En un rincón del mundo muy alejado de los Reinos Olvidados, se encuentra el exótico continente de Maztica. Allí, Erixitl, la muchacha esclava, descubre que los dioses la han escogido para una tarea que puede cambiar el destino del Mundo Verdadero. Al mismo tiempo, desde la Costa de la Espada parte una expedición con el propósito de alcanzar las tierras de Kara-Tur, situadas al este de los Reinos , y de donde llegan el té, las especias, los rubíes y la seda, pero navegando hacia el oeste. Los exploradores, una legión formada por curtidos mercenarios, parten hacia poniente, sin saber que en su camino encontrarán un nuevo continente donde el salvajismo más primitivo se mezcla con una gran cultura, y reclamarán las nuevas tierras como propias. Sólo Erixitl, con la ayuda del Caballero Águila y el capitán Halloran, tiene una posibilidad de evitar que Maztica sea víctima inocente de la destrucción total.
<p style="line-height:400%">Prólogo</p> </h3> <p style="margin-top: 5%">Estas páginas inician la<i> Crónica del Ocaso</i>, escrita por Coton, el abuelo patriarca del dios dorado, Qotal.</p> <p>Mis trabajos, como siempre, están dedicados a la mayor gloria de Qotal, el Plumífero, antepasado iridiscente de los dioses.</p> <p>El Tiempo del Ocaso nos llegó, casi inadvertido para los señores de Maztica. A los nobles y guerreros de la gran ciudad de Nexal nada les interesaba excepto la conquista y la batalla, la obtención de tributos y prisioneros por la sumisión de los estados vecinos.</p> <p>Los sacerdotes de los dioses jóvenes no podían ver más allá de la necesidad de nuevos sacrificios para saciar a sus amos sedientos de sangre. Tezca Rojo, dios del sol, exigía su ración diaria de sangre para elevar su flamígero ser hacia los cielos, durante el alba. Calor Azul, dios de la lluvia, reclamaba la vida de los niños a cambio de la humedad vital de su cuerpo.</p> <p>Ninguno codiciaba tanto la sangre como Zaltec, deidad patrona de los nexalas. Su señal roja marcaba el pecho de sus más leales servidores, y largas columnas ascendían a las pirámides dispuestas a ofrecer sus corazones, en sacrificios voluntarios o involuntarios. ¡Tal era la gloria de Zaltec!</p> <p>Ningún dios del Mundo Verdadero es tan misterioso, tan artero como el sanguinario Zaltec. ¡Zaltec, el gran dios de la guerra! Las guerras eran vastas ceremonias, peleadas en honor y gloria de Zaltec. Los ejércitos de Nexal marcharon a conquistar Pezelac, para conseguir cautivos. Lucharon contra las fuerzas de la feroz Kultaka, y los dos bandos obtuvieron gran número de prisioneros para los altares de Zaltec.</p> <p>En Nexal, guerreros, sacerdotes, señores, hechiceros, luchaban todos en beneficio propio, complacientes en la eternidad de Maztica, el Mundo Verdadero. Competían, conseguían victorias y sufrían derrotas, ¡todo por sus patéticas metas! ¡Todos están ciegos! ¡Todos están locos!</p> <p>Sólo yo, Coton, veo cómo cambia el Mundo Verdadero. Veo el comienzo de su declinación, el Tiempo del Ocaso predicho tiempo ha por nosotros, los fieles sacerdotes de Qotal. Los otros sacerdotes sólo hablan de nuevos sacrificios, pirámides más grandes, templos más brillantes. ¡Veo una época en que todos los templos desaparecerán y las pirámides serán montañas de piedras irreconocibles!</p> <p>Qotal es el vehículo de mi visión. Sus fieles son pocos, porque la mayor parte de Maztica ha escogido el culto a Zaltec y a su sanguinario retoño. Una vez Qotal rigió como el héroe de nuestros antepasados, querido por el Mundo Verdadero. Fue Qotal quien trajo el maíz al mundo, para que la humanidad siempre tuviese comida. Durante siglos, su cariñosa mirada vigiló a las gentes de Maztica.</p> <p>Pero ahora Qotal ha sido suplantado por Zaltec, en todo el Mundo Verdadero. La gente sigue al dios de la guerra como ciegos, ignorantes de la paz y la sabiduría ofrecidas por Qotal. Sobre todo aquí, en Nexal, Zaltec, el de la Mano Sangrienta, ha ocupado el lugar de honor otrora reservado al Plumífero.</p> <p>Estoy obligado al silencio por mi posición. No digo nada a los poderosos de Nexal. En cambio, mi relato se convierte en la Crónica del Ocaso. Como es el deseo de mi amo inmortal, el Canciller del Silencio, observo y registro, soy un testigo y no un participante en el desarrollo de la historia.</p> <p>Los hilos individuales del caos son diversos, y la mayoría me son desconocidos. Mis augurios hablan de un emperador dios, más poderoso que cualquier otro gobernante de la historia de Maztica, y sin embargo débil y lleno de defectos. Pero también mencionan a una niña que vive en feliz inocencia cerca del corazón del Mundo Verdadero, y de un joven en un sitio muy lejano. No sé cómo se entecruzarán estos hilos en el curso del Ocaso. Sólo sé que el paso del tiempo, las incesantes mareas del destino, reunirán estos hilos.</p> <p>Y, cuando se unan, formarán un nudo de poder insuperable que poseerá la fuerza de un cataclismo.</p> <title style="page-break-before:always;text-indent: 0px;"> <p style="line-height:400%">1</p> </h3> <h1>Madejas</h1> <p style="margin-top: 5%">No podía decir si era lluvia o sangre lo que le inundaba los ojos, pero no podía ver. La noche cayó sobre él, una noche iluminada con el fuego del infierno. Los estampidos secos de la magia letal —sospechó que eran rayos— sonaban más allá de la línea de árboles; después resonaron los clarines, y él notó el temblor de la tierra producido por los golpes de grandes cascos.</p> <p>Se limpió la cara y descubrió que el fango le había tapado los ojos; en unos segundos recuperó la visión. Una gran parte de la ciudad estaba en llamas y unos cuantos árboles se habían incendiado, pero por lo demás la noche era oscura. Por los sonidos, juzgó que la batalla se alejaba.</p> <p>Miró las hendiduras, en su coraza de acero, y rió sin alegría. Había perdido el casco y a su alrededor yacían los cuerpos de sus hombres; mejor dicho, de sus muchachos. Eran campesinos jóvenes y alegres, convocados a la guerra, y habían sido exterminados por guerreros. La risa amarga se le ahogó en la garganta mientras miraba en otra dirección. Furioso, reprimió las lágrimas que le escocían en los ojos.</p> <p>Dio un respingo al sentir el toque de una mano delicada y, al girarse, vio el rostro de una elfa. Tenía ante él a una mujer pequeña, arrebujada en un manto oscuro. Su piel era muy pálida, de un blanco lechoso, y parecía latir con el reflejo de las llamas. De pronto una bola enorme de fuego estalló cerca, y él pudo ver sus ojos claros, con las pupilas dilatadas, que lo observaban con una mirada tranquilizadora.</p> <p>—Capitán, está herido —dijo ella.</p> <p>—La batalla está perdida —repuso él con un suspiro.</p> <p>—¡Perdida por los locos al mando! Usted y sus hombres han peleado bien.</p> <p>—Y muerto bien.</p> <p>Él estaba demasiado cansado como para sentir otra cosa que una vaga amargura. Vio el estandarte —un mascarón carmesí delineado en plata, sobre un campo rojo brillante— pisoteado en el fango, cortado por la espada y teñido casi de negro por la sangre de los jóvenes soldados que lo habían seguido.</p> <p>El ruido de caballos sonó muy cerca; los jinetes de cascos negros buscaban a los enemigos rezagados. La mujer pálida levantó una mano y dijo algo muy extraño; el barro levantado por los cascos salpicó a la pareja, pero los caballeros no advirtieron la presencia de los dos supervivientes. En cambio, se detuvieron un poco más allá, con la mirada dirigida a los incendios, buscando la silueta de sus blancos recortada en la luz.</p> <p>El hombre notó la suave protección de la magia, la invisibilidad creada por la mujer, que los arropaba. Un minuto más tarde, los jinetes desaparecieron al galope; después se escucharon los gritos de los hombres alcanzados por las lanzas, las mazas o los cascos.</p> <p>—El rojo no es un buen color para los estandartes —dijo él con aire ausente, la mirada puesta en las manchas de sangre de la tela desgarrada—. Tendrá que ser otro.</p> <p>La mujer sujetó el brazo del hombre y lo alejó del lugar, aunque no parecía muy claro el rumbo a seguir. Se encontraban en pleno campo de batalla; el fuego, el humo y el clamor de los combates los rodeaban hasta donde alcanzaban a ver y oír.</p> <p>—El desastre —dijo él—. Se ha acabado la alianza. La guerra está perdida.</p> <p>—Pero usted, capitán Cordell, vivirá para luchar de nuevo. Y yo lucharé a su lado.</p> <p>Él asintió sin hacerle mucho caso. ¿Cómo sabía su nombre? La pregunta no tenía importancia; en cambio, el tono de confianza en su aseveración concitó su atención y acuerdo.</p> <p>La riada de sombras que huían en todas direcciones, perseguidas por los jinetes sedientos de sangre, iba en aumento.</p> <p>Sin embargo, los caballeros pasaban junto a las dos figuras sin verlas. En una ocasión, una bestia enorme de una altura que doblaba a la de un hombre, olisqueó algo extraño y se volvió hacia ellos. El troll mostró sus terribles colmillos y avanzó.</p> <p>La mujer levantó una mano y apuntó, mientras emitía un sonido agudo. Un diminuto globo de fuego brotó de la yema de su dedo y voló hacia el troll. El monstruo parpadeó en un gesto estúpido, y entonces estalló la bola de fuego, que lo encerró en una esfera incandescente. Soltó un aullido lastimero y cayó al suelo para retorcerse en las garras de la muerte; sin perder un segundo, la mujer arrastró una vez más al capitán herido.</p> <p>—Oro —exclamó él, deteniéndose. Ya habían dejado la batalla a sus espaldas.</p> <p>—¿Qué? —Ella también se detuvo y lo miró. La capucha había caído sobre los hombros, y él pudo ver los cabellos blancos y su piel pálida, casi sin sangre. La punta de una oreja asomaba entre sus cabellos y la reconoció como la señal característica de los elfos. No le sorprendió.</p> <p>—Oro —explicó él—. Éste será el color de mi estandarte. Oro.</p> <p>Erixitl trotó por el empinado sendero, sin preocuparse mucho del profundo abismo que había a su izquierda, ni de la ladera poblada de arbustos a su derecha. En cambio, la mirada de sus grandes ojos castaños se mantuvo fija en el camino sinuoso. Su larga cabellera flotaba en el aire como una nube negra, decorada con plumas rojas y verdes.</p> <p>A su alrededor había una cadena de colinas cubiertas en su mayor parte con el mismo tipo de vegetación que bordeaba el sendero. De vez en cuando se veían algunas terrazas en la parte más baja de las laderas, que formaban campos angostos y circulares dedicados al cultivo del maíz.</p> <p>La muchacha de piel cobriza pasó por un recodo estrecho, sin dejar de subir. Ahora sus pies golpeaban el suelo en una cadencia más mesurada, a medida que se hacía sentir el esfuerzo de la ascensión. Pese a ello, su redonda cara brillaba con una alegría secreta y, cuando apareció a la vista una pequeña casa blanca, echó a correr.</p> <p>—¡Padre! ¡Padre! —Su voz se dejaba oír por encima del fuerte viento, y, unos segundos después, un hombre de piel oscura se asomó al portal.</p> <p>—¿Qué pasa, Erixitl? ¿Sucede algo malo?</p> <p>La muchacha llegó a la casa. Mientras trataba de recuperar el aliento, el rubor provocado por el cansancio y la excitación se reflejó en su rostro.</p> <p>—¡<i>Payatli</i>, es maravilloso! Oh, por favor, padre, debes dejarme ir, tienes que...</p> <p>El hombre frunció el entrecejo, y la muchacha se interrumpió en la mitad de la frase. Dirigió una mirada de cansancio a los ojos de su hija. ¿Por qué no bajaba la mirada como correspondía a una niña bien educada? Este empecinado orgullo desconcertaba al padre, casi tanto como enfadaba a los sacerdotes de Zaltec, con quienes Erix insistía en poder estudiar cada vez que bajaban de la montaña para ir a la aldea de Palul.</p> <p>Sin embargo, sus ojos eran tan hermosos, tan despiertos y observadores, que, en ocasiones, el padre se preguntaba si no los compartía con otras personas como un regalo para aquellos que bendecía con su mirada. Un regalo del propio Qotal, que derramaba belleza sobre los que había dejado atrás. Quizás éste era el motivo por el cual los sacerdotes se inquietaban ante su mirada. Los fíeles de Zaltec jamás podrían disfrutar de tanta hermosura.</p> <p>Erixitl estudió a su padre y observó la tela de fino algodón que tenía en las manos. Una esquina de la tela anticipaba cómo sería el trabajo acabado; el pequeño trozo resplandecía con una brillante profusión de colores: rojos, verdes, azules, violetas, y una infinidad de tonos, todos dotados de una iridiscencia sobrenatural que superaba la de cualquier pintura o tinte. Mientras contemplaba el bordado, la joven previo cuáles serían las próximas palabras de su padre.</p> <p>—¿Conque<i> payatli</i>, eh? No acostumbras llamarme Muy Honorable Patriarca, a menos que busques librarte de tus obligaciones. ¿Es así?</p> <p>—¡Por favor,<i> payatli!</i> —Erix casi se puso de rodillas, pero una reserva de orgullo interior la mantuvo de pie, y aguantó la mirada cada vez más tormentosa de su padre—. ¡Terrazyl irá con sus hermanos y su padre a Cordotl a vender sal! ¿Puedo ir con ellos? ¡Mira el cielo, padre! ¡Sin duda hoy podría ver los templos y las pirámides de Nexal! ¡Por favor, padre! ¡Me prometiste que este año podría ver la ciudad!</p> <p>El artesano hizo un gesto casi de dolor, y después suspiró.</p> <p>—Es verdad que lo prometí. Pero tu hermano está en las clases de nuestro propio templo; desde luego no es tan grande como el templo de Zaltec en Nexal, pero es una tarea importante...</p> <p>Erix sintió una profunda desilusión. Le fallaron las rodillas y le temblaron los labios, pero no dio ninguna muestra de su pena. Había olvidado que su hermano no estaría en casa. Era cierto que su condición de seminarista representaba un gran honor, y, si progresaba en sus estudios para el sacerdocio, alcanzaría una posición relevante en la aldea. A pesar de que su padre era uno de los pocos que continuaba fiel al culto de Qotal, el Plumífero, no había desalentado las ambiciones de su hijo de convertirse en sacerdote de Zaltec.</p> <p>Sabía que su petición no sería atendida antes de que su padre acabara de explicarse.</p> <p>—Alguien debe cuidar de las trampas, y ésta será tu tarea de hoy. No querrás que los pájaros sufran más de lo necesario, ¿verdad? ¿O que las plumas resulten dañadas?</p> <p>La muchacha sabía que la discusión había concluido, pero pudieron más sus emociones, y sus palabras brotaron como un torrente; se lamentó de ello mientras hablaba.</p> <p>—¡Pero lo<i> prometiste</i>, padre! ¡Hemos ido tres veces a Cordotl, y en cada ocasión la niebla o la lluvia no me dejaron ver la ciudad! ¡Éste es mi décimo verano y debo ver Nexal! —Por fin se mordió la lengua y permaneció inmóvil, a la espera del bofetón.</p> <p>Esperó en vano. En cambio su padre le habló en voz baja, con tono apenado.</p> <p>—Y la verás, hija mía. Ahora, desiste de esta súplica insensata.</p> <p>—Muy bien. —Sin saber cómo, consiguió que su voz no temblara. Dio media vuelta y comenzó el ascenso por el enrevesado camino que pasaba junto a la casa para perderse en la empinada ladera.</p> <p>—¡Espera! —El artesano llamó a su hija, quizá porque se sentía culpable, o porque una espantosa premonición le había mostrado el futuro que aguardaba a esta muchacha fuerte y orgullosa. La estrechó contra su pecho durante un buen rato.</p> <p>»Muy pronto, Erixitl, te llevaré yo mismo. ¡En el día más claro y soleado de todos! Veremos la gran pirámide, todos los templos que hay alrededor de la plaza, y hasta los lagos, de un azul turquesa que te hará llorar.</p> <p>—¿Y el templo de Zaltec? ¿También lo veremos?</p> <p>Una sombra pasó por el rostro del hombre, cuando pensó en el altar cubierto de sangre, pero ocultó sus sentimientos.</p> <p>—Sí, hija mía, también el templo de Zaltec. Veremos toda Nexal desde las laderas de Cordotl.</p> <p>Erix se sorbió los mocos, un poco más animada. Devolvió el abrazo a su padre y volvió al sendero.</p> <p>—Me ocuparé de las trampas.</p> <p>—¡Erixitl! —La joven se volvió, sorprendida ante la segunda llamada de su padre. Él sacó algo de su bolsa—. He esperado mucho tiempo para darte esto. Quizá sea el momento más adecuado.</p> <p>Ella se adelantó y vio que se trataba de un pequeño colgante hecho de mechones de plumón dorado y esmeralda, montados alrededor de una piedra de suave color turquesa. La piedra descansaba sobre un anillo de jade y colgaba de una tira de cuero. Las gemas verdes y azules resplandecían, pero eran las plumas las que daban al colgante toda su belleza. Suaves y delicadas, parecían sostener a la joya inmóvil, sin peso, como si flotase en el aire. Erix apenas se atrevía a respirar ante tanta hermosura.</p> <p>—Representa la memoria de nuestros antepasados y un tiempo pasado de grandeza —le explicó el artesano—. El verde y el oro son los colores sagrados de Qotal. La piedra turquesa simboliza sus ojos, vigilantes y benignos, el color del cielo.</p> <p>—¡Muchas gracias, padre! ¡Es precioso!</p> <p>El corazón de Erix se deleitó con la delicadeza del trabajo y los colores brillantes. No comprendió sus palabras acerca del dios, Qotal, porque para ella los dioses no eran otra cosa que dioses. Pero percibió una belleza y una paz en el pendiente muy distintas de los coloridos y violentos rituales de Zaltec.</p> <p>—¡Lo conservaré siempre! —Abrazó a su padre, y él la mantuvo entre sus brazos por unos momentos.</p> <p>—Así lo espero —dijo el hombre, con más deseo que esperanza. Era un artista de mucho talento y habilidad. Había creado los abanicos mágicos para el gran canciller de Palul, y sus trabajos habían sido llevados al mercado de Nexal, donde, según le dijeron, se vendían a buen precio. Miró el medallón en las manos de su hija, y afirmó—: Ojalá lo aprecies, porque no puedo darte nada mejor.</p> <p>Erix se dirigió a su tarea con nuevas energías. Comparado con el sendero, el camino hasta su casa parecía una amplia avenida. Subió por la empinada ladera cubierta de vegetación. Se sujetó a ramas<i> y</i> raíces, trepando como un mono, y no tardó en ascender unos ciento cincuenta metros. Por fin alcanzó la cima del risco detrás de su casa.</p> <p>Hizo una pausa, aunque respiraba con facilidad, y contempló el panorama que se abría a sus pies. Verdes laderas descendían miles de metros hasta el fondo. Los campos de maíz cubrían el suelo del valle como una alfombra lujuriosa, y lo era de verdad, una alfombra de alimento. El valle se curvaba para desaparecer por su derecha, y más allá podía ver otra enorme montaña, de color azul por la bruma de la distancia.</p> <p>Cordotl. La ciudad comercial, que se levantaba en la falda de aquella montaña, ofrecía una visión del ancho valle de Nexal y sus lagos resplandecientes. ¡Con cuánta claridad imaginaba la joya que brillaba en el centro de aquellos lagos: Nexal, el corazón del Mundo Verdadero! Con un pequeño suspiro, dio la espalda al glorioso espectáculo, consciente de que su primera mirada a la fabulosa metrópolis tendría que esperar.</p> <p>Intentó convencerse de la importancia de las plumas que iba a buscar, de la grandeza del arte de su padre. Los artífices de la magia de la<i> pluma</i> eran los ciudadanos más importantes entre los nexalas. Desde luego, la magia de su padre era de tipo sencillo y rural. Consistía, en su mayor parte, en armaduras de plumas para los guerreros de Palul y las poblaciones cercanas, corazas ligeras pero resistentes, capaces de detener la punta de pedernal de una lanza o desviar la hoja de una espada de obsidiana; de vez en cuando, hacía una litera flotante para el portavoz de la aldea, o un tributo para Nexal.</p> <p>Había oído hablar, aunque no las había visto jamás, de las grandes obras realizadas por los maestros de la<i> pluma</i> en Nexal: literas enormes, que podían soportar a un noble y a todo su séquito; grandes abanicos giratorios, que refrescaban las casas palaciegas de los nobles y guerreros; y amplios ascensores, que ascendían raudos por el costado de la gran pirámide, con su carga de sacerdotes y víctimas llorosas.</p> <p>A medida que los pensamientos de Erix se centraban en sus visiones de la ciudad mística, se olvidó de su pena. Continuó por el sendero ansiosa por buscar las aves atrapadas en las trampas de la familia, con la confianza de que, algún día, no sólo vería sino que también sería una parte de la grandeza de Nexal.</p> <p>Miró hacia la derecha mientras trepaba. A lo lejos, en la espesura oriental, se encontraban las tierras de los temidos kultakas, enemigos feroces de los nexalas. Los kultakas constituían una nación de guerreros que adoraban a Zaltec y satisfacían el terrible apetito del dios en sus altares de sacrificio. Si bien eran una nación pequeña, en comparación con la poderosa Nexala, los kultakas se enorgullecían de ser la única tribu cercana jamás subyugada por Nexal.</p> <p>Erix siguió el sendero a lo largo de la estrecha cresta. A la izquierda tenía las laderas arboladas que conducían a su casa y, más abajo, a la pequeña ciudad de Palul. Hizo una nueva pausa al llegar a una curva y alcanzó a ver la pequeña pirámide de Palul donde su hermano mayor estudiaba para ser sacerdote de Zaltec. Dirigió una mirada furiosa, pero después le dio la espalda, arrepentida por sus celos. En realidad, convertirse en sacerdote del dios de la guerra era un honor que cualquier varón de Nexala anhelaba conseguir.</p> <p>Prosiguió la marcha y no tardó en llegar a la primera trampa, de la que colgaba un papagayo. Los esfuerzos del pájaro por librarse del lazo habían acabado por ahorcarlo; Erix observó complacida que sólo unas pocas de las brillantes plumas habían resultado dañadas. Con mucha habilidad, aflojó el lazo y deslizó la cuerda hecha con tripas de jaguar por encima de la cabeza del papagayo, al tiempo que alisaba las plumas rojas y verdes. Después metió el pájaro en su bolsa de cuero y avanzó por el sendero.</p> <p>Cuatro de las trampas a lo largo de la cumbre estaban vacías; en la quinta encontró un hermoso guacamayo. Ahora la senda bajaba hacia el extremo más alejado de la cresta. Miró por un momento a sus espaldas y después comenzó el descenso por la ladera oriental. Aquí estaban las trampas más lejanas, el territorio de su hermano, pero Erix sabía su ubicación.</p> <p>El camino serpenteaba junto a una catarata, y se detuvo para refrescarse los pies en el agua. Miró hacia el cielo y dejó que la llovizna la envolviera, limpiándola del polvo. Cuando entró en la sombra de los árboles, al otro lado del arroyo, se sentía fresca y contenta.</p> <p>Un graznido furioso la avisó que otro guacamayo había caído en una trampa; se apresuró a ir en su busca y le retorció el pescuezo. Caminó agachada entre la espesa vegetación donde había arbustos que casi doblaban su altura y encontró más pájaros. Su padre se alegraría mucho.</p> <p>De pronto un chillido áspero llamó su atención desde la espesura. Vio el relámpago de algo muy brillante que desaparecía y enseguida lo distinguió otra vez, un poco más lejos. Asombrada, separó las ramas y miró boquiabierta.</p> <p>En un primer momento, pensó que había visto la forma de una serpiente brillante, que se confundía con el follaje. Pero, después, se movieron un par de alas grandes. Debía de tratarse de un pájaro, aunque de una especie muy grande y de plumaje resplandeciente. La forma multicolor desapareció en un santiamén, y ella tuvo una vez más la impresión de que era una serpiente.</p> <p>Sin embargo, no se detuvo a pensar. Hechizada, prosiguió su avance entre los matorrales, y cada tanto vislumbraba las grandes y largas plumas de la cola que distinguían a la criatura. No tenía la intención de capturarla, si bien sabía que aquellas plumas podían figurar entre los tesoros más valiosos de toda Maztica. Siguió al pájaro con una sensación de reverencia, atrapada en el lazo de su hermosura, tan extraña como única.</p> <p>Pasó casi corriendo por debajo de una enredadera florida, cruzó el arroyo poco profundo sin hacer ruido, y llegó a tiempo para ver a la criatura remontar el vuelo. Se posó en la copa de un árbol muy alto, y Erix avanzó poco a poco, sin dejar de contemplar al fantástico y orgulloso pájaro.</p> <p>No advirtió la figura amarillorrojiza que se deslizaba en silencio, disimulada por las ramas, con las manchas negras perdidas entre las sombras como un aceite oscuro. Erix presintió, más que oyó, la presencia de un cuerpo a sus espaldas; en el acto se olvidó del pájaro, y no pensó en otra cosa que en el peligro inminente.</p> <p>Se volvió para encontrarse ante las fauces abiertas, los ojos sanguinarios y las terribles zarpas curvas de un jaguar que se lanzaba hacia sus hombros. Erix gritó mientras el animal se ponía en dos patas; después, el grito se convirtió en un gemido de terror. El felino la tumbó en tierra, y ella sintió el calor del aliento contra su cara. La muchacha permaneció tendida, con los ojos bien cerrados y el cuerpo sacudido por el terror; esperaba el beso de los colmillos asesinos.</p> <p>—¡Silencio, pequeña! —Una voz de hombre sonó junto a su oreja; le costaba hablar en nexala.</p> <p>Sorprendida, abrió los ojos y descubrió entre las mandíbulas del jaguar un rostro huraño, pero humano.</p> <p>Erix conocía a los Caballeros Jaguares. Había visto a miembros de la orden mística en Palul. Cubiertos de pies a cabeza con la piel del felino, las pinturas de guerra, o ceremoniales, armados con escudos hechos de<i> pluma</i> y lanzas emplumadas, los Caballeros Jaguares resultaban un espectáculo impresionante. Pero los que ella había visto eran guerreros nexalas, su gente.</p> <p>En cambio, el hombre que la sujetaba —con sus manos y no con las garras que había imaginado— no era nexala.</p> <p>Entonces comprendió que su captor debía de provenir de Kultaka. Con un cierto distanciamiento, se preguntó si su destino sería la esclavitud o el ara de los sacrificios. Esto último era lo más probable. Sin dejar de temblar, y con ojos despavoridos, observó al hombre para descubrir alguna señal de sus intenciones. ¿Matarla allí mismo? No parecía muy lógico; sin embargo, esta conclusión sólo sirvió para aumentar su terror sobre el futuro que le aguardaba.</p> <p>Aparecieron otras figuras entre los matorrales, el séquito del caballero. Varios de los hombres llevaban jubones de algodón acolchados, teñidos de un color verde idéntico al de la vegetación. Una media docena iban casi desnudos, con un taparrabos hecho de un único trozo de tela. Dos de estos últimos la sacaron de las manos del caballero y la amordazaron. Después, la ataron con las manos delante.</p> <p>El caballero susurró una orden en un idioma desconocido, y uno de los hombres tiró de la cuerda, arrastrando a Erix entre la espesura en dirección al este, hacia Kultaka y los enemigos de los nexalas.</p> <p>A sus espaldas quedaron el valle de Palul, y mucho más lejos que nunca la ciudad mística de Nexal, corazón del Mundo Verdadero.</p> <p>Mientras la muchacha avanzaba dando traspiés, la vegetación se cerró detrás de ella, del caballero y de su séquito. Muy pronto la única huella de su paso fue una mancha roja en las hojas de vez en cuando: la sangre que manaba de las heridas hechas por las garras en los hombros de Erix.</p> <h2>* * *</h2> <p>—¿Cómo es posible que ninguno de mis sacerdotes más sabios pueda explicar un portento de tanta magnitud?</p> <p>Naltecona abandonó su asiento y se paseó arriba y abajo del estrado. Su amplia capa, hecha de plumas verdes y resplandecientes, bordadas en la más fina tela de algodón, flotó casi ingrávida en el aire a sus espaldas.</p> <p>El gran gobernante se detuvo, y la magia de la<i> pluma</i> elevó poco a poco la capa hasta convertirla en un abanico detrás de su cuello, como si fuese la cola esmeralda de un pavo real exhibiéndose. Naltecona observó a los sacerdotes que tenía delante con una mezcla de desprecio y desesperación.</p> <p>—¡Tú, Caracatl! —Fijó su terrible mirada en un clérigo tembloroso—. ¿Qué tiene que decir el gran patriarca de Tezca acerca de este mensaje de los dioses? —Naltecona señaló a un hombre con el rostro manchado de ceniza blanca. Vestía una túnica rojo oscuro, y su cuerpo era casi esquelético a consecuencia de sus frecuentes ayunos.</p> <p>—Excelentísimo canciller —respondió Caracatl, muy solemne, sólo con un leve temblor en la voz—, el fuego que arde en el cielo, por encima de Nexal, es desde luego una señal, y es obvio que proviene de Tezca Rojo, dios del sol. Mis hechizos revelan que vemos el reflejo nada menos que de su gran espíritu. Es una señal del hambre del dios, reverendísimo señor. ¡Tezca desea más sangre para alimentar su llama portadora de vida!</p> <p>Naltecona le dio la espalda al sacerdote, y la capa siguió su movimiento con mucha elegancia. El gobernante pasó junto a la fila de cortesanos y servidores formados detrás de su trono, y las brillantes plumas de la capa azotaron sus rostros. Si bien todos eran nobles y personas de gran riqueza, iban vestidos con prendas de algodón basto, desprovistas de cualquier adorno; ninguno fue capaz de ocultar su temor ante la presencia del canciller, ni se atrevió a levantar la mirada al paso de Naltecona.</p> <p>De pronto, el príncipe se volvió y miró a otro de los cuatro sacerdotes que permanecían en los escalones de su estrado.</p> <p>—Atl-Ollin, quizá tú puedas echar un poco de luz sobre este tema. Sin duda, Calor desea el sacrificio de otro infante. —Un toque de ironía asomó en los labios del canciller; sin embargo, el sacerdote de Calor no lo advirtió, porque miraba al suelo como correspondía al protocolo.</p> <p>También este clérigo era un hombre delgado, pero, a diferencia de Caracatl, que tenía la piel cubierta de mugre y ceniza, la suya aparecía limpísima. Incluso se veían lastimaduras allí donde se había herido a sí mismo al frotarse vigorosamente con la piedra pómez que utilizaba como jabón ritual.</p> <p>—Creo, excelentísimo canciller, que, por desgracia, Calor ha preferido guardar silencio respecto a este presagio. —El hombre ataviado de azul se frotó las manos—. Nadie duda de que esta estrella que brilla de día, cada vez más resplandeciente en las últimas diez jornadas, es un portento que puede augurar un cataclismo.</p> <p>—Al menos es una respuesta sincera —murmuró el canciller, mientras reanudaba el paseo por el estrado.</p> <p>Los cortesanos se inclinaron al paso de la figura real, sin ocultar su inquietud.</p> <p>—¿Y tú, Hoxitl? —Naltecona hizo una pausa delante de un tercer sacerdote—. Por favor, comparte tus noticias con nosotros. ¿Cuál es la voluntad de nuestro Primer Dios? —En esta ocasión, el interpelado era un hombre esquelético y encorvado. La piel de su cara, tensa sobre los huesos, mostraba las cicatrices de las heridas de penitencia requeridas por Zaltec. Tenía las manos rojas, teñidas con el tinte ritual utilizado para distinguir a los servidores más fieles de Zaltec, aquellos que exhibían la marca honrosa conocida con el nombre de Mano Viperina.</p> <p>El detalle más sorprendente lo daba su abundante cabellera; Hoxitl, como todos los monjes de Zaltec, empapaba sus cabellos con la sangre de las víctimas de los sacrificios, y aquéllos, una vez secos y peinados, formaban una masa negra de tirabuzones.</p> <p>—Zaltec arde de impaciencia, reverendo canciller Naltecona. Debo buscar el consejo de los ancianos inmediatamente. Antes del anochecer iré a la Gran Cueva. Sólo después de hablar con ellos, cuando haya escuchado la sabiduría de los Antepasados de la Oscuridad, me atreveré a hacer conjeturas acerca del significado de esta señal. —En ningún momento el hombre se enfrentó a la mirada de Naltecona, pero su voz no temblaba—. De todas maneras, sé que ha pasado más de un año sin una sola fiesta de victoria. Quizá nuestro Primer Dios está hambriento.</p> <p>Hoxitl, patriarca de Zaltec, permaneció firme ante la mirada de su príncipe. No obstante, tenía la frente perlada de sudor y las gotas se escurrían entre los cabellos teñidos de sangre.</p> <p>—Debemos conseguir cautivos, cuantos más mejor, para poder ofrecer sus corazones a Zaltec. —Hoxitl se atrevió a hablar con firmeza, aunque sin levantar la mirada—. ¡Tal vez sea la única manera de borrar del cielo el augurio nefasto!</p> <p>Naltecona no mostró desprecio, aunque sí sacudió la cabeza como si no estuviese muy convencido, antes de mirar a otro sacerdote. Éste devolvió la mirada del canciller con otra de calma y paciencia.</p> <p>—¡Y tú, Coton! —Naltecona habló con suavidad, con un tono de añoranza juvenil—. Desearía tanto poder escuchar tus palabras... ¿Qué sabiduría ocultas detrás de tu escudo de silencio?</p> <p>Coton, resplandeciente en su sencilla túnica del más puro algodón, asintió en señal de respeto pero, desde luego, no contestó. Naltecona se giró una vez más y, llevado por su nerviosismo, volvió a recorrer el estrado como una fiera enjaulada. Por fin hizo una pausa junto al trono. En la pared más lejana de la sala, y muy alta, había una ventana estrecha. Incluso ahora podía ver el brillo insolente del presagio, más brillante que el propio sol, pese a que era mediodía.</p> <p>—¿Acaso eres el símbolo del Retorno? ¿Quieres advertirnos que Qotal volverá al Mundo Verdadero? —Naltecona habló pensativo; después permaneció en silencio durante unos momentos, hasta adoptar una resolución. Enseguida se dirigió a uno de los cortesanos—. Que preparen una docena de esclavos para la ceremonia de Tezca de esta noche. Informa a mis generales que organicen una expedición contra Kultaka. ¡Su misión será la de conseguir prisioneros para el altar de Zaltec!</p> <p>A muchos miles de kilómetros de distancia, una torre se elevaba en un ángulo absurdo. La estructura angosta y de techo cónico de tejas construida en un páramo de arena roja, en lugar de erguirse recta y orgullosa hacia el cielo, se inclinaba en un ángulo de casi cuarenta y cinco grados. En abierto desafío a las leyes de la gravedad, proclamaba con su existencia que había un poder superior: la magia.</p> <p>En el interior de la torre, todo parecía normal y las paredes se veían verticales. Una escalera de caracol imbricada en los muros conducía desde la habitación, a nivel del suelo, hasta otra en lo más alto. El resto de la estructura consistía en un cilindro hueco. En la parte central no había nada ni nadie, excepto una figura que se movía con paso lento y deliberado.</p> <p><i>Kreeshah... barool... hottaisk</i>. Una vez y otra, la frase resonó en la mente de Halloran. Había estudiado las palabras, los componentes verbales del hechizo del proyectil mágico, hasta que el cerebro se le hizo agua, pero su maestro insistía en la concentración.</p> <p>Halloran subió la escalera con mucho cuidado, sosteniendo la jarra humeante con las dos manos. Le faltaban dos vueltas para llegar a lo alto de la torre, al laboratorio del hechicero, a...</p> <p>¿A qué? El joven no quería saberlo.</p> <p>El acto que realizaba ahora el hechicero Arquiuius, un poderoso sortilegio de invocación, había provocado en Halloran un miedo sin precedentes. La criatura, encerrada dentro del esquema mágico, llevaba ya tres días con sus correspondientes noches tomando forma, y con cada hora parecía añadir una nueva pústula, un tentáculo hinchado, o un globo que rezumaba pus. Hal suponía que éstos debían de ser los ojos, si bien los había por docenas en la masa deforme que ocupaba casi todo el centro de la habitación.</p> <p><i>Kreeshah... barool... hottaisk</i>. Repitió las palabras una vez más, pero le costaba concentrarse. Era muy temprano, aún no había amanecido, y apenas si había podido dormir, desde que su maestro había iniciado el hechizo. «Debo ser más disciplinado», pensó Halloran, al recordar la gran deuda que tenía con el mago. Arquiuius lo había recogido siendo huérfano, un golfillo veterano en la vida callejera, que había perdido a su familia en las guerras, y lo había llevado allí. Halloran se había ocupado de diversas tareas menores para el hechicero. Ahora, a medida que crecía, Arquiuius había comenzado a enseñarle los arcanos de la magia. Quizás, algún día, Halloran sería un brujo tan poderoso como su maestro.</p> <p>Sin dejar de pisar con mucha cautela cada uno de los resbaladizos y gastados peldaños, el aprendiz de mago recorrió otra vuelta. Le faltaba sólo una.</p> <p>—¿Qué hago aquí? —Formuló la pregunta en voz alta, impulsado por una curiosidad genuina. Desde luego, se sabía poseedor de las aptitudes que Arquiuius había visto en él años atrás. Ahora, el joven era capaz de lanzar un dardo explosivo mágico desde la punta de sus dedos, o hacer que un campesino se durmiera mientras empujaba el arado. Podía encantar a un posadero para conseguir una noche de alojamiento gratuito, o crear una luz mágica en una habitación a oscuras. Jamás, había proclamado Arquiuius, un aprendiz había conseguido tanta maestría cuando aún le faltaban años para dejarse crecer la barba!</p> <p>Los escalones pasaron demasiado deprisa, a pesar de que Halloran caminaba cada vez más despacio a medida que se acercaba al rellano y a la gran puerta de roble.</p> <p>«¿Por qué no empuñé la espada y el escudo como mi padre?», se lamentó. Pero ya no tenía tiempo de responder a la pregunta.</p> <p>La puerta se abrió en silencio, como si tuviese voluntad propia, y Hal intentó controlar el temblor de sus manos, mientras entraba en el laboratorio. Tenía los ojos llenos de lágrimas debido a la irritación provocada por el humo acre que salía de la jarra; sin embargo, alcanzó a ver que la forma había desarrollado más tentáculos. En varios puntos de la piel habían aparecido unos agujeros húmedos, que se abrían y cerraban como la boca de los peces.</p> <p>Arquiuius permanecía en la misma posición de las tres jornadas anteriores, sentado con las piernas cruzadas y los ojos abiertos. El hechicero siempre había sido delgado, pero Halloran lo encontró ahora esquelético. A sus espaldas, a través de la ventana, se podía ver el horizonte inclinado de los desiertos de Thay iluminados con la primera luz del alba. Desde luego, Halloran sabía que era la torre, no el horizonte, la causa de la inclinación; sin embargo, la distorsión de la gravedad conseguida por Arquiuius nunca dejaba de sorprenderlo.</p> <p><i>Ahora, Hal</i>, ordenó una voz en su cerebro, y él comprendió que le hablaba su maestro, aunque el viejo no había movido los labios. Con mucho cuidado, el joven rodeó la forma que crecía, y con el pulso casi firme le alcanzó la jarra humeante a Arquiuius.</p> <p>De pronto un tentáculo rosado se disparó como un látigo desde los confínes mágicos de la criatura. Con profundo horror, Halloran vio cómo el asqueroso miembro hacía presión contra el límite del dibujo trazado en el suelo; poco a poco, se abrió paso a través de la barrera encantada.</p> <p>¡Ahora!</p> <p>La orden del hechicero resonó en la mente del joven. Con gran rapidez se volvió hacia el maestro, y la desesperación inundó su pecho al ver el rostro de Arquiuius. ¿Era miedo lo que veían sus ojos?</p> <p>La masa se agitó una vez más, y un tallo de carne voló hacia Halloran. En una reacción instintiva, saltó hacia atrás y salvó la vida por los pelos, mientras el terrible azote le arrancaba la jarra de las manos.</p> <p>—¡No! —La voz de Arquiuius, dominada por el terror, sonó con toda claridad.</p> <p>La jarra cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Una nube de gas rojo surgió del contenido desparramado; el aprendiz retrocedió dando tumbos.</p> <p>Contempló atónito la aparición de una boca enorme entre el humo y escuchó el terrible grito de agonía del hechicero. Se desplegaron, hilera tras hilera, los dientes curvos, derramando una baba ácida sobre la patética víctima.</p> <p>Dejándose llevar por sus instintos primarios, Halloran salió del laboratorio como una centella y bajó de dos en dos las numerosas vueltas de la escalera hasta llegar a la puerta inferior. En cuanto la atravesó, cayó de bruces.</p> <p>Había olvidado compensar la diferencia de gravedad con el mundo exterior.</p> <p>Se levantó de un salto sin perder un segundo y corrió hacia el desierto. Pensó que el corazón le estallaría pero no dejó de correr. Nada en el mundo lo haría volver a aquel mundo de pesadilla. Se oyó un trueno, y la torre se hundió en medio de una gran cortina de humo. Él ni se molestó en mirar atrás y siguió al mismo ritmo, desesperado, mientras los rayos del sol naciente alumbraban los escombros.</p> <h2>* * *</h2> <p>Millares de plumas verdes, rojas, amarillas y azules dispuestas en un círculo formaban un enorme dosel. El pulso rítmico y silencioso de la magia de la<i> pluma</i> levantaba y bajaba el dosel como si fuese un abanico que refrescaba la antesala. Pese a ello, había gotas de sudor en la frente del esclavo que recibió con una reverencia al Caballero Águila.</p> <p>El veterano vestía una túnica blanca y negra que, gracias a la<i> pluma</i>, podía resistir el filo de la mejor espada de obsidiana. Las plumas rojas colgadas de las mangas del caballero y su capa corta flotaban en el aire al caminar.</p> <p>Sin decir palabra, el Caballero Águila se quitó el casco empenachado y se lo entregó al sirviente apostado ante las grandes puertas. Aceptó el chal mugriento que le ofreció el sirviente, y cubrió sus apuestas facciones con la tela, reprimiendo un gesto de disgusto.</p> <p>El esclavo bajó la mirada, avergonzado por la humillación del caballero; sin embargo, éste era el deseo de Naltecona.</p> <p>—Puede pasar a la presencia del excelentísimo canciller, honorable capitán de la centuria —dijo el sirviente, y le abrió la puerta.</p> <p>El caballero entró en la sala, con la mirada baja y el rostro impasible. De inmediato, se arrodilló y besó el suelo. Después se levantó y avanzó hacia el estrado, repitiendo el gesto de sumisión dos veces más antes de llegar al trono. El guerrero evitó mirar a la figura vestida de plumas que tenía delante; en cambio, miró al grupo de cortesanos y clérigos vestidos humildemente, ubicados al fondo de la tarima.</p> <p>—Excelentísimo canciller, lamento poner en vuestro conocimiento que nuestra expedición contra los kultakas ha acabado en desastre. El enemigo luchó bien, y nos hizo caer en la trampa. Muchos de nuestros guerreros han ido a los altares floridos de Kultaka.</p> <p>Naltecona se reclinó en el almohadón flotante de plumas esmeraldas, con los ojos medio cerrados. «Debo ocultar mi angustia», pensó.</p> <p>—Tú y dos de tus camaradas, además de tres Caballeros Jaguares, ofreceréis vuestros corazones en penitencia a Zaltec. ¡Roguemos para que quede satisfecho!</p> <p>—Sólo deseo que nuestro Primer Dios considere a mis compañeros y a mí mismo como dignos sustitutos. —El rostro cobrizo del caballero permaneció impertérrito.</p> <p>—Esta noche lo sabremos. —El canciller se levantó y dio la espalda al hombre al que acababa de condenar a muerte. No hizo caso de los movimientos de los abanicos a su alrededor, y se paseó furioso hasta que, de pronto, apartó las plumas mágicas para volver al borde del estrado—. ¡Mañana enviaremos otra expedición! ¡Esto les enseñará a los kultakas los riesgos del desafío!</p> <p>El Caballero Águila no mostró ninguna emoción. Besó el suelo, delante de su príncipe, y retrocedió de espaldas a la puerta, sin olvidarse de repetir el ritual de sumisión.</p> <p>—Tío... —La voz correspondía a uno de los cortesanos, un joven bien parecido con una mirada que reflejaba su coraje. El manto burdo y sucio que lo cubría no disimulaba su porte. Ahora sólo él se atrevió a hablar, mientras todos los demás, los más viejos y sabios consejeros de Naltecona, contenían la lengua.</p> <p>—Habla, Poshtli —dijo el canciller.</p> <p>—¿No desearías, tío, darles una lección inolvidable a los kultakas? ¿No podrías, en tu sabiduría, mandar que recompongan los ejércitos diezmados en esta última campaña? ¡Cuando estén preparados podrán unirse a las nuevas tropas, y marchar a la batalla contra Kultaka! —Poshtli hizo una reverencia<i> y</i> esperó tranquilo la respuesta de Naltecona. Sabía, como todos los demás, que el envío de una segunda expedición, organizada rápidamente, sólo podía acabar en un nuevo desastre. En su condición de hijo de la hermana del canciller, Poshtli podía atreverse a dar consejos a Naltecona, aunque no podía saber si su recomendación sería bienvenida.</p> <p>—Tienes razón —murmuró el canciller, con una mirada despreciativa a sus demás asistentes—. Es lo que haré. Atacaremos Kultaka sólo cuando esté preparado.</p> <p>Las puertas se abrieron de golpe mientras Poshtli reprimía un suspiro de alivio. Un guerrero muy excitado entró en la sala y realizó el ritual rápidamente, sin dejar de avanzar hacia el trono. Su armadura de algodón asomaba por debajo de la prenda roñosa que le habían dado a la entrada.</p> <p>—Mu... muy excelentísimo canciller —tartamudeó, temeroso de la reacción de Naltecona.</p> <p>—¿Qué ocurre? ¡Habla, hombre! —El canciller se irguió en su trono, y miró furioso al intruso.</p> <p>—¡Es el templo..., el templo de Zaltec! Excelencia, por favor, ¡debéis venir y verlo por vos mismo!</p> <p>—¿Qué quieres decir? Yo no<i> debo</i> hacer nada. ¡Explícate!</p> <p>—¡El templo ha estallado en llamas! Yo estaba en la plaza y vi la erupción ¡La propia piedra se encendió sin que la hubiese tocado ni una sola chispa! ¡El templo está destruido!</p> <p>Naltecona se puso de pie y bajó la escalera, seguido de cerca por sus numerosos cortesanos. Los superaba en estatura por una cabeza y el orgullo con que caminaba lo hacía parecer aún más alto.</p> <p>El canciller a duras penas podía contener su agitación, mientras pasaba por la puerta que se abría al gran vestíbulo. Escoltado por su séquito y la guardia, pasó la pasarela tendida sobre uno de los canales interiores del palacio; después subió una escalera y fue a dar a un balcón muy amplio.</p> <p>Al otro lado de la enorme plaza se levantaba la gran pirámide, la estructura más alta de Nexal. En lo alto de la pirámide se encontraba el templo de Zaltec, flanqueado por los santuarios más pequeños del dios del sol, Tezca, y el dios de la lluvia, Calor, los hijos favoritos del sangriento Zaltec.</p> <p>Tal como había dicho el guerrero, el templo del centro se resquebrajaba en medio de una fulgurante hoguera. Los muros de piedra al rojo blanco se deformaban. Los espectadores despavoridos pudieron ver cómo el edificio entero se fundía poco a poco.</p> <p>—No vimos ninguna chispa que pudiera provocar el incendio —repitió el soldado.</p> <p>—No lo dudo. —Naltecona contempló la escena durante mucho tiempo, con el rostro convertido en una máscara impenetrable. «¿Cuál será el significado de esta catástrofe?», se preguntó a sí mismo.</p> <p>—¡Tendremos que reconstruirlo de inmediato! —ordenó—. Mientras tanto, que los sacerdotes utilicen la pirámide de la Luna. Zaltec tendrá su fiesta esta noche.</p> <p>«¡No deben descubrir mi miedo!»</p> <p>Los profundos gruñidos de los jaguares de guardia todavía sonaban cerca de Hoxitl a medida que el sacerdote avanzaba lentamente hacia la entrada de la Gran Cueva. Ahogó una maldición cuando tropezó con una piedra en la oscuridad.</p> <p>Durante casi toda la noche, él y un trío de aprendices habían escalado las laderas del humeante Zatal. El volcán dominaba la ciudad de Nexal, y todos lo consideraban como morada del espíritu sagrado del propio Zaltec. Ahora, no muy lejos de la cumbre, Hoxitl y sus acólitos llegaron a la boca de la cueva mística que el patriarca conocía como hogar de los Muy Ancianos.</p> <p>—Esperad aquí —susurró el sacerdote, y sus asistentes vestidos de negro no necesitaron que les repitiera la orden. Movieron las cabezas al unísono, y sus cabelleras empapadas de sangre seca se sacudieron como tentáculos; después se sentaron, con el rostro sombrío, delante de la cueva.</p> <p>Jirones de humo y vapores sulfurosos rodearon a Hoxitl a medida que el sumo sacerdote entraba en la caverna. Se quitó la capucha y espió en la oscuridad, rota de tanto en tanto por el resplandor rojizo de los charcos de lava.</p> <p>Casi ahogado por la tos, Hoxitl contuvo la respiración al pasar junto a un geiser que despedía un vapor acre. Los ojos se le llenaron de lágrimas al punto que apenas si podía ver.</p> <p>Entonces presintió la presencia de uno de los Muy Ancianos mientras una figura oscura salía de un nicho para cerrarle el camino.</p> <p>—¡Alabado sea Zaltec! —susurró el sacerdote.</p> <p>—¡Alabado sea el dios de la noche y de la guerra! —respondió la figura encapuchada, para completar el saludo ritual.</p> <p>Hoxitl miró al Muy Anciano de la misma manera que lo había hecho mil veces antes, pero no pudo descubrir nada nuevo. «¿Quién eres? ¿Qué eres?», pensó.</p> <p>El Muy Anciano era más bajo que Hoxitl y más menudo. Su cuerpo aparecía completamente envuelto en tela negra, y hasta las manos estaban tapadas por una gasa que no le impedía mover sus ágiles y finos dedos.</p> <p>—La señal —dijo Hoxitl—. ¡Necesitamos saber su significado!</p> <p>—Conocemos vuestras preocupaciones, y su significado. —La figura oscura habló con una voz áspera y ahogada—. Has acertado en tus palabras al canciller. El fuego en el cielo es la señal del hambre de Zaltec. ¡Necesita más corazones! ¡Agoniza por la falta de sangre!</p> <p>Hoxitl asintió, complacido por su análisis de la señal, aunque también muy perturbado por esta prueba de la sabiduría del Muy Anciano. La frágil figura sabía lo que había ocurrido en la sala del trono aquella misma tarde.</p> <p>—Pero hay algo más. —La voz del Muy Anciano se hizo aún más grave—. Zaltec desea el corazón de una joven muchacha, una niña que vive en la aldea de Palul. Su nombre es Erixitl, y su vida deberá ser entregada a Zaltec cuando hayan transcurrido diez días.</p> <p>—Así se hará. Nuestro templo en Palul la reclamará para el sacrificio nocturno tan pronto como reciban mi aviso. —Hoxitl no se molestó en preguntar por qué habían considerado a la niña como una amenaza a Zaltec. Tenía la orden, y la muerte de una niña campesina entre las docenas de sacrificios que se ofrecían a Zaltec cada noche no sería advertida.</p> <p>—¡No fracases en esta misión!</p> <p>La tensión en la voz del Muy Anciano despertó el interés de Hoxitl. Intentó imprimir a su respuesta un tono de confianza. Después de todo, él era el sumo sacerdote de Zaltec, el de la Mano Viperina.</p> <p>—Habrá muerto antes de nuestro próximo encuentro —afirmó, pero sus palabras le sonaron huecas.</p> <h2>* * *</h2> <p>De la<i> Crónica del Ocaso</i>:</p> <epigraph> <p>Dedicada a la gloria resplandeciente del Plumífero, el dorado Qotal.</p> <p>La desaparición de un imperio y de un pueblo es un proceso gradual, que se puede medir no en días o años, sino en generaciones y siglos. Sin embargo, el ocaso de Nexal, si se aplica la misma escala, se convierte en una súbita caída en el desastre.</p> <p>Aun así, mi crónica debe dejar pasar diez años entre estas palabras. Deben reunirse más madejas de hilo, y los protagonistas del relato deben crecer sanos y fuertes.</p> <p>Los portentos mostrados a Naltecona se hicieron más terribles. Sus ejércitos no cosecharon más que derrotas en Kultaka. El sangriento Zaltec, de acuerdo con su patriarca, estaba disgustado, y más esclavos y cautivos fueron ofrecidos para saciar su horrible apetito.</p> <p>La hebra de los niños se alargó hasta alcanzar la adolescencia, una como esclava de los kultakas, el otro como orgulloso soldado que demostró en el campo de batalla la confianza que le había faltado en la torre del hechicero.</p> <p>Y ahora mis portentos me muestran otra visión: un maestro de guerreros de la misma raza que el joven Halloran. Pero éste es un hombre de gran poder sobre los demás, capaz de actos brillantes y crueldades, de increíble audacia y sorprendente codicia. Es un comandante de guerreros como no había visto jamás, y a su mando éstos parecen invencibles. Sé que él será el instrumento principal del Ocaso.</p> <p>Se llama Cordell.</p> </epigraph> <title style="page-break-before:always;text-indent: 0px;"> <p style="line-height:400%">2</p> </h3> <h1>El conquistador</h1> <p style="margin-top: 5%">Dos docenas de galeras atravesaron el angosto estrecho, con sus remos batiendo el agua en una poderosa cadencia. Dos docenas de estandartes flotaban en el aire, en representación de un número igual de capitanes piratas. Era la flota de los bucaneros más salvajes de las Islas de los Piratas.</p> <p>Los terribles espolones —vigas con puntas de cobre montadas en la proa de cada navío— apuntaron hacia la costa cuando Akbet-Khrul, gran visir de las Islas de los Piratas y azote de la Costa de la Espada, envió a su flota a toda marcha hacia la playa.</p> <p>En unos momentos, cada uno de los barcos pintados con colores brillantes embarrancó en la arena, atravesando las olas de la rompiente con la fuerza de su impulso. En el acto las tripulaciones se lanzaron por las bordas y formaron sin mucho orden en la playa; en sus manos resplandecían las cimitarras, lanzas y hachas.</p> <p>Los hombres de Akbet-Khrul eran los más numerosos y bárbaros de los bucaneros que habitaban en las Islas de los Piratas. Su crueldad y ferocidad sin límites les habían ganado un prestigio sangriento en las islas. Ahora, sólo un pequeño grupo de mercenarios, al servicio de los desesperados mercaderes de Amn, se interponía entre Akbet-Khrul y el dominio total de las aguas frente a la costa central.</p> <p>—¡Adelante, a destruir la legión! —Akbet-Khrul señaló hacia la línea de defensa en la cima de un altozano bastante lejano—. ¡Que ninguno escape de mi furia!</p> <p>Los piratas se movieron impacientes, imbuidos de una confianza salvaje. Superaban en una proporción de seis a uno a los defensores, y la única preocupación en la mente de sus capitanes era que los legionarios recuperaran la sensatez y huyeran antes de poder iniciar el combate.</p> <p>Las voces ásperas resonaron en el aire matinal, y hasta las gaviotas callaron sus graznidos cuando los invasores iniciaron su avance. Los pájaros volaron en círculo por encima de las falanges multicolores que se alejaban de la costa rocosa.</p> <p>Los estandartes se agitaban en una brisa que poco a poco se convirtió en viento. El ejército pirata, formado por tres mil hombres, se extendía en un frente de casi dos kilómetros. Sus alas avanzaban deprisa para cerrar la tenaza que estrangularía al minúsculo grupo de defensores.</p> <p>De pronto, la línea atacante se detuvo y los piratas conservaron sus puestos, impacientes por reanudar la marcha.</p> <p>Diez figuras vestidas de reluciente seda carmesí se separaron de la masa de piratas y se adelantaron, cada una de ellas escoltada por una pareja cargada con un caldero de hierro. Los recipientes contenían ascuas al rojo blanco y el crepitar se escuchaba con toda claridad.</p> <p>Los diez calderos fueron colocados en un número igual de trípodes y, un instante más tarde, se encendieron diez hogueras. En un primer momento, la luz del sol impidió verlas pero muy pronto el fuego ardió con una fuerza tremenda en cada una de las ollas. Después, las llamas ganaron en altura para formar diez columnas de fuego.</p> <p>Las columnas tomaron forma, sin dejar de crecer, y desarrollaron miembros y rostros flamígeros hasta que dejaron de ser columnas para transformarse en<i> seres</i> ígneos. Los engendros mantuvieron el contacto con los calderos, pero se podían ver sus esfuerzos por liberarse.</p> <p>Entonces, como si obedecieran una orden inaudible para todos los demás, cada figura de fuego se apartó de la olla para lanzarse a través de la planicie, como un tornado de fuego, en dirección al enemigo. La horda pirata rugió su sed de sangre y avanzó por los caminos de tierra abrasada abiertos por los seres de fuego.</p> <p>—Perfecto.</p> <p>El comentario, dicho con mucha calma y confianza, provino de una figura situada en el centro de la compañía desplegada en la cumbre. En lo alto del largo mástil que tenía a su lado, flameaba un estandarte dorado. Tensado por el viento, se podía ver el emblema: un águila dorada con el pico abierto y las alas y garras desplegadas. Bordado en el pecho del águila, aparecía el ojo vigilante de Helm, dios protector de la Legión Dorada. Ribeteada de negro, el águila resplandecía contra el fondo metálico de la tela.</p> <p>—Vienen hacia nosotros a toda carrera, sin pensar en la táctica. Todo se desarrolla de acuerdo con lo previsto; todavía les llevará algún tiempo llegar hasta aquí y, cuando lo hagan, tendremos la ventaja de la altura.</p> <p>El orador dio la espalda a los atacantes, con la tranquilidad que confiere el mando, y habló con el reducido grupo de capitanes a su lado. Era un hombre pequeño, pero hablaba y se movía con tanta confianza que los demás no podían hacer otra cosa que escucharlo. Su barba negra, demasiado escasa para ocultar su piel picada de viruela, le rodeaba la boca, que, en esos momentos, mostraba una gran sonrisa.</p> <p>—El todopoderoso Helm ha puesto al enemigo en nuestras manos, capitán general Cordell —dijo un hombre alto y barbudo, que cubría su cuerpo delgado con una túnica marrón, bajo la cual llevaba una cota de malla. Sus manos estaban protegidas con guanteletes metálicos, que llevaban el símbolo de Helm el Vigilante. Sostenía en una mano un bastón de mando y una maza colgada al cinto. Si bien era mucho más alto que todos los demás, sus movimientos mostraban la lentitud de la edad. Su rostro, curtido por los elementos, tenía una expresión adusta.</p> <p>—Y me ha dado las herramientas para destruirlo, fray Domincus —respondió Cordell—. Te has ocupado de la fortaleza moral de la legión, y ahora ha llegado el momento de que la pongamos a prueba, amigo mío.</p> <p>—Confiemos en que Helm nos juzgue dignos —repuso el fraile con humildad, inclinando la cabeza.</p> <p>El capitán general se volvió hacia otro guerrero y palmeó con fuerza en la espalda cubierta de acero de su camarada.</p> <p>—Capitán Daggrande, ¿está lista la emboscada?</p> <p>—Mis ballesteros sólo esperan la orden, capitán general. —El capitán Daggrande era todavía más bajo que su comandante; la amplitud de sus hombros y sus piernas torcidas marcaban su condición de enano. Llevaba una coraza de acero reluciente y la cabeza protegida por un casco de alas levantadas—. Con vuestra venia, iré a reunirme con mis hombres, señor.</p> <p>—Adelante —dijo Cordell. Tenía plena confianza en la capacidad del curtido veterano. Daggrande y su centuria de ballesteros eran, en muchos aspectos, el núcleo principal de la legión; sus dardos, siempre certeros, le permitían atacar al enemigo mucho antes de entrar en combate con sus espadachines y la caballería. La sombra de una preocupación más importante apareció en sus ojos al mirar el resto del grupo—. ¿Dónde está Broker?</p> <p>—Nos ha enviado a nosotros, general Cordell; al capitán Alvarro y a mí —contestó el sargento mayor Halloran. El joven jinete vestía una cota de malla liviana e iba armado con sable y un escudo pequeño. Un esbelto corcel negro que tenía a sus espaldas escarbó la tierra con el casco. A su lado estaba Alvarro, un hombre de cabellos y barba rojos. Su sonrisa dejaba al descubierto sus dientes mal espaciados. El oficial era mayor y no disimulaba su desprecio hacia el subordinado—. Sus heridas —añadió Halloran— le impedirán al capitán Broker participar en esta batalla.</p> <p>Cordell asintió, sin dejar de observar a los dos hombres. En esta ocasión no podría contar con Broker, jefe de la caballería, y, por el aspecto de las heridas sufridas, se podía pensar que nunca más volvería al servicio activo. Por lo tanto, se imponía una elección obvia.</p> <p>—Sargento mayor..., quiero decir<i> capitán</i> Halloran, usted asumirá el mando de los lanceros en ausencia de Broker. Tendrá a su cargo el mando táctico de los escuadrones Azul y Negro.</p> <p>Tras una brevísima pausa, Cordell miró directamente a Alvarro, que echaba fuego por los ojos. No hizo ningún intento por justificar la decisión de ascender al más joven. Había dado una orden y la obedecerían.</p> <p>—Usted tendrá el mando táctico de los escuadrones Verde y Amarillo. ¡Asegúrese de esperar la señal de ataque! —Alvarro asintió con energía—. Quiero que los cuatro escuadrones de lanceros carguen en forma escalonada por el flanco derecho. Las compañías Azul y Negra irán primeras, detrás del estandarte. El capitán Alvarro las seguirá con las Verde y Azul.</p> <p>—Sí, señor.</p> <p>—Pero espere a que el clarín le ordene cargar. No quiero ningún obstáculo a los disparos de Daggrande. Dejemos que los ballesteros los preparen para sus lanzas.</p> <p>Halloran sonrió con severidad ante la perspectiva del combate, y, de pronto, su rostro pareció mucho mayor.</p> <p>—Cabalgaremos con el toque de clarín y no antes —dijo.</p> <p>Cordell miró a Halloran con atención; los ojos negros del comandante le tomaron la medida al joven guerrero en un instante. «¡Contrólate y me servirás bien!», pensó. Había observado el coraje y la habilidad de estos hombres durante muchos años. Alvarro era el mejor jinete, el más infatigable y denodado luchador. Pero Halloran poseía una seguridad que atraía la confianza de los demás, y parecía tener la capacidad de mantener la disciplina entre los animosos jinetes, aptitud que el impetuoso Alvarro jamás tendría.</p> <p>El griterío de la carga pirata fue en aumento a medida que se acercaban al último kilómetro que los separaba de la colina. Sin perder ni un segundo, el capitán general se volvió hacia sus otros oficiales; ordenó a los espadachines que se mantuvieran firmes en el centro, y a las reservas, que conservaran la posición hasta ser llamadas. Los capitanes se marcharon a reunirse con sus compañías, y Cordell permaneció en la cumbre junto a una sola persona.</p> <p>Esta no iba armada como los guerreros, ni era tan alta o fornida. La figura femenina que acompañaba a Cordell tenía los cabellos blancos y la piel translúcida y de color perla. Una capucha bien cerrada le ocultaba el rostro, protegiéndolo de la intensidad del sol. De no haber llevado la capucha, cualquiera hubiese podido ver sus orejas puntiagudas características de los elfos. Su túnica muy amplia y con muchos bolsillos señalaban que era una hechicera.</p> <p>—Cuando llegue el momento oportuno, mi querida Darién, deberás iniciar la destrucción. —La voz de Cordell tenía un tono distinto del utilizado con sus oficiales. Cogió las manos de la maga entre las suyas y miró de frente a sus ojos claros, pensando como siempre en sus muchos secretos. En el transcurso de los diez años pasados desde que ella lo había rescatado en el campo cubierto de sangre, escenario de la única derrota de Cordell, Darién se había convertido en parte indispensable de su vida y también de la legión. Entre los dos habían reclutado a los capitanes que constituían el núcleo de su fuerza.</p> <p><i>—Lenguahelada</i> los detendrá. —Darién sacó un bastón corto y negro de uno de sus bolsillos y lo sostuvo entre sus dedos—. Pero su número es muy grande.</p> <p>—Hoy los venceremos —afirmó Cordell—. Tengo a los mejores capitanes y a los soldados más valientes que haya comandado jamás. ¡La Legión Dorada es la mejor de toda la Costa de la Espada, y sólo obedece mis órdenes!</p> <p>Darién le dirigió una sonrisa irónica, sus labios casi ocultos en las profundidades de la capucha.</p> <p>El ejército pirata, precedido por los torbellinos de fuego, continuaba su avance. Los gritos agudos de tres mil gargantas alcanzaron sus oídos, y pusieron un telón de fondo disonante a su conversación.</p> <p>—Ten cuidado —dijo Cordell—. ¡Pero mátalos!</p> <p>—Lo haré —susurró la encapuchada, de voz fría como el hielo. El oficial sintió un escalofrío. Como siempre, su indiferencia ante la muerte le resultaba desconcertante; sin embargo, era una gran ventaja desde el punto de vista militar.</p> <p>—Esta noche, todo Amn celebrará nuestra victoria —exclamó el capitán general—. ¡Y mañana, nos reuniremos con el mismísimo Consejo de los Seis!</p> <p>Cordell volvió su atención al enemigo. No hizo caso de los fuegos mágicos, y estudió a los bucaneros que avanzaban formando una cinta multicolor, confiando en tener el triunfo en sus manos; las camisas rojas, las túnicas verdes, los fajines y pañuelos azules y amarillos daban a la fuerza una apariencia de día de fiesta.</p> <p>Darién libró sus manos de las del general con una suave caricia. La sonrisa se mantenía en sus labios.</p> <p>—Adelante, querida. —Cordell se puso un casco idéntico al de Daggrande, e hizo un gesto en dirección al pie de la colina—. Tenemos que ganar una batalla.</p> <h2>* * *</h2> <p>Hoxitl, sumo sacerdote del sangriento Zaltec, buscó su camino en la cueva de los Muy Ancianos. Entró en las tinieblas, mientras su escolta de jóvenes iniciados se sentaban en la ladera azotada por el viento cerca de la cumbre del gran volcán. Como siempre, sus cabellos estaban pringosos de sangre seca, y la ceniza le cubría la piel.</p> <p>Tal como había hecho durante la larga escalada, pensó una vez más en los motivos de la llamada de sus superiores. Habían pasado diez años desde su último encuentro con los Muy Ancianos. En aquella ocasión les había informado que la niña Erixitl de Palul había desaparecido en la espesura, víctima del ataque de un jaguar. Si bien Zaltec había sido privado de su sacrificio, los Muy Ancianos se habían mostrado satisfechos con la desaparición de la muchacha.</p> <p>No había jaguares en la entrada, pero, en la débil penumbra rojiza de la caverna, pudo ver a un par de caballeros, vestidos con sus pieles manchadas, que lo observaban tranquilamente desde las fauces abiertas de las cabezas de jaguar que les servían de cascos. El collar de garras de uno de ellos tintineó cuando movió la cabeza, y el sacerdote recordó el poder de la<i> zarpamagia</i> que servía de armadura a los Caballeros Jaguares. Estos guerreros montaban la guardia sin sus habituales lanzas o jabalinas, porque no eran armas prácticas en un espacio tan reducido. En cambio, llevaban unas espadas parecidas a porras, con puntas de obsidiana que imitaban dientes en los dos extremos.</p> <p>Hoxitl apresuró el paso para dejar atrás a los centinelas. Charcas de barro caliente borboteaban como un espeso mucílago rojo, y, de vez en cuando, un chorro de vapor escapaba de las fisuras en la piedra con un silbido agudo.</p> <p>Una columna de humo verde surgió de pronto ante los pies del sacerdote, que estuvo a punto de caerse de espaldas. El humo se disipó en cuestión de segundos, y Hoxitl descubrió una figura de negro. Su sorpresa aumentó cuando vio varias figuras más vestidas de la misma manera.</p> <p>—¡Alabado sea Zaltec!</p> <p>—¡Alabado sea el dios de la noche y de la guerra! —El Muy Anciano completó el saludo, y el sacerdote aguardó nervioso, extrañado del número sin precedentes de figuras encapuchadas que lo rodeaban.</p> <p>—La muchacha ha sido encontrada —dijo la figura, con una voz suave pero poderosa. Había un fondo de amenaza en el tono—. Está en Kultaka, donde ha sido esclava durante los últimos años.</p> <p>—¿La muchacha? —La memoria de Hoxitl tuvo que retroceder nada menos que diez años para saber a quién se refería el Muy Anciano—. ¿Erixitl de Palul?</p> <p>—Sí. Es propiedad de un hombre que no hace caso de Zaltec; es fiel a Qotal y antiguo Caballero Águila. Gracias al descubrimiento fortuito hecho por un joven Caballero Jaguar, en uno de sus viajes, tuvimos conocimiento de su captura.</p> <p>—¿Qué..., qué se debe hacer con ella? —El sacerdote sintió inquietud ante la noticia, pero sólo porque presentía que los ancianos tenían<i> miedo</i> de la muchacha.</p> <p>—Ésta es la razón de nuestra llamada. Nuestra<i> zarpamagia</i> irá esta noche a Kultaka, con la ayuda de tu hechizo transportador. Un receptáculo ya aguarda la transmisión del encantamiento.</p> <p>Hoxitl asintió; esto sí lo comprendía. Si bien los Muy Ancianos disponían de una<i> zarpamagia</i> mucho más poderosa que los clérigos o los Caballeros Jaguares, todavía necesitaban de la ayuda de un sacerdote para enviar un hechizo a tanta distancia.</p> <p>El sumo sacerdote se arrodilló en el suelo de piedra junto a los Muy Ancianos, que hicieron lo propio con una agilidad poco previsible en seres tan mayores. Como siempre, Hoxitl descartó cualquier pregunta acerca de la naturaleza de sus superiores, porque sabía que era mejor callar algunas cosas.</p> <h2>* * *</h2> <p>Los guardias del templo formaban a los lados, cada uno batiendo su tambor de madera en una cadencia rítmica. La muchedumbre, formada por cien mil, o más, ciudadanos de Nexal, permanecía boquiabierta alrededor de la plaza. ¡Por fin, la gran procesión salió del palacio!</p> <p>Una exclamación unánime se elevó entre el gentío cuando pudieron ver a la mujer. Resplandeciente sobre su litera dorada, llevada a hombros por diez Caballeros Águilas, pasaba con un aire majestuoso, lanzando su mirada sobre la multitud.</p> <p>—¡Ay! —Erixitl volvió a la realidad cuando una salpicadura de agua hirviendo tocó su brazo desnudo. Enfadada, abandonó su fantasía y prestó atención a su tarea, para evitar sufrir quemaduras más graves.</p> <p>—¡El joven amo necesita su baño! —canturreó con ironía. Cargó el cántaro lleno de agua hirviendo sobre la cabeza, y siguió con todo cuidado el camino de lajas a través del jardín. La casa de baños de su amo estaba en el otro extremo.</p> <p>Erix suspiró tal como suspiraba otras cien veces al día y había suspirado un millón de veces en los últimos diez años. En realidad, había tenido suerte, porque Huakal, su dueño, era un hombre bondadoso, amable y de los más ricos de Kultaka. En otros tiempos había sido un Caballero Águila de gran renombre, al mando de muchas centurias en las guerras contra Nexal. Se había servido de sus influencias para comprarla en cuanto ella llegó a Kultaka, y ofrecido una suma considerable al Caballero Jaguar que la había capturado. Le había encomendado tareas en la casa principal, antes de que los sacerdotes de Zaltec tuviesen siquiera la oportunidad de verla. Desde entonces, él la había tratado más como una sobrina un poco fastidiosa, que como a una esclava.</p> <p>Jamás había tenido miedo de que Huakal la destinara al sacrificio; un destino habitual para cualquier esclavo maztica que hubiese incurrido en el desagrado de su amo. Huakal incluso le había permitido conservar su amuleto de plumas, el único recuerdo de su infancia en Palul. Por lo general, ella mantenía el objeto de jade oculto debajo de su túnica para no llamar la atención, pero Huakal sabía de su existencia. De haberlo deseado, podría haberse apoderado de la joya.</p> <p>Durante diez años, había crecido en Kultaka. Sólo en contadas ocasiones había visto, aunque nunca hablado, a algunos de su propio pueblo. Había sido una niña bonita, y ahora se había convertido en una mujer muy hermosa. Sin embargo, a diferencia de muchas otras esclavas, su amo no sólo no la había tocado, sino que la había protegido de su díscolo hijo.</p> <p>Erix había tenido la ocasión de aprender un poco acerca del Mundo Verdadero, porque Huakal era un hombre ilustrado que conocía Nexal, Pezelac e incluso las lejanas tierras salvajes de Payit. Quizá porque la esclava era mucho más inteligente que su propio hijo, Huakal había dedicado parte de su tiempo a instruirla.</p> <p>Pese a ello, había perdido tanta de su vida anterior que no deseaba olvidar lo poco que le quedaba. Kultaka era una ciudad bonita y bulliciosa, pero resultaba un pobre sustituto de la gran capital de su propio pueblo. Pasaba los días imaginando la fabulosa Nexal, ahora más lejos que nunca. Para llegar a las tierras más cercanas de su gente había que cruzar montañas y desiertos.</p> <p>Además, estaba el problema del «joven amo», el hijo único de su propietario. Callatl, un mozo cargante con ínfulas de guerrero, no la dejaba pasar sin un comentario grosero, un gesto, o algo peor. El joven malgastaba sus días en la persecución inútil de su objetivo: convertirse en Caballero Jaguar. Hasta su padre había aceptado hacía mucho tiempo que no reunía las altas calificaciones para entrar en la hermandad de los Caballeros Águilas. A pesar de que los progresos de Callatl como guerrero eran escasos, Erix no dejaba de tenerle miedo.</p> <p>La muchacha cargaba con el agua con cuidado, y mantenía en equilibrio la pesada jarra para evitar más derrames. La jarra, de un verde esmeralda muy fuerte, llevaba dibujos en dos de sus caras. Cada uno representaba, en un relieve tosco, la imagen de Qotal, el Plumífero. Al igual que el padre de Erix, Huakal era creyente de este viejo y casi olvidado dios. Ella sostuvo la jarra por los relieves, para que no se le escapara de las manos.</p> <p>El agua estaba muy caliente, y ella no se atrevía a apurar el paso. Por fin llegó a la caseta cuadrada de piedra, edificada entre rosales y canales de agua clara, donde los miembros de la familia disfrutaban del baño diario. Apartó la cortina de junquillo, y entró en la cámara llena de vapor.</p> <p>—Más agua, amo Callatl —dijo ella, en voz baja.</p> <p>El muchacho corpulento estirado en la profunda bañera no le prestó atención, y sólo se movió un poco, dejando espacio suficiente para que ella volcara el agua sin quemarlo.</p> <p>La joven bajó la jarra, sin hacer caso del vapor que le entraba en los ojos, y la volcó con mucho cuidado. Así y todo, unas cuantas gotas salpicaron la piel cobriza del hombre.,</p> <p>Erix notó un frío súbito en el cuarto, a pesar de que la temperatura era elevada. La llama de las antorchas colocadas en las paredes parecieron oscilar y perder brillo, y una penumbra extraña se extendió en el baño. La muchacha desconocía la<i> zarpamagia</i> y no podía saber que un hechizo de naturaleza siniestra acababa de posarse alrededor de ella y Callatl, un encantamiento lanzado por Hoxitl y los Muy Ancianos, desde la Gran Cueva. Sin embargo, retrocedió un paso y, en un gesto inconsciente, llevó la mano al amuleto de plumas doradas, el regalo de su padre, colgado de su cuello.</p> <p>—¡Estúpida! —El joven se incorporó de un salto, sin preocuparse de su desnudez. Alzó una mano para abofetearla, y ella por puro instinto levantó la jarra con la intención de protegerse el rostro. Las antorchas recuperaron la luminosidad a medida que disminuía la<i> zarpamagia</i>, pero el daño ya estaba hecho. El cuerpo de Callatl se sacudió de furia.</p> <p>Su puño se estrelló contra la jarra, que voló por los aires. Cayó sobre el borde de azulejos de la bañera, y una esquirla rozó la rodilla de Callatl, que se cubrió de sangre.</p> <p>El hombre salió de la bañera, mientras Erix retrocedía poco a poco. Temblaba sobrecogida por un miedo súbito, porque jamás lo había visto dominado por una cólera tan irracional. Su rostro, poco agraciado por tener los ojos demasiado juntos y la boca cruel, se retorcía en un gesto de locura.</p> <p>—¡Me has provocado durante demasiado tiempo! ¡Ha llegado la hora de que pagues por lo que has hecho!</p> <p>Erix le dio la espalda y corrió hacia la puerta, pero Callatl se lanzó tras ella. La sujetó de un brazo y la hizo caer al suelo.</p> <p>—¡Detente! —gritó ella, al tiempo que le propinaba un puñetazo en su chata nariz. Su resistencia sólo sirvió para divertirlo. El la cogió por las muñecas y la aplastó contra el suelo.</p> <p>—¡Acepta tu esclavitud,<i> princesa pluma! —</i>Pronunció el apodo en tono burlón. El la había bautizado así desde el día en que descubrió el cariño que demostraba por el amuleto de plumas—. ¡Mi padre ha sido demasiado bondadoso contigo!</p> <p>Esta vez Erix sintió un miedo auténtico, un pánico que infundió una fuerza sobrenatural en su cuerpo delgado. Se retorció y pateó, y de pronto tuvo las piernas libres, con el joven casi atravesado sobre su vientre.</p> <p>—¡Por todos los dioses,<i> detente! —</i>La muchacha alzó la rodilla en un golpe terrible contra la entrepierna de su agresor. Callatl soltó un alarido de dolor que se escuchó hasta en la casa principal.</p> <p>»¡Bestia! —gritó Erix. Descargó sus puños en el estómago del joven, que rodó por el suelo sobre los fragmentos del jarrón que le produjeron cortes en la cara y los brazos. Con el rostro desfigurado por el odio y cubierto de sangre, Callatl se puso de pie y se lanzó sobre la esclava.