa fuerza no duraría, pues el cuerpo de Malvern empezaría a corromperse al poco, pero había más sangre en el mismo sitio de donde había salido ésa, mucha más.
Y mientras tanto el mundo exterior no tenía ni idea de dónde estaba, ni de que la prisión se había convertido en un depósito de donantes de sangre a gran escala, ni tampoco del gran peligro que corrían todas las presas.
Clara había presenciado cómo se realizaban las primeras donaciones. Un montón de mujeres hambrientas habían asomado el brazo entre los barrotes de la celda, dispuestas a hacer un pequeño sacrificio con tal de no tener que acostarse con el estómago vacío. Había muchas más voluntarias que siervos preparados para encargarse de las donaciones. Nadie se había negado, pues sabían lo que sucedería si lo hacían. Los siervos fueron por todo el pabellón, celda a celda, avanzando rápidamente, clavando las agujas hipodérmicas casi al azar. Era obvio que aquel trabajo les encantaba. No se habían preocupado por cambiar las agujas entre donaciones, ni siquiera de limpiarlas. Clara había protestado. No era ni mucho menos una experta en flebotomía, pero sabía que una jeringuilla podía contagiar todo tipo de enfermedades desagradables. ¿Cuántas de las presas se habrían inyectado dosis de drogas intravenosas mientras aún eran libres? ¿Cuántas tendrían hepatitis, sida y a saber qué más?
Pero sus protestas, naturalmente, habían caído en saco roto. Al parecer, ni la directora ni Malvern creían que la propagación de enfermedades sanguíneas constituyera un problema relevante. Para Clara, esa actitud revelaba algo evidente: que ninguna de las dos esperaba que las prisioneras vivieran lo suficiente para enfermar.
Había habido pocas voluntarias para la tercera opción. A lo mejor Malvern y la directora esperaban que eso cambiara, o a lo mejor sabían que la cárcel era tan sólo una solución a corto plazo para la interminable necesidad de sangre de Malvern. A lo mejor eran conscientes de que aquella situación no iba a ser sostenible durante demasiado tiempo y eso significaba que debían de disponer de un plan de emergencia para cuando las fuerzas especiales tomaran la prisión, como antes o después terminaría sucediendo.
Clara se preguntó si ella misma viviría lo suficiente para descubrir en qué consistía ese plan de emergencia.
Mientras le daba vueltas a esa idea particularmente tétrica, un siervo entró corriendo en el despacho y se dirigió directamente hacia Malvern. Le susurró algo al oído y ella sonrió.
La directora levantó la mirada de su BlackBerry y arqueó una ceja.
—Ha habido una fuga —dijo Malvern, parpadeando, y a continuación cogió otra bolsa de sangre.
—¿Le importaría compartir la información conmigo? —preguntó la directora—. Técnicamente sigo siendo la directora de la prisión y ésta parece ser el tipo de situación de la cual debería estar al corriente.
—Se trata de un asunto menor, se lo aseguro. He enviado a un grupo de mis esclavos a su Unidad de Alojamiento Especial para que hicieran prisionera a la famosa cazadora, Laura Caxton. Pero han fracasado y la presa ha huido.
La directora dio un respingo.
—¿Cómo dice? —preguntó.
Clara tuvo un acceso de euforia que se truncó de repente cuando Malvern volvió a hablar.
—No esperaba menos de ella. Tiene a su favor unos recursos y una habilidad sin parangón. No hay candado ni prisión que pueda contenerla durante demasiado tiempo. Mis esclavos no son rival para ella. Sabía que iba a escapar. Desde el principio lo planeé todo sabiendo que iba a escaparse. Precisamente por ese motivo la necesitamos a ella —dijo, apuntando a Clara con su huesudo dedo—. No sufras, pequeña.
Pero la directora no parecía muy convencida.
—He oído hablar de Caxton y he leído de qué es capaz. ¿Está segura de que lo tiene todo bajo control?
Malvern cogió otra bolsa de sangre. Tenía los hombros mucho menos descarnados que hacía un rato, ya casi tenían unos contornos redondeados.
—La Diosa Fortuna se burla de cualquiera capaz de tamaña afirmación —respondió Malvern.
—A veces —replicó la directora—, preferiría que respondiera con un «sí» o con un «no».
Malvern sonrió. Y a continuación bebió más sangre.
Al cabo de un rato hicieron entrar a las candidatas a la tercera opción, una a una. Un engendro amordazó a Clara para que ésta no pudiera advertirlas de dónde se metían. Eran cuatro. Las dejaron sentarse en el sofá y les ofrecieron un vaso de agua. Las cuatro eran tipas duras. Dos eran negras, otra hispana y la última blanca, pero todas tenían unos ojos fríos e inquietos, que no se perdían un solo detalle de lo que pasaba a su alrededor. Ninguna de las cuatro sonrió, ni dio las gracias a los siervos que les habían servido el agua. Tampoco hablaron entre sí.
—Forbin —dijo la directora, y una de las mujeres negras levantó los ojos. La directora consultó su BlackBerry y dijo—. Te condenaron por asesinato, ¿no es cierto?
—Lo sabe perfectamente —respondió Forbin, que se volvió hacia Malvern y se lamió los labios—. Maté a mi marido porque me pegaba.
La directora frunció el ceño.
—Aquí dice que tu abogado no pudo presentar ninguna prueba que demostrara esa acusación. El fiscal explicó que te habías peleado con tu marido por dinero. Querías comprar más drogas pero él no te daba el dinero, de modo que lo apuñalaste. Setenta y una veces. —La directora se encogió de hombros—. A mí me da lo mismo, la verdad. Te cayó una condena de entre veinticinco años y cadena perpetua y hasta el momento no has sido precisamente una prisionera ejemplar. Desde que entraste aquí has apuñalado a dos internas.
—Siempre fue en defensa propia —protestó Forbin.
—Veamos. Aún te queda familia en el mundo. Un tío. En realidad buscamos a personas sin vínculos ni relaciones...
—Mi tío me violaba cuando yo era niña. Hasta que crecí demasiado para él. —Clara puso unos ojos como platos: Forbin no tendría mucho más de veinticinco años—. A estas alturas no espero demasiado de él, la verdad. No tengo nada ahí fuera. Si algún día salgo seré tan vieja como usted. Nadie va a darme trabajo con un delito grave a mis espaldas, y en cuanto ponga los pies en la calle sólo pensaré en volver a colocarme. Si tienen algo que ofrecerme, lo acepto.
Malvern se inclinó encima de la mesa.
—No puede ni imaginar los oscuros secretos que puedo brindarle, pequeña. ¿Está dispuesta a jurarme lealtad esta misma noche?
—¿Quiere mi palabra? Mi respeto, ¿no? Pues sí, eso se lo puedo ofrecer.
—En ese caso, acérquese. Y no hable. Entre nosotras va a iniciarse lo que se conoce como el rito silencioso. Las palabras sólo podrían mancillarlo.
Malvern se levantó de su silla y le pidió a Forbin que se arrodillara ante ella. Entonces tomó el rostro de Forbin entre sus manos cadavéricas y la miró fijamente a los ojos. Durante un momento, en el despacho de la directora reinó un silencio absoluto. Era como si el aire se hubiera congelado y agriado.
Malvern le estaba ofreciendo la maldición. Ésa era la tercera opción. Las prisioneras que la elegían no tenían que donar sangre. Lo que hacían era quitarse la vida con la promesa de que, a la noche del día siguiente, se alzarían de entre los muertos convertidas en vampiras. Ellas serían la nueva estirpe de Malvern.
Cuando el rito terminó, Forbin estaba llorando. Malvern abrió el cajón del escritorio y sacó un frasco de cristal con un cuentagotas de goma. Estaba lleno de un líquido de color amarillento. Clara no logró identificarlo, aunque estaba bastante segura de qué era.
Detrás de Forbin, la puerta del despacho se abrió y entró un grupo de siervos. Encima de los hombros llevaban una sencilla caja de madera de pino. Era un ataúd. Forbin ni siquiera lo miró, tan sólo abrió la boca y sacó la lengua.
La maldición en sí no bastaba para convertir a alguien en vampiro; esa persona debía quitarse también la vida. La maldición ayudaba, desde luego, pues se apoderaba de tu alma y hacía que tuvieras ganas de morir, de renacer. Resistirse requería tener una gran fuerza de voluntad, o algo por lo que vivir. Forbin ni siquiera lo intentó.
El líquido del frasco debía de ser algún tipo de veneno potentísimo y con efecto inmediato. Malvern se inclinó hacia delante y le tendió el cuentagotas a Forbin. Ésta se echó unas gotas encima de la lengua, dejó el cuentagotas encima del escritorio, se sentó en cuclillas y cerró los ojos.
Al cabo de uno o dos minutos empezó a convulsionarse. El brazo le salió despedido hacia un lado y empezó a temblarle la cabeza. Poco a poco, las convulsiones fueron empeorando hasta que empezó a sacudirse como si le aplicaran descargas eléctricas, aunque eso duró tan sólo unos segundos. Entonces la tez de Forbin adquirió un tono amoratado por la sangre congestionada y la mujer cayó de espaldas. La cogieron entre dos siervos, que, sin mayores problemas, la depositaron en el interior del ataúd. Entonces cerraron la tapa y se lo llevaron de nuevo, con Forbin dentro.
Podía ser así de sencillo.
Las otras tres mujeres lo contemplaron todo en silencio, desde el sofá. Sus ojos no se perdieron detalle. Era evidente que estaban evaluando los pros y los contras para determinar si valía la pena tomar ese mismo camino.
La directora carraspeó.
—Hauser —dijo y la mujer blanca se levantó y se arrodilló ante Malvern. Llevaba un tatuaje en el cuello en el que podía leerse: 100% pura. Clara llevaba suficiente tiempo en el cuerpo de policía para saber qué significaba aquello: Hauser era miembro de la Hermandad Aria, seguramente sería la novia o la hermana de uno de los miembros del grupo racista.
—No tengo miedo —dijo, mirando a Malvern a los ojos—. Acabemos con esto.
La directora echó un vistazo a su aparatito.
—Condenada por dos incidentes de tráfico distintos; eso es bastante sospechoso. Primero atropelló a un niño negro de ocho años con su furgoneta, pero le impusieron una sentencia leve porque aseguró haber perdido el control del vehículo. Sin embargo, cuando apenas un año más tarde volvió a hacerlo, el juez decidió que o bien necesitaba ajustar los frenos de su coche, o bien se trataba de algo más.
—No me arrepiento de ello, si es eso lo que me está preguntando.
Malvern esbozó una malévola sonrisa.
—Sentenciada a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional, porque su crimen fue considerado racista.
—Así es. Ya lo confesé todo y no siento que tenga que volver a hacerlo —dijo Hauser, que se giró hacia la directora—. ¿Me aceptan o no? Tenía planeado matarme de todos modos en cuanto tuviera oportunidad, pero esto suena mucho mejor que colgarme dentro de la celda, con siete guarras negras mirándome y vitoreándome. Acabemos con esto de una puta vez.
Malvern se agachó y cogió a la mujer por las mejillas.
—¿Hará lo que yo le ordene, eternamente?
—Sin dudarlo.
—Entonces no diga nada más, pequeña. Reciba mi ofrenda —dijo Malvern.
Clara observó horrorizada, petrificada, cómo se repetía la grotesca escena: el veneno, las convulsiones y cómo Hauser abandonaba el despacho dentro de un ataúd. Las otras dos voluntarias sucumbieron como Forbin y Hauser, sin el menor atisbo de dudas.
¿Cuántas mujeres podían tener tendencias suicidas en una prisión de las dimensiones del correccional estatal de Marcy? ¿Cuántas se enfrentaban a un futuro carente de esperanzas y posibilidades? Aquellas cuatro mujeres se habían ofrecido voluntarias después de ver a Malvern, una vampira vieja y decrépita. Al igual que la directora, estaban dispuestas a aceptar la maldición aunque eso significara pudrirse poco a poco. Aun así, era una opción mejor que la que tenían ahora. Clara sabía que a la noche siguiente muchas más mujeres se decantarían por la tercera opción. En cuanto las prisioneras vieran qué aspecto tenía una vampira nueva, acabada de engendrar, el número de voluntarias podía dispararse.
Cuando todo hubo terminado, la directora se acercó al escritorio y alargó el brazo para coger el frasco de veneno, pero Malvern se lo arrebató.
—Usted aún me sirve como mortal —le explicó Malvern—. La necesito con un rostro humano, por si se acerca algún curioso a preguntar qué ha sucedido aquí.
La directora asintió con la cabeza, aunque no parecía nada satisfecha.
—Pronto —dijo—. Me prometió que sucedería pronto.
—¿Qué significa una pequeña espera en comparación con una eternidad encarnada en una forma perfecta? Sí, Augusta, sucederá pronto.
22
Laura Caxton estaba completamente perdida.
No le sorprendía: nunca había visto un mapa de la prisión; ése no era precisamente el tipo de información que se ponía a disposición de las internas. Cada vez que se había desplazado por el centro, lo había hecho guiada por un guardia. Intuía vagamente que se encontraba en la zona oeste de la prisión y que la puerta principal estaba en la zona este.
Pero tenía que haber más puertas. Otras formas de salir de allí.
Por el momento, su gran plan consistía simplemente en escapar, salir de la prisión, contactar con alguna autoridad e informar de lo que estaba sucediendo. Si entonces querían que volviera a entrar y se enfrentara a Malvern con armas de verdad y con refuerzos, lo haría. Si preferían ponerla de nuevo bajo custodia y ocuparse del problema sin ella, tampoco se opondría.
La cuestión, ahora, era encontrar la forma de salir de una prisión de alta seguridad sin ninguna herramienta apropiada y sin guardias vivos a los que sonsacar. Y a tientas. Porque Malvern había apagado la luz de la mayor parte de la cárcel. A lo mejor no quería gastar electricidad inútilmente... o a lo mejor sabía que Caxton andaba suelta y quería ponerle las cosas un poco más difíciles. Aquí y allí quedaba alguna luz de emergencia encendida, pero Caxton sabía que tenían tan sólo una o dos horas de batería. Y entonces estaría atrapada en la oscuridad más absoluta, sin una sola ventana por la que entrara la luz de las estrellas.
—Sabía que podía contar contigo, Caxton. En cuanto te vi, supe que íbamos a ser colegas. Ahora soy tu perra, ¿no? Y seguiremos juntas incluso cuando hayamos salido de aquí —dijo Gert—. O sea, supongo que lo soy, porque vamos a salir juntas, ¿no? Vas a necesitarme si quieres largarte. ¡Voy a serte tan útil! Ésta es mi gran oportunidad. Si puedo salir ahora, aún seré lo bastante joven para tener mis propios bebés. Sabía que podía contar contigo.
Caxton asintió con la cabeza pero no dijo nada. No estaba segura de quién las escuchaba, aunque sabía perfectamente quién las estaba observando. La prisión estaba llena de videocámaras que vigilaban cada rincón, cada pasillo, cada puerta blindada. No le cabía ninguna duda de que disponían todas de visión nocturna. Por eso sabía que debía moverse deprisa, que si permanecía demasiado tiempo en el mismo lugar, Malvern lo tendría más fácil para reunir un grupo de siervos y echárselos encima.
Por el momento había tenido suerte. Detrás de la puerta de la UAE habían encontrado un pasillo largo y monótono que desembocaba en un punto en el que se cruzaban tres pasillos. Era el lugar perfecto para instalar un puesto de guardia y, de hecho, los arquitectos de la prisión habían construido una garita de defensa en medio del cruce del pasillo, una especie de torreón con mirillas y cañoneras, y unas gruesas paredes de hormigón ligero. Caxton lo había encontrado vacío. A lo mejor Malvern no disponía de suficientes siervos para cubrir toda la prisión.
Pero Caxton había aprendido hacía tiempo que confiar en una posibilidad como aquélla, en cualquier cosa que hipotéticamente fuera a facilitarle la vida, era caer en una trampa. Una debía prepararse siempre para lo peor y aprovechar los golpes de suerte que pudiera tener, pero nunca confiar en ellos.
De los tres pasillos que podía explorar, dos estaban cerrados con puertas de barrotes. Las puertas podían abrirse con mando a distancia o con una llave. Caxton sabía que la guardia del labio leporino no llevaba encima ninguna llave, pues había registrado su cuerpo sin vida, y estaba segura de que los mandos a distancia estarían estrictamente vigilados. Se aventuró por el tercer pasillo, en cuyo extremo encontró una puerta cortafuegos. Sin embargo, la abrió empujándola, sin mayores problemas.
—Aquí hay algo que no me gusta —dijo en voz alta, con la mirada fija en el pasillo vacío que se extendía al otro lado. Estaba lleno de puertas normales, con pomos pero no había nadie vigilando el pasillo, ni siquiera en las esquinas—. Hay una sola puerta abierta, pero está completamente desprotegida. Esto me huele a trampa.
—No seas tan gallina —dijo Gert, que apartó a Caxton y empezó a avanzar por el pasillo oscuro—. ¡Y yo que te tenía por la gran cazadora de vampiros, que nunca esperaba a que llegaran los refuerzos y se metía en las guaridas de los vampiros con el arma por delante!
—Eso era cuando tenía armas de verdad —le explicó Caxton—. Ya sabes, fusiles de asalto con balas de expansión. Pero ahora, un paso en falso y estamos muertas. Y es posible que acabes de dar ese paso.
Gert bajó los ojos como si esperase ver que tenía los pies rodeados de trampas para osos.
—Pues no, parece que no.
Entonces se dirigió hacia la puerta más cercana y, antes de que Caxton pudiera detenerla, giró el pomo y entró.
—No, espera... —exclamó Caxton.
—No hay nadie —dijo Gert—. Sólo unas cuantas cajas y otras mierdas.
Caxton se detuvo en el umbral y levantó la escopeta. Entonces entró en la habitación y blandió el arma de derecha a izquierda, por si había algún engendro escondido. Al ver que no era así, fue hasta una de las cajas y la abrió. Estaba llena de latas de melocotón en almíbar.
—Debe de ser una especie de almacén —dijo Caxton. Abrió varias cajas e inspeccionó su contenido: leche en polvo, remolacha en conserva, guisantes... En la siguiente sala había varios paquetes que contenían las bandejas de plástico que se utilizaban en la cafetería.
»Debemos de estar cerca de las cocinas; la comida se almacena siempre cerca del lugar donde vas a manipularla —explicó Caxton.
Gert utilizó el cuchillo de cazar para abrir una lata de piña. Entonces se metió varias rodajas en la boca y masticó ruidosamente.
—Está buena. ¿Cómo es posible que cojan todo esto y lo conviertan en la mierda que nos sirven para comer? —preguntó Gert.
—A lo mejor... A lo mejor es una buena noticia —siguió diciendo Caxton, ignorando por completo a su compañera de celda—. Si esto es un almacén, tiene que haber una forma de hacer que todas estas cajas entren y salgan. Deben de descargar los camiones cerca de aquí... Debe de haber una zona de carga cerca. A lo mejor encontramos una salida.
Gert se encogió de hombros.
—Bueno, más o menos. Los camiones entran por la puerta principal y dan la vuelta al pabellón E. Para ello tienen que cruzar dos puertas y hay un sitio con una hilera de púas donde pueden pincharles las ruedas si hay algún problema.
Caxton miró fijamente a su compañera de celda.
—¿Qué pasa? —preguntó Gert—. Llevo ya unos años aquí dentro. ¿Crees que mi antigua compañera de celda y yo no hablamos nunca de fugarnos? La gente ve cosas y habla. Todo el mundo quiere saber cómo funciona este edificio. Y sobre todo cómo salir.
Caxton se rió. Aquella posibilidad ni siquiera se le había pasado por la cabeza.
—Vale —dijo—. ¿Y tú cómo lo harías?
Gert volvió a encogerse de hombros.
—Bueno, primero tendrías que follarte a un guardia. Algunos de ellos lo hacen, ya sabes. Entran en la celda con la excusa de realizar un registro en busca de armas blancas y entonces, si quieres hacerlo, te quitas la ropa. Si lo haces lo bastante a menudo, empiezan a traerte cositas.
Caxton arqueó las cejas.
—¿Como qué? ¿Chocolatinas? ¿Pintalabios?
Gert puso los ojos en blanco, arrojó la lata de piña en un rincón, fue hasta la siguiente puerta del pasillo y la abrió.
—No, idiota —dijo justo antes de entrar—. Crack, cristal... Drogas, vamos. Es la única forma que las chicas de aquí tienen de colocarse. Pero si realmente les gustas, les puedes pedir cosas. No puede tratarse de nada demasiado evidente, pero hay un tipo de cepillo de dientes al que puedes arrancarle la punta y se convierte en una navaja realmente peligrosa. O un buen cepillo de pelo, de los que llevan metal dentro. Con tiempo, se pueden hacer un montón de cosas con un trozo de metal. Ganzúas, por ejemplo. O sea, que o coges a uno de los guardias como rehén, y no debería ser muy difícil teniendo en cuenta que llevan los pantalones a la altura de los tobillos y la polla colgando, o logras que te lleven a la enfermería, abres un par de puertas utilizando la ganzúa y llegas hasta el muro. Entonces tan sólo queda superarlo. Nosotras nunca logramos resolver esa parte.
Caxton frunció el ceño y entró con Gert en una sala llena de sillas. Había cientos de ellas amontonadas que formaban siluetas extrañas en la oscuridad.
—Le veo unos cuantos problemas a tu plan. De entrada, a los siervos no les interesa el sexo.
—Sí, bueno... Oye, esto está muy oscuro —dijo Gert—. Parece una mina de carbón.
—No, tampoco está tan oscuro —dijo Caxton, que había estado en no pocas minas de carbón en su vida.
Gert tropezó con algo y se agarró a una de las montañas de sillas. Éstas traquetearon y chirriaron con un ruido de mil demonios. En un acto reflejo, Caxton se puso muy tensa y desenfundó la pistola eléctrica.
Entonces intuyó la presencia de un cuchillo que le pasaba a pocos centímetros de la cara, y comprendió que su paranoia tenía motivos. Apenas logró entrever el pálido brillo del filo del cuchillo a la escasa luz de aquella sala, pero eso le bastó para calcular aproximadamente de dónde provenía el ataque para, acto seguido, contraatacar con la pistola eléctrica y apretar el gatillo.
Se oyó un chisporroteo eléctrico y un chillido agudo. Entonces el siervo le pegó un puñetazo en el estómago, la apartó de en medio y salió corriendo. Durante un instante, Caxton vio su silueta recortada en la puerta, luego desapareció.
—Mierda —dijo Caxton. Esperaba que la pistola eléctrica tuviera sobre ellos un efecto similar al que tiene sobre las personas, pero no hubo suerte—. Ahora sí que estamos jodidas.
Gert chascó la lengua.
—¡Qué va! ¡Pero si se ha largado corriendo!
Caxton soltó un suspiro de frustración.
—No conoces a esos bichos. Son débiles, cobardes y no acertarían ni a un granero disparando. El problema es que nunca trabajan solos. No se ha largado. Ha ido a buscar refuerzos.
23
Caxton salió corriendo del almacén y se detuvo en seco al llegar al pasillo. Si lograba interceptar al siervo antes de que éste pudiera avisar a otros de su especie, se ahorraría muchos problemas. Perdió medio segundo escudriñando la penumbra por donde habían llegado hasta allí, pero en aquel momento oyó unos pasos y se dio cuenta de que el siervo se alejaba hacia el otro extremo del pasillo, y de que se perdía entre las sombras. Caxton soltó un taco y echó a correr tras el sonido que se alejaba, consciente de que estaba cometiendo una estupidez. No veía nada de nada, de modo que en cualquier momento podía tropezar y romperse un tobillo. O podía no girar cuando debía hacerlo, estamparse contra la pared y romperse la nariz, o algo aún peor.
Pero no tenía otra opción. En la UAE había tenido mucha suerte: la bolsa de espuma pegajosa le había ofrecido varias horas extra de vida; pero sólo había encontrado una, y ahora ya no le quedaban más ases en la manga.
A pesar de todo, continuó corriendo, jadeando, empujada por el mismo instinto que la había mantenido viva durante los últimos años, cosa que no podían decir muchos de los vampiros a los que se había enfrentado. Avanzaba con los brazos extendidos para así disponer de una fracción de segundo para reaccionar si chocaba contra algo. No iba a tener tiempo de frenar, pero a lo mejor podía evitar sufrir una conmoción. Casi soltó un grito de júbilo cuando sus dedos entraron en contacto con algo que parecía un tejido. Estaba a punto de atrapar al siervo. Entonces chocó violentamente contra algo, que resultó ser más blando que una pared de ladrillo. Caxton se echó encima del engendro y agitó los brazos intentando agarrarse a lo que pudiera: la ropa, una extremidad, el pelo...
El engendro se dirigió hacia una puerta y giró el pomo justo en el momento en el que Caxton se le echaba encima. Juntos, entraron rodando en una sala con tanta luz que por un momento Caxton quedó deslumbrada.
El siervo se golpeó la cabeza contra el suelo de cemento con un crujido terrible. Su cuerpo atenuó la caída de Caxton, pero aun así el impacto fue como si le soltaran un puñetazo en el estómago. Caxton tragó una bocanada de aire, levantó los ojos y parpadeó en un intento por ver algo a pesar del brillo que la cegaba.
Estaba en la cocina, la misma cocina donde se había topado con Guilty Jen y su banda. Entonces estaba llena de internas que preparaban la comida para sus compañeras a cambio de unos pocos centavos la hora.
Ahora estaba llena de engendros.
Estaban de pie ante los mostradores, cortando vegetales, removiendo el contenido de unas enormes ollas de tamaño industrial y trasladando bandejas de comida. Uno de ellos, que estaba en el centro de la sala con las manos en las caderas, llevaba un gorro blanco de chef.
Todos los siervos se volvieron a mirarla. Estaban tan sorprendidos de verla como ella de verlos a ellos, y se quedaron petrificados, sin saber cómo reaccionar.
Pero aquella situación no podía durar.
Caxton no tenía ni idea de qué había ordenado Malvern a sus esclavos si se la encontraban tendida boca abajo en el suelo, totalmente indefensa. Sin embargo, suponía que habría un montón de cuchillos y un intento breve pero furibundo de hacerle tanto daño como fuera posible sin llegar a matarla.
No tuvo que pensar demasiado para comprender lo que debía hacer. Se sacó la escopeta de debajo de la axila y le disparó una bala de goma al cuello del que llevaba el gorro de chef. La regla número uno del juego sucio dictaba que, en primer lugar, debías atacar a quien estaba al mando.
El juego sucio era la única opción que le quedaba. Vio cómo la cabeza del chef se inclinaba hacia atrás, quedaba colgando un instante de un cuello casi cercenado y, finalmente, caía al suelo y se perdía rodando detrás de una mesa de acero inoxidable cubierta de zanahorias cortadas. Oyó a los siervos chillar con sus obscenas voces de falsete, preguntándose qué debían hacer, gritando que debían pedir refuerzos o simplemente bramando de furia.
Caxton abrió la escopeta para cargar otra bala, pero antes de sacarla de su improvisada bandolera, le cayó encima una lluvia de mondas de zanahoria. Levantó la cabeza justo a tiempo para ver cómo un siervo se abalanzaba contra ella por encima de la mesa. Con los dedos sujetaba una mano de mortero de acero de las que se usan para picar especias en un almirez, aunque lo agarraba como si fuera un garrote, a punto para aplastarle el cerebro.
Caxton se sacó el spray de pimienta del sujetador y roció los ojos inyectados en sangre del engendro. Éste chilló y cayó al suelo retorciéndose de dolor, se arañó y se arrancó los ojos. Aunque los siervos no sintieran el dolor del mismo modo que los seres humanos, a nadie le gusta notar el escozor que provoca la pimienta en las membranas mucosas.
Caxton terminó de recargar la escopeta justo en el momento en que dos siervos salían de detrás de la mesa y se lanzaban hacia ella. Iban armados con sendos cuchillos, que desprendían un brillo maligno bajo la potente luz de la cocina. Caxton se dio cuenta de que uno de los cuchillos aún tenía trozos de perejil pegados. Disparó la bala de goma contra el pecho de uno de los engendros y entonces se dio la vuelta y le clavó al otro la culata en la cara.
Los dos se derrumbaron. No sabía si estaban definitivamente muertos o tan sólo lo bastante heridos como para no molestarla más, pero tampoco la preocupaba. Lo importante era que no se levantaran del suelo. En realidad le preocupaban mucho más los seis siervos restantes, que se le iban a echar encima en cualquier momento.
Caxton sacó la porra. No era un arma demasiado poderosa, tan sólo un tubo de aluminio hueco con un peso en un extremo y un mango de goma en el otro. Sin embargo, cuando aún era policía le habían enseñado a usarla.
El curso se centraba en cómo evitar romper huesos con la porra y, sobre todo, en cómo no matar nunca a nadie. Como todos los demás en su clase, Caxton había memorizado qué cosas no debía hacer cuando la usara.
El primer engendro en atacarla iba armado con un triste cucharón de acero. Intentó atacarla por el flanco, seguramente con la intención de agarrarla por la cintura y derribarla. Caxton se revolvió y le hundió el mango de la porra en el punto donde la mandíbula se unía al cráneo. El siervo chilló y cayó al suelo, donde Caxton lo pateó dos veces.
Debía encontrar unas botas pronto, preferiblemente con punta de acero reforzada.
El siguiente engendro llevaba una cuchilla de carnicero que pasó silbando a pocos centímetros del cuello de Caxton. Faltó muy poco para que se lo rebanara. A lo mejor no había captado el mensaje de que debían capturarla con vida. Caxton lo agarró por el codo y, aprovechando el impulso del engendro, le hizo perder el equilibrio y lo arrojó al suelo.
Un tercer siervo la atacó por el flanco mientras ella aún se recuperaba de ese movimiento. La golpeó en las costillas con un mazo de ablandar carne. Si le hubiera dado en el riñón, el impacto habría bastado para derribarla, pero éste se produjo en la parte inferior de la caja torácica. Aun así, el dolor fue tan intenso que Caxton estuvo a punto de no atinar a descargar la porra contra el cuello del asaltante. Éste se retorció de dolor, aunque el impacto no fue lo bastante fuerte para paralizarlo.
—¡Por aquí, Caxton! —gritó Gert.
Caxton se había olvidado completamente de la existencia de su compañera de celda. De hecho, desde que había echado a correr por el oscuro pasillo no había vuelto a pensar en ella. Miró a su alrededor con los ojos desorbitados y vio a Gert junto a una puerta abierta en un extremo de la cocina. No era la puerta que Caxton había pensado en utilizar para escapar de allí. Había planeado (más o menos) ir hasta la cafetería, un espacio diáfano donde le resultaría más fácil enfrentarse a los siervos. Sin embargo, la puerta que Gert había elegido tenía dos puntos a su favor: no estaba cerrada y no había ningún engendro cerca.
Un cuchillo de cocina destelló en el aire, y Caxton tuvo apenas tiempo de girar sobre sí misma y agacharse. En lugar de perforarle el pecho, el cuchillo pasó de largo ante sus ojos y se clavó en la espalda de otro engendro.
Caxton aprovechó la ocasión para escapar de sus enemigos: se alejó rodando bajo una mesa, y salió corriendo en dirección opuesta, hacia la puerta abierta donde Gert aguardaba, ansiosa, no sin antes volcar una montaña de cazos y sartenes. Al otro lado de la puerta había un espacio oscuro lleno de pilas de cajas de madera que se elevaban hasta el techo, que se perdía en la oscuridad. Y detrás de las cajas había... camiones, unos camiones enormes de dieciocho ruedas, blancos y fantasmales.
—Es el muelle de carga que buscábamos —dijo Gert—. ¿Te acuerdas?
Caxton oyó cómo, a sus espaldas, la puerta empezaba a traquetear. Gert debía de haber tenido la presencia de espíritu suficiente para echar el pestillo después de que Caxton la cruzara a la carrera.
—¿Quién coño te guarda las espaldas aquí, eh? —preguntó Gert.
Caxton no se tomó la molestia de contestar. La puerta no iba a aguantar mucho tiempo. Los siervos eran débiles individualmente, pero cuando trabajaban en grupo eran capaces de derribar cualquier barrera que se encontraran por delante. Necesitaba encontrar una forma de impedir su avance.
—Échame una mano —dijo Caxton, que se acercó hacia uno de los montones de cajas. Juntas se pusieron a empujarlo. Las cajas de lo alto del montón empezaron a tambalearse.
—Éste sería un buen momento para darme las gracias, ¿no? —insistió Gert.
Caxton le dio un último puntapié a la caja que había en la parte inferior del montón y ésta se abrió. Miles de cucharas y tenedores de plástico con envoltorios individuales se esparcieron a sus pies. Las cajas que había en lo alto del montón cayeron al suelo con un enorme estrépito, entre una nube de polvo, y se hicieron añicos, convertidas en un montón de madera y de latas abolladas. Era posible que con eso bastara para contener a los siervos durante un minuto o dos.
Caxton soltó un suspiro y miró a su alrededor, buscando el modo de adelantarse a la próxima amenaza. Al ver los desquiciados ojos de Gert brillando en la oscuridad, Caxton se acordó de algo.
—Gracias —dijo.
24
Caxton había conseguido algo de tiempo extra, pero necesitaba más. Se montó en la carretilla elevadora y empezó a amontonar cajas ante la puerta. Se trataba de un proceso de una lentitud exasperante, pero era la mejor forma de construir una barricada. Los siervos de la cocina seguían empujando y aporreando la puerta, aunque no conseguían nada. Con la puerta bloqueada con media tonelada de productos enlatados, no había mucho que pudieran hacer. Al cabo de un rato dejaron de intentarlo.
Caxton frunció el ceño.
—Se han rendido —dijo.
Gert se rió.
—¡Eso es una buena noticia! Pero ¿qué te ocurre a ti? Cada vez que pasa algo bueno, es como si alguien te hubiera cambiado el tampón por una guindilla.
—Porque soy realista —respondió Caxton—. Los engendros nunca renuncian a matarte. Es posible que intenten atacarnos por otro lado. Comprueba esa entrada, anda —dijo, señalando dos puertas correderas que daban a la cocina.
Gert echó un vistazo, se agachó para comprobar el cerrojo y sacudió la cabeza.
—Están cerradas.
Caxton se frotó la mejilla con gesto pensativo. Aún era posible que los siervos dieran toda la vuelta y las sorprendieran por el portalón del muelle de carga, que estaba abierto de par en par. A lo mejor podía hacer algo al respecto...
El muelle de carga tenía su propia garita de guardia. La puerta estaba cerrada, pero Caxton seguía con el subidón de adrenalina tras enfrentarse a los engendros en la cocina. Se lanzó contra la puerta con el hombro, procurando impactar con ésta justo por encima del cerrojo. La puerta no cedió, pero Caxton oyó que algo pequeño y metálico salía despedido y caía al suelo. Cogió algo de carrerilla y le pegó una patada a la puerta, procurando golpear la madera con la planta del pie. El cerrojo se rompió y la puerta se abrió con un traqueteo de bisagras.
Dentro había una silla giratoria ante un panel de control. Un par de monitores colgaban del techo, inclinados hacia abajo para que quienquiera que estuviera sentado en la silla pudiera echarles un vistazo sin esfuerzo. Caxton estudió el panel de control. Esperaba encontrar un pulsador rojo. No se llevó una decepción. Al diseñar los sistemas de control de la prisión, los arquitectos habían tenido en cuenta que podía producirse una situación en la que alguien necesitara bloquear el muelle de carga sin tener que perder tiempo estudiando el funcionamiento de los controles. Presionó el pulsador con la palma de la mano, sonó una alarma y una puerta corredera de tela metálica empezó a cerrar el acceso principal al muelle de carga. Unas extrañas sombras fueron cubriendo el rostro de Gert a medida que la puerta iba bloqueando la luz. Caxton se agachó bajo el panel de control y encontró el cable que permitía al control central anular el control de la puerta. Tiró de él, esperando que la puerta volviera a abrirse porque se había equivocado de cable.
Pero no fue así.
—Ahora estamos a salvo, ¿no? —preguntó Gert.
—En esta situación, no hay mucha diferencia entre estar a salvo y estar atrapadas. Pero tenemos tiempo para pensar, que es lo que andaba buscando.
En la garita de mando encontró varias cosas útiles. Había un chaleco antipunzón colgando de un gancho, el chaleco estándar que todos los guardias de la prisión debían llevar siempre que estuvieran en compañía de una interna. Estaba hecho de un tejido fibroso muy tupido, capaz de detener un punzón para romper hielo, pero no una bala, y mucho menos los dientes de un vampiro. Se lo colocó encima del mono y se lo abrochó bien. No encontró ningunas botas, pero sí otra caja de balas de goma.
—Aquí tendría que haber un par de escopetas más —dijo Caxton tocando los cargadores.
—A lo mejor, cuando los siervos han tomado la prisión, los guardias de aquí han cogido las escopetas y han intentado defenderse.
—Es posible... Sólo que... dos escopetas, y aquí sólo hay una silla... —dijo Caxton, que se encogió de hombros—. A lo mejor el guardia se las ha llevado las dos, ¿quién sabe? Y entonces ha cerrado la puerta con llave antes de enfrentarse a los engendros. Es posible que haya decidido abandonar una posición fácilmente defendible para adentrarse, solo y a pie, en una situación peligrosa. —Caxton sacudió la cabeza—. No, creo que fue uno de los siervos de Malvern quien se llevó esas escopetas. Este lugar estaba preparado para nuestra llegada.
—¿Cómo? ¿Quieres decir que sabían que vendríamos?
Caxton inclinó la cabeza, primero hacia un lado y luego hacia el otro.
—Las puertas que necesitamos están siempre abiertas o se abren de una patada. No paramos de encontramos con grupos de siervos, pero nunca van debidamente armados. Malvern debe de conocer exactamente nuestra posición —dijo Caxton, que señaló la cámara que había en el techo—, pero ha decidido no mandar a un pelotón de siervos con cuchillos afilados. Es como si dejara que nos moviéramos por la prisión... o por lo menos por una parte, la parte donde quiere que nos quedemos. —Caxton entrecerró los ojos—. Estoy empezando a pensar que no hacemos más que correr por un laberinto como dos ratas. Y que Malvern quería que termináramos ni más ni menos que aquí.
—A veces —dijo Gert, muy despacio—, cuando estaba colocada, me daba por pensar que Dios intentaba decir algo. Escúchame, escúchame un segundo, ¿vale? A lo mejor había tenido un mal día, los niños no dejaban de llorar, la zorra del supermercado no me quería vender cigarrillos a cambio de cupones, me encontraba en el buzón un montón de facturas de mierdas que ni siquiera recordaba haber comprado, y entonces, cuando entraba en mi habitación y cerraba la puerta, me daba cuenta de que mi madre había hecho la limpieza y había tirado toda mi droga. Nunca me decía nada, ni siquiera me dirigía una mala mirada, pero si encontraba la coca, la echaba al retrete como si fuera otra mierda que hubiera dejado tirada por ahí. En días como ésos, a veces oía una vocecita que me hablaba y me decía que hiciera cosas malas. Que me cortara, por ejemplo, o tal vez que quemara unas cartas o unas fotografías que había estado guardando durante años.
—Ajá —dijo Caxton.
—Quiero que te concentres —dijo Gert— y que decidas si esa sospecha se parece en algo a la voz que oía en mi cabeza.
Caxton se mordió la lengua.
—Porque yo me di cuenta de que, en general —añadió Gert—, hacer lo que me decía esa voz no solía ser una buena idea.
Caxton comprendió que su compañera de celda tenía razón. No servía de nada preocuparse por la gran guerra si no podía ganar la siguiente batalla. Encima del panel de control había un diagrama donde podía verse el patio de la prisión al completo, con todas las estructuras y características del espacio que se extendía entre la puerta y el edificio en sí. El diagrama recogía con mucho detalle los diversos sistemas defensivos dispuestos entre el muelle de carga y la puerta principal. Gert había hecho un trabajo bastante bueno describiendo las puertas y la hilera de púas que los camiones debían atravesar para llegar hasta la cocina, aunque se había dejado algunas cosas. Los camiones debían realizar tres giros cerrados antes de llegar a la puerta principal, todos ellos custodiados por una torre defendida por una metralleta. Y finalmente estaba la puerta principal en sí. Caxton la había visto al ingresar en la prisión. Se trataba de un grueso bloque metálico lo bastante ancho como para resistir el ataque directo de un tanque. Si esa puerta estaba cerrada, no había camión en el mundo capaz de derribarla.
Y, sin embargo, la salida estaba ahí mismo, a apenas doscientos metros de distancia. En la zona de carga había tres camiones que habían sido abandonados cuando la prisión había caído bajo el control de los siervos. Era la mejor oportunidad que iba a tener de escapar, llegar a lugar seguro, conseguir ayuda, y no volverse loca...
Aún estaba considerando su plan de fuga cuando los monitores de seguridad que había sobre su cabeza se encendieron. En la oscura garita de guardia, su estridente luz blanca resultaba casi dolorosa para la vista, y en un primer momento Caxton no supo identificar qué aparecía en el monitor. Se trataba de una imagen en color, aunque a decir verdad el color era más bien escaso, una mancha roja en una de las esquinas de la pantalla, y una mancha completamente blanca.
Entonces el campo de visión se amplió un poco y Caxton se dio cuenta de que la mancha roja era el brillo apagado de la pupila de un vampiro. La perspectiva se abrió más aún y vio toda la cara de Malvern, horriblemente asolada por el paso del tiempo. Sin embargo, detectó algo igualmente horrible: la vampira no tenía tan mal aspecto como debería. Tenía la piel intacta y de un blanco níveo. Aunque la vampira estuviera francamente arrugada, aunque tuviera unas marcadas bolsas oscuras bajo los ojos y sus orejas no fueran capaces de mantenerse erguidas, su rostro era el de algo vivo, y muy peligroso.
Caxton recordaba tan sólo un momento en el que Caxton hubiera tenido tan buen aspecto, y eso había sido en los recuerdos de la propia vampira, que le habían sido transmitidos a través de un vínculo mental que ya se había desintegrado. En el mundo real que conocía Caxton, el cuerpo de Malvern nunca había tenido un aspecto tan sano, vital e íntegro.
La cámara siguió abriendo el plano. Pronto Caxton pudo ver todo el cuerpo superior de Malvern y lo que parecía el brazo de alguien que estaba de pie, junto a ella. Malvern cogía a esa otra persona por el brazo, con gesto casi delicado. Sin embargo, Caxton sabía que la menor presión muscular por parte de Malvern podía partirle un hueso.
La imagen no tenía sonido y apenas movimiento; de vez en cuando, Malvern parpadeaba. Entonces dijo algo que Caxton no logró identificar (los dientes de la vampira dificultaban enormemente la tarea de leerle los labios), y la cámara se volvió hacia un lado. La imagen se tambaleó, pero cuando terminó de moverse, en las pantallas había dos figuras visibles. Malvern y Clara.
Alguien al otro lado de la cámara le tendió un trozo de papel a Clara. Escrito en letras mayúsculas podía leerse:
23 HORAS
25
Caminando muy despacio, llevaron a Clara al centro de mando de la prisión, una sala circular situada en el piso superior del edificio principal del centro penitenciario. Unas amplias ventanas dejaban entrar algo de luz, aunque ésta provenía sobre todo del centelleo de las varias decenas de monitores de seguridad, en los que podían verse pasillos desiertos y puertas cerradas. Cada pocos segundos la imagen de las pantallas cambiaba y mostraba otra sección de la prisión. En una pantalla, Clara vio imágenes del pabellón B. Parecía que la mayor parte de las internas se habían acostado ya, aunque algunas seguían andando por las celdas, visiblemente preocupadas por lo que sucedería al día siguiente.
En el centro de control, un pequeño grupo de siervos observaban los paneles de control y los terminales de los sistemas de seguridad. La mayoría estaban reunidos alrededor de una pantalla situada al fondo de la sala. Señalaban la pantalla y se reían.
La pantalla mostraba a Laura y a una mujer que Clara no reconoció. Ambas observaban atentamente algo situado encima de sus cabezas.
Al ver a su amante, a Clara le dio un vuelco el corazón. Sabía que Laura estaba en algún lugar de la prisión, se la imaginaba arrastrándose por los conductos de la ventilación, o escondida en algún lugar recóndito; en definitiva, había logrado imaginar que Laura se encontraba en lugar seguro. En cambio, la imagen granulada y de baja calidad de la pantalla dejaba claro que Laura había estado corriendo un peligro tras otro. Como siempre. Tenía la cara manchada de sangre o de algo más oscuro, y, luego, como pegotes de una sustancia asquerosa.
Clara se apartó de la pantalla. No podía seguir mirando a Laura si no quería que se le partiera el corazón.
En el centro de la sala habían montado una videocámara con un trípode. Malvern colocó a Clara frente al objetivo mientras la directora se encargaba de los controles. Durante un instante posaron inmóviles, mientras el zoom de la cámara se acercaba y se alejaba. La directora soltó un taco y ajustó una palanquita de la cámara.
—El alba se acerca —dijo Malvern—. ¡Apréstese!
—Ésta no es mi especialidad —respondió la directora, que pulsó un botón situado en la parte de delante de la cámara. Soltó otro taco y lo intentó con otro botón. Junto al objetivo se encendió una luz roja que indicaba que la cámara estaba grabando.
Clara miró por la ventana y vio que una mancha azulada pugnaba por imponerse al negro cielo nocturno. El sol iba a salir en cualquier momento. Clara sabía que, en cuanto lo hiciera, Malvern debía estar de vuelta en su ataúd. Los vampiros no se quemaban con la luz del sol, pero con la llegada del amanecer morían de nuevo, inevitablemente, por fuertes, viejos o listos que fueran. Sus cuerpos se licuaban dentro del ataúd y sus tejidos se descomponían para reparar cualquier daño que hubieran podido sufrir durante la noche.
—Dele el cartel —insistió Malvern.
