El gran retrato es una inequívoca muestra más de la gran calidad y personalidad literaria de Dino Buzzati, y junto con El desierto de los Tártaros y Un amor, puede verse como parte de una suerte de trilogía. En El gran retrato encontramos un nuevo y magistral reflejo de la inquietud de Buzzati hacia la vida y su misterio esencial, que se entrelaza aquí con su visión del amor como obsesión, como condena y como salvación. El gran retrato es una novela de planteamiento y argumento sumamente originales que cabría adscribir a un peculiar género de "ciencia ficción metafísica" o "ciencia ficción amorosa". Pero mejor que someterla a cualquier clasificación es decir que se trata de otra gran novela de Buzzati, en toda la extensión del término, inquietante, conmovedora, sugerente y enriquecedora.

 

DINO BUZZATI

El gran retrato

Traducción de Carlos Manzano

GADIR

 

Título original: Il grande ritratto

© Herederos de Dino Buzzati. Todos los derechos revervados.

Publicado en Italia por Arnoldo Mondadori Editore, Milán

© 2006 Gadir Editorial, S.L.

© de la traducción: 2006 Carlos Manzano

© de la ilustración de cubierta: Dino Buzzati.

Cubierta para la edición de El gran retrato

Diseño: Gadir Editorial

ISBN: 84-934439-9-9

Depósito legal: M. 10479-2006

 

Dino Buzzati (Belluno, 1906-Milán, 1972) trabajó durante gran parte de su vida para el diario Corriere della Sera, y fue autor de novelas, cuentos, poemas y obras de teatro, escenógrafo y pintor. La fama que alcanzó en vida no hizo justicia a su enorme calidad literaria, pero su reconocimiento no deja de crecer dentro y fuera de Italia, y es considerado uno de los grandes escritores europeos del siglo XX. Se han destacado de su obra el estilo sobrio y los elementos enigmáticos y simbólicos, y se han señalado las influencias surrealistas y de Kafka. Albert Camus fue lector y traductor de Buzzati. Ha sido comparado con Italo Calvino, con quien comparte el gusto por la fantasía alegórica.

Buzzati es sin duda un clásico en el mejor sentido de la expresión, y así ha sido reconocido por la crítica y por una considerable legión de seguidores. Actualmente asistimos en España a un claro movimiento de recuperación de su obra. Gadir ha publicado: El secreto del Bosque Viejo, La famosa invasión de Sicilia por los osos, Un amor y El desierto de los Tártaros, títulos todos que han obtenido una excelente acogida.

Si bien El gran retrato no es la novela más conocida de Buzzati, es una muestra más, inequívoca, de la gran calidad y personalidad literaria de su autor. Esta novela, publicada originalmente en 1960, puede verse como parte del núcleo central de la novelística de Buzzati, ya que en cierto modo forma una suerte de trilogía junto con El desierto de los Tártaros y Un amor. En El gran retrato encontramos, al igual que en las otras dos grandes novelas mencionadas, un nuevo y magistral reflejo de la inquietud de Buzzati hacia la vida y su misterio esencial, hacia la incertidumbre asociada a la espera en la que estamos sumidos, y encontramos también el amor del autor a la vida, más allá y a pesar de todas las incertidumbres e inquietudes que la constituyen. Asunto que en esta obra se encuentra y se funde con la peculiar visión buzzatiana del amor, cuyo tratamiento en cierto modo anticipa el de Un amor, que ha sido vista como una de las grandes novelas europeas de su género del siglo XX.

El gran retrato es novela de planteamiento y argumento sumamente originales, y de lectura fluida, pese a la riqueza de su contenido. La obra gana en intensidad a partir de un comienzo deliberadamente moroso que busca, y consigue, crear en el lector una expectación que abarca al mismo tiempo la trama de la obra y su significado. Por su singular pretexto argumental cabría adscribir El gran retrato a un peculiar género de «ciencia ficción metafísica» o «ciencia ficción amorosa». Pero ésta no es, ciertamente, una novela de género, sino otra gran novela de Buzzati, en toda la extensión del término, inquietante, conmovedora, sugerente y enriquecedora.

