DOMINGO SANTOS

LOS DIOSES DE LA PISTOLA PREHISTÓRICA

LOS DIOSES DE LA PISTOLA PREHISTÓRICA

Y los hijos de Dios se unieron

con las hijas de los hombres...

(Génesis 6-4)

El hallazgo del campo arqueológico de Gourdon, al sur de Francia, cerca de los Pirineos, causó enorme sensación en torno al mundo. El habitat ocupaba una extensión de regular importancia a la orilla de lo que en otros tiempos había sido un lago, y que ahora había desaparecido, quedando tan sólo el río que le diera origen. Las excavaciones mostraron las huellas de un poblado prehistórico cuya antigüedad se determinó en doce mil años, en pleno paleolítico superior, concretamente en el período magdaleniense. El examen de los restos reveló hechos tan sorprendentes como el dominio por parte de sus antiguos habitantes de técnicas tan sorprendentes como la canalización del agua, la agricultura racional, la ganadería, la caza con arco y flecha, y otras muchas artes y materias que no correspondían en absoluto a su época.

Estos descubrimientos sumieron en la mayor perplejidad a todos los eruditos de la época. Pero lo que causó más sensación fue a todas luces el hallazgo, entre multitud de fetiches y objetos de culto, de unas extrañas estatuillas, y de los restos de lo que había sido, sin lugar a dudas, una pistola protónica.

1.

El hombre estaba recostado plácidamente en un sillón anatómico, fumando con evidente placer una apestosa pipa. Ante él, recostado también en otro sillón, otro hombre, maduro ya, pero con los ojos brillantes todavía por el espíritu de la juventud, le observaba. A un lado, sumidos en una semipenumbra disipada apenas por las llamas de la chimenea y la única luz de una lámpara de pie, otros dos hombres aguardaban.

El doctor Franz Grueber, galardonado dos veces con el Gran Premio de las Naciones, cinco veces mencionado por Servicios Distinguidos a la Humanidad, poseedor de la Medalla del Honor, de la Gran Cruz del Mérito, y de un par de docenas más de condecoraciones de menor categoría; la autoridad máxima en cuestiones de arqueología, paleontología y etnología en todo el mundo, y uno de los descubridores del campo de Gourdon, se quitó la pipa de la boca y miró a su interlocutor.

—Y ésta es la cuestión, profesor — dijo —. En otras circunstancias, el rompemos la cabeza haciendo miles de cábalas hubiera sido nuestra única solución. Ahora le tenemos a usted. Tal como están las cosas, nuestro único recurso es solicitar su ayuda. ¿Qué contesta a nuestra petición?

El profesor Henri Robertson, ante él, movió dubitativamente la cabeza. En su rostro se reflejaba la indecisión.

—Vamos a ver — dijo —. Si no he entendido mal, lo que usted quiere, ante la imposibilidad de resolver desde aquí el enigma de Gourdon, es ir directamente allá e investigarlo sobre el terreno, ¿no es así? Y para ello quiere contar con mi colaboración, y la de mi máquina.

—Exacto, profesor.

—¿Y qué tienen de importante las excavaciones de Gourdon para la humanidad?

El doctor Grueber se removió en su silla.

—¡Oh, profesor, usted lo entiende perfectamente! Hasta ahora, la prehistoria ha sido un gran enigma para nosotros. Muchos se han preguntado cómo de unas tribus completamente salvajes, como las prehistóricas, pudieron nacer en poco tiempo culturas tan impresionantes como las sudamericanas, china y egipcia. Incluso se ha llegado a hablar de misteriosos maestros que enseñaron a los hombres, salvajes aún, las técnicas que ellos dominaban.

"Ahora, de repente, nos topamos con algo sorprendente. No son ya, como en otras ocasiones, adelantos técnicos incomprensibles. Se podría hallar alguna explicación a la canalización del agua, al dominio de la agricultura, a todo esto. Pero hay dos hechos incomprensibles: primero, los restos de una pistola protónica. Y segundo, unas estatuillas. Mire esto.

El doctor llevaba en sus manos un pliego con algunas fotografías en gran tamaño. Lo pasó al profesor, y éste se acercó a la luz para verlo mejor.

—Observe bien estas fotografías — dijo el doctor Grueber —. Aunque el paso del tiempo ha destruido casi completamente la pistola, el largo cañón, el depósito atómico y la culata son inconfundibles. Observe por otro lado estas estatuillas. Están hechas de piedra, y por esto se han conservado mejor. Véalas bien. Ellos les llamarían dioses, enviados del cielo, lo que quiera. Pero son imágenes de hombres, hombres de una cultura tan avanzada como la nuestra, aunque hayan sido vistos por la mente supersticiosa y mítica de unos salvajes ignorantes. Hasta ahora, otros misterios como éste, las pinturas del Tassili, los mapas de Piri Reis, los monumentos de la isla de Pascua, las figurillas de Honso, han quedado en la más completa incógnita. Ahora, por primera vez, nos hallamos con algo concreto. Sabemos dónde sucedió, y cuándo. Y podemos ir hasta allá.

El profesor Robertson se reclinó nuevamente en su sillón, dejando las fotografías sobre la mesa.

—Voy a serle franco, Grueber — dijo —. Hace ocho meses que realicé las primeras experiencias con mi esfera. Al principio era sólo una utopía, luego se convirtió en una posibilidad, y finalmente fue un hecho concreto. Pero mi aparato se encuentra aún en fase experimental. Desde que se hicieron públicos los primeros resultados de mis experiencias he recibido multitud de demandas, proponiéndome las expediciones más asombrosas, algunas proponiéndome incluso negocios segurísimos, de cuyos beneficios me ofrecían el cincuenta por ciento. No comprenden que todo esto es mucho más serio de lo que ellos piensan, y que construir una máquina para viajar por el tiempo es algo más que jugar a la ciencia-ficción. Hasta el presente no he ido más allá de los cinco años en el pasado, y aún con miedo y en plan experimental. Y ahora usted me propone ir doce mil años atrás, a una época llena de peligros, y realizar una observación directa.

—¿Hay acaso algo que impida hacerlo? Robertson suspiró.

—Teóricamente, nada. Pero pueden ocurrir muchas cosas allá. Mi máquina no es de funcionamiento exacto, y sólo puedo ofrecer como garantía un máximo de un diez por ciento de error. Pero un diez por ciento de doce mil años son mil doscientos años en cada sentido, y esto es mucho tiempo. Hace muchos años que nos conocemos, Grueber, y sé que antes de venir aquí habrá estudiado hasta la saciedad todos los detalles. Pero no le veo al asunto la importancia capital que usted quiere darle.

—¿No la ve? — Grueber se semilevantó de su asiento, echando con su cuerpo todo su corazón hacia adelante —. Usted no puede decirme esto, Robertson. Sabe muy bien lo que puede representar para la humanidad en pleno el poder demostrar que otros seres de allende el espacio nos han visitado, aunque haya sido en nuestra prehistoria. ¿Imagina lo que puede llegar a ser para nosotros el demostrar que nuestra cultura, nuestra flamante cultura, es de origen ultraterrestre, y nos fue inculcada durante nuestra infancia histórica por seres que han dejado una huella palpable de su paso? ¿Sabe lo que puede representar el conocer a estos seres y saber de dónde vinieron? Ignoramos el porqué de su llegada, y el porqué también de su marcha. ¿Sabe lo que significaría para nosotros poder desvelar esta incógnita?

Robertson movió dubitativamente la cabeza.

—Usted no cree en todo esto, ¿verdad, profesor? — dijo uno de los hombres sumidos en la penumbra.

—La verdad — dijo Robertson —, no. Cuando oigo a alguien hablar de platillos volantes no puedo por menos que echarme a reír. Quizá porque soy demasiado científico, pero pienso que estamos solos en el Universo, o de otro modo ya lo hubiéramos sabido.

—¿Y las ruinas de Gourdon? — dijo Grueber —. ¿Y tantas otras pruebas?

—Existirá otra explicación. Siempre existe otra explicación.

Hubo un largo silencio. El doctor Grueber miraba atentamente a las llamas de la chimenea. De pronto, una idea pasó por su cabeza, y aquella idea le hizo sonreír. Se dirigió nuevamente a Robertson.

—Está bien — dijo —. Hagamos pues una apuesta. Usted no cree que en Gourdon quedó para nosotros la huella de una civilización extraterrestre que vino a nuestro planeta. Yo estoy convencido de ello. Sólo hay un medio de averiguarlo hoy: su esfera. Le ofrezco su satisfacción personal a cambio de la mía. Se ha hablado mucho de seres extraterrestres, de civilizaciones desaparecidas y de maestros venidos del cielo. Ahora podemos confirmar o destruir este mito. Hagámoslo. Convirtamos este hallazgo en un símbolo. Si usted halla alguna otra explicación lógica al misterio de Gourdon que no sea la presencia de seres extraterrestres, declararé públicamente su razón y mi error. Si en cambio soy yo quien puede demostrar con pruebas mi teoría, será usted quien rectificará su error. ¿Acepta?

El profesor Robertson se inclinó hacia adelante. —Esto es casi una coacción — dijo —. Usted quiere que yo me sienta herido en mi amor propio y conseguir así sus propósitos.

—Tal vez sea así — dijo Grueber —. Pero usted tiene también su oportunidad. Usted mismo ha declarado que no hay ningún impedimento teórico para que su máquina no pueda ir hasta allá. Hasta ahora sólo se han realizado pruebas experimentales. Alguna vez ha de lanzarse a la prueba definitiva. ¿Por qué no en esta ocasión, y allí?

—La época es peligrosa. ¿Y si somos atacados por un dinosaurio?

—En la época donde sería preciso ir no existen ya los dinosaurios — dijo suavemente uno de los dos hombres sumidos en la penumbra.

—Bien, es lo mismo — rezongó el profesor —; cualquier otro animal semejante. Pueden ocurrir mil y un accidentes en un terreno tan salvaje como aquél.

—¿Es que acaso tiene miedo, Robertson? — dijo Grueber.

Robertson se envaró.

—Por supuesto que no — dijo —. Nunca lo he tenido.

—¿Entonces?

Hubo un largo silencio. Los ojos de Robertson brillaban ahora tanto como los de Grueber.

—Está bien — dijo al fin, con decisión —. Usted gana, Grueber. Acepto el trato. Pero si soy yo quien tiene razón, le advierto que voy a hundirlo con el descrédito.

—De acuerdo — dijo Grueber. Se sentía feliz de haber conseguido sus propósitos —. Completamente de acuerdo. ¿Cuándo iniciamos el viaje?

—Déme tres meses de tiempo para poner a punto la esfera. Luego, cuando usted quiera.

—Muy bien. Tres meses, pues. Ustedes, caballeros — se volvió hacia los dos hombres sumidos en la penumbra —, son testigos. Dentro de tres meses iniciaremos la expedición. Y yo, o el profesor Robertson, podremos decir a todo el mundo quién de los dos tuvo siempre razón.

La noticia de los preparativos de una expedición que iba a ir directamente al paleolítico superior, retrocediendo doce mil años en el tiempo, para hallar el origen de unos hechos incomprensibles, recorrió como un reguero de pólvora toda la prensa mundial. Eran dos noticias sensacionales que se unían en una sola. La máquina de Robertson — la fabulosa máquina de Robertson, como la había calificado la prensa internacional —, que hasta entonces sólo había realizado pruebas más bien especulativas, iba a iniciar ahora su primera y decisiva prueba directa. Y las estatuillas y la pistola protónica prehistóricas iban a desvelar su secreto, y a revelar de una vez por todas el misterio de unas interferencias extraterrestres que, nadie lo dudaba ya, habían ocurrido en la Tierra cuando el hombre era aún apenas un recién nacido sobre la faz de su planeta.

Grueber era un hombre de ideas prácticas. Y así como, cuando descubrió el enigma de Gourdon, pensó inmediatamente en Robertson y su máquina como la más directa solución al misterio, ahora, que ya había conseguido la colaboración de éste, todos sus esfuerzos se dirigieron a preparar todos los detalles de la futura expedición.

El primero era, por supuesto, el dinero. Grueber confiaba que, después de la buena prensa que había tenido, no sería ninguna dificultad el obtenerlo. Tras una serie de gestiones encaminadas a tal fin, consiguió sin gran esfuerzo que la Fundación Nacional Americana para la Investigación Científica le ofreciera una importante subvención, a la que se unieron otras aportaciones menos cuantiosas de diversas sociedades oficiales y particulares. Con estas subvenciones, Grueber empezó a hacer los preparativos: encargó un equipo especial a la firma Hobson & Hobson de Londres, primera casa especializada en armas de cualquier clase, y toda clase de impedimenta necesaria — tiendas, mochilas, trajes, relojes — a diversos proveedores, cuidadosamente elegidos después de un concienzudo estudio.

Pero un problema lo representaban los futuros colaboradores. Robertson advirtió que no más de cinco personas podían ir en su esfera, por lo que, descontando al propio Robertson y a él mismo, sólo podían elegir tres hombres más. Era preciso, pues, hallar un buen equipo colaborador, reducido pero selecto, y que al mismo tiempo satisfaciera tanto a Robertson como a él mismo. Durante no pocos días fueron barajados incontables nombres, y desechados algunos por no ser gratos a Robertson, otros por no ser gratos a él mismo, y otros finalmente por no ser gratos a ninguno de los dos. Al fin, sólo quedaron cinco nombres aceptables desde todos los órdenes, y de estos cinco fueron escogidos los tres mejores. Grueber quedó satisfecho de la elección.

En primer lugar se encontraba Rudolf Quaterman, uno de los más expertos cazadores profesionales de todo el mundo, que parecía haber heredado con su nombre las cualidades de su homónimo literario Allan. Era un hombre alto, espigado, de mirada profunda, mejillas hundidas y salientes pómulos. No se le concebía sin traje de cazador, sin salacot y sin un rifle a la espalda. Se decía de él que había llegado a cazar más de quinientas piezas de gran alzada, lo cual era un récord en aquellos tiempos en que la caza mayor escaseaba más que los tréboles de cuatro hojas. No le importaba en realidad el problema de Gourdon, por lo que Grueber lo calificó como neutral. Aceptó, por supuesto, la proposición de Grueber, ya que aquello le daría una oportunidad que nadie antes de él había tenido nunca: la de ir a cazar animales prehistóricos, directamente sobre el terreno. Para un cazador profesional, esto es la máxima gloria que puede ofrecérsele.

El segundo, Pierre Hortzst, era un hombre bajo, rechoncho, de prominente barriga, cortas piernas y cabeza de melón. Pese a todo lo cual estaba considerado como una de las mayores autoridades mundiales en el estudio de las civilizaciones antiguas, principalmente las prehistóricas. Su frase típica, que se había hecho famosa en todo el mundo, era: Dadme un hombre prehistórico, y os diré hasta las veces que le han dolido los juanetes en su vida. No creía en esas paparruchadas de seres extraterrestres y maestros venidos del cielo, por lo que Robertson exigió casi que figurara su nombre en la expedición. Grueber rezongó un poco, pero al fin acabó aceptando, ya que su colaboración les sería de gran utilidad. Aunque imaginó que su presencia iba a traerle más de un problema.

El tercer miembro era el más joven de la expedición. Contaría apenas veinticinco años, pero su fama de criptólogo había trascendido a todo el mundo, situándolo en el primer puesto de su especialidad. Se había dedicado preferentemente a las antiguas escrituras incas y mayas, logrando descifrar textos considerados hasta entonces como indescifrables. Sus estudios en Sudamérica le habían llevado a una conclusión que él consideraba definitiva: seres de otros planetas habían descendido en la antigüedad sobre el continente, y habían dado a los salvajes una cultura y una educación cuyas huellas aún podían apreciarse actualmente. ¿Ha visto usted alguna vez desde el aire las figuras de Nasca?, preguntó en una ocasión a un locutor que lo entrevistaba. No. Entonces, ¿cómo puede afirmar que en otros tiempos no pusieron las plantas sobre nuestro planeta ninguna clase de seres extraterrestres? Robertson intentó rechazarlo por su desmedido apasionamiento en probar sus teorías, pero Grueber le hizo ver que, si entraban en contacto con tribus prehistóricas, necesitarían a alguien capaz de descifrar su lenguaje, por elemental que fuera. Robertson transigió, pues, aunque la cosa no le hizo demasiada gracia. Y Grueber se sintió más tranquilo. Ahora, las fuerzas estarían equilibradas: Anton Barly con él, Pierre Hortzst con Robertson, y Quaterman en medio de todos, pero susceptible a decantarse hacia uno u otro bando. La cosa quedaba en su sitio.

Los tres meses que Robertson pidió se convirtieron en cuatro, puesto que surgieron algunas dificultades en la máquina. Grueber y los demás visitaron en diversas ocasiones el hangar donde Robertson tenía su aparato, para llevarse una sorpresa al comprobar que la famosa máquina del tiempo no era más que una vulgar esfera de color plateado, de unos cinco metros de diámetro, y dividida en dos segmentos, el superior que era la cabina de mandos, y el inferior, donde se encontraba todo su mecanismo de gobierno. Robertson les explicó en una ocasión cómo funcionaba y bajo qué principios se basaba este funcionamiento, pero nadie entendió nada de lo que dijo. Quaterman preguntó si funcionaba de veras, y cuando hubo escuchado de labios de Robertson un ofendido claro que sí, ya no quiso saber nada más. Con aquello le bastaba.

Así, la partida fue fijada definitivamente para el día 28 de febrero. Los últimos días se pasaron en preparar y acondicionar todo el equipo, para darse cuenta, como sucede siempre, de que habían quedado olvidados algunos detalles, que tuvieron que ser realizados a toda prisa. Los periodistas de todo el mundo — la Fundación Nacional Americana para la Investigación Científica y las demás entidades que colaboraron financieramente en la expedición se dieron buena maña en que todo el mundo supiera hasta los más íntimos detalles — acosaron a los cinco hombres, y sus nombres y fotografías aparecieron en todos los idiomas Si hubieran sido hombres públicos les hubiera satisfecho aquella publicidad, pero como científicos les molestó más que les agradó aquella algazara en torno a sus nombres. Muchos periodistas quedaron desairados cuando se les dio con la puerta en las narices, y entonces escribieron pestes sobre la irascibilidad de los hombres de ciencia. Pero los cinco expedicionarios lanzaron un profundo suspiro de alivio al verse libres de aquel constante mosconeo, que les impedía trabajar a gusto.

El día veinticinco de febrero, a las cinco en punto de la mañana, la esfera del profesor Robertson fue cargada en un camión especial, para ser trasladada desde el hangar donde había sido revisada al punto de partida. Aunque la esfera era susceptible de convertirse en una especie de helicóptero, es decir, de volar como tal, el gasto de energía que esto representaba hacía preferible llevar por tierra el aparato hacia el lugar preciso de partida, lográndose así un ahorro considerable de energía.

Así pues, a las once de la mañana llegaba la esfera al atormentado paisaje de Gourdon, convertido después de las excavaciones en una criba. El cielo estaba claro y despejado, y el sol lucía radiante sobre sus cabezas. Hacía un cierto calorcillo, pese a la época, y el trabajo de bajar la esfera del camión — tarea que realizó personalmente Grueber, con ayuda de sus cuatro compañeros de expedición —les hizo sudar un poco, pese a llevar ya sus trajes especiales anticalor y antihumedad, adecuados al lugar que iban a visitar. A las once cuarenta y cinco la esfera quedaba definitivamente montada sobre su trípode de suspensión, y el camión se marchaba, después de haberse despedido su chófer de los cinco expedicionarios. Aunque el lugar y hora de partida se habían mantenido en el máximo secreto para evitar las molestias de una despedida pública, con banda de música y discurso, nadie pudo evitar la presencia de los consabidos periodistas y de algunos representantes de la Fundación, con ansias de lucir sus habilidades. Robertson opinó que el mejor camino a seguir era no hacerles caso. Aseguraron todos los bártulos en el interior de la esfera, comprobaron que todo estaba en su sitio, y entre los flashes de los fotógrafos, el zumbido de las cámaras y las emocionadas palabras de los representantes de la Fundación subieron al aparato. Cada uno de ellos se acomodó en su respectivo asiento, se sujetaron los cinturones de seguridad, y aguardaron. Robertson realizó la última comprobación en los mandos, cerró la compuerta hermética de entrada, y echó una ojeada a su alrededor.

—¿Todo listo?

Hubo cuatro signos de asentimiento. Robertson movió una palanca, y con un ligero zumbido la esfera se elevó lentamente en el aire. Allá abajo flotaron algunos pañuelos. Robertson mantuvo sujeta la palanca hasta que el altímetro marcó ciento cincuenta metros, y la soltó. Miró unos instantes hacia abajo, e hizo elevarse el aparato unos doscientos metros más. Miró de nuevo hacia abajo, y luego a sus compañeros.

—¿Listos? — volvió a preguntar.

Los cuatro hombres, instintivamente, contuvieron la respiración. Allá abajo, Gourdon era sólo una extensión acribillada de agujeros, donde se divisaban algunas motitas negras que se movían. Robertson fue ajustando todos los mandos, comprobó las coordenadas, que había situado anteriormente en su lugar, y revisó todos los indicadores. Retiró el seguro que inmovilizaba una palanca, y apoyó la mano sobre ella.

—Agárrense, pues — dijo.

Y tiró de la palanca hacia sí.

Fueron tan sólo unos breves segundos. Se oyó a su alrededor un fuerte ulular, que llegó hasta límites intolerables, para descender luego nuevamente hasta cero. Hubo un vértigo, un ligero vahído... y después nada. El aparato parecía no haberse movido en lo más mínimo.

"Bien — se dijeron todos —: el experimento ha fallado."

Se encontraban suspendidos en el aire, y a través de las lucernas de observación podía verse el cielo azul y limpio, iluminado por un esplendoroso sol. Pero bajo ellos el paisaje había cambiado totalmente. Ya no eran los geométricos rectángulos de cultivo, separados por construcciones de aspecto más o menos modernista, culebreantes autopistas y bosques de uniforme arbolado. Ya no era la acribillada superficie de Gourdon. Bajo ellos se divisaba una enorme extensión verde, un inmenso e intrincado bosque, con toda la apariencia de una selva tropical, y sin el menor vestigio de civilización humana. A lo lejos, unas azuladas montañas volcánicas, semiborradas por la bruma, levantaban sus picos como grandes dedos señalando directamente hacia el cielo.

"Bien — rectificaron todos —: el experimento no ha fallado, a pesar de todo."

—¿Qué ha pasado? — preguntó Grueber —. ¿Adónde hemos ido a parar?

—No lo sé — dijo Robertson, mirando a través de su lucerna —. No tengo ningún medio de saberlo, desde aquí. Pero si la esfera no ha funcionado mal (y no tengo ningún indicio de que así haya sido), debemos encontrarnos muy cerca del lugar señalado por usted en el tiempo, Grueber.

—No creo que sea así — dijo Grueber ¿Dónde está el lago que debería existir a nuestros pies? ¿Y el poblado cuyos restos hallamos?

—Bueno — observó Robertson —, hay un detalle que me he olvidado de precisar. Aunque la esfera se desplace a través del tiempo, independientemente de las otras tres dimensiones, no puede escapar completamente a su acción, y esto se traduce en un ligero movimiento de libración que la va desplazando de su lugar en el espacio, en dirección contraria a la rotación de la Tierra. En mis pruebas anteriores este desplazamiento era de poca intensidad, pero en doce mil años indudablemente ha de notarse.

Esto sin tener en cuenta que los continentes son también grandes masas flotantes, y que en nuestro presente no ocupan el mismo lugar que ocupaban doce mil años antes, es decir, nuestro ahora, si todo ha ido bien.

Los cinco hombres contemplaban el exterior a través de las lucernas, sintiéndose evidentemente impresionados. De pronto, Hortzst gritó:

—¡Hey, allí! ¡Miren allí!

Fueron sólo unos breves segundos. Una gran cabezota surgió de entre las copas de los árboles, miró rectamente al cielo, y lanzó un rugido que no llegó a los oídos de los cinco hombres, aislados dentro de la esfera. Era un animal grande, mucho más grande que los elefantes actuales, y de indudable apariencia reptilesca. Los cinco hombres sólo tuvieron tiempo de vislumbrar su cuello largo, su cabeza pequeña y aplastada, y su hocico medio de perro, medio de pato, antes de me la cabeza volviera a sumergirse entre las copas de los árboles. La quietud volvió por unos momentos a la selva.

—Algún superviviente de los grandes reptiles del terciario — dijo Grueber —. Parece, profesor, que su máquina ha funcionado correctamente.

—Mientras no nos encontremos realmente en el terciario — observó Hortzst —. Dígame, profesor.;Por qué hemos tardado tan poco tiempo en llegar hasta aquí?

—La transmisión temporal es siempre casi instantánea — dijo Robertson —, ya que no existe en ella el factor distancia en el sentido material que lo entendemos nosotros. El mismo tiempo tardaremos en ir a diez años de nuestro presente corno en ir a diez mil. Al menos, teóricamente.

—Todo esto es muy interesante, Robertson — dijo Grueber —, pero hay algo que me preocupa más que esto. ¿Cómo vamos a localizar el lago y el poblado, y cómo vamos a saber si realmente hemos llegado al tiempo que nos interesaba?

—Muy sencillo — dijo Robertson —. Para saber el tiempo, bastará esperar a que se haga de noche y estudiar las estrellas: la variación de sus posiciones con respecto a las de nuestro presente nos dirá con una aproximación de unos doscientos años la época en que nos encontramos.

—¿Y la localización del lago?

—Mucho más sencillo aún: por vía aérea. ¿No le parece elemental, querido doctor?

Grueber no respondió. Pero tuvo que admitir que Robertson había pensado, a pesar de todo, en todos los detalles.

Así, la esfera de Robertson empezó su búsqueda desde el aire del lago sobre el que, siglos más tarde, se encontrarían los restos arqueológicos de Gourdon. El profesor adaptó los mandos a vuelo normal, y un chorro lateral de energía hizo desplazarse a la esfera horizontalmente a través del aire, con un agudo silbido.

Sobresaltados por el ruido desusado, algunos animales, allá abajo, en la selva, levantaron la mirada para observar aquel extraño objeto que cruzaba los cielos sobre ellos. Y quizás algún hombre también.

2.

Barly depositó el último bulto en el suelo mientras Quaterman, con su inseparable rifle entre las manos, observaba a su alrededor con ojos de cazador atento. Robertson, a un lado, trazaba un grosero mapa topográfico de los alrededores, marcando el punto exacto donde se encontraban en la actualidad.

—Será preciso esperar a la noche — dijo a Grueber —, para hacer los cálculos a través de las estrellas y saber exactamente a qué distancia nos encontramos de nuestro presente. De todos modos, por la configuración actual del terreno, calculo que no andaremos muy descaminados. La orografía es muy distinta a la de nuestra época.

Les había sido fácil localizar el lago desde el aire, a unos trece kilómetros hacia el este del lugar donde habían aparecido. Justo en su orilla se divisaba un tosco poblado, y aquello hizo latir con más fuerza el corazón de Grueber. Hubieran llegado al tiempo que hubieran llegado, el poblado estaba aún allí, y no era aventurado presumir que la tribu que lo ocupaba era la misma que había tenido en su poder los objetos hallados en Gourdon. Grueber propuso descender directamente sobre el lugar, pero Quaterman, hombre precavido al fin, opinó que sería más prudente llegar por tierra y sin hacer demasiadas ostentaciones de su poder. Los demás estuvieron de acuerdo con su aseveración, y decidieron, pues, descender a unos kilómetros del lugar, buscando un sitio apropiado para ocultar fa esfera, y hacer el último trecho de camino a pie, a través de la selva. Hortzst recordó haber visto cerca de allá un montículo rocoso en cuya ladera había algunas grutas, y aunque Robertson expresó el temor de que fuera la guarida de algunos animales, decidieron aventurarse a ir allá. Las cavernas resultaron ser idóneas para sus fines, pues eran inaccesibles desde tierra para los animales de gran alzada.

Escogieron una oquedad fácil de distinguir de las demás desde el exterior, y Robertson condujo la esfera hasta allá, no sin asustar a una bandada de pequeños pájaros que anidaban en su interior. Como medida suplementaria de precaución, Robertson instaló cuatro proyectores de energía repulsiva cruzados a la entrada, para evitar cualquier desagradable intromisión. Sacaron toda su impedimenta, y Robertson se creyó en la obligación de bautizar el lugar donde estaban con un nombre alegórico: colina horadada de Robertson.

Eran casi las dos de la tarde, según averiguó Quaterman a través de la observación solar. Era curioso pensar que en un viaje como aquél a través del tiempo podía salirse a media tarde para llegar apenas iniciada la mañana, sin necesitar más de veinte segundos en el viaje, ya que los dos tiempos eran por completo independientes. El hecho de no tener más comprobación que la observación directa para constatar la exactitud de la fecha de llegada era un inconveniente, pero en esta ocasión no tenía importancia, ya que Grueber tampoco podía dar una exactitud matemática a la antigüedad del campo arqueológico, y un error de hasta quinientos o seiscientos años era posible, teniendo en cuenta que no sabían cuántas generaciones estuvieron los objetos fruto de su investigación — las estatuillas y la pistola — pasando de mano en mano antes de quedar sepultadas, ni siquiera si habían permanecido siempre allá. De todos modos, aquél era tan sólo un primer viaje de tanteo; si observaban que se habían equivocado, todo sería cuestión de ir realizando pequeños saltos en el tiempo, hacia delante o hacia atrás, hasta encontrar el punto preciso.

Grueber decidió emprender el camino hacia el lago inmediatamente, en contra de la opinión de Hortzst, que creía más prudente esperar a la mañana siguiente y pasar la noche junto a la esfera. Tras una rápida votación se decidió emprender la marcha al momento, en la confianza de poder llegar al poblado salvaje antes del anochecer. Cargaron sus mochilas y emprendieron la marcha.

El descenso de la colina fue lento, pero no peligroso. A su pie la selva empezaba abruptamente, de modo que la colina parecía como si fuera un gran dedo de piedra que apuntara hacia el cielo, emergiendo materialmente de la selva. Cuando llegaron a ella, los árboles les ocultaron bruscamente y por completo la visión, y con ello cualquier punto de referencia. Sabían que para llegar al lago tenían que pasar un leve declive montañoso, y cruzar el mismo río que iba a desembocar en el lago, para seguir después su curso. Robertson sacó su brújula, que a partir de aquel momento iba a ser su único guía. Todos tomaron sus rifles y, instintivamente, se los pusieron bajo el brazo, con el dedo cerca del gatillo en previsión de cualquier sorpresa. Y se adentraron en la húmeda y lujuriante vegetación cuaternaria.

Los árboles alcanzaban allí alturas extraordinarias, de hasta veinte metros y más. Abundaban las coníferas, y el suelo estaba cubierto de un mullido y húmedo manto vegetal, formado por musgo e infinidad de pequeños hongos de las más diversas clases. Grueber y Barly se colocaron en primer término, empuñando sus machetes para abrirse camino entre la maleza. Detrás iban Robertson y Hortzst, el primero con la brújula en la mano para observar la dirección seguida, y cerrando la marcha Quaterman, con el fusil dispuesto a disparar al menor síntoma de peligro.

A su alrededor tan sólo se oían los ruidos propios de la selva: graznidos y aullidos, el susurrar del viento entre las ramas, rumor de pisadas desconocidas... un sonido característico e inconfundible, que a Quaterman le sonaba tan familiar como el zumbido del renovador automático de aire de su casa. En los escasos claros que dejaba la vegetación podía verse el cielo y el brillante sol, arrojando torrentes de luz entre los árboles. Cuando esto no ocurría, una semipenumbra húmeda y pegajosa les rodeaba, haciendo que los trajes anticalor y antihumedad fueran insuficientes para mantener sus cuerpos secos.

Tras las dos primeras largas horas de marcha, llegaron al río, ancho y caudaloso. A su orilla surgió una discusión, pues Hortzst era del parecer de seguirlo hasta el lago sin atravesarlo, mientras Robertson prefería pasarlo antes y seguir por la otra orilla, alegando que el poblado se encontraba precisamente del otro lado, y Grueber abogaba por seguir el camino en línea recta a través de la selva para ganar tiempo, ya que aunque siguieran el curso del río, que daba una amplia vuelta, tendrían que internarse igualmente en la selva, pues en la mayor parte de los tramos los árboles llegaban hasta la misma orilla e incluso algunos se hundían en el agua. Tras una infructuosa discusión, Quaterman propuso una solución de compromiso: la de cruzar el río, descansar en la otra orilla, donde un pequeño meandro formaba una explanada arenosa de regular tamaño libre de árboles, y allí discutir en la práctica el mejor camino a seguir. La idea fue aprobada por unanimidad, pues todos se encontraban cansados de la marcha. Hincharon el bote neumático, y lo metieron en el agua.

A mitad de camino, justo en el centro de la corriente, Quaterman divisó en el cielo un gran pájaro, que creyó identificar como un pterodáctilo. Hortzst negó que lo fuera, alegando el hecho incuestionable de que los pterodáctilos tenían que haberse extinguido ya por aquella época, además de que el animal visto era más pequeño que uno de estos reptiles voladores, y por otro lado tenía plumas. Los dos hombres se enzarzaron en una apasionada discusión, que aún proseguía cuando llegaron a la otra orilla y recogieron el bote, deshinchándolo, plegándolo y metiéndolo de nuevo en su funda especial.

Fue en el preciso momento en que Hortzst empezaba a acumular pruebas eruditas e irrebatibles en favor de su teoría, cuando sonó el primer grito

Los cinco hombres se inmovilizaron en seco, prestando una repentina atención a la selva. No cabía ninguna duda de que se había tratado de un grito humano; es más, todos habrían podido jurar que les había parecido un grito de mujer. Y muy cerca de ellos además.

Se consultaron silenciosamente con la mirada. Cerca de ellos se oyó un fuerte rumor de hojas removidas. Quaterman preparó el rifle y se lo llevó a la cara. Pero lo que salió de entre la espesura no fue un animal, sino una mujer.

Era una salvaje. Apareció en el claro corriendo, como si huyera de algo. Dio unos cuantos pasos por la pequeña playa, y entonces vio al grupo. Se detuvo en seco, tan en seco que estuvo a punto de perder el equilibrio y caer, y sus ojos se desorbitaron en un gesto de terror. Durante una fracción de segundo permaneció inmovilizada allí, por su mismo miedo, mirando fijamente a los cinco hombres. Luego hizo ademán de huir.

—¡Agárrenla! — gritó Grueber —. ¡No la dejen escapar!

Barly era el miembro más joven y vigoroso del grupo, y el de reflejos más rápidos también. Se lanzó tras la salvaje, que, dominando un nuevo e inarticulado grito de terror, intentaba ganar de nuevo la selva por el mismo punto. Por unos instantes pareció que iba a lograr su propósito, pero Barly era también veloz. Cuando estuvo tan sólo a unos metros de distancia se lanzó contra ella en plancha, asiéndola como pudo por los tobillos. No pudo evitar el que uno de los duros talones desnudos de la mujer le diera un fuerte golpe en la cabeza, pero consiguió al menos lo que se proponía: hacerla caer al suelo e impedir así su huida.

Ella se revolvió como una fiera; en realidad, era una fiera. Barly estaba todavía levantándose cuando ella ya estaba de nuevo en pie, y lanzaba con violencia su pierna derecha contra su rostro. Tuvo el tiempo justo de apartar la cabeza antes de que el pie hiciera impacto contra su cara, y en un movimiento casi instintivo la agarró a su paso, tirando de ella hacia arriba. La salvaje perdió el equilibrio y cayó nuevamente al suelo de espaldas. Barly no desaprovechó la ocasión, y se le lanzó encima.

No era ocasión de ir con cumplidos: Barly sabía que debía sujetarle las manos lo antes posible, si no quería que le sacara los ojos. La salvaje dejaba escapar inarticulados rugidos de furor mientras se revolvía, forcejeando desesperadamente por liberarse. Barly logró sujetarle un brazo, y recibió a cambio un mordisco en el hombro que a pesar de la resistencia del traje le desgarró la carne. Furioso, le asestó un revés en el rostro, y como respuesta recibió un rodillazo en el estómago que le cortó la respiración. Se dio cuenta de que aquello era peor que un gato montés. Aprovechó un momento en el que se le presentó una buena oportunidad, e hizo girar violentamente la mano que sujetaba el brazo de la salvaje. Ella lanzó un rugido de dolor, y tuvo que hacer una violenta contorsión, volviéndose de espaldas, para evitar la dislocación del miembro.

Aquello era lo que estaba esperando Barly. Le sujetó con rapidez el otro brazo, al tiempo que le pasaba el suyo por el cuello y apretaba fuertemente su garganta, inmovilizándola contra sí. Aguantando estoicamente las incesantes patadas a las espinillas que ella le prodigaba, gritó, por encima de sus rugidos furiosos e inarticulados:

—¡Pronto, una soga!

Los demás se habían hecho cargo ya de la situación. Apenas habrían transcurrido unos quince segundos desde que la mujer apareciera en el claro. Quaterman trajo con rapidez una cuerda del equipo. Barly arrojó bruscamente a la salvaje de espaldas al suelo, colocándole los brazos a la espalda, y arrodillándose sobre sus riñones para impedir que pudiera levantarse. Quaterman tardó tan sólo unos segundos en atarle los brazos a la espalda, en un nudo de experimentado cazador. Barly se levantó, jadeante.

—¡Uf! — murmuró —. ¡Es peor que una pantera!

La salvaje había hecho una violenta contorsión, sentándose en la arena, e hizo ademán de levantarse. Quaterman le dio un empujón, haciéndola caer de nuevo al suelo. Esta vez ella no intentó levantarse de nuevo, limitándose a apoyarse sobre un codo y mirar fijamente a los cinco hombres.

Entonces pudieron examinarla a su gusto. En realidad, no era todavía una mujer, sino apenas una chiquilla. Su edad oscilaría entre los catorce y los dieciséis años, aunque no se podía determinar con precisión, pues aunque era pequeña de estatura y de rostro aniñado, su cuerpo estaba desarrollado como el de una mujer. Era claramente braquicéfala, de rostro oval, ojos rasgados, labios carnosos pero no gruesos y nariz pequeña y respingona. No era exactamente de raza blanca, aunque no pertenecía tampoco a ninguna de las otras razas conocidas. Sus rasgos hacían recordar lejanamente las antiguas poblaciones polinésicas, aunque su pureza de raza, aún en este caso, era bastante discutible. Indudablemente era una belleza para su época, pero su posible hermosura quedaba oculta por la espesa capa de mugre que le cubría todo el cuerpo, de la cabeza a los pies. Su piel era seca y áspera por el continuo contacto del sol, el aire y el polvo, y sus brazos y piernas estaban llenos de arañazos, cardenales y moraduras. En el brazo izquierdo tenía una profunda herida longitudinal, a todas luces reciente. Le sangraba la nariz debido al golpe que había tenido que propinarle Barly, pero aquello no parecía importarle demasiado. Su pelo, largo, sucio y enmarañado, le llegaba hasta casi la cintura. Como única vestimenta llevaba una pestilente piel de animal arrollada a su cuerpo, al estilo de los sarongs polinésicos, que le cubría desde la parte alta de los senos a los muslos, y que llevaba sujeta en un costado mediante un ingenioso sistema de agujeros, enlazados entre sí por un largo bejuco que los atravesaba alternativamente. Sus ojos, de un color verde intenso, y su piel oscura y seca, dando la idea de una cierta inteligencia y viveza de espíritu que era extraño encontrar en aquella época.