La directora se inclinó ante la cámara y le tendió a Clara una hoja de papel en la que podía leerse: 23 HORAS. Clara lo sostuvo en alto. Malvern la tenía cogida del brazo. Clara sabía que si no hacía lo que le ordenaban, a la vampira no le costaría nada partirle los huesos como si fueran palillos.
—Muy bien, y ahora corte la comunicación —ordenó Malvern.
—Vale, vale —respondió la directora, que pulsó otro botón. La luz roja se apagó—. No tiene por qué ser tan críptica, ¿sabe? Veintitrés horas, muy bien: eso es una hora antes del amanecer de mañana, pero ¿qué sucederá entonces? No se lo ha dicho. ¿De qué le sirve amenazarla si ni siquiera le dice lo que quiere que haga? Hay altavoces en todas las salas de la prisión. Podemos emitir sus condiciones una y otra vez, y asegurarnos de que Caxton entiende el mensaje.
—No le permito que me cuestione —dijo Malvern usando un tono marcadamente menos cordial que hasta aquel momento—. Laura sabe exactamente qué espero de ella. Algunos juegos son mejores si se juegan en silencio, como...
—Vale, ya lo he pillado —la interrumpió la directora—. El whist debía de ser un juego cojonudo, no lo dudo. Escuche, aún queda algo de tiempo antes de que llegue el amanecer. Si le parece bien, podría ofrecerme la maldición ahora. Así podría estar a su lado mañana, cuando Caxton acuda a cazarla.
—Reproducid el mensaje en la pantalla que Laura está mirando —ordenó Malvern, que ignoró la súplica de la directora. Los siervos congregados alrededor de los monitores de televisión se pusieron firmes y empezaron a teclear en los ordenadores—. Reproducidlo una y otra vez, hasta que estéis seguros de que lo ha visto. Vosotros —dijo dirigiéndose a otro grupo—, preparad mi ataúd. Ha llegado el momento. Mientras duermo, ocupaos de ella como si fuera yo misma.
Entonces se preparó para marcharse.
—Espere —dijo la directora.
Malvern se volvió y le dirigió una mirada fría e implacable.
—Por favor —dijo la directora—. Me hizo una promesa. Yo he cumplido con mi parte del plan, ¿no es así? He hecho todo lo que me ha pedido.
—Y será recompensada, a su debido momento. Cuando Caxton sea mía le...
—¡A la mierda Caxton! —exclamó la directora—. Nunca va a hacer lo que usted le pide. Nunca será lo que usted quiere que sea. ¡Centrarse en ella es un error estúpido!
Lo que sucedió a continuación fue imposible de ver para el ojo humano.
Clara sintió como si alguien le hubiera golpeado el codo con un bate de béisbol. Malvern cruzó la sala sin soltarle el brazo. El dolor fue intenso. Pero lo peor fue que el brazo le salió disparado hacia arriba y la alarma de la muñequera de electroshock se disparó. Clara se quedó paralizada, consciente de que si no se movía durante un segundo, el mecanismo de control no se activaría y no le provocaría violentas convulsiones.
La cámara con el trípode salió volando por los aires, rebotó contra una silla y golpeó a un siervo, que cayó al suelo. Malvern estaba de pie junto a la directora y la tenía agarrada por el cuello.
—Primero vino a mí como suplicante y me imploró recibir el mayor don que alguien de su especie pueda recibir —dijo Malvern con voz susurrante—. Se somete a mí y me suplica que acepte su lealtad. Y luego empieza a cuestionar mis decisiones.
La directora intentó decir algo, pero lo único que salió de su garganta fue un jadeo ahogado.
—¿Realmente está tan impaciente para ganarse mi favor? —le preguntó Malvern—. ¿Para encarnar mi forma? Veamos...
La vampira, a quien le bastaba una mano para inmovilizar a la directora, colocó el pulgar de la otra encima del ojo de la mujer.
—Yo no soy su amiga —dijo Malvern—, ni su cómplice, aún. Soy su dueña.
Y con esas palabras le hundió el dedo en la cuenca ocular.
Ahora sí, la directora soltó un grito mientras la mejilla se le manchaba de sangre y de fluidos vítreos. Malvern siguió apretando hasta que a la mujer se le puso la cara morada y el ojo que le quedaba, en blanco. Entonces arrojó a la directora al suelo.
Clara no pudo hacer otra cosa que observar al tiempo que bajaba lentamente el brazo para no activar la alarma del dispositivo de control. Lo último que quería en aquel momento era llamar la atención.
—No toleraré ninguna rebelión en mi guarida —dijo Malvern—. Curadle la herida y rellenadla con lino.
Un siervo se dirigió rápidamente a la puerta del centro de mando, donde había un botiquín colgado de la pared, y cogió vendas y antiséptico para tratar a la directora.
—Pero... ¿por qué? —gimió la mujer, agarrándose la mejilla con una mano. Sus dedos palparon el lugar donde había estado su ojo. Al constatar que la cuenca estaba vacía, soltó otro chillido—. ¡No tenía por qué hacer eso! ¡Ahora pasaré la eternidad convertida en un monstruo!
Malvern le dedicó una mirada gélida.
—Un monstruo como yo, quiere decir. Le está bien empleado. ¿O acaso desea más heridas para poder recordarme? Podría arrancarle la lengua, por ejemplo, para que reconsidere su tendencia a bramar mis intenciones por todos los rincones de este lugar. También podría arrancarle las orejas o darle una forma nueva a su nariz. ¿Le gustaría eso?
La directora meneó la cabeza con vehemencia. Entonces apartó las manos del engendro que intentaba tratarle la herida y le arrebató las vendas.
—No, naturalmente que no. O sea... Lo... lo siento. Se me ha ido la cabeza. Por un segundo. —Entonces hizo una pausa y soltó un chillido mientras se aplicaba crema antiséptica en el ojo—. No volveré a cometer ese error.
—Más le valdrá si desea seguir con vida —dijo Malvern, que levantó los ojos y miró por la ventana—. Y ahora debo irme. Confío en que tratará bien a nuestra rehén.
—Desde luego —dijo la directora al tiempo que, lentamente, se ponía de pie.
26
—Significa —dijo Caxton, intentando explicarle a Gert qué quería la vampira— que dentro de veintitrés horas va a matar a mi novia a menos que me entregue, acceda a convertirme en una vampira y servirla para siempre.
—¿Ésa es tu novia? —preguntó Gert echando un vistazo a la pantalla que repetía el mismo vídeo en un bucle interminable—. Vaya, es bastante mona.
Entonces los monitores se apagaron, y Caxton se dejó caer pesadamente en la única silla del puesto de guardia. Se cubrió la cara con las manos y cerró los ojos. Hundió los hombros. Aquello... era malo. Hasta aquel momento su principal preocupación había sido su propia seguridad. Su plan consistía básicamente en escapar y dejar que fueran otros quienes se encargaran del infierno que se cernía sobre la cárcel. Caxton se sentía preparada para realizar aquel trabajo. Conservar la propia vida era fácil: con la desesperación bastaba.
Pero ahora las cosas habían cambiado. Su nueva misión iba a requerir inteligencia.
Levantó los ojos y fijó la mirada en la puerta que comunicaba la cocina con el muelle de carga. Los temblores habían cesado, los engendros habían dejado de acecharlas. Al parecer, iban a concederle a Caxton tiempo para considerar el ultimátum de Malvern.
—Bueno —dijo. Gert se volvió hacia ella y la miró con los ojos muy abiertos, expectantes, como una niña que esperase que su madre le dijera qué debía hacer—. Acaba de salir el sol. Por eso me ha concedido veintitrés horas. Dentro de veintitrés horas faltará una hora para que vuelva a salir el sol, tiempo suficiente para ofrecerme la maldición antes de que tenga que volver a su ataúd.
Gert echó un vistazo a través de la puerta del muelle de carga. El cielo estaba adquiriendo ya un tono vagamente amarillo y varias nubes violetas cruzaban el firmamento. Gert asintió con la cabeza, confirmando las palabras de Caxton.
—Pues no es mucho tiempo, pero ahora mismo... ¡ha amanecido ya! O sea que de momento estamos a salvo, ¿no? Los vampiros no pueden hacer una mierda durante el día. Lo vi una vez en el Discovery Channel.
Caxton miró de reojo a su compañera de celda.
—No te había tomado por alguien que mire mucho el Discovery Channel...
—¿Por qué? ¿Crees que mi familia no podía permitirse la televisión por cable?
—No —dijo Caxton, que levantó la mano con gesto cansado, a modo de disculpa—. Es sólo que...
—Y no teníamos sólo el cable básico. En casa veíamos hasta seis canales de la HBO, porque a mamá le gustaba el programa de Sarah Jessica Parker.
Caxton se frotó la cara.
—Vale, lo siento. No pretendía insinuar nada.
—En el Discovery daban ese programa sobre el pescador de cangrejos. Eso me gustaba.
Caxton retomó las palabras de Gert con la esperanza de que ésta se hubiera cansado ya.
—Es cierto, como dices, que durante el día los vampiros son inofensivos —dijo—. Pero a sus siervos el sol no los afecta en absoluto, de modo que seguimos teniendo problemas. Tengo que pensar en cuál va a ser nuestro próximo paso. Necesito estar un momento a solas para pensar. ¿Puedes buscarte un lugar cómodo y dormir un poco?
—Cómo no —contestó Gert.
Era así de fácil. Su mami iba a ocuparse de todo, no tenía de qué preocuparse. Eligió un rincón del puesto de guardia, se acurrucó y al cabo de unos minutos ya estaba roncando.
Eso dejó a Caxton a solas con sus pensamientos, algo que suponía un problema en sí mismo, pues era incapaz de concentrarse en cómo superar a Malvern. Su mente estaba demasiado ocupada castigándose a sí misma.
«Clara no debería estar aquí», pensó Caxton. Su novia no debería estar en la prisión. Caxton debería haber roto con ella hacía tiempo, cuando aún le habría resultado fácil. Cuando habría bastado con una llamada telefónica. En lugar de ello, había obligado a Clara a ir a visitarla, a romper con ella cara a cara. Pero Clara no había tenido el valor de hacerlo. Si Caxton hubiera sido mejor pareja, si se hubiera percatado de que Clara necesitaba seguir adelante sin ella...
Por otro lado, estaba convencida de que no era una coincidencia que Malvern hubiera asaltado la cárcel justo en el momento en el que Clara terminaba su visita mensual. Caxton sabía bien cómo funcionaba el cerebro de Malvern. Durante años, Caxton había demostrado ser más lista que todos los vampiros con los que se había topado, con una sola excepción. Como resultado, Malvern se había impuesto siempre que se había enfrentado a ella o, por lo menos, había logrado escapar. Y eso era precisamente lo que empujaba a Malvern, su objetivo primario en todo momento: vivir una noche más.
Malvern era sobradamente capaz de matar a Clara en cuanto se cumpliera el plazo. Cualquier vampiro lo sería, de hecho. Los vampiros no veían a los humanos como criaturas racionales, con ideas y sentimientos, sino que los consideraban ganado. Malvern podía terminar con ella sin parpadear, y no precisamente porque no tuviera pestañas. En realidad, Caxton sabía que no tenía ninguna garantía de que Malvern fuera a mantener a Clara con vida ni un segundo más ahora que ya la había utilizado para lo que quería. En su mensaje no había dicho que Clara fuera a vivir veintitrés horas más. No había dicho nada parecido.
Pero aquel tipo de ideas no iban a llevarla a ninguna parte. Necesitaba pensar que Clara sobreviviría por lo menos durante otro día, que aún estaba a tiempo de rescatarla.
Y de matar a Malvern en cuanto estuviera segura de que Clara estaba a salvo.
Eso era lo esencial. Llevaba años luchando contra los vampiros y aunque siempre había logrado evitar que muriera gente (o, al menos, evitar que muriera mucha gente), Malvern siempre se le había escurrido en el último segundo. Y no podía permitir que aquello volviera a suceder. Era indudable que Malvern planeaba algo grande en aquella ocasión. Para tener aquel aspecto tan sano y fuerte debía estar bebiendo litros y litros de sangre cada día. Caxton imaginaba de dónde provenía toda aquella sangre: debía estar exprimiendo a las internas, utilizándolas como fuente de alimentación cautiva. Los funcionarios de la prisión debían de estar muertos, si no es que colaboraban con ella. Alguien de administración (la directora, recordó de pronto) había estado chateando con otra persona que utilizaba el mismo inglés antiguo tan típico de Malvern. En su momento no había logrado atar cabos, pero ahora era evidente: en aquella situación había participado un topo.
Pero convertir la prisión en su banco de sangre particular parecía atentar contra la habitual elegancia de Malvern. La vampira, que solía planificar todas sus acciones con mucha antelación, debía de saber que tan sólo iba a poder pasar un tiempo limitado dentro de la cárcel. Antes o después, alguien en el exterior iba a preguntarse por qué ninguno de los funcionarios del centro se había marchado a su casa con su familia. O a lo mejor un bus cargado de nuevas prisioneras se plantaría ante la puerta y no habría nadie que pudiera salir a recibirlas. De una forma u otra, las autoridades terminarían sitiando el centro, y Malvern iba a tener que recurrir a la fuerza para salir de allí. Y por duro que fuera un vampiro, bastaba con un número suficiente de policías con fusiles de asalto para acabar con él. Malvern no podía desear un enfrentamiento.
La vampira actuaba a contrarreloj y, a pesar de ello, parecía no tener ninguna prisa. No en vano, acababa de concederle a Caxton casi un día entero para que considerara su oferta. Casi un día, cuya mitad la vampira iba a pasar dentro de su ataúd, incapaz de dirigir a sus siervos y de luchar por sus propios medios.
Aunque, desde luego, a Caxton no le estaba poniendo las cosas nada fáciles. La prisión estaba llena de engendros y, por lo menos, un ser humano. Y, entre todos, iban a impedir que Caxton causara demasiados estragos, sobre todo teniendo en cuenta que podían controlar todos sus movimientos y seguirle la pista a dondequiera que fuera mediante los cientos de videocámaras que controlaban los rincones de la prisión.
Caxton se levantó y cogió la cámara que había instalada en el techo de la garita de guardia. Tiró de ella, pero la cámara no cedió, ni siquiera cuando se colgó de ella con todo su peso. Caxton soltó un gruñido de frustración, se sacó el spray de pimienta del sujetador y roció el objetivo. Así, por lo menos, iba a impedir que la cámara pudiera enfocar, aunque eso supusiera que el ambiente cerrado de la garita se llenara de olor a comida picante, lo que hizo que a Caxton le rugieran las tripas.
Malditas cámaras. Nunca iba a poder cubrirlas todas de spray.
Aunque a lo mejor había algo que sí podía hacer.
27
Después de que Malvern abandonara el centro de mando, los engendros regresaron a sus tareas. Algunos controlaban las pantallas de televisión, mientras otros intentaban que la directora estuviera cómoda. Ésta respiraba con dificultad y estaba muy pálida. Se dejó caer en una silla y apoyó la cabeza en las rodillas. Pasó un largo rato ahí sentada, sin moverse ni hablar, mientras los siervos intentaban colocarle bien la ropa o cubrirle la frente con paños húmedos. Clara lo observaba todo, incapaz de hacer nada ni de ayudar a nadie.
Entonces la directora se enderezó y echó un vistazo rabioso a la sala con su único ojo.
—¡Que estoy bien, joder! ¡Dejad ya de toquetearme! —exclamó y soltó una mano que impactó en la cara de un siervo que se le estaba acercando. El engendro soltó un chillido de dolor y escupió varios dientes al suelo. Sólo pretendía cambiarle el vendaje del ojo—. No va a tener tiempo de infectarse —insistió la directora—. Además, esta mierda antibacteriana apesta.
Empezó a levantarse de la silla, pero era evidente que perder un ojo le había afectado. La mujer estuvo a punto de derrumbarse y tuvo que permitir que uno de los engendros la ayudara a sentarse de nuevo en la silla. Entonces levantó los ojos, clavó la mirada en Clara y durante un rato no hizo nada más que respirar, que parecía ser lo único de lo que era capaz. Entonces, en un alarde de fuerza de voluntad que hizo que la frente se le perlara de sudor, se levantó y se dirigió hacia la puerta.
—Hsu, venga conmigo —dijo, agarrándose al marco al que se sujetaba con las dos manos—. No me fío de estos cabrones, temo que puedan intentar algo cuando no esté mirando. —Clara se acercó a la puerta e intentó coger el brazo de la directora, pero ésta se la quitó de encima bruscamente—. No tiene ningún motivo para mostrarse amable conmigo.
—Usted es un ser humano que vive y respira. El único que hay en esta habitación aparte de mí —sugirió Clara.
La directora soltó un gruñido de desdén.
—«Que vive»... —escupió—. No es tan bueno como lo pintan. No cuando hace que te sientas así. Vamos.
La directora caminaba con paso tambaleante, pero su voz no había perdido ni un ápice de su temple. Se internó en los pasillos de la prisión seguida de Clara, que avanzaba con cautela, tratando de no dar un paso más largo que otro. La directora se detuvo en varias puertas para gritar órdenes a los grupos de siervos que había reunidos alrededor de equipos de radio o pantallas de televisión.
—¡Empezad a preparar el desayuno! Tengo a más de mil cabronas que alimentar. Y vosotros, quiero tener información detallada de cada pabellón, cada hora. La mitad de las internas detestan a la otra mitad. Tenemos a integrantes de la Hermandad Aria compartiendo celda con chicas de los Latin Kings. Si no las vigiláis en todo momento van a terminar arrancándose los ojos, pues ésa es la forma en que creen que sus novios querrían que actuaran. Si veis alguna arma blanca, se la arrebatáis. Si se pelean a puñetazos, las separáis. Tampoco es que se trate de ciencia espacial. ¿Cómo? No, no me importa si follan. Lo hacen todas las mujeres en todas las cárceles. No lo hacen porque sean tortilleras de verdad, sino porque se aburren.
Clara se puso tensa de rabia, pero entonces se fijó en la mirada vidriosa que la directora tenía en el único ojo que le quedaba y en cómo le temblaban las manos. La mujer, que era ya algo mayor, se detuvo a medio paso y se llevó una mano a la frente. Tenía un aspecto horrible. Era difícil no sentir algo de compasión por ella, independientemente de si lo merecía o no.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó Clara—. ¿Tiene fiebre?
Bellows soltó un gruñido ante las preocupaciones de Clara, pero poco a poco fue recuperando el porte y, finalmente, respondió a la pregunta.
—En realidad tengo frío —admitió la directora—. Estoy temblando. Y oigo un pitido persistente. Creo que estoy a punto de entrar en estado de shock. —La directora apretó los dientes y apartó las manos de Clara—. Pero nadie se ha muerto por un estado de shock. Sobreviviré. Tengo trabajo que hacer. Sin ir más lejos, tengo que matar a su novia.
A Clara se le encogió el corazón.
—¿Cómo? No, la cosa no va así. Malvern le ha concedido veintitrés horas. Quiere que se una a ella y convertirla en...
—Pero ahora mismo Malvern no está al mando. Si te soy sincera, no entiendo por qué pierde el tiempo con Caxton. Vale, entiendo la broma: convertir a la mayor cazavampiros del mundo en vampira tiene su gracia, ja, ja. Pero eso es como pedirle a un perro que vigile el pavo de Acción de Gracias. Un perro es un perro y siempre querrá subir a la mesa y hundir el hocico en el asado. No —dijo—, pretender convertir a Caxton en vampira es muy mala idea. Por eso me la voy a cargar antes de que anochezca. Así no tendremos que preocuparnos por ella nunca más. —La directora miró a Clara de soslayo—. ¿Tú crees que Malvern se lo va a tomar muy mal? Caxton lleva mucho tiempo siendo un coñazo para ella. No creo que se vaya a echar a llorar si, al despertar, descubre que está muerta.
—¡No puede hacerlo! ¡No puede! —gritó Clara.
La directora sonrió a pesar del dolor que sentía.
—Espere y verá —dijo.
Al llegar a la siguiente puerta, la directora asomó la cabeza y arrastró literalmente a uno de los siervos que había ante un televisor. Clara miró la pantalla y vio que mostraba una de las duchas de la prisión, que en aquel momento estaba vacía. Estaba demasiado asustada pensando en lo que podía sucederle a Laura para preocuparse por lo que los engendros debían de haber visto allí.
—Tú, reúne a tantos de los tuyos como encuentres y dirigíos al muelle de carga que hay detrás de la cafetería —ordenó la directora—. Matad a Caxton.
—¡No! ¡No puede hacerlo! —gritó Clara, pero nadie le hizo caso.
El rostro arrasado del engendro se llenó de arrugas: estaba pensando.
—Pero... Pero... La señorita Malvern ha dicho que... —logró decir con un leve tartamudeo.
La directora agarró al siervo por los hombros.
—En estos momentos, la señorita Malvern está convertida en un charco asqueroso dentro de su ataúd, mientras que yo estoy despierta y dispuesta a arrancarte los brazos. Cumplid con lo que os he ordenado de prisa y sin hacer ruido. No le deis opción de defenderse. ¿Me has entendido?
—Sí, señora —murmuró el siervo, que se marchó corriendo por el pasillo.
28
—Gert —dijo Caxton con voz suave.
Su compañera de celda se despertó al instante, abrió los ojos y se llevó la mano al cuchillo que mantenía oculto bajo el brazo.
—¿Algún problema? —preguntó.
Caxton dijo que no con la cabeza.
—De momento, no. He estado ocupada y...
—¿Qué hora es?
Caxton se encogió de hombros.
—No tengo reloj, pero yo diría que serán sobre las nueve.
Tenía la sensación de que habían pasado unas tres horas desde que Malvern le había dado el ultimátum, al amanecer. Aún le quedaban veinte.
—¿Crees que encontraremos algo de café? —preguntó Gert—. A lo mejor en alguna de esas cajas...
—Tampoco tendríamos nada con qué prepararlo —dijo Caxton.
—Ya encontraré la forma. ¿Tú sabes cuánto tiempo hace que no pruebo la cafeína? Demasiado tiempo, joder. Si tengo que esnifarme rayas de café liofilizado, lo haré. Estoy funcionando con apenas tres horas de sueño. Sería capaz incluso de chutármelo. ¿Qué coño es eso?
Estaba mirando el gran proyecto de Caxton, las cosas en las que había estado trabajando las últimas tres horas, aunque no estaba segura de que fueran a funcionar.
Tal como ya le había dicho, había estado ocupada. Había tenido que improvisar y construir aquellos artilugios con lo que había ido encontrando en el muelle de carga. Había empezado con unas latas de conserva. Tenía tantas como quisiera. Buscando material había encontrado una caja de herramientas en uno de los camiones. Dentro había un destornillador que había utilizado para abrir las latas. Con mucho cuidado, había vaciado cinco de ellas, que contenían puré de maíz. Luego había desmontado varias docenas de cajas y había sacado los clavos que unían los listones de madera. A continuación había clavado los clavos a las latas, tantos como había podido sin deformarlas por completo. En más de una ocasión lo había conseguido tan sólo a medias.
El último paso la había dejado mareada y sin aliento, pero era necesario. Había encontrado una manguera en el muelle de carga, seguramente utilizada para lavar los camiones. Con los alicates de la caja de herramientas había cortado un trozo de un metro veinte de manguera, que había utilizado para extraer la gasolina de los tres camiones, sirviéndose del efecto sifón. Había derramado mucha en el proceso (de hecho, el muelle de carga aún apestaba), pero había logrado llenar cinco latas hasta el borde y volver a sellarlas.
Esto tampoco le había resultado nada sencillo. En la guantera de uno de los camiones había encontrado una caja de chicles. Había masticado incansablemente hasta que le había dolido la mandíbula y a continuación había utilizado el chicle para volver a pegar las tapas de las latas más o menos herméticamente.
—Son granadas de fragmentación caseras —explicó Caxton—. Basta con prenderles fuego para que exploten y suelten un montón de gas incendiario. Además, cuando estallen los clavos saldrán disparados en todas direcciones, como si fueran metralla. Deberían provocar un buen jolgorio.
—La hostia... —se rió Gert—. Nunca te habría tomado por una pirómana. Vas a hacer estallar la puerta principal, ¿no? Y entonces nos largaremos de aquí cagando leches. O, mejor aún, nos iremos en uno de los camiones. Joder, Caxton, eres la leche, ¿no?
—Espero que funcione y que no nos mate a las dos en el proceso.
Optó por no contarle lo que realmente tenía previsto hacer con aquellas pesadas granadas. Era posible que Gert no lograra entender qué se proponía.
Caxton empezó a colocar las latas dentro de la caja de uno de los grandes camiones. Intentó no zarandearlas demasiado, no porque temiera que explotaran (para ello era necesario algo más que un zarandeo), sino para no poner a prueba los sellos de chicle. Indudablemente, eran el punto débil del invento. Caxton sabía que había muchas posibilidades de que, en cuanto encendiera las latas, la gasolina hiciera estallar las tapaderas en lugar de hacer que los clavos salieran despedidos. Tan sólo podía cruzar los dedos y esperar que la suerte le sonriera.
—¿Alguna vez has conducido un camión? —le preguntó Caxton a Gert.
—Claro, ningún problema. La mitad de mi familia tenía camión —contestó su compañera de celda.
—Ah, qué bien. Eso está muy bien. —Caxton asintió con la cabeza y se secó las manos en el mono—. Voy a contarte lo que quiero que hagamos. Tú te subes en ese camión y lo pones en marcha. Yo regresaré al puesto de guardia, pulsaré el botón que abre la puerta exterior y me reuniré contigo en el camión. Pero tendremos que actuar de prisa. En cuanto se den cuenta de lo que nos proponemos, los engendros se nos echarán encima, independientemente de lo que Malvern tenga reservado para mí. ¿Estás preparada?
Gert se sentó tras el volante del camión y le dio al contacto hasta que el motor rugió. Caxton metió la escopeta y la pistola eléctrica dentro de la cabina a través de la ventana del copiloto y regresó corriendo al puesto de guardia. Levantó un instante la cabeza y vio que la pantalla seguía mostrando las imágenes del ultimátum de Malvern. Entonces presionó el botón rojo del panel de control y echó un vistazo por la ventana de la garita para asegurarse de que la puerta se abría sin mayores problemas. Al ver que era así, se volvió hacia la puerta de la garita.
Pero antes de que lograra agarrar el pomo, la puerta se abrió y un engendro se abalanzó contra ella empuñando un cuchillo y dispuesto a perforarle el corazón. Caxton llamó a Gert y medio saltó, medio cayó de espaldas. Entonces tropezó con la silla de la garita de guardia y se golpeó la cadera contra el suelo, donde quedó tendida con un brazo atrapado bajo su propio peso.
Era la peor posición defensiva del mundo. Caerse de culo así era la mejor manera de asegurarse la muerte.
El siervo dio un paso hacia ella, blandiendo el cuchillo. Su rostro descarnado esbozó una sonrisa malévola tan exagerada que los músculos de alrededor de la boca se le agrietaron.
Caxton cogió el spray de pimienta que llevaba en el sujetador, pero al tenerlo en la mano se dio cuenta de que era sospechosamente ligero. En aquel momento comprendió que lo había utilizado demasiadas veces ya. No estaba segura de que fuera a servirle ni siquiera una sola vez más.
En cuanto el siervo bajó el cuchillo, Caxton rodó en el suelo y presionó el spray de todos modos. Éste soltó una nubecita que casi al momento se agotó. El engendro ni siquiera pestañeó.
«Mierda», pensó Caxton. Había dejado todas las armas en el camión, convencida de que mientras estuviera en el muelle de carga no iban a atacarla. Aquel siervo debía de haber estado esperando pacientemente al otro lado de la puerta exterior con la esperanza de que se le presentara una oportunidad. Debería haber sido lo bastante lista como para echar un vistazo en la parte exterior de la puerta antes de presionar el botón rojo. Debería haber actuado con más inteligencia en muchas cosas, pensó, al tiempo que rodaba de nuevo para evitar otro envite.
Aún tenía la porra. La sacó del cinturón que llevaba colgado en bandolera. La levantó rápidamente y logró por los pelos repeler el siguiente ataque del engendro. La hoja del cuchillo del siervo dejó una marca clara en la pintura negra de la porra. Caxton la agarró con ambas manos e intentó ponerse de pie al tiempo que el engendro intentaba impedírselo, presionando con el cuchillo sobre la porra.
Caxton era más fuerte que cualquiera de los siervos, que tenían los músculos y huesos podridos, y que se debilitaban a medida que su existencia contra natura se prolongaba. Logró plantar un pie en el suelo y pegarle un buen empellón al engendro, que cayó de espaldas y atravesó la puerta de la garita. Caxton salió tras él, se le echó encima y le hundió el mango de la porra en el cráneo con un crujido grotesco.
Jadeando y con la adrenalina bombeando por sus venas, se puso de pie y echó a correr hacia el camión.
Cinco engendros estaban intentando trepar a la cabina.
29
—¡Gert! —gritó Caxton—. ¡Arranca! ¡Mete primera!
El camión no se movió.
Caxton echó a correr y agarró al engendro que le quedaba más cerca. Llevaba un chaleco antipunzón, de modo que lo agarró por las correas y lo hizo caer del camión. Al ver que quedaba boca abajo en el suelo, Caxton le partió la nuca con la porra. Uno de los siervos estaba trepando a la cabina del camión sirviéndose de la rueda delantera como punto de apoyo. Caxton lo agarró por la cabeza y le giró el cuello con fuerza. Se oyeron los crujidos de los huesos de la clavícula y las vértebras al estallar, una tras otra. Acto seguido, lo arrojó al suelo. Entonces se agarró a la parte superior de la puerta del copiloto, entró por la ventanilla con los pies descalzos por delante y aterrizó en el asiento.
Gert se la quedó mirando como si acabara de ganar una medalla de oro en un campeonato de gimnasia.
—¡Pero no me mires a mí, míralos a ellos! ¡Y pon esto en marcha de una vez, aún estamos a tiempo de quitárnoslos de encima! —dijo Caxton. Uno de los engendros estaba trepando a la parte superior de la cabina y otro se aproximaba peligrosamente a la ventanilla de Gert.
Gert asintió, agarró la palanca de cambió y la empujó hacia delante. El motor rugió durante un segundo, petardeó ruidosamente y se caló. La cabina se llenó del olor a quemado.
—Creía que habías dicho que sabías conducir estos bichos —insistió Caxton.
—Bueno, yo me refería a camionetas. Nunca había conducido uno de éstos —respondió Gert.
Entonces la ventanilla de Gert implosionó y les cayó encima una lluvia de fragmentos de cristal de seguridad. El siervo que se había encaramado a la ventanilla asomó la cabeza al interior de la cabina y blandió un martillo. Gert logró apartarse a tiempo y el martillo impactó en el volante en lugar de hacerlo en su mandíbula.
Caxton soltó un taco y a continuación se echó encima del regazo de Gert. Agarró el martillo y la mano que lo sujetaba. Tiró con fuerza y el engendro se vio arrastrado al interior de la cabina con un grito de pavor. Caxton le pegó un puñetazo en la cara y le arrebató el martillo, con el que le aplastó la cabeza contra el salpicadero. El siervo dejó de moverse. Caxton lo tiró por la ventana: uno menos.
—Cámbiame el sitio —dijo Caxton, y Gert se corrió hacia el asiento del copiloto.
Caxton cogió la escopeta, pasó por encima de Gert y se sentó tras el volante.
Algo golpeó el techo de la cabina con tanta fuerza que hizo una abolladura. Caxton apuntó la escopeta hacia allí y estaba ya a punto de apretar el gatillo cuando reparó en el error que estaba a punto de cometer y se detuvo. La bala de goma de la escopeta estaba diseñada para no penetrar en la carne humana. Tampoco iba a atravesar una chapa metálica. Si disparaba contra el techo, la bala rebotaría y probablemente impactaría en ella o en Gert.
El siervo que había encima de la cabina del camión golpeó el techo de nuevo y la abolladura se hizo aún más grande.
Al mismo tiempo, otro engendro empezó a trepar por la reja del motor y se agarró a un adorno de la capota. En la otra mano llevaba una granada, sin anilla.
—¿Tienen granadas? —preguntó Gert en un tono casi histérico.
—Son granadas lacrimógenas. No son mortales, están llenas de gas —dijo Caxton. No podía imaginar que el arsenal de la prisión dispusiera de ningún otro tipo de granada. Aunque en realidad poco importaba—. Como logre meterla aquí dentro, el efecto será el mismo que si se tratara de un explosivo: expulsará cincuenta metros cúbicos de gas en un segundo y nos asfixiaremos incluso con las ventanas abiertas.
—¡Pues dispárale! —gritó Gert.
—Espera un...
El siervo que había en el techo asestó un tercer golpe y la chapa metálica se agrietó. La afilada punta de un pico penetró en el interior de la cabina, entre las dos mujeres. Gert soltó un chillido. Caxton preparó la escopeta. El engendro levantó el pico y Caxton miró por el agujero que había hecho. Vio perfectamente al siervo que había ahí arriba: la estaba mirando.
Entonces sacó el cañón de la escopeta por el orificio y disparó. Se oyó un chillido seguido de una serie de golpes, y a continuación vieron cómo el siervo caía del camión.
—¿Y qué hay de ese hijo puta? —preguntó Gert, señalando a través del parabrisas.
Caxton puso el camión en marcha y metió la marcha atrás.
En su día había trabajado en la patrulla de autopistas y sabía cómo manejar un doble embrague. El camión arrancó marcha atrás y abandonó el muelle de carga; el siervo que había encima del capó salió despedido. La granada estalló al instante. Se formó una nube amarillenta que pasó por encima del parabrisas. Justo antes de que salieran de aquella columna de humo amarillento, Caxton respiró una bocanada de gas lacrimógeno. Los ojos se le cerraron de golpe y la garganta se le contrajo. Le sobrevino un furioso ataque de tos.
—Sujeta el volante —dijo. Sabía que no debía frotarse los ojos, pues lo único que conseguiría sería que el gas le penetrara aún más en las membranas mucosas. Aun cerrados, le picaban como si estuvieran ardiendo, pero cada vez que intentaba abrirlos el dolor se multiplicaba por diez.
—Gira el volante hacia la izquierda. Hacia mí —dijo con la voz más calmada de la que fue capaz—. ¿Estamos muy lejos de la pared?
—No lo sé. No, estamos cerca —dijo Gert, presa del pánico.
—No te preocupes, Gert. Es posible que vengan más, de modo que tenemos que movernos rápido, ¿vale? —Siguió pisando el acelerador durante un segundo más y entonces tiró del freno de mano—. ¿Qué tenemos delante?
—Nada —le dijo Gert—. ¡Pero estamos encarados en la dirección equivocada! La puerta principal queda a nuestras espaldas.
—No pasa nada —dijo Caxton—. No nos dirigimos hacia la puerta principal.
—Ah, ¿no?
—Está demasiado bien protegida, no llegaríamos ni a medio camino. Confía en mí, sé lo que me hago.
«Y no pienso explicártelo, o sea, que no me lo preguntes», pensó Caxton. Aún no había encontrado la forma de contarle a Gert que su misión había cambiado y que ya no iban a intentar fugarse de la cárcel. Dudaba mucho que a Gert le gustara oírlo.
—¿Qué tenemos delante? ¿Un prado con césped?
—No, césped no. Es... es una cancha de baloncesto.
—Vale —dijo Caxton.
—Pero está rodeada por una valla con alambre de espino y todo —le dijo Gert.
—Eso es lo que quería saber. —Caxton puso primera y pisó el acelerador—. En cuanto estemos a punto de chocar contra la valla, agáchate —le dijo.
Casi al instante notó que Gert se ocultaba bajo la guantera. Caxton se inclinó hacia la izquierda y cubrió el cuerpo de Gert con el suyo. El camión impactó con la valla a más de treinta kilómetros por hora.
El vehículo atravesó la valla como un cuchillo atraviesa el papel, y se llevó por delante los postes, la tela metálica y el alambre de espino sin apenas perder velocidad. El camión pesaba lo suficiente como para arrancar los postes del suelo sin mayores problemas. Sin embargo, la alambrada no se partió por la mitad, sino que se amoldó a la parte delantera del camión y fue ensanchándose... durante una fracción de segundo. Entonces estalló por una docena de lugares y pliegues y pliegues de alambrada, y varios postes impactaron contra la capota y el parabrisas del camión. Éste estalló al instante y las cubrió de fragmentos de cristal. Al mismo tiempo, un fragmento de poste metálico entró volando en la cabina y se clavó en el reposacabezas del asiento en el que Caxton había apoyado la nuca unos minutos antes.
Gert empezó a incorporarse.
—¡Aún no! —gritó Caxton, mientras el camión atravesaba la cancha, antes de estrellarse contra la valla del otro extremo. Un trozo de alambrada rozó la espalda de Caxton y le rasgó el chaleco antipunzón, aunque no llegó a tocarle la piel.
Eso dejaba el camino a la central eléctrica despejado.
30
Caxton parpadeó para librarse del último resto de gas lacrimógeno y se sonó la nariz en la manga. Logró distinguir la silueta de la central eléctrica a través del parabrisas agrietado. Había un cartel a unos quince metros, de modo que redujo una marcha y frenó para no chocar contra él. Sin embargo, era la primera vez que conducía un tráiler de esas dimensiones y tan sólo logró leer la mitad del cartel antes de que el camión chocara contra éste y lo doblara por la mitad.
Lo que acertó a leer, decía: atención: area protegida por, y a continuación venía algo más, algo que no había logrado ver. ¿Protegida por qué? ¿Por perros guardianes? ¿Por minas?
Caxton soltó un taco, puso marcha atrás y pisó el acelerador. El resultado fue uno de los peores ruidos que jamás había oído: un chirrido de metal rechinando contra metal y de unas ruedas que giraban sin ir a ninguna parte.
—¡Por Dios! —exclamó Caxton—. ¡¿Por qué tiene que ser siempre todo tan difícil?!
El cartel debía de haberse enganchado al eje delantero. Caxton intentó acelerar, intentó arrancar hacia atrás, intentó girar las ruedas completamente hacia un lado y hacia el otro, pero no sirvió de nada.
Finalmente apagó el motor y apoyó la cabeza en el volante.
Las vibraciones del camión fueron cesando una a una, hasta que sólo se oyó el repetitivo sonido metálico del motor al enfriarse.
—Creo que a partir de aquí nos toca ir andando —dijo.
Gert la miró con ojos desorbitados. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y estaba temblando.
—¿Estás bien? —le preguntó Caxton.
—Sí, sí —respondió Gert, y se pasó la lengua por los labios—. Sólo un poco asustada, supongo.
—Bueno, ha sido un viajecito un poco movido —admitió Caxton—. Y supongo que no has visto a los engendros hasta que los hemos tenido encima...
—Sí, pero no es eso —dijo Gert—. Todas esas cosas no me asustan, las he visto muchas veces en las películas. No, ahora mismo, quien me da miedo eres tú.
—¿Yo? ¿Pero no habíamos quedado en que eras mi perra?
—Sí, pero ahí hemos tenido una gran oportunidad de escapar y no la has aprovechado.
—Ya te lo he contado, Gert. La ruta de escape está demasiado bien defendida y la puerta principal...
Pero Gert sacudió la cabeza.
—No —dijo.
—¿No qué? —preguntó Caxton, frunciendo el ceño.
—Que no, que no me trago todos esos rollos. ¿Me tomas por imbécil o qué? Después de todo lo que hemos pasado sigues tomándome por una simplona y una idiota sin dos dedos de frente. Sé perfectamente lo que está pasando. Sé qué te propones.
—Ajá —dijo Caxton, que habría preferido poder aplazar aquella discusión un tiempo más.
—Lo que quieres es rescatar a tu novia. Y sí, vale, bien por ti, joder: eres una bollera con un par y todo eso, pero yo no me he metido en este jaleo por eso. La chica es mona, pero no es mi tipo. Básicamente porque tiene un par de tetas en lugar de una polla.
Caxton cerró los ojos. No tenía tiempo para aquello. De acuerdo con el reloj del salpicadero eran casi las diez, y eso significaba que tan sólo le quedaban diecinueve horas. Para lo que había planeado no era mucho tiempo, la verdad.
—¿Quieres que nos dividamos, entonces? ¿Tú te vas por tu lado y yo por el mío? —preguntó Caxton—. Lo único que te separa del mundo exterior es ese muro.
Un muro que medía ocho metros de altura, estaba cubierto de alambre de espino y quedaba a la vista de las metralletas de dos puestos de guardia. Si Gert quería intentarlo, no iba a ser Caxton quien se lo impidiera.
Aunque, pensándolo mejor, tal vez sí debería impedírselo. Gert era una asesina, estaba en la cárcel por un motivo muy concreto. Aunque Caxton ya no fuera policía, su deber como ciudadana era evitar que Gert escapara.
Y su deber como compañera de celda era mantenerla con vida.
Gert miró por la ventana y se frotó los brazos como si quisiera calentarse.
—En todo caso, creo que lo mejor que puedes hacer es quedarte conmigo —dijo Caxton—. Creo que es tu mejor opción si quieres evitar que te maten antes de que logres salir de aquí.
—Ya. Incluso una chica de familia pobre, aficionada a las carreras de coches y acostumbrada a llevar chándal y a usar vales de descuento como yo se da cuenta de eso. O sea, que andando —dijo Gert, que abrió la puerta del camión. Una avalancha de cristales rotos y de metros de alambrada cayó al suelo.
Gert sacó un pie al exterior y, con cuidado de no pisar donde no debía, empezó a bajar de la cabina. En aquel momento Caxton oyó un sonido raro, como si alguien hubiera abierto seis latas de refresco una tras otra: puf, puf, puf, puf, puf, puf. Al cabo de un segundo, Gert se puso a gritar. Caxton agarró a su compañera de celda por las manos y tiró de ella hacia el interior de la cabina del camión.
—¡Dios mío, Dios mío! —chilló Gert—. ¡Cómo pica, joder, cómo pica! ¡Creo que me han dado, me cago en la madre que me parió!
Caxton se acercó a Gert y le echó un vistazo a la pernera del pantalón del mono. Efectivamente, algo le había impactado en la pierna con violencia y había dejado una marca de polvo blanquecino que se fue cuando la arañó. Caxton se llevó los dedos a la nariz y le faltó poco para soltar un grito.
Sus ojos apenas se habían recuperado del efecto del gas lacrimógeno y las lágrimas se le agolparon de nuevo bajo los párpados, al tiempo que empezaba a estornudar y a toser espasmódicamente. Aquel polvo desprendía un olor inconfundible que le resultaba sobradamente familiar.
Era una sustancia conocida como capsaicina II. Un compuesto súper refinado de capsaicina (el elemento que hace que si te metes un ají en la boca quieras morirte), sólo que picaba doscientas veces más. Era el mismo compuesto que se usaba en el spray de pimienta, pero mucho más concentrado. Un impacto directo en la cara o en el pecho bastaría para incapacitar a una persona durante varias horas.
Caxton echó un vistazo a través del parabrisas y vio qué era lo que defendía la central eléctrica. Justo encima de la puerta del edificio había una cámara montada en una compleja caja protectora que le permitía girar y apuntar en cualquier dirección. Debajo de la cámara había un tubo largo y estrecho pintado de color negro. Parecía el cañón de una escopeta, y lo era.
Caxton había oído hablar de esos artilugios. Habían sido diseñados para utilizarlos en prisiones que no disponían de suficiente personal o para impedir el acceso a determinadas zonas cerradas. Al otro lado de la cámara no había nadie. El rifle estaba controlado por un sistema informático que simplemente vigilaba el entorno asignado las veinticuatro horas del día, atento a si detectaba intrusos, en cuyo caso atacaba a todo aquello que se moviera.
Al parecer, la cabina del camión se encontraba dentro de ese territorio. Para llegar a la central eléctrica Caxton iba a tener que encontrar la forma de superar esa escopeta.
—Gert, Gert, tranquilízate —le dijo Caxton al darse cuenta de que su compañera de celda estaba hiperventilando—. Tienes que tranquilizarte. No estás herida.
—¡Pues duele que te cagas! —le aseguró Gert.
—No te ha agujereado la piel —insistió Caxton—. Es una escopeta que dispara balas de pimienta. De gas pimienta encapsulado en un revestimiento diseñado para abrirse al impactar contra un cuerpo sólido. Es como si te disparasen globos de agua.
—¡Sí, globos de agua llenos de dolor, joder!
Caxton se encogió de hombros.
—Es lo mismo que se siente si te disparan jugando al paintball. Duele, pero no pasa nada. Necesito que te recuperes, ¿vale?
—¿Cómo? ¿Por qué? ¿Qué quieres que haga, ahora? ¿Que le enseñe las tetas al próximo engendro que aparezca para despistarlo? ¿O que me corte la cabeza para que puedas lanzarla contra alguien?
—Pues no. Necesito que salgas ahí afuera y que corras —le dijo Caxton con toda la calma de la que fue capaz—, que corras tan rápido como puedas y que agites los brazos. Quiero que atraigas la atención de esa cosa y que te dispare durante unos treinta segundos.
31
—¡Te has vuelto loca!
Caxton meneó la cabeza.
—Mira, se trata tan sólo de un robot. No tiene percepción de la distancia y es incapaz de seguir un objetivo, especialmente si te mueves en zigzag. Si vas lo bastante rápido, no podrá dispararte.
—¡Demonios! —exclamó Gert—. ¿Y por qué quieres que haga eso? ¿Estás aburrida o qué?
Caxton cogió una de sus granadas caseras.
—Ese artilugio sólo puede seguir a un objetivo, probablemente el que se mueva más rápido. Yo saldré un segundo después de ti y entraré en la central con las granadas. En cuanto esté dentro, puedes esconderte en el lateral del edificio. Allí estarás a salvo, ¿vale?
Gert no dijo nada.
—Necesito que hagas esto por mí —dijo Caxton—. Sé que no he sido sincera contigo. Y también sé que no te importa que Clara viva o muera. Pero ahora te necesito de veras. Necesito que me seas útil ahora. Necesito poder contar contigo. Porque somos compañeras de celda, y eso es lo que hacen las compañeras de celda: protegerse las espaldas.
