Sandra Foster estudia las modas, desde las muñecas Barbie hasta el : cómo empiezan y qué significan. Bennett O'Reilly es un especialista en teoría del caos que observa la conducta de un grupo de monos. Aunque ambos trabajan para la corporación Hitek, no se conocen hasta el día que se produce un error en la entrega de un paquete. Es un momento de sincronía que les sumerge en un sistema caótico propio con todo tipo de equívocos, una beca de investigación de un millón de dólares, café con leche, tatuajes, pelo corto, y una serie de coincidencias que dejan a Bennett sin monos, sin dinero y casi sin trabajo.
Sandra acude al rescate aportando un rebaño de ovejas y una idea para un nuevo proyecto conjunto. ¿Qué otro animal podría ilustrar mejor la teoría del caos y la mentalidad de rebaño que tan a menudo caracteriza la conducta humana y su aceptación de las modas? Pero los descubrimientos científicos rara vez son directos y nunca resultan simples. Los contratiempos y desastres, los corazones rotos y los callejones sin salida abundan. Y las posibles soluciones son escasas.
Seis premios Nebula, cinco premios Hugo y el John W. Campbell Memorial en menos de diez años avalan la expcepcional habilidad narrativa de una de las mejores e inteligentes voces de la moderna ciencia ficción. , construida como un en clave de comedia, es al mismo tiempo una penetrante reflexión sobre el mundo de la moda y el de la ciencia. Una obra insólita a la altura de y .
Connie Willis
Oveja mansa
Para John de Abigail
«Tuya, tuya, tuya»
AGRADECIMIENTOS
Gracias mil a las chicas del Margie's Java Joint, que hacen el mejor café y ofrecen la mejor conversación del mundo, y sin las que no habría podido superar los últimos meses de esta novela.
1
PRINCIPIO
Hermanos, hermanas, maridos, esposas…
siguieron al flautista.
De calle en calle él anduvo tocando,
y pasito a paso lo siguieron bailando.
HULA-HOOP (marzo 1958–junio 1959)
El prototipo de todas las modas de mercado, cuyo fenomenal éxito no tiene parangón. El hula-hoop, originalmente un aro de madera para ejercicios gimnásticos utilizado en Australia, fue rediseñado en plástico brillante por Wham-O y vendido al precio de 1,98 dólares a niños y adultos por igual. Las monjas, Red Skelton, las geishas, Jane Russell y la reina de Jordania lo hacían girar sobre sus caderas, y la gente común se las dislocaba, se torcía el cuello, y sufría hernia discal por su culpa. Rusia y China lo prohibieron por «capitalista», un equipo de exploradores belgas se llevó veinte al polo Norte (¿para dárselo a los pingüinos?), y se vendieron más de cincuenta millones de unidades en todo el mundo. La moda pasó tan rápidamente como se extendió.
Es casi imposible señalar el comienzo de una moda. Para cuando empieza a reconocerse como tal, sus orígenes se pierden en el pasado, y tratar de localizarlos es exponencialmente más difícil que, pongamos por caso, buscar las fuentes del Nilo.
En primer lugar, probablemente haya más de una fuente. En segundo lugar, estás tratando con la conducta humana; Speke y Burton sólo tuvieron que enfrentarse a cocodrilos, rápidos, y la mosca tsetse. En tercer lugar, sabemos algunas cosas sobre los ríos (por ejemplo, que fluyen cuesta abajo), pero las modas parecen brotar creciditas de la nada y sin ningún motivo aparente. Vean si no el caso del puenting. O el de las lámparas de Java.
Lo mismo pasa con los descubrimientos científicos. A la gente le gusta considerar la ciencia como algo racional y razonable, que avanza paso a paso, de la hipótesis al experimento y por último a las conclusiones. El doctor Chin, el ganador de la beca Niebnitz del año pasado, escribió: «El proceso del descubrimiento científico es la extensión lógica de la observación mediante la experimentación.»
Nada más lejos de la verdad. El proceso científico es exactamente igual que cualquier otra empresa humana: complicado, azaroso y mal dirigido, y depende enormemente de la casualidad.
Fíjense en Alexander Fleming, que descubrió la penicilina cuando una espora entró por la ventana de su laboratorio y contaminó uno de sus cultivos.
O en Roentgen. Estaba trabajando con un tubo de rayos catódicos rodeado de planchas de cartón negro cuando vio un parpadeo de luz al otro lado de su laboratorio. Una hoja de papel cubierta de platinocianuro de bario fosforescía, aunque estaba aislada del tubo. Curioso; extendió la mano y la colocó entre el tubo y la pantalla. Y vio la sombra de los huesos de su mano.
Fíjense en Galvani, que estaba estudiando el sistema nervioso de las ranas cuando descubrió la corriente eléctrica. O Messier. No estaba buscando galaxias cuando las descubrió.
Buscaba cometas. Sólo las cartografió porque intentaba deshacerse de una molestia.
Nada de eso hace que el doctor Chin no merezca el millón de dólares de la beca Niebnitz. No es necesario comprender cómo funciona algo para hacerlo. Es el caso de conducir. Y del inicio de las modas. Y de enamorarse.
¿De qué estaba hablando? Ah, sí, de cómo se producen los descubrimientos científicos. Normalmente la cadena de acontecimientos que conduce a ellos, como la que conduce a una moda, sigue un curso demasiado complicado y caótico para seguirlo. Pero yo sé exactamente dónde empezó una y quién la inició.
Era un lunes, dos de octubre. Las nueve de la mañana. Yo estaba en los laboratorios de estadística de HiTek, luchando con una caja de recortes sobre el pelo a lo gargon. Por cierto, me llamo Sandra Foster, y trabajo en I+D en HiTek. Me había pasado el fin de semana revisando periódicos amarillentos y números de los años veinte de The Saturday Evening Post y The Delineator, avanzando contracorriente hacia el principio de la moda del pelo corto, buscando a qué se debía que todas las mujeres de América se hubiesen cortado de repente su «corona de gloria», a pesar de la presión social, los sermones amenazantes, y cuatro mil años de pelo largo.
Había recortado infinitos reportajes, subrayado referencias, artículos de revistas, y anuncios; los había fechado y ordenado por categorías. Flip me había robado la grapadora, me había quedado sin clips y Desiderata no había podido encontrar más, así que tuve que contentarme con amontonar los recortes por orden, dentro de la caja que ahora intentaba llevar a mi laboratorio.
La caja era pesada y parecía hecha por la misma gente que fabrica las bolsas de papel de los supermercados, así que cuando la dejé caer ante la puerta del laboratorio para sacar la llave, ya se le había desgarrado un lado. Iba medio arrastrándola medio luchando con ella para acercarla a una de las mesas y así poder sacar los montones de recortes cuando ese lado empezó a ceder.
Una avalancha de páginas de revista y artículos de periódico cayó antes de que pudiera cerrar el boquete, y los estaba sujetando junto con la caja cuando Flip abrió la puerta y entró, con aspecto contrariado. Llevaba lápiz de labios negro, una camisa negra, sin mangas, y una microfalda negra, y portaba una caja del mismo tamaño que la mía.
—Se supone que no estoy para repartir paquetes —dijo—. Se supone que usted tiene que recogerlos en la sala del correo.
—No sabía que tuviera un paquete —respondí, tratando de retener el contenido de mi caja con una mano y coger con la otra un rollo de celo que había en medio de la mesa—. Déjalo en cualquier parte.
Ella puso los ojos en blanco.
—Se supone que debe recibir una nota diciendo que tiene un paquete.
«Sí, bien, y probablemente se supone que tú tienes que entregarla —pensé—, lo que explica por qué no la recibí nunca.»
—¿Podrías acercarme esa cinta adhesiva?
—Se supone que los empleados no pueden pedir a los asistentes interdepartamentales que les hagan recados personales ni café —dijo Flip.
—Acercarme una cinta adhesiva no es un recado personal —respondí yo.
Flip suspiró.
—Se supone que estoy repartiendo el correo interdepartamental. —Se agitó el pelo. Se había afeitado la cabeza la semana anterior pero dejándose adrede un largo mechón sobre la frente y a un lado para poder agitarlo cuando se sintiera ofendida.
Flip es mi castigo por haber intentado hacer despedir a Desiderata, su predecesora. Desiderata era tonta, aburrida y un ser completamente carente de iniciativa. Repartía mal el correo, escribía mal los mensajes y se pasaba todo su tiempo libre examinándose las puntas abiertas del cabello. Después de dos meses y una llamada telefónica equivocada que me costó una beca gubernamental, fui a Dirección y exigí que la despidieran y contrataran a otra persona, a cualquiera, creyendo que nadie habría peor que Desiderata. Me equivocaba.
Dirección trasladó a Desiderata a Suministros (jamás despiden a nadie en HiTek, excepto a los científicos, y ni siquiera a nosotros nos dan el pasaporte; simplemente cancelan nuestros proyectos por falta de fondos) y contrataron a Flip, que llevaba un aro en la nariz, un tatuaje de un búho blanco, y tenía la costumbre de suspirar y poner los ojos en blanco cuando le pedías que hiciera algo. Yo tenía miedo de hacer que la despidieran. A saber a quién contratarían a continuación.
Flip suspiró con fuerza.
—Este paquete es pesadísimo.
—Entonces suéltalo —dije yo, extendiendo la mano para coger la cinta. Estaba fuera de mi alcance. Alcé poquito a poco la mano que sujetaba el costado de la caja y me estiré hacia la mesa. Las yemas de mis dedos rozaron la cinta.
—Es delicado —dijo Flip, acercándose a mí, y soltó la caja. Traté de agarrarla con ambas manos. Chocó contra la mesa, el costado aplastó mi caja, y los recortes se dispersaron por el suelo.
—La próxima vez tendrá que recogerlo usted misma —dijo Flip, dirigiéndose hacia la puerta pisando los recortes.
Sacudí la caja, por si había algo roto. No había nada, y cuando miré la tapa no ponía FRÁGIL por ninguna parte. Ponía PERECEDERO. También ponía DOCTORA ALICIA TURNBULL.
—Esto no es mío —dije, pero Flip ya había salido por la puerta. Chapoteé en un mar de recortes y la llamé—. Este paquete no es mío. Es para la doctora Turnbull, de Biología.
Ella suspiró.
—Tienes que llevárselo a la doctora Turnbull.
Puso los ojos en blanco.
—Tengo que entregar primero el resto del correo interdepartamental —dijo, agitando su mechón de pelo. Se perdió pasillo abajo, dejando caer dos sobres de dicho correo mientras lo hacía.
—Asegúrate de volver y llevártelo en cuanto acabes de repartir el correo. Es perecedero —grité, y entonces, recordando que el analfabetismo está en boga hoy día y perecedero es una palabra polisilábica, añadí—: Quiere decir que se estropeará.
Su cabeza afeitada ni siquiera se volvió, pero una de las puertas del pasillo se abrió y Gina se asomó por ella.
—¿Qué ha hecho ahora? —preguntó.
—Ahora la cinta adhesiva se considera un recado personal.
Gina se acercó.
—¿Has recibido uno de éstos? —dijo, tendiéndome un folleto azul. Era el anuncio de una reunión. Miércoles. En la cafetería. Todo el personal de HiTek, incluyendo I+D—. Flip tenía que entregar uno en cada despacho. —¿De qué va la reunión?
—Dirección ha preparado otro seminario. Lo que significa un ejercicio de sensibilidad, un nuevo acrónimo, y más papeleo para nosotros. Creo que pediré la baja. El cumpleaños de Brittany es dentro de dos semanas, y tengo que preparar toda la decoración de la fiesta. ¿Qué se lleva hoy en día en las fiestas de cumpleaños? ¿Circos? ¿El salvaje oeste?
—Los Power Rangers —dije yo—. ¿Crees que reorganizarán los departamentos?
En el último seminario preparado por Dirección se había creado el puesto de Flip como parte del DARC (Dirección de Activación de Reformas y Comunicaciones). Tal vez ahora eliminarán la figura del asistente interdepartamental; así yo podría volver a hacer mis propias copias, entregar mis propios mensajes y recoger mi correo. Total, ya lo hacía.
—Odio los Power Rangers —respondió Gina—. No me explico cómo se han hecho tan populares.
Volvió a su laboratorio, y yo a mi trabajo sobre el pelo corto. Era fácil entender que se hubiera puesto de moda.
No más cabellos largos que dominar con peines y horquillas y crepados; se acabó lavarlos y tener que esperar una semana a que se secaran. Las enfermeras que sirvieron en la Primera Guerra Mundial se cortaron el pelo a causa de los piojos, y les había gustado la libertad y la ligereza que les proporcionaba el pelo corto. Y tenía ventajas obvias cuando se trataba de apuntarse a las otras modas de la época: ir en bici y jugar a tenis.
¿Entonces por qué no se había puesto ya de moda en 1918? ¿Por qué había tardado cuatro años y luego, de pronto, sin ningún motivo aparente, se impuso con tal fuerza que las peluquerías se llenaron y las compañías de horquillas se arruinaron de la noche a la mañana? En 1921, el pelo corto era todavía lo bastante raro para que apareciera en las primeras planas y despidieran a las mujeres por su causa. Hacia 1925, era tan común que salía en todas las fotos de graduación y los anuncios y las ilustraciones de las revistas, y los únicos sombreros que se vendían eran bonetes en forma de campana, demasiado ajustados para llevarlos con el pelo largo. ¿Qué había ocurrido en el ínterin? ¿Cuál fue el motor impulsor?
Me pasé el resto del día reordenando los recortes. Se podría pensar que las páginas de las revistas de los años veinte se habrían vuelto amarillentas y ásperas, pero no. Resbalaban como anguilas por el suelo, solapándose, mezclándose con los recortes de periódico y desbaratando la ordenación. Incluso se habían soltado algunos clips.
Hice la reordenación en el suelo. Una de las mesas estaba cubierta de recortes que Flip tendría que haber llevado a fotocopiar, cosa que no había hecho, y en la otra tenía todas mis notas. Y ninguna de las dos era lo bastante grande para contener todos los montones que necesitaba, algunos de los cuales se entremezclaban: un artículo entero dedicado al pelo corto, referencia dentro de un artículo dedicado a las flappers, referencia cruzada, alusión casual, comentario desaprobador, alusión humorística, comentario de sorpresa y horror, ilustración en anuncio, adopción por parte de mujeres de mediana edad, adopción por parte de niñas, adopción por mujeres ancianas, artículos ordenados cronológicamente, artículos ordenados por estados, tema urbano, tema rural, discrepancia, completa aceptación, primeros signos de pasar de moda, fin de la moda.
A las 4.55 todo el suelo del laboratorio estaba cubierto de montones de papel y Flip aún no había vuelto. Pisando con cuidado entre los montones, me acerqué y miré otra vez la caja. Biología estaba al otro lado del complejo, pero no importaba. La caja decía PERECEDERO, y aunque la irresponsabilidad es la tendencia más fuerte de los noventa, todavía no se ha adueñado de toda la sociedad. Cogí la caja y se la llevé a la doctora Turnbull.
Pesaba una tonelada. Después de conseguir subir dos tramos de escaleras y recorrer cuatro pasillos, las razones de por qué la irresponsabilidad se había puesto de moda empezaron a resultarme muy claras. Al menos iba a ver una parte del edificio en la que normalmente no entraba, ni siquiera estaba muy segura de dónde se hallaba Biología, sólo sabía que se encontraba al fondo de la planta baja. Pero debía de ir bien encaminada: en el aire se notaba la humedad y el leve murmullo de un zoo. Seguí el sonido por otra escalera más y por un largo pasillo. La oficina de la doctora Turnbull estaba, naturalmente, al fondo.
La puerta estaba cerrada. Sostuve como pude la caja con los brazos, llamé y esperé. No hubo respuesta. Recoloqué la caja, sujetándola contra la pared con la cadera, y probé con el pomo. La puerta tenía echada la llave.
Lo último que quería era arrastrar la caja de vuelta a mi oficina y tratar de encontrar luego un frigorífico. Miré la fila de puertas pasillo abajo. Todas estaban cerradas y, presumiblemente, con llave; pero había una línea de luz bajo la del centro, a mano izquierda.
Volví a cargar con la caja, que se hacía más y más pesada por momentos, la llevé hasta la luz y llamé a la puerta.
No obtuve respuesta, pero cuando probé con el pomo, se abrió para dar paso a una jungla de videocámaras, equipo informático, cajas abiertas, y cables de seguimiento.
—Hola—dije—. ¿Hay alguien aquí?
Sonó un gruñido ahogado, y esperé que no proviniera de un inquilino del zoo. Miré la placa de la puerta.
—¿Doctor O'Reilly?
—¿Sí? —respondió la voz de un hombre desde debajo de lo que parecía un horno.
Lo rodeé y vi dos piernas enfundadas en pana marrón asomando de debajo, rodeadas de bastantes herramientas.
—Traigo una caja para la doctora Turnbull —dije en dirección a las piernas—. No está en su oficina. ¿Puede encargarse de ella?
—Déjela por ahí —dijo la voz, impaciente.
Busqué alrededor algún sitio donde dejarla y que no estuviera cubierto de equipo de vídeo o trozos de cable.
—Sobre el equipo no —dijo bruscamente la voz—. En el suelo. Con cuidado.
Aparté una cuerda y dos módems y solté la caja. Me agaché junto a las dos piernas y dije:
—Tiene una etiqueta de «perecedero». Hay que meterla en el frigorífico.
—Muy bien —replicó él. Apareció un brazo pecoso dentro de una manga blanca arrugada, que palpó el suelo alrededor de la base de la caja.
Había un rollo de cinta adhesiva más allá de su alcance.
—¿Cinta adhesiva? —dije, poniéndosela en la mano.
Su mano se cerró y luego se quedó allí.
—¿No quería la cinta? —busqué alrededor a ver qué otra cosa podía querer—. ¿Tenazas? ¿Destornillador?
Las piernas y el brazo desaparecieron bajo el horno y una cabeza sobresalió por el otro lado.
—Lo siento —dijo. Su cara era también pecosa, y llevaba unas gafas con cristales de culo de botella—. Creía que era la encargada del correo.
—Flip. No. Entregó la caja en mi oficina por error.
—No me extraña —salió de debajo del horno y se levantó—. Lo siento muchísimo —dijo, quitándose el polvo de encima—. No suelo ser tan rudo con la gente que intenta repartir cosas. Pero es que Flip…
—Lo sé —contesté, asintiendo.
Él se pasó la mano por el pelo pajizo.
—La última vez que me entregó una caja la dejó encima de uno de los monitores, y se cayó y rompió una videocámara.
—Eso es típico de Flip —dije yo, aunque realmente no le estaba escuchando. Le estaba mirando.
Cuando te pasas tanto tiempo como yo analizando modas y costumbres, acabas por detectarlas a primera vista: ecohippie, deportista, corredor de Wall Street, terrorista urbano. El doctor O'Reilly no era nada de eso. Era aproximadamente de mi edad y mi estatura. Llevaba una bata de laboratorio y pantalones de pana lavados tantas veces que la tela estaba completamente gastada en las rodillas. También se le habían encogido las perneras por encima de los tobillos y se veía claramente la marca a partir de donde se los había alargado.
El efecto, sobre todo con las gafas de culo de botella, tendría que haber sido de empollón de ciencias, pero no lo era. Para empezar, tenía pecas. Además, llevaba un par de zapatillas de tenis blancas con agujeros en los dedos y descosidas.
Los empollones de ciencias llevan zapatos negros y calcetines blancos. Ni siquiera usaba un protector de bolsillo, aunque le hubiese convenido. Tenía dos manchas de tinta de boli y un borrón de marcador en el bolsillo del pecho de la bata, y uno de los bolsillos estaba descosido por abajo. Y había algo más, algo que no pude detectar, que me impedía encuadrarlo en ninguna categoría.
Lo miré fijamente tratando de averiguar qué era exactamente, tanto que él me miró con curiosidad.
—Quería dejar la caja en la oficina de la doctora Turnbull —dije rápidamente—, pero se ha marchado a casa.
—Tenía una reunión para tratar el tema de la beca. Es muy buena consiguiéndolas.
—Es la cualidad más importante de un científico hoy en día.
—Sí —dijo él, sonriendo amargamente—. Ojalá la tuviera yo.
—Me llamo Sandra Foster —dije, tendiéndole la mano—. Sociología.
Él se frotó la suya en la pana y me la estrechó.
—Bennett O'Reilly.
Eso también era extraño. Tenía mi edad. Tendría que haberse llamado Matt, o Mike o, Dios no lo quiera, Troy. Bennett.
Me lo quedé mirando otra vez.
—¿Y es usted biólogo?—dije.
—Teoría del caos.
—¿No es eso un oxímoron?
Él sonrió.
—Tal como lo planteé, sí. Por eso dejaron de financiar mi proyecto y tuve que venir a trabajar para HiTek.
Tal vez eso explicara la rareza; y quizá se llevaba la pana y las zapatillas blancas entre los teóricos del caos. No, el doctor Applegate, de Química, pertenecía al caos, y vestía como todos los de I+D: camisa de cuadros, gorra de béisbol, vaqueros, zapatillas Nike.
Y casi nadie en HiTek trabaja en su campo. La ciencia tiene sus modas y locuras, como todo lo demás: la teoría de cadenas, de la eugenesia, el mesmerismo. La teoría del caos estuvo en alza durante un par de años, a pesar de Utah y la fusión fría, o tal vez por eso, pero ambas cosas fueron sustituidas por la ingeniería genética. Si el doctor O'Reilly quería una beca, tendría que renunciar al caos y crear un ratón mejor.
Se acercó a la caja.
—No tengo frigorífico. Tendré que dejarla en el porche —la cogió, gruñendo un poco—. Vaya, sí que pesa. Flip probablemente se la entregó a usted a propósito para no tener que traerla hasta aquí. —La levantó con la rodilla cubierta de pana—. Bueno, gracias de parte de la doctora Turnbull y de todas las otras víctimas de Flip —dijo, y se internó en la maraña de equipo.
Era claramente una frase de despedida, y, hablando de becas, yo todavía tenía que clasificar todos aquellos artículos sobre el pelo corto antes de irme a casa. Pero seguía intrigada por saber qué le hacía parecer tan extraño. Le seguí por el laberinto de material.
—¿Flip es responsable de todo esto? —dije, escurriéndome entre dos pilas de cajas.
—No. Estoy preparando mi nuevo proyecto —pasó por encima de un montón de cuerdas.
—¿Cuál es? —aparté una red de plástico que colgaba. —Difusión de información —abrió una puerta y salió al porche—. Aquí se mantendrá lo suficientemente fría —dijo, soltando la caja.
—Sin duda —contesté; me froté los brazos porque el viento de octubre era gélido. El porche daba a un gran patio cerrado, rodeado por muros altos y cubierto de rejilla. Había una puerta al fondo.
—Se usa para los experimentos con animales grandes —informó el doctor O'Reilly—. Esperaba tener los monos en julio para que pudieran estar aquí fuera, pero el papeleo ha tardado más de lo previsto. —¿Monos?
—El proyecto consiste en estudiar las pautas de difusión de información en un grupo de macacos. Se le enseña una nueva habilidad a uno de los macacos y luego se estudia su difusión en el grupo. Estoy trabajando en el promedio de habilidades útiles contra las inútiles. Enseño a uno de los macacos una habilidad de escaso valor práctico que exija poca destreza y plantee múltiples niveles de dificultad…
—Como el hula-hoop —dije yo.
Él soltó la caja ante la puerta y se incorporó.
—¿El hula-hoop?
—El hula-hoop, el minigolf, el twist. Todas las modas requieren poca habilidad. Por eso el ajedrez nunca se convierte en una. Ni la esgrima.
Él se subió las gafas de culo de botella.
—Estoy trabajando en un proyecto sobre las modas. Qué las causa y de dónde vienen —dije.
—¿De dónde vienen?
—No tengo ni idea. Y si no vuelvo al trabajo, no lo sabré nunca. —Le tendí de nuevo la mano—. Encantada de conocerle, doctor O'Reilly.
Regresé por entre el laberinto. Él me siguió, diciendo pensativo:
—Nunca se me habría ocurrido enseñarles a bailar el hula-hoop.
Iba a decirle que no pensaba que allí hubiera espacio suficiente, pero eran casi las seis, y tenía que recoger montones de papeles del suelo y clasificarlos antes de volver a casa.
Le dije adiós al doctor O'Reilly y regresé a Sociología. Flip estaba en el pasillo, con las manos en las caderas sobre la falda de cuero.
—He vuelto y usted no estaba —lo dijo como si la hubiera dejado hundida en arenas movedizas.
—He bajado a Biología.
—He tenido que venir desde Personal —dijo ella, sacudiéndose el pelo—. Usted me dijo que volviera.
—Estaba cansada de esperarte, así que he entregado el paquete yo misma —le contesté, esperando que protestara y dijera que repartir el correo era trabajo suyo. Me equivocaba: eso habría implicado admitir que era responsable de algo.
—Lo he buscado por toda la oficina —dijo virtuosamente—. Mientras la esperaba, recogí todas esas cosas que dejó tiradas por el suelo y las eché a la basura.
LA VIEJA TIENDA DE CURIOSIDADES (1840–1841)
Moda literaria suscitada por el folletín basado en una historia de Dickens sobre una niña pequeña y su apurado padre, que son expulsados de su tienda y obligados a vagabundear por Inglaterra. El interés por la obra fue tan grande que, en América, la gente abarrotaba los muelles a la espera del barco procedente de Inglaterra que traía el siguiente capítulo; incapaces de esperar a que el barco atracara, quienes aguardaban gritaban a los pasajeros de a bordo: «¿Murió la pequeña Nell?» Lo hizo, y su muerte condenó a lectores de todas las edades, sexos y grados de dureza a agonías de pesar. Vaqueros y mineros del oeste lloraron sin disimulo leyendo las últimas páginas y un diputado irlandés tiró el libro por la ventanilla de un tren en marcha y estalló en lágrimas.
El nacimiento del Támesis no parece tal cosa, sino un pastizal, y ni siquiera abundante. Allí no crece ni una sola planta acuática. Si no fuera por un viejo pozo, lleno de piedras, sería imposible incluso localizar el lugar. Las vacas, sin prestar atención a las piedras, vagabundean perezosas por el prado, mordisqueando flores y hierbas, ajenas a que algo significativo comienza bajo sus patas.
La ciencia es algo aún menos obvio. Empieza con una manzana que cae, una tetera que hierve. Alex Fleming, al echar una última ojeada a su laboratorio cuando se marchaba para pasar fuera un fin de semana largo, podría no haber visto nada significativo en la ventana entreabierta por la que se colaba el aire cargado de hollín de la estación de Paddington. Mientras se preparaba para reunir sus notas e iba a decirle a su ayudante que no tocara nada, que cerrara con llave la puerta, podría no haber advertido que la tapa de una de las placas de petri se había deslizado una fracción de centímetro. Su mente tendría que haber estado centrada en las vacaciones, en los encargos que tenía que hacer, en irse a casa.
Igual que la mía. Sólo era consciente de que Flip había arrugado concienzudamente todos los recortes y había hecho una pelota con ellos antes de meterlos en la papelera, y que no había forma de que pudiera sacarlos y alisarlos todos esta noche, y, como resultado, no sólo pasé por alto el primer acontecimiento de una cadena que conduciría a un descubrimiento científico, sino que estuve también a punto de perderme el segundo. Y el tercero.
Puse la papelera encima de la mesa, sellé la tapa con cinta adhesiva, coloqué un cartel que decía: «No tocar. Esto va por ti, Flip», y me dirigí a mi coche. A medio camino del aparcamiento, reflexioné sobre la capacidad de lectura de Flip, me di la vuelta, y regresé a mi oficina para recuperar la papelera.
El teléfono sonaba cuando abrí la puerta.
—¿Qué tal? —dijo Billy Ray cuando lo descolgué—. Adivina dónde estoy.
—¿En Wyoming? —pregunté. Billy Ray era un ranchero de Laramie con el que había salido hacía tiempo, cuando estudiaba los bailes regionales.
—En Montana. A mitad de camino entre Lodge Grass y Billings —lo que significaba que me llamaba desde su teléfono móvil—. Voy a echarles un vistazo a unas Targhees. Son de lo más auténtico.
Supuse que también eran vacas. Durante mi fase de bailes regionales, lo que más se llevaba eran las Aberdeen Longhorns. Billy Ray es un tío muy majo y un compendio ambulante de modas country-western. Dos pájaros de un tiro.
—Voy a estar en Denver el sábado —dijo a través del chisporroteo que indicaba que su teléfono móvil empezaba a quedarse sin cobertura—, para un seminario sobre ranchos informatizados.
Me pregunté cuál sería el nombre y su acrónimo. ¿Ranchos Operativos Informatizados?[1]
—Así que me preguntaba si podríamos comer juntos. Hay un nuevo restaurante de la pradera en Boulder.
Un restaurante de la pradera era lo último en cocina.
—Lo siento —dije, mirando la papelera de la mesa—. He tenido un contratiempo. Voy a tener que trabajar este fin de semana.
—Tendrías que introducirlo todo en tu ordenador y dejarle hacer el trabajo. Yo tengo el rancho entero dentro de mi PC.
—Lo sé —dije, deseando que fuera tan sencillo.
—Necesitas uno de esos escáners de texto —dijo Billy Ray; el zumbido era cada vez más insistente—. Así ni siquiera tienes que teclear.
Me pregunté si un escáner de texto podría leer papeles arrugados.
El zumbido se convertía en un estrépito.
—Bueno, quizá la próxima vez —dijo él, más o menos, y su voz se perdió.
Colgué mi teléfono fijo y recogí la papelera. Debajo, medio enterrados bajo los datos de mi investigación, estaban los libros de la biblioteca que tendría que haber devuelto hacía dos días. Los puse encima de la cinta adhesiva, aguantaron, y me los llevé junto con la papelera al coche; luego fui a la biblioteca.
Ya que me paso los días de trabajo estudiando modas, muchas de las cuales son completamente repulsivas, considero que es mi deber animar después del trabajo las modas que me gustaría que cundieran, como poner el intermitente cuando se cambia de carril, y la tarta de queso y chocolate. Y la lectura. Además, las bibliotecas son lugares magníficos para observar las modas en best-sellers y en gestión. Y en el vestir de las bibliotecarias.
—¿Qué hay esta semana en la lista de reservas, Lorraine? —pregunté a la bibliotecaria. Llevaba una camiseta con manchas blancas y negras con el lema COMPLETAMENTE FANTÁSTICA, y un par de pendientes blancos y negros de vacas Holstein.
—Llevada por el destino —dijo ella—. Todavía. La lista de reservas tiene un palmo de longitud. Eres… —contó en la pantalla de su ordenador—, la quinta en la cola. Eras la sexta, pero la señora Roxbury se ha dado de baja.
—¿De veras? —pregunté, interesada. Los libros normalmente están de moda hasta que sale una segunda parte y los lectores se dan cuenta de que les han tomado el pelo. Vean si no Oliver Story y Vals lento en Cedar Bend. Por eso la moda de Lo que el viento se llevó consiguió durar casi seis años, y por su culpa miles de desafortunados niños tuvieron que vivir con el nombre de Rhett, o peor todavía, Ashley. Si Margaret Mitchell hubiera sacado Vals lento en Tara Bend todo se habría acabado. Lo que me recordó que tenía que comprobar si había habido alguna merma en la popularidad de Lo que el viento se llevó desde la publicación de Scarlett.
—No pongas muchas esperanzas en Destino —dijo Lorraine—. La señora Roxbury se dio de baja porque dijo que no podía esperar y compró su propio ejemplar. —Sacudió la cabeza, y las vacas oscilaron de un lado a otro—. ¿Qué es lo que le ve la gente?
Sí, bien, ¿y qué veían en El pequeño lord, el meloso relato de Francés Hodgson Burnett sobre un niño pequeño de largos rizos que hereda un castillo inglés, allá por 1890?
Fuera lo que fuese, convirtió la novela en un éxito de ventas y luego, la película protagonizada por Mary Pickford (que ya tenía los rizos) inició la moda de los trajes de terciopelo y se convirtió en la pesadilla de una generación de niños pequeños a quienes sus madres cargaron de cuellos de organdí, rizos y pusieron por nombre Cedric aunque sin duda se habrían sentido contentísimos de poderse llamar Ashley.
—¿Qué más hay en la lista de reservas?
—El nuevo John Grisham, el nuevo Stephen King, Angeles desde arriba, Mecido por las alas de los ángeles, Encuentros angelicales en la tercera fase, Ángeles junto a ti, Ángeles, ángeles por todas partes, Pon a trabajar por ti a tu ángel de la guarda y Angeles en el internado.
Ninguno de ésos contaba. El de Grisham y el de Stephen King eran sólo éxitos de ventas, y la moda de los ángeles llevaba en alza más o menos un año.
—¿Quieres que te ponga en la lista de espera de alguno de ésos? —preguntó Lorraine—. Ángeles en el internado es magnífico.
—No, gracias —contesté—. Nada nuevo, ¿eh?
Ella frunció el ceño.
—Creía que había algo… —comprobó en la pantalla de su ordenador—. La novelización de Mujer citas —dijo—, pero no.
Le di las gracias y regresé a los estantes. Cogí Bernice se corta el pelo de F. Scott Fitzgerald y un par de libros de misterio, que siempre plantean problemas sencillos y solubles del tipo «¿Cómo entró el asesino en la habitación cerrada?» en vez de difíciles como «¿A qué se deben las modas?» y «¿Qué he hecho yo para merecerme a Flip?»; luego pasé a la sección dedicada al siglo XIX.
Una de las modas más desagradables en el mantenimiento de las bibliotecas de los últimos años es la idea de que éstas deben «satisfacer las demandas de sus clientes». Esto significa tener docenas de ejemplares de Los puentes de Madison County y Danielle Steel, con la consiguiente falta de espacio en los estantes, que obliga a los bibliotecarios a purgar los libros que no han sido consultados recientemente.
—¿Por qué estás expulsando a Dickens? —le pregunté a Lorraine el año pasado en la venta de libros de la biblioteca, agitando ante ella un ejemplar de Grandes esperanzas—. No puedes expulsar a Dickens.
—Nadie lo ha sacado —dijo ella—. Y si nadie saca un libro durante un año, hay que quitarlo de los estantes.
Llevaba una camiseta que decía UN OSITO DE PELUCHE ES PARA SIEMPRE, y un par de pendientes con gordos ositos.
—Es evidente que nadie lo leyó.
—Y nadie lo leerá jamás porque no estará aquí para que lo saquen —dije—. Grandes esperanzas es un libro maravilloso.
—Entonces es tu oportunidad para comprarlo.
Bueno, era una moda como cualquier otra, y como socióloga debería haber tomado buena nota para tratar de determinar sus orígenes. No lo hice, sino que empecé a sacar libros. Todos mis favoritos, que nunca sacaba porque ya tenía ejemplares en casa, y todos los clásicos, y todo lo que estuviera encuadernado en tela y alguien pueda querer leer algún día, cuando se acaben las actuales tendencias de sentimentalismo y sangre.
Ese día saqué La caja equivocada, en honor a los acontecimientos de la jornada, y como había visto por primera vez al doctor O'Reilly con las piernas asomando de debajo de un objeto grande, El mago de Oz, y luego me pasé a la B y busqué Bennett. El relato de las comadres no estaba (probablemente había acabado ya en la reventa de libros), pero al lado de Beckett estaba El camino de toda la carne, de Butler, lo que significaba que quizás El relato de las comadres estaba únicamente mal colocado.
Repasé los estantes, buscando algo antiguo, encuadernado en tela, e intacto. Borges; Cumbres borrascosas, que ya había sacado este año; Rupert Brooke. Las Obras completas de Robert Browning. No era Arnold Bennett, pero el tomo estaba encuadernado en tela y era grueso, y todavía tenía un anticuado bolsillo dentro con su tarjeta y todo. Lo cogí, junto con el Borges, y los llevé al mostrador.
—Ya me he acordado de qué más había en la lista de reservas —dijo Lorraine—. Un libro nuevo: Guía de las hadas.
—¿Qué es, un libro para niños?
—No —lo sacó del estante de las reservas—. Trata de la presencia de las hadas en nuestra vida cotidiana.
Me lo mostró. En la portada tenía un dibujo de un hada asomándose por detrás de un ordenador, y encajaba con uno de los criteros de la moda de libros: sólo contaba con ochenta páginas. Los puentes de Madison County tenía 192. Juan Salvador Gaviota tenía 93, y Adiós, Mr. Chips, muy de moda en 1934, sólo 84.
También estaba lleno de tonterías. Los títulos de los capítulos eran «Cómo ponerse en contacto con su hada interna», «Cómo pueden ayudarnos las hadas en el mundo corporativo» y «Por qué no hay que prestar atención a los incrédulos».
—Será mejor que me pongas en la lista —dije. Le tendí el Browning.
—No han sacado éste desde hace casi un año.
—¿De veras? —dije—. Bueno, pues ahora ya lo han sacado.
Y cogí mi Borges, mi Browning, y mi Baum y me fui a cenar al Madre Tierra.
ZAPATOS DE PUNTA RETORCIDA (1350–1480)
Zapatos puntiagudos de cuero blando o tela. Originarios de Polonia (de ahí su nombre francés poulaine; los ingleses los llamaron crackowes por Cracovia), o más probablemente traídos de Oriente Medio por los cruzados, se convirtieron en la locura de todas las cortes europeas. Las punteras se fueron sofisticando —rellenas de musgo, con forma de garra de león o pico de águila—, y se hicieron progresivamente más largas, hasta el punto de que era imposible caminar o arrodillarse sin pisárselas, y había que unirlas con cadenitas de oro o de plata a las rodillas para sujetar los extremos. Aplicada a las armaduras, la moda de las polainas resultaba enormemente peligrosa: los caballeros austríacos de la batalla de Sempach, en 1386, se quedaron clavados al suelo por sus alargados zapatos de hierro y se vieron obligados a cortar las puntas con la espada para que no los pillaran «plantados», como si dijéramos. Fueron desplazadas por el zapato de horma cuadrada, atado al tobillo y en forma de pico de pato, que no tardó en ensancharse hasta lo ridículo.
El Madre Tierra tiene comida aceptable y un té helado tan bueno que yo lo pido durante todo el año. Además, es un lugar magnífico para estudiar las modas. No sólo el menú está a la última (actualmente vegetariano muy variado), sino que también lo están sus camareros. Además, hay un kiosco fuera con todos los periódicos alternativos.
Los recogí y entré. La puerta y el vestíbulo estaban repletos de gente. El té helado tenía que estar poniéndose de moda. Me presenté a la camarera, que llevaba el pelo rapado estilo penitenciaría, pantalones de footing, y Tevas.
Ésa es otra moda, la de las camareras vestidas para no parecer ni de lejos camareras, probablemente para que no puedas encontrarlas cuando quieres la cuenta.
—¿Nombre y número de su grupo? —dijo la camarera. Sujetaba una tablilla con al menos veinte nombres.
—Una, Foster —dije—. Fumadores o no fumadores, lo que sea más rápido.
Se lo tomó a mal.
—No tenemos sección de fumadores —dijo—. ¿No sabe el daño que puede causarle el tabaco?
Normalmente si fumas te sientas más pronto, pensé, pero como ya parecía dispuesta a tachar mi nombre, dije:
—No fumo. Simplemente no me importa sentarme junto a gente que lo hace.
—El humo de segunda mano es igual de letal —dijo ella, y puso una X junto a mi nombre, lo que probablemente significaba que seguiría allí esperando después de que el infierno se congelara—. Ya la llamaré —dijo, poniendo los ojos en blanco, y desde luego esperé que eso no fuera una moda.
Me senté en el banco junto a la puerta y repasé los periódicos. Estaban llenos de artículos sobre los derechos de los animales y anuncios para quitar tatuajes. Pasé a los contactos. No son una moda. Lo fueron, a finales de los ochenta, y entonces, como un montón de modas, en vez de desvanecerse, pasaron a ocupar un pequeño pero permanente lugar en la sociedad.
Sucede con un montón de modas. Las bicis, el monopoly, los crucigramas, todos fueron modas que se asentaron en la corriente principal. Los anuncios de contactos se instalaron en los periódicos alternativos.
Pero puede haber modas dentro de las modas, y los contactos atraviesan modas propias. Las variantes sexuales estuvieron en alza durante un tiempo. Ahora son las actividades al aire libre.
La camarera, con aspecto muy irritado, dijo:
—Foster, grupo de uno —y me condujo a una mesa situada delante de la cocina—. Prohibimos fumar hace dos años —dijo, y me arrojó la carta.
La cogí, le eché un vistazo para ver si todavía tenían el milhojas de coles y tomates secados al sol, y volví a los contactos. El footing estaba pasado, y las bicis de montaña y los kayaks eran la última. Y los ángeles. Uno de los anuncios estaba encabezado con las palabras MENSAJERO CELESTIAL y otro decía: «¿Te dicen tus ángeles que me llames? El mío me dijo que escribiera este anuncio», cosa que encontré bastante improbable.
Las almas caritativas también estaban de moda, y la espiritualidad, y los látigos. «Se busca S/MBD» y «Desarrollo personal/oriental/nativo americano», y «Busco diversión/ posible compañero de por vida». Bueno, ¿no lo hacemos todos?
Apareció un camarero, también con pantalones de correr, Tevas, y pajarita. Al parecer, había visto la X. Antes de que pudiera soltarme un sermón sobre los peligros de la nicotina, dije:
—Tomaré el milhojas de coles y té helado.
—Ya no tenemos de eso.
—¿Coles?
—Té —abrió la carta y señaló la página de la derecha—. Nuestras bebidas están aquí.
Desde luego. La página entera estaba dedicada a ellas: café exprés, capuchino, café con leche, moca, café, cacao. Pero nada de té.
—Me gustaba su té helado.
—Ya nadie bebe té.
Porque lo habéis quitado de la carta, menú, pensé, preguntándome si habían aplicado el mismo principio que en la biblioteca, y si no debería haber comido allí con más frecuencia, o pedido más de un té cada vez, para salvarlo del hacha. También me sentía culpable porque, al parecer, me había pasado por alto el principio de una moda, o al menos una nueva etapa.
La moda del exprés lleva vigente unos cuantos años, sobre todo en la costa oeste y en Seattle, donde empezó. Un montón de modas han nacido en Seattle últimamente: bandas de garaje, el grunge, el café con leche. Antes, las modas solían comenzar en Los Ángeles y, aún antes, en Nueva York. Desde hace poco, Boulder muestra signos de convertirse en el nuevo centro de las modas, pero la llegada del café exprés probablemente tiene más que ver con las últimas consecuencias que con las leyes científicas de las modas. Con todo, deseé haber estado cerca para ver cómo sucedía y localizar su detonante.
—Tomaré un café con leche —dije.
—¿Sencillo o doble?
—Doble.
—¿Largo o corto?
—Largo.
—¿Chocolate o canela por encima?
—Chocolate.
—¿Semidulce o sin azúcar?
Me equivocaba cuando le dije al doctor O'Reilly que todas las modas requieren escasa habilidad.
Después de varias preguntas más, referidas a si quería terrones de azúcar blanco o azúcar moreno y leche desnatada o al dos por ciento, el camarero se marchó, y yo volví a los contactos.
La sinceridad no estaba de moda, como de costumbre. Todos los hombres eran «altos, guapos y económicamente solventes seguros», y todas las mujeres eran «hermosas, esbeltas y sensibles». Los solterones eran todos «atractivos, sofisticados y atentos». Todo el mundo tenía un «magnífico sentido del humor», cosa que también consideré improbable. Todos buscaban personas sensibles, inteligentes, ecológicas, románticas, y NF declaradas.
