Entre los reinos occidentales y las exóticas tierras orientales de Kara-Tur se encuentra una inmensa región inexplorada. A lo largo de los siglos, la gente "civilizada" de los Reinos Olvidados no se ha preocupado jamás de los bárbaros que allí habitan.
Ahora un poderoso líder ha unido a todas las tribus nómadas y las ha convertido en un ejército capaz de desafiar al mundo. Yamun, Ilustre Emperador de todos los Pueblos, sabe que para llevar a cabo sus sueños debe someterse al país más potente de la tierra, el imperio de Shou Lung, que cuenta con la protección de una barrera formidable: la Muralla del Dragón. Y hacia ella lleva a sus huestes. De su éxito o su fracaso depende el futuro de los Reinos Olvidados.
Los Señores de la Estepa es la primera novela de la trilogía El Imperio, cuya acción se sitúa en el mundo fantástico de los Reinos Olvidados.
Capítulo 1
Quaraband era una ciudad de tiendas. No había edificios permanentes; sólo las yurtas con forma de cúpulas blancas y negras diseminadas por el fondo del valle poco profundo. Los pequeños refugios circulares estaban dispersos en grupos, mayores o menores, a partir del río que penetraba en el valle desde el sur. El espacio entre cada yurta aparecía atestado de pesadas carretas con ruedas de madera, yugos de bueyes, enrejados donde colgaba la carne al sol para preparar el tasajo, camellos y caballos maneados. Aquí y allí se veían corrales de mimbre para los equinos y las ovejas. Delgadas columnas de humo se alzaban de los fogones entre las yurtas. Más lejos, las recuas de caballos, rebaños de ovejas y manadas vacunas se alimentaban con la hierba que ofrecía la estepa en primavera.
La hierba se abría paso entre los restos endurecidos de la nieve vieja que todavía salpicaba la llanura. La nieve blanca, la hierba verde y la tierra marrón se alternaban por toda la región hasta donde alcanzaba la vista. No había árboles, y las suaves ondulaciones del terreno se extendían hasta el horizonte. Las cicatrices oscuras de las viejas cañadas surcaban el páramo. Pequeños grupos de azul brillante y rosa, los primeros pimpollos del croco y la azucena enana, luchaban contra el frío para señalar el comienzo de la primavera.
Chanar Ong Kho, uno de los generales de los míganos, parecía un ser resplandeciente bajo la luz del sol, que iluminaba las bruñidas escamas metálicas de su armadura. La luz hacía resaltar el lustre de las gruesas trenzas de Chanar, y la fina pátina de sudor en la tonsura. La espada colgada de su cinturón, con la vaina tachonada con zafiros y granates, se movía al compás del paso de la yegua, marcando el ritmo con su golpeteo contra las polainas metálicas del general.
El cuero de la montura crujió cuando Chanar se volvió para ver si su compañero se sentía impresionado. El hombre, un jinete delgado montado en una yegua zaina, cabalgaba un poco más atrás, junto a una larga fila de soldados de caballería —una pequeña parte de los diez mil hombres que estaban bajo el mando del general Chanar—. El personaje vestía lo que en un tiempo había sido una túnica naranja brillante, y que ahora aparecía gastada y cubierta de roña. Llevaba la cabeza afeitada, y alrededor de su cuello colgaban varios collares de cuentas, cada uno rematado con una pequeña caja de oración, con filigranas de plata. El sacerdote, que carecía de la gracia natural de los demás jinetes, cabalgaba muy rígido, y se sacudía en la montura como un saco con cada paso del animal. Chanar esperó, entre molesto y divertido, a que el hombre se pusiese a la par.
—Esta noche, Koja de los khazaris, dormirás en las tiendas de los tuiganos —anunció Chanar, al tiempo que palmeaba el pescuezo de su yegua—. A pesar de que sólo hemos pasado unas pocas noches a campo raso.
—Tres semanas son algo más que unas pocas noches —contestó Koja. El clérigo habló de forma entrecortada, y con un tono musical poco adecuado para las inflexiones guturales de la lengua tuigana. Resultaba evidente que no era su idioma nativo—. Incluso vos, honorable general, tendríais que agradecer una noche en un entorno más caliente.
—El calor o el frío, khazari, no significan nada para mi. El Lobo Azul engendró a nuestros antepasados en el terrible frío del invierno. Mi casa está donde yo estoy. Apréndelo si quieres quedarte entre nosotros —respondió el general Chanar. Azotó el flanco de su yegua torda, y partió al galope hacia Quaraband, sin preocuparse del monje extranjero.
Koja soltó un suspiro de enfado mientras contemplaba la marcha del guerrero. Otra vez tenía que resignarse a la arrogancia del general tuigano. El sacerdote tenía el cuerpo entumecido, cubierto de polvo y abrasado por el sol después de tres semanas de continuo cabalgar. El khazari había viajado con el general y sus diez mil guerreros a través de bosques, montañas y, finalmente, por la árida y desierta estepa para llegar a la gran capital del pueblo tuigano. Las comodidades de la civilización quedaban muy lejos.
Ahora tenía delante la capital de estos misteriosos guerreros, que habían interrumpido el rentable comercio de las caravanas, y pensó que el kan, emperador de los tuiganos, podía esperar unos pocos minutos más, mientras él echaba una ojeada a la ciudad.
Era primitiva, rústica, y dejó a Koja boquiabierto. No había ni una sola estructura de piedra en Quaraband. Las pequeñas tiendas —las yurtas— eran como pequeñas setas de fieltro sucio, pero impresionaban por la cantidad. Había miles de yurtas montadas en la llanura. Quaraband tapaba el suelo del valle en un radio de casi dos kilómetros. Una nube de humo gris flotaba sobre las tiendas, procedente de centenares de hogueras. La atmósfera estaba impregnada del olor acre característico del estiércol quemado, prácticamente el único combustible disponible en estas estepas desprovistas de árboles.
Una cortina de polvo apareció delante de Koja, oscureciendo en parte su visión de la ciudad. La columna de jinetes desfiló a su lado, y los resoplidos de los caballos, las maldiciones masculladas y el crujido de los arneses recordaron de pronto al clérigo el lugar donde se encontraba. El general Chanar se había alejado mucho y avanzaba al trote hacia Quaraband. Koja clavó las espuelas a su caballo, y se lanzó al galope en su persecución.
El sacerdote alcanzó al general Chanar a la altura de las primeras tiendas. El guerrero apenas si se fijó en él cuando puso su caballo a la par, y, sin dar ninguna explicación, dio media vuelta y se acercó a su regimiento para supervisar el alojamiento de sus hombres. Los diez mil jinetes comenzaban a dividirse en grupos más pequeños, a las órdenes de los yurtchis, los oficiales responsables de preparar el campamento. Después de comprobar que sus tropas estaban bien atendidas, Chanar regresó para reunirse con el sacerdote.
—Acompáñame. Debo presentarte a Yamun Khahan —ordenó Chanar, y lanzó un escupitajo, para quitarse el polvo de la garganta. Después taloneó a su caballo. Koja lo siguió.
Mientras pasaban entre las yurtas, Koja las estudió con mucha atención. Las tiendas redondas estaban hechas de fieltro muy grueso trabajado como alfombra, y extendido sobre un armazón de madera. Las entradas aparecían cubiertas con una alfombra suelta, que podía ser apartada para iluminar y ventilar el interior. Los techos se hinchaban en la parte superior, donde había una pequeña salida de humos. A juzgar por su exterior tan mugriento, las yurtas no podían tener un interior limpio y aseado. Al pasar por delante de una de las tiendas con la puerta abierta, Koja olió el hedor de la grasa, el sudor y el humo provenientes del interior.
Un reducido escuadrón de jinetes, hombres de aspecto rudo con la piel amarillenta, se acercó al clérigo y al general. Los caballistas vestían túnicas negras y gorras de piel puntiagudas con borlas rojas. Cada hombre llevaba un sable curvo colgado del cinturón.
—Yamun Khahan envía a estos hombres para escoltar al valiente Chanar Ong Kho hasta la casa del kan. Invita a Chanar a beber con él —anunció el jefe del escuadrón, que observó a Koja sin disimular su curiosidad.
Chanar respondió a las palabras del oficial con un cabeceo, y después señaló al sacerdote.
—Decidle al kan que he traído conmigo a un embajador de los khazaris desde Semfar —dijo el general. A una orden de su jefe, uno de los miembros de la escolta partió a todo galope con el mensaje.
El grupo continuó su marcha en silencio. Las mujeres espiaban tímidamente su paso, ocultas tras las alfombras de la entrada, y los niños sucios y con las piernas desnudas se animaron a salir para mirar al extranjero. Los jinetes evitaron las hogueras, donde hervían las ollas, llenando el aire con el fuerte olor del cordero hervido.
No tardaron en llegar a una empalizada de estacas de madera. La cerca tenía un metro cincuenta de altura y rodeaba la base de un altozano junto al río. Más allá de la cerca, Koja vio cinco yurtas grandes, más grandes que cualquiera de las otras. La yurta de mayor tamaño, de fieltro negro, ocupaba la parte más elevada. Las restantes, colocadas a su alrededor, eran más pequeñas y aparecían espolvoreadas con tiza blanca. Unos dibujos primitivos formaban una orla en la parte superior de cada una de las yurtas.
—Vengo a ver a Yamun Khahan, mi anda —anunció ceremoniosamente el general Chanar al guardia uniformado de negro apostado en la entrada. Koja no pasó por alto la fórmula utilizada por Chanar, porque daba a entender un estrecho vínculo entre el general y el kan.
El centinela se apresuró a abrir el sencillo portón para permitir el paso de los jinetes. Unos sirvientes vestidos de gris se acercaron en el acto, y sujetaron los caballos mientras Chanar y Koja desmontaban. El general se acomodó la coraza, y tiró de los faldones de su camisa de seda manchada de grasa y sudor. Satisfecho con su arreglo, Chanar se volvió hacia el clérigo.
—Esperarás aquí hasta que te envíe a buscar —le dijo sin muchos miramientos. Después, le volvió la espalda y caminó colina arriba hacia la yurta central.
Al verse abandonado por su anfitrión, Koja permaneció donde estaba, sin saber qué hacer. Los hombres de la escolta armada se encontraban unos pasos más allá, dispersos en pequeños grupos, charlando entre ellos. De vez en cuando, quizás advertido por una palabra o por un pensamiento, alguno de los guardias miraba de pronto en su dirección y, tras observarlo por unos instantes con los párpados entornados, volvía sin más a la conversación.
El sacerdote aguantó un rato más de pie, se sentó, y se volvió a levantar. Nadie intentó conversar con él, ni le ofreció la hospitalidad debida a un embajador. Esto no le llamó la atención a la vista de la barbarie de los míganos, aunque había esperado un poco más.
Por un tiempo, Koja se entretuvo en estudiar a los hombres de su escolta. Tal vez eran jóvenes, pero tenían el rostro tan curtido por la intemperie que resultaba imposible saber su edad real. Los bigotes finos y largos parecían estar de moda entre estos guerreros. No llevaban barba, y algunos de los hombres más viejos mostraban tantas cicatrices en las mejillas que la barba no podía crecer. Casi todos llevaban los cabellos peinados en trenzas que les colgaban por delante de las orejas. Esto no tenía nada de particular, pero sí lo era el hecho de que se afeitasen la coronilla.
Después de poco más de una hora de espera, comenzó a oscurecer. Koja se puso a pasear sin prisa, atento a la reacción de los guardias. Caminó unos metros por la ladera, hacia el estandarte colocado a medio camino entre el portón y la yurta principal. Era un poste de casi cinco metros de altura con un palo cruzado en la punta, y de los brazos de la cruz colgaban nueve largas colas de caballo negras. Clavado en el extremo había un cráneo humano, con una placa dorada debajo, y alrededor de la base del poste había unas cuantas muñecas pequeñas de tela roja, con trozos de cuero y pelos pegados. Koja estudió el estandarte e intentó adivinar su significado.
Un hombre salió de la yurta principal; su túnica negra con ribetes de seda indicaba que era un oficial. Se detuvo delante mismo del sacerdote.
—Koja de los khazaris, acompañadme —dijo—. Pero primero debéis arrodillaros ante el estandarte del Khahan.
Koja miró las muñecas y comprendió que eran ídolos, los espíritus guardianes de algún chamán; probablemente encarnaban los poderes de la tierra y el cielo, aunque no tenían nada que ver con los dioses que conocía a través de sus estudios en el templo de la Montaña Roja.
—No puedo —replicó Koja, sin alzar la voz—. Soy sacerdote de Furo. Estos no son mis dioses.
El oficial lo miró con expresión torva, y acercó la mano a la empuñadura de su espada.
—Debéis hacerlo; es el estandarte del kan.
—No quiero parecer irrespetuoso con vuestro Khahan, pero no puedo arrodillarme ante estos dioses —afirmó Koja, decidido. Cruzó los brazos y se mantuvo firme, en la confianza de que el guardia no lo atacaría.
—No puedo conduciros a la yurta del Khahan hasta que os hayáis arrodillado —protestó el oficial—. Debéis arrodillaros.
—Pues no veré al kan —respondió Koja.
Una expresión tensa cruzó el rostro del hombre, que no sabía qué hacer. Los otros guardias se acercaron para saber qué pasaba. Los jinetes y el oficial se enzarzaron en una acalorada discusión en susurros. Koja, con toda discreción, simuló no hacerles caso y estudió los ídolos. Por fin, el oficial dio el brazo a torcer.
—Vendréis conmigo, pero el kan será informado —dijo.
—Vuestro coraje es muy grande —lo alabó Koja, para salvar el honor del oficial. Después señaló el cráneo clavado en lo alto del mástil—. ¿Qué representa?
—Era el kan de los oigures —manifestó el oficial, complacido—. Intentó asesinar al Khahan con una trampa. Los oigures fueron los primeros que conquistó Yamun Khahan, y los honró colocando a su kan en lo más alto.
—¿Trata a todos de la misma manera? —preguntó Koja, mientras pensaba que el honor resultaba un tanto dudoso.
—No, sólo a los afortunados —respondió el oficial. Los guardias festejaron la salida, mientras acompañaban al sacerdote.
Cuando llegó a la yurta del kan, Koja se volvió para contemplar la llanura. Desde la entrada, podía ver todo el campamento tuigano. La razón para escoger este lugar como emplazamiento de la yurta resultaba evidente. Las tiendas de Quaraband se extendían formando una figura ovalada, a lo largo del curso del río.
Alguien apartó la alfombra que servía de puerta, mientras el oficial le indicaba a Koja que debía entrar. El sacerdote agachó la cabeza y penetró con mucho cuidado. El chambelán guió a Koja, para asegurarse de que no tropezara por accidente con la jamba, una clara señal de mala suerte. El interior estaba muy oscuro, y Koja se dejó conducir hasta un asiento. Mientras caminaba por el suelo cubierto con varias alfombras, esperó a que sus ojos se habituaran a la penumbra.
El ilustre emperador de los tuiganos, Yamun Khahan, se echó hacia adelante en su asiento de cojines en la parte más alejada de la entrada. Su rostro aparecía iluminado por las llamas oscilantes de las lámparas de aceite colgadas de los postes que sostenían el techo, pero la luz apenas si alcanzaba a mostrar sus rojizos cabellos, peinados en trenzas. De vez en cuando, un destello alumbraba el trazo blanco y zigzagueante de una cicatriz que iba desde el puente de la nariz hasta más abajo de la mejilla. Otra vieja herida desfiguraba levemente el labio superior del hombre.
No muy lejos del kan, el general Chanar estaba sentado en la alfombra sobre un solo cojín. El guerrero bebía sorbos de una taza de té caliente que acunaba entre sus manos. Mientras Koja se acomodaba en su asiento, Chanar se inclinó hacia el kan para decirle algo en voz baja. El kan lo escuchó, y después movió la cabeza, gentilmente, para negar la sugerencia del oficial.
—Dime, enviado de los khazaris, ¿qué piensas del gran consejo de Semfar? —preguntó Yamun Khahan con una voz de trueno. Koja se sorprendió ante una pregunta tan directa, pero recuperó la compostura rápidamente.
—Sin duda, kan de los tuiganos, el general Chanar os ha informado de la conferencia. Yo sólo soy un embajador de los khazaris —manifestó Koja.
—Tienes que hablarme de la gran conferencia en Semfar —le ordenó el kan, bruscamente, mientras se rascaba la mejilla—. Ya he escuchado las palabras del general. ¿Qué tiene que decir la gente de Semfar?
—Bien, mi señor Yamun, digamos que el califa de Semfar quedó sorprendido. —Koja movió las piernas, en un intento de encontrar una posición cómoda.
Yamun Khahan soltó la carcajada; vació su tazón de plata, y lo dejó caer sobre las gruesas alfombras de lana.
—¿Sorprendido? Envío a mi mejor general con diez mil hombres, un tumen completo, y el califa sólo se siente «sorprendido». ¿Lo has oído? —Se inclinó hacia Chanar, que escuchaba a Koja con cara de piedra. Un sirviente surgió de las sombras para llenar el tazón de su amo con vino caliente, y echó en su interior una esfera de plata perforada, que contenía especias. Yamun, con una expresión severa, se volvió hacia el enviado—. ¿El califa no tembló de miedo ante la presencia del general Chanar?
—Quizá sí, Khahan de los tuiganos, pero yo no lo vi. —Koja descubrió que no podía apartar su mirada de la del kan. En la penumbra, los ojos del gobernante eran oscuros e hipnóticos. Turbado, Koja notó que los colores se le subían a la cara, y que incluso le cosquilleaba el cráneo rapado. De pronto, el sacerdote se preguntó si el kan no sería una especie de hechicero. En un acto inconsciente, sus dedos jugaron con una de las cajitas con símbolos colgadas de su cuello. Chanar enarcó una ceja al ver el gesto del enviado.
—Tus amuletos y encantamientos no te servirán de nada aquí, khazari. La magia no funciona en el interior del valle.
Koja soltó la cajita, sorprendido, y también un poco avergonzado cuando advirtió lo que hacía.
—¿No hay magia? ¿Cómo es posible? —Miró a Chanar en busca de respuesta, pero fue Yamun el que se encargó de contestarle.
—Teylas, el dios del cielo, prohibió la magia; al menos, es lo que me ha dicho la segunda emperatriz Bayalun Khadun. No me importa saber los motivos. Pero la ausencia de magia convierte a este valle en un buen sitio para mi capital, un lugar seguro —manifestó Yamun Khahan entre sorbos de vino.
—¿No resulta difícil vivir sin la magia? —preguntó Koja sin alzar la voz.
—Si Teylas hubiese deseado que nuestra vida fuese fácil, no nos habría dado la estepa por hogar. Y también me habría dado un pueblo más fácil de gobernar —comentó Yamun, y acabó con el vino—. Basta de charla. ¿El consejo se mostró impresionado cuando el general Chanar les informó de mis demandas? ¿Pagarán un peaje por las caravanas? ¿Me reconocerán como gobernante de todo el mundo?
—Se mostraron escandalizados por vuestra… osadía, mi señor Khahan. Muchos ni siquiera tomaron en serio vuestras exigencias. Como señaló el rey de Cormyr: «No es el amo del mundo entero». —Koja escuchó el suave bufido de enfado que soltó Chanar.
El kan se levantó sin prisas y estiró las piernas. No era muy alto, pero tenía un porte imponente. Su pecho era como un tonel, y en su grueso cuello se marcaban los músculos. Caminó lentamente con el balanceo típico de los jinetes, hacia la puerta de la yurta. En ningún momento apartó la mirada del sacerdote, de la misma manera en que un puma vigila a su presa.
—¿Cor-mir? Jamás lo he oído mencionar.
Koja, sentado en las alfombras de lana que tapizaban el suelo, se giró para no perder de vista al kan. A pesar de que la noche era helada, el lama sudaba en el calor sofocante de la yurta. Su túnica naranja estaba empapada y pegajosa. De vez en cuando, una corriente de aire frío, que se colaba entre las costuras del fieltro, le rozaba la piel.
—¿Está muy lejos? —preguntó Yamun, tirando de su bigote.
—¿Mi señor? —replicó Koja, confundido por el súbito cambio en la conversación.
—Este lugar, Cor-mir, ¿está muy lejos?
—No lo sé. Es una tierra que está muy lejos hacia el oeste, incluso más lejos que Semfar. Nunca he estado allí.
—Pero su rey habla con valentía. ¿Cómo es?
—El rey se llama Azoun. Es un hombre de aspecto extraño, con la piel blanca, y mucho pelo en la cara…
—¡Bah! Te he preguntado cómo es él, no qué aspecto tiene —lo interrumpió el kan.
—Él es un… rey, kan —respondió Koja, incapaz de encontrar una palabra más adecuada—. Se mostró decidido, y parece ser valiente. Los demás lo escucharon hablar, respetuosos ante sus palabras.
—Un hombre interesante de conocer. Algún día iré a Cor-mir, y ya veremos si Azoun es tan valiente —decidió Yamun, con una palmada en el muslo—. Así que el rey no se mostró impresionado. Mis palabras no bastaron.
Koja intentó explicar con calma lo que había ocurrido en el consejo, al menos desde su punto de vista.
—Los líderes se presentaron al consejo con la intención de discutir el tema. No llevaron a sus ejércitos; únicamente a sus magos, sacerdotes y guardias. No se mostraron… complacidos, sino inquietos. Después de todo, había un gran ejército de soldados tuiganos acampados en las afueras de la ciudad. Los soldados no son buenos diplomáticos.
—¡Diplomáticos! Una pandilla de viejos de pueblo, que no tienen guerreros. Tus diplomáticos se reunieron porque les preocupan sus caravanas. —Yamun repiqueteó los dedos en uno de los postes centrales de la yurta—. Crees que no me entero de estas cosas, enviado. Tus emperadores y tus kanes piensan que pueden arreglarlo todo sin mí, pero yo gobierno esta tierra. Gobierno a todas las tribus de la tierra, y nada se decide sin mi palabra —declaró Yamun—. Por lo tanto, envío a mis propios emisarios; soldados con buenos caballos y provistos con muchas flechas.
—Con el debido respeto, kan, lo único que vieron los embajadores fue un gran ejército y un general desfachatado —contestó Koja, con una inclinación de cabeza en señal de respeto. El general Chanar soltó un resoplido y masculló una maldición. Koja se mordió el labio, consciente de que había ofendido al militar.
—¿Un general desfachatado? —repitió Yamun suavemente. Le dio la espalda a Koja, mientras retorcía uno de sus bigotes entre los dedos—. ¿Qué quieres decir con «desfachatado»?
—El general Chanar es un guerrero —contestó Koja con mucha cautela, y confió en que fuera suficiente. El kan ladeó la cabeza, y esperó más. Nervioso, Koja se frotó el cuello—. Los consejeros esperaban palabras suaves. El general Chanar se mostró… insultante.
—No son más que mentiras, mi kan —afirmó el general Chanar, removiéndose en su asiento—. Este extranjero me insulta.
La mano de Chanar se acercó a la empuñadura de su sable. Indignado, se levantó y dio un paso hacia Koja.
—Afirmo que eres un mentiroso, y pagarás por ello —el roce del acero se escuchó con fuerza, cuando comenzó a desenvainar el sable.
—Chanar Ong Kho, siéntate —ordenó Yamun sin perder la calma, y lo bastante alto como para hacerse escuchar sobre las amenazas que profería el general. Había una fuerza tremenda en el tono resonante y profundo de sus palabras—. ¿Deshonrarás mi tienda con el derramamiento de sangre? Guarda tu espada. Este sacerdote es mi huésped.
—¡Me ha insultado! —insistió Chanar—. ¿No he dicho que el consejo tembló de miedo? ¿Que se mostraron espantados de nuestro poder? ¿Es que puede un extranjero insultarme en tu yurta? —Sin envainar el sable, se volvió para enfrentarse a Yamun. El cuerpo de Chanar permanecía en tensión, con la espalda arqueada y los brazos rígidos.
Yamun se acercó a Chanar, sin preocuparse de la actitud airada del general. Miró directamente a los ojos de su general, y le habló con voz lenta y suave, pero también muy firme.
—Chanar, tú eres mi anda, mi amigo de sangre. Hemos luchado juntos. No hay nadie en quien confíe más. Nunca he dudado de tu palabra, pero ésta es mi tienda y él es mi huésped. Ahora, siéntate, y no pienses más en esto. —Yamun cerró sus dedos sobre la mano de Chanar que empuñaba el sable.
—Yamun, te lo ruego. Ha mentido sobre mí. No dejaré que manche mi honor. No estoy dispuesto a tolerarlo. —Chanar intentó apartar la mano, pero Yamun no lo dejó.
—¡General Chanar, siéntese ahora mismo! —replicó el kan. Su voz sonó como un trueno mientras escupía enfadado las palabras—. Escucho a este hombre —señaló a Koja— pero, ¿le creo? Quizá debería, si tanto te molesta.
Chanar tembló, atrapado entre la cólera y la lealtad. Por fin, envainó el sable y, sin decir palabra, volvió a su asiento, desde donde contempló al sacerdote con una mirada torva. Durante toda la discusión, Koja había permanecido en silencio, un poco preocupado e intranquilo, aunque también sorprendido por las libertades que se había tomado el general en presencia de su señor.
Yamun volvió a sus cojines y ordenó con un gesto que le sirvieran otra copa de vino.
—Chanar es mi anda. Es una amistad especial, como si fuésemos hermanos. Porque es mi anda, Chanar Ong Kho tiene derecho a decir lo que piensa. —Yamun hizo una pausa para mirar a Koja con mucha atención—. Tú, sin embargo, no eres mi anda. Sería conveniente que no lo olvidaras cuando hablas. Los tuiganos no se toman los insultos a la ligera. Tendría que mandarte azotar por tus palabras, pero eres mi huésped, así que, esta vez, sólo será una advertencia —le explicó el kan a Koja, que no salía de su asombro. La expresión asesina de Chanar se aclaró un poco.
—Ruego que se me perdone por ofender al valiente Chanar Ong Kho. Comprendo que es un gran guerrero —dijo el lama, con una reverencia. Chanar aceptó la disculpa con un gesto distante.
Yamun sacó un pequeño puñal de la funda enganchada a su cinto, y lo sostuvo entre él y Chanar.
—Hermano Chanar, el sacerdote no comprende nuestro vínculo —dijo—. Esto, Koja de los khazaris, es lo que significa ser anda. —Yamun deslizó el cuchillo por la palma de su mano y abrió un pequeño corte. Mientras la sangre brotaba de la herida, le alcanzó el cuchillo al general.
Chanar aceptó el puñal y lo movió de un lado a otro para que la luz se reflejara en la hoja. Sin decir una palabra, el general repitió el gesto del kan. Se mordió el labio ante el súbito dolor.
Cuando apareció la sangre en el corte, Yamun colocó la palma herida contra la del general y apretó con fuerza. La sangre chorreó entre sus dedos y cayó sobre las alfombras. Los dos hombres cruzaron sus miradas; el kan, seguro de sí mismo; el general, sonriente a pesar del dolor.
—¿Ves, sacerdote? Somos anda —dijo Yamun, sin manifestar todavía ninguna muestra de dolor. Aumentó la presión de su mano en la de su compañero, que arrugó un tanto la expresión. Mantuvieron las manos apretadas durante unos minutos, hasta que, en silencioso acuerdo, las apartaron en el mismo instante.
—Yo soy tu anda, Yamun —anunció Chanar en voz alta, aunque a Koja le pareció un poco falta de aliento por el dolor. El guerrero mantenía la mano apretada en un puño. Yamun se acomodó otra vez entre los almohadones sin hacer caso de su propia herida. Apareció un sirviente con gruesas tiras de fieltro y un bol de agua caliente, que dejó en la alfombra entre los dos hombres. Chanar comenzó a vendarse la mano, mientras el criado intentaba ocuparse del kan.
—Trae bebidas…, cumis negro, para mi anda y mi huésped —le ordenó Yamun—. Ya me ocuparé yo de la herida.
El criado se marchó para volver al cabo de unos instantes con una bota. Sirvió la bebida en los tazones de plata, y los distribuyó entre los presentes. Koja observó el cumis, de un color blanco amarillento, y lo olió con cautela. El clérigo sabía que era leche de yegua fermentada, una bebida popular entre los tuiganos. Éste era cumis «negro», obtenido de las propias yeguas del kan, y considerado como el más fino de todos. Koja bebió un sorbo de la amarga bebida, y después dejó la taza a un costado con toda discreción, mientras los dos hombres se bebían hasta la última gota.
—Mi señor… —dijo el lama, pero el kan lo interrumpió.
—La audiencia ha finalizado —anunció Yamun—. Mañana celebraremos consejo para escuchar el mensaje de este enviado —el kan recogió su tazón de cumis, y medio se volvió de espaldas a Chanar y al sacerdote, en señal de que podían retirarse. Un poco a regañadientes, Chanar se puso de pie, saludó a Yamun con una reverencia, y salió de la yurta. Una corriente de aire helado se coló por la abertura, y las lámparas oscilaron. Koja puso mucho cuidado en no darle la espalda al kan, cosa que se consideraba un insulto en su propio país.
Yamun levantó la mano para saludar la marcha del sacerdote, y el vendaje mal hecho se deslizó de la palma; la sangre volvió a manar de la herida. Al ver lo ocurrido, Koja aprovechó la oportunidad para ofrecer su ayuda.
—Gran señor, he aprendido un poco del arte de curar heridas. Si pudiese ofrecer este pequeño servicio a mi ilustre anfitrión, sería un gran honor para mi templo. —Koja se arrodilló y tocó el suelo con la frente.
Yamun volvió su atención a Koja, y enarcó una ceja mientras estudiaba al sacerdote arrodillado.
—Si sabes algo de hechizos, aquí no te servirá de mucho —dijo—. Recuerda, el poder de la magia no existe en este valle.
—Lo sé, kan de los tuiganos, pero en nuestro templo nos enseñan los secretos de las hierbas. Es algo que todos los escogidos tienen que aprender —explicó Koja, sin variar de posición.
—¿Cómo sé que no intentarás envenenarme?
—Jamás lo haría, gran kan. He recorrido un largo camino para hablar en nombre de mi príncipe —manifestó Koja, esta vez con la cabeza levantada—. Todavía no habéis escuchado sus palabras.
Yamun ladeó la cabeza, sin dejar de observar al lama. Por fin, sonrió con ironía.
—Creo que tus palabras tienen su mérito —repuso—. Bien, enviado de los khazaris, veamos qué pueden hacer tus conocimientos por mi mano.
Koja se sentó a los pies del kan, rebuscó entre sus ropas, y sacó una pequeña bolsa que siempre llevaba consigo. Cogió de ella una pequeña tira de papel amarillo cubierta de símbolos, un trocito de incienso, y tres hojas secas. Sujetó la mano de Yamun, y con mucho cuidado, quitó el vendaje.
—Las hierbas limpian toda infección, pero causan un poco de dolor, mi señor Yamun —le advirtió Koja, mientras hacía polvo las hojas en el tazón de cumis.
—¿Y qué? Háblame de Semfar.
—Sólo vi una pequeña parte, kan. —Koja empapó un trozo de fieltro en la bebida—. Pero parece un país poderoso —el lama le alcanzó el fieltro—. Apretadlo en la mano, kan.
—Si son tan poderosos, ¿por qué convocaron al consejo? —replicó Yamun, sin dar ninguna muestra de dolor cuando Koja comenzó a limpiar la herida.
—Las caravanas de oriente y occidente comienzan y terminan en Semfar —respondió el lama, cuando acabó de pasar el fieltro—. Por lo tanto, les preocupan los ataques a los mercaderes, y que no se viaje por las rutas a Shou Lung. Por favor, extended la mano. —Koja apretó el papel amarillo sobre la herida, y colocó el trocito de incienso sobre el papel, que ya aparecía manchado de rojo. El lama se levantó y cogió una de las lámparas.
—Sin embargo, si son unos guerreros tan valientes, ¿por qué no envían soldados a proteger sus caravanas? —preguntó Yamun, mientras toqueteaba el papel.
—Semfar es poderoso, pero no tiene jinetes. La estepa está muy lejos de su patria. No saben quién gobierna en las regiones de la estepa. Aquí siempre han existido muchas tribus y muchos caciques… o kanes, como los llaman los tuiganos. —Koja volvió a rebuscar en su bolsa, y sacó otro trozo de papel.
—Yo soy el único kan, el señor de la estepa —declaró Yamun.
Koja se limitó a asentir, y encendió el trozo de papel en la llama de la lámpara. Después pasó dos veces el papel sobre la mano del kan, musitando una oración, y, por último, aplicó la llama al incienso. Yamun movió la mano para apartarla del fuego, más por sorpresa que por el dolor.
—No mováis la mano, mi señor. La ceniza debe penetrar en la herida.
Yamun asintió con un gruñido. Por unos momentos, observó los hilillos de humo perfumado que subían desde su palma. Por fin, rompió su silencio.
—A la vista de que no me atacan —dijo—, quizá debería hacerlo yo.
—¡Kan! —exclamó Koja, sorprendido por la sugerencia—, Semfar es una nación poderosa con grandes ciudades de piedra, rodeadas por murallas. No podríais capturarlas con la caballería. Tienen muchos soldados. —El kan no parecía comprender la fuerza del califato—. Semfar no quiere la guerra, pero lucharán si es necesario.
—Pero no han aceptado mis demandas, ¿no es así?
—Únicamente porque necesitan más tiempo para considerarlas —le explicó Koja, mientras soplaba suavemente la brasa de incienso.
—Me dan largas. No tienen la intención de obedecerme, y tú lo sabes, sacerdote —comentó Yamun. La última columna de humo desapareció de su mano.
—Noble kan, los hombres necesitan tiempo para decidir. Mi propio príncipe, Ogandi, debe escuchar lo que ocurrió en Semfar, y después discutirlo con los ancianos de Khazari. —Koja frotó suavemente las cenizas calientes en el papel empapado de sangre. A continuación, volvió a vendar la mano.
—Entonces, tu gente debería saber que los destruiré si rehúsan —declaró el kan en tono severo. Con el rostro inexpresivo, miró al lama en silencio para observar el efecto de sus palabras. Koja se movió inquieto, sin saber cómo reaccionar ante la amenaza. Después, la tensión desapareció cuando Yamun se inclinó para dar una palmada en la rodilla del sacerdote—. Ahora, enviado, háblame de la gente y los lugares que has conocido.
* * *
Era casi el alba cuando el kan permitió a Koja que se retirara. Exhausto por la tensión del encuentro y con la cabeza espesa por el vino, el sacerdote salió de la tienda con paso inseguro. El viento helado le sacudió la túnica, que flameó entre sus piernas. Aterido, Koja se envolvió con un grueso abrigo de piel de oveja, que cogió de su equipaje colgado de su montura, pero ahora el problema lo tenía en sus pies, calzados con babuchas. Comenzó a dar pisotones hasta que la sangre volvió a circular con normalidad por los dedos helados.
Los guardaespaldas del kan, acurrucados alrededor de una pequeña hoguera, observaron al clérigo. Durante las tres semanas que Koja había viajado con los tuiganos, otros hombres como éstos habían hecho lo mismo. La mayoría lo miraba sin decir palabra, pero algunos habían conversado con él, y gracias a ellos Koja había aprendido unas cuantas cosas acerca de los tuiganos.
No es que fuese mucho. Los tuiganos eran nómadas, y se dedicaban a la cría de ovejas, ganado y camellos. Pero los caballos eran su vida. Comían carne de caballo, y preparaban cumis con la leche fermentada de las yeguas. Curtían el cuero de los equinos, y hacían penachos con las colas. Koja no conocía mejores jinetes. Parecía como si cada hombre hubiese nacido guerrero, entrenado en el uso del arco, la espada y la lanza.
Los mejores soldados eran escogidos para la guardia personal del kan, los kashiks. Éstos eran los hombres que ahora lo observaban sentados junto al fuego. Todos eran guerreros de primera fila, y asesinos. Uno de ellos se levantó para informarle que era su escolta.
—El kan os invita a una de sus yurtas —dijo el guardia. No lo expresó como una invitación, pero a Koja le dio igual. La orden significaba que dispondría de una tienda, donde podía estar abrigado.
Koja siguió al guardia a paso lento porque apenas podía mantener los ojos abiertos y tenía que esforzarse para no resbalar en la escarcha. Un sirviente lo acompañaba llevando su caballo. Por fin, el soldado se detuvo y abrió una puerta de fieltro. Koja entró y el sirviente descargó su equipaje. Sin perder más tiempo, el sacerdote se acercó a una pila de alfombras, y se quedó dormido no bien se dejó caer en ellas.
El sol ya estaba bien alto por el este, cuando unos gritos en el exterior despertaron al monje.
—¡Koja, el lama, enviado de los khazaris, salid!
Koja se arregló las prendas arrugadas, y salió de la tienda. Lo esperaban cuatro soldados, vestidos con el uniforme negro de la guardia del kan. Llevaban morriones de marta cibelina, con la piel del revés y el cuero a la vista. Las trenzas las tenían sujetas con discos de plata y borlas azules. Enganchadas a sus cinturones colgaban las largas espadas rectas, y las incrustaciones de plata de las empuñaduras relucían con el sol. Koja entrecerró los párpados y se llevó una mano a la frente a modo de visera para proteger los ojos de la fuerte luz de la mañana.
—Yamun Khahan, ilustre emperador de los míganos, ordena que os presentéis ante él —anunció uno de los guardias, después de dar un paso al frente.
Koja suspiró y levantó una mano para indicarle al hombre que esperara; después, se zambulló otra vez en la tienda. A toda prisa, se quitó sus sucias prendas y comenzó a rebuscar en los baúles de madera, lanzando camisas y fajas por encima del hombro, hasta que dio con una túnica de seda naranja oscuro. Era el color utilizado por los lamas de su templo, la secta de la Montaña Roja. Había comprado la seda a un comerciante shou, y la túnica se la habían confeccionado a medida después de saber que debía asistir al consejo, en Semfar.
En cuanto acabó de vestirse, abandonó la tienda y siguió a los guardias en dirección a la yurta del kan. Mientras caminaba, Koja observó que todas las tiendas estaban dispuestas en hileras con la misma orientación.
—¿Por qué todas las puertas miran al sudeste? —le preguntó a su escolta.
—Es allí donde vive Teylas —contestó uno de los guardias, con voz áspera.
—¿Teylas es vuestro dios? —dijo Koja, mientras evitaba pisar un charco. El hombre asintió—. ¿No tenéis más dioses?
—Teylas es el dios de todo. Tiene chamas que lo ayudan —añadió el soldado, que se mostraba muy conversador.
—¿Chamas?
—Guardianes. Como nuestra madre, el Lobo Azul. Mantienen a los espíritus malignos alejados de nuestras yurtas. Mirad, son aquéllos. —El hombre señaló las figuras dibujadas en una faja que rodeaba la parte superior de cada tienda.
Después permaneció en silencio, y Koja caminó a su lado sin hacer más preguntas. Cruzaron la verja y ascendieron por la colina hasta la yurta del kan. Esta vez, no detuvo al clérigo para indicarle que debía rendir honores al estandarte, aunque su escolta lo saludó con una reverencia. Cuando llegó a la entrada de la tienda, Koja esperó en el exterior.
No tardó mucho en ser anunciado. Un sirviente apartó la manta de la puerta, y la ató a un costado para permitir que entrara un poco de luz natural en el lóbrego interior. En el extremo más alejado había una tarima, cubierta de alfombras, y allí, sentado en un pequeño taburete, estaba Yamun Khahan. A sus pies había un hombre mayor con un largo bigote canoso.
El kan vestía sus mejores ropas: botas de cuero rojo y negro, pantalones de lana amarillos, chaqueta de seda azul bordada con dragones, y un abrigo largo con puños anchos y cuello de armiño blanco. Su gorro apenas puntiagudo llevaba una orla de marta. Por debajo colgaban las trenzas, atadas con espirales de plata, y unas cuentas de vidrio le adornaban las puntas de los bigotes.
A pesar de toda la grandeza y poder que Yamun Khahan proclamaba para sí mismo, la yurta aparecía amueblada con sencillez. Las alfombras de fieltro que formaban las paredes mostraban los diseños geométricos de colores brillantes, tal como era la costumbre, pero aparte del estrado no había mucho más en el interior. Una pila de almohadones a un costado, y un incensario en el centro. Las lámparas de aceite colgaban de cadenas sujetas al armazón del techo, adornado con volutas plateadas. Detrás del kan había un perchero con su arco y varias aljabas repletas de flechas.
El viejo que acompañaba a Yamun tenía delante una mesa baja, en la que se veían varias hojas de papel en perfecto orden, una piedra secante y un abultado sello de plata cuadrado. Koja juzgó que era el escriba.
—Bienvenido, lama Koja de los khazaris, a las tiendas de Yamun Khahan. El kan de los hoekuns, y emperador de todo el pueblo tuigano te invita a sentarte —dijo el kan, con el tono cansado de alguien aburrido con el protocolo.
Un sirviente surgió de las penumbras, con un almohadón para Koja, y lo colocó en el centro de la habitación, justo detrás del incensario. El sacerdote se arrodilló sobre el almohadón, y tocó el suelo con la frente en respuesta al saludo del gobernante.
—Si la yurta donde has dormido te resultó cómoda, te la regalo —añadió Yamun, que reprimió un bostezo.
Koja repitió la reverencia antes de pasar al discurso que había preparado para la ocasión.
—El kan me hace un gran honor. Sólo soy un enviado de mi príncipe. Enterado de que asistirías al consejo de Semfar, me ordenó que os trajera unos mensajes de su puño y letra. Los he traído conmigo —dijo Koja, al tiempo que sacaba dos paquetes de las mangas de su túnica. Eran dos grandes sobres azules, atados con un cordón de seda roja y cerrados con el sello de lacre del príncipe Ogandi. El lama dejó las cartas en la alfombra delante del kan.
El gobernante las señaló con un dedo, y el escriba recogió las cartas y se las ofreció con los brazos extendidos y la cabeza gacha. Yamun cogió los sobres y estudió los sellos, mientras el anciano volvía a su asiento. Tras comprobar que el lacre no había sido tocado, Yamun abrió el primer sobre, y desplegó la hoja con cuidado. Como no se sabía cuál era el idioma que podían comprender los tuiganos, la carta había sido escrita en la florida escritura de Semfar, y los ideogramas sombreados de Shou Lung. Yamun echó un vistazo a la página, y se la devolvió al escriba.
—Mi escriba se ocupará de leerla. No sé leer —le explicó el kan, con toda franqueza.
El viejo colocó la carta sobre su mesa.
—Koja, el lama —añadió Yamun, arqueando la espalda para desperezarse—, eres el enviado de los khazaris. Por lo tanto, he ordenado que redacten los documentos apropiados, en los que se indica tu condición y los honores que te mereces. Éstos evitarán que se te tome por un bandido o un espía. —La mirada de Yamun observó de arriba abajo al sacerdote—. Muestra los pases, y podrás ir a cualquier parte sin que nadie te moleste, excepto allí donde mi palabra dice que no puedes entrar. Nadie te la impedirá porque desafiar mis órdenes significa la muerte.
Yamun hizo un gesto al escribiente, que abandonó su mesa para entregar a Koja una paitza dorada —una pesada placa, de casi treinta centímetros de largo, atada con un cordón de seda rojo—. El lama cogió la placa, y estudió las inscripciones. La parte superior exhibía la cara de un tigre, el sello del kan. Debajo, aparecía el texto escrito en caracteres shous. Koja lo leyó en voz baja: «Por el poder del cielo eterno, y por el patronazgo de grandeza y magnificencia, aquel que no se somete a las órdenes de Yamun Khahan es culpable y morirá».
—Llévalo colgado del cuello, y no lo pierdas, porque te podrías ver en dificultades. —El lama sopesó la paitza, y decidió llevarla en alguna otra parte.
»Ahora, sacerdote, me despido de ti. Otros asuntos reclaman mi atención. Consideraré las palabras de tu príncipe y, a su debido tiempo, prepararé mi respuesta. —El kan dio por acabada la audiencia, y se volvió hacia el escriba, sin hacer caso a la presencia del sacerdote.
Koja hizo una última reverencia y se retiró. Después de la reunión de la noche anterior, la formalidad y la brevedad del encuentro le resultaban sorprendentes. Quizá, pensó, se le escapaba algún detalle de la hospitalidad tuigana.
El lama regresó a su yurta para trabajar en sus informes. Desde que había salido de Khazari, había intentado llevar un cuidadoso registro de su misión, escribiendo sus observaciones en cartas al príncipe Ogandi. Le había enviado unas cuantas desde Semfar, pero desde entonces no había vuelto a tener la oportunidad. Cogió las hojas escritas, y comenzó a escribir todo lo referente a su encuentro de la noche anterior y la audiencia de la mañana. No tardó en abstraerse en su tarea.
* * *
Estaba oscuro cuando Yamun llamó a Koja a su yurta. El kan ocupaba su estrado y el escriba su mesa; una mecha encendida en un cuenco de aceite le daba luz. Había unas cuantas lámparas encendidas que apenas si disipaban en parte la penumbra de la tienda. Koja fue invitado a entrar sin muchas ceremonias. No había nadie más.
—Siéntate, sacerdote —dijo Yamun, apeando el tratamiento. Koja se sentó en los almohadones colocados en el centro de la yurta—. No, aquí. —Yamun señaló a sus pies—. Tienes que revisar mi mano.
—Sí, Khahan —Koja buscó entre sus prendas la bolsa con los amuletos.
—Sacerdote, ¿beberás conmigo? —preguntó Yamun, mientras observaba a Koja rebuscar en el interior de la bolsa.
—Os agradezco vuestra graciosa invitación, Khahan. Beberé vino.
Yamun batió palmas con la precaución de no golpear el vendaje.
—Traed vino caliente y cumis para mí. Es una bebida muy superior al vino —comentó—. El cumis nos recuerda quiénes somos. Es nuestra sangre, pero —añadió, sonriente— es un gusto adquirido.
Entraron los criados, y sirvieron las bebidas en las tazas de plata. Mientras tanto, Koja retiró el vendaje de la mano del kan con mucho cuidado. La herida no presentaba signos de infección y la piel en los bordes tenía unas costras negras; no tardaría en cicatrizar.
—Tenéis que dejar la herida al aire —le recomendó Koja.
—De acuerdo. Ahora, para cumplir con los formalismos, léeme las palabras de tu príncipe —le solicitó Yamun y, metiendo la mano en un bolsillo de su túnica, sacó las cartas y se las arrojó a Koja. Después, inclinó un poco el cuerpo hacia adelante, atento a las palabras del lama.
El sacerdote abrió la primera carta, y forzó la mirada para descifrar las letras en la penumbra.
—«Al excelentísimo señor de las estepas, de parte del príncipe Ogandi, gobernante de Khazari, hijo de Tulwakan el Poderoso: ¡Desde tiempo ha, hemos escuchado hablar de vuestro pueblo y de su grandeza! ¡Extraordinario es su valor! Mucho nos complace tener a tan valiente vecino…».
—¿Qué dice? —Yamun lo interrumpió impaciente, repicando las yemas de sus dedos, unos contra otros.
—¿Mi señor?
—¿Qué es lo que dice el príncipe? Dímelo. No leas más. Explícamelo tú.
—Bueno… —Koja hizo una pausa, mientras acababa de echar una ojeada al resto de la carta—. El príncipe Ogandi ofrece su mano en señal de amistad, y espera que podáis mantener relaciones comerciales. Y, más adelante, os propone un tratado de amistad y defensa.
—¿Y la otra carta, qué dice?
Koja cogió la otra carta y le echó un rápido vistazo para poder resumir su contenido.
—Mi príncipe ha preparado un borrador del tratado para someterlo a vuestra consideración —explicó el lama—. Establece el reconocimiento de las fronteras en las tierras de los khazaris y los tuiganos. Dice: «Vuestros enemigos serán también los nuestros». —Esperó un momento para ver si el kan había comprendido sus palabras—. Es una promesa de ayuda mutua contra el enemigo.
—¿No amenaza con la guerra? —preguntó Yamun, severo.
—¡No, gran señor! —exclamó Koja, después de mirar la carta una vez más.
—¿Dice que enviará asesinos para matarme? —Yamun tocó los adornos colgados en las puntas de su bigote.
—¡De ninguna manera! —El lama se preguntó qué pretendía Yamun con su interrogatorio.
—Hummm… —Yamun se acarició el bigote—. Entonces, ¿por qué alguien me dice estas cosas? —reflexionó, en voz alta, con la mirada puesta en el escriba. El rostro del anciano palideció, y el sudor le cubrió la frente—. ¿Por qué alguien me cuenta mentiras?
—¡Yo no mentí, señor! ¡Sólo leí lo que decía! —balbuceó el viejo mientras apretaba la frente contra las alfombras. Con la voz ahogada, continuó con las súplicas—. Juro por el rayo, por el poder de Teylas, que sólo leí lo que estaba escrito. ¡Soy vuestro fiel escriba!
—Uno que me ha mentido y que pagará con su vida —afirmó Yamun con voz tonante, al tiempo que su mirada pasaba del lama al escriba. El sirviente, postrado de hinojos, comenzó a llorar. Koja volvió a mirar las cartas, asombrado por la extraña acusación. El kan estudió a los dos hombres con las manos entrelazadas ante su rostro, sumido en sus pensamientos.
De pronto, el kan se puso de pie, con tanta violencia que volcó el taburete, y se acercó a la puerta de la yurta.
—¡Capitán! —gritó a la oscuridad. El oficial apareció en el acto—. Llevaos a ese perro y ejecutadlo. ¡Ahora! —Yamun señaló al viejo con un dedo, y el hombre soltó un grito desesperado, mientras se aferraba a las alfombras.
Los patéticos gritos del escriba aumentaron de tono, cuando los guardias vestidos de negro se acercaron a él. Koja se apartó de los guerreros. En el rostro de Yamun había una expresión de furia y odio.
—¡Silencio, perro! —gritó el kan—. ¡Guardias, sacadlo de aquí!
Tres soldados sujetaron al escriba y lo sacaron en andas. Sus gritos ahogados se podían escuchar a través de las paredes de la yurta. Yamun esperó, impaciente. Los chillidos se hicieron más roncos y frenéticos, hasta que se escuchó un golpe sordo, y volvió el silencio. Yamun asintió satisfecho y regresó a su asiento.
Koja se dio cuenta de que temblaba; miró el suelo y practicó la meditación para recuperar la calma.
El capitán de la guardia abrió la puerta de la tienda. En su mano llevaba un bulto manchado de sangre; una sencilla bolsa de cuero. Entró en silencio y se arrodilló delante del kan.
—Vuestra orden ha sido cumplida —anunció el oficial, y desenvolvió el paquete. En su interior estaba la cabeza del escriba.
—Bien hecho, capitán. Llevaos su cuerpo y echadlo a los perros —dijo Yamun. Señaló la cabeza—. Ocúpate de clavarla en una lanza y ponerla donde todos puedan verla.
—Así se hará. —El capitán dirigió a Koja una mirada de curiosidad, y abandonó la tienda.
Yamun soltó un sonoro suspiro y, por unos instantes, contempló el suelo. Después, se volvió hacia Koja.
—Ahora, sacerdote, véndame la mano.
Con las manos todavía un poco temblorosas, Koja sacó sus hierbas y comenzó a trabajar.
Capítulo 2
Madre Bayalun
Yamun cruzó al trote los campamentos de sus soldados, montado en su pequeña yegua pía; a su lado, cabalgaba Chanar en un semental blanco. A sus espaldas se escuchaba el tintineo de los arreos y los cascos de los caballos de los cinco guardias —hombres uniformados de negro que pertenecían a la elite kashik— que les daban escolta.
Habían pasado varios días desde la audiencia con el sacerdote de Khazari, y Yamun todavía no había llegado a una decisión. Frunció el entrecejo mientras pensaba en el texto de las cartas del emisario. El príncipe de los khazaris quería un tratado entre sus dos naciones, y él no tenía muy claro hasta qué punto podía beneficiarlo; por lo tanto, antes de dar una respuesta, necesitaba saber más cosas de los khazaris: su número, sus fuerzas y sus debilidades. «El zorro pilla al conejo dormido», decía un refrán de su pueblo, y Yamun no se dejaría engañar por un trozo de papel.
El kan dejó de lado el tema, puso la yegua al paso, y contempló orgulloso el sinnúmero de tiendas y hogueras de sus tropas. Éste era su ejército. Él había organizado a los tribeños en arbans de diez hombres; después en jaguns de cien; a continuación, en minghans de mil, y finalmente en tumens, las grandes divisiones de diez mil hombres. Cada soldado tenía su rango y su lugar en el dispositivo planeado por Yamun. A sus órdenes, los hombres de la estepa habían dejado de ser partidas de bandoleros para convertirse en un ejército bien disciplinado y mejor preparado.
El kan dio un tirón a las riendas, y sofrenó a su yegua delante mismo de un pequeño grupo de soldados reunidos alrededor de su hoguera. Su comitiva se detuvo en el acto, y los diez soldados se pusieron de pie sin tardanza.
—¿Quién es el jefe de este arban? —preguntó Yamun, mientras repiqueteaba la fusta contra el muslo. El caballo se movió inquieto por la energía del kan.
Un hombre se acercó a la carrera y se postró delante de los cascos de la yegua. Como la temperatura era primaveral, el soldado vestía sólo sus pantalones de lana y una sucia chaqueta azul ribeteada de rojo, que se llamaba kalat. La gorra de piel cónica, decorada con borlas de pelo de cabra, identificaba al hombre como uno de los soldados rasos del tumen de Chanar.
Satisfecho con el comportamiento del soldado, el kan esperó a que se calmara la yegua.
—Levántate, hermano soldado —dijo Yamun para tranquilizar al soldado.
—Sí, gran señor —murmuró el hombre, y acató la orden, aunque sin mirar al kan. Yamun sabía, por las grandes y numerosas cicatrices en el rostro del hombre, que se trataba de un soldado veterano y muy valiente.
—No temas, guerrero —añadió Yamun con voz suave—. No vas a ser castigado. Sólo quiero formularte algunas preguntas. El comandante de tu jagun te ha recomendado por tu bravura y experiencia. ¿Cuál es el ordu de tu padre? —El kan espantó a las moscas de las crines de su yegua.
—Ilustre emperador de los tuiganos, mi padre nació en el clan de Jebe —respondió el soldado, con una reverencia.
—El ordu de Jebe tiene muchas tiendas, y me ha servido con lealtad en el pasado. ¿Cómo te llamas?
—Hulagu, kan —contestó el jinete, con otra inclinación.
—Muy bien, Hulagu. Déjate de reverencias y compórtate como un soldado. —El hombre se irguió, en obediencia a las palabras de su kan—. Jebe Kan tiene su ordu en el este, cerca de las montañas de Kataboro, ¿no es así?
—Sí, mi señor; en el verano, cuando abundan los pastos en aquella región.
—¿Sabes algo de los khazaris? Me han dicho que viven en aquellas montañas. —Yamun acarició el pescuezo del animal para mantenerlo calmado.
—Así es, Khahan. Algunas veces, nos llevamos sus ovejas y su ganado —contestó el soldado, orgulloso.
Yamun sonrió. Los asaltos y el abigeato eran antiguas y honrosas tradiciones entre los tuiganos. Como kan, apenas si podía evitar que los diferentes ordus se robaran los caballos entre ellos. Cualquier tuigano que robaba a otro era ejecutado en el acto, pero la ley no se aplicaba a los extranjeros. Yamun guardó la fusta en la caña de su bota.
—¿Es difícil robarles?
—Mi padre dice que no es tan difícil como robar a los ordus de Arik-Boke y Berku; esto es lo que le han comentado, porque él jamás lo ha hecho —se apresuró a añadir Hulagu, al recordar la pena impuesta por el kan—. Los khazaris no son jinetes y no saben perseguirnos, así que resulta fácil escapar. Pero viven en tiendas de piedra, y por la noche encierran a sus ovejas en corrales; sólo podemos robarles cuando sacan los rebaños a pastorear.
—¿Son gente valiente? —preguntó Yamun. Dejó caer las riendas para que la yegua pudiese pastar.
—No tan valiente como los jebes —contestó el hombre, con un leve tono presuntuoso—. Saben pelear, pero se los puede engañar fácilmente. Muchas veces no envían exploradores, y nosotros los engañamos haciendo correr a los caballos delante de nosotros para que nuestro número parezca mayor. —El soldado se movió un poco para mantener calientes los pies en el barro frío.
El kan permaneció en silencio durante unos segundos, y se acarició su rala barba mientras pensaba.
—¿Son muy numerosos? —inquirió.
El soldado vaciló, y sus ojos se velaron en su esfuerzo por imaginar números por encima del veinte.
—No son tantos como los tumens del kan, ni luchan tan bien —respondió al fin, y después mostró una sonrisa de oreja a oreja, satisfecho con la contestación.
Yamun soltó la carcajada al escuchar la respuesta del jinete. Desde el primer momento había comprendido que necesitaba obtener información correcta acerca de quién y cómo eran los khazaris. La memoria de Hulagu no era suficiente.
—¿Qué distancia hay hasta Khazari? —Una vez más, el hombre se sumergió en sus cálculos, aunque el kan sospechaba que la sabía.
—Ilustre emperador de los tuiganos, cuando dejé mi ordu para unirme a los magníficos ejércitos del hijo de Teylas, cabalgué durante tres semanas; pero lo hice sin prisas, y me detuve muchos días en las yurtas de mis primos a lo largo del camino. El viaje se podría hacer en menos tiempo.
—Sin ninguna duda —dijo Yamun, casi para sí mismo. Hizo una pausa, si bien ya había tomado una decisión. Se apoyó en el pomo de la silla, y se volvió hacia el general Chanar—. Chanar Ong Kho, este hombre y su arban cabalgarán a toda prisa hasta las montañas de Kataboro, acompañados por todos los soldados que considere prudente enviar. Deseo saber el número, las fuerzas y las debilidades de los khazaris. Ocupaos de que los exploradores tengan caballos frescos y pases. Tendrán que regresar dentro de cinco semanas, como muy tarde.
Chanar asintió al escuchar las órdenes de su comandante. En el momento en que se disponía a partir, Yamun le hizo una última indicación.
—Y envía a uno de mis kashiks que sepa contar. Estará al mando. Que aquellos que te desobedezcan sepan que es la palabra del kan. —Yamun añadió el estribillo automáticamente, pues era la rúbrica de sus órdenes.
—Por vuestra palabra, que así se hará —respondió Chanar, para acabar el ritual—. ¿Mis hombres tienen que hacer algo más?
Yamun detuvo su caballo y se volvió para mirar a su interlocutor.
—General Chanar, cabalgarás hasta el ordu de mi hijo, Tomke, e inspeccionarás su campamento. Quiero saber si sus hombres están preparados. Toma todos los soldados que te hagan falta, y parte de inmediato. Que Teylas te proteja.
—Por vuestra palabra, que así se hará —contestó el general, mientras Yamun empuñaba las riendas y partía al galope.
El soldado todavía permanecía arrodillado delante del caballo de Chanar.
—¡En marcha! —gritó el general.
El aterrorizado Hulagu se levantó de un salto y corrió hacia su tienda. Despertó a puntapiés a los hombres de su arban, y los envió a buscar sus equipos.
—Ocúpate de los detalles —le ordenó Chanar a uno de sus ayudantes. Después, hizo girar a su caballo y partió al galope en dirección a su yurta; él también debía prepararse para el viaje.
* * *
En su tienda, Koja sacó sus papeles y comenzó a tomar nota de los detalles del día y las cosas que había visto. Sólo había escrito unas pocas páginas desde su llegada a Quaraband. Al mirar el puñado de cartas, fue consciente de lo poco que conocía al kan. Sin desanimarse, sujetó el pincel, y comenzó a escribir otra carta.
Mi señor, príncipe Ogandi de los khazaris. Saludos de vuestro más humilde servidor, Koja, enviado a la corte de los tuiganos.
Durante dos días he esperado noticias del kan de los tuiganos. Hasta ahora no me ha comunicado nada. Recibió vuestras ofertas, pero no ha manifestado su opinión acerca del tratado. No puedo hacer otra cosa que esperar.
Durante este tiempo, he paseado por Quaraband —éste es el nombre que los tuiganos dan a esta ciudad de tiendas— en un intento por conocer su número y sus costumbres. Gracias al paitza que me dio el kan, he podido ir a cualquier parte, con una sola excepción: la yurta real.
Koja hizo una pausa para mojar el pincel en la tinta y preparar otra hoja de papel. Se demoró un poco antes de trazar el primer ideograma. Aquella mañana había ido a la tienda de Yamun. Allí lo había detenido el guardia kashik apostado junto al portón. Mostrar su paitza no había servido de nada, y había protestado en vano. El guardia, vestido con su kalat negro, le había explicado con toda claridad que no podía entrar porque su pase sólo llevaba el sello del tigre. Al parecer, éste era el pase utilizado por los oficiales de menor graduación. Koja pensó en escribir la anécdota, pero después decidió que no valía la pena. Quizá nadie podía entrar en la yurta real excepto con una invitación.
No me he encontrado con esas dificultades al recorrer cualquier otra parte del campamento, aunque he tenido la compañía constante de una escolta armada, una precaución dispuesta por el kan. He contado las tiendas con mucha atención, haciendo un nudo en un cordel por cada diez. Ahora, el cordel es corto, retorcido con tantos nudos. Hay más de cien, y todavía no he cabalgado por toda la ciudad. Los tuiganos son gente numerosa, oh príncipe.
En los oficios y las artes, no son unos bárbaros salvajes. Tienen hombres hábiles en el trabajo del oro y la plata, y con la lana de oveja elaboran una tela muy abrigada y suave llamada fieltro. Al mismo tiempo, se los puede incluir entre la gente más aborrecible y maloliente por sus hábitos personales.
Koja dejó el pincel y reflexionó acerca de lo que sabía de los tuiganos hasta el momento. Cuando se había enterado de que debía visitar a los tuiganos —un día que ahora parecía muy lejano—, había supuesto que se trataban de unos salvajes incultos. La aparición de Chanar ante el consejo de Semfar —sucio, maloliente, rudo y arrogante— había confirmado su impresión.
El viaje hasta Quaraband no lo había hecho cambiar de opinión. El ejército había cabalgado a matacaballo, y, algunas veces, habían recorrido entre cien y ciento treinta kilómetros en un solo día. Había compartido con estos hombres sucios sus comidas a base de un tasajo indigerible y leche cuajada mezclada con agua. Durante tres semanas, los hombres no se cambiaron nunca de ropa. No había sido un viaje agradable.
Los tuiganos, señor, son capaces de comer sin problemas cualquier cosa. Comen grandes cantidades de cordero y carne de caballo. También mucha carne de caza, porque son soberbios arqueros. La leche de yegua se utiliza en todas las comidas, ya sea líquida, cuajada, fermentada o seca. El polvo hecho a partir del cuajo se mezcla con agua o, según me han dicho, con sangre de yegua, para preparar una bebida que los soldados consumen mientras viajan.
Koja dejó de escribir al comprender que su descripción era incompleta. En Quaraband, había tenido por fin la ocasión de observar otra faceta de sus anfitriones. Desde luego, todavía le parecían unos bárbaros —crueles, peligrosos e impulsivos— pero el lama ya no podía asegurar sin más que carecían de educación y habilidades. Había una variedad sorprendente en la vida tuigana.
La primera cosa que había visto era que no todos viajaban a caballo o vivían en yurtas. Entre las tiendas había familias enteras que utilizaban grandes y pesados carromatos para trasladar sus pertenencias. Había algunas familias que poseían carros pero vivían en yurtas; otras habían abandonado sus tiendas en forma de cúpula y vivían en casas construidas en las carretas. También había carros que eran herrerías ambulantes, instaladas ahora a lo largo del río.
Los herreros eran artesanos de primera. Trabajaban la plata para hacer vasos decorados, tazas, adornos de monturas, hebillas, alfileres y una sorprendente variedad de objetos ornamentales. Los curtidores utilizaban el cuero de caballo para elaborar botas, babuchas, cinturones y cofres. Las mujeres tejían telas de lana y pelo de camello teñidas de colores brillantes. Los armeros gozaban de mucho aprecio, y, desde su llegada, el sacerdote había tenido ocasión de ver muchas piezas de calidad.
Koja se disponía a escribir todas estas cosas cuando lo llamó el guardia apostado en la entrada. A toda prisa, guardó sus instrumentos de escritura, plegó las hojas y las metió en una bolsa de cuero. Después utilizó el agua del odre para lavar la tinta de la piedra y de sus manos, aunque en las yemas le quedó una mancha azul. Por fin, con la mayor dignidad y decoro, apartó la manta de la puerta para ver quién lo buscaba.
En el exterior había cinco soldados vestidos con kalats blancos y ribetes azules, la guardia personal de la emperatriz de los tuiganos, Eke Bayalun. Koja reconoció su presencia con una leve inclinación de cabeza.
—La emperatriz Eke Bayalun de la casa real requiere vuestra presencia para una audiencia —anunció el oficial al mando, identificado por las borlas de seda roja colgadas de su gorra.
—Me siento honrado por la invitación de la emperatriz —respondió Koja con una reverencia. A juzgar por el tono del hombre, el lama decidió que la solicitud era en realidad una orden; por lo tanto, no podía hacer otra cosa que aceptarla de buen grado. Recogió sus cosas y montó en el caballo que los guardias le habían llevado.
Koja tenía curiosidad por conocer a la emperatriz de los tuiganos. Eke Bayalun era, por lo que había podido averiguar, la única esposa superviviente de Yamun Khahan. También era su madrastra. Al parecer, la costumbre tuigana exigía que el hijo se casara con la viuda —o viudas— de su padre, como una forma de cuidar de ellas. Su título completo era Segunda Emperatriz Eke Bayalun Khadun, que indicaba su posición como segunda esposa de Yamun. Se decía que mostraba gran interés por los asuntos del kan.
El lama estudió a los guardias que lo escoltaban. Como emperatriz, disponía de sus propios guardaespaldas; un equivalente a los kashiks de Yamun. Koja no pasó por alto que a las tropas de Bayalun no les caían bien sus colegas del kan, porque dieron un amplio rodeo para evitar las tiendas de los kashiks. Por fin, llegaron al portón de una cerca que Koja no había visto antes. La cruzaron sin detenerse a una señal de los guardias apostados en la entrada.
En los terrenos del palacio, la escolta desmontó y ayudó a Koja a hacer lo mismo. Los hombres se hicieron cargo de los animales, mientras el oficial acompañaba a Koja hacia una gran yurta blanca. Delante de la tienda había un estandarte de colas de yac blancas. El oficial se arrodilló deprisa ante el símbolo, y después guió a Koja hasta la puerta.
El hombre apartó la manta e informó al chambelán de su llegada. Tras unos momentos de espera, regresó el cortesano, que hizo pasar a Koja a la yurta de la emperatriz. Mientras entraba, observó dos ídolos de tela colgados por encima de la abertura. El de la izquierda tenía a su lado una bota; el de la derecha, un saco de grano. Consideró que eran ofrendas a los espíritus protectores.
Esta yurta era mucho más lujosa que la espartana tienda del kan. En las blancas paredes colgaban sedas rojas, azules y amarillas. Una parte de la yurta aparecía cerrada por un biombo de madera labrada. Las alfombras que tapizaban el suelo eran de un color rojo brillante, bordadas con hilos de oro y plata, y flecos con formas de hojas. Los dos postes que sostenían la parte central estaban tallados y pintados con figuras de dragones y caballos entrelazados.
En el extremo más alejado de la yurta había una plataforma cuadrada, de un palmo de altura, cubierta con alfombras. Sobre la tarima reposaba un diván de madera tallada con incrustaciones de conchas. Unas mantas cubrían los extremos curvados, y sentada en el borde del mueble había una mujer, Eke Bayalun.
La segunda emperatriz era una mujer sorprendente, más joven y atractiva de lo que Koja había imaginado. Al saber que se trataba de la madrastra de Yamun, Koja había creído que se trataría de una vieja arpía, con el rostro lleno de arrugas y manchas de la edad. Pero Eke Bayalun era muy agraciada y juvenil. Su rostro sólo mostraba unas pequeñas arrugas en las esquinas de los ojos y la boca, y la piel firme en sus altos pómulos resplandecía con un suave color cremoso. A diferencia de las otras mujeres tuiganas que Koja había visto, con sus mejillas redondas y las narices anchas, Bayalun tenía la nariz recta y afilada, y la barbilla puntiaguda y estrecha. Sus ojos también eran diferentes, más parecidos a los de los occidentales que había conocido en Semfar; no tenían en las esquinas el pliegue en el párpado. Los ojos de la mujer eran agudos, claros y brillantes. Sus finos labios estaban pintados con su color natural.
Una capucha de seda blanca cubría la cabellera de Bayalun, recogida bien alta detrás de la cabeza, y después peinada para abarcar sus hombros por la espalda. El frente de seda le envolvía suavemente el cuello, y algunas hebras de cabello canoso asomaban por debajo de la tela. Unos aretes de plata, engarzados con piedras rojas y azules, apenas si se veían entre la seda. Su vestido, al estilo tuigano, era cerrado con solapas anchas y cuello. Estaba confeccionado con seda negra, excepto el cuello, hecho de terciopelo rojo vivo. Sobre el vestido, Bayalun llevaba un chaleco largo de fieltro sin mangas, un jupon, adornado con monedas de plata y borlas de seda. Unos sencillos pantalones de lana y botas gruesas asomaban por debajo de las prendas. Sobre los muslos, tenía un bastón de madera con la empuñadura dorada que reproducía un rostro con colmillos. A los pies de Bayalun había varias pilas de pergaminos bien ordenados, atados con cordones rojos o dorados.
Koja se sobresaltó al comprender que había cometido la torpeza de observar directamente a la segunda emperatriz, y volvió su mirada hacia las otras personas presentes en la yurta. Los hombres estaban sentados a la izquierda, y las mujeres a la derecha. Había tres hombres. Uno de ellos, un poco aparte de los demás, era sin duda el escriba de Bayalun; un hombre mayor, quizás un anciano, encorvado sobre su pequeña mesa. A la izquierda del escriba había otro viejo, ataviado con una túnica amarilla muy descolorida. La prenda aparecía cubierta de caracteres shous. Este personaje dirigió una mirada rápida y atenta a Koja, cuando el sacerdote avanzó para ir a ocupar su sitio.
En su recorrido entre las dos filas, Koja pasó junto al tercer hombre. Sus cabellos colgaban en guedejas grasientas, y tenía los dientes quebrados y podridos. Sus prendas parecían estar hechas de pieles de ratas superpuestas, y la pechera se veía cubierta de ganchos de hierros, barras, placas, eslabones y figuras cosidas. Sobre los muslos sostenía un gran tambor de piel y un palillo curvo. Koja pensó que debía de tratarse de un chamán, que llamaba a los espíritus primitivos para obtener sus poderes.
En el lado derecho de la yurta había diez mujeres. Las dos sentadas en primera fila, de cara a los hombres, parecían importantes. En el extremo de la fila había una vieja, vestida con un abrigo del, la prenda de cuero que los tuiganos utilizaban como chaqueta o túnica. Cerca, y un poco más atrás de la anciana, había una mujer más joven con el mismo tipo de vestimenta. Llevaba el tocado de las solteras, un imponente sombrero cónico envuelto en tela roja, sostenido con peinetas de carey y agujas de plata. Unas largas ristras de monedas de plata le caían por debajo de los hombros.
Koja hizo una profunda reverencia mientras permanecía entre las dos hileras de asistentes. Con la cabeza gacha, esperó las palabras de la segunda emperatriz.
—Bienvenido, Koja de los khazaris —lo saludó la dama con un tono cálido y amistoso—. Podéis sentaros. —El lama se sentó, y buscó la posición más cómoda.
—La segunda emperatriz me hace un gran honor, más del que me merezco —manifestó Koja, y Bayalun le dedicó una sonrisa.
—No estoy acostumbrada al título de «segunda emperatriz». Entre mi pueblo se me conoce como Madre Bayalun —le informó la soberana. Después añadió con una sonrisa desabrida—: También me llaman Viuda Bayalun, e incluso Bayalun la Dura. Pero prefiero Madre Bayalun, aunque sólo sea porque a través de mí se puede seguir la línea de la estirpe de Hoekun.
—Os ruego perdón por mi ignorancia, pero sólo llevo aquí poco tiempo. ¿Qué es la estirpe de Hoekun? ¿Es lo mismo que los tuiganos, o es algo diferente? —replicó Koja, que esperó con atención la respuesta.
—Una mente despierta. Hacéis preguntas —comentó Madre Bayalun. Inclinando el cuerpo hacia adelante, apoyó la punta de su bastón en la alfombra y estudió el rostro del sacerdote con sus profundos ojos oscuros. Luego, con la punta del bastón, trazó un amplio círculo en la lanilla espesa del fieltro—. Éste es el imperio tuigano. —Su bastón golpeó el círculo.
—¿Los hoekuns son parte de los tuiganos? —preguntó el lama.
Madre Bayalun no hizo caso a su pregunta. Dibujó varios círculos más pequeños en el interior del primero, hasta que ocupó casi todo el espacio.
—Éstas son las gentes del imperio tuigano. Éstos —dijo, marcando con el bastón uno de los círculos—, son los naicanos, conquistados por Burekai, mi marido antes del kan. —Bayalun señaló otros cuatro círculos—. Éstos son los dalatos, los quirishis, los gurs y los commanis. Todos fueron derrotados por el actual kan. Y este círculo —señaló el último, en el centro—, son los tuiganos. Hay muchas familias entre los tuiganos. Están los hoekuns, los basymats, los jamaquas y muchos más. Cada casa lleva el nombre de su fundador. El nuestro fue Hoekun el Astuto, hijo de su madre, el Lobo Azul.
Koja asintió cortésmente, aunque no tenía muy claro si había comprendido bien.
—¿El Lobo Azul? —inquirió.
—Un espíritu sabio. Ella parió a nuestro antepasado en medio del invierno, y fue la madre de nuestra gente. —Bayalun se irguió y movió los hombros—. Los niños de la casa de Hoekun son todos hijos e hijas del Lobo Azul. Esto convierte a los hoekuns en la familia real de todos los tuiganos. Yo soy la mayor de la casa; por lo tanto, recibo el nombre de Eke (o Madre) Bayalun.
—¿Entonces vuestro marido antes de Yamun Khahan también era kan? —observó Koja.
Bayalun frunció el entrecejo, pero un segundo después su rostro recuperó la tranquilidad.
—Burekai era kan del ordu hoekun, y nada más. Fue su hijo, Yamun, el escogido para ser el gran kan.
—¿Yamun Khahan fue electo? ¿No nació para convertirse en Khahan? —preguntó Koja, sorprendido. Había dado por supuesto que el título de «gran kan» era hereditario, algo parecido a rey o príncipe.
—Todos los hombres nacen para convertirse en lo que deben ser. Ésta es la voluntad de Teylas, señor del cielo —le explicó Bayalun—. A la muerte de Burekai, Yamun se convirtió en kan de los hoekuns. Fue después, cuando conquistó a los dalatos, que las familias lo nombraron gran príncipe de todos los tuiganos. —Bayalun cruzó los pies y se acomodó en su asiento.
»Pero no os he invitado para responder a todas vuestras preguntas, enviado, aunque lo he hecho con placer. —La mujer le dirigió una sonrisa un tanto burlona, y observó la reacción a su leve reproche.
—Aceptad mis disculpas, segunda emperatriz —respondió Koja con humildad y vergüenza.
—Por favor, llamadme Madre Bayalun —lo regañó la emperatriz. Se acomodó una vez más en los cojines, y colocó el bastón junto a sus pies con mucho cuidado—. Sois un lama de la Montaña Roja, ¿no? —comentó—. ¿Cuáles son vuestras enseñanzas?
—Los lamas de la Montaña Roja vivimos según las palabras del Iluminado, que nos enseñó cómo alcanzar la paz y la renuncia total. Buscamos eliminar nuestras pasiones, para poder comprender las enseñanzas del Iluminado. —Koja hizo una pausa, para ver si había alguna duda. Bayalun lo observó atentamente, pero permaneció en silencio.
»Si bebo té y me gusta el té —continuó Koja—, mi vida estará regida cada día por el deseo de beber té y no conoceré otra cosa. Cada día pensaré en mi taza de té, y me perderé lo que ocurre a mi alrededor. —El sacerdote hizo la mímica de sostener una taza de té—. Únicamente después de perder todo gusto por la vida, podemos experimentar de verdad todo lo que la vida nos ofrece. —Koja intentó no complicar demasiado sus explicaciones, para no confundir a su anfitriona con las complejidades teológicas de la Montaña Roja. A juzgar por el chamán que tenía a su lado, los tuiganos no parecían muy familiarizados con las complejas enseñanzas filosóficas.
—He oído decir que sois seguidores de Furo el Poderoso —intervino Madre Bayalun, entrecerrando los ojos—. ¿No es él el dios del templo de la Montaña Roja? Pero ahora habláis del Iluminado. ¿Acaso seguís las enseñanzas de uno y adoráis a otro?
Koja se rascó la pelusilla del cráneo. La explicación se hacía cada vez más compleja.
—Sabemos a ciencia cierta que Furo el Poderoso es un agente divino del Iluminado —respondió.
—¿O sea que practicáis las enseñanzas del Iluminado, pero rogáis a Furo para que interceda por vosotros?
—Sí, Madre Bayalun —contestó Koja, asombrado por la astucia de sus preguntas.
—«Él es como el viento a nuestro alrededor, que percibimos pero no tocamos, que escuchamos aunque no habla, que se mueve pero permanece, siempre presente, pero eternamente invisible» —recitó Bayalun con los ojos cerrados. Koja la observó atónito, sin saber qué decir.
—Es un trozo del Yanitsava, el libro de las enseñanzas —susurró.
—Y os sorprende que lo sepa —rió la emperatriz—. Yo también he dedicado mi vida al estudio de las enseñanzas de los sabios. Éstos han sido mis instructores. —Señaló con un ademán a los hombres sentados a la izquierda—. Éste es Aghul Balai de los tsu-tsus, un pueblo cercano a la frontera de Shou Lung —añadió, presentándole al hombre delgado con las vestimentas místicas—. Durante muchos años, estudió en Shou Lung, para aprender los secretos del Chung Tao, el Camino. —El hombre unió las palmas y saludó a Koja con una leve inclinación.
Durante su permanencia en el templo, Koja había aprendido algo del Chung Tao. Era muy poderoso en el imperio shou, situado muy al este. Se decía que el propio emperador del trono de jade seguía sus enseñanzas. A Koja le habían enseñado que sus preceptos eran erróneos, y había escuchado muchas historias malvadas acerca de sus prácticas. De pronto, vio al místico como un ser siniestro y peligroso.
—Este otro —añadió Bayalun, que señaló al hombre cubierto de pieles— es Fiyango. Por su mediación, podemos hablar con los espíritus de la tierra y con nuestros antepasados, y conseguir muchos buenos consejos. —El chamán, cuya edad Koja no podía calcular, le dedicó una sonrisa desdentada.
»Y ella —concluyó la segunda emperatriz, golpeando el bastón delante de la vieja— es Boryquil, y ésta es su hija, Cimca. Boryquil tiene el don de ver las cosas tal como son, y cómo deberían ser. Conoce las maneras de los kaman kulda, los espíritus oscuros que vienen del norte.
—Con mis ojos puedo verlos; con mi nariz puedo olerlos —rió la arpía, que repitió la vieja fórmula ritual. Sus pulmones sufrieron con el esfuerzo. Sus toses sacudieron el collar, que sonó como una castañuela. Koja pudo ver que el collar estaba hecho de trozos de hueso ensartados en un cordón de cuero. Cada hueso tenía una inscripción en tinta roja.
—Como podéis ver, Koja de la Montaña Roja, me he rodeado de gente dotada de grandes conocimientos. Me aconsejan y me instruyen. —Bayalun hizo una pausa y se humedeció los labios—. Aghul anhela convertirme al Chung Tao. Fiyango se preocupa de que pueda olvidar a los espíritus de la tierra, el aire y el agua, mientras Boryquil protege mi tienda de los espíritus malignos. Desde luego —añadió en voz baja—, no es que algún espíritu pueda entrar en este lugar. —La mujer tocó la empuñadura de su bastón.
»Decidme, Koja de los khazaris, ¿habéis venido para enseñarme los secretos de la Montaña Roja?
Koja permaneció en silencio por un instante, mientras pensaba en la respuesta más apropiada.