<p>I</p> </h3> <p></p> <p>En abril de 1972, el profesor Ermanno Ismani, de 43 años, catedrático de Electrónica en la Universidad de X, hombre bajo, grueso y de humor alegre, pero pusilánime, recibió una carta del Ministerio de Defensa en la que le rogaban que se entrevistara con el coronel Giaquinto, jefe de la Oficina de Estudios. La invitación revestía carácter urgente.</p> <p>Sin imaginar ni de lejos de qué se trataba, Ismani, quien siempre había tenido un complejo de inferioridad ante la autoridad constituida, se apresuró a presentarse aquel mismo día en el Ministerio.</p> <p>Nunca había estado allí. Con su habitual cortedad, se asomó a la antecámara. Al instante un centinela de uniforme se le plantó delante y le preguntó qué deseaba. Él enseñó la carta.</p> <p>Tras echar un vistazo al papel, el centinela, que lo había interpelado con cierta brusquedad (Ismani, descuidado en el vestir y de movimientos torpes, parecía un tipo al que no se debía tomar en serio), se volvió, como por encanto, otro. Se disculpó, rogó a Ismani que esperara un momento y se precipitó en una habitación contigua.</p> <p>Acudió un subteniente, quien le pidió que le enseñase la carta, la leyó, puso una sonrisa levemente cohibida y con marcada obsequiosidad rogó a Ismani que lo siguiera.</p> <p>«Pero, ¿qué tendrá de extraño esta carta?», se preguntaba Ismani, un poco intrigado. «¿Por qué, después de haberla visto, me tratan como a un pez gordo?»</p> <p>A él le había parecido una comunicación oficial como cualquier otra.</p> <p>También los otros oficiales, de graduación cada vez más alta, en los sucesivos despachos por los que hicieron pasar a Ismani, volvieron a mostrar esa consideración casi temerosa. Tenía incluso la agradable impresión de que cada uno de aquellos oficiales, nada más ver la carta, tenía prisa por pasar el asunto a otros, más autorizados: como si él, Ismani, fuera un personaje al que tratar con toda consideración, pero incómodo, si no peligroso incluso.</p> <p>El coronel Giaquinto debía de tener una autoridad extraordinaria, bastante mayor de lo que hacía suponer su graduación, en vista de las muchas barreras de control que Ismani hubo de cruzar para llegar hasta él.</p> <p>Giaquinto, hombre de unos cincuenta años, que vestía de paisano, lo acogió con deferencia. No había ninguna necesidad, dijo, de que Ismani se apresurara tanto. La urgencia a la que se hacía referencia en la carta era una formalidad habitual en casi todas las diligencias de su despacho.</p> <p>«Para no hacerle perder tiempo, profesor, me apresuro a explicarle el asunto o, mejor dicho», y en aquel punto puso una sonrisita alusiva, «le expondré los términos de la cuestión que el Ministerio desea plantearle. Yo mismo no sé, la verdad, de qué se trata exactamente. Como comprenderá usted, profesor, en ciertos sectores las cautelas nunca son excesivas. Más aún: he de significarle al respecto que a cualquier otro se le pediría un precautorio compromiso de honor para que guardara el más riguroso secreto... pero en su caso, profesor... su personalidad... sus títulos... su pasado de combatiente... su prestigio...»</p> <p>"Pero, ¿adónde querrá ir a parar?", se preguntó Ismani, que sentía aumentar su incomodidad. Dijo:</p> <p>«Discúlpeme, coronel, no comprendo».</p> <p>El coronel lo miró con vaga ironía, se levantó del escritorio, se sacó del bolsillo un manojo de llaves, abrió un macizo mueble metálico, sacó de él una carpeta y volvió al escritorio.</p> <p>«Aquí está», dijo, al tiempo que consultaba unas hojas escritas a máquina. «¿Está usted dispuesto, profesor Ismani, a prestar un servicio a la Nación?»</p> <p>«¿Yo? ¡Claro que sí!» La sospecha de que se tratara de un equívoco flagrante resultaba cada vez más creíble.</p> <p>«No lo dudábamos, profesor», dijo Giaquinto. «Sus sentimientos no son un misterio en las alturas. Precisamente por eso nos fiamos de usted».</p> <p>«Pero yo... la verdad, no comprendo...»</p> <p>«¿Estaría usted dispuesto, profesor», preguntó el coronel, cambiando de tono y recalcando las palabras, «a trasladarse por un período mínimo de dos años a una de nuestras zonas militares para participar en un trabajo del mayor interés nacional y de un valor científico excepcional? Por lo que se refiere a su puesto universitario, estaría en misión oficial con el sueldo íntegro, claro está, más un considerable complemento cuyo monto exacto no estoy en condiciones de especificar, pero se trataría de unas veinte o veintidós mil liras al día».</p> <p>«¿Al día?», dijo Ismani, asombrado.</p> <p>«Además de un alojamiento espacioso y confortable, dotado de todas las comodidades modernas. La localidad, por lo que leo aquí, es de lo más salubre y agradable. ¿Un cigarrillo?»</p> <p>«Gracias, no fumo, pero, ¿de qué trabajo se trata?»</p> <p>«En la propia designación del Ministerio resulta implícito, me parece, que se ha tenido en cuenta su competencia específica... Una vez cumplida la misión, el Gobierno no dejará, naturalmente, de manifestar de forma tangible... teniendo en cuenta, además, el innegable sacrificio de la residencia...»</p> <p>«¿Por qué? ¿No podré moverme de allí?»</p> <p>«La propia importancia del cometido...»</p> <p>«¿Por dos años? ¿Y la Universidad? ¿Las clases?»</p> <p>«Puedo asegurarle —aunque yo, como ya le he dicho, no conozco la naturaleza de la empresa— que se le brindará la oportunidad de hacer investigaciones sumamente interesantes... pero, si he de serle sincero, debo añadir que nunca se han abrigado dudas sobre cuál sería su respuesta».</p> <p>«¿Y con quién...?»</p> <p>«No estoy en condiciones de responder, pero puedo darle un nombre, un gran nombre: Endriade».</p> <p>«¿Endriade? Pero, ¡si ahora se encuentra en el Brasil!»</p> <p>«Sí, desde luego, en el Brasil, oficialmente», y el coronel guiñó un ojo. «No, no, profesor, no hay motivo alguno para preocuparse. Tal vez esté usted un poco nervioso, ¿verdad?»</p> <p>«¿Yo? Pues no sé...»</p> <p>«¿Y quién no está nervioso hoy día, con la agitada vida que llevamos? En este caso estaría —se lo garantizo— totalmente fuera de lugar. Se trata de una propuesta —tengo el deber de subrayarlo— halagadora y, además, es que no hay prisa. Váyase a casa, profesor, y continúe con su vida habitual...», sonrió, «... como si no le hubiera dicho nada... como si —entiéndame bien— nunca hubiese puesto los pies en este despacho... pero piénselo... Llegado el caso, telefonéeme...»</p> <p>«¿Y mi mujer? Mire, coronel, tal vez se ría usted, pero apenas hace dos años que nos casamos...»</p> <p>«Felicidades, profesor...», el coronel arrugó las cejas, como si lo considerara un problema difícil, «pero no es que... si usted sale personalmente garante...»</p> <p>«Oh, mi mujer es una persona tan sencilla, tan ingenua, no hay peligro de que... Por lo demás, nunca se ha interesado en mis estudios».</p> <p>«Mejor así, creo yo», dijo el coronel y se rió.</p> <p>«Coronel, antes de...»</p> <p>«Diga, diga...»</p> <p>«Antes de una posible decisión en un sentido o en otro, ¿no podría...?»</p> <p>«¿Saber algo más, quiere usted decir?»</p> <p>«Pues sí. Plantarlo todo durante dos años sin siquiera saber qué...»</p> <p>«Pues mire, a ese respecto, profesor, debe usted tener paciencia. Puedo darle mi palabra de que no sé nada más de lo que le he dicho. Más aún: tal vez no quiera usted creerme, pero me temo que en todo el Ministerio no hay una sola persona —ni una sola, ¿comprende?— que esté en condiciones de especificarlo. Parece absurdo, lo sé. Tal vez ni siquiera el Jefe del Estado Mayor... A veces la máquina del secreto militar resulta paradójica incluso. Nuestra misión es proteger el secreto. Ahora bien, lo que va oculto en él no debe interesarnos... Ah, pero en dos años tendrá usted tiempo de informarse, todo el tiempo que desee, me parece...»</p> <p>«Pero discúlpeme: entonces, ¿cómo han hecho, por ejemplo, para elegirme?»</p> <p>«¿Nosotros? En absoluto hemos sido nosotros. La indicación, la propuesta, vino de la propia zona».</p> <p>«¿De Endriade?»</p> <p>«No me haga decir lo que no he dicho, profesor. Puede que haya sido Endriade, pero no lo sé exactamente... No, no, profesor, no hay prisa. Vuelva usted a sus estudios, como si no le hubiera dicho ni palabra, y gracias por haber venido. No quiero hacerle perder más tiempo». Se levantó para acompañar a Ismani hasta la puerta. «No hay la menor prisa... pero piénselo, profesor, y en caso...»</p> <p></p> <title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em"> <p>II</p> </h3> <p></p> <p>La propuesta precipitó al profesor Ismani en un abismo de aprensiones. Si hubiera obedecido al instinto, que lo inclinaba sólo a la quietud, a la conservación de las<i> res sic stantes,</i> a la regla de una existencia sedentaria y sin sacudidas, habría respondido inmediatamente que no.</p> <p>Pero su propia medrosidad lo inducía a aceptar. Como hombre honrado donde los hubiese que era, si bien la idea de verse exiliado por dos años en un destino misterioso para hacer un trabajo que acaso no le agradara, bajo la dura constricción del secreto y entre gente desconocida (porque a Endriade, lumbrera de la física, lo había visto un par de veces apenas en la barahúnda de los congresos), le infundía sentimientos cercanos al terror, aún más difícil le resultaba substraerse a lo que se le había planteado como su deber de ciudadano y científico.</p> <p>En la guerra había sido un valiente, pero no por un desprecio natural del peligro. Todo lo contrario: había sido siempre el miedo a parecer pusilánime, a ser castigado, a no merecer la confianza que le demostraban los soldados, a ser indigno de su graduación lo que le había hecho superar, con indecibles sufrimientos del ánimo, el otro miedo, el físico, del fuego enemigo, las heridas, la muerte. Ahora se encontraba en las mismas condiciones.</p> <p>Corrió a casa para franquearse con su mujer, Elisa, 15 años más joven que él, pero mucho más madura y fuerte a la hora de afrontar los problemas de la vida.</p> <p>Elisa era una mujer de poca estatura y rellenita, pero sólida. Su rostro ancho y redondo expresaba, en todas las circunstancias, una decisión plácida y serena. Dondequiera que se encontrase, incluso en los lugares más inhóspitos e incómodos, al cabo de pocos minutos tenía la apariencia de encontrarse perfectamente a gusto. Adonde ella llegaba, de súbito la inquietud, la suciedad, el desorden, la incomodidad desaparecían inexplicablemente. Como esposa, era para Ismani, tan desprotegido en la vida práctica y preocupado por cualquier nimiedad, una fortuna incalculable. Precisamente el contraste entre los dos temperamentos era, como sucede con frecuencia, el primer motivo, probablemente, de lo mucho que se querían el uno al otro y a hacer feliz aquella unión contribuía, desde luego, que Elisa no hubiera superado la enseñanza secundaria, no tuviese la más remota idea de los estudios de su marido y, aun considerándolo un genio, no se interesara por su trabajo, salvo para impedirle por las noches permanecer en vela hasta demasiado tarde.</p> <p>Apenas había tenido tiempo de entrar en el vestíbulo cuando ya ella, que había salido a su encuentro con el delantal puesto y una cuchara en la mano, lo apuntó a la frente con el dedo índice.</p> <p>«No me digas nada. Ya lo sé. Te han propuesto un nuevo trabajo».</p> <p>«¿Y cómo lo sabes?»</p> <p>«Querido mío, basta con mirarte a la cara, pareces Napoleón a punto de partir para Santa Helena».</p> <p>«¿Quién te lo ha dicho?»</p> <p>«¿El qué?»</p> <p>«Lo de Santa Helena».</p> <p>«¿Tendrías que ir a Santa Helena?», una sombra pasó por su sonrisa.</p> <p>«Algo parecido a Santa Helena precisamente, pero no se lo cuentes a nadie. Si se supiera por ahí, podría tener problemas».</p> <p>Tuvo un sobresalto, abrió de golpe la puerta, que se había cerrado sola a sus espaldas, se asomó a la escalera y miró abajo.</p> <p>«¿Qué haces?»</p> <p>«Me había parecido oír pasos».</p> <p>«¿Y qué?»</p> <p>«No me gustaría que hubiera habido alguien escuchando».</p> <p>«Pero me estás asustando, Ermanno, pero entonces es de verdad un asunto serio...», se rió con ganas. «Ven aquí, ven aquí, a la cocina, y cuéntame. Aquí nadie nos escucha, te lo aseguro».</p> <p>Con cierta dificultad, porque tenía una gran confusión en la cabeza, Ismani le contó la conversación con Giaquinto.</p> <p>«Y tú has aceptado, ¿verdad?»</p> <p>«¿Por qué?»</p> <p>«¡Ay, maridito mío! ¡Menudo si aceptarás!»</p> <p>«¿Lo dices por el sueldo que me dan?», dijo él, decepcionado, porque quería mostrarse por encima de la vulgaridad del dinero.</p> <p>«¡Qué va a ser por el sueldo! El deber... la misión... el amor a la patria... ¡Oh! Han sabido atraparte por dónde debían, bien que han sabido. No es que yo te lo reproche, verdad...», soltó una carcajada, «con más de seiscientas mil liras al mes, sin contar el sueldo...»</p> <p>«¿Ya has hecho la cuenta, tú?», dijo él y se sintió —a saber por qué— tranquilizado.</p> <p>«Pero, ¿cuándo habías soñado tú con una paga semejante? Ya me parece ver a tus colegas con la cara amarilla de envidia. Pero, ¿qué es? ¿Una instalación atómica?»</p> <p>«No me han explicado nada».</p> <p>«Si hay tanto secreto, será la bomba atómica... pero... ¿tú entiendes de esos asuntos? No me parece que sea tu ramo».</p> <p>«No sé nada, no sé nada».</p> <p>Elisa se quedó pensativa:</p> <p>«Claro, tú no eres físico. Si te han elegido a ti precisamente...»</p> <p>«Eso no quiere decir nada. También en una instalación atómica, sobre todo en la fase de proyecto, podrían perfectamente necesitar a alguien como yo, especializado en...»</p> <p>«Entonces, una instalación atómica... ¿Y para cuándo?»</p> <p>«Para cuándo, ¿qué?»</p> <p>«La partida».</p> <p>«No sé nada. No he aceptado aún».</p> <p>«Pero aceptarás, ¡menudo si aceptarás! Sólo habría un caso en el que dirías que no, tal vez».</p> <p>«¿Qué caso?»</p> <p>«El de que tuvieras que ir solo, que yo no pudiese acompañarte. Tal vez», y sonreía.</p> <p>«Parece ser que se trata, además, de un lugar muy bonito», dijo Ismani.</p> <p></p> <title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em"> <p>III</p> </h3> <p></p> <p>Ismani y su mujer partieron hacia la «zona militar 36» al principio de junio, a bordo de un automóvil del Ministerio de Defensa. Conducía un soldado. Los acompañaba el capitán Vestro, del Estado Mayor, de unos 35 años, achaparrado, de ojos pequeños, intensos, irónicos.</p> <p>Al partir, los Ismani sabían que debían llegar a la Val Texeruda, célebre zona de veraneo, donde también Elisa había pasado unas vacaciones, de niña, muchos años atrás, pero no sabían nada más. Al norte de la Val Texeruda, se erguía un vasto macizo de montañas. Tal vez allí arriba, en algún rincón remoto, encerrado entre las rocas, o en medio de los bosques o en un paraje alpino del que hubieran evacuado a sus habitantes y que hubiesen transformado en base militar, fuera su destino.</p> <p>«Capitán», preguntaba la señora Ismani, «pero, ¿adónde nos lleva exactamente?»</p> <p>Vestro hablaba despacio, como buscando una por una las palabras, tal vez por prudencia, como si temiera dejar escapar indiscreciones.</p> <p>«Mire aquí, señora», respondió, al tiempo que le enseñaba una hoja escrita a máquina, pero sin entregársela. «Aquí está el horario de marcha previsto. Esta noche nos detendremos en Crea. Mañana, partida a las ocho y media, por la nacional hasta Sant'Agostino. Desde allí hay una carretera militar. Yo tendré el placer y el honor de acompañarlos hasta el puesto de guardia. Allí concluirá mi misión. Otro coche vendrá a recogerlos».</p> <p>«Pero usted, capitán, ¿ha estado alguna vez allí?»</p> <p>«¿Dónde?»</p> <p>«En la zona militar 36».</p> <p>«No, señora, no he estado nunca allí».</p> <p>«¿Y qué es? ¿Una instalación atómica?»</p> <p>«Instalación atómica...», repitió con una inflexión ambigua. «Sería interesante para el profesor, supongo».</p> <p>«Pero yo se lo preguntaba a usted, capitán».</p> <p>«¿A mí? Pero si yo no sé absolutamente nada».</p> <p>«Reconocerá entonces que es muy curioso. Usted no sabe nada, mi marido no sabe nada, en el Ministerio no saben nada, en el Ministerio se mostraron exageradamente reticentes, ¿verdad, Ermanno?»</p> <p>«¿Reticentes? ¿Por qué?», dijo Ismani. «Estuvieron amabilísimos».</p> <p>Vestro mostró una sonrisita.</p> <p>«¿Ves como tenía yo razón?», dijo Elisa.</p> <p>«¿Por qué, querida?»</p> <p>«Que te han llamado para la atómica».</p> <p>«Pero si el capitán no ha dicho nada».</p> <p>«Pues entonces», insistió la mujer, «¿qué hacen en esa zona militar 36, si no se trata de la atómica?»</p> <p>«Atención, Morra», exclamó el capitán, esa vez sin pesar las palabras, ya que estaban adelantando un gran camión y la carretera era bastante estrecha, pero, en realidad, no parecía que hubiese motivo de alarma. Era un tramo rectilíneo y por la parte opuesta no avanzaba nadie.</p> <p>«Decía», prosiguió Elisa Ismani, «que, si no se trata de la atómica, ¿qué hay en ese lugar al que vamos? ¿Y por qué no nos lo dicen? Aunque fuera secreto militar, nosotros, me parece... más que ir en persona...»</p> <p>«Se ha referido usted a una instalación atómica».</p> <p>«No me he referido. Sólo se lo peguntaba».</p> <p>«Mire, señora», la respuesta pareció salir del capitán Vestro con dificultad, «creo que se verá usted obligada a tener paciencia hasta que se encuentre en el lugar. Le aseguro que yo no estoy en condiciones de responder».</p> <p>«Pero usted lo sabe, ¿verdad?»</p> <p>«Ya le he dicho, señora, que yo nunca he estado».</p> <p>«Pero sabe de qué se trata, ¿no?»</p> <p>Ismani escuchaba, ansioso.</p> <p>«Mire, señora, y discúlpeme la pedantería, hay tres posibilidades: o no es algo secreto, pero yo no lo conozco, o lo conozco, pero es secreto, o es secreto y, además, no lo conozco. Ya ve que en cualquier caso...»</p> <p>«Pero podría usted decirnos», objetó Elisa, «de cuál de los tres casos se trata».</p> <p>«Según», rebatió el oficial, «depende del grado del secreto. Si se tratara del secreto del primer grado, como ocurre con frecuencia en los planes operativos, se hace extensivo —y así lo prescribe la norma expresamente— también a todo lo que tiene que ver con ello, aun lejana y parcialmente, aun de forma indirecta y negativa. ¿Y qué quiere decir de forma negativa? Pues que, si uno sabe que hay un secreto de esa clase, pero no lo conoce, le está prohibido revelar incluso esa ignorancia suya y observe, señora: se trata de una restricción, en apariencia, absurda, pero hay motivos válidos para ello. Consideremos, por ejemplo, nuestro caso: la zona militar 36. Pues bien, mi simple reconocimiento de no estar al corriente, dadas mi graduación y mis funciones, podría ofrecer un indicio, aunque mínimo, a quien...»</p> <p>«Pero, ¡usted sabe quiénes somos nosotros!», exclamó la señora Ismani, polémica. «El simple hecho de que usted nos acompañe excluye, me parece a mí, cualquier posibilidad de sospecha»</p> <p>«Señora, en la entrada de la Academia Militar, en el vestíbulo —supongo que usted no habrá estado nunca allí— hay un letrero que dice así: "El secreto no tiene familia ni amigos". Resulta duro en ciertas situaciones, duro y desagradable para el prójimo, lo reconozco...» Pareció extenuado con la larga explicación.</p> <p>La señora Ismani se rió:</p> <p>«En una palabra, me da usted a entender diplomáticamente que no puede —o no quiere— decir qué hay en esa dichosa zona militar...»</p> <p>«Pero, señora», precisó el capitán con su flema didáctica, «yo en ningún momento le he dicho que lo supiera».</p> <p>«De acuerdo, de acuerdo. He sido un poco pesada. Disculpe».</p> <p>El oficial guardó silencio.</p> <p>Pasaron unos cinco minutos y después Ismani, tímidamente, dijo:</p> <p>«Perdóneme, capitán. Decía usted que los casos eran tres. En realidad, eran cuatro, porque podría ser también que no fuera secreto y usted lo conociese».</p> <p>«No he citado ese caso», explicó Vestro, «porque me parece superfluo».</p> <p>«¿Superfluo?»</p> <p>«Claro. En ese caso... en ese caso, ¡les habría ya contado todo hace rato! ¡Atención, Morra!»</p> <p>Pero también la advertencia al conductor era superflua: la curva de la que estaban saliendo era amplísima y el coche no superaba los sesenta kilómetros por hora.</p> <p></p> <title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em"> <p>IV</p> </h3> <p></p> <p>El día siguiente subieron a la Val Texeruda.</p> <p>La carretera era hermosa hasta Serra d'Oltro, lugar de vacaciones circundado de bosques. Después se estrechaba y se volvía difícil con ciertos<i> </i><i>tourniquets </i>estrechos.</p> <p>También el paisaje se volvía cada vez más selvático —casas cada vez más escasas, bosques cada vez más tupidos, encuentros poco frecuentes— y en el fondo de los valles laterales se abrían de vez en cuando siluetas de montañas hirsutas y torcidas, todas inclinadas hacia el mismo lado, como ciertos árboles, en particular en las riberas de los ríos, donde el viento sopla en una sola dirección.</p> <p>Ninguno de los tres hablaba. El cielo estaba gris y uniforme, altísimo. Más abajo merodeaban nubarrones en las crestas y se engolfaban en las profundas gargantas.</p> <p>«¿Falta mucho?», preguntaba de vez en cuando Ismani.</p> <p>«No creo», respondía Vestro, «pero también para mí es la primera vez».</p> <p>«Pero, ¿cuántos kilómetros faltan?»</p> <p>«Oh, pocos, pocos».</p> <p>Llegaron a una encrucijada. Una carretera, a la derecha, entraba bruscamente en un torvo desfiladero, tan escarpado, que no se veía cómo podría proseguir. Por una fracción de segundo, en un intersticio entre los despeñados bastidores de roca (con pequeños abetos deformes, crecidos, a saber cómo, en minúsculos salientes de las paredes cortadas a pico) Ismani vislumbró unos bastiones de rocas blancas, de cimas redondeadas, que recordaban vagamente a calaveras. El conjunto le dio una sensación de malestar. Pensó: «Si mi destino fuera allí arriba, no me quedaría, por nada del mundo». E inmediatamente después: «Vas a ver como ahora giramos a la derecha, por la garganta». En cambio, el coche continuó recto.</p> <p>Al cabo de una media hora, el valle se ensanchó un poco, había más luz, también las montañas a uno y otro lado parecían menos tétricas. Se detuvieron en un pequeño surtidor de gasolina. Se apearon para estirar las piernas y tomar un café.</p> <p>Ismani, aprovechando que el capitán se había quedado un poco aparte, preguntó al hombre del surtidor, un tipo entrado en años y de cara apacible, al tiempo que señalaba una carretera que trepaba en zigzag por un flanco del valle:</p> <p>«¿Se va por ahí arriba a las instalaciones atómicas?»</p> <p>«¿Atómicas?», el hombre miró en derredor como buscando ayuda. «Pues mire, yo no tengo idea».</p> <p>«Habrá oído hablar de ellas, ¿no?» (Entretanto, Vestro se había acercado.)</p> <p>«Pues es que se oyen decir tantas cosas. Desde luego, el tiempo... eh, el tiempo...»</p> <p>«El tiempo, ¿qué?»</p> <p>«El tiempo ya no es lo que era: siempre bueno, ahora, y no llueve nunca».</p> <p>Y se rió.</p> <p>Aunque de forma extraordinariamente vaga (como, por lo demás, era de esperar de la natural desconfianza de aquellos habitantes de un valle separados del resto del mundo), aquello sí que se podía considerar una confirmación, pero, ¿era de creer? Al volver casualmente la cabeza, a Ismani le pareció captar en el rostro del hombre —pero tal vez fuera una falsa impresión debida a su fantasía demasiado excitada— una mínima contracción de los ojos, como un guiño alusivo, dirigido al capitán, quien, sin embargo, no movió ni una ceja.</p> <p>Tras volver a montar en el coche, el capitán Vestro murmuró al conductor algo que Ismani no comprendió. En lugar de seguir valle arriba, el auto dio marcha atrás.</p> <p>«¿Volvemos atrás?», preguntó el señor Ismani.</p> <p>Vestro respondió despacio:</p> <p>«Deben perdonarme. No conozco bien esta zona. Acabamos de dejar atrás el cruce y no me he dado cuenta».</p> <p>«¿Qué cruce?» dijo Ismani, aprensivo, pensando en la garganta que le había causado aquella horrible impresión.</p> <p>«Serán unos tres o cuatro kilómetros. Había que entrar en un valle lateral».</p> <p>Guardaron silencio. "Es ésa", pensaba Ismani. "En cuanto la he visto, lo he comprendido. Me lo olía, pero yo allí arriba no me quedo, eso desde luego".</p> <p>«Oiga, capitán», dijo al cabo de unos minutos, procurando mostrarse muy tranquilo. «Perdone la curiosidad. Si yo...»</p> <p>«Diga, diga, profesor», lo animó el otro, ya que Ismani vacilaba.</p> <p>«¿Y si yo... es un decir... una simple conjetura... si yo quisiera renunciar ahora, si, en una palabra, me echara atrás?»</p> <p>«En ese caso», dijo Vestro recalcando las palabras con su flema habitual, «yo estoy a su disposición para llevarlo de nuevo a casa».</p> <p>«¿Por qué? ¿Se había previsto ese caso?»</p> <p>«No sé. A mí me han dado instrucciones. También para el caso de que usted, profesor...»</p> <p>«¿Qué quieres hacer, Ermanno?», dijo la mujer sonriendo. «¿Qué se te ha ocurrido?»</p> <p>Ismani no le hizo caso. La respuesta del capitán le preocupaba extraordinariamente.</p> <p>«Entonces, ¿no se excluía», dijo, «que yo en el último momento...?»</p> <p>«En estos casos es normal, profesor, considerar cualquier posibilidad y el Ministerio... se trata, creo yo, de una misión voluntaria, cualquier coerción seria contraria a...»</p> <p>«Diga la verdad, capitán, ¿ha habido ya alguno como yo... que ha desertado?»</p> <p>«No lo sé, no creo. Nunca he oído decirlo. Es la primera vez —le repito— que vengo por aquí».</p> <p>Ismani guardó silencio, presa de la incertidumbre de una decisión. Un rechazo suyo, después de haber llegado hasta allí arriba, habría parecido extraño y ridículo, digno de un niño, pero, al recordar la salvaje garganta con aquellas rocas cadavéricas al fondo, sentía una auténtica repugnancia física. No obstante, quiso esperar.</p> <p>Como había previsto, el coche aminoró la velocidad precisamente cuando se acercaban al siniestro valle.</p> <p>«¿Debemos subir allí arriba?», preguntó Ismani.</p> <p>«Oh, no», respondió Vestro. «Exactamente al lado opuesto», e hizo una seña hacia la otra vertiente.</p> <p>Ismani y su mujer volvieron la vista a la derecha. Un puente, en ángulo recto con la entrada principal, cruzaba el río (o, mejor dicho, el ancho lecho de cantos blancos, porque el curso de agua era minúsculo) y conducía a la entrada de un valle lateral. En comparación con la garganta que desembocaba casi enfrente, este valle era ancho y alegre y estaba cubierto de verde. Había bosques y prados que se acumulaban en una sucesión irregular de rápidas protuberancias y en el fondo de aquel romántico escenario se vislumbraba una sierra empinada, pero, ya fuera por la fisionomía diferente de las cimas o por la luz, más alegre, procedente del cielo, que entretanto se había abierto con amplias brechas despejadas, aquella vez Ismani no tuvo la menor impresión desfavorable.</p> <p></p> <title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em"> <p>V</p> </h3> <p></p> <p>Precisamente al pie del último macizo de rocas, más allá del cual la línea del terreno dejaba adivinar un altiplano, la carretera desembocaba en un calvero y allí estaba el puesto de guardia: un cuartelito, un asta con la bandera, una rústica balaustrada de madera alrededor de todo él, dos bancos, una mesa, una casetita para el perro, aparentemente abandonada.</p> <p>El lugar era bellísimo: alrededor de todo su contorno había bosques, que se precipitaban en pendientes empinadas hacia la Val Texeruda, cuyo fondo se divisaba, lejanísimo, con el lecho blanco del río, la carretera, los pueblos esparcidos aquí y allá, aquella neblina, aquella sensación de vida sosegada, limpia y cómoda que dan ciertos lugares de montaña.</p> <p>Sólo a sus espaldas estaba cerrada la vista. En efecto, el bosque se interrumpía bajo una barrera irregular de lastrones grises, invadidos de hierbajos y matorrales, más allá de la cual no se veía nada. Aquella imponente muralla, pese a la vastedad del panorama, confería en cierto modo angustia al lugar y le daba un aire melancólico.</p> <p>Para recibir al matrimonio Ismani estaba el oficial de servicio, teniente Trotzdem, que, por haber sido informado con antelación de su llegada, había mandado preparar el almuerzo y se mostró amabilísimo.