Gert se la quedó mirando un buen rato, resoplando a través de la nariz y mordiéndose los labios como si intentara callarse algo. Entonces, sin decir una sola palabra, abrió la puerta de la cabina y salió de un salto.
Inmediatamente el robot empezó a dispararle, puf, puf, puf. Gert chilló, giró sobre sí misma y empezó a correr con las manos en alto. Caxton no estaba segura de si le habían dado o si se limitaba a seguir instrucciones.
En cualquier caso, mientras Gert continuara moviéndose, no importaba. Caxton abrió su puerta y se bajó del camión. Las cinco latas se agitaron con un sonido acuoso cuando se agachó y empezó a avanzar hacia la central eléctrica. El cañón del robot empezó a girar hacia ella, pero Caxton se detuvo de golpe y éste volvió a apuntar a Gert.
Caminando tan rápido como pudo, Caxton logró llegar a la puerta de la central eléctrica. Estaba cerrada, naturalmente, pero la empujó varias veces con el hombro hasta que cedió. Caxton entró y se encontró en una sala en penumbra, llena de máquinas que crujían y zumbaban.
La prisión estaba unida a la red eléctrica local, pero consumía tanta energía que necesitaba su propia subestación, además de generadores de emergencia por si había un apagón. La central suministraba electricidad a todo el centro. Si lograba acabar con ella, inutilizaría todos los sistemas eléctricos de la prisión. Sabía que los sistemas de respaldo y los siervos lograrían sacar electricidad de algún lado, pero eso le proporcionaría a ella algo de tiempo para llevar a cabo la siguiente parte de su plan, un tiempo que necesitaba desesperadamente.
Los grandes generadores de turbina y los transformadores se encontraban protegidos por unos armazones con gruesas barras metálicas. De todos modos, Caxton tampoco creía que sus granadas fueran a hacerles mucho daño. Pero encontró la conexión principal que derivaba toda la electricidad a través de una serie de gruesos cables que se perdían bajo el suelo. Ahí los cables se dividían y formaban una red tan compleja como las raíces de un roble viejo, pero en la central eléctrica todos esos cables quedaban recogidos dentro de una gruesa tubería aislante. Caxton colocó las granadas alrededor de la tubería, donde podían hacer más daño.
La parte más difícil del plan era lograr que prendieran. Caxton no disponía ni del material ni de los conocimientos necesarios para construir un detonador con temporizador, por lo que iba a tener que recurrir a un sistema de ignición muy elemental y simple: un cóctel molotov.
Había encontrado una botella de refresco en una papelera del muelle de carga, la había llenado con ciento cincuenta mililitros de gasolina y, a continuación, había introducido un trozo de trapo empapado de gasolina.
Un cóctel molotov, por sí solo, no podía causar demasiados daños dentro de la central. El funcionamiento de esa arma arrojadiza era muy simple: encendías el trapo y lanzabas la botella contra tu objetivo. La botella debía estallar con el impacto, de modo que la gasolina del interior saliera dispersada y prendiera fuego por el contacto con el trapo encendido. Eso creaba una nube de combustible en llamas que duraba unos pocos segundos antes de extinguirse. El arma era tal vez efectiva contra la policía antidisturbios o contra cualquier persona que le tuviera pánico al fuego. Sin embargo, dentro de la central eléctrica aquellas llamas tendrían un efecto muy poco espectacular y apenas lograrían fundir parte del aislante que cubría los cables.
Lo que sí harían, sin embargo, era hacer aumentar la temperatura de sus granadas caseras unos cien grados durante una fracción de segundo. Caxton esperaba que con eso bastara para que la gasolina del interior se expandiera e hiciera estallar las latas, de modo que los clavos salieran volando a gran velocidad en todas direcciones. Tal vez así lograría destruir los cables y cortar el suministro de electricidad de la prisión.
Su plan dependía de una combinación de probabilidades y esperanzas, pero si quería sacar a Clara de la cárcel con vida, Caxton necesitaba primero inutilizar la central eléctrica. En definitiva, no tenía más remedio que confiar en su suerte.
Se dirigió a la puerta de la central. Encima de su cabeza, la escopeta robótica seguía disparando balas de pimienta a gran velocidad. No podía hacer nada para detenerlo. Le mandó a Gert todos los pensamientos positivos que logró reunir: era lo único que podía hacer por ella. Entonces se colocó de tal forma que la mayor parte de su cuerpo estuviera ya en el exterior del edificio, cogió el cóctel molotov con una mano y la pistola eléctrica con la otra.
«Por favor, que funcione —pensó—. Por favor.» No se trataba tanto de una plegaria como de la voz de su desesperación. Debía concentrarse y no cometer ningún error.
Colocó el extremo de la pistola eléctrica contra el trapo empapado y apretó el gatillo. Se formó un brillante arco voltaico entre los dos terminales de la pistola. Deseó, y no por primera vez, que la cárcel no tuviera unas normas tan estrictas en lo tocante al tabaco: en aquel momento, un mechero o incluso una caja de cerillas le habría hecho la vida mucho más fácil.
El trapo se negó a prender tras la primera descarga de la pistola eléctrica, y también tras la segunda. A la tercera, sin embargo, una pequeña brasa anaranjada apareció en el extremo del trapo, que se dobló y se enroscó, pero se negó a extenderse hasta la parte impregnada de gasolina. Caxton se guardó la pistola eléctrica dentro del mono y sopló la brasa, la abanicó con la mano que tenía libre en un intento porque ésta creciera y se expandiera.
De pronto surgió una llamita y, de manera instantánea, el trapo echó a arder. Cayeron varias chispas de fuego que, sin embargo, se extinguieron antes siquiera de llegar al suelo. Caxton arrojó la botella contra sus granadas y, al mismo tiempo, rodó hasta encontrarse fuera de la central eléctrica.
Se oyó un ruido parecido al que hace una barbacoa al prender y luego le siguió un crujido metálico en expansión, acompañado de unos ruiditos agudos, como agujas que cayeran al suelo. Entonces una explosión con su correspondiente onda expansiva le golpeó la cabeza mientras aún rodaba hacia un lado. Por la puerta de la central salió un denso humo negro y a través de las ventanas se vislumbró el brillo anaranjado de las llamas.
Encima de su cabeza, la escopeta robótica bajó de repente y la cámara apuntó al suelo. Caxton se levantó cautelosamente, insegura de si había logrado cortar el suministro eléctrico. Al ver que la escopeta no seguía sus movimientos, soltó un grito victorioso.
Entonces miró hacia donde estaba Gert y la vio tumbada en el suelo a cinco metros de ella, inmóvil. El polvo blanco le cubría la mayor parte del mono y toda la cara, convertido en una densa pasta mezclada con lágrimas y mocos alrededor de los ojos y de la nariz.
32
—¿Por qué no se ve nada? —preguntó la directora al tiempo que golpeaba la pantalla del monitor de seguridad—. ¿Es la cámara correcta?
Tenía junto a ella al engendro que llevaba el uniforme del funcionario llamado Franklin, que se estremeció cuando la mujer se giró y le lanzó una mirada furiosa con el ojo que le quedaba.
—Es la vista del muelle de carga, sí —contestó.
Entonces se llevó la mano a la oreja izquierda y se rascó la poca piel que aún le quedaba. La primera vez que Clara lo había visto, el siervo tenía un aspecto completamente humano, a excepción de un arañazo rojo en una mejilla. Ahora se había arrancado toda la piel de la cara, que había quedado reducida a una masa de tejido muscular gris y rosado, puntuado aquí y allí por bolsas amarillentas de grasa subcutánea. Era una de las cosas más asquerosas que jamás hubiera visto.
—Pues enfócala o haz algo —le ordenó la directora. La imagen de la pantalla era poco más que una mancha en la que era imposible discernir nada.
—Las cámaras se enfocan automáticamente —dijo el siervo estremeciéndose de nuevo—. No se puede enfocar desde aquí. Es posible que...
—¿Que qué? Escúpelo de una vez, no me hagas perder más tiempo.
El siervo asintió con la cabeza.
—Es posible que haya embadurnado el objetivo con algo. Vaselina, lápiz de labios, algo viscoso.
—Spray de pimienta —dijo la directora—. Me apuesto lo que quieras a que es spray de pimienta. Hay suficiente en el centro para pintar todo el muro de seguridad. —Le dio otro golpe al monitor—. Necesito saber qué sucede en el muelle de carga. He mandado a un grupo de los vuestros para que acabaran con Caxton y me gustaría mucho saber si lo han conseguido o no. Imagino que a ti también te gustaría saberlo, ¿no? Porque parece que la tipa se está cargando a todos los siervos con los que se cruza y si no puedo ver lo que necesito saber, voy a mandarte a ti en persona ahí abajo para que evalúes el estado de la situación.
Clara se rió.
—Está perdiendo el tiempo.
La directora se dio media vuelta y le dirigió una mirada de desprecio.
—¿Hay algo que desee compartir con nosotros?
Clara empezó a encogerse de hombros, pero cambió de idea. La pulsera que llevaba en el brazo podía interpretar su gesto como un movimiento súbito y soltarle una descarga eléctrica casi mortal.
—No puede amenazarlos con la muerte. Ya han estado muertos y, créame, volver a morir no les da ningún miedo. De hecho, para ellos sería un acto de clemencia. Estás sufriendo, ¿verdad?
—No es asunto tuyo, zorra —respondió el engendro con desdén.
—Les gusta hacerse los duros, pero mírele la cara. ¿En serio cree que eso puede no dolerle? Y, aun así, no puede dejar de rascarse. Toda su existencia es un escozor, un escozor temporal provocado por una herida mortal. Tan sólo duran una semana antes de terminar de pudrirse, ¿lo sabía? Lo único que queda de ellos entonces es una masa amorfa y asquerosa en la que, con suerte, tan sólo se distinguen los ojos y las uñas. Y se mueven, aun así siguen moviéndose...
El engendro la miraba con unos ojos como platos. Tenía las manos a los lados y cerraba y abría los puños. La directora se llevó la mano a la boca y tosió.
—Te está provocando —le dijo—. Ignórala. No sé por qué, parece creer que si logra que la ataques conseguirá algo, aunque también es posible que esté simplemente aburrida. Sea como sea, tú no hagas caso de nada de lo que diga.
—Sí, señora —dio Franklin, que pareció calmarse un poco.
Había valido la pena intentarlo.
Clara había llegado a una conclusión inevitable: el poco valor que su vida tenía ya de por sí para la directora estaba a punto de evaporarse. Malvern había mandado capturarla para utilizarla como cebo, como una forma de controlar a Laura. Si los engendros lograban matar a Laura... «No, Dios, no lo permitas», pensó. Pero si lo conseguían, Clara sería completamente inútil para la directora. De hecho, tan sólo le supondría un estorbo. Había visto demasiado y sabía demasiadas cosas. La directora tendría muy buenos motivos para matarla.
Si los siervos no conseguían matar a Laura, posibilidad que Clara consideraba mucho más plausible, tal vez gozara de unas horas más de vida. Más tiempo para ver cómo se iban desplegando los planes de la directora, más tiempo para inquietarse, preocuparse y preguntarse cuándo iba a morir.
Tenía que hacer algo. Si hacía enfadar a Franklin o a la directora, tenía muchos números por acabar sufriéndolo en sus propias carnes, pero tenía que intentar algo. Si Franklin la atacaba, pensaba Clara, tal vez lograría arrebatarle el arma. Entonces podría matarlo y reducir a la directora para que le quitara la pulsera del brazo, y entonces podría... podría...
El problema principal de todos esos planes teóricos era que ella no era Laura. No era ni rápida, ni dura. No sabía instintivamente cómo debía luchar y cuándo debía protegerse o escapar de una situación peligrosa. Había trabajado siempre como fotógrafa de la policía y había empezado a estudiar medicina forense. Su carrera en el cuerpo de policía no la había preparado para las situaciones violentas. Ni siquiera sabía disparar.
Un siervo entró corriendo en la sala con la boca muy abierta.
—Han salido del muelle de carga —dijo. El engendro se estremeció al ver que la directora se acercaba hacia él y miraba fijamente su rostro arrasado.
—¿Cómo has dicho? —preguntó la directora.
—Acabo... acabo de verlas en otra cámara. Hay un camión y está circulando por el patio. Tienen que ser Caxton y su socia. Pero están actuando de forma estúpida. Van en dirección contraria, se están alejando de la puerta principal.
La directora dio media vuelta y miró a Clara, que se encogió de hombros muy, muy, lentamente.
—¿Usted cree que Caxton es estúpida? —preguntó la directora.
—No —respondió Clara.
—Yo tampoco. Debe tener algún plan en mente. O a lo mejor sabe que tengo un grupo de siervos apostados en la puerta, preparados para matar a todo aquel que se acerque. Tú —le dijo al engendro que había traído las noticias—, regresa a tu posición. Y tú, déjame ver ese camión —le ordenó a Franklin.
Franklin escribió algo con su teclado y la imagen de la pantalla de seguridad cambió. Clara se acercó para verlo mejor y nadie se lo impidió. La pantalla mostraba la imagen captada por la cámara de una de las torres de vigilancia de la prisión. En ella aparecía un camión que avanzaba por una superficie de hormigón, con varios siervos colgados de la cabina. Uno a uno, fueron cayendo y terminaron o bien aplastados por las ruedas del camión, o bien inmóviles en el suelo.
«Ésa es mi chica», pensó Clara.
El camión cruzó una cancha de baloncesto y se llevó por delante dos alambradas. Entonces se ralentizó y se detuvo ante un edificio de ladrillo bajo.
La directora, Franklin y Clara observaron en silencio lo que sucedía. Una prisionera vestida con un mono de color naranja y un chaleco azul (y que no era Laura) empezó a correr hacia el edificio, pero fue abatida casi de inmediato por una escopeta automática que lanzaba bolas rojas que explotaban y se convertían en polvo blanco cuando impactaban en su cuerpo.
Sin embargo, la cámara no mostraba lo que Laura estaba haciendo en aquel momento, pues el campo de visión estaba ocupado casi totalmente por el camión.
—¿Qué es ese edificio? —preguntó Franklin.
—Es la central eléctrica. Quiere cortar el suministro de electricidad, pero ¿cómo? Para eso necesitaría algún tipo de...
La pantalla se apagó sin previo aviso. Las luces de la sala parpadearon y se apagaron también, y ellos quedaron envueltos en la débil luz que entraba por las altas ventanas de la sala. De pronto, en la prisión reinaba un profundo silencio.
Y entonces empezaron los gritos. El pabellón más cercano se encontraba al otro lado del pasillo, detrás de varias puertas cerradas, pero Clara oyó perfectamente el débil eco de las mujeres que gritaban y preguntaban qué sucedía. Por cómo sonaban sus voces, Clara se dio cuenta de que muchas de ellas se estaban riendo.
La directora se volvió hacia Franklin.
—¿Cómo ha hecho eso? —preguntó. Entonces miró a Clara—. ¿Cómo?
—A mí que me registren —dijo ésta.
—¡Mierda! ¡Mierda, mierda, mierda! Ahora todo va a ser mucho más difícil. —Bellows agarró a Franklin por el hombro, con fuerza—. Hay linternas en el otro extremo del pasillo, en el armario del material. Trae unas cuantas. Y luego encuentra a alguien que sepa algo de electrónica. Me conformo con alguien que sepa arreglar una tostadora. En esta cárcel hay mil trescientas mujeres. ¡Digo yo que alguna habrá que sepa cambiar una bombilla!
Franklin salió corriendo de la sala. Molesta tal vez por los gritos procedentes del pabellón, la directora cerró la puerta a sus espaldas.
—Y encima nos hemos cargado a todo el personal de mantenimiento. Malvern dijo que no podíamos confiar en ellos. Y tenía razón, desde luego, pero por lo menos podríamos haber dejado viva a una persona que supiera cómo funciona este sitio. Eh, qué coño está hacie...
Pero la directora no terminó de pronunciar la frase. Sus palabras se vieron interrumpidas por una alarma muy aguda procedente de la pulsera de Clara.
Ésta se estaba moviendo más rápido de la cuenta, pero sabía perfectamente qué hacía. Tenía un segundo para detenerse, pero lo que hizo en realidad fue abalanzarse sobre la directora y abrazarla.
Clara aún pudo ver cómo la directora fruncía los labios con expresión desdeñosa antes de que todos los nervios de su cuerpo se tensaran de golpe por culpa de una descarga de cincuenta mil voltios. El dolor no era comparable a nada que hubiera experimentado con anterioridad. Notó como si le ardieran los dientes, notó cómo sus ojos se volvían locos dentro de la cabeza y entonces...
33
La primavera llegó temprano a la Pensilvania central aquel año. En el nuevo pabellón de la universidad, los estudiantes de criminología forense tenían problemas para concentrarse durante la clase matutina de física. La asignatura de física era probablemente la más aburrida de las que se impartían en el centro; la química y la genética eran mucho más emocionantes, pues tenían más aplicaciones prácticas en el trabajo que los alumnos terminarían ejerciendo. Demasiados alumnos pasaban las horas absortos mirando por la ventana. Los árboles del jardín interior estaban en flor y más de una clase había tenido lugar ya sobre el césped, de modo que al final el profesor tuvo que rendirse y llevárselos también al exterior. Se sentaron en círculo bajo un roble enorme, con las libretas a punto. Soplaba una brisa persistente, pero Clara pegó las rodillas al pecho y observó cómo el profesor se sacaba lo que parecía una linterna normal y corriente de su cartera y la dejaba en medio del círculo.
—Esto es digno de James Bond —dijo, y varias alumnas se rieron. Tendría unos cuarenta y cinco años, y era un tipo atractivo. La mayor parte de sus estudiantes eran mujeres y, desde luego, no le faltaban admiradoras, aunque naturalmente las inclinaciones de Clara iban por otro lado. El profesor le tendió la linterna con una sonrisa—. Póngala en marcha.
Clara pulsó el botón de encendido y un rayo de luz apenas visible bajo la sombra del árbol iluminó el muro del edificio. Clara hizo oscilar la linterna para que el resto de los estudiantes vieran que estaba encendida.
—¿Nota algo peculiar? ¿Algo distinto de una linterna normal?
Clara la estudió atentamente.
—Esta parte de aquí es rara —dijo, pues no sabía qué nombre darle al frontal de la linterna.
Alrededor del cristal había un aro metálico dividido en dos partes separadas por una tira de goma. El profesor asintió con la cabeza.
—Muy bien. Colóquemelo sobre el brazo, aquí —indicó después de remangarse la camisa.
Clara arqueó una ceja y se preguntó de qué iba todo aquello, pero hizo lo que le pedía y se inclinó para colocar la linterna encima de la piel desnuda de su profesor.
—¡La leche! —gritó éste, que apartó el brazo instintivamente.
Algunos de los estudiantes se rieron, otros contuvieron la respiración. Clara apartó la linterna y la arrojó al suelo.
—Le pido disculpas si la he asustado, señorita Hsu —dijo el profesor, que volvía a sonreír. Estaba algo pálido. Entonces recogió la linterna de donde había caído—. Este artilugio es una pistola eléctrica acoplada a una linterna policial. No está mal, ¿no? Hoy vamos a hablar de armas que funcionan con electrochoque. Es importante que se familiaricen con ellas, pues cada vez se utilizan más para labores policiales y no les vendrá nada mal comprender cómo funcionan y qué efecto tienen sobre los delincuentes. Ahora vamos a darnos electrochoques por turnos, para que todos sepan qué se siente.
Se oyeron varios murmullos de descontento. Entonces el profesor insistió en que el alumno que había junto a Clara cogiera la linterna y le diera una descarga a su vecino. Éste pegó un brinco, se puso de pie y retrocedió varios pasos antes de echarse a reír y sentarse de nuevo. Entonces le dio una descarga a la chica que había junto a él, en el círculo. Parecía que Clara iba a ser la última y que iba a ser su profesor quien le diera la descarga. Clara pegó las rodillas al pecho, nerviosa.
—De hecho, esta linterna proporciona una descarga bastante débil para lo que podría ser —dijo el profesor, alzando la voz para poder competir con las risas y los gritos ahogados—. Una pistola eléctrica de verdad no sólo pica, sino que provoca una contracción involuntaria de todos los músculos del cuerpo. Hace que te caigas. Te doblas por la cintura. Tienes espasmos musculares en los brazos y se te cae cualquier arma que lleves. Por eso gustan tanto a la policía. Si alguien se resiste a ser detenido o amenaza a un civil, una buena descarga puede... solucionar el problema.
Una de las alumnas levantó la mano y el profesor le hizo un gesto.
—Pero yo he oído que han provocado algunos problemas. Que ha habido algunas muertes —dijo.
El profesor asintió con la cabeza.
—Es cierto, las ha habido. Los fabricantes de estas armas afirman que no son letales siempre y cuando se usen siguiendo unas estrictas instrucciones. Pero los oficiales de policía de servicio no siempre disponen de unas condiciones perfectas para utilizar un arma nueva para la cual han recibido apenas unas horas de entrenamiento. Lo que deben tener en cuenta es que cada cuerpo humano es distinto. Un defensa de fútbol americano en perfecta forma tendrá una reacción muy distinta a una pistola eléctrica que una anciana con problemas cardíacos. Se trata de una descarga eléctrica de un amperaje muy bajo pero de un voltaje altísimo. Algunas armas por electrochoque pueden llegar a provocar una descarga de cien mil voltios en un segundo. La mayoría de las personas experimentan algún tipo de parálisis muscular, mucho dolor y una necesidad perentoria de tumbarse en el suelo. Sin embargo, la duración de esos efectos puede variar mucho de una persona a otra. Por lo general, una persona joven, sana y descansada quedará incapacitada durante unos segundos, mientras que una persona anciana, enferma, físicamente débil o cansada puede quedar fuera de combate mucho más. Y ahora, señorita Hsu, le toca a usted. ¿Puede quitarse la chaqueta?
Clara levantó los ojos. No se había dado cuenta de que la linterna había completado ya el círculo. Se quitó el anorak y se remangó el jersey.
—¿Va a dolerme mucho? —preguntó. El profesor se inclinó hacia ella...
Clara abrió los ojos. Tenía la boca llena de pelo y no era suyo.
Tosió e intentó incorporarse, pero estaba francamente dolorida. Tenía los músculos del costado agarrotados, como si llevara varias horas ejercitando tan sólo la pierna y el brazo izquierdos.
Olía a tejido quemado y tenía la lengua pegada al paladar. La desenganchó con un dedo, con sumo cuidado.
No, no estaba en la universidad. Le costaba concentrarse pero sabía que... sabía que estaba en la prisión. La prisión donde habían encerrado a Laura. Y que había habido... vampiros... y...
—Mierda —dijo entre dientes. Entonces bajó la mirada y vio que estaba tendida encima de la directora de la cárcel. La cara de la mujer se contraía violentamente y estaba golpeando el suelo como la mano de un juez de boxeo contando los segundos.
Clara no tenía mucho tiempo y, sin embargo, no pudo reprimir un bostezo. Tenía que levantarse, tenía que conseguir algo antes que... Tenía que robar el teléfono de la directora. Y también una llave. La llave de... La llave de la pulsera que llevaba pegada al brazo. La pulsera de electrochoque.
Confusión. Desorientación. No saber dónde estabas ni cómo habías llegado ahí. Ésos eran algunos de los efectos secundarios de los electrochoques. También lo era cagarse encima. Clara olisqueó y detectó olor a orín, pero no a heces.
—Oh, no —dijo y se llevó la mano a la entrepierna, pero tenía los pantalones secos. Había logrado controlar sus funciones corporales, pero parecía que la directora no había tenido tanta suerte.
Tenía que moverse deprisa.
Estaba volviendo, su concentración volvía lentamente. Había esperado a que la directora y ella se quedaran a solas en la sala y entonces se había abalanzado sobre ella, consciente de que su pulsera de electrochoques se iba a disparar. Estaba bastante segura de que la mujer, que era bastante mayor que ella y estaba herida, iba a experimentar un efecto mucho más intenso. Sabía que ella iba a recuperarse antes que la directora y que dispondría de algo de tiempo para huir.
Pero también sabía que la directora era una tipa dura y que no tardaría en volver en sí.
Sin embargo, no podía huir sin más. Aún llevaba la pulsera en el brazo y estaba segura de que ésta contenía electricidad suficiente para más de una descarga. Si salía corriendo, iba a dispararse de nuevo. Se inclinó con cautela encima del cuerpo de la directora y le rebuscó en los bolsillos. Encontró la llave especial que abría la pulsera que llevaba sujeta en el bíceps y se la quitó sin mayores dificultades. La dejó en el suelo y volvió a meter la mano en el bolsillo de la mujer. Le cogió la BlackBerry... y también la pistola, una SIG Sauer P228.
Clara se quedó un rato mirando el arma. Incluso apuntó a la cara de la directora. Si había alguien que mereciera morir de un tiro mientras estaba en el suelo era aquella mujer. Había traicionado la confianza depositada en ella y había expuesto a miles de mujeres a un riesgo enorme. Había entregado algunas de sus prisioneras a Malvern. Y había ordenado a los siervos de la vampira que mataran a Laura.
Pero Clara no podía hacerlo, de modo que volvió a guardarse la pistola en el bolsillo.
No podía hacerlo porque sabía que Laura tampoco lo habría hecho. Laura no tenía ningún reparo a la hora de matar monstruos, pero nunca mataría a un ser humano, por mucho que lo mereciera. Clara tampoco podía imaginarse a sí misma haciéndolo.
En lugar de eso, cogió la pulsera de electrochoques, se la colocó a la directora y se la estrechó en el brazo. En una de las paredes de la habitación había un conducto de ventilación. Clara tiró la llave por entre la rejilla y la oyó repiquetear a medida que caía a las profundidades del sistema de ventilación de la prisión.
Entonces se acercó a la puerta de la sala, comprobó que no hubiera nadie vigilando y salió al pasillo. Era libre.
34
El pasillo estaba oscuro como la boca de un lobo. No había ninguna ventana y la única luz visible provenía de una puerta abierta situada al fondo. La luz, turbia y escasa, se esparcía débilmente por el suelo, obstruida cada vez que un engendro pasaba ante la puerta. Clara los oyó hablar con aquellas voces estúpidamente agudas. Parecían confusos y asustados.
Clara se alegró de no ser la única. Salió caminando en la dirección opuesta, palpando la pared a medida que avanzaba. Quería echar a correr, moverse y desaparecer cuanto antes. Pero no podía hacer ruido. Si la descubrían, la directora la mandaría matar sólo para vengarse.
Las yemas de sus dedos se toparon con el marco de una puerta. Se detuvo, acercó la oreja a la hoja de la puerta, contuvo el aliento y aguzó el oído por si se oía algo al otro lado. Cuando estuvo segura de que no había nadie, cogió el pomo y empezó a girarlo lentamente. Los goznes no chirriaron cuando la puerta se abrió. Fue una suerte, y Clara dio gracias por ello.
La habitación en la que entró estaba casi tan oscura como el pasillo. Había un ventanuco en lo alto de una pared, la luz que entraba por él revelaba varias piezas de mobiliario de lo más anodinas, una mesa de escritorio y varias sillas. Encima del escritorio había un ordenador y un teléfono con varias líneas, pero sabía que no iban a funcionar, de modo que no se tomó la molestia de comprobarlo. Al parecer, Laura había cortado la electricidad de toda la prisión. Clara se preguntó cómo habrían reaccionado las prisioneras. Debían de estar volviéndose locas y preguntándose qué sucedía.
No podía ayudarlas. O, mejor pensado, sí podía. Iba a ayudar a todo el mundo, pero de forma indirecta. Clara se colocó debajo de la mesa de escritorio y se sacó la BlackBerry de la directora del bolsillo. Era un modelo de última generación, con teclado íntegro y cámara fotográfica incorporada. La pantalla se iluminó cuando tocó la barra espaciadora y apareció una lista de e-mails. Clara no tenía tiempo de leerlos. Serían una prueba importante más tarde, cuando juzgaran a la directora, pero en aquel momento lo único que necesitaba era un teléfono móvil. Tardó un poco en descubrir qué debía pulsar para llamar a un número de teléfono, pero finalmente logró introducir el número de Glauer y pulsó enviar.
El teléfono al otro lado sonó una vez, dos veces, tres. Clara se mordió el labio y colgó al oír pasos fuera de la habitación. Sin embargo, aquello era demasiado importante. Tenía que avisar a Glauer y Fetlock como fuera, aunque la pescaran a media llamada. Tras el quinto tono, saltó el contestador.
—«Hola, soy Glauer. Éste es mi teléfono oficial. Si se trata de una llamada personal, llámame al otro número. Si no sabes mi otro número, no puede ser muy personal.»
Clara soltó un taco en silencio y esperó a oír el pitido. Había estado practicando lo que iba a decir, de modo que no tuvo que pensárselo demasiado.
—Glauer, soy Hsu —dijo susurrando—. Estoy en el correccional estatal de Marcy. Malvern está aquí y ha tomado el control del centro con la ayuda de la directora, esto... Augusta Bellows. Las instalaciones están bajo su control y están reclutando a prisioneras para engendrar nuevos vampiros. Caxton está aquí, viva y suelta dentro de los muros de la prisión, pero está sola y va desarmada. Yo también ando suelta en estos momentos, pero también estoy sola y en franca inferioridad. Llame a Fetlock. Llame a la policía del estado. Llame a todo el mundo y vengan hacia aquí.
Presionó terminar y apoyó la frente en la pantalla. ¿Cuánto tardaría Glauer en escuchar sus mensajes? Era un día laborable, ¿por qué no había descolgado? A lo mejor se lo había dejado en el coche o, peor aún, se le había olvidado llevárselo al trabajo.
Oyó un ruido en el pasillo y se le heló la sangre de pánico. Eran unos pasos, pero por suerte no se detuvieron. Clara se preguntó cuánto tiempo iban a tardar Franklin o alguno de los otros engendros en encontrar a la directora. Cuando se recuperara de la descarga, ¿iba a gritar pidiendo ayuda? A Clara no podían quedarle mucho más de cinco minutos.
No podía quedarse donde estaba. Iban a mirar detrás de todas las puertas del pasillo, y la habitación donde se encontraba sería la primera que registrarían. Tenía que llegar a otra parte de la prisión sin que la detectaran. Imaginó que habría conductos de calefacción en el techo. En las películas la gente pasaba el rato yendo por ese tipo de conductos.
Pero entonces pensó que si la gente lo hacía en las películas, la persona que hubiera diseñado la prisión habría visto esas mismas películas y que habría sido lo bastante listo para construir unos conductos por los que no cupiera ni siquiera una mujer menuda como Clara. Se acordó del conducto de ventilación por el que había arrojado la llave: no tenía más de veinte centímetros de ancho. Así pues, ya podía descartar esa idea. Se fijó en el ventanuco que tenía encima de la cabeza, pero estaba cubierto por una tela metálica y tenía barrotes en la parte exterior.
Iba a tener que arriesgarse a cruzar el pasillo. No tenía otra opción.
Clara se acercó a la puerta y empleó el mismo procedimiento al que había recurrido para entrar en la sala. Contuvo la respiración y aguzó el oído, y tan sólo cuando estuvo segura de que no había nadie al otro lado, se atrevió a abrir la puerta y salir al exterior. Cerró la puerta a sus espaldas, con cuidado, y pegó la espalda a la pared.
No podía dirigirse hacia la puerta abierta, pues estaba segura de que daba a una sala llena de engendros. Así pues, tan sólo podía avanzar en una dirección. Por lo menos eso le ahorraba tener que tomar una decisión difícil. Continuó avanzando hacia la oscuridad hasta que ya no se veían ni siquiera sombras, sólo una negrura sin fin.
Al llegar al final del pasillo, estuvo a punto de darse de frente contra una pared. Su mano extendida la golpeó y Clara tuvo que hacer un esfuerzo para detenerse a medio paso y no chocar. Entonces soltó un largo suspiro.
—¿Dupree? —preguntó alguien—. ¿Eres tú?
Se trataba de una voz aguda e histérica.
Lentamente, Clara se metió la mano en el bolsillo donde se había guardado la pistola de la directora. Sabía que dispararle a alguien en aquellas condiciones sería un suicidio: era imposible que pudiera acertar en aquella oscuridad y el sonido del disparo atraería una atención que no deseaba.
—¿Dupree? —repitió la voz. En esta ocasión sonó más cerca.
Podía intentar escurrirse junto al engendro. Era evidente que éste no la veía, y que tan sólo había oído el sonido de su mano al golpear la puerta, o tal vez su suspiro. Si pudiera descubrir dónde estaba y esquivarlo...
—¡Puaj! —exclamó Clara de repente, con una reacción de puro asco. Una mano había salido de la oscuridad y le había tocado el pecho izquierdo.
Su reacción posterior no obedeció a ningún proceso racional. Las manos de Clara actuaron por voluntad propia, siguiendo un acto reflejo tan antiguo como el tiempo. Con una mano agarró al engendro por la ropa y lo atrajo hacia ella, mientras le cubría la boca con la otra. Entonces levantó la rodilla y le golpeó la entrepierna todo lo fuerte que pudo.
El engendro forcejeó e intentó morderle la mano, y la agarró por las solapas y por el pelo. En un acto de puro terror animal, Clara le cogió la cabeza con las dos manos y la hizo girar, con la idea de romperle el cuello al siervo. Oyó un chirriar de huesos bajo la piel descompuesta del siervo y notó cómo éste la agarraba aún con más fuerza, pero Clara tenía el elemento sorpresa de su lado y siguió haciendo girar la cabeza...
Hasta que, de repente, se la arrancó. Clara tuvo la sensación de estar sujetando una bola de jugar a los bolos blanda. Oyó cómo el cuerpo del engendro se desplomaba contra la pared, pero no vio nada.
La cabeza seguía intentando morderle los dedos con los que le cubría la boca. Clara arrojó la cabeza bien lejos y la oyó rebotar en el suelo y alejarse rodando.
«A correr», pensó. Había sido tan silenciosa como había podido, pero seguro que alguien había oído cómo el siervo llamaba a Dupree. Clara avanzó unos pasos y encontró otra puerta. La abrió y la cruzó corriendo. El pasillo que había al otro lado estaba algo mejor iluminado, aunque no mucho más. Una luz de emergencia situada al otro extremo proyectaba un débil fulgor amarillento. No vio a ningún engendro moverse bajo aquella luz turbia, de modo que siguió corriendo. Sus zapatos repiquetearon sonoramente contra el suelo. Unos metros más adelante vio un cartel. Se acercó un poco más y logró leerlo a pesar de la falta de luz:
ENFERMERÍA
¡Es obligación llevar
chalecos antipunzón
a partir de este punto!
Al otro lado del cartel había una puerta blindada. Iba a tener que encontrar una forma de abrirla. No podía regresar, no podía...
En aquel preciso instante oyó dos cosas, y ambas hicieron que la sangre se le helara. La primera fue un carraspeo en la oscuridad. La segunda fue la BlackBerry, que eligió aquel momento para ponerse a sonar.
35
—Déjame en paz —gimió Gert sin entusiasmo.
Caxton abrió otra botella de lavavajillas y echó un chorro de jabón en los ojos de su compañera de celda.
—Dentro de unos segundos te vas a sentir mucho mejor —le explicó Caxton mientras le limpiaba los párpados con detergente y le secaba las mejillas y la boca con una toallita de papel. Gert intentó quitársela de encima, pero Caxton la agarró con más fuerza. Las bolitas de pimienta le habían dejado la cara cubierta de una masa pastosa que le estaba quemando la piel. Tenía que lavársela de una forma u otra.
Cuando le pareció que ya le había frotado la cara lo suficiente, dejó que Gert se tendiera en el camastro y ella se sentó en una silla plegable. Estaba exhausta. Antes era capaz de pasar varios días sin dormir, pero en la UAE su cuerpo se había debilitado y habían empezado a atrofiársele los músculos. Sólo le quedaban quince horas, pensó. Al cabo de ese tiempo, o ella o Malvern estarían muertas. Fuera como fuere, entonces podría descansar. Entre tanto, tenía trabajo.
—Pero... —dijo Gert, que se revolvió en el camastro. Caxton había tardado muchísimo en reanimar a la muchacha y limpiarle los restos de PAVA de la cara, pero tenía que hacerlo—. ¿Qué coño ha pasado? ¿Qué me has hecho? ¡La boca me sabe a rayos! —Chasqueó los labios—. A rayos con jabón...
—Un par de las balas de pimienta que disparaba la escopeta robótica te han dado en la cara —le explicó Caxton—. Te he sacado de ahí, pero tenías problemas respiratorios. Así pues, he encontrado la enfermería de la prisión y te he traído hasta aquí. Me ha costado una barbaridad abrir la puerta. Entonces he tenido que limpiarte la pimienta. El gusto a jabón que notas es de lavavajillas. La capsaicina no se puede lavar sólo con agua. De hecho, es peor. Hay que frotar bien con jabón. La leche también funciona, pero no he encontrado. En cambio, aquí tienen una tonelada de jabón, probablemente porque con tanto spray de pimienta en la prisión es fácil que se produzcan accidentes. He tratado no ser demasiado brusca...
—Vale, gracias —dijo Gert, que intentó abrir los ojos y soltó un gruñido de dolor. Entonces empezó a frotarse con las manos, pero Caxton se las agarró y se las dejó de nuevo a ambos lados del cuerpo.
—Así sólo lograrás que penetre más. Créeme, es una sustancia asquerosa, pero he trabajado con ella anteriormente.
—Cuando eras poli.
Caxton asintió con la cabeza, pero entonces cayó en la cuenta de que Gert no podía verla, de modo que dijo:
—Sí, utilicé el spray de pimienta contra personas varias veces, siempre que debía evitar que huyeran corriendo. Se supone que es mucho más humanitario que dispararles en las piernas.
—Pues yo creo que la próxima vez prefiero arriesgarme a llevarme un balazo...
Gert logró abrir un ojo y miró el techo oscuro. Caxton le tendió una bolsa de hielo. Las neveras de la enfermería se habían apagado cuando había cortado el suministro eléctrico, naturalmente, pero estaban lo bastante bien aisladas como para que su contenido siguiera congelado.
—Esto también te ayudará. Hará disminuir ligeramente la hinchazón.
Gert tenía la cara hecha un cromo, abotargada y llena de moratones. Sin embargo, no había sufrido daños irreparables. Para eso servían las balas de pimienta, naturalmente. Ocupaban una posición media en lo que la policía llamaba el «continuo letal», un abanico de opciones usadas en el control de sujetos que iban desde dar el alto con voz firme hasta reducir a alguien con armas de fuego automáticas. Las balas de pimienta estaban más cerca de estas últimas, con la diferencia que sobrevivías a un impacto directo y terminabas reponiéndote. Por lo menos, casi siempre. Caxton había leído la historia de Victoria Snelgrove, una estudiante de periodismo que se había visto atrapada en unos disturbios en Boston donde la policía había empleado balas de pimienta para controlar a la multitud. El policía que había disparado contra Snelgrove ni siquiera había apuntado contra ella y, sin embargo, la bala había penetrado en el ojo de la muchacha, le había roto el hueso en el que descansa el glóbulo ocular y le había provocado una hemorragia cerebral. Las ambulancias no habían podido llegar a tiempo porque la multitud, asustada, no las habían dejado pasar. El policía que había disparado esa bala había sido castigado con cuarenta y cinco días de suspensión de empleo y sueldo.
Gert había tenido suerte. Una de las balas le había impactado en la ceja. Un centímetro más abajo y habría podido matarla.
—No me has dejado ahí tirada —dijo Gert en tono de sorpresa—. Has dejado tu plan de lado para ayudarme.
Caxton se encogió de hombros.
—Te han dado porque me estabas ayudando. Me parece justo.
Gert sacudió la cabeza.
—Sí, desde luego. Pero tienes a alguien más que salvar, alguien que te importa mucho más que yo. Y perder el tiempo conmigo hará que rescatar a tu novia resulte aún más difícil, ¿no?
—Yo no lo veo así —dijo Caxton. Era tan sólo una mentirijilla, se dijo—. ¿Adónde quieres ir a parar, Gert? Cualquiera habría hecho lo mismo.
—Eso lo dices porque no llevas aquí el tiempo suficiente —gruñó Gert—. Las chicas de aquí dentro no se te mearían encima aunque te estuvieras quemando. Y hay personas a quienes... a lo mejor no deberías ayudar.
Caxton se encogió de hombros.
—¿Como quién? ¿Como Adolph Hitler?
Gert se rió, aunque era evidente que había algo que no lograba quitarse de la cabeza.
—A ése y tal vez también a otra gente que no son tan malos como él, pero que han hecho cosas horribles. Cosas imperdonables.
Pero Caxton meneó la cabeza.
—Yo no soy nadie para juzgar quién merece ser salvado y quien no... Túmbate y descansa un rato. Pronto nos pondremos en marcha de nuevo, pero tienes que tomártelo con calma.
Fue hasta un escritorio que había al otro lado de la sala. Encontró un papel y un bolígrafo, y empezó a dibujar un mapa de la cárcel basándose en lo que había visto desde el exterior y lo que sabía sobre el diseño del edificio, que no era mucho. El correccional estatal de Marcy estaba rodeado por un muro y había una torre de control cada treinta metros del perímetro. La prisión en sí misma estaba formada por ocho edificios alargados: los cinco pabellones, el ala de enfermería, un ala administrativa y la cafetería y las cocinas, donde se encontraba también la UAE. Los edificios estaban distribuidos de forma radial alrededor de la torre central, como si fueran los rayos del sol. En lo alto de la torre central estaba ubicado el centro de mando. Los edificios estaban interconectados mediante edificios anexos y pasarelas cubiertas, de modo que, vista desde arriba, la cárcel parecía una telaraña.
El edificio estaba diseñado para que fuera fácil moverse por él si eras un guardia. Si eras una prisionera, en cambio, pronto se convertía en un laberinto de puertas cerradas y puntos de control armados.
Caxton tan sólo contemplaba dos posibilidades. La primera, la más sencilla, consistía en rescatar a Clara y acabar con Malvern antes de que cayera la noche. Malvern no podía plantar cara durante el día. Estaría atrapada en su ataúd, incapaz de moverse e ignorante de cuanto sucedía a su alrededor, de modo que a Caxton le bastaría con coger el corazón de la vampira y destruirlo si así lo deseaba. Malvern no volvería a despertar jamás. La segunda posibilidad, que ganaba enteros con cada minuto que pasaba, implicaba enfrentarse a Malvern durante las horas de oscuridad y para eso iba a necesitar pistolas; pistolas de verdad, cargadas con balas de verdad.
Había metralletas en las torres de guardia, pero Caxton sabía que no iba a poder atravesar las alambradas sin unas cizallas y mucho tiempo. Tenía que haber un arsenal lleno de rifles y de pistolas dentro de la prisión. No tenía ni idea de dónde debía estar ubicado (ése no era precisamente el tipo de información que los guardias compartían con las internas), pero echando un vistazo a su mapa parecía evidente que tan sólo podía encontrarse en un lugar. Podía producirse un motín en cualquier parte del centro, en cualquier momento. Los guardias de la prisión no solían llevar armas mortales encima, pues para una prisionera sería relativamente fácil esperar a coger desprevenido a uno, arrebatársela y matarlo. Las pistolas de verdad sólo se utilizaban en situaciones de emergencia, pero eso significaba que debían estar disponibles en todo momento. Si la directora decidía que las armas disuasorias resultaban insuficientes y que, por lo tanto, la mejor respuesta ante una situación de violencia por parte de las internas requería el uso de una fuerza mortífera, los guardias iban a tener que armarse rápidamente en un lugar céntrico. El arsenal sólo podía estar en la planta baja de la torre central.
Y aquél, naturalmente, era el lugar donde estaban todos los engendros. Caxton estaba segura de que sería el lugar más protegido de toda la prisión.
Iba a ser su siguiente parada.
Dejó el bolígrafo y se levantó. Ahora sólo tenía que descubrir cómo llegar hasta allí. Sabía que la torre central estaba en el extremo opuesto de la enfermería. De hecho, la torre quedaba a apenas doscientos metros. Además, Caxton ya había echado un vistazo al ala médica de la prisión. Primero estaba la enfermería, donde ella y Gert se habían refugiado, y más allá había tan sólo una larga sala llena de camas. Camas vacías. Algunas de esas camas debían de haber estado ocupadas por pacientes antes de que tomaran la prisión, pero ahora habían desaparecido. Probablemente las habían trasladado a algún pabellón donde podían vigilarlas mejor. Detrás de la habitación de las camas había un portalón cerrado que no iba a lograr atravesar jamás sin una maquinaria industrial de corte de la que no disponía.
Se desperezó y se frotó el puente de la nariz, intentando despertarse un poco. A lo mejor podría bordear uno de los pabellones hasta llegar al...
De pronto se quedó muy quieta.
—¿Qué pasa? —preguntó Gert, que cogió el cuchillo de caza de debajo de la litera, donde lo había dejado Caxton.
—Shh —silbó Caxton. Había oído algo, un grito. Sonaba como si procediera del otro lado del portalón. Y no parecía un siervo, sino un ser humano en una situación desesperada.
Fuera quien fuese, se dijo Caxton no podía hacer nada por ayudar. Aun así, siguió escuchando.
36
La BlackBerry volvió a sonar. Clara se cubrió el bolsillo con las dos manos, intentando amortiguar el sonido, pero pronto se dio cuenta de que era inútil.
En la oscuridad, advirtió la presencia de personas moviéndose a su alrededor, seres humanos. Los engendros, como los vampiros, eran criaturas antinaturales. Podías saber cuándo estaban cerca porque se te erizaba el vello de los brazos, se te ponía la piel de gallina, todo tu cuerpo reaccionaba contra la aberración de su existencia. Las personas que percibía a su alrededor eran seres humanos. Sólo oía los ruidos que hacían al moverse, el sonido de unas zapatillas arrastrándose por el suelo de cemento, su respiración.