—Nunca he sido el mejor estudiante de mis maestros, y sólo he aprendido un poco de sus enseñanzas —contestó—. No son más que algunos pocos textos de Furo. En cambio, he viajado con la esperanza de ayudar a otros a través de los servicios del Iluminado. —Koja no mentía; no había sido el más aventajado de los discípulos, aunque sus conocimientos eran muy superiores de lo que quería hacer creer.
—Creía que todos permanecíais en el templo dedicados a la meditación —comentó Bayalun, apartándose unos cabellos de los ojos. El chamán, a la derecha de Koja, tuvo un acceso de tos, y la emperatriz esperó a que pasara—. Si sois un maestro, debéis quedaros aquí y enseñarme los modos de tu templo.
Koja tragó saliva, incómodo, poco dispuesto a ofender a la segunda emperatriz con una negativa directa. Sin embargo, no había venido a enseñar, aunque quizás hubiese servido para propagar la fe de Furo entre los infieles.
—Desde luego, os enseñaré con mucho gusto, mientras dure mi permanencia, ilustre emperatriz, pero debo llevar los mensajes a mi príncipe en Khazari. —El lama acompañó sus palabras con una pequeña reverencia.
—Lo comprendo —dijo Bayalun, desistiendo de su pretensión. Se reclinó con un suspiro y se acarició las cejas, pensativa. Koja percibió una nota de desilusión en su voz—. ¿O sea que, cuando lo llamáis, Furo acaba con vuestros enemigos?
Koja se sobresaltó ante el atrevimiento de la pregunta.
—Se dice, Madre Bayalun, que es magnífico y terrible, pero nosotros no lo llamamos. Vivimos para servir a nuestro dios, y no para hacer que venga según nuestros deseos y conveniencias. —Koja no pudo evitar que un tono de reproche asomase en su voz.
—Ya lo entiendo —dijo Madre Bayalun, que desvió la mirada—. Nuestra entrevista ha concluido. Lamentamos que no os podáis quedar y enseñarnos. Pero estoy segura de que vuestras actuales tareas reclaman vuestra atención. Podéis retiraros. —Koja se mordió la parte interior del labio inferior, enojado consigo mismo por la indiscreción.
El chambelán se acercó al sacerdote y le tocó el hombro, para indicarle que debía levantarse. Koja se puso de pie y caminó hacia la salida sin dar la espalda a la segunda emperatriz, mientras mantenía la reverencia.
El lama, asombrado por la extraña entrevista, fue conducido hasta su caballo. Sólo había uno de los jinetes de su escolta. Los dos cabalgaron de regreso hacia su tienda, por el mismo rodeo que habían seguido antes.
—¿Por qué vamos por aquí? Es más corto por allí —dijo Koja, señalando hacia la ruta que los hubiese llevado a pasar por delante de la yurta real y los guardaespaldas de Yamun.
—Órdenes.
—Oh —exclamó el lama. El guardia de kalat blanco hizo trotar a su caballo de crines hirsutas, y se adelantó en la confianza de que el clérigo lo seguiría.
Koja, jinete poco experto, urgió a su cabalgadura con un taconazo que, a su juicio, era suave, pero la yegua partió al galope. Koja se sacudió como un pelele, y a duras penas consiguió sujetarse cuando la yegua saltó por encima de un fogón. El lama sólo tuvo tiempo de atisbar una multitud de rostros espantados. Dominado por el pánico, soltó las riendas y utilizó las dos manos para sujetarse de la silla. Se produjo otra fuerte sacudida, y sus pies saltaron de los estribos.
—¡Jaiii! —gritó el guardia, mientras hacia girar su caballo para iniciar la persecución. El jinete se echó sobre el pescuezo del animal y le azotó los flancos con su látigo de tres colas—. ¡Jaiii! ¡Jaiii! —El hombre repitió sus gritos en un intento de advertir a los demás que se apartaran de su paso. Podía ver cómo Koja brincaba sobre la silla, con los pies en el aire.
—¡Para! ¡Para! —le gritó Koja a su yegua, cuando el animal hizo un viraje cerrado para no embestir a una carreta. Consiguió enganchar una mano en las crines, mientras el otro brazo se sacudía en el aire. Los cascos batían el suelo helado y casi desnudo de hierba con un ruido atronador. Koja se vio arrojado primero hacia la izquierda, después hacia adelante, con una violencia que estuvo a punto de descoyuntarlo. Notó que sus piernas flotaban en el aire, casi por encima de su cabeza, mientras el viento le revolvía las ropas y la yegua galopaba enloquecida.
A espaldas de Koja se elevó un coro de voces, gritos y chillidos. De pronto, el grito de un hombre sonó delante del lama. La yegua se encabritó, y el sacerdote estuvo a punto de caer hacia atrás. El animal resopló, cubierto de sudor, y clavó los cascos en el suelo.
La sacudida arrancó a Koja de la montura y lo lanzó despedido por encima de la cabeza del animal. El lama dio con sus huesos en tierra, y su cráneo golpeó contra una piedra.
—¡Jaii, jaii, jaii! —gritó el guardia desesperado, con voz ronca, al tiempo que desmontaba de un salto sin esperar a que su caballo se detuviera. Corrió hacia donde se encontraba la yegua, piafando, con el sacerdote acurrucado entre sus cascos. De las tiendas cercanas se acercaron corriendo los hombres vestidos de negro de la guardia del kan.
* * *
Yamun se paseaba arriba y abajo por el polvoriento lecho seco; era la única cosa que podía contener su frustración y su cólera. En diversas ocasiones se detuvo para azotar unos hierbajos con su látigo manchado con sangre. En un extremo de su paseo, estaba el guardia de la segunda emperatriz, el escolta de Koja, atado en el suelo con los brazos y las piernas abiertas. El hombre yacía de espaldas, con la cabeza apretada en la tierra por un cangue, un pesado yugo con forma de Y sujeto a su cuello con tiras de cuero. Tenía el cuerpo desnudo, y sangraba por varias heridas producidas por los latigazos.
Al otro extremo había una camilla con el sacerdote desmayado. A su alrededor se encontraban tres chamanes, con los rostros cubiertos con las máscaras rituales. Un trozo de tela blanca colocado junto a la cabeza del lama servía de mantel para un tazón de plata lleno de leche y un montón de huesos de oveja sanguinolentos. Todo el sector aparecía rodeado por los guardias kashiks, que daban la espalda a Yamun y a los chamanes, para formar una pared humana. El fuerte viento levantaba sus kalats por encima de sus rodillas. En la distancia, el humo de Quaraband se extendía sobre las tiendas.
—¿Por qué la vieja Bayalun llamó al khazari? —gritó Yamun, cuando llegó otra vez a donde estaba el prisionero. El pobre hombre, casi ahogado por el yugo y con la lengua reseca, apenas pudo soltar un gemido. Furioso, Yamun lo azotó con el látigo, y la sangre brotó de las nuevas heridas.
—¿Por qué lo llamó?
—No…, no lo sé —graznó el guardia.
—¿De qué hablaron?
—¡No los escuché! —gimió el hombre, cuando Yamun lo azotó reclamando su respuesta.
Disgustado, Yamun caminó hasta el otro extremo, donde se encontraban los chamanes.
—¿Vivirá?
—Es muy difícil saberlo, gran príncipe —respondió uno de los tres. Llevaba una máscara de cuervo, y su voz aguda y quebrada sonó a hueco. Máscara de caballo y máscara de oso continuaron su trabajo.
—No me importa. Quiero una respuesta —replicó Yamun.
—Sus dioses son diferentes de los nuestros, Khahan. No podemos saber si nuestros hechizos curativos surten algún efecto. Sólo podemos intentarlo.
—Pues más os vale que pongáis todo vuestro empeño —gruñó Yamun, que reanudó su paseo.
El muro de guardias se abrió para permitir el paso de un jinete. El hombre, comandante de un minghan de kashiks, se apeó de un salto y corrió a arrodillarse delante de Yamun.
—Levántate e informa —ordenó el kan.
—Vuelvo de las tiendas de la Madre Bayalun, tal cual habíais ordenado, gran señor.
—¿Qué te ha dicho?
—Madre Bayalun dice que únicamente quería aprender un poco más del mundo —respondió el oficial, con la mirada puesta en el prisionero.
—¿Y cuál es la excusa que ha dado por el comportamiento de sus guardias? —preguntó Yamun, con el látigo sujeto en las dos manos.
—Según dice, sus órdenes no fueron cumplidas. Mandó a los guardias que escoltaron al sacerdote en el trayecto de ida y vuelta a su tienda, y que se ocuparan de protegerlo de todo mal —explicó el comandante—. Dispuso que un arban le diera escolta, pero desobedecieron las órdenes.
—Pues ahora volverás a su tienda y le dirás que escoja el castigo para los nueve que desertaron de sus puestos —mandó el kan. Impaciente, escarbó el suelo con la punta de la bota.
—Se ha anticipado a vuestros deseos y ya ha dictado sentencia. Los coserán en pieles de buey, y los ahogarán en el río, tal como establece la costumbre.
—Es muy astuta y no pierde el tiempo. Espera que sea suficiente para apaciguarme. —Yamun tironeó de su bigote mientras pensaba—. El castigo es correcto. Sin embargo, quiero que vayas y le digas que no estoy satisfecho. Por haber permitido que ocurriera esto, deberá reducir el número de guardaespaldas. Fijaré la cifra a mi regreso.
—Sí, Khahan. Sin duda, señor, la segunda emperatriz se enfadará. ¿No podría hacer algo peligroso? —El oficial había escuchado hablar de los poderes de Bayalun.
—No tengo por qué complacerla. Aceptará mis órdenes porque soy el Khahan —afirmó Yamun, confiado. Se volvió para dirigirse al lugar donde se encontraba el prisionero—. ¿Ha dicho algo acerca de éste? —preguntó, señalando al hombre que yacía en el suelo.
—Como ya está en vuestro poder, os deja que le impongáis el castigo más conveniente.
Yamun miró al hombre atado a las estacas. Los ojos del infeliz se abrieron desmesuradamente mientras esperaba la decisión del kan.
—No es un desertor, Khahan —indicó el oficial.
—Es verdad. Puede vivir, pero… —El kan hizo una pausa antes de decidir—. Ha fracasado en sus obligaciones. Traed hombres y piedras. Aplastadle un tobillo para que no pueda volver a cabalgar. Que aquellos que desobedezcan sepan que es la palabra del Khahan.
—Por vuestra palabra, que así se hará —respondió el oficial. Montó su caballo, y partió para ocuparse de los preparativos.
El sonido del tambor y las flautas hizo que Yamun volviese su atención a los chamanes. La monótona melodía de sus cánticos llegaba a su fin cuando se reunió con ellos. Con sus hisopos de cola de caballo, los chamanes rociaron el cuerpo inmóvil con leche y después se apartaron de la camilla.
—¿Y bien? —preguntó Yamun, que calló de inmediato ante una señal de máscara de cuervo.
—Esperad, lo sabremos dentro de muy poco —susurró el chamán. Los tres permanecieron en cuclillas. Yamun se situó a sus espaldas y estrujó el látigo. Por fin, incapaz de contenerse, reanudó el paseo.
Al cabo de varios minutos, Yamun escuchó una tos. Se volvió y caminó deprisa hasta la camilla. Koja se esforzaba por levantarse apoyado en un codo. Los chamanes se afanaban a su alrededor, con las máscaras levantadas. Nerviosos, se opusieron a sus débiles esfuerzos por sentarse. Máscara de cuervo miró a Yamun.
—Vive, ilustre Khahan. Los espíritus de Teylas, dios del cielo, lo han favorecido con su bendición.
—Bien —exclamó Yamun, que apartó al hombre para mirar al pálido rostro de Koja. La sangre seca todavía cubría la parte de atrás de la cabeza, pero la herida, curada por la magia, ya había cicatrizado—. Dime, enviado de los khazaris, ¿te apetece ir a cabalgar? —El kan festejó la broma con una sonora risotada, mientras Koja hacía un gesto de dolor sólo de pensarlo.
—Tened cuidado, gran señor —dijo uno de los chamanes, tironeando de la manga del kan—. Todavía esta muy débil.
Yamun aceptó el consejo con un gruñido, y se puso en cuclillas junto a la litera. Hizo una seña a los chamanes para que se apartaran y los dejaran a solas.
—Vivirás —le informó al lama.
Koja asintió sin fuerzas, intentó levantar la cabeza, y renunció al esfuerzo con un gemido.
—¿Qué…? ¿Dónde…? —No pudo acabar sus preguntas.
—Estás fuera de Quaraband. Mandé que te trajeran aquí para que los chamanes pudiesen utilizar sus encantamientos.
Koja respiró con fuerza, e intentó poner en orden sus pensamientos.
—Tu caballo te despidió de la montura. Mis guardias te recogieron casi muerto. Costó un poco, pero los chamanes han curado tus heridas. —Yamun se balanceó suavemente para evitar que se le agarrotaran las piernas—. Los hombres que debían cuidar de ti ya han sido castigados —añadió, convencido de que el sacerdote reclamaría que se hiciese justicia sin demora.
Una nube de confusión giró en los ojos de Koja, y sólo en parte se debía al mareo.
—¿Por qué lo ha hecho? —preguntó. Después, recordó sus modales y formuló la pregunta de otra manera—. ¿Por qué el Khahan, ilustre emperador de los tuiganos, ha venido hasta aquí a interesarse por la salud de alguien tan insignificante? Me habéis concedido un enorme favor.
Yamun se rascó el cuello y pensó en una explicación. Los motivos de sus acciones le parecían tan evidentes, que daba por supuesto que eran claras para todos los demás.
—¿Por qué? Porque eres un invitado de mi yurta. No sería correcto que murieses mientras estés aquí. La gente diría que mis tiendas están plagadas de espíritus malignos.
El kan hizo una pausa y sonrió a Koja.
—Además —añadió—, ¿qué pensaría tu príncipe si le envío un mensaje diciendo: «Por favor, enviad otro sacerdote, el primero murió»? No creo que se muestre complacido. —Yamun recogió un guijarro y lo hizo rodar entre los dedos.
»Y ahora —dijo suavemente— te he salvado la vida. —El kan tiró la piedra.
Koja permaneció en silencio durante unos momentos, porque se había quedado sin palabras.
—No sé cómo podré pagaros esta deuda, gran señor —susurró por fin. Un temblor le sacudió el cuerpo, y sintió una opresión en el pecho.
Yamun mostró una sonrisa de oreja a oreja, y la cicatriz en el labio le dio un aire burlón, pero su mirada permanecía tan dura como siempre.
—Enviado de los khazaris, necesito un nuevo escriba. El último resultó ser de poca confianza.
—¿De poca confianza? —exclamó Koja.
—Olvidó sus lealtades.
El lama recordó la cabeza sangrienta y la rápida justicia del kan.
—¿Queréis decir…?
—Me decía lo que otros querían que escuchase —lo interrumpió Yamun—. ¿Y tú a quién sirves?
Koja vaciló, asustado; después tragó saliva y pronunció su respuesta.
—Sirvo al príncipe Ogandi de los khazaris, gran señor —repuso, y cerró los ojos para no ver el golpe que seguiría sin duda a sus palabras.
—¡Ah! ¡Muy bien! —rugió Yamun—. Si hubieses traicionado a tu auténtico señor para servirme a mí, ¿qué clase de lealtad habría podido esperar? —El kan se palmeó el muslo, satisfecho—. Pero ahora podrás hacerle un servicio a tu príncipe al servirme a mí.
—Gran kan, yo…
—Tu príncipe te ordenó que averiguases todo lo posible acerca de mí y de mi gente, ¿no es así? —dijo Yamun, cortando sus protestas.
—Es verdad, pero ¿cómo lo habéis sabido? —Preocupado de que pudiesen haber encontrado sus cartas, Koja hizo un esfuerzo y consiguió sentarse.
—Porque es lo mismo que te habría ordenado yo. Ahora, como mi escriba, estarás muy cerca de mí y tendrás ocasión de aprender muchas cosas, ¿verdad? —Yamun se rascó el pecho.
—Sí —contestó Koja, vacilante.
—Bien. Queda decidido. —Yamun se irguió una vez más y se frotó la espalda entumecida. Después miró en dirección a las tiendas de Quaraband—. Has conocido a la segunda emperatriz. ¿Qué piensas de ella?
—Posee una… voluntad muy fuerte —respondió Koja, con mucho cuidado en la elección de sus palabras.
—Ha intentado conseguir algo de ti, ya lo veo —afirmó Yamun, indignado—. No debes olvidarlo: jamás se dará por vencida, y es muy poderosa. La mayoría de los magos y chamanes están a su servicio.
—Lo tendré presente.
—Como mi escriba —añadió Yamun, sin desviar la mirada—, intentará conseguir tu favor. Mira allá. —El kan se volvió y señaló al otro lado del pequeño círculo.
Koja obedeció la indicación, y vio al prisionero atado. Hasta ahora, el hombre había permanecido en silencio, excepto por los gemidos de dolor. El lama apenas pudo reconocerlo como el jinete que lo había escoltado. Yamun levantó una mano para hacer una seña a sus guardias. Dos hombres se adelantaron, cargados con grandes piedras planas. Al verlos, el prisionero comenzó a gritar y a implorar misericordia. Sin hacer caso de sus gritos, los hombres comenzaron su trabajo.
De una cuchillada, cortaron las ligaduras que sujetaban una de las piernas. Uno de los guardias le cogió la pierna libre y la levantó, mientras el otro kashik deslizaba una de las piedras por debajo del tobillo. El prisionero, sin dejar de gritar, intentó en vano liberarse. El segundo guardia levantó la otra piedra por encima de su cabeza.
—¡Detenedlos, gran kan! —gritó Koja, al ver que el guardia se disponía a descargar el golpe. El esfuerzo de gritar le provocó un espasmo de tos, que estremeció su cuerpo como una hoja.
—¡Alto! —ordenó Yamun. El kashik bajó la piedra.
»¿Por qué quieres que se detengan? —le preguntó al lama, en cuanto éste dejó de toser.
—El hombre no ha hecho nada. No podéis culparlo de mi accidente —protestó Koja.
—¿Por qué no? —replicó Yamun—. No te protegió. Por lo tanto, debe ser castigado. Al menos, vivirá. Sus camaradas han sido ahogados.
—No fue culpa suya que yo resultase herido —exclamó Koja, sin ocultar su asombro ante las palabras de Yamun. Después, en tono firme añadió—: No permitiré que le hagan daño. —Agotado por la emoción se reclinó en la camilla.
Yamun reflexionó en la afirmación del sacerdote.
—¿Pides por su vida? —inquirió el corpulento guerrero.
—¿Su vida? Sí, la pido —contestó Koja, mientras permanecía acostado.
El kan echó una mirada al prisionero, que los observaba con una expresión de miedo y también de esperanza.
—Muy bien, sacerdote. De acuerdo con la costumbre, te lo concedo; es tu esclavo. Se llama Hodj. Si comete cualquier crimen, tú serás castigado. Esto también es parte de la costumbre.
—Y lo acepto —musitó Koja cerrando los ojos.
—Bien. Ahora, en cuanto a Bayalun, dará por hecho que me eres leal. Me odia —declaró tranquilamente— y, por lo tanto, te odiará a ti también. Ten siempre presente que yo soy el único que se interpone entre su furia y tu persona. —Yamun hizo una seña a los guardias para que soltaran a Hodj, y después se marchó en busca de su caballo.
Koja contempló la marcha del kan mientras los porteadores cargaban la camilla sobre sus hombros. Durante todo el camino de regreso a Quaraband, rezó a Furo para que lo protegiese hasta su vuelta a casa.
Capítulo 3
Relámpagos
Durante cuatro días, Koja vivió en una yurta blanca levantada en las afueras de Quaraband, justo fuera del límite de las tierras aisladas de la magia. Permaneció allí, tendido en un camastro, mientras recuperaba las fuerzas. Una vez al día acudían los chamanes, que desplegaban la sábana blanca y colocaban sus ofrendas a Teylas. Al ritmo de sus tambores y cánticos, oficiaban sus ritos para curarlo y fortalecerlo. Cada día, después de su marcha, Koja se sumergía en la meditación y rogaba a Furo para que le diera fuerzas y le concediera su perdón. Aunque no se lo había dicho a nadie, el sacerdote se sentía mortificado, y tenía miedo de que Furo y el Iluminado lo rechazaran por haber aceptado los favores de otra deidad.
Al cuarto día, los chamanes se mostraron maravillados por la rápida recuperación de Koja, y orgullosos de la eficacia de sus hechizos. Para ellos era evidente que Teylas los había favorecido con la curación del sacerdote extranjero. Los chamanes informaron al kan del extraordinario progreso del paciente, y le explicaron que el lama debía de ser alguien especial.
Estos cuatro días también le dieron tiempo a Koja para conocer las cualidades de su nuevo sirviente. A pesar de que Hodj era su esclavo, Koja se negó a tratarlo como tal, y le dispensó las libertades y la confianza de un sirviente leal. Hodj respondió a esta actitud, y demostró una preocupación sincera por su nuevo amo. La primera mañana que Hodj preparó el té al estilo tuigano —con mucha leche y sal—, Koja estuvo a punto de ahogarse, y, de inmediato, le enseñó cómo debía preparar el té. A partir de entonces, Hodj le sirvió el té al estilo khazari —espeso de mantequilla— si bien no podía evitar una expresión de desagrado cuando se lo preparaba.
En su inactividad forzosa, Koja no tenía otra distracción que la de escuchar. Hodj hablaba muy poco, pero los chamanes eran otra historia. Sus largas conversaciones se centraban casi siempre en las creencias, aunque también tocaban muchos otros temas.
Muy pronto, Koja dispuso de muchas nuevas informaciones para añadir a sus cartas. Encendió la lámpara de aceite y desplegó una hoja de papel, que crujió suavemente mientras la alisaba sobre la madera de la mesa. La luz de la lámpara daba al papel blanco un tono amarillento pajizo. El lama cogió su pincel y comenzó a escribir con trazo firme.
El Khahan ostenta el mando de más de cien mil hombres, repartidos en cuatro ejércitos diferentes. No lo conozco lo suficiente para saber si es un hombre jactancioso. Tres de sus ejércitos los dirigen sus hijos. El cuarto comandante es Chanar Ong Kho, un personaje vano y orgulloso. También hay muchos kanes de rango inferior entre los tuiganos, pero no he tenido la ocasión de conocerlos.
El gran kan tiene una esposa, la segunda emperatriz Eke Bayalun, su propia madrastra, que vive rodeada por hechiceros y santones; al parecer, ejerce una gran influencia sobre los chamanes. Resulta evidente que no profesa ningún amor hacia su marido, y que sus sentimientos podrían ir incluso más allá. Existe la posibilidad de que algún acercamiento hacia su persona pudiese introducir una cuña entre el kan y sus magos.
Después de escribir su relato, Koja no tuvo ningún otro asunto en que distraer su ocio, y se dedicó a pensar. Le preocupaba cómo hacer llegar sus cartas al príncipe Ogandi. En Semfar, mensajeros de confianza se encargaban de llevarlas por la ruta de la seda hasta Khazari. Aquí no disponía de otro medio aparte de los jinetes del kan, y, desde luego, no podía entregarles sus mensajes. Deseaba poder enviar sus cartas, pero resultaba evidente que, no sólo no era posible, sino que no podía hacer nada al respecto, a la vista de que debía esperar a que el kan diera su respuesta a la oferta de Ogandi. «¿Cometo un error —se preguntó— sirviendo como escriba de Yamun, mientras medita la contestación?»
Después de otros cuatro días de descanso, Koja se recuperó lo suficiente para valerse por sí mismo. Todavía estaba débil, pero Yamun lo presionaba para que se incorporara al séquito real. El kan necesitaba sus servicios. Por lo tanto, aunque sin muchas ganas, Koja regresó a Quaraband y asumió sus funciones como escriba de la corte.
No era un trabajo de muchas exigencias; la mayor parte del tiempo permanecía sentado junto al gobernante durante las audiencias, y anotaba cualquier orden o proclama del kan. Resultaba casi aburrido, y Koja se enteró de muy pocas cosas más de las que ya sabía. Transcurrieron otras dos semanas de monotonía antes de que ocurriera algo importante.
* * *
Fue una noche, muy tarde, y los tres hombres que se encontraban en la yurta real estaban casi exhaustos. Yamun permanecía despatarrado en su trono; bebía vino y descansaba. Koja, tras dos semanas en su nueva ocupación, bostezó mientras trabajaba pacientemente en una pila de documentos. En la oscuridad, a un costado de la yurta, había uno de los guardias de Yamun. Vestido con su kalat negro, el hombre casi desaparecía en la penumbra. Ponía todo su empeño por mantenerse alerta y vigilante, consciente de que sería castigado si se dormía.
Con la mesa bien cerca de su cuerpo, Koja transcribió los juicios y los pronunciamientos del día. Mientras trabajaba, hizo una pausa para escuchar el fragor de los truenos y el repiqueteo de la lluvia contra el fieltro. La tormenta eléctrica lo sobresaltaba cada vez que una descarga sacudía la yurta. Estas tormentas eran las batallas distantes que el dios Furo mantenía contra los espíritus malignos de la tierra; al menos, esto era lo que le habían enseñado. Pero esta tempestad —la primera desde que había llegado a Quaraband— era mucho más fuerte que cualquiera de las que había visto.
El cielo había estado encapotado durante todo el día, y amenazaba con un vendaval de grandes proporciones. Mientras los kanes observaban las nubes asustados, el Khahan se había mostrado inquieto, ansioso de que comenzara el aguacero. La tormenta se inició a última hora de la tarde, y, de pronto, Yamun dio por terminadas las audiencias y despidió a los kanes y a sus sirvientes, que abandonaron la yurta en medio de una lluvia torrencial. Desde entonces, Yamun había permanecido en su taburete, dedicado a beber vino y a dictar alguna que otra orden, pero su nerviosismo no había disminuido. Ahora, el Khahan parecía cansado e impaciente. Yamun bebió otro trago de vino de su tazón de plata labrada.
—Apunta esta orden, escriba —anunció bruscamente.
Koja apartó las notas en las que trabajaba, y preparó cuidadosamente una hoja de papel en blanco. Tenía la vista cansada después de tantas horas de escribir, y sus entumecidos dedos dejaron caer el pincel; unas cuantas gotas de tinta negra salpicaron la página.
—Tendrás que ser más fuerte, escriba —gruñó Yamun, irritado con la demora—. Tendrás que endurecerte. Pasarás muchos días y noches sin dormir cuando iniciemos la marcha.
—¿La marcha, gran kan? —A lo largo de esas dos semanas en su nueva tarea, Koja no había anotado ninguna orden de campaña para los ejércitos del kan.
—Sí, marcha. ¿Acaso pensabas que me quedaría aquí permanentemente, para comodidad de los demás, como tu príncipe Ogandi? A su debido momento, marcharemos —replicó el gobernante—. Muy pronto se agotará la hierba, y entonces nos iremos.
—Gran Khahan —rogó Koja, mientras acomodaba los papeles una vez más—, ¿no sería más sencillo para vos buscar otro escriba? Alguien de vuestra gente, alguien más fuerte, capaz de hacer este trabajo.
—¿Qué es esto? ¿No te gusta ser mi escriba? —El Khahan le dirigió una mirada furiosa por encima de su tazón; su malhumor iba en aumento.
—No, no es eso —tartamudeó Koja—. Es… que me falta valor. No soy un soldado —exclamó, para después, aterrorizado, volver su atención a las hojas de papel. En voz muy baja, añadió—: Además, nunca pensé que tendría tanto trabajo, quiero decir…
—Creías que éramos unos ignorantes, y que no sabíamos cómo llevar un registro —lo interrumpió Yamun, enojado. Koja se desesperó; sus intentos por explicar sus debilidades sólo servían para empeorar las cosas.
Yamun abandonó su asiento y se acercó a Koja.
—No sé leer ni escribir, y por eso piensas que soy un tonto. Conozco el valor de estas cosas. —Cogió un puñado de los escritos de Koja—. Los grandes reyes y príncipes gobiernan con estos trozos de papel. He visto los papeles que envía el emperador de Shou Lung. Yo también soy un emperador. No soy un príncipe sin importancia que va de tienda en tienda, para hablar con sus seguidores. Soy el Khahan de todos los tuiganos, y llegaré a más.
Koja miró en silencio al Khahan, sorprendido por el estallido.
Sin embargo, el escepticismo debió de reflejarse en el rostro del lama, porque Yamun se puso de pie, derramando el vino sobre las alfombras.
—¿Dudas de mí? ¡Teylas me lo ha prometido! ¡Escúchalo ahí fuera! —gritó. Hizo una pausa, y Koja pudo escuchar un trueno ensordecedor—. Ésa es su voz. Ésas son sus palabras. La mayoría le tiene miedo; rezan y lloran, temerosos de que pueda llamarlos para la prueba. Yo no tengo miedo. Me ha probado y todavía vivo. —Con paso inseguro por el vino, Yamun se dirigió hacia la puerta—. Me llama; ahora mismo.
Koja permaneció sentado, e intentó encontrar sentido en las divagaciones de Yamun. Pero el guardia corrió hacia la puerta y se echó de bruces en el suelo.
—¡Gran señor! —imploró—. ¡No salgáis! ¡Os lo ruego! Nunca se ha visto una tormenta igual. Es un mal augurio. Teylas ha desencadenado a sus espíritus contra nosotros. Intentarán atraparos. ¡Teylas está furioso!
—¡Lo ves! —le gritó Yamun a Koja desde el otro extremo de la yurta—. Tienen miedo de las tormentas, el poder de Teylas. Éstos son mis soldados… ¡convertidos en niños! —Miró al guardia y le ordenó—: ¡Apártate! No temo la ira de Teylas. Después de todo, soy el Khahan. Mi antepasado nació hijo de Teylas y del Lobo Azul.
Yamun pasó con arrogancia junto al hombre arrodillado, y desató la cuerda que sujetaba la puerta. De inmediato, la pesada alfombra se abrió con un chasquido. La lluvia y el viento penetraron en el interior de la yurta, y las cenizas de los braseros se elevaron en una nube. En unos segundos, desapareció todo el calor acumulado.
—¡Allí, allí tienes el poder de Teylas! —vociferó Yamun, señalando la tormenta—. Ven, escriba, ya que no crees que habla conmigo.
—Por favor, gran señor —rogó Koja a gritos, para hacerse escuchar por encima del aullido del viento—, no salgáis.
—¡No! ¡Vendrás conmigo y lo verás porque yo lo ordeno! —Se acercó a Koja y, sujetándolo por un hombro, lo llevó casi a rastras hasta la puerta y lo lanzó de un empujón al medio del aguacero.
Koja tropezó y cayó en el barro helado. El agua de la lluvia corría como un torrente por la ladera. Un relámpago hendió el cielo nocturno e iluminó la llanura hasta el horizonte. En el fugaz resplandor, el lama alcanzó a ver la silueta oscura de Yamun que miraba el firmamento con la boca abierta. La luz sólo duró un instante, y después el mundo volvió a sumergirse en las tinieblas. La mano fuerte de Yamun sujetó la túnica del sacerdote, y lo levantó del fango.
Los dos hombres se pusieron en marcha, esforzándose por no perder pie en el fangal de la ladera. Cruzaron la verja y siguieron su camino entre las yurtas hasta llegar a los corrales al otro lado de la capital. El agua y la lluvia les azotaban el rostro. De los cabellos de Yamun caían chorros que iban a parar a su bigote, y de allí a su boca. En cambio, las gotas que golpeaban la cabeza rapada de Koja servían para quitarle el barro.
—¡Teylas! —rugió Yamun, escupiendo agua entre cada palabra—. ¡Aquí estoy! ¡Escúchame! —Un relámpago lejano alumbró débilmente la estepa. El viento les apartó por un momento la lluvia del rostro, y después los volvió a azotar. El retumbo de un trueno distante llegó en alas del viento.
»Me escucha —afirmó Yamun, confiado, y soltó el hombro de Koja, que, al verse súbitamente privado de apoyo, cayó de espaldas y rodó por una parte muy empinada de la ribera. Sin darse cuenta de nada, Yamun siguió su marcha hasta que Koja apenas pudo divisar la silueta. El lama se armó de valor y corrió entre los charcos, con la intención de alcanzarlo.
Por fin, agotadas sus fuerzas, Koja se desplomó en el fango, incapaz de mantener la persecución. Los relámpagos lo habían guiado, pero ahora ya no podía ver a Yamun. En algún lugar cercano, sonaban los relinchos y los bufidos de los aterrorizados caballos. El lama recuperó el aliento y se levantó para dirigirse en dirección al sonido.
—¡Teylas! —La voz de Yamun sonó a la izquierda del sacerdote.
—¡Khahan! —gritó Koja, y rogó para que Yamun lo escuchara.
Un relámpago, en la vertical, alumbró el cielo con gran estruendo. Casi ciego por el resplandor, Koja alcanzó a ver a Yamun a su izquierda, rodeado de las siluetas de los caballos que se erguían en dos patas y corcoveaban dominados por el pánico.
—¡Yamun Khahan! —gritó, sin conseguir una respuesta.
Los relámpagos volvieron a iluminar los contornos, como si fuese una contestación a los gritos de Koja. En un momento de luz, vio a Yamun, con los brazos levantados al cielo, en el centro de uno de los corrales. La lluvia formaba una cortina de plata a su alrededor.
Decidido a todo, Koja avanzó en medio de la oscuridad. Sus pies chapoteaban en el fango y, en más de una ocasión, estuvo a punto de caer. La lluvia era como un velo ante sus ojos, y su túnica, empapada y sucia de barro, le pesaba sobre los hombros.
Una de las piernas de Koja chocó contra algo sólido: una cerca. El dolor le hizo dar un paso atrás; perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Se sentó en el fango junto a la cerca, y se frotó la espinilla para aliviar el dolor que le recorría la pierna.
—Teylas, escucha… poderoso… gobernante… —La voz de Yamun le llegaba entrecortada por los aullidos del viento. Koja miró entre los palos de la cerca. Se encontraba lo bastante cerca como para ver el interior del corral, aunque no podía distinguir nada con claridad. Se protegió los ojos de la lluvia, y escudriñó entre las patas de los caballos para ver a Yamun.
Apenas alcanzó a ver la vaga silueta del hombre que se erguía solitario en el centro del terreno. Las yeguas y los sementales se apartaban todo lo que podían, y se apretujaban piafando contra la cerca con los ojos llenos de pánico.
—Aceptad mi agradecimiento, Teylas. He unido a mi gente, pero con tu ayuda o sin ella debo conquistar —gritó Yamun. Koja escuchó las palabras con toda claridad porque el viento amainó de pronto, y la lluvia perdió su intensidad.
El lama vio a Yamun con las piernas separadas, los brazos en jarras y la mirada clavada en el cielo. No prestaba ninguna atención a la lluvia que le golpeaba el rostro. Tenía las prendas pegadas al cuerpo por causa del agua, pero no parecía molestarlo. Permanecía inmóvil a la espera de alguna cosa.
Se produjo un tremendo estallido luminoso cuando la tempestad se reanudó con una fuerza increíble. Antes de que desapareciera el resplandor, se produjo otro, más cercano y brillante que el primero. Fue seguido por otro, y otro, y otro. Las explosiones luminosas se hicieron continuas, desde los cuatro puntos cardinales. El fragor de los truenos fue en aumento, y se sucedían con tanta rapidez que parecían uno solo. Los relinchos se convirtieron en chillidos de terror, que se podían escuchar como notas agudas sobre los bajos de los truenos.
Koja, incapaz de controlar el miedo, se tapó las orejas con las manos y se acurrucó en el barro. Los postes del corral se estremecían con las coces y el choque de los caballos. Incluso ahora que el cielo aparecía iluminado, el lama apenas si alcanzaba a ver al kan entre la barrera de los animales. El hombre permanecía en el mismo lugar, sin preocuparse del pandemónium a su alrededor.
En el momento que Koja consideró como el más terrible de la tormenta, una chispeante bola de luz azul flotó por encima de Yamun. Crepitaba con su carga de fuego eléctrico, y emitía unos rayos diminutos que abrasaban el fango y levantaban nubes de vapor cuando tocaban el suelo. En el centro de aquellas descargas, Yamun se mantenía erguido sin sufrir ningún daño.
Koja observó el espectáculo sin dar crédito a sus ojos, pero después comprendió que el kan podía estar en peligro.
—¡Gran señor! —gritó. Al ver que no conseguía hacerse escuchar, se llevó las manos a la boca a modo de bocina para añadir potencia a sus gritos, y volvió a llamar—: ¡Yamun Khahan!
En respuesta a su llamada, una chispa surgió del Khahan y voló hacia Koja, que se lanzó a un costado. La carga eléctrica pasó por encima de su cuerpo y, al chocar contra el suelo, se elevó un surtidor de barro acompañado de una explosión. La fuerza del estallido lo arrojó contra la cerca, y el impacto le cortó la respiración. Koja se desplomó entre los palos del corral, conmocionado.
Una nube de chispas brotó de Yamun, para extenderse sobre todo el corral. A medida que se desprendía cada una de las bolas de fuego, la radiación que envolvía al kan disminuía. Los caballos, espantados a más no poder, galopaban por el recinto y se encabritaban en un intento de esquivar las bolas. La cerca, demasiada alta para poder saltarla, los mantenía prisioneros.
Una de las bolas tocó a uno de los animales, y el olor a carne quemada flotó en el aire. Las bestias redoblaron sus esfuerzos por escapar, y la cerca se sacudió como una hoja. Koja se deslizó hasta el suelo, mientras los cascos pasaban a unos centímetros de su cabeza, pero la cerca aguantó el embate. Otros cuantos caballos sucumbieron a las descargas eléctricas, y los relinchos disminuyeron.
El terror infundió nuevas fuerzas a Koja. Tenía que escapar, ir a un lugar seguro. El lama se apartó del corral, moviéndose en cuatro patas por el lodazal. A sus espaldas, la luz que emanaba de la bola comenzó a esfumarse. El viento y la lluvia ahogaron todos los demás ruidos. Koja prosiguió su huida hasta que, agotadas sus fuerzas, se tendió en el barro como un muñeco roto.
Mientras permanecía tumbado, amainó la tormenta. El aguacero cedió paso a una lluvia fina y suave. El agua era helada, y unos arroyuelos de fango corrían entre los pliegues de la túnica de Koja, calado hasta los tuétanos y muerto de frío.
—¿Escriba? ¿Dónde estás? —Koja pudo escuchar con toda claridad la voz de Yamun.
—Aquí —respondió Koja débilmente, al tiempo que apartaba la cabeza del fango. Con un gran esfuerzo, consiguió ponerse en pie—. Estoy aquí, gran kan. Donde quiera que sea —añadió, en voz baja. Con la desaparición de la tormenta, la oscuridad le impedía ver muy lejos.
Koja echó a caminar en dirección al lugar donde había sonado la voz de Yamun. Sólo podía confiar en que no se equivocaba.
—¿Gran señor, dónde estáis? —llamó.
—Por aquí —fue la respuesta. Koja avanzó con paso vacilante hasta dar con el corral. La cerca se mantenía en pie, pero el recinto estaba vacío. Recorrió el perímetro hasta dar con el portón. Al otro lado, lo esperaba Yamun Khahan, ileso, aunque se tambaleaba un poco. Al ver al lama, le dijo sin más explicaciones—: Vámonos.
Koja asintió automáticamente, con toda su atención puesta en el corral; no había caballos, ni vivos ni muertos. El lama miró a Yamun, sorprendido, y después de nuevo al corral, en un intento por descubrir el paradero de los caballos, o algunas de las huellas dejadas por los rayos de luz azul. No había animales, y el fango estaba tan revuelto que resultaba imposible adivinar qué había pasado. La cerca no mostraba ninguna quemadura o daño por obra de las chispas. Todo parecía igual que antes.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Koja, atónito.
—Venga. Nos vamos —contestó Yamun, mientras pasaba entre los palos del portón. Se movía lentamente, con mucho cuidado. Su envaramiento podía deberse al cansancio o al efecto de los relámpagos, aunque el lama no sabía a qué atribuirlo.
—¿Qué ha ocurrido? —insistió Koja.
Yamun guió al sacerdote por el codo, apretándole el brazo con firmeza mientras caminaban. El viento se había convertido en una brisa helada, y la lluvia era como una fina cortina de agua.
—He hablado con Teylas, mi padre, señor del cielo.
Koja observó a Yamun, convencido de que el hombre se encontraba poseído, o era víctima de una ilusión demencial. Quizá Yamun hablaba en sentido figurado. Sabía que mucha gente «hablaba» con diversos dioses, pese a que nunca recibían respuesta. Únicamente los lamas y los eremitas podían comunicarse con los temibles poderes de los planos exteriores, y esperar algún tipo de contestación.
—Hablé con Teylas —aseguró el kan con tono contundente al advertir la mirada escéptica del lama.
Koja no dijo nada. Cualquier cosa que pudiese manifestar parecería una condescendencia o una muestra de servilismo. Chapoteó por la ladera enfangada junto a Yamun.
—Resplandecíais —comentó, cuando el silencio se hizo incómodo.
—¿De verdad? Nunca he podido ver lo que ocurre.
—¿Lo habéis hecho antes? —preguntó Koja, sorprendido.
—Desde luego. Teylas reclama sus ofrendas. —El kan cruzó un charco con el barro hasta las rodillas.
—Pero no estáis herido.
—¿Qué razón podría tener Teylas para hacerme daño? —replicó Yamun, mientras esquivaba un caldero caído—. Soy el ilustre emperador de los tuiganos y uno de los hijos del Lobo Azul.
Koja torció la cabeza al escuchar la respuesta, e intentó adivinar si el kan hablaba en serio, o si se trataba de una broma grotesca.
—Teylas no haría mal a los de su propio clan —añadió Yamun, sin aminorar el paso a pesar de las dificultades del terreno.
—Entonces ¿qué les ocurrió a los caballos? —quiso saber el lama.
—Teylas se los llevó. —El aliento del kan se convirtió en vapor a medida que hablaba, porque la temperatura descendía rápidamente después de la tormenta.
—¿Qué?
Yamun dejó de caminar y se volvió para mirar a Koja. Tenía los hombros hundidos por el cansancio, pero su rostro, y en especial sus ojos, todavía estaban llenos de vigor.
—Los caballos ahora sirven a Teylas en su reino. ¿No haces sacrificios a tu dios?
—¿Los habéis sacrificado?
—Teylas se los llevó. Yo no los toqué —puntualizó Yamun.
—Unas resplandecientes chispas azules volaron de vuestros dedos —manifestó Koja, y le explicó lo sucedido.
—Aquél era el poder de Teylas —contestó Yamun y, volviéndole la espalda, reanudó su camino hacia la yurta real. En silencio, atravesaron Quaraband.
Por fin, llegaron a la puerta de la tienda del kan. Yamun apartó la tela, y se disponía a entrar cuando Koja lo detuvo.
—Por favor, esperad, gran señor —dijo Koja, sin observar la cortesía apropiada. Yamun se detuvo y lo miró por encima del hombro.
»¿Qué os manifestó Teylas? —El lama acompañó su pregunta con una ligera reverencia.
Yamun contempló al sacerdote. Una pequeña sonrisa sarcástica apareció en su rostro.
—Él…
—¿Él, qué, ilustre emperador de los tuiganos? —lo incitó Koja, incapaz de reprimir su curiosidad.
El kan permaneció en silencio durante unos momentos, mientras contemplaba las estrellas visibles entre las nubes desgarradas de la tormenta.
—Me mostró el mundo entero, sacerdote —respondió al cabo—. Desde la inmensidad del agua, por el este, hasta las tierras del oeste. Vi Shou Lung y el «Cormir» que tú mencionaste. —Yamun volvió a mirar a Koja con ojos resplandecientes, aunque su mirada parecía enfocar un punto más lejano—. Tierras fértiles y bosques, a la espera de ser conquistadas. Lo único que debo hacer es tender la mano y tomarlas.
Koja dio un paso atrás mientras Yamun hablaba. La voz del kan se hacía cada vez más fuerte a medida que el señor de la guerra veía una vez más su visión.
—¿Teylas os ha prometido estas cosas? —preguntó, temeroso.
—Teylas no me prometió nada. Sólo me enseñó lo que podría tener. Es cuestión mía tenerlo —contestó Yamun, desabrido. La pregunta del sacerdote aplacó el fuego en los ojos del kan—. Seré emperador de todo el mundo.
—El mundo es muy grande y tiene muchos emperadores, Yamun Khahan —señaló Koja, temblando bajo sus ropas mojadas.
—Entonces, los conquistaré y serán esclavos de mis kanes. —Yamun se apoyó en la jamba de la yurta—. Y tú te encargarás de escribir la historia de mi vida.
—¿Qué? —exclamó Koja, atónito.
—Tú escribirás la historia de mi reinado. Seré un gran emperador. Como mi biógrafo, alcanzarás la fama y el respeto de muchos. —Yamun entró en la tienda, y Koja lo siguió, sin dejar de protestar.
—Pero…, pero… sólo soy un enviado, gran señor. Sin duda tiene que haber alguien más capacitado.
El guardián nocturno, el mismo hombre que se encontraba en la yurta cuando se habían marchado, corrió hasta la puerta y se hincó rodilla en tierra delante de su señor.
—¡Gran kan! —exclamó sin disimular su alivio—. ¡Estáis vivo! Iré a decirles a mis hermanos que habéis regresado sano y salvo.
—Te quedarás aquí hasta que yo lo diga —replicó Yamun, mientras pasaba junto al soldado—. Koja de Khazari, escribirás la historia de mi vida, a partir de ahora mismo. Nadie más puede hacerlo.
—Gran señor, sirvo al príncipe Ogandi. No sería correcto —afirmó Koja, mientras se apresuraba a seguir al kan a través de la yurta.
—No me importa. La escribirás porque te necesito. ¿Qué otro escribiría la verdad? ¿Madre Bayalun? ¿Sus hechiceros? No confío en ellos. ¿Mis generales? Son como yo, no conocen la magia de la escritura. En ti —Yamun movió un dedo delante de Koja—, en ti confío. Y por esta razón te he escogido.
—Mi señor Yamun, me siento muy halagado, pero apenas si me conocéis. Tengo una responsabilidad para con mi príncipe. No puedo serviros. —Koja se estrujó las manos con nerviosismo.
—Estás en mi tienda, en mi tierra. Harás lo que yo diga —ordenó Yamun. Comenzó a quitarse la faja mojada que le envolvía la cintura.
—¿Y si el príncipe Ogandi me ordena otra cosa? —preguntó Koja, al tiempo que retorcía los puños de su túnica para quitarles el agua.
—Entonces hablaré con tu príncipe —contestó Yamun en tono mesurado.
—Soy leal a Khazari —insistió Koja, con la garganta seca por la tensión.
—No me importa. Confío en ti. No hay nada más que discutir al respecto. —Yamun arrojó la faja al suelo y se acomodó en su trono.
Koja se frotó la cabeza, frustrado. Se encontraba en un callejón sin salida. Desesperado, intentó otra excusa.
—¿No tiene vuestro pueblo un dicho acerca del hombre que dice la verdad?
—«El hombre que dice la verdad debe tener siempre un pie en el estribo» —recitó Yamun, mientras buscaba su tazón de plata—. Es un buen consejo. No deberías olvidarlo.
—No quiero ser vuestro cronista, Yamun Khahan —declaró Koja con toda sinceridad, harto de buscar excusas.
—Lo sé.
—Entonces ¿por qué queréis que lo sea? ¿Por qué necesitáis un biógrafo?
—Porque Teylas me reveló que lo necesitaba —respondió Yamun, puntilloso, mientras tironeaba de una de sus empapadas botas.
—Pero, ¿por qué? ¿Qué bien os puedo reportar?
—Esto comienza a ser aburrido, escriba. Se acabó la discusión —ordenó Yamun con voz tonante—. Escribirás la historia de mis grandes hazañas, porque soy el emperador de los tuiganos y te lo ordeno. Todos los reyes y emperadores tienen a alguien que escribe canciones acerca de ellos. Tú escribirás las mías. ¡Ahora márchate hasta que te vuelva a llamar! —Con un tirón, Yamun se quitó la bota y la lanzó a un costado.
Koja saludó al kan con una corta reverencia, y le volvió la espalda para dirigirse a la puerta con paso envarado. La manta se cerró con un chasquido húmedo.
* * *
Después de la marcha del sacerdote, Yamun permaneció sumido en sus pensamientos, con la mirada puesta en su tazón. El viento silbaba por las pequeñas rendijas alrededor de la salida de humos. En los rincones, goteaba el agua que se había filtrado por las costuras de la tienda. El guardia se encargó de atar los cordones de la puerta.
—¿Qué piensas? —le preguntó Yamun al soldado.
—¿Yo, gran señor? —respondió el hombre, sorprendido.
—¿Qué piensas del sacerdote khazari? —dijo Yamun, señalando la puerta.
—No me corresponde a mí decirlo, mi señor —contestó el guardia.
—Te lo pregunto, así que te concierne. Acércate y responde.
Intimidado por el kan, el hombre se adelantó, vacilante.
—Noble kan, os pido perdón por hablar con tanto atrevimiento, pero lo hago porque me lo habéis ordenado. El lama es un insolente.
—Oh —comentó Yamun, mientras se ocupaba de la otra bota.
—Discute y no escucha vuestras palabras —añadió el guardia, con un poco más de confianza—. No es más que un extranjero y, sin embargo, se atreve a desafiaros.
—¿Y qué sugieres que haga? —lo interrogó Yamun, tironeando de la bota.
—Tendría que ser azotado. Si un hombre de mi tumen hubiese hablado como él, nuestro comandante lo habría hecho azotar.
—Tu comandante es un tonto —observó Yamun. Soltó un gruñido cuando por fin consiguió quitarse la bota.
El guardia miró a su kan con una expresión de asombro.
—¿Qué pasaría si todo el mundo me obedeciera, y nunca nadie cuestionara mi palabra? —agregó Yamun—. ¿Quiénes serían mis consejeros? Serían tan inútiles como una bota vieja. —El kan levantó su propia bota sucia de barro, y después la dejó caer.
El guardia asintió automáticamente, con un gesto de humildad.
—¿Por qué piensas que el hombre sincero debe tener siempre un pie en el estribo? La verdad no es algo que la gente esté siempre dispuesta a escuchar. Aprende, y algún día te haré comandante —concluyó Yamun, reprimiendo un bostezo. Se levantó y comenzó a desabrocharse los cordones de la túnica—. Estoy cansado. Esta noche dormiré solo. Ocúpate de que los centinelas estén en sus puestos y envía a alguien a la tienda de las mujeres. Que avise a las señoras que no las necesito. Tú dormirás en mi umbral.
—Por vuestra palabra, así se hará —respondió el guardia, y tocó el suelo con la frente, en reconocimiento por la tarea que le había encomendado el kan. Corrió hasta la puerta, y aflojó los nudos lo suficiente para asomar la cabeza y gritar sus órdenes.
Antes de que el guardia hubiese acabado de hablar, Yamun ya se había quitado las prendas y dormía en la cama de madera detrás de su trono.
Capítulo 4
Chanar
Poco antes de la media mañana se presentó la escolta de guardias diurnos para acompañar a Koja hasta el recinto real. El lama recogió sus adminículos de escritura sin darse mucha prisa. No tenía muchas ganas de encontrarse con el kan, sobre todo después de lo ocurrido la noche anterior. Podía recordar claramente casi todo lo sucedido excepto en los momentos en que había sucumbido al pánico. Seguía sin entender qué había ocurrido, y esto, sumado a la idea de convertirse en el biógrafo del kan, lo atemorizaba.
Montó en su caballo y se puso en marcha. Uno de los guardias cabalgaba a su lado, con las riendas de su animal en la mano. Desde el accidente de Koja, los miembros de su escolta tomaban todas las precauciones posibles. No querían que el caballo del extranjero volviera a espantarse.
La lluvia de la noche anterior había alterado el paisaje de la estepa. Ahora sólo quedaban algunos manchones de nieve, y abundaban los charcos. Hierbas y flores, de un verde brillante, habían brotado allí donde antes no había nada. La tierra alrededor de la gran yurta era como un retazo de hierba fresca y barro removido. Un gran número de pequeños pájaros de cabeza negra caminaban a saltitos por los bordes de las charcas, y hundían los picos en el agua inmóvil. Los niños corrían tras ellos para espantarlos, y después proseguían su carrera para chapotear en el lodo, con grandes carcajadas. Sus piernas y los faldones de sus túnicas aparecían cubiertas de barro.
Después de cruzar el portón de entrada al recinto del kan, los guardias desmontaron y llevaron a sus caballos de las riendas cuesta arriba. Koja aprovechó la ventaja de la altura para mirar hacia los corrales, con la intención de descubrir cuál de ellos había sido el escenario del espeluznante episodio nocturno. Pero no había nada que los distinguiese entre sí, y, por lo tanto, no pudo satisfacer su curiosidad.
—Capitán —llamó Koja, mientras se apresuraba para alcanzar al oficial al mando de su escolta—, ¿ocurrió anoche alguna cosa extraña?
El capitán se volvió, y entrecerró los párpados para dirigir al lama una mirada de suspicacia.
—¿Extraña? No tengo noticias de ningún hecho extraño.
—He escuchado rumores acerca de que se habían perdido unos cuantos caballos.
—El hombre que escucha a sus vecinos rara vez escucha la verdad. —El capitán reanudó la marcha, en una clara indicación de que no estaba dispuesto a contestar más preguntas.
Le faltaba recorrer unos pocos metros para llegar a la cumbre, cuando Koja vio que la corte se reuniría al aire libre. La zona ya se veía preparada. Grandes alfombras con dibujos rojos y negros habían sido extendidas sobre el barro, en varias capas para permitir que las de arriba se mantuviesen secas. Cerca de la entrada de la yurta, había un pequeño taburete, donde había de sentarse el kan; detrás del asiento se elevaba el estandarte de colas de caballo que indicaba la presencia de Yamun en el recinto. A la izquierda, estaba el estuche dorado del arco del kan y una aljaba con las flechas de plumas azules; a la derecha, una montura de cuero rojo, ribeteada de piel blanca en los bordes, y los arreos de plata, que resplandecían a la luz de sol. Una bandeja con tazas, una tetera y unas jarras, descansaban junto al taburete.
—¡Y que sus caballos pasten en nuestros campos! —gritó el kan, no muy lejos. Ascendía la colina por otro camino, de regreso de algún otro asunto. Todavía llevaba sus prendas de dormir, y el cabello suelto, sin peinar. Por debajo de la túnica, Koja pudo ver sus pies descalzos y cubiertos de barro.
Yamun iba acompañado por un kan anciano, bajo, delgado, casi calvo y cargado de espaldas, que asentía con aire ausente mientras el gran kan daba sus órdenes. Koja lo conocía; se trataba de Goyuk Kan, uno de los consejeros de mayor confianza del gobernante.
Detrás de la pareja marchaba la comitiva. Había varios guardias de día vestidos con sus gruesos kalats negros, y con las manos siempre sobre la empuñadura de sus espadas. Los escuderos, sus sirvientes personales, cargaban con las prendas de su señor y una espada con el pomo de plata, en una vaina enjoyada. Al final del grupo había un sirviente con un halcón encapuchado, el ave de caza del kan. En total, sumaban unas treinta personas, pero Yamun actuaba como si no existieran.
A Koja le habían comentado que el kan tenía dos mil escuderos a su servicio, y alrededor de cuatro mil guardias de día. Nadie había calculado el número de guardias nocturnos, los mejores del cuerpo, porque el kan había decretado la pena de muerte para cualquiera que se interesara sobre el particular. El lama no tenía ninguna duda de que la sentencia se ejecutaría en el acto.
Yamun dejó huellas de barro en las alfombras, mientras se dirigía a su trono. En cuanto tomó asiento, Goyuk lo saludó con una reverencia y se marchó a cumplir las órdenes del kan. Koja permaneció en su sitio, a la espera de ser llamado; lo incomodaba el barro que, poco a poco, le llenaba el calzado.
—Traedme mi pájaro —ordenó Yamun.
Mientras el halconero se acercaba, uno de los escuderos apareció con un guante grueso de cuero y un plato con carne cruda. Yamun se colocó el guante, confeccionado con trozos de cuero rojo de un lagarto de fuego gigante, una de las extrañas criaturas que vivían en la estepa. El sirviente esperó junto al kan con la carne preparada.
Yamun extendió el brazo y con un susurro atrajo al halcón. Incluso con la capucha, el pájaro extendió las alas e intentó levantar el vuelo. El kan lo retuvo por las patas y sujetó la correa entre los dientes. No dejó de murmurar suavemente con las mandíbulas apretadas, al tiempo que le quitaba la capucha. El halcón parpadeó y batió las alas, en un nuevo esfuerzo por liberarse, pero entonces Yamun le ofreció un trozo de carne cruda. El ave de presa le arrebató el bocado de un picotazo, y después echó la cabeza hacia atrás para tragarlo. En cuanto el pájaro se tranquilizó, Yamun escupió la correa.
—Bienvenido a mi tienda, Koja de los khazaris. Sentaos y disfrutad de la carne de mis corderos, de la leche de mis caballos —gritó el kan, recitando el saludo tradicional que presidía las audiencias de cada día.
—Os doy las gracias, ilustre emperador de los míganos, por vuestra generosidad —respondió Koja, con una ligera reverencia. Al igual que la invitación, su respuesta se repetía a diario, como parte del antiguo ritual que gobernaba la vida de los tuiganos.
—Pues entonces, adelántate y siéntate. Deprisa, tenemos muchas cosas que hacer. Más tarde quiero ir de cacería —dijo Yamun, que dejó de lado la etiqueta.
—Sí, gran señor —contestó Koja, y se apresuró a ocupar su lugar.
—Tú también vendrás. Cazarás conmigo. —Yamun devolvió el pájaro al halconero, y despidió al sirviente con un ademán—. Pero, antes, tendrás que ser mi escriba durante un rato más; sólo por hoy.
Koja asintió y se sentó ante su pequeña mesa. Sin perder tiempo, acomodó los papeles, pinceles, las piedras secantes y los panes de tinta en polvo, roja y negra. Un sirviente le alcanzó un plato con agua para mezclar el polvo.
Yamun llamó con un gesto a los sirvientes que esperaban sus órdenes.
—Ahora me vestiré.
Cuatro escuderos se adelantaron, desplegando una larga pieza de tela blanca; después formaron un cuadrado alrededor del kan y levantaron la tela para crear una cortina. Otros sirvientes se encargaron de colocar las prendas en el interior del cuadrado, y se retiraron.
—Llamad a mis mujeres para que me vistan.
Al cabo de unos pocos minutos, dos muchachas aparecieron por el camino donde se encontraban las tiendas de las mujeres. Koja calculó que debían de tener unos dieciocho años de edad. Su aspecto era shou, cabelleras negras brillantes, la piel pálida y los ojos pequeños. Las jóvenes caminaban con el paso rápido y corto, habitual en las damas de la corte. Ambas llevaban vestidos de seda muy ajustados y el tocado muy alto de las mujeres solteras. Unas peinetas labradas con los huesos de monstruos exóticos les sujetaban los peinados. Con unas risitas tímidas al ver que había público, las muchachas entraron en el cuadrado y se dedicaron a su trabajo.
—Éstas son las princesas Flor de Loto y Peonía Primaveral —se vanaglorió Yamun, detrás de la cortina—. Un regalo del emperador shou. No sólo me envía vino. Éstas son dos princesas de sangre real, y me las envió a mí. ¿Ha hecho lo mismo con tu príncipe? —Yamun se meneó cuando las muchachas le quitaron las prendas.
Koja no respondió. Por discreción, intentaba no mirar; pero, al alzar la vista por un segundo, alcanzó a ver que los hombros desnudos del kan aparecían cubiertos de largas y finas cicatrices.
—Saben hacer más cosas además de vestir a un hombre —añadió Yamun en tono lujurioso—. Claro que a ti no te interesa. ¿Es verdad que los sacerdotes no tocáis nunca a las mujeres?
—La pureza de la mente y el cuerpo es el camino por donde buscamos a Furo —respondió Koja a la defensiva, con el rostro arrebolado.
—Entonces ¿las mujeres son impuras? —preguntó Yamun, sin disimular su incredulidad.
El lama escuchó las risitas de las damas detrás de la pantalla.
—Las pasiones nublan la mente y corrompen el espíritu. Vivimos para controlar nuestras pasiones y purificar nuestras mentes, y así alcanzar la perfección en nuestros pensamientos y acciones. —Sin darse cuenta, Koja se había acomodado con las piernas cruzadas, en la pose habitual de los sacerdotes de su templo cuando asistían a clase.
—¡Ah! ¿Y de qué os sirve todo eso en el mundo? —Yamun levantó los brazos mientras las princesas le quitaban los pantalones.
—Sólo alguien con el espíritu puro puede aparecer ante la presencia del Iluminado.
—Por lo tanto, ¿si evitáis a las mujeres, podéis conseguir, sólo conseguir, una ocasión de ver vuestro dios? —Yamun desapareció de la vista detrás del lienzo.
—Sí, digamos que es así. —En realidad, la filosofía del templo de la Montaña Roja era mucho más complicada, pero Koja no pretendía meterse en honduras. Preparó las tintas para su trabajo.
—¿Qué hace vuestro Iluminado? ¿Os premia y acaba con vuestros enemigos por medio del rayo? —La voz de Yamun sonó ahogada porque le pasaban una prenda limpia por la cabeza.
—El Iluminado nos da el entendimiento perfecto y la armonía, y, por lo tanto, no tenemos enemigos.
—Bah. ¿Y si yo fuese tu enemigo? ¿Tu entendimiento perfecto te protegería? —Yamun apareció a la vista de todos, vestido con una túnica holgada de seda roja y amarilla, bordada con tigres que saltaban. Los escuderos y las mujeres recogieron las prendas sucias y se las llevaron.
—Tengo fe en Furo y el Iluminado.
—Yo tengo fe en mi arco y en mi espada —afirmó Yamun; sujetó la espada al cinto—. Éstos son mis poderes. Teylas me los dio, y él puede acabar con mis enemigos desde el cielo. Teylas es un dios a quien puedes utilizar.
—Los dioses no pueden ser utilizados —replicó Koja, asombrado por la última declaración del kan.
—Teylas me quitaría el poder si no lo emplease. En consecuencia, es un dios que debe ser utilizado —le rebatió Yamun con un tono ligeramente burlón, mientras se acomodaba en su taburete, dispuesto a atender los asuntos de la mañana.
—¿No tenéis miedo de ofender a Teylas? —Koja mojó el pincel en el plato.
—¿Por qué?
—Quizá —dijo Koja, rascándose la nuca— haya quien podría interpretar vuestras palabras como presuntuosas. Tal vez os habéis equivocado acerca de la voluntad de Teylas.
—Los demás no disponen del poder de Teylas. Ésta es la razón por la que dicto sentencia entre los kanes, y ya han esperado bastante —anunció, al ver a un escudero que subía la colina—. Es hora de dedicarnos al trabajo.
—Sí, gran señor —repuso el lama, y extendió una hoja de papel sobre la mesa.
—Basta de «gran señor». Hoy te permito que me llames kan, sin más títulos. —Yamun miró al escudero que se detuvo donde comenzaban las alfombras—. ¿Quién espera? —preguntó; con un ademán, señaló hacia el portón colina abajo.
—Glorioso Khahan —respondió el hombre, de rodillas y con la cabeza gacha—, los kanes de los jeunes y los bahkshiris suplican que escuchéis sus casos. Además, ha venido uno de los hombres de Chanar Ong Kho para avisar del regreso de su amo. El general espera vuestra conveniencia para presentar su informe.
—Decidle a Chanar que venga —ordenó Yamun, irritado—. Tenía que presentarse en cuanto regresara. Jeun Kan y Bahkshiri Kan esperarán hasta la tarde.
Koja se sentó más erguido, y acomodó los pliegues de su túnica naranja.
—Khahan —preguntó vacilante, poco seguro de las libertades que le permitía su nueva condición de historiador—, ¿dónde ha estado el general Chanar?
—¿Eh? ¿No lo sabes?
—No, honorable señor.
—Khahan —lo corrigió Yamun.
—No, Khahan —dijo Koja, contrito por el error—. Sólo sabía que se había marchado, enviado a alguna parte.
—Muy bien. No tenías que saberlo.
—¿Yo, qué?
—No tenías que saber adónde fue —contestó Yamun lenta y claramente—. Una vez más, Koja de los khazaris, pensaste que yo era un tonto. Debes aprender que en mi imperio sólo sabrás lo que yo quiera y nada más.
Un sirviente vestido con un kalat blanco se acercó al borde de las alfombras, se arrodilló y tocó el suelo con la frente.
—Habla —le ordenó Yamun, malhumorado, al reconocerlo.
—La honorable segunda emperatriz, Madre Bayalun, expresa su alegría porque el Khahan de todos los míganos haya salido bien librado de la ira de Teylas, y lo celebra con el cariño de una madre por su hijastro, y de una esposa por su marido —anunció el sirviente.
—Transmitid mis saludos a mi madrastra y a mi esposa, Madre Bayalun —dijo Yamun con un gesto agrio.
El hombre no se movió de su sitio, y mantuvo la cabeza gacha.
—La segunda emperatriz —añadió— solicita la indulgencia de su marido y pregunta si puede asistir a las audiencias del Khahan de esta mañana.
—Madre Bayalun sabe que siempre es bienvenida. Ve y dile que puede asistir si lo desea —contestó Yamun, despreocupado. Con un ademán, ordenó al sirviente que se retirara.
—Pensaba que no tenías ningún interés por la segunda emperatriz —comentó Koja, mientras el hombre vestido de blanco se alejaba.
—No lo tengo, escriba. Me casé con ella porque las tradiciones tribales lo exigían —explicó Yamun.
—Entonces, ¿por qué dejáis que asista?
Yamun estiró los brazos y movió los hombros para aliviar la tensión de la espalda.
—¿Por qué no? —preguntó—. De todos modos, se enteraría. Si me opongo, despertaría sus sospechas y comenzaría a buscarme problemas. Aquí, puedo ver lo que hace. Prefiero ser yo el que escoja el momento de plantear batalla.
—Ya lo entiendo —manifestó Koja.
—Bien. Ahora, prepárate —le avisó Yamun—. Ya vienen el general Chanar y sus ayudantes, y tendrás que escribir todo lo que se diga. Ha llegado el momento de que sepas dónde estuvo el general Chanar.
Koja miró en dirección al portón de la empalizada, y no tuvo dificultades para descubrir la erguida figura del general, montado en su caballo. A diferencia de los demás que atravesaban la verja, Chanar no se había apeado de su yegua blanca, que marchaba a paso vivo ladera arriba. Le daban escolta tres ayudantes a pie.
Mientras cabalgaba, Chanar fustigaba y clavaba las espuelas para que el animal caracoleara y se encabritara. La bestia ya era bastante nerviosa de por sí, pero el general quería que su entrada fuera impresionante. Los ayudantes se mantenían apartados, para evitar ser alcanzados por alguna coz.
Por fin, Chanar llegó a la cumbre. Con un último tirón de riendas hizo que la yegua se levantara en dos patas, para después contenerla a un palmo de las alfombras. Un escudero se acercó para coger las riendas y atender al caballo mientras su jinete desmontaba. Chanar pasó una pierna por encima del pescuezo del animal, y se apeó de un salto. Se escuchó el chasquido del fango cuando sus botas tocaron el suelo.
—Saludo a mi Khahan —dijo Chanar con voz tonante. Miró a todos los presentes—. «Si bien estaba lejos cuando mi kan llamó, presto he tornado» —añadió, citando un viejo poema.
—«Muchos son mis enemigos, pero caen como los árboles talados» —replicó el kan, con otra cita del mismo verso.
»Saludo a mi hermano Chanar —prosiguió Yamun—. Que el dios del cielo mantenga a tus caballos gordos y a tus ovejas numerosas.
Un escudero sirvió un tazón de cumis y se lo alcanzó al kan. Yamun bebió un trago, y el líquido blanco amarillento se pegó en sus bigotes. El tazón pasó a Chanar, que tomó un buen sorbo y lo devolvió. El criado se disponía a llevárselo otra vez al kan, pero éste le indicó a Koja.
—Hoy, él también bebe de mi copa.
Chanar miró sorprendido primero a Yamun y después al lama, mientras el sirviente le alcanzaba a éste el tazón. Abrió la boca para decir alguna cosa, pero enseguida la volvió a cerrar a toda prisa.
Koja hizo de tripas corazón y, sujetando la taza con las dos manos, tomó un sorbo de la bebida amarga. Consiguió reprimir la arcada y entregó el tazón al escudero, que esta vez sí se lo devolvió al kan.
Yamun se volvió hacia el este y derramó unas gotas de cumis sobre la alfombra; después hizo lo mismo por el sur y el oeste. El norte, considerado como un rumbo funesto, no formaba parte del ritual. Por su parte, el sirviente cogió el estandarte y lo extendió delante del kan.
—Teylas nos guía en la caza. Teylas nos guía en la batalla. Teylas nos da esposas fértiles —entonó Yamun con voz monótona, mientras ungía el estandarte con el resto de cumis. Los sirvientes se llevaron el estandarte y el tazón para dejarlos en su lugar. Una vez acabadas las formalidades, Yamun regresó a su trono.
»Siéntate, Chanar, y dame tu informe —dijo el kan, amistoso.
Sin ocultar su disgusto, Chanar se sentó junto a Koja y le dirigió una mirada asesina.
En el preciso momento en que el general se disponía a responder, apareció una procesión procedente de la tienda de Bayalun. La segunda emperatriz encabezaba el grupo, formado por unos pocos servidores. En cuanto pisó las alfombras, saludó al kan con una reverencia.
—Agradezco a mi marido su permiso para mi asistencia —dijo. Sus cabellos castaños con algunas hebras plateadas resplandecieron con el sol de la mañana.
—Vuestra sabiduría es un privilegio para todos nosotros —afirmó Yamun respetuosamente. Madre Bayalun ocupó sin demora un asiento en el lado opuesto a los hombres.
»Ahora, dame tu informe, general Chanar —rogó Yamun.
Chanar respiró pausadamente, mientras ponía en orden sus pensamientos.
—De acuerdo con vuestras órdenes, viajé primero al ordu de Tomke —respondió—. Ha permanecido acampado durante todo el invierno en la Estepa de la Hierba Amarilla, pero, con la llegada de la primavera, los pastos están casi agotados…
—No debe moverse hasta que yo le diga —lo interrumpió Yamun; dirigió su comentario a Koja, y el lama lo anotó, manejando con fluidez el pincel.
—Como he dicho —prosiguió Chanar—, casi no hay pasturas. Espera moverse hacia el este, donde se encuentran los tsu-tsus, pero aguarda vuestras órdenes.
—¿Cuál es el estado de sus hombres?
—Tomke dejó que muchos de ellos se fueran a sus casas durante el invierno, para ahorrar el forraje. Dispone de tres tumens (los de Sartak, Nogai y Kadan) además del suyo. —Chanar los contó con los dedos—. No están completos. Sus magos calcularon unos treinta minghans.
—¿Minghans? —inquirió Koja en voz baja—. ¿Qué es? Perdonadme, pero necesito saber cómo se escribe.
—Un minghan está formado por cien arbans —contestó Chanar, despreciativo—. Un arban tiene diez hombres.
—Ah —exclamó Koja. Calculó las cifras con un pequeño ábaco—. Tomke dispone de treinta mil hombres.
—Ha dejado marchar a demasiados hombres —protestó Yamun—. Ordénale que los haga volver de inmediato.
Koja escribió la orden en una hoja de papel, y se la entregó a un escudero. El hombre colocó la hoja en una bandeja, junto con una piedra untada con tinta roja, y se la ofreció al kan. Yamun sacó de un bolsillo de su prenda su sello personal, un pequeño cuadrado de plata con un asa en forma de pájaro. La parte inferior estaba tallada con caracteres tuiganos. El kan mojó el sello en la tinta y lo estampó en el papel. El escudero recogió el mensaje y se alejó, mientras soplaba la tinta para secarla.
—Continúa —dijo el kan.
—No ha enviado muchos exploradores —le informó Chanar—. Los tsu-tsus parecen pacíficos. Tomke consideraba que se unirán a nosotros sin pelea. Las tierras a sus espaldas, hacia el oeste, han sido conquistadas. Ha reclutado algunos soldados entre ellos, pero son malos guerreros. Afirma que son demasiado débiles para rebelarse, y comparto su opinión. Son perros.
—Los perros muerden —observó Yamun—. ¿Qué dices tú, historiador?
La pregunta pilló a Koja por sorpresa, y cuando respondió no tuvo tiempo para mostrarse diplomático.
—Si los han tratado bien, no se rebelarán —afirmó—. Pero si Tomke se ha comportado con ellos como un tirano, lucharán con más fiereza que antes. Mi propia gente, los khazaris, así lo hizo en el pasado en sus luchas contra el malvado emperador de Shou Lung.
—Vaya, así que después de todo, los khazaris no son sólo unos ratones —comentó Chanar con un deje burlón.
A Koja se le subieron los colores, y con el ánimo encrespado se enfrentó al general.
—Ya es suficiente —intervino Yamun con firmeza—. Un buen consejo. Chanar, ¿cómo los trata mi hijo?
—No se lo pregunté —respondió Chanar, malhumorado, sin dejar de mirar a Koja con malevolencia.
—Alguien tendría que averiguarlo. Enviad a Hulagu Kan. Escribe la orden para que así se haga. —Koja asintió y preparó la nota. Yamun volvió su atención a Chanar—. ¿Alguna otra cosa importante en el campamento de Tomke?
—Tuvo una reunión con el jefe de los ogros en las montañas del norte. Quieren luchar de nuestro lado. Pregunta si debe pedir al jefe que venga a tu ordu.
—¿Cómo son? —Yamun tironeó la punta de su bigote, mientras pensaba en la oferta.
—Son fuertes. Su jefe tiene el doble de la estatura de un hombre, y les agrada luchar. Soy partidario de aceptarlos.
—¿Qué sabes tú de los ogros, historiador? —preguntó Yamun, interesado en descubrir si el sacerdote podía aportar algún otro dato acerca de las bestias.
Koja recordó los pergaminos de su templo que mostraban a los ogros como seres siniestros, de rostros azules, trabados en combate con Furo.
—Son criaturas violentas y traicioneras —contestó—. No confiaría en ellas.
—Ummm. —El kan enroscó la punta del bigote en su dedo y evaluó las alternativas—. Los tuiganos no lucharán aliados con bestias. Dile a Tomke que no tenga más tratos con ellos.
El lama redactó la orden y se la pasó a un escudero.
—A menos que tengas alguna cosa más que decir respecto a Tomke, háblame del campamento de Jad —ordenó Yamun, mientras estampaba su sello en la última orden.
—Jad tiene su campamento en el oasis de Orkhon, ochocientos kilómetros al sudeste de Tomke. Dispone de pastos y agua en abundancia, y mantiene reunidos a sus hombres.
De pronto, Koja prestó mucha atención. No sabía dónde quedaba el oasis de Orkhon, pero hacia el sudeste se encontraba Khazari.
—¿Cuántos? —preguntó Yamun.
—Cinco tumens. Hamabek, Jochi…
—Suficiente, no necesito sus nombres. ¿Cuál es su informe? —Yamun se rascó una ceja. Por su parte, Chanar se escarbó entre los dientes, y escupió en el barro al borde de la alfombra.
—Sus exploradores dicen que viajaron hacia el sur, por las montañas —respondió el general—. Las cumbres son tan altas que la nieve no se derrite nunca en los picos. Allí encontraron una montaña que respiraba fuego, y les escupió piedras. Hay una raza de hombres pequeños y barbudos que viven bajo tierra y adoran a la montaña. Estos hombres pequeños son unos magníficos artesanos del hierro. Los exploradores afirman que, cuando intentaron cruzarla, la montaña mató a muchos con sus piedras de fuego mágico. Creo que mienten y que tuvieron miedo de seguir adelante.
—Madre Bayalun, ¿vuestros magos os han hablado alguna vez de una montaña como ésa? —preguntó Yamun.
La segunda emperatriz, que parecía dormitar, levantó la cabeza sin prisa al escuchar la pregunta del kan.
—Nunca han mencionado ningún lugar así, marido —contestó.
Koja no recordaba ninguna montaña que escupiese fuego en la región sudeste, pero Kahazari se encontraba al borde de una gran cordillera, y una cosa de tales características podía ser posible.
—Tendrías que enviar a un vidente para que interrogue a los exploradores —añadió Chanar—. Jad ha sido demasiado blando con ellos.
—¿Cuántos exploradores se marcharon y cuántos regresaron? —Yamun se quitó la gorra y la depositó en el suelo.
—No lo pregunté —replicó Chanar, como si tal cosa hubiese sido un desdoro para él.
—Entonces, ¿cómo sabes que mienten? —le reprochó Yamun.
Chanar permaneció en silencio, malhumorado por el comentario de su kan.
—¿Jad está preparado para la marcha?
—Como ya he dicho, sus hombres están a mano —contestó Chanar, con los ojos bajos para ocultar su ira.
Koja tomó notas, tanto para el kan como para él. Necesitaba averiguar más cosas del ejército de Jad —el príncipe Jadaran—; dónde estaba y qué se proponía Yamun hacer con las tropas.
—¿Y qué hay de mi hijo pequeño, Hubadai? ¿Ha sabido algo del califa de Semfar?
—No, Yamun —repuso Chanar, utilizando el nombre familiar del kan—. Al parecer, el califa no ha tomado en serio las demandas que comuniqué al consejo.
—Escriba, ¿mis demandas eran poco claras? —Yamun y Chanar volvieron su atención al lama, que carraspeó y se tomó su tiempo para meditar la respuesta.
—Khahan —dijo, sin dejar de observar a Chanar por el rabillo del ojo—, el general Chanar presentó vuestras demandas con mucha claridad.
—¿Qué fue exactamente lo que exigió Chanar Ong Kho? —preguntó Bayalun de improviso.
A Koja se le secó la boca mientras pensaba en los motivos del interés de la segunda emperatriz.
—Pido disculpas al general Chanar —contestó—, si mis palabras no le hacen justicia. Ha pasado algún tiempo desde que lo escuché hablar. Dijo que todas las caravanas debían pagar impuestos al Khahan de los tuiganos, cuando pasaran por las grandes estepas.
—¿Nada más? —lo interrogó Yamun. Chanar se irguió, dispuesto a protestar.
—Oh, no —añadió Koja en el acto—. También manifestó que todos los reinos debían pagaros tributos, o someterse a vuestro mandato.
—A mí me parece bien claro, gran señor —opinó Chanar. El kan asintió.
—¿Así que el califa no ha respondido? —preguntó Yamun.
—No, Yamun —dijo el general—. No ha llegado ningún mensaje de Semfar.
—Quizás el califa no cree que tengáis el poder para imponer vuestras demandas, Khahan —sugirió Koja—. Después de todo, Semfar tiene un gran ejército y muchas ciudades. Al califa se lo conoce también como «el príncipe escogido de Denier» y «el Gran Conquistador».
—El Gran Conquistador ya sabrá lo que es bueno —afirmó Yamun, severo—. ¿Cuántos hombres tiene Hubadai en estos momentos?
—Dispone de todos sus tumens, cinco en total, listos para entrar en campaña. Yo mismo le advertí que debía esperar tus órdenes —se vanaglorió Chanar.
—¿De veras? —comentó Yamun. En su rostro apareció una ligera sonrisa, si bien cualquier posible emoción expresada quedaba desvirtuada por la cicatriz del labio. El lama no pudo descubrir si Yamun se mostraba sarcástico o no. En cualquier caso, Chanar no se dio cuenta.
—Sí, Yamun —contestó orgulloso, irguiéndose y sacando pecho.
—Escriba, envía este mensaje a Hubadai —ordenó Yamun, después de volver a ocupar su taburete—. Tiene que dividir sus tropas en tres partes. Él estará al mando de una, y yo le enviaré a los comandantes de las otras dos. Ningún hombre de su ejército saldrá a cazar excepto en busca de comida para los caballos. Si un hombre incumple la orden, recibirá tres azotes. La segunda vez, recibirá tres veces tres y la tercera, tres veces tres veces tres. Sus hombres tendrán que contar con provisiones para dos semanas, en todo momento, y deberá disponer del forraje suficiente para los caballos. Tendrá que estar listo para marchar a la guerra en el momento que reciba la orden. —Koja escribía a toda prisa para no perder palabra de las órdenes de Yamun.