Durante unos instantes, la salvaje permaneció inmóvil en el suelo, mirando fieramente a los cinco hombres, mientras sorbía ruidosamente por la nariz. Luego, en un rápido movimiento, y pese a tener las manos atadas a la espalda, se puso de nuevo en pie e intentó huir. Barly tuvo que lanzarse nuevamente sobre ella y derribarla al suelo para evitar que consiguiera su propósito. La salvaje se revolvió furiosamente, y logró ponerse otra vez en pie. Pero en esta ocasión los cinco hombres la rodeaban por todos lados, y debió comprender que era inútil hacer una nueva intentona. Se mantuvo inmóvil dentro de aquel círculo, toda ella en tensión, observándoles alternativamente con ojos que despedían fuego.

—¿Y ahora qué? — dijo Robertson, entre curioso y divertido.

Grueber se dirigió a Barly.

—Intente algo, Barly. Usted es especialista en lenguajes. Hágale entender que no queremos hacerle el menor daño.

Para Barly, aquello era un verdadero problema. Para poder hablar con ella debía conocer antes su lenguaje, y para aprender su lenguaje debía hablar antes con ella; y para hacer ambas cosas debía ganarse primero su confianza. ¿Cómo?

La salvaje seguía inmóvil en medio del circulo, con todos los músculos en tensión, como esperando algo que no sabía lo que podía ser. Igual piensa que la vamos a destripar, pensó Barly, divertido. De todos modos, el hecho de permanecer inmóvil demostraba en ella una cierta capacidad de raciocinio fuera de lo usual. Quizá pudiera llegar a un entendimiento con ella, si sabía llevar bien la cosa. Se acercó unos pasos, y la salvaje se echó instintivamente hacia atrás. Pero no hizo ademán de querer huir.

Barly no dijo ninguna palabra: se limitó a pararse frente a ella, y a mirarla fijamente. Ella le devolvió con igual fijeza la mirada, pero Barly notó que en el fondo de sus pupilas latía el temor. Era preciso disipar aquel temor, se dijo. Lentamente, con todo cuidado, fue distendiendo sus labios en lo que intentó fuera la más franca sonrisa de amistad.

Aguardó unos instantes. Ella no hizo ningún ademán de haber entendido su intención.

—¿Qué sucede, Barly? — preguntó Grueber.

—No sé — respondió pensativo —. Pero, la verdad, si alguno de ustedes fuera perseguido por unos seres extraños y desconocidos que le atacaran, lo ataran y lo retuvieran con ellos en contra de su voluntad, impidiéndole huir, ¿qué pensaría de ellos, por más que le obsequiaran después con la más encantadora de sus sonrisas de amistad?

Grueber no dijo nada. Barly dudó unos momentos, indeciso sobre la conducta a seguir. Al fin decidió ensayar otro método. La salvaje les contemplaba con asombro, sin duda intentando descifrar aquella rápida sucesión de sonidos para ella ininteligibles. Barly volvió a sonreírle amistosamente, confiando tener más éxito esta vez. Se señaló con un dedo a sí mismo

—Yo, Barly — dijo —. B-a-r-l-y. — Y señalándola luego a ella, y adoptando el más expresivo gesto de interrogación —: ¿Y tú?

Ella no dio la menor muestra de haber comprendido. Barly volvió a probar. Primero se señaló a sí mismo. Luego a ella. Deletreó:

—Yo, Barly. ¿Tu? — Y luego —: Yo, tú, amigos. A-m-i-g-o-s.

Y dejó que sus labios se encargaran de dibujar la más cautivadora de las sonrisas.

La salvaje permaneció impasible.

Barly repitió la prueba tres o cuatro veces, esperando observar alguna reacción de haber sido comprendido. Al final tuvo que darse por vencido: era inútil. Decidió ensayar un último recurso.

—Colóquese tras ella — indicó a Quaterman —. Y esté prevenido por si intenta huir. Voy a ver si así tenemos más suerte.

Procedió tan sólo por señas. Unió sus muñecas, indicando ligaduras. Luego hizo ademán de cortarlas. Y después, con los brazos al aire, intentó expresar la más universal de las ideas de libertad.

Luego tomó su machete. La salvaje se echó hacia atrás, visiblemente asustada. Barly la hizo volverse de espaldas, y de un solo tajo cortó las ligaduras que sujetaban sus muñecas. Luego, de nuevo frente a ella, ensayó una vez más el recurso de la sonrisa.

La salvaje se frotó enérgicamente las lastimadas muñecas, mirando primero a Barly, luego a Quaterman, luego a los demás. En sus ojos latía la interrogación. Barly hizo un gesto con las manos, como queriendo decir: Ya ves que somos amigos. Y siguió sonriendo.

La muchacha dio un salto de costado, e intentó huir. Pero esta vez Barly estaba prevenido. Su mano se adelantó rápidamente, sujetándola por un brazo. Ella se revolvió, asustada de nuevo. Barly, por mímica, la señaló primero a ella, luego al suelo, y después a sí mismo. Hizo lo posible y lo imposible por hacerla comprender que se quedara allá, con ellos. Sus ojos suplicaban. La muchacha pareció entender, pero aún tenía miedo. Barly se acercó a ella y, como una prueba de amistad, besó suavemente su frente, rogando por que el beso fuera una práctica ya existente entre los salvajes de aquella época. Notó cómo la mujer envaraba su cuerpo al contacto, y luego se relajaba nuevamente. Ensayó de nuevo su sonrisa. Y, esta vez, ella sonrió también.

Barly se arriesgó a soltarle el brazo. Y ella no huyó.

Decidieron acampar allí aquella noche, mientras Barly intentaba aprender el lenguaje de la salvaje. Era ya media tarde, pronto oscurecería, y la selva es peligrosa de noche. Cierto que las proximidades de un río son siempre peligrosas también, pero ellos tenían suficientes medios para protegerse de los animales de corta y mediana alzada, y los de gran alzada no podrían llegar hasta allí a través de la tupida selva.

La salvaje, al comprender definitivamente que ninguno de los hombres que la rodeaban quería hacerle el menor daño, olvidó su primitiva actitud de recelo para adoptar otra de suave confianza. Se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, y contempló con curiosidad cómo los demás trajinaban con sus equipos e instrumentos. Hortzst intentó curarle la herida del brazo, pero ella no consintió que nadie la tocara, y al final tuvo que desistir. Pronto se hizo de noche. Mientras los demás levantaban las tiendas para ellos y el equipo y preparaban en su torno las defensas de fuego químico, Robertson inició sus mediciones de acuerdo con la posición de las estrellas, y Barly fue a sentarse junto a la salvaje para iniciar su primera amistosa conversación... casi sin palabras.

Barly empezó con el universal: yo, Barly; ¿tú?... Así, tras varios intentos fallidos, pudo averiguar que ella se llamaba algo así como Una. Luego siguió con los nombres de las cosas que les rodeaban: el río, los árboles, la tierra, el cielo, los hombres... Toda la conversación iba siendo registrada en un selector idiomático, en donde las palabras iban siendo separadas y ordenadas automáticamente por orden alfabético y de conceptos, a la par que se deducía por el contexto de las frases el significado de las auxiliares y de unión, si las había. Así, a las dos horas y media de bien llevaba conversación, y después de un breve repaso al selector, Barly se atrevió ya a entenderse medianamente en el idioma de la salvaje.

Su primera pregunta fue por la tribu a que pertenecía. Las distancias eran algo muy relativo para la salvaje, y así Barly no pudo precisar exactamente por dónde se encontraba, aunque los detalles que entendió le hicieron concebir la sospecha bastante fundamentada de que era la misma tribu que habitaba el poblado que ellos buscaban, el poblado del lago, como lo llamó provisionalmente Grueber. Su siguiente pregunta iba a ser ya, naturalmente, por los objetos que les interesaban, la pistola y las estatuillas, pero supo contenerse a tiempo: tal vez fuera demasiado precipitado hablar de ello ahora. Era mejor esperar.

En su lugar, le preguntó qué circunstancias habían traído a la salvaje hasta allá. El relato de Una fue extenso, minucioso, y casi incomprensible para Barly, cuyo dominio de aquel idioma era aún muy deficiente. No obstante, del conjunto del relato pudo deducir que Una había salido con otras mujeres del poblado a recoger frutos secos y leña para las fogatas, cuando la aparición de un grupo de cazadores de la tribu ru las hizo huir y dispersarse. Por lo que pudo entender Barly, un hecho curioso era que aquellos cazadores no iban a la caza de animales, sino de mujeres: el número de mujeres con relación al de hombres era escaso por aquellas latitudes, y así los miembros de las distintas tribus realizaban periódicamente razzias para robarse de unos a otros las mujeres a fin de satisfacer sus deseos reproductores, y de este modo éstas iban de tribu en tribu, hasta que algún varón de su propia tribu volvía a rescatarlas o eran ya demasiado viejas o gastadas para que interesaran a ningún hombre.

Pues bien, la aparición de los cazadores de la tribu ru dispersó al grupo e hizo que de repente Una se encontrara sola en medio de la selva, después de haber pasado gran riesgo de ser atrapada. Debía regresar al poblado, pero con la agitación y los rodeos dados para huir de sus perseguidores había perdido toda orientación por el sol. Así decidió seguir un camino cualquiera que la condujera hasta el río, el cual la guiaría de regreso hasta su tribu aunque fuera dando un gran rodeo. En la consecución de este propósito fue atacada por un ba — un animal a todas luces carnicero, aunque Barly no pudo (ni lo intentó) averiguar su clase ni a qué especie pertenecía —, que le causó la herida del brazo, y de cuyo ataque pudo huir milagrosamente. Así llegó al claro del río, y al verles a ellos se asustó creyendo que eran también cazadores de otra tribu, y por eso intentó huir. Pero el modo como la trataron — al parecer los cazadores eran bastante brutos al realizar su oficio — la convenció de que no era así, y esto la tranquilizó, pues si no eran cazadores ni querían matarla para llevarse alguna parte de su cuerpo como trofeo, tenían que ser forzosamente amigos.

A Barly le sorprendió un poco que la salvaje no se hubiera asustado de su extraña impedimenta, ni siquiera de su piel tan blanca y su rostro lampiño, comparado con el presumiblemente barbado de los salvajes, y de los extraños palos — los rifles — que llevaban bajo el brazo. Le sorprendió también su forma de expresarse, mucho más desenvuelta de lo que era de prever en una mujer prehistórica, y que revelaba, si no una cierta cultura, al menos sí una extraña iniciación a la misma. Cierto que podía existir una explicación muy sencilla a todo aquello, y Barly deseaba convencerse de ello. Por eso le pidió que le contara detalles de su tribu, y la muchacha lo hizo. Su relato fue por demás sorprendente. Según ella, su tribu era la más distinguida de toda la región, la más admirada y la más temida también, y sus mujeres — lo dijo no sin un cierto ápice de orgullo — las más codiciadas, ya que era la favorecida de los dioses, de los aliados del dios sol y del dios luna, del dios día y del dios noche, del dios bien y del dios mal, los unara, los portadores del akra. Barly se interesó inmediatamente por el significado de la palabra unara, y su sorpresa fue grata al saber que unara quería decir algo así como los señores, los que vienen del cielo. En cuanto a lo de portadores del akra, su significado quedó mucho más oscuro. La salvaje intentó hacérselo comprender cogiendo una rama y rompiéndola, cogiendo una piedra y golpeándola fuertemente con el pie, haciendo ademán de degüello. Tras un momento de reflexión Barly llegó a la conclusión de que akra debía significar algo así como dominio, muerte, destrucción. El poder de matar, el poder de destruir. ¿Qué mejor explicación para dar a entender el fabuloso poder destructivo de una pistola protónica?

Barly se sintió exultante ante aquellas palabras, que venían a confirmar ya desde un principio dos hechos: el de haber llegado a la época precisa, y el de que la teoría de Grueber — y la suya propia también — estaban en lo cierto en todos los puntos. Dijo a la salvaje que aguardara allí, y acudió a comunicarles a los demás las fantásticas nuevas.

Robertson acababa en aquellos momentos sus cálculos, pero Barly le impidió que diera sus resultados. Comunicó con voz precipitada todo lo que le había contado la salvaje, que ahora estaba mirándoles fija y curiosamente desde el lugar donde se encontraba sentada. Grueber miró a Robertson con un cierto aire de superioridad, no exenta de socarronería. El profesor cerró su libreta de apuntes con un golpe seco, y se defendió.

—Pero esto no prueba aún nada — dijo —. Hemos llegado a la época correcta, yo mismo acabo de comprobarlo. Pero nada más. ¿Dónde está la pistola, dónde están las estatuillas, dónde están esos seres extraterrestres? Necesito ver todo esto para convencerme.

—Será muy sencillo hacerlo — dijo Barly —. La salvaje pertenece a la tribu del lago, y ella tiene ahora toda su confianza puesta en nosotros, pues nos considera sus amigos. Puede llevarnos hasta allí, y hacer que nos acojan bien en su tribu. No sé si los unara, como ellos los llaman, se encuentran aún entre ellos o vinieron en generaciones pasadas y se han marchado ya, pero en cualquiera de los dos casos en el poblado quedarán las pruebas de su presencia. No necesitaremos nada más.

—Todo esto está muy bien — gruñó Hortzst —, pero es ya de noche, y supongo que no pretenderán emprender el camino ahora, por muy impacientes que estemos todos. Hemos montado ya el campamento: ¿por qué no cenamos un poco y nos retiramos a descansar? Creo que todos lo merecemos.

—Por supuesto — dijo Grueber ¿Cree que la salvaje querrá quedarse con nosotros, Barly? Sería malo que se nos escapara ahora.

—No creo que haya ningún problema — dijo Barly —. Ha visto que no queremos matarla ni violarla. Y parece que se siente a gusto aquí. Tal vez le impresione nuestro exotismo.

—Entonces no hay más que hablar. Quaterman ha ido a cazar algo comestible para ahorrar raciones, y cuando regrese cenaremos. Dígale que queremos que se quede con nosotros, y que nos acompañe a su poblado, pues queremos rendir honores a su jefe y a sus poderosos dioses. Creo que esto la halagará. Yo voy a encender las defensas de fuego químico mientras tanto. Y usted, Robertson, más ale que vaya pensando ya en su derrota. Así no le será tan nueva la noticia cuando regresemos a nuestra época.

Robertson rumió algo entre dientes, pero no respondió. Barly se dirigió de nuevo hacia donde estaba la salvaje, que al verle venir sonrió. "Esto es buena señal — pensó Barly —. Muy buena señal". Le explicó lo mejor que pudo que querían ir a su poblado, pero que estaban muy cansados y habían decidido pasar la noche allí, para seguir a la mañana siguiente. Luego le preguntó si querría quedarse con ellos, y guiarles hasta su poblado. Y ella dijo que sí.

3.

Aquella noche, Barly no pudo dormir bien. Quaterman había cazado un animal del tamaño y apariencia de una liebre, quizás un poco mayor, que la salvaje había identificado como comestible. Su carne era de buen sabor, pero fuerte y pesada de digerir, y sus efectos se dejaban sentir en el estómago durante horas después de haberla comido. Además, aunque la barrera de fuego químico mantenía a los animales lejos del campamento, estuvieron rondando el claro la mayor parte de la noche, de tal modo que a la mañana siguiente encontraron la arena de la pequeña playa llena de pisadas de todas clases y tamaños.

La salvaje estuvo toda la noche revolviéndose inquieta en el exterior. No había querido alojarse bajo ningún pretexto en ninguna de las tiendas, y tan sólo había consentido en que se le echara encima una manta termógena, a pesar de lo cual se había asustado enormemente al notar el desusado calor de la prenda. Barly comprendía que para ella la barrera de fuego químico, milagrosamente encendida durante toda la noche, las tiendas, todo lo que le rodeaba, debía ser causa de sorpresa e inquietud, y que aquello no la permitiría dormir tranquila. Pero él tampoco podía dormir tranquilo, pese a que el ambiente que le rodeaba era menos extraño para él que para la salvaje.

Se levantó cuando apenas acababa de amanecer, con todo el cuerpo dolorido y la cabeza espesa. Se lavó cara y manos con una toalla desengrasante, y se vistió. Los demás seguían aún sumidos en el sueño. Se ciñó el cinto de los utensilios, tomó el rifle y salió al exterior.

El sol apenas empezaba a asomar por entre los árboles, allá a lo lejos. El fuego químico seguía ardiendo, aunque no había ya ninguna especie de animal merodeando por los alrededores. Cortó la energía del emisor, y dejó que el fuego descendiera lentamente en intensidad hasta extinguirse por completo. El aire era fresco y húmedo, y las copas de los árboles se agitaban sobre su cabeza en un pausado vaivén. Llenó sus pulmones de aquel aire, tan distinto del que estaba acostumbrado a respirar. Después de ver durante tantos años la salida del sol desde el pozo de los inmensos hormigueros humanos de las ciudades de su era, aquel contacto diario con la naturaleza era sencillamente maravilloso.

Buscó a la salvaje con la vista. Tuvo un sobresalto cuando vio, a un lado de la tienda, la manta termógena en el suelo, vacía. Pensó por un momento en que les había abandonado, y aquel pensamiento, sin saber por qué, le irritó. Buscó en el pequeño círculo que formaba la malla del fuego químico, pero sabía ya que no estaba allí. Pasó al exterior y echó una ojeada a todo el claro. No se advertía la menor señal de vida. Bien, se había ido, y nada podían hacer ya para evitarlo.

Se acercó a la corriente del río, y fue entonces cuando vio el bulto en el suelo. Desde luego, supo desde el primer momento que aquello no podía ser el cuerpo de la salvaje, pero tuvo un sobresalto. Se acercó. Sobre unas rocas, casi junto al borde del agua, se encontraba la piel que envolvía la noche anterior el cuerpo de Una. Estaba sucia y apergaminada, y guardaba aún ligeramente las formas del cuerpo de la mujer. Sin embargo, estaba ya fría, lo que quería decir que hacía ya rato que la salvaje se había despojado de ella.

El río sonaba rumorosamente junto a él. A través del agua podían verse pulular multitud de peces, casi todos ellos de muy pequeño tamaño, algunos siguiendo la dirección de la corriente, otros nadando en contra de ella, y otros finalmente estancándose en los remolinos y buscando los remansos para descansar. Agitó el agua con el pie y los peces huyeron asustados.

—Yo, Barly; tú, Una.

Se volvió sobresaltado: no la había oído llegar. Una estaba junto a él y sonreía. Estaba desnuda y todo su cuerpo brillaba en pequeñas gotas de agua. No olla a acre y a sudor, como cuando la atraparon, sino a limpio, y sus cabellos no estaban revueltos y enmarañados sino que caían, húmedos y lacios, como una cascada a su espalda. Parecía distinta a como se les apareciera la tarde anterior, como si no fuera tan salvaje, tan primitiva. Se la hubiera podido confundir con una habitante de cualquiera de las islas polinésicas, con aquella extraña belleza, mitad exótica, mitad mágica, que la mujer blanca nunca ha podido tener. Su cuerpo bronceado brillaba a la naciente luz del amanecer, como una invitación y una ofrenda. Se acercó más a él.

—Yo, Barly — repitió —; tú, Una.

—No — corrigió Barly —. Yo, Una; tú, Barly. Así ha de ser.

Ella estaba junto a él, casi rozándole. Tenía la cabeza levantada, mirándole fijamente a los ojos. Corrigió:

—Yo, Una; tú, Barly. ¿Ser así?

Barly asintió con la cabeza. Ella se acercó más, y de pronto rodeó su cuerpo con los brazos, apretándose contra él. Hundió la cabeza en su hombro, y Barly la oyó murmurar algo que no entendió. Pero pensó en los cazadores, y en que según Una las mujeres que capturaban pasaban a ser propiedad suya, y aquello no le gustó. Separó a la salvaje suavemente e hizo un gesto negativo con la cabeza. Los ojos de Una mostraban al mismo tiempo incomprensión y desencanto.

—Vístete — dijo Barly —. Por favor.

Ella, por unos instantes, no se movió. Tenía la cabeza ligeramente ladeada y parecía como si se sintiera defraudada en lo más íntimo. Murmuró:

—No comprender. Tú capturarme a mí. Yo realizar los ritos del ur — señaló el río — sólo para ti. ¿Por qué tú no querer ahora?

Barly no supo qué contestar de inmediato. La mente de la salvaje no podía comprender exactamente aquella situación. Bien, se dijo, todo se reducía a explicarle la realidad de las cosas. Pero ¿cómo hacerle comprender a aquella cabeza primitiva, para quien el hecho de pasar a ser propiedad del cazador que la capturara era ya una ley establecida por la tradición, que esto no rezaba en aquel caso?

—Vístete — pidió de nuevo Barly —. Te lo suplico.

La expresión de desencanto de la salvaje se acentuó. Dio lentamente media vuelta y se dirigió hacia donde se encontraba su piel. Barly pensó entonces en aquella piel tosca, sucia, mal curtida, poblada seguramente por mil parásitos.

—Espera — dijo.

Ella se volvió en redondo, como esperanzada, pero el rostro de Barly la detuvo nuevamente. Barly se acercó a ella y cogió con una mano la piel.

—Esto no es adecuado para ti — dijo —, si quieres continuar con nosotros. Necesitas otra clase de ropa. Espera un momento: te la traeré.

Se alejó hacia las tiendas, un poco más aprisa de lo que hubiera sido normal, seguido por la mirada de incomprensión de la salvaje. Penetró en la tienda donde había almacenado el equipo y rebuscó entre las mochilas. Se sentía un poco turbado, y ',a figura de Una, desnuda ante él, con todo el cuerpo perlado de pequeñas gotas de agua, no se apartaba de su mente. Tranquilízate — pensó —; es sólo una salvaje. Te separan de ella doce mil años de historia. Pero aquello no era suficiente.

Tomó la mochila donde habían guardado los repuestos de ropa y pasó una breve ojeada a las características personales de sus compañeros: Quaterman, Grueber, Robertson, Hortzst... Terminó eligiendo a Grueber: aunque era bastante más grueso que la salvaje, era de su misma estatura y de parecidas proporciones. Escogió un par de prendas y salió nuevamente al exterior.

Una le estaba aguardando. Frunció el ceño al ver aquello, cuya utilidad era para ella misteriosa y desconocida. Realmente, Barly podía ofrecerle poca cosa: no disponía de ninguna clase de ropa interior adecuada para una mujer, y lo único que podía ofrecerle eran unas botas, unos resistentes pantalones de amplio ajustable y una camisa-chaqueta impermeable, además del salacot de fieltro sintético. Hizo lo posible para hacerle comprender para qué servía todo aquello, y que era mucho más práctico y cómodo de llevar que su apestosa piel. Ella se resistió un poco, pero acabó aceptando las prendas. Barly le explicó cómo se utilizaban, y casi tuvo que ayudarla a ponérselas. Hacerle entender la forma de abrocharse los botones fue un verdadero suplicio. Las botas fue imposible ponérselas, debido a la gruesa y dura costra que se había formado en las plantas de sus pies a causa de su incesante caminar descalza. Pero al fin consiguió su propósito. Una, vestida con aquellas prendas un poco anchas para su talla, con las manos ocultándose casi dentro de las mangas, el salacot ladeado sobre la cabeza y el cabello groseramente peinado cayéndole en cascada por la espalda; Una, con la piel tersa y limpia, y el bronce de su rostro resaltando sobre el claro del vestido, parecía otra mujer muy distinta a la mugrosa y asustada salvaje que habían encontrado el día anterior. Ella lo debió comprender así, y aquella comprensión la asustó incluso un poco. Se acercó al río y se miró sobre sus aguas. Se quitó rápidamente el salacot y lo arrojó a un lado, como si le disgustara. Pero la chaqueta y los pantalones le gustaron. Sonrió, y su sonrisa tuvo algo de enigmática. Se volvió hacia Barly.

Ur — dijo —. Gracias.

Barly asintió, íntimamente satisfecho de sí mismo. Había ganado una batalla, se dijo. La primera batalla.

A media mañana el campamento estaba levantado. Grueber y los demás se sorprendieron enormemente al notar el radical cambio de la salvaje, al verla por primera vez limpia y vestida con ropas iguales a las suyas. Quaterman opinó que se parecía incluso a algunas bellezas negras que él había conocido en sus correrías por África, a lo que Hortzst opuso despectivamente que era necesario muy poco para superar a aquellos adefesios africanos que Quaterman citaba. A raíz de ello se suscitó una discusión sobre la belleza de la mujer primitiva, sobre lo que Hortzst y Quaterman tenían puntos de vista muy distintos. Los demás apenas les hicieron caso, y siguieron ultimando los preparativos para continuar la marcha. Barly explicó someramente cómo se había producido la transformación de la salvaje, aunque omitiendo una parte del relato. Todos estuvieron de acuerdo que eran mejor aquellas ropas que a sucia piel, si la salvaje debía continuar con ellos un tiempo. Y con este asentimiento general reanudaron la marcha.

Grueber se puso a la cabeza, con Barly, y la salvaje se situó entre los tos. Tras ellos se colocaron Robertson y Hortzst, y detrás Quaterman, cerrando el grupo, siempre con el fusil preparado. Así iniciaron la marcha, siguiendo la corriente del río mientras se lo permitiera el terreno despejado formado por los frecuentes aluviones.

Una avanzaba con ellos, pero observaba atentamente la extensión de selva que quedaba a la izquierda, como si buscara algo o temiera algo de allí. A los veinte minutos de marcha vieron que, delante de ellos, el terreno llano y despejado que seguían desaparecía, y el río entraba en una especie de angostura donde los árboles llegaban hasta la misma superficie del agua. Grueber y Barly prepararon los machetes para internarse entre los árboles, pero la salvaje seguía buscando algo en el lindero de la selva, y en aquel momento pareció encontrarlo. Se detuvo y señaló algo que ninguno de los cinco hombres supo ver.

—¿Qué es? — preguntó Barly.

—Ser sendero que dejar árboles para el paso de hombres y animales — dijo la salvaje —. Haberlos en toda la selva, y árboles marcar con ellos todos los caminos.

Se acercaron al lindero de la selva, y así pudieron apreciar que entre los árboles se abría una especie de estrechísimo sendero, apenas perceptible a simple vista, por el que difícilmente podía pasar un hombre.

—Es un sendero abierto artificialmente — dijo Quaterman —. Seguramente por los animales.

—Ser caminos abiertos por árboles para marcar senderos por la selva — dijo la salvaje —. Ellos guiar hasta el poblado.

Barly interrogó con la mirada a Grueber, después de traducir la curiosa explicación de Una. De todos modos siempre resultaría más fácil abrir camino por allí que por en medio de la selva.

—¿Y por qué no? — dijo Grueber —. Debemos mostrar que tenemos confianza en ella. Adelante.

Así, se adentraron resueltamente en la selva. La salvaje se colocó en primer lugar, para rastrear el camino, difícilmente asequible, y los demás la siguieron en fila de a uno. La senda era estrechísima y se tenían que agachar multitud de veces para evitar lianas, ramas e incluso troncos de árboles cruzados sobre el sendero. Tenían que usar también los machetes, aunque no tanto como los hubieran usado si hubieran emprendido la marcha por cualquier otro punto de la selva. El estrecho sendero serpenteaba por entre los árboles, eludiendo elevaciones de terreno, troncos caídos, árboles muy gruesos. Robertson no apartaba los ojos de la brújula, alarmándose al ver la cantidad de rodeos que estaban haciendo. Pero no decía nada.

La salvaje, a quien al principio las extrañas ropas que llevaba habían constituido un estorbo, se había acostumbrado pronto a ellas, y ahora se escurría materialmente por entre los árboles y las lianas, de tal modo que los demás tenían que hacer verdaderos esfuerzos para mantener la distancia. Al final Barly tuvo que pedirle que fuera más despacio, ya que en el país de donde venían no existían tantos árboles ni estaban tan juntos los unos de los otros, y no estaban acostumbrados a aquel ritmo. Ella redujo su paso y todos se lo agradecieron.

Era ya pasado el mediodía cuando encontraron un claro de reducidas dimensiones y Hortzst, que no podía ya con su alma, pidió detenerse un rato y descansar. Grueber opinó que podían aprovechar el descanso para comer algo, y ante la aprobación de todos se instalaron convenientemente. Robertson sacó un paquete de raciones alimenticias y lo repartieron. Después de la pesada digestión de la noche anterior, preferían no probar de momento los alimentos naturales de la región. Grueber tomó una bolsita de raciones y se la tendió a Una.

La salvaje miró extrañada a Barly.

—¿Qué ser? — preguntó.

Barly le explicó que se trataba de comida, pero ella no entendió aquella explicación. ¿Cómo podía ser comida una cosa tan pequeña y de forma tan extraña, metida en una bolsa más extraña aún que la comida misma? Miró a los demás, que habían abierto la boca y masticaban los pequeños tacos comprimidos que contenían, y sintió una irreprimible repugnancia. Barly comprendió que no podría hacerle entender nunca lo que era aquello, y recogió su bolsa con un ligero suspiro.

—Creo que deberemos buscar para ella otro tipo de comida — dijo — más acorde con su época y su mentalidad. Usted es el cazador oficial, Quaterman. ¿Qué sugiere?

Quaterman dejó su bolsa de alimentos sobre una roca y tomó el rifle.

—Cazar algo, por supuesto — dijo —. ¿Encuentra usted algo mejor?

En aquel momento se oyó tras ellos un rumor de hojas removidas. Todos se volvieron. Unas hojas que estaban a ras de suelo se movieron fuertemente, y de entre ellas salió un pequeño animal, de características semejantes a las de un conejo, aunque de mayor tamaño y de pelaje gris oscuro en el lomo y blanco en la barriga. Apareció brincando de entre los árboles y se detuvo en la mitad del claro, husmeando el aire y moviendo sin cesar sus ratoniles bigotes.

Quaterman se encontraba en mala posición para disparar su rifle, pero Barly se encontraba excelentemente situado. Tenía su escopeta lejos de su mano, pero esto no importaba. Echó mano a su cinturón y sacó rápidamente su pistola. Pensó que aquella era una ocasión que debía cogerse por los pelos. El conejo, liebre o lo que fuera estaba aún en medio del claro, se había sentado tranquilamente sobre sus patas traseras y se limpiaba el hocico con sus pequeñas manos, completamente ajeno a lo que le rodeaba. Cuando Quaterman se llevó el rifle a la cara, Barly ya tenía apuntado al animal y oprimía el botón de disparo. El primer tiro erró el blanco y sobresalió al animal, pero el segundo le volatilizó por completo la cabeza antes de que éste llegara a darse cuenta del peligro que se cernía sobre él.

Y entonces, a raíz de aquello, ocurrió todo lo demás. Barly oyó junto a él una exclamación, y luego un agudo grito. Se volvió en redondo. La salvaje contemplaba con ojos aterrorizados lo que acababa de suceder, como si hubiera visto la más alucinante de las visiones. Barly, sin comprender aún lo que había sucedido, intentó acercarse a ella. Una retrocedió unos pasos, mientras sus ojos miraban algo con expresión de terror. Dio rápidamente media vuelta, tropezó, estuvo a punto de caer, dio unos pasos en falso, recuperó el equilibrio y echó a correr hacia la espesura.

La primera reacción de Barly fue seguirla, pero comprendió a los pocos pasos que era una locura intentar alcanzarla a través de aquella selva. Miró interrogante a los demás, como preguntándoles qué era lo que había pasado. Todos miraron entonces hacia el objeto que había atraído la atención de la salvaje, y que había sido la causa de su miedo y de su huida. Barly también miró.

Y entonces se dio cuenta de que tenía aún en la mano la pistola protónica con la que había disparado contra el animal.

—Debimos haberlo supuesto — dijo Grueber —. Ella conoce lo que es una pistola protónica y, por lo que hemos visto, conoce también sus efectos. No debimos haberla usado.

Barly se paseaba nerviosamente de un lado para otro del claro. En cierto modo se sentía culpable de lo ocurrido, aunque hubiera sido una culpa involuntaria.

—Lo que no comprendo — dijo Hortzst — es su terror. ¿Por qué se asustó tanto? ¿Por qué huyó de aquella manera, cuando nosotros le habíamos dado muestras de nuestra confianza y de nuestra amistad?

—Por la pistola — dijo Barly, deteniéndose en su paseo —. No olvide usted que ellos la llaman akra, y que en su lenguaje akra significa el poder por la violencia, la muerte, la destrucción. Para ellos la pistola protónica es como un dios y nosotros somos los portadores de este dios. ¿No lo encuentra motivo suficiente para su terror?

—Pero esto será un fuerte inconveniente para nosotros — dijo Grueber —. Si hubiéramos conservado a la salvaje junto a nosotros, hubiéramos tenido una garantía para entrar en su poblado. Ahora esta garantía ha desaparecido. ¿Cómo nos recibirán allá, sabiendo que llevamos nosotros, como dice usted, su dios de la destrucción?

—Bueno — dijo Quarterman —, no debemos olvidar que los salvajes adoran a este dios, aunque sea un dios malo. Existen dos clases de sumisiones: la sumisión por el amor y la sumisión por el miedo. Tal vez nosotros no les inspiramos amor, pero sí les inspiramos miedo. Para la mayor parte de las tribus salvajes, los dioses más adorados no son los dioses buenos, sino los dioses malos, ya que estos últimos son los que, si se irritan, pueden desencadenar contra ellos su ira. Es probable que la huida de la salvaje haya sido tan sólo una primera impresión. Probablemente después recapacitará, y pensará que, aunque no seamos tan buenos como ella creyó al principio, sí somos más poderosos, y una cosa compensa a la otra. ¿Por qué preocuparnos por ello?

Los cinco hombres se miraron alternativamente los unos a los otros, como esperando alguna sugerencia. Grueber preguntó:

—¿Qué opina usted, Robertson?

El profesor se encogió de hombros.

—Suelo opinar solamente cuando dispongo de hechos concretos — dijo —. Mi posición es ésta: hemos venido aquí para investigar el misterio de las excavaciones de Gourdon. Para realizar esta investigación sólo tenemos un sitio donde ir: el poblado del lago. Lo que ha pasado con la salvaje es mala suerte, pero esto no puede cambiar nuestros planes. ¿Qué otra cosa podemos hacer? A menos que queramos volver a nuestro tiempo, y reconocer que por un temor estúpido hemos abandonado...

Grueber endureció las mandíbulas: aquella última frase había ido dirigida directamente a él.

—Por supuesto que no — dijo —. No pienso abandonar hasta haber resuelto el enigma. Seguiremos hasta el final.

4.

Era un típico poblado lacustre. Estaba situado en la parte sur del lago, donde el terreno formaba un amplio claro, muy cerca de la desembocadura del río que iba a dar en él. Las cabañas, suspendidas en el aire por pilares hechos de troncos de árboles, estaban instaladas dentro mismo del agua, en un lugar donde el fondo era poco profundo. A su alrededor, en la parte seca, el terreno estaba desbrozado y cultivado, lo que demostraba un claro dominio de una elemental pero eficaz agricultura. Un ingenioso sistema de canales permitía regar los campos, y en la parte este del poblado, allí donde desembocaba el río, se adivinaba un tosco muro de contención, como una pequeña presa hecha sin duda para frenar el empuje de las crecidas de las aguas, a todas luces frecuentes en aquel húmedo clima. En un lado había unos toscos corrales vacíos ahora. Todo el poblado y los campos de labor estaban rodeados por una empalizada formada por troncos de árbol clavados oblicuamente en el suelo, muy juntos los unos a los otros, apuntando al exterior y con las puntas cuidadosamente aguzadas.

—Una defensa primitiva, pero eficaz — dijo Quaterman, observando el poblado a través de los prismáticos —. Me recuerda las de algunas tribus africanas. No creo que la hayan ideado por sí mismos.

Se encontraban en la cima de una pequeña elevación, en la parte trasera del poblado y a poca distancia de él, en la parte que correspondía al río. Era media tarde, y el sol empezaba a declinar lentamente por el oeste, poniendo reflejos dorados en el agua. Era aún hora de actividad. Varias figuras se movían de un lado a otro del poblado, acarreando enseres, trabajando en diversos utensilios. En el lago un par de barquichuelas se movían bamboleantes, acarreando sin duda la pesca del día. En el centro del poblado, en una especie de plazoleta circular formada casi junto al agua, allí donde iban a morir los campos cultivados, ardía una gran fogata.

—No hay ninguna astronave — dijo Robertson, con un ligero tono zumbón en la voz —. Ningún jeep, ningún avión, ninguna lancha rápida. Bien, mis queridos amigos, creo que nuestros apreciables extraterrestres han regresado ya a su planeta.

Grueber no respondió. Observaba atentamente todos los detalles del poblado a través de sus prismáticos, reteniendo cada detalle. Se sentía excitado ante lo que veía.

—No es lógico — murmuró —, no están en su tiempo. Estos campos cultivados, esta canalización, esta represa, estas barquichuelas de pesca... No responden a esta edad.

—El panorama es muy fácil de adivinar — dijo Barly, con convencimiento —. Esos misteriosos unara, sean quienes sean, descendieron aquí, y enseñaron a los salvajes los rudimentos de las principales artes: la agricultura, la pesca, la ganadería. Eran los dioses venidos del cielo, y los salvajes les obedecieron. Ahora han visto que las cosas que aprendieron son útiles, y las siguen como un rito. Por eso se sienten orgullosos de sus unara, porque se ven más fuertes y sabios que las demás tribus. Probablemente esta tribu es admirada y respetada por todas las demás de los alrededores, y los jefes de éstas vienen a consultar sus problemas. Con esta gloria tienen bastante para sentirse satisfechos.

—¿Pero por qué se fueron? — dijo Grueber —. ¿Por qué abandonaron su labor?

—Todo esto son hipótesis — rezongó Robertson —. Meras hipótesis sin fundamento.

—¡Miren allá! — gritó de pronto Hortzst, apresurándose a sacar su cámara para filmar la escena.

Por un lado del poblado apareció un grupo de hombres, arrastrando entre todos un bulto de regular tamaño. Llevaban en su mano como unos rudimentarios arcos, y en la espalda una bolsa de piel como carcaj.

—Cazadores — dijo Quaterman, observando el grupo a través de sus prismáticos —. El animal parece algo así como un antílope. Veo que no han perdido su antiguo hábito de la caza, pese a su incipiente ganadería.

—Pero lo han modernizado — dijo Grueber —. Nunca, hasta Gourdon, hallamos vestigios de que los hombres del período magdaleniense usaran arcos y flechas para cazar, sino tan sólo hachas, cuchillos, lanzas y jabalinas.

Grueber apartó los ojos de los prismáticos y miró hacia donde se encontraba el sol.

—La salvaje ha tenido tiempo de llegar antes que nosotros al poblado — dijo —. ¿Creen que les haya alertado de nuestra presencia aquí? No parece que estén excesivamente alterados.

—Pero sí prevenidos — dijo Quaterman —. Observen las chozas.

Sobre la mayor de todas las chozas, situada en el centro de las demás, se encontraba un hombre, observando atentamente a su alrededor. Sobre el techo de otras cuatro más pequeñas, las que se encontraban en los extremos alejados del poblado, otros hombres realizaban la misma operación de vigilancia. Por los estrechos pasillos de comunicación de las chozas, formados con bejucos entretejidos, circulaban algunos hombres con lanzas en la mano. De una de las chozas más alejadas, cuyo centro formaba como una chimenea, ascendía al cielo un humo negro y espeso

—Puede que se trate de centinelas permanentes — dijo Hortzst —. Aunque también puede ser que los hayan puesto en nuestro honor. ¿Cómo podremos saber si nos esperan?