</p> <p>Erixitl recogió un trozo de cerámica. No advirtió que la imagen del Plumífero, el rostro de Qotal, aparecía intacto en el fragmento que sostenía en la mano. Los dedos de Callatl se tendieron como garras hacia su cara, y ella hundió el puñal improvisado en la garganta de su atacante.</p> <p>El aspirante a caballero soltó un gemido ahogado; cayó de rodillas, y después se desplomó boca abajo. Erix escuchó el tintineo musical de la cortina a sus espaldas. Dio media vuelta y vio cómo palidecía el rostro de Huakal a medida que su amo captaba los detalles de la terrible escena.</p> <p>Erix se arrodilló y besó el suelo mientras Huakal examinaba a su hijo. El noble quitó de sus hombros la brillante capa de plumas de guacamayo y abrigó con ella a Callatl, que se ahogaba al respirar.</p> <p>Aterrorizada, la muchacha contempló el rostro del hombre que la había tratado con tanta bondad, que jamás la había tocado, y pudo ver su profundo sufrimiento. Pero, cuando Huakal habló, lo hizo con voz serena.</p> <p>—Si muere —dijo—, tu corazón será entregado a Tezca en el próximo amanecer.</p> <h2>* * *</h2> <p>Halloran se abrió paso a través de la fila de espadachines y escuderos. Esta compañía, al mando del capitán Garrant, permanecía formada a la vista de todos en la ladera de la colina. Los piratas proseguían su avance, que ya no parecía tan rápido después de casi dos kilómetros cuesta arriba. El joven capitán comprendió la astucia de Cordell al haber escogido instalar la línea de defensa tan lejos de la playa.</p> <p>Bajó un poco más, hacia la compañía de Daggrande, oculta detrás de un muro de piedra. Lo invadió el entusiasmo a medida que se acercaba a los ballesteros y a sus propios lanceros, que esperaban junto a los hombres de Daggrande, en un pequeño olivar.</p> <p>La legión, estos guerreros, eran su familia. Se habían convertido en la familia más firme y afectuosa que había conocido jamás. Cuando Cordell y Daggrande lo habían encontrado casi diez años atrás, malviviendo en las calles de Mulsanter, el joven larguirucho jamás hubiera imaginado que podría llegar a tener un sentimiento de pertenencia tan grande. Tras la penosa experiencia sufrida, al acabar en tragedia el hechizo de su maestro, el mago Arquiuius, en un primer momento desconfió de los capitanes de corazas plateadas.</p> <p>Pese a ello les sirvió bien, primero como paje del capitán general y después de escudero de Daggrande y más tarde de Broker. Había aprendido las artes de la guerra, y entrado en combate antes de tener dieciocho años. Caballista nato, Halloran había optado sin vacilar por los lanceros; para gran disgusto de Daggrande, que ya lo imaginaba de ballestero.</p> <p>Ahora no podían contar con Broker, herido de gravedad por los piratas durante las escaramuzas del día anterior. Fray Domincus había salvado la vida de Broker con su magia, pero el capitán no volvería a usar las piernas. Este hecho añadía un toque amargo a las ansias de lucha de Halloran. Hoy tendría la oportunidad de vengar al herido.</p> <p>Halloran encontró a Daggrande agazapado detrás del murete. Los ballesteros del enano se mantenían bien ocultos y esperaban en calma las órdenes de su capitán. La compañía formada por humanos y enanos vestía uniformes y corazas de todo tipo y condición. Había muchos con vendajes sucios de sangre en las heridas sufridas en los encuentros con los filibusteros, unas horas antes. Los ballesteros podían parecer un hatajo de malhechores, pero el joven tenía plena confianza en ellos y en su puntería.</p> <p>—¿Cuánto más hemos de esperar? —preguntó el lancero. Intentó mantener la voz firme, aunque el entusiasmo por la batalla casi le estremecía el cuerpo. Su unidad esperaba inquieta en el olivar detrás de los ballesteros. Más allá del parapeto de piedra, a poco menos de un kilómetro y acortando distancia, podía ver la ola de colores, acero y llamas que formaba el ejército pirata.</p> <p>El enano soltó una carcajada que parecía un ladrido agudo.</p> <p>—Muy poco —respondió Daggrande, estudiando el rostro del joven—. Después de tantas campañas, ¿por qué te comportas como un novato que se enfrenta por primera vez al enemigo?</p> <p>Hal miró a su viejo compañero y sonrió un tanto avergonzado.</p> <p>—Cordell me ha confiado el estandarte de los lanceros —dijo—. Tengo el mando de las cuatro compañías.</p> <p>—Te lo merecías —afirmó el enano, con una amplia sonrisa—. ¿Qué ha pasado con Alvarro? —El carácter impetuoso y los celos del capitán pelirrojo eran bien conocidos por los demás oficiales.</p> <p>—Segundo en el mando. Me seguirá con las otras dos compañías. —Para sí mismo, añadió: «Así lo espero».</p> <p>—No pierdas la cabeza —le recomendó el enano—. ¡Espera a que el toque de corneta te ordene avanzar! Recuerda todo lo que Cordell y yo te hemos enseñado, y no tendrás problemas.</p> <p>—Ocupamos la altura. ¡No pienso desperdiciar la ventaja! —replicó Hal, muy serio—. Cordell tiene razón. ¡Si lo hacemos bien, Akbet-Khrul dejará de ser una amenaza de una vez para siempre!</p> <p>—¡Y nosotros nos quedaremos sin trabajo! —exclamó Daggrande. Soltó la risa y Halloran rió con él.</p> <p>—Espero que el capitán general encuentre nuevos rivales —dijo el joven, más tranquilo.</p> <p>—Buena suerte. Es hora de que te reúnas con tus hombres.</p> <p>—Lo mismo digo. Ah, y esta vez a ver si mejoras la puntería —respondió Hal, burlón.</p> <p>Daggrande protestó indignado, pero el mozo ya había desaparecido en el olivar. En unos segundos llegó a donde estaba<i> Tormenta</i>, su yegua roana, que se movía inquieta por entrar en combate.</p> <p>—El estandarte, sargento mayor —dijo el escudero, que portaba la lanza con el orgulloso pendón de los Lanceros Azules. El Pegaso dorado sobre fondo azul ultramar ondeó con la brisa.</p> <p>—Desde ahora, capitán —le informó Halloran, feliz, mientras montaba de un salto y recogía la lanza. El escudero sonrió con entusiasmo.</p> <p>El olivar ocultaba su posición al enemigo, pero entre las hileras de árboles se podía ver a derecha e izquierda. En el flanco derecho, a unos centenares de metros, flameaban los estandartes negro, amarillo y verde de las otras compañías. En el extremo de la línea, Alvarro lo miraba furioso, montado en su nervioso semental, con la boca retorcida en una mueca que dejaba al descubierto sus desiguales dientes.</p> <p>Un centenar de corceles escarbaron el suelo cuando un número igual de lanzas con punta de acero fueron enganchadas en los estribos. La mayoría eran zainos oscuros; los demás, alazanes, roanos y grises. Todos caracoleaban, enardecidos por la proximidad del combate. «Tened paciencia —pensó Halloran—, no falta mucho.»</p> <p>El joven intentó contener su propio entusiasmo. El<i> Diente de Helm</i>, el sable largo que le había regalado Cordell en persona, colgaba de su cinturón, ¡Por Helm, qué gran soldado era el capitán general! A Halloran le pareció que su corazón iba a estallar de orgullo por el honor que le habían conferido.</p> <p>Pero Cordell era la piedra fundamental de la legión. Su capacidad de mando, su elocuencia y su valor demostrado en mil batallas eran el aglutinante de la tropa y su impulso hacia nuevas victorias.</p> <p>Al través de los olivos, Halloran podía ver el avance de los piratas, tal como había dicho Cordell, todavía precedidos por los torbellinos de fuego. Los lanceros disfrutaban de una espléndida vista del campo de batalla.</p> <p>El matorral bajo se ennegrecía debajo de las columnas ígneas, y muchos arbustos se incendiaban a su paso. Hal contó diez torbellinos mágicos que se movían en una larga línea zigzagueante, abrasando todo aquello que se oponía al avance de la horda pirata.</p> <p>De pronto vio un resplandor de luz blanca, como un rayo de luna con la intensidad suficiente para ser visto a la luz del sol. La blancura en forma de cono estalló en un punto por delante y a la izquierda de la línea defensiva. En un instante, tres de los torbellinos de fuego se transformaron en nubes de vapor y desaparecieron arrastrados por el viento.</p> <p>Se repitió el resplandor, esta vez por el lado derecho, y se apagaron otras cuatro columnas de fuego.</p> <p><i>—¡Lenguahelada! —</i>murmuró, con un alivio mezclado con cierto horror. Toda la legión conocía a Darién, la maga elfa. Ajena y distante a todos excepto Cordell, el afecto que demostraba por el comandante la convertía a los ojos de la tropa en un ser pasional. Además, era misteriosa, siempre tapada hasta los ojos durante el día, porque, como a todos los albinos, el sol le resultaba un martirio.</p> <p>¡Y qué decir de su poder! Desde luego poseía una varita mágica y el mortal estallido helado. Pero también podía crear una cortina de fuego, hacer que el rayo descargara en medio de una formación enemiga o que una lluvia de meteoritos arrasara el campo de batalla. En más de una ocasión, estos poderes habían asegurado la victoria de los mercenarios en los combates más sangrientos.</p> <p>Halloran divisó la figura encapuchada de la hechicera, sola delante de la tropa, que desapareció un segundo después. Supuso que Darién, una vez hecho su trabajo, se había teleportado hasta una posición segura detrás de las líneas de defensa.</p> <p>Los piratas prosiguieron su avance; al parecer, no los preocupaba la desaparición de casi todos los torbellinos de fuego. Un par de columnas todavía giraban a la izquierda de Hal, y otra lo hacía por la derecha. Entonces escuchó una voz tan potente que dominó los gritos de la horda; Hal comprendió que fray Domincus había llamado al poder de Helm para que se sumara a la batalla.</p> <p>Las dos columnas que avanzaban juntas se separaron un poco para rodear un pequeño estanque. En aquel momento, actuó la magia del clérigo; el agua del estanque desbordó las orillas y se extendió inundando el campo. En cuanto tocó las bases de los vórtices, se oyó un siseo muy fuerte y el fuego se apagó en medio de grandes nubes de vapor. Sin embargo, los agresores siguieron como si tal cosa; ahora se encontraban a un centenar de pasos y acortaban distancias a toda carrera.</p> <p>—¡Ahora, por Helm! —gritó Daggrande, con su terrible vozarrón. Los cascos de acero de sus ballesteros asomaron al unísono por encima del parapeto de piedra, y un segundo después cien ballestas soltaron sus mortíferos dardos.</p> <p>Con la atención puesta sólo en los espadachines y escuderos que tenían delante, los piratas flaquearon ante la súbita lluvia de flechas. Los hombres de Daggrande se dedicaron a tensar sus ballestas, mientras Akbet-Khrul y sus lugartenientes gritaban frenéticamente a sus tropas que reanudaran el ataque. Un alarido salvaje resonó en el aire cuando los miles de piratas obedecieron a su comandante.</p> <p>—¡Disparen y carguen! —La segunda andanada produjo una auténtica carnicería. Los dardos disparados a menor distancia atravesaban los cuerpos semidesnudos de lado a lado, y penetraban con toda facilidad en las cotas de malla o los escudos que llevaban algunos piratas.</p> <p>Una gran nube de llamas apareció de pronto en el centro de la línea enemiga, cuando Darién lanzó dos bolas incendiarias; el fuego mágico trabajaba ahora en favor de la legión. El infierno creado por los hechizos acabó con la vida de todos aquellos que tenía cerca.</p> <p>Halloran notó el movimiento de la yegua y, por un momento, dejó las riendas flojas, pero después las sujetó con violencia. Dirigió una mirada severa a la fila de lanceros nerviosos, mientras pensaba en la audacia de Daggrande. ¿Tendría tiempo de volver a disparar?</p> <p>La horda avanzaba como un rodillo dispuesto a aplastarlo todo. El joven observó los esfuerzos que debían hacer los ballesteros para cargar sus armas, convencido de que serían despedazados por las cimitarras y alfanjes enemigos antes de poder disparar. El jefe de los piratas —Halloran no dudaba de que era el mismísimo Akbet-Khrul— se encontraba a menos de veinte pasos del murete cuando el primer ballestero levantó su arma. El rostro del filibustero no parecía humano, desfigurado en una mueca absolutamente salvaje.</p> <p>Los gritos y alaridos de los atacantes lo ensordecieron. «¡No puedo esperar más! ¡Debemos cargar ahora!» Pero, en aquel momento, otra ballesta y otra quedaron listas y apuntadas, con el enemigo a diez pasos. «¿Por qué no disparan?»</p> <p>Un segundo después, toda la compañía tuvo sus armas preparadas. Cinco pasos...</p> <p>—¡Disparen y carguen! —Desde lo alto de la colina, una trompeta de bronce hizo eco al ladrido de Daggrande, que se perdió en el tumulto.</p> <p>—¡A la carga, lanceros! —El tremendo grito de Halloran casi pasó inadvertido, pero la inclinación del estandarte significó para sus hombres la orden de ataque. El centenar de caballos surgió del olivar como una tromba; algunos pasaron entre los hombres de Daggrande para saltar el parapeto mientras que otros cruzaban un prado al final del muro, para cabalgar en línea oblicua hacia el centro de la fuerza pirata.</p> <p>Cuando su corcel saltó la barrera de piedra, Halloran tuvo oportunidad de ver los estragos de la última descarga; algunos dardos habían llegado incluso a atravesar dos cuerpos en su trayectoria, uno tras otro, y a lo largo de su camino encontró una ristra de cadáveres asaeteados.</p> <p>La carga de los lanceros quebró definitivamente el impulso del ataque. Hal buscó a Akbet-Khrul y le pareció reconocerlo en un cadáver, con tres o cuatro dardos clavados en el cuerpo; después continuó a todo galope llevado por el entusiasmo de la carga.</p> <h2>* * *</h2> <p>La plataforma de plumas transportó a Naltecona hasta lo alto de la gran pirámide, mientras el canciller maldecía para sus adentros la lentitud de la marcha. Los sumos sacerdotes y los magos de Nexal, que constituían su consejo privado, subían las escaleras para reunirse con su príncipe en el templo instalado en la cumbre.</p> <p>Una vez más los dioses habían rodeado Nexal con señales y presagios. En una ocasión anterior habían incendiado el templo de Zaltec, erigido en esta misma pirámide. Ahora, en cambio, no mostraban su disgusto con otro incendio, o con un acto de destrucción en cualquier otro punto de la inmensa urbe; los dioses habían decidido exhibir su ira fuera de la ciudad, donde podía ser contemplada por todos los habitantes de Nexal.</p> <p>La capital del imperio, el corazón del Mundo Verdadero, se levantaba entre el esplendor cristalino de cuatro grandes lagos. Una pasarela atravesaba cada uno de los lagos, para permitir el acceso a la ciudad desde todas las direcciones. En las zonas costeras de los lagos se cosechaba arroz y sus aguas proveían una pesca abundante, mientras que enormes jardines flotantes ampliaban cada día los dominios de Nexal.</p> <p>Los lagos recibían los nombres de los cuatro dioses dominantes. Los tres de mayor superficie, al norte, este y sur, suministraban el agua más pura y soportaban todo el tráfico comercial. Se llamaban Zaltec, Calor y Tezca, respectivamente. El más pequeño, al oeste, era de agua salada, y llevaba el nombre del Canciller del Silencio, Qotal.</p> <p>Ahora, grandes columnas de vapor se elevaban con un siseo de la superficie de tres de los lagos, para formar en las alturas nubarrones enormes que amenazaban con tapar el sol. Unas olas muy altas lanzaban el agua caliente contra los numerosos canales de la ciudad; las canoas naufragaban y los bajos de muchas casas se habían inundado. Sólo el lago salado permanecía en calma, con el oleaje natural producido por el roce de una brisa suave.</p> <p>Naltecona evitó mirar hacia los lagos, pero las caras de sus sacerdotes y magos no le dieron mucho consuelo. En la plaza, al pie de la pirámide, se amontonaban los nobles y cortesanos, que le parecieron aún menos útiles que los miembros del consejo, a su lado.</p> <p>En los últimos tiempos, sólo había una persona cuya presencia y consejo infundían confianza en Naltecona; su sobrino Poshtli. Pero en esos momentos el orgulloso Caballero Águila se encontraba al mando de una expedición de castigo contra el estado vasallo de Pezelac, muy lejos de Nexal. Naltecona se sentía muy solo, y el maravilloso ascensor que lo transportaba sin tocar la cara de la pirámide parecía contribuir aún más a su soledad.</p> <p>Casi desesperado, el reverendo canciller miró hacia arriba. Un gran abanico verde esmeralda se movía majestuosamente por encima de su cabeza. A su alrededor se extendía el cielo azul del verano, una gigantesca cúpula sin nubes. Contra aquel fondo impoluto se recortaban las siluetas de los tres colosos volcánicos que rodeaban Nexal. A pesar del calor estival, había casquetes de nieve en dos de los volcanes. El tercero, Zetal, era el más alto, y la intensidad de sus fuegos interiores impedía la acumulación de nieve en la cima.</p> <p>El ascensor llegó a lo alto de la pirámide, y depositó a Naltecona en la plataforma con la suavidad característica de la<i> pluma</i>. El príncipe se apresuró a recorrer el perímetro para contemplar los augurios de los dioses.</p> <p>—¡Más señales! ¿Por qué me asediáis con misterios y portentos espantosos? —Sacudió un puño en dirección a los lagos como si quisiera desafiar a los dioses que le daban nombre. Sin hacer caso de las miradas inquietas de los sacerdotes y magos, agotados tras la larga y dura ascensión, gritó—: ¡Por una vez quiero que me deis una respuesta en lugar de más preguntas!</p> <p>Naltecona estaba rabioso, su furia dividida entre los consejeros que tenía delante y las formas invisibles de los dioses. ¿Qué significaba todo esto? El gobernante se forzó a sí mismo a recuperar el control, por difícil que fuera, ante esa nueva demostración del disgusto divino.</p> <p>El reverendo canciller se paseó arriba y abajo de la plataforma de la gran pirámide, la estructura más elevada de todo Nexal. Una docena de sacerdotes se apartaban para dejarle paso y después corrían para mantenerse cerca, y lo mismo hacían los magos. Estos carecían de casi toda autoridad, pero practicaban algunos hechizos que les permitían predecir el futuro. Sólo por esta razón, Naltecona los mantenía a su servicio.</p> <p>En la plataforma se erigía el gran templo de Zaltec, reconstruido después del misterioso incendio ocurrido diez años atrás. En su interior, la efigie del dios aparecía cubierta de la sangre seca de miles de sacrificios. La boca hambrienta del dios permanecía abierta para recibir los corazones palpitantes de las víctimas.</p> <p>—¡Apartaos de mí, todos vosotros! —rugió el canciller—. Tú no, Coton, quiero que te quedes.</p> <p>Los otros sumos sacerdotes miraron furiosos a su colega, mientras iniciaban el descenso de la larguísima escalera. En una mitología plagada de deidades celosas y vengativas, los servidores de cada dios vigilaban a sus rivales. El hecho de que Coton, patriarca de un dios olvidado hacía mucho tiempo, uno que ni siquiera reclamaba el sacrificio de vidas humanas, recibiese un trato preferente por parte del reverendo canciller les parecía a todos una amenaza terrible.</p> <p>Hoxitl, sumo sacerdote de Zaltec, se demoró un poco como si quisiera demostrar su desafío a la voluntad de su gobernante. Pero de pronto pareció recapacitar y encaró el descenso, no sin antes mirar airado a Coton. El patriarca de Qotal no pareció advertir la actitud de su colega.</p> <p>Naltecona hizo caso omiso del malestar de sus clérigos, y esperó a que hubiesen descendido lo suficiente para no oírlo. La pareja permaneció solitaria, en la cumbre de la pirámide truncada, con toda la ciudad desplegada a sus pies. El canciller dirigió una mirada de hierro al anciano Coton, como si quisiera conseguir con su voluntad que rompiera su silencio.</p> <p>Después le dio la espalda, consciente de que Coton estaba ligado por su juramento.</p> <p>—¿Por qué —preguntó— el único sacerdote que podría darme consejo y consuelo prefiere no hablar? —Volvió a mirar al viejo—. ¡Todos los demás no hacen más que aleccionarme durante todo el día! ¡Me avisan que sus dioses tienen hambre, necesitan más corazones y más cuerpos para alimentarlos! ¡Les damos lo que piden, y ellos continúan enviando nuevos presagios!</p> <p>La angustia de Naltecona se reflejó en su voz, mientras miraba en cualquier dirección que no fuese la de los lagos.</p> <p>—¿Qué significa todo esto? —chilló el canciller, sin poder contener más su nerviosismo—. Tú lo sabes, Coton.<i> ¡Tú ves y comprendes!</i> ¡Debes decírmelo!</p> <p>El sacerdote respondió a la mirada imperiosa del príncipe con otra compasiva y severa.</p> <p>—¡El lago de Qotal permanece en calma mientras todos los demás hierven y desaparecen ante nuestros ojos! —manifestó Naltecona—. ¡Quiero saber por qué! ¡Necesito saberlo!</p> <p>Coton no desvió la mirada y continuó en silencio. Frustrado, el canciller volvió a contemplar el espectáculo sobrenatural que rodeaba a su gloriosa ciudad.</p> <p>—¿Es la señal del retorno de Qotal? —preguntó Naltecona, con una voz donde se mezclaban el miedo y la esperanza. De pronto, pareció aliviado al tener un oyente que no le contestaría—. Recuerdo tus enseñanzas, patriarca, antes de que asumieras tu alto cargo y juraras un voto tan molesto. Hablabas del dios-rey Qotal, el Plumífero, gobernante por legítimo derecho del Mundo Verdadero; de cómo había navegado hacia el este, y prometido volver cuando las gentes de Maztica hubiesen demostrado ser dignas de su reinado.</p> <p>Por primera vez, el sacerdote apartó su mirada de Naltecona y miró hacia el este como si esperara ver en cualquier momento la aparición de la imagen del Plumífero. Después, Coton volvió a mirar al canciller, que, embargado por una angustia patética, buscaba en los ojos del anciano una respuesta inexistente.</p> <p>—Creo que ésa es la señal —dijo Naltecona, aceptando la evidencia—. Qotal regresa a Maztica.</p> <title style="page-break-before:always;text-indent: 0px;"> <p style="line-height:400%">3</p> </h3> <h1>El Consejo de Amn</h1> <p style="margin-top: 5%">Cordell acarició los finos mechones de su barba, en un esfuerzo por contener su deleite. Sabía que ofrecía un aspecto magnífico vestido con su túnica verde y el collar de esmeraldas y diamantes. Las botas negras de caña alta hasta los muslos, el peto ceremonial de acero y el yelmo le conferían un aire marcial impresionante.</p> <p>A su lado se encontraba Darién, con la capucha echada sobre los hombros, para mostrar su cabellera blanca, que resplandecía con su propia iridiscencia. Su túnica de seda rojo sangre contrastaba con el blanco alabastro de su piel. Un broche de rubíes ponía una nota de color en los cabellos blancos.</p> <p>—¡Te lo repito, un solo hechizo sería suficiente para dominarlos a todos! —susurró la maga. Su voz apenas resultaba audible, pero la importancia que concedía al tema se reflejó con toda claridad en su tono.</p> <p>—¡No, es muy arriesgado! ¡Sin duda el Consejo debe de tener defensas contra un intento de este tipo! —respondió Cordell, con otro murmullo.</p> <p>—¿Acaso crees que podrás persuadirlos?</p> <p>—Estoy seguro.</p> <p>—El Consejo, capitán general. —Un guardia de librea abrió la puerta de bronce y, con una reverencia, invitó a Cordell y a su dama a que entraran en la sala.</p> <p>Cordell atravesó la puerta con aire desenvuelto, tomado del brazo de Darién. Caminaron por la alfombra blanca como la nieve; los zapatos de cristal de la hechicera se deslizaron sobre la lana casi sin tocarla, mientras que las botas del general dejaban un rastro de fango apenas visible.</p> <p>—Capitán general Cordell, el Consejo de los Seis os saluda. Habéis conseguido una gran victoria para Amn, y para las fuerzas del orden de los Reinos —dijo una voz profunda. El orador era miembro del Consejo, uno de los príncipes mercaderes que gobernaban Amn, y permanecía de pie oculto en la penumbra de la sala.</p> <p>El general pudo ver más figuras, por encima de él y ubicadas detrás de una reja que parecía ser la parte delantera de un banco.</p> <p>Varios veladores pequeños con pantallas de vidrios de colores proyectaban una luz tenue que dejaba en sombras la mayor parte de la habitación. El Consejo ocupaba el banco, en tanto los visitantes recorrían la alfombra hasta llegar a un espacio circular delante de los seis gobernantes de Amn.</p> <p>Cordell observó satisfecho que los seis estaban presentes. Todos se pusieron de pie para saludarlo. Desde luego, sus rostros aparecían cubiertos por un velo de gasa negra que les aseguraba el anonimato. Los seis eran los amos de la poderosa nación comercial de Amn, y sus identidades constituían el secreto mejor guardado de todo el país.</p> <p>—La desaparición de los piratas de Akbet-Khrul es un momento histórico para todos nosotros.</p> <p>Cordell demostró su agradecimiento por la felicitación, levantando el yelmo al tiempo que hacía una reverencia. Darién dobló las rodillas con la gracia propia de su raza, y los integrantes del Consejo se sentaron para escuchar las palabras del capitán general.</p> <p>—Caballeros... y damas, si hay alguna presente: es un honor para mí estar a vuestro servicio. Con toda humildad, considero necesario mencionar que todavía pueden existir pequeños grupos de piratas en el interior de las islas. No obstante, el libre paso por el canal de Asavir está garantizado por muchos años.</p> <p>—¡Ya lo creo! —La exclamación hecha con voz aguda provenía de un hombre sentado en el extremo izquierdo del banco. Cordell imaginó a un comerciante gordo que se frotaba las manos feliz, si bien la máscara y las prendas abultadas impedían hacer cualquier apreciación del aspecto real del consejero—. Encontraréis el pago en el cofre que hay delante de vos, junto con un premio que, esperamos, juzgaréis satisfactorio.</p> <p>—Vuestra generosidad, como siempre, me conmueve. —Con un supremo esfuerzo de voluntad, Cordell se obligó a no mirar el cofre. Hizo una pausa, para darles tiempo a que advinieran su actitud y pensaran en ella. Cuando presintió que ya había picado su curiosidad, añadió—: Sin embargo, quiero presentaros una propuesta alternativa; la oportunidad de que conservéis vuestro tesoro y obtengáis mayores ganancias. ¡Diez, cincuenta veces lo que hay aquí!</p> <p>Calló otra vez a la espera de que la idea calara en sus mentes. Los príncipes mercaderes permanecieron inmóviles detrás de la reja.</p> <p>—A partir de ahora —señaló el capitán— tenéis abiertas todas las rutas hacia Aguas Profundas y la costa, pero ¿qué ocurre con la gran ruta terrestre a Kara-Tur? —La imagen de Kara-Tur no podía evocar en estas personas otra cosa que los cargamentos de té, especias, rubíes y sedas—. ¡Todos los caminos están en manos de las hordas de las estepas! Las especias, los objetos de arte, tesoros como esta alfombra que piso; todos los productos de Oriente fuera de vuestro alcance.</p> <p>Este recordatorio, doloroso para gente motivada por las ganancias, no era del todo necesario. Todos sabían que las rutas por tierra a través del centro del continente, las arterias comerciales por las que circulaban los productos de Kara-Tur, les estaban vedadas. Una enorme horda migratoria de jinetes bárbaros había cerrado aquellas tierras a cualquier propósito civilizado.</p> <p>—¡Perdidos no sólo para Amn, sino para la totalidad de los Reinos! ¡Centenares de ciudades desesperan por bienes que no se pueden conseguir!</p> <p>»¡Pensad, oh príncipes, en la recompensa que aguarda a aquel capaz de abrir el comercio con Oriente... y para aquellos que le den su apoyo! —Lo escuchaban con atención, ya los tenía.</p> <p>—¿Acaso insinuáis que vuestra legión puede abrir una ruta a través de la estepa? —preguntó el mercader de voz aguda, incrédulo. Se decía que la horda superaba al millón de guerreros.</p> <p>—Desde luego que no. Eso queda para los locos; al menos, otros locos además de mí mismo. —Los miembros festejaron la broma. «Están a punto», pensó Cordell—. ¡Lo que pido, consejeros de Amn, es que financiéis una<i> travesía oceánica</i> a Kara-Tur! ¡Quiero viajar hacia el oeste para llegar al este!</p> <p>Dos consejeros soltaron una exclamación burlona, otro movió la cabeza, y los otros tres permanecieron impasibles. Cordell dirigió sus próximas palabras a estos últimos.</p> <p>—Los astrólogos y los sabios insisten desde hace muchos años en que el viaje es posible. Dadme una docena de buenos barcos, vituallas y mercaderías para intercambiar. Mis naves transportarán a lo mejor de la legión. Con el apoyo de vuestras casas, podría hacerme al mar dentro de seis meses, antes de las primeras nieves.</p> <p>—¿Hacia dónde pondríais rumbo? —La pregunta la formuló el príncipe mercader que lo había saludado al entrar. El tono evidenciaba su curiosidad.</p> <p>—Al oeste. Mejor dicho, oeste-sudoeste, a través del Mar Insondable, también conocido como Mar Impenetrable por las gentes de las islas Moonshaes. Nuestro fraile ha consultado con Helm, patrono de la legión. También hemos pedido consejo a los más grandes sabios de la costa, y consultado con todos los hechiceros desde Aguas Profundas hasta Calimport.</p> <p>»Los augurios son inmejorables. Hay un símbolo que destaca sobre todos los demás, en todas las visiones. En cada una de las palabras de nuestro dios, el fraile ve la misma promesa. Domina los hechizos de los magos, y está en el fondo de todas las manifestaciones de los sabios. Es una imagen tan fuerte que no podemos sino creer que estará al final de nuestra búsqueda. Esta imagen, excelentísimos consejeros, es la del oro. —«Ya los tengo», se dijo satisfecho.</p> <h2>* * *</h2> <p>—Entonces, está arreglado. —El viejo sacerdote miró más allá de Huakal para contemplar el motivo de la larga discusión para acordar un precio. Erixitl permanecía inmóvil, aunque con un poco de miedo, e intrigada por los acontecimientos.</p> <p>En los meses transcurridos desde su pelea con Callatl, no se habían producido muchos cambios en la vida de la muchacha.</p> <p>El joven se había recuperado poco a poco, si bien su voz no era ahora más que un sonido áspero debido a la herida en la garganta. Pero lo peor habían sido las consecuencias del rodillazo de Erix en la entrepierna, que lo había dejado estéril. Sin embargo, durante la larga y dolorosa recuperación de su hijo, Huakal se había mantenido distante... hasta esa mañana.</p> <p>Él la había llamado para presentarla a este hombre, un sacerdote de Qotal, vestido de blanco. Huakal y Kachin, el sacerdote, hablaron la mayor parte del tiempo en el idioma de Payit, y ella no entendió casi nada, pero sí observó que el clérigo no dejaba de mirarla con atención. Ahora, cambiaron de idioma y pasaron al kultaka.</p> <p>—Un cajón de cacao, diez mantos y dos onzas de polvo de oro. De acuerdo. La muchacha es vuestra —dijo Huakal.</p> <p>A Erix se le encogió el corazón. ¡La habían vendido! Entonces pensó en el precio que habían pagado por ella. Se podían comprar diez hombres sanos y robustos por aquella cantidad. En aquel momento, Huakal se volvió.</p> <p>—Este es Kachin —dijo, con voz firme—. Él es tu nuevo dueño. Te llevará con él a Payit.</p> <p>Ella lo miró con sus grandes y orgullosos ojos, y despertó su inquietud. «Jamás se ha comportado como una esclava! —pensó Huakal—. ¡No sabe lo que es ser esclava! Pero sus ojos...»</p> <p>El noble kultaka pasó bruscamente al costado de la joven, y ella se preguntó si eran lágrimas lo que había visto en sus ojos.</p> <p>Por un momento, tuvo el impulso sincero de abrazarlo, de darle las gracias, de consolarlo o decirle adiós. Pero pudo más la súbita sensación de pánico y premonición, y maldijo a Huakal para sus adentros, por mandarla lejos.</p> <p>En realidad, muchos nobles la habrían mandado al sacrificio sin el menor remordimiento, después de una lucha como la que había protagonizado. Las lesiones de Callatl no curarían jamás. De hecho, se había preparado para morir.</p> <p>No obstante, Huakal la había perdonado, y ahora la había vendido por un precio absurdo a un clérigo de las fronteras más lejanas de Maztica. Todo lo que sabía de Payit era que se trataba de una tierra de selvas, pantanos, serpientes venenosas y gente semisalvaje.</p> <p>El habla extraña del sacerdote y su ropa la asustaban. Vestía un manto de algodón blanco, sin adornos. No llevaba plumas, oro o gemas. Su piel era muy oscura, y sujetaba con una cinta su cabellera, larga y gris. El rostro lleno de arrugas era redondo y de sonrisa fácil. No era muy alto, y movía su cuerpo casi rechoncho con una gracia poco habitual en un hombre tan mayor.</p> <p>A diferencia de los demás clérigos que había conocido, servidores de Zaltec o de su sangriento hijo, resultaba evidente que éste no pasaba hambre. El único detalle conocido era el dije del Plumífero, distintivo de los monjes de Qotal. Quizás el dios Plumífero no exigía a sus devotos que ayunasen con tanta frecuencia como aquéllos al servicio de Zaltec y las deidades más jóvenes.</p> <p>El culto a Qotal no se había extendido tanto como el del guerrero Zaltec, o los esenciales Calor y Tezca, portadores de vida, encarnados en la lluvia y el sol. Sin embargo, Erix sabía que su padre reverenciaba a Qotal, aunque él lo había mantenido casi en secreto. También Huakal tenía un santuario dedicado al Plumífero. En cambio, el hijo de Huakal, al igual que su propio hermano, había escogido el culto de Zaltec en lugar del dios pacífico de sus padres.</p> <p>De todos modos, Erix había aprendido a temer a los clérigos, pues a menudo sólo tenían un uso para los esclavos. Ahora, la habían vendido a un sacerdote que la llevaría a los confines del Mundo Verdadero, y que, con un fin misterioso, había pagado una suma exorbitante por ella.</p> <p>Casi dio un respingo al ver que tenía delante a Huakal. Observó que sus ojos se demoraban en su amuleto antes de mirarla a la cara. Como mujer de Maztica, tendría que haber bajado la vista, pero no lo hizo, y devolvió la mirada a su anterior amo.</p> <p>—Eres un extraño tesoro, Erixitl. —La voz de Huakal llegó hasta ella como algo muy lejano. El noble había sucumbido a la emoción, y no ocultaba sus lágrimas—. Te aguarda un destino muy duro. Mi línea se acabó con Callatl, y ahora a ti te llevan lejos. Te marcharás a Payit, y aquella tierra ya no será la misma con tu presencia.</p> <p>»¡Que los dioses te protejan!</p> <h2>* * *</h2> <p>De la<i> Crónica</i><i> del Ocaso:</i></p> <p></p> <epigraph> <p>¡Que la sabiduría del Plumífero brille a través del Mundo Verdadero!</p> <p>Ahora, como cisnes que alzan el vuelo, veo a seres extraños que extienden sus alas y se hacen a la mar. Pero estas criaturas que vuelan cada vez más cerca de Maztica no son cisnes, sino halcones.</p> <p>Vienen con poderes que superan mi conocimiento, artilugios y herramientas que jamás he visto. No puedo imaginar el uso de las cosas que observo en la visión. Pero lo más terrible de todos mis augurios no son las herramientas, ni los poderes de estos extraños.</p> <p>Son los propios hombres.</p> <p>Presiento —incluso a través de los mundos que nos separan— que estos hombres son diferentes. Su dios es amo feroz, quizá más que los dioses jóvenes de Maztica. Son atraídos por las cosas, impulsados por fuerzas que no comprendo. Las visiones del metal y las piedras los mueven con un poder que me confunde e impresiona.</p> <p>¡Sólo sé que me aterrorizan!</p> </epigraph> <title style="page-break-before:always;text-indent: 0px;"> <p style="line-height:400%">4</p> </h3> <h1>El viaje</h1> <p style="margin-top: 5%">Toda la ciudad de Murann, el principal puerto marítimo de Amn, olía a pescado. Desde las residencias estucadas y los elegantes jardines, hasta las chabolas atestadas y los bulliciosos barrios comerciales, el olor penetrante y aceitoso lo invadía todo; se pegaba a paredes, suelos y ropas.</p> <p>Pero en ninguna otra parte el olor era tan fuerte como en la costa de la propia bahía, donde Halloran trabajaba bajo el despiadado sol de la tarde. El muelle era un hervidero. Los gritos de los animales, el chirrido de las grúas, el crujido de las maderas, las voces de los hombres, se unían al estrépito ensordecedor que surgía a sus espaldas, donde uno de los más grandes astilleros de la Costa de la Espada producía un barco tras otro: pesadas galeras de guerra y de carga, rechonchas carabelas y grandes carracas con sus típicos castillos de popa muy altos.</p> <p>Era uno de estos últimos, un navío de proa roma, tres palos, y la plataforma elevada a popa, el que se encontraba amarrado al muelle junto al joven jinete. Como todas las demás carracas y carabelas, el<i> Cormorán</i> no tenía remos, y dependía del velamen para su navegación. La carga de las provisiones de carne salada, tocino y demás vituallas ya había concluido, y ahora Hal observaba a un grupo de estibadores que subían las barricas de agua por la pasarela de popa.</p> <p>De pronto, un relincho le hizo volver su atención hacia proa.</p> <p>—¡Cuidado! ¡Que no se golpee! —les gritó a los peones de piel oscura que intentaban llevar a bordo a su yegua, asustada por la estrechez de la plancha.</p> <p>Los hombres pusieron más paciencia en su tarea, y, en unos minutos, consiguieron tranquilizar al animal y llevar a<i> Tormenta</i> a la cubierta del<i> Cormorán</i>, donde ya había otros dos caballos a la sombra de una lona.</p> <p>—¿Cuál será la próxima costa que volverá a pisar? —preguntó una voz áspera.</p> <p>Halloran escuchó la pregunta y el ruido de unas pisadas familiares. Se volvió para saludar al capitán Daggrande.</p> <p>—Espero que sean los campos de especias de Kara-Tur —respondió.</p> <p>—¡No será en estos reinos! —protestó Daggrande—. Navegar hacia el oeste para llegar al este... ¡es ridículo!</p> <p>El propio Halloran aún no había salido del asombro provocado por la audacia de la misión de Cordell. Sin embargo, su absoluta confianza en el capitán general disipaba cualquier duda que pudiese tener acerca del éxito de la travesía.</p> <p>Desde que se había hecho el anuncio del viaje, seis meses antes, la actividad había sido frenética mientras la legión se preparaba para su aventura más atrevida. La pequeña flota de seis carracas y nueve carabelas fondeadas en Murann serían su medio de transporte. Los legionarios habían sido informados del plan y de que la participación era voluntaria. No llegaban al centenar los hombres que no habían aceptado ir, y sus plazas fueron ocupadas casi de inmediato por otros, ansiosos de gloria y riqueza.</p> <p>Cordell había entrenado a sus quinientos legionarios en todo lo referente a travesías marítimas, y les había hecho practicar la carga y descarga de los caballos, en previsión de que no hubiese puertos o muelles allí donde iban. Se habían reclutado doscientos marineros para tripular los bajeles. A pesar de la incertidumbre de su destino, un aire festivo había acompañado todos los preparativos.</p> <p>Ahora los caballos relinchaban inquietos y los perros ladraban, con ansias de verse libres de las traillas. Llevaban varias docenas de grandes lebreles adiestrados para servir de guardianes en los campamentos, o actuar en los combates.</p> <p>Grandes cantidades de alimentos y agua, armas y corazas de recambio, y todo aquello que pudiese hacer falta en las marchas y en las batallas había sido trasladado desde los depósitos en los muelles hasta las bodegas de la flotilla.</p> <p>—¿Por qué vienes si crees que es una locura? —preguntó Halloran.</p> <p>—Porque sé que mi amigo Cordell no se embarcaría en una misión como ésta sin estar seguro de que al otro lado hay algo —contestó el enano, con una mirada de astucia—. ¡Intuyo que encontraremos tesoros suficientes para que todos vivamos el resto de nuestras vidas a todo lujo!</p> <p>—¿Cómo puede saberlo? ¿Qué te hace estar tan seguro?</p> <p>—Es por aquel fraile; él y la dama hechicera. —Daggrande soltó un escupitajo. No ocultaba sus sentimientos hacia los elfos, y la maga Darién parecía despertar un desagrado aún más profundo en la naturaleza irascible del enano. Sacudió la cabeza, pesaroso.</p> <p>»Debo admitir que sus poderes pueden ser útiles. Apostaría la paga de un año a que ambos han visto suficiente de lo que hay allí como para convencer a Cordell de que vale la pena aceptar el riesgo.</p> <p>»Además, en el folklore de los enanos hay infinidad de relatos acerca de tierras lejanas cargadas de riquezas. Se dice que existió un tiempo en el que podías viajar<i> por debajo</i> del Mar Insondable y salir en una tierra al oeste. ¡Cuentan que una de las grandes guerras entre enanos y los drows se libró a muchos kilómetros por debajo del fondo del mar!</p> <p>Halloran asintió, impresionado. Los drows, o elfos oscuros, tenían fama de ser una raza malvada y de enorme poder. Se los consideraba como maestros de la magia, constructores de armas terribles y de una capacidad combativa fuera de lo normal. En la actualidad, no eran muy comunes, porque habían sido desalojados de todas las naciones civilizadas.</p> <p>—Se menciona que los drows acabaron aquella guerra —añadió el capitán de ballesteros— provocando un incendio tan vasto, tan enorme, que hasta las rocas se fundieron y el mar penetró para destruir todo el mundo subterráneo.</p> <p>»Destruido para siempre, pero no así las tierras cargadas de tesoros al otro lado. ¡A mí ya me basta! ¡Después de todo, Cordell es un hombre de mucha suerte! —Los ojos del enano resplandecieron—. Ah, antes de que me olvide, creo que se impone una felicitación.</p> <p>Hal asintió, sin poder evitar la sonrisa.</p> <p>—Capitán de caballería. ¡El rango ya es permanente! Tengo el mando de los cuatro escuadrones.</p> <p>—No dejes que se te suba a la cabeza. De todos modos, estoy orgulloso de ti, y deberías sentirte halagado. Pero hay una cosa: ten mucho cuidado con Alvarro. Es un tipo celoso e irascible, y pretendía el cargo para sí.</p> <p>—Ya he visto cómo me mira —replicó el joven—. Pero puedo controlarlo.</p> <p>Halloran miró más allá de la bahía para contemplar el mar. Tan grande era el número de mástiles de los navíos fondeados que la rada parecía un bosque de árboles desnudos. Las naos de carga permanecían ancladas lejos de la costa, porque habían destinado todos los muelles disponibles a las operaciones de carga de los barcos de la expedición de Cordell.</p> <p>Los quince bajeles ocupaban toda la zona, y el más grande no superaba los treinta metros de eslora. Cada uno llevaría unos cuantos caballos y cuarenta hombres, la flor y nata de la legión, con una docena o más de marineros. Todos los corceles se encontraban ya a bordo, y los capitanes se afanaban, en medio de la barahúnda, para ultimar los detalles de la carga.</p> <p>—¿Dónde está Cordell? —preguntó el joven, al advertir que el capitán general no estaba como siempre ocupado en comprobar personalmente el desarrollo de las operaciones.</p> <p>—Él y la maga —el enano soltó otro escupitajo— se han pasado el día de compras en el mercado de los alquimistas. Pócimas para el viaje, o para las tierras que haya al otro lado.</p> <p>—Creo que seguiré confiando en mi propio acero —afirmó Halloran, al tiempo que reprimía un temblor. Apoyó la mano sobre la empuñadura de cuero de su sable largo.</p> <p>—Sabias palabras. Por mi parte, dependo del filo de mi hacha, la fuerza de mi brazo, y poca cosa más. —En un gesto mecánico, el enano sacó el hacha de doble filo de su cinturón, y comenzó a afilarla con una piedra de amolar, mientras contemplaba la actividad en la bahía de Murann.</p> <p>De pronto un estridente toque de corneta mandó detener todo el trabajo en los muelles.</p> <p>—Ha vuelto el general —masculló Daggrande, enfundando el hacha—. Vamos a escuchar lo que tenga que decir.</p> <p>Las tareas quedaron pospuestas mientras todos los miembros de la expedición desfilaban entre los edificios portuarios para ir a reunirse en la gran plaza de Murann. Allí los esperaba el capitán general Cordell, resplandeciente en su túnica de terciopelo púrpura recogida sobre su coraza de acero. Sostenía el yelmo contra el costado, y permanecía de pie en el podio, con la cabeza descubierta bajo los rayos del sol.</p> <p>—¿Quién más está con él? —preguntó el enano, que no podía ver, al quedar rodeado por la multitud.</p> <p>—La dama Darién..., el fraile Domincus... Veo unos cuantos oficiales y una joven dama junto al fraile. ¡Es hermosa! —Halloran contuvo el aliento a la vista de la mujer pelirroja.</p> <p>—Probablemente es la hija de fray Domincus. —Daggrande no veía, pero esto no le impedía tener opiniones—. He oído rumores de que vendría en la expedición.</p> <p>—¡Soldados de la Legión Dorada! —La voz de Cordell resonó en la plaza, y el murmullo de las conversaciones se apagó en el acto—. Dentro de muy pocas horas nos embarcaremos en una misión de grandes peligros. Los riesgos que habremos de afrontar nos son desconocidos, pero sé que cada uno de vosotros se mostrará digno de su coraje y su fe. ¡Con la ayuda de nuestro protector todopoderoso, Helm, los venceremos a todos!</p> <p>»Como sabéis, nuestra misión es financiada por el excelentísimo Consejo de Amn —añadió el líder—. Tenemos aquí con nosotros al gran asesor del Consejo, Kardann. ¡Nos acompañará en la misión y llevará cumplida cuenta de todos los tesoros que obtengamos! —Una estruendosa ovación saludó estas palabras.</p> <p>—¡En el nombre de Helm! —gritó el fraile, y los centenares de soldados y marineros corearon su grito—. ¡Que nuestro benefactor bendiga nuestras espadas, y mantenga su filo! ¡Que dé fuerzas a nuestros brazos para que nuestros mandobles maten al instante cuando ataquemos en su nombre inmortal!</p> <p>»¡Que la vigilancia de su mirada eterna nos avise de las traiciones y así nuestra venganza pueda caer en el acto contra aquellos que pretendan engañarnos! ¡Ojalá la luz sagrada de brillantez acerada nos guíe a tierras de riqueza y promisión, abriendo los fabulosos tesoros de Oriente a nuestra valiente exploración! —Fray Domincus hizo una pausa, y recitó para sí mismo una plegaria a Helm, patrono de la legión, antes de volver a contemplar a los reunidos con sus apasionados ojos azules.</p> <p>»Ahora unamos nuestras voces en el himno legionario. Martine, por favor, guíanos...</p> <p>Halloran vio a la mujer cuya belleza le había impresionado adelantarse hasta la primera fila del grupo en el podio. La joven miró al cielo, y su voz clara y melodiosa guió a los hombres de la Legión Dorada en su himno de guerra.</p> <p>La canción combinaba la exaltación de la victoria con la pena por los compañeros caídos. Sus palabras hablaban directamente al corazón de todos los guerreros presentes, y Halloran no fue el único que lloró con la estrofa final. Apretó el pomo de la espada hasta que los nudillos se le volvieron blancos, mientras pensaba en la gloria de las muchas conquistas futuras. Permaneció embelesado hasta que Martine dejó de cantar, y después la observó mientras volvía con su padre junto a Cordell.</p> <p>El fraile y su hija navegarían con el general en la nave capitana, el<i> Halcón</i>, se dijo Halloran. Volverla a ver sólo sería cuestión de tiempo.</p> <p>—¡Ahora, a vuestros barcos! —ordenó Cordell, sin alzar la voz, aunque para cada uno de los presentes fue como un toque de clarín. El poder que transmitía la voz llenó a Hal de energía y entusiasmo.</p> <p>»¡La pleamar será a medianoche, y para el alba estaremos en mar abierto, rumbo el oeste y a la historia!</p> <h2>* * *</h2> <p>El viaje de Erixitl desde Kultaka a Payit comenzó de una manera extraña. Al saber que su destino sería aquel lejano país, la joven pensó en los múltiples riesgos de una larga y dificultosa marcha. Como todo el mundo, conocía muy poco acerca del pueblo payita excepto que eran bárbaros carentes de cultura. Desde luego, Kachin hablaba correctamente y tenía un porte civilizado, pero era lógico que un clérigo diera muestras de cultura y buenos modales. En cambio, tenía la sospecha de que sus compatriotas eran mucho más salvajes.</p> <p>Por lo tanto, se quedó boquiabierta al encontrarse, la mañana de su partida, con que disponía de una elegante túnica del más suave algodón. Sandalias de piel de víbora y un brillante manto de plumas completaban el ajuar; jamás había tenido prendas de tanta calidad.</p> <p>Su asombro fue todavía mayor cuando, al salir de la casa de Huakal, vio que la esperaba una litera<i> de pluma</i>. El lecho era lo bastante amplio para acomodar a un adulto acostado, y flotaba a varios palmos del suelo. El grosor era casi de un palmo, y su superficie la formaban un mosaico de plumas multicolores limitado por un borde de plumas de quetzal verde esmeralda.</p> <p>—¿Una esclava en una litera? ¿En un lecho de<i> pluma? —</i>La joven fue incapaz de ocultar su sorpresa en presencia de Kachin, su nuevo dueño. Vio que había otros seis esclavos, hombres fuertes, cargados con grandes paquetes. Pensó que llevaban artículos de Kultaka, turquesas y obsidiana; quizás los habían obtenido a cambio de plumas tropicales o cacao traídos por el sacerdote.</p> <p>Kachin le dirigió una mirada extraña. El brillo de sus oscuros ojos castaños la asustó; sin embargo, había algo paternal en la sonrisa que poco a poco apareció en su curtido rostro.</p> <p>—Ya no eres una esclava, Erixitl. Te has convertido en una vestal de los payitas, y, como tal, no se espera que camines.</p> <p>—¿Una sacerdotisa? —El asombro de la muchacha la volvió osada—. ¡Sé muy poco de vuestro dios!</p> <p>—Qotal es dios de todos nosotros, lo sepamos o no —replicó Kachin, con otra sonrisa.</p> <p>Ella sacudió la cabeza, confundida.</p> <p>—Aun en este caso, ¿por qué una joven sacerdotisa viaja en litera, mientras el sumo sacerdote camina? ¿Y por qué habéis venido a buscarme desde tan lejos? ¿Es que en Payit no hay vírgenes? —Se mordió el labio, arrepentida de sus muchas preguntas.</p> <p>Pero Kachin se limitó a reír.</p> <p>—Eres especial por muchas razones, querida Erixitl. Y estas razones las conocerás a su debido tiempo.</p> <p>—Pero... —Triunfó el sentido común, y la joven guardó silencio. Sin embargo, no pudo evitar preguntarse qué clase de hombre era éste. ¿Qué religión podía aprobar un viaje tan arduo y el gasto de un valioso tesoro para<i> comprar</i> una sacerdotisa? Se sentó en la litera, y el colchón cedió suavemente bajo su peso y se ajustó a las formas de su cuerpo, mientras ella alzaba las piernas y se reclinaba. Sintió deleite ante el lujo.</p> <p>—¡Ahora, hacia el camino de la costa! —ordenó Kachin.</p> <p>La expedición también incluía un trío de guerreros payitas, vestidos con taparrabos. Estos jóvenes de piel oscura llevaban jabalinas con bayonetas de obsidiana, muy diferentes de las tizonas del mismo material, llamadas<i> macas</i>, que utilizaban los guerreros de Nexal y Kultaka. Peinaban sus largos y oscuros cabellos en un moño en lo alto de la cabeza, adornado con largas plumas verdes. Al parecer, los habitantes de la selva preferían ir ligeros de ropa, y despreciaban las túnicas de algodón acolchado que en Nexal servían habitualmente de armadura.</p> <p>Salieron de Kultaka de madrugada cuando la bruma del alba todavía cubría las montañas a su alrededor. Hombres y mujeres se afanaban en los campos de maíz, y, para el momento en que despuntó el sol, las pequeñas pirámides de la ciudad ya habían quedado muy atrás.</p> <p>La litera le permitía adoptar cualquier posición. No tenía más que mover el cuerpo y el mullido colchón de plumas se acomodaba a la postura elegida. Era una manera muy cómoda de viajar, pero tanta comodidad la inquietó, y tuvo vergüenza al pasar por delante de los campesinos y esclavos dedicados a las pesadas tareas agrícolas.</p> <p>Erix no pudo disipar una extraña sensación de añoranza. A pesar de que había sido traída a Kultaka como esclava, su vida en este país no había resultado desagradable. Sus recuerdos de Kultaka eran más vivos y significativos que las memorias de su infancia, transcurrida en la lejana Palul. Ahora abandonaba esta tierra, y una vez más su destino la apartaba de Nexal, corazón del Mundo Verdadero. Juró para sus adentros que algún día volvería a su patria, a contemplar las maravillas de la capital antes de morir. No obstante, incluso mientras juraba, sabía que no podía escoger ir a Nexal de la misma manera que un madero a la deriva no puede elegir la playa donde lo dejarán las olas.</p> <p>La suave pendiente del camino hacia la costa no ponía obstáculos a la marcha de los esclavos, y Erix no tardó en disfrutar de la comodidad de la litera. Flotaba sin sobresaltos, al mismo paso del grupo. Cada vez que la muchacha se bajaba para hacer ejercicio, la litera la seguía como un animal doméstico.</p> <p>Durante varios días, la comitiva avanzó a buen ritmo. Por las noches se albergaban en posadas, y Kachin siempre alquilaba una habitación privada para Erix. Estas eran tierras de vida rural, y la joven disfrutaba de la sencilla hospitalidad de los campesinos que encontraban en el camino.</p> <p>Poco a poco, las montañas que rodeaban Kultaka cedieron paso a la gran llanura costera. La espesura de las colinas se transformó en campos de pastoreo, y el paisaje monótono sólo era alterado por alguna que otra aldea con sus cultivos de maíz. Todos los pueblos tenían su pirámide, aunque ninguna de ellas se podía comparar con la pirámide de la ciudad de Kultaka. «E incluso aquélla —pensó Erix— no era más que una pequeña pila de piedras frente a la gran pirámide de Nexal.»</p> <p>En muchas ocasiones durante el viaje, Erix intentó conversar con los demás esclavos. Por el habla suponía que ellos también eran de Nexal, pero ninguno respondió a su voluntad de comunicarse.</p> <p>Los tres guerreros sólo hablaban payit, así que la muchacha se vio limitada a conversar con Kachin. El sacerdote comenzó a darle clases, y Erix no tardó en aprender el payit. La mayor parte del tiempo Kachin le contaba cosas de Ulatos, la ciudad que era su punto de destino, y, mientras el clérigo hablaba de templos, artes y pinturas, la joven pensaba si el hombre era consciente de su condición de bárbaro. Erixitl decidió no herir sus sentimientos, y no replicó a sus alardes con descripciones de las maravillas existentes en Nexal. Él se entusiasmaba al describir la pirámide cubierta de vegetación exuberante y flores hermosas, y ella lo escuchaba cortésmente.</p> <p>Sin embargo, este dios llamado Qotal parecía ser muy diferente y mucho más atractivo que Zaltec, el sanguinario dios de la guerra.</p> <p>En una de las jornadas, Kachin mandó parar la caravana cuando se encontraban en medio de un enorme campo de flores silvestres.</p> <p>—Observa las mariposas —dijo el sacerdote, señalando los miles de mariposas—. El padre Plumífero las ama, ama las flores que las alimentan. Es este amor el que lo convierte en el más poderoso de los dioses.</p> <p>—Entonces, ¿por qué tiene tan pocos seguidores? —preguntó Erix, atrevida. Durante el viaje había aprendido a confiar en el clérigo.</p> <p>—A la gente, gente como los nexalas y los kultakas, les gusta el derramamiento de sangre —respondió Kachin—. Son incapaces de imaginar un dios que no desee lo mismo.</p> <p>Erix abrió los ojos sorprendida por las implicaciones de la respuesta. Kachin hablaba como si los dioses hubiesen sido creados para satisfacer las necesidades de los hombres. Rogó para sí misma que el sacrilegio no fuera tenido en cuenta, porque le había cogido cariño al anciano.</p> <p>—Qotal sabe quién eres y te ha bendecido, aunque tú no lo sepas —añadió Kachin—. Llevas contigo un testimonio de su belleza y de su paz.</p> <p>—¿Qué quieres decir?</p> <p>—Me refiero al amuleto, el medallón emplumado que tanto te empeñas en ocultar. Habla con voz propia, proclama el poder y la gloria del dios Plumífero. No deberías taparlo. Qotal es el dios del aire, el viento y el cielo. Sus símbolos deben participar de estos placeres.</p> <p>Avergonzada, Erix sacó el medallón colgado de su cuello y lo puso por encima de la túnica. Quizá sólo lo imaginó, pero el viento pareció soplar más fuerte para refrescarla con el olor de las flores. Después, pensó en otra cosa. ¿Cómo se había enterado Kachin del amuleto? Lo había ocultado con mucha precaución, convencida de que el sacerdote se lo arrebataría debido a su gran belleza. Al parecer, había muchas cosas que ignoraba acerca del anciano.</p> <p>La carretera los llevó una vez más a zonas de montaña, donde el trazado discurría junto a grandes precipicios y cañones, y después a una región de valles cubiertos de verdor parecidos a los de Kultaka.</p> <p>Por fin Erix divisó la silueta inconfundible de una pirámide que se elevaba en medio de la planicie.</p> <p>—Pezelac. La ciudad es vasalla de Nexal, pero en otros tiempos fue una tierra independiente —le explicó Kachin, a medida que se acercaban—. Sus pobladores son artistas, gente tranquila y pacífica. Creo que te gustarán. Y, cuando salgamos de aquí —anunció entusiasmado—, entraremos en las tierras de Payit, tu nuevo hogar.</p> <p>El sacerdote payita fue bien acogido en Pezelac. El grupo fue hasta una casona al costado de un pequeño templo, y les asignaron habitaciones amplias y bien aireadas para todos.</p> <h2>* * *</h2> <p>Una niña llevó agua caliente al cuarto de Erix después de cenar, y la sacerdotisa disfrutó de un magnífico baño. La pequeña permaneció boquiabierta junto a la bañera, para alcanzarle cepillos, jabones y toallas.</p> <p>—¿Por qué me miras así? —preguntó Erix.</p> <p>La niña se apresuró a desviar la mirada.</p> <p>—Lo..., lo lamento. Sois tan hermosa, que no he podido evitarlo.</p> <p>Erix soltó una carcajada, y la niña le correspondió con una sonrisa.</p> <p>—Me alegro de que lo pienses —dijo—. En realidad, tu baño ha hecho que me vuelva a sentir bonita.</p> <p>La pequeña, pensó Erixitl, no podía tener más de nueve o diez años. Recordó, con un poco de pena, que ella tenía su misma edad cuando la habían raptado. Ahora, aquel día parecía pertenecer a otra vida, y su hogar en Palul, un sitio del reino de los sueños.</p> <p>—¿Sois la gran sacerdotisa de todo Payit? —preguntó la niña, con timidez.</p> <p>—¡No, no lo creo! No sé<i> qué</i> voy a hacer allí, ni tampoco por qué voy allí. —Erix pensó que un sacerdote capaz de comprar a una sacerdotisa era capaz de cualquier cosa—. ¿Todos los payitas están tan locos como Kachin?</p> <p>En el rostro de la niña apareció una expresión de miedo.</p> <p>—¡No digáis que el sacerdote está loco! ¡Es fiel al más poderoso de nuestros dioses, el único dios verdadero de todo Maztica!</p> <p>—¿Quién te cuenta todas estas cosas? —preguntó Erix, sorprendida ante la vehemencia de la pequeña—. ¿Cómo puedes decir que uno de nuestros dioses es el verdadero y correr el riesgo de sufrir la cólera de los demás?</p> <p>—¡<i> Sé</i> que es verdad! Mi abuelo es el patriarca de Qotal en Pezelac, y él me enseñó acerca del dios verdadero antes de hacer su voto! —La niña mostró por un instante una expresión de tristeza, y después añadió—: Aprendió tantas cosas que Qotal le hizo adoptar un voto de silencio. Esto significa que no puede hablar. Y, dado que sabe mucho más de lo que los hombres están autorizados a saber, prometió no decírselo a nadie más.</p> <p>—Lo lamento. No pretendía criticar a tu dios. —Erix comenzó a secarse. Disfrutaba de la conversación.</p> <p>—¡<i> Nuestro</i> dios, y el dios de los payitas! —La niña asintió entusiasmada, con una mirada muy seria. Cogió la toalla de las manos de Erix y acabó de secar a la joven.</p> <p>»Sólo los nexalas, tu gente —añadió, con vergüenza—, y los kultakas glorifican la guerra, y exaltan a Zaltec. En cambio los payitas todavía aguardan el regreso de Qotal. Mi abuelo me dijo que han construido grandes rostros de piedra en los acantilados de las costas orientales, un hombre y una mujer que miran hacia el este esperando la aparición de la gran canoa del dios Plumífero. Los llaman los Rostros Gemelos, y están consagrados al retorno de Qotal de los océanos del este.</p> <p>—¡Alabado sea Zaltec! —Hoxitl comenzó el saludo ritual.</p> <p>—¡Alabado sea el dios de la noche y de la guerra! —respondió el Muy Anciano. Al clérigo le pareció que su interlocutor estaba nervioso. No se equivocó. La figura vestida de negro se apresuró a añadir—: ¡La muchacha ha vuelto a escapar! Nos han informado que ha sido comprada por un sacerdote de Qotal. ¡Ahora viaja hacia Payit!</p> <p>—¿Payit? —exclamó Hoxitl, asombrado—. Está muy lejos del Mundo Verdadero. Quizá ya no represente un peligro para nosotros.</p> <p>—¡Idiota! —La voz del Muy Anciano no podía ser más despreciativa. Hoxitl nunca había sido tratado de esta manera, y se asustó—. ¡Es más peligrosa que nunca! ¡Y ahora el tiempo se nos escapa como el agua de una catarata!</p> <p>—Muy bien —susurró Hoxitl, intentando recobrar la compostura—. Tenemos..., quiero decir, el templo de Zaltec tiene clérigos en Payit. Les haré llegar un aviso de inmediato, y...</p> <p>—¡No hay tiempo! —La voz se parecía al siseo de una serpiente—. Te quedarás con nosotros durante el día. Necesitamos la Mano Viperina.</p> <p>Hoxitl asintió; sólo faltaba una hora para la salida del sol. Cualquier hechizo que desearan practicar los Muy Ancianos debería esperar a la noche siguiente. El poder de Zaltec, enfocado en la palma roja de Hoxitl, y tatuado con el dibujo de la Mano Viperina, sería necesario para el envío a través de una distancia tan grande.</p> <p>—Al anochecer, te reunirás con nosotros en el círculo oscuro. Desde allí, haremos el envío. La<i> zarpamagia</i> se encargará de llevar el mensaje a Payit durante la noche. No podemos perder ni un minuto. ¡La muchacha debe morir!</p> <title style="page-break-before:always;text-indent: 0px;"> <p style="line-height:400%">5</p> </h3> <h1>A través del Mar Insondable</h1> <p style="margin-top: 5%"><i> <strong>Día 1, a bordo del Halcón.</strong></i></p> <p></p> <epigraph> <p>Llevaré un diario del viaje de mi legión mientras exploramos hacia el oeste. Los preparativos se cumplieron sin tropiezos, y estamos bien provistos. Ayer, Darién y yo compramos pócimas en abundancia, lo último que faltaba en nuestras bodegas. El resto está en manos de Helm, ayudado por los fuertes brazos de nuestros legionarios.</p> <p>Con el alba, la marea nos saca de la bahía: un viento frescachón por el cuadrante de estribor acelera nuestra partida. La tierra firme ha desaparecido para el mediodía.</p> <p>Anochece. Los promontorios de Tethyr aparecen con la última hora del crepúsculo. Prevemos el cambio de rumbo hacia el canal de Asavir para el amanecer.</p> <p>Durante diez años, he reclutado guerreros bajo mi estandarte; creo que son los mejores soldados de los Reinos. Los capitanes son, hasta el último hombre, leales y valientes. Daggrande y Garrant, los más veteranos. Halloran y Alvarro, jóvenes e impulsivos.</p> <p>Mi corazón revienta de orgullo a la vista de estos hombres espléndidos, embarcados en una misión hacia lo desconocido, llevados por su lealtad y su coraje. Al ver la multitud de velas desplegadas a mi alrededor, estoy seguro de que triunfaremos.</p> </epigraph> <h2>* * *</h2> <p>—¿En qué piensas, padre? —Martine se unió al fraile en la proa del<i> Halcón</i>.</p> <p>—En las muchas glorias de Helm —replicó Domincus, reverente—. ¡Piensa en ello, querida mía! ¡Multitudes de paganos que desconocen la existencia de nuestro todopoderoso vengador! ¡Tú y yo tendremos la gloria de llevarles la palabra de Helm!</p> <p>—¿Has de ser siempre tan serio, papá? —preguntó la muchacha—. ¡Piensa en la aventura, en las vistas, los olores y sonidos de todo aquello! ¡No sé qué encontraremos, pero ya estoy fascinada!</p> <p>—No lo tomes tan a la ligera. —El fraile frunció el entrecejo, y unos surcos profundos aparecieron en su frente—. ¡Ya comienzo a arrepentirme de haberte traído en semejante viaje!</p> <p>—¡No seas ridículo! ¡No habrías podido retenerme en casa!</p> <p>—¡Lo sé! —suspiró el clérigo—. De todas maneras, ve con cuidado.</p> <h2>* * *</h2> <p><i> <strong>Día 6, a bordo del Halcón.</strong></i><p></p> Vientos suaves por la parte de proa hacen que tardemos dos días en pasar el canal de Asavir, pero desde entonces hemos navegado sin problemas. Hemos recogido agua y alimentos en la isla de Lantan; es la última tierra que veremos durante no sé cuánto tiempo. Las bodegas están a tope.</p> <p>Las tripulaciones han embarcado de buena gana. Los habitantes de la isla, adoradores de Gond, el Milagrero, son una gente inquietante, muy estrafalarios y furtivos.</p> <p>Zarpamos con el crepúsculo con rumbo 15 grados oeste-sudoeste hacia aguas desconocidas.</p> <p>Me impresiona la tranquilidad de los hombres. Nuestro viaje será largo y peligroso. ¡Ninguna otra tropa excepto la Legión Dorada se hubiese atrevido siquiera a embarcar!</p> <p>Mis capitanes, asignados a las distintas naves, ayudan a motivar a los hombres. Me preocupan un poco Alvarro y Halloran; el primero todavía guarda rencor por su postergación. Quizá debería haberlo dejado en tierra, pero es demasiado buen guerrero como para recibir semejante afrenta. ¿Por qué es incapaz de comprender que su valía está en su espada, y no en su cerebro?</p> <p>Tendré que mantener un ojo atento a estos dos.</p> <h2>* * *</h2> <p>—¿Cuándo acabarás de afilar el hacha?</p> <p>—¡Cuando esta nave embarranque en la arena de las playas de Shou Lung, y no antes! —bufó Daggrande, sin dejar de pasar la piedra por el acero ya afiladísimo.</p> <p>—¡Pensaba que no creías que fuéramos a llegar a Kara-Tur! —replicó Halloran. Shou Lung era el imperio más grande del lejano continente.</p> <p>—No lo creo. ¡No llegaremos y lo digo en serio!</p> <p>—¡Y si no afilas el hacha, te dedicas a tensar el resorte de tu ballesta o a pulir el casco! —Halloran insistió en incordiar a su amigo.</p> <p>—¿Qué otra cosa se puede hacer en esta maldita barcaza? —preguntó el enano. Resopló una vez más, y prestó atención a su trabajo. En realidad, el mar lo inquietaba, y su compañero lo sabía.</p> <p>Un perro enorme y delgaducho se acercó a Halloran y se apoyó contra su cuerpo. Era uno de los sabuesos que acompañaban a la legión. Éste, al que Hal había bautizado<i> Caporal</i>, buscaba al joven lancero para que le diera comida.</p> <p>Cerca del palo mayor,<i> Tormenta</i> y otro par de caballos se movían impacientes debajo de la toldilla que les servía de cobijo. Una travesía muy larga, pensó Hal, sería más dura para los animales que para los hombres.</p> <p>De pronto Halloran se olvidó de los corceles, porque el<i> Cormorán</i> se había acercado a unos cincuenta metros del<i> Halcón</i>, y el jinete sólo tenía ojos para la nave capitana.</p> <p>Mejor dicho, para uno de los pasajeros de la nave. La hija del fraile, Martine, acababa de salir de su cabina, y el sol convirtió en fuego su cabellera pelirroja. La joven paseó lentamente por la cubierta, como hacía varias veces al día, conversando con los marineros o apoyándose de vez en cuando en la borda.</p> <p>En una ocasión, había advertido la presencia de Halloran que la observaba, y lo había saludado con la mano. Él le había devuelto el saludo, avergonzado, y, desde entonces, se había esforzado en disimular su interés, aparentando estar ocupado con los caballos o equipos.</p> <p>Sin embargo, cada vez que los dos barcos navegaban cerca, él no dejaba de vigilar al<i> Halcón</i> para poder ver a Martine. Cuando conseguía su propósito, vivía feliz el resto de la jornada.</p> <p>Mientras tanto, Daggrande comenzó a afilar su daga, sin apartar su mirada de la proa.</p> <h2>* * *</h2> <p><strong> <i> <strong>Día 20, a bordo del Halcón</strong></i>.</strong></p> <p></p> <epigraph> <p>Anoche hemos soportado el peor tiempo de la travesía; aliviados, contamos quince naves, al alba. El Cisne perdió un mástil; pasamos la mañana reparando los daños. Para el mediodía, navegamos otra vez, empujados por un buen viento del nordeste.</p> <p>La incertidumbre comienza a pesar sobre todos nosotros. Jamás los hombres han navegado tan lejos hacia el oeste. A nuestro alrededor no hay nada sino la inmensidad del mar.</p> <p>¿Cuándo avistaremos tierra? Hay algunas quejas entre los hombres, pero era de esperar. Las tropas sanas y vigorosas tienden a mostrarse inquietas durante los períodos de inactividad demasiado largos.</p> <p>Me disgusta el asesor, Kardann. El Consejo de los Seis ha escogido mal. No es un aventurero. Ha estado enfermo durante todo el viaje y ya habla de volver a casa. Lo creo capaz de frenar mis ambiciones a menos que consiga tenerlo a rienda corta.</p> <p>Por desgracia, los términos de mi acuerdo con Amn confieren todo el poder del Consejo a este hombre sin agallas, incluido el control del dinero que financia la expedición. Tendré que dejar bien clara una cosa: ¡la legión sólo responde a mis órdenes y a las de nadie más!</p> </epigraph> <h2>* * *</h2> <p>Darién se movió en silencio en la intimidad de su pequeño camarote. La llama de la vela oscilaba con el cabeceo del<i> Halcón</i>, pero la luz era suficiente para sus propósitos; prefería la semipenumbra a la luz del sol, que le producía dolor en los ojos.</p> <p>Recogió un macuto de lona fuerte que había en un banco, y buscó un bolsillo secreto. Sus dedos hábiles quitaron el cierre, y sacó un volumen flexible. El libro encuadernado en cuero contenía docenas de páginas de pergamino, y en cada una aparecían uno o dos de sus hechizos más poderosos.</p> <p>Llevó el libro hasta el pequeño escritorio, oculto en las sombras, lejos de la vela; la casi oscuridad no la molestó cuando comenzó a leer.</p> <p>Pasaba las páginas con cuidado, y repetía en silencio las palabras mientras leía con toda atención las complicadas fórmulas de los encantamientos. Se preparaba para los desafíos del viaje y de lo que podrían encontrar al final de éste.</p> <p>Cuando llegase el momento, estaría lista.</p> <h2>* * *</h2> <p><i> <strong>Día 32, a bordo del Halcón</strong></i>.</p> <epigraph> <p>Las quejas y la cobardía son cada vez más evidentes. Esta mañana hubo un intento de motín en el Golondrina. Condené a la horca a dos hombres; después conmuté la pena de uno y presencié la ejecución del otro.</p> <p>Seguimos sin ver nada excepto el mar; ni un solo pájaro o un madero a la deriva que nos dé una señal de tierra. Se debe extirpar la falta de fe.</p> <p>Oscurece. Ha desaparecido el viento. La flota permanece inmóvil con las velas flojas, en medio de la calma chicha de los trópicos. ¡Debemos hacer algo, lo que sea!</p> </epigraph> <h2>* * *</h2> <p>—¿Qué hacen? —preguntó Halloran, con los ojos entrecerrados para protegerlos del sol. El<i> Halcón</i> flotaba a unos pocos centenares de metros más allá, con las velas flaccidas como una patética muestra de su situación. El estandarte de la Legión Dorada colgaba del palo mayor, el águila oculta entre los pliegues de la tela.</p> <p>Faltaba poco para el ocaso y los rayos del sol corrían casi paralelos a la superficie inmóvil del mar.</p> <p>—¿Eh? ¿Quién hace qué? —Daggrande dejó la ballesta recién aceitada, y se unió a Halloran.</p> <p>—Míralo tú mismo.</p> <p>Juntos observaron cómo la tripulación de la nave insignia se agrupaba junto al palo mayor, para dejar despejado el castillo de popa.</p> <p>—¡Es la maga! —exclamó Daggrande mientras la figura encapuchada salía a cubierta y subía la escalerilla de popa. Una vez allí, dio la espalda al sol y a la flota.</p> <p>El sonido de su voz les llegó a través del agua, al tiempo que la veían alzar las manos al cielo y pronunciar palabras desconocidas.</p> <p>—¡Por Helm, magia negra! —comentó el enano, burlón—. ¡Quizá la dama de orejas puntiagudas pueda resultar útil, después de todo!</p> <p>—¿A qué te refieres? —Halloran sintió un escalofrío y fue incapaz de controlar la inquietud. Recordó la magia de una década atrás, la aparición que había matado a su tutor y a él mismo le había hecho huir al desierto. Desde aquel momento no había vuelto a emplear jamás ninguno de los pocos encantamientos aprendidos. Lo consoló acariciar el pomo de su sable, pero su aprensión no disminuyó mientras observaba a Darién completar el hechizo.</p> <p>De pronto la maga bajó los brazos y permaneció en silencio. Halloran dio un salto sorprendido por el movimiento inesperado.</p> <p>Por unos instantes, no se apreció ningún cambio; ni el más mínimo soplo de viento agitaba el agua o las velas. El sol pareció tocar el agua, y Halloran casi esperó escuchar el siseo del vapor cuando el astro desapareció en el horizonte.</p> <p>Después, tuvo la impresión de que algo fresco le había rozado la mejilla. Oyó el grito de un marinero desde una de las cofas, y a continuación vio las ondulaciones que se desparramaban sobre la superficie del mar. El estandarte de la Legión Dorada se extendió y todos pudieron ver el águila en su centro.</p> <p>Entonces se hinchó la mayor del<i> Halcón</i>, y Halloran sintió la sacudida del<i> Cormorán</i> bajo sus pies. Su propia vela se combó con un chasquido, y la madera de la carabela crujió con la presión del viento en los mástiles.</p> <p>Muy pronto una fuerte brisa que soplaba del nordeste llenó todo el trapo de la flotilla.</p> <p>Una vez más, la Legión Dorada navegaba hacia poniente.</p> <h2>* * *</h2> <p>El arroyo serpenteaba entre la maraña de la selva, tan espesa que impresionaba a Erix, a bordo de la estrecha canoa que compartía con Kachin. El clérigo manejaba con mano experta un gran abanico de<i> pluma</i>, que con su magia impulsaba el bote a través de los nenúfares y plantas de la corriente. Los guerreros y los esclavos los seguían en otras dos canoas más grandes movidas a golpes de remo.</p> <p>Kachin acababa de explicarle la naturaleza de la magia de la<i> pluma</i> y su fuerza opuesta, la<i> zarpamagia</i>.</p> <p>—El poder de la<i> pluma</i> es la magia de las plumas. Fluye del dios Plumífero, Qotal, y es la esencia de la belleza, el aire y el vuelo. —El sacerdote agitó un dedo regordete ante el rostro de Erix para que no desviara su atención—. Puede proteger el pecho de un Caballero Águila, llevar una litera sin que toque el suelo, e incluso propulsar una canoa a través del agua.</p> <p>»La fuerza oscura de<i> hishna</i> es la magia de la zarpa del jaguar y de los colmillos de la serpiente, que fluye desde Zaltec, en vez de Qotal. Puede servir de coraza a un Caballero Jaguar o hacerlo invisible en la espesura de la selva. Puede enviar un mensaje de muerte a grandes distancias, desde un poseedor de<i> hishna</i> a otro. Puede ser utilizado para capturar, retener o matar.</p> <p>—¿Cuál es el más poderoso? —preguntó Erix.</p> <p>—Ambos... y ninguno —fue la respuesta críptica del sacerdote—. El poder de la magia depende más de la habilidad del usuario que del tipo de poder.</p> <p>Pensar en una amenaza de la<i> zarpamagia</i> resultaba difícil, casi imposible en el esplendor del bosque. Flores de brillo tropical adornaban cada planta, mientras los pájaros trinaban, graznaban y piaban, exhibiendo en su vuelo los mil y un colores de sus plumas, con una variedad de tonos que ella jamás había visto. El agua verde se deslizaba rumorosa por debajo del casco, y Erix no salía de su asombro ante el espectáculo que se desplegaba ante sus ojos.</p> <p>Una semana antes, habían pasado de los palmares de Pezelac a las selvas de Payit. Durante la noche se habían alojado en pequeñas chozas de poblados primitivos, después de muchos kilómetros de camino bajo un sol ardiente. Algunas veces habían caminado por senderos estrechos, donde Erix había utilizado la litera de<i> pluma</i>. En otras, habían comprado canoas y seguido el curso de los arroyos a través de la selva o cruzado grandes lagos poco profundos.</p> <p>Kachin se complacía en enseñarle las hierbas medicinales que los payitas empleaban para curar las enfermedades, las flores cargadas de néctar que daban a los viejos que buscaban visiones celestiales, y las hojas suculentas que al ser cortadas daban un agua fresca y cristalina.</p> <p>Junto con la belleza de las plantas y los animales, había conocido la otra cara de la selva: su oscuridad, los peligros, los venenos y la muerte. Se había acurrucado ante las nubes de mosquitos que ocultaban el sol, había visto arañas grandes como su puño, e incluso escuchado el aullido solitario del jaguar, mientras el felino hacía su ronda nocturna en busca de sus presas.</p> <p>El sacerdote le había señalado las serpientes venenosas, que se confundían con la maleza. Y una noche, mientras el grupo compartía una choza sucia y calurosa, había sentido terror al oír un grito escalofriante.