»Sus hombres han de tener las armas preparadas —añadió el kan. Llamó a un sirviente para que le sirviera una bebida—. Cada soldado dispondrá de dos lanzas, dos arcos y cuatrocientas flechas. Aquel que no las tenga será azotado: cinco latigazos. Cualquiera que no tenga su caballo preparado, recibirá el mismo castigo. Cualquier hombre que abandone el campamento para reunirse con su familia será capturado y entregado a su kan, que dictará la sentencia apropiada.
Koja acabó de escribir con un floreo, y mantuvo el pincel dispuesto para reanudar la escritura.
—La audiencia de la mañana ha concluido —anunció Yamun sin más—. Esta noche habrá una fiesta para celebrar el retorno de Chanar Ong Kho. Que asistan todos aquellos que se alegran de su regreso.
Chanar no ocultó su asombro. Le complacía la fiesta en su honor, pero había esperado tener un encuentro más largo con el kan. En el pasado, siempre había disfrutado del favor de Yamun. Ahora, las cosas parecían haber cambiado. Sin muchas ganas, se puso en pie y saludó al kan con una reverencia antes de retirarse. Koja también se levantó, con un gesto de dolor por la rigidez de sus piernas.
—Koja —dijo Yamun de pronto, utilizando el nombre del sacerdote por primera vez—, quiero que te quedes. Siento curiosidad por tu príncipe.
El lama obedeció la orden del kan, un tanto asombrado. Podía percibir la mirada de odio de Chanar a sus espaldas, pero el general se alejó sin decir palabra.
—Yo también me retiro, esposo mío —manifestó Madre Bayalun. Yamun no le contestó.
Después de la marcha de Bayalun y de Chanar, el kan ordenó a los sirvientes que trajeran bebidas; cumis negro para él y vino caliente para Koja. Una vez más, se acomodó en su asiento.
—Koja de los khazaris, has tenido la oportunidad de conocer una parte de nuestros planes. Quizás ahora puedas decirme qué clase de hombre es tu príncipe Ogandi. —Yamun bostezó.
Koja hizo una pausa, sin saber muy bien qué responder. ¿Cuánto podía revelar sin traicionar a su señor? ¿Hasta qué punto estaba en deuda con el Khahan?
* * *
Al final de la ladera, Madre Bayalun alcanzó a Chanar, que caminaba hacia su yegua blanca, y lo acompañó, clavando la punta del bastón en el suelo para aliviar su cojera.
—Salud a nuestro bravo general —exclamó—. ¿Tenéis tiempo para visitar a una anciana?
Chanar la observó con cuidado. La luz del sol le daba a su rostro un cálido resplandor. Era una belleza madura, avivada por la confianza y la voluntad. Bayalun sonrió a Chanar con un aire sabio y tentador. «Anciana» no era el término que Chanar habría escogido para describirla.
—Os agradezco el cumplido —respondió Chanar, intrigado. No era habitual en Bayalun mostrarse tan directa.
—No he podido evitar ver que hoy estáis solo, en lugar de con vuestro anda, Yamun.
—Sois muy observadora —comentó el general, desabrido, al tiempo que acortaba el paso para acomodarlo al de la mujer. Dirigió una mirada a la yurta del kan. Yamun y el sacerdote extranjero mantenían una conversación muy animada.
—Sólo pretendo ofrecer una disculpa y manifestaros que, a mi juicio, no es correcto. —Su tono era un bálsamo para el orgullo herido del hombre—. En los últimos tiempos habéis viajado mucho, general Chanar.
—He cumplido con los deseos de Yamun —repuso Chanar, sorprendido por el interés de la segunda emperatriz.
—El kan tiene mensajeros para ocuparse de este tipo de trabajos —dijo Bayalun, apoyada en su bastón—. Os envió a Semfar…
—¡Fue un honor! —afirmó Chanar.
—No lo dudo, aunque no muy exigente para vuestros méritos —contestó ella, sin preocuparse del estallido del general—. El sacerdote que habéis traído es todo un botín de guerra. —Chanar la miró furioso, molesto con el comentario.
»Desde luego, también ha sido un honor ir al ordu de Tomke —añadió Bayalun, que se detuvo al acercarse a su tienda y se volvió para mirar al kan—. Desde que os habéis marchado, Yamun ha pasado mucho tiempo con el extranjero. Ha nombrado al sacerdote como su historiador.
—Lo sé —murmuró Chanar, malhumorado, con la mirada puesta en los dos hombres sentados.
—Han ocurrido más cosas mientras os ocupabais de llevar mensajes —prosiguió Bayalun con un tono de mal agüero—. Yamun pide consejo al sacerdote, escucha sus palabras. Es como si el lama hubiese encantado a Yamun.
—Bayalun, sabéis que los encantamientos no funcionan aquí. Él —Chanar movió la cabeza en dirección a la yurta de Yamun— escogió este lugar pensando en vos.
—Hay otras maneras de encantar además de los hechizos, general —le recordó Bayalun, disponiéndose a entrar en su yurta—. El sacerdote es peligroso… para los dos.
—No para mí. Soy el anda de Yamun —la corrigió Chanar, aunque sin mirarla a los ojos.
—Chanar, las cosas han cambiado, y todavía pueden cambiar mucho más. Mirad allá arriba. El lugar que ocupa el khazari es el vuestro. —Bayalun apartó la manta de la puerta—. El kan se olvida de vos, se olvida de todas las cosas que habéis hecho… Os olvida por un lama. —Hizo una pausa para que sus palabras causaran efecto.
Chanar agachó la cabeza hasta casi tocar el pecho con la barbilla, y estudió a la segunda emperatriz por el rabillo de sus ojos entrecerrados. La luz del sol destacaba su figura, la esbeltez de su cuerpo por debajo de las pesadas prendas.
—Tenéis razón —concedió Chanar—. Yamun tendría que escuchar a sus kanes, a su anda, y no a los extraños.
—Desde luego —asintió Bayalun, con un tono magnánimo—. El kan necesita buenos consejeros, y no malos. Si no tiene cuidado, Yamun podría llegar a olvidar las costumbres de los tuiganos. Entonces, general Chanar, ¿qué sería de nosotros? Entrad en mi tienda —lo arrulló Bayalun—. Creo que debemos hablar un poco más.
Con una sonrisa fría y de pocos amigos, Chanar se agachó para entrar en la yurta. La alfombra cerró la abertura sin hacer ruido.
Capítulo 5
Los hombres valientes
—¡Ven, Koja —gritó Yamun—, siéntate aquí a mi lado!
Bajo el cielo nocturno, Yamun estaba sentado en la semioscuridad, iluminado por las llamas de una gran hoguera maloliente. Una columna de humo espeso se elevaba del fuego alimentado con estiércol, y flotaba como una nube en el aire helado de la noche estrellada. Koja se envolvió con su abrigo de oveja y caminó hasta el círculo de luz que marcaba la fogata de Yamun.
La fiesta para celebrar el regreso de Chanar acababa de comenzar cuando Koja se presentó. Ya era de noche, y la luna estaba casi llena. Esa noche brillaba con un tono rojizo que iluminaba suavemente el paisaje, y las sombras mostraban un color sepia oscuro. Detrás de la luna, aparecía un cordón de luces brillantes. Las leyendas tuiganas decían que eran nueve viejos pretendientes rechazados por Becal, la luna. Según las mismas historias, ella a su vez perseguía a Tengris, el sol.
La celebración había congregado a una multitud. En su camino hacia la cumbre de la colina donde se levantaba la yurta de Yamun, Koja pasó junto a una docena o más de hogueras. Alrededor de cada una había un círculo de hombres, dedicados a comer y a beber. En varias de las fogatas, los soldados berreaban canciones obscenas a voz en cuello. En una, dos hombres fornidos y con el torso desnudo se sujetaban por los brazos mientras sostenían un combate de lucha libre. Sus compañeros aplaudían los esfuerzos de su favorito e intercambiaban apuestas. Muchos soldados habían bebido hasta desplomarse, y ahora dormían la borrachera en medio del fango. Koja se apresuró a dejar atrás a estos grupos.
A lo largo de la subida, Koja notó un cambio en la calidad de los hombres. Cerca de la base estaban aquellos que llevaban paitzas de hierro, el pase de menor categoría otorgado por el Khahan. Koja lo sabía porque reconoció a algunos de los hombres como comandantes de jaguns, grupos de un centenar de soldados. Como escriba, los había visto en las audiencias con Yamun. Alrededor de estas hogueras se reunían también los guardias de día, ahora fuera de servicio, que eran los miembros menos importantes de la escolta de Yamun, aunque tenían un rango superior al de las tropas.
En el segundo anillo se encontraban los noyans, oficiales al mando de los minghans, formados por un millar de hombres. Koja conocía sólo a unos pocos, pero adivinó su rango por el tema de sus conversaciones. El lama respondió al saludo de los conocidos.
En el círculo interior, apiñados alrededor de la hoguera de Yamun, se reunían los noyans de grado superior, los jefes de los tumens de diez mil hombres. Todos ellos eran kanes de las diversas tribus, importantes por derecho propio. De vez en cuando, alguno de ellos se apartaba de su hoguera y, con mucho cuidado de no alarmar a los guardias nocturnos que custodiaban a Yamun, se acercaba lentamente al centro, donde se hallaba el Khahan.
—Ven y siéntate, Koja —le repitió Yamun a Koja, que se mantenía a unos pasos del gobernante—. Serás mi huésped. —Señaló un lugar vacío a su izquierda; un escudero se apresuró a extender una alfombra y a colocar un taburete para el lama.
El sacerdote miró con disimulo a su alrededor, buscando a Chanar. La fiesta era en honor del general, y no quería ofender al hombre con una torpeza sin mala intención. Chanar ya le tenía bastante inquina.
Koja no consiguió ver al general entre los rostros de los asistentes. Cerca del Khahan, estaban sentadas varias de las esposas de Yamun, el viejo Goyuk y otro kan que no conocía. Una olla de hierro colgaba de un trípode sobre el fuego, y se podía oler el apetitoso aroma del estofado de carne. Había varias botas de cuero, llenas de cumis y vino, a disposición de los invitados.
—¡Siéntate! —insistió Yamun con la lengua apenas trapajosa—. ¡Vino! ¡Traed vino para el historiador! —El Khahan cogió un trozo de carne de la olla.
—¿Dónde está el general Chanar? —preguntó Koja, desembarazándose del abrigo de oveja para poder sentarse. Se lo había cambiado a un guardia nocturno por una daga con la empuñadura de marfil, y después había dedicado el resto de la tarde a quitarle las pulgas y los piojos. Ahora estaba bastante limpio y lo mantenía abrigado. Yamun no contestó a la pregunta de Koja, y dedicó su atención a una de sus bonitas esposas. El sacerdote no se dio por vencido—. El general Chanar, ¿dónde está?
Esta vez, Yamun decidió darse por enterado e interrumpió la charla con la mujer.
—Por allí —contestó, señalando las hogueras—. Ha ido a ver a sus hombres.
—¿Ha dejado la fiesta? —preguntó Koja, confundido.
—No, no. Ha ido a las otras hogueras para ver a sus comandantes. No tardará en regresar. —Yamun bebió otro tazón de cumis—. Historiador —añadió, con voz severa—, no estabas aquí cuando comenzó la fiesta. ¿Qué hacías?
—Tengo muchas cosas que hacer, Khahan. Como historiador necesito tiempo para escribir. Lamento llegar tarde —mintió Koja. En realidad, se había demorado en sus oraciones a Furo, para pedirle su guía y consejo, y también para pensar en la forma de poder enviar sus cartas al príncipe Ogandi.
—Entonces, no has comido. Traedle un plato —le ordenó el Khahan a un escudero.
Uno de los sirvientes apareció con un tazón de vino y un bol de plata para Koja; con una cuchara llenó el bol con el estofado. La olla contenía trozos de carne de caza, cocida en un caldo grasoso. Un segundo sirviente le ofreció un plato con gruesas rebanadas de chorizo. Koja lo olió con desconfianza, pero, consciente de la mirada de Yamun, escogió una de las rebanadas más pequeñas. Por fortuna, Furo no se preocupaba de los alimentos de sus sacerdotes, pensó Koja.
Cerró los ojos y mordió un trozo de chorizo. Tenía buen sabor, aunque no sabía de qué carne estaba hecho. Metió una mano en un bolsillo de su abrigo, sacó un cuchillo con mango de marfil, compañero del que había entregado al guardia, y removió el contenido del bol. Después ensartó una buena porción de carne cartilaginosa. Tenía especias y le quemó los labios. Koja bebió un trago de vino para refrescarse la boca.
—La comida es buena —cumplimentó Koja a su anfitrión.
—Antílope —le informó Yamun con una sonrisa.
—Mi señor Yamun lo mató en la cacería de esta tarde —comentó uno de los kanes sentados al otro lado de la hoguera. Se trataba de Goyuk, el consejero del Khahan. El viejo sonrió mostrando sus desdentadas encías, y los ojos casi invisibles entre la piel arrugada—. Sólo necesitó una flecha. Teylas bendice su puntería.
Un murmullo de admiración se escuchó entre los presentes.
—Goyuk Kan perdió casi todos los dientes en la batalla de la Montaña del Gran Sombrero, en la guerra contra los zamogedis —explicó Yamun. El viejo asintió y volvió a sonreír.
—Es verdad —confirmó Goyuk, muy contento. La falta de dientes y el exceso de bebida hacían que sus palabras sonaran como la letanía de un adivino o un chamán.
—¿De qué está hecho el chorizo? —preguntó Koja, alzando una rodaja.
—Carne de caballo —contestó Yamun, sin darle importancia.
El lama observó la rebanada con una opinión muy distinta.
—¡Mi kan! ¡He regresado! —gritó una voz desde la oscuridad. Chanar, todavía vestido con las mismas prendas de la mañana, subía por la ladera. Llevaba un pellejo debajo del brazo, que chorreaba cumis por la espita, y una taza en la otra mano. Cuando Chanar llegó más cerca de la hoguera, se detuvo para mirar a Yamun y a Koja.
—Eres bienvenido a mi fuego —lo saludó Yamun, mientras bebía de su taza de cumis. Chanar permaneció donde estaba.
—¿Dónde está mi sitio? Él ha ocupado mi asiento. —El general señaló a Koja.
—Siéntate —le ordenó Yamun con voz firme—, y cállate. —Un sirviente extendió una alfombra al otro lado de la hoguera, opuesto al Khahan, y colocó un taburete.
Sin desviar su mirada de Yamun, Chanar se sirvió el cumis de su pellejo. Dejó caer la bota al suelo, y bebió sin prisa el contenido de su tazón. Satisfecho, se acercó al taburete y se sentó con un gruñido. Después, miró furioso a Yamun.
Koja no tenía muy claro si le correspondía romper el silencio. Podía percibir cómo la cólera crecía entre los dos hombres. Las mujeres abandonaron sus asientos y desaparecieron en la noche.
—Khahan —dijo por fin el lama—, me habéis nombrado vuestro historiador. —Koja notó la boca seca y el sudor en las palmas de sus manos—. ¿Cómo puedo ser vuestro biógrafo si desconozco vuestra historia?
Por un momento, Yamun no respondió a la pregunta de Koja.
—Tienes razón, historiador —repuso al fin con voz pausada, al tiempo que dejaba de mirar a Chanar—. No has estado conmigo desde el principio.
—Entonces, ¿cómo puedo escribir una historia correcta? —insistió Koja, para desviar la atención de Yamun del general.
La pregunta consiguió despertar el interés de Yamun, que se dedicó a meditar la respuesta. Koja aprovechó la pausa para observar a Chanar, que no apartaba la mirada del Kan. Por fin, los ojos del agasajado enfocaron por un momento al lama antes de volver otra vez al Khahan. Koja notó que la tensión se relajaba un poco a medida que los dos hombres recordaban gestas del pasado.
—¿Por dónde empezar? —reflexionó Yamun en voz alta. Sus dedos comenzaron a jugar con el bigote.
—No lo sé, Khahan. Quizá con el momento en que os convertisteis en señor de los tuiganos —sugirió Koja.
—Ésa no es una historia —declaró Yamun—. Me convertí en Khahan porque mi familia es la de Hoekun, y éramos fuertes. Sólo los fuertes son escogidos para ser Khahan.
—¿Uno de vuestra familia siempre ha sido el Khahan? —preguntó Koja.
—Sí, pero yo soy el primer Khahan de los tuiganos en muchas generaciones. Durante mucho tiempo, los tuiganos no formaron una nación; estaban divididos en muchas tribus que combatían entre sí.
—¿Y cuándo surgió todo esto? —Koja extendió las manos para abarcar la ciudad de Quaraband.
—La construí durante el último año…, después de que la última de las tribus se sometió a mi voluntad —explicó Yamun—. Pero no es mi historia. —El Khahan hizo una pausa, y se chupó los dientes. Después, comenzó su relato.
»Cuando tenía diecisiete años —dijo—, murió mi padre, el yeke-noyan, y…
—Mil perdones, Khahan, pero no sé qué significa yeke-noyan —lo interrumpió el lama.
—Significa «gran cacique» —contestó Yamun—. Cuando muere un kan, está prohibido pronunciar su nombre. Es una muestra de respeto a nuestros antepasados. Ahora, te contaré mi relato.
Koja recordó que Bayalun no había tenido el mismo temor porque había mencionado a Burekai en varias ocasiones. El khazari se mordió el labio para contener su curiosidad natural, y limitarse a escuchar.
—Cuando yo era más joven, mi padre, el yeke-noyan, concertó mi matrimonio —prosiguió Yamun—. Abatai, kan de los commanis, era anda de mi padre. Abatai prometió que su hija sería mi esposa cuando yo cumpliera la mayoría de edad. Pero, cuando el yeke-noyan murió, Abatai no cumplió con el juramento hecho a su anda. —Yamun pinchó con su cuchillo un buen trozo de antílope, y se lo sirvió en su plato.
—Abatai no era bueno —opinó el viejo Goyuk, desde el otro lado de la hoguera.
—Me habían prometido la hija de Abatai, y decidí reclamarla. Levanté mi estandarte de nueve colas y llamé a mis siete hombres valientes. —El Khahan hizo una pausa para recuperar el aliento—. Cabalgamos por las riberas del río Rusj, y cerca del monte Bogdo encontramos las tiendas de los commanis.
»Aquella noche, hubo una gran tormenta. Los naicanos tenían miedo. Mis siete hombres valientes tenían miedo. La tierra se sacudía con la voz de Teylas, y el señor del cielo habló conmigo. —Los kanes reunidos junto al fuego miraron el cielo nocturno cuando Yamun mencionó el nombre del dios, como si esperasen una respuesta divina—. La tormenta mantuvo a los hombres commanis en sus tiendas, y no advirtieron que estábamos ocultos detrás del monte Bogdo.
»Por la mañana, To'orl atacó por el ala derecha. También mis siete hombres valientes iniciaron su ataque, Destrozamos las tiendas de los commanis y nos llevamos a sus mujeres. Reclamé a la hija de Abatai, y se convirtió en mi primera emperatriz. —Yamun dio un bocado al trozo de carne, todavía caliente.
Koja contempló los rostros de los presentes. Chanar tenía los ojos cerrados, y los otros dos kanes escuchaban con una expresión embelesada. Ni siquiera los cantos de un grupo de borrachos en una de las hogueras vecinas conseguían distraerlos. El propio Yamun estaba entusiasmado con su relato, y le brillaban los ojos al recordar las glorias de épocas pasadas.
—Después de derrotar a los commanis, los dispersé entre los hoekuns y los naicanos —añadió el Khahan, como una posdata, entre bocado y bocado de antílope—. A To'orl de los naicanos le di quinientos como esclavos para él y sus nietos. A mis siete hombres valientes, les entregué un centenar de esclavos a cada uno. A To'orl también le regalé la gran yurta y las tazas doradas de Abatai.
»Así fue como hice fuerte a los hoekuns y como conseguí mi primera emperatriz —concluyó Yamun la historia.
Chanar abrió los ojos con el fin del relato, y los kanes sonrieron en una felicitación al relator.
—¿Qué le ocurrió a la primera emperatriz? —quiso saber Koja.
—Murió al dar a luz a Hubadai, hace muchos inviernos.
Koja se preguntó si había un rastro de pena en sus palabras.
—¿Y qué fue de Abatai, kan de los commanis? —lo interrogó el lama, para cambiar de tema.
—Lo maté. —Yamun hizo una pausa, y después llamó a un escudero—. Trae la copa de Abatai —le ordenó al hombre, que se dirigió a la yurta real y regresó, al cabo de un momento, cargado con un paquete del tamaño de un melón, envuelto en seda roja, que entregó a Yamun. El kan lo desenvolvió. En el interior había una calavera humana con la parte superior cortada, y un tazón de plata insertado en el hueco.
—Éste era Abatai —dijo Yamun, sosteniendo en alto el cráneo para que Koja pudiese verlo.
Las cuencas vacías contemplaron a Koja. De pronto, resplandecieron con una fuerte luz blanca. El lama se sobresaltó tanto que estuvo a punto de tumbar su taburete, y derramó el contenido del bol de carne y caldo que sostenía sobre los muslos.
—Los ojos… —exclamó.
Se repitió el destello. Koja estudió el cráneo con más atención y comprendió que lo que veía a través de las órbitas vacías era el reflejo del fuego en el tazón.
—¿Qué pasa, sacerdote, lees tu futuro en los huesos? —le preguntó Chanar desde el otro lado de la hoguera. El viejo kan, Goyuk, festejó la broma con una risotada. Incluso Yamun encontró risueña la reacción del lama.
—Está muerto y los muertos no pueden hacernos daño —afirmó Yamun convencido. Se volvió hacia Chanar—. Koja tiene el poder de su dios, pero teme a los huesos. Los verdaderos guerreros no temen a los espíritus.
Koja se avergonzó por haberse comportado como un tonto.
—Debemos beber en honor del Khahan —anunció Chanar y, levantándose con esfuerzo, rodeó la hoguera para situarse delante de Koja. Destapó la bota de cumis y sirvió la fuerte bebida en el tazón de la calavera. Después, cogió el cráneo de las manos de Yamun y se lo alcanzó a Koja, que lo aceptó sin entusiasmo.
—¡Ai! —Chanar gritó el brindis tuigano y bebió directamente de la bota.
—¡Ai! —contestaron Yamun y los kanes; levantaron sus tazas y bebieron un buen sorbo de su bebida favorita.
Koja miró el cráneo que sostenía en sus manos. Los ojos vacíos lo contemplaban, y el líquido lechoso se movía en el cuenco. Giró la calavera para no verla de frente.
—Bebe, sacerdote —lo apremió Chanar, al tiempo que se enjugaba el bigote con la manga—, ¿o piensas que el Khahan no tiene honor?
Yamun observó a Koja, y descubrió que el lama no había participado del brindis. Frunció el entrecejo, molesto con su historiador.
—¿No bebes?
Koja se armó de valor y se acercó el cráneo a los labios. Cerró los ojos y bebió un trago de la repugnante bebida. A toda prisa, antes de que pudiesen insistir en que bebiese un poco más, el lama le ofreció la calavera a Chanar.
—Un brindis por el poder del Khahan —jadeó Koja.
—Ai —exclamaron los kanes, y llenaron sus copas.
Chanar sonrió al ver la expresión de angustia reflejada en el rostro del sacerdote. Aceptó el cráneo y bebió el contenido de un trago. Después, sostuvo el siniestro recipiente con una mano, lo llenó de cumis, y se lo devolvió a Koja.
—Brindo por la salud del Khahan —dijo con una sonrisa malvada.
Koja se ahogó.
—Ai —asintieron los kanes, con la lengua estropajosa. Los brindis hacían su efecto.
—Ya está bien —interrumpió Yamun, que apartó el cráneo de Koja—. No hace falta beber a mi salud. He narrado una historia, y ahora le toca el turno a algún otro. —El Khahan miró al lama con toda intención.
—Yo tengo una historia que contar —declaró Chanar, antes de que Koja pudiese contestar—. Es una buena historia, y cierta de cabo a rabo. —Dio un paso atrás para tener un poco más de espacio, y apartó las cenizas amontonadas al borde de la hoguera.
—¿De qué se trata? —inquirió Yamun, que a duras penas consiguió dominar su irritación.
—Khahan, el sacerdote sabe cómo derrotasteis a los commanis con la ayuda de los naicanos y los siete hombres valientes. Ahora le contaré lo que le ocurrió a uno de aquellos siete hombres valientes. —Chanar dejó caer al suelo el pellejo de cumis, y se apartó todavía más del fuego.
—Sí, cuéntanos qué pasó —rogó el desdentado Goyuk Kan.
Koja miró a Yamun antes de manifestar su propia opinión. El kan permanecía impasible. El lama no sabía si estaba disgustado o aburrido, y optó por mantener la boca cerrada.
—Después de que el kan…, el Khahan derrotó a los commanis —comenzó Chanar, casi a gritos—, se los entregó a sus compañeros, tal como nos lo ha contado. Dijo a sus siete hombres valientes que reunieran a todos los sobrevivientes, viejos y jóvenes, de los commanis. «Medid a todos los hombres con la vara del carro, y matad a todos aquellos que no puedan caminar por debajo», les ordenó el Khahan.
—¿Medir a los hombres con la vara del carro? —preguntó Koja, humildemente—. ¿Qué significa?
—Se mata a todos los varones que no pueden pasar por debajo de la vara donde van sujetos los bueyes. Sólo los niños pequeños se salvan —respondió Chanar—. Matamos a todos los hombres commanis, tal como nos ordenó el kan. Todavía no era el Khahan. —El general se paseó alrededor de la hoguera, sin dejar de hablar—. Así que matamos a los hombres.
»Entonces, el kan nos dio a las mujeres y a los niños, porque estaba complacido con sus guerreros. Se acercó a los siete hombres valientes y les dijo: «Somos hermanos del hígado. Hemos sido andas desde que éramos jóvenes. Continuad sirviéndome con lealtad y os daré grandes recompensas». Él lo dijo; yo lo escuché. —Chanar dio un puntapié a un trozo de leño encendido, que fue a parar otra vez a las llamas.
»Los hombres valientes se mostraron agradecidos por estas palabras. —Chanar hizo una pausa y miró a Yamun—. La historia no acaba aquí, pero quizás el Khahan no quiera escucharla.
—Cuenta tu historia —replicó Yamun, y Chanar asintió al pedido.
—No hay mucho más que contar —añadió el general—. Tal vez conocéis el relato. Uno de los hombres valientes le dijo al kan: «Somos andas, hermanos del hígado. Permaneceré a tu lado». Y yo escuché la promesa del Khahan. «Tú eres de mi hígado y siempre serás mi mano derecha». Cuando el kan se marchó a la guerra, este hombre valiente fue su mano derecha. Con su mano derecha, el kan conquistó al pueblo quirish; y reunió a las tribus dispersas de los tuiganos: los basymats y los jamaquas. Su mano derecha era fuerte.
El relato de Chanar se volvió más apasionado. El general daba taconazos contra el suelo y se golpeaba el pecho para subrayar sus palabras.
—Nunca fracasé o retrocedí. Acompañé al kan contra los zamogedis cuando sólo nueve regresaron. Luché para proteger su retaguardia de los zamogedis. Llevé al kan al ordu de mi familia, y le di refugio. Marché una vez más con él para enfrentarnos a los zamogedis y cobrarnos nuestra venganza. Juntos los derrotamos; matamos a sus hombres, y tomamos como esclavos a sus mujeres y niños.
»Y todo esto porque yo era su anda. Cuando acepté la rendición de los khassidis, y me ofrecieron regalos de oro y plata, ¿acaso no envié los regalos al Khahan? Las cosas que se dan corresponden al gran kan. ¿No es ésta la ley? —Chanar se enfrentó a los demás kanes reunidos junto a la hoguera. Sus preguntas iban dirigidas a ellos, y no a Yamun o al sacerdote.
—Es verdad, gran príncipe —murmuró Goyuk, con la mirada puesta en Yamun. Sus palabras casi no se entendían por culpa de la bebida—. Te los envió todos.
Satisfecho con la respuesta de Goyuk, el general se volvió para mirar al lama.
—Pero ahora —gruñó Chanar, con una mirada de odio—, el hombre valiente ya no tiene regalos para enviar, y otro se sienta a la mano derecha de su anda. Y es así como acaba la historia. —El general volvió la espalda al sacerdote, caminó hasta su taburete y se sentó, satisfecho de haber manifestado su opinión.
Con una exclamación colérica, Yamun se puso en pie y dio un paso hacia Chanar, que lo vigilaba como un gato. El Khahan tenía los puños apretados, y su cuerpo oscilaba con la tensión.
—No está bien —dijo Goyuk en voz baja, con una mano puesta sobre el brazo de Yamun—. Chanar es tu invitado.
Yamun se contuvo, al escuchar la verdad en las palabras de Goyuk. Con toda discreción, Koja apartó su taburete, asustado por lo que podía ocurrir a continuación. Los cantos se reanudaron alrededor de las otras hogueras.
—¡Guardias! —llamó Yamun—. Acompañadme. Voy a visitar a los demás invitados. —Dicho esto, se volvió y desapareció en la oscuridad. Los guardias se desplegaron a su alrededor, seguidos por los escuderos cargados con comida y bebida para el Khahan.
Los presentes observaron a la comitiva en su descenso por la colina. Koja permaneció en silencio, consciente de que se encontraba rodeado de enemigos.
—Lleváis entre manos un juego muy peligroso, príncipe Chanar —comentó Goyuk al oído del general.
—No puede matarme —respondió Chanar, confiado, sin apartar su mirada de Yamun—. Los khassidis y muchos más regresarían a sus ordus, si lo hiciera.
—Es verdad, sois muy querido, pero Yamun es el Khahan —le advirtió el anciano.
Chanar pasó por alto los comentarios de Goyuk, y bebió un trago de cumis. Mientras vaciaba su taza, volvió a fijarse en Koja, sentado al otro lado de la hoguera.
—¡Sacerdote! —dijo, con tono furioso—. Yamun confía en ti. ¡Yo soy su anda! Tú eres un extranjero, un extraño. —El general se inclinó hasta que su rostro casi tocó las llamas—. Si traicionas a los míganos, me ocuparé personalmente de cazarte. ¿Sabes cómo matamos a los traidores? Los ahogamos con una tabla en el pecho sobre la que amontonamos piedras. Es una muerte lenta y horrible.
Koja palideció.
—Tenlo presente y no te olvides de mí —le advirtió Chanar. Tras estas palabras, arrojó el resto de cumis a la hoguera y se levantó—. Tengo que ir a ver a mis hombres —le dijo a Goyuk Kan, sin hacer caso de la presencia de Koja. El anciano kan asintió, y el general se perdió en la oscuridad.
El resto de la velada transcurrió como en un sueño. Al principio Koja se sintió feliz de estar cerca del fuego, protegido del frío de la noche, cada vez más intenso. Los sirvientes, tras retirar la calavera, no dejaban de llenar su copa de vino. El viejo kan, Goyuk, al ver que el sacerdote no se marchaba, se embarcó en una charla interminable. Koja sólo conseguía entender la mitad de sus palabras, pero de todos modos asentía y sonreía cortésmente. El kan le habló de su ordu, de sus caballos, de las grandes batallas en las que había participado, y de cómo había perdido los dientes por la coz de un caballo. Al menos, esto fue lo que él interpretó. A medida que transcurría la noche, el habla de Goyuk se hacía cada vez más confusa.
En varias ocasiones, Koja intentó marcharse, pero Goyuk se lo impidió con vehementes protestas. «Ahora viene la mejor parte de la historia», afirmaba, y pedía más vino para el sacerdote. Por fin, el lama no tenía muy claro si las piernas lo sostendrían si conseguía marcharse.
Cuando el cumis y el vino acabaron por hacer su efecto, el viejo se interrumpió en mitad de una frase, cerró los ojos, se despertó sobresaltado, y añadió un par de palabras. Después, abandonó el taburete, se envolvió en la alfombra, y se durmió. Koja, demasiado cansado para volver a su yurta, imitó al anciano y, al cabo de un instante, dormía a pierna suelta.
* * *
Ladera abajo, un sirviente encapuchado se deslizó de hoguera en hoguera, a la búsqueda de un hombre. Se detenía en las sombras y espiaba los rostros de los reunidos. Al cabo, en una de las fogatas, donde los bebedores eran los más escandalosos, el sirviente encontró a la persona que buscaba. Avanzó con precaución entre las sombras, hasta situarse cerca de su objetivo. Los demás estaban demasiado ocupados como para advertir su presencia. Acercó su boca a la oreja del hombre, para transmitir su mensaje.
—La segunda emperatriz, Madre Bayalun, ha escuchado que esta noche habéis sido humillado —susurró—. Pregunta si Chanar permitirá que un extranjero usurpe su lugar.
—¿Eh? ¿Qué dices? —exclamó Chanar, sorprendido, con voz de beodo.
—Shhh. ¡No tan fuerte! Teme que hayáis perdido el favor de Yamun. —Chanar se movió para mirar a su interlocutor, pero el mensajero se apresuró a poner la mano sobre el hombro del general—. Este no es el lugar apropiado para hablar. La segunda emperatriz os abre su tienda, si queréis aceptar su invitación.
—Ummm… ¿cuándo? —respondió Chanar, que intentó mirar al mensajero sin volver la cabeza.
—Esta noche, mientras las miradas de los demás están ocupadas. —El sirviente esperó a que Chanar tomara su decisión.
—Dile que iré —contestó Chanar, finalmente. Sin añadir nada más, el mensajero se esfumó en las tinieblas.
* * *
Las hogueras ardieron hasta quedar convertidas en un montón de cenizas; sólo unas gruesas columnas de humo se elevaban en el aire. Koja se sentó, muerto de frío, rodeado por la alfombra y las prendas. No le pareció extraño ver los cuerpos dormidos de los hombres y las yurtas vacías sacudidas por el viento, en medio de la oscuridad. Sólo eran unas formas grises contra el fondo de la llanura oscura.
Escuchó el golpe de una piedra contra otra, y después el chapoteo del barro contra la piedra. Al volverse, descubrió a un hombre ataviado con una túnica amarilla y naranja, que mantenía el rostro oculto. Las manos del hombre hacían alguna cosa, algo que hacía juego con el ruido de la piedra contra la piedra.
—¿Quién…? —exclamó Koja.
El hombre miró en su dirección, y Koja no acabó la pregunta. Era su viejo maestro del templo, calvo y con el rostro arrugado por la edad. El maestro sonrió y saludó con un gesto al sacerdote; después, volvió a ocuparse de su trabajo: construía una pared. Munido de una paleta, el maestro extendió una gruesa capa de mortero sobre la hilada de piedra.
Koja se giró sin prisa. Los hombres, las hogueras y las yurtas habían desaparecido. Se encontraba rodeado por una pared baja, que lo mantenía prisionero junto a la fogata. Una vez más, Koja miró cómo su maestro colocaba una piedra cuadrada sobre el mortero fresco.
—¿Maestro, qué hacéis? —inquirió Koja, sin disimular el pánico.
—Durante toda nuestra vida, luchamos por encontrarnos libres de las paredes —entonó el maestro, sin detener su trabajo—. A lo largo de nuestra vida, construimos paredes más fuertes. —Se escuchó el rascar de la paleta y el ruido sordo de otro bloque colocado—. Has de saber, joven alumno, de quién son las paredes que construyes.
De pronto, la pared quedó terminada, mucho más alta que Koja. El maestro había desaparecido. Koja se levantó, y miró de un lado a otro en busca de su mentor. Allí, delante de él, había un estandarte clavado en el suelo. De la punta colgaban nueve colas de caballo negras: el estandarte del Khahan. Se volvió en la dirección opuesta. Había otro estandarte, con nueve colas de yac blancas: el estandarte de la segunda emperatriz. Asustado, retrocedió un paso y chocó contra un tercero —un disco dorado con cintas de seda amarillas y rojas—, el estandarte del príncipe Ogandi. Koja se desplomó y cerró los ojos.
El sonido de una respiración fuerte y una bocanada de vapor contra su rostro lo obligaron a volver a abrirlos. Los estandartes habían desaparecido, y la pared a su alrededor onduló y se movió hasta transformarse en una gran bestia negra. Un par de ojos, inhumanos y fríos, lo contemplaron atentamente.
—¿Eres el Khahan de los bárbaros? —preguntó la bestia con una voz de trueno.
—No —susurró Koja.
—Ah. Entonces estás con él —afirmó la criatura—. No está mal. Por fin, ha llegado la hora. —Los ojos resplandecieron con fuerza. Atemorizado, Koja intentó apartarse de aquella terrible mirada. Sopló una ráfaga de viento, y la forma desapareció. Al volver a mirar, Koja descubrió otra vez a su maestro.
—Ten cuidado, Koja, con las paredes que levantas —le gritó el viejo lama. La figura del hombre comenzó a esfumarse hasta perderse en el fondo gris del horizonte.
* * *
El sacerdote salió de su sueño poco a poco, con un vago recuerdo de las voces. Un olor penetrante se acumuló en la base de su cráneo, y se le erizaron los pelos de la nuca. Sin darse cuenta, inspiró profundamente. Se despertó de pronto, en medio de grandes estornudos y arcadas, los pulmones llenos con el humo hediondo del estiércol quemado. Cuando consiguió controlarse, abrió los ojos y advirtió que se encontraba en medio de una nube de humo. Koja se deslizó fuera de la alfombra arrollada, en busca de aire puro.
—Hace un buen día —comentó una voz temblorosa, por algún lugar a la izquierda del lama.
Sin dejar de pestañear, el sacerdote miró hacia la voz. Apenas si podía ver a su interlocutor porque la luz del alba resplandecía detrás de los hombros de la figura. Koja se protegió los ojos del brillo naranja rojizo con una mano, y con la otra se frotó las lágrimas. Junto a la hoguera se encontraba el viejo Goyuk Kan, que removía las brasas con un palo. Devolvió la mirada de Koja, y le mostró las encías en una de sus desdentadas sonrisas.
Koja respondió a la sonrisa. Tenía la cabeza espesa por la resaca, y dolorida por los sobresaltos nocturnos. Notaba la boca pastosa. Los años pasados entre los lamas no lo habían preparado para una noche de fiesta entre los tuiganos.
—Es hora de comer —dijo Goyuk, quien no parecía sufrir ninguna consecuencia de la celebración. El viejo atizó un poco más el fuego, y pescó una cosa cubierta de cenizas y trocitos de brasas adheridas a ella. Con mucho cuidado, quitó las ascuas con sus mugrientos dedos y se la ofreció al lama.
Koja la miró con reparo, consciente de que debía aceptarla si no quería ofender al kan. Parecía ser un trozo del chorizo de carne de caballo, asado en el fuego. Aceptó la vianda, y la pasó de una mano a la otra para no quemarse los dedos.
—Come —lo urgió el kan—, es bueno.
—Gracias —respondió Koja con una sonrisa forzada, y engulló el bocado casi sin masticar para no probar la carne. En cuanto acabó el desayuno, se puso en pie en busca de agua. El sol apenas asomaba en el horizonte, pero ya había mucho movimiento. Los guardias de día reemplazaban a los nocturnos; los escuderos y los sirvientes iban de yurta en yurta, para ocuparse de los preparativos de la mañana.
Sin embargo, no todo el mundo estaba levantado. Koja caminó entre los hombres acostados alrededor de las hogueras. La mayoría de los invitados roncaban a pierna suelta, cosa poco habitual entre los tuiganos, que solían levantarse con el alba. Había unos cuantos envueltos en mantas y alfombras, acurrucados junto a las brasas, aunque más de uno dormía despatarrado en el suelo, abrigado únicamente con su kalat. El lama adivinó que éstos habían estado tan borrachos que se habían dormido sin darse cuenta.
Después de mucho buscar, Koja encontró a un sirviente cargado con un cubo de agua. Sujetó el recipiente con las dos manos, y bebió hasta saciar su sed. A pesar de que estaba tan fría que le entumeció los dedos, el sacerdote se lavó la cara y la cabeza, para despejar su cerebro.
Mientras se ocupaba de su aseo, apareció uno de los escuderos de Yamun.
—El ilustre emperador de los tuiganos, Yamun Khahan —dijo el hombre, arrodillado delante del lama—, pregunta por qué su historiador no está presente en la yurta de su señor.
Koja contempló al escudero sin ocultar su sorpresa. No había supuesto que el Khahan pudiese iniciar sus actividades a horas tan tempranas, ni tampoco que su presencia sería necesaria casi constantemente.
—Llévame a su yurta —le ordenó.
El escudero guió al lama entre las hogueras de la fiesta. Cuando llegaron a la tienda real, su acompañante anunció la llegada de Koja, y lo hicieron pasar sin demora.
Esta mañana el interior de la yurta presentaba otra disposición. Había desaparecido el trono de Yamun, y los braseros se encontraban a los costados. La salida de humos, lo mismo que la puerta, aparecía abierta para permitir la entrada del sol en el recinto, donde por lo general dominaba la penumbra. En el centro de la yurta, iluminados por el sol, había un grupo de hombres sentados en círculo. Yamun llevaba la cabeza descubierta; el sombrero cónico yacía junto a sus piernas. La luz brillaba en su tonsura y arrancaba reflejos de su pelirroja cabellera. Todavía tenía puesto el grueso abrigo de marta de la noche anterior, aunque ahora aparecía manchado de fango y hollín. Los demás tampoco llevaban sombrero, y, al ver el anillo de calvas relucientes en el medio de la tienda, Koja recordó a los maestros de su templo, si bien aquéllos no se peinaban con largas trenzas laterales como estos guerreros.
—¡Historiador, te sentarás aquí! —gritó Yamun en cuanto lo vio entrar, y palmeó la alfombra a sus espaldas.
Koja rodeó el círculo y ocupó su asiento. Chanar, con los ojos turbios por la festividad nocturna, estaba sentado a un costado de Yamun, y Goyuk en el otro. Había otros tres hombres vestidos con telas doradas y sedas bordadas, una señal de que eran kanes poderosos, pero el lama no los conocía. Sus lujosas vestimentas se veían arrugadas y sucias del viaje. En el extremo más alejado del círculo, y sentado un poco separado de los demás, se encontraba un soldado raso. Sus prendas, un sencillo kalat azul y pantalones marrones, aparecían cubiertas de barro y mugre. Koja notó el olor apestoso del hombre cuando pasó a su lado.
Los kanes observaron a Koja mientras se dirigía a su asiento. Goyuk le dedicó una de sus desdentadas sonrisas, y una mirada de disgusto brilló por un momento en los ojos de Chanar. Yamun volvió su atención a la hoja de papel desplegada en medio del círculo, y los demás lo imitaron.
Se trataba de un mapa burdo, cosa que sorprendió a Koja. No había visto ninguno desde su llegada a Quaraband, y había dado por hecho que los tuiganos desconocían la cartografía. Sus anfitriones acababan de depararle otra sorpresa. El lama estiró el cuello, para poder espiar la hoja.
—Semfar está aquí —dijo Yamun, que reanudó la conversación interrumpida con la llegada del sacerdote, y señaló con uno de sus cortos dedos una esquina del papel—. Hubadai espera con su ejército al pie del paso de Fergana. —Recorrió el mapa con el dedo hasta un punto cercano al centro—. Nosotros estamos aquí.
—¿Y dónde está Jad? —preguntó uno de los kanes que Koja no conocía.
—En el oasis de Orkhon; aquí. —Yamun indicó el otro extremo del mapa.
El lama redobló sus esfuerzos para ver el lugar indicado por Yamun, pero sólo vio un sector borroso de rayas y anotaciones.
—¿Y Tomke? —inquirió el mismo kan. Se trataba de un hombre de rostro lobuno, de pómulos altos y afilados, nariz delgada y barbilla puntiaguda. Sus canosos cabellos se veían bien engrasados y peinados en tres trenzas; una a cada costado, y la tercera en la nuca.
—Permanece en el norte para reunir a sus hombres. Lo mantendré en reserva —explicó Yamun. Sus oyentes manifestaron su aprobación con un gruñido, y estudiaron el mapa durante unos minutos, para compenetrarse de la posición de los ejércitos.
—¿Cuál será tu decisión? —quiso saber Goyuk, con la nariz casi pegada al mapa mientras hacía un esfuerzo por ver las líneas—. ¿Semfar? ¿O Khazari? —Al escuchar el nombre de Khazari, Koja se movió un poco hacia un costado para echar un vistazo al plano. Si se inclinaba hacia la izquierda, lo veía casi todo.
—Semfar debe caer. Rechazaron mis demandas. Hubadai marchará contra ellos. —El Khahan trazó la línea en el mapa. Una vez más, se escuchó un murmullo de aprobación. Chanar miró al kan de rostro lobuno, y movió la cabeza una fracción de milímetro.
—Gran Yamun —dijo el hombre—, debo hablar porque lo considero mi obligación. Tu hijo Hubadai es un guerrero sensato y valiente, pero es joven y no tiene mucha experiencia. El califa de Semfar es un gobernante poderoso. Nuestros espías nos han informado que tiene muchos soldados protegidos por grandes paredes de piedra. Sería prudente enviar a un guerrero sabio y experimentado para instruir y ayudar a tu hijo.
—Mi hijo es mi hijo. Debe luchar —replicó Yamun, tajante.
—Desde luego, gran kan —opinó Chanar—. Él debe estar al mando. Quizá Chagadai no quiere decir que debáis enviar a un nuevo comandante. Enviad a alguien de vuestra confianza como consejero de Hubadai. El asesor podría actuar de comandante del ala derecha.
—Hubadai es joven y de temperamento exaltado —insistió Chagadai, el kan de rostro lobuno—. Enviad a alguien que modere su fogosidad, alguien que conozca las trampas de la guerra. Enviad a alguien del que vuestro hijo pueda aprender.
—Un hombre sabio tiene un sabio por tutor —añadió Chanar.
Yamun miró a los kanes reunidos en círculo y meditó la propuesta.
—Chagadai tiene razón —afirmó al cabo—. Pero, ¿a quién debo enviar? ¿A ti, Chagadai?
—Gran señor, mi sabiduría es la sabiduría de la tienda —se excusó el kan—. No tengo la astucia necesaria para la guerra. Enviad a un guerrero que os haya servido bien.
—Yo soy demasiado viejo —manifestó Goyuk, antes de que Yamun pudiese preguntárselo—. Enviad a un hombre más joven.
—¿Y qué dices tú, Chanar? —preguntó Yamun.
—Esperaba poder visitar las yurtas de mi gente —contestó el general— pero, por tu palabra, que así se hará.
—Entonces, ya está —concluyó Yamun—. Quería que cabalgaras a mi lado, pero ahora servirás a mi hijo. Él escuchará tus consejos.
—Juro por mi honor que Semfar caerá —prometió Chanar con una sonrisa.
—¿Y qué hay de Khazari? —preguntó Goyuk, señalando el mapa. Koja espió por encima del hombro del Khahan, y vio que Chagadai indicaba la misma parte del plano donde estaba el oasis de Orkhon. «Así que el príncipe Jad está acampado cerca de Khazari», pensó.
—Antes de proseguir, debemos escuchar los informes de los exploradores —dijo Yamun—. Acércate, soldado.
El hombre acató la orden y se prosternó ante el Khahan.
—Este hombre es el jefe de los exploradores que envié a Khazari. Ahora escucharemos su informe. Pero, antes —añadió Yamun, que se volvió para mirar a Koja—, debes retirarte. Espera fuera. Te llamaré cuando necesite tus servicios.
—Sí, Khahan —respondió Koja en voz baja, sin demostrar su amarga desilusión. El rostro de Yamun permanecía impasible; en cambio, Chanar observó al sacerdote con una expresión burlona. Koja abandonó la yurta de inmediato.
En el exterior, los participantes de la fiesta comenzaban a despertar. Como no tenía otra cosa que hacer, Koja permaneció sentado en cuclillas cerca de la entrada, con el oído atento a cualquier palabra del interior, pero el fieltro grueso no dejaba pasar ni un murmullo.
Desconsolado, Koja entretuvo su ocio contemplando cómo los kanes se marchaban a paso lento. Los guardias diurnos recorrían las hogueras, y despertaban a puntapiés a sus compañeros que todavía dormían la mona. Hubo algunas peleas, aunque la mayoría no pasaban de discusiones airadas.
Sin embargo, una de aquellas discusiones degeneró en un verdadero combate entre dos hombres. Su pelea llamó la atención de los demás, y, en cuestión de minutos, una multitud rodeaba a los contendientes. Yamun y los kanes salieron de la yurta a poco de iniciarse el duelo, pero nadie pareció dispuesto a detener la pelea. El Khahan y sus acompañantes observaron atentos los altibajos de la lucha, mientras los dos hombres intentaban sorprenderse mutuamente con una llave mortal. En medio de las voces de aliento, se escuchó el grito de agonía de uno de los luchadores, y el combate acabó tan súbitamente como había comenzado.
Sin hacer caso de Koja, que esperaba junto a la puerta, el Khahan llamó al vencedor.
—Eres un buen luchador —lo felicitó.
—Teylas me ha dado su poder —contestó el guerrero, de rodillas sin moverse de donde estaba.
—¿Cuál es tu ordu? —quiso saber Yamun, que había fruncido el entrecejo al escuchar la respuesta.
—Soy Sechen de los naicanos —respondió el luchador—. He matado a cinco hombres con mis manos desnudas, Khahan. —A sus espaldas, los guardias diurnos se llevaban el cadáver de su oponente.
—Sechen, eres descarado y orgulloso. Me gustas —exclamó Yamun, impulsivo—. A partir de ahora, servirás a mi lado.
Sechen se prosternó ante su Khahan, mientras se deshacía en palabras de agradecimiento.
Koja miró horrorizado al fornido luchador. El Khahan acababa de premiar a un asesino confeso, recompensaba al hombre por lo que había hecho. Asombrado, el sacerdote volvió su mirada hacia el emperador de los tuiganos, y advirtió que éste no mostraba ninguna vergüenza por su decisión. El lama casi había olvidado cómo eran los tuiganos. A pesar de su capacidad para los oficios y sus habilidades guerreras, esta gente eran unos bárbaros incivilizados, y se preguntó si alguna vez llegarían a ser algo más.
Yamun acabó de hablar con el luchador, que permanecía arrodillado, y miró a Koja, sin preocuparse de su expresión de horror.
—Lama, hemos llegado a una decisión —dijo el Khahan—. Tengo una respuesta para tu príncipe.
—¿Cuál es el mensaje que debo llevar al príncipe Ogandi? —preguntó Koja, con la voz temblorosa por la rabia y el miedo.
—Ninguno. Los tuiganos cabalgarán hacia Khazari como portadores de la respuesta. Nadie habla por nosotros —contestó Yamun—. Tu príncipe no tardará en recibir noticias mías.
Capítulo 6
En marcha
En otra parte del recinto real, acababa de comenzar otra reunión. Se trataba de una relación furtiva en una de las yurtas que se utilizaban como almacén. Las paredes de fieltro las habían pintado de negro con carbón molido, y la salida de humos estaba cerrada herméticamente, igual que la puerta. Era una tienda aislada, donde casi nunca iba nadie.
En el exterior, un puñado de soldados, vestidos con el kalat azul de la tropa, descansaban apoyados en sus lanzas, pero sus miradas no perdían detalle. Al amparo de su aire despreocupado, los hombres vigilaban la zona atentos a dar la voz de alarma si aparecía algún intruso.
En el interior de la yurta negra, un pequeño candil era la única fuente de luz, y las oscilaciones de su llama ampliaban o disminuían el círculo iluminado. El débil resplandor dejaba ver piezas de tela, canastos cerrados, alfombras y pilas de recipientes metálicos. En medio de todos estos objetos, y dentro del círculo iluminado, se encontraban el general Chanar y Madre Bayalun. La mujer vestía una túnica sencilla, muy poco digna de su rango, y mostraba la cabeza envuelta en un chal a guisa de capucha que impedía verle el rostro. A su lado, tenía su bastón apoyado en un fardo.
—¿Habéis actuado tal como os indiqué? —preguntó la segunda emperatriz, con el cuerpo inclinado hacia adelante para mirar al general a los ojos.
—Así es —respondió Chanar, muy ufano.
—¿Y Chagadai?
—Interpretó su papel —dijo el general con una sonrisa—. ¿Qué le habéis prometido?
—Es algo entre nosotros —contestó la mujer, sin precisar—. ¿Cuál fue el resultado?
—Cabalgará hasta el río Sindhe para reunirse con Jad. Después irán a Khazari. —Chanar se calentó las manos sobre la lámpara.
—Excelente. Muy pronto, Chanar, te convertirás en el auténtico Khahan —manifestó Madre Bayalun en un tono desapasionado—. ¿Adónde se os ha enviado?
—Tengo que ir al paso de Fergana como consejero de Hubadai. —Chanar escuchó un ruido y guardó silencio. Muy atento, miró de un lado a otro, tratando de ver la fuente del sonido. Las paredes oscuras de la tienda se movían con la brisa.
—Tranquilo, general —dijo Bayalun con voz suave—. Estamos solos. Mis guardias vigilan en el exterior. Ahora, tomad esto. —Le alcanzó una pequeña bolsa de cuero—. Esta noche, mezcladlo con un poco de vino y bebedlo. Os pondréis enfermo, pero no os preocupéis que no os matará. Yamun verá que no estáis en condiciones de emprender el viaje.
—¿Por qué tengo que beber? —preguntó Chanar, estudiando la bolsa con desconfianza.
Bayalun sujetó la mano del general y le apretó la bolsa entre los dedos.
—No seáis tonto —exclamó, severa—. Nos necesitamos mutuamente. Y tenéis que estar aquí, en Quaraband, y no con Hubadai. Cuando nos hayamos ocupado del Khahan, tendréis que estar preparado para actuar; por lo tanto, debéis permanecer aquí conmigo. ¿De qué otro modo podríais hacerlo? ¿Diciéndole a Yamun que no tenéis ganas de cabalgar? ¿Que es un mal día para viajar? —Bayalun cerró los dedos del general contra la bolsa—. Utilizad el polvo, o despertaréis sus sospechas.
—Oh —dijo Chanar, cuando comprendió el razonamiento de la mujer—. ¿Y si ordena que me transporten en una carreta hasta Hubadai?
—No lo hará —respondió la segunda emperatriz, impaciente—. Tiene muchas más cosas que atender. Decidle que vos mismo os ocuparéis de hacer los cambios necesarios. Creerá vuestra palabra.
—¿Y después qué?
—Esperaréis. Las cosas saldrán tal cual las hemos planeado. Y entonces… —Bayalun tendió una mano y la apoyó suavemente sobre su brazo—. Conduciremos a los tuiganos a su máxima gloria.
—Sí. —Chanar saboreó la idea—. Cuando sea Khahan, me libraré de todos estos extranjeros.
—Desde luego —dijo Madre Bayalun; le acarició el brazo—. ¿Acaso no es ésta la razón que justifica nuestras acciones?
Chanar mostró una sonrisa lobuna, sin ocultar su admiración por la mujer. No se comportaba de forma pasiva; no era un objeto de adorno, como las princesas shous de Yamun. Era una mujer osada, la digna compañera de un auténtico guerrero.
—Ahora, debéis iros —lo urgió la segunda emperatriz—, antes de que nadie sospeche de vuestra ausencia. Marchaos ahora mismo. Mis hombres se ocuparán de que el camino esté expedito. —Le apretó el brazo como despedida.
Chanar no planteó ningún reparo, y se puso en pie. Las palabras de la mujer le habían recordado los peligros del plan. Se acercó a la puerta y espió a través de una pequeña abertura. Después de un minuto que pareció interminable, se deslizó al exterior. Hubo un relámpago de luz, y la oscuridad volvió a reinar en la tienda.
Bayalun permaneció sentada en la pila de alfombras, reflexionando, con las manos apoyadas en la empuñadura de su bastón y los ojos cerrados. Sus planes marchaban sin tropiezos. Hasta ahora, todo iba sobre ruedas, pero esto la preocupaba. Resultaba extraño que no se hubiese cometido ningún error. «Sólo los locos hacen planes perfectos», decía un viejo refrán.
—¿Sospecha algo? —dijo una voz suave y aflautada desde la oscuridad.
Madre Bayalun abrió los ojos sin prisa; la presencia de alguien más en la yurta no la sorprendió.
—No, pero no ha sido gracias a ti —respondió con acritud—. Tu torpeza casi te denuncia. ¿Qué haces aquí?
Un zorro muy grande, de pelaje de color miel, apareció en el círculo de luz, y se sentó sobre las patas traseras delante de Bayalun. Con las patas delanteras, sacó una pipa de la bolsa de cuero que llevaba colgada del cuello.
—Ojalá tu gente cambiara de lugar las tiendas. Me facilitarían las cosas. Quisiera poder cambiar de forma, pero estas tierras sin magia me lo impiden.
—¿Qué haces aquí, insolente? —preguntó Bayalun, golpeando la alfombra enrollada al costado del zorro.
—Me envía mi amo —explicó la criatura, mientras metía tabaco en la cazoleta y lo apretaba con una zarpa casi humana—. ¿Tenemos que soportar a ese idiota?
—¿A quién?
—Al bufón que se acaba de ir —comentó el zorro. Rebuscó en su bolso y sacó una brasa encendida; la sostuvo en la zarpa como si no le importara quemarse—. La robé de una de las hogueras —añadió el ser antes de que Bayalun pudiese hacer ninguna pregunta. Acercó la brasa a la cazoleta.
—¡No la enciendas aquí! —le ordenó Bayalun. El zorro la miró, sorprendido—. El humo nos delatará.
—¿A quién? ¿A tus guardias? Son los únicos cercanos. —El zorro dio una larga chupada a su pipa y después exhaló el humo, que tenía una fragancia dulzona, producto de la mezcla del tabaco con hierbas exóticas—. Esta forma me permite ir de un lado a otro sin muchos problemas, aunque resulta fatigosa. Especialmente cuando todo el mundo parece dispuesto a perseguirte. —Chupó otra vez la pipa, mientras observaba risueño la creciente irritación de la mujer.
—¡Corres riesgos innecesarios! ¿Alguien te ha visto? —preguntó Bayalun, inquieta.
—Alguien ha visto a un zorro, nada más —contestó la criatura con mucha confianza.
—¡Cargado con una bolsa!
—He tenido cuidado. Deja de preocuparte como una vieja. Lo he hecho durante toda mi vida, por cierto mucho más larga que la tuya, a pesar de que tú eres uno de esos semiespíritus maralois. —El zorro lanzó una bocanada de humo hacia el techo. Bayalun se sobresaltó al escuchar la mención a los maralois.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió—. No hay nadie que esté enterado.
—Lo sabe el emperador de Shou Lung. Tu padre fue uno de los maralois, los espíritus del gran bosque norteño. Los humanos creen que los maralois no existen, aunque tú y yo sabemos que no es así. —El zorro dio unos golpecitos a la pipa para quitar el exceso de ceniza—. En cuanto al hombre con el que hablabas…
—No representa ningún obstáculo —afirmó Bayalun, un poco más aplacada—. Cree que sólo planeamos sacar a Yamun de Quaraband para que él pueda hacerse con el poder. Poco sospecha de mis verdaderas intenciones.
—Nuestras verdaderas intenciones —la corrigió el zorro, mientras se rascaba el lomo contra un cesto—. ¡Ahhh! —suspiró.
—Nuestras intenciones —repitió Bayalun—. ¿Qué es lo que quiere tu amo?
—Está inquieto. Quiere estar seguro de que todo se cumple de acuerdo con lo pactado. —El zorro abandonó súbitamente su comportamiento despreocupado—. Yamun Khahan continúa agrupando tribus, y su ejército crece. Muy pronto, hasta la barrera infranqueable de la Muralla del Dragón se verá amenazada por su poder. Existe la posibilidad de que su magia no alcance para mantenerlo a raya. Has prometido a mi amo que habrá paz entre Shou Lung y los tuiganos.
—No hay ningún cambio —respondió la mujer, a la defensiva—. Una vez que tenga el control, me ocuparé de que haya paz entre los tuiganos y Shou Lung. Pero también tu amo tiene que cumplir ciertas obligaciones.
—Desde luego —aseguró el zorro, con la pipa entre los dientes—. Es la razón por la que me ha enviado aquí.
—¿Qué?
—Necesitabas un asesino, un experto del disfraz. ¿No crees —dijo el zorro, a la vez que se erguía y saludaba con una pequeña reverencia— que soy brillante en materia de disfraces?
—No, si esto es lo único que sabes hacer —replicó Bayalun, mordaz. No podía ocultar su enfado con el hu hsien, ese tramposo inhumano del reino de los espíritus. También estaba furiosa con el mandarín shou que lo había enviado. «Los poderosos de Shou Lung creen que pueden jugar conmigo, pero les demostraré lo peligroso que resulta», pensó—. Regresa a donde está tu amo, y dile que me envíe un asesino de verdad, no un animal que hace el payaso.
El zorro clavó los dientes en la boquilla de la pipa, al escuchar el insulto de la segunda emperatriz.
—Aceptarás a quien mi amo decida enviar —gruñó feroz, y desnudó los colmillos cuando su parte animal asomó a la superficie—. Ahora, anciana, deja de aburrirme. Dime qué debo hacer.
—Hay un puesto que puedes ocupar —repuso Bayalun—, si es que puedes asumir la forma humana, entre los guardias diurnos del Khahan. Así podrás estar cerca de él. Después tendrás que esperar. —La mujer jugó con su bastón mientras explicaba.
—¿Esto es todo? ¿Cómo sabré cuándo debo actuar? —preguntó el zorro.
—Te enviaré un mensaje.
—¿Cómo?
—No necesitas saber nada más —contestó Bayalun, furiosa. Frunció el entrecejo preocupada por la curiosidad de la criatura—. Si sabes demasiado, te convertirás en un peligro para todos. Mañana preséntate en forma humana a Dayir Bahadur. Tiene el mando de un jagun de la guardia diurna, y se ocupará de darte el cargo. Entonces, esperarás mi aviso. —La mujer entrecerró los ojos y esperó más preguntas. No las hubo—. Ahora, puedes retirarte.
—No he acabado de fumar mi pipa —objetó el zorro, en medio de una bocanada de humo.
—Márchate ahora mismo —siseó Bayalun—, si no quieres que me queje a tu amo.
—Cuidado —exclamó el zorro, con las orejas levantadas—, o yo me quejaré al tuyo. —El hu hsien observó la reacción de la segunda emperatriz—. Me resultas interesante, media maraloi. Tu marido puede llegar a ser lo bastante poderoso como para apoderarse de las riquezas de Shou Lung, pero quieres verlo muerto. Tus ambiciones son extrañas.
—Yamun Khahan mató al yeke-noyan (mi marido, su padre) para poder gobernar a los hoekuns. Nunca se lo perdonaré. —«Además», pensó Bayalun, «con el gran kan muerto, yo controlaré a los tuiganos; Chanar será el nuevo Khahan pero yo tendré el poder»—. Se acabaron las preguntas.
—Muy bien. Ha llegado el momento de retirarme —declaró el zorro, muy pomposo. Cerró la tapa de su pipa y la guardó en la bolsa de cuero. Después se puso en cuatro patas, dedicó una sonrisa picara a Bayalun, y desapareció en la oscuridad.
Tras la marcha de la criatura, Bayalun esperó pacientemente. No tenía prisa. La prisa era mala consejera. Lo había aprendido por experiencia propia.
* * *
La noticia de que el Khahan se ponía en marcha hacia Khazari se extendió con la velocidad del viento, y, para la tarde, todo Quaraband estaba al corriente. Las mujeres de Yamun vaciaron la gran yurta y comenzaron a desarmarla. En menos de una hora, habían quitado las paredes de fieltro, y el armazón de madera se levantaba como un esqueleto en lo alto de la colina.
El desmantelamiento de la yurta del Khahan fue la señal para el resto de la ciudad. Los hombres salían de sus tiendas y, con los caballos de refresco a la zaga, cabalgaban hacia los puntos de reunión, en las afueras de Quaraband. Cada arban de diez soldados se reunía para formar los jaguns de cien hombres, y después los minghans de un millar. Cada unidad tenía un lugar de encuentro señalado de antemano, para poder organizar a las tropas rápidamente. A lo largo del día, las yurtas desaparecieron mientras continuaban los preparativos.
Los sirvientes cargaron el trono de Yamun en una enorme carreta, con un toldo que era la réplica de la yurta real. El carro, tirado por ocho bueyes, era la capital rodante durante la campaña. Mientras se realizaban estos preparativos, el Khahan montó su cuartel general al aire libre. Yamun se sentó en su cama —una tarima de madera con patas cortas y gruesas— y Koja ocupó un taburete, junto con otros escribas, la mayoría hechiceros y santones al servicio de Bayalun. Todos escribían las diversas órdenes que dictaba el Khahan, enrollaban los papeles, y se los entregaban a los mensajeros.
Koja acabó de escribir una serie de órdenes destinadas a Hubadai en el paso de Fergana.
—Tienen que llegar en menos de cinco días —insistió Yamun, cuando el lama alcanzó el rollo al jinete.
—¡Por vuestra palabra, que así se hará! —gritó el mensajero, que corrió hacia su caballo sin perder un segundo.
Koja se inclinó hacia el escriba sentado a su lado, un hombre joven con una barba puntiaguda y la cabeza afeitada, y señaló al jinete con su pincel.
—¿Cómo puede entregar el mensaje tan rápido? ¿Utilizan la magia?
El sacerdote sacudió la cabeza, sin apartar la mirada de su trabajo.
—Es un mensajero imperial —contestó—. Por lo tanto, puede utilizar las casas de postas. Cabalgará durante todo el día, cambiando de caballo en cada una de la estaciones. Después otro hombre llevará el mensaje por la noche. —El joven volvió a concentrarse en sus escritos.
Durante varias horas, Yamun dictó órdenes que incluían todo tipo de detalles referentes a la marcha. De acuerdo con sus instrucciones, el ejército se dividiría en tres alas, con Yamun al mando de la fuerza central. Se asignaron las tropas; los tumens y minghans fueron enviados a sus alas. Los comandantes recibieron órdenes respecto a las cantidades de alimentos, el número y tipo de armas que debían utilizar, y cuántos caballos debía disponer cada hombre. El Khahan designó a los yurtchis, los prebostes del ejército, para supervisar los campamentos y buscar suministros a medida que avanzaban. Muchas de las órdenes se referían al cuidado de los caballos, y se fijaban las penas por hacerlos galopar sin necesidad, o por hacerlos trabajar en exceso.
Koja escribió hasta que se le entumecieron los dedos. Los guardias nocturnos reemplazaron a los diurnos a la puesta del sol. Se trajeron lámparas, y los escribas prosiguieron su tarea, iluminados por el resplandor amarillento.
Por fin, Koja se marchó hacia su tienda, escoltado por los guardias nocturnos. Sus piernas se movían mecánicamente mientras su mente dormitaba. Sólo podía pensar en la pila de almohadones que lo esperaban en la yurta; cojines suaves y mantas cálidas que lo abrigarían en su sueño. Cuando el lama llegó a su tienda, se detuvo. Un círculo de hierbas aplastadas ocupaba el lugar donde había estado la yurta. Vio un par de caballos y un camello, maneados, una pequeña pila de bolsas con sus pertenencias, y el cuerpo de su sirviente, dormido.
Soltó un gemido. Otra noche de dormir al raso. Resignado, buscó en las bolsas hasta encontrar un par de alfombras. Se acostó envuelto en ellas y con su morral a modo de almohada. En un par de minutos, se quedó dormido, arrullado por los ronquidos de su criado.
* * *
Por la mañana, cuando abrió los ojos, Koja descubrió que Quaraband había desaparecido. Lo único que quedaba era un campo yermo, marcado por las huellas de los carromatos, hogueras apagadas y basuras. Una columna de carretas tiradas por bueyes se arrastraban lentamente por la estepa en busca de un nuevo destino, en las profundidades de aquel inmenso territorio. A muchos kilómetros de distancia, en un lugar más protegido, las mujeres y los niños se encargarían de reconstruir la ciudad. Después, las familias esperarían a que los hombres regresaran de la guerra.
Pelotón tras pelotón, los soldados guiaron a sus monturas a través del río y emprendieron la marcha hacia el este. El agua límpida se había convertido en un líquido turbio y marrón, pues el paso de hombres y animales había transformado las riberas en un lodazal. Se escuchaban los gritos de despedida de los hombres a sus mujeres e hijos, prometiendo su regreso. Los caballos relinchaban, los bueyes mugían.
Un arban de guardias diurnos se presentó ante Koja.
—Venid con nosotros, gran historiador. El Khahan ordena que cabalguéis con él.
—Esperad a que acabe de comer —respondió Koja, poco dispuesto a que le metieran prisa.
—No —insistió el jefe del grupo—. El Khahan parte ahora.
—Pero mi comida…
—Tendréis que aprender a comer en la montura —le recomendó el veterano, amablemente. Hizo una seña a su tropa para que se pusieran en marcha.
Con la espalda dolorida tras la noche al raso, Koja montó con mucho cuidado su caballo, y cabalgó para unirse a la comitiva del Khahan. Su criado lo siguió con los animales cargados con el equipaje.
El viaje se organizó rápidamente, con la rutina que se seguiría durante todo el trayecto. El ejército avanzaba a paso ligero, y hasta los carromatos se movían más deprisa de lo que Koja había imaginado. Para él, la cabalgata era dolorosa e incómoda. Los jinetes cabalgaban diez horas diarias, y sólo se detenían para que los animales pastaran y bebieran. Por fortuna, los caballos eran muy fuertes y resistentes, muy distintos de los magníficos corceles de raza que Koja había visto en Khazari y Shou Lung. Sin duda, pensó el lama, estos animales debían de obtener parte de su alimento del aire. Excepto una pequeña ración de mijo por la noche, los jinetes no suministraban nada más a los animales, y los dejaban que se las apañaran con los brotes de hierba y los hierbajos duros que encontraban en la estepa.
El primer día, Yamun dio la orden de montar el campamento con la puesta de sol. Se levantaron unas pocas yurtas para los kanes, pero el grueso del ejército durmió al aire libre. Cada hombre extendió una tela de fieltro a modo de estera, y empleó la montura como almohada. Se ordeñaron las yeguas, y se las agrupó en recuas alrededor de un macho maneado. Cada arban acampó como un grupo y encendió una hoguera. Los hombres prepararon la cena.
A medida que el crepúsculo cedía paso a la oscuridad, el resplandor de las fogatas cubrió la llanura. Koja comió en el campamento del Khahan, atendido por los escuderos. La cena consistió en un estofado de carne seca y grumos de leche cuajada, amargos pero todavía tiernos y de un color marrón grisáceo. El lama comió los alimentos con entusiasmo. Una cena, cualquier tipo de cena, era bienvenida.
Después de la cena, Yamun encontró a Koja, a solas en la oscuridad.
—Sacerdote —dijo sin preámbulos—, los kanes están descontentos contigo. Piensan que intentarás maldecir al ejército. Algunos sugieren que me libre de ti. —Tras estas palabras, permaneció en silencio y miró a Koja.
El lama hizo todo lo posible para librarse del nudo que lo ahogaba, consciente de la mirada de Yamun.
—Khahan, como ya he dicho, mi obligación es con el príncipe Ogandi. Sin embargo, vuestras intenciones quizá no sean hostiles, y, por lo tanto, no puedo desearos ningún mal —contestó Koja de una sola tirada, sin darle oportunidad a Yamun de que lo interrumpiese.
—No me extraña que seas diplomático —comentó Yamun, tras analizar la respuesta—. No lo olvides: me debes la vida. Estabas muerto y, gracias a mis órdenes, vives otra vez. Si me traicionas, te la quitaré.
Koja asintió.
Aquella noche, el lama regresó a su propio campamento. Hodj dormía, y los guardias nocturnos habían encendido una pequeña hoguera unos metros más allá. Koja rebuscó entre sus bolsas hasta encontrar el pequeño paquete de cartas que había escrito. Las abrió y repasó las hojas dirigidas al príncipe Ogandi. Cada página aparecía cubierta de caracteres trazados a pincel y dispuestos en columnas; representaban muchas horas de trabajo en su tienda. El apretado texto era la suma y la meta de su existencia, al menos mientras estuviese entre los tuiganos.
«Quizá podrían serle útiles al príncipe», pensó. Volvió a estudiar las páginas amarillas de papel de arroz.
«Aunque tal vez ya está al corriente de todo lo que he escrito —se contestó a sí mismo—. De todos modos, no tardará en saber cuáles son las intenciones del Khahan.»
Koja miró las hojas. Yamun lo había tratado bien, con una bondad y confianza que iba mucho más allá de la correspondiente a su posición. Si mandaba las cartas, que tal vez no sirvieran de nada, traicionaría aquella confianza. Suspiró y volvió a repasar las misivas. Si no las enviaba, ¿tendría su acción alguna importancia para el príncipe?
—Yamun Khahan, estás equivocado —afirmó Koja en voz alta, como si no hubiese nadie para escucharlo—. Soy muy mal diplomático. —Acercó una esquina de la primera página a las brasas de la hoguera, y las llamas consumieron el papel en un par de segundos. Una tras otra, quemó las hojas, mientras observaba cómo sus cenizas se elevaban hacia el cielo nocturno.
* * *
Por la mañana, el paquete de cartas no era más que un montón de cenizas, que Hodj dispersó entre los rescoldos mientras Koja se despertaba. El sirviente sirvió el té, uno muy espeso con leche y sal para él, y otro con mantequilla y azúcar para Koja. Pero esta vez el desayuno fue diferente. Además del té, y en lugar de cocinar gachas de mijo y leche de yegua, o recalentar los restos de la cena, el sirviente echó unas cuantas cucharadas de una pasta blanca en una bolsa de cuero, le añadió agua y, tras cerrarla herméticamente, la ató a la montura de uno de los caballos. A continuación, cogió varios trozos de carne seca, y los metió entre la montura y la manta.
—Más tarde lo comeremos —le informó Hodj, palmeando la silla—. Carne seca y cuajada de yegua. La carne se ablandará debajo de la montura, y el galope se encargará de batir la cuajada. —El sirviente acompañó sus palabras con una serie de ademanes, orgulloso de su idea—. Y también he hecho té, amo. —Hodj le mostró otra bolsa.
Después de desayunar, Koja se encaramó en su montura. A pesar de que avanzaban al mismo paso que el día anterior, o quizá más rápido, la marcha parecía menos frenética y caótica. Los exploradores reanudaron sus patrullas. Las cosas comenzaban a funcionar sin que el kan tuviese necesidad de controlarlo todo.
A media tarde, Koja cabalgaba a la par del Khahan, sin la presencia de comandantes ni mensajeros.
—Khahan, hay algo que quisiera saber —dijo Koja, incapaz de dominar su curiosidad—. Nos encontramos muy lejos de las tierras muertas de Quaraband. ¿Por qué cabalgáis y dependéis tanto de los exploradores, cuando una magia muy sencilla podría facilitar mucho las cosas?
—Sacerdote —respondió Yamun—, cuenta mi ejército. ¿A cuántos podría mover con la magia? ¿Un arban? ¿Un jagun? ¿Quizás un minghan? ¿Qué podrían hacer? ¿Rechazar al enemigo hasta la llegada de refuerzos? Cabalgamos porque somos muchísimos.
—Pero las exploraciones se podrían hacer por medio de la magia —sugirió Koja.
—¿Tienes poderes de vidente? —inquirió Yamun, tirando de las riendas para acortar el paso de su yegua como una concesión al lama, que todavía no era muy buen jinete.
—Sí, un poco. —Los soldados los adelantaron, y la nube de polvo irritó los ojos del lama.
—Entonces dime lo que hay delante, más allá de mi vista.
—¿Dónde? —preguntó Koja, mientras intentaba ver algo entre el polvo levantado por los caballos.
—Delante, sacerdote, en la dirección que seguimos —contestó Yamun, y señaló con el látigo.
—Pero es que hay una extensión tan inmensa ante nosotros… Si me dijerais qué debo buscar…
La estentórea carcajada del Khahan le impidió acabar la frase.
—Si supiese qué hay allí, no necesitaría tus poderes de vidente.
Koja cerró la boca. Avergonzado, se rascó la cabeza, con la mirada baja.
—¿Lo ves, sacerdote? —le explicó Yamun, sin dejar de reírse de la vergüenza de Koja—. Ésta es la razón por la cual utilizo hombres y jinetes. Los envío con órdenes de mirar y ver. Cuando regresan, me informan de lo que han descubierto. Aprendo más cosas de mis soldados que de todo lo que me puedan decir magos y sacerdotes.
Koja asintió, mientras reflexionaba sobre la sabiduría de la lección que acababa de recibir.
—Además —concluyó Yamun con un tono más sombrío—, tendría que depender de Madre Bayalun para la magia.
Hubo unos momentos de silencio entre los dos hombres, a pesar del estrépito que sonaba a su alrededor. Un coro constante de gritos, canciones y relinchos y el trueno del galope llenaban el aire.
—¿Por qué? —dijo por fin Koja, sin atreverse a formular la pregunta con todas sus palabras.
—¿Por qué qué? —replicó Yamun sin volverse.
—¿Por qué os odia la Madre Bayalun?
—Ah, te has dado cuenta —comentó Yamun. Aflojó un poco las riendas a la yegua para acelerar la marcha, y Koja no pudo hacer otra cosa que imitarlo. La cabalgata se hizo más dura.
»Maté a su marido —respondió Yamun con voz tranquila, cuando el lama consiguió alcanzarlo.
—¡Matasteis a vuestro padre! —exclamó el lama, atónito hasta el punto de casi soltar las riendas y perder el látigo.
—Sí. —No había ningún rastro de remordimiento en la voz de Yamun.
—¿Por qué? Debe existir una razón.
—Yo estaba destinado a ser el Khahan. ¿Qué otra razón puede haber?
Koja no se atrevió a reflexionar en voz alta.
—Bayalun era la primera esposa de mi padre, el yeke-noyan. Su hijo tenía que ser el Khahan. Yo era el primogénito, pero mi madre era Borte, la segunda esposa. Cuando cumplí los dieciséis, murió el príncipe, que tenía doce. Se cayó del caballo mientras participábamos en una cacería.
Yamun se detuvo al ver que un mensajero de los exploradores cabalgaba hacia él, y le hizo señas para que entregara su mensaje a Goyuk.
—Como ves, incluso entonces mi destino era el de ser el Khahan. Sin embargo, Madre Bayalun me acusó de haber matado al príncipe. —Yamun se volvió en su montura para hablar con el sacerdote.
—¿Lo hi…? —Koja se interrumpió, consciente de que su pregunta podía ser muy mal recibida.
Yamun lo contempló con una mirada terrible, afilada como un puñal.
—Utilizó a sus videntes para convencer al yeke-noyan de mi culpabilidad. Ya en aquel entonces, a pesar de que los hoekuns no tenían mucha importancia, ella ejercía un gran poder sobre los magos. —Yamun hizo una pausa y frunció el entrecejo.
»De todos modos, mi padre se volvió en mi contra, así que escapé de su ordu, sólo con mi caballo y mis armas. Fui a buscar al padre de Chanar, Taidju Kan, que me ofreció asilo y me trató como a un hijo.
—¿Fue entonces cuando os convertisteis en anda de Chanar? —quiso saber Koja.
—No, aquello fue después. En aquella época, Chanar no me apreciaba. Tenía miedo de que su padre me quisiera más que a él. No se equivocaba. —Yamun guardó silencio y escupió el polvo acumulado en su boca. Después, cogió un frasco dorado sujeto a su silla, y bebió un buen trago de leche de yegua.
Koja también tenía la boca espesa de tanto polvo, pero no se animaba a probar la cuajada que había preparado Hodj, y se le había terminado el té. Con la cogulla se cubrió la nariz y la boca para impedir en parte el paso del polvo.
—Taidju me prometió su ayuda, y me dio guerreros de su propia gente. Cabalgamos de regreso a las tiendas de mi padre. Un día, lo encontré acompañado por algunos de sus hombres. No quiso escucharme, así que combatimos. Yo no podía derramar su sangre.
—¿Por qué? —preguntó Koja, con la voz ahogada por la tela.
—El yeke-noyan era de sangre real, y derramar su sangre habría sido un mal augurio —le explicó Yamun, como quien habla con un niño.
—¿Qué ocurrió? —Koja se rascó la cabeza, atento a la respuesta del kan.
—Salté sobre mi padre cuando pasó a mi lado. Caímos al suelo y peleamos. Le rompí el cuello, con lo cual evité el derramamiento de sangre. Después de su muerte, fui al ordu de los hoekuns, acompañado por los hombres de Taidju, y me proclamé kan. —Sin darse cuenta, Yamun hacía la mímica de sus acciones mientras las explicaba.