Dicen que cuando te encuentras totalmente a oscuras, se te agudiza el resto de los sentidos. En aquel momento, Clara descubrió que también ayudaba mucho estar muerta de miedo y convencida de que ibas a morir.
El artilugio sonó por tercera vez. Clara tuvo la sensación de que el tiempo se ralentizaba, como si fuera a pararse. Esperaba que en cualquier momento toda su vida le pasaría ante los ojos como un fogonazo.
—¿No vas a contestar? —preguntó alguien desde las sombras. Por mucho que tuviera un timbre humano, no era una voz agradable. Otra persona se rió, y desde luego no fue una risa amable.
Clara metió la mano en el bolsillo y sacó la BlackBerry. La pantalla iluminó la oscuridad que la rodeaba, aunque no lo suficiente para revelar lo que se escondía entre las sombras. De hecho, la luz sólo logró herirle los ojos. Clara manoseó el artilugio en un intento por encontrar la tecla que le permitiera responder a la llamada.
—Conecta el altavoz, para que podamos oírlo —le ordenó la voz desde la oscuridad.
La estaban viendo, estaba segura de ello. Podían verle la cara iluminada por la luz de la BlackBerry. Clara asintió, estudió un instante el teclado luminoso y pulsó los botones necesarios.
—¿Hsu? Hsu, ¿está ahí? —preguntó la BlackBerry.
Clara se mordió el labio. Era Fetlock.
—Esto... Hola, marshal. Ahora no es un buen momento...
—Eso me pareció por su llamada —dijo—. Glauer no ha podido contestar, lo mandé a buscar comida mientras planeábamos qué hacer en su ausencia. Tiene usted suerte de que yo escuche todos sus mensajes, entrantes y salientes. ¡Parece que está metida en un buen lío! Me he puesto en contacto con las autoridades locales del condado de Tioga. Están a la espera de que dé la orden de asaltar la prisión. En cuanto Glauer regrese saldremos hacia allí. Tardaremos un par de horas. ¿Cree que podrá aguantar hasta entonces?
Clara apretó los dientes.
—No estoy sola en estos momentos —dijo con la esperanza de que Fetlock pillara la indirecta—. No puedo hablar.
—Necesito información, Hsu. Debo saberlo todo para preparar la estrategia correcta —insistió Fetlock, que no era de los que se conforman con un «no» por respuesta—. ¿Qué hay de Caxton? Glauer me ha contado ya que fue a visitarla... En fin, es muy encomiable por su parte. Seguro que le dan una estrella de oro por ser tan buena novia, aunque parece que no eligió el mejor momento. En su mensaje dijo que Caxton andaba suelta. ¿Ha matado ya a algún vampiro?
—No —respondió Clara—. Está...
En aquel instante una mano salió de la oscuridad y le arrebató la BlackBerry.
—Va a tener que volver a llamar, poli. Ahora mismo está demasiado ocupada suplicando que le perdonemos la vida.
Antes de que Fetlock pudiera añadir nada más, una mano pulsó un botón y puso fin a la llamada. La pantalla de la BlackBerry se apagó.
Al cabo de un instante empezó a sonar de nuevo. Clara sabía que se trataba de Fetlock, que volvía a llamar para recabar más información aunque no fuera el momento más oportuno. Entonces la mano que agarraba la BlackBerry la apagó y la hizo desaparecer.
—Os advierto que soy agente federal —dijo Clara y sacó la pistola—. Si me atacáis vais a tener problemas y podríais...
—¿Podríamos qué? —preguntó alguien. Clara tuvo la sensación de que era la misma persona que se había reído hacía un momento—. ¿Ir a prisión?
Una cara salió de la oscuridad. En un primer momento, Clara pensó que pertenecía a un engendro, pues tenía la piel agrietada e irritada. Pero pronto se dio cuenta de que se trataba de marcas de quemaduras. La mujer llevaba unos pendientes en forma de esvásticas... Pero no, Clara se dio cuenta de que no eran pendientes, sino tatuajes. Con una mueca horrorizada, Clara levantó la pistola y apuntó al rostro quemado de la mujer.
—Pienso hacer uso de la fuerza si no...
Un pie descalzo apareció por la izquierda, a una velocidad y con una fuerza suficientes como para partir tablones de madera. Golpeó la pistola de Clara, que soltó un grito de dolor. La pistola cayó rodando por el suelo.
—No te he roto ningún hueso —dijo la propietaria de aquel pie, que dio un paso hacia la luz y le sonrió a Clara. Era una sonrisa digna de un tiburón dando vueltas alrededor de un marinero medio ahogado.
Clara estaba desorientada por el dolor en la mano, aunque no lo suficiente para no caer en la cuenta de que su atacante tenía los pies ligeramente separados, en una posición clásica de artes marciales, y un puño cerrado a la altura de la cintura, a punto para atacar al menor signo de provocación.
La mujer tenía tatuajes en la cara, unos tatuajes azul oscuro típicamente carcelarios. De hecho, parecía más bien como si se le hubiera corrido el maquillaje y le hubiera ensuciado las mejillas. Clara se acercó un poco más y vio que tenían forma de lágrima.
—Soy Guilty Jen —se presentó la mujer, con una leve inclinación.
Clara había tomado cuatro clases gratuitas de taekwondo antes de decidir que no tenía la disciplina necesaria para continuar. Había esperado que le enseñaran a golpear a un oponente, pero en lugar de eso la obligaban a adoptar varias posturas y a mover los pies hacia delante y hacia atrás, una y otra vez, durante horas. En cualquier caso, había aprendido una valiosa lección sobre el combate sin armas: si alguien te hacía una reverencia como aquélla, no debías devolvérsela, pues eso significaba que querías luchar.
A la vista de la precisión y la fuerza de la patada que la había desarmado, Clara decidió que no quería luchar contra aquella mujer por nada en el mundo.
—Agente especial Hsu —dijo Clara, muy erguida.
Guilty Jen le dedicó una amplia sonrisa y su posición de combate se relajó ligeramente.
—De modo que eres la famosa novia de Caxton. Vaya, vaya. No sabes la suerte que has tenido de que te hayamos encontrado justo ahora.
37
—Pues parecía más joven. Y más delgada —dijo alguien, una figura que seguía oculta entre las sombras. Aquel grupo de mujeres eran lo bastante listas para no mostrarse todas a la vez.
—¿De qué hablas, Queenie?
—Ya sabes, en esa película. Había una escena donde se enrollaban. Mi marido debe de haberla visto cien veces.
Clara se ruborizó a pesar de que tenía la sensación de que toda la sangre se le había concentrado en los pies. El telefilme sobre las hazañas de Laura nunca le había gustado particularmente. Se titulaba Colmillos: los crímenes vampíricos de Pensilvania. Para interpretar el papel de Clara habían elegido a una actriz japonesa menor de edad. Para ser sincera, Clara debía admitir que la chica era guapísima, mientras que ella siempre se había tenido a sí misma por mona, nada más.
—Se tomaron muchas libertades en la película —dijo—. Las cosas no fueron así...
—Pero tú eres la novia de Caxton, ¿no? —preguntó Guilty Jen—. Piénsatelo bien antes de contestar. Como me mientas voy a partirte un hueso del pie. No te impedirá andar, desde luego, pero te va a doler una barbaridad.
Clara tragó saliva antes de hablar.
—Caxton es mi compañera —dijo.
—Tu novia y yo tuvimos un enganchón —dijo Guilty Jen—. Se metió con mis chicas, pero los cerdos se inmiscuyeron antes de que pudiera devolvérsela y se cargaron el espectáculo. Me cago en los cerdos.
—¿Los cerdos? —preguntó Clara.
—Los guardias de la prisión, tía, ya sabes —dijo Queenie.
Guilty Jen asintió con la cabeza.
—De modo que ahora mismo tengo una deuda con ella. Y eso es bastante jodido cuando intentas organizar las cosas y cerrar algunos negocios. Si estuviera aquí, le partiría la cara y estaríamos en paz, supongo. Pero la que está aquí eres tú. Podría recuperar el respeto marcándote. Luego mis chicas te harían el tren... ¿sabes lo que es hacer el tren?
—No —dijo Clara.
—Quiere decir que se te follarían por turnos. De la manera más horrible que se les ocurriera.
—Ajá.
Por un instante a Guilty Jen se le ensombreció el rostro.
—Pero a lo mejor te gustaría. Como eres bollera... Tal vez debería matarte. Eso sería una clara señal de que Caxton no puede proteger a los suyos. Y de que es mi perra. De hecho, es una opción muy tentadora.
Clara cerró los ojos con fuerza e intentó pensar lógicamente.
—Pero... pero... pero no me estarías contando todo esto si no tuvieras algo más pensado —dijo.
—Sí, bien visto —dijo Jen, como si aquello no se le hubiera ocurrido antes—. Verás, la situación está algo enrarecida últimamente. ¿Lo habías notado? Me refiero a los vampiros y toda esa mierda...
Las mujeres que rodeaban a Clara se rieron.
—Están desangrando a algunas internas, matando a otras. Sacando un montón de reglas nuevas... —Guilty Jen levantó las dos manos como diciendo: «¿Qué se le va a hacer? Los vampiros son vampiros»—. Inicialmente pensé en ofrecerle mis servicios a la vampira, pero imagino que no necesita lugartenientes. Lo que querrá, y pronto, son rehenes. Los del SWAT se le van a echar encima y, si tu jefe cree que estás metida en un lío, incluso mandarán a la Guardia Nacional. Lo peor de todo, sin embargo, es que va a tener a Caxton tras sus pasos y aunque Caxton no sea tan fuerte como yo, tengo entendido que a esos chupasangres les tiene la medida tomada. De modo que nuestra amiga la vampira va a necesitar algo así como un escudo humano. Y ahí es donde tú entras en acción: pienso entregarte a cambio de lo que quiero.
—¿Y qué es lo que quieres? —preguntó Clara.
—No gran cosa. Quiero que nos abra la puerta para que nos larguemos de aquí. Queremos contemplar el espectáculo a distancia.
Clara se pasó la lengua por los labios.
—A lo mejor podemos conseguir el mismo resultado por otros medios —dijo—. Podría hablar con mi jefe y lograr que os conmutaran las sentencias. Podría sacaros de aquí antes de que sucediera nada. También puedo conseguiros algo de dinero y un coche. Con eso llegaríais mucho más lejos que con lo que pueda ofreceros Malvern.
La sonrisa de Guilty Jen desapareció de su rostro.
—¿Eso es lo que os enseñan en la academia de policía? Negociación con rehenes 101: «Ofréceles de todo, logra que se pongan de tu lado y, como todas esas promesas son mentiras, dispárales por la espalda cuando huyan creyendo que son libres...» Sí, supongo que os enseñan ese truco. Lo que no te enseñaron, aunque deberían, es que yo no soy imbécil.
Guilty Jen abofeteó a Clara, que notó cómo la cabeza le salía proyectada hacia atrás con tanta fuerza que temió sufrir un traumatismo cervical. El escozor en la mejilla tardó un segundo en llegar, pero pronto creció y creció.
—Bueno —dijo Guilty Jen—. Lección aprendida. Vamos. Featherwood, ¿cómo está el tema ahí fuera?
La mujer quemada se acercó a la puerta, la entreabrió y echó uno vistazo.
—Parece que no hay nadie —dijo—. Hace un momento esos feos hijos de puta estaban por todas partes, corriendo como madres a la cola de la asistencia social un primer lunes de mes, pero de pronto han desaparecido.
Guilty Jen asintió con la cabeza. Entonces recogió la pistola del suelo y se la escondió en el mono.
—Tenemos que ir a algún lugar donde no nos interrumpan. Por suerte para nosotros, mi banda ha entrado y salido de Marcy tantas veces que han memorizado todos los rincones. Hay una sala de interrogatorios en la segunda planta del ala de administración. Allí no habrá nadie y es un lugar tranquilo. —Entonces le dirigió una mirada de complicidad a Clara—. E insonorizado.
Las mujeres de la banda de Jen avanzaron sigilosamente por el oscuro pasillo que llevaba de vuelta al puesto de mando. Actuaban como una unidad militar entrenada y obedecían con total naturalidad las órdenes que su líder les iba dando con la mano. Sin embargo, había una excepción y no era una mujer. Jen tenía a un funcionario de prisiones bajo su custodia, un guardia humano, vivo, vestido aún con su uniforme azul. Tenía algunos cortes en la cara y llevaba las manos sujetas a la espalda con unas esposas de plástico. Se movía como si hacerlo le resultara doloroso. Cada vez que se rezagaba, Jen lo obligaba a avanzar al mismo ritmo que las demás, golpeándolo en los riñones con una porra extensible. De vez en cuando el hombre miraba a Clara de reojo, como implorando su ayuda, pero cada vez que ella le devolvía la mirada apartaba los ojos, como si le diera vergüenza que alguien lo viera en ese estado.
Clara se identificaba bastante con él.
Jen los condujo por un pasillo lateral y salieron del edificio a través de unas puertas batientes. Durante un minuto avanzaron por una pasarela cubierta. A unos cien metros estaba el muro de la cárcel. Para llegar a éste tenían que superar un campo de ejercicios vallado y tres hileras de alambre de espino. Clara echó un vistazo a la torre de guardia con la esperanza de ver a alguien allí apostado, alguien a quien pudiera hacer una señal, pero entonces comprendió que, si había alguien, probablemente sería un engendro.
Pronto volvieron a entrar en la prisión, de vuelta a la oscuridad. Subieron un tramo de escaleras sin luz. Clara se golpeó las espinillas una y otra vez, pero no se atrevió a soltar ni un jadeo de dolor. Al llegar a lo alto de las escaleras cruzaron un estrecho pasillo y, finalmente, llegaron a la sala de interrogatorios. Dentro había apenas una mesa de madera y dos sillas. Una de las sillas tenía unas correas de contención de nailon que colgaban de los brazos y las patas delanteras. Las paredes estaban recubiertas de un revestimiento espumoso capaz de amortiguar cualquier sonido. La luz entraba en la sala a través de unos ventanucos situados en la parte superior de una de las paredes. El cristal estaba reforzado con tela metálica por la parte interior.
Encima de la mesa había una mancha que podía ser un resto de café derramado, pero también sangre seca. Guilty Jen se subió a la mesa, dobló las piernas y adoptó la posición del loto.
—¿Quién eres tú? —le preguntó Clara cuando la puerta estuvo cerrada—. Quiero decir... ¿cómo termina alguien como tú haciendo todo esto?
Guilty Jen se limitó a sonreírle.
—Featherwood, Queenie, preparad algo de comer. Me muero de hambre. Maricona, te toca hacer guardia.
La mujer llamada Maricona era una latina que llevaba una gran cantidad de pintalabios y maquillaje; por lo menos en su ojo bueno. El otro lo llevaba cubierto con un grueso vendaje.
—Vale —dio Clara—. ¿Puedes contarme por qué la llamas Maricona?
—La llamo Maricona porque lleva tanto maquillaje que parece una drag queen —explicó Guilty Jen entrecerrando los ojos—. Pero no te hagas ilusiones: Maricona es hetero. Todas lo somos, o sea, que como intentes meterle mano o besar a alguna de mis chicas...
Clara levantó las manos en gesto de rendición.
—No te preocupes, no estoy lo que se dice caliente en estos momentos. ¿Y qué me dices de Featherwood? ¿Por qué se llama así?
—Así es como los de la Hermandad Aria llaman a sus mujeres. Es la versión femenina del nombre que dan a los hombres: Peckerwoods.
—Ajá.
—Y lo mismo vale para Queenie. En las bandas negras, a las mujeres las llaman queens.
Guilty Jen sonrió y apoyó las palmas de las manos sobre las rodillas. Parecía haber pasado mucho tiempo en aquella postura.
—¿Y puedes explicarme también por qué tú y tu pandilla no estáis encerradas? La directora no me pareció el tipo de persona que se olvida una celda abierta.
El funcionario de prisiones levantó la cabeza como si acabaran de decir su nombre.
—Marty nos ayudó. ¿Verdad, Martino? Él es el que nos proporciona la droga, nosotras la vendemos y nos repartimos el dinero. Hasta ahora. Ayer, cuando las cosas empezaron a torcerse, Marty vino a verme. Y me pidió protección. ¿Puedes creértelo? Sabía que los guardias habían empezado a desaparecer. Intentó pedir ayuda por radio, pero sólo oyó las risitas agudas de esos capullos. Sabía que yo era la única salida que le quedaba, de modo que vino a nuestra celda. Porque has de saber que mis chicas y yo estamos todas reunidas en una misma celda. Genial, ¿no? Eso sí costó bastante dinero... Bueno, pues Marty se presentó en nuestra celda y lo invitamos a pasar. Entonces se encerró con nosotras, bien calladito. Uno de esos tipos sin cara vino a buscarlo, pero lo escondimos bajo las sábanas y el monstruo ese pronto se cansó y se largó. Entonces, cuando ya no había moros en la costa, utilizamos las llaves de Marty para salir de la celda. Naturalmente, antes le dimos una paliza y una o dos de las chicas se lo pasaron bien con él, pero ahora es mío y lo voy a cuidar bien. Ahora soy tu mami, Martino. Mamá va a cuidar de ti y te va a proteger. No va a dejar que te pase nada malo, ¿verdad?
—Sí —dijo Marty con entusiasmo.
—¿Sí qué, cabrón? —preguntó Jen.
El guardia miró a Clara, pero sólo durante una fracción de segundo.
—Sí, mami.
Guilty Jen se rió.
—Marty está un poco deprimido. Ahora Marty es uno de mi banda y cuando salgamos de aquí va a trabajar para mí. Porque seguro que no va a poder seguir trabajando de madero después de lo que ha hecho durante las últimas veinticuatro horas.
Mientras Jen hablaba, Queenie y Featherwood habían estado preparando la comida. Ninguna de ellas había comido desde que Malvern había tomado la cárcel y necesitaban reponer fuerzas si querían seguir adelante. Habían sacado de alguna parte una lata de conservas y dos paquetes de fideos chinos. Alrededor de la lata habían enrollado meticulosamente un montón de papel higiénico, tal vez un rollo entero, bien apretado. Cuando lo encendieron, el papel ardió lentamente con una llama anaranjada que no soltaba demasiado humo. Pronto el agua del interior de la lata empezó a hervir. Entonces las mujeres echaron los fideos y añadieron pedazos de salchicha y un puñado de sobres de ketchup. El resultado era un mejunje asqueroso y empalagoso que guardaba una similitud lejana con unos espaguetis con albóndigas. Clara alucinó, pero se dijo que cuando cumplías una pena larga de prisión, debías de tener tiempo de sobra para enrollar papel higiénico alrededor de una lata de conservas y robar sobres de ketchup de la cafetería.
—¿Quieres un poco de esto? —le preguntó Jen después de servirse la primera ración.
Clara debía admitir que tenía hambre. No había comido nada desde que había llegado para visitar a Laura el día anterior.
—Sí —dijo—. Por favor.
—Pues te jodes —respondió Jen, que soltó una carcajada y le echó trozos de fideos mojados a la cara—. No hay suficiente para compartir.
Clara se había estado preguntando quién era aquella mujer que poseía la disciplina y la fuerza de voluntad necesarias para dominar un arte marcial, además de las habilidades naturales necesarias para formar una banda de mujeres de distintas razas y extracción social, y que, aun así, estaba lo bastante desesperada como para tener que recurrir a la delincuencia para ganarse la vida. Pero ahora había empezado ya a darse cuenta.
Guilty Jen era una psicópata.
38
Gert acarició con un dedo las cajas del estante superior. Tenía una expresión inocente y traviesa a la vez.
A Caxton no se le pasaba por alto que se habían refugiado en la enfermería de la cárcel, ni que Gert tenía un viejo historial de drogadicción. Caxton era policía y estaba perfectamente familiarizada con los adictos a las drogas.
—Ni se te ocurra —le dijo a su compañera de celda sin apartar la vista de lo que estaba haciendo.
Gert se encogió de hombros y silbó un momento, pero pronto estuvo de nuevo inspeccionando la estantería.
—Aquí hay buen material.
—Estoy segura de que es un material de primera, pero no lo necesitas. ¿Por qué no vienes aquí y me ayudas un poco? Así te concentrarás.
Gert sacó el labio inferior. Entonces, como si estuviera jugando, cogió un frasco de la estantería y escondió la mano.
—¿Acaso crees que no te he visto? ¿Qué has cogido?
Gert hizo un mohín.
—Buen material, ya te lo he dicho. Bueno para la salud. Es tan sólo Excedrin, ¿vale? Es como una aspirina y a mí me duele un montón la cabeza.
—Hay aspirinas de verdad al otro lado —dijo Caxton—. El Excedrin lleva un montón de cafeína. Además, no tienes dolor de cabeza. Lo que pasa es que hace mucho rato que no comes nada. Tómate esto.
Caxton metió la mano en una bolsa marrón que había al fondo de la nevera, debajo de las ampollas de insulina. En un primer momento le había dado miedo abrirla, pero finalmente lo había hecho y había encontrado una ensalada, una hamburguesa ligeramente pasada y una deliciosa manzana. Al parecer, uno de los médicos o de las enfermeras que trabajaban en la enfermería se habían traído la cena al trabajo pero no habían tenido ocasión de comérsela. Caxton estaba tan hambrienta que habría podido comérsela entera, pero había hecho un esfuerzo y le había dejado la mitad a su compañera de celda. La mitad de Gert seguía intacta encima de la mesa, junto al brazo de Caxton, llamándola.
—No tengo hambre. Además, ¿qué tiene de malo un poco de cafeína de vez en cuándo? Millones de personas en todo el mundo se pasan el día bebiendo café y nadie se mete con ellos. Tú eres una de esas personas, ¿verdad? Apuesto a que eres una adicta a Starbucks, Caxton. Apuesto a que te mueres de ganas de tomarte un capuchino doble con mucha espuma, o lo que sea.
En realidad, Caxton nunca había sido una gran aficionada al café. En cambio, habría cambiado una de sus armas por una botella de dos litros de Coca-Cola light. Aunque, desde luego, no tenía ninguna intención de admitirlo.
—¿A ti te parece justo? A veces necesito algo de ayuda. Tengo depresión clínica, síndrome de fatiga crónica y no sé cuántas mierdas más. Me vienen unos bajones de energía que ni te los imaginas y ¿resulta que yo, precisamente, no puedo tomarme un maldito Excedrin?
Caxton soltó un suspiro y recordó el cartelito que colgaba en la puerta de la celda: Stimson, Gertrude. Cero estimulantes.
—Además, tampoco es que estemos en una situación corriente. Esto es una emergencia. A las dos nos vendría bien un buen subidón: hace que mejore tu tiempo de reacción, te vuelve más fuerte y más rápida, y te ayuda a pensar. Ahora mismo a mí no me vendría nada mal algo que me ayudara a pensar. ¿Y a ti?
Caxton suspiró de nuevo.
Gert tenía algo de razón. No, bastante razón. Ése era siempre el problema de los yonquis: que no estaban locos. Al contrario, eran seres bastante racionales, pero necesitaban algo que sus cuerpos no podían proporcionarles. Lo necesitaban tanto que sentían esa necesidad de forma constante, como un zumbido persistente en la cabeza. Era como si tuvieran a alguien allí dentro, un hombrecillo que, de vez en cuando, levantaba un dedo y decía: «Disculpa, pero si no estás ocupada...» Los yonquis eran capaces de elaborar razonamientos muy convincentes para justificar por qué necesitaban un chute. Además, eran capaces de exponer esas razones con toda la paciencia del mundo a quien quisiera escucharlos, con todo lujo de detalles, de modo que, con el tiempo, terminaban siempre venciendo las resistencias de quien desearan convencer, generalmente la persona que les impedía tener acceso a las drogas.
A menos que esa persona supiera que la persona tranquila y razonable que tenía delante era en realidad un drogadicto que se moría por una dosis.
—O sea, que cuando estabas fuera tomabas metanfetamina, ¿no? ¿Cómo lo hacías? ¿La esnifabas? ¿Te la inyectabas? ¿La tomabas en pastillas?
Gert puso cara de póquer y, cuando habló, por su voz no parecía estar avergonzada.
—De cualquier manera. No era quisquillosa.
—Y ahora tienes los dientes hechos polvo. Con veintiún años. Y probablemente sufres todo tipo de enfermedades, de hígado, de riñón, de páncreas... ¿Cuánto tiempo llevas limpia?
—Desde que entré. La noche antes de mi juicio di una fiestecilla —contestó Gert, que volvió la cabeza hasta apartar los ojos de Caxton—. He oído mil veces el rollo de que cada día que pasas limpia eres un poco más libre y todo eso. Pero eso es una gilipollez. ¿Cómo coño voy a ser libre si estoy aquí encerrada? ¿Qué importa si consumo o no? Cuando salga estaré limpia y entonces sí seré realmente libre. Os demostraré a ti y al mundo que puedo hacerlo. Y entonces encontraré a un buen tipo, alguien con los ojos verdes, a lo mejor. Siempre he querido un bebé de ojos verdes y pelirrojo. Y seré la mejor madre del mundo. Pero todo eso forma parte del futuro. Para eso primero tenemos que sobrevivir esta noche. Y ahora mismo tengo la sensación de estar enfrentándome a una muerte casi segura. Aún estoy dentro de la cárcel, aunque en cierta medida nos hayamos fugado. No veo por qué tengo que mantenerme limpia ahora mismo.
—La respuesta es no —dijo Caxton, que pasó una correa por una hebilla y la cerró con un sonoro chasquido.
—¡Es tan sólo un medicamento para el dolor de cabeza!
—Que no. Ven aquí.
Gert se acercó a Caxton y arrojó el frasco de Excedrin encima de la cama. Caxton lo cogió y se lo guardó dentro del mono. Era importante que no estuviera en un lugar donde Gert pudiera verlo para que no le entraran ganas de cogerlo otra vez.
—Toma esto —dijo Caxton, y le tendió unas correas a Gert—. Es muy fácil, fíjate. Es una correa de nailon de aproximadamente medio metro de largo, llena de agujeros y una hebilla en un extremo.
—Sí, ya lo veo —dijo Gert.
—Vale, pues a esto se le llama correa de contención. Se utilizan para impedir que los prisioneros puedan salir de la cama mientras reciben tratamiento. Esta caja está llena —dijo, y le pegó una patada a la caja que tenía a los pies. Era lo bastante grande como para contener un televisor de gran formato—. Fíjate en cómo lo hago.
Caxton cogió dos correas de contención e introdujo un extremo en la hebilla del otro. Entonces abrochó la hebilla en un agujero situado a unos diez centímetros del extremo y anudó esos centímetros sobrantes a la otra correa. Cuando hubo terminado, agarró las dos correas por los extremos y tiró de ellas.
—Es resistente como una cuerda de escalada, ¿ves?
Repitió el proceso con una tercera correa. Tenía ya seis pares y cuando los uniera todos, la correa resultante mediría unos seis metros.
—Necesitamos unos quince o veinte metros. Ayúdame.
Gert se sentó en la cama y cogió dos correas de la caja. Caxton la observó atentamente mientras las unía.
—Muy bien.
—La cafeína ayuda a mejorar la destreza manual, ¿sabes? —sugirió Gert—. Podría trabajar mucho más rápido si...
—No —dijo Caxton, que le pegó un tirón a otro par de correas unidas.
No tardaron demasiado en tener una cuerda.
Caxton se llevó a Gert a una sala con camas vacías a ambos lados. Juntas, examinaron el techo. El ala de la enfermería tenía la misma altura que el resto de edificios de la prisión pero, a diferencia del resto tenía tan sólo una planta. Eso significaba que el techo de aquella ala se encontraba a más de ocho metros del suelo. Una compleja maraña de cables e instalaciones eléctricas cruzaban el techo, sujetos por unas gruesas grapas metálicas cada pocos metros. Casi oculta detrás de las lámparas, había una claraboya. Esa claraboya no tenía barrotes: seguramente los arquitectos de la prisión habían pensado que ninguna presa iba a poder llegar a ella, por lo menos sin una escalera de mano. Pero Caxton había registrado la enfermería palmo a palmo y no había logrado encontrar ninguna.
Iban a tener que conformarse con la cuerda. Caxton esperaba que fuera capaz de aguantar su peso.
—Busca algo pequeño pero pesado que nos sirva de contrapeso —le pidió Caxton, mientras desenrollaba su improvisada cuerda. Gert regresó con una cuña metálica—. No está mal —dijo Caxton.
La cuña tenía un agujero a un lado, tal vez para vaciarla o conectarla a un catéter. Caxton metió el extremo de la cuerda por el agujero y le hizo un nudo.
Entonces levantó la vista y buscó la claraboya que le quedaba más cerca. Junto a ésta había una gruesa tubería y un cuadro de electricidad. Caxton soltó algo de cuerda, la hizo girar un par de veces, apuntó a la tubería y la lanzó.
La cuña pasó entre las lámparas y golpeó la tubería. Gert se apartó de un brinco para evitar que la cuña le cayera encima.
Caxton no esperaba lograrlo a la primera. Así pues, retrocedió un paso, recogió algo de cuerda y volvió a intentarlo. En esta ocasión, la cuña pasó por encima de la tubería... y quedó encajada entre ésta y el techo.
Gert empezó a aplaudir, pero Caxton sacudió la cabeza y tiró de la cuerda con fuerza. La cuña se soltó y cayó encima de una de las camas, rebotó y repiqueteó contra el suelo.
—A la tercera va la vencida —prometió Caxton, que recogió la cuerda, la hizo oscilar y la lanzó. Esta vez la cuña quedó bien encajada entre el espacio que quedaba entre la tubería y el techo. Caxton se agarró al otro extremo de la cuerda y empezó a trepar.
Las hebillas chirriaron y el nailon crujió, pero el invento aguantó. Era incluso mejor que una cuerda de verdad, porque tenía lugares donde asirse con las manos y los pies cada pocos centímetros. Caxton tuvo una sensación fantástica cuando finalmente llegó a la tubería y pasó un brazo por encima. Entonces encontró un punto de apoyo, se balanceó y golpeó la claraboya. Era de un plástico transparente, que estaba sucio y dañado por el sol, y se agrietó a la primera patada, aun cuando Caxton iba descalza. Se balanceó por segunda vez y la arrancó con marco y todo. El camino al tejado estaba despejado.
—Es tu turno, Gert —gritó—. Es muy fácil, ya lo verás. Porque sabes trepar por una cuerda, ¿verdad?
No obtuvo respuesta. Caxton bajó la mirada, pero no vio a Gert en la sala.
—¡Gert! —gritó—. ¡Gert, o vienes aquí ahora mismo o me largo sin ti!
Al oír eso, Gert salió corriendo de la enfermería y miró a Caxton con ojos de cordero degollado, como si no hubiera roto un plato en su vida.
Caxton ya no podía hacer nada. Le contó a su compañera de celda cómo debía trepar por la cuerda y esperó a que llegara hasta arriba.
39
Maricona dio un respingo cuando la aguja se le hundió bajo la piel del reverso de la mano, pero no hizo ningún ruido. Queenie no paraba de mirarla, como si tuviera miedo de hacerle daño. Entonces hundía de nuevo la aguja en la mano de Maricona e inyectaba otra gota de tinta bajo la piel.
Utilizaba una aguja corriente de coser acoplada a un bolígrafo y con un hilo empapado de tinta enrollado alrededor. Habían cortado el depósito del bolígrafo por la mitad y habían mezclado la tinta con ceniza de cigarrillos, para que adquiriera un tono más oscuro, y con saliva, para evitar que se secara mientras mojaban el hilo en ella una y otra vez, hasta que éste quedaba empapado.
La única concesión a la higiene de aquellas mujeres era aplicar la llama de un mechero a la aguja hasta que ésta quedaba cubierta de hollín, procedimiento que permitía que la tinta se oscureciera aún más. La primera vez que la aguja se había introducido bajo la piel de Maricona, Clara se había estremecido más que la hispana.
Se trataba de un tatuaje con el que pretendían cubrir otro tatuaje ya existente. Maricona tenía varios tatuajes, algunos de ellos de aspecto profesional, pero la mayoría hechos de aquella forma improvisada. Sus tatuajes carcelarios tendían a ser simples y solían limitarse a una retahíla de letras, mensajes cifrados que sólo los miembros de las pandillas eran capaces de descifrar. «TNLK» significaba Todopoderosa Nación Latin King, le contó Maricona a Clara, mientras que «DPV» significaba De Por Vida o, en otras palabras, que Maricona moriría antes que abandonar su banda. En el tatuaje que Queenie estaba cubriendo podía leerse «SM», Sólo Morenas, algo inaceptable en la pandilla multirracial de Guilty Jen. Por eso Queenie había dibujado un nuevo logo encima de las letras borrosas. En el nuevo tatuaje ponía «GJ», Guilty Jen, con una lágrima que caía de la curva de la «J».
—Luego te toca a ti, Featherwood —dijo Maricona con una mueca de dolor al tiempo que la aguja le arañaba la mano—. Vamos a borrar esa mierda nazi que llevas en las orejas.
—No me lo recuerdes —dijo Featherwood, que montaba guardia junto a la puerta, atenta a si algo se movía en el pasillo—. De todos modos el siguiente tendría que ser Marty.
El antiguo guardia estaba acurrucado en un rincón, como si temiera que pudieran pegarle una paliza, y ni siquiera levantó la mirada. Clara había intentado hablar con él pero pronto se había dado cuenta de que el tipo prefería que lo dejaran a solas. Cuando le preguntó si estaba bien, si las chicas le habían hecho daño, a Guilty Jen se le habían iluminado los ojos. Era evidente que estaba esperando una muestra de debilidad por su parte, algo que le permitiera atraparlo aún con más fuerza entre sus garras.
Ahora había encontrado una oportunidad.
—¿Qué me dices, cerdo? Si estás conmigo, tienes que llevar mi nombre en alguna parte. ¿Qué tal en la frente? ¿Te gustaría? O tal vez mejor aún en la palma de la mano derecha. Un tatuaje en la palma de la mano proporciona mucho respeto, se supone que es donde más duele.
Marty levantó la cabeza pero se guardó mucho de establecer contacto visual con ella.
—¿Y si lo marcamos en los huevos? —preguntó Queenie, y todas las mujeres se rieron—. Bueno —añadió Queenie—, siempre y cuando se los encuentre, claro.
Clara pensó que debía intentar apaciguar la situación. Si Marty reaccionaba, las mujeres lo acosarían sin piedad, pero si no respondía de ninguna forma probablemente le harían daño para provocar una reacción en él.
—Eso sí es lealtad —dijo Clara más fuerte de lo que habría querido—. Que Maricona se avenga a cubrir ese tatuaje, quiero decir...
Guilty Jen se giró lentamente hacia Clara. Entonces, con movimientos felinos, bajó de la mesa y se acercó hacia donde estaba Clara, que seguía la situación con la espalda apoyada en la pared. Empezó a agacharse delante de Clara y entonces dio media vuelta e hizo un amago de golpear a Marty al tiempo que daba una patada en el suelo.
El ex guardia pegó un salto. Fue un salto pequeño, pero bastó para que el hombre se ganara una carcajada.
—Mis zorras no distinguen entre colores —le contó Guilty Jen a Clara—. Eso es lo primero de lo que deben librarse si quieren pasar a formar parte de mi grupo. Odiar a otra persona por el color de su piel no le sirve a nadie, ¿verdad, Featherwood?
—Así es, Jen —asintió Featherwood—. Tú me ayudaste a darme cuenta de ello.
—Estoy impresionada —dijo Clara—. Sé que muchas bandas carcelarias se organizan alrededor de las razas porque...
—Lo que los tíos hacen en las cárceles es una mierda y no nos importa un huevo. Tener polla te hace perder la capacidad de pensar. —Guilty Jen se puso en cuclillas junto a Clara—. A veces pienso que las bolleras estáis en lo cierto: es mejor librarse de los hombres para que no puedan joderlo todo. Total, lo único que saben hacer es competir a ver quién es capaz de mear más lejos o tirarse el pedo más apestoso. Las mujeres se unen a las bandas buscando protección, nada más. En el fondo no les importa si alguien tiene el pelo liso o rizado, pues saben que la vida es más complicada que eso. Y sí, son capaces de memorizar todas las memeces que dicen los hombres: que si la pureza racial, que si diez mil años de historia... Y luego repetirlas sin parar. Pero las mujeres se unen a las bandas porque quieren que alguien les cubra las espaldas. Para que no puedan apuñalarlas por alguna historia que ni siquiera han empezado ellas.
—¿Es ése el motivo por el que Queenie se unió a ti? —preguntó Clara —. ¿O Maricona?
—No —respondió Guilty Jen—. Ellas acudieron a mí porque querían algo de respeto. Querían respetarse a sí mismas, compartir el respeto que yo impongo. Yo les enseñé que la vida no se reduce a sentirte segura y protegida. Cualquiera puede sobrevivir a una paliza si tiene que hacerlo. Al principio no se lo creen, pero pronto aprenden que es así. En cambio, no todo el mundo es capaz de contraatacar, de vengarse. Y eso es lo que te proporciona el respeto. Estas chicas saben que soy más dura que cualquier otra persona con la que puedan cruzarse. Saben que si alguien las molesta, que si alguien toca sus cosas o les mete mano en la ducha, yo estaré allí para partirle los dientes a ese alguien. Y eso es el respeto.
Clara echó un vistazo a las mujeres de la pandilla. Featherwood tenía la piel de la cara escaldada, Queenie tenía la mandíbula hinchada y llena de moratones, y Featherwood llevaba el ojo vendado.
—Has debido de partir muchos dientes últimamente —dijo.
—Deberías haber visto a Carol, tenía la pierna rota —dijo Maricona—. Y dijeron que Shanice va a necesitar cirugía plástica en la nariz, porque no la visitaron hasta que era ya demasiado tarde. Las dos estaban en el hospital cuando estalló todo esto. Gracias a tu novia.
Clara abrió la boca sorprendida.
—Ya veo —dijo—. Así pues todo esto fue obra de Caxton. Y, sin embargo, cuando yo la vi estaba tan tranquila.
El rostro de Guilty Jen no perdió la calma: no abrió los ojos, ni tampoco se le ensancharon las ventanas de la nariz. Pero Clara vio cómo cerraba el puño y, a continuación, abría los dedos de forma violenta. Era evidente que había puesto el dedo en la llaga.
—Caxton va a llevarse su merecido. Va a morir, de eso no hay duda. De hecho —dijo Guilty Jen, que esbozó otra sonrisa—, creo que podemos hacerle algo mucho peor que matarla. Por ejemplo, podemos obligarla a rendirse, o lo que sea, y entregársela a la vampira. Y entonces, justo cuando esté a punto de chuparle la sangre, te cortaré la garganta delante de sus ojos. Yo me conformaría con eso.
Clara notó cómo se le ponía la piel de gallina y un escalofrío le bajaba por el espinazo. No dudaba de que Guilty Jen era perfectamente capaz de cumplir su amenaza.
El teléfono empezó a sonar, y eso le evitó a Clara tener que seguir pensando. La líder de la banda conectó el altavoz para que todos pudieran oír la conversación.
En esta ocasión quien llamaba era la directora.
—Hsu —dijo la mujer—. Vas a morir, ¿me has oído? La única solución posible es que termine bebiéndome tu sangre. Sé que puedes oírme, he visto cómo me robabas el teléfono. No he podido detenerte, pero lo he visto todo.
Clara miró a Guilty Jen, pero ésta sacudió la cabeza.
—Hsu está aquí, sí —dijo Jen—, pero si tienes algo que decirme, dímelo a mí. Ya sabes quién soy, Augie. Soy Guilty Jen.
—¿Ah, sí? ¿Ha acudido a ti en busca de protección?
—No exactamente —respondió Guilty Jen—.Yo más bien diría que he accedido a no matarla en el acto porque se me ha ocurrido que podía tener algún valor para ti. ¿Quieres recuperarla? Te advierto que no va a salirte barata.
Clara meneó la cabeza. Si Guilty Jen la entregaba ahora a la directora, todo habría terminado. Pues ésta la mataría de inmediato. En cambio, si lograba aguantar unas horas más, hasta que llegaran Fetlock y los grupos del SWAT, a lo mejor (sólo a lo mejor) tendría alguna posibilidad de salir con vida.
—Tú pon el precio y lo pagaré.
—Es muy sencillo. Mis chicas y yo saldremos libres de aquí, sin condiciones. Nos proporcionarás ropa de paisano para que podamos cambiarnos, un coche, y nunca jamás volverás a vernos.
—Dudo mucho que no termines otra vez aquí, cuando vuelvas a matar a alguien por aburrimiento. Pero entonces yo ya no estaré, de modo que adelante. Tráela a...
Clara llevaba un buen rato diciendo «no, no, no» en voz baja y meneando su cabeza con tanto énfasis que, finalmente, a Guilty Jen le entraron dudas.
—Un momento —dijo y presionó el botón de silencio—. ¿Tienes algo que decir, Hsu?
Clara asintió con la cabeza.
—Escúchame bien. Te está mintiendo, no puede garantizarte nada de lo que te ha prometido. Ya no está al mando de la prisión, ahora es la vampira quien controla el asunto. Si me entregas ahora, la directora va a matarme. Y eso enfurecerá a Malvern, que os cazará a todas por haberle chafado el plan. Los vampiros también conocen el sentido del respeto... —dijo Clara.
Probablemente no era cierto: Malvern era demasiado lista para perder tiempo ajustando cuentas ridículas... Pero Jen no tenía por qué saberlo.
—Eso implica esperar hasta que anochezca, ¿no? Porque ahora la vampira está durmiendo...
Clara echó un vistazo a la pantalla de la BlackBerry.
—Son casi las tres, faltan apenas dos horas. Si me entregas a Malvern, te estará muy agradecida. Quien quiere a Caxton es ella, no la directora.
Guilty Jen reflexionó durante un segundo y, finalmente, volvió a pulsar el botón de silencio de la BlackBerry.
—Mira, Augie, la llevaremos a dondequiera que esté la vampira al anochecer. Se la entregaré directamente a la vampira. Vas a tener que esperar.
—Estás cometiendo un error, Jen —dijo la directora.
—Yo no cometo errores, yo cometo asesinatos —replicó Guilty Jen—. ¿Quieres que cometa uno más con Hsu ahora mismo? Porque lo haré.
Y entonces colgó.
40
El cielo era azul y en lo alto había unas pocas nubes blanquecinas que huían empujadas por la brisa. Tras la penumbra y la opresión del interior de la cárcel, los ojos de Caxton tardaron un rato a adaptarse a aquel raudal de luz.
Caxton trepó hasta lo alto del tejado y se agarró al borde de la claraboya para no resbalar. La enfermería tenía un empinado tejado de pizarra, tan empinado que Caxton no se atrevía a ponerse de pie.
Ayudó a Gert a salir por la claraboya y la agarró por la parte trasera del mono para evitar que cayera. Entonces recuperó la cuerda y se la ató a la cintura, por debajo del mono; nunca se sabe cuándo puedes volver a necesitar una cuerda. Acto seguido estiró el cuello para echar un vistazo al centro de mando, que se alzaba en lo alto de la torre central de la cárcel como un ovni encima de un pedestal. Tenía todas las paredes de cristal y el tejado cubierto de focos reflectores, nidos de ametralladora y antenas. A través de las ventanas se entreveía el interior. A Caxton le pareció que no había nadie.
—Hemos tenido suerte —dijo Caxton—. No mires hacia abajo.
Gert tenía la vista fija en el borde del tejado. Si resbalaba, le esperaba un largo trayecto hasta llegar al suelo. Probablemente una caída de siete metros no la mataría, pero era probable que se rompiera una pierna o un brazo. Caxton no podía permitirse que ninguna de las dos cayera.
—No hay nadie en el centro de control ahora mismo. Como corté la electricidad no nos han podido vigilar a través de las cámaras de seguridad —le explicó a Gert, que en ningún momento se había interesado por saber por qué Caxton había decidido inutilizar la central eléctrica; simplemente había asumido que su compañera de celda sabía lo que se hacía—. No tienen ni idea de dónde estamos. Además, parece que sin la electricidad necesaria para utilizar las máquinas de ahí arriba, han creído que no valía la pena dejar a nadie en la torre, vigilando simplemente a través de las ventanas. Si lo hubieran hecho, estaríamos jodidas.
—Pues yo creo que lo estamos, y bastante —dijo Gert.
Su voz sonó como si tuviera problemas para respirar y Caxton se preguntó si su compañera de celda tendría miedo a las alturas. Si así era, la siguiente parte de su plan iba a resultar difícil. Sin embargo, la mejor forma de conseguir que alguien tenga miedo a las alturas es hacerlo subir a un tejado y, una vez allí, preguntarle si tiene miedo de caerse, de modo que Caxton optó por no decir nada al respecto.
—Tenemos que llegar hasta allí —dijo Caxton, señalando la torre central con la cabeza— y encontrar la forma de entrar. Si actuamos juntas será sencillo.
—¿Vas a enseñarme a volar? —preguntó Gert.
—No, vamos a ir andando. Una persona sola no podría, pero dos sí. Pero para ello tienes que hacer exactamente lo que te voy a decir, ¿de acuerdo?
—Vale —dijo Gert, que miró fijamente a Caxton. Tenía algo raro en los ojos—. Claro que sí, voy a hacer lo que tú digas y así no me voy a morir. Me gusta esa parte del plan, la parte donde no me muero. —Gert echó otro vistazo al borde del tejado—. ¿Podemos hacerlo ahora? ¿Ahora mismo?
—Desde luego —dijo Caxton—. No te olvides de respirar.
Gert asintió con la cabeza y respiró profundamente varias veces. Aquello pareció calmarla un poco.
—Como ya has visto, el tejado es demasiado empinado para caminar por él —dijo Caxton—. Pero si nos colocamos una a cada lado, podemos hacer mutuamente de contrapeso. Tú pasarás al otro lado y yo me quedaré en éste. Nos daremos la mano, nos agarraremos con todas nuestras fuerzas, y así no se va a caer ninguna de las dos. Porque como te sueltes...
—No voy a soltarme —le aseguró Gert.