</p> <p><i>«Hakuna»</i>, había murmurado el anciano, sin dar más explicaciones. Por su parte, los guerreros habían empuñado sus lanzas y vigilado la puerta de la cabaña.</p> <p>Entonces un día, después de una semana en la selva, el clérigo se volvió hacia Erix.</p> <p>—¡Muy pronto, Ulatos! —exclamó, feliz. Su rostro mostró más arrugas de las habituales, por la amplitud de su sonrisa—. ¡Te gustará la ciudad, estoy seguro! —Hablaba en su propia lengua, pero Erix no tuvo problemas para entenderle—. ¡Mi templo es grande, ya lo verás! ¡Tendrás aposentos dignos de una princesa de los payitas!</p> <p>Erix quería preguntarle acerca del templo, de su dios. Quería saber por qué la habían ido a comprar a un lugar tan lejano para después traerla hasta aquí. Sin embargo, fue incapaz de formular ninguna pregunta. En cambio, miró al frente con una curiosidad escéptica mientras la ciudad aparecía en la distancia. Se preguntó por qué Ulatos merecía el rango de ciudad; ¿quizá porque tenía un pequeño edificio de piedra que destacaba entre las habituales chozas con techo de paja?</p> <p>El arroyo salió de la selva y entró en una extensa llanura de hierba de pastoreo, campos de maíz y plantaciones de cacao. El bosque presionaba por los cuatro costados, como si quisiera devorar la campiña. Pero su mirada pasó por todo en un segundo, atraída como por un imán por las estructuras que se elevaban en el extremo más alejado de la llanura. Nada la había preparado para la visión de la ciudad payita, y, desde luego, merecía su rango.</p> <p>¡Ulatos! ¡La capital de los payitas! Jamás había visto templos y pirámides de tanta grandeza! Edificios largos y de techos planos con paredes de piedra marcaban la periferia de la ciudad. Más allá podía ver los muros más altos de las mansiones, y después los escalones de varias pirámides grandes. Una construcción, en el centro de la urbe y levantada en un pequeño altozano, tenía el techo con forma de cúpula.</p> <p>Toda la metrópoli aparecía dominada por una pirámide que se elevaba muy por encima de todas las demás casas y templos, y de los árboles más altos. Quizá no era tan inmensa como la gran pirámide de Nexal, pero a Erix no le importaba. Los escalones de las caras eran jardines de fábula. Una multitud de flores brillantes colgaba de cada una de las terrazas, y una fuente de agua cristalina colocada en la cúspide lanzaba una lluvia muy fina para el riego. Allí donde en Nexal se ubicaban los templos sucios de sangre empleados para los sacrificios diarios, aquí había un jardín.</p> <p>Erix se puso de pie en la canoa, deslumbrada, y sin dejar de pensar en lo que veía. En realidad, las bellezas de Ulatos eran algo que jamás hubiese imaginado. Resultaba obvio que los payitas formaban un pueblo de gran cultura e inteligencia, mucho más adelantados de lo que pensaban en Nexal y Kultaka.</p> <p>Por un momento, se olvidó de que no era libre.</p> <h2>* * *</h2> <p>El hechizo de la<i> zarpamagia</i> tomó forma una vez más, y la criatura de<i> hishna</i> emergió del círculo formado por Hoxitl y los Muy Ancianos. Generado en el caldero mágico de éstos, y alimentado por la energía del símbolo del clérigo, la Mano Viperina, la forma ganó sustancia. Una figura, como un gran felino hecho de humo, creció en el aire y miró a cada uno de los presentes con una expresión feroz.</p> <p>En respuesta a una orden telepática, la forma felina abandonó de un salto el círculo. Voló a través de la caverna y salió de ella, provocando el pánico de la docena de acólitos de Hoxitl sentados en la entrada. Antes de que pudieran abrir los ojos, la figura de humo ya descendía por las laderas del monte Zatal. Después de rodear la ciudad, se lanzó como una flecha a través del desierto en dirección a la llanura y las selvas de más allá.</p> <p>El mensajero<i> hishna</i> corría más rápido que cualquier criatura viviente, más rápido que el viento, en su carrera nocturna. Abandonó el territorio de Nexal, cruzó Kultaka, rodeó Pezelac, y penetró en la selva de Payit. Con la primera luz del alba, la forma entró en Ulatos, donde por fin tocó tierra. Adoptó una figura casi sólida, parecida a la de un gran jaguar negro, y se deslizó en el interior de un edificio de una sola planta. El cráneo que representaba el rostro de Zaltec, cincelado en relieve en los muros de la casa, servía de advertencia a cualquiera que se hubiese atrevido a entrar por sorpresa.</p> <p>La aparición despertó al clérigo de Zaltec que vivía allí, porque este lugar era un templo dedicado al dios de la noche y de la guerra. El sacerdote se vistió de inmediato y, cinco minutos más tarde, había enviado mensajeros a diversos puntos de Ulatos, con una convocatoria urgente. Dentro de muy pocas horas, los fieles Caballeros Jaguares se reunirían con él.</p> <p>La voluntad de Zaltec y los Muy Ancianos sería obedecida.</p> <h2>* * *</h2> <p>Las maravillas de Ulatos parecían ir en aumento a medida que la canoa avanzaba por un canal tras salir del arroyo. Esta vez Kachin utilizaba un remo, porque el abanico de<i> pluma</i> no le permitía maniobrar en un paso tan estrecho.</p> <p>No había murallas de separación entre la ciudad y el campo, y los límites quedaban definidos por varias avenidas y canales por donde circulaba todo el tráfico de entrada y salida de la urbe. El cortejo atracó junto a una gran plaza. De inmediato se acercaron varios comerciantes que comenzaron a negociar con Kachin. Tenían interés en adquirir las canoas, y el sacerdote no tardó en venderlas por un manto de algodón, una bala de plumas y dos pequeños sacos de cacao.</p> <p>Mientras tanto, Erix observaba el bullicio de los pobladores, gente de cabellos negros y piel cobriza como ella misma. Las mujeres payitas llevaban vestidos sencillos, como una bolsa, y la mayoría de los hombres parecían preferir el taparrabos. Incluso las pocas personas que vio mejor ataviadas, con tocados de plumas y capas teñidas sobre los hombros, llevaban menos adornos de oro o gemas que los habituales entre los habitantes de Kultaka y Nexal.</p> <p>Kachin preparó la litera, y ella se acomodó en el cojín, para cruzar la ciudad. Los hombres observaban curiosos su paso, en tanto las mujeres bajaban la mirada. Erix disfrutó de la inquietud que provocaba en los hombres el hecho de que devolviera las miradas.</p> <p>Pasaron ante casas de piedra, con los muros encalados para que resplandecieran con la luz del sol. Al parecer, cada residencia disponía de un amplio jardín en la entrada. Las fuentes eran algo común, como también los estanques. En algunos había peces de colores, y en otros chapoteaban los niños. Las calles estaban arboladas con las palmeras, que se movían acariciadas por la brisa tropical.</p> <p>—Mi templo, ¡la pirámide de Qotal! —Kachin señaló orgulloso el gran edificio que ella había visto desde las afueras de la ciudad, la estructura cubierta de jardines y el surtidor en la cumbre.</p> <p>»Este templo es la sede del auténtico poder en Ulatos —proclamó el sacerdote—. El reverendo canciller, Caxal, teme a sus guerreros. También terne al templo de Zaltec. Así que<i> favorece</i> al templo de Qotal, como hace la mayoría de la gente de Payit.</p> <p>»Oh, desde luego, Zaltec está presente. Tiene un templo, e incluso de vez en cuando se le hacen sacrificios; algún cautivo conseguido por los Caballeros Jaguares en sus incursiones. Pero los payitas son un pueblo pacífico, y no buscan los favores del dios de la guerra. Por lo tanto, no necesitan pagarle con corazones, como hacen los nexalas y los kultakas.</p> <p>—El agua... ¿cómo asciende hasta la cumbre? —preguntó Erixitl, maravillada por el surtidor.</p> <p><i>—Pluma —</i>respondió Kachin—. La utilizamos no sólo para mover el aire sino también el agua.</p> <p>La joven contempló boquiabierta los chorros que se volcaban sobre los costados de la pirámide. Podía ver la vegetación en la cima y escuchar el concierto de los cantos de miles de pájaros. El templo no sólo era un jardín sino también un aviario.</p> <p>—Los pájaros no necesitan jaulas —dijo el clérigo, anticipándose a la pregunta—. Se quedan por amor a Qotal. Se dice que las criaturas favoritas del Silencioso son los pájaros de brillante plumaje.</p> <p>A continuación, Kachin señaló un edificio blanco rodeado por un muro con arcadas en el frente.</p> <p>—Nuestra residencia —anunció. La hizo pasar por uno de los arcos a un jardín amplio y umbrío, donde había bancos de piedra junto a los parterres.</p> <p>A Erix le pareció un lugar encantador, propicio para el descanso y la meditación. El olor de las flores dominaba en el aire.</p> <p>La casa constaba de una sola planta con muchas habitaciones amplias y frescas. Esteras rojas de junco cubrían los suelos, y tapices de plumas, junto con discos resplandecientes, estatuas y platos de oro y plata, adornaban las paredes. Los sirvientes y el personal de la casa se reunieron en el gran vestíbulo central, para recibir a la recién llegada.</p> <p>—Ésta es Erixitl —dijo Kachin, y todos guardaron silencio. El sacerdote habló durante varios minutos, y la joven no pudo entenderle del todo, porque hablaba muy rápido.</p> <p>—Chicha, acompaña a la sacerdotisa a sus aposentos y prepara su baño —mandó Kachin a una adolescente alta y delgada, que asintió entusiasmada y besó el suelo delante de Erix, quien la miró, avergonzada—. Chicha es vuestra esclava, mi sacerdotisa —indicó el clérigo—. Ella se ocupará de vuestras necesidades hasta la hora de la cena.</p> <p>—¡No necesito una esclava! —protestó Erix.</p> <p>Kachin sonrió con aire paternal, y se alejó.</p> <p>—¡Oh, os atenderé muy bien! —exclamó Chicha, a punto de echarse a llorar.</p> <p>—Estoy segura de que sí, Chicha. No quería... —Hizo una pausa, sin saber si era propio disculparse con un esclavo. Desde luego, nadie lo había hecho con ella—. Por favor, enséñame mis habitaciones.</p> <p>La muchacha la guió a través de una cortina de junquillo hasta una habitación que tenía una pequeña terraza. Había un colchón de paja limpia en el suelo, y un gran disco solar dorado en un nicho en la pared. El baño resultó aún más espectacular. Chicha quitó el tapón de un tronco en la pared y comenzó a salir agua limpia y fresca para la bañera. Erix se quitó la capa y la túnica sucias del viaje, aunque conservó el medallón colgado del cuello. Casi temblaba de la excitación. ¡Por fin un baño de verdad!</p> <p>La sacerdotisa se sumergió en el agua, y sintió cómo su piel quedaba limpia del sudor y el polvo. Se echó hacia atrás y cerró los ojos; como siempre, el baño le producía una sensación de frescura y vitalidad.</p> <p>Un súbito estrépito le hizo abrir los ojos. Vio cómo caía al suelo un esclavo con el rostro destrozado por unas garras. Chicha soltó un grito, y cuatro figuras manchadas entraron en el baño, armados con garrotes con puntas de obsidiana.</p> <p>—¿Quiénes sois? —preguntó Erix, más furiosa que asustada.</p> <p>La respuesta fue el golpe de uno de los garrotes contra su cabeza. Se desplomó inconsciente en el agua de la bañera, que poco a poco se tiñó de rojo.</p> <h2>* * *</h2> <p><i> <strong>Día 39, a bordo del Halcón</strong></i>.</p> <p></p> <epigraph> <p>Darién y fray Domincus nos han sostenido; cada uno de ellos ha recurrido a las más profundas fuentes de poder, para someter al viento a nuestras órdenes. Cuando uno cae agotado, el otro lo reemplaza, para que sigamos navegando hacia poniente. Ahora, por fin, se ha levantado una brisa natural, que sopla del este, y marchamos a buen ritmo.</p> <p>¡Hemos recuperado las esperanzas! Se han visto bandadas de pájaros durante los últimos tres días. Las tripulaciones trabajan entusiasmadas, con los ojos...</p> <p>Debo volver a cubierta; escucho gritos de alborozo.</p> </epigraph> <h2>* * *</h2> <p>—¡Tierra!</p> <p>¡Tierra! Halloran escuchó el grito y lo transmitió, mientras corría hacia la proa del<i> Cormorán</i>. Podía ver al vigía en la cofa de uno de los mástiles de una carraca, tal vez la<i> Libélula</i> <emphasis/>, que señalaba, frenético.</p> <p>—¿A qué vienen tantos gritos? ¡Sin duda, no es más que otro montón de nubes! —Daggrande se acercó a Hal, y miró al frente, disgustado.</p> <p>Durante varios minutos, no pudieron ver nada. Otros soldados y los tripulantes ociosos se unieron a ellos, esforzándose por descubrir alguna cosa en el horizonte.</p> <p>Uno a uno, los demás vigías gritaron la confirmación, y la brisa pareció traerles el olor de la tierra.</p> <p>De pronto, Halloran la vio. Los murmullos de los hombres se convirtieron en una algarabía a medida que la imagen tomaba forma, color y materia. Por fin, todos vieron una línea verde, muy cerca del horizonte, que se extendía a lo largo de kilómetros de este a oeste.</p> <p>A un ritmo casi imperceptible, se hicieron visibles nuevos detalles: la espuma blanca de las rompientes en un amplio arrecife, una playa de arenas blancas, palmeras y la vegetación más allá de la playa. Los vigías anunciaron la existencia de un arroyo que vertía en el mar, ofreciendo la promesa de agua fresca.</p> <h2>* * *</h2> <p><i> <strong>De la crónica de Coton</strong></i>:</p> <epigraph> <p>Que la sabiduría del Canciller del Silencio guíe mis pinceles y mi mano.</p> <p>En la edad en que los dioses y los hombres eran jóvenes, llegó el tiempo de la Gran Polvareda. Dejó de llover durante diez años seguidos, y el calor abrasó la tierra. Éste fue el tiempo de los Muy Ancianos, cuando el culto de Zaltec comenzó a florecer. Sus sacerdotes se untaban con sangre y gritaban que sólo a través del sacrificio se podría restaurar el favor de los dioses. En la profundidad de sus cuevas, los Muy Ancianos vestidos de negro observaban y sonreían.</p> <p>Por fin, en el décimo año de la sequía, los portavoces de las tribus escucharon la llamada de Zaltec y de los Muy Ancianos. Se produjeron grandes batallas ceremoniales, y miles de cautivos entregaron sus corazones en los nuevos altares, acabados de consagrar a Zaltec. Desaparecieron las flores, las mariposas y las plumas ofrecidas a Qotal; en cambio, se ofrecieron corazones calientes a la gloria de Zaltec.</p> <p>Las lluvias volvieron a Maztica, y una vez más el maíz maduró en los enormes campos verdes. Pero ahora la gente había jurado fidelidad a Zaltec, y su apetito sólo podía saciarse con sangre.</p> <p>Qotal, furioso y avergonzado, dejó la tierra de Maztica, lleno de desdén hacia el Mundo Verdadero. Su gran canoa, adornada con las plumas doradas que eran su símbolo y su imagen, puso rumbo al este y cabalgó impulsada por el viento amigo más allá de la vista de los hombres. Algunos de sus fieles sacerdotes permanecieron en la playa, sin dejar de implorar su retorno.</p> <p>A estos pocos, Qotal les prometió que volvería algún día como rey del Mundo Verdadero. Su canoa sería como una montaña en el mar y sus pisadas harían temblar la tierra. Las gentes de Maztica vivirían en libertad y alegría, cuando demostraran ser merecedoras de su presencia.</p> <p>Pero, hasta que llegara aquel momento, les hizo prometer a sus sacerdotes más importantes que guardarían silencio. Dedicados a observar y vigilar al Mundo Verdadero, no podemos aconsejar ni ordenar a sus habitantes. Y así seguiremos siendo los Patriarcas Silenciosos hasta el regreso de nuestro Maestro Inmortal.</p> </epigraph> <title style="page-break-before:always;text-indent: 0px;"> <p style="line-height:400%">6</p> </h3> <h1>Recalada</h1> <p style="margin-top: 5%"><strong> <i> Día 40, a bordo del Halcón</i></strong>.</p> <epigraph> <p>Los quince navíos permanecen apartados de la costa, detrás de la protección de un pequeño arrecife. Sopla viento de tierra, pero, si cambia a oeste con un poco de fuerza, lanzará a los barcos sobre la playa como si fuesen palillos.</p> <p>Correré el riesgo de plantar mi estandarte en ésta, la primera costa occidental que hemos encontrado.</p> </epigraph> <h2>* * *</h2> <p>—¡En nombre de Helm el Vigilante, el Centinela Siempre Atento y Protector de la Legión Dorada, reclamo estas tierras! —El estandarte flameó con la brisa, y el águila bordada batió sus alas con el movimiento de la tela. El ojo en el pecho del ave, el símbolo de Helm, parecía no perder detalle de la ceremonia.</p> <p>El capitán general hundió el mástil en la arena de la playa, rodeado por una sesentena de legionarios, y con el fraile, Darién y Kardann, el gran asesor, a su lado. La hija del fraile permanecía cerca de la costa, contemplando a los hombres encargados de llenar las barricas con el agua fresca del arroyo. Las cinco chalupas destinadas a transportar al grupo, descansaban en la arena lejos de la rompiente.</p> <p>Halloran y unos cuantos guerreros escogidos montaban guardia para proteger de cualquier ataque imprevisto a los reunidos, mientras Kardann enumeraba las cantidades que se repartirían entre los príncipes mercaderes de Amn y la legión.</p> <p>El joven contempló con curiosidad la masa tropical que amenazaba con tragarse la playa.<i> Caporal</i>, el sabueso, se mantenía junto a él; al parecer, lo había escogido por amo.</p> <p>Volvió a mirar la selva y tuvo la impresión de que lo espiaban. A sus espaldas, Cordell pasó a definir los confines de su nuevo dominio, una región que comenzaba aquí para extenderse a una distancia poco precisa, pero muy grande hacia el oeste.</p> <p>—Hola. —La voz sonó como música celestial en los oídos de Halloran, al tiempo que el corazón se le hacía un nudo en la garganta. ¡Martine! ¡Ella lo había saludado!</p> <p>—Eh... —Se volvió para mirarla, con el rostro arrebolado—. ¡Soy Halloran! ¡Y tú eres Martine!</p> <p>Ella rió, y su risa alivió un tanto el nerviosismo del joven.</p> <p>—Y esto es el paraíso, ¿no crees? —Martine abarcó con un gesto la playa y la fronda.</p> <p>—Sí, este..., eh, sí..., ¡sí, lo es! —tartamudeó Halloran, y ella rió una vez más. A él le pareció que jamás había escuchado antes un sonido tan encantador.</p> <p>—He oído hablar de ti —dijo la hija del clérigo, con una mirada coqueta—. El general te tiene en gran estima, por tu arrojo en la carga que acabó con Akbet-Khrul.</p> <p>Hal farfulló una respuesta; su entusiasmo le impedía articular las frases. ¡Apenas si podía dar crédito a sus oídos y a su suerte! Aquí estaba la mujer que había admirado durante todo el viaje, la única en medio de una fuerza integrada por centenares de hombres —Darién no contaba—, y ella hablaba con él.</p> <p>—Me gustaría dar un paseo por la playa. ¿Quieres acompañarme?</p> <p>Jamas Hal se había sentido tan masculino, tan romántico, pero tampoco tan ligado, tan frustrado por sus obligaciones de soldado.</p> <p>—Me..., me gustaría —gimió, apenado—. Pero debo mantener la guardia... ¿Qué es aquello? —Miró atento hacia la espesura donde le parecía haber visto una silueta humana.</p> <p>Martine, quien, enfadada por el rechazo, se disponía a marcharse, imitó a su acompañante.</p> <p>El sabueso soltó un ladrido de advertencia, y los demás perros le hicieron coro. Las miradas de todos se centraron en las figuras que, vacilantes, aparecieron ante ellos.</p> <p>Las criaturas surgidas de la selva —poco más de una veintena— eran humanos, de piel cobriza requemada por el sol, y abundantes cabelleras negras. Iban desnudos excepto por un taparrabos, y no llevaban nada que pudiera parecerse a un arma. Varios sostenían calabazas, y otros, bultos envueltos en hojas.</p> <p>Halloran dio un paso al frente para proteger a Martine, con el sable en la mano. Sin embargo, el aspecto de esta gente no era amenazador. Mantuvo la guardia, aunque tenía la sensación de que venían en son de paz.</p> <p>—¡Qué salvajes más patéticos! —comentó Martine, en voz baja. Halloran compartió la opinión.</p> <p>Cordell había esperado el recibimiento de los señores de las especias de Oriente, y al ver a los indígenas sufrió una gran desilusión. El primer encuentro con Kara-Tur no resultaba muy prometedor.</p> <p>Uno de los nativos, más alto que los demás, pero una cabeza más bajo que Cordell, avanzó hacia el grupo reunido en la playa. El general lo observó, sin ocultar su desencanto. Por fin él y Darién salieron a su encuentro. El hombre hizo una reverencia —correspondida por Cordell—, y dijo algo en un idioma incomprensible.</p> <p>Entonces intervino Darién con uno de sus encantamientos, y de inmediato respondió al cabecilla en su propia lengua. El nativo se embarcó en un largo discurso, acompañado de gestos que señalaban a su alrededor y hacia las naves más allá del arrecife.</p> <p>Varios de los otros indígenas, todos varones, se acercaron a Halloran y Martine. La pareja miró con curiosidad los rostros chatos y de nariz ancha. Todos llevaban una aguja larga que les atravesaba la nariz y sobresalía unos cuantos centímetros a cada lado.</p> <p>Uno de ellos saludó con muchas reverencias al capitán, a la joven y a los legionarios, para después ofrecerles la calabaza que sostenía en sus manos. Hal la cogió y escuchó el ruido del líquido que se movió en el recipiente. Otro de los nativos los obsequió con uno de los bultos envueltos con hojas; en su interior, había un surtido de frutas.</p> <p>En aquel momento Hal miró al cuello del hombre, y lo invadió una gran excitación. Escuchó la exclamación de asombro de Martine, al tiempo que se emocionaba por el contacto de la mano de la muchacha en su brazo.</p> <p>—Parecen tan pobres, tan miserables... —susurró Halloran.</p> <p>—Pero no lo son, ¿verdad? —Martine también habló en voz baja, sin dejar de mirar a los aborígenes—. Creo que la expedición es un éxito.</p> <p>Colgado del cuello del indígena, y también en casi todos los demás, había un grueso medallón de oro puro.</p> <h2>* * *</h2> <p>Erix despertó con un terrible dolor de cabeza y, durante un buen rato, le fue imposible recordar dónde estaba o cómo había llegado hasta allí. Había ocurrido algo desgraciado, pero ¿qué había sido?</p> <p>No había más que oscuridad a su alrededor, y el aire olía a argamasa. En el suelo de piedra no había esteras ni un jergón de paja, comodidades comunes hasta en un cuarto de esclavos. Tampoco sabía si era de día o de noche.</p> <p>Recordó un poco más, pero su mente parecía insistir en volver a tiempos muy lejanos. Vio en su imaginación la casa familiar, en Palul, el rostro de su padre. Con una exclamación de sorpresa, llevó su mano al cuello, y suspiró aliviada al tocar el amuleto que le había regalado su padre, el único vínculo con aquel pasado feliz.</p> <p>El recuerdo del Caballero Jaguar y su rapto trajo a su mente las memorias de Kultaka, donde había servido al gentil Huakal y soportado la brutalidad de Callatl. Soltó un gemido cuando recordó todo lo demás: su venta a Kachin, el viaje a Payit.</p> <p>Hizo un esfuerzo por superar el dolor de cabeza, y pensó en la acción cometida por los Caballeros Jaguares que habían irrumpido en su cuarto de baño. ¿Habrían herido a Chicha? Deseó con todas sus fuerzas que la muchacha no hubiese sufrido ningún daño. ¿Por qué la habían secuestrado? ¿Adonde la habían llevado?</p> <p>Erix casi lloró de desesperación. Había pasado toda su vida obedeciendo los dictados de la autoridad. Desde la niñez, había estado sometida a gente que la había raptado o comprado. Incluso la comodidad de la litera de<i> pluma</i> en su largo viaje hasta Ulatos, no era más que una cadena envuelta en seda.</p> <p>La celda miserable donde permanecía encerrada indicaba que ahora se encontraba en manos de un amo despiadado. De hecho, la falta de lo imprescindible era una muestra de que no pensaban destinarla a la esclavitud, sino al sacrificio. Sabía que a aquellos que podían resistirse a ser inmolados en el Altar Florido, los encerraban en mazmorras oscuras hasta el momento de la ceremonia.</p> <p>No obstante, la perspectiva de morir en el ara no la asustaba; al menos, no más que su venta a Kachin, o su pelea con Callatl. En cambio, la ira brotó de su pecho, y, a medida que aumentaba, se transformó en un enorme resentimiento contra el destino.</p> <p>—¡No! —gritó con una vehemencia que no esperaba.</p> <p>Sin preocuparse por el dolor de cabeza y el mareo, se puso de pie. Descansó por un momento apoyada en la pared, antes de iniciar la exploración. Dio un paso, después otro, y su mano extendida tocó la otra pared; se encontraba en un recinto cuadrado de unos tres pasos por lado. En una de las paredes había una puerta de madera de poco más de un metro de altura.</p> <p>«¡Me escaparé!» Llegó un momento en que temblaba de ira. Se apartó de la puerta para acomodarse en la pared opuesta. Tarde o temprano, alguien abriría la celda.</p> <p>Aquél sería el momento del ataque.</p> <p>—¡No me gusta! ¡No me gusta, en lo más mínimo! —exclamó Mixtal, sacerdote de Zaltec, nervioso. Cogió un puñado de cenizas frías y se lo frotó por el rostro y los brazos como correspondía al ritual de un sumo sacerdote de la guerra.</p> <p>—¡Silencio! —La voz de Gultec sonó como un gruñido feroz. El Caballero Jaguar, reclinado en un banco, miró con desprecio al clérigo a través de las fauces abiertas de su armadura moteada—. ¿Quién eres tú para discutir la voluntad de los Muy Ancianos? ¡Incluso yo sé que cuando tu dios y sus consejeros envían una orden, la gente como nosotros sólo deben obedecer!</p> <p>Los dos hombres conversaban en el patio delante de sus aposentos, donde tomaban el fresco, mientras contemplaban el cielo nocturno de Ulatos. A sus espaldas había una pirámide pequeña, no muy alejada de la inmensa mole de la pirámide de Qotal.</p> <p>—¡El templo de Zaltec en Payit no merece el mismo respeto que disfruta en Nexal! Hoxitl lo sabe, pero no se lo ha dicho a los Muy Ancianos, por miedo. ¡No me gusta! —Mixtal se llevó las manos a la cabeza, y tironeó las puntas de sus cabellos empapados de sangre.</p> <p>—¡El signo de la Mano Viperina es la orden suprema! —afirmó Gultec—. Y es concedido al patriarca de Zaltec en Nexal, y no en Payit. Hoxitl tiene la potestad de mandar y tú debes obedecer. Deberías rogar para que podamos cumplir nuestro trabajo, sin más tropiezos. —El nerviosismo del monje lo irritaba.</p> <p>—¿Y era necesario raptarla en los<i> aposentos del templo?. —</i>protestó Mixtal—. ¡Esto no es Nexal, donde Qotal es un dios olvidado y silencioso! ¡Oh, no, no aquí! ¡En Payit<i> adoran</i> al padre Plumífero! ¡No pasarán por alto una transgresión como ésta! —El sacerdote miró a su alrededor.</p> <p>»Caxal no nos protegerá. ¡Incluso él, gobernante de todo Payit, teme desafiar el poder del templo de Kachin!</p> <p>Mixtal no se equivocaba. Caxal, reverendo canciller de Ulatos, jamás interfería en la actividad de los templos, pero éste era un caso muy grave. Además, sólo el hecho de que los Caballeros Jaguares formaran el grupo de presión más numeroso e influyente de la urbe, debido a su capacidad de combate, impedía que no cerraran los templos de Zaltec.</p> <p>—¿Qué propones? —Gultec se levantó de un salto y dominó con su altura al clérigo tembloroso—. ¿Devolverla? ¿No obedecer a aquellos que son tus amos... y los míos?</p> <p>—¿Cuántos días? —El sacerdote miró inquieto en dirección a la escalera, y gimió.</p> <p>—¡Ya te lo he dicho: diez días! Mantendremos a la muchacha oculta hasta la luna nueva. Tu cuchillo se encargará del resto. —El Caballero Jaguar se apartó en silencio de Mixtal, y su armadura manchada se confundió en la oscuridad.</p> <p>—¡No me gusta! —siseó el clérigo a sus espaldas, pero Gultec ya había desaparecido.</p> <h2>* * *</h2> <p><i> <strong>Día 7, desde la recalada, a bordo del Halcón</strong></i>.</p> <epigraph> <p>Cada día nos encontramos con nuevas islas, con más conocimientos, con nuevos límites para estos reinos sin descubrir. Darién habla con los nativos, que nos informan de territorios aún más grandes hacia el oeste.</p> <p>Comienzo a sospechar que no hemos llegado a Shou Lung, ni siquiera a su periferia. En cambio, hemos descubierto nuevas tierras, desconocidas del todo, tanto para oriente como para occidente; tierras reclamadas en nombre de la Legión Dorada.</p> <p>¡Son tierras de riqueza! Nuestras barricas rebosan de agua fresca, nuestras bodegas están hasta los topes de carne salada, frutas y verduras. También un cereal que los nativos llaman maíz, y que parece crecer en gran abundancia.</p> <p>Pero aparte del agua y la comida, éstas son tierras de oro. Hemos recalado en cuatro islas, y en todas hemos sido recibidos por grupos de nativos. Nos han regalado comida y oro, y vemos que, cuanto más viajamos hacia el oeste, mayor es la abundancia de oro.</p> <p>Las aldeas de los isleños son pobres, pero todos nos hablan, a través de Darién, de las grandes tierras al oeste, de «un mundo que sube hacia el cielo». Esto sólo puede significar montañas, y tierra firme.</p> <p>Y la fuente del oro.</p> </epigraph> <h2>* * *</h2> <p>Halloran permaneció junto al fondo de la cascada, y dejó que la nube de agua lo refrescara. De espaldas a la profunda laguna donde la flota había encontrado un fondeadero al abrigo de los vientos, contempló los saltos de agua escalonados que se perdían en las montañas interiores. La flora tropical formaba una barrera infranqueable en las márgenes de la corriente, pero sólo una franja de hierba muy verde limitaba la playa.</p> <p>—Bonito panorama. Sin embargo, no es más que otra isla —protestó Daggrande, mientras se unía a su amigo. El enano desenfundó la daga y gritó alarmado al ver unos pocos granos de arena pegados a la hoja—. ¡No estaré tranquilo hasta poner los pies en tierra firme!</p> <p>—¡Nunca estás contento! ¿Cómo sabes que es una isla? Los barcos exploradores sólo llevan un día fuera.</p> <p>—Puedo<i> sentirlo</i> en los pies.</p> <p>Los enanos tenían unos dones que les permitían saber cosas de la tierra, fuera del alcance de los sentidos humanos, y Halloran no puso en duda la afirmación de su compañero.</p> <p>Miraron hacia la parte central de la playa, donde Cordell, Darién y el fraile mantenían conversaciones con un grupo de nativos. La novedad era que esta vez había mujeres en la delegación. Una docena de muchachas permanecían en silencio cerca de los reunidos, mientras los caciques hablaban con los visitantes.</p> <p>—Aquí viene la hija del fraile —masculló el enano—. Ve con cuidado. Creo que te ha echado el ojo.</p> <p>Halloran se puso rojo como un tomate.</p> <p>—¡No seas ridículo! —exclamó, aunque ansiaba que Daggrande estuviese en lo cierto. Si bien sólo había hablado con ella en los desembarcos, la joven parecía sentirse a gusto en su compañía.</p> <p>El enano se alejó casi a la carrera para no tener que conversar con la muchacha.</p> <p>—¡Hola! —Martine saludó alegre a Hal, al tiempo que dirigía una mirada divertida al enano—. Quizá sea éste el momento adecuado para ir de paseo.</p> <p>—Desde luego. —Halloran le ofreció el brazo, y se estremeció al sentir el toque de su mano. Buscó el camino más adecuado para cruzar el arroyo y la ayudó a mantener el equilibrio, aunque no parecía que la muchacha fuera a caerse.</p> <p>—¡Es tan maravilloso! —Martine señaló la cascada y las tierras altas cubiertas de una vegetación exuberante—. ¡Cada playa parece más hermosa que la anterior!</p> <p>—Yo pienso en estas gentes —murmuró Hal—. ¡Son bárbaros!</p> <p>—Oh, papá opina que son maravillosos. Escuchan todo lo que les dice acerca de Helm. Desde luego, jamás habían oído hablar de él. Al parecer, esta gente no sabe nada de ningún dios, pero él cree que los está convirtiendo a todos.</p> <p>—Pero ¿no crees que en ellos hay algo más de lo que aparentan?</p> <p>Ella soltó una carcajada, y él se estremeció con el sonido.</p> <p>—No lo sé. En realidad, no me preocupo. Es divertido ver cada vez un lugar diferente. ¡No seas tan serio!</p> <p>—De acuerdo —respondió Hal, dispuesto a complacerla.</p> <p>Caminaron a lo largo de la playa, donde grupos de marineros y soldados descansaban en la arena. Todos los hombres habían desembarcado al menos una vez, y ahora más de la mitad se encontraban en tierra.</p> <p>Halloran miró el bosque que marcaba el límite de la playa. Desde el mar, habían divisado las laderas que subían poco a poco hasta unas montañas, no muy altas, en el interior de la isla. En cambio, desde la costa sólo podía ver los árboles, que con su altura ocultaban todo lo que había detrás.</p> <p>Martine no dejaba de lanzar exclamaciones ante la belleza de las flores o el colorido plumaje de las aves. Por su parte, el lancero no dejaba de preguntarse qué habría más allá de la fachada vegetal. ¿Cómo sería en realidad este lugar?</p> <p>—Será mejor que no nos alejemos mucho —dijo, al ver que habían dejado atrás al último grupo de soldados.</p> <p>—¡Oh, deja de preocuparte! ¡Por una vez quiero estar en un lugar donde no tenga a centenares de hombres sudorosos a mi alrededor!</p> <p>—Pero... —Halloran hizo una pausa, sin saber qué decir. Habría hecho cualquier cosa por satisfacerla y, desde luego, los deseos de la muchacha coincidían con los suyos. No obstante, la naturaleza áspera y protectora del fraile era conocida por todos, y Domincus no dejaría de advertir su ausencia. Tembló al pensar en la ira del hombre.</p> <p>El estruendo de una explosión surgió de la selva, y la onda expansiva hizo caer de rodillas a Halloran, y tumbó de espaldas a Martine. El rugido de un gran felino, amplificado hasta el volumen de una erupción, resonó en la playa mientras el capitán se ponía de pie y empuñaba su espada.</p> <p>Una criatura que parecía escapada de una pesadilla salió de la espesura, y se plantó en la arena a unos diez pasos del hombre. Halloran vio una gran melena negra que rodeaba un rostro felino contorsionado en una mueca feroz. Un par de alas correosas se sacudían entre los hombros del ser, provocando una nube de arena. La cola larga y peluda batió el suelo mientras la bestia, más grande que un caballo, se preparaba a saltar.</p> <p>Martine, sin poder moverse, balbuceó algo, pero Hal no la oyó pues el rugido lo había dejado sordo.</p> <p>Halloran se acercó a la muchacha y colocó su cuerpo a modo de escudo para defenderla de las feroces mandíbulas y las afiladas garras del monstruo, que en aquel momento saltó sobre ellos. El capitán descargó su mandoble contra la testuz de la criatura.</p> <p>Su golpe chocó contra el hueso, en el mismo instante en que las garras le desgarraban las costillas. Hal dio un paso atrás, sin dejar de proteger a Martine, mientras el ser infernal soltaba un chillido de sorpresa, y sacudía la cabeza.</p> <p>Hal se incorporó de un salto, sin hacer caso del terrible dolor y la hemorragia de su costado. En la cara de la bestia, que se disponía a reanudar su ataque, se apreciaba un tajo de arriba abajo. El joven comprendió que esta vez no podría rechazarla.</p> <p>De pronto, una saeta, y después varias más, aparecieron en el flanco del monstruo. ¡Flechas de ballesta! ¡Los hombres de Daggrande venían en su ayuda! La criatura se volvió para hacer frente a los dardos, y Halloran aprovechó la ocasión para hundir su sable en el flanco desprotegido. Vio que un grupo de espadachines corría hacia ellos, tropezando en la arena blanda.</p> <p>El ser soltó otro terrible rugido, esta vez en dirección a los hombres que se acercaban, y Halloran observó atónito cómo varios de ellos caían de bruces en la playa, al parecer aturdidos por el estruendo. Antes de que alguien más pudiese reaccionar, el monstruo retrocedió hacia la selva a gran velocidad con la ayuda de sus alas, y en unos segundos se esfumó entre los árboles.</p> <p>—¿Estás bien? —preguntó Hal, al tiempo que ayudaba a Martine a ponerse de pie. Notó el eco de su voz en el cráneo, pero le pareció que recuperaba la audición.</p> <p>—Sí... En cambio tú estás herido —respondió la joven. Miró el pecho del jinete, preocupada—. ¡Me has salvado la vida!</p> <p>Hal experimentó la reacción posterior típica de un combate mortal. Le temblaron las rodillas y sus músculos se quedaron sin fuerzas. No opuso ninguna resistencia cuando la joven le cogió uno de los brazos y lo pasó por encima de sus hombros para evitar que cayera. En aquel momento, llegaron unos cuantos hombres dispuestos a auxiliarlos.</p> <p>—¡Id a buscar al fraile! —gritó Martine, y uno de los soldados la obedeció en el acto. Hal tuvo la visión de sus últimos ritos, y le pareció ver su alma servida a Helm en bandeja de plata.</p> <p>No tardaron en llegar a donde se encontraba el grupo principal, y fray Domincus salió a su encuentro. Por la expresión feroz de su rostro, Hal no dudó que el fraile estaba dispuesto a enviar su alma al seno de Helm.</p> <p>—¡Ayúdalo, padre! ¡Me salvó la vida! ¡Aquel ser... era horrible! ¡No sé qué era! —Martine hablaba con tanta prisa que apenas si se podían entender sus palabras.</p> <p>—El cacique lo llamó<i> hakuna. —</i>Hal desvió la mirada y vio a Cordell junto al fraile. En el rostro del capitán general había una expresión casi complacida—. ¡Bien hecho, capitán!</p> <p>A pesar del dolor, la felicitación del comandante hizo vibrar de orgullo hasta la última fibra de su cuerpo. Sonrió casi sin fuerzas mientras Martine lo ayudaba a tenderse sobre la arena. Domincus, sin abandonar su mueca feroz, se arrodilló a su lado.</p> <p>—Helm, libra a este guerrero de sus heridas —rezó el fraile, con los ojos cerrados—. Ha luchado con valor y lo ha hecho en tu nombre. ¡Concédeme el poder para cerrar sus heridas, y que pueda volver al combate en defensa de tu noble causa!</p> <p>Halloran sintió que el dolor desaparecía de su cuerpo, como si hubiesen cerrado la brecha por donde se colaba el sufrimiento. Su brazo, que parecía muerto, recuperó la fuerza, y él intentó levantarse.</p> <p>—Descansa —dijo Martine, en voz baja—. No te levantes todavía. —Su tono era tan suave y placentero como la arena y el calor del sol, y Hal no opuso ninguna resistencia. Ella apoyó una mano sobre su frente, y a él le pareció que el agua le refrescaba el cuerpo. En unos segundos, se quedó dormido.</p> <p>El sol se aproximaba al ocaso cuando lo despertó Daggrande.</p> <p>—Último bote para el<i> Cormorán —</i>anunció el enano—. A menos que prefieras quedarte aquí y disfrutar esta noche de otro encuentro con el<i> hakuna</i>.</p> <p>Hal se levantó de un salto, lleno de vigor.</p> <p>—¿Nos vamos?</p> <p>—Sí. Han vuelto las naves exploradoras. No me había equivocado: ésta es una isla. Pero, según los informes, hay montañas de verdad, y un territorio enorme al que estas gentes viajan en canoas. Creo que nuestra próxima recalada será en tierra firme.</p> <p>—¡Fantástico!</p> <p>—Esto no es todo. ¡Dicen que allí hay una ciudad auténtica... y una pila de oro tan grande que te puede cegar a plena luz del día!</p> <p>Halloran vio que unas cuantas muchachas nativas embarcaban en las chalupas. Un poco más allá, Martine y el fraile mantenían una discusión muy acalorada, aunque no alcanzó a escuchar las palabras. La muchacha gesticuló furiosa, y su padre le dio la espalda.</p> <p>En el momento en que Hal y Daggrande llegaban al bote del<i> Cormorán</i>, Martine llamó al jinete. Él aguardó en la playa mientras el enano embarcaba, sin ocultar su impaciencia.</p> <p>—Voy contigo —anunció la muchacha, con una expresión muy decidida que llamó la atención del oficial.</p> <p>—Encantado —respondió Halloran, sin ocultar su entusiasmo—. Pero ¿qué dirá tu padre? ¿No querrá que permanezcas a bordo del<i> Halcón?</i></p> <p>—¡Bah! —Martine pasó a su lado para después volverse y señalar al fraile. Domincus ayudaba a un grupo de nativas a subir en una de las canoas—. A mi padre le han hecho un «regalo». —La joven le indicó una doncella de piel cobriza—. ¡Una esclava!</p> <p>Halloran se quedó boquiabierto; adivinó que la docena de mujeres habrían sido repartidas entre los demás capitanes y oficiales de la flota.</p> <p>—¡Le dije que debía liberarla! —añadió Martine—. ¡Helm no aprueba la esclavitud! Pero él ha puesto mil y una pegas. «Sería una ofensa para los indígenas», y cosas por el estilo.</p> <p>La furia en la mirada de la muchacha era tremenda, y Halloran no pudo menos que alegrarse de no ser el blanco de ella. No supo qué decir cuando Martine lo miró, como si quisiera saber su opinión.</p> <p>—¡Creo que le<i> gusta</i> tener una esclava joven y bonita! ¡Le he dicho que no estoy dispuesta a viajar en la misma nave que ella! ¡Así que aquí estoy!</p> <p>—Entonces ¿vendrás con nosotros?</p> <p>—Por favor, esta noche manda a buscar mi equipaje —dijo Martine.</p> <p>Halloran asintió, atónito ante el ímpetu de la joven, e inquieto por las posibles consecuencias.</p> <title style="page-break-before:always;text-indent: 0px;"> <p style="line-height:400%">7</p> </h3> <h1>Spirali</h1> <p style="margin-top: 5%">El roce de una capa negra sonó en la oscuridad. El sonido era intencionado; el Muy Anciano anunciaba su llegada a los demás. Pero había algo más; el susurro de la seda informaba a sus compañeros que había tomado su decisión; había que actuar.</p> <p>—¡Kizzwryll!</p> <p>La palabra mágica, murmurada por el Antepasado, despertó al Fuego Oscuro. El líquido negro se agitó en el caldero, y tendió un manto tenebroso sobre los reunidos bañándolos en una luz turbia.</p> <p>El Fuego Oscuro se instaló en la olla, y los Muy Ancianos miraron a Spirali, que era el recién llegado.</p> <p>—El clérigo es demasiado débil, hasta para ser humano. No podemos confiar en su capacidad para realizar el trabajo. —La voz de Spirali, un murmullo ronco, resonó en la enorme caverna.</p> <p>—Tus palabras son ciertas. —El Antepasado brujo aparecía envuelto de pies a cabeza en su manto, mientras que los demás mostraban sus rostros; todos asintieron.</p> <p>—Ahora hay una cosa que debo hacer.</p> <p>Sonó el rumor de las telas; representaba un asentimiento mudo a la afirmación de Spirali, y un comentario acerca de lo drástico que debía ser.</p> <p>—No deberás mostrarte a menos que sea imprescindible. Pero, si los humanos fallan,<i> tienes</i> que matar a la muchacha. —El Antepasado dio la orden sin alzar la voz. Sabía que Spirali había entendido la situación, mucho antes que cualquiera de ellos hubiese captado su gravedad. «Algunas veces, nuestras deliberaciones nos demoran», pensó el Antepasado. Los humanos actuaban mucho más rápidamente.</p> <p>—Cumpliré la voluntad del Consejo —dijo Spirali. Hizo una profunda reverencia, y desapareció en la oscuridad.</p> <h2>* * *</h2> <p>Erix no podía ver los ciclos del sol, y, por lo tanto, no tenía manera de saber exactamente cuánto tiempo llevaba en la celda. Había recibido diez comidas —consistentes en una porción miserable de maíz frío y agua— y calculó que habrían pasado unos diez días.</p> <p>Aparte de los silenciosos servidores que le llevaban la comida —la cual pasaban por una abertura de la puerta—, no había tenido contacto con ningún otro ser humano. A su alrededor se extendía un reino de silencio. El frío húmedo de su calabozo le hacía pensar que se encontraba en algún lugar subterráneo.</p> <p>No había pasado mucho tiempo desde que le habían llevado su décima comida, cuando Erix escuchó los pasos de pies calzados con sandalias, al otro lado de la puerta, y llegó a la conclusión de que debía de tratarse de una visita inesperada. Se agazapó contra la pared opuesta a la puerta, y esperó. La hoja se abrió de golpe y la luz de las antorchas inundó el calabozo, al tiempo que iluminaba a un par de hombres vestidos con taparrabos.</p> <p>Con un grito que contenía toda la rabia y la frustración de su vida, Erix saltó sobre el primer hombre. Pillado por sorpresa, éste dio un paso atrás, mientras las uñas de la muchacha le desgarraban el rostro. La víctima gritó de dolor y cayó al suelo, con la cara cubierta de sangre.</p> <p>El segundo hombre dudó por un momento, y Erix, llevada por el impulso de su ataque, lo hizo caer de un empellón. Le pisó el estómago cuando pasó sobre su cuerpo, y echó a correr. ¡Había escapado!</p> <p>Entonces chocó contra algo duro, algo que respondió a su empuje. Erix se desplomó, atontada, y sintió que unos dedos como garras la sujetaban por los brazos. A la luz vacilante de la antorcha, vio el terrible rostro de un Caballero Jaguar. Sus ojos oscuros la observaron furiosos a través de las fauces abiertas del yelmo. Los dientes de la fiera, largos y blancos como el marfil, parecían dispuestos a hundirse en su garganta.</p> <p>—¡Has cometido una tontería, pequeña! —siseó el hombre. La levantó con toda facilidad y la sostuvo en el aire—. Podrías haber dejado ciego a uno de mis esclavos.</p> <p>La sacudió como a una muñeca de trapo, y a ella le pareció que le volarían los dientes.</p> <p>—¡Ahora, compórtate! —la advirtió el guerrero, antes de soltarla. En cuanto la dejó, Erix descargó un puñetazo contra su pecho, y se lastimó los nudillos con la armadura<i> hishna</i> de piel de jaguar. Le escupió en la cara, y él la abofeteó; ella le dio un puntapié en una rodilla, y él la tumbó de un empujón. Harto de su resistencia, la cogió como un saco y se la echó al hombro—. ¡Vaya genio que tienes! ¡Zaltec disfrutará con el sabor de tu corazón!</p> <p>Por un momento, la confirmación de sus sospechas la privó de sus fuerzas, y colgó como un peso muerto sobre el hombro del guerrero. Pudo sentir cómo el caballero se relajaba. También comprendió que el comentario no le había informado nada nuevo, porque jamás había dudado que acabaría en el altar de los sacrificios.</p> <p>Erix se retorció para descargar un golpe terrible con la rodilla contra la garganta del guerrero, quien jadeó desesperado por recuperar el aliento mientras ella lo golpeaba en los hombros con los codos. La joven se escurrió como un gato salvaje cuando el caballero cayó de rodillas. Vio que él intentaba sujetarla y, sin saber cómo, esquivó la zarpa que se cerraba sobre su brazo.</p> <p>Corrió a lo largo del pasillo, y atravesó una cortina de junquillo que comunicaba con un patio pequeño. Una pared muy alta le impidió ver cualquier cosa excepto el cielo estrellado. Cruzó el patio y encontró un portón cerrado con una tranca.</p> <p>Mixtal esperaba nervioso en el patio, paseándose inquieto de arriba abajo, mientras Gultec iba a buscar a la muchacha. Para el sacerdote, los últimos diez días habían sido un período de angustia. Era difícil pensar que alguien pudiese descubrir el paradero de la joven, pero su sola presencia le había causado un miedo que casi no podía controlar.</p> <p>¿Qué ocurriría si Kachin conseguía alguna prueba de la participación de Mixtal? Este pensamiento sacudió el cuerpo esquelético del clérigo. El sacerdote de Qotal había sido muy persistente en su interrogatorio, y no había callado sus acusaciones contra los Jaguares.</p> <p>La cofradía había alegado no saber nada del secuestro. Se había limitado a insinuar que el hecho quizá podía atribuirse a algunos guerreros jóvenes borrachos de tanto<i> octal</i>. No se conocían sus nombres; si los descubrían, Kachin recibiría la información.</p> <p>Mixtal volvió a mirar por enésima vez la boca oscura de la entrada a los calabozos. ¿Por qué se demoraba tanto Gultec?</p> <p>Un grupo de seminaristas esperaban en el exterior, listos para ser testigos del sacrificio. El ritual sería secreto y lo realizarían fuera de la ciudad. Todos sabían que los sacerdotes de Qotal, a pesar del pacifismo que predicaban, no vacilarían en descargar una venganza terrible contra el templo de Zaltec, si se demostraba la participación de sus fieles en el rapto de la sacerdotisa.</p> <p>Ahora, algo no iba bien.</p> <p>El clérigo vio una figura ágil que salía de la casa, y echaba a correr a través del patio hasta llegar al portón. ¡La muchacha había escapado! Con un gemido ahogado, Mixtal se volvió hacia la cortina, deseando ver aparecer a Gultec.</p> <p>Escuchó los golpes de la joven contra la puerta, y el alma se le fue a los pies. No se hacía ilusiones respecto a su propia suerte si la muchacha conseguía huir. La orden de los Muy Ancianos había sido muy explícita. Mixtal corrió a través del patio, y vio a Erix que se movía a lo largo del muro.</p> <p>Mixtal sujetó su collar de colmillos de serpiente, e invocó la brujería<i> hishna</i> de Zaltec. Después, sacó de su bolsa una piel de serpiente que se movía como si estuviese viva y, sosteniéndola ante los ojos, se concentró en la muchacha. Vio cómo ella se volvía al escuchar el sonido de su voz.</p> <p><i>—¡Zaltec Tlaz-atl qool!</i></p> <p>El sacerdote señaló a la muchacha y soltó la piel. El objeto atravesó el patio como una anguila voladora y comenzó a dar vueltas alrededor de Erix.</p> <p><i>—¡Tzillit! —</i>Mixtal completó el hechizo con la orden para que la piel estrangulara a la víctima.</p> <p>Pudo ver cómo la joven se encogía ante el anillo mágico, y cómo después su mano buscaba algo en su garganta, en un gesto mecánico. El sacerdote escuchó una detonación, y de pronto soltó un chillido de dolor. La piel de serpiente cayó al suelo, y Mixtal no tuvo otra preocupación que la de soplarse las quemadas manos. De alguna manera, la muchacha había resistido al<i> hishna</i>, y con la fuerza suficiente para enviar ondas lacerantes contra el hechicero.</p> <p>Sin dejar de gemir, Mixtal miró a Erix. Vio, o imaginó, una aureola en el amuleto emplumado que llevaba la muchacha en el cuello. Su<i> hishna</i> había sido derrotado por alguna cosa, y entonces notó la frescura de la<i> pluma</i>, que emanaba de la mujer que tenía delante.</p> <p>Erix soltó el pendiente como si fuese una piedra caliente. Atónita, observó el fracaso del ataque mágico y, un segundo más tarde, comprendió que el regalo de su padre sólo podía ofrecerle la salvación si lo sujetaba en el acto.</p> <p>Vio que las ramas de un árbol cercano pasaban por encima del muro, y corrió hacia aquel lugar con la velocidad del viento; de un salto esquivó por los pelos un banco del patio. En cuestión de segundos, alcanzaría la seguridad de las ramas. Entonces una figura oscura se cruzó en su camino, para desaparecer en las sombras junto al muro. Erix se detuvo, pero no alcanzó a ver nada en la profunda oscuridad.</p> <p>Un gruñido ronco —un gruñido animal terrible— sonó en la sombra, y la muchacha gimió aterrorizada. Dio un paso atrás, y las fuerzas la abandonaron; agotada y dominada por el miedo, aceptó la derrota.</p> <p>Un jaguar surgió de la oscuridad; sus zarpas la golpearon en el pecho, y cayó al suelo con tanta fuerza que se quedó sin respiración. Boqueó angustiada sin poder apartar la vista de los brillantes ojos amarillos llenos de odio, y sintió la baba caliente de la fiera sobre la cara y el cuello.</p> <p>Entonces desapareció el jaguar, y en su lugar apareció el caballero que había atacado en el pasillo.</p> <p>Sin muchos miramientos, el guerrero la levantó y le ató las manos con tanta fuerza que la cuerda le cortó la piel. Le metió un trapo sucio en la boca y después la amordazó. Hecho esto, la sacó a empellones del patio y la colocó en el centro de una columna formada por varias docenas de acólitos. Erix no tuvo necesidad de oler el hedor de la sangre seca para saber que se trataba de sacerdotes de Zaltec, porque bastaba verles las cabezas con los pelos como púas.</p> <p>Comprendió que el sacrificio tendría lugar fuera de la ciudad, cuando se desviaron por una calle lateral y cruzaron los campos de maíz. No tardaron en entrar en la selva, pero unos minutos más tarde la abandonaron al llegar a la costa. Durante casi una hora, caminaron por la playa. Erix, embotada, apenas si notó la aparición de las primeras luces del alba.</p> <p>Por fin la procesión llegó a un farallón muy alto. La joven vio dos enormes rostros de piedra esculpidos en la pared del acantilado, las imágenes de un hombre y una mujer que miraban hacia el mar. Reconoció el lugar como uno de los que había mencionado la niña en Pezelac; lo llamaban los Rostros Gemelos. Estos rostros, recordó con ironía, habían sido esculpidos por los seguidores de Qotal, como una muestra de esperanza y reverencia a la espera del regreso del dios. Ahora serían el escenario de un sacrificio al sangriento Zaltec.</p> <p>Los sacerdotes iniciaron el ascenso del farallón por un sendero que serpenteaba entre las dos esculturas. La marcha les llevó mucho tiempo, porque la altura era mucho mayor de lo que parecía. Abajo, las olas descargaban contra la playa, invisibles en la penumbra, aunque en el cielo la luz de la aurora había barrido casi todas las estrellas.</p> <p>La fatiga y el aturdimiento de Erix se disiparon ante la proximidad de su muerte.</p> <p>En lo alto del farallón se levantaba una pequeña pirámide de roca desnuda. La muchacha intentó oponer resistencia, pero los acólitos la alzaron y la cargaron a hombros, por los cincuenta y dos escalones de la pirámide.</p> <p>Los acólitos formaron un círculo en la plataforma superior. Por su parte, el Caballero Jaguar y el sumo sacerdote se acercaron al altar. El bloque de piedra manchado de sangre se encontraba en uno de los costados y junto al ara había una escultura bestial de Zaltec. La boca del dios de la guerra aparecía abierta, a la espera de su repugnante festín.</p> <p>Erix vio las manchas negras en el altar, en sus costados y en gran parte de la plataforma. Una vez más, pretendió luchar contra sus captores, pero fue inútil.</p> <p>La luz rosada se volvió naranja, y después roja. Erix contempló, con horror y fascinación, cómo se aproximaba el momento de la salida del sol; también todos los sacerdotes tenían las miradas puestas en el horizonte. Apenas si advirtió que el caballero le desataba las manos y le quitaba la mordaza. Sabía que cuatro oficiantes la mantendrían tumbada sobre el altar, mientras Mixtal blandía su puñal de obsidiana. Alcanzó a ver el arma, sujeta en la faja; una hoja negra resplandeciente con empuñadura de turquesas y jade.</p> <p>Entonces la concentración de los sacerdotes se rompió. Uno susurró una exclamación, otro comenzó a rezar. La atención se volvió hacia el océano. Erix no percibió el cambio hasta que el propio Mixtal miró hacia el mar, y una expresión casi de pánico apareció en su rostro.</p> <p>—¿Qué es<i> aquello? —</i>murmuró el sumo sacerdote, nervioso.</p> <p>Los demás clérigos continuaron con sus murmullos, e incluso Gultec miró hacia el mar para descubrir el motivo de tanta alarma.</p> <p>Erix permaneció como hechizada mientras la luz de la aurora tocaba la pirámide y la costa. Vio criaturas, monstruos elegantes, unas cosas barrigudas y blancas, más grandes que una casa. Parecían volar, apenas rozando el agua, y su curso las traía hacia la playa. Sus alas eran enormes, pero no batían; en cambio, parecían mantenerse erguidas como si quisieran contener el impresionante impulso de las criaturas. Los acólitos se apiñaron en el lado este de la pirámide, desde donde se podía contemplar mejor la aparición.</p> <p>—¡Es una señal de Zaltec! —gimió Mixtal.</p> <p>—¡Tonterías! —replicó Gultec, apartando a los clérigos que le impedían la visión; sin embargo, no hizo más comentarios.</p> <p>La joven se quedó sola con Mixtal en el centro de la pirámide. El sacerdote no hacía otra cosa que retorcerse las manos, sin desviar la mirada del mar, y Erix no dejó pasar la oportunidad.</p> <p>Su mano voló hacia la faja de Mixtal, se apoderó de la daga y, con el mismo movimiento, descargó un golpe con la empuñadura contra la cabeza del hombre, justo por encima de la oreja. Mixtal se desplomó en silencio.</p> <p>El cuerpo no había tocado el suelo, cuando Erix ya corría escalera abajo por el lado oeste de la pirámide en busca de la tenue protección de la selva.</p> <h2>* * *</h2> <p><strong> <i> De la Crónica del Ocaso</i></strong><i> :</i></p> <epigraph> <p>¡Que la luz del Plumífero ilumine mi miserable ignorancia!</p> <p>Mi mano tiembla de tal manera que a duras penas puedo escribir este relato. Sólo puedo contar lo que he visto, y espero que el tiempo y quizás el sueño me permitan sumergirme en sus profundidades. El momento es el ocaso del día de hoy...</p> <p>Naltecona asiste a los sacrificios en la gran pirámide, y realiza dos él mismo; corazones ofrecidos a Zaltec y Tezca Rojo. La muchedumbre en la plaza, e incluso los sacerdotes en la pirámide, parecen estar sumidos en una especie de hechizo. Los movimientos se retardan, aumenta la percepción.</p> <p>Un gran ruido atrae nuestras miradas hacia el cielo, y allí aparece la bestia, una criatura enorme nunca vista en Maztica. Tiene la forma de un pájaro, aunque carece de plumas, y está cubierta de una piel correosa como la de un cocodrilo. Un pico largo, que parece una sierra puntiaguda, sobresale de su garganta. El monstruo se posa lentamente en la cumbre de la pirámide mientras los sacerdotes retroceden espantados. Yo mismo caigo de rodillas.</p> <p>Naltecona se mantiene firme ante la presencia. Su sobrino Poshtli, vestido con su armadura de Caballero Águila, se coloca delante del canciller y levanta su maca para defender a su tío. Las plumas blancas y negras de la capa de Poshtli se extienden desde sus hombros en abierto desafío al monstruo.</p> <p>La bestia despliega y bate sus alas, enviando un huracán de viento que barre la pirámide; los sacerdotes se alejan aún más. Por fin también cae Poshtli. Y entonces vemos la voluntad de los dioses.</p> <p>En el ancho pecho de la criatura aparece una superficie brillante, como obsidiana pulida o una capa de hielo impoluta. Contemplo, atónito, mi propio reflejo en este espejo celestial. Los demás, según me entero después, han visto lo mismo que yo: un reflejo de la pirámide y de los sacerdotes apiñados.</p> <p>Excepto Naltecona.</p> <p>El reverendo canciller retrocede dos pasos, la mirada puesta en el espejo. La bestia se adelanta hacia él, y Naltecona no oculta su pavor. Mira durante un minuto y, si bien ningún otro ve la visión concedida a sus ojos, él gime y llora. Se golpea el pecho aterrorizado e incrédulo. Habla de monstruos de dos cabezas, de lanzas de plata y de casas que flotan en el océano.</p> <p>Entonces la bestia despliega sus alas y remonta el vuelo, y el viento que provoca en su ascensión casi nos arroja al vacío. También Naltecona cae de rodillas y besa las piedras delante de las huellas de la criatura.</p> </epigraph> <title style="page-break-before:always;text-indent: 0px;"> <p style="line-height:400%">8</p> </h3> <h1>Chitikas</h1> <p style="margin-top: 5%">El águila ganó altura impulsada por las corrientes ascendentes de la costa. Mucho más abajo, las rompientes castigaban un trozo de playa que desaparecía en la distancia por el norte y el sur.</p> <p>De pronto el pájaro batió las alas un par de veces para conseguir más velocidad y se lanzó en picado. El aire se llenó con la humedad de la espuma, pero la aguda mirada del águila atravesó la niebla para estudiar las formas extrañas en el agua.</p> <p>Los ojos eran animales; en cambio, la mente que recibía las imágenes era humana. El Caballero Águila en su forma de ave era Poshtli, sobrino del gran Naltecona, que realizaba una misión de reconocimiento para el reverendo canciller.</p> <p>El águila hizo una segunda pasada por encima de los objetos con forma de nube, sin perder ningún detalle. Nadie observó su vuelo a varios centenares de metros del agua.</p> <p>Entonces picó hacia el mar, en un descenso que en cuestión de segundos alcanzó una velocidad vertiginosa. Después, niveló el vuelo y batió las alas mientras volaba en línea recta hacia la costa casi tocando las olas. Sólo remontó lo suficiente para evitar las montañas ocultas tras el horizonte.</p> <p>Volaba en dirección noroeste, en busca de la lejana Nexal.</p> <p>Erix se escurrió entre los matorrales sin hacer caso de las agudas espinas que le arañaban los miembros, preocupada sólo por la necesidad desesperada de escapar del altar de Zaltec. Utilizó el puñal de ceremonia para cortar la vegetación, pero la hoja de obsidiana no resultaba práctica como machete. Optó por abrirse paso apartando las ramas con las manos y aguantar el dolor de las heridas.</p> <p>Después de dos minutos de carrera, hizo una pausa, y contuvo la respiración en un esfuerzo por escuchar los sonidos de los perseguidores. Un pájaro chilló en un lugar cercano, invisible en la hojarasca, y una nube de insectos gordos zumbaron alrededor de su cabeza.</p> <p>Sin embargo, no había ningún ruido humano. Durante varios minutos, Erix permaneció atenta a los sonidos de la selva. Muy a lo lejos sonaba el rumor de las rompientes.</p> <p>El sonido del mar le recordó las grandes cosas aladas que había visto. Por alguna razón, desconfiaba de que fuesen criaturas. No obstante, su aparición le había salvado la vida.</p> <p>Por unos momentos más, Erix mantuvo la vigilancia, extrañada de que no la persiguieran. ¡No podían haber pasado por alto su huida! Sólo se le ocurrió una explicación: los objetos frente a la costa mantenían hechizados a los sacerdotes y al Caballero Jaguar.</p> <p>Pensó en el espectáculo, y su curiosidad pudo más que el miedo. Buscó orientarse, y recordó que tenía el océano a sus espaldas. Con más lentitud y precauciones que antes, se volvió hacia la izquierda y comenzó a caminar paralela a la costa.</p> <p>Poco a poco se alejó de la pirámide de Zaltec, y no tardó en verse en medio de la profundidad de la selva. Empapada de sudor, y sin hacer caso de las moscas y los mosquitos que la asaltaban, se abrió paso penosamente hacia el sur. Por fin encontró un angosto sendero, y aquí torció otra vez, para ir a buscar la costa.</p> <p>Le sangraban los brazos cubiertos de rasguños, y las espinas habían convertido en harapos su túnica de algodón. Pero ahora avanzaba sin obstáculos, y se olvidó de sus dificultades, estimulada por el deseo de contemplar otra vez las grandes alas sobre el océano.</p> <p>Por fin cruzó entre las lianas de un árbol inmenso, y se encontró en el acantilado. Una franja de matorrales recorría el borde del precipicio. Sin descuidar la vigilancia, se arrastró al abrigo de la vegetación hasta encontrar un punto desde el cual podía contemplar el océano.</p> <p>Las alas blancas de las cosas marinas colgaban fláccidas, más pequeñas que cuando las había visto desde la pirámide. Si bien los objetos caían a su izquierda, a una distancia de casi dos kilómetros, podía ver más detalles.</p> <p>En un instante comprendió que eran grandes navíos, como unas canoas inmensas llenas de hombres. Mientras los observaba, pudo ver embarcaciones más pequeñas —más parecidas a las canoas de verdad, aunque más grandes que las utilizadas en Maztica— que se apartaban de los barcos. Como ballenas gigantescas dando a luz, cada uno de los navíos descargaba un bote más pequeño, que comenzaba a moverse lentamente hacia la costa.</p> <p>Erix se sintió maravillada. ¿Tenía la ocasión de ver un milagro? ¿De dónde provenían estos visitantes? Desde luego no eran originarios del Mundo Verdadero. Entre los extranjeros divisó figuras diminutas, que parecían humanas, pero no podía creer que fuesen humanos como ella. ¿Podían ser mensajeros de los dioses? ¿O incluso dioses?</p> <p>—¡Bonita!</p> <p>La voz, que habló en mal payit, la volvió a la realidad. Erix se volvió y levantó el cuchillo dispuesta a defenderse; no vio a nadie. De espaldas al abismo, observó la fronda que tenía delante.</p> <p>—¡Vaya, si tiene un cuchillo! ¡Cuidado, cuidado! —El tono no disimulaba la burla.</p> <p>—¿Quién está allí? —siseó furiosa.</p> <p>—Estamos todos, bonita. —Un súbito estallido de color le hizo dar un respingo. Lanzó una exclamación, y casi dejó caer el puñal, cuando un pájaro de plumaje multicolor surgió de un arbusto junto a su cara, y voló para instalarse en lo alto de una palmera—. ¡Ahora tiene miedo! —Erix se quedó boquiabierta al descubrir que la voz misteriosa pertenecía a un guacamayo.</p> <p>—¡No tengo miedo! ¡Me has pillado por sorpresa, cabeza de chorlito! —Movió la cabeza en dirección al pájaro, un tanto avergonzada. Había escuchado hablar de guacamayos y loros que podían imitar voces humanas. Entonces advirtió con un escalofrío que el pájaro no había imitado ningún sonido. ¡Había hecho comentarios acerca de cosas que había observado, como su cuchillo!</p> <p>—¡Un pajarraco muy listo! —murmuró otra voz. El sonido sibilante emergió de un arbusto.</p> <p>Erix se quedó boquiabierta al ver aparecer una cabeza alargada y multicolor entre las hojas. La siguió un cuello de serpiente y parte de un cuerpo delgado pero ágil y nervudo que se ondulaba para avanzar. Los ojos de la serpiente le dirigieron una mirada inteligente y un poco picara.</p> <p>—¡Hoy eres una muchacha afortunada, Erixitl! —La criatura movía los labios con suavidad mientras su negra lengua bífida entraba y salía de la boca—. Tienes suerte porque<i> yo</i> estoy aquí. Yo soy Chitikas.</p> <h2>* * *</h2> <p><strong> <i> Día 10 desde la recalada, a bordo del Halcón</i></strong>.</p> <epigraph> <p>Helm nos ha concedido un fondeadero magnífico, un lago profundo rodeado de promontorios. La costa áspera que nos recibe se distingue por las dos caras enormes esculpidas en el acantilado.</p> <p>Cada una representa un rostro humano, al parecer macho y hembra, en un tamaño muchas veces superior a la altura de un hombre. En lo alto del farallón, hay una estructura con forma piramidal.</p> <p>Nos apresuramos para poner la legión en tierra, dejando una tripulación mínima a cargo de las naves. Los infantes ya reclaman la posesión de este territorio; dentro de unas horas, desembarcaremos a los caballos.</p> </epigraph> <p><i>¿Quién los habrá esculpido?</i>, pensó Halloran, asombrado. La luz del amanecer iluminó una pareja de rostros enormes tallados en el acantilado que tenían delante.</p> <p>—¡Míralos! —murmuró Martine, con una discreción poco frecuente, al tiempo que sujetaba el brazo de Hal.</p> <p>Él no pudo menos que sentirse molesto al pensar en la excitación que este contacto le habría producido unos pocos días antes. Ahora la mano de Martine le parecía un helado grillete de hierro, que le oprimía la carne. Sus atenciones, que tanto lo habían entusiasmado, lo mantenían prisionero, y cada nueva frase, cada mirada, era una cadena más alrededor de su cuello.</p> <p>Ella no se había separado de su lado durante los tres días que llevaba a bordo del<i> Cormorán</i>, excepto para dormir. Hal le había ofrecido de buen grado su camarote, el único alojamiento privado de la nave, y la joven aceptó como si le correspondiera por derecho propio. El capitán había pasado las tres últimas noches en compañía de los caballos y los perros debajo del entoldado en cubierta, y había llegado a valorar aquellas horas como su único tiempo libre.</p> <p>Daggrande los había evitado en todo lo posible —algo muy difícil en una carraca de treinta metros— y a Halloran le parecía escuchar la incesante charla de Martine hasta en sueños. Quizás esta recalada le diera la oportunidad de volver a ser un soldado, aunque tenía sus dudas.</p> <p>Halloran y Martine permanecieron junto a la borda del<i> Cormorán</i>, mientras bajaban la chalupa hasta las aguas de un azul cristalino. En las profundidades, grandes cantidades de peces exóticos se movían entre las ramas del coral.</p> <p>Pero la atención de los dos jóvenes se centraba en las dos caras gigantes. Representaban a un hombre y a una mujer, ambos con la boca ancha, labios gruesos y la nariz aplastada. Los rostros eran redondos y chatos; el masculino no tenía barba. Los ojos —agujeros tallados en la piedra— parecían contemplar las naves con gran interés.</p> <p>—Tu padre dice que estas gentes carecen de dioses —dijo Hal—. Sin embargo, al ver estas caras creo lo contrario.</p> <p>—¡Venga, vamos allá! —exclamó Martine, sin hacer caso del comentario. Señaló la chalupa amurada al navío.</p> <p>—¡Ya lo hemos discutido antes! —protestó Hal. Gimió para sus adentros—. ¡Debes permanecer a bordo hasta que hayamos explorado la costa!</p> <p>—¡No seas tonto! —respondió Martine, encaramándose en la regala.</p> <p>—¡No puedes ir a tierra con los primeros infantes! —Halloran sintió pánico, al ver cómo la muchacha se descolgaba por la escala de cuerda con la habilidad de un marinero. Resignado, inició el descenso mientras Martine se acomodaba a popa—. ¡Prométeme que te quedarás cerca de los botes!</p> <p>Halloran sintió la misma mezcla de emociones que lo confundían desde el momento en que Martine había subido al<i> Cormorán</i>, tres días antes. La atracción que sentía por ella se unía al miedo que le producía no saber cómo oponerse a sus caprichos, y esto lo mortificaba.</p> <p>Además, estaba el tema del padre. El fraile representaba el pilar moral de la legión, una autoridad espiritual equiparable a la de Cordell en lo militar. Hasta donde sabía, Domincus servía sin faltas a un dios severo e implacable. El poder de Helm había curado las heridas de Hal cuando el fraile había rezado al Vigilante. A su juicio, era un gran riesgo provocar la ira del sacerdote.</p> <p>Hal aceptaba a Helm igual que aceptaba la existencia de otras deidades. En realidad, el dios de la vigilancia eterna representaba un gran consuelo para los hombres de armas. Pero ahora parecía querer provocar el disgusto de los dioses con sus acciones, aunque... ¿qué había hecho de malo? Sólo había permitido que Martine se saliese con la suya, y no había nada que él pudiese hacer al respecto.</p> <p>Soltó un suspiro, se volvió hacia proa y contempló las caras gigantes, que ahora parecían observarlos con burla, mientras los botes penetraban en la sombra del acantilado.</p> <h2>* * *</h2> <p>—¡Despierta, maldito imbécil! —Gultec propinó un puntapié al sacerdote tendido en el suelo.</p> <p>Mixtal abrió los ojos; a duras penas podía ver el rostro furioso del Caballero Jaguar.</p> <p>—¿Qué..., qué ha ocurrido? ¿Dónde está la muchacha?</p> <p>—Ha escapado. Al parecer, es mejor guerrera que tú.</p> <p>—¿Cómo...? —Mixtal se sentó alarmado, sin hacer caso del terrible dolor en su cabeza—.<i> ¡Las señales de Zaltec! ¿Dónde están?</i></p> <p>—No son señales de Zaltec, idiota. —Gultec señaló hacia el este, y Mixtal advirtió que lo habían bajado al pie de la pirámide—. Son hombres, guerreros, que ahora se reúnen en la playa en gran número.</p> <p>Mixtal miró hacia el mar. Un terror helado se mezclaba con un asombro incoherente en su pecho. Temía el castigo de los Muy Ancianos, por haber dejado escapar a la muchacha, al mismo tiempo que era testigo de algo que parecía un milagro.</p> <p>—¿Qué te hace creer que son guerreros? —preguntó—. ¡A mí me parecen mensajeros de los dioses!</p> <p>Gultec le dirigió una mirada de desprecio.</p> <p>—Primero enviaron a sus exploradores a tierra. Investigaron el bosque junto a la playa. Ahora puedes ver cómo desembarcan y forman por compañías.</p> <p>—¡Pero si no llevan plumas! ¡No llevan garrotes! ¡Y, mira, algunos son de plata!</p> <p>El Caballero Jaguar gruñó mientras estudiaba el panorama.</p> <p>—Me preocupa ver la plata. No entiendo por qué un guerrero ha de cargarse a sí mismo con tanto peso. Sospecho que deben de ser muy fuertes. —Se volvió hacia el sacerdote—. Quédate aquí y vigila. No dejes que te vean. Iré a Ulatos para avisar al canciller.</p> <p>Mixtal asintió, atontado. Gultec le dio la espalda y trotó hacia el borde de la jungla. En cuestión de segundos, desapareció entre los matorrales. El Caballero Jaguar apoyó las manos sobre un tronco caído y dio un salto; cuando aterrizó al otro lado se había transformado. Su piel manchada se confundió con el fondo vegetal mientras corría con el paso elástico y poderoso de los grandes felinos.</p> <p>Para acelerar la marcha, Gultec se encaramó a un árbol y voló de rama en rama con una velocidad aterradora. Sólo tardó unos minutos en recorrer el camino que la procesión había hecho en dos horas, y recuperó la forma humana antes de salir de la selva. En cuanto pisó el sendero que atravesaba los campos de maíz, comprendió que las noticias acerca de los extraños visitantes lo habían precedido. No había nadie trabajando en los cultivos; en cambio, en las calles de Ulatos parecía reinar una actividad poco habitual.</p> <p>Gultec entró en la ciudad al trote. La muchedumbre se apartó al paso del Caballero Jaguar, y en unos momentos llegó a la plaza.</p> <p>—¡Gultec, ven aquí! —La voz procedía de una pequeña pirámide en el centro de la plaza, y el caballero vio a Caxal, el reverendo canciller de Ulatos, que le hacía señas, desesperado. Gultec subió los doce escalones de la pirámide, y descubrió que Caxal se encontraba en compañía de otros cuantos Jaguares y Caballeros Águilas, además de Kachin.</p> <p>—¡Nos han invadido! —gritó el canciller, furioso.</p> <p>—Los he visto con mis propios ojos —asintió Gultec—. Hombres extraños que viajan en canoas enormes. Se han concentrado en la playa delante de los Rostros Gemelos. Son seres misteriosos, aunque pocos en número.</p> <p>—¡No sabemos si se trata de una invasión! —insistió una voz, y Gultec se giró para mirar a Kachin, clérigo de Qotal—. ¡Debemos intentar hablar con ellos, ver quiénes son y qué quieren!</p> <p>Caxal miró alternativamente a Kachin y a Gultec.</p> <p>—¿Cuántas tropas podríamos reunir ahora mismo? —El reverendo canciller desconfiaba de sus guerreros, pero la situación indicaba que sus servicios eran necesarios.</p> <p>—Quizás unos doscientos Jaguares, y el mismo número de Águilas. —Gultec interrogó con la mirada a Lok, jefe de los Caballeros Águilas.</p> <p>—Es probable... Desde luego, más de un centenar —respondió Lok, pensativo. Los guerreros no eran amigos pero se respetaban como hombres valientes, capaces y sensatos.</p> <p>—Podríamos tener diez mil lanceros para el anochecer, tal vez el doble para mañana —afirmó el Caballero Jaguar.</p> <p>—¡Reúnelos! —ordenó Caxal—. Lleva a las tropas hasta el acantilado, cerca de los Rostros Gemelos. ¡Pero no ataques! ¡Debemos saber más cosas de ellos!</p> <h2>* * *</h2> <p>El grupo se separó; Kachin se colocó junto a Gultec, sin darle tiempo a dejar la pirámide.</p> <p>—¡La muchacha, Erixitl! —siseó Kachin, con una mirada reluciente por el fuego de la venganza, que inquietó a Gultec—. Sé que tú o alguno de tus lacayos la secuestró. ¡Su muerte será castigada!</p> <p>El caballero, un hombre de gran coraje, un veterano de mil combates, esquivó la terrible mirada del clérigo.</p> <p>—No sé a qué te refieres —respondió Gultec, y se apresuró a bajar los escalones, mientras maldecía en su interior a todos los sacerdotes y a sus dioses.</p> <p><i>Chitikas</i> salió de la espesura, y Erix se quedó boquiabierta. En primer lugar, vio que la piel de la serpiente no tenía escamas, sino que la cubría algo parecido al plumón sedoso y brillante del pecho de los loros. El guacamayo que había sido el primero en hablar con Erix permaneció inmóvil, contemplando el espectáculo que ofrecía el ofidio en su marcha.</p> <p>Su asombro aumentó cuando un par de alas muy grandes, de plumas rojas, oro, verdes y azules, que apenas si aleteaban, quedaron libres del follaje. Colocadas a un par de metros de la cabeza, tenían la altura de un hombre. La serpiente parecía no tener peso porque ninguna parte de su larguísimo cuerpo tocaba el suelo.</p> <p>El ofidio se enroscó y desenroscó perezosamente en el aire, sostenido por la lenta cadencia de sus alas. Los ojos amarillos observaron a Erix, que no tuvo miedo de la mirada. Para descansar sus músculos agarrotados, la muchacha se sentó en un tronco caído.</p> <p>—Tienes problemas —siseó la criatura—. Quizá yo pueda ayudarte.</p> <p>—¡Sí, ayudarte! —chilló el guacamayo, que abandonó su rama para ir a posarse sobre la cabeza de la serpiente.</p> <p>Por fin Erix se relajó. Sin saber por qué, se sentía a gusto en presencia de la extraña criatura. El zumbido de los insectos y el intenso calor de la mañana contribuyeron a serenarla. Suspiró. Le pareció que los ojos de la serpiente giraban en direcciones opuestas, mientras el cuerpo continuaba con su danza aerea.</p> <p>—Vengo de Nexal —dijo Erix, soñolienta—. Muy lejos de aquí. —No pudo continuar porque se quedó dormida.</p> <h2>* * *</h2> <p>Mixtal gimió, con el alma torturada por el miedo. Los Muy Ancianos lo matarían, pero no antes de haber sometido su cuerpo a todo tipo de tormentos. Apenas advirtió la presencia de los veinte acólitos que lo rodeaban, inquietos; poco a poco, comprendió que esperaban sus órdenes, que asumiera el mando.</p> <p>Varios jóvenes vigilaban los movimientos de los extraños visitantes, que todavía no habían hecho ningún intento de escalar el acantilado. Sin embargo, Mixtal no dudaba que, después de un viaje tan largo desde el lugar donde estuviese su hogar, los forasteros no limitarían sus exploraciones a un trozo arbolado de la costa.