—Muy sencillo — dijo Quaterman —. Basta con que hagamos esto.

Sacó su pistola de la funda y la apuntó hacia el lago, por encima de donde se encontraba el poblado. Oprimió el botón de disparo. Un fino y brillante haz de luz surgió restallando del cañón del arma y partió hacia adelante, haciéndose más ancho a medida que avanzaba y adoptando un color rojizo allá en la distancia. Quaterman mantuvo unos minutos el botón de disparo oprimido, e hizo girar la pistola en abanico, abarcando toda la extensión del lago. El haz de luz se convirtió en una fina y chasqueante cortina, que cubrió por unos instantes el horizonte del poblado.

El efecto fue instantáneo. Los cinco vigías, allá abajo, empezaron a mostrar grandes señales de excitación y a gritar desaforadamente, señalando el restallante dardo de luz. Pero todo el poblado había visto el fenómeno. Las barcas oscilaron fuertemente, los utensilios cayeron al suelo, y la mayor parte de los salvajes se metió dentro de las chozas, gritando ¡magia! y llevándose las manos a la cabeza.

Quaterman cortó la energía de su pistola y dejó que se enfriara un poco antes de volver a meterla en su funda.

—No hay duda — dijo —: nos están esperando a nosotros.

Grueber asintió con la cabeza.

—Vamos, pues — dijo —. No debemos hacerles esperar.

Formaban un grupo compacto, con los fusiles prestos a disparar a la menor señal agresiva y la vista atenta al menor movimiento sospechoso que se produjera a su alrededor. Descendieron de la pequeña elevación por la parte del río y fueron bordeando la orilla del lago hacia el poblado, buscando el terreno despejado. Allá delante, las chozas parecían desiertas, pero Quaterman hizo notar que aquel aparente temor no significaba nada, y que tanto podían recibirles como dioses que como enemigos. El miedo puede convertirse en violencia, y los dioses son mortales también. Desconocían lo que les había ocurrido a los unara, pero nada demostraba que no hubieran sido atacados y muertos para ser desposeídos de su poder. La ignorancia puede convertirse en el germen de la más suicida de las violencias.

Avanzaron lentamente, intentando dar una sensación absoluta de confianza y seguridad. El poblado estaba desierto, pero sabían que tras las paredes de bejucos de las chozas cientos de ojos les estarían contemplando. Las dos barquichuelas flotaban en el lago, junto a la orilla, vacías también.

De pronto, de entre las chozas surgieron varios hombres. Salieron de la choza mayor, atravesaron las bamboleantes pasarelas y pisaron suelo firme. Eran cinco hombres corpulentos, sucios y desgreñados, vistiendo sólo un tosco taparrabos de piel de animal. Sólo uno de ellos, un gigante de casi dos metros de estatura, de avanzada edad a lo que se apreciaba, pero fuerte y musculoso como el que más, cubierto todo él de un espeso vello, llevaba una piel que le cruzaba el pecho, terminando no en un taparrabos, sino en una especie de falda corta que le cubría hasta un poco más arriba de la rodilla. Esta distinción, y el hecho de que los otro cuatro hombres le trataran con extremada deferencia, señalaba en él al indiscutible jefe del poblado.

Los cinco salvajes se reunieron al extremo del poblado, mirando en dirección hacia donde avanzaban los expedicionarios. Por unos momentos pareció que dudaban entre lo que debían hacer. Luego, a una orden del jefe, empezaron a avanzar, saliendo al encuentro de los visitantes.

Iban completamente desarmados. Aquello, pensó Grueber, era una garantía de seguridad para ellos. Avanzaban lentamente, no quitando los ojos de las cinco figuras que tenían ante ellos, como si esperaran algún ataque imprevisto. Estaban asustados y sus rostros lo demostraban claramente.

Así, los dos grupos se encontraron frente a frente. Los cinco expedicionarios se detuvieron, y los cinco salvajes también. Se encontraban ya a pocos metros los unos de los otros, y Hortzst pudo examinar a placer la constitución física de los salvajes: la frente hundida, la mirada dura, los labios gruesos, los hombros caídos y las piernas arqueadas. Durante unos interminables minutos los dos grupos se miraron frente a frente, sin hablar, con expectación los cinco expedicionarios y con temor y prevención los salvajes. Hasta que Barly decidió romper aquel punto muerto. Se colocó el rifle en bandolera, y llevó la mano a la funda de la pistola. Lo hizo de una manera ostentosa: hizo saltar el cierre de la funda, y sacó lentamente la pistola protónica, seguido por la mirada de los cinco salvajes. La sacó de la funda y la mostró.

Instantáneamente, los cinco salvajes dejaron escapar un agudo grito de miedo, se arrojaron de bruces al suelo y empezaron a lanzar al aire gruesos puñados de tierra que iban a caer como una lluvia sobre su cabeza y cuerpo.

Los cinco expedicionarios cruzaron una mirada de alivio.

—Este debe ser su modo de mostrar humildad y sumisión — dijo Hortzst.

Barly volvió a guardar la pistola.

—Levantaos — dijo con voz autoritaria, utilizando el idioma de los salvajes.

Los cinco hombres seguían en el suelo. Dejaron de arrojarse puñados de tierra a la cabeza y levantaron ligeramente la mirada, pero no se movieron.

—He dicho que os levantéis — repitió Barly, y acompañó sus palabras con un expresivo gesto.

Los cinco salvajes se pusieron humildemente en pie, manteniendo las cabezas gachas, sin atreverse a mirar de frente a los expedicionarios. Estaban temerosos y su miedo se traducía claramente en un servilismo completo hacia los hombres que demostraban poseer aquel tan gran poder. Permanecieron inmóviles frente a los expedicionarios, como esperando órdenes.

—¿Quién es el jefe de todos vosotros? — preguntó Barly.

El gigante de dos metros avanzó un paso, y cayó al suelo de rodillas.

—Yo — murmuró —. Yo ser, Yo ser, portadores del akra. Tener aquí vuestro esclavo más humilde.

Barly pensó que en cierto modo aquella situación no dejaba de tener un lado enormemente cómico, y tuvo que hacer enormes esfuerzos para no echarse a reír. Se volvió hacia los demás, y les explicó con pocas palabras la situación.

—Bien — dijo Grueber —, de momento tenemos ya un gran paso dado. Hágale entender, Barly, que queremos quedarnos con ellos unos días en el poblado, y que esperamos de ellos la más completa colaboración. Dígale que no tienen nada que temer de nosotros, si se portan bien. Que somos poderosos, pero que somos justos también. Y que si nos ayudan les recompensaremos espléndidamente.

El jefe seguía de rodillas en el suelo, con la cabeza baja, aguardando. Barly transmitió las palabras de Grueber, empleando lo más selecto de su recién aprendido lenguaje. El jefe asentía con grandes aspavientos, dando constantes muestras de humildad.

—Y ahora — terminó Barly —, llévanos hasta tu poblado.

El jefe se levantó rápidamente, y dio una enérgica orden a los cuatro salvajes que le rodeaban, dos de los cuales partieron a la carrera hacia las chozas, lanzando grandes gritos. El jefe se apartó unos pasos, e hizo un signo a Barly y sus acompañantes de que el camino era suyo. Los cinco expedicionarios empezaron a andar, y los tres salvajes les siguieron, respetuosamente, a unos pasos de distancia.

Cuando llegaron al poblado, la explanada central, allí donde ardía el fuego, estaba llena de salvajes. Había allí hombres y mujeres, niños y ancianos, rostros barbudos, pelos enmarañados, pieles sucias... y una extraña y unánime mirada de terror y superstición en todos los ojos. Al ver llegar a los cinco hombres, todos los reunidos, como si obedecieran a una señal, se arrojaron al suelo y empezaron a lanzar puñados de tierra sobre sus cabezas.

—Hazlos levantarse — dijo Barly al jefe. Y cuando su orden fue cumplida —: ¿Es éste todo el pueblo?

El jefe hizo apresurados gestos de asentimiento. —¿Cuántos son?

—Diez y dos veces diez — se apresuró a responder el jefe, acompañando sus palabras con las manos — y cuatro veces uno, unara.

—Está bien — dijo Barly —. Diles que sigan con sus ocupaciones habituales. Y ahora indícanos dónde podemos alojarnos, y tráenos algo de comer. Queremos descansar y estamos hambrientos.

—Sí — dijo el jefe rápidamente —. Lo que vosotros querer. Vosotros mandar, unara, portadores del akra. Vosotros mandar, y nosotros ser vuestros esclavos. Todos ser vuestros esclavos.

Barly frunció el ceño. Y se dijo, para sí mismo, que empezaba a sorprenderle aquella tan completa sumisión.

—Tenemos la garantía del miedo de los salvajes — dijo Grueber —, y con ello la seguridad de que no nos atacarán. Podemos quedarnos aquí el tiempo que queramos. Y los salvajes responderán a todas las preguntas que les hagamos, y dirán la verdad, porque nos temen.

Robertson movió dubitativamente la cabeza. —Es mala sumisión ésta — dijo —, la motivada por el temor. Ellos no nos acatan a nosotros, acatan al poder que llevamos con nosotros. Para ellos no somos dioses, sólo somos los portadores del dios, pues el poder reside en la pistola, no en nosotros. En realidad, somos tan esclavos como ellos, y esto, imagino, lo piensan también. Nos une a ellos el mismo supersticioso temor que los une can sus brujos, sacerdotes y curanderos. Este poder oculto y desconocido... Usted, Quaterman, que ha recorrido las tribus más primitivas de África, sabrá lo que quiero decir.

Quaterman asintió con la cabeza.

—Robertson tiene razón — dijo —. Para ellos el dios es el akra, la pistola, que simboliza el poder de la muerte y la destrucción. Es para ellos como un mito, y el pensar que lo poseen les hace sentirse fuertes y poderosos ante los demás, aunque no sepan cómo utilizar este poder más que realizando conjuros que siempre serán inútiles. Nosotros somos tan sólo los mensajeros, algo así como los ángeles de la religión católica. Ellos nos temen porque representamos el poder de su dios: pero ¿qué pensará el sacerdote del akra, para quien seguramente somos los que venimos a usurparle su poder?

—Nos temerá también — dijo Grueber —. Reconocerá nuestro poder.

Quaterman negó con la cabeza.

—Cuando el hombre blanco llegó por primera vez a África, fue aceptado por la mayoría de las tribus como un dios, pues demostraba también tener un gran poder. Pero los hechiceros de las tribus no aceptaron esta deificación, y muchos exploradores cayeron muertos por el veneno que les prepararon los sumos sacerdotes. Deberemos ir con mucho cuidado aquí.

Grueber gruñó algo, pero no contestó.

Se encontraban en el interior de la choza más grande de la aldea, la que probablemente se usaba para las asambleas de los jefes y para las reuniones importantes de la tribu. Había sido limpiada por un equipo de diligentes y humildes mujeres, y despejada de todo impedimento que molestara la estancia de los cinco hombres. Luego, cuando se hubieron instalado en ella, les fueron traídos sobre tablillas de madera grandes trozos de carne ligeramente asada, y una pasta blancuzca, de aspecto no muy agradable, en cuencos de barro cocido. Sin embargo, Hortzst probó la pasta y dijo que tenía un sabor excelente, aunque lógicamente no hubiera ni una pizca de sal. Luego recordó lo que dijo Quaterman de los envenenamientos, y puso gesto agrio. Esperó a que los demás probaran también la comida, y sólo entonces continuó.

A través de los resquicios que formaba la pared de bejucos, y de la amplia puerta sin batientes, cubierta tan sólo por una piel de animal que ahora estaba recogida a un lado, podía verse parte de la superficie del lago y toda la orilla, donde algunos indígenas, principalmente mujeres y ancianos, se afanaban sobre diversos utensilios, realizando todo tipo de trabajos manuales: cuencos y cazuelas de barro, objetos de madera, pulimentación de piedras... Sin embargo, el trabajo no se realizaba como siempre: se notaba un cierto nerviosismo en todos los salvajes, y las miradas furtivas a la gran choza central eran constantes. Existía temor, y superstición también.

—Los sacerdotes se habrán encargado de fomentar este temor — dijo Quaterman — a fin de acrecentar su poder. Es muy sencillo crear una superstición.

—Pero esto no explica la desaparición de los anteriores unara, los que trajeron la pistola aquí — dijo Grueber.

—Contando — observó Robertson — que estos tales unara existan realmente como los imagina usted, Grueber. Todavía no lo hemos demostrado.

Grueber fue a responder algo hiriente, pero le interrumpió el ruido de alguien que empezaba a subir la tosca escalera que conducía hasta la entrada. Instintivamente, todos acercaron sus manos a las armas. Una figura se recortó en el umbral, apresurándose a tenderse de bruces en el suelo.

—Vivir muchas estaciones, portadores del akra — dijo humildemente. Y todos reconocieron instantáneamente aquella voz.

Barly se puso rápidamente en pie. —¡Una!

La muchacha siguió en su posición, tendida en el suelo. Barly se acercó a ella y la obligó a levantarse.

—Ponte en pie — dijo —. No debes tenernos miedo.

Ella se estremeció al contacto de las manos de Barly, como si hubiera sufrido una descarga eléctrica. Se levantó, pero se echó unos pasos hacia atrás, apartándose de ellos. Tenía la cabeza baja, y Barly observó que temblaba.

—¿Qué te sucede? — preguntó —. ¿Por qué huiste de nosotros allá en el bosque? Creíamos que no te volveríamos a ver más.

Ella no respondió. Seguía con la cabeza baja, y sus ojos eran como los de un animal asustado. Murmuró:

—Yo venir a serviros. Jefe mandarme que yo venir aquí, y yo venir. Ser vuestra esclava: perteneceros.

Barly observó que se había despojado de la ropa que le diera él allá en el río, y que volvía a cubrirse con una tosca y sucia piel. Se acercó a ella nuevamente, y le puso las manos sobre los hombros, en ademán amistoso. Ella se estremeció nuevamente, pero no se apartó.

—¿Qué te sucede? — volvió a preguntar Barly.

Una tampoco respondió. Barly comprendió que sería inútil todo cuanto hiciera o dijera: la salvaje había perdido la confianza que mostrara tener allá en el bosque, y la había sustituido por el miedo: el mismo miedo sumiso que mostraban los demás. Lentamente, sus manos resbalaron por los hombros de la salvaje hasta caer, lacias, a lo largo de su cuerpo.

—Está bien — dijo —. Quédate aquí.

Dio media vuelta y regresó junto a los demás. Una levantó unos instantes la vista y lo observó mientras se alejaba. Fueron tan sólo unos instantes. Luego volvió a hundir la mirada en el suelo. Retrocedió unos pasos, de espaldas, buscando el rincón más alejado y más oscuro de la cabaña. Allí se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, la espalda apoyada en la pared de bejucos, la cabeza baja y la vista fija en el suelo. Y allí permaneció, sin moverse, todo el resto de la tarde.

5

La oscuridad vino pronto sobre el poblado, y con ella se interrumpió toda actividad. Los salvajes se reunieron en torno a la fogata central, y entonaron largos y lúgubres cánticos. En un rincón de la choza central, Una, sentada en el suelo, fue siguiendo los cánticos en voz muy baja.

Un par de mujeres trajeron a los cinco hombres una abundante cena, servida en cuencos de barro y sobre tablillas de madera. Una seguía en el rincón, sin moverse. Barly tomó una tablilla y se la llevó hasta allá, ofreciéndosela. Ella levantó apenas la vista, y cogió la comida con timidez, colocándola sobre su regazo. Barly esperaba que dijera algo, pero ni siquiera abrió la boca. Regresó al centro de la choza y se sentó con los demás.

Grueber escuchaba atentamente los cánticos de los salvajes. Hortzst había sacado su magnetofón portátil, y grababa aquel sonido, que juzgaba sería interesante para exhibirlo como material didáctico y de investigación cuando regresaran a su tiempo.

—¿Qué es lo que cantan? — preguntó Grueber.

Barly hizo un gesto de indecisión.

—Parece una canción ritual — dijo —. Su letra parece algo así como un salmo, pero no puedo entender todas las palabras. Supongo que será algún rito mágico, para alejar los malos espíritus de la noche y hacer que vuelva a nacer un nuevo día. Al menos, estas dos palabras aparecen constantemente en la letanía.

Robertson se levantó y se dirigió hacia la entrada. Miró al exterior.

—¿Han observado que no hemos visto aún al hechicero de la tribu? El gran sacerdote no se ha dignado acudir a recibirnos. ¿A qué creen que se pueda deber?

Los cuatro hombres cruzaron sendas miradas de interrogación. Robertson, desde la puerta, apuntó:

—¿Y por qué no se lo preguntamos a la salvaje? Ella nos podrá decir algo, seguramente.

Barly se volvió hacia Una, que comía silenciosamente en un rincón. Por unos instantes la estuvo mirando fijamente, y ella notó aquella mirada, pues se removió nerviosamente, como intranquila. Barly se levantó y se acercó a ella.

—Una — llamó.

Ella tuvo un ligero sobresalto. Levantó lentamente la vista y miró a Barly, como si esperara algún golpe o alguna reprimenda.

—Una — repitió Barly —. No hemos visto aún al gran sacerdote de la tribu. ¿Dónde está? ¿Por qué no viene a testimoniarnos su sumisión?

La salvaje tragó dificultosamente saliva. Hizo un esfuerzo para hablar.

—Él — dijo, casi recitando —, el gran sacerdote estar en el templo del akra, orando y preparándose para recibir a los unara. Él purificarse siete veces antes de venir aquí, pues él deber aparecer puro y limpio a los ojos de los unara. Él pasar toda la noche en vela, orando a los dioses, antes de venir aquí. Él prepararse antes de venir aquí.

Barly asintió con la cabeza.

—Entiendo.

Se levantó y transmitió la explicación a los de más. Una observó unos instantes lo que ocurría, esperando quizá alguna otra pregunta. Luego volvió a bajar la cabeza y siguió comiendo en silencio.

—Debe existir un ritual sin duda — dijo Barly —.

El poder del akra es un poder destructor, y por eso el hechicero quiere aparecer limpio y puro a nuestros ojos. Tal vez tema que no lo encontremos suficientemente digno para nuestro dios, y su poder se vuelva contra él. Tal vez esté más asustado que todos los demás de la tribu.

Fuera de la choza, alrededor de la fogata, los salvajes seguían con sus cánticos. Grueber se levantó y se dirigió a la puerta para observar el espectáculo, y Hortzst y Quaterman no tardaron en hacer lo mismo. En la explanada, algún que otro rostro se volvía disimuladamente hacia donde ellos se encontraban, como observando lo que allí sucedía.

—¿Dónde estará el templo con la pistola? — dijo Grueber Ha de estar aquí, en alguna de estas chozas.

—Tal vez es la más apartada de todas — dijo Quaterman —. Seguramente se distinguirá claramente de las demás. Ciertamente, no hemos tenido demasiado tiempo para fijarnos en todos los detalles. Mañana deberemos empezar a investigar el asunto a fondo.

En la explanada, la gran fogata se iba apagando lentamente, convirtiéndose en rescoldos. Los salvajes, a su alrededor, se tendían en el suelo y arrojaban puñados de tierra sobre su cabeza. La ceremonia iba tocando a su fin.

—El gran dios noche los proteja — dijo Robertson —. Creo que nosotros podríamos retirarnos también a dormir. Nada haremos levantados, salvo cansarnos inútilmente. Y supongo que mañana tendremos trabajo.

Los salvajes seguían de bruces en el suelo, y algún que otro levantaba brevemente la cabeza, mirando hacia las chozas. Parecía como si aguardaran alguna señal.

—Tal vez nos están esperando a nosotros para terminar la función — observó Quaterman —. Démosles este gusto.

Descolgó la piel que cubría la entrada y cerró la abertura con ella. Aguardó unos instantes y luego miró por la rendija. Los salvajes se habían puesto en pie y, lentamente, desfilaban hacia las cabañas. Sólo uno se quedó en la explanada, sentado junto al fuego.

—La representación ha terminado — dijo Quaterman —, y el día también. Nosotros hemos marcado el epílogo. ¿Nos retiramos, pues, también a descansar?

No hubo ninguna oposición.

El poblado quedó así vacío y silencioso, con la retirada de los salvajes. Y con el silencio de los hombres, empezó en toda la selva la hora de las fieras.

Eran multitud de gritos, gemidos, aullidos, que se mezclaban una y otra vez, resonando simultáneamente en todas partes. En el cielo, la luna llena esparcía una difusa claridad plateada sobre el suelo, dando a todas las cosas un toque fantasmal. La superficie del lago se rizaba silenciosamente al compás del viento, como si siguiera el acorde de los aullidos de las fieras. Más allá del poblado, como un muro de oscuridad y de misterio, el lindero de la selva se destacaba sobre el fondo tenuemente azul del cielo. En el poblado sólo el débil rescoldo de la fogata central daba una idea de vida, y el salvaje que, sentado a su lado, como un guardián que vigilaba su conservación para el día siguiente, entonaba aún su cántico monocorde al tiempo que se balanceaba ligeramente siguiendo el compás.

Barly estaba sentado junto a la puerta de la choza, apoyando la espalda en el tronco que formaba el quicio de la misma y con el fusil recostado sobre las piernas. Habían decidido mantener una vigilancia permanente durante toda la noche, alternándose por turnos, y en el sorteo a Barly le había correspondido el primero. Con la manta termógena echada sobre los hombros, pues el aire era fresco a su alrededor, escuchando el cántico del salvaje que cuidaba el fuego del poblado, y pensando en todo lo que había ocurrido hasta entonces, notaba cómo el ambiente que le rodeaba iba penetrando en su interior, adueñándose lentamente de él. Era un extraño silencio el que le circundaba, un silencio mezcla de sonidos distantes y desconocidos, del silbar del aire entre los bejucos de las chozas, del ligero rumor del agua a sus pies, sonidos que no bastaban sin embargo para turbar la quietud, y que producían una extraña sensación de inquietud, reflejando la naturaleza de un enigma que se abría en la superficie de aquel mundo que no era más que su propio mundo, aunque estuviera perdido en los albores de un tiempo que aún tenía que nacer.

En el interior de la choza se producía, de tiempo en tiempo, un ligero ruido, como el de un cuerpo al moverse. Barly sabía que era Una, que seguía despierta, sentada en su rincón, aguardando. Aguardando ¿qué? Una orden quizás, un deseo, una indicación. Ser vuestra esclava. Perteneceros. Y en su voz había una extraña inquietud.

Entreabrió ligeramente la piel que tapaba la entrada de la choza, y observó el interior. La salvaje seguía sentada en su rincón, haciendo esfuerzos por vencer el sueño, manteniéndose despierta a pesar de todo. Barly recordó cuando se apareció ante él, desnuda, notificándole que había realizado los ritos del ur en su honor. Era como una chiquilla, una chiquilla pese a su cuerpo de mujer, que no nos comprendiera y a la que nosotros no comprendiéramos tampoco enteramente. Sintió un extraño amor, una rara atracción hacia ella, como la que sentimos hacia un niño desamparado que nos pide su protección. Llamó:

—Una.

Ella se sobresaltó. Por unos instantes el miedo volvió a asomar a sus pupilas, escondidas en la oscuridad, para ir descendiendo lentamente de nuevo al fondo de su cerebro. Avanzó con diligencia hacia la puerta de la choza, a rastras, procurando no hacer ningún ruido para no despertar a los demás.

—Una — estaba a su lado, esperando sus palabras con la misma ansiedad con que un perro espera una galleta —, ¿por qué nos teméis?

La luna ponía una débil claridad plateada al rastro bronceado de la salvaje, dándole un cierto aspecto de fantasmal realidad. Aquí está, reunido en este rostro de niña-mujer, todo lo exótico, lo misterioso de esta edad: el misterio de un tiempo que aún ha de nacer, y el atisbo de una humanidad que ha de ser la nuestra. ¿Quién puede decirme que este rostro asustado que ahora me mira no corresponderá con el tiempo, a uno de mis más directos antepasados?

—Vosotros ser poderosos — dijo Una, en voz muy baja —. Vosotros llevar a vuestro lado todo el poder del akra. Nosotros ser humildes gusanos.

—¿Qué es el akra para vosotros?

La salvaje no contestó. Miraba hacia delante, hacia la plateada superficie del lago, como si buscara allá una respuesta. Hubo un largo silencio. Barly modificó su pregunta:

—¿Cuánto tiempo hace que los unara vinieron a vuestra tribu y os dejaron el akra?

Una vaciló.

—No poder contestar — dijo —. Sólo el gran sacerdote poder hablar del akra. Ser prohibido para los demás.

—No me importa el gran sacerdote — dijo Barly —. Te lo pregunto a ti. Tú debes contestarme.

La salvaje vacilaba. En su interior luchaban su deseo de servir a los hombres que eran sus dueños y los tabús impuestos por el hechicero de la tribu. El akra era sagrado, no podía hablarse de él, sólo adorarlo. Era sacrilegio hacer lo contrario.

—¿Cuánto tiempo? — preguntó otra vez Barly.

—Mucho — dijo Una, haciendo un esfuerzo —. Hacer mucho tiempo. Ocurrir en vida del padre del padre del padre de mi padre.

—¿Y qué sucedió?

—Venir los unara... venir vosotros. El rayo mágico del akra hablarnos, y mostrarnos su poder. Vosotros explicar que ser gran dios, el dios del poder de la vida y de la muerte, el de la destrucción y el caos también. Bien usado ser gran ayuda, pero mal usado convertirse en peligro, y atacar a los que usarlo mal, destruyéndolos. Desde entonces el akra convertirse en gran dios para nosotros, y ayudarnos siempre que pedir.

Al oír aquellas palabras, Barly pensó en algo que le hizo palidecer.

—¿Quieres decir... — murmuró — que vosotros habéis usado el poder del akra?

Una se pasó la lengua por los resecos labios, como haciendo un esfuerzo para hablar.

—Nosotros... El gran sacerdote hacerlo. Él ser el depositario del poder del akra, y él usarlo siempre que ser necesario. Nosotros nunca acercarnos a él más que para adorarlo y ofrecerle sacrificios. El dios querer tan sólo al gran sacerdote junto a él.

Barly se reclinó en el quicio de la puerta, apoyando la cabeza en el tronco. Suspiró. Bien, ahora comprendía algo más del extraño miedo de los salvajes. No creía que los unara les hubieran dado la pistola protónica para que la usaran cuando fuera necesario: hubiera sido igual que dársela a un niño. Quizá se la habían robado, y ahora temían que llegara el castigo, o tal vez habían prometido no usarla jamás. Por eso tenían miedo.

—¿Y siempre os ha ayudado el dios? — preguntó.

Una no respondió. Volvió el rostro hacia un lado, intentando ocultar su turbación. Barly le cogió la cabeza entre las manos y la hizo volverse hacia él.

—Respóndeme. ¿Siempre os ha ayudado? —No — dijo Una —. Ahora ya no.

Barly sintió unos grandes deseos de echarse a reír. No. Ahora ya no. La carga de la pistola se habría agotado, y todos los conjuros del hechicero para hacerla funcionar de nuevo habrían resultado inútiles. Mal hechicero es éste, que ha traído el enojo del dios. Y ellos aparecían de repente allí, akra, como los dioses de la pistola protónica. El enojo del dios es grande, y he enviado a sus servidores a castigar a los causantes del enfado. Los salvajes tendrían motivo para estar temerosos.

—El dios se ha enojado con vosotros — dijo —. ¿Qué le habéis hecho?

—Nosotros no hacer nada malo — se apresuró a contestar Una —. Nosotros adorarle siempre como un gran dios, y ofrecerle numerosos sacrificios. Él siempre aceptarlos, pero ahora ya no.

—¿Por qué?

Una vaciló.

—No saberlo — murmuró —. Nadie de nosotros saberlo.

En el centro del poblado, el cuidador del fuego, seguía con su cántico monocorde, mientras se balanceaba rítmicamente a uno y otro lado: uno-dos, uno-dos, uno-dos. El cielo se iba encapotando ligeramente por el este, anunciando una próxima tormenta. El viento había aumentado de intensidad, y la superficie del lago iba rizándose lentamente, en pequeñas olas que iban a estrellarse contra las piedras de la orilla.

—Nosotros no hemos venido aquí a castigaron — dijo Barly —. No hemos venido a pediros cuentas de lo que habéis hecho, aunque hayáis usado mal el poder del akra. Sólo hemos venido a verle... y a interceder por vosotros cerca de él. Nada más.

Los ojos de la salvaje se iluminaron.

Unara ser buenos — murmuró —. Muy buenos. Tanto como el dios.

Con el amanecer, el poblado recobró su actividad. El fuego central fue avivado, añadiéndole nuevos troncos sobre los rescoldos, y se preparó la carne que se tenía que asar sobre él. Grupos de hombres armados empezaron a reunirse en distintos puntos de la empalizada, preparando sus expediciones de caza. Grupos de hombres, viejos y mujeres se dirigieron hacia los campos cultivados, para ararlos, sembrarlos, recoger las hortalizas que ya estuvieran hechas, y realizar todas las tareas propias de un experimentado agricultor. Algunas mujeres amamantaban a sus hijos, mientras otros niños correteaban de un lado para otro del poblado, ajenos a la preocupación que embargaba a sus padres.

Porque la actividad que se desplegaba en el poblado no era normal, y se notaba una clara tensión en el ambiente. Los rostros seguían mirando furtivamente hacia la gran choza central, y el temor se notaba aún en todos los gestos y actitudes. Son como perros esperando recibir un palo.

Barly comunicó a los demás su breve conversación con Una, durante su guardia nocturna, y lo que había sacado en claro de ella. Hacía al menos cien años que los unara descendieron y dejaron la pistola allá. Qué sucedió antes de que se fueran, no lo sabía. Quizá la pistola les fue arrebatada, quizá fueron asesinados para robarles su poder. Pero los salvajes se habían quedado con el akra, y lo habían usado varias veces, hasta que la carga se había agotado. Ahora los salvajes tenían miedo, porque el gran dios no quería ayudarles, y porque ellos habían venido allá, quizá para rendir cuentas de su actuación.

—Una conoce pocos detalles de la venida de los unara, pues los sacerdotes han puesto veto a todo lo relativo al akra, reservándoselo para ellos. Es indudable, pues, que sólo hablando con el gran sacerdote sacaremos algo en claro. Y viendo la pistola, por supuesto.

—Entonces — dijo Robertson —, no creo que haya mucho que discutir. Supongo que el hechicero habrá acabado ya sus abluciones purificadoras, v si no lo ha hecho, puede presentarse impuro: a mí no me importa demasiado. Pero que venga a vernos, y charlaremos con él. ¿No les parece?

Todos estuvieron contornees con la sugerencia. Barly llamó a Una, que, después de la tranquilizadora conversación de la noche, y rendida de cansancio, se había quedado dormida. Despertó sobresaltada, pero al ver a Barly se tranquilizó. Se levantó diligentemente, esperando órdenes.

—Ve a llamar al gran sacerdote — le dijo Barly —. Dile que queremos verle inmediatamente. No nos importa que no se haya purificado por completo: ha de venir ahora mismo. ¿Has entendido?

La salvaje asintió presurosamente y se dirigió a la puerta. Antes de que cruzara el umbral, Barly recordó otra cosa.

—¡Una! — llamó. Ella se volvió, aguardando nuevas indicaciones —. ¿Por qué no llevas la ropa que te dimos?

La salvaje vaciló. Miró unos instantes hacia el exterior.

—Jefe ordenarlo — murmuró —. Él creer que ninguno de nosotros ser digno de llevar ropas de los unara, y entregarlas al gran sacerdote. Él guardar en el templo del dios.

—Vuelve a cubrir tu cuerpo con ella — dijo Barly —. Comunícale al jefe y al gran sacerdote que nuestros servidores llevarán nuestra misma ropa, para que todo el mundo sepa que son servidores nuestros y los respete como a nosotros. Y realiza otra vez los ritos del ur. ¿De acuerdo?

Ella asintió presurosamente con la cabeza y salió. Barly la observó alejarse por la bamboleante pasarela que unía la choza con tierra firme, y observó también que todos los salvajes volvían los ojos hacia ella, como queriendo preguntarle algo pero no atreviéndose a ello. Una desapareció tras las otras tiendas, y Barly se apartó de la entrada. Los otros cuatro hombres le observaban fijamente, esperando sus explicaciones.

—El hechicero vendrá ahora mismo — dijo Barly —. Eso, al menos, es lo que espero.

6.

Era un hombre viejo, arrugado, pero en cuya mirada brillaba una chispa desusada de inteligencia. Tendría setenta años, u ochenta, o más, y toda la experiencia de su edad estaba acumulada en su cerebro. El sumo sacerdote, había explicado Una, había heredado el cargo de su padre, y lo transmitiría luego a uno de sus hijos, para que éste a su vez lo transmitiera a uno de los suyos, y así sucesivamente. Vivía en el propio templo del akra con sus mujeres y sus hijos, que le ayudaban en su labor, y era un gran honor para cualquier mujer del poblado ser llamada por el gran sacerdote para pasar a vivir en su choza. Él cuidaba del akra y de los portadores del akra — Barly averiguó que se refería a las estatuillas talladas en piedra que, de un modo mágico, custodiaban al gran dios — y del fuego del altar, fuego que habían dejado los unara antes de irse, y del que había salido después el fuego central del poblado.

Lo advirtió apenas penetró humildemente en la choza y se arrojó de bruces al suelo. Iba cuidadosamente limpio, con el pelo desenmarañado y libre de parásitos, y lucía sobre su cuerpo una magnífica piel blanca acabada de curtir que le cubría diagonalmente el torso, terminando en su parte inferior en un largo taparrabos. Seguramente la noche anterior había sido la peor noche de su vida, pues se mostraba ojeroso y cansado, pero seguramente también Una le había comunicado que los unara no venían a pedir cuentas, y aquello le había tranquilizado un poco. Se postró en el suelo, cantando grandes alabanzas a los unara, a los portadores del akra, y esperando sin duda la orden para levantarse. Cuando Barly se la dio, se apresuró a ponerse en pie, y aguardó con la cabeza baja a que los poderosos unara dijeran algo.

—Tú eres el gran sacerdote, el cuidador del akra, ¿no es así? — preguntó Barly.

El salvaje asintió repetidas veces con la cabeza. No estaba asustado, pero sí se le notaba intranquilo. Para él, los cinco hombres seguían siendo poderosos señores, a quienes había que tener contentos para que su ira no se desatara y lanzaran sobre ellos todo el poder que tenían. Muchos años de ostentar el título de sacerdote le habían enseñado que, así como podía exigir e imponerse sobre los que estaban por debajo de él, también debía humillarse y obedecer a los que demostraban ser más poderosos. Él no había vivido la llegada de los unara, la primera vez que aparecieron sobre el lago, pero los relatos que le había hecho su padre, heredados por este del padre de su padre, quien a su vez los había recibido del padre del padre de su padre, eran suficientemente descriptivos. El gran pájaro se había cernido sobre el lago y había descendido majestuosamente al suelo, y de sus entrañas habían surgido unos hombres poderosos, que se habían mezclado con ellos. Los hombres poderosos habían permanecido un tiempo con ellos, hablándoles de cosas sabias y pasmosas, y...

—¿Cuánto tiempo estuvieron los unara con vosotros?

El gran sacerdote humillaba la cabeza.

Era difícil calcular el tiempo. Diez lunas quizás, o veinte. No importaba. Los unara eran grandes señores, sí, muy grandes señores, y habían permanecido un tiempo con ellos para enseñarles sus artes mágicas, pero...

—¿Cuántos pájaros llegaron al poblado?

Uno, uno sólo. Un gran pájaro sin alas, que ocultaba en su tamaño al sol y la luna, y arrojaba una gran sombra sobre el suelo. El pájaro estaba enfermo cuando llegó, y los unara lo cuidaron durante todo el tiempo que estuvieron en el poblado, hasta...

—¿Cuántos portadores del akra salieron de las entrañas del pájaro?

¡Oh, era difícil de decir! La leyenda se mezclaba con la verdad, y el mito acrecentaba las cosas. Cuatro, cinco, seis, diez quizás...

—¿Hombres tan sólo?

No, mujeres también. Una, dos... No importaban los números. Los unara eran muy poderosos, y el poder de su dios akra hizo temblar a los más valientes guerreros. Este es el dios de la destrucción y la muerte, el dios del fuego y el caos. El gran dios arrasaba los árboles, hacía hervir el agua del lago, volatilizaba a los hombres y a los animales. Este es el poder de la destrucción y la muerte. El dios era apacible si se le adoraba, pero cuando se irritaba su boca lanzaba dardos de fuego, y todo lo que tocaba quedaba convertido en humo y cenizas. Aquí está el poder del mundo, el que hace temblar a todos los hombres: el dios de la violencia y del temor. Y así...

—¿Por qué se fueron los unara?

El gran sacerdote elevó los brazos al cielo y lanzó al aire una larga letanía. Los unara se fueron porque su destino estaba marcado así. Los unara debían regresar a su país, y aunque los salvajes de la tribu les rogaron que se quedaran e hicieron grandes sacrificios al dios akra para conseguir su favor, marcharon en su gran pájaro por el cielo, y no regresaron nunca más.

—¿Nunca han vuelto los unara hasta ahora? No, nunca, gran señor. Nunca hasta ahora habían vuelto.

—¿Qué aspecto físico tenían los unara?

Sólo existen unos unara, sólo existirán unos unara en todo el orbe conocido. Ellos eran los modelos, ellos mismos, los que estaban ante él. Hombres, hombres como ellos mismos, pero elegidos por los dioses para representar su poder. Sois los que distribuís el bien y el mal, los que podéis dar la vida y la muerte. Vuestro poder es grande, y el de vuestro dios lo es más aún. Salve, portadores del akra.

—¿Por qué dejaron una imagen del dios en el poblado?

Los designios de los unara son inescrutables. Ellos no los comprendían, y por eso él no podía contestar. Pero los unara dejaron al dios para que les protegiera, y ellos lo aceptaron como tal. Y el dios les protegió.

—¿Prometieron los unara volver alguna vez? Sí. Los unara prometieron volver.

—La cosa está clara — dijo Barly —. Los dueños de la pistola no pensaban en principio venir aquí, pero sufrieron una avería en su nave y tuvieron que descender. Quizá fueron atacados por los salvajes, que les creyeron sus enemigos, y tuvieron que defenderse con sus armas. Los salvajes vieron el poder de aquellas armas extraordinarias y cambiaron su actitud belicosa por otra de temerosa sumisión. Entonces los dueños de la pistola se quedaron entre ellos, el tiempo justo para reparar su nave, y después partieron.

—¿Pero por qué dejaron la pistola? — murmuro Hortzst —. Es absurdo. ¿Dejaría alguno de ustedes su pistola protónica a estos salvajes, sabiendo que era tan peligroso como dejarla en manos de un niño?

—Nosotros tal vez no — dijo Grueber pero indudablemente ellos sí. Quizá su mentalidad sea distinta a la nuestra, quizá creyeron que esto era lo mejor que podían hacer. ¿Y por qué no?