—Vale. También es importante que caminemos a la misma velocidad. Bueno, vamos allá.
Caxton le tendió una mano y Gert se la agarró. Con cuidado de no hacer un contrapeso excesivo, Caxton se puso lentamente de pie mientras Gert hacía lo propio. Se agarraban de la mano con tanta fuerza que ésta pronto empezó a dolerle, pero Caxton ignoró el dolor.
—Primero el pie izquierdo.
Pert dio un paso con extrema precaución, arrastrando los dedos por encima de una teja de pizarra. Caxton también movió el pie.
—Ahora el derecho.... Izquierdo.
—¡Espera! Vale —dijo Gert, que dio su primer paso por el tejado. Entonces miró a Caxton y se echó a reír. De hecho, se rió de forma un tanto excesiva—. Ya lo tengo. Ahora izquierda. Ahora derecha, y otra vez izquierda.
—No tan rápido, Gert —dijo Caxton—. No puedo seguirte.
—¡Pero si es facilísimo! —exclamó Gert con otra carcajada—. Izquierda y...
Caxton perdió pie. Las tejas de pizarra eran viejas y estaban gastadas por el agua. Una se había roto, y a Caxton le había resbalado el pie derecho. Intentó recuperar el equilibrio y saltó a la pata coja mientras Gert la arrastraba hacia delante.
—¡Derecha! ¡Izquierda! ¡Derecha, izquierda, derecha! ¡Yujuuuu! ¡Izquierda!
—¡Gert! —exclamó Caxton, que volvió a resbalar. Le costaba una barbaridad agarrarse al tejado. Si resbalaba con los dos pies a la vez se iban a caer las dos—. Gert, para un segundo. ¡Gert!
Pero Gert avanzaba prácticamente a la carrera, levantando las rodillas. Le estaba aplastando la mano a Caxton y su apretón resultaba cada vez más y más doloroso.
—¡Izquierda, derecha, derecha! ¡Jajaja, te he engañado! —dijo Gert, sin dejar de tirar de Caxton. Ésta empezó a gritar...
Y de pronto se detuvo: habían llegado al final del tejado. Frente a ellas había un desnivel de metro y medio hasta llegar a un tejado de cemento que cubría una de las pasarelas que conducía a la torre central. Gert le soltó la mano a Caxton y saltó como si nada.
Durante un segundo eterno, Caxton intentó desesperadamente agarrarse a las tejas de pizarra con los pies y las manos. Las tejas crujieron y se agrietaron bajo la presión de sus dedos. Sus uñas se clavaron donde pudieron, pero aun así estaba cayendo, notaba cómo iba resbalando, cómo perdía la batalla y...
Gert la agarró por un brazo y una pierna, y la dejó encima del tejado plano de la pasarela.
—A esto lo llamo yo trabajo en equipo —dijo Gert.
Caxton se frotó el brazo, que se había arañado. Tenía la mano entumecida donde Gert la había estado agarrando y los pies enrojecidos y despellejados. Pero estaba viva.
—Vamos —dijo.
Ante ellas, en la pared de la torre central, se abría una ventana a través de la cual veían una sala vacía. La ventana no tenía barrotes, pero el panel era más grueso de lo habitual y no brillaba como el cristal. Caxton dio un golpecito con los nudillos y escuchó el sonido que hacía.
—Es cristal blindado. No conseguiremos romperlo en la vida —le dijo a Gert.
—¿Cómo?
Caxton se quedó mirando a su compañera de celda. Gert tenía la cara enrojecida y el sudor le perlaba la frente y la barbilla. Tenía las pupilas exageradamente dilatadas.
—¿Qué? No, ni hablar. Joder, no he venido hasta aquí para...
Pero en lugar de terminar la frase, Gert arremetió con el hombro contra la ventana, una y otra vez.
—¡Gert, ya basta! —exclamó Caxton.
La muchacha paró inmediatamente. Entonces se sentó en el hormigón y empezó a morderse las uñas.
—Tú te has tomado algo —dijo Caxton.
—¿Qué?
Caxton cogió a Gert por la barbilla empapada de sudor y se la levantó para obligarla a que la mirara a los ojos.
—Cuando has entrado en la enfermería, te has tomado algo aprovechando que no miraba. ¿Qué te has tomado?
—No sé de qué me hablas —respondió Gert, arrastrando las palabras.
Caxton soltó un gruñido de frustración. No sabía si era mejor obligar a Gert a vomitar o dejar que se le pasara por sí misma. Sin saber qué estimulante había tomado Gert era imposible responder a esa pregunta.
Caxton decidió que ya se preocuparía de eso más tarde. De momento se limitó a estudiar la ventana: estaba montada en el marco, perfectamente encajado al muro de ladrillo de la torre. No había nada a qué agarrarse, nada que pudiera romper o forzar. La ventana tenía dos paneles, uno de las cuales podía deslizarse encima del otro para abrirla y... y... no tenía el seguro puesto.
Caxton puso las dos palmas de las manos encima del panel de la ventana y la empujó. Éste se deslizó por un riel y se abrió casi sin esfuerzo.
Caxton entró en la torre central y bajó sin problemas al suelo de la sala. Gert la siguió un segundo más tarde.
41
Gert se apoyó en la pared, junto a la única puerta de la sala, y se quedó allí, riendo. Llevaba el cuchillo de caza en la mano y sujetaba el mango con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.
—Estamos en... Estamos en... Estamos en... Estamos aquí, ¿verdad? —dijo, respirando agitadamente.
—Tendría que dejarte aquí —dijo Caxton—. Lo que has hecho ha sido una estupidez. Podría habernos costado la vida a las dos. No puedo creerme que te hayas tomado drogas en un momento como éste.
—Me mantienen. Me mantienen. Me mantienen. —Gert tragó saliva aparatosamente—. Centrada. Alerta. Despierta. ¿Te vienes o qué?
—¡Espera! —fue lo único que le dio tiempo a gritar a Caxton antes de que Gert abriera la puerta y saliera corriendo al pasillo.
Entonces soltó un taco y salió en pos de su compañera de celda con la escopeta en las manos, a punto para disparar en cuanto fuera necesario. Quería agarrar a Gert, obligarla a regresar a la sala y hacerla entrar en razón a base de bofetadas. Hacerle comprender el plan antes de que se lanzara de cabeza hacia el peligro de aquella forma. Aunque, francamente, su compañera de celda parecía comprender el espíritu del plan a la perfección.
En realidad era muy simple: matar a todo lo que se moviera.
Encontraron el primer engendro al final de un corto pasillo. El siervo asomó la cabeza por una puerta, como para ver quién estaba montando ese jaleo. La respuesta era Gert, que entró blandiendo el cuchillo a diestro y siniestro. El engendro cayó al suelo cosido a cuchilladas. Al otro lado de la puerta había una sala con varios sofás raídos y máquinas de refrescos sin luz. Probablemente, la sala de descanso de los guardias. La única luz provenía de la puerta por la que acababan de entrar las dos mujeres, pero bastaba para revelar la posición de tres engendros, que estaban sentados ante un televisor apagado.
—¡Aparta! —gritó Caxton, que levantó la escopeta con intención de cargarse al que tenía más cerca.
Pero Gert ignoró la orden y se echó encima del siervo al que Caxton estaba apuntando: lo agarró por la oreja, le giró la cabeza y le cercenó la garganta. Los otros dos intentaron abalanzarse contra ellas por encima del respaldo del sofá, pero Caxton los estaba esperando. Al primero le aplastó la cara con la culata de la escopeta y a continuación derribó al otro con un disparo en la nuca. La bala de goma le atravesó la garganta, y la cabeza del engendro cayó hacia la izquierda, y quedó colgando por un pellejo. El siervo siguió corriendo. Caxton lo persiguió, pisándole los talones, lo derribó de un empujón y le partió el cráneo de un certero culatazo.
Al otro lado de la sala había una escalera. Gert había empezado a bajarla a todo correr y ya casi se había perdido en la oscuridad. Caxton la siguió con paso más lento, consciente de que, con las prisas, Gert podía darse de bruces con una muerte segura. Los siervos eran cobardes y no particularmente listos, pero sí muy capaces de tender ingeniosas trampas para los incautos.
En el siguiente rellano, alguien había dejado una vela encendida que daba algo de claridad. Gracias a ésta, Caxton vio una puerta que conducía a la segunda planta de la torre central. Gert cargó con el hombro contra la puerta, con fuerza suficiente como para arrancarla de cuajo. Sin embargo, no era necesario aplicar tanta fuerza: la puerta no estaba cerrada y se abrió con gran estrépito. Gert la cruzó tambaleándose y entró en un gran espacio diáfano.
Caxton recargó la escopeta y se acercó corriendo a su compañera de celda, consciente de que si tenían que matarlas por culpa de la temeridad de Gert, iba a ser justo en aquel momento. Caxton creía que la sala estaría llena de engendros o tal vez de trampas. A lo mejor, en cuanto cruzaran la puerta les caería una red encima. O a lo mejor habían minado el lugar. Caxton dudaba que una prisión moderna contara con minas terrestres en su arsenal, aunque en el caso del correccional estatal de Marcy, y por lo que había visto hasta el momento, tampoco se atrevía a descartarlo. Esperaba encontrar nidos de ametralladoras, o varias columnas de engendros armados con cuchillos, o incluso una cohorte de guardias humanos con rifles de asalto, a quienes Malvern habría convencido con cualquier mentira.
Lo último que esperaba era encontrar a la directora trabajando en su escritorio, aparentemente a solas.
—Atrás, Gert —dijo Caxton al ver que Gert se precipitaba ya hacia la mujer.
La directora Bellows estaba sentada detrás de un enorme escritorio bañado por una luz amarillenta. Detrás, en el suelo, había un generador que echaba un humo negrísimo hacia el techo dando resoplidos. La luz provenía de un par de atriles de metal en los que había montados unos focos en miniatura que iluminaban la mesa. La cara de la directora era visible tan sólo a medias, la luz sólo permitía distinguir la boca y la nariz de la mujer. En la oscuridad, donde el haz de luz no alcanzaba, uno de sus ojos parpadeó.
Caxton no atinaba a ver demasiado del resto de la sala, pero tenía la sensación de que estaba llena de jaulas pequeñas con barrotes y cerrojos.
La directora levantó la mirada y debió de ver a Caxton escrutando la oscuridad.
—Antes esto era el ala psiquiátrica —le contó Bellows—. Ahora utilizamos las jaulas como lugares de reflexión. Cuando las internas se ponen demasiado violentas, las traemos aquí y las encerramos en las jaulas durante un tiempo. Eso sí, nunca más de veinticuatro horas. Si tras ese período no se han calmado, las trasladamos a la UAE.
—Necesito pistolas —dijo Caxton. No había ningún motivo para no ir al grano. Con la escopeta apuntaba a la cabeza de la directora. La bala de goma no la mataría (estaba viva y, por lo tanto, tenía una integridad estructural mayor que la de los engendros) pero le resultaría muy, muy desagradable—. Pistolas de verdad. ¿Dónde está el arsenal?
—Abajo —respondió la directora mientras cogía un papel de encima del escritorio, como si le hicieran aquella pregunta cada día—. Pero no te será fácil entrar. Cuando las luces se apagaron ordené a la mayoría de los siervos que te esperaran ahí abajo. Aquí arriba no tenían nada que hacer y se me ocurrió que fuera cual fuese tu siguiente movimiento, pasaría necesariamente por el hub.
—¿El hub? —preguntó Gert—. Pero ¿de qué, de qué... está... hablando...?
La directora miró a Gert como si fuera un insecto raro.
—Vaya —dijo—. Parece que alguien se ha portado mal. El hub es el punto en el que convergen todos los pasillos de la prisión. Está diseñado como un cuello de botella. Si se produce un motín en uno de los pabellones, podemos cerrar el hub para que el motín no se propague a otra ala. Créeme, no lograrás cruzarlo.
—¿Ni siquiera utilizándola a usted como rehén? —preguntó Caxton.
—En condiciones normales ése sería un buen plan. Con Malvern en su ataúd, ahora mando yo. Si les ordenara a los siervos que retrocedieran, tendrían que hacerme caso. Así podría avanzar entre ellos, seguramente rodeándome el cuello con un brazo, ¿verdad? Entonces yo te abriría la puerta del arsenal y tú podrías sacar todas las pistolas que quisiera. Pero tu plan tiene un problema.
—Ah, ¿sí? —preguntó Caxton.
—Sí. Que no voy a dejar que me cojas como rehén.
Caxton agarró la escopeta con más fuerza y se inclinó hacia delante, lista para disparar.
La directora se inclinó hacia delante y su rostro penetró en el cono de luz. Entonces, por primera vez, Caxton se dio cuenta de que le faltaba un ojo y que donde éste debería haber estado había un agujero rodeado de sangre coagulada. Ni siquiera lo llevaba cubierto con una venda.
—He tenido un día de mierda —dijo la directora. Acto seguido sacó una pistola de un cajón del escritorio y sin darle tiempo a Caxton para disparar, se lo llevó a la sien—. Dame un motivo, el que sea, y me vuelo los sesos.
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—Es un farol —dijo Caxton.
—¿Estás segura? Hay una forma de averiguarlo. —La directora metió el dedo en el gatillo de la pistola—. Voy a morir de todos modos. Tal vez no suceda hoy, es posible que tarde unos años, pero tengo un cáncer inoperable. Malvern era mi gran oportunidad. Dijo que podía volverme inmortal, me lo prometió. Dijo que tan sólo iba a costarme la vida de algunas internas, un precio que estaba perfectamente dispuesta a pagar. Pero al parecer me mintió. Al parecer nunca tuvo intención de convertirme en una vampira. Cuando despierte esta noche es probable que me mate y que luego me devuelva de entre los muertos convertida en un engendro más. Y eso es casi peor que terminar en un hospital con un gota a gota en el brazo. De modo que no tengo ningún motivo para no apretar el gatillo.
—¿En serio cree que me importa? —preguntó Caxton haciendo un esfuerzo para que no se le quebrara la voz.
—Pues yo creo que sí —respondió la directora. Inclinó la empuñadura de la pistola, pero la boca del cañón no se movió ni un milímetro—. Te conozco, Caxton. O, cuando menos, te conozco lo suficiente. He conocido a suficientes policías corruptas a lo largo de mi vida. Unas veces terminan aquí, como presas, y otras simplemente vienen a dejar a alguien. Pero se les huele a la legua, desprenden un olor muy particular.
—¿Olor a corrupción?
La directora soltó una amarga carcajada.
—¡Ja! No, más bien a dinero. Por eso sé que tú no eres corrupta, porque tú hueles a fracaso. Eres una poli buena. Eres de los buenos. O por lo menos eso es lo que te dices a ti misma. Así por lo menos puedes explicar por qué tu vida se ha convertido en una ruina, ¿no? Porque los buenos siempre terminan los últimos, pero da igual, porque son puros de corazón. —La directora se rió con desdén—. Te metieron aquí por secuestrar y torturar a un gilipollas que disponía de una información que tú necesitabas. A mí tu enfoque me parece perfecto, pero a ti no. Tú te sientes mal por lo que hiciste. Por eso lo confesaste todo, te declaraste culpable y te aviniste a cumplir tu condena como una buena chica. Todo eso es una gilipollez, naturalmente. Llevo veinte años observando la naturaleza humana desde primera fila. He visto a muchas buenas chicas que entraban aquí y se convertían en unas bestias en una semana. Nadie está limpio en este mundo, pero los polis os empeñáis en creer que es posible y haríais lo que fuera con tal de preservar esa ilusión. Y no vas a dejar que me pegue un tiro porque eso te convertiría en cómplice. Te atormentarías durante el resto de tus días pensando que dejaste morir a alguien cuando podrías haberlo salvado.
—La veo muy segura. El hombre que me enseñó a matar vampiros la habría ayudado a apretar ese gatillo. Y yo lo he aprendido todo de él.
—Lo veo en tus ojos, Caxton. Aún crees que podrás salir de todo esto sin haber matado a un solo ser humano. Crees que puedes matar a Malvern, dejar todo esto atrás y volver a tener una vida más o menos normal. O sea que no, no vas a dejar que me pegue un tiro. Y como te acerques un paso más a mi escritorio, juro que disparo.
La directora tenía razón.
Caxton no iba a dejar que se pegara un tiro. La directora tenía razón: si lo hacía, se atormentaría eternamente. Aunque hiciera lo correcto, aunque protegiera a la gente del mal, muchos de sus actos le provocaban pesadillas. Si permitía que aquella mujer se pegara un tiro, no iba a perdonárselo jamás.
Así pues, no le quedaba otra opción que ceder.
—En este caso, supongo que estamos en tablas —dijo Caxton—. Hemos llegado a un impasse.
—¿Qué? Pero ¿qué dices? —preguntó Gert, que levantó los ojos y echó un vistazo a la sala—. ¿De qué tablas hablas? ¿Qué coño dices?
Caxton suspiró.
—Te lo explicaré más tarde.
—¿Quieres que la mate? —preguntó Gert, apuntando a la directora con el cuchillo de caza.
—No, de momento no —respondió Caxton.
La cabeza de Gert se desplomó. Estaba de bajón. Caxton continuaba sin saber qué droga se había tomado, pero era evidente que se le estaba pasando el efecto. Probablemente iba a tardar poco en dormirse.
La directora sonrió.
—Qué interesante —dijo—. Te metí en la celda de Stimson porque creía que así no podrías dormir y resulta que vais y os hacéis amigas.
—No habría llegado hasta aquí sin ella.
—Vaya. Y además lo crees de veras, ¿no? Crees que todo el mundo merece una segunda oportunidad, que hay un poco de bondad en todo el mundo. No te queda más remedio. La vi cargarse a Wendt, la guardia de la UAE. Tú también estabas ahí y lo has visto todo. Y, aun así, la has llevado contigo. Has confiado en ella. Por cierto, ¿sabes por qué la encerraron aquí? A lo mejor si se lo preguntas cambias de idea sobre tu criterio a la hora de elegir a tus socias.
—De momento no tengo queja —dijo Caxton, pero incluso ella se dio cuenta de su falta de entusiasmo—. ¿Si bajo la escopeta va a bajar la pistola?
—No —respondió la directora—. Si bajas la escopeta te frío ahí donde estás.
—Pero ¿por qué? —quiso saber Caxton—. ¿A quién beneficiaría eso?
—A lo mejor a mí. Malvern está obsesionada contigo. Quiere tenerte viva para poder convertirte en su juguete. Sí, tiene grandes planes para Laura Caxton. Pero si cuando despierta dentro de un rato estás muerta...
—Va a matarla a usted por haber frustrado sus planes.
—¿En serio lo crees? —preguntó la directora, que levantó la cabeza como si considerara esa posibilidad—. Estará cabreada, desde luego, pero es demasiado lista para cargarse a una persona que necesita sólo porque esa persona la haya desobedecido una vez. Cuando no se obceca en ti puede ser una criatura muy racional.
Caxton tenía que admitir que eso era cierto.
—Y entonces, finalmente, tendría ocasión de conseguir lo que tanto quiero: la maldición. En serio, tu muerte en este momento sería una gran noticia para mí. De hecho me estoy planteando dispararte ahora mismo, por mucho que me estés apuntando con la escopeta. Me pregunto si sería capaz de matarte antes de que tú me mataras a mí...
—Lo dudo mucho —dijo Caxton.
La directora frunció los labios.
—Sí, yo también lo dudo. O sea, que tampoco vamos a hacerlo así.
—De acuerdo —dijo Caxton—. Entonces dígame cómo quiere hacerlo.
—Voy a largarme de aquí y no vas a seguirme. Después de eso puedes hacer lo que te dé la gana. Ve a la planta inferior y haz que te maten. De esa manera aún saldré ganando yo.
—Pero existe una posibilidad de que no muera ahí abajo.
La directora se rió.
—Supongo que sí, una posibilidad muy remota. Pero pongamos que logras sobrevivir hasta la puesta de sol. ¿Qué harás entonces?
Caxton se encogió de hombros.
—Rescatar a Clara y matar a Malvern.
¿En serio crees que te lo pondrá así de fácil? ¿Crees que una mujer que lleva trescientos años sobreviviendo cuando todo el mundo quería matarla va a terminar sucumbiendo en su último enfrentamiento con su última Némesis? Es demasiado lista para dejarte siquiera intentarlo.
Caxton tenía que admitir que la mujer tenía parte de razón.
—Pero en esta ocasión ha cometido un error. Lo ha arriesgado todo para tener la ocasión de convertirme en vampira y ahora se encuentra entre la espada y la pared. No puede salir de la cárcel, en estos momentos debe de haber cien policías ahí afuera, esperando tan sólo a que se mueva. No puede ir a ninguna parte.
—A lo mejor la estás subestimando.
A Caxton se le subió la sangre a la cabeza. Desde luego, ése era siempre el peor error que podías cometer al enfrentarte con un vampiro, especialmente si éste era listo. Llevaba varios años aprendiendo hasta qué punto era una locura subestimar a Malvern, pero no lograba ver de qué modo la vampira podía tener un as guardado en la manga. Finalmente, se había quedado sin ideas.
¿O no?
—Si vives lo suficiente, descubrirás que las cosas no son exactamente lo que parecen, aunque imagino que cuando se trata de la señorita Malvern nunca lo son. —La directora se levantó lentamente de detrás del escritorio—. En fin. Ahora me voy a ir.
—Espere —dio Caxton cuando la mujer estaba a punto de llegar a la puerta—. ¿Dónde está Clara? Dígame sólo eso.
—Se ha escapado —respondió la directora—. La muy zorra me ha atacado, me ha hecho daño y se ha largado mientras yo estaba en el suelo, retorciéndome de dolor. Las últimas noticias que tengo de ella es que se ha unido a una de las bandas. No sé dónde está.
Caxton asintió con la cabeza, agradecida y aliviada. También se sentía orgullosa de que Clara hubiera sido tan dura.
—¿Y dónde está Malvern? Usted misma ha dicho que teme lo que pueda suceder en cuanto despierte. Dígame dónde está y yo me aseguraré de que eso no suceda nunca. Si la encuentro antes de que anochezca...
—No te lo diría ni aunque lo supiera. Aún albergo una pequeña esperanza de terminar saliéndome con la mía.
—¿Y convertirse en vampira? ¿De veras es eso lo que quiere?
—Todos tenemos sueños —dijo Bellows, y se encogió de hombros—. Té diré lo que sé, porque no te va a servir de nada. Al amanecer se ha marchado con un par de engendros, seguramente a su ataúd. Yo no sé dónde está. Sé que no está en mi despacho, que es el último lugar donde la vi. Les he preguntado a los siervos dónde la habían llevado, pero han jurado no revelarlo. Entonces me he dado cuenta de que no confía en mí y que es probable que no cumpla su promesa.
Caxton soltó un gruñido de frustración.
—Adiós, directora. Estoy segura de que nos volveremos a encontrar —dijo en el tono más amenazador del que fue capaz.
—Sí, yo también lo creo, aunque tal vez no de la forma que tú esperas. Y ahora, si me perdonáis, aún tengo que hacer muchas cosas antes de que anochezca. Me tengo que ir.
Bellows se dirigió hacia la puerta y Caxton fue girando sobre sí misma, sin dejar ni por un momento de apuntar a la mujer con la escopeta. Pero la directora salió de la sala sin volverse ni una sola vez.
Cuando ésta cerró la puerta, Caxton se acercó a la mesa y echó un vistazo a los papeles que había esparcidos. Había varias decenas de hojas y todas ellas eran conversaciones de chat impresas. Caxton se acordó de cuando había visto la BlackBerry de la directora y de cómo el lenguaje antiguo de la pantalla le había resultado vagamente familiar. Esas pocas palabras habían bastado para hacerle pensar (aunque fuera tan solo a nivel subconsciente) que Malvern andaba al acecho. Ahora constató que, efectivamente, la directora había estado hablando ni más ni menos que con la vampira.
Las transcripciones se remontaban a varios meses atrás, poco después del juicio de Caxton. Malvern debía haber seguido las noticias de cerca, había averiguado en qué prisión iban a encerrarla y se había puesto manos a la obra para seducir a la directora, prometiéndole de todo para convencerla de que faltara a sus obligaciones. No parecía que le hubiera resultado muy difícil. Las transcripciones revelaban lo mucho que la directora odiaba a las internas y cómo veía en ella sus propios defectos y los de todos los seres humanos a los que había conocido. En unas pocas páginas de conversación, Malvern había convencido a la directora de que sacrificarlo todo, su carrera, su vida y las vidas de todos sus guardias, valía la pena a cambio de recibir la maldición que ella le ofrecía como recompensa.
A Caxton le sorprendió un poco encontrar esos papeles. A la directora no le habría costado nada llevárselos. Se los podría haber metido en un bolsillo antes de marcharse, pero había optado por dejarlos allí, a la vista de todos.
Aquellas transcripciones eran poco menos que una confesión. Caxton se dijo que tal vez la directora los había dejado allí porque no tenía ninguna intención de ocultar su culpa. ¿O acaso estaba tan convencida de que Caxton iba a morir que le daba lo mismo que los viera?
Cabía aún otra posibilidad: que su decisión de dejarlos allí formara parte del malévolo plan de Malvern. ¿Era posible que ésta quisiera que Caxton viera esas transcripciones? ¿Que le hubiera ordenado a Bellows que dejara los papeles allí?
—¿Dónde... dónde estamos? ¿Y qué... qué hacemos ahora? —preguntó Gert. Se le estaban cerrando los párpados y apenas si se tenía en pie.
—Voy a ir abajo —dijo Caxton.
—Ah, vale... Espera un momento que recoja mis cosas y...
—No, tú no vienes conmigo —le dijo Caxton a su compañera de celda.
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—Siento tener que hacer esto, Gert —dijo Caxton.
—¿Hacer qué? —preguntó Gert. Se tambaleaba tanto que iba a caerse en cualquier momento. Tenía un bajón de los buenos.
Caxton tiró con fuerza de los cierres del chaleco antipunzón de Gert y se lo quitó. Entonces bajó la cremallera de plástico del mono de su compañera de celda y la desnudó hasta la cintura. Oculta entre los pechos de Gert había una cajita de cartón blanca que cayó al suelo. Caxton recogió la cajita, volvió a cerrarle la cremallera del mono de su compañera de celda, la llevó hasta el escritorio de la directora e hizo que se sentara en la silla.
En la caja había un frasco de pastillas. El sello del frasco estaba roto y al sacar la tapa Caxton vio que la lámina que cerraba la abertura también estaba hundida. Vertió varias píldoras en la palma de la mano y les echó un vistazo. Eran pastillas normales, de color blanco. No las reconoció. La habían entrenado para identificar drogas callejeras ilícitas, no medicamentos legales.
—Metilfenidato 20 mg —dijo, leyendo el lateral de la caja—. ¿Qué son?
—Vitamina R —dijo Gert, arrastrando las palabras. El cuchillo de cazar cayó al suelo con un sonido metálico.
—¿Te refieres a...Rubifén? ¿Has tomado Rubifén? Entonces, ¿también tienes hiperactividad?
—Fatiga crónica —dijo Gert—. ¡Ya te lo he dicho! Sólo quería un empujoncito para no perder el ritmo...
—¿Cuántas te has tomado?
Gert no respondió. Caxton se dirigió hacia el otro lado de la mesa y le cogió la barbilla. La chica intentó arrebatarle el frasco, pero Caxton no se lo permitió.
—Mantente despierta un segundo más y te prometo que luego podrás dormir tanto rato como quieras —dijo Caxton—. ¿Cuántas te has tomado?
—Cinco o seis.
Caxton sacudió la cabeza con consternación. En la caja ponía que la dosis máxima era de dos píldoras al día. En el lateral había una advertencia sobre qué hacer en caso de sobredosis accidental: llamar inmediatamente al centro de intoxicación farmacológica.
En un gesto de frustración, Caxton se pasó la mano por el pelo. No era médico y en aquel momento tampoco podía solicitar asistencia médica. Gert podía estar en una situación mortal y ella no podía hacer nada al respecto.
Era posible que bastara con dejar que Gert durmiera un buen rato; que tras una siesta se encontrara mejor. «Sí, tú ve diciendo a ver si te convences», pensó Caxton. Le tomó el pulso a Gert: el corazón le latía a cien por hora y, sin embargo, parecía que la chica no iba a aguantar despierta ni un minuto más. Eso tenía que ser una mala señal, ¿no?
Lo único que se le ocurría a Caxton era obligar a Gert a vomitar. Si aún tenía alguna de las pastillas en el estómago, por lo menos eso impediría que el problema empeorase. Naturalmente, sabía que lo peor que podías hacer en determinados casos de intoxicación era obligar a la persona a vomitar, pero no se le ocurrió ninguna otra idea. Intentó agarrar a Gert por la cintura y apretarle el estómago, pero Gert se la quitó de encima con una fuerza sorprendente teniendo en cuenta lo agotada que parecía estar. Caxton soltó un suspiro y decidió intentarlo de otra forma: le abrió la boca a Gert y le metió el dedo índice hasta la garganta.
Gert abrió mucho los ojos y por un momento Caxton temió que cerrara los dientes y le arrancara el dedo de cuajo. Lo que hizo, sin embargo, fue sacudirse convulsivamente y vomitar encima del escritorio, el suelo y su propia ropa. Entonces tosió, volvió a tener arcadas y escupió unos largos hilillos de baba. Caxton la tendió en el suelo, bien lejos del charco de vómito, e hizo que se volviera de lado. Sabía que si alguien vomita y se desmaya al mismo tiempo, hay que tenderlo de lado para que no se asfixie en su propio vómito. Entonces Caxton se limpió el dedo con la tela de su mono y se sentó en cuclillas, deseando que se le ocurriera alguna idea sobre qué debía hacer.
Había otras vidas que dependían de ella, no podía quedarse allí con Gert hasta que la muchacha se sintiera mejor. Por aquel entonces Clara estaría muerta, lo mismo que el resto de las internas de la prisión. El crepúsculo iba a llegar a las seis. En cuanto el sol se pusiera, Malvern despertaría de nuevo, lista para otra noche de maldades.
Y, sin embargo, si se marchaba y dejaba a Gert allí, gimiendo y resollando en el suelo, ¿en qué era eso distinto a permitir que la directora se pegara un tiro sin hacer nada por evitarlo?
Mientras intentaba decidir qué hacía, Gert empezó a tener convulsiones. Caxton creía que se trataba de un ataque, pero entonces se dio cuenta de que la muchacha estaba sollozando, que de sus ojos le caían lagrimones.
—No es justo —gimió—. No es justo. ¡Fue un accidente!
—Shh —dijo Caxton, acariciando el hombro de su compañera de celda—. Shh, intenta descansar.
—Yo no quería hacerlo. ¡Nadie querría hacer una cosa así! ¿Cómo pueden encerrarte por algo que ni siquiera querías hacer, por algo que casi ni recuerdas haber hecho?
La mano de Caxton dejó de moverse.
Nunca le había preguntado a Gert qué había hecho para terminar en la cárcel, ni por qué se encontraba bajo custodia preventiva en la UAE. En un primer momento, cuando la habían encerrado con ella, se había dicho que prefería no saberlo; que si se lo preguntaba, le estaría dando carta blanca para hablar cuando, en realidad, lo único que quería en aquel momento era que su compañera de celda se callara. Más tarde no había tenido tiempo.
De hecho, aún no estaba segura de querer saberlo. La directora parecía creer que era algo malo, algo que haría que Caxton se arrepintiera de haber elegido a Gert como socia, aunque la alternativa fuera marcharse a solas.
—No dejaban de llorar —dijo Gert, que se limpió los mocos con la manga del mono—. Yo no podía hacer nada para calmarlos. Joder, me pasaba el día dándoles de comer y cambiándoles los pañales, pero ellos no se callaban nunca, nunca. Entonces mi madre dijo que era mejor que me marchara. Yo estaba haciendo las maletas, pero ellos seguían llorando.
—Gert, ya basta —dijo Caxton—. Por favor, no digas nada más.
—La pequeña Charity estaba enferma, tenía un cólico que la volvía loca, y Blaine, su hermano, era oírla y ponerse a llorar como ella; era incapaz de volverse a dormir. Yo sólo quería que Charity se callara un rato, tan sólo un rato, y que me dejara pensar. Yo aún no sabía adónde ir, pero ella no se callaba... No había forma de hacerla callar. Yo soy una buena persona. Sé que hice algo horrible, pero en mi corazón, donde realmente importa, sigo siendo una buena persona.
—¡Ya basta! —dijo Caxton.
No quería saber nada de todo aquello. No quería pensar en cuál sería el siguiente capítulo de aquella sórdida historia. No quería recordar de qué le había sonado el nombre de Gert la primera vez que lo había oído. Ni por qué Gert había dicho que también ella era un poco famosa o por qué le había dicho a Caxton que no tenía por qué creer todo lo que oía.
La mitad de las mujeres de la cárcel eran madres, madres de hijos a los que veían, a lo sumo, una hora a la semana. Hijos con los que no podían jugar, a los que no podían ayudar a hacer los deberes, ni dar de comer, ni acostar. Hijos a los que criaban otras personas. Esas reclusas harían lo que fuera para demostrar que no eran malas madres. Y, para determinado tipo de personas, para personas con tendencias violentas y poco acostumbradas a pensar antes de actuar, demostrar que eras una buena madre significaba, por ejemplo, hacerle daño a alguien que había demostrado ser el peor tipo de madre imaginable.
Una asesina de niños.
A Gert la habían encerrado en la UAE por su propia seguridad. Porque la mitad de las internas de la cárcel querían verla muerta.
—Ya basta —repitió Caxton—. No me importa —le dijo a Gert—. Me da igual lo que hicieras, no tiene ninguna importancia. Es decir, la tiene, claro que la tiene, pero... me has ayudado y has estado ahí cuando te he necesitado. Tal vez no siempre de la forma en que yo habría querido, pero...
Entonces Gert empezó a roncar.
Caxton cerró los ojos. Y en su cabeza vio a Clara, la vio tan nítidamente como si la tuviera delante en aquel momento. De pronto supo lo que tenía que hacer.
Dejó a Gert durmiendo y se dirigió hacia las escaleras que conducían al hub.
Pero antes se llevó el cuchillo de caza. Y también los zapatos de Gert.
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En el rellano de las escaleras que conducían al hub había otra vela. Su luz titilante iluminaba la puerta que daba acceso a la planta inferior de la torre de control, una puerta normal y corriente pintada de blanco y con un pomo de aluminio. Lo único que tenía que hacer Caxton era girar ese pomo y entrar.
No le gustaba meterse en una situación sin saber con qué iba a encontrarse, no era ésa la forma de afrontar momentos como aquél. Y, sin embargo, no tenía elección. No si quería salvar a Clara. No si quería matar finalmente a Malvern y terminar con los vampiros para siempre. Comprobó una vez más que su escopeta estuviera cargada y se aseguró de tener el cargador lleno de balas de goma. Entonces alargó la mano y cogió el pomo.
Dudó un instante.
Sabía que la directora había mandado a la mayor parte de los engendros ahí abajo. Hasta el momento tan sólo se había tenido que enfrentar a un puñado de ellos, siempre había podido contar con el elemento sorpresa y, además, siempre había tenido a Gert protegiéndole las espaldas.
Laura Caxton no era inmortal y, desde luego, no era invulnerable. En numerosas ocasiones, durante las escaramuzas con los vampiros y sus siervos, había terminado herida. Sabía que bastaba un cuchillo para matar a un ser humano; entrar en el hub y enfrentarse a un ejército entero de abominables seres sin rostro era poco menos que buscar la propia muerte. Caxton tenía sus límites, y se había topado con ellos.
Volvió a coger el pomo.
Y entonces lo giró, abrió la puerta y cruzó el umbral.
Ya dentro, lo primero que vio fue un engendro que la miraba de hito en hito, sorprendido de ver a alguien cruzando esa puerta. Iba vestido con un mono de color naranja y llevaba un largo cuchillo pegado al pecho. Tenía el rostro despellejado y la piel de las mejillas y la barbilla le colgaba hecha jirones. Caxton levantó la escopeta y le disparó una bala de goma contra el pecho, que le impactó cerca de la garganta.
El engendro soltó el cuchillo, cayó de rodillas y se llevó las manos a la herida. Soltó un chillido, un lamento agudísimo y horrible que hizo que a Caxton le dolieran los oídos.
Lo segundo que vio fue a un grupo de seis siervos en el centro de la sala, acurrucados alrededor de un cubo de basura metálico lleno de papeles ardiendo. Al oír el grito levantaron la cabeza y se volvieron para ver qué sucedía.
Todos llevaban cuchillos. No pertenecían al personal de cocina, no iban armados con cucharones y rodillos. Esos engendros eran soldados del ejército de no muertos de Malvern. Eran siervos nuevos, sus cuerpos seguían básicamente intactos y algunos incluso tenían el rostro aún pegado al cráneo. Uno a uno, los cuchillos fueron levantándose. Uno a uno, se fueron apartando del cubo de la basura y se lanzaron contra ella.
Caxton fue a por ellos, consciente de que en una pelea con cuchillos la única defensa posible consistía en colocarse dentro del alcance de tu adversario. Descartó la escopeta, vacía e inútil, y empuñó la porra con una mano y el cuchillo de caza de Gert con la otra.
Un cuchillo del pan, enorme y con una amenazante sierra, se le acercó a la cara atravesando el aire con un silbido. Caxton se agachó justo a tiempo y hundió su cuchillo en el primer objetivo que encontró: el brazo que empuñaba el cuchillo del pan. El siervo al que pertenecía gritó y retrocedió de un salto.
Otro engendro la atacó por el flanco derecho. Caxton hizo girar la porra y la agarró por el otro extremo. Se trataba de una porra extensible y hueca, diseñada para provocar dolor más que para romper huesos. El mango de goma era la única parte maciza de su construcción. Lo hundió en el demacrado rostro de uno de los engendros y a continuación le propinó un rodillazo en la entrepierna y lo hizo caer de espaldas.
Un cuchillo le rozó la nuca y le rasgó la piel. Caxton soltó un grito de dolor. Se movía demasiado rápido para que los siervos pudieran atacarla con precisión, pero podía terminar sucumbiendo a pequeñas heridas como aquélla en un momento: si empezaba a perder sangre, si dejaba que esos pequeños cortes empezaran a afectarla, sus gestos se ralentizarían y quedaría a la merced de los engendros. Echó la cabeza hacia atrás, se quitó el cuchillo de encima, y a continuación le clavó su cuchillo de caza en la oreja al engendro que tenía a sus espaldas.
Aquellas criaturas no morían como los seres humanos. De hecho ya estaban muertas, de modo que no podías reducirlas a base de electrochoques, ni aturdirlas golpeándoles la frente con fuerza. No necesitaban respirar, de modo que el gas lacrimógeno y el spray de pimienta tenían en ellos un efecto mínimo. El vampiro que los había matado ya les había chupado toda la sangre, de modo que en su cuerpo no quedaba una sola gota que derramar. Pero eran débiles, cobardes y sentían dolor. Si les infligías el daño suficiente se derrumbaban, se marchaban corriendo para poder lamerse las heridas o caían al suelo desmembrados. Sus partes seguían moviéndose, pero uno podía ignorarlas sin mayores problemas.
Era una labor horrible, de carnicero. Y, no obstante, la suya era una existencia antinatural, abominable. Caxton se dijo que, en realidad, les estaba haciendo un favor cortándolos en pedazos y devolviéndolos al reino de los muertos.
Ante ella apareció otro cuchillo. Caxton se volvió a gran velocidad, dejó caer la porra y golpeó la muñeca que lo sostenía, que dejó caer el arma. Entonces viró, esquivó otro ataque y descargó la porra contra los ojos del engendro, que quedó cegado al instante.
Pero no paraban de lanzarse contra ella. ¿No había acabado ya con los seis? Había perdido la cuenta. Oyó que unos pasos corrían hacia ella: los refuerzos. Por lo menos tenía que conseguir pegar la espalda a una pared o los engendros lograrían rodearla. Y si eso sucedía, todo habría terminado. Los ataques de los siervos eran lentos e imprecisos, pero ella tan sólo tenía dos manos, de modo que sólo podía repeler dos ataques a la vez.
Levantó la cabeza y miró a su alrededor, pero antes de que llegara a ver nada útil un cuchillo penetró en su chaleco antipunzón.
Los chalecos estaban diseñados específicamente para el tipo de ataques a los que los funcionarios de prisiones estaban expuestos en su ámbito de trabajo. Eran muy eficientes contra ataques de armas improvisadas: cepillos de dientes afilados, cucharas aplastadas o, en el peor de los casos, martillos para romper hielo. También detenían la mayoría de los cuchillos del mercado, aunque por «detener» los fabricantes entendían «permitir que la hoja penetre no más de medio centímetro». Aquello era suficiente para evitar heridas mortales de necesidad, pero dejaba la puerta abierta a todo tipo de heridas de consideración.
Caxton contuvo el aliento e intentó no vomitar. La punta del cuchillo se le había clavado en la riñonada, a la izquierda de la columna vertebral, le había atravesado la piel y la grasa subcutánea e incluso le había alcanzado las primeras capas de músculo. Caxton notó que algo en su espalda cedía y se tambaleó.
No se detuvo para pensar. Su primera reacción fue rugir y cargar de espaldas. Eso hizo que el cuchillo penetrara más en su piel, pero le sirvió para derribar al engendro y obligarlo a soltar el arma. Siguió avanzando con suficiente empuje como para derribar a todos los engendros que habían intentado sorprenderla, y no se detuvo hasta que su espalda chocó contra una pared de hormigón. Sudaba y jadeaba, pero de momento había logrado zafarse de aquel puñado de cabrones asesinos.
Los engendros necesitaron un instante para reagruparse antes de volver a atacar. Caxton aprovechó aquella pausa para agarrar sus dos armas con más fuerza y apretó los dientes para no gritar de dolor.
Entonces los siervos le cayeron encima como un muro. No tuvo tiempo de contarlos, no tuvo tiempo de fijarse en qué armas llevaban, ni dónde las llevaban, ni qué aspecto tenían. A veces, en momentos como aquél, con la muerte pisándole los talones, el tiempo se ralentizaba.
Pero a veces no lo hacía. Caxton levantó sus armas delante del pecho, lista para repeler el primer ataque. Entonces un sonido atronador inundó la sala y los engendros empezaron a caer como moscas.
Un rostro devastado estalló en una nube roja. Un brazo salió despedido y rebotó contra la pared, junto al lugar donde se encontraba Caxton. Algunos de los engendros cayeron al suelo como sacos, y unos pocos lograron huir corriendo.
En cuanto todos hubieron desaparecido y la sala ante ella quedó despejada, Caxton comprendió lo que había sucedido. Apenas tuvo tiempo a soltar un taco antes de que volviera a empezar.
Había un nido de ametralladoras instalado en el hub, un estrecho puesto de guardia que ocupaba el centro de la sala, con cañoneras en las paredes de hormigón. De una de ellas asomaba la boca humeante de una metralleta que la apuntaba de lleno. Sin aviso previo, la metralleta empezó a tronar y a escupir balas, cientos de balas por minuto.
45
Guilty Jen echó un vistazo por una de las ventanillas de la sala de interrogatorios.
—Ya no falta mucho. Dentro de una hora, más o menos, se pondrá el sol. Y entonces nos largamos de aquí, ¿de acuerdo, chicas?
—Joder, sí —dijo Queenie.
Las demás parecían compartir su sentimiento.
Clara se volvió a mirar de nuevo a Marty, el ex guardia de la prisión, pero una vez más éste se negó a devolverle la mirada. En cualquier caso, Clara era consciente de que había conseguido algo más de tiempo. Había logrado convencer a Jen de que la entregara directamente a Malvern y eso le iba a permitir conservar la vida unas horas más.
Pero a medida que pasaba el tiempo, parecía evidente que no iba a servir de nada. Fetlock debía estar ya apostado fuera de la cárcel. Había tenido medio día para reunir a los grupos del SWAT y colocarse en posición. Aun así, no había tenido ninguna noticia de él a través de la BlackBerry y ni ella ni ninguna de las otras chicas habían oído que la policía estuviera rodeando ruidosamente la prisión. ¿Qué podía estar reteniéndolo?
A lo mejor había sido estúpida al confiar en su jefe. Sabía lo mucho que le costaba pasar a la acción. Hasta entonces había creído que actuaba así porque era prudente, aunque también sabía lo que Clara pensaba de las personas que eran excesivamente cautos al enfrentarse a los vampiros: ellos lograban sobrevivir a la noche, ciertamente, pero otros morían en su lugar.
Fetlock no había tenido reparos en tomarse su tiempo mientras Malvern andaba suelta, matando gente cada noche. Había optado por darle tiempo y esperar a que cometiera un error, un paso en falso. Sin embargo, a la hora de la verdad eso había permitido a la vampira preparar su plan a conciencia y pensar en todos los detalles necesarios para tomar la prisión. Y, ahora, ¿cuántas vidas más estaba dispuesto a sacrificar antes de decidir que había llegado el momento para atacar? Fetlock tenía que estar ahí fuera; sabía lo que estaba sucediendo pero quería asegurarse de que también él lo tenía todo pensado antes de tomar una decisión.
Clara era muy consciente de que su vida habría acabado en el preciso instante en el que el sol se pusiera tras el horizonte. Hacía ya un buen rato que había perdido la esperanza de que Laura fuera a rescatarla. A lo mejor... sí, a lo mejor aún albergaba una brizna de esperanza, aunque cada vez le parecía más vaga.
La BlackBerry volvió a sonar y Clara levantó los ojos. A lo mejor era Fetlock, que llamaba para avisar de que estaba ya de camino...
—¿Sí? —dijo Jen, que pulsó el botón que conectaba el altavoz.
—Hola, Jen. Aquí tu vecina y amiga, la directora de nuevo. Sólo llamaba para ver qué tal os van las cosas.
—Ya te he dicho que no vamos a negociar contigo, zorra. Quiero hablar con la hija de puta que está al mando y no tengo ningún inconveniente en esperar a que despierte.
La directora se rió.