</p> <p>De inmediato comprendió que la pirámide sería uno de los primeros sitios que investigarían los recién llegados cuando avanzaran tierra adentro.</p> <p>—¡La muchacha! —dijo—. ¿Alguien ha visto la dirección que tomó?</p> <p>Los acólitos miraron al suelo. Los tirabuzones erguidos de sus cabelleras remojadas en sangre se sacudieron lentamente, como un grupo de puercos espinos en una danza ceremonial.</p> <p>—Hacia la selva —apuntó uno de los acólitos, un joven corpulento llamado Atax.</p> <p>Mixtal lo recordaba por haber utilizado el puñal de sacrificio con una habilidad excepcional en sus primeros intentos. Como cualquier otro aprendiz, Atax había cometido fallos, y se había tenido que repetir el sacrificio; en una ocasión se habían necesitado tres víctimas antes de conseguir el corte correcto. Pero Atax había aprendido deprisa, y su fuerza podía ser ahora de gran ayuda.</p> <p>—¡Debemos encontrarla! —exclamó Mixtal, incorporándose. Se acercó al borde del acantilado para observar a los extranjeros; reconoció que parecían ser hombres. Sus grandes canoas habían plegado las alas, y apreció que los reunidos en la playa sumaban una centena.</p> <p>»¡Dame tu cuchillo! —ordenó a uno de los acólitos. Intentó olvidar la vergüenza de la pérdida de su propio puñal, pero los colores le subieron a la cara—. ¡Al bosque! ¡Seguidme!</p> <p>Durante muchas horas, y con un calor cada vez más intenso, los clérigos recorrieron la selva a lo largo de la costa. Caminaron en dirección este y, en muchas ocasiones, cruzaron las huellas de Erix, pero ninguno fue capaz de descubrir el rastro. Después, volvieron sobre sus pasos, a medida que la atmósfera se hacía más opresiva y la mañana daba paso a la tarde.</p> <p>—Descansemos un momento —jadeó Mixtal, apoyado en el tronco de un árbol. Observó enfadado que ninguno de los jóvenes parecía tan cansado como él. No obstante, sus tirabuzones se habían convertido en una masa de cabellos empapados de sudor.</p> <p>—Venerable maestro, quizá deberíamos buscar ayuda —sugirió Atax.</p> <p>—¡No! —Mixtal se irguió en el acto; el pánico le devolvió el vigor—. ¡La encontraremos<i> nosotros!</i> ¡Es<i> nuestra</i> obligación!</p> <p>Atax retrocedió asustado por el estallido, y Mixtal sonrió satisfecho. ¡Al menos había algunos que debían tratarlo con respeto! Entonces se quedó de una pieza al ver que Atax se desplomaba al suelo. ¡El hombre dormía!</p> <p>Furioso, Mixtal se volvió hacia los demás acólitos. En un instante, su furia se convirtió en algo casi rayano al miedo cuando vio que<i> todos dormían</i>.</p> <p>—¿Qué pasa aquí? —chilló—. ¡Despertad!</p> <p>—No tan fuerte, venerable maestro —dijo una voz muy suave.</p> <p>—¿Quién es? ¿Dónde está?</p> <p>—Yo hablaré, y vos me escucharéis. —La voz calmó su inquietud, y Mixtal se sentó en el suelo, dispuesto a escuchar.</p> <p>»Buscar a la muchacha de esta manera es una tontería. En cambio, debéis buscar guerreros. —Mixtal buscó sin mucho entusiasmo la fuente de la voz, pero sólo vio pájaros y flores, colores que se movían a su alrededor. No recordaba la selva como un lugar tan colorido; resultaba muy hermosa.</p> <p>—¿Guerreros? —preguntó. Le pareció que su voz sonaba lejana—. ¿Cómo? —El sacerdote notó como si le hubiesen cubierto los ojos con un velo; era como mirar algo a través de un humo de colores, sólo que el humo estaba dentro de sus ojos.</p> <p>—Espera aquí. —La voz tenía una seguridad que lo tranquilizó del todo. Mixtal no podía desconfiar de sus palabras—. Los guerreros vendrán a ti. Después, no tendrás que ir muy lejos para encontrar a la que buscas.</p> <p>Entonces también Mixtal se durmió; soñó con flores cantarinas, serpientes locuaces y pájaros charlatanes. No despertó hasta que una voz gutural lo arrancó de su sueño.</p> <p>—Sacerdote, ¿por qué duermes aquí?</p> <p>—¿Qué...? —Mixtal abrió los ojos y se sentó. Vio a tres Caballeros Jaguares, incluido el que lo había interrogado, y más allá una columna de lanceros que se perdía en la selva. Cada lancero vestía el taparrabos típico de los payitas y cargaba con tres jabalinas con punta de obsidiana, un lanzador y un escudo redondo de madera revestida de piel de jaguar. Todos tenían la nariz atravesada por una aguja de madera o hueso, y se cubrían la cabeza con un tocado de plumas naranja.</p> <p>—¡Guerreros! —El sacerdote se puso de pie, entusiasmado—. ¡Despertad, pandilla de holgazanes! —Propinó puntapiés a los acólitos que tenía más cerca—. ¡Los guerreros están aquí!</p> <p>—¿Nos esperabas? —preguntó el caballero, mientras los jóvenes se despertaban.</p> <p>—¡No dudes de la voluntad de Zaltec! —replicó Mixtal—. ¡Recibí un aviso directamente de los Muy Ancianos! —Esto al menos era lo que pensaba. Las cosas ocurrían demasiado rápido para poder seguirlas. Pero disfrutó del miedo que apareció en el rostro del Caballero Jaguar al escuchar su respuesta.</p> <p>»¡Tenemos una tarea muy importante que cumplir! ¡La escogida para un sacrificio exigido por Zaltec ha huido, y ahora provoca las iras del dios! ¡Debemos encontrarla!</p> <p>—¿Qué historia es ésta? —preguntó el caballero—. Nos han enviado aquí, con una centuria, para vigilar a los invasores. Diez mil guerreros más vienen hacia la playa. No sé nada acerca de un sacri...</p> <p>—¡Los invasores! —En la mente de Mixtal surgió una idea. Su mirada aún parecía ver a través de una cortina de humo, pero su cerebro discurría a toda velocidad—. ¡Sí, ellos son los responsables! ¡La arrebataron del altar de Zaltec! ¡Está muy claro! ¡Son una afrenta para nuestros dioses! ¡Debemos reclamar lo que es de Zaltec!</p> <p>—Tengo mis órdenes, dadas por Gultec en persona —gruñó el caballero, nervioso.</p> <p>—¿Aceptaría Gultec que no hicieses nada, mientras insultan a nuestros dioses, arrebatando la mujer destinada a su sacrificio? —Mixtal se sintió imponente, como si los guerreros fuesen enanos reunidos a su alrededor.</p> <p>El caballero se reunió con los otros dos Jaguares para decidir la actitud a seguir. El sacerdote los observó gesticular mientras hablaban en susurros.</p> <p>—¡Debemos irnos! —gritó—. Os guiaré hasta los invasores, y vosotros me ayudaréis a reclamar lo que es nuestro.</p> <p>Mixtal abrió la marcha, seguido por sus acólitos. Poco a poco, la columna de guerreros formó tras ellos.</p> <h2>* * *</h2> <p>—¡Allí! ¡Vamos a acompañarlos! —exclamó Martine. Halloran miró resignado a los cuatro espadachines que se abrían paso a golpe de machete por el acantilado. A su alrededor, otros pequeños grupos de exploradores se movían a lo largo de la playa, o buscaban senderos entre la vegetación que condujeran hacia la tierra alta.</p> <p>—¡No! —Hal se volvió, enfadado—. ¡Ni siquiera deberías estar en la playa! —El joven desesperaba por asumir el mando de uno de los grupos, pero sabía que Martine no se separaría de él. Miró a Cordell, que se encontraba unos cuantos centenares de metros playa arriba, en compañía del fraile y Darién. Tenía la impresión de que el sacerdote no lo perdía de vista. Se volvió para enfrentarse a la mirada de la muchacha.</p> <p>—¡Para que lo sepas, no soy una niña! —exclamó Martine—. ¡Puedo cuidar de mí misma, y, si no quieres acompañarme, no tienes por qué hacerlo! ¡Me basto y me sobro para explorar por mi cuenta! —Le volvió la espalda, y una vez más él corrió tras ella.</p> <p>Se disponía a sujetarla por un brazo, cuando ella le dirigió una mirada tan furiosa que él se quedó como paralizado.</p> <p>—De todos modos, ¿a qué viene tanta preocupación? —preguntó Martine, provocativa.</p> <p>—Puede haber otro<i> hakuna</i>. ¿Acaso piensas que la gente es amistosa en todas partes? —El enfado de Hal fue en aumento. Lo frustraba la manera en que ella lo engatusaba para obligarlo a aceptar todos sus caprichos. Sin embargo, no podía mostrar su enojo. Había algo en su interior que lo contenía mientras se veía manipulado, por lo que su cólera se convertía en frustración y disgusto contra sí mismo.</p> <p>—¿Acaso no te tengo a ti para protegerme? —Martine le tocó el brazo, y él enrojeció—. ¡Mira, una escalera!</p> <p>Llegaron al pie del acantilado y vieron a los cuatro soldados que Martine había señalado antes, que se abrían paso entre la vegetación. Descubrieron que el sendero era en realidad una escalera de anchos escalones de granito, que ascendía por la cara del farallón en ángulos muy agudos. A la derecha, tenían los Rostros Gemelos que miraban el mar.</p> <p>La muchacha inició el ascenso, y los jóvenes no tardaron en unirse a los soldados. Halloran deseó haber traído al sabueso con él. Los perros de la legión eran expertos en la detección de emboscadas y otras sorpresas desagradables.</p> <p>La presencia de estos peldaños, al igual que los rostros y la pirámide, era la prueba de que existía una cultura más organizada y numerosa que la encontrada por la expedición en las islas. No obstante, la cantidad de matorrales de la escalera daba fe de que no era utilizada con frecuencia. En cualquier otro momento, Halloran habría disfrutado con la exploración, del magnífico espectáculo de la laguna, las extrañas esculturas y la escalada. En cambio, se sentía disgustado consigo mismo por su flaqueza ante la conducta de Martine.</p> <p>Les llevó algún tiempo alcanzar la cumbre del acantilado, y Halloran observó las naves que se hacían cada vez más pequeñas a medida que subían. La mayoría de la legión se encontraba en tierra, pero él se sintió aislado. Vio que Daggrande marchaba al frente de una compañía de espadachines y ballesteros en dirección a la escalera, y esto lo animó.</p> <p>—Capitán... —Uno de los soldados se apartó para dejar paso a Halloran cuando llegaron al último peldaño. Hal vio que se encontraban en una franja cubierta de matojos que se extendía de norte a sur por el borde del acantilado. Unos centenares de metros hacia el oeste aparecía la vegetación selvática.</p> <p>—¡Allá está la pirámide! —gritó Martine. El joven miró en la dirección señalada, y vio la estructura rechoncha que asomaba entre los matorrales a poco más de un kilómetro al norte.</p> <p>—¡Vamos allá! —sugirió el capitán, consciente de que encontrarían en el lugar a otros miembros de la expedición.</p> <p>Se sorprendió al ver que Martine no protestaba.</p> <title style="page-break-before:always;text-indent: 0px;"> <p style="line-height:400%">9</p> </h3> <h1>Primera sangre</h1> <p style="margin-top: 5%">Erix despertó de pronto. Se sentó, con la mente totalmente despejada, sin el menor resto de la confusión que suele acompañar al despertar. Su primer pensamiento fue para<i> Chitikas</i>, y vio que la serpiente había desaparecido.</p> <p>Todavía era de día, y hacía mucho calor. Su posición en el acantilado le ofrecía una cierta protección, pero sabía que los extranjeros no tardarían en explorar la zona. El matorral no la mantendría oculta de las miradas cercanas.</p> <p>A la búsqueda de un refugio más seguro, se arrastró a través de la franja de matojos hacia la espesura de la selva. No tardó en encontrar el sendero que había seguido antes, y se adentró en el bosque, sin dejar de mirar a su alrededor, alerta a cualquier sonido a sus espaldas.</p> <p>Pasó por uno de los recodos de la senda, y en aquel instante comprendió, desesperada, que su atención debía haber estado dedicada a lo que podía haber delante. El sumo sacerdote Mixtal apareció en la siguiente revuelta, marchando hacia ella, con el rostro retorcido por una expresión de fervor religioso. Él la miró directamente a los ojos mientras ella se lanzaba fuera del camino para ir a caer en medio de un zarzal.</p> <p>Sin perder un segundo se acomodó detrás del tronco de un árbol enorme, y esperó el grito de alarma. El sacerdote tenía que haberla visto, y pese a ello pasó por delante de su escondite sin detenerse, con su mirada de fanático siempre al frente.</p> <p>Erix intentó calmar los latidos de su corazón, inmóvil debajo de un techo de hojas húmedas. Vio desfilar los pies de los acólitos de Mixtal, y después los pies calzados con sandalias de una larga columna de guerreros. Poco a poco, aceptó que, sin saber por qué, había conseguido escapar de sus perseguidores. Mixtal la había visto y había hecho caso omiso de ella, y los demás, ocupados en seguir el ritmo del patriarca, ni siquiera habían tenido ocasión de verla.</p> <p>Aun así, la joven permaneció oculta después del paso de la columna durante varios minutos. Cuando se sintió más calmada, salió del escondrijo para volver al sendero.</p> <p>Los sacerdotes y los guerreros habían desaparecido. Sabía que lo más adecuado sería marchar tierra adentro, en la dirección opuesta a la de Mixtal, e intentar llegar a Ulatos. No podía olvidar la expresión fanática de Mixtal, y le pareció algo tan antinatural, tan extraño, que provocó su curiosidad.</p> <p>Sin dejar de reprocharse por su decisión, Erix avanzó por el sendero detrás de Mixtal y su columna de lanceros.</p> <h2>* * *</h2> <p>Mixtal marchaba como una tromba, estimulado por el propósito de su misión. Todo había quedado claro. ¡Las palabras susurradas a su oído<i> debían</i> provenir de los Muy Ancianos! ¿Acaso no habían aparecido los guerreros tal cual le habían anunciado? Ahora su mirada, si bien un tanto borrosa, permanecía fija en el linde del bosque que tenía delante. Abandonó la protección de los árboles y se detuvo, asombrado.</p> <p>Mixtal se frotó los ojos incapaz de creer lo que veía, pero no había lugar a equivocación. ¡Allí estaba ella, la muchacha que había escapado del altar con la primera luz del alba! Caminaba por el claro junto al borde del acantilado, acompañada por cinco de los extraños guerreros.</p> <p>—¡Es ella! —siseó. Dio un paso atrás para ocultarse mientras los caballeros se unían a él.</p> <p>Los acólitos y guerreros permanecieron en la selva, espiando a través de la vegetación a los extranjeros. Los cinco hombres, uno de ellos envuelto en plata, marchaban formando un pequeño círculo protector alrededor de la mujer. El grupo se movía lentamente por el claro, a tiro de las jabalinas.</p> <p>Atax miró a Mixtal, asombrado, y después miró a la mujer de cabellos rojos. No tenía el menor parecido con Erix.</p> <p>—Muy venerable maestro... —dijo, pero se interrumpió al comprender que Mixtal no lo escuchaba. En cambio, el sumo sacerdote no dejaba de mirar y asentir. Atax seguía viendo a una extraña de cabellos de fuego, mientras que Mixtal veía a alguien diferente. El acólito pensó en si él mismo no se habría vuelto loco, aunque sospechaba que la locura tergiversaba la visión de su maestro.</p> <p>—¿Lo veis? —explicó Mixtal, ansioso, a los Caballeros Jaguares—. ¡Son los villanos que la arrebataron de nuestro altar!</p> <p>El clérigo observó una vez más a la muchacha. La niebla que molestaba sus ojos lo enfurecía, si bien podía ver sin dificultad a la joven, pues a ella no la oscurecían las sombras. Veía sus cabellos negros, la piel cobriza, incluso los rotos en la túnica, con una perfección cristalina.</p> <p>—Nos han ordenado no atacar a los extranjeros —protestó uno de los caballeros.</p> <p>Por un momento, Mixtal parpadeó confuso. Vio a los guerreros que observaban curiosos a la joven, y después a él. Pensó otra vez en las perspectivas de la derrota, de tener que enfrentarse a los Muy Ancianos con el relato de su vergonzoso fracaso, de perder su propia vida a cambio de la muchacha que se le había escapado de las manos.</p> <p>¡No podía fallar! No cuando estaba tan cerca, cuando tenía a la presa ante sus ojos.</p> <p>—¡Que la furia de Zaltec caiga sobre vuestras cabezas! —les espetó a los guerreros—. ¡La muchacha será mía!</p> <p>Mixtal lanzó un grito de desafío y salió al claro. Levantó el puñal de obsidiana por encima de su cabeza y, sin dejar de gritar, echó a correr.</p> <p>En obediencia a instintos más fuertes que su disciplina militar, los Caballeros Jaguares sólo vacilaron un segundo después de que el clérigo inició el ataque. Entonces, los caballeros se irguieron, un centenar de lanceros se levantaron a sus espaldas, y los guerreros de Payit siguieron a su sacerdote en la carga.</p> <h2>* * *</h2> <p>—¡Envía a Alvarro a buscarla! —exigió el fraile, furioso, con la mirada puesta en lo alto del acantilado—. ¡Halloran no tenía por qué llevarla con él a territorio salvaje!</p> <p>—Daggrande va de camino —replicó Cordell, con toda la calma de que fue capaz. Conocía a Halloran. Además, el capitán general comprendía el fuerte temperamento de Martine, una característica que su padre parecía desconocer, y sospechaba que no había sido idea de Hal el apresurarse a desaparecer de la vista de la legión.</p> <p>—¡Que la maldición de Helm caiga sobre ese tunante! —vociferó el clérigo, poco dispuesto a entrar en razón—. De todos los caraduras...</p> <p>—Escucha, amigo mío. —El capitán general maldijo para sus adentros al fraile, aunque su voz mantuvo el tono aplacador—. No tardarán en regresar. Alvarro está ocupado en el flanco derecho; busca un lugar donde los caballos puedan pastar. —Cordell señaló costa arriba, hacia el norte. Sabía de la mala voluntad entre los dos hombres, y no concebía nada peor para la confianza de Halloran que enviar a su rival en su búsqueda.</p> <p>»Dentro de unos minutos, estarán de vuelta, y hablaré con el muchacho. Es un buen soldado.</p> <p>Cordell conocía el profundo amor que el fraile sentía hacia Martine. Pero para Domincus la importancia que tenía su hija era algo más profundo, hasta un punto que el comandante no alcanzaba a comprender del todo; quizá porque ella era el único vínculo del sacerdote con sus tiempos de juventud, mucho más tranquilos. No siempre había sido un capellán militar.</p> <p>—Si deja que le ocurra algún daño... —manifestó el fraile, con aire belicoso. No tuvo tiempo de añadir nada más.</p> <p>El maníaco grito de batalla volvió la atención de Halloran hacia la selva. Comprendió la importancia del grito antes de ver al nativo armado con un cuchillo, seguido un segundo más tarde por una fila de guerreros. Sus tocados de plumas naranjas se sacudieron al unísono cuando la fila hizo una pausa, y el legionario pudo ver cómo colocaban las jabalinas en los lanzadores.</p> <p>Halloran saltó para colocarse delante de Martine mientras las jabalinas surcaban el aire, y levantó el escudo para protegerle la cabeza y el torso. Soltó un gruñido de dolor cuando uno de los proyectiles le rozó el muslo. Otro se estrelló contra su peto, y otro en el escudo.</p> <p>Uno de los soldados tardó en reaccionar, y una jabalina le atravesó la garganta. Los demás levantaron los escudos y lograron desviar casi todas las lanzas, si bien uno de los hombres recibió una herida en el antebrazo. Las corazas de cuero trenzado de los infantes no resultaban tan efectivas contra estas armas como la de acero que llevaba Hal.</p> <p>—¡Escudos juntos! —ordenó, y los tres soldados unieron sus escudos al suyo para formar un arco delante de los guerreros nativos, y defender con sus espadas a Martine, acurrucada detrás.</p> <p>Observaron, sin poder hacer nada, la agonía del cuarto espadachín, que murió unos segundos más tarde.</p> <p>—¡Retrocede..., corre! —le ordenó Hal a Martine, sin mirarla—. ¡Baja la escalera! ¡Busca a Daggrande!</p> <p>Miró sobre el hombro y vio que la mujer permanecía conmocionada ante el espectáculo de los aborígenes que corrían hacia ellos con las lanzas en alto, sin dejar de gritar. Las plumas se bamboleaban en sus cabezas, y las muecas hacían que las agujas atravesadas en sus narices oscilaran arriba y abajo. Los silbidos y alaridos provocaban un estrépito tremendo.</p> <p>Los atacantes se detuvieron cuando estaban a medio camino de sus presas, y echaron hacia atrás los brazos para lanzar otra andanada.</p> <p>—¡Por Helm, corre! —Se volvió hacia Martine y la sujetó por un hombro. La muchacha salió del marasmo; dio media vuelta y echó a correr, pero de inmediato tropezó con unas raíces y, para desesperación de Halloran, cayó de bruces. ¡Tenía que ponerla a salvo! Esto era lo más importante.</p> <p>—¡Capitán! —gritó uno de los soldados.</p> <p>Halloran alzó su escudo en el acto, y se colocó en cuclillas junto a Martine, acurrucado con los otros tres hombres. La segunda andanada de jabalinas, a pesar de haber sido lanzada desde menor distancia, no encontró blancos entre los bien protegidos soldados de la Legión Dorada.</p> <p>Los atacantes reanudaron su carrera, detrás de su fanático líder. Sorprendido por el aspecto roñoso y la cabellera empapada de sangre del cabecilla, Halloran observó boquiabierto el avance del enemigo. Vio la daga de obsidiana, y el emblema negro en el mango.</p> <p>El hombre intentó esquivar a Hal, y éste estrelló su escudo contra el rostro del hombre vestido de negro, que cayó al suelo como fulminado por un rayo. Sin embargo, los demás prosiguieron su avance.</p> <p>—¡Golpead a matar! —ordenó, sin mucha confianza en las posibilidades de salir con vida. Echó una última mirada a sus espaldas y vio que Martine se había puesto de pie, aunque el miedo le impedía dar un paso. Desesperado, Halloran la arrastró al interior del pequeño círculo formado por los legionarios.</p> <p>Su escudo detuvo una lanza, y su espada atravesó la armadura acolchada de un nativo. Otro hombre lo atacó, y Halloran le partió en dos la espada de madera, al tiempo que con el escudo asestaba un golpe en la cara de un tercer agresor.</p> <p>Vio el relampaguear de los aceros de sus soldados a cada lado. Entre los cuatro rodeaban a Martine, defendiéndola contra un aluvión de lanzas. Halloran fintó, paró y descargó mandobles, y le pareció que estaba en medio de una tromba de rostros cobrizos, plumas naranja y sangre.</p> <p>Escuchó un grito de dolor cuando cayó uno de los espadachines, con una profunda herida en la pierna. Los tres hombres restantes estrecharon el círculo, y entonces perdieron a otro soldado cuando una lanza se abrió paso entre las trenzas de su coraza.</p> <p>Dos docenas de cuerpos cubiertos de sangre yacían en el suelo a su alrededor, pero el número de atacantes era muy grande. A Hal le pesaban los brazos y casi no podía levantar su sable, mientras luchaba de espaldas a su compañero. No vio a los acólitos que se arrastraban entre los dos, para sujetar a Martine, y llevársela con ellos.</p> <p>En cambio, Halloran vio cómo el primer sacerdote, el fanático que había iniciado el combate, se ponía lentamente de pie, justo fuera del alcance de su espada. Durante una fracción de segundo, los nativos detuvieron su carga y los dos espadachines intentaron recuperar el aliento en medio del montón de cadáveres. En aquel momento, Halloran escuchó el grito de su compañero que cayó sobre él, alcanzado en el vientre por una jabalina.</p> <p>Entonces el sacerdote cogió un trozo de cuerda de su cintura, y lo mantuvo extendido en el aire; la cuerda se retorció como una serpiente en sus manos. En un primer momento, Halloran creyó que se trataba de una serpiente, pero después vio que sólo era la piel de un ofidio, aunque por sus movimientos se podía pensar que estaba viva.</p> <p>El hombre gritó algo que pareció una orden, y Halloran fue incapaz de reaccionar antes de que la cuerda volara hasta él, para enrollarse como una red alrededor de su cuerpo y tumbarlo.</p> <p>Un segundo después, una docena de guerreros se lanzaron sobre su cuerpo; lo ataron de pies y manos, y lo despojaron de su espada.</p> <h2>* * *</h2> <p><strong> <i> De la crónica de Coton</i></strong>:</p> <p></p> <epigraph> <p>En busca de la verdad en el corazón del Plumífero.</p> <p>Los heraldos del Ocaso han desembarcado en las costas de Maztica. Poshtli, en su forma de pájaro, ha observado su llegada. Dice que su número es pequeño, pero que sus navíos son enormes.</p> <p>Ahora Naltecona sufre un período de angustia y de presión. No ve a nadie, no habla de sus problemas. En cambio, envía más águilas a espiar a los recién llegados, mientras aguarda escuchar palabras que no le ofrecen ningún consuelo.</p> <p>Mientras tanto, los comandantes de los ejércitos de Naltecona, Águilas y Jaguares por igual, exigen que se reúnan las tropas, que se prepare una fuerza para echar a los extranjeros al mar. El joven sobrino de Naltecona, el honorable señor Poshtli, es el más ardiente defensor de esta postura. Pero Naltecona no hace caso de sus palabras de consejo.</p> <p>El está seguro de que estos visitantes no son otros que el Canciller del Silencio y sus servidores, que por fin han vuelto a su reino en el Mundo Verdadero.</p> </epigraph> <title style="page-break-before:always;text-indent: 0px;"> <p style="line-height:400%">10</p> </h3> <h1>Sacrificio</h1> <p style="margin-top: 5%">Mariposas de todos los tamaños y colores volaban en el interior de la jaula de junquillo. Coton, el patriarca silencioso de Qotal, cargó con la jaula por la escalera de la pirámide. En la otra mano sostenía un ramillete de flores acabadas de arrancar. Si bien había una litera de<i> pluma</i> junto a la base de la pirámide, Coton prefería subir a pie.</p> <p>La edificación no era tan alta como la Gran Pirámide, que soportaba los templos de Zaltec, Calor y Tezca, y Coton no tardó en llegar a la cima. Una vez allí, dejó la jaula sobre el bloque de cuarzo blanco que servía de altar. La piedra resplandecía con el sol del mediodía.</p> <p>Desde su posición, el clérigo podía mirar sin obstáculos hacia los cuatro puntos cardinales, y observar las casas de Nexal. Sin prisas, distribuyó las flores entre los cuatro lados del altar. Después, abrió la puerta de la jaula.</p> <p>Una tras otra, las mariposas salieron de su encierro, y se elevaron en el aire para formar un cordón multicolor que parecía unir el altar con el cielo.</p> <p>En cuanto desaparecieron, Coton, emocionado por la sencilla ceremonia, descendió de la pirámide a buen paso. No se sorprendió al ver al señor Poshtli que lo esperaba en el patio.</p> <p>El sobrino de Naltecona vestía el uniforme de un Caballero Águila. En el labio inferior, agujereado hacía muchos años, llevaba un tapón de oro puro. Su capa y tocado resplandecían con el colorido de las plumas. Calzaba sandalias nuevas con cordones hasta las rodillas, y un abanico de<i> pluma</i> flotaba por encima de su cabeza; le daba sombra y le refrescaba con una suave brisa.</p> <p>—Coton de Qotal, deseo hablar contigo. Tú sabes muchas cosas acerca del Mundo Verdadero, y yo muy pocas. Quizá todo lo que sé es que no sé nada.</p> <p>El clérigo observó al joven señor durante unos segundos, mudo como siempre. Poshtli había estudiado con él años atrás, antes de que el sacerdote se convirtiera en patriarca, e hiciera su voto de silencio. El muchacho había sido el mejor de los alumnos de Coton y un líder natural entre sus compañeros, incluidos los de mayor edad y más fuertes. Coton había vigilado complacido el crecimiento de Poshtli, que no tardó en convertirse en un hombre cabal.</p> <p>Poshtli había mostrado los mismos sentimientos hacia su maestro. A diferencia de la mayoría de los jóvenes aspirantes a guerreros que se herían en los brazos en señal de penitencia, y buscaban cautivos para el altar de Zaltec, el sobrino de Naltecona había tomado la senda del dios Plumífero. Quería ser un Caballero Águila, la más importante y noble de las órdenes militares de todo Maztica.</p> <p>Los Caballeros Jaguares seguían a Zaltec, porque el<i> hishna</i> mágico de la zarpa requería sacrificios de sangre, y sin este poder los miembros de la orden no eran nada. En cambio, los guerreros del credo Águila, eran libres de escoger a su dios, y muchos elegían a Qotal. Pero los muchos años de estudios, las duras pruebas —tanto físicas como intelectuales— y la disciplina rigurosa, hacían que nueve de cada diez aspirantes a Águilas no pudieran conseguir su meta.</p> <p>Incluso entre los que llegaban, Poshtli destacaba como un hombre de habilidad, valor e inteligencia excepcional. Había capturado muchísimos prisioneros en combate, prisioneros que entregaban su corazón en los altares de Zaltec, o eran vendidos como esclavos en la gran plaza. No hacía mucho había dirigido al ejército de Nexal en una misión de reconquista contra Pezelac —un estado vasallo rico en obsidiana, sal y oro—, donde se había producido una sublevación. Las tropas de Poshtli habían restaurado el orden y dado un castigo ejemplar a los cabecillas rebeldes, para después encargarse de recaudar el pago de los tributos que se debían a Nexal.</p> <p>Ahora Coton presintió que Poshtli se enfrentaba a una decisión crucial. Si bien no podía hablar con él, nada le impedía escucharlo.</p> <p>—Mi tío, el gran Naltecona, se ha convertido en el más grande entre los grandes —dijo Poshtli, sin alzar la voz—. Es el más poderoso de todos los cancilleres en la larga historia de Nexal. Jamás nuestro pueblo ha recaudado tantos tributos, ni dominado regiones tan inmensas.</p> <p>Coton asintió. Tenía a Poshtli no sólo por un magnífico soldado, sino también por alguien dotado de una inteligencia analítica. Era capaz de unos razonamientos muy poco habituales entre los jóvenes guerreros. El sacerdote esperó sus próximas palabras.</p> <p>—Nuestras ciudades crecen a diario, y reclaman más y más tierra a las aguas a medida que los jardines flotantes aumentan sus superficies. Más tesoros, más cacao, maíz, plumas..., además de oro, entran a raudales en la poderosa Nexal, corazón del Mundo Verdadero. Cada día se ofrecen más corazones en sacrificio a Zaltec.</p> <p>»Sin embargo, tú, Coton, vienes aquí y sueltas tus mariposas. Colocas tus flores y no dices nada —afirmó Poshtli, sin apartar su mirada de los ojos del sacerdote.</p> <p>»No dices nada porque nos enseñas mucho y, no obstante, somos incapaces de comprender. —Algo parecido al asentimiento brilló en la mirada de Coton—. Creo que nos muestras lo que una vez fuimos y lo que podemos volver a ser. Nos lo muestras, y no lo vemos.</p> <p>»Ahora, Coton, he tenido un sueño. Creo que este sueño es una visión de Qotal, y por lo tanto iré a buscar la voluntad del dios. —El joven paseó arriba y abajo lentamente, mientras recordaba los detalles del sueño.</p> <p>»Soñé con un gran desierto, ¡un desierto que incluía a Nexal! Atravesé el desierto a pie, agotado por el calor y el sol, sin gota de agua. De pronto me vi rodeado de hombres pequeños, y estos hombres tenían una gran rueda de plata. —El caballero observó que Coton enarcaba las cejas al escuchar la descripción.</p> <p>»En la rueda, vi el reflejo de una serpiente alada, una cosa larga y sinuosa de brillante plumaje y gran sabiduría. ¡Y esta serpiente era la voz de Qotal! ¡Estoy seguro de ello!</p> <p>Poshtli permaneció callado durante varios minutos, y Coton esperó paciente sus próximas palabras.</p> <p>—Abandonaré Nexal en busca de la verdad. Quizá la encuentre entre los extranjeros. Los he visto, he volado por encima de ellos, cuando llegaron a la playa de Payit. Quizás esté entre sus maneras y las nuestras; tal vez, no la encuentre jamás. —Poshtli volvió a mirar los ojos de Coton—. ¡Debo encontrar la rueda de plata!</p> <p>La mirada de Coton se desvió hacia el azul claro del cielo, y después por un segundo hacia el sur, antes de mirar al vacío. Poshtli comprendió la guía ofrecida.</p> <p>—Caminaré. Mis pies, no mis alas, me llevarán a través del Mundo Verdadero, hasta el conocimiento que todavía me esquiva, o quizá no. Pero lo encontraré, o moriré en el intento.</p> <h2>* * *</h2> <p>Daggrande podía ver en su imaginación cómo el aire salino devoraba el acero, corroía la pátina brillante de su yelmo, picaba el metal impoluto de su coraza y perforaba la hoja de su espada, mientras marchaba al frente de un destacamento de dos docenas de legionarios, un grupo formado por ballesteros y espadachines, hacia lo alto del acantilado. Halloran y Martine habían desaparecido en algún lugar de allá arriba, unos pocos minutos antes.</p> <p>«¡Maldita sea esa mujer! —protestó para sí mismo—. ¡Ahora Cordell quiere que siga a Martine, que "la cuide". ¿Acaso soy su niñera?»</p> <p>El enano sospechaba, no sin razón, que el fraile tenía algo que ver en el asunto. Daggrande había visto el enfado de Domincus en cuanto su hija y Halloran subieron por la escala.</p> <p>«Suponía que el muchacho tenía más entendederas —pensó—. Desde luego, es un humano, pero podría haberse comportado de otra forma.»</p> <p>De pronto, Daggrande se olvidó de sus rezongos, y se convirtió en lo que siempre había sido: un magnífico guerrero. No podía definir qué le había llamado la atención; quizás era el olor de la sangre, el rumor lejano de un combate, o algo más visceral. Sin perder un segundo señaló a sus ballesteros que prepararan las armas.</p> <p>El curtido veterano subió con precaución los últimos peldaños. Vio el alto del acantilado; una franja de matorrales que se extendía por el borde del precipicio, y la selva al otro lado, a un centenar de metros de distancia.</p> <p>Daggrande avanzó por el matorral, bien agachado, con la ballesta preparada. Ordenó a sus hombres que subieran y los desplegó en un semicírculo. No veía ninguna señal de presencia humana excepto la pirámide a casi dos kilómetros costa arriba. No perdió tiempo en pensar qué se había hecho de Martine, Halloran y los soldados. En cambio, mandó a la formación avanzar hacia la derecha, hacia la pirámide, en una hilera que casi se extendía hasta la selva. Los legionarios avanzaron, examinando el matorral.</p> <p>Un minuto más tarde, encontraron los cuerpos.</p> <h2>* * *</h2> <p>Erixitl espió sin aliento, oculta tras la escasa protección de unos helechos. Vio al sumo sacerdote que pretendía matarla, encabezar la marcha; caminaba con un vigor insospechado en alguien tan esquelético. Lo seguían sus alumnos y una compañía de guerreros. También vio a los prisioneros, incluida la muchacha, atada tal como la habían atado antes a ella: con una venda en los ojos, amordazada y las manos ligadas delante.</p> <p>No pudo menos que sentir curiosidad por el guerrero plateado que daba traspiés detrás de la joven, al que no habían cegado ni amordazado. Observó que la camisa de plata era un trozo de metal; el peso le dificultaba la marcha.</p> <p>—Es a él a quien debes rescatar —dijo una voz suave junto a su oreja, y a duras penas consiguió reprimir un grito de espanto.</p> <p><i>—¡Chitikas! —</i>exclamó, mientras la aterciopelada serpiente salía de la espesura para enroscarse a su lado.</p> <p>Si bien ésta era la segunda vez que veía a la criatura, sintió una profunda alegría ante su aparición, como si acabase de encontrar a su más viejo y sabio amigo. De pronto, se extrañó ante su reacción y se encaró a la serpiente alada.</p> <p>—Dime, ¿qué ocurre? ¿Por qué el sacerdote ha capturado a la extranjera y al guerrero?</p> <p>—Lleva a la mujer, convencido de que eres tú, al altar de Zaltec, para sacrificarla.</p> <p>Erix se volvió hacia la procesión, incrédula.</p> <p>—¿Cómo puede creer que soy yo? Nuestro color de piel es diferente, nuestras cabelleras son distintas, no hay nada...</p> <p>—El poder de la<i> pluma</i> confunde sus ojos.<i> —Chitikas</i> sacudió sus grandes alas, y a Erix le pareció que el movimiento correspondía a la risa humana—. Al creer que eres tú, el sacerdote se dispone a obedecer a su dios.</p> <p>La joven recordó las primeras palabras de<i> Chitikas</i>.</p> <p>—Has dicho que debo rescatar al hombre. ¿Por qué? ¿Y cómo? ¿Qué quieres decir?</p> <p>La serpiente bajó la cabeza y su lengua bífida azotó el aire.</p> <p>—Te ordeno que lo rescates a cambio de haberte salvado la vida, porque el sacerdote cree que te mata a ti. Ya no te buscará más.</p> <p>—¡No! —replicó, furiosa. Intentó dominar su incredulidad—. ¡No soy tu esclava, y no haré caso de tus órdenes! ¡Escapé por mis propios medios, sin tu ayuda! ¡Si quieres, puedes hacer que vuelva a ser ella misma y que el sacerdote me persiga! ¡No puedes obligarme a obedecer!</p> <p>—No puedo.<i> —Chitikas</i> movió su cabeza despacio, como apenado—. Es la voluntad de los dioses.</p> <p>—¿Dioses? ¿Qué dioses? ¿Quizá Zaltec? ¿Sus hijos, Calor Azul o Tezca Rojo? —La voz de Erix subió de tono, pero por fortuna la procesión ya había desfilado para desaparecer en la selva. No pudo evitar una nota de desprecio—. ¿Qué han hecho los dioses por mí, excepto demostrar el deseo de ver mi cuerpo en un altar de piedra?</p> <p>—Hay más dioses de los que mencionas. Has disfrutado de una gran atención.<i> —Chitikas</i> la observó con severidad; Erix no se amilanó y le devolvió la mirada, con orgullo.</p> <p>—¡Quizá Qotal, el mismísimo Canciller del Silencio, se digna ahora hablar conmigo, un esclava fugitiva! ¡Todo el mundo sabe que él sólo habla con sus más altos sacerdotes, y únicamente después de que ellos hacen su voto de silencio!</p> <p><i>Chitikas</i> movió la cabeza y, por primera vez, Erix vio la insinuación de una amenaza en la postura del cuerpo. Los ojos amarillos la miraron sin pestañear.</p> <p>—<emphasis/>Piensa lo que quieras —siseó con suavidad—, pero tendrás que obedecer.</p> <p>—¡Ahora mismo me voy! —Erix se incorporó, furiosa, desafiando a la serpiente a que la detuviera.</p> <p>—Muy bien —susurró<i> Chitikas</i>. La serpiente batió una sola vez sus alas, y se elevó en el aire para de inmediato deslizarse entre los árboles y desaparecer.</p> <p>Sin dejar de rabiar, Erix observó la marcha de la serpiente voladora. Después dio media vuelta y se adentró en la selva. No advirtió que una vez mas seguía las huellas del sacerdote y sus prisioneros.</p> <h2>* * *</h2> <p>Halloran caminaba por el sendero como en una nube. Martine lo precedía tambaleante, fuera de su alcance y sin poder hacer nada para consolarla. Recordó a los cuatro valientes, muertos en el acantilado. Los prisioneros marchaban en medio de la procesión de soldados y sacerdotes, con dos fornidos lanceros a los costados.</p> <p>¡Martine! ¿Cómo había podido suceder? Gimió para sus adentros, angustiado. Una parte de sí mismo la culpaba porque había sido su empecinamiento el motivo de la captura. Pero por encima de todo lo demás, recordaba la expresión de terror abyecto en su rostro cuando los clérigos la habían atrapado y atado. No podía evitar sentirse responsable del resultado de la batalla. ¡Había fracasado en su deber de protegerla!</p> <p>El tiempo anterior a su captura, apenas unos minutos antes, era como de otra vida. Recordó los semblantes de los nativos. El trío con capas de leopardo, y los rostros enmarcados por las fauces abiertas de sus yelmos, le había resultado el más estrafalario; en cambio, el sacerdote fanático cubierto de cenizas y sonrisa retorcida lo había asustado.</p> <p>Los aborígenes se habían mostrado muy curiosos. En cuanto consiguieron hacerlos prisioneros, la coraza de acero de Hal había sido motivo de atención general, a la vista de que muchas espadas de piedra se habían roto al golpear contra ella. Uno de los guerreros, ataviado con la piel manchada y la cabeza de jaguar, la había examinado con mucho cuidado y llegó a rascarla con los dedos. Después estudió el sable largo, y se lo quedó. Sin embargo, no le quitaron la coraza ni el yelmo.</p> <p>Habían dejado los cuerpos de los soldados y los nativos en el lugar del combate. Dos de los tres guerreros con pieles y varias docenas de lanceros habían muerto en la pelea. Halloran dedujo que el guerrero manchado y el sacerdote estaban en desacuerdo acerca de abandonar los cadáveres, porque la pareja había discutido acaloradamente antes de iniciar la marcha. Al parecer, el sacerdote había ganado.</p> <p>Las imágenes giraban en la mente de Halloran, que no alcanzaba a comprender del todo la rapidez de la catástrofe. ¿Con qué terrible propósito los habían hecho cautivos? Sólo a Martine le habían vendado los ojos y atado las manos. Esto le hacía pensar que la habían escogido con un propósito especial, y el pensamiento le heló la sangre.</p> <p>—¡Martine! —exclamó, sin alzar mucho la voz. Vio que la espalda de la joven se ponía rígida, pero no tuvo ocasión de decir nada más porque recibió un golpe muy fuerte en el yelmo.</p> <p>El guerrero que marchaba detrás gruñó y le dio un empellón. El lancero que iba a su lado le tapó la boca con una mano, y el capitán entendió el significado de la orden, con toda claridad.</p> <p>El calor sofocante del crepúsculo se alivió cuando una suave brisa agitó el follaje. Una cortina de lianas y hojas impedía la visión del cielo, y Halloran no podía saber la dirección en que avanzaban. El sendero tenía tantas vueltas y revueltas que, a su juicio, debían de haber pasado varias veces por el mismo lugar. Sin embargo, la actitud del guerrero con la piel de jaguar —el hombre que<i> </i>mandaba la columna, si bien parecía aceptar una cierta autoridad del sacerdote— convenció a Hal de que no se habían perdido.</p> <p>Poco a poco la mente del capitán recuperó la calma mientras se recordaba a sí mismo que la inactividad significaba el desastre. ¿Qué podía hacer? Se negaba a aceptar la perspectiva de un largo cautiverio en manos de<i> </i>estos...</p> <p>No sabía cómo clasificar a sus captores. Mostraban un nivel de preparación militar muy superior al encontrado por la legión en sus contactos con los nativos de las islas. Además, utilizaban la magia —tenía la prueba en la piel de serpiente que le sujetaba los brazos— y luchaban en formaciones grandes y bien disciplinadas. Por otra parte, los Rostros Gemelos esculpidos en el acantilado y la pirámide eran una muestra del desarrollo de su construcción.</p> <p>En cambio, el loco vestido de negro había atacado con un salvajismo primitivo que lo desconcertaba. Sus cabellos empapados de sangre, sus facciones cadavéricas y<i> </i>su aspecto roñoso resultaban grotescos. ¿Sería esta gente igual de fanática y criminal?</p> <p>«Esto es peor que la bestia horrible que devoró a Arquiuius», pensó al recordar el que hasta ahora había sido el peor momento de su vida. Aquel desastre lo había llevado a abandonar los estudios de magia y escoger la vida del soldado.</p> <p>Ahora marchaba con las manos atadas a la espalda, y<i> </i>su sable lo tenía otro hombre, un enemigo. Por un instante fugaz, lamentó haber dejado del todo sus estudios. Hasta un espadachín podía utilizar algún hechizo sutil de vez en cuando, aunque no creía poder sacar partido del puñado de encantamientos que conocía.</p> <p>Un tirón de la cuerda lo volvió a la realidad. Sintió la brisa fresca contra su rostro, y el olor del mar le informó que volvían a la costa. La cubierta vegetal cerraba el paso de la luz del sol, pero aun así comprendió que no faltaba mucho para el ocaso. Sin saber por qué, el detalle le pareció significativo.</p> <p>Halloran pensó otra vez en sus estudios de magia. Había aprendido a ejecutar unos cuantos hechizos, pero las fórmulas se confundían en su mente. Sacudió la cabeza, extrañado de que precisamente ahora sus pensamientos se centraran en algo ocurrido hacía más de diez años.</p> <p>De pronto la procesión se detuvo al llegar a un claro de la selva. Sin ninguna contemplación, lo arrojaron de bruces contra el suelo. Desde esta posición, Halloran vio a los lanceros dispersarse entre los árboles. Algunos se detuvieron un segundo para asegurar las jabalinas en los lanzadores, antes de avanzar deprisa y sin ruido.</p> <p>Unos momentos más tarde, los dos prisioneros fueron arrastrados al claro, y Hal vio la pequeña pirámide que habían divisado desde la nave. Había tres legionarios muertos al pie de la escalera. Al parecer, los primeros exploradores de Cordell habían sido pillados en un ataque por sorpresa.</p> <p>Los clérigos se apresuraron a conducir a Halloran y Martine hacia la pirámide. El sacerdote fue el primero en subir la escalera y lo siguieron sus acólitos y guerreros con los dos cautivos.</p> <p>Por el oeste, el sol rozó la copa de los árboles. Hal se estremeció al comprender que se pondría en unos minutos.</p> <h2>* * *</h2> <p>—Avisa a Cordell que se ha producido un ataque... —ordenó Daggrande a un soldado—. Cuatro exploradores muertos. No hay rastros de Hal ni de la hija del fraile. Intentaremos encontrar su pista.</p> <p>El hombre asintió y comenzó a bajar la escalera hacia la playa, dando grandes voces; por su parte, el enano encaminó a su tropa hacia la selva.</p> <p>—Grabert, tú has trabajado con los rastreadores, ¿no es así? —preguntó Daggrande a uno de los espadachines del destacamento. El interpelado asintió—. Ve delante. Intenta descubrir alguna huella.</p> <p>El explorador se volvió para examinar los rastros del combate, y Daggrande dio nuevas órdenes a sus legionarios.</p> <p>—Aquí está, capitán. Se han metido en la selva —anunció Grabert.</p> <p>De inmediato, la tropa formó en columna.</p> <p>Daggrande colocó a dos ballesteros detrás de Grabert, después se ubicó él mismo y mandó que el resto se alternara en parejas de ballesteros y espadachines. El grupo nativo había dejado un rastro muy claro, y el explorador no tuvo dificultades para seguirlo; la columna avanzó a buen paso entre la espesa vegetación.</p> <p>El capitán marchaba con un ritmo rápido y silencioso, sin preocuparse del calor sofocante. No lo molestaba la coraza, y sus gruesas botas lo protegían de las espinas de las zarzas que pisaba. Echó una mirada a retaguardia y vio que los legionarios se mantenían alertas. En el grupo había media docena de enanos, y Daggrande sabía que tanto ellos como los humanos eran soldados valientes y curtidos.</p> <p>En cambio, ¿qué sabía de su enemigo? Por un momento, también se preguntó qué se habría hecho de Halloran.</p> <p>Hizo un gran esfuerzo de voluntad para olvidar la pregunta, al considerar que interesarse demasiado por un compañero podía ser peligroso para su objetividad en el ejercicio del mando. Sin embargo, no pudo dominar el miedo que lo embargaba al pensar en su joven protegido en manos de los salvajes.</p> <p>Observó que faltaba muy poco para el ocaso.</p> <h2>* * *</h2> <p>—¡Vamos, por Zaltec,<i> moveos! —</i>rugió Gultec a la columna de lanceros que marchaba lentamente por el sendero en plena selva. El ejército payita, integrado por diez mil hombres, había salido de Ulatos poco antes del anochecer. Para Gultec, acostumbrado a moverse deprisa, las columnas marchaban a paso de tortuga, aunque en realidad los miles de guerreros avanzaban al trote por la red de tortuosos senderos que convergían hacia los Rostros Gemelos.</p> <p>Ahora, el Caballero Jaguar permanecía en las sombras a un costado de la senda y observaba el desfile de las tropas. Cada centuria se distinguía por los colores de sus tocados de plumas. Los nativos llevaban jabalinas y lanzadores que les permitían arrojar los venablos a gran distancia. Otros cargaban mazas, y muchos —los guerreros veteranos— iban armados con las pesadas<i> macas</i>.</p> <p>El ejército payita avanzaba sin problemas, de dos en fondo, pero Gultec no dejaba de sentir una vaga inquietud. Desde luego, superaban en número a los extranjeros; sin embargo, el aspecto de los recién llegados era tan extraño y sus equipos parecían tan poderosos que Gultec desconfiaba del resultado del combate contra ellos. Claro que tal vez el encuentro podría no degenerar en una batalla.</p> <p>De pronto una figura se unió a Gultec junto al camino; miró a su lado y vio a Kachin que lo observaba. Los cabellos grises del hombre, atados con una cinta, colgaban por encima de su hombro hasta llegar a la cintura. El Caballero Jaguar sintió por un instante el deseo de adoptar su forma felina y desaparecer en la jungla; en cambio, devolvió la mirada sin inmutarse.</p> <p>—Hay mucho revuelo a nuestro alrededor —comentó Kachin, tranquilo—. Nadie, ni siquiera el reverendo canciller de Ulatos, el propio Caxal, sabe qué hacer respecto a estos visitantes. ¿Nos invaden, Gultec?</p> <p>El interpelado estudió al sacerdote mientras le hablaba, extrañado por su sencilla túnica blanca, el vientre abultado y su cara redonda. Su aspecto le resultaba curioso; no se parecía en nada a los sucios y esqueléticos clérigos de los dioses más jóvenes. A Gultec le resultaba difícil creer que este hombre fuese religioso de verdad.</p> <p>—Tienen una apariencia muy extraña, y se mueven como guerreros. —Gultec pensó con cuidado cada una de sus palabras—. Sospecho que no vienen en son de paz.</p> <p>—A Caxal le preocupa que estos extranjeros sean los heraldos del propio Qotal, que el Plumífero haya vuelto a Maztica y lo haya hecho en los Rostros Gemelos, tal cual dice la profecía. —El tono de Kachin era irónico, y Gultec miró al clérigo sin ocultar su curiosidad. Los sacerdotes no solían hablar de sus propios dioses con tan poco respeto. Te sorprendes —dijo Kachin, soltando una risa irónica—. Te diré una cosa, Caballero Jaguar, y más te conviene creerla: aquellos hombres no son servidores de Qotal. Sus naves no han traído de regreso a nuestras costas al Canciller del Silencio.</p> <p>—¿Cómo lo sabes? —preguntó Gultec—. ¿Los has visto?</p> <p>—¿Crees que un sacerdote de Qotal no sabría si su Maestro Verdadero espera un recibimiento apropiado? —Kachin dirigió al guerrero una mirada severa, y Gultec se sintió como un gusano enganchado en un anzuelo. ¡Escúchame, Gultec! Son hombres, y muy peligrosos. ¡Nos corresponde a los payitas como tú y yo asegurarnos de que su amenaza no se convierta en nuestra catástrofe!</p> <p>El caballero miró al clérigo con mayor respeto. Este hombre era muy distinto del pusilánime Mixtal. Por un momento, Gultec lamentó la preparación que lo había llevado a servir entre los Jaguares, fíeles a Zaltec, dios de la guerra.</p> <p>—La gloria de un dios no necesita ser medida por el número de cadáveres amontonados en su honor —añadió Kachin, como si le hubiese leído el pensamiento—. Éste es el error de los dioses jóvenes, y su sed de sangre podría ser la causa del desastre que destruirá al Mundo Verdadero. —De pronto, el tono del clérigo se volvió muy duro—. Te repito la advertencia de Ulatos. Si tú o aquel «sacerdote» matarife habéis matado a la muchacha, Erixitl, me cobraré la venganza... en sangre.</p> <p>—Entonces ¿por qué me ofreces consejo? —se extrañó el caballero.</p> <p>—Nos encontramos ante un desafío mucho más importante que nuestras rencillas personales —contestó el clérigo, y Gultec pudo sentir la sinceridad en su voz—. Pienso que el futuro del mundo que conocemos está en juego. —La voz de Kachin se hizo más grave, revelando su gran preocupación.</p> <p>Gultec soltó un gruñido casi inaudible. No buscaba el consejo de los sacerdotes, ni le agradaba que se lo dieran. No obstante, había una sinceridad en este clérigo que lo forzaba a respetarlo. Resultaba evidente su gran sabiduría y no había ninguna duda acerca de su coraje. Jamás ningún sacerdote se había atrevido a hablarle como éste, y mucho menos dos veces en el mismo día.</p> <p>Si este clérigo tenía miedo de los extranjeros, pensó Gultec, entonces debían de ser gente muy peligrosa.</p> <h2>* * *</h2> <p>—¡No dejéis que se mueva! —gritó Mixtal a los cuatro acólitos que sujetaban los miembros de Martine—. ¡Esta vez no volverá a escapar! —El sacerdote no veía las miradas de asombro de sus ayudantes, que ya habían renunciado a insistir en que la cautiva no era la muchacha Erixitl.</p> <p>»¡Traed también al hombre! —Mixtal señaló a Hal, y los guerreros lo empujaron por los estrechos escalones hasta la cima de la pirámide. En varias ocasiones, trastabillaron, y Halloran pensó si no sería mejor una caída rápida y mortal a lo que los aguardaba arriba.</p> <p>Mixtal llegó a lo alto, echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada de absoluto deleite. Miró hacia el sol, y se calentó con sus rayos mientras el disco de fuego rozaba la copa de los árboles. «¡No escapará! ¡Los Muy Ancianos quedarán complacidos!»</p> <p>Se volvió para mirar a los congregados, y maldijo el velo que le cubría los ojos. Miró hacia el mar. Los extraños objetos alados parecían estar muy lejos, sus siluetas convertidas en sombras contra la luz del ocaso.</p> <p>Por un momento, pensó en el motivo por el cual los acólitos y guerreros se mostraban tan sombríos. Hizo un esfuerzo para observar mejor sus rostros sin conseguirlo... ¡Maldito velo!</p> <p>Los aprendices quitaron la venda de los ojos de la muchacha y cortaron las ligaduras; después la arrastraron hacia el altar. Martine se retorció frenética, con los ojos desmesurados por el terror, pero los jóvenes la sujetaron sin esfuerzo. Mixtal contempló a la muchacha: su piel cobriza, sus trenzas negras, todos los detalles que conocía de sobra. Todo le resultó perfectamente claro.</p> <p>A Halloran se le heló la sangre a la vista del horrible altar. El bloque de piedra tenía el tamaño de una mesa pequeña, y las manchas de un rojo oscuro, por sus costados, indicaban cuál era su función. Junto al altar había una escultura bestial acurrucada con la boca abierta. Martine soltó un grito, que apenas si se escuchó a través de la mordaza.</p> <p>—¡No! —vociferó Hal, intentando liberarse de las manos de los dos guerreros—. ¡Por Helm, no!</p> <p>El sumo sacerdote, con una expresión de locura en el rostro, se volvió hacia el legionario. Los tirabuzones de su cabello formaban una aureola rojiza alrededor de su cabeza mientras extendía la mano derecha y, poco a poco, cerraba el puño.</p> <p>Halloran jadeó mientras sentía cómo aumentaba la presión de la cuerda mágica sobre la coraza, amenazando con aplastarle las costillas. Notó un martilleo en las sienes y un velo rojizo apareció ante sus ojos. Movió la boca como un pez fuera del agua, e intentó que el aire encontrara espacio en sus pulmones.</p> <p>Su último aliento escapó con un gemido al tiempo que caía de rodillas; hizo un esfuerzo para no desmayarse. Tuvo la sensación de que sus huesos crujían a punto de romperse, y entonces la presión desapareció.</p> <p>El capitán se dio de bruces contra el suelo sin pensar en otra cosa que llenar de aire sus pulmones. Poco a poco, se puso en cuatro patas, y los dos guerreros lo pusieron de pie. Lo retuvieron cuando intentó avanzar.</p> <p>No podía hacer nada para impedir que los clérigos tendieran a Martine de espaldas sobre el altar. La mirada horrorizada de la joven se volvió hacia él.</p> <p>—¡No! —rugió Halloran, mientras otros dos guerreros ayudaban a sujetarlo. Martine yacía indefensa, y él no podía hacer nada por salvarla.</p> <p>El sumo sacerdote levantó su mano armada con la daga de piedra. Por un instante, el brillo oscuro de la obsidiana captó los últimos rayos del sol, como un resplandeciente reflejo del odio asesino que ardía en los ojos de Halloran. La hoja cayó como un rayo cuando Mixtal repitió el gesto que había ejecutado miles de veces. Martine soltó un último suspiro, y los acólitos la mantuvieron absolutamente inmóvil, para que el sacerdote acabara de hacer la incisión sin perder un segundo.</p> <p>Y entonces Mixtal extrajo el corazón y lo sostuvo en el aire. Parecía latir con una cadencia que se apagaba al mismo ritmo que la luz del sol.</p> <title style="page-break-before:always;text-indent: 0px;"> <p style="line-height:400%">11</p> </h3> <h1>En manos de los dioses</h1> <p style="margin-top: 5%">Erixitl soltó un gemido de compasión al contemplar la muerte de la muchacha extranjera, asesinada en lugar de ella en el altar de Zaltec. Contuvo el grito, y volvió a esconderse entre la hojarasca.</p> <p>Había seguido a Mixtal y a sus prisioneros hasta la pirámide, el escenario de su fuga. Ahora el ocaso la sorprendió en el linde del claro, desde donde podía ver sin obstáculos a los clérigos y el altar en el borde de la plataforma superior.</p> <p>Echó otra ojeada y vio cómo retiraban el cuerpo del bloque de piedra y lo arrojaban al suelo sin ninguna ceremonia. Mixtal introdujo el corazón en la boca de la estatua de Zaltec.</p> <p>Erix escuchó un rumor a su lado y no se sorprendió cuando<i> Chitikas</i> se deslizó junto al tronco de un arbusto. La serpiente se mantuvo oculta a las posibles miradas desde la pirámide.</p> <p>—¡Tú eres la culpable de su muerte! —exclamó, airada. Los ojos amarillos de la serpiente aterciopelada le devolvieron la mirada—. ¿Por qué lo has hecho?</p> <p>—El hombre —susurró<i> Chitikas</i>—. Debes ir a buscarlo, tienes que salvarlo.</p> <p>—¡Te he dicho que no! —Erix sacudió la cabeza con furia, preguntándose una vez más por qué había seguido a los clérigos y a los prisioneros hasta la pirámide cuando lo único que deseaba era escapar—. ¿Cómo puedo ayudarlo, si está en manos del Sangriento?</p> <p>—Con la magia de la<i> pluma —</i>sugirió<i> Chitikas</i>, con un rapidísimo movimiento de su lengua—. Lo retiene el sacerdote. Tú puedes romper el hechizo.</p> <p>—¡No! —Le dio la espalda al ofidio, y, sin proponérselo, su mirada buscó la piel de serpiente que sujetaba los brazos de Halloran. Tocó el amuleto emplumado colgado de su cuello; recordó cuando Mixtal había intentado capturarla en el patio del templo, y cómo el poder de su medallón había hecho caer la cuerda mágica.</p> <p>El crepúsculo se extendió por el claro. Erix vio a Mixtal mirar al guerrero de pecho plateado. El sacerdote avanzó hacia el extranjero y después se detuvo, indeciso. Un Caballero Jaguar se enfrentó al clérigo, y pudo observar los gestos airados que se hacían mutuamente.</p> <p>—¿Por qué haces esto? —le preguntó Erix a la serpiente, con un tono acusador—. ¿Por qué me has salvado? ¿Por qué ha tenido que morir aquella muchacha?</p> <p>—Tendrías que saberlo —replicó<i> Chitikas</i>. También su voz parecía acusarla—. Has sido cuidada y protegida por el poder benigno del Plumífero durante toda tu vida. ¡Es hora de que comiences a pagar tu deuda!</p> <p>—¿Cuidada? ¿Protegida? —La voz de Erix se convirtió en un silbido furioso—. ¡Fui capturada cuando era una niña, y vendida como esclava! ¡Fui atacada por el hijo de mi dueño, vuelta a vender, secuestrada, y a punto estuve de ser sacrificada! ¿De qué cuidado y protección me hablas?</p> <p>—Estás viva, ¿no?</p> <p>—¿Cómo puedo deber mi vida a Qotal? Explícamelo si puedes. —Hizo un esfuerzo por dominar su enfado, y se preguntó qué intentaba decirle<i> Chitikas</i>.</p> <p>—Te vi en una ocasión anterior, y te protegí. ¿No lo recuerdas? —La serpiente movió la cola delante de sus ojos, en un gesto familiar. De pronto Erix recordó.</p> <p>—Mi último día en Palul... Yo me ocupaba de las trampas de mi padre en la parte más alejada de la sierra. Vi una cosa y la seguí. Eras tú.</p> <p><i>Chitikas</i> asintió, satisfecha, y agachó la cabeza para esquivar el bofetón que la muchacha lanzó contra ella.</p> <p>—¡Tú me apartaste del sendero... para arrojarme a los brazos de aquel Caballero Jaguar! ¡Todavía podría ser libre, podría haber crecido en mi propia casa, de no haber sido por ti! —Erix tensó sus músculos, lista para echar a correr, pero algo que vio en los ojos de la serpiente la retuvo.</p> <p>—Es verdad que te engañé —admitió<i> Chitikas</i>, sin ningún remordimiento—. Pero no habrías podido crecer allí. En realidad, no habrías vivido más que unas pocas semanas.</p> <p>—¿Qué..., qué quieres decir? —Por algún motivo, Erix no dudó de la veracidad del ofidio.</p> <p>—Eres una hija del destino, Erixitl, aunque quizá seas la última en saberlo. Los sacerdotes de Zaltec y sus amos, los Muy Ancianos, te temen. Habían planeado raptarte de la casa de tu padre y enviarte al sacrificio, sólo tu desaparición permitió que salvaras la vida.</p> <p>El cuerpo de Erix se convirtió en un peso muerto, mientras miraba asombrada a la serpiente, que asintió.</p> <p>—Tus diez años en Kultaka fueron relativamente seguros, hasta que los Muy Ancianos se enteraron de que estabas allí. Una vez más intentaron matarte; sin embargo, demostraste ser más fuerte de lo que pensaban. De haber tenido éxito, nosotros no habríamos podido hacer nada por salvarte.</p> <p>»Pero fracasaron, y el intento, la<i> zarpamagia</i> del envío, advirtió a tu dueño de la amenaza contra tu vida. Decidió que estarías más segura entre personas que exaltaban a Qotal por encima de Zaltec, y por lo tanto arregló las cosas para que vinieses a Payit.</p> <p>Erix movió la cabeza lentamente, no tanto en un gesto de negativa sino de asombro. ¿Huakal la había vendido a Kachin para salvarla? En el fondo de su corazón, sabía que era verdad.</p> <p>—¿Por qué soy tan importante? ¿Por qué me temen los Muy Ancianos?</p> <p>—No lo sé —respondió<i> Chitikas</i>, impaciente.</p> <p>Pero la muchacha no escuchó la respuesta. Pensaba en otra pregunta que para ella era fundamental.</p> <p>—¿Por qué te opones a la voluntad de Zaltec? ¿Quién eres tú?</p> <p>La serpiente voladora agachó la cabeza en un gesto de humildad.</p> <p>—Soy<i> Chitikas</i> y sirvo al dios Plumífero, el único dios verdadero de Maztica. Te he ayudado porque al oponerme a los designios de Zaltec, el de la Mano Sangrienta, colaboro a que se haga la voluntad de Qotal.</p> <p>—¡Qotal! ¡Qotal! —Las palabras graznadas provenían de lo alto de un árbol junto a ellos. Erix miró hacia arriba y descubrió al guacamayo que había acompañado a la serpiente la vez anterior.</p> <p>El graznido del pájaro era estrepitoso, y de pronto la muchacha se sintió muy vulnerable en su escondrijo tan cerca de la pirámide.</p> <p>—¡Qotal, el dios verdadero! —chilló el guacamayo—. ¡Zaltec el falsario, el bufón!</p> <p>Erix se hizo un ovillo al advertir que los clérigos y los soldados miraban en su dirección. Varios guerreros dejaron la plataforma para bajar la empinada escalera de la pirámide.</p> <p>—Quizá consiga distraerlos —susurró la serpiente, con aires de conspirador—. Pero recuerda, ¡debes rescatar al hombre!</p> <p>La muchacha no tuvo tiempo de protestar, si bien para ella el asunto no había quedado resuelto.<i> Chitikas</i> desapareció en el acto, demasiado rápidamente para ser un movimiento físico. Con una exclamación de asombro, tendió una mano y pudo tocar la suave cola de la criatura, aunque no verla. ¡La serpiente se había vuelto invisible!</p> <p>Deseaba poder huir, pero tenía miedo de que el ruido de su escapada pudiese delatar su posición. En cambio, observó a los guerreros que bajaban la escalera. Los sacerdotes, el Caballero Jaguar y los demás soldados, junto con el prisionero, permanecieron en la pirámide.</p> <p>—¡Falso dios! ¡Zaltec es el dios de las sabandijas y la escoria! —graznó el pájaro, muy inoportuno.</p> <p>De pronto, uno de los guerreros tropezó con un objeto invisible. Rodó por la escalera, se partió la cabeza en el filo de uno de los escalones, y continuó su caída hasta abajo.</p> <p>Sus compañeros reaccionaron en el acto, y bajaron a la carrera. Llegaron junto al cuerpo inmóvil y miraron desconfiados a su alrededor. No mostraron ninguna gana de apartarse de la pirámide.</p> <p>El extranjero no se movió de lo alto de la estructura, vigilado de cerca por varios fornidos guerreros. Pasó un minuto, y<i> Chitikas</i> no volvió. La oscuridad fue en aumento, si bien en el horizonte todavía se mantenía un leve resplandor rojizo.</p> <p>Sin esperar más y en absoluto silencio, Erix dio media vuelta y se esfumó en la selva, con la intención de estar bien lejos para el amanecer. Caminó a toda prisa hacia el sendero.</p> <p>Apartó unas lianas y pisó la senda. Antes de poder gritar o dar un paso atrás, se vio abrazada por unos brazos muy fuertes.</p> <h2>* * *</h2> <p>Halloran permaneció de pie, aturdido, mirando alternativamente a los guerreros salvajes y a los clérigos fanáticos. Le resultaba insoportable mirar el cuerpo inanimado de Martine, y tampoco podía aguantar la visión de la escultura bestial, con la boca abierta. La última imagen del sacrificio había sido la del sacerdote que arrojaba el corazón por aquel agujero.</p> <p>Pero, aunque no miraba, el rostro de piedra con un cierto aire humano donde se mezclaban rasgos de serpiente y león continuaba grabado en su mente. Para él simbolizaba la peor muestra de la barbarie, el asesinato despiadado de inocentes para alimentar el apetito insaciable de un dios monstruoso.</p> <p>«¡Martine! ¿Por qué no me escogieron a mí?», pensó.</p> <p>El enfado que sentía ante la presencia de la mujer había desaparecido en el momento de la captura. Ahora lo consumía una sensación de pena y fracaso.</p> <p>También sentía una cólera terrible, pero no podía hacer nada, sujeto como estaba por la piel de serpiente. Odiaba a los guerreros. Odiaba esta tierra primitiva y calurosa. Y por encima de todo odiaba al siniestro sacerdote cubierto de cenizas, que había realizado el rito abominable. Halloran miró al clérigo con una expresión tan fiera, que el hombre hizo una mueca y le volvió la espalda.</p> <p>El sacerdote había discutido un buen rato con el guerrero de la piel manchada, y Hal creía que él había sido el tema. Al parecer, el guerrero había impuesto su opinión, porque el otro no se había acercado a él. En realidad, el legionario casi deseaba ser sacrificado. Su sentimiento de culpa era tan grande que consideraba injusto seguir con vida después del brutal asesinato de Martine. Por unos momentos, pensó en arrojarse desde lo alto de la pirámide, como merecido castigo por su fracaso.</p> <p>No obstante, en su corazón de guerrero ardía el deseo de venganza, y para vengarse necesitaba seguir vivo. Al menos, el tiempo suficiente para matar a los culpables.</p> <h2>* * *</h2> <p>—¡Reúne a la legión! —gritó fray Domincus—. ¡Nos amenaza el desastre!</p> <p>—¡Calla! —dijo Cordell, sin alzar el tono—. Todavía no sabemos a ciencia cierta qué ha ocurrido. —Los dos hombres, con Darién y Kardann, permanecían junto a un soldado casi sin aliento, en el perímetro del campamento legionario instalado en la costa—. ¿Habéis encontrado alguna señal de Halloran o de la hija del fraile?</p> <p>—No, señor —jadeó el soldado. Apenas si podía respirar después de descender de dos en dos los escalones desde lo alto del acantilado, y correr a través de la playa hasta dar con el capitán general—. Encontramos cuatro hombres, todos muertos, y unos cuantos nativos.</p> <p>—¡Que la maldición de Helm caiga sobre su cabeza y su alma! —rugió el fraile. Furioso, amenazó con el puño en dirección al lugar donde habían visto a Halloran por última vez.</p> <p>—¡Quizás ella esté bien! ¡No es bueno que nos pongamos en contra de los nuestros, especialmente cuando no sabemos qué ha ocurrido! —Cordell luchó por conservar la calma.</p> <p>—¡Tal vez tú no lo sepas —gimió el clérigo, a punto de echarse a llorar—, pero yo sí! ¡El mal ha golpeado! ¡Mi hija sufre en las manos de los perversos! ¡Lo sé, puedo sentirlo!</p> <p>—¿No sería aconsejable volver a bordo de las naves? —sugirió el asesor de Amn. El nerviosismo de Kardann aumentaba a la par de la desesperación del fraile. Cordell le dirigió una mirada de mal disimulado desprecio.</p> <p>—No hay peligro que la legión no pueda afrontar. Si lo deseáis, podéis embarcaros ahora mismo. Mis hombres permanecerán en tierra.</p> <p>—Sí, quizá sea lo mejor —afirmó el asesor, sin advertir el tono afilado en la voz del comandante—. ¡Me ocuparé de supervisar la actividad en las naves! —El rechoncho contable les dio la espalda, y corrió a buscar una chalupa que lo llevara hasta el<i> Halcón</i>.</p> <p>—¡Enviaré más grupos allá arriba! —dijo Cordell. Los exploradores habían encontrado tres amplias escaleras esculpidas en el farallón. Sólo la central, que pasaba entre los dos rostros gigantescos, mostraba señales de un uso regular.</p> <p>—¡Que Helm permita que no sea demasiado tarde! —rogó Domincus.</p> <h2>* * *</h2> <p>Spirali se puso en marcha cuando la oscuridad envolvió otra vez el mundo, pero el Muy Anciano utilizaba medios desconocidos para el resto de Maztica. Su viaje comenzó en la boca de la Gran Cueva, en el pico del volcán más alto de Nexal.</p> <p>Pronunció una sola palabra, y al instante se encontró en Ulatos, capital de los payitas. El Muy Anciano llegó al patio del templo de Zaltec, sin que nadie advirtiera su presencia en las sombras. La capa, la capucha y las botas de caña alta, todas negras, lo convertían en parte de la noche.</p> <p>Un joven acólito montaba guardia junto a las puertas del templo. Spirali percibió de inmediato que no había nadie más. El Muy Anciano se acercó al muchacho, que no advirtió su presencia hasta escuchar su voz.</p> <p>—Busco a Mixtal, sumo sacerdote de Ulatos.</p> <p>El acólito abrió la boca, y dio un paso atrás dominado por el terror. Podía ver una forma oscura y amenazadora, y la voz tenía un tono de autoridad impresionante. Hizo un gran esfuerzo por responder.</p> <p>—La co... costa... —tartamudeó—. Se marcharon esta mañana. Fueron a ver la llegada de los extraños...</p> <p>El muchacho se quedó sin palabras, y sólo entonces descubrió que la sombra había desaparecido.</p> <h2>* * *</h2> <p>—¡Eh, capitán, quizás esta moza pueda decirnos algo! —Grabert, que encabezaba la columna, se volvió hacia Daggrande sin soltar el cuerpo que se retorcía entre sus fuertes brazos.</p> <p>El enano vio a una joven hermosa, de cabellos negros y piel cobriza, que pataleaba y arañaba, en un esfuerzo inútil por zafarse del abrazo del explorador. El hombre mostró una expresión de dolor cuando le alcanzó un puntapié, pero la sujetó<i> más</i> fuerte mientras uno de los ballesteros la cogía por los pies.</p> <p>Daggrande gruñó sin dejar de estudiar a la niña... o mujer; no estaba muy seguro. La piel tersa de su rostro y su cuerpo esbelto correspondían al final de la adolescencia; sin embargo, había algo en sus ojos brillantes, en la firmeza de su boca, que pertenecía a un adulto.</p> <p>También Erixitl observó a estos hombres extraños, sus nuevos captores después de un corto día de libertad. A todos les crecía cabello en el rostro y la piel tenía un color blanco enfermizo. Sintió una especie de repulsión ante sus ojos, órbitas de azul acuoso, que parecían ojos de pescado.</p> <p>Algunos de los hombres eran muy bajos de estatura, aunque esto no disminuía la ferocidad de su aspecto. Con el abundante adorno piloso en sus caras y las piernas retorcidas, estos seres pequeños resultaban aún más desagradables que sus camaradas humanos. Recordó los relatos acerca de los hombres peludos del desierto que, según decían, habitaban en las zonas áridas del sur de Kultaka y Nexal. Las leyendas los describían como gentes de poca estatura, hombros anchos y patizambos. La descripción encajaba con los seres que tenía delante.</p> <p>—Bueno, no creo que ella sea la autora de las muertes y las capturas —dijo Daggrande—. Pero no sería prudente dejarla ir, antes de enterarnos mejor de lo que pasa. —Llamó a un par de ballesteros—. Atadla y encargaos de su custodia. ¡No tardéis! Seguimos la marcha.</p> <p>Erix no entendió el habla áspera y gutural de los extraños, aunque sus intenciones resultaron evidentes cuando le ataron las manos. Sus esfuerzos por librarse de estos hombres rudos eran como los de un bebé en brazos de su madre. En unos segundos la habían amarrado, si bien para su sorpresa no la amordazaron ni le vendaron los ojos.</p> <p>Mientras tanto, el soldado que encabezaba la columna se había adelantado para explorar el terreno, y ahora volvía para dar su informe.</p> <p>—¡Capitán, venga a ver esto! —llamó. En su voz había una nota de urgencia.</p> <p>Erix supo que el hombre había visto la pirámide y los restos del horrible sacrificio.</p> <h2>* * *</h2> <p><strong> <i> De la crónica de Coton</i></strong>:</p> <p></p> <epigraph> <p>Como siempre al servicio de la gloria resplandeciente del dios Dorado.</p> <p>Observo al joven señor Poshtli mientras abandona la ciudad por la salida del sur. Deja Nexal a solas, pero esto no empequeñece la grandeza de su misión.</p> <p>Poshtli lleva un par de lanzas, una maca con borde de obsidiana, su arco, flechas y un pellejo de agua. Evitará las tierras de Kultaka y Pezelac. En cambio, recorrerá la Casa de Tezca, el gran desierto que marca el límite sur del Mundo Verdadero.</p> <p>Todavía viste el manto y el yelmo del Caballero Águila, pero no realizará su misión por el aire. En cambio, se ajusta los cordones de sus sandalias porque camina hacia tierras tan terribles como la peor pesadilla de los dioses. Pretende encontrar la verdad, y no se conformará con menos; una búsqueda que puede necesitar un tiempo muy largo.</p> <p>Pero Poshtli ha soñado con la piedra solar. Este sueño debe proveer una chispa de esperanza, porque muestra la presencia, por débil que sea, y la voluntad del Plumífero. Además, esta visión le fue dada por el cuatl, la serpiente emplumada que es la voz del propio Qotal.</p> <p>Por lo tanto, prefiero creer que, quizá, Poshtli pueda encontrar su verdad en la gran rueda plateada de la piedra solar.</p> </epigraph> <title style="page-break-before:always;text-indent: 0px;"> <p style="line-height:400%">12</p> </h3> <h1>Retribución</h1> <p style="margin-top: 5%">Halloran observó a los lanceros bajar por la pirámide, atraídos por la charla de un pájaro cerca de la base de la estructura. La criatura remontó el vuelo para desaparecer en la selva, y el guerrero al mando, el que vestía la piel manchada, hizo una señal a sus compañeros en lo alto del templo. Dos de ellos empujaron a Halloran hacia la escalera. Pese a la dificultad de tener las manos atadas, el legionario consiguió no caerse durante el descenso.</p> <p>En cuanto llegó abajo, los guerreros y la mayoría de los clérigos formaron un grupo. Hal percibió que se sentían confusos e indecisos; miró a su alrededor y, al ver que faltaba el sumo sacerdote, supuso que se había quedado junto al altar.</p> <p>Uno de los guerreros soltó un grito de dolor y cayó al suelo, fulminado. Varios más corrieron la misma suerte. En cuestión de pocos segundos, media docena de hombres yacían muertos, o agonizaban en medio de la hierba.</p> <p>Para los nativos, sus compañeros acababan de sufrir el ataque de algo invisible, y por lo tanto sobrenatural. Sin embargo, el capitán alcanzó a ver el astil de los dardos que asomaban en la carne de los heridos.</p> <p>Sin perder un instante, Halloran se zafó de las manos de sus custodios para lanzarse al suelo, y rodar hacia un costado.</p> <p>Una nueva descarga de saetas plateadas surgió de la espesura, con un resultado mortífero para los aterrorizados aborígenes. Los dardos eran pequeños, pero no invisibles, y algunos de los guerreros comprendieron la naturaleza del ataque; de inmediato, lanzaron las jabalinas hacia donde suponían que venían las flechas, y otros esperaron el momento de ver al enemigo.</p> <p>—¡Por Helm! —El grito estalló entre los árboles, y para Halloran fue el sonido más hermoso que había escuchado jamás. Reconoció la voz de Daggrande por encima de todas las demás.</p> <p>—¡En el nombre de Helm! —respondió Hal. Se retorció hasta conseguir sentarse, y después se puso de rodillas. Maldijo la cuerda mágica que sujetaba sus brazos cuando pudo ponerse de pie. Un fornido guerrero vino hacia él enarbolando una maza, pero Halloran consiguió derribarlo de un puntapié.</p> <p>Los legionarios salieron de la espesura en una línea irregular, y cargaron hacia la base de la pirámide. El joven vio que no eran más de veinticinco, y rogó que fuesen suficientes.</p> <p>Escuchó un gruñido a sus espaldas; se volvió y vio al guerrero cubierto con la piel de leopardo que avanzaba hacia él. El rostro del hombre aparecía contorsionado en una máscara de odio mientras sacaba el sable de Hal de su cinturón; lo empuñó con las dos manos y cargó con un grito de guerra que imitaba el rugido de una bestia.</p> <p>Halloran le dio la espalda y echó a correr, pero el atacante lo siguió. Estaba a punto de descargar el mandoble, cuando se detuvo como si hubiese chocado contra un muro invisible. Su expresión airada se cambió por otra de asombro mientras contemplaba la flecha plateada hundida en su pecho. La sangre, espesa y casi negra a la escasa luz del crepúsculo, brotó de sus labios, y la espada se escapó de sus dedos, antes de que su cuerpo cayera al suelo.</p> <p>Los soldados avanzaron a la carrera, sin deshacer la formación. El grito legionario sonó otra vez por encima del estrépito del combate. Los ballesteros llevaban sus arcos a la espalda, y blandían sus espadas cortas, mientras que los soldados empuñaban sables largos en una mano y rodelas en la otra. Los pequeños escudos protegían el lado izquierdo del hombre que lo llevaba y el derecho del compañero a su izquierda, gracias a que la formación se mantenía compacta.