—Si la Madre Bayalun fue la causante de todos los problemas, ¿por qué os casasteis con ella? —inquirió Koja. Sujetó con fuerza las riendas, al advertir que su caballo se mostraba inquieto.
—Por la política, las costumbres… Era poderosa. —Yamun alzó los hombros—. Madre Bayalun goza del respeto de los magos y chamanes, a los que protege. No puedo permitir que los ponga en mi contra. Además, ella sabía que mi destino era ser Khahan.
—Entonces, ¿por qué permanece en vuestro ordu?
—¿Por qué, por qué, por qué? Haces demasiadas preguntas —replicó Yamun, exasperado—. ¿Cuál serpiente es peor? ¿La que tienes entre las manos o la que se oculta en la hierba? —El Khahan le volvió la espalda y cabalgó hacia donde estaba Goyuk, mientras le gritaba—: ¿Qué han visto los exploradores?
Koja viajó el resto del día sin ver al Khahan. Lo preocupaba la posibilidad de que hubiese ofendido a Yamun, así que trató de pensar en otras cosas, y se dedicó a contemplar el paisaje. El terreno ondulado de la estepa cedía paso gradualmente a colinas más altas y pedregosas. Pequeñas cañadas cortaban el suelo árido, y salientes de piedra caliza, muy erosionados por el viento, afloraban cada vez con mayor abundancia. Había nieve en las oquedades. Escaseaba la hierba fresca, y se veían muchos arbustos espinosos, aunque quizás era consecuencia del paso de veinte mil caballos por el lugar.
Aquella noche, el ejército se dividió en diversos campamentos. Koja dejó que Hodj se ocupara de extender las alfombras para dormir al raso. El lama se dirigió hacia el carromato de Yamun, sacudiendo el polvo de su túnica mientras caminaba.
—Salud, Khahan —dijo Koja, vacilante. Yamun tenía las ropas sucias de polvo y sudor, y la mugre le cubría el rostro. Sin muchas ceremonias, el Khahan llenó una taza con el cumis de un pellejo, y se la bebió de un trago.
—¡Comida! —gritó, mientras se limpiaba con la manga el cumis pegado a los bigotes—. ¿No duermes, sacerdote?
—No, señor Yamun —contestó Koja en voz baja—. Esperaba poder hablar con vos.
—Entonces, adelante —le ordenó el kan con voz áspera, volviendo a llenar la taza—. Quiero dormir.
—Os quiero pedir ser vuestro enviado al príncipe de Khazari. —Koja hizo la petición con un tono monótono, preocupado por no dejarse dominar por el pánico.
—¿Eh? —Yamun casi se ahogó, y miró atentamente al lama por encima del borde de la taza.
El sacerdote se arregló la túnica y se irguió un poco más.
—Quiero ser vuestro enviado a los khazaris.
—¿Tú? Tú eres un khazari —tartamudeó Yamun, sorprendido.
—Khahan, sé que resulta extraño —añadió Koja deprisa, mientras se balanceaba sobre los talones, inquieto—, pero conozco a mi gente, y he aprendido muchas cosas de los míganos. Estoy seguro de que puedo conseguir…
—Sí, sí, todo eso está muy bien —replicó Yamun—. Sin embargo, no dejan de ser tu gente. ¿Cómo puedo saber que no me traicionarás?
—Os debo la vida —contestó Koja con toda franqueza.
—¿Cuál es la verdad? —insistió el Khahan—. No tus razonamientos; la verdad.
—Quiero salvar Khazari —exclamó Koja, sin poder contenerse—. Si lo conquistáis, ¿qué será del país? No habéis hecho planes. Sabéis conquistar, pero ¿sabéis gobernar? —Koja apretó las mandíbulas, y esperó el estallido de Yamun.
El Khahan sujetó la taza a la bolsa de cumis con mucha calma. Después permaneció en silencio con la mirada puesta en la distancia. De pronto, golpeó el pellejo con su látigo.
—Pensaré en tu petición —anunció con un tono frío y poco amistoso—. Ahora, me voy a dormir. Cabalgaremos con la primera luz del alba.
—Por vuestra palabra, así se hará —dijo Koja, con la voz temblorosa. Hizo una reverencia al Khahan, que ya le había vuelto la espalda y se alejaba con los faldones de su pesado abrigo golpeando contra sus estevadas piernas.
* * *
La marcha del día siguiente transcurrió sin ningún episodio digno de mención, y al sacerdote le resultó tediosa. Todo se resumía en una lucha constante contra irritaciones menores: las picaduras de los tábanos, el hambre y la sed. El polvo, levantado por los cascos de miles de caballos, lo tapaba todo. A Koja le parecía que sus prendas crujían con tanta tierra. El polvo le cubría la calva y le provocaba comezón en la raíz de los cabellos, duros como la barba, que comenzaban a crecer; era como una pasta sobre los párpados y en su garganta. El calor lo hacía sudar, y las gotas se deslizaban como fango líquido por sus brazos. Durante toda la tarde, su caballo galopó con un ritmo monótono que lo adormecía.
Con el crepúsculo, llegó el final de la cabalgada que le descoyuntaba los huesos. Koja se alegró de dejar su caballo —un animal gris y amarillo con una tendencia irrefrenable a lanzar mordiscos— en manos de Hodj. El lama había bautizado al animal con el nombre de Cham Loc, un espíritu maligno que había luchado contra el poderoso Furo. Libre de su montura, decidió dar un paseo para aliviar el dolor de sus agarrotados músculos.
El ejército había acampado en una depresión poco profunda, donde confluían varios arroyos. Koja trepó hasta lo alto de un pequeño promontorio de caliza en el borde de una colina muy empinada. Sus guardias lo acompañaron.
Desde el mirador, el lama contempló la puesta de sol, una brillante banda de naranja y rojo coronada por el cielo azul zafiro. Koja recordó el tiempo de su niñez, cuando se sentaba en el borde de un acantilado para observar cómo las sombras de las montañas ocupaban el valle donde vivía.
Ahora podía ver todo el campamento tuigano que se extendía ante su mirada. Las hogueras se esparcían por toda la superficie de la depresión, a distancias casi iguales entre sí. De vez en cuando, distinguía un grupo de sombras que se movía por los pasillos creados por los fuegos; eran una parte de los caballos que dejaban sueltos para pastorear.
—Cada fogata es un jagun —le explicó uno de los guardias, señalando las luces que oscilaban a lo lejos.
Koja observó la llanura, lleno de respeto por el tamaño del ejército. Calculó que había un millar, o quizá varios millares de hogueras desparramadas por el fondo del valle. Distraído, comenzó a contar los fuegos de los jaguns.
—Es hora de irnos —le advirtió uno de los guardias—, antes de que oscurezca más.
El crepúsculo llegaba a su fin, y había tan poca luz que Koja apenas si podía ver a sus custodios vestidos de negro.
El lama aceptó la indicación y descendió del otero. En silencio, encaminó sus pasos hacia las hogueras del campamento de Yamun. Los guardias lo siguieron a la distancia suficiente para cumplir su trabajo, pero no más cerca. Cuando se aproximaron a la hoguera del Khahan, los soldados se detuvieron como hacían siempre, y Koja cubrió el resto del trayecto a solas.
Esa noche había un pequeño grupo alrededor del fuego, sólo el Khahan y unos cuantos noyans. Un kaychi, un trovador, estaba sentado con las piernas cruzadas cerca de la hoguera. Era un hombre joven, de rostro redondo y piel tersa, que llevaba bigotes y barba bien acicalados. En el regazo tenía un pequeño violín de dos cuerdas, su khuur.
—¿Eres hombre de paz? —preguntó Yamun, cuando Koja estuvo lo bastante cerca para escucharlo sin necesidad de que gritara. Era el saludo habitual, y no necesitaba contestación—. Siéntate.
Koja se sentó en el lugar indicado, y aceptó el tazón de vino que le sirvió un escudero. El trovador punteó la primera nota en su instrumento, aplicó el arco a las cuerdas, y comenzó su relato. Mientras cantaba, frotaba el arco contra el khuur como un enloquecido. Su voz pasaba de los agudos en falsete a los gruñidos más ásperos.
Al acabar una de las canciones del kaychi, Koja se volvió hacia Yamun.
—Khahan, si bien ayer hablé con poca prudencia, os ruego que consideréis mi solicitud. —El lama se expresó en voz baja para que sólo el Khahan pudiese escucharlo.
—A su tiempo, sacerdote, a su tiempo —gruñó Yamun—. Necesito pensarlo. Ya lo sabrás a su debido tiempo. —El Khahan señaló al kaychi, como una indicación de que debía esperar.
El cantante dejó su instrumento. Yamun se puso en pie y levantó su taza de cumis ante los demás kanes.
—Brindo por nuestra amistad.
Los kanes sentados alrededor de la hoguera levantaron sus tazas y repitieron el brindis. Después se pusieron en pie, saludaron al Khahan con una reverencia, y se marcharon.
Koja los imitó y, tras un instante de vacilación, también hizo una reverencia. Antes de que el Khahan pudiese llamarlo, se alejó deprisa. En cuanto llegó a su campamento, se acostó en las alfombras y pieles que Hodj le había preparado, y unos segundos más tarde dormía profundamente.
* * *
Cuando Koja abrió los ojos, se encontraba otra vez en el otero que dominaba el valle, contemplando la puesta de sol sobre el ejército. Los colores eran espléndidos; nunca había visto colores tan vivos. Las tropas formaban una hirviente masa negra, que se movía y se encrespaba sobre la tierra. Los hombres se fundían en un solo cuerpo, primero con la forma de un extraño ciempiés, y luego en un dragón que se enrollaba sobre sí mismo. Las hogueras se avivaron para convertirse en las pupilas de sus ojos. En silencio, el animal se arrastró en su dirección. Brazos, manos y cabezas de caballos asomaban y desaparecían en la masa. Koja se miró las manos y las estiró delante de sus ojos. Estaban cubiertas de gruesas gotas de sudor. De pronto tuvo miedo, un miedo que le impedía moverse.
—Me alegra verte, astuto Koja —dijo una voz desapasionada a sus espaldas. El miedo se esfumó en el acto, y el sacerdote se volvió para mirar a su interlocutor. Los guardias permanecían erguidos y atentos al pie de la roca, y más allá, en la ladera, se encontraba su viejo maestro. Las arrugas rodeaban los ojos del lama, pero su rostro se veía brillante y limpio, sin ninguna marca propia de su edad. Vestía las prendas de los días de fiesta; la túnica amarilla con una banda roja en el hombro, y el gorro blanco con orejeras.
—Ha pasado algún tiempo desde la última vez que nos vimos, Koja —dijo el anciano—. Mis saludos.
—¿Por qué, maestro, has…?
—Silencio, Koja —lo interrumpió el viejo maestro con suavidad—. Muy pronto tendrás que enfrentarte a las paredes que has construido, muros más duros que la roca. Hay secretos encerrados en las paredes, enterrados muy adentro de ellas. Aprende los secretos de tus paredes.
Koja se adelantó para sujetar las manos de su maestro, pero la distancia entre ellos no se acortaba. El joven lama abrió la boca para hablar, pero el maestro continuó con su discurso con una extraña monotonía, y con una voz que no era la suya.
—Vuestro señor es llamado por alguien más poderoso que él. El espíritu que lo llama busca ayuda. Antes de que puedas hacer tu parte, tu señor temerá que estés en su contra. Debes estar preparado para demostrar lo contrario. —La figura se volvió para marcharse.
—¿Qué? ¿Cuál señor? ¿Quién? ¿Cuál señor? ¡Espera! ¡No te vayas! ¡Dime qué debo hacer! —le gritó Koja a la figura que se esfumaba.
El viejo lama no respondió y desapareció en la distancia de la estepa. El maestro de Koja se esfumó con la misma rapidez con la que había aparecido.
—El que llama espera detrás de ti. —Las palabras del maestro le llegaron desde las sombras.
Koja permaneció solo, con la mirada puesta en la luz agonizante. A sus espaldas, podía sentir la presencia de la criatura, que arañaba la ladera mientras trepaba. Sus manos se extendían cada vez más cerca, dispuestas a sujetarlo. Deseaba poder volverse y mirarla, pero le era imposible. El miedo lo dominaba otra vez.
La cosa llegó a lo alto de la piedra. Koja no podía verla ni oírla aunque sabía que estaba allí, dispuesta a cogerlo. El sudor le cubría el rostro y le goteaba por los dedos. Algo frío y viscoso le rozó el hombro.
Koja despertó bruscamente y se levantó como un rayo. Hodj, aterrorizado por el efecto que el roce de su mano había provocado en el lama, se apartó de un salto. El sacerdote jadeaba con la mirada extraviada y las prendas empapadas de sudor.
Hodj miró a su amo, y enseguida volvió a ocuparse de su trabajo. Sin comentarios, el criado preparó el té y le sirvió una taza. Después, preparó las bolsas con cuajada fresca. Cuando Koja acabó de desayunar, Hodj ya tenía los caballos ensillados para la marcha.
* * *
Aquel día, el ejército cabalgó de firme. El esquema habitual de cabalgar y luego pastorear se interrumpió. Sólo se detuvieron el tiempo necesario para ordeñar las yeguas. Hodj se ocupó de esta tarea mientras Koja aprovechaba la ocasión para estirar las piernas.
El descanso se acabó demasiado pronto. «¡Nos vamos!», gritó uno de los yurtchis. Los sirvientes acabaron deprisa con su trabajo, y corrieron a sus caballos. La marcha se reanudó tan súbitamente como se había producido la parada.
Ahora ya oscurecía, pero los jinetes continuaron hacia la noche. Con la puesta del sol, los guerreros se guiaban por las estrellas, y la débil luz de la luna les servía para ver el terreno. Entre la enorme masa de hombres, sólo brillaban algunas antorchas.
En cambio, la carreta con la tienda del Khahan aparecía iluminada como en pleno día, por primera vez desde el comienzo del viaje. La luz se veía a través del fieltro, y brillaba cada vez que se abría la puerta. Una multitud de escuderos cabalgaba alrededor del carro, munidos de antorchas para iluminar el camino a los mensajeros. Los guardias nocturnos se movían en las sombras, sin descuidar ni por un instante la vigilancia de su amo.
El ejército cabalgó durante toda la noche. Las siluetas iluminadas por la luna se acercaban y alejaban en las tinieblas. Los resoplidos de los animales y las conversaciones en voz baja flotaban en la noche. De vez en cuando, se escuchaba un golpe, seguido por un grito airado o una maldición, y después un coro de risas que festejaba la caída de algún jinete dormido en la montura. Koja perdió toda noción del tiempo y del lugar.
—Amo, nos hemos detenido. He preparado la cama. —La voz de Hodj penetró la bruma, y Koja volvió lentamente a la conciencia.
El sol brillaba bien alto, pero el aire era frío. El dolor de estar veinticuatro horas en la montura era como fuego en cada uno de los músculos del sacerdote; le destrozaba la espalda y le atormentaba la cadera. Poco a poco, caminó arrastrando los pies hasta la cama. Las imágenes de su última pesadilla volvieron a surgir en la mente de Koja. «¿Quién es mi señor? —se preguntó—. ¿Ogandi o Yamun?»
«¿Tiene alguna importancia lo que yo haga? —se planteó finalmente—. No —fue la respuesta—. Dormir es lo único que importa.» Tomada la decisión, y con los ojos cerrados, Koja avanzó tambaleante, y ya roncaba antes de que su cuerpo tocara las mantas.
* * *
Chanar estudió la escena que tenía ante los ojos; una imagen translúcida del ejército, desplegado a lo largo de las colinas polvorientas, ocupaba el centro de la tienda. Bayalun permanecía de pie, medio oculta por las imágenes en movimiento, al otro lado del recinto. Entre ellos había un pequeño cristal resplandeciente, la fuente de la escena mágica.
—Bien, Bayalun, el Khahan ha llegado al oasis de Orkhon. Mirad, allí está el hito junto a la fuente. ¿Ya es la hora?
—Todavía no. No podemos ser demasiado obvios —le advirtió la segunda emperatriz—. Si golpeamos ahora, recaerán sobre mí todas las sospechas, y nuestros esfuerzos habrán sido en vano. Nos encontramos fuera de las tierras muertas, y podemos vigilarlos de cerca. Cuando llegue el momento apropiado…, una batalla o alguna otra cosa, mi agente entrará en acción. —Bayalun atravesó la imagen y, acercándose a Chanar, apoyó suavemente una mano en el pecho del hombre—. Paciencia, mi bravo general. La paciencia nos recompensará.
La mirada de Chanar se movió de la imagen del ejército a Bayalun y después otra vez a las tropas. Se mordió el labio para contener su impaciencia.
—Muy, muy pronto —le aseguró Bayalun—. Hasta entonces, hemos de tener paciencia.
Capítulo 7
Manass
—Amo —susurró Hodj con su voz nasal—. Amo, el Khahan reclama vuestra presencia.
Koja abrió los ojos y descubrió que contemplaba el cielo tachonado de estrellas. Parpadeó y volvió a estudiar el firmamento. En una dirección, los puntos luminosos se extendían hasta donde alcanzaba su vista; por la otra, las luces quedaban ocultas por una cordillera oscura ribeteada de plata; eran las montañas iluminadas por la luna.
—El señor Yamun os llama, amo —repitió Hodj.
—Ya te oí, Hodj —respondió Koja. Apoyó las manos en el suelo y se sentó con gran esfuerzo. Tenía los hombros y la espalda rígidos y doloridos, aunque no tanto como antes. Sin embargo, no creía que pudiese estar en condiciones de saltar y brincar durante un rato. De hecho, moverse con lentitud parecía lo más conveniente.
—Ayúdame a levantarme.
Hodj pasó un brazo alrededor del sacerdote, y levantó el delgado cuerpo del lama. Koja se balanceó inseguro, y probó su peso en cada pierna antes de soltarse de su criado. Convencido de que las rodillas no cederían, dio unos pocos pasos para desentumecer sus músculos. Por su parte, Hodj entró en la yurta para buscar ropas limpias.
Koja tardó un poco en advertir que el campamento era distinto. Esta vez su criado había montado la yurta. Se movió en círculo para echar un vistazo a la zona. Por todas partes se veían las siluetas de cúpulas iluminadas por la luna: los domos de las tiendas de fieltro. Entre las yurtas, brillaban las llamas de las hogueras, y los tuiganos iban y venían ocupados en sus quehaceres.
El aire de la noche le trajo los acordes de una música, las vibrantes notas del khuur y el rítmico latido del tambor de piel de yac. Un cantante se sumó de pronto al estrépito, berreando en el peculiar estilo de dos voces característico de la pradera. De alguna manera, el hombre era capaz de emitir al mismo tiempo un sonido grave y nasal, junto con una nota aguda. Koja agradeció que los músicos estuviesen lejos, pues todavía no había aprendido a disfrutar de la música tuigana. A sus oídos, le sonaba como los chillidos de los espíritus malignos, o, por lo menos, lo que él consideraba como las voces adecuadas a los espíritus del mal.
Hodj salió de la tienda con la túnica de seda naranja, que el sacerdote había reservado para el viaje. Si bien consideraba extraña la insistencia de su amo por tener ropa limpia, Hodj hacía todo lo posible por complacerlo. Ayudó a Koja a ponerse la prenda sobre sus ropas sucias. Hacía demasiado frío para desnudarse, a pesar de que apestaban a sudor y estaban cubiertas de barro y grasa. Con un aspecto más presentable, el sacerdote se dirigió a la tienda de Yamun.
Por el camino, Koja observó que, aquella noche, los soldados parecían estar de un humor muy diferente. En apariencia se mostraban alegres y satisfechos, pero el sacerdote percibió una actitud severa y decidida, oculta tras sus risas. Alrededor de muchas de las hogueras, los hombres permanecían recostados contra sus monturas, bebiendo tazones de cumis mientras intercambiaban historias. En uno de los fuegos, un soldado con unos mostachos muy grandes sostenía su espada entre las piernas, y la afilaba con una piedra de amolar. El resplandor del metal junto a otra fogata llamó la atención del lama. Un guerrero, sentado con las piernas cruzadas, tenía la armadura extendida en el suelo. Se trataba de una pieza muy bien hecha, con el mismo corte de su kalat, pero construida con escamas de acero superpuestas; el hombre tiraba de las costuras de cada placa para asegurarse de que estuviesen bien sujetas al grueso respaldo de cuero.
El campamento de Yamun era más grande y se veía mejor montado que la noche anterior. El carromato con la tienda había desaparecido, reemplazado por la yurta blanca del Khahan. El estandarte de Yamun se erguía junto a la entrada. Un poco más allá había otra tienda, casi del mismo tamaño, adornada con rayas blancas y negras. Un estandarte más pequeño, desconocido para Koja —un palo coronado por una media luna de plata y un cráneo humano—, aparecía plantado delante de la puerta. Había muchos más guardias nocturnos de lo habitual, ataviados con corazas, y muy alertas.
Koja fue introducido de inmediato en la tienda del Khahan. Yamun y un hombre más joven ocupaban el centro de la yurta, y se inclinaban sobre una mesa baja dispuesta ante ellos. En el suelo, había bandejas con tazas de té tuigano y pilas de huesos roídos.
El joven se interrumpió cuando Koja cruzó el umbral. Se volvió y miró al sacerdote. Su rostro, semejante al de Yamun, era más afilado y de rasgos menos pronunciados. Su mejilla derecha aparecía muy marcada por la viruela, y una cicatriz en forma de media luna le cruzaba la frente. Al igual que Yamun, tenía los cabellos rojizos, y los llevaba peinados en dos gruesas trenzas que le caían por detrás de los hombros. Objetos de plata y de concha adornaban las puntas de sus trenzas.
El extraño llevaba una túnica ajustada de seda negra, importada de Shou Lung, cortada con el patrón del kalat de los guerreros. Cordones rojos de cuentas, sujetos con tachones de plata, colgaban de sus hombros. Bordado en la pechera de la túnica, llevaba un dragón que saltaba sobre un mar azul brillante y nubes plateadas. Un sable, con la vaina incrustada de lapislázuli, pendía de su ancho cinturón dorado. Koja se sorprendió, porque muy pocos visitantes podían llevar armas en el interior de la yurta real.
Yamun no prestó atención a la entrada del lama y continuó la conversación con el desconocido.
—Tus hombres están demasiado cerca del río. Ordena a los tumens más adelantados que retrocedan. Instala sus campamentos entre las dos colinas que hay al sur. Mantendrás tu tienda aquí. Que tus comandantes me informen por la mañana. —El joven asintió en silencio, y anotó todas las órdenes de Yamun.
—Me habéis mandado llamar, Khahan —dijo Koja, con una rodilla en tierra y la cabeza inclinada.
—Siéntate —gruñó el señor de la guerra, señalando un espacio junto a la mesa. El joven no dijo nada, pero observó con atención a Koja, mientras el lama ocupaba el sitio indicado.
»Acompáñanos a tomar el té, historiador —lo invitó Yamun, que colocó su taza sobre la mesa—. Éste es Jadaran Kan, comandante del ala izquierda. Llevaba aquí un día, a la espera de nuestra llegada.
Koja comprendió que el hombre sentado a su lado, el comandante de la gran ala izquierda, era el segundo hijo de Yamun, el príncipe Jad. Se volvió y, sin levantarse, saludó con una profunda reverencia al príncipe.
—Me siento honrado ante la presencia del comandante de la gran ala izquierda —manifestó Koja con toda la cortesía posible.
—Ya está bien —lo interrumpió Yamun—. Nos hemos ocupado de nuestros asuntos mientras dormías. Mañana mi ejército cabalgará hacia Manass. ¿Conoces el lugar?
Koja asintió, con el rostro súbitamente pálido.
—Manass está en Khazari —dijo.
—¿Es una fortaleza? —preguntó el príncipe Jad. Su voz era muy parecida a la de Yamun, sólo que un poco más nasal.
El Khahan levantó una mano en señal de reproche a su hijo, y el príncipe hizo silencio en el acto.
—¿Tu hogar está en Manass? —lo interrogó Yamun con tono ligero, como quien mantiene una charla intrascendente.
—No, mi señor Yamun —contestó Koja, precavido.
—Entonces, allí no hay nadie de tu clan —concluyó Yamun—. Esto es bueno.
Jad miró a Yamun para asegurarse de que tenía permiso para hablar.
—¿Quién gobierna en Manass? —preguntó con timidez.
—El príncipe Ogandi, desde luego —respondió Koja, y añadió deprisa—: Pero no vive allí.
—Entonces, ¿quién es el kan de ese ordu? —inquirió Jad—. ¿Cuántas tiendas tiene?
—No lo sé —repuso el lama. De las palabras de Jad dedujo que ni el príncipe ni Yamun sabían en realidad cómo era Manass. Pensaban que se trataba de un campamento, de una ciudad de tiendas.
La primera intención de Koja fue sacarlos de su error. En el momento en que se disponía a hablar se contuvo, con la boca abierta, y las palabras murieron en su garganta. Decidió que no tardarían en averiguar la verdad.
—No tiene importancia —le aseguró Yamun al lama, mientras le servía más té—. Veremos todas estas cosas con nuestros propios ojos, las escucharemos con nuestros propios oídos. No le pediré a mi historiador que hable en contra de su gente. —Levantó su taza como un saludo al sacerdote—. ¡Ai! Brindo por mi astuto y sabio amigo.
—¡Ai! —lo secundó el príncipe Jad, con su taza en alto. Los dos hombres bebieron ruidosamente un trago de té.
—¡Ai! —exclamó Koja, con un poco menos de entusiasmo que sus compañeros, y, acercándose la taza a los labios, bebió un sorbo muy pequeño del té salado.
Yamun dejó la taza sobre la mesa y se inclinó hacia Koja. Su aliento apestaba a leche agria.
—Sin embargo, le pido a mi historiador que vaya con su gente y les transmita un mensaje. Has visto a mi pueblo y sabes cómo los gobierno. Diles a los tuyos que soy generoso y amable con mis amigos. Describe las maravillas y las riquezas que has visto. Habla a tu jefe del tamaño de mi ejército. —Una expresión de extrañeza apareció en el rostro de Koja—. No te preocupes, tienes mi bendición. Un ladrón no puede robar aquello que le dan.
Yamun secó una gota de su barbilla con la manga de la túnica.
—Y, cuando acabes el relato, también dile otra cosa a tu líder. Dile que debe aceptarme como Ilustre Emperador de Todos los Pueblos, y que debe rendir la ciudad.
Koja casi se ahogó al escuchar el nuevo título que Yamun acababa de escoger para sí mismo.
—Ellos nunca harán tal cosa.
—Dile al líder de Manass que, si no se rinde, haré que lo ejecuten con todos los miembros de su familia. Hazles saber a todos que la muerte es el castigo para todos aquellos que me desafían. Seré magnánimo con los que no opongan resistencia. Después, regresarás aquí con la respuesta.
—Si los matáis, ¿quién gobernará en vuestro nombre, gran kan? Podéis conquistar Khazari, pero ¿qué beneficio conseguiríais? —Koja se armaba de valor mientras hablaba—. A menos que tengáis gobernadores propios, necesitaréis a los gobernantes de Manass para mantener la paz. Y si…
—Basta. Está decidido —lo interrumpió Yamun. Se sentó muy erguido, los músculos tensos. Koja advirtió que Jad también había adoptado una expresión dura.
»Ahora —añadió Yamun, al tiempo que se levantaba—, es el momento de que te vayas y descanses. La reunión ha terminado. Puedes volver a tu tienda, Koja de los khazaris.
El sacerdote abandonó la yurta en silencio y regresó a su tienda. Durante el camino, Koja reflexionó sobre el sorprendente resultado de la audiencia. Sin duda, el jefe tuigano era mucho más sabio de lo que parecía y, pese a ello, el Khahan había escogido a Khazari como su meta. Koja se preguntó si Yamun tenía algún plan para después de la conquista. «Quizá —decidió finalmente— yo pueda guiar a Yamun, y al mismo tiempo proteger Khazari.»
* * *
En su tienda, Koja no durmió bien. A lo largo de la noche, se despertó sobresaltado y permaneció en la oscuridad pensando en lo que podía hacer. ¿Qué debía decirles a sus compatriotas? ¿Les recomendaría que se rindieran o los incitaría a la lucha? Él era un khazari; al menos lo era cuando había comenzado ese viaje, aunque ahora no estaba muy seguro. Si le decía a su gente que se rindiesen. ¿Sería una traición?
El lama amaneció con los ojos hinchados y enrojecidos. Ni siquiera el hermoso espectáculo de las montañas de Khazari iluminadas por el sol naciente pudo levantarle el ánimo. Ver los picos de su patria sólo sirvió para aumentar su desconsuelo. De mala gana, se reunió con el grupo de Yamun, el príncipe Jad, los guardias, los escuderos y los mensajeros. La comitiva montó a caballo y cabalgó por un sendero sinuoso y empinado que comunicaba el valle con la elevada planicie de Khazari.
A la luz del día, Koja contempló el ejército de Yamun. Con la incorporación de las tropas de Jad, había aumentado hasta casi el doble de tamaño, cincuenta o sesenta mil hombres. Las yurtas ocupaban el estrecho fondo del valle, y entre las tiendas se movían las recuas. Los piquetes de guardia rodeaban el campamento. En la cabecera del valle, en la dirección que seguían, formaban los soldados. Escuadrones y escuadrones de guerreros a caballo, un tumen completo, se preparaba para marchar sobre Manass.
—Te he traído hasta aquí para que veas esto. Los hombres vendrán con nosotros como una prueba de mi palabra —le explicó Yamun, cuando advirtió la preocupación en el rostro del lama—. No creo que el ordu de Manass pueda hacer frente a todo un tumen. —El Khahan clavó las espuelas a su caballo, y avanzó para unirse a la cabeza de la columna.
En cuanto las tropas acabaron de formar, el tumen inició la marcha hacia Manass. Siguieron la carretera, en realidad un sendero ancho y trillado, que había sido utilizado durante siglos por las caravanas procedentes de Shou Lung; caravanas que ya no podrían cruzar la inmensidad de la estepa. Koja dedujo que se encontraban a medio día de marcha de la ciudad. El Khahan avanzaba hacia Manass con sólo una parte de su ejército, mientras que los demás tumens atravesarían la frontera por los otros pasos de montaña.
El pequeño grupo de jefes y oficiales cabalgó durante toda la mañana a la cabeza del tumen. Yamun estaba muy ocupado con sus mensajeros, y no dejaba de dar órdenes. Un escriba cabalgaba a su lado, y escribía las órdenes con el papel sujetado sobre una pequeña tablilla que, a su vez, apoyaba en el pomo de la montura. Koja se preguntó de dónde procedería el escriba y si conocería el destino de sus predecesores.
Jad cabalgaba bien lejos del sacerdote, rodeado por hombres de su propia escolta. En ocasiones, el príncipe se acercaba para comentar alguna cosa con su padre, pero, al parecer, no tenía ningún interés en hablar con el lama. Koja no se molestó; no estaba de humor para tener compañía. Iba tan ensimismado en sus propias preocupaciones y dudas que apenas si se daba cuenta del paso del tiempo, o de las características del terreno que atravesaban.
Koja volvió a la realidad sobresaltado, cuando los jinetes a su alrededor sofrenaron los caballos. El grupo había llegado a la cima de un pequeño risco. Los exploradores en la vanguardia cabalgaban de regreso hacia los guardias diurnos del Khahan.
—¡Sacerdote, ven aquí! —le gritó Yamun a Koja.
Había llegado el momento que tanto temía el lama. Tocó con las espuelas los flancos de su caballo y se acercó al trote. Los guardias lo dejaron pasar, mientras vigilaban atentamente las colinas cercanas.
—Allí —anunció el Khahan, de pie sobre los estribos. Señaló ladera abajo hacia el otro lado del valle en el que acababan de entrar. Los meandros de un pequeño río recorrían el fondo entre los terrenos sin cultivar. En la ribera más cercana se levantaba la ciudad de Manass, con sus paredes de caliza blanca resplandecientes bajo la luz del mediodía.
Koja se sorprendió al ver que Manass era mucho más grande de lo que esperaba. En los relatos, la ciudad nunca era tan grande como Hsiliang, que se encontraba más cerca de la frontera con Shou Lung, o Skardu, donde vivía Ogandi. De todos modos, Manass era descrita como uno de los bastiones contra las tropelías de los bandidos que algunas veces surgían de la estepa.
Al parecer, el príncipe Ogandi consideraba la amenaza de los ataques bárbaros como algo muy serio, porque Manass se hallaba muy bien fortificada. Toda la ciudad estaba protegida por un muro. Aunque resultaba difícil estar seguro, Koja calculó que el cuadrilátero formado por el muro principal tenía una longitud de medio kilómetro por lado. Las fortificaciones se veían en buen estado.
El portón principal era grande y estaba hecho de madera. Una torre de guardia, de varios pisos de altura, se alzaba por encima de la entrada. Había también una torre en cada esquina, con paredes de adobe encalado y techos de tejas amarillas y marrones, a prueba de fuego. Un camino de ronda muy ancho recorría la parte superior de los muros y comunicaba las torres entre sí.
Más allá del muro, Koja divisó los grupos de techos separados por los espacios de las calles. El plano de la ciudad era una cuadrícula, y las calles corrían en línea recta de acuerdo con los consejos de los ancianos geománticos, hechiceros de la tierra llegados hacía tiempo de las grandes ciudades de Shou Lung. Sólo en algunas ocasiones no se respetaba la geometría, quizá por recomendación de los propios magos, o para acomodarse mejor a las necesidades de los habitantes.
Mientras Yamun y su grupo estudiaban la ciudad, el viento les llevó hasta los oídos un sonido débil. Sonaba como un zumbido largo, mezclado con las notas agudas de un silbato. Koja conocía el sonido de sus años en el templo: se trataba de las notas de un gandan, la enorme corneta recta. Hacía falta un hombre con buenos pulmones para soplar uno de aquellos instrumentos. En el exterior de las murallas, sólo unos pocos campesinos trabajaban en los campos, porque era demasiado pronto para las tareas de la siembra; los labriegos corrieron a buscar refugio en cuanto escucharon el toque de alarma.
—Bien, ya nos han visto —declaró Yamun—. Ve, sacerdote, y entrega mi mensaje. Llévate a diez de mis guardias diurnos como escolta. —El Khahan no esperó a ver cumplidas sus órdenes, sino que hizo girar a su caballo y se marchó para ocuparse de organizar a sus diez mil soldados.
Los diez hombres para la escolta se reunieron sin demora. Koja deseó de todo corazón que tardasen más, pero en cuestión de minutos cabalgaba a través de los campos, rodeado por los guardias. Uno de los jinetes llevaba al estandarte de colas de yac de Yamun Khahan.
Cuando llegaron a la entrada principal de Manass, se detuvieron ante el portón cerrado, y una voz profunda los saludó desde la torre.
—Decid qué os trae a la ciudad blanca de Manass. —El centinela habló en khazari, y de pronto Koja advirtió que llevaba semanas sin escuchar su idioma natal.
Los escoltas miraron a Koja, a la espera de su respuesta. Sin darse cuenta, el lama se puso de pie en los estribos en un intento de acercarse a su interlocutor en la torre de guardia, y contestó al requerimiento con su aguda voz.
—Soy un enviado de la Brillante y Resplandeciente Montaña Blanca, el príncipe Ogandi. Soy Koja, lama del templo de la Montaña Roja, hijo del señor Bladul, hijo del señor Koten. Traigo un mensaje de alguien que se llama a sí mismo Ilustre Emperador de Todos los Pueblos, el regente de los tuiganos, Hoekun Yamun Khahan. Vengo en son de paz. Abrid las puertas para que pueda hablar con el gobernador de vuestra ciudad.
Koja esperó a que las puertas se abrieran, pero no fue así.
—¿Quiénes son los hombres que os acompañan? —preguntó la voz.
—Son mi escolta y mis guardaespaldas —explicó Koja—. Sin duda, los poderosos guerreros de Manass no pueden tener miedo a diez hombres. —El lama no podía responder por los de la ciudad, pero él sí los temía, aunque todavía lo asustaba más la recepción que podían dispensarle en el interior, si los jinetes no lo acompañaban.
—¿Vienen con vos? —Esta pregunta la formuló una voz distinta. Koja pensó que un oficial de mayor rango se había hecho cargo de la negociación.
—El Khahan podría considerarlo como un insulto si sus hombres debieran esperar fuera de la ciudad —señaló Koja—. De hecho, podría sospechar que tramamos alguna cosa en su contra. —El lama miró a los guardias, y deseó que ninguno de ellos entendiese el idioma.
—Vuestros guardias no deberán desenvainar las armas. ¿Está claro?
—Sí —gritó Koja. Comenzaba a enronquecer a consecuencia de tanto gritar.
—Y no podrá entrar ningún hechicero. ¿Comprendido?
—Sólo yo —respondió Koja, que volvió a sentarse en la montura—, y no soy más que un vulgar lama de la Montaña Roja.
Transcurrieron unos minutos de silencio. Koja se movió incómodo en la silla, y miró a los guardias para ver cómo interpretaban la situación. Todos permanecían inmóviles, a la espera de que pasase alguna cosa.
—¡Sacerdote! —llamó la voz.
—¿Sí?
—Escuchad esto: si hacéis el más mínimo intento de lanzar un hechizo, habréis muerto antes de poder acabar. ¿Lo habéis entendido? —La voz puso mucho énfasis en estas últimas palabras.
—Entendido está —contestó Koja.
Se escucharon los chirridos de los cerrojos metálicos y el estrépito de las trancas. Los ruidos acabaron con un golpe sonoro, y después las hojas de la enorme puerta comenzaron a abrirse. Un pelotón de soldados sudorosos empujaron las hojas lo suficiente para dejar paso a los jinetes de uno en uno.
—No saquéis las armas —les advirtió Koja a sus hombres—, o nos matarán a todos. Recordad que vuestra obligación es conseguir que no me maten.
Al otro lado de la puerta, los esperaba una compañía de arqueros con las armas preparadas. Los hombres ocupaban sólo un lado de la calle, en lugar de los dos, para evitar que sus flechas pudiesen herir a sus compañeros si se producía una pelea. Los soldados vestían túnicas de algodón teñido en tonos rojos y azules. Koja tuvo la sospecha de que las túnicas ocultaban las corazas de cuero y malla. Todos los arqueros llevaban una gorra puntiaguda decorada con la pluma verde brillante de algún extraño pájaro o animal.
En el extremo más alejado de la fila se encontraba su comandante, a quien resultaba sencillo identificar por la resplandeciente coraza de escamas metálicas que llevaba. Cada escama había sido pulida de forma tal que, con el sol del mediodía, el resplandor de la armadura cegaba la visión.
—Bienvenido, lama de la Montaña Roja —dijo el oficial, con una ligera reverencia.
—Me siento honrado por la acogida —respondió Koja, con su mejor tono diplomático.
Koja hizo avanzar a su caballo con cautela, poco dispuesto a aventurarse demasiado en el interior de la ciudad. Todavía no tenía muy claro el tipo de recepción que le esperaba.
—Vos y vuestros hombres dejaréis los caballos aquí —añadió el comandante—. Después, me acompañaréis a la presencia del gobernador.
El lama tradujo las palabras del oficial. Hubo algunas protestas entre los guardias por tener que abandonar a sus animales, pero Koja les explicó que, si no lo hacían, no podrían entrar. De mala gana, los jinetes desmontaron y entregaron sus caballos a los mozos, que aparecieron como por arte de magia.
—Seguidme —ordenó el comandante, sin muchas ceremonias—. Guardias, en formación.
Los arqueros cargaron sus arcos al hombro, desenvainaron sus largos cuchillos curvos llamados krisnas —el arma favorita de los guerreros khazaris— y tomaron posiciones a ambos lados de Koja y sus escoltas. Los morenos khazaris dirigieron miradas suspicaces a los míganos, con las armas listas para cualquier eventualidad.
Mientras caminaban por las calles, Koja estudió la ciudad. Aunque no había visitado nunca Manass, sus casas eran muy parecidas a las del pequeño pueblo donde se había criado; sólo se distinguían por el tamaño. La mayoría tenía uno o dos pisos, y las habían construido con piedras bien cortadas. Las estrechas callejuelas laterales servían de depósito para todo aquello que no cabía en las viviendas: tinajas demasiado grandes, cestos sin acabar y hasta telares.
Las calles aparecían desiertas mientras el grupo atravesaba la ciudad, pero no ocurría lo mismo con los balcones de madera en las fachadas de las casas. Mujeres con el rostro velado y sus niños se amontonaban en las precarias estructuras, aun a riesgo de estrellarse contra el suelo si los balcones cedían por el exceso de peso. Koja vio pocos hombres hasta que la procesión dobló por una esquina y entró en la plaza mayor.
Aquí se encontraba el centro de Manass. En el lado más lejano de la plaza había un edificio bajo y alargado, de paredes encaladas; sobre su superficie aparecían pintadas bandas de sutras en rojo, azul, amarillo y verde. Koja reconoció el texto y el estilo. Las escrituras correspondían a la secta del Templo Amarillo, que rivalizaba en poder con la Montaña Roja. Leyó las palabras para sí mismo: «Bohda del brillante cielo de cinco llamas, amo de los trece mundos secretos traído a la montaña por el Rey-que-destruyó-Bambalán, se inclinó hacia el este…». El resto del verso se perdía de vista por el costado del edificio. Koja adivinó que el texto era un amuleto para protegerse de la magia negra y de los espíritus malignos de las montañas.
El frente de la casa estaba dominado por un pórtico que abarcaba la totalidad de la fachada. Una hilera de hombres, vestidos con armaduras —chaquetas acolchadas amarillas y rojas que les llegaban a los tobillos— y munidos de grandes espadas, formaba una muralla junto al primer escalón. En las entradas de las callejuelas a la plaza, había más hombres vestidos y armados de la misma manera, que cerraban el paso a los otros sectores de la ciudad. Sentados en el pórtico, casi en el centro, había cinco hombres.
Koja saludó a las autoridades con una reverencia. El más importante del grupo era un hombre alto y delgado. A sus espaldas, un estandarte mostraba a un guerrero con armadura y espada en mano: el Rey-que-destruyó-Bambalán. Este héroe de la antigüedad era el fundador de la dinastía del príncipe Ogandi, y ahora el pueblo lo reverenciaba como un salvador. La figura era el sello oficial de Khazari. El lama juzgó que el hombre delgado era el gobernador.
Casi pegado al gobernador había un hombre vestido con una túnica muy amplia roja y azul, cubierta de manchas y agujeros. Su abundante melena negra aparecía desgreñada y sucia. En la mano sostenía una delgada vara de hierro, de algo más de un metro de largo, adornada con cadenas y figuras metálicas. Koja lo reconoció como un dong chang, un brujo ermitaño de las altas cumbres. La mayoría de estos personajes vivían aislados, empeñados en la búsqueda de la perfección en sus artes mágicas, pero algunas veces abandonaban sus inhóspitas cuevas y regresaban al mundo civilizado. El lama se estremeció al ver al ermitaño. Había muchas historias acerca de los dong chang; y muy pocas eran agradables. Se decía que en realidad eran seres muertos, que vivían gracias a sus meditaciones y prácticas.
El tercer hombre era un escriba, tal como indicaban los adminículos de escritura preparados en la mesa. Koja pasó de inmediato a estudiar a los dos últimos del grupo.
Su presencia los sorprendió todavía más que el dong chang. Resultaba evidente que ninguno de los dos era khazari. Vestían las largas y ceñidas túnicas de seda de los mandarines de Shou Lung, los burócratas de aquel gran imperio. Uno era viejo y el otro de edad mediana. El anciano tenía un bigote fino y una perilla rala, muy bien peinadas. Su cabello era escaso y descolorido, y sus ojos aparecían casi cerrados por las arrugas. Las manchas típicas de la edad le marcaban las mejillas y las manos.
Las facciones del más joven reflejaban con mayor claridad su herencia shou. Su piel no era morena como la de los khazaris de su alrededor; sus cabellos, lacios y negros, los tenía peinados en una sola trenza, y llevaba un pequeño sombrero redondo con una larga borla amarilla. Su expresión era severa y firme.
Mientras Koja estudiaba el grupo, los guardias que lo habían acompañado desde la entrada retrocedieron para formar en dos hileras que cerraban la calle por donde habían venido. Sus propios hombres se movieron para formar una herradura a su alrededor, con la parte abierta hacia el pórtico, y, en un acto instintivo, acercaron las manos a sus armas.
—¡Nada de peleas! —siseó Koja, al advertir el movimiento—. Mantened las armas enfundadas.
—No queremos morir como un cordero atado frente a un tigre —protestó uno de los tuiganos en voz baja—. Preferimos pelear.
—Si no tocáis las armas, el tigre no atacará —susurró Koja—. Pensad en las órdenes del Khahan. Esperad. —Los guerreros acataron su petición, sin apartar las manos de las armas.
—Dices ser Koja de los khazaris —manifestó el gobernador desde su silla—. Supongo que estás dispuesto a demostrarlo y que puedes hacerlo.
—Así es —respondió Koja, todo lo erguido que podía.
—Te costará la vida si me engañas. Manjusri, haz la prueba —ordenó el gobernador, al tiempo que le hacía una seña al mago.
El dong chang se adelantó y levantó las manos, con la vara apuntando a Koja. Los guardias del sacerdote estuvieron a punto de desenvainar sus espadas, pero el lama consiguió sujetar la muñeca del que tenía más cerca.
—¡Esperad! —ordenó. El mago movió la vara en círculos y murmuró una letanía con los ojos cerrados. De pronto, una ráfaga de viento sacudió las prendas del ermitaño y le agitó los cabellos. El viento desapareció súbitamente, y el hombre abrió los ojos.
—Dice la verdad, señor —anunció el hechicero, y volvió a ocupar su lugar detrás del gobernador.
—De acuerdo. Bien, Koja de la Montaña Roja, soy Sanjar al-Mulk, comandante de esta ciudad en nombre del príncipe Ogandi. Dime tu mensaje como si yo fuese él. —No había ningún asomo de amistad o aprecio en la voz del hombre, sino un ligero tono de desprecio y disgusto hacia el sacerdote que tenía delante.
Koja tragó saliva para aliviar el nudo de su garganta, y se cruzó de manos.
—Soy khazari… —dijo.
—Adelántate. No te oigo —le ordenó Sanjar. Koja se acercó un poco más al pórtico, y comenzó otra vez en un tono más alto.
—Soy khazari, como todos los que están aquí. Traigo los saludos de Hoekun Yamun, Khahan de los tuiganos, que afirma ser Ilustre Emperador de Todos los Pueblos. Me ha enviado para que os entregue un mensaje a vos, a mi príncipe y a mi gente. El mensaje del Khahan de los tuiganos dice así: «Rendíos y reconoced mi autoridad sobre vuestra gente, o arrasaré la ciudad y mataré a todos aquellos que se resistan».
En el momento en que Koja terminó de recitar las palabras de Yamun, un murmullo de asombro se elevó entre los espectadores. Muchas de las miradas se volvieron hacia Sanjar. El rostro del gobernador mostraba un color púrpura, producto de su rabia e indignación.
—¿Es todo lo que ese bárbaro tiene que decir? —le preguntó a Koja, colérico.
—No, mi señor comandante —contestó Koja, secándose el sudor de las palmas en la túnica—. También os invita a que miréis al exterior desde la torre más alta.
—Estoy enterado de los informes de los centinelas. Tu Khahan ha reunido a una buena pandilla de bandidos. Y ahora quiere proclamarse Ilustre Emperador de Todos los Pueblos. Todavía le queda un camino muy largo para reclamar el título —afirmó Sanjar, burlón—. ¿De verdad piensa que puede capturar Manass con ese hatajo de salvajes?
—Así es, mi señor.
Sanjar no pudo contener una carcajada insultante. El viejo caballero shou se unió a la burla, aunque ocultó su sonrisa detrás de un abanico. Koja hizo un gran esfuerzo para no hablar. Sanjar trataba todo este asunto como si fuese una gran broma, como si el Khahan fuese un bufón o un vulgar ratero. Aunque sabía que el comandante cometía un grave error, Koja decidió no hacer más comentarios. No le gustaba Sanjar al-Mulk y aún confiaba menos en el mandarín shou.
—¿Debemos suponer que el valiente kan ha señalado una hora para que esta insignificante ciudad responda? —inquirió el viejo mandarín shou. Hablaba el idioma khazari con mucha fluidez, pero con un fuerte acento shou.
—El Khahan de los míganos solicita la respuesta para hoy, a la puesta de sol —explicó Koja. El anciano asintió.
—¿No podría ser en algún momento de mañana? Después de todo, hay muchas cosas que considerar —propuso el mandarín, sin esforzarse demasiado en disimular su desprecio.
—El Khahan ha sido muy claro. La respuesta tiene que ser dada hoy. —Koja esperó a ver cuál era la actitud del gobernador.
El mandarín se inclinó para susurrar al oído de Sanjar. La sonrisa dio paso a una expresión severa, mientras el hombre abandonaba su asiento.
—No tendrás que esperar mucho. Ésta es mi respuesta: matadlos a todos excepto el lama. Dejadlo vivo para que pueda informar a su insolente jefe bandido que el príncipe Ogandi prefiere la compañía de los hombres civilizados. Dile que atacar a Khazari significa atacar a Shou Lung. ¡A ver qué piensa!
Koja se quedó alelado ante las palabras de Sanjar.
—¿Qué ha dicho, sacerdote? —le preguntó uno de los tuiganos, alerta al tono de amenaza en la voz del gobernador.
—¡Cuidado! —gritó Koja en tuigano—. ¡Defendeos!
Su advertencia fue casi innecesaria, porque los tuiganos ya estaban en movimiento. Retrocediendo de un salto, se lanzaron contra los guardias que cerraban el camino hacia el portón. El jefe del arban gritó la orden para que los hombres avanzaran en cuña entre el enemigo. El guerrero que marchaba en la punta amenazó con un golpe alto, y de pronto bajó la espada por debajo de la guardia del soldado khazari. El acero hendió la débil armadura acolchada y cortó la carne hasta el hueso. El khazari soltó un alarido y se apartó, con el brazo inutilizado. Los demás tuiganos sé lanzaron al ataque como verdaderos demonios, confiando en que la furia y la sorpresa les permitirían llegar a la salida.
Koja permaneció donde estaba, mientras los guerreros pasaban a su lado. Jamás había estado en una batalla real, y la velocidad de la lucha lo pasmaba.
Los tuiganos avanzaron entre el enjambre de guardias, dejando atrás unos cuantos khazaris caídos. Uno tenía las manos en la garganta en un intento de contener la hemorragia. Otro se había arrastrado unos metros, con el vientre abierto, y ahora pretendía evitar que se escaparan los intestinos. Otros dos ya eran cadáveres. El estrépito de los aceros sonaba como campanazos; los gritos, maldiciones y jadeos de los hombres marcaban el transcurso de la batalla. Los guardias khazaris comenzaron a flaquear ante la embestida del pequeño grupo tuigano.
—¡Detenedlos! —aulló Sanjar, casi ciego de ira—. ¡No dejéis que escapen!
De pronto, Koja escuchó un murmullo como un zumbido a sus espaldas, y se volvió a tiempo para ver al dong chang agitar su vara de hierro en dirección a la pelea. Cuando el mago acabó su hechizo, una terrible fuerza paralizante se posó sobre el lama. Koja intentó oponer resistencia, apelando al poder interior que su maestro le había enseñado, y repitió en su mente los sutras de poder, al tiempo que concentraba sus pensamientos en un punto.
Entonces, con idéntica celeridad, desapareció la parálisis, y también el estrépito del combate. Koja espió con mucho cuidado por encima del hombro. Su escolta tuigana y unos cuantos guardias khazaris se hallaban inmóviles como estatuas. Cada uno de los hombres había sido atrapado en el rigor mágico, detenidos en el momento de lanzar una estocada o de pararla. Unos cuantos habían caído tras perder el equilibrio por el impacto del hechizo. Ninguno de ellos podía hacer el menor movimiento. Alrededor de sus pies, corría la sangre de los oponentes. Koja notó que se le aflojaban las rodillas.
—Bien hecho, Manjusri —aprobó el gobernador, poniéndose en pie—. Que el lama se lleve las cabezas de los soldados como nuestra respuesta. Después, colgad los cuerpos en la entrada.
Varios guardias corrieron con sus krisnas para realizar la macabra tarea.
Capítulo 8
Retirada
El chirrido de madera contra madera señaló el cierre del portón principal detrás de Koja. Los khazaris habían sentado al lama en la montura de cara a la grupa y, con una palmada en el anca, pusieron el caballo al galope. Las manos del sacerdote estaban atadas a su espalda y sujetas en el pomo de la silla, y las bolsas colgadas de la montura —con las cabezas de sus guardaespaldas míganos dentro— golpeaban suavemente contra sus piernas con un chapoteo siniestro. La sangre traspasaba la tela y manchaba los faldones de la túnica.
Mientras miraba cómo Manass quedaba cada vez más lejos, Koja escuchó el galope de unos caballos que se acercaban. Alguien tiró de las riendas, y el animal se detuvo. Un cuchillo cortó las ligaduras. Libre, Koja se apeó de un salto, animado por el miedo y la furia. Antes de que el sacerdote pudiese decir ni una palabra, uno de los guerreros lo sujetó por un brazo y lo montó a horcajadas en la grupa de su montura. Otro se encargó del caballo de Koja. Después, la partida galopó de regreso a las líneas tuiganas.
Durante la permanencia de Koja en Manass, Yamun había estado muy ocupado. El risco por donde habían entrado al valle aparecía cubierto de hombres y caballos. Los jinetes formaban de tres y cuatro en fondo. Los diferentes estandartes —mástiles con banderines, pendones, tótemes tallados y ornamentos dorados— se levantaban a lo largo de las filas. Cada uno marcaba la posición de los comandantes.
Los salvadores de Koja pasaron al galope por delante de la formación, y el sacerdote se maravilló ante la tranquilidad que demostraban aquellos veteranos a punto de entrar en combate. Algunos dormían junto a los cascos de su montura, mientras otros bebían y presumían de las hazañas que realizarían. La mayoría esperaba en calma.
En cuestión de minutos, llegaron al lugar donde se alzaba el estandarte del Khahan, ubicado en el centro de la línea. Yamun montaba un semental blanco, y su hijo una yegua del mismo color.
Los guerreros abrieron las bolsas y depositaron en el suelo las cabezas de la escolta de Koja, a la vista del Khahan. Algunos de los rostros de los muertos le devolvieron la mirada, otros tenían los ojos cerrados. Yamun estudió las cabezas, cada vez más furioso.
—¿Qué ocurrió? —preguntó el Khahan con voz tensa.
Koja relató el encuentro mientras Yamun se paseaba de arriba abajo por la fila, sin dejar de mirar cada cabeza con mucho cuidado. El sacerdote pudo ver cómo el odio retorcía la expresión de Yamun. El señor tuigano se volvió hacia su escriba sin esperar a que el lama acabase de narrar la última parte de la batalla.
—Encárgate de que las viudas y los niños queden protegidos por el resto de sus vidas —ordenó el Khahan en tono férreo. El escriba anotó las palabras, y envió a un mensajero para que averiguara el nombre de los muertos—. Tapadlos —añadió Yamun. Después se volvió hacia Koja.
»¿Dónde están sus cuerpos? —preguntó.
—El gobernador ordenó que los colgaran en la entrada —contestó Koja en voz baja, como señal de respeto a los difuntos.
—Entonces, ¿ésta es su respuesta? —murmuró Yamun. Más que una pregunta era una exclamación, y Koja no se molestó en contestar—. Atacaremos. —El Khahan se volvió hacia los señaleros—. ¡Tocad la corneta! ¡Enviad al minghan de Shahin!
El portaestandarte corrió hacia el frente de la línea. Allí, bajó cinco veces el estandarte de guerra de Yamun, con sus colas de caballo, señalando hacia el este. Al mismo tiempo, otro mensajero tocó tres notas agudas con un cuerno de carnero. En el flanco oriental, uno de los estandartes, un disco plateado con cintas azules, se inclinó cinco veces. Una línea de mil jinetes se apartó de la primera fila y trotó ladera abajo para entrar en el valle.
Hasta Koja, con su escasa experiencia guerrera, sabía que mil hombres no podían asaltar las murallas de Manass. El formidable portón de madera no les permitiría entrar en el recinto, y tampoco llevaban escaleras para escalar los muros. Sus lanzas eran inservibles contra la piedra. En su mente, el lama imaginó cómo sería el ataque: los guerreros galoparían hacia la ciudad, disparando sus flechas desde la montura contra las almenas. Muy pocos proyectiles encontrarían un blanco; el resto se estrellaría en las piedras. Por su parte, los arqueros apostados en las torres y saeteras esperarían a que los jinetes se acercaran para tensar sus arcos y descargar una lluvia de flechas. Las afiladas puntas segarían a los atacantes como la guadaña siega la cebada, tal como había prometido el gobernador. Koja se acercó al lugar donde Yamun escuchaba los últimos informes procedentes de Quaraband.
—¡Mi señor Yamun, aquellos hombres están condenados a morir! —gritó el sacerdote, señalando a los atacantes que cruzaban el valle. Ahora avanzaban a todo galope.
—Lo sé —contestó el Khahan sin desviar la mirada—. Este informe dice que Chanar todavía no ha salido de Quaraband. ¿Cuánto has tardado en llegar? —le preguntó al hombre con el rostro picado de viruela.
—Dos días, gran señor —respondió el mensajero, sin aliento.
—¡Pero, vuestros hombres! —insistió Koja, alarmado, sin dejar de señalar hacia el valle—. ¡Van a una muerte segura!
—Prepárate a regresar más deprisa de lo que has venido. Ve a comer —le recomendó el Khahan, sin hacer caso de los gritos de Koja. El mensajero saludó a su jefe con una reverencia; y se alejó al trote. Por fin, Yamun volvió su atención al lama.
»Sacerdote, puede que seas sabio, pero todavía te queda mucho por aprender —dijo, irritado—. He ordenado el avance de Shahin para poder contar sus flechas. No has sido muy eficaz a la hora de averiguar sus fuerzas, así que le toca a Shahin descubrirlo.
—¿Contar sus flechas? ¿Significa que él debe averiguar el poderío de la guarnición de Manass? ¿Cómo?
—Observa —respondió Yamun. Hizo avanzar a su caballo, y le indicó a Koja que lo siguiera. La pareja cabalgó hasta donde se encontraba el portaestandarte. Desde aquel punto podían ver el valle en toda su amplitud—. Mira y aprende cómo luchamos.
Koja miró hacia Manass. Los jinetes de Shahin estaban formados delante de las murallas, justo fuera del alcance de tiro. El redoble del tambor de guerra del minghan resonó a través de los campos. Los guerreros cambiaron de posición y se agruparon por jaguns en forma de cuña. Shahin, marcado por su estandarte, ocupaba el centro de la línea. El estandarte se movió hacia la derecha y después se inclinó. Se escuchó un clamor, y el ala derecha de la caballería se lanzó a un galope desesperado hacia los muros. Koja, dominado por el horror, observó fascinado cómo avanzaban hacia la muerte.
Antes de que la carga pudiese cubrir la mitad del trayecto, comenzaron a caer las primeras víctimas de los arqueros khazaris: un jinete se desplomó sobre la montura; un caballo dobló las patas delanteras. A veces, caballo y jinete caían juntos para ser aplastados por el guerrero que venía detrás. Entre el estruendo de los cascos, se escuchaban los gritos de hombres y bestias.
El Khahan seguía atentamente el desarrollo de la carga, impasible ante la carnicería.
—¡Esto es un suicidio! —protestó Koja, furioso, llevado por la frustración de ver cómo los hombres morían inútilmente.
—Desde luego —contestó Yamun, sin molestarse en justificar sus acciones—. Pero ahora sé cuáles son las fuerzas y las debilidades del enemigo. Mira, ¿cuántos han muerto en la carga?
—¿Los habéis enviado para poder contar los muertos? —preguntó Koja, pasmado por el horror.
—Sí. Gracias a ellos, he averiguado la habilidad de los arqueros de Manass. ¿Has visto cuántas veces han disparado? ¿Su disposición en las saeteras? —Yamun hizo girar a su caballo y cabalgó de regreso hacia el campamento principal, Koja no lo siguió, incapaz de apartar la mirada de la terrible escena. Lo asombraba que Yamun Khahan, el gran líder de los tuiganos, un hombre que había conquistado casi toda la estepa, pudiese utilizar a sus tropas de una manera tan cruel.
En el fondo del valle, la primera oleada de soldados regresaba de la carga. Los cuerpos de hombres y caballos muertos señalaban el curso de su ataque. Las bestias heridas sacudían las patas en un último estertor, o renqueaban de vuelta hacia la línea. Los jinetes desmontados corrían por el campo de batalla, recogiendo a los animales, para después ir a reunirse con sus compañeros. Antes de que el ala derecha pudiera reagruparse, se dio la señal para la carga del ala izquierda.
Una vez más, se repitió el siniestro ciclo. Los guerreros galoparon y cayeron igual que antes. Esta vez, el sacerdote observó el desarrollo de la carga hasta su conclusión. De pronto, cuando habían recorrido poco más de la mitad de la distancia, los jinetes sofrenaron sus cabalgaduras y dieron la vuelta. Mientras iniciaban el galope de regreso, cada uno se volvió en la montura y disparó una flecha. Se escuchó un débil zumbido cuando la descarga voló hacia las almenas. Unos cuantos khazaris cayeron víctimas de las saetas, pero eran demasiado pocos en comparación con las pérdidas sufridas por los atacantes. De todos modos, Koja no pudo evitar su admiración por la valentía y la habilidad de los tuiganos.
Yamun se reunió con Koja en el momento en que la última carga se alejaba de las murallas. Un toque de corneta llamó a retirada. Los hombres de Shahin formaron en grupos y, tras recoger a los heridos, emprendieron el camino de regreso a la seguridad de sus líneas. Mientras se retiraban del campo de batalla, se abrió el portón de Manass para dar salida a los escuadrones de caballería. En un acto insólito, los khazaris abandonaban la seguridad de su fortaleza para perseguir a los pequeños grupos de tuiganos exhaustos, convencidos de que estaban derrotados. Los guerreros de Shahin no perdieron la cabeza, y cabalgaron siempre por delante de sus perseguidores. Aquí y allá, los caballeros khazaris alcanzaban a sus presas y masacraban a los tuiganos, pero el grueso de los hombres de Yamun escapó de la muerte. Koja se mostró asombrado de la disciplina y el control de los jinetes. En ningún momento se habían producido escenas de pánico.
—Has dicho que el señor de Manass prometió acabar con nosotros, ¿no es así? —preguntó Yamun de improviso.
—Sí, Khahan —respondió Koja, protegiéndose los ojos con una mano para poder ver mejor lo que ocurría en el valle.
—Entonces, el tal señor es un tonto. —Yamun palmeó el pescuezo de su caballo—. Necesito un plan. Ojalá el general Chanar estuviese aquí.
Koja se sorprendió al escuchar el comentario del kan.
—¿Por qué, señor? —inquirió.
—Chanar es un zorro, historiador. Es muy astuto en el campo de batalla. Entre los dos podríamos elaborar un plan. —Yamun estudió el campo de batalla. Abstraído, tironeaba de su bigote. Los jinetes khazaris habían cabalgado mucho más allá de la protección de los arqueros apostados en las murallas, y lo habían hecho en desorden, fuera del control de sus comandantes.
De pronto, Yamun se irguió en la montura y torció los labios en una sonrisa fría.
—¡Señal para los hombres en el risco, que se oculten! —le gritó al portaestandarte—. ¡Después señala a Shahin que vuelva aquí! —Yamun hizo girar a su caballo y trotó hacia el campamento donde lo aguardaban los demás kanes. Koja lo siguió, interesado por descubrir las intenciones del líder tuigano.
»Kanes, tengo un plan. Sacaremos a los hombres del risco, y luego atacaremos con tres minghans. —Se escuchó un murmullo de asombro entre los reunidos.
—Tres mil hombres no pueden vencer —opinó Goyuk, con un gesto de preocupación en su rostro arrugado—. No sirve, Yamun.
—Mañana es cuando venceremos. ¿Recuerdas la batalla del Pozo Amargo? —insinuó Yamun. La expresión de Goyuk se animó—. Entremos en la tienda —ordenó el Khahan. Koja se adelantó para unirse a los jefes, pero un par de guardias le impidió el paso. Antes de que pudiese reclamar la atención de Yamun, se cerró la puerta.
La reunión se prolongó más de una hora, y en este tiempo las idas y venidas de los mensajeros fueron constantes. Mientras esperaba, Koja observó las maniobras de las tropas, que parecían indicar una retirada inminente. Cuando acabó la reunión, los kanes corrieron a ocupar sus posiciones. Yamun y Jad estaban muy ocupados con los informes y mensajes, y Koja no tuvo ninguna oportunidad para interrogar a ninguno de los dos. El sacerdote sólo podía adivinar qué ocurriría después. Finalmente, Yamun ordenó que le prepararan un asiento en el risco. Koja lo siguió, a la espera de ver cómo se desarrollaban los acontecimientos.
—Ahora —ordenó Yamun, con la mirada puesta en el valle. Una trompa sonó a espaldas de Koja. El portaestandarte se adelantó a la carrera y movió sus banderolas. Se escucharon las voces de mando, el tintineo de los arneses, y el ruido de los cascos a medida que las tropas desfilaban ladera abajo.
El sol estaba casi en el horizonte cuando los tres minghans, tres mil hombres, alcanzaron los campos delante de Manass. Koja no disimulaba su curiosidad. No entendía cómo, sin la ayuda de equipos adecuados —escaleras, cuerdas—, Yamun esperaba superar las murallas de la ciudad. Quizás había algo que el lama desconocía respecto a las artes militares. Para él, era un desperdicio inútil de vidas humanas. Este nuevo ataque estaba condenado al fracaso, y sólo dejaría más muertos y heridos. ¿Qué podía ganar Yamun con estos ataques desesperados?
Consumido por la curiosidad, Koja pensó que tal vez pudiera averiguar los planes de Yamun haciendo valer su condición de historiador. Cruzó entre el grupo de mensajeros, y buscó al Khahan para pedirle una explicación, pero el gigantesco Sechen y otro guardia kashik salieron a su encuentro.
—Vendrás con nosotros, khazari —dijo el luchador. La voz del hombre era dura y tenía un tono de amenaza. Koja decidió no protestar—. El Khahan ha dado la orden de confinarte en una yurta. Vendrás con nosotros. —Sechen desenfundó su puñal.
—Pero ¡si no he hecho nada! —exclamó Koja.
—Eres un khazari. Acompáñanos o te mato. —Los guardias lo cogieron por los brazos. Resignado y bastante preocupado por su vida, Koja dejó que lo llevaran en volandas.
Los hombres lo dejaron en una pequeña yurta vacía y ocuparon sus puestos de vigilancia. Koja, sin nada más que hacer, se sentó junto a la puerta e intentó espiar la actividad en el exterior o escuchar cualquier conversación que pudiese informarle de lo que ocurría.
Durante mucho tiempo, no pasó nada digno de mención. Entonces, con los últimos rayos de sol, escuchó un trueno conocido. Caballos, un gran número de ellos, que marchaban al trote. Muy pronto, el ruido fue en aumento. Koja sólo podía imaginar la escena, al otro lado del risco. Los minghans avanzaban con el sol poniente a sus espaldas, para cegar a los arqueros en las saeteras. El lama aguzó el oído. Débilmente, a través del aire del crepúsculo, le llegaban los toques de cornetas y el redoble de los tambores de guerra. Después, una nota más aguda se agregó a los demás sonidos. Al principio, Koja no supo a qué atribuirla: por fin comprendió que eran los gritos de los jinetes y los relinchos de los animales.
Había comenzado la batalla de Manass, y él no podía hacer otra cosa que escuchar.
Los sonidos continuaron durante más de una hora después del ocaso, cada vez más débiles y menos frecuentes. Koja permaneció inmóvil, atento a cualquier golpe, grito o aullido que llegara hasta él. La batalla era un fracaso, un desperdicio de vidas sin justificación. Imaginó los campos frente a Manass cubiertos de hombres destrozados y caballos despanzurrados, y contuvo un sollozo involuntario al pensar en tantos sufrimientos inútiles.
Ésta era la visión que tenía Yamun de la conquista: un sueño colmado de sangre, valor y muerte, pero nada más. Koja se preguntó si el insensato ataque contra Manass era en realidad aquello que el dios de Yamun le había mostrado al Khahan durante la tormenta. ¿Era esto lo que pretendía Yamun?
Hasta ese día, el sacerdote pensaba que Yamun podía conquistar Khazari. También había estado seguro de que podía persuadírselo de que no asolara el país. Koja había intentado insinuar y sugerir las posibilidades de un gobierno pacífico. ¿Qué esperanzas quedaban en pie? Si el Khahan estaba dispuesto a enviar a sus propios hombres a la muerte sin pestañear, ¿cómo podía pensar en su clemencia con Khazari?
Las imágenes de su sueño volvieron a su mente mientras se paseaba por el interior de la yurta. Su viejo maestro le había hablado de su señor, y la extraña criatura afirmaba que Koja servía al Khahan. ¿Quién era su señor? El príncipe Ogandi lo había enviado como embajador a los tuiganos. El Khahan lo había enviado a su vez como embajador a los khazaris, y ahora era un prisionero. Koja se sintió perdido; los sucesos del día habían puesto en duda sus propias acciones. Como consecuencia de sus actos no existía un tratado entre los tuiganos y los khazaris. En cambio, ahora había un ejército en las fronteras de su patria. Como embajador, le había fallado a su príncipe.
Agotado, el lama volvió a sentarse y rezó a Furo para pedir su guía, musitando sus sutras acurrucado junto a la puerta. Por fin, Koja comprendió qué debía hacer. Como lama del Iluminado, debía aconsejar al Khahan para que se convirtiese en un auténtico gobernante, en algo más que un simple señor de la guerra.
Tras tomar su decisión, Koja se esforzó por escuchar algún ruido del enfrentamiento, pero el tumulto de la batalla había cesado. El sacerdote esperó pacientemente hasta que el sueño lo venció.
* * *
Los guardias entraron y despertaron al lama en plena noche. Estaba oscuro como boca de lobo y hacía mucho frío. Koja comenzó a temblar desde el momento en que abrió los ojos.
—Deprisa —ordenó Sechen—, ven con nosotros. —Koja escuchó las palabras sin entenderlas del todo. Los hombres lo sujetaron por los brazos y lo pusieron de pie—. Es hora de marcharnos.
—¿Adónde vamos? —preguntó Koja, mientras los kashiks lo sacaban a empellones. Sus guardaespaldas no se mostraban muy amables.
—Lejos. Nos vamos —respondió Sechen, aunque la respuesta no le sirvió de mucho a Koja. El guardia empujó al sacerdote hacia un caballo. Los sirvientes ya habían comenzado a desmontar la tienda. La actividad era frenética en todo el campamento, pero todo se hacía en silencio. No se escuchaban los sonidos habituales; ningún grito ni golpes de enseres, ni siquiera el mugido de los camellos. Los hombres, incluso sus vigilantes, hablaban en susurros, y los fuegos eran poco más que un puñado de brasas.
—Quisiera ver al gran kan —manifestó Koja, más despierto.
—Lo verás —contestó un guardia, para gran sorpresa de Koja. Un palafrenero sujetó al caballo para que el lama pudiese montarlo.
—Cállate —siseó Sechen. El otro guardia asintió, con una sonrisa que dejó al descubierto sus cariados dientes. De un envión subieron al sacerdote al caballo, y después montaron los suyos. El luchador sujetó las riendas del animal de Koja. No se escuchaba el ruido de los cascos; los pasos sonaban como algo que se arrastraba. El lama miró las patas del caballo guía y descubrió que le habían envuelto los cascos con tiras de fieltro. Evidentemente, el ejército tenía la intención de marchar con el mayor sigilo posible.
El grupo cabalgó en la oscuridad durante algún tiempo, casi siempre cuesta abajo. A su alrededor, Koja podía escuchar los ruidos apagados de otros jinetes. Las siluetas entraban y salían de su campo visual. El lama se preguntó si marchaban hacia Manass. ¿Acaso, contra todas las probabilidades, Yamun había conquistado la ciudad, o el kan pretendía reforzar a los tres mil hombres acampados frente a las murallas?
A medida que transcurrían las horas, el sacerdote estaba cada vez más confuso. Habían viajado mucho si es que iban hacia Manass, a pesar de que avanzaban casi al paso.
Con el alba, Sechen y su compañero hicieron un alto. Se encontraban en el borde de un macizo rocoso que daba a un valle muy llano. Una fila de álamos marcaba el curso de un pequeño arroyo que atravesaba el valle. A espaldas de Koja había más árboles, que daban una tonalidad azulverdosa a las montañas bajas.
Mientras Sechen se ocupaba de que los caballos bebieran, se presentó otro guardia nocturno con un mensaje para el luchador.
—El Khahan ordena que lleves al sacerdote a su presencia —comunicó el mensajero. Unos minutos después, Koja estaba en el campamento de Yamun.
El lama esperaba encontrarse con una actividad frenética: a Yamun muy atareado en escuchar informes y dictar órdenes, a los mensajeros corriendo de aquí para allá, a los comandantes ocupados en planear estrategias, tal cual era la imagen que, según él, debía tener el cuartel general de un líder en los momentos previos a las batallas. Sin embargo, cuando llegó allí, no disimuló su sorpresa. Yamun Khahan, su hijo Jad y el viejo Goyuk estaban sentados en sus taburetes, dedicados a tomar el té.
Un poco apartado del grupo había un anciano hechicero. A la suave luz del alba, el mago flaco y consumido parecía irradiar una sensación sobrenatural. Quizás era el efecto de toda una vida de estudio de magias extrañas. Koja sabía que las artes arcanas exigían mucho de sus estudiosos, y que algunas veces les arrebataban la vitalidad.
Al igual que los otros, el hechicero bebía una taza de té tuigano aunque sin participar en el murmullo de la conversación. En cambio, el hombre permanecía lo bastante cerca para escucharla, pero con la mirada puesta en la salida del sol por encima de los picos nevados de Khazari.
Yamun y sus compañeros no parecían tener prisa o preocupación alguna, sino que, por el contrario, tenían el aspecto de un grupo que descansa antes de salir de cacería. Interrumpieron la charla al advertir la presencia de Koja. Jad hizo ver que contemplaba la línea de árboles, y el viejo Goyuk le dedicó una sonrisa, antes de beber con mucho ruido un sorbo de té. Yamun dejó su asiento cuando Koja se acercó al círculo.
—Bienvenido —lo saludó con voz plácida, y Koja no pudo adivinar el humor del Khahan—. Siéntate. Toma un poco de té.
Koja aceptó la invitación, mientras intentaba descubrir cuál era el trato que se le dispensaba. En un mismo día, había sido diplomático, prisionero, y ahora… bueno, no lo sabía. Habían pasado muchas cosas, y ninguna parecía tener mucho sentido.
—¿Khahan, soy vuestro prisionero o vuestro enviado? —Koja escogió las palabras con precaución, para no provocar una reacción violenta por parte de Yamun.
—En mi tierra, eres mi historiador —explicó Yamun, rascándose la barba—. En Khazari, eres un khazari. Algunos de mis kanes creen que eres un espía muy astuto. No quiero que se preocupen por ti.
—Pero…, pero, gran señor —tartamudeó Koja—. Ayer me enviasteis a Manass para entregar vuestro ultimátum.
—Sí, pero recuerda que fue a petición tuya. Pensé que podrías persuadirlos de que fuesen razonables. —El Khahan sujetó a Koja por un brazo y lo apartó de los demás—. Fracasaste. Y, a tu regreso, cargabas con diez hombres muertos. Se han hecho preguntas.
—¿Preguntas? —La voz de Koja se endureció, con un enojo inesperado.
—Son un insulto y carecen de todo fundamento —le aseguró Yamun.
—De todos modos, se hicieron preguntas y ordenasteis que me encerraran.
—Sí —respondió el Khahan, sinceramente—. Fue por tu propia seguridad.
—¿Mi propia seguridad? —repitió Koja, escéptico, irritado por la sugerencia.
—Si sales a pasear por allí antes de una batalla, la gente puede creer que eres un espía. Si no sales, nadie te matará. Un buen plan —graznó Goyuk, interrumpiendo la conversación desde el otro lado del círculo. Esa mañana, el viejo parecía estar de muy buen humor.
Koja reflexionó en las palabras del anciano general. Tenían sentido, aunque no podía evitar la sospecha de que Yamun quizá tenía otros motivos para su confinamiento.
—¿Qué ocurrió a la puesta de sol? Escuché los ruidos de una batalla… —dijo Koja, en un intento de llevar la conversación hacia otros derroteros.
—¿Eres hombre del Khahan o del príncipe Ogandi? —intervino Jad. Se puso en pie, con la mirada de sus oscuros ojos puesta en el rostro del lama. Por su parte, Koja espió a Yamun.
El grupo permaneció en silencio, a la espera de la respuesta de Koja. Yamun se acomodó en su taburete y jugó con un pequeño puñal, sin dejar de estudiar a su historiador. Goyuk simuló estar interesado sólo en su taza de té, pero vigilaba al nervioso lama por el rabillo del ojo. Únicamente el mago parecía no estar preocupado. De todos modos, Koja podía ver cómo flexionaba los largos dedos de sus arrugadas manos; practicaba los movimientos para lanzar un hechizo.
El lama intentó considerar sus opciones con calma, pero su mente estaba llena de recuerdos contradictorios. No podía olvidar los juramentos de lealtad a Ogandi, al templo de la Montaña Roja, al dios Furo. También aparecía la figura de su padre, sentado junto al hogar en invierno, Yamun inclinado sobre su camilla, y Chanar con la mirada inflamada por el odio. Por encima de todas estas imágenes, destacaba el sueño de su viejo maestro que construía paredes en la oscuridad.
—No tengo señor —susurró. Los recuerdos desaparecieron de su mente. Jad se relajó, aunque no mostró ningún placer por la respuesta del sacerdote.
Yamun se incorporó y dio un paso adelante. Apoyó una mano sobre el hombro de su hijo, y la otra en el de Koja.
—Mi historiador es un hombre honrado. «Los mentirosos nunca dicen no, los tontos nunca dicen sí» —citó, con la mirada puesta en Jad.
—¡Ai! —asintió Goyuk. Levantó su taza bien alto, y después bebió un sorbo.
—¡Ai! Por nuestro triunfo de hoy —exclamó Yamun, apartando sus manos. Jad cogió su taza y se unió al brindis. Koja buscó la suya para brindar con los demás.
Los hombres se sentaron y bebieron otra taza de té caliente. Incluso Koja agradeció la bebida salada; lo ayudaba a tranquilizar sus nervios. El sacerdote no sabía lo que podía ocurrir durante la jornada, pero ahora no le molestaba esperar.
—Es hora de prepararnos —avisó Yamun al cabo de un rato. Jad y Goyuk asintieron y abandonaron sus asientos—. Goyuk, toma el mando del ala derecha. Tú, hijo mío, comandarás el ala izquierda. Yo dirigiré el centro. Tú, Afrasib —ordenó, señalando al hechicero—, vendrás conmigo. Y tú también, Koja.
—¿Adónde vamos? —preguntó el lama, vacilante, confiado en que esta vez obtendría una respuesta.
—Es hora de poner en marcha mis planes —contestó Yamun, sin agregar nada más.
Capítulo 9
La trampa
Yamun Khahan paseaba por el fondo de la cañada polvorienta; apartaba los guijarros que encontraba a su paso a puntapiés, o trazaba surcos con la punta de la bota. De vez en cuando se detenía para después subir la pendiente y observar la llanura al refugio de la fila de árboles. A derecha e izquierda, había dos mil jinetes ocultos en la cañada, por debajo del nivel de la planicie.
Preparado para la próxima batalla, Yamun vestía su uniforme de combate: una resplandeciente coraza de acero, cincelada con dibujos florales, una falda de cuero cubierta con placas metálicas, y un yelmo dorado rematado en punta. Una cofia de cadena colgaba por la parte trasera del casco, como protección del cuello.
Durante las últimas tres horas, el Khahan, Afrasib, Koja y los guerreros habían esperado, impacientes, en aquel accidente del terreno. La cañada seguía un curso más o menos irregular; comenzaba en las colinas del norte, y luego se desviaba hacia el sudoeste, donde la boca del valle se abría hacia la estepa. Una hilera de álamos y tamariscos recorría los bordes y daba sombra a los cansados hombres. Koja, harto de contemplar el paseo de Yamun y aburrido de esperar, se sentó junto a un árbol y apoyó la espalda en el tronco. Sechen se instaló a unos pasos del lama, dispuesto a no perderlo de vista.