—Sí, eso ya me ha quedado claro antes. Sólo quería ponerte al corriente de las últimas noticias. Sé que tú y Laura Caxton sois viejas amigas y he pensado que te interesaría saber que acabo de toparme con ella.
A Clara se le aceleró el corazón, pero hizo un esfuerzo por no mirar el teléfono con ojos como platos, ni revelar su entusiasmo.
—Vaya, veo que no te ha matado —respondió Guilty Jen—. Ya sabía yo que era una débil...
—Habría podido hacerlo, pero yo soy más lista de lo que tú crees. En todo caso, cuando la he dejado se dirigía hacia el hub. Sabes lo que es el hub, ¿verdad, Jen? Es fácilmente accesible desde cualquier punto de la prisión. Estés donde estés escondida, no tardarías más que unos segundos en llegar. Ah, por cierto: todas las puertas entre tú y el hub están abiertas. Aunque no sé por qué te lo digo, ya que no tienes ningún motivo para ir hasta allí...
—Eso es —respondió Jen—. ¿En serio crees que vas a convencerme tan fácilmente? No pienso ir hasta allí para que puedas tendernos una emboscada y recuperar a tu rehén. ¿Me tomas por imbécil? Además, dentro de una hora Caxton estará muerta. En cuanto la vampira despierte, le chupará la sangre.
—¿Estás segura de eso, Jen? No conoces a la señorita Malvern, ¿verdad? Pues yo sí. En realidad he pasado bastante tiempo con ella y por eso sé que le gusta darles un giro irónico a las situaciones. No tiene ninguna intención de matar a Caxton. Lo que quiere es convencerla de que se convierta en vampira.
—Y una mierda.
La directora guardó silencio durante un momento.
—Si no quieres creerme, allá tú. Pero déjame que te recuerde algo. La primera vez que te encontraste con Caxton, cuando la atacaste en la cocina, no mató a ninguno de los miembros de tu banda. No quería tener que cargar con un asesinato. Y, aun así, a pesar de medir sus golpes, logró hacer papilla a todas tus chicas.
—Puedes estar segura de que si tus cerdos hubieran tardado un poco más en llegar, la habría...
—Es posible que le hubieras ganado, ya lo sé. Eres una chica muy dura, no lo dudo. Pero en cuanto se convierta en una vampira, Laura será diez veces más fuerte de lo que puedas imaginarte. Y no tendrá ningún reparo en cargarse a una basura despreciable como tú y las tuyas. Sólo quería compartir esta idea contigo.
Todos los ojos de la sala estaban fijos en el teléfono. Poco a poco, a medida que los cerebros de las presentes fueron procesando la información, los ojos fueron volviéndose hacia Guilty Jen.
Clara sabía lo que la psicópata estaba pensando, no habría resultado más obvio aunque lo hubiera llevado escrito en la frente. Laura Caxton la había hecho quedar como una inútil. Le había faltado al respeto de forma imperdonable. Y según el particular código ético por el que se regía Jen, eso significaba que Laura Caxton debía morir. Habría sido preferible que muriera a manos suyas, desde luego, pero habría bastado con que Malvern la destrozara de la forma más dolorosa imaginable.
Sin embargo, si Malvern tenía otros planes para ella, si pretendía volverla más fuerte, más peligrosa y casi invulnerable...
En el mejor de los casos, Guilty Jen no iba a tener posibilidad de vengarse. En el peor, iba a tener a una chupasangres despiadada pisándole los talones durante el resto de su vida, que tampoco iba a ser muy larga.
—Deja de mirarme, Featherwood —dijo Jen, que se mordió el labio.
—Perdona, Jen —tartamudeó Featherwood, apartando la mirada.
—No me gusta que me miren así.
Featherwood sacudió la cabeza. Clara no estaba muy segura, pero tenía la sensación de que la chica de la cara quemada tenía miedo.
—No te estoy mirando, te juro que no te estoy...
Guilty Jen le propinó tal golpe que salió volando a través de la sala. La cabeza de Featherwood rebotó contra la pared y la muchacha cayó al suelo hecha un ovillo, pero Guilty Jen ya se le había echado encima y empezó a pegarle puñetazos en el estómago.
Queenie y Maricona la cogieron por los hombros e intentaron apartarla. Durante un rato Guilty Jen intentó quitárselas de encima mientras seguía apaleando a la muchacha, pero finalmente terminó por dejarse dominar.
Featherwood se incorporó lentamente. Le sangraba la nariz y parecía incapaz de recobrar el aliento.
—¿Tienes algo que decir? —le preguntó Guilty Jen, pero la chica clavó los ojos en el suelo y ni siquiera levantó la cabeza.
Con un esfuerzo evidente, Featherwood logró reunir la fuerza necesaria para decir:
—Lo siento, Jen. No debería haberte mirado de esa forma. Lo... lo siento.
—No pasa nada —respondió Guilty Jen—. Que no se repita.
—Está bien que mantengas a tus chicas a raya —dijo la directora, y Clara dio un respingo al oír su voz; no era consciente de que la BlackBerry seguía conectada—. Pero si pretendes acabar con Caxton vas a necesitarlas a todas.
—Cierra la boca, zorra —dijo Jen, que cogió el aparato—. ¿No te he dicho ya que no pienso hablar contigo?
—Vale, como tú quieras. Ahora tengo que irme, Jen. Que tengas suerte.
La directora colgó. Guilty Jen soltó un gruñido y se guardó la BlackBerry en el bolsillo.
—He tomado una decisión —dijo—. No tiene nada que ver con lo que quiere esa vieja chocha, sino con lo que quiero yo. Y lo que quiero es...
Un estruendo la interrumpió. Era el sonido de un disparo y había sonado bastante cerca.
—¿Qué coño ha sido eso? —preguntó Marty.
Guilty Jen se abalanzó contra él y el hombre apartó la mirada. Pero la líder de la banda no lo golpeó. Seguramente lo único que quería era verlo estremecerse.
—No importa lo que haya dicho —dijo Guilty Jen, mirando a su alrededor. Sus ojos se detuvieron en Marty y en Clara—. Bueno —añadió—, recoged las cosas. Nos vamos.
46
Durante un buen rato, Clara tuvo que concentrarse exclusivamente en mantenerse de pie. Queenie la arrastraba por un brazo y no le importaba retorcérselo cada vez que Clara tropezaba o ralentizaba el paso, ni que fuera durante un segundo.
Las chicas de Guilty Jen avanzaban rápidamente y en silencio. Las tenía bien entrenadas. Todas tenían clara la orden (seguir a Jen) y no necesitaban ningún tipo de supervisión. Clara se estremeció al pensar lo que serían capaces de hacer si lograban huir de la prisión. Ella era policía, más o menos, y sabía que la peor pesadilla de un policía no era ni un asesino en serie suelto ni un loco drogado con una metralleta, sino un grupo de criminales bien organizados con un líder inteligente que supiera moverse al margen de la ley y salirse con la suya. Un asesino suelto podía hacer mucho daño durante una noche, antes de que, inevitablemente, lo pescaran, pero una banda bien organizada podía provocar daños enormes durante años antes de que detuvieran a sus integrantes.
Cuando finalmente logró ajustar su paso al de Queenie, supo qué era lo que debía hacer a continuación.
—Estás cometiendo un error —le dijo a Guilty Jen, consciente de que se estaba buscando un problema. Pero tenía que hacer algo, necesitaba salir en defensa de Laura, por inútil que fuera—. Estás dejando que la directora te manipule. ¿En serio crees que le interesa lo que sea mejor para ti? Matar a Caxton no te va a servir de nada. No va a permitirte salir de aquí antes de...
Guilty Jen se detuvo ante una puerta y el grupo hizo lo propio. La psicópata se volvió lentamente y le dirigió a Clara una mirada gélida.
—Ahora mismo, si sigues viva es gracias a mí —le dijo—. Sería mucho más fácil y seguro matarte. A ver si lo vas pillando... Estoy convencida en un noventa y ocho por ciento de hacerlo con mis propias manos, ahora mismo, y si no estoy segura al cien por cien es porque aún es posible que en los próximos minutos me resultes más útil con vida. Lo que pasa es que importa poco que estés viva y puedas caminar o tan sólo que estés viva. Sé exactamente dónde debo golpearte para partirte la columna vertebral. ¿Me crees?
Clara asintió con la cabeza. En aquel preciso instante, no podría haber hablado aunque su vida hubiera dependido de ello. Por suerte, estaba bastante segura de que su vida dependía de que fuera capaz de no hablar.
—Puedo dejarte en una silla de ruedas para el resto de tu vida. Tardaría tan sólo diez segundos en hacerlo. Queenie, Featherwood y Maricona podrían cargar contigo, no creo que peses mucho. Caxton te querría aunque fueras una inválida inútil. Sin embargo, tengo la sensación de que iremos un poco más rápido si puedes hacerlo por tu propio pie y por eso te daré otra oportunidad. Eso sí: como vuelvas a abrir la boca, haremos una parada técnica de diez segundos, ¿de acuerdo?
Clara asintió con la cabeza.
—Bien. Y ahora andando.
Guilty Jen abrió la puerta que tenía ante ella y salieron al exterior. Clara se sorprendió al constatar lo oscuro que era ya. El sol no se había puesto aún, pero hacía rato que se había escondido tras el muro de la prisión, de modo que unas largas sombras sumían el patio de la prisión en la penumbra.
Avanzaron por el lateral de un edificio bajo. A juzgar por las cañerías que corrían por sus muros, debía de tratarse del centro de control del suministro de agua de la prisión. Featherwood se acercó a la esquina, echó un vistazo a lo que se encontrarían al doblarla y les hizo una señal a los demás para indicarles que el camino estaba despejado.
Aquél no podía ser el camino más rápido a la torre central, pensó Clara. Recordaba la ruta que Guilty Jen había seguido anteriormente. Era evidente que ahora estaban dando un rodeo. Sin embargo, no le sorprendía: Guilty Jen era lo bastante lista para saber que la directora podía haberles tendido una trampa y había decidido tomar una ruta alternativa para dar esquinazo a quienquiera que pudiera estar esperándolas.
Ya no faltaba demasiado para llegar al hub. Dejaron atrás un campo de béisbol y enfilaron la pasarela cubierta que conducía a la torre central. Mucho antes de llegar, Clara empezó a oír un sonido repetitivo, metálico. Sonaba como si alguien lanzara piedras contra algo de latón desde una posición elevada. No fue la única que lo oyó.
—Suena como si tuvieran artillería ahí dentro —dijo Queenie—. Automática, de gran calibre.
Guilty Jen asintió con la cabeza.
—Es posible que sea Caxton. A lo mejor ha logrado colarse en la guarida de los guardias.
—Pero nosotras no tenemos pistolas —señaló Maricona—. No estoy segura de que...
Una mirada de Jen bastó para hacerla callar.
—Vamos a entrar —dijo Guilty Jen—. Ya sabéis lo que tenéis que hacer.
47
Caxton pegó aún más las rodillas al pecho y se aseguró de que no tenía la cabeza expuesta. Quería echar un vistazo y comprobar qué sucedía, pero no se atrevía. Cada vez que una parte de su cuerpo quedaba a la vista, la ametralladora empezaba a disparar de nuevo.
No se había preparado para aquella eventualidad. Los engendros nunca usaban armas de fuego: no tenían la coordinación necesaria para apuntar correctamente y el retroceso de cualquier arma mayor que una pistola podía arrancarles un brazo de cuajo. Al parecer, el siervo que ocupaba el nido de la ametralladora había encontrado la solución. El retroceso de un arma montada en un trípode no repercutía en quien la disparaba y con un aparato tan rápido y voluminoso no hacía falta apuntar demasiado. De hecho, podías rociar toda la sala como si utilizaras una manguera de jardín. Algunos de los otros engendros habían muerto en el proceso, pero en definitiva los siervos no eran precisamente famosos por preocuparse por el bienestar del prójimo. El ser que operaba la ametralladora sólo quería una cosa: matarla cuanto antes.
Caxton había escapado de milagro a la primera ráfaga de balas. Se había puesto a cubierto justo a tiempo bajo el único refugio disponible. De hecho, ni siquiera era un refugio muy bueno. En una de las paredes había una pequeña cabina y una especie de mostrador de hormigón donde los guardias de la prisión firmaban cada vez que trasladaban a una prisionera de un ala de la prisión a otra. Detrás del mostrador había un pequeño espacio donde cabía apenas una silla. En cuanto la ametralladora había empezado a disparar, Caxton había saltado por encima del mostrador y logrado esquivar una muerte segura, pero estaba atrapada. Los otros siervos, unos cobardes empedernidos, habían huido en cuanto habían empezado los disparos. Si regresaban, Caxton era presa fácil. No podía permanecer allí para siempre, pero tampoco podía abandonar su escondrijo. Si los engendros regresaban... aunque ¿por qué iban a regresar? Faltaba ya poco para la puesta de sol. Caxton no tenía reloj pero, tras tanto tiempo luchando contra los vampiros, había terminado desarrollando una asombrosa capacidad para conocer la posición del sol en el firmamento sin verlo. Cuando te enfrentabas a un vampiro, saber cuándo era de día y cuándo de noche podía salvarte la vida.
En cuanto el sol se pusiera, Caxton sabía que Malvern saldría a por ella. Además, no tenía ninguna necesidad de mandar una oleada de siervos. Podía llegar al hub por sus propios medios y arrastrar a Caxton hasta su guarida con sus propias manos.
Caxton tenía que salir de aquella trampa antes de que eso ocurriera. Pero ¿cómo? Las armas de las que disponía no le servían de nada. Había arrojado la escopeta al suelo, pensando que ya tendría tiempo de volver a cargarla más tarde. Ésta seguía en el suelo, junto a la cabina, pero a efectos prácticos era como si estuviera en el lado oculto de la luna. Tenía una pistola eléctrica, un cuchillo de cazar y una porra extensible. Sus armas no servían de nada contra aquel jodido extremo del continuo letal.
De pronto se le ocurrió algo. Originalmente, la cabina tenía una ventanilla de cristal endurecido encima del mostrador que el guardia podía bajar en caso de producirse un ataque. Estaba pensada para ofrecer protección contra cuchillos y armas arrojadizas, no contra balas de ametralladora, y al primer disparo se había roto en grandes fragmentos, que habían caído al suelo. Caxton cogió uno. Si lo sostenía en el ángulo apropiado, podía ver el reflejo de lo que sucedía más allá del mostrador, y girándolo poco a poco podía inspeccionar la sala.
La ametralladora abrió fuego de nuevo e hizo saltar la pintura de la pared de detrás del mostrador. El engendro que controlaba el arma debía haber visto el reflejo de su improvisado periscopio. Caxton hizo un esfuerzo por no estremecerse y giró el fragmento de cristal endurecido lentamente a la izquierda: ahí estaba la ametralladora, que escupía balas sin parar. Sin embargo, desde donde estaba era imposible ver el interior del nido de la ametralladora, determinar cuánta munición le quedaba al engendro, saber si se acercaba alguien más o...
Aunque a lo mejor eso sí podía verlo, pues parecía que... Sí, Caxton se fijó bien y logró distinguir algo que se movía en el extremo opuesto de la sala. Y no se trataba de un engendro. Caxton estaba bastante segura de ello.
Entonces algo salió de entre las sombras con un destello anaranjado. La ametralladora pivotó rápidamente, en un intento por seguir el destello, que empezó a moverse en zigzag, hacia delante y hacia atrás. La ametralladora abrió fuego, pero por un momento pareció que aquella figura anaranjada se movía de forma demasiado errática, demasiado arbitraria.
Y entonces se oyó un grito.
Se trataba de un grito humano, no del agudo y lastimero gemido de los siervos. Era humano y parecía no tener fin. Caxton giró el fragmento de cristal para ver qué sucedía, pero la mancha anaranjada parecía haberse esfumado. Lo que sí vio, en cambio, fue el nido de la ametralladora. La puerta estaba abierta y el arma apuntaba al techo. El cañón sacaba humo, pero había dejado de disparar.
Entonces se oyó otro grito. En esta ocasión sí pertenecía a un engendro, pero cesó de forma repentina.
Entonces una voz de mujer pronunció suavemente el nombre de Caxton.
Caxton conocía esa voz y sabía que acababan de rescatarla. Más o menos. Empezó a levantarse, con la mano con la que sujetaba el cuchillo de cazar oculta bajo el mostrador. Levantó la otra mano, en la que llevaba la porra extensible.
—Guilty Jen —dijo.
Sin embargo, no fue a la líder de la banda a quien vio primero, sino a una de sus chicas, una negra con la nariz rota. Caxton recordó que se la había roto ella. El grito que acababa de oír, aquel interminable gemido de dolor, había salido de la garganta de esa mujer. Era el último sonido que emitiría en toda su vida. La ametralladora le había agujereado el mono, que revelaba su caja torácica, destrozada y humeante. Estaba muerta, sus ojos contemplaban el techo y sus manos yacían inertes a los lados.
Guilty Jen salió de detrás de la ametralladora. Tenía las manos vacías pero estaba sonriendo. Caxton sabía que aquello era una mala señal.
—¿Qué tal? —dijo—. ¿No quieres venir aquí?
—¿Vas a darme una buena razón? —preguntó Caxton, que seguía mirando fijamente el cuerpo de la mujer que yacía en el suelo. Los cadáveres no la impresionaban (eso le habría supuesto un grave problema teniendo en cuenta cuál era su trabajo) pero había algo en aquella muerte que la preocupaba. No se trataba de la causa de la muerte, ni tampoco de la gravedad de las heridas, sino de su absoluta estupidez.
Guilty Jen había sacrificado a una de las suyas tan sólo para atraer la atención del engendro que operaba la ametralladora. La fallecida había sido fiel a su líder hasta las últimas consecuencias. Se había lanzado contra la ráfaga de balas tan sólo porque Guilty Jen se lo había ordenado. Y aquel estúpido acto de valentía le había salvado la vida a Caxton. Pero ¿para qué?
—De hecho tengo dos buenas razones —dijo Guilty Jen, que no se acercó más. Permanecía semioculta tras la puerta del nido de ametralladora, a punto para refugiarse en el interior si resultaba que Caxton sujetaba una pistola bajo el mostrador—. La primera es que puedo ir a buscarte y acabar contigo cuando me dé la gana.
—Inténtalo —dijo Caxton.
Guilty Jen asintió con la cabeza y sus coletas se balancearon.
—La segunda buena razón es que tengo a tu novia. Sé que vas a salir de ahí por ella. —Al ver que Caxton escrutaba las sombras del hub sacudió la cabeza—. No está aquí, pero sí cerca. La tengo vigilada, naturalmente.
Caxton soltó un suspiro.
—Vale. Entonces, ¿qué? Salgo y luchamos, ¿no? Si pierdo, me matas y probablemente también matas a Clara. Pero ¿y si gano? ¿La dejarás libre?
—Pues no —respondió Guilty Jen, sonriendo más aún—. Si ganas, algo que me parece más que improbable, aunque siempre puedo tropezar y partirme la cabeza antes de poder ponerte un dedo encima... Si ganas, tienen órdenes de matarla igualmente. —La jefa de la banda se encogió de hombros—. Yo soy así.
48
Podía saltar por encima del mostrador y salir por una de las numerosas puertas antes de que Guilty Jen pudiera cazarla. Entonces encontraría a Clara y derrotaría a sus captoras. Tendrían el tiempo justo para darse un abrazo y entonces, juntas, acabarían con Malvern y...
No, no iba a funcionar. Jamás lograría encontrar a Clara a tiempo.
Pero tenía el cuchillo de caza, que podía tener el mismo efecto en Guilty Jen que en los engendros. Podía lanzárselo, pues no se lo esperaba. Ni siquiera lo vería cruzar el aire. Iba a herir a Jen en algún lugar doloroso pero no necesariamente mortal, obligaría a la pandillera a revelarle dónde tenían escondida a Clara y entonces...
No, era imposible. Jen era demasiado rápida y seguro que oiría el cuchillo.
No parecía que hubiera ninguna forma de salvar a Clara. Tampoco parecía que tuviera ninguna posibilidad real de sobrevivir a una pelea contra Guilty Jen. Ya lo había intentado en su momento, con el estómago lleno y después de haber dormido toda la noche. Jen era demasiado rápida y el hecho de que supiera artes marciales hacía que fuera mortífera. Caxton era muy buena matando vampiros. Para eso hacía falta tener cerebro, determinación y armas de última generación. En cambio, no sabía prácticamente nada sobre el combate cuerpo a cuerpo contra seres humanos.
Al otro extremo de la sala, de pie ante la puerta del nido de la ametralladora, Jen se miró la muñeca. No llevaba reloj, pero Caxton comprendió perfectamente aquel gesto. Entonces asintió con resignación y puso una rodilla encima del mostrador.
—Supongo que me conoces bastante bien —dijo Caxton.
—Conozco a las de tu calaña —asintió Jen.
Caxton se escondió el cuchillo de caza dentro del chaleco antipunzón. Su único plan consistía en mantenerlo bien escondido y sacarlo justo en el momento en el que Jen menos se lo esperara. Dudaba mucho que fuera a funcionar, pero era la única treta que se le ocurrió.
—¿Y de qué calaña soy, si se puede saber?
—De la que se preocupa si alguien resulta herido. Sé que si amenazo a tu novia harás cualquier cosa. Si con ello pudieras salvarle la vida, te arrodillarías y me comerías el coño aquí mismo, ¿a que sí?
Con un gruñido, Caxton pasó por encima del borde del mostrador y salió de su escondrijo.
—¿Es una oferta?
—No —dijo Guilty Jen.
Caxton saltó al suelo, al otro lado del mostrador. El cubo de basura ardiendo, que era la única fuente luminosa, estaba situado ligeramente a su izquierda. Caxton se desplazó de modo que quedara entre ella y la otra mujer.
—Es una debilidad que tus enemigos pueden aprovechar —dijo Jen, ladeando la cabeza—. ¿Por qué eres así?
Caxton entrecerró los ojos y miró a la líder de la banda. ¿De veras no lo sabía? Era posible que no. Guilty Jen vivía en un mundo que funcionaba según un puñado de reglas básicas entre las cuales no parecían figurar ni el amor ni las obligaciones que se derivaban de éste.
—No sé si sabré explicarlo, pero supongo que puede decirse que eso es lo que me separa de los monstruos. Una vez conocí a un tipo, mi mentor, al que no le importaban las personas. Lo único que le preocupaba era matar vampiros y para ello era capaz de utilizar a inocentes como carne de cañón, como señuelos.
De hecho, había utilizado a Caxton como cebo para vampiros en más de una ocasión. Ella lo había tolerado porque, cada vez que la ponía en peligro, aprendía un poco más de él. Ahora él estaba muerto. Y ella seguía viva.
—Me prometí que nunca sería como él, que, además de matar vampiros, tendría una vida. Y eso significa contar con alguien como Clara, que...
—Me estoy aburriendo —la interrumpió Guilty Jen con un resoplido exagerado.-¿Quieres atacar tu primero?
Caxton sonrió. Sabía que Jen pretendía tenderle una trampa.
—Mejor improvisemos —dijo.
Entonces desplegó la porra en toda su longitud.
Jen le dedicó una reverencia. Y acto seguido la atacó.
Para poder atacar a Caxton, primero debía recorrer cinco metros. Esos cinco metros incluían el cubo de basura ardiendo. Viró levemente a la izquierda, marcando su movimiento para obligar a Caxton a desplazarse hacia el otro lado si quería mantener el obstáculo entre las dos. Sin embargo, Caxton optó por rodar por el suelo hacia la derecha, reduciendo la distancia entre las dos más rápido de lo que Jen había previsto. Terminó el giro con el brazo levantado, empuñando la porra por el extremo opuesto. Si lograba romperle la rótula a Jen a la primera, aquello podía terminar mucho antes de lo previsto.
Pero cuando Caxton asestó su golpe, la rodilla de Jen no estaba donde debía estar. La mujer había levantado la pierna y la había hecho girar. Y se preparaba ya para asestarle una patada giratoria. Caxton logró agachar la cabeza antes de que Jen consiguiera partirle el cuello de una patada, pero quedó en una posición defensiva bastante mala, con una rodilla y un brazo apoyados en el suelo y la espalda arqueada, incapaz de ver por dónde iba a caerle el siguiente golpe.
Jen giró como una peonza y golpeó el suelo con los pies como un luchador de sumo. Entonces cerró los puños y soltó una exclamación de victoria al tiempo que propinó un puñetazo doble contra uno de los riñones de Caxton.
Un golpe de esa magnitud la podía matar. Los riñones sufrirían una hemorragia interna grave; sin la atención médica necesaria (algo de lo que, desde luego, no disponía) no iba a poder detenerla y moriría en cuestión de minutos. Pero aunque la mente de Caxton estuviera bloqueada, su cuerpo sabía reaccionar. Sus piernas salieron despedidas hacia atrás como las ancas de una rana al saltar. No había podido coger demasiado impulso, pero pilló a Guilty Jen con la guardia baja y le hizo perder el equilibrio.
Así, Caxton dispuso del tiempo necesario para ponerse de pie de nuevo y colocarse ante Jen. Ésta sonrió, se agachó ligeramente, extendió un puño hacia Caxton y se apoyó la otra mano en la cadera.
—Estamos perdiendo el tiempo —dijo Caxton—. La vampira...
—Me aburres —respondió Jen que, sin previo aviso, se lanzó de nuevo contra ella.
Caxton se metió la mano en el chaleco y sacó el cuchillo de caza. Ya no tenía tiempo de blandirlo, de modo que no le iba a quedar más remedio que atacar de frente y exponerse al ataque de su contrincante. Esperaba que el cuchillo sorprendiera a Jen, que no contaba con aquel movimiento. Caxton se preparó para el impacto y levantó el brazo libre para protegerse la cara, pero en aquel momento Jen volteó en el aire. La espalda de Jen chocó violentamente contra el pecho de Caxton. La mano con la que sujetaba el cuchillo se abrió instintivamente, de modo que éste salió volando y cayó repiqueteando al suelo.
Jen agarró la mano vacía de Caxton y se la apretó con fuerza. Caxton notó algo caliente y resbaladizo en el dorso de la mano. Debía haberla cortado, debía haberle hecho un tajo en la palma. Pero entonces...
Un espasmo agónico recorrió el brazo de Caxton hasta el hombro. Notó cómo éste se retorcía por la presión, cómo los huesos empezaban a ceder...
Caxton soltó un grito de dolor y la mitad de los huesos del brazo y de la mano crujieron, todos a la vez. Guilty Jen le retorció el brazo una vez más, con evidente placer sádico, y finalmente soltó a Caxton, que cayó al suelo gimiendo de dolor.
Caxton intentó levantarse, intentó obligar a su cuerpo a obedecerla, pero sus músculos se movían con espasmos incontrolados y empezó a oír el zumbido de la sangre en los oídos. Lo único que podía hacer era respirar y concentrarse en no desmayarse por el dolor.
Guilty Jen se le colocó encima, la agarró por el cuello con las dos manos y empezó a apretárselo.
En aquel preciso instante, las luces se encendieron.
49
Se oyó un agudo pitido y una serie de estallidos metálicos a medida que las luces se iban encendiendo una a una. El sistema de ventilación se puso en marcha un segundo más tarde y soltó una ráfaga de aire caliente sobre la nuca de Caxton.
Guilty Jen levantó la mirada, aunque no soltó el cuello de Caxton. Entonces Caxton notó una presión insoportable en la tráquea.
—¿Jen? Jen, ¿qué ha pasado? —preguntó una voz cerca del oído de Caxton. Sonaba como un teléfono móvil en modo manos libres—. ¿Jen? ¿Has matado ya a Caxton?
Caxton intentó levantar la porra, que seguía sujetando con la mano buena. Sin embargo, sin darle tiempo para hacer acopio de la fuerza necesaria para moverla, Jen giró la pierna y con un rodillazo se la quitó de la mano.
—¿Me oyes, Jen?
Guilty Jen puso los ojos en blanco y miró a Caxton.
—Un segundo —dijo.
—¿Cómo dices? Jen, escucha, hay algo que debes saber, el...
—¡He dicho que te esperes, joder! —exclamó Guilty Jen, que soltó la garganta de Caxton con un gruñido de frustración. Caxton intentó levantarse, pero Jen le pegó una patada en la cara que la tumbó.
Jen se bajó la cremallera del mono, se metió una mano en las bragas y sacó una BlackBerry de aspecto caro.
—Eres de lo más oportuna, Featherwood. Dime, ¿qué coño puede suceder que sea tan importante? Tengo a Caxton bajo control, pero necesito treinta segundos para rematarla, ¿vale? No creo que sea pedir mucho, ¿no?
—Perdona, Jen, pero es que se acaba de poner el sol. Me ha parecido que querrías saberlo. Fuera está ya bastante oscuro, o sea, que los vampiros van a despertar en cualquier momento. Aún no los he visto en ninguno de los monitores, pero he pensado que... Oye, ¿quieres que matemos a la novia ya?
Guilty Jen abrió la boca para responder.
En el suelo, en aquel preciso instante, Caxton estaba contemplando el tobillo de la líder de la banda. Guilty Jen llevaba zapatillas de presa, que le dejaban los tobillos al descubierto. Caxton le veía la piel.
En un momento Jen iba a dar la orden para que sus chicas mataran a Clara. Aquélla era la última oportunidad de Caxton. Jen ya le había arrebatado el cuchillo y la porra. Su escopeta seguía tirada en el suelo, algo lejos. No iba a tener tiempo de recogerla y volverla a cargar.
Pero por suerte para Caxton aún le quedaba un arma: la pistola eléctrica. Atacando como una serpiente, consciente de que la vida de Clara dependía de ello, la sacó del interior del mono y soltó una descarga en el tobillo de Guilty Jen.
La pandillera soltó la BlackBerry y empezó a temblar de pies a cabeza. Se le pusieron los ojos en blanco y empezó a tambalearse hacia delante y hacia atrás mientras porfiaba por no desplomarse. Caxton soltó el gatillo de la pistola, se levantó como buenamente pudo y se volvió hacia las escaleras antes de levantarse del todo.
A sus espaldas, Guilty Jen la agarró por el chaleco antipunzón.
«No me jodas», pensó Caxton, pero no tenía tiempo para procesar lo que sucedía. Llegó a las escaleras y empezó a subirlas de dos en dos.
Caxton se dijo que no debía de haberle soltado una descarga completa. O a lo mejor era tan sólo que Guilty Jen era así de dura. Caxton había oído que algunos ciclistas eran capaces de soportar una descarga sin dejar de pedalear, pero siempre se trataba de tipos grandullones y con mucha grasa corporal que, además, solían estar borrachos o drogados en el momento de recibir la descarga. Guilty Jen no podía pesar más de sesenta quilos, pero parecía que la pistola eléctrica tan sólo la había fastidiado un poco.
Caxton cruzó el rellano del segundo piso sin aminorar la marcha. No se tomó la molestia de echar un vistazo en la sala de las jaulas de reflexión, donde había dejado a Gert durmiendo. No tenía tiempo. De un puntapié apagó la vela que seguía ardiendo en el rellano y empezó a subir el último tramo de escalera que conducía al centro de mando.
La mujer que había llamado a Guilty Jen había dicho que veía los monitores de seguridad. Eso sólo podía significar que la mujer (y también Clara) estaba en lo alto de la torre central. Y las chicas de Jen nunca se atreverían a hacerle daño a Clara hasta saber si ésta había matado a Caxton o no. Seguirían sus órdenes al pie de la letra por miedo a sufrir las violentas consecuencias. Caxton estaba segura de ello.
No podía permitirse no estarlo: a Clara no le quedaba ninguna otra posibilidad de sobrevivir.
La puerta del centro de mando estaba ante ella. Sólo tenía que alargar la mano y coger el pomo. Las chicas de la banda de Jen se llevarían una sorpresa al verla, las atacaría antes de que tuvieran tiempo a reaccionar y entonces...
Entonces tropezó. Guilty Jen la había agarrado por un pie y había tirado de él. Caxton salió volando y cayó por las escaleras. Su brazo roto chocó contra la pared y Caxton soltó un alarido de dolor al tiempo que se estrellaba contra el rellano y los dientes se le clavaban en el suelo de hormigón.
Guilty Jen la estaba observando desde lo alto de las escaleras. Respiraba algo más rápido de lo normal, una gota de sudor le recorría la mejilla y tenía sangre en una mano, donde Caxton la había cortado, pero aparte de eso estaba ilesa. La puerta del centro de control estaba justo a sus espaldas. Finalmente, Caxton no iba a poder abrirla; ni iba a salvar a Clara, ni a sí misma. En unos segundos estaría muerta y todo lo que le importaba, incluida la única mujer a la que había amado en toda su vida, quedaría destruido. Todo había terminado. Se encontraba ante el momento que llevaba años esperando: el momento en el que su suerte la abandonaría.
—Debo admitir —dijo Guilty Jen— que eres dura de pelar. Bueno, ha sido divertido.
La mujer dio un paso hacia Caxton. Y luego otro.
Caxton no habría podido derrotar ni a un gato. El dolor, el cansancio y la desolación se habían apoderado de ella. Sabía que estaba acabada.
Detrás de Guilty Jen se abrió la puerta del centro de mando.
La mujer sólo tuvo tiempo de poner ojos de sorpresa antes de que una mano le rodeara la cara y la hiciera desaparecer del campo visual de Caxton.
Se oyó un grito apagado seguido por el inconfundible sonido de un cuello humano que se partía, las vértebras estallando como si fueran palomitas de maíz. Y entonces Caxton oyó algo que le resultaba mucho más familiar de lo que hubiera querido: el sonido que hacía la sangre humana al ser chupada a través de una herida.
Pues sí: los vampiros habían despertado.
50
Maricona y Featherwood estaban discutiendo. Clara sólo las oía a medias, lo suficiente como para darse cuenta de si hablaban de ella. De vez en cuando lo hacían, aunque siempre era para preguntarse si habría llegado ya el momento de matarla o si debían esperar órdenes de Guilty Jen. Se suponía que debían rebanarle el cuello en el momento en el que Laura muriera. Aunque, naturalmente, no podían saber si Laura había muerto o no hasta que Guilty Jen subiera al centro de control, seguramente blandiendo algún trofeo de caza: la cabeza cortada de Laura, tal vez, o a lo mejor una oreja...
«¡Callaos, callaos de una vez!», gimió Clara dentro de su cabeza. Había logrado mantenerse inexpresiva, incluso había conseguido dejar de temblar, pero el miedo seguía apoderándose de ella. No podía dejar de pensar en el futuro, un futuro muy breve.
A las dos pandilleras ni siquiera se les pasó por la cabeza que pudiera ser Laura quien matara a Guilty Jen.
Clara puso toda su atención en lo que tenía ante ella. Si se concentraba en otra cosa, si se fijaba realmente en los detalles, tal vez iba a conseguir no ponerse a gritar de pánico. De hecho, era el mismo truco que había utilizado con la cámara cada vez que había empezado a marearse ante una de las carnicerías de Malvern. Si se concentraba en lo que realmente veían sus ojos, si se fijaba tan sólo en los colores y las formas, no tenía que pensar en lo que significaban realmente.
Así pues, se dedicó a estudiar el centro neurálgico de la prisión: el panel de control. Las instalaciones habían experimentado varias actualizaciones desde su construcción, hacía casi cincuenta años. Las tecnologías de almacenaje de seres humanos estaban a años luz de lo que habían sido. Sin embargo, en lugar de deshacerse de los aparatos desfasados y cambiarlos por otros nuevos, los responsables de la prisión habían preferido combinarlos, de modo que ahora los monitores de ordenador convivían con anacrónicos televisores en blanco y negro conectados a un circuito cerrado, y había manojos de cables tan gruesos como uno de los brazos de Clara metidos en viejas cajas de acero con tiradores de plástico. Todo estaba remendado con cinta adhesiva y trozos de alambre cubiertos de polvo, y todos los controles habían sido reetiquetados escribiendo con un rotulador permanente sobre cinta aislante. El panel de comunicaciones era una pesadilla de discos, interruptores y manivelas. El panel del control central que abría y cerraba las puertas de la prisión era más simple. Había grandes pulsadores de alarma, generalmente junto a carteles donde podía leerse con letras enormes: ¡no pulsar nunca!
Naturalmente, todo el instrumental estaba apagado y en silencio. Sin electricidad la prisión no podía respirar, ni funcionar. Por ello, cuando la electricidad regresó de repente, durante un segundo Clara no pudo más que contener la respiración mientras las lucecitas blancas y rojas volvían a la vida, mientras sirenas, timbres y alarmas se activaban en todo el panel y las pantallas de televisión y los monitores de ordenador que abarrotaban el espacio se encendían a la vez.
—...y qué importa, si va a morir de todos modos. Entonces sólo tendremos que preocuparnos de Marty. Tú y yo podríamos turnarnos durmiendo y...
—¡Oye! —exclamó Featherwood.
—...es sólo una idea, pero...
—¡Eh! —gritó de nuevo Featherwood—. ¡Tú, la novia! ¿Qué coño has hecho? —preguntó la mujer con la cara quemada, que se acercó al panel de control, donde Clara continuaba con la vista fija en las lucecitas, pasmada.
La pandillera pulsó varios interruptores en un intento desesperado por volver a desconectarlo todo.
—Yo no he hecho nada —replicó Clara—. Se ha encendido solo. Mira, ahí —añadió señalando uno de los televisores, en el que se podía ver la imagen monocroma de una sala claustrofóbica y llena de maquinaria. En una esquina de la pantalla había un tembloroso reloj digital en el que podía leerse: 12:00:00 ctr elec, cam 1—. Son imágenes del interior de la central eléctrica —explicó Clara—. Caxton había cortado la luz, pero la directora ha enviado a un puñado de engendros que, al parecer, han encontrado la forma de arreglarlo.
En la pantalla, dos siervos se chocaron de manos. Miraron a cámara y saludaron con alegría, orgullosos de lo que habían conseguido. En el suelo yacía un tercer engendro, con la cara renegrida y los dedos quemados y reducidos a muñones. Era evidente que habían tenido algún problema con la reparación.
Maricona eligió precisamente ese instante para mirar por la ventana.
—Justo a tiempo —dijo—. Dentro de poco ya no habríamos visto nada. Mira, el sol se ha puesto.
Featherwood dio un brinco.
—¡Oh, no! ¡Mierda! No me había dado cuenta de que estábamos tardando tanto. Me cago en Dios. Ya sé que a Jen la pone muy cachonda lo de pegarle una tunda a Caxton, pero no podemos seguir aquí cuando los vampiros despierten. Oye, ¿cómo funciona este teléfono? —preguntó mirando a Clara. Había descolgado un auricular del panel de comunicaciones—. ¿Tengo que marcar el nueve o algo así?
Pero Clara se encogió de hombros.
—¿Cómo quieres que lo sepa?
—Tú eres muy inútil, ¿no? —le espetó Featherwood con una mueca, y marcó un número.
—Pero ¿qué haces, loca? —dijo Maricona—. ¿En serio crees que quiere que la interrumpan justo ahora?
—Yo paso de morirme sólo porque ella haya perdido la noción del tiempo.
Al decir eso, Featherwood giró la cabeza, como si temiera que Guilty Jen pudiera estar allí. Por lo que Clara había visto de la banda y su funcionamiento, se trataba de una precaución bastante razonable.
—Eh, tú —le dijo a Clara al tiempo que le soltaba un mamporro en la espalda—. Enséñame lo que está pasando ahí abajo. Quiero ver si Caxton está muerta o no.
Todas esperaron y Featherwood clavó la mirada en el techo, presumiblemente escuchando el timbre del teléfono al que había llamado.
—¿Jen? —preguntó finalmente Featherwood—. Jen, ¿qué ha pasado? ¿Jen? ¿Has matado ya a Caxton? ¿Me oyes, Jen? Ha descolgado —añadió entonces, mirando a Maricona—, o sea, que tiene que estar bien, ¿no? Eh, tú, ¡te he dicho que me enseñes lo que está pasando ahí abajo! —le gritó a Clara, y le pegó un doloroso puñetazo en la oreja.
Clara estudió los controles del panel de vídeo e intentó descubrir qué cámara mostraba imágenes de esa parte de la cárcel.
—¿Cómo dices? Jen, escucha, hay algo que debes saber, el...
—Pregúntale si podemos cargarnos ya a esta cerda —gruñó Maricona.
—Perdona, Jen, pero es que se acaba de poner el sol. Me ha parecido que querrías saberlo. Fuera está ya bastante oscuro, o sea, que los vampiros van a despertar en cualquier momento. Aún no los he visto en ninguno de los monitores, pero he pensado que... Oye, ¿quieres que matemos a la novia ya?
Featherwood apartó el teléfono de su oído.
—Pero ¿qué coño...? Se ha oído un zumbido y ahora comunica. ¿Qué ha pasado, estúpida? —exclamó, y golpeó a Clara con el teléfono.
Ésta se encogió, pero no protestó.
—Creo que he encontrado la imagen que me pedías. Aquí pone «núcleo».
Accionó un interruptor y una pantalla encima de sus cabezas parpadeó. Cuando la imagen se hizo nítida, vieron una amplia sala con varias salidas. El suelo estaba cubierto de balas usadas y había también una escopeta abandonada y varios agujeros en las baldosas provocados por las balas de la ametralladora. En el centro de la sala, tendida en medio de un charco de sangre, estaba Queenie. No cabía duda de que estaba muerta.
Durante un instante las tres mujeres contemplaron la imagen sin mediar palabra.
—La madre que me parió —dijo Maricona—. ¿Qué coño ha pasado ahí abajo?
Featherwood soltó un gruñido.
—Jen ha dicho que tenía a Caxton controlada. ¡Sé lo mismo que tú, o sea, que cierra el pico y déjame pensar, joder!
—Esto... no quiero interrumpiros, pero... —dijo Marty.
Era la primera vez que Clara le oía la voz desde hacía varias horas. Las tres mujeres se volvieron de golpe y se quedaron mirando al hombre, que estaba sentadito en una silla de escritorio, en el centro de la sala. Aún tenía las manos atadas, de modo que Featherwood y Maricona habían imaginado que era inofensivo. Ahora tenía los ojos como platos y la frente empapada de sudor. Estaba intentando cruzar la sala, empujando la silla con los pies, pero una de las ruedas había quedado bloqueada, de modo que el tipo daba vueltas sobre sí mismo de forma bastante patética.
Clara levantó la mirada y vio que uno de los paneles de las ventanas del centro de control había desaparecido. No es que estuviera roto, ni arrancado del marco. Simplemente había desaparecido. El frío aire del atardecer penetró en la sala, le levantó el flequillo y se le metió en los ojos.
Entonces las sombras de la sala se movieron. Cinco figuras blancas salieron de la penumbra y en apenas veinte segundos, todos los presentes, a excepción de Clara, estaban muertos.
51
Marty fue el primero en morir. Malvern llegó junto a él mucho antes de que pudiera alejarse arrastrando la silla y le partió el cuello, dándole casi una vuelta completa. Antes de que Maricona pudiera gritar, otra vampira, vestida con un mono con las mangas arrancadas, le echó el guante. Entonces se inclinó para desgarrarle el cuello de una dentellada, pero Malvern cruzó la sala como un rayo y apartó a la vampira de la pandillera hispana.
—No ha llegado aún vuestra hora de beber —dijo—. Aún no estáis preparados para la locura que desata la sangre.
Entonces asfixió a Maricona hasta que ésta terminó con la cara de color violeta y la lengua colgando.
—¡Atrás, joder, ni os acerquéis! —dijo Featherwood, blandiendo un improvisado cuchillo.
Otra de las vampiras (ésta iba desnuda) se plantó junto a la mujer y echó a reír al tiempo que el cuchillo se hundía en su pecho una y otra vez. En cuanto el arma abandonaba su cuerpo, la herida ya había empezado a cauterizar.
—No nos dijiste que sentaba tan bien —gruñó la vampira.
Entonces se revolvió, golpeó el cuello de Featherwood con el codo y le fracturó la tráquea. La mujer de la cara quemada cayó de rodillas y miró a Clara mientras intentaba recuperar el aliento, en vano.
Otra de las vampiras, vestida con pantys y chaleco antipunzón, se colocó detrás de Clara antes de que ésta tuviera tiempo de echar a correr. La vampira le puso las manos encima de los hombros. Clara tuvo la sensación de que le había caído una tonelada de piedras encima.
—Arrodíllate —le ordenó la vampira.
Clara se arrodilló.
—A ésa la quiero con vida —anunció Malvern—. De momento.
La vampira que sujetaba a Clara asintió con la cabeza, pero no la soltó.
Al instante, las cinco vampiras estaban rodeando a Clara y la miraban fijamente. Eran hermosas, en cierto modo. Su piel, sin un solo pelo, era perfecta, completamente lisa y de un blanco níveo. Todas lucían un cuerpo prieto y ágil, incluso Malvern. La sangre que había bebido la noche anterior le había sentado de maravilla y no tenía ni una sola arruga. De hecho, Clara tan sólo supo que se trataba de Malvern porque le faltaba un ojo, que dejaba a la vista una cuenca vacía. Eso y que iba vestida con su viejo camisón de color malva, que ya no parecía un saco vacío, sino que se pegaba a las curvas de su cuerpo.
Por lo demás, las cinco vampiras eran idénticas. Las cinco tenían las orejas largas y puntiagudas, en sus ojos brillaba permanentemente una pálida luz rojiza y tenían las bocas llenas de hileras de unos maléficos dientes translúcidos.
Se oyeron unos pasos procedentes de la escalera que comunicaba con el hub. Debía de tratarse de Guilty Jen, que llegaba para anunciar la muerte de Laura. Clara notó cómo le caía la cabeza y que su cuerpo se quedaba sin fuerzas para sostenerse.