</p> <p>Halloran se lanzó a tierra y rodó hacia su sable, olvidado por los demás nativos en la confusión del ataque. Su corazón vibró de orgullo ante el intrépido avance de los legionarios, superados en número por el enemigo. Sin mucha convicción, los salvajes se dispusieron a responder a la carga, con sus lanzas con punta de pedernal.</p> <p>En unos momentos, la línea atacante alcanzó la base de la pirámide. Las<i> macas</i> de pedernal y obsidiana se estrellaron contra los escudos y corazas de acero, mientras las espadas cortaban como mantequilla las armaduras de algodón y los escudos hechos con cuero mágico de<i> hishna</i> o<i> pluma</i>. Halloran vio a un joven guerrero descargar su garrote con filo de obsidiana contra el rostro de un legionario. El hombre alzó su rodela para contener el golpe, y la maza se partió en dos al tiempo que el legionario atravesaba de lado a lado el cuerpo del muchacho con su espada de acero.</p> <p>El nativo cayó sobre Hal y lo empapó con la sangre de su mortal herida. El capitán se zafó del cuerpo que lo aprisionaba, en el momento en que sus compañeros rebasaban su posición. Los salvajes cesaron en su resistencia y corrieron hacia la seguridad ilusoria de la selva.</p> <h2>* * *</h2> <p>Gultec trotaba sin esfuerzo por el sendero, una vez más a la cabeza de la columna de guerreros. Su mirada aguda distinguía con claridad todas las vueltas y recodos de la senda, a pesar de ser casi noche cerrada. Gultec sabía que otras columnas como la suya convergían hacia la costa por muchos otros caminos. Para la medianoche, diez mil lanceros y centenares de Caballeros Jaguares y Águilas se concentrarían en el acantilado.</p> <p>Por ser la ruta más directa hacia la pirámide, podían avanzar sin pérdidas de tiempo, como había ocurrido durante la madrugada al recorrer el camino costero. El caballero percibió la proximidad del mar, en el olor del aire y el frescor húmedo contra su rostro. Pero también sabía por instinto dónde se encontraba. En unos minutos más, la columna alcanzaría la pirámide.</p> <p>Entonces Gultec escuchó un sonido débil, desacostumbrado en la noche selvática. Hubo más ruidos, y se detuvo; alzó una mano enfundada en una garra, y la columna obedeció la orden. Los guerreros esperaron inmóviles y en silencio.</p> <p>Los sonidos se hicieron más fuertes; eran los ruidos típicos de gente que se abría paso entre el matorral. Escuchó insultos ahogados en lengua payit, y casi de inmediato percibió la cercanía de muchos hombres sudorosos y asustados.</p> <p>Una figura jadeante avanzó hacia ellos por el sendero. El hombre no advirtió la presencia de Gultec, hasta que éste surgió de las sombras y lo sujetó por la garganta. El caballero reconoció el tocado de plumas naranja, distintivo de un pueblo cercano. El guerrero sin duda había sido uno de los primeros en llegar a la costa.</p> <p>—¿Qué significa esto? —preguntó Gultec, su voz como un rugido ronco—. ¿Por qué escapas como una niña?</p> <p>Los ojos del hombre se abrieron en una expresión de absoluto terror. Soltó un murmullo incomprensible, y Gultec aflojó un poco la presión sobre su cuello.</p> <p>—¡Los extranjeros! —gimió el guerrero—. ¡Brujería! ¡Nos atacaron! ¡Mataron a muchos! ¡Quedarse significaba morir!</p> <p>Los músculos de Gultec se tensaron al escuchar las noticias, pero no se sorprendió. Así que los extranjeros venían en son de guerra. Muy bien, los guerreros de Payit se encargarían de darles lo que buscaban.</p> <p>—¿Dónde están ahora?</p> <p>—¡En la pirámide, junto a los Rostros Gemelos! —chilló el hombre.</p> <p>Gultec arrojó al nativo a un lado, y echó a correr. En un minuto, desplegaría a sus hombres en la selva alrededor de la pirámide. Pero antes quería ver qué hacían los extranjeros.</p> <h2>* * *</h2> <p>—¡Alto! —gritó Daggrande. La línea de soldados se detuvo en el acto, mientras el último de los aborígenes desaparecía en la selva. Echó un rápido vistazo a sus hombres, y comprobó que ninguno presentaba heridas graves. Al menos una docena de nativos habían muerto a flechazos, y casi otros tantos a sablazos; sin embargo, el enano no perdió tiempo en felicitaciones.</p> <p>—¡Estoy aquí! —gimió Hal, esforzándose por salir de debajo del cuerpo del guerrero muerto. Varios legionarios lo ayudaron a levantarse—. Jamás pensé que me alegraría tanto volver a ver tu barba! —Sonrió mientras el enano se acercaba. Sólo el hecho de tener los brazos y las manos ligadas le impidió abrazar a su compañero.</p> <p>—¡Vaya! Jamás pensé que serías tan idiota como para dejarte pillar en una emboscada! —Hal comprendió que el enfado de Daggrande ocultaba el alivio que sentía al verlo vivo. No obstante, la regañina lo afectó de veras cuando el enano añadió—: ¡Más abajo he encontrado los cuerpos de cuatro soldados valientes!</p> <p>—También han matado a Martine. —Hal miró hacia lo alto de la pirámide; volvió a sentir la ira y la repugnancia de antes. Pensó en si el sumo sacerdote, el fanático asesino, todavía estaría allí. Sin darse cuenta, forcejeó para librarse de sus ataduras, ansioso por ir en busca de su venganza.</p> <p>—Estamos en un buen lío —gruñó el enano—. Volvamos a la playa. —Sacó su daga y comenzó a cortar las ligaduras—. ¡Por Helm! ¿Qué es esto? ¡Ni siquiera consigo mellarla!</p> <p>—Es algo mágico —gimió Hal—. Pensaba que podrías cortarla. Esta gente tiene sacerdotes, o brujos. Uno de ellos, el mismo que mató a Martine, utilizó esto para atarme. —El joven contempló el rostro de su amigo, y el horror de la escena de la pirámide lo ahogó—. ¡Daggrande, él..., él le arrancó el corazón! ¡La asesinaron a sangre fría!</p> <p>El enano asintió muy serio, el entrecejo fruncido por la preocupación. Daggrande sufría más por el destino que le aguardaba a Hal a manos del fraile que por la muerte de la muchacha.</p> <p>Halloran miró a su alrededor, a pesar de la oscuridad, con la esperanza de descubrir al sacerdote asesino. En cambio, vio a dos soldados que se acercaban con una prisionera de piel cobriza sujeta por los brazos.</p> <p>—¿Quién es? —preguntó.</p> <p>—La encontramos en la selva —explicó Daggrande cuando el trío se unió al resto de los legionarios—. No podía dejarla ir. Pensé que podría avisar a los demás de nuestra presencia. Supongo que ahora no tiene sentido retenerla.</p> <p>La muchacha mantenía la cabeza erguida, sus cabellos negros como un mar de tormenta enmarcando su hermoso rostro. Sus ojos resplandecían de ira —un fuego que Hal encontraba inquietante—, pero su ira contribuía a realzar su belleza.</p> <p>Erix contempló a los extranjeros con una mezcla de miedo y fascinación. Sin duda eran soldados salvajes y poderosos, porque había numerosos cadáveres de guerreros y clérigos payitas en el suelo. No vio a Mixtal y pensó que había conseguido escapar con los demás nativos. Los dos hombres que la habían sujetado mientras sus compañeros atacaban, la llevaban ahora en volandas hasta la base de la pirámide.</p> <p>La mirada de Erix se fijó en el joven alto y de barba rubia que había sido prisionero de Mixtal, y se alegró de que no hubiera muerto bajo el puñal del sumo sacerdote. Recordó los comentarios de<i> Chitikas</i> acerca de este extranjero. Sintió una extraña sensación de alivio al verlo entre sus compañeros, como si hubiese deseado su rescate aunque ella se había negado a realizarlo. No pasó por alto que aún permanecía ligado por la cuerda<i> hishna</i>.</p> <p>De pronto los dos hombres que la retenían la soltaron. El enano con el rostro piloso le hizo un gesto, señalando la selva, y comprendió que la dejaban en libertad.</p> <p>Se apartó de los dos extranjeros, mientras su mente se convertía en un torbellino de pensamientos contradictorios. No confiaba en estos seres misteriosos; había visto pruebas de sobra de su eficacia en el combate. Aun así, no se atrevía a marcharse sólo para volver a caer en manos de Mixtal, que no debía de andar muy lejos.</p> <p>Gultec se sentía tan furioso que a punto estuvo de salir de la espesura y atacar a los invasores por su cuenta y<i> </i>riesgo. Sólo gracias a su férrea autodisciplina consiguió dominarse y aceptar que debía actuar con precaución.</p> <p>Su aguda visión nocturna le permitió ver los cuerpos de una veintena de payitas o más, al parecer muertos en el combate contra las dos docenas de extranjeros reunidos junto a la pirámide. Era obvio que los invasores eran gente aguerrida y preparada. Por lo tanto, no atacaría hasta tener a sus guerreros en posición.</p> <p>Los hombres desfilaron rápido y en silencio a través de la selva. Diez centurias avanzaron por los flancos, guiados por Caballeros Jaguares. Gultec permaneció en el centro, y esperó a que su propio grupo estuviese preparado.</p> <p>En un par de minutos, un millar de guerreros comenzarían el ataque.</p> <h2>* * *</h2> <p>—¡Ha estropeado el filo! —protestó Daggrande, después de otro intento de cortar las ligaduras de Hal. Uno de los legionarios alcanzó al joven su sable, pero la piel de serpiente que le sujetaba los brazos le impedía levantar el arma más arriba de la cintura. El enano echó un vistazo a la selva, y al sendero que llevaba hacia el acantilado y a la playa donde se encontraba el resto de la legión.</p> <p>—Salgamos de aquí. Quizás aquella hechicera elfa —lanzó un escupitajo— pueda hacer algo con esta cuerda.</p> <p>Halloran asintió de mala gana, a pesar de sentirse muy vulnerable con las manos y los brazos bien sujetos contra su cuerpo. Sintió la mirada de la joven. Intentó no parecer demasiado interesado, aunque no pudo evitar mirarla a su vez. Sus grandes ojos castaños no se desviaron como había ocurrido con las otras mujeres nativas que había conocido en las islas. Advirtió en ellos un toque de miedo, pero también un desafío orgulloso que parecía burlarse de él.</p> <p>Y entonces el aire nocturno estalló en un coro discordante de alaridos, silbidos y gritos. Los sonidos surgían de todas partes, y los legionarios vieron los movimientos en la oscuridad.</p> <p>—¡Formad el cuadrado! —vociferó Daggrande. El capitán se asombró ante el volumen del ruido, pero sus movimientos fueron rápidos y precisos. Enfundó la daga, sujetó el hacha de combate a su muñeca, y preparó su ballesta.</p> <p>Los legionarios se colocaron hombro con hombro, alternando sables y ballestas. Tal como había ordenado Daggrande, formaron un cuadrado de acero, que los protegía por todas las direcciones. Ahora podía ver las sombras de los atacantes que se acercaban en la oscuridad.</p> <p>—¡Disparen! —A la voz del enano, diez ballesteros soltaron sus dardos y empuñaron las espadas. Esta vez no había tiempo para una segunda andanada.</p> <p>—¡Que Helm maldiga esta cosa! —rugió Halloran, sacudiendo la cabeza como un león furioso. A pesar de estar atado, buscó acomodarse en la fila.</p> <p>Vio que la muchacha caminaba hacia él y la observó, boquiabierto. Ella se detuvo para mirarlo con aquellos grandes ojos, que incluso en la oscuridad parecían penetrar hasta el fondo de su alma. Entonces ella tendió una mano, y Hal vio que sostenía algo que parecía un ramillete de plumas; en el centro resplandecía una gema.</p> <p>El sonoro choque del acero contra la piedra estremeció el claro. Centenares de guerreros payitas se encontraron con las dos docenas de legionarios de Daggrande, que aguantaron a pie firme. Los gritos de los heridos se sumaron al griterío general, y unos cuantos soldados acompañaron a un gran número de nativos en su caída.</p> <p>La muchacha tocó el costado de Halloran con el objeto de plumas. El corazón le dio un salto cuando sintió que cedían las ligaduras y caían a sus pies. Sin pensarlo, se agachó y recogió la cuerda mágica que lo había tenido sujeto. Se sorprendió al ver que ahora era sólo una vulgar piel de serpiente, escamosa y multicolor, de unos dos metros de largo. Él habría jurado que era mucho más larga; de todos modos, la guardó en su cinturón.</p> <p>Un instante después, acabó el primer ataque. Halloran se colocó en una esquina del cuadrado, y observó a los guerreros que esperaban nerviosos unos pasos más allá. Eran tantos que se perdían fuera del alcance de su vista. Sabía que la muchacha permanecía a sus espaldas, y por un momento pensó en estimularla para que abandonara el perímetro defensivo, para que fuera a reunirse con su gente.</p> <p>Se escuchó otro griterío, esta vez en un punto más alto y por el lado en que no se veían guerreros. La mole de la pirámide resultaba invisible en la oscuridad, pero Hal recordaba su altura y su tamaño.</p> <p>En un instante, el capitán imaginó las jabalinas que volaban hacia ellos. Dio un paso atrás para sujetar a la muchacha, y la protegió con su coraza. Las lanzas cayeron a su alrededor, y los nativos reanudaron el ataque.</p> <p>Hal empuñó su sable y fue a ocupar un lugar vacío en el cuadrado. Ante sus ojos tenía un caleidoscopio de aborígenes armados con lanzas y garrotes. En cuestión de segundos, su arma y sus prendas quedaron empapadas de sangre, y le pesaba el brazo; sin embargo, sabía que esto era sólo el principio de la batalla.</p> <p>Kachin se unió a la carga contra los extranjeros, más que nada por pura curiosidad. No llevaba armas y sobre todo quería poder ver a los invasores de cerca. Al igual que los guerreros, le habían preocupado los informes de que los soldados habían atacado a un grupo de payitas en la pirámide. Uno de los aterrorizados nativos había mencionado un sacrificio, interrumpido por un ataque sorpresa.</p> <p>Esto había intrigado a Kachin. Un sacrificio a la puesta de sol en un lugar tan remoto resultaba misterioso. Había hecho un gran esfuerzo por dominar el presentimiento de que la ceremonia tenía relación con el rapto de Erixitl, y había intentado suponer lo contrario, pero no se había permitido muchas esperanzas.</p> <p>El sacerdote de Qotal vio a los extranjeros mantener la formación mientras la masa de guerreros los atacaba por todas partes. Observó el relámpago plateado del acero, y el bamboleo de los tocados de plumas. En el aire resonaban los gritos, choques, silbidos y chillidos, y<i> </i>después se produjo una calma momentánea cuando los payitas retrocedieron lo suficiente para quedar fuera del alcance de las espadas. Kachin vio muchos cuerpos dispersos alrededor de los extranjeros, y también los huecos abiertos en su formación.</p> <p>Por uno de estos huecos, Kachin distinguió una cabellera negra, y soltó una exclamación. ¡Erixitl! ¡La tenían los extranjeros!</p> <p>Más y más hombres de la columna de Gultec salieron de la selva, para unirse al cerco alrededor del pequeño cuadrado. Un gran número de lanceros subió por los escalones de la pirámide, para tener la ventaja de la altura contra los legionarios.</p> <p>El súbito griterío de los guerreros en la pirámide acompañó el lanzamiento de un centenar de jabalinas, que cayeron como una lluvia mortal sobre los enemigos de abajo. Varias de las lanzas se hundieron en los hombros y espaldas de los hombres de Daggrande.</p> <p>Al mismo tiempo, los demás nativos avanzaron para atacar el cuadrado con una fuerza terrible. Esta vez, la pequeña formación comenzó a ceder. Más legionarios se desplomaron, y los huecos en la línea no se podían cubrir.</p> <p>Kachin volvió a ver a Erix. La había sujetado uno de los extranjeros, un hombre muy alto, antes que cayeran las jabalinas. El sacerdote tuvo la impresión de que el hombre protegía el cuerpo de la joven con el suyo. Después, vio que Erix luchaba para librarse de las manos del soldado.</p> <p>El clérigo se abrió paso hasta la primera línea, agachado entre los combatientes. Divisó un hueco en la línea de los legionarios, cada vez más abierta, y se lanzó de cabeza.</p> <p>Kachin rodó por el suelo y se levantó delante mismo de Erix, que lo contempló asombrada. Sólo lo reconoció cuando él la separó del extranjero alto.</p> <p>Daggrande comprendió que el cuadrado cedía y fue consciente de que iba a morir, que todo su destacamento moriría a la sombra del maldito monumento. El hacha del enano cortó el brazo de un lancero. Giró sobre un pie, manteniendo el brazo estirado, y le abrió el vientre a un segundo nativo, mientras con el escudo detenía la lanza de un tercero.</p> <p>Vio caer a otro legionario con la garganta abierta, y varios de sus hombres fueron aplastados por el peso de atacantes que avanzaban como una marea incontenible.</p> <p>—¡Cuidado! —gritó, al ver a un nativo que se lanzaba sobre Halloran. El atacante no parecía un guerrero; vestía túnica blanca y no llevaba armas. Pese a ello, el enano vio cómo el hombre avanzaba con mucha valentía.</p> <p>Daggrande se colocó de un salto junto a su viejo amigo en el momento en que éste abatía de un sablazo a uno de los temibles guerreros manchados, que se destacaban entre los atacantes. Y entonces las cosas cambiaron de una forma imprevista.</p> <p><i>Chitikas</i> volaba plácidamente en círculos por encima del campo de batalla, invisible para todos los participantes. La serpiente disfrutaba mucho con el salvajismo de la lucha, si bien su atención se concentraba en el hombre y la mujer, en el centro del cuadrado de los legionarios.</p> <p>Vio que la mujer se acercaba al hombre, y una sonrisa apareció en la boca del ofidio. Entonces<i> Chitikas</i> enarcó sus escamosas cejas al divisar un hombre —al parecer, un clérigo— que corría hacia la muchacha. En el mismo instante, un enano se unió al hombre. El ataque de los payitas se hizo incontenible. Era obvio que en cuestión de minutos el hombre estaría muerto. Enfadada por la necesidad de una prisa poco digna,<i> Chitikas</i> intervino en los hechos.</p> <p>Hal vio al hombre rollizo ataviado de blanco salir de la masa y correr hacia él. Se volvió, dispuesto al enfrentamiento, antes de advertir que el desconocido buscaba a la muchacha. Vio a Daggrande a su lado. El hacha del enano abrió una profunda herida en la pierna de un guerrero, y el nativo cayó al suelo como un leño. De pronto una luz brillante alumbró el claro, y los combatientes quedaron inmóviles, sin saber qué hacer. Hal guiñó los ojos ante el resplandor y vio un círculo —la fuente de luz— que giraba descendiendo del cielo hacia el campo de batalla, hacia él. En el acto comprendió que se cernía sobre ellos una magia poderosa y levantó su sable dispuesto a enfrentarse al enemigo sobrenatural.</p> <p>Apenas advirtió que los indígenas retrocedían, agachando las cabezas por miedo o reverencia, y se arrodillaban en señal de súplica. La muchacha, en cambio, miraba hacia lo alto, con el rostro bañado por la luz fría.</p> <p>La rueda bajaba velozmente mientras los legionarios permanecían traspuestos. Halloran observó que el anillo lo formaba el cuerpo de una enorme serpiente voladera. Sus grandes alas brillantes resultaban visibles, a pesar de que se movían a una velocidad asombrosa. La luz emanaba del cuerpo del ofidio. No tenía la fuerza de la luz solar, pero era más brillante que cualquier otra fuente luminosa nocturna conocida en Maztica.</p> <p>La inmensa rueda, de varios pasos de diámetro, se posó alrededor de Halloran y Erix. Los anillos de la serpiente no sólo abrazaron a la pareja sino que en sus movimientos incluyeron también a Daggrande y Kachin.</p> <p>Entonces la luz desapareció, y con ella se esfumaron las cuatro personas abrazadas por la serpiente.</p> <h2>* * *</h2> <p>Mixtal contempló boquiabierto la fantástica escena. Espió por el borde de la plataforma superior de la pirámide, desde donde había presenciado el desarrollo de la batalla. La mente del sacerdote era un caos, los acontecimientos del día habían sobrepasado su capacidad de entendimiento.</p> <p>En primer lugar, las protestas del Caballero Jaguar le habían impedido sacrificar al soldado enemigo. Después, la muchacha había vuelto de entre los muertos, acompañada por los extranjeros. Él sabía que la había sacrificado, porque su cuerpo todavía se encontraba junto al altar. A continuación, había comenzado la batalla, y entonces había aparecido el<i> cuatl</i>. ¡La criatura mítica de las leyendas de la antigüedad estaba aquí y ahora!</p> <p>Y, por último, la súbita desaparición de la serpiente y los cuatro abrazados por sus anillos acabó por trastocar el sacerdote, que se echó al suelo y comenzó a llorar, desesperado.</p> <p>¡Mixtal no vio la figura oscura que de pronto apareció junto a él. No vio la silueta delgada, vestida de negro, que se inclinó sobre el cadáver junto al altar, el cuerpo de la joven Martine.</p> <p>Pero el sacerdote escuchó el suave roce de la seda. Levantó la cabeza y vio al Muy Anciano que se encaminaba hacia él sin hacer ruido, por el pavimento de piedra. Después, atisbo los ojos grandes y claros que lo observaban desde las profundidades de la capucha.</p> <p>—Veo que has realizado el sacrificio, ¿no es así, clérigo? —La voz sonó muy suave en los oídos de Mixtal.</p> <p>—Así es —asintió—. Ya lo has visto.</p> <p>Spirali dirigió una mirada al cadáver antes de volverse una vez más hacia el sacerdote.</p> <p>—¡Has fracasado! —gruñó, despreciativo—. ¡Has fallado a Zaltec!</p> <p>El Muy Anciano tendió la mano, sujetó al hombre por la garganta, y apretó. Pero el ataque fue algo más que el estrangulamiento físico.</p> <p>Los ojos de Mixtal se abrieron en una mirada de horror indescriptible. La lengua asomó entre sus labios e intentó respirar. Mientras se ahogaba, pudo sentir cómo el poder de Spirali le arrebataba el alma. El sumo sacerdote comprendió que su muerte representaba la aniquilación, consumada como venganza de unos seres endemoniados.</p> <p>Spirali arrojó sobre las piedras el cuerpo del hombre. El Muy Anciano contempló el rostro momificado, y se burló de sus facciones retorcidas por el terror.</p> <p>—Quizá le hayas fallado a Zaltec —murmuró—. Pero lo importante, y mucho más grave, es que les has fallado a los Muy Ancianos.</p> <p><strong> <i> De la crónica de Coton</i></strong>:</p> <epigraph> <p>Que estos relatos se conserven para brillar a la luz de la gloria de la Serpiente Emplumada, Naltecona, el más grande y omnipotente gobernante del Mundo Verdadero, el poderoso Naltecona, reverendo canciller de los nexalas y ocupante del Trono Floral, que gobierna la vida y la —muerte de los hombres con un movimiento de su mano, el supremo Naltecona, bendecido con la sabiduría de sus antepasados...</p> <p>Naltecona ha decidido.</p> <p>Después de meses de ayuno, después de largas consultas con sus clérigos y magos más sabios, él ha decidido. Después de docenas de sacrificios consagrados a los dioses jóvenes, y la muerte de muchos guerreros, para que el reverendo canciller pudiese contar con las visiones que necesitaba, Naltecona ha decidido.</p> <p>Él ha escuchado el consejo de sus jefes guerreros, que lo han urgido a reunir su ejército y hacer frente a los invasores en la playa, con todo el poderío de Nexal.</p> <p>Él ha escuchado la cháchara de los agoreros y adivinos, según los cuales los extranjeros son la encarnación de Qotal, el padre Plumífero, que por fin ha regresado a Maztica.</p> <p>Él ha escuchado los miedos, transmitidos a través del vuelo del águila, de los guerreros payitas, que incluso ahora hacen frente a los extraños, quizás en combate, quizás en parlamento.</p> <p>Todo esto lo ha escuchado Naltecona, para tomar su decisión con la mayor sabiduría, con el mayor conocimiento posible. Todo esto ha escuchado, y él ha decidido.</p> <p>Él ha decidido no hacer nada. Los poderosos nexalas, amos de Maztica, se sentarán a esperar.</p> </epigraph> <title style="page-break-before:always;text-indent: 0px;"> <p style="line-height:400%">13</p> </h3> <h1>El santuario de Qotal</h1> <p style="margin-top: 5%">Cordell miró hacia el acantilado, inquieto por los gritos indisciplinados que sonaron de pronto entre los piquetes de la playa. Sabía que los guardias, apostados a fe largo de la faja selvática en la base del farallón, no gritarían así sin tener una buena razón.</p> <p>—¡Domincus! ¡Darién! —llamó a sus principales lugartenientes, y el trío marchó a paso rápido a través de la arena. La oscuridad ocultaba el acantilado y sus gigantescos rostros de piedra, pero las voces provenían de algún lugar muy cercano al sendero central que conducía a la pirámide en la cima. El fraile se adelantó, con el rostro tenso y angustiado.</p> <p>—¡Helm todopoderoso, dependo de tu misericordia! —clamó el clérigo.</p> <p>También el capitán general temía las noticias de los exploradores, si bien por razones mucho más pragmáticas que las del fraile. ¿Había perdido al capitán Halloran? Era una posibilidad a considerar seriamente.</p> <p>Una sola palabra llegó a sus oídos mientras avanzaba: «Atacados».</p> <p>Cordell se unió al piquete y vio a dos soldados que sostenían a un tercero. Este último apenas si podía respirar. Presentaba múltiples heridas, y tenía el cuerpo cubierto<i> </i>de sangre. Cordell lo reconoció; era Grabert, un veterano de confianza.</p> <p>—¡Martine! —rugió el fraile, antes de que Cordell pudiese abrir la boca—. ¿Qué le ha pasado a mi hija? ¡Dímelo!</p> <p>—¿Dónde está Daggrande? —preguntó el comandante, sin hacer caso de la ira de Domincus. El hombre herido se reanimó al escuchar la voz de su jefe, e hizo todo lo posible para comportarse como un legionario, mientras daba su informe.</p> <p>—Daggrande y Halloran han desaparecido, señor. ¡Fue cosa de magia! Un círculo brillante, un anillo que flotaba en el aire, se posó a su alrededor. Después desaparecieron, junto con una pareja de salvajes. —El hombre miró al suelo para eludir la mirada del fraile, y añadió—: Creo, señor..., por lo que dijo Halloran, que los nativos asesinaron a Martine. En lo alto de la pirámide.</p> <p>El fraile gritó su pena hasta que su voz se convirtió en un ronquido ahogado. Cayó de rodillas y miró hacia el cielo, desahogando su dolor mientras sacudía los puños con tanta furia, que los hombres a su alrededor retrocedieron varios pasos.</p> <p>—¡Que las maldiciones de Helm caigan sobre vuestras cabezas! —bramó—. ¡Que vuestra ignorancia sea suprimida para siempre con un golpe de su mano omnipotente!</p> <p>El clérigo hizo una pausa, se incorporó, y su mirada de loco buscó a Cordell.</p> <p>—¡<i> Debes</i> enviar la legión contra ellos! ¡Los barreremos de la faz de la tierra! —añadió.</p> <p>En los ojos del capitán general brilló un relámpago oscuro, pero el clérigo estaba demasiado ciego para ver la advertencia.</p> <p>—La legión actúa a<i> mis</i> órdenes —dijo Cordell, sin alzar la voz—. Deberías saber que nosotros<i> siempre</i> destruimos a nuestros enemigos. Este ataque recibirá el castigo que se merece.</p> <p>Para estos momentos, una decena de legionarios habían bajado la escalera desde lo alto del acantilado, y muchos de los soldados en la playa se habían unido a ellos antes de que Graben acabara su informe. El fraile gimió mientras el explorador comunicaba la captura de Hal y Martine, y la persecución encabezada por Daggrande.</p> <p>—Entonces nos atacaron centenares de salvajes, señor; salieron de la selva armados con lanzas y garrotes. Nos vimos rodeados. El capitán Daggrande nos hizo formar en cuadrado, pero cayeron muchos de los nuestros y no se pudo mantener la formación.</p> <p>—¿Y cómo habéis escapado, tú y estos otros hombres? —La pregunta la hizo una figura vestida de negro que estaba junto a Cordell. Hasta ahora nadie había advertido la presencia de Darién.</p> <p>Grabert se puso tenso al escuchar la pregunta, aunque no devolvió la mirada de la hechicera.</p> <p>—Cuando apareció el anillo, el que arrebató a Daggrande y Halloran, los salvajes se pusieron de hinojos, tomo si estuvieran asustados, o quizá paralizados de asombro. Aprovechamos la ocasión para correr hacia el acantilado, y así salvar nuestras vidas.</p> <p>Cordell miró a la mujer elfa, y ella asintió.</p> <p>—Volveré enseguida —murmuró Darién. Nadie la vio hacer ningún gesto o recitar las palabras de un hechizo, pero, pese a ello, todos pudieron ver cómo desaparecía de la vista, convirtiéndose en invisible. Había partido a la búsqueda de los nuevos enemigos de la legión.</p> <h2>* * *</h2> <p>Halloran sintió que la tierra desaparecía bajo sus pies, y después se vio rodeado de un anillo multicolor. Agitó los brazos desesperado, buscando un asidero para frenar su caída. Percibió el cuerpo de la joven que se retorcía a su lado, y un tirón en su cintura le avisó que Daggrande se mantenía sujeto a él.</p> <p>Confundido, comprendió de pronto que en realidad no caía. No sentía el peso del cuerpo, pero no notaba el azote del viento ni el movimiento. Intentó mirar a su alrededor y sólo consiguió ver un aro de color, que se expandía como un caleidoscopio gigante.</p> <p>Entonces la tierra firme volvió a aparecer debajo de sus pies. Los colores se transformaron en una bruma lechosa, y vio que se encontraba en un edificio de piedra. La muchacha nativa, que había permanecido a su lado durante el misterioso viaje, se apartó en el acto para mirar el recinto con expresión de pánico.</p> <p>Se encontraban en una habitación circular, de unos diez pasos de diámetro, con las paredes hechas de piedra labrada. Una abertura dejaba ver unos escalones que subían para perderse en la oscuridad. Más allá del portal y la escalera, el resplandor de las estrellas iluminaba el cielo nocturno.</p> <p>—¡Que Helm maldiga esta brujería! —gritó Daggrande, enfadado por el golpe recibido al tocar tierra. Se levantó y blandió el hacha manchada de sangre, con aire amenazador.</p> <p>Hal observó al cuarto del grupo, el anciano de túnica blanca que había intentado apoderarse de la muchacha. Era el único que parecía tranquilo. El capitán no ocultó su asombro al ver cómo se arrodillaba y agachaba la cabeza delante de una imagen, al otro lado de la habitación. La larga cabellera gris del hombre, sujeta con una cinta, rozó el suelo cuando inclinó la cabeza.</p> <p>—¡Qotal! —exclamó la joven, alejándose de la escultura. También Erixitl había reconocido la imagen del dios, con sus colmillos y la melena de plumas. De pronto comprendió con absoluta claridad la verdad de las palabras pronunciadas por<i> Chitikas;</i> que la fe de Qotal había estado detrás de ella durante toda su vida: Tanto su padre como Huakal, el noble kultaka, habían adorado al Plumífero, si bien en privado y con discreción. Kachin, clérigo de Qotal, la había comprado en nombre del templo por una suma exorbitante. Había sido objeto de mucha atención por parte de<i> Chitikas</i>, un ofidio con plumas que casi era la imagen del dios en su forma de serpiente.</p> <p>Miró con nuevos ojos al bondadoso sacerdote, y vio que él la observaba con una expresión de inocencia angelical. Su rostro, lleno de arrugas, resplandecía con una sonrisa dedicada sólo a ella.</p> <p>Un aluvión de preguntas apareció en su mente. ¿Por qué los dioses daban tanto valor a su vida..., o a su muerte? ¿Por qué los fieles de Qotal la habían llevado al otro extremo del Mundo Verdadero? ¿Para convertirla en esclava? ¿O en una sacerdotisa?</p> <p>Ahora<i> Chitikas</i> la había traído a este santuario, al lugar sagrado dedicado a Qotal, como broche de un día tumultuoso.</p> <p>Estudió la imagen sonriente del dios Plumífero, y después a la serpiente cubierta de plumas, sin dejar de pensar en lo ocurrido.</p> <p>Por su parte, Halloran también miró el rostro esculpido en la pared de piedra. Para él no era más que la representación de las fauces de un ofidio rodeadas por una gran melena; descubrió que la melena correspondía al dibujo de un collar de plumas.</p> <p>De pronto miró hacia lo alto, extrañado por el fulgor blanquecino, y vio el largo cuerpo de la serpiente que flotaba en el aire, con un lento batido de sus alas irisadas. ¡El cuerpo del ofidio era la fuente de luz! Enarboló la espada sin darse cuenta, pero se dominó y bajó el acero. Pensó que nada bueno podía resultar de un ataque a la serpiente luminosa, al menos por ahora.</p> <p>—¿Quién eres? —preguntó—. ¿Qué quieres? —En el mismo momento en que desafió al ser, éste se posó con mucha gracia delante de él, con la cola apoyada en el suelo y el resto de su cuerpo en el aire.</p> <p><i>Creo que me corresponde a mí preguntar, extranjero. ¿Qué quieres?</i></p> <p>La voz sonó en su mente, aunque la criatura no había emitido ningún sonido. Asombrado, Halloran dio un paso atrás; comprendió que los poderes del ser eran muy superiores a los suyos.</p> <p>La muchacha intervino; hablaba muy rápido y sin alzar el tono. Él no conseguía entender sus palabras, pero de pronto conoció su significado.</p> <p><i>—¡Chitikas!</i> ¿Por qué nos has traído aquí? ¿Quiénes son estos hombres?</p> <p>Hal se dio cuenta de que la serpiente no sólo era capaz de comunicarle sus propios pensamientos, sino que también traducía y le pasaba las palabras de la nativa.</p> <p>—Esto no me gusta nada —gruñó Daggrande; su voz sonó como un susurro áspero—. ¡Salgamos de aquí!</p> <p>—Debemos quedarnos y escuchar. —El hombre vestido de blanco se puso de pie; él también hablaba en su propia lengua, que era traducida telepáticamente—. El<i> cuatl</i> es la señal del dios supremo, discípulo de Qotal. Yo, Kachin, sacerdote de Qotal, os ruego que lo escuchéis.</p> <p>El clérigo asintió hacia el rostro esculpido, y Hal comprendió que el rostro de serpiente con la melena de plumas representaba al dios Qotal.</p> <p>—¿Sacerdote? —exclamó el legionario, con un tono insultante—. ¿Un sacerdote como aquel que arrancó el corazón a una mujer indefensa? —Halloran tembló de rabia mientras el recuerdo del episodio volvía a su mente en todo su horror.</p> <p>—No, no soy un sacerdote como él —afirmó Kachin—, que rinde culto a otros dioses de Maztica.</p> <p>—¿Por qué la mataron? —preguntó Halloran—. ¿A qué demonio encarna aquel monstruo?</p> <p>—La explicación es desagradable y complicada. Aquel clérigo es un patriarca de Zaltec, dios de la guerra, de la noche, de la muerte, y de otras cuantas cosas más, pero en especial de la guerra. —Kachin hablaba deprisa, y sus palabras se convertían en pensamientos en la mente de Hal con idéntica rapidez.</p> <p>»Por todas las tierras de Maztica hay adoradores de Zaltec, y todos ellos buscan corazones para alimentar a su dios. Los sacerdotes arrancan muchísimos corazones, por lo general al amanecer o al ocaso.</p> <p>—¡Es pura barbarie! —exclamó Halloran, asqueado—. ¿Qué dios podría exigir algo semejante? ¿Qué clase de personas podrían obedecer una orden tan repugnante?</p> <p>—No hagáis juicios tan generales —lo urgió Kachin—. Si bien el credo de Zaltec está muy extendido, aquí en Payit hay muchos que siguen la llamada de Qotal.</p> <p>En aquel momento, para sorpresa de Kachin y Hal, Erix intervino en la discusión.</p> <p>—Qotal es la fuente de<i> pluma</i>, la magia que desató vuestras ligaduras —le explicó a Hal—. Un dios que disfruta con la vida y la belleza, no con la sangre.</p> <p>La muchacha se volvió hacia el clérigo y se embarcó en una larga explicación. La serpiente no tradujo sus palabras, pero Halloran supo que ella le narraba la muerte de Martine a manos del sacerdote fanático, y su posterior captura por los hombres de Daggrande.</p> <p>—¡Ya está bien! —gritó Hal, interrumpiéndola— Nos quedaremos aquí y escucharemos. Pero quiero aclarar unas cuantas cosas.</p> <p>—Sigue sin gustarme —protestó Daggrande, en voz baja. Sin embargo, no se movió del costado de su amigo.</p> <p><i>Recuerda, extranjero</i>, siseó la serpiente.<i> Podría haberte dejado morir en la pirámide. No tenías escapatoria</i>.</p> <p>Halloran frunció el rostro ante el poder y la amenaza insinuada en el mensaje. Por un momento, creyó que la serpiente se disponía a atacarlo. En aquel mismo momento, comprendió que el ser decía la verdad. La batalla de la pirámide estaba perdida. Pensó en los legionarios del destacamento de Daggrande; a estas horas ya habrían muerto todos. ¿Cuántas veces más a lo largo de este día tendría que contemplar la muerte de sus compañeros, sin poder hacer nada?</p> <p>—Os he dicho que soy Kachin —dijo el sacerdote. La serpiente tradujo sin apartar la mirada de Halloran—. Y ésta es Erixitl.</p> <p>Hal asintió, atento a los movimientos del ofidio. De pronto, el golpe de una ola de poder lo echó hacia atrás. Algo había golpeado su mente, algo que no era físico, si bien lo dejó aturdido.</p> <p><i>¡Habla!</i>, ordenó la serpiente.<i> ¿Es que los extranjeros no tenéis modales? ¡Decid vuestros nombres!</i></p> <p>Con un gran esfuerzo, Hal evitó una respuesta ofensiva.</p> <p>—Soy el capitán Halloran —dijo—. Mi compañero es el capitán Daggrande.</p> <p><i>Yo soy Chitikas Cuatl, devoto servidor de Qotal, y el que os acaba de salvar la vida</i><emphasis/>. La serpiente onduló a través de la habitación. Poco a poco se apagó el resplandor dorado que emanaba de su cuerpo hasta que la sala quedó a oscuras.</p> <p><i>¡Vosotros, los humanos, os quejáis de las cosas más ridículas! ¡No entendéis cosas que son obvias hasta para un niño!</i> La voz era un gruñido amenazador en sus mentes.</p> <p><i>El Mundo Verdadero está al borde del desastre. El mal amenaza a la vida por todas partes, desde todas las direcciones. ¡Y vos no hacéis más que presumir de vuestro poder y fiereza!</i></p> <p><i>Está en vuestra mano hacer cosas, actuar contra esta terrible amenaza. Vos, capitán Halloran, os enfrentáis a un dilema. No sois un hombre malvado, pero se os pedirá que cometáis muchas maldades</i>.</p> <p><i>Sólo tú, Erixitl, en otro tiempo de Palul, has tocado el espíritu de nuestro Estimado Padre</i>. La criatura dirigió su mirada a la muchacha, y los cuatro humanos pudieron sentir el cambio de su foco de atención, incluso en la absoluta oscuridad de la sala.<i> Pero incluso tú has sido renuente, sin mostrar la gratitud apropiada a alguien que debe tanto</i>.</p> <p>Así que os dejaré a todos para que meditéis en mis palabras. Sólo cuando el verdadero entendimiento os abrace, se podrá hacer realidad la voluntad del Plumífero.</p> <p><i>Sin embargo, por la buena voluntad que me has demostrado, aunque haya sido por unos instantes</i> —una vez más las palabras de la serpiente fueron para Erix—,<i> te haré un regalo: el regalo de saber</i>.</p> <p>Todos notaron un breve toque de poder, algo que se agitó en el aire de la sala, para después desaparecer.</p> <p>—¡Brujería! —exclamó Daggrande.</p> <p>—Tienes razón, enano —dijo Erix.</p> <p>Los tres hombres la miraron asombrados, porque las palabras habían sido pronunciadas claramente en la lengua común de Aguas Profundas y los Reinos.</p> <p>—¿Cómo es que puedes hablar el idioma de los extranjeros? —preguntó Kachin, atónito.</p> <p>—¡Es el regalo de<i> Chitikas Cuatl! —</i>contestó Erix, asombrada. Respondió en payit al clérigo, y después repitió las palabras en la otra lengua.</p> <p>—¿Dónde ha ido el Sinuoso? —preguntó Daggrande, el primero en advertir la desaparición de la serpiente.</p> <p>—Deberíais mostrar mayor respeto por<i> Chitikas —</i>lo reprendió la muchacha, sin alzar el tono. Después observó a Halloran con su mirada de franca curiosidad, que él encontraba inquietante.</p> <p>El joven le devolvió la mirada, mitad desafiante, mitad confuso. Aun en la oscuridad, podía ver sus ojos luminosos, que lo estudiaban con inteligencia y una pizca de reproche. Él ansiaba gritar su furia contra esa mujer salvaje y su compañero, quería maldecirlos por su dios obsceno. Pero no podía olvidar su acto de bondad, cuando ella había utilizado su colgante de plumas para librarlo de sus ataduras.</p> <p>—¿Por qué me liberaste? —preguntó Hal, lentamente. Sin darse cuenta había tuteado a la joven. Cogió la piel de serpiente de su cinturón y la sostuvo en alto—. No pudimos cortarla ni con nuestros mejores aceros.</p> <p>—No sé lo que es «acero», pero el... —Erix hizo una pausa y buscó la palabra en su nuevo idioma—, el<i> hishna</i>, la magia de las escamas, las garras y los colmillos, es opuesta a la<i> pluma</i>, la magia de las plumas y el aire. Te liberé porque mi collar de<i> pluma</i> me da poder sobre el<i> hishna</i>.</p> <p>»En realidad no sé por qué escogí este poder para ir en tu ayuda —añadió la muchacha—. Desde luego, sois los hombres más terribles que jamás he conocido. Y, en honor a la verdad, oléis como si no os hubieseis bañado en muchos días.</p> <p><i>»Chitikas</i> me dijo que debía ayudarte, pero yo no quería hacerlo. Fue sólo cuando los payitas atacaron que deseé darte una oportunidad de luchar por tu vida.</p> <p>—Muchas gracias —dijo Halloran, tan intrigado como la joven acerca de su decisión.</p> <p>Daggrande, que había ido hasta la abertura para observar el cielo, volvió a reunirse con ellos, interesado en cuestiones más prácticas.</p> <p>—¿Alguien sabe dónde estamos? —preguntó.</p> <p>Spirali se sentó sobre el altar con las piernas cruzadas. El corazón arrancado del pecho de Martine yacía a su lado, convertido en un objeto frío e inanimado. El Muy Anciano puso en marcha su magia, buscando en la noche el poder que le diría dónde se encontraba su enemigo.</p> <p>La aparición del<i> cuatl</i> había sorprendido y enfurecido a Spirali. No se tenían noticias de estas criaturas desde hacía más de doscientos años, y los jefes del Muy Anciano habían declarado su extinción. No se alegrarían cuando escucharan su informe al respecto.</p> <p>En cambio, se mostrarían complacidos con él, si les anunciaba que el ser había muerto, extinguido de una vez por todas. Ahora buscaba las profundas emanaciones de fuerza que le informarían del paradero del<i> cuatl</i>. Además, esta misma magia lo ayudaría a localizar a la muchacha, con lo cual si la serpiente escapaba de su persecución tampoco sería algo muy grave.</p> <p>El cuerpo de Spirali se puso tenso. ¡Ahora! Una fracción de segundo más tarde, había desaparecido.</p> <p>Su viaje a través del vacío sin tiempo que había sido la senda del<i> cuatl</i> fue instantáneo. Spirali apareció entre un montón de flores en un claro de la selva. Percibió la proximidad del alba, y esto aumentó su urgencia.</p> <p>Un agujero oscuro marcaba el portal de un<i> templo</i> cubierto de hiedras y lianas. Spirali cerró los ojos, pero las emanaciones concentradas del<i> cuatl</i> habían desaparecido. En cambio, escuchó voces que procedían del templo. Una era la de Erixitl.</p> <h2>* * *</h2> <p>—El acantilado está lleno de guerreros; al menos, un millar, y salen más de la selva a cada minuto —dijo Darién.</p> <p>El capitán general y el fraile no le preguntaren cómo había obtenido la información. Los dos sabían que la hechicera era capaz de convertirse en invisible, levitar, tomar la forma de un animal o un monstruo, y utilizar muchos más conocimientos mágicos. La eficacia de sus métodos no se ponían en duda, y los resultados eran siempre valiosos.</p> <p>—¡Debemos atacar a estos salvajes paganos ahora mismo! —gritó Domincus; sacudió el puño en alto, amenazando a un enemigo invisible en la oscuridad.</p> <p>—Estoy preparado para mandar el ataque —gruñó Alvarro, ansioso—. ¡Ensartaremos a los demonios en nuestras espadas! —El pelirrojo de dientes desiguales había secundado el grito de batalla del clérigo, y ahora juntos insistían en un ataque inmediato.</p> <p>—¡Silencio! —La orden de Cordell hizo callar a los dos hombres—. ¡Pensad en nuestra posición táctica! Nos encontramos al pie del acantilado. ¡Por Helm, si quisieran podrían emplear hasta piedras como armas! —La furia y la frustración se colaron en la voz del comandante—. ¡Tienen el dominio de la altura!</p> <p>—El acantilado parece ocupar sólo este trozo de la costa —comentó Darién—. Por el oeste, la tierra está casi a nivel del mar.</p> <p>Cordell enarcó las cejas, sin ocultar su satisfacción.</p> <p>—Esta noche has estado muy atareada, querida —dijo.</p> <p>—He buscado alguna señal de Daggrande o Halloran —añadió la maga, sin hacer caso del comentario—. Por desgracia, no he conseguido encontrar ninguna pista acerca del lugar donde pueda haberlos llevado el anillo luminoso.</p> <p>—Muy bien. Eran buenos legionarios, pero debemos suponer que han muerto.</p> <p>—¡Se oculta! —chilló el fraile—. El joven no quiere enfrentarse a mí. Pretende eludir la responsabilidad por su descuido criminal.</p> <p>Cordell suspiró suavemente, sin responder a las acusaciones de Domincus. «Ya tendremos tiempo para averiguar la verdad, si es que volvemos a ver a Hal», pensó.</p> <p>—Navegaremos a lo largo de la costa —anunció el comandante—, en busca de un lugar más adecuado para el desembarco. —Miró los ojos húmedos del fraile. La decisión del capitán general era como un fuego oscuro ardiendo en su pecho, cuando juró—: ¡Y allí, en campo abierto, la legión se enfrentará a los salvajes! Te prometo, amigo mío, que tu hija será vengada.</p> <h2>* * *</h2> <p>—Este es el Santuario Olvidado —explicó Kachin, mientras Erixitl traducía—. Nos encontramos al este de los campos de maíz, a la vista del Templo Florido de Ulatos.</p> <p>Erix se encargó de dar más detalles a los extranjeros.</p> <p>—Ulatos es la gran ciudad de los payitas, no muy lejos del lugar de vuestro desembarco. Los barcos se encuentran a unas dos horas de marcha hacia el este. —La traducción de las distancias y tiempo le resultaba sencilla. Comprendió que, en estas cosas, el lenguaje de los extranjeros era mucho más preciso que el propio. Al parecer, se trataba de gente a quien le gustaba medir las cosas.</p> <p>—¿Por qué aquel sacerdote mató a Martine? ¿Por qué la escogió a ella para el sacrificio? —El recuerdo del espantoso ritual se mantenía en la mente de Hal, como una pesadilla que se negaba a desaparecer.</p> <p>—El sacerdote estaba loco —respondió Erix—. Creía que la mujer era yo. —«Enloquecido por obra de<i> Chitikas»</i>, añadió para sí misma.</p> <p>—¿Quieres decir que esta guerra la inició un clérigo embrujado? —chilló Daggrande—. ¡Tendría que haberlo adivinado!</p> <p>En cambio, Halloran pensaba en la respuesta de la joven.</p> <p>—¿Por qué quería matarte? —preguntó.</p> <p>—No... lo sé. —La mirada en los ojos de Erix lo convenció de que ella decía la verdad.</p> <p>—Vamos, Erix —la urgió Kachin, en payit—. Debemos volver a Ulatos ahora mismo. Tenemos que abandonar a estos extranjeros.</p> <p>—¿Y qué me dices de los peligros de Ulatos? —Erix recordaba con toda claridad su secuestro en el templo.</p> <p>—Me ocuparé personalmente de tu seguridad. La santidad de los terrenos del Canciller del Silencio no volverá a ser violada.</p> <p>Erix se volvió hacia los dos legionarios.</p> <p>—Encontraréis la playa en cuanto salgamos de aquí. Vuestros amigos están al este. Kachin y yo volveremos a nuestra ciudad, hacia el oeste. —Se dirigió hacia el portal; entonces se detuvo y miró a Halloran—. Que vuestro viaje transcurra en paz.</p> <p>El joven volvió a mirar a la mujer. Parecía mucho mayor que Martine, e incluso que él mismo. Sospechaba que todavía no había cumplido los veinte años, pero se comportaba con una madurez y una gracia que lo fascinaban hasta el punto de imponerle respeto.</p> <p>Sin embargo, la imagen del rostro de Martine marcado por el terror volvió a surgir en su mente. ¡No había cumplido con su responsabilidad de defenderla! Había muerto, porque un sacerdote loco la había tomado por la mujer que ahora tenía ante él. Quizás esto debería haberle hecho sentir furia contra Erix; en cambio, sólo despertó aún más su curiosidad.</p> <p>—Espero que volvamos a encontrarnos —respondió él, con una reverencia.</p> <p>Halloran fue el primero en subir la escalera para salir del templo. La luz de la aurora se filtraba entre la vegetación, y alcanzó a ver la playa entre los árboles.</p> <p>Erix lo siguió, y después se detuvo para dirigirle una última mirada. Kachin, que iba detrás de ella, hizo una pausa en el portal.</p> <p>De pronto, apareció una expresión de alarma en el rostro del sacerdote. Sin perder un segundo, se abalanzó sobre Erix y la apartó de un empellón. La flecha negra dirigida hacia el corazón de la muchacha se hundió entre las costillas del hombre. Kachin soltó un grito de dolor, y cayó al suelo.</p> <p>Daggrande alzó su ballesta, y apuntó a la mancha oscura que creyó ver entre la espesura. La silueta se hizo a un lado para esquivar la saeta, pero el movimiento reveló su posición.</p> <p>Halloran se lanzó contra la figura, sable en mano, dispuesto a matar al agresor. A pesar de que había más luz, no conseguía ver a su adversario, sólo una sombra que se movía. Entonces, vio el destello del acero.</p> <p>Su sable chocó contra otra espada de metal. La hoja del rival era negra, pero el sonido correspondía al acero. Una y otra vez se encontraron las espadas, plata contra negro. En ocasiones, la violencia de los golpes provocaba una lluvia de chispas. Los luchadores tiraban y esquivaban entre los árboles, cortando ramas y hojas en sus ataques y defensas.</p> <p>Hal calculó que su oponente tenía el tamaño de un humano; quizás un poco más bajo, pero dotado de mucha fuerza. Observó que vestía de negro, incluidos los guantes, las botas y la máscara de seda. Sobre todo lo demás, le llamó la atención su increíble habilidad en el manejo de la espada.</p> <p>Con una furia salvaje y silenciosa, la figura oscura acortó distancias; uno de sus golpes rozó el rostro de Hal y otro estuvo a punto de abrirle el vientre. Entonces, el legionario consiguió apartarlo de un puntapié y lanzó un par de mandobles que fallaron el blanco por un pelo.</p> <p>El capitán atacó y paró con toda la destreza de que era capaz. Su rival daba la impresión de que flotaba al eludir sus golpes, para después devolverlos con una celeridad asombrosa.</p> <p>Daggrande acabó de montar la ballesta y apuntó, pero no disparó ante el riesgo de herir a su amigo. A pesar de que el cielo se había teñido de rosa, y de que se podían distinguir las flores y los insectos en la floresta, el misterioso atacante continuaba envuelto en un manto de sombras. Sus prendas, si es que lo eran, parecían rodearlo como una nube de humo, oscureciendo su cuerpo, aunque sin estorbar sus movimientos.</p> <p>El oponente volvió a acorralar a Halloran; sus estocadas eran más rápidas que nunca. El legionario paraba y retrocedía. Poco a poco fue consciente de que perdería la batalla. Le pesaba el brazo, y la fatiga debilitaba sus reflejos. Mientras tanto, el desconocido mantenía el ataque sin dar muestras de cansancio. La luz del amanecer alumbró el claro, y Halloran continuó su lucha por salvar la vida.</p> <p>De pronto, la silueta oscura se apartó para hundirse en la espesura. Su cuerpo se disipó como si fuese humo. Hal se lanzó tras él, descargando sablazos hacia el lugar donde lo suponía escondido.</p> <p>Pero sus golpes sólo hicieron blanco en las hojas. Con los primeros rayos de sol, Hal y sus compañeros «pudieron ver que el atacante había desaparecido.</p> <p>En el suelo, Kachin tosió y un hilillo de sangre asomó entre sus labios.</p> <h2>* * *</h2> <p>El amanecer alumbró las grandes alas que se desplegaban en el agua. En lo alto de la pirámide, Gultec, en compañía de Caxal, reverendo canciller de Ulatos, y Lok, jefe de los Guerreros Águilas, observaron el despliegue de las formas blancas como si fuesen los pétalos de una flor al recibir la luz del sol.</p> <p>El Caballero Jaguar sintió una terrible inquietud mientras miraba. Era extraño, pero echaba de menos la presencia de Kachin. El clérigo era el único, entre todos los hombres que conocía, capaz de ofrecer los consejos serenos y sensatos necesarios, en esta hora de grandes peligros.</p> <p>Gultec no se engañaba respecto a la amenaza que representaban los extranjeros. Casi doscientos de sus guerreros habían muerto durante los pocos minutos de combate junto a la pirámide, una pérdida sobrecogedora hasta para un combatiente veterano. En cambio, el enemigo sólo había tenido diez bajas.</p> <p>No tenía ninguna duda de que los demás extranjeros habrían acabado por sucumbir, de no haber sido por la aparición del<i> cuatl</i>. ¿Pero a qué precio?</p> <p>La sensación de que la amenaza era inminente se agudizó.</p> <p>—Debemos enviar a los guerreros de vuelta a la ciudad... ¡ahora! —comunicó a Caxal y a Lok.</p> <p>—¿A la ciudad? —preguntó Caxal, con una mirada de sospecha—. ¡El enemigo está aquí!</p> <p>—Creo que no tardará en volar. Observad cómo despliega las alas. El ejército de Ulatos está aquí, y la ciudad se encuentra indefensa.</p> <p>—¡No! —exclamó Caxal.</p> <p>Lok, el jefe águila, se dispuso a hablar pero mantuvo la boca cerrada al ver el enfado en el rostro del canciller. Caxal miró las grandes criaturas acuáticas —se resistía a creer que fuesen barcos— y trató de dominar el miedo que lo embargaba.</p> <p>Gultec se apartó del canciller, a punto de perder los estribos. En cualquier otra ocasión, se habría marchado; ahora, en cambio, la situación le parecía tan grave que las cuestiones de orgullo estaban fuera de lugar. Las alas blancas comenzaron a volar.</p> <p>—Mirad cómo las bestias atraviesan las olas —dijo Lok, señalando. Todos observaron cómo se formaban estelas detrás de los cascos a medida que los extranjeros hacían cabalgar sus criaturas marinas alrededor del arrecife. Seguían la costa con rumbo oeste, en dirección a Ulatos.</p> <p>Caxal miró el vuelo de los extranjeros, estupefacto. Era la primera vez que veía una muestra de su poder. El miedo le entumeció los miembros. De pronto, sacudió la cabeza.</p> <p>—Debemos correr de regreso a Ulatos —declaró, sin preocuparse de las miradas de desprecio de sus jefes militares—. ¡Debemos defender la ciudad contra los invasores!</p> <p><strong> <i> De la crónica de Coton</i></strong>:</p> <p></p> <epigraph> <p>Nuestro destino acaba de nacer.</p> <p>Los Águilas continúan informando a Naltecona. Él escucha alegre la noticia de su partida. Sonríe, se tranquiliza, y llama a sus sacerdotes y nobles.</p> <p>«¿Lo veis? Los extranjeros nos dejan. No son una amenaza, de ninguna manera la causa de diez años de portentos.» Se anima a sí mismo, pero a nadie más, con el entusiasmo de sus palabras.</p> <p>Entonces más Águilas vuelan al palacio de Nexal, y el reverendo canciller escucha que los extranjeros se acercan a Ulatos. Durante un tiempo, Naltecona desespera, y después la sonrisa de la comprensión le ilumina el rostro.</p> <p>Porque ahora comprende cosas que nadie más puede ver. «La locura los ha impulsado a ir a Ulatos, porque allí está el corazón de la tierra payita», comenta a su corte. «Los Jaguares y Águilas de Payit unirán sus fuerzas para destrozarlos», explica a los nobles.</p> <p>Y es verdad. Los guerreros de Payit se reúnen; muchos miles de hombres de la ciudad y los pueblos vecinos. Más guerreros llegan a diario desde las profundidades de la selva payita, regiones misteriosas desconocidas incluso para los nexalas.</p> <p>Pero sólo Naltecona cree que ellos pueden solucionar su dilema.</p> </epigraph> <title style="page-break-before:always;text-indent: 0px;"> <p style="line-height:400%">14</p> </h3> <h1>La laguna de Ulatos</h1> <p style="margin-top: 5%">La respiración del clérigo de Qotal era un silbido ahogado y cada vez más breve, a medida que sus pulmones se llenaban poco a poco de sangre. Erixitl lloraba suavemente a su lado, con las manos de Kachin entre las suyas. El hombre se había resistido a que ella atendiera su herida, moviendo la cabeza para indicarle que conocía su destino De pronto, el clérigo se había convertido en alguien muy importante para Erix, y pensar en su desaparición la asustaba.</p> <p>Halloran se mantenía apartado, sin saber qué hacer, mientras Daggrande buscaba inútilmente algún indicio acerca de la naturaleza del misterioso atacante, o sus huellas.</p> <p>El joven observó que el santuario era de cúpula circular, edificado en el bosque. La vegetación lo cubría casi por entero, y se encontraba muy cerca de la playa. Pensó en la distancia que podía haber hasta el fondeadero de la flota. Se negó a considerar la posibilidad de que la legión se hiciera a la mar. No podía imaginar peor destino que verse abandonado en este lugar, y no volver a reunirse jamás con gente de su propio mundo.</p> <p>Erix gimió abrazada a Kachin cuando el clérigo soltó su último suspiro. Halloran miró en otra dirección, sorprendido de que la muerte del hombre lo entristeciera y enfadara a la vez.</p> <p>El ataque había sido cobarde, y el sacerdote había entregado su vida para salvar a la doncella, lo que constituía una clara muestra de los méritos relativos del atacante y la víctima. Además, Kachin había actuado como un hombre decente y razonable.</p> <p>En realidad, pensó Halloran, Kachin le había parecido casi civilizado. El también se había mostrado incómodo ante esta extraña muchacha que había aprendido su idioma por arte de magia, y que lo había contemplado con sus ojos luminosos.</p> <p>—Bueno, no hay ningún rastro de aquella cosa, persona o lo que sea —le informó Daggrande—. Ahora, debemos volver con la flota.</p> <p>—¡Espera! —De pronto, Halloran no tuvo ganas de marcharse. Se volvió hacia la joven—. Lamento la muerte de tu amigo.</p> <p>Una vez más, ella lo inquietó, esta vez con el profundo dolor que se reflejaba en su rostro. Erix lo contempló con una inocencia herida que acabó por hacerlo desviar la mirada.</p> <p>—Por favor, ¿me ayudarás a enterrarlo? —preguntó la muchacha, con suavidad.</p> <p>—¡Tenemos que irnos! —protestó Daggrande—. ¡Quizá Cordell ya ha dado la orden de zarpar!</p> <p>Halloran suspiró, y miró a su viejo amigo.</p> <p>—Ve tú primero. Yo la ayudaré. Me reuniré contigo lo antes posible.</p> <p>El enano lo miró incrédulo por un momento, pero no hizo ningún gesto de marcharse.</p> <p>—Jamás pensé que tendrías tan poco seso. Me quedaré a echarte una mano; acabaremos antes. Después —su voz se convirtió en un gruñido amenazador— nos iremos.</p> <p>Erixitl escogió un lugar junto al santuario de Qotal, el dios al que Kachin había servido durante toda su vida adulta. La franja boscosa que se extendía a lo largo de la costa tenía muchas piedras, porque la playa era más rocosa que delante de los Rostros Gemelos. Los tres ayudaron a cargar piedras hasta el lugar del sepulcro y, a continuación, construyeron un túmulo sobre el cuerpo del clérigo.</p> <p>La muchacha trabajó a la par de los hombres, sin hacer caso de las preguntas que se amontonaban en su mente. «¿Adonde iré? ¿Qué debo hacer?» Por fin, cuando acabaron, pensó en las posibles respuestas.</p> <p>Por un lado, deseaba volver a su casa natal, a Palul, poder ver Nexal, la gran ciudad que jamás había visto. No conocía a nadie en Ulatos —ni tampoco en todo Payit—, y la habían traído aquí como esclava. Erix no se engañaba; Kachin la había llamado sacerdotisa, si bien ella no tenía la preparación ni los antecedentes necesarios para tan alto cometido.</p> <p>Pero, si no era una sacerdotisa, tampoco era ya una esclava. Temía a las fuerzas de Zaltec, porque la habían atacado en más de una ocasión; sin embargo, los hechos más importantes se habían puesto en marcha con la llegada de los extranjeros. Y las fuerzas que la amenazaban en cualquier lugar del Mundo Verdadero quizá podrían perseguirla con mayor salvajismo si se acercaba a su gran templo de Nexal.</p> <p>Además, estaba el tema del regalo que le había hecho<i> Chitikas</i>. Desde luego, era la única en toda Maztica que podía comunicarse con los extranjeros. Por cierto, formaban una pandilla bastante horrible. Las perspectivas de paz entre la gente de Halloran y la suya parecían muy difíciles, máxime después de la refriega en la pirámide. En el fondo de su corazón, surgió el temor de que la guerra fuera inevitable.</p> <p>¿Podría ser su destino, el destino que había mencionado<i> Chitikas</i>, evitar el conflicto? Dudaba que esto fuese posible, pero al mismo tiempo se sentía obligada a hacer algo.</p> <p>Volvería a Ulatos. Si los extranjeros navegaban costa arriba, sería la primera ciudad que encontrarían. Intentaría llegar primero y ofrecer sus conocimientos para actuar de intérprete. Así podría hacer todo lo posible para evitar la guerra.</p> <p>—Ahora yo, quiero decir nosotros, debemos irnos. —El hombre llamado capitán Halloran la miraba con una expresión un tanto triste. Una vez más, ella le devolvió la mirada. Por cierto que ya no le parecía tan horrible como al principio. Sus claros ojos de pescado todavía la inquietaban, y él, como todos los otros extranjeros, parecían rodeados por un olor desagradable. Debía de ser muy difícil bañarse en sus grandes casas volantes. Sin duda, ahora que habían desembarcado volverían a los hábitos higiénicos normales.</p> <p>Observó su sonrisa sincera, su cuerpo alto, fuerte y esbelto. Era el guerrero más imponente que había visto jamás. En realidad, Erix nunca se había sentido atraída por la gente de armas, pero nunca antes un guerrero le había salvado la vida. Además, cada uno de sus actos tenía un toque de honor y dignidad.</p> <p>—Te enseñaré el camino de vuelta a los Rostros Gemelos —dijo la joven. El trío salió de la espesura para caminar por la playa de piedras, y Erix señaló hacia la derecha—. Allí, quizás a un par de horas de camino.</p> <p>—¿Adónde irás tú? —preguntó Hal, con la mirada puesta en el panorama salvaje que tenía ante él.</p> <p>—Viajaré hacia allá. —Erix apuntó a la izquierda—. A la ciudad de Ulatos, corazón de las tierras payitas. —No hizo ninguna mención de sus temores de guerra, o de su voluntad de intervenir para evitar el conflicto.</p> <p>—Te deseo un buen viaje —dijo el joven, con una reverencia—. Tal vez volvamos a encontrarnos.</p> <p>—¡Creo que sí! —respondió ella, con una mirada de picardía.</p> <p>Él no comprendió la intención de sus palabras, y Erix señaló algo a sus espaldas. Daggrande soltó un gemido cuando miraron hacia el mar, y a Halloran se le hizo un nudo en la garganta. Sus temores se habían convertido en realidad. ¡Estaba varado en una playa alejada del resto del mundo!</p> <p>Quince velas destacaban sobre el horizonte. La legión navegaba a lo largo de la costa, en dirección a ellos. Pero las naves estaban demasiado lejos de la playa como para avistar cualquier señal de la pareja.</p> <h2>* * *</h2> <p>El viento constante empujó a la flota mar adentro, lejos de cualquier bajío que pudiera haber en la zona de los Rostros Gemelos. Después de haber salido sin problemas de la laguna, cambió el viento, y las carabelas y carracas navegaron a la vista de la nueva costa, que mostraba una vegetación exuberante.</p> <p>Cordell observó que la selva llegaba casi hasta el borde del mar, y adivinó que navegaban por el delta de un río. Su suposición fue confirmada por la presencia de docenas de canoas que se movían entre los diferentes brazos, y fue consciente de que los nativos los vigilaban mientras avanzaban hacia el oeste.</p> <p>—Son una gente curiosa —le comentó el capitán general a Darién. La pareja permanecía a solas en la cubierta del castillo de popa del<i> Halcón</i>. La mujer elfa se cubría la cabeza con la capucha bien cerrada para proteger su piel del sol ardiente—. En muchos aspectos son salvajes; sin embargo, muestran una gran organización y mucha energía.</p> <p>—Sospecho que la idea de nuestro fraile de que carecen de dioses es errónea —dijo Darién.</p> <p>—Ya sea que estén guiados por dioses o hechiceros, o ambos, lamentarán su ataque contra mis hombres —juró Cordell.</p> <p>Después del delta, surgió una cadena de colinas del valle fluvial. Al abrigo de estas colinas, casi como si la tierra extendiera un brazo protector, la Legión Dorada encontró un fondeadero. La costa a lo largo de la bahía era suave y verde, con numerosas aldeas y pequeños templos dispersos entre los campos.</p> <p>Las barcas nativas mantuvieron una vigilancia constante mientras las carabelas echaban el ancla. Se arriaron las chalupas; algunas fueron hasta la playa, y otras sondaron la bahía. Los informes no tardaron en llegar a la nave capitana. El fondeadero era profundo, y la playa, adecuada para el desembarco de hombres y animales.</p> <p>El fraile subió a cubierta en el momento en que Cordell daba la orden de acercar los barcos a tierra. El hombre no había dejado de lamentar a viva voz la muerte de su hija, pero ahora su rostro mostraba una expresión muy seria y decidida.</p> <p>—Helm, en su misericordia, me ha enviado una señal —dijo sin preámbulos en cuanto estuvo junto a Cordell.</p> <p>—Evidentemente —respondió el comandante, sin comprometerse.</p> <p>—Necesitas un jefe para los lanceros, dado que Halloran ha desaparecido —afirmó el fraile.</p> <p>—Sí..., he estudiado el asunto.</p> <p>Domincus movió la cabeza como si no estuviese de acuerdo con las palabras de Cordell.</p> <p>—Helm me ha mostrado claramente su deseo de que el capitán Alvarro asuma el mando.</p> <p>El capitán general intentó reprimir una mueca de disgusto. A menudo, el fraile empleaba las «visiones de Helm» para presionarlo a tomar decisiones con las que no estaba del todo de acuerdo. Desde luego, el comandante debía tomar en cuenta las opiniones y sugerencias de su consejero espiritual, y Domincus se aprovechaba de esto con demasiada frecuencia.</p> <p>—Yo había pensado en alguien un poco mayor, más fogueado. Alvarro es algunas veces... impetuoso... —Cordell no pudo acabar la frase.</p> <p>—¡Tiene que ser Alvarro! ¡Lo he visto! —lo interrumpió el fraile, casi a gritos.</p> <p>Cordell no quería enfrentarse a su viejo camarada en este momento de su duelo, ni podía arriesgarse al mal ejemplo que una discusión pública podía tener en la moral de los legionarios. Tenía a Alvarro por un jinete atrevido y valiente, aunque sin mucho seso. Además, gozaba de ser la mejor espada del cuerpo. Por fin, el general decidió dejar de lado sus objeciones.</p> <p>—De acuerdo. El capitán Alvarro tendrá el mando de los lanceros.</p> <h2>* * *</h2> <p>—Han reunido sus casas voladoras en la laguna —explicó Gultec. Respiraba agitado, porque acababa de volver a Ulatos de una rápida misión de reconocimiento.</p> <p>—¡Excelente! —afirmó Caxal, radiante. El canciller parecía disfrutar cada vez más con la perspectiva de una batalla contra los invasores, hasta un punto que Gultec consideraba temerario.</p> <p>»Llevarás a los guerreros hasta la llanura y los esperarás en la playa. Deja que desembarquen antes de atacarlos —le ordenó Caxal.</p> <p>—Quizá, señor canciller, tendríamos que ocultar parte de nuestras fuerzas entre los árboles del delta —sugirió Gultec—. Recuerdo demasiado bien la capacidad de combate de estos guerreros. Haríamos bien en mantener parte de las tropas en reserva, por si surge la ocasión de un ataque sorpresa.</p> <p>Caxal le dirigió una mirada torva, cargada de sospechas, y al Caballero Jaguar le hirvió la sangre.</p> <p>—¿Tienes miedo de estos guerreros, Gultec? —La voz del canciller era suave, con un tono de consideración poco habitual, pero la pregunta representaba un insulto mortal para un comandante de la talla de Gultec.</p> <p>Una vez más, sintió el impulso de dar media vuelta y dejar plantado al canciller. Sin embargo, consciente del destino de su pueblo y de la importancia histórica del momento, contuvo su ira.</p> <p>—Yo mismo dirigiré a los soldados en el campo de batalla —afirmó Gultec, tajante—. Haremos frente al invasor en la playa.</p> <h2>* * *</h2> <p>El fraile rabiaba en su camarote, mientras la flota se mecía en el fondeadero. Su furia lo había hecho abandonar a su esclava en la costa de los Rostros Gemelos. La intervención de Cordell le había impedido matarla, al señalar que la venganza de Helm debía ir dirigida contra los responsables del crimen, y no cebarse en víctimas inocentes.</p> <p>Ahora Cordell y Alvarro permanecían en la cubierta superior del<i> Halcón</i>, con la mirada puesta en la llanura vecina al delta. La selva había sido reemplazada por los campos verdes de una planta alta y delgada, a la que los isleños llamaban «maíz».</p> <p>—Sí, capitán general, lo comprendo. ¡Sabré cumplir con mi tarea! —Alvarro sonrió feliz, dejando ver sus dientes como lápidas dispersas en un cementerio. La luz del sol arrancaba destellos de fuego en su cabellera pelirroja—. Si me lo permitís, diré que no lamentaréis vuestra decisión. Aquel joven, Halloran, era demasiado novato para...</p> <p>—¡Basta! —exclamó Cordell—. Regrese a su barco. ¡Prepárese para desembarcar a los caballos al anochecer!</p> <p>—¡Sí, señor! —Alvarro no ocultó su deleite mientras se retiraba. Echó una ojeada a la costa, a poco más de un kilómetro de distancia.<i> ¿Era posible que Halloran estuviese aún con vida?</i> Soltó un eructo, y se olvidó del tema.</p> <p>Darién se unió a Cordell en el momento en que Alvarro abordaba la chalupa amurada al<i> Halcón</i>.</p> <p>—Mira la lengua de tierra que nos rodea —dijo el comandante—. ¡Creo que hemos encontrado un fondeadero espléndido! —Los sondeos habían confirmado que había profundidad más que suficiente hasta bien cerca de la costa.</p> <p>»Mira allá. —El general apuntó hacia tierra—. Aquello que sobresale por encima de los árboles son estructuras levantadas por la mano del hombre.</p> <p>Desde donde estaban podían ver las pirámides de Ulatos. La vegetación de los islotes del delta ocultaban la ciudad, pero a poco más de un kilómetro hacia el oeste comenzaba una gran planicie de hierba y maíz.</p> <p>—El fraile no tendrá queja —comentó Darién, con una sonrisa astuta.</p> <p>—Desde luego que no —respondió Cordell, sin hacerle mucho caso—. ¡Excelente! Podremos desembarcar a toda la legión. Los salvajes recibirán su castigo por haber atacado a la Legión Dorada.</p> <p>—Que la guerra comience —susurró Darién, tan suavemente que ni siquiera su amante la escuchó.</p> <h2>* * *</h2> <p>Spirali descansó en el interior del templo de Qotal. No le parecía extraño haber buscado refugio en un santuario dedicado a un rival de Zaltec; en realidad, no estaba con ánimos para preocuparse por tonterías.</p> <p>La lucha contra el soldado lo había agotado, si bien sólo había abandonado el duelo debido a la salida del sol. No obstante, dudaba que hubiese podido salir airoso.</p> <p>Estos invasores eran de una raza muy diferente de los nativos de Maztica. Desde luego, él, como el resto de los Muy Ancianos, conocía la existencia de las tierras al otro lado del mar, regiones que sus habitantes denominaban con nombres tan exóticos como «los Reinos Olvidados» o «la Costa de la Espada».</p> <p>Durante muchos años, los Muy Ancianos se habían ocupado de la tarea de preparar a Maztica para la llegada de estos extranjeros, prepararla para que Zaltec estuviese bien alimentado y ellos volvieran a recuperar su poder.</p> <p>Spirali estudió su situación objetivamente, aunque apenas contuvo una maldición al recordar que su flecha no había acertado a la muchacha; la muerte del clérigo corpulento no era consuelo suficiente.</p> <p>Ahora la terrible luz del sol brillaba en el mundo exterior. Hasta la suave penumbra que se veía en el hueco de la escalera le quemaba los ojos y lo obligaba a apartar la mirada.</p> <p>No podía hacer otra cosa que esperar la llegada de la noche.</p> <h2>* * *</h2> <p>Las velas blancas se habían mantenido a la vista durante varias horas mientras Halloran y Daggrande, guiados por Erixitl, avanzaban a lo largo de la playa, en dirección al oeste. Por fin, la flota los había adelantado siempre con el mismo rumbo y sin acercarse para nada a la costa.</p> <p>Por fortuna, el terreno era despejado y podían avanzar a buen paso. A lo largo del camino encontraron diversos grupos de pescadores. En cuanto los nativos echaban un vistazo a la coraza de acero y los rubios cabellos de Halloran, o al rostro barbudo e irascible del enano, se apresuraban a buscar refugio en la selva, o a hacerse a la mar en sus canoas.</p> <p>—Ojalá pudiera echarle mano a uno de sus botes —exclamó Hal, con la mirada puesta en otro trío de pescadores que remaban con desesperación para cruzar las rompientes y alejarse de la playa.</p> <p>—Quizá podamos conseguir alguno cuando lleguemos al delta —dijo Erix—. Puedo guiarte hasta allí antes de dirigirme a Ulatos.</p> <p>Horas después, vieron cómo las velas se movían hacia tierra. Halloran se entusiasmó ante la posibilidad de que la flota fondeara, y tener así la oportunidad de reunirse con sus compañeros. Al mismo tiempo, intentó "no pensar en su derrota y en la muerte de Martine. Su Vergüenza le pareció mayor al comprender que había disfrutado de la compañía de Erix, sin dedicar ni un recuerdo a la hija del fraile.<i> ¿Qué clase de hombre Soy?</i>, se reprochó a sí mismo.</p> <p>—Allá está el delta, donde los barcos van ahora —explicó la muchacha. Kachin le había enseñado muchas cosas de Ulatos, incluida su geografía, con mapas dibujados en el suelo—. Sé que hay muchas canoas de comerciantes, pescadores o recolectores de flores que trabajan entre los cultivos de mangos.</p> <p>La zona costera era más abierta, y Daggrande se adelantó a la pareja. Halloran vio los grandes campos cultivados con el cereal que habían probado en cada una de las islas.</p> <p>—Por lo que veo, aquí también tenéis la planta del maíz —comentó mientras pasaban por un campo exuberante, separado de la playa por una hilera de palmeras, y un canal estrecho muy recto.</p> <p>—¿Qué lugar hay en el mundo que pueda vivir sin maíz? —preguntó Erix, asombrada—. Es el alimento enviado por los dioses, traído por el propio Qotal antes de perder el combate contra su hijo Zaltec y ser expulsado de Maztica.</p> <p>—Nosotros hemos crecido sin conocer el maíz hasta hace unas pocas semanas —dijo Hal, con una sonrisa—. Es una planta maravillosa, pero sólo conocida en... ¿Maztica? —Pronunció el nombre con dificultad, y la joven soltó una risa tímida.</p> <p>—Maztica —repitió Erix, para enseñarle la pronunciación correcta—. Significa «el Mundo Verdadero». Pero quizás el mundo es mucho más grande de lo que imaginamos. Dime, ¿de dónde vienes? ¿Hay muchos humanos allí?</p> <p>La muchacha se había convencido de que los extranjeros eran hombres y no dioses. Hombres complejos e interesantes, pero tan mortales como ella y su gente.</p> <p>—Es un lugar llamado los Reinos Olvidados, de unas tierras junto a la Costa de la Espada. Mi general es un gran hombre; se llama Cordell, y ha traído su legión hasta aquí a la búsqueda... —No acabó la frase. De pronto su misión, el saqueo del oro de estas gentes y la conquista de sus tierras, le pareció carente de toda justificación.</p> <p>Todo había sido sencillo mientras los habitantes de estos nuevos territorios habían sido unos salvajes anónimos. El propósito de la legión le había parecido aún más justo cuando los nativos lo habían atacado por sorpresa, y sacrificado a Martine.</p> <p>Sin embargo, ahora había tenido ocasión de ver también el coraje y la bondad de estas gentes. Ningún legionario había tenido una muerte más honrosa que la de Kachin, al detener la flecha destinada a Erix. Y la joven se había mostrado sabia y serena, ante situaciones que a muchas otras habrían desbordado.</p> <p>Pensar de esta manera, se recordó a sí mismo bruscamente, era desleal, quizás incluso una traición. Borró esos pensamientos de su mente, y se centró en el brutal asesinato de Martine, en la escalofriante crueldad del sacerdote. Loco o no, había muchos otros dispuestos a aceptar sus órdenes de buen grado; por lo tanto, cabía pensar que no estaba solo en su locura.</p> <p>Pese a ello, Halloran tenía la seguridad de que estas gentes no eran tan bárbaras e ignorantes como creían el fraile Domincus y tal vez el propio Cordell. Éste era un tema complejo, y a él le desagradaban los asuntos complicados. Sin darse cuenta, frunció el entrecejo, para después sonreír al ver aparecer en el rostro de Erix un gesto de preocupación.</p> <p>—Pensaba en otras cosas —se disculpó.</p> <p>Vio que se aproximaban a una zona con una vegetación muy espesa que se adentraba muy lejos en el mar. Se podían ver espejos de agua entre los árboles, que Erix llamó manglares.</p> <p>—Observa cómo se entrelazan sus ramas —dijo la joven—. El manglar crea sus propias islas mientras crece. Éste es el delta de Ulatos. Dicen que crecen sin cesar, que las islas ganan terreno al mar cada día que pasa. —¡Tenemos que conseguir una canoa! —exclamó Halloran, asaltado por una súbita ansiedad por volver a la flota.</p> <p>Ella lo miró sorprendida por su brusca e inesperada solicitud; después, encogió los hombros y continuó la marcha.