Koja sudaba hasta en la sombra. El gigantesco luchador había encontrado una coraza para el sacerdote, un pesado artilugio de placas metálicas cosidas a un arnés de cuero, en el estilo habitual de los tuiganos. La coraza le quedaba grande, con unas hombreras enormes y las mangas por debajo de las manos, pero el guardia había insistido en que se la pusiera. «Podría ser alcanzado por una flecha», había dicho. El casco que le suministró le sentaba tan mal como la coraza.
Koja observó al Khahan volver la espalda a la llanura y descender la ladera. Yamun se movía nervioso, impaciente porque sucediese alguna cosa.
—¿Por qué esperamos aquí, Khahan? —le preguntó Koja, cuando Yamun se acercó un poco más.
El Khahan se detuvo, sorprendido por la pregunta de Koja; frunció el entrecejo con una expresión de disgusto y estuvo a punto de contestarle de mala manera, pero enseguida se calmó.
—Esperamos aquí para conquistar Manass, historiador. Al menos, es nuestro plan.
—¿Manass? —exclamó Koja, atónito. Se puso en pie, entorpecido por la coraza que se enganchaba en la corteza del árbol—. ¿Aquí? ¿Cómo es posible?
—Entrarán en nuestra trampa —respondió Yamun, mientras se encaminaba otra vez hacia lo alto de la cañada. Koja advirtió que el tono del kan no tenía la convicción habitual. El caudillo miró al lama—. Acompáñame, sacerdote.
Koja se unió al Khahan, casi tambaleando por el peso de la armadura. Yamun señaló el extremo superior del valle, donde el suelo ascendía por el este hasta un paso bajo anidado entre las montañas. El camino hacia Manass atravesaba la cordillera por aquel paso.
—Mira allá —le ordenó Yamun, señalando una estribación que se adentraba en el valle desde el norte—. ¿Ves la línea oscura? Aquéllos son Jad y sus hombres. —Koja forzó la mirada; apenas si podía divisar la línea indicada. Años de escudriñar las inmensidades de la estepa habían agudizado la vista del Khahan.
»Las tropas de Goyuk están al otro lado del valle, cerca de aquellos árboles —añadió Yamun, abarcando con un gesto la llanura para después apuntar una ladera arbolada.
—Si vos lo decís, Khahan —dijo Koja, incapaz de ver ninguna señal de la presencia de tropas—. Pero estáis aquí, y Manass queda muy lejos. No entiendo cómo pretendéis conquistar la ciudad escapando de ella.
—Manass vendrá aquí, si todo sale como está pensado —murmuró el Khahan, con la barbilla apoyada en el pecho. Después irguió la cabeza y añadió con voz más firme—: Nosotros historiador, haremos que Manass venga aquí.
—¿Cómo?
—Tú me informaste de cuál había sido la reacción del señor de Manass. Nos llamó bandidos —contestó Yamun, de espaldas a la llanura—. Por lo tanto, actuó como un bandido. —Miró a Koja. La expresión del lama reflejaba su confusión.
»Ayer, ataqué y perdí… adrede. —Yamun levantó una mano para acallar los comentarios de Koja—. Murieron pocos hombres. Tenían orden de hacer mucha alharaca, y después escapar. Esta mañana, he dejado una fuerza pequeña cerca de Manass para que sirva de cebo, para que salgan a perseguirla. Sólo puedo rogar que Shahin Kan haga su papel. Si Chanar estuviese aquí, no tendría ninguna duda de la persecución. No hay nadie mejor para tender una trampa. —El Khahan dirigió una sonrisa débil al lama.
—¿Pero por qué suponéis que la guarnición abandonará la protección de las murallas? —preguntó Koja. Movió los hombros para acomodar la coraza que se resbalaba de su sitio.
—Su comandante es un idiota. Ayer, cuando Shahin se retiraba, los khazaris dejaron su fortaleza y persiguieron a los nuestros. No tenían ningún motivo, así que anoche ordené una diversión. Mis «bandidos» atacaron Manass y fracasaron. —Yamun señaló hacia el risco—. Esta mañana, los khazaris verán a un enemigo que se retira. Perseguirán a Shahin, con la esperanza de destruirlo. —El Khahan hizo una pausa y se quitó el casco. El sudor le corría por la cabeza—. Si no basta para provocarlos, Shahin tiene órdenes de incendiar todo lo que encuentre cercano a la ciudad.
»Esto obligará a salir al señor de Manass. Tendrá que proteger sus rebaños y a su gente. —Yamun se secó el sudor de la frente—. Pasaría por un cobarde si permaneciera oculto tras sus murallas. Por lo que he visto, querrá pelea. Después de todo, sólo somos bandidos. —El Khahan volvió a ponerse el casco.
—¿Y entonces? —insistió Koja.
—Entonces, Shahin traerá a los khazaris hacia aquí —afirmó Yamun, tranquilo—. Shahin cabalgará por delante nuestro, mientras permanecemos ocultos. A mi señal, los hombres atacarán a los khazaris por el flanco, mientras las tropas de Jad y Goyuk los pillarán por la retaguardia.
—¿Y si nadie persigue a Shahin? —inquirió Koja.
—Habré cometido un error en mi juicio acerca del señor de Manass —respondió Yamun—. Sería sabio de su parte quedarse en casa, pero vendrá. —El Khahan contempló el horizonte mientras hablaba.
Koja esperó el permiso de Yamun para retirarse. Por fin, el Khahan dedicó su atención a otros detalles, y el lama regresó junto a su árbol dispuesto a echar una cabezada. A pesar de su cansancio, no consiguió dormir.
Las moscas volaban lentamente por encima de su cuerpo. Pasó otra hora sin noticias de la llegada de Shahin. La mañana se convertía poco a poco en un caluroso día de primavera. El lama no podía hacer otra cosa que rezar y esperar.
—Ya llegan, Yamun Khahan —jadeó un mensajero, que subió la ladera a toda prisa para arrodillarse a los pies del caudillo—. Los exploradores señalan la llegada de Shahin.
Yamun le volvió la espalda al hombre y llamó a otro mensajero.
—Ve al príncipe Jad —ordenó—. Dile al príncipe que su padre le recuerda que no debe moverse hasta recibir la señal. —El mensajero partió a la carrera. Koja se levantó al escuchar el anuncio.
»Las cosas están casi a punto —le explicó Yamun, ansioso—. Shahin lo ha conseguido. Ahora, sólo necesitamos cerrar la trampa. —El Khahan se acercó al borde de la cañada y miró hacia el paso.
—Khahan, ¿habrá peligro? —preguntó el sacerdote, en cuanto alcanzó a Yamun. Hasta entonces, sólo había visto batallas, pero no había participado en ninguna.
—Desde luego —replicó Yamun—. Todas las batallas son peligrosas. —El Khahan se llevó una mano a la frente a modo de visera, y continuó con su observación sin hacer más caso a su historiador.
—¿Podría hacer algún hechizo, sólo como protección? No soy guerrero y…
—¡No! —gruñó Sechen, adelantándose para guardar a Yamun—. Nada de hechizos. —El luchador miró furioso al lama, que retrocedió atemorizado.
Al comprender lo que había hecho, Sechen se detuvo de pronto y se arrodilló a los pies de Yamun.
—Perdonad mi furia, gran señor; sólo pretendía protegeros.
—Lo has hecho con buena intención —lo tranquilizó Yamun, después de estudiar al hombre con atención. Se volvió hacia Koja—. Tendrás que asumir los riesgos al igual que todos nosotros. Nada de hechizos.
Tomada su decisión, Yamun escaló a un montón de rocas, seguido por Koja y sus guardias, para poder tener un punto de observación más adecuado. Koja llegó a la cima muy agitado y con la calva cubierta de sudor.
—¡Allá está Shahin! —exclamó Yamun, señalando hacia el risco más lejano. Koja apenas si consiguió distinguir una delgada franja gris que se movía. El Khahan corrió ladera abajo y se encaminó hacia su estandarte, al tiempo que movía los brazos para poner a su ejército en pie de alerta. Koja, más fatigado y sudoroso que antes, corrió tras él.
Cuando el Khahan llegó a su puesto de mando, aparecieron los primeros mensajeros. Yamun se abrió paso entre la cañada abarrotada, sin prestar atención a sus tropas, y fue al encuentro de un mensajero que se acercaba para comunicar su informe.
—Jad informa que sus hombres están en posición —dijo el hombre.
—Bien. Señalero, utiliza el banderín blanco para la derecha —ordenó Yamun, sin detenerse. El soldado hizo una rápida reverencia para hacerle saber que había escuchado la orden.
—Los exploradores avisan que Goyuk está preparado —añadió uno de los ayudantes del Khahan. Apenas si era poco más que un niño, quizá de catorce o quince años. Su rostro todavía mostraba la gordura infantil.
—¿Por qué Goyuk no lo ha comunicado? —exclamó Yamun, mientras el muchacho marchaba a su lado. Pasaron entre un grupo de caballos que piafaban, inquietos. Los jinetes acariciaban los pescuezos de los animales para tranquilizarlos.
—No lo sé, señor —respondió el ayudante, disculpándose.
—¡Pues entonces, averígualo! —ordenó el caudillo, enojado.
—¡Shahin se encuentra en el valle, gran señor! —gritó un mensajero que galopaba hacia lo alto de la cañada. Yamun se detuvo y miró al jinete, que se apeó de un salto.
—¿Quién es tu comandante? —preguntó el Khahan.
—Buzun. Uno de los oficiales de Shahin Kan, gran señor —se apresuró a contestar el hombre, con una rodilla en tierra. El sudor manchaba el polvo de sus ropas. Una de las trenzas del correo aparecía deshecha, y la otra estaba cubierta de grasa y mugre. Tenía los ojos hundidos y opacos por la fatiga.
—¿Qué hay del enemigo? —lo interrogó el Khahan, al tiempo que subía la cuesta—. ¿Hay algún otro mensaje de Shahin?
—La guarnición lo persigue a casi un kilómetro de distancia, tal vez un poco más, gran señor. Pero no más de un kilómetro y medio —contestó el mensajero. Koja trepó para reunirse con Yamun.
—¿Cuántos hombres persiguen a Shahin? —quiso saber el Khahan.
—Tres minghans de caballería y dos de infantería, pero éstos vienen más atrás.
—¡Maldita sea! —protestó Yamun—. No podemos dejar que se escapen. —Se volvió hacia sus ayudantes—. Enviad mensajeros a Jad y Goyuk. No deben atacar hasta que pase la infantería. Tendrán que darnos una señal con los tambores de guerra, cuando los infantes estén en la trampa. Demoraremos nuestro ataque hasta recibir su señal. Tú —agregó, dirigiéndose el mensajero—, regresa con Shahin y dile que acose a los jinetes, que los retrase. Quiero al enemigo bien agrupado. Dile a Shahin que no importan las pérdidas.
El mensajero saludó con una reverencia, contagiado por el ardor del Khahan.
—¡Un caballo fresco para este hombre! —les gritó Yamun a sus ayudantes en la cañada—. ¡Tú, dale tu caballo! —Señaló con un dedo al jinete más próximo. Sorprendido y nervioso, el hombre hincó la rodilla en tierra.
—¡Por vuestra palabra que así se hará! —gritó. El hombre sacó a su caballo de la cañada, sin dejar de hacer reverencias.
—¡Vete! —le ordenó Yamun al correo—. ¡Quiero que los khazaris persigan a Shahin con todo lo que tengan! ¿Lo has entendido?
—Sí, Khahan —respondió el jinete.
Yamun ni siquiera esperó a ver la partida del mensajero antes de volver su atención a las tropas ocultas en la cañada.
—Dad la orden —le dijo al ayudante que esperaba a su lado—. Es hora de prepararse.
Estas sencillas palabras tuvieron un efecto electrizante en el ejército. Se escuchó un murmullo de voces mientras se pasaba la orden, y después un coro de crujidos y tintineos de los arneses. Los hombres se levantaron del suelo donde habían descansado. Se ajustaron las cinchas una vez más, se dio otro repaso con la piedra de amolar a las armas ya afiladísimas, y los jinetes vistieron sus corazas. Los veteranos aprovecharon para beber un trago de cumis; no sabían cuándo tendrían otra oportunidad. Los caballos piafaron, incómodos por el súbito peso de los jinetes acorazados. El susurro de las oraciones flotó en el aire, y, como una ola en el océano, los hombres montaron, a una palabra del Khahan.
Después esperaron a que el estandarte de nueve colas del Khahan se levantara bien alto, y que sonara el tambor de guerra. Éstas eran sus señales, y ningún hombre se movería hasta que no fuesen dadas. Aquellos que se adelantaran serían azotados, los que desertaran serían decapitados.
Koja montó su caballo, una tarea harto dificultosa por culpa de la enorme coraza. El cuero se abombaba alrededor de su tronco y le daba el aspecto de una vejiga metálica. Para colmo de males, el casco se deslizaba sobre su cabeza, y golpeaba contra el puente de su nariz. El peso de la armadura sobre los hombros lo aplastaba. El lama se movió incómodo en la montura, consciente de que no había nacido para la vida guerrera.
Yamun cabalgó hacia donde estaba Koja, sin poder reprimir una sonrisa sarcástica al ver el ridículo aspecto del sacerdote.
—Nos espera una batalla más dura de lo que esperaba. Shahin necesitará ayuda para contener a la caballería el tiempo necesario para que la infantería caiga en la trampa —explicó el Khahan—. Cabalgarás conmigo; mis guardias te protegerán. Así y todo, quizá tendrás que luchar.
—No soy un guerrero —protestó Koja, apartándose el casco del rostro—. Va contra las enseñanzas de mi templo hacer daño a otro ser. No puedo ofender a mi dios, Khahan. No puedo luchar.
—Entonces, prepárate a que te aplasten la cabeza. El enemigo no tendrá tantos remilgos —replicó el caudillo—. Toma, coge esto. —Le ofreció una maza con púas metálicas—. No hace falta ser un experto para usarla. Procura no pegarle a tu caballo en la cabeza. —Yamun sujetó el brazo de Koja y le ató la correa del garrote a la muñeca—. No te la quites, o perderás la maza cuando descargues el primer golpe.
El peso de la maza lo tumbó hacia un costado. Una mano lo cogió por el hombro y lo enderezó en la silla. Una carcajada aguda sonó a sus espaldas. Koja se volvió a tiempo para ver a un guardia diurno que festejaba el incidente. Había algo en el aspecto del hombre que le preocupó, algo que no era del todo correcto: el rostro del hombre no parecía del todo humano. Koja parpadeó y se preguntó sí el cansancio y la luz del sol no le harían ver cosas extrañas. Al observar la mirada del lama, el guardia se deslizó detrás de un caballo y desapareció de la vista.
Montados, los soldados de Yamun esperaron en el mayor silencio posible la aparición de Shahin y sus tropas. Los guerreros se levantaban sobre sus estribos, y se protegían los ojos con la mano para poder ver mejor lo que ocurría en la llanura.
Un ruido fue el primer aviso de la llegada de Shahin: el retumbar de los caballos al galope. Alertas, los hombres se esforzaron por ver a sus compañeros. Una nube de polvo ascendió del fondo del valle y avanzó deprisa en su dirección. Nuevos sonidos llegaron hasta el ejército: gritos agudos, golpes metálicos e incluso alguna que otra orden.
—¡Arriba! —le gritó Yamun al señalero.
El estandarte de las nueve colas se alzó por encima de la cañada. Un griterío espontáneo se elevó de las filas mientras los hombres hacían avanzar sus caballos. Las bestias subieron por la ladera, arrancando la tierra blanca con sus cascos.
—¡Alto! —ordenó Yamun cuando la doble línea llegó junto a los árboles, que la ocultaba. El señalero movió el estandarte de un lado a otro. Los banderines de los tres tumens repitieron el movimiento, y los jinetes se detuvieron. Koja podía escuchar los gritos de los comandantes de los jaguns para que los guerreros mantuviesen una formación correcta.
Koja tragó lo que parecía ser un bocado de polvo. A toda prisa, comenzó a recitar sutras a Furo, mientras intentaba recordar alguna relacionada con el triunfo en la batalla.
La nube de polvo se acercó cada vez más rápida a la posición de Yamun. Las siluetas aparecieron entre la polvareda, y se convirtieron en jinetes que fustigaban con furia a sus monturas. El retumbar de los cascos era como el fragor del trueno; los gritos y las voces se escuchaban con toda claridad. De pronto, el lama vio pasar el estandarte dorado de Shahin Kan. Los guerreros continuaron su marcha por el valle, sin apartarse del trazado de la cañada. El polvo que levantaban a su paso se extendió sobre las tropas de Yamun ocultas en la arboleda, y disimuló del todo su presencia.
—¡Excelente! —gritó Yamun, por encima del estrépito que se alejaba—. Los hombres de Shahin han levantado el polvo suficiente para cubrirnos. Que los hombres permanezcan en sus puestos hasta que se dé la señal.
El ruido de los cascos y los gritos de los jinetes se perdieron en la distancia, pero la nube de polvo se mantuvo bien espesa. Koja se cubrió la boca con un pañuelo y cerró los ojos. A su alrededor, podía escuchar las toses de los hombres y los relinchos inquietos de los caballos.
Los sonidos de los guerreros de Shahin fueron reemplazados por el galope de los perseguidores khazaris. La polvareda no había tenido tiempo de disiparse, cuando otra oleada de jinetes apareció a la vista. El golpeteo de los cascos, el tintineo metálico y los gritos eran idénticos, sólo que esta vez los jinetes vestían el azul y amarillo de Manass.
Koja echó una mirada inquieta a la línea de soldados a su derecha, una línea que se perdía en la bruma marrón. Los jinetes mostraban una expresión seria, con las riendas bien sujetas en las manos. Observaron el paso del enemigo, nerviosos, atentos a la señal del Khahan. El sacerdote miró a Yamun y lo vio sentado, serio e impasible, con sólo una leve expresión preocupada. Koja se apartó el pañuelo de la boca y se inclinó para hacerle una pregunta.
En aquel momento, un rumor distinto, más débil y grave, se añadió al estruendo. Era el batir de los tambores de guerra, que llegaba de lejos. Yamun se irguió de un salto y levantó una mano para avisar a los señaleros ubicados a sus espaldas.
—Arcos y tambores —ordenó.
El ayudante que estaba junto al Khahan empuñó su arco y colocó una extraña flecha con la punta en forma de bulbo tallado. En lugar de apuntar al enemigo, el hombre dirigió la flecha hacia arriba, como si disparase a las nubes. Los señaleros hicieron lo mismo.
A una señal del Khahan, los arqueros dispararon sus flechas hacia el cielo. Un coro de agudos aullidos destacó entre el estrépito. Koja, sorprendido, tiró de las riendas de su caballo, y a punto estuvo de salir disparado al galope. Sechen sujetó a la bestia de la brida y lo dominó.
—Flechas silbadoras —gritó el guardia, señalando las saetas que proseguían su vuelo por encima de los jinetes enemigos.
La señal puso en marcha a las tropas. Koja observó cómo cada uno de los hombres se apresuraba a coger el arco y poner una flecha, mientras sostenía un puñado de saetas de reserva.
El Khahan bajó la mano. Otro enjambre de flechas silbadoras emprendió el vuelo, seguido por un fuerte tañido, como un instrumento desafinado, a medida que los guerreros disparaban sus arcos. Las flechas surcaron el aire, para desaparecer entre la nube de polvo. Desde la llanura, llegaron los gritos de sorpresa. En los momentos en que el polvo se abría un poco, Koja pudo ver unos cuantos jinetes muertos o heridos tendidos en el campo. Los restantes se arremolinaban, confusos y asustados, mientras intentaban descubrir a sus atacantes.
Sin darles tiempo a recuperarse, los guerreros de Yamun continuaron lanzando sus flechas a gran velocidad en medio de la cortina de polvo. Los gritos de los heridos se confundían con las órdenes en khazari que sólo Koja podía entender, en tanto los oficiales se desesperaban por recuperar el control de sus tropas. Los hombres gritaban por las heridas, llamaban a sus amigos o a sus caballos. A medida que el polvo se posaba, se podía ver el campo de batalla dominado por la confusión y el miedo.
—¡Ahora, antes de que se recuperen, a la carga! —ordenó el Khahan. El estandarte de nueve colas se movió hacia el frente, y tocaron los tambores de guerra. A lo largo de la línea, Koja vio los banderines de los tres tumens transmitir la señal. Los tres mil hombres se lanzaron al galope.
Koja tiró de las riendas para contener a su cabalgadura. La yegua luchó contra el bocado y caracoleó, en un esfuerzo por sumarse a la carga. Fue necesaria toda la fuerza de Sechen, que la sujetaba de la brida, para dominar al nervioso animal.
Sólo después del paso de los guerreros, avanzó Yamun. Poco a poco, el Khahan y su comitiva aumentaron la velocidad para mantenerse cerca de los jinetes que cabalgaban a la vanguardia. Muy pronto alcanzaron a los rezagados: caballos cojos, soldados caídos que se apresuraban a sujetar a sus animales y volver a montar, y jamelgos que no aguantaban el esfuerzo. Koja se aferró al pomo de su silla mientras avanzaba hacia la línea enemiga.
La batalla se convirtió para el sacerdote en una sucesión de imágenes caóticas. No había orden ni sentido en nada de lo que veía. No era como las batallas que había imaginado: ordenadas, correctas, casi majestuosas. Por el contrario, la carga era como abrir la puerta al reino de Li Pei, el gran juez de los infiernos.
Los primeros segundos del ataque fueron los más claros. A medida que los tuiganos de vanguardia arremetían contra el flanco de la caballería khazari, Koja podía ver el asombro y el miedo en los rostros enemigos. Los khazaris todavía no habían reaccionado ante el aluvión de flechas y, al parecer, no esperaban una carga.
Los dos ejércitos chocaron. Un estampido, semejante a un trueno, resonó entre la muchedumbre. Koja nunca había presenciado el encuentro de dos líneas enemigas, y la impresión del primer impacto —el choque de caballos, hombres, lanzas y armaduras— lo estremeció de pies a cabeza.
Casi enseguida, las dos fuerzas se confundieron en una masa. Los tuiganos cabalgaron en línea recta contra el enemigo, de modo que aprovecharon el impulso de la carga para adentrarse en el corazón del ejército rival. Los khazaris no sabían por dónde hacerles frente y descargaban golpes en todas las direcciones, mientras los oficiales se desgañitaban dando órdenes, en un intento desesperado por reagrupar a sus unidades.
Antes de que Koja tuviese tiempo para captar la situación, Yamun y su grupo estaban entre las filas enemigas. Un guerrero barbudo y de rostro afilado, vestido con una túnica de seda mugrienta, cargó con su lanza contra el lama. En un gesto instintivo, Koja levantó la maza para defenderse. La punta de la lanza se desvió al rebotar contra el mango de la maza, y rozó las escamas metálicas de su armadura. Mientras el hombre pasaba de largo, un puño enorme apareció por la derecha y se estrelló contra la barbilla del khazari, que salió despedido de su montura y cayó al suelo después de chocar contra el flanco de la yegua. Sechen se acercó al lama y, con una sonrisa, le mostró el puño. El sacerdote se volvió, horrorizado por la experiencia. El khazari caído ya no estaba a la vista; había desaparecido entre los cascos de los caballos.
Después de aquello, Koja ya no sabía quién ganaba, ni distinguía entre amigos o enemigos. Su yegua saltó por encima de un caballo herido que, tumbado panza arriba, lanzaba coces en medio de su agonía. Por todas partes, sonaban unos alaridos a cual más espantoso. Un guerrero tambaleante se aferraba al extremo de una lanza que le había atravesado el pecho de parte a parte. Otro soldado, desplomado sobre la montura, se sujetaba un muñón sangriento a la altura de la muñeca; tenía los ojos vidriosos y casi blancos, y balbuceaba oraciones a algún dios. Dos jinetes se enfrentaban a un tercero, dispuestos a tumbarlo de su silla.
De pronto, la lucha pareció haber llegado a su fin. La carga de los hombres de Yamun había tenido un efecto impresionante en las líneas enemigas. La súbita aparición de los guerreros había puesto en fuga a la caballería khazari. Los soldados regresaban por donde habían venido, sin hacer caso de sus oficiales y abandonando a sus heridos.
—¡Señala la persecución! —gritó Yamun a su señalero. Los comandantes de los jaguns ya reunían a sus hombres. Ondeó el estandarte, y los tambores de guerra recogieron la señal. Sin darles ni un respiro a las tropas khazaris para que pudiesen reagruparse, Yamun lanzó una nueva carga contra ellos. Las líneas de la caballería tuigana se desplegaron en abanico mientras avanzaban.
Un jinete vestido con la armadura de los guardias diurnos pasó a galope tendido junto a Koja. «Algún guerrero enardecido que quiere impresionar a su Khahan», pensó el lama. Lo observó, interesado en saber si lo conocía. Con gran asombro, descubrió que se trataba del mismo guardia que había visto antes, el hombre que había provocado sus sospechas. Unos metros más atrás, lo seguía Afrasib, el hechicero, quien por toda arma portaba una delgada vara de hueso. Una chispa brotó de su extremo, y unas llamaradas aparecieron en el suelo, por la derecha, a una distancia considerable. Una fina nube de humo flotó en el aire por unos segundos. El hechicero se rió a mandíbula batiente, estimulado por el placer maníaco de la destrucción.
Sin previo aviso, el grupo de Yamun se vio frente a un pelotón de khazaris, hombres que no tenían la intención de dar media vuelta y huir. Debían de ser unos diez o doce al mando de un comandante. El impulso de Sechen lo llevó a través del enemigo, que se dispersó. Algunos de los lanceros khazaris se lanzaron contra el portaestandarte de Yamun, y lo obligaron a separarse del Khahan. Otros dos se arrojaron sobre Koja, pero tuvieron que hacer frente a los guardias del lama. El guardia diurno sospechoso azotaba despiadadamente a su caballo sin desviarse en su loca carrera hacia el Khahan. Por un instante. Koja quiso llamarlo, pero después comprendió que la obligación del guardia era proteger al Khahan, y no a él.
Koja vio cómo el guardia, con una expresión ufana en su zorruno rostro, se aproximaba a Yamun por atrás, y dio por sentado que su intención era ayudar a su jefe. Pero de pronto lo invadió el pánico cuando el hombre levantó su lanza y la hundió en la espalda del Khahan.
Yamun soltó un grito de rabia y dolor y se giró en su montura, al tiempo que descargaba un mandoble del revés. Koja escuchó un ruido sordo cuando la espada de Yamun chocó contra la clavícula de su agresor y le hendió la armadura hasta el pecho. El asesino dejó caer la lanza, sorprendido, y un chorro de sangre brotó de sus heridas. Casi sin fuerzas, desenvainó su espada e intentó asestar un último golpe. Falló, y la hoja pinchó la grupa de la blanca yegua de Yamun. Los khazaris, viendo su oportunidad, se precipitaron sobre él.
La yegua de Yamun relinchó espantada por el puntazo del guardia, y se desbocó. Lanzada en un galope descontrolado, se llevó por delante a los dos jinetes enemigos. El caballo de uno de los hombres trastabilló por el golpe recibido, y su jinete olvidó el ataque, preocupado sólo por aferrarse a las crines para no perder el equilibrio. No lo consiguió, y cayó al suelo.
Con una rapidez sorprendente, Yamun se recuperó del revés y lanzó su espada en un golpe ascendente hacia adelante. La punta de su acero se deslizó por debajo de la coraza del otro khazari. Con una veloz media vuelta, Yamun despanzurró a su enemigo. Los ojos del hombre se abrieron desmesurados por el asombro y el dolor, al tiempo que sus manos se cerraban sobre su abdomen. Su lanza cayó a tierra, y un segundo después la siguió su cuerpo, mientras el Khahan soltaba la espada que no había podido sacar del cadáver.
De pronto, Yamun se desplomó sobre la silla, demasiado exhausto para recuperar el arma. Una enorme mancha de sangre, su sangre, empapaba la espalda de su coraza y manchaba los adornos de plata de su montura.
Koja comprendió que no había nadie más para socorrer a Yamun. Sin pensarlo, clavó las espuelas a su caballo y se lanzó al galope. El guardia diurno, aferrado al pomo de su silla, estaba a punto de atacar al indefenso Yamun por la espalda.
La urgencia impulsó a Koja a formar un escudo mágico alrededor del Khahan. Con las riendas sujetas en una mano y las piernas abrazadas al pecho de su caballo, el lama intentó trazar en el aire los símbolos arcanos del encantamiento y los sutras necesarios. Ahora, sólo la gracia de Furo podía salvar a Yamun.
La espada del asesino estaba a punto de atravesar el cuello de Yamun cuando Koja acabó su hechizo. Una fuerza invisible rodeó al Khahan y lo apartó del ataque, pero no fue suficiente. La punta de la hoja se clavó en el hombro de Yamun, y la sangre manó a través del agujero en la coraza.
El impulso del golpe puso al asesino al alcance del Khahan. En el momento en que se acercó lo bastante, Yamun tendió una mano y sujetó el brazo de su agresor. Con la fuerza de una fiera, el guerrero arrancó al traidor de su montura. Una daga muy larga apareció en la otra mano de Yamun. Sin soltar a su presa, hundió la daga en el costado del asesino. El hombre profirió un aullido inhumano y se retorció en un último esfuerzo por librarse. A pesar de sus heridas, el caudillo no lo soltó.
En aquel instante, el khazari que había sido desmontado avanzó a la carrera, con la espada en alto. Yamun lo vio venir por el rabillo del ojo. Un gruñido de agonía escapó de sus labios mientras levantaba el cuerpo del asesino ensartado en su daga, y lo lanzaba contra el nuevo atacante. El cuerpo se estrelló de cabeza contra el khazari, y los dos hombres rodaron por tierra.
Un rugido atronador y chirriante a la vez estremeció a Koja. Las ondas de sonido le martillearon los tímpanos. Unos metros más allá, Yamun se llevó las manos a la cabeza, en un gesto de agonía. El Khahan aflojó el cuerpo y cayó de la montura, para ir a estrellarse contra el suelo como un saco.
Los ojos del lama se llenaron de lágrimas de dolor, que le impedían ver. El terrible aullido cesó tan bruscamente como había comenzado. Aturdido por el dolor, Koja se sujetó a las crines del caballo y se enjugó las lágrimas. Miró a sus espaldas, y vio a Afrasib que, con una expresión de triunfo en el rostro, avanzaba apuntando con su vara de hueso al cuerpo inmóvil de Yamun. Koja vio cómo la risa del brujo le sacudía los delgados hombros, aunque no podía escuchar las carcajadas por culpa del espantoso zumbido que persistía en sus oídos.
Koja comprendió que debía hacer algo de inmediato, porque el primer hechizo protector no serviría de nada frente al ataque mágico del hechicero. Por suerte, Afrasib no prestaba ninguna atención al lama. Desesperado, Koja miró en todas direcciones a la búsqueda de alguien que pudiese socorrer al Khahan. El ataque tuigano había funcionado a la perfección, y ahora las tropas de Yamun se encontraban ocupadas en la persecución del enemigo. Alcanzó a distinguir a Sechen, pero el gigantesco luchador estaba demasiado lejos para llegar a tiempo de echarle una mano.
El lama pensó en los hechizos que conocía. Necesitaba uno capaz de paralizar al mago completamente, no sólo de herirlo. Mientras Afrasib estuviese vivo y con capacidad de moverse, era peligroso. La única manera de conseguirlo era a través de la congelación. Koja metió una mano en la pequeña bolsa colgada del pomo de su silla, y buscó los ingredientes necesarios para el hechizo, sin dejar de musitar oraciones a Furo y al Iluminado, porque ahora, más que nunca, necesitaba su ayuda.
Rápidamente, los dedos de Koja sujetaron la pequeña bola de hierro que necesitaba para el hechizo. Retiró la mano del saco y lanzó el perdigón contra Afrasib, al tiempo que gritaba las palabras del encantamiento. Como todavía no podía oír, tenía que confiar en haber dicho la fórmula correctamente.
En un acto instintivo, Afrasib se retorció en la silla en un intento de apartarse de la trayectoria del proyectil, y, cuando la bola hizo blanco, lo congeló en pleno movimiento: un brazo levantado para protegerse de la bola y el cuerpo echado hacia atrás. Su rostro se veía retorcido en una expresión de furia y sorpresa. El hechicero se mantuvo montado por un segundo, y enseguida cayó de costado y chocó contra el suelo, rígido como una tabla.
Koja, agotado por la tensión, se abrazó al pescuezo de la yegua y olió su sudor agridulce, aliviado. Entonces recordó a Yamun. Con movimientos torpes, desmontó y caminó con paso inseguro hasta donde yacía el Khahan, boca arriba.
Antes de examinar el cuerpo, el lama ya había dado por muerto a Yamun, pero de improviso vio un movimiento en sus párpados y se detuvo, incrédulo. Después se apresuró a darle la vuelta para ver sus heridas. En el hombro izquierdo tenía un corte del que todavía manaba sangre.
Con una daga, cortó las correas de cuero de la coraza y apartó el pesado chaleco, entorpecido en sus movimientos por las mangas demasiado largas de su propia coraza. Molesto, se despojó de la prenda y, cortando un trozo de su túnica, lo utilizó para taponar la herida antes de proseguir con el examen. Un poco más abajo encontró el agujero producido por la lanza. Una vez más, Koja empleó la daga para poder ver la herida. Era pequeña comparada con el corte en el hombro, pero más profunda, y los bordes estaban amoratados e inflamados. Koja apretó la herida suavemente, y un chorro de pus verde amarillento corrió entre sus dedos.
—¡Veneno! —exclamó en voz alta.
Continuó con su trabajo, y de pronto cayó en la cuenta de que volvía a oír. Este conocimiento le recordó dónde estaba y, temeroso, miró en derredor alerta a la presencia de algún enemigo. No había ningún khazari a la vista; en cambio, divisó a Sechen y al portaestandarte que venían en su dirección.
—¡Aquí! —gritó, al tiempo que se levantaba de un salto—. ¡Aquí! ¡Yamun está aquí! —Sus gritos actuaron como una descarga eléctrica en los dos tuiganos, que azotaron a sus agotados caballos para ponerlos al galope. Sechen no se molestó en tirar de las riendas cuando llegó al lugar, sino que saltó de la silla con la espada desenvainada, mientras el animal corría libre unos cuantos metros más.
—¡Atrás, demonio khazari! —gruñó Sechen, apartando al sacerdote de un empellón—. ¡Morirás por lo que has hecho!
—¡Se muere! ¡Mira a aquellos dos! ¡Mira al hechicero! —replicó Koja, con la rabia surgida de la desesperación. Señaló el cuerpo congelado de Afrasid—. ¡Quizá pueda salvarlo! ¡Déjame trabajar!
En aquel momento, el portaestandarte llamó al luchador a grito pelado.
—¡Sechen, ven aquí! ¡Mira esto! —Se encontraba en el lugar donde habían caído el guardia traidor y el khazari. El soldado yacía debajo, al parecer muerto en la caída, y el guardia diurno estaba tendido sobre su pecho, boca abajo.
—Mira —dijo el hombre. Con la punta de la bota, empujó el cadáver del guardia para darle la vuelta.
Sechen contuvo el aliento, sorprendido. La criatura que tenía ante sus ojos no era un hombre. Su rostro había sido reemplazado por el de un zorro. La suave piel marrón de su hocico aparecía manchada de sangre. Sus manos eran zarpas largas y delgadas, aunque provistas con dedos humanos en lugar de uñas.
—Por Furo todopoderoso —susurró Koja, junto a Yamun, cuando vio al ser—. Es un hu hsien.
—¿Y eso, qué es? —preguntó Sechen.
—Un espíritu maligno —contestó Koja en el acto—. Atacó al Khahan ¡Ahora, dejadme que lo ayude!
Los guerreros tuiganos intercambiaron una mirada, a la espera de que fuese el otro el que se animara a tomar la decisión.
—¡Muy bien! —decidió Sechen—. Pero si él muere, morirás tú también. —Se sentó en cuclillas cerca del lama para observar todos sus movimientos.
—Traed la bolsa que está en mi montura —ordenó Koja, sin perder un segundo. El señalero hizo lo que se le pedía.
El problema más urgente era el veneno. El lama cogió unas hierbas de la bolsa y las apretó contra la herida de la lanza, recitando una plegaria. Notó un calor en las palmas cuando el hechizo comenzó a tener efecto.
—El Khahan ha sido envenenado. No puedo quitar el veneno, aunque ahora he conseguido evitar que se le extienda por el cuerpo. Quizás esto me dé tiempo para encontrar la cura —explicó Koja, con el propósito de disipar las sospechas de Sechen.
A continuación, volvió a examinar las heridas. Eran graves, pero no lo suficiente para matar al Khahan. Sin embargo, si Furo le concedía su ayuda, era mejor curarlas enseguida. Inclinó la cabeza y comenzó a rezar mientras pasaba las cuentas de su rosario. Cuando acabó la oración a Furo, le temblaban y ardían las manos con el poder que inundaba su cuerpo. Suavemente, apoyó una palma en cada una de las heridas, y después las apretó con firmeza. Yamun se sacudió y soltó un gemido. La sangre corrió entre los dedos del lama, y el calor aumentó debajo de sus manos, esta vez más fuerte y duradero. Sechen respiró entre dientes, con un silbido agudo.
—Mira. Se cierran las heridas —susurró. La piel blanca rosada creció ante los ojos del luchador y cerró las heridas dejando sólo una ligera cicatriz. Por fin, Koja soltó un suspiro de alivio y apartó las manos. Cortó otro trozo de su túnica, lo humedeció con saliva, y limpió la sangre para comprobar el resultado de su trabajo. El lama vigiló la respiración del Khahan hasta ver que el hombre dormía tranquilo.
—El Khahan está mejor —dijo, y se sentó en el suelo, agotado—. Pero todavía tiene el veneno en la sangre y puede morir. ¿Podéis llevarlo hasta el campamento?
Sechen asintió y miró al sacerdote, maravillado.
—¿Estás seguro? —insistió Koja—. ¿Qué pasa con la batalla?
—Ya lo has visto: se ha acabado. Hemos ganado. El príncipe Jad y Goyuk Kan se encargarán de eliminar los últimos focos de resistencia. —Con mucho cuidado, Sechen levantó al Khahan entre sus brazos.
—Entonces, llévalo a su tienda. Necesita descanso —lo urgió Koja.
—Por tu palabra, así se hará —respondió Sechen—. Pero tú vienes conmigo. —El luchador señaló al portaestandarte—. Él se encargará de informar al príncipe de lo ocurrido. —Koja se levantó con gran esfuerzo, y ayudó a Sechen para montar el cuerpo del Khahan en la silla. Yamun apenas si parpadeó con el trajín.
—Ah, antes de que me olvide —añadió el lama—, allá está el brujo, Afrasib. Ayudó al hu hsien, y estuvo a punto de rematar a Yamun. Ahora mismo no puede moverse, pero no tardará en recuperarse. Tendríais que hacer algo con él. —El portaestandarte echó una mirada a la figura inmóvil y sonrió con ferocidad. Antes de que Koja pudiese evitarlo, el soldado corrió hasta donde yacía el hechicero y lo degolló de un solo tajo.
—Siempre había deseado cortarle el cuello a uno de los lacayos de Bayalun —afirmó con frialdad. Mientras Koja lo miraba horrorizado, el hombre montó en su caballo y se alejó al galope para informar al príncipe Jad del estado de su padre.
—¡No tenía que matar al hechicero! —protestó Koja—. ¡Era necesario interrogarlo!
—Sacerdote, el hechicero recibió el castigo que se merece toda la pandilla de Bayalun. Agradece no estar entre ellos —replicó Sechen muy serio y, sujetando las riendas del caballo del Khahan emprendió el camino de regreso al campamento.
* * *
Aquella noche hubo consejo en la yurta de Yamun. En el exterior, los mejores y más fieles de los guardias nocturnos rodeaban la tienda. Todos llevaban corazas y muchas armas, y se mostraban nerviosos e inquietos. Varios conejos habían resultado muertos a flechazos cuando hicieron un poco de ruido entre los arbustos. Además, los guardias se vigilaban entre sí. Los rumores circulaban por todo el campamento: se hablaba de traición entre los guardaespaldas de Yamun, de legiones enteras de brujos, y de monstruos malignos que salían del suelo.
Los que se encontraban en el interior de la yurta también estaban dominados por la tensión. La oscuridad del recinto sólo era disipada por las ascuas de un pequeño brasero, que apenas si alcanzaba a iluminar con un resplandor rojizo los rostros serios de los hombres presentes. Yamun yacía en su lecho, despierto pero muy débil. Sus mejillas casi no tenían color. Por recomendación de Koja, lo habían tapado con varias mantas de fieltro, que pretendían eliminar el veneno a través del sudor. Sentados en alfombras, junto a la cama del enfermo, se encontraban Jad y Goyuk, como dos siluetas un poco más oscuras que las tinieblas de alrededor.
Koja había dedicado la última hora a relatar con mucho cuidado su versión de los hechos del día. Jad lo escuchaba con la cabeza gacha, y Goyuk asentía mientras analizaba las palabras del sacerdote. En cuanto acabó de explicar el tratamiento de las heridas, Koja hizo silencio y, con las manos puestas en las rodillas, esperó la respuesta de los presentes.
—Es bueno tener a los dioses de tu parte, aunque sean dioses extranjeros —comentó Goyuk, como quien divaga. Ya era muy tarde y el día había sido muy duro. La fatiga se reflejaba en el rostro del anciano kan; tenía los párpados cerrados y se acurrucaba como un buitre cansado.
Desde su cama, Yamun suspiró al tiempo que buscaba con la mirada al luchador apostado al fondo de la yurta.
—Sechen, ¿ocurrió tal cual dice el lama?
—Lo que vi es lo mismo que dijo el lama —respondió el gigante con una reverencia, en cuanto se acercó a su jefe.
—Recuerdo el ataque del guardia y la herida —añadió Yamun. Levantó un poco el cuerpo, apoyado en el codo—. Historiador, me has salvado la vida. Por lo tanto, Koja de los khazaris, te pido que seas mi anda. —Casi sin fuerzas, el Khahan ofreció su mano al sacerdote, mientras se escucha la exclamación de sorpresa del grupo.
—¡Gran señor! No me lo merezco —tartamudeó Koja, con el rostro enrojecido por la vergüenza.
—No es a ti a quien corresponde decirlo. Yo escojo quién será mi anda. —Yamun extendió un poco más la mano hacia Koja.
—¡Padre! —protestó Jad—. Te encuentras débil y necesitas descanso. Piensa en este asunto más tarde.
—Silencio, hijo mío —gruñó Yamun—. Koja me salvó la vida y se ha ganado el derecho.
—Sí, Khahan —dijo Jad, obediente.
Yamun miró a Goyuk para ver si tenía algún reparo. El viejo kan frunció los labios y se guardó la opinión. El Khahan volvió a dirigir su mirada al lama.
—¿Y bien, sacerdote?
—No puedo negarme a vuestros deseos —respondió Koja, armándose de valor—. Me siento muy honrado. Acepto. —Sujetó la mano del Khahan.
—Entonces, somos andas. A partir de este día, eres Koja, el hermano pequeño de Yamun. —Apretó por un momento la mano del lama, y después la soltó—. Desde este momento, debes llamarme Yamun.
Koja miró a los demás. El rostro de Goyuk era impenetrable y no dejaba traslucir ninguna emoción. Sechen parecía tan feroz como siempre, aunque ahora había un brillo de respeto en sus ojos. En cuanto al príncipe, mantenía el entrecejo fruncido y evitó la mirada del sacerdote. Koja no sabía si estaba molesto o, sencillamente, confuso.
—Los hombres han luchado bien —añadió Yamun con voz débil—. Jad, infórmame de la batalla. —Cerró los ojos y soltó el aire de sus pulmones en un jadeo entrecortado.
El príncipe se irguió, atento, y apartó de su mente cualquier reflexión.
—Padre —contestó—, tu plan tuvo éxito. Los infantes siguieron a los jinetes y cayeron en la trampa. Goyuk y yo nos encargamos de rodearlos. Los kanes hicieron muchos prisioneros. —Jad hizo una pequeña reverencia que su padre no vio.
—¿Qué hay de las pérdidas? ¿Cuántas bajas tuvo Shahin? —susurró el herido.
—Goyuk y yo perdimos pocos hombres. Los infantes no podían alcanzarnos, y nos limitamos a dispararles flechas hasta que se rindieron. A tus hombres no les fue tan mal, aunque sufrieron más bajas porque participaron en los combates más duros. El tumen de Shahin perdió muchos hombres valientes, gran señor. Más de la mitad de sus tropas resultaron muertas o heridas. —El joven esperó algún comentario de su padre.
—No está mal —opinó Yamun, con un suspiro—. Ofrece a los prisioneros la opción entre el servicio o la muerte. Aquellos que se unan a nosotros pasarán a las órdenes de Shahin. —Tosió un poco y después preguntó—: ¿Qué se sabe de Manass? ¿Qué ha dicho el gobernador?
—Se comporta como un cobarde y no sale de la ciudad. Nuestros mensajeros le han llevado las cabezas de sus generales. Es lo que habrías hecho tú —respondió Jad, que se acercó un poco más a la cama—. Ha contestado con mensajes de paz y amistad. Manass será nuestra.
—Y muy pronto todo Khazari —añadió Goyuk, con la mirada puesta en Koja, atento a su reacción.
—Desde luego, todo Khazari —asintió Yamun.
—¿Los asesinos eran de Manass? —preguntó Jad.
—Es lo más lógico —opinó Goyuk.
—No, no lo es —discrepó Yamun, con voz cansada. Los dos kanes lo miraron, sorprendidos—. ¿Qué necesidad tenía el gobernador de enviar a su ejército si contaba con los asesinos? Además, Afrasib es de la gente de Bayalun. —El Khahan dejó que sus palabras calaran en los kanes por un momento mientras recuperaba el aliento—. ¿Cómo se llama aquella criatura, la que me atacó?
—Un hu hsien, Khahan —explicó Koja, atareado en arreglar las mantas que cubrían a Yamun—. Son espíritus malignos que a menudo hacen daño a los hombres. He escuchado hablar de ellos en mi templo. Por lo general, aparecen como zorros, pero pueden disfrazarse como personas. Se dice que el emperador de Shou Lung los utiliza como espías porque pueden cambiar de aspecto.
—Podría tratarse de este emperador —sugirió Jad.
—El emperador de Shou —murmuró Yamun—. Quizá.
—Tienes muchos enemigos, Yamun —señaló Goyuk—. ¿Qué razones podría tener el emperador para atacar ahora?
—Así es, ¿por qué? —Yamun sacó un brazo fuera de las mantas y se rascó la barbilla—. Quizá me teme. Quizá sabe que puedo conquistar su tierra. —Un velo apareció en los ojos del Khahan, y Koja se apresuró a secar el sudor de su frente con un paño caliente. Yamun cerró los párpados y añadió—: Uno de los hechiceros de Bayalun estaba involucrado.
—Sí, Khahan, eh… Yamun —asintió Koja.
—No tendrías que haberlos dejado morir —manifestó Jad—. Podríamos haberlos hecho hablar.
—Los guardias de vuestro padre estaban furiosos, y no prestaron atención a mis sugerencias —respondió Koja, a la defensiva.
—De todos modos, no tenían que morir —insistió Jad, con un gesto decidido—. Quizás ahora ya sabríamos quién ordenó el ataque contra el Khahan.
—¿Tenéis sus cadáveres? —preguntó de pronto Koja, volviéndose hacia Jad y Goyuk.
—Sí, sí que los tenemos —contestó el príncipe, sorprendido por la pregunta del lama.
—Entonces, tal vez consigamos la respuesta que buscáis —añadió Koja, misterioso—. Encargaos, por favor, de que no quemen los cuerpos. Si el todopoderoso Furo lo permite, hablaré con ellos. —Confuso, el príncipe clavó su mirada en el sacerdote.
—Afrasib es un hombre de Bayalun. Por lo tanto, ella es sospechosa, a menos que el brujo actuase por cuenta propia. Bayalun, el emperador de Shou… Quizás uno, o ninguno —musitó el Khahan débilmente desde su lecho—. Tengo muchos enemigos. —Hizo una pausa, agotadas sus fuerzas. Los demás permanecieron en silencio y consideraron sus palabras.
»¿Cuánto tiempo puedo estar muerto? —preguntó el Khahan de improviso.
—¿Qué? —exclamó Jad.
—Quiero que todo el mundo crea que estoy muerto. ¿Durante cuánto tiempo podrías mantener unido al ejército? —Yamun miró a Jad, que tardó unos momentos en responder.
—Sin ti, dos, tal vez tres días. Ya corren rumores —dijo Jad.
—Yo diría que cuatro o cinco días. Son buenos hombres. Escucharán al príncipe —lo contradijo Goyuk.
—Jad, mantenlos unidos todo el tiempo que sea necesario. Nadie debe saber lo que me pasa —ordenó Yamun, con toda la fuerza de voluntad de que fue capaz.
—¿Por qué? —inquirió Koja—. ¿No queréis tranquilizar a vuestros hombres?
—Alguien…, Bayalun, el emperador shou o algún otro, desea mi muerte. Sin duda, tienen más planes. Si estoy muerto se descubrirán por sus acciones —le explicó Yamun como quien habla con un niño. Un ataque de tos interrumpió su discurso. Jad y Goyuk miraron en otra dirección, para disimular cortésmente la debilidad del Khahan, mientras Koja ayudaba a Yamun a sentarse para que pudiera toser sin ahogarse.
—Necesitáis descansar —afirmó. Yamun, casi sin respiración, intentó apartar al sacerdote, pero Koja se negó a volver a su asiento y subió las mantas para tapar los hombros del Khahan—. Tenéis que descansar ahora, a menos que deseéis morir. —Yamun sufrió otro violento ataque de tos.
—Está bien —jadeó—. Volved a vuestras tiendas. Jad, depende de ti. Escucha a Goyuk y al sacerdote. Ahora, dejadme. —Se reclinó en los cojines y respiró fatigado por los accesos de tos.
Jad y Goyuk se miraron preocupados, y después saludaron con una profunda reverencia. En silencio, abandonaron sus asientos. Koja cogió una manta de la pila que había al pie de la cama de Yamun y se envolvió con ella. Se acurrucó en el suelo junto al Ilustre Emperador de Todos los Pueblos, y trató de acomodarse lo mejor posible. Esa noche dormiría en la yurta de Yamun para cuidar a su paciente, a su anda.
Capítulo 10
La voz de los muertos
El único resplandor visible en la oscuridad procedía de un trozo de cristal, colocado en un trípode de hierro forjado. Las patas cortas del soporte acababan en cabezas de carnero finamente cinceladas y recubiertas de oro. Pequeñas gemas rojas decoraban los cuernos retorcidos que se fundían en el hierro.
El cristal reflejaba débilmente los colores cálidos de la luz solar. Chanar lo contempló, maravillado. Mirar la gema era como espiar una mañana soleada a través de un agujero diminuto en la pared de una tienda. El calor y la luz bailaban delante de sus ojos, justo fuera de su alcance. Cuando la observó con más atención, pudo ver las formas que se agitaban y desaparecían en sus profundidades. Se preguntó qué veía Bayalun, sentada al otro lado del trípode, mientras se inclinaba sobre el globo.
La segunda emperatriz entonó un cántico, con la nariz prácticamente apoyada contra el cristal y las manos acunando la base del trípode.
Chanar hizo un pequeño gesto de incomodidad. Tenía las piernas entumecidas, pero no quería moverse por temor a molestar a Bayalun. La mujer llevaba media hora en la misma postura, ocupada en repetir la misma salmodia una y otra vez. A Chanar le hubiese gustado saber cómo se las arreglaba. El canto era hipnótico. En un primer momento, pensó que eran palabras tuiganas, muy mal pronunciadas, y tardó unos minutos en descubrir que se equivocaba. Los vocablos pertenecían a una lengua que Chanar nunca había escuchado. Después de media hora de escucharlas, ya no cabían más dudas.
De pronto, Madre Bayalun acabó la salmodia con un bufido de cansancio. Se sentó bien erguida, arqueó la espalda para relajar los músculos, y se frotó las sienes con la yema de los dedos. El cristal mantenía su resplandor.
—Mirad —le ordenó a Chanar, apoyando suavemente un dedo contra la piedra. El resplandor osciló por un segundo y luego se extendió para abarcar todo el espacio entre ellos. Bayalun separó las manos, y la luz aumentó.
Una escena apareció en el interior de la luz. Era una yurta iluminada por el brillante sol de la mañana. Los guardias permanecían atentos en todo el perímetro. Un estandarte plantado junto a la puerta ondeaba con la brisa.
—¡Es la yurta de Yamun! —exclamó Chanar.
—General Chanar, sois realmente encantador —dijo Madre Bayalun, sin poder contener la carcajada—. Sí, es la tienda del Khahan. —Se puso en pie, con la ayuda de su bastón, y caminó envarada para ponerse a su lado—. Mirad —repitió.
—Allí está el viejo Goyuk… y Jad —susurró Chanar, señalando la escena.
—No es necesario hablar en voz baja —graznó Bayalun. Se interrumpió para aclarar la garganta con un carraspeo—. No pueden oírnos.
Chanar asintió con la mirada atenta a la figura mágica, y dio un paso atrás para dar más espacio a la escena. El general no estaba dispuesto a permitir que la luz tocara su cuerpo.
—¡Atención! —siseó Bayalun—. ¡Mirad el estandarte! ¡Es tal cual dijeron! —Señaló el mástil colocado delante de la yurta. Sacudidas por una brisa que no podían sentir, había nueve colas de yac negras.
—La señal de muerte —dijo Chanar en voz baja. Contempló por un momento las colas al viento—. ¿Yamun está muerto? —Se volvió hacia Madre Bayalun, incapaz de creer lo que veía.
—Desde luego —afirmó la segunda emperatriz, convencida—. De no ser así, ¿por qué levantarían la señal de muerte?
Chanar reprimió su deseo de reprochar a Bayalun la frialdad de sus palabras. Los muertos merecían respeto.
—Quiero ver el cuerpo de Yamun —exigió de improviso. Su túnica de seda verde resplandeció a la luz del cristal.
La hechicera sacudió la cabeza. La capucha cayó sobre sus hombros, y su abundante cabellera negra con algunas hebras plateadas colgó libremente.
—Es imposible. Hay unos hechizos protectores instalados en la yurta real por Burekai, mi marido. El cristal no puede ver en el interior.
—Entonces, ¿cómo sabes que está muerto? —replicó Chanar, dirigiendo una mirada llena de sospecha a la imagen.
—Porque es lo más lógico. No habrían izado el estandarte si no estuviese muerto. —El rostro de Bayalun reflejó su total convicción.
El general consideró su razonamiento, mientras tironeaba de sus nudillos, abstraído. Al cabo decidió darlo por válido.
—¿Por qué no mantienen su muerte en secreto? —preguntó—. Sin el Khahan, el ejército no tardará en desmembrarse.
—Los hombres ya deben saberlo —explicó Bayalun, mientras rodeaba el globo luminoso—. En caso contrario, tendríais razón: Goyuk y Jad habrían mantenido el secreto.
—Corresponde a la manera de actuar de Goyuk —comentó Chanar, más tranquilo—. Guardaría el secreto hasta conseguir que Jad tuviese el control efectivo de los kanes.
—Desde luego —opinó Bayalun, desde el otro lado de la imagen—, nos ocuparemos de echar por tierra cualquier plan de Goyuk.
Chanar sonrió cruelmente y después miró la escena, absorto en sus pensamientos. Las figuras iban y venían: Jad, Goyuk, Sechen y Koja. Cuando el lama calvo salió de la yurta real, Chanar lanzó un escupitajo, disgustado.
—Aquél morirá —gruñó, apuntando con un dedo al sacerdote.
—Como queráis —repuso Bayalun. En realidad, no tenía la intención de entregar el lama a Chanar para que éste vengase su orgullo, pues el sacerdote podía resultarle útil. Después de todo, era un emisario de los khazaris, y un medio para llegar al templo de la Montaña Roja. Mantendría vivo a Koja, aunque sólo fuese como una prueba de su poder. No obstante, no era ése el mejor momento para revelar sus planes.
»Antes de que podáis ejecutar a nadie, Chanar, primero debéis ser Khahan. Es algo que todavía está pendiente —le recordó Bayalun.
—Bien. Y ahora, ¿qué? —inquirió Chanar, irritado.
—Primero, debemos esperar mientras el ejército protesta y se inquieta. Aquellos dos no podrán mantenerlo reunido durante mucho tiempo. —Bayalun señaló hacia la tienda del Khahan. Goyuk y Jad estaban delante de la puerta—. Entonces, os presentaréis para poner orden.
—¿Qué pasará si Jad consigue mantener unido el ejército? Al fin y al cabo, es el hijo de Yamun —replicó Chanar mientras se acercaba a Bayalun.
—En ese caso, también nos ocuparemos de él. En el ejército hay kanes que os escucharán. Sólo hace falta una palabra aquí y otra allá para mantenerlos insatisfechos. —Sonrió muy animada—. Con mi magia, podríais aparecer en sus sueños.
Chanar frunció el entrecejo ante la sugerencia. «Ésta —pensó— no es la manera correcta para convertirse en gran kan: utilizar las artes de la magia negra para trastornar la mente de los guerreros.»
—¿Por qué no puedo ir allí y hablar por mí mismo?
—No tengáis tanta prisa. Dejad que el joven príncipe tropiece y se caiga. —Bayalun penetró en la imagen; Koja y los demás se movieron como fantasmas a su alrededor. Se inclinó muy despacio apoyada en su bastón. Con uno de sus largos y afilados dedos golpeó el cristal, y murmuró una palabra. La imagen se esfumó.
—Encended una luz —ordenó. Mientras Chanar soplaba las ascuas de un bol metálico para avivarlas, Bayalun recogió el cristal suavemente y lo guardó en una bolsa de cuero—. General, debéis estar preparado para partir al primer aviso. Es esencial llegar en el momento exacto. Demasiado pronto, y los kanes sospecharán de vos. Demasiado tarde, y Jad ya habrá conseguido la lealtad de los ordus. En cualquiera de los dos casos perderíais vuestra oportunidad. —Apartó la mirada de su trabajo y observó con mucha atención al general—. Los hombres aceptarán vuestras órdenes, ¿verdad?
—Me quieren —contestó Chanar—. Confían en mí.
—Espero que no estéis en un error. —La khadun atravesó la tienda y desató la soga que cerraba la puerta, para indicar al general que debía marcharse. El hombre la saludó con una corta reverencia y abandonó la yurta.
En cuanto salió Chanar, Bayalun cerró la puerta y se arrodilló junto al brasero. Tras comprobar otra vez que estaba a solas, susurró unas cuantas palabras místicas y desparramó un puñado de incienso sobre las brasas. El polvo ardió deprisa, y de las brasas se levantó una masa de humo blanco. La nube se retorció de mil maneras distintas y después, poco a poco, se transformó en un rostro, un hombre de facciones shous, bien parecido y de ojos oscuros.
—Salud a la khadun del pueblo tuigano —dijo el rostro con una voz hueca y silbante. Las palabras fueron pronunciadas en un tuigano perfecto, aunque con un claro acento shou.
—Salud al ministro de Estado —repuso Bayalun—. Que vive para siempre.
El rostro sonrió, y el humo surgió por la comisura de sus labios.
—¿Todo va bien? —preguntó. Cada palabra fue acompañada por una voluta de humo.
—El Khahan ha sido abatido —manifestó Bayalun, exultante—. Ocurrió durante una batalla. Muy pronto habrá un nuevo Khahan. —La mujer golpeó el suelo con la contera de su bastón.
—¿Alguien sospecha de nuestra intervención? —inquirió el rostro con voz moderada.
—No hay motivos de preocupación, mandarín. Nadie sabe que vuestro imperio envió a un asesino —contestó Bayalun, con un poco de sorna ante las precauciones del mandarín.
—Es muy triste para vuestro pueblo —afirmó el rostro de humo, sin hacer caso de la burla—. Sin ninguna duda, aquel que lo suceda podrá igualar la ilustre gloria de Yamun Khahan. El nuevo Khahan necesitará muchos consejeros y hombres sabios para que lo ayuden en estos tiempos difíciles. —El rostro perdía consistencia a medida que brotaba humo por la nariz y las orejas.
—Y, desde luego, Shou Lung se encargará de ofrecerlos —comentó Bayalun—. De todos modos, no olvidéis que el nuevo Khahan también necesitará vecinos amistosos, dispuestos a dar muestras de su buena voluntad.
—Ya hemos decidido los regalos que se enviarán, khadun —afirmó el ministro en tono severo—. ¿Acaso intentáis renegociar? Mucha de vuestra gente se enfadaría si supiese lo que habéis hecho.
—Quizá no sea así, y, en cambio, culpen a Shou Lung —replicó Bayalun, con el rostro un tanto enrojecido—. Un Khahan, cualquier Khahan es peligroso para vosotros si lo siguen todas las tribus.
—Es verdad. Por lo visto, nos entendemos a la perfección —dijo el rostro, con voz muy débil—. Ha llegado el momento… —Las últimas palabras se perdieron en el silencio, y el rostro volvió a ser una masa de humo informe.
Bayalun se puso en pie y pasó el bastón entre el humo para disiparlo. No era necesario, pero le produjo una gran satisfacción. Con una cojera acentuada por el ataque de artritis, cruzó la tienda una vez más para abrir la puerta y dejar entrar el aire fresco de la mañana. Un rayo de sol iluminó el interior. Sin otra cosa que hacer, más que esperar, se sentó al sol y descansó.
«Hoy ha sido un buen día», pensó. Todo parecía funcionar según sus planes. Sólo había un pequeño detalle: no había recibido los informes de su hechicero ni de hu hsien. Afrasib tenía órdenes estrictas de mantenerla informada, y no era habitual que olvidara sus directivas. Siempre se mostraba muy diligente y atento.
De todos modos, la falta de Afrasib resultaba un problema menor. Debía suponer que el brujo no había tenido ocasión para practicar sus hechizos. Además, se había conseguido el objetivo principal: Yamun, su hijastro, estaba muerto. Ahora, la segunda emperatriz debía poner a Chanar en el trono antes de que cualquier rival pudiese desafiarlos. Una vez que Chanar fuese designado Khahan, ella gobernaría a los tuiganos por su intermedio.
* * *
En la tienda de Yamun, los tres conspiradores, Koja, Jad y Goyuk, permanecían junto al lecho del Khahan. El caudillo apenas si podía mantenerse despierto. Su rostro tenía un tinte grisáceo mezclado con un poco de azul. Le costaba mucho respirar, y el sudor corría por la tonsura. No llevaba las trenzas habituales, y sus rojizos cabellos salpicados de canas se extendían sobre la almohada bordada. De vez en cuando, hacía un esfuerzo y abría los párpados.
Jad apartó al sacerdote para que Yamun no pudiese escuchar sus palabras.
—Has dicho que mejoraría —susurró el príncipe. Había una nota de amenaza en la voz de Jad, quizás alimentada por su desesperación.
—Ha conseguido pasar la noche, mi señor Jaradan —contestó Koja, nervioso—. Y es un paso muy importante.
—Entonces, ¿por qué no mejora? —insistió Jad. Llevado por su impaciencia, empujó al lama contra la pared de la tienda.
—No…, no lo sé —protestó Koja débilmente, reprimiendo el temblor que se apoderaba de su cuerpo, producto del miedo y la fatiga. En los dos últimos días sólo había dormido un par de horas. A juzgar por el aspecto del príncipe, los ojos hundidos y el rostro macilento, Jad no había descansado mucho más.
—¡No lo sabes! —exclamó Jad, frustrado. Descargó un puñetazo contra la pared del fieltro, muy cerca de Koja—. ¿Qué es lo que sabes?
—Mi señor Jaradan —dijo Koja con voz firme, agotada su paciencia—. No soy un experto en venenos. He cerrado las heridas del Khahan y disminuido el fuego de la ponzoña. He hecho todo lo posible, merced al todopoderoso Furo. No puedo hacer nada más. Su vida depende de la balanza de Li Pei.
—¿Li Pei? —preguntó Goyuk, que escuchó el final de la frase.
—El Juez Estricto, el señor de los muertos que pesa el karma de los hombres.
—No suena muy bien —comentó el anciano kan, con un cabeceo.
—¿O sea que no hay nada que puedas hacer, sacerdote? —preguntó Jad, cada vez más consciente de que los hechos escapaban a su control.
—No hay nada que pueda hacer por el Khahan —respondió Koja con cautela—, pero hay algo que sí puedo hacer.
—¿De qué se trata? —quiso saber Goyuk.
—Hablar con los muertos. Es difícil y un poco peligroso —explicó Koja—. Furo me ha bendecido con este conocimiento.
—¡Fantástico! ¡Propones que esperemos la muerte de mi padre para después hablar con él! —Le volvió la espalda al sacerdote y regresó junto al lecho de Yamun.
—No con el Khahan —Koja siguió a Jad, dispuesto a explicarse—. Me refiero…
Un suspiro escapó de pronto de los labios de Yamun, y se agitaron sus párpados.
—¿Un plan? —murmuró el Khahan. Exhausto, miró a sus acompañantes e intentó hablar otra vez, pero no pudo y su cabeza se hundió en la almohada.
Koja no perdió más tiempo en explicaciones. Apartó de inmediato las mantas y apoyó la oreja en el pecho del Khahan. El corazón aún latía, y su respiración era un poco más fuerte. No obstante, su piel tenía la misma coloración grisazulada y el sudor era frío. El sacerdote apretó las manos ásperas y curtidas del Khahan para controlar la firmeza de sus músculos, e indicó a un sirviente que le alcanzara una olla con un cocido de hierbas.
El hombre colocó el recipiente a su lado, junto con un trozo de tela de colores. Koja sumergió el paño en la olla y, después de sacarlo con mucho cuidado, lo sostuvo en alto para que se enfriara un poco. Finalmente, colocó la tela empapada en la infusión sobre el pecho de Yamun y lo dobló en varios pliegues. Con manos temblorosas, apretó el paño y abrigó otra vez al Khahan con las mantas. Concluida la cura, se volvió hacia los demás.
—Nos ha escuchado. Es una señal de que está mejor —dijo. El rostro de Jad se iluminó con una tímida sonrisa de alivio—. Pero sólo un poco mejor —le advirtió el lama.
—¿Cuál es el plan, sacerdote? —La pregunta de Goyuk rompió la tensión.
Agradecido por la excusa que le permitía cambiar de tema, Koja se apresuró a ofrecer su explicación.
—Kanes —dijo—, Furo ha respondido a mis plegarias, concediéndome el poder para hablar con los muertos. No con el ilustre Khahan —aclaró deprisa—, sino con uno de sus asesinos.
—¿De qué nos serviría? —inquirió Jad.
—Quizá pueda descubrir algo referente al veneno utilizado contra el Khahan. Tal vez podáis averiguar quién es el responsable del ataque —repuso Koja.
—Ya sé quién es el responsable. ¿No has dicho tú mismo que la criatura era un agente de Shou? ¿Y no has dicho que el gobernador de Manass tenía a un consejero shou a su lado? ¿Qué más necesitamos saber? —replicó Jad, que descartó la última sugerencia de Koja con un ademán.
—También estaba Afrasib —señaló Goyuk—. ¿Dónde encaja en todo este asunto?
—Era un hechicero —contestó Jad, irritado, como si fuese explicación suficiente.
—El Khahan querría saberlo. Prueba lo que dice el lama —recomendó Goyuk.
Jad respiró profundamente. Era joven, y le faltaba experiencia en la toma de decisiones importantes.
—Goyuk —dijo lentamente—, sólo porque tú lo recomiendas, pondré en práctica las ideas del sacerdote. —Se volvió para mirar a Koja—. ¿Qué debemos hacer?
—Ordenad que traigan los cuerpos a la tienda, y realizaremos los ritos para llamar a los espíritus. Entonces, podréis formular las preguntas a través de mí.
—¿Quieres traer los cuerpos aquí, a la yurta real? No lo permitiré —exclamó Jad, desafiante, con un brillo de cólera en los ojos—. Hasta tanto no sane mi padre, estoy al mando. Los cadáveres tornarían malsano el aire de la yurta. No lo puedo consentir.
—Pero debo tener los cadáveres. Debo tocarlos —protestó Koja.
—De acuerdo, pero tendrá que ser en secreto y fuera de aquí —manifestó Jad, después de reflexionar unos instantes. El príncipe se puso de pie y comenzó a pasearse de arriba abajo mientras daba sus órdenes—. Goyuk, envía a uno de los guardias nocturnos, no a los de día, a la yurta de Sechen, el luchador, con la orden de que debe reunirse con nosotros. Comunica esta proclama: todos los kanes deben preparar a sus hombres, porque el príncipe pasará revista a las tropas a última hora de la tarde. Esto mantendrá ocupados a los curiosos y evitará su intromisión.
—Por tu palabra, así se hará —dijo Goyuk, mientras salía.
—Gracias, sabio consejero —contestó Jad, a espaldas del anciano. Exhausto, el príncipe se volvió hacia su padre. Al ver a Koja, se detuvo—. Y tú, sacerdote, ve a prepararte.
Koja hizo una reverencia y salió de la yurta. En realidad, no necesitaba preparar gran cosa, pero obedeció de todos modos. Yamun podía pasar un rato sin sus cuidados. Mientras caminaba en dirección a su tienda, el lama pudo percibir la inquietud y la tristeza que reinaban en el campamento. Los guerreros se mostraban tensos, desconcertados por su futuro.
En cuanto entró en su yurta, recogió las pocas cosas que necesitaba. Hodj le preparó una comida caliente, la primera que tenía ocasión de disfrutar en varios días. Las viandas revivieron a Koja, casi exhausto. Después de comer, el lama desplegó sus pergaminos y repasó los sutras que necesitaba para ejecutar el rito.
Todavía estaba enfrascado en la lectura, cuando Sechen se presentó con los caballos. Koja recogió una bolsa pequeña y se unió a los demás. Cabalgaron en silencio por el campo de la pasada batalla. Habían desaparecido la mayoría de los cadáveres, pues sus amigos o parientes se los habían llevado para darles sepultura. Unos pocos yacían en el mismo lugar donde habían encontrado la muerte, despojados de sus armas o de cualquier objeto de valor. Pese a ello, el campo ofrecía un panorama espantoso. Por todas partes se veían los cuerpos de los caballos pudriéndose al sol. Los vencedores se habían llevado las monturas y arreos, sin preocuparse de los cuerpos. Sólo a unos pocos los habían aprovechado para preparar tasajo, de modo que los animales carroñeros tenían alimento para muchos días. Los buitres graznaron cuando los jinetes pasaron cerca, y los chacales los recibieron con un coro de ladridos.
A Jad le preocupaba la posibilidad de ser espiado. El príncipe había cambiado su hermoso semental blanco y la montura negra y roja por la yegua zaina y la silla de uno de los guardias diurnos. En la medida de lo posible, no quería llamar la atención. Varios guardias habían pedido darle escolta, conscientes de que el príncipe sería posiblemente el nuevo Khahan, pero el joven los había rechazado de plano.
Por delante del príncipe, Koja cabalgaba concentrado en lo que debía hacer. No las tenía todas consigo. Cuando había hecho la oferta de invocar a los espíritus de los asesinos, no había considerado los posibles resultados. ¿Qué pasaría si estaba en un error, y los asesinos los había pagado el príncipe Ogandi? Cuanto más avanzaba, más intranquilo se sentía.
—Es allá. —El aviso de Sechen arrancó a los dos hombres de sus pensamientos—. Escondimos los cuerpos en aquel lugar. —Señaló una pequeña cornisa al otro lado de la cañada—. Así nadie hará preguntas.
—Bien —dijo Jad—. Has servido bien a mi padre. Él se encargará de recompensarte.
—Servirle es mi única recompensa —contestó el luchador. Koja no dudó que lo decía de todo corazón.
El grupo se detuvo al borde de la cañada, a la sombra de los árboles, y desmontó. Después de manear a los caballos, los hombres descendieron por la barranca hasta donde estaban ocultos los cuerpos.
Si el hedor de la muerte no hubiese sido tan fuerte en el campo de batalla, habrían podido oler los cadáveres a la distancia. Pero, con tanta muerte a su alrededor, el olor añadido era sólo una incomodidad menor. Atraídas por la podredumbre, las moscas formaban una nube junto al pequeño saliente que ocultaba los cuerpos. Sechen apartó los insectos y arrastró los cadáveres hacia el exterior.
Los cuerpos presentaban los síntomas de la putrefacción, y alguna alimaña había mordisqueado sus carnes. Un gas fétido surgió de las cavidades interiores de los cuerpos cuando rodaron por la ladera hasta quedar encajados en una pila de rocas. Por un momento, Koja tuvo ganas de vomitar, pero consiguió dominar las arcadas. Esto era idea suya, y no era cosa de ponerse enfermo, Goyuk y Jad se mantuvieron bien apartados de los hinchados restos, y Sechen hizo lo mismo en cuanto acabó su trabajo.
Koja no compartió la suerte de los demás, porque el hechizo que pondría en práctica lo obligaba a tocar los cadáveres. Por este motivo, había tomado la preocupación de llevar consigo un pañuelo empapado con esencias aromáticas, que se colocó sobre el rostro. La fuerte fragancia lo mareó un poco, pero al menos le impedía oler la carne putrefacta.
—Empieza de una vez —exclamó Jad, impaciente.
El sacerdote clavó una varilla de incienso en el suelo y llamó con una seña a Sechen. Sin muchas ganas, el luchador se acercó con una cajita metálica colgada de una cadena, en cuyo interior resplandecía una brasa. Koja sujetó la cadena, sacó el ascua con unas tenacillas de plata, y la arrimó al incienso. A medida que el humo flotaba en el aire, Koja se acomodó y comenzó a entonar las sutras. Nunca había pronunciado antes estas oraciones, aunque sabía que eran las adecuadas para llamar a los espíritus.
Los otros lo observaron en silencio. Llevado por sus sospechas, Jad miró a Sechen e imitó el gesto de quien tensa un arco. El luchador asintió. Con mucho sigilo, preparó su arco, dispuesto a disparar contra Koja si pretendía lanzar un hechizo contra el príncipe.
Todos esperaron nerviosos a que Koja acabara la salmodia. Les pareció que no acababa nunca. Las palabras eran hipnóticas, seductoras.
Koja permanecía ajeno al extraño sonido de su letanía. Toda su concentración estaba puesta en pronunciar las palabras que Furo ponía en su mente. El solo hecho de entonar el canto requería un esfuerzo que le acalambraba los músculos faciales; le temblaba el labio superior, y notaba un hormigueo en la nuca. Podía sentir las fuerzas que se movían en derredor, atraídas por la calidad musical de las palabras. Su visión se reducía a un único punto.
Entonces, sin previo aviso, cesaron las palabras. Koja inclinó el tronco y tocó con un dedo la fría y grisácea frente del hechicero muerto. Una débil luz roja salió de la boca del difunto y envolvió todo el rostro. Poco a poco, se elevó como un globo ligado por unos tentáculos muy finos a la cara. A medida que ascendía, el globo aumentó su tamaño.
Koja se apartó, sorprendido. Llamar a los espíritus de los muertos era una experiencia absolutamente nueva e ignoraba lo que iba a pasar. Nadie en el templo de la Montaña Roja había mencionado la luz roja. Mientras observaba, el globo se transformó en la silueta transparente de Afrasib. El espíritu abrió los ojos, cuencas vacías, y miró directamente a Koja, que se estremeció al ver los huecos oscuros. El sacerdote habló con los demás por encima del hombro.
—El espíritu estará aquí muy poco tiempo —susurró, para no molestar a la cosa que flotaba sobre el cuerpo de Afrasib—. Deprisa, ¿cuáles son las preguntas? Sólo puedo hacer unas pocas, así que escoged bien.
—Pregúntale para quién trabajaba —siseó Jad muy erguido, en un intento de disimular su miedo.
—¿Quién te ordenó matar a Yamun? —preguntó Koja.
—El que deseaba su muerte —contestó el espíritu. Su voz sonaba a media altura, en algún punto cercano a la boca del cadáver. Era la voz de Afrasib, pero helada y monótona.
—Pregúntale el nombre —pidió el príncipe.
—¿Cuál es el nombre de la persona que ordenó el asesinato?
—Ju-Hai Chou. —Las palabras resonaron suavemente por la cañada.
—¿Quién es Ju-Hai Chou? —exclamó Jad, sorprendido—. No, no se lo preguntes. Pregunta acerca de Bayalun.
—¿Eke Bayalun sabía del ataque?
—Madre Bayalun sabe muchas cosas —respondió el espíritu lánguidamente—. ¿Podría no saber esto?
—Ahora es el espíritu quien nos interroga —murmuró el príncipe, disgustado.
—No puedo retenerlo mucho más, príncipe Jaradan —le avisó el lama. El sudor le bañaba la frente, y el esfuerzo por mantener ligado al espíritu amenazaba con agotar sus fuerzas.
—¿Quién es Ju-Hai Chou? —Goyuk intervino en el interrogatorio, con la pregunta previa de Jad—. Dinos algo más.
—¿Quién es Ju-Hai Chou, el que te ordenó matar a Yamun? —repitió Koja, advirtiendo que cada vez le resultaba más difícil dominar al espíritu. La luz onduló y perdió brillo, pero enseguida se recuperó.
—El hu hsien —dijo la voz débilmente. La imagen se desvaneció un poco.
—¿Cuál era su plan? Deprisa, sacerdote, ¡pregunta! —gritó Jad, consciente de que se perdía el contacto.
—Afrasib, ¿cuál era el motivo de Ju-Hai Chou? —balbuceó Koja.
—Fue enviado como ayuda —entonó el espíritu.
—¿Quién lo envió? —se apresuró a preguntar Koja, antes de que el espíritu se esfumara.
—El ministro de Estado —contestó Afrasib.
—¿A quién debía ayudar Ju-Hai Chou…? —Koja no acabó la pregunta. La luz se redujo a un punto que se mantuvo en el aire por unos segundos, y después desapareció del todo. El sacerdote se apartó de los cadáveres, y dio gracias a Furo por el fin de la experiencia—. Lo lamento. No he podido retener más al espíritu. Era demasiado fuerte. —Apartó el pañuelo de su rostro y pidió disculpas con una reverencia.
—¿Qué hay acerca del otro? —preguntó Jad, con un tono muy parecido al de su padre—. Podríamos averiguar algo más.
Koja se frotó su afeitada cabeza, con la mirada puesta en el hombre zorro. La enorme herida en el pecho de la criatura se veía negra, y tapada de moscas.
—No creo que resulte —contestó—. No es un hombre. Su espíritu no es el mismo.
—Entonces, no hemos conseguido nada —protestó el hijo de Yamun, contrariado. Se sacudió el polvo de su kalat mientras se levantaba.
—Tenemos un nombre, Ju-Hai Chou —señaló el sacerdote. No disimuló su alivio al ver que no había surgido ningún nombre khazari.
—Y tenemos el título de un mandarín —añadió Goyuk—. Los grandes rebaños empiezan con unas pocas ovejas.
—Quizá —reconoció Jad—. De todos modos, no le veo la utilidad. —El resto del grupo siguió al príncipe.
Cabalgaron de regreso al campamento del Khahan casi sin hablar. El sol del mediodía se cebaba con los cadáveres dispersos por el campo, y el hedor era cada vez más fuerte. Hasta ahora, Koja no había comprendido la estela de muerte y podredumbre que dejaba la guerra. Sabía que algunos hombres morían en combate y que otros sufrían heridas muy graves, pero nunca se mencionaba todo lo demás. Nadie hablaba del sufrimiento de los caballos, ni de los cuerpos que no se enterraban.
El grupo llegó al campamento sin tropiezos; sólo tuvieron que hacer algunos rodeos para evitar a las jaurías de chacales que no escaparon ante su presencia. Al pasar entre las tiendas de los guerreros, los hombres salieron a saludarlos. Las tropas adoptaban la posición de firmes y agachaban la cabeza al paso del príncipe. Parecían tristes por la muerte del padre de Jad, y, mientras los observaba formar filas, Koja notó la inquietud de los hombres que miraban al príncipe, como si esperaran que él hiciera algo.
De pronto, desde el fondo de la multitud, un hombre comenzó a cantar un verso improvisado en memoria del difunto Khahan.
Los vientos del cielo no están equilibrados.