—Y prometieron volver — observó Robertson.

—Tal vez fue una excusa — dijo Quaterman —. A lo mejor pensaron que así mantendrían expectantes a los salvajes y usarían bien el arma.

—O tal vez todo fue una prueba — dijo Barly

¿Han pensado que estos misteriosos unara pudieron realizar un experimento? La pistola protónica puede ser algo así como el árbol del bien y del mal del que nos habla nuestra Biblia. Bien usada puede ser un instrumento beneficioso y útil; mal usada es sólo el portavoz de la destrucción y la muerte. Los salvajes se han imbuido mucho en esta idea: la recitan a cada momento. ¿Por qué no pensar que usaron esta pistola como una prueba, y que están pensando volver algún día para observar los resultados?

—¿Y esperar más de cien años para esta vuelta? — rezongó Robertson —. Imposible.

—¿Entonces? — dijo Hortzst.

El gran sacerdote estaba parado a un lado de la choza, escuchando atentamente aquellos sonidos para él ininteligibles. Robertson lo señaló.

—El hechicero nos ha hablado de una manera semimágica, visto todo bajo el punto de vista de su especial mentalidad. Resulta la suya una bonita historia, pero en la realidad todo pudo ser de una manera muy distinta. Además, parece como si todo quedara un poco deslavazado. Ha de existir algo más que encaje con el resto y le haga cobrar consistencia. No sé lo que pueda ser, pero creo que nuestro deber es averiguarlo.

—¿Y cómo? — dijo Hortzst.

—Hemos oído el relato de los hechos — dijo Robertson —. ¿Por qué no vamos ahora a examinar la consecuencia de estos mismos hechos? Sugiero que, antes de emitir ninguna hipótesis más, examinemos la pistola y las estatuillas mágicas que la custodian. Entonces podremos teorizar.

—Nuestro dios akra nos llama a su presencia — dijo Barly al gran sacerdote —. Guíanos hasta él.

El hechicero hizo una profunda inclinación, al tiempo que asentía repetidas veces con la cabeza.

—Vosotros ordenar, portadores del akra — dijo —. Yo ser vuestro esclavo. Yo obedecer.

Quaterman había acertado al definir el lugar donde estaba enclavada la pistola como una choza distinta y algo apartada de las demás. En la parte más interna del lago, defendida de cualquier posible ataque desde tierra por todo el conjunto del poblado, se encontraba una construcción que destacaba de las demás. Tenía forma como de embudo, y en su parte superior tenía una pequeña abertura por la que escapaba constantemente una débil columna de humo negro y espeso. Era más grande que las otras, aunque no tanto como la central, y también mucho más cuidadosamente construida. Su finalidad, por otra parte, quedaba claramente definida, tanto por su situación como por sus características.

Apenas salieron de la choza central que les servía de alojamiento, los ojos de todos los salvajes del poblado se posaron sobre ellos. La noticia difundida por Una de que los unara no venían a pedir cuentas debía haber corrido ya de boca en boca, y el miedo había desaparecido en parte, dejando paso a sólo una ligera inquietud. Los cinco hombres, precedidos por el hechicero y seguidos por Una, que cumpliendo las instrucciones de Barly se había bañado y se había vuelto a poner las ropas que recibiera de él en el río, se dirigieron por los bamboleantes pasillos de comunicación hacia la choza-templo. Antes de entrar en ella, el hechicero se arrojó de bruces al suelo del umbral, pronunciando una breve y rápida letanía. Luego se levantó y se echó a un lado.

—Pasar, poderosos señores. El dios akra aguardar vuestra visita.

Los cinco hombres entraron. Al contrario de las otras chozas, que formaban en su interior una única habitación, ésta estaba dividida en secciones más pequeñas por varios tabiques, hechos de bejucos y hojas entretejidas. La entrada comunicaba a un pasillo largo y estrecho, que llevaba hasta el fondo de la cabaña. Allí, tras una puerta, cerrada por una cortina de inmaculada piel blanca, se encontraba una habitación: el templo del akra propiamente dicho.

Barly fue el primero en entrar. Al instante, un humo denso y acre le quemó la garganta, haciéndole toser. La habitación, que tenía forma de media luna, no tenía ninguna abertura al exterior salvo la estrecha chimenea del centro, por la que apenas entraba un resquicio de luz. Un humo denso y acre llenaba toda la estancia, procedente del fuego sagrado, que quemaba en el interior de un recipiente de madera petrificada renegrido por el tiempo. A un lado de la estancia había un montón de ramas secas — ramas olorosas para el fuego del altar, había dicho el sacerdote — para ir avivando el fuego y evitar que se apagara.

Y en el centro de la estancia, el altar. Era un gran bloque de piedra, de forma paralelepípeda, colocado transversalmente. Estaba repleto de numerosos grabados alegóricos, con escenas de caza, escenas de fiesta y escenas de amor. En la parte superior había multitud de objetos, sin duda ofrendas de los salvajes, y objetos de culto también. Se apreciaba, en toda la estancia, una limpieza reciente, desde la requemada piedra vegetal del fuego sagrado hasta las ahumadas paredes, pasando por el suelo y, por supuesto, la piedra del altar. El humo que llenaba la estancia tenía también un cierto olor embriagante y dulzón, provocado sin duda por la combustión de algunas flores de perfume escogidas especialmente para aquella ocasión y echadas al fuego momentos antes de la entrada de los cinco hombres.

Barly empezó a toser, Grueber sintió que le lagrimeaban los ojos, y Quaterman renegó algo en voz baja. Robertson, por su parte, avanzó directamente hacia el centro de la estancia, sin preocuparse más que del altar, mientras Hortzst salía rápidamente de la habitación, llenaba sus pulmones de aire fresco y volvía a entrar ya reconfortado. El sacerdote y Una penetraron también, tras los cinco hombres, con el respeto y la humildad que requería su clase y condición.

El fuego sagrado esparcía sobre la estancia una débil claridad rojiza, que apenas disipaba la fuerte penumbra reinante. El altar estaba repleto de ofrendas y objetos de culto, frutos, flores, puntas de flecha, pedazos de carne, objetos destinados en forma mágica a atraer el poder del akra hacia las actividades del poblado, caza, pesca, agricultura, ganadería, y obtener en todas ellas su favor. En el centro del altar, sin embargo, libre de todos estos presentes, se encontraba el objeto de culto. Rodeado de diez estatuillas, de unos quince centímetros de alto, hechas de tosca piedra, a la estilizada manera semi-mágica de los salvajes, se encontraba la pistola protónica. Sucia, deslucida, desgastada por cien años de culto ininterrumpido, pero entera y reconocible aún. Los cinco hombres se acercaron a ella para examinarla con detenimiento... y cinco rostros expresaron el más grande asombro e incredulidad.

Porque la pistola que se encontraba sobre el altar era totalmente idéntica a la que ellos tenían en la funda de sus cinturones.

7.

—Es inconcebible — murmuró Grueber —. No puedo imaginar a esos misteriosos unara usando el mismo tipo de pistola que las nuestras. Sería demasiada coincidencia.

—¿Por qué? — opuso Robertson. Se sentía enormemente divertido; tanto, que de buena gana se hubiera echado a reír —. ¿Porque esto destruye todas sus fantásticas teorías? Siempre le dije que debía existir otra explicación. Y aquí la tiene. Hombres como nosotros.

—¿Pero quiénes? — murmuró Grueber —. ¿Quiénes?

—No quiero parecer alarmista — dijo Quaterman —. No quiero que me tachen tampoco de querer lanzar hipótesis aventuradas. Pero recuerdo las explicaciones del hechicero sobre las circunstancias que rodearon la llegada de los unara. Y esto me hace pensar en una cosa.

—¿Qué? — preguntó Barly.

—Esto — dijo Quaterman —: ¿no ha pensado ninguno de ustedes por un momento en que puede ser que hayamos sido nosotros mismos los causantes de todo? ¿No se les ha ocurrido imaginar que podemos ser nosotros los misteriosos unara de que nos hablan los salvajes?

Hubo un silencio embarazoso. Grueber miró a Barly, Barly miró a Hortzst, Hortzst miró a Quaterman, y Quaterman miró a Grueber. A ninguno de ellos se le había ocurrido pensar en aquella posibilidad. Y ahora todos se daban cuenta de que era algo totalmente lógico.

La sonrisa de triunfo de Robertson se borró como por ensalmo...

—¡Imposible! ¡Es totalmente imposible!

Robertson estaba fuera de sí. Toda su flema anterior había desaparecido de repente, para dejar paso a un estado de excitación casi incontrolable. Paseaba de un lado a otro de la gran y única habitación, agitaba los brazos en el aire, pronunciaba para sí mismo palabras incomprensibles...

El choque recibido en el templo del akra había sido demasiado fuerte para todos. Para Grueber, pues derrumbaba todas sus teorías. Para Robertson, pues a pesar de todo las derrumbaba también. Para los otros tres, pues les colocaba en una situación totalmente fuera de lugar.

La escena estaba aún viva en la mente de todos. La estancia llena de humo acre y aromático, la luz rojiza del fuego sagrado, el altar lleno de inscripciones y ofrendas, y la pistola. El hechicero tras ellos, junto a la puerta, aguardando respetuosamente, y Una, tras ellos también, con la cabeza inclinada y un aire entre nervioso y asustado, sintiéndose incómoda en aquel lugar que para ella era sagrado.

El descubrimiento de la pistola, sobre el altar, y la gran sorpresa. La discusión. Y las palabras de Quaterman: Nosotros.

Hortzst examinando atentamente la pistola para comprobar aquella aseveración, y descubriendo en la parte inferior de la culata una inscripción clásica: Made in France.

Y Quaterman abriendo el cañón, y estudiando su número de control. Y Barly, comprobando que era el mismo número que el de su propia pistola.

El hecho incuestionable de una misma pistola duplicada, una en manos de Barly y otra sobre el altar de los salvajes. Y con ello la seguridad absoluta de que los misteriosos unara habían sido ellos mismos.

Grueber sintiendo que se derrumbaban todas sus teorías, pese a lo cual estaba aún convencido de que eran ciertas.

Y Robertson trocando su sonrisa de triunfo en un gesto de incredulidad, y negando con la cabeza. Robertson elevando las manos al cielo, y gritando una y otra vez: Imposible, imposible, imposible. Robertson paseándose de un lado para otro de la gran choza que les servía de alojamiento, y negando la posibilidad de aquello que, a todas luces, bajo su punto de vista, era más absurdo aún que la llegada de seres extraterrestres al poblado.

—¿Usted sabe, Grueber, lo que es una imposibilidad matemática?

Robertson se sentía abrumado. Era algo más que la confirmación de una teoría que había defendido desde siempre. Ahora no le importaban ya su triunfo ni las pruebas que pudiera ofrecerle Grueber en su contra sobre la indudable existencia de seres extraterrestres en el pasado de la Tierra. Le tenían sin cuidado los mapas de Piri Reiss, las terrazas de Baalbeck, las figuras de Nasca y todas las demás evidencias existentes que se le pudieran presentar. En realidad, ahora, hubiera preferido descubrir la existencia real de aquellos misteriosos seres venidos del espacio antes que aquello. Hubiera preferido descubrir cualquier cosa, por extraña y sorprendente que fuera, menos aquello.

—¿Por qué? — dijo Grueber —. No comprendo su actitud, profesor. Ni entiendo tampoco su desconcierto. Los hechos demuestran que los misteriosos unara de los salvajes no fueron seres extraterrestres en realidad. Su teoría ha quedado confirmada. Incluso parece quedar demostrado que hemos sido nosotros, en realidad, los causantes de todo, aunque no acabe de comprenderlo. Pero no encuentro este hecho trágico, sino más bien ridículo. Robertson negó lenta y repetidamente con la cabeza.

—No — murmuró —, no entienden. Ustedes no lo entienden. Es difícil de explicar, ya lo sé. Es tan difícil de explicar como de entender. ¡Pero es imposible que nosotros hayamos desencadenado estos hechos que estamos viviendo! ¡Es imposible que nosotros seamos los misteriosos unara de los salvajes!

—¿Por qué? — preguntó Barly.

—Porque sería el más descomunal absurdo matemático — dijo Robertson —. ¿No lo entienden, no ven la incongruencia que hay en todo ello? Si hemos venido aquí ha sido porque en nuestro tiempo hallamos los restos de una pistola prehistórica, y ahora todos los indicios parecen señalarnos a nosotros como el origen de este hallazgo. ¡Esto es imposible! El origen de todo este caso, para nosotros, fue el hallazgo: nosotros vinimos porque la pistola estaba aquí, y sin embargo ahora resulta que la pistola está aquí porque nosotros hemos venido. ¿Cómo puede un mismo hecho ser causa y consecuencia? Resulta imposible que nosotros halláramos los restos de la pistola si aún no habíamos decidido venir aquí, y por lo tanto no podíamos haberla dejado. Y resulta imposible que la dejáramos sin haberla hallado antes en nuestro tiempo y tener así el motivo que nos hiciera venir hasta aquí. ¡Oh, Dios, es un callejón sin salida!

—¿Entonces, qué solución puede haber? — preguntó Hortzst.

—Ninguna — dijo Robertson —. Realmente ninguna. Lo único que puedo decir es que nosotros no hemos podido dejar la pistola aquí. Nosotros no somos los unara. Es imposible.

—Pero no hay otra explicación.

—¡Ha de haberla, cielos! Nos encontramos ante dos hechos gemelos y contradictorios: dejamos la pistola porque vinimos aquí, y vinimos aquí porque dejamos la pistola. Aislados son incomprensibles, pero unidos son absurdos. ¡No podemos aceptarlos!

—¿Por qué no? — dijo Quaterman —. Supongamos que ahora cogemos la esfera y nos remontamos cien años en el pasado. Bajamos allí, nos estamos unos meses con los salvajes, educándolos, y después partimos hacia nuestro presente dejándoles la pistola. Todo quedaría así solucionado.

—¡No! — gritó Robertson —. ¡Esto sería forzar los hechos!

—¿Entonces? — dijo Barly — ¿Opina que regresemos a nuestro presente y abandonemos la investigación? ¿Es mejor hacer eso?

—¡Oh, cielos, tampoco! Si realmente hemos sido nosotros quienes hemos dejado la pistola aquí, entonces causaríamos una imposibilidad matemática aún más grande que la actual, puesto que nosotros seríamos el origen de algo que nunca existió realmente. Quién sabe lo que ocurriría entonces: algún cataclismo temporal, un cambio de todo nuestro futuro, la desaparición del universo entero... no sé. Sinceramente, no sé.

—Entonces, ¿qué es lo que sugiere hacer, profesor?

Robertson hundió el rostro entre las manos. —Dios, no lo sé — repitió —. La cabeza me da vueltas. No lo sé.

Y Grueber se echó a reír. Su risa fue una risa dura, sarcástica. Me has vencido, pero has sido derrotado también. Había perdido su apuesta, pero había tenido su compensación. Y no se sentía tan mal a pesar de todo.

Robertson levantó unos instantes la vista hacia Grueber, y su mirada se endureció. Pero los pensamientos agoreros volvieron a adueñarse nuevamente de él, y hundió otra vez el rostro entre las manos.

Entonces entró el hechicero en la gran choza, y se postró cara al suelo ante ellos, prorrumpiendo en una larga y apresurada letanía que nadie entendió.

—Debemos formarnos una conducta a seguir — dijo Quaterman —. Todo lo que vinimos a buscar aquí se ha convertido de pronto en humo. Usted, Robertson, afirma estar desorientado. Usted, Grueber, prefiere permanecer al margen del asunto. Yo no sé lo que ustedes dos piensan, pero sí quiero decirles que yo no tengo el menor interés en pasarme aquí el resto de mi vida. Podemos seguir dos caminos: regresar a nuestra época, ya que nada tenemos que hacer aquí, o ir más hacia el pasado, a encontrarnos con nosotros mismos tal vez. No sé qué consecuencias podrá traer una u otra actitud, pero sí sé que debemos tomar una resolución. Y cuanto antes.

—Los salvajes están preparando ya la explanada — dijo Hortzst, que observaba desde la puerta de la cabaña lo que sucedía en el poblado —. Están levantando una especie de tosco estrado, y lo están cubriendo con un techo de ramas. Van endemoniadamente rápidos.

—¿Cree que vale la pena quedarnos, Barly? — preguntó Quaterman.

Barly se encogió ligeramente de hombros. En realidad, no lo sabía. El gran sacerdote se lo había comunicado humildemente en su largo y enrevesado discurso, cuando entrara momentos antes: iba a celebrarse un gran sacrificio de adoración en honor al akra, en presencia de los unara. Ignoraba lo que sería aquel sacrificio, ni en qué forma se produciría. Ignoraba también si el hechicero lo había preparado todo para congraciarse con ellos y con el akra, o bien era un ritual periódico. Por otra parte, tampoco le importaba demasiado; imaginaba lo que sería, danzas mágicas y palabras rituales, invocando un poder que ya no volvería a presentarse. El sacerdote había pedido con honda humildad que ellos se dignaran concelebrar con él el sacrificio, dando con su presencia el toque mágico necesario. Barly había dicho que sí. Ahora todo el poblado hervía en actividad, preparando la celebración. Y ellos estaban allí, aguardando.

—Es en cierto modo absurdo — murmuró —. Para los salvajes, el akra es un dios todopoderoso, al que deben respeto y sumisión, y a cuyo poder temen tanto como admiran. Es para ellos un símbolo, el del poder de la destrucción, pero a este simbolismo no pueden haber llegado por ellos mismos. Ignoramos en qué circunstancias ha ocurrido todo, pero yo también me resisto a creer que hayamos sido nosotros mismos el origen de todo. ¿Es lógico, Robertson, que aun sabiendo lo que hemos hecho lo hagamos otra vez? La pistola es nuestra, debemos admitirlo. Pero su llegada aquí no ha sido un accidente fortuito. Nosotros, según la leyenda que nos contó el hechicero, hemos tenido que ir al pasado, quedarnos un cierto tiempo allí, y enseñarles muchas cosas que antes desconocían: agricultura, ganadería, industria... Y dejarles la pistola como recuerdo de nuestro paso. Parece como si ahora estuviéramos obligados a hacer todo lo que cuenta la leyenda. ¿Tenemos realmente esa obligación?

—Podemos regresar a nuestro tiempo si lo deseamos — dijo Quaterman —. Sin hacer nada.

Robertson movió la cabeza con aire de duda.

—No es sólo éste el dilema — murmuró —. Existe aquí un difícil problema, al que no sé verle solución. No se trata ya sólo de la imposibilidad del hecho que estamos viviendo, matemáticamente hablando. Es algo mucho más grave y de mayor responsabilidad. Nuestra línea futura de conducta está sometida a un grave dilema. Y no sé hallar el camino.

—¿Por qué? — preguntó Hortzst.

—Porque en los dos lados hay un gran interrogante, tras el que no sé lo que nos puede esperar. Quaterman ha dicho muy bien que tenemos sólo dos caminos a seguir: regresar a nuestro tiempo o ir hacia el pasado. Si hacemos lo segundo, podemos llegar a crear con ello toda esta mitología de los dioses de la pistola protónica y su maravilloso akra, y entonces daremos vida al absurdo matemático en el que estamos inmersos: el de un origen que es a la vez consecuencia de su consecuencia.

—¿Y si regresamos a nuestro tiempo? — preguntó Quaterman.

—Entonces crearemos otro absurdo matemático distinto, pero no menos imposible: el de una consecuencia sin causa. Si hallamos la pistola en nuestro tiempo fue porque alguien la puso aquí. Hemos descubierto ahora quién pudo ser este alguien. Si realmente hemos sido nosotros la causa de todo esto, no podemos irnos ahora dejando a nuestras espaldas una imposibilidad: la de no originar el hecho que nos trajo aquí. Dos acontecimientos contradictorios no pueden ocurrir simultáneamente. No podemos dejar la pistola de Barly aquí, y marcharnos al mismo tiempo a nuestro presente llevándola con nosotros.

—Es un problema, ¿no? — dijo Grueber, pensativo.

—Sí lo es — admitió Robertson —. Realmente, cuando usted y yo iniciamos esta expedición la hicimos antagónicamente. Pero ahora nos hemos dado cuenta de que ninguno de los dos ha salido vencedor. Es difícil tener que admitir esto, pero es la verdad. La única explicación que vemos ante nosotros no concuerda con ninguna de las leyes inmutables de nuestro universo.

—¿Y qué puede ocurrir — preguntó Quaterman — si lo abandonamos todo y regresamos a nuestro presente?

—No lo sé — dijo Robertson —. Pero puede ocurrir todo. Ya les dije que el tiempo era aún un campo experimental, tanto para el mundo como para mí mismo. Se ha escrito mucho sobre él, y se han aventurado muchas teorías. Durante mucho tiempo se creyó que el tiempo, como el espacio, era reversible, es decir, que un acontecimiento que ocurriera al revés en el sentido del tiempo sería contrario pero idéntico punto por punto al mismo acontecimiento a su marcha normal, como es idéntico un film pasado al revés con relación al mismo film pasado normalmente, aunque las imágenes nos den la impresión de ir en sentido contrario. Luego, las experiencias con el mesón K°(L) en los grandes aceleradores de partículas, demostrando que se desintegraba en dos partículas en lugar de tres, como estaba previsto, abrieron el campo a una nueva hipótesis: la de la no reversibilidad del tiempo, que hasta ahora sólo se ha podido estudiar hipotéticamente[1]. Tal vez sea ésta la causa de lo ocurrido, aunque no concibo a ver de qué manera. Sin embargo, si es así, toda nuestra física clásica sufrirá un golpe tan grande como el que le dio la mecánica cuántica y ondulatoria. Y realmente, no puedo hallar matemáticamente una explicación al fenómeno. Tal vez tengamos que buscar esta explicación en otros campos, quizá tengamos que crear una super-física temporal, o tal vez tengamos que hallar esta explicación en los dominios de la metafísica, aunque tal vez ni ésta nos sirva tampoco.

—Pero esto no contesta a mi pregunta — dijo Quaterman —. ¿Qué puede ocurrir?

Robertson se encogió levemente de hombros.

—Todo — murmuró —. Prácticamente, todo. Si admitimos que la no reversibilidad del tiempo puede haber ocasionado como causa de nuestro viaje este profundo corte en la lógica de nuestro universo, nuestro regreso sin haber cumplido el requisito de dejar la pistola aquí puede ocasionar catástrofes que no me atrevo a imaginar. Quizá cambiáramos todo nuestro futuro. Quizá nuestra acción fuera tan incompatible con la lógica universal que causáramos un cataclismo cósmico, tal vez ocasionáramos la destrucción de todo el universo. No lo puedo determinar.

—Entonces — dijo Grueber, como si empezara a darse cuenta por primera vez de que el problema era grave —, estamos en una situación difícil. —Sí — dijo Robertson —. Muy difícil.

Hubo un largo y pesado silencio. Hortzst seguía mirando los preparativos de los salvajes a través de la entrada de la choza. Murmuró:

—Han terminado ya la construcción del estrado. Ahora están levantando unos postes alrededor de él. ¿Para qué demonios querrán todo esto?

Nadie le respondió. Barly se acercó también a la puerta y miró al exterior. Empezaba a oscurecer, pero aún había claridad en el poblado. En el Este, las nubes amenazaban una próxima tormenta. Por sobre las chozas flotaba una negra columnita de humo.

—En el templo del akra están quemando troncos aromáticos con mayor intensidad que nunca — dijo —. El hechicero debe estar haciendo sus preparativos para el ceremonial.

—Es absurdo que nos quedemos ahora aquí, viendo el folklore seudorreligioso de los salvajes — gruñó Quaterman con acritud —. Tenemos un problema que resolver.

—No creo que lo resolvamos rompiéndonos todos la cabeza sobre él — dijo Hortzst El problema es de Robertson: él es el único que tiene facultad para hallar una solución. Creo que lo que necesitamos es tiempo para pensar. Tal vez el ceremonial folklórico de los salvajes, como lo ha llamado usted, nos ayude a despejar la mente.

Grueber se levantó.

—Yo ya no sé qué pensar — murmuró —. Durante toda mi vida creí firmemente en la existencia de los seres extraterrestres que visitaron nuestro mundo. Sin embargo, ahora todas mis convicciones se tambalean. Y su desconcierto, Robertson, me envuelve en aún más negros pensamientos. Quizá sea porque estamos cansados de pensar. Han sido demasiadas sorpresas juntas en un mismo día, y demasiados acontecimientos también. Tal vez, como dice Hortzst, el folklore de los salvajes nos alivie un poco. Tal vez necesitemos dejar de pensar.

Barly se apartó de la entrada. Y sólo entonces se dio cuenta de que Una seguía como siempre, sentada sobre sus talones en un rincón de la choza, con la cabeza baja, escuchando sin comprender sus palabras, y como siempre también aguardando: una indicación, una orden, un deseo...

Barly se acercó a la salvaje, y se puso de cuclillas ante ella. Una levantó ligeramente la vista. En sus ojos había admiración, miedo, sumisión, humildad.

—Una — dijo Barly —, ¿qué clase de ceremonia prepara el gran sacerdote?

La salvaje rumió la pregunta antes de contestar. Sus ojos se desviaron hacia la puerta.

—Él preparar sacrificio al dios akra — dijo —. Él ofrecer siempre, periódicamente, sacrificios al dios, para tenerlo contento y gozar de su favor. Él tener hasta ahora miedo, porque últimamente el dios retirar su favor y no querer ayudarnos. Él temer que el dios volver su rayo poderoso contra nosotros. Pero vuestra llegada tranquilizarle. Él creer por eso que el dios volver a darle su favor, pues vosotros haber dicho que no venir para venganza. Él ofrecer así, hoy, gran sacrificio en honor del dios.

—¿Qué clase de sacrificio? — preguntó Barly.

Una señaló hacia la entrada y mostró un grupo de mujeres que había a un lado de la explanada.

Dijo algo. Y Barly, horrorizado, se levantó.

—Diez vírgenes — dijo Una —. El sacrificio de diez vírgenes, para conseguir de nuevo el favor del dios.

8.

En la explanada, los preparativos de la ceremonia se aceleraban. De la choza donde se hallaba el templo del akra subía al cielo una columna de humo negro y espeso. El gran sacerdote, dentro del templo, tendido en el suelo ante el altar de piedra, murmuraba sus serviles oraciones rituales. Tú, dios, en cuya mano está el poder de la vida y de la muerte...

Barly cogió a Una por los hombros y la obligó a levantarse. Sus ojos brillaban desusadamente.

—¿Qué es lo que has dicho? ¿Un sacrificio humano?

De nuevo el miedo había hecho su aparición en los ojos de la salvaje. Comprendía que lo que había dicho no había gustado a los poderosos unara, pero su oscuro entendimiento no acertaba a dilucidar el motivo. Murmuró:

—Ser la ceremonia de ritual... La ofrenda ritual al dios.

Barly la soltó bruscamente. Una retrocedió unos pasos, hasta que su espalda chocó contra la pared de hojas y ramas entretejidas de la choza. Barly se pasó una mano por los ojos, intentando serenarse.

—¿Qué sucede? — preguntó Grueber.

Barly no respondió inmediatamente. Intentaba analizar lo que había oído. La ofrenda ritual al dios. Lo cual significaba que no era la primera vez que se realizaba. Diez vírgenes. En cierto modo, no debía sorprenderse demasiado por ello. El sacrificio de mujeres era algo común entre los pueblos primitivos, cuyo origen podía haber venido de la más lejana prehistoria. ¿Qué mayor sacrificio para aquellos salvajes, para demostrar su sumisión a los dioses, que prescindir de sus hembras? Las mujeres escaseaban allí, y aquello hacía el sacrificio aún más valioso. Diez vírgenes.

—Barly. ¿Qué es lo que pasa?

Barly se dirigió hacia la entrada de la cabaña, y durante unos instantes observó la explanada central del poblado. El cielo estaba cubierto de nubarrones. Se volvió.

—Una me ha dicho cuál es el ceremonial que van a ofrecernos esta noche — dijo —. Van a matar a diez vírgenes en honor a su dios. A nuestro dios.

Se volvió nuevamente hacia la salvaje y se acercó a ella. Una intentó esconderse, hacerse más pequeña, en un gesto infantil de huir del posible castigo.

—No voy a hacerte ningún daño, Una — dijo Barly —. Pero quiero que me respondas con toda la verdad. Si me mientes, el castigo del dios akra caerá inmediatamente sobre ti. ¿Has entendido?

Ella afirmó varias veces con la cabeza, en un deseo de complacer. Sus ojos brillaban fuertemente, con ese brillo que sólo da la agonía del miedo más intenso.

—Muy bien, Una — dijo Barly —. Dime: ¿se han realizado muy a menudo estos sacrificios?

Una dudó. Hizo un gesto de indecisión, y luego afirmó con la cabeza.

El cerebro de Barly trabajaba como un complejo engranaje, haciendo encajar entre sí todos los extremos que conocía, para formar un todo uniforme: el agotamiento de la carga de la pistola, el uso que habían podido hacer de la misma los salvajes...

—¿Quién ha llevado a cabo siempre estos sacrificios? ¿El sumo sacerdote?

Una dudó nuevamente.

—Ser el akra — murmuró al fin —. El akra tener hambre, y querer su tributo. Cada vez que florecer los árboles a nuestro alrededor realizarse el sacrificio. El sacerdote escoger diez mujeres, y el rayo mágico del akra llevárselas consigo, a su reino.

—Pero ahora el rayo mágico ha dejado de brotar del dios — dijo Barly —. ¿Por qué se sigue realizando el sacrificio?

Una vaciló.

—El dios akra estar enojado — murmuró —. Ofrendas no gustarle quizá. Por eso el gran sacerdote purificar ofrendas con fuego, para que así el dios recogerlas y llevarlas a su reino una vez purificadas.

—¿Quieres decir — murmuró Barly, horrorizado — que vais a quemar a esas diez muchachas?

Una vio el gesto de horror de Barly en su semblante, y tembló. Asintió tímidamente con la cabeza.

—¿Y nunca nadie se ha opuesto a este sacrificio? — exclamó Barly —. ¿Nadie ha protestado nunca ante tamaña barbaridad?

—Ser gran honor ser llamado por el dios — dijo Una —. Yo deber estar entre las diez mujeres que aguardar la llamada del akra, pero vosotros llamarme aquí. Yo ser feliz de estar aquí, yo ser feliz de estar allí también. Yo ser feliz de servir al dios akra. Todas ser felices de ser elegidas por el dios.

Barly se levantó. Sentía un extraño retortijón en el estómago. Grueber y los otros le miraban entre sorprendidos e intrigados, esperando su explicación.

—Queman a las diez mujeres — murmuró Barly —. Antes el propio hechicero las mataba con la pistola, pero al acabarse la carga las queman porque creen que deben sacrificarlas así. Y ellos imaginan que hacen una gran obra de sumisión a su dios. ¿Eso es lo que hemos traído nosotros aquí?

—No lo entiendo — dijo Robertson —. ¿Por qué lo harán?

—Los sacrificios humanos son frecuentes entre los pueblos primitivos — dijo Quaterman —. Yo podría hablarles mucho sobre todo esto.

—Pero — dijo Grueber —, ¿cuál puede haber sido el origen de todo?

—Es sencillo de adivinar — dijo Robertson —. Incluso no comprendo cómo no pensamos antes en ello, cuando supimos que habían usado la pistola con anterioridad. El hechicero probó el poder de la pistola, y vio que lo convertía en un hombre poderoso. Podía matar a sus enemigos de lejos, podía derribar a los más corpulentos animales, podía destruir todo lo que se pusiera a su alcance con ella. En su mente primitiva aquello era un dios, y los dioses no dan nada sin querer recibir nada a cambio. ¿Qué era lo más apreciado entre los salvajes? Sus mujeres. Y así, como compensación, el hechicero decretó que se sacrificaran diez mujeres al año para satisfacer los apetitos del dios. Y como el dios aceptó el presente, el sacrificio se reanudó cada año.

—Pero es horrible — murmuró Hortzst —. Realmente horrible.

Barly fue a sentarse sobre uno de los bultos de la choza.

—Lo es — murmuró —. Y lo peor es que nosotros somos los responsables de ello.

En aquel momento se oyó un ruido fuera de la choza, indicando que alguien se acercaba a ella. Barly se puso en pie, contrayendo los músculos. Todas las miradas se dirigieron hacia la entrada.

El sumo sacerdote apareció en el dintel. Humildemente, con la cabeza inclinada. Penetró en la choza, se tendió en el suelo y empezó de nuevo una larga letanía.

Barly se acercó a él, y el sacerdote levantó ligeramente la cabeza para ver quién era, sin cesar en su letanía. Barly le interrumpió.

—Levántate — ordenó con voz seca.

El sacerdote no se hizo repetir la indicación. En un rincón de la choza, Una, con los ojos desorbitados, contemplaba la escena. El sacerdote era pequeño, y miraba a Barly con el rabillo del ojo, manteniendo la cabeza gacha en señal de humildad. Vio sin embargo el brillo de los ojos de Barly, y comprendió, por aquella señal, que la cosa no iba bien.

—El sacrificio está dispuesto — murmuró —. El poblado sólo espera vuestra presencia. Vosotros ordenáis, portadores del akra.

Barly no pudo contenerse más. Sabía que sólo de aquella forma podría aplacar un poco el furor que sentía hervirle dentro de su cabeza. Levantó el brazo y asestó al gran sacerdote un tal revés con la mano, que lo envió de espaldas contra la pared de la choza. Luego sacó su pistola protónica, y la apuntó directamente a la cabeza del hechicero.

—Y ahora — dijo —, querido gran sacerdote, vamos a hablar seriamente de todo lo que pasa aquí.

Alrededor de la gran explanada, rodeando el tosco estrado levantado por los salvajes, se encontraban reunidas todas las fuerzas vivas del poblado. Entonaban un canto suave y rítmico, que acompañaban con acompasadas palmadas en los muslos, al tiempo que imprimían a su cuerpo, al compás de la música, un ligero movimiento de vaivén. Las diez vírgenes estaban de pie a un lado del estrado: habían realizado los ritos del ur, es decir, se habían bañado a fondo en el lago, y vestían ahora una piel blanca e inmaculada enrollada a su cuerpo, aunque no sujeta por ningún bejuco.

Los salvajes vieron al gran sacerdote salir de la choza donde estaban los unara, seguido por éstos y por Una. Tal vez les sorprendió ver al sacerdote preceder a los unara en vez de seguirles, pero en sus mentes primitivas aquello no tenía excesiva importancia. Aumentaron el volumen de sus cantos, al tiempo que el vaivén se hacía más intenso.

—Está loco, Barly — dijo Robertson a espaldas de éste —. Nos estamos metiendo en un atolladero.

—Ningún atolladero — dijo Barly —. ¿O es que acaso prefiere que se consume este sacrificio estúpido ante nuestras propias narices? ¿Es esto lo que entiende usted por folklore prehistórico?

—Pero nosotros no tenemos por qué intervenir. Son sus vidas y sus mujeres. Allá se las compongan ellos.

—No es eso solamente — murmuró Barly —. Hay un mito que es preciso destruir: el mito de la violencia y de la destrucción deificados. Si nosotros fuimos quienes lo creamos, es preciso que lo destruyamos también.

Habían llegado a la explanada. Los salvajes, sin cesar en sus cantos, les seguían con la mirada. Así vieron algo extraño: el gran sacerdote temblaba visiblemente, como si estuviera poseído por el miedo, y el unara que le seguía llevaba en sus manos al dios akra. El cántico aumentó de volumen una vez más, y los salvajes se arrojaron de bruces al suelo, lanzando puñados de tierra sobre sus cabezas.

Llegaron al estrado y subieron. Las diez mujeres se tendieron también en el suelo, uniéndose al cántico general. Robertson murmuró:

—¿Cree que es necesario, Barly?

Barly asintió con la cabeza. Se adelantó unos pasos y levantó los brazos.

—¡Silencio! — gritó, en la lengua de los salvajes.

El cántico se cortó como por ensalmo. Los salvajes levantaron ligeramente la cabeza, pero sin alzarse. El gran sacerdote, junto a Barly, temblaba corno un poseso: imaginaba que su fin estaba próximo y que nadie podía salvarlo ya. Los unara estaban enemistados con él, y el dios akra también. Aquello era su sentencia.

—¿Qué va a hacer? — preguntó Grueber a Barly.

—Debemos decirles un poco la verdad — respondió Barly —. Voy a decirles que el gran sacerdote les ha estado engañando, y que el dios akra no quiere sacrificios humanos. Voy a decirles que con esto todo el poblado se ha ganado la enemistad del akra, y que éste ya no les dará más su protección. Voy a decirles que de ahora en adelante el dios akra permanecerá con ellos, pero que no les ayudará más. Al contrario, les vigilará, y dejará caer su poderoso rayo sobre ellos si sus actos no están de acuerdo con los principios del bien y del mal. Creo que les bastará.

—¿Y cree que con esto quedará todo solucionado?

—Quizá no. Pero al menos evitaremos que quieran volver a congraciarse con la pistola sacrificando a todas las mujeres del poblado en su honor.

En la explanada, los salvajes seguían boca abajo en el suelo, aguardando. Quizá fuera el ritual del sacrificio, tal vez el sacerdote fuera el que tenía que dar la voz para que se levantaran de nuevo. En el estrado, las diez vírgenes seguían igualmente tendidas en el suelo, aguardando también.

—¡Levantaos! — gritó Barly.

Ciento veinticuatro rostros se alzaron, mirando de nuevo hacia el estrado de troncos. Las diez vírgenes eran verdaderas bellezas, lo más escogido de la tribu, con su cuerpo limpio y perfumado y sus cabellos cayéndoles en cascada por la espalda. Doce mil años nos separan, doce mil. Sintió pena por aquellas diez mujeres, niñas casi, para quienes su destino era el más glorioso que hubieran podido escoger. Fanatismo, fanatismo religioso, religión...

Era un paso sutil el que separaba las tres cosas. Pensó que para ellas aquello era algo sublime; para el hechicero, algo legal, obligado casi. En cierto modo, él no hacía más que seguir la tradición que le había legado su antecesor, y éste del suyo, y el suyo del otro que había venido antes que él. ¿Quién era responsable, entonces? Los salvajes se habían creado sus propias leyes: estaban equivocados los principios, se adoraba a lo más fuerte y poderoso, pero el hombre necesitaba algo a lo que adorar. Se adoraba al dios trueno y al dios relámpago porque eran poderosos, aunque no fueran dioses propicios, que se pusieran a su disposición. El dios akra era también poderoso, y además les ayudaba si se lo pedían. Era lógico que sus mayores sacrificios fueran dirigidos a él. Algunos pueblos inmolaban víctimas al dios sol. ¿Por qué no hacerlo al dios akra?

Barly comprendió entonces una cosa: no era su culpa. No era culpa de los salvajes que diez mujeres estuvieran ahora allá, esperando una muerte horrible en aras de algún ancestral rito. No era exactamente culpa del sacerdote el que aquella práctica se siguiera. No era culpa del akra tampoco ¿De quién, entonces? Indudablemente habían visto usar la pistola a quienes la trajeron, y lo único que hicieron fue imitarles. Invocando el poder del akra, los enemigos caían fulminados, los peligros desaparecían. Imitar a los unara era bueno. ¿Quiénes eran responsables, pues?