NF. ¿Qué era NF? ¿Nórdicos de fiordo? ¿Nativos franceses? ¿Naturales fornicadores? ¿Nada de fornicadores? Y. uno decía NFS. ¿Nada de fornicadores solicitados? Pasé a la guía de traducción. Por supuesto. No fumadores solamente.
La gente jovial, guapa y atenta que coloca estos anuncios parece haber confundido los contactos con el catálogo de teletienda. Me gustaría el Artículo D2481 en rojo pasión; talla pequeña. Y frecuentemente especifican color, forma, y nada de animales. Pero el número de no fumadores parece haber aumentado radicalmente desde la última vez que los conté. Saqué un boli rojo del bolso y empecé a marcarlos.
Para cuando llegaron mi sandwich y mi complicado café, la página estaba cubierta de rojo. Me comí el sandwich, me tomé la bebida y marqué.
La moda de los no fumadores se remonta a finales de los setenta, y hasta ahora había seguido la típica pauta de las modas de aversión, pero me pregunté si estaba alcanzando otro nivel más volátil. «No importa raza, religión, partido político, preferencia sexual», decía uno de los anuncios. «NO FUMADORES.»
En mayúsculas.
Y «Debe ser aventurero, osado, valiente no fumador», y «Yo: con éxito pero cansado de estar solo. Tú: compasiva, cariñosa, no fumadora, sin hijos». Y mi favorito: «Busco desesperadamente alguien que marche al ritmo de un tambor distinto, huya de las convenciones, no le importe lo que está de moda o no. Abstenerse fumadores.»
Había alguien de pie a mi lado. El camarero, probablemente, para darme un parche antinicotina. Alcé la cabeza.
—No sabía que venía usted aquí —dijo Flip, poniendo los ojos en blanco.
—Yo tampoco sabía que venías tú —dije. «Y ahora nunca volveré a venir», pensé. «Sobre todo porque ya no sirven té helado.»
—Los contactos, ¿en? —dijo ella, girando el cuello para ver qué había marcado—. Están bien, supongo, si está desesperada.
Lo estoy, pensé, preguntándome angustiada si ella se habría detenido al entrar para vaciar la papelera y si yo había cerrado el coche con llave.
—Yo no necesito ayudas artificiales. Tengo a Brine —dijo, señalando a un tipo con la cabeza afeitada, botas con correajes y aros en la nariz, cejas y labio inferior; pero yo no le miraba: estaba mirando el brazo extendido de Flip, que tenía tres anchos brazaletes grises en la muñeca, a mitad del antebrazo y por debajo del codo. Cinta adhesiva.
Lo que explicaba su observación de que lo de aquella tarde era un encargo personal. «Si ésta es la última moda —pensé—, dimito.»
—Tengo que irme —dije, recogiendo mis periódicos y el bolso, y buscando frenéticamente al camarero, a quien no pude encontrar porque iba vestido como todo el mundo. Dejé sobre la mesa un billete de veinte y prácticamente corrí hacia la salida.
—No me aprecia para nada —oí que Flip le decía a Brine mientras yo huía—. Al menos podría haberme dado las gracias por limpiarle la oficina.
Había cerrado mi coche, y, de vuelta a casa, empecé a sentirme casi alegre por los brazaletes de cinta adhesiva. Después de todo, Flip tendría que quitárselos. También pensé en Brine y en Billy Ray, que lleva Stetson y vaqueros ceñidos y un busca; y en el logro que era la falta de moda definida en el doctor O'Reilly.
Casi todo lo que llevan hoy en día los hombres pertenece a alguna moda definida: chaquetas anchas, mallas de ciclista, trajes, vaqueros demasiado grandes, camisetas demasiado pequeñas, zapatos de tacón, botas de caña, calcetines de ejecutivo.
Y ahora, con la incorporación de las camisas de cuadros del grunge y la ropa interior térmica, es difícil encontrar algo lo bastante feo para que no esté de moda. Pero el doctor O'Reilly lo había conseguido.
Llevaba el pelo demasiado largo y los pantalones demasiado cortos, pero era más que eso. El batería de una de las bandas de garaje llevaba en escena trenzas y zapatillas de ciclista, y parecía ir a la última. Y no era por las gafas, tampoco. Miren a Elton John. Miren a Buddy Holly.
Era algo más, algo que me había estado mortificando toda la tarde. Tal vez, me convenía regresar a Biología y preguntarle si podía estudiarlo. Tal vez, si le seguía mientras enseñaba a sus monos a bailar el hula-hoop o lo que fuera a hacer, podría averiguar cómo se las arreglaba para eludir toda moda. Y estudiando la no-tendencia, quizás encontrara alguna pista de la tendencia. O tal vez era mejor que me fuera a casa, planchara mis recortes y tratara de comprender por qué de pronto dos millones de mujeres empuñaron sus tijeras al unísono y acabaron con los rizos del Pequeño Lord Fauntleroy.
No hice nada de eso, sino que llegué a casa y me puse a leer a Browning. Leí El flautista de Hamelín, un poema que, curiosamente, trataba sobre la moda, y empecé Pippa Pasa: un largo poema sobre una chica italiana de una fábrica de Asoló que sólo tenía un día libre al año (seguramente trabajaba para la HiTek italiana) y se lo pasaba deambulando ante las ventanas y cantando, entre otras cosas: «La alondra está en el alero,/el caracol en la espina» e inspirando a todo el mundo que la escuchaba.
Deseé que apareciera ante mi ventana y me inspirara, pero no parecía probable. La inspiración iba a tener que venir, como suele hacerlo, en el campo de la ciencia, tras alisar todos aquellos recortes y suministrar los datos al ordenador: experimentando, fracasando y volviéndolo a intentar. Me equivocaba. La inspiración ya había llegado. Simplemente, aún no lo sabía.
CÍRCULOS DE CALIDAD (1980–1985)
Moda del mundo de los negocios inspirada por el éxito de las prácticas corporativas japonesas. Un comité de empleados de todas ¡as áreas de la compañía se reúne una vez al mes, normalmente después del trabajo, para compartir experiencias, intercambiar ¡deas y hacer sugerencias sobre cómo mejorar el funcionamiento de la empresa. Desapareció cuando quedó claro que ninguna de esas sugerencias era tomada en cuenta. Fue sustituida por los grupos de discusión.
El miércoles tuvimos la reunión de todo el personal. A punto estuve de llegar tarde. Había pasado por Suministros para tratar de arrancarle una caja de clips a Desiderata, que no sabía dónde estaban (ni qué eran), y como resultado todas las mesas de la cafetería estaban llenas cuando llegué allí.
Gina me saludó desde el otro lado de la habitación y señaló una silla vacía que tenía al lado; la ocupé justo cuando Dirección decía:
—En HiTek nunca hemos dejado de luchar por la excelencia.
—¿Qué pasa? —le susurré a Gina.
—Dirección está demostrando más allá de toda duda que no tienen suficiente trabajo —murmuró—. Así que han inventado un nuevo acrónimo. Están en ello ahora mismo.
—… principio de nuestro excitante nuevo programa de dirección es Iniciativa —trazó con un marcador una gran I mayúscula en una pizarra móvil—. La iniciativa es la piedra angular de toda gran compañía.
Eché un vistazo a la sala, tratando de localizar al doctor O'Reilly. Flip estaba apoyada en la pared del fondo, con los brazos cubiertos de cinta adhesiva y expresión sombría.
—La piedra angular de Inciativa es Recursos —dijo Dirección. Dibujó una R delante de la I—. ¿Y cuál es el recurso más valioso de HiTek? ¡Vosotros!
Finalmente, divisé al doctor O'Reilly de pie junto a las bandejas y la cubertería, con las manos metidas en los bolsillos. Hoy su aspecto era un poco más presentable, pero no mucho más. Llevaba una chaqueta de poliéster marrón, aunque no del mismo tono marrón que sus pantalones de pana y una camisa de cuadros blancos y marrones que no pegaba ni con una cosa ni con la otra.
—Recursos e Inciativa no sirven de nada a menos que sean guiados —dijo Dirección, plantando una G delante de la R y de la I—. Dirección Guiada de Recursos e Inciativas —dijo triunfante, señalando cada letra por turnos—. GRIS.[2]
—Nada más cierto —murmuró Gina. —La piedra angular de GRIS es Intervención del Personal —Dirección escribió las iniciales en la pizarra—. Quiero que os dividáis en grupos de ideas y enumeréis cinco objetivos —escribió un gran 5 en la pizarra.
Miré al doctor O'Reilly, que seguía de pie junto a la cubertería, preguntándome si debería invitarlo a nuestro grupo de ideas, pero Gina ya había traído a Sara de Química y a una mujer de Personal llamada Elaine que llevaba una cinta en la cabeza y mallas de ciclista.
—Cinco objetivos —dijo Dirección, y Elaine sacó inmediatamente una libreta y numeró una página del uno al cinco—, para mejorar el entorno de trabajo en HiTek. —Que despidan a Flip —dije yo. —¿Sabes lo que me hizo el otro día? —preguntó Sara—. Archivó todos mis trabajos en la L de laboratorio. —¿Debo anotar eso? —dijo Elaine. —No —dijo Gina—, pero quiero que apuntéis esto. El cumpleaños de Brittany es el dieciocho y todas estáis invitadas. A las dos. Regalos, tarta y nada de Power Rangers. Me puse firme. Puedes tener el tipo de fiesta que quieras, le dije a Brittany, pero no Power Rangers.
El doctor O'Reilly por fin se había sentado en una mesa situada en el centro de la sala y se había quitado la chaqueta.
No supuso ninguna mejora; la única diferencia era que podías verle toda la corbata, notablemente pasada de moda.
—¿Habéis visto alguna vez los Power Rangers? —preguntó Gina.
—No puedo ir —dijo Sara—. Voy a correr una maratón de diez kilómetros con Paul Ottermeyer.
—¿De Seguridad? Creía que estabas saliendo con Ted.
—Ted tiene un asunto —dijo Sara—. Y hasta que lo resuelva, no tiene sentido tratar de mantener una relación estable.
—¿Entonces vas a dedicarte a correr? —preguntó Gina.
—Tendrías que probar lo de subir escaleras —dijo Elaine, de Personal—. Afina mucho más la silueta que correr.
Con la barbilla apoyada en la mano, estudié la corbata del doctor O'Reilly. Las corbatas son como el resto de la ropa de hombre. Casi todo vale. Eso no era así hasta hace muy poco. Cada época ha tenido su propia moda en corbatas.
Las corbatas a rayas hacían furor en la década de 1860 y las de color lavanda en la de 1890. Las corbatas de lazo eran la última moda en los años veinte, las que tenían bailarinas de huía pintadas a mano lo fueron en los cuarenta, las de margaritas en los sesenta, y todo lo que no estaba a la moda no valía. Pero ahora todas lo están, junto con los pañuelos, las pajaritas y la siempre popular ausencia de corbata. La de Bennet no encajaba con nada de eso: era simplemente fea.
—¿Qué estás mirando? —quiso saber Gina.
—Al doctor O'Reilly —contesté, preguntándome si era lo bastante mayor para haber comprado la corbata nueva.
—¿El empollón de Biología? —dijo Elaine, torciendo el cuello.
—Vaya corbata —comentó Gina.
—Y esas gafas —dijo Sara—. ¡Son tan gruesas que ni siquiera se ve de qué color tiene los ojos!
—Grises —dije yo, pero Elaine y Sara volvían a discutir sobre el noble deporte de subir escaleras.
—Las mejores escaleras están en el campus —dijo Elaine—. En el edificio de ingeniería. Sesenta y ocho peldaños, pero siempre llenos de gente. Así que normalmente opto por las que hay en Clover.
—Ted vive de Iris —dijo Sara—. Tiene que reconocer su espíritu guerrero masculino, o nunca podrá abrazar su lado femenino.
—Muy bien, compañeros —dijo Dirección—. ¿Tenéis los cinco objetivos? Flip, ¿quieres recogerlos?
Elaine puso cara de aterrada. Gina le quitó la lista y escribió rápidamente:
1. Optimizar potencial.
2. Facilitar potenciación.
3. Aportar puntos de vista.
4. Seguir una estrategia de prioridades.
5. Aumentar estructuras nucleares.
—¿Cómo has hecho eso? —pregunté, admirada.
—Son las cinco cosas que escribo siempre —respondió, y le tendió a Flip la lista cuando pasó por nuestro lado.
—Antes de continuar —dijo Dirección—, quiero que todos os levantéis.
—Pausa para ir al baño —murmuró Gina.
—Vamos a hacer un ejercicio de sensibilidad —dijo Dirección—. Que todo el mundo busque un compañero.
Me di la vuelta. Sara y Elaine ya se habían escogido mutuamente, y no se veía a Gina por ninguna parte. Vacilé, preguntándome si me daría tiempo de llegar hasta el doctor O'Reilly, y vi a una mujer con un bonito corte de pelo y un traje rojo acercarse hacia mí por entre la multitud.
—Soy la doctora Alicia Turnbull —dijo.
—Oh, bien —contesté, sonriendo—. ¿Recibió su caja?
—¿Todo el mundo tiene una pareja? —gritó Dirección—. Bien, ahora poneos unos frente a otros y alzad ambas manos con las palmas hacia fuera.
Lo hicimos.
—Están todos detenidos —bromeé.
La doctora Turnbull alzó una ceja.
—Muy bien, compañeros —dijo Dirección—, ahora colocad las palmas contra las de vuestra pareja.
La estupidez ha sido desde siempre una tendencia dominante en América, pero hace poco que ha invadido el lugar de trabajo, aunque tiene sus orígenes en los expertos de eficiencia de los años veinte. Frank y Lillian Gilbreth, los fundadores del clan Más barato por docena, quienes indudablemente no se pasaban todo el tiempo en la fábrica (doce hijos, doce), popularizaron los estudios de movimiento, la psicología en el puesto de trabajo y el experto externo; y los negocios americanos han ido cuesta abajo desde entonces.
—Ahora, mirad con intensidad a vuestra pareja a los ojos —dijo Dirección—, y decidle tres cosas que os gustan de él… o de ella. Muy bien. Una.
—¿De dónde sacan estas cosas? —dije, mirando con intensidad los ojos de la doctora Turnbull.
—Los estudios han demostrado que la formación sensitiva mejora significativamente las relaciones en el lugar de trabajo —dijo ella fríamente.
—Muy bien. Usted primero.
—El paquete ponía bien claro «perecedero» —dijo, presionando sus palmas contra las mías—. Tendría que habérmelo entregado inmediatamente.
—No estaba usted allí.
—Entonces tendría que haber averiguado dónde estaba.
—Dos —dijo Dirección.
—El paquete contenía unos cultivos muy valiosos. Podrían haberse estropeado.
Parecía no tener en cuenta un punto importante.
—Flip es quien tenía que habérselo llevado, ¿sabe?
—¿Entonces qué hacía en su oficina?
—Tres —dijo Dirección.
—La próxima vez, le agradeceré que me mande un mensaje por correo electrónico —dijo ella—. ¿Bueno? ¿No va a decirme lo que le gusta de mí? Es su turno.
«Me gusta que trabajes en Biología y que esté al otro lado del complejo», pensé.
—Me gusta su traje —dije—, aunque las hombreras están terriblemente pasadas de moda. Y además es rojo. Demasiado amenazador. Se lleva lo femenino.
—¿No os sentís mejor? —preguntó Dirección—. ¿No os sentís más cerca de vuestros compañeros de trabajo?
Demasiado cerca, desde luego. Inicié una apresurada retirada hacia mi mesa y Gina.
—¿Adonde has ido? —le reproché.
—Al cuarto de baño —respondió ella—. Regla de Supervivencia en las Reuniones Número Uno. Ve siempre al cuarto de baño durante los ejercicios de sensibilidad.
—Antes de que continuemos —dijo Dirección, y me preparé para escaparme al baño por si se trataba de otro ejercicio, pero Dirección se refirió a los numerosos papeles de nuestro programa, que resultó ser un montón de impresos. —Hemos tenido algunas quejas sobre Suministros —dijo—, así que promovemos una nueva política que aumentará la eficacia en ese departamento. En vez de los antiguos impresos departamentales, usarán un nuevo impreso interdepartamental. También hemos reestructurado el procedimiento para conceder becas. Uno de los aspectos más revolucionarios del GRIS es la forma en que coordina la financiación. Todas las solicitudes de fondos para proyectos serán estudiadas por un Comité de Revisión de Concesiones, incluyendo los proyectos que fueron previamente aprobados. Todos los impresos deben estar entregados el lunes 23. Todas las solicitudes deben ser cursadas en los nuevos impresos simplificados de solicitud de becas.
Los cuales, si el fajo de papeles que Flip sostenía en sus brazos envueltos en cinta adhesiva mientras paseaba entre la multitud era una muestra, eran más largos que los antiguos impresos de solicitud, que ya tenían treinta y dos páginas.
—Mientras la ayudante interdepartamental distribuye los impresos, quiero oír vuestras sugerencias. ¿Qué más podemos hacer para convertir HiTek en un sitio mejor?
Eliminar las reuniones de personal, pensé, pero no lo dije. Puede que no esté tan versada como Gina en Supervivencia a las Reuniones, pero sé lo bastante como para no levantar la mano. Lo único que consigues con eso es que te metan en un comité.
Aparentemente, todos los demás lo sabían también.
—Las sugerencias del personal son la piedra angular de HiTek—dijo. Nada.
—¿Alguien? —preguntó Dirección, con aspecto sombrío. Sonrió—. Ah, al fin, alguien que no teme destacar de la multitud.
Todo el mundo se volvió. Era Flip.
—La ayudante interdepartamental tiene demasiadas funciones —dijo, agitando su mechón de pelo.
—¿Veis? —dijo Dirección, señalándola—. Ése es el tipo de actitud para resolver problemas que pretende fomentar GRIS. ¿Qué solución sugieres?
—Un nombre diferente para el trabajo —dijo Flip—. Y una ayudante.
Miré al doctor O'Reilly. Se sujetaba la cabeza con las manos.
—¿Muy bien? ¿Otras ideas?
Cuarenta manos se dispararon. Las miré y pensé en el Flautista de Hamelín y sus ratas. Y en el pelo corto. La mayoría de las modas referidas al pelo son un claro caso de seguir al flautista. BC Derek, Dorothy Hamill, Jackie Kennedy, todas habían impuesto modas de peinado, y no fueron en modo alguno las primeras. Madame de Pompapodour había sido la responsable de aquellas enormes pelucas empolvadas con barcos de vela y famosas batallas de artillería, y Verónica Lake de que millones de mujeres americanas fueran incapaces de ver por un ojo.
Así que era lógico que la del pelo corto hubiera sido una moda iniciada por alguien, ¿pero por quién? Isadora Duncan se lo había cortado a principios de siglo, y varias sufragistas habían hecho lo mismo (y se habían puesto ropa de hombre) mucho antes, pero ninguna atrajo suficientes seguidoras para ser tenida en cuenta.
Las sufragistas, obviamente, fueron unas adelantadas para su tiempo (y bastante temibles y formidables). Isadora, que saltaba a los escenarios con túnicas transparentes y descalza, era demasiado extraña. Un caso obvio era el de la bailarina Irene Castle. Junto con su marido Vernon (más niños miserables), habían iniciado varias modas de baile: el one-step, el maxixe, el tango, el fox-trot (literalmente: trote del pavo) y, por supuesto, el paso Castle.
Irene era bonita, y casi todo lo que se ponía se convertía en moda, desde los zapatos de satén blanco hasta las gorras holandesas. En 1913, estando en la cima de su popularidad, se cortó el pelo mientras convalecía en el hospital de una operación de apendicitis; se lo dejó corto una vez recuperada y lo llevaba con un turbante ancho, claro precursor del de las flappers.
Era. una conocida creadora de modas, y desde luego tenía seguidoras. Pero si Irene era la fuente de ésta, ¿por qué tardó tanto tiempo en calar? Cuando las trencitas de BC Derek aparecieron en las pantallas en 1979, antes de una semana aparecieron por todas partes mujeres con el pelo trenzado. ¿Por qué entonces el pelo corto no se había puesto de moda en 1913? ¿Por qué habían tenido que pasar nueve años y una guerra mundial?
Tal vez las películas eran la clave. No, Mary Pickford no se cortó los rizos hasta 1928. ¿Habían hecho Irene y Vernon Castle una película muda allá por, digamos, 1921?
Dirección seguía señalando las manos levantadas.
—Creo que deberíamos tener una carta de café exprés en el edificio —dijo la doctora Applegate.
—Yo creo que deberíamos tener un gimnasio —dijo Elaine.
—Y más escaleras.
Aquello podía continuar todo el día, y yo quería comprobar qué películas se habían estrenado en 1922. Me levanté procurando llamar la atención lo menos posible, le quité un impreso a Flip, que se había saltado nuestra mesa, y me escapé por la puerta de atrás, hojeando el impreso para ver qué longitud tenía.
Maravilla de maravillas, era de verdad más breve que el original: sólo veintidós páginas; y la letra era sólo ligeramente más pequeña que… choqué con alguien y alcé la cabeza.
Era el doctor O'Reilly, que debía estar haciendo lo mismo.
—Lo siento —dijo—. Estaba pensando en este asunto de volver a solicitar fondos —levantó las dos manos, todavía.sosteniendo el impreso con la derecha, y extendió las palmas—. Dígale a su pareja tres cosas que no le gusten de Dirección.
—¿Pueden ser más de tres? Supongo que esto significa que no conseguirá sus macacos inmediatamente, doctor O'Reilly.
—Llámeme Bennett —dijo él—. Flip es la única que tiene título. Se suponía que iba a recibirlos esta semana. Ahora tendré que esperar hasta el día veinte. ¿Y usted? ¿Afecta esto a su proyecto del hula-hoop?
—Del pelo corto. El único efecto es que no tendré tiempo para trabajar en él porque estaré rellenando este estúpido impreso. Ojalá Dirección encontrara otra cosa en que pensar además de elaborar nuevos impresos.
—Shh —dijo ferozmente alguien desde la puerta.
Nos encaminamos pasillo abajo, hacia donde no pudieran oírnos.
—El papeleo es la piedra angular de Dirección —susurró Bennett—. Piensan que reducirlo todo a impresos es la clave de los descubrimientos científicos. Por desgracia, la ciencia no funciona de esa forma. Mire a Newton. Mire a Arquímedes.
—Dirección nunca habría aprobado la subvención para un huerto —coincidí—, ni para una bañera.
—Ni para un río —dijo Bennett—. Por eso perdimos nuestra subvención para la teoría del caos y tuve que venir a trabajar para GRIS.
—¿En qué estaba trabajando? —pregunté. —En el Loue. Es un río de Francia. Nace en una gruta, lo que significa que es un sistema pequeño y acotado con un número relativamente limitado de variables. Los sistemas que los científicos han tratado de estudiar hasta ahora eran grandes: el clima, el cuerpo humano, los ríos. Tenían miles, incluso millones de variables, lo que hacía que fueran imposibles de predecir, así que encontramos…
De cerca su corbata era aún más indescriptible que de lejos. Parecía tener algún tipo de dibujo, aunque no se distinguía claramente. No era de rayitas (tan populares en 1988), ni de puntitos (1970), pero alguna pauta seguía.
—… y medimos la temperatura del aire, la temperatura del agua, las dimensiones de la gruta, la composición del agua, la vida vegetal en las riberas… —dijo, y se detuvo—. Probablemente está usted ocupada y no tiene tiempo para escuchar todo esto.
—No importa. Tengo que volver a mi oficina, pero le acompañaré hasta las escaleras.
—Muy bien. Así que mi idea fue que, midiendo con exactitud cada factor de un sistema caótico, podría aislar las causas del caos.
—Flip —dije yo— es la causa del caos.
Él se echó a reír.
—Las otras causas del caos. Sé que hablar de las causas del caos parece un contrasentido, ya que en principio un sistema es caótico si no respeta la relación ordinaria de causa y efecto. Los sistemas caóticos son no-lineales, lo que significa que hay tantos factores interconectados que resulta imposible predecir su funcionamiento. «Como pasa con las modas», pensé. —Pero hay leyes que los gobiernan. Hemos definido matemáticamente algunas: la entropía, las inestabilidades interiores, y la iteración que es…
—El efecto mariposa —dije yo.
—Exacto. Una variable diminuta se introduce en el sistema y luego la realimentación se realimenta a su vez, hasta que influye en todo el sistema de forma inversamente proporcional a su tamaño. Asentí.
—Una mariposa que mueve las alas en Los Ángeles puede causar un tifón en Hong Kong. O una reunión de todo el personal en HiTek. El pareció encantado.
—¿Sabe usted algo del caos? —Sólo por experiencia personal.
—Sí, parece estar a la orden del día por aquí. Bien, pues mi proyecto consistía en calcular los efectos de iteración y entropía y ver si explicaban el caos o si había algún otro factor implicado. —¿Lo había? Él pareció reflexionar.
—Los teóricos del caos piensan que el principio de incertidumbre de Heisenberg significa que los sistemas caóticos son inherentemente impredecibles. Verhoest cree que la predicción es posible, pero ha propuesto que hay otra fuerza impulsando el caos, un factor X que determina su conducta.
—Las polillas —dije yo.
—¿Qué?
—O las langostas. Algo distinto a las mariposas.
—Oh. Cierto. Pero está equivocado. Mi teoría es que la iteración explica todo lo que sucede en un sistema caótico si se conocen todos los factores y han sido adecuadamente medidos. No tuve la oportunidad de averiguarlo. Sólo tuvimos tiempo de hacer dos pruebas antes de que me retiraran la subvención. No demostraron un aumento de la capacidad de predicción, lo que significa que yo estaba en un error o que no tenía todas las variables.
Se detuvo, la mano en el picaporte, y me di cuenta de que nos encontrábamos ante su puerta. Al parecer le había acompañado todo el camino hasta Biología.
—Bueno —dije, deseando tener más tiempo para analizar su corbata—. Será mejor que vuelva al trabajo. Tengo que prepararme para la nueva ayudante de Flip y rellenar el impreso de solicitud de fondos. —Él lo miró tristemente—. Al menos es corto.
Me miró inexpresivamente a través de sus gruesas gafas.
—Sólo tiene veintidós páginas —dije, mostrándoselo.
—Los impresos no están listos todavía —dijo él—. Se supone que los tendremos mañana —señaló el que yo sostenía—. Eso es el nuevo impreso simplificado para solicitar suministros. Para pedir clips.
2
BURBUJEOS
La humanidad, por supuesto, siempre ha estado y siempre estará bajo el yugo de las mariposas en cuestión de costumbres sociales, ropa, entretenimiento, y del gasto que tales cosas implican.
MINIGOLF (1927–1931)
Entretenimiento de moda consistente en pequeños campos de golf con dieciocho hoyos muy cortos complicados con molinos, cascadas y diminutas trampas de arena. Su popularidad resulta fácilmente explicable. Era un sitio barato para una cita durante la Depresión, su umbral de destreza era bajo y ofrecía múltiples niveles de logro; además te permitía fingir durante un par de horas que formabas parte de la refinada élite del club de campo. Más de cuarenta mil instalaciones surgieron por todo el país y, en el momento culminante, su popularidad era tal que supuso incluso una amenaza para el cine y los estudios prohibieron a sus actores que los vieran jugando al minigolf. Finalizó por saturación.
El nacimiento del río Colorado tampoco lo parece. Está en un glaciar en lo alto de las montañas Green River, y parece más bien una tundra, nieve y roca.
Pero incluso en lo más profundo del invierno algo se funde, una gota aquí, un hilillo allá, una pequeña película de agua se forma en los bordes del glaciar y cae al suelo congelado. Cae y se congela, converge, tan lentamente que resulta imperceptible.
La investigación científica es similar. Los eurekas como el de Arquímedes cuando se metió en la bañera y halló de pronto la respuesta al problema de la densidad de los metales son pocos e infrecuentes; todo suele conseguirse a base de probar y fallar y volver a probar otra cosa, añadir datos y eliminar variables, observar los resultados y tratar de comprender dónde metiste la pata.
Fíjense en Arno Penzias y Robert Wilson. Su objetivo era medir la intensidad absoluta de las señales de radio procedentes del espacio, pero primero tenían que deshacerse del ruido de fondo de su detector.
Lo llevaron al campo para librarse del ruido de la ciudad, las estaciones de radar, y el ruido atmosférico; les fue de ayuda, pero siguieron teniendo ruido de fondo.
Trataron de determinar la causa. ¿Los pájaros? Se subieron al tejado y miraron la antena en forma de cuerno. En efecto, las palomas habían anidado allí y sus deposiciones podían ser la causa del problema.
Expulsaron a las palomas, limpiaron la antena, y sellaron todas las posibles rendijas y uniones (probablemente con cinta adhesiva). Seguía habiendo ruido de fondo.
Muy bien. ¿Entonces de qué podía tratarse? ¿Corrientes de electrones de las pruebas nucleares? Si era así, el ruido tenía que ir disminuyendo, ya que las pruebas atómicas estaban prohibidas desde 1963.
Realizaron docenas de tests sobre la intensidad para ver si era eso. No lo era. Y el resultado era el mismo estuvieran donde estuviesen, lo cual no tenía ningún sentido.
Durante cinco años realizaron pruebas y más pruebas, grabaron y volvieron a grabar, limpiaron mierda de paloma, y se desesperaron creyendo que jamás llegarían a realizar su experimento sobre la intensidad de las señales de radio antes de darse cuenta de que el ruido de fondo no era tal: eran microondas; el eco del Big Bang.
El viernes, Flip trajo el nuevo impreso para solicitar fondos. Tenía sesenta y ocho páginas y estaba mal grapado. Tres páginas se salieron mientras Flip atravesaba la puerta y otras dos más cuando me lo tendió.
—Gracias, Flip —dije, y le sonreí.
La noche anterior había leído los dos últimos tercios de pippa Pasa, donde Pippa había convencido a dos asesinos adúlteros para que se mataran el uno al otro, a un joven estudiante decepcionado para que eligiera el amor y no la venganza, y reformado a varios calzonazos. Y todo ello canturreando solamente: «El año está en primavera, / y el día en la mañana.» Piensen lo que podría haber conseguido de tener un carnet de biblioteca.
Browning estaba diciendo claramente que se puede cambiar el mundo siendo despabilado y avisando antes de girar a la izquierda. Una persona puede tener un efecto positivo en la sociedad. Y estaba claro por El flautista de Hamelín que comprendía el mecanismo de las modas.
Yo no había advertido ninguno de estos efectos, pero tampoco Pippa, que al parecer había vuelto a trabajar en la fábrica de seda al día siguiente sin tener ni idea del bien que había hecho. Me la imaginaba en la reunión de personal que Dirección había convocado para introducir su nuevo sistema, PESTO. Justo después del ejercicio de sensibilidad, su compañera se inclinaría hacia delante y susurraría:
—Dime, Pippa, ¿qué hiciste en tu día libre?
Y Pippa se encogería de hombros y diría:
—Poca cosa. Ya sabes, estuve por ahí.
Así que yo quizás influyera más sobre la cultura y el indicar los giros a la izquierda de lo que creía. Si era amable y educada, quizá detuviera la tendencia a la rudeza.
Naturalmente, Browning no había conocido a Flip. Pero merecía la pena intentarlo, y tenía el consuelo de saber que no podía empeorar las cosas.
Así que, aunque Flip no hizo ningún esfuerzo por recoger las páginas desparramadas y, de hecho, estaba pisando una de ellas, le sonreí y dije:
—¿Cómo te encuentras esta mañana?
—Oh, magnífica —dijo ella, sarcástica—. Perfectamente bien.
Se sentó sobre los recortes de mi mesa.
—¡No se creerá lo que esperan que haga ahora!
«¿Trabajar un poco?», pensé despiadada, y entonces recordé que se suponía que iba a seguir los pasos de Pippa.
—¿Quiénes? —dije, agachándome para recoger las páginas.
—Dirección —contestó, poniendo los ojos en blanco. Llevaba unas medias amarillo fosforescente, una camiseta con una corbata teñida, y un chaleco muy peculiar. Era corto y extrañamente abultado en el cuello y los sobacos—. ¿Sabe que se supone que tengo un nuevo título y una ayudante?
—Sí —dije yo, sonriendo todavía—. ¿Lo conseguiste? ¿Un nuevo título?
—Sí-í. Soy el contacto de comunicaciones interdepartamentales. Pero respecto a mi ayudante, esperan que forme parte de un comité de búsqueda. Después del trabajo.
En la parte inferior del chaleco había una hilera de corchetes, un estilo que nunca había visto. «Lo lleva puesto del revés», pensé.
—El tema era que estaba saturada de trabajo. Por eso necesitaba una ayudante, ¿no? ¿Verdad?
Llevar la ropa de forma poco corriente es una variedad de moda siempre vigente (los cordones de los zapatos desatados, gorras de béisbol al revés, corbatas por cinturón, combinaciones por vestido), y no puede comercializarse porque no cuesta nada. Tampoco es nueva. Ya en 1955 las muchachas de secundaria se ponían el jersey del revés, y sus madres habían llevado los zapatos sin abrochar y falda corta y abrigos de piel de mofeta en los años veinte. Las hebillas de metal de los zapatos se agitaban y aleteaban, y por eso en inglés se las llamó flappers. O, ya que no parece haber un consenso sobre el origen de nada que tenga que ver con las modas, se les puso el nombre por la forma de mover los brazos, como las gallinas, cuando bailaban el charlestón. Pero el charlestón no llegó hasta 1923, y la palabra flapper ya se usaba en 1920.
—Bien —decía Flip—. ¿Quiere oír esto o no?
No era extraño que Pippa pasara cantando por delante de las ventanas de sus clientes. Si hubiera tenido que tratar con ellos, no habría estado ni la mitad de alegre. Forcé una expresión interesada.
—¿Quién más está en el comité?
—No lo sé. No tengo tiempo para estas cosas.
Pero no querrás asegurarte de que sea un buen ayudante?
—No si tengo que quedarme después del trabajo —dijo ella, arrasando irritada los recortes que tenía debajo—. Su oficina está hecha un lío. ¿No la limpia nunca?
—«La alondra está en el alero; / el caracol en la espina» —dije yo.
—¿Qué?
Así que Browning se equivocaba.
—Me encantaría charlar, pero será mejor que empiece a rellenar este impreso —dije.
Ella no hizo ademán de moverse. Miraba los recortes.
—Necesito que hagas una fotocopia de cada uno. Ahora. Antes de que te vayas a la reunión del comité de búsqueda.
Nada. Cogí un lápiz, uní las páginas sueltas al impreso, y traté de concentrarme en el ejemplar simplificado. Nunca me preocupo por conseguir fondos. Es cierto que hay modas en la ciencia y en la industria, pero la avaricia siempre está en auge. Nada le gustaría más a HiTek que descubrir la causa de las modas para poder inventar la siguiente. Y los proyectos estadísticos son baratos. La única subvención que yo pedía era para un ordenador con más capacidad de memoria. Lo que no significaba que pudiera olvidarme del impreso. Daba igual que tu proyecto fuera un plan seguro para convertir el plomo en oro: si no rellenas los impresos y los entregas a tiempo, Dirección te borra del mapa.
Objetivos del proyecto, método experimental, resultados previstos, promedio análisis matriz. ¿Promedio análisis matriz?
Volví la página para ver si había instrucciones, y la página acabó por soltarse. No había ninguna instrucción, ni allí ni al final de la solicitud.
—¿Venían las instrucciones incluidas con el impreso? —le pregunté a Flip.
—¿Cómo quiere que lo sepa? —dijo ella, levantándose—. ¿Qué es esto? —agitó uno de los recortes ante mi nariz, un anuncio de una rubia de pelo corto junto a un Hupmobile.
—¿El coche?
—No-o-o —dijo ella, con un gran suspiro—. El pelo. —Un corte de pelo —contesté, y me acerqué a ver si era un corte tipo Eton o a lo garçon. Caía en ondas regulares a los lados de la cara—. Unas ondas de agua —dije—. Era un tipo de permanente; se hacía con un aparato eléctrico especial de metal con cables. Resultaba tan divertido como ir al dentista.
Pero Flip ya había perdido interés.
—Creo que si quieren que te quedes después del trabajo para hacer otras cosas deberían pagarte horas extra. Cosas como grapar todos esos impresos y repartirlos a todo el mundo; habría que llevar algunos a Biología.
—¿Le entregaste uno al doctor O'Reilly? —pregunté, recordando su costumbre de soltar los paquetes en las oficinas cercanas.
—Por supuesto. Ni me dio las gracias. Qué suarb.
—¿Suarb? —dije yo. Las modas del lenguaje son imposibles de seguir, y en principio ni siquiera lo intento, pero conozco buena parte del argot porque con él se describen las otras modas. Pero nunca había oído esa palabra.
—¿No sabe lo que significa suarb? —dijo ella, en un tono que me hizo desear que Pippa hubiera ido por Italia abofeteando a la gente—. Nada guai. Nada tope. Cyberagh. Suarb. —Agitó sus brazos envueltos en cinta adhesiva, tratando de dar con la descripción—. Completamente ajeno a la moda —dijo, y se marchó con su cinta adhesiva y su chaleco del revés. Sin los recortes.
CASAS DE CAFÉ (1450–1554)
Moda de Oriente Medio que se originó en Aden y luego se extendió a La Meca y por toda Persia y Turquía. Los hombres se sentaban sobre esterillas con las piernas cruzadas y tomaban tacitas de café denso, negro y amargo mientras escuchaban a poetas. Las casas de café acabaron siendo más populares que las mezquitas y las autoridades religiosas las prohibieron; sostenían que eran frecuentadas por gente «de baja estofa y muy poca industria». Alcanzó Londres (1652), París (1669), Boston (1675), Seattle (1985).
El sábado por la mañana me llamaron de la biblioteca y dijeron que mi nombre había aparecido en la lista de reservas para Llevada por el destino, así que me acerqué a Boulder para recoger el libro y comprar un regalo de cumpleaños para Brittany.
—Puedes llevarte también Ángeles, ángeles por todas partes si quieres —me dijo Lorraine en la biblioteca. Llevaba una camiseta con un dálmata y pendientes rojos en forma de enchufe—. Por fin tenemos dos ejemplares más, ahora que nadie los quiere.
Lo hojeé mientras ella pasaba Llevada por el destino por el lápiz óptico.
«Tu ángel de la guarda te acompaña a todas partes. Está siempre allí, a tu lado, dondequiera que vayas», decía. Había un dibujo de un ángel con grandes alas alzándose sobre una mujer que hacía cola en la carnicería. «Puedes ignorarlos, puedes incluso pretender que no existen, pero eso no hará que desaparezcan.»
«Hasta que pase la moda», pensé. Saqué Llevada por el destino y un libro sobre teoría del caos y diagramas de Mandelbrot; así tendría un pretexto para acercarme a Biología y ver qué llevaba puesto el doctor O'Reilly. Luego me fui al centro comercial de Pearl Street.
Lorraine tenía razón. La librería tenía Ángel en mi chalet y El libro de cocina del querubín en el estante de saldos, y El calendario de los ángeles estaba marcado al cincuenta por ciento de descuento. Había un gran cartel anunciando Encuentros con hadas en la cuarta fase.
Subí a la sección infantil y más hadas: Las hadas de las flores (que había sido una moda en la década de 1910); Hadas, hadas por todas partes; y La tierra de la diversión de las hadas. También libros de Batman, el Rey León, los Power Rangers, y la muñeca Barbie.
Por fin conseguí encontrar un ejemplar en tapa dura de Sapos y diamantes, que me había encantado de niña. También tenía un hada, pero no como las de Hadas, hadas, etc., con alas de lavanda y campanitas por sombrero. Trataba de una niña que ayuda a una anciana fea que resulta ser un hada buena disfrazada. Los valores internos imponiéndose a la apariencia física. La clase de moraleja que me gusta.
Lo compré y salí al centro comercial. Era un hermoso día del veranillo de San Martín, cálido y de cielo azul. El centro de Pearl Street, en sábado, es un lugar estupendo para analizar tendencias; en primer lugar porque está abarrotado de gente, y además porque Boulder es de lo más moderno.
En el resto del estado se refieren a Boulder como la República Popular de Boulder donde conviven todo tipo de miembros de la New Age, puestos de hierbas y músicos callejeros.
Hay incluso modas en lo que a música callejera se refiere. Las guitarras estaban pasadas y los bongos andaban otra vez en alza (la primera vez fue en 1958, en pleno auge del movimiento beat. Requieren poca habilidad). El corte de pelo de Flip estaba de moda, y también su pinta. Y la cinta adhesiva. Vi a dos personas con tiras alrededor de las mangas y a una con rizos y un sombrero hongo que llevaba una ancha banda de cinta adhesiva alrededor del cuello como las que usaban los franceses durante la moda de a la victime, después de la Revolución.
Que fue, por cierto, la última vez que las mujeres se cortaron el pelo hasta los años veinte; estaba chupado rastrear el origen de esa moda. Los aristócratas tuvieron que cortarse el pelo para que no estorbara el funcionamiento de la guillotina, y después de que el Imperio fuera restaurado, sus parientes y amigos llevaban el pelo corto en un gesto de solidaridad. También se ataban estrechas cintas rojas alrededor del cuello, aunque dudo que fuera eso lo que la persona de los rizos tenía en mente. O tal vez sí.
Las mochilas no se llevaban, lo último eran las pequeñas carteras colgadas de una cuerda. También las botas Ugg y los vaqueros sin rodilleras, y las camisas de cuadros. No se veía ni un centímetro de pana por ninguna parte. Patinar bajo techo sin respeto alguno por la vida humana era muy popular, así como caminar despacito y en grupos de cuatro, ignorando al personal. Los girasoles estaban de vuelta y las violetas de moda; otro tanto sucedía con el look de Sinead O'Connor. Y los mechones largos y finos de cabello envueltos en hilos de colores vivos se veían por todas partes.
Los cristales y la aromaterapia estaban pasados, sustituidos al parecer por lo étnico. Las tiendas de New Age anunciaban cabañas iroquesas, terapia rusa banya y búsquedas de visión peruanas, a 249 dólares en habitación doble, comidas incluidas. Había dos restaurantes etíopes, uno filipino, y un carrito donde se vendía pan frito navajo.
Y media docena de casas de café, que al parecer habían brotado como setas de la mañana a la noche: el Jumpstart, el Espresso Exprés, el café Lottie, el Taza o'Joe, y el café Java.
Después de un rato me cansé de esquivar mimos y patinadores en línea y entré en el Madre Tierra, que ahora se llamaba café Krakatoa (este de Java). Su interior estaba tan abarrotado como el resto del centro comercial. Una camarera con un corte de pelo irregular anotaba nombres.
—¿Quiere sentarse en la mesa comunal? —le preguntaba al tipo que yo tenía delante, señalando una mesa larga con dos personas, sentadas una a cada extremo.
Es una moda procedente de Inglaterra, donde los desconocidos tienen que compartir mesa para mantenerse al tanto de los chismorreos del príncipe Carlos y Camilla. No ha pegado demasiado fuerte por aquí, donde los desconocidos es más probable que quieran hablar de Rush Limbaugh o sobre sus implantes de pelo.
Yo me había sentado varías veces en las mesas comunales al principio, con la idea de que era una buena manera de obtener información sobre las tendencias de lenguaje y pensamiento; pero con haberlo probado tenía más que suficiente.
El hecho de que la gente experimente cosas no significa que tenga ninguna capacidad de reflexión, un hecho que los programas de debate de TV (una moda que ha alcanzado la etapa de crecimiento incontrolado canceroso y deberá dentro de poco agotar su suministro de alimentos) tendrían que haber comprendido a estas alturas.
El tipo preguntaba:
—Si no me siento en la mesa comunal, ¿cuánto tendré que esperar?