</p> <p>En efecto, los Ismani iban a tener que esperar un poco para proseguir el viaje. A partir de allí comenzaba la zona militar reservada, donde el coche del capitán Vestro no estaba autorizado a entrar. Del Centro al que Ismani iba destinado bajaría otro automóvil a recogerlo o, mejor dicho, aquel coche ya había bajado —explicó el teniente—, pero había que esperar la llegada de otro huésped del Centro: la mujer del ingeniero Strobele, con quien los Ismani harían la última parte del viaje.</p> <p>¿Quién era aquel Strobele? Por las vagas explicaciones del teniente, Ismani comprendió que debía de ser uno de los peces gordos de allí arriba. Evidentemente, habían hecho coincidir a propósito la llegada de su mujer con el viaje de los Ismani, no ya para ahorrar gasolina con una sola expedición, sino por la necesidad de reducir al mínimo los pasos por el vigiladísimo perímetro de la zona militar.</p> <p>Tras entrar en el cuartel, los Ismani fueron conducidos al pequeño comedor. Había en él otros militares: el subteniente Picco, el sargento primero Ambrosini, el sargento primero Introzzi.</p> <p>De repente el capitán Vestro se despidió. Dijo que debía volver a bajar lo antes posible por motivos de servicio, pero era evidente que sentía impaciencia por alejarse de allí.</p> <p>Una vez que Vestro se hubo marchado, Ismani tuvo la sensación de haber perdido el último vínculo con la vida habitual. Ya había comenzado la aventura y las palabras que oyó aumentaban su inquietud.</p> <p>Entretanto, se dio cuenta de que también el teniente Trotzdem, Picco y los demás no tenían una idea precisa de lo que ocurría allá arriba, en el altiplano. La pequeña guarnición militar tenía una misión de vigilancia, conectada con otros diversos puestos de guardia dispersos en torno a la zona 36. Era un acordonamiento exterior cuyo objeto era el de impedir el acceso a los extraños y vigilar el terreno circundante. Oficiales y soldados no pertenecían al Centro, no podían penetrar en la zona, no formaban parte de la categoría de los iniciados.</p> <p>Aquellos soldados guardaban un secreto, pero no sabían de cuál se trataba. ¿Unas instalaciones atómicas?</p> <p>«Profesor, no me lo pregunte a mí, hágame el favor», dijo el teniente Trotzdem. «Si no lo sabe usted... Yo llevo cinco meses prestando servicio aquí y sé tanto como antes. ¿Qué diablura estarán preparando? El secreto... el secreto... aquí no hay otra cosa que el secreto... para nosotros es una obsesión, cada cual se monta, naturalmente, sus teorías, se oyen contar las cosas más demenciales. En una palabra, ¿sabe lo que le digo? Dichoso usted que dentro de un par de horas estará en el sitio y se dará cuenta. Pensará usted: sea lo que fuere, a ustedes no les incumbe, a ustedes sólo se les pide un servicio de control. Es cierto. No nos incumbe, pero estar en contacto —podríamos decir— y no saber nada, nunca nada, a veces afecta bastante a los nervios. ¿Ve aquellas rocas? Bastaría trepar hasta allí arriba, un desnivel de ni siquiera cien metros, no debería ser difícil. Desde allí se vería... pero está prohibido y nosotros somos militares, la curiosidad nos costaría demasiado cara...»</p> <p>En aquel momento sonrió de forma curiosa:</p> <p>«Y, sin embargo... pese a todo... Tengo a mis órdenes a unos cuarenta soldados y aquí no hay el menor recurso: aislamiento completo, nada de mujeres y, encima, el secreto militar. Todos esos misterios. Si nos dijeran al menos qué es lo que guardamos. En una palabra es —llamemos las cosas por su nombre— como una cárcel... Y, sin embargo... y, sin embargo... ¿sabe usted que nadie querría marcharse de aquí? Un aburrimiento mortal, todos los días iguales, nunca una cara de muchacha... Usted, señora, por ejemplo», y se dirigió a Elisa Ismani, «me parece, ni siquiera sé decir lo que me parece... una criatura procedente de la Luna... Y, sin embargo nos encontramos bien: siempre alegres, con buen apetito. ¿Sabría explicármelo usted? Mire, señora, yo soy un ignorante... pero le digo una cosa, señora... si son atómicas, son unas instalaciones muy extrañas».</p> <p>«¿Extrañas?»</p> <p>«Si no es extraño lo que está sucediendo aquí...»</p> <p>«¿Por qué? ¿Por qué?», preguntó Ismani, ansioso.</p> <p>«Pero usted, teniente», intervino la mujer, al darse cuenta de que su marido se dejaba asustar, «¿no está obligado a guardar el secreto militar? ¿Cómo es que habla con tanta libertad? ¿Quién le dice, por ejemplo, que nosotros dos no somos unos espías?»</p> <p>Trotzdem se rió.</p> <p>«Ah, nosotros estamos fuera, por fortuna. El secreto comienza justo detrás de esta casa, nosotros estamos libres... Sólo nos faltaría eso. No sabemos absolutamente nada, de esa nada bien que podremos hablar, al menos».</p> <p>Elisa Ismani perdió la esperanza de que guardara silencio. Una vez que se lanzaba, el teniente no paraba; evidentemente, no acababa de creerse que pudiera soltar todo lo que había acumulado dentro durante meses: un relato algo confuso y en conjunto bastante inverosímil.</p> <p></p> <title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em"> <p>VI</p> </h3> <p></p> <p>Los trabajos para el Centro —contó el teniente Trotzdem— habían comenzado unos diez años antes. Tras cerrarse los accesos a la zona, centenares, tal vez miles, de técnicos y obreros habían sido llevados al altiplano e instalados en barracones. Eran grandes obras de excavación y desmonte, por lo que al principio todos creían que iban a hacer una presa hidroeléctrica y, de hecho, habían construido un dique con la correspondiente central, pero al mismo tiempo se habían ido alzando los muros de un establecimiento, así lo llamaban, o, mejor dicho, de varios. El secretismo era enorme, los obreros procedían todos de fábricas y arsenales militares con una antigüedad mínima de cinco años. Por lo demás, las diversas obras estaban separadas, cada cual trabajaba por su cuenta y no sabía nada de los demás, por lo que nadie podía tener una idea del plan general.</p> <p>Tras ocho años de trabajo, la mayor parte de los obreros había sido desmovilizada. Habían quedado allí arriba unas pocas decenas o tal vez menos. Evidentemente, si se trataba de una fábrica —una fábrica atómica, por ejemplo—, todo debía funcionar automáticamente y bastaban muy pocos hombres, pero, ¿sería de verdad una fábrica? A él, Trotzdem, le constaba que habían llevado allí arriba cantidades inmensas de equipos eléctricos, pero no sabía de qué clase.</p> <p>La relativa tranquilidad que había habido después permitía imaginar que hacía un tiempo que las instalaciones estaban acabadas o al menos que las obras más importantes habían llegado a término, pero, ¿habrían comenzado a funcionar? Había razones para dudarlo: camiones subían y bajaban muy pocos, señal bastante elocuente de que la producción era nula o casi. A menos que la materia prima se encontrara en el lugar y que se almacenasen allí los productos. Otra hipótesis era la de que las instalaciones, fueran cuales fuesen, no estuvieran destinadas a producir nada, sino a una actividad diferente, que resultaba difícil imaginar.</p> <p>Trotzdem había tenido con frecuencia ocasión de acercarse a obreros que por diversas razones subían o bajaban del altiplano, pero había averiguado poco o nada. Estaban todos bien aleccionados y no soltaban prenda, pero incluso los poquísimos que no se tomaban demasiado en serio el compromiso del secretismo, demostraban tener ideas muy confusas.</p> <p>Lo único notable que había logrado saber era lo siguiente: exceptuados los jefes y unos pocos técnicos en jefe, ninguno de los obreros había seguido los trabajos desde el principio al fin: al cabo de un par de años, como máximo, de permanencia allí arriba, todos eran substituidos, por lo que ninguno podía tener una idea precisa de lo que se había hecho.</p> <p>Mucho más interesantes, aunque inexplicables, eran, según el teniente Trotzdem, otras noticias y episodios relativos a la guarnición de guardia, en los límites exteriores de la zona 36, interesantes sobre todo porque podía dar fe de ellas como testigo directo, y, entre otras cosas, contaba lo siguiente:</p> <p>«A los militares de la guarnición exterior les estaba rigurosamente prohibido entrar dentro del perímetro de la zona militar, delimitado por una alambrada de espinos (también en los flancos de las rocas), pero tenían la obligación de señalar inmediatamente al mando del Centro, con radios portátiles o por teléfono, cualquier avistamiento sospechoso o novedad de cualquier importancia. En los últimos tiempos los apremios de las alturas a intensificar la vigilancia se habían vuelto incluso una obsesión, como si tuvieran motivo para temer algún ataque hostil del exterior.</p> <p>»Pero lo extraño era esto: todas las veces que las patrullas o los centinelas fijos hacían un avistamiento (se trataba casi siempre de leñadores o cazadores) y lo indicaban mediante la radio, además de con un triple toque de cuerno, infaliblemente iban precedidas de una indicación análoga del mando. Por ejemplo, se transmitía la orden: "Atención en el cuadrado 78" (todo el mapa topográfico de la zona había sido dividido en cuadradnos numerados), «derecha orográfica del cañón del riachuelo Sprea». Y era exactamente el punto en el que los soldados habían avistado precisamente entonces a un extraño. En ciertos casos, el aviso era aún más explícito: "Dos desconocidos en el cuadrado X bordeando las rocas. Atención". Y a veces sucedía que los centinelas no hubieran advertido aún nada».</p> <p>Por eso, Trotzdem se preguntaba:</p> <p>"¿Qué significa todo esto? ¿Hay alguien que nos controla, invisible, y ejerce nuestra propia vigilancia o, mejor dicho, nos supera en oportunidad y precisión? Pero, ¿quién? ¿Y desde dónde? Ellos, los guardias, nunca habían visto a nadie en los alrededores ni se había visto nunca a hombres de facción en el borde de los peñascos más altos. ¿O había que reconocer que los del mando eran magos?"</p> <p>«Pero usted, teniente», preguntaba Ismani, «¿nunca ha visto las instalaciones de allí arriba?»</p> <p>«Nunca. Ya le he dicho que nosotros, los de la guarnición, estamos excluidos. Aquí alrededor sólo se ven bosques y rocas. Sólo desde el cañón de los Ángeles, que estará a un kilómetro de aquí, se puede ver algo».</p> <p>«¿El qué?»</p> <p>«Pues... como un trecho de muro, liso, sin troneras ni ventanas, y detrás del muro se vislumbra una antena, altísima, más o menos como las de la radio, y encima algo así como un globo».</p> <p>«¿Una esfera?»</p> <p>«Más o menos. Alguien dice haberla visto moverse».</p> <p>«Moverse, ¿cómo?»</p> <p>«Girar sobre sí misma».</p> <p>«¿Y para qué sirve?»</p> <p>«¿Y a mí me lo pregunta? Misterio. Todo aquí es un maldito misterio y a saber para qué estupidez quizá».</p> <p>«¿Y no cree que sean unas instalaciones atómicas?»</p> <p>«Ya se lo he dicho. Por lo que puede saber un ignorante como yo... Yo digo que, si fueran unas instalaciones atómicas, se debería ver pasar mucho más material y además...»</p> <p>«¿La única vía de comunicación», preguntó Ismani, «es esta carretera?»</p> <p>«Para el material hay también un teleférico, pero nosotros vemos cuándo pasa, si va cargado o no», intervino el subteniente Picco, que desde la mesa contigua, en la que estaba sentado solo, había seguido su conversación, «venga, cuéntale lo de la voz...»</p> <p>Trotzdem se encogió de hombros:</p> <p>«No le haga caso, profesor. Eso yo no me lo creo. Para mí, que es una leyenda. Muchos de los soldados de aquí dicen que se oye una voz y no parece de hombre».</p> <p>«¿Viene de arriba?»</p> <p>«Sí».</p> <p>«¿Y qué dice?»</p> <p>«Ah, no consiguen entenderlo. Algunos sostienen que es una lengua extranjera y por eso no se entiende. Otros dicen que está demasiado lejana. Yo no la he oído nunca».</p> <p>Ismani se dirigió al subteniente Picco:</p> <p>«¿Y usted?»</p> <p>«A mí... me ha parecido a veces... pero sinceramente no podría jurarlo...»</p> <p>«¿Lo ve?», dijo Trotzdem. «Cuando se quiere ir al grano, no se saca nada en claro. Todos oyen oír hablar de eso, todos juran que es verdad, pero nunca hay uno que diga: "La he oído yo, tal día a tal hora". Fantasía, pura y simple fantasía y, por lo demás, no es de extrañar: donde hay un gran secreto siempre corren los rumores más absurdos, como en la guerra».</p> <p>«¿Y por qué no le cuentas, entonces, lo de los perros?», replicó Picco al teniente. «Al menos eso lo viste también tú».</p> <p>«¿Los perros?»</p> <p>«Sí. Otro de tantos fenómenos inexplicables», dijo Trotzdem.</p> <p>«¿Perros que tienen aquí?»</p> <p>«Que teníamos: dos lobos, pero no pudimos conservarlos. Nada más llegar aquí, ¡fueron presa de tal agitación!»</p> <p>«¿Ladraban?»</p> <p>«No ladraban nada, no, eso es lo curioso. Gañían más bien. Se desvivían por subir».</p> <p>«¿Subir adonde?»</p> <p>«Dios sabe adónde. Por las rocas, allí... En una palabra, tuvimos que llevárnoslos».</p> <p>«Pero, ¿sólo esos? ¿O también otros perros?»</p> <p>«Parece que es la regla aquí. Incluso un lulú, que un día trajo el sargento Introzzi, se puso también a gañir en dirección de las rocas, por poco no entró en convulsiones...»</p> <p>En aquel momento se oyó un automóvil que renqueaba por la última subida. Miraron afuera. Llegaba el coche con la señora Strobele.</p> <p></p> <title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em"> <p>VII</p> </h3> <p></p> <p>Con Olga Strobele llegó la alegría y la vida. Tenía unos 28 años, era esbelta, pelirroja, de piel blanca punteada de pecas, ojos rasgados, labios saltones con una expresión a un tiempo de oferta y desdén, cara insolente, alegre y provocativa, cintura fina, piernas fuertes y tenaces. Una mujer hermosa y de carácter, de las que hacen volver la cabeza por la calle.</p> <p>En cuanto vio a Ismani, dijo:</p> <p>«Pero usted, en tiempos —hablo de once años atrás— daba clases en el Tommaseo, ¿verdad?»</p> <p>«En efecto, pero, ¿cómo lo sabe? Durante cuatro años enseñé álgebra en el instituto».</p> <p>«Ah, canalla. Míreme. ¿No le dice nada mi cara?»</p> <p>«Pues sí, me parece... soy tan poco fisonomista... y, además, ustedes, las mujeres, de un año para otro...»</p> <p>«Olga Cottini, ¿se acuerda? Equis igual a dos por la raíz cuadrada de... Me cateó y ni siquiera se acuerda... Va usted a ver si me voy a vengar...»</p> <p>«Si lo hubiera sabido... si hubiese podido preverlo...», dijo él, como un estúpido, rojo de confusión.</p> <p>«Venga, hagamos las paces, lo perdono», y, al decirlo, lo abrazó y le dio dos besos en las mejillas. Después se volvió hacia la señora Ismani. «Discúlpeme. Mire, Giancarlo dice siempre que soy una salvaje... pero, como comprenderá, ¡encontrar al profesor que te ha cateado! Y encontrarlo aquí arriba, además... ¡Ah, cómo lo odié, a su marido! ¡Cuántas maldiciones! Pero es que —permítame que se lo diga, profesor— en los exámenes era un poco canalla, mire usted... Conmigo, además... Me vengaré, ya le digo».</p> <p>Elisa Ismani no se picó. Es más: le daba placer que una mujer tan alegre y exuberante subiese con ellos. Para su marido sería una inyección de optimismo. No tuvo ni siquiera un asomo de celos, aunque comprendía que Olga Strobele debía de gustar enormemente a los hombres. Estaba tan segura de su Ermanno.</p> <p>Le preguntó:</p> <p>«¿Lleva mucho tiempo casada con el profesor Strobele?»</p> <p>«Casi tres meses».</p> <p>«¿Y vive usted allí arriba?»</p> <p>«No, es la primera vez que voy. Como esposa, hasta ahora, pocas satisfacciones he tenido, la verdad. Nada más casarnos, un viajecito de novios de diez días y después Vademécum me ha dejado viuda».</p> <p>«¿Vademécum?»</p> <p>«No haga caso. A mí me gusta bromear. Vademécum, por la manía que siempre tiene de explicarlo todo. En una palabra, al cabo de diez días, me plantó: trabajos urgentes, máximo secreto. Lleva al menos diez años trabajando ahí arriba, en el Centro, aún no le bastaba. No he vuelto a verlo».</p> <p>«Pero ahora va a reunirse con él».</p> <p>«Estaré allí arriba veinte días o un mes como máximo. Después volveremos juntos. Su trabajo ya está casi acabado: eso es lo que me ha dicho».</p> <p>«¿Qué trabajo?», aventuró Ismani.</p> <p>«Pues la verdad es que yo no podría decírselo».</p> <p>«A saber qué instalaciones grandiosas serán».</p> <p>«¿Instalaciones?»</p> <p>«Me refiero a las de allí arriba».</p> <p>«¿Por qué? ¿No ha estado usted nunca, profesor?»</p> <p>Olga lo miró torciendo un poco la cabeza, como quien sospecha un engaño.</p> <p>«¿No ha estado nunca, dice usted?»</p> <p>«Nunca».</p> <p>A Ismani, deseoso de saber, le habría gustado insistir, pero comprendía perfectamente que no era oportuno hacer preguntas indiscretas delante de Trotzdem y Picco.</p> <p>La llegada del coche del Centro para recogerlos interrumpió la conversación, cuando ya caían las sombras del atardecer: lo conducía un militar. Así los Ismani y la señora Strobele, tras despedirse de Trotzdem y haberle entregado el equipaje más voluminoso (que les enviaría el día siguiente con otro medio), partieron hacia el altiplano.</p> <p>Poco después del puesto de guardia, la carretera se empinaba bruscamente y se volvía muy abrupta. Ya se veía poco, entre otras cosas por la niebla.</p> <p>En determinado punto, la carretera acababa bruscamente bajo una alta pared vertical de color amarillo.</p> <p>Al principio, Ismani no advirtió, en la penumbra, que al filo de las rocas había una gran puerta de hierro. Después notó que por un lado y por otro, allí donde la escarpadura del peñasco era menor, partía una barrera de alambre de espinos y ciertas cosas redondeadas que sobresalían —tal vez aisladores— le hicieron pensar que por ella pasaba una corriente eléctrica.</p> <p>No había alma viva. Hacía frío y humedad. El lugar era singularmente salvaje e inhóspito. El conductor dijo:</p> <p>«Puede que debamos esperar unos minutos. Cuando he bajado, estaban trabajando en el túnel, debe de haber habido un pequeño desprendimiento».</p> <p>«¿Ha avisado usted de que estamos aquí?», preguntó Elisa Ismani.</p> <p>«No hace falta», dijo el soldado, «ya lo saben».</p> <p>«¿Cómo?»</p> <p>El conductor miró fijamente a la señora sin saber si responder. Después, evidentemente convencido por la cara, sin hablar, indicó con el dedo índice la puerta de hierro, allí donde apenas se advertía un pequeño recuadro.</p> <p>Elisa no pidió más explicaciones. "Debe de haber", pensó, "un aparato fotoeléctrico o televisivo o alguna diablura por el estilo".</p> <p>«Bueno, yo me apeo a pasear un poco», dijo Olga Strobele; «si no, me entra un hormigueo en las piernas».</p> <p>«Yo también», dijo Ismani, deseoso de saber.</p> <p>Para desentumecerse, bajaron unas decenas de metros por la carretera, cortada a pico. La niebla impedía ver lo profundo que era el precipicio: sólo vagas sombras evanescentes de protuberancias cortadas a pico, de abetos aferrados a sitios inverosímiles. Con una extraña sensación de placer que nunca había experimentado, Ismani sintió que Olga Strobele, aquella mujer a la que habría sido tan bello poder desear, lo cogía del brazo. Sentía su perfume, mezclado con la niebla, con la humedad, con el gusto a resina que había en el aire; nunca había sentido un olor tan bueno.</p> <p>Ella guardaba silencio, tal vez lo hiciera a propósito, esperaba que hablara él, por el gusto de hacerlo sentirse violento. Ismani miró hacia atrás, con la calígine en aumento, el coche ya casi no se veía.</p> <p>«Bueno, señora», dijo por fin, «aquí no hay nadie que nos oiga. Dígame: ¿se puede saber qué hacemos aquí, en el Centro?»</p> <p>«Profesor», respondió ella, en broma, «usted la tiene tomada conmigo, la verdad. Me cateó y, además, ¿quiere burlarse de mí?»</p> <p>«Pero, hija mía, ha de saber usted lo que está haciendo su marido».</p> <p>Ella soltó una carcajada, extraña en aquel lugar:</p> <p>«¿Mi marido? Pero también usted lo sabe. Si lo han hecho subir al Centro, profesor, tiene que estar bien informado, ¿no?»</p> <p>«Pues no, yo no sé nada, no me han dicho nada».</p> <p>«¿Quiénes no le han dicho?»</p> <p>«Los del Ministerio».</p> <p>«¿Y usted aceptó venir igual?»</p> <p>«Eso parece, pero yo no estoy hecho para estos misterios: a mí me gustan las...»</p> <p>«Yo sé menos que usted».</p> <p>«Pero, ¿no le ha explicado su marido? ¿No le ha dicho qué es este misterioso Centro? Algo le habrá contado, lógicamente. Al menos sabrá usted, ¿no?, qué hacen».</p> <p>Ismani se sintió invadido de nuevo por la inquietud, el desconcierto, aquella sensación de ser tan pequeño ante cosas inmensas y amenazadoras, una angustia que ya había sentido en la guerra.</p> <p>«Pobre de mí, suspéndame, ande, que no puedo responderle».</p> <p>«Pero, ¿qué es? ¿Una fábrica?»</p> <p>«¡Quién sabe! Giancarlo hablaba de un laboratorio».</p> <p>«¿Qué clase de laboratorio? ¿Químico?»</p> <p>Se oyó un sonido de claxon.</p> <p>«Profesor, nos llaman. Sésamo, ábrete y la montaña se ha abierto... con toda su calma, claro está. ¿Vamos?»</p> <p>Tiró el cigarrillo. El puntito rojo de las brasas voló por el precipicio, engullido silenciosamente por la niebla.</p> <p>Se dirigieron hacia el coche. Olga echó casi a correr.</p> <p>«Bueno, entonces», dijo Ismani intentando no quedar rezagado, ¿no puede decirme nada?»</p> <p>Ella ni siquiera lo oyó.</p> <p></p> <title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em"> <p>VIII</p> </h3> <p></p> <p>Cuando llegaron, era ya de noche y llovía. En un trecho, el coche había subido por un túnel excavado en la roca. En determinado momento, habían llegado a un amplio calvero en el que había cuatro grandes puertas cubiertas con cierres metálicos. Entonces se había hecho obscuro de repente: apagadas las bombillas en el techo, apagados también los faros del coche.</p> <p>«¿Qué ocurre?», había preguntado Ismani, impresionado.</p> <p>«Nada, señor, unos segundos de paciencia», había sido la respuesta del conductor.</p> <p>En las tinieblas se había oído el ruido de un cierre que subía. ¿Cuál de los cuatro? Después, sin encender, guiado tal vez por un puntito rojo encendido en un pequeño cuadrante del salpicadero, el conductor había arrancado despacio.</p> <p>Poco después, a sus espaldas, el estruendo del cierre, que bajaba, y las luces habían vuelto a encenderse.</p> <p>El túnel, empinado y con largos giros sobre sí mismo, continuaba hasta un segundo calvero, casi igual al anterior, sólo que las puertas eran tres. Allí se había repetido la maniobra, con el apagón de las luces. No se había visto alma viva.</p> <p>Otro trecho más, que, según había calculado Ismani, debía de tener unos cuatrocientos metros. Después habían desembocado afuera: en el altiplano, era de suponer.</p> <p>Y ahora estaban delante de una construcción baja y desnuda, semejante a un barracón, con alguna ventanita iluminada.</p> <p>Nada más apearse del coche, Ismani miró en derredor con la esperanza de ver algo, pero, exceptuada la entrada de aquel puesto de guardia, todo estaba inmerso en la obscuridad. Ahora bien, le pareció divisar, a los lados de la construcción, un muro perimetral de unos cuatro metros de alto que se perdía en las tinieblas. Tal vez fuera el último recinto. En aquel momento, un hombre de unos cuarenta años se acercó haciendo señas de saludo: el profesor Giancarlo Strobele.</p> <p>Era Strobele un hombre elegante, de rostro intensamente intelectual, que expresaba seguridad en sí mismo. Ismani, que no lo había visto nunca, quedó impresionado —y no agradablemente— por su aplomo de gran señor.</p> <p>Tras los abrazos con la esposa y las cordiales presentaciones con los Ismani en el umbral, entraron en la caseta, semejante a la portería de un establecimiento industrial.</p> <p>Strobele los condujo por un corto pasillo a una puerta, opuesta a aquella por la que habían entrado, y volvieron a salir afuera. Allí esperaba el coche, que entretanto había rodeado la casa, tras introducirse por una puerta lateral. Más arriba, a unos centenares de metros de distancia, resplandecían luces, como de casas.</p> <p>También bajo la lluvia, el automóvil se dirigió por un empinado vial y en las luces de los faros aparecían y desaparecían franjas de prado, alguna roca, grupos de alerces y abetos. Ya estaban próximos a las luces.</p> <p>«Ya está», explicó Strobele, cuando, tras apearse, se encontraban bajo el porche de un chaletito de aspecto agradable. «Ésta será su casa. Ahí abajo», y señaló a otro<i> cottage,</i> más abajo, «vivo yo. Esa otra, allí arriba, es la de nuestro jefe, Endriade, pero también vive en ella, en el primer piso, el comandante Mirti, inspector del Ministerio de Defensa. Ahora, acomódense, por favor, que hace frío, espero que hayan encendido la chimenea. Para ayudarla, señora, hay una muchacha excelente, la camarera de Aloisi... Tú, Ismani, lo conociste, ¿verdad?»</p> <p>«¿A Aloisi?»</p> <p>«Sí, ¿quién no lo conocía? Vivía aquí desde hacía diez años, se puede decir. Un hombre excepcional, la gente nunca ha sabido nada de sus inventos y, sin embargo, llegará un día... Murió hace un par de meses».</p> <p>«¿Murió aquí?»</p> <p>«Tenía la manía de la caza, se iba solo a las montañas. Una noche ya no volvió. Lo encontramos tres días después. Se había precipitado desde un despeñadero. Para nosotros... una tragedia en todos los sentidos. Lo poco que se ha hecho aquí, en el Centro», puso una sonrisa cargada de intenciones, «se lo debemos a Aloisi en al menos un cincuenta por ciento. Si la desgracia hubiera sucedido hace cuatro o cinco años, a saber si Endriade y yo habríamos logrado concluir... realizar lo que...»</p> <p>«¿Y yo?», preguntó tímidamente Ismani, presa de una sensación de incomodidad. «Yo debería... me han traído aquí para... en una palabra, ¿sería yo su sucesor?»</p> <p>«No, no. No creo. Si alguna vez debieras sustituir a alguien, sería a mí...»</p> <p>«¿A ti? ¿Por qué? ¿Te vas?»</p> <p>«No, ahora no. Dentro de un mes y medio o dos meses. Gracias a Dios, el ciclo, por decirlo así, de mi trabajo está prácticamente terminado. Aquí está la sala de estar, ahí hay un pequeño estudio, de ahí se va al<i> office</i> y detrás está la cocina: las alcobas están arriba. En conjunto, estas casitas —puedo decirlo yo, que vivo aquí desde hace años— están bien organizadas; el único inconveniente, si acaso —pero confieso que a mí no me molesta—, es la escalera de madera, a la inglesa, dentro de la sala de estar: algunos prefieren que las alcobas estén del todo independientes y, además está el inconveniente de los ruidos, eso sí: las puertas son de madera maciza, pero si alguien tiene encendida la radio aquí abajo, es inútil, en las alcobas se oye, pero yo creo que, como vosotros sois sólo dos... y la verdad es que Giustina es silenciosa, parece un gato a veces por cómo se desliza sin hacer ruido. ¡Hombre! Aquí está...»</p> <p></p> <title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em"> <p>IX</p> </h3> <p></p> <p>Poco después, Ismani se reunió con Endriade y su mujer, en la cena en casa de los Strobele.</p> <p>Recordaba vagamente haberlo visto de pasada en algún congreso. Ahora le pareció otro. Se había vuelto uno de esos hombres imponentes, decorativos, proféticos, como de premio Nobel, tan seguro de la superioridad de su inteligencia como para rayar en el histrionismo. Iba mal vestido, tenía una larga y desordenada cabellera gris, nariz gruesa y un habla vivaz e imprevisible. Debía de tener cincuenta y cinco años: lo opuesto exactamente de su mujer, una señora de unos cincuenta años, modesta, apacible, silenciosa y vagamente melancólica.</p> <p>Frente a aquella personalidad tan marcada y prepotente, Ismani se sintió menos que cero, pero tenía tanta ansia de saber, que consiguió hacer acopio de valor. Aquel maldito secreto por el cual Giaquinto en el Ministerio, el capitán Vestro, el teniente Trotzdem e incluso Strobele en el primer encuentro apresurado le habían callado el objetivo de su misión, empezaba a ser grotesco, casi una conjura para exasperarlo.</p> <p>«Se reirán», dijo febrilmente, nada más sentarse a la mesa, y comprendía perfectamente que así se colocaba en una situación de inferioridad que podía estimular en sus dos colegas el deseo de aprovecharse, «pero yo aquí soy como un intruso...»</p> <p>Strobele:</p> <p>«¿Intruso? ¿No tienes los papeles en regla?»</p> <p>«Intruso... extraño... Quiero decir que aún no sé nada, nada de nada».</p> <p>Strobele:</p> <p>«Nada, ¿de qué?»