Barly se dio cuenta de que el sentimiento que le había animado a golpear al hechicero y a llegar hasta allí no era la obligación moral de impedir y reparar el daño de un hecho equivocado, sino el deseo de justificar algo de lo que se sentía moralmente culpable. Tal vez, si verdaderamente hubieran sido seres extraterrestres los que hubieran dejado la pistola a los salvajes, la cosa hubiera sido muy distinta. Pero la pistola era de ellos, y ellos eran, por lo tanto, los responsables de lo que ocurría. ¿Su actitud iba, pues, contra los salvajes, o inconscientemente contra ellos mismos?

El gran sacerdote, con los ojos llenos de terror, aguardaba a su lado, sintiendo cada vez más próximo su fin. Los salvajes, rodeando el estrado, sentados sobre sus talones en el suelo, aguardaban las palabras de los poderosos unara, que sabían sería el inicio de la ceremonia. Barly miró su pistola. Aquél era el poder de la destrucción. ¿Por qué debían exhibirlo? Lentamente, la devolvió a su funda.

—¿Qué sucede, Barly? — preguntó Grueber.

Barly dijo que nada con la cabeza. Era preciso hacerles comprender a los salvajes que el poder no estaba en la destrucción, sino en el amor, pero no podía castigárseles por no haberlo comprendido por ellos mismos. Debían saber que el dios akra no debía adorarse por ser fuerte, sino por ser bueno, que la fortaleza no era buena si iba unida a la maldad. Pero no podía reprochárseles no haberlo sabido antes.

Los salvajes seguían aguardando y la intranquilidad iba asomando lentamente a sus rostros. No comprendían aquel silencio, y sus supersticiosas mentes lucubraban las más extrañas explicaciones. Barly se dio cuenta que era preciso decírselo, todo aquello y en aquel momento. Levantó los brazos y todas las respiraciones cesaron.

—El dios akra no quiere sacrificios — dijo lentamente, en el idioma de los salvajes —. El dios akra nunca ha querido sacrificios humanos. Por eso os ha retirado su favor. Durante mucho tiempo ha esperado que enmendarais vuestro yerro, pero al ver que no lo hacíais os ha retirado su favor y nos ha enviado a nosotros. Nosotros somos portadores de su mensaje. Habéis usado su poder para hacer el bien, pero también para hacer el mar; habéis faltado, y ahora deberéis sufrir vuestra penitencia. El dios akra seguirá con vosotros, pero no os ayudará ya más. Se convertirá de ahora en adelante no en vuestro aliado, sino en vuestro guardián, y vigilará todos vuestros actos. Voy a deciros una cosa: nada escapa a los ojos y los oídos atentos del dios akra. A partir de ahora, su rayo mágico hablará solamente para castigar, si no cumplís sus preceptos. Y cualquiera de vosotros que obre mal, será destruido. No podréis escaparos de él.

Siguieron unos instantes del más absoluto silencio. Luego, allá en el fondo, uno de los salvajes empezó a entonar de nuevo el cántico monocorde, de alabanza al dios, acompañándose con rítmicas palmadas en los muslos. Otros salvajes le siguieron, y poco después toda la tribu acompañaba el cántico, al tiempo que se balanceaba rítmicamente a su compás.

Barly tradujo sus palabras. El gran sacerdote, a su lado, rumiaba lentamente lo que acababa de oír, dándose cuenta de que aún existía una posibilidad de salvación para él. No voy a ser castigado, no seré castigado por haber usado mal el poder del dios. Se tendió en el suelo, y empezó a murmurar inconexas palabras de agradecimiento.

—Levántate — dijo Barly, dirigiéndose a él. Y cuando estuvo en pie —: ¿Has entendido bien todo lo que he dicho? No habrán más sacrificios humanos. Nunca más.

—Nunca más, poderoso señor. Nunca más.

El cántico proseguía a su alrededor. Las "diez vírgenes se habían arrojado de bruces en el suelo y seguían el cántico con sus voces. Barly sintió de pronto que aquel ambiente era extraño a su alrededor: los cánticos, el ritmo acompasado, la magia, todo lo que le rodeaba. Los demás sentían lo mismo. Hortzst murmuró:

—Vayámonos. Ya nada tenemos que hacer aquí. —No — murmuró Barly —. Falta algo aún. No sé lo que es, pero intuyo que falta algo.

En aquel momento, unas gruesas gotas empezaron a caer, primero espaciadamente, luego con mayor intensidad. Los salvajes interrumpieron su cántico unos segundos, para después volverlo a reemprender. Las gotas arreciaron. Los salvajes levantaron la vista al cielo, pero siguieron cantando y balanceándose. Las gotas empezaron a traspasar el tejado de hojas entretejidas del estrado. El fuego de la explanada osciló fuertemente al soplar sobre él una fuerte ráfaga de viento, y se apagó al arreciar la lluvia. Una fosforescente tenebrosidad se adueñó del poblado.

—Maldita lluvia — gruñó Grueber, sintiendo que su ropa iba calándose por momentos —. Debemos regresar a la choza.

Los salvajes habían aumentado el volumen y el ritmo de su canto, como si con ello quisieran aplacar la lluvia que había empezado a caer sobre sus cuerpos. Sin embargo, no se movían. El gran sacerdote se volvió hacia ellos, como si creyera que la lluvia había sido obra suya, y sus ojos imploraron gracia.

—Debemos decirles a los salvajes que se dispersen — dijo Robertson —. Son capaces de pasarse toda la noche aquí.

Barly aceptó la lógica de aquellas palabras. El canto de los salvajes quedaba ahogado por el fuerte repiqueteo de la lluvia, intensa ahora. Gritó:

—¡Dispersaos! ¡Id a vuestras cabañas! ¡Dispersaos!

Pero su voz era ahogada por la lluvia. Intentó buscar algún medio de hacerse obedecer por los salvajes, de hacerse entender siquiera. El gran sacerdote seguía mirándole suplicante.

Y, en aquel momento, la tierra tembló.

9.

Corrían a través de la selva. La lluvia caía en gruesos goterones desde las copas de los árboles, y los troncos húmedos gemían azotados por el fuerte viento. Corrían. Barly, Grueber, Robertson, Quaterman, Hortzst y Una. A sus espaldas el viento rugía, y la tierra también. El poblado de los salvajes quedaba ya lejos. A veces, un árbol derribado les cortaba el camino, cerrando el estrecho sendero abierto por el paso de muchos animales. Entonces Quaterman, sabiendo que los empapados troncos no podían iniciar un incendio, sacaba la pistola de su funda y lo volatilizaba de un disparo.

Corrían.

Todo lo ocurrido desde que empezara a llover sobre el poblado estaba grabado en la mente de los cinco hombres como un film dantesco pasado a mayor velocidad de la normal. Había sido todo demasiado rápido para poder retenerlo en su totalidad. Fue preciso más tarde pensar en ello para ir reconstruyendo todos los detalles, y tener así una visión real y exacta de lo que había sucedido. Las lluvias y tormentas eran frecuentes en las épocas prehistóricas, cuando la Tierra aún no se había asentado bien sobre sus cimientos, y solían presentarse con extremada rapidez. Además, durante todo el último día las nubes que se acercaban al lago habían presagiado la inmensa tormenta. Lo que no era tan fácil de presumir era que las montañas volcánicas del otro lado del lago entraran simultáneamente en actividad. Tal vez fue la brusca lluvia al caer dentro de un cráter donde flotaban aún cenizas calientes.

La tierra tembló bruscamente, y una gran cantidad de fuegos de artificio habían iluminado de repente la noche, allá al otro lado del lago.

Corrían. Los gruesos árboles y la oscuridad impedían su marcha, pero corrían. Las lianas se entrecruzaban entre sus pies, haciéndolos tropezar constantemente, pero corrían. A sus espaldas, un fulgor fantasmagórico anunciaba que el volcán seguía en actividad, y las vibraciones del suelo señalaban que la erupción no se detenía. Tal vez había sido la consecuencia de un temblor de tierras, que había abierto una falla en la boca del volcán mudo, o tal vez era el temblor la consecuencia de la erupción. La lava ardiente descendía ahora por la ladera de la montaña, al otro lado del lago, como un río brillante y fantasmagórico, e iba a morir en el agua, creando a su contacto una inmensa nube de vapor y formando olas gigantescas en la superficie del lago. ¡Oh, poderoso dios! ¡Hemos pecado contra ti, pero detén tu furia! ¡Has prometido que no nos castigarías, poderoso akra!

Los salvajes aullaban, puestos en pie, con los ojos desorbitados y viendo la erupción al otro lado del lago. Aquello era para ellos el castigo. El gran sacerdote se arrojaba a los pies de los cinco hombres, gritando sus letanías en demanda de perdón. ¡Cesad el fuego, poderosos señores! ¡Somos humildes gusanos, no nos castiguéis! Las chispas que arrojaba la montaña, allá delante, ponían un color fantasmagórico a la noche. El cántico se había interrumpido, y sólo el fragor de la lluvia golpeando contra el suelo y el bramido de la lava al recibir el agua que caía del cielo se adueñaban del ambiente. Todo había sido demasiado rápido para reaccionar. Los cinco hombres miraban con ojos desorbitados la brusca erupción, y un solo pensamiento ocupaba sus cabezas. Esto es una catástrofe. Debernos irnos de aquí antes de que quedemos aprisionados por ella. Debemos huir.

Y luego, el recuerdo de una cueva en la ladera de la colina, y lo que había oculto dentro de ella. ¡La esfera del tiempo, su única posibilidad de regresar al presente!

Transitar por en medio de la selva de noche es peligroso, pero los animales se encontraban escondidos en sus guaridas repentinamente semiinundadas, temblando de frío y de pavor, sintiendo el extraño olor a ozono del ambiente y aullando al cielo su terror. Los rayos ponían de tanto en tanto su color cárdeno en el cielo, y los árboles surgían en toda la selva por unos instantes como iluminados por un potente flash, para ocultarse luego en el manto negro de la oscuridad.

—No durará mucho esa tormenta. Las tormentas de esa época no duraban nunca demasiado. Cuando cese, cesará también la erupción. Es la caída de la lluvia la que activa más y más al volcán.

Nadie creía demasiado en aquellas palabras de Hortzst. Cuando algo empieza no se detiene tan bruscamente. Las ropas estaban empapadas y las botas se hundían en la blanda tierra, convertida en un fango espeso a sus pies. Pero era preciso correr, correr, antes de que pudiera ocurrir algo irreparable y no pudieran regresar a su tiempo. No importaban ya los salvajes, no importaba la pistola protónica, los sacrificios humanos, el gran sacerdote, el poblado. No importaba nada, salvo su única posibilidad de salvación: la esfera.

Corrían.

Para los salvajes, aquello había sido un designio del dios akra, una muestra de su poder, una advertencia, un castigo a su error. Los unara lo habían dicho bien claro: se habían ganado la ira del dios, y ahora deberían sufrir las consecuencias. Pero aquel castigo no. Aquel castigo tan horrible no.

Arrojados de bruces al suelo, muertos de terror, viendo cómo la superficie del lago se alborotaba cada vez más, iluminados por el rojizo resplandor de la lava que empezaba a brotar del cono del volcán, viendo las diminutas gotas ígneas saltar por los aires y oyendo los bramidos de las explosiones, sin comprender nada de lo que sucedía, gritaban clemencia a su poderoso dios. El gran sacerdote, de bruces en el suelo también, imploraba la intercesión de los poderosos señores unara, sin saber que los unara estaban tan sobrecogidos como él por lo que había empezado a ocurrir de repente.

—¡Los equipos! — había gritado Quaterman, viendo cómo la superficie del lago se alborotaba cada vez más —. ¡Debemos salvar los equipos antes de que las olas destruyan las viviendas!

Había sido como una descarga eléctrica que los había sacado de su inmovilidad. Las chozas se tambaleaban sobre sus pilares, y el fuerte viento había derribado ya a un par de ellas. Los cinco hombres habían echado a correr hacia allá, y Una les había seguido. El gran sacerdote, de bruces en el suelo, daba gracias al dios: los unara iban a interceder en su favor.

El camino hasta la gran choza se había convertido en una pesadilla. Las bamboleantes pasarelas de comunicación bailaban al son del viento, y era preciso ir con gran cuidado para no caer al agua.

Las chozas gemían lastimeramente, y las hojas entretejidas de su techo saltaban por los aires arrancadas por el viento. Uno de los postes que sustentaba una cabaña se partió ante el golpetazo de una ola, y la choza se vino abajo fragorosamente. La gran cabaña donde estaban los equipos se bamboleaba sobre sus cuatro pilares, amenazando hundirse también. Las olas, creadas por el contacto de la lava ardiente con el agua, eran más intensas cada vez, y algunos salvajes que estaban demasiado cerca de la orilla fueron arrastrados lago adentro por ellas. Los demás salvajes, lanzando agudos gritos de supersticioso terror, retrocedieron hacia el lindero de la selva, buscando una protección.

Los cinco hombres habían recogido sus equipos a toda prisa, sintiendo la urgencia de huir cuanto antes de allí. Una había exclamado:

—¡El dios akra! ¡Debo salvar su imagen!

Salió rápidamente de la choza. Barly intentó detenerla, y salió tras ella. Los otros cuatro hombres cargaban sus equipos.

—¡Pronto, pronto! ¡No tenemos tiempo que perder!

Los salvajes, en el lindero de la selva, con la cabeza humillada en el fango, gritaban su terror a todos los dioses. Para ellos todo aquello era magia, magia sobrenatural. La lluvia era magia, el volcán era magia, los temblores eran magia. En otras circunstancias el gran sacerdote hubiera tomado al dios y hubiera enviado su rayo mágico hacia el volcán, y aquello.les hubiera salvado, pero ahora el dios akra estaba irritado con ellos, y su ayuda no llegaba. Estaban solos e indefensos, e iban a sufrir el castigo por todos sus errores.

—¡Vamos, pronto! — gritaba infatigablemente Hortzst, urgiendo a los demás —. ¡Debemos regresar a la esfera! ¡No sabemos si la situación empeorará o no, y estamos en peligro! ¡Debemos irnos de aquí!

Barly había conseguido alcanzar a Una, antes de que ésta llegara a la choza donde se encontraba la pistola. La sujetó fuertemente, y la hizo retroceder.

—¡El akra! — gritaba la salvaje —. ¡Debo salvar el akra!

La choza estaba situada en el extremo más apartado de todas las chozas, en primer término ante el embate de las olas. En aquel momento, una ola gigantesca avanzaba hacia ellos. Barly la vio venir. Vio también, a la luz rojiza que emanaba de la boca volcánica de la montaña, el rostro de la salvaje crispado por el miedo y la decisión, su anacrónica ropa moderna empapada y pegada a su cuerpo. Sintió un extraño miedo, y la abrazó fuertemente.

—¡ Sujétate! ¡Sujétate fuerte!

La ola rompió contra las cabañas y se deshizo en mil pedazos. Barly sintió su fuerte empuje sobre su cuerpo. Las chozas se tambaleaban. El golpe le hizo perder el equilibrio. Intentó sujetarse a algo, pero no existía nada a su alcance. Una gritaba. Los dos cayeron al agua...

Los otros cuatro hombres habían llegado a la orilla. Las gotas de lluvia se mezclaban ahora con el sudor. Dejaron los equipos en el suelo. Luego, todas las miradas se centraron en las cabañas. Así pudieron ver cómo el primer frente de chozas se deshacía como si fueran de paja, cómo los trozos de madera saltaban por los aires y se esparcían, cómo el grueso de las cabañas se hundía en el lago.

—¿Y Barly? ¿Dónde está Barly?

Barly se debatía entre las olas, sujetando a Una por los sobacos, a Una, que había recibido un golpe y había quedado atontada. El agua estaba caliente y la espuma de las olas le entraba en los ojos y le impedía ver. Las olas tiraban de él hacia el centro del lago, y algunos troncos esparcidos amenazaban golpearle. Tenía que hacer un gran esfuerzo para mantenerse a flote, y la orilla se le aparecía como algo distante, muy distante.

—¡Allá! — gritó Quaterman —. ¡Allá está! ¡Pronto, debemos echarle una cuerda!

Grueber rebuscó en los equipos. Barly luchaba desesperadamente, con Una convertida en un peso muerto entre sus brazos. Grueber sacó una cuerda.

—¡Allá va, Barly! ¡Agárrese!

Los dos primeros intentos habían fallado. Al tercero, Barly pudo sujetar la cuerda. Los cuatro hombres tiraron fuertemente, una y otra vez, luchando contra la fuerza del agua. Al fin, Barly logró salir, arrastrando a Una con él. La salvaje se encontraba más despejada, pero tiritaba, y sus reflejos no reaccionaban bien.

—El akra... el akra...

Más de la mitad de las cabañas habían desaparecido. La pistola debía estar ahora hundida en el limo del fondo, arrastrada por el agua, entre los troncos hundidos y las cabañas deshechas, y las estatuillas y las ofrendas, y el altar de piedra labrada y el cuenco del fuego sagrado.

Y los salvajes, arrojados de bruces al suelo, seguían gritando su terror. El gran sacerdote, pálido como un muerto, ojeroso, creyendo de nuevo que aquello sí era el fin, se había arrojado a las plantas de los cinco hombres, recitando palabras inconexas. El fuego... salvadnos, poderosos señores... estamos arrepentidos... no queremos morir. El dios akra era muy duro con ellos, demasiado duro. Barly deseaba poder decirles algo que los reconfortara, pero él no era un dios, no tenía poder sobre los elementos. El akra se había perdido, y no quedaba nada para seguir. Absolutamente nada.

—Orad al dios. Orad al dios para que os proteja. Id al interior del bosque, alejaos del lago, hasta que la ira de los elementos se haya calmado y todo vuelva a la normalidad. Vuestro poblado habrá quedado destruido, pero no importa. Todo lo viejo estaba contaminado, y es preciso volver a empezar. Levantad otro nuevo poblado, y habitadlo. Sólo haciendo esto os libraréis del castigo del akra. Sólo volviendo de nuevo al principio conseguiréis su perdón.

El gran sacerdote estaba de bruces en el suelo. Los salvajes seguían pidiendo perdón, sin atreverse a levantar la cabeza por temor a ser fulminados.

—¡Pronto, pronto! — urgía Hortzst —. ¡Debemos ir a buscar la esfera!

Una se había recuperado ya. Sus ojos revelaban miedo, pero también confianza. Los todopoderosos unara la habían salvado, habían salvado a su esclava. Eran grandes.

—Debemos llevarnos a algún salvaje como guía — dijo Grueber —. Él nos podrá marcar el mejor camino con mucha más seguridad que nosotros. ¿Cree que Una querrá acompañarnos hasta la esfera, Barly? No me atrevo a ir solos en estas circunstancias, sin conocer la selva.

Barly se había vuelto hacia Una. Ella había dicho unas pocas palabras:

—Yo ser vuestra esclava; yo serviros. Vosotros mandar.

Barly le había tendido la mano.

—Ven.

Iniciaron la marcha. El bosque estaba cerca, y Una había hallado muy pronto un paso abierto por los animales. No era el mismo lugar por donde habían llegado, pero no importaba. Robertson sacó su brújula. Barly se volvió unos instantes hacia atrás. El gran sacerdote, iluminado por el volcán, gritaba instrucciones a los salvajes, mezcladas con oraciones. Allá al otro lado del lago, como fondo, el volcán había decrecido la intensidad de su erupción, pero seguía arrojando aún lava sobre la revuelta superficie del lago. Cuando pasara todo, los salvajes regresarían tal vez al destruido poblado, si sobrevivían, y lo levantarían de nuevo. Se darían cuenta entonces de que los unara se habían ido, de que el akra había desaparecido. Aquél sería el final.

¿Por qué, y para qué?

Y, ahora, corrían. Los árboles eran fantasmas a su alrededor, los animales habían desaparecido. Cruzaron el río y siguieron por el otro lado. La lluvia amainó y luego volvió a recrudecer en intensidad. La erupción pareció cesar, para entrar nuevamente en actividad a los pocos minutos. El suelo tembló tres veces intensamente, y el cielo se pobló de innumerables relámpagos. Sobre ellos caía una sucia ceniza gris; (que era arrastrada por el viento. La oscuridad fue desapareciendo y amaneció un nuevo día. Pero el camino hasta la colina horadada de Robertson era largo. Los salvajes habían sido olvidados, la pistola había sido olvidada, la deificación del bien y del mal había sido olvidada también. Sólo existía un pensamiento fijo en las cinco cabezas: llegar a la esfera antes de que fuera demasiado tarde y huir de allí.

Corrían.

10.

Llegaron a la cueva donde habían ocultado la esfera. Habían corrido durante toda la noche. Se encontraban agotados, pero todo había ido al final bien. Los proyectores de energía estaban intactos, y la esfera seguía en su sitio. Las vibraciones del seísmo volcánico habían llegado con demasiada poca intensidad hasta allí, y sólo habían provocado algún que otro desprendimiento de piedras. Se sentaron en el suelo, resoplando ruidosamente. Sus ropas estaban empapadas de agua y de sudor. Y un extraño sentimiento de frustración los invadía.

—Hemos fracasado — murmuró Robertson —. Vinimos a descubrir el misterio de los dioses de la pistola protónica, y recibimos la más grande sorpresa de nuestra vida. Quisimos demostrarles nuestro poder, y hemos tenido que huir cobardemente, temiendo por nuestra propia seguridad. ¿Éste es el orgulloso hombre civilizado de nuestro siglo? Hemos fracasado completamente.

—¿Y qué hacemos ahora? — preguntó Hortzst.

Nadie respondió. Fuera de la cueva, el agua seguía cayendo, aunque con menor intensidad. El horizonte estaba negro, y el rugido del volcán apenas se oía desde allí. Parecía haberse calmado, aunque podía estar preparando una nueva erupción. Quaterman buscó entre el equipo el emisor del fuego químico, para hacer una fogata que les ayudara a calentarse y secar sus ropas. Distantemente, la tierra bramaba al aire su irritación.

—Estamos en una época donde los cambios geológicos son aún corrientes — dijo Grueber — Ignoramos si lo que ha ocurrido hasta ahora es un fenómeno corriente o la preparación a cambios mayores. En Gourdon hallamos los vestigios de un poblado que ignoramos cuándo desapareció. Pudo ser dentro de dos siglos, como pudo ser ahora mismo. Creo que debemos irnos inmediatamente. Ya nada nos queda por hacer aquí.

—Irnos — murmuró Barly —. ¿Hacia dónde?

Todas las miradas se posaron en Robertson. De nuevo se planteaba el dilema. Pasado o futuro. En ambos casos, el problema era el mismo.

Quaterman había prendido la malla de fuego químico, y todos se acercaron inconscientemente a ella. No hacía frío, pero la humedad calaba hasta los huesos. Las rachas de viento lanzaban intermitentemente gotas de lluvia dentro de la cueva. El cielo se encapotaba de nuevo una vez más, como presagiando una tormenta más fuerte que la anterior.

—La decisión ha de ser suya, profesor — dijo Quaterman —. Usted es quien mejor puede determinar las causas y los efectos. Nosotros aceptaremos lo que usted decida.

Robertson no respondió inmediatamente. La duda lo atenazaba aún, y su mente se debatía entre las dos posibilidades. Debía existir una solución correcta, evidentemente, y él tenía que escogerla. Pero no sabía cuál era de las dos.

El suelo tembló. Esta vez fue un temblor convulsivo, mucho más fuerte que las anteriores, que hizo tambalearse a los cinco hombres y desprendió algunas piedras del techo de la cueva. La entrada de la cueva se tiñó de rojo.

Barly salió rápidamente al exterior para averiguar lo ocurrido. Allá a lo lejos, en medio de la grisácea oscuridad, un nuevo volcán arrojaba nubes de lava, gases y piedras al aire. No era el mismo que entrara en erupción cuando aún estaban junto al lago, sino otro distinto. La cadena de erupciones se iba extendiendo.

—El suelo ha entrado en un período acusado de inestabilidad — dijo Grueber —. El sima debe estar intranquilo bajo nuestros pies. Debemos irnos cuanto antes de aquí; en cualquier lugar puede producirse ahora una nueva erupción, y aparecer otro volcán. Tal vez aquí mismo.

Robertson se levantó. Parecía como si, de repente, hubiera tomado una decisión. Se dirigió a la esfera, mientras los demás le observaban.

En aquel momento se produjo un nuevo temblor, pero esta vez fue mucho más intenso que todos los anteriores. Hortzst perdió el equilibrio y cayó al suelo. Una, para quien todo aquello era motivo del más penetrante terror, lanzó un agudo grito. En alguna parte de la colina se produjo un derrumbamiento. Las piedras empezaron a caer del techo de la cueva, golpeando metálicamente contra la esfera. Una de las piedras golpeó a Quaterman en la cabeza, produciéndole un surco sangriento.

La lluvia, en el exterior, cesó por unos instantes, como impresionada por aquel fenómeno. Luego, de repente, volvió a caer, con mayor intensidad que nunca. Un penetrante silbido, acompañado de fuertes explosiones, hirió los oídos de los cinco hombres.

Grueber salió al exterior, y retrocedió rápidamente de nuevo al interior de la cueva, con un gesto de espanto en el semblante. Gritó:

—¡Robertson, es preciso que salgamos de aquí cuanto antes! ¡Acaba de aparecer un nuevo volcán aquí mismo!

Barly salió rápidamente tras Grueber, para observar el peligro. Frente a ellos, a la derecha, en medio de la selva, el suelo parecía haberse agrietado, y por la fisura escapaba a borbotones un río de lava. La lluvia se evaporaba instantáneamente al caer sobre él, produciendo aquel ronco silbido, junto con una inmensa nube de vapor. Barly se metió nuevamente dentro de la cueva, antes de que el vapor ardiente llegara hasta allá.

—¡Pronto, Robertson! — gritaba Grueber —. ¡Hemos de salir de aquí antes de que sea tarde!

Robertson se había encaramado a la esfera y revisaba los mandos del interior. Hortzst restañaba la herida de Quaterman. Barly apagó el emisor de fuego químico y recogió la malla. Una, con la espalda pegada a la pared de la cueva, miraba horrorizada todo lo que le rodeaba.

Barly reparó entonces en Una por primera vez desde que llegaran a la cueva. La excitación de los últimos momentos le había impedido pensar en ella. Hortzst y Quaterman, ya repuesto éste, iban llevando todo el equipo a la esfera. Barly dejó el emisor en el suelo y se dirigió a Grueber.

—¿Qué hacemos con la salvaje, doctor?

Grueber miraba intranquilo al exterior, donde la creciente nube de vapor lo ocultaba casi todo.

—¿Qué quiere decir? — murmuró.

—Una — señaló Barly —. No podemos abandonarla aquí. Sería condenarla a una muerte segura. —Pero no podemos llevarla con nosotros. Y es demasiado tarde para trasladarla a un sitio seguro. —Ya lo sé, pero tampoco podemos dejarla a su suerte. Es en cierto modo nuestra responsabilidad Grueber miró por unos instantes la esfera. —La máquina sólo tiene capacidad para cinco personas — observó —. Esto es lo que ha dicho siempre Robertson.

Barly dudó. Luego dio media vuelta y se dirigió hacia la esfera.

Robertson se encontraba realizando los cálculos necesarios para realizar el viaje. Barly requirió su atención.

—¿Admite la esfera un pasajero más, profesor? Robertson le miró sorprendido.

—¿Quién?

—Una. No podemos abandonarla aquí. Robertson dudó. Miró unos instantes los cuadrantes de su cuadro de instrumentos.

—He decidido regresar a nuestro presente — dijo —. No sé si haremos bien o mal, ni las consecuencias que ello pueda traer. Pero en estas circunstancias es lo que creo mejor.

—No importa — dijo Barly —. ¿Admite la esfera un pasajero más?

—¿Y qué hará una salvaje como Una en nuestro tiempo? — dijo Robertson —. Allí encontrará muchos dioses akra. ¿Crees que podrá adaptarse a nuestra supermecanizada civilización?

—No lo sé, ni me importa. Lo único que quiero decirle es que no podemos abandonarla aquí. Morirá, si la dejamos.

Robertson miró a través de la compuerta de entrada de la esfera. Allí estaba Una, dentro de su campo de visión, pegada a la pared, como si quisiera fundirse con ella, e inmovilizada por el terror. Asintió con la cabeza.

—Tal vez sea interesante hacer la experiencia — dijo —. De acuerdo, Barly. En la esfera cabe un pasajero más.

Barly descendió nuevamente al suelo. Hortzst y Grueber acababan de cargar los últimos bultos, asegurándolos en sus correspondientes sitios. Se acercó a la salvaje.

—Una — llamó.

Una estuvo a punto de gritar. Miró a Barly, y en su mirada había todo el terror del mundo. Barly la cogió por los hombros.

—Tranquilízate, Una — murmuró —. El dios akra nos protege. No nos ocurrirá nada. Ven con nosotros.

La arrastró hacia la esfera, pero ella se resistía. Barly intentó tranquilizarla con palabras, pero las palabras no tenían significado para su aterrorizada mente. Sólo existía el poblado abandonado, las chozas destruidas, el lago hirviendo y el fuego. Era demasiado para su primitivo cerebro, y un embotamiento progresivo se iba adueñando de ella. Como una autómata, terminó siguiendo a Barly. Subió a la esfera. Sin embargo, no vio nada de lo que la rodeaba. No le impresionaron las paredes repletas de extraños instrumentos, ni los mecanismos, ni los mandos. En sus ojos sólo existía la lluvia, el fuego y la incesante carrera por la selva.

—Hágala sentarse en el suelo, Barly — indicó Robertson —. Y sujétela con estas correas. Estoy activando ya la energía.

Barly hizo lo indicado. Grueber cerró mientras tanto la compuerta hermética y la aseguró. Todos fueron a sentarse en sus puestos y se aseguraron los cinturones.

Fuera se produjo un nuevo temblor. Toda la esfera vibró y algunas piedras chocaron contra el exterior de la máquina, produciendo un agudo sonido metálico. Robertson activó al máximo los motores.

—¿Partiremos desde aquí? — preguntó Grueber.

—No — dijo Robertson, atento a todos los indicadores —. La esfera, mientras se desplaza por el tiempo, permanece inmóvil en un mismo punto del espacio. Debemos remontarnos a una regular altura para evitar aparecer en medio de ningún objeto sólido.

Movió una palanca y la esfera empezó a vibrar. A través de las lucernas de observación vieron cómo las paredes de la caverna se iban deslizando lentamente hacia atrás, a medida que la esfera avanzaba hacia la salida. Salieron al exterior. No podía apreciarse si era de día o de noche, ya que la claridad del sol no llegaba hasta el suelo. El cielo era una capa ininterrumpida de nubes tenebrosas, y tan sólo el fantasmagórico resplandor de la lava ardiente y los rojizos fuegos artificiales del lejano volcán recién aparecido ponían una nota de claridad al gris oscuro de las nubes, la lluvia y el humo.

Robertson movió una palanca y la esfera se elevo. Desde su interior no se oía ningún ruido, y a través de las lucernas parecía como si estuvieran contemplando un dantesco film estereotipado al que se le hubiera eliminado la banda del sonido. Sin embargo, lo que ocurría era real. La esfera ascendió unos metros verticalmente en el aire, y de pronto volteó hacia un costado y volvió a caer. Robertson actuó inmediatamente sobre la otra palanca de dirección e intentó enderezar el aparato. Lo consiguió, pero la palanca vibraba fuertemente en su mano.

—Estamos en el centro de la tormenta — murmuró —. Debemos salir rápidamente de aquí o los vientos nos destrozarán.

Tenía que hacer un gran esfuerzo para mantener los controles en su posición. La esfera no era muy hábil para actuar en vuelo directo, ya que no era aquélla su misión. La palanca de dirección seguía vibrando en su mano e intentando desplazarse de sitio a cada golpe de viento. Dentro del aparato, el silencio era total. Los cuatro hombres observaban atentamente a Robertson, notando sus esfuerzos, pero sintiéndose imposibilitados para ayudarle de ninguna manera.

—Tal vez si ascendiéramos por encima de la tormenta encontraríamos una zona de calma — murmuró Grueber, sintiéndose alarmado.

Robertson miró hacia arriba a través de la lucerna.

—No lo sé — murmuró —. Ignoro a qué altura estará la cumbre de la tormenta, y el techo de vuelo de la esfera no es muy alto. No me atrevo a arriesgarme.

La esfera seguía subiendo lentamente, pero a costa de grandes esfuerzos. En aquellas condiciones era imposible iniciar el viaje temporal, pues la esfera debía estar para ello completamente equilibrada. Era preciso buscar una manera, y la única era situar el aparato de cara al viento, de modo que éste no actuara sobre ella como desviador, sino tan,sólo como freno. Sin embargo, era difícil, y Robertson lo sabía. Él no era demasiado ducho en tripular aparatos aéreos, y las leyes del vuelo no habían sido nunca su fuerte. Miró a los demás, como esperando alguna ayuda, pero ninguno de ellos podía hacer más que permanecer inmóvil en su correspondiente asiento, rogar por el éxito... y esperar.

Una fuerte ráfaga de viento cogió en aquel momento de costado a la esfera, volteándola como una peonza y lanzándola de nuevo hacia abajo. Por unos instantes sus ocupantes tuvieron, como en un atisbo, la visión de un paisaje dantesco: una superficie ardiente por la lava, una selva inundada por un río de rocas y metales fundidos, un paisaje que cambiaba rápidamente de una forma radical. Luego, la esfera dio otro tumbo, y ante ellos apareció tan sólo un horizonte negro, de amenazadoras nubes.

—Esto será muy pronto el bosque petrificado que hallamos cerca de Gourdon — señaló Grueber —, enterrado en la lava. Es impresionante saber que estamos asistiendo a su formación.

Barly pensó en los salvajes. Internaos en el bosque, alejaos del lago, hasta que la ira de los elementos se haya calmado y todo vuelva a la normalidad. ¿Podrían sobrevivir? La selva se había convertido ahora en una trampa de muerte. El poblado había desaparecido entre las encrespadas olas del lago, y con él la pistola. Aquél podía ser también el fin del lago, borrado de la faz de la tierra por la erupción volcánica y los movimientos sísmicos. Las cabañas de los salvajes quedarían destruidas, y enterrada entre ellas la pistola y las estatuillas. Nuevas tierras se irían acumulando sobre aquellos despojos, y el mundo seguiría su cauce. Y, doce mil años más tarde, ellos hallarían aquellas ruinas.

—Condenamos a muerte a los salvajes — murmuró —. No podrán sobrevivir a este cataclismo.

—Nosotros no hubiéramos podido tampoco salvarles — dijo Grueber —. No podemos luchar contra las fuerzas naturales.

No, reconoció Barly. No podían luchar contra las fuerzas de la naturaleza. Pero era curioso pensar que no habían logrado nada de lo que habían ido a buscar. Para los salvajes, para los pocos que pudieran sobrevivir, aquello habría sido un castigo infligido por el dios akra. Así, quizá, nacería una nueva leyenda para aquellas mentes primitivas. Pecamos, y recibimos nuestro castigo. Los unara eran inflexibles, y el dios akra no perdonaba. El dios akra seguiría siendo, pese a todo, el dios de la ira, del poder, de la destrucción y de la muerte.

Robertson luchaba con los mandos de la esfera, intentando equilibrarla para iniciar el viaje temporal. Pero el viento era demasiado intenso, y el aparato era tan sólo como un juguete en el aire. Robertson estaba perdiendo todo sentido de la orientación, y aquello le ponía nervioso. A su alrededor, el aire estaba cargado de electricidad. Robertson sabía que no podría salir de aquel ciclo cerrado de la tormenta, que las corrientes de aire se lo impedirían cada vez que lo intentase. Cochina suerte. Se agotaba rápidamente en el esfuerzo de mantener la esfera dentro de su control. Si no iniciaba rápidamente el viaje, se dijo, no podría seguir.

—Sujétense fuerte — advirtió —. A la primera ocasión que tenga voy a iniciar la traslación en el tiempo. No demasiado. Sólo lo suficiente para que salgamos de la tormenta.

El momento no tardó en llegar. Robertson logró situar la esfera de cara al viento y avanzar contra él, logrando así una relativa estabilidad. La lluvia golpeaba rítmicamente la estructura metálica, originando un ruido enervante. Robertson vio llegado el momento.

—¡Ahora! —dijo.

Y todo ocurrió en fracciones de segundo. Robertson tiró de la palanca que iniciaba el proceso temporal. La esfera vibró fuertemente y la envolvió una ola de chasqueante luz. Robertson lanzó un agudo grito y saltó hacia atrás en su asiento, como impulsado por una fuerte descarga eléctrica. Del cuadro de instrumentos saltaron varios chispazos, y los vidrios de algunos indicadores se rompieron con un seco chasquido. La luz interior de la cabina se apagó. Todos sintieron un fuere olor a ozono. Luego vino un ligero vahído, un mareo... y todo volvió a la normalidad.

La esfera flotaba en el aire. Era de día, un día radiante, en el que el sol brillaba como una diadema de oro en el cielo. Bendito sol. Después del tenebroso paisaje apocalíptico que acababan de abandonar, aquello era el renacer. Bendito sol.

La esfera flotaba en el aire, inmóvil. Grueber se desató las correas y se levantó. Miró a Robertson. El profesor estaba reclinado en su asiento, con los ojos cerrados. Parecía inconsciente... o muerto. Estaba muy pálido, y su brazo derecho colgaba fuera del sillón, inerte. Grueber aplicó la mano sobre su pecho, y suspiró al comprobar que latía.

—El botiquín, pronto — pidió.

El aire de la cabina olía aún a ozono. Algunos aparatos del cuadro de instrumentos aparecían chamuscados, y algunas conexiones rotas. Los otros cuatro hombres se desataron las correas. Quaterman miró a través de la lucerna que tenía más próxima.

—Estamos inmóviles en el aire — informó.

Barly había tomado el botiquín y lo entregó a Grueber. Hortzst se acercó a Quaterman.

—¿Qué es lo que se ve desde aquí? — preguntó. —Vegetación — dijo Quaterman —. Tan sólo vegetación.

—Robertson nos dijo que nos lanzaría tan sólo un poco hacia el futuro, lo suficiente para escapar de la tormenta — observó Grueber, mientras preparaba un inyectable. Lo aplicó a Robertson y aguardó —. No creo que tenga nada más que un fuerte shock — añadió —. Imagino que volverá en sí dentro de poco.

Una, sentada en el suelo, sujeta aún por las correas de seguridad, observaba los movimientos de los cuatro hombres con perplejidad y miedo. Barly se acercó a ella y la libró de las correas.

—No temas — dijo —. Estamos a salvo.

—Yo no comprender — murmuró aturdida la salvaje —. ¿Ser éste gran pájaro del akra?

Barly asintió con la cabeza.

—Sí — dijo —, es el gran pájaro del akra. Y dentro de poco llegaremos al maravilloso país del akra, todos nosotros. — "Si el aparato — añadió para sí mismo — no ha sufrido ningún desperfecto importante."

Robertson empezaba a mostrar señales de reacción. Grueber le dio un poco de masaje y poco después recobraba el conocimiento. Abrió los ojos y miró un poco estúpidamente a su alrededor.

—¿Qué ha sucedido?

—Se produjo algún cortocircuito — dijo Grueber — y recibió una descarga eléctrica.

Robertson se pasó una mano por los ojos.

—Sí — murmuró —; ahora lo recuerdo. Fue en el momento de iniciar nuestra traslación temporal. ¿Le ha ocurrido algo a la esfera?