La camarera suspiró.
—No lo sé. ¿Cuarenta minutos?
Y yo desde luego esperé que eso no acabara por convertirse en una moda.
—¿Cuántos? —me preguntó.
—Dos —dije, para así no tener que sentarme en la mesa comunal—. Foster.
—Tiene que darme su nombre de pila.
—¿Por qué?
Ella puso los ojos en blanco.
—Para que pueda llamarla.
—Sandra —dije yo.
—¿Cómo se deletrea eso?
«No —pensé—, por favor, díganme que Flip no está creando escuela. Por favor.»
Le deletreé «Sandra», cogí los periódicos alternativos, y me fui a esperar a un rincón. No tenía sentido dedicarme a los contactos hasta que estuviera sentada, pero los artículos también servían. Había una nueva tecnología láser para eliminar los tatuajes, en Berkeley habían prohibido fumar al aire libre, el color de la primavera era el rosa posmoderno, y el matrimonio volvía a estar en alza. «Vivir juntos está pasado —decían las actrices de Hollywood—. Lo guai ahora son los anillos de diamante, las bodas, el compromiso, todo eso.»
—Susie —llamó la camarera.
Nadie respondió.
—Susie, grupo de dos —dijo, agitando su mechón de pelo—. Susie.
Decidí que, o bien era yo, o era otra persona que se había hartado y se había ido.
—Aquí —dije, y dejé que un camarero con un corte de pelo al estilo Tres Chiflados me acompañara a una mesita situada junto a la ventana, de esas que te hacen polvo las rodillas—. Puedo pedir ya —le dije antes de que se marchara.
—Pensaba que era un grupo de dos.
—La otra persona llegará pronto. Tomaré un café con leche doble largo con leche desnatada y chocolate semidulce por encima —dije animosamente.
El camarero suspiró y pareció expectante.
—Con azúcar moreno por los lados —dije. Él puso los ojos en blanco.
—¿Sumatra, Yergacheffe o Sulawesi?
Miré la carta en busca de ayuda, pero no había nada más que una cita de Kahlil Gibran.
—Sumatra —dije, ya que sabía dónde estaba. Él suspiró.
—¿Estilo Seattle o California?
—Seattle.
—¿Con?
—¿Una cucharilla? —dije, esperanzada. Él puso los ojos en blanco.
—¿Jarabe de qué sabor?
«¿De arce?», pensé, aunque eso parecía improbable.
—¿Frambuesa?
Al parecer, ésa era una de las opciones. Se marchó, y yo ataqué los anuncios de contactos. No tenía sentido marcar los NF. Los había prácticamente en cada anuncio. Dos lo ponían en la cabecera, y uno, colocado por un atleta muy inteligente, sorprendentemente guapo, lo pedía dos veces. «Amigos» estaba pasado, y trabajo del alma era lo que se llevaba. Había dos referencias a las hadas, y otra abreviatura: GC. «JBDV busca MBNFH. Debe ser GC. Sur de Baseline. Oeste de la Veintiocho.» Lo marqué con un círculo y pasé al libro de códigos. Geográficamente compatible.
No había más GC, pero sí un «Preferible zona comercial de Boulder», y uno que especificaba, «Valmont o Pearl, manzana 2500 solamente».
Sí, en un metro cuadrado, y me gustaría que Federal Express me lo trajera a la puerta. Eso me hizo pensar con afecto en Billy Ray, que estaba dispuesto a conducir desde Laramie para salir conmigo.
—Este lugar es tan ridículo —dijo Flip, sentándose frente a mí. Llevaba un vestido de muñeca, medias rosa hasta el muslo, y un par de ajadas sandalias Mary Jane; todo más o menos derecho—. Hay una cola de cuarenta minutos.
«Sí —pensé—, y tú deberías estar en ella.»
—Hay una mesa comunal—dije.
—Nadie se sienta ahí excepto los suarbs y los bufs —dijo ella—. Brine quiso que nos sentáramos en la mesa comunal una vez. —Se agachó para subirse las medias.
No había cinta adhesiva a la vista. Flip llamó al camarero y pidió.
—Lattemarchia descremado largo Jazula, sin demasiada espuma —se volvió a mirarme—Brine pidió un café Sumatra con leche —cogió mi bolsa de la librería—. ¿Qué es esto?
—Un regalo de cumpleaños para la hija de la doctora Damati.
Ya lo había sacado y lo examinaba con curiosidad.
—Es un libro —dije.
—¿No tenían el vídeo? —volvió a meterlo en la bolsa—. Yo le habría comprado una Barbie —agitó su mechón de pelo, y vi que llevaba una tira de cinta adhesiva en la frente, en cuyo centro había un círculo que parecía una letra i minúscula tatuada entre los ojos.
—¿Qué es ese tatuaje?
—No es un tatuaje —dijo ella, apartando el pelo para que pudiera verlo mejor. En efecto, era una i minúscula—. Nadie lleva ya tatuajes.
Empecé a llamar su atención sobre su búho blanco y advertí que también llevaba cinta adhesiva, un pequeño parche circular, allí donde había estado el tatuaje del búho.
—Los tatuajes son artificiales. Meterte todos esos productos químicos y cancerígenos bajo la piel… —dijo—. Es una marca.
—Una marca —comenté, deseando, como de costumbre, no haber empezado aquello.
—Las marcas son orgánicas. No te inyectas nada en el cuerpo. Sacas algo que ya está en tu cuerpo de forma natural. El fuego es uno de los cuatro elementos, ya sabe.
A Sara, de Química, le encantaría oír eso. —Nunca había visto ninguna. ¿Qué significa la i} Ella parecía confusa.
—¿Significar? No significa nada. Soy yo. Ya sabe, lo que soy. Una declaración personal.
Decidí no preguntarle por qué su marca estaba en minúsculas,[3] o si se le había ocurrido que cualquiera que la viera supondría de inmediato que significaba incompetente. —Soy «yo» —dijo—. Una persona que no necesita a nadie más, sobre todo a un suarb que se sienta a la mesa comunal y pide un Sumatra. Suspiró profundamente.
El camarero trajo nuestros cafés con leche en tazas tamaño Alicia-en-el-país-de-las-Maravillas, cosa que aunque quizás obedeciera a una moda, probablemente era más bien un recurso práctico.
Servir líquidos hirviendo en cristal fino podía tener resultados desastrosos.
Flip volvió a suspirar, un suspiro enorme, y lamió la espuma del dorso de su cucharilla.
—¿No se siente nunca completamente impaciente?
Como no tenía ni idea de lo que entendía por impaciente, lamí el dorso de mi propia cucharilla y esperé que la pregunta fuera retórica.
Lo era.
—Quiero decir, mire el día de hoy. Aquí está, el fin de semana, y estoy aquí con usted —puso los ojos en blanco y volvió a suspirar—. Los tíos apestan, ¿sabe?
Con eso supuse que se refería a Brine, el de las botas de caña y las anillas diversas.
—La vida apesta. Una se dice, ¿qué estoy haciendo en mi trabajo?
«No mucho», pensé.
—Así que todo apesta. Una no va a ninguna parte, no consigue nada. ¡Tengo veintidós años! —Tomó una cucharada de espuma—. ¿Por qué no puedo conocer a un tipo que no sea un suarb?
«Podría ser por la frente tatuada», pensé, y entonces recordé que yo no era mejor que Flip.
—Es como dicen los Groupthink —me miró expectante, y entonces expulsó tanto aire que pensé que iba a desinflarse—. ¿Cómo puede no conocer a los Groupthink? Son la mejor banda de Seattle. Es como dice su canción: «Acelerando por la pista, bufando impaciente y no sé qué.» Esto está fatal —dijo, mirándome como si fuera culpa mía—. Tengo que salir de aquí.
Cogió su cuenta y corrió a través de la multitud hacia nuestro camarero.
Un minuto después, él se acercó y me tendió la cuenta.
—Su amiga ha dicho que usted pagaría esto. Y que me diera el veinte por ciento de propina.
AZUL ALICIA (1902–1904)
Color de moda inspirado por la preciosa y vivaracha hija quinceañera del presidente Teddy Roosevelt, el cual dijo en una ocasión: «Puedo ser presidente de Estados Unidos, o puedo controlar a Alicia. No puedo hacer las dos cosas.» Alicia Roosevelt fue una de las primeras «estrellas»; cada movimiento suyo, cada comentario y atuendo eran copiados por un público ansioso. Cuando se diseñó un traje para que hiciera juego con sus ojos azul-grisáceos, los periodistas lo llamaron azul Alicia, y el color se hizo instantáneamente popular. La comedia musical Irene incluía una canción llamada «El vestido azul de Alicia», las tiendas comercializaron telas, sombreros, y lazos de color azul-grisáceo, y cientos de niñas fueron bautizadas con el nombre de Alicia y vestidas, no de rosa, como era tradicional, sino de azul Alicia.
Cuando Flip se marchó regresé a los anuncios personales, pero parecían tristes y un poco desesperados. «Solitaria MBS busca alguien que realmente comprenda.»
Deambulé por el centro comercial mirando camisetas con hadas, almohadas con hadas, jabones con hadas, y una colonia en forma de flor llamada Damaduende. En la Muñeca de Papel había tarjetas de felicitación con hadas, calendarios con hadas, y papel de envolver con hadas. En el Peppercorn tenían una tetera de hada. En el Unicornio Encapuchado, combinando varías modas, ofrecían una taza de café con leche pintada con un hada vestida de violeta.
El sol había desaparecido, y el día se había vuelto gris y frío. Parecía como si fuera a empezar a nevar. Dejé atrás el Latte Lenya y me llegué al Frente de la Moda y entré para calentarme y ver en qué consistía el color rosa posmoderno. Los colores de moda suelen ser el resultado de un logro tecnológico. El malva y el turquesa, los colores de la década de 1870, se debieron a un descubrimiento científico en la fabricación de tintes. Igual que los colores fosforescentes de los sesenta. Y los nuevos tonos metalizados castaño y esmeralda de los coches.
Sin embargo, el hecho de que se obtengan nuevos colores muy de vez en cuando nunca ha detenido a los diseñadores de moda, que se limitan a cambiarle el nombre a un color ya existente (para muestra el rosa «chocante» de Schiparelli en 1920, y el «beige» de Chanel para lo que antes había sido un pardo indefinido), o a nombrar un color en honor a alguien (lo vistiera o no), como el azul Victoria, el verde Victoria, el rojo Victoria, y el siempre popular y mucho más lógico negro Victoria.
La empleada del Frente de la Moda estaba hablando por teléfono con su novio y examinando sus mechas.
—¿Tienen rosa posmoderno? —pregunté.
—Sí —dijo ella, beligerante, y se volvió al teléfono—. Tengo que atender a una mujer —dijo, colgó el auricular, y se perdió entre las perchas.
Es una moda, pensé, siguiéndola. Flip es una moda. Dejó atrás un mostrador lleno de camisetas de ángeles marcada con el setenta y cinco por ciento de descuento, y señaló el perchero.
—Y es rosa pomo —dijo, poniendo los ojos en blanco—. No posmoderno.
—Se supone que es el color de moda para el otoño.
—Como quiera —dijo ella, y volvió al teléfono mientras yo examinaba «el color más atrevido desde los sesenta».
No era nuevo. Lo habían llamado ceniza-de-rosas por primera vez hacia 1928 y rosa tórtola por segunda en 1954. En ambas ocasiones fue un rosa oscuro, grisáceo, que hacía palidecer la piel y el cabello, y no por ello había dejado de ser enormemente popular. Sin duda volvería a serlo en su actual encarnación como rosa pomo.
No era un nombre tan bueno como ceniza-de-rosas, pero los nombres no tienen que ser atractivos para estar de moda. Vean si no el pulga, el color ganador de 1776. Y el exitazo de la corte de Luis XVI fue, no bromeo, el pus. Y no sólo el pus a secas. Se hizo tan famoso que lo había en toda una gama de atractivas tonalidades: pus joven, pus viejo, pus de vientre y pus de muslo.
Compré un metro de lazo rosa pomo para llevármelo al laboratorio, lo que obligó a la empleada a soltar el teléfono otra vez.
—Esto es para el pelo largo —dijo, mirando con desaprobación mi pelo corto, y se equivocó al darme el cambio.
—¿Le gusta el rosa pomo? —le pregunté. Ella suspiró.
—Es el color rey para el otoño.
Por supuesto. Y ahí se encuentra el secreto de todas las modas: el instinto gregario. Cada cual quiere parecerse al resto. Por eso todos compraban guantes blancos y calentadores y bikinis. Pero alguien tenía que ser el primero en llevar zapatos de plataforma, en cortarse el pelo, y eso requería lo opuesto al instinto de manada.
Me metí el cambio equivocado y el lazo en la bandolera (muy pasada de moda) y salí de nuevo al paseo. Había empezado a nevar y los músicos callejeros tiritaban con sus camisetas Ecuador y sus bermudas. Me puse los guantes (completamente suarb) y me dirigí hacia la biblioteca, mirando las tiendas para yuppies y los puestos de bagatelas y sintiéndome más y más deprimida. No tenía ni idea de dónde venía ninguna de esas modas, ni siquiera el rosa pomo, que se le habría ocurrido a algún diseñador de ropa.
Pero el diseñador no podía conseguir que la gente comprara rosa pomo, no podía hacer que todos lo llevaran e hicieran chistes al respecto y escribieran editoriales con el tema de «¿Adonde va la moda?».
Los diseñadores conseguirían que el color fuera popular aquella temporada, sobre todo porque nadie encontraría otra cosa en las tiendas, pero no podían convertirlo en una moda. En 1971 trataron de introducir la maxifalda y fracasaron estrepitosamente, y llevan prediciendo la «vuelta del sombrero» desde hace años, sin resultado. Hace falta algo más que un mercado para crear una moda, y yo no tenía ni idea de qué era ese algo.
Y cuanto más repasaba los datos, más convencida estaba de que la respuesta no estaba en ellos, que la mayor independencia, los piojos y el ir en bici no eran más que excusas, razones pensadas después para explicar lo que nadie comprendía. Sobre todo yo.
Me pregunté si estaba siquiera en el campo adecuado. Me sentía tan insatisfecha, como si todo lo que hacía careciera de sentido, fuera un… prurito.
Flip, pensé. Por culpa de su charla sobre Brine y Groupthink me siento así. Es una especie de antiángel de la guarda; siempre siguiéndome a todas partes, retrasándome en vez de ayudarme y poniéndome de mal humor. Y no voy a dejar que me arruine el fin de semana. Ya tengo suficiente con que me arruine el resto de la semana.
Compré una porción de tarta de queso con chocolate y volví a la biblioteca y saqué El rojo emblema del valor, Qué verde era mi valle y El color púrpura; pero el mal humor persistió durante el resto de la tarde, durante todo el helado regreso a casa, lo que me impidió totalmente trabajar.
Probé con el libro de teoría del caos que había sacado, pero sólo conseguí deprimirme más. En los sistemas caóticos incidían tantas variables que ya habría sido casi imposible predecir su conducta aunque hubiese sido lógica, y no lo era.
Cada variable interactuaba con otra, colisionando y estableciendo relaciones insospechadas, bucles iterativos que alimentaban el sistema una y otra vez, entrecruzándose y conectando las variables de tantas formas que no era sorprendente que una mariposa tuviera un efecto devastador. O ninguno en absoluto.
Comprendí que el doctor O'Reilly había querido estudiar un sistema con variables limitadas, ¿pero qué sistema era limitado? Según el libro, cualquier cosa, todo era una variable: la entropía, la gravedad, los efectos cuánticos de un electrón, o una estrella situada al otro lado del universo. Así que, aunque el doctor O'Reilly tuviera razón y no hubiera ningún factor X externo operando en el sistema, no había forma de calcular todas las variables, ni siquiera de decidir cuáles eran.
Aquello se parecía sospechosamente a las modas. Me pregunté qué variables estaba pasando por alto y, cuando Billy Ray llamó, me aferré a él como un ahogado.
—Me alegro tanto de que me hayas llamado —dije—. Mi investigación ha sido más rápida de lo que pensaba, así que al final estoy libre. ¿Dónde estás?
—Camino de Bozeman. Como dijiste que estabas ocupada, decidí saltarme el seminario y fui a recoger esas Targhees que estaba buscando. —Hizo una pausa y pude oír el zumbido de alerta de su teléfono móvil—. Volveré el lunes. ¿Qué tal si cenamos la semana que viene?
«Quisiera cenar esta noche», pensé descorazonada.
—Magnífico —dije—. Llámame cuando regreses. El zumbido iba en aumento.
—Lamento que nos perdiéramos otr… —dijo él, y se quedó sin cobertura.
Me asomé a la ventana y contemplé la escarcha y luego me metí en la cama y leí Llevada por el destino de cabo a rabo, cosa que no fue ninguna hazaña. Sólo tenía noventa y cuatro páginas, y estaba tan espantosamente escrito que se pondría sin duda muy de moda.
Se basaba en la idea de que todo estaba ordenado y organizado por los ángeles de la guarda, y la heroína tendía a decir cosas como «¡Todo pasa por una razón, Derek! Rompiste nuestro compromiso y te acostaste con Edwina y estuviste implicado en su muerte, y yo me volví hacia Paolo en busca de consuelo y me fui con él a Nepal para aprender el significado del sufrimiento y la desesperación, sin los cuales el amor carece de sentido. Todo (el choque del tren, el suicidio de Lilith, la drogadicción de Halvard, el hundimiento de la bolsa) fue para que pudiéramos estar juntos. Oh, Derek, hay una razón detrás de todo.»
Excepto, al parecer, detrás del pelo corto. Me desperté a las tres con Irene Castle y los clubs de golf rondándome la cabeza. Eso mismo le sucedió a Henri Poincaré. Llevaba días y días trabajando en funciones matemáticas, y una noche tomó demasiado café (que probablemente surtió el mismo efecto que la mala literatura) y no pudo dormir, y se le ocurrieron ideas matemáticas «a puñados».
Y Friedrich Kekulé. Cayó en trance en un autobús y vio cadenas de átomos de carbono bailando salvajemente a su alrededor. Una de las cadenas se mordió de pronto la cola y formó un anillo, y Kekulé terminó descubriendo el anillo de benceno y revolucionando la química orgánica.
Todo lo que Irene Castle hizo con los clubs de golf fue bailar el maxixe, así que, pasado un rato, encendí la luz y abrí el libro de Browning.
Al final resultó que había conocido a Flip. Había escrito un poema, Soliloquio del monasterio español, sobre ella. «G-r-r, maldita», había escrito, obviamente después de que le arrugara todos sus poemas, y también «Ahí tienes, la repulsa de mi corazón». Decidí decírselo a Flip la próxima vez que me largara la cuenta.
SHORTS (1971)
Prenda de moda que llevaban todas pero que sólo sentaba bien a las jóvenes y esbeltas. Sucesores de la minifalda de los sesenta, los shorts fueron una reacción a los intentos de los diseñadores por introducir la falda a media rodilla. Estaban confeccionados de satén o terciopelo, a menudo con tirantes, y se llevaban con botas altas de cuero. Las mujeres se los ponían para ir a la oficina, e incluso los permitieron en el concurso de Miss América.
Me pasé el resto del fin de semana planchando recortes y tratando de descifrar el impreso simplificado de solicitud de fondos. ¿Qué eran los Parámetros de Superposición de Impulso? ¿Y qué querían decir con «Enumere restricciones prioritarias de situación de categorías»? Eso hacía que buscar la causa del pelo corto (o las fuentes del Nilo) pareciera una nadería en comparación.
Nadie más sabía tampoco lo que eran las aplicaciones EDI. Cuando fui a trabajar el lunes, todo el mundo que conocía apareció en el laboratorio de estadística para preguntarlo.
—¿Tienes idea de cómo se rellena este estúpido formulario? —preguntó Sara, asomando la cabeza, a media mañana.
—No —contesté.
—¿Qué crees que es un índice de gradación de gastos? —se apoyó contra la puerta—. ¿No te dan ganas de renunciar y empezar de nuevo?
Sí, pensé, mirando la pantalla del ordenador. Había pasado la mayor parte de la mañana leyendo recortes, extrayendo lo que esperaba que fuera información relevante, pasándola a un disco, y diseñando programas estadísticos para interpretarla. Eso que Billy Ray había definido como «meterlo en el ordenador y pulsar un botón».
Había pulsado el botón y, sorpresa, sorpresa, no había ninguna sorpresa. Había una correlación entre el número de mujeres trabajadoras y el número de comentarios airados sobre el pelo corto publicados en los periódicos, y aún más fuerte entre el pelo corto y las ventas de cigarrillos, y ninguna correlación entre la longitud del cabello y la de las faldas, cosa que yo podría haber predicho. Las faldas habían caído hasta la mitad de la pantorrilla en 1926, mientras qué el pelo se había ido acortando hasta el crack del 29, con el estilo «a lo garçon» en 1929 y el aún más corto estilo Eaton en 1926.
La correlación más fuerte de todas era con el sombrerito ajustado, lo que apoyaba a la teoría del carro-antes-que-el-caballo y demostraba, más allá de toda duda, que la estadística no es tanto como dicen.
—Últimamente todo me deprime —decía Sara—. Siempre he creído que era sólo una cuestión de que él tiene un umbral de relación más elevado que yo, pero he acabado pensando que tal vez sea sólo parte de la estructura negativa que acompaña a las relaciones codependientes.
«Ted —pensé—. Estamos hablando de Ted, que no quiere casarse.»
—Y este fin de semana, me puse a pensar. ¿Qué sentido tiene? Estoy siguiendo un rumbo íntimo y él ha tomado un desvío.
—Impaciente —dije yo.
—¿Qué?
—Así te sientes. No te encontraste con Flip este fin de semana, ¿verdad?
—La he visto esta mañana. Me ha entregado el correo de la doctora Applegate.
Un antiángel; deambulaba por el mundo esparciendo mal humor y destrucción.
—Bien, como te iba diciendo, será mejor que vaya a ver si encuentro a alguien en Dirección capaz de decirme qué es un índice de gradación de gastos —dijo Sara, y se marchó.
Volví a mis datos. Hice una distribución geográfica para 1923 y otra para 1922: había grupos en Nueva York y Hollywood, cosa que no fue ninguna sorpresa, y en St. Paul, Minnesota, y Marydale, Ohio, que sí lo fue. Siguiendo una corazonada, pedí un informe sobre Montgomery, Alabama. Allí había un grupo demasiado pequeño para ser estadísticamente significativo, pero que bastaba para explicar el de St. Paul.
En Montgomery, E Scott Fitzgerald había conocido a Zelda, y St. Paul era su ciudad natal. Los lugareños obviamente estaban intentando vivir en conformidad con Bernice se corta el pelo. No explicaba lo de Marydale, Ohio. Hice una distribución geográfica para 1921. El grupo todavía estaba allí.
—Tome —dijo Flip, metiéndome el correo bajo la nariz. Al parecer nadie le había dicho que el rosa pomo era el color del otoño. Llevaba una biliosa túnica azul vivo y calcetines y un montón de cinta adhesiva.
—Me alegro de que estés aquí —dije, cogiendo un puñado de recortes—. Me debes dos cincuenta de tu café con leche y necesito que me copies esto. Oh, y espera. —Fui y cogí los contactos que había repasado el sábado, y dos artículos sobre los ángeles. Se los tendí a Flip—. Una fotocopia de cada.
—No creo en los ángeles —dijo ella. Siempre dispuesta a trabajar, como siempre.
—Solía creer en ellos, pero ya no, desde lo de Brine.
Quiero decir que, si realmente tuviéramos un ángel de la guarda, te animaría cuando estás depre y te libraría de las reuniones de comités y esas cosas.
—¿Y en las hadas? —pregunté.
—¿Quiere usted decir en el hada madrina? Por supuesto. Claro.
Por supuesto.
Volví a mi pelo corto.
Marydale, Ohio.
¿Qué podría haber tenido ese lugar para convertirse en un centro importante para el pelo corto?
«El calor —pensé—. ¿Hizo mucho calor en Ohio durante el verano de 1921? ¿Tanto calor que el pelo se pegaba a la nuca sudorosa, y las mujeres dijeron: “No puedo soportarlo más”?»
Pedí los datos climáticos del estado de Ohio desde junio a septiembre y empecé a buscar Marydale.
—¿Tienes un minuto? —dijo una voz desde la puerta. Era Elaine, de Personal. Llevaba una cinta en la cabeza y su expresión era agria—. ¿Tienes idea de qué son las raciones de implementación de formatos contractuales?
—Ni zorra. ¿Has probado en Dirección?
—He estado allí dos veces y no se puede entrar. Hay una multitud —inspiró profundamente—. Tengo un estrés total. ¿Quieres venir a rebajarlo?
—¿Subiendo escaleras? —pregunté, dubitativa. Ella sacudió firmemente la cabeza.
—Subir escaleras no favorece el desarrollo muscular. Escalando paredes. En el gimnasio de la Veintiocho. Tienen cuerdas y todo.
—No, gracias. Tengo paredes aquí. Ella las miró con aire desaprobador y se marchó, y yo volví a mi pelo corto. Las temperaturas en Marydale durante 1921 fueron ligeramente inferiores a lo normal, y no se trataba tampoco de la ciudad natal de Irene Castle o Isadora Duncan.
Lo abandoné por el momento y tracé una gráfica Pareto y luego hice unas cuantas regresiones más. Había una débil correlación entre la asistencia a la iglesia y el pelo corto, una fuerte correlación entre el pelo corto y las ventas de Hupmobile, pero no de Packard o de Ford Modelo T, y una fortísima correlación entre el pelo corto y las mujeres dedicadas a la enfermería. Pedí una lista de los hospitales que había en 1921: ninguno estaba a menos de cien kilómetros de Marydale.
Entró Gina, con aspecto agobiado.
—No, no sé cómo rellenar el impreso —dije antes de que pudiera preguntar—, y tampoco lo sabe nadie.
—¿De veras? —dijo ella vagamente—. No lo he mirado todavía. Me he pasado todo el tiempo en el estúpido comité de búsqueda de una ayudante para Flip. ¿Cuál consideras que es la cualidad más importante en un asistente?
—Ser lo contrario de Flip. —Y luego, como no se rió, añadí—: ¿Competencia, entusiasmo, ganas de trabajar?
—Exactamente. Y si una persona tuviera esas cualidades, la contratarías de inmediato, ¿no? Y si estuviera tan bien cualificada para el trabajo como está, no la dejarías escapar. No la rechazarías por un pequeño inconveniente y esperarías hasta entrevistar a docenas de personas, sobre todo cuando tienes otras cosas que hacer. Rellenar ridículos formularios de presupuesto, por ejemplo, y planear una fiesta de cumpleaños. ¿Sabes qué escogió Brittany, cuando le dije que no podía tener los Power Rangers? Barney. Y no se puede decir que no sea competente y entusiasta y con ganas de trabajar. ¿No?
Yo no tenía muy claro si estaba hablando de Brittany o de la solicitante.
—Barney es horrible —dije.
—Exactamente —contestó Gina, como si yo acabara de manifestar mi acuerdo con su razonamiento, fuera cual fuese—. Voy a contratarla —y se marchó.
Volví y me senté delante del ordenador. Somberitos ajustados, Hupmobiles, y Marydale, Ohio. Ninguno de estos factores parecía ser el detonante de la moda. ¿Qué era? ¿Que la había originado de pronto?
Entró Flip, con el montón de recortes y anuncios que acababa de darle.
—¿Qué quería que hiciera con todo esto?
MESMERISMO (1778–1784)
Moda científica resultante de los por entonces recientes descubrimientos acerca del magnetismo, la especulación sobre sus posibilidades médicas y la codicia. La sociedad parisina acudía en masa al doctor Mesmer para someterse a tratamientos de «magnetismo animal» en los que se usaban bañeras de «agua magnetizada», varillas de hierrro, y masajes de los ayudantes del doctor Mesmer que, en bata color lavando, miraban profundamente a los ojos de los pacientes. Éstos gritaban, sollozaban, caían en trance profundo, y le pagaban al doctor cuando se marchaban. Con el magnetismo animal, es decir, el hipnotismo, se pretendía poder curarlo todo, desde los tumores a la tisis. Pasó de moda cuando una investigación científica dirigida por Benjamín Franklin demostró que no hacía nada de eso.
El martes, Dirección convocó otra reunión.
—Para explicar los impresos simplificados —le dije a Gina, camino de la cafetería.
—Eso espero —contestó ella, con aspecto aún más agobiado que el día anterior—. Sería agradable tener a otra persona a la defensiva para variar.
Iba a preguntarle qué quería decir con eso, pero entonces divisé al doctor O'Reilly al otro lado de la sala, charlando con la doctora Turnbull. Ella llevaba un vestido rosa pomo (sin hombreras), y él una de aquellas camisas estampadas de poliéster de los setenta. Para cuando advertí todo eso, Gina estaba en nuestra mesa con Sara, Elaine y un puñado de gente.
Me acerqué, preparándome para una discusión sobre asuntos íntimos y marcha atlética, pero al parecer hablaban de la nueva ayudante de Flip.
—No creía que fuera posible contratar a nadie peor que Flip —decía Elaine—. ¿Cómo pudiste, Gina?
—Pero si es muy competente —contestó Gina, a la defensiva—. Tiene experiencia con Windows y SPSS, y sabe reparar una fotocopiadora.
—Todo eso es completamente irrelevante —dijo una mujer de Física, aunque a mí no me lo parecía.
—Bueno, yo no trabajo con ella —dijo un hombre de Desarrollo de Productos—. Y no me digas que no sabías que era una de ésas. Se nota con sólo mirarla.
La intolerancia es una de las tendencias más antiguas y feas, tan persistente que sólo se considera una tendencia pasajera porque su blanco cambia constantemente: hugonotes, coreanos, homosexuales, musulmanes, tutsis, judíos, cuáqueros, lobos, serbios, amas de casa de Salem. A casi todos los grupos, mientras sean pequeños y diferentes, les ha tocado el turno, y el proceso es siempre el mismo: desaprobación, aislamiento, persecución.
Era uno de los motivos por el que sería agradable encontrar el interruptor que activa las modas. Me gustaría desconectarlo para siempre.
—No debería permitirse que gente así trabajara en una gran compañía como HiTek —decía Sara, que en realidad era una gran persona a pesar de su psicocháchara sobre Ted.
Y la doctora Applegate, que sin duda tenía que saber cómo funcionan las cosas, añadió con disgusto:
—Supongo que si la despidieras, te demandaría por discriminación. Eso es lo malo que tiene todo esto de la conducta asertiva.
Me pregunté a qué pequeño y diferente grupo tenía la desgracia de pertenecer la nueva ayudante de Flip: ¿hispana, lesbiana, miembro de la ARN?
—No va a poner un pie en mi laboratorio —dijo una mujer que llevaba turbante—. No voy a exponerme a riesgos sanitarios innecesarios.
—Pero si no fumará en el trabajo —dijo Gina—. Es capaz de teclear cien palabras por minuto.
—No puedo creer lo que estoy oyendo —comentó Elaine—. ¿No has leído el informe de la ADF sobre los peligros del humo para el fumador pasivo?
Por otro lado, hay momentos en que, en vez de reformar la raza humana, me gustaría abandonarla y convertirme en, digamos, uno de los macacos del doctor O'Reilly, que deben de tener más sentido común.
Estaba a punto de decírselo a Elaine cuando el doctor O'Reilly me cogió del brazo.
—Venga a sentarse conmigo —dijo, y me sacó de allí—. Necesito que sea mi pareja por si Dirección nos sale con otro ejercicio de sensibilidad. —Me miró con inseguridad—. A menos que prefiera sentarse con sus amigas.
—No —dije, viendo cómo rodeaban a Gina—. De momento, no.
—Oh, bien. En el último ejercicio de sensibilidad tuve que soportar a Flip.
Nos sentamos.
—¿Cómo va su investigación sobre las modas?
—No va. Escogí el pelo corto porque quería una moda sin causas obvias. La mayoría de las modas se deben a logro tecnológico: el nailon, los colchones de agua, las zapatillas con lucecitas.
—Los refugios nucleares.
Asentí.
—O son un fenómeno de márketing, como el Trivial Pursuit y los ositos de peluche.
—Y los refugios nucleares.
—Cierto. El único costo del pelo corto era la tarifa del peluquero, y si no tenías para eso, bastaba con que te agenciaras un par de tijeras, un instrumento tecnológico que ha existido toda la vida. —Empecé a suspirar y entonces advertí que me parecía a Flip.
—¿Entonces cuál es el problema? —preguntó Bennett.
—El problema es que el pelo corto no tiene una causa obvia. Irene Castle me pareció una posibilidad durante algún tiempo, pero resultó que seguía una moda holandesa que había sido popular en París el año antes. Y ninguna de las otras fuentes tiene una correlación directa con el período crítico. ¿Ha oído hablar de un lugar llamado Marydale, Ohio?
—Buenos días —dijo Dirección desde el podio. Llevaba un polo, zapatillas, y lucía una sonrisa complacida—. Estamos realmente satisfechos de veros a todos aquí.
—¿Qué pretende Dirección? —le susurré a Bennett. —Supongo que imponer un nuevo acrónimo. Asunto de Dirección de Unificación Departamental —escribió las letras en su libreta—. D.U.M.B., o sea, tonto.
—Tenemos varios asuntos para hoy —dijo Dirección felizmente—. Primero, algunos de vosotros tenéis dificultades menores para rellenar los impresos simplificados de solicitud de fondos. Recibiréis un memorándum que responde a todas vuestras preguntas. En estos momentos el contacto de comunicaciones interdepartamentales está haciendo una copia para cada uno.
Bennett escondió la cabeza bajo la mesa. —Segundo, me gustaría anunciar que HiTek va a aplicar una política de «vestir con sencillez» esta semana. Es una idea innovadora que se está introduciendo en todas las mejores compañías. La ropa informal favorece un ambiente más relajado en el trabajo y relaciones más fuertes entre los empleados. Así que, a partir de mañana, espero veros a todos con ropa informal.
Me di la vuelta y estudié a Bennett. Tenía un aspecto terrible. Su camisa estampada de poliéster tenía margaritas en una mezcla de marrones, ninguno de los cuales iba a juego con sus pantalones de pana. Encima llevaba un jersey gris.
Pero no se trataba sólo de la ropa. La película La tribu de los Brady había vuelto a poner de moda los años setenta. El otro día Flip llevaba pantalones de satén, y los zapatos de plataforma y las cadenas de oro abundaban en el centro comercial de Boulder. Pero el aspecto de Bennett no era «retro». Era «suarb». Tuve la sensación de que si hubiese llevado una chaqueta de bombero y zapatillas Nike habría seguido teniendo el mismo aspecto. Era como si fuera a contracorriente.
No, tampoco era eso. Gran número de modas empieza como un rechazo a las modas existentes. El pelo largo de los sesenta fue un rechazo a los rapados al cepillo de los cincuenta; los trajes cortos, lisos y sin adornos una reacción a los exagerados corsés y corpiños Victorianos.
Bennett no se estaba rebelando. Era más bien como si fuera ajeno al concepto moda. No, tampoco era la palabra adecuada. Inmune.
Y si podía ser inmune a las modas, ¿significaba eso que las causaba algún tipo de virus?
Miré la mesa de Gina, donde Elaine y el doctor Applegate susurraban ansiosamente sobre el enfisema y las advertencias del Ministerio de Sanidad. ¿Era realmente Bennett inmune a las modas o sólo iba a destiempo, como había dicho Flip?
Abrí mi cuaderno y escribí: «Han contratado a la nueva ayudante de Flip.» Se lo planté delante.
Él escribió a su vez: «Lo sé. La conocí esta mañana. Se llama Shirl.»
«¿Sabía que fuma?», escribí, y vi su expresión al leerlo. No parecía sorprendido ni repelido.
«Me lo dijo Flip. Dijo que Shirl iba a contaminar el trabajo. La paja en el ojo ajeno», escribió Bennett.
Sonreí.
«¿Qué significa el tatuaje con la i que Flip lleva en la frente?», escribió él.
«No es un tatuaje, es una marca.»
«¿Incompetente o imposible?»
—Iniciativa —dijo Dirección, y los dos alzamos la cabeza, sintiéndonos culpables—. Lo que me lleva a nuestro tercer punto del día. ¿Cuántos sabéis lo que es la beca Niebnitz?
Yo lo sabía, y aunque nadie más alzó la mano, estaba dispuesta a apostar a que todos los demás lo sabían también. Es la beca de investigación de más cuantía que existe, aún mayor que la beca MacArthur, y casi sin ninguna pega. El científico obtiene el dinero y puede aplicarlo a cualquier tipo de investigación. O irse a tomar el sol a las Bahamas.
También es la beca de investigación más misteriosa que existe. Nadie sabe quién la da, por qué la dan, ni siquiera cuándo la dan. Se le concedió una el año pasado a Lawrence Chin, un investigador sobre inteligencia artificial, cuatro el año antes, y ninguna durante más de tres años. La gente de la Niebnitz (quienesquiera que sean) aparece periódicamente como uno de esos Ángeles de Arriba sobre algún científico despistado y lo hace de forma que nunca tiene que rellenar ningún otro impreso simplificado de solicitud de fondos.
No hay requerimientos, ningún formulario, ningún campo de estudios concreto que favorezca la beca. De las cuatro de hace dos años, una fue para un ganador del premio Nobel, otra para un asistente social, una para un químico de un instituto de investigación francés y otra para un inventor a tiempo parcial. Lo único que se sabe con seguridad es la cantidad, que Dirección acababa de escribir en su pizarra móvil: 1.000.000 de dólares.
—El ganador de la beca Niebnitz recibe un millón de dólares para gastar en investigación a su antojo. —Dirección hizo girar la pizarra—. La beca Niebnitz se concede a la sensibilidad científica —escribió «ciencia» en la pizarra—. Al pensamiento divergente —escribió «pensamiento»—. Y a la predisposición circunstancial a logros científicos —añadió «logro» y luego señaló las tres palabras con su puntero—. Ciencia. Pensamiento. Logro.
—¿Qué tiene esto que ver con nosotros? —susurró Bennett.
—Hace dos años, el Instituto de París ganó una beca Niebnitz —dijo Dirección.
—No, no la ganó —susurré yo—. Un científico que trabajaba en el instituto la ganó.
—Y aplicaban técnicas de dirección anticuadas —dijo Dirección.
—Oh, no —murmuré—. Dirección espera que ganemos una beca Niebnitz.
—¿Cómo pueden? —susurró Bennett—. Nadie sabe cómo se conceden.
Dirección lanzó una fría mirada en nuestra dirección.
—El Comité de Becas Niebnitz está buscando proyectos creativos descollantes con el potencial de logros científicos significativos, que es el objetivo de GRIS. Ahora me gustaría que os dividierais en grupos y anotarais cinco cosas que podéis hacer para ganar la beca Niebnitz.
—Rezar —dijo Bennett.
Cogí un pedazo de papel y escribí:
1. Optimizar potencial.
2. Facilitar potenciación.
3. Aportar puntos de vista.
4. Seguir una estrategia de prioridades.
5. Aumentar estructuras nucleares.
—¿Qué es eso? —dijo Bennett, mirando la lista—. No tiene sentido.
—Tampoco lo tiene esperar que ganemos la beca Niebnitz. —Se la tendí.
—Ahora vayamos al trabajo. Tenéis pensamientos divergentes a los que dedicaros. Veamos algunos logros científicos significativos.
Dirección se marchó, con el puntero bajo el brazo, pero todo el mundo se quedó allí sentado, aturdido, excepto Alicia Turnbull, que empezó a tomar rápidamente notas en su agenda, y Flip, que entró corriendo y empezó a repartir hojas de papel.
—Resultados Proyectados: Logro Científico Significativo —dije, sacudiendo la cabeza—. Bueno, el pelo corto desde luego no lo es.
—¿No saben que la ciencia no funciona así? No se puede ordenar que haya logros científicos. Se obtienen cuando miras algo en lo que llevabas años trabajando y de pronto ves una conexión que nunca habías advertido hasta entonces, o cuando buscas otra cosa completamente distinta. A veces incluso por accidente. ¿No saben que no puedes conseguir un logro científico sólo porque quieres uno?
—Hay gente que dio a Flip un ascenso, ¿recuerdas? —frunció el ceño—. ¿Qué es «predisposición circunstancial a logros científicos significativos»?
—Para Fleming fue mirar un cultivo contaminado y advertir que el moho había matado las bacterias —dijo Ben.; —¿Y cómo sabe Dirección que el Comité de Becas Niebnitz concede la beca a proyectos creativos con potencial? ¿Cómo saben que hay un comité? Por lo que sabemos, Niebnitz puede ser un viejo rico que da dinero a proyectos que no muestran ningún potencial.
—En cuyo caso tenemos posibilidades —dijo Bennett. —Por lo que sabemos, Niebnitz puede conceder la beca a gente cuyo nombre empiece por C, o sacar los nombres de un sombrero.
Flip se nos acercó y le tendió a Bennett uno de los papeles.
—¿Es éste el memorándum que explica el impreso simplificado? —preguntó él.
—No-o-o-o —dijo ella, poniendo los ojos en blanco—. Es una petición. Para hacer que la cafetería sea un entorno ciento por ciento libre de humo. —Se marchó.
—Ya sé lo que significa la i —dije yo—. «Irritante.»
Él sacudió la cabeza.
—«Insufrible.»
GORRAS DE MAPACHE (mayo 1955–diciembre 1955)
Moda infantil inspirada en la serie de televisión de Walt Disney Davy Crockett, sobre el héroe de Kentucky que combatió en El Álamo y despellejó un oso a la edad de tres años. Formaba parte de otra moda más amplia que incluía juegos de arcos y flechas, cuchillos y rifles de juguete, camisas con flecos, cuernos de pólvora, recipientes para el almuerzo, puzzles, libros de colorear, pijamas, calzoncillos y diecisiete versiones grabadas de La balada de Davy Crockett, que todos los niños estadounidenses se sabían entera. A consecuencia de la moda empezaron a escasear las gorras de mapache, y se recurrió al material de un artículo de moda anterior, el abrigo de mapache de los años veinte, para fabricar más. Algunos niños incluso se cortaron el pelo en forma de gorra. La moda pasó justo antes de la Navidad de 1955 y dejó a los mayoristas con cientos de gorras en los almacenes.
Al día siguiente, mientras buscaba en mi laboratorio los recortes que le había dado a Flip para que los copiara, se me ocurrió que la observación de Bennett de que ya había conocido a la nueva ayudante debía significar que la habían destinado a Biología. Pero por la tarde Gina, con aspecto agobiado, vino a decirme:
—No me importa lo que digan. Hice lo correcto al contratarla. Shirl acaba de editar y cotejar veinte copias de un artículo que escribí. Correctamente. No me importa si estoy respirando humo de segunda mano.
—¿Humo de segunda mano?
—Así es como llama Flip al aire que expulsan los fumadores. Pero no me importa. Merece la pena.
—¿Shirl te ha sido asignada?
Ella asintió.
—Esta mañana repartió mi correo. Mi correo. Tendrías que hacer que te la asignaran.
—Lo haré —contesté, pero era más fácil decirlo que hacerlo. Ahora que Flip tenía una ayudante, ella (y mis recortes) habían desaparecido de la faz de la Tierra. Recorrí dos veces el edificio entero, incluida la cafetería, donde habían puesto grandes carteles de NO FUMAR en todas las mesas, y Suministros, donde Desiderata estaba intentado comprender lo que eran los cartuchos de tinta para impresora; al final encontré a Flip en mi laboratorio, sentada ante mi ordenador y tecleando algo en él.
Lo borró antes de que yo pudiera ver de qué se trataba y se levantó.
Si hubiera sido capaz, habría dicho que parecía culpable.