El cuerpo que nos dan al nacer no es eterno.
¿Quién bebe el agua sagrada de la vida?
Disfrutemos de nuestras cortas vidas.
Los vientos del cielo no los podemos tocar.
La vida del hombre no es eterna.
¿Quién bebe el agua sagrada de la vida?
Disfrutemos de nuestras cortas vidas.
La voz del cantor se quebró cuando alcanzó una nota demasiado aguda. En un instante, otros hombres recogieron su canto y repitieron las estrofas, embelleciéndolas. Algunas voces destacaban en el coro con las notas más altas.
La canción se extendió por el campamento, como un saludo al príncipe en su camino hacia la tienda del Khahan. Al parecer, hasta el último soldado se había sumado al recibimiento. Los kanes se arrodillaban en señal de respeto ante la presencia de Jad. Los hombres, incluso los heridos más graves, se esforzaban por ponerse en primera línea, donde podían ser vistos. Koja observó a un soldado, que había perdido un pie en la batalla del día anterior, cargado por sus compañeros en una camilla que mantenían por encima de sus cabezas. El herido berreaba las sencillas estrofas en un esfuerzo que consumía sus pocas fuerzas, pero no por ello dejaba de cantar.
Una columna los siguió colina arriba hacia la yurta del Khahan. A la par que crecía su número, aumentaba la tensión.
—¡Queremos ver al Khahan —gritó una voz—. ¡Queremos ver su cuerpo! —El grito fue coreado por miles de voces con un estruendo ensordecedor.
—¡Guardias, mantenedlos fuera! —ordenó Jad, en cuanto cruzó la verja del recinto real. Los guardias corrieron a formar una triple fila delante del portón. Sus armas resplandecieron al sol, en una línea erizada de puntas de acero. Los oficiales, montados en sus caballos, recorrieron la línea sin dejar de gritar nuevas órdenes. Los guardias avanzaron unos pasos, y la muchedumbre retrocedió. Jad y el resto de su grupo desapareció en la yurta de Yamun, con Sechen en la retaguardia.
Koja se apresuró a examinar al Khahan. Yamun seguía vivo y respiraba, lo cual era toda una victoria. Las mantas aparecían empapadas de sudor, y su rostro estaba blanco como la nieve de las montañas de Khazari. Sin perder un segundo, Koja apartó las mantas y pidió otras limpias. Un escudero se encargó de atender su pedido.
Jad caminó hasta el lecho y observó a su padre en silencio. El Khahan dormía; de momento, no podía hacer nada por él. Satisfecho con la atención que Koja le dispensaba a Yamun, volvió a reunirse con Goyuk. El anciano kan acabó de pronunciar una oración ante los pequeños ídolos de fieltro, colgados por encima de la puerta. Después, tendió una mano hacia el cuenco con cumis junto al umbral, hundió los dedos en la bebida, y roció a cada ídolo. Tras una reverencia a las figuras de tela roja, se reunió con los demás.
—Tendrías que recordar las viejas costumbres, Jadaran Kan —le reprochó Goyuk, amablemente—. Teylas se enfadará contigo. —Señaló hacia la entrada, para dejar bien claro lo que esperaba del príncipe.
Jad contuvo su lengua. A pesar de que Goyuk se excedía al hablarle de esta manera, el príncipe sabía que el viejo tenía razón. Obediente, se arrodilló en la puerta, ofreció su plegaria, y realizó los movimientos de la aspersión. Al otro lado de la lona, podía escuchar los cantos de los hombres. El joven se preguntó durante cuánto tiempo más se conformarían con esperar.
Goyuk sonrió complacido cuando Jad acabó el ritual.
—Eres un buen hijo. Quizá puedas ser también un buen Khahan.
—Mi padre todavía no ha muerto —exclamó bruscamente Jad, sorprendido por la sugerencia. Los hechos y la presión del día resultaban una carga muy pesada para él, y la insinuación de Goyuk sólo sirvió para alimentar su enfado y su frustración.
—No, no, desde luego que no —se apresuró a decir Goyuk—. Pero ya llegará el momento.
El príncipe se tranquilizó un poco, y aceptó la explicación de Goyuk.
—Cuando llegue, espero contar con tu apoyo. Hay muchas cosas que no sé, y muchas que necesito aprender. Siempre has servido bien a mi padre, y espero que hagas lo mismo conmigo.
—Desde luego —contestó el anciano, acompañando a Jad hasta el lecho.
—Lama, ¿cómo está el Khahan?
—Espero que el sudor haya eliminado el veneno de su sangre —dijo Koja, con el entrecejo fruncido.
—¿Estás seguro? —insistió Jad.
—No, príncipe Jaradan —respondió Koja, tras vacilar un instante—. Pienso que vivirá. No puedo prometer que vivirá.
Jad caminó hasta la puerta de la yurta, y llamó a Koja. El príncipe abrió una esquina de la entrada cuando el sacerdote se unió a él.
—Escucha a los hombres, lama —ordenó, con una mano puesta en el hombro de Koja—. Lucharon por él. Si sus asesinos estuviesen vivos, la muchedumbre los descuartizaría con sus manos, y arrojarían sus entrañas a los chacales. Si muere a tu cuidado, no podré detenerlos.
—Sigo sin poder prometer nada —afirmó Koja. Se apartó de la puerta y miró a Jad—. No quiero fallar.
—Tampoco yo —dijo Jad, como un eco. Espió por la abertura y murmuró fríamente—: Ojalá les pudiese entregar a los que están detrás de todo esto. En especial, a Bayalun.
—Eso es algo que no puedes hacer —le señaló Goyuk, al escuchar las palabras finales de Jad.
—¿Por qué no? —preguntó el príncipe, soltando la tela—. Su hechicero atacó a mi padre. Los hombres creerán en mi palabra.
—No tienes ninguna prueba que lo certifique —replicó Goyuk, que marcó sus palabras golpeando la alfombra—. Piensa como tu padre. Ella tiene muchos parientes, muchos amigos. No tienes pruebas, sólo sospechas. Además, sus hechiceros y chamanes la protegen.
—Entonces, ¿qué puedo hacer? —se lamentó Jad—. Necesito pruebas para actuar, y, en cambio, esta serpiente trabajaba libremente contra nosotros. ¡Necesito encontrar al asesino de Yamun!
—Espera, Jad. Debes actuar como el tigre que persigue al venado. Quienquiera que sea, cometerá un error. No tardará —le aconsejó el anciano—. La ambición los llevará al fracaso. Debemos esperar a que esto ocurra.
—¿Cuánto tiempo más podemos mantener unido el ejército? Necesitamos hacer algo. —Jad se sentó en cuclillas junto a Goyuk, y esperó la guía del viejo kan.
Sin embargo, fue Koja quien le ofreció la respuesta, desde su posición al costado del lecho de Yamun.
—Un funeral. Si creen que el Khahan está muerto, tiene que haber un funeral.
—¿De qué serviría, sacerdote? Sólo les recordará que el Khahan está muerto.
El lama abandonó a su paciente y se reunió con los dos hombres.
—Mantendrá a los kanes ocupados, y les hará cumplir tus órdenes. Y quizá le dé tiempo a vuestro padre para recuperarse.
Jad consideró en silencio las palabras de Koja. Después, buscó la mirada de Goyuk, que asintió.
—Si dais las órdenes para el funeral —añadió Koja—, los kanes todavía escucharán vuestras palabras. Se acostumbrarán a seguir vuestras indicaciones. Eso evitará nuevos rumores y dará a los hombres la ocasión de expresar su dolor.
Jad observó a Koja con la barbilla apoyada en el pecho, mientras el lama explicaba su plan. Cuando acabó, el príncipe levantó la cabeza.
—Eres mucho más que un vulgar lama —afirmó—. Ahora comprendo por qué mi padre consideró correcto nombrarte su anda.
Capítulo 11
Reunión
Bayalun estaba delante de su yurta en compañía de Chanar. A su alrededor formaban los guardias de la segunda emperatriz. Los soldados permanecían atentos a cualquier eventualidad, mientras la khadun leía un texto de un viejo trozo de papel amarillo. Chanar espió por encima del hombro de la mujer. Sabía leer —no mucho—, y no quería perder la oportunidad de demostrar a Bayalun sus escasos conocimientos. Para su decepción, se encontró con un texto enrevesado, escrito en caracteres que nunca había visto. Además, su orgullo sufrió otro golpe al ver la facilidad con que Bayalun leía las retorcidas frases.
Mientras la khadun hablaba, una especie de bruma se posó sobre ellos y todas las cosas perdieron su color natural. El miedo puso en tensión los músculos del general a medida que el mundo se volvía gris: las túnicas blancas de los guardias, los cabellos negros de Bayalun, la seda roja de su propia camisa, incluso el resplandor de las llamas. Entonces, se encontró en medio de la nada.
De improviso, apareció algo. El suelo chocó contra sus pies, y desapareció la momentánea sensación de flotar. Chanar trastabilló, y varios guardias rodaron por tierra. Bayalun, en cambio se mantuvo de pie sin dificultad.
Habían llegado al campamento de Yamun y, al parecer, no eran bienvenidos.
Los kashiks de Yamun los rodearon con las espadas en alto, listos para el ataque. Los guardias eran un grupo de curtidos veteranos, vestidos con sus mugrientos kalats negros manchados de sangre. Observaron a los recién llegados sin parpadear. Sus barbas y melenas desgreñadas aparecían cubiertas de grasa, y sólo sus mejillas llenas de cicatrices estaban limpias de mugre. Chanar reconoció a muchos de ellos de viejas batallas, e incluso recordaba sus nombres. Sin perderlos de vista, el general se movió con mucha cautela. Por la postura adoptada, la forma de sostener sus espadas y la expresión despiadada en sus ojos era evidente que estaban dispuestos a matarlos a la primera provocación.
Los guardias de Bayalun mostraban la misma disposición, y las puntas de sus espadas se movían listas para iniciar el combate. Chanar se irguió, muy digno. Él era un kan, un príncipe tuigano, y no un vulgar ladrón. Ataviado con su túnica roja y su chaleco dorado, con dragones bordados en color azul, el general miró con fiereza a los kashiks.
—¡Dejadme pasar! Traigo a la khadun de los tínganos para que vea el cuerpo de su esposo —gritó Chanar. Su rostro mostraba una expresión de furia, y sus ojos eran como dos cortes en la piel. El soldado endurecido y belicoso que vivía en el interior se manifestó en toda su furia—. ¡Apartaos o moriréis! —vociferó, al tiempo que desenvainaba su espada. Los hombros del general se sacudieron animados por la ira y el coraje.
Los kashiks movieron un poco los pies, preparados para responder a su ataque. Tenían sus órdenes, y las bravatas del general no les impedirían cumplirlas.
—General Chanar, no podéis enseñarles cortesía a las bestias —comentó Bayalun suavemente. El general la miró furioso ante su audacia de intervenir en ese momento crítico—. Guardad vuestra espada. Estas horribles mulas no tienen los sesos suficientes para asustarse. Tú —señaló al más grande de los guardias con un dedo—, ve y pregúntale al hijo de Yamun si la khadun debe transformar a sus guardias en los asnos que son. De esta manera, podrá rebuznarles las órdenes. —La mujer mostró una sonrisa perversa.
El aludido, al que Chanar reconoció como un viejo y feroz sargento llamado Jali-bukha, palideció al escuchar las palabras de Bayalun. Con los ojos desmesuradamente abiertos por el miedo, el sargento asintió y echó a correr hacia la yurta del kan. Bayalun miró a Chanar con una expresión de triunfo.
—No tendremos que esperar mucho —aseguró.
A Chanar le costó tragarse su orgullo. Él era uno de los siete hombres valientes de Yamun, y no necesitaba que una mujer le dijera a la soldadesca que se apartara de su camino. Pero llegaría el día en que sus palabras y amenazas no serían suficientes. Entonces, ella tendría que venir a buscarlo para pedir su ayuda.
A sus espaldas, Madre Bayalun ocultó su sonrisa de desprecio. «El general cree que puede hacer esto él solo —pensó—. Sin embargo —se recordó a sí misma—, el querido general es necesario.» Los hechiceros y unos cuantos quizá la siguieran, pero el resto del ejército nunca aceptaría las órdenes de Bayalun. Necesitaba al general Chanar para mantener el imperio de Yamun —el suyo— intacto.
* * *
El sargento llegó a la puerta de la yurta real, a unos cien metros de distancia, y, casi sin esperar a ser anunciado, levantó la cortina y cruzó el umbral. Al ver la mirada del príncipe, furioso por la intrusión, el sargento se prosternó sobre las alfombras.
—Príncipe Jadaran, traigo un mensaje —jadeó el sargento—. ¡Eke Bayalun y el general Chanar acaban de llegar!
—¿Qué? —exclamó el príncipe—. ¿Aquí? —Apretó los puños, frustrado. Con un gesto, despidió al sargento y después se volvió hacia los demás—. ¿Qué vamos a hacer? —Buscó con la mirada a Goyuk, a la espera de que el viejo consejero le diera una respuesta instantánea.
—Hazlos… pasar —dijo una voz débil, desde el otro lado de la tienda. Asombrado, Jad se giró en busca del orador. Allí, en su lecho de enfermo, se encontraba Yamun. De alguna manera, se las había arreglado para sostenerse sobre un codo y levantar la cabeza lo suficiente para mirarlos. Su rostro se veía pálido y hundido. Un tic le sacudía la mejilla, una pequeña señal del enorme esfuerzo que realizaba—. Ayudadme —susurró con voz ronca—. Recibiré a mi… esposa. —Koja corrió a su lado y apiló unas cuantas almohadas para que Yamun se apoyara.
—¡Padre, todavía no tienes fuerzas suficientes! —protestó Jad—. Tiene que haber alguna otra cosa que podamos hacer.
—No, Bayalun debe saber que vivo. En caso contrario, provocará problemas. Y Chanar merece saber la verdad. —Su voz se apagó. El kan descansó unos instantes antes de añadir—: Ve y recíbelos. Dame un poco de tiempo, pero no le digas que estoy vivo… Estaré preparado.
Jad permaneció inmóvil, indeciso respecto a obedecer o no estas órdenes. Koja apartó su mirada del Khahan y miró al príncipe sin vacilar.
—Nos encargaremos de que Yamun esté preparado —afirmó.
—Que todos aquellos que desobedezcan sepan que ésta es la palabra del Khahan. —Yamun recitó la fórmula en un murmullo que no dejaba de ser autoritario a pesar de su debilidad.
Resignado, Jad saludó a su padre con una reverencia y se volvió para marcharse.
—Y ordena a los kashiks que doblen la guardia —añadió Yamun cuando salía su hijo.
En compañía del sargento, Jad recorrió el centenar escaso de metros para reunirse con Bayalun y Chanar. Los kashiks se apartaron para dejar pasar a su príncipe.
—Salud, madre —dijo Jad, con una cortesía forzada. No había ningún calor en su voz, si bien su expresión no reflejaba otra cosa que amor filial—. Tendrías que habernos avisado de tu llegada. Podríamos haber preparado… esteee… una recepción más apropiada. —Su sonrisa era tan amplia como falsa.
—No me cabe ninguna duda de ello —replicó Bayalun, sin molestarse en actitudes corteses hacia su hijastro—. No queríamos causarte ninguna molestia.
Con la ayuda de su bastón, Bayalun pasó junto a Jad y comenzó a caminar en dirección a la yurta del Khahan, sin hacer caso a nadie más. Continuó con la charla, despreocupada de si Jad la seguía o no.
—En Quaraband corren rumores de que Yamun ha muerto. He venido a comprobarlo. Ahora puedo ver el estandarte de duelo delante de la tienda de mi marido. ¿Por qué no he sido informada?
El príncipe se apresuró a seguirla, muy atento a no recibir un bastonazo mientras caminaba a su lado.
—No teníamos a nadie que pudiese viajar tan rápido. De todos modos, enviamos a un mensajero. —En parte era mentira; él y Goyuk se habían ocupado de que la noticia no saliera del campamento.
—¿Y qué me dices de Afrasib, mi hechicero? Él podía ponerse en contacto conmigo —preguntó la khadun, con cautela.
—No lo creo. Murió en la batalla de ayer, a manos de los khazaris —mintió Jad.
La vieja hechicera se detuvo en el acto, atónita ante el anuncio de su hijastro.
—¿Afrasib está muerto? —inquirió con un tono de incredulidad—. No es posible.
—No hay ninguna duda de que está muerto. Su cuerpo fue rescatado del campo de batalla. —Esta vez, Jad escogió sus palabras con mucho cuidado.
—Más tarde veré su cuerpo —decidió Bayalun, apartándose del rostro un cabello suelto.
Cuando Bayalun llegó a la puerta, dos kashiks le salieron al encuentro y le impidieron el paso con las espadas cruzadas. Irritada, la khadun los pinchó con la empuñadura de su bastón. Los hombres torcieron el gesto al recibir los golpes, pero no se apartaron.
—A menos que quieras verlos heridos —le dijo al príncipe—, ordénales que se aparten. —Bayalun los observó con una ferocidad fingida y sacudió el bastón ante sus narices.
—Sólo quieren protegerte de los malos espíritus. Allí dentro está la muerte —explicó el príncipe, recordándole los viejos tabúes—. Es de mal agüero entrar en la yurta. El cuerpo de Yamun yace en su interior. —Jad evitó mirar los ojos de su madrastra.
—He visto tantos muertos que uno más no me hará daño —respondió Bayalun y, empuñando su bastón, lo extendió hacia adelante. La manga de su túnica se plegó sobre el codo con el movimiento brusco, y dejó al descubierto la suave piel amarillenta de su antebrazo, señal inequívoca de su verdadera edad. La segunda emperatriz apartó a los centinelas y se agachó para cruzar el umbral.
Jad esperó a que Chanar penetrara en la yurta, y después entró él, muy ocupado en dominar el pánico. ¿Había conseguido demorarlos lo suficiente? ¿Estaba el Khahan preparado para recibirlos? Acercó la mano a su espada, preparado a intervenir si las cosas salían mal.
* * *
Bayalun dio un solo paso y se detuvo. Chanar, con la cabeza inclinada para pasar por la puerta, chocó contra la khadun y retrocedió, sorprendido. Al mirar por encima del hombro de la emperatriz, retrocedió todavía más, con una expresión de completo asombro. Jad esquivó a los visitantes y se movió hacia un costado, casi tan sorprendido como ellos al ver el trono de Yamun.
Bayalun lanzó una aguda exclamación de incredulidad, y estuvo a punto de soltar el bastón. Por su parte, el general Chanar permaneció boquiabierto. Allí, delante de ellos, estaba Yamun, vivo y sentado en su trono. Mantenía las piernas abiertas, con las manos apoyadas en las rodillas, la cabeza erguida y la barbilla sobresaliente. Vestía su mejor armadura, un regalo que el emperador de Shou Lung le había enviado el año anterior. El metal resplandecía en la luz mortecina: una coraza dorada esculpida con los músculos, un par de brillantes hombreras de plata, faldones de la más fina malla, y un yelmo de oro y bronce incrustado de gemas, rematado en punta. Una cola de caballo blanca trenzada con cintas de seda roja colgaba de la punta del yelmo.
Debajo de todos estos avíos resultaba difícil, casi imposible, ver el rostro de Yamun. Las lámparas estaban colgadas muy altas y apartadas del trono, con lo cual sus facciones quedaban sumergidas en la sombra. Sus manos aparecían cubiertas con guanteletes metálicos.
A la cabeza de los asientos destinados a los hombres, bien cerca del Khahan, se encontraba Koja, con las piernas cruzadas. El sacerdote, con los ojos hundidos por el cansancio, estudió a la pareja visitante con una mirada de curiosidad. A su lado se hallaba Goyuk, todavía vestido con las mismas prendas mugrientas que había llevado en la batalla. El viejo kan tenía su pipa en la mano, y se ocupaba de llenar la cazoleta con tabaco. Echó una ojeada a Bayalun y a Chanar, y enseguida volvió su atención a la pipa, sin hacerles más caso. Detrás del Khahan estaban los guardias nocturnos, encabezados por Sechen, que mantenía las manos ocultas en los pliegues de su kalat. Los guardaespaldas permanecían muy erguidos, sin apartar su mirada ni por un instante de los recién llegados, y con una evidente expresión de odio.
—Adelante —dijo el gran kan suavemente, aunque su voz resonante se escuchó con toda claridad en la tienda. Con mucha cautela, y sin dejar de vigilar a los que la rodeaban, Bayalun avanzó. Chanar caminó a su lado, aunque su paso no era tan orgulloso como de costumbre.
La segunda emperatriz fue la primera en rehacerse. En un segundo, improvisó una estrofa de salutación y la recitó acompañada de una dulce melodía.
Saludo al honorable hijo que se levanta otra vez.
Tu dolida madre se alegra de volver a verte.
Tu sufriente esposa se alegra de volver a verte.
Esta doble bendición fluye como el agua sobre mi cuerpo.
Yamun aceptó el saludo de la mujer con una leve inclinación de cabeza.
—Siéntate —susurró. Señaló un asiento ubicado más o menos en la mitad de la fila de las mujeres. Bayalun se sentó obediente, sin hacer ningún comentario por el insulto que implicaba aquella posición.
»Siéntate —le dijo el Khahan a Chanar en un tono más alto, al tiempo que le indicaba el cojín junto a Goyuk. El general vaciló, porque aquel puesto lo situaba en un rango inferior al sacerdote. Abrió la boca dispuesto a protestar, pero después optó prudentemente por no decir nada.
Hubo un momento de silencio forzado y, por un instante, Yamun agachó la cabeza. La ilustre segunda esposa observó al Khahan sin perder detalle. El príncipe Jad, desde su posición junto a la puerta, desenvainó su espada y buscó la mirada de Sechen. El gigante le respondió con una señal casi imperceptible, para indicar que estaba preparado.
—Tomad vuestra pipa, gran señor —dijo el viejo Goyuk, con todo descaro. Se acercó al trono para alcanzarle a Yamun la pipa cargada. El Khahan levantó la cabeza, bruscamente.
—Fumaré —respondió Yamun, con voz un poco cavernosa. Cogió la pipa, la encendió, y dio varias chupadas bien largas, disfrutando del sabor picante del tabaco. Koja rezó para sus adentros una plegaria a las Diez Mil Imágenes Protectoras de Furo. En el fondo de la yurta, el príncipe abandonó la postura de ataque.
—Sin duda, habéis escuchado rumores malintencionados —manifestó Yamun, en cuanto acabó de fumar—. Murmuraciones acerca de que unos asesinos intentaron matarme. Desde luego, vuestra preocupación os ha traído hasta aquí para comprobar personalmente la falsedad de dichos rumores.
Bayalun prosiguió con su estudio del Khahan, en un intento por descubrir si su imagen era una ilusión creada por el sacerdote. Al mismo tiempo, repasó los hechizos que tenía preparados, en prevención de que hubiese nuevas sorpresas.
—Lamentablemente, dichos rumores tienen su parte de verdad. Que los guardias traigan el cadáver —le ordenó Yamun a Sechen. El gigante abandonó su puesto y salió de la tienda—. Ayer —prosiguió el Khahan—, durante la batalla, una criatura intentó matarme. Fracasó gracias a mi anda. —Yamun inclinó la cabeza hacia el sacerdote—. Luchó para protegerme. Bebamos en su honor. —Con un ademán débil, indicó a los sirvientes que trajeran los tazones de cumis negro. Yamun se acercó el tazón a los labios con manos temblorosas, y echó hacia atrás la cabeza para beber.
Mientras bebía, su rostro salió de las sombras, y Bayalun pudo ver con toda claridad la palidez mortal de sus mejillas, cubiertas de un sudor frío por el solo esfuerzo de permanecer sentado.
Chanar se mantuvo muy erguido, con la mirada de sus ojos, duros y pequeños, clavada en el lama. Los demás alzaron sus tazas y bebieron. En cambio, el general se negó a beber en honor a Koja.
En cuanto el grupo acabó el brindis, Sechen carraspeó discretamente desde la puerta. Yamun atendió la llamada, y todos se volvieron para mirar mientras el kashik levantaba la manta de la entrada. Allí, envuelto en el cuero fresco de un caballo, estaba el cuerpo del hu hsien. Los guardias lo mantenían a un paso del umbral, para que no contaminara el aire de la yurta. A pesar de saber a quién, o a qué, pertenecía el cuerpo, a Koja le resultó difícil identificar a la criatura. Su piel había perdido el brillo natural. La herida del pecho aparecía cerrada de mala manera, pero la putrefacción había seguido su proceso.
Bayalun observó el cuerpo por un instante, lo suficiente para comprobar que era el asesino shou enviado por el mandarín. Esto sólo confirmaba lo que ya sospechaba; por lo tanto, no le costó disimular las pocas emociones que le provocaba la vista del cadáver. En realidad, había esperado mucho más del gran imperio de Shou Lung. Su aporte, un asesino solitario, había fracasado. Ahora tendría que presionarlos para un compromiso mayor.
Por su parte, Chanar observó al ser con asco y fascinación. Nunca había visto una criatura igual. No lo sorprendió que Bayalun utilizase bestias en lugar de hombres, y comprendió la razón del fracaso de sus planes, confiados a seres como aquél.
—También corren rumores —manifestó Yamun con voz afilada, interrumpiendo la contemplación del cadáver— que tú, Madre, tienes parte de responsabilidad en este asunto. —Hizo una pausa y, en un acto inconsciente, se tironeó del bigote, con el cuerpo un poco caído hacia adelante—. Desde luego, no creo en ello. De todos modos, dichos rumores desaparecerían si prestases juramento de lealtad a tu Khahan.
Bayalun dirigió una mirada asesina a su hijastro, ante la magnitud de la ofensa.
—¿Eres capaz de pedir de tu madre y tu esposa un juramento de lealtad? —preguntó en un tono helado—. Los hombres dirán que careces de moral por esta perversión.
—¡Los hombres dirán cosas peores si rehúsas! —exclamó Yamun, tajante, con un vigor inesperado—. ¿Tendrán los kanes que enterarse de que tienes miedo de la ira de Teylas? —Yamun apoyó una vez más las manos sobre sus rodillas para sostenerse.
Bayalun comprendió que estaba sola. Chanar no podía salir en su ayuda sin provocar sospechas. En consecuencia, decidió pasar por el amargo trance del juramento, aunque sin dejar de protestar por ello.
—Nunca a lo largo de nuestra historia —declaró— un gran kan se atrevió a plantear semejante exigencia a su khadun. ¡Que Teylas lo considere como algo indigno de su vista! —Se volvió y escupió en la alfombra.
—Que Teylas lo interprete como quiera. Ahora, ¡di el juramento! —ordenó Yamun. Su tono puso punto final a la discusión.
Bayalun observó a su marido, mientras pensaba en sus opciones. Podía escuchar el crujido de la armadura provocado por su laboriosa respiración. Por fin, se prosternó de bruces delante del Khahan y, con el rostro apretado contra la alfombra, recitó las viejas palabras.
—Aunque tus descendientes sólo tengan un trozo de carne tirado en la hierba, que ni siquiera los cuervos quieren comer; aunque tus descendientes sólo tengan un trozo de grasa, que ni siquiera los perros quieren comer; incluso entonces mi familia te serviría. Jamás levantaremos el estandarte de otro para que ocupe tu trono.
—Y, así como lo escucha el Khahan, ilustre emperador de los tuiganos, así lo escucha Teylas —murmuró Yamun en respuesta. Su cuerpo se hundió un poco al pronunciar las palabras—. Ahora, querida Bayalun, sé que estás cansada. La audiencia ha concluido.
Furiosa por la humillación, la khadun se levantó apoyada en su bastón. Sin preocuparse de las formalidades de la despedida, salió de la yurta y apartó a bastonazos a los guardias que se interponían en su camino.
—Chanar, no te vayas. Quiero hacerte unas cuantas preguntas —ordenó el Khahan, cuando el general se puso en pie para retirarse. Chanar se detuvo y, tras un segundo de pánico, volvió a sentarse. Miró a su alrededor, preocupado de que la audiencia pudiese convertirse en una trampa.
Yamun dejó con toda intención que Chanar sufriese un poco. Cuando Koja ya suponía que el Khahan se había desmayado, se escuchó la voz del caudillo.
—General Chanar, mi anda, ¿por qué no estás en Semfar aconsejando a Hubadai? —Yamun dejó que su voz se apagara casi al final.
—Me encontraba enfermo, imposibilitado de viajar —contestó Chanar con voz tensa. Colocó las manos bien a la vista, con mucho cuidado—. Envié mensajeros para avisar de mi enfermedad.
—¿No podías viajar en un carruaje, o estabas tan enfermo que no podías moverte? —preguntó Yamun.
—No soy un anciano… —Chanar se interrumpió bruscamente y echó una mirada a Goyuk. La sonrisa siempre amable del kan parecía esta vez seria y amenazadora—. No soy una mujer —rectificó Chanar—, que no puede cabalgar. Los hombres valientes no van a la batalla detrás de los bueyes. No podría luchar montado en una carreta.
—Es muy cierto que un guerrero debe ir montado, en una batalla —asintió Yamun—. Me alegra mucho ver que te encuentras mucho mejor. Y, ahora que te has repuesto, ¿por qué has venido aquí?
Consciente de las intenciones del Khahan, el general escogió sus palabras con mucha cautela. Miró las alfombras con una falsa humildad.
—La khadun sospechaba que habías sufrido algún mal, y quería saber la verdad. No podía permitir que la emperatriz viajara sin una escolta apropiada.
Se escuchó el roce del metal contra la madera cuando el Khahan se acomodó en el trono.
—Así que has venido por el bien de mi madre… Aprended esta lección, kanes —dijo Yamun en voz alta, con la mirada puesta en Goyuk y Jad—. El general Chanar nos enseña cómo se deben hacer las cosas. No hay ninguna duda de que he escogido dos andas de gran mérito, el guerrero y el lama. Bebamos a su salud.
Se vaciaron los tazones de cumis, y se sirvieron más para el siguiente brindis. Mientras se bebía en su honor, Koja intentó evitar la atención de Chanar en la medida de lo posible. No se podían malinterpretar las miradas de odio que le dirigía el general después de cada taza de leche fermentada. El lama también veía que Yamun se debilitaba por momentos. Su taza temblaba un poco más cada vez que se la acercaba a los labios.
—Yamun —dijo el sacerdote, dispuesto a remediar la situación—. Sin duda, Chanar está fatigado tras el viaje. Así y todo, es demasiado noble para quejarse. Deja que hable por él y solicite el final de la audiencia.
El Khahan se volvió hacia Koja, dispuesto a descargar su ira por la insolencia del sacerdote, pero de pronto comprendió la sabiduría de las palabras del lama. Miró a Chanar, al tiempo que despedía con un gesto a los criados.
—Mi anda, Koja, es sabio. Te he retenido demasiado tiempo, Chanar Ong Kho. La audiencia ha concluido. Puedes retirarte.
El general permaneció sentado boquiabierto; después, arrojó la taza a través de la tienda, con lo que el cumis se derramó sobre las alfombras.
—¡Él no habla por mí! ¡No necesito que nadie hable por mí! ¡Soy tu anda! —vociferó. Sin esperar una respuesta, Chanar salió de la yurta, apartando a empellones a los centinelas apostados en la entrada.
La manta de la puerta no había acabado de cerrarse, cuando Yamun cayó del trono. Tendió los brazos en un intento de sujetarse de una cortina, pero sólo le sirvió para arrancarla y acabar cubierto por la tela. Un estrépito de metal y madera quebrada resonó en la tienda al chocar el cuerpo de Yamun contra la tarima. El resplandeciente yelmo de bronce rodó por el suelo. Koja se levantó de un salto y corrió en auxilio del Khahan. Rápidamente, examinó al herido.
—Demos gracias a Furo de que esté vivo. Necesita descansar —anunció el sacerdote, dedicado a desprender las hebillas de la armadura—. Ayudadme a ponerlo en su cama.
—No hacía falta ponerle una armadura tan pesada —lo recriminó Jad, enfadado. Levantó al Khahan y medio lo arrastró hasta el lecho.
—El Khahan insistió. Yo no quería —replicó Koja, procurando controlar su temperamento.
—Es muy propio de mi padre —admitió Jad, más conciliador.
—Es muy obstinado —comentó Koja, mientras entre los dos depositaban el cuerpo inconsciente sobre la cama. Goyuk se mantuvo junto a la puerta, para evitar cualquier interrupción.
—Más de lo que crees, lama —afirmó el príncipe. Miró a Koja a los ojos—. He hecho mal en acusarte. —Juntos, acabaron de acomodar al Khahan. Una vez hecho esto, Jad llamó a Goyuk.
»Sabios consejeros —manifestó el príncipe, con una inclinación para Koja y Goyuk—, Bayalun conoce nuestros trucos. ¿Qué vamos a hacer ahora?
* * *
—¡Lo sabe todo! —chilló Chanar, frenético, perdida toda su compostura, lanzando una mirada cargada de furia y pánico a Madre Bayalun, sentada frente a él.
—Sospecha, querido Chanar. Si hubiese tenido alguna prueba, a estas horas estaríamos muertos —lo corrigió Bayalun. Su voz sonó grave y melodiosa. Sujetó las manos del general entre las suyas y las apretó para darle ánimos.
Se encontraban a solas en una pequeña yurta que la mujer se había apropiado de uno de los comandantes de la escolta de Yamun. Por mucha influencia e importancia que los kanes kashiks pudiesen tener, ni siquiera ellos osaban rehusar un pedido de la ilustre segunda emperatriz. Resultó muy sencillo para ella encontrar una yurta de su agrado y, a continuación, convencer a su ocupante para que se la cediera. En realidad, el kan no había puesto muchos reparos. Creía muerto al Khahan y ésta era una buena oportunidad para mostrarse amable y servicial con la khadun.
De todos modos, la vivienda distaba mucho de ser lujosa. La tienda era pequeña y estrecha, y estaba dividida en dos secciones. Bayalun y Chanar se encontraban en la zona de recibo. Un par de pequeños cofres de madera cubiertos con alfombras servían de sillas. La khadun los desdeñó, y optó por sentarse en el suelo junto a la lámpara de aceite, que proporcionaba una débil luz amarillenta. Un hermoso arco de cuerno de ciervo y madera lacada, y una aljaba de cuero rojo, colgaban de la pared detrás de uno de los cofres, para marcar el lugar del amo. Una armadura reluciente, bien cuidada y ornamentada —quizá la posesión más valiosa del kan—, descansaba sostenida por un perchero. Armas, yelmos, escudos, cubos y utensilios decoraban el resto de las paredes.
Un biombo de madera separaba la otra mitad de la tienda de la zona de recibo. Al otro lado del tabique se hallaba el dormitorio; una pequeña cama plegable con un cabezal tallado y con incrustaciones, y baúles con ropas y botín de guerra.
—¿Cuánto tiempo pasará antes de que pueda confirmar sus sospechas? —preguntó Chanar, apartando su mano del apretón de Bayalun. Cerró los ojos y se masajeó las sienes, en un intento por recuperar el control de sus emociones. Resultaba visible el latido de la sangre en las venas de su frente y del cráneo afeitado, y le dolían los hombros por la tensión—. ¿Por qué no podemos levantar nuestro estandarte y atacarlo ahora? ¿Por qué no acabar con esto de una vez por todas? Tendríamos que derrotarlo en el campo de batalla, y no con palabras.
—Paciencia, mi bravo general —le aconsejó Bayalun con voz dulce. Sonrió con aprecio. El súbito estallido temperamental de Chanar ponía en peligro todos sus planes, pero al mismo tiempo la fascinaba—. Perdonadme. Por un momento, he olvidado que sois un hombre de acción. La sangre y la espada son para vos el pan de cada día, y no la política o las palabras. Paciencia. Ya llegará el momento de la batalla, estoy segura, pero todavía no. —El general no pasó por alto el cambio en su tono.
La khadun se acercó a Chanar. Era importante que ahora, más que nunca, el general no hiciese nada violento. Tenía que aplacarlo. Necesitaba mantenerlo sometido a su control, aunque también convencido de que era él quien llevaba la voz cantante.
—Dejad que Yamun sospeche —añadió Bayalun, su voz convertida en un susurro acariciador—. Ya encontraremos la manera de distraer al gran kan. —Volvió a coger las manos de Chanar, y suavemente atrajo al general hacia ella. El hombre opuso una ligera resistencia, y después la estrechó entre sus brazos. Bayalun le acarició la calva y las gruesas trenzas por detrás de las orejas. Cariñosamente, tironeó de su chaqueta y comenzó a desabrocharle los botones.
* * *
El sol apenas si podía calentar un poco la capa de escarcha que cubría el suelo a la mañana siguiente. En la llanura donde yacían los muertos, se inició el coro habitual de chacales y buitres. Al escuchar los gritos, un sonido casi reconfortante, Chanar se desperezó a placer en el umbral de la yurta de Bayalun. Se escuchó el roce de la seda cuando la khadun entró en la pequeña sala de estar, ocupada en terminar de peinarse.
—El estandarte de duelo por Yamun sigue izado, Bayalun —comentó Chanar, sin apartarse de la puerta. La segunda emperatriz se acercó para espiar por encima de su hombro.
—Bien. Esto nos da más tiempo. Hay muchas cosas que debemos planear. Ahora, ven y come. —Los guardias de Bayalun habían preparado una bandeja con tazas de té salado, requesón de leche de yegua y terrones de azúcar. La emperatriz invitó a Chanar a sentarse, y bebió un sorbo de té.
Por la forma en que Bayalun apretaba las mandíbulas, Chanar adivinó que ya tenía pensado un plan. Cogió una taza de té y se acomodó con la espalda apoyada en uno de los cofres, dispuesto a escuchar.
—¿Viste ayer el rostro del Khahan? —La emperatriz no esperó la respuesta—. Se veía pálido, y nunca había escuchado su voz tan débil. No escapó de mis asesinos. Está herido. —Miró la taza de té salado—. Quiere que lo crean muerto para poder sanar. Debemos forzarlo a salir, antes de que esté preparado.
—Se dice fácil —replicó Chanar—, pero todo el mundo lo cree muerto.
—Tengo un plan. ¿Cuántos kanes son amigos tuyos?
Chanar comenzó a trenzarse los cabellos, y calculó la respuesta mientras trabajaba.
—Varios: Tanjin, Secen, Geser, Chagadai…
—Suficiente. Habla con ellos. Si el Khahan está muerto, entonces es obligatorio convocar un couralitai para elegir al nuevo Khahan —explicó la astuta Bayalun.
—¿Un couralitai? —exclamó Chanar, sin poder evitar la carcajada—. Se tardarían meses en reunir a todos los kanes para el consejo. Para aquel entonces, Yamun estará curado, y no hará falta escoger a un nuevo Khahan. Bayalun, has perdido el entendimiento.
—No, tus kanes deben insistir en que se realice ahora —dijo la khadun, sin hacer caso de su comentario. Le tocó el pecho con su bastón—. Piénsalo. Los tuiganos libran dos guerras: una en Semfar, la otra aquí. Las cosas pueden salir mal sin un Khahan. Los hijos de Yamun podrían iniciar una disputa por el trono. Se debe tomar una decisión ahora mismo. —Apartó el bastón—. Hay cosas que debes mencionar a los kanes para preocuparlos. Entonces, ellos mismos se encargarán de pedir el couralitai. Incluso creerán que es lo más correcto. Ahora, ¿lo entiendes?
Chanar dejó de peinarse y pensó en las palabras de la segunda emperatriz.
—Es verdad. Podría hablar con los kanes. Pero tal vez Yamun permita la realización del couralitai. Quizá Jad podría asumir el mando —dijo el general, dispuesto a considerar todas las estrategias, todas las posibles complicaciones.
—El Khahan no lo permitirá. Se presentará en el consejo —afirmó Bayalun con mucha confianza.
—También es cierto. Después de todo, el príncipe Jad podría no ser elegido —musitó Chanar, con el pensamiento puesto en sus propios partidarios.
—Éste no es el motivo por el que aparecerá Yamun. Es su orgullo el que lo empujará a salir. No dejará que elijan a otro Khahan, aunque éste sea su propio hijo. —Bayalun volvió a ocuparse de su desayuno—. Por eso sé que se presentará.
—De acuerdo, lo obligas a salir —aceptó Chanar—. ¿De qué nos servirá?
Bayalun sonrió, no con la sonrisa tierna de la noche pasada sino con la expresión de astucia que Chanar conocía tan bien. El general se estremeció con la misma sensación de miedo que algunas veces sentía en víspera de una batalla.
—Yamun está débil y, cuando salga a campo abierto, encontraremos la manera de atacarlo —prometió la emperatriz.
Tomada la decisión, los dos conspiradores pusieron manos a la obra. Durante toda la mañana, Chanar visitó a sus compañeros, y en sus conversaciones introdujo sugerencias, insinuaciones y oscuros presagios. El general, que no confiaba mucho en el plan de Bayalun, se sorprendió al ver la buena acogida que los kanes daban a sus palabras. La convocatoria del couralitai les daba algo que hacer, mucho más que el funeral dispuesto por Jad. Los kanes comenzaron a clamar por un couralitai, y amenazaron con marcharse si no se atendían sus demandas.
* * *
A última hora de la tarde de aquel mismo día, cuando Jad insistió en un consejo de guerra, Koja intentó evitarlo, con el pretexto de que el Khahan todavía se encontraba demasiado débil. Pero el príncipe no quiso atender a sus razones.
—Quiero un encuentro con mi padre —exigió—. El ejército comienza a desmembrarse, y hay otro problema: han llegado los enviados de Manass para negociar la paz, y no sé qué hacer. Goyuk también debe asistir; sabe lo que pasa. Y tú también, sacerdote.
Koja comprendió que era inútil proseguir la discusión, y se resignó al encuentro. Quizás el príncipe tenía razón, pensó. Las cosas comenzaban a descontrolarse. Había escuchado los rumores entre los guardias. Se hablaba de elegir a un nuevo Khahan. Necesitaban un plan.
Al cabo de un rato, Jad, Goyuk y Koja se presentaron ante el Khahan. Yamun parecía más fuerte, y había un poco de color en sus mejillas, aunque su voz era débil y temblorosa. Lo encontraron sentado en la cama, vestido con su capa de armiño ribeteada de seda amarilla. Koja había insistido en la necesidad de que se pusiera ropa limpia como parte del tratamiento. En realidad, el sacerdote sólo quería no tener que soportar el olor a suciedad.
—Padre, tu muerte ha durado más que suficiente —comenzó Jad, sin perder tiempo en gentilezas—. Los kanes hablan entre ellos, y reclaman un couralitai. Comienzan a soliviantar a los hombres. No podré mantener unido al ejército mucho más.
—Un couralitai lleva meses de preparación —exclamó Yamun, sorprendido—. Todavía no ha acabado el duelo.
—Lo quieren ahora —explicó Goyuk, preocupado—. Dicen que el ejército necesita un líder.
—Y no lo sabes todo, padre —añadió Jad—. Han llegado los enviados de Manass, y están impacientes por comenzar las negociaciones. Esto ha dado más motivos de protesta a los kanes. Chagadai y Tanjin amenazan con volver a sus tierras. Son cuatro mil hombres.
Yamun consideró la situación; sin darse cuenta, retorció las sábanas mientras pensaba.
—Anda, ¿mi madre todavía está aquí? —preguntó.
—Sí, Yamun —respondió Koja.
—¿Podría ser esto una maniobra de Bayalun? —exclamó el Khahan al tiempo que descargaba sobre las mantas una palmada—. ¿O es cosa de los espías de Shou Lung?
El grupo permaneció en silencio, buscando en vano una respuesta.
—Yamun, no podéis permanecer aquí a la espera de que pase alguna cosa. Necesitáis un plan —sugirió Koja.
—Mi anda tiene razón. Decidles que pueden convocar el couralitai —anunció el Khahan. Tosió un par de veces.
—¿Por qué? —protestó Jad—. ¿Acaso no basta con aparecer y demostrar que estás vivo?
—Hay alguien que manipula todo esto —declaró Yamun, muy seguro—. Me presentaré, pero sólo después de que hagan su jugada. Demos a nuestro enemigo lo que quiere, y entonces veremos qué ocurre. Convoca al consejo para mañana.
—Mi señor Yamun, si se realiza el couralitai deberéis aparecer para demostrar que no estáis muerto. En caso contrario, elegirán a un nuevo Khahan —señaló Koja.
—Lo sé. No te preocupes, anda. Descansaré. Ahora, marchaos. —Con un débil ademán, Yamun despidió a Koja y a los demás.
Cuando salió de la yurta, Koja se dio cuenta de que llevaba días sin tomar ninguna nota para la historia de Yamun y se preguntó si podría recordar todos los sucesos ocurridos. Como historiador, no resultaba muy eficaz. Cansado, entró en su tienda dispuesto a cumplir con su trabajo.
Capítulo 12
El couralitai
Cuando despuntó el amanecer del día siguiente, la noticia de la convocatoria del couralitai se había propagado por todo el campamento. Los kanes se preparaban para la reunión, e iban de yurta en yurta para compartir los rumores y chismes relacionados con la actividad del día.
Instalado cerca de la yurta real, Koja casi podía oír el coro de conjeturas y comentarios. Con mucho interés y paciencia observaba las idas y venidas de los kanes. Vio cómo el general Chanar salía de la yurta de Tanjin Kan, y fue testigo de su amable charla con el comandante de un minghan. Luego lo siguió con la mirada mientras atravesaba el campamento hasta otra tienda, la de Unyaid, un oficial de menor rango de los kashiks. Antes había visto los paseos de Bayalun, acompañada por el ruido de su bastón cuando pegaba en el suelo pedregoso, pero ahora le había perdido la pista.
Mientras Koja se entretenía en su observación, Jad y Goyuk se reunieron con él. También ellos habían salido de ronda para sondear a los kanes y escuchar los rumores. Los tres compartieron sus informaciones. Koja describió los movimientos de Bayalun, y no ocultó su curiosidad por las gestiones de Chanar. Goyuk y Jad comentaron las opiniones de los kanes y enumeraron los que estaban a su favor y los que tenían en contra. Después de trazar nuevos planes, Jad y Goyuk reanudaron sus paseos para averiguar alguna cosa más, y Koja mantuvo su vigilancia, atento a la reaparición de Bayalun.
Los escuderos comenzaron los preparativos para el encuentro. La reunión tendría lugar dentro del recinto real, a unos treinta metros de la yurta de Yamun, en un amplio espacio rodeado por las tiendas de los kanes kashiks. En el extremo más alejado del claro apilaron la leña destinada a la hoguera. El estandarte de duelo del Khahan fue trasladado de la yurta y clavado en el suelo en el lado opuesto a la hoguera. Unos adolescentes se encargaron de barrer el suelo, y otros extendieron las alfombras que servirían de asiento, en dos arcos. Fuera del círculo, los sirvientes encendieron pequeñas hogueras para calentar el agua destinada al té. Odres de cuero, hechos con el cuero de cabezas de caballo, se llenaron de cumis, y los distribuyeron junto con las tazas. A un costado del estandarte de colas de yac negras, se colocaron asientos especiales para Bayalun y Jad. Entre estos dos, había un tercero que se mantendría vacío, en memoria del difunto Khahan.
Un cuerno tocó una nota desafinada, y los escuderos se apresuraron con los preparativos. Un par de minutos después, acabaron con los últimos detalles y se retiraron fuera del círculo. Comenzaron a llegar los kanes y escogieron sus asientos. Los simpatizantes de Bayalun se ubicaron a la izquierda del estandarte, y los partidarios de Jad a la derecha. La mayoría de los kanes prefirieron ponerse lejos del príncipe y la khadun como una declaración de neutralidad.
Los lugares en las alfombras comenzaron a escasear. A la vista de que no tenía nada que hacer donde estaba, Koja se apresuró a buscar un sitio desde donde pudiese tener una vista general, antes de que fuese demasiado tarde. El sacerdote se coló entre la multitud, hasta encontrar lo que buscaba. En su calidad de extranjero, no tenía voz ni voto en la asamblea, e incluso el hecho de estar presente se consideraba todo un privilegio.
Volvió a sonar el cuerno, y por el extremo más alejado del círculo apareció Madre Bayalun; Chanar la escoltaba, un par de pasos más atrás. La emperatriz vestía una túnica blanca, y cubría su larga cabellera suelta con un chal del mismo color. Una faja ancha a rayas azules y rojas colgaba alrededor de su cuello. Avanzó a paso lento y firme a través del círculo para ocupar su asiento a la cabeza de la asamblea. Chanar fue a sentarse entre los kanes de la izquierda.
Por tercera vez sonó el cuerno. Koja, sentado entre un comandante kashik y un kan desconocido de cabellos mugrientos que no dejaba de eructar, se irguió muy atento. Pero se llevó una desilusión al ver que sólo eran Jad y Goyuk que se presentaban a la reunión. El príncipe ocupó su lugar, casi sin saludar a su madrastra. Goyuk se situó discretamente a sus espaldas, para aconsejar al hijo del Khahan.
Los kanes hicieron silencio, a la espera de las primeras palabras de la asamblea. Por tradición, el discurso inaugural le correspondía al hijo del difunto. Jad levantó una mano, y esperó a que se apagaran los últimos murmullos. Cuando tuvo la atención de todos, el príncipe se puso en pie delante de los nobles reunidos.
—Jadaran de los hoekuns os da la bienvenida. Como kan de los tuiganos os da la bienvenida. Que comience este consejo.
Con estas palabras, quedaba abierto el couralitai. La costumbre indicaba que el honor del próximo discurso correspondía al comandante de los kashiks. Sin embargo, una voz clara y fuerte se anticipó a intervenir.
—Ilustre joven, hijo de nuestro amado Khahan, comandante de los cuarenta mil, el que habla solicita ser escuchado. —El murmullo de los comentarios siguió a estas palabras. El orador había hecho su petición con el mayor respeto, y utilizado todas las formas e inflexiones correctas, pero no era el comandante de los kashiks. En uno de los extremos de la asamblea, Chagadai, el kan de rostro lobuno, vestido con un kalat mugriento y harapiento, se puso en pie para dirigirse al príncipe. Llevaba la cabeza cubierta por el sucio turbante blanco, al estilo de los clanes occidentales. Sin esperar la autorización, se abrió paso hasta el centro del círculo.
El comandante kashik, sentado cerca de Jad, miró furioso al orador. La interrupción había sido un insulto deliberado. El oficial dirigió una mirada a Jad en busca de consejo, pero el príncipe estaba tan asombrado como él. Goyuk se inclinó para murmurar algo al oído de Jad, y por un instante los dos hombres discutieron qué podían hacer. A su lado, Bayalun permanecía imperturbable ante el inesperado giro de los acontecimientos, aunque lucía en su rostro una débil sonrisa. Por fin, después de dirigir una mirada de resignación al comandante, Jad atendió a la solicitud del kan y recitó las palabras de rigor.
—Como señor de este couralitai —dijo—, escucharé a Chagadai.
—Que la bendición de Teylas caiga sobre el noble príncipe —respondió el renegado. Ahora que tenía la autorización, se volvió hacia los nobles de la audiencia—. Escuchadme, kanes. Sabed que soy Chagadai de los uesgiros.
»No desperdiciaré el tiempo en el relato de los méritos de mi familia, o las grandezas del gran kan. Son cosas que ya sabemos. En cambio, quiero formular una pregunta que nos hemos hecho todos. ¿Dónde está el Khahan? ¿Dónde está aquel que guió a nuestra gente a la cumbre? Ellos —gritó, volviéndose hacia Jad— dicen que ha caído. ¡Sin embargo, no hacen nada! —Jad se puso tenso, dispuesto a intervenir. Goyuk fue más rápido y murmuró otra vez junto a su oreja. El príncipe se mordió el labio, asintió y dejó que Chagadai continuara su parlamento.
»¿Cuál es la obligación de un hijo? —prosiguió Chagadai, en un tono más bajo, al tiempo que se acercaba al príncipe—. Cuando asesinan al padre, su hijo no se oculta en la tienda. Debe salir en busca de los asesinos.
Se escuchó el murmullo de aprobación de los kanes. El príncipe se movió en su asiento, enojado por la acusación. Chanar observaba los acontecimientos, tranquilo, con las manos juntas y los dedos apoyados en los labios. La sonrisa de Bayalun había desaparecido, y su rostro aparecía carente de toda expresión. Chagadai miró otra vez a la asamblea.
—Los embajadores de Khazari están en nuestro campamento. Llegaron ayer. Ahora bien, ¿por qué los embajadores del enemigo se presentan cuando todavía estamos de duelo? ¿Han venido a compartir nuestro dolor? —El kan hizo una pausa para enjugarse el sudor de la nuca—. ¡Han venido a negociar, a negociar con Jadaran Kan en la hora de nuestra victoria! Nos arrebata nuestra victoria. Vuestros guerreros murieron en esta batalla. —Chagadai guardó silencio y caminó de un extremo al otro del couralitai. Los comentarios de descontento surgieron entre los aliados de Bayalun. Con un giro teatral, el kan se volvió hacia ellos.
»¿Es éste nuestro nuevo Khahan? —preguntó a los presentes—. Escojamos a otro.
Jad estuvo a punto de saltar de su asiento; Goyuk apoyó una mano en el hombro del joven para retenerlo.
—Déjalo que hable —susurró el anciano—. Es lo que queremos. —El joven aflojó el cuerpo, con los ojos brillantes por el odio hacia Chagadai.
—¡Que Chanar Ong Kho sea el Khahan! —gritó una voz desde las filas de kanes sentados.
Varios de los nobles más jóvenes ubicados en el lado de Bayalun aplaudieron para expresar su apoyo. El sacerdote miró a su alrededor. Los partidarios de Jad, al menos aquellos dispuestos a mostrar su lealtad, eran escasos. Al parecer, el príncipe se enfrentaba a un serio desafío a su autoridad.
—¡Chanar Ong Kho debe ser el Khahan! —repitió la voz.
Para gran sorpresa de todos, Chanar movió la cabeza como una negativa a la oferta. El general se puso en pie para hablar a la asamblea.
—Doy las gracias a los sabios kanes, pero estas palabras constituyen una falta de respeto a la memoria del Khahan. No soy digno de este honor. Proponed otro nombre. —Se escuchó un suspiro de desencanto entre las filas de los partidarios de Bayalun.
Chagadai, todavía en medio del consejo, rehusó darse por vencido y repitió la oferta.
—¡Que Chanar sea el Khahan! —gritó. Avanzó un paso hacia Jad, que una vez más intentó levantarse, sólo para ser detenido por el suave toque de atención de Goyuk. Los aplausos para Chanar sonaron más fuertes y duraderos.
Chagadai dirigió una rápida mirada a Bayalun, que expresó su aprobación con una sonrisa. El kan realizaba su cometido sin errores, tal como le había indicado ella a primera hora de la mañana. El orador se enfrentó otra vez a los reunidos.
—Chanar no quiere ser el Khahan —manifestó, apenado—. De todos modos, Jad debe mostrar su valía. Quizá los asesinos del Khahan han sido encontrados, y quizá su cuerpo esté en su yurta. Pero no hemos visto el cuerpo. Jad nos dice lo que ocurrió, pero no nos presenta pruebas. ¿Estamos seguros de que el Khahan murió en la batalla? Tal vez lo mató algún otro. Alguien que no quiere que sepamos la verdad. Miremos el cuerpo de Yamun, y descubramos la verdad por nosotros mismos. —Con estas palabras, Chagadai salió del claro y caminó hacia la entrada de la yurta de Yamun. Cuando llegó a la puerta, Sechen se adelantó y, con la espada en alto, le impidió el paso.
»¿De quién tiene miedo Jad? —vociferó Chagadai, al tiempo que se volvía para mirar a los presentes. Dominados por la excitación, y en sus esfuerzos por ver, los nobles abandonaron sus asientos.
—¡Queremos ver el cuerpo del Khahan! —gritaron muchos entre la muchedumbre.
—Pues entonces, lo veréis —dijo una voz a espaldas de Chagadai, como un eco desde la entrada de la yurta.
Los kanes dejaron de gritar y se quedaron de piedra por el asombro. Allí estaba Yamun Khahan, vestido con una túnica de tela burda de color azul, sujeta con un cinturón de cuero y hebilla de oro. Llevaba los cabellos sueltos, dispuestos como una aureola alrededor de la tonsura. Apoyó una mano contra la jamba de la puerta para sostenerse.
—¡El Khahan! —susurró el kan mugriento sentado al costado de Koja. La asamblea recogió las palabras del hombre como el murmullo del viento. De pronto, varios de los presentes se pusieron de rodillas e inclinaron la cabeza en señal de respeto a su líder. Chagadai se volvió lentamente hacia su señor, con una expresión de miedo y asombro en la mirada.
Yamun no hizo caso del kan. Dejó atrás a Chagadai y avanzó sin prisas y con paso firme hasta el centro del couralitai. Su rostro se veía pálido, y resultaba evidente que cada paso le robaba un poco de sus mermadas fuerzas. Su frente aparecía perlada de sudor por el esfuerzo de moverse, aunque el Khahan ni pestañeó. Por fin, Yamun llegó al centro y se detuvo, un poco tambaleante. Se volvió y observó las caras de los reunidos.
—Ahora, ¿quién será el Khahan? —preguntó, como si fuese un espíritu vengador.
No se escuchó ni una voz. Al parecer, nadie podía apartar la mirada del Khahan.
Koja miró a Bayalun. Una vez más, la segunda emperatriz mostraba la débil sonrisa de triunfo de antes. A su lado, Jad contemplaba a los kanes, también con una sonrisa triunfal y atento a cualquier señal de oposición.
—Ningún otro será Khahan sino tú, querido esposo —respondió Bayalun con mucha diplomacia—. Pero algunos, al creerte muerto, ansiaban tener un nuevo líder. —Todas las miradas se enfocaron en Chagadai. El kan de rostro lobuno perdió todo color—. Olvidaron lo que es correcto, y reclamaron a Chanar como Khahan, por encima de tus propios hijos. Ni siquiera esperaron a los treinta días de duelo que marca la tradición. —Bayalun golpeó su bastón contra el suelo para dar énfasis a sus palabras.
Chagadai, muy nervioso, bajó por el sendero e intentó, discretamente, volver a su sitio. Los kanes que lo habían aplaudido permanecieron en sus asientos, sin hacer nada que pudiese llamar la atención. Yamun se volvió hacia el tembloroso Chagadai y lo inmovilizó con la mirada. Aquellos que se encontraban entre los dos hombres se apartaron a toda prisa.
—Estas palabras son ciertas —gruñó el Khahan.
—Gran señor —tartamudeó Chagadai, con una rodilla en tierra y la cabeza gacha—, hice estas cosas por el bien de tu pueblo. Hubadai ataca Semfar, mientras nosotros luchamos contra los khazaris. Necesitábamos un guía.
—Y mi hijo no es digno de gobernar. Esto es traición.
Los nobles susurraron preocupados, aunque ninguno se atrevió a manifestar una protesta.
—Esposo e hijo —intercedió Bayalun—, él actuó por el bien de los tuiganos. Si Chagadai hubiese sabido que estabas vivo, no habría hablado como lo hizo.
—Sólo un tonto acerca el halcón a sus ojos —replicó Yamun, furioso, utilizando el viejo proverbio para explicar mejor su postura—. Chagadai me ataca igual que un halcón. Me ha traicionado. —Yamun se acercó al kan arrodillado.
Antes de que nadie tuviese tiempo de reaccionar, Yamun sacó su espada y la hundió en el pecho del kan. La víctima soltó un gemido de sorpresa y cayó de bruces en medio de un charco de sangre. Se sacudió durante unos segundos en los estertores de la agonía, y después murió. Yamun, exhausto por el esfuerzo, se apoyó sobre su espada, la punta clavada en el suelo y la hoja tinta en sangre.
Por un momento, nadie habló. Los kanes que hasta hacía unos minutos se habían mostrado tan locuaces no querían provocar la ira de Yamun. El Khahan estudió a la asamblea, mientras recuperaba el aliento, en busca de alguno dispuesto a reprochar sus actos. Los sirvientes retiraron el cadáver y echaron tierra sobre la mancha de sangre.
—Os dijeron que había muerto en la batalla —informó, por fin, a su atemorizado auditorio—. Esto era mentira. El Khahan no murió. —Yamun utilizó su túnica para limpiar la sangre de su espada—. Permanecí oculto por voluntad propia. Quería que vosotros, mis leales kanes, me considerarais muerto.
—¿Por qué, gran kan, por qué? —preguntó uno de los que estaban sentados en el bando de Jad.
—Fui atacado por asesinos. Resulté herido, pero sobreviví. Teylas me protegió del malvado ataque. —Hizo una pausa para recobrar sus fuerzas. De pronto, todos pudieron ver su debilidad.
—¿Quién le hizo esto a nuestro Khahan? —gritó Bayalun. Miró a los asistentes, a la espera de una respuesta.
—¡Los khazaris! —respondió uno de los partidarios de Jad. En aquel momento, Koja se sintió blanco de todas las miradas. El comandante que estaba a su lado acercó la mano a su espada. Por el otro lado, el kan maloliente se apartó en señal de desagrado.
—No, no fueron los khazaris —contestó Yamun bruscamente—. Fue un khazari quien me salvó de los asesinos. El lama, Koja, luchó para protegerme de mis atacantes. Por esta razón, lo he hecho mi anda. —Los kanes cambiaron de actitud y miraron a Koja con mucho respeto.
—¿Entonces, quién? —preguntó un kan.
—¿Queréis ver a mis asesinos? —replicó Yamun, con un desagrado ficticio. Por un momento, cerró los ojos, cansado de tanto hablar, y se estremeció ante los gritos de respuesta. Lentamente, ocupó el asiento vacío entre Jad y Bayalun.
—¡Los cuerpos! ¡Sí, queremos ver los cuerpos! —vociferó el comandante vecino a Koja, al tiempo que animaba a los otros kanes a sumarse a la petición. El coro fue en aumento a medida que todos los presentes manifestaban su furia por el ataque. Yamun se acomodó en la silla, en la confianza de que contaba con el apoyo de los kanes.
—¡Los cuerpos! ¡Queremos ver los cuerpos!
Cuando consideró que era el momento oportuno, Yamun levantó una mano para pedir silencio.
—Leales kanes —gritó por encima de los murmullos, apelando a sus pocas fuerzas—, ahora los veréis. Sechen, trae a los asesinos.
El Khahan aprovechó el tiempo que tardó el luchador en cumplir con su orden para conferenciar con Jad y Goyuk.
Sechen regresó, cargado con una alfombra enrollada y sucia de sangre, y la dejó caer a los pies de Yamun. Un murmullo ansioso se extendió entre los nobles.
—Ahora veréis quiénes atacaron a vuestro Khahan —anunció Yamun en tono solemne—. ¡Un ser impuro y un hombre! —Con la punta de la bota apartó una esquina de la alfombra. Una vaharada putrefacta acompañada por una nube de moscas se alzó de los cadáveres descompuestos. Una exclamación de asombro brotó de la garganta de los reunidos.
—¡Una bestia! —comentó alguien, asqueado—. ¡Enviaron bestias para matar a nuestro Khahan!
Había dos cuerpos en la alfombra: el hu hsien y el hechicero. La piel del zorro se veía rígida y opaca. Sus heridas, aún más espantosas en la muerte, aparecían hundidas, con los bordes blandos y oscuros. Los picotazos de los pájaros le habían arrebatado los ojos, y la reseca y agrietada lengua asomaba entre los dientes. Por su parte, el humano presentaba el mismo grado de putrefacción. La sangre seca en el tajo de su garganta era como una bufanda.
—¡Afrasib! —exclamó Bayalun, con voz ahogada por la emoción. De inmediato, guardó silencio y evitó la mirada de Yamun. Pálida, susurró una palabra a uno de los kanes que se encontraban a su lado. El hombre asintió y partió a cumplir su recado.
—¿Quiénes son? —preguntó un kan delgado con el rostro picado de viruelas, mientras se abría paso entre la muchedumbre para poder mirar de cerca los cadáveres. Los demás lo siguieron.
—La bestia es un hu hsien, una criatura de Shou Lung —explicó Jad—. El otro es el hechicero Afrasib. —El príncipe no añadió nada más, y dejó que los kanes sacaran sus propias conclusiones.
Las miradas, suspicaces y duras, se volvieron hacia Bayalun, que les hizo frente con firmeza, sin demostrar miedo. Lenta y majestuosamente, la khadun dejó su silla y caminó hasta los cadáveres. Examinó los cuerpos, empujándolos con la contera de su bastón. Los kanes dieron un paso atrás y la rodearon en un círculo. Tocó la cabeza de Afrasib, que cayó hacia un lado.
—¡Traidor! —siseó con un desprecio simulado, y se agachó para escupir el rostro del hechicero muerto.
»Traicionó al Khahan. Sin duda, el emperador shou compró su lealtad —anunció Bayalun, mientras caminaba de regreso a su asiento.
—Pero, ¿quién envió a los asesinos? —insistió el kan marcado por la viruela, interesado en conseguir respuesta a sus preguntas.
—Efectivamente, ¿quién? —preguntó Jad, con la mirada puesta en la segunda emperatriz.
—El emperador de Shou utiliza cosas como el hu hsien para que le sirvan de espías —respondió Bayalun, sentándose muy digna—. Pregúntale al sacerdote de Yamun si no es verdad lo que digo.
—Es verdad —intervino Yamun. Desde su puesto entre la muchedumbre, Koja se asombró ante la confirmación. No entendía las razones del Khahan para apoyar a la khadun. Sin duda, planeaba alguna cosa, decidió el lama.
»Éste es un ejemplo de lo que Shou Lung piensa de nosotros —añadió Yamun con un tono de burla—. El emperador nos teme, y envía a los espíritus malignos para que me asesinen. ¿Tenemos miedo a los perros de Shou?
—¡No! —fue la respuesta unánime. Incluso Chanar pareció entusiasmado por la arenga del Khahan.
—¿Tenemos que quedarnos aquí mientras ellos envían asesinos como éste? —gritó Yamun, señalando el cadáver del hu hsien—. Manda bestias para que nos acosen. ¿Acaso somos ciervos perseguidos por el cazador?
—¡No! —bramaron todos. Los kanes se dejaban dominar por la furia. Koja no salía de su asombro. Yamun no mostraba ni un solo síntoma de la debilidad que había padecido hasta unos minutos antes. El Khahan se mantenía erguido, con las piernas separadas y los pies bien plantados en el suelo.
—¿Tenemos que esperar a que nos destruyan, o actuaremos antes? —los interrogó Yamun. Alzó los brazos hacia el cielo. Sus ojos eran fieros, enérgicos, poderosos, ardientes con la sed de sangre. Koja sólo había visto al gran kan con una actitud similar, durante la terrible tormenta en Quaraband.
Los kanes respondieron con un rugido; demasiadas voces intentaban gritar su respuesta al mismo tiempo. Había algunos que no estaban de acuerdo, pero sus palabras se perdieron entre todas las demás.
Los gritos de entusiasmo y fervor parecían animar a Yamun todavía más. Pasó revista a los kanes con orgullo, ungido en su fuego y su adulación. Dejó que los guerreros gritaran un poco más, y luego levantó las manos para pedir silencio. Se callaron de mala gana, para escuchar sus palabras.
Yamun apartó a los kanes de los cadáveres para disponer de un poco más de espacio.
—El emperador shou nos ha declarado la guerra. ¿Qué debemos hacer?
—¡Darle una lección! —vociferó uno de los kanes, llamado Mongke; un hombre delgado, casi esquelético, dotado de una voz de trueno que desmentía su frágil apariencia.
—¿Cómo? —preguntó Koja, que entró en el círculo sin pensar en las consecuencias de su osadía—. ¿Qué pasará con la Muralla del Dragón, la gran fortaleza que protege sus fronteras? Nadie ha podido superarla. ¿Cómo podréis pasar por ella? —Algunos de los kanes, irritados por el estallido del lama, trataron de silenciarlo a gritos.
—Conquistaremos Shou porque el emperador nos teme —afirmó Yamun, con una fe absoluta—. Si la Muralla del Dragón fuera invencible, el emperador no tendría miedo de mí. Teylas me salvó para convertirme en el azote del emperador, para echar abajo su muro infranqueable.
—¡Una incursión! —sugirió uno de los kanes kashiks.
—No, una incursión no —contestó Yamun, muy tranquilo—. Mucho más que una incursión. Le enseñaremos al emperador lo que es el miedo. ¡Conquistaremos Shou Lung! ¡Yo, Yamun Khahan, seré el Ilustre Emperador de Todos los Pueblos! —El Khahan rugió sus últimas palabras con la mirada puesta en el cielo, en una actitud que parecía tanto una promesa como una amenaza—. ¡Es nuestro destino!
Los ojos de Yamun echaban chispas. Jadeó, enfervorizado por el desafío. Su corazón anhelaba la furia de la batalla y la grandeza que le depararía la conquista.
La excitación de los kanes se expresó en un canto. Era como si Yamun les hubiese traspasado su visión de la conquista, como si ésta corriera por sus cuerpos y se apoderara de sus espíritus. Incluso Koja sintió la pasión salvaje, el ansia por actuar que emanaba de Yamun.
El Khahan se acercó a su silla y contempló a los kanes, que le devolvieron la mirada, algunos seguros de la victoria, otros ansiosos, unos pocos vacilantes.
—¿Quién me acompañará a la guerra? ¿Quién compartirá conmigo las riquezas de Shou Lung? —preguntó a la masa.
La respuesta llegó como un tumulto de gritos y aplausos por parte de los kanes. Koja, en medio de la muchedumbre, estaba casi sordo por los alaridos frenéticos de los hombres. Yamun permanecía delante de su asiento y disfrutaba con el frenesí. Sus ojos mostraban un brillo salvaje, y su rostro se veía enrojecido, cargado de energía. Koja pensó que el Khahan había encontrado su propia cura. Una vez más tenía ante él al hombre capaz de enfrentarse al poder de los dioses.
—¡Por la voluntad de Teylas, cabalgaremos a la victoria! —proclamó el Khahan—. ¡Derrumbaremos la Muralla del Dragón!
Capítulo 13
Conspiraciones
Yamun gruñó a sus guardaespaldas, diez guerreros kashiks que lo rodeaban a una distancia respetable. Uno de ellos había tropezado con el perchero de una armadura, que cayó al suelo con gran estrépito. En la prisa por enmendar su falta, el hombre todavía hizo más ruido. Yamun reprochó impaciente al mortificado guardia, para que dejase de molestar.
Una cosa era tener un cuerpo de escolta de diez mil hombres que podían montar el campamento, hacer las patrullas nocturnas y lanzarse a la batalla como valientes; y otra muy distinta tener a un arban a su lado cada vez que daba un paso. Pero, en cuanto los kashiks se enteraron aquella mañana de que su Khahan vivía, decidieron protegerlo a toda hora. Para los hombres elegidos significaba un gran honor, pero Yamun necesitaría tiempo para acostumbrarse. Sin embargo, el Khahan no era tan tonto como para protestar por la devoción y la lealtad de sus hombres.
El guardia acabó de poner la armadura en su sitio, y ocupó su posición junto a la pared de la yurta. Sus compañeros permanecieron en silencio. Satisfecho de que no hubiera más molestias, Yamun reanudó la conversación. Sentado al pie del trono de Yamun se encontraba su anda, el gran historiador, Koja.
—Bien, anda —dijo Yamun—, muy pronto tendrás más cosas que añadir a tus historias, si es que tienes tiempo. Hay mucho que hacer antes de marchar contra Shou Lung.
El sacerdote dirigió a Yamun una mirada muy alerta, intrigado por el desarrollo del couralitai.
—¿Por qué habéis tomado esta decisión? —preguntó Koja—. Atacaréis Shou Lung, y, en cambio, no hacéis caso de Bayalun. ¿Es ésta una actitud sensata?
—Anda, hice lo que debía —contestó Yamun con gesto ceñudo. Extendió las dos manos—. Alguien intenta matarme: Bayalun. —Cerró un puño—. Y Shou Lung. —Cerró el otro—. No puedo pasar por alto este insulto.
—¡Pero Shou Lung es la más poderosa de todas las naciones! —protestó el lama—. ¿Por qué ellos y no Bayalun?
—Bayalun pertenece a mi gente. Si la ataco, surgirán disensiones entre los kanes. Exigirían pruebas, y los brujos se pondrían en mi contra —explicó el Khahan—. Entonces, mi imperio no sería nada. —Bajó los puños—. Pero, si ataco a Shou Lung, mi gente estará unida en la batalla, y me veré libre de un enemigo. Mejor un rival que dos. Esto es gobernar, ¿o no?
Koja tragó saliva para deshacer el nudo en su garganta, al escuchar la firmeza del tono de Yamun.
—¡Shou Lung es enorme! —exclamó.
—Y su emperador me tiene miedo. Se puede derrotar a los hombres asustados —replicó Yamun, muy confiado.
—¿Y qué pasará con Bayalun? —quiso saber Koja, resignado ante la decisión de Yamun.
—Ahora que conozco sus trucos, la tendré vigilada —repuso Yamun, sin darle mucha importancia al asunto—. Se quedará con nosotros para que no cause más problemas. Mantendremos a la serpiente debajo de nuestro tacón.
»Por cierto —comentó, despreocupado, al tiempo que cambiaba de tema—, he decidido que te reunirás con los enviados de Khazari para comunicarles los términos de su rendición. Tengo que ocuparme de los planes de nuestra conquista de Shou Lung.
—¿Yo, Yamun? ¿Habéis olvidado que soy un khazari? No puedo negociar la rendición —objetó Koja.
—¿Quién habla de negociar? —replicó el Khahan bruscamente—. Sólo tienes que aceptar su rendición.
—Imposible. Tiene que haber condiciones. No puedo decirles, sin más, que se rindan.
—¿Por qué no? —preguntó Yamun, acariciándose la punta del bigote—. No tienen un ejército para proteger Manass. Puedo destruir cualquier cosa que envíen. Díselo. Tengo muchas otras cosas pendientes. Están las órdenes, y acaban de llegar los informes de Hubadai desde Semfar. —Señaló al escriba real que tenía sobre su mesa un montón de pergaminos atados con cintas de seda amarilla.
—¡Pedirán mi cabeza! —tartamudeó el lama, y se frotó la calva en un gesto nervioso.
Una sonrisa irónica retorció los labios del Khahan al escuchar la queja de Koja.
—Lo harás porque yo te lo ordeno. Si quieren tu cabeza, es que no te consideran un compatriota. ¿Ves?, ya no eres un khazari.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Koja, tras comprender que Yamun tenía razón. No quería realizar el encargo, si bien tampoco podía oponerse a la voluntad del Khahan.
—Quiero que se rindan —repitió Yamun, consciente de que Koja esperaba instrucciones más concretas—. Muy bien, quiero mercaderías por un valor equivalente a diez mil lingotes de plata que deberán pagar la primera luna llena de cada nuevo año. Además, deberán entregar al gobernador, a su hechicero y a los mandarines shous que mencionaste. Escaparon del campo de batalla, y los quiero. Me da igual si envían sus cabezas y sus manos.
Koja esperó más detalles, pero el Khahan no tenía más demandas.
—Esto no puede ser todo —insistió el sacerdote.
—Rendición, mercaderías y prisioneros —enumeró Yamun, contando con los dedos—. ¿Qué más puedo pedir?
Exasperado, Koja cogió papel y pluma de la mesa del escriba, y extendió el papel entre Yamun y él. Con mucha habilidad, trazó las fronteras de Khazari.
—Yamun, en esta ocasión no habéis conquistado a una tribu nómada. Los khazaris no se rendirán ni obedecerán sólo por el hecho de ser el gran kan…
—Entonces, destruiré sus hogares y distribuiré a su gente entre mis kanes. Díselo —amenazó Yamun.
—No, Yamun, no es suficiente. Los khazaris no son como las tribus. —Koja marcó en el mapa las ciudades y pueblos de Khazari—. Tienen ciudades de piedras y campos de cultivos. No van de campamento en campamento. Tenéis que enviar a alguien que los gobierne, imponga leyes y dicte sentencias. —Yamun estudió el mapa.
—No es nuestra manera de hacer las cosas —murmuró—. Pero, si dices que se debe hacer, lo pensaré. Por ahora, diles a los enviados que deben entregarme Manass. Después, tendrán que echar abajo las murallas de todos los otros ordus. —El Khahan apartó el mapa con la punta del pie—. Dibuja un buen mapa de Khazari para mí, anda.
Koja suspiró, y pensó en la lista de las demandas planteadas por Yamun.
—¿Cuáles son los puntos que estáis dispuesto a negociar?
—Mi anda, no habrá negociaciones. —Yamun se inclinó sobre el sacerdote para añadir énfasis a sus palabras.
—¿Y si rehúsan? —inquirió Koja en voz baja.
—Como he dicho —contestó Yamun, tras beber un sorbo de cumis—, destruiré todos los ordus de Khazari. Todo varón más alto que la vara de una carreta será pasado por la espada, y todas sus mujeres y niños servirán como esclavos para mi gente. Su nación habrá dejado de existir. Esto sí lo puedo hacer, anda —El Khahan se instaló en su trono—. Escriba, anota mis demandas. Le pondré el sello. Anda, podrás llevarte el papel como prueba.
Una vez redactado el documento, Yamun se volvió hacia su escriba y le ordenó la lectura de los informes. Koja hincó una rodilla en tierra y saludó con una reverencia antes de salir de la yurta. Abstraído en el relato de Hubadai acerca de la caída de Semfar, Yamun ni siquiera advirtió su marcha.
* * *
En la soledad de su yurta requisada, Madre Bayalun preparaba un hechizo mágico. La puerta de la tienda estaba cerrada herméticamente para impedir el paso de la luz, y sus guardias tenían orden de no dejar pasar a nadie, ni siquiera a Chanar, su nuevo amante. Con manos ágiles, la khadun dispuso los materiales que necesitaba: un brasero pequeño con un par de ascuas, y una bolsita de incienso en polvo. En voz muy baja, en prevención de que alguien pudiese escucharla, recitó la fórmula del encantamiento, al tiempo que pasaba las manos por el brasero.
En cuanto acabó el recitado, Bayalun echó una pizca de incienso sobre las brasas. Se produjo una pequeña explosión, y una espesa nube de humo se elevó en el aire y, tras cambiar de forma varias veces, se transformó en el rostro de un mandarín shou. El humo daba una apariencia esponjosa a la frente del hombre, como si fuese miga de pan, pero sus negros ojos brillaban con toda claridad. El rostro mostró una expresión sorprendida, como si el mandarín hubiese sido arrancado de su sueño por el hechizo.
—Khadun de los tuiganos —murmuró la voz, con un sonido hueco—, ¿me has llamado?
—Desde luego. Tenemos que hablar. —El rostro de humo se deformó un poco al recibir el aliento de la mujer.
—No es el momento más oportuno, Eke Bayalun Khadun —manifestó el rostro. Sus facciones cambiaron como si el hombre hubiese fruncido el entrecejo—. El emperador ofrece una lectura de poesías. Resulta un poco difícil concentrarse en las dos cosas. —En un gesto que parecía dar ejemplo de sus palabras, puso los ojos en blanco. La nube perdió consistencia, y el contorno del rostro se deformó; por un momento, el contacto quedó interrumpido. Entonces, la cabeza volvió a formarse a medida que el interlocutor enfocaba otra vez sus pensamientos en Bayalun y las estepas—. Habla deprisa, khadun. Tengo poco tiempo.
—No me des órdenes, Ju-Hai Chou. No soy tu sirviente —exclamó la segunda emperatriz bruscamente. Cogió un abanico, regalo del emperador Shou, y abanicó la nube.
—Mis más humildes disculpas, sabia señora —dijo el rostro, con mucho tacto diplomático. La cabeza se inclinó—. Por favor, informa a este pobre servidor por qué lo has llamado. Porque has sido tú la que ha llamado.
Bayalun estaba acostumbrada a la impaciencia del mandarín y no le hizo caso. Sin prisas, alisó sus prendas y acomodó mejor el jupon —una especie de chaleco largo— para que colgara recto de los hombros.
—El ejército tuigano está en Khazari —dijo.
—Esto ya lo sabemos por intermedio de nuestros espías. ¿Hay algo más? —En la voz del mandarín se reflejó un ligero tono de enfado. La poca importancia de la noticia no justificaba la molestia.
—El Khahan vive. La criatura que habéis enviado ha fracasado. —A pesar de que el intento de asesinato había resultado casi un desastre total, le complació informar de las desgracias al ministro de Estado shou. Los ojos de la figura se abrieron en un gesto de sorpresa, y después perdieron toda expresión.