—Parece que han saltado algunos indicadores — dijo Hortzst —. Pero no me pregunte cuáles. Usted lo sabrá.

Robertson se levantó. Le flaqueaban aún las piernas, y tuvo que apoyarse en el brazo del sillón. Murmuró algo por lo bajo.

—¿Dónde estamos? — preguntó —. ¿Nos hemos movido?

—Sin lugar a dudas — dijo Quaterman —. No sé cuánto tiempo, pero al menos hemos salido de aquella tormenta. ¿Se encuentra ya bien, profesor?

Robertson dejó de sostenerse en el sillón y dio unos cuantos paseos. Notaba cómo las fuerzas iban regresando poco a poco de nuevo a su organismo. Asintió con la cabeza.

—Vamos a ver los instrumentos — murmuró.

Grueber guardó el botiquín y lo colocó en su sitio. Robertson se situó frente al cuadro de instrumentos y, tras examinarlos, murmuró algunos "hums". Movió un par de palancas y observó los indicadores. Hizo un gesto de desagrado.

—¿Y bien? — preguntó Hortzst.

Robertson no respondió. Hizo algunas pruebas más y luego abandonó los mandos para examinar algunos instrumentos de las paredes.

—¿Qué lapso de tiempo hemos avanzado, profesor? — preguntó Barly.

Robertson tampoco respondió. Volvió al cuadro de instrumentos y murmuró un nuevo "hum". Grueber se exasperó.

—¡Está bien, Robertson! — gritó —. ¡Deje de decir "hum" y comuníquenos algo! ¿Es grave?

Robertson se frotó fuertemente la dolorida muñeca de la mano derecha, donde había recibido con mayor intensidad la descarga. Dijo:

—Voy a responderles por orden. En primer lugar, no sé cuánto tiempo habremos avanzado hacia nuestro presente: los indicadores que han quedado averiados me impiden realizar los cálculos necesarios. En segundo lugar, la esfera ha sufrido serias averías. Fue un error emprender la traslación temporal en medio de la tormenta, y ahora me doy cuenta de ello: la esfera utiliza una intensa envoltura de energía como trampolín para iniciar su viaje por el tiempo, y esta energía, al entrar en contacto con la gran carga eléctrica acumulada en el aire por la tormenta, provocó una interacción que dio origen al cortocircuito. Y en tercer lugar...

—¿Qué? — dijo Grueber.

Robertson miró brevemente a los cuatro hombres. Parecía hallarse abatido.

—En tercer lugar — murmuró —, ignoro las posibilidades que haya de reparar la esfera, pero sí sé los daños que ha sufrido. Nuestras posibilidades de vuelo directo siguen intactas. Pero el mecanismo de traslación temporal ha quedado completamente inutilizado.

11.

La esfera se deslizaba lentamente a través del aire, a un quinto de su velocidad normal. Robertson, gobernando el aparato, observaba atentamente la superficie del suelo a través de la lucerna, buscando algún claro propicio para aterrizar.

Bajo ellos, la selva se extendía sin fin por toda la superficie que cubría la vista. Allá delante, unas montañas azuladas de roca volcánica se acercaban lentamente. De pronto, Hortzst gritó:

—¡Mire, profesor! ¡Allí!

A su derecha había aparecido la línea serpenteante de un río. Robertson hizo deslizarse a la esfera hacia allá.

—Parece ser el mismo río que desemboca en el lago — observó Barly —. Y aquellas de allá al fondo pueden ser las mismas montañas volcánicas que entraron en erupción poco antes de irnos. Parecen muy calmadas ahora.

Robertson situó la esfera sobre el río. Ahora se había orientado ya. Allá al fondo surgía una amplia extensión libre de árboles. Robertson elevó la esfera y una gran superficie plateada, brillante por el sol, hirió su vista.

—Bien, ahí está el lago — murmuró Grueber —. No debemos haber avanzado, pues, mucho a través del tiempo, ya que el paisaje no ha cambiado casi nada. Aunque sí ha tenido tiempo de borrar las huellas de la erupción. ¿Qué le parece, Robertson; habremos avanzado unos quinientos años tal vez?

Robertson no respondió. Se le notaba preocupado. Hizo dar una vuelta a la esfera por sobre el lago, como buscando algo. Lo encontró.

—Allí está el poblado — dijo —. Véanlo.

Los cinco hombres se inclinaron sobre la lucerna. En el borde del lago, en su parte sur, se divisaba un poblado. Era un poblado primitivo, formado por una docena a lo más de viviendas lacustres, de muy tosca hechura. No existía ni la empalizada, ni la canalización, ni el menor vestigio de agricultura o ganadería. Allá en la orilla se divisaban algunas formas humanas. Cuando pasaron por encima de ellas, las formas levantaron la cabeza y echaron a correr.

—Han retrocedido — murmuró Grueber —. Han logrado sobrevivir al desastre, pero han retrocedido.

—O tal vez sea que aún no han avanzado — murmuró Robertson, pesimista.

Grueber le miró con sorpresa.

—¿Qué quiere decir?

Robertson no respondió. Hizo deslizarse nuevamente a la esfera por sobre el lago, buscando un lugar propicio para aterrizar. Lo encontró en la parte oeste del poblado, en un gran claro que formaban los árboles. Suspendió la esfera sobre él y la inmovilizó.

—¿Cree que será prudente aterrizar? — preguntó Hortzst.

—Debemos arriesgarnos, si queremos examinar y reparar los desperfectos del aparato — dijo Robertson —. No creo que se nos echen encima, pues aunque nos odien por lo ocurrido nos seguirán temiendo igual que antes. Y siempre nos queda como último recurso la huida.

Ajustó algunos mandos y se preparó para tomar tierra.

—El aterrizaje no va a ser muy suave — advirtió —. Una de las patas neumáticas del tren de aterrizaje está averiada, y deberemos hacerlo como podamos. Agárrense.

Movió una palanca y la esfera descendió lentamente. Fueron unos segundos de incertidumbre. Oyeron un seco chasquido cuando las patas neumáticas se apoyaron en el suelo y la esfera se mantuvo en equilibrio unos instantes. Luego sonó otro chasquido, y el aparato se inclinó bruscamente hacia un lado. Todos se agarraron a lo primero que encontraron a mano para no caer. La esfera vaciló unos instantes; se oyó un tercer chasquido, y finalmente la esfera se derrumbó de costado, arrojándolos a todos contra la pared.

Robertson fue el primero en levantarse de nuevo. Afortunadamente, la compuerta de acceso había quedado a un lado, lo que facilitaba la salida. Robertson la abrió y saltó al exterior. Los demás le siguieron.

Fuera, el calor era sofocante. Multitud de ruidos les llegaban desde la cercana selva, mezclados con mil olores distintos. El suelo arenoso estaba caliente, y el rumor del agua del lago se mezclaba con el otro rumor de la selva, en una sinfonía extraña y fascinante. Allá delante, el poblado de los salvajes parecía a primera vista desierto.

Robertson examinó el aparato desde el exterior. Una de las patas del tren estaba semiencajada en su alvéolo, y otra se había partido en dos. En la parte inferior de la esfera, allí donde se encontraba la tobera expulsora de residuos, había una apreciable mancha negra. Robertson la estudió y frunció el ceño.

—Ahí está la avería — dijo —. Uno de los productores de energía se ha quemado. Será difícil de reparar.

Grueber miraba a su alrededor.

—¿Cuánto tiempo? — preguntó.

Robertson se echó a reír. Se levantó y se limpió las manos en sus pantalones. Miró a su alrededor.

—Bastante — murmuró —. Será difícil hacer la reparación sin el equipo necesario. Creo que éste va a ser nuestro hogar durante bastante tiempo. Mucho quizás.

Una miraba con sorpresa todo lo que la rodeaba, sintiendo que todo aquello le era demasiado familiar. Preguntó:

—¿Ser éste el país del akra?

Barly no respondió. Su vista estaba fija en el poblado. Recordaba lo que habían observado hasta entonces: la ausencia de vestigios de su paso, el aparente retroceso de los salvajes, y las palabras de Robertson también: "Tal vez sea que aún no han avanzado". Se encaró con el profesor.

—Hablemos claro, profesor — pidió —. Usted no parece estar muy seguro de lo que ha ocurrido últimamente aquí. No tiene ninguna comprobación de cuál haya sido nuestro movimiento a través del tiempo ni de su intensidad. Respóndame sinceramente: ¿cree que exista la posibilidad de que hayamos retrocedido en el tiempo, en vez de avanzar?

Grueber, Quaterman y Hortzst volvieron vivamente la cabeza al oír aquello. Indudablemente no habían pensado en aquella posibilidad. Pero Robertson sí. Frunció el ceño.

—Es usted perspicaz, Barly — murmuró —. Ciertamente, esta idea ha pasado ya por mi cabeza. Cuando llegamos al lago y vi todo igual a como lo vimos la primera vez, las toscas chozas del poblado, la selva, y sobre todo la ausencia del menor vestigio de nuestra presencia. Sí, tuve una duda. Y la sigo teniendo aún.

—¿Cree que pudo suceder?

Robertson hizo un breve encogimiento de hombros.

—La verdad — dijo —, ya no sé qué pensar. Todo lo ocurrido estos últimos días me ha desconcertado tanto, que ya no me atrevo a aventurar nada. La esfera funciona, en su desplazamiento a través del tiempo, gracias al conjunto de un trío de motores que gradúan y gobiernan la energía de.acuerdo con las tres coordenadas temporales. El fallo de uno de estos tres motores puede ciertamente llegar a invertir el sentido del desplazamiento, una vez perdido el control. Sí, puede haber ocurrido.

—Entonces — dijo Grueber —, usted abriga el temor de que es probable que nos encontremos en el pasado, con relación a nuestra última visita a los salvajes: — Una súbita idea pasó por su cabeza —.

A cien años en el pasado, por ejemplo — afirmó.

Robertson miraba a lo lejos, hacia el poblado, mientras trazaba pequeños surcos en la arena con la punta de la bota. Sentía las miradas de los demás fijas sobre sí, y aquello le producía un cierto sentimiento de extraña culpabilidad.

—S...sí — dijo —. Sí.

Los cinco hombres se miraron alternativamente en medio de un pesado silencio. En el rostro de Hortzst se reflejaba el estupor; en el de Quaterman, la sorpresa; Grueber mostró un cierto aire de incredulidad. Y Barly sintió de repente unos irrefrenables deseos de reír.

—Así, pues — dijo —, nada de lo que hemos estado discutiendo hasta ahora nos ha servido de nada. Pasado, presente... No importa donde queramos ir. Parece como si ese hado maléfico que llaman destino nos haya traído de la mano todo el viaje. Aunque no queramos, tendremos que seguir los dictados de esto que llaman predestinación, ¿no es así?

—¿Qué quiere decir? — dijo Grueber.

Barly miró a la esfera. La señaló.

—No sé si estoy en lo cierto o no — dijo —, pero acaba de ocurrírseme una idea. Somos como unos superhombres salidos de las entrañas de un gran pájaro. Un gran pájaro sin alas, que ocultaba en su tamaño al sol y a la luna, y arrojaba una gran sombra sobre el suelo. Sólo que nuestro pájaro está enfermo y usted, Robertson, dice que necesitaremos bastante tiempo hasta que esté de nuevo en condiciones de funcionar. ¿Cuánto tiempo, profesor? ¿Veinte lunas, quizá?

—Está usted loco — dijo Grueber.

Barly negó con la cabeza.

—No — dijo —. Raciocino solamente. Pienso que tal vez somos solamente unos juguetes de una fuerza mayor que nos impulsa, haciéndonos realizar unos actos ya trazados de antemano aunque queramos evitarlos. Es inútil luchar, deberemos hacerlo de todos modos. Y si así es...

De pronto, Quaterman gritó:

—¡Eh, miren! ¡Allí!

Volvieron todos la vista hacia el lugar señalado por el cazador. Del poblado, hasta ahora desierto, acababan de destacarse unas figuras humanas. Avanzaban cautelosamente, como temerosos del misterio que había llegado hasta allí, pero era indudable que avanzaban hacia la esfera. El extraño pájaro se había posado en las inmediaciones de su poblado, y debían averiguar qué clase de animal era y cuál era su poder.

—El pájaro descendió del cielo — recitó Grueber, como rememorando las palabras del hechicero —, y de sus entrañas surgieron unos hombres poderosos. El pájaro estaba enfermo cuando llegó, y los unara lo cuidaron durante toda su estancia allí. Los unara se mezclaron con los salvajes...

El grupo se acercaba recelosamente, dispuestos a atacar o a huir al menor síntoma de peligro. Eran sólo cuatro o cinco, y era de presumir que eran los mejores guerreros de la tribu. Iban vestidos con tan sólo un sucinto taparrabos, y en sus manos llevaban una especie de jabalina hecha de madera, con una punta de sílex. Quaterman tomó su rifle y lo preparó.

—Según lo que intenten — murmuró —, dispararé..

Se reunieron todos en un grupo compacto. Quaterman se colocó rodilla al suelo, y apuntó cuidadosamente al salvaje que se encontraba más cerca de él.

—Espere — dijo Barly, sujetándole el brazo —. No es conveniente disparar. No al menos por ahora.

Desabrochó la funda de su pistolera y sacó la pistola protónica. Una, tras él, abrió mucho los ojos, pero ningún sonido salió de su boca. Barly se separó del grupo, y se situó, solo, lejos de la protección de la esfera.

Los salvajes se detuvieron en seco. Era un hombre, constataron; un hombre como ellos mismos, aunque llevara una extraña piel como vestido y su cutis fuera de un color tan blanco. Sintiendo una extraña mezcla de valentía, temor y superstición en sus corazones, aguardaron los acontecimientos.

Barly volvió ligeramente la cabeza hacia los demás.

—Una — llamó —, ven conmigo. — Y luego, a los demás —: Y ustedes síganme también. —¿Qué va a hacer? — preguntó Grueber.

—No lo sé aún — dijo Barly, sinceramente —. Pero tal vez vaya a iniciar un culto y una leyenda.

Con Una a su lado, y seguido por los demás, avanzó hacia los salvajes.

12.

(De la prensa internacional.)

LA EXPEDICIÓN

DEL PROFESOR ROBERTSON AL PASADO

HA REGRESADO YA

Gourdon (Francia), 13 de marzo. — Después de sólo catorce días desde su partida, y ante la sorpresa general, la expedición del profesor Robertson, que fue al paleolítico superior a investigar el misterio del hallazgo en unas excavaciones arqueológicas de una pistola protónica y unas extrañas estatuillas, ha regresado este mediodía, exactamente a las 3 horas 15 minutos (p. m.). La afluencia de periodistas al lugar del suceso, en las horas consecuentes al conocimiento de esta extraordinaria noticia, ha sido enorme. Los cinco expedicionarios han regresado sanos y salvos, aunque algo enflaquecidos, al parecer por causa de las distintas condiciones de vida y clima que han hallado allí. A las preguntas de los periodistas, que les asediaron en el mismo lugar de su llegada, el profesor Robertson respondió sucintamente que no tenía por el momento nada que declarar, y que más adelante sería convocada una rueda de prensa para responder oficialmente a todas las preguntas que se les hicieran. Después de esto se retiró rápidamente, antes de que se le pudieran hacer más preguntas.

La actitud del profesor Robertson es extraña, y hace suponer que algo fuera de lo normal sucedió en la expedición. El doctor Grueber, entrevistado también, no fue mucho más explícito en sus respuestas que el profesor. A las preguntas de los periodistas respondió que era preciso realizar un detenido estudio de todo lo acontecido antes de aventurar hipótesis, y que no efectuarían ninguna declaración por el momento. A la pregunta de cómo la expedición había regresado tan pronto, respondió que no sabía el tiempo transcurrido aquí desde su marcha, pero que habían permanecido en el paleolítico superior más de dos años.

Las cábalas surgen, pues, desde todos los lados. La esfera del tiempo muestra algunos deterioros, señal de que no todo en la expedición fue tan bien como hubiera sido de desear. La actitud de los cinco expedicionarios, reservada cien por cien, señala un misterio en torno a su viaje. Los periodistas reunidos en Gourdon han intentado realizar algunas preguntas más, sin conseguir el menor resultado. Será preciso esperar, pues, a la anunciada rueda de prensa.

Delante del estrado no se encontraban menos de doscientas personas, entre periodistas, fotógrafos, camarógrafos, operadores de televisión y técnicos de radio. Un sordo mosconeo zumbaba por el aire, y las voces, gritos, órdenes, preguntas y respuestas cruzaban la estancia incesantemente de uno a otro lado.

Y de pronto se hizo el silencio. Una puerta lateral acababa de abrirse y por ella entraron cinco hombres: Robertson, Grueber, Barly, Quaterman y Hortzst. Se situaron tras el estrado. Las cámaras de cine y televisión los enfocaron y se cruzaron algunas órdenes en voz baja.

—Señores — dijo Robertson, tomando la palabra —. Les hemos reunido aquí, accediendo a sus deseos, para responder a todas las preguntas que quieran hacernos con respecto a nuestra reciente expedición al paleolítico superior, al período magdaleniense para más señas. Quiero advertirles que tal vez nuestras explicaciones les parecerán en algunos momentos un poco oscuras de entender. Procuraremos responder con la mayor claridad posible, pero hay algunos aspectos que ni yo mismo acabo de explicarme aún. Pídannos cualquier aclaración que deseen. Y esto es todo: pueden empezar las preguntas.

Los cinco hombres se sentaron. Transcurrieron unos segundos de silencio. Luego, un periodista se levantó.

—Profesor — dijo —, cuéntenos lo que sucedió.

Llevaban ya más de cuatro horas en la sala. Los periodistas se habían despojado de la chaqueta, y los nudos de las corbatas colgaban lacios debajo de unos cuellos desabrochados. Los lápices corrían sobre los blocs de notas como si tuvieran prisa en llenarlos, y las palabras recorrían la sala de uno a otro extremo sin la menor interrupción. Los periodistas preguntaban, preguntaban, preguntaban. Y las respuestas eran concisas, sorprendentes a veces.

—Profesor, ¿por qué su primera reserva a su vuelta? ¿Existía acaso algo que les impidiera hablar?

—No, no existía nada. Pero estábamos agotados por la experiencia y queríamos descansar. Además, necesitábamos hablar antes entre nosotros sobre la línea de conducta a seguir. Necesitábamos estudiar lo sucedido, y era preciso dejar bien especificados algunos puntos.

—Profesor, según su versión han permanecido más de dos años en el pasado. ¿Cómo pueden haber regresado sólo catorce días después de su marcha?

Bueno, eso tenía explicación. El tiempo era extraño en todos los aspectos. El tiempo de salida y llegada era completamente independiente siempre del de exploración. En realidad, el ajuste de la esfera permitía regresar siempre, si se deseaba, pocos minutos después de la partida, independientemente del tiempo empleado en la exploración. Sin embargo, la esfera tenía en su funcionamiento un claro margen de error, una imperfección, que hacía que las unidades de tiempo no fueran nunca lo exactas que teóricamente se pudieran calcular. Por eso el margen había sido de catorce días.

—Según usted, profesor, lo ocurrido forma un ciclo cerrado. Ustedes hallaron la pistola y las figurillas aquí, y al mismo tiempo dejaron la pistola y crearon su culto allá en el pasado. ¿Cómo explica esto?

No lo explicaba. Sencillamente, no le hallaba ninguna explicación.

—¿Por qué siguieron el curso de los acontecimientos que ya conocían de una forma tan exacta? Nos han hablado de haber hecho de maestros de los salvajes, de haberles dado de propio grado la pistola, de haberlo hecho todo sin tener en realidad ninguna necesidad de hacerlo. ¿Por qué?

Bueno, era difícil de explicar. Cuando decidieron regresar al presente, a pesar de saber que ellos habían sido el origen de todo, y la tempestad y la avería de la esfera los llevaron a pesar de todo al punto preciso del pasado, se dieron cuenta de una cosa: el tiempo puede ser susceptible de ser explorado, pero no de cambiar. Aquella idea daba un poco más de sentido a todo el conjunto de los hechos. Muy a su pesar, estaban en el pasado, con la esfera averiada, y entre unos salvajes ignorantes que muy pronto empezaron a considerarles como dioses. Tenían dos caminos a seguir: actuar de acuerdo con la leyenda que habían dejado, o no hacerle caso e intentar incluso destruirla. Pero lo ocurrido con la esfera les señalaba claramente una cosa: aunque no lo quisieran, terminarían pasando lo que había sucedido ya. El tiempo era inviolable a este respecto, y aunque intentaran cambiarlo no lo conseguirían. Hicieron algunas pruebas, como ensayo, y los resultados que obtuvieron confirmaron su teoría. En consecuencia, pues, no intentaron ya rebelarse a los hechos. Durante los dos largos años que necesitó Robertson para reparar su esfera con los materiales de que allá dispuso, los otros cuatro hombres se dedicaron a enseñar a los salvajes los más importantes rudimentos de la cultura: agricultura, ganadería, pesca. Luego, cuando al fin de su estancia se prepararon para irse, y los salvajes les pidieron que les dejaran una imagen de su dios akra para adorarla y pedirle su ayuda, no se hicieron de rogar. Sabían que usarían pese a todo mal aquel poder, que se realizarían sacrificios humanos en su honor, y que cien años más tarde una acumulación de circunstancias en la que ellos mismos tendrían un papel importante pondría a los salvajes frente a los mismos hombres que acababan de darles aquel poder y también frente a su error, y que aquél sería el fin de su reinado en medio de un caos de fuego y agua. Pero no importaba. El tiempo es inmutable, y los hechos pasados no se pueden cambiar. Había que aceptar las cosas tal como venían.

—Según su relato, entre ustedes iba una mujer, una salvaje. ¿Qué ocurrió con ella?

Quedó allá, en el pasado. Era su destino, ya que su tiempo era aquél, y no podía huir de él. Durante dos años, como un moderno Pigmalión, Barly intentó convertirla en otra mujer, lejana a la salvaje que encontraran en la orilla del río, asustada porque una partida de cazadores de otra tribu había estado a punto de capturarla. Casi lo logró. Pero en el momento decisivo Barly comprendió que era un imposible, y ella también lo entendió. Rabia sido mejor así: doce mil años no pueden olvidarse en un momento. Ella quedó en su tiempo, y Barly regresó. Lo contrario hubiera sido un error.

—¿Qué piensa hacer ahora con su máquina, profesor?

Robertson tardó en contestar. No lo sabía. De todos modos, sí quería dejar sentada una cosa: no realizaría ningún otro viaje al pasado, al menos hasta haber estudiado antes a fondo la cuestión de la reversibilidad o irreversibilidad temporal. Los exploradores del tiempo no podían cambiar el tiempo que para ellos ya existía, pero sí podían intervenir en él, aunque no quisieran. Lo ocurrido con el caso de la pistola prehistórica debía ser un aviso y una lección. El hombre no puede cruzar impunemente la barrera del tiempo sin mezclarse en él. Ellos fueron a investigar un misterio inexplicable, del que resultaron, contra toda lógica, ser su origen. Siguiendo la misma línea de conducta, ¿no podía pensarse que cualquiera que fuera al pasado a investigar la leyenda de Adán y Eva, por ejemplo, descubriera que la pareja existió sólo porque con su viaje él la había creado? No, era preciso estudiar muy bien el problema antes de volver a arriesgarse. La esfera sería momentáneamente desmantelada. Y quizá pasaran muchos años antes de que volviera a ponerse en funcionamiento. Era preciso experimentar mucho antes de volver a empezar. Y él se encargaría de hacerlo.

—¿Y el misterio de los seres extraterrestres?

Robertson miró a Grueber y éste endureció la mirada. Robertson sonrió ligeramente: había llegado el momento. Entre todos los demás fracasos, aquél era su único consuelo. Allí estaba su triunfo.

—Señores — dijo —, éste es el único punto enteramente positivo que hemos podido traer de nuestra expedición al pasado. De ella han surgido muchos enigmas que darán origen a no pocas discusiones. Ha surgido el enigma, ahora no experimental, sino real y tangible, de la irreversibilidad del tiempo. Ha surgido el enigma de la aparente simultaneidad de causa y efecto, mucho más difícil de resolver que el anterior. Ha surgido también el enigma de la inviolabilidad del pasado, sobre el que será preciso realizar un estudio exhaustivo antes de poder intentar experimentarlo de nuevo, pues puede traer muy graves consecuencias. Pero en realidad el objetivo que animó a esta expedición fue el de confirmar o refutar la teoría de si había existido o no una intervención de seres extraterrestres en el pasado de nuestro planeta, y en este aspecto debo afirmar que hemos logrado el más rotundo éxito. Las pruebas de la expedición han sido concluyentes, y éste es otro mito que, falto de consistencia, se derrumba estruendosamente a nuestro alrededor. Creo que, a la luz de nuestra propia experiencia, puedo decirlo ahora en voz alta sin temor a equivocarme: NUNCA HAN EXISTIDO SERES EXTRATERRESTRES SOBRE LA FAZ DE NUESTRO PLANETA. Esto es todo, señores.

13.

La nave permaneció suspendida unos instantes en el cielo, como un disco de plata. Luego descendió lentamente sobre el lago.

—Son las ruinas de un poblado — dijo el Explorador —. Observe los alrededores. Se aprecian señales de un cierto dominio de la agricultura, y la empalizada que rodea la zona muestra también un cierto ingenio.

—Eso no es normal aquí — dijo el Coordinador —. No, no en ese lugar.

La nave se inmovilizó a poca distancia del suelo. El Piloto aseguró los controles y se volvió hacia el Explorador.

—¿Tomamos tierra? — preguntó.

—No — dijo el Explorador —. Aún no. Es curioso este hallazgo. Indudablemente la zona ha sido afectada recientemente por algún cataclismo y por eso está desierta. Observe, Coordinador. Toda la zona está aún cubierta de una capa de ceniza volcánica, y es indudable también que la configuración del lago ha variado, pues se aprecian restos de vegetación acuática hasta el borde mismo del poblado. Pienso que tal vez los salvajes que lo habitaban huyeron después del cataclismo, aunque generalmente no suelen abandonar nunca su habitat completamente. Tal vez perecieron todos.

El Coordinador hizo un gesto dubitativo.

—Es extraño — murmuró a su vez —. ¿Cree usted, Explorador, que alguno de nuestros grupos pudo entrar en contacto con ellos? En nuestro plan general del ensayo se acordó que realizaríamos la prueba de someter simultáneamente a los salvajes de este planeta a tres distintos tipos de presión. Así, colocamos el desenvolvimiento de un continente bajo nuestro control, sometimos al otro a nuestra intervención pero sin ejercer ningún control directo, y dejamos al tercero progresar por sus propios medios naturales. Éste es el continente que dejamos desarrollar por sí solo. Nunca hubiera imaginado un progreso tan repentino.

—Indudablemente hubo intervención extraña — dijo el Explorador —. Aunque no imaginé que ninguno de nuestros grupos entrara en contacto con ellos sin informarlo. Las órdenes a este respecto son estrictas.

—¿Exploramos? — preguntó el Piloto.

El Coordinador asintió con la cabeza. El Piloto destrabó los mandos e hizo descender a la nave hasta entrar en contacto con el suelo. Los tres saltaron a tierra.

Los alrededores del poblado estaban desiertos. El Explorador examinó la empalizada defensiva, luego la tosca canalización, los sembrados, los corrales, y finalmente las ruinas de las chozas.

Señor! — gritó de pronto el Piloto —. ¡Capto señales de una débil radiación!

El Explorador frunció el ceño.

—¿Radiación? ¿Aquí?

Se acercó al Piloto y observó sus aparatos. Era una cantidad mínima, pero provenía de fuentes no naturales.

—Es sorprendente — murmuró —. Muy sorprendente —. Llamó —: ¡Coordinador!

El Coordinador acudió rápidamente. Entre los tres hombres siguieron el rastro de la radiación, hasta localizar la fuente. Estaba enterrada entre los restos de una cabaña y cubierta por una gran cantidad de ceniza volcánica. Empezaron a apartar los maderos, hasta descubrir lo que había bajo ellos.

—Es curioso — murmuró el Coordinador, tomando entre sus manos una pequeña estatuilla de piedra que acababa de hallar —. Representa a hombres como nosotros. Entonces, ciertamente, hubo un contacto.

—¡Mire, Coordinador! — gritó el Explorador, sacando de entre las ruinas otro objeto, que el detector señalaba como fuente directa de la radiación —. ¡Observe esto!

El Coordinador dejó la estatuilla en el suelo y tomó el otro objeto. Palideció. Era un arma, un arma que usaba radiaciones atómicas. Estaba descargada por completo y el cataclismo la había deteriorado bastante, pero su identificación era fácil.

—No pertenece a ningún tipo de arma conocido — dijo el Coordinador —. Y, sin embargo, es de contextura reciente.

—Eso — murmuró el Explorador, estupefacto — indica que un grupo desconocido ha llegado hasta aquí y ha entrado en contacto con los salvajes.

Los dos hombres se miraron, entre sorprendidos y alarmados. El Piloto seguía buscando entre los restos.

—¡Señor! — llamó, dirigiéndose al Explorador —. ¡Observe esto!

Los dos hombres se inclinaron sobre los restos. Observaron unos instantes lo hallado por el Piloto. Su rostro mostraba la más profunda estupefacción.

—El arma era objeto de culto — murmuró el

Coordinador —. Adoraban en ella su poder destructivo. Y el grupo que llegó, quienquiera que fuese, lo permitió.

—¿Quiénes serían, Coordinador?

—No lo sé — dijo el Coordinador —. Pero sí hay algo que está fuera de toda duda: el grupo que vino aquí no pertenece a ninguna de las razas conocidas por nosotros. Ninguna de ellas dejaría que unos seres salvajes deificaran así la fuerza y el poder del mal.

—¡Pero no existe ninguna otra raza dentro de nuestra galaxia! — protestó el Explorador —. Conocemos a todos los grupos capaces de llegar hasta aquí, y ninguno de ellos cometería un acto semejante. Coordinador, lo que estamos viendo es absurdo.

—Lo sé — dijo el Coordinador —. Es admitir que existe alguna otra raza desconocida por nosotros, y cuya ideología es tan extraña que les permite realizar un acto así. Pero no podemos negar los hechos.

—¿Piensa en que esto puede llegar a comprometer nuestra seguridad?

—Sí — dijo el Coordinador —. Más aún: puede llegar a poner en peligro la seguridad de toda la galaxia. Una raza extraña, belicosa a todas luces y sin los prejuicios morales suficientes como para distinguir las fronteras exactas entre el bien y el mal, puede dar al traste con toda nuestra seguridad. Debemos comunicar inmediatamente al consejo central nuestro descubrimiento.

—Pienso que ha de existir otra explicación — dijo el Explorador —. Siempre existe otra explicación...

—No — dijo el Coordinador —. Desgraciadamente, esta vez no. La llegada de esta pistola aquí es ahora un enigma, pero lo investigaremos. Vamos a levantar un documento óptico del hallazgo y tomaremos todas las pruebas necesarias. Piloto, vaya a buscar todos los instrumentos ópticos de registro.

—Tengo miedo, Coordinador — dijo temblando el Explorador —. Tengo miedo del misterio que pueda encerrar esta pistola.

—Yo también — dijo el Coordinador —. Probablemente este descubrimiento va a obligarnos a abandonar este planeta, cesando en nuestro ensayo de civilización controlada. Luego, no sé lo que sucederá. Pero nuestra existencia va a tener que cambiar de ahora en adelante, cuando descubramos quién es y dónde habita esta nueva raza.

El Piloto regresó de la nave con varios aparatos. Los tres hombres se movieron unos instantes entre las ruinas, tomando multitud de pruebas gráficas y levantando gran cantidad de documentos ópticos. Luego volvieron a colocarlo todo en su sitio.

—Comunique a nuestro control central — dijo el Coordinador al Piloto —. Que se convoque lo antes posible una reunión del consejo central. Señáleles que traemos una documentación de extrema importancia y gravedad. Y empiece a disponer los motores. Partiremos inmediatamente.

Recogieron los últimos utensilios usados y dirigieron una postrera mirada a su alrededor. Allá al fondo, al otro lado del lago, un volcán humeaba aún débilmente.

—¿Cree que huyeron al producirse la erupción? — dijo el Explorador.

—No lo sé — reconoció el Coordinador —. No sabemos nada aún. Y quizá no lleguemos a saberlo nunca.

Subieron al aparato. Estaban impresionados. El Piloto cerró la compuerta de entrada y puso en marcha la nave. La elevó unos instantes sobre el poblado. El Explorador sacó aún los últimos documentos gráficos con una vista aérea de todo el poblado.

—Una extraña raza desconocida — murmuró —. ¿Quiénes podrán ser?

El Coordinador no respondió. Se volvió hacia el Piloto.

—Al control central — ordenó —. En vuelo directo. Y no olvide que todo lo ocurrido aquí debe mantenerse por ahora dentro del más estricto silencio. Lo que hemos descubierto es demasiado grave para divulgarlo abiertamente. Vamos.

La nave se mantuvo aún unos instantes inmóvil sobre las ruinas del poblado. Luego, en un salto llameante, partió hacia el oeste, dejando tras de sí una fugaz estela de fuego.

FIN

EL EXTRAÑO INQUILINO DEL ZOO DE LONDRES

¡Hay tantas cosas en cielo y tierra,

Horacio, en que no sueña tu filosofía...!

SHAKESPEARE. Hamlet, acto I, escena VI

1.

Cuando Roberto Murphy fue elegido, entre veintitrés aspirantes, para ocupar el puesto de director del zoológico de Londres, por haberse retirado su antecesor, creyó que al fin se hacía justicia a su talento. Roberto Murphy se había licenciado con honores en biología general y en zoología doce años antes, y desde entonces, con algunos éxitos e innumerables fracasos, no había dejado de subir escaños ni un solo momento. Recientemente, hacía tan sólo dos años, había conseguido el éxito más grande de su carrera al conseguir la cátedra de zoología de la Universidad, después de haber sido tres años profesor y ocho ayudante de profesor. Había publicado también recientemente dos interesantísimos libros sobre la materia de su especialidad, uno sobre costumbres reproductoras de las aves palmípedas y el otro sobre orígenes y peculiaridades del ornitorrinco, que habían conseguido un señalado éxito. Y ahora estaba preparando una obra monumental sobre especies raras y animales en vías de extinción, que estaba seguro iba a armar un gran revuelo en todo el mundo.

En estas condiciones, pues, el cargo de director del zoo de Londres era el puesto ideal para cualquier enamorado de la zoología. Aparte de dejar mucho tiempo libre para dedicarlo a las actividades personales de cada uno, permitía mantener una abundante y sustanciosa correspondencia con los demás zoos de todo el mundo, intercambiando información y datos, y realizar profundas investigaciones in situ sobre cualquier materia zoológica que fuera de su interés. En realidad, si Mr. Murphy solicitó el puesto y se movió tanto para conseguirlo fue precisamente por estos dos extremos. Como profundo enamorado de la zoología, aquella ocasión era algo que no podía despreciarse.

Hablemos pues un poco de Roberto Murphy. Era un hombre de unos cuarenta y pico de años, alto, delgado, de rostro estrecho y largo, frente abombada, mejillas hundidas y nariz de halcón. Era profundamente miope; tanto, que sin las gruesas gafas que siempre llevaba cabalgando sobre la nariz — además del otro juego que llevaba en el bolsillo, en previsión de cualquier percance — era incapaz de dar un paso sin tropezar con todos los muebles, por grandes que fueran, que encontrara ante sí. Era un hombre tímido y retraído, y así se explicaba el que les tuviera un pánico atroz a las mujeres, del que se defendía convirtiéndolas a todas en objeto de estudio, en un animal más dentro de su amada escala zoológica. Por supuesto, no se había casado, ni existía ninguna esperanza de que llegara a hacerlo nunca. Vivía en un desarreglado piso de soltero, que la portera del inmueble, una cincuentona fácilmente confundible con un hipopótamo, limpiaba por encima un par de días a la semana.

La vida de Mr. Murphy era, sin embargo, ordenada cien por cien. Método, era su lema: ante todo método. Acudía a comer siempre al mismo restaurante, y tenía establecida una dieta que abarcaba un plato distinto cada día de la semana, que el camarero sabía ya de antemano y le traía apenas verle aparecer sin necesidad de recibir ninguna instrucción. La causa de esta dieta era un principio de úlcera, que Roberto Murphy cuidaba como si fuera un hijo suyo. Cada día se levantaba invariablemente a las ocho de la mañana, desayunaba a las ocho y media, almorzaba a las dos y media, y cenaba a las ocho; aparte, por supuesto, el insustituible té de las cinco. De nueve y media a una y media iba a la Universidad, de cuatro a siete y media en el zoológico, y de nueve a once en su casa, trabajando. Este era su horario normal, excepto cuando algún acontecimiento importante (una conferencia, un congreso, etc.) se lo hacían variar con gran trastorno y hondo dolor. Leía un libro al mes, iba cada mes una vez al cine y otra al teatro, acudía al cincuenta por ciento de las exposiciones de arte que se celebraban, y asistía también una vez al mes a un concierto, ópera o representación lírica, a fin de estar más o menos al día en todas las facetas del arte. Recibía el periódico cada día, además de lo cual estaba suscrito al Times por tradición. Aparte esto, cada mes recibía como es lógico más de dos docenas de publicaciones sobre zoología, provinentes de todas partes del mundo, y la mayoría ininteligibles para él por estar escritas en árabe, sánscrito o maorí. Pero no importaba. Con todo esto, afirmaba, tenía suficiente para estar al día de las tres corrientes más importantes y trascendentales de la humanidad: el arte, la política... y la zoología, naturalmente. No le hacía falta nada más.

Esta es, pues, la personalidad de Roberto Murphy, nombrado director del zoo de Londres el 12 de octubre de 19... bueno, no importa el año. Doce días después de su nombramiento se hizo cargo del cometido asignado. Y, con ello, dio origen a esta historia.

2.

Cuando un hombre nuevo se hace cargo de un puesto como el presente, lo primero que suele hacer, además de dar un vistazo a los papeles dejados por su antecesor, es realizar un censo general de todos los inquilinos existentes en aquel momento en el zoológico. Y a esto se dedicó Mr. Murphy con ahínco.

Su antecesor fue un hombre de avanzada edad, chapado a la antigua, cuyos métodos de trabajo eran a juicio de Mr. Murphy poco prácticos. Así, no es de extrañar que en los dos primeros días de su reinado en el zoo Mr. Murphy encontrara diecisiete cosas que deberían ser variadas fun-da-mental-men-te si se quería llevar una buena administración. Empezó a trabajar en ellas, una de las cuales era, por supuesto, al archivo general y el control de censo de animales. Si se quería tener un zoo moderno, proclamó a los cuatro vientos, como merecía la ciudad de Londres, era preciso adoptar métodos modernos también.

Al quinto día de su toma de posesión decidió realizar el censo definitivo, sobre la base del provisional que había hecho de acuerdo con los papeles de su antecesor. A tal fin, decidió dar una vuelta detallada de inspección por todas las instalaciones, examinando a fondo cada tipo de animales, sus características y su número de ejemplares. Tomó los papeles donde había realizado las anotaciones previas y llamó al jefe de cuidadores.

—Quiero dar una vuelta por las instalaciones — dijo —, y ver por encima lo que tenemos de interesante aquí.