—Usted no lo estaba usando —dijo—. Ni siquiera estaba aquí.
—¿Hiciste copia de esos recortes que te di el lunes?
Ella no se dio por aludida.
—Había una copia de los anuncios de contactos encima.
Ella sacudió su mechón de pelo.
—¿Usaría usted la palabra «elegante» para describirme?
Había añadido un mechón envuelto en hilo a su peinado, uno largo, forrado de hilo de bordar azul, y una banda de cinta adhesiva en su frente para enmarcar la i.
—No —dije.
—Bueno, nadie puede convencer a todo el mundo —dijo, a propósito de nada—. Por cierto, no sé por qué está tan enganchada con los contactos. Ya tiene a ese vaquero.
—¿Qué?
—Billy Boy No-sé-qué —dijo, agitando la mano ante el teléfono—. Llamó y dijo que estaba en la ciudad para un seminario y que se supone que tiene usted que reunirse con él para comer en algún sitio. Esta noche, creo. En el Nebraska Daisy o algo así. A las siete.
Me acerqué a la libreta para mensajes que había junto al teléfono. Estaba en blanco.
—¿No has anotado el mensaje?
Ella suspiró.
—No puedo hacerlo todo. Por eso se suponía que iban a darme una ayudante, ¿recuerda?, para que no tuviera que trabajar tan duro. Sólo que ella es fumadora; la mitad de la gente a la que se la asigno no la quiere en su laboratorio, así que tengo que copiar todo esto y bajar a Biología y todo eso. Creo que habría que obligar a los fumadores a dejar los cigarrillos.
—¿A quién se la has asignado?
—Biología y Desarrollo de Productos y Química y Física y Personal y Nóminas, y a toda la gente que me grita y me hace trabajar un montón. O meterlos en un campo o algo donde no nos expongan a los demás a todo ese humo.
—¿Por qué no me la asignas a mí? No me importa que fume.
Ella se puso en jarras, con las manos sobre la falda de cuero azul.
—Además, nunca se la asignaría a usted. Es la única que es casi amable conmigo por aquí.
PASTEL DE ÁNGEL (1880–1890)
Pastel de moda, llamado así por su blancura y ligereza, procedente de un restaurante de St. Louis, o de orillas del río Hudson, o de la India. El secreto del pastel era una docena de claras de huevo (u once, o quince) batidas a punto de nieve. Resultaba difícil de cocinar e inspiró todo un ritual: no había que engrasar la sartén, y nadie podía entrar en la cocina durante la cocción. Sustituido, por supuesto, por el pastel del diablo.
Era en el Kansas Rose, a las cinco y media.
—Has recibido bien mi mensaje —dijo Billy Ray, que salió a esperarme al aparcamiento. Llevaba vaqueros negros, una camisa también vaquera blanca y negra, un Stetson blanco, y el pelo más largo que la última vez. El pelo largo debía estar otra vez de moda.
—Más o menos —dije—. Estoy aquí.
—Lamento que tenga que ser tan temprano. Hay un taller esta noche sobre «Riego en Internet» que no quiero perderme. —Me cogió del brazo—. Se supone que esto es el sitio más de moda en la ciudad.
Tenía razón. Había que esperar media hora, incluso teniendo mesa reservada, y todas las mujeres de la cola vestían de rosa pomo.
—¿Conseguiste tus Targhees? —le pregunté, apoyandome contra un cartel de PROHIBIDO TERMINANTEMENTE FUMAR.
—Sí, y son magníficas. Bajo mantenimiento, gran tolerancia al frío, y siete kilos de lana por estación.
—¿Lana? Creía que las Targhees eran vacas.
—Ya nadie cría vacas —dijo él, frunciendo el ceño como si yo tuviera que saberlo—. Por lo del colesterol. El cordero tiene un menor índice de colesterol, y la pura lana virgen se supone que va a ser el nuevo tejido de moda para el invierno.
—Bobby Jay —llamó la encargada, que vestía un mandil rojo y pañuelo de cabeza…
—Ésos somos nosotros —dije yo.
—No queremos estar sentados cerca de donde solía estar la sección de fumadores —dijo Billy Ray, y la seguimos a la mesa.
Al parecer, la moda de los girasoles había venido a morir aquí.
Los había entrelazados en la verja blanca que rodeaba nuestra mesa, estampados en la pared, pintados en las puertas de los servicios, bordados en las servilletas. Un gran ramo artificial asomaba de un jarrón Masón en medio de nuestro mantel, también decorado con ellos.
—Guai, ¿eh? —dijo Billy Ray, abriendo su menú en forma de girasol—. Todo el mundo dice que el ambiente de la pradera va a ser la próxima gran moda.
—Pensaba que lo era la pura lana virgen —murmuré, cogiendo el menú. La comida de la pradera era más bien sustancial: filete de pollo frito, salsa cremosa y mazorca de maíz, todo servido al estilo casero.
—¿Algo para beber? —preguntó un camarero vestido con piel de gamo y con un pañuelo de girasoles atado a la cabeza.
Miré la carta. Tenían exprés, capuchino y café con leche, también muy populares en los días de la pradera. No había té helado.
—Té helado es la bebida del estado de Kansas —le dije al camarero—. ¿Cómo es que no tienen?
Al parecer, él había estado tomando lecciones de Flip. Puso los ojos en blanco, suspiró expertamente y dijo:
—El té helado está outré.
«Una palabra nunca oída en la pradera», pensé, pero Billy Ray estaba ya pidiendo una chuleta, puré de patatas y capuchino para ambos.
—Bien, cuéntame algo de esa investigación en la que llevas trabajando semanas.
Lo hice.
—El problema es que tengo causas de sobra —dije, después de explicar lo que había estado haciendo—. Igualdad femenina, bicicletas, un diseñador francés llamado Poiret, la Primera Guerra Mundial, y Coco Chanel, que se chamuscó el pelo cuando estalló una estufa. Por desgracia, nada de eso parece ser la fuente principal.
Nuestra cena llegó, en platos marrones de arcilla decorados con girasoles. La ensalada de coles estaba sazonada con albahaca fresca, cosa que no recordaba como propia de la pradera, y la carne con rodajas de limón.
Billy Ray me habló de las ventajas de criar ovejas mientras comíamos. Las ovejas eran sanas, daban beneficios, no causaban problemas, y las podías llevar a pastar a cualquier parte. Me habría sentido más inclinada a creer todo aquello si no me hubiera dicho lo mismo sobre las vacas cuernilargas seis meses atrás.
—¿Postre? —dijo el camarero, y nos trajo el carrito con las tartas.
Yo suponía que un postre de la pradera sería tarta de grosella o tal vez melocotón en lata, pero eran los sospechosos habituales: créme brûlée, tiramisú, «y nuestro nuevo postre, pudín de pan».
Bueno, eso parecía un postre de Kansas, desde luego, el tipo de cosa que te ves obligada a comer después de que la vaca se te muere y los saltamontes devoran tu cosecha.
—Tomaré tiramisú —dije.
—Yo también —añadió Billy Ray—. Siempre he odiado el pudín de pan. Es como comer sobras.
—Todo el mundo se pirra por nuestro pudín de pan —nos reprochó el camarero—. Es nuestro postre de más éxito.
Lo malo que tiene estudiar tendencias es que nunca consigues desconectar. Estás en una cita, sentada frente a alguien, comiendo tiramisú, y en vez de pensar lo guapa que es tu pareja, te encuentras pensando en postres de moda y, como siempre, son empalagosos y su aporte de calorías es directamente proporcional a la obsesión por hacer dieta.
Miren si no el tiramisú, que tiene cholocate y nata montada y dos tipos de queso. Y el pastel de caramelo, que estuvo muy de moda en los años cuarenta a pesar de los racionamientos de la guerra.
El pastel con fondo de pina fue una moda en los veinte, un postre que espero que no vuelva pronto; el pastel de huevo se puso de moda en los cincuenta; la fondue de chocolate en los sesenta.
Me pregunté si Bennett era también inmune a las modas culinarias, y cuáles eran sus ideas sobre el pudín de pan y el pastel de queso y chocolate.
—¿Vuelves a pensar en el pelo corto? —preguntó Billy Ray—. Tal vez estás prestando atención a demasiadas cosas. En el cursillo al que asisto dicen que hay que ref.
—¿Ref?
—REF. Recortar El Enfoque. Eliminar todos los enfoques y periféricos de las variables núcleo. Esto del pelo corto sólo puede tener una causa, ¿no? Tienes que estrechar tu enfoque hasta reducirlo a las posibilidades más probables y concentrarte en ellas. Además, funciona. Lo probé en un caso de sarna en las ovejas. ¿Seguro que no quieres acompañarme a mi taller?
—Tengo que ir a la biblioteca.
—Deberías pillar el libro Cinco pasos para enfocar el éxito.
Después de la cena, Billy Ray se fue a ref, y yo a la biblioteca a buscar el Browning. Lorraine no estaba allí, sino una chica con cinta adhesiva, hilos en el pelo y expresión hosca.
—Lleva tres semanas de retraso —dijo.
—Eso es imposible. Lo saqué la semana pasada. Y lo devolví. El lunes.
Después de haber probado Pippa con Flip y decidir que Browning no sabía de qué estaba hablando. Había devuelto el Browning y sacado Otelo, esa otra historia sobre malas influencias.
Ella suspiró.
—Nuestro ordenador indica que todavía está fuera. ¿Ha mirado en casa?
—¿Está por aquí Lorraine? —pregunté.
Ella puso los ojos en blanco.
—No-o-o-o.
Decidí que era mejor esperar a que lo estuviera y fui a los estantes a buscar el Browning yo misma.
Las Obras completas no estaba allí, y no pude recordar el nombre del libro que me había sugerido Billy Ray. Saqué dos libros de Willa Cather, que sabía cómo era de verdad la cocina de la pradera, y Lejos del mundanal ruido, en el que, según recordé, había ovejas; luego me puse a dar vueltas por la biblioteca tratando de recordar el nombre del libro de Billy Ray y esperando inspiración.
Las bibliotecas han sido responsables de un montón de logros científicos significativos. Darwin leía a Malthus por diversión (lo que debería decirnos algo respecto a Darwin), y Alfred Wegener paseaba por la biblioteca de la Universidad de Marburg, dando vueltas al globo terráqueo y rebuscando en papeles científicos, cuando se le ocurrió la idea de la deriva continental. Pero a mí no se me ocurrió nada, ni siquiera el nombre del libro de Billy Ray. Pasé a la sección de negocios para ver si recordaba el nombre cuando lo viera.
Algo sobre estrechar el enfoque, eliminar todo lo periférico. «Sólo puede tener una causa, ¿no?», había dicho Billy.
No. En un sistema lineal tal vez, pero el pelo corto no era igual que la sarna de las ovejas. Era como uno de los sistemas caóticos de Bennett. En él confluían docenas de variables, y todas ellas eran importantes. Se alimentaban unas a otras, iterando y reiterando, cruzándose y colisionando, afectándose unas a otras de formas que nadie esperaba. Tal vez el problema no era que tuviera demasiadas causas, sino que no tenía suficientes. Pasé al siglo XX y cogí Los locos veinte, y también Flappers, sufragistas y huelguistas, y Los años veinte: un estudio sociológico, y tantos libros sobre la época como pude cargar, y me los llevé todos al mostrador.
—Aquí aparece que debe usted un libro —dijo la chica—. Desde hace cuatro semanas.
Me fui a casa, emocionada por primera vez y convencida de que estaba sobre la pista adecuada, y empecé a trabajar en las nuevas variables.
Los años veinte habían estado repletos de modas: jazz, petacas, calcetines bajados, bailes locos, abrigos de mapache, carreras de maratón, maratones de baile, maratones de besos, coches Stutz, sentadas, puzzles. Y en medio de todas aquellas rodillas coloradas y derbies de sillas mecedoras y paraguas estaba la causa de que se impusiera el pelo corto. Trabajé hasta muy tarde y me fui a la cama con Lejos del mundanal ruido. Tenía razón. Trataba de las ovejas. Y las modas. En el capítulo cinco una de las ovejas se caía por un barranco, y las otras la seguían, lanzándose una tras otra a las rocas del fondo.
3
AFLUENTES
Por favor, señorías —dijo él—. ¡Soy capaz,
por medio de un secreto encantamiento, de atraer
a todas las criaturas vivientes bajo el sol,
que se arrastran, corren o vuelan,
para que me sigan como nunca se ha visto!
PELUCAS MONUMENTALES (1750–1760)
Moda capilar de la corte de Luis XVI inspirada por madame de Pompadour, que era aficionada a decorar su cabello de formas inusitadas. El pelo rodeaba un armazón relleno de algodón o paja y cementado con una pasta que se endurecía, y luego se cubría de polvos de talco y se decoraba con perlas y flores. La moda se salió rápidamente de madre. Los armazones llegaron a medir más de noventa centímetros, y los motivos se hicieron más elaborados y barrocos. Los peinados reproducían cascadas, cupidos, escenas de novelas. Batallas navales completas, con barcos y humo, se desarrollaban en lo alto de las cabezas de las mujeres, y una viuda, abrumada por el dolor tras la muerte de su esposo, hizo que le pusieran una lápida en el peinado. La moda pasó con la llegada de la Revolución francesa y la consiguiente escasez de cabezas donde poner pelucas.
Los ríos no son sólo anchas corrienes. Tienen acuíferos a docenas, a veces cientos de afluentes. El río Lena de Siberia, por ejemplo, se nutre de una zona de más de un millón de kilómetros cuadrados por donde corren los ríos Karenga, Olekma, Vitim y Aldan, y miles de corrientes más pequeñas y arroyos, algunos de los cuales siguen cursos tan distantes y convulsos que a nadie se le ocurriría asociarlos con el Lena, situado a miles de kilómetros de distancia.
Los acontecimientos que conducen a un logro científico frecuentemente son no sólo aleatorios, sino que poco tienen que ver con la ciencia. Pongamos por caso las paperas. Einstein las sufrió a los cuatro años y su padre intentaba distraer a un niñito enfermo cuando le dio su brújula de bolsillo para que jugara. Y las llaves del universo.
La vida de Fleming es un completo cúmulo de coincidencias, empezando por su padre, que era jardinero en la mansión de los Churchill. Cuando Winston, a los diez años, se cayó al lago, el padre de Fleming se lanzó de cabeza al agua y lo rescató. La agradecida familia lo recompensó enviando a su hijo Alexander a la facultad de medicina.
Vean a Penzias y Wilson. Robert Dicke, de la Universidad de Princeton, convenció a P. J. E. Peebles para que calculara la temperatura del Big Bang. Este lo hizo, advirtió que era lo bastante caliente para ser detectable como residuo de radiación, y le dijo a Peter G. Roll y David T. Wilkinson que deberían buscar microondas.
Peebles (¿se han perdido ya?) dio una conferencia en el John Hopkins donde mencionó el proyecto de Roll y Wilkinson. Ken Turner, del Instituto Carnegie, asistió a la conferencia y se lo mencionó a Bernard Burke del Instituto Tecnológico de Massachusets, que era amigo de Penzias. (¿Todavía me siguen?)
Cuando Penzias llamó a Burke para hablar de otra cosa (probablemente la fiesta de cumpleaños de su hija), le comentó su persistente ruido de fondo. Y Burke le dijo que llamara a Wilkinson y Roll.
Durante la semana siguiente pasaron varias cosas: Suministré datos al ordenador sobre las sentadas y el juego chino del mahjong, Dirección declaró HiTek edificio libre de humo, la hija de Gina, Brittany, cumplió cuatro años, y la doctora Turnbull, nada menos, vino a verme.
Llevaba una camisa de campamento de seda rosa pomo y vaqueros rosa y sonreía amistosa. Los vaqueros y la camisa indicaban que cumplía el edicto de HiTek para vestir de modo informal. No tenía ni idea de lo que significaba la sonrisa.
—Doctora Foster —dijo, acercándose a mí a toda máquina—, justo la persona que quería ver.
—Si está buscando un paquete, doctora Turnbull —dije, cansina—. Flip todavía no ha pasado por aquí.
Ella soltó una risita alegre y cantarina de la que no la había considerado capaz.
—Llámame Alicia —dijo—. Nada de paquetes. Simplemente, se me ocurrió pasar por aquí y charlar un rato. Verás, deberíamos conocernos mejor. La verdad es que sólo hemos hablado un par de veces.
«Una vez —pensé—, y me gritaste. ¿Qué pretendes en realidad?»
—Bien —dijo ella, sentándose en una de las mesas del laboratorio y cruzando las piernas—. ¿A qué universidad fuiste?
En HiTek, «conocerte mejor» significa preguntar «Oye, ¿sales con alguien?», o, en el caso de Elaine, «¿Te interesa el aerobic de alto impacto?»; pero tal vez éste era el concepto que tenía Alicia de una charla informal.
—Me doctoré en Baylor.
Ella sonrió aún más animosamente.
—Fue en sociología, ¿verdad?
—Y estadística.
—Un doctorado doble —aprobó ella—. ¿Fue allí donde hiciste tu trabajo de pregraduada?
No podía ser una espía industrial. Trabajábamos para la misma empresa. Y, en cualquier caso, los datos estaban en los registros de Personal.
—No —dije—. ¿Dónde hiciste tu trabajo de graduación?
Fin de la conversación.
—Indiana —dijo ella, como si hubiera preguntado algo que no era asunto mío, y levantó su culo rosado del asiento, pero no se marchó. Se quedó mirando la mesa llena de montañas de datos.
—Tienes mucho material aquí —dijo, examinando uno de los desórdenes.
Tal vez Dirección la había enviado a espiar nuestra organización de trabajo.
—Tengo previsto ordenar las cosas en cuanto termine con mis impresos de solicitud de fondos —dije.
Ella se acercó a mirar los montones dedicados a las sentadas.
—Yo ya he entregado el mío. Por supuesto.
—Y el desorden es bueno. Los laboratorios de Susan Holyrood y Dan Twofeathers estaban desordenados. R. C. Méndez dice que es un indicador de creatividad.
Yo no tenía ni idea de quiénes eran esos tipos ni de lo que estaba pasando allí. Algo, obviamente. Tal vez Dirección la había enviado a buscar rastros de fumadores. Alicia había olvidado su sonrisa amistosa y daba vueltas por el laboratorio como un tiburón.
—Bennett me dijo que estás trabajando analizando las fuentes de las modas. ¿Por qué decidiste trabajar en eso?
—Todo el mundo lo hacía.
—¿De veras? —dijo ansiosamente—. ¿Quiénes son los otros científicos?
—Ha sido un chiste —contesté mansamente, y me dispuse a explicarlo sin demasiada convicción—. Ya sabes, las modas, algo que la gente hace porque todo el mundo lo está haciendo.
—Oh, ya lo entiendo —dijo ella, lo que quería decir que no lo entendía, pero parecía más divertida que ofendida—. Ser ocurrente es también una señal de creatividad, ¿no? ¿Cuál crees que es la cualidad más importante en un científico?
—La suerte.
Ahora sí que pareció ofendida.
—¿La suerte?
—Y buenos ayudantes —dije—. Mira a Roy Plunkett.
El hecho de que su ayudante utilizara un relleno de plata en el tanque de carbonos clorofluorados fue lo que le llevó al descubrimiento del teflón. O Becquerel. Tuvo la buena suerte de contratar a una joven polaca para que le ayudara con su terapia de radiación. Se llamaba Marie Curie.
—Eso es muy interesante. ¿Dónde dijiste que hiciste tu trabajo de pregraduación?
—En la Universidad de Oregón.
—¿Qué edad tenías cuando te doctoraste?
Volvíamos al tercer grado.
—Veintiséis.
—¿Qué edad tienes ahora?
—Treinta y uno —dije, y al parecer eso fue la respuesta adecuada porque la sonrisa regresó.
—¿Te criaste en Oregón?
—No. En Nebraska.
Esta respuesta no lo fue. Alicia desconectó la sonrisa.
—Tengo un montón de trabajo que hacer —dijo, y se marchó sin mirar atrás. Quisiera lo que quisiese, al parecer el desorden y la inteligencia no le bastaban.
Me quedé allí sentada mirando la pantalla y preguntándome de qué había ido todo aquello, y Flip entró ataviada con cinta adhesiva y un par de zuecos sin talón.
Tendría que haber empleado un poco de cinta adhesiva para los zuecos. Se le salían a cada paso, y tuvo que avanzar hasta mí casi arrastrando los pies. Los zuecos y la cinta adhesiva eran del mismo azul eléctrico bilioso que llevaba el otro día.
—¿Cómo se llama ese color? —pregunté.
—Azul Cerenkhov.
Por supuesto. Como la radiación azulina de los reactores nucleares. Qué apropiado. Pero, en justicia, tenía que admitir que no era la primera vez que a un color de moda se le daba un nombre espantoso.
En los días de Luis XVI, los nombres de los colores eran absolutamente nauseabundos. Alcantarilla, arsénico, viruela y español enfermo fueron nombres extendidos del amarillo verdoso.
Flip me tendió un papel.
—Tiene que firmar esto.
Era una petición para declarar el vestíbulo de personal zona de no fumadores.
—¿Dónde fumará la gente si no puede hacerlo en el vestíbulo? —pregunté.
—No debería fumar. Provoca cáncer —dijo ella firmemente—. Creo que a la gente que fuma no se le debería permitir tener trabajo. —Agitó su mechón de pelo—. Y tendrían que vivir en algún sitio donde su humo de segunda mano no pudiera hacernos daño a los demás.
—Desde luego, Herr Goebbels —dije, ignorando que la ignorancia es la moda mayor de todas, y le tendí de nuevo la petición.
—El humo de segunda mano es peligroso —rezongó ella.
—Y la mala uva —me volví hacia el ordenador.
—¿Cuánto cuesta una corona? —dijo ella.
Parecía el día de las preguntas absurdas.
—¿Una corona? —pregunté, asombrada—. ¿Quieres decir como una tiara?
—No-o-o. Una corona.
Traté de imaginar un corona sobre la cabeza de Flip, con el mechón colgando por un lado, y no lo conseguí. Pero fuera lo que fuese de lo que estaba hablando, sería mejor que le prestara atención porque probablemente sería la nueva moda. Flip podía ser incompetente, insubordinada, y generalmente insufrible, pero estaba justo en el meollo de la moda.
—Una corona —dije—. ¿Hecha de oro? —Hice la pantomima de ponerme una sobre la cabeza—. ¿Con puntas?
—¿Puntas? —dijo ella, furiosa—. Será mejor que no tenga puntas. Una corona.
—Lo siento, Flip. No sé…
—Usted es científica. Se supone que tiene que conocer los términos científicos.
Me pregunté si corona se había convertido en término científico igual que la cinta adhesiva se había convertido en un encargo personal.
—¡Una corona! —dijo ella, soltó un enorme suspiro y se marchó del laboratorio pasillo abajo.
Era mi día para los encuentros que consideraba sin pies ni cabeza, y mis datos sobre el pelo corto tampoco lo tenían. Lamentaba haber tenido la idea de incluir las otras modas de la época. Había demasiadas, y ninguna era lógica.
Los cacahuetes, por ejemplo, y las sentadas, y pintarse las rodillas de carmín. Los universitarios pintaban sus viejos Ford T con eslóganes como «Aceite de plátano» y «¡Oh, bromeas!»; las amas de casa de mediana edad se vestían como doncellas chinas y jugaban al mah-jong; y las modas parecían surgir de la nada, sucediéndose unas a otras en cuestión de meses y a veces de semanas. Un baile, el black bottom, sustituyó el mah-jong, que a su vez había sustituido el Rey Tut, y todo era tan caótico que resultaba imposible de rastrear.
Los crucigramas eran la única moda que resultaba medio razonable, e incluso así era un rompecabezas. La moda había empezado en el otoño de 1924, poco después del pelo corto, pero los crucigramas existían desde el siglo XIX, y el New York Herald había publicado un crucigrama semanal desde 1913.
Y razonable, pensándolo bien, no era la palabra. Un sacerdote había repartido crucigramas durante la misa: una vez resueltos, revelaban la lección de las escrituras. Las mujeres llevaban vestidos decorados con cuadritos blancos y negros, y sombreros y medias a juego, y en Broadway se estrenó una revista titulada Crucigramas de 1925. La gente citaba los crucigramas como causa de su divorcio, las secretarias llevaban diccionarios de bolsillo en la muñeca como si fueran brazaletes, los médico advertían del peligro de vista cansada, y en Budapest un escritor dejó una nota de suicidio en forma de crucigrama; un crucigrama, por cierto, que la policía jamás resolvió, probablemente porque estaban muy ocupados con la siguiente moda: el charlestón.
Bennett asomó la cabeza por la puerta.
—¿Tienes un minuto? Necesito hacerte una pregunta.
Entró. Había cambiado la camisa de cuadros por una lisa que no era de madras ni Ivy League, y traía un ejemplar del impreso simplificado de solicitud de fondos.
—¿Palabra de dos letras para un dios solar egipcio? —comenté—. Es Ra.
El sonrió.
—No, me estaba preguntando si Flip te había traído una copia del memorándum que Dirección dijo que iban a repartir. El que explicaba el impreso simplificado.
—Sí y no. Tuve que pedirle uno a Gina. —Lo pesqué de entre un montón de libros de los años veinte.
—Magnífico. Iré a hacer una copia y te lo devuelvo.
—No importa. Puedes quedártelo.
—¿Has terminado de rellenar tu impreso?
—No. De leer el memorándum.
Lo miró.
—Página diecinueve, pregunta cuarenta y cuatro-C. Para encontrar la fórmula primaria extensional de subvención, multiplicar el análisis de necesidades departamentales por el cociente de base fiscal, a menos que el proyecto implique estructuración calibrada, en cuyo caso el cociente debe ser calculado según la Sección W-A de las instrucciones adjuntas. —Le dio la vuelta al papel—. ¿Dónde están las instrucciones adjuntas?
—Nadie lo sabe.
Me devolvió el memorándum.
—Tal vez no tenga que ir a Francia para estudiar el caos. Tal vez pueda estudiarlo aquí mismo —dijo, sacudiendo la cabeza—. Gracias —y se dispuso a marcharse.
—Por cierto —dije yo—, ¿cómo va tu proyecto de difusión de información?
—El laboratorio está preparado. Podré conseguir los macacos en cuanto termine con este estúpido impreso, cosa que deberá ser —sacó una calculadora de sus gastados pantalones y pulsó algunos números—, dentro de seis mil años.
Flip entró en la oficina y nos tendió a cada uno un fajo grapado de papeles.
—¿Qué es esto? —preguntó Bennett—. ¿Las instrucciones adjuntas?
—No-o-o —dijo Flip, sacudiendo la cabeza—. Es el informe del Ministerio de Salud sobre los riesgos del tabaco.
MARATÓN DE BAILE (1923–1933)
Popular prueba de resistencia que consistía en bailar tanto tiempo como fuese posible con el fin de ganar dinero. Los componentes de las parejas se daban pellizcos y patadas para permanecer despiertos, y cuando eso fallaba, se dormían por turnos sobre el hombro del compañero hasta llegar a aguantar ciento cincuenta días. Las maratones se convirtieron en un burdo deporte espectáculo; el público observaba a ver quién tenía alucinaciones provocadas por la privación del sueño, quién se desmayaba o, como el caso de Homer Moorhouse, se caía muerto, y la Sociedad Protectora de Animales de Nueva Jersey se quejó de que las maratones eran crueles con los animales (humanos). La moda se mantuvo durante los primeros años de la Depresión, simplemente porque la gente necesitaba dinero. La maratón salía a poco más de centavo por hora de beneficio. Si ganabas.
El martes conocí a la nueva ayudante de la contacto de comunicaciones interdepartamentales.
Había decidido que no podía esperar más las instrucciones adjuntas y estaba trabajando en el impreso de subvenciones cuando advertí que al final de la página 28 ponía «Liste todo», pero que la primera línea de la página siguiente ponía «al cociente de diversificación». Miré el número de página. Era la 42.
Fui a ver si Gina tenía las páginas que faltaban. Estaba sentada entre un montón de bolsas, papel de envolver y lazos.
—Vendrás a la fiesta de Brittany, ¿verdad? —dijo—. Tienes que hacerlo. Habrá seis niñas de cinco años y seis madres, y no sé qué es peor.
—Estaré allí —prometí, y le pregunté por las páginas perdidas.
—¿Hay páginas perdidas? Tengo mi impreso en casa. ¿Cuándo voy a poder rellenar las páginas que faltan? Todavía tengo que comprar platos y vasos y adornos y preparar los refrescos.
Escapé y volví al laboratorio. Una mujer de pelo canoso estaba sentada ante el ordenador, tecleando números rápidamente.
—Lo siento —dijo en cuanto entré por la puerta—. Flip dijo que podía utilizar su ordenador, pero no quiero molestaría. —Empezó a pulsar rápidamente teclas para salvar el archivo.
—¿Es usted la nueva ayudante de Flip? —pregunté, mirándola con curiosidad. Era delgada, de piel morena y curtida, como la que tendría Billy Ray al cabo de otros treinta años de galopar por las llanuras.
—Shirl Creets —dijo ella, estrechando mi mano. Apretaba como Billy Ray, y sus dedos estaban manchados de un marrón amarillento, lo que explicaba cómo Sara y Elaine supieron que era fumadora «nada más verla».
—Flip estaba utilizando el ordenador de la doctora Turnbull —dijo; su voz era ronca—, y me dijo que viniera aquí y usara el suyo, porque a usted no le importaría. Me marcharé en cuanto salve el archivo. No he fumado —añadió. —Puede fumar si quiere. Y puede usar el ordenador. Tengo que ir a Personal y recoger un impreso nuevo de solicitud de fondos. A éste le faltan páginas.
—Yo se lo traeré —dijo Shirl, levantándose de inmediato y quitándome el impreso—. ¿Qué páginas faltan?
—De la veintiocho a la cuarenta y uno, y tal vez algunas al final, no lo sé. El mío sólo llega hasta la página sesenta y ocho. Pero no tiene usted que…
—¿Para qué están las ayudantes? ¿Quiere que saque una copia extra para así poder hacer primero un borrador?
—Eso estaría muy bien, gracias —dije, sorprendida, y me senté ante el ordenador.
Había sido amable con Flip, y mira lo que me había conseguido. Me reafirmé en la idea de que Browning sabía algo de modas, con flautista de Hamelín o sin él.
Los datos que Shirl había estado tecleando seguían allí. Era una especie de tabla. «Carbanks-48, Twofeathers-34, —decía—. Holyrood-61, Chin-39.» Me pregunté en qué proyecto estaría trabajando Alicia.
Shirl volvió pasados apenas cinco minutos, con un fajo de folios bien grapados y ordenados.
—He añadido copia de las páginas que faltaban en su original, y he hecho dos copias de más por si acaso. —Las colocó con cuidado sobre la mesa del laboratorio y me tendió otro grueso fajo—. Mientras estaba en la copiadora, encontré estos recortes. Flip no sabía a quién pertenecían. He pensado que podrían ser suyos.
Me tendió un fajo de recortes sobre las maratones de baile, cogidos con clips a un juego de fotocopias.
—Supuse que querría copias —dijo.
—Gracias —contesté, anonadada—. Supongo que no podré convencer a Flip para que me la asignen.
—Lo dudo. Parece apreciarla. —Depositó los recortes sobre la mesa y empezó a ordenarlos.
Sacó el libro sobre teoría del caos del montón.
—Diagramas de Mandelbrot —dijo, interesada—. ¿Es eso lo que investiga?
—No. Los orígenes de las modas. Leía eso por curiosidad. Pero están conectados. Las modas son una faceta del sistema caótico de la sociedad: un montón de variables contribuye a ellas.
Colocó Un mundo feliz y Bien está lo que bien acaba encima del libro sobre teoría del caos sin hacer más comentarios y cogió Flappers, activistas y sentadas.
—¿Qué le hizo escoger las modas? —dijo con desaprobación.
—¿No le gustan?
—Creo que hay formas más directas de influir en la sociedad que empezando una moda. Tuve un maestro de física que solía decir: «No presten ninguna atención a lo que hacen los demás. Hagan lo que quieran ustedes, y podrán cambiar el mundo.»
—Oh, no quiero descubrir cómo iniciarlas —dije—. Supongo que HiTek sí, y por eso financian el proyecto, aunque si el mecanismo es tan complejo como empieza a parecerme, nunca podré aislar la variable crítica, y en ese punto probablemente dejarán de subvencionarme. —Miré las notas sobre las maratones de baile—. Lo que quiero es comprender qué las causa.
—¿Por qué? —dijo ella, con curiosidad.
—Porque quiero comprender. ¿Por qué actúa la gente de la forma en que lo hace? ¿Por qué de repente deciden jugar al mismo juego o llevar la misma ropa o creer en la misma cosa? En los años veinte fumar estaba de moda. Ahora lo está no fumar. ¿Por qué? ¿Se trata de una conducta instintiva o de influencias sociales? ¿O es que hay algo en el aire? Los juicios a las brujas de Salem se debieron al miedo y la avaricia, pero eso siempre está presente, y no seguimos quemando brujas, así que debe de haber algo más en danza.
»No comprendo qué es. Y no creo que lo descubra pronto. Me parece que no voy a ninguna parte. No sabrá usted por casualidad qué originó la moda del pelo corto, ¿verdad?
—¿Va despacio?
—Despacio no es la palabra —dije. Hice un gesto con las fotocopias de las maratones de baile—. Me siento como si estuviera en uno de estas maratones. La mayor parte del tiempo no es bailar ni nada, sólo es poner un pie delante del otro, tratar de aguantar y permanecer despierto. Tratar de recordar por qué te dio por inscribirte.
—Mi profesor de física solía decir que la ciencia era un uno por ciento de inspiración y un noventa y nueve por ciento de transpiración.
—Y un cincuenta por ciento de rellenar impresos de financiación no simplificados —dije. Cogí una de las copias suplementarias—. Será mejor que le lleve esto a Gina.
—Ya le he llevado una a la doctora Damati —contestó ella—. Oh, y tengo que volver allí. Le prometí que le envolvería los regalos de Brittany.
—¿Está segura de que no puede convencer a Flip?
Cuando se marchó, empecé a leer la página 29, pero el conjunto no tenía más sentido que cuando faltaba; empezaba a sentirme vagamente irritada otra vez. Cogí una copia y fui a ver a Bennett a Biología.
Alicia estaba allí, cabeza con cabeza junto a Bennett ante el ordenador, pero él alzó la mirada inmediatamente y me sonrió.
—Hola —dijo—. Pasa.
—No, no importa. No pretendía interrumpir —contesté, sonriéndole a Alicia. Ella no me devolvió la sonrisa—. Sólo quería traerte un impreso completo. —Se lo tendí—. Había páginas de menos en el que repartió Flip.
—Incompetente —dijo él—. Incorregible. Incapacitada.
Alicia me miraba fijamente.
—«Interrumpidora» —dije—. Interrumpir es lo que yo estoy haciendo en vuestra reunión. Hablaré contigo más tarde —me dirigí hacia la puerta.
—No, espera. Te interesará esto. La doctora Turnbull me estaba hablando de su nuevo proyecto —miró a Alicia—. Cuéntale a la doctora Foster lo que has estado haciendo.
—He tomado los datos de todos los ganadores anteriores de la beca Niebnitz: disciplina científica, área de proyectos, trasfondo educativo…
Eso explicaba el tercer grado al que me había sometido el día anterior. Había estado tratando de decidir si yo encajaba en los parámetros, y por la mirada que me dirigía ahora, no me había clasificado.
—… edad, sexo, grupo étnico, filiación política. —Hizo pasar varías pantallas, y reconocí una tabla como aquella en la que estaba trabajando Shirl—. Estoy yendo hacia atrás para determinar las características relevantes y luego analizar las que constituyen el perfil del típico receptor de la beca Niebnitz y los criterios que el Comité de Becas Niebnitz aplica para hacer sus elecciones.
«Los criterios del comité serán la originalidad de pensamiento y la creatividad —pensé—Suponiendo que exista un comité.»
—Todavía no he completado el trabajo, pero ya se intuyen algunas pautas. —Hizo aparecer una página en pantalla—. La beca se da con un intervalo medio de uno coma nueve años de diferencia, pero las dos becas más cercanas que se han dado están a uno coma dos años, lo que significa que la beca no se concederá hasta mayo como muy pronto.
Eso no significaba nada, y se lo habría dicho, pero ella estaba ya lanzada.
—El reparto de los premios sigue una pauta cíclica; se conceden a instituciones académicas, laboratorios de investigación y compañías comerciales alternativamente. La siguiente beca será para una gran compañía, lo que nos da ventaja, y —cambió de página— hay una clara tendencia hacia los científicos situados al oeste del Misisipí, lo que también supone una ventaja para nosotros, y hacia las ciencias biológicas. No he determinado todavía el área específica, pero tendré esa parte del perfil mañana.
Todo lo cual sonaba sospechosamente a ciencia a la carta. Miré a Bennett para ver qué pensaba de todo aquello, pero él contemplaba la pantalla, abstraído, como si hubiera olvidado dónde estábamos.
Bueno, por supuesto que estaba interesado. ¿Por qué no iba a estarlo? De ganar la beca Niebnitz, podría volver al río Loue a trabajar en la teoría del caos y olvidarse de los impresos y de Flip y las incertidumbres de las subvenciones.
Excepto que la ciencia no funciona así. No puedes poner handicaps a los logros científicos significativos como si fueran un caballo de carreras.
Pero ésta no sería la primera vez que alguien se convencía de algo que no era cierto cuando había dinero de por medio. Miren la pasión por la bolsa de finales de los años veinte. O la locura por los tulipanes holandeses del siglo XVII. En 1634, el precio de los tulipanes más bonitos o más raros empezó a subir, y de repente todo el mundo (comerciantes, príncipes, campesinos, hermanos, hermanas, maridos, esposas), todos empezaron a comprar y vender bulbos como locos. Los precios se pusieron por las nubes, los especuladores hicieron fortunas de la mañana a la noche, y la gente empeñaba sus zapatos de madera y los diques para comprar un bulbo que costaba el sueldo de doce años. Y entonces, sin ningún motivo aparente, el mercado se colapso, y sucedió lo mismo que el 29 de octubre de 1929, sólo que sin ventanas de rascacielos para que los accionistas holandeses se lanzaran al vacío.
Por no mencionar las cartas en cadena, los planes piramidales y la explosión de terrenos en Florida.
—El otro factor que hay que tener en cuenta es el nombre de la beca —decía Alicia—. Niebnitz puede referirse a Ludwig Niebnitz, que fue un oscuro botánico del siglo XVIII, o a Karl Niebnitz von Drull, que vivió en la Bavaria del siglo XV. Si es Ludwig, eso explicaría la tendencia a la biología. Von Drull fue más famoso. Su campo era la alquimia.
—Tengo que irme —dije, poniéndome en pie—. Si voy a abandonar mi proyecto de modas para transmutar el plomo en oro, tengo que empezar a trabajar ya.
Me marché.
Bennett me siguió al pasillo.
—Gracias por traerme el impreso.
—Tenemos que permanecer unidos contra las fuerzas de Flip —dije yo—. ¿Has visto a su nueva ayudante?
—Sí, es magnífica. Me pregunto qué la empujó a aceptar un trabajo como éste.
—NlEBNITZ también podría ser un acrónimo —dijo Alicia desde la puerta—. En cuyo caso…
Aproveché la ocasión y volví a mi laboratorio.
Flip estaba allí, tecleando algo en mi ordenador.
—¿Cómo me describiría? —me preguntó.
Observé el laboratorio. Estaba inmaculado. Shirl había despejado las mesas y guardado todos mis recortes en clasificadores. Por orden alfabético.
«Como ineludible—pensé—. Impactante.»
—Inextricable —dije.
—Eso suena bien —dijo ella—. ¿Se escribe con b o con v?
EL DOCTOR SPOCK (1945–1965)
Moda pediátrica basada en el libro del pediatra del mismo nombre, Baby and Child Care, así como en el creciente interés por la psicología y la fragmentación de la familia. Spock abogaba en su obra por una política más permisiva que la recomendada en los tratados pediátricos publicados con anterioridad; aconsejaba además flexibilidad de horarios para las comidas y atención al desarrollo infantil (consejo que muchos padres interpretaron, equivocadamente, como dejar que el niño hiciera lo que se le antojara). La moda pasó cuando la primera generación de niños educados según proponía el doctor Spock se convirtieron en adolescentes, se dejaron crecer el pelo hasta los hombros, y empezaron a hacer volar edificios de la administración.
El miércoles asistí a la fiesta de cumpleaños. Había previsto salir temprano y me estaba poniendo el abrigo cuando llegó Flip, con un corpiño de encaje y vaqueros decorados con cinta adhesiva, y me tendió una hoja de papel.
—No tengo tiempo para peticiones —dije.
—No es una petición —contestó ella, agitando el pelo—. Es un memorándum sobre los impresos de fondos.
El memorándum decía que había que entregar los impresos antes del veintitrés, cosa que ya sabía.
—Se supone que tiene que entregarme el impreso.
Asentí y se lo di.
—Lleva esto al laboratorio del doctor O'Reilly —dije, poniéndome los guantes.
Ella suspiró.
—Nunca está allí. Siempre está en el laboratorio de la doctora Turnbull.
—Entonces llévalo al laboratorio de la doctora Turnbull.
—Siempre están juntos. Él está completamente pirado por ella, ya sabe.
«No», pensé. No lo sabía.
—Siempre están sentados juntos ante el ordenador. No sé qué ve en él. Es completamente suarb —dijo Flip, tirando de la cinta adhesiva del dorso de su mano—. Tal vez consiga que tenga un aspecto menos pasado de moda.
«Y si lo hace —pensé irritada—, se acabó su principal característica, y yo nunca averiguaré por qué era inmune a las modas.»
—¿Qué significa «sofisticada»? —preguntó Flip.
—Cosmopolita, pero tú no lo eres —dije, y me marché a la fiesta. Había refrescado. Normalmente cae una gran nevada en octubre, y al parecer se avecinaba.
Cuando llegué, Gina estaba al borde del histerismo.
—No te creerás lo que Brittany dijo que quería después de que le dijera que no podía ser Barney —dijo, señalando los adornos, que eran de un rosa que no tenía ninguna relación con el posmoderno.
—¡Barbie! —gritó Brittany. Llevaba un vestido de la Sirenita y un pasador rosa encendido—. ¿Me has traído un regalo?
Las otras niñas llevaban todas delantales de Pocahontas excepto una linda rubita llamada Peyton, que llevaba un jersey del Rey León y zapatillas con luces.
—¿Estás casada? —me preguntó la madre de Peyton. —No.
Ella sacudió la cabeza.
—Demasiados tipos tienen un asunto hoy en día. Peyton, no vamos a abrir los regalos todavía.
—¿Estás saliendo con alguien? —preguntó la madre de Lindsay.
—Vamos a abrir los regalos más tarde, Brittany —dijo Gina—. Primero vamos a jugar a un juego. Bethany, es el cumpleaños de Brittany.
Trató de hacer que las niñas jugaran a un juego donde había globos con Barbies rosa y luego renunció y dejó que Brittany abriera los regalos.
—Abre primero el de Sandy —dijo Gina, tendiéndole el libro—. No, Caitlin, los regalos son de Brittany.
Brittany rasgó el papel de Sapos y diamantes y lo miró sin reaccionar.
—Era mi cuento de hadas favorito cuando era niña —dije—. Trata de una niña que conoce a un hada buena, sólo que no lo sabe porque el hada va disfrazada…
Pero Brittany ya lo había apartado y estaba abriendo una muñeca Barbie con un vestido resplandeciente.
—¡Barbie Cabellos Mágicos! —chilló.