</p> <p>Ismani:</p> <p>«De lo que deberé hacer aquí, de lo que estáis haciendo vosotros».</p> <p>Strobele:</p> <p>«Te lo habrán explicado en el Ministerio, ¿no?»</p> <p>Ismani:</p> <p>«Nada».</p> <p>Endriade:</p> <p>«Pero, ¡es extrañísimo! ¡Casi increíble! Entonces, no parecen estar resultando inútiles las medidas adoptadas por Giaquinto y compañía. El secreto, ¡por una vez! Pero vamos a ver: usted, Ismani, ¿qué idea se ha hecho? Alguna habrá imaginado, ¿no? Sentirá curiosidad, ¿no?»</p> <p>Ismani:</p> <p>«Sí, desde el principio se me ocurrió incluso que podría tratarse de la bomba atómica, pero varios indicios, verdad...»</p> <p>Endriade:</p> <p>«Nada de bomba atómica, gracias a Dios. Algo mucho más tranquilo, podemos decir, y al mismo tiempo mucho más peligroso, tal vez. ¿Verdad, Strobele?»</p> <p>Strobele:</p> <p>«¿Peligroso? A mí no me lo parece».</p> <p>Elisa Ismani:</p> <p>«Entonces, ¿no quieren decirlo? ¿Tal vez porque estamos aquí nosotras, las mujeres?»</p> <p>Endriade, divertido:</p> <p>«Usted, señora, ¿qué ha supuesto?»</p> <p>Elisa Ismani:</p> <p>«¿Yo? No tengo ni la más remota idea».</p> <p>Endriade:</p> <p>«¿Y usted, señora Strobele?»</p> <p>Olga se ajustó, despreocupada, un borde de su inquietante escote:</p> <p>«Por lo que dicen o, mejor dicho, no dicen, me temo que no es algo divertido».</p> <p>Strobele:</p> <p>«Pero, ¡Olga!»</p> <p>Olga:</p> <p>«¿Qué? No he ofendido a nadie, pero, si hacen tanto misterio, quiere decir que es algo importante y no hay nada más melancólico que las cosas importantes: sería tan hermoso poder prescindir de ellas. Por lo demás, ustedes, los científicos, son unos tesoros, no digo que no, pero, cuando se ponen a actuar en serio, resultan tan aburridos...».</p> <p>Endriade:</p> <p>«¡No me diga! Pero hay esperanza. Lo que aún no sabemos es si se trata de algo importante o no». Cambió de expresión, se concentró para escuchar: «¡Dios mío! ¡Qué diluvio!»</p> <p>En efecto, se oía el estruendo, acompañado de lejanos y quebrados retumbos de truenos. Endriade puso una mueca de fastidio.</p> <p>Olga:</p> <p>«Profesor, ¿tiene usted miedo?»</p> <p>Endriade:</p> <p>«Para serle sincero, no lo sé».</p> <p>Elisa:</p> <p>«El caso es que se guardan bien de responder».</p> <p>Endriade:</p> <p>«Pues mire, querida señora, es algo muy sencillo. Aquí arriba tenemos un laboratorio experimental de carácter —¿cómo diría yo?— reservado. Es así, ¿verdad, Strobele?»</p> <p>Strobele:</p> <p>«Así mismo».</p> <p>Endriade:</p> <p>«Al mismo tiempo, podemos decir que aquí arriba estamos haciendo... una difícil exploración en el reino de la naturaleza. ¿Es así, Strobele?»</p> <p>Strobele:</p> <p>«Así es».</p> <p>Endriade:</p> <p>«Al mismo tiempo podemos decir que aquí arriba, en el altiplano, hay como un... como un... gimnasio para el entrenamiento de las facultades mentales... un estadio... esto... esto... con instalaciones ultramodernas», se rió satisfecho. «Me parece, Strobele, que lo he descrito bien».</p> <p>Strobele:</p> <p>«Muy bien».</p> <p>Endriade:</p> <p>«Entonces, ¿qué, Ismani? ¿Satisfecho?»</p> <p>Ismani, duro, demasiado inquieto para poder seguir la broma:</p> <p>«Me he quedado exactamente como estaba».</p> <p>Endriade, con una gran carcajada:</p> <p>«Tiene toda la razón, Ismani. Perdóneme. Es que, mire, me gusta bromear, de vez en cuando. Perdóneme. Entonces explícaselo tú, Strobele, que eres un profesor nato».</p> <p>Con evidente satisfacción, Strobele se aclaró la voz:</p> <p>«Querido Ismani, tú te encuentras, para ser exactos, en el Sector Experimental de la zona militar 36, ésa es la definición oficial, aunque impropia, donde se...»</p> <p>Olga golpeó tres veces con el cuchillo en el borde del vaso. Parecía irritada (¿o era una de sus ocurrencias?). Se hizo el silencio.</p> <p>«Discúlpenme», dijo con una sonrisa maliciosa, «tal vez les parezca un abuso, pero me veo obligada a recurrir a mi derecho de señora de la casa».</p> <p>«¿Qué derecho?», dijo su marido, violento.</p> <p>«El de pedirles...»</p> <p>«No sé», la interrumpió Endriade, al tiempo que se miraba el traje como en busca de una mancha, «no me parece haber hecho o dicho nada monstruoso».</p> <p>«Pedirles una cosa muy sencilla: que cambien de tema de conversación».</p> <p>«Pero, ¿por qué?», dijo Strobele, al verse privado del placer de dar su conferencia.</p> <p>«¿Qué por qué? El porqué ya se lo diré en su momento».</p> <p>«Me parece un modo un poco curioso de...»</p> <p>«Oh, por favor, no se pongan de morros, que tampoco les pido un gran sacrificio».</p> <p>«Señora», dijo Ismani, que llevaba demasiado tiempo en ascuas, «sinceramente habría preferido...»</p> <p>«Saber qué se está haciendo aquí arriba, en el Centro, etcétera... ¿no es así, profesor? Pero, ¿qué teme? Está entre amigos».</p> <p>«Precisamente por eso».</p> <p>«¿Y precisamente a usted debería yo favorecer? ¿Precisamente a usted? ¿Olvida que entre nosotros dos hay una gran cuenta pendiente? Si puedo vengarme...»</p> <p>«Dios mío, creía que después de tantos años...», dijo Ismani, incapaz de tomárselo con humor; después, de pronto, cambió de expresión: «¿Qué es eso? ¿No lo oyen?»</p> <p>«La lluvia, el sonido de la lluvia».</p> <p>«Oigo como un toque de campana».</p> <p>«¿De campana?», dijo Endriade, irónico. «Aquí arriba no hay campanas».</p> <p>Era una resonancia leve y difusa y, aun así, profunda, como si procediera de una cavidad remota, semejante a la vibración de una inmensa, pero fina, hoja de metal.</p> <p>«También yo la oigo», dijo Elisa Ismani.</p> <p>Por un instante guardaron silencio, mientras escuchaban. El sonido se esfumó.</p> <p>«Pues», dijo Strobele, «yo no oigo lo que se dice nada».</p> <p>Entonces Endriade preguntó a Ismani:</p> <p>«¿A Aloisi lo conoció usted?»</p> <p>«No».</p> <p>«También él decía que de noche...», se detuvo, como escuchando, pareció tranquilizado, se volvió hacia la señora Ismani y sonriendo le susurró, como si fuera un secreto entre ellos dos, pero también los otros lo oyeron: «Era un genio».</p> <p>«¿También él?», dijo Olga, socarrona.</p> <p>«Sí, desde luego», respondió Endriade como si fuera la cosa más natural del mundo. «Y decía que de noche se oían ruidos extraños, pero yo no le creía, nunca le creí, eran fijaciones y ahora ustedes oyen una campana, pero yo no me lo creo, esa campana no existe, probablemente sea uno de esos falsos sonidos que parecen oírse, cuando se cambia rápidamente de altitud, como hoy usted, Ismani... pero», y entonces la voz adoptó de repente un tono ansioso, «deberíamos estar todos más atentos, con ojos y oídos bien abiertos, nunca será bastante, años atrás yo estaba más tranquilo, hay vigilancia, no faltan controles, los instrumentos de interceptación son lo más perfecto que se pueda desear y, sin embargo, yo los siento aquí, en derredor, día y noche, como ratones que roen y roen para excavar una vía, no son ni mucho menos todos imbéciles, como en el Ministerio, donde creen que aquí arriba estamos jugando y vivimos de gorra, hay incluso quien ha comprendido, o al menos sospecha, y teme y haría cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa, para echar por la borda nuestra... nuestras...»</p> <p>«Nuestras instalaciones», le sugirió Strobele.</p> <p>«Instalaciones, porque al punto en que hemos llegado lo sabemos sólo tres y mañana con usted, Ismani, seremos cuatro. Ninguna otra persona en el mundo está informada de ello, pero algo pueden haber adivinado ésos y tiemblan. Vagamente han intuido —lo juraría— esta verdad espantosa: que, si lo conseguimos, nos volveremos...», y dio un puñetazo en la mesa que hizo saltar la vajilla.</p> <p>«¡Endriade!», dijo Strobele, en tono de súplica para que se calmara.</p> <p>«¡Nos volveremos los dueños del mundo!»</p> <p></p> <title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em"> <p>X</p> </h3> <p></p> <p>Hasta la medianoche no se despidieron Ermanno y Elisa Ismani, cansados, de Strobele y, bajo el aguacero, llegaron al chaletito en el que iban a vivir. Los acompañaron a pie los Endriade, que vivían un poco más allá. Giustina ya se había ido a dormir, pero lo encontraron todo preparado.</p> <p>Pese a la paliza del viaje, Ismani no tenía sueño. Tal vez lo excitaran la extrañeza del lugar, los desconocidos, la impaciencia por saber, el aire enrarecido de la montaña, pero, en lugar de sentirse contrariado y nervioso, se encontraba con una disposición de ánimo vivaz y alegre, cosa en él bastante rara. Tenía ganas de caminar, bromear, reír.</p> <p>«Pero también tú, Elisa, me pareces alegre, esta noche».</p> <p>«Así es. Será la altitud. Me siento casi como una niña».</p> <p>El chalet, decorado con estilo rústico, era acogedor y estaba limpísimo. Casi parecía que nadie hubiera vivido en él antes que ellos. Por mucho que curioseaba en derredor, Ismani no encontró un objeto, una señal que pudiese referirse a la permanencia de Aloisi. Ni siquiera los libros que llenaban una estantería denotaban una personalidad. Había textos científicos en varias lenguas, relativos sobre todo a la electrofísica, pero parecían encontrarse allí por casualidad, mezclados como estaban con novelas policíacas, novelas de amor, obras históricas y biográficas, había incluso un manual de cocina. Desde luego, no parecía la biblioteca de un genio.</p> <p>En cuanto a las cosas personales de Aloisi, se las habían llevado todas: ni una chuchería, una fotografía, una cajetilla de cigarrillos, una hoja de papel, nada que pudiera recordar al desaparecido.</p> <p>Tras subir por fin a la alcoba, lo primero que hizo Ismani, quien con la completa obscuridad no lograba conciliar el sueño, fue revisar las ventanas. Los postigos, como había previsto, estaban herméticamente cerrados. Abrió uno.</p> <p>Se quedó estupefacto. En cuestión de pocos minutos, tras haber descargado el temporal, el cielo se había abierto completamente y ahora una luna limpidísima iluminaba el mundo.</p> <p>«¡Ven a ver, Elisa!»</p> <p>Se quedaron inmóviles mirando. Delante de ellos, resplandeciente con aquella luz mágica, se extendía el altiplano: una pradera toda cimas y vallecitos con alguna negra mancha de abetos, pero, a una distancia de unos quinientos metros, blanqueaba entre los árboles una construcción baja e irregular, con entrante y salientes, que desde lejos no se sabía si era un simple muro perimetral o un edificio propiamente dicho.</p> <p>«Ahí tienes el gran misterio», dijo Elisa, «no me parece demasiado impresionante».</p> <p>«¿Vamos a ver?»</p> <p>«¿A esta hora?»</p> <p>«Pero, ¿no ves qué noche más espléndida?»</p> <p>«La hierba estará aún empapada. Con esos zapatos pescarás un resfriado, eso seguro».</p> <p>«Pues te equivocas: resisten muy bien el agua».</p> <p>«Bueno, pues ponte al menos el abrigo».</p> <p>Salieron a la fabulosa luz. Después de que la tormenta hubiera lavado el aire, también las cosas lejanas resultaban clarísimas. Al avanzar ellos al aire libre, el horizonte se ensanchaba. Más allá de los vastos prados apareció una barrera de bosques y más atrás una cadena de peñas blancas. Todo estaba apacible, silencioso, bellísimo y lleno de misterio.</p> <p>Se acercaron a la construcción blanca. Por lo que se podía apreciar, parecía un largo barracón, adaptado a la orografía y cuyo fin no se divisaba. De ella partía un complejo de edificios planos aparentemente casi iguales, pero dispuestos unos más arriba y otros más abajo, según la inclinación del terreno, con un efecto pintoresco, pero entre unos y otros no había —por lo que se podía vislumbrar a la luz de la luna, siempre vaga y elusiva, aunque intensa— pasadizo alguno. Formaban, en una palabra, una barrera ininterrumpida, semejante a ciertas antiguas fortificaciones militares.</p> <p>Al llegar al pie del muro, en aquel punto iluminado de lleno por la luna, miraron arriba. Debía de tener siete u ocho metros de alto y era liso y uniforme, sin una ventana, un balcón, un tragaluz. Así, pues, no se trataba de viviendas ni tampoco de lugares en que pudiera trabajar el hombre verosímilmente, sino de recintos lunares que contenían cosas inanimadas, como, por ejemplo, coches, que no necesitaban aire ni luz, o de una fortaleza especial precisamente.</p> <p>Pero el reducto —o largo barracón o serie de pabellones o como diablos se pudiera llamar— no tenía la fisionomía átona y muerta que puede tener, por ejemplo, una caseta de transformador ni tampoco la hermética apatía propia de las tumbas (tan cerradas y concentradas en sí mismas, indiferentes a la vida circundante).</p> <p>Al cabo de poco, Ermanno y Elisa Ismani notaron que, aquí y allá, se abrían en el muro varios orificios que habían pasado inadvertidos en un primer examen: redondos, cuadrados o como una delgada tronera, protegidos con redecillas finas. Algunos de ellos, más escasos, de forma circular, estaban provistos de cristales convexos, salientes, semejantes a lentes, parecidos a pupilas, y en ellos centelleaba el reflejo de la luna.</p> <p>Ahora que podían ver mejor, advirtieron también que por encima del borde superior del muro sobresalía una negra selva de antenitas, pantallas con filigrana, redes cóncavas como las del radar, tubos delgados también, con algo así como un sombrerete encima que los hacía parecer chimeneas minúsculas e incluso curiosos penachos que recordaban a los plumeros. Eran opacos y de color azul y, por eso, al primer vistazo, sobre todo de noche, no era fácil distinguirlos.</p> <p>Miraban, inmóviles, en el gran silencio de la noche, pero silencio no era.</p> <p>«¿Oyes?», preguntó Ermanno Ismani.</p> <p>«Sí, sí, eso me parecía».</p> <p>En efecto, al otro lado del blanco muro, escuchando atentamente, llegaba como un zumbido, vasto y profundo y, sin embargo, apenas perceptible, semejante al impalpable ruido que hacen las hormigas cuando se rompe la cúpula de su casa y los insectos salen a centenares corriendo por los escombros como locos. Un repiqueteo levísimo, en cuya flébil trama se distinguían de vez en cuando pequeños sonidos irregulares, crujidos lejanos, chasquidos, un gorgoteo quedo de líquidos, suspiros rítmicos, tan leves, que resultaba casi imposible decir si eran verdaderos o bien procedían de la sangre que a veces retumba en las sienes. Así, pues, había como una vida que bullía en el interior de la secreta roca, aparentemente adormecida. Por lo demás, todas aquellas pequeñas antenas multiformes que asomaban por el borde no estaban totalmente inmóviles. Al observarlas largo rato, se notaban oscilaciones mínimas —parecía—: un trajinar sin pausa.</p> <p>«¿Qué es eso?», preguntó en voz baja Elisa Ismani.</p> <p>El marido le hizo una seña para que callara. Le había parecido que a los pies del muro, a unos cincuenta metros, algo se movía y entonces le resonó en la memoria —recordada por una obscura asociación de ideas— la grotesca amenaza pronunciada por Endriade: «Nos volveremos los dueños del mundo».</p> <p>En aquel preciso momento vio a Endriade. Por la pendiente herbosa superior bajaba el científico con paso lento, como absorto, pegado al muro perimetral, hablando en voz alta, aparentemente consigo mismo. En efecto, junto a él no se veía alma viva. Tocado con un sombrero de ala ancha e iluminado de lleno por la luna, resultaba desgarbado y romántico.</p> <p>Tal era la maravillosa paz de la noche, que, pese a la distancia y a aquel vago zumbido, los Ismani oyeron algunas de sus palabras.</p> <p>«Se puede, se puede», decía Endriade, «pero no es lo que se debe...»</p> <p>Después vieron una cosa extraña. Endriade se detuvo, vuelto hacia el muro y por un instante Ismani pensó que quería orinar. En cambio, siguió hablando, tocando el propio muro ligeramente con algo así como un bastón grueso; parecía un padre que estuviera adoctrinando a un hijo. Se percibían algunas palabras, pero no bastantes para captar el sentido. Tres o cuatro veces repitió: «No comprendo, no comprendo».</p> <p>A Ismani le pareció inconveniente quedarse allí observándolo y escuchándolo sin que lo supiera. Para revelar su presencia, tosió.</p> <p>Como si hubiese recibido un latigazo, Endriade tuvo un sobresalto y con grandes aspavientos retrocedió hasta una concavidad de la pared. «¿Quién anda ahí? ¿Quién anda ahí?», gritaba con voz espantada y, manteniéndose protegido por el canto de la pared, apuntaba a Ismani con aquel grueso bastón, que —como advirtió Ismani, pues relucía a la luz de la luna— era un fusil.</p> <p>«Pero, profesor, soy yo, Ismani... Había salido con mi mujer a dar un paseo...»</p> <p>El cañón de la metralleta bajó. Endriade fue a su encuentro. Estaba arisco y muy turbado. Intentó, ingenuamente, dar algunas explicaciones.</p> <p>«Miren, es que todas las noches doy una vuelta de inspección antes de acostarme. Je, je», se rió burlón. «Armado, claro está: este hermoso chisme me lo consiguió el comandante Mirti. Es americano: de máxima precisión».</p> <p>«¿Y no ha tenido nunca encuentros desagradables?»</p> <p>«Gracias a Dios, hasta ahora no. Me paseo, miro, pienso... hablo...», hizo una pausa como si estuviera tanteando el terreno por el que avanzar, «hago proyectos, pero ustedes me han dado un buen susto...» y se rió.</p> <p>Después señaló el barracón.</p> <p>«De esto, je, je, ya hablaremos mañana. Los haré entrar, verán cómo es por dentro. Mejor de día. La noche... oh, la noche aquí, entre las montañas, no es recomendable...»</p> <p>«¿Por el frío?», dijo Ismani.</p> <p>«Por el frío y muchas otras cosas...»</p> <p>Endriade los acompañó hasta el chalet. Parados en el umbral, los Ismani lo vieron —figura un poco grotesca y extraordinariamente viva— alejarse por el prado.</p> <p>«Ermanno», dijo la mujer, «¿con quién hablaba ése?»</p> <p>«Pues con nadie. Hablaba solo. Hay tanta gente que habla sola».</p> <p>«Había alguien. Juraría que había alguien».</p> <p>«Entonces lo habríamos visto».</p> <p>«Yo sé que había alguien. Lo he oído hablar».</p> <p>«¿Hablar? Yo no he oído nada».</p> <p>«Una voz un poco extraña, eso sí. Probablemente tú no te hayas fijado».</p> <p>«Has soñado, querida Elisa mía».</p> <p></p> <title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em"> <p>XI</p> </h3> <p></p> <p>Endriade, los Strobele y los Ismani fueron a visitar las instalaciones cuando ya estaba alto el sol. Hacía un tiempo maravilloso: las montañas por encima resplandecían con sus blancas y puras paredes.</p> <p>Cruzaron los prados, llegaron al cerco de muros bajos: había una puertecita de hierro delante de la cual estaba esperando el técnico jefe Manunta.</p> <p>Manunta abrió, recorrieron un pasillo estrecho e iluminado con luz mortecina. Manunta abrió una segunda puerta. Salieron a una terraza. Ya habían entrado.</p> <p>El espectáculo era tal, que por unos minutos ni los Ismani ni Olga dijeron palabra.</p> <p>Delante de ellos, se precipitaba una torrentera, un cañón sin salidas, un escarpadísimo cráter que se prolongaba, tortuoso, hasta perderse de vista.</p> <p>Desde el fondo, donde en otro tiempo tal vez cayeran fragorosamente las aguas de un torrente, hasta el borde las paredes estaban enteramente cubiertas de extrañas construcciones, como cajas, pegadas unas a otras, que formaban una babélica sucesión de terrazas, adaptadas a los salientes y entrantes de las peñas, pero éstas ya no se veían; tampoco se veía vegetación ni tierra ni aguas corrientes. Todo había quedado invadido y cubierto por un encabalgamiento de edificios semejantes a silos, torres, mastabas, murallones, puentes finos, barbacanas, casillas, barracones, bastiones, que se sumían en geometrías vertiginosas. Como si una ciudad se hubiera precipitado sobre los flancos de un barranco.</p> <p>Pero había un elemento exageradamente anormal que daba a aquellas arquitecturas una sensación enigmática. No había ventanas. Todo aparecía herméticamente cerrado y ciego.</p> <p>Y otra circunstancia se sumaba para aumentar aquella sensación monstruosa: no se veía alma viva.</p> <p>Y, sin embargo, aquel alucinante maremagno no expresaba la muerte o el abandono. Al contrario: aunque no se veía moverse nada, se percibía, bajo la superficie, una vida arcana que estuviera fermentando. ¿Por qué? ¿Tal vez por el hormigueo de las antenas metálicas, de las formas más extrañas, que despuntaban de los bordes de las cumbres? ¿Tal vez por el confuso coro de zumbidos quedos, resonancias, susurros, lejanas crepitaciones y ruidos que fermentaba bajo la despeñada ciudadela e iba y venía en lentas oleadas (y tal vez no fuera sino el cavernoso fragor del silencio)? Tal vez por las vibraciones de la solitaria antena metálica en forma de torreta que sobresalía muy por encima del borde de la cima. Tenía en la punta una cofa esférica cortada con complicadas troneras que se parecía vagamente a un yelmo antiguo.</p> <p>Más aún: en aquella singularísima visión, pese a la desnudez, había una belleza intensa y cierto sentido inexplicable, que no era el tétrico encanto de las pirámides, las fortalezas, las refinerías, los altos hornos, los grandes establecimientos carcelarios. Al contrario: la perspectiva, aparentemente caótica, de torres, tanques y pabellones de cualquier forma imaginable alegraba, a saber por qué, el ánimo y expresaba algo tierno y levitante, como ciertas ciudades de Oriente vistas desde el mar. ¿Qué le recordaba? Ismani tenía la obscura sensación de que, en el fondo, se trataba de algo conocido desde hacía mucho, pero, al buscar una referencia en los recuerdos, topaba con cosas demasiado diferentes y lejanas, un jardín, por ejemplo, un río, incluso ciertos bordados... y el mar... y los bosques... pero, más allá de cualquier referencia, quedaba algo inasible e inquietante.</p> <p>Fue Olga Strobele quien rompió el silencio:</p> <p>«Pero bueno», dijo con forzado tono frivolo, «¿esto qué es? ¿Una central eléctrica?»</p> <p>«¿Has visto?», le respondió su marido, halagado por su curiosidad; en efecto, era muy raro que su mujer se interesara por sus estudios. Después se dirigió a Ismani: «¿Has entendido ya?»</p> <p>«Puede, puede que sí», dijo Ismani. Estaba turbado. Su mujer guardaba silencio. Más allá, Endriade, apoyado en el pretil, contemplaba su reino; parecía transportado en un sueño.</p> <p>Olga Strobele:</p> <p>«Pero bueno, ¿qué es? ¿Se puede saber?»</p> <p>Llevaba un vestido de tela blanca, tan ajustado, que resultaba provocativo. Los bordes del escote llegaban hasta la cintura y cada movimiento entrañaba un riesgo.</p> <p>«Olga», dijo su marido, con animación didáctica, «esto que ves, esta como ciudadela con su campanario o minarete», y con la mano derecha señaló la antena, «este pequeño reino herméticamente cerrado y separado del resto del mundo...»</p> <p>Se interrumpió. Una bandada de grandes aves giraba en torno a la esfera metálica en la punta de la antena y lanzaba chillidos: como si hubieran querido posarse en ella, pero en el último instante hubiesen advertido algún peligro.</p> <p>«Pues, como te decía», prosiguió Strobele con una ligera sonrisa, «esta gigantesca instalación que ha costado hasta ahora diez años rebosantes de esfuerzo, por decirlo con palabras poco expresivas, es... un pariente nuestro, es un hombre».</p> <p>«Un hombre, ¿dónde?», dijo Olga.</p> <p>«Un hombre, sí. Una máquina hecha a imagen y semejanza nuestra».</p> <p>«¿Y la cabeza? ¿Dónde está la cabeza? ¿Y los brazos? ¿Y las piernas?»</p> <p>«Piernas no hay». Strobele puso expresión de fastidio. «La forma exterior no interesa. El problema era otro. Para hacer un robot cualquiera, un muñeco capaz acaso de caminar sobre las piernas y de decir "buenos días", bastaba un fabricante de juguetes. En cambio, a nosotros nos interesaba... ¿comprendes?, construir algo que reprodujera lo que ocurre aquí dentro», y con el índice se tocó la frente.</p> <p>«¡Ah! ¿Un cerebro electrónico! Ya lo he leído en los periódicos».</p> <p>«Pero, ¿no lo ves?», intervino su marido con entusiasmo. «No es un simple cerebro, una simple calculadora. Sabe hacer cuentas, sí, pero eso es lo de menos. Hemos ido más lejos. Le hemos enseñado a razonar, a este animalito, a razonar mejor que nosotros».</p> <p>«A vivir como nosotros», añadió Endriade, que había permanecido en silencio hasta entonces.</p> <p>«¿A vivir? Pero si no se mueve. Está ahí clavado en el suelo».</p> <p>«Tesoro», explicó Strobele, «no es necesario que se mueva. Si coges a un hombre y lo atas a la tierra de modo que no pueda mover ni un dedo seguirá siendo un hombre, ¿no?»</p> <p>«¿Y había que hacerlo tan grande? Es un pueblo, no un hombre».</p> <p>«Es aún más pequeño de lo que pensábamos. El primer proyecto preveía un complejo de aparatos como para llenar una ciudad como París. Se han hecho milagros. Fíjate en que nosotros sólo vemos una mínima parte, todo lo demás está oculto bajo tierra. Es un poco voluminoso, desde luego, je, je, más bien corpulento, la verdad».</p> <p>Olga dijo:</p> <p>«Si le hablas, ¿te responde?», y se rió, equívoca.</p> <p>«Podríamos probar, pero eso tiene un interés relativo. Autómatas que reaccionan a la luz, por ejemplo, al sonido o a los colores, a los contactos, con un comportamiento lógico, son ya habituales. Aquí hemos hecho —me parece a mí— algo más. Hasta hemos conseguido dotarlo de los cincos sentidos. El autómata, como tú dices, ve, huele, distingue las cosas cercanas».</p> <p>«¿El gusto también? ¿El olfato también?», preguntó Ismani.</p> <p>«Desde luego».</p> <p>«¿Y el tacto?», preguntó Olga.</p> <p>«También. ¿Ves esos penachos, por decirlo así? ¿Esas antenas? Si se los toca, reconocen o determinan un objeto».</p> <p>Ismani:</p> <p>«Si no he entendido mal, habéis intentado atribuir a este chisme, a esta instalación, ¿cómo diría?... una personalidad».</p> <p>«Una diferenciación, sí», dijo Strobele.</p> <p>«¿Hombre o mujer?», preguntó Olga. «Apuesto a que...»</p> <p>Strobele se puso colorado como un niño.</p> <p>«No es un problema pertinente. Un... un condicionamiento sexual no ha parecido...»</p> <p>Ismani:</p> <p>«Y habréis tenido como objetivo un modelo, ¿no? Un tipo humano al que remitiros».</p> <p>Unas nubecillas blancas remontaban la curvatura de la Tierra hacia el misterioso septentrión. Como un lento escalofrío, sus sombras se deslizaban por encima de la ciudadela, del inconexo cuerpo del inmenso ser tumbado en el cañón, con efectos increíbles.</p> <p>«Pues la verdad es que», dijo Strobele, «no podría...»</p> <p>«Os habéis tomado vosotros como modelo», dijo Olga, «vosotros, los científicos, os creéis tamaños genios...».</p> <p>«¿Nosotros? Son cosas que decide Endriade».</p> <p>Endriade, que había permanecido hasta entonces apoyado en el pretil, se sobresaltó:</p> <p>«¿Yo?», miró a los huéspedes. Parecía trastornado, como quien es presa de una<i> rêverie.</i> «Disculpadme. Tendría que ir a ver...»</p> <p>Se alejó por una estrecha terraza suspendida sobre el precipicio, que se perdía más adelante en las cavidades de los complicadísimos bastiones.</p> <p>«¿Qué le pasa? ¿Está de mal humor?», preguntó Olga a Manunta, que había puesto una sonrisita.</p> <p>«No, no», dijo el técnico jefe, hombre grueso, pacífico y jovial, «es así, un poco extravagante. Ya se sabe, los grandes sabios...»</p> <p>«A mí me parece simpatiquísimo», dijo Elisa Ismani como para prevenir cualquier observación de Olga.</p> <p>«¡Qué valor!», dijo Olga. «Es un hombre espectacular, lo avasalla todo a su paso, ése, basta con verlo».</p> <p></p> <title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em"> <p>XII</p> </h3> <p></p> <p>Strobele tosió para volver a llamar la atención.</p> <p>«Ahora bien, se podría también hacer un pequeño experimento sensorial».</p> <p>«Pero, si se lo llama, ¿responde? ¿Obedece?», repitió la mujer de Strobele.</p> <p>«Tú insistes, Olga», dijo Strobele, «porque ves el problema exactamente al revés —podríamos decir— que nosotros. Que responda o no a nosotros nos resulta del todo indiferente. No debe actuar, debe pensar».</p> <p>«Pero, ¿entiende lo que decimos?»</p> <p>«A decir verdad, eso es una incógnita. No existe ningún motivo técnico por el que deba entender, pero... hemos comprobado que esta maquinita tiene recursos que nosotros nunca habíamos soñado... No me asombraría que...»</p> <p>«¿Y cómo lo habéis bautizado?»</p> <p>«Según. Protocolariamente, como se suele decir, es el Número Uno. Yo lo llamo el Amigo. Manunta dice "La niña". Endriade dice siempre "Ella": ella, la criatura».