El jefe de cuidadores miró unos instantes las hojas de papel y el lápiz en ristre, y pensó que aquel era un extraño por encima. Claro que Mr. Murphy era el director, y podía hacer lo que quisiera.

—Por supuesto, señor director — dijo sin convicción —. Sígame. Le acompañaré con mucho gusto.

Empezaron a recorrer el zoo, de punta a rabo. A cada jaula, Mr. Murphy se detenía, buscaba en sus hojas el nombre científico — sólo el científico — del animal, y comprobaba. Si había algún ejemplar fuera de la caseta lo estudiaba atentamente, preguntaba cuántos ejemplares había (con distinción de machos y hembras), la alimentación que se les daba, sus posibilidades de reproducción, etcétera. Luego anotaba las características principales en la hoja, y pasaban a otra jaula, para realizar la misma operación.

Así, la visita se prolongó toda la tarde, y Mr. Murphy decidió dejar para el día siguiente el terminar con el trabajo. Estaba un poco disgustado, pues entre otras cosas había observado la ausencia de algún ornitorrinco, lo cual, en un zoo tan importante como el de Londres, era casi una ofensa. A la tarde siguiente, el jefe de cuidadores vio como Mr. Murphy se acercaba de nuevo a él, como un reloj, a las cuatro en punto, con la carpeta en una mano y el lápiz en ristre en la otra. Y prosiguieron la inspección.

Así llegaron a una amplia jaula, en aquel momento vacía. Al pie de la misma había un nombre que a Mr. Murphy no le sonó familiar. La placa rezaba:

Cánis ileo

Ileón

Procedencia: Andes orientales

Donación: Prof. Humberto Allen

Durante unos instantes, Mr. Murphy quedó pensativo ante la placa, con el lápiz en ristre. Para un erudito en zoología como lo era él, encontrarse ante un animal cuyo nombre científico no recordara el primer momento era algo extraño.

Cánis ileo — murmuró —. No recuerdo esta especie. ¿Cuántos ejemplares hay?

—Uno — dijo el jefe de cuidadores —. Uno solo. —Estará aquí, supongo.

—Por supuesto. Aunque en este momento quizá se encuentre durmiendo la siesta en su caseta. ¿Desea verlo?

Mr. Murphy asintió con la cabeza; por supuesto que deseaba verlo. Se encontraba sorprendido, casi perplejo ante aquel animal cuyo nombre no recordaba. El jefe de cuidadores metió dos dedos en la boca y lanzó un poderoso silbido. Pocos segundos después aparecía del fondo de la caseta un animal, trotando ligeramente.

Los ojos expertos de zoólogo de Mr. Murphy, ayudados por las gruesas gafas, examinaron atentamente al animal. Tendría la talla de un perro corriente y vulgar, como en realidad lo era. Sin embargo, tenía un detalle característico y llamativo que lo apartaba de los demás perros: en torno a su cabeza y cuello, una espesa mata de pelo, que en ninguna otra parte de su cuerpo tenía, recordaba a primera vista las melenas de un león. Excepto en aquel lugar, el resto de su cuerpo estaba sólo adornado por un corto y sedoso pelo, de color marrón oscuro en el lomo y pardo en el vientre y patas. Su hocico quizá fuera más puntiagudo que la mayoría de los perros, recordando más al zorro o al lobo, pero aparte esto, ninguna otra diferencia lo destacaba de un perro vulgar.

—Hola, "Pepe" — dijo el jefe de cuidadores, al ver al animal. Y dirigiéndose a Mr. Murphy aclaró —: Lo llamamos "Pepe", ¿sabe? — luego, volviéndose de nuevo al animal —: Te presento a Mr. Murphy, nuestro nuevo director. Salúdalo.

El animal miró a Mr. Murphy y levantó en alto una oreja. Luego levantó la pata derecha, agitó la cola alegremente y gruñó con satisfacción.

—Es un animal muy simpático — dijo el jefe de cuidadores a Mr. Murphy —. Los visitantes acuden mucho a verlo. Sabe hacer muchos trucos: pararse en dos patas, hacer el muerto... Además, esa especie de melenas que tiene les gusta a la gente. El animal seguía con la pata levantada. Al ver que Mr. Murphy no le hacía demasiado caso, la bajó, decepcionado.

—Es curioso — dijo Mr. Murphy —. Me considero una autoridad en todo lo que respecta a zoología. Sin embargo, en mi vida había oído este nombre: cánis ileo. ¿No lo encuentra extraño?

—Bueno — dijo el jefe de cuidadores —, la verdad, yo no. ¡Hay tantas especies pululando por el mundo, que cualquiera se acuerda de todas!

Mr. Murphy se sintió ofendido en su dignidad profesional por aquellas palabras. Anotó las características del ileón en su censo, y al lado le puso una gran cruz. Luego prosiguió su visita.

Aquella noche, en su casa, consultó todos los libros de zoología que tenía en su biblioteca, dándose cuenta con sorpresa de que ni siquiera en los más completos se hacía mención del cánis ileo. Sólo en uno, editado en mil ochocientos y pico, halló la siguiente mención:

El cánis ileo es un poco conocido animal, oriundo de los Andes peruanos, hoy en vías de completa extinción. Su existencia se halla ya en tiempo de los antiguos incas, en algunos de cuyos relatos se le cita. Su tamaño y forma es muy parecido al de un perro normal, y su pelaje varía desde el marrón claro hasta casi el negro. El detalle más característico es una especie de corta melena que, a semejanza de la del león, rodea su cabeza y cuello. Está clasificado dentro de la familia de los cánidos. Aunque al parecer fue muy abundante en la antigüedad, hoy se encuentra extinguido casi por completo, hallándose los pocos ejemplares aún existentes confinados en algunos zoológicos. Las investigaciones efectuadas recientemente por algunos especialistas en los Andes actuales no han hallado el menor vestigio de ellos.

Mr. Murphy quedó pensativo largo rato. Claro que era fácil que un animal como aquél, en vías de extinguirse por completo, y sin ninguna característica demasiado especial salvo sus melenas, no fuera citado por muchos autores, que ya tenían bastante trabajo con los demás órdenes, géneros y familias. Pero el hecho resultaba curioso. Pensó que aquello le podía servir para darle un poco más de nombre. Naturalmente, era un dato más para añadir a su proyectado libro de animales raros y casi extintos. Pero además valía la pena tenerlo en cuenta para otras cosas. Entre otras, quedaría muy bien metido en una comunicación a la Academia. Imaginaba ya el título: El cánis ileo, un raro animal en vías de extinción. Sería interesante hacerla.

Y, por supuesto, la haría.

3.

Al día siguiente por la tarde, Mr. Murphy llamó a su despacho en el edificio de administración del zoológico a miss Vaughn, su secretaria.

Miss Vaughn era precisamente todo lo opuesto a Mr. Murphy. Su cuerpo estaba repleto de curvas, y todas ellas colocadas en su justo sitio, cumpliendo los porcentajes mínimos de medida en perímetro de cualquier jurado internacional para elección de miss. Su edad oscilaría entre los 23-25 años; no era casada, aunque por supuesto tenía novio, más de uno. Trabajaba en el zoológico, según propia confesión, porque le gustaban mucho los animalitos. Y cuando decía esto miraba sonriendo a Mr. Murphy, y éste se turbaba. Su debilidad eran los jerseys blancos, de los que tenía un surtido sensacional, y que tenían la particularidad de parecer todos muy viejos, pues todos le quedaban chicos. Aparte de esto, lucía siempre faldas tubo de diversos colores, que más que tubo parecían embudo. Su perfume, que debía costarle todo el sueldo de la semana, y que derrochaba a manos llenas, se notaba a diez metros de distancia. Todo aquel conjunto turbaba visiblemente a Mr. Murphy, que cuando entraba ella a su despacho se apresuraba a quitarse las gafas haciendo ver que las limpiaba para no presenciar el espectáculo, y que debía repetirse más de quince veces que la mujer era un animal más digno solamente de ser estudiado, antes de tranquilizarse y poder volver a ponerse las gafas, aunque debía fijar siempre su mirada sobre la mesa porque el jersey blanco era aún una tentación demasiado grande para él.

Miss Vaughn recogió la demanda de Mr. Murphy en un bloc: buscar en el archivo toda la documentación, correspondencia, etc., relativa al cánis íleo. Luego salió taconeando del despacho, y Mr. Murphy volvió a sacarse las gafas.

Hora y media más tarde regresaba con algunos papeles. Desgraciadamente, informó, los bombardeos sufridos por Londres durante la segunda guerra mundial habían destruido parcialmente el archivo, y mucha documentación se había perdido. Sólo había encontrado dos censos generales, uno realizado en 1912 y el otro en 1783, donde se registraba la existencia de un ileón, así como una carta, fechada en 1836, en la que el por aquel entonces director del zoo preguntaba al director del zoo de Berlín si tenía algún ejemplar de cánis ileo en su zoológico y proponía una cesión temporal, caso que el ejemplar que tuviera fuera hembra. La carta no había obtenido respuesta, o si la había tenido se había perdido.

—Es curioso — murmuró Mr. Murphy —. Sí, muy curioso. ¿Y no hay nada más al respecto?

—No, señor — dijo la secretaria, alisándose con una mano el jersey para suprimir una inoportuna amiga —. Claro que no he podido revisarlo a fondo, pues esto traería muchas horas de trabajo.

—¿Ha mirado en la biblioteca?

—No, señor.

—Está bien, lo haré yo mismo. Usted siga buscando en el archivo todo lo que encuentre. En la correspondencia, en las facturas de alimentos, en los censos, en lo que sea. Revuelva el archivo si es preciso. Me interesa mucho, ¿comprende?

Miss Vaughn, a pesar de gustarle mucho los animales, puso cara de fastidio.

—Está bien, señor — dijo. Y se fue.

Mr. Murphy subió a la biblioteca, que se hallaba situada en lo que había sido antes el desván del edificio. La habitación olía a moho, a humedad y a vejez. El polvo se acumulaba en una gruesa pátina sobre todos los estantes, donde se hacinaban multitud de obras y revistas de zoología de todos los tiempos, de todos los órdenes y de todas las nacionalidades. Empezó a rebuscar por allí. En la mayor parte de los tratados, observó, ni siquiera se mencionaba al ileón, pese a que había allí algunas obras bastante completas. Naturalmente, pensó Mr. Murphy con despecho, éste era el resultado de la costumbre de muchos naturalistas de trabajar sobre la base de obras anteriores, sin preocuparse de realizar investigaciones y comprobaciones por su cuenta.

En todos los tratados anteriores al siglo XIX encontró, en las tablas clasificadoras de los vertebrados, en el lugar correspondiente, una anotación he cha a tinta, descolorida y vieja, añadiendo un nuevo nombre: el cánis ileo. Indudablemente por aquel tiempo, uno de los directores se dio cuenta de la omisión, y quiso remediarla de su puño y letra, lo cual demostraba un sentido científico de investigación admirable. Mr. Murphy dedicó a su desconocido antecesor un silencioso homenaje.

Contra toda costumbre, y contradiciendo todas las leyes establecidas en su organizada vida, las doce de la noche vieron aún a Mr. Murphy en la biblioteca. Aquello era, para él, casi un sacrilegio, pero el hecho que lo motivaba lo merecía. A través de su búsqueda, había topado con algo sensacional: el hallazgo de una carpeta vieja y llena de polvo, pero en cuyas tapas podía leerse, en gruesas letras negras, dos palabras clave: cánis íleo.

La abrió con mano temblorosa por la emoción. La carpeta estaba llena de hojas de papel con innumerables anotaciones hechas a mano y a máquina, recortes de periódico, datos científicos, etc. Todo ello relativo al ileón. Durante dos horas largas, Mr. Murphy permaneció en la biblioteca, examinando aquel material. Luego, muy excitado, metió de nuevo todo en su carpeta y se fue a su casa.

Al día siguiente, los alumnos de la cátedra de zoología de la Universidad notaron sorprendidos como Mr. Murphy no aparecía a dar su acostumbrada lección, que fue dada por su ayudante. Se cruzaron muchas cábalas para explicar aquella ausencia al parecer inexplicable: Mr. Murphy había muerto de repente, o había sufrido un accidente camino de la Universidad, o había sido intervenido quirúrgicamente de urgencia... La razón, sin embargo, era mucho más sencilla: Mr. Murphy había encontrado muchas cosas interesantes en la carpeta relativa al cánis ileo y las estaba estudiando atentamente.

Resumiendo y sacando consecuencias a toda la documentación hallada en la carpeta, Mr. Murphy pudo trazarse una visión medianamente clara de las principales circunstancias que rodeaban al ileón. Según los documentos y datos recopilados en la carpeta, las primeras huellas del cánis ileo aparecían por boca de los monjes franciscanos que fueron a colonizar Sudamérica. Ellos lo llamaron el perro-león, y pudieron hacer constar en sus escritos (como señalaba el Tratado de posesión de las Indias, de don Juan Arnaldo Valdés y Zurrita, tomo tercero, página 325) que era conocido ya por los antiguos incas, los cuales lo consideraban como un animal sagrado, poco menos que las vacas sagradas en la India, y, según los antiguos relatos, capaz de numerosos prodigios. Luego, el rastro del ileón se perdía con el hundimiento del imperio inca y la conquista de los españoles, hasta volver a aparecer en el año 1746, cuando el profesor irlandés Humberto Allen, célebre naturalista, los estudió y clasificó en un viaje que hizo al Perú, pudiendo hallar seis ejemplares que donó a otros tantos parques zoológicos de todo el mundo. Desde aquel momento, las huellas del cánis ileo volvían a desaparecer, hallándose sólo, de tarde en tarde, algún vestigio de su existencia: algún artículo en alguna revista especializada, algún recorte de periódico...

Quien recopiló la carpeta que ahora tenía mister Murphy en las manos (según pudo averiguar, fue uno de los primeros directores del zoo de este último siglo, Mr. Joseph Hornbracke) se entretuvo, además de recopilar en notas y gráficos todos los datos que halló sobre el ileón, en recortar y separar todos los artículos aparecidos sobre el tema en revistas y periódicos y que él pudo encontrar. Así, había tres o cuatro artículos sacados de revistas especializadas, que si bien hablaban del ileón lo hacían con poca profundidad e incluso con algunas inexactitudes, que Mr. Hornbracke se había tomado la molestia de señalar convenientemente. Además, había multitud de artículos de periódico, la mayoría de ellos hechos con estilo más bien periodístico que científico, bajo títulos como: "Curiosidades de nuestro zoo", "Un perro con melenas de león", etcétera. Mr. Hornbracke debía haberse aficionado indudablemente con el ileón, de tal modo que se había molestado en recoger y coleccionar todos los datos que sobre él encontrara. Sin embargo, se decía Mr. Murphy, el carácter que demostraba tener Mr. Hornbracke no era solamente para coleccionar y guardar unas notas y unos recortes en una carpeta. Debía haber algo más. Y a tal fin se presentó a media mañana en el zoológico, ante el natural estupor de todo el personal, que empezaba a conocer ya sus costumbres, y que no comprendía aquella aparente herejía.

4

Miss Vaughn, luciendo otro jersey no menos chico que los anteriores, se presentó en su despacho con un grueso legajo de papeles bajo el brazo. Mr. Murphy se apresuró a limpiarse innecesariamente las gafas, mientras pensaba en que las mujeres no eran más que otra especie animal dentro de la escala zoológica.

Miss Vaughn sí habla encontrado algo, en el archivo. El grueso legajo que llevaba bajo el brazo era un infierno científico, remitido el 17 de julio de 1910 a la Academia de Ciencias por el entonces director del zoo, Mr. Joseph Hornbracke, junto con toda una serie de correspondencia a él referida. Mr. Murphy tomó aquel legajo como un tesoro, y despidió a miss Vaughn para que no le molestara en su lectura ni con el blanco de su jersey ni con el embudo de su falda. Luego, cuando oyó cerrarse la puerta del despacho, volvió a colocarse las gafas y se dedicó ávidamente a la lectura.

La comunicación de Hornbracke, que al parecer no obtuvo mucha atención en la Academia, no le dijo a Mr. Murphy nada fundamentalmente nuevo, sino tan sólo el hecho de estar, allí ordenado y clasificado todo el material que ya había visto en la carpeta. Un detalle sí había nuevo, sin embargo: en un apartado se consignaba taxativamente que sólo se conocía la existencia en el mundo de seis ejemplares de cánis ileo, confinados todos ellos en otros tantos parques zoológicos. El informe terminaba solicitando se creara una comisión científica que investigara directamente en los Andes peruanos la posible continuidad de este animal, o al menos tratara de determinar su pasado e historia. Esta petición había sido desatendida a todas luces.

El informe, de ciento veinte páginas, iba acompañado de dossier de amplia correspondencia. Al parecer, Hornbracke se había ocupado con especial predilección del animal, aunque al parecer también sin obtener el menor resultado. Las cartas iban unidas casi todas ellas a su correspondiente respuesta, y aunque todas giraban sobre el tema del ileón, no decían nada salvo tonterías. Mr. Murphy se pasó toda la tarde leyéndolas, sin hallar nada interesante. Al parecer, Hornbracke se había dedicado a pulsar todas las teclas que tuvo a su alcance para intentar interesar a alguien en el ileón. En una de las respuestas, escritas indudablemente por un viejo amigo, Hornbracke recibía una contestación bastante descorazonadora y que resumía todas las demás contestaciones:

"Me dices que tienes en tu zoo a un raro animal — le escribía el amigo — y parece como si te sintieras muy orgulloso de ello. Yo también lo estaría, es verdad. Pero no creo que por esto debas ponerte frenético si nadie te hace caso. Te desesperas porque es un animal que se encuentra en vías de extinción, y nadie se preocupa en salvarlo. No tiene importancia. ¡Tantos animales se han extinguido así, y tantos otros se extinguirán! Primero hay gran número de ejemplares, pero vienen los cazadores, los coleccionistas, los zoólogos... y los merman rápidamente. Al final, sólo sobreviven algunos pocos ejemplares, que son confinados rápidamente en algunos zoológicos como si se quisieran conservar indefinidamente así. Pero esto no basta, y la especie se va extinguiendo con lentitud, va languideciendo, hasta desaparecer. No importa: es ley de vida, amigo Joseph. Yo de ti no me preocuparía tanto por él: hay otras cosas mucho más importantes e interesantes que la posible desaparición de un perro con melenas de león."

Mr. Murphy cerró el dossier y lo guardó en un cajón, irritado contra aquella materialista visión del mundo. ¿Qué podía haber más importante que la desaparición de una especie animal? Se sentía plenamente identificado con su antecesor Hornbracke. Como zoólogo, era una misión sagrada velar por la persistencia y continuidad de las especies animales. Había hallado su cruzada. Y la llevaría hasta el fin.

Llamó a miss Vaughn. De todos modos, se decía, aunque Hornbracke temiera la desaparición del cánis ileo, esto no había sucedido, puesto que aún existía un ejemplar allí. Era probable que al reproducirse se extendiera a otros zoos, y ahora todo el mundo estuviera inundado de ileones. Sería una gran cosa, pensó, mientras se quitaba las gafas al ver aparecer a su secretaria.

—Redacte una carta circular — indicó —, dirigida a todos los zoos con los que mantengamos correspondencia e intercambio, preguntando si en alguno de ellos existe algún ejemplar de cánis ileo. Pregunte también si, en caso afirmativo, disponen de ejemplares machos o hembras, y en el segundo caso proponga una cesión temporal.

—¿Cesión temporal? — preguntó inocentemente miss Vaughn —. ¿Para qué?

—Para prolongar la especie, por supuesto — dijo Mr. Murphy, de mal humor —. ¿Para qué creía, pues? Redacte un borrador y preséntemelo para supervisarlo. Y una cosa: advierta que, en caso de cesión, las posibles crías serán a repartir. Hágalo lo más pronto posible: quiero que salgan cuanto antes.

—Sí, señor — dijo miss Vaughn. Dio media vuelta y salió taconeando de la habitación. Mr. Murphy volvió a colocarse las gafas.

5.

Las respuestas empezaron a llegar a los seis días de enviadas las cartas, y todas fueron al principio negativas. Mr. Murphy había hecho una lista con todos los zoos a los que había escrito, y empezó a tachar nombres: París no, Marsella no, Roma no, Barcelona no, Frankfurt no...

Al décimo día recibió la primera respuesta afirmativa. Era del zoológico de Nueva York, y su director, Mr. Fanthorpe, escribía una larguísima carta a su distinguido colega inglés, notificándole con alegría que en su zoo sí existía un ejemplar de ileón.

"Desgraciadamente — decía en uno de los últimos párrafos —, el único ejemplar que hay en nuestro zoo es macho, por lo que no sirve para sus propósitos. De todos modos considero interesantísima su idea, por lo que le agradecería que, si consigue localizar un ejemplar hembra en algún otro zoológico, me lo comunicara para ponerme en contacto con él, por lo cual, mi querido amigo, le quedaría muy agradecido."

Ventajista, pensó Mr. Murphy, sintiendo rabia ante la sola idea de que otro se podía aprovechar de su esfuerzo e iniciativa. Decidió no decir nada aunque descubriera cien ejemplares hembra de ileón, y con este firme pensamiento en la cabeza arrinconó la carta.

Dos días más tarde, y entre varias negativas, le llegó una carta del zoo de Tokio en el que se le notificaba que allí también existía un ejemplar de ileón... macho. Días más tarde fue el zoo de Buenos Aires, luego el de Mozambique y, finalmente, el de Moscú. Después de éste, la afluencia de cartas terminó.

Mr. Murphy repasó su control, notando que sólo dos zoológicos no habían respondido. Les envió una nueva carta de apremio: la respuesta de uno de ellos fue negativa; la del otro más aún: el zoo (de propiedad particular) había cerrado sus puertas.

Así, pues, se dijo Mr. Murphy, sólo seis zoológicos en todo el mundo (cinco y el suyo) tenían entre sus inquilinos a un cánis íleo, y todos ellos eran machos. Lo cual condenaba a la especie a su pronta extinción, si no se hallaba algún ejemplar hembra que sirviera para continuar la especie.

Aquello le hizo cavilar un poco. Según los datos buscados por Hornbracke, el profesor Humberto Allen regaló, en 1746, seis ejemplares de ileón a seis zoológicos distintos. Ahora, existían también sólo seis ejemplares en seis distintos zoos. El tiempo transcurrido hacía suponer que se habían reproducido más de una vez; sin embargo, era curioso constatar que existían el mismo número de ejemplares, todos machos, y repartidos en seis distintos zoológicos.

El jefe de cuidadores llevaba muchos años al servicio del zoo: él indudablemente conocería las más íntimas peculiaridades de cualquier especie animal allí existente. De modo que fue a entrevistarse con él.

El jefe de cuidadores se encontraba en aquel momento junto a la jaula del ileón. Un grupo de diez o doce personas, entre ellas varios niños, contemplaban divertidos al animal, que se había parado en dos patas y gruñía alegremente. Un chico le tiró un maní y el ileón lo cazó al vuelo. Luego se sentó sobre las patas traseras, levantó la pata delantera derecha y saludó. Los visitantes se echaron a reír.

—Es un animal dócil y manso — le dijo el jefe de cuidadores a Mr. Murphy, cuando le vio llegar —. Fíjese cómo se divierten con él. Lo encuentran simpático y, además, sabe hacer numerosos trucos. Lástima que esté tan solo — suspiró —. Le haría falta una compañera.

—Este... precisamente estoy cuidándome de este problema. Usted está desde hace muchos años al servicio del zoológico. Calculo que habrá visto nacer y morir a muchos de nuestros inquilinos. Dígame... ¿qué edad tiene este ejemplar de ileón? Edad aproximada, por supuesto. En los archivos no he podido hallar el registro de su nacimiento ni nada parecido, aunque en los primeros años de la postguerra es probable que se hubiera omitido.

El jefe de cuidadores se sacó la gorra y se rascó enérgicamente el cuero cabelludo.

—Es curioso — murmuró —. Ahora que usted me lo dice... la verdad es que, por lo que creo recordar, siempre he visto al mismo animal. Cuando entré al servicio del zoológico como cuidador, hará de esto unos cuarenta años, había un solo ileón aquí, y nunca recuerdo que llegara ninguna hembra para emparejarlos. Luego debe ser el mismo.

Mr. Murphy miró unos instantes hacia la jaula del animal.

—Entonces, cuando usted entró, debía ser apenas un cachorrillo.

—Pues... no, no, señor. Recuerdo que era un animal adulto ya. Sí. Es curioso, pero nunca me había fijado demasiado en ello. ¡Claro que hay animales que viven tanto tiempo!

Mr. Murphy, como zoólogo experimentado, pensó inmediatamente en que los cánidos nunca vivían tanto tiempo. Se acercó a la jaula.

—Sin embargo — murmuró —, este ejemplar no muestra ningún síntoma de vejez. Parece realmente un animal joven.

—Bueno — dijo el jefe de cuidadores —, en realidad es un animal joven. Casi diría que parece un cachorrillo, pues le gusta retozar tanto como a ellos. Por esto le agrada tanto a la gente.

Mr. Murphy seguía mirando al ileón, y éste, a su vez, había fijado su vista en Mr. Murphy. Durante unos instantes se contemplaron mutuamente. Luego, el animal levantó una pata y saludó.

—Muy bien, amigo — dijo Mr. Murphy, retadoramente —. Eres un abuelito, de acuerdo. Pero hay algo raro en ti. Y lo voy a descubrir. Cueste lo que cueste.

Dio media vuelta y se dirigió al edificio de administración. El jefe de cuidadores se quedó perplejo viendo su marcha. Y el ileón también. Con la pata derecha levantada, parpadeó unos instantes. Luego bajó la pata. Se mantuvo inmóvil hasta que Mr. Murphy desapareció por el paseo.

Entonces se dio cuenta de que, frente a la jaula, un par de niños le miraban curiosamente: Compuso una sonrisa, como disculpándose por su momentánea desatención. Luego, muy metido en su papel, sacudió la cabeza para arreglar su hermosa melena. Se levantó, parándose sobre dos pies, y abrió ligeramente la boca, con la lengua medio fuera, en espera del primer maní.

Mr. Murphy revolvió el archivo de arriba abajo, esta vez personalmente, en busca de algún dato más concreto relativo al ileón. En doscientos y pico de años, desde la donación del primitivo ejemplar, debía existir algo más que dos censos y una carta donde figurara su nombre. En doscientos años debían haber pasado como mínimo cinco o seis generaciones. Cierto que parte de los censos, registros de nacimientos y defunciones y anuarios estadísticos habían sido destruidos durante la guerra, pero debía quedar aún algo: no podía haber sido destruido precisamente todo lo que hiciera referencia al ileón.

Sin embargo, no encontró nada. Naturalmente, aquello era para desanimar a cualquiera, pero míster Murphy era un científico concienzudo, y no cejaba ante ningún obstáculo. Decidió seguir buscando, aunque tuviera que remover cielo y tierra.

Llegó a obsesionarse con el ileón. Tanto, que un par de noches tuvo pesadillas, soñando con él. El animal estaba fuera de su jaula, y corría a su lado. Corría, y él corría también, y el animal se enredaba entre sus pies, saltaba, brincaba y se agitaba a su alrededor. Pensó que se había obsesionado demasiado con él, y decidió, durante unos días, olvidarlo por completo. Lo sustituyó por un apretado jersey blanco y una falda embudo, y casi lo logró.

Sin embargo, tres días más tarde llegó a su despacho del zoo algo que le hizo volver a pensar en él.

Era una carta del director del zoológico de Buenos Aires, y tuvo la virtud de hacer saltar de su silla a Mr. Murphy. Decía, entre otras cosas:

Su petición del otro día picó mi curiosidad respecto a esta especie apenas conocida, el cánis ileo. He revisado todos los archivos del zoo, y he podido constatar una cosa sorprendente: el ejemplar que tenemos actualmente es el mismo que, en 1745, fuera donado a nuestro zoo por el profesor Humberto Allen. He seguido atentamente todas sus huellas: en 1746, el profesor Allen donó un ejemplar macho a nuestro zoo; desde entonces, no se ha hecho ninguna cesión temporal con ningún otro zoo con vistas a la reproducción; en los registros no figura ningún nacimiento, defunción ni llegada de ningún otro ejemplar; en todos los censos periódicos se encuentra registrado un ejemplar de ileón. A todas luces, el ejemplar que tenemos aquí tiene más de doscientos cincuenta años de edad, ya que el profesor Allen entregó un ejemplar adulto. Algunos dirán quizá que hay animales que viven hasta quinientos años, pero usted y yo sabemos que los cánidos nunca alcanzan esta longevidad. Además, nuestro ejemplar no muestra demasiados signos de vejez. Encuentro un poco extraño todo esto. ¿Y usted, mi querido amigo?

Mr. Murphy contestó con una carta inconcreta, pues no podía hacer otra cosa. Aquella comunicación le había obligado a pensar de nuevo en el asunto. Bien, era cuestión de seguir adelante. Escribió otra carta a los zoológicos que habían señalado la presencia de un ileón en sus jaulas, pidiéndoles más datos del animal: fecha de nacimiento, donación original, enfermedades, etc.

Una semana más tarde tenía todas las respuestas sobre su mesa de despacho. Las cuatro coincidían en todos los datos: los cuatro habían sido donados en 1746 por el profesor Humberto Allen, los cuatro habían permanecido en los zoos desde entonces, ninguno de los cuatro había contraído nunca enfermedad importante, ninguno había muerto o había sido sustituido, ninguno había sido apareado ni había tenido descendencia.

Uno de los directores, Mr. Fanthorpe, del zoo de Nueva York, añadía una coletilla a su carta.

Lo que me ha hecho ver usted, querido amigo — decía — es sumamente interesante. El que un cánido viva tanto tiempo es algo fuera de lo normal, y digno de atención. Creo que voy a escribir al respecto una comunicación a la Academia. ¿No le parece buena mi idea?

Ventajista, masculló entre dientes Mr. Murphy, otra vez. Miserable ventajista. Era muy cómodo aprovecharse de las ideas de los demás. Aquello le espoleó su afición: descubriría todo lo concerniente al ileón antes de que su colega americano le pudiera pisar el terreno. ¡Qué se habría creído aquel estúpido ventajista made in USA! ¡Ahora iba a ver de lo que era capaz un gentleman del Gran Imperio!

Empezó a buscar con fruición nuevos datos. Era inútil ya seguir removiendo en el archivo, puesto que había quedado claro el motivo por el que no se habían hallado datos: el ejemplar de ileón había sido siempre el mismo, desde que fuera donado al zoo.

Bien, se dijo Mr. Murphy, miremos pues por otro sitio. En primer lugar, ¿quién fue exactamente Humberto Allen? No fue fácil hallar sus rastros, pero la perseverancia tiene siempre recompensa. Tres días después había conseguido localizar quién era Allen: un célebre naturalista y antropólogo de su tiempo, que había conseguido algunas glorias para el pabellón británico en sus exploraciones del Nuevo Mundo, principalmente en la América Latina. Aquello, Mr. Murphy no lo consiguió sin esfuerzo. Durante tres noches consecutivas tuvo pesadillas, cuyo protagonista era siempre el ileón. "Me atraes, amigo, pero te aborrezco", murmuró Mr. Murphy. No obstante, siguió investigando.

A los cinco días, había localizado en los archivos de la biblioteca de la Universidad una obra de Allen. Su título era bastante sugestivo: Diez años tras las huellas de los indios incas, mayas y aztecas. Se trataba de un espeso trabajo, transcrito en tres volúmenes de no menos de trescientas páginas cada uno, donde Allen explicaba con todo detalle sus correrías de diez años en América del Sur, en busca de las huellas dejadas por el fabuloso imperio de los incas, mayas y aztecas antes de la dominación española, financiado, por una fundación inglesa cuyo nombre, en letras gloriosas, figuraba en el encabezamiento de cada volumen. El libro, opinó Mr. Murphy, después de darle una primera ojeada, era demasiado árido, incluso para un científico, pero esto era un mal menor. Centró su atención en la parte dedicada al imperio inca, y empezó su búsqueda.

Por fuerza Allen, tanto por ser naturalista como por haber donado los ejemplares, tenía que hablar del ileón en su relato. Y efectivamente, Mr. Murphy encontró lo que buscaba. Cinco páginas dedicaba Humberto Allen al animal, considerándolo un aspecto importante dentro de la cultura religiosa inca. El ileón, empezaba, era un animal de la familia de los cánidos, que pese a ello había obtenido el favor de los sacerdotes incas, quienes lo consideraron siempre poco menos que un animal sagrado, un aliado de los dioses. "El ileón — rezaban las leyendas incas de la predominación — fue enviado por el dios de los cielos para ayudar y proteger a nuestro pueblo. Tiene poder sobre el destino, y el que se congracie con él será feliz y dichoso el resto de su vida. ¡Mas guay del que lo enemiste! Aquél será desgraciado el resto de su existencia, y la enemistad del aliado de los dioses le traerá la desventura, la miseria y hasta la muerte."

Esto eran leyendas, decía Allen. Sin embargo, era cierto que el animal poseía algunas sorprendentes peculiaridades. Según testimonios de probada solvencia, el animal era capaz de provocar visiones, sueños, pesadillas. Los sacerdotes incas lo usaban como oráculo, y en un noventa por ciento de veces sus predicciones se cumplían. Escogía siempre sus amistades, y si un hombre o una mujer le placían, se unía a ellos y oficiaba de compañero y protector durante el resto de sus vidas, y el hombre o la mujer objeto de sus atenciones adquirían gran fama, inteligencia y lucidez. Cuando una persona no le gustaba le gruñía ferozmente, los pelos de su melena se agitaban con violencia, y hacía ademán de atacar. Y aunque nunca atacaba a nadie, aquellos solos síntomas eran suficientes para que todos comprendieran que aquella persona no era grata, y fuera expulsada inmediatamente de la comunidad.

"Me hablaron tanto y tanto del animal — terminaba Humberto Allen el apartado dedicado a él — que busqué durante todo mi recorrido del imperio inca huellas de su presencia, no encontrando más que vestigios: esculturas, bajorrelieves, huellas de su presencia. Aquello me hizo suponer que todo se tratara tan sólo de un mito. Sin embargo, en la antigua ciudad de Tialmánaco, en las ruinas mejor dicho, encontré a un indio quechúa que me habló de algunos ileones que vivían entre las ruinas. Con su ayuda y la de algunos compañeros suyos, y tras largas jornadas de búsqueda, logré apresar a seis de ellos. Me parecieron, después de observarlos detenidamente, nada más que perros comunes y vulgares. No obstante, creí que serían interesantes para mucha gente, e indudablemente causarían la curiosidad de los visitantes de algún parque zoológico. Así, pues, envié uno al de mi ciudad natal, Londres, y los otros cinco los repartí en otras partes del mundo, distanciadas entre sí: Nueva York, Buenos Aires, Tokio, Moscú y Mozambique. Las últimas noticias que he tenido de ellos es que se habían aclimatado perfectamente. A esto se reducen las antiguas leyendas."

"No — pensó Mr. Murphy —; así no terminan las leyendas. De repente recordaba sus sueños, sus pesadillas, en las que el ileón era siempre protagonista, y pensaba que aquello tenía mucha relación con las antiguas leyendas incas. ¿Y si realmente el ileón tuviera algún extraño poder, algo que lo hiciera distinto de los demás animales? Realmente, hasta ahora había encontrado suficientes cosas como para pensar seriamente en que era fundamentalmente distinto a los demás. ¿Por qué no ir un poco más allá?

"No — se dijo —. Soy un científico y no puedo creer en estas paparruchadas. Ha de haber otra explicación. Y yo la buscaré."

Sin embargo, aquellas palabras no le convencieron tampoco demasiado.

7.

Al día siguiente, decidió realizar un examen físico completo del animal. Llegó muy de mañana al zoológico, provisto de algunos aparatos adecuados. Y, acompañado por el veterinario del parque y el jefe de cuidadores, penetró en la jaula del ileón.

El animal les gruñó un poco, como si adivinara sus intenciones, pero no ofreció resistencia. Por indicación de Mr. Murphy, el veterinario hizo un examen completo al animal. Midió su capacidad craneana, observó el número y estado de sus dientes, estudió el desgaste de sus uñas, su musculatura, su peso... observó su presión arterial...

Mr. Murphy empezó a sacar frascos de análisis y con ayuda del veterinario empezó a recoger muestras: muestras de sangre, de orina, de excrementos, de saliva, del líquido testicular, de linfa... El jefe de cuidadores tuvo que responder a multitud de preguntas: su dieta de alimentación, la cantidad diaria, la periodicidad...

El animal les contemplaba hacer sin dar la menor señal de protesta. Tendido en el suelo, como si descansara, su vista pasaba de uno a otro, a medida que iban hablando. Cuando le dejaron libre, después de todo el análisis, no se movió, y el propio jefe de cuidadores tuvo que empujarle para que se apartara de ellos. El animal anduvo un par de pasos y se detuvo de nuevo, mirándolos, como esperando. Mr. Murphy vio aquella mirada y no le gustó.

Recogió todos los tubos de análisis, los resultados anotados por el veterinario, y se fue. En la universidad, entregó los tubos de análisis en el laboratorio, diciendo que lo quería todo listo para el mediodía. Los encargados refunfuñaron un poco, pero asintieron al fin.

Aquella mañana, la clase de zoología de Mr. Murphy fue menos brillante que de costumbre. Divagó mucho, como si tuviera la mente en otro lugar. Cuando terminó, los estudiantes se fueron decepcionados. Una frase maligna corrió entre ellos: "¿Estará cayendo Mr. Murphy en la senectud?" Los cuchicheos duraron todo el resto de la jornada.

A mediodía, pese a la promesa, los análisis no estaban listos. El encargado prometió tenérselos para media tarde. Mr. Murphy dijo que le interesaban mucho, y que confiaba tenerlos lo antes posible. Luego se fue.

Comió sin demasiado apetito y dejó el postre intacto, cosa rara, pues siempre había sido muy goloso. En realidad, se hallaba preocupado. La primera parte del examen había dado unas cifras bastante irregulares con respecto a la mayoría de animales. ¿Qué sucedería con los análisis?

A primera hora de la tarde se presentó en el zoológico para firmar la correspondencia normal, y luego se ausentó nuevamente. Se dirigió a la universidad. Allí, los análisis estaban listos. El encargado le entregó los resultados. Mr. Murphy les dio una ligera ojeada y se sentó de golpe.

—¿Está seguro de que no ha habido ninguna confusión? — preguntó.

—Por supuesto que no — dijo el encargado, sintiéndose ofendido en su amor propio —. ¿De dónde ha sacado estas muestras?

Mr. Murphy no respondió. Se metió los papeles en el bolsillo y salió silenciosamente del laboratorio.

Se fue inmediatamente a su casa. Allí, sacó las anotaciones del veterinario, los resultados de los análisis, y una hoja en blanco. En ésta trazó como un diagrama. Luego, fue anotando en ella todos los datos dados en los otros papeles, unificándolos. Se pasó mucho tiempo observando el resultado. Luego cerró los ojos y resopló.

Para un científico tradicionalista como era Mr. Murphy, aquello era la negación de toda la ciencia. El animal no poseía ninguna cualidad que fuera idéntica a la de las especies comunes. Cierto que a primera vista parecía idéntico a las demás, pero cuando se ahondaba un poco empezaban a salir las diferencias. Las proporciones de los elementos constitutivos de la sangre y linfa eran distintas; la saliva tenía un componente desconocido, y la sangre otro. El líquido testicular demostraba que se encontraba, pese a sus doscientos y pico de años, en plena edad reproductora, y sus gametos y cromosomas poseían unas características claramente diferenciadas del resto de los animales de su mismo género. Su presión arterial era más alta de lo normal, su velocidad de coagulación más rápida, sus funciones digestivas parecían ser también más aceleradas...