—Mía —dijo Peyton, y dio un tirón que dejó a Brittany con sólo el brazo de la Barbie en la mano.
—¡Ha roto a Barbie Cabellos Mágicos! —lloriqueó Brittany.
La madre de Peyton se levantó y dijo tranquilamente:
—Peyton, creo que necesitas una expulsión.
Pensé que Peyton necesitaba una buena tunda, o al menos que le quitaran la Barbie Cabellos Mágicos y se la devolvieran a Brittany, pero en cambio la madre la llevó a la puerta del dormitorio de Gina.
—Puedes volver cuando hayas controlado tus emociones —le dijo a Peyton, que a mí me parecía controlada.
—No puedo creer que todavía uses las expulsiones —dijo la madre de Chelsea—. Ahora todo el mundo usa las retenciones.
—¿Retenciones?—pregunté yo.
—Sujetas al niño inmovilizado contra tu regazo hasta que la conducta negativa cesa. Produce una sensación de seguridad interceptiva.
—Vaya —dije, mirando hacia la puerta del dormitorio—. Habría odiado tratar de retener a Peyton contra su voluntad.
—La retención está abandonada por completo —dijo la madre de Lindsey—. Nosotros usamos la AE.
—¿AE?
—Ampliación de Estima. La AE dirige la conducta periférica positiva no importa cuan negativa sea la conducta primaria.
—¿Conducta periférica positiva? —dijo Gina, dubitativa.
—Cuando Peyton le quitó la Barbie a Brittany hace un momento —dijo la madre de Lindsay, obviamente encantada de explicarlo—, tendrías que haber dicho: «Vaya, Peyton, qué conducta tan asertiva tienes.»
Brittany abrió la Barbie Buceadora, la Barbie Ama de Casa, la moto de Barbie Nocturna y una Barbie de peinado rebuscado con velo y traje de novia.
—La Barbie Novia Romántica —dijo Brittany, extasiada.
—¿Podemos tomar la tarta ahora? —preguntó Lindsay.
Peyton debía tener la orejita pegada a la puerta, porque la abrió, sin parecer especialmente contrita, y dijo:
—Ya me siento mejor respecto a mí misma.
Y se subió a la mesa.
—Nada de tarta —dijo Gina—. Demasiado colesterol. Helado de yogur y galletas.
Y las niñas acudieron corriendo como si hubieran oído al flautista de Hamelín.
Las madres y yo recogimos el papel de envolver y los lazos, buscando con cuidado zapatos de tacón de Barbie perdidos y accesorios microscópicos.
La madre de Danielle alisó el vestido de la Barbie Novia Romántica.
—Me pregunto si a Lisa le gustaría un vestido como éste —dijo—. Está tratando de convencer a Eric para casarse este verano.
—¿Vas a ser su dama de honor? —preguntó la madre de Chelsea—. ¿Qué color va a llevar?
—No lo ha decidido todavía. El blanco y negro está de moda, pero ya lo llevó la última vez que se casó.
—Rosa posmoderno —dije yo—. Es el nuevo color para la primavera.
—El rosa no me favorece —dijo la madre de Danielle—. Y todavía tiene que convencerlo. Él dice que por qué no pueden vivir juntos.
La madre de Lindsay cogió la Barbie Novia Romántica y empezó a arreglar sus mangas abombadas.
—Yo siempre digo que nunca me volveré a casar, después de ese capullo de Matt. Pero no sé, últimamente me siento un poco… no sé…
«Impaciente», pensé.
Sonó el teléfono; Gina entró en el dormitorio para atenderlo y las demás se dirigieron a la cocina.
Se oyó un grito procedente de allí, y todo el mundo aplicó la ampliación de estima. Cogí la Barbie Novia Romántica y miré los capullos rosa y los lazos de satén blanco, maravillada. La Barbie es una moda que tendría que haber durado, como mucho, dos temporadas. Incluso la muñeca de Shirley Temple sólo duró tres.
En cambio, la Barbie se mantenía desde hacía treinta años y estaba más de moda que nunca, incluso en estos días de feminismo y de educación no sexista. Habría sido perfecta para estudiar qué causa las modas, pero yo no estaba segura de querer saberlo. La Barbie es una de esas modas cuya popularidad te hace perder toda fe en la especie humana.
Gina salió del dormitorio.
—Es para ti —dijo, mirándome calculadora—. Puedes usarlo en el dormitorio.
Solté la Barbie Novia Romántica y me levanté.
—¡Es mi cumpleaños! —chilló Brittany.
—Vaya, Peyton —dijo la madre de Peyton—, qué cosa tan creativa has hecho con tu yogur congelado.
Gina corrió a la cocina, y yo entré en el dormitorio.
Estaba decorado con violetas, con un teléfono inalámbrico púrpura. Lo cogí.
—¿Qué tal? —dijo Billy Ray—. Adivina desde dónde te llamo.
—¿Cómo has sabido que estaba aquí?
—He llamado a HiTek y tu ayudante me lo ha dicho.
—¿Flip te ha dado el número? ¿Correctamente?
—No sé cómo se llamaba. Voz ronca. Tosía mucho.
Shirl. Debía de estar metiendo algunos de los datos de Alicia en mi ordenador.
—Bien, escucha, voy camino a las Rocosas ahora mismo y… espera. Paso por un túnel. Te llamaré en cuanto termine de atravesarlo.
Hubo un zumbido, y un chasquido.
Colgué el teléfono y me quedé allí sentada, sobre la cama violeta de Gina, preguntándome cómo llegaba a atender el rancho Billy Ray cuando nunca estaba allí. También reflexioné sobre el atractivo de la Barbie.
Parte de su éxito se debe a que se ha suscrito a otras modas a lo largo de los años. A mediados de los sesenta, Barbie llevaba el pelo liso y ropa de Carnaby Street, en los sesenta ropa del baúl de la abuela, en los ochenta leotardos y calentadores.
Hoy en día hay Barbies astronautas y Barbies ejecutivas, e incluso una doctora, aunque es difícil imaginar a la muñeca superando el instituto, no digamos ya la facultad de medicina.
Al parecer Billy Ray se había olvidado de mí, y lo mismo había hecho la madre de Peyton. Abrió la puerta, dijo: «… y quiero que permanezcas expulsada hasta que decidas relacionarte con tus semejantes», y empujó al interior a una Peyton cubierta de yogur.
Ninguna de las dos me vio, sobre todo Peyton, que se lanzó contra la puerta, la cara colorada y sollozando, y luego, cuando quedó claro que no iba a funcionar, se tumbó a cuatro patas junto a la cama y sacó una libreta y ceras de colores.
Se sentó cruzada de piernas en mitad del suelo, abrió la caja de las ceras, seleccionó una rosa, y empezó a dibujar. —Hola —dije, y me alegró ver que daba un salto de un palmo—. ¿Qué estás haciendo?
—No se puede hablar cuando estás expulsada —contestó ella.
«Tampoco puedes colorear», pensé, deseando que Billy Ray recordara que debía volver a llamarme.
Ella escogió una cera verde y se inclinó sobre la libreta, dibujando ansiosamente. Trasladé el teléfono al otro lado de la cama para poder ver el dibujo.
—¿Qué estás dibujando? ¿Una mariposa?
Ella puso los ojos en blanco.
—No-o-o. Es una historia.
—¿Una historia? —pregunté yo, ladeando la cabeza para verlo mejor—. ¿Sobre qué?
—Sobre Barbie —suspiró, clavadita a Flip, y escogió una cera azul claro.
«¿Por qué sólo las cosas horribles se convierten en moda? —pensé—. Poner los ojos en blanco, las Barbies y el pudín de pan. ¿Por qué nunca la tarta de chocolate y queso o pensar por ti misma?»
Miré con más atención el dibujo. Parecía más un diagrama de Mandelbrot que una historia. Era una especie de mapa, o tal vez un diagrama, con muchas líneas de diminutas estrellas lavanda y símbolos rosa en zigzag que se cruzaban por todo el papel. Obviamente, Peyton había trabajado en el tema durante bastantes expulsiones.
—¿Qué es esto? —dije, señalando una fila de zigzags púrpura.
—Mira —contestó ella, colocando la libreta y los lápices de cera sobre mi regazo—. Barbie fue a su casa de la playa de Malibú —trazó una línea de olitas azules sobre los zigzags—. Está muy lejos. Tuvieron que ir en su Jaguar.
—¿Y es esta línea? —le pregunté, señalando las olitas azules.
—No-o-o —contestó ella, irritada con tantas interrupciones—. Eso representa lo que llevaba puesto. Verás, cuando va a su casa de la playa de Malibú se pone el sombrero azul. Así que todos fueron a la casa de Malibú —dijo, haciendo caminar su lápiz sobre el papel como si fuera una muñeca—, y Barbie dijo «Vamos a nadar», y yo dije «Vale, vamos», y…
Hubo una pausa mientras Peyton buscaba una cera naranja.
—Y Barbie dijo, «¡Vamos!», y nos fuimos a nadar —y empezó a dibujar una fila de rápidos zigzags laterales.
—¿Eso es su bañador?
—No-o-o. Ésa es Barbie.
«¿Barbie? —pensé, preguntándome por el simbolismo de los zigzags—. Por supuesto. Los zapatos de tacón de Barbie.»
—Así que al día siguiente —dijo Peyton, seleccionando un amarillo anaranjado, y dibujó unos soles con puntas—, Barbie dijo, «Vamos de compras», y yo dije, «Vale, vamos», y ella dijo, «Vamos a montar en nuestras motos», y yo dije…
Billy Ray salió del túnel, y yo descolgué el teléfono casi antes de que sonara.
—¿Así que vas camino de Denver? —pregunté.
—No. En dirección contraria. Hacia Durango. Conferencia sobre teleconferencias. Estaba pensando en ti y pensé en llamarte. ¿Alguna vez te da por querer hacer algo aparte de lo que estás haciendo?
—Sí —dije fervientemente, leyendo los nombres de las barritas de cera que Peyton había descartado. Litorina. Verde gritón. Azul cerúleo.
—… así que Barbie dijo, «Hola, Ken», y Ken dijo, «Hola, Barbie, ¿quieres salir conmigo?» —dijo Peyton, muy ocupada dibujando rayas.
—Yo también —dijo Billy Ray—. He estado pensando, ¿es esto lo que realmente quiero?
—¿No salió lo de las ovejas?
—¿Las Targhees? No, van bien. Es todo esto del rancho. Es tan solitario.
«A pesar del fax e Internet y el teléfono móvil», pensé.
—… así que Barbie dijo, «No quiero estar expulsada» —dijo Peyton, empuñando un lápiz negro—. «Muy bien —dijo la madre de Barbie—, no tienes por qué».
—¿Tienes alguna vez la sensación… —dijo Billy Ray— de… no sé cómo llamarlo…?
«Yo sí —pensé—. Escozor.» ¿Y eso significa que esta sensación incómoda de insatisfacción es también una especie de moda, como los tatuajes y las violetas? Y si era así, ¿cómo empezaba?
Me enderecé en la cama.
—¿Cuándo empezaste exactamente a tener esa sensación? —le pregunté, pero el teléfono móvil empezó a emitir un desagradable zumbido.
—Otro túnel —contestó Billy Ray—. Ya hablaremos un poco más cuando vuelva. Hay algo que quiero… —y el teléfono se apagó.
La madre de Lindsay había comentado sentirse impaciente, y también Flip, aquel día en la cafetería, y yo había deseado vagamente salir con Billy Ray. ¿Le había transmitido la sensación, como una especie de virus, y era así como se transmitían las modas, por infección?
—Tu turno —dijo Peyton, tendiéndome una cera rojo fosforescente. Rojo radical.
—Muy bien —contesté, aceptándola—. Así que Barbie decidió ir a… —dibujé una raya de tacones rojo radical sobre las olitas azules—… al peluquero. «Quiero que me corte el pelo», le dijo al peluquero —empecé una raya de tijeras color aguamarina—. Y el peluquero dijo, «¿Por qué?». Y Barbie dijo, «Porque todo el mundo lo hace». Así que el peluquero le cortó el pelo a Barbie y…
—No-o-o —dijo Peyton, quitándome el color aguamarina y tendiéndome el limón láser— Ésa es la Barbie Rizado Mágico.
—Oh —dije yo—. Muy bien. Así que el peluquero dijo, «Pero alguien tuvo que hacerlo primero, y no pudieron hacerlo porque todo el mundo lo hacía, así que por qué…». Se oyó un ruido en la puerta, y Peyton me quitó de la mano el limón láser, cerró el cuaderno, lo metió todo debajo de la cama con sorprendente velocidad, y ya estaba sentada en el borde con las manos cruzadas sobre el regazo cuando su madre terminó de abrir la puerta.
—Peyton, estamos viendo un vídeo. ¿Qui…? —dijo, y se detuvo al verme—. No le hablaste a Peyton mientras estaba expulsada, ¿verdad?
—Ni una palabra.
Se volvió hacia Peyton.
—¿Crees que ahora puedes tener una conducta positiva con tus semejantes?
Peyton asintió sabiamente y salió de la habitación, seguida por su madre. Yo volví a colocar el teléfono sobre la mesita de noche y me dispuse a seguirlas, y entonces me detuve, saqué la libreta de su escondite y volví a mirarla.
Era un mapa, a pesar de lo que hubiera dicho Peyton. Una combinación de mapa, diagrama y dibujo, que reunía una sorprendente cantidad de información en una sola página: localización, tiempo transcurrido, trajes llevados. Una sorprendente cantidad de datos.
Y las líneas se cortaban de una forma también sorprendente, cruzándose y volviéndose a cruzar para crear complicadas intersecciones, el rojo radical cambiando al lavanda y naranja en superposición. Barbie sólo montaba en su moto en la mitad inferior del dibujo, y había un denso nudo de estrellas en una esquina. ¿Una anomalía estadística?
Me pregunté si un diagrama-mapa-historia como aquél daría resultado con mis datos de los años veinte. Había probado con mapas y esquemas estadísticos y modelos informáticos, pero nunca con las tres cosas juntas, coloreadas en códigos de fechas, vectores e incidencias. Si lo ponía todo junto, ¿qué clase de pautas surgirían?
Sonó un alarido en el salón.
—¡Es mi cumpleaños! —gimió Brittany.
Volví a guardar la libreta bajo la cama.
—Vaya, Peyton —dijo la madre de Lindsay—. Qué forma tan creativa tienes de demostrar tu necesidad de atención.
PIROGRABADO (1900–1905)
Técnica artesanal que fue de moda para grabar a fuego dibujos sobre madera o cuero con un hierro candente. Flores, pájaros, caballos y caballeros con armadura se marcaban en alfileteros, bandejas, cajas de lápices, de guantes, de cartas, de pipas, y otros artículos igualmente inservibles. Pasó porque requería un grado de habiliad demasiado alto. Todos los caballos parecían vacas.
El jueves el tiempo empeoró. Chispeaba nieve cuando llegué al trabajo, y a la hora del almuerzo era ya una tormenta en toda regla. Flip había conseguido estropear las dos fotocopiadoras, así que reuní todos mis recortes sobre las sentadas para copiarlos en Kinko's, pero cuando me dirigía al coche decidí que podían esperar, y corrí de vuelta al edificio, la cabeza agachada contra la nieve. Prácticamente, choqué con Shirl.
Estaba acurrucada junto a una furgoneta, fumando un cigarrillo.
Tenía un guante marrón en la mano con la que no sujetaba el cigarrillo, el cuello del abrigo vuelto, una bufanda alrededor de la barbilla, y estaba tiritando.
—¡Shirl! —grité contra el viento—. ¿Qué está haciendo aquí fuera?
Ella pescó torpemente un trozo de papel del bolsillo de su chaqueta y me lo tendió con su mano enguantada. Era un memorándum que declaraba todo el edificio libre de humo.
—Flip —dije, sacudiendo el memorándum ya húmedo—. Ella está detrás de esto —arrugué el papel y lo tiré al suelo—. ¿No tiene usted coche?
Ella sacudió la cabeza, tiritando.
—Me traen al trabajo.
—Puede sentarse en el mío —dije, y entonces se me ocurrió un sitio mejor—. Venga —la cogí del brazo—. Conozco un sitio donde puede fumar.
—Todo el edificio ha sido declarado prohibido para los fumadores —dijo ella, resistiéndose.
—Ese sitio no está en el edificio.
Apagó el cigarrillo.
—Es usted muy amable con una vieja —dijo, y las dos corrimos hacia el edificio a través de la nieve.
Nos detuvimos tras la puerta para sacudirnos la nieve y quitarnos los sombreros. Su cara correosa estaba colorada de frío.
—No tiene que hacer esto —dijo, desliando lentamente su bufanda.
—Cuando una se pasa tanto tiempo como yo estudiando las modas, desarrollas una clara antipatía hacia ellas —contesté—. Sobre todo hacia las modas de aversión. Sacan a relucir lo peor de la gente. Y esto es el principio. Luego podría ser la tarta de queso y chocolate. O la lectura. Vamos. La guié pasillo abajo.
—El sitio no será cálido, pero no habrá viento, y no quedará cubierta de nieve, al menos. Y esta moda antitabaco habrá pasado para la primavera. Está llegando a la etapa extrema en que inevitablemente produce una sacudida.
—La prohibición duró trece años.
—La ley. La moda no. La fiebre de McCarthy sólo duró cuatro —empecé a bajar las escaleras hacia Biología.
—¿Dónde está exactamente ese sitio? —preguntó Shirl.
—Es el laboratorio del doctor O'Reilly. Tiene detrás un porche con alero.
—¿Y seguro que no le importará?
—Seguro. Nunca presta atención a lo que piensa la gente.
—Debe de ser un joven extraordinario —dijo Shirl, y yo pensé, «desde luego que sí».
No encajaba en ninguna de las pautas habituales. No era un rebelde que se negara a seguir las modas para asegurar su individualismo. La rebelión también puede ser una moda, como ocurrió con los Ángeles del Infierno y los símbolos de la paz. Y sin embargo tampoco era tan olvidado. Era gracioso, inteligente y observador.
Traté de explicárselo a Shirl mientras bajábamos las escaleras camino de Biología.
—No es que no le importe lo que piensa la gente. Es que no ve qué tiene eso que ver con él.
—Mi profesor de física solía decir que Diógenes no tendría que haber perdido el tiempo buscando a un hombre honrado —dijo Shirl—. Tendría que haber buscado a alguno que tuviera criterio propio.
Llegamos al pasillo de Biología, y de repente se me ocurrió que quizás Alicia estuviera en el laboratorio.
—Espere aquí un segundo —le dije a Shirl, y me asomé a la puerta—. ¿Bennett?
Él estaba agazapado tras su mesa, prácticamente oculto por los papeles.
—¿Puede fumar Shirl aquí en el porche?
—Claro —dijo él, sin levantar la cabeza.
Salí y volví con Shirl.
—Puede fumar aquí si quiere —dijo Bennett cuando entramos.
—No, no puede. HiTek ha declarado todo el edificio libre de tabaco. Le dije que podría fumar fuera, en el porche.
—Claro —él se puso en pie—. Siéntase libre de bajar cuando quiera. Siempre estoy aquí.
—¿Sí? —dijo Shirl—. ¿Trabaja en su proyecto incluso durante el almuerzo?
Le dijo que no tenía ningún proyecto en el que trabajar y que tenía que esperar a que aprobaran su subvención antes de poder obtener sus macacos, pero yo no le prestaba atención. Estaba mirando lo que llevaba puesto.
Flip tenía razón respecto a Bennett. Llevaba una camisa blanca y una corbata azul Cerenkhov.
—¿Decidió Alicia que la teoría del caos era el proyecto óptimo para ganar la beca Niebnitz? —dije, y no pude evitar que mi voz sonara agria.
—No —contestó él, mirándome con el ceño fruncido—. Cuando habló el otro día de las variables, me dio una idea de por qué mi promedio de predicción no mejoraba. Así que repasé los datos. —¿Y sirvió de algo?
—No —dijo él, con aspecto abstraído, como cuando Alicia charlaba—. Cuanto más trabajo en el tema, más me parece que Verhoest tenía razón y hay una fuerza externa actuando sobre el sistema. Se volvió hacia Shirl.
—Probablemente no le interesará esto. Venga, déjeme mostrarle dónde está el porche —la acompañó a través de la sala hasta la puerta trasera—. Cuando lleguen mis macacos, tendrá que dar la vuelta.
Abrió la puerta y por ella entró viento y nieve.
—¿Seguro que no quiere fumar aquí dentro? Podría quedarse en la puerta. Déjela abierta al menos, para tener un poco de calor.
—Nací en Montana —respondió ella, cubriéndose el cuello con la bufanda mientras salía—. Esto es una suave brisa de verano —pero advertí que dejaba la puerta abierta.
Bennett volvió a entrar, frotándose los brazos.
—Uf, sí que hace frío ahí fuera. ¿Qué le pasa a la gente? Enviar a una señora mayor a la nieve en nombre de la rectitud moral. Supongo que Flip anda detrás de esto.
—Flip anda detrás de todo. —Miré el suelo cubierto de basura—. Supongo que será mejor que te deje volver al trabajo. Gracias por dejar a Shirl fumar aquí.
—No, espera. Había un par de cosas que quería preguntarte sobre el impreso de solicitud de fondos. —Rebuscó en su mesa hasta que encontró el papel. Lo hojeó—. Página cincuenta y uno, sección ocho. ¿Qué significa Método de Dispersión de Documentación?
—Se supone que tienes que poner KLA-Aumentado.
—¿Y eso qué significa?
—Ni idea. Es lo que Gina me dijo que pusiera.
Lo escribió a lápiz, sacudiendo la cabeza.
—Estos impresos de fondos van a ser mi perdición. Podría haber terminado el proyecto en el tiempo que se tarda en rellenar este formulario. HiTek quiere que ganemos la beca Niebnitz, que consigamos logros científicos. Pero dime un sólo científico que consiguiera un logro significativo mientras rellenaba un impreso. O asistía a una reunión.
—Mendeléiev —dijo Shirl.
Los dos nos volvimos. Shirl estaba junto a la puerta, sacudiéndose la nieve del sombrero.
—Mendeléiev iba de camino a una conferencia sobre la fabricación de queso cuando resolvió el problema de la tabla periódica —dijo.
—Es verdad, sí —dijo Bennett—. Se subió al tren y la solución se le ocurrió de golpe.
—Como a Poincaré —apunté yo—. Sólo que él se subió al autobús.
—Y descubrió las funciones fuchsianas —dijo Bennett.
—Kekulé también iba en autobús cuando descubrió el anillo del benceno —dijo Shirl, reflexiva.
—Cierto —contesté yo, sorprendida—. ¿Cómo sabe tanto de ciencia, Shirl?
—Tengo que hacer copias de tantos informes científicos, que pensé que bien podía leerlos. ¿No miraba Einstein el reloj del pueblo desde el autobús mientras trabajaba en la relatividad?
—Un autobús —dije—. Puede que eso sea lo que tú y yo necesitamos, Bennett. Cogemos un autobús que nos lleve a alguna parte y de pronto todo está claro… tú sabes qué va mal con tus datos sobre el caos y yo sé cuál fue el origen del pelo corto.
—Eso parece una gran idea. Vamos a…
—Oh, bien, estás aquí, Bennett —dijo Alicia—. Tengo que hablar contigo sobre el perfil de la beca. Shirl, haga cinco copias de esto —dejó caer un fajo de papeles en los brazos de Shirl—. Cotejadas y grapadas. Y esta vez no las ponga sobre mi mesa. Póngalas en mi buzón. —Se volvió hacia Bennett—. Necesito que me ayudes a hallar factores adicionales relevantes.
—Transporte —dije yo, y me encaminé hacia la puerta—. Y queso.
PELO PLANCHADO (1965–1968)
Moda capilar inspirada por Joan Baez, Mary Travers y oirás cantantes folk. El aspecto lánguido del pelo, largo y liso, de la moda hippie, era más difícil de conseguir que el desaliño masculino generalizado. En los salones de belleza aplicaban tratamientos de alisado, pero el método preferido entre las adolescentes era colocar la cabeza sobre la tabla de planchar y aplastar los rizos con la plancha. El planchado, que se hacía pocos centímetros cada vez, corría a cargo de una amiga (con la esperanza de que supiera lo que estaba haciendo), y las universitarias hacían cola en los colegios mayores a la espera de turno.
Durante los días siguientes no pasó gran cosa. Los impresos simplificados de solicitud de fondos tenían que estar entregados el veintitrés, y, después de dedicar otro fin de semana a rellenarlos, le di el mío a Flip y luego me lo pensé mejor y lo recuperé y lo entregué en persona.
El tiempo volvió a mejorar. Elaine trató de convencerme para que la acompañara a hacer rafting por los rápidos para aliviar el estrés; Sara me contó que su novio, Ted, sentía aversión por los compromisos; Gina me preguntó si sabía dónde encontrar la Barbie Novia Romántica para Bethany (había decidido que quería una igual que Brittany y su cumpleaños era en noviembre); y yo recibí tres notificaciones de retraso en la devolución de las Obras completas de Browning.
Entretanto, terminé de introducir todos mis datos sobre el Rey Tut y el black bottom y empecé a dibujar una Barbie.
No tenía una caja de sesenta y cuatro barritas de cera, pero había un programa cromático en el ordenador. Lo cargué, junto con mis programas estadísticos y de ecuaciones diferenciales, y empecé a codificar las correlaciones y a trazarlas.
Pinté la longitud de faldas en azul cerúleo, las ventas de cigarrillos en gris, el color lavanda fue para Isadora Duncan y el amarillo para las temperaturas de más de cuarenta grados. Blanco para Irene Castle, rojo radical para las referencias al carmín, marrón para Bemice se corta el pelo.
Flip entraba periódicamente para tenderme solicitudes y hacerme preguntas como:
—Si tuviera un hada madrina, ¿cómo sería?
—Una viejecita —dije, pensando en Sapos y diamantes—, o un pájaro, o algo feo, como un sapo. Las hadas madrinas se disfrazan para saber si mereces ayuda cuando eres amable con ellas. ¿Para qué necesitas una? Ella puso los ojos en blanco.
—No está permitido hacer preguntas personales a los contactos de comunicaciones interdepartamentales. Si van disfrazadas, ¿cómo sabes que hay que ser amable con ellas?
—Se supone que tienes que ser amable en general —dije, y advertí que no tenía sentido—. ¿Para qué es la solicitud?
—Para que HiTek nos conceda un seguro dental, por supuesto.
Por supuesto.
—No creerá que es mi ayudante, ¿verdad? —dijo Flip—. Es una mujer mayor. Le devolví la solicitud. —Dudo mucho que Shirl sea tu hada madrina disfrazada.
—Bien. Es imposible que yo sea amable con alguien que fuma.
No vi a Bennett, que estaba ocupado preparándose para la llegada de sus macacos, ni a Shirl, que estaba haciendo todo el trabajo de Flip, pero sí vi a Alicia. Se acercó al laboratorio, vestida de rosa pomo, y me pidió prestado el ordenador.
—Flip está utilizando el mío —dijo, molesta—, y cuando le dije que se largara, se negó. ¿Has conocido alguna vez a alguien tan maleducado?
Esa pregunta era de difícil respuesta.
—¿Cómo te va la búsqueda de la Piedra Filosofal?
—He eliminado definitivamente la predisposición circunstancial como criterio —dijo ella, quitando mis datos de encima de la mesa—. Sólo dos receptores de la beca Niebnitz han conseguido un logro científico significativo tras obtener la beca. Y he estrechado el acercamiento al proyecto a un experimento diseñado de disciplinas cruzadas, pero aún no he determinado el perfil personal. Sigo evaluando las variables.
Sacó mi disco e introdujo el suyo.
—¿Has tenido en cuenta las enfermedades? —dije.
Ella pareció molesta.
—¿Las enfermedades?
—Han jugado un papel importantísimo en los logros científicos. Las paperas de Einstein, los problemas de pulmón de Mendeléiev, la hipocondría de Darwin. La peste bubónica. Cerraron Cambridge por su causa, y Newton tuvo que volver a casa, al huerto de manzanos.
—No veo…
—¿Y en sus habilidades como tiradores?
—Si estás tratando de hacerte la graciosa…
—La habilidad de Fleming para disparar con rifle fue lo que hizo que St. Mary's quisiera que se quedara después de graduarse como cirujano. Le necesitaban para el equipo de tiro del hospital y, como no había plaza en cirugía, le ofrecieron trabajo en microbiología.
—¿Y qué tiene exactamente que ver Fleming con la beca Niebnitz?
—Tenía predisposición a logros científicos significativos. ¿Qué hay de los hábitos de ejercicio? James Watt resolvió el problema del motor de vapor mientras daba un paseo, y William Rowan Hamilton…
Alicia recogió sus papeles y sacó el disco.
—Usaré otro ordenador —dijo—. Puede que te interese saber que, estadísticamente, la investigación sobre las modas no tiene absolutamente ninguna posibilidad.
Sí, bueno, lo sabía. Sobre todo tal como iba ahora mismo. No sólo mi diagrama no parecía ni la mitad de bueno que el de Peyton, sino que no había aparecido en él el perfil de ninguna mariposa. Excepto lo de Marydale, Ohio, que seguía allí, reforzado además por los calcetines remangados y los datos sobre los crucigramas.
Pero no había nada que hacer sino seguir chapoteando entre los afluentes infestados de cocodrilos y moscas tsetse. Calculé intervalos de predicción sobre el hipnotismo de Coué y los crucigramas, y luego empecé a introducir los datos sobre los peinados relacionados.
No pude encontrar los recortes sobre las ondas de agua. Se los había dado a Flip hacía casi una semana, junto con los datos sobre los ángeles y los anuncios de contactos. Y no había vuelto a saber de ellos desde entonces.
Rebusqué entre los montones, junto al ordenador, por si casualmente los había traído y los había dejado caer por alguna parte, y luego busqué a Flip en Suministros; allí estaba, cogiéndole a Desiderata largos mechones de pelo para hacerle trenzas de hilo.
—El otro día te di unas cuantas cosas para que las fotocopiaras —le dije a Flip—. Eran artículos sobre ángeles y un puñado de recortes sobre el pelo. ¿Qué has hecho con ellos?
Flip puso los ojos en blanco.
—¿Cómo voy a saberlo?
—Porque te los di para que los fotocopiaras. Porque los necesito, y no están en mi laboratorio. Había unos recortes sobre las ondas de agua —insistí—. ¿Recuerdas? ¿El corte de pelo ondulado que te gustaba?
Hice una serie de movimientos ondulatorios sobre mi pelo, esperando que lo recordase, pero ella estaba envolviendo las guedejas de Desiderata con papel adhesivo.
—Había también una página de anuncios de contactos.
Eso le sonó a algo. Desiderata y ella intercambiaron una mirada.
—¿Ahora me está acusando de robar?
—¿Robar? —dije, aturdida.
¿Artículos sobre ángeles y recortes sobre las ondas de agua?
—Son públicos, ya sabe. Cualquiera puede escribir.
No tenía ni idea de lo que me estaba diciendo. ¿Públicos?
—Sólo porque lo haya marcado con un círculo no significa que sea suyo. —Dio un tirón al pelo de Desiderata, que soltó un alarido—. Además, ya tiene a ese tipo del rodeo.
Los anuncios personales, pensé, viendo la luz. Estábamos hablando de los anuncios personales. Lo que explicaba que me hubiera preguntado por el significado de elegante y sofisticada.
—¿Respondiste a uno de los anuncios?
—Como si no lo supiera. Como si Darrell y usted no se estuvieran riendo juntos —dijo ella, y cogió el rollo de cinta adhesiva y salió corriendo de la habitación.
Miré a Desiderata, que estaba recogiendo un extremo de cinta de su mechón.
—¿De qué estaba hablando? —pregunté.
—Él vive en Valmont.
—¿Y? —dije, deseando comprender al menos lo que me decían.
—Flip vive al sur de Baseline.
Todavía nada.
Desiderata suspiró.
—¿No lo comprende? Ella es geográficamente incompatible.
«También lleva una i en la frente —pensé—, cosa que alguien que busca gente elegante y sofisticada debe haber encontrado chocante.»
—¿Se llama Darrell? —pregunté.
Desiderata asintió, tratando de envolver el extremo de cinta en su pelo.
—Es dentista.
—Creo que es totalmente suarb, pero a Flip le gusta de veras.
Era difícil imaginar a Flip apreciando a alguien, y nos estábamos desviando del tema principal. Había cogido los anuncios de contactos, ¿y qué había hecho con el resto de los artículos?
—No sabrás dónde puede haber puesto mis recortes sobre las ondas de agua, ¿no?
—Cielos, no —dijo Desiderata—. ¿Ha mirado en su laboratorio?
Decidí dejarlo y bajé a la sala de fotocopias para tratar de encontrarlos yo sola. Al parecer, Flip nunca copiaba nada. Había enormes montañas a ambos lados de la fotocopiadora, encima de la tapa, y en todas las superficies planas de la habitación, además de dos montones en el suelo que llegaban hasta la cintura, dispuestos en capas como formaciones rocosas sedimentarías.
Me senté en el suelo y empecé a buscar: memorándums, informes, un centenar de copias sobre un ejercicio de sensibilidad que empezaba con «Listar cinco cosas que os gusten de HiTek», una carta que ponía URGENTE fechada el 8 de julio de 1988.
Encontré algunas notas que había tomado sobre las piedras amuleto y el recibo de la nómina de alguien, pero nada sobre las ondas de agua. Lo recogí todo y empecé por el siguiente montón.
—Sandy —dijo una voz de hombre desde la puerta.
Alcé la cabeza. Bennett se encontraba allí. Evidentemente, algo iba mal. Llevaba el pelo arenoso revuelto y tenía la cara pecosa macilenta.
—¿Qué ocurre? —pregunté, poniéndome en pie.
Él señaló, un poco aturdido, al fajo de papeles que sostenía en la mano.
—No encontrarías ahí mi solicitud de concesión de fondos, ¿verdad?
—¿Tu solicitud de concesión de fondos? —dije, asombrada—. Tedrías que haberla entregado el lunes.
—Lo sé —dijo él, pasándose la mano por el pelo—. La entregué. Se la di a Flip.
4
RÁPIDOS
Supongo que Dios podría haber creado un animal más tonto que la oveja, pero está muy claro que nunca lo hizo…
JITTERBUG (1938–1945)
Baile de moda durante la Segunda Guerra Mundial, que implicaba curiosos pasos y gestos atléticos. Bailando al son de las grandes orquestas de swing, los Jitterbuggers pasaban a su pareja por encima del hombro, bajo las piernas, y la lanzaban al aire. Los soldados llevaron el baile a ultramar, dondequiera que los destinaran. Fue sustituido por el cha-cha-cha.
Las catástrofes pueden conducir a veces a logros científicos. Un cultivo contaminado y una persona casi ahogada pueden llevar al descubrimiento de la penicilina, las placas fotográficas estropeadas al de los rayos X. Vean a Mendeléiev.
Su vida fue una sucesión de catástrofes: vivió en Siberia, su padre se quedó ciego y la fábrica de vidrio donde su madre empezó a trabajar tras la muerte de su padre se quemó hasta los cimientos. Pero ese incendio la obligó a trasladarse a San Petersburgo, donde Mendeléiev estudió con Bunsen y, con el tiempo, llegó a elaborar el sistema periódico de los elementos.
O vean si no a James Christy. Tuvo que enfrentarse a una catástrofe menor: una máquina Star Sean rota. Acababa de sacar una foto de Plutón y estaba a punto de tirarla por causa de un bulto raro en el borde del planeta cuando la Star Sean (construida obviamente por la misma compañía de las fotocopiadoras de HiTek) se estropeó.
En vez de tirar la foto al momento, Christy tuvo que llamar al reparador, que le pidió que esperara por si necesitaba ayuda. Christy se quedó por allí un rato y entonces echó otra mirada más atenta al bulto y decidió comprobar algunas de las fotografías anteriores. La primera que encontró estaba marcada «Imagen de Plutón. Alargada. Placa mala. Rechazada». La comparó con la que tenía en la mano. Las placas parecían iguales, y Christy se dio cuenta de que estaba mirando, no una foto estropeada, sino una luna de Plutón.
Pero en general, las catástrofes son sólo catástrofes. Como ésta.
A Dirección sólo le preocupa una cosa. El papeleo. Olvidarán casi todo lo demás (gastos desorbitados, incompetencia absoluta, denuncias criminales) mientras los impresos se rellenen adecuadamente. Y a tiempo.
—¿Le entregaste tu solicitud de concesión de fondos a Flip?—dije, y lo lamenté al instante.
Él se puso aún más pálido.
—Lo sé. Estúpido, ¿eh?
—Tus monos.
—Mis ex monos. No les enseñaré el hula-hoop. —Se acercó al montón que yo acababa de revisar y empezó a buscar.
—Ya los he repasado —dije—. No está ahí. ¿Le dijiste a Dirección que Flip lo perdió?
—Sí —contestó él, recogiendo los papeles de encima de la fotocopiadora—. Dirección dice que Flip entregó todas las solicitudes que le entregó la gente.
—¿Y la creyeron? —dije. Bueno, por supuesto que la creyeron. Lo hicieron cuando les dijo que necesitaba una ayudante—. ¿Falta el impreso de alguien más?
—No —contestó él, sombrío—. De las tres personas que fueron lo suficientemente estúpidas para entregarle a Flip sus impresos, soy la única cuyo impreso se ha perdido.
—Tal vez…
—Ya les he preguntado. No puedo rehacerlo y entregarlo fuera de plazo —soltó el montón, lo volvió a coger, y empezó de nuevo.
—Mira —dije, cogiéndoselo—. Seamos sistemáticos. Tú encárgate de esos montones —lo añadí al fajo que ya había repasado—. Lo que ya hemos mirado, a este lado de la habitación —le tendí uno de los montones que nos esperaban—. Lo que no, a este otro. ¿Vale?
—Vale —dijo él, y me pareció que recuperaba un poco de color. Se puso a trabajar en el montón.
Yo empecé por la papelera de reciclado, donde alguien (muy probablemente Flip) había tirado una lata medio llena de Coca-Cola. Saqué un puñado pegajoso de papeles, me senté en el suelo y empecé a separarlos. No estaba en el primer montón. Me agaché hacia la papelera y cogí un segundo, esperando que la Coca-Cola no hubiera llegado hasta el fondo. Lo había hecho.
—Sabía que no tenía que dárselo a Flip —dijo Bennett, empezando con otro montón—, pero estaba trabajando en los datos de mi teoría del caos, y me dijo que tenía que llevarlos a Dirección.
—Lo encontraremos —dije, sacando una página pringada de Coca-Cola del montón. A la mitad del trabajo, solté un grito.
—¿Lo encontraste? —preguntó él, esperanzado.
—No. Lo siento —le mostré las páginas pegajosas—. Son las notas sobre las ondas de agua que estaba buscando. Se las di a Flip para que las fotocopiara.
El color le desapareció por completo de la cara, con pecas y todo.
—Tiró la solicitud —dijo.
—No, no lo hizo —contesté, tratando de no pensar en todos aquellos recortes arrugados que había en mi papelera el día que conocí a Bennett—. Está por aquí, en alguna parte.
No estaba. Terminamos con los montones y los repasamos, aunque estaba claro que el impreso no andaba por allí.
—¿Podría haberlo dejado en tu laboratorio? —dije cuando llegué al fondo del último montón—. Tal vez nunca salió de allí con él.
Bennett sacudió la cabeza.
—Ya he buscado por todas partes. Dos veces —dijo, rebuscando en la papelera—. ¿Y en tu laboratorio? Te entregó el paquete. Tal vez…
Odié tener que decepcionarlo.
—Acabo de registrarlo. Buscando esto —agité mis recortes sobre las ondas de agua—. Pero podría estar en otro laboratorio. —Me levanté, envarada—. ¿Qué hay de Flip? ¿Le preguntaste qué hizo con él? ¿En qué estoy pensando? Estamos hablando de Flip. Él asintió.
—Dijo: «¿Qué impreso de solicitud?»
—Muy bien. Necesitamos un plan de ataque. Tú encárgate de la cafetería, yo del vestíbulo de personal.
—¿La cafetería?
—Sí, ya conoces a Flip. Probablemente lo entregó mal. Como aquel paquetead día que te conocí.
Y sentí que allí había una pista, algo significativo; no una explicación de dónde podría estar su impreso, sino de otra cosa. ¿De la causa del pelo corto? No, no era eso. Me quedé allí de pie, tratando de retener la sensación.
—¿Qué pasa? —preguntó Bennett—. ¿Crees que sabes dónde está?
La sensación se esfumó.
—No. Lo siento. Estaba pensando en otra cosa. Me reuniré contigo en la papelera de reciclaje de Química. No te preocupes. Lo encontraremos —dije alegremente, pero no tenía muchas esperanzas de que así fuera. Conociendo a Flip, podía haberlo dejado en cualquier parte. HiTek era grande. Podía estar en el laboratorio de cualquiera. O en Suministros con Desiderata, la santa patrona de los objetos perdidos. O en el aparcamiento—. Quedamos en la papelera de reciclaje.
Me dirigía al vestíbulo de Personal cuando tuve una idea mejor. Fui a buscar a Shirl. Estaba en el laboratorio de Alicia, introduciendo datos de la beca Niebnitz en su ordenador.
—Flip perdió el impreso de solicitud de fondos del doctor O'Reilly —dije sin más preámbulos.
De algún modo, esperaba que ella dijera: «Sé dónde está»; pero no lo hizo. Dijo: «Oh, cielos.» Parecía verdaderamente preocupada.
—Si se marcha, eso… —se detuvo—. ¿Qué puedo hacer para ayudar?
—Busque por aquí. Bennett viene mucho, y en cualquier otro sitio donde se le ocurra que ella puede haberlo dejado.
—Pero el plazo de entrega ya ha terminado, ¿no?
—Sí —contesté, furiosa de que sacara a relucir lo que yo había estado tratando de ignorar: en Dirección, puntillosos como siempre con las fechas de entrega, se negarían a aceptarlo aunque lo encontráramos, manchado de Coca-Cola y mal entregado—. Estaré en el vestíbulo —dije, y fui a buscar en las taquillas.
No estaba allí, ni en el montón de antiguos memorándums de la mesa de personal, ni en el microondas. Ni en el laboratorio de Alicia.
—He buscado por todas partes —dijo Shirl, asomando la cabeza—. ¿Qué día se lo dio a Flip el doctor O'Reilly?
—No lo sé —contesté—. Había que entregarlo el lunes.
Ella sacudió la cabeza sombríamente.
—Eso es lo que me temía. Recogen la basura los martes y los jueves.
Lamenté haberla metido en aquello. Bajé a la papelera de reciclaje. Bennett estaba casi metido dentro, las piernas agitándose al aire. Salió con un puñado de papeles y el corazón de una manzana.
Cogí la mitad de los papeles y los repasamos. No había ningún impreso.
—Muy bien —dije, tratando de parecer animosa—. Si no está aquí, estará en uno de los laboratorios. ¿Por dónde empezamos? ¿Física o Química?
—No tiene sentido —dijo Bennett, cansado. Se hundió contra la papelera—. No está aquí, y yo tampoco duraré mucho.
—¿No hay ninguna forma de llevar adelante el proyecto sin fondos? Tienes el hábitat y el ordenador y las cámaras y todo. ¿No podías sustituirlos por ratas de laboratorio o algo así?
Él sacudió la cabeza…
—Son demasiado independientes. Necesito un animal con un fuerte instinto de manada.
«¿Qué tal El flautista de Hamelín}», pensé.
—E incluso las ratas de laboratorio cuestan dinero —dijo él.
—¿Y la perrera municipal? Probablemente allí tienen gatos. No, gatos no. Perros. La conducta de los perros es gregaria, y en la perrera hay montones de perros.