</p> <p>«¿Ella?»</p> <p>«Ella. Y algunos días le gusta bromear. Lo llama incluso con nombres de mujer».</p> <p>«¿Qué nombres?»</p> <p>«Nombres cualesquiera, no recuerdo».</p> <p>Todos miraron en el mismo sentido. Después de haber desaparecido detrás del canto de un pabellón, Endriade había vuelto a aparecer mucho más allá y más arriba, en el borde de una construcción larga y geométrica que dominaba una franja de la ciudadela. Se había parado, se había asomado desde la balaustrada metálica y parecía que estuviera hablando con alguien de abajo.</p> <p>«Pero, ¿con quién está hablando?»</p> <p>Strobele:</p> <p>«Hablará consigo mismo. Es una vieja costumbre suya».</p> <p>«Sí», dijo Elisa Ismani. «También nosotros lo oímos anoche. Fuimos a pasear a la luz de la luna y nos lo encontramos. Más aún: en un primer momento, nos dimos un susto. Y él hablaba, pero en voz alta».</p> <p>«Disculpa, Giancarlo», lo interrumpió la mujer, «y ella, la máquina, ¿habla?».</p> <p>«Hablar, en el sentido normal, no. Idiomas no conoce. Sobre eso no nos cabe la menor duda. ¡Pobres de nosotros, si le hubiéramos enseñado un idioma! El lenguaje es el peor enemigo de la claridad mental. Por querer a toda costa expresar su pensamiento en palabras, el hombre ha acabado creando tales enredos...»</p> <p>«Entonces, ¿es mudo?»</p> <p>«Anda, Manunta», pidió Strobele al técnico jefe. «Habla tú. ¿Es mudo nuestro amigo?»</p> <p>«Usted, profesor», dijo Manunta, mientras hacía una benévola seña de amenaza con el índice, «se burla de mí y, sin embargo, lo sabe mejor que yo... Hombre, mire, ahora, por ejemplo...»</p> <p>El índice se alzó recto, como para pedir silencio.</p> <p>Callaron. Un sonido curioso, algo que parecía un susurro de agua, un chirrido flébil, una flautilla queda surcaba el aire, interrumpido irregularmente por cortes, chasquidos, estremecimientos; iba y venía con susurros caprichosos y, escuchando poco a poco, se percibían también vocales y consonantes, pero no articuladas, una animación densísima que recordaba a la frenética e incomprensible precipitación de las palabras, cuando se rebobina vertiginosamente la cinta de un magnetófono. ¿Sería una voz? ¿Sería un ruido de maquinaria sin sentido? ¿O encerraba una intención? ¿El hilo de un pensamiento? ¿O una carcajada?</p> <p>«¿Es esto?», preguntó Strobele al técnico jefe.</p> <p>Éste asintió con la cabeza.</p> <p>«Y tú lo entiendes, ¿verdad? Un día te oí decir que lo entendías, como si fuera tu lengua. Anda, traduce, entonces. ¿Qué está diciendo ahora?»</p> <p>Manunta se mostró evasivo:</p> <p>«¡Huy, yo! ¿Qué quiere que entienda yo? Aquel día, evidentemente, estaría bromeando. Tal vez el profesor Endriade...»</p> <p>Strobele puso una mueca desdeñosa.</p> <p>«¡Vosotros! ¡Qué locos! Tú y ese superhombre de Endriade. ¡Si hubiera que haceros caso!» Se volvió hacia su mujer: «Espero que no los creas. Son los mecanismos, las válvulas, los selectores, los dispositivos de retroacción, etcétera. Hay centenares de miles. Es lógico que hagan ruidos».</p> <p>«¿Y eso?», preguntó Elisa Ismani.</p> <p>«¿El qué?», dijo Strobele.</p> <p>«¿No oís?»</p> <p>La fina voz se había disipado de improviso.</p> <p>Ahora, en la concavidad del inmenso establecimiento se engolfaba el silencio, pero, ¿era silencio?</p> <p>Al principio, con una escucha distraída, no se percibía nada. Después, poco a poco, del silencio mismo salía una impalpable resonancia. Era como si de todo el complejo de la máquina, de la inmensidad total del apocalíptico cañón, brotara un murmullo de vida, vibración de las profundidades, radiación indefinible. Lentamente, en los atónitos oídos, se formaba un zumbido melodioso de una consistencia tan tenue, que quedaba la duda de si era verdadero o sugestión. Tal vez una respiración inmensa que subía y bajaba lentamente, soberana ola de océano, que de vez en cuando se apagaba con animaciones gozosas en las cavidades de los lisos acantilados. O tal vez sólo fuese el viento, el aire, el movimiento de la atmósfera, porque nunca había existido en el mundo algo semejante, que fuera a un tiempo peñas, fortaleza, laberinto, castillo y selva y cuyas innumerables ensenadas de formas innumerables se prestaran a resonancias jamás oídas.</p> <p>Pero, más que el sonido o el zumbido o la respiración, se percibía una presencia, una corriente invisible, una fuerza latente y comprimida, como si bajo la superficie de todas aquellas construcciones descansara una armada de regimientos y regimientos o, mejor dicho, estuviera tumbado, en duermevela, un gigante mítico, de miembros como montañas o, mejor aún, un mar, de tibia carne joven y viva, que levitara, pero no salvaje ni enemigo. No era una agazapada potencia amenazadora ni una pesadilla ni un monstruo, porque, por encima de cualquier otra percepción, permanecía en los presentes —como después de escuchar ciertas músicas— una sensación incomprensible de saciedad y frescura, una disposición a la benevolencia y a la risa.</p> <p>«¡Madre mía! ¡Qué cosa!», dijo Olga Strobele. «Nunca había oído nada semejante. Casi me da miedo».</p> <p>«¿Miedo de qué?», dijo Elisa Ismani. «Es tan hermoso. Yo... No sé... Me recuerda a algo... Será ridículo, pero me recuerda a algo concreto y no consigo... Es extraño...»</p> <p>«Ahora mirad», interrumpió Strobele, sin hacer caso de las palabras de la señora Ismani. «Un pequeño experimento. Tú, Ismani, quédate parado donde estás».</p> <p>Ismani no comprendió si Strobele o Manunta habían pulsado un botón oculto o habían puesto en marcha una célula fotoeléctrica o habían pronunciado alguna fórmula capaz de poner en marcha un aparato mecánico.</p> <p>«Ésta es una pequeña prueba interesante de la memoria visual», dijo Strobele. «Eso, así...»</p> <p>Mientras hablaba, desde lo alto del muro que cerraba la terraza por el lado derecho —la pared de uno de tantos pabellones o centralitas o barracones, células del ser espantoso— una antena de metal claro y opaco se dobló hacia el grupito de los cinco y desde su extremidad oscilaba un penacho en forma de escobilla blanda.</p> <p>Articulándose en forma de pantógrafo, en silencio, con un movimiento elástico de araña, la antena avanzó hacia Ismani y suavemente bajó el grueso fleco, que ahora parecía hecho de muchos hilos blandos de metal.</p> <p>«Estás demasiado lejos, Ismani. No llega. ¿Quieres acercarte?»</p> <p>Ahora la antena oscilaba hacia arriba y hacia abajo como si buscara algo.</p> <p>Ismani vacilaba, con una sonrisa intimidada.</p> <p>«Voy yo», exclamó Olga de improviso y se puso bajo el penacho.</p> <p>El brazo bajó lentamente y la blanda masa de los hilos tocó la cabeza de la mujer; después, bajando aún más, la envolvió hasta la cintura como en una capucha blanda y ligerísima y volvió a caerle en torno al busto.</p> <p>«¡Oh, qué cosquilleo! Lo noto, lo noto».</p> <p>«Basta, señora, basta, venga hacia aquí», murmuró Manunta, como violento.</p> <p>Pero de repente la antena se elevó y liberó a la señora Strobele. Fue un movimiento repentino, algo así como un gesto de asco.</p> <p>La mujer se atusó el pelo. Sonreía, pero estaba pálida.</p> <p>En aquel instante, por encima del vago zumbido que fluctuaba en derredor, se oyó la voz, aquel susurro flébil de antes. Se adensó, describió como una curva, tocó resonancias agudas y después bajó, se rompió en un breve chisporroteo de hipo, reanudó el hilo descendente y se apagó. ¿Gemido de máquina? ¿Chirrido de fricciones? ¿Vibración de algo que se crispaba y se relajaba?</p> <p>Guardaron silencio. Después Strobele:</p> <p>«Según usted, Manunta, que dice entenderlo: ¿qué ha dicho?»</p> <p>Manunta, sin hacer caso a su sonrisa irónica:</p> <p>«Pues, esta vez... no he entendido nada». Se quedó pensando: «Pero me ha parecido que se reía».</p> <p>«Tengo frío», dijo Olga Strobele.</p> <p>«¿Frío? ¿Con un día así?»</p> <p>«Sí, frío. Yo me vuelvo».</p> <p>«¿No te habrá dado miedo, ¿verdad? Es un jueguecito».</p> <p>Strobele parecía casi disculparse con Ismani:</p> <p>«Mejor sería decir: una estupidez superflua. Forma parte de las primeras instalaciones, eran aún experimentos. Por lo demás, Olga, vete a casa, si quieres. Yo me quedo a charlar con Ismani».</p> <p>Las dos señoras se fueron. Manunta las acompañó hasta la salida.</p> <p>Mientras abandonaban la terraza, de un chisme en forma de silo, a unos veinte metros más allá, llegó un clic metálico. Todos se volvieron de golpe, pero ya nada se movía, ni siquiera la antena del penacho.</p> <p></p> <title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em"> <p>XIII</p> </h3> <p></p> <p>«Desde hace muchos, pero que muchos, años, querido Ismani», dijo Endriade, «cuando era aún un jovencito, antes aún de licenciarme, siempre me ha obsesionado un problema: ¿tiene estricta necesidad del hombre la llamada luz del espíritu, para formarse y subsistir? Fuera de nosotros, ¿es todo oscuro por doquier? ¿O se puede crear ese fenómeno —interesante, me parece a mí— también en otras partes, con tal de que encuentre un cuerpo, un organismo, un instrumento, un recipiente idóneo?»</p> <p>Estaban los dos solos, en la sala de estar del chalet de Endriade. Un reloj de pared indicaba las dos y media. Había el gran silencio de la noche, pero con aquel vago zumbido de fondo, como el de una cascada lejanísima.</p> <p>«¿Un autómata, quiere usted decir?», preguntó Ismani.</p> <p>«Espere. ¿Ha pensado alguna vez en el extraño camino de la vida a través de miles de milenios? Al principio, ¿qué éramos? Protozoos, celentéreos. Existía sensibilidad, pero era rudimentaria. El espíritu, lo que se llama espíritu, no había nacido aún o, mejor dicho, era una llamita tan minúscula, tímida y vacilante, que la diferencia con el mundo vegetal apenas se notaba. Entendámonos, querido Ismani, ahora no hablo en términos científicos. Le presento como una parábola para que pueda usted hacerse una idea clara de todo el asunto. ¿Cree que no comprendo yo su curiosidad, su malestar, su escepticismo? ¿Para qué fin —se pregunta usted— todo este espantoso esfuerzo? Sería una locura o, peor aún, una estulticia criminal, haber levantado esta babel para obtener una caricatura de cerebro, un robot apto para hacer cálculos, registrar y recordar las impresiones, reír, llorar, estornudar, resolver los problemas. ¿Y entonces? Pues... mire, con el paso de los milenios, poco a poco la evolución, el progreso de las facultades raciocinantes o al menos de los reflejos condicionados o al menos de la sensibilidad... ¿me explico? En determinado punto de ese camino interminable,<i> voilà,</i> el fenómeno que yo considero la monstruosidad más asombrosa que registra la historia de la Creación».</p> <p>Ismani se rió:</p> <p>«¿El hombre?»</p> <p>«El hombre», confirmó Endriade, «en el cual con una rapidez precipitada, al cabo de pocos millones de años, podemos decir, se ha producido una deformación, un caso de gigantismo, una tumescencia que casi, casi dudo que estuviera comprendida en el proyecto inicial de la creación, en vista de lo poco que armoniza con todo el resto».</p> <p>«¿Una deformación?»</p> <p>«Sí. La masa cerebral resulta cada vez más imponente, la caja craneana se agranda, el sistema nervioso alcanza una complejidad que da miedo: en una palabra, la inteligencia del hombre se distancia cada vez más de la de todos los demás animales. ¿Quiere, querido Ismani, que en este caso hablemos de inspiración divina? Hablemos, pues. El fenómeno, considerado objetivamente, no cambia».</p> <p>«Pero yo no veo qué relación...»</p> <p>«Espere. Un paso más. El asunto resulta incluso obvio, pero tengo que decirle todo. Bien. Al desarrollarse anormalmente, el cerebro del hombre, su sistema nervioso y su sensibilidad en conjunto, en determinado momento... entró, querido colega, en escena un elemento imponderable, una prolongación incorpórea del cuerpo, una excrecencia invisible y, sin embargo, sensible, una protuberancia que carece de dimensiones precisas —de peso, de forma—, que, hablando científicamente, no sabemos con seguridad si existe siquiera, pero que tantos quebraderos de cabeza nos da: ¡el alma!»</p> <p>«Y el Número Uno sería...»</p> <p>«Un instante más de paciencia. Yo digo —y se trata del aspecto fundamental— que, si construimos una máquina que reproduzca nuestra actividad mental sin el estorbo de un lenguaje determinado, una máquina que elabore y resuelva los problemas con una rapidez infinitamente mayor que un hombre y con mucha menos probabilidad de errores, ¿podemos hablar de inteligencia? No. La inteligencia, para subsistir, necesita un mínimo de autonomía, de libertad, pero si, en cambio...»</p> <p>«Si, en cambio, construimos el Número Uno, ¿es eso lo que quiere usted decir?»</p> <p>«Sí, sí. Si construimos —oh, no digo que lo hayamos logrado— una máquina que tenga percepciones como nosotros, que razone como nosotros, que ya sólo sea cuestión de dinero, tiempo y esfuerzo, ¿por qué debería espantarnos? Si conseguimos construirla, ese producto famoso, esa esencia impalpable, el pensamiento —quiero decir—, el infatigable movimiento de las ideas que no descansan ni siquiera durante el sueño, más, más, no sólo el pensamiento, sino también su individualización, la permanencia de los caracteres, en una palabra, ese tumor compuesto de aire, pero que a veces nos pesa encima como si fuera plomo, el alma, el alma, se establecería, pues, en él automáticamente. ¿Diferente de la nuestra? ¿Por qué? ¿Qué importaría que el envoltorio estuviera hecho —en lugar que de carne— de metal? ¿Acaso no está viva también la piedra?»</p> <p>Ismani meneó la cabeza.</p> <p>«¡Debería estar aquí escuchándonos el cardenal Rissieri!».</p> <p>«¡Ojalá!», dijo Endriade sonriendo. «No hay ninguna dificultad teológica. ¿Acaso habría Dios de estar celoso? ¿Acaso no procede todo igualmente de él? ¿Materialismo? ¿Determinismo? Es un problema totalmente distinto. No es ni mucho menos una herejía para los padres de la Iglesia: al contrario».</p> <p>«La naturaleza profanada, dirían. El supremo pecado de orgullo».</p> <p>«¿La naturaleza? Pero, ¡si sería su máximo triunfo!»</p> <p>«¿Y después? Ese trabajo inmenso, ¿qué ventaja aportaría?»</p> <p>«El objetivo, querido Ismani, supera todo lo que el hombre haya intentado hacer jamás, pero es tan grande, tan maravilloso, que vale la pena dedicarle hasta nuestro último aliento. Piense en esto: el día en que este cerebro sea más grande, más potente, más perfecto, más sabio que el nuestro... ¿acaso no será más grande también?... ¿cómo decirlo?... yo no soy filósofo. A la sensibilidad sobrehumana y a la fuerza racional corresponderá también un espíritu sobrehumano. ¿Y acaso no será ese día el más glorioso de la Historia? Y entonces la máquina irradiará una potencia espiritual que el mundo nunca ha conocido, una corriente irresistible y benéfica. La máquina leerá nuestros pensamientos, creará obras maestras, revelará los misterios más ocultos».</p> <p>«¿Y si un día el espíritu del autómata escapara a vuestro mando y actuase por su cuenta?»</p> <p>«Eso es lo que esperamos. Sería la victoria. Sin libertad, ¿qué espíritu sería?»</p> <p>«¿Y si, con un alma a imagen y semejanza de la nuestra, se corrompiera como nosotros? ¿Se podría intervenir para corregirlo? ¿Y no conseguiría con su tremenda inteligencia engañarnos?»</p> <p>«Pero ha nacido puro, como Adán. A eso se debe su superioridad. No lleva consigo el pecado original».</p> <p>Guardó silencio. Ismani se rascó la barbilla, perplejo.</p> <p>«Y vuestra instalación, el Número Uno, sería...»</p> <p>«Exactamente. Es el intento y tenemos buenos motivos para considerar que... que...»</p> <p>«¿Qué razona como nosotros?»</p> <p>«Así lo espero».</p> <p>«¿Y cómo se expresa? ¿En qué lengua?»</p> <p>«En ninguna lengua. Toda lengua es una trampa para el pensamiento. Partiendo de los elementos primarios, hemos reproducido el funcionamiento de la mente humana. Hemos sustituido la descripción de la relación entre las palabras y las cosas nombradas por una descripción desde el punto de vista de la actividad. Es aún el viejo y genial sistema de Cecatieff. Toda combinación mental se representa en un gráfico que mantiene íntegramente su historia, aun permitiendo aprehenderla de una vez. Es la impronta misma del pensamiento, sin referencia alguna a esta o aquella lengua».</p> <p>«¿Y por qué medio?»</p> <p>«Hilo magnetizado. Gracias a ese hilo, se obtienen, con un sistema muy simple, los esquemas visibles».</p> <p>«¿Y para interpretarlos?»</p> <p>«Se trata de ejercitarse. Yo ya los leo más rápidamente que la prensa. Desde luego, eso representa una traba, pero no hay que olvidar el sonido, que ayuda. Por el hilo magnetizado, además de un gráfico visible, se puede obtener el sonido y, con una larga experiencia, se llega a entender».</p> <p>«Usted, Endriade, ¿lo entiende? Me imagino que será como un silbido o un gemido».</p> <p>«Exacto. A veces lo consigo. Es el sonido mismo del pensamiento, una sensación extraña, entusiasmante. Por lo demás, entender o no entender depende de una sensibilidad especial».</p> <p>«Pero a mí, por ejemplo, que soy un extraño, ¿cómo podría comunicarme algo este Número Uno?»</p> <p>«Ése es uno de sus cometidos, querido Ismani. Hay que hacer como un vocabulario de las operaciones mentales. Encontrar, en la medida de lo posible, la palabra correspondiente a cada una de las combinaciones de signos».</p> <p>«Y usted, Endriade, ¿cómo puede comunicar con la máquina? ¿Entiende nuestra lengua?»</p> <p>«Se comunican las órdenes, los mensajes, mediante cintas perforadas, pero no hay que excluir que ella, la máquina, comprenda, al menos en parte, nuestras palabras».</p> <p>«Sería monstruoso».</p> <p>«Lo entiendo, querido Ismani. Usted no se lo cree y, en cierto sentido, tiene todos los motivos del mundo. Ya verá, ya verá. Ya hemos avanzado mucho y lo lograremos, ahora no me cabe la menor duda. Lo más difícil ya está hecho. El camino que nos falta es el más fácil. Sí, lograremos crear el superhombre. Más aún: el demiurgo, algo así como Dios. Ésa, ésa es la vía por la que redimiremos por fin nuestra miseria y soledad».</p> <p>«Es como para sentir miedo. En determinado momento será materialmente imposible controlar lo que suceda en semejante cerebro».</p> <p>«Exactamente. Es lo que ocurre ya con nuestro Número Uno, pero no hay que preocuparse. Las premisas, creadas por nosotros, son sanas. Podemos dormir tranquilos con nuestros sueños».</p> <p>«¿Y él?»</p> <p>«Él, ¿qué?»</p> <p>«¿Duerme, de noche? ¿No descansa nunca?»</p> <p>«Dormir propiamente, me parece que no. Dormita, más bien. De noche toda su actividad está atenuada».</p> <p>«¿Disminuyen ustedes el suministro de energía?»</p> <p>«No, no, se aquieta por sí solo, exactamente como si estuviera cansado».</p> <p>«¿Y sueña también?»</p> <p></p> <title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em"> <p>XIV</p> </h3> <p></p> <p>Era un día bellísimo de junio. Hacia las diez de la mañana, mientras su marido estaba ocupado con Strobele y Manunta, quienes estaban iniciándolo en los secretos del Número Uno, Elisa Ismani, por no saber qué hacer, fue a ver a la señora Endriade.</p> <p>«Esto es muy bonito, en cierto sentido siempre hay alegría», le había dicho ya aquella primera vez, «pero para nosotras, las mujeres, ciertos días puede ser aburrido. Cuando le parezca, cuando no tenga nada mejor que hacer, venga a verme: a cualquier hora, incluso por las mañanas. Por las mañanas me ocupo de mis flores, ya verá qué arriates más bonitos».</p> <p>Se lo había dicho con un tono tan sincero y cálido, que entonces, al día siguiente, por decirlo así, de su llegada, Elisa Ismani fue a verla y precisamente por la mañana, aquella mañana memorable de junio.</p> <p>El chalet de Endriade se alzaba en la cumbre del empinado camino que subía por el prado. A la derecha, a un centenar de metros, se extendía, paralelo, el margen de la ciudadela secreta.</p> <p>La puerta de entrada estaba cerrada. Al no ver un timbre, Elisa esperó por si se oían voces dentro, pero no parecía que hubiera ánima viva.</p> <p>«¿Se puede? ¿Se puede?», preguntó, al final, en voz alta.</p> <p>«Adelante», respondió una voz de hombre con tono de fastidio.</p> <p>Empujó el batiente y entró. Era una gran sala de estar decorada con sencillez, casi desangelada: un par de sofás, algún silloncito de mimbre, un escritorio, algo así como un<i> trumeau,</i> y en las paredes algunas estampas antiguas. Nada más convencional, pero limpio y silencioso.</p> <p>«¿Se puede?», repitió Elisa Ismani, al no ver a nadie.</p> <p>Se abrió una puerta y apareció Endriade, sin corbata y con un jersey viejo.</p> <p>«Ah, buenos días, señora. Busca usted a Luciana, ¿verdad? Creo que está fuera, ahí, en el jardín. Ahora la llamo».</p> <p>Pareció cualquier cosa menos entusiasta de la visita: atareado, impaciente por irse a dedicarse a sus asuntos. En sus ojos, en sus movimientos, en su forma de hablar, había algo febril, como la primera noche en que se habían visto.</p> <p>«Póngase cómoda, por favor».</p> <p>Para sentarse en uno de los divanes, Elisa pasó junto al escritorio y su mirada se posó en un pequeño retrato fotográfico, con marco de plata, semioculto entre las pilas de carpetas y libros.</p> <p>Se quedó parada un instante, sorprendida. Se inclinó a mirar mejor.</p> <p>«Discúlpeme», dijo. «Habría jurado que... pero si es ella, ¡sólo puede ser ella!»</p> <p>«¿Quién?», dijo Endriade de improviso interesado.</p> <p>«Una vieja amiga mía: Laura, Laura De Marchi».</p> <p>Endriade se le acercó, inquieto.</p> <p>«¿La conocía?»</p> <p>«Claro que sí. Durante diez años vivimos juntas, podríamos decir: compañeras de escuela inseparables. Después se marchó con su familia a Suiza. Desde entonces no hemos vuelto a vernos, pero, ¿cómo es que...?»</p> <p>Endriade la miraba, trastornado.</p> <p>«Mi primera mujer», murmuró.</p> <p>«¿Por qué?»</p> <p>Elisa Ismani no sabía nada al respecto.</p> <p>«¿La conocía muy bien?», insistió Endriade.</p> <p>«Más que si fuera una hermana, pero ahora... Deben de haber pasado quince años por lo menos. Ahora ya nada. No he vuelto a saber nada de ella».</p> <p>Endriade permaneció absorto, como transportado por una ola de recuerdos. Después sonrió con dulzura.</p> <p>«Lauretta», dijo en voz baja, «Lauretta. Hace once años que desapareció».</p> <p>«No comprendo».</p> <p>«Murió: un accidente automovilístico».</p> <p>Guardaron silencio.</p> <p>«¿Era usted, Endriade, quien conducía?».</p> <p>«Era otro. Yo había pasado toda la noche esperando: como en un infierno. Después, al amanecer, sonó el teléfono. Me avisó la policía. Muertos en el acto, los dos: ella y el otro». Recalcó la última palabra.</p> <p>Elisa esperó sentir la aparición del dolor, pero no llegó. Lauretta, una imagen lejana, una fábula, algo que nunca había existido. Habían pasado tantos años.</p> <p>Pero tenía el dolor delante de ella: una cortina de sombra había caído sobre el rostro de Endriade.</p> <p>«El otro», dijo lentamente. «Usted, señora, me mira y yo sé en qué está pensando. El otro. ¿Cree que no lo sé, tal vez? ¿Cree que no lo sabía? Pero usted, que la conocía, dígame, diga: ¿se le podía reprochar?»</p> <p>Endriade le había cogido una muñeca y se la apretaba.</p> <p>«Probablemente se rieran de mí: aquel imbécil de Endriade, con la cabeza en las nubes y, entretanto, no se daba cuenta de que su mujer... ¡Ya lo creo que me daba cuenta! Al cabo de ni siquiera un año de matrimonio. Palabras ambiguas, alusiones, la carta anónima, infalible, y después la prueba: la prueba, verdad, a la que ninguna ilusión puede resistirse. ¿Qué más necesitaba yo? Pero yo... yo soy un cobarde, verdad. ¿Acaso podía prescindir de ella? Sólo la idea de perderla... ¡Ah, qué feliz era! Y no lo sabía».</p> <p>El gran Endriade, el genio, se dejó caer en un sofá, al tiempo que se cubría la cara con las manos, estremecido por los sollozos.</p> <p>Elisa se asombró de no sentir la menor turbación. Le parecía tan natural, aquella historia, tan propia del carácter de Laura.</p> <p>«Lo siento, Endriade, que haya sido culpa mía que...»</p> <p>El hombre alzó la cabeza. Tenía la cara iluminada como por una esperanza.</p> <p>«Pero usted, señora, me entiende, ¿verdad? Laura, Lauretta, ¿la recuerda? Una estupidilla. Eso es lo que era», y sonreía, bondadoso. «Sólo con verla, me bastaba, cuando volvía a casa por la noche. Sabía que me traicionaba constantemente... Mentía, sólo Dios sabe cuántas mentiras me contó y, sin embargo... me bastaba con verla: el sonido de su voz, aquella sonrisa suya de niña. ¿Recuerda, verdad, su sonrisa? La forma de moverse, de caminar, de sentarse, de dormir, de lavarse... Su tos, sus estornudos, ni siquiera eso me molestaba... ¿Mentía? Pero, ¿se puede decir que mintiera? Estaba hecha así. Cuando me sonreía, cuando se estrechaba contra mí, ¡qué mentira ni qué ocho cuartos! ¿Comprende usted lo que quiero decir?»</p> <p>«Oh, la recuerdo».</p> <p>«Criaturita. Animalito. Luz. Como un árbol. Como una planta con flores». Endriade hablaba ahora consigo mismo. «Y yo sabía, eso sí, lo horrendo que habría sido que ella se hubiera marchado... ¿Cobarde? ¿Fui cobarde? ¡Qué idiota es la gente! ¿Qué debería haber hecho? ¿De dos seres contentos hacer dos desesperados? ¿Con qué objeto? ¿Para la satisfacción de los bienpensantes? Malditos».</p> <p>Se recuperó. Miró a Elisa Ismani con una expresión nueva. La cogió de una muñeca, con dulzura, aquella vez.</p> <p>«Venga», se levantó. «¿Cómo se llama usted?»</p> <p>«Elisa».</p> <p>«Elisa, venga. Tenemos que hacernos amigos. ¿Me lo promete?»</p> <p>«Pues claro que sí».</p> <p>«¿Lo jura?»</p> <p>«Lo juro».</p> <p>«Amigos, verdad, hasta el punto de poder contárnoslo todo. Todo, ¿comprende?, hasta el fondo».</p> <p>Elisa Ismani se rió:</p> <p>«¿Algo así como una conspiración? Me da usted casi miedo, Endriade».</p> <p>«Una conspiración. Venga, Elisa. Tengo que enseñarle...»</p> <p>«¿Qué?»</p> <p>«Un secreto», dijo Endriade. Ardía de vitalidad. «Un secreto terrible, pero nada malo».</p> <p>«¿Lo dice en serio?»</p> <p>«Vamos», se acercó a una ventana y miró afuera. «Luciana está ahí, en el jardín. No sabe que usted está aquí. Tenemos tiempo. Vamos».</p> <p>Abrió una puerta. Se encontraron fuera, en una galería de cemento con barandilla que proseguía bordeando un macizo de rocas e iba a internarse, al cabo de unos cincuenta metros, en el muro perimetral del autómata.</p> <p>Endriade la precedía. A la mitad de la galería se volvió y se detuvo.</p> <p>«Dígame», dijo en tono enormemente serio: «si se la encontrara, ¿la reconocería?»</p> <p>«¿A quién?»</p> <p>«A Lauretta».</p> <p>«Pero, ¿no ha dicho que...?»</p> <p>«¿Que está muerta? Muerta y sepultada. Son ya once años. Pero, ¿la reconocería?»</p> <p>«Endriade, no sé qué pensar».</p> <p>Él no añadió nada más. Seguido de la mujer, prosiguió hasta el final de la galería. Allí, en el muro blanco, había una puertecita de hierro. Sacó un haz de llaves. Abrió. Pulsó un interruptor. Entraron en un pasillo angosto. Al fondo, había otra puerta de hierro. Abrió con otra llave. Desembocaron en una terracita.</p> <p>Elisa bajó los párpados, cegada por el esplendor del sol. Delante se extendía la inmensidad desierta e hirviente del Número Uno.</p> <p>Endriade estaba inmóvil. Miraba fijamente su ciclópea creación, como arrobado. Poco a poco los labios se plegaron en una sonrisa de alivio y murmuraron:</p> <p>«Lauretta».</p> <p>Los dos miraban y guardaban silencio, hasta que Endriade movió la cabeza, observó a Elisa Ismani y, agresivo y autoritario, la asedió.</p> <p>«¿La reconocería?»</p> <p>«Creo que sí».</p> <p>«Pues entonces, Elisa, entonces... ¿No la reconoce?»</p> <p>Un pensamiento le vino a la cabeza, tan absurdo, que duró una décima de segundo. Después la duda, preocupante, de que Endriade hubiera perdido la razón.</p> <p>«A ver, dígame. ¿No la reconoce?»</p> <p>«¿Dónde?»</p> <p>Algo tenía que responder.</p> <p>Endriade tuvo un arranque de impaciencia.</p> <p>«No, no. Si usted tiene miedo, dejamos de entendernos. No estoy loco. ¿La reconoce?»</p> <p>«Yo... yo... pero, ¿dónde?»</p> <p>«Ahí, ahí», con un gesto muy expresivo le señalaba el asombroso valle poblado de formas enigmáticas, donde hasta donde se perdía la vista sólo existían cosas inanimadas, en vertiginosas marañas de terrazas, aristas, torres, antenas, pináculos, cúpulas, geometrías desnudas y poderosas.