</p> <p>Un pequeño muelle marcaba el borde del delta —a Halloran le pareció un pantano—, y allí encontraron varios botes abandonados por los nativos en su huida. Escogieron uno hecho de un solo tronco vaciado a fuego y golpes de formón.</p> <p>—Aquí debemos separarnos —dijo Erix suavemente, molesta y un poco asustada por el nerviosismo del hombre—. Que tengas un buen viaje hasta tu gran canoa, tu «barco».</p> <p>Daggrande se instaló en el bote, mientras Halloran se despedía. De pronto, el joven no supo qué decir. La nativa lo inquietaba de una manera como nunca le había ocurrido con Martine. Además, le remordía la conciencia saber que la misión de los legionarios acabaría por convertirlos en enemigos.</p> <p>—Gracias por todo lo que has hecho por nosotros —tartamudeó—. Espero que volvamos a encontrarnos. Hasta entonces, que el destino te sea favorable. —Hizo una torpe reverencia, y se acomodó a popa. El enano le alcanzó un remo, y en cuestión de minutos la embarcación desapareció entre los manglares, rumbo a mar abierto.</p> <p>Erix contempló su marcha, intentando superar la tristeza que invadía su corazón. No olvidaría jamás al pálido y alto soldado, tan valiente y arrojado. Si sus compañeros eran como él, los invasores representaban una fuerza temible, quizá con el mismo poder que la propia Nexal.</p> <p>Se estremeció. Sus pensamientos habían incluido por un segundo a la ciudad de Nexal y a los extranjeros, y en su mente había aparecido la visión de una Nexal en ruinas, sus lagos cubiertos por grandes columnas de humo. En su imaginación, los extranjeros lo dominaban todo.</p> <h2>* * *</h2> <p>—No desembarquen los caballos hasta que sea de noche —ordenó el capitán general—. No hemos visto ninguna señal de que utilicen animales de montar. Quizá resulten una sorpresa muy desagradable para el enemigo cuando los vean mañana.</p> <p>Sus capitanes permanecían formados ante él en la cubierta del<i> Halcón</i>, mientras les comunicaba las últimas instrucciones. Cordell había dispuesto que la legión desembarcaría antes del anochecer, y que acamparía en la playa, sin ocultarse de la vista del ejército nativo.</p> <p>Una vez más, el capitán general volvió su mirada a la planicie junto al delta, donde miles de guerreros, reunidos alrededor de muchas docenas de banderines multicolores, estandartes y abanicos, los esperaban. Permanecían a casi un par de kilómetros de la playa, una distancia que sus legionarios podían recorrer sin dificultad.</p> <p>Mas allá de la llanura, se elevaban los grandes edificios blancos de la ciudad. El más curioso era la gran pirámide, con sus jardines dispuestos en terrazas en cada uno de sus lados. En lo alto de la pirámide, el chorro de una fuente de agua reflejaba los colores del sol poniente.</p> <p>—General, ¿por qué no permanecemos a bordo esta noche, y desembarcamos la legión por la mañana? ¡Nos exponemos a ser víctimas de un terrible ataque nocturno! —La pregunta la formuló Garrant, el capitán al mando de la infantería. Su objeción daba voz al pensamiento de muchos hombres de la tropa.</p> <p>—¡Desembarcaremos esta noche, precisamente para demostrar que no tenemos miedo! —contestó Cordell, enérgico. Sin embargo, era obvio que le había complacido la pregunta. En un tono más suave, añadió—: Sé, capitán Garrant, que sus hombres soportarían el peso del ataque si por azar llegase a ocurrir. Apuesto a que no habrá ningún ataque, y me permito correr el riesgo porque confío en que su compañía será capaz de defender a la legión si me equivoco.</p> <p>Satisfecho con el cumplido, el capitán manifestó con un<i> </i>cabeceo su comprensión del plan.</p> <p>—Mi señor general... —llamó una voz plañidera. Cordell se volvió, rechinando los dientes, para mirar al contable con cara de comadreja, Kardann.</p> <p>—¿Sí?</p> <p>—¡El tesoro, mi señor! Os ruego que penséis en los tesoros que ya hemos conseguido. ¡Cargamos con la pequeña fortuna en pepitas de oro y joyas que nos dieron los isleños! —Kardann acompañó su protesta con continuos movimientos de cabeza, y frecuentes miradas hacia la playa.</p> <p>»¿No sería una medida de prudencia llevar el tesoro mar adentro? —preguntó, nervioso—. ¿No creéis que sería mejor alejarnos de la playa, donde los salvajes podrían asaltarnos con sus canoas y apoderarse de nuestro oro?</p> <p>Cordell miró atónito al contable.</p> <p>—¡Es una insolencia pensar que puedan ser capaces de apoderarse por la fuerza de uno solo de nuestros barcos! —exclamó—. ¡No puedo tolerar que se digan estas cosas! —Al capitán general le preocupó el hecho de que las palabras del contable fuesen un motivo de distracción, en un momento en que necesitaba concentrar la atención de sus hombres en la batalla.</p> <p>Cordell se giró hacia el puente de popa; después cambió de opinión. En circunstancias normales, le habría pedido al fraile la bendición de Helm para sus tropas, pero Domincus no hacía otra cosa que murmurar y pasearse de arriba abajo, con la mirada puesta en la costa. El comandante tenía miedo de que su arenga fuese poco apropiada. «¡Domínate, hombre! —pensó—. ¡Te necesito! ¡La legión te necesita!»</p> <p>—¡Son los desertores en persona! —chilló Domincus, señalando una pequeña embarcación que se acercaba a la nave insignia.</p> <p>Cordell y los capitanes se asomaron por la borda, y vieron una canoa que salía de uno de los canales del delta. Halloran y Daggrande eran los únicos tripulantes.</p> <p>—Fray Domincus, tenemos que hablar —dijo Cordell, en voz baja.</p> <p>A pesar de la suavidad del tono, su voz tenía la fuerza del acero. Los capitanes se movieron inquietos a sus espaldas, y el general comprendió que debía maniobrar con cuidado, entre el deseo de venganza del clérigo y las necesidades prácticas de sus hombres.</p> <p>El fraile dirigió una mirada de sospecha al comandante, pero se cuidó de no montar un escándalo delante de los legionarios.</p> <p>—¡Espero que no se os ocurra darles la bienvenida! —siseó, incrédulo—. El joven es culpable de una negligencia criminal al haber permitido el asesinato de mi hija. ¡Y ambos desertaron de nuestros soldados delante del ataque enemigo! —La ira dio a su voz un tono agudo.</p> <p>«No puedo provocarlo ahora —pensó Cordell—. Mañana lo necesito.»</p> <p>—La muerte de vuestra hija es una gran tragedia, amigo mío. Desde luego, ella había sido confiada a la custodia del joven Halloran. Por lo tanto, esto cuenta en su contra. No obstante, es un lancero hábil, un gran jinete y un soldado muy valiente. En cuanto a Daggrande, es mi mejor capitán. ¡No podéis pedir que os entregue a los dos en víspera de una batalla!</p> <p>—¡Pero si está la declaración de los guardias! Desaparecieron durante...</p> <p>—¡Fueron arrebatados por arte de magia! ¡Vuestra ira no os puede cegar hasta el punto de no reconocerlo! —El fraile le dio la espalda, malhumorado—. Os entregaré a Halloran, encadenado. Después de la batalla, le impondréis el castigo que consideréis justo. Pero Daggrande quedará libre de todo cargo, sin ninguna sanción de vuestra parte. Tampoco tildaréis a estos hombres de cobardes, en mi presencia o delante de cualquier miembro de la legión. ¿Ha quedado claro?</p> <p>«¡Obedece! —El capitán general enfocó su voluntad y su capacidad de mando en el clérigo—. Te necesitamos, fraile. Pero también necesitamos a Daggrande.»</p> <p>—De acuerdo —gruñó Domincus—. Quiero ver a Halloran con grilletes y encerrado bajo cubierta. No les diré nada a los hombres. No necesito castigar al enano.</p> <p>—Bien —asintió Cordell, aunque enfadado porque la venganza de su lugarteniente le costaría la pérdida de un buen oficial—. Ahora vamos a ocuparnos de su llegada.</p> <p>El fraile se unió a los capitanes, y Cordell llamó a su camarero. El mozo escuchó con atención, mientras su comandante le explicaba los arreglos necesarios para improvisar una celda en la bodega.</p> <p>El estandarte del águila dorada ondeaba orgulloso al tope del palo mayor del<i> Halcón</i>. Al aproximarse al navío, Halloran sintió que lo embargaba la emoción. Las lágrimas corrieron por sus mejillas, y saludó a la bandera cuando la canoa llegó al costado del<i> Halcón</i>. Hizo un esfuerzo por dominar también la vergüenza. La tragedia de la pérdida de Martine era como una losa en su pecho. No sabía qué le esperaba en cubierta.</p> <p>La carraca apenas si se movía en las aguas tranquilas de la laguna, y no tuvieron ninguna dificultad para trepar por las escalas de cuerda que les arrojaron desde las amuras.</p> <p>Halloran se quedó atónito en cuanto pisó la cubierta. Sin decir palabra, cuatro fornidos sargentos lo sujetaron y le colocaron grilletes en las muñecas y los tobillos.</p> <p>El joven se mordió la lengua. Vio la figura airada del fraile Domincus detrás de los guardias, y sospechó la explicación. «Quizá no me merezca otro trato», pensó.</p> <p>—¡Eh, qué pasa aquí! —gritó Daggrande, dispuesto a defender a su amigo. El capitán general se acercó a él, con una mano levantada para pedir calma.</p> <p>El enano miró desconcertado a su comandante. Las palabras de Cordell estremecieron a Halloran con una fuerza superior al más terrible de los golpes.</p> <p>—Capitán Halloran, se lo acusa de deserción delante del enemigo. Tendrá la oportunidad de hablar en su propia defensa después de que se resuelvan los asuntos de mañana. Hasta entonces, permanecerá confinado en el calabozo bajo cubierta del<i> Halcón</i>.</p> <p>Cordell no apartó su mirada de los ojos de Halloran, y el joven buscó en ella algún mensaje oculto, un destello que le dijese que su general no lo consideraba un cobarde, como alguien capaz de huir de una batalla. El respeto de aquel hombre significaba para Halloran más que cualquier otra cosa en el mundo. En cambio, sólo vio la dureza y el poderío de su comandante.</p> <p>—¡Su espada, señor! —La orden de Cordell sonó como un ladrido.</p> <p>Aturdido, el joven capitán desenganchó su sable y, sin poder dar crédito a lo que sucedía, se lo entregó al general. Cordell dejó el arma y se volvió hacia los legionarios reunidos en cubierta.</p> <p>—El mando de las compañías de lanceros es transferido al capitán Alvarro. La orden entra en vigor ahora mismo.</p> <p>Halloran escuchó la última ofensa —la transferencia de su unidad a las asquerosas manos de su rival sin escrúpulos— mientras bajaba por la escotilla hacia su calabozo.</p> <title style="page-break-before:always;text-indent: 0px;"> <p style="line-height:400%">15</p> </h3> <h1>Prisionero</h1> <p style="margin-top: 5%">El desierto se extendía en todas direcciones, desolado, seco y abrasador. Allí donde una vez Poshtli había contemplado miles de colores maravillosos, tonos dorados, rojos y ocres en un millón de variedades de luz y sombra, ahora sólo veía vacío, esterilidad y muerte.</p> <p>Su cantimplora llevaba yacía varios días. Conocedor del desierto, el Caballero Águila había sobrevivido gracias al cacto conocido con el nombre de «madre de las arenas». El agua dulce contenida por la planta lo había sostenido hasta que el desierto se volvió tan seco que ni siquiera los cactos podían vivir.</p> <p>La capa de plumas de águila se extendió a su alrededor cuando Poshtli se desplomó, agotado. Apretó en su mano un puñado de guijarros menudos hasta transformarlos en arena, como si quisiera sacar agua de las piedras. Por primera vez, pensó si el desierto no acabaría por derrotarlo.</p> <p>Las plumas de águila, blancas y negras... y ahora cubiertas de polvo, podían convertirse en alas y sacarlo de ese lugar de muerte y desesperación. Sacudió la cabeza, casi sin fuerzas.</p> <p>«¡No! —se dijo a sí mismo—. He comenzado a pie y acabaré este viaje de la misma manera.» El dios, el dios Plumífero en persona, le había hablado a Poshtli en un sueño para encomendarle esta misión. Él debía encontrar la rueda de plata, el objeto que podría explicar el significado de la llegada de los extranjeros. Quizá no eran el anuncio del regreso de Qotal, pero no por ello dejaban de ser algo de muchísima importancia para el Mundo Verdadero.</p> <p>La misión de Poshtli era descubrir la verdad, la naturaleza de su significado. Cómo lo conseguiría, o incluso cómo sobreviviría al desierto, eran por ahora dos puntos a resolver.</p> <p>Entonces las rocas comenzaron a hablar.</p> <p>La chalupa se deslizó a través de la oscuridad para refugiarse en la banda de barlovento del<i> Halcón</i>. Una figura oscura cogió un cabo y trepó deprisa hasta la cubierta. Saludó con una inclinación de cabeza a los legionarios de guardia, y se dirigió a la cabina de proa.</p> <p>El fraile Domincus abrió la puerta, y la luz de las velas iluminó al visitante, que se apresuró a entrar.</p> <p>—Ha sido muy amable al venir, capitán —dijo el fraile, mientras servía dos copas de brandy.</p> <p>—Recibí su mensaje. ¿Qué quiere? —gruñó Alvarro.</p> <p>Domincus frunció el entrecejo, y su rostro adquirió una expresión desagradable. Entrecerró los ojos y observó a su invitado al tiempo que le alcanzaba la copa.</p> <p>—Creo que no se hará justicia en un caso de traición ocurrido en nuestras filas —respondió.</p> <p>Una sonrisa ladina apareció en la cara de Alvarro, que comprendió de inmediato las intenciones del clérigo.</p> <p>—Adelante —dijo.</p> <p>—Está en posición de sacar beneficio de una justicia rápida en el caso en cuestión, y yo deseo que dicha justicia se cumpla. Créame si le digo que debe el mando de los lanceros a mi intervención y al peso de mis recomendaciones.</p> <p>La barba roja de Alvarro se torció en un gesto de disgusto. Al capitán no le agradaba el giro que tomaba la conversación, y el fraile cambió de táctica en el acto.</p> <p>—Si Halloran encontrase su fin a bordo antes del juicio, mientras yo estoy en tierra con Cordell, puedo prometer que la investigación de... la ejecución será mínima.</p> <p>Alvarro le dio la espalda y se apartó un par de pasos. Después, volvió a mirar al sacerdote.</p> <p>—Quiero algo más que la revancha —dijo—. Quiero oro.</p> <p>—Estoy seguro de que podemos acordar un precio aceptable —replicó Domincus.</p> <h2>* * *</h2> <p>Los estandartes de plumas ondeaban en el aire, sostenidos por la magia de la<i> pluma</i> como una nube de colores por encima del ejército de Payit. Toda la llanura de Ulatos se había convertido en un mar con millares de tonos diferentes. Grandes abanicos se movían por encima de los líderes más importantes, los jefes de diez centurias. Guerreros de todas las tierras de Payit, de las profundidades de la selva y de toda la sabana, se encontraban ahora reunidos en el llano junto a la laguna de Ulatos.</p> <p>Gultec se encontraba en el centro de la multitud, en compañía de otros Caballeros Jaguares, instalado en la azotea de una casona que se había convertido en su punto de reunión. Los pitos y los cuernos de concha de las diferentes compañías sonaban sin cesar, mientras de las selvas vecinas llegaban más tropas marchando a la luz de las antorchas, como serpientes de fuego.</p> <p>Al caballero lo inquietaba ver a todo el ejército reunido a campo abierto, a menos de dos kilómetros del campamento de los extranjeros. Tenían a un lado la selva y al otro los manglares, sitios ideales para ocultar a diez mil hombres o más muy cerca de la ruta que seguiría el enemigo en su avance. No obstante, Caxal, el reverendo canciller, llevado por su orgullo, había dispuesto lo contrario.</p> <p>Las fuerzas enemigas habían desembarcado a plena luz del día, desplegado sus compañías, y avanzado unos cien metros desde la playa. Por un momento, dio la impresión de que se disponían a atacar con el anochecer, una táctica impensable para Gultec y los demás jefes. Sin embargo, todo indicaba que los extranjeros, como habría hecho cualquier otro, esperarían hasta el amanecer para iniciar el combate.</p> <p>Las hogueras marcaban el perímetro del vivac de su ejército, y Gultec no pudo menos que sentir orgullo al ver a sus guerreros desplegados en la llanura. Veinticinco mil hombres, organizados en regimientos de diez centurias, habían respondido a la alarma de invasión. Se trataba de divisiones independientes, al mando de Jaguares y Águilas de alta graduación. Cada centuria incluía una fuerza auxiliar de media docena de Águilas o Jaguares que habían demostrado su gran valor en muchas campañas.</p> <p>Las compañías de arqueros y las armadas con hondas se encargarían de bombardear al enemigo, mientras que las equipadas con jabalinas y<i> macas</i> tenían la misión de cercarlos y completar la captura.</p> <p>Al menos, éste era el plan.</p> <h2>* * *</h2> <p>Erix caminó a toda prisa a través de los campos, sin dejar de observar las casas de los campesinos. No tenía la intención de llegar a Ulatos, pero tampoco quería dormir a la vera de algún canal.</p> <p>Una mujer regordeta preparaba tortillas de maíz delante de una de las viviendas que encontró a su paso. Se trataba de una casa pequeña, junto a una acequia. Parecía recién pintada, y las hojas de palma del techo mostraban un verde brillante. La mujer la saludó con la mano, y Erix le devolvió el saludo con una sonrisa. Vaciló, y la matrona de cabellos grises le hizo una seña para que se acercara.</p> <p>—Soy Tzilla —dijo cortésmente, después de que Erix se presentó a sí misma—. ¿Qué hace una muchacha bonita como tú caminando sola a estas horas? —El tono era jocoso, pero Erix notó que ocultaba una preocupación sincera.</p> <p>—No conozco a nadie, y busco un lugar donde dormir.</p> <p>—Mi casa es tu casa, hija mía —repuso Tzilla, como una buena anfitriona—. ¿Querrás compartir mi mesa?</p> <p>—Me sentiré honrada, madre —contestó Erix, complacida.</p> <p>Tzilla le indicó que se ocupara de remover las alubias que se cocían en la olla de barro colocada entre las brasas, mientras ella cortaba pimientos y tomates. Unos minutos más tarde, las dos mujeres se sentaron en las esteras de junco para disfrutar de una opípara comida.</p> <p>Erix se sorprendió al ver que el marido de Tzilla, o cualquier otro, no compartía la cena con ellas.</p> <p>—Perdona si soy impertinente, pero tienes una casa muy grande para una sola persona. ¿No tienes a nadie?</p> <p>—Mi marido y mis hijos están con sus centurias en la llanura de Ulatos —respondió Tzilla, sorprendida—. ¿Es que no estás enterada?</p> <p>—¿De los extranjeros? Desde luego. Los he visto.</p> <p>—Pero no sabes —dijo Tzilla, con una mirada socarrona— que los guerreros de Payit se han reunido en la llanura, muy cerca de los forasteros. ¡Mañana, nuestro<i> </i>ejército acabará con ellos!</p> <p>El rostro de Erix reveló su asombro, antes de que pudiera dar una respuesta.</p> <p>—¿Tan... pronto? —tartamudeó—. ¿La batalla será mañana? —Pensar en que la matanza ocurrida en los Rostros Gemelos podría multiplicarse cien veces, le produjo escalofríos.</p> <p>Tzilla asintió con aires de saberlo todo.</p> <p>—¡Los extranjeros son auténticos salvajes! —comentó, con un susurro conspirador—. Atacaron a un grupo de sacerdotes en la playa. ¡Secuestran a las mujeres! Luchan como demonios, pero son hombres y se los puede matar.</p> <p>La muchacha asintió incrédula ante la velocidad de los rumores.</p> <p>—Todos los hombres de Ulatos, y todos los que viven a un día de marcha, se han reunido aquí. Jamás la nación payita ha reunido un ejército tan grande! —añadió Tzilla, que se embarcó en una larga descripción de las tropas, detallando su fausto y colores.</p> <p>Erix casi no la escuchaba. Su mente recordaba las corazas metálicas que destrozaban las lanzas, las armas plateadas capaces de segar los escudos y los huesos como si fuesen hierbas. Vio los rostros salvajes de los legionarios, su férrea disciplina, y recordó cómo poco más de una veintena de ellos había matado a centenares de payitas. De pronto, la charla de Tzilla se hizo entrecortada mientras describía el estandarte de la cacatúa verde, símbolo de la aldea vecina.</p> <p>—Lo siento —dijo Erix, al observar que la mujer miraba con aire ausente el plato que tenía delante.</p> <p>Tzilla sacudió la cabeza, y una lágrima rodó por sus mejillas curtidas.</p> <p>—¡Charlo como una vieja, y todavía me falta mucho para serlo! —Tzilla se forzó a reír; el sonido sonó a falso, y renunció al disimulo—. ¡Tengo muchísimo miedo!</p> <p>—Yo también —reconoció Erix—. Esperaba que habría paz. ¡Quería hacer la paz!</p> <p>—Es demasiado tarde —suspiró Tzilla. Miró sorprendida a Erix cuando ella se puso de pie—. ¿Adonde vas?</p> <p>—¡Voy en busca del ejército! —gritó Erix. Se le había ocurrido una idea. ¡Todavía podía haber una esperanza! ¡Quizá se podía evitar que mañana fuese el comienzo de la guerra!</p> <p>—¡No seas loca! —exclamó Tzilla, alarmada—. ¡Caxal está dispuesto a vengar el insulto a sus sacerdotes! Dicen que Gultec, al mando del ejército de Ulatos, anhela entrar en combate. Las tropas ya han comenzado sus danzas guerreras. Ni siquiera los dioses podrían evitar la batalla.</p> <p>—He escuchado hablar de Gultec —admitió Erixitl, que de pronto se sintió como una tonta—. ¡Es un guerrero formidable! Jamás había visto...</p> <p>Se interrumpió, consciente de la mentira, al recordar a Halloran y su legión. Sin embargo, no había necesidad de aterrorizar a esta mujer con relatos acerca del enemigo al que iban a enfrentarse su marido y sus hijos. Al mismo tiempo, intuyó la inutilidad de su misión. Gultec la entregaría a los sacerdotes de Zaltec, y la batalla se produciría de todas maneras.</p> <p>—Esta noche, descansa —la tranquilizó Tzilla—. Sólo podemos rezar a nuestros dioses, y se hará su voluntad.</p> <h2>* * *</h2> <p>La pesada puerta se cerró como una lápida. Halloran se apoyó contra el mamparo de madera en la sentina del<i> Halcón</i>, encorvado de espaldas para evitar darse de cabezazos contra las vigas del techo. Los grilletes le cortaban la piel en las muñecas y los tobillos, y las cadenas enganchadas al tabique lo mantenían de pie.</p> <p>Pero no era el dolor físico lo que le preocupaba. Mucho peor era el espiritual; la sensación de haber sido traicionado dominaba a todas las demás, y su alma se veía inundada por la más negra desesperanza. La legión era su hogar, su familia..., ¡su vida!, y ahora se había vuelto en su contra. Lo condenaba por una falsedad que Cordell no había querido reconocer como tal.</p> <p><i>¡Mi general! ¿Por qué me ha hecho esto?</i> Ya no pudo contenerse más, y se echó a llorar con desesperación. Colgado de las cadenas, lloró hasta quedarse sin lágrimas.</p> <p>El suave balanceo de la carraca lo tranquilizó poco a poco. El hedor del agua de sentina se hizo más fuerte, y, por fin, el joven comenzó a interesarse por el lugar donde se encontraba.</p> <p>Supuso que ya habría anochecido. La poca luz que se filtraba en la celda a través de las junturas de los tablones del techo tenía el tono amarillento de las lámparas. El espacio casi minúsculo carecía de toda comodidad; ni siquiera había un banco, y habían clavado las cadenas directamente en el mamparo.</p> <p>La angustia pasada lo había dejado exhausto. ¿De qué valían sus esfuerzos si los caprichos del destino podían llevarlo a situaciones como ésta?</p> <p>—¡Maldito sea Helm! —siseó. Comprendió que los dioses no eran más que una excusa para los hombres, la razón para justificar cosas terribles e injustas. Vanidosos, volubles y poco de fiar, los dioses no le servían de consuelo.</p> <p><i>Un hombre necesitaba algo más real</i>, pensó Halloran. Algo tangible, como la fuerza de su brazo o el filo de su espada. Hasta el poder arcano de la magia era una cosa<i> real</i>, con la que se podía contar incluso en los peores momentos. En cambio, un dios podía volverle la espalda a un devoto sin acabar de escuchar sus cuitas.</p> <p>Hal pensó una vez más en sus estudios de magia con Arquiuius, hechos en una época que ahora le pareció remota.<i> ¿Cuáles eran las palabras que se había esforzado tanto en aprender, las palabras del hechizo para lanzar un proyectil mágico?</i> Sacudió la cabeza desconsolado. En este momento, los hechizos y las armas le eran tan inútiles como los dioses. Se encontraba librado a su propio ingenio, y su cerebro no funcionaba al máximo nivel.</p> <p>Dio un tirón, y arrugó el rostro por el dolor en la muñeca herida. ¡La cadena se movió! Volvió a repetir los tirones, sin preocuparse de la sangre que le salpicaba el pecho. ¡Habían metido el clavo en una junta de los tablones! ¡Vaya descuido! Con un último esfuerzo consiguió arrancarlo.</p> <p>Echó un vistazo al grillete, y vio que estaba cerrado con pasador sencillo, imposible de abrir con la mano esposada, pero que no representaba ningún obstáculo para alguien con una mano libre. En unos segundos, se libró de los grilletes.</p> <p>Escuchó débilmente el crujido de los cabestrantes que arriaban las chalupas, y el golpe suave de la madera contra el casco del<i> Halcón</i>. Los relinchos de los caballos le indicaron que desembarcaban a los lanceros. La pena volvió a dominarlo al comprender que cabalgarían a la batalla sin él a la cabeza. Recordó la sonrisa maligna de Alvarro, mientras a él le ponían los grilletes. ¿Cuál sería el destino de sus queridos lanceros bajo un comandante tan brutal?</p> <p>La luz que se filtraba por los tablones se extinguió de pronto. Escuchó que se cerraba una puerta, y advirtió que ya casi no había ruidos en la nave; los legionarios ya debían de estar en tierra.</p> <p>¿Qué podía hacer ahora? Desde luego, estaba un poco más cómodo, y el esfuerzo hecho para librarse de las cadenas lo había distraído de su desesperación. Halloran se apoyó en el mamparo, y pensó.</p> <p>¿Podía desobedecer las órdenes de su general? ¿No era ya demasiado que lo hubiesen encerrado en esta celda? Si escapaba, entonces sí que sería un desertor, digno de todos los epítetos del vocabulario del fraile.</p> <p>Se olvidó de sus reflexiones cuando escuchó un sonido muy suave. Ahí estaba otra vez; un ruido metálico que provenía de la puerta del calabozo. Alguien hacía girar una llave en la cerradura, y lo hacía en secreto.</p> <p>Por un momento, lo entusiasmó la idea de poder escapar. Entonces prevaleció la precaución, y se apresuró a colocarse contra el mamparo como si aún estuviese encadenado. Se abrió la puerta, y percibió el olor inconfundible de los caballistas. El hombre entró en la celda, y volvió a cerrar la puerta con llave.</p> <p>Alvarro destapó un poco el farol que llevaba, si bien fue suficiente para dejar en penumbra el calabozo. La cabellera roja del capitán parecía negra en las sombras; en cambio, la daga de su mano resplandecía como acero auténtico.</p> <p>—¡Prepárate a morir, traidor! —siseó, descargando su daga contra el pecho de Hal, convencido de que su víctima permanecía encadenada al mamparo.</p> <p>Halloran esquivó la puñalada y lanzó un puñetazo que dio de lleno en la nariz de Alvarro. Un segundo golpe, esta vez con la izquierda, le arrancó uno de los pocos dientes, y fue suficiente para que el agresor cayera<i> </i>al suelo, inconsciente.</p> <p>La mano enguantada de Alvarro se abrió, y Hal alcanzó a ver una llave pequeña. Intentó cogerla, pero falló en la penumbra; la llave cayó al suelo y se deslizó entre dos tablones, para acabar sumergida en el agua de la sentina sin que él pudiese evitarlo.</p> <p>El joven soltó un gemido ahogado, y se sentó con la espalda apoyada en el mamparo. La alegría provocada por su victoria sobre el asesino se esfumó de inmediato por culpa de la llave perdida. «Pero, de haber tenido la llave —pensó—, ¿habría sido capaz de abandonar a la legión? ¿Adonde habría ido a buscar refugio?»</p> <p>No obstante, si se quedaba, se convertiría en el prisionero de Domincus, el regalo de Cordell al clérigo en compensación por la pérdida de su hija. Ahora ya sabía el fin que lo aguardaba, y, si bien había conseguido evitar un intento de asesinato, ¿hasta cuándo duraría su suerte?</p> <p>La respuesta era obvia. Quizá, si escapaba, podría encontrar la manera de demostrar su valía a Cordell. Permanecer en la celda significaba una muerte segura. Recogió el puñal de Alvarro y lo sujetó a su cinturón. También había una bolsa llena de monedas de oro; se apoderó de ellas como justo castigo.</p> <p>A continuación, pensó en la manera de salir del calabozo. Alvarro había cerrado la puerta con llave, y él no tenía las herramientas necesarias para forzar la cerradura.</p> <p>Sin darse cuenta se golpeó la cabeza, y entonces recordó las grietas entre las tablas del techo. Quizás allí tenía la solución a su problema. Pasó por encima del cuerpo de Alvarro y revisó los tablones, palmo a palmo. «¡Aquí! ¿Qué es esto?» Con la punta de los dedos recorrió el objeto: era una falleba. Después, pudo recorrer todo el contorno de una trampilla.</p> <p>En cuestión de segundos desenganchó el pestillo y comenzó a empujar hacia arriba con todas sus fuerzas, pero la trampilla no se abrió. Descansó un momento, mientras intentaba dominar su frustración ante el obstáculo que le impedía alcanzar la libertad.</p> <p>Decidió hacer otro intento. Apoyó los pies contra el casco y la espalda en el mamparo, y se levantó hasta quedar lo más cerca posible de la trampilla. Entonces volvió a empujar. Tampoco esta vez logró su propósito. Furioso, descargó un puñetazo contra la madera, que le lastimó los nudillos. Sorprendido, sintió que algo se movía. Hizo presión, y la trampilla se abrió poco a poco. Había estado atascada por la humedad, y el golpe la había aflojado. Se asió del borde, y se alzó hasta el camarote superior.</p> <p>Había algo que le oprimía el cuerpo a medida que subía, y descubrió que era una alfombra. Se arrastró unos pasos, y por fin notó el aire fresco en el rostro. Apartando la alfombra, se puso de pie y miró a su alrededor.</p> <p>Encontró un ojo de buey; lo abrió, y en el acto la luz de la luna iluminó el interior del camarote. Había salido en la cabina de la hechicera elfa.</p> <p>Vio una mesa cubierta de pergaminos y libros, numerosos candelabros y palmatorias, y un pequeño baúl con la tapa abierta. En su interior había una docena o más de frasquitos de vidrio.</p> <p>Para él, lo más interesante era el ojo de buey, pues representaba su vía de escape. Podía deslizarse por la abertura, y dejarse caer al agua de la laguna, un par de metros más abajo. Ya tenía el plan perfecto; iría a nado hasta la orilla, buscaría a la legión, y se ocultaría hasta la hora de la batalla. Entonces buscaría el momento adecuado para intervenir y redimirse en el combate.</p> <p>Desde luego, la oportunidad podría tardar en llegar. De pronto, comprendió que quizá tendría que esperar demasiado, antes de poder aparecer ante Cordell en las circunstancias más apropiadas. Debía estar preparado para esta situación.</p> <p>Le llamó la atención un rollo de cuero, y lo recogió. Se trataba de una mochila con el fondo reforzado. Le remordió la conciencia cuando cogió unos cuantos frasquitos del baúl, pero necesitaba llevárselos. Tenía conocimientos de magia suficientes para saber que algunas de estas pócimas podían salvarle la vida, y confiaba en poder descifrar el texto de las etiquetas con la luz del día.</p> <p>No encontró nada de comer para llevarse. No podía salir del camarote para ir hasta la despensa de la nave, y decidió apañárselas con lo que pudiese encontrar en tierra. Recogió una manta de la cama y un rollo de cuerda colgado del mamparo, y los metió en la mochila.</p> <p>También se hizo con una gran bota de cuero, que le serviría de flotador. Pasó la vejiga por la abertura, la infló todo lo que pudo, y la sujetó del marco. Después, enganchó la mochila y, por fin, se dispuso a salir él. Le costó un poco de trabajo deslizar sus anchos hombros por el ojo de buey, pero, en cuanto lo consiguió, recogió los objetos y se dejó caer. El ruido del golpe contra el agua fue mayor de lo que pensaba.</p> <p>Durante varios minutos, flotó oculto en las sombras del castillo de popa, convencido de que el ruido alertaría a los centinelas de cubierta, pero todo permaneció en calma. A lo lejos, podía escuchar los sonidos de la legión que acampaba: los ladridos de los sabuesos, los gritos de los oficiales, las maldiciones de los sargentos y las risotadas de los hombres.</p> <p>Halloran nadó por las plácidas aguas de la laguna, en dirección opuesta a los ruidos. Delante tenía la hilera de manglares que marcaban el límite del delta de Ulatos.</p> <p>Erix no durmió bien en el jergón que le había dado Tzilla, no por falta de comodidad, sino por culpa de la inquietud que la embargaba. Se levantó antes del alba, y se lavó sin hacer ruido en la acequia junto a la casa. En el momento en que pasaba por delante de la vivienda, envuelta en su manto, oyó un movimiento.</p> <p>—Aquí tienes, hija mía —susurró Tzilla, que salió de la casa para darle un paquete. Erix adivinó por el tacto y olor que en el paquete había tortillas de maíz y alubias picantes.</p> <p>—Muchas gracias, madre —dijo Erix. El antiguo ritual entre las matronas y las jóvenes la reanimó.</p> <p>—Viaja mucho y deprisa, muchacha. Son días malos para la tierra de los payitas. ¡Que tu dios te proteja!</p> <p>—Tu bondad es más que suficiente. —Erix hizo una reverencia—. Deseo que tu marido y tus hijos regresen sanos y salvos de la batalla, y con muchos prisioneros.</p> <p>Echó a andar por el sendero con la primera luz del alba. La niebla se mantenía entre las palmeras que bordeaban el camino y los manglares a su derecha. Bordeó el pantano del delta, y después torció hacia el oeste antes de llegar a Ulatos. Quería ver la llanura, con el enorme e impresionante despliegue de poderío militar, antes de entrar en la capital payita.</p> <p>Cuando pasó entre la ciudad y el manglar, el calor del sol había disipado la niebla, y entonces divisó una nube de colores; había encontrado a los ejércitos.</p> <p>No podía ver a las tropas porque las ocultaban las suaves ondulaciones del terreno. Sin embargo, a su izquierda, el aire aparecía poblado de brillantes banderines de plumas, los enormes abanicos de<i> pluma y</i> los estandartes de los jefes guerreros. A su derecha, vio los pendones y las banderas de los extranjeros; eran pocos y menos coloridos, pero igualmente marciales.</p> <p>Entonces el estruendo de las trompetas y los cuernos, pitidos, gritos, y el repique de las lanzas contra los escudos, proclamó a los cuatro vientos el desafío de los payitas. Erix se sentó a esperar, tal como hacían otras muchas personas en los límites del campo: ancianos, mujeres y adolescentes que no tenían la edad suficiente para ir al combate. Todos habían acudido atraídos por la curiosidad de ver a los extranjeros, y ser testigos de su muerte a manos del ejército nativo.</p> <p>En aquel momento, las banderas comenzaron a moverse.</p> <h2>* * *</h2> <p><strong> <i> De las crónicas de Coton</i></strong>:</p> <p></p> <epigraph> <p>Con la esperanza puesta en el retorno del padre Plumífero, y para que conozca el alcance de nuestra necesidad.</p> <p>Ahora Naltecona vuelve a ayunar. Realiza muchos sacrificios al atardecer y ordena muchos más para el amanecer. Todos sus sabios guardan silencio, y ninguno se atreve a ofrecer consejo.</p> <p>El reverendo canciller espera la decisión delante de Ulatos, con una calma que antes lo había eludido. Pero se ha convencido a sí mismo de su propia verdad con la voluntad de aquel que no desea otra cosa, y dejará que la batalla sea la que resuelva por él.</p> <p>Su postura se basa en dos puntos. Ambos son sencillos, y están tan arraigados en la mente de Naltecona que nadie puede presentar la más mínima protesta, sin poner en juego la vida.</p> <p>Si los extranjeros son destruidos, no pueden ser dioses.</p> <p>Si los extranjeros destruyen a los payitas, Naltecona sabrá que lo son. Entonces hará los preparativos para celebrar el retorno de Qotal a su trono.</p> </epigraph> <title style="page-break-before:always;text-indent: 0px;"> <p style="line-height:400%">16</p> </h3> <h1>Plumas y acero</h1> <p style="margin-top: 5%">La emoción oprimió la garganta de Gultec mientras contemplaba el espectáculo. Jamás en la historia se habían reunido tantos guerreros de Payit en un mismo lugar, para una sola batalla. Los silbidos y gritos, el repiqueteo de las armas contra los escudos, el golpe de los pies contra el suelo, creaban una aureola de poder tan impresionante que el Caballero Jaguar no podía hacer otra cosa que dejarse llevar por las sensaciones.</p> <p>Los colores lo cegaban. La magia de la<i> pluma</i> hacía flotar en el aire los gallardetes, estandartes, banderas y pendones. Muchos de los guerreros desfilaban a paso de danza, y sus grandes tocados de plumas se movían con la gracia de las aves. Los Caballeros Jaguares iban de compañía en compañía; sus armaduras manchadas aparecían y desaparecían entre la multitud de tonos. Los Caballeros Águilas alisaban sus plumas, orgullosos y altivos, ajenos a la actividad de su alrededor.</p> <p>La grandeza del ejército impresionó a los jefes instalados en la azotea, hasta el punto que permanecieron en silencio durante un buen rato. De todas maneras, no tenían nada que hacer por ahora.</p> <p>Por fin, Gultec comenzó a estudiar a las tropas, que sumaban más de veinte mil hombres, desde el punto de vista práctico. Él era el único de la docena o más de jefes presentes que había luchado contra los invasores, y también el único enterado de su capacidad de combate.</p> <p>Pero le costaba trabajo imaginar que los extranjeros, alrededor de unos quinientos, fueran capaces de resistir el embate de sus fuerzas. Había cuarenta guerreros payitas por cada uno de los suyos. En pura lógica, deberían acabar aplastados por la superioridad numérica.</p> <p>Existía el inconveniente de que, por orden expresa de Caxal, el ataque debía realizarse a campo abierto. Sin embargo, Gultec se las había ingeniado para incluir una medida de precaución en el plan, y el éxito dependía de la disciplina de los hombres de Ulatos.</p> <p>La primera división, marcada por los estandartes de plumas doradas, avanzaría en tres largas columnas, cada una de mil hombres pertenecientes a la guardia de la ciudad, soldados preparados durante años por Gultec y Lok. Ahora, les correspondía a estos hombres realizar una extraña y difícil tarea.</p> <p>Los jefes Jaguar y Águila habían ordenado a estas tropas avanzar hacia los extranjeros, provocarlos con mucho estruendo y pantomima, y después retirarse rápidamente, en cuanto el enemigo iniciase el ataque. La orden resultaba muy dura para unos guerreros que consideraban la retirada como un insulto a su valor.</p> <p>Gultec había hecho todo lo posible para asegurar el éxito de su táctica. La primera fila sería seguida por miles de arqueros y tiradores de honda, que se encargarían de bombardear al enemigo. Para disculparse con los guerreros de la guardia, les había prometido que serían los primeros en entrar en combate cuerpo a cuerpo.</p> <p>Ahora no podía hacer otra cosa que pensar en si serían capaces de acatar sus órdenes.</p> <p>—Se aproximan muy rápido por el centro, mi general —anunció el vigía. El aviso era innecesario porque Cordell podía ver el avance sin ninguna dificultad, pero no se lo reprochó. Durante una batalla era mejor tener exceso de información que no poca.</p> <p>El capitán general acababa de subir a la torre de observación que sus hombres habían construido durante la noche. La estructura cuadrada, y de unos diez metros de altura, permitía que el comandante y sus oficiales dispusieran de una vista panorámica de la llanura.</p> <p>Darién y el fraile permanecieron abajo, junto al oficial de señales con su caja de banderas. Ahora, a medida que se levantaba la niebla, podía ver el movimiento de los colores que avanzaban por el centro, como una ola de cintas de seda a través del campo.</p> <p>Dispuestos a recibir el primer ataque, estaban los infantes del capitán Garrant, encargados de la protección de los flancos. Un poco más atrás y en el centro, se encontraban los ballesteros de Daggrande. Las restantes compañías de infantes y arqueros permanecían retrasadas, repartidas entre los flancos. Aun así, los quinientos hombres parecían muy poca cosa ante los miles de nativos.</p> <p>Oculta al fondo de la legión, cerca de la torres, se encontraba el arma más poderosa de Cordell. Formados en cuatro escuadrones, los lanceros permanecían invisibles a la vista del enemigo entre los bosquecillos de la costa. Cada escuadrón podría entrar en combate en cuestión de segundos.</p> <p>Pero por ahora continuarían en su escondite. Cordell dejaría que los infantes se encargaran de recibir la primera oleada.</p> <p>El avance por el centro se convirtió en una carga, y se podía distinguir a las compañías por el color de sus tocados de plumas. El ejército nativo se lanzó contra las compañías de Daggrande y Garrant, en medio de un tremendo estruendo.</p> <p>—Señal de carga... sólo para Garrant y Daggrande. ¡Ahora! —ordenó Cordell.</p> <p>En un instante, dos señaleros levantaron los estandartes de las compañías, y después los banderines que llevaban una franja de amarillo brillante.</p> <p>—Ahora veremos de qué pasta están hechos estos salvajes —comentó Cordell, sin dirigirse a nadie en particular.</p> <p>—¡Bandera amarilla, capitán!</p> <p>—¡Compañía, adelante! ¡A paso redoblado! —Daggrande dio la orden sin verificar la observación del cabo a sus espaldas. La esperaba desde hacía rato.</p> <p>Vio a los infantes avanzar a izquierda y derecha, y mandó a una docena de hombres que se uniesen a ellos, para proteger con sus ballestas los flancos exteriores de la compañía del capitán Garrant.</p> <p>—¡No os separéis! —gritó cuando vio que algunos se retrasaban. Los sargentos repitieron la orden, y se ocuparon de que los ballesteros avanzaran a la par, mientras corrían. Los enanos sudaban la gota gorda para mantener el paso, pero Daggrande sabía que no se quedarían atrás.</p> <p>Los infantes también conservaban la formación mientras los nativos se acercaban más y más. De pronto, los hombres de Garrant iniciaron su carga, gritando el nombre de Helm.</p> <p>Entonces, cuando el choque entre los dos grupos parecía inminente, los nativos se detuvieron. «¡Se han acobardado!», pensó Daggrande. La alegría de una victoria fácil se transformó en alarma, un segundo más tarde.</p> <p>La horda multicolor acortó el paso y se detuvo del todo, a unos cien pasos de los infantes, aunque continuaron con los gritos, los silbidos y el batir de sus armas contra los escudos, incluso mientras comenzaban a retroceder. Después, dieron la espalda a los extranjeros y echaron a correr. Sin embargo, Daggrande presintió que no era una desbandada.</p> <p>Lo mismo pensó el capitán Garrant.</p> <p>—¡Alto! —gritó a los soldados que corrían detrás de los nativos. La mayoría acató la orden casi de inmediato, si bien algunos continuaron la carrera un poco más.</p> <p>»¡Deteneos, idiotas! —Por fin el capitán consiguió reunir a sus compañías, las hizo formar, y ordenó retroceder para situarse dentro de la protección de los ballesteros.</p> <p>En aquel momento, la llanura se pobló de nuevas tropas, guerreros que habían estado ocultos entre la maleza, mientras los legionarios cargaban. Los atacantes lanzaron una lluvia de flechas con punta de pedernal contra las compañías, mientras los honderos corrían y descargaban sus mortíferos proyectiles sobre los invasores.</p> <p>—¡Disparad! ¡Cargad! ¡Tiro a voluntad! —Daggrande dio la orden al tiempo que disparaba su ballesta contra la masa de arqueros que tenía delante. Se agachó para cargar el arma en el momento en que caían los primeros proyectiles.</p> <p>—¡Estoy herido!</p> <p>—¡Maldita sea, me han dado!</p> <p>Los hombres gritaban alrededor del enano. Las flechas acertaban en el cuerpo de los legionarios, pero las armaduras evitaban que las heridas fuesen profundas. Las piedras resultaban más dolorosas y, cuando alcanzaban a alguien en el rostro, le fracturaban los huesos o le reventaban un ojo.</p> <p>Los ballesteros cargaron sus armas, sin hacer caso de los proyectiles, y dispararon otra andanada contra los nativos. A diferencia de las flechas de los payitas, que sólo producían heridas, las saetas de los legionarios sembraron la muerte entre las filas de arqueros. Los dardos de acero atravesaban las armaduras de algodón acolchado. En ocasiones, la saeta atravesaba a la víctima de lado a lado para ir a hundirse en el cuerpo de otra.</p> <p>Sin embargo, los nativos no flaqueaban, y disparaban una y otra vez. Las heridas se hicieron más graves, y Daggrande vio que varios de sus hombres caían para no volver a levantarse, o que se retorcían en los estertores finales. Sus propias andanadas de acero destrozaban al enemigo, y muy pronto centenares de cadáveres cubrían el campo. Pero no era suficiente, más arqueros y honderos corrían a llenar los huecos y proseguían con el bombardeo.</p> <p>—¡Compañía, avanzar! ¡A la carga! —Daggrande escuchó la orden de Garrant, y de inmediato la repitió. Sólo si conseguían hacer retroceder a los arqueros, podrían retirarse en orden.</p> <p>Los infantes se lanzaron al asalto. Los ballesteros alzaron sus armas, dispararon, y echaron a correr mientras intentaban recargar. El nombre de Helm resonaba en sus gargantas.</p> <p>Los arqueros aguantaron a pie firme, disparando sus flechas a bocajarro hasta caer por los certeros mandobles de los soldados de Garrant. En unos minutos, los legionarios se abrieron paso entre los nativos. Con nuevos gritos a la gloria de su dios, las dos compañías avanzaron hacia el grueso del ejército enemigo.</p> <p>Gultec contempló asombrado la carnicería sufrida por los arqueros, primero por los dardos metálicos de los invasores y después por sus largos cuchillos plateados. Pero ahora los dos grupos de extranjeros se habían separado mucho de los suyos, y los hombres de Ulatos los esperaban con sus jabalinas y<i> macas</i>. Los guerreros que habían ejecutado la primera finta de Gultec se lanzaron contra el enemigo.</p> <p>Los soldados invasores abrieron su línea para responder al ataque. Los hombres con los dardos de metal dejaron caer sus lanzaderas y empuñaron sus dagas, que no eran tan largas como las que blandían los infantes con escudos metálicos.</p> <p>No obstante, estos puñales cortaban con facilidad las armaduras y las cotas de cuero de los hombres de Ulatos. Hasta los Caballeros Jaguares, protegidos por la<i> zarpamagia</i> de las pieles de los grandes felinos, caían atravesados por las mortíferas armas blancas.</p> <p>Pero había que aprovechar la oportunidad conseguida a costa de la sangre de tantos valientes.</p> <p>—¡Ahora! —urgió a Lok, que estaba a su lado.</p> <p>El Caballero Águila vaciló sólo una fracción de segundo antes de asentir.</p> <p>—¡Ahora! —repitió Lok, alzando el puño. A sus espaldas, el portaestandarte hizo girar el símbolo de plumas—. ¡Enviad a los Águilas!</p> <p>Más de doscientos guerreros, resplandecientes en sus uniformes de plumas blancas y negras, y sus cascos picudos, esperaban detrás de la casa la orden de su jefe. Se pusieron en cuclillas y sus atavíos se convirtieron en alas auténticas. El viento creado por el batir de las alas hizo ondular la hierba a su alrededor.</p> <p>Las águilas se elevaron, y sus gritos estridentes dominaron el ruido del combate en tierra. El magnífico plumaje de las aves relucía a la luz del sol. Con las garras extendidas, ganaron altura poco a poco, y después realizaron una pasada por el campo de batalla. La lucha se interrumpió por un momento, mientras los dos bandos contemplaban la fantástica formación. Entonces las águilas plegaron las alas y se lanzaron en picado, hacia la retaguardia de las compañías de Daggrande y Garrant.</p> <p>—Ha llegado tu hora, querida —dijo Cordell, en voz baja. El general y Darién, instalados en la torre, contemplaron la aproximación de las águilas y su descenso detrás de las dos compañías. El resto de la infantería proseguía su avance por los flancos, pero estaban muy apartados de los compañeros de vanguardia.</p> <p>La hechicera elfa, envuelta de pies a cabeza para guarecer su piel albina del sol tropical, escuchó las palabras de Cordell y asintió.</p> <p>Un segundo después, desapareció de la vista para gran sobresalto del señalero que transmitía las órdenes de Cordell.</p> <p>El hechizo transportador dejó a Darién en el campo donde se disponían a aterrizar las águilas. Sin perder un instante, miró hacia lo alto, entrecerrando los párpados para protegerse del resplandor que casi la cegaba. Levantó un dedo, apuntó al águila más cercana, y pronunció una orden.</p> <p>Un proyectil de luz relampagueó en la yema y se desprendió para ir a clavarse en el pecho del pájaro. El águila lanzó un chillido, e intentó frenar el descenso, pero otros dos proyectiles se hundieron en la carne desnuda. Con un aleteo patético, el ave se estrelló contra el suelo convertida en un amasijo de vísceras y plumas. De inmediato, Darién puso su atención en otro pájaro, y le cortó las alas con más balas mágicas, al tiempo que presentía la presencia de otras águilas a su alrededor.</p> <p>Con la agilidad de un espadachín, Darién sacó a<i> Lenguahelada</i> de la bolsa colgada de su cinturón. Levantó la varita mágica, y pronunció tres veces la orden, al tiempo que movía la vara en diferentes direcciones. A cada voz de mando, la vara lanzó su ataque silencioso, y un cono de luz brillante y fría brotó de su extremo. El estallido helado envolvió a las águilas y las mató de frío, congelando a los caballeros con su poder sobrenatural.</p> <p>Media docena de pájaros cayeron en la primera ráfaga, convertidos en bloques de hielo en pleno vuelo, con las alas extendidas y los picos abiertos, que se rompieron en mil pedazos al chocar contra la tierra. Un número igual murió en el segundo ataque. El resto de la formación chilló de furia y estrechó el círculo. Cayeron unas cuantas más, pero ahora se encontraban muy cerca. Acabarían con la hechicera con sus garras, y después se convertirían en hombres para atacar a los soldados enemigos por la retaguardia.</p> <p>En aquel momento, Darién soltó la vara mágica y esperó inmóvil el ataque de los pájaros. Un segundo antes de que las mortíferas garras tocaran su cuerpo, levantó las manos hacia el cielo, y un anillo de fuego apareció a su alrededor.</p> <p>La mayoría de las águilas se encontraban demasiado cerca para evitar la pared de fuego. Las llamas alcanzaron sus plumas y las convirtieron en cenizas. Los pájaros cayeron a montones, con graves quemaduras en los cuerpos, y, aunque no estaban muertos, Darién no les prestó más atención, consciente de que habían dejado de ser una amenaza.</p> <p>Las águilas que consiguieron salvarse, menos de la mitad de la fuerza original, se posaron en tierra bastante lejos de Darién. La maga observó cómo volvían a transformarse en humanos e intentaban nuevamente la maniobra de rodeo.</p> <p>Aprovechó la oportunidad para lanzar una bola de fuego, que incineró a otros cuantos guerreros. Entonces, concluido su trabajo, se teletransportó otra vez junto a Cordell, dejando que los Caballeros Águilas cerraran el círculo vacío.</p> <p>—¡Debemos atacar con todos nuestros hombres! ¡No podemos retener nada! —gritó Gultec, que fue el primero en recuperar la voz después de contemplar atónito, como todos los demás jefes, la destrucción sufrida por las orgullosas águilas. Saltó del techo al patio, enarbolando la<i> maca</i>, y rugió el profundo y resonante desafío del Caballero Jaguar.</p> <p>Los restantes caciques lo siguieron en el acto. A toda prisa, se pasaron los estandartes desde el techo a las manos ansiosas que los esperaban. A través de todo el campo, el gran ejército de Payit avanzó guiado por las banderas de sus oficiales.</p> <p>Gultec corrió hacia el enemigo a la cabeza del ejército. Un velo rojo le cubrió los ojos al ver la matanza generalizada y al imaginar la nueva matanza que tendría lugar en unos minutos. Sus gritos de guerra sonaban como aullidos, pero llegaban a la fibra de los soldados. Millares de guerreros de refresco avanzaron hacia las compañías de extranjeros adelantadas. Muchos más fueron a buscar a los que se movían por los flancos.</p> <p>El Caballero Jaguar marchaba eufórico. Había llegado el momento de la verdad, y ésta era su decisión. A su alrededor, el ruido y los colores de sus compatriotas le infundían fuerza y coraje.</p> <p>Los payitas se disponían a cerrar el cerco a las compañías aisladas. Gultec no pudo menos que sentir admiración ante el valor de estos soldados, ante su disciplina y sus armas de increíble poder. Por fin se enfrentaría a ellos como un guerrero.</p> <p>El destino lo impulsaba, le decía que esta batalla era la culminación de su vida.</p> <p>Halloran alcanzó la protección del manglar en el momento en que la luz del alba se filtraba entre las copas de los árboles. Bien sujeto a la bota inflada, flotó tranquilo por los diversos riachuelos, a la búsqueda de una canoa.</p> <p>No tardó en encontrarla, amarrada a un muelle destartalado y desierto. En un santiamén, echó sus cosas al interior, se encaramó por la borda, desató el cabo, y comenzó a remar a buen ritmo.</p> <p>Disponía de luz suficiente para orientarse mientras avanzaba por la costa oeste del delta. Poco después, sus oídos confirmaron que seguía la dirección correcta.</p> <p>El fragor de la batalla a lo lejos resultaba algo hermoso y aterrador a la vez. Sonidos familiares como el toque de los clarines se mezclaban con los gritos agudos de los nativos.</p> <p>El paso entre los manglares se estrechó demasiado, y Halloran abandonó el bote para continuar su marcha a pie. Un poco después, divisó entre los árboles la hierba de la llanura. Halloran permaneció en el manglar, porque había nativos en el claro; al parecer, contemplaban la batalla.</p> <p>Encontró un mangle de tronco bien grueso; no era muy alto; pero pudo trepar hasta una altura que era el doble de la suya.</p> <p>Fue suficiente para poder ver sin obstáculos la terrible carnicería.</p> <p>Daggrande repartía mandobles a diestro y siniestro, atento a los movimientos de los legionarios que tenía a cada lado. La compañía luchaba con denuedo, pero poco a poco cedía terreno, empujada por la tremenda presión de los cuerpos. Aunque cada uno de los suyos matara a diez del enemigo, parecía que había otros veinte para reemplazar a los caídos.</p> <p>Ahora el veterano capitán presentía la amenaza por los flancos, a medida que las tropas nativas avanzaban a izquierda y derecha. Intentó apresurar la retirada, si bien no se atrevía a moverse con demasiada prisa. Sabía, como todos los demás oficiales, que mantener la formación bien apretada era la única esperanza de sobrevivir al ataque.</p> <p>Las perspectivas de salvación disminuían con cada minuto que pasaba. Los legionarios caían y sus cuerpos eran arrastrados a las filas enemigas. La retirada se detuvo de pronto, cuando los nativos cerraron el cerco alrededor de las dos compañías.</p> <p>Daggrande pensó en su comandante, instalado en lo alto de la torre de observación. Cordell podía ver su situación desesperada.</p> <p><i>¡Ahora, mi general!</i> —pensó el enano—.<i> ¡Ahora, o será demasiado tarde!</i></p> <p>—¡Ahora, por Helm!</p> <p>El grito de Cordell se anticipó al movimiento de los estandartes de sus lanceros por una fracción de segundo. La señal fue como un relámpago producido por la bajada y subida de las banderas. Los clarines tocaron a la carga en los cuatro escuadrones.</p> <p>Los cascos de los caballos machacaron la hierba, mientras salían al galope de los bosquecillos. Cada escuadrón se desplegó en una línea escalonada. El general vio al capitán Alvarro a la cabeza del primer grupo. Las cintas negras atadas a su casco indicaban claramente su posición al resto de los jinetes. Los sabuesos seguían a los caballos, ladrando de entusiasmo.</p> <p>Cordell contuvo la respiración, sin darse cuenta. El alcance del ataque nativo, su organización táctica y la magnitud de sus formaciones lo habían asombrado y le habían infundido respeto. Había cometido un grave error al subestimarlos.</p> <p>Ahora se lo jugaba todo a una carta. Si los lanceros fracasaban, la Legión Dorada se enfrentaba a la destrucción.</p> <p>Gultec encontró a Lok que permanecía abstraído en medio del combate. La armadura de plumas del Caballero Águila se veía sucia y chamuscada. Al parecer, no tenía ninguna herida, pero se balanceaba, ajeno al caos que lo rodeaba.</p> <p>—¿Estás herido, hermano? —preguntó Gultec en voz baja. Todavía lo envolvía la euforia de la lucha, y sintió como si una pequeña burbuja de paz los protegiera a ambos. La camaradería que calentaba el pecho de Gultec lo empujó a tratar a Lok con el máximo respeto.</p> <p>—Sufro por Maztica, hermano —susurró el Caballero Águila—. Se muere, a pesar de que nosotros sigamos vivos.</p> <p>—¿Cómo puedes decir tal cosa? —exclamó Gultec—. El resultado de la batalla está indeciso. ¿Acaso no sientes el poder y el entusiasmo de nuestras tropas?</p> <p>La burbuja de paz amenazó con estallar, pero Gultec se esforzó por mantenerla. Miró a Lok, y descubrió que el caballero lo observaba con una expresión casi piadosa.</p> <p>—¿No notas cómo se aproxima el final, hermano mío? —preguntó Lok—. ¿No puedes verlo venir? —La mirada de Lok se desvió mientras el hombre se desplomaba.</p> <p>Y entonces Gultec pudo ver la visión de Lok.</p> <p>Los monstruos aparecieron como una tromba en medio de las nubes de polvo que cubrían la llanura. Eran unas bestias enormes, marrones, y con belfos de fuego. Sus patas convertían en polvo el suelo que pisaban, y el sonido de su carrera era un trueno.</p> <p>Las criaturas avanzaban en fila, igual que los soldados. Cuando estuvieron un poco más cerca, Gultec vio que las bestias tenían torsos de hombre, con cabeza, brazos y armas. Pero la parte inferior resultaba grotesca; tenía un cierto parecido a la de los ciervos, sólo que mucho más grande y mil veces más espantosa. Los ciervos eran tímidos y tranquilos; en cambio, estos monstruos chillaban, resoplaban y lanzaban dentelladas. Las bocas y flancos aparecían cubiertos de espuma.</p> <p>A la zaga de estas cosas gigantes venían otros monstruos más pequeños, con grandes mandíbulas babosas y dientes afilados. Enseñaban la lengua, salpicando espuma, y gruesos collares con púas les protegían el cuello. Parecían enormes coyotes, de una ferocidad y salvajismo terrible.</p> <p>Los monstruos arrollaron a los payitas, a todos aquellos guerreros que no habían huido al verlos aparecer. Gultec vio volar la cabeza de un arquero. Vio a uno de los monstruos atravesar el cuerpo de otro payita con una lanza larga, y a un tercero caer y morir pisoteado por la criatura.</p> <p>Gultec observó inmóvil, mientras su euforia anterior se convertía en un recuerdo lejano. La visión de las bestias le resultaba tan horrorosa, tan sorprendente, que era incapaz de levantar su arma para defenderse, de dar media vuelta y escapar. No podía hacer otra cosa que contemplar cómo su destino, el triunfo de su vida, se deshacía a su alrededor.</p> <p>Sin ningún motivo evidente, los monstruos no lo mataron. Pasaron a su lado, para acabar con casi todos los guerreros que encontraban en su camino. El Caballero Jaguar vio a las criaturas dar la vuelta a gran velocidad, con la maniobra típica de guerreros bien entrenados. Incluso vio a uno que parecía ser el jefe, que se adelantaba con las cintas negras enganchadas a su casco flotando en el aire. El rostro de este monstruo, una cara que podía ser humana, aparecía desfigurado en una mueca verdaderamente infernal.</p> <p>Las bestias cargaron contra un nuevo grupo de guerreros, para acabar con casi todos ellos. Algunos valientes los atacaron, pero los monstruos toteaban, saltaban y corcoveaban hasta quedar libres del acoso, y continuaban con su carnicería.</p> <p>Gultec vio otras bandas de criaturas. Las bestias recorrían el campo de batalla a placer, y el trueno de sus patas marcaba el redoble fúnebre de los payitas. Iban de arriba abajo, y nadie podía detenerlas. Comenzó la desbandada del enorme ejército; los guerreros escapaban de regreso a sus hogares o se arrodillaban para cuidar a los camaradas heridos.</p> <p>Pero los atacantes prosiguieron con su macabra tarea. Gultec los vio correr hasta los extremos más alejados del campo, sin dejar de matar, a pesar de que nadie oponía resistencia. Los payitas sólo deseaban escapar.</p> <p>El Caballero Jaguar pensó que muy pocos lo conseguirían.</p> <h2>* * *</h2> <p>Erix se encontraba con los ancianos cerca del límite del delta. Durante toda la mañana, el campo de batalla había sido el escenario de una inmensa confusión, ruido y color; los espectadores no tenían manera de saber cuál sería el bando ganador.</p> <p>La muchacha presintió el desastre antes que los demás. Hizo caso a su premonición, y retrocedió unos cuantos centenares de metros hasta llegar a la protección del manglar.</p> <p>En aquel momento, llegaron los monstruos.</p> <p>Erix gimió de terror y cayó al suelo, paralizada por el susto, al igual que muchos de los observadores. La inmovilidad significó la muerte para la mayoría, porque las bestias, con una astucia y crueldad casi humanas y un poder y velocidad sobrenaturales, corrieron entre los payitas para aplastar a guerreros y espectadores.</p> <p>La vista de la carnicería la dejó aturdida y enferma. Vio cómo arrancaban a un niño de los brazos de su madre para ensartarlo en una lanza, antes de que la mujer acabara pisoteada por los cascos relucientes del monstruo. Fue testigo del valor de un anciano que se colocó delante de su esposa, y al que mataron de un solo golpe para después reírse a carcajadas mientras la mujer abrazaba el cadáver.</p> <p>Contempló de rodillas cómo se acercaban los monstruos. Su líder, una figura enorme parecida a la de un hombre, con una gran barba roja, ojos de fuego y cintas negras en el casco, la descubrió entre la hierba. La luz brilló en sus ojos, y la punta de su lanza apuntó en su dirección. El monstruo se desvió, y Erix vio que la muerte cabalgaba hacia ella. Un poco más atrás, la seguía una criatura más pequeña y horrible.</p> <p>Erix observó a la bestia, y deseó poder matarla con la mirada. Consciente de que no podía, se puso de pie y esperó serena el momento final. A su alrededor yacían los cuerpos destrozados y sangrantes de los payitas. Presintió que su mundo se acababa, vio la agonía y el tormento de Maztica.</p> <p>Era un buen día para morir.</p> <p>De la crónica de Coton :</p> <p>Relatos del Plumífero en Maztica:</p> <p></p> <epigraph> <p>Llegó el tiempo de la guerra; y los hermanos Zaltec y Qotal se prepararon e hicieron los sacrificios correspondientes. Multitudes de hombres se reunieron ansiosos, dispuestos a entregar sus corazones, sus cuerpos y sus almas a la voluntad de sus dioses.</p> <p>Y Zaltec reclamó diez mil guerreros para su sacrificio. Felices, cantando y bailando, ascendieron a las pirámides en el tiempo en que las pirámides llegaban al cielo, y en la cumbre, con ánimo valiente, ofrecieron sus corazones a Zaltec, y el dios quedó satisfecho.</p> <p>Y Qotal hizo su sacrificio de trece mariposas, cada una de un color diferente; cada una más brillante y atrevida que la anterior. Y su sacrificio no fue la muerte de las mariposas, sino su libertad. A cada una la acercó al cielo y la liberó.</p> <p>Entonces llegó la guerra. Zaltec luchó para ganar predominio sobre los dioses, pero Qotal no cedió. Al final, Zaltec cayó de la pirámide y escapó a gatas. Dejó atrás la forma suprema del dios mayor, Qotal, para que reinase en el máximo de su gloria.</p> <p>Pero, incluso después de esto, en la oscuridad de la noche y en la intimidad de sus pensamientos traicioneros, Zaltec denominaba a Qotal el dios Mariposa.</p> </epigraph> <title style="page-break-before:always;text-indent: 0px;"> <p style="line-height:400%">17</p> </h3> <h1>Enemigos y amigos</h1> <p style="margin-top: 5%">Alvarro se dejó llevar por el impulso de la carga, por la invencible sensación de poder que lo embargaba mientras conducía a los lanceros a través de las filas destrozadas del enemigo. Había matado a muchos de los nativos, más de los que podía contar. Los caballos galopaban imparables, seguidos por las figuras gráciles y fuertes de los sabuesos. Alvarro se deleitaba ante el efecto que producían los perros de guerra, porque los aborígenes parecían tenerles tanto miedo como a los lanceros.</p> <p>Todavía había blancos abundantes para su lanza, más víctimas para el filo de su espada. La matanza se convirtió en algo ritual, un proceso que él podía ejecutar indefinidamente.</p> <p>No se dio cuenta de que habían dejado atrás a los guerreros. Él continuaba sembrando la muerte a su alrededor. El escuadrón cayó como un rayo entre los ancianos, mujeres y niños que habían venido a presenciar la batalla. Ahora, los jinetes los perseguían y los cazaban. El capitán presintió que debía dar la vuelta, pero el impulso de su carga había cobrado vida propia, así que prosiguió con su orgía de muerte.</p> <p>Algo captó la atención de Alvarro, y en el acto desvió a su yegua mientras los lanceros seguían adelante. Vio a una mujer joven de pie en medio del campo, que lo contemplaba. Era delgada y muy bella, si bien lo que más llamaba la atención eran sus ojos. Se fijaron en Alvarro, y lo acusaron, descubriéndole la fealdad de su alma en toda su crudeza.</p> <p>La aparición lo enfureció hasta la locura, y bajó la lanza mientras arremetía contra la mujer solitaria, ansioso por derramar su sangre.</p> <p>Halloran siguió la batalla con gran interés, sentado en una rama del árbol y bien oculto por las hojas. Temió por la suerte de la compañía de Daggrande cuando se adelantaron demasiado. Aplaudió el valor de los hombres de Garrant, y por fin respiró tranquilo al ver la caballería.</p> <p>Observó a los lanceros con un toque de envidia, consciente de que él debería haber estado a la cabeza. Admiró de mala gana la audacia de Alvarro, mientras los jinetes atacaban el corazón del ejército rival. Los coloridos estandartes de las lanzas, la perfección en los movimientos de hombres y caballos, caracterizaban a los centauros de la legión que él había ayudado a entrenar.</p> <p>Pero su admiración se convirtió en extrañeza cuando vio que los lanceros dejaban atrás a los guerreros y continuaban cabalgando. Después, sintió asco y repulsión ante la carnicería perpetrada por los jinetes, que ya no eran suyos, sino de Alvarro.</p> <p>Los lanceros recorrieron el borde del delta, y algunos pasaron cerca del escondite de Halloran, que se apresuró a bajar del árbol en cuanto se alejaron. El joven se olvidó de cualquier pensamiento heroico respecto a la intervención de sus camaradas; él no podía aceptar la brutalidad de sus asesinatos.</p> <p>Los lanceros mataban sin discriminación; les daba igual que fueran guerreros o espectadores. Los caballos arrollaban a los payitas que no se apartaban de su camino, y los perros ladraban y mordían, provocando más miedo por su ferocidad que un daño real.</p> <p>Halloran vio que un caballo negro se separaba de los demás, y reconoció a<i> Tormenta</i>. Distinguió las cintas negras sujetas al casco del jinete; se trataba de Alvarro. ¡Su rival se había apoderado hasta de su montura! Un sabueso seguía a Alvarro y a<i> Tormenta</i>, mientras el lancero buscaba a su próxima víctima. Halloran vio que Alvarro bajaba la lanza. «Tendría que haberlo matado cuando tuve la oportunidad», pensó desconsolado. Un odio asesino ardió en su pecho.</p> <p>Entonces, por primera vez, distinguió a Erix en el campo de batalla y adivinó que ella era el próximo objetivo del lancero.</p> <p>—¡Erixitl, no! ¡Maldito bastardo! —gritó, mientras echaba a correr—. ¡Por Helm, no! —La posibilidad de que la joven pudiese morir en este lugar le pareció que era la peor pesadilla de su vida; un mal sueño que no podía permitir.</p> <p>Alvarro prosiguió su carga, sin advertir la presencia de Hal cuando el joven salió a campo abierto. El ex legionario era consciente de lo poco adecuada que era su daga para el enfrentamiento. Aun en el caso de que el puñal hubiese estado equilibrado para lanzar, no tenía ninguna posibilidad de detener, o siquiera distraer, al atacante.</p> <p>¡Magia! Ahora era el momento en que los poderes arcanos podían ayudarlo. Sin embargo, ya no conocía las fórmulas; hacía diez años que no las repetía.</p> <p><i>«Kreeshah...</i> ¿Cómo era aquella frase? ¡Maldita sea!» Las palabras se removieron en el fondo de su memoria. El caballo de Alvarro pasó a todo galope mientras Hal se esforzaba por recordar.</p> <p>«¡Kreeshah... barool... hottaisk!» ¡Ya la tenía!</p> <p><i>—¡Kreeshah... barool... —</i>repitió Halloran, en voz bien alta. Señaló con el dedo al capitán pelirrojo y a su caballo negro que se disponían a arrollar a Erix—.<i> ¡Hottaisk!</i></p> <p>Un diminuto dardo de fuego brotó de su dedo, y voló en línea recta hacia el objetivo, dejando en el aire una estela de chispas. Halloran contempló asombrado la trayectoria del proyectil mágico, que acertó en la espalda de Alvarro en el mismo momento en que el jinete se cernía sobre la inmóvil muchacha.</p> <p>Alvarro lanzó un grito agudo que espantó a su cabalgadura. Sin dejar de maldecir el terrible dolor de la herida, se preocupó única y exclusivamente de sofrenar a su caballo, pero la necesidad de emplear las dos manos lo hizo perder la lanza.</p> <p>—¡Corre! ¡Ve hacia los árboles! —Halloran corrió hacia Erix, intrigado por la apatía de la muchacha.</p> <p>Ella lo observaba con una expresión pasiva y un tanto triste, y el joven se sintió atrapado por la luz de sus ojos.</p> <p>—¡Desertor y<i> ahora</i> también traidor! —gritó Alvarro, con un tono de mofa.</p> <p>Hal alcanzó a la muchacha en el instante en que su rival desenvainaba su sable.</p> <p>—¡Pero no asesino! —respondió Halloran.</p> <p>Una sonrisa cruel apareció en el rostro de Alvarro; clavó las espuelas en su cabalgadura y se lanzó al ataque, seguido por el sabueso. Hal vio que se trataba de<i> Caporal</i>, y deseó que el perro lo reconociera.</p> <p>El joven recogió la pesada lanza, y levantó la punta para hacer frente al jinete. El arma era letal cuando la respaldaba el impulso del caballo y un caballista bien sujeto a la montura; en cambio, en manos de un soldado de infantería no era más que un palo largo.</p> <p>El encuentro era casi inminente, cuando de pronto Hal se arrodilló y apoyó la empuñadura de la lanza en el suelo. Sosteniendo el arma con firmeza, la apuntó hacia la coraza de Alvarro.</p> <p>El capitán descargó un sablazo con la intención de apartar la lanza de su camino, pero Halloran se mantuvo firme y, en el mismo segundo, la punta de la lanza se estrelló contra el pecho de Alvarro, que salió despedido de su montura. Con un gruñido amenazador, el sabueso se dispuso a atacarlo.</p> <p>—¡<i> Caporal</i>, quieto! —gritó Halloran. El perro se detuvo, y miró a los hombres, sin saber qué hacer.</p> <p>El lancero pelirrojo yacía de espaldas, sin hacer otra cosa que gemir. Hal corrió hacia él y recogió el sable de su rival. Por un momento, pensó en rematar a Alvarro, como justo castigo a sus crímenes, pero no pudo hacerlo, máxime cuando el epíteto de «traidor» resonaba todavía en sus oídos. En cambio, despojó al jinete de su cinturón y la vaina, y lo sujetó a su propia cintura.</p> <p>Después, miró a su alrededor. Su caballo,<i> Tormenta</i>, se había detenido un centenar de metros más allá y pastaba tranquilamente. Los demás integrantes del escuadrón<i> </i>se habían dispersado para perseguir a sus víctimas. No obstante, permanecían al alcance de la vista, y en cuestión de segundos alguno de ellos advertiría la ausencia de su capitán.</p> <p>Poco a poco, Erix se dio cuenta de que no iba a morir, si bien no comprendía la naturaleza de su salvación. Algo había enfurecido al monstruo justo antes de que pudiese matarla, y la bestia había saltado, resoplado y gritado su rabia por sus dos bocas.</p> <p>Entonces había reconocido al extranjero, Halloran, y le pareció que él era su salvador. Pero ¿por qué? ¿Acaso no era un sirviente de los monstruos, igual que sus compañeros? Lo miró anhelante, aunque aturdida por la brutalidad de su gente.</p> <p>Había sentido admiración por el hombre cuando levantó la lanza, en un intento desesperado por detener al monstruo. Le dio pena tener que presenciar su muerte. No había nadie capaz de enfrentarse a la bestia de dos cabezas.</p> <p>¡Pero él partió el cuerpo del monstruo! Erix gritó de asombro cuando el golpe de Hal arrancó la parte superior de la criatura, que cayó a tierra. Si ver cómo se retorcía en el suelo el torso de la bestia le resultaba espantoso, mucho peor fue comprobar que la parte inferior se movía por sí sola. Desprovisto de su parte humana, el monstruo se parecía bastante a un enorme ciervo.</p> <p>Su aspecto perdió así algo de fiereza. Vio cómo se detenía para mordisquear la hierba aplastada entre los cuerpos sangrientos de aquellos que, unos minutos antes, había matado.</p> <p>Su asombro se multiplicó cuando Halloran gritó una orden al monstruo pequeño, que lo obedeció. Igual que la otra criatura, ésta no parecía tan terrible después de<i> </i>responder a la voz de mando.</p> <p>Halloran no dejaba de ir de un lado a otro, presa de una gran agitación. Ahora vio que él recogía el cuchillo largo y se encaminaba hacia la parte inferior del monstruo mayor. Por fin lo entendía: había que matar a cada parte por separado.</p> <p>Sin embargo, el hombre no remató a la bestia. En cambio, se dedicó a hablarle. Ni tampoco la criatura lo atacó o escapó, sino que permaneció dócil mientras el joven la acariciaba.</p> <p>¡Entonces Halloran se unió a la bestia! Ella vio cómo él reemplazaba el torso arrancado. El monstruo recreado se volvió hacia Erix y avanzó en su dirección. El espectáculo fue demasiado para su mente aterrorizada.</p> <p>Cuando Halloran llegó junto a la muchacha, la encontró desmayada en el suelo.</p> <h2>* * *</h2> <p><i>Veo a un coyote, que me habla muy lentamente. No puedo entender sus palabras, pero está sobre el cuerpo de un hombre. Un buitre, cubierto de sangre seca, aterriza delante de mí y me saluda con mucha cortesía. Me llama «muy excelentísimo e iluminado señor Poshtli», y me siento complacido</i>.<p><i>El cuerpo entre el coyote y el buitre se agita, en un esfuerzo por hablar. El hombre está muerto desde hace mucho tiempo, y, sin embargo, se sienta y me habla. Veo que es mi tío, el reverendo canciller Naltecona</i>.</p> <p><i>El coyote, hambriento, muerde un brazo del cadáver. Siempre tiene hambre. El buitre picotea una mejilla. Mi tío los ayuda; arranca trozos de su cuerpo y alimenta a los carroñeros, un brazo para el coyote, una oreja y un ojo para el buitre</i>.</p> <p><i>Entonces el cuerpo de mi tío se transforma</i>.</p> Poshtli guiñó los ojos ante la figura baja y calva que permanecía en cuclillas a su lado. Sin prisa, el Caballero Águila miró a su alrededor, desde la cama de piedra donde yacía, y vio que se encontraba en una cueva. Las paredes de arenisca amarilla mostraban un reflejo dorado a la luz de una pequeña hoguera.</p> <p>—Has hablado con los dioses, hombre plumífero —dijo la figura—. ¿Ahora querrás hablar conmigo?</p> <p>Poshtli estudió a su extraño interlocutor, porque jamás había visto a nadie como él. Bajo de estatura y robusto, de piernas patizambas y hombros anchos, resultaba ser un hombre deforme. Era calvo, pero su rostro aparecía cubierto de una barba espesa y tan larga que le llegaba a la barriga. La piel del hombre era curtida y arrugada como un cuervo viejo, aunque no tan oscura como la de Poshtli. El desconocido se puso de pie, y el Caballero Águila vio que no medía más de un metro veinte de altura.</p> <p>—¿Quién eres? —preguntó Poshtli. Descubrió que le costaba trabajo hablar porque tenía la lengua reseca como una suela.</p> <p>—¿Eh? Soy Luskag, jefe de la Casa del Sol. Es curioso que me lo preguntes. Yo pensaba hacer la misma pregunta acerca de ti.</p> <p>A Poshtli se le despejó la mente. Recordó los relatos, calificados como leyendas fantásticas, acerca de los hombres peludos del desierto, enanos que vivían muy lejos de las poblaciones humanas, al otro lado de un desierto infranqueable.</p> <p>—Soy Poshtli, de Nexal —respondió. Con gran esfuerzo, se sentó en la cama—. Te debo la vida.