Parecía casi tan irritado como Flip.
—Creía que eras una experta en modas. ¿Nunca has oído hablar de los derechos de los animales?
—Pero no vas a hacer nada con ellos. Sólo vas a observarlos —contesté, pero tenía razón. Me había olvidado del movimiento en favor de los derechos de los animales. Nunca nos dejarían usar animales de la perrera—. ¿Y los otros proyectos de Biología? Tal vez podrían prestarte algunos de sus animales de laboratorio.
—El doctor Kelly está trabajando con nematodos, y el doctor Riez con gusanos.
«Y la doctora Turnbull con formas de ganar la beca Niebnitz», pensé.
—Además —dijo él—, aunque tuviera los animales, no podría darles de comer. No entregué mi impreso de solicitud de fondos a tiempo, ¿recuerdas? No importa —dijo al ver la expresión de mi cara—. Esto me dará la oportunidad de volver a la teoría del caos.
«Para la cual no hay ninguna subvención —pensé—, aunque entregues a tiempo los impresos.»
—Bueno —añadió él, incorporándose—. Será mejor que empiece a redactar mi currículum.
Me miró muy serio.
—Gracias de nuevo por ayudarme. Lo digo de veras.
Se encaminó pasillo abajo.
—No te rindas todavía —dije yo—. Pensaré en algo.
Esto lo decía alguien incapaz de descubrir a qué se debía la moda de los ángeles, y mucho menos la del pelo corto.
Él sacudió la cabeza.
—Nos enfrentamos a Flip en este asunto. Puede más que los dos juntos.
CARTAS EN CADENA (primavera de 1935)
Moda para ganar dinero que consistía en enviar un centavo al último nombre de una lista, añadir el tuyo debajo, y enviar cinco copias de la carta a tus amigos con la esperanza de que fueran tan crédulos como tú. Promovida por la avaricia y el desconocimiento de la estadística, la moda se inició en Denver, cuya oficina de correos se colapso con la llegada de casi cien mil cartas diarias. Duró tres semanas y luego pasó a Springfield, donde cadenas de un dólar y de cinco dólares circularon con frenesí durante dos semanas antes del inevitable colapso. Mutó para convertirse en el Círculo de Oro en 1978 —ahora las cartas se entregaban en mano— y en varios esquemas piramidales.
Lo vi marchar y luego regresé a mi laboratorio. Flip estaba usando mi ordenador.
—¿Cómo se deletrea adorable?
Me hizo falta recurrir a toda mi fuerza de voluntad para no sacudirla hasta que la i sonara.
—¿Qué has hecho con el impreso del doctor O'Reilly?
Ella agitó su conjunto de apéndices capilares.
—Le dije a Desiderata que se desquitaría conmigo por robarle su novio. Lo que no es justo. Ya tiene a ese tipo de las vacas.
—Ovejas —corregí automáticamente. Luego me la quedé mirando. Ovejas.
—Decir a un contacto de comunicaciones interdepartamentales a quién pueden escribir cartas es hostigamiento —dijo ella, pero no la escuché. Estaba marcando el número de Billy Ray.
—Chica, me alegro de oír tu voz —dijo Billy Ray—. He estado pensando mucho en ti últimamente.
—¿Podrías prestarme algunas ovejas? —dije, sin escucharle a él tampoco.
—Claro. ¿Para qué?
—Un experimento de aprendizaje.
—¿Cuántas necesitas?
—¿Cuántas hacen falta para que empiecen a comportarse como un rebaño?
—Tres. ¿Cuándo las quieres?
Era realmente un tipo muy agradable.
—Dentro de un par de semanas. No estoy segura. Tengo que comprobar algunas cosas primero. Como qué tamaño de rebaño podemos tener en el corral.
«Y necesito que Bennett esté de acuerdo. Y también Dirección.»
—Dibujar un círculo no convierte a nadie en propiedad de nadie —dijo Flip.
Volví corriendo a Biología. Bennett no estaba redactando su currículum. Estaba sentado en una roca en medio del hábitat, con aspecto deprimido.
—Ben, tengo una proposición que hacerte.
Él casi sonrió.
—Gracias, pero…
—Escucha, y no digas no hasta haberlo oído todo. Quiero que combinemos nuestros proyectos. No, espera, escúchame. Pedí dinero para un ordenador con más memoria, pero podría utilizar el tuyo. Flip usa siempre el mío, de todas formas. Y podríamos usar mis fondos para comprar la comida y los suministros.
—Eso sigue sin resolver el problema de los macacos. A menos que pidieras un ordenador carísimo.
—Tengo un amigo que es dueño de un rancho de ovejas en Wyoming.
—Sí, lo sé.
—Está dispuesto a prestarnos tantas ovejas como nos hagan falta, sin coste; sólo tenemos que alimentarlas. —Me pareció que estaba a punto de rehusar, así que me adelanté—: Sé que las ovejas no tienen la misma organización social que los macacos, pero sí un fuerte instinto gregario. Lo que hace una, lo quieren hacer todas. Y soportan el frío, pueden estar fuera.
Él me miraba muy serio a través de sus gruesas gafas.
—Sé que no es el proyecto que querías hacer, pero sería algo. Te mantendría en HiTek, y probablemente pasarán sólo unos meses hasta que a Dirección se le ocurra un nuevo acrónimo y un nuevo procedimiento para solicitar fondos, y podrás volver a pedir macacos.
—No sé nada de ovejas.
—Podemos dedicarnos a la investigación básica mientras esperamos a que se resuelva el papeleo.
—¿Y qué consigues tú con todo eso, Sandy? —dijo Ben—. A las ovejas las esquilan.
No podía decirle que pensaba que en su inmunidad a las modas estaba en parte la clave para hallar el origen de éstas.
—Un ordenador con el que pueda manejar los nuevos diagramas que se me han ocurrido —dije—. Y una perspectiva diferente. No voy a ninguna parte con mi proyecto sobre el pelo corto. Richard Feynman decía que si te atascas en un problema científico, debes trabajar en otra cosa durante un tiempo. Eso te da una perspectiva distinta del problema. Él se puso a tocar los bongos. Y un montón de científicos consiguen sus logros más significativos mientras trabajan fuera de su campo. Mira a Alfred Wegener, que descubrió la deriva continental. Era meteorólogo, no geólogo. Y a Joseph Black, que descubrió el dióxido de carbono; no era químico, sino médico. Einstein trabajaba en una oficina de patentes. Trabajar fuera de su campo permite a los científicos establecer conexiones que de otro modo se les habrían escapado.
—Ummm —dijo Ben—. Y desde luego hay una conexión entre las ovejas y la gente que sigue las modas.
—Cierto. ¿Quién sabe? Tal vez las ovejas inicien una moda.
—¿Las sentadas?
—Los crucigramas. Palabra de cinco letras para animal de laboratorio —le sonreí—: oveja. Y aunque no sea así, será un alivio trabajar con ellas. A excepción de Mary y su corderito, las ovejas nunca han estado de moda. ¿Qué te parece?
Ben sonrió tristemente.
—Creo que Dirección no lo aceptará nunca.
—¿Y si lo hiciera?
—Si lo hiciera, no se me ocurre nada mejor que trabajar contigo. Pero no querrá. Y aunque quisiera, harán falta meses para terminar el papeleo, y todavía más para que lo apruebe.
—Entonces eso nos daría a ambos una perspectiva diferente. Recuerda a Mendeléiev y la conferencia sobre el queso.
—¿Cómo sugieres que presentemos tu propuesta a Dirección?
—Déjame a mí eso. Ponte a adaptar el proyecto para trabajar con ovejas. Yo iré a hablar con una experta —dije, y me fui a ver a Gina.
Estaba escribiendo direcciones en invitaciones rosa vivo de Barbie.
—Sigo sin encontrar una Barbie Novia Romántica por ninguna parte. He llamado a cinco jugueterías diferentes.
Le dije lo que había pasado.
Ella sacudió tristemente la cabeza.
—Lástima. Siempre me gustó… aunque no tuviera sentido de la moda.
—Necesito tu ayuda —dije, y le conté lo de nuestros proyectos combinados.
—Así que él recibe tu dinero y las ovejas de Billy Ray. ¿Y qué sacas tú?
—Una victoria menor sobre Flip y las fuerzas del caos. No es justo que pierda su subvención sólo porque Flip sea una incompetente.
Ella me dirigió una mirada larga y considerada, y luego sacudió la cabeza.
—Dirección nunca lo aceptará. Primero, se trata de una investigación con animales, que siempre es controvertida. Dirección odia la controversia. Segundo, es algo innovador, lo que significa que Dirección lo odiará por principio.
—Pensaba que una de las piedras angulares de GRIS era la innovación.
—¿Bromeas? Si es nuevo, Dirección no tiene un impreso para ello, y a Dirección le encantan los impresos casi tanto como odia la controversia. Lo siento. Sé que te gusta —dijo. Y volvió a escribir direcciones.
—Si me ayudas, te encontraré una Barbie Romántica.
Ella alzó la cabeza.
—Tiene que ser la Barbie Novia Romántica. No la Barbie Novia Campestre ni la Barbie Fantasía Nupcial.
Asentí.
—¿Trato hecho?
—No puedo garantizar que Dirección lo acepte aunque te ayude —dijo ella, haciendo a un lado las invitaciones y tendiéndome una libreta y un lápiz—. Muy bien, cuéntame qué ibas a decirle a Dirección.
—Bueno, pensaba empezar explicando lo que sucedió con el impreso de fondos…
—Error. Sabrán inmediatamente qué pretendes. Diles que has estado trabajando en este proyecto desde la penúltima reunión, cuando dijeron lo importante que era la interacción y la intervención del personal. Usa palabras como «optimizar» y «sistemas pautales».
—Muy bien —dije, tomando notas. —Cuéntales cualquier logro obtenido por científicos que trabajaran en equipo. Crick y Watson, Penzias y Wilson, Gilbert y Sullivan… Levanté la cabeza.
—Gilbert y Sullivan no eran científicos. —Dirección no lo sabrá. Y puede que le suene el nombre. Necesitarás un resumen de dos páginas de los objetivos del proyecto. Pon todo lo que pienses que vaya a representar algún problema en la segunda página. No la leen nunca.
—¿Quieres decir un esbozo del proyecto? —pregunté, sin parar de escribir—. ¿Explicar el método experimental que vamos a usar y describir la conexión entre el análisis de tendencias y la investigación sobre difusión de información? —No —dijo ella, y se volvió hacia el ordenador—. No importa, yo lo escribiré por ti —empezó a teclear rápidamente—. Di que los proyectos de equipos integrados interdisciplinarios son lo último en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Di que los proyectos individuales están pasados de moda.
Pulsó IMPRIMIR y una hoja empezó a rodar. —Y presta atención al lenguaje corporal de Dirección. Si da golpecitos sobre la mesa con el dedo, es que tienes problemas.
Me tendió el resumen. Se parecía sospechosamente a sus cinco objetivos para todo, lo que significaba que posiblemente funcionaría.
—Y no lleves eso —señaló mi falda y mi bata—. Se supone que hay que vestir informal.
—Gracias. ¿Crees que lo conseguiré?
—¿Tratándose de una investigación con animales vivos? ¿Bromeas? La Barbie Novia Romántica es la que lleva la redecilla de rosas —dijo—. Oh, y Bethany la quiere con el pelo castaño.
MAH-JONG (1922–1924)
Juego norteamericano de moda inspirado en el antiguo juego chino de los tejos. Según lo jugaban los norteamericanos, era una especie de cruce entre el rummy y el dominó: se construían murallas y luego se derribaban, y se «capturaba la Luna desde el fondo del mar». Había gritos entusiastas de «¡Pung!» y «¡Chow!», y mucho castañeteo de piezas de marfil. Los jugadores se vestían con túnicas orientales (a veces, si no tenían claro el concepto de China, eran kimonos japoneses) y tomaban té. Aunque fue reemplazado por la locura de los crucigramas y el bridge, el mah-jong continuó siendo popular entre las matronas judías hasta los años sesenta.
No había incluido todas las variables. Era cierto que Dirección valora el papeleo más que nada, aparte de la beca Niebnitz.
Apenas había empezado mi discurso en el blanco despacho alfombrado de Dirección cuando sus ojos se iluminaron.
—¿Sería un proyecto interdisciplinar? —dijo.
—Sí. Análisis de tendencias combinado con vectores de aprendizaje en mamíferos superiores. Y hay ciertos aspectos de la teoría del caos…
—¿Teoría del caos? —dijo él, dando un golpecito con el dedo sobre la cara mesa de teca.
—Sólo en el sentido de que se trata de sistemas no-lineales que requieren un experimento diseñado —contesté apresuradamente—. Pondríamos el énfasis principal en la difusión de información entre los mamíferos superiores, de los cuales las tendencias humanas son un subconjunto.
—¿Experimento diseñado? —dijo él, ansioso.
—Sí. El valor práctico para HiTek sería comprender mejor cómo se difunde la información en las sociedades humanas y…
—¿Cuál era su campo original? —cortó él.
—La estadística. Las ventajas de utilizar ovejas en vez de macacos son…
Y nunca llegué a terminar porque Dirección se había puesto ya en pie y me estrechaba la mano.
—Ése es exactamente el tipo de proyecto sobre el que se basa GRIS. Disciplinas científicas interrelacionadas; poner en práctica la iniciativa y la cooperación para crear nuevos paradigmas de trabajo.
Habla con acrónimos, pensé maravillada, y casi me perdí lo que dijo a continuación.
—… exactamente el tipo de proyecto que busca el Comité de Becas Niebnitz. Quiero que este proyecto se inicie de inmediato. ¿Cuándo puede tenerlo preparado y en marcha?
—Yo… esto… —tartamudeé—. Tenemos que hacer una investigación de base sobre la conducta de las ovejas. Y están las regulaciones sobre animales vivos, que tendrán que ser… Él agitó una mano.
—Nosotros nos ocuparemos de ese problema. Quiero que usted y el doctor O'Reilly se concentren en ese pensamiento divergente y esa sensibilidad científica. Espero grandes cosas —estrechó mi mano, entusiasmado—. HiTek va a hacer todo lo que podamos para encontrar atajos y poner en marcha este proyecto inmediatamente. Y lo hizo.
Se redactaron permisos, se sorteó el papeleo, y las aprobaciones para investigar con animales vivos llegaron casi antes de que yo pudiera bajar a Biología y decirle a Bennett que habían dado luz verde al proyecto.
—¿Qué significa «en marcha inmediatamente»? —dijo él, preocupado—. No hemos hecho ninguna investigación de base sobre la conducta de las ovejas, sobre cómo interactúan, qué habilidades son capaces de adquirir, qué comen…
—Tenemos tiempo de sobra —dije yo—. Hablamos de Dirección, ¿recuerdas?
Otro error. El viernes Dirección me llamó para darme otra vez carta blanca y me dijo que los permisos habían sido concedidos y los experimentos con animales vivos aprobados.
—¿Puede usted tener aquí las ovejas el lunes?
—Veré si el propietario puede lograrlo —dije, esperando que Billy Ray no pudiera.
Pudo, y lo hizo, aunque no las trajo en persona. Estaba asistiendo a un seminario virtual sobre ranchos en Lander. Envió en su lugar a Miguel, que llevaba un aro en la nariz, sombrero Aussie, auriculares, y no tenía ninguna intención de descargar las ovejas.
—¿Dónde las quiere? —dijo en un tono que me dio ganas de mirar debajo del ala del sombrero Aussie para ver si tenía una i en la frente.
Le mostramos la puerta del corral, y él suspiró pesadamente, movió marcha atrás el camión hasta más o menos chocar con ella, y luego se quedó apoyado contra la cabina del camión, tan tranquilo.
—¿No va a descargarlas? —dijo Ben por fin.
—Billy Ray me dijo que las trajera —respondió Miguel—. No dijo nada de descargarlas.
—Tendría que conocer a nuestra encargada del correo —le dije—. Obviamente, están ustedes hechos el uno para el otro.
Él se echó hacia delante el sombrero.
—¿Dónde vive?
Bennett había dado la vuelta al camión y estaba levantando la barra que cerraba la puerta.
—No saldrán todas corriendo a la vez y nos arrollarán, ¿no? —dijo.
No. Las treinta ovejas quedaron plantadas en el borde del camión, balando y con aspecto aterrorizado.
—Vamos —insistió Ben—. ¿Crees que están demasiado arriba para saltar?
—Saltaron un precipicio en Lejos del mundanal ruido —dije yo—. ¿Cómo pueden estar demasiado arriba?
Sin embargo, Ben extrajo una tabla de madera para improvisar una rampa, y yo fui a ver si el doctor Riez, que había hecho un experimento equino antes de pasarse a los gusanos, tenía un ronzal para prestarnos.
Tardó una eternidad en encontrar uno, y supuse que cuando volviera al laboratorio ya no haría falta, pero las ovejas seguían agazapadas en la parte trasera del camión.
Ben parecía frustrado, y Miguel, de pie en la parte delantera del camión, se mecía al ritmo de algo que los demás no podíamos oír.
—No vendrán —dijo Ben—. He intentado llamarlas, y silbarles, y asustarlas.
Le tendí el ronzal.
—Tal vez si conseguimos que una baje la rampa, las demás la sigan —dijo. Cogió el ronzal y subió por la rampa—. Quítate de en medio, por si salen de estampida.
Extendió la mano para colocar el ronzal en la cabeza de la oveja más cercana, y hubo una estampida, desde luego.
Hacia el fondo del camión.
—Tal vez puedes coger una y traerla —dije yo, pensando en la cubierta del libro de los ángeles, donde aparecía un ángel descalzo que sostenía un cordero perdido—. Una pequeña.
Ben asintió. Me tendió el ronzal y subió la rampa, moviéndose despacio para no asustarlas.
—Shh, shh —le decía en voz baja a un corderito—. No te haré daño. Shh, shh.La oveja no se movió. Ben Se arrodilló y pasó los brazos por debajo de las patas del animal y lo alzó. Se dirigió hacia la rampa.
El ángel, claramente, había drogado al cordero con cloroformo antes de cogerlo.
El animal pataleó con las cuatro patas en cuatro direcciones distintas, agitándose como un loco y empujando con el hocico la barbilla de Ben, que se tambaleó; entonces el cordero se giró y le pateó el estómago. Ben lo dejó caer de un golpe y el animal se lanzó al centro del camión, balando histérico.
El resto de las ovejas le siguió.
—¿Te encuentras bien?
—No —contestó él, tocándose la mandíbula—. ¿Qué hay de aquello de «corderito, tan manso y tan lindo»?
—Está claro que Blake nunca había visto una oveja —dije yo, ayudándole a bajar la rampa y llegar al abrevadero—. ¿Y ahora qué?
Él se apoyó contra el abrevadero, respirando con dificultad.
—Al final acabarán por tener sed —dijo, palpándose torpemente la barbilla—. Esperaremos a que bajen.
Miguel se nos acercó.
—No tengo todo el día, ¿saben? —gritó por encima de lo que fuese que estuviera tronando en sus auriculares, y volvió a la parte delantera del camión.
—Tengo que llamar a Billy Ray —dije, y lo hice. Su teléfono móvil estaba fuera de cobertura.
—Tal vez si las azuzamos con el ronzal… —dijo Ben cuando regresé.
Lo intentamos. Y también ponernos detrás y empujar, y amenazar a Miguel, y pasamos más de un rato apoyados contra el abrevadero, respirando con dificultad.
—Bueno, desde luego hay una difusión de información en marcha —dijo Ben, frotándose el brazo—. Todas han decidido no bajar del camión.
Llegó Alicia.
—Tengo un perfil del candidato óptimo para la beca Niebnitz —le dijo a Ben, ignorándome—. Y he encontrado otro Niebnitz. Un industrial. Hizo su fortuna refinando minerales y fundó varias organizaciones benéficas. Estoy buscando en los criterios de selección de sus comités. Quiero que vengas a ver el perfil.
—Adelante —dije yo—. Está claro que no te perderás nada. Lo intentaré de nuevo con Billy Ray.
Lo hice.
—Lo que tienes que hacer es… —dijo él, y se quedó de nuevo sin cobertura.
Regresé al corral. Las ovejas habían salido del camión y estaban mordisqueando la hierba seca.
—¿Qué hiciste? —dijo Ben, que llegó detrás de mí.
—Nada. Miguel debe de haberse cansado de esperar.
Pero estaba todavía en la parte delantera del camión, moviéndose al ritmo de Groupthink o de quienquiera que estuviese escuchando.
Miré las ovejas. Estaban pastando pacíficamente, deambulando felices por el corral como si siempre hubieran pertenecido a aquel lugar. Ni siquiera cuando Miguel, todavía con los auriculares puestos, arrancó el camión y se marchó, se dejaron llevar por el pánico. Uno de ellas, próxima a la verja, me dirigió una mirada larga e inteligente.
«Esto va a funcionar», pensé.
La oveja me miró un ratito más, bajó la cabeza para pastar, y se quedó atascada en la cerca.
QIAO PAI (1977–1995)
Juego chino de moda inspirado en el juego de cartas americano del bridge (una moda de los años treinta). Popularizado por Deng Xiaoping, que aprendió a jugar en Francia, el qiao pal atrajo rápidamente a más de un millón de aficionados, que jugaban principalmente en el trabajo. Al contrario que en el bridge americano, las apuestas son silenciosas, los jugadores no ordenan las manos y el juego es extremadamente formal. Sustituyó al ping-pong.
A lo largo de los siguientes días quedó claro que prácticamente no había difusión de información en un rebaño de ovejas. Apenas había tampoco ninguna moda.
—Quiero observarlas durante unos cuantos días —dijo Ben—. Necesitamos establecer cuáles son sus pautas normales de difusión de información.
Observamos. Las ovejas pastaban en la hierba seca, daban un paso o dos, pastaban un poco más, daban otros pocos pasitos, seguían pastando. Habría parecido un cuadro pastoral de no ser por sus caras largas de mirada vacía, y por la lana.
No sé quién fomentó la creencia de que las ovejas son blancas como nubes. Tenían más bien el color de una fregona vieja y la misma cantidad de tierra.
Pastaron un poco más. Periódicamente una de ellas dejaba de mordisquear y trotaba por el borde del corral, buscando un precipicio del que caerse, y luego volvía a pastar. Una vez, una de ellas vomitó. Algunas pastaban siguiendo la cerca. Cuando llegaban a una esquina se quedaban allí, incapaces de imaginar cómo volverse, y seguían pastando, comiéndose la hierba hasta la tierra. Luego, a falta de ideas mejores, se comían la tierra.
—¿Estás segura de que las ovejas son un mamífero superior? —preguntó Ben, apoyado en la cerca con la barbilla sobre las manos, observándolas.
—Lo siento mucho. No tenía ni idea de que las ovejas fueran tan estúpidas.
—Bueno, en realidad una estructura simple de conducta podría jugar a nuestro favor. El problema de los macacos es que son listos. Su conducta es complicada, con un montón de cosas actuando simultáneamente: dominio, interacción familiar, galanteo, comunicación, aprendizaje, estructura de atención. Hay tantos factores operando de forma simultánea que el problema es tratar de separar la difusión de información de las otras conductas. Con menos conductas, será más fácil ver la difusión de información.
«Si es que hay alguna», pensé yo, observando las ovejas. Una de ellas dio un paso, pastó, dio dos pasos más, y luego aparentemente se olvidó de lo que estaba haciendo y se quedó mirando la nada.
Llegó Flip. Llevaba un uniforme de camarera con un cordoncillo rojo en el cuello, las palabras «Don's Diner» bordadas en rojo en el bolsillo, y un papel en la mano.
—¿Encontraste trabajo? —preguntó Ben, esperanzado. Ojos en blanco. Suspiro. Meneo de pelo.
—No-o-o.
—Entonces ¿por qué llevas un uniforme? —pregunté yo.
—No es un uniforme. Es un vestido diseñado para parecer un uniforme. Porque tengo que hacer todo el trabajo aquí. Es una declaración. Tienen que firmar esto —dijo, tendiéndome el papel y asomándose a la cerca—. ¿Éstas son las ovejas?
El papel era una petición para que prohibieran fumar en el aparcamiento.
—Una persona que fuma un cigarrillo al día en un aparcamiento de mil metros no produce humo de segunda mano en concentración suficiente para preocuparse —dijo Ben.
Flip agitó el pelo, los cordoncillos se sacudieron salvajemente.
—Humo de segunda mano no —dijo, disgustada—. Contaminación atmosférica.
Se marchó, y nosotros continuamos observando. Al menos la falta de actividad nos daba tiempo de sobra para establecer nuestros programas de observación y revisar la bibliografía.
No había mucha. Un biólogo de William and Mary había observado un rebaño de quinientas y llegó a la conclusión de que tenían un «fuerte instinto de rebaño», y un investigador de Indiana había identificado cinco formas distintas de comunicación merina (los bees estaban listados fonéticamente), pero nadie había hecho experimentos activos de aprendizaje. Sólo habían hecho lo que hacíamos nosotros: observarlas morder, trotar, cagar y vomitar.
Tuvimos tiempo de sobra para charlar sobre el pelo corto y la teoría del caos.
—Lo sorprendente es que los sistemas caóticos no siempre permanecen siendo caóticos —dijo Ben, apoyándose en la cerca—. A veces se reorganizan espontáneamente para formar una estructura ordenada.
—¿De pronto se vuelven menos caóticos? —dije yo, deseando que eso sucediera en HiTek.
—No, ésa es la cuestión. Se vuelven más y más caóticos, hasta que llegan a una especie de masa crítica caótica. Cuando eso sucede, se reorganizan espontáneamente en un nivel de equilibrio superior. Se llama estado crítico auto-organizado.
Por lo visto, teníamos una buena racha. Dirección promulgaba memorandos, las ovejas se enganchaban la cabeza en la cerca, la puerta y bajo el abrevadero, y Flip venía periódicamente a colgarse de la verja entre el corral y el laboratorio para menear el pestillo monótonamente arriba y abajo y poner cara de enferma de amor.
Al tercer día quedó claro que las ovejas no iban a iniciar ninguna moda. Ni a aprender a pulsar un botón para alimentarse. Ben había emplazado el aparato a la mañana siguiente de que consiguiéramos las ovejas e hizo varias demostraciones; se puso a cuatro patas y pulsó el botón ancho y plano con la nariz. Cada vez cayeron bolitas de comida, y Ben metió la cabeza en el pesebre e hizo ruidos como de masticar. Las ovejas lo observaron impasibles.
—Vamos a tener que obligarlas a hacerlo —dije. Habíamos mirado los vídeos del día en que llegaron y vimos cómo habían bajado del camión. Las ovejas se habían apretujado y retrocedido hasta que una acabó por caerse de la rampa. Las otras cayeron inmediatamente a toda prisa—. Si podemos enseñárselo a una, sabemos que las demás la seguirán.
Resignado, Ben fue a buscar el ronzal.
—¿Cuál?
—Esa no —dije, señalando la oveja que había vomitado. Las miré, buscando en ellas signos de inteligencia y viveza. No parecía haber muchos—. Ésa, supongo.
Ben asintió, y nos encaminamos hacia ella con el ronzal. La oveja masticó pensativa un momento y luego corrió hacia el rincón más lejano. Todo el rebaño la siguió, saltando unas sobre otras en su ansia por llegar a la pared.
—«Y las ratas salieron corriendo de las casas» —murmuré.
—Bueno, al menos están todas en una esquina —dijo Ben—. Podré ponerle el ronzal a una.
Ni hablar, aunque pudo agarrarse a un puñado de lana y llegar hasta casi la mitad del corral.
—Creo que las está asustando —dijo Flip desde la verja. Se había pasado allí colgada media mañana, meneando amorosamente el pestillo arriba y abajo y hablándonos de Darrell el dentista.
—Ellas me están asustando a mí —contestó Ben, sacudiéndose los pantalones de pana—, así que estamos en paz.
—Tal vez deberíamos intentar engatusarlas —comenté yo. Me agaché—. Ven aquí —dije, con la voz infantil que la gente utiliza con los perros—. Vamos. No te haré daño.
La oveja me miró desde la esquina, masticando impasible.
—¿Qué hacen los pastores cuando guían sus rebaños? —preguntó Ben.
Traté de recordarlo de las películas.
—No lo sé. Se limitan a caminar delante y las ovejas los siguen.
Probamos con eso. También tratamos de colocarnos a ambos lados de una oveja y empujar el rebaño desde el extremo opuesto, por si los animales corrían en sentido contrario y uno de ellos chocaba accidentalmente con el botón.
—Tal vez no les gusten esas bolitas de comida —dijo Flip.
—Tiene razón, ¿sabes? —dije yo, y Ben me miró, incrédulo—. Necesitamos saber más sobre sus hábitos alimenticios y sus habilidades. Llamaré a Billy Ray a ver cómo son.
Contacté con el servicio de mensajes de Billy Ray.
—Pulse el uno si quiere el rancho, pulse el dos si quiere el granero, pulse el tres si quiere el corral de las ovejas.
Billy Ray no estaba en ninguno de los tres sitios. Iba camino de Casper.
Volví al laboratorio, les dije a Bennett y a Flip que me iba a la biblioteca, y me marché.
El clon de Flip estaba en el mostrador, con una banda de cinta adhesiva en la cabeza y la marca de una i.
—¿Tienen libros sobre ovejas? —le pregunté.
—¿Cómo se escribe?
—Sin hache. —Ella siguió en blanco—. Con uve.
—El enjambre —leyó ella en la pantalla—. Los zánganos y la miel de…
—Ovejas —repetí—. Con uve.
—Oh —ella tecleó el nombre, corrigiéndolo varias veces—. El misterio de la oveja perdida —leyó—. Seis ovejas tontas van de compras, El síndrome de la oveja negra…
—Libros sobre ovejas —dije—. Cómo se crían y se entrenan.
Ella puso los ojos en blanco.
—No me lo había dicho.
Finalmente conseguí que me dijera en qué estante se encontraban y saqué: Cría de ovejas como diversión y negocio; Historias de un pastor australiano; Nueve sastres, de Dorothy Sayer, Nueve sastres que, según recordaba, hablaba de ovejas; Tratamiento y cuidado de las ovejas; y, recordando la sarna de las ovejas de Billy Ray, Enfermedades de las ovejas comunes. Los llevé al mostrador.
—Aquí consta que debe un libro —dijo—. Sobras completas de Robert Browning.
—Obras —dije yo—. Obras completas. Ya pasamos por esto la última vez. Lo devolví.
—Aquí no pone eso. Dice que tiene una multa de dieciséis cincuenta. Dice que lo sacó usted el pasado marzo. No pueden sacarse más libros cuando la multa sobrepasa los cinco dólares.
—Devolví el libro —contesté, y puse sobre el mostrador veinte dólares.
—Además, tiene que pagar el coste del nuevo libro —dijo ella—. Son cincuenta y cinco con noventa y nueve.
Sé cuándo darme por vencida. Le firmé un cheque y le llevé los libros a Ben. Los repasamos.
No nos dieron muchos ánimos. «Con el calor, las ovejas se acurrucan juntas y se mueren sofocadas», decía Cría de ovejas como diversión y etcétera, y «En ocasiones, las ovejas se tumban de espaldas y no son capaces de levantarse».
—Escucha esto —dijo Ben—. «Cuando se asustan, las ovejas pueden chocar contra los árboles y otros obstáculos.»
No había nada sobre estrategias excepto: «Mantener las ovejas dentro de una cerca es mucho más fácil que volverlas a meter.»
Pero había un montón de información sobre su manejo que nos habría venido bien antes.
Nunca hay que tocar la cara de una oveja ni rascarla tras las orejas, y el pastor australiano comentaba: «Tirar el sombrero al suelo y pisotearlo no sirve para otra cosa que para estropear el sombrero.»
—«Lo que más temen las ovejas es estar atrapadas» —le leí a Ben.
—Y ahora me lo dices.
Y algunos de los consejos, al parecer, no eran nada dignos de confianza.
«Quédate sentado y quieto —decía Tratamiento y cuidado—, y las ovejas sentirán curiosidad y vendrán a ver qué estás haciendo.»
No lo hicieron, pero el pastor australiano tenía un método práctico para llevar una oveja a donde querías.
—«Apóyate sobre una rodilla junto a la oveja» —leí.
Ben obedeció.
—«Coloca una mano sobre la grupa» —leí—. Es la zona de la cola.
—¿Sobre la cola?
—No. Un poco por detrás de las caderas.
Shirl salió al porche, encendió un cigarrillo, y luego se acercó a la verja para observarnos.
—«Colócale la otra mano bajo el morro. Cuando tengas la oveja sujeta de esta forma, no podrá escapar, ni avanzar o retroceder.»
—Hasta ahora, muy bien —dijo Ben.
—Ahora, «agarra el morro firmemente y empuja la grupa con cuidado para que avance la oveja.» —Bajé el libro y observé—. «Se consigue que pare tirando con la mano que está bajo el morro.»
—Muy bien —dijo Ben, incorporándose lentamente—. Allá va.
Dio un suave empujón al culito lanudo. La oveja no se movió.
Shirl dio una larga calada a su cigarrillo, sin dejar de toser, y sacudió la cabeza…
—¿Qué estamos haciendo mal? —preguntó Ben.
—Eso depende —contestó ella—. ¿Qué intentan hacer?
—Bueno, lo que quiero es enseñarle a la oveja a pulsar un botón para comer —dijo él—. Por ahora me conformaría con que alguna estuviera en la misma zona del corral que el dispensador de comida.
Había estado agarrando a la oveja y empujado todo el tiempo, pero la oveja al parecer funcionaba con algún tipo de mecanismo retardado. Dio dos pasos dóciles hacia delante y empezó a cabecear.
—No le sueltes el morro —dije yo, cosa que era más fácil de decir que de hacer.
Los dos nos lanzamos al cuello. Solté el libro y agarré un puñado de lana. Ben recibió una patada en el brazo. La oveja dio un salto tremendo y se plantó en mitad del rebaño.
—Suelen hacer eso —dijo Shirl, exhalando humo—. Cada vez que se las separa del rebaño; se lanzan de cabeza a él. El instinto gregario se impone. Pensar por uno mismo es demasiado aterrador.
Los dos nos acercamos a la verja.
—¿Entiende de ovejas?—preguntó Ben.
Ella asintió, chupando su cigarrillo.
—Sé que son los bichos más tontos, testarudos y pesados del planeta.
—Eso ya lo hemos descubierto.
—¿Cómo es que entiende de ovejas? —pregunté yo.
—Me crié en un rancho de ovejas, en Montana.
Ben dio un suspiro de alivio.
—¿Puede decirnos qué tenemos que hacer? —le pregunté—. No podemos conseguir que estas ovejas hagan nada.
Ella dio una larga calada.
—Necesitan una mansa —dijo.
—¿Una mansa? —preguntó Ben—. ¿Qué es eso? ¿Un tipo especial de ronzal?
Ella sacudió la cabeza.
—Una líder.
—¿Como un perro pastor? —dije yo.
—No. Un perro puede acosar y guiar y mantener las ovejas a raya, pero no puede hacer que le sigan. Una mansa es una oveja.
—¿De una raza especial?
—No. De la misma raza. La misma clase de oveja, aunque con algo que hace que el resto del rebaño la siga. Normalmente es una vieja hembra, y algunos creen que ese algo tiene que ver con las hormonas, otros piensan que con su aspecto. Un maestro mío decía que nacen con capacidad para el liderato.
—Estructura de atención —dijo Ben—. Los monos machos dominantes la tienen.
—¿Qué le parece? —dije yo.
—¿A mí? —dijo ella, mirando cómo el humo de su cigarrillo se levantaba en volutas—. Creo que una mansa es igual que cualquier otra oveja, pero peor. Un poco más hambrienta, un poco más rápida, un poco más ansiosa. Quiere comer, refugiarse y aparearse primero, así que siempre va delante —se detuvo para darle una calada al cigarrillo—. No mucho. Si va muy por delante, el rebaño tendrá que buscar a otra, y eso significa pensar por sí mismos. Sólo un poquito, porque ni siquiera saben que las están guiando. Y la mansa no sabe que las guía.
Dejó caer el cigarrillo al suelo y lo aplastó.
—Si le enseña a una mansa a pulsar un botón, el resto del rebaño lo hará también.
—¿Dónde podemos conseguir una? —dijo Ben ansioso.
—¿Dónde consiguieron sus ovejas? El rebaño probablemente tenía una, y no les tocó en este lote. Éstas no formaban un rebaño entero, ¿verdad?
—No —dije yo—. Billy Ray tiene doscientas cabezas.
Ella asintió.
—Un rebaño tan grande casi siempre tiene una mansa.
Miré a Ben.
—Voy a llamar a Billy Ray.
—Buena idea —dijo él, pero parecía haber perdido su entusiasmo.
—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿No crees que una mansa es una buena idea? ¿Temes que interfiera con tu experimento?
—¿Qué experimento? No, no, es una buena idea. La estructura de atención y su efecto sobre la tasa de aprendizaje es una de las variables que quería estudiar. Ve y llámalo.
—Muy bien —dije, y entré en el laboratorio. Mientras abría la puerta la del pasillo se cerró. Recorrí al hábitat y me asomé.
Flip, vestida con un mono y botas de montar blancas y azul Cerenkhov, desaparecía por las escaleras. Debía de habernos traído el correo. Me sorprendió que no se hubiera asomado al corral para preguntarnos si pensábamos que estaba cautivadora.
Volví al laboratorio. Flip había dejado el correo en la mesa de Ben. Dos paquetes para el doctor Ravenwood de Física, y una carta de Gina a los laboratorios Bell.
BODAS DE LOS NIÑOS DE LAS FLORES (1968–1975)
Rebelión popularizada por gente que no quería rebelarse totalmente contra la tradición y no casarse. En la ceremonia, celebrada en un prado o en lo alto de una colina, sonaba Feelings, tocada con un sitar, y los contrayentes leían votos escritos con una pequeña ayudita de Kahlil Gibran. Normalmente, la novia llevaba flores en el pelo e iba descalza. El novio llevaba el símbolo de la paz y patillas. Fue sustituida en los setenta por vivir ¡untos y la falta de compromiso.
Billy Ray trajo la mansa en persona.
—La he metido en el corral —dijo cuando entró en el laboratorio de estadística—. La chica que había allí me ha dicho que la pusiera con el resto del rebaño.
Debía referirse a Alicia. Se había pasado toda la tarde acurrucada con Ben, discutiendo sobre el perfil Niebnitz, en vista de lo cual yo subí al laboratorio a introducir datos sobre los años veinte en el ordenador. Me pregunté por qué Ben no estaría allí.
—¿Bonita? —dije—. ¿Tipo ejecutiva? ¿Vestida de rosa?
—¿La mansa?
—No, la persona con la que hablaste. ¿Pelo oscuro? ¿Carpetas?
—No. Un tatuaje en la frente.
—Una marca —dije, ausente—. Será mejor que vayamos a comprobar cómo está la mansa.
—Estará bien. Yo mismo la traje para poder llevarte a esa cena que nos perdimos la semana pasada.
—Oh, bien —dije. Aquello me daría la oportunidad de conseguir algunas ideas sobre umbrales de habilidad bajos que pudiéramos enseñar a las ovejas—. Voy por mi abrigo.
—Magnífico —sonrió él—. Hay un sitio nuevo al que quiero llevarte.
—¿De la pradera?
—No, es un restaurante siberiano. Se supone que la cocina siberiana es lo que está más de moda, lo más candente.
Esperé que por candente quisiera decir calentita. En el aparcamiento nevaba, y hacía un viento gélido. Me alegré de que Shirl no tuviera que irse allí a fumar un cigarrillo.
Billy Ray me acompañó hasta la camioneta y me ayudó a subir. Empezaba a salir del aparcamiento cuando lo cogí por el brazo.
—Espera —dije, recordando lo que Flip había hecho con mis recortes—. Tal vez deberíamos comprobar antes de marcharnos que la mansa esté bien. ¿Qué te dijo exactamente la muchacha que estaba en el laboratorio? No estaría fuera, en el corral, ¿verdad?
—No. Yo andaba buscando a alguien a quien entregar la mansa, y ella vino con algunas cartas y dijo que estaban en el laboratorio de la doctora Turnbull, y que dejara la mansa en el corral, así que lo hice. Estará bien. La saqué del camión y empezó a pastar.
Lo que debía significar que era realmente una mansa. Las cosas mejoraban.
—No seguía allí cuando te marchaste, ¿verdad? —dije—. La muchacha, no la mansa.
—No. Me preguntó si me parecía que tenía sentido del humor, y cuando le dije que no lo sabía, no me contestó nada gracioso; sólo suspiró, puso los ojos en blanco y se marchó.
—Bien —contesté.
Eran ya las cinco y media. Flip no se habría quedado cinco minutos más allá de las cinco, y normalmente se marchaba temprano, así que las posibilidades de que volviera al laboratorio para hacer cualquier barrabasada eran prácticamente nulas. Y Ben seguía allí; habría vuelto del laboratorio de Alicia para comprobar las cosas antes de irse a casa. Si no estaba demasiado enamorado de Alicia y la beca Niebnitz para recordar que tenía un rebaño de ovejas.
—Este lugar es magnífico —dijo Billy Ray—. Tendremos que hacer una hora de cola para entrar.
—Parece prometedor —dije yo—. Vamos.
En realidad fueron un hora y veinte minutos, y durante la última media hora el viento arreció y empezó a nevar. Billy Ray me dio su chaqueta forrada de piel de oveja para que me la pusiera sobre los hombros. Llevaba una camisa sin cuello y pantalones de montar. Se había dejado crecer el pelo y puesto guantes, también de montar, amarillos. El look de Brad Pitt. Como no paraba de tiritar, dejé que me prestara además los guantes.
—Te encantará este sitio —dijo—. La comida siberiana es magnífica. Me alegro muchísimo de que hayamos podido venir juntos. Hay algo de lo que quiero hablarte.
—Yo también quería hablar contigo —dije, con los labios entumecidos—. ¿Qué trucos se les puede enseñar a las ovejas?
—¿Trucos? —preguntó él, aturdido—. ¿Como qué?
—Ya sabes, como asociar un color con un regalo o correr por un laberinto. Preferiblemente algo que requiera poca habilidad y tenga varios niveles de dificultad.
—¿Enseñar a las ovejas? —repitió él. Hubo una larga pausa mientras el viento ululaba a nuestro alrededor—. Son muy buenas saliéndose de los cercados donde se supone que tienen que estar metidas.
Eso no era exactamente lo que yo tenía en mente.
—Te diré una cosa. Conectaré con Internet y veré si hay alguien que haya enseñado alguna vez un truco a una oveja. —Se quitó el sombrero, a pesar de la nieve, y lo hizo girar entre sus manos—. Te dije que había algo de lo que quería hablar contigo. He tenido un montón de tiempo para pensar últimamente, mientras conducía a Durango y todo eso, y he estado pensando mucho en la vida del rancho. Es una vida solitaria, siempre fuera de cobertura, sin ver nunca a nadie, sin ir a ningún sitio.
«Excepto a Lodge Grass y Lander y Durango», pensé.
—Y últimamente me he estado preguntando si todo eso merece la pena y para qué lo hago. He estado pensando en ti.
—Barbara Rose —dijo el camarero siberiano.
—Somos nosotros —dije yo. Le devolví a Billy Ray el abrigo y los guantes, él se puso el sombrero, y seguimos al camarero hasta nuestra mesa. Tenía un hornillo en el centro, y me calenté las manos en él.
—Creo que te dije el otro día que me sentía incómodo, como insatisfecho —dijo Billy Ray después de que recibiéramos nuestros menús.
—Inquieto.
—Es una buena palabra. Inquieto, sí. Y mientras regresaba de Lodgepole finalmente comprendí por qué —me cogió la mano.