—¿Está vivo o muerto? —preguntó el mandarín.
—Muerto.
—¿Sospechan?
—¿De mí? —inquirió Eke Bayalun, a sabiendas de que no era lo que quería saber el mandarín. Al hombre no le interesaban en absoluto sus problemas—. Desde luego que sospechan.
—¿Con esto quieres decir que el Khahan sospecha de Shou Lung? —insistió el rostro, con el entrecejo fruncido.
—No sólo sospecha —se burló Bayalun—. Acusa al emperador del Trono de Jade en persona. Tu inservible asesino fue demasiado obvio y fácil de identificar, una vez muerto. Aquí hay un sacerdote de Khazari que sabe muchas cosas de tu hu hsien.
—¿Un sacerdote khazari? —exclamó la imagen, tan alto que sus palabras resonaron en la pequeña yurta—. ¿Quién…?
—Es un enviado del príncipe Ogandi. No tiene importancia. —Bayalun sabía que el mandarín estaba ansioso por enterarse de más cosas, pero le divertía incordiar al burócrata shou con estos secretos insignificantes. Lo desconcertaban.
»Hay una cosa que sí debes saber —añadió la emperatriz, sin darle oportunidad al mandarín de protestar o de hacer más preguntas—. El Khahan culpa a vuestro Hijo del Cielo, y marcha con su ejército dispuesto a conquistar todo Shou.
El rostro sonrió, y parte de sus mejillas se evaporaron. La cabeza de humo comenzó a reducirse.
—Es mucho más tonto de lo que creíamos —afirmó el ministro—. Acabaremos con él, como si fuese un pequeño insecto. No podrá atravesar la Muralla del Dragón. —Había desaparecido todo rastro de miedo y sorpresa en su voz para dar paso a un tono de confianza absoluta.
—Quizá —replicó Bayalun—. Cuando llegue a la muralla, contará con doscientos mil guerreros.
La nube soltó despectivamente una bocanada de humo.
—También podría contar, quién sabe, con la ayuda de la magia —dijo Bayalun lentamente. Recogió su abanico y lo agitó para refrescarse el rostro. La imagen onduló un poco, empujada por el suave movimiento del aire.
—¿A menos? —siseó el rostro, que había captado perfectamente la intención oculta en el comentario.
—Te he mantenido mucho tiempo apartado de tus obligaciones —respondió Bayalun con astucia—. Quizá debas volver junto a tu emperador.
El rostro apenas si consiguió reprimir un gesto de frustración.
—¡Quizás envíe al Gorath para que hable contigo! —exclamó. Bayalun palideció un poco ante la mención del Gorath, una criatura de gran poder que, según los rumores, era el asesino personal del emperador. El humo del rostro del mandarín se dispersó por unos momentos.
—¡Si me amenazas, Ju-Hai Chou, acabaré esta alianza en sangre! —le advirtió Bayalun.
—Amenázanos —contestó en un tono igual de frío e inamistoso—, y te denunciaremos. Siempre habrá algún otro dispuesto a ayudarnos. —La imagen recuperó su forma y descendió desde lo alto de la tienda. Bayalun le devolvió la mirada, al tiempo que se ponía de pie para no tener que mirar desde abajo. En una mano sostenía el abanico.
—Entonces, tendremos que trabajar unidos —dijo al cabo. A pesar de sus poderes de hechicera, Bayalun sabía que la amenaza del mandarín era real, de la misma manera que él no podía considerar su reto a la ligera.
—Desde luego —afirmó la voz—. ¿Qué quieres ahora?
—Vuestro incapaz asesino es el culpable de este desastre. Ahora, tendréis que estar dispuestos a dar más. Ya me habéis prometido el trono de Yamun, pero, en estos momentos, prepara sus planes para la guerra con vosotros. Tendréis que comprar la paz. En primer lugar, hay que pagar un tributo a los kanes para que vuelvan a sus tierras.
—Quieres decir un soborno.
—Llámalo como quieras.
—¿Y cómo nos libramos de tu molesto hijo? —preguntó el rostro. La magia de Bayalun perdía fuerza; la nuca se deshacía en hilillos de humo. De pronto, los ojos se pusieron en blanco cuando se debilitó la concentración del mandarín.
Bayalun se apresuró a contestar antes de perder el contacto definitivamente.
—El Khahan marcha hacia la Muralla del Dragón. Vosotros os tendréis que encargar de acabar con él y sus guardaespaldas cuando aparezca. No puedo hacerlo ahora, porque sospechan demasiado de mí. Tendrá que hacerlo el ejército de Shou Lung. Con mi ayuda podréis tenderle una trampa. Cuento con partidarios en el ejército que colaboraran con nosotros.
—Una trampa… —El rostro desapareció de la vista, y su voz sonó como un eco—. ..encontraremos otra vez… el río Xanghi. —Concluyó el hechizo, y el humo desapareció por el agujero de ventilación.
Enfadada por la conversación, Bayalun esperó hasta que desapareciera el último rastro de humo. El aroma penetrante del incienso todavía flotaba en el aire. Una vez eliminados todos los rastros de su actividad, Bayalun recogió la bolsita de incienso y colocó el brasero en su sitio. Forzada por los dolores reumáticos que trataba de ocultar cuando no estaba sola, caminó hasta la puerta y desató los cordones de la manta. Cuando asomó la cabeza al exterior, sorprendió a los centinelas apostados a cada lado de la abertura.
—Enviad un mensajero a buscar al general Chanar. Decidle que la khadun espera verse honrada con su visita. —Tosió, consciente del ardor que el humo le había dejado en la garganta.
Mientras uno de sus guardias se encargaba de transmitir sus órdenes, Bayalun mandó al otro que sacara de la tienda uno de los pequeños cofres para poder sentarse al sol. Se acomodó sin prisas en su asiento, colocó el bastón entre sus piernas, y apoyó las manos en la empuñadura. El sol fue como un bálsamo para su dolorido cuerpo. Al cabo de unos minutos, cerró los ojos y relajó los músculos.
Para cualquiera que por casualidad pasara por allí, Bayalun era igual a cualquier otra matrona, durmiendo la siesta al sol. Pero no dormía. Un rincón de su mente se mantenía alerta, atento a los sonidos del mundo exterior, mientras el resto se perdía en los recuerdos de sus días de juventud entre la gente de su madre, los maralois.
El ruido de pisadas volvió a Bayalun a la realidad. Estiró el cuello, en un esfuerzo por sacudir la modorra. Abrió los ojos, y vio a Chanar que esperaba, impaciente.
—He venido para honrarte —dijo Chanar, presuntuoso. No se arrodilló ante la khadun, y sencillamente esperó a que ella aceptara su presencia.
Bayalun lo contempló por encima de la empuñadura del bastón. La arrogancia del general casi se podía palpar, pero su figura todavía era apuesta. Lucía unas trenzas largas y abundantes, y una barba bien recortada. Vestido con la armadura, tenía el aspecto del poderoso guerrero que era en la realidad, unos de los siete hombres valientes.
—Ayúdame a levantarme —pidió, aunque sonó más como una orden. El general le sujetó la mano y la levantó sin esfuerzo.
Chanar la siguió al interior de la tienda y le rodeó la cintura en cuanto cerró la puerta. Con gentileza, la khadun se apartó de su abrazo y levantó el bastón a modo de barrera.
—¿Todavía tienes el deseo… —En los ojos de Chanar brilló la lujuria— de tomar el poder que debería ser tuyo? —preguntó Bayalun.
Chanar se detuvo, un tanto sorprendido por la pregunta.
—¿Te refieres a convertirme en Khahan?.
—Desde luego. —La khadun exhibió una sonrisa burlona—. ¿A qué si no?
El general se volvió, con las manos a la espalda. En su pecho, la arrogancia y el deseo luchaban contra su menguada lealtad.
—Antes, cuando hablábamos, la pregunta era: «¿Quién salvará el imperio si el Khahan muere?». Mencionabas cosas que podían pasar, que quizá pasarían; incluso insinuabas cosas que podías ver gracias a tus artes. Creía en ti. —Chanar se volvió hacia la mujer, con una mirada de decepción.
»Entonces, el Khahan mostró aquella…, aquella cosa que lo atacó. En aquel momento, comprendí que habías dejado atrás la teoría. Tú lo hiciste. ¡Enviaste a una bestia, ni siquiera a un hombre! Ni Yamun merece morir así. Querías matar a Yamun y fracasaste. Ahora, quieres intentarlo otra vez, y pretendes complicarme en su asesinato.
Bayalun escuchó las palabras de Chanar con la cabeza inclinada hacia un costado y los párpados casi cerrados.
—Así que es esto —dijo la emperatriz en voz baja—. Pierdes el coraje cuando tus manos deben sujetar las riendas. Estás dispuesto a que yo haga tu trabajo. No me sorprende que seas tan buen general, si mandas a los demás a su muerte.
El rostro de Chanar enrojeció de furia y vergüenza, y su respuesta sonó como un chillido rabioso.
—¡No es verdad! Soy más valiente que cualquier otro hombre. Cambias mis palabras. Sólo he dicho que ahora comprendo tu deseo de convertirme en tu asesino.
—¡Eres un idiota! Si necesitara a un asesino, buscaría a uno que no tuviese dudas —afirmó Bayalun, sin hacer caso de su enfado. Apoyó una mano sobre el pecho de Chanar—. No quiero a un asesino. Te he buscado porque vi en ti a un líder. Pensé que veía a un hombre, pero ahora tienes miedo incluso de escuchar mis palabras.
—Yamun es mi anda —gruñó Chanar, cuando consiguió dominar la cólera lo suficiente para hablar.
Bayalun se lanzó sobre sus palabras como un halcón sobre el bocado que le ofrece su entrenador. Le temblaba la barbilla de rabia mientras caminaba a su alrededor.
—¿Acaso te trata como su anda? —lo pinchó—. ¿Compartes su cumis? No, un extranjero canijo y calvo lo hace por ti. Es el lama quien se sienta en los consejos y no tú. Los mocosos de sus hijos dirigen a los kashiks en la batalla. Otros se burlan de ti a tus espaldas.
Con un brillo en los ojos como el de un cazador que se cierne sobre su presa, la segunda emperatriz se acercó a Chanar y le murmuró al oído:
—Los he escuchado, cuando el Khahan se sienta con los otros kanes. He escuchado sus palabras: tonto, perro, inútil; esto es lo que dicen de ti. Después se ríen junto a la hoguera y beben más cumis. Quizá tengan razón. Te ofrezco el trono de los tuiganos, y tú no quieres aceptarlo.
—¡Bayalun, tú tienes tus propias razones para querer verlo muerto! Si no soy yo, buscarás a algún otro para que te ayude —la acusó Chanar.
—Desde luego que tengo mis razones y buscaré a cualquiera que pueda ayudar —respondió la khadun, sin vacilar. No había remordimiento en la voz de la viuda; sólo un amargo tono de odio—. Pienso en mi hijo. Pienso en mi marido, mi verdadero marido, y no el asesino con el que me forzaron a casarme. No los he olvidado. Es mi derecho. ¿Acaso tú no tienes motivos? Yamun nos llevará a todos a la destrucción, en su insensato ataque contra la Muralla del Dragón. Quizá todo esto sea una idea del sacerdote para acabar con los tuiganos. ¿Dejarás que consiga su propósito?
La segunda emperatriz se apartó un paso, mientras esperaba la respuesta de Chanar. El general permaneció en silencio, los hombros sacudidos por espasmos nerviosos, al tiempo que retorcía los dedos detrás de la espalda. Poco a poco, volvió el color a su rostro. El viento sacudió la yurta, y se escuchó el crujido de los costados de mimbre. La manta de la puerta golpeó con un chasquido contra el marco.
Chanar echó la cabeza hacia atrás y miró el agujero de ventilación. Sus labios se movieron en una plegaria silenciosa. Por fin, bajó la cabeza y miró directamente a los ojos de Bayalun, como si quisiera poder sondear las profundidades de su oscura naturaleza.
La mujer le devolvió la mirada. Desafío, confianza, bravura, fueron las cualidades que Chanar vio en el brillo de sus negros ojos.
El general parpadeó para romper la comunicación hipnótica. Había tomado su decisión. Con mucho cuidado, Chanar desenvainó su largo sable curvo; a través del agujero en el techo, un rayo de sol arrancó destellos en el acero. Con un gesto desafiante, el guerrero clavó la espada en la alfombra. Bayalun tocó la espada con su bastón.
—Dime qué debo hacer —dijo el general con voz grave.
—Ven conmigo —contestó la khadun suavemente. Ahora que había conseguido sus propósitos, desapareció la frialdad. Bayalun cogió la mano de Chanar y lo guió hacia la parte posterior de la tienda—. Ya tendremos tiempo para hablar más tarde.
* * *
Era casi noche cerrada cuando Koja, exhausto, se dirigió a la yurta de Yamun. Había pasado todo el día ocupado en las negociaciones con los diplomáticos de su anterior señor, el príncipe Ogandi. Ahora podía verlo de esta manera: el príncipe Ogandi, el hombre al que había servido en una época que se le antojaba remota. El encuentro había confirmado la separación de Koja de su propia gente. Había podido ver las expresiones de odio y rabia en los rostros de los diplomáticos khazaris, cuando lo presentaron como el representante del gran kan. Su título no había facilitado las negociaciones.
El lama no deseaba otra cosa que meterse en la cama y olvidar esta horrible jornada. Emocionalmente, había resultado siniestra, de algún modo todavía peor que el terror experimentado en el campo de batalla. Durante la enloquecida carga a través de la llanura, la excitación y el miedo lo habían distanciado de la realidad y le habían permitido ver la sangre y el sufrimiento sin ninguna respuesta emocional. Ni siquiera había sido consciente de su propio miedo durante el combate; la comprensión llegó después. En cambio, en la tienda con los khazaris, cada segundo había sido un suplicio. Su odio hacia él parecía mucho más intenso expresado en khazari. Koja entendía cada matiz, cada insinuación de sus palabras. Y, para colmo, no podía hacer otra cosa más que pasar por ello, al tiempo que les exigía una respuesta afirmativa a las demandas del Khahan.
Ahora tenía que informar a Yamun de los resultados del día. Llegó a la yurta del Khahan y se apoyó contra el marco de la puerta, mientras un criado anunciaba su presencia. No resultaba correcto ni decoroso, pero a Koja lo traía sin cuidado; no podía más.
Apareció el criado y lo hizo pasar. El Khahan estaba solo, disfrutando de su cena de carne de caballo cocida y un potaje; masticaba con fruición cada bocado de las sencillas viandas. Apartó la mirada de su plato e indicó a Koja que se sentara. Con la manga de su túnica de seda se limpió los labios en cuanto tragó el bocado, ensuciando de grasa el fino tejido azul.
—Bienvenido, sacerdote. ¿Quieres cenar?
Koja asintió, aunque no tenía hambre ni le resultaban apetitosas las viandas ofrecidas. Una de las pequeñas ventajas de estar en Khazari era que podía encontrar alimentos más de su gusto: cebada cocida y verduras. De todos modos, para no ofender al Khahan, se sirvió un pequeño trozo de carne y un poco del potaje. Después, masticó con mucho ruido para simular su complacencia. Ninguno de los dos hombres habló mientras cenaban.
Por fin, Yamun acabó con el resto del potaje y rebañó el bol con los dedos. Lo dejó a un costado, y esperó a que el lama terminara de comer. Koja no perdió ni un segundo en apartar su plato, que apenas había tocado.
—Han aceptado mis términos de paz —supuso Yamun, al tiempo que se rascaba la barba.
—Casi todos —lo corrigió Koja—. Tienen algunas objeciones.
Yamun miró al sacerdote con mucha atención.
—¿Como qué? —preguntó Yamun, con un tono de amenaza.
—Desde luego, aceptaron rendirse —se apresuró a añadir Koja, para no provocar al Khahan—. Sólo son embajadores y todavía tienen que presentar los términos al príncipe Ogandi. En cualquier caso, los encuentran aceptables en su conjunto.
—¿Cuáles son los problemas? —insistió Yamun, cansado de los rodeos de Koja. Bebió una taza de cumis y esperó una respuesta directa por parte del lama.
—Quieren negociar el monto del tributo…
—¿Regatean? —gritó Yamun, asombrado—. ¿Tienen que escoger entre la paz o la destrucción, y quieren regatear el precio?
—Estoy seguro de que sólo es una formalidad, Yamun —lo interrumpió Koja, que habló tan deprisa como pudo.
El Ilustre Emperador de Todos los Pueblos resopló disgustado.
—Has dicho que había más problemas, no sólo uno.
—El gobernador y sus hombres es otro de los problemas. Los embajadores quieren saber si mantendréis a estas personas en calidad de rehenes. Les preocupa entregar a los enviados shous. —Koja se masajeó las sienes en un intento de aliviar su dolor de cabeza.
—Mis intenciones son bien claras: voy a matarlos. Es esto o la destrucción total. ¿No se lo has dicho con todas las letras? —Yamun apartó la mirada, molesto.
—Naturalmente. Insistí en este punto —aseguró Koja—, pero no acaban de entenderlo.
—¿Por qué no? —Yamun se rascó la cabeza, y clavó las uñas en un piojo que asomó por debajo de su sombrero. Con mucha discreción, Koja prefirió no mirar.
—Comprenden perfectamente la entrega de rehenes khazaris; en cambio, no entienden que deban entregar a los hombres de Shou Lung. Tienen miedo de que el emperador shou tome represalias contra ellos.
—¿El gobernador tiene algún valor como rehén? —preguntó Yamun, sin hacer caso del comentario. Dejó a un lado la taza de cumis.
—Creo que es primo del príncipe —contestó el sacerdote, tras una breve pausa.
—Bien. ¿Qué me dices del otro hombre, el brujo que mató a mis guerreros?
Koja vaciló. Sabía que el hombre no tenía ningún parentesco con el príncipe Ogandi, pero, si lo decía, Yamun era muy capaz de condenar a muerte al dong chang. Esto lo convertiría a él, sacerdote de Furo, en responsable del asesinato. Pero, aunque mintiera, el kan acabaría por averiguar la verdad, ordenaría la ejecución, y Koja se vería en dificultades.
—Que yo sepa no está emparentado con nadie, Yamun —respondió.
—Entonces, debe morir. El jagun de los hombres ejecutados en Manass espera venganza —explicó el Khahan—. Todos saben que el hechicero sigue vivo, lo cual es una gran vergüenza para su jagun, y será peor si se lo deja escapar. En consecuencia, el hechicero les será entregado para que se encarguen de su castigo.
Koja se encogió. Sabía que los hombres del jagun no se conformarían con matar al dong chang; convertirían la muerte del hechicero en un proceso lento y horrible. El lama sólo podía esgrimir en defensa de la vida del hechicero que no estaba bien matarlo, pero Yamun no compartía su opinión. Para él, la ejecución representaba la pena lógica.
—¿Qué hay del gobernador? —inquirió Koja con voz débil—. ¿Puedo prometerles a los khazaris que vivirá?
—Sólo si entregan al hechicero y a los hombres de Shou —afirmó Yamun—. Mantendré al primo del príncipe como rehén; los demás morirán.
Koja consideró la oferta para saber si a los khazaris podría parecerles aceptable. En la reunión de esa mañana, había comprobado que los khazaris tenían mucho miedo al poder y el salvajismo de los hombres del gran kan.
—Creo que aceptarán —opinó con voz triste. Se sentía indigno. Había salvado la vida de un hombre a costa de la muerte de otros tres.
—Estoy cansado, Koja, y tú también —dijo de pronto Yamun, con un bostezo—. Es hora de descansar. Puedes irte. —Con un ademán, despidió al sacerdote.
Finalizada la audiencia, Koja regresó a su yurta. El bostezo de Yamun parecía haberle quitado sus últimas energías. Hizo caso omiso de la cena fría que le había preparado Hodj, y se metió en la cama sin perder un instante.
* * *
Al principio, a pesar del agotamiento, no pudo dormir. Repasó mentalmente los sucesos del día, en particular el destino del hechicero. Koja se sentía responsable de la decisión de Yamun. Inquieto y dominado por la culpa, cayó en un sueño intranquilo.
Un ruido penetró la niebla gris que rodeaba al sacerdote. Era el sonido del choque de las piedras entre sí. Se encontraba en el exterior, vestido con sus prendas de dormir. Soplaba el viento, pero no le molestaba el frío.
Miró a su alrededor, y vio que todavía era de noche. Estaba en una llanura cubierta de hierba, o lo que quedaba de ella, pues el suelo aparecía lleno de grietas y tierra removida. Por todas partes yacían los cuerpos de guerreros y caballos, medio enterrados, medio aplastados. Algunos eran cadáveres de tuiganos, fácilmente reconocibles por los estandartes de guerra que ondeaban al viento como espectros. Mezclados entre estos soldados aparecían los cuerpos de otros guerreros, vestidos con viejas armaduras. Koja sólo pudo identificar a unos pocos. Había uno con el atuendo de un cacique kalmyr, parecido al que el sacerdote había visto en un pergamino antiguo. Otro llevaba la extraña coraza de un guerrero susen, con orejeras horizontales en su casco abollado. Los cuerpos protegidos por las armaduras eran esqueletos secos, con la piel momificada muy tirante sobre los huesos.
El sonido provenía de algún lugar más adelante. Koja trepó los túmulos de tierra y dejó atrás las momias y las lanzas rotas. Cuando llegó a la cima del túmulo más alto, pudo ver una forma oscura, una pared inmensa cuyos extremos se perdían más allá del alcance de la vista. Tenía una altura superior a los cinco pisos del palacio del príncipe Ogandi en Skardu, y el borde aparecía rematado por almenas, que sobresalían como dientes. El martilleo sonaba en la base.
Al acercarse, Koja vio a una hilera de hombres, que golpeaban inútilmente el muro con sus mazos. Al igual que los muertos que acababa de dejar atrás, estos hombres vestían las más diversas prendas antiguas. Había soldados de Kalmyr, Susen, Pazruki y de países que desconocía.
Cada uno descargaba su maza en un solo punto, contra una misma piedra, sin hacer caso de los demás. El suelo retumbaba con sus golpes, pero no se veía ninguna huella en la fortificación.
Fascinado, Koja recorrió la línea, invisible para los trabajadores. Pasó junto a un kalmyr, y entonces se detuvo para contemplar al hombre. Era Hun-kho, el gran jefe guerrero de Kalmyr. Siglos antes, Hun-Kho había expulsado a los shous de la estepa y los había perseguido hasta la Muralla del Dragón, donde se vio forzado a abandonar su empeño, incapaz de superar la barrera. Koja lo reconoció de los libros de historia que había en su templo.
El guerrero muerto continuó con su monótona tarea, y Koja reanudó su paseo. Un poco más allá se encontraba el infame Toyghla de los susens, otro conquistador por derecho propio. Él también se dedicaba a su trabajo con ahínco.
Por fin, Koja divisó una figura solitaria al final de la hilera, vestida con una túnica y apartada de las demás. El hombre sostenía un martillo, pero no golpeaba la Muralla del Dragón. Llevado por la curiosidad, el lama echó a correr. Cuando alcanzó al hombre, Koja puso una mano sobre el hombro del picapedrero. La figura se volvió para mostrar el rostro de su viejo maestro, arrugado y seco como una momia. Con una sonrisa, el maestro entregó su martillo a Koja.
—Ésta es la pared que has escogido. Rómpela y serás libre —entonó el anciano. En el momento en que Koja sujetó el mazo, el viejo maestro desapareció. De pronto, el lama se encontró solo en la línea de guerreros.
Sin pensarlo, Koja descargó el mazo, y una grieta apareció en la superficie pulida de la piedra. El lama miró la grieta y divisó algo resplandeciente que se movía en el interior. Descargó otro golpe, y la grieta se ensanchó. Una forma se apretó contra los bordes desiguales de la piedra. Los guerreros detuvieron su trabajo y se volvieron para contemplarlo, atónitos. Koja espió a través de la grieta. Algo se movía en el interior de la Muralla del Dragón; algo enorme y cubierto de escamas.
—Libérame —susurró la cosa. La voz melodiosa surgió a través del agujero—. Libérame, Koja de Khazari.
Koja golpeó con el mazo, y una dolorosa sacudida le recorrió las manos cuando el martillo chocó contra la piedra. Saltaron esquirlas, pero el agujero no aumentó de tamaño. Una y otra vez alzó el mazo, estremecido con cada golpe. Comenzó a jadear. Cada vez le costaba más evitar que el mango se escapara de sus sudorosas manos. Frenético, continuó con los golpes, desesperado por ensanchar la grieta.
Por fin se detuvo, exhausto, y examinó la abertura; después del primer golpe, no había conseguido ningún progreso. Frustrado, se dejó caer en el suelo contra el muro, desconsolado.
—Tú solo no puedes liberarme, Koja de Khazari, como tampoco pudieron estos otros que lo intentaron sin éxito. —A la luz de un débil resplandor, los guerreros reanudaron su trabajo.
—¿Quién eres? —le preguntó Koja a la voz misteriosa.
—Soy el Señor Chien, amo del océano —respondió la voz con arrogancia—. Yo soy la Muralla del Dragón.
—¿Por qué no puedo liberarte? —inquirió Koja, poniéndose de pie.
—Espero a tu señor. Juntos, tendréis el poder para humillar a mis captores. —Unas escamas negras se deslizaron por la grieta, y apareció un ojo amarillo como el de un felino.
»Guíalo —añadió la extraña voz—. Trae a tu señor, y juntos podréis liberarme.
—¿Por qué me has llamado? —lo interrogó Koja, con la mirada puesta en el ojo.
—Tú eres su hombre. Te escucha. Los otros que están aquí conocen el precio del fracaso. Están condenados a permanecer aquí, para atormentarme, hasta que la pared desaparezca. —Koja miró a los señores de la guerra, y se estremeció.
—¿Y si hago lo que dices? —preguntó el lama, apartándose de la rajadura.
—¡Entonces tendré mi revancha! —rugió la voz. El suelo se estremeció con las palabras del espíritu, y el ojo desapareció de la vista.
Tembloroso, Koja volvió la espalda al muro. Descubrió a su maestro, una vez más sano y vigoroso. El viejo cogió el martillo de las manos de Koja, y éste comprendió que era hora de marcharse. Instintivamente, regresó por el camino de antes. Pasó junto a los conquistadores, y por la tierra de los muertos. Cuando llegaba a la cima del túmulo, escuchó la voz de su maestro.
—Todo está en equilibrio, aprendiz —gritó el anciano—. Si cambias una cosa, destruyes otra. Hay paredes a todo tu alrededor. Escoge con cuidado las que quieras demoler. —El eco de las palabras siguió a Koja hasta su yurta, hasta su cama.
Koja permaneció sentado en la penumbra de su tienda. Los episodios del sueño aparecían muy claros en su memoria. Sin saber muy bien por qué, el lama buscó sus adminículos de escritura y, acurrucándose junto al brasero para disponer de la luz de la brasas, comenzó a escribir todos los detalles.
Capítulo 14
Sueños y destinos
En los días siguientes, las energías del ejército se consumieron en los preparativos para la marcha. Cuando el Khahan había atacado Khazari, Koja se había maravillado ante el cúmulo de órdenes dictadas; ahora, no salía de su asombro. Cuarenta, o quizá cincuenta mil hombres, habían participado en la expedición a Manass, e incluso entonces sólo unos diez mil llegaron a participar en el ataque a la ciudad. Los restantes habían sido apostados a lo largo de la frontera, en parte como una amenaza a los khazaris, pero sobre todo para ocuparse del problema del abastecimiento de agua y comida para decenas de miles de hombres y caballos.
Ahora se realizaban los preparativos para una campaña mucho más grande. Como historiador, Koja cumplía concienzudamente con su trabajo; escuchaba todo lo que podía y lo transcribía hasta la última palabra. La pila de hojas crecía sin cesar.
Por su parte, Yamun organizaba las tropas mientras esperaba la llegada de más hombres. Cada día aumentaba el número de mensajeros enviados por Hubadai desde Semfar, con informes que eran llevados directamente al Khahan. Otros jinetes, vestidos con las sucias túnicas amarillas de los hombres de Tomke, también aparecían con las sacas repletas.
A través de diversas fuentes, Koja se enteró de que ciento cincuenta mil soldados marchaban hacia el campamento de Yamun, y calculó en unos doscientos mil el número total del ejército cuando alcanzaran el territorio de Shou Lung.
Cincuenta mil hombres ya eran una carga para la tierra; doscientos mil la hundirían. Las reservas de grano y pastos de la región comenzaban a escasear, porque el ejército no se movía desde hacía semanas. En su tienda, el Khahan trazaba planes para trasladar a sus jinetes hacia nuevos campos de pastoreo, y para acumular provisiones destinadas a la próxima campaña.
Con este propósito, Yamun designó más yurtchis y les encomendó la responsabilidad de reunir el avituallamiento. Estos oficiales acometieron su trabajo con rapidez y eficacia. Cada día, el sacerdote observaba a los jinetes vestidos de azul que, los rostros cubiertos de polvo, aparecían con un rebaño que añadían a los ya existentes. Otros jaguns galopaban entusiasmados entre las tiendas, guiando recuas de potros y yeguas que servirían de reemplazo a los caballos muertos en las próximas batallas. Caravanas de carros llegaban cargadas hasta los topes con sacos de cebada, mijo, harina y arroz; toneles de aceite, barricas de soja, y panes de té, sal y azúcar. Los yurtchis, sentados a sus improvisadas mesas, anotaban diligentemente todas estas provisiones en largas tiras de papel.
Koja dejó constancia de todas estas cosas en sus escritos, sentado a la puerta de su tienda, y con una taza de té a mano. Había tantos detalles que sólo podía anotar un par de líneas de cada uno. Por fin, tuvo que abandonar antes de quedarse sin papel. El lama guardó los adminículos de escribir y se dispuso a ir a informar al Khahan de las negociaciones del día con los khazaris.
Koja quitó el polvo y ajustó los faldones de su kalat negro, el uniforme de los guardias nocturnos. Se trataba de un obsequio de los kashiks; le resultaba molesto vestir el uniforme de un guerrero, pero no podía insultar la generosidad y el honor de unos cuantos miles de aguerridos soldados. La historia de cómo el sacerdote había salvado la vida de Yamun se conoció después del couralitai, y llegó a oídos de los guardias. En reconocimiento a su hazaña, los hombres lo habían adoptado más o menos entre sus filas. Ahora era un kashik honorario, y como tal debía llevar el uniforme.
No bien salió de la tienda, el arban encargado de su escolta corrió a tomar sus posiciones. Aquello que hasta hacía poco era un paseo solitario hasta la yurta de Yamun, se había convertido en una procesión.
Hoy el Khahan atendía sus funciones al aire libre. Llevaba una cota liviana de placas metálicas que le cubría el torso, y un par de gruesos pantalones de lana azul que se perdían en las amplias perneras de sus botas. Al ver que el lama iba en su dirección, Yamun despachó a sus ayudantes y mensajeros, salió a su encuentro, y estrechó el delgado cuerpo del lama en un fuerte abrazo.
—Anda —exclamó cariñosamente, al tiempo que daba un paso atrás para contemplar el nuevo vestuario de Koja—, me alegra mucho verte. Estas prendas te sientan muy bien. Ven y siéntate.
Koja pudo ver que el Khahan se encontraba de muy buen humor. Esperó que sirvieran el té y el cumis antes de hablar, como era correcto. Por fin, después de probar un sorbo de té, inició la conversación.
—El té es excelente, Yamun —dijo.
—¿Se han rendido los khazaris, anda? —preguntó Yamun, sin hacer caso del cumplido.
—Han aceptado todos vuestros términos, incluida la entrega del dong chang y los embajadores shous. Sólo tienen una pregunta que formular —respondió Koja, precavido—. Los enviados desean saber quién gobernará Manass después de la rendición. ¿El príncipe Ogandi continuará al mando?
—He considerado tus palabras acerca de gobernar el país, sacerdote —manifestó Yamun, después de celebrar con un aplauso la respuesta—. He decidido que Jad gobierne Khazari. Él se ocupará de que respeten la paz. Además, es mi hijo. Debe gobernar.
—Es una sabia elección, Yamun. —Koja no ocultó su satisfacción. Al parecer, sus opiniones tenían algún efecto en la política del Khahan.
Los dos bebieron cumis y té durante unos minutos, antes de que Koja reanudara la conversación.
—Yamun, ¿qué sabéis de Shou Lung? —inquirió el lama.
—Muchas cosas, anda. No creerás que soy un ignorante, ¿verdad? —Yamun llenó su taza de cumis sin dejar de vigilar la reacción de Koja—. Shou Lung tiene un emperador, y es un gran país con tanta riqueza, tanta, que su emperador me envía regalos de gran valor y princesas de su propia sangre.
—Pero ¿qué sabéis de su ejército, de sus defensas, de su tierra? —insistió Koja—. ¿Sabéis en realidad lo grande que es Shou Lung?
—Su ejército está compuesto en su mayor parte por soldados de infantería. Llevan máquinas que disparan flechas…
—Ballestas —explicó Koja.
—Sus soldados son lentos y no pueden competir con los jinetes. Tienen unos cuantos escuadrones, pero la caballería shou nunca ha sido gran cosa. Incluso en los tiempos de mi padre, los shous cruzaban sus fronteras para castigarnos por nuestras incursiones, pero nunca tuvieron mucha suerte. Por lo tanto, para protegerse levantaron una pared alrededor de su tierra. Estas cosas las saben todos los kanes. —Yamun explicó todo esto sin darle mucha importancia, como si no tuviese nada que ver con él.
—Yamun, los shous son un pueblo numeroso, con guerreros que superan muchas veces todas las tropas reunidas de los tuiganos. Tienen ciudades mucho más grandes que Manass.
—Las ciudades son una trampa para los soldados, fáciles de capturar —replicó Yamun, desperezándose.
—Pero está la Muralla del Dragón —le recordó Koja.
—Ah, sí, la pared que edificaron alrededor de sus tierras —comentó Yamun.
—No todas sus tierras, gran señor —lo corrigió Koja—. Únicamente la frontera con lo que ellos llaman la Llanura de los Caballos; vuestras tierras, la estepa.
—Entonces, tienen miedo de nosotros. —La respuesta mostró una vez más la confianza de Yamun.
—¿Sabéis lo larga que es la Muralla del Dragón? —preguntó el sacerdote, exasperado—. Se extiende a lo largo de centenares, miles de kilómetros. —El Khahan no se dejó impresionar.
»Hay un relato que habla de su construcción —añadió Koja. Quizá si el Khahan sabía cómo habían edificado la muralla, comprendería el poder de Shou Lung.
—¿Así que ahora también sabes narrar historias? —dijo el Khahan, indulgente. Se sirvió otra taza de cumis—. De acuerdo. Cuéntame la historia.
Koja soltó un suspiro, consciente de que no sería fácil convencer a Yamun. De todos modos, se acomodó mejor e inició su relato.
—La Muralla del Dragón es muy antigua —dijo—, pero no ha estado allí desde siempre. Cuentan que, hace mucho tiempo, los guerreros provenientes de la Llanura de los Caballos podían entrar a su antojo en las tierras de Shou Lung. En aquel entonces, el ejército shou no podía detener a los jinetes. Cada año, los asaltantes se llevaban muchos caballos y ganado. —Koja hizo una pausa para beber un sorbo de té.
»En aquellos años, un emperador muy sabio gobernaba Shou Lung. Al ver lo que hacían los jinetes, y que su ejército no podía detenerlos, buscó a su consejero, un hechicero muy poderoso, y le preguntó: «¿Cómo puedo detener a los jinetes?».
Yamun bostezó y le hizo una seña al lama para que abreviara la historia. Koja habló más deprisa.
—El hechicero le habló al emperador de un dragón kan que vivía en las profundidades del océano, un lago tan grande que no se alcanza a ver la otra orilla. El hechicero dijo: «Engaña al dragón para que salga del océano y dile que vaya hacia el oeste. Allí me encontraré con él, y detendremos a los invasores».
—Hechiceros —gruñó Yamun—. ¿Qué debo aprender de esta historia, anda?
—Por favor, señor Yamun, dejadme acabar —rogó Koja, y reanudó el relato—. Así que el emperador cogió un bote y remó hasta el centro del océano. Metió un palo en el agua y lo agitó hasta remover el barro del fondo. Entonces, el dragón kan salió del agua.
»«¿Quién me molesta?», gritó el dragón. —Koja se resistió a dar al dragón una voz de trueno, aunque imaginaba que así era la voz de la criatura.
»El emperador señaló hacia el oeste. «El que te molestó corre hacia el oeste, a una tierra donde no hay océano. Si te das prisa, podrás atraparlo.» El dragón remontó el vuelo y se lanzó a perseguir al ofensor. —Koja descansó por un segundo.
—Una historia muy bonita, anda, pero ¿qué significa? —preguntó Yamun, impaciente.
—El dragón voló hasta la frontera con la Llanura de los Caballos. Allí vio al hechicero, de pie en la cima de una montaña. «¿Eres el hombre que perturbó mi paz?», le gritó.
»El mago no respondió. En cambio, pronunció una palabra, y el dragón cayó del cielo. Sus inmensos anillos se estrellaron contra las montañas de la tierra, a lo largo de centenares de kilómetros. La tierra se sacudió, y el cuerpo de la criatura se convirtió en los ladrillos y la piedra de la Muralla del Dragón. Todo gracias al poder de una sola palabra de un hechicero y, desde entonces, nadie ha podido atravesar la muralla. —Koja esperó a ver la reacción de Yamun.
El Khahan abandonó su asiento y se desperezó. Miró al cielo. En la distancia, las montañas mostraban un color azul gris apagado coronadas por las cumbres cubiertas de nieve. Unas pocas nubes de tormenta rozaban el horizonte. Yamun se volvió hacia Koja.
—Afirmas que la Muralla del Dragón es más poderosa que yo —dijo con voz firme—. Te olvidas de que soy el gran kan. Puedo permanecer en el corazón del rayo de Teylas y no quemarme. Destrozaré la Muralla del Dragón. Es la voluntad de Teylas.
Las palabras de Yamun recordaron a Koja a los sacerdotes más fanáticos del templo de la Montaña Roja, hombres con los cuales no se podía razonar. El lama permaneció en silencio mientras el kan se paseaba arriba y abajo. El sol se reflejaba en su cota, que enviaba sus rayos en todas las direcciones. Por fin, Koja rompió el silencio.
—¿Qué pensáis hacer cuando lleguéis a la Muralla del Dragón?
—La golpearé como un martillo gigante —se vanaglorió Yamun, con una convicción absoluta.
* * *
Al día siguiente, los khazaris aceptaron los términos de la rendición. Yamun se reunió con los embajadores por primera vez. Escuchó su juramento de fidelidad a Teylas, y recibió oficialmente su capitulación. Durante la breve ceremonia, los representantes del príncipe Ogandi no dejaron de mirar con odio al sacerdote khazari sentado entre sus enemigos.
La entrega del hechicero exigida por Yamun planteó un problema de última hora; alguien le había avisado de su destino, y el hombre había escapado. A pesar de su disgusto, el Khahan modificó los términos y se conformó con declararlo fuera de la ley. Al final de la ceremonia, después de la entrega del ex gobernador a los kashiks, Yamun llamó a su hijo, Jad, y le entregó el mando de Khazari. El príncipe fue presentado como nuevo gobernador de Manass. A partir de aquel momento, todos los problemas de gobierno tenían que pasar por sus manos. Un tumen, compuesto por un número de guerreros más que suficientes para asegurar la paz, como señaló el Khahan, fue puesto a las órdenes de Jad.
A la mañana siguiente, el ejército de Yamun levantó el campamento y comenzó su marcha hacia Shou Lung. Durante seis días, las tropas cabalgaron con rumbo noreste, en dirección al Primer Paso bajo el Cielo, la puerta de entrada a los inmensos territorios del imperio. A pesar de que ya estaban en primavera, la tierra estaba seca, pues la región que atravesaban era el límite de un desierto frío. Comparado con el viaje anterior, a Koja le pareció que esta vez era casi un paseo. A medida que avanzaba el ejército, nuevos tumens se sumaban a sus filas; primero las fuerzas estacionadas a lo largo de la frontera khazari, y después un enorme contingente que llegó desde el oeste. Avanzaban a marcha lenta con toda intención, para dar tiempo a las tropas que venían de camino. Unos cincuenta mil guerreros habían iniciado la expedición. Para el amanecer del sexto día, Koja calculó en unos doscientos mil el número de hombres que avanzaban por el sendero hacia la Muralla del Dragón.
A última hora de la tarde del sexto día, Koja vio ondear el estandarte del Khahan en la cumbre del Primer Paso bajo el Cielo. Los yurtchis responsables de la marcha diaria se reunieron con el Khahan en aquel punto y, después de presentarse, le comunicaron los informes de los exploradores. El lama se encontraba demasiado lejos para escuchar sus palabras; en cambio, observó atentamente sus gestos mientras señalaban hacia la llanura, al otro lado de la cordillera.
Desde lo alto del paso todavía cubierto de nieve, la planicie era una extensa superficie verde y marrón, salpicada por los cortes más oscuros de cañadas y arroyos. Vista desde tan lejos, en medio de las rocas y la nieve, resultaba una tierra prometida, aunque en realidad sólo era un campo de pastoreo, con unos pocos bosquecillos. En la distancia, se apreciaba una zona más áspera. El suelo se ondulaba como una indicación de que había nuevas montañas detrás del horizonte.
La línea oscura de lo que parecía ser una cañada atravesaba en un recorrido sinuoso el extremo opuesto de la llanura; los yurtchis la señalaron varias veces, excitados. Koja forzó la mirada y descubrió que era la sombra de la Muralla del Dragón. Fascinado, siguió su recorrido con el dedo. La pared subía, bajaba, se curvaba y desaparecía de la vista, sólo para reaparecer más lejos.
«Aquello es lo que Yamun se propone atacar únicamente con hombres», pensó el sacerdote, apenado. De pronto, tuvo la certeza de que era una tarea imposible; daba igual disponer de cincuenta que de quinientos mil hombres. El gran kan no tenía el equipo pesado —torres, catapultas, arietes— necesario para un asedio. No tenía medios para derribar el muro de mampostería. El hecho de que la pared pudiese estar protegida por la magia, significaba una complicación adicional.
Los gritos de los oficiales kashiks arrancaron a Koja de sus reflexiones, y las tropas reanudaron la marcha. Con mucho cuidado, el lama buscó el mejor camino por la ladera oriental hacia los lugares de acampada escogidos por los yurtchis, sin echar siquiera una última mirada al Primer Paso bajo el Cielo.
* * *
Chanar no dormía bien. Durante las últimas noches había tenido sueños, pesadillas que no podía recordar pero que, al mismo tiempo, lo inquietaban. Acababa de tener otro sueño tan perturbador que, después de hacerle dar muchas vueltas y revueltas en la cama, estuvo a punto de despertarlo.
En aquel momento, la puerta de su yurta se abrió como por arte de magia. El ligero movimiento fue suficiente para devolverlo a la conciencia. La mano del general voló hacia su espada, colocada junto a su lecho. Miró hacia la abertura, sin poder ver ninguna señal del intruso. Se disponía a investigar cuando la puerta se cerró, otra vez por sí misma. Por un instante, vio un débil resplandor y, de improviso, apareció Bayalun, cubierta con un abrigo de piel oscuro, arrodillada junto a la puerta, ocupada en atar las cintas. La mujer le dirigió una mirada y apoyó un dedo sobre los labios, para silenciar a Chanar antes de que pudiese reaccionar ante su súbita aparición.
—Silencio —susurró Bayalun, en cuanto llegó a su lado—. Prepárate. Nos vamos.
Chanar parpadeó mientras su mente, confusa por el sueño, intentaba comprender qué pasaba. Con un gesto torpe, intentó abrazar a la mujer, en la idea de que quería acostarse con él. Bayalun lo rechazó, furiosa, y le pinchó las costillas con su bastón.
—¡Levántate! —siseó, colérica. Resultaba evidente que no estaba de humor para idilios.
Tan sorprendido como dolorido por la ferocidad de la viuda, Chanar se irguió en el lecho y se frotó el costado. Despierto, el general miró a la khadun, con los ojos y la mente despejados.
—¿Qué ocurre?
—Tenemos que ir a un lugar, esta noche; ahora —respondió Bayalun con un tono urgente—. Vístete.
—¿Nos atacan? ¿Se puede saber qué pasa? —protestó Chanar, casi a gritos, mientras saltaba de la cama.
—¡Silencio! —repitió Bayalun—. Tenemos que ir a una cita, tú y yo. A un encuentro con los shous. —La segunda emperatriz caminó hacia la puerta, dispuesta a marcharse.
—¿Dónde? —inquirió Chanar. Se puso los pantalones y las botas, dominado por una cierta prevención.
—Sólo tienes que acompañarme. —Bayalun no añadió ninguna explicación, y se agachó para desatar los cordones de la puerta. Chanar se colocó la cota de malla; cogió la espada y el cinturón con la vaina, y se lo abrochó, mientras Bayalun espiaba a través de la abertura—. Cállate. No quiero que los guardias nos vean salir.
Chanar movió los hombros para acomodar la armadura.
—¿Por qué no utilizas un hechizo como has hecho al venir?
—Es demasiado arriesgado. No sabes moverte como invisible. Tropezarías y despertarías a medio mundo.
El general abrió la boca dispuesto a protestar por el comentario, pero Bayalun salió antes de que pudiese decir una palabra. Furioso, fue tras ella.
La débil luz de la luna, muy baja sobre el horizonte, apenas iluminaba el campamento. Con el firmamento más oscuro, los puntos resplandecientes de los Nueve Ancianos, las estrellas que seguían a Anjar, la luna, brillaban en todo su esplendor. Chanar y Bayalun avanzaron con mucho cuidado entre el pequeño grupo de tiendas levantadas en el recinto real. Se detuvieron por un instante, cuando estuvieron a punto de topar con un guardia kashik que hacía sus necesidades junto a la cerca.
Una vez fuera del campamento de Yamun, avanzaron deprisa. Los soldados dormían acostados en el suelo, envueltos en sus gruesas mantas. Los caballos, sujetos con cuerdas bastante largas, se movían entre las tropas. Unos cuantos hombres iban de aquí para allá a paso rápido, ocupados en sus tareas, porque la actividad del campamento no se detenía durante la noche. Los conspiradores tardaron una hora en llegar al límite del campo, sin que ningún centinela les diera la voz de alto. Bayalun suspiró aliviada y dio gracias para sus adentros por su fortuna.
—Rápido. Por aquí —susurró, señalando a Chanar una cañada en una ladera cercana. La khadun se puso en marcha a buen paso; eludía sin dificultades piedras y arbustos que el general apenas si podía ver. El hombre la siguió, sin dejar de mascullar una retahíla de insultos y muy atento a no caerse.
Bayalun se sorprendió más que Chanar cuando una sombra apareció delante de ellos. En un primer instante, la viuda pensó que se trataba de un soldado shou enviado para escoltarlos. Entonces, la figura les dio el alto en perfecto tuigano.
La khadun se detuvo bruscamente, y Chanar casi se estrelló contra ella.
—¡Un centinela! —susurró Bayalun—. Deprisa, habla con él. —Empujó a Chanar para que pasara adelante.
—Soy Chanar Kan. ¿Quién me detiene? —preguntó el general—. Avance y diga su nombre. —A espaldas del general, Bayalun se movió hacia la izquierda y desapareció en la oscuridad.
El centinela se adelantó con mucha cautela, la espada en alto, hasta que estuvo lo bastante cerca para reconocer las prendas de Chanar. El hombre era sólo un soldado raso. Avergonzado y nervioso por estar ante la presencia de un kan, el centinela hincó una rodilla en tierra y agachó la cabeza.
—Os pido perdón, Chanar Kan —tartamudeó—. Sólo cumplo las órdenes de mi comandante.
—Bien hecho, soldado… ¿Qué hay más allá? —Chanar no sabía qué debía hacer. Bayalun lo había dejado en la estacada, y ahora pensaba que lo había tomado por tonto.
—General, por aquí se va… —De pronto, una sombra saltó de la oscuridad sobre la espalda del centinela. El atacante descargó una cuchillada, y el guardia soltó un gemido ahogado. Los dos cuerpos cayeron al suelo. Chanar dio un paso atrás y desenvainó el sable, dispuesto a intervenir. Por unos momentos, los combatientes rodaron de un lado a otro; después, el guardia dejó de moverse.
—Ayúdame a levantarme —ordenó Bayalun, sentada en la espalda del centinela. Chanar dio un respingo, y entonces advirtió que la silueta oscura era la segunda emperatriz. No ocultó su asombro ante la velocidad y la fuerza demostradas por la mujer.
Chanar la ayudó a levantarse. Las manos de la mujer estaban tibias y resbaladizas. La khadun se apoyó contra el cuerpo del general, para recuperar el aliento. La sangre del centinela goteó de sus dedos sobre la armadura de Chanar.
—Ayúdame a buscar el bastón —dijo la viuda con un hilo de voz.
—Lo has matado —exclamó Chanar, todavía atónito por la rapidez del ataque. Encontró el bastón y se lo alcanzó.
—Nos vio. Arrastra su cuerpo hasta aquella cañada, donde no lo vean —ordenó Bayalun, señalando en la oscuridad.
Sin protestar, el general sujetó el cadáver por los talones y lo arrastró, boca abajo, por la tierra; un rastro de sangre marcó el camino. Se escuchó un golpe sordo y el ruido de las piedras sueltas cuando el cuerpo rodó por la ladera hasta el fondo de la cañada. Con un puñado de tierra, Chanar se quitó la sangre de las manos y esperó en el borde de la cañada a que Bayalun se reuniera con él.
—Es de mal agüero —musitó Chanar, mientras caminaban por la cañada—. Descubrirán que el centinela está muerto. Averiguarán que hemos sido nosotros.
—Escucha —dijo Bayalun, recuperado su espíritu—. Creerán que es obra de los shous. Nadie sabe que estamos aquí.
—Está muy mal que muera un hombre —opinó Chanar, más tranquilo por la explicación de la khadun—, pero era su destino.
Bayalun permaneció en silencio, atenta a las dificultades del camino. Las laderas de la cañada se abrieron para dar paso a un pequeño sector circular, libre de piedras. Los últimos rayos lunares iluminaban el centro del claro, al tiempo que hacían más oscuras las sombras a su alrededor. La segunda emperatriz se detuvo entre las sombras, con el cuerpo muy cerca de Chanar. El general notó la excitación de la mujer; temblaba un poco y su respiración era agitada.
Esperaron en el más absoluto silencio, mientras el aire helado amenazaba con cubrir el suelo de escarcha. Chanar metió las manos en las mangas de su chaqueta para mantenerlas calientes, y se movió inquieto; le resultaba difícil no impacientarse.
Una voz sibilante sonó desde la oscuridad, al otro lado del claro.
—Bienvenida, segunda emperatriz Eke Bayalun de los…
—Basta de saludos —lo interrumpió la viuda, con un golpe de bastón—. He venido. ¿Está aquí Ju-Hai Chou?
—Hablo por el ministro de Estado —respondió la sombra, con la voz temblorosa de un anciano.
—Entonces debes saber que, si Ju-Hai Chou quiere nuestra ayuda para destruir al Khahan de los tuiganos, ha de venir en persona. No tratamos con kharachus —replicó Bayalun, furiosa. Chanar dudó que su interlocutor supiese que había sido tratado de esclavo por la khadun.
—La segunda emperatriz y su general buscan nuestra ayuda para ganar el trono de los tuiganos. Hablará con cualquiera que envíe Ju-Hai Chou —susurró la voz fríamente. A pesar de su suavidad, las palabras eran claras. La primera exigencia de Bayalun había fracasado, y ahora la mujer consideraba su próximo paso.
—El representante de Ju-Hai Chou es aceptable —cedió Bayalun, con un tono mucho más amable—. Nos quedaremos.
—Ju-Hai Chou se sentirá muy honrado —repuso la voz cortésmente.
—Entonces, escuchad —dijo Bayalun, recuperando la iniciativa—. Muy pronto, el gran kan atacará la Muralla del Dragón. Quizá vuestra muralla es fuerte, pero así y todo tal vez consiga pasar.
—Imposible —afirmó la voz del anciano, sin ocultar su confianza en la solidez del muro.
—Quizá. De todos modos, es muy voluntarioso y dispone de muchísimos hombres. Lo imposible podría ocurrir, en especial si cuenta con la ayuda de los hechiceros.
—Su ayuda no tiene importancia. Nadie puede contra el poder de la Muralla del Dragón; está hecha con algo más que mortero y piedras —presumió la voz—. ¿Creéis que vuestro Khahan es el primero que se estrellará contra ella? Otros ejércitos lo intentaron y fracasaron.
Bayalun enarcó las cejas, interesada por lo que acababa de escuchar. El shou insinuaba secretos referentes a la muralla que ella desconocía. Escogió sus palabras con mucho cuidado, con el propósito de conseguir más información.
—Los secretos acaban siempre por descubrirse —sugirió la khadun, con un tono de amenaza velada. Golpeó la contera de su bastón contra el suelo para destacar sus palabras.
Un siseo agudo sonó al otro lado de la cañada. Su interlocutor no había pasado por alto el significado de su frase.
—¿Acaso los conocéis? —preguntó la voz.
—Tengo muchas fuentes, kharachu —mintió Bayalun. No sabía nada de la muralla, excepto lo que el shou había dejado escapar. En cualquier caso, hizo una pausa para preocupar al hombre—. Incluso si el Khahan no encuentra la manera de cruzar la muralla, podrá mantener los ataques a vuestras caravanas y estrangular el comercio con las tierras de occidente. Y vosotros no podréis hacer otra cosa que refugiaros detrás de la pared hasta que se marche. Tenéis que libraros de él.
—¿La segunda emperatriz tiene algún plan? —susurró la voz, un tanto picada por sus observaciones.
—Desde luego. Los ejércitos de Shou Lung deben destruir al Khahan y a sus guardaespaldas.
—¿Y qué haréis mientras nosotros lo arriesgamos todo? —le reprochó la voz con brusquedad.
—Nosotros os ayudaremos, aunque no podamos hacerlo abiertamente. Si sospechan de nosotros, el trono caerá en manos de uno de los hijos del Khahan. En tal caso, no conseguiríamos nada —explicó Bayalun sin impacientarse—. Debéis atacar al Khahan.
—De acuerdo. Atacaremos —aceptó el interlocutor oculto—. ¿Cuál es el plan?
—Llevaréis a vuestro ejército fuera de la Muralla del Dragón y derrotaréis al Khahan. Él debe morir en el transcurso de la batalla.
—¿Esto es todo? —preguntó la voz, sarcástica—. ¿Y cómo debemos derrotarlo?
—Chanar, explícale los planes del Khahan —ordenó Bayalun, tomando asiento en una roca.
El general se adelantó hasta situarse en el borde del círculo iluminado.
—Yamun Khahan traerá parte de su ejército hasta la Muralla del Dragón. Atacará con este grupo y, después, simulará retirarse a la desbandada. Ya hemos practicado esta maniobra en muchas ocasiones —explicó Chanar—. No debéis perseguirlo porque es una trampa. Al ver que no vais tras él, volverá para repetir el ataque. Entonces habrá llegado vuestra oportunidad para cargar.
—Supera en número a las tropas que tenemos a nuestra disposición. Atacarlo sería un suicidio —susurró el interlocutor shou.
—Sólo en el caso que ataquéis sin ninguna otra ayuda —contestó Chanar—, y no será así. Enviad a vuestro ejército a la llanura delante de la muralla. El Khahan no podrá resistir la tentación, y cargará. Cuando lo haga, desviaos hacia los flancos y dejadlo pasar hacia la pared. Mis hombres caerán sobre él por la espalda, y vosotros atacaréis por los flancos. Atrapado entre la muralla y nuestros hombres, estará a nuestra merced.
—Y vos os convertiréis en Khahan —concluyó la voz con un deje de ironía.
—Entonces, si se paga el tributo a los kanes, habrá paz entre los tuiganos y Shou Lung —señaló Bayalun.
—Se pagará el soborno. Informaré a Ju-Hai Chou de vuestro plan. No tendréis noticias nuestras hasta después de la batalla —dijo la voz, terminante. Se escuchó entre las sombras el ruido de las piedras cuando el desconocido se disponía a marchar.
—Un momento, portavoz de Ju-Hai Chou —rogó Bayalun—. Tengo una petición.
—¿Qué?
—Deja a uno de tus hombres para que nos sirva de mensajero en caso de que necesitemos comunicarnos.
—¿No podéis utilizar los hechizos? —preguntó el shou.
—El mensajero será una seguridad añadida en el caso de que no pueda emplear mis hechizos. Déjanos a uno de los tuyos. Tenemos ropas preparadas para él, en el límite del campamento. —Chanar miró a Bayalun, consciente de que no se había hecho ningún preparativo. La mujer le avisó con la mirada que permaneciese callado.
—Muy bien. —Hubo una pausa, y un hombre pequeño salió de las sombras.
Vestía el uniforme habitual de los soldados rasos de Shou: una chaqueta larga acolchada con las costuras formando cuadrados, sandalias y casco de metal plano. El mensajero iba provisto de una lanza y una espada corta colgada al cinto. En la oscuridad resultaba imposible ver el color de sus prendas. Nervioso, el hombre —en realidad un muchacho— cruzó el claro.
—Mis deseos de éxito para la segunda emperatriz y el ilustre general —saludó la figura oscura desde el otro lado.
—Chanar —susurró Bayalun, en un tono casi inaudible—, prepárate a utilizar la espada en cuanto te dé la señal. —Movió la cabeza en dirección al soldado shou—. Deprisa, tenemos que regresar antes del alba —añadió la khadun en mal shou y lo bastante alto para que el guerrero pudiese oír sus palabras.
Los tres se pusieron en marcha por el mismo camino de antes. Bayalun caminaba en primer término, seguida por el shou, y Chanar en la retaguardia. Caminaron por la cañada hasta llegar al punto donde el general había ocultado el cadáver del centinela.
—Ahora —ordenó Madre Bayalun sin volverse. Chanar obedeció en el acto y, antes de que el infortunado soldado tuviese tiempo de reaccionar, su espada se clavó en el cuello del hombre por debajo de la oreja. Se escuchó un crujido cuando el acero hendió el hueso, y la cabeza del mensajero rodó por la ladera. Un surtidor de sangre brotó del cuello y, con una sacudida, el cuerpo se desplomó.
Chanar limpió la espada en la manga del muerto y desgarró un trozo de tela para quitar la sangre de su coraza. Por último, recuperó la cabeza y la colocó más cerca del centinela asesinado por Bayalun.
—Perfecto. Deja el cuerpo donde está —dijo la khadun desde lo alto de la cañada—. Cuando los guardias lo encuentren por la mañana, creerán que fue atacado por un grupo de shous. Nadie sospechará de nosotros. Ahora, debemos regresar al campamento.
Capítulo 15
La Muralla del Dragón
La excitada charla de los hombres resonó a través del recinto real antes incluso de que las primeras luces del alba asomaran por el horizonte. El ruido interrumpió el baño de Koja. Lo que normalmente era un lujo, aunque despreciado por Hodj, resultaba ese día un sufrimiento. El aire soplaba helado, y el agua provenía de la nieve fundida. La conmoción en el campo le dio la excusa para vestirse.
Aterido, Koja se apresuró a ponerse su nueva túnica negra y, llevado por la prisa, pasó por alto la cuidadosa inspección de piojos en sus ropas. No conseguía entender cómo los tuiganos eran capaces de soportar las picaduras de piojos y chinches. Dejó de lado la cuestión y se calzó con las botas de cuero suave que Hodj le había conseguido para reemplazar sus destrozadas babuchas. El sacerdote tenía un aspecto estrafalario: un hombre esquelético y calvo, imposible de confundir con un guerrero, ataviado con el kalat negro de un cuerpo de elite, los guardaespaldas de Yamun.
El clamor fue en aumento mientras Koja acababa con los últimos detalles de su vestuario. Con las manos ocupadas en abrochar las presillas de su kalat, salió de la tienda. Una de las hogueras cercanas proyectaba las sombras de los hombres reunidos a su alrededor. Había dos cuerpos tendidos en el suelo cerca de las llamas. Koja se acercó deprisa al grupo integrado por varios soldados rasos, unos cuantos kashiks y el viejo Goyuk.
—¿Qué ocurre, Goyuk Kan? —preguntó el sacerdote.
—Ven y echa una mirada —contestó el anciano jefe con una expresión severa en su rostro, cubierto de arrugas. Goyuk señaló a los cuerpos en el suelo. Koja apartó a los guerreros y se detuvo, horrorizado por el espectáculo.
Tirados en el suelo estaban los cadáveres de dos hombres. Uno era un soldado tuigano con la pechera de su kalat empapada con la sangre de su garganta, abierta de lado a lado. El otro era un extraño guerrero vestido con una pesada chaqueta acolchada, bordada con el carácter shou correspondiente a la palabra «virtud». Al parecer, se trataba de un infante. La cabeza del hombre descansaba a su costado.
—¿Quién es? —le preguntó a Goyuk, asqueado. El anciano dejó que el comandante kashik respondiera a la pregunta.
—Maestro lama —dijo el kashik cortésmente, aunque su voz temblaba de cólera—, este hombre era un soldado del ordu de Naican, que cumplía su turno de guardia. Lo encontraron hace un rato junto con este otro. Sin duda sorprendió a una patrulla shou, y lo mataron. Al menos consiguió matar a uno de los enemigos antes de morir. Sucedió allá. —El comandante señaló hacia el noreste, donde el terreno descendía hacia la llanura.
—¿Yamun lo sabe? —Koja formuló su pregunta a Goyuk.
—Él me envió aquí —respondió el viejo.
Koja volvió a examinar los cadáveres. Había algo que no encajaba.
—¿Por qué? —inquirió por fin, casi para sí mismo.
—¿Por qué me envió Yamun? Por…
—No, no. —Koja se apresuró a corregir el error—. ¿Por qué estaban los shous tan cerca del campamento? —Se volvió hacia el comandante—. ¿Ocurrió algo más?
—Los centinelas no informaron de nada más, maestro lama —contestó el oficial.
—Eran exploradores que buscaban información, y este hombre los descubrió —manifestó Goyuk, dando por cerrada la discusión—. Está muy claro. Colgad el cadáver del shou. Sigamos con nuestro trabajo. —Resuelto el tema, el viejo kan se alejó acompañado por el tintineo metálico de la armadura. El kashik lo siguió.
Poco convencido con la sencilla respuesta, Koja se arrodilló junto al tuigano muerto y examinó la herida a fondo.
—¿En cuántas ocasiones le cortan la garganta a un guerrero en el transcurso de la batalla con un tajo tan limpio? —Koja dirigió su pregunta a uno de los guardias cercanos.
—Es poco habitual —admitió el hombre, intrigado—. Quizás uno de los shous lo atacó por la espalda.
—¿Y así y todo consiguió cortarle la cabeza a otro? —replicó Koja, escéptico.
—Podría ser —insistió el hombre.
—Quizá —dijo Koja, aunque no lo creía posible. El sacerdote se apartó, y los guardias sujetaron el cadáver del enemigo para colgarlo, de acuerdo con las órdenes de Goyuk. Cuando arrastraban el cuerpo, Koja tuvo una idea—. Dejad la cabeza y el cuerpo de este hombre —ordenó, señalando al tuigano—. Envolvedlos y mantenedlos en un lugar seguro. —Koja quería formular unas cuantas preguntas a los muertos, pero primero tenía que descansar y rezar a Furo para que le diese su guía.
Los hombres lo miraron horrorizados, sorprendidos por su grotesca solicitud. Pese a ello, asustados por los grandes poderes que atribuían al lama, los guardias acataron la orden.
Con la mente llena de preguntas insatisfechas, Koja regresó a su tienda para desayunar y rezar sus oraciones a Furo. Hodj había quitado la tina del baño y le tenía preparado el té. La bebida caliente reconfortó al lama del frío de la madrugada.
La yurta le ofreció sólo un refugio temporal de la conmoción que se extendía por el campamento. En el exterior, el ejército ya había comenzado los preparativos. Cuando abandonó la tienda, montó el caballo que le ofreció uno de sus guardaespaldas y cabalgó hacia el lugar donde ondeaba el estandarte de Yamun. La línea oscura de la Muralla del Dragón se podía ver con toda claridad en la llanura.
Yamun, sus ayudantes y los comandantes del ejército se encontraban reunidos al pie de la enseña, muy ocupados en discutir las estrategias para el ataque. Además del Khahan había otros cuantos que Koja conocía: Goyuk, Chanar y el luchador, Sechen. El sacerdote buscó con la mirada a Bayalun, pero no estaba por allí. A los demás sólo los conocía de vista; eran oficiales de los kashiks, el señalero de Yamun y su viejo escriba. Formaban un grupo impresionante, ataviados con sus equipos de combate.
Yamun vestía su mejor armadura como un anticipo de su victoria. La pieza estaba confeccionada con pequeñas placas metálicas doradas, cada una de las cuales era una réplica de las escamas de un dragón. Cintas de seda amarillas, azules y rojas colgaban de la armadura, y una gola de acero le protegía el cuello y los hombros. Las trenzas del Khahan asomaban por debajo del casco cónico con un faldón de cota de malla hecha de plata y adornada con piel de lobo blanco. Unos brazales de acero pulido, grabados con tigres y dragones trabados en combate, recubrían la cota de malla en los antebrazos. En una mano, el Khahan sostenía un látigo de tres colas y mango de plata. La caja del arco, hecha con cuero de lagarto verde, colgaba de su cinturón junto con una vaina incrustada con piedras preciosas. En cambio, la empuñadura de la espada era sencilla, sin ningún tipo de adorno. Una rodela de oro batido y plata colgaba de su espalda.
La yegua de Yamun, de pelaje blanco como la nieve, aparecía magníficamente guarnecida con una media barda a juego con la armadura de su amo. La silla tenía arcos muy altos por delante y atrás, recubiertos con plata trabajada con la forma de hojas de parra. El asiento estaba cubierto con un grueso cojín de fieltro rojo, ribeteado con trozos de espejos de plata y borlas doradas. Las bridas, las riendas y los demás arreos en la grupa y la cruz las habían revestido de tachones de oro y turquesas. A la luz del sol naciente, Yamun y su caballo eran todo un espectáculo.
Los acompañantes del Khahan, si bien no vestían con tanto lujo, también se mostraban muy bien pertrechados. Cada uno de los comandantes llevaba su mejor armadura, y sus animales aparecían bien cepillados y con los arreos engrasados. Koja no ocultó su asombro; no imaginaba que los kanes salieran de campaña con prendas tan espléndidas. Tampoco los había visto nunca tan limpios y aseados.
—Bienvenido, Koja —lo saludó Yamun al verlo aparecer—. Hoy probaremos la fortaleza de la Muralla del Dragón. —El Khahan dejó que su látigo colgara de la muñeca mientras apuntaba hacia los escuadrones que formaban en la ladera, más abajo de su posición.
Los jinetes avanzaban en columnas separadas y a la par, en lugar de en un solo pelotón como en las marchas habituales. Los estandartes de guerra de los minghans y tumens ondeaban al viento: cintas de seda, colas de caballo y cordones con campanillas o espejos.
Cada hombre llevaba su equipo completo: una lanza larga, espada curva, dos arcos y una pareja de aljabas repletas de flechas. Había secciones de jinetes con armaduras, pero la mayoría vestía las mismas prendas de siempre, con un kalat acolchado por toda protección. Unos pocos cargaban escudos, una pieza que no contaba con mucha aceptación porque resultaba molesta a la hora de tensar el arco.
Por fin, el Khahan se unió a su ejército, seguido de su comitiva. Había llegado el día de la marcha final contra Shou Lung, y la gran prueba contra la famosa muralla. Durante la cabalgata, los kanes se mostraron poco locuaces. La mayoría de ellos permanecían abstraídos en sus pensamientos, y otros acababan de perfilar detalles con sus lugartenientes con mucha discreción. A medida que se aproximaban a la Muralla del Dragón, el Khahan dio a sus comandantes las últimas órdenes y los envió a reunirse con sus unidades.
Cuando los tuiganos alcanzaron el último risco antes de entrar en la llanura, sólo quedaban tres guerreros entre los mensajeros que rodeaban a Yamun: Chanar, con su brillante armadura plateada, que ostentaba el mando del ala izquierda; el viejo y desdentado Goyuk, comandante del ala derecha, y Sechen, encargado de la escolta personal de Yamun. El Khahan se había reservado para sí el mando de los escuadrones centrales. Koja se mantuvo un poco apartado del grupo, para no interferir en sus asuntos.
Un mensajero, que no parecía tener más de quince años, vestido con la túnica blanca de los guardias de Bayalun, apareció a todo galope en una yegua bañada de sudor. Sin desmontar, saludó con una reverencia a Yamun, que le autorizó a hablar con un ademán.
—La resplandeciente hija del cielo, la segunda emperatriz, me envía con la noticia de que ha convocado a sus hechiceros de todas las regiones de la tierra, y que han tomado sus puestos en el ejército. —El joven estornudó y se limpió la nariz con la manga mugrienta.
—Una buena noticia. Dile que debe poner a los hechiceros al mando de los kanes —ordenó Yamun.
El muchacho, muy nervioso, se irguió en la montura.
—La segunda emperatriz me ha ordenado que os diga que los mantendrá a su mando. Los kanes desconocen los poderes de la magia, y no sabrán utilizarla como es debido. —El mensajero permaneció aterrorizado en su silla, dispuesto a escapar a la primera señal de peligro.
Yamun, que ya se ocupaba de otros asuntos, se volvió de pronto hacia el mensajero.
—¡Ella hará lo que yo ordene! —El muchacho tragó, a pesar de que tenía la boca seca por el miedo.
Chanar avanzó con su caballo, al parecer con el deseo de tranquilizar los ánimos.
—Señor Yamun —dijo ceremoniosamente—, quizá la Eke Bayalun está en lo cierto. A muchos de los kanes no les agradan los hechiceros, y podrían desperdiciar sus talentos. Quizá convendría aceptar su decisión.
—No confío en ella —replicó Yamun—. Es una arpía.
—Es posible que hoy necesitemos los servicios de sus magos —comentó Chanar, con un gesto en dirección a la Muralla del Dragón—. De todos modos, siempre podéis enviar a alguien para controlar que cumpla vuestras órdenes al pie de la letra.
—Es muy tarde para discutir —añadió Goyuk, dispuesto a evitar una crisis en vísperas de la batalla.
De mala gana, Yamun se dejó convencer. No tenía tiempo para debates y, en cualquier caso, no creía que los hechiceros pudiesen servir de mucho en los combates que iban a librar.
—Asignad un arban de kashiks a cada hechicero —decidió el gran kan—. Enviad un jagun de los kashiks a Bayalun. Ve, muchacho, y dile que los hombres son para su protección. —En cuanto el correo se alejó a todo galope, Yamun dictó nuevas órdenes—: Avisad a los kashiks que maten a cualquier hechicero, incluso a Bayalun, si intentan cometer cualquier acto de traición. —Después se volvió hacia el sacerdote, y lo sorprendió con una pregunta—: Anda, ¿te permite tu dios ver el futuro?
—Algunas veces, Furo me concede ese don —respondió Koja.
—Entonces, ¿puedes decirnos cuál será el resultado de la batalla de hoy? —inquirió Yamun, retorciéndose el bigote—. Bayalun no ha considerado necesario traer a ninguno de sus chamanes para atender a esta necesidad.
Koja hizo una pausa mientras repasaba los hechizos que Furo le había otorgado para ese día.
—Quizá no consiga una respuesta perfecta —se arriesgó a contestar—, pero Furo podría concederme alguna pista del destino que nos aguarda en este lugar. No puedo prometer nada más.
—Haz lo que sea, pero hazlo. —El Khahan no tenía ningún interés en los aspectos técnicos de los hechizos de Koja; sólo en los resultados.
—Necesito estar más cerca de la Muralla del Dragón.
—Está allí, al otro lado del risco —le informó Yamun—. Sechen, acompáñalo y procura que no sufra ningún daño.
—Por vuestra palabra, así se hará —repuso el luchador. Guió a Koja y a un grupo de guardias por la ladera hasta un matorral en la cima. Allí encontraron un lugar a la sombra desde el cual Koja podía ver la muralla sin estorbos.
Se hallaban a un poco más de un kilómetro de la gran fortificación shou. La Muralla del Dragón se extendía en una línea interminable, mucho más grande y poderosa de lo que les había parecido desde las alturas del paso. Los ladrillos utilizados en su construcción le daban su color amarillo terroso. Koja calculó que tendría unos diez metros de altura. La parte superior aparecía bordeada de almenas; un camino de ronda la recorría, de una anchura suficiente para permitir el paso de una cuadriga. A intervalos regulares, a un kilómetro y medio entre cada una, se levantaban unas torres cuadradas, más altas que el muro: las torres de vigía.
El sendero que atravesaba el Primer Paso bajo el Cielo bajaba de las alturas hasta llegar a un enorme portón. Las hojas de esta puerta colosal eran casi tan altas como la muralla, y las dos torres ubicadas a los lados eran todavía más elevadas. Estas atalayas, rectangulares y de superficies estucadas, se aguzaban por la parte superior. Las saeteras, apenas visibles en los niveles inferiores, habían sido reemplazadas por balcones a medida que se elevaba la posición de los arqueros. Un puente en arco comunicaba las dos atalayas, por encima del portón.
Por un momento, Koja pensó en decirle a Yamun que su hechizo había revelado que el ataque estaba condenado al fracaso. Si el engaño daba resultado, salvaría muchísimas vidas. Sin embargo, tenía la obligación moral de realizar el hechizo. No podía presumir de que había hablado con Furo, pues ello sería una blasfemia. Por otra parte, dudaba que sus predicciones pudiesen hacer cambiar la decisión del Khahan.
—Se han desplegado fuera del portón —le informó Sechen, que gracias a su magnífica vista había observado unos destellos en la llanura. Koja, gracias al aviso del luchador, alcanzó a ver a los hombres desplegados en una larga hilera. Los destellos debían de obedecer a la luz del sol que se reflejaba en sus corazas y armas—. Saben que estamos aquí. Trabaja deprisa, historiador.
Koja comenzó un ejercicio respiratorio para serenar su mente. Le llevó mucho tiempo, pero Sechen se entretenía en contar los estandartes y no se fijó en la demora. Al cabo, el lama desplegó un pergamino que había preparado a primera hora de la mañana; aparecía cubierto de oraciones especiales. Lo levantó hacia el este y leyó el texto en voz alta; después, con mucho cuidado, repitió el proceso con los restantes puntos cardinales. En cuanto acabó, cerró los ojos y permaneció inmóvil; sin que él se diera cuenta, su cuerpo quedó totalmente rígido. Sechen y los guardias esperaron, sin atreverse ni a susurrar por miedo a interrumpir el hechizo.
Por fin, sus músculos perdieron la tensión y, al relajarse, trastabilló. Después de parpadear varias veces, abrió los ojos y miró fijamente la Muralla del Dragón. El poder de Furo fortificaba su visión y le permitía ver el gran equilibrio de la naturaleza. Todas las cosas, vivas y muertas, animales y minerales, aparecían llenas con la fuerza del Iluminado. Algunas, como las piedras vulgares, sólo contenían una cantidad pequeña, mientras que otras —en especial los hombres dotados con una gran voluntad— resplandecían con su poder interior. Gracias a estas aureolas, vistas a través de la inspiración divina de Furo, Koja esperaba «leer» la armonía de la tierra y, quizás, adivinar el resultado de la batalla.
En aquel instante, Koja comprendió que no sería difícil hacer una predicción.
Ante sus ojos resplandecía la aureola de la propia Muralla del Dragón, cegadora como el sol. Su brillo borraba todas las demás aureolas, incluso la del ejército shou desplegado en la llanura. Koja estaba alelado; nunca había visto nada igual. La aureola surgía de los cimientos de la fortificación y llegaba hasta el punto más alto de las atalayas. El fuego se extendía a lo largo de toda la muralla, y, en su interior, el lama alcanzaba a distinguir una forma, una silueta que parecía intentar liberarse de unas ataduras invisibles.
Koja se forzó a sí mismo a mirar en el corazón del fuego mágico, a descubrir lo que había oculto en la muralla. Una garra escarbó en la tierra. Un risco de espinas apareció en las almenas más elevadas. Un dibujo de escamas se mezcló con los ladrillos y las piedras. De todo esto surgía un poder que lo observaba, furioso y, al mismo tiempo, torturado.
—¡Furo, protégeme! —gritó, atónito; interrumpió el hechizo, y la escena desapareció en el acto.
Ciego por el resplandor, Koja se lanzó ladera abajo, buscando a tientas su camino. Sechen corrió tras él, convencido de que el sacerdote había perdido la razón. Koja esquivó a su perseguidor y, con mucho valor —o quizá sin conciencia del peligro—, aumentó la velocidad de su carrera. Cuando llegó a la base del risco, casi no podía respirar. Recuperó la visión y se dirigió sin demora al encuentro del Khahan.
—¿Qué has visto? —gritó Yamun, contagiado por la excitación de Koja, que interpretó como un buen augurio—. ¿Qué has averiguado?
El lama descansó un instante hasta recobrar el aliento. ¿Cómo podía describir su visión? Un poder, un espíritu que superaba cualquier expectativa yacía debajo de la Muralla del Dragón, o más bien formaba parte de ella.
—Khahan —respondió Koja, con el pecho agitado—, los augurios no son favorables. Un espíritu poderoso protege la pared. Estoy seguro de que no os dejará pasar.
Yamun se quedó boquiabierto al escuchar las palabras del lama. Sin saber qué decir, se volvió hacia Sechen, que llegaba a la carrera.
—¿Qué has visto?
—Señor Yamun —contestó el luchador—, he visto al ejército shou. Están enterados de nuestra llegada, y han desplegado sus tropas delante de la muralla.
—¿Cuántos son? —Yamun se adelantó en su montura.
—Veinte, quizá veinticinco estandartes. Calculo que cada estandarte agrupa a un millar de hombres, como nuestros minghans.
—Tengo sesenta estandartes —declaró Yamun, que volvió a sentarse en la silla—. Dejaremos…
—¡Pero, Yamun! ¡No podréis pasar! —Koja se acercó al caballo del kan. Frenético, el sacerdote intentó que Yamun entrara en razón—. Come…
—¡Silencio! —rugió Yamun—. No tendremos que hacerlo. —Señaló un repecho del risco que Koja acababa de cruzar—. Chanar, lleva a tus hombres al risco y espera. Goyuk, tú avanzarás con un tumen; que el resto de tus tropas cubran el flanco norte. Yo mantendré el centro. —Los dos kanes asintieron.
»Goyuk, debes conseguir que te sigan. Carga una vez, y después toca retirada. Chanar, tus hombres deben estar preparados para avanzar por su retaguardia… y evitar que retrocedan hacia la muralla. Yo seré el yunque y vosotros dos, los martillos. Juntos los destrozaremos. —Ninguno de los kanes hizo preguntas. Sus ayudantes se encargarían de establecer las señales para los estandartes y tambores; de esta manera, podrían coordinar los ataques.
Goyuk y Chanar se retiraron para desplegar las tropas. Pasarían unas cuantas horas antes de que los soldados estuviesen en sus posiciones. Esto era una ventaja, pensó Yamun, porque los shous permanecerían al sol durante gran parte del día. El calor y la sed debilitarían sus fuerzas. Sus propios hombres no tendrían que pasar por las mismas penurias.
Yamun se volvió hacia Koja, que permanecía a unos pasos de su caballo, cansado y desilusionado.
—Sacerdote, quiero que averigües algo más acerca de lo que has visto —dijo, antes de alejarse en busca de un poco de sombra. No tenía nada más que hacer, y aprovecharía la ocasión para echar una cabezada.
* * *
Por su parte, Chanar galopó en dirección al valle para reunirse con sus oficiales. Adrede, tomó la ruta más larga, que lo conduciría a través del campamento de Bayalun. Cuando llegó se encontró con una multitud variopinta de hechiceros: altos y delgados, gordos y sudorosos, algunos vestidos de gala, otros cubiertos con harapos mugrientos. Los guardias del Khahan todavía no habían aparecido. Chanar se abrió paso orgulloso entre los lacayos de Bayalun, y fue en busca de la segunda emperatriz.
La encontró sentada al sol ardiente. Parecía dormida, pero, sin abrir los ojos, la mujer despachó a sus criados.
—Bienvenido, Chanar. ¿A qué se debe tu visita?
El general se apeó de su caballo y se puso en cuclillas junto a la khadun. Rápidamente, le explicó los planes de Yamun.