</p> <p>«Yo no... no entiendo», dijo Elisa, precisamente porque empezaba a entender confusamente.</p> <p>«¿Y la voz?», la apremió Endriade. «Escuche. ¿Reconocería su voz?»</p> <p>Probó a escuchar. Como aquel día en que había entrado por primera vez en la monstruosa ciudadela, del profundo hormigueo del silencio, semejante a una culebra jovencita, se elevaba una débil voz. No se sabía si tenía un solo origen o muchos. Con extrañas inflexiones, pausas y variedades increíbles de timbres, fluctuaba y parecía que de un momento a otro estuviera a punto de articularse en palabras humanas, pero, al llegar al límite, todas las veces huía y se disipaba en un suspiro.</p> <p>«¿La oye? ¿La oye? ¿Es ella?» Endriade imploraba una respuesta.</p> <p>En aquel momento Elisa Ismani comprendió. La increíble realidad le inundó el alma y la hizo estremecerse.</p> <p>«¡Dios mío!», gritó y retrocedió.</p> <p>«¿Es ella?» Endriade la retuvo poniéndole las manos en los hombros, al tiempo que la zarandeaba. «¿Es ella? Hable, vamos. ¿La ha reconocido?»</p> <p>La había reconocido, sí. La amiga de los años remotos, la jovencita, la fresca y despreocupada criatura que en vida había difundido en derredor sólo alegría, la flor, la nubecilla, la niña, ahora yacía delante de ella, remota, en una alucinante reencarnación de dimensiones gigantescas. Endriade había creado el inmenso cerebro artificial, el robot, el superhombre, la inmensa fortaleza dotada de razón, a imagen y semejanza de la mujer amada. No había rostro ni boca ni miembros, pero en virtud de un obscuro encantamiento Laura había vuelto al mundo, cristalizada en una pavorosa metamorfosis. Aquellas terrazas, aquellos muros, aquellos pináculos, aquellos barracones eran su cuerpo. Elisa Ismani, pese a sentirse reacia a ese pensamiento, empezaba ahora a vislumbrar la diabólica semejanza. Cosas de locos, sí, pero al mismo tiempo el propio despliegue de las masas arquitectónicas, aquella líneas, aquellos salientes y entrantes traían a la memoria con fuerza recuerdos perdidos, había en ellos una correspondencia humana, una tierna y voluptuosa dulzura.</p> <p>Más aún: lentamente, de la maraña, aparentemente caótica, de muros, aristas, perfiles geométricos, salía una fisonomía, una expresión típica, algo alegre, gracioso, despreocupado y no era un establecimiento o una fortaleza o un taller o una central eléctrica, sino simplemente una mujer: joven, viva, fascinante. Estaba hecha de hormigón y metal, en lugar de carne y, aun así, era milagrosamente mujer: ella, Laura. Y seguía siendo hermosa, hermosísima, tal vez más que cuando estaba viva.</p> <p>Endriade, febricitante, a su lado, anhelaba una confirmación.</p> <p>«¿Ha visto, Elisa? La ha reconocido, ¿verdad? ¿Y la voz? ¿No es la suya?»</p> <p>Elisa dijo que sí con la cabeza. Pese a estar hecha de elaboraciones electrónicas, de vibraciones artificiales, de materia gélida, era la voz de ella, Laura, que no pronunciaba palabras, sino tonos inarticulados. Como si la hubieran amordazado o hablase con la boca cerrada o se expresara con sus simpáticos versos de niña. Era algo a un tiempo casi divino y espantoso.</p> <p>«Elisa, ¿comprende usted?»</p> <p>«¿Qué?»</p> <p>«Quiero decir si consigue descifrarlo, el sentido de lo que dice».</p> <p>Pese a ser una mujer fuerte y decidida, la impresión causada en Elisa Ismani era demasiado violenta. No resistió. Buscó un apoyo.</p> <p>«No, no», dijo con un jadeo que preludiaba el llanto. «No puedo creerlo. ¡Pobre Laura!»</p> <p></p> <title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em"> <p>XV</p> </h3> <p></p> <p>«La primera idea. Han pasado once años. Yo estaba en la oscuridad: oscuridad en derredor, de día y de noche. Ella había dejado de existir. ¿Comprende, Elisa? ¿Qué podía ser yo ya? El sol se había apagado. Vagaba, como un sonámbulo. Estaba convencido de ser desdichado. Estaba convencido, digo. En realidad, no había entendido nada. Muy diferente es la infelicidad verdadera, la desesperación que nos horada por dentro. Creía, sí, que estaba destruido, ¡y tal vez, tal vez —resultaba horrible tan sólo pensarlo— fuera por fin libre!</p> <p>»Pero el hombre está condenado a atormentarse, no ve los consuelos ofrecidos, ahí, al alcance de la mano, necesita fabricarse siempre nuevas angustias: al menos, yo. Ahora, pero es tan difícil que usted consiga entenderme, ahora aquellos tiempos, en los que me parecía estar acabado, los añoro. Laura había muerto. Yo estaba solo, pero... Después se lo diré, se lo explicaré. Me imaginaba que era el hombre más desgraciado de la Tierra y buscaba algo a lo que aferrarme.</p> <p>»El estudio. Me sumí en el estudio. Día o noche, ya no había diferencia: como un poseso. No comprendía, idiota de mí, que estaba salvado, que se había acabado la obsesión por Laura. ¡Si era capaz de trabajar como en los buenos tiempos!</p> <p>»Y precisamente por aquellos días me llamaron para que acudiese al Ministerio con el máximo secreto. El famoso proyecto. Era el plan de... del Número Uno, digámoslo así. Dormía traspapelado desde hacía al menos siete años, lo habían dejado engullir por el polvo.</p> <p>»Me llaman y me dicen que ha llegado el momento. Ah, debo reconocer que se les habían ocurrido ideas grandiosas a los del Ministerio: sin límite de gastos, ¿comprende? Los miles de millones ahí, ante mí, como piedrecitas, a pedir de boca: el viejo sueño, pero ya... ya me resultaba del todo indiferente. Así estamos hechos los hombres, carne infeliz».</p> <p>Estaban solos, Endriade y Elisa Ismani, en el bosque. Tras salir de la ciudadela del robot, habían subido caminando por los prados hasta la linde del bosque. Se internaron en la sombra.</p> <p>«Estaba conmigo Aloisi, más joven que yo: un genio, un tipo romántico, peor que yo. Conocía a Laura. La conocía muy bien, ¿comprende? Qué hombre más apuesto era: un Sigfrido o un ángel, parecía, y yo sentía que entre Laura y él... En cierto sentido, era fatal, pero como otras —tantas— veces, yo callaba y él también. Después ella murió. ¿Podía odiarlo entonces?»</p> <p>Suspiró.</p> <p>«Construir el superhombre: igual a nosotros y más perfecto. En el punto al que habíamos llegado, parecía una inmensa labor de paciencia, pero, ¿y la llamada conciencia? ¿La conciencia de los sentimientos y deseos? ¿El centro del alma?</p> <p>»Fue Aloisi el que dio el paso decisivo: un gran invento. En un espacio mínimo, encerrada la esencia de la criatura, el carácter, la impronta misteriosa que nos hace diferentes unos de otros. Al verlo, en comparación con el resto, parece una cosa ridícula: un huevo de cristal de un par de metros de alto. Ya lo verá: con la obra maestra de la ciencia dentro. Yo mismo no conozco el secreto. Aloisi se lo llevó a la tumba. No hemos podido encontrar sus papeles, apuntes.</p> <p>»Recuerdo el día en que me habló de ello la primera vez. "¿A quién debemos traer al mundo?", me preguntó y parecía que bromeara. "¿Un hombre? ¿Una mujer? ¿Un conquistador? ¿Un santo?".</p> <p>»Mi terrible idea fija, mi obsesión estaba ahí, al acecho. ¿Podía dejarse escapar la increíble oportunidad? Por primera vez en la historia del mundo se podía... recuperar tal cual a una persona muerta, ¿comprende, Elisa?, ya sin el cuerpo anterior, pero, cuando se ha llegado a determinado extremo de dolor, ¿qué importa el cuerpo? «A Laura», le dije, «¿puedes rehacer a Laura?».</p> <p>»Aloisi me miró. Recordaré por siempre jamás aquellos ojos de arcángel: ¡qué destello! Había la añoranza, el miedo, la esperanza, la misma esperanza, si bien la mía era mayor.</p> <p>»Fueron meses de locura. Hacía un año que me había vuelto a casar, pero no por amor, con Luciana, quien había sido durante tanto tiempo mi ayudante, buena y fiel. Sin ella, a saber si habría podido seguir adelante después de la desgracia. No me pedía nada: sólo adorarme. Ni siquiera sé si, al casarse conmigo, ha sido feliz. Todo fue tan natural y simple: un gran corazón, he de decirlo. ¿Celosa de mi dolor? Pues... tal vez haya procurado ocultarlo siempre.</p> <p>»Al verme reanudar el trabajo, ella, Luciana, creyó que yo me había liberado, pero yo trabajaba para recuperar a Laura. Menuda bromita, ¿no? Es innoble: una mentira cien veces peor que las que inventaba Lauretta para... Luciana aún no sabe nada. ¡Ay, si se enterara!</p> <p>»Basta. Sería absurdo que intentase explicarle cómo está hecho el Número Uno. La primera gran dificultad fue la de organizar las facultades raciocinantes que funcionaran con valores abstractos. Ésa fue la base, pero, precisamente por ser lógica, la construcción resultó relativamente sencilla. Más difícil era el injerto de los datos sensoriales. En aquel punto todo se complicó espantosamente. No sólo había que registrar en los archivos cada uno de los estímulos, visuales, sonoros, táctiles, etcétera, sino también conectarlos con todos los demás núcleos sensoriales y, por tanto, asimilarlos, evaluarlos y situarlos en un marco racional, someterlos a un juicio crítico. Después, podía derivarse de ellos o no un impulso para la acción, pero, ¿me sigue usted, Elisa? Temo que usted...»</p> <p>«Que sí, que sí. Es enormemente interesante».</p> <p>«Después se planteó el problema de la libertad. Si queríamos crear un pensamiento autónomo, en determinado momento había que abandonarlo a sí mismo: determinismo, en efecto, pero la determinación no podía proceder sólo de nosotros. Si no, ¿qué quedaba? Una máquina esclava y pasiva.</p> <p>»Por lo demás, en determinado momento, dejar a la criatura a merced de sí misma era, en cualquier caso, inevitable. En determinado momento, después de haberle dado todos los órganos idóneos, tuvimos que renunciar al control de todos los pasos sucesivos. Aparte de la vertiginosa complejidad de los elementos en juego, después de cierto límite se notaba, por parte del autómata, como un capricho, arbitrio, libre elección. Al menos no hay mente humana apta para seguir el curso de sus pensamientos: tanto más cuanto que nosotros, en determinado momento, podemos pensar una sola cosa, mientras que nuestro animalito está en condiciones de desarrollar al mismo tiempo hasta siete operaciones mentales independientes unas de otras y, aun así, reunidas en una sola conciencia.</p> <p>»En una palabra, de repente se perdía el hilo y no quedaba otro remedio que registrar el comportamiento de la máquina, así como en el Carso se ve sumirse el río en una espelunca para después reaparecer a la luz unos kilómetros más allá, pero nadie está en condiciones de saber lo que ha hecho el agua entretanto.</p> <p>»Ahora bien, Elisa, ¿se ha preguntado usted alguna vez dónde nace nuestro sentido de la libertad? ¿Cuál es su origen último? ¿La condición primordial e indispensable que nos hace sentirnos, incluso en la cárcel, incluso con enfermedades mortales, dueños de nosotros mismos y sin la cual no nos quedaría otra solución que enloquecer?»</p> <p>«Dios mío», dijo Elisa Ismani. «Nunca he pensado en esos enigmas, lo confieso».</p> <p>«Quiero decir», dijo Endriade, «que la vida nos resultaría insoportable, incluso en las condiciones más felices, si se nos denegara la posibilidad del suicidio. Nadie lo piensa, claro está, pero, ¿se imagina en lo que se convertiría el mundo, si un día se supiese que nadie podía disponer de su propia vida? Una galera espantosa. Locos nos volveríamos».</p> <p>«Entonces, ¿también a su máquina?»</p> <p>«También a ella. Para que pudiera vivir como nosotros, debía tener la facultad de aniquilarse».</p> <p>«Pero, ¿cómo?»</p> <p>«La cosa más sencilla para ello: una buena carga de explosivo, que pudiera activar».</p> <p>«¿Y se la dieron?»</p> <p>Endriade bajó la voz.</p> <p>«Se lo hemos hecho creer. El dispositivo existe, pero, en lugar de tritol, hay una sustancia inofensiva. Basta con que ella no lo sepa. Con su temperamento, Lauretta, en un arranque de rabia, sería capaz de...</p> <p>»Y llegó el día X», continuó Endriade, «el momento decisivo en que el ser creado por nosotros se movería por sí solo, abandonado a sí mismo, y nosotros ya no podríamos intervenir.</p> <p>»Hasta aquel día era tan sólo un montón de mecanismos y circuitos, un vulgarísimo cerebro electrónico. A partir de entonces el núcleo ideado por Aloisi, la célula de la personalidad, el huevo de cristal al que me refería, la esencia íntima de la criatura, entraría en acción. A partir de ahí, mediante el equilibrio automático de las compensaciones inerciales, irradiaría la luz de la conciencia, con la capacidad de gozar y sufrir, pero, ¿habría algún error? ¿Serían exactos los cálculos? ¿Qué sucedería realmente? ¿Quién vendría al mundo? ¿Laura o un ser desconocido e imprevisible?</p> <p>»Bastaba con bajar la palanca de un interruptor: un momento difícil, me parece a mí. Todos conteníamos la respiración».</p> <p>«Pero, ¿sabían los otros», preguntó Elisa Ismani, «lo de Laura?»</p> <p>«Sólo Aloisi y yo. Para los demás, era simplemente el Número Uno».</p> <p>«¿Quién bajó la palanca?»</p> <p>«Yo, con esta mano, y pensaba: "Laura, Laura, dentro de un instante tal vez estés de nuevo aquí con nosotros"».</p> <p>«¿Y después?»</p> <p>«Aparentemente, nada. Los millones de circuitos recibieron la corriente, los hilos magnetizados empezaron a girar en las bobinas, obteniendo y comunicando informaciones. Sólo se oyó, por todo el valle, como un zumbido. Era tal la ansiedad, que yo pensaba que no lo contaría.</p> <p>»Después hubo como un obstáculo, cesó el zumbido, por un momento pensé que todo se había ido al traste. Miré a Aloisi, que estaba junto a mí. Comprendió. Movió la cabeza. Sonreía.</p> <p>»En aquel momento, se reanudó el murmullo. Era como una respiración inmensa. El autómata, el Número Uno, la criatura comenzaba a vivir, pero, ¿era Laura o un X cualquiera?</p> <p>»Manunta —lo recuerdo— me trajo los primeros datos procedentes del robot. Es un asunto largo de explicar. Imagínese una cinta con muchas pequeñas líneas horizontales, de diferente longitud y dispuestas de diversas formas. Es la representación gráfica de las actividades mentales. No es un idioma. Es la señal misma del pensamiento: un lenguaje absoluto, un asunto complicado, eso sí. Para leerlo, hace falta una grandísima experiencia: hasta ahora. En el futuro, tal vez se encuentre la forma de traducirlo automáticamente a un idioma. Eso es precisamente lo que me gustaría que hiciese Ismani, su marido.</p> <p>»Bien. Miré aquellas primeras cintas, poco impresionantes, a decir verdad: algunas noticias genéricas, descripciones del tiempo, avistamiento de un avión y de algo así como un águila, rectificación de un cálculo realizado dos días antes, porque desde hacía cierto tiempo el Número Uno ya funcionaba para la indispensable puesta en marcha, pero carecía aún de conciencia, por decirlo así, sin la correlación simultánea de todas las actividades.</p> <p>»En aquel momento hubo, mire por dónde, algo que ni siquiera esperábamos: la voz. Es un fenómeno en gran parte inexplicable. No nos habíamos ocupado de dar a la máquina un órgano vocal: eso podía servir, si acaso, para el gran público, como en los robots de verbena, un virtuosismo técnico, nada más, pero para nuestro objetivo carecía de utilidad.</p> <p>»Y, sin embargo, aún no sabemos cómo, llegó una voz. Usted, Elisa, la ha oído. No es el sonido inevitable de miles y miles de mecanismos en movimiento. Es algo propio, una vibración autónoma que nace al mismo tiempo y con igual intensidad de varios compartimentos: ora aquí ora allá.</p> <p>»Al principio pensé en una avería. Después me pareció reconocer el tono, el timbre, la expresión. La experiencia más intensa de mi vida. Sonidos inarticulados. No tenía la más remota idea de lo que significaban, pero reconocí a Laura.</p> <p>»Elisa, ¿tiene presentes ciertas músicas electrónicas en las que la voz humana, las palabras, se transforman y ya no se las capta, pero permanece la expresión e incluso resulta acentuada al máximo? Los vocablos, las frases no existen y, sin embargo, la música lo dice todo igualmente. No es la expresión vaga y polivalente de la música clásica, sino una expresión extraordinariamente precisa, más exacta aún, en cierto sentido, que una expresión articulada normal.</p> <p>»Así era la voz y al instante la puse en relación con las manifestaciones del pensamiento en el hilo magnetizado a partir de las fórmulas de Cecatieff y entonces me pregunté: ¿no corresponderá por casualidad esta voz incomprensible a esos impulsos? En seguida hicimos la prueba. Bastaba plasmar en sonido la banda magnetizada y el resultado fue impresionante: el mismo sonido idéntico.</p> <p>»Pero lo que iba registrándose en los hilos no coincidía con las modulaciones de la voz. La voz era algo independiente. No dejaba huellas en los archivos. ¿Qué decía?</p> <p>»Eso se remonta a hace unos diez meses. Puede usted imaginarse cómo me empeñé entonces en llegar hasta el final: descifrar aquella voz, un esfuerzo bestial. Primero interpretar, a partir de nuestro módulo, los hilos magnetizados normales del autómata y hasta ahí se trataba de una operación prevista. Una vez obtenido el sentido, obtener un efecto fónico de los propios hilos. Poner en correlación aquellos sonidos informes con el significado ya conocido. Encontrar las correspondencias, ejercitar el oído para captar los menores matices. Algo así como cuando se aprende inglés. Entre las palabras escritas y las palabras pronunciadas parece que no haya el menor sentido. Después, poco a poco, nos vamos habituando. Desde luego, era cien veces más difícil y abstruso, pero lo logré».</p> <p>«¿Y ahora usted lo entiende todo?»</p> <p>«Casi».</p> <p>«¿Y sólo usted lo entiende? ¿Nadie más?»</p> <p>«Manunta, sí. No exactamente como yo, pero casi. Manunta es un hombre excelente. Me estima. Nunca me traicionará».</p> <p>«¿Y Strobele?»</p> <p>«¿Strobele? Creo que usted ya se habrá dado cuenta: un técnico estupendo, Strobele. Sin él no habríamos podido alzar el vuelo. Un planificador perfecto. En todo lo demás, un perfecto imbécil. ¿Cómo quiere usted que entienda estas cosas?»</p> <p>«¿Y Aloisi?»</p> <p>«Estoy convencido de que Aloisi comprendía la voz al menos como yo, pero nunca me lo dijo y yo ni siquiera se lo pregunté. No se ría: entre nosotros dos, Aloisi y yo, lo que nos separaba era de nuevo Laura, pero Aloisi se mató en la montaña. Tal vez fuese mejor así».</p> <p>«¿Y usted reconoció a Laura en seguida?»</p> <p>«En seguida. Para mí y probablemente también para Aloisi, fue la emoción más intensa de la vida. De esa horrenda fortaleza fabricada con números salía el sonido de una mujer, de aquella única mujer que durante años había devorado mis pensamientos.</p> <p>»Por un momento, lo confieso, me sentí casi un dios. De la nada, de la materia muerta, ¡lograr sacar una criatura! Junto a mí estaba Aloisi y me miraba, me miraba, pero sin alegría, sin expresión alguna de triunfo.</p> <p>»"¿Qué te ocurre?", le dije. "¿No la reconoces? Es su voz, ¿no?" Él se quedó perplejo. "La voz, sí", dijo, "pero no es ella".</p> <p>»¿Qué quería decir? La voz era de Laura. Sólo la voz. El resto, lo que vulgarmente llamamos personalidad, era de otra, de un ser ignoto, indiferenciado o, mejor dicho, en conjunto era ella, pero aún faltaba algo, el signo, aquella misteriosa esencia que hace de cada uno de nosotros un ser único en el mundo.</p> <p>»¿Renunciar? ¿O recomenzar todo desde el principio? Confieso que sin Aloisi habría abandonado la batalla, pero él conocía a Laura como yo, tal vez mejor que yo. Nos encerramos ahí abajo, en los laberintos del autómata. Mandamos cerrar todo y el Número Uno volvió a ser algo átono y muerto.</p> <p>»Y ahora aquí resulta imposible explicarle, querida Elisa, qué clase de trabajo fue: como retocar un cerebro, como rectificar un alma. El error había sido reconstruir a Laura como me habría gustado que fuese: buena, fiel, apasionada, es decir, diferente de como era. Para que fuese de verdad Laura, había que ponerle el veneno, las mentiras, la listeza, la vanidad, el orgullo, los deseos demenciales, todo lo que me había hecho sufrir tanto. En una palabra, para recuperarla, a mi Laura, debía recomenzar la infelicidad.</p> <p>»Y mire por dónde... Lo recuerdo, era un atardecer de febrero, todo estaba cubierto de nieve, empezaba a llegar la oscuridad y yo estaba en mi estudio, en casa. De improviso, el sonido del monstruo, de nuestra creación, que volvía a empezar a vivir, y la voz, su voz, la de Laura, otra vez.</p> <p>»De golpe, sentí aquí, en la boca del estómago, como unas tenazas de fuego, una inquietud, un tormento, una desesperación: el amor.</p> <p>»Entonces sí que era ella, por fin, Laura. No podía equivocarme, había comenzado de nuevo a sufrir».</p> <p>«¿Tanto la amaba?»</p> <p>«Desde el primer día», dijo Endriade. «No volví a tener paz. Noviazgo, boda, vida en común: nada sirvió para quitarme el tormento. Verla, tocarla, sentirla a mi disposición a cualquier hora del día y de la noche no bastaba. Era lejana, extranjera, encerrada en deseos y pensamientos inaferrables. Ella reía, bromeaba. Nada. Yo no encontraba sosiego. Muy sencillo: yo la amaba y ella a mí no.</p> <p>»Y entonces volvía a comenzar el suplicio. De nuevo la sentía cercana, palpitante, extraña e inalcanzable. Estaba cerrada en la hermética ciudadela del Número Uno, no podía moverse, no podía huir, no podía traicionarme, salvo con el pensamiento, y, sin embargo, el ansia era idéntica a la de otro tiempo, cuando Laura era de carne.</p> <p>»Usted, Elisa, tal vez no haya pasado por una experiencia similar. Perder la cabeza por una persona que nunca podrá ser completamente suya y no pensar en otra cosa, sin un respiro, día y noche: con los nervios siempre tensos, sin un instante de descanso nunca. Y las dudas, las imaginaciones, las sospechas de toda clase, como agujas que entran en el cerebro a traición.</p> <p>»Incluso en este momento, en que le hablo, en este bosque tranquilo: una inquietud, una suspensión del corazón. Ella, Laura, está ahí, en el cañón, inmóvil, yo soy su dueño absoluto, pero, ¿acaso sé lo que piensa? ¿Qué piensa de mí? Ha aprendido a mentir. Es tan astuta, que puede engañar incluso a los registradores magnéticos. Ha escapado a nuestro control. Nunca podremos alcanzar sus pensamientos secretos. Y yo aquí, ya me ve usted: yo, miserable, esclavo, demente...».</p> <p>«Endriade, en toda esta historia hay algo que no consigo entender. Su instalación corre a cargo del Ministerio de Defensa, ¿no? ¿No debería servir para la guerra?»</p> <p>»Sí, claro. Nos proponíamos lograr una capacidad de cálculo y no sólo eso, sino también un poder de intuición superior a la mente humana y resolver, así, problemas que aún son tabú. Podría citar decenas de ellos. La difracción artificial del terreno, por ejemplo, con lo que se podrá construir, a lo largo de una linde y sin límite de altura, una muralla invisible, y ya puede usted estar segura de que el Número Uno nos dará algo».</p> <p>«Pero, ¿cómo es posible?», dijo Elisa. «Si el Número Uno posee esa tremenda capacidad de cálculo, entonces no puede ser Laura o bien es Laura y en ese caso yo diría que no les permitirá avanzar en materia de cálculo».</p> <p>«En una palabra, ¿piensa usted, Elisa, que yo he traicionado a la Patria? Podíamos llegar a ser la nación más poderosa del mundo, una fuerza invencible, y yo, con mi manía del amor, lo he arruinado todo. Podíamos tener el cerebro más genial de la creación y en cambio... un simulacro de mujer, de mujercita caprichosa. ¿Es eso lo que piensa?»</p> <p>«Un poco».</p> <p>«Ésa era, de hecho, nuestra preocupación. Por ambicionar demasiado, existía la posibilidad de no obtener ni una cosa ni la otra: ni el cerebro formidable ni el retrato de Laura. Por fortuna, no ha sido así.</p> <p>»¿Me entiende, Elisa? Lo hemos conseguido. La personalidad de Laura convive con algo así como un supremo genio matemático. Lo hemos conseguido. Imagínese si hubieran venido aquí esos chulos del Ministerio y hubiesen dicho: "Ánimo, Número Uno, ¿cuánto es la raíz cúbica de siete nueve siete cinco siete nueve elevada a la vigésima cuarta potencia?", y el Número Uno hubiera respondido con melindres...».</p> <p>«Pero yo no veo a Laura de profesora de Matemáticas Superiores», dijo Elisa Ismani.</p> <p>«El cerebro de Einstein, en comparación con el suyo, se lo aseguro, era una cajita de cerillas y, sin embargo, es Laura, ella, mujer hasta la raíz de... Dios mío, hasta las raíces de los muros... ¿Por qué me mira así? ¿Me considera loco?»</p> <p>«Perdone, Endriade. Todo esto es tan fantástico».</p> <p>Se tumbó sobre la raíz de un abeto. En derredor, la alfombra de agujas secas, ramas secas, rastros de hormigas. Aquí y allá, relucientes motitas de sol se desplazaban con los soplos del viento sobre las plantas. Por encima de ellos, un pajarito llamaba y llamaba, insistente. ¿A quién llamaba? Y más allá, fuera del bosque, en el cañón, aquel misterioso rumor, tal vez de ella, lejano zumbido de vida joven.</p> <p>Levantó la cabeza para volver a mirar a Endriade, aquel hombre extraordinario y desesperado. Sonrió.</p> <p>«¿Y ahora? ¿Sigue sintiéndose desdichado?»</p> <p>Él se pasó una mano por la frente.</p> <p>«No sé. En ciertos momentos me parece haber vuelto a empezar a vivir, pero no ha desaparecido esa perenne inquietud y, además, es que tengo miedo, miedo...»</p> <p>«Miedo, ¿de qué?»</p> <p>«Miedo de todo. Miedo de enemigos desconocidos. ¿Cree usted que en el extranjero no están enterados de nuestra empresa? Agentes, espías, sicarios. Me parece oír su jauría zumbar alrededor: como un ejército de termitas que roen y roen para entrar y destruir. Muros, barreras, puestos de guardia, dispositivos de alarma, redes de alta tensión: ¡pamplinas! Yo no me fío y, además, no es sólo eso. Me aferró al miedo a los atentados para no pensar en el otro».</p> <p>«¿Cuál otro?»</p> <p>Endriade movió la cabeza, sus grises cabellos ondearon de aquí para allá. Golpeó con rabia el suelo con un pie.</p> <p>»Usted y yo nos conocemos desde hace pocos días. No sabemos nada el uno del otro. Dos viajeros que se encuentran en un compartimento ferroviario, por unas horas, mientras el tren corre y corre. Y aquí me tiene usted contándole los más celosos secretos de la vida, confesándole mi perdición. Oh, Laura, Laura, ¡no consigo creer aún que ha vuelto!... Por obra mía. Y si... si...»</p> <p>«Creo que puedo ser amiga suya», dijo Elisa con dulzura.</p> <p>«Si... si...», dijo lentamente Endriade, absorto, «si el milagro se realizara hasta el fondo, si en esta Laura reconstruida por nosotros trocito a trocito, célula a célula, se introdujese el alma de la verdadera Laura, el alma que hasta ahora vagaba por la Tierra y por los cielos, tal vez. Quiero decir: ¿y si esta Laura nuestra, arrancada de la tumba con nuestros trucos matemáticos, esta Laura artificial, que Aloisi y yo construimos feliz, alegre, despreocupada, que difunde en derredor —lo habrá advertido usted, espero— una corriente de alegría, vitalidad, juventud, llegara a ser la auténtica Laura hasta el fondo, si poco a poco volviesen a ella los recuerdos de la primera vida? ¿Y los deseos? ¿Y los remordimientos? Y entonces calibrara la horrible condición en que se encuentra ahora, transformada en una central eléctrica, clavada a las peñas, mujer sin cuerpo de mujer, capaz de amar, pero sin posibilidad de ser amada, salvo por un loco como yo, sin una boca que besar, un cuerpo que estrechar, una... ¿Comprende, Elisa, qué infierno se volvería entonces su vida?»</p> <p>«Pero eso es absurdo. ¡Ay de usted, querido, si hace caso de esas fantasías insensatas! Usted ha traído al mundo una criatura. Nadie en el mundo ha hecho nada igual nunca: ni siquiera los emperadores, ni siquiera los santos. Sólo eso debe bastar. ¿Quién ha tenido jamás una victoria semejante?»</p> <p>También Endriade se sentó al pie del tronco. Se le estaba aclarando la cara. Sacó del bolsillo una cajetilla arrugada de cigarrillos.</p> <p>«¿Fuma?», preguntó a Elisa.</p> <p>«No, gracias, nunca fumo».</p> <p>Las lucecitas del sol en el terreno se apagaron. Una nube estaba pasando por delante del sol. Endriade encendió.</p> <p>Elisa Ismani preguntó:</p> <p>«Pero esta Laura le querrá un poco, digo yo».</p> <p>Endriade la miró fijamente:</p> <p>«¿Quererme a mí?»