Durante un instante, las cinco vampiras se quedaron contemplando la puerta, pero ésta no se abrió. Entonces una de las vampiras se acercó a ella y la miró fijamente, como si fuera capaz de atravesarla con la mirada. De repente la abrió, sacó un brazo y tiró de Guilty Jen con tanta fuerza que la pandillera apenas tuvo tiempo de gritar. A continuación, la vampira la agarró por la cintura, le cubrió la boca y la inmovilizó sin esfuerzo aparente. Pero entonces Guilty Jen hizo algo que Clara habría juzgado imposible: se retorció como una serpiente, se escabulló entre los brazos de la vampira, le pasó por debajo de las piernas y rodó hacia un lado. En cuanto se hubo alejado un par de metros, se levantó de un brinco y adoptó la posición de combate, con un brazo extendido ante ella.
La vampira dio media vuelta, con el rostro iluminado por la emoción. Clara veía claramente el corte de la palma de la mano de Guilty Jen y el arroyo de sangre que le corría por el brazo.
Malvern soltó un gruñido animal, pero la vampira que estaba ante Guilty Jen no pareció darse cuenta. Tenía los ojos fijos en la mano de la mujer, incapaz de dejar de mirar la sangre. Malvern empezó a moverse, pero la otra vampira llegó antes. Volvió a agarrar a Jen, se llevó la mano de la mujer a la boca y se la mordió con una fuerza brutal. Se oyó un ruido parecido al que se produce cuando alguien intenta sorber el fondo de un batido, y Guilty Jen perdió todo el color.
La pandillera intentó soltar una última patada giratoria. Logró ejecutar medio gesto antes de caer al suelo. No respiraba.
La vampira que acababa de darse el festín cayó de rodillas al suelo. Su pecho se agitó convulsivamente y arañó el suelo con las manos; sus uñas dejaron unos surcos en las baldosas de linóleo. Cuando levantó la mirada, tenía un ligero rubor en las mejillas, como si se hubiera aplicado una capa de maquillaje, y le brillaban los ojos.
Malvern, que no había dejado de moverse ni un momento, chocó violentamente con la otra vampira y la derribó de espaldas. Entonces levantó un brazo y lo descargó como si fuera una perforadora industrial. Sus dedos se hundieron en la carne de la vampira como si ésta fuera de leche y se oyó un horrible chasquido metálico. Malvern le arrancó el corazón a la vampira a través de la caja torácica.
El fuego de los ojos de la vampira se apagó.
—No toleraré la desobediencia —bramó Malvern, que volvió a levantarse—. Puede que seáis fuertes, pero yo lo soy más.
Los ojos de las demás vampiras estaban fijos en el corazón que Malvern sostenía en la palma de la mano. Era oscuro, casi negro, y aún latía, aunque de forma totalmente arrítmica. Poco a poco el latido fue ralentizándose hasta que, finalmente, se detuvo.
Clara ni siquiera pensó en lo que hacía mientras las vampiras estaban distraídas. Tampoco tenía ningún plan. Manoseaba torpemente el panel de control que tenía a sus espaldas, que permitía controlar el sistema de comunicaciones de la prisión: hizo girar un botón aquí, pulsó un interruptor allí... Entonces se inclinó hacia un micrófono que salía del panel de control, montado en un brazo flexible.
No iban a matarla, por lo menos de inmediato. Estaba segura de que podía hacer lo que iba a hacer y conservar la vida. Sólo esperaba que no supieran tantas cosas sobre la columna vertebral como Guilty Jen y que no conocieran ningún otro modo horrible de dejarla viva, pero deseando estar muerta.
—¡Fetlock! —gritó cerca del micrófono—. ¡Si estás esperando el momento apropiado para atacar, es ahora o nunca!
Todos los altavoces de la prisión reprodujeron sus palabras a un volumen ensordecedor. Clara oyó cómo sus palabras resonaban por todo el patio de la prisión y se elevaban hacia el cielo nocturno.
Las vampiras miraron a su alrededor, como si esperaran que un ejército de agentes federales fueran a salir de los armarios y otros escondrijos, disparando a diestro y siniestro.
No sucedió nada parecido.
En silencio, Clara rezó y pidió algún tipo de señal que indicara que Fetlock la había oído, que estaba ahí fuera, preparado para salvarla. A lo mejor podría haber disparado una bengala, o mandado algún tipo de mensaje a través del sistema de comunicación multimodal de la prisión.
Pero no lo hizo.
Malvern dio un paso hacia Clara y, de repente, estaba junto a ella, tan cerca que a Clara se le pusieron de punta todos los pelos del cuerpo. Entonces Malvern la golpeó y...
52
—¡La leche! —dijo Clara—. ¡Qué daño!
Volvía a estar despierta, aunque en cierto modo habría preferido seguir inconsciente. La mandíbula le dolía como si la tuviera desencajada, como si se hubiera dislocado y se le hubiera hundido en el cuello. Le dolía hablar, le dolía incorporarse, incluso le dolía respirar: cada vez que se llenaba los pulmones, notaba un pinchazo terrible que le subía hasta el cerebro y le bajaba hasta el pecho. Con cuidado, se palpó la piel del cuello y la garganta, y la notó hinchada e irritada. Le dolía tocarse la cara, de modo que dejó de hacerlo.
También le dolía abrir los ojos, pero tenía que saber dónde se encontraba. Seguía viva y suponía que las vampiras la habían hecho prisionera pero, aparte de eso, lo que le decían sus ojos no le servía de mucho.
Estaba en una especie de jaula en la que, si quería levantarse, debía mantener la cabeza gacha y era apenas lo bastante ancha como para poder tenderse en el suelo. Los barrotes estaban recubiertos de una espuma amarilla, parcheada aquí y allí con cinta aislante. El suelo estaba cubierto con una lámina de goma que olía como si alguien hubiera orinado encima y a continuación hubieran intentado limpiarlo con un detergente agresivo, pero sin ganas.
Alrededor de su jaula había otras similares. Dos de ellas estaban ocupadas por dos personas dormidas, inconscientes o muertas. Ambas iban vestidas con un mono de color naranja.
En la sala había también una mesa y, junto a ésta, un generador eléctrico portátil apagado. Sentada al otro lado de la mesa estaba la vampira que llevaba el mono sin mangas. Estaba leyendo una revista.
O por lo menos lo intentaba. Cada pocos segundos se acercaba la revista a los ojos, como si tuviera problemas para distinguir las palabras en la penumbra de la habitación. Entonces soltaba un suspiro de exasperación y pasaba tres o cuatro páginas antes de repetir la operación.
—Yo sé leer, más o menos —gruñó la vampira—. O por lo menos entiendo las palabras. O sea, nunca fui una gran lectora, pero podía leer. Ahora, en cambio, me parecen garabatos sin sentido. Y si, por casualidad, logro comprender algo, al llegar al final de una frase ya me he olvidado de cómo empezaba. Pero en el fondo me da lo mismo, ¿sabes? Es como si lo que esta capulla intenta decirme sobre Brad y Angelina hubiera perdido toda la importancia para mí...
—Sabías que estaba despierta —dijo Clara.
—Bueno, para empezar te has incorporado. Joder, ésa es una pista bastante clara. Además, he visto cómo la sangre ha empezado a bombear con más fuerza. Cuando te duermes, el ritmo cardíaco se ralentiza. ¿Sabías que te veo el corazón? Es como tener rayos X en los ojos. Mola bastante, la verdad.
«Es bastante asqueroso», pensó Clara.
—Eso es porque ya no eres humana —le dijo a la vampira.
—¿Qué coño has dicho?
Clara se estremeció, pero se dijo que mientras entablara una conversación razonable y cordial con aquella chupasangre, por lo menos no iba a desmembrarla, comérsela o torturarla. Era algo.
—No pretendía ofenderte. Es tan sólo que... a los vampiros no les interesan las mismas cosas que a los seres humanos. Es normal. Los cotilleos sobre famosos deben de estar bastante abajo en la lista de prioridades de un vampiro...
—¿Ah, sí? ¿Y qué hay en lo alto de esa lista?
«La sangre», pensó Clara, que se guardó mucho de decirlo en voz alta, aunque fuera la verdad. La sangre era lo único que realmente les interesaba a los vampiros.
—No lo sé —dijo finalmente—. Supongo que deberás descubrirlo por ti misma.
—Yo aún me siento bastante humana. Bueno, me siento mejor, más fuerte, pero aún pienso en mis hijos y me pregunto que les parecerá este cambio. También pienso en su padre, aunque... no logro quitarme de la cabeza el pelo que tiene en la espalda. Antes no me molestaba o, por lo menos, lograba no pensar en ello. Pero ahora no puedo concentrarme en nada más: lo veo a él encima de mí, como si presenciara la escena a vista de pájaro, y lo único que veo es esa mata de pelo. Y luego está su olor; nunca se duchaba antes de hacerlo y eso me fastidiaba bastante, la verdad. Pero es que ahora siento náuseas nada más pensar en ello.
Los vampiros desprendían su propio olor corporal y no había ducha que pudiera eliminarlo. Olían como el fondo de una jaula de hámster. Como la jaula de un hámster enfermo, para ser exactos. Se trataba de un asqueroso olor animal, muy leve, pero que indicaba claramente la proximidad de un vampiro. Ahora Clara lo distinguía perfectamente, aunque tuviera a la vampira a tres metros de distancia.
—¿Tú eres... Hauser, verdad? Yo estaba presente cuando Malvern te ofreció la maldición —le contó Clara a falta de nada mejor que decir—. En el despacho de la directora. ¿Dónde está la directora, por cierto?
—Está muerta —respondió Hauser—. Ha sido lo primero que ha hecho Malvern en cuanto ha despertado y ha visto cómo se habían torcido las cosas durante el día.
Clara cerró los ojos. Si tenía algún plan... En realidad no tenía ninguno, sabía que estaba jodida, pero su cerebro no paraba de darle vueltas a la situación, aunque supiera que no le quedaba ninguna esperanza. En cualquier caso, si hubiera intentado pensar conscientemente en algún plan, éste habría consistido en enemistar a Malvern con la directora y ensanchar aún más el abismo que se abría entre las dos. Pero al parecer Malvern había optado por cortar por lo sano y resolver el problema.
—Eh, tú. ¡Eh! —dijo Hauser, que se levantó de detrás de la mesa y se acercó a una de las otras jaulas—. Sé que estás despierta.
La vampira le pegó una patada a la jaula, que se desplazó medio metro sobre el suelo. Dentro, una figura se agarró penosamente a los barrotes para no caerse.
—Laura —suspiró Clara al ver quien era.
Laura no dijo nada. Se sentó en el suelo de la jaula y bajó la cabeza. Uno de sus brazos tenía mala pinta. Lo llevaba pegado al pecho en un ángulo que parecía doloroso. Tenía la cara magullada y el labio hinchado, pero seguía viva.
—¿Y tú? ¿Quién coño eres? —gruñó la vampira, que agarró la tercera jaula ocupada. La levantó fácilmente y la dejó caer al suelo con un estruendo ensordecedor.
La mujer que había dentro se revolvió y golpeó débilmente los barrotes con una mano.
—Puedes llamarme... Gert. O Gerty, como más... te guste.
—Era la compañera de celda de Laura... quiero decir de Caxton —le explicó Clara a la vampira. Si lograba que Hauser volviera a sentarse y se tranquilizara, habría menos posibilidades de que matara a una de ellas accidentalmente. Era evidente que tenía órdenes de no hacerlo, pero los vampiros a veces no sabían medir sus fuerzas—. Ayudó a Caxton a escapar de la UAE.
—¿Este pedazo de mierda logró salir de ese agujero? ¡Joder! —dijo Hauser—. Parece que esté a punto de darle un ataque al corazón. Bueno, que se joda. No tendrá que sobrevivir mucho tiempo más. Sólo hasta las cinco.
Clara frunció el ceño.
—¿Y qué sucede entonces?
La vampira se encogió de hombros.
—Eso no depende de mí. Sois vosotras tres quienes decidís. Malvern ha dicho veintitrés horas y ése es el tiempo del que disponéis. Cuando esté a punto de cumplirse el plazo os debo preguntar si queréis ser como yo, más dura que un clavo, y vivir para siempre, o si preferís morir. Eso sí, con una condición.
Naturalmente que había una.
—¿Qué condición? —preguntó Clara.
—Tenéis que tomar la decisión de forma unánime. Las tres os convertís en vampiras, o las tres morís. A mí me parece bastante simple, pero si una de vosotras dice que no, os comemos a las tres.
«En otras palabras, vamos a morir», pensó Clara. Ninguna persona racional y lógica podía preferir la otra opción y convertirse en...
—Yo digo que sí, por favor —susurró Gert.
En su jaula, Caxton no dijo nada. Con la uña, estaba despegando un pedazo de cinta aislante que mantenía la espuma pegada al barrote de hierro. Ni siquiera había mirado a Clara y aún no había abierto la boca.
Clara no pudo evitar pensar que tenía que ser una mala señal.
53
Caxton terminó con el dedo pringoso y una uña rota, pero aparte de eso la cinta se despegó sin mayores problemas. Hundió un dedo en la espuma que recubría los barrotes de su jaula, y encontró lo que esperaba encontrar: que los barrotes no eran barrotes de verdad, sino tiras de acero, delgadas y con un filo con el que podías cortarte fácilmente.
Caxton levantó los ojos y vio a la vampira delante de la jaula de Clara. Seguían hablando, y eso estaba bien. De momento. Caxton sabía lo que Clara pretendía conseguir. Hauser era una vampira nueva, de modo que aún conservaba muchas cosas del ser humano que había sido. La sed de sangre tardaba dos semanas en arraigar y, durante ese tiempo, la personalidad de Hauser se iría erosionando hasta borrarse por completo. Cada noche que despertara en un ataúd iría perdiendo contacto con su personalidad humana. Cada noche pensaría más y más a menudo en la sangre, en lo bien que sabría si tomaba un buen trago, en lo poco que importaba si le hacía daño a alguien. Pero en aquel momento, durante la primera noche posterior a su muerte, Hauser aún atendía a razones. Aún era manipulable.
Sin embargo, no era eso lo que Caxton tenía en mente.
Le habían quitado todas las armas y cuando la habían encontrado en la escalera, retorciéndose de dolor y apenas capaz de moverse, incluso le habían arrebatado el chaleco antipunzón. Pero si algo no podían quitarle era su cerebro y su experiencia sobre las motivaciones de los vampiros.
Cogió la barra de acero de la jaula y frotó la palma de la mano contra el borde afilado. El dolor fue intenso pero breve y apenas se le entrecortó la respiración por un instante. Sin embargo, notó cómo su piel se abría y cómo la sangre le corría por las arrugas de la mano. Flexionó la mano una y otra vez, bombeando más sangre a través de sus venas, hasta que ésta empezó a gotear sobre el suelo de la jaula.
La vampira levantó la cabeza y miró a su alrededor, como si alguien hubiera pronunciado su nombre.
—¿Qué pasa? ¿He dicho algo malo? —preguntó Clara en tono inocente—. Sólo te preguntaba por tus padres porque...
—Un momento —dijo Hauser, que olisqueó al aire. Los vampiros tenían unos sentidos mucho más finos que los seres humanos. Si encima había sangre por en medio, sus sentidos se agudizaban muchísimo. Los vampiros, como los tiburones, eran capaces de oler la sangre a casi dos kilómetros de distancia—. Hay algo... que no...
Caxton dobló la muñeca. Unas gotitas de sangre salpicaron el suelo, ante ella, mientras que otras llegaron algo más lejos y cayeron fuera de la jaula. Entonces abrió y cerró la mano unas cuantas veces más y frotó la palma contra los barrotes, que quedaron cubiertos de sangre.
No sentía ningún miedo de que aquello pudiera no funcionar. Sabía que funcionaría. También sabía con total certeza que iba a costarle la vida, pero no pasaba nada. Ya no creía que pudiera salir de aquello indemne. De hecho, no le parecía que aquella situación tuviera muchas salidas positivas, pero si era necesario iba a morir buscando una.
Hauser se acercó lentamente hacia ella siguiendo su olfato. Sus ojos se posaron en una de las gotas de sangre que había frente a la jaula de Caxton.
—Me he cortado —dijo Caxton con voz impasible.
—Menuda estupidez has cometido, zorra. No creerás que voy a entrar ahí dentro a ponerte una venda, ¿no? —dijo Hauser, pero era incapaz de apartar los ojos de la sangre.
—Me pregunto a qué sabrá —dijo Caxton—. Ya sabes... si todas vamos a ser vampiras... Me gustaría saber qué sabor le encuentras tú.
Hauser pareció recuperarse un poco.
—Sí, bueno, más tarde puedes lamerlo del suelo. Yo debo quedarme sentada, vigilaros y asegurarme de que discutís sobre la oferta de Malvern.
—Seguro que sabe a... ¿qué? ¿A vino? A lo mejor sabe a chocolate del bueno —sugirió Caxton. No esperaba que Hauser opusiera tanta resistencia.
La vampira se agachó, colocó un dedo junto a la gota de sangre y la observó. No la tocó. No se movió. Cuando querían, los vampiros podían permanecer inmóviles como estatuas de mármol. No respiraban y nunca se les cansaban ni se les agarrotaban los músculos.
—No tienes por qué hacer eso —porfió Clara—. Puedes luchar contra ellos.
—Clara, por favor —dijo Caxton, intentando controlar su rabia—. Ahora no.
—Pero es que va a matarte en el acto —susurró Clara—. ¡Te va a chupar la sangre!
—No, no voy a hacerlo —dijo Hauser—. A la última que lo ha hecho, Malvern le ha arrancado el corazón delante de nuestros ojos. No soy tan estúpida, ¿sabes? Es posible que no sea un genio, pero...
Se interrumpió a media frase, como si algo le hubiera hecho perder el hilo de los pensamientos. Entonces pasó el dedo por encima de la mancha de sangre, lo levantó lentamente hasta tenerlo delante de la cara y la olió.
Entonces se lamió el dedo. Los ojos se le cerraron.
Durante un momento no se oyó ningún ruido en la sala. Nadie se movió, ni habló. Caxton contuvo el aliento y, al ver que la vampira no abría los ojos, dijo:
—Mira, los barrotes están cubiertos de sangre. Lo he dejado todo perdido...
Los ojos de la vampira se abrieron de repente. En sus ojos ardía un fulgor rojo.
Para un vampiro, la primera vez que probaba la sangre era como el primer chute para un yonqui. Nunca volvería a saber tan bien, ni sería una experiencia tan pura, limpia y satisfactoria. Gracias a la sangre, los vampiros viajaban a otros lugares, vetados para los seres humanos.
Y siempre querían más.
Mucha más.
Hauser atacó la jaula con una violencia que hizo tambalearse a Caxton. Golpeó el lateral de la jaula con el brazo herido y soltó un gemido de dolor, aunque su cerebro estaba demasiado ocupado bombeando adrenalina en su organismo para prestar excesiva atención a lo que pudiera sentir. Su cerebro la estaba preparando para echar a correr, pero no podía ir a ninguna parte. Hauser lamió y mordió los barrotes de la jaula, que se doblaron y estallaron hacia dentro. La vampira hizo añicos el recubrimiento de espuma y reventó de un mordisco el candado que mantenía la puerta de la jaula cerrada.
Caxton se había asegurado de verter toda la sangre que había podido encima del candado.
La puerta se abrió de golpe. Caxton salió rodando de la jaula y agarró lo primero que encontró.
La vampira se volvió y le dirigió una mirada implacable. Abrió la boca de par en par y Caxton vio decenas y decenas de colmillos; algunos de ellos ensangrentados. En los ojos de Hauser no quedaba ya atisbo de inteligencia, nada con lo que se pudiera razonar.
Había dejado de pensar y actuaba movida tan sólo por el instinto vampírico.
La vampira se abalanzó contra ella. Caxton se preparó para el impacto y apartó la cabeza en el último segundo. Los dedos de Hauser se clavaron en el suelo, justo donde hacía un instante estaba la yugular de Caxton. La vampira levantó la cabeza, dispuesta a soltar un aullido de frustración...
...pero lo que le salió fue un aullido agónico.
Caxton había cogido un pedazo roto de barrote. A continuación lo sostuvo ante ella como un pincho. La barra se había partido, de modo que tenía el extremo bien afilado. Caxon sabía perfectamente dónde debía clavarla para lograr el máximo efecto.
La barra atravesó el corazón de la vampira como un punzón y la punta volvió a asomar a través de la piel de la espalda.
La vampira se retorció de dolor y braceó desesperadamente, sus músculos golpearon el suelo con violencia demoníaca. Uno de los golpes alcanzó a Caxton en el muslo y le dejó la pierna entumecida. Otro le impactó en la cara, pero ya habían empezado a perder fuerza. Las mandíbulas de Hauser se abrieron y se cerraron, como si se enfrentara a la muerte misma. No logró aplazarla durante mucho tiempo. Poco a poco, el fulgor rojizo de sus ojos se fue extinguiendo y sus músculos fueron perdiendo tensión. Entonces murió, por segunda y última vez, y Caxton quedó atrapada bajo su cuerpo.
Caxton se quitó el cuerpo de encima. A continuación cacheó a la vampira, buscando las llaves. Encontró una con un letrerito en el que ponía «SJ», que dedujo que significaba «sala de las jaulas».
Abrió el candado de la jaula de Clara y, tras un momento de duda, hizo lo propio con la de Gert. Su compañera de celda salió de la jaula con una lastimera expresión en los ojos.
—Se suponía que debía serte útil —dijo—. Tenía que ayudarte y te he dejado tirada.
—No te preocupes por eso —respondió Caxton—. Yo...
Pero ni siquiera terminó de pensar qué quería decirle: Clara estaba demasiado ocupada abrazándola. Acto seguido acercó sus labios a los de Caxton y la besó, una y otra vez.
54
Clara puso a Laura al corriente de la situación tan rápidamente como le fue posible. Aparte de Malvern, en la prisión quedaban dos vampiras más y un número desconocido de engendros. La directora estaba muerta, lo mismo que Guilty Jen y las chicas de su banda, lo que significaba que no quedaba ni un solo ser viviente dentro de los muros de la prisión aparte de ella misma, de Laura y de Gert. Suponía que Fetlock estaba apostado fuera de la prisión con un pequeño ejército de agentes del SWAT, pero de momento no habían dado señales de vida.
Quedaban aún nueve horas para que venciera el plazo de veintitrés horas.
—Cuando llegue ese momento ya no estaremos aquí —dijo Laura—. De una forma u otra, Malvern está jugando con nosotras. Y yo me he cansado ya de sus juegos.
—Está intentando torturarte. Todo eso de que debemos tomar una decisión unánime... Está intentando sacarte de quicio —dijo Clara, que cogió el brazo de Laura. Notó sus músculos bien duros debajo de la manga del mono. Laura siempre había sido fuerte.
—Es posible. Aunque parece demasiado simple. Malvern siempre quiere andar dos pasos por delante —dijo Laura, sacudiendo la cabeza—. Da igual, no tengo dudas de cuál debe ser nuestro siguiente paso: conseguir pistolas para las tres.
—Claro que sí, joder —gritó Gert, que le chocó la mano a Laura.
Clara se preguntó qué habría entre ellas. No es que estuviera celosa, era tan sólo que...
Pero no había tiempo para pensar en esas cosas. Las tres se dirigieron corriendo al hub, que estaba desierto a excepción del cadáver de Queenie. Con luz resultó mucho más sencillo encontrar la puerta del arsenal. Se trataba de una puerta blindada con varios cerrojos, pero cuando Laura la empujó, ésta cedió fácilmente y pivotó sobre unos goznes perfectamente engrasados.
Había sido demasiado fácil. A Clara se le cayó el alma a los pies antes incluso de que entraran en el arsenal y lo encontraran destrozado. Había montañas de armas en el suelo: pistolas, escopetas, metralletas automáticas y también armas más pesadas, a decenas, además de cajas y cajas de munición. Pero todas y cada una de las armas tenían el cañón deformado e inservible. Aún había un fusil de asalto sujeto en un torno, encima de la mesa. Los engendros no habían perdido el tiempo.
—No —dijo Laura, como si pudiera cambiar la realidad negándola—. No... Hemos sufrido mucho para llegar hasta aquí.
Cogió una escopeta antidisturbios: el cañón estaba torcido noventa grados. Con gesto de impotencia, la arrojó contra la pared más alejada del arsenal, donde cayó al suelo con estrépito.
—Supongo que tiene sentido —dijo Clara—. Los siervos no pueden utilizar armas y los vampiros no las necesitan. ¿Por qué dejarlas aquí y arriesgarse a que alguien las encontrara? Alguien como Guilty Jen, pongamos por caso.
Pero Laura sacudió la cabeza.
—¡No! ¡No! No se trata tan sólo de una maniobra de protección. Malvern sabía que yo acudiría aquí, me ha estado mareando y al final me ha llevado hasta donde ella quería. Si he llegado hasta aquí es porque ella me ha dejado. ¡Pero si su colega, la directora, incluso me indicó el camino! Quería que viera esto.
Clara suspiró.
—Bueno, ¿y qué más da?
Laura no contestó. Lo que hizo fue agarrar a Clara por el brazo, sacarla del arsenal y llevársela hasta las escaleras. Juntas regresaron al piso superior, al puesto de mando central, con Gert pisándoles los talones.
Laura abrió la puerta de un puntapié y entró. Había un engendro en la sala, sentado en una silla y contemplando los monitores. Estaba de espaldas a la puerta. Antes de que pudiera darse la vuelta, Laura se le acercó corriendo y le aplastó la cabeza contra el panel de control. El engendro no pudo ni defenderse.
—Tú quédate aquí —le dijo Laura a Clara— y controlas los monitores. ¿Sabes cómo funciona todo esto?
—Puedo averiguarlo —respondió Clara—. Pero...
—Si ves que voy a meterme en un lío, utiliza el intercomunicador. Yo te oiré esté donde esté. Encuentra a Malvern y dime dónde está.
—Aunque... —empezó a decir Clara.
Laura le dirigió una mirada cautelosa.
—Aunque también podrías quedarte aquí conmigo —dijo Clara—. Podemos llamar a Fetlock y dejar que sea él quien tome la prisión por asalto y se encargue de Malvern. De ese modo sobreviviríamos las dos —añadió, devolviéndole una mirada no menos cautelosa—. Sabes perfectamente que sin una pistola no tienes ninguna posibilidad de derrotar a Malvern. Que te enfrentas a una muerte segura.
—No —protestó Laura—. Voy a matar a Malvern o moriré en el intento. Creía que eso había quedado claro.
—Y yo creía... —empezó a decir Clara, pero se dio cuenta de que no iba hacer cambiar de opinión a Laura—. Da igual, lo que yo crea no tiene importancia.
«Yo creía que eras la misma mujer de la que me enamoré —pensó Clara—. Creía que los últimos años ya no importaban, que todo esto terminaría y que podríamos intentar vivir de nuevo como una pareja. Creía que no iba a tener que romper contigo.»
Pero la mirada de Laura decía otra cosa. Cuando Clara había conocido a Laura, ésta ya se dedicaba a cazar vampiros y desde entonces no había dejado de hacerlo, ni siquiera para ejercer de novia. Ni siquiera para demostrarle su amor, ni un solo día.
—Ve —le dijo Clara, por el mismo motivo por el que siempre le había dicho lo mismo: porque era egoísta y estúpido pedirle a alguien que no salvara el mundo tan sólo porque ella encontraba sexy a esa persona—. ¡Ve! Tienes que hacerlo, está en tu naturaleza. Yo te cubro las espaldas.
Laura asintió con la cabeza. Fue un gesto sobrio, profesional. A Clara se le partió el corazón, aunque no lo habría admitido nunca.
En el preciso instante en que Caxton abandonó el puesto de mando, Clara cerró la puerta y encajó una silla debajo del pomo. Eso debería bastar para impedir la entrada en la sala a cualquier engendro. Sabía perfectamente que a un vampiro le bastaría con levantar un dedo o dos para cargarse la puerta, pero al menos era algo. Apartó al siervo de la silla y empezó a estudiar el panel. Tenía que llamar a Fetlock y averiguar cómo funcionaban los controles de vídeo.
—Ven, ayúdame —le dijo a Gert, y se volvió para buscar a la compañera de celda de Laura, pero la pelirroja había desaparecido.
Había apartado su patética defensa y abandonado la sala sin decir una palabra. Clara estaba sola. Aquella situación le resultaba estúpidamente familiar: Laura estaba por ahí, cazando vampiros, y ella estaba sola, mirando la tele.
55
—Laura, la tengo. Malvern está en el Pabellón C con un grupo de engendros. Están organizando una ronda de donaciones de sangre. —La voz de Clara no sonó tan fuerte como Caxton había esperado—. He averiguado la forma de utilizar altavoces individuales sin tener que conectar todo el sistema. O sea, que no han oído lo que acabo de decir.
—Eso es una ventaja —dijo Caxton, que se detuvo un instante y miró la cámara que había en el techo de las escaleras—. ¿Has oído lo que acabo de decir?
Clara no respondió. Así pues, los intercomunicadores funcionaban sólo en una dirección; iba a poder oír a Clara, pero no iba a poder hablar con ella. Aun así, era mejor que tener que hacerlo todo a solas.
—De las otras dos vampiras, ni rastro —dijo Clara—. De momento, no creo que sepan que estamos libres, pero supongo que antes o después mandarán a alguien a echar un vistazo. No sé de cuánto tiempo dispones.
Caxton había llegado ya al primer piso cuando oyó un ruido a sus espaldas y vio a Gert, que bajaba por las escaleras.
—Tienes que dar media vuelta —le dijo—. Vuelve y échale una mano a Clara.
Pero Gert sacudió la cabeza.
—Te he acompañado hasta aquí y no pienso quedarme atrás ahora. ¿De veras vas a decirme que no te resultará útil contar con dos manos más teniendo en cuenta que a ti sólo te queda una sana?
—Vale, pero intenta que no te maten.
Caxton cogió el pomo de una puerta y levantó la mirada hacia la cámara más cercana.
—Adelante —le dijo Clara—. Por lo menos no se ve movimiento ahí dentro.
Caxton empujó la puerta y entró en la sala circular que constituía el corazón de la prisión. Cogió su escopeta del suelo (nadie se había tomado la molestia de llevársela), se dirigió directamente al arsenal y encontró una caja de cartuchos de escopeta. Estaban cargados con balines de goma, naturalmente, y precisamente por eso eran inútiles contra los vampiros. Pero a lo mejor podía hacer algo al respecto.
—Toma —le dijo a Gert, y le tendió una caja de balas calibre 22—. Quítales el cartucho a seis de éstas.
El arsenal disponía de un buen equipo de herramientas para reparar y ajustar las armas que habían quedado inservibles. Con unos alicates, Caxton sacó los balines de goma de los cartuchos de la escopeta y se deshizo de ellos. No era una operación sencilla con un brazo inservible, pero apretó los dientes y se sobrepuso al dolor. Cuando Gert le tendió las cabezas de las balas, las metió dentro de los cartuchos de balines. No eran perfectas. En cuanto la pólvora del cartucho estallara, saldrían dando tumbos y tendrían una trayectoria imprecisa. Además eran demasiado grandes y el cartucho contenía la mitad de pólvora que un cartucho de escopeta corriente, pues las balas de balines de goma no tenían que volar tan rápido como una bala de verdad. Pero, aun así, si lograba acercarse mucho y disparar a bocajarro contra el corazón de Malvern, a lo mejor... A lo mejor aquel cartucho improvisado haría un boquete en el pecho de la vampira. A lo mejor con eso bastaría para destruir su único punto vulnerable: el corazón.
Por otro lado, la vampira habría comido bien, de modo que su cuerpo estaría en situación de soportar graves heridas. Caxton no iba a poder disparar más que una vez, aun en el caso de que cogiera a Malvern totalmente por sorpresa. En cualquier caso, eso era mejor que la alternativa, que consistía en cargarse a la vampira con un cepillo de dientes afilado. Caxton sabía que eso no funcionaría nunca.
Cuando terminó de cargarla, examinó la escopeta para asegurarse de que nadie la había manipulado. Finalmente, se la colocó bajo la axila de su brazo sano, le hizo un gesto a Gert y salió del arsenal.
«Y ahora, ¿qué? —pensó—. ¿Hacia dónde debo ir?»
Había salidas que se alejaban del hub en todas direcciones. Algunas eran más oscuras que otras, unas estaban cerradas con puertas blindadas y otras abiertas de par en par.
—La tercera puerta a tu derecha —dijo Clara. El acceso al Pabellón C estaba detrás de una de las puertas cerradas, pero en cuanto Caxton se acercó a ella, sonó un timbre y la puerta se abrió automáticamente—. Puedo abrir cualquier puerta de la prisión desde aquí.
Caxton miró a una de las cámaras e hizo un gesto como si utilizara una llave.
—No te entiendo... Ah, ¿me estás preguntando si también puedo cerrarlas? No, por desgracia los controles de aquí arriba están pensados para casos de emergencia, por si hay un incendio o algo así. Hay que cerrarlas a mano, con una llave de verdad.
—Por lo menos podemos ir a donde queramos —dijo Gert.
Caxton ni siquiera se tomó la molestia de responder. Cruzó la puerta y enfiló un largo pasillo que llevaba directamente al pabellón. A ambos extremos había cabinas y puntos de control, pero Caxton los ignoró.
Y, sin embargo... había algo que olía raro. Caxton había aprendido hacía tiempo que cuando sucedían cosas raras relacionadas con los vampiros era preferible no ignorarlas. Olisqueó un poco y descubrió que el olor provenía de una de las cabinas. Olía a cochinillo asado o a algo parecido, aunque con un toque dulzón; como si alguien se hubiera dedicado a quemar el pelo de un cerdo.
—Huele como las barbacoas de mi padre —dijo Gert con un susurro cuando Caxton le preguntó si también ella lo olía—. Tenía un bidón que llenaba de brasas, y siempre decía que, si quería, podía asar un caballo entero. El Cuatro de Julio siempre asaba un cochinillo.
Caxton llevaba muchas horas sin comer nada, pero estaba segura de que lo que encontrarían en la cabina no sería un cochinillo asado.
Aunque, en cierto modo, aplicando un humor negro muy, muy macabro, sí lo era.
—Creo que es la directora —dijo Caxton cuando abrió la puerta de la cabina. Dentro, tendido en el suelo, había un cadáver carbonizado—. Por lo menos lleva su ropa.
—¡Es la directora! —se oyó que decía Clara en voz baja por los altavoces.
—Pues sí —dijo Caxton.
Ya sabían que Malvern había matado a la directora, pero ahora también sabían cómo lo había hecho. Las vampiras debían haberla rociado con gasolina antes de prenderle fuego.
—No lo entiendo, ése no es el estilo de Malvern —dijo Caxton—. A veces a los vampiros les gusta torturar a sus víctimas, es algo que los divierte, pero Malvern nunca había mostrado esa tendencia. Esto tiene que ser un mensaje, pero no sé cómo interpretarlo...
La mirada vacía de Gert parecía indicar que ella tampoco lo sabía.
—Hace mucho tiempo que andas detrás de Malvern, ¿verdad?
—Supongo que podría decirse que sí.
En realidad hacía sólo un par de años, pero en ese tiempo Malvern le había arrebatado una novia, un mentor, la mitad de los agentes de policía de Gettysburg y, finalmente, su carrera.
—Y te mueres por cargártela, ¿no?
—Ni te lo imaginas.
No había nada en el mundo que deseara con más ganas. Dejaría que Fetlock se cargara a las otras dos: no las conocía y no tenía cuentas pendientes con ellas. Pero Malvern debía morir ahora. En cuanto hubiera acabado con ella, Caxton no querría saber nada más de los vampiros. Volvería a ejercer de prisionera modelo, cumpliría su condena y luego empezaría de nuevo su vida.
También era posible que muriera durante los próximos treinta segundos.
Cualquiera de las dos opciones le parecía bien, siempre y cuando tuviera una oportunidad.
Aunque hubieran querido, no habrían podido hacer nada por la directora. Dejaron su cuerpo donde estaba y el extremo opuesto del pasillo, donde otra puerta cerrada era lo único que las separaba del Pabellón C.
—El plan es muy sencillo. Entramos ahí, tú distraes a los engendros como puedas, yo me acerco a Malvern y disparo.
—¿Y luego?
—Luego improvisamos. ¿Estás preparada?
Gert asintió con la cabeza. Caxton dirigió la mirada hacia la cámara del techo.
—Está en el extremo opuesto del pabellón —dijo Clara con un susurro—. Hay tres engendros entre tú y ella. En cuanto entres la tendrás justo en frente, y no parece que sospeche nada. —El intercomunicador crujió durante un segundo. Clara lo había dejado conectado, pero no decía nada—. Laura —dijo finalmente—, buena suerte.
—Gracias —dijo Caxton, aunque Clara no podía oírla.
Entonces señaló la puerta y levantó tres dedos. Luego dos. Uno.
La puerta se abrió con un zumbido electrónico.
Entraron en el pabellón. Todas las luces estaban encendidas. Caxton no tuvo ningún problema en distinguir las hileras de celdas, los carritos sanitarios en las pasarelas y los engendros que extraían sangre de los brazos que las internas les tendían a través de los barrotes. Frente a ellas, a menos de cincuenta metros, estaba Malvern, de espaldas. Llevaba su deteriorado camisón de color malva y la piel de su cabeza y de sus hombros presentaba un aspecto inmejorable, sedoso, inmaculado.
Caxton se concentró en un punto situado a la izquierda de la columna vertebral de Malvern, justo debajo de su omoplato. Allí tenía el corazón. Corrió tan deprisa que ni siquiera notaba el movimiento de los pies.
Para apuntar y disparar con una escopeta como aquélla bastaba con una sola mano, se dijo Caxton.
Había recorrido ya la mitad de la distancia, con Gert a su lado, cuando de repente oyó de nuevo la voz de Clara en los altavoces. Sólo que ahora no hablaba en susurros:
—¡Laura, ten cuidado! ¡Estaban escondidas en el piso de arriba!
Caxton se detuvo de golpe. Malvern se volvió, la miró y le sonrió con aquella boca llena de colmillos. Caxton dio media vuelta y echó un vistazo a las galerías superiores. Dos vampiras aterrizaron con agilidad felina a ambos lados de ella.
Entonces empezaron a acercarse lentamente, como si dispusieran de todo el tiempo del mundo, con sus ojos rojos fijos en los de Caxton.
56
—¿Habéis tomado una decisión? —preguntó Malvern—. ¿Y ha sido una decisión unánime?
Caxton levantó la escopeta y giró a un lado y otro, apuntando alternativamente a las dos vampiras. Pensó en cómo había engañado a Hauser, pero no tenía ni el tiempo ni la imaginación necesarias para idear otro plan parecido. Además, conocía a Malvern y sabía que ésta habría elegido a la vampira más estúpida de su nueva estirpe para que montara guardia. Las dos que tenía ahora delante iban a ser más listas.
Ambas vampiras continuaban acercándose inexorablemente, aunque era obvio que se estaban recreando en el momento. Una de ellas, la que llevaba un chaleco antipunzón y pantys, se relamió los labios. La otra, vestida con un mono sin mangas, movía los dedos de la mano sin parar, como si estuviera poniendo a prueba unas garras nuevas. Las uñas de los vampiros se parecían a las de los humanos (si bien eran más pálidas), pero podían atravesar el metal sin romperse. Naturalmente, podían destrozar un cuerpo humano.
—Forbin, por favor, sujeta a la señorita Caxton. —A pesar del miedo que sentía, Caxton se dijo que era extraño: anteriormente, Malvern siempre se había referido a ella por su nombre de pila. ¿A qué jugaba ahora?—. Creo que podemos ahorrarnos las formalidades. Ha rechazado mi oferta, ella se lo pierde. Querida, podríamos haber hecho grandes cosas juntas...
Forbin era la del mono sin mangas. La otra fue a por Gert sin que se lo ordenaran. Caxton se dijo que a lo mejor podía ofrecerle a Gert una oportunidad de huir corriendo. No iba a poder correr más que la vampira, pero...
Forbin se lanzó a por Caxton. Intentó agarrarla por los hombros, pero Caxton adivinó sus intenciones y se agachó justo a tiempo. Entonces dio media vuelta y colocó el cañón de la escopeta encima del chaleco antipunzón de la otra vampira. Sin dudarlo ni un instante, disparó su único cartucho.
Por desgracia, Forbin era más rápida de lo que Caxton había imaginado. La vampira le pegó un codazo a Caxton en los riñones... y echó al traste su puntería.
La escopeta se disparó con un estruendo y el proyectil impactó en el cuerpo de la vampira, aunque muy a la izquierda de su corazón. El chaleco se incendió y, durante un segundo, el brazo de la vampira colgó inerte del hombro, prácticamente separado del torso. La vampira bajó la mirada con un respingo y acercó un dedo al borde de la herida.
Caxton rodó por el suelo y su brazo roto osciló dolorosamente a un lado.
—¡Gert, sal de aquí! —gritó.
Pero Gert no necesitaba que la animaran a hacerlo y ya había empezado a correr hacia la puerta que tenía a sus espaldas. La vampira herida no intentó detenerla. Estaba demasiado fascinada por la herida que le había desgarrado el pecho. Ésta ya había empezado a cauterizarse: una bruma blanquecina llenaba la brecha y la piel nueva había empezado a cubrir ya los músculos y los huesos. Cuando el proceso de regeneración hubo terminado, la vampira levantó el brazo y cerró el puño, para comprobar si aún podía utilizarlo.
Sólo entonces decidió perseguir a Gert. Se plantó ante la puerta antes de que la compañera de celda de Caxton hubiera recorrido siquiera la mitad del camino. Gert dejó de correr y empezó a retroceder.
Entre tanto, Forbin se colocó encima de Caxton, con un pie a cada lado. Extendió el dedo índice y empezó a doblarlo una y otra vez, retando a Caxton a levantarse. Aun sabiendo que era inútil, Caxton sujetó la escopeta por el cañón humeante y le propinó a Forbin un culatazo en el estómago con todas sus fuerzas.
Fue como golpear una roca con un martillo de goma. La escopeta salió rebotada.
Forbin le quitó la escopeta a Caxton. Sería exagerado decir que se la arrebató, no hubo ningún tira y afloja. Acto seguido, la vampira levantó una rodilla y partió la escopeta por la mitad con el muslo. Una lluvia de muelles y fragmentos de metal cayó sobre la cara y el pecho de Caxton. Finalmente, la vampira arrojó las dos mitades del arma al suelo. Y repitió el gesto con el dedo índice.
Caxton sabía que en cuanto se levantara, Forbin se lanzaría de nuevo contra ella. Naturalmente, si no se levantaba, la vampira iba a matarla a patadas.
Sin embargo, ninguna de las vampiras había contado con Clara.
La vampira medio desnuda se dispuso a perseguir a Gert por el pabellón, y Malvern se acercó para disfrutar del espectáculo. Fue la primera en levantar la cabeza, como si hubiera oído algo inaudible para Caxton. Medio segundo más tarde, por todo el pabellón resonó un zumbido electrónico muy agudo. Entonces se encendió una luz estroboscópica junto a la salida principal, a la que siguieron una hilera de luces rojas situadas encima de las celdas de ambos pisos.
Finalmente, todas las puertas del pabellón se abrieron de forma simultánea sobre los rieles. Todas las puertas. Al otro lado del pabellón, en el extremo opuesto al que comunicaba con el hub, se iluminó un letrero en el que podía leerse: salida de incendios.
Caxton se volvió hacia la celda que le quedaba más cerca. En el interior había ocho mujeres de distintas edades y razas. En el momento en el que se habían abierto las puertas, la mayoría de ellas tenían los brazos entre los barrotes y las mangas subidas, y tuvieron que sacarlos para que la puerta no se los arrancara al abrirse. De repente habían dejado de estar entre rejas y estaban ahí, a menos de tres metros, con los ojos fijos en las vampiras, en Caxton y en Gert.
Pasaron tan sólo unos segundos antes de que una de las internas se lanzara hacia la salida. Una mujer blanca con gafas que no tendría más de veinte años salió corriendo de su celda y, mirando una y otra vez atrás, se dirigió hacia la salida de incendios. Al ver que nadie intentaba detenerla, una negra de mediana edad empezó a bajar las escaleras del piso superior. Y entonces, de repente, se produjo la estampida.
Todas las mujeres abandonaron sus celdas de golpe y tomaron el pasillo del pabellón. Sin guardias que se lo impidieran y con las vampiras distraídas, la labor de detenerlas recayó sobre los siervos. La verdad es que no se les dio muy bien. Tres mujeres de la misma celda del primer piso agarraron a uno de los engendros y lo tiraron por encima de la barandilla. Su cráneo se estrelló contra el suelo con un sonoro crujido. Otro siervo intentó escapar, pero terminó atropellado por la marea que se precipitaba hacia la salida.
La mayoría de las mujeres intentaban huir o, por lo menos, alejarse de las vampiras, pero algunas de las mas jóvenes, pandilleras con tatuajes carcelarios, prefirieron emprenderla contra los engendros.
Había tantas mujeres que pronto Caxton no fue capaz de distinguirlas individualmente; sólo veía una marea sin rostro, en movimiento constante. Tuvo que hacerse a un lado y refugiarse en una celda vacía para no terminar aplastada. Forbin quiso perseguirla, pero incluso una vampira tenía problemas para resistir aquella marea humana formada por doscientas mujeres que se movían en la misma dirección. Intentó apartarlas de su camino, pero sólo consiguió que el desespero de la multitud aumentara, por lo que aún le resultó más difícil abrirse paso. De la otra vampira, a la que había disparado en el pecho, no había ni rastro. Caxton vio que Gert se había subido a uno de los carritos sanitarios y que intentaba mantener el equilibrio a pesar de las embestidas. El estruendo era ensordecedor, un feroz rugido oceánico de gritos de excitación y pánico, de cientos de pasos resonando sobre las pasarelas superiores, y de maldiciones y gritos suplicantes ante la salida de incendios, obstruida por la avalancha de cuerpos. Al parecer, algunas de las mujeres pensaron que tendrían más fortuna si se dirigían hacia el hub, y pronto se formaron dos corrientes opuestas. Los cuerpos de las reclusas llenaban todo el espacio disponible fuera de las celdas, y de pronto Caxton perdió de vista a Forbin.