</p> <p>—Has llegado más lejos que cualquier otro hombre que haya conocido jamás —afirmó Luskag—, pero nadie puede vivir mucho tiempo en la Casa de Tezca. Sin embargo, no es éste el motivo por el que te he salvado la vida. —El enano alcanzó a Poshtli una cantimplora, y el guerrero bebió un par de sorbos.</p> <p>»Algunas veces los humanos vienen al desierto y mueren allí. En ocasiones, los enanos del desierto salvamos a los humanos y los traemos aquí, a la Casa del Sol. Cada vez que salvamos a alguno, es por una razón.</p> <p>»A ti te salvé porque tuve un sueño. Soñé con un enorme buitre, que volaba a tu alrededor, sólo en la Casa de Tezca. Y yo iba hacia ti, te daba agua y vida, y el buitre quedaba complacido.</p> <p>»No sé por qué querría yo complacer a un buitre, pero era algo importante para mí. —El enano miró a Poshtli como si esperase una explicación del caballero.</p> <p>—Yo también he soñado con un buitre... ahora mismo, antes de despertar —dijo el Caballero Águila—. Pero no sé lo que puede significar la visión.</p> <p>—¿Por qué has venido al desierto? —preguntó Luskag.</p> <p>—Busco poder ver el futuro, encontrar un significado a los sucesos del Mundo Verdadero. Extranjeros, hombres poderosos, han volado hasta nuestras costas. Naltecona, el reverendo canciller de Nexal, se ha visto asediado por augurios y visiones. Una noche tuve un sueño. El Plumífero, el propio Qotal, me habló. Dijo que yo podría encontrar la verdad que busca mi tío, pero que no la encontraría jamás en Nexal.</p> <p>»La visión me mostró una imagen de calor, arena y sol, que interpreté como la Casa de Tezca. Y, dentro de aquel desierto, debía buscar una gran rueda de plata. Ésta es la razón por la que he venido aquí; en busca del conocimiento.</p> <p>Luskag suspiró, y cabeceó en un gesto de resignación.</p> <p>—Es tal como me temía —dijo.</p> <p>—¿Qué es lo que temías? ¡Por favor, explícamelo!</p> <p>—Hay un lugar cerca de aquí, al que se puede ir en busca del conocimiento o la verdad, pero a menudo a un coste terrible; quizás incluso la vida de un hombre, o su juicio. Pese a ello, éste es el motivo por el cual los hombres se aventuran a entrar en la Casa de Tezca, y también la razón por la que, a veces, los traemos aquí. —Luskag miró a Poshtli con expresión severa—. Allí es donde encontrarás tu respuesta. Te llevaré a la Piedra del Sol.</p> <h2>* * *</h2> <p>Erix recuperó el sentido poco a poco; primero advirtió que casi no podía respirar por culpa de un hedor pútrido y asfixiante. Después notó un dolor en el abdomen y, por último, percibió el movimiento. De pronto comprendió dónde estaba, y el miedo se apoderó de ella.</p> <p>¡Se encontraba atravesada en la espalda del monstruo!</p> <p>El dolor se lo producía un caparazón sobresaliente en el lomo de la bestia, porque iba colgada entre la enorme cabeza y el torso humano. No se atrevió a mirar, si bien no dudaba que el hombre era Halloran.</p> <p>Miró hacia abajo, y descubrió que se movían por la arena. El ruido de las olas la avisó que corrían a lo largo de la playa.</p> <p>De improviso, Erix se retorció para dejarse caer de la criatura. Escuchó el grito de Halloran mientras ella aterrizaba en la arena, y se quedaba atontada por el golpe. El martilleo de los inmensos pies de la bestia cesó en el acto, y, antes de que tuviese tiempo de levantarse, el extranjero se había separado del monstruo y se sostenía sobre sus propias piernas junto a ella.</p> <p>—¿Por qué lo has hecho? —preguntó el joven—. ¡No voy a hacerte ningún daño!</p> <p>—¿Qué..., qué<i> eres</i> tú? —gritó Erix—. ¿Qué clase de gente sois que podéis matar con tanta alegría y despreocupación? ¿Y qué son estos monstruos que...? —Hizo un gesto furioso hacia la bestia que ahora esperaba tranquila en la playa. Como si tuviese conocimiento del interés de la joven, el monstruo levantó la cabeza y relinchó suavemente.</p> <p>De pronto, le resultó evidente la naturaleza de los caballos. Eran animales, desde luego criaturas muy grandes, pero bestias vulgares que cargaban con el peso de los hombres y estaban sometidas a su voluntad.</p> <p>Erix advirtió que sus palabras habían provocado un profundo dolor en Halloran, y recordó que él había luchado contra su propia gente para salvarle la vida. Sin embargo, esto revivió su enojo.</p> <p>—¿Por qué no me has dejado morir? —preguntó.</p> <p>Ahora fue el turno de Halloran de mostrarse enfadado.</p> <p>—¿Por qué? Porque lo que hacían era una barbaridad. ¡No tenía ningún sentido dejarte morir!</p> <p>—Eres una persona muy rara, Halloran. Has venido hasta aquí con tu gente en un viaje larguísimo y, entonces, cuando llega el momento de luchar, te vuelves contra ellos.</p> <p>Una vez más comprendió que lo había herido, y en esta ocasión se arrepintió.</p> <p>—Mi gente se ha vuelto contra mí —replicó Halloran—. Me habrían matado, así que tuve que huir. —«Y me han culpado por la muerte de Martine», añadió para sí mismo. Sintió ganas de acusar a Erix, pero se contuvo.</p> <p>»Cuando te vi en el campo de batalla —agregó en voz alta—, sólo podía hacer una cosa, y la hice. Me alejé de allí, y desde entonces cabalgamos a lo largo de la costa, hacia el oeste.</p> <p>—¿Soy tu prisionera? —quiso saber Erix.</p> <p>—¿Qué? ¡No! ¡Desde luego que no! Sólo pretendía enmendar un error tremendo del que era testigo, quería ayudarte. ¡Esto es todo! Pensé que estarías más segura conmigo que no en el campo, con la legión.</p> <p>—Entonces ¿puedo irme?</p> <p>Al escuchar su pregunta, Halloran sintió miedo; una inexplicable sensación de soledad amenazó con borrar su desesperación anterior. No quería que la muchacha lo abandonara. Ella representaba su único medio de comunicación, su guía en esta tierra desconocida. Pero no podía retenerla en contra de su voluntad.</p> <p>—Sí, puedes irte —contestó—. Eres libre de ir a donde quieras. Pero espero que escojas quedarte conmigo y ayudarme. Me encuentro solo. No puedo regresar con mi gente.</p> <p>El aspecto, la voz y el olor de Halloran no dejaban de asombrar a Erixitl. No obstante, se había acostumbrado un poco a su aspecto estrafalario. Había demostrado ser un hombre valiente y de honor. Sabía que su compañía podía resultar interesante. En cuanto al olor...</p> <p>—De acuerdo. Pero, primero —dijo Erix, enfatizando las palabras—, debes bañarte.</p> <p>El la miró sorprendido, y comprendió que lo del baño iba en serio.</p> <p>—Después —añadió la muchacha—, tendremos que buscar un refugio. No tardará en llegar la noche.</p> <h2>* * *</h2> <p>—¡Hay que contar y cargar el tesoro, de inmediato! —declaró Kardann, con la mirada puesta en Cordell.</p> <p>El capitán general escuchó la demanda del asesor, y no pudo evitar sentir desprecio hacia un hombre que, en lugar de estar presente en el campo de batalla, había buscado refugio en uno de los barcos. Ahora que la victoria era un hecho, había vuelto con sus plumas y pergaminos a reclamar la parte que correspondía a sus amos. Pese a ello, el plan que había propuesto coincidía con el suyo propio.</p> <p>—Entraremos en la ciudad, que, según me han dicho, se llama Ulatos, esta noche —respondió Cordell—. Darién ha informado a sus jefes, y se preparan para recibirnos. —Una vez más, el hechizo idiomático de la maga había acelerado la comunicación. Después, la elfa había regresado a la nave capitana para continuar con el estudio del hechizo, y estar preparada, en el caso de que hiciese falta saber más de una lengua para subyugar a Ulatos.</p> <p>—¿Y el oro? —preguntó Kardann, inquieto.</p> <p>—Seremos todos ricos para el alba, lo prometo —afirmó Cordell, mientras Kardann se volvía hacia el campo de batalla.</p> <p>—¿Qué pasa con los cuerpos? —quiso saber el asesor de Amn—. ¿Les han quitado las pulseras, collares y demás ornamentos?</p> <p>—¡Desde luego! —exclamó Cordell, airado. La necesidad de despojar a los muertos no hacía más agradable la tarea—. Se ha recogido una cantidad de oro considerable. Lo han llevado a la torre. —El general señaló la torre de observación, y Kardann se alejó deprisa para hacer su primer inventario. Cordell respiró aliviado, y sonrió al ver que se acercaba Darién.</p> <p>—¡Hola, querida! —El general no ocultó su sorpresa. Había dado por sentado que ella dedicaría horas al estudio del hechizo.</p> <p>Ahora, a la luz de las hogueras, su blanca tez estaba roja de ira.</p> <p>—¿Qué ocurre? —preguntó Cordell.</p> <p>—Tu plan para Halloran ha fracasado —respondió la maga, en voz muy baja. Siempre tenía la precaución de hablar cuando la atención del fraile estaba ocupada en otra cosa.</p> <p>—¿Quieres decir que no ha escapado? —El general hizo una mueca—. Vaya desilusión. Creía habérselo puesto muy fácil.</p> <p>—Oh, desde luego que sí —exclamó Darién, en tono mordaz—. No sólo escapó sino que hizo algo más. —Cordell frunció el entrecejo—. Robó mi libro de hechizos. Quizá no lo hizo intencionadamente, pero estaba oculto en la mochila que se llevó de mi camarote.</p> <p>Cordell hizo un mohín de desagrado, y desvió su mirada de los ojos claros y furiosos de la elfa. Ambos conocían la gravedad del robo, porque los magos necesitaban consultar su libro después de practicar un hechizo, para volver a aprenderlo. Sin su libro, Darién sólo podía utilizar sus encantamientos una sola vez, y no tendría oportunidad de renovar su conocimiento hasta tanto pudiese recuperar el volumen o escribir uno nuevo.</p> <p>—Corre el rumor entre los hombres —añadió Darién, vengativa— de que atacó y desmontó a Alvarro, para después robarle el caballo y escapar del combate.</p> <p>—¡Que Helm lo maldiga! —siseó Cordell, pálido de furia—. ¡Le di la oportunidad de redimirse, y me traiciona! ¡No puedo consentirlo!</p> <p>—¡Claro que no! —asintió la maga—. Pero ¿cómo piensas remediar el tema?</p> <p>—¿Tiene todos tus hechizos?</p> <p>—Tiene una copia de todos; sin embargo, conservo mis notas y pergaminos, y podré volver a aprenderlos casi todos. Claro que me llevará algún tiempo reescribir el libro. Además, robó unas cuantas pócimas de mi cofre.</p> <p>—Muy bien —dijo Cordell. La mirada de sus negros ojos era tan fría como la expresión de su rostro—. No escatimaremos esfuerzos. Hay que encontrar a Halloran y matarlo. Cuanto antes, mejor.</p> <p>—Quizás esto se pueda conseguir más fácilmente de lo que crees —comentó la maga, con una sonrisa cruel.</p> <p>—¿Qué quieres decir?</p> <p>—Una de las pócimas que robó es el señuelo..., el veneno. Si la prueba, habrá muerto antes de poder dejar la botella.</p> <h2>* * *</h2> <p>Spirali se paseó asombrado entre los cuerpos sangrientos dispersos por el campo. Como miembro de una raza antiquísima, su formación lo había preparado para muchas cosas. No obstante, el espectáculo que tenía ante los ojos lo atemorizaba; por primera vez, se preguntó si habría fuerzas que ni siquiera los Muy Ancianos serían capaces de dominar.</p> <p>La noche había convertido la llanura en un infierno. La hierba había desaparecido, entremezclada con el fango. Los grandes abanicos de plumas, los orgullosos estandartes y los innumerables tocados aparecían aplastados en el barro; un epitafio adecuado a la desgracia del ejército payita.</p> <p>Mujeres y niños silenciosos caminaban en la oscuridad, buscando un rostro familiar entre la multitud de muertos y heridos. Los esclavos cargaban con los cadáveres hasta una enorme fosa, y los colocaban en hileras en el interior. Los muertos sumaban millares, y los ritos funerarios de carácter individual habían sido suprimidos por necesidad.</p> <p>Los sacerdotes de Qotal y Azul también recorrían el escenario para atender a los heridos, pero su magia sanadora se había visto desbordada por la magnitud del desastre. En la mayoría de los casos, los guerreros soportaban el dolor con estoicismo, si bien de cuando en cuando se escuchaba el grito de un hombre que deliraba.</p> <p>Pero estas triviales preocupaciones humanas no tenían ningún sentido para Spirali.</p> <p>El Muy Anciano miró hacia la ciudad, donde grandes hogueras celebraban la victoria de los extranjeros. De acuerdo con el plan elaborado durante siglos, los invasores tendrían que haber sufrido hoy una derrota aplastante. Sin embargo, ahora bailaban en la plaza, alrededor de su montaña de oro, de una manera que intranquilizaba a Spirali. Tenía la impresión de que estos humanos perseguían sus metas con tanto empeño como los Muy Ancianos perseguían las suyas. ¡Sólo que parecían mucho más apasionados!</p> <p>Su preocupación no le dejaba más que una alternativa. Por lo tanto, Spirali desapareció de la llanura de Ulatos y se teletransportó hasta la Gran Cueva.</p> <p>Reapareció junto al caldero hirviente del Fuego Oscuro, en el momento en que los Cosecheros se encargaban de alimentarlo. Estos últimos, más pequeños de talla y vestidos con túnicas negras iguales a la de Spirali, lo saludaron con una reverencia.</p> <p>Los Cosecheros permanecían alrededor del caldero del Fuego Oscuro, como cada noche, atendiendo a la llama inmortal. Lo alimentaban con los frutos de sus cultivos, recogidos a lo largo y ancho de las tierras de Maztica. Las llamas del Fuego Oscuro, deleitado con su comida, se retorcían y saltaban.</p> <p>Desde luego, Zaltec estaba feliz, porque una vez más comía muy bien.</p> <p>Los Cosecheros trabajaron diligentes, y muy pronto acabaron de alimentarlo. Después, desaparecieron silenciosamente en la oscuridad. Su tarea había concluido hasta la noche siguiente.</p> <p>Spirali sacudió su capa, y el áspero roce de la tela resonó en las amplias cámaras de la cueva. En unos momentos, los Muy Ancianos se reunieron alrededor del Fuego Oscuro. Spirali permaneció en silencio, como todos los demás, hasta que apareció la frágil y amortajada figura del Antepasado para ocupar su asiento por encima del caldero.</p> <p>—Los extranjeros han derrotado a los payitas en el combate. En un día, han conquistado Ulatos y destrozado el ejército.</p> <p>Las capas susurraron en una muda afirmación de sorpresa, cuando no de asombro.</p> <p>—¡Imposible! —siseó una voz, con tal brusquedad que ofendió la sensibilidad de los presentes. Después, se escuchó el suave roce de la seda de su capa, como una disculpa por el estallido.</p> <p>—Desde luego, resulta desalentador que los payitas se hayan comportado tan mal. Aun así, las raíces de nuestro poder siempre han estado en Nexal. Podemos estar seguros de que los extranjeros no tendrán tanta suerte cuando se enfrenten a los guerreros de Naltecona —afirmó el Antepasado, que miró a los congregados antes de proseguir.</p> <p>»La vinculación de estos extranjeros con las tierras de los Reinos Olvidados hace imperioso que trabajemos deprisa y en secreto. Si se enteran de nuestra naturaleza, los planes trazados para Maztica pueden verse afectados sin remedio. Nexal es nuestra esperanza. ¿Qué hay de la muchacha?</p> <p>—El sacerdote fracasó —respondió Spirali, con la cabeza gacha—. Está muerto. Yo también intenté matarla, sin éxito. —Desde luego, no correspondía explicar las circunstancias (entre ellas, el amanecer) que habían actuado en su contra. Esperó el veredicto del Antepasado, consciente de que podía ser condenado a muerte por su fracaso. Ni el más mínimo susurro de las capas perturbó el silencio de la cámara durante un buen rato.</p> <p>—Debes volver y buscar a la muchacha. Su muerte es más importante ahora que nunca. Si le permitimos que cumpla los términos de la profecía, los efectos podrían ser catastróficos. Pero es esencial que tu identidad permanezca en secreto. ¿Lo has comprendido?</p> <p>—Muy bien. —Spirali hizo una reverencia y unió las palmas de las negras manos delante de su pecho para transmitir su gratitud por la segunda oportunidad—. Con el debido respeto os comunico que necesitaré ayuda para esta misión.</p> <p>—¿Qué clase de ayuda necesitas? —preguntó el Antepasado.</p> <p>Spirali respondió, y un suave susurro de sorpresa surgió de los reunidos. ¡Hacía siglos que no se hacía aquella petición! Pero el Antepasado consideró la solicitud con mucha seriedad, y al fin dio su conformidad.</p> <p>—De acuerdo. Puedes llamar a los sabuesos satánicos.</p> <p>Spirali asintió, satisfecho con la ayuda y aliviado porque no le habían impuesto ningún castigo. Sabía que no tendría más oportunidades. Después de calentarse las manos y el cuerpo junto al Fuego Oscuro, se dirigió hacia las profundidades de la caverna.</p> <p>Caminó por un túnel sinuoso y estrecho hasta que llegó a una especie de cámara, donde el pasadizo se unía a un pozo de ventilación que descendía hasta el corazón del volcán. El calor que procedía del fuego líquido del fondo fue como un golpe contra su rostro.</p> <p>El Muy Anciano se asomó por el borde, y lanzó un aullido. Repitió el grito dos veces más, y después esperó.</p> <p>En el fondo, una burbuja de gas caliente se desprendió de la lava. De un color rojo incandescente y rebosante de energía, ascendió por el pozo, rozando las paredes que le impedían ensancharse. En unos instantes, alcanzó tal velocidad que parecía un relámpago atrapado en un tubo. Por fin, disminuyó su carrera al acercarse a la salida.</p> <p>Cuando la burbuja llegó al nivel del Muy Anciano, se detuvo. Spirali vio una masa de largos y afilados dientes, ojos como rubíes y formas estilizadas que se movían en el interior. Una criatura oscura saltó de la burbuja al túnel, y de inmediato la siguieron muchas más hasta que toda la jauría se reunió alrededor de su amo.</p> <p>Todos eran de color oscuro, en una gama que iba del marrón sucio al rojo óxido, como sangre seca. Sus lenguas largas y negras colgaban de las bocas, y sus afiladísimos colmillos parecían tallados en obsidiana. Sólo los ojos ponían una nota de color vivo en las criaturas; sus órbitas centelleaban, con una luz idéntica a la lava hirviente de más abajo.</p> <p>Tan pronto como desembarcaron los enormes perros, la burbuja reanudó su ascenso. En cuestión de segundos surgió por el cráter, y estalló convertida en una enorme bola de fuego. En el valle, los ciudadanos de Nexal contemplaron atemorizados el globo naranja que apareció de pronto en el cielo estrellado, como un terrible presagio.</p> <p>—¡Bienvenidos! —siseó Spirali, acariciando a las bestias horribles—. ¿Estáis preparados para salir de caza?</p> <h2>* * *</h2> <p>Darién buscó un rincón umbrío en el jardín delante del palacio de Caxal. Aquí podía trabajar sin exponer su blanca piel y sus sensibles ojos a la terrible claridad del sol. Se sentó en la hierba y colocó en el suelo con mucho cuidado los componentes necesarios, porque, sin el libro de hechizos, no podría realizar el sortilegio más de una vez.</p> <p>En un bol pequeño, aplastó unas cuantas hojas secas. Al lado depositó el largo sable plateado —el arma de Halloran que le habían quitado en el momento del arresto— y un recipiente pequeño lleno de ascuas. Buscó una ramita seca, apoyó la punta entre las brasas, y sopló suavemente hasta que brotó la llama. Después, utilizó el fuego de la rama para encender las hojas aplastadas.</p> <p>De inmediato, el polvo de las hojas se incendió, y un olor dulce se extendió por el jardín. La maga sacó un trozo de cuerno del bolsillo de su túnica. Lo acarició con sus dedos largos y delgados, concentrada en el hechizo, musitando palabras de un poder arcano, a la búsqueda de un plano determinado entre los muchos que la rodeaban.</p> <p>Su mente recorrió el plano ígneo, donde ardían eternamente fuegos de todo tipo. Las rocas convertidas en líquido fluían en una enorme marea, y hasta el aire chisporroteaba. Sólo la protegía la magia del hechizo, y Darién sintió alivio cuando dejó atrás aquel lugar tan espantoso. A continuación, penetró en el plano acuífero, mucho menos peligroso pero que no era su objetivo. Por fin llegó al plano aéreo, donde se encontraba la ayuda que buscaba. Descansó en un espacio intangible de nubes y viento, mientras la magia hacía su trabajo. El hechizo buscó su meta, y muy pronto Darién sintió una resistencia.</p> <p><i>¡Ven a mí! ¡Te exijo obediencia!</i> Poco a poco, pero sin poder resistirse, la criatura respondió a su llamada. En el acto, Darién volvió la atención a su propio cuerpo, que no se había movido del jardín.</p> <p>Durante un minuto eterno, permaneció sentada sola entre la fronda. Entonces percibió otra presencia. Respiró tranquila, porque el hechizo había tenido éxito. Darién reprimió con esfuerzo un grito de alegría al ver que se apartaban las ramas, y la hierba se hundía bajo el peso de algo no visible.</p> <p>Había llegado el cazador invisible.</p> <p>—Debes buscar a un hombre llamado Halloran —dijo Darién, con voz suave y los ojos cerrados. El cazador no respondió, porque no podía hablar.</p> <p>»Esta es la espada que utilizaba. Te dará su rastro. No sabemos qué dirección ha tomado.</p> <p>»Cuando lo encuentres debes matarlo en el acto. No demores su muerte, porque es un hombre de muchos recursos. —El cazador invisible no se movió de su lado. Ella percibía el resentimiento de la criatura ante sus órdenes, pero debía acatarlas al estar sometido al poder de su hechizo.</p> <p>»¡Ahora, vete! —ordenó. Darién abrió los ojos y observó el movimiento de las hojas al paso de la criatura.</p> <p><strong> <i> De las crónicas de Coton</i></strong>:</p> <epigraph> <p>Escribo con la certeza de que el ocaso de Maztica se cierne sobre nosotros.</p> <p>Un águila solitaria llega a Nexal. Trae un relato de tragedia y desastre demasiado extraordinario para ser creído. Los extranjeros, dice, son servidores de unos monstruos enormes. Estas bestias cabalgan sobre nubes de polvo, y los golpes de sus pies crean el trueno.</p> <p>Son rápidos y poderosos, más fuertes que muchos guerreros juntos. Pero también son astutos, porque tienen la mente de hombres. Luchan con sus armas, y también con su carne invencible.</p> <p>El Caballero Águila nos cuenta todo lo que ha visto con lágrimas en los ojos. Su corazón se parte bajo el peso del relato, y muere en el suelo delante de Naltecona, al pronunciar la última palabra de su historia.</p> <p>A Naltecona se le salen los ojos de las órbitas. Su piel palidece hasta ser casi igual a la tez blanca y sin sangre de los extranjeros. Su boca se mueve, intentando pronunciar palabras que se niegan a salir.</p> <p>«¡Más sacrificios! —grita—. ¡Debemos consultar a los dioses!»</p> <p>Y los sacerdotes y sus cautivos forman una procesión. El propio Naltecona blande el cuchillo. Busca la sabiduría que le permita decidir; pide a los dioses que le den el conocimiento y la voluntad que le faltan.</p> <p>Desde luego, no le contestan.</p> </epigraph> <title style="page-break-before:always;text-indent: 0px;"> <p style="line-height:400%">18</p> </h3> <h1>Conquista</h1> <p style="margin-top: 5%">Al anochecer, los sobrevivientes de Ulatos se reunieron en filas sombrías a lo largo de las avenidas de su hermosa ciudad, para presenciar la entrada de los conquistadores. Si bien la batalla no había tocado la capital, todos sus habitantes conocían su resultado. Casi todas las familias habían perdido un padre o un hermano, incluso alguna hermana menor, o un abuelo, atrapados en la carnicería.</p> <p>En primer lugar desfilaron los infantes de Garrant y los ballesteros de Daggrande, en columnas impecables de seis en fondo. Los estandartes encabezaban las compañías, mientras pífanos y tambores marcaban el paso. Avanzaron marcialmente, a un ritmo más rápido que el paso normal. Los legionarios desfilaban orgullosos, sin dejar de espiar el esplendor que los rodeaba. Vieron jardines y flores que superaban lo imaginable, y pulcras casas blancas. El agua abundaba por doquier, siempre limpia y clara.</p> <p>Los siguieron veintiún jinetes, en filas de tres. Los banderines azules y amarillos ondeaban en las puntas de sus lanzas, y los caballistas disfrutaban haciendo caracolear a sus caballos, con gran espanto de los espectadores. Alvarro montaba un corcel negro que había sido de uno de sus hombres. Tiraba de las riendas con mucha fuerza para que su montura se encabritara, y, mientras el animal se levantaba sobre las patas traseras, él agitaba el sable por encima de su cabeza.</p> <p>Cordell entró en Ulatos en el centro de la Legión Dorada, montado y escoltado por los caballos de Darién y Domincus. Los otros veinte caballos restantes, y las compañías de infantería, completaban la parada militar.</p> <p>La legión avanzó a paso redoblado por las anchas avenidas, y muy pronto llegó a la gran plaza, en el corazón de la ciudad. Los árboles y las flores abundaban alrededor de la plaza. Varios canales angostos llegaban hasta sus bordes, y las avenidas sorteaban las vías de agua con amplios puentes de madera.</p> <p>La plaza quedaba dominada por la enorme masa verde de la pirámide, mucho más alta que la existente cerca de los Rostros Gemelos, con bellísimos jardines en cada una de sus terrazas. En lo alto del templo se elevaba el surtidor de una fuente cristalina, y el líquido se derramaba sobre las terrazas, transformado en un suave goteo, que parecía burlarse de la solemnidad de los humanos reunidos en el llano.</p> <p>Los soldados ampliaron las distancias entre las filas hasta cubrir la superficie de la plaza, mientras Cordell y Darién desmontaban. Ambos caminaron sin prisa hacia las figuras que los aguardaban junto a la base de la pirámide.</p> <p>Un hombre, distinguido por su manto resplandeciente y su collar de plumas verdes, se adelantó e hizo una profunda reverencia. Comenzó su parlamento, pero Cordell lo interrumpió.</p> <p>—¿Es el jefe de la ciudad? —preguntó el capitán general, y la maga se encargó de la traducción.</p> <p>El hombre, sorprendido y asustado por la rudeza de Cordell, tartamudeó su respuesta.</p> <p>—Es Caxal, el «reverendo canciller» de Ulatos —tradujo Darién.</p> <p>—Dile que quiero todo el oro de la ciudad, ahora. Que también exigimos comida y alojamiento. Pero primero el oro. Tienen que traerlo aquí. —Cordell señaló una tarima en el centro de la plaza, que se elevaba un palmo del suelo.</p> <p>Darién tradujo, y Caxal le dio la espalda para dirigirse nervioso a los señores y jefes de su corte.</p> <p>—Dile que si intentan ocultar algo de sus tesoros, destruiremos la ciudad.</p> <p>La expresión de Caxal era desesperada mientras respondía a la hechicera.</p> <p>—Traeremos todo nuestro oro. Por favor, sabed que no somos ricos. ¡Esto no es Nexal! Somos payitas, y nuestro oro es vuestro.</p> <p>Interesado, Cordell hizo un gesto a Darién.</p> <p>—Ya averiguaremos algo más de ese sitio, «Nexal». ¡Ahora dediquémonos a contar el oro que tenemos delante!</p> <p>Una vez más, volvió su atención al canciller de Ulatos.</p> <p>—Caxal, te encargarás de llevar a tus hombres a cada una de las casas de la ciudad. Reclamarás todo el oro en mi nombre, y lo traerás aquí. Cuando hayas acabado, mis hombres se encargarán de la requisa. ¡Si descubrimos que nos has engañado, arrasaremos la ciudad!</p> <p>—Mi general, el estandarte —exclamó Domincus, en cuanto llegó junto a la pareja, acompañado por el sargento portador de la enseña y varios soldados de escolta.</p> <p>—¡A la cima! —ordenó Cordell, con un gesto airoso.</p> <p>El pequeño grupo escaló la pirámide. En lo alto, había un jardín exuberante, con piscinas de agua clara, senderos cubiertos de hierba y canteros de flores diversas. En el centro del jardín había una estatua.</p> <p>—¡Un demonio! —gritó Domincus, escupiendo la imagen de la Serpiente Emplumada, Qotal—. ¡Sacadla de aquí!</p> <p>Al instante, los escoltas tumbaron la escultura, que quedó decapitada al golpear contra el suelo. Después, cargaron los dos trozos hasta el borde y los arrojaron escalera abajo. Cuando se estrellaron junto a la base, quedaron hechos añicos.</p> <p>Mientras tanto, Cordell ya podía ver a los nativos que corrían para apilar objetos en el centro de la plaza. Estatuillas, cadenas y brazaletes relucían con los últimos rayos de sol. Había cosas envueltas, y el general imaginó que debían de ser lingotes y pepitas del precioso metal amarillo.</p> <p>—¡El estandarte! ¡Por la gloria de Helm! —gritó el fraile y, arrebatando la bandera de manos del sargento, se encaramó de un salto en el pedestal. Sus guanteletes, adornados con el ojo brillante de su dios, apretaron el mástil mientras lo alzaba por encima de su cabeza. Con un solo golpe, lo clavó en una grieta entre dos piedras. El estandarte flameó al viento, y el ojo de Helm bordado en el pecho del águila dorada contempló imperioso la ciudad.</p> <p>Detrás del estandarte, el surtidor perdió altura poco a poco hasta confundirse con el agua de la fuente; después, desapareció del todo.</p> <h2>* * *</h2> <p>El fuego sin humo proyectaba un cálido resplandor contra las paredes relucientes de la gruta. Halloran salió del estanque, con la piel enrojecida de tanto frotarse.<i> Caporal</i> nadaba feliz en el arroyo, y<i> Tormenta</i> pastaba entre la hierba tierna y fragante.</p> <p>Hal tiró la raíz que le había dado Erix, una hierba que hacía espuma con el agua y que ella había llamado «jabón». Era tan efectivo que se sentía un poco molesto por tanta limpieza.</p> <p>Se puso los pantalones de cuero y las polainas de lana, sin hacer caso de la nariz fruncida de Erix. Ahora, ambos se sentían más relajados; por el momento, no corrían ningún riesgo. Hal había encontrado la gruta, a unos centenares de metros de la playa, bien oculta por la espesura.</p> <p>—Tendré que conseguir una túnica para ti. Algo limpio y fresco. Te gustará.</p> <p>Hal gruñó sin comprometerse. De hecho, le molestaba el roce de la tela áspera contra la piel, y el sudor comenzaba a acumularse en el acolchado de sus prendas. Sin embargo, el baño había sido una experiencia bastante dura, y no estaba dispuesto a más cambios.</p> <p>—Mira. Tengo comida. —Erix le alcanzó una cosa chata, y Hal vio que era una tortilla de maíz. Los isleños habían ofrecido este alimento a los legionarios, que era básico en la dieta de Maztica.</p> <p>—Gracias. —Hal mordió la tortilla, y de pronto se le llenaron los ojos de lágrimas, y le pareció tener fuego en la boca. Desesperado, engulló el bocado y bebió agua en abundancia. Cuando recuperó el habla, preguntó—: ¿Con qué..., con qué está rellena?</p> <p>—Oh, sólo son alubias. Y un poco de pimienta. ¿Te gusta? —La muchacha sonrió.</p> <p>—Es... delicioso —susurró. Hal bebió más agua, pero el líquido parecía contribuir a desparramar el fuego por su cuerpo, como quien echa aceite a una hoguera.</p> <p>No obstante, no dejaba de ser comida, y, por cierto, la única disponible. Probó con bocados más pequeños, y no tardó en apreciar el sabor del picante. No dejaba de lagrimear y el sudor le brotaba por todos los poros, pero advirtió con gran sorpresa que, en este clima tropical, la comida picante le refrescaba el cuerpo, al menos en el exterior.</p> <p>—Háblame de tu tierra —dijo Hal, cuando acabaron de comer—. Aquella ciudad, Ulatos..., ¿es tu casa?</p> <p>—No. Vengo de mucho más lejos, cerca del corazón del Mundo Verdadero.</p> <p>—¿El Mundo Verdadero?</p> <p>—Maztica. Todo el mundo conocido. La nación más grande de Maztica es Nexal. Su gente ha conquistado a muchas de las otras tribus. Kultaka es otra nación poderosa, enemiga de Nexal. Nosotros estamos en Payit, el país más alejado de Nexal. Payit es la única nación que no es enemiga de Nexal, ni tampoco ha sido conquistada. Está demasiado lejos, con lo cual no representa ningún riesgo para Nexal.</p> <p>—¿Y qué me dices de los sacerdotes asesinos, como aquel que mató a Martine?</p> <p>—Los seguidores de Zaltec, entre los que figuraba aquel sacerdote —respondió Erix, resignada a abordar el tema—, son mucho más numerosos entre los nexalas y los kultakas que entre los payitas. Y siempre podemos encontrar adoradores de Qotal, como el bueno de Kachin. Él era el patriarca, el sumo sacerdote del templo, en Ulatos. —De pronto, la muchacha miró a Hal, curiosa, y preguntó—: Dijiste que tu gente te había atacado. ¿Por qué?</p> <p>Hal le relató su arresto y la fuga, y, mientras hablaba, los hechos le parecieron una historia lejana, algo que le había ocurrido a algún otro. Había cortado todos sus vínculos con su vida anterior, y pese a ello se sentía la misma persona que había servido en la legión de Cordell.</p> <p>Pero, al comprender el alcance de lo sucedido, fue consciente de que Cordell, Alvarro y Domincus no tolerarían que se les escapara. Vendrían tras él, con todos los medios a su alcance, y Hal sabía que eran considerables. Esto lo llevó a adoptar otra decisión.</p> <p>—Cuando dije que podías quedarte, olvidé..., quiero decir, que no puedes —tartamudeó Hal, con gran esfuerzo—. No puedes acompañarme. ¡No puedo estar contigo!</p> <p>—¿Por qué? —exclamó Erix.</p> <p>—No es seguro. La legión me perseguirá, y acabarán por encontrarme —respondió. Después, mintió con descaro—: Tú..., bueno, serías un incordio si tengo que luchar.</p> <p>—¿Y qué es lo que pretendes hacer? —gritó Erix, levantándose de un salto—. ¿Crees que con tus monstruos peludos y tu camisa de metal podrás ir a donde se te antoje en Maztica? ¿Hacer tu voluntad?</p> <p>»No, capitán Halloran. Te matarán, y tu corazón servirá de alimento a Zaltec, o Tezca. Sólo si sigues conmigo, tendrás una oportunidad para seguir con vida. Y no te preocupes: si alguien te ataca, no me pondré en medio.</p> <p>Halloran parpadeó sorprendido ante la ira de la muchacha. No había sido su intención ofenderla. ¿No podía entender que lo hacía por su propio bien? ¿Que no había nada más peligroso para ella que permanecer a su lado?</p> <p>—No lo entiendes —balbuceó el joven. Él quería explicarle su terrible sentimiento de culpa por la muerte de Martine. Erix debía comprender que él no podía ser responsable de otro asesinato. Sin embargo, mientras pensaba en nuevos argumentos, en más explicaciones, sintió que tal vez él no comprendía del todo la situación.</p> <p>—No soy tu esclava —declaró Erix, enfadada—. ¡No estoy dispuesta a que me dejen de lado como a una niña molesta!</p> <p>Se alejó unos pasos, y después se volvió para mirarlo. La expresión en sus ojos se suavizó, y su cuerpo se relajó.</p> <p>—Eres un hombre valiente, capitán. Estás dispuesto a dejar que me vaya, a pesar de que esto signifique quedar indefenso en un país desconocido. —Erix se acercó a la pequeña hoguera y volvió a sentarse—. No obstante, me necesitas. Me salvaste la vida cuando yo ya había renunciado a ella. Es una deuda que no puedo olvidar.</p> <p>Halloran le dirigió una mirada de gratitud; hasta ahora no se había dado cuenta del miedo que le producía separarse de la muchacha.</p> <p>—Tienes razón —dijo—. Necesito tu ayuda para sobrevivir. Te agradezco el ofrecimiento. —Hal sacudió la cabeza, enfadado consigo mismo—. Me disculpo por lo que he dicho. En ningún momento he creído que pudieras llegar a ser un estorbo. Pero debes prestar atención a mis palabras. Podemos vernos enfrentados a grandes peligros, a fuerzas de una naturaleza que no podrías ni imaginar. Si ocurre algo extraño, quiero que te alejes de mí en el acto. ¿Me has entendido?</p> <p>Ella asintió, enfadada. Hal estaba seguro de que le había comprendido, pero desconfiaba de su posible obediencia.</p> <p>El joven suspiró, resignado, acomodó la mochila a guisa de almohada, y apoyó la cabeza.</p> <p>—¿Qué es esto? —exclamó, al notar que había algo duro en la bolsa.</p> <p>Examinó la mochila, especialmente el fondo, convencido de que tenía un refuerzo. En cambio, descubrió que se trataba de una cosa sólida y plana metida en un bolsillo secreto.</p> <p>Sólo tardó unos segundos en encontrar el cierre y abrirlo. En el bolsillo había un tomo encuadernado en cuero y atado con una cinta negra. Sacó el libro y no pudo evitar una exclamación de asombro.</p> <p>—¿Qué es? ¿Es bueno? —preguntó Erix, intrigada por la expresión de sorpresa y miedo en el rostro de Hal.</p> <p>—No..., no es bueno. Tampoco sé si es muy malo. —Miró a Erix a los ojos—. Al parecer, sin darme cuenta he robado el libro de hechizos de la maga, Darién. —Le explicó la importancia del hallazgo, consciente de su valor porque contenía una copia de cada uno de los encantamientos del arsenal de la hechicera.</p> <p>»Desde luego, no tienen ninguna utilidad excepto para alguien experto en las prácticas mágicas. Puedes enloquecer si pretendes leer un hechizo que esté más allá de tus conocimientos, aunque lo habitual es que no saques nada en limpio.</p> <p>Mientras hablaba, Hal sintió como si el libro apoyado en sus rodillas lo incitara a abrirlo. Su mirada se posó en la tapa de cuero suave, como atraída por una fuerza invisible. Mantuvo el libro cerrado durante un buen rato, sin darse cuenta de que Erix ya dormía.</p> <p>«¿Cuánto recordaré de todo esto?», se repitió una y otra vez, hasta que por fin abrió el libro por la primera página.</p> <p>El destello de un relámpago le hirió los ojos, y cerró la tapa de un golpe. Parpadeó para normalizar su visión. Con la fracción de segundo que había durado el destello, había tenido suficiente para reconocer los símbolos, las palabras de un poder arcano. Volvió a abrir el libro, y esta vez el resplandor no fue tan brillante. Se forzó a mantener la mirada en el texto, y no pudo evitar el entusiasmo cuando reconoció la fórmula del hechizo.</p> <p>¡Un encantamiento para inducir sueño! Este ya lo conocía.</p> <p>¿Sería capaz de aprenderlo otra vez? Estudió los símbolos con mucha atención. Algunos le resultaban muy claros, pero había otros que parecían flotar en el pergamino, y se escapaban de su comprensión. Insistió en el estudio, a pesar de que le dolía la cabeza.</p> <p>Al cabo, fue la fatiga y no la magia la que le hizo cerrar los ojos y quedarse dormido.</p> <p>Halloran soñó con Arquiuius. El viejo hechicero le enseñaba el encantamiento del proyectil mágico, y le pegaba en las orejas cada vez que pronunciaba mal una sílaba, o se distraía. En el sueño, él estudiaba el hechizo y lo intentaba una docena de veces; siempre fallaba en un punto u otro.</p> <p>Entonces de pronto lo decía bien, y disparaba el proyectil de fuego. Se levantaba de un salto, entusiasmado con el éxito, pero su tutor no le daba importancia. «Pasable», era su único comentario. De inmediato, Arquiuius le asignaba otra tarea; aprender el hechizo de luz. Una y otra vez repetía el proceso con el nuevo encantamiento, sin conseguir coger el ritmo correcto.</p> <p>Arquiuius lo dejaba y se iba a dormir, pero el joven Halloran insistía en practicar. Lloraba de rabia ante cada nuevo fracaso, aunque sus lágrimas no le daban consuelo. Proseguía con el estudio, forzando la vista para poder leer los caracteres que parecían bailar a la débil luz de la vela.</p> <p>Una y otra vez intentaba el hechizo, y en cada ocasión le resultaba más difícil. Pese a ello, no se daba por vencido, y llegaba el momento en que le parecía haberlo conseguido. ¡Ya lo tenía!</p> <p>Halloran gritó una palabra, algo surgido de su pasado, y se despertó, asustado. Al instante, la gruta se iluminó con una luz fría y blanca, que parecía más intensa en contraste con la oscuridad total de la selva.</p> <p>«¿Lo he hecho yo?», fue la primera pregunta que apareció en la mente de Hal. Entonces escuchó el aullido.</p> <h2>* * *</h2> <p>—¡Si los hombres blancos quieren el oro de esta casa, que vengan y se lo lleven ellos mismos! ¡Ahora, vete! —gruñó Gultec al noble rechoncho y retaco, uno de los sobrinos de Caxal. El hombre chilló aterrorizado y corrió calle abajo, mientras el Caballero Jaguar daba un portazo.</p> <p>Gultec permaneció malhumorado en el jardín, delante de la Casa de los Jaguares. Varios guerreros jóvenes se encontraban en sus habitaciones, y otros cuantos paseaban absortos entre los canteros multicolores y estanques. La mayoría de los cuartos estaban vacíos; sus ocupantes yacían en el campo de batalla.</p> <p>«¿Por qué he sido exceptuado? ¿Por qué, cuando tantos caballeros jóvenes, tantos padres y hermanos, con tantas razones para vivir, han muerto? ¿Por qué yo, que no tengo nada, no estoy muerto?»</p> <p>Gultec empuñó la daga de pedernal que llevaba en el cinto, y se infligió grandes tajos en los antebrazos. Contempló cómo caía la sangre, pero el acto de penitencia no consoló su espíritu.</p> <p>Se puso de pie y se desperezó como un felino; miró con añoranza la Casa de los Jaguares. La elegante mansión, hogar de los miembros de su orden que no tenían esposa ni familia, había sido su única casa desde la adolescencia. Para él, siempre había sido un símbolo del poder invencible, del orgullo de su cofradía.</p> <p>Ahora el poder había sido destrozado en el campo de batalla. Los restos del orgullo yacían dispersos en los tesoros que se apilaban en la plaza de Ulatos, donde los nobles de la ciudad se apresuraban a obedecer las órdenes de sus nuevos amos.</p> <p>Una vez más, llamaron a la puerta; Gultec reconoció la voz del reverendo canciller.</p> <p>—¡Abre, Gultec! —rogó Caxal—. ¡Necesito hablar contigo!</p> <p>Furioso, el guerrero abrió la puerta y miró con desprecio a su cacique cuando Caxal atravesó la entrada, tambaleante. Parecía estar a punto de echarse a llorar, y caminaba encogido.</p> <p>—¡Gultec, tienes que darme el oro que hay en la casa! ¡Lo reclaman los extranjeros! ¡Tienes muchísimo oro; los harás muy felices! ¡Se alimentan con el metal amarillo y lo necesitan para vivir!</p> <p>—Pues entonces que vengan y se lo lleven. ¡Deja que muera como un guerrero, enfrentándome a ellos!</p> <p>Caxal miró al Caballero Jaguar con compasión.</p> <p>—Se lo diré, pero no se contentarán con venir a buscarte. ¡Arrasarán la ciudad si no les entregamos nuestro oro!</p> <p>Gultec quería gritarle, incluso atacarlo. Una parte de su orgullo de Jaguar necesitaba culpar al canciller. Si él hubiese podido desplegar el ejército en el bosque, tal como pensaba...</p> <p>Pero, en el fondo de su corazón, Gultec sabía que su propia táctica, si bien hubiese servido para salvar la vida de muchos guerreros, no habría bastado para evitar la caída de la ciudad en manos de los extranjeros. Ulatos había estado predestinada, y el destino de Caxal era el de gobernar la primera ciudad de Maztica rendida a los invasores. Por primera vez, sintió piedad por su patético cacique.</p> <p>—¡Mañana vendrán a revisar todas las casas! —exclamó Caxal—. ¡Piensa en los niños, Gultec!</p> <p>El Caballero Jaguar intentó pensar en los niños. Intentó pensar en cualquier cosa, pero lo único que vio fue un vacío oscuro. Ya todo era pasado. Había fracasado en su destino. Ahora no había nada.</p> <p>—Mi casa es tu casa —dijo suavemente y, apartándose de Caxal, buscó el rincón más oscuro del jardín. Se puso en cuclillas y permaneció de cara a la pared, mientras llevaban a la plaza el oro de la Casa de los Jaguares.</p> <p>Aun así, no pudo evitar espiar a los jóvenes caballeros que abandonaban abatidos la casa. Uno tras otro, marchaban cargados con los ornamentos de oro hasta la casa del capitán general, que era el nuevo nombre del palacio de Caxal. Respondían a la orden de su nuevo comandante.</p> <p>Ninguno de ellos habló. Gultec jamás había presenciado una escena tan trágica, de tanta humillación. Los Jaguares habían sido preparados para morir en el combate, o ser sacrificados en el altar del enemigo después de una captura honorable.</p> <p>Ahora, en cambio, los guerreros entraban en el palacio y no salían. Se quedaban allí, prisioneros del invasor, Cordell. El capitán general había proclamado la prohibición de los sacrificios, y nadie sabía por qué retenía a los soldados.</p> <p>Gultec no tenía la voluntad de levantarse. Continuó sentado en el jardín hasta que se hizo de noche, y después esperó en la oscuridad a que los soldados viniesen a buscarlo. Se resistiría, y ellos lo matarían.</p> <p>En el interior del guerrero, un felino enorme se paseaba arriba y abajo, sin dejar de gruñir furioso contra los barrotes que lo encerraban. Pero Gultec no cambió de expresión, no movió ni un solo músculo durante su vigilia. El paseo se convirtió en obsesión, aunque por fuera él seguía impertérrito.</p> <p>Y, con el paso de las horas, comprendió que incluso sus enemigos lo habían olvidado. Su destino había sido destruido en el campo de batalla, aplastado por el poder de su rival. Ahora, el invasor ni siquiera le concedía la dignidad de morir como un guerrero.</p> <p>Su vida había acabado. Gultec se puso de pie y abandonó el jardín con la primera luz del alba. No se dirigió hacia la casa, sino que caminó hacia el sur. Dejó la ciudad y cruzó los campos de cultivo. Era de día cuando llegó a la selva.</p> <p>De pronto, un felino manchado saltó a las ramas de un árbol, por encima del matorral. Se adivinaba el movimiento de sus músculos poderosos debajo de la piel suave, mientras sus ojos amarillos buscaban una presa entre la hierba. El jaguar tenía hambre.</p> <p>Gultec era libre.</p> <p>Las huellas recorrían la playa a buen paso, marcando el camino que seguía el cazador invisible. El sable plateado de Halloran se movía en el aire, a un metro del suelo, como si lo llevase un soldado humano dispuesto a rechazar un ataque. El arma actuaba de brújula, y la punta oscilaba durante unos segundos, y después señalaba la dirección de la presa.</p> <p>El cazador disponía de una paciencia y tenacidad sobrenaturales. Sólo podía ser traído al mundo físico como respuesta a la orden de un brujo muy poderoso, y se encontraba obligado por el hechizo a realizar la tarea asignada; ahora buscaba a un hombre llamado Halloran. Hasta no dar con él y completar la orden, no quedaría libre de la voluntad del hechicero.</p> <p>Había buscado durante horas en el campo de batalla de Ulatos, antes de poder localizar el rastro. El hombre había montado un caballo, y el animal había confundido los esfuerzos del cazador.</p> <p>Ahora podía seguir la marca de los cascos en la arena; la espada y las pisadas avanzaban deprisa. De pronto se detuvieron cuando el cazador detectó un rastro invisible para los sentidos humanos.</p> <p>Después, las pisadas se apartaron de la playa y entraron en la jungla. Las hojas se agitaron como si marcaran el paso de una ráfaga de viento, y muy pronto la espada señaló hacia la entrada de una gruta. Allí dentro había un fuego casi extinguido. Y su presa.</p> <p>Cordell arrancó la pepita de oro de la barriga de una hermosa estatuilla de turquesa, y arrojó la escultura al suelo, donde se rompió en mil pedazos. Puso la pepita entre sus muelas y mordió. Sonrió complacido al notar que el metal cedía a la presión de sus dientes.</p> <p>Era más de medianoche, y grandes hogueras iluminaban todo el contorno de la plaza mientras los legionarios miraban incansables cómo los aborígenes traían nuevas cantidades de oro. Al igual que Cordell, arrancaban el oro incrustado en las tallas, reducían a lingotes los collares, pulseras y pendientes, y quitaban las plumas y conchas a los tapices recamados de oro.</p> <p>Hasta bien entrada la madrugada, el capitán general disfrutó con su tarea, y sólo abandonó cuando no pudo mantener más los ojos abiertos. A la mañana siguiente tenía una reunión con el contable, y, por una vez, deseaba verle la cara al representante de los príncipes de Amn.</p> <h2>* * *</h2> <p>Halloran se sentó alarmado, sin recordar ya su sueño mágico a pesar de que la luz suave todavía alumbraba la gruta.<i> Caporal</i>, a su costado, no dejaba de gruñir. El legionario escuchó el aullido lejano en el calor de la noche, y un escalofrío le recorrió la espalda.</p> <p>—¡Erix! —susurró—. ¡Despierta!</p> <p>Ella lo obedeció en el acto, y Hal comprendió que debía de llevar un rato despierta.</p> <p>—¿Reconoces el sonido? —preguntó el joven.</p> <p>—No... —Ella lo miró con una expresión de terror—. ¿Es alguno de tus monstruos?</p> <p>Él cabeceó, con la mirada puesta en el perro.</p> <p>—Los sabuesos no aullan cuando siguen un rastro, y su ladrido no se parece en nada a este sonido. —El aullido musical y triste resonó en la noche, todavía distante pero cada vez más amenazador.</p> <p>—¿Esta luz es obra tuya?</p> <p>—Sí... Es uno de los hechizos de los que te hablé. No sé si podría repetirlo. Tuve un sueño y, cuando desperté, lo puse en práctica.</p> <p>Erix miró a su alrededor; en su expresión se mezclaban el miedo y el asombro. La luz blanca y fría alumbraba la pequeña gruta, y se reflejaba en las paredes de piedra. Habían dormido tranquilos y cómodos en el refugio, Hal envuelto en una manta y Erix tapada con su capa de algodón. Pero ahora ninguno de los dos pensaba en descansar.</p> <p>El aullido sonó otra vez, mucho más cerca. Hal recordó los numerosos hechizos que el fraile y Darién tenían a su disposición, y se preguntó si el grito no sería producto de alguno de sus encantamientos.</p> <p>—Creo que lo mejor será irnos de aquí —dijo. Erix había previsto su decisión, y tenía preparadas sus cosas.</p> <p>Halloran ató la mochila, la manta y demás enseres a la montura de su yegua, mientras Erix se lavaba en el estanque. La muchacha se acercó y vio que Hal estudiaba algo que había sacado de la mochila.</p> <p>—¿Qué es? ¿Agua? —preguntó Erix, al ver que Hal sostenía una botella en una mano, y dos frasquitos en la otra.</p> <p>—No. Son pócimas mágicas de algún tipo. Las cogí cuando escapé del barco. No sé por qué lo hice. La magia me da repeluzno.</p> <p>—¿Para qué sirven? —exclamó Erix, extrañada.</p> <p>El sonido quejumbroso resonó en la selva, todavía lejos. El sabueso se movió inquieto mientras Hal pensaba la respuesta.</p> <p>—No sé para que sirven. Las tomas y ocurre algo mágico. Las etiquetas explican lo que son; el problema es que no consigo descifrar la escritura.</p> <p>—Quizá deberías tirarlas —dijo Erix, en voz baja—. No las necesitamos. ¿Qué pasará si resultan ser peligrosas?</p> <p>—Oh, no lo sé —respondió Hal, despreocupado—. Puede que nos sean útiles. —El joven guardó los dos frascos en la mochila, y descorchó la botella. Después de echar una mirada a la etiqueta, acercó la botella a sus labios, y bebió un sorbo.</p> <p>—¡Halloran!</p> <p>En cuanto escuchó el grito de Erix, Hal bajó la botella y escupió. Intentó tapar el envase, preguntándose por qué no podía verlo; entonces advirtió que tampoco podía verse las manos. ¡Era invisible!</p> <p>—No pasa nada, tranquilízate. Estoy aquí. —Su cuerpo ya comenzaba a ser visible, y unos segundos después había vuelto a la normalidad—. ¡Es una pócima de invisibilidad! No tomé más que una cantidad pequeñísima, lo suficiente para desaparecer durante un instante. Sin embargo, en caso de necesidad, podemos tomar una dosis y desaparecer.</p> <p>—¿Para siempre? —Erix no ocultó su duda.</p> <p>—No..., una hora o dos, como máximo. Sé que los efectos no son permanentes, aunque reconozco que no tengo mucha experiencia en el tema. —Se dispuso a coger otro de los frasquitos.</p> <p>—¡Espera! —gritó Erix—. Quizá sean muy útiles, pero dejemos las pruebas para mejor ocasión. Ahora debemos irnos.</p> <p>El aullido desapareció, reemplazado por un sonido más fuerte y agudo. Lo podían escuchar, si bien ahora no parecía acercarse.</p> <p>El sabueso soltó un gruñido y se levantó de un salto. Una ráfaga de viento recorrió la gruta, hizo ondular el agua del arroyo, y sacudió la hierba de las orillas. Hal miró a su alrededor, y no vio nada anormal, a pesar de que la luz mágica todavía iluminaba el campamento. Se repitió el nuevo sonido, y entonces<i> Caporal</i> ladró.</p> <p>El ladrido le salvó la vida a Hal. El joven giró la cabeza justo a tiempo para ver una espada plateada que Volaba hacia su garganta. Se hizo a un lado, al tiempo que se ponía de pie. Un viento súbito avivó las ascuas, y Hal contempló atónito a su atacante.</p> <p>Mejor dicho, a la falta de agresor. La espada bailaba en el aire, al parecer por propia voluntad. Su asombro fue todavía mayor cuando reconoció el arma.</p> <p>—¡Es mi sable! —gritó. El arma, que había sido un regalo personal de Cordell, y de la que lo habían despojado en el momento de su arresto, parecía dispuesta a acabar con él.</p> <p>Mientras el arma iniciaba otro ataque, Hal pudo ver el chapoteo en el agua del arroyo, que marcaba el paso de los pies invisibles. Empuñó el sable de Alvarro, sujeto a la silla de su montura, y detuvo el golpe de su atacante.</p> <p>Sin embargo, la espada encantada paró y atacó demasiado rápido, y el joven, que apenas si vio el movimiento, se echó hacia atrás para evitar la estocada mortal. La sorpresa se convirtió en miedo al comprender que su agresor podía matarlo. Trastabilló con el agua a los tobillos y escuchó que algo caía en el arroyo.</p> <p><i>Caporal</i> saltó sobre el atacante y mordió el aire. El sabueso se retorció en el líquido cuando una súbita ráfaga de viento batió el agua. De pronto, un tornado en miniatura levantó al perro y lo lanzó a la orilla.</p> <p>Halloran atacó descargando mandobles a diestro y siniestro, en un intento de hacer caer el sable a tierra. El tornado cambió de dirección y levantó una cortina de agua que cegó a Hal. La fuerza del viento lo obligó a retroceder. Perdió el equilibrio y cayó de espaldas.</p> <p>La gruta que les había servido de cobijo se convirtió de pronto en una jaula; las paredes de caliza le impedían maniobrar... o escapar. Las barreras de piedra formaban un ruedo mortal, donde la vida sería la recompensa para el ganador.</p> <p>Halloran se levantó de un salto mientras el sable embrujado buscaba su cuerpo. Una vez más se vio obligado a zambullirse de cabeza para evitar la muerte. La espada golpeó en el suelo a unos centímetros de su espalda, y el joven rodó hacia un costado; sintió un dolor agudo cuando uno de sus hombros chocó contra un objeto punzante.</p> <p>La espada se alzó por encima de su cuerpo, lista para el golpe final, cuando algo se estrelló contra la figura invisible y la hizo apartarse. Hal vio a Erix armada con un tronco de buen tamaño, de los que habían recogido para la hoguera. Pero el tornado reanudó el ataque, y el legionario comprendió que no podrían vencerlo con medios físicos.</p> <p>El objeto punzante lo pinchó otra vez cuando Hal se movió para levantarse; descubrió que había caído sobre la mochila. El tapón de uno de los frasquitos asomaba en uno de los bolsillos laterales, y el pico lo había pinchado.</p> <p>Erix descargó un segundo garrotazo. El atacante retrocedió, para después rodear a la joven con su turbulencia y lanzarla contra el suelo. Hal sintió que lo invadía el terror, pero la espada se volvió hacia él. No le interesaba matar a Erix de Maztica.</p> <p>Desesperado, Hal sacó el frasquito de la mochila. «Ojalá que esto sirva para algo más que hacerme invisible», pensó. Quitó el corcho y, acercando el frasco a sus labios, bebió todo el contenido de un solo trago. Una fracción de segundo más tarde, levantó su sable para frenar otro golpe mortal.</p> <p>Una vez más, el torbellino corrió por el campamento. La espuma cegó a Hal, que se preparó a resistir la fuerza que lo había tumbado en dos ocasiones. Cerró los ojos para protegerse del agua y el polvo, y echó el torso hacia adelante, procurando no perder el equilibrio.</p> <p>Pero ahora el viento no lo golpeó tan fuerte, o al menos no en todo el cuerpo. Primero notó el choque contra su vientre y las piernas, después sólo en las piernas. Abrió los ojos cuando las gotas se transformaron en niebla; el viento se había convertido en una molestia alrededor de sus pantorrillas.</p> <p>Miró el fuego, a Erix, al horizonte que se extendía durante kilómetros alrededor de la gruta... ¡Alrededor de la gruta! Hasta las paredes de seis metros de altura que habían ocultado su campamento le parecían ahora una trinchera. «¡Soy un gigante!», se dijo al comprender la situación. Por un instante, sintió vértigo y pensó que se desplomaría.</p> <p>Pero sus pies habían crecido en la misma proporción, y<i> </i>se mantuvo erguido. Se agachó para espiar en el interior de la trinchera.</p> <p>Halloran vio que la espada volvía al ataque, y apartó al agresor de un puntapié. Poco a poco, entendió los efectos de la pócima. Lo había hecho crecer hasta alcanzar casi los diez metros de estatura. ¡Sus ropas y su sable habían crecido a la par!</p> <p>Erix lo contemplaba boquiabierta. El cazador invisible insistió en su objetivo; esta vez Hal levantó uno de sus enormes pies, y lo pisó, aplastando con todo su peso a<i> </i>la forma debajo del agua.</p> <p>Un millón de burbujas explotaron alrededor de su pie, pero podía sentir cómo el monstruo se retorcía. Durante varios minutos, Hal permaneció inmóvil, y poco a poco disminuyó la resistencia. Por fin surgió a la superficie una gran burbuja como si hubiese estallado una vejiga inmensa, y todo acabó.</p> <p>El legionario tendió una mano y recogió su espada del fondo del arroyo. Con el arma entre sus dedos, que ahora tenía para él el tamaño de un mondadientes, buscó inútilmente alguna señal de su agresor. La noche había recuperado su tranquilidad.</p> <p>Erix tartamudeó algo ininteligible, y él contempló su rostro aterrorizado.</p> <p>—No te preocupes —dijo Halloran, con un vozarrón de trueno—. ¡No durará mucho!</p> <p>Al menos, esto era lo que deseaba.</p> <h2>* * *</h2> <p>—Aquí arriba, en el interior de la montaña —dijo Luskag, que apenas sudaba—. Es aquí donde encontraremos la Piedra Solar.</p> <p>Poshtli jadeó una respuesta inarticulada. Apenas se podía mover, y mucho menos hablar, como resultado de la combinación entre lo empinado de la ladera y la altura. Pese a ello, siguió al enano del desierto en<i> su</i> lento y continuo ascenso.</p> <p>Vestidos sólo con sandalias y taparrabos, realizaban la penosa ascensión bajo el ardiente sol de la mañana. La subida no era peligrosa, pero la menor cantidad de oxígeno y lo largo del trayecto lo convertían en un calvario.</p> <p>La montaña ocupaba una enorme extensión de desierto, y se levantaba de un tumulto de picos menores para dominar el horizonte en todas las direcciones. Campos de nieve sucia con el barro producido por el deshielo adornaban las alturas del pico cónico, y por fin los escaladores se aproximaron a la cumbre.</p> <p>—La montaña nació con la Roca de Fuego —le explicó Luskag, en uno de los descansos.</p> <p>—La has mencionado antes —dijo Poshtli, entre jadeos—. ¿Qué es la Roca de Fuego?</p> <p>Luskag lo miró sorprendido.</p> <p>—Pensaba que todos conocían la historia. La Roca de Fuego marca el nacimiento de los enanos del desierto, y también la muerte de todos los demás enanos.</p> <p>El Caballero Águila frunció el entrecejo, extrañado por la explicación.</p> <p>—El año se remonta a muchas generaciones atrás; me refiero a generaciones de las nuestras (en términos humanos serían muchas más), si bien nadie lo sabe con exactitud. Los enanos estaban en guerra con sus archienemigos, los drows o elfos oscuros.</p> <p>»Fue un conflicto que llegó hasta los confines del mundo, porque en aquel tiempo había túneles y cavernas subterráneas vinculados entre sí, y un enano podía pasar por debajo del gran océano, ir a los vastos reinos de nieve en el norte y el sur, sin sacar la cabeza a la superficie.</p> <p>»Esta región —añadió Luskag— era el dominio de muchas gentes; enanos y elfos oscuros desde luego, pero también de los gnomos, los ladrones de mentes<i> y</i> muchos más. Sin embargo, nadie tan malvado y calculador como los drows.</p> <p>»Los elfos oscuros mantenían un foco mágico en las profundidades de la tierra, al que llamaban Fuego Oscuro. Lo alimentaban con los cuerpos de sus enemigos, y el Fuego Oscuro aumentaba su poder. Por fin, dominó a los que lo alimentaban y se convirtió por su propia voluntad en una fuerza terrible, de una capacidad de destrucción colosal: la Roca de Fuego.</p> <p>»Consumió el mundo subterráneo y destrozó su mayor parte. Montañas como ésta nacieron del fuego, mientras ciudades enteras y naciones de las profundidades acabaron arrasadas. —Luskag hizo una pausa, y Poshtli notó el dolor que le producía el relato; daba la impresión de que el desastre hubiese ocurrido ayer.</p> <p>»La raza de los enanos quedó aniquilada, excepto por algunas pequeñas tribus, entre las que estaban mis antepasados. Pero no pudieron continuar su vida bajo tierra, porque las enormes cavernas de la antigüedad, aquellas que se habían salvado del fuego, se llenaron de gases venenosos o se convirtieron en lagos de lava hirviente. Por lo tanto, los enanos salieron a la superficie, y ahora vivimos en cuevas poco profundas, muy cerca del brutal calor del sol. Los enanos que estamos aquí, en la Casa de Tezca, somos los últimos supervivientes de una orgullosa y noble raza.</p> <p>»No obstante, la Roca de Fuego también hizo algo bueno: la destrucción total de los elfos oscuros. Ahora al menos vivimos en paz, libres de sus malvadas conspiraciones.</p> <p>Poshtli bajó la mirada en respeto al dolor de su compañero. Pensó en la naturaleza de un poder capaz de acabar con todo un pueblo, con la totalidad de una nación. El viento seco le rozó la piel, y notó un escalofrío.</p> <p>El orgullo de Luskag resultó evidente cuando levantó la cabeza para contemplar la Casa de Tezca. El árido y ardiente desierto parecía menos hostil visto desde un punto tan alto. Los rojos, tierras y ocres se mezclaban en tonos suaves por efecto de la distancia. El horizonte marcado por los picachos abruptos y puntiagudos se convertía en algo bello: distante, indiferente, inalcanzable.</p> <p>—Y la Piedra del Sol... ¿también nació de la Roca de Fuego? —preguntó Poshtli, con la mirada puesta en la cumbre.</p> <p>Luskag asintió y se puso de pie; se había acabado el descanso.</p> <p>—Ya es hora de seguir, si quieres tener hoy la oportunidad de consultar la piedra. El sol no tardará en alcanzar el mediodía, y nosotros debemos llegar antes a la cumbre.</p> <p>Poshtli mostró su conformidad con un gruñido y se levantó, envarado. Si la ascensión hasta aquí había resultado extenuante, ahora se veían enfrentados a la peor parte; la ladera casi vertical, sembrada de piedras sueltas y retazos de nieve sucia. La fatiga le veló la mente. El sudor le entraba en los ojos y le impedía ver. No habían traído agua. El enano le había dicho que el cuerpo y el alma debían ascender desnudos. Aquel que buscaba la visión de la Piedra del Sol debía ser puro y mostrar su devoción con la abstinencia.</p> <p>Por fin alcanzaron la cima, y Poshtli vio que se encontraban en el borde de un enorme cráter volcánico. Casi ciego por el agotamiento, echó una mirada al fondo, y gritó su asombro al ver la Piedra del Sol. Su cuerpo recuperó las fuerzas y su mente se despejó del todo. ¡Este era un lugar divino!</p> <p>Un gran disco de plata aparecía en medio del cráter, como un lago de metal líquido. La zona a su alrededor era árida y estéril, una superficie de roca negra recocida. Pero el disco, casi del mismo tamaño que la gran plaza de Nexal, parecía resplandecer con luz propia.</p> <p>Poshtli no habría podido apartar la mirada ni aun deseándolo. Se sentó en cuclillas, hechizado. Sintió que Luskag se acomodaba a su lado, también de cara al interior.</p> <p>Poco a poco, majestuosamente, el sol se elevó por el lado opuesto del cráter. En su ascenso, los calentaba con sus rayos, pero ninguno de los dos dejó de mirar el disco plateado. Poshtli vio que el metal comenzaba a moverse, a girar lentamente como una rueda gigante.</p> <p>El disco giraba cada vez más rápido, y con cada revolución aumentaba el poder del hechizo. El Caballero Águila y el enano del desierto permanecieron inmóviles, sin mover ni un solo músculo ni pestañear.</p> <p>Por fin el sol alcanzó la vertical. Su luz cayó sobre el disco con un reflejo abrasador, y sus rayos concentrados eran como una columna incandescente.</p> <p>Poshtli sintió que la fuerza se derramaba sobre su cuerpo, con tanta intensidad que casi lo hizo caer de espaldas. Resuelto a todo, mantuvo la mirada en el resplandor y notó que aumentaba la temperatura de su cuerpo. De pronto, su visión se convirtió en un vacío blanco, pero entonces se abrió un agujero en medio de la nada.</p> <p>El agujero creció en el mismísimo centro de su visión, hasta que, a través de él, pudo ver un trozo de cielo azul. Miró a través del agujero, y vio buitres que volaban en círculos cada vez más abajo, alejándose de él.</p> <p>Poshtli olvidó su dolor, olvidó el calor. Voló con los buitres, que se habían convertido en águilas. Al remontarse, recordó las sensaciones de otros vuelos, aunque ninguno le había producido tanta felicidad.</p> <p>Entonces, con una brusquedad desconcertante, sobrevoló con las águilas un inmenso páramo incendiado. A través de las cenizas, podía ver el trazado de los canales, un túmulo derruido que podía haber sido una pirámide, y los pantanos en el lugar donde antes había lagos.</p> <p>¡Nexal! Gritó su pena por la ciudad, su voz convertida en un áspero graznido. Era Nexal la que estaba allá abajo, pero una Nexal de muerte y destrucción. No había personas, sino unas cosas extrañas y horripilantes que se movían entre el fango y las ruinas, criaturas de una apariencia grotesca, deformes, con ojos bestiales y cargados de odio.</p> <p>Poshtli continuó con la mirada puesta en el agujero; deseaba poder mirar en otra dirección, pero no podía. Pensó que la visión lo volvería loco. El desconsuelo amenazaba con romperle el corazón.</p> <p>Entonces vio aparecer ante sus ojos a una mujer de una belleza indescriptible. Ella paseaba entre los escombros ennegrecidos, y la oscuridad desaparecía a su paso. Al hacerse la luz, la ciudad no recuperaba la normalidad, pero al menos la tierra emergía otra vez, verde y lozana.</p> <p>El cuerpo volador de Poshtli se estremeció ante el brutal asalto de la visión. Se retorció en el aire, como si quisiera escapar del horror en tierra. Sin embargo, allí donde miraba encontraba nuevas escenas de destrucción.</p> <p>Después vio la selva, salpicada de claros. El sol aparecía en su visión, colocado en la vertical de una pirámide enorme. La mirada de Poshtli se dirigió a la pirámide, y pudo contemplar una escena extraña: una mujer hermosa que luchaba desesperadamente por salvar su vida. Vio una manada de coyotes que lanzaban dentelladas contra sus piernas.</p> <p>A su lado estaba un hombre blanco de los que habían atravesado el mar. Él también luchaba contra los coyotes. Poshtli vio que los atacantes eran criaturas pequeñas y peludas, de diversos colores: amarillo claro, pardo y negro.</p> <p>La próxima cosa que sintió fue la mano de Luskag que lo sacudía por el hombro. Se sentó, guiñando los ojos, incapaz de apartar de su vista el resplandeciente punto amarillo; el punto donde había estado el agujero. Advirtió que era de noche.</p> <p>—Ven —dijo Luskag. El Caballero Águila vio que el enano también parpadeaba—. ¿Los dioses han sido bondadosos contigo?</p> <p>—Sí —respondió Poshtli, suavemente—. Ya sé lo que debo hacer.</p> <h2>* * *</h2> <p>Al mediodía, Kardann, el contable, se presentó a su cita con Cordell. El capitán general lo hizo esperar fuera de la casa mientras se vestía. Kardann aguardó inquieto, sentado en un banco de piedra en el patio, sin interesarse por el amplio palacio que había sido de Caxal.</p> <p>La casa era inmensa, con un jardín cercado y una piscina. Más allá de esta zona abierta, las paredes encaladas encerraban las grandes y cómodas habitaciones del edificio de techo plano. La mayoría de las viviendas de Ulatos eran de madera o paja; ésta, en cambio, era de piedra.</p> <p>Cordell no tardó mucho en salir de sus aposentos y reunirse con el representante del Consejo de los Seis.</p> <p>—Desde luego, he tenido que trabajar en unas condiciones pésimas —protestó Kardann—. Esto no ha sido algo sencillo, como pesar monedas bien acuñadas. Mis cálculos tienen un margen de error en más o en menos de un diez por ciento.</p> <p>Una vez expuesta la disculpa, Kardann entró en materia.</p> <p>—No obstante —añadió, con una sonrisa de oreja a oreja—, mi primera estimación arroja el nada despreciable resultado de un millón cien mil piezas de oro, una vez realizado el fundido y el acuñado. El oro parece ser de gran pureza, si bien a este respecto he sido tan precavido como en las cuentas.</p> <p>—Son unas noticias excelentes, señor —afirmó Cordell. Soltó un silbido de admiración—. ¡Sencillamente espléndidas!</p> <p>Kardann agachó la cabeza en una actitud de modestia, y después carraspeó mientras miraba indeciso al capitán general.</p> <p>—¿Puedo preguntar, excelencia, si pensáis ahora regresar a casa?</p> <p>Cordell miró al hombre, pasmado ante la pregunta.</p> <p>—¡Desde luego que no! ¡Apenas si hemos arañado la superficie de esta tierra!</p> <p>—Con el perdón del general —insistió Kardann—, pero algunos de los hombres han hecho comentarios acerca de la magnitud de las distancias y lo reducido de nuestro número. ¿No sería prudente regresar a Amn en busca de provisiones y refuerzos?</p> <p>«¿Y tal vez un nuevo contable, asqueroso cobarde?», pensó Cordell. Miró al hombre sin casi molestarse en disimular su desprecio.</p> <p>—Haríais bien en dejar de lado cualquier idea de regresar a casa, amigo mío. —Su voz adoptó el tono habitual de firmeza propio de un comandante—. Revisad vuestras cifras, y esforzaos esta vez para que sean más exactas, por favor.</p> <p>Con una mirada de odio, Kardann se retiró, y asintió sin volverse cuando escuchó la orden de Cordell a sus espaldas.</p> <p>—Decidle al capitán Daggrande que pase.</p> <p>El enano se presentó ante su comandante, y le hizo un saludo.</p> <p>—La ciudad está tranquila, general —informó.</p> <p>—¿Qué hay del jefe, Caxal? —preguntó Cordell.</p> <p>—Espera en el patio.</p> <p>—Muy bien. Cuando se presente mi señora Darién, lo haremos pasar. Por favor, quédese, capitán.</p> <p>Unos segundos más tarde, la hechicera salió de sus aposentos privados al otro lado del amplio patio para unirse a ellos en el espacioso vestíbulo abierto que servía como sala de audiencias. Como siempre durante el día, la elfa iba cubierta de pies a cabeza.</p> <p>Dos guardias hicieron pasar a Caxal, y Cordell comenzó a hablar en el acto, mientras Darién traducía.</p> <p>—Habéis actuado bien en la recolección del oro. Estoy seguro de que ahora habrá paz entre nuestra gente. Pero hay algo más que debéis hacer.</p> <p>Caxal puso mala cara por una fracción de segundo, para después borrar de su rostro toda expresión.</p> <p>—Todos aquellos guerreros que son<i> jefes —</i>añadió el general—, los «Jaguares» y los «Águilas», han de venir aquí. Ya tenemos a muchos, detenidos cuando trajeron el oro. Pero debéis encontrarnos al resto y enviarlos a nosotros. Una vez encerrados, vuestra ciudad volverá a la vida normal.</p> <p>Por un momento, tras escuchar las palabras del conquistador, Caxal se irguió en toda su estatura.</p> <p>—Mi ciudad jamás volverá a la vida de costumbre —gruñó. Después aflojó los hombros—. No sé por qué habéis de encerrar a un hombre, a menos que tenga miedo a morir en el altar. ¿Pensáis sacrificarlos a todos?</p> <p>—¡Por Helm, desde luego que no! —El rostro de Cordell enrojeció—. ¡Esa práctica bárbara ha quedado prohibida para siempre! ¡Aquí, en Ulatos, y en cualquier otro sitio adonde vaya mi legión!</p> <p>»Los guerreros serán encerrados en una habitación, y allí se quedarán hasta que estemos seguros de que no tendremos más problemas en Ulatos. Deberán presentarse aquí antes del anochecer.</p> <p>—¡Pero morirán! —protestó Caxal—. No son la clase de hombres que puedan vivir enjaulados en una habitación. ¡Los mataréis a todos!</p> <p>—Es un riesgo que estoy dispuesto a aceptar —afirmó Cordell—. La audiencia ha terminado.</p> <p>Caxal hizo una reverencia, estremecido de emoción. Mantuvo la cabeza gacha mientras retrocedía hacia la salida.</p> <p>—¡Esperad! —ordenó Cordell—. Una cosa más. Quiero saber algo más de aquel lugar que habéis mencionado, «Nexal». Traedme a unos cuantos de vuestra gente que lo hayan visitado, o vivido allí. Sin duda, conoceréis quiénes son.</p> <p>—Se hará vuestro deseo. —Caxal asintió y salió casi a la carrera.</p> <p>—¿Están bien acomodados sus hombres? —le preguntó Cordell a Daggrande.</p> <p>—Desde luego, general. Comodísimos. La comida es abundante. La pena es que los payitas no tienen cerveza ni bebidas espirituosas —respondió el enano—. Beben una cosa que llaman<i> octal</i>, que tiene un olor acre y un sabor raro. Pero a los hombres parece gustarles.</p> <p>—Nos quedaremos aquí dos días más. Dejaremos que los hombres disfruten un poco, que se busquen una mujer. Haga usted la vista gorda, si se pasan. Otra cosa, capitán. Cualquier legionario que robe oro, será encadenado y exhibido en la plaza como lección para sus compañeros. Que corra la voz.</p> <p>»Después, capitán, tengo una tarea que requerirá su atención especial. —Daggrande miró a su general con picardía, y Cordell esbozó una sonrisa—. Quiero que se construya un fuerte en el lugar donde está anclada la flota. Estará a cargo de las obras, y dedicará por turnos a la mitad de la legión a las tareas, mientras la otra se encarga de la guardia.</p> <p>Daggrande asintió. Había interpretado la idea de su comandante a la perfección.</p> <p>—Una sabia decisión, señor. ¿Os parece adecuada la colina que da a la playa?</p> <p>—Es el lugar idóneo. También necesitaremos un muelle. Quizá más tarde encaremos la construcción de un rompeolas, pero, de momento, será suficiente con un parapeto y un lugar donde amarrar una carraca. Ahora vaya a divertirse un poco, antes de que lo ponga a trabajar.</p> <p>El enano saludó y se retiró. El capitán Alvarro fue el siguiente en presentarse.</p> <p>—Ah, capitán —dijo Cordell—. Le explicaré el motivo por el que lo he llamado. En general, los nativos han aceptado nuestra presencia; sin embargo, creo que es necesario realizar una última demostración, para asegurarnos la obediencia de los payitas.</p> <p>—¿Sí, general? ¿Qué sugerís?</p> <p>—Quiero que observe a los guerreros que tenemos cautivos. Encuentre a los cuatro o cinco más decididos, los que destaquen como líderes. Después, al atardecer, tráigalos a la plaza. —El capitán general sonrió con severidad al oficial, y sus ojos brillaron como zafiros negros.</p> <p>»Nos aseguraremos de que los guerreros de Ulatos recuerden mientras vivan que han sido conquistados por la Legión Dorada.</p> <p><strong> <i> De la crónica de Coton</i></strong>:</p> <p></p> <epigraph> <p>Mientras, la oscuridad cae sobre las costas de Nexal.</p> <p>Zaltec mantiene esclavizada a Maztica. Qotal nos tienta con la promesa de su retorno, con las señales del cuatl, con las visiones del Caballero Águila, pero no da ninguna prueba de su próxima llegada. Y ahora un Muy Anciano recorre nuestra tierra.</p> <p>Lo sigue su jauría de sabuesos —bestias negras y feroces surgidas del averno, el mundo de Zaltec y el Fuego Oscuro— y busca matar el futuro antes de que pueda comenzar. Porque así podrá asegurar el triunfo de Zaltec.</p> <p>Pero ahora el Muy Anciano también se mueve con temor, porque las piezas del futuro comienzan a estar en su sitio. Debe matar a la muchacha y, al mismo tiempo, mantener su naturaleza en secreto. Al parecer, hasta los Muy Ancianos temen a los extranjeros.</p> <p>La muchacha todavía es una hija de pluma, y también es beneficiaría de una ayuda imprevista. El hombre blanco la acompaña no como conquistador, sino como compañero. Juntos desafían a la oscuridad, pero la oscuridad es enorme, y ellos son muy pequeños.</p> </epigraph> <title style="page-break-before:always;text-indent: 0px;"> <p style="line-height:400%">19</p> </h3> <h1>Puerto de Helm</h1> <p style="margin-top: 5%">- ¿Qué te ha pasado? —exclamó Erix, echando la cabeza hacia atrás para poder mirar hacia la cara de Halloran.</p> <p>—¡La pócima..., uno de los frasquitos! ¡Te hace crecer! —Erix se tapó las orejas con las manos, y Halloran se cohibió, al imaginar el estruendo de su voz al resonar entre las paredes de piedra. Se puso en cuclillas junto a la gruta, y vio que el hechizo de luz había perdido un poco de fuerza durante la pelea.</p> <p>—Y esa...<i> cosa</i> que te atacó... ¡No podía verla! ¿Qué era? —La muchacha se acercó a Hal, y levantó una mano temblorosa para tocarle las rodillas, como si quisiera asegurarse de que era real. Aun en cuclillas, él quedaba mucho más alto, pero al menos sus rostros se encontraban<i> mis</i> cerca. Hal hizo un esfuerzo para dominar el volumen de su voz.