Mr. Murphy se daba cuenta de que se encontraba ante algo jamás imaginado. Aquello contradecía todas las leyes de la naturaleza, al menos todas las leyes conocidas. La escala biológica no permitía aquellas diferenciaciones tan acusadas, ni siquiera en un animal en vías de extinción y de una antigüedad tan grande como podía ser aquél. Era algo así como el descubrimiento de un nuevo celacanto, aunque mucho más acusado. Pensó que se podía tratar de una extraña mutación, de cualquier tara física, pero recordó que en principio los otros cinco ileones esparcidos por el mundo daban muestras de poseer la misma naturaleza que éste. ¿Se encontraba pues ante el descubrimiento de una nueva especie animal totalmente distinta de las otras conocidas? Pensó en lo que podía representar su descubrimiento para su gloria futura, y el sólo pensar en ello le hizo temblar de emoción. Tranquilidad, debía tener tranquilidad. Años atrás, Hornbracke había llegado también a algunas conclusiones parecidas a las suyas, pero no había podido ir tan lejos debido a la falta de medios: por eso su comunicación había sido olvidada. Pero él tenía pruebas, datos. No podían pasar por alto su descubrimiento.

Empezó a recopilar precipitadamente todos los datos que tenía en una especie de esquemas, que luego utilizaría para hacer su comunicación. "Método — pensó —; ante todo, método." En primer lugar los antecedentes: el hallazgo de Humberto Allen y sus observaciones respecto a la presencia y peculiaridades del animal dentro del imperio inca. Algunas referencias a las antiguas leyendas. Luego, los datos: los seis zoos donde se encontraba el animal (adjuntaría fotocopias de las cartas) y el dato común en todos ellos de su edad. Luego, los resultados de su análisis. Quizá fuera interesante volver a realizar toda la prueba por otro veterinario, a fin de tener una comprobación que adjuntar. Datos y estadísticas: sobre todo datos y estadísticas; la ciencia debía estar por encima de todo. Luego, la parte comparativa: enfrentar las características del ileón con los demás animales de su especie. Buscar alguna hegemonía con otro tipo de animales, actuales y prehistóricos. Vamos a ver: ¿aves?; no. ¿Reptiles?; tampoco. ¿Insectos?; menos. ¿Peces?; ni por asomo. ¿Animales prehistóricos?; ni la menor coincidencia. ¿Algún eslabón perdido acaso?; no, por supuesto, estaba demasiado evolucionado para esto. ¿Entonces? Aquí un gran interrogante para que lo viera bien todo el mundo. ¿Sería conveniente hacer constar también sus sueños y lo que decían las antiguas leyendas incas, para establecer una relación entre las dos causas? No, era demasiado poco científico. Con aquello habría bastante.

Terminó la confección del plan general de la futura comunicación a la academia cuando eran casi las once de la noche. Se relamía de gusto, sólo en pensar que era probable que su nombre llegara a figurar algún día entre los de otros famosos zoólogos y naturalistas, entre los de las más preclaras glorias de la humanidad. Él, Roberto Murphy, considerado como un genio de la zoología por su descubrimiento del ileón. Quizá le erigieran alguna estatua en algún parque, donde las parejas se detendrían bajo su sombra para besarse furtivamente, bajo su condescendiente mirada. Carraspeó: no, la estatua era lo único que importaba. Y su nombre, por supuesto, incluido en la enciclopedia británica. ¡Una gloria del imperio, eso sería! ¡Y todos los periódicos hablarían de él, desde el Cabo de Hornos hasta Groenlandia, desde Siberia hasta Ciudad del Cabo!

Animado por estos sanos y reconfortantes pensamientos, bajó a cenar, cuando ya los camareros se preguntaban si habría sufrido algún accidente mortal ante su tardanza. Comió con apetito: ahora ya sabía el camino que tenía que seguir. Dio una espléndida propina al camarero, cosa extraña en él, y se fue silbando hasta su casa, ante el estupor de todo el personal del restaurante, que salió incluso a la calle para verlo marchar.

Llegó a su casa contento. Se desnudó y se metió en la cama, tarareando en voz baja una obertura de Beethoven. Se dispuso a descansar, pues al día siguiente tendría mucho trabajo y debía despejarse fresco y descansado.

Sin embargo, aquella noche no pudo dormir.

8.

Primero fue su propia preocupación por lo que tenía que hacer. Cuando alguien tiene una idea muy fija metida en la cabeza, es difícil desecharla y ponerse a dormir. Mr. Murphy empezó a dar vueltas a su idea, pensando en todos los detalles del informe, imaginando cómo lo redactaría, el tono que emplearía, las palabras que usaría... Luego, poco a poco, se fue quedando traspuesto. Sin embargo, no consiguió dormir tampoco. Tuvo una nueva pesadilla.

Tal vez fue su propia obsesión. Tal vez fue el pensar tanto en el ileón o sus características, o tal vez fue simplemente el haber cenado más tarde que de costumbre y el trabajar en exceso durante el día.

La realidad es que tuvo una pesadilla. Se encontraba en el zoo, dentro de la jaula, con el ileón. El animal estaba frente a él, le miraba fijamente, como le había mirado aquella misma mañana al hacer el examen, y reía. Tenía una ceja graciosamente levantada, y escarbaba el suelo con una pata. Mr. Murphy se puso en cuclillas ante él y le sonrió. El animal bajó de repente la oreja y la sonrisa se borró de su boca. Empezó a gruñir.

Mr. Murphy se agitó en la cama al compás de los gruñidos del animal, gruñendo él también. En el sueño, el ileón seguía gruñendo, y los gruñidos eran cada vez más fuertes. Al mismo tiempo, parecía como si el animal fuera aumentando de volumen; no, aumentaba realmente de volumen, y cada vez se iba haciendo mayor. "No cabrá en la jaula", pensó Mr. Murphy; y luego se dio cuenta de que dentro de la jaula estaba también él. El ileón seguía creciendo, y Mr. Murphy intentó salir de allí, pero el animal le cortó el camino hacia la puerta. Y seguía creciendo cada vez más. Mr. Murphy fue reculando, hasta que su espalda tocó los barrotes delanteros de la jaula. ¿Y ahora qué? El ileón era ahora un gigante, que apenas cabía en la jaula, y cupo cuerpo le comprimía a él contra los barrotes. ¿Y ahora qué? Se sentía como un enano a su lado, un enano débil e indefenso ante el enorme corpachón. ¿Y ahora qué?

El ileón hinchó el pecho y los barrotes de la jaula saltaron en todas direcciones. Mr. Murphy cayó de espaldas y rodó en medio del sendero. En otras jaulas, los animales gruñían desapaciblemente. Mr. Murphy intentó levantarse. El ileón había salido de la jaula y le miraba aún fijamente. Levantó una pata.

Mr. Murphy estaba ya en pie. Ahora, una pata del ileón era tan grande como su propio cuerpo. Miró hacia arriba. El ileón levantó ligeramente una oreja. Le miraba con desprecio. "¡Bah!", dijo. Levantó un poco más su pata y lo pisó.

9.

Mr. Murphy despertó de repente, en aquel punto de su pesadilla. Sentía todo su cuerpo empapado de sudor, cosa extraña, pues la ventilación del cuarto era buena. Parecía como si algo flotara a su alrededor, como si hubiera alguien en la habitación. Encendió la luz: estaba sólo. Se mantuvo inmóvil unos instantes, escuchando. Luego se echó a reír ante su propia aprensión.

Se puso las gafas y miró el reloj. Eran las dos de la madrugada, y ni siquiera de la calle subía el menor rumor. Se levantó, se puso las zapatillas y fue al cuarto de baño para beber un vaso de agua. Cuando se dio cuenta, estaba completamente vestido.

—¡Qué tontería! — murmuró —. No tengo que ir a ninguna parte; es más, no deseo ir a ninguna parte. ¿Por qué me habré vestido?

Aquello le hizo pensar en que sí deseaba ir a alguna parte, aunque no sabía a cuál. Se abrochó la chaqueta, se puso el sombrero, tomó el paraguas, y por primera vez en su vida salió de su casa después de medianoche. Detuvo el primer taxi que se cruzó con él y subió.

—Al zoológico — dijo.

—A esta hora estará cerrado, señor — dijo un poco zumbonamente el taxista.

Mr. Murphy ignoró aquella irreverente observación. El taxista se encogió filosóficamente de hombros y puso el coche en marcha.

Al llegar a su destino, Mr. Murphy se dio cuenta de que, según su inveterada costumbre, no llevaba apenas dinero en el bolsillo. Llamó a la entrada del zoológico. El guarda nocturno se le quedó mirando con aire de extrema sorpresa cuando le vio ante él.

—¿Ocurre algo, Mr. Murphy?

—No, nada; sólo he venido a consultar unos datos urgentes. ¿Tiene la bondad de pagarle al taxista, por favor? Ya se lo devolveré mañana. No llevo ahora bastante dinero encima.

El vigilante fue a pagar el taxi, y él y el taxista cuchichearon algo en voz baja. Mr. Murphy se metió en el recinto y se dirigió hacia el edificio de administración. A medio camino se detuvo.

—No tengo nada que hacer allí — murmuró para sí mismo —. ¿Para qué habré venido entonces?

Quedó indeciso unos instantes, en mitad del camino. Luego pareció recordar algo. Dobló hacia la izquierda y recorrió el amplio sendero enarenado que durante el día era pisado por cientos y cientos de visitantes. A ambos lados, las jaulas de los animales estaban silenciosas. Algunos animales dormían al aire libre, otros en sus casetas. Al fin, se detuvo ante una de ellas. Al otro lado de los barrotes un animal muy parecido a un perro, pero con unas graciosas melenas en torno a su cabeza y cuello, dormía con la cabeza entre las patas delanteras.

"Bien — se dijo Mr. Murphy —. De modo que al final era a ti a quien deseaba ver. Ya estoy aquí. ¿Qué tal te encuentras, señor ileón?

Como si hubiera oído a Mr. Murphy, el animal despertó. Giró la cabeza, como buscándole. Al verle, levantó una oreja y sonrió. Parecía querer decir: "Hola, Mr. Murphy. ¿Qué le trae de nuevo por aquí?"

Mr. Murphy traspasó la barandilla que separaba las jaulas del sendero y se apoyó en ella, mirando fijamente al animal.

Para un hombre acostumbrado a vivir solo, y para un hombre de ciencia aún más, la costumbre del soliloquio es algo inveterado. Mr. Murphy era un hombre de ciencia, y además un hombre de ciencia acostumbrado a vivir solo. No es nada de extraño, pues, que se pusiera a hablar con el animal, como si creyera que éste podía entenderle.

—Bien, amigo — dijo, como si se dirigiera a un colega de su profesión —. Confieso que durante muchos días me has traído de cabeza. Y ahora me traes más de cabeza aún. Nunca esperé encontrar nada parecido a ti en todo el mundo. Y sin embargo, ahí estás.

"¿Quieres que te diga una cosa? Me interesas sobremanera. En realidad, tú interesarías a cualquier zoólogo que se tomara la molestia de estudiarte un poco. Tus melenas no tienen importancia, son sólo un adorno secundario: los caniches están llenos de pelo por todos lados, y no tienen nada de extraordinario. Pero tú tienes otras muchas cosas. Primero, vives demasiados años: los cánidos nunca viven tanto. Segundo, eres de una especie casi extinta: sólo hay otros cinco ejemplares además de ti, y todos vosotros sois machos. ¿Dónde están las hembras? Y tercero, tu organismo tiene demasiadas cosas distintas a las normales: un nuevo componente en la saliva, otro nuevo componente en la sangre, a base de óxidos, que le dan un color un poco violáceo, distintas proporciones de glóbulos y hemoglobina, distinta velocidad de coagulación y de sedimentación... Esto puede hacer dudar a cualquiera de lo que ha aprendido durante tantos años. Todos los animales tienen su puesto en la escala zoológica de la evolución. Incluso tus prehistóricos lo tienen. Pero a ti no sé dónde puede encajársete. Cierto que algunas teorías evolucionistas admiten la existencia de pruebas fracasadas de evolución, pero ni ahí encajas. ¿Acaso eres el resultado de una mutación esporádica? No sé qué pensar, la verdad.

Hubo un largo silencio, en el que Mr. Murphy miraba fijamente al ileón, y el ileón miraba fijamente a Mr. Murphy. Así transcurrieron unos largos minutos. Y luego, de pronto, el ileón abrió la boca y habló.

—¿No has pensado — dijo, con una voz gangosa — en que todo puede ser debido a un simple error de apreciación?

10

Mr. Murphy era un hombre de ciencia; Mr. Murphy creía solamente en lo que veían sus ojos y lo que decían los libros de texto. Mr. Murphy creía solamente en los resultados de los análisis, en las pruebas definitivas, en los hechos comprobados. Creía en la edad del ileón, porque lo había comprobado; creía en sus diferencias fisiológicas, porque las había comprobado también. Pero nunca podría creer que hablara, por un hecho simple y definitivo: los animales no pueden hablar.

Por eso, su primera reacción fue dar media vuelta y examinarlo todo a su alrededor con ojos de halcón. Alguien debía estar escondido por los alrededores. Alguien que había oído su monólogo con el animal y quería gastarle una burda broma. Gritó:

—¿Quién, está ahí?

Nadie contestó, por supuesto. La brisa nocturna hacía removerse levemente las hojas de los árboles, produciendo un leve susurro de innominadas palabras. Allá a lo lejos gruñó algún animal.

—¿Quién ha sido? — volvió a gritar Mr. Murphy, sintiéndose ridículo en aquella ocasión —. ¡Quienquiera que sea, le ordeno que salga inmediatamente de su escondite! ¡No me gustan este tipo de bromas!

—Tranquilo, Roberto; tranquilo — dijo de nuevo la voz gangosa, ahora a sus espaldas —. Te aconsejo que no te excites. Es malo para tus nervios.

Mr. Murphy se volvió en redondo. El ileón le miraba fijamente, con un cierto aire burlón. Míster Murphy pensó en algo imposible: verdaderamente, la voz parecía sonar dentro de la jaula.

—¿Eres... — murmuró, negándose a aceptar la evidencia —, eres tú quien hablas?

El ileón movió la cabeza de arriba abajo. —¡Ajá! — dijo —. Soy yo.

El paraguas de Mr. Murphy cayó al suelo, donde quedó abandonado. Su propietario se reclinó contra la barandilla, sintiéndose repentinamente mal. Dejó escapar un gruñido.

—No puede ser — murmuró —. No puede ser. —¿Por qué? — preguntó amablemente el ileón. —Los animales no hablan — dijo Mr. Murphy —.

No pueden hablar.

—Cierto — dijo el ileón.

—Y, sin embargo, tú hablas.

—¡Ajá!

Mr. Murphy se enderezó.

—¿Estás tomándome el pelo acaso? ¿Cómo puede un animal como tú hablar de esta manera? Si el ileón, por sus características físicas, hubiera podido, se hubiera encogido olímpicamente de hombros. Como no podía hacerlo, meneó un poco su melena.

—Bueno — dijo —, como he dicho antes, todo depende de un simple factor de apreciación.

—¿Cuál?

—Bien. Tú te has devanado los sesos conmigo, intentando encajarme dentro de la escala zoológica que os habéis compuesto vosotros. Todo esto está muy bien, considerándome bajo el punto de vista de un animal. Pero ¿has pensado alguna vez acaso en que yo puedo no ser un animal?

Mr. Murphy intentó coordinar sus pensamientos. No aquello no podía ser. Había trabajado demasiado los últimos días, pensando en el ileón. Probablemente seguía durmiendo en su casa, y todo aquello no era más que otra pesadilla producida por el exceso de trabajo. Se pellizcó fuertemente, y soltó un taco. No estaba dormido.

—¿Así — murmuró —, quieres decir que tú...?

No acabó la frase. El ileón le observaba, divertido. Si frente a él hubiera habido otro tipo de persona, un periodista, un hombre de la calle, hubiera imaginado ya mil hipótesis distintas. Pero Mr. Murphy era un científico. Y, como tal, un poco corto de entendederas en lo que se salía de su campo habitual.

—¿Yo... qué? — preguntó suavemente el animal, con su voz gangosa.

Mr. Murphy no sabía cómo seguir. Pensó en un engaño de sus sentidos, en una rara hipnosis, en una treta del mismísimo diablo incluso. Pero no acertó.

—No lo entiendo — murmuró —. Juro que no lo puedo entender.

—Está bien — dijo el ileón —: te lo voy a explicar. Hace muchos cientos de años, vinimos a la Tierra. Encontramos su superficie repleta de hombres salvajes, hombres que apenas sabían usar sus manos ni por supuesto su cabeza. Nosotros, ya lo ves, no tenemos manos para trabajar los elementos exteriores a nuestra persona, pero hemos suplido esta falla con nuestro poder mental.

—Entonces — murmuró Mr. Murphy —, ¿quieres decir que tú no eres de aquí, que vienes de... de arriba?

El ileón ignoró aquella pregunta, tan mal formulada como tonta.

—Al ver la situación en que se encontraban los primitivos habitantes de este planeta — prosiguió —decidimos instalar una colonia aquí, en plan de ensayo. Vosotros teníais manos; nosotros, inteligencia. Si sumábamos nuestros esfuerzos tal vez consiguiéramos un nuevo y gran adelanto. Y a ello nos dedicamos.

El parque estaba oscuro y silencioso; tan sólo en alguna jaula, allá a lo lejos, gruñía un animal inquieto, quizá desvelado. Pero Mr. Murphy no se daba cuenta de ello; sus ojos estaban fijos en la diminuta figura del ileón, plantado ante él de cuatro patas.

—Al principio la cosa fue muy bien — siguió el animal —. Los salvajes aprendieron rápidamente con nuestra ayuda, y desarrollamos una gran colonia. Nosotros nos mezclábamos con ellos, e inducíamos a trabajar y a desarrollarse a los que daban muestras de capacidad para ello, desdeñando a los que no servían. Pero pronto nos dimos cuenta de que al igual que su capacidad manual desarrollaban también su inteligencia, aunque no en la forma normal o prevista. Crearon pronto mitos, leyendas, brujerías. Además, eran orgullosos, rencorosos, guerreros. Pronto nos dimos cuenta de que una colonia allá estaría condenada siempre al fracaso. Y decidimos irnos.

"Así lo hicimos. Desde fuera del planeta, observamos lo que sucedía allá abajo. Los salvajes a los que abandonamos se consumieron muy pronto en guerras intestinas. Para colmo de males, otros pueblos distintos, que hasta entonces habían permanecido en sus tierras, empezaron a explorar y conquistar la gran porción de terreno donde quisimos levantar nuestra obra. Claro que entonces ya sus habitantes habían vuelto casi al primitivismo del que los sacamos, pero ellos terminaron la labor. Decepcionados, decidimos no regresar ya más al planeta.

—Entonces — dijo Mr. Murphy, atreviéndose a formular una hipótesis —, tú y tus otros cinco compañeros fuisteis abandonados aquí.

—No — dijo el ileón —. Nos fuimos todos. Pero pronto comprendimos que vosotros seguiríais desarrollando vuestra inteligencia, pero siempre en el sentido de vuestro carácter orgulloso y guerrero. Nos dimos cuenta de que, por vuestra misma capacidad de poder trabajar las cosas que os rodeaban, podríais llegar a ser peligrosos, muy peligrosos, para el resto del universo. Decidimos no abandonaros completamente, sino dejar aquí algunos observadores que vigilaran vuestros pasos, previniendo cualquier acción que pudiera acarrear alguna desgracia. Lo que vosotros llamaríais unos tutores.

—¿Y tú...?

—Sí, yo soy uno de ellos. Seis en total. Los seis que ya conoces.

Mr. Murphy movió la cabeza con aire dubitativo. Las ideas le daban vueltas dentro de ella como, satélites artificiales.

—Pero es absurdo — murmuró —. Encerrados aquí, en una jaula, sin poder moveros...

El ileón se echó a reír, con aquella risa peculiar suya, entreabriendo apenas el hocico.

—Nos costó mucho dar con este sitio — dijo —. Al principio, los primeros que se establecieron aquí lo hicieron en los puntos que creyeron más idóneos: granjas, casas particulares... pero la vida, aquí, está expuesta a muchos peligros. Pronto empezamos a perder elementos, y nos dimos cuenta de que era preciso buscar un sitio más seguro y más cómodo para nosotros. Probamos muchos lugares: circos, casas de grandes señores, cortes principescas... Pero era mucho riesgo aún.

"Hasta que por fin Fallamos este lugar ideal: los zoos. Aquí, los animales no pueden estar más seguros, y nosotros nos podíamos confundir fácilmente con ellos. Bien cuidados, bien alimentados sin ningún peligro que nos aceche. ¿Qué lugar mejor? Aprovechamos la estancia del profesor Humberto Allen en la región donde tuvimos nuestro origen aquí en la Tierra para presentarnos a él como una antigua raza canina casi extinta, e inducirle a eme nos enviara a seis de nosotros a seis zoológicos distintos, esparcidos por todo el mundo. Así, desde nuestro seguro retiro, podríamos cumplir cómoda y fácilmente nuestra misión.

—¿Cómo? — preguntó ansiosamente Mr. Murphy.

—Muy sencillamente: vigilando. Corporalmente somos débiles, pero mentalmente somos muy poderosos. Cuando me hiciste el examen, amigo Roberto, el otro día, olvidaste un detalle muy importante: hacerme un electroencefalograma. Claro que nunca caíste en la cuenta de ello, pero si lo hubieras hecho te hubieras llevado una gran sorpresa. Desde aquí, cómodamente tendidos en la jaula, descansando, o recogiendo maníes con la boca de manos de los chicos, puedo observar lo que sucede en Amsterdam, o en Madrid, o leer lo que dice el periódico de un señor que lo está leyendo sentado en un banco del Prater de Viena. Puedo escuchar la conversación del presidente de la República Francesa con su primer ministro, o asistir a la sempiterna conferencia de Ginebra sobre el hipotético desarme. Nada se escapa, si yo no quiero. Y mientras, no debo, no debemos ninguno de nosotros, preocuparnos de nada más: estamos bien cuidados, bien alimentados, bien distraídos...

Hubo un largo silencio. Mr. Murphy se sentía aturdido. Era como si le dijeran que el taxi que acababa de coger para venir al zoo no era en realidad un taxi, sino una salamandra de dieciocho patas Su mente aún no había acabado de asimilar la idea.

—Y os hacéis pasar por animales — murmuró —. Y nos engañáis.

El ileón realizó un gesto ambiguo.

—Ésta es nuestra forma real, y con ella nos presentamos. Claro que para adaptarnos a la Tierra tuvimos que hacer algunos cambios en nuestros organismos. En vuestra atmósfera hay demasiado oxígeno para nosotros, y así tuvimos que añadir a nuestra sangre un nuevo elemento que eliminara este excedente por oxidación. Igual tuvimos que hacer con nuestra saliva, para asimilar vuestros alimentos. Nuestros órganos internos funcionan a diferente ritmo que el vuestro, porque ésta no es nuestra presión ni nuestra atmósfera habitual, aunque sean semejantes. Pero éstos son detalles secundarios tan sólo.

—Y durante doscientos cincuenta años habéis permanecido aquí, sin que nadie se diera cuenta de vuestra verdadera naturaleza.

—Exacto. Ha sido vuestra propia idiosincrasia la que lo ha impedido. Afortunadamente para nosotros, no nos habéis concedido importancia. Hay tantos animales en vuestro planeta que uno más no importa. Cierto que de tanto en tanto hay alguien que se interesa por nosotros, como tú, y cada vez se va haciendo más difícil que no se den cuenta de nuestra verdadera naturaleza, debido a los nuevos aparatos que inventáis continuamente. A Hornbracke, tú ya lo conoces, no fue fácil engañarlo. Creyó que no era más que una especie en vías de extinción, y envió una comunicación a la academia pidiendo nuestra supervivencia. No le hicieron caso, claro A ti hubiera sido mucho más difícil engañarte, porque has descubierto muchas más cosas. Tu comunicación sí que hubiera sido atendida por la academia; a ellos les gustan mucho los misterios como éste, y hubieran puesto una flota de especialistas tras de mí. Me hubieran estudiado por todos lados, Por dentro y por fuera; tal vez me hubieran hecho incluso la vivisección. Y es probable que se hubiera descubierto todo.

—Por eso te has puesto en contacto conmigo esta noche, ¿no es así?

—Sí — reconoció el neón —. ¿Sabes una cosa? Todos esos sueños que tenías, cuyo protagonista era yo, no eran sueños en realidad. Yo buscaba tu mente, y tu inconsciente captaba este buceo y lo transformaba en una pesadilla. Esta mañana, cuando has acudido con el veterinario y el jefe de cuidadores (que por cierto es un gran amigo mío, aunque no sepa nada de mi verdadera naturaleza), he visto que la cosa iba en serio, y esta noche, en mi último buceo, me he dado cuenta de que era preciso atajar la situación antes de que fuera demasiado tarde. Por esto te he traído aquí.

—¿Que me has traído... tú?

—Sí. No me resulta demasiado difícil influir (no ordenar) en determinados individuos las cosas que me interesan, coaccionándolos un poco a realizarlas. Gracias a ellos hemos conseguido influir en acontecimientos y personajes históricos, evitando grandes desastres. A ti te he influido para que vinieras aquí. Necesitaba hablarte.

Mr. Murphy dudó unos momentos. Todo aquello estaba muy bien, se decía; el ileón era en realidad un ser extraterrestre venido a la Tierra en misión de vigilancia. Él iba a comprometer su secreto, aunque no de una manera consciente, y el ileón lo había atajado. Pero...

—¿Pero por qué me lo has revelado todo a mí?

El ileón carraspeó. Indudablemente, hablar le costaba un cierto esfuerzo a sus órganos laríngeos, no acostumbrados a aquel tipo de sonidos, como lo demostraba su voz gangosa.

—Para evitar que nos perjudicaras — dijo —. Tú ibas tras tu gloria científica, y a pesar de todo no la hubieras conseguido. Por eso he hablado contigo y te lo he contado todo: porque quiero proponerte un trato.

—¿Qué clase de trato?

—Que nos olvides. Que nos olvides como animal raro y como ser extraterrestre. Que pienses lo que pensaron siempre los demás directores: que somos tan sólo un animal más o menos curioso, que atrae y gusta al público. Así te evitarás muchas complicaciones. Y a cambio, yo te ayudaré en lo que quieras. Tendrás en mí a un amigo y a un colaborador. Mi mente puede llegar a sitios donde tú no llegarás jamás: te podré facilitar los datos que quieras, te podré poner en la pista de descubrimientos zoológicos sensacionales, y así podrás conseguir la gloria científica que deseas. ¿No crees que es ventajoso el trato?

Mr. Murphy se sintió herido en su honra y en su amor propio.

—¿Qué es lo que pretendes con estas palabras? —gritó —. ¿Comprar mi silencio?

El ileón dejó escapar un hondo suspiro.

—Esto es lo que más me exaspera de vosotros —dijo—: vuestro falso sentido del honor. No quiero comprar tu silencio: me importa lo más mínimo. Sólo quiero ofrecerte un trato honrado. Piénsalo. Si envías tu comunicación a la academia, se descubrirá al final mi verdadera naturaleza y la de mis compañeros. Entonces tú no conocerás la gloria, sino el ridículo, por haberte equivocado de una manera tan espantosa. En cambio...

—¡Un momento! — interrumpió Mr. Murphy —. Pero ahora yo sé cuál es tu verdadera naturaleza y puedo comunicarla a todo el mundo.

El ileón se echó a reír.

—¿Y quién te creerá? Ya hay demasiada gente que habla de platillos volantes. Tú serás uno más. Sólo conseguirás hacer el ridículo.

—Pero yo tengo pruebas. Tengo documentos, diagramas, análisis. Puedo convencer al mundo de la verdad.

El ileón suspiró ruidosamente.

—Eres estúpido — murmuró —. Como todos, eres estúpido. ¿Crees acaso que puedes solucionar los problemas del mundo con esto? Piensa bien en todo lo que te he dicho. No estamos aquí para invadir la Tierra, como en seguida pensaríais todos vosotros, ni tampoco para haceros ningún mal, sino al contrario. Os vigilamos para evitar que cometáis cualquier imprudencia, una imprudencia que podría ser fatal para vosotros, sobre todo ahora. Ya sé que vuestro orgullo se resiste a esto, y que sois melodramáticos por naturaleza, pero tú eres un científico, y como tal tienes (o deberías tener) un desarrollado juicio crítico. Piensa bien en la cuestión. ¿Qué beneficio sacarías revelando mi verdadera personalidad? ¿En qué se beneficiaría con ello la humanidad?

—¿Pretendes acaso convencerme? — preguntó irritado Mr. Murphy.

—No — dijo el ileón —. No me interesa convencerte. Sólo te he expuesto el caso, y sus consecuencias. Comprenderás que nuestra misión aquí es más importante que tú. Sólo que somos generosos por naturaleza, y queremos avisarte de que lo sucede. Entenderás que no podemos arriesgarnos. Hay otros de nosotros allá arriba — miró brevemente al cielo — que reciben nuestros informes y siguen nuestros movimientos, ayudándonos y sirviéndonos de coordinación. Nosotros somos lo que vosotros llamaríais la fuerza de choque, los que estamos trabajando sobre el terreno. Vosotros, en vuestro habitual melodramatismo, nunca hubierais imaginado que un espía extraterrestre se ocultara en un lugar tan prosaico y poco elegante como un parque zoológico. Pero tras las rejas de una jaula los hombres sois también divertidos. ¿No habéis pensado nunca que el mono de quien os reís puede estar, tras los barrotes, riéndose a la vez de vosotros? Esto es lo que pensamos nosotros, para quienes es más desgraciado el que está afuera que el que está adentro, porque el que está afuera no tiene la vida asegurada y debe luchar para sobrevivir. Nuestro ciclo vital es de más de mil años de los vuestros; yo llevo vividos cuatrocientos años, y en ellos he visto diez de vuestras generaciones. Sé todas vuestras posibles reacciones. Sin embargo, una vez más, intento...

—¿Intentas, qué?

—Haceros comprender nuestro punto de vista. Para nosotros, vosotros nos sois totalmente indiferentes; sin embargo, nuestro sentido de la justicia y la equidad nos mueve a velar un poco por vosotros, y lo hacemos en secreto porque sabemos que vuestra idiosincrasia nunca comprendería una interferencia extraña. Tú ibas a romper este secreto de una manera no consciente. No podíamos actuar contra ti, nuestro sentido de la justicia nos lo impide. Por eso te he hecho venir hasta aquí, y te he hablado. Ahora lo sabes todo. ¿Qué piensas hacer?

La reacción de Mr. Murphy fue rápida. Antes había actuado como científico; ahora debía actuar como patriota.

—Avisar a la policía, naturalmente.

—Piensa que nosotros no lo permitiremos nunca — advirtió el ileón.

Mr. Murphy palideció ligeramente.

—;Me estás amenazando?

—No, en absoluto. Te estoy haciendo ver una realidad. Sé que ahora estás en una situación difícil, pero tú mismo te metiste en ella al indagar demasiado sobre mí. Te he ofrecido una solución buena y honrosa. ¿Por qué la rechazas?

—Mi sentido de la responsabilidad...

—¡Bah! — fue el único comentario del animal.

Mr. Murphy quedó pensativo largo rato. Todos sus pensamientos anteriores, la comunicación a la academia, la gloria científica, habían caído por los suelos. Ahora, otro pensamiento ocupaba su cabeza. Él era un ciudadano del glorioso Imperio Británico. La presencia de un... de un perro espía extraterrestre (bueno, perro en el buen sentido de la palabra, se sobreentiende) era una violación a las leyes del Imperio y a la persona de Su Majestad la Reina. Era deber suyo poner en conocimiento de las autoridades lo que ocurría, y dejar que ellas decidieran.

—A pesar de todo — dijo —, debo cumplir con mi deber. No puedo guardar este secreto.

—¿Es tu última palabra?

Mr. Murphy recogió el paraguas del suelo y lo tomó como si fuera una espada.

—Sí — dijo con énfasis.

—Lo siento — fue la respuesta del ileón.

Mr. Murphy empuñó el paraguas con fuerza, se encasquetó el sombrero y salió al camino enarenado. Echó a andar pisando fuerte hacia el edificio de administración. Cuando apenas había andado dos pasos, el ileón le llamó:

—Roberto.

Mr. Murphy se volvió.

—¿Qué quieres?

—Tienes aún una oportunidad de arrepentirte de tu decisión — dijo —. Aún estás a tiempo.

Mr. Murphy miró fijamente al ileón, parado sobre sus cuatro patas tras los barrotes de su jaula. En cierto modo, pensó, ¿qué diferencia había entre él y un caniche? No podía sentirse intimidado por aquel perro con melenas. Adoptó una actitud digna.

—Mi decisión está ya tomada — dijo —, y es irrevocable. Lamento el daño que pueda hacerte, pero ante todo debo velar por mi nación. Voy a llamar a la policía.

El ileón suspiró.

—Está bien — dijo —. Como tú quieras.

Mr. Murphy dio media vuelta y siguió su camino con paso firme y decidido. Parecía el caballero del Santo Grial, yendo en pos a su destino. Pero pese a ello, y debido a la oscuridad reinante, tropezó en un par de ocasiones y estuvo a punto de caer. Pese a lo cual siguió firme su camino, sin la menor vacilación.

El ileón lo vio marcharse. Suspiró, por enésima vez aquella noche. Era una lástima, pensó; una verdadera lástima. Se tendió sobre sus patas y apoyó desmayadamente su cabeza entre las dos delanteras. Se sentía cansado por el esfuerzo de hablar tanto en el lenguaje de los terrestres. Mentalmente, fue siguiendo a Mr. Murphy. Vio que éste llegaba a su despacho, se sentaba tras su mesa y tomaba el antiguo informe de Hornbracke. Lo ojeó durante unos instantes. Luego lo cerró, como si hubiera tomado una decisión. Adelantó su mano hacia el aparato telefónico y descolgó el auricular.

"¿Por qué los humanos serán tan idiotas?" —pensó filosóficamente el ileón. Y suspiró una vez más.

11.

A la mañana siguiente, cuando miss Vaughn entró en el despacho de Mr. Murphy para arreglar como siempre los papeles, no pudo evitar el que de su garganta escapara un agudo grito que movilizó a todo el edificio de administración. Mr. Murphy estaba allí, sentado aún en su silla, pero echado sobre un lado, con medio cuerpo fuera y los brazos colgando. Sobre su mesa había un grueso dossier cerrado, y el auricular del aparato telefónico colgaba en el aire, como si lo hubiera ido a usar cuando ocurrió todo.

El médico que acudió rápidamente no pudo hacer más que certificar su muerte, ocurrida de una manera natural por, dijo, un repentino derrame cerebral. Indudablemente, observó con evidente sagacidad, al sentirse repentinamente mal intentó llamar por teléfono pidiendo ayuda, no llegando a tiempo de hacerlo. La muerte, calculó, sobrevino de cuatro a cinco de la madrugada. El portero del recinto certificó que Mr. Murphy había llegado allá sobre las dos y media de la madrugada para, según dijo, revisar unos papeles importantes, haciendo notar con hondo dolor que él había tenido que pagar de su bolsillo el taxi, pues Mr. Murphy no llevaba suelto.

Durante dos días, hasta la fecha del entierro, se colocó un crespón negro a la entrada del zoológico, en señal de luto. Miss Vaughn, colocó apenada un botoncito negro sobre su jersey blanco, e incluso lloró un poco en los funerales. Luego, poco a poco, fue olvidando.

Tres semanas más tarde era designado un nuevo director, Mr. Zacharias Smith. Era un hombre cincuentón, barrigudo, de incipiente calva e incipiente úlcera de estómago, casado, con cinco hijos y un delirio apasionado por las medicinas. Era sin embargo un buen biólogo, y todos pensaron que el puesto, a pesar de todo, le iba.

Después de la toma de posesión, realizó un breve censo de animales para cubrir el expediente, y se dedicó luego a limpiar de papeles la mesa del despacho que fuera de Mr. Murphy y que ahora era suya. Entre ellos encontró el dossier de Hornbracke sobre el ileón, así como unas anotaciones hechas por el propio Mr. Murphy. Lo estuvo ojeando unos instantes y luego llamó a miss Vaughn.

—Tenga esto — le dijo —. Pertenece al archivo. Indudablemente, Mr. Murphy estaba estudiando algo en él cuando ocurrió... bueno, aquello.

Miss Vaughn tomó el dossier y echó un vistazo a su encabezado.

—¡Ah, sí — dijo —, el ileón! ¿Lo ha visto usted ya? Es un animal muy simpático, sabe hacer muchos trucos. Mr. Murphy le tomó al parecer afecto, y siempre estaba buscando datos sobre él. Lástima que muriera. Era un buen hombre, ¿sabe? Un poco raro, eso sí, pero un buen hombre.

—Sí — dijo Mr. Smith, con los ojos fijos en el apretado jersey —. Sí, conocía a Mr. Murphy — luego pensó en que, entre tantos animales como había allí, era una suerte poder contar con una gatita como aquélla a su lado. Por unos instantes pensó en su mujer, en sus hijos, en su calva y en su barriga, pero desechó rápidamente aquellos pensamientos. En el mundo era preciso ser audaz —. Este... — dijo —, usted lleva ya algún tiempo aquí, ¿no?

—Sí, señor — dijo miss Vaughn —. Tres años.

—¡Tres años! ¡Estupendo! Verá, yo me encuentro aún un poco desplazado aquí, y quisiera... bueno, quisiera adentrarme un poco más en el asunto. Esto de dirigir un zoológico es un poco complicado, y yo no tengo aún suficiente práctica. Desearía que usted me ayudara un poco. ¿Le parece bien si cenáramos juntos esta noche? Si no tiene ningún compromiso, claro. Así podríamos hablar del zoo, de los animales, de nosotros...

—Encantada — dijo miss Vaughn, con una sonrisita —. ¿A qué hora?

—A las nueve, ¿le parece? Y no me llame mister Smith, por favor. Suena vulgar. Llámeme Zacharias. O mejor Sacha. Así habrá entre nosotros más... más intimidad.

—De acuerdo, Mr... bueno, Sacha. A las nueve entonces. Voy a guardar el dossier.

Salió del despacho, y Mr. Smith se quedó mirando su marcha, fijándose en sus curvas, en sus pantorrillas, en su falda tipo embudo. ¿Qué había pensado Roberto Murphy de aquella chica, el tiempo que estuvo allí? Claro que Roberto Murphy era algo así como un bicho raro. Él no; él era un hombre audaz. Tenía experiencia, y sabía cómo desenvolverse.

"Aquí van a pasar muchas cosas — pensó —. Sí. Muchas e interesantes cosas."

Fuera, en una jaula, el cánis ileo estaba parado sobre sus patas traseras, haciendo las delicias de los chicos con sus trucos. Una sonrisa que sólo se borraba cuando, en un movimiento rápido, abría la boca, sacaba ligeramente la lengua y cazaba al vuelo algún maní.

FIN

Notas a