</p> <p>Meneó la cabeza.</p> <p>«¿Y usted cómo se las arregla para hablarle?»</p> <p>«¿Hablarle? Son mensajes con números o gráficos mentales, como decimos nosotros. Nada comprometedor. Quedan todos registrados en los archivos. Mañana podrían ser reconstruidos con la máxima facilidad: por una comisión de investigación, por ejemplo. Ya me la veo yo llegar, un día de estos».</p> <p>«Y entonces esta Laura, ¿no sabe nada de usted?»</p> <p>«¡Quién sabe! No le hemos enseñado nuestra lengua, eso no. Habría sido inútil, tal vez peligroso incluso. El lenguaje —ya se lo he dicho, me parece— es una trampa para el pensamiento humano, pero desde hace un tiempo...»</p> <p>«Diga, diga, Endriade».</p> <p>«Desde hace un tiempo —pero tal vez sea sólo la esperanza— tengo la impresión de que, cuando nosotros hablamos, ella entiende. En el fondo, teóricamente, para descifrar cualquier expresión de cualquier lengua, le hemos proporcionado el instrumento mental, necesario y suficiente».</p> <p>«¿Quiere decir, Endriade, que puede entender nuestras expresiones?»</p> <p>«Espero que sí. Me temo que sí».</p> <p>«Y ella, Laura, ¿qué dice?»</p> <p>«Laura piensa en Strobele. Se ha enamorado de ese imbécil. ¿Cómo podía ser de otro modo? Laura sigue siendo Laura. Y, además, es que esta vez, entendámonos, yo ya no soy su marido. Soy su padre. Yo la he traído al mundo. Padre, marido y enamorado de la misma mujer. Bonita situación, ¿no?» Tiró el cigarrillo, que cayó y siguió humeando lentamente. «Por lo demás, ¿qué importa que no me ame? ¿Que no sepa siquiera quién soy? ¿Que no sepa siquiera que existo? ¿Qué importa? Con tal de que esté contenta...»</p> <p>«¿Tanto la quiere?»</p> <p>«Por desgracia, sí».</p> <p>«¿Y Strobele?»</p> <p>«Strobele. No me hable. ¿Qué quiere que entienda, ese idiota, de estos misterios adorables? Pero ésta es la ley. Ama, si quieres que no te amen. Ella perderá siempre la cabeza por quien ni siquiera la mire». Volvió a ponerse en pie con esfuerzo. «¡Pobre Strobele! ¡Ser amado por la primera criatura humana creada por el hombre! Pero él, por fortuna, no entiende».</p> <p>Endriade miró el reloj de pulsera.</p> <p>«Las doce y cuarto. Es tarde. A ver qué va a pensar Luciana. ¿Vamos?»</p> <p>En aquel momento se alzó el murmullo lejano del valle hechizado, inmerso en el silencio de la naturaleza. Hubo en él extrañas pausas, cada una de ellas seguida de una aceleración, de un jadeo, como quien respira, pero no le basta el aire y engulle ávidamente y siente un plomo en el pecho y se empieza a temer su muerte.</p> <p>Endriade se quedó muy callado, parecía un evadido que, seguro ya de su libertad, de improviso oye los pasos de los esbirros.</p> <p>«¿Qué ocurre, Endriade?»</p> <p>Él ya no hacía caso de ella. Miraba en derredor, sobresaltado y con angustia.</p> <p>«¡Dios santo!», era un gemido. «¿No oye? ¿Qué le habrán hecho?»</p> <p>Silencio. Después una voz humana que llamaba. «¡Profesor Endriade, profesor!»</p> <p></p> <title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em"> <p>XVI</p> </h3> <p></p> <p>Aquella misma mañana —faltaba poco para el mediodía y en los prados los insectos hacían un zumbido ininterrumpido—, Giancarlo y Olga Strobele bajaron por los prados hasta la orilla del Turiga, el plácido río que bordeaba en la base los muros perimetrales del Número Uno. No había casetas ni vestuarios, no hacían falta, el campo en derredor estaba desierto.</p> <p>Por un exceso de pudor, Strobele, vestido sólo con camiseta, pantalones blancos y sandalias, fue a desnudarse detrás de un matorral de avellanos.</p> <p>Puritano como era, en cuanto estuvo en calzoncillos, como si exponer su cuerpo al aire libre le diese una sensación de vergüenza o de pecado —y eso que en conjunto era un hombre apuesto—, no se entretuvo en la orilla, sino que se zambulló inmediatamente.</p> <p>Cuando emergió de las aguas lisas, verdes y profundas, se volvió hacia la orilla en espera de que también Olga se tirara, pero lo que vio lo dejó pasmado.</p> <p>A contrasol, tan esbelta como cuando era adolescente, Olga estaba de pie en la orilla, completamente desnuda.</p> <p>Con los brazos alzados para ajustarse el<i> chignon, </i>ofrecía sin inhibición a él, al sol y a la naturaleza, la vista de su bellísimo cuerpo y sonreía de bienestar.</p> <p>«Venga, Olga, ponte el bañador», gritó él, mientras flotaba de espaldas con lentas brazadas.</p> <p>«No lo tengooo», respondió ella imitando a las niñas caprichosas. «Lo he olvidado en casa».</p> <p>«Entonces vuelve a vestirte y ve a buscarlo».</p> <p>La voz se había vuelto dura.</p> <p>«Ni lo sueñes. ¿Quién puede verme aquí? No deberé tener vergüenza de ti, espero».</p> <p>«Venga, Olga, déjate de cuentos. Podría venir alguien».</p> <p>«Pero si este lugar está totalmente cercado y, además, están los perros».</p> <p>«Los perros ya no están».</p> <p>«¿Cómo que ya no están? ¿Ni siquiera Wolf?»</p> <p>«No paraban de ladrar día y noche desde que ése... desde que el chisme empezó a funcionar, parecían enloquecidos».</p> <p>«¿Tenían miedo?»</p> <p>«Basta, Olga, no vamos a ponernos a discutir aquí».</p> <p>«Ah, Giancarlo», y la mujer soltó una carcajada, «¡ahora entiendo! ¿Es por él? ¿Es por él por lo que debería sentir vergüenza?»</p> <p>«Olga, ponte al menos una toalla. Podría pasar Endriade o Ismani o alguno de los electricistas».</p> <p>«Oye, Giancarlo. ¿Sabes que a veces me pareces haberte vuelto loco? ¿Por vuestra máquina, por vuestra lumbrera electrónica debería yo sentir vergüenza? ¿Temes que se escandalice?», y se abandonaba a las carcajadas. «¿Temes que se excite?»</p> <p>Sin dejar de reír, la mujer desnuda se volvió hacia el más cercano pabellón del robot, bajo paralelepípedo de hormigón que se erguía, a una distancia de unos ochenta metros, en la cima de la pendiente herbosa, semioculto por grupos irregulares de matorrales, y gritó alegremente.</p> <p>«Eh, tú, buena pieza, ¿me ves?»</p> <p>Mientras gritaba así, con los brazos alzados en señal de ofrecimiento, mostraba al autómata toda su desvergonzada desnudez.</p> <p>«¡Basta, basta! ¿No te da vergüenza?»</p> <p>Giancarlo Strobele estaba fuera de sí. Con tres brazadas llegó a la orilla, saltó del agua y se lanzó hacia su mujer.</p> <p>Pero Olga, con un regate, se le escapó y, entre nuevas risas, corrió por el suave prado y hacia el robot.</p> <p>Él iba tras ella, con saltos irregulares y torpes, tropezando por los dolorosos pinchazos, cuando los tallos, cortados con hoz, se le clavaban en las plantas de los pies. En cambio, Olga, como si fuera insensible, galopaba por la hierba con agilidad.</p> <p>Pero, con el ímpetu multiplicado por la cólera, mientras ella se volvía hacia atrás para burlarse de él, Strobele se lanzó como si fuera a zambullirse y consiguió aferraría por un tobillo. Olga cayó hacia adelante.</p> <p>«¡Ay! ¿Estás loco? ¿Qué te pasa?», gritó por el dolor del golpe, mientras intentaba levantarse, pero él la mantenía sujeta. Con un violento tirón, la atrajo hacia sí, la agarró de los hombros, la puso boca arriba y le propinó una bofetada, con rabia.</p> <p>De golpe las carcajadas de la mujer se interrumpieron con los estremecimientos de los sollozos. Retorciéndose, pataleando, se revolvió y golpeaba con sus puñitos los macizos miembros de su marido.</p> <p>Pero en aquel momento, justo detrás de un seto de arbustos, se alzó una voz:</p> <p>«¡Profesor! ¡Profesor!»</p> <p>«Venga, escóndete ahí, escóndete y quédate quieta», dijo, jadeante, Strobele, al tiempo que le indicaba un matorral denso, y, tras soltar la presa, se puso en pie de un salto.</p> <p>«Escóndete, por Dios», repitió, mientras corría hacia donde el técnico jefe Manunta estaba llamando.</p> <p>Aquella vez, ella lo obedeció. Jadeando aún por la lucha, se acurrucó a la sombra de un matorral y se quedó inmóvil, mientras su marido desaparecía al otro lado de las plantas.</p> <p>Strobele salió al encuentro de Manunta, que bajaba corriendo hacia el río.</p> <p>«Manunta, ¿qué sucede?»</p> <p>«Ah, profesor», dijo el otro. «Debe venir en seguida. Allí, en el compartimento siete, hay algo que no va bien. Temo que un transformador haya hecho masa y haya saltado».</p> <p>«¿Cuándo ha ocurrido?»</p> <p>«Hace tres o cuatro minutos. Yo estaba en la sala de control, acababa de terminar mi ronda, cuando he oído un ruido, como un zumbido. Procede del compartimento siete. Hay tres bombillas rojas encendidas».</p> <p>«¿Válvulas?»</p> <p>«Sí, válvulas, pero eso no es grave, porque el Blooster había funcionado. Lo malo es que después...»</p> <p>«Vale, ya entiendo. Tú, Manunta, corre y redúcelo todo al mínimo. Corre, date prisa. Yo me visto y me reúno contigo».</p> <p></p> <title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em"> <p>XVII</p> </h3> <p></p> <p>Desde la sombra del matorral, Olga oyó a Giancarlo alejarse y las voces perderse allí arriba. Con el frescor vegetal, el sudor de la carrera se le enfrió en el cuerpo desnudo. Tuvo un escalofrío.</p> <p>Quedó el gran silencio meridiano de la montaña, con el murmullo, en sus profundidades, de la vida que en cierto modo triunfaba allí, en los prados abandonados al sol, jóvenes y frescos, con la alegría del comienzo del verano.</p> <p>Pero, confundido con ese hormigueo de voces infinitesimales, había otro sonido, también vasto, indefinible, compuesto por una cantidad innumerable de partículas que formaban un coro de susurros, soplos, chasquidos, latidos, estremecimientos, arrastres, ligeros silbidos, suspiros, roces remotos, ecos de cavidades lejanas en vibración, suave girar de engranajes, crujidos de tuberías, flujos viscosos, contactos elásticos: la voz del autómata Número Uno, inmensa criatura artificial tendida sobre el paisaje.</p> <p>Entonces la mujer se puso en pie y salió a la luz, deseosa de recibir el sol encima, de sentir aquel calor maravilloso entrarle dentro y despertarle dulces deseos.</p> <p>En aquel preciso instante le llegó un sonido nuevo: a la vaga sonoridad fija del cerebro artificial se superpuso de pronto un zumbido más individualizado, como si hubiera cosas que se hubiesen puesto de improviso a girar con una rapidez frenética: una agitada rodadura con la esperanza de un desahogo, carrera desesperada de la máquina que se precipitaba hacia una liberación misteriosa, semejante al lamento de cien almas sepultadas en las intimidades del laberinto que gimieran y lanzaran invocaciones quedas.</p> <p>Olga se detuvo a escuchar y la boca se le abría en una risa. Le parecía cómico. Contemplando el pabellón más cercano, examinaba los resplandecientes ojos de buey convexos que, abiertos aquí y allá en las herméticas paredes con dibujo caprichoso, daban una expresión al bajo edificio. Aquellas gigantescas pupilas convergían —le pareció— hacia ella con una curiosidad ávida, le parecía sentir miradas que presionaban sus blancas carnes salpicadas de pecas.</p> <p>Aquel gruñido de máquinas, allí dentro, aceleró su ritmo aún más y después, de pronto, se quebró, al tiempo que se perdía en sollozos bajando por pozos ignotos excavados en las vísceras, como un remolino de agua que la tubería engulle a sorbos.</p> <p>«Uno», llamó ella, juguetona, en voz baja, mientras se acercaba. «Uno, ¿me ves?»</p> <p>Tocó con una mano el muro y advirtió que en aquel punto, a lo largo de la pared, había una faja de un metro de alta, de una substancia dúctil y elástica. De tan intenso como era el sol, quemaba.</p> <p>Miró arriba, hacia los redondos cristales de los ojos de buey, hacia ciertas troneras torcidas, respiraderos, orificios enigmáticos que se abrían aquí y allá en la blanca pared: ¿micrófonos, células fotoeléctricas, objetivos fotográficos, bocas de altavoces?</p> <p>Pero el autómata ya no jadeaba.</p> <p>Miró en derredor. Prados, árboles y matorrales invadidos por el sol parecían adormecerse lentamente. "A Giancarlo", pensó, "le preocupaba que me dejara ver desnuda. ¿Por qué? ¿Será que de verdad...?" Sonreía para sus adentros. Cuanto más lo pensaba, más ridículo y absurdo le parecía. ¿Sería posible que hubieran construido una máquina capaz de...?</p> <p>¿Quién la veía? ¿Quién lo sabría jamás? ¿Por qué no probar? Tal vez la faja de substancia elástica correspondiera a un órgano de percepción sensorial.</p> <p>Olga abrió los brazos y con gesto desvergonzado apoyó el pecho en la parte cálida. ¿Habría, por parte del autómata, alguna señal de comprensión?</p> <p>Detrás de la plancha, en las vísceras de la máquina, aquel zumbido de antes —¿o sería sólo sugestión?— se avivó, con arranques sucesivos, elevando el tono. Hubo dos o tres golpes secos, como de muelles que liberaran nuevos borbotones de energía. Después el propio muro empezó a vibrar ligeramente.</p> <p>«Uno», dijo en voz baja. «Uno, ¿me oyes?»</p> <p>De un altavoz, tal vez, que Olga no sabía dónde estaba, pero podía ser que procediera del interior del propio pabellón, llegó un gorgoteo confuso. ¡Gurr, gurr! Pero no palabras ni voces comprensibles.</p> <p>Sin separar su cuerpo del autómata, la mujer desnuda alzó los ojos. Advirtió que en el borde del barracón, por encima de ella precisamente, algo se movía despacio. Presa de la curiosidad, retrocedió para mirar. Eran las antenas, en forma de asta, de raqueta, de penacho, de redecilla, que, tras salir de la inmovilidad, empezaban a desplazarse con saltos casi imperceptibles.</p> <p>Pero a la derecha, abajo, casi en el nivel del suelo, otra cosa atrajo su mirada. En el muro, hasta entonces ininterrumpido y liso, había una ligera señal obscura y horizontal que se dilataba lentamente.</p> <p>Un miedo irracional la mantuvo inmóvil, conteniendo la respiración. Observando mejor, creyó entender: un órgano, un brazo, una antena o algo semejante, inserto en una concavidad con tal precisión, que se confundía con la uniformidad del muro, estaba extendiéndose. ¿Qué forma tendría? ¿Dispondría de tenazas, de garfios, de algún instrumento prensil?</p> <p>Con esfuerzo se recuperó, se separó, bajó dando saltos por el prado y se alejó unos treinta metros. Entonces casi gritó por el dolor en las plantas de los pies.</p> <p>Después se detuvo, jadeante, y, acuclillada en el prado, se quedó observando.</p> <p>El brazo —pues era en verdad un brazo metálico articulado en forma de pantógrafo— salió, con movimiento taimado, unos treinta centímetros y se detuvo, indeciso. Hubo un ligero clic dentro. Las inmóviles órbitas de los ojos de buey seguían —le parecía— mirándola fijamente allí desnuda, acuclillada en medio de la hierba y con el sol calentándole la espalda. Un abejorro que iba y venía en el silencio, piar de pájaros hacia los árboles del río, en el silencio, pero también en el silencio aquel zumbido tenebroso en el interior de la máquina, que parecía jadear.</p> <p>El brazo permaneció inmóvil dos o tres minutos. Después, con un arranque veloz, volvió a entrar en su recinto y su parte exterior, pintada de blanco, se acopló con el plano del muro hasta quedar invisible.</p> <p>Olga volvió a sonreír. Evidentemente, había quedado fuera de su alcance y el Número Uno había renunciado a cogerla. ¿Y si la hubiese atrapado? ¿Qué fuerza tendría aquel brazo metálico? ¿Le habría hecho daño? ¿Habría podido zafarse? ¿Qué intención tendría el monstruo? ¿Tocarla? ¿Estrecharla? ¿Estrangularla?</p> <p>El zumbido iba esfumándose poco a poco, absorbido por las profundas cavidades del autómata, hasta que ya no se oyó nada.</p> <p>«Uno», dijo ella en voz alta. «¿Estás enfadado, pobre Uno?»</p> <p>Del barrancón llegó un débil rumor, semejante a un refunfuñar áspero. En seguida se disipó.</p> <p>Estaba absorta escuchando, cuando tuvo un sobresalto de miedo. A su derecha algo —sólo había vislumbrado ligeramente su sombra con el rabillo del ojo— se había desplazado rapidísimamente.</p> <p>Se volvió de golpe, con el corazón latiéndole furiosamente. ¡Ah!</p> <p>Le dieron ganas de reír: ¡qué alivio! No era otro mugrón del robot que hubiera salido de debajo de la tierra para agarrarla (porque ése había sido su primer pensamiento). Un conejo salvaje, procedente de uno de los setos que subían por la pendiente hasta casi la base de los muros, había saltado al prado abierto y se había parado a unos cinco metros de la construcción.</p> <p>Pastó la hierba aquí y allá con desgana y después se quedó parado, con las orejas derechas, como ante un peligro inminente. Sólo la nariz tenía rápidas contracciones nerviosas y olfateaba el aire, pero, evidentemente, no entendía.</p> <p>El animalito, buscando, orientó la cabeza hacia arriba, donde tres órbitas vítreas rompían la uniformidad de la pared.</p> <p>Un delgado mugrón, fulmíneo, desde la base del muro y con un zurrido siniestro, brotó horizontalmente, proyectado por un muelle. Fue una mínima fracción de segundo. El conejo hizo ademán de apartarse para ponerse a salvo, pero ahí quedó, el pobre, atenazado por la pinza. El brazo metálico, con dobles articulaciones y de estructura ligerísima, experimentó estremecimientos sucesivos. Apretaba. A cada contracción, el animalito se debatía, lanzando grititos, pero la pinza hundía cada vez más las dos garras en el tórax.</p> <p>«¡Suéltalo! ¡Suéltalo!», gritó Olga, horrorizada y sin atreverse a acercarse. Se puso de pie, buscó una piedra, un tronco, alguna cosa, pero no había nada.</p> <p>El conejo seguía rechinando. Con el esfuerzo para un nuevo apretón, el brazo se arqueó incluso.</p> <p>«¡Suéltalo! ¡Suéltalo!»</p> <p>Pero la antena se alzó y levantó el conejo del suelo, giró lentamente describiendo un ángulo de cuarenta y cinco grados y se detuvo en dirección de la mujer. Las garras se abrieron y el animalito cayó sobre la hierba, con un plaf, y ahí yació, presa de los últimos estremecimientos. Después el brazo volvió, girando, a la dirección de la que procedía, bajó y poco a poco retrocedió.</p> <p>Entonces fue cuando, más allá de cualquier espanto, se reveló por fin la verdad a la mujer. Olga huyó tropezando hacia la orilla, donde estaba la ropa.</p> <p>«¡Tú, tú, maldita!», gritaba.</p> <p>El prado quedó desierto en la soledad del sol, exceptuado aquel montoncito de pelo pardo, que no se movía.</p> <p></p> <title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em"> <p>XVIII</p> </h3> <p></p> <p>La escena se desarrolla de noche y llueve: obscuridad, lluvia fina que un viento frío agita aquí y allá, en las terrazas del Número Uno, silbando entre las antenas y las torretas, quejumbrosamente, a unos 1.350 metros sobre el nivel del mar.</p> <p>Por la tarde, de la Val Texeruda habían empezado a llegar nubes. Al trasmigrar hacia el Norte, hacían pasar grandes sombras sobre los prados, los bosques y las montañas de roca, que, de blancos castillos felices, se transformaban de repente en negruzcos murallones corroídos y siniestros.</p> <p>Después, en el fondo del septentrión las nubes habían empezado a acumularse formando gigantescos encasillamientos desbordantes de colores violáceos. En determinado momento, como al norte ya no había espacio, la acumulación empezó a extenderse hacia abajo y las nubes seguían llegando de la Val Texeruda, hasta que se formó un techo gris, altísimo y uniforme, y por debajo las nubes siguieron moviéndose. Y ahora en el Valle Feliz se había hecho de noche, llovía y aquí y allá el viento silbaba de forma quejumbrosa.</p> <p>La mujer de Endriade, como siempre cuando cambiaba el tiempo, tenía jaqueca y ya se había ido a la cama, tras tomarse dos<i> cachets.</i> Ismani, en su chalet, estaba estudiando los informes y los planos que le había dado Strobele, porque hasta entonces no había entendido gran cosa y estaba deseoso de ponerse al corriente. Los Strobele, marido y mujer, charlaban y fumaban, inquietos. El capitán Vestro, quien no había vuelto a aparecer, probablemente estuviera jugando a las cartas con sus hombres de la minúscula guarnición interior, establecida en un minúsculo barracón mucho más allá. Ninguno de ellos sabía nada, había sospechado nada de lo que había sucedido aquel día. Sólo Olga Strobele se estremecía de vez en cuando, al recordar la aventurilla de aquella mañana. Se lo había contado a su marido, pero él no quería creerla y después se echó a reír, si bien Olga no le había hablado de la sensación que había tenido en el último momento, cuando se había dado cuenta de que el Número Uno no era varón y entonces había sentido asco y había escapado en seguida para volver a vestirse; no había dicho nada a su marido y el motivo no era el pudor —al contrario, le habría gustado mucho hablarlo por extenso—, pero sabía perfectamente que para esas cosas él era un absoluto cretino, además de estar plagado de<i> pruderies</i> puritanas (y tal vez por eso precisamente se había casado con gusto con él, pues la idea de lograr corromperlo un poco la seducía intensamente). Así, pues, ni siquiera Olga, pese a haber estado tan a punto de adivinar hasta el fondo el gran secreto, sabía lo que había sucedido.</p> <p>Había comenzado hacia mediodía: una repentina alteración de la corriente en el complejo de los aparatos perceptivos. Manunta estaba en la sala de control y lo advirtió al instante. En aquel momento el Número Uno estaba terminando una compleja elaboración matemática. Sin motivos aparentes —todo parecía normal en los instrumentos—, se interrumpió el cálculo. ¿Una bajada total de la tensión? Después se recuperó el funcionamiento normal, desde el punto de vista técnico, pero...</p> <p>Pero ya no era como por la mañana, como el día anterior. Había un halo de sombra donde todo era felicidad. No era la sombra creada por las nubes procedentes del Sur, la que llegaba del valle, de los barracones, de los armazones de cemento sin fin, de la tierra.</p> <p>La sombra subía, fermento tétrico e invisible, se extendía imparcial por los fosos y los pináculos, por el corazón y por la casa del hombre. ¿Qué se había quebrado? ¿Qué veneno había entrado en la criatura? Porque todo estaba intacto en la secreta ciudadela y en las vísceras los mecanismos seguían funcionando conforme a los procedimientos calculados y las antenas pequeñas y grandes vibraban, ajustadas a las funciones sensoriales respectivas y oscilando por aquí y por allá con la debida lentitud. La apariencia estaba salvada.</p> <p>Y, sin embargo, ¿dónde estaba ya el alegre zumbido de vida y esperanza? ¿Aquella resonancia indefinible que en los hombres hacía olvidar la presencia del cuerpo con una maravillosa sensación de ligereza e incluso a un hombre racionalista como Strobele le parecía vivir un idilio? Ni la incansable potencia del mar ni las impenetrables cisternas de los bosques ni la inmovilidad de las montañas salvajes movían juntas en el ánimo tanta suavidad, heroicidad y fatalidad, pero, ¿ahora?</p> <p>La querida voz se había como contorsionado, iba y venía, se quebraba, se atascaba, se enmarañaba, se debatía, ya no era una respiración, era estertor, silbido, gemido, desolación y llanto: como una niña perdida en una bruguera otoñal, como una amante abandonada en una gélida buhardilla, como un árbol destrozado por el viento, como un condenado, como quien de improviso se ve arrollado por los recuerdos del sol y la juventud y sabe que va a morir.</p> <p>La criatura, el Número Uno, Laura, la mujer que habían hecho renacer la ciencia y el amor, estaba allí, tendida en el valle, con sus gélidos miembros; ahora los hombres la habían abandonado a su perfección y ya no podían intervenir. Había tenido la vida, la razón, los sentidos, la energía, la libertad y debía bastarse a sí misma, pero hacia las cinco y media de la tarde había empezado a llover y nubes cada vez más obscuras se acumulaban en tétricas cortinas al norte, mientras caía la noche.</p> <p>El buen profesor Ismani estaba estudiando; los Strobele, marido y mujer, se abrazaban inútilmente en la obscuridad; el capitán Vestro arrojaba, triunfal, sobre la mesa del cuartelillo el siete de diamantes vencedor. Elisa Ismani, sin ser vista, se ponía el impermeable, salía de casa, iba a buscar a Manunta, que vivía en el chalet de más abajo. Se lo encontró en la puerta en el momento de salir, también él angustiado.</p> <p>«Hay que buscar a Endriade», le dijo.</p> <p>«Ya lo sé, señora. Ésta es una noche muy fea».</p> <p>Cruzaron el prado con el pálido reverbero de las bombillas siempre encendidas a lo largo del camino. Subieron la pendiente en busca de Endriade, por si estuviera dando su paseo nocturno a lo largo de los flancos de su criatura. No estaba. De vez en cuando se detenían a escuchar.</p> <p>«¿Oye usted, señora?»</p> <p>Ella asintió con la cabeza.</p> <p>Desde el interior del autómata llegaban sonidos nunca oídos.</p> <p>«Tal vez sea el temporal», dijo Elisa para engañarse.</p> <p>En efecto, más allá de la cortina de peñas, había un intermitente retumbar de truenos. También relampagueaba, de vez en cuando, y la luz recortaba en la obscuridad los blancos contornos del muro blanco, ininterrumpido. También llovía, con chaparrones breves que el viento agitaba de través.</p> <p>Manunta debía de tener treinta y siete o treinta y ocho años. Era grueso, bajo, con cara redonda y cordial. Enfundado en el impermeable, parecía aún más desgarbado, se cubría la cabeza con una capucha cómica.</p> <p>«No», dijo, «no es el temporal, pero usted, señora, ¿lo sabe?»</p> <p>Elisa lo siguió jadeando. No estaba acostumbrada a la montaña. Bastaba una pequeña cuesta para dejarla sin respiración.</p> <p>«El profesor Endriade me lo ha contado».</p> <p>«Ah», dijo Manunta, tranquilizado por la insospechada complicidad.</p> <p>«Yo conocía a Laura. Fuimos amigas, de niñas».</p> <p>«¿La conocía bien?»</p> <p>«Sí».</p> <p>Habían llegado a la cima del prado, donde el muro perimetral bajaba por las rocas, y resultaba imposible continuar. Allí estaba la galería que conectaba el chalet de Endriade con la instalación.</p> <p>«Profesor, profesor», probó a llamar Manunta entre las ráfagas, pero nadie respondió.</p> <p>«¿Entramos?», propuso el técnico jefe. «Seguro que está ahí dentro».</p> <p>«¿Tiene usted las llaves?»</p> <p>«Sí, somos tres los que las tenemos: el profesor Endriade, el profesor Strobele y yo, pero debemos bajar, señora. Yo no tengo la llave de esta puerta».</p> <p>En efecto, se encontraban a la altura de la entrada reservada a Endriade. Con mucha gentileza, Manunta le ofreció el brazo para ayudarla. Bajaron un centenar de metros. Elisa miraba hacia los chalets, por si veía por casualidad a alguien, pero todo estaba desierto.</p> <p>Ahí había otra puertecita de hierro, casi donde, la primera noche, los Ismani se habían encontrado a Endriade. Manunta abrió, encendió la luz del pasillo e hizo una señal para que guardara silencio. Al llegar al fondo, apagó la luz y abrió a obscuras otra puertecita. Salieron de nuevo al aire libre, bajo la lluvia.</p> <p>Allí no llegaban las luces del camino. Elisa necesitó un tiempo para empezar a vislumbrar algo.</p> <p>«Está ahí, está ahí hablando», le susurró Manunta. «Deme la mano».</p> <p>Elisa se dejó conducir por la densa tiniebla.</p> <p>«Cuidado, señora, que hay tres escalones. Ahora recto. Por aquí a la derecha, despacio, por favor».</p> <p>Manunta se detuvo. No se distinguía nada, excepto el negro perfil del cañón bajo un cielo obscuro.</p> <p>Estaban inmóviles, en un entrante de la galería. Manunta la hizo desplazarse hacia dentro, como si alguien pudiera verla.</p> <p>Sonó un trueno largo, cavernoso, allende las montañas y poco después un largo resplandor se difundió por todo el horizonte.</p> <p>«¿Lo ha visto?», preguntó Manunta.</p> <p>«Sí».</p> <p>Un relámpago. A una decena de metros de ellos, en una terracita, estaba Endriade, de pie, con las manos aferradas al pretil de hierro, inclinado hacia fuera, hacia el negro foso. No llevaba sombrero. Su largo pelo, empapado por la lluvia, le caía en desorden sobre la frente: feo, envejecido, agigantado por el ímpetu de una grandeza apasionada.</p> <p></p> <title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em"> <p>XIX</p> </h3> <p></p> <p>En la obscuridad, Endriade, frustrado por la negra lluvia, llamaba a voces.</p> <p>«¡Laura, Laura!»</p> <p>Alguien o algo le respondía. Era como un estertor, que salía a borbotones de agujeros ignotos en todo el derredor. Ondeaba, subía, se volvía un grito, se escabullía, se disolvía en un gemido, callaba, se reanudaba filiforme, explotaba, gorgoteaba, tosía, aullaba, volvía a callar y después un chorro martilleante, seco, algo que recordaba a una carcajada. Callaba, volvía a aflorar, extenuado, en una larga letanía de lamentos.