—¿Qué?
—Tú.
Retiré la mano involuntariamente.
—Sé que esto es una sorpresa para ti —dijo él—. Fue una sorpresa para mí. Conducía por las Rocosas, sintiéndome vacío y como si nada importara, y pensé, voy a llamar a Sandy; y después de hablar contigo, me puse a pensar: tal vez deberíamos casarnos.
—¿Casarnos? —exclamé.
—Quiero decirte antes que nada que, sea cual sea tu respuesta, podrás quedarte con las ovejas todo el tiempo que quieras. Sin compromisos. Y sé que tienes una carrera a la que no quieres renunciar. No tendríamos que casarnos hasta que acabes con eso del pelo corto, y luego podrías instalarte en el rancho con fax y módem y e-mail. No te darías ni cuenta de que no estás en HiTek.
«Excepto que Flip no estaría allí —pensé absurdamente—, ni Alicia. Y no tendría que asistir a reuniones ni hacer ejercicios de sensibilidad. ¡Pero casarme!»
—No tienes que darme la respuesta ahora mismo —dijo Billy Ray—. Tómate todo el tiempo que quieras. Yo he tenido un par de miles de kilómetros para pensármelo. Puedes hacérmelo saber después del postre. Hasta entonces, te dejaré en paz.
Cogió una carta de menú roja con un gran oso ruso grabado y empezó a leerla, y yo me quedé sentada mirándolo, tratando de asimilar todo aquello. Casarme. Quería que me casara con él.
Y, bueno, ¿por qué no? Era un tipo agradable que estaba dispuesto a conducir cientos de kilómetros para verme, y yo tenía, como le había dicho a Alicia, treinta y uno, ¿y dónde iba a conocer a nadie más? ¿En los anuncios de contactos, con sus atléticos y preocupados NF que ni siquiera estaban dispuestos a cruzar la calle para conocer a alguien?
Billy Ray había estado dispuesto a venir en coche desde cualquiera sabía qué sitio por si podía llevarme a cenar. Y me había prestado un rebaño de ovejas y una mansa. Y sus guantes. ¿Dónde iba a conocer a alguien tan amable? Nadie en HiTek se me iba a declarar, eso seguro.
—¿Qué quieres? —me preguntó Billy Ray—. Creo que voy a tomar las patatas rellenas.
Yo tomé borscht sazonado con albahaca (no recordaba que fuera un plato de la cocina siberiana) y patatas rellenas, y traté de pensar. ¿Qué quería?
Averiguar de dónde venía el pelo corto, pensé, y sabía que eso era tan probable como ganar la beca Niebnitz. A pesar de la teoría de Feynman de que trabajar en un campo totalmente distinto favorecía los descubrimientos científicos, no estaba más cerca que antes de hallar el origen de las modas. Tal vez lo que necesitaba era irme por completo de Hi-Tek, a respirar aire puro, en un rancho aislado de Wyoming.
—Lejos del mundanal ruido —murmuré.
—¿Qué?
—Nada —contesté, y él siguió cenando.
Le observé comerse las patatas rellenas. De verdad que se parecía un poco a Brad Pitt. Era horriblemente moderno, pero tal vez eso sería una ventaja para mi proyecto, y no tendríamos que casarnos inmediatamente. Había dicho que podría esperar a que terminara mi investigación.
Y, contrariamente al dentista de Flip, no le importaría que fuera geográficamente incompatible mientras trabajaba en él.
«Flip y su dentista», pensé, preguntándome incómoda si todo aquello no era más que otra moda. Aquel artículo decía que el matrimonio estaba a la última, y todas las niñas pequeñas andaban locas por la Barbie Novia Romántica. La madre de Lindsay pensaba en casarse de nuevo a pesar de aquel capullo de Mark, Sara intentaba convencer a Ted para que se declarara, y Bennett dejaba que Alicia le escogiera las corbatas. ¿Y si todos formaban parte de una moda de compromisos?
Estaba siendo injusta con Billy Ray. Le encantaba todo lo que estaba de moda, incluso podía aguantar hora y media de cola en plena tormenta, pero no se casaría con alguien sólo porque se llevara el matrimonio. ¿Y qué si era una moda? Las modas no son tan malas. Mira el reciclado y el movimiento en favor de los derechos civiles. Y el vals. Y, de todas formas, ¿qué tenía de malo seguir la moda de vez en cuando?
—Hora de tomar el postre —dijo Billy Ray, mirándome desde debajo del ala de su sombrero.
Llamó a la camarera, y ella trajo a rastras los sospechosos habituales: áreme brülée, tiramisú, pudín de pan.
—¿No hay tarta de chocolate y queso? —pregunté.
Ella puso los ojos en blanco.
—¿Qué quieres tú? —dijo Billy Ray.
—Un minuto —dije, resoplando—. Pide tú.
Billy Ray le sonrió a la camarera.
—Tomaré el pudín de pan.
—Es nuestro postre de más éxito —comentó la camarera.
—Creía que no te gustaba el pudín de pan —dije yo.
Él alzó la cabeza, aturdido.
—¿Cuándo he dicho eso?
—En aquel lugar de comida de la pradera al que me llevaste. El Rosa de Kansas. Tomaste tiramisú.
—Ya nadie toma tiramisú —dijo él—. Me encanta el pudín de pan.
MASCOTAS VIRTUALES (otoño 1994–primavera 1996)
Juego de ordenador japonés de moda en el que aparecía una mascota programada. El cachorrito o el gatito crecía y jugaba, aprendía trucos (los perros, se sobreentiende, no los gatos) y se escapaba si no se le cuidaba bien. Su éxito se debió al amor de los japoneses por los animales y al problema del exceso de población que hace que tenerlos en casa sea imposible.
Ben se encontró conmigo en el aparcamiento a la mañana siguiente.
—¿Dónde está la mansa? —preguntó.
—¿No está con las otras ovejas? —Salí del coche. Sabía que no tendría que haberme fiado de Flip—. Billy Ray dijo que la había metido en el corral.
—Bueno, si está allí, es igual que cualquier otra oveja.
Tenía razón. Lo era. Hicimos un rápido conteo, y había una más que antes, pero resultaba imposible adivinar cuál era la mansa.
—¿Qué aspecto tenía cuando tu amigo la metió en el corral?
—Yo no estaba aquí —dije, mirando las ovejas, tratando de detectar una que fuese diferente—. Sabía que tendría que haber bajado a comprobarlo, pero íbamos a cenar y…
—Ya —me cortó él—. Será mejor que busquemos a Shirl.
Shirl no estaba por ninguna parte. Busqué en la sala de fotocopias y en Suministros, donde Desiderata estaba examinando sus puntas abiertas, que había extendido cortadas sobre el mostrador, delante de ella.
—¿Qué te ha pasado, Desiderata? —pregunté, mirando su pelo trasquilado.
—No he podido quitarme la cinta adhesiva —dijo tristemente, mostrándome uno de los mechones, todavía envuelto—. Ha sido peor que la goma arábiga.
Di un respingo.
—¿Has visto a Shirl?
—Probablemente estará fumando por alguna parte —comentó con desaprobación—. ¿Sabe usted lo malo que es el humo de segunda mano?
—Casi tanto como la cinta adhesiva —dije, y bajé al laboratorio de Alicia por si Shirl estaba trabajando en sus estadísticas.
No estaba allí, pero Alicia sí, vestida con una blusa de seda rosa pomo y pantalones palazzo.
—Ninguno de los ganadores de la beca Niebnitz fumaba —dijo, cuando le pregunté si había visto a Shirl.
Pensé en explicarle que, dado el porcentaje de no fumadores en la población general y el exiguo número de receptores de la beca Niebnitz, la probabilidad de que fueran no fumadores (o cualquier otra cosa) era estadísticamente insignificante, pero todavía había que identificar a la oveja mansa.
—¿Sabes dónde puede estar Shirl?
—La envié a Dirección con un informe.
Pero tampoco estaba allí. Regresé al laboratorio. Bennett no la había encontrado.
—Estamos solos —dijo.
—Muy bien. Es una mansa, así que es una líder. Pongamos un poco de heno a ver qué pasa.
Lo hicimos.
No pasó nada. Las ovejas cercanas a Ben se escabulleron cuando introdujo el heno y luego se pusieron a pastar. Una de ellas se acercó al abrevadero y acabó con la cabeza enganchada entre la pared y éste, y se quedó allí balando.
—Tal vez nos trajo la oveja equivocada —dijo Ben.
—¿Tienes las cintas de vídeo de anoche?
—Sí —contestó él, animado—. Estará grabado el momento en que tu amigo la trajo.
Lo estaba. Billy Ray la sacó del camión, y la mansa lo siguió tranquilamente rampa abajo hasta el centro del rebaño; simplemente, era cuestión de seguir su progreso fotograma a fotograma hasta el momento presente.
O lo habría sido si Flip no se hubiera plantado delante de la cámara. Bloqueó completamente la visión del rebaño durante al menos diez minutos, y cuando finalmente se apartó la colocación de las ovejas era completamente distinta.
—Quería saber si Billy Ray pensaba que tenía sentido del humor —dije yo.
—Por supuesto. ¿Y ahora qué?
—Vuelve atrás. Y congela la imagen justo antes de que la mansa salga del camión. Tal vez tenga alguna característica distintiva.
Rebobinó, y contemplamos la imagen. La mansa era exactamente igual que las demás. Si tenía alguna característica distintiva, sólo la apreciaban las ovejas.
—Parece un poco bizca —dijo Ben por fin, señalando la pantalla—.¿Ves?
Pasamos la siguiente media hora abriéndonos paso entre el rebaño, cogiendo las ovejas por el morro y mirándolas a los ojos. Todas eran un poco bizcas y con la mirada tan vacía que bien podrían haber tenido estampada en la frente de color blanco sucio una i de impenetrable.
—Tiene que haber una forma mejor de hacer esto —dije después de que una oveja falsamente debilucha me hubiera aplastado contra la cerca y estuviera a punto de romperme las dos piernas—. Probemos otra vez con las cintas.
—¿Las de anoche?
—No, las de esta mañana. Y sigue grabando. Vuelvo ahora mismo.
Subí corriendo al laboratorio de estadística, buscando a Shirl por el camino, pero no había ni rastro de ella. Agarré el disco donde estaban mis programas vector y luego empecé a rebuscar entre mi colección de modas.
Se me había ocurrido mientras subía que, si conseguíamos identificar la oveja mansa, necesitábamos algo para marcarla. Saqué el lazo rosa pomo que había comprado en Boulder y volví al laboratorio.
Las ovejas estaban congregadas alrededor del heno, masticando con sus grandes dientes cuadrados.
—¿Has visto cuál las ha guiado hasta aquí? —le pregunté a Ben.
Él sacudió la cabeza.
—Todas se han acercado al mismo tiempo. Mira.
Conectó el vídeo y me lo mostró.
Tenía razón. En el monitor, las ovejas deambulaban sin rumbo por el corral, deteniéndose a pastar un paso sí un paso no, sin prestarse atención unas a otras ni al heno, hasta que, al parecer por accidente, todas estuvieron con las patas metidas en el heno, dando bocaditos.
—Muy bien —dije yo, sentándome ante el ordenador—. Conecta otra vez la cinta, a ver si podemos aislar a la mansa. ¿Sigues grabando?
Él asintió.
—En continuo y en copia. —Bien.
Rebobiné y detuve la imagen diez fotogramas antes de que Ben sacara el heno. Luego hice un diagrama, asignando un punto de color distinto a cada una de las ovejas, e hice lo mismo con los siguientes veinte fotogramas para establecer un vector. Luego empecé a experimentar para ver cuántos fotogramas podía saltarme sin perder la pista de cuál era cada oveja.
Cuarenta. Pastaban durante poco más de dos minutos y luego daban una media de tres pasos antes de detenerse y volver a comer.
Empecé con cuarenta, perdí la pista de tres ovejas al segundo intento, reduje a treinta, y avancé.
Cuando tuve diez puntos para cada oveja, conecté un programa de análisis para calcular proximidades y dirección prevista, y seguí trazando vectores.
En la pantalla el movimiento seguía siendo aleatorio, determinado por la longitud de la hierba y la dirección del viento o lo que fuera que hubiese en sus diminutos procesos de pensamiento para hacer que las ovejas se movieran en un sentido o en otro.
Había un vector que se dirigía al heno, y lo aislé y lo seguí durante los cien fotogramas siguientes, pero sólo era una oveja moteada decidida a quedarse atascada en un rincón. Volví a repasar todos los vectores.
Seguía sin aparecer nada en la pantalla, pero en los números de encima empezaba a dibujarse una pauta. Azul cerúleo. Lo seguí, todavía sin convencimiento. Parecía que la oveja pastaba en un amplio círculo, pero las proximidades indicaban que se movía errática pero decididamente hacia el heno.
Aislé su vector y la contemplé en la cinta de vídeo. Parecía completamente ordinaria y totalmente ajena al heno. Daba un par de pasos, pastaba, daba otro paso, se volvía un poco, pastaba otra vez, terminando cada vez un poquito más cerca del heno, y en la mitad de los fotogramas la regresión indicaba que las demás ovejas la seguían.
Quise asegurarme.
—Ben —dije—. Cubre el abrevadero y pon un barreño con agua en la puerta trasera. Espera, déjame preparar la cinta para seguir lo que ocurra. Vale —dije al cabo de un minuto—. Camina por un lado para no bloquear la cámara.
Contemplé en el monitor cómo colocaba una plancha de madera sobre el abrevadero, sacaba un barreño y lo lienaba con una manguera, sin quitar ojo a las ovejas para ver si alguna de ellas se daba cuenta.
No lo hicieron.
Permanecieron junto al heno. Hubo un breve aleteo de actividad cuando Ben retiró la manguera y alzó el pestillo de la puerta, y luego las ovejas volvieron a lo suyo como de costumbre.
Seguí a la azul cerúleo en tiempo real, observando los números.
—La tengo —le dije a Bennett. Él se acercó y miró por encima de mi hombro.
—¿Estás segura? No parece demasiado inteligente.
—Si lo fuera, las demás no la seguirían.
—Los he buscado arriba, pero no estaban en ninguna parte —dijo Flip.
—Estamos ocupados, Flip —dije sin apartar los ojos de la pantalla.
—Traeré el ronzal y un collar —se ofreció Ben—. Dirígeme.
—Sólo tardaré un minuto —insistió Flip—. Quiero que miren una cosa.
—Tendrá que esperar —contesté, los ojos todavía clavados en la pantalla.
Al cabo de un minuto, Ben apareció en la imagen, sujetando el collar y el ronzal.
—¿Cuál? —gritó.
—Ve a la izquierda —grité yo a mi vez—. Tres, no, cuatro ovejas. Muy bien. Ahora gira hacia la pared oeste.
—Esto es por Darrell, ¿verdad? —dijo Flip—. Estaba en un periódico. Cualquiera que lo leyera tenía derecho a contestarle.
—Una más a la izquierda —grité—. No, ésa no. La que está delante. Muy bien, ahora no la asustes. Ponle la mano en los cuartos traseros.
—Además, decía «sofisticada y elegante». Las científicas no son elegantes, excepto la doctora Turnbull.
—¡Cuidado! —grité—. No la espantes. —Me levanté para ayudarlo.
Flip me bloqueó el paso.
—Lo único que quiero es que miren una cosa. Sólo será un minuto.
—Rápido —llamó Ben—. No puedo sujetarla.
—No tengo un minuto —repuse, y dejé atrás a Flip, rezando para que Ben no hubiera perdido la oveja mansa.
Todavía la tenía, pero por los pelos. Colgaba de su cola agarrado con ambas manos, y todavía sujetaba el ronzal y el collar. No había forma de que pudiera soltarlos para dármelos. Me saqué el lazo del bolsillo, lo pasé alrededor del tenso cuello de la mansa, y se lo até con un nudo.
—Muy bien —dije, separando los pies—, puedes soltarla.
El brinco casi me arrojó al suelo, y la oveja mansa inmediatamente empezó a tirar de mí y del lazo, todavía no demasiado bien atado; pero Ben ya le estaba poniendo el ronzal.
Me lo tendió para que lo agarrara y le puso el collar, justo cuando el lazo cedía y se rasgaba con un fuerte chasquido.
Se agarró al ronzal, y los dos nos aferramos a él como niños que hacen volar una cometa.
—Él collar… está… puesto —dijo él, jadeando.
Pero no se veía: lo cubría completamente la densa lana de la mansa.
—Sujétala un momento —dije, y pasé lo que quedaba de lazo por debajo del collar—. Aguanta —insistí, atando un lazo grande y flaccido—. El rosa pomo es el color del otoño. —Ajusté los extremos—. Ya está, oveja, vas a la última.
Al parecer, la oveja estaba de acuerdo. Dejó de debatirse y se quedó quieta. Ben se arrodilló a mi lado y le quitó el ronzal.
—Formamos un gran equipo —dijo, sonriéndome.
—Sí que es verdad.
—Bien —dijo Flip desde la puerta. Meneaba el pestillo arriba y abajo—. ¿Tienen un minuto ahora?
—Sí —contesté, riéndome. Me levanté—. Tengo un minuto. ¿Qué es lo que querías que mirara?
Pero ahora que la observaba, era obvio.
Se había teñido el pelo… el mechón, los hilos de tela, incluso la pelusilla de su cráneo rapado, de un brillante y bilioso azul cerúleo.
—¿Y bien? —dijo Flip—. ¿Cree que le gustará?
—No lo sé, Flip. Los dentistas tienden a ser bastante conservadores.
—Lo sé —contestó ella, poniendo los ojos en blanco—. Por eso me lo teñí de azul. El azul es un color conservador —agitó su mechón azul—. No me ayuda usted en nada —dijo, y se marchó.
Me volví hacia Ben y la mansa, que seguía completamente inmóvil.
—¿Y ahora qué?
Ben se agachó junto a la oveja y la cogió por el morro.
—Vamos a enseñarte cosas que requieran poca habilidad —dijo—, y tú se las enseñarás a tus amigas. ¿Comprendido?
La mansa masticó pensativa.
—¿Qué sugieres, doctora Foster? ¿Scrabble? ¿Ping-pong? —Se volvió hacia la mansa—. ¿Te gustaría empezar una cadena de cartas?
—Creo que será mejor que nos contentemos con pulsar un botón para que abra un abrevadero. Como dijiste, no parece demasiado inteligente.
Él volvió la cabeza a un lado y luego a otro, con el ceño fruncido.
—Se parece a Flip —me sonrió—. Muy bien, será el Trivial Pursuit. Pero primero tengo que traer mantequilla de cacahuete. En Tratamiento y cuidado de las ovejas pone que les encanta.
Y se marchó.
Até con un doble nudo el lazo de la mansa y luego me apoyé sobre la cerca y las observé.
Sus movimientos parecían tan aleatorios y faltos de dirección como siempre. Pastaban y daban un paso y volvían a pastar, y lo mismo hacía la mansa, distinguible del resto sólo por el lazo rosa pálido, indiferenciada e indistinguible. Y liderando.
Arrancó un trozo de hierba, lo masticó, dio dos pasos, y contempló el vacío un buen rato, ¿pensando en qué? ¿En ponerse un pendiente en la nariz? ¿En la moda de ejercicios para el otoño?
—Aquí tiene —dijo Shirl, que traía un fajo de papeles y parecía enfadada—. No estará prometida a ese Billy Ray, ¿verdad? Porque si lo está, eso cambia toda… —se detuvo—. Bueno, ¿lo está?
—No. ¿Quién le ha dicho que sí?
—Flip —contestó, disgustada. Soltó los papeles y encendió un cigarrillo—. Le dijo a Sara que iba usted a casarse y mudarse a Nevada.
—Wyoming —dije—, pero no.
—Bien —dijo Shirl, dando una enfática calada al cigarrillo—. Es usted una científica con mucho talento y un futuro muy brillante. Con su talento, le sucederán cosas muy buenas dentro de poco, y no tiene sentido echarlo todo por la borda.
—No voy a casarme —dije, e hice un esfuerzo por cambiar de tema—. ¿Quería verme por algo?
—Sí —contestó, señalando el corral—. Cuando llegue la mansa, asegúrese de marcarla antes de meterla con las demás ovejas; así podrá distinguirla. Y hay una reunión de todo el personal mañana —cogió los memorandos y me tendió uno—. A las dos.
—Otra reunión no.
Ella apagó su cigarrillo y se marchó, y yo volví a apoyarme en la cerca para observar las ovejas. Pastaban pacíficamente, la mansa en medio de todas, distinguible únicamente por el lazo rosa.
«Tendría que quitar la tapa del abrevadero y comprobar los circuitos, para que todo esté preparado cuando Ben regrese», pensé, pero volví al ordenador, tracé vectores durante un rato, y permanecí sentada contemplando la pantalla, viéndolas moverse, viendo cómo la mansa se movía entre ellas, y pensando en Robert Browning y el pelo corto.
ANILLOS DE ESTADO DE ÁNIMO (1975)
Joya de moda. Consistía en un anillo con una gran «piedra» que en realidad era cristal líquido sensible a la temperatura. Los anillos de estado de ánimo supuestamente reflejaban el de quien los llevaba y daban a conocer sus pensamientos. Azul significaba tranquilidad; rojo significaba mal humor; negro, depresión. Como el anillo respondía a la temperatura, y al cabo de un tiempo ni siquiera a eso, nadie que no tuviera fiebre conseguía el ideal tono púrpura «bendición»; pero todo el mundo acababa desesperado y deprimido cuando el anillo se volvía permanentemente negro. La moda fue sustituida por las piedras amuleto, que no respondían a nada.
Decididamente, la mansa conseguía que el rebaño hiciera lo que ella quería. Lograr que la mansa hiciera lo que nosotros queríamos era harina de otro costal.
Nos observaba mientras untábamos con mantequilla de cacahuete el botón que supuestamente iba a pulsar, y luego conducía todo el rebaño para que se quedara atascado en la esquina del fondo.
Lo intentamos otra vez. Ben la tentó con una manzana podrida, porque el autor de Cría de ovejas como diversión y negocio juraba que les gustaban, y ella trotó detrás de él hasta el pesebre.
—Buena chica —dijo Ben, y se inclinó para darle la manzana; la oveja le dio un buen golpe en el estómago que lo dejó sin aliento.
Luego probamos con lechuga pasada y después con brécol fresco, sin obtener resultado alguno.
—Al menos no te ha embestido —dije, y lo dejamos por aquel día.
Cuando llegué al trabajo al día siguiente con una bolsa llena de repollo y kiwis (por Historias de un pastor australiano), Ben untaba con melaza el fondo del pesebre.
—Bueno, no cabe duda de que ha habido difusión de información —dijo—. Otras tres ovejas me han embestido esta mañana.
Condujimos a la mansa hasta el pesebre aplicando el método de tirar del morro y sujetar por el rabo, además de una pistola de agua, según sugería Tratamiento y cuidado de las ovejas.
—Se supone que eso impide que embistan.
No lo impidió.
Le ayudé a levantarse.
—Historias de un pastor australiano se refería sólo a las embestidas de las cabras, no a las de las ovejas —le sacudí el polvo—. Es suficiente para hacerte perder la fe en la literatura.
—No —contestó él, sujetándose el estómago—. El poeta tenía razón. «La oveja es una bestia peligrosa.»
Al quinto intento conseguimos que lamiera la melaza. Al instante, las bolitas de comida cayeron al pesebre. La mansa las miró interesada un buen rato, durante el cual Ben me miró y cruzó los dedos, y luego embistió y me golpeó con acierto ambos tobillos, haciéndome soltar el ronzal. Se abalanzó contra el rebaño, espantándolo. Una de las ovejas chocó contra el pie de Ben.
—Míralo por la parte positiva —dije, frotándome los tobillos—. Hay una reunión de personal a las dos.
Ben se acercó cojeando y recogió el ronzal suelto.
—Se supone que les gustan los cacahuetes.
A la mansa no le gustaban; ni el apio, ni pisar sombreros. Sin embargo, sí le gustaba salir de estampida y recular y tratar de librarse del collar. A la una menos cuarto Ben consultó el reloj y dijo:
—Ya casi es la hora de la reunión. Y yo no lo contradije.
Fui cojeando al laboratorio de estadística, me sacudí tanta lana y polvo como pude y acudí a la reunión, esperando que Dirección pensara que estaba haciendo ímprobos esfuerzos por vestir de manera informal.
Sarán se reunió conmigo en la puerta de la cafetería.
—¿No es emocionante?—dijo, plantándome en la cara la mano izquierda—. ¡Ted me ha pedido que me case con él! «¿Ted el de la aversión al compromiso?—pensé—. ¿El que tenía graves problemas íntimos y no era en el fondo más que un niño malcriado?»
—Fuimos a escalar sobre hielo, y él clavó su pitón y dijo: «¡Toma, sé que querías esto!», y me tendió un anillo. Ni siquiera lo alcancé. ¡Fue tan romántico!
—¡Gina, mira! —añadió, cargando contra su próxima víctima—. ¿No es emocionante?
Entré en la cafetería. Dirección se encontraba en la parte delantera de la sala, junto a Flip. Llevaba vaqueros con raya. Ella iba vestida con pantalones azul Cerenkhov de torero y un sombrerito informe calado hasta las orejas. Los dos vestían una camiseta con las letras DSAJ delante.
—Oh, no —murmuré, preguntándome qué significaría eso para nuestro proyecto—, otro acrónimo no.
—Dirección Sistematizada de Avances Jerárquicos —dijo Ben, sentándose a mi lado—. Es el estilo de dirección que usaba el noventa y nueve por ciento de las empresas cuyos científicos ganaron la beca Niebnitz.
—¿Y cuántas son?
—Una. Y sólo lo emplearon tres días.
—¿Significa esto que tendremos que volver a solicitar fondos para nuestro proyecto?
Él sacudió la cabeza.
—Se lo pregunté a Shirl. No han impreso todavía los nuevos folletos.
—Tenemos muchas cosas en la agenda de hoy —tronó Dirección—, así que empecemos. Primero, ha habido algunos problemas con Suministros, y para rectificar eso hemos ideado un nuevo impreso de solicitud. La directora de suministro de mensajes de trabajo —hizo una seña a Flip, que sostenía un montón enorme de clasificadores— los repartirá.
—¿La directora de suministro de mensajes de trabajo? —murmuré.
—Alégrate de que no la nombraran vicepresidenta.
—En segundo lugar—dijo Dirección—, tengo excelentes noticias que compartir con vosotros referidas a la beca Niebnitz. La doctora Alicia Turnbull ha estado elaborando con nosotros un plan que vamos a poner hoy en marcha. Pero primero quiero que todos elijáis una pareja…
Ben me agarró la mano.
—… y os coloquéis uno frente al otro.
Nos pusimos de pie y yo alcé las manos, las palmas hacia fuera.
—Si tenemos que decir tres cosas que nos gustan sobre las ovejas, dimito.
—Muy bien, compañeros —dijo Dirección—, ahora quiero que deis a vuestra pareja un gran abrazo.
—La próxima moda en HiTek será el acoso sexual —dije animadamente, y Ben me tomó en sus brazos.
—Vamos —dijo Dirección—. No todo el mundo está participando. Un gran abrazo.
Los brazos de Ben me atrajeron, me envolvieron dentro de sus mangas de cuadros. Mis manos, pilladas en aquel tonto gesto de palmas hacia afuera, rodearon su cuello. Mi corazón empezó a redoblar.
—Un abrazo dice: «Gracias por trabajar conmigo» —anunció Dirección—. Un abrazo dice: «Aprecio tu disposición.»
Mi mejilla estaba apoyada en la oreja de Ben. Olía levemente a oveja. Pude sentir su corazón latiendo, el calor de su aliento sobre mi cuello. Mi respiración se cortó, como un motor con hipo.
—Muy bien, compañeros —dijo Dirección—. Quiero que miréis a vuestra pareja… todavía abrazados, no os soltéis… y le digáis lo mucho que significa para vosotros.
Ben alzó la cabeza, la boca rozando mi pelo, y me miró. Sus ojos grises estaban serios tras las gruesas gafas.
—Yo… —dije, y me solté de su abrazo.
—¿Adonde vas?
—Tengo que… se me acaba de ocurrir algo que encaja en mi teoría del pelo corto —dije, desesperada—. Tengo que introducirlo en el ordenador antes de que se me olvide. Es sobre las maratones de baile.
—Espera —dijo él, y me agarró la mano—. Creía que las maratones de baile no empezaron hasta los años treinta.
—Empezaron en 1927 —dije, y me libré de su mano.
—¿Eso no fue después de la locura del pelo corto? —preguntó él; pero yo había salido ya por la puerta y corría escaleras arriba.
GUIRNALDAS DE PELO (1870–1890)
Productos de artesanía victoriana muy tétricos fabricados con el pelo de un ser amado (o de varios, preferiblemente de distintos colores). El pelo (obtenido de un modo u otro) era trenzado y tejido en forma de coronas y ramos, y colocado luego bajo una cúpula de cristal o enmarcado y colgado de la pared. La moda fue sustituida por el movimiento sufragista, el croquet y Elinor Glyn. La moda de las coronas de pelo puede que fuera uno de los factores que favorecieron la moda del pelo corto de los años veinte.
Cosas muy diversas han conducido a logros significativos: manzanas, ancas de rana, placas fotográficas, pájaros. Pero el mío debe de ser el único debido a uno de los estúpidos ejercicios de sensibilidad de Dirección.
No paré hasta llegar al laboratorio de Estadística. Me abracé con las manos contra el pecho y me apoyé en la puerta, jadeando y murmurando una y otra vez:
—Estúpida, estúpida, estúpida.
Se suponía que era una experta detectando tendencias, pero había tardado semanas en ver adonde conducía ésta. Y durante todo ese tiempo había creído que era su inmunidad a las modas lo que me interesaba de él.
Había tomado notas sobre sus zapatillas de lino y sus corbatas.
Incluso había considerado en serio la propuesta de Billy Ray. Y todo ese tiempo…
Alguien venía por el pasillo. Me senté rápidamente ante el ordenador, cargué un programa, y me quedé allí, mirándolo sin ver.
—¿Ocupada?—dijo Gina al entrar.
—Sí.
—Oh —y su expresión decía claramente: «No pareces ocupada»—. No te encontraba después de la reunión. Me he ido al cuarto de baño antes de que empezaran el ejercicio de sensibilidad, y cuando he vuelto te habías ido. Quería traerte la lista de jugueterías donde ya he buscado para que no pierdas el tiempo con ellas.
—Muy bien. Iré este fin de semana.
—Oh, no hay prisa. El cumpleaños de Bethany no es hasta dentro de otras dos semanas, pero me pone un poco nerviosa que en Toys «R» Us se hayan quedado sin ella. Ahí es donde la madre de Chelsea encontró la de Brittany, y dijo que era el único sitio donde pudo encontrar una. —Frunció el ceño—. ¿Estás bien? Tienes la cara de alguien a quien han castigado en su habitación.
Una expulsión. Tienes que quedarte aquí sentada y calladita hasta que puedas controlar tus emociones, jovencita.
—Estoy bien —dije—. Tendría que haber escuchado tu consejo e irme al cuarto de baño, eso es todo.
Ella asintió.
—Esos ejercicios de sensibilidad acaban haciéndote polvo. Bueno, dejaré que vuelvas al trabajo. O lo que sea —me palmeó en el hombro.
—Y yo te traeré la Barbie Novia Romántica. No tienes que preocuparte. La encontraré —dije, y empecé a rebuscar a ciegas en un grupo de recortes.
En cuanto se fue cerré la puerta, y luego me senté otra vez ante el ordenador y contemplé la pantalla.
El archivo que había recuperado era mi gráfico sobre el pelo corto. Estaba allí, con sus líneas de colores entrecruzadas y aquel anómalo grupo en Marydale, Ohio, como un reproche.
¿Cómo podía tener la esperanza de comprender lo que había motivado que las mujeres se cortaran el pelo setenta años atrás cuando ni siquiera comprendía lo que me movía a mí a actuar?
No había tenido ni una sola pista hasta que Ben me rodeó con sus brazos. Hasta que me atrajo hacia sí, pensaba sinceramente que intentaba salvar su proyecto porque no podía soportar a Flip. Incluso creía que estaba irritada con Alicia simplemente porque intentaba producir ciencia a la carta. Y todo el tiempo…
Oí un ruido en el pasillo y coloqué las manos sobre el teclado. Necesitaba parecer ocupada para que nadie más viniera a hablar conmigo.
Contemplé el gráfico con sus líneas entrelazadas y sus curvas intercaladas, cada una influyendo sobre las.otras, reiterándose y conduciendo inevitablemente a un Resultado.
Como mi caída. Y tal vez debería dibujar eso: señalar los hechos e interacciones que me habían conducido a aquella situación. Recuperé el programa cromático y un archivo vacío y empecé a reconstruirla.
Había pedido prestadas las ovejas de Billy Ray. No, había empezado antes, con Dirección y GRIS. Dirección había entregado un nuevo impreso de solicitud de fondos, y el de Ben se había perdido, y yo había sugerido que trabajáramos juntos. Y Dirección había dicho que sí porque querían que uno de los científicos de HiTek obtuviera la beca Niebnitz.
Empecé a dibujar las líneas que se conectaban, de las reuniones de Dirección a los impresos de fondos, a Shirl, la nueva ayudante, que me había traído copias extra de las páginas que faltaban y que yo había llevado a Ben, a Alicia, la cual quería colaborar con Bennett para ganar la beca Niebnitz. Y otra vez de vuelta a Dirección y GRIS. Y a Flip.
—Se ha marchado de la reunión temprano —me reprochó Flip, abriendo la puerta. Todavía llevaba el sombrero encasquetado, pero se había quitado la camiseta DSAS; ahora lucía un vestido transparente sobre unas mallas que parecían hechas de cinta adhesiva azul Cerenkhov.
—No recogió el impreso mejorado para la obtención de suministros —dijo, y me tendió una carpeta—. Y yo quería hacerle una pregunta.
—Estoy ocupada, Flip.
—Sólo será un minuto. Sé que todavía está enfadada porque contesté al anuncio de contactos, pero es la única a la que puedo preguntárselo. Desiderata y Shirl están cabreadas conmigo.
«Me pregunto por qué», pensé.
—De verdad que estoy muy ocupada, Flip.
—Sólo será un minuto. —Acercó un taburete al ordenador y se encaramó en él—. ¿Hasta dónde debe llegar una persona cuando está realmente desequilibrada por alguien?
Justo lo que necesitaba, discutir sobre la vida sexual de una persona que lleva una anilla en la nariz y ropa interior de cinta adhesiva.
—Quiero decir, si pensara que nunca iba a volver a ver a ese alguien. ¿Piensa que es estúpido hacer algo realmente suarb?
Había hablado con Ben para unir nuestros proyectos. Había pedido prestado un rebaño de ovejas. Estúpida, estúpida, estúpida.
—Es sobre mi pelo —dijo, y se quitó el sombrero—. Me lo rapé.
Desde luego, lo había hecho. Tenía el pelo a menos de un centímetro de su casco azul. Por un segundo pensé que había tenido el mismo problema con la cinta adhesiva que Desiderata, pero también había eliminado su mechón colgante.
Parecía un pollito desplumado muerto de frío.
Sentí una súbita punzada de piedad por ella, enamorada de un dentista, nada menos, que no sabía que existía, y que probablemente ya estaba prometido.
—Así que me pregunté si estaba bien así o si debería añadir otra marca —señaló su sien derecha, justo debajo de la zona rapada.
—¿De qué? —dije débilmente.
Ella suspiró.
—De una tira de cinta adhesiva, por supuesto.
Por supuesto.
—Creo que depende de cómo vayas a dejarte crecer el pelo —dije, esperando que fuera a hacerlo.
Al parecer así era, porque volvió a ponerse el sombrero y dijo:
—¿Así que entonces no cree que será una estupidez?
—Flip, ¿quieres hacerme un favor? ¿Quieres bajar a Biología y decirle al doctor O'Reilly que voy a marcharme temprano, y que hablaré con él mañana?
—Biología está justo al otro lado del edificio —dijo ella, enfadada—. De todas formas, dudo que esté allí. Cuando dejé la reunión, estaba hablando con la doctora Turnbull. Como siempre. Apuesto que desea haberla tenido por compañera en todo eso de los abrazos.
—Estoy realmente ocupada, Flip —dije, y empecé a teclear para demostrarlo. Flip. Todo era culpa de Flip Había perdido los impresos de Bennett y robado mis anuncios de contactos, y por eso yo estaba en la sala de fotocopias cuando entró él.
—¿Sabía que la doctora Patton se ha prometido? —dijo Flip buscando conversación—. ¿Con ese tipo que no quería casarse?
—Sí.
—Apuesto que el doctor O'Reilly y la doctora Turnbull se casarán muy pronto.
Seguí tecleando obstinadamente, y al cabo de un ratito Flip se aburrió y se marchó; pero no paré. No bromeanba al decir que todo aquel lío era culpa de Flip. No sólo había perdido los impresos y robado los anuncios. Lo había empezado todo. Si no me hubiera entregado a mí en primer lugar el paquete de la doctora Turnbull, nunca habría conocido a Ben. Nunca habría bajado a Biología, y en aquella primera reunión él estaba al otro lado de la sala.
Seguí añadiendo líneas, siguiendo los hechos interconectados. Ella había echado a perder seis semanas de investigación y me había robado la grapadora. Y había perdido las páginas del impreso de fondos. Yo había tenido que llevarle a Ben las páginas que faltaban. Las huellas de sus Mary Janes y sus zuecos sin talón estaban por todas partes, denunciando sus tropelías.
Era como una especie de Yago. O algún ángel de la guarda maligno. «Siempre allí, a tu lado, adondequiera que vayas», era lo que ponía en Ángeles, ángeles por todas partes. Y era verdad. Estaba en todas partes, como una horrible anti-Pippa, deambulando ante ventanas insospechadas y sembrando la destrucción dondequiera que estuviese.
Añadí más líneas. Flip alzando la mano y consiguiendo una ayudante, Flip promoviendo la campaña antitabaco que me había hecho sugerirle el corral a Shirl, quien nos había hablado de la oveja mansa. Flip deprimiéndome aquel día en Boiklder. De no haber sido por su charla sobre sentirse inquieta, nunca habría salido con Billy Ray, nunca habría sabido que las Targhees eran ovejas, y nunca se me habría ocurrido la idea de pedirlas prestadas.
«Y Ben estaría en algún lugar de Francia, estudiando la teoría del caos», pensé, enfadada. Sabía que nada de aquello era culpa de Flip. Yo era quien había ideado excusas para ver a Ben, para hablar con él, desde el primer día en que lo seguí en el porche.
Flip no era la causa. Podía haber precipitado las cosas, pero e! resultado era culpa mía. Había seguido la tendencia más antigua de todas. Justo al borde del precipicio.
Flip volvió, y se puso a mirar interesada por encima de mi hombro.
—Sigo ocupada, Flip.
Ella agitó su mechón inexistente.
—El doctor O'Reilly se ha marchado. Apuesto a que tiene una cita con la doctora Turnbull.
Un ángel de la guardia espectral, ineludible.
—¿No tienes que ir a ningún sitio?
—Eso es lo que venía a decirle. Adiós.
Y se marchó. Contemplé la pantalla, preguntándome cómo incluir en mi gráfica ese breve encuentro, pero ya había vuelto.
—¿Hay sombreros en Texas? —preguntó.
—De diez kilos.
Se marchó otra vez, esta vez al parecer definitivamente. Añadí unas cuantas líneas más a mi gráfico, y luego me quedé allí sentada, contemplando las curvas entrecruzadas, las regresiones tan claramente trazadas.
—Las siete —dijo Gina, asomando la cabeza por la puerta. Llevaba puesto el abrigo—. Puedes salir ya de tu castigo. Sonreí.
—Gracias, mamá —dije, pero no me marché. Esperé hasta asegurarme de que todo el mundo se había ido y luego bajé y me colgué de la cerca, observando las ovejas que se movían y pastaban y volvían a moverse, balando de vez en cuando, perdiéndose ocasionalmente, impulsadas por una mansa que no reconocían, por un instinto que no sabían que tenían.
KEWPIES (1909–1915)
Muñeca de moda inspirada en los poemas ilustrados del Ladies' Home Journal. Las muñecas kewpie tenían aspecto de querubín de mejillas sonrosadas, con una barriguita redonda y un rizo rubio en la cabeza. Eran muy apreciadas tanto por niñas pequeñas como por mujeres adultas. Las kewpies aparecieron en forma de muñecas de papel, saleros, tarjetas, motivos para decorar pasteles de boda y premio de feria.
Durante los dos días siguientes me mantuve apartada del laboratorio y de Ben arreglando mi propio laboratorio e introduciendo kilómetros de datos sobre el mah-jong y el vuelo de Lindberg sobre el Atlántico.
«Esto es ridículo —me dije a mí misma el jueves—. No eres Peyton. Tienes que verlo alguna vez. Crece.»
Pero cuando llegué al laboratorio Alicia estaba allí, apoyada en la verja. Ben tenía sujeta la mansa por el lazo rosa pomo y explicaba el principio de la estructura de atención. Llevaba la corbata azul.
—Esto tiene auténticas posibilidades —decía Alicia—. El treinta y uno por ciento de los proyectos de los receptores de la beca Niebtniz eran, en el momento de concederse el premio, colaboraciones interdisciplinarias. La clave está en conseguir la colaboración adecuada. Obviamente el comité busca un equilibrio de géneros, cosa en la que encajáis, pero la teoría del caos y la estadística son disciplinas basadas en las matemáticas. Necesitáis un biólogo.
—¿Os hago falta?
Los dos me miraron.
—Si no, tengo un poco de trabajo de investigación en la biblioteca.
—No, adelante —dijo Ben—. La mansa no está de humor para aprender nada esta mañana. —Se frotó la rodilla—. Ya me ha embestido dos veces. Mientras estás en la biblioteca, mira a ver si tienen algo sobre cómo conseguir un líder para que le sigan.
—Lo haré —contesté, y me encaminé pasillo abajo.
—Espera —dijo Ben, corriendo para alcanzarme—. Quería hablar contigo. ¿Fue un logro? ¿Lo de la maratón de baile?
«Sí—pensé, mirándole fijamente—. Un logro.»
—No —contesté—. Creí que habría una conexión, pero no la había.
Y me fui a Boulder a buscar la Barbie Novia Romántica.
Gina me había dado una lista de jugueterías; en ella aparecían marcadas aquellas donde ya lo había intentado, lo que no me dejaba muchas. Empecé por arriba, decidida a abrirme paso hacia abajo.
Yo pensaba que comprendía la moda de las Barbies. Ni siquiera la fiesta de cumpleaños de Brittany me había preparado para lo que encontré.
Había Barbies Moda Alegre, Barbies Fiesta de Disfraces, Barbies Ángeles de Burbujas, Barbies Girasol, e incluso una Barbie Sorpresa a la que se le abría el pecho y dentro llevaba carmín y brillo de labios. Había Barbies multiculturales, Barbies que se encendían, Barbies por control remoto, Barbies cuyo pelo podía cortarse.
Barbie tenía un Porsche, un Jaguar, un Corvette, un Mustang, una lancha motora, un todoterreno y un caballo. También un baño de belleza, una sauna, un gimnasio y un McDonald's. Por no mencionar los cofres para joyas, para el almuerzo, cintas de ejercicios, audios, vídeos y laca rosa para uñas.
Pero no había ninguna Barbie Novia Romántica. En el Palacio de los Juguetes tenían la Barbie Novia Campestre, con un delantal rosa y un ramo de margaritas. En Toys «R» Us tenían la Barbie Novia Ensoñadora y la Barbie Fantasía Nupcial, y consideré seriamente la posibilidad de decidirme por alguna de ellas a pesar de las instrucciones de Gina.