Pero entonces se le heló el espinazo: tampoco veía a Malvern.
57
Clara apartó la mano del botón de emergencia y se dejó caer en la silla. El panel de control estaba lleno de lucecitas rojas. Los teléfonos de la consola de comunicaciones sonaban sin parar. Y en los monitores...
No se le había ocurrido ninguna otra solución. Iban a matar a Laura, y Malvern estaba a punto de huir. Por eso había pulsado el botón de emergencia del panel de incendios. Encima de ese botón había un gran cartel que advertía de que sólo debía pulsarse si se contaba con el apoyo de la policía local para organizar una evacuación disciplinada. De no ser así, existía el riesgo de permitir que cientos de asesinas y delincuentes se dispersaran por los núcleos urbanos más próximos.
Y muchísimas mujeres habían aprovechado la oportunidad para huir. La puerta principal estaba abierta de par en par, y las internas salían en tropel. Algunas habían formado grupitos, otras se internaban en el bosque, corriendo sin rumbo fijo. Sin embargo, las mujeres realmente peligrosas, las que no tenían nada que perder, se habían quedado atrás.
Clara lo veía todo a través de los monitores. En una de las duchas había una mujer de mediana edad con el pelo corto. Cinco mujeres a las que les doblaba la edad le estaban golpeando la cabeza una y otra vez contra las baldosas del suelo. Una banda había levantado barricadas en la cafetería. Sus integrantes estaban armados con escopetas, pistolas eléctriy sprays de pimienta. Parecían estar dispuestas a resistir el tiempo que hiciera falta. Tenían las reservas de comida de la prisión, de modo que podían resistir un tiempo realmente largo.
En el patio, mirara donde mirase, había peleas. Algunas mujeres terminaban aplastadas. Otras morían. Y todo porque ella había pulsado un botón.
Por lo menos, vio que Laura y Gert seguían vivas. Las dos estaban bien. Algunos de los peores episodios de violencia de la prisión tenían lugar justo allí, en el Pabellón C, pero éstos no iban dirigidos contra la ex agente de policía ni contra su compañera de celda. Las reclusas la habían tomado con las vampiras. Tenía sentido. Cuando las puertas se habían abierto, las vampiras estaban en plena operación de dejar secas a las internas. Malvern ni siquiera se había planteado que aquellas mujeres pudieran vivir más de un par de días: o pasaban a engrosar las filas de su nueva estirpe o terminarían convertidas en comida. Al parecer, las mujeres habían comprendido cuál era el trato y ahora actuaban en consecuencia.
Clara sabía que en la Edad Media los vampiros eran poco menos que una plaga en Europa. Cada comarca tenía su propio chupasangre, a veces descendientes de auténticos linajes. Pero la gente había aprendido a enfrentarse a ellos. A falta de armas de fuego, debían derrotar a los vampiros superándolos en número. Si una multitud se abalanzaba sobre un vampiro, llegaba un momento en el que éste no podía sacárselos de encima. Si un número suficiente de humanos se arrojaban a las fauces voraces de un vampiro, tarde o temprano lograban acercársele lo suficiente para asestarle un golpe mortal.
Las mujeres del Pabellón C estaban llevando a la práctica su propia versión de esa táctica. La vampira medio desnuda estaba tendida en el suelo e intentaba levantarse desesperadamente, pero varias decenas de prisioneras la tenían agarrada por los brazos y las piernas. Las mujeres sólo disponían de puñales improvisados y navajas de afeitar, pero estaban poseídas por un frenesí homicida.
Entre tanto, Forbin y Malvern se habían alejado de allí. Se habían dado cuenta a tiempo de que no podían contener la situación y se habían marchado de inmediato a través de la salida de incendios. Pronto habían desaparecido en las sombras del patio y Clara no había logrado volver a localizarlas en ninguno de los monitores. Francamente, esperaba que continuaran huyendo, que se largaran de la cárcel y no regresaran nunca más. Ésa era la única posibilidad que Caxton tenía de sobrevivir.
Pero sabía que no iba a ser así. Era imposible.
El teléfono sonaba con insistencia, junto a su brazo izquierdo.
—¡Cállate ya! —le gritó Clara, aun sabiendo que no servía de nada. Finalmente lo descolgó y se lo acercó a la oreja—. Hsu al habla —dijo, pensando que era estúpido responder a la llamada. En el departamento de bomberos no la conocían y...
—¿Clara?
—¡Oh, Dios mío! ¿Eres tú, Glauer?
—Sí —dijo éste—. Cómo me alegro de oírte. Estás bien, ¿verdad? Sigues viva, ¿no? ¡Que alegría! Fetlock y yo llevamos horas ocultos entre los árboles, preguntándonos qué debía estar sucediendo ahí dentro.
—¿Lleváis horas aquí? ¿Y no me habéis oído cuando os he dicho que era el momento de intervenir? —preguntó Clara.
—Sí, pero Fetlock...
—¡Desgraciados, hijos de perra! ¡Han muerto un montón de personas sólo porque no os ha dado la gana venir! ¡Se suponía que debíais tomar este lugar por asalto, se suponía que debíais entrar y salvarme! ¡No soy una agente de campo, no estoy preparada para todo esto! ¡Es inaceptable que me vea obligada a pasar por toda esta mierda!
—Pero sigues viva. ¿Caxton está viva?
Clara se masajeó las sienes.
—Sí, de momento sí.
—Pues supongo que eso es lo que cuenta. Escúchame, yo quería atacar en cuanto hemos llegado aquí, te lo juro, pero Fetlock me lo ha impedido. Tiene a todos los grupos del SWAT de aquí a Baltimore apostados aquí fuera, pero de momento nos limitamos a cazar a las internas que intentan huir.
Bueno, al menos era algo. Por lo menos podía acallar su mala conciencia.
Pero no era suficiente.
—¡Podría estar muerta y ni siquiera os habríais enterado!
—Te juro que por mí habría entrado solo —dijo Glauer, y por su voz parecía que aquella situación le provocaba auténtico dolor—. Estaba dispuesto a entrar ahí dentro con una pistola y salvaros a ti y a Caxton. Pero Fetlock no me lo ha permitido. Me ha vuelto a soltar su sermón sobre que la USE no puede permitirse cometer errores ni provocar un escándalo público. En fin, ya conoces el discurso.
—Sí —dijo Clara.
—He escuchado pacientemente su discurso, he esperado a que se diera la vuelta y he echado a correr hacia la prisión. Estaba decidido a entrar, por mucho que dijera Fetlock. Pero me ha arrestado. Técnicamente nadie me ha puesto unas esposas, pero Fetlock me ha advertido de que si hago algo sin su autorización me va a meter en la cárcel. Y ya hemos visto lo que hace con los agentes que infringen la ley.
—Joder, supongo que has hecho todo lo que has podido...
Pero Glauer seguía hablando y sus palabras sonaban a confesión.
—Pero no he sido el único. Los grupos del SWAT querían entrar hace horas, lo mismo que la policía local, pero Fetlock ha llamado a la oficina del gobernador para asegurarse de que disponía de los permisos necesarios. ¡Menudo error! El gobernador le ha contestado que nadie moviera un dedo, que se trataba de una situación con rehenes y que iba a mandar a los negociadores del FBI. Y que si alguien se movía antes de que llegaran los federales, perdería el trabajo. Lo que intento decirte, Clara, es que...
—Que Fetlock nos ha jodido bien jodidas.
—Sí —admitió Glauer—. Sí. Pero escucha, ahora todo eso ha cambiado. Los negociadores han llegado hace unos minutos, han estudiado la situación y se han largado. Dicen que no deberían haberles llamado, que las cosas están ya demasiado salidas de madre y que no pueden hacer nada.
—Pero qué capullo es Fetlock —dijo Clara—. Le tiene miedo a su propia sombra y lo ponen al cargo de casos de vampiros.
Estaba enfadada, cabreada, y con razón. Pero, aun así, debía reconocer que las decisiones de Fetlock siempre obedecían a cierta lógica, por abstracta que fuera. Una lógica que solía provocar la muerte de muchas personas, pero que seguía una línea coherente.
—Quiero que me cuentes todo lo que pueda servirnos para asaltar la prisión —dijo Glauer.
—Vale. ¡Bien! ¡Por fin! Veamos: quedan sólo dos vampiras. Los siervos están todos muertos. Laura está viva, pero desarmada y Malvern la matará en cuanto la vea. —Estuvo un buen rato pasándole el parte, contándole todo lo que sabía sobre las peleas entre bandas y lo que sucedía en la cafetería. Cuando terminó, respiró profundamente—. ¿Cómo quiere proceder Fetlock?
—Vamos a entrar en masa, tan rápido como podamos. Primero tomaremos el patio y luego iremos recuperando el control de las instalaciones, ala por ala. Tú quédate donde estás. Te rescataremos en cuanto sea seguro hacerlo.
—Vale —dijo Clara—. Gracias.
—Oye, vamos a cazarla —dijo Glauer.
—¿A quién? ¿A Malvern?
—Sí. Y a la otra también. ¿Y sabes qué significa eso? Que después de esta noche ya no quedarán vampiros. Se habrán extinguido.
Clara cerró los ojos y empezó a llorar. Aquello no era posible, siempre habría más vampiros, sólo que... Sólo que las dos únicas vampiras vivas estaban dentro de los muros de la prisión.
—Después de tanto tiempo —dijo Clara—. Después de tantas muertes, todo habrá terminado —añadió, y se preguntó si sus palabras sonaban creíbles.
—Sí —dijo Glauer—. Lo hemos conseguido.
58
—Laura, los federales van a...
Caxton no oyó el resto de lo que Clara le dijo a través de los altavoces. Las mujeres del Pabellón C hacían tanto ruido que sus palabras se perdieron. Se abrió paso entre la muchedumbre como pudo y, finalmente, llegó junto al carrito sanitario donde estaba Gert, manteniendo el equilibrio a duras penas.
La multitud había empezado a disiparse ligeramente. La mayor parte de las mujeres habían abandonado ya el pabellón por la salida de emergencia y las que aún seguían allí estaban amontonadas encima de la vampira medio desnuda. Caxton tan sólo acertaba a ver muy de vez en cuando un destello de carne blanquecina debajo de la montaña de prisioneras.
—En marcha —dijo Caxton, y Gert asintió con entusiasmo.
Avanzaron lentamente hasta la puerta que conducía al hub. Había un nutrido grupo de presas alrededor del cuerpo de la directora. Al parecer, no pocas de las internas tenían cuentas pendientes con Augie Bellows, hasta el punto de desear profanar su cuerpo. A Caxton esa simple idea le parecía repugnante, pero sabía que no tenía forma de detener a tantas mujeres, por no decir que tenía cosas más importantes que hacer.
—¿Has visto marcharse a Malvern? —le preguntó a Gert—. ¿Sabes por dónde ha salido?
Pero Gert meneó la cabeza.
—Estaba demasiado ocupada procurando que no me mataran.
Caxton soltó un suspiro y señaló el techo.
—Clara ha intentado decirme algo pero no la he oído. Vayamos a algún lugar más tranquilo para que pueda volver a intentarlo.
Las dos mujeres siguieron caminando. En el pasillo había grupos de internas, pero no estaban organizadas ni eran peligrosas. Algunas de ellas incluso parecían estar pasándoselo en grande.
Entonces Caxton vio las llamas y comprendió que estaba metiéndose en problemas. En el hub, alguien había arrastrado unos archivadores hasta el centro de la sala. Caxton no tenía ni idea de qué podían contener esos archivadores, pero sabía que cualquier centro como el correccional estatal de Marcy gestionaba toneladas de papeleo. Las reclusas iban sacando carpetas y les prendían fuego, tal vez con la intención de incendiar la prisión, o a lo mejor tan sólo porque querían verlos arder. De hecho, ya habían conseguido encender dos hogueras considerables. Caxton alargó el cuello para ver a través de las presas allí concentradas y vio que grupos de mujeres entraban y salían del arsenal. Debían de haberse llevado una decepción al ver que habían destruido todas las armas de fuego, pero en cualquier caso estaban armándose con porras, sprays de pimienta y pistolas eléctricas. Al hub llegaban sin parar mujeres procedentes de los otros pabellones y, a pesar del humo de las hogueras, el espacio se estaba llenando rápidamente. Pronto iba a ser poco menos que imposible cruzarla.
—Vámonos de aquí —le dijo Caxton a Gert—. Lo intentaremos por otro lado.
Entonces se volvió... y se detuvo de golpe. Había una interna, una mujer grandullona con peinado de marimacho, que la miraba fijamente. Era una de sus antiguas compañeras de celda.
—Eh, yo a ti te conozco. Eres la ex poli —dijo la mujer, aunque sus palabras no sonaron particularmente hostiles.
Ella y Caxton nunca se habían prestado mucha atención. Caxton asintió con la cabeza, intentó dedicarle una sonrisa agradable y siguió avanzando.
Sin embargo, no se sorprendió cuando el ruido de la muchedumbre se fue silenciando y cuando algunas de las mujeres que había en el pasillo empezaron a avanzar hacia ella con total naturalidad, sin ningún tipo de intención violenta.
No había en toda la prisión una sola mujer que no tuviera algún motivo para odiar a la policía (al fin y al cabo, a todas las había arrestado un policía), y una parte considerable de las internas estaban dispuestas a hacer algo al respecto.
—¡Corre! —le gritó a Gert.
Entonces, cuando se disponía a seguir su propio consejo, unos brazos gruesos la inmovilizaron por la espalda. Caxton logró zafarse, incluso con un brazo inutilizado, pero alguien le puso la zancadilla y una tercera reclusa le cogió el brazo herido y se lo retorció con saña.
El grupo de mujeres que la rodeaban empezaron a sacar todo tipo de armas blancas o simplemente a cerrar los puños, preparadas para propinarle una buena paliza. Caxton intentó escapar, pero el brazo le dolía tanto que apenas podía moverse. Ya sólo notaba el olor a sudor y cada vez había menos luz.
Pero de pronto se oyó un sonido sibilante y un golpe sordo. Gert empezó a avanzar entre la multitud, arrancando gritos de dolor. Su spray de pimienta roció una decena de ojos, al tiempo que su porra golpeaba puños y muñecas; los cuchillos improvisados cayeron al suelo. Gert colocó el hombro bajo el brazo bueno de Caxton y la ayudó a levantarse.
—Atrás, si no queréis probar los treinta y un sabores de esta mierda —gruñó Gert con voz grave y cargada de ira. Incluso Caxton se acojonó al oírla.
—Sólo queremos pasarlo bien —dijo una mujer de la multitud.
Gert le soltó un chorro de spray en los ojos. La mujer chilló y se marchó corriendo. La multitud empezó a abrirse, pues nadie quería ser la siguiente víctima de Gert. Caxton pensó que no debían haberla reconocido. Ser una ex poli en una cárcel sin supervisión era fatal, pero Gert era una asesina de bebés y todas la odiaban. La habían colocado en custodia de protección desde el día en que había llegado.
Pero es que ya no era Gertrude Stimson. Ahora era la compañera de celda de Caxton. Era su zorra. Y, misteriosamente, eso la había transformado de una adicta a las anfetas a una diosa guerrera vikinga. Nadie, absolutamente nadie, intentó detenerla mientras se llevaba a Caxton a través del Pabellón C hacia la salida de emergencia.
Una vez fuera, al abrigo de la oscuridad, dejó a Caxton sobre el césped.
—Gracias —le dijo ésta—. Has estado muy bien.
—Yo te cubro las espaldas, tú tranquila —respondió Gert, que se quedó un momento mirando a Caxton—. Oye —dijo finalmente—, ¿puedo hacerte una pregunta?
Caxton asintió con la cabeza.
—No vamos a escaparnos, ¿verdad? Ya sé que antes ya has dicho que no, pero es que aún tenía alguna esperanza... No vas a dejar que me pire, ¿verdad?
Caxton miró a Gert. En el fondo, se dijo, la chica merecía saber la verdad. Podía mentirle y decirle que esperaba poder sobrevivir a aquella noche, o que pensaba sacarla de la prisión, de una forma u otra. Sabía que, si le decía eso, su compañera de celda se sentiría mejor y estaría más dispuesta a ayudarla.
Pero no era posible. Gert había matado a un guardia en la UAE. Peor aún, había matado a sus bebés. A lo mejor la cárcel no era el mejor sitio para ella: se trataba de un lugar degradante, que consumía el alma de quienes vivían allí y donde nadie fingía siquiera pretender rehabilitar a las internas. Pero tampoco podían dejarla suelta por la calle.
—Supongo que... lo único que puedo decir es que seguiré siendo tu compañera de celda si sobrevivimos.
—¿Y nos llevaremos bien? Nos ayudaremos mutuamente, ¿no? Y si hablo demasiado no me mandarás callar, y esas cosas, ¿no?
Caxton sonrió.
—Trato hecho.
Gert parecía satisfecha con esa respuesta.
—Chachi. ¿Y ahora qué?
Caxton levantó la cabeza y vio las estrellas en el cielo. La mitad de la bóveda celeste quedaba oculta tras el altísimo muro de la prisión. Varios grupos de prisioneras se dedicaban a saquear los edificios anexos. Vio a una decena de mujeres en la parte trasera de la enfermería, por donde ella y Gert habían entrado en la prisión después de abandonar la central eléctrica. Pensó en todas las drogas que había almacenadas ahí dentro. Aquella noche iban a dar una fiesta en el penal de Marcy, se dijo, y...
Levantó otra vez la vista hacia lo alto del muro. Medía ocho metros de alto y cada treinta metros había una torre de guardia con un foco y un nido de ametralladoras. Las torres estaban todas oscuras y desguarnecidas.
A excepción, tal vez, de un par de vampiras. Por lo menos, ése era el lugar al que Caxton habría ido para huir del motín. Si lograbas llegar a lo alto del muro y meterte en una de esas torres, podías verlo todo. Además, desde allí (si eras una vampira) podías huir fácilmente saltando al otro lado del muro.
Caxton buscó la cámara más cercana y la encontró en el ángulo que formaban el Pabellón C y la pared del hub. Agitó los brazos hasta que a través de un altavoz montado en un poste oyó la voz de Clara.
—Te veo, pero no sé dónde se ha metido Malvern. No aparece en ninguna de mis pantallas.
Caxton sacudió la cabeza y señaló una de las torres de control. No poder hablar con Clara era un auténtico fastidio. Soltó un suspiro y señaló con énfasis redoblado.
—¿Qué sucede en la torre? —preguntó Clara. Entonces guardó silencio durante un momento, pero el altavoz soltó un crujido y Caxton supo que el canal seguía abierto—. ¡Espera! ¡Sí, sí, están ahí! Se han escondido en las sombras, pero un pie de Forbin ha quedado bajo la luz. A ver si encuentro una forma para que puedas llegar hasta allí.
Se oyó una explosión amortiguada en el extremo más alejado del patio. Caxton recorrió el lateral del Pabellón C y vio unas nubecitas blancas flotando sobre los edificios anexos. Entonces se oyó otra explosión, más cercana esta vez, y un grupo de reclusas salió corriendo de una nube de humo, tosiendo y frotándose los ojos.
—¡Mierda! —gritó Caxton—. ¡Fetlock!
Gert la agarró por el brazo sano.
—¿Qué pasa?
—La poli —le explicó Caxton—. Ya están aquí y están usando gas lacrimógeno. Como nos pillen, se acabó.
—Sólo tienes que contarles quién eres y qué haces. A lo mejor incluso nos proporcionan pistolas.
Pero Caxton meneó la cabeza.
—No van a hacer preguntas, simplemente nos cazarán y nos volverán a encerrar. ¡Rápido, Clara! ¡Tienes que encontrar algo!
El altavoz soltó un zumbido.
—Hay una forma de subir a lo alto del muro —dijo Clara, como si hubiera oído a Caxton—. El acceso es a través de un túnel subterráneo. La entrada está en el lateral del ala de administración. Tenéis que ir... a la izquierda, unos trescientos metros.
Caxton y Gert siguieron las instrucciones de Clara. Cada vez que pasaban junto a un altavoz, oían la voz de Clara con nuevas órdenes.
—No podéis seguir en línea recta, u os toparéis con un grupo del SWAT —les advirtió Clara, que las guió alrededor de un campo de béisbol. Cuando finalmente llegaron a la puerta que buscaban, la encontraron abierta.
Tras la puerta había un tramo de escaleras que descendían bajo tierra y que conectaban con un largo túnel con el techo cubierto de cables y tuberías que goteaban.
—Al llegar al próximo cruce, girad a la izquierda. Encontraréis unas escaleras que suben y que os llevarán a lo alto de la torre.
Cuando llegaron a las escaleras, el altavoz ya estaba crujiendo.
—Escucha... —dijo Clara, pero de pronto pareció quedarse sin palabras.
Caxton encontró una cámara montada encima de la puerta y la observó con paciencia. Aunque cada vez le quedaba menos.
—No tienes por qué hacer esto. Fetlock tiene la cárcel rodeada, Malvern no puede escapar. Ya sé que crees que es tu responsabilidad, pero...
Caxton asintió con la cabeza enérgicamente. No tenía forma de decirle a Clara lo que pensaba: que Malvern era un monstruo muy astuto, y que por muy bueno que fuera el perímetro de seguridad de Fetlock, ésta siempre encontraría la forma de huir. Caxton sabía que si esperaba a que Fetlock peinara la cárcel, nunca cazarían a Malvern. Y entonces todo volvería a empezar: las pesadillas, las noches de insomnio, la duda acuciante de quién iba a morir a continuación. Y la sangre. Porque siempre habría más sangre.
Clara se quedó un momento en silencio.
—Yo sólo, sólo... Sólo quiero decirte que tengas cuidado. Pero supongo que eso no entra en tus planes, ¿no? Bueno, haz lo que tengas que hacer, lo mejor que sepas hacerlo.
Caxton no sabía cómo responder. ¿Debía mandarle un beso a la cámara? ¿Saludar? Al final, se llevó una mano al corazón y señaló el objetivo. Clara lo entendería.
Y entonces se dirigió hacia las escaleras, con Gert pisándole los talones.
59
Caxton cogió a Gert por el brazo y señaló hacia la oscuridad: algo se movía junto a una de las torres. A continuación, ella y su compañera de celda se refugiaron tras la puerta de la escalera.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Gert entre dientes.
Como si fuera tan sencillo. Caxton se enfrentaba a dos vampiras bien alimentadas y desesperadas. Entre ella y Gert sumaban una lata de spray de pimienta, una porra extensible y tres brazos sanos.
Naturalmente, había estado pensando qué iba a hacer cuando se encontrara delante de Malvern. De hecho, podría decirse que desde que había rescatado a Clara no había pensado en nada más. Pero la mayoría de sus planes incluían el uso de armas pesadas.
—No podemos encargarnos de ellas tú y yo solas —dijo Caxton rápidamente—. Pero sí podemos evitar que huyan. Si logro hacerlas regresar al patio, los polis pueden encargarse de ellas.
No era un plan que le gustara demasiado, sobre todo porque no iba a permitirle matar a Malvern con sus propias manos. Sin embargo, tenía la ventaja de que, a diferencia del otro plan, que consistía en atacar a Malvern con las manos vacías, éste era plausible.
—¿Tienes alguna idea sobre cómo conseguirlo? —preguntó Gert.
Caxton sonrió para sus adentros.
—Podemos usar un cebo.
El truco que había utilizado con Hauser (volver a la vampira loca con su propia sangre) iba a funcionar con Forbin, pero no con Malvern. Caxton ya la había visto renunciar a un botín de sangre cuando la situación era demasiado peligrosa. A lo largo de sus tres siglos de vida había adquirido cierto autocontrol.
Pero Caxton tenía otra idea. Se la contó a Gert, que empezó a resollar y a parpadear incontrolablemente. A Gert, el plan de Caxton le daba miedo. De hecho, también le daba miedo a la propia Caxton, pero hacía ya tiempo que no prestaba mucha atención al miedo.
—Pero para que esto salga bien tenemos que trabajar en quipo. Si crees que no podrás soportarlo...
Gert asintió con la cabeza.
—Sé que puedo ayudarte, que puedo ser tu perra. Es lo que he querido ser desde el principio, ¿no? Pues déjame que lo sea.
Caxton cogió a Gert por el bíceps y le dio un apretón a modo de agradecimiento. Entonces salió de detrás de la puerta y se mostró a la luz de las estrellas.
—¡Malvern! —gritó.
No hubo respuesta. Las sombras que había visto moverse hacía un momento se habían detenido y ahora se mantenían inmóviles como estatuas. A lo mejor se había equivocado y no se trataba de las vampiras. A lo mejor ya habían huido.
No, aquélla era una idea inaceptable, de modo que la desterró de su mente.
—Malvern, ya sabes lo que pienso de los vampiros. Y sabes que nunca aceptaría la maldición voluntariamente. —Entonces agarró a Gert y tiró de ella hasta que la tuvo a su lado—. Pero esto no sólo me atañe a mí, ¿no?
En aquel momento atisbó un fulgor rojizo entre las sombras que proyectaba el muro de la torre de control. Aunque a lo mejor era tan sólo que su cerebro tenía tantas ganas de que así fuera que se limitaba a añadir detalles que no existían.
En cualquier caso, debía seguir adelante.
—Gert no tiene por qué morir sólo porque yo sea una testaruda. Quiero proponerte un trato. Deja que Clara sobreviva. De todos modos ya está fuera de tu alcance, la policía ha llegado antes hasta ella. Y, a cambio, Gert y yo... nos unimos a tu linaje.
Una pálida figura dio un paso al frente y salió de las sombras. Era Malvern. Su ojo rojo brillaba de emoción. Tenía un aspecto tan saludable, tan completo.... Caxton no lograba acostumbrarse al cambio. Siempre había visto a Malvern como un cadáver putrefacto metido en un ataúd. Y ahora, de pronto, se había convertido en un depredador mortífero.
Cuando habló, su voz fue más bien un gruñido.
—Así que vosotras... eh...
Caxton frunció el ceño. Nunca antes había oído a Malvern farfullar. No importaba, se dijo.
—Me disculpará, señorita Caxton, si dudo de usted.
Caxton asintió con la cabeza.
—Desde luego. Yo haría lo mismo. Pero se lo debo a Gert. Me ha salvado la vida un montón de veces y... no se me ocurre ninguna otra forma de compensárselo.
—Es lo que quiero —dijo Gert, aprovechando que Caxton había hecho una pausa—. Por favor.
El ojo rojo miraba alternativamente a Caxton y a Gert. Examinó a la chica de pies a cabeza y, finalmente, se posó de nuevo en Caxton.
—Señorita Caxton, lamento anunciar que ha malinterpretado mis palabras-dijo Malvern con voz monótona—. Nunca fue mi intención invitarla a unirse a mi estirpe.
Caxton frunció el ceño.
—Ah, ¿no?
—No, querida. Sólo quería ver cómo pedía clemencia.
Forbin salió de entre las sombras como si la hubiera proyectado una catapulta. Caxton no vio que sus pies tocaran el suelo más de una o dos veces. Tenía los brazos estirados y los dedos encrespados como garras. Se disponía a realizar un ataque mortífero.
—¡A la mierda! —exclamó Gert y al cabo de un segundo clavó el hombro en el estómago de Forbin.
En condiciones normales, habría tenido las mismas probabilidades de detener el ataque de la vampira que de mover un camión articulado con el hombro. Pero Gert no tenía que detener a la vampira, le bastaba con desplazarla uno o dos grados de su curso.
Se cayeron del muro de la prisión juntas, en un agitado amasijo de brazos y piernas, y de colmillos que brillaban a la luz de las estrellas. Se oyó un breve grito y un impacto horrible.
Gert había... acababa de...
Gert acababa de salvarle la vida, otra vez.
—¡Gert! —gritó Caxton—. ¡Oh, Dios mío! ¡Gert!
Su compañera de celda ya no podría tener bebés. Ya nunca cumpliría su condena y saldría caminando por la puerta de la prisión. Al fondo de la caída de ocho metros había varios rollos de alambre de espino. Gert habría tenido suerte si Forbin la había matado antes de llegar al suelo. De otro modo, terminaría desgarrada por la alambrada, luchando contra una vampira furiosa y herida. Porque era imposible que aquella caída hubiera matado a Forbin.
—¡Gert! —gritó de nuevo.
De pronto le entraron ganas de cerrar los ojos, caer de rodillas al suelo y ponerse a llorar.
Por desgracia, no tenía tiempo para eso.
Malvern aún la estaba mirando.
—¡Maldita... zorra! —dijo Caxton.
Malvern sonrió y le mostró todos sus dientes.
—¿Por qué tienes que matar a todas las personas que me importan? —preguntó Caxton—. ¿Por qué tienes que destrozarme la vida, una y otra vez? ¿Es porque soy un peligro? ¿Porque soy la única que puede matarte?
—No, lo hago porque se interpone en mi camino, nada más.
Algo encajó dentro de la mente de Caxton, una pieza de rompecabezas se unió a otra. Sabía que había empezado a resolver un enigma, pero no tuvo tiempo de pensar en nada más.
Sin añadir una sola palabra, Malvern desapareció. Se retiró de nuevo a las sombras y se esfumó.
Pero Caxton sabía perfectamente que no se había ido. Malvern no sabía si Caxton iba armada o no y tampoco sabía hasta qué punto tenía el brazo herido. No quería asumir riesgos. Esta vez... esta vez iba a matarla.
Caxton llevaba el tiempo suficiente persiguiendo a Malvern para saber que lo que sucedería a continuación no iba a ser un juego. A algunos vampiros les gustaba jugar con la comida, se recreaban asustando a sus víctimas hasta que estaban tan atemorizadas que se les salían los ojos de las órbitas, hasta que tartamudeaban de miedo. Los vampiros sólo atacaban entonces.
Malvern no tenía esa vena sádica. No porque fuera más noble o tuviera una moral más elevada, desde luego, sino porque el sadismo era poco eficiente. Porque no la ayudaba a conseguir sus objetivos. Caxton sabía que la vampira iba a rondarla hasta poder atacarla por la espalda, y que iba a actuar de prisa. Caxton disponía a lo sumo de uno o dos segundos para prepararse.
Corrió hacia la torre. Era la dirección más lógica hacia la cual salir corriendo: hacia el último lugar donde había visto a Malvern. De lleno hacia el peligro. Y, sin embargo, se trataba del mejor movimiento defensivo posible. La torre contaba con unos buenos muros tras los que esconderse.
La puerta de la torre estaba abierta. Caxton entró en ella y cerró la puerta a sus espaldas, aunque era consciente de que iba a servirle de bien poco. En el interior de la torre había una pequeña sala circular con una metralleta montada en un trípode y un reflector que podría transportar a mano. También había una silla, un termo de café a medio terminar y un guardia muerto.
Caxton estuvo a punto de tropezar con él por las prisas, pero logró frenar en el último segundo. Se agachó para inspeccionar el cadáver. A juzgar por el olor, debían de habérselo cargado los engendros de Malvern al tomar la cárcel, hacía más de un día. Lo habían matado y lo habían dejado ahí pudriéndose. Caxton le pidió perdón antes de cogerle la pistola eléctrica y el chaleco antipunzón. Cuando le desabrochó el cinturón, algo muy pesado cayó al suelo con un ruido sordo. No había demasiada luz, de modo que Caxton se agachó para ver qué era lo que había provocado aquel ruido...
Malvern golpeó la puerta como un mazo enfurecido. Ésta se hizo añicos y fragmentos de madera y cristal salieron volando por toda la torre como una lluvia tormentosa. Caxton se lanzó al suelo, empuñó la pistola eléctrica (como si fuera a servirle de mucho) y se preparó para el impacto, que nunca llegó.
La puerta estaba vacía.
—¡Mierda, mierda! —suspiró Caxton, porque sabía qué significaba aquello.
Malvern había destrozado la puerta sólo para distraerla, pero en realidad la tendría tras ella, preparándose para cercenarle el cuello.
Caxton se levantó apresuradamente al notar unos dedos fríos que le acariciaban la columna y corrió a esconderse detrás del reflector. Al oír a Malvern aullar de placer, flexionó las rodillas para prepararse para recibir el impacto.
Caxton puso en marcha el reflector, lo agarró por el asa y lo hizo mover por toda la sala. Una luz con una intensidad de un millón de velas iluminó el rostro de Malvern.
Los vampiros son criaturas nocturnas y no toleran demasiado bien la luz.
El único ojo que le quedaba a Malvern explotó y le chorreó por la mejilla, convertido en una masa blanquecina. La vampira chilló de dolor y se abalanzó contra el proyector. Sus manos golpearon una y otra vez el cristal, aplastaron la bombilla y deformó el reflector de metal. Pero no importaba, el reflector ya había cumplido con su misión: Malvern estaba ciega.
—¿Cree acaso que importa mucho, señorita Caxton? Acaba de ganar un segundo a lo sumo, nada más —gruñó Malvern.
—No necesito más —respondió Caxton.
El ojo de Malvern ya había empezado a regenerarse y un humo blanco le llenaba la cavidad ocular. En cualquier caso, Caxton sabía que la vampira no necesitaba los ojos para seguir a su presa. Podía oler a Caxton, y la oyó retroceder un paso.
Caxton levantó la pistola y disparó tres veces contra el pecho de Malvern. Las tres balas penetraron en su corazón.
En realidad, esperaba que la pistola no funcionara; que alguien hubiera roto el percutor, o que no quedaran balas en la recámara. Cuando la había encontrado en el cinturón del guardia muerto, no podía creer que hubiera tenido tanta suerte. Una pistola, justo en el lugar y en el momento en el que más la necesitaba. Era demasiada casualidad. Tenía que ser una trampa.
Las balas perforaron los pulmones de Malvern, el esternón y el corazón. La vampira chilló, se retorció, aulló y se arrastró por el suelo hacia Caxton. Sus dedos intentaron agarrar los tobillos de Caxton al tiempo que su monstruosa mandíbula se abría y se cerraba al aire. Pero la luz roja de su único ojo había empezado ya a apagarse.
La vampira cayó al suelo. De repente era muy pequeña. Caxton se dijo que podría levantar a Malvern utilizando tan sólo su brazo bueno. Era extraño que una criatura que había causado tanto dolor pudiera terminar presentando ese aspecto. Estaba muerta. Caxton disparó las balas que quedaban en el cargador a quemarropa contra el corazón de la vampira: no quería correr ningún riesgo.
—Por fin —dijo con un suspiro. Sabía que no era lo más profundo que podía decir en un momento como ése, pero no le quedaban fuerzas para nada más.
Entonces cerró los ojos y lloró.
Aunque sus lágrimas no duraron demasiado tiempo.
De pronto otra pieza del rompecabezas encajó en su sitio. Había encontrado una pistola cargada con balas de verdad, exactamente cuando más la necesitaba. El engendro que había matado al guardia no se había tomado la molestia de llevársela, aunque el resto de armas de fuego de la prisión habían sido destruidas de forma metódica y exhaustiva.
Había encontrado un paquete de espuma explosiva en la USE, justo cuando lo necesitaba, aunque la espuma explosiva era experimental y su uso en prisiones había sido aplazado hasta que sus defectos estuvieran resueltos.
Había encontrado las puertas de la prisión abiertas cuando deberían haber estado cerradas. No todas las puertas, desde luego, sólo las que le permitían moverse de un lugar a otro sin dificultades.
No había sido fácil, ni mucho menos. Pero, por otro lado, si hubiera sido fácil habría descubierto el engaño de inmediato, ¿no?
Se agachó sobre el cadáver de Malvern y estudió su rostro mientras palpaba la tela del camisón malva entre los dedos. No estaba segura de qué buscaba, pero tenía la sensación de que había algo extraño en todo aquello. Allí había algo que fallaba.
Y de pronto descubrió qué era. De repente, el rompecabezas terminó de encajar.
—Qué lista —dijo con los dientes apretados—. Siempre tan lista.
Finalmente comprendió lo que había sucedido, de principio a fin.
Y supo que Malvern había ganado.
60
A las cinco de la mañana, todas las hogueras estaban ya apagadas. La gran mayoría de las internas habían regresado a sus celdas, a regañadientes, pero más o menos felices en cuanto los federales habían empezado a repartir comida y café. Aún había un puñado de desaparecidas y el grupo de racistas blancas seguía parapetado en la cafetería, planteando exigencias, aunque cada vez discutían más entre ellas y estaban más atrapadas. Los negociadores del SWAT le aseguraron a Fetlock que eran capaces de resolver la situación de forma pacífica.
Desde lo alto del muro, Clara observó la prisión, a la cual, afortunadamente, le faltaba ya poco para recuperar la normalidad. Había habido muchas muertes y mucho sufrimiento, pero por suerte todo había terminado.
Más o menos.
Eran las cinco en punto, constató Clara después de echar otro vistazo a su reloj. Las veintitrés horas de plazo habían llegado a su fin. Faltaba aún una hora para el amanecer. Se suponía que a aquella hora debía ya estar muerta. Clara se estremeció al pensarlo.
Fetlock y Glauer subieron por las escaleras jadeando y resollando. Clara los había llamado y les había dicho que había algo que tenían que ver, aunque no estaba segura de cómo debía presentárselo. En su condición de experta en análisis forense, había tenido que encargarse de echarle un vistazo a todos los cadáveres, incluido el de Malvern. Fetlock no parecía estar muy seguro de lo que esperaba encontrar, pero un análisis final de los cadáveres formaba parte de la investigación, y él era un hombre que lo hacía todo según las normas.
—Ha estado aquí —les dijo Clara a los dos hombres, que la miraban con expectación—. Laura, o sea, Caxton ha estado aquí.
Una cuerda improvisada colgaba por la parte externa de la pared, atada por un extremo a una de las ventanas de la torre de guardia. En realidad, la cuerda estaba formada por una retahíla de correas de contención unidas entre sí y era lo bastante larga como para llegar de sobra hasta el suelo.
—La mayoría de las unidades policiales se encontraban en el interior de los muros de la prisión y las que seguían fuera estaban demasiado ocupadas persiguiendo a las fugitivas. Caxton debe de haberse escondido en el bosque tras descender por el muro en este punto. Ha tenido por lo menos dos horas para escapar.
—La encontraré —dijo Fetlock—. En eso, por lo menos, los marshals somos eficientes.
Glauer miró fijamente a su jefe, pero no dijo nada. ¿Qué iba a decirle? Laura era una fugitiva de la justicia. Si hubiera regresado a su celda y se hubiera limitado a esperar a la llegada de la policía, a lo mejor podrían haberse olvidado de todo. Entonces podría haber terminado de cumplir su condena tranquilamente, mientras esperaba a que la dejaran salir. Pero ahora era un problema, iban a tener que perseguirla, arrestarla y juzgarla de nuevo. Y le caería otra sentencia. Fetlock nunca iba a dejar que se saliera con la suya. No era de ésos.
—Pero ¿por qué ha huido? —preguntó Glauer, confuso—. No lo entiendo. ¡Pero si todo había terminado! Los vampiros han muerto. ¿Por qué se ha metido en este lío?
Clara sabía que Glauer había sido el encargado de acabar con Forbin. El grupo del SWAT que dirigía había encontrado a dos personas enredadas en una alambrada. Aunque inicialmente parecía que ambas intentaban liberarse, Glauer había tenido el aplomo suficiente para constatar que una de las dos personas estaba muerta y que la otra era en realidad una vampira, a la que se había cargado sin mayores contemplaciones. A veces uno tenía suerte.
Clara carraspeó.
—En realidad yo quería mostrarles otra cosa. El cadáver de la vampira está en esa torre de ahí.
Los llevó hasta la torre y, durante el trayecto, estuvo calibrando sus siguientes palabras.
—Me gustaría hacerle una autopsia exhaustiva a la directora.
—¿Por qué? —preguntó Fetlock—. Ya ha realizado una identificación positiva basada en su aspecto y su uniforme. A mí me parece que el caso está cerrado. ¿Es usted consciente de las ganas que tengo de cerrar de una vez este caso, agente especial Hsu?
—Sí, señor. Y le aseguro que ni el agente especial Glauer ni yo misma tenemos menos ganas que usted. Sin embargo, el cuerpo de la directora era casi irreconocible. Su rostro y sus manos han sufrido quemaduras de cuarto grado, por lo que ha sido imposible identificarla a partir de las huellas dactilares o incluso los registros dentales. Me gustaría comprobar si es posible llevar a cabo un análisis de ADN.
—Como quiera —respondió Fetlock—. Yo no veo qué necesidad tiene, pero si a usted la hace feliz... Aunque, ¿puede decirme por qué cree que ese cuerpo no corresponde a Augusta Bellows?
—Creo que Malvern nos ha estado engañando desde el principio —dijo Clara—. Creo que nunca tuvo intención de ocupar la prisión durante mucho tiempo y que tampoco esperaba que sus nuevas vampiras sobrevivieran. Creo que cuando vino aquí buscaba algo más que sangre fácil y reclutar nuevos efectivos.
—Bueno, evidentemente vino aquí por Caxton —dijo Fetlock—. Quería vengarse de ella, pero le ha salido el tiro por la culata.
—Es posible, señor, pero quisiera asegurarme. Permítame que le muestre por qué.
Clara los llevó al interior de la torre. Los cadáveres seguían en su sitio. Más tarde llevaría a cabo un examen en profundidad, pero de momento quería esperar hasta poder regresar a la torre con una cámara y documentar la escena. Tenía que hacerlo antes de que el mensaje final de Laura quedara destruido.
El suelo estaba lleno de los restos del proyector destrozado: fragmentos de cristal y esquirlas de espejo. Laura había dispuesto las piezas para formar tres palabras. No disponía de ningún utensilio normal para escribir su mensaje, pero como buena prisionera se las había apañado con lo que tenía. El mensaje era muy breve y simplemente decía:
NO ES ELLA
Una flecha señalaba el cuerpo de la vampira.
—Oh, vamos —dijo Fetlock con gesto disgustado—. Le falta un ojo, lleva el mismo camisón. Es cierto, está mucho más... en forma que otras veces, pero eso es tan sólo porque ha tomado mucha sangre. Tiene que ser Malvern. ¡Tiene que serlo!
La última vez que Clara había visto a la directora, a ésta le faltaba también un ojo; el izquierdo, lo mismo que a Malvern. Era perfectamente posible que se hubiera suicidado antes de la puesta de sol y que los engendros la hubieran metido en un ataúd: nadie la había visto desde que había abandonado el despacho. Clara recordaba que Bellows había llamado a Guilty Jen y que, poco después, se había oído un disparo. No era descabellado pensar que se tratara de Bellows al quitarse la vida, el último paso necesario para que la maldición se consumara y se convirtiera en una vampira.
En cuanto a Malvern, era probable que hubiera abandonado la prisión mucho antes de que la policía hubiera acordonado el perímetro. De hecho, podía haberse largado incluso antes de la puesta de sol del día anterior, justo después de mandar el mensaje de las «23 horas». Clara se había preguntado por qué el mensaje era tan breve, pero ahora comprendía que no tenía por qué tener ningún un significado concreto. Así, por ejemplo, podía querer decir que 23 horas después de su emisión Malvern sería una vampira libre. Y que estaría lejos, muy lejos de la prisión.
Para ello, podía haber dejado que la directora ocupara su lugar, que actuara y hablara como ella y que llevara su viejo camisón. Las dos podrían haber tramado el plan con mucha antelación. Bellows deseaba convertirse en vampira a toda cosa. A cambio, Malvern le habría pedido que fingiera ser ella y que se encargara de matar a Caxton. Pero Bellows no habría sabido nada de la pistola cargada que sus engendros habían dejado en el lugar apropiado, la última traición del plan de Malvern.
Y había estado a punto de salirse con la suya.
Al fin y al cabo, si Laura Caxton, la cazadora de vampiros más famosa del mundo, afirmaba haber acabado con Justinia Malvern, ¿quién iba a dudar de su palabra? Fetlock cerraría el caso y la caza de Malvern se daría por terminada. Y eso era exactamente lo que deseaba la vampira: que la policía dejara de vigilar todos sus movimientos y de tenderle trampas. Así, Malvern podría ocultarse a urdir sus planes, a la espera del momento apropiado para volver a atacar. Tal vez después de que todos estuvieran muertos.
Era el plan perfecto.
Y, viendo la cara de Fetlock, Clara no estaba segura de que no hubiera dado resultado. El marshal la observaba con una mirada de escepticismo.
—¿De veras espera que me crea la palabra de Caxton, sin más, cuando todas las pruebas apuntan en otra dirección? En cuanto a mí, Malvern está muerta. Caso cerrado. Y si está muerta, eso quiere decir que los vampiros se han extinguido y que nosotros hemos ganado.
Por su cara, resultaba evidente que se negaba a aceptar cualquier otra posibilidad. En otras palabras, que Malvern había vuelto a ganar.
Laura ya sabía que ésa sería su reacción. Por eso había huido.
Porque aquello no había terminado.
Agradecimientos
Me gustaría dar las gracias a todas las personas que me han ayudado a escribir este libro, pero muchas me han pedido que no cite sus nombres, pues eso podría acarrearles problemas en sus lugares de trabajo o, peor aún, en los lugares donde viven temporalmente. Quiero expresar mi agradecimiento hacia Byrd Leavell y Carrie Thornton, sin quienes este libro jamás se habría hecho realidad, y a Julian Pavia, que ha realizado una gran labor editándolo. Si el libro resulta poco satisfactorio en algún sentido, será porque yo no escuché lo que me decía con la debida atención. Como siempre, estoy en deuda con Alex Lencicky y con mi mujer, Elisabeth Sher, por su paciencia.
23 horas
David Wellington
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal)
Título original: 23 Hours
© del diseño de la portada, Departamento de Diseño, División Editorial del Grupo Planeta, 2011
© de la imagen de la portada, Simone Van Den Berg, 2010
© David Wellington, 2009
© de la traducción, Carles Andreu Saburit y Maria Riera Velasco, 2011
© Editorial Planeta, S. A., 2011
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Primera edición en libro electrónico (epub): julio de 2011
ISBN: 978-84-450-7854-9 (epub)
Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L. L.
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Notas