—¡Nos facilita la oportunidad que queríamos! —exclamó Chanar, apretando los puños—. Avísales a los shous que hay un cambio de planes. Deben avanzar y, entonces, nosotros atacaremos a Yamun. ¡Podemos cogerlo en un movimiento de tenazas y destruirlo hoy mismo!
—No. No haremos nada por el estilo —respondió Madre Bayalun, tranquila. Apartó el chal rojo y azul que le cubría la cabeza, y dejó que su cabellera entrecana cayera naturalmente sobre sus hombros—. ¡Piensa, Chanar! Si tú fueses el general shou, ¿confiarías en nosotros? —Abandonó su silla y caminó hasta la entrada de su yurta—. No olvides una cosa: Yamun me tendrá rodeada por sus guardias. Tenemos que atenernos al plan. Por ahora, debemos demostrarle a Yamun que somos leales.
Chanar sabía muy bien que el Khahan nunca confiaría en Bayalun. Aun así, ella tenía razón. Yamun no podría mantener la vigilancia eternamente. De todos modos, le molestaba perder esta oportunidad.
—Estos guerreros shous no son rivales para los míganos —comentó Bayalun, consciente del disgusto de su aliado. En una llamada al orgullo del general, añadió—: Cometeríamos un error si confiáramos en que pueden derrotar al gran kan. Hoy, Chanar, haz lo que el Khahan espera de ti. Mañana lo aplastaremos, y tú serás el nuevo Khahan.
* * *
Pasaron cuatro horas mientras las fuerzas del gran kan ocupaban sus posiciones. Durante ese tiempo, Yamun durmió a la sombra de un tamarisco. Por su parte, Koja buscó cobijo junto a un peñasco, abstraído en sus meditaciones en busca de la guía de su dios. Esperaba que Furo lo bendijera con un poco más de conocimiento acerca del espíritu que había visto. Cuando los últimos pelotones hubieron tomado posición en la llanura, un escudero despertó al Khahan de su siesta. Yamun insistió en que Koja lo acompañara, de modo que el lama abandonó sus ejercicios y lo siguió hasta la cima del risco. Allí encontraron un lugar apropiado para presenciar el ataque de Goyuk. Sechen se mantuvo a unos pasos de distancia, con sus caballos preparados.
Abajo, en la llanura, estaba el tumen que Goyuk había escogido para la primera carga. El viejo kan había dividido a sus hombres en tres grandes grupos. En cada uno, los jinetes formaban de diez en fondo en hileras de trescientos. El ala derecha ocupaba la base del risco donde se encontraban Yamun y Koja. El resto de las tropas se extendía por la izquierda. El lama divisó el estandarte del kan, un mástil con cintas de seda azul coronado por una media luna de plata, en el espacio existente entre el ala más próxima y el centro. Al otro lado de la llanura, los soldados de Shou Lung esperaban bajo el abrasador sol de la tarde.
Un rápido redoble de tambores señaló la conclusión de los preparativos. Las puntas de las lanzas se movían y reflejaban el sol como miles de velas encendidas. Yamun levantó una mano, y su señalero bajó el estandarte de colas de yac hasta el suelo. La señal había sido dada. Había comenzado la guerra.
Koja observó, temeroso y expectante, a la espera de ver qué haría Goyuk. El estandarte de la media luna se inclinó, y como una ola las banderas de los minghans repitieron el movimiento, para transmitir la señal a todo lo largo del frente. Las filas de jinetes se prepararon.
Un sonido se elevó de la llanura, al principio como una brisa entre las hierbas. El sonido fue en aumento hasta que retumbó como la fuerza de una tormenta. Diez mil gargantas lanzaban su agudo y penetrante grito de guerra. Era tal el clamor que hasta las mismas montañas parecían reclamar la sangre de Shou Lung.
El estandarte de Goyuk se elevó de golpe, y el efecto fue electrizante. Las banderas de los minghans dieron réplica a la señal. Los escuadrones parecieron ensancharse, encogerse, y, entonces, todo el tumen se puso en movimiento. Los gritos de guerra fueron reemplazados por un nuevo sonido: el martilleo de cuarenta mil cascos contra el suelo. Hasta la cumbre del risco pareció sacudirse con el estruendo.
—¡Hai! —gritó Yamun. Se puso de pie impulsado por su deseo de estar a la cabeza, dirigiendo el ataque. Como no podía ser, se paseó de arriba abajo, al tiempo que dictaba órdenes.
Los hombres de Goyuk cruzaron la llanura sin deshacer la formación. Esta vez no se trataba de una carga a la desesperada. Los minghans avanzaban al trote, en orden. Poco a poco, a medida que se reducía la distancia hasta la línea enemiga, los caballos ganaron velocidad, primero a un trote rápido, y después a todo galope. Al otro lado, los esperaban las lanzas shous.
Yamun esperó el momento en que la primera línea de jinetes acortaría de pronto el paso, antes de topar con el enemigo, dispararía una andanada de flechas y después se retiraría para provocar a sus contendientes a una persecución.
Aquel momento nunca llegó.
Desde el risco, Yamun pudo ver cómo la primera hilera de jinetes llegaba a la distancia de tiro, casi en el comienzo de la sombra de la Muralla del Dragón. Entonces, a todo lo largo de la línea tuigana, el suelo se onduló y se elevó con un tremendo estallido de rocas y polvo. Se escuchó el sonido chirriante de las piedras que se rozaban entre sí, y el ruido, como un trueno, al rajarse la tierra. Otro sonido, mucho más agudo que el rugido de la tierra estremecida, se elevó en medio de la confusión: el lamento de miles de hombres y animales.
Yamun soltó un grito de asombro e indignación. Las primeras filas del tumen de Goyuk habían desaparecido repentinamente, aplastadas por las piedras y la tierra. Las filas siguientes, incapaces de sofrenar a sus monturas, fueron engullidas por la inmensa nube de polvo que cubría la zona. Aquí y allá la nube se desgarraba y se podían ver los géiseres de tierra que estallaban entre los jinetes, dominados por el pánico. Grandes trozos de roca caían como una granizada sobre los soldados, y convertían sus cuerpos en piltrafas ensangrentadas.
Frente a la carnicería, el tumen contuvo su avance y comenzó la retirada. Los jinetes más apartados del terremoto dieron media vuelta y escaparon. Su pánico fue contagioso. Los estandartes cayeron al suelo a medida que más hombres se sumaban a la desbandada.
Con un arrojo increíble, un escuadrón tuigano se mantuvo firme y prosiguió su avance a través del cataclismo. En el centro del grupo ondeaba el estandarte de Goyuk. La inmensa nube se extendió hacia ellos dispuesta a engullirlos en su seno.
—¡No! ¡Vuelve, Goyuk! —gritó Yamun, desesperado, como si los jinetes pudieran escuchar su orden. El Khahan se volvió hacia el señalero—. ¡Transmite la orden de retirada!
De pronto, la carga de Goyuk entró en la nube. Surtidores de piedras y tierras se alzaron entre los jinetes y dispersaron a hombres y animales como juguetes. Un aluvión de rocas descendió sobre el estandarte de Goyuk, que desapareció de la vista.
—¡Eke Bayalun! —aulló Yamun—. ¡Buscad a Madre Bayalun! ¿Dónde están sus hechiceros? ¡Deben poner fin a esta matanza! —El Khahan se abrió paso entre el pequeño grupo, sin dejar de dar órdenes y reclamar informes, y, sobre todo, exigiendo la presencia de la segunda emperatriz para que le diera una explicación del horror que acababa de presenciar. Koja no había visto nunca a Yamun tan furioso.
Un jinete apareció a todo galope, atravesando la fila de los kashiks sin dejar de fustigar su caballo. En cuanto estuvo cerca del Khahan se apeó de un salto y se tendió de bruces delante de Yamun.
—¡Un mensaje de la segunda emperatriz, señor Yamun! —gritó.
El Khahan se volvió hacia el hombre, con la mano alzada dispuesta a golpear.
—¡Habla! —gritó, para hacerse escuchar sobre el estruendo en la pradera.
Sin apartar el rostro del suelo, el mensajero repitió a todo pulmón las palabras de su señora.
—La segunda emperatriz dice que la magia de los shous ha pillado a sus hechiceros por sorpresa. Se ven incapaces de hacer nada. Pregunta si el sacerdote extranjero sabe por qué se sacude la tierra. Pide humildemente perdón por su fracaso y…
—Escucharé sus excusas más tarde —lo interrumpió el Khahan, apartándose del hombre.
El mensajero se levantó de un salto y retrocedió hacia su caballo. Uno de los kashiks se apiadó al ver el miedo del guardia y se apresuró a acompañar al correo fuera de la vista de Yamun, que tenía puesta su atención en los hombres y caballos que entraban y salían de la nube de polvo.
—¡Mi caballo! —ordenó el Khahan. Un escudero corrió a buscar la yegua blanca—. Señalero, iremos allá abajo. ¡Prepárate a cabalgar! —Los guardias se miraron los unos a los otros, y corrieron a buscar sus caballos para acompañar al Khahan.
Sin esperar a que sus guardaespaldas acabaran sus preparativos, Yamun clavó las espuelas a su caballo y se lanzó ladera abajo. La escolta lo siguió un segundo más tarde, en una loca carrera por la empinada pendiente.
Sechen, cuyo enorme corpachón parecía una montaña sobre la montura, azotó a su caballo salvajemente para mantenerse a la par del Khahan. Su amo parecía dispuesto a meterse en una trampa, y el gigante estaba decidido a protegerlo. La pareja llegó a la llanura con mucha ventaja sobre el resto de los guardaespaldas.
Pequeños grupos de jinetes salían del torbellino de polvo y galopaban en busca de la seguridad del risco. Hombres solos y caballos huían, presos del pánico. Armas, escudos y armaduras sembraban el suelo.
Yamun continuó su marcha y, de pronto, sofrenó su caballo delante del primer grupo de fugitivos.
—¡Formad! ¡Deteneos aquí mismo! ¡Es una orden! —Los hombres se detuvieron al verse frente a frente con su Khahan—. ¡Vigílalos! —le ordenó a Sechen, y después se alejó al galope en dirección a otro grupo de soldados.
Desde la cumbre del risco, Koja observó al Khahan galopar de un lugar a otro, con el fin de detener la desbandada y organizar la defensa. El caudillo resultaba inconfundible con su estandarte, su caballo blanco y la escolta de guardias uniformados de negro que lo seguían a todas partes. Su efecto sobre los hombres era inmediato; las tropas detenían su huida y recuperaban poco a poco la formación. Yamun encomendó a Sechen acabar la tarea, y regresó a su puesto de mando. En cuanto llegó, seguido por sus guardaespaldas, el lama se acercó a él con toda discreción.
Con aspecto agotado, Yamun se acomodó en su taburete. Durante un buen rato permaneció en silencio, con la mirada puesta en el campo de batalla. El polvo se asentaba poco a poco, y podía ver mejor la escena de la destrucción. A lo largo del frente había una franja de tierra revuelta y rocas partidas. La mayoría de los muertos y heridos yacían allí, aplastados o aprisionados debajo de los escombros. A cada lado de la línea todavía se veían algunos focos de resistencia. Un puñado de jinetes tuiganos, los que habían ocupado la vanguardia, se encontraban acorralados en el sector más cercano a la Muralla del Dragón. Luchaban con gran denuedo, a pesar de verse superados en número y cercados por el enemigo.
En unos pocos lugares, los soldados shous habían cometido la estupidez de cruzar la barrera mágica, seguros de que no hallarían resistencia. Estos pelotones fueron rodeados por los tuiganos, que acabaron con ellos en un santiamén.
En el preciso momento en que Koja se convenció de que Yamun había perdido todo ánimo de combate, el señor de la guerra se irguió en su taburete, recuperado del desánimo y la desesperación que lo habían embargado.
—Buscad a Goyuk, si es que vive. Quiero saber qué ocurrió —ordenó. Poco a poco recuperaba la energía. Partió el mensajero, y Yamun llamó a otro—. Dile a Sechen que separe a los que escaparon del resto de los hombres. Que ejecute a todos los que no llevan armas. Todos los demás recibirán siete azotes, y cada décimo, dos veces siete.
—¡Hay miles de hombres allá abajo! —exclamó Koja, asombrado.
—No debieron huir —le respondió Yamun, severo, y prosiguió con las órdenes—. Los hechiceros recibirán siete azotes por su fracaso. Y, si Bayalun protesta, dile que puede escoger entre los azotes, o enviarme a siete para ejecutarlos. Como prefiera. —El hombre asintió y se marchó con el mensaje.
»Avisad a los yurtchis que avancen el campamento. Nos quedaremos aquí.
Con un ademán, Yamun despidió a los demás correos y esperó a que se alejaran antes de volver su atención a Koja.
—Y ahora, anda, dime: ¿por qué ocurrió esto? —La voz del Khahan era dura y controlada.
—No lo sé. Lo que habéis visto, si no me equivoco, ha sido obra de una criatura-espíritu muy poderosa. —El sacerdote habló en un tono suave, poco dispuesto a comprometerse antes de conocer más detalles.
—¿Quieres decir que esta… criatura protege a los shous, y no nos permitirá atacar la Muralla del Dragón? —preguntó Yamun, incrédulo, al tiempo que intentaba comprender la naturaleza del poder que había visto. Su rabia y su frustración fueron en aumento.
—Quizá. No lo sé. —Koja contempló la carnicería de la llanura.
—¿Puedo derrotarla, anda?
—No lo sé. —Koja suspiró—. Nunca he visto nada parecido. No sé qué hacer.
—¡Entonces, piensa alguna cosa! —rugió Yamun, descargando un latigazo contra el suelo.
—He tenido sueños —explicó Koja, nervioso—. Creo que el espíritu me habla. Nos llama, a vos y a mí, para que lo liberemos de la pared. Al parecer, piensa que tenemos algún poder.
—¿Es todo lo que sabes? —exclamó Yamun, desilusionado con la respuesta del lama—. ¿Tu plan consiste en esperar a que te visite en sueños?
—Si es necesario, Yamun. No resulta fácil dar órdenes a los espíritus. —Koja estaba cansado, y casi perdió los estribos con el Khahan. Hizo un par de inspiraciones profundas para serenarse—. Debo buscar la guía de Furo —añadió.
—Adelante, habla con tu dios. Y, cuando acabes, dime cómo derrotar a aquella cosa. —Yamun señaló la llanura—. Los sirvientes te darán todo lo que necesites. Tengo que ocuparme de otras cosas. —Yamun se puso en pie—. Que la bendición de Teylas sea contigo, anda —dijo, antes de marcharse.
—Y la de Furo con vos, Yamun —contestó el lama, con la mirada puesta en el Khahan que ya galopaba otra vez hacia el llano.
»Papel y pincel —le ordenó Koja a un escudero.
El hombre corrió a buscar los adminículos de escritura y los dejó delante del lama. Koja sujetó el pincel y compuso con mucho cuidado una elegía por los muertos en la llanura. Sin embargo, el poema no tenía un propósito meramente literario; necesitaba los versos para el hechizo que pensaba realizar. Repasó el poema, y después lo dejó a un lado.
—Ocúpate de que nadie me moleste —le ordenó al escudero. El hombre asintió. El lama cerró los ojos y comenzó a recitar sus plegarias. Durante diez minutos, oró sin alzar la voz. Entonces se detuvo, abrió los ojos y pegó fuego al papel. La delgada hoja ardió en un instante, y sus cenizas se dispersaron en el aire. Koja volvió a cerrar los ojos y esperó.
De pronto, abrió los ojos y se levantó. El hechizo había concluido; se había comunicado con su dios. Con la punta del pie, dispersó el resto de las cenizas. El pequeño grupo de escuderos que había observado su extraño comportamiento se apresuró a reanudar sus tareas, temerosos de que Koja pudiese echarles alguna maldición.
—¿Dónde está Yamun? —preguntó el lama. Uno de los sirvientes señaló nervioso hacia el oeste.
—Está en su yurta, gran historiador —contestó el hombre. Sin perder un segundo, Koja montó su caballo y cabalgó hacia la tienda del Khahan.
Cuando le anunciaron la presencia del lama, Yamun se apresuró a despachar sus asuntos e hizo pasar a su anda.
—Siéntate y dime qué has averiguado —le pidió el Khahan en cuanto Koja cruzó el umbral.
—El poderoso Furo ha tenido la gracia de escuchar mis plegarias —contestó Koja, mientras ocupaba su asiento. Yamun dejó su trono y fue a sentarse en el suelo, bien cerca de su anda.
—¿Y?
—Fue un espíritu el responsable del ataque; un espíritu atrapado en la Muralla del Dragón —explicó Koja, ansioso—. El mismo espíritu que me habló en mis sueños, aunque Furo no me ha dicho por qué lo hizo.
—¿Puede ser destruido? —preguntó Yamun, con un puño levantado.
—No, no puede ser destruido —negó Koja—. Furo dijo que ansia la libertad. Tiene que haber alguna forma de liberarlo.
—¿Cómo, anda, cómo? —Yamun miró a Koja, atento a su respuesta.
—Para saberlo —respondió Koja—, debo hablar con el espíritu de la Muralla del Dragón.
—Entonces, hazlo —exclamó Yamun, que se dirigió hacia la puerta.
—No puedo —repuso Koja. El Khahan se detuvo al escucharlo—. No puedo si no descanso primero. Los hechizos resultan agotadores. Estaré listo esta noche, antes del alba. Y necesitaré una ofrenda, algo adecuado para alguien tan poderoso como parece ser este espíritu. ¿Es posible, Yamun?
—Me ocuparé de los arreglos —le aseguró Yamun, mientras caminaba lentamente hacia su trono—. ¿Qué pasará después de que hables con el espíritu?
—No lo sé —admitió Koja—. Nunca he hecho antes este tipo de cosas.
Un kashik se asomó a la puerta, tras asegurarse de que el Khahan había advertido su presencia. A sus espaldas estaba uno de los mensajeros de Yamun.
—Un mensaje de Sechen el luchador, gran señor —anunció el guardia, que se hizo a un lado para dejar pasar al correo.
—¿Cuál es el mensaje? —preguntó Yamun.
—Sechen me envía para que os informe que Goyuk Kan está muerto. —El mensajero agachó la cabeza y aguardó en silencio.
Yamun caminó hasta la puerta y contempló la llanura, sin ocultar su profundo dolor.
—Shou Lung lo pagará —dijo con voz lenta y pausada. En su tono no había ninguna amenaza o promesa; sólo la seguridad de que echaría abajo la Muralla del Dragón, para cobrarse su venganza en el emperador que se refugiaba detrás de ella.
Capítulo 16
Traidores
Aquélla fue una noche sombría en el campamento tuigano. Los yurtchis, de acuerdo con las órdenes de Yamun, habían situado las yurtas en el risco. Las hogueras cubrían el sector montañoso y parte de la llanura que se extendía delante de la Muralla del Dragón. El Khahan mandó que sus hombres encendiesen muchas más fogatas de las necesarias para dar la impresión de que su ejército era mayor, pero no se encendió ninguna más allá del límite de seguridad indicado por Bayalun y sus hechiceros. Las montañas de piedra y tierra eran un recordatorio de las consecuencias que podría sufrir cualquiera que se aventurase demasiado cerca de la fortificación shou.
Los fuegos de los tuiganos competían con las fogatas dispuestas a lo largo de la Muralla del Dragón. Las tropas shous se habían retirado a la protección del muro, y ahora permanecían en el camino de ronda, apostadas en las almenas. En la oscuridad, entre las dos fuerzas, los chacales se disputaban la carroña.
En la yurta real, Yamun intentaba encontrar la solución al punto muerto. Debía estar preparado, en caso de que Koja fallara. Sechen, concluida su misión entre las tropas, ocupaba su lugar habitual junto a la puerta. Bayalun y Chanar estaban sentados a los pies de Yamun. A pesar de su malhumor, Bayalun se mostraba tranquila. En cambio, Chanar no disimulaba su agitación, preocupado por las acciones del enemigo. No habían respetado el plan. Yamun atribuyó la inquietud del general a su frustración por el fracaso del ataque.
Desde un rincón de la tienda, el escriba leía en voz alta los informes de los exploradores. Las noticias eran desalentadoras. No había ninguna posibilidad de rodear la muralla, y los jinetes no habían descubierto ni un solo punto débil en las defensas. Algunos informaban de movimientos de tropas por el camino de ronda, aunque el número de soldados no era suficiente para provocar la alarma del Khahan. Los exploradores encargados de vigilar los flancos del ejército, y espiar las posiciones enemigas, no tenían nada que informar.
Otros correos habían llevado despachos del príncipe Tomke. El tercer hijo de Yamun marchaba con su ejército para unirse a su padre. A diferencia de sus hermanos, Jad y Hubadai, Tomke se mostraba precavido y avanzaba sin prisa. Según su mensaje, tardaría varios días en llegar. Esta última información provocó la ira del Khahan, que dictó una nota reprochándole en términos muy agrios la lentitud de sus tropas.
Por fin, el escriba cogió una carta que había llegado un par de horas antes desde el campo shou. Con voz lenta y pausada, el anciano leyó los caracteres, con el papel muy cerca de los ojos para poder ver con claridad en la penumbra:
Khahan, el emperador del Trono de Jade se complace en consideraros un igual a sus hijos.
Habéis visto la inutilidad de atacar la indestructible Muralla del Dragón. Es una verdad tan irrebatible que, si continuáis con los intentos, vuestra grandeza se verá mancillada por el fracaso. Que no haya más peleas entre los tuiganos y el emperador de todo Shou Lung. Renunciad a vuestro empeño y marchaos en paz.
En cuanto el escriba concluyó con la lectura, Yamun miró a Chanar y Bayalun.
—Quiere que nos rindamos —dijo.
—Así parece, Khahan —afirmó Bayalun. Por su parte, Chanar asintió con un gruñido.
—Madre Bayalun, ¿por qué fracasaron hoy tus hechiceros? —preguntó Yamun, tras una breve pausa que aprovechó para escarbarse la dentadura. La acusación en la voz del Khahan resultaba inconfundible.
Sin amilanarse por la evidente desconfianza de su hijastro, Bayalun se sentó bien erguida y orgullosa mientras ofrecía su explicación.
—El fracaso de los hechiceros —manifestó— ha sido el mismo que el de tus hombres. No estaban preparados para lo que ocurrió.
—¿Y por qué ocurrió? —insistió Yamun.
—Es un misterio —reconoció Bayalun. Miró al suelo, molesta por verse forzada a admitir su ignorancia.
—¿Cuándo lo sabrán tus hechiceros? ¿Mañana? Es cuando tendrán que estar preparados —advirtió Yamun, haciendo una seña al escriba para que escribiera una orden.
—Si mi hijo, mi marido, estuviese dispuesto a rescindir sus órdenes de azotar a los hechiceros, estoy segura de que mañana se podría contar con su ayuda. —Bayalun mantuvo la mirada en el suelo, buscando el favor de Yamun con una humildad falsa.
—Merecen ser azotados —replicó Yamun, tajante.
—Quizá —aceptó la segunda emperatriz—. Pero, después de los azotes, se encontrarán demasiado débiles para la lucha de mañana.
—Entonces, entrégame a siete como un escarmiento para todos los demás.
—No. Son pocos y los necesitarás a todos —contestó Bayalun. Comprendiendo que su desafío había arrinconado a Yamun, sin darle una oportunidad para salvar la cara, le hizo una propuesta—: Mañana, si fracasan, podrás hacer lo que quieras con todos.
Yamun se encrespó ante su desobediencia, consciente de que no podía obligarla a ceder.
—Muy bien —dijo, malhumorado—. Asegúrate de que estén preparados. No quiero más fracasos. —La señaló con un dedo para acentuar sus palabras, y Bayalun asintió con el rostro convertido en una máscara.
Tras resolver el asunto de los hechiceros, Yamun volvió su atención a Chanar.
—Mi general, Goyuk ha muerto. Te doy el mando de los tumens de Ciejan, Ormusk y Ulu. Yo tomaré el resto. —Chanar inclinó la cabeza como muestra de su gratitud—. ¿Estarán preparados tus hombres para la batalla de mañana?
—Desde luego, Yamun. Pero, ¿cómo cruzaremos la llanura? —Chanar señaló en dirección a la muralla—. Su magia nos destruirá.
—Quizá no —replicó Yamun, con una sonrisa enigmática—. Ahora, Chanar, mi hombre valiente, tenemos que ocuparnos de los planes. Dado que no podemos conseguir que los shous nos persigan, ¿cómo podemos atacar su muralla?
Yamun descendió de su trono y tomó asiento en la alfombra delante del general. El escriba se apresuró a desenrollar un largo y angosto pergamino entre los dos hombres. En la parte superior de la hoja aparecía un diagrama de la Muralla del Dragón, que mostraba la ubicación de las puertas y las torres. En la inferior, había pequeños círculos correspondientes a los campamentos de los tuiganos.
Chanar se arriesgó a mirar a Bayalun, para saber si ella tenía alguna idea de las intenciones del Khahan. Al ver la mirada perpleja del general, la segunda emperatriz hizo un gesto casi imperceptible con los hombros para indicar su ignorancia. Chanar volvió a mirar el mapa y lo estudió rápidamente.
—Primero, Yamun, debemos encontrar la manera de llegar con nuestros caballos hasta el muro. Los montículos de tierra y rocas impiden el paso de los animales.
—Estoy de acuerdo. Madre Bayalun —llamó el kan, sin desviar la mirada del mapa—, tus hechiceros tendrán que abrir una brecha entre los montículos.
—Sí, marido —respondió la khadun en voz baja, echando una ojeada al mapa por encima de los hombros de los kanes—. Pero los hombres tendrán miedo de ser aplastados si ven que la tierra tiembla otra vez.
—Haz lo que se te ordena. Yo me preocuparé por los hombres. ¿Cuánto tardarán? —preguntó Yamun, impaciente.
Bayalun miró el techo de la yurta, mientras calculaba el tiempo necesario para que los hechizos hicieran su efecto.
—Calculo que hasta las primeras horas de mañana.
—Pues ve y ocúpate de que se haga —ordenó Yamun—. Sechen, acompaña a la khadun con una escolta, y mantenme informado de sus progresos.
—Por vuestra palabra, así se hará —respondieron la khadun y el soldado al unísono. En el momento de abandonar la tienda, Bayalun dirigió una mirada cargada de odio al gigantesco luchador, consciente de que lo enviaban como espía.
El Khahan volvió su atención al mapa.
—Con los pasos despejados, Chanar, ¿dónde atacarías?
El general estudió el mapa, intentando disimular su desasosiego. El Khahan no sospechaba que al día siguiente su anda planeaba derrocarlo. De hecho, Yamun le daba al traidor la oportunidad de organizar personalmente su desgracia. Con las intenciones bien claras, Chanar examinó el mapa con más interés.
—Atacaría aquí y aquí —contestó el general, marcando con el dedo sobre el mapa. Analizó el problema entusiasmado. Las cosas volvían a ser casi como antes, en la época en que él y Yamun hacían planes para la conquista de los dalatos y los quirishis. Sólo que, ahora, las apuestas eran más elevadas y el juego, más sutil.
Chanar esbozó sus ideas a Yamun sin perder tiempo. El kan escuchó las recomendaciones del general, y las añadió a sus planes sin apercibirse de la traición. Juntos, trabajaron y discutieron la estrategia hasta altas horas de la noche. Se trataba de un proceso lento, pero, poco a poco, quedó estructurado el plan de combate para el día siguiente.
—Enviaré a los arbans a las montañas para que talen los árboles necesarios, y construiremos las escaleras y los arietes —prometió Chanar—. Los hombres estarán preparados para atacar al amanecer.
—Excelente, anda —exclamó Yamun—. Mañana vengaremos a Goyuk. Ahora ve a descansar. Tendremos mucho que hacer cuando salga el sol. —El Khahan despidió al general con un gesto amable.
Tras la marcha del guerrero, Yamun se acomodó satisfecho. En ocasiones, Chanar se mostraba demasiado ambicioso, pero Yamun consideró que podía depender del general. El plan elaborado era arriesgado, sin dejar de tener una buena base.
* * *
Por su parte, Chanar se dirigió inmediatamente a la yurta de Bayalun. Con la excusa de que llevaba órdenes de Yamun para la segunda emperatriz, el general eludió a los centinelas y fue admitido a la presencia de la khadun sin pérdida de tiempo. Chanar no se sorprendió al ver a Bayalun junto al brasero, despierta y abstraída en sus pensamientos. En cuanto se retiró el guardia, el general le informó de todo lo tratado en la yurta real.
—¿Por qué planea todo esto? —preguntó Chanar, extrañado—. ¿Cómo piensa que tus hechiceros conseguirán evitar que la tierra se desgarre otra vez?
—No lo sé —confesó Bayalun—. No he hecho otra cosa que pensar en esto desde que me senté. Los shous tienen algún secreto encerrado en el muro. Estoy segura. Pero por qué Yamun tiene tanta confianza en superar su magia es otro misterio. —Movió los hombros como si quisiese descargarse de estas preocupaciones—. De todos modos, da igual lo que haga. Ya sea que los shous lo maten con su magia o que caiga en nuestra trampa, nuestros planes triunfarán.
—Entonces, caerá —señaló Chanar.
—Desde luego, siempre que lleve a cabo el ataque. —Bayalun miró al vanidoso general con una sonrisa confiada—. Mañana, mi hijastro habrá muerto. Después, nos ocuparemos de convertirte en el Khahan de los tuiganos, tal como te mereces.
Chanar le devolvió la sonrisa, aunque con el corazón dolido. Esa noche, durante unas horas, él y Yamun habían sido andas otra vez. Mañana, este lazo quedaría cortado para siempre.
* * *
Mientras Chanar y Bayalun complotaban en la yurta, Koja y un pequeño grupo de guardias buscaba su camino entre el campamento tuigano y la Muralla del Dragón. En silencio, la compañía se movió entre las ruinas del campo de batalla hacia los túmulos de tierra y piedra que marcaban el límite de la carga del día anterior. En varias ocasiones, tropezaron con jaurías de chacales o criaturas más repugnantes —ciempiés gigantes y gusanos carroñeros— que devoraban los cadáveres. Koja sintió asco, pero no podía hacer nada por los muertos, excepto rezar una plegaria.
La visión de los cadáveres le recordó que debía intentar hablar con el guardia muerto descubierto por la mañana, si es que tenía la oportunidad. Había algo en la manera como se habían hallado los cuerpos que no dejaba de preocuparlo. Sin duda, era una sospecha infundada, pensó, y ahora tenía que atender asuntos más urgentes. De todos modos, ésta era una guerra, y valía la pena desconfiar.
Por fin, el grupo llegó a la zona donde comenzaba la destrucción.
—¿Aquí, sacerdote? —preguntó el guía, un kashik con largas trenzas canosas.
—No, al otro lado —susurró Koja, con una precaución exagerada—. Lo más cerca posible de la Muralla del Dragón.
El kashik miró al frente, aprensivo, y después avanzó con mucho cuidado entre los escombros. Se dio la orden de mantener estricto silencio y de evitar ruidos innecesarios.
Poco a poco, los hombres escalaron hasta lo alto del montículo y descendieron por la ladera poco firme del otro lado. Cada vez que se desprendía una piedra, los guardias permanecían inmóviles, a la espera de la voz de algún centinela. Tardaron una hora para llegar al pie del montículo.
La sombra oscura de la Muralla del Dragón destacaba inconfundible delante de ellos. Koja y los suyos se encontraban tan cerca que podían ver a los soldados en las almenas, iluminados por las fogatas que los protegían del frío.
—¿Ahora? —siseó el guía kashik. El lama asintió con un cabeceo.
En el mayor sigilo, el grupo se adelantó de sombra en sombra, hacia una sección de la pared relativamente desierta. Nadie pronunció ni una palabra y, mientras los guardias vigilaban, el lama se sentó y comenzó los preparativos del hechizo.
A solas, el sacerdote desenvolvió con cuidado la ofrenda que había llevado consigo: la espada del Khahan y la vaina incrustada con piedras preciosas. Esperaba que esto fuese suficiente para entrar en contacto con el espíritu. Con voz muy suave, empezó a recitar las mismas sutras del día anterior. El lama pronunciaba las palabras con una claridad y una exactitud exagerada.
Al terminar la plegaria, cayó en trance. Rápidamente, algo salió de la pared, muy cerca de Koja. Al principio, parecía sólo una débil columna de humo, pero enseguida se fue haciendo más grande. Por fin, se condensó en el perfil transparente de un enorme dragón. Los inmensos anillos de su cuerpo rodearon perezosamente al sacerdote, y un rostro dotado con colmillos se detuvo frente a Koja.
El cuerpo del dragón resplandecía, aunque no había ninguna luz, y sus escamas brillaban con colores iridiscentes. El espíritu era colosal y, pese a ello, se movía con una gracia etérea. Su aspecto parecía sólido, pero flotaba sin peso. Para Koja resultaba un ser absolutamente real, a pesar de que esto era imposible.
¿Por qué me has llamado?, gritó el espíritu en la mente del sacerdote. Su voz era la del viejo maestro de Koja, y trajo a su memoria las conferencias en la gran sala del templo. Las palabras erizaron las púas de su afeitada cabeza.
—Te llamo en nombre del Ilustre Emperador de los tuiganos, Yamun Kan —respondió Koja con todo el valor de que fue capaz. Su voz no era más que un susurro, aunque esto no parecía molestar al espíritu.
Entonces ha venido, manifestó la voz, con un interés repentino. Una garra, invisible para todos excepto para Koja, abrió surcos en el suelo delante del sacerdote.
—¿Eres el espíritu que vive debajo de la Muralla del Dragón?
¡Yo soy el espíritu de la Muralla del Dragón!, rugió la criatura, esta vez con la voz del Khahan.
—¿Sirves a Shou Lung? —preguntó Koja, asustado por el poderío del espíritu.
¡Yo no sirvo a los estúpidos shous!, vociferó la voz del Khahan en la mente de Koja. El dragón comenzó a moverse de aquí para allá como si luchase contra un enemigo invisible. La amargura y el odio en el tono del espíritu eran inconfundibles. Koja deseó poder escapar.
—¿Estás obligado a obedecerlos? —lo interrogó el lama, tímidamente.
¡Son mis captores! El sacerdote se acurrucó ante la voz cargada de furia que atacó su mente. Debo hacer lo que me manden.
—¿Has hablado conmigo; me has pedido que te libere?
Te llamé con la esperanza de que pudieses traer a tu señor. Juntos tenéis que liberarme. Para la súplica, el dragón empleó la dulce voz de la madre de Koja.
—¿Por qué yo? —inquirió el lama sin alzar el tono—. ¿Por qué no algún otro del campamento tuigano?
Hay alguien más entre los bárbaros que podría haber servido, pequeño sacerdote, pero si bien posee los conocimientos mágicos necesarios, no se puede confiar en ella. El dragón soltó un gruñido amenazador. No. No se puede confiar en absoluto.
—¿A quién te refieres, gran espíritu? —dijo Koja, con un poco de desesperación en la voz—. ¿Hablas de la segunda emperatriz, Madre Bayalun?
No te diré quién, pero sé que deberías buscar las respuestas en los cuerpos de los muertos.
—Pero…
Es todo lo que diré de este asunto, rugió el espíritu.
—¿Por qué no has buscado antes la libertad? —preguntó Koja, tras una breve pausa—. Ha tenido que haber otros.
Desde luego, pequeño sacerdote. Te los mostré. ¿O acaso has olvidado tu sueño? El espíritu volvió a utilizar la voz del viejo maestro. Muchos intentaron romper mis ligaduras, pero todos fracasaron. Tú los viste allí. Aquél fue el precio por su fracaso.
El dragón hizo una pausa, y se esfumó un poco ante los ojos de Koja. Y sus fracasos se añadieron a mi dolor. El diablo shou, que me engañó para encerrarme en la pared, puso una cláusula a mi maldición. Podía llamar a quien quisiese para que me ayudara a escapar. Pero todo aquel que no consiga liberarme para que yo pueda ejercer mi venganza contra los shous tiene derecho a castigarme durante toda la eternidad. En el mundo de los espíritus, permanecen a mi lado y me golpean con sus martillos.
El dragón se estremeció, furioso. Como ves, pequeño sacerdote, sólo llamo a quienes pueden tener una posibilidad de éxito contra Shou Lung. En caso contrario, sólo ayudaría a aumentar mi tormento.
—¿Cómo te puedo liberar? —interrogó Koja.
Necesito un sacrificio. Esta vez el espíritu decidió responder con la voz de Goyuk.
—¿Un sacrificio?
—¿Qué es lo que ofrece tu señor a su dios? Yo necesito la misma ofrenda, exigió el espíritu con la voz de Yamun. Su cola golpeó la muralla, su prisión. No menos, pequeño sacerdote.
De pronto, el dragón volvió a la pared y moldeó su cuerpo a la forma de la piedra. Pero el espíritu no desapareció. Por el contrario, se expandió para ocupar todo el largo de la muralla, más alto que las torres de vigía. Los reflejos de las hogueras bañaron sus escamas a medida que el cuerpo se ondulaba y crecía, hasta que la cabeza y la cola desaparecieron de la vista. Lentamente, las escamas se fundieron en la piedra, y los colores iridiscentes se esfumaron. Yo soy la Muralla del Dragón, susurró el espíritu mientras desaparecía.
Poco a poco, Koja volvió al mundo normal. La oscuridad de la noche envolvió al sacerdote, en reemplazo del resplandor sobrenatural del espíritu. Desde lo alto de la muralla llegaban hasta sus oídos, débilmente, las voces de los centinelas shous y el aleteo de sus túnicas sacudidas por el viento helado que soplaba en las almenas.
—¡Lama! —susurró el guía kashik, al ver que Koja se movía por primera vez en media hora. Nervioso, el hombre se acercó al sacerdote.
»¿Estáis bien? —preguntó.
Aturdido, Koja asintió. Se preparó para marchar, y automáticamente tendió una mano para recoger la espada que Yamun le había dado como ofrenda. Había desaparecido. Varios surcos muy largos en el suelo marcaban el sitio donde la había dejado.
Con las mismas precauciones de antes, el grupo se alejó de la Muralla del Dragón. A Koja le pareció que se movían con la lentitud del caracol. Tenía prisa por comunicarle a Yamun lo que había averiguado. Si el Khahan quería liberar al día siguiente al espíritu, tendría que preparar muchas cosas.
Koja y sus acompañantes tardaron casi dos horas en regresar al campamento de Yamun. Faltaba muy poco para el alba, y la actividad era intensa, los jinetes se preparaban para ir a las montañas en busca de la madera necesaria para el ataque. Otros soldados se ocupaban de los preparativos para incinerar a los muertos del día anterior.
Koja se presentó en la yurta real, extenuado. El Khahan lo esperaba despierto, y lo hizo entrar en el acto.
—Sechen, ocúpate de que nadie nos moleste. —El gigante hizo una reverencia, y se llevó a los guardias al exterior. En cuanto estuvieron a solas, Yamun se sentó junto al sacerdote.
»Ahora, anda, dime —lo urgió el Khahan ansioso—: ¿qué has averiguado? —Su voz tenía un tono conspirador. La excitación hacía que las cicatrices resaltaran claramente en su curtido rostro.
—Más de lo que esperaba —contestó Koja, casi sin aliento—. Allí hay un espíritu, y hablé con él. Al menos, es lo que creo. —Se masajeó las sienes para aliviar el dolor de cabeza. La fatiga le impedía pensar con claridad.
»En cualquier caso —añadió Koja—, nos comunicamos. Yo tenía razón: podemos liberarlo; quizá no todo, sino una parte. No lo sé. Es muy grande. —A medida que hablaba, crecía el entusiasmo del lama.
—¿Qué? Explícate mejor, sacerdote. No tengo tiempo para acertijos. Falta muy poco para que comience el ataque. —El Khahan se levantó y comenzó a pasearse de arriba abajo; de vez en cuando, descargaba una palmada contra los muslos.
—No sé si podré —se disculpó Koja—. ¿Recordáis la historia acerca de la construcción de la muralla?
Yamun gruñó.
—Ahora no estoy muy seguro de que sea una leyenda —prosiguió el lama—. El espíritu con el que hablé es la Muralla del Dragón. Los shous no levantaron la pared con ladrillos y argamasa comunes. La Muralla del Dragón fue construida con el cuerpo de un espíritu de la tierra. —Koja no dejó de moverse mientras hablaba, para poder seguir con la mirada las idas y venidas del Khahan por el interior de la yurta.
—¿De qué nos sirve todo esto? —preguntó Yamun, impaciente.
—El poder de la muralla proviene del espíritu del dragón. De alguna manera, los constructores encerraron al espíritu en la pared, de forma tal que no pudiese escapar aunque quisiera. Está atrapado en el interior del muro.
—¿Y?
—Al parecer, piensa que vos… y yo somos especiales. En particular, espera conseguir por vuestro intermedio su venganza contra Shou Lung.
—Este espíritu es sabio. Después de todo, conquistaré Shou Lung. —Yamun se rascó la barbilla, mientras consideraba las palabras del espíritu.
El orgullo de Yamun no sorprendió al lama. Sabía que no había poder en el mundo capaz de cambiar la convicción del Khahan.
—Yamun —añadió—, quizá podamos liberarlo, al menos en este sector. En cuanto el espíritu se marche, la Muralla del Dragón no será más que una pared como cualquier otra, tal vez menos. El poder del espíritu es parte de aquello que los constructores utilizaron para edificarla; algo así como el mortero que liga las piedras.
—¿Quieres decir que, si el espíritu se va, podríamos derribar la Muralla del Dragón? —El Khahan intentaba asegurarse de que no se equivocaba en la interpretación de las palabras de Koja.
—Será necesario hacer un sacrificio —contestó el lama.
—¿Qué hará falta?
—Creo que caballos —dijo Koja, recordando lo sucedido en el corral durante la tormenta—. Los mejores. ¿No fue aquél el sacrificio que ofrecisteis a Teylas? —El lama se estremeció con el recuerdo, angustiado por tener que intervenir en el rito. Los sacrificios no formaban parte del culto al Iluminado.
—Los caballos no son un problema —declaró Yamun.
—Hay algo más —prosiguió Koja, más tranquilo—. El espíritu insinuó algo acerca de una mujer de grandes poderes mágicos. Quizá se refería a la segunda emperatriz. El espíritu dijo que no…, no era de fiar. —El lama miró el suelo, en parte por respeto al Khahan y también impulsado por el miedo.
—Jamás confío en ella —afirmó Yamun, sin hacer caso de las preocupaciones del lama.
—No, esta vez es algo más —insistió al sacerdote—. Fue la manera en que lo dijo. Me preocupa que alguien, probablemente Bayalun, planee alguna cosa.
—Si se lo pregunto, me dirá que no es verdad —respondió Yamun, sin detener su paseo.
—Tengo la manera de comprobarlo —ofreció Koja, vacilante—. ¿Recordáis al guardia y al soldado shou que encontraron muertos antes de la batalla?
—Sí, ¿por qué? —preguntó el Khahan, desde el otro lado de la yurta.
—El espíritu dijo algo acerca de buscar la respuesta en los muertos —explicó Koja, al tiempo que se ponía de pie—. Había algo extraño en aquellos cuerpos. Al guardia le cortaron la garganta como si alguien lo hubiese atacado por sorpresa. Si fue así, entonces ¿quién mató al shou? —Sin darse cuenta, Koja se paseaba junto a Yamun.
—Se han visto cosas más extrañas, sacerdote —le advirtió el Khahan. Hizo un alto y apoyó una mano en el poste central de la tienda.
—Es posible, señor Yamun, pero tengo los cadáveres ocultos. Creo que sería sabio hablar con ellos.
—¿De verdad crees que aquellos dos tienen alguna relación con Bayalun? —inquirió Yamun, escéptico.
—No lo sé —admitió Koja. Se rascó la cabeza—. A menudo, los espíritus confunden a la gente, pero es lo único que se me ocurre pensar. Estoy preparado. Podríamos averiguarlo ahora mismo.
El Khahan miró al sacerdote, aunque en realidad no lo veía; sus ojos enfocaban algo intangible. En un gesto inconsciente, se acarició la punta del bigote.
—Muy bien. Inténtalo. Pero debes darte prisa.
—Desde luego, Yamun —repuso Koja, con una reverencia. Se acercó a la puerta para darle instrucciones a Sechen, que, tras ocuparse de la guardia de Bayalun, ocupaba su puesto habitual.
Koja y Sechen no tardaron en prepararlo todo, en una yurta aislada donde nadie podía espiar sus actividades. Los cuerpos los habían tenido guardados debajo de una capa de nieve, para demorar su descomposición. Una vez a solas en el interior, y con Sechen apostado fuera, Koja puso manos a la obra. Cuando salió, estaba pálido y sudaba frío. Las actividades de esa noche le resultaban una carga cada vez más pesada.
—Llévate al guerrero tuigano y trae la cabeza del shou a la yurta de Yamun —le ordenó a Sechen, sin detenerse—. Debo ver al Khahan.
A paso ligero regresó a la tienda real y, sin perder un segundo, comunicó a Yamun el resultado de sus averiguaciones.
—¿Chanar, también? —preguntó el Khahan con la mirada clavada en el rostro del lama y un tono de asombro en la voz.
—Lo siento, Yamun —murmuró Koja, casi sin darse cuenta.
—La pena es para los débiles —gruñó Yamun.
—¿Qué pensáis hacer?
—Enfrentarme a ellos —replicó el Khahan con expresión grave. Llamó a un escudero y lo envió en busca de Chanar y Bayalun. El hombre partió de inmediato con el mensaje.
Yamun y Koja permanecieron en silencio mientras esperaban. El Khahan reflexionaba en su trono, con la barbilla apoyada en una mano. Koja intentó imaginar los negros pensamientos que pasaban por la mente de Yamun, pero le fue imposible. Nunca había visto a nadie con un humor tan sombrío. Con un bostezo de cansancio, el lama se resignó a esperar los acontecimientos.
—Khahan, están aquí —anunció el escudero, al tiempo que apartaba la manta de la puerta. Yamun levantó la cabeza.
—Hazlos pasar. —Bayalun y Chanar entraron en la yurta—. Tomad asiento.
La segunda emperatriz, con la ayuda de su bastón, fue la primera en ocupar su lugar. Chanar la siguió, escoltado por Sechen. Los dos conspiradores ocuparon los asientos en sus respectivos lados. Bayalun sola, al principio de la hilera de las mujeres, y Chanar frente a ella. Koja abandonó su asiento, para apartarse del camino de Chanar. El general miró al lama con suspicacia, y acabó por sentarse a los pies de Yamun. Discretamente, Koja retrocedió hasta el fondo para colocarse junto al impasible Sechen. Por su parte, el luchador se asomó a la puerta y, con un gesto, ordenó la entrada a un arban de soldados que esperaban en el exterior.
Cuando todos estuvieron acomodados, Yamun ordenó que trajeran una vasija de cumis negro. Cogió una taza llena, la sostuvo en alto y la presentó a los cuatro puntos cardinales.
—Que Teylas nos conceda la victoria de hoy. —Tras pronunciar el brindis, el Khahan ocupó su asiento—. Vamos a conquistar a un poderoso enemigo. Que los hombres se preparen.
—¡Que Teylas nos conceda la victoria! —exclamó Chanar.
—Nos la concederá, general —prometió Yamun, con la mirada puesta en Chanar.
Sin prisa, Yamun ofreció la taza al último de los siete hombres valientes. En el momento en que el general iba a sujetarla, Yamun la volcó; el cumis negro se derramó sobre las alfombras.
—¡Eras mi anda! —rugió el Khahan arrojando la taza a un costado.
Chanar palideció y abrió la boca, pasmado. Intentó una protesta.
—Pero, Yamun, yo…
—¡Silencio! Estoy enterado de tu traición. Te has reunido con los shous. Has conspirado con ellos.
—¡Es mentira, Khahan! —vociferó Chanar. Se puso de pie, con el cuerpo sacudido por la ira. Yamun se adelantó en su estrado, con los ojos como ascuas, y se cernió sobre el general, cuyo rostro presentaba un color ceniza.
Koja advirtió que Yamun, enfurecido por la traición de Chanar, había olvidado momentáneamente la presencia de Bayalun. El lama miró en su dirección. La mujer se había apartado un poco de los dos hombres. El rostro de la khadun se veía pálido, pero no había miedo en su mirada; sólo odio y rencor.
Bayalun dio otro paso atrás, como si quisiera alejarse de Chanar, y metió las manos en las mangas de su túnica. Sacó una piedra pequeña y comenzó a trazar símbolos en el aire.
El lama comprendió que Bayalun preparaba un hechizo. No había nadie lo bastante cerca para poder detenerla a tiempo.
Koja buscó en sus bolsillos algún tipo de arma, algo que pudiese arrojar, y tocó una cosa dura contra su pecho: la paitza, su símbolo de autoridad. Frenético, arrancó el cordón y levantó la pesada placa de metal.
—¡Bayalun! —gritó el sacerdote, con el propósito de alertar al Khahan. Yamun interrumpió su parrafada, estupefacto por el grito, en el preciso momento en que Koja lanzaba la paitza a través de la tienda. La placa golpeó contra el brazo de la khadun, que dejó escapar la piedra. Bayalun soltó un chillido de rabia y dolor, y se sujetó el brazo.
—¡Guardias, coged a la khadun! ¡Atadle las manos! ¡Matadla si intenta hablar! —Yamun señaló a la segunda emperatriz. Bayalun entornó los párpados hasta casi cerrarlos del todo. Los guardias ya estaban a su alrededor, con los sables desenvainados. La sujetaron por los brazos, para impedirle todo movimiento. Se entregó sin rechistar, consciente de que en ello le iba la vida. Los soldados le ataron las muñecas.
Chanar aprovechó el incidente para llevar la mano a su espada, dispuesto a salir del aprieto a fuerza de coraje, pero, antes de que pudiese desenvainarla, Yamun ya había empuñado la suya y apretaba la punta contra el pecho del general.
—No la saques, general, o te mataré —le advirtió Yamun con voz helada y una mirada de acero—. Llevaos a la khadun.
—¿Por qué, Yamun? —preguntó Chanar, abatido. Los guardias lo rodearon lentamente, y el general se desabrochó el cinturón con la espada y lo dejó en el suelo.
Yamun dio un paso atrás y escupió a los pies de Chanar.
—Mañana, tú y mi madrastra —se volvió para mirar a Bayalun, que salía de la yurta— pensabais acabar conmigo.
—¡Es mentira! ¿Quién ha dicho semejante infamia? —vociferó Chanar, con una mirada furibunda a los presentes.
El Khahan envainó su espada y metió una mano en una bolsa de cuero colocada junto a su trono. Del interior, sacó la cabeza del guerrero shou que Chanar había matado.
—Éste es tu acusador —replicó Yamun arrojándole la cabeza, que cayó al suelo con un golpe sordo. Chanar vaciló, y después apartó la cabeza de un puntapié.
—No es más que una cosa muerta. ¡Eres un idiota, Yamun! —lo insultó Chanar, sin disimular su desprecio.
—Si bien los espíritus pueden confundirnos, los muertos no mienten —comentó Koja en voz baja, desde el fondo de la tienda.
—¡Tú! ¡Esto es obra tuya! —afirmó Chanar, al tiempo que daba media vuelta para dirigir una mirada de odio al sacerdote.
—No, Chanar. Esto lo has hecho tú —declaró Yamun, a sus espaldas—. Tú eras mi anda, el último de los siete hombres valientes. Te di mi confianza y te colmé de honores, y ahora me lo pagas con esto. —El kan se sentó en el trono y apoyó la barbilla en el pecho.
—¡No me has dado nada! —protestó Chanar—. Te salvé de tus enemigos. Libré tus batallas. Mi padre te recogió cuando tu propia gente quiso matarte. Mis guerreros te convirtieron en kan de los hoekuns. Siempre estuve a tu lado, y ahora pasas tu tiempo con un sacerdote extranjero mientras me tienes de recadero. Tú nos traicionarás a todos, al enviarnos a morir ante la muralla shou para satisfacer tus propias ambiciones. —El pecho de Chanar se estremecía de emoción.
Yamun se levantó de un salto, con la mano cerrada sobre la empuñadura de su espada.
—Tendría que matarte ahora mismo… —El general se preparó para recibir el golpe—. Pero no lo haré.
Chanar retrocedió, intimidado y confuso.
—Escuchad esto —anunció Yamun con voz tonante, aunque sólo tenía a Koja, Sechen y el puñado de guardias como auditorio—. Por su coraje y bravura, he escogido al general Chanar para que permanezca a mi lado en la batalla de hoy. Chanar será el kan más valiente en el centro. Que esto llegue a conocimiento de todo el ejército.
Chanar lo miró boquiabierto, sorprendido por la súbita declaración del Khahan.
—También deben saber —añadió Yamun— que hoy he hecho kan a Sechen. Sechen, te doy el mando de los hombres de Chanar.
—No puedes darlos. No son tuyos —protestó Chanar, con un tono de pánico en su voz.
—¡Tú ya no eres nadie! —gritó Yamun—. ¿Lo has olvidado? Irás donde yo te diga, lucharás donde te mande. —El Khahan apartó de un puntapié la espada y el cinturón de Chanar, y se acercó a su viejo compañero—. Vives solamente porque una vez fuiste mi anda, y eso no se puede anular. Mañana cabalgarás en la batalla como un héroe. Si mueres en combate, tu nombre será recordado para siempre como uno de mis hombres valientes.
Chanar hundió los hombros. Sus planes se habían desmoronado, y ya no le quedaba ningún ánimo de lucha.
—Sacadlo de aquí y mantenedlo vigilado —le gritó Yamun a los kashiks, irritado. Se volvió hacia Chanar y añadió—: Mañana cabalgarás conmigo por última vez. Si vives, no volverás a verme nunca más. Ve y prepárate para la batalla. ¡Teylas nos guiará a la victoria!
—¡Ai! —gritaron los guardias a coro. Yamun les volvió la espalda, mientras los hombres escoltaban a Chanar fuera de la yurta.
—Mi anda, mi verdadero anda —llamó el Khahan a Koja—, tú te quedarás. —Nervioso, el sacerdote permaneció en silencio junto a la puerta, con los brazos cruzados. Yamun se giró hacia el lama—. Koja, una vez más has actuado con habilidad y sabiduría. Me duele no poder recompensarte como mereces por lo que has hecho, pero no es costumbre que los extranjeros se conviertan en kanes.
—No busco honores, Yamun —contestó Koja, sinceramente—. ¿Qué pensáis hacer con Bayalun? Necesitáis a sus hechiceros para despejar el campo de batalla.
El Khahan se reunió con Koja en la entrada, y apartó la tela para contemplar el campo.
—Por ahora, mantendremos en secreto su arresto. Los guardias visitarán a los magos. Les diremos que Bayalun está enferma. Quizá tú podrías atenderla —sugirió Yamun, con una sonrisa perversa—. Después de atravesar la Muralla del Dragón, tendremos tiempo de sobra para decidir.
«Si es que sobrevivimos», respondió Koja para sí mismo.
Capítulo 17
El asalto final
Era la formación de guerreros más grande que Koja había tenido ocasión de ver hasta el presente. El sol comenzaba a despuntar por encima del horizonte, y, desde la cumbre del risco, observó cómo los primeros rayos de sol tocaban el borde exterior del ala derecha. La luz teñía de dorado las puntas de las lanzas, las corazas, los escudos, los bocados, las espadas y todos los objetos metálicos de los soldados. Parecía como si algún dios derramara gemas sobre la hueste tuigana desde el cielo.
Koja calculó que había unos doscientos mil hombres, quizá más, reunidos en el borde de la llanura. Permanecían alineados lo más cerca posible de la Muralla del Dragón, aunque a una distancia que sus comandantes consideraban prudente. Después del desastre del día anterior, ningún oficial quería arriesgar a sus hombres si no era estrictamente necesario. Los valles que desembocaban en la llanura aparecían cubiertos por los escuadrones de caballería, que esperaban detrás de los tumens de vanguardia. Los hombres estaban distribuidos en pelotones, cada uno separado de sus vecinos. Yamun supervisaba la disposición de las tropas desde su puesto de mando en la cumbre. Chanar se mantenía cerca, como si fuese un miembro más de la comitiva del gran kan. Un grupo de kashiks armados hasta los dientes seguía todos los movimientos del general. Mientras tanto, Bayalun se encontraba prisionera en una yurta, muy lejos de su guardia personal.
Los hechiceros de la segunda emperatriz, que nada sabían de su arresto, cumplieron su trabajo a la perfección. En el tiempo que el ejército tardó en ocupar sus posiciones, los magos habían utilizado sus poderes para desintegrar las piedras y apartar los montículos de tierra. Con las primeras luces de la aurora, habían despejado y allanado varios pasos bien anchos entre los escombros. Yamun estudió las brechas, y consideró que eran suficientes y adecuadas para el ataque.
En la distancia, la Muralla del Dragón también parecía haber sufrido un cambio. En la penumbra previa al alba, la pared tenía el aspecto de un monolito. A medida que aumentaba la luz, el muro se había transformado en una cinta dorada, con las torres de vigía y las atalayas resaltadas contra el fondo de tierra verde y marrón del otro lado. En las almenas, las puntas de las lanzas de los defensores resplandecían como pequeños colmillos. Desde la posición que ocupaba Yamun, la majestuosidad de la Muralla del Dragón resultaba impresionante.
—Ven, anda, ha llegado la hora de la batalla —gruñó Yamun. Echó una ojeada a su ejército—. Hoy es un gran día. Conquistaré Shou Lung o perderé hasta el último de mis hombres.
—Pensé que estabais seguro de la victoria —comentó Koja, mirando un tanto extrañado al Khahan.
—Lo estoy, pero quizá no sea hoy. Si me derrotan, me retiraré para formar un nuevo ejército. Conozco el sabor de la derrota. —Yamun se protegió los ojos para observar la Muralla del Dragón—. De todos modos, prefiero ganar —dijo Yamun, con una sonrisa severa—. Ahora, anda, ha llegado el momento de la verdad.
El Khahan aparecía vestido con tanta gala como el día anterior; en realidad, no se había cambiado de prendas. Por su parte, Koja llevaba la misma armadura utilizada en la batalla de Manass —nombre que había dado a aquel episodio—, aunque esta vez le quedaba mejor gracias a los oficios de Hodj. La prenda le resultaba incómoda y calurosa, pero al menos no le lastimaba las carnes con el roce.
—Ya voy, Yamun —respondió Koja. No quería estar en medio de la batalla, pero no tenía elección. Su tarea consistía en supervisar el sacrificio, que tendría lugar lo más cerca posible de la muralla. En cuanto alcanzó a Yamun, tiró de las riendas y puso su caballo al trote, a la par del caudillo.
—Tal como es la costumbre de nuestro pueblo —le explicó Yamun—, he ordenado el sacrificio de un centenar de mis mejores yeguas blancas en ofrenda al espíritu. ¿Será suficiente?
—No lo sé. ¿Es el número suficiente para satisfacer a vuestro dios, Teylas?
—En mi opinión, más que suficiente. —Yamun se inclinó en su montura para dar a un mensajero las últimas órdenes. Tras comprobar que el hombre las había entendido correctamente, el Khahan lo despachó. De inmediato, otro correo pasó a ocupar su puesto.
Cuando faltaba poco para reunirse con el cuerpo principal del ejército, Yamun hizo un alto e indicó a los guardias que trajeran a Chanar. El general permanecía muy erguido en la silla, y en ningún momento miró al Khahan. El orgullo parecía ser la única fuerza que lo sostenía.
—Chanar Ong Kho —dijo Yamun en tono solemne—. Dentro de unos minutos cabalgaremos con el ejército. Te asigno el puesto de honor en la batalla: el mando de la primera carga contra los shous. Lo hago porque eres mi anda, y sólo por este motivo. No te deshonres delante de todo el ejército. —Chanar ni siquiera intentó contestar—. Dadle sus armas —ordenó Yamun, y después clavó las espuelas a su caballo.
El camino del Khahan y su comitiva lo llevó directamente a través del corazón de los doscientos mil guerreros. Koja se maravilló de la disciplina. Era un recordatorio del magnífico entrenamiento de los soldados de Yamun. El desorden de las marchas no permitía adivinar su rígida disciplina en el campo de batalla. Los doscientos mil hombres esperaban montados en hileras perfectas: diez hombres en un arban; cien en un jagun, que a su vez formaban los minghans de un millar, y éstos constituían los inmensos tumens. Cada tumen era una agrupación de jinetes dispuestos de diez en fondo, y mil por hilera. En el centro se levantaba el estandarte del tumen, mientras los pendones de los minghans servían como banderines de señales visibles para toda la tropa.
El ruido producido por doscientos mil hombres y caballos era impresionante. A medida que el Khahan pasaba entre ellos, los soldados lo saludaban con estruendosos vítores. Hasta las filas más alejadas de Yamun se sumaban a los gritos. La algarabía era constante mientras hombres y caballos aguardaban la señal de ataque.
Por fin, Yamun, Koja y Chanar llegaron a la cabeza del ejército. Los kashiks ocuparon el centro de la línea, por delante de todas las demás tropas. El Khahan se adelantó para dirigirles una arenga.
—¡Hombres de los kashiks, sois mis mejores guerreros! —proclamó—. ¡Hoy aplastaremos a los ejércitos del Trono de Jade! Cabalgaréis bajo el estandarte de Chanar Ong Kho, el más intrépido de mis hombres valientes. Cargad y luchad con bravura, porque aquí encontraremos la victoria o la muerte.
Los kashiks lanzaron una estruendosa ovación, al tiempo que golpeaban las espadas contra sus lanzas. Al escuchar el clamor, el resto del ejército se sumó al grito. El estruendo atronó en los valles y por toda la llanura. Koja fue incapaz de imaginar cómo les sonaría a los defensores shous apostados en las almenas.
A una señal de Yamun, Chanar cabalgó para asumir el mando de los kashiks. Dos portaestandartes le dieron escolta, uno con el pabellón de Chanar, y el otro con el pendón de los kashiks. Los jinetes ocuparon sus posiciones detrás del general. Cumplida esta ceremonia, Yamun cabalgó de regreso hacia donde lo esperaba Koja.
El Khahan tomó posición junto a su estandarte de colas blancas, y recorrió la formación con la mirada. A un lado se encontraban Chanar y la fuerza principal de los kashiks, ocho mil hombres en total. Al otro, había una hilera de cien caballos blancos, cada uno con un prisionero shou —de los pocos que habían conseguido en el fracaso del día anterior— como palafrenero. Además, había un escudero por animal. Las túnicas negras de los míganos resaltaban contra el pelaje blanco de las yeguas.
—Todo está preparado, señor Yamun —informó un kan.
—Bien. Adelante, Koja.
El sacerdote tragó saliva, nervioso, y asintió. Tocó suavemente a su caballo con la fusta, y cabalgó por delante del ejército. Los prisioneros, vigilados por los guardias, lo siguieron con el centenar de caballos. Lentamente, el lama cabalgó a través de la llanura, cada vez más cerca de la imponente muralla. Sin amilanarse, entró en la zona devastada que había sido escenario del ataque de Goyuk. Los hechiceros de Bayalun habían hecho un trabajo soberbio en la remoción de escombros, y su magia había abierto brechas anchas como avenidas entre las montañas de tierra y piedras, aunque aún se podían ver los cadáveres de hombres y caballos dispersos por todas partes.
El sacerdote se detuvo cuando llegó lo más cerca que se atrevía de la muralla. Pudo ver a los arqueros shous que buscaban sus blancos entre la procesión de los tuiganos. Sólo la presencia de los prisioneros evitó el disparo de las flechas. Koja agachó la cabeza, inspiró con fuerza, y después miró la pared. Se sentía tranquilo. Su preocupación por no fracasar le hacía olvidar el miedo.
—¡Espíritu de la Muralla del Dragón, escúchame! —gritó—. Yamun Khahan, Ilustre Emperador de Todos los Pueblos, te ofrece un sacrificio de sangre. Acéptalo y vete en libertad y paz. —Tras este anuncio, Koja musitó una plegaria a Furo para que perdonara lo que iba a hacer. El lama dio la señal en cuanto acabó la oración.
Cuchillo en mano, los cien guardias degollaron a las cien yeguas. Los relinchos de agonía de las bestias resonaron en los oídos de Koja. Su propio caballo se encabritó, espantado, y lo forzó a abrir los ojos. Apenas si podía dominar a su montura. A su alrededor, las yeguas, con el pecho cubierto de sangre, caían de rodillas o se alzaban en dos patas en un último intento por matar a sus asesinos. En cuestión de minutos, todas habían muerto.
Koja sintió vértigo. Escuchó un rugido. Al principio, el lama pensó que era el grito de guerra de los doscientos mil hombres formados a sus espaldas. Entonces, de pronto, la tierra se estremeció. Las ondas sonoras ganaron en intensidad, y el caballo del lama corcoveó con tanta fuerza que Koja voló por los aires. Por todas partes, los guardias hacían lo imposible por dominar a sus animales.
Sin tardanza, el lama se puso en pie y miró en dirección a la Muralla del Dragón. El espectáculo que vio superaba todo lo imaginable. El muro se ondulaba, arrancando sus cimientos. Los ladrillos de la superficie se desprendían por secciones enteras, y los guardias apostados en las almenas se veían lanzados al aire como peleles. La torre de guardia más cercana dio un salto, antes de desplomarse convertida en una montaña de escombros. Koja miró hacia las puertas. Las enormes hojas de madera chocaban entre sí, al tiempo que se sacudían las atalayas. Se escuchó un estampido seco cuando se partió el arco entre las dos torres, y una lluvia de piedras cayó sobre las tropas shous ubicadas detrás de las puertas.
Koja, sorprendido y aterrorizado, corrió en busca de la seguridad del estandarte del Khahan. Los guardias también galopaban hacia la línea tuigana. La tierra volvió a sacudirse, y Koja cayó de bruces. Con los ojos irritados por el polvo y el sudor, se levantó para proseguir su avance. De improviso, una mano se deslizó por debajo de su brazo y le ciñó el pecho. Con un tirón, el sacerdote se vio alzado del suelo y colocado en la grupa de una yegua al galope.
—Sujétate fuerte, pequeño lama —le recomendó su salvador. El kashik torció la cabeza para sonreír al sacerdote.
Sin aliento, Koja abrazó la cintura del hombre. A sus espaldas, todavía podía escuchar el estruendo de la mampostería destrozada.
—¿Qué ocurre, sacerdote? —gritó el jinete, por encima del hombro—. ¿Qué has hecho?
—Más de lo que pensaba —contestó Koja a todo pulmón. El guardia sofrenó su caballo delante mismo del estandarte del Khahan. El lama se dejó caer al suelo, y el jinete, sin perder ni un segundo, hizo dar media vuelta al animal y partió a todo galope para ocupar su posición en la línea de combate.
—¡No podemos luchar en medio de toda esta locura! —vociferó Yamun para hacerse oír en medio del estruendo—. ¡Daremos la señal de ataque cuando la pared deje de moverse! —El Khahan saltó de la montura para acercarse a la carrera al lugar donde yacía el lama.
—¡Mirad! —exclamó Koja, con la mirada puesta en la Muralla del Dragón.
Una enorme zarpa surgió de la tierra, junto a los cimientos de la fortificación, y luego otra. La pared se rajó y grandes trozos de mampostería volaron por el aire, para dejar al descubierto un lomo cubierto de escamas y púas, que se arqueaba hacia arriba con una fuerza descomunal. Las escamas mostraban tonalidades azules y marrones a lo largo de la piel del reptil. Muy lejos, por la derecha, más allá del portón, el muro reventó, y una lluvia de ladrillos y rocas regó la llanura. Los hombres cayeron de las almenas con los cuerpos destrozados. Una cola rematada en un tridente apareció entre los escombros. Las nubes de polvo comenzaron a cubrir el campo, impulsadas por las corrientes de aire que creaban las secciones de la pared en su caída.
El entrechocar de las piedras y los débiles gritos de hombres y caballos se fundieron con la aparición de un nuevo sonido, un aullido de una potencia descomunal. Tenía parte de rugido animal, y también parte de grito humano. Koja se preguntó si ésta sería la verdadera voz del espíritu del dragón.
De pronto, la enorme puerta se estremeció. El crujido de la madera fue como un alarido cuando las hojas se doblaron y retorcieron. Se escuchó el estallido seco de las trancas al partirse, y las hojas se abrieron con tanta violencia que arrancaron el marco. Las atalayas de piedra se sacudieron como hojas al viento. La gigantesca entrada de la Muralla del Dragón estaba destrozada.
—¡Señalero! ¡Preparado! —gritó Yamun, en medio del estrépito—. ¡Ha llegado la hora de avanzar! —El Khahan corrió hacia su caballo y montó.
Koja también buscó un caballo. Por encima del hombro, echó una mirada hacia la muralla. Allí, en el portón en ruinas, el lama vio un par de ojos que resplandecían con un fuego azul, rodeados por el caparazón decorado de un gigantesco dragón. Eran los mismos ojos que había visto la noche anterior.
La visión duró sólo un segundo. Impulsada por un viento súbito, una columna de polvo se elevó en el aire como un torbellino, que desplazó las atalayas como si fuesen de paja. Las enormes torres se partieron en mil pedazos, y, en la caída, acabaron por derrumbar lo que quedaba de muro a ambos lados del portón. Los estandartes de Shou que habían ondeado en lo más alto de las atalayas volaron arrastrados por el viento. Koja observó, aturdido, cómo la columna de polvo se convertía en la forma sinuosa de un majestuoso dragón. Después, todo quedó oculto por la nube de polvo y arena que se abatió sobre la línea tuigana.
La tempestad desapareció en cuestión de minutos. Incluso antes de que se disipara el polvo, se apagó el estrépito de los derrumbamientos. Después del caos, una extraña calma se extendió por el campo. Sin dejar de toser, y con los ojos llenos de lágrimas por culpa de la arena, Koja se esforzó por dominar a su caballo.
—¡Funcionó, sacerdote! ¡Mejor de lo que habías prometido! —gritó Yamun. Koja se volvió para mirar hacia donde señalaba el Khahan.
Delante, donde había estado la Muralla del Dragón, con su inmensa puerta y sus imponentes torres, aparecía un enorme boquete. Las atalayas se habían derrumbado, y el portón había saltado convertido en astillas. Las torres habían caído hacia los costados sin obstaculizar el paso. En otros puntos, a izquierda y derecha, también había numerosas brechas.
Yamun comenzó a dar órdenes mientras indicaba los diversos boquetes a lo largo de la muralla.
—Señalero, mensaje para Chanar. Tiene que llevar a los kashiks por el centro. ¡Dirigirá el ataque! ¡Deprisa, deprisa, antes de que puedan recuperarse! —les gritó a los kanes que lo rodeaban, para que se pusieran en marcha.
De pronto, Koja comprendió que se encontraba en medio de la marcha de doscientos mil guerreros. Rápidamente intentó llevar a su caballo hacia un lado, pero no había manera de escapar. Tenía dos opciones: sumarse a la carga, o correr el riesgo de morir aplastado.
—¡Señal para los kanes! ¡Que se preparen! —ordenó Yamun. El estandarte de colas de yac blancas se inclinó para transmitir la señal que todos esperaban. A medida que las banderolas repetían el mensaje a través de todo el ejército, los hombres de cada tumen lanzaron su grito de guerra. Una vez más, el aire resonó con la voz de la destrucción.
—¡Al ataque! —gritó el Khahan a los tambores.
Redoblaron los tambores de guerra para transmitir a los kashiks la orden de avance. Por un momento, Chanar retuvo a su caballo, como si no quisiese cargar. Pero los kashiks comenzaron el avance sin esperarlo. Por fin, el general se irguió en la montura y fustigó a su caballo, que se lanzó al galope escoltado por los ocho mil kashiks. Antes de que los primeros jinetes llegaran a la pared destruida, Yamun dio orden de avanzar a los otros tumens, y después avanzó él también.
Yamun cargó a todo galope, rodeado por sus kanes. Koja cabalgaba entre ellos, arrastrado por la marea incontenible de los guerreros.
En un momento, los tuiganos llegaron a la puerta derrumbada; al siguiente, atravesaron la brecha. La guarnición shou que había vigilado las almenas y ocupado las torres hasta hacía muy poco estaba prácticamente arrasada. El cataclismo había acabado con oficiales y soldados. Los supervivientes se habían alejado de la fortificación, y muchos intentaban reagruparse, pero la mayoría sólo pensaba en escapar del terrible enemigo que avanzaba a través de las brechas. Con un aullido de triunfo, los jinetes tuiganos se lanzaron a la persecución. Habían ganado la gran batalla de la Muralla del Dragón antes de que pudiese comenzar.
Epílogo
Koja bebía una taza de té preparada al estilo shou. Sentado en su trono, Yamun tomaba la desagradable infusión salada que tanto gustaba a los tuiganos. Delante del caudillo se extendía un mapa de la provincia de Mai Yuan, que habían encontrado entre las ruinas de la atalaya. El lama había señalado con flechas rojas el avance de los exploradores de Yamun. Se desplegaban en un abanico a partir de un mismo punto en la frontera de Shou Lung para internarse como dedos por el interior del territorio. Los exploradores habían cabalgado durante muchos días, algunos ocupados en perseguir al enemigo, y otros vigilando los movimientos de las pequeñas guarniciones. El alcance del éxito tuigano había resultado toda una sorpresa para el Khahan, y Koja sospechaba que también lo había sido para el emperador shou.
—Yamun —preguntó Koja, mientras soplaba el vapor que se elevaba de la taza—, ¿qué haréis ahora? ¿Continuar la invasión?
—Primero, tenemos que esperar a Hubadai y a sus hombres —respondió Yamun, en cuanto acabó de tomar su té—. Después, hay que engordar a los caballos. Cuando todo esté listo, conquistaré Shou Lung.
El sacerdote no dudaba de la decisión del Khahan. Hasta ahora, Yamun había hecho mucho más de lo que él creía posible.
—Shou Lung es inmenso, Khahan —comentó—. No tenéis hombres suficientes para gobernar toda esta tierra.
—Antes de preocuparme por gobernar, debo conquistarla —señaló Yamun—. Además, tengo hombres como tú para administrar mi imperio. —El Khahan enrolló el mapa—. Ahora tengo otros asuntos que atender. —Dejó la taza y llamó al escudero que se encontraba junto a la puerta—. Que entren los prisioneros.
El hombre salió deprisa. Se escucharon unas cuantas órdenes ahogadas, y la puerta se abrió. Sechen, convertido en kan, entró en la yurta acompañado por varios kashiks, y los guardias ocuparon sus puestos junto a la pared. Inmediatamente después, aparecieron Chanar y Bayalun. El general todavía llevaba las mismas ropas que había vestido durante la batalla, varios días atrás. Se veían sucias, manchadas de sangre y rasgadas. Bayalun vestía una túnica sencilla marrón y amarilla. Las mangas largas ocultaban las ligaduras de sus muñecas. Por recomendación de Koja, mantenían atadas las manos de la khadun para evitar que ejecutara algún hechizo. El sacerdote no había considerado necesario amordazarla. Los conspiradores avanzaron a paso lento, de mala gana. Resultaba obvio que temían el resultado de esta audiencia.
Los guardias guiaron a la pareja hasta el centro de la tienda y, de un empujón, los pusieron de rodillas. Chanar mantuvo la mirada fija en el suelo; en cambio, la segunda emperatriz dirigió a su hijastro una mirada venenosa.
Yamun dejó su trono y dio una vuelta alrededor de los prisioneros. Por fin, se dirigió a ellos con un tono solemne.
—Habéis sido encontrados culpables de traición contra vuestro Khahan —anunció—. Ahora, debo dictar sentencia. —Al escuchar estas palabras, Chanar alzó la cabeza, dispuesto a aceptar con valentía la pena que le impondría Yamun.
»De acuerdo con la ley —añadió el Khahan—, tendríais que ser llevados al monte y estrangulados. Esta pena satisfaría los viejos códigos de nuestro pueblo. —Hizo una pausa, y dejó que los prisioneros pensaran en su destino.
»Por esta vez no se aplicará dicha sentencia —prosiguió Yamun con un suspiro. Se acercó a la mesa del escriba y le señaló al hombre que tomara nota de sus palabras—. General Chanar, no he olvidado las batallas en las que combatiste a mi lado cuando todos los demás estaban dispuestos a escapar. Mi anda, una vez juré que perdonaría tus crímenes aunque fuesen nueve veces nueve. Ahora lo cumplo. Te dejo vivir. Pero nunca más tendrás el mando de los tumens de los tuiganos. A partir de ahora, dirigirás un minghan de exploradores, y te está prohibido aparecer ante mi vista. —La expresión en el rostro del general dejó bien claro que consideraba este destino como algo peor que la muerte.
Yamun miró al escriba que se afanaba por anotar su sentencia.
—Un jagun se encargará de la guardia de Chanar. Si ocurre cualquier nuevo intento de traición, Chanar será ejecutado en el acto. —El Khahan se volvió al que había sido su amigo—. Quizá consigas recuperar el mando de tropas alguna vez, pero no se te ocurra volver a cruzarte en mi camino.
En cuanto el escriba acabó, el Khahan se volvió hacia su madrastra y la observó con el entrecejo fruncido.
—Bayalun Khadun —dijo—, eres culpable de muchas infamias y mereces una muerte lenta y dolorosa. —La mujer se puso rígida—. Sin embargo, no tengo ninguna garantía de que la muerte pueda acabar con tus conspiraciones. Tus poderes de hechicera podrían atacar desde la ultratumba. Por consejo de mi anda, te retirarás de la vida mundana y renunciarás a tu título de khadun. Tus guardias serán desbandados. Pasarás el resto de tus días en las tierras de Quaraband, donde la magia no funciona. Sechen Kan será tu carcelero. ¿Tienes alguna objeción, Madre?
Bayalun palideció. Entre la sentencia de Yamun y la muerte había muy poca diferencia. De todos modos, la mujer sabía que no valía la pena protestar.
—No —susurró—. Agradezco cualquier destino que te aparte de mi vista.
—Todos los que se opongan a estas órdenes sepan que son la voluntad del Khahan —proclamó Yamun, de acuerdo con la fórmula ritual—. Quitadlos de mi vista. Sechen, ocúpate de que se cumplan las órdenes. —Mientras se llevaban a los condenados, Yamun se sirvió una taza de cumis y bebió en silencio; poco a poco, desapareció su ira. De pronto, al ver al sacerdote sentado en un rincón de la tienda, le preguntó—: ¿Qué te preocupa, Koja?
El lama miró a Yamun, sorprendido y avergonzado.
—Yamun, no comprendo por qué habéis perdonado la vida a Chanar y Bayalun. Es un acto muy noble a los ojos del Iluminado, pero también muy peligroso, ¿o me equivoco?
—He pensado mucho en las sentencias. Para Bayalun, la pérdida de su magia es un destino horrible.
—¿Y cuál es la justificación para condenar a Chanar?
—Chanar es mi anda —respondió Yamun con voz triste—. Es algo que no se puede cambiar, y, por lo tanto, no lo puedo matar. En otros tiempos, me quiso. Tendrá un mando menor, en algún lugar donde mis kashiks puedan vigilarlo sin muchos problemas. Chanar es ambicioso, pero no muy listo. Bayalun era la mano que dirigía las conspiraciones.
»¿Qué piensas hacer ahora, khazari? —preguntó Yamun, después de unos momentos de silencio—. ¿Te quedarás conmigo, o regresarás a tu tierra para hacer de sacerdote?
Koja se rascó el cráneo para aliviar el picor.
—No me llaméis khazari, porque sé que he dejado de serlo. Y quizá tampoco me quede mucho de sacerdote. No he sido un fiel servidor de Furo. No creo que el templo quiera aceptarme entre sus discípulos. —Forzó la sonrisa, mientras pensaba en lo que había perdido.
—Si tu país y tu dios no te quieren, anda, ¿a quién servirás? —lo interrogó Yamun.
—A vos, mi anda —repuso—. Si dejáis que me quede.
—Puedes convertirte en tuigano —ofreció Yamun, y esperó ansioso la contestación del sacerdote—. Puedes ver cómo conquisto Shou Lung. Escribir tu historia para que todo el mundo conozca mi grandeza.
Koja miró al Khahan. Resultaba imposible no hacer caso a la confianza que brillaba en sus ojos. El imperio de Shou Lung era inmenso, sus ejércitos muy numerosos, pero esta vez el sacerdote no puso en duda las palabras de Yamun.
—Sí —contestó, tras una larga pausa—. El mundo llegará a conocer tu grandeza.