En Cabbage Patch tenían cuatro pasillos llenos de Barbies y una empleada con una i estampada en la frente.
—Tenemos la Barbie Troll —dijo cuando le pregunté por la Novia Romántica—. Y Pocahontas.
Recorrí cuatro jugueterías y tres tiendas de saldos y luego me acerqué al café Krakatoa para ver si había alguna Barbie en los anuncios personales de los periódicos.
Ahora se llamaba Kepler's Quark, mala señal.
—No me diga. Ya no tienen café con leche —le dije al camarero, que llevaba un jersey negro de cuello alto, vaqueros negros y gafas de sol.
—La cafeína es mala —dijo, tendiéndome la carta, que ya ocupaba hasta diez páginas—. Le sugiero una bebida inteligente.
—¿No es eso un oxímoron? —dije yo—. ¿Creer que una bebida puede aumentar su cociente intelectual?
Él ladeó la cabeza, enseñando la una i de la frente.
Por supuesto.
—Las bebidas inteligentes son refrescos sin alcohol con neurotransmisores para aumentar la memoria y la atención y potenciar la función cerebral. Le sugiero el Estallido Cerebral, que aumenta la habilidad matemática, o el Levántate y Van Gogh, que aumenta la habilidad artística.
—Tomaré el Comprobante de Realidad —dije, esperando que aumentara mi capacidad para aceptar los hechos.
Traté de leer los anuncios, pero eran demasiado deprimentes: «A la rubia que almuerza todos los días en Jane's Java. No me conoces pero estoy locamente enamorado de ti. Por favor, responde.»
Me pasé a los artículos.
Un terapeuta de «lazos armónicos» ofrecía alineamientos de alma con cinta adhesiva.
Dos hombres habían sido detenidos en la ciudad de Nueva York por trabajar en la nueva moda, una «tabacalera clandestina».
El rosa pomo había fracasado como moda. Un diseñador de ropa decía: «El gusto del público es inexplicable».
«Sabias palabras», pensé; y era hora de que también yo aceptara eso.
Nunca iba a descubrir la fuente de la moda del pelo corto, no importaba cuántos datos introdujera en el gráfico de mi ordenador. No importaba cuántas líneas de colores dibujara.
Porque no tenía nada que ver con el sufragismo ni con la Primera Guerra Mundial ni con el clima. Y aunque pudiera preguntarles a Bernice e Irene y a todas las demás por qué se lo habían cortado, seguiría sin servir de nada. Porque no lo sabrían.
Fueron tan confiadas y ciegas como lo había sido yo; se dejaron llevar por sentimientos de los que no eran conscientes, por fuerzas que no comprendían. De cabeza al río.
Llegó mi bebida inteligente. Era de un color verdoso pálido, el chartreuse, un color que había estado de moda a finales de los años veinte.
—¿Qué es lo que tiene?
El camarero suspiró, un pesado suspiro surgido de un personaje de Dostoyevsky.
—Tirosina, L-fenilamina y cofactores sinérgicos —dijo—. Y zumo de pina.
Di un sorbo. No me sentí más inteligente.
—¿Por qué se marcó la frente? —pregunté.
Al parecer, él no se había acabado su bebida inteligente.
Me miró, sin entender.
—¿Su marca con la ¿? —dije, señalándola—. ¿Por qué decidió hacerse eso?
—Todo el mundo lo lleva —contestó, y se dio media vuelta.
Me pregunté si se había hecho la marca para complacer a su novia o si se rebelaba contra el antiintelectualismo o contra sus padres, o si estaba enamorado de alguien que no reparaba en él. Me tomé la bebida y seguí leyendo. No me sentía más inteligente. Bantam Books había pagado una cifra de ocho ceros como anticipo por Para ponerse en contacto con tu Hada Madrina interna. El azul Cerenkhov era el color de moda para el invierno y, en Los Ángeles, hombres y mujeres fumaban puros, inspirados por Rush Limbaugh o por David Letterman o fuerzas que no comprendían. Como las ovejas. Como las ratas.
Nada de todo eso resolvía el problema de cómo iba yo a volver a trabajar con Bennett. O dónde iba a encontrar la Barbie Novia Romántica. Me acerqué a la biblioteca y saqué Anna Karenina y Cyrano de Bergerac y cogí la guía telefónica de Denver de la sección de referencias. Anoté todas las tiendas de juguetes que no estaban en la lista de Gina y todos los grandes almacenes y los de saldos, le expliqué al clon de Flip que ya había pagado la multa por las Obras Completas de Browning y me marché, y fui tachando tiendas a medida que las iba visitando.
Acabé encontrando la Barbie Novia Romántica en un Target de Aurora… caída detrás de un club hípico de Barbie, y la llevé al mostrador. La empleada intentaba darle el cambio al hombre que me precedía en la cola.
—Son dieciocho setenta y ocho —dijo.
—Lo sé —contestó el hombre—. Le he dado un billete de veinte dólares y después de que lo marcara como dieciocho setenta y ocho, le di tres centavos. Me debe un dólar y veinticinco.
Ella se echó el pelo atrás, irritada, revelando una i.
«Ríndase —pensé—. No hay esperanza.»
—La registradora dice que son uno veintidós —dijo.
—Lo sé —contestó él—. Por eso le di los tres centavos. Veintidós más tres hacen un cuarto.
—¿Un cuarto de qué?
Coloqué la Barbie Novia Romántica en el final del mostrador. Leí los titulares de los periódicos sensacionalistas y miré los caprichitos de última hora colocados junto a la caja. Cinta adhesiva de varias anchuras, y paquetitos de zapatos de tacón alto para Barbie en diversos colores.
—Muy bien —dijo el hombre—. Devuélvame los tres centavos y déme veintidós.
Cogí un paquete de zapatos. «¡Nuevo! Azul Cerenkhov», decía. Lo dejé junto a la cinta adhesiva y al hacerlo sentí una extraña sensación, como si estuviera a punto de lograr algo importante, como la última cara de un cubo de Rubik que encaja en su sitio.
—Esto no tiene precio —dijo la empleada. Sostenía la Barbie Novia Romántica—. No puedo vender nada que no tenga precio.
—Son treinta y ocho noventa y nueve —dije—. El encargado dijo que lo marcara como Artículos Varios.
—Oh —dijo ella, y lo marcó.
«Ésta es una moda que puede acabar por gustarme —pensé, sonriendo al ver su i—. Quien avisa no es traidor.»
—Eso hace cuarenta y uno treinta y tres —dijo ella.
Me quedé allí de pie, la cartera en la mano, mirando las cajas de lápices de colores, tratando de recuperar la sensación que había experimentado. Algo sobre el azul Cerenkhov, y la cinta adhesiva o…
Fuera lo que fuese, lo había perdido. Esperé que no fuera la cura para el cólera.
—Cuarenta y uno treinta y tres —dijo la empleada.
Conté con cuidado el cambio exacto y me marché con la Barbie Novia Romántica. Al salir, pisé algo y miré al suelo. Era un centavo. Más allá había otros dos. Parecía que alguien los había arrojado con cierta fuerza.
PROHIBICIÓN (1895–16 de enero de 1920)
Aversión por el alcohol promovida por la Unión de Mujeres Cristianas por la Templanza, los destrozos en los bares y los tristes efectos del alcoholismo. Se instaba a los niños en edad escolar a «firmar el juramento» y a las mujeres a prometer no besar labios que hubieran tocado el licor. El movimiento ganó ímpetu y apoyo político durante los primeros años del siglo XX; cuando los candidatos electorales brindaban con vasos de agua y varios estados se declararon contrarios a la bebida. El proceso culminó con el acta Volstead. La moda pasó en cuanto la Prohibición entró en vigor. Fue sustituida por los contrabandistas, las licorerías clandestinas, las petacas, el crimen organizado y la Revocación.
Gina no podía creer que hubiera encontrado la Barbie Novia Romántica.
Me abrazó dos veces.
—Eres maravillosa. ¡Una hacedora de milagros!
—No tanto —dije, tratando de sonreír—. Parece que no tengo ninguna suerte tratando de encontrar el origen del pelo corto.
—Hablando de Roma —dijo ella, todavía admirando la Barbie Novia Romántica—. El doctor O'Reilly estuvo aquí antes, buscándote. Parecía preocupado.
«¿Qué habrá perdido Flip ahora? —me pregunté—. ¿La oveja mansa?» Me encaminé hacia Biología. A medio camino, me topé con Ben. Me agarró por el brazo.
—Se supone que teníamos que estar en el despacho de Dirección hace diez minutos.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que pasa? —dije, tratando de seguir su paso—. ¿Tenemos problemas?
Bueno, claro que teníamos problemas. Nadie entraba en el despacho de Dirección, dejando aparte los de Impulso de Personal, a no ser que estuviera a punto de ser trasladado a Suministros. O cuando te cortaban los fondos.
—Espero que no sean los activistas en favor de los derechos de los animales —dijo Ben, deteniéndose ante la puerta de Dirección—. ¿Crees que tendría que haberme puesto una chaqueta?
—No —contesté, recordando cómo eran las suyas—. Tal vez sea por algo sin importancia. Tal vez no somos lo bastante informales vistiendo.
La secretaria de la antesala nos dijo que entráramos.
—No es por algo sin importancia —susurró Ben, y alargó la mano hacia el pomo de la puerta.
—Tal vez no sea nada malo —dije—. A lo mejor Dirección quiere felicitarnos por nuestra cooperación interdisciplinaria.
Abrió la puerta. Dirección se encontraba de pie tras su mesa, cruzado de brazos.
—No lo creo —murmuró Ben, y entramos.
Dirección nos dijo que nos sentáramos, otra mal señal. Una de las Ocho Máximas de Eficacia de DSAJ era: «Celebrar reuniones de pie favorece la concisión.»
Nos sentamos.
Dirección permaneció de pie.
—Un asunto extremadamente serio referente a ustedes y su proyecto me ha llamado la atención.
«Son los defensores de los derechos de los animales», pensé, y me preparé para lo que iba a decir a continuación.
—La ayudante de la facilitadora de mensajes en el trabajo fue vista fumando en la zona del corral. Dice que tenía permiso para hacerlo. ¿Es cierto?
Fumar. Todo aquello era por el hábito de fumar de Shirl.
—¿Quién dio ese permiso? —preguntó Dirección.
—Yo —dijimos los dos.
—Fue idea mía —añadí yo—. Le pregunté al doctor O'Reilly si no le importaba.
—¿Es usted consciente de que el edificio HiTek es una zona libre de humo?
—Era al aire libre —dije, y entonces recordé Berkeley—. No me parecía bien que tuviera que soportar una nevada para fumar.
—A mí tampoco —dijo Ben—. No fumaba dentro. Sólo en el corral.
Dirección parecía aún más sombrío.
—¿Son conscientes de las directrices de HiTek para la investigación con animales vivos?
—Sí—contestó Ben, asombrado—. Las seguimos…
—Los animales vivos deben tener un entorno sano —dijo Dirección—. ¿Están al corriente de los peligros de los carcinógenos atmosféricos, del informe del Ministerio de Salud sobre los peligros del humo para el fumador pasivo? Puede causar cáncer de pulmón, enfisema, tensión alta y ataques cardíacos.
Ben parecía aún más confundido.
—No fumaba cerca de nosotros, y era al aire libre. Yo…
—Se requiere que los animales vivos tengan un entorno sano —dijo Dirección—. ¿Llamarían al humo del tabaco un entorno sano?
«Nunca subestimes el poder de una moda contraria a algo», pensé. La última de este país condujo a un montón de acusaciones por comunismo, reputaciones arruinadas, carreras destruidas.
—«¡… y de las casas salieron las ratas en tropel!» —murmuré.
—¿Qué? —dijo Dirección, mirándome fijamente.
—Nada.
—¿Sabe usted cuáles son los efectos del humo sobre las ovejas? —dijo Dirección.
«No —pensé—, ni tú tampoco. Sólo estás siguiendo al rebaño.»
—Su patente despreocupación por la salud de las ovejas impide que este proyecto sea tenido en cuenta como serio aspirante a la concesión de becas.
—Ella sólo fuma un cigarrillo al día —dijo Ben—. El corral de las ovejas mide treinta metros por veinticinco. La densidad del humo de un solo cigarrillo sería de menos de una parte por mil millones.
«Déjalo, Ben», pensé. Las tendencias de aversión no tienen nada que ver con la lógica científica, y no sólo hemos expuesto las ovejas al humo de segunda mano: HiTek piensa que hemos puesto en peligro sus posibilidades de obtener lo que desea su corazón: la beca Niebnitz.
Miré a Dirección. «HiTek va a despedir por fin a alguien, —pensé—, y seremos nosotros.» Me equivocaba.
—Doctora Foster, usted consiguió las ovejas, ¿verdad? —Sí —contesté, resistiendo la tentación de añadir «señor»—. De un ranchero de Wyoming.
—¿Y es él consciente de que intentó exponer sus ovejas a dañinos carcinógenos?
—No, pero no pondrá pegas —dije, y entonces recordé el pudín de pan. Nunca le había preguntado su punto de vista sobre el tabaco, pero sabía cuál era: lo que todo el mundo pensara.
—Según recuerdo, este proyecto también fue idea suya, doctora Foster. Fue idea suya usar ovejas, a pesar de las objeciones de Dirección.
—Sólo intentaba ayudarme a salvar mi proyecto —dijo Ben, pero Dirección no le escuchaba.
—Doctor O'Reilly, esta desafortunada situación no es, evidentemente, culpa suya. Habrá que cancelar el proyecto, me temo; pero la doctora Turnbull necesita un colega para el proyecto en el que está trabajando, y se refirió en concreto a usted.
—¿Qué proyecto? —preguntó Ben.
—Eso no está decidido todavía —contestó Dirección—. La doctora estudia varias posibilidades. Sea cual fuere, estoy seguro de que será un excelente proyecto en el que participar. Consideramos que tiene un setenta y ocho por ciento de probabilidades de ganar la beca Niebnitz. —Se volvió hacia mí—. Doctora Foster, encárguese de devolver las ovejas a su dueño inmediatamente.
Entonces entró la secretaria.
—Lamento interrumpir, señor…
—Habrá una reprimenda en su expediente, doctora Foster —dijo Dirección, ignorándola—, y reevaluaremos en profundidad su proyecto en el próximo período de adjudicación de fondos. Mientras tanto…
—Señor, tiene usted que salir —dijo la secretaría.
—Estoy en mitad de una reunión —cortó Dirección—. Quiero un informe completo detallando sus avances en la investigación de tendencias —me dijo.
—Espere un momento —dijo Ben—. La doctora Foster sólo estaba…
—Discúlpeme, señor…
—¿Qué pasa, señorita Shepard? —dijo Dirección.
—Las ovejas…
—¿Ha llamado el propietario para quejarse? —dijo él, dirigiéndome una mirada venenosa.
—No, señor. Son las ovejas. Están en el pasillo.
5
CURSO PRINCIPAL
Dios está en el cielo…
Todo va bien en el mundo.
BAILE OBSESIVO (1374)
Moda religiosa del norte de Europa. La gente bailaba sin control durante horas. Formaban círculos en las calles y saltaban, chillaban y rodaban por el suelo, gritando a menudo que estaban poseídos por los demonios y suplicando a dichos demonios que dejaran de atormentarlos. Causada por histeria nerviosa y/o calzar zapatos puntiagudos.
Quien primero propuso la idea de que el caos y los logros científicos significativos están conectados fue Henri Poincaré, que había sido incapaz de poner el pie en el escalón del autobús y lo vio todo claro. Su descubrimiento, dijo en la Société de Psychologie, fue una inesperada reflexión surgida de la frustración, la confusión y el caos mental.
Otros teóricos del caos han explicado la experiencia de Poincaré como el resultado de la conjunción de dos marcos de referencia distintos. Las circunstancias caóticas (la frustración de Poincaré con el problema, su insomnio, las distracciones de hacer las maletas para el viaje, el cambio de escenario) crearon una situación alejada del equilibrio donde ideas desconectadas entraron en nuevas y sorprendentes conjunciones y acontecimientos insignificantes tuvieron enormes consecuencias.
Hasta que el caos cristalizó en un orden superior de equilibrio por el simple hecho de subirse a un autobús. O toparse con un rebaño de ovejas.
No estaban en el pasillo. Estaban en la antesala y camino del santuario interior de Dirección y su alfombra blanca. La secretaria se aplastó contra la pared para dejarlas pasar, apretando el bloc de notas contra el pecho.
—¡Esperad! —dijo Dirección, alzando las manos como si hiciera un ejercicio de sensibilidad—. ¡No podéis entrar aquí!
Ben se lanzó de cabeza contra la primera oveja, que puede que no fuera la mansa, porque aunque la paró en la puerta y la retuvo allí, empujándola con los hombros como en un saque de fútbol, las otras ovejas simplemente la esquivaron y entraron en el despacho. Tal vez yo las había juzgado mal y en efecto tenían cerebro. Se habían dirigido de cabeza a la parte del edificio donde podían causar más daños.
Lo hicieron. Parecía mentira que pudieran llevar tanta suciedad en sus pequeñas pezuñas, y además dejaron a su paso una mancha alargada de lana sucia en las paredes blancas y en el vestido de la secretaria de Dirección.
Ben seguía luchando con la oveja, que estaba ansiosa por unirse al rebaño, que ahora se dirigía recto a la pulida mesa de teca de Dirección.
—¡Han puesto en peligro el bienestar de unos animales vivos! —dijo Dirección, subiéndose a la mesa—. Además, la supervisión del proyecto es inadecuada.
Las ovejas daban vueltas a la mesa como los indios de las películas alrededor de una caravana.
—¡No han establecido las medidas de seguridad apropiadas! —dijo Dirección.
—Facilitamos el potencial —murmuré, tratando de hacer que se movieran en otra dirección, en cualquier dirección.
—¡Estos animales no deberían estar aquí! —gritó Dirección desde lo alto de la mesa.
Al parecer a las ovejas se les había ocurrido la misma idea. Entonaron un apesadumbrado balido, todas a la vez, abriendo la boca con un continuo y ensordecedor bee.
Miré con atención a las ovejas, tratando de localizar dónde se había originado el balido, pero parecía haber surgido de todas partes al mismo tiempo. Como el pelo corto.
—¿Has oído dónde ha empezado el balido? —le grité a Ben.
El soltó la oveja y todas se movieron de repente, deambulando al azar por el despacho y dirigiéndose a la puerta.
—¿Adonde van? —dijo Ben.
Dirección se había bajado de la mesa y gritaba de nuevo advertencias, un poquito más agitado que antes.
—¡HiTek no tolerará sabotajes por parte de los empleados! Si alguno de ustedes o esa fumadora soltó esas ovejas a propósito…
—No lo hicimos —dijo Ben, tratando de llegar a la puerta—. Deben de haber salido solas.
Y tuve una súbita visión de Flip apoyada contra la puerta del corral, jugando con el pestillo, arriba y abajo, arriba y abajo.
Ben llegó a la puerta justo cuando las dos últimas ovejas la atravesaban, balando frenéticamente ante la perspectiva de quedarse rezagadas.
Pero una vez en el pasillo empezaron a dar vueltas sin rumbo. Parecían perdidas, pero inamovibles.
—Tenemos que encontrar a la mansa —dije. Empecé a abrirme paso entre ellas, buscando el lazo rosa.
Hubo un grito al fondo del pasillo, seguido de un:
—¡Maldita seas, bicho sin cerebro!
Era Shirl, con los brazos llenos de papeles.
—¡Apártate de mi camino, estúpido animal! —gritó—. ¿Cómo has…? —Se detuvo en seco al ver el rebaño entero—. ¿Quién las ha dejado salir?
—Flip —contesté, palpando el cuello de una oveja en busca del lazo.
—No puede ser —dijo Shirl, avanzando hacia mí por entre las ovejas—. No está aquí.
—¿Cómo que no está aquí? —dije. Dos ovejas me pasaron una por cada lado y estuvieron a punto de tirarme al suelo.
—Dimitió —contestó Shirl, manteniendo a raya a la de la izquierda con sus papeles—. Hace tres días.
—No me importa —dije, empujando a la otra—. De algún modo, Flip está detrás de esto. Está detrás de todo.
Las ovejas de pronto corrieron pasillo abajo, hacia Personal.
—¿Adonde van ahora? —dijo Ben.
—No tienen ni idea —respondí—. Contempla al público americano.
Dirección salió de su oficina con la corbata torcida.
—¡Este tipo de conducta es obviamente un efecto secundario de la nicotina!
—Tenemos que encontrar a la mansa. Es la clave.
Ben se detuvo. Me miró.
—La clave —dijo.
—Cuando averigüe quién está causando este… este caos —gritó Dirección.
—Caos —dijo Ben lentamente, casi para sí—. La clave es la mansa.
—Sí —contesté—. Es la única forma de hacerlas volver a Biología. Empieza tú por este extremo, y yo por el otro. ¿De acuerdo?
Él no me contestó. Se quedó de pie, transfigurado, mientras las ovejas daban vueltas a su alrededor, con la boca medio abierta y los ojos encogidos tras sus gafas de culo de botella.
—Una mansa —dijo en voz baja.
—Sí, la mansa —repuse, y pasó un buen rato antes de que sus ojos se posaran en mí—. Encuentra a la mansa. Piensa en rosa.
Me encaminé hacia el fondo del pasillo.
—Shirl, corra al laboratorio y traiga un ronzal. —De pronto recordé algo—. ¿Dijo que Flip ha dimitido? Shirl asintió.
—Ese dentista que conoció por los anuncios de contactos se mudó de casa y lo ha seguido. Para que pudieran ser geográficamente compatibles —corrió pasillo abajo en dirección al laboratorio.
Las ovejas estaban en las escaleras, moviéndose asustadas en el borde del último escalón; lástima que no fuera un acantilado. Tal vez podrían caerse y romperse el cuello, pero no hubo tanta suerte. Bajaron un tramo y luego recorrieron el pasillo hasta Estadística. Yo corrí hacia arriba. —¡Van hacia Estadística! —le grité a Ben. No estaba allí. Bajé corriendo las escaleras y me detuve a medio camino.
En un rincón del suelo, aplastado y muy sucio, estaba el lazo rosa. «Maravilloso», pensé, y alcé la mirada y vi a Alicia Turnbull, que me miraba a su vez.
—Doctora Foster —dijo con desaprobación.
—No me digas. Ninguno de los ganadores de la beca Niebnitz estuvo jamás relacionado con las estampidas.
—¿Dónde está el doctor O'Reilly? —me preguntó.
—No lo sé —recogí el lazo estropeado—. Y tampoco sé dónde está la mansa. O qué tipo de proyecto ganará la beca Niebnitz. Pero sí tengo una idea aproximada de lo que van a hacer las ovejas en Estadística ahora mismo, así que, si me disculpas… —dije, y la dejé atrás y corrí por el pasillo.
«Al menos no pueden hacer ningún daño en mi laboratorio», pensé, esperando que las demás puertas estuvieran cerradas.
El rebaño seguía todavía en el pasillo, así que debían estarlo. Gina se encontraba en el otro extremo, saliendo del laboratorio de Estadística.
—Hora de la pausa para el baño —dijo en cuanto las vio, y se escabulló tras una puerta.
Atravesé el rebaño de ovejas, agachándome para cogerlas por la barbilla y mirar aquellos rostros vacíos en busca de una mirada ligeramente bizca o medio inteligente.
La puerta volvió a abrirse.
—¡Hay una en el cuarto de baño! —dijo Gina. Se abrió paso hacia donde yo estaba mirando a los ojos de las ovejas.
Todas parecían bizcas. Escudriñé ansiosamente sus caras, sus ojos vacuos hechos para tener una i marcada entre ellos.
—Será mejor que no haya una en mi oficina —dijo Gina, y abrió la puerta.
—¡Ciérrala! —grité, pero demasiado tarde. Una oveja gorda la había atravesado ya—. Ciérrala —repetí, y lo hizo.
El resto de las ovejas se congregó ante la puerta, dando vueltas y balando, buscando desesperadamente alguna que les dijera qué hacer, adonde ir. Lo que debía significar que la oveja que estaba dentro de la oficina de Gina era la mansa.
—¡Quédate ahí! —grité a través de la puerta. El lazo no era lo bastante fuerte para servir de correa, pero tenía una cuerda de Davy Crockett que podría servir. Me dirigí a mi laboratorio, preguntándome qué le habría pasado a Ben. Probablemente Alicia lo había encontrado y le estaba hablando de su beca Niebnitz.
Hubo un grito dentro de la oficina de Gina, y la puerta se abrió.
—¡No…! —grité. La oveja atravesó la puerta y se mezcló con el resto del rebaño como una carta que desaparece dentro de una baraja—. ¿Has visto adonde iba, Gina?
—No —dijo ella tristemente—. No.
Agarraba una ajada caja rosa. Un trozo de gasa blanca colgaba de una esquina.
—¡Mira lo que esa oveja le ha hecho a la Barbie Novia Romántica! —dijo, alzando un rizo de pelo castaño—. Era la última de todo Boulder.
—De toda la zona de Denver —contesté yo, y entré en el laboratorio de Estadística.
«Lo único que me falta ahora es Flip», pensé, y me sorprendió que no estuviera en el laboratorio, con dimisión o sin ella. Lo que sí había era una oveja, que mordisqueaba pensativa un disquete. Se lo quité de la boca, o lo que quedaba, le separé los grandes dientes cuadrados, pesqué la pieza restante, y la miré de lleno a sus ojos levemente bizcos.
—Escúchame —dije, sujetándola por la mandíbula—. Ya he tenido suficiente por hoy. He perdido mi trabajo, he perdido a la única persona que conozco que no actúa como una oveja, no sé de dónde vienen las modas y nunca voy a averiguarlo, y ya estoy harta. Quiero que me sigas, quiero que me sigas ahora mismo.
Tiré al suelo los pedazos del disquete y me di la vuelta y salí del laboratorio.
Y la oveja debía ser la mansa, porque trotó detrás de mí todo el camino hasta Biología, y cruzó el laboratorio hasta el corral, igual que Mary y su corderito de blanco vellón. Y el resto del rebaño la siguió, sacudiendo el rabo.
PLUMAS DE AVESTRUZ (1890–1913)
Moda de vestir eduardiana inspirada por Charles Darwin y el interés público por la historia natural. Las plumas se teñían de todos los colores y se ponían en el pelo, en los sombreros, abanicos, e incluso en los plumeros para el polvo. Modas similares incluían los sombreros de ala ancha y vestidos con lagartos, arañas, sapos y ciempiés. Como resultado de la moda, los avestruces fueron cazados hasta la extinción en Egipto, norte de África y Oriente Medio. Resucitada en la década de 1960 con los minivestidos, las pelucas y las capas de plumas de avestruz teñidas de naranja neón y rosa fuerte.
Llamé a Billy Ray para que viniera a recoger las ovejas.
—Enviaré a Miguel con el camión ahora mismo —dijo—. Iría yo en persona, pero tengo que ir a Nuevo México para hablar con un granjero sobre los avestruces.
—Avestruces —repetí yo.
—Son lo último. Reba está criando cincuenta en una granja cerca de Gallup, y los filetes de avestruz se venden como rosquillas. Son más bajos en colesterol que los de pollo y saben mejor.
Una de las ovejas se había atascado otra vez en la esquina de la cerca. Se quedó allí, mirando estúpidamente la valla como si no tuviera ni idea de cómo había llegado a ese sitio.
—Además se pueden vender las plumas y la piel curtida se usa para fabricar bolsos y botas —dijo Billy Ray—. Reba dice que van a ser el ganado de los noventa.
La oveja golpeó el poste un par de veces con la cabeza y luego se rindió y se quedó allí, balando, aprendida la lección.
—Lamento que lo de las ovejas no saliera bien.
«Yo también», pensé.
—Te estás quedando sin cobertura —dije—. No puedo oírte.
Y colgué.
Se puede aprender mucho de las ovejas. Me acerqué al rincón y la cogí por debajo del morro y por detrás.
—Tienes que darte la vuelta. Tienes que ir en otra dirección.
La arrastré desde la cerca, dándole la vuelta. Inmediatamente, se puso a pastar.
—Tienes que admitir que no sirve de nada y probar con otra cosa —dije, y volví a entrar en el laboratorio. Shirl estaba allí—. ¿Dónde está el doctor O'Reilly?
—Hace un minuto hablaba con la doctora Turnbull.
—Bien —dije yo, y regresé a mi laboratorio de Estadística para redactar mi informe para Dirección.
«Sandra Foster: Informe de Proyecto», escribí en un disco que la oveja no se había comido.
Objetivos del proyecto:
1. Encontrar qué produce las modas.
2. Encontrar el nacimiento del Nilo.
Resultados del proyecto:
1. No encontrado. El flautista de Hamelín podría tener algo que ver, por lo que yo sé. O Italia.
2. Encontrado. Lago Victoria.
Sugerencias para nuevas investigaciones:
1. Eliminar los acrónimos.
2. Eliminar las reuniones.
3. Estudiar los efectos de la moda antitabaco sobre la capacidad para pensar con claridad.
4. Leer a Browning. Y a Dickens. Y al resto de los clásicos.
Imprimí el documento; luego recogí la chaqueta y el bolso con correa y subí a ver a Dirección.
Shirl estaba allí, manejando una aspiradora para limpiar la alfombra.
Dirección limpiaba su mesa, que había sido retirada a un rincón.
—No pise la alfombra —dijo cuando entré—. Está mojada.
Chapoteé hasta la mesa.
—Las ovejas están todas en el corral —dije por encima del sonido atronador de la aspiradora—. Lo he dispuesto todo para que se las lleven.
Le tendí mi informe.
—¿Qué es esto?
—Dijo usted que quería reevaluar los objetivos de mi proyecto —contesté—. Y yo también.
—¿Qué es esto? —dijo, con el ceño fruncido—. ¿El flautista de Hamelín?
—De Robert Browning. Ya conoce la historia. Contratan al flautista para que limpie de ratas Hamelín; lo hace, pero la ciudad se niega a pagarle. «Y en cuanto a nuestro Consistorio… sorprendente.»
Dirección se colocó detrás de la mesa.
—¿Me está amenazando, doctora Foster?
—No —dije yo, sorprendida—. «¿Insultado por un perezoso indigente? —cité—. ¿Nos amenazas, amigo? Haz lo que quieras/sopla tu flauta hasta que mueras.» Tendría que leer usted más poesía. Se aprende mucho. ¿Tiene carnet de biblioteca?
—¿Carnet de…? —dijo Dirección, como si fuera a darle una apoplegía.
—No le estoy amenazando. ¿Por qué habría de hacerlo? No me he deshecho de ninguna rata ni he encontrado la causa del pelo corto. Ni siquiera he conseguido localizar a un flautista.
Me detuve, pensé en ello, y al igual que la noche anterior, cuando estaba en la cola del Target con la Barbie Novia Romántica, sentí que estaba al borde de algo importante.
—¿Está comparando HiTek con las ratas? —dijo Dirección, y yo le hice un gesto impaciente con la mano, tratando de atrapar mi escurridiza idea.
Un flautista.
—¿Está diciendo…? —gritó Dirección, y la idea se esfumó.
—Estoy diciendo que me contrataron para un fin equivocado. En vez de buscar el secreto para hacer que la gente siga las modas, deberían buscar el modo de que piense por sí misma. Porque en eso consiste la ciencia. Y porque la próxima moda podría ser peligrosa, y lo averiguará con el resto del rebaño cuando caiga por el acantilado. Y no, no necesito un guardia de seguridad que me escolte hasta mi laboratorio —dije, abriendo el bolso para que pudiera ver el interior—. Me marcho. «Más allá de la colina, a través de la mañana.»
Volví a chapotear sobre la alfombra.
—Adiós, Shirl —le dije—. Puede venir a fumar a mi casa cuando quiera.
Y fui a buscar el coche y me marché a la biblioteca.
CUBO DE RUBIK (1980–1981)
Famoso juego de moda consistente en un cubo compuesto de cubos más pequeños de distintos colores que podían rotar para formar diferentes combinaciones. El objeto del juego (que más de cien millones de personas trataron de resolver) era girar los lados del cubo hasta que cada cara fuera de un solo color. El grado de habilidad que exigía era demasiado elevado (como atestiguan las docenas de libros de ayuda publicados), y cuando pasó de moda mucha gente ni siquiera lo había resuelto una sola vez.
Lorraine había vuelto.
—¿Quieres Su Ángel de la Guarda puede cambiarle la vida? —me preguntó. Llevaba una camiseta con un hada madrina y pendientes con chispeantes varitas mágicas—. Ya ha llegado, y también su libro sobre el pelo corto.
—No lo quiero —dije—. No sé qué originó esa moda ni me importa.
—Encontramos ese libro de Browning. Lo habías devuelto después de todo. Nuestra ayudante de organización lo colocó con los libros de cocina.
«Ya ves —me dije, mientras entraba en el Kepler's Quark y le daba mi nombre a una camarera con el pelo rapado y un uniforme de camarera que probablemente no era tal cosa—, las cosas empiezan a mejorar. Encontraron el Browning, nunca tendrás que volver a leer los anuncios de contactos, y Flip no puede entrar aquí para estropearte el día y cargarte la cuenta.»
La camarera me sentó en una mesa junto a la ventana. «Ya ves —volví a decirme—, no te ha colocado en la mesa comunal. No lleva cinta adhesiva. Decididamente, las cosas mejoran.»
Pero no sentía que fuera así. Sentía que me había quedado sin trabajo. Sentía que estaba enamorada de alguien que no me correspondía.
«Es totalmente ajeno a las modas —me dije—. Míralo por el lado bueno. Ya no tienes que preocuparte por lo que causó el pelo corto.» Lo que era una buena cosa, porque me estaba quedando sin ideas.
—Hola —dijo Ben, sentándose frente a mí.
—¿Qué haces aquí? —dije, en cuanto pude hablar—. ¿No deberías estar trabajando?
—He dimitido.
—¿Dimitido? ¿Por qué? Creía que ibas a trabajar en el proyecto de la doctora Turnbull.
—¿Te refieres al proyecto de Alicia, estadísticamente concienzudo, ciencia a la carta, que sin duda ninguna iba a ganar la beca Niebnitz? Demasiado tarde. La beca Niebnitz ya ha sido concedida.
No parecía que eso le molestara. No tenía el aspecto de alguien que acaba de renunciar a su trabajo. Parecía contenidamente excitado, los ojos jubilosos tras los cristales de culo de botella. «Va a decirme que se ha prometido a Alicia», pensé.
—¿Quién la ganó? —dije, para detenerlo—. La beca Niebnitz. ¿Un diseñador experimentado de treinta y ocho años que vive al oeste del Misisipí?
Ben llamó a la camarera.
—¿Qué tienen para beber que no sea café?
La camarera puso los ojos en blanco.
—Nuestra nueva bebida. El chinatasse. Es lo último.
—Dos chinatasses —dijo él, y yo esperé a que la camarera lo interrogara sobre si los quería enteros o desnatados, con azúcar blanco o integral, Beijing o Guangzhou; pero al parecer pedir chinatasses requería menos habilidad que pedir café con leche.
La camarera se marchó, y Ben dijo:
—Ha llegado esto para ti.
Y me entregó una carta.
—¿Cómo sabías dónde encontrarme? —pregunté, mirando el sobre. Sólo ponía mi nombre.
—Me lo dijo Flip.
—Creía que se había marchado.
—Me lo dijo hace tiempo. Dijo que venías mucho por aquí. He venido tres o cuatro veces, esperando encontrarme contigo, pero no hubo suerte. Dijo que venías a buscar hombres en los anuncios de contactos.
—Flip —dije, sacudiendo la cabeza—. Los leía para mi investigación sobre las modas. No intentaba… ¿venías?
Él asintió. Había desaparecido el júbilo de su mirada. Sus ojos grises asomaban serios tras las gafas de culo de botella.
—Dejé de venir hace un par de semanas porque Flip me dijo que estabas prometida al tipo de las ovejas.
—Avestruces —dije—. Flip me dijo que estabas loco por Alicia, y que por eso querías trabajar con ella.
—Bueno, al menos ahora sabemos lo que significaba la i de su frente. Interferencia. No quiero trabajar con Alicia. Quiero trabajar contigo.
—No estoy prometida al tipo de las ovejas —dije. Pensé en una cosa—. ¿Por qué compraste esa corbata azul Cerenkhov?
—Para impresionarte. Flip me dijo que nunca saldrías conmigo a menos que me comprara ropa nueva, y este horrible azul fue lo único que encontré en las tiendas. —Pareció tímido—. También puse un anuncio en la sección de contactos.
—¿Lo hiciste? ¿Qué decía?
—«Inseguro y mal vestido teórico del caos desea investigadora de modas inteligente, reflexiva, incandescente. Debe ser CC.»
—¿CC?
—Científicamente compatible —sonrió—. La gente hace locuras cuando está enamorada.
—¿Como pedir prestado un rebaño de ovejas para evitar que alguien pierda su subvención?
La camarera plantó dos vasos delante de nosotros, esparciendo chinatasse por todas partes.
—Son para llevar —dijo Ben.
La camarera suspiró y se marchó con los vasos.
—Si vamos a trabajar juntos —me dijo Ben—, será mejor que empecemos cuanto antes.
—Espera un momento. Los dos hemos dimitido.
—Bueno, el caso es que HiTek nos quiere de vuelta.
—¿Cómo?
—Todo está perdonado —asintió—. Dicen que podemos disponer de todo lo que necesitemos: espacio de laboratorio, ayudantes, ordenadores.
—¿Pero qué hay de las ovejas y el humo de segunda mano?
—Abre la carta.
La abrí.
—Léela.
La leí.
—No comprendo —dije.
Le di la vuelta a la carta. No había nada en el dorso. Miré de nuevo el sobre. Sólo ponía mi nombre. Miré a Ben, que parecía feliz.
—No comprendo —repetí.
—Yo tampoco. Alicia estaba presente cuando abrí la mía. Tuvo que recalcular todos los porcentajes.
Leí de nuevo la carta.
—¿Ganamos la beca Niebnitz?
—Ganamos la beca Niebnitz.
—Pero… nosotros no somos… no…
—Bueno, así está la cosa —dijo él, inclinándose sobre la mesa y tomando por fin mi mano—. He tenido una idea. ¿Recuerdas que te dije que se podían predecir los sistemas caóticos midiendo todas las variables y calculando la iteración? Bueno, pues pienso que Verhoest tenía razón después de todo. Hay otro factor en funcionamiento. Pero no es externo. Es algo que ya está en el sistema. ¿Recuerdas que Shirl dijo que la oveja mansa era igual que cualquier otra oveja, sólo que un poco más ansiosa, un poco más rápida, un poco adelantada? ¿Y si…?
—¿… en vez de mariposas hay una mansa en los sistemas caóticos?
—Exactamente. —Ahora me sostenía ambas manos—. Y no parece diferente de ninguna de las otras variables del sistema, pero es lo que dispara la iteración, es el catalizador, es…
—Pippa —dije, agarrando sus manos—. Hay un poema, Pippa Pasa, de…
—Browning. Canta bajo las ventanas de la gente…
—Y cambia sus vidas, y ellos nunca llegan a verla. Si hicieras un modelo informático del pueblo de Asoló, ni siquiera la incluirías en él, pero es…
—… la variable que pone en movimiento las alas de la mariposa, la fuerza que hay detrás de la iteración, el gatillo que activa el disparador, el factor que causa…
—… que las mujeres se corten el pelo en Hong Kong.
—Exactamente. La fuerza que causa tus modas. La…
—… fuente del Nilo.
La camarera volvió con los mismos vasos.
—No tengo vasos de plástico para llevar. Contaminan el entorno. —Dejó las bebidas y se marchó.
—Como Flip —dijo Ben, pensando en el tema—. Entregó mal el paquete, y así es como te conocí.
—Entre otras cosas —dije yo, y sentí de nuevo que estaba al borde de algo, que el cubo de Rubik empezaba a girar.
—Vamos —dijo Ben—. Quiero ver qué pasa cuando añada la mansa a mis datos sobre teoría del caos.
—Espera… quiero tomarme el chinatasse, por si es la próxima moda. Y hay algo más… No habrás comunicado todavía a HiTek nuestra decisión de quedarnos o no, ¿verdad?
Él sacudió la cabeza.
—Supuse que querrías estar presente.
—Bien. No les digas que no todavía. Hay algo que quiero comprobar.
—Muy bien. Me reuniré contigo en HiTek dentro de unos minutos. ¿De acuerdo? —y se marchó.
—Umm —dije yo, tratando de capturar el pensamiento que acababa de tener. Algo sobre trenes, ¿o eran autobuses? Y algo que había dicho la camarera.
Tomé un sorbo de chinatasse meditando… y si necesitaba un signo de que el caos estaba recuperando el equilibro a un nivel nuevo y superior, ahí lo tenía: era el maravilloso té helado del Madre Tierra.
Lo que debería haberme inspirado, si es que algo podía hacerlo. Pero no conseguí capturar el pensamiento. La idea de que había recuperado a Ben me lo impedía, y también el pensar que, a excepción de aquel ejercicio de sensibilidad, y algún apretón de manos ocasional, él nunca me había tocado.
Y al parecer había algún tipo de bucle de realimentación en nuestro sistema, porque él regresó y apartó a la camarera, que intentaba anotar su nombre, y pasó entre las mesas y me puso en pie. Y me besó.
—Muy bien —dijo, y nos separamos.
—Muy bien —dije yo, sin aliento.
—¡Guau! —exclamó la camarera—. ¿Lo conoció en los anuncios de contactos?
—No —contesté, deseando que se callara y Ben volviera a besarme—. A través de Flip.
—Nos presentó una oveja mansa —dijo Ben, rodeándome de nuevo con sus brazos.
—¡Guau!—volvió a exclamar la camarera.
EL HIPNOTISMO DE COUÉ (1923)
Moda psicológica iniciada por el doctor Emile Coué, un psicólogo francés y autor de Autodominio por medio de la autosugestión. El método de Coué de automejora consistía en anudar un trozo de cuerda y repetir una y otra vez: «Todos los días, mejoro en todos los sentidos más y más». Pasó cuando quedó claro que nadie lo lograba.
Los acontecimientos más nimios han impulsado logros científicos: ver desbordarse el agua del baño, el movimiento producido por una brisa, la presión de un pie sobre un escalón. Pero nunca había oído de ninguno provocado por un beso.
Pero fue un beso que llevaba detrás todo el peso de cinco semanas de caótica turbulencia, de cambiar pautas de pensamiento de sus posiciones acostumbradas, de sacudir variables, separándolas y mezclándolas de nuevo en nuevas conjunciones, nuevas posibilidades. Y cuando Ben me rodeó con sus brazos, fue como el descubrimiento de la penicilina y el anillo del benceno y el Big Bang todo en uno. Un eureka elevado a la décima potencia. Como llegar a la fuente del Nilo.
—Ese FLIP donde lo conoció —me decía la camarera—, ¿es como un grupo de recuperación?
—De descubrimiento —contesté, mirando transfigurada a Ben, preguntándome cómo podía haber sido tan ciega. Todo estaba tan claro: lo que impulsaba las modas y cómo se obtienen logros científicos y por qué habíamos ganado la beca Niebnitz.
—¿Puede unirse alguien a ese FLIP? —preguntó la camarera—. Ya estoy en un grupo de recuperación del café con leche, pero no hay tipos guapos en él.
—Necesito la cuenta —dije, pescando un billete de veinte de mi bolso y tendiéndoselo para poder regresar a HiTek y meter todo aquello en el ordenador.
—Él ya ha pagado —contestó, tratando de devolvérmelo