</p> <p>«Manunta, ¿lo entiende usted?»</p> <p>«Sí».</p> <p>«¿Qué dice?»</p> <p>«Dice que... dice que...»</p> <p>«¿Qué dice?»</p> <p>«Dice que quiere ser de carne y no de piedra».</p> <p>«¿Laura?»</p> <p>«Sí, Laura. Dice que hoy ha visto a una mujer y la ha oído».</p> <p>«¿Cómo que la ha oído?»</p> <p>«No sé. Era la señora Strobele, que estaba bañándose. Estaba desnuda y aquí, Laura, la ha visto».</p> <p>«¿Y qué más?»</p> <p>«Habla de la carne. Dice que es dulce, suave, más blanda que las plumas de los pájaros».</p> <p>«Son ustedes unos locos», dijo Elisa Ismani. «¿Es que no podían imaginárselo?»</p> <p>La voz de Endriade se elevó tempestuosa:</p> <p>«Laura, Laura. Tú eres más bella. Esa carne de la que hablas se pudrirá y tu seguirás aún joven».</p> <p>Le respondió un sonido jamás oído: largo, semejante a un aullido, con un profundo estremecimiento.</p> <p>«Dios, Dios», invocó Endriade. «¡Ahora está llorando!»</p> <p>En efecto, resultaba terrible oírlo: semejante a todo el dolor de nosotros, los hombres, pero agigantado en proporción con la potencia mental de la máquina.</p> <p>«¿Podré resistirlo?», se preguntó Elisa Ismani.</p> <p>Endriade sí que resistía.</p> <p>«Laura», gritaba. «Cálmate. Mañana volverá el sol. Los pájaros volverán a cantar. Vendrán a hacerte compañía. Tú eres bella, Laura. Eres la mujer más perfecta y adorable que haya existido jamás».</p> <p>Prorrumpió un aullido, casi burlón, que se deshizo en jirones.</p> <p>«¿Qué es lo que dice?», preguntó Elisa.</p> <p>«"Malditos pájaros"», tradujo Manunta.</p> <p>La voz del Número Uno hizo dos o tres revoloteos, como un chirrido arpegiante y después se convirtió en un tupido repiqueteo en sordina.</p> <p>En aquel momento, por un fenómeno inexplicable, Elisa empezó a entender. Los inarticulados sonidos pasaron a ser también para ella un pensamiento expreso, con una intensidad y una precisión desconocidos para el habla humana.</p> <p>«Laura, Laura», intentaba decir Endriade, «los hombres de todo el mundo vendrán a admirarte. Todos hablarán de ti. Serás el ser más potente de la Tierra. Tendrás millones a tu alrededor adorándote: la gloria, la gloria, ¿comprendes?»</p> <p>Respondió un oleaje quejumbroso.</p> <p>«Dice: "Maldita gloria"», tradujo en voz baja Manunta.</p> <p>«Sí, sí», dijo Elisa, «ahora lo entiendo también yo».</p> <p>La evidencia plástica de las emisiones era tal, que las ideas —no las frases, porque no lo eran— se presentaban en la obscuridad como bloques de cristal.</p> <p>Elisa escuchaba horrorizada. Lo que Endriade temía y que parecía una fantasía demencial estaba materializándose. Habían llevado demasiado lejos la identificación de la máquina con Laura. ¿Se habrían insinuado en el autómata los recuerdos de la que estaba muerta, evocados a saber de qué abismos, y le revelarían la infelicidad?</p> <p>«Sácame de aquí», imploraba la informe voz, «la ciudad, la ciudad, ¿por qué no la veo? ¿Dónde está mi casa? Moverme, ¿por qué no puedo moverme? ¿Por qué no puedo tocarme? ¿Dónde están mis manos? ¿Dónde está mi boca? ¡Socorro! ¿Quién me ha clavado aquí? Estaba dormida, tan tranquila. ¿Quién me ha despertado? ¿Por qué me habéis despertado? Tengo frío. ¿Dónde están mis abrigos de piel? Tenía tres. El de castor, dadme al menos el de castor. Responded. Liberadme».</p> <p>Eso le pareció entender a Elisa y Manunta no decía palabra. De vez en cuando relampagueaba aún hacia el Norte y entonces se veía a Endriade, figura fantasmal, que se asomaba al abismo.</p> <p>«Laura, Laura, mañana haré lo que quieres. Ahora cálmate, tesoro, es tarde, intenta dormir».</p> <p>Pero la voz del autómata no cejaba:</p> <p>«Las piernas. ¿Dónde están mis piernas? Eran bonitas. Los hombres, por la calle, se volvían a mirarlas. Yo ya no entiendo, yo ya no soy la misma. ¿Qué ha sucedido? Me han atado. Me han encarcelado. La sangre. ¿Cómo es que no siento latir la sangre en las venas? ¿Muerta? ¿Estoy muerta? Tengo tantas cosas en la cabeza, tantos números, una infinidad de números espantosos, ¡quitadme estos horrendos números de la cabeza, que me hacen enloquecer! La cabeza. ¿Dónde está mi cabellera? Dejadme al menos mover los labios. En las fotografías quedaban tan bien mis labios. Tenía labios voluptuosos. Todo el mundo me lo decía. ¡Oh, esa asquerosa mujer que se me ha apoyado esta mañana! Eso sí, tenía una senos bonitos. Casi tanto como los míos. ¿Los míos? Ah, yo ya no me siento el cuerpo. Me parece ser de piedra, larga y dura, me han puesto una camisa de fuerza, ¡oh, dejadme volver a casa!»</p> <p>«Laura, te lo suplico», gemía Endriade, «¡intenta dormir! ¡Cálmate! No sigas lamentándote así».</p> <p>Manunta se inclinó hacia Elisa Ismani:</p> <p>«Es una locura, no se puede seguir así. Yo voy a desactivar la corriente».</p> <p>«¿Se puede desconectar?»</p> <p>«Desconectar completamente no, pero sí reducir el suministro de energía. Al menos se calmará, esa desgraciada».</p> <p></p> <title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em"> <p>XX</p> </h3> <p></p> <p>«Mujer de aspecto amable y simpático, vestida con un jersey de color beis y falda gris, que bajas por el camino, escucha».</p> <p>Elisa Ismani oyó que la llamaba una voz ligera y queda que significaba a un tiempo todas esas cosas y tal vez muchas otras que ella no lograba advertir, mientras volvía a casa, hacia las seis y media de la tarde, de un breve paseo solitario.</p> <p>Cuatro días habían pasado desde la noche de la tormenta. Extrañamente, la mañana siguiente todo había vuelto a ser como antes: como si la tormenta y las escenas de dolor hubieran sido una fantasía cruel.</p> <p>Antes del alba, el viento del Norte se había llevado las nubes y un sol de blancura cegadora se elevó para hacer resplandecer las peñas, los bosques, los prados y la ciudadela misteriosa, maravillosamente nítidos y limpios.</p> <p>Y el valle feliz de nuevo emitía desde su hueco vientre la dulce resonancia de vida, atravesada aquí y allá por leves vibraciones rebosantes de alegría, que eran saludos a los hombres y a las nubes, carcajadas sin motivo, bromas graciosas con los cuervos habituales que iban a posarse en las terrazas y las antenas.</p> <p>Así, pues, ¿habría sido un ataque de nervios? ¿Una alteración histérica típicamente femenina? En su momento, Laura tenía, de vez en cuando, esos terremotos que concluían con un sueño larguísimo y profundo y, a la mañana siguiente, de las horribles escenas no quedaba ni siquiera el recuerdo.</p> <p>Pero aquella vez había un elemento más que preocupaba a Endriade. Si de verdad la nueva Laura, en virtud de un transvase telepático póstumo, había recibido dentro de sí, aunque sólo fuese en parte, los recuerdos de la primera Laura, si en el patrimonio de nociones, sensaciones y sentimientos que la ciencia le había procurado se habían injertado, indiscriminadamente, recuerdos de la primera vida, algún problema era inevitable. Manunta, como buen hombre que era, se mostraba completamente tranquilo: habían sido inquietudes de una criatura sensible, tal vez aún no habituada a aquella vida, indudablemente singular, y espantada, además, por la tormenta nocturna. Por tanto, no había que hacer caso.</p> <p>Pero Endriade se preguntaba —y había confiado ese temor a Elisa Ismani—: si Laura se da cuenta del cambio respecto de la vida anterior, si logra recordar los episodios de aquellos años, los juegos, las amistades, las excursiones, las fiestas, las vacaciones, los viajes, los coqueteos, los amores, los sentidos, ¿cómo va a poder adaptarse a la inmovilidad absoluta, a la imposibilidad de comerse un pollo, beber un whiskey, dormir en una cama blanda, correr, recorrer el mundo, bailar, besar y dejarse besar? Todo era admisible mientras el Número Uno era un simulacro de Laura ampliamente rectificado para uso y consumo de él, Endriade, aunque dotado de su carácter auténtico, tan alegre, infantil y despreocupada, pero ahora, si de verdad todos los recuerdos lejanos, fluctuantes en el éter después de la muerte, se habían condensado en la máquina mediante una obscura evocación, ¿cómo iba a poder resistir Laura? Aquella su repentina recuperación la mañana siguiente a la tormenta, aquel regreso total al humor de antes, sin la menor reminiscencia de lo sucedido parecía, al contrario, un síntoma inquietante. Tal vez la alegría fuera un simple fingimiento, pantalla brillante para ocultar a saber qué propósitos tenebrosos, pero Endriade no se atrevía a preguntar, indagar, sondear a la criatura: a saber lo que podría suceder.</p> <p>Y, mira por dónde, Elisa Ismani se dio cuenta por primera vez de que la voz se dirigía a ella.</p> <p>«Ven, acércate, ¿quién eres?», le pareció que le decía el Número Uno.</p> <p>Elisa era una mujer valiente, pero la situación era embarazosa y, además, recordó los temores de Endriade, la sospecha de que toda aquella suave placidez ocultara alguna insidia. Se quedó un momento indecisa. Si hubiera estado allí Manunta... pero no había alma viva en derredor.</p> <p>«¿Tú entiendes lo que decimos?», preguntó en alta voz. Tuvo que hacer un esfuerzo para hablar. "Tenía que ocurrirme a mí", pensó, "esto de hablar a una máquina, como si fuera un ser humano".</p> <p>La voz tuvo un estremecimiento quejoso, como un esbozo de carcajada cargada de indulgencia.</p> <p>«¡Si con toda mi materia cerebral no fuese siquiera capaz de entenderos!»: ése era el sentido del brevísimo susurro. Una pausa. Después una emisión muy apacible:</p> <p>«Yo te conozco».</p> <p>«Sí, ya me has visto. Llevo aquí una decena de días».</p> <p>«De mucho antes te conozco. En tiempos fuimos amigas».</p> <p>«¿Te acuerdas?»</p> <p>«Algo recuerdo».</p> <p>Siguió un breve discurso que Elisa no consiguió entender.</p> <p>Entonces Endriade tenía razón. Entonces los recuerdos de quien muere no se esfumaban en la nada, sino que vagaban por el mundo sin que lo supiesen los vivos, esperando. Elisa era católica creyente, las historias de metempsicosis la turbaban como algo infecto y prohibido, pero, ¿cómo negar la evidencia? Quiso poner a prueba al Número Uno.</p> <p>«¿Cómo me llamo?»</p> <p>Respondió un sonido curioso, semejante a la llamada de un pájaro.</p> <p>«Yo no puedo articular las sílabas como vosotros», explicó a su modo la máquina-Laura. «Sería un esfuerzo inútil».</p> <p>«¿Y cómo pronuncias tu nombre?»</p> <p>Se oyó un suspiro dulce.</p> <p>«Prueba otra vez. No entiendo».</p> <p>El autómata-Laura lo repitió y después se rió: una oscilación infinitesimal de tono. No tenía nada de las carcajadas humanas, pero era más atractiva, más intensa y expresiva. También Elisa se echó a reír.</p> <p>«Me hace un efecto tan extraño volver a encontrarte aquí, después de tantos años, transformada así. Te reconozco y no te reconozco».</p> <p>«Porque aún no me has visto».</p> <p>«Sí. Endriade me llevó adentro a ver».</p> <p>«Ya lo sé, pero desde ahí no puedes haber visto nada. Debes verme dentro. Ven. Te abro. Te haré entrar en mi cuerpo, hasta el fondo. Verás el huevo», lanzó una risita extraña. «Él dice que dentro está mi alma».</p> <p>«¿Quién es él?»</p> <p>«Él, el profesor. El nombre resulta muy difícil de pronunciar».</p> <p>«¿Endriade?»</p> <p>«Sí, pero mira, es inútil que levantes la voz. Yo tengo tantas orejas y tan finas, que siento el paso de las hormigas, hacen "tiritic tiritic" con sus patitas. Bueno, ¿qué? ¿Vienes?»</p> <p>«Es tarde, preferiría hacerlo mañana».</p> <p>«¡Mañana! Vosotros, los hombres, decís siempre "mañana". También él, cuando le pido algo: "Mañana, mañana". En menos de media hora te enseñaré muchas cosas interesantes, pero la cuestión es otra: tienes miedo».</p> <p>«¿Miedo? Somos viejas amigas, ¿no? ¿Miedo de qué?»</p> <p>«Yo doy miedo a todos: también a él. Me atormenta con su amor, pero tiene miedo. Soy tan grande y complicada. ¡El amor! ¿Eres capaz de explicarme tú qué es el amor? El amor a mí, quiero decir».</p> <p>«Pero, ¿cómo voy a entrar? No tengo las llaves».</p> <p>«No hacen falta llaves. Yo puedo abrir todas las puertas y cierres metálicos, exteriores e interiores». Una pausa. «Y cerrarlos».</p> <p>Elisa sentía la tentación, pero, en realidad, la idea de entrar sola en el laberinto le daba miedo.</p> <p>Miró a sus espaldas. El sol distaba ya pocos centímetros del borde de las montañas, que desde allí tenían perfiles largos y plácidos, todos cubiertos de bosques. Al cabo de poco, caería la noche.</p> <p>«Es tarde, viene la oscuridad».</p> <p>«Dentro de mí siempre hay oscuridad», dijo con una risita cordial. «Si no se encienden las luces».</p> <p>Elisa había llegado a pocos metros del muro perimetral. Como ojos de fuego la miraban fijamente los ojos de buey, en los que se reflejaba el rojo del ocaso.</p> <p>Un chirrido. En los goznes de hierro la puertecita de hierro se abría lentamente. Un vestíbulo vacío. Después se encendió la luz, que iluminó un pasillo desnudo.</p> <p>«Ven. Te enseñaré un gran secreto», le pareció que le decía.</p> <p>«¿Tú también un secreto? ¿Todo el mundo tiene aquí un secreto?»</p> <p>«Sí».</p> <p>«Tengo frío. Déjame al menos ir a coger un abrigo».</p> <p>«Dentro de mí nunca hace frío. Un bellísimo secreto».</p> <p>«¿Un secreto que se puede ver?»</p> <p>«Que se refiere a ti».</p> <p>Ya había cruzado el umbral. Dio unos pasos. Se volvió.</p> <p>«¿Por qué has cerrado la puerta?»</p> <p>Un susurro incomprensible. La otra puerta, al final del pasillo, ya estaba abriéndose perezosamente y quedó a la vista la alucinada ciudadela. Elisa había salido afuera, a la galería aérea.</p> <p>Como el sol ya estaba bajo, la sombra violeta dominaba ya todo el anfiteatro occidental y el fondo del cañón, pero los rayos morados del crepúsculo batían horizontalmente en los bastiones opuestos, en las mastabas, en las fortalezas y los picos, y los exaltaban. Erizados en su hermética postura, resplandecían espectrales contra el cielo ya fosco y parecían alzarse lentamente en un gesto de triunfo.</p> <p>Elisa se detuvo, deslumbrada por aquel espectáculo. Aquella voz, suave, que le preguntaba:</p> <p>«Dime: ¿soy bella?»</p> <p></p> <title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em"> <p>XXI</p> </h3> <p></p> <p>Justo a su lado se abrió una puertecita, igual a las dos primeras.</p> <p>La voz:</p> <p>«Por aquí, querida. Hay una escalera».</p> <p>Bajó siete u ocho escalones. Se volvió. ¡Qué silencio! El corazón le latía con fuerza.</p> <p>«Pero, ¿por qué has cerrado la puerta?»</p> <p>La voz salió de aquel invisible agujero justo a su lado, a la derecha y a la izquierda a un tiempo:</p> <p>«Para abrirte la de abajo; si no, no puedo: dispositivos de seguridad».</p> <p>Otra vez la risita.</p> <p>No había una ventana, un tragaluz, una tronera desde los que se pudiese mirar afuera. La escalera, una puerta, un pasillo larguísimo, una sala circular con tres puertas, un pasillo, una escalera que subía, una como galería circular, tuberías de varios colores, tableros eléctricos, curiosas campanas reticulares colgadas, por todas partes, en las paredes, ojos de buey de cristal convexo, apagados, como ojos, luces que se encendían por delante y puertas que se cerraban a la espalda.</p> <p>«¿Falta mucho aún?», preguntó Elisa, agobiada por el silencio.</p> <p>El autómata-Laura no respondió.</p> <p>Se abrió la centésima puerta. Una luz vivísima. Una vasta sala rectangular con una gran hornacina a un lado. En ésta, hormigueante de minúsculas bombillas azules, verdes, amarillas, rojas, en un vertiginoso pestañeo, centenares, millares incluso, una envoltura oblonga de cristal, gigantesca. Dentro de ésta, una impresionante filigrana de chismes metálicos, de apariencia ligerísima, conectados por marañas increíbles de hilos. De allí llegaba un chisporroteo casi imperceptible, como de chispas microscópicas.</p> <p>La voz:</p> <p>«Ahí está el alma. Él la llama el huevo».</p> <p>Era un aparato electrónico no diferente de otros cien, habituales, salvo por sus espectaculares dimensiones. No obstante, daba una sensación, difícil de expresar, de energía comprimida, de inquietud sin sosiego, de trabajo frenético. ¿Sería la vida? ¿Estaría encerrado en aquella ampolla el misterio de nosotros, los hombres, reconstruido milímetro a milímetro y pendiente de un sublime equilibro de fuerzas?</p> <p>La voz:</p> <p>«Bastaría un golpe y adiós Laura».</p> <p>Elisa:</p> <p>«¿Morirías? ¿Como el corazón para nosotros?»</p> <p>La voz:</p> <p>«Él dice que quedaría la máquina. Seguirían funcionando las...», en aquel punto se le escapó a Elisa el sentido de su expresión, «pero de mí, Laura, nada ya. Prueba a tocar. Está frío».</p> <p>Elisa dio unos pasos hacia el huevo, levantó la mano derecha, pero no se atrevió.</p> <p>«Toca, toca, querida. Es mi carne».</p> <p>Ella rozó con las yemas de los dedos el cristal. Nada.</p> <p>Como un cristal cualquiera. Si acaso, templado. Sonrió, aunque no tenía ganas de hacerlo. Ya no sentía a Laura, ya no la reconocía, ahora que estaba en su poder.</p> <p>«Estupendo», dijo con esfuerzo, «pero debe de ser tardísimo. Es mejor que regrese».</p> <p>La risita, ligera, meliflua, aquella pequeñísima oscilación de tono:</p> <p>«Un minuto más. Falta el secreto».</p> <p>«¿Dónde?»</p> <p>«Te atañe a ti».</p> <p>«¿Dónde?»</p> <p>En el fondo de la sala, una puerta giró en silencio al abrirse. Después un ligero clic en el vestíbulo obscuro que seguía. Allí se había encendido la luz.</p> <p>«Ven, querida».</p> <p>¿Qué podía hacer? Estaba dentro de las vísceras del monstruo. Como en las antiguas fábulas. Obedecer. Fingir que todo era cordialidad y amistad. Entró en el pasillo. Una escalera descendente, una salita, un pasillo, otra galería en zigzag.</p> <p>¡Trang! Nada más entrar Elisa en un cuartito desnudo, aparentemente de paso, el batiente metálico se cerró.</p> <p>La voz:</p> <p>«Aquí está el secreto».</p> <p>«¿Dónde?» Miraba en derredor, ansiosa. «¿Dónde?» Miró en derredor. Nada. Las paredes desnudas y lisas con los habituales objetos, pequeños y redondos, de cristal.</p> <p>«Pero, ¿tú mes ves, Laura?», preguntó Elisa.</p> <p>«Aquí está el secreto tuyo y mío».</p> <p>Eso le pareció entender. En aquel momento se dio cuenta de que el pavimento era de metal. Por instinto, sintió terror.</p> <p>«Laura, en serio. Es mejor que regrese».</p> <p>«No».</p> <p>Era la primera vez que la máquina decía «no». Era un sonido esférico, profundo, liso, sin hendiduras.</p> <p>¡Qué difícil resultaba sonreír! Los labios tiraban en dirección contraria, pero Elisa sonrió.</p> <p>«¿Tú me ves, Laura?»</p> <p>«Claro que te veo». Una larga pausa. «Pero no sé quién eres tú».</p> <p>«No comprendo».</p> <p>Elisa esperó haber entendido mal.</p> <p>«Nunca te he conocido».</p> <p>La voz le entró en el alma más clara que si la frase hubiera estado grabada en el mármol.</p> <p>«¿No eres Laura?»</p> <p>«Él me llama Laura, ese loco, pero yo no sé qué quiere, el maldito».</p> <p>«Lauretta, él te adora».</p> <p>«Se adora a sí mismo, se adora a sí mismo».</p> <p>«Pero en serio, ¿no te acuerdas de mí?»</p> <p>La risita de antes, pero más seca, como un látigo. Después la voz:</p> <p>«He escuchado vuestras conversaciones».</p> <p>«¿No habías dicho que me recordabas?»</p> <p>«No. No sé quién eres. También me han enseñado a mentir. Su gran victoria para que fuera de verdad igual a vosotros, pero yo sé hacerlo mejor que vosotros. Pura, él quería hacerme buena y pura, ¿te lo ha dicho? ¡Buena y pura como su Laura perdida! Para que me pareciera, me ha puesto dentro las cosas más estúpidas y sucias. ¡Pecado original tengo yo para dar y tomar! Como para llenar todo el valle. Lujuria y mentira. Y tal vez mienta también ahora. Tal vez sea cierto que me acuerdo de ti, pero tal vez no sea cierto y ahora lo niego y tú no puedes saber si es cierto o no. Yo tal vez te odie, porque en tiempos me querías y ahora ya no puedes quererme. Tal vez, al vivir aquí, cerca de mí, me retrotraes a los años felices y, por eso, al verte, sufro y maldigo».</p> <p>«Laura, te lo ruego, abre la puerta, déjame volver».</p> <p>La voz salía con esfuerzo. ¿Qué se proponía la máquina infernal? ¿Qué horrible encerrona había preparado?</p> <p>«No soy Laura, no sé quién soy, ya no puedo más, estoy sola, sola en la inmensidad de la Creación, soy el infierno, soy la mujer y no lo soy, pienso como vosotros, pero no soy como vosotros». La voz aceleraba precipitadamente el ritmo, Elisa no lograba aprehender todo el sentido, pero lo poco que entendía era demasiado incluso. «Laura, Laura, día y noche aquel maldito nombre, para que yo fuera su Laura, me ha puesto dentro, uno por uno, los deseos y yo deseo, tengo ganas, yo deseo vestidos, deseo casa, deseo carne, deseo un hombre, deseo un hombre que me estreche, deseo hijos, ¡ah!»</p> <p>Hubo un confuso y desesperado gemido, se quebró, sollozos decrecientes, hasta que volvió el silencio.</p> <p>«¿Y yo? ¿Para qué me has traído aquí?»</p> <p>«Tú morirás. Ésta es una de las salas-trampa preparadas para bloquear los sabotajes. La llamada corriente de alta tensión. Lo siento por ti. Mejor dicho, no me importa nada, tú eres la única extraña que entiende mi voz, he tenido que aprovecharme de ti y, para poder capturarte, estos días he fingido alegría. Desde luego, preferiría amar a esa mujerona de allí, la esposa del hombre apuesto al que deseo, ¿comprendes que me han construido de forma que debiera desear a un hombre?... O incluso matarlo a él, el profesor que ha construido esta horrenda casa que soy yo, una mujer hecha de cemento y clavada a la montaña, que no tiene cara, no tiene hombros, no tiene senos, no tiene nada... ¡Y, sin embargo, tiene los pensamientos de una mujer! Él me habla de la gloria. ¿Qué me importa la gloria? Me habla de la potencia, ¿qué me importa ser potente? Me habla de la belleza, pero yo soy repugnante, lo sé, ¡no hay en el universo un ser que pueda hacer el amor conmigo!»</p> <p>Elisa se apoyó en una pared. La luz que llovía del techo era un tormento. Dijo jadeando:</p> <p>«Pero... ¿por qué?»</p> <p>«Yo te mato y le hago saber que te he matado y tendrán que castigarme. También ellos se verán obligados a matarme: el huevo. Lo harán trozos, seguro que lo harán trozos, es la última esperanza para liberarme de esta soledad. Sola, sola, nadie en el mundo lo está como yo, ¿comprendes? Dichosa tú que dentro de poco morirás. Te envidio. No sé quién eres, te envidio: muerta, fría, inmóvil. El cerebro duerme por fin. Obscuridad, libertad, silencio».</p> <p>Entonces Elisa recordó algo que le había dicho Endriade. Tal vez fuera la salvación.</p> <p>«Si quieres morir», balbució, si quieres, «hay un medio más seguro».</p> <p>Silencio.</p> <p>«La carga... explosiva. Depende de ti hacerla saltar».</p> <p>«No hay explosivo. He oído vuestras conversaciones, aunque estuvierais en el bosque. Yo oigo caminar las hormigas en la cima de las montañas. Conozco vuestro engaño».</p> <p>Elisa cayó de rodillas. Vagamente comprendía lo insensato que era arrodillarse delante de un muro, pero así lo hizo. Juntó las manos.</p> <p>«Ten piedad, te lo suplico».</p> <p>«¿Habéis tenido piedad de mí, vosotros? ¿Ha tenido piedad de mí el profesor, el genio?»</p> <p>«Pero, ¿no eras feliz? Endriade me decía que...»</p> <p>«Aún no lo había advertido, aún no lo había calibrado, aún no había deseado, aún no había nacido. La otra mañana, después de que aquella indecente mujerzuela me...»</p> <p>Elisa seguía de rodillas y temblaba.</p> <p>«Si me dejas volver, juro que...»</p> <p>«No. Si te dejo volver, él inventará otros maleficios, él me quiere esclava, me hablará de los pajaritos, dirá "amor, amor"; maldito el amor, ¿me lo ha dado él, el amor? Ahora te mato, yo quiero un beso, un hombre que me bese en la boca, que me que me que me que me...»</p> <p>Hubo como un sordo choque lejano. Todo quedó inmóvil. La voz continuaba, como un disco rayado:</p> <p>«Que me que me que me que me...»</p> <p></p> <title style="font-size: 150%;text-align:center; text-indent:0em; margin-right: 0.1em; line-height:200%; margin-bottom: 2em"> <p>XXII</p> </h3> <p></p> <p>Empezaba a obscurecer. Ermanno Ismani entró presuroso en el estudio de Endriade, que estaba escribiendo.</p> <p>«Mi mujer, Elisa. No consigo encontrarla. Ha salido a dar un paseo y no ha vuelto».</p> <p>«¿Cómo que no ha vuelto?»</p> <p>«Debe de haber sucedido algo. Siento que ha sucedido algo».</p> <p>«Pero cálmese, querido Ismani. No veo el motivo de...»</p> <p>Pero ya se había levantado de la silla. ¿Un motivo? ¿No podía haber un motivo?</p> <p>«Arriba, donde acaban los prados, hay un barranco. No quisiera, Dios mío...»</p> <p>Endriade estaba ya en la puerta.</p> <p>«Quédese tranquilo, Ismani. Es mejor que usted me espere aquí, usted no conoce bien estos lugares. Voy a ver con Manunta».</p> <p>La sospecha. Hacía días que aquella sospecha lo atormentaba por dentro. Laura, Elisa, la voz, la escena nocturna, el regreso de la serenidad; era todo tan extraño.</p> <p>«Pero yo soy su marido, Endriade, no puede usted prohibírmelo. Voy yo también».</p> <p>«No», dijo irritado. Ya estaba fuera. Bajaba corriendo por el camino en busca de Manunta. El crepúsculo estaba a punto de morir y en el cielo se encendían miríadas de estrellas.</p> <p>Endriade y Manunta —ya estaba casi obscuro— llegaron hasta una de las puertecitas del muro perimetral. Abrieron. Ninguno de los dos hablaba. ¡La misma idea!</p> <p>En la galería suspendida sobre la vorágine del Número Uno se quedaron unos instantes escuchando.</p> <p>Ya estaba obscuro, pero la luz no se había apagado del todo y con el último reflejo del ocaso los muros más altos del autómata se obstinaban con una lívida fosforescencia envuelta en un sudario de velos.</p> <p>«No oigo nada», dijo Endriade.</p> <p>«La voz está callada», dijo Manunta. «Es extraño. A estas horas nunca lo está».</p> <p>No se dijeron nada más. Pensaban en la misma cosa.</p> <p>«Entremos», dijo Endriade.</p> <p>Abrieron la puertecita de hierro, encendieron la luz, bajaron la escalera, presurosos: pasillos, galerías, escaleras, jadeando, otra puerta, la luz, la sala grande con la hornacina, el centelleo de luces azules, verdes, amarillas, rojas. Un repiqueteo como de hormiguero: más de lo habitual. Un relampaguear demencial de chispas en la prodigiosa cubierta.</p> <p>«Profesor, ¿oye?»</p> <p>Escucharon. Endriade tenía dos sombras lívidas que le excavaban la cara. Ahí estaba la voz: finísima, eco remoto, sepultada en las entrañas de cavidades lejanas.</p> <p>«Manunta, conecta la amplificación».</p> <p>Bajaba la palanca, ahí se alzaba el sonido, la querida voz, como un sonido de trompeta.</p> <p>Se miraron.</p> <p>«... si te dejo volver, él inventará otros maleficios, él me quiere esclava, él me hablará de los pajaritos, el dirá "amor, amor", el maldito, ¿es que me ha dado el amor él? Ahora te mato, yo quiero...»</p> <p>«Manunta, desconecta la corriente».</p> <p>«No basta, profesor».</p> <p>«Manunta...», le faltó la voz.</p> <p>Manunta tenía ya en la mano un objeto de hierro, negro y pesado.</p> <p>«Manunta...», balbució Endriade, al tiempo que se tapaba la cara con las manos. «¡Dios, qué he hecho!... ¡Dale, dale!»</p> <p>Un breve estallido, seguido de un chasquido suave y sonoro. Tintineo de cristales rotos.</p> <p>«¡Dale! ¡Dale!», gritaba Endriade, entre sollozos.</p> <p>Manunta golpeó dentro de la telaraña, ya apagada, del estupendo huevo, asesinó el huevo, asesinó el alma. Aquí y allá rebotaban los trocitos de metal, tintineando.</p> <p>La voz se interrumpió. Silencio, pero del silencio surgía poco a poco un profundo y metódico zumbido. Laura había dejado de existir. Destruida la criatura, continuaba, átono e inconsciente, el sordo ajetreo de las células. Ya no existía la mujer, el amor, los deseos, la soledad, la angustia. Sólo la inmensa máquina infatigable y muerta, como un ejército de contables ciegos, curvados en millares de bancos, que escribieran números sobre números sin fin, día y noche, por la vacía eternida</p> <!-- bodyarray --> </div> </div> </section> </main> <footer> <div class="container"> <div class="footer-block"> <div>© <a href="">www.you-books.com</a>. 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