</p> <p>—No lo sé. He escuchado hablar de cosas como ésa... Cazadores invisibles y seres que los hechiceros pueden llamar. Creo que era uno de los primeros..., que consiguió seguir nuestro rastro hasta aquí.</p> <p>Erix frunció el entrecejo mientras se concentraba en los ruidos de la selva.</p> <p>—Escucha... el aullido. ¡Ha desaparecido!</p> <p>Ambos permanecieron inmóviles por unos momentos, escuchando. Hal observó las primeras luces del alba.</p> <p>—No creo que nuestro amigo invisible tuviese nada que ver con el aullido —opinó—. Ahora no se escucha, pero esto no quiere decir que haya abandonado la pista.</p> <p>—¿Piensas que alguien más conoce nuestro paradero? ¡Si el cazador invisible pudo encontrarnos, quizá también pueda hacerlo su amo!</p> <p>—O ama... —acotó Hal, con su pensamiento puesto en Darién. Sabía que la maga no le perdonaría jamás el robo del libro, y sospechaba que sería implacable en la búsqueda de su venganza. Por fortuna, la carencia del libro limitaba los poderes de la hechicera, y dificultaba la búsqueda.</p> <p>»Ahí has acertado —dijo—. Pienso que lo mejor será irnos de aquí inmediatamente.</p> <p>La luz del amanecer teñía la mitad del cielo, pero en la selva continuaba el silencio. El rumor de las olas en la playa era el único sonido que llegaba hasta la gruta.</p> <p>De pronto, Halloran se dobló en dos, su cuerpo de gigante derribado como un árbol talado. Cayó a cuatro patas, sacudido por unas arcadas tremendas. Por un segundo, experimentó la terrible sensación de caída libre mientras el mundo giraba a su alrededor. Su cuerpo se retorció, atormentado por las convulsiones, y notó que la hierba se le escapaba de las manos con las sacudidas.</p> <p>Por fin, volvió la sensación de normalidad. Permaneció de rodillas, en la misma posición, y poco a poco recuperó el aliento. Ya no sentía náuseas. Pero lo más importante era que su tamaño era el de antes, no el de un gigante. Erix lo ayudó a ponerse de pie.</p> <p>—¿Estás herido? —preguntó la joven—. Parecías sufrir un dolor tremendo.</p> <p>Él asintió, mientras reprimía un gemido.</p> <p>—Por un instante, pensé que iba a morir. Ahora ya pasó todo.</p> <p>—No me gusta esta magia que te transforma —dijo Erix, que dio énfasis a sus palabras con un cabeceo—. ¡Creo que deberías tirar todas las pócimas!</p> <p>—¡Pues ésta ha resultado muy útil! ¿Quién puede decir si la invisibilidad no nos sacará de apuros? O esta otra pócima..., ¿para qué servirá?</p> <p>Hal cogió el otro frasco de la alforja. Al igual que los otros dos envases, éste llevaba una etiqueta ilegible. Quitó el tapón, y acercó la botellita a sus labios.</p> <p>—¡Espera! —exclamó Erix, angustiada—. Aún no te has repuesto de los efectos de la otra. Al menos deja pasar unas horas antes de probarla.</p> <p>El joven estuvo a punto de no atender a la súplica, pero la angustia de su voz lo convenció de que Erix sufría por su suerte.</p> <p>—De acuerdo —respondió, y guardó el frasco.</p> <h2>* * *</h2> <p>—¿Son éstos los guerreros que han causado problemas? —preguntó Cordell.</p> <p>Cuatro hombres habían sido llevados a su presencia, cargados de cadenas. Ahora esperaban de rodillas delante del capitán general en la plaza de Ulatos. Estaban cubiertos de roña, vestidos sólo con los restos de sus taparrabos. Resultaba difícil creer que habían sido Caballeros Jaguares y Águilas.</p> <p>—Estos son —gruñó Alvarro, que dio un bofetón a uno de los cautivos que se atrevió a levantar la cabeza al escuchar la voz de Cordell.</p> <p>El caballista conocía la intención de su comandante, y toda esta payasada era un juego que le resultaba muy divertido. Los hombres no habían provocado ningún incidente. Su única ofensa había sido mirarlo con odio, en lugar de bajar la mirada como los demás prisioneros. Los guerreros payitas solían volverse malhumorados y apáticos cuando los capturaban. Pero la mirada había sido la excusa que necesitaba Alvarro.</p> <p>—¿Valez, estás preparado? —preguntó Cordell.</p> <p>—¡Sí, mi general! —gritó el herrero de la legión. Se arrodilló delante de una pila de ascuas, y sacó un hierro candente. En la punta aparecía la imagen del ojo vigilante de Helm, que brillaba con un rojo cereza.</p> <p>El grupo se encontraba en la tarima en medio de la plaza, en compañía de Darién y un nutrido contingente de guardias. Muchos nativos se habían dado cita en el lugar para presenciar la magia de los hombres blancos. La hechicera permanecía junto a Cordell, lista para traducir sus palabras en el momento preciso.</p> <p>El primer prisionero no sabía lo que le esperaba. Dos legionarios lo arrojaron de boca al suelo y se arrodillaron sobre su espalda, al tiempo que lo obligaban a poner la cara de costado contra el pavimento. Valez se movió deprisa, y apoyó el hierro al rojo contra la mejilla del hombre.</p> <p>Un hedor nauseabundo se esparció al instante, y una columna de humo se elevó de la quemadura. El caballero soltó un alarido, pero los legionarios lo retuvieron en la misma posición. Un segundo más tarde, Valez apartó el hierro, y el hombre rodó por el suelo y se echó a llorar desconsolado. Los soldados no lo sabían, pero sus lágrimas no eran de dolor, sino de vergüenza.</p> <p>En cuestión de minutos, los otros tres caballeros corrieron la misma suerte, si bien opusieron una resistencia frenética a la humillación. Pero, al final, cada uno sucumbió a la fuerza de sus captores y acabó marcado con el ojo vigilante en su rostro.</p> <p>—La mano de Helm está en todas partes —anunció Domincus, con voz solemne. El fraile miró a los hombres marcados como si su presencia fuera una ofensa a su dios.</p> <p>—Así es —afirmó Cordell. Se sentía preocupado por el clérigo. Desde la muerte de su hija, Domincus se había obsesionado con la venganza de Helm contra los asesinos, y en su mente, trastornada por el odio, veía a todos los nativos como culpables.</p> <p>Sin embargo, su obsesión había resultado muy útil en la conquista de Ulatos. El fraile había proclamado con tanto vigor el poder de Helm, tan palpable había sido la prueba de su superioridad en el resultado de la batalla, que los payitas parecían aceptar a Helm como un dios superior, sin discusiones. Domincus les había dicho que Helm en persona había depuesto a los dioses paganos. Ahora, los mazticas se reunían a diario para escuchar las arengas del fraile en un idioma que no entendían. Aun así, conocían el ojo vigilante de Helm bordado en el estandarte, y habían comenzado a tratarlo con el respeto debido a un dios poderoso; se posternaban cada vez que la bandera subía o bajaba.</p> <p>—¡Que éste sea el último recordatorio de nuestro dominio y del castigo que merecen nuestros enemigos! —proclamó Cordell, y Darién tradujo sus palabras. La hechicera, tapada de pies a cabeza como tenía por costumbre cada vez que se aventuraba a la luz del sol, miró satisfecha a los prisioneros.</p> <p>Una vez más, se sentía impresionada por la sabiduría del general. La legión no podía permitirse dejar muchos soldados de guarnición en Ulatos, pero la ciudad debía recordar que había sido conquistada. Incluso cuando no hubiese ningún legionario a la vista, los ciudadanos mirarían a estos cuatro guerreros y el recuerdo se mantendría fresco.</p> <p>—Volvamos a palacio —dijo el capitán general, que marchó a paso ligero hacia su residencia.</p> <p>Darién y Domincus lo escoltaron a través del patio. Daggrande y Kardann los esperaban.</p> <p>—El cacique, Caxal, está aquí, general —informó el enano.</p> <p>—¿Ha traído a alguien con él?</p> <p>—Sí, señor. Ha traído a unos cuantos para que os hablen de aquella ciudad, Nexal. —El capitán señaló hacia el patio interior de la residencia.</p> <p>Cordell se dio prisa en pasar por la arcada bordeada de hiedra. Encontró a Caxal sentado en un banco de piedra, en compañía de seis hombres sentados en el suelo. El capitán general hizo una pausa para esperar a Darién, mientras los payitas se apresuraban a ponerse de rodillas y tocar el suelo con la frente.</p> <p>El resto de los capitanes de Cordell, Garrant y los comandantes de los arqueros y lanceros, se sumaron al grupo. El último en llegar fue Kardann. Sin dejar de jadear, preparó inmediatamente sus plumas y pergaminos, mientras Cordell hablaba.</p> <p>—Quiero que me digáis todo lo que sabéis acerca de la tierra de Nexal, de su gente y de la propia ciudad. No os haré ningún daño. Daré una recompensa a todos los que compartan sus conocimientos conmigo. Ahora, hablad.</p> <p>El general se paseó arriba y abajo junto a un estanque rodeado de flores, mientras Darién traducía sus palabras. Los nativos permanecieron de rodillas delante del conquistador.</p> <p>—Tú —Cordell señaló a un hombre alto vestido con una sencilla túnica blanca—, ¿has estado allí?</p> <p>—Sí, excelentísimo señor. La ciudad de Nexal es la ciudad más grande de todo el Mundo Verdadero. A su lado, Ulatos no es más que un pueblucho sórdido y miserable.</p> <p>—¿Y oro? —preguntó Cordell—. ¿Los nexalas tienen oro?</p> <p>—¡Oh, sí, magnífico conquistador! El más humilde de sus señores lleva placas de oro puro sobre el pecho, pendientes en las orejas, y tapones en los labios. Cobran en oro los tributos impuestos a todas las tribus que han conquistado.</p> <p>»El mercado de Nexal no tiene comparación con ningún otro en el mundo, supremo señor. El mercado ocupa una plaza del tamaño de toda esta ciudad. Su ilustrísima encontrará allí oro, plumas, turquesas, perlas y jade, todo tipo de tesoros, objetos mágicos, cosas de<i> plumamagia y zarpamagia</i>.</p> <p>»Además, hay grandes tesoros. El propio Naltecona oculta en algún lugar de su palacio más riquezas que toda nuestra humilde ciudad. Y cada uno de sus consejeros tiene su propio palacio, y en todos hay un cuarto que jamás ha sido abierto a lo largo de toda la historia de Nexal.</p> <p>—¿Cómo sabes todo esto? —Al capitán general le resultaba sospechoso el entusiasmo de su interlocutor; sin embargo, el nativo se apresuró a darle una explicación.</p> <p>—He comerciado con los mercaderes de Nexal —respondió—, los<i> potec</i>, que viajan por todo Maztica. Algunas veces vienen a Payit, interesados en comprar cacao y plumas que no se encuentran en tierras menos ubérrimas. Hablan sin tapujos acerca de su ciudad, y de los muchos impuestos que pagan a Naltecona para su peculio personal, de la misma manera que sus padres pagaron impuestos al padre de Naltecona. En una ocasión, viajé a Nexal en compañía de un grupo de<i> potec</i>, y viví un año en aquella gran ciudad. Pasé muchos días en el mercado, dedicado a comerciar y a aprender sus costumbres.</p> <p>—¿Qué hay de su ejército?</p> <p>—Los guerreros de Nexal son más numerosos que los granos de arena de la playa —contestó el comerciante—. Han derrotado a todos sus enemigos, y conquistado a todas las naciones vecinas, excepto una. Me refiero a Kultaka, que tiene soldados tan feroces como los nexalas, aunque no tan numerosos.</p> <p>—La ciudad, Nexal, ¿está fortificada?</p> <p>—Está protegida por lagos por los cuatro costados, oh invencible guerrero. Hay que recorrer largas pasarelas para llegar a la ciudad, y cada una tiene muchas secciones de madera que se pueden quitar. Es una ciudad de canales, plazas y avenidas. No hay paredes a su alrededor.</p> <p>Los demás nativos confirmaron o adornaron el relato del mercader. La mayoría de los detalles se referían a los murales, los grandes templos y los dioses sangrientos. Ninguno podía precisar el tamaño del ejército nexala, pero era obvio que, en comparación, la fuerza payita era un regimiento.</p> <p>Cordell también consiguió información acerca de la situación geográfica de la ciudad, gracias a un mapa de muchos colores, dibujado por el mercader, con las características del terreno muy bien detalladas. Después de recompensar a los aborígenes con cuentas de vidrio y acompañarlos hasta la puerta, el capitán general se dirigió a sus oficiales.</p> <p>—Daggrande, ¿cómo va la carga?</p> <p>—Esta mañana, hemos acabado de cargar el oro, general. Está distribuido entre todas las naves.</p> <p>—Espléndido. Permaneceremos aquí un día más para que los hombres disfruten de la victoria.</p> <p>—¿Puedo preguntar —dijo Kardann— si el capitán general ha considerado la sugerencia de volver a Amn en busca de refuerzos? Con el tesoro que tenemos en las bodegas, el Consejo no vacilará en financiar una flota mucho más grande. —Varios capitanes asintieron y se escucharon murmullos de aprobación a la sugerencia.</p> <p>—¡La legión avanzará hacia el oeste! —ladró Cordell—. Apenas si hemos cogido unas migajas del festín que tenemos delante. ¿Es que no os dais cuenta de que, en cuanto volvamos a casa, cualquier pirata o brujo de cuatro cuartos de la Costa de la Espada vendrá a Maztica?</p> <p>—¡El fortín que habéis mandado construir protegerá nuestros intereses! —protestó Kardann—. ¡Podéis dejar una guarnición considerable hasta que la flota vuelva con más hombres!</p> <p>—Creo que vuestra comprensión de las tácticas militares no es tan grande como vuestra habilidad con los números, mi querido contable. —El general habló con suavidad, con la esperanza de humillar al contable en lugar de imponer el rango. El capitán Daggrande sonrió ante la ironía, pero Cordell sintió una cierta alarma al ver que varios de sus oficiales parecían tomar muy en serio a Kardann—. Si abandonásemos estas costas ahora —insistió—, perderíamos todas las ventajas conseguidas. Esta gente sólo nos aceptará como amos si continuamos siéndolo no sólo durante un par de días o una semana, sino durante meses, quizás años.</p> <p>Kardann comenzó a tartamudear, pero Cordell lo silenció con la mirada.</p> <p>—¡Para aquel entonces, espero tener a toda esta tierra sometida al estandarte de la Legión Dorada! —Hizo una pausa para dar tiempo a que todos entendieran la importancia de su compromiso.</p> <p>»Aprovechad el día para disfrutar de vuestra estancia —dijo, en tono festivo—. Muy pronto volveremos al trabajo. ¡Tenemos que construir Puerto de Helm!</p> <epigraph> <p>* * *</p> </epigraph> <p>El estómago de Gultec gruñó otra vez, y el esbelto jaguar se levantó y se desperezó a placer. Se acomodó en la robusta rama que le servía de asiento, a varios metros de altura, y se dedicó a limpiarse. Tenía hambre, pero no era una necesidad urgente.</p> <p>Por fin, el felino manchado saltó a una rama más baja, y de allí saltó hasta la horcadura de un árbol vecino. Su hocico tembló, alerta al olor de la presa.</p> <p>Gultec buscó su camino por las ramas a media altura, para evitar los matorrales y no perder la protección del follaje que ocultaba su presencia. Dedicó a la caza casi una hora, pero no encontró nada comestible.</p> <p>Las sombras eran cada vez más largas en ios pequeños claros de la selva. El jaguar se movía entre las sombras, y su piel naranja y negra se fundía con la oscuridad. Cada vez tenía más hambre.</p> <p>El animal avanzaba por una región de la selva muy lejos de Ulatos. Había marchado con rumbo sur, y cazado y dormido cuando hacía falta. Nunca había estado tan al sur, y esta zona era casi desconocida para la gente de la ciudad.</p> <p>Gultec comenzó a moverse con una prisa desacostumbrada, porque la caza había sido escasa en los últimos días. El hambre lo empujaba, y, cuando no podía ir de rama en rama, caminaba por los senderos. Cazó a un pequeño roedor y lo devoró de un bocado, pero la minúscula víctima no aminoró su apetito.</p> <p>Quizá fue por la urgencia de comer que abandonó su cautela habitual. Habían pasado muchos días sin ver ningún rastro humano, y relajó la vigilancia. El enorme felino no tenía por qué preocuparse de otros enemigos. Por lo general, ni siquiera el poderoso<i> hakuna</i> se molestaba por la presencia de otro depredador.</p> <p>En cualquier caso, Gultec se deslizó en silencio por un sendero mientras caía la noche. Sus patas acolchadas pisaban suavemente la hierba, y cada cinco o seis pasos se detenía para olisquear el aire y mirar a su alrededor.</p> <p>Impaciente, avanzó al trote. En un momento dado, soltó un gruñido irritado antes de recordar la necesidad de actuar con sigilo. Mientras recorría la senda, escuchó algo que se agitaba más allá. La brisa le trajo el delicioso olor de un pavo; comida suficiente para llenar el estómago de un jaguar.</p> <p>Gultec se agazapó y avanzó casi tocando el suelo con la panza. ¡Allí! Vio al pavo, que permanecía junto al tronco de un árbol. El ave aleteaba y se retorcía, pero no se alejaba. Ni siquiera la aguda mirada de Gultec pudo descubrir la cuerda que lo sujetaba.</p> <p>Con un salto perfecto, Gultec se lanzó hacia su presa. El ataque estaba planeado al milímetro; tocaría el suelo a tres metros del pavo, y en el salto siguiente lo tendría entre sus garras.</p> <p>Sus patas se apoyaron en la hierba, listas para impulsarlo, pero la tierra no era firme, y cedió bajo su peso. Con un rugido de furia y pánico, Gultec cayó a través de un entramado de ramas que ocultaba un pozo muy profundo, y se estrelló contra el fondo.</p> <p>De inmediato, el jaguar se elevó en un salto tremendo e intentó buscar un punto de apoyo en la pared para escalar hasta la boca del agujero, sin conseguirlo. Una y otra vez, el felino repitió el esfuerzo, siempre con el mismo resultado.</p> <p>Por fin, exhausto y famélico, se acomodó en un rincón. Contempló cómo poco a poco el cielo se poblaba de estrellas y, a pesar de su furia, tuvo que aceptar que lo habían atrapado.</p> <h2>* * *</h2> <p>Varias docenas de hombres permanecieron en Ulatos, mientras el resto de la legión se trasladaba al fondeadero a unos cinco kilómetros de la ciudad. La construcción de Puerto de Helm comenzó en el momento en que doscientos legionarios, provistos de picos y palas, atacaron la colina rocosa cercana a la playa.</p> <p>Darién había utilizado un poderoso hechizo de movimiento de tierras para iniciar un espigón en la laguna, y ahora los hombres trabajaban con carretillas y azadones, para extender el muelle hacia aguas más profundas. Por su parte, el capitán general y la hechicera abandonaron el palacio y se instalaron otra vez a bordo del<i> Halcón</i>.</p> <p>Aquella noche, en el lujoso camarote, dos figuras yacían en la cama. Cordell roncaba mientras Darién permanecía bien despierta, alerta a todo lo que ocurría a su alrededor; la oscuridad no era obstáculo para sus sentidos.</p> <p>Una sensación de peligro la estremeció, y la mujer elfa se sentó en la cama. Algo invisible la advirtió del ataque, y Darién apoyó los pies en el suelo. Su túnica, donde guardaba los numerosos paquetes con los componentes de los hechizos, colgaba de uno de los pilares de la cama.</p> <p>De pronto, una ráfaga de viento se coló por debajo de la puerta. La aguda visión de Darién, con una sensibilidad especial para captar a criaturas sobrenaturales como el cazador invisible, lo reconoció en el acto; una fracción de segundo después, comprendió sus intenciones.</p> <p>El cazador venía en su busca; en el interior del camarote, el viento se transformó en un torbellino que extendió sus tentáculos de aire hacia Darién, dispuesto a matarla. Pero Darién tenía preparado su hechizo. Lanzó un escupitajo contra el atacante invisible, y después, con las manos levantadas ante su rostro, gritó la palabra que completaba la magia:</p> <p>—¡Dyss-ssymmi!</p> <p>Con un horrible sonido de succión, el torbellino giró cada vez más rápido al tiempo que se reducía de tamaño, hasta que se esfumó con un chasquido. El hechizo había devuelto al cazador al plano aéreo.</p> <p>Cordell, que se había despertado con el grito de Darién, rodeó con su brazo los hombros de la maga, sin disimular su asombro ante la sangre fría de la elfa.</p> <p>—¿Qué era eso? —preguntó, sentándose en el borde de la cama. No había visto al atacante; sólo había escuchado el aullido del viento.</p> <p>—Mi cazador. Fracasó en su intento de matar a Halloran, y vino en mi busca. Es uno de los riesgos del hechizo. —Darién se despreocupó del ataque; le interesaban mucho más las implicaciones—. Esto significa que Halloran sigue con vida —añadió—. De haber muerto por la ingestión del veneno, el cazador no habría venido en mi búsqueda; habría vuelto a su dimensión.</p> <p>—¡Maldita sea! —exclamó Cordell. Se recostó con un suspiro—. ¡El muchacho nos pone las cosas difíciles!</p> <p>Darién lo espió de reojo, furiosa, segura de que su amante no podía ver su expresión.</p> <p>—Quizá, difíciles. ¡Pero no escapará!</p> <p>—¿Cómo puedes estar tan segura?</p> <p>—¿Adónde puede ir? Tenemos el control de Ulatos y, a través de la ciudad, podemos estar informados de todo lo que ocurre en el país. Tarde o temprano, alguien traerá noticias suyas. ¡Recuerda que su presencia será motivo de revuelo allí adonde vaya! —Darién se apoyó en el hombre y lo empujó suavemente contra las sábanas. Él sonrió.</p> <p>—Ven más cerca —dijo Cordell, estrechándola entre sus brazos—. Quiero saber algo más de tus planes.</p> <h2>* * *</h2> <p>—No tengo manera de corresponder a la bondad que me has demostrado. Lo que has hecho por mí representa mucho más que la vida. —Poshtli hizo una profunda reverencia ante Luskag; no podía dejar de parpadear y acabó por desviar la mirada. El punto dorado todavía ardía ante sus ojos.</p> <p>Pero la visión había valido el precio. Si ahora podía realizar la tarea que le esperaba, quizá se podía salvar una ciudad, a todo un pueblo.</p> <p>—Has sido un magnífico compañero, Poshtli de Nexal —afirmó Luskag, sincero. El enano se enjugó el sudor de la calva, y después metió la mano en el carcaj colgado de su cinturón.</p> <p>»Quiero que lleves estas flechas para tu viaje —dijo. En su mano sostenía seis dardos. El Caballero Águila cogió el regalo y repitió la reverencia.</p> <p>Las flechas no tenían ninguna marca que las distinguiera, pero cada una —hecha con el mejor junco— era totalmente recta. Las puntas de obsidiana habían sido talladas de una piedra sin fallas. Las plumas del astil eran pequeñas; sin embargo, Poshtli presintió que allí residía la fuerza real del regalo.</p> <p>El cacique de los enanos del desierto y un nutrido grupo de guerreros muy bronceados y cubiertos de polvo se habían reunido en el centro de la Casa del Sol para despedir al forastero, uno de los pocos humanos que habían estado allí, según las palabras de Luskag. Muchos hombres habían entrado en el desierto en busca de la Piedra del Sol, pero sólo un puñado había salido con vida.</p> <p>El poblado no era más que un montón de cuevas en las paredes de un cañón. Los enanos habían quitado la maleza y alisado el fondo de un sector, y fue allí donde Poshtli saludó a los reunidos y dirigió una última mirada a Luskag.</p> <p>El Caballero Águila vestía su uniforme completo —la capa de plumas blancas y negras, y el yelmo picudo—, mientras que, atados al cinturón o al arnés, llevaba el arco, las flechas, la lanza y la<i> maca</i>.</p> <p>De pronto Poshtli comenzó a girar sobre sí mismo. Los enanos se apartaron deprisa cuando él alzó los brazos para que la capa se extendiera en un círculo. Entonces se puso en cuclillas y batió las alas. Se elevó un poco, volvió a tocar tierra unos pasos más allá, y después remontó el vuelo.</p> <p>El guerrero disfrutó con las expresiones de asombro en las caras de los enanos. Sus poderosas alas se agitaron mientras volaba en círculos, cada vez más alto, por encima de la Casa del Sol. Lanzó un grito de desafío y despedida cuyo eco se escuchó en el cañón hasta mucho después de su partida. Una corriente de aire frío lo elevó, para llevarlo hacia oriente.</p> <p>Poshtli voló incansable hacia el este, tal cual le habían indicado sus visiones.</p> <p>Durante horas no vio otra cosa que arena, pero después el desierto dio paso a la llanura, a continuación a las montañas, y por fin a la selva. El águila se sostuvo con el poder de la<i> pluma</i>, porque Poshtli no se detuvo a comer ni a dormir, a pesar de que el sol salió y se puso durante su vuelo.</p> <p>Voló por el aire pesado y húmedo sobre las selvas de Payit, y sus músculos se recargaron de energía. Presentía la meta en la distancia. La pirámide verde no tardaría en aparecer ante sus ojos.</p> <h2>* * *</h2> <p>Halloran y Erix avanzaron a través del bosque durante toda una jornada, sofocados por el aire caliente y húmedo, y sin hacer caso de las nubes de insectos que los picaban. De vez en cuando, encontraban un sendero angosto y montaban a<i> Tormenta</i>, mientras<i> Caporal</i> trotaba delante o atrás. El calor mortificaba al sabueso, y Hal se preguntó si el perro podría aguantar mucho más.</p> <p>Pretendían ir tierra adentro hasta donde les fuera posible, evitando los poblados. Hal opinaba que cualquier persecución por parte de los legionarios se realizaría a lo largo de la playa, el único terreno apto para la caballería. Hubo momentos en que incluso él pensó en abandonar a su fiel yegua, pero después descartó la idea, y cortó con nuevos bríos la maleza para abrir un paso lo bastante amplio para el animal.</p> <p>Por fin el largo día se acabó, y los exhaustos jóvenes montaron su campamento entre dos troncos, después de que Halloran hubo despojado el lugar de helechos y enredaderas. Con un último resto de energía, Hal desensilló a<i> Tormenta</i> antes de desplomarse, agotado. El perro ya dormía, si bien se sacudía y quejaba en sueños.</p> <p>No habían encontrado agua en toda la jornada, pero Erix dio con unas plantas de tallo grueso, que al cortarlas daban un precioso hilillo de agua fresca. Después de comer un par de bocados de tortilla de maíz y alubias, Erix se quedó dormida.</p> <p>Una vez más, Halloran abrió el libro de Darién e intentó concentrarse en la lectura. Las palabras todavía le resultaban poco familiares. Si bien había sido capaz de lanzar el proyectil mágico contra Alvarro, ahora no conseguía aprender la fórmula, y lo mismo le ocurrió con el hechizo de la luz. Sin darse cuenta, se quedó dormido con el libro apoyado en el pecho.</p> <p>Cerca de medianoche, los llantos del sabueso despertaron a los jóvenes. No tardaron en descubrir el motivo: los aullidos agudos de una jauría resonaban por el bosque como la voz del destino.</p> <p>—Se acercan —susurró Erix, pasmada.</p> <p>Halloran se resistía a creer que la jauría tuviese alguna relación con él. Después de todo, sabía que ni el fraile ni la maga eran capaces de un hechizo de estas características. Pero dos actos mágicos consecutivos confirmaban sus peores sospechas.</p> <p>—Están<i> muy</i> cerca —afirmó severo, mirando los ojos de Erix. Quería hundirse en su cálida profundidad, que prometía consuelo y refugio, aunque sabía que era imposible.</p> <p>—¿Dónde están? —preguntó la muchacha, angustiada; intentaba disimular el miedo, sin conseguirlo del todo.</p> <p>—No lo sé. Debe de tratarse de algo de magia negra... muy poderosa, letal. Por el sonido parece ser una jauría a la caza, pero es demasiado demoníaco para ser de este mundo. —Halloran se armó de valor.</p> <p>»¿Recuerdas cuando te dije que debíamos separarnos si la situación era muy peligrosa? Ahora ha llegado el momento. No puedes permanecer conmigo. No soy capaz de correr más rápido que esas criaturas, y, cuando me atrapen, no será agradable. Quizá pueda demorarlas, para que tú puedas alejarte. —Erix se rió ante sus narices, y Halloran la miró atónito; no le veía la gracia—. ¡Hablo en serio! ¡Tenemos que separarnos! ¡Es tu única oportunidad!</p> <p>—¿No se te ha ocurrido pensar que la jauría venga detrás de mí? —preguntó la joven. Se puso de pie y ayudó a Hal a levantarse—. Quizá deberíamos permanecer juntos e intentar ayudarnos mutuamente.</p> <p>Halloran observó a Erix, avergonzado por no haber considerado esta posibilidad. La muerte de Kachin había sido una muestra de que los enemigos de la muchacha eran poderosos y despiadados. Recordó que el atacante había abandonado la lucha con el alba, exactamente en el momento en que habían cesado los aullidos la noche anterior.</p> <p>Cansados y doloridos, se prepararon para reanudar la marcha. Los aullidos se escuchaban con más claridad que la noche anterior, aunque seguían siendo lejanos.</p> <p>La pareja caminó durante toda la noche y, poco a poco, el sonido quedó atrás. Humanos y animales ya no podían dar un paso más, cuando el alba puso fin a los aullidos de sus perseguidores.</p> <p>Casi al mismo tiempo que asomaba el sol, salieron de la selva para entrar en una llanura de hierbas, juncos y —milagro— un estanque. Se lanzaron al agua para calmar su sed, quitarse la roña de los cuerpos y refrescarse.</p> <p>Cuando los primeros rayos alumbraron la tierra a su alrededor, Halloran descubrió a los tres buitres que volaban en círculos por encima de sus cabezas.</p> <h2>* * *</h2> <p>—¡Más alto! ¡Hace falta otro metro y medio! —ordenó Daggrande al grupo de legionarios que se apoyaban en sus palas, muertos de cansancio. Los hombres dirigieron miradas asesinas al enano, pero volvieron a empuñar las palas y continuaron añadiendo tierra al terraplén que ya rodeaba tres cuartas partes de Puerto de Helm.</p> <p>A pesar de sus gritos y maldiciones, el enano no podía disimular su orgullo por el trabajo de sus legionarios. En el transcurso de unos pocos días, habían movido una enorme cantidad de tierra. No tardarían mucho más en tener un fortín de fácil defensa que dominaba un excelente fondeadero natural y un buen trozo de costa de este país, llamado Payit.</p> <p>La pequeña aldea de pescadores al pie de la colina ya no volvería a ser la misma. Los amplios campos de hierba que la rodeaban se habían convertido en lodazales. Habían construido una pequeña herrería cerca del arroyo, y el agua bajaba marrón y cargada de cenizas hasta la bahía, mientras el humo de la forja se extendía por la llanura. La carretera que unía el fuerte con Ulatos también era ahora un fangal. Las provisiones para los hombres —cacao, maíz, pavos, venado: lo mejor de Payit— llegaban a diario, y la legión comía bien.</p> <p>A medida que progresaba la edificación, también habían arrojado piedras y tierra a la bahía para construir un espigón que se extendía hasta unos treinta metros de la costa. Asimismo, avanzaba la construcción de un muelle adicional, que formaba una T con el espigón. Ahora las carracas y las carabelas podían amarrar al espigón, y las operaciones de carga y descarga no dependían de las chalupas.</p> <p>Daggrande continuó con la inspección del terraplén. La cumbre de la colina quedaría rodeada por un muro de tres metros de altura con una zanja exterior de un metro y medio de profundidad. Habían dejado una pequeña abertura, libre de zanja y pared, para el acceso. Darién había dicho que, por medio de un hechizo, podía cerrar la brecha en un instante. El capitán no dudaba de su palabra.</p> <p>El enano se dirigió hasta el extremo más alejado del reducto, el que miraba a tierra. Este sector había sido el primero en quedar acabado, y nadie trabajaba allí. Daggrande subió a lo alto del muro, y miró hacia el sur. La llanura costera que rodeaba Ulatos se unía un poco más allá con la selva. Los legionarios habían escuchado relatos acerca de una tierra llamada Lejano Payit, en la región más al sur del país, pero se sabía muy poco de la extensión selvática.</p> <p>Los nativos de Ulatos colaboraban de buena gana con sus conquistadores. Se presentaban en Puerto de Helm cargados de viandas,<i> octal</i> y objetos de plumas, pero sin oro. Durante los últimos días, Cordell se había dedicado al estudio de su mapa, y consultado en varias ocasiones a los hombres que conocían Nexal. Daggrande estaba seguro de que su general sólo pensaba en aquella ciudad, cargada de tesoros.</p> <p>Personalmente, no lo entusiasmaba la idea de una larga campaña en estas tierras desconocidas, tan lejos de su base de suministros y refuerzos. Al menos aquí, junto a Ulatos, se encontraban cerca de las naves. La flota representaba la garantía de seguridad frente a un enemigo cuya embarcación más grande era la canoa.</p> <p>Nexal era una ciudad interior, a muchos días de marcha desde el mar. Sin duda, Cordell no podía ser tan osado como para arriesgarse a llevar su reducido grupo, apenas quinientos hombres, al corazón de una nación con un ejército que debía de contar con decenas de miles de soldados. Sin embargo, y a pesar de sus reflexiones, Daggrande era un legionario, y había jurado obediencia a su capitán general. Por lo tanto, lo acompañaría aunque en ello le fuera la vida.</p> <p>De pronto, lo distrajo el sonido de unas voces. Alerta, miró a lo largo del terraplén y después hacia el interior del reducto, sin ver a nadie. Se acercó al borde exterior del muro, espió hacia la zanja y vio a varios capitanes, incluido su amigo Garrant. Con mucha cautela para no ser descubierto, se asomó un poco más y vio el sombrero del representante de Amn.</p> <p>Era Kardann el que hablaba.</p> <p>—¡Quiere que muramos todos en aras de su propia grandeza! —La desesperación del hombre se reflejaba en su murmullo—. ¡Cualquier persona sensata enviaría a buscar refuerzos y formaría un ejército antes de marchar tierra adentro!</p> <p>—Sí —gruñó el capitán Leone, un hombre valiente pero corto de ideas, que tenía el mando de los arqueros—. Me han dicho que el ejército que derrotamos aquí no es nada comparado con los que tienen en el interior.</p> <p>—Debemos ir a buscar más fuerzas a Amn —insistió el asesor—. No hay por qué abandonar esta base. Sólo hay que enviar unos pocos barcos, los suficientes para transportar el tesoro.</p> <p>—Es lo más razonable —opinó un capitán, a quien Daggrande no reconoció pues el ala del casco le ocultaba el rostro.</p> <p>—Quizá si nos presentásemos ante el general... —sugirió Garrant.</p> <p>—¡No! —siseó Kardann—. Teme demasiado perder su poder. Sólo serviría para empujarlo a una acción descabellada. Escuchad, tengo otro plan...</p> <p>Un viento súbito se levantó desde la bahía, y Daggrande retrocedió, alarmado. El rumor de la brisa cálida ahogó los murmullos de traición, pero el enano tenía suficiente.</p> <p>Era el momento de ir a buscar al capitán general.</p> <h2>* * *</h2> <p>Durante el día, avanzaban hasta que la fatiga los obligaba a detenerse en el primer refugio que podían encontrar. Dormían unas horas de siesta, pero con la caída de la noche se reanudaban los aullidos, y, una vez más, proseguían con su fuga desesperada. El sonido infernal se oía siempre más cercano, y les parecía que, en cualquier momento, la jauría saldría de la espesura. Sin embargo, después de cuatro noches de carrera por tierras despobladas, pantanos y selva, no habían visto a sus perseguidores.</p> <p>En más de una ocasión, Halloran pensó en detenerse y luchar contra la jauría, o desafiarlos con su espada. No obstante, había algo en las voces siniestras de las bestias que lo convenció de que el reto sería un acto de locura.</p> <p>Además, le resultaba insoportable pensar que la muchacha pudiese tener una muerte tan violenta y sangrienta como la de Martine. La terrible imagen del sacrificio torturaba su memoria. La muerte de Erix acabaría por hacerle perder la razón.</p> <p>Avanzaron poco a poco debido a las dificultades del terreno, sin encontrar ninguna señal de asentamiento humano, al menos actual. Abundaban los montículos cubiertos de matorrales, en especial en los claros. Cuando los examinaron, resultaron ser pirámides de épocas remotas. La región era cada vez más abierta; todavía encontraban trozos de selva, pero dominaban los campos de pastoreo.</p> <p><i>Caporal</i> se había convertido en el proveedor de carne. El sabueso corría por los cañaverales o la llanura, a la caza de sus presas, y casi siempre regresaba con un pavo o un conejo, y, en una ocasión, con un mono. Con esto y la abundancia de frutos en la selva, no pasaban hambre.</p> <p>Pero el terrorífico aullido los saludaba cada noche, cada vez más cerca, y los empujaba a continuar la huida. Dominados por el miedo omnipresente, apenas si hablaban. Sólo por las mañanas, cuando se apagaba el aullido para el resto de la jornada, hacían una pausa para descansar y charlar un poco.</p> <p>—¿Quién era ella? —le preguntó Erix, en uno de estos descansos.</p> <p>Halloran sabía a quién se refería, aunque no tenía muy claro cómo explicar sus sentimientos acerca de Martine. Los jóvenes se encontraban en uno de ios claros de la selva desde hacía horas. A la vista de que los perseguidores sólo se movían durante la noche, habían decidido no desperdiciar sus fuerzas durante todo el día.</p> <p>—Era una muchacha muy decidida. Me habían encomendado protegerla.</p> <p>—¿Era tu... esposa? ¿Tu mujer? —preguntó Erix, nerviosa.</p> <p>El capitán la miró sorprendido.</p> <p>—¡No! —De pronto, el recuerdo de su enamoramiento le pareció tonto y vergonzoso. Su muerte permanecería en su memoria como una barbaridad imperdonable, el asesinato de una víctima inocente, pero no como la pérdida del ser amado. Sacudió la cabeza, enfático—. No. Era la hija de nuestro sacerdote. Ella lo acompañaba en la expedición.</p> <p>Recordó que, hacía poco, había deseado llamar a Martine su dama, su amante, incluso su esposa, y lo encontró absurdo y ridículo. La mujer que deseaba no se parecía en nada a lo que había sido Martine. Su escogida tendría que ser inteligente, valerosa, serena, comprensiva...</p> <p>Tendría que ser Erixitl. Halloran la miró, y esta vez se dejó arrastrar por aquellos profundos ojos oscuros. Se sintió mecido en su calidez, y entonces la rodeó con sus brazos, y ya nada más tuvo importancia.</p> <p>—Me asustas, capitán Halloran —susurró ella, mientras yacían en la hierba—. Pero no tengo miedo.</p> <h2>* * *</h2> <p>Daggrande no encontró a Cordell hasta última hora de la tarde, cuando vio al capitán general en la playa junto al espigón, admirando los trabajos en compañía de Domincus y Darién. Habían instalado antorchas en el muelle, que se reflejaban en el agua transparente de la laguna, y que servían para que los legionarios pudieran trabajar hasta bien entrada la noche. El enano frunció el entrecejo mientras recordaba la conversación que había escuchado desde lo alto del terraplén.</p> <p>—¡Espléndido trabajo el que ha realizado en la bahía, capitán, estupendo! —Cordell señaló el muelle en forma de T—. También hemos visitado las obras del fuerte, y comprobado que todo marcha a la perfección.</p> <p>—Gracias, general. —A pesar de ser un hombre poco partidario de los halagos, Daggrande apreció el elogio de su comandante. Después de asentir cortésmente, añadió—: Con vuestro permiso, señor, hay un tema que necesito discutir con vos.</p> <p>—Adelante —dijo Cordell.</p> <p>—Es... Bueno, es un asunto un tanto confidencial, señor. —Daggrande no estaba dispuesto a dar por garantizada la lealtad de los dos lugartenientes.</p> <p>—Estos dos gozan de mi absoluta confianza —afirmó Cordell—. ¡Habla!</p> <p>—Sí, general. —Daggrande carraspeó—. Esta mañana me encontraba en el terraplén, para controlar el trabajo, cuando por casualidad escuché unos comentarios de la parte lejana.</p> <p>—Vaya. ¿Quizá nuestro buen contable?</p> <p>El enano asintió, sorprendido.</p> <p>—¡Habla de traición, general! Pretende reclutar oficiales y soldados para robar algunas de las naves, y regresar a Amn. ¡Con el tesoro!</p> <p>Cordell no mostró ninguna reacción, más allá de entornar un poco los párpados. Permaneció inmóvil durante un momento muy largo.</p> <p>—Bien hecho, capitán —dijo—. No confiaba en esa sabandija, pero tampoco lo creía capaz de ser tan atrevido. —La voz del capitán general sonó tensa, entrecortada—. Pero, con este aviso, podemos cortarle las alas. Desde luego, creo que es la única solución.</p> <p>Poco a poco, una sonrisa socarrona apareció en su rostro.</p> <h2>* * *</h2> <p>El ataque se produjo al atardecer, silencioso y rápido desde las sombras de la selva. No lo precedió ningún aullido. Sólo<i> Caporal</i> vio a los sabuesos infernales, mientras Hal y Erix dormían tranquilos sobre la hierba. Sus ladridos sonaron agudos y frenéticos.</p> <p>Halloran se levantó de un salto a tiempo para ver a<i> Caporal</i> lanzarse hacia los árboles que rodeaban el claro. Se divisaba una sombra grande, casi el doble del tamaño del perro. El joven vio los ojos rojos como ascuas y las mandíbulas abiertas.</p> <p><i>Caporal</i> corrió hacia el atacante, sin preocuparse de los otros sabuesos que aparecieron más allá. Halloran vio saltar al sabueso mientras la sombra con aspecto de lobo permanecía agazapada.</p> <p>En el momento en que<i> Caporal</i> buscaba su garganta, el monstruo vomitó una nube de fuego. El pobre animal se retorció y ladró una sola vez, antes de quedar envuelto en una mortaja letal. Las llamas salieron de las fauces del ser demoníaco, para acabar con la vida del noble sabueso con su calor infernal.</p> <p><i>Caporal</i> cayó al suelo mientras Halloran avanzaba, sorprendido y rabioso por el ataque. Su espada hendió el aire como un relámpago plateado, y de un solo tajo decapitó al atacante.</p> <p>Pero entonces Halloran miró hacia el bosque y vio que nuevas sombras se movían en la oscuridad. Parecían estar por todas partes.</p> <h2>* * *</h2> <p><strong><i> De la crónica de Coton</i></strong>:</p> <p></p> <epigraph> <p>En silencio y obediente hasta el final, espero anhelante una señal de esperanza.</p> <p>Naltecona ha decidido enviar regalos a los extranjeros, como una muestra de su bienvenida y de su miedo. La decisión que él había dejado a los dioses ha sido tomada por hombres, y ahora saluda a estos hombres como dioses.</p> <p>Se ha enterado por sus exploradores y espías de que los hombres blancos quieren oro, así que el reverendo canciller les enviará oro para saciar sus apetitos. También les hablará de la larga y difícil carretera hasta Nexal, y les informará que no vale la pena emprender un viaje tan arduo.</p> <p>Sus señores y sacerdotes le han aconsejado que no lo haga, y han sido unánimes a la hora de afirmar que los regalos de oro no curarán a los extranjeros de su apetito por el metal amarillo.</p> <p>Pero Naltecona es obstinado, y los regalos salen de la ciudad en una colorida caravana de esclavos, literas cargadas de tesoros, embajadores y espías de la corte del reverendo canciller. Ellos se encargarán de dar los presentes a los extranjeros.</p> <p>Mucho me temo que, una vez que estos hombres hayan visto nuestro oro, no los podremos mantener alejados de nosotros.</p> </epigraph> <title style="page-break-before:always;text-indent: 0px;"> <p style="line-height:400%">20</p> </h3> <h1>Encuentro y despedida</h1> <p style="margin-top: 5%">Gultec renunció finalmente a intentar saltar por encima de las paredes del pozo. Al cabo de unas horas, escuchó que se aproximaban unos hombres, que no tardaron mucho en asomarse a la boca del agujero. El guerrero miró furioso hacia lo alto, y rugió al ver los rostros de una veintena de nativos de piel oscura. Antes de que pudiese intentar hacer algo, los hombres lanzaron una pesada red que lo envolvió en su malla.</p> <p>El jaguar rugió, lanzando zarpazos y dentelladas, cuando varios de los nativos saltaron al interior del pozo para acabar de atarlo. En cuanto la red quedó bien prieta, lo izaron a la superficie. Gultec, que se había dado el gusto de herir a varios de sus captores, se vio arrastrado por el suelo como un bulto, lejos de cualquier otra posible víctima.</p> <p>Llevaban casi una hora de marcha, y Gultec tenía el cuerpo machacado y dolorido por los golpes contra el suelo, cuando, entre los intersticios de la red, alcanzó a ver que habían salido de la selva.</p> <p>Gruñó y se puso a cuatro patas en cuanto los cazadores aflojaron la red. Guiñó sus ojos amarillos al encontrarse delante de la pirámide más enorme que jamás había visto. En las profundidades selváticas, en el corazón del Lejano Payit, donde se suponía que sólo había gente primitiva, alguien había levantado este enorme edificio.</p> <p>En los alrededores de la gran pirámide se veían prados de hierba verde y estanques de agua cristalina. Gultec vio otras construcciones de gran tamaño, aunque no tanto como la pirámide, dispersas entre la vegetación de la selva. Al lado de la pirámide había un campo grande cercado por tres paredes bastante altas. En aquel lugar, varios hombres corrían arriba y abajo, en persecución de un objeto redondo.</p> <p>Los cazadores arrastraron al jaguar hasta la pirámide. En lugar de subirlo, tal como había esperado el guerrero, lo lanzaron por una abertura en la base. De inmediato, Gultec dedicó todos sus esfuerzos a librarse de la red, pero tardó varios minutos en conseguirlo, y, para aquel momento, ya habían cerrado la puerta.</p> <p>Entonces vio un pasillo que llevaba hacia el centro de la pirámide. Dejó de gruñir, y avanzó en silencio hasta llegar a una habitación muy amplia. Notó el olor de los jaguares, y se le erizó la piel del lomo.</p> <p>Un segundo más tarde, vio a los grandes felinos dispersos por el recinto; algunos se limpiaban, otros dormían, y unos cuantos lo observaban interesados.</p> <p>Después advirtió que había otro ocupante: un anciano sentado en un escalón de piedra al otro lado de la sala. Vestía un taparrabos, y sus cabellos eran largos y blancos. Tenía el rostro tan lleno de arrugas que parecía el mapa de una tierra montañosa. El hombre miró a Gultec, sin hacer caso de los demás jaguares, que le correspondían con la misma indiferencia.</p> <p>Gultec tensó los músculos, se agazapó y, con la barriga casi contra el suelo, avanzó poco a poco.</p> <p>El anciano levantó una mano y la pasó una vez por delante de su rostro. En aquel instante, el cuerpo de Gultec se contorsionó; rodó por el suelo, y en cuestión de segundos recuperó la forma humana. Atontado por la violencia de la transformación, permaneció tendido en tierra, mientras lentamente llegaba a la conclusión de que el anciano era el autor del cambio. Se sentó con la mirada puesta en el hombre que se puso de pie y avanzó sin prisa hacia él.</p> <p>—Ven, Gultec —dijo, suavemente—. Tienes mucho que aprender.</p> <p>Poshtli plegó sus alas y descendió hacia la pirámide, convencido de que éste era el lugar que había visto en su visión. El sol desapareció detrás de la hilera de árboles en el horizonte, mientras él se posaba en la cumbre de la estructura tapada de hierbajos. Muy pronto sería la hora.</p> <p>Por primera vez en días, el Caballero Águila recuperó su forma humana. Estirado sobre las piedras, cubiertas de musgo, se desperezó y masajeó sus músculos para devolverles su elasticidad. Más relajado, disfrutó con el espectáculo de la salida de la luna, casi llena.</p> <p>Después, se levantó con la intención de examinar la pirámide y caminó hasta el lado este de la plataforma. Los costados eran empinados y se veían casi totalmente tapados de maleza y musgo; se podía subir y bajar, aunque con alguna dificultad.</p> <p>Despejó un pequeño trozo del primer escalón, y colocó con mucho cuidado las seis flechas que le había regalado Luskag. Después, puso su carcaj con dos docenas de saetas junto a las otras, que resplandecían a la luz de la luna.</p> <p>Por último, se sentó lo más cómodo posible y esperó, con la<i> maca</i> atravesada sobre los muslos y el arco en las manos.</p> <h2>* * *</h2> <p>Uno de los enormes sabuesos infernales —del color de la sangre seca, pensó Halloran— saltó por encima del cuerpo quemado de<i> Caporal</i>. El monstruo abrió la boca mientras el legionario se zambullía en tierra, para esquivar por los pelos la bocanada de fuego que incendió los matorrales a sus espaldas.</p> <p>Se levantó al instante y hundió la espada en el pecho de la bestia, aunque la herida no fue mortal.</p> <p>Lo invadió una terrible sensación de impotencia al ver que tres de las criaturas se lanzaban sobre Erix. La mujer, con la espalda protegida por el tronco de un árbol, blandía un garrote. Pero esta arma rudimentaria ni siquiera llegaba a tocar a los sabuesos agazapados ante ella, dispuestos a soltar sus mortíferas descargas de fuego.</p> <p>—¡No! —gritó Hal, que descargó un mandoble contra otro de los animales y saltó después sobre el cadáver en un esfuerzo por llegar hasta Erix. Sabía que no llegaría a tiempo.</p> <p>El trío escupió su bocanada de fuego directamente al rostro de la joven, y Hal soltó un alarido al ver cómo las llamas azufradas la rodeaban con una aureola mágica y abrasadora.</p> <p>Las llamas se disiparon, y Hal vio una vez más a Erix, que mostraba una expresión estupefacta. El amuleto de jade y plumas colgado de su cuello resplandecía y chispeaba con una fuerza mágica propia.</p> <p>Entonces Halloran llegó junto a ella y abatió a uno de los sabuesos con una estocada en el corazón. Los otros dos le hicieron frente, pero Erix hizo caer a uno de un terrible garrotazo. El restante escupió fuego sobre Hal, en el momento en que la espada del joven se hundía en su pecho.</p> <p>Casi sin fuerzas, Halloran dio un paso atrás, con su brazo izquierdo tocado en parte por las llamas. El sabueso cayó muerto, pero surgieron otros desde las sombras. El legionario escuchó el relincho aterrorizado de su yegua; espantada, arrancó la estaca que la mantenía sujeta y echó a galopar en medio de la espesura.</p> <p>—¡Por aquí! —jadeó Hal, apartando a Erix del árbol. Primero uno de los sabuesos y después otro se sumaron al combate. «Este es el final», pensó Hal, sin más esperanzas.</p> <p>Erix apoyó su mano en el brazo de Halloran en el preciso momento en que los monstruos vomitaban su fuego. Las llamas se agitaron alrededor de sus cuerpos como una cosa viva, pero el poder de la<i> plumamagia</i> los protegió con su aureola haciendo las veces de escudo.</p> <p>Las ramas muertas de un árbol caído se incendiaron, y, a la luz del fuego, Hal pudo contar a una docena de sabuesos dispuestos a proseguir el ataque. Las llamas ganaron altura, y en aquel momento el legionario descubrió la presencia de una figura oscura detrás de la jauría, una forma encapuchada con un arco y una espada.</p> <p>—¡El Muy Anciano! —exclamó Erix, mientras Halloran hacía retroceder a los perros, lanzando mandobles a diestro y siniestro.</p> <p>—¡Ven! —gritó Hal, mientras la apartaba de la jauría. Una de las criaturas, herida en una pata, saltó para cerrarle el paso, pero cayó de costado al tocar tierra, y el legionario aprovechó la oportunidad para rematarlo de un solo golpe.</p> <p>Erix lo siguió, y juntos corrieron a través de la estrecha faja de bosque, matorrales y árboles que los separaba del siguiente claro. Los perros se lanzaron en su persecución, sin dejar de ladrar. Hal apenas si podía soportar el terrible dolor de las quemaduras en su brazo, que se multiplicaba con los roces contra las ramas.</p> <p>A la luz de la luna, Halloran vio a su yegua en el otro claro. El animal corría en círculos, buscando un sendero por donde escapar. También vio una pequeña colina cónica en el centro del campo.</p> <p>Un sabueso asomó entre los árboles, y Halloran le hendió el cráneo, protegido del fuego por la magia del amuleto de Erix.</p> <p><i>¡Busca la altura, domina el territorio elevado!</i> Halloran recordó la máxima de la táctica legionaria en el momento en que ya no le quedaban esperanzas. Los dos jóvenes corrieron hacia el centro del claro, en dirección a la colina que cada vez parecía más alta. La luz de la luna alumbraba su camino.</p> <p>Más sabuesos penetraron en el claro y, con la velocidad del rayo, se lanzaron tras ellos.</p> <p><i>¡Busca la altura!</i></p> <p>Halloran advirtió que la colina era otra de las tantas pirámides cubiertas de vegetación que habían encontrado dispersas en la selva. Al mismo tiempo, comprendió que los perros los alcanzarían antes de llegar a su refugio.</p> <p>Se volvió para enfrentarse a los sabuesos, con Erix a su lado. El primero de los monstruos se lanzó sobre ellos, pero de pronto cayó al suelo con un aullido de dolor. Sacudió las patas en un espasmo de agonía, y murió.</p> <p>Algo pasó junto a ellos como un relámpago, y otro de los engendros del infierno cayó muerto. Esta vez, Halloran vio la flecha, resplandeciente como una varilla de cristal, que sobresalía del cogote de la bestia. Después cayó un tercero; la esperanza brotó en el pecho del capitán, que no desperdició su tiempo en pensar cuál era el origen del milagro.</p> <p>—¡Corre! —vociferó, empujando a Erix hacia la pirámide. Desesperados, treparon al primer escalón e iniciaron el ascenso. Las ramas de los arbustos achaparrados les sirvieron de punto de apoyo en la escalada. Halloran, impedido de utilizar el brazo herido, subía casi a gatas.</p> <p>Se detuvieron un momento para recuperar la respiración, bien sujetos a las ramas para no resbalar por la empinada ladera. Halloran espió por encima del hombro, y contó seis sabuesos muertos en el claro. Unos pocos rondaban por la base de la pirámide, pero dudaba que fuesen capaces de alcanzarlos.</p> <p>—¡Vamos, un último esfuerzo! —exclamó Halloran—. Tenemos que llegar a la cumbre.</p> <p>—¡Mira! —susurró Erix, horrorizada. Él se volvió para mirar en la dirección señalada por la muchacha, y en el acto vio la figura vestida de negro que se movía por el claro iluminado por la luna. El ser avanzaba hacia la pirámide. Ambos pudieron ver cómo alguien disparaba desde arriba varias flechas contra la sombra, pero las saetas ardieron en pleno vuelo antes de poder alcanzar la diana.</p> <p>Había llegado el momento de enfrentarse al último desafío de la fuga. La figura oscura ya había intentado matar a Erix en una ocasión, con una habilidad y un empuje extraordinarios, y la joven había salido con vida gracias al amanecer. Ahora, el enemigo volvía a la carga con la ayuda de la jauría infernal, y, esta vez, la noche era joven. El rostro enmascarado miró hacia lo alto de la pirámide, y Halloran imaginó el triunfo y la burla en la expresión invisible. Sin embargo, esta imagen estimuló el coraje de Hal.</p> <p>—Prefiero enfrentarme a él antes que a los perros —gruñó, mientras reanudaba la marcha hacia la plataforma superior de la pirámide, con Erix pegada a sus talones.</p> <h2>* * *</h2> <p>Cordell ordenó a Daggrande que pusiera manos a la obra de inmediato. El plan para reprimir la traición de Kardann debía ser rápido e irrevocable. El enano tomó el mando de un grupo de cincuenta hombres leales, que embarcaron en las chalupas para dirigirse a los quince bajeles fondeados en la bahía. Trabajaron durante unas horas, realizando numerosos viajes de ida y vuelta hasta la costa.</p> <p>Después, el capitán general envió recado al contable, para que se reuniese con él en el fortín casi acabado. Justo después del ocaso, salió la luna por el este y su luz brillante iluminó la laguna y el campamento de la legión, que se podían ver con toda claridad desde la puerta del fuerte.</p> <p>El comandante esperó, solitario, mientras Kardann se esforzaba en trepar por la ladera. Al otro lado, continuaban los trabajos para completar la cuarta pared que cerraría el terraplén. Cuando el contable llegó a su lado, Cordell aguardó cortésmente a que recuperara el aliento.</p> <p>—Un magnífico espectáculo, ¿verdad? —comentó, mientras Kardann jadeaba casi ahogado. Las carracas y las carabelas se balanceaban suavemente en la laguna alumbrada por la luna. Las hogueras del campamento salpicaban la costa, y las antorchas seguían la línea del muelle. El contable no advirtió el aumento de actividad en el espigón. Habría sorprendido a Cordell de haberlo hecho.</p> <p>»Vamos, amigo mío, tenemos que hablar —dijo, cuando Kardann respiró con más normalidad. Llevó al hombre al interior del fortín, al abrigo de las altas paredes de tierra.</p> <p>»Hay algunos —manifestó Cordell, sin alzar la voz— que quieren convencerme de que buscáis que los hombres se pongan en mi contra. Afirman que pretendéis organizar una expedición de regreso a casa, cuando aquí todavía nos queda muchísimo trabajo por hacer.</p> <p>—Mis opiniones al respecto son bien conocidas por el capitán general —respondió Kardann, sin ambages.</p> <p>—Sin duda, después de haber visto el tesoro conseguido en Ulatos y ser testigo de lo fácil que fue la conquista de la ciudad, habréis recapacitado.</p> <p>La mandíbula del contable tembló mientras el hombre intentaba mantener el dominio de su voz.</p> <p>—Os lo he dicho antes: ¡es una locura pensar que podréis sobrevivir aquí! ¡Con vuestro pequeño grupo, a pesar de su valentía y experiencia, no se puede esperar otra cosa que el desastre! Dejad que lleve a Amn la noticia de las riquezas encontradas. ¡Puedo volver con una fuerza diez veces superior a la que disponéis ahora! ¡Entonces podremos emprender la campaña como es debido!</p> <p>Cordell suspiró con una tristeza que pareció genuina.</p> <p>—¿Acaso no habéis visto lo mucho que pueden conseguir unos pocos cuando trabajan juntos? —«¿Habrá acabado Daggrande?», pensó el general. Observó, al pasar, que la luna tenía esa noche un brillo excepcional. El cielo despejado prometía una iluminación perfecta para la actividad nocturna.</p> <p>—Mi querido capitán general —resolló Kardann, intentando parecer razonable y firme a la vez—, tengo la responsabilidad de salvaguardar los intereses del buen Consejo de Amn. Es mi obligación ver que los beneficios se manejen de una forma sensata. Señor, debo exigir que me proveáis de barcos, y de la parte del tesoro que me corresponde, para llevarlo a los cofres de sus legítimos propietarios.</p> <p>—¿Vos me exigís? —Cordell pareció consternado—. ¿Acaso me he resistido a vuestra autoridad?</p> <p>—No tenéis por qué desanimaros —lo tranquilizó Kardann, entusiasmado por la actitud de Cordell—. Podéis quedaros aquí con unos cuantos hombres si tanto os interesa. ¡Podríais mandar la guarnición del fuerte! —Kardann sonrió, feliz de su idea.</p> <p>«Daggrande ya tiene que haber terminado», decidió Cordell.</p> <p>—De acuerdo. Vamos a elegir vuestros barcos —dijo el general, e hizo un gesto para que el contable lo acompañara a la abertura del terraplén, desde donde se podía ver la laguna.</p> <p>»¡Escoged, Kardann! —exclamó el general, en cuanto se asomaron—. ¡Escoged los barcos que os llevaréis de regreso a Amn!</p> <p>Su voz era fría como el hielo.</p> <p>Kardann miró la laguna, y su respiración se convirtió en un jadeo asmático. Luchó por hablar, para forzar a las palabras a que salieran de su garganta, pero se rindió a la sobrecogedora sensación de pánico, de indefensión total, que le provocó el espectáculo.</p> <p>Las naves todavía flotaban en la rada, más fáciles de ver que nunca porque cada una estaba marcada por una brillante hoguera naranja. La luna iluminaba las densas columnas de humo negro que ascendían de los barcos. Daggrande había hecho su trabajo a conciencia. Cubiertas, mástiles, camarotes; todo lo combustible se incendiaba y ardía. En cuestión de segundos, las carabelas y carracas se transformaron en enormes bolas de fuego. Las llamas, estimuladas por el aceite rociado en la madera, ardieron hasta que los cascos se partieron, y el agua apagó los incendios a medida que las naves se hundían, una tras otra, hasta el fondo de la laguna.</p> <p>—Adelante, Kardann —insistió Cordell, mientras el contable se volvía para mirarlo, aterrorizado—, escoged vuestros barcos.</p> <h2>* * *</h2> <p>Halloran vio al orgulloso guerrero tan pronto como llegó a la cúspide de la pirámide. El hombre lo observó con curiosidad durante unos segundos. El legionario le devolvió la mirada y se fijó en la amplia capa de plumas de águila, el yelmo picudo, y el arco de madera que les había salvado la vida.</p> <p>Ayudó a Erix a subir a la plataforma, y después señaló al Muy Anciano que comenzaba el ascenso. El hombre asintió y le dijo algo a Erix. La muchacha le respondió, y luego tradujo las palabras del guerrero.</p> <p>—Dice que es Poshtli, un Caballero Águila de Nexal. Está aquí por una visión que tuvo, y nosotros formamos parte de ella.</p> <p>Halloran volvió a mirar al guerrero, y su curiosidad se convirtió en asombro.</p> <p>—Le daremos las gracias cuando se acabe el combate —respondió, lacónico, con un ojo puesto en la figura oscura que escalaba la pirámide.</p> <p>—Los extranjeros pueden ser muy descorteses —se disculpó Erix—. Pero es un gran guerrero. Te damos las gracias por salvarnos. ¿Sabes contra quién luchamos?</p> <p>—Sé que peleo por la salvación de Nexal —contestó el Caballero Águila—, y es todo lo que necesito saber. Sin embargo, esas bestias son horribles; se parecen a unos coyotes gigantes con el poder de Tezca en sus vientres.</p> <p>—Sirven a Zaltec —lo corrigió Erix—. La cosa negra de allá abajo es un Muy Anciano que camina por el Mundo Verdadero.</p> <p>—Muy pronto caminará por el mundo de los muertos —gruñó Poshtli. Impertérrito, empuñó la<i> maca</i> y fue a situarse junto a Halloran. Los jóvenes esperaron al Muy Anciano en el borde de la plataforma, para no concederle ninguna ventaja.</p> <p>La figura enmascarada se detuvo un poco más abajo, fuera del alcance de las espadas. Escucharon un sonido, una palabra ahogada, y de pronto el Muy Anciano se elevó en el aire. Poshtli soltó una exclamación, y Halloran se estremeció.</p> <p>El ser flotó, apartado de la pirámide; subió poco a poco hasta situarse a la misma altura de Halloran, y se detuvo. El cuerpo parecía humano, vestido con prendas de seda negra y botas de cuero. La luz de la luna se reflejaba en todos los objetos, pero la silueta que tenían delante semejaba un agujero negro en el espacio.</p> <p>En aquel momento, escucharon otra orden, el susurro de una palabra mágica, y entonces se vieron envueltos en una oscuridad total.</p> <p>—¡Por Helm! —gritó Hal. Retrocedió un par de pasos, apartándose del borde, consciente de que el Muy Anciano había utilizado un hechizo.</p> <p>El legionario escuchó el grito de desafío de Poshtli, seguido por el ruido de algo que se quebraba. Halloran imaginó el choque de la<i> maca</i> de madera contra el acero negro del sable, y el único resultado posible. Después escuchó un golpe y un gruñido. Por fin, el joven consiguió salir de la zona de sombras, una especie de burbuja mágica que impedía el paso de la luz.</p> <p>Una silueta oscura saltó de la burbuja, y Halloran apenas si tuvo tiempo de levantar su espada. La parada le salvó la vida, al desviar el acero del Muy Anciano que le atravesó la manga de la camisa sin tocar la carne.</p> <p>Hal retrocedió, manteniendo su posición entre el atacante y Erix. La burbuja oscura se disipaba poco a poco, pero no podía ver a Poshtli. El ataque del Muy Anciano había hecho caer al guerrero de la plataforma.</p> <p>El agresor se movía con una agilidad extraordinaria, y Hal tuvo que apelar a todos sus recursos para detener los golpes. No obstante, se vio obligado a ceder terreno mientras Erix se movía a sus espaldas para no quedar arrinconados.</p> <p>El brazo herido atormentaba a Hal con cada uno de sus movimientos. El sudor le entraba en los ojos, y tenía que parpadear continuamente para aclarar la visión y poder defenderse.</p> <p>Halloran decidió pasar a la ofensiva; sus estocadas consiguieron detener a su enemigo, e incluso hacerle retroceder unos pasos. Sin embargo, el embozado se recuperó, y, una vez más, el legionario tuvo que resignarse a la defensa.</p> <p>El Muy Anciano hizo una finta por la izquierda de Hal, que se abalanzó para detenerla, con tan mala suerte que tropezó cuando un pie se enganchó en los hierbajos.</p> <p>Al ver que Halloran caía, el atacante se movió hacia la derecha. Su acero no buscó al hombre, sino que se lanzó hacia Erix. La desesperación dio nuevas fuerzas a Hal, y el capitán se levantó de un salto mientras el asesino se acercaba a la mujer.</p> <p>Una vez más su mente buscó un hechizo, cualquier cosa que pudiese evitar la muerte de Erixitl. Intentó recordar la fórmula del proyectil mágico, pero las palabras no le salían. En cambio, recordó el sueño, cuando había quedado dormido para después despertar con la luz. Los vocablos del encantamiento desfilaron por su mente. Le pareció inservible, pero era lo único que tenía.</p> <p>Gritó a voz en cuello las palabras del hechizo, sin saber si las pronunciaba correctamente, o si sus manos tenían la posición debida para obrar el encantamiento. Si tan sólo pudiese demorar al atacante por un par de segundos...</p> <p>La súbita aparición de la luz los sorprendió a todos. Emanaba del amuleto de Erix, un resplandor que iluminaba hasta el último rincón de la plataforma. Hal volvió a moverse, pero se detuvo, sorprendido, al ver que el Muy Anciano retrocedía llevándose las manos a la máscara al tiempo que profería un terrible alarido inhumano, como si la luz le hubiese quemado los ojos.</p> <p>Con un siseo rabioso, la figura dio la espalda a Erix en el momento en que la espada de Halloran buscaba su pecho. El golpe era fuerte y certero, pero la hoja se estrelló contra la cota de malla casi invisible debajo de la camisa de seda negra.</p> <p>El Muy Anciano recuperó el equilibrio en un instante, y obligó a retroceder a Hal con una lluvia de sablazos, al tiempo que mantenía un brazo levantado para protegerse los ojos de la luz. Halloran presintió que se encontraba muy cerca del borde, y buscó apartarse. El agresor enmascarado, consciente de que tenía la victoria a su alcance, aumentó la fuerza y la velocidad de sus golpes.</p> <p>El capitán paró con la izquierda y recibió una herida en el brazo derecho. Contraatacó por la derecha y gritó cuando el acero del rival mordió en las quemaduras de su brazo izquierdo. Su próximo paso atrás no tocó el suelo, y supo que ya no podía retroceder más.</p> <p>Mantuvo la espada en posición de guardia, atento al próximo movimiento del atacante. Por su parte, el Muy Anciano se tomó su tiempo para descargar el golpe definitivo. Alzó el brazo armado bien alto y apuntó la espada hacia abajo, moviendo la punta de un lado a otro. Desesperado, Hal buscaba la forma de conseguir espacio de maniobra.</p> <p>Entonces, el brazo del rival se movió de pronto, pero no para atacar. Hal vio una sombra enorme que, por un instante, tapó la luz de la luna; después unas garras poderosas que se cerraban y retorcían el brazo de su enemigo. El grito agudo de un águila resonó en los oídos del Muy Anciano.</p> <p>Poshtli descargó un terrible picotazo mientras sus alas azotaban la cabeza negra. El águila rasgó el cuero cabelludo de su presa mientras el espadachín intentaba defenderse. Halloran aprovechó la oportunidad para hacerse a un costado y volver a atacar.</p> <p>Súbitamente, en el momento en que la hoja negra buscaba su cuerpo, el pájaro se elevó sin aflojar las garras que sujetaban la máscara del asesino. Con el siguiente batir de alas, el águila consiguió arrancar el velo.</p> <p>Halloran casi contuvo su estocada, ante la sorpresa que le produjo ver el rostro del Muy Anciano. La piel de su cara, retorcida en una mueca de odio, era de un color negro azabache. En cambio, sus cabellos eran blancos y los ojos casi descoloridos. Su complexión delgada y las orejas puntiagudas mostraban claramente la raza de la criatura.</p> <p>Su mano dudó por una fracción de segundo, a causa del temor y la sorpresa al encontrarse en estas tierras vírgenes en presencia de uno de los representantes de la maldad del viejo mundo.</p> <p>Después, su espada se hundió con la velocidad del rayo por debajo de la axila de su rival cuando el Muy Anciano levantó el brazo para atacar al águila. La punta, libre del impedimento de la cota, llegó hasta el corazón de la criatura.</p> <p>El rostro negro se contorsionó en una expresión de incredulidad y horror. Los ojos, enormes y claros, parecieron querer salirse de sus órbitas, y la boca se movió sin pronunciar ni una sola palabra. Halloran retiró la espada, atento para un segundo golpe.</p> <p>Pero su enemigo se desplomó. Un sonido, como el suspiro doloroso de mil almas condenadas, surgió de sus labios acompañado por una bocanada de sangre. Los ojos miraron a Halloran con un odio implacable hasta que lo cubrió el velo de la muerte. El cadáver cayó por el borde y rodó hasta ir a detenerse al pie de la pirámide.</p> <p>—El drow ha muerto —anunció Halloran, lacónico, después de echar una última ojeada al elfo oscuro.</p> <h2>* * *</h2> <p>El capitán general Cordell hizo formar a la Legión Dorada. Se encontraban presentes todos los soldados de infantería y la mayoría de los lanceros de a caballo. Los otros se encontraban de patrulla en los alrededores de Ulatos, y se encargaban de recoger el tributo de las aldeas vecinas.</p> <p>Las compañías formaron junto al fortín bautizado con el nombre de Puerto de Helm. Diez mil nativos, en su mayor parte guerreros, pero también muchos dignatarios además de algunas mujeres y niños, se habían congregado para presenciar la ceremonia de sus nuevos gobernantes.</p> <p>—¡Hombres de la legión! —La voz de Cordell resonó por el campo y la laguna. Los cascos ennegrecidos de varios barcos asomaban en la superficie del agua. El resto se habían hundido en zonas más profundas, y sólo eran visibles desde lo alto de la colina.</p> <p>»¡Nuestro destino está trazado! Ya no habrá vuelta atrás para ninguno. ¡La legión luchará, vencerá o perderá, como un todo!</p> <p>»Y digo a mis valientes, mis magníficos soldados, que la legión vencerá. ¡Helm nos da la razón de nuestra causa! ¡Nuestros brazos y el acero nos dan la fuerza! ¡Y nuestros corazones nos dan el coraje para ganar!</p> <p>»Sabemos muchas cosas de este enorme país que es Maztica. Tenemos aquí una colonia rica e importante, con una excelente capital. Cuando acabe nuestro trabajo, todos y cada uno de vosotros recibiréis vuestra recompensa en oro y tierras.</p> <p>»Sin embargo, todavía nos espera la mayor de nuestras tareas. Hemos conocido a algunos de los pobladores de esta tierra. Pero también hemos escuchado hablar de otra nación, de otra gente, de un lugar cuyas riquezas superan en gran medida los tesoros que hemos conquistado.</p> <p>»Dicha nación es el auténtico centro de Maztica, una fuente de riquezas imposibles de imaginar. Me refiero a la nación y a la ciudad de Nexal.</p> <p>»Nos han dicho que allí se encuentran los cofres con el oro enviado por todas las naciones de Maztica. Allí están los tesoros que premiarán nuestros esfuerzos, riquezas que nos convertirán en la envidia de toda la Costa de la Espada.</p> <p>»Y yo os digo, mis valientes y leales soldados: ¡nuestra tarea no habrá acabado hasta que el estandarte de la Legión Dorada ondee sobre Nexal, hasta que aquella ciudad y sus tesoros sean nuestros!</p> <p>Los soldados estallaron en un clamor de victoria que espantó a los nativos, que no habían entendido ni una palabra del discurso. Después, las compañías de la Legión Dorada se prepararon para la marcha.</p> <h2>* * *</h2> <p>El águila se posó en la plataforma de la pirámide, y sus plumas parecieron ondear con la luz de la luna. La forma de la criatura cambió en unos segundos, y Poshtli se reunió con Halloran y Erix en el borde de la pirámide. Abajo, se veía el cuerpo retorcido del Muy Anciano, el elfo oscuro.</p> <p>Tras la muerte de su amo, los sabuesos infernales que quedaban se retiraron a las profundidades de la selva. Pese a ello, los tres jóvenes permanecieron en lo alto de la pirámide, más relajados aunque sin descuidar la vigilancia.</p> <p>—Habrá que curar vuestras heridas —dijo Erix.</p> <p>El brazo de Halloran aparecía cubierto de sangre, mezclada con restos de piel quemada, y Poshtli tenía un corte profundo en la pierna —la pata de águila—, donde lo había alcanzado la espada del drow. La herida se había cerrado cuando el caballero recuperó la forma humana, pero casi no tenía fuerzas en la extremidad.</p> <p>—Bajemos. Buscaré agua para limpiarlas y algo que sirva de venda.</p> <p>Halloran pensó en<i> Tormenta</i>, y se preguntó si los sabuesos infernales habrían matado a la yegua. Rogó para que el animal siguiese con vida, aunque lo preocupaba no verlo en el claro.</p> <p>Con mucho cuidado, Hal bajó sin ayuda por la cara de la pirámide mientras Erix hacía de bastón para Poshtli, que apenas si podía mover la pierna. Por fortuna, consiguieron llegar al suelo sin sufrir ningún accidente. En cuanto bajó el último escalón, Halloran llamó a la yegua con un silbido y, para su inmensa alegría,<i> Tormenta</i> galopó a través del claro. Había permanecido oculta entre la sombra de los árboles. Erix encontró varias de las plantas que los habían provisto de agua durante la fuga, y utilizó el líquido para limpiarles las heridas.</p> <p>El legionario se olvidó del dolor, abstraído en el análisis de los sucesos vividos. El elfo oscuro..., los Muy Ancianos..., Zaltec...</p> <p>Explicó sus pensamientos a Erix y todo lo que sabía acerca de los drows para que se lo transmitiera a Poshtli. Se trataba de elfos subterráneos, de una maldad insuperable, expertos en temas mágicos y mundanos. Su fuerza y su número habían tenido en jaque a los Reinos Olvidados durante siglos, pero al fin habían sido derrotados, y los supervivientes habían vuelto a las profundidades.</p> <p>—Y ahora —añadió Hal— han creado una hermandad de un salvajismo sin igual, con una sed de sangre insaciable.<i> ¿Para qué necesitan tantos corazones?</i></p> <p>Poshtli les habló de las visiones que había tenido.</p> <p>—La Piedra del Sol me mostró una mujer de Maztica y un hombre de otro mundo. Si podía encontrarlos, encontraros a vosotros, y llevaros a Nexal, quizá se podría evitar la destrucción de la ciudad.</p> <p>»Tu conocimiento de la naturaleza de los elfos oscuros tal vez sea la razón de mi búsqueda. ¿Querréis venir conmigo a la ciudad que es el corazón del Mundo Verdadero?</p> <p>De pronto, Halloran tuvo la sensación de ser ingrávido, al descubrir que disponía de una libertad que no había imaginado jamás. La Legión Dorada había quedado atrás, formaba parte de su vida anterior. La legión se había puesto en su contra, así que no había motivos para el remordimiento. Ahora vivía en un mundo nuevo, un mundo lleno de maravillas y secretos desconocidos. Y él, mejor que nadie en este mundo, estaba en situación de ver estas maravillas, descubrir sus secretos.</p> <p>Erixitl lo cogió de las manos y lo miró a la cara. La luz de la luna se reflejó en sus ojos como una brillante y cálida cascada, y Halloran se sintió más feliz que nunca.</p> <p>—Yo iré contigo —dijo la joven—, allí adonde quieras ir. Pero Nexal es el lugar que siempre he deseado conocer.</p> <p>Halloran ya lo había decidido, y las palabras de Erix le infundieron nuevos ánimos. Se sentía orgulloso e invencible, entusiasmado con su triunfo. Tenía una buena espada, un buen caballo y un libro de hechizos; varios frascos de pócimas mágicas, y además dos compañeros leales: una mujer que había demostrado ser una amiga auténtica y algo más, y un hombre valiente y experto, que había arriesgado y casi perdido su vida para ayudarlos.</p> <p>Juntos irían a la ciudad de oro.</p> <p><strong><i>De la crónica de Coton</i></strong>:</p> <epigraph> <p>Solo en Nexal, espero la llegada del destino.</p> <p>Los dioses se elevaban sobre Maztica, atentos a los cambios que comienzan a destrozar la tierra. Zaltec enfurece, mientras los jóvenes Tezca y Azul observan y tiemblan.</p> <p>El dios de los extranjeros, llamado Helm el Vigilante, es la nueva fuerza en el Mundo Verdadero, una presencia poderosa e intimidadora que asusta a los dioses jóvenes y amenaza los propios fundamentos de la vida.</p> <p>Zaltec no teme a Helm, pero su cólera aumenta ante la impudicia de los seguidores de Helm. Quieren prohibir la ofrenda de corazones al dios de la guerra, y esto es algo que no puede permitir. Así que los Muy Ancianos se reúnen en la Gran Cueva, y los sumos sacerdotes de Zaltec preparan su magia. El poder de la Mano Viperina, que ostenta Hoxitl, será utilizado para unir a las ciudades y naciones de Maztica en la guerra contra los extranjeros.</p> <p>El retorno del cuatl trae a mi pecho el fuego de la esperanza, porque la serpiente siempre ha sido el heraldo del Plumífero. Pero los templos de Qotal continúan vacíos, y sus mudos sacerdotes consultan augurios y visiones, sin ninguna promesa de alegría.</p> <p>El dios verdadero no regresa.</p> </epigraph> <!-- bodyarray --> </div> </div> </section> </main> <footer> <div class="container"> <div class="footer-block"> <div>© <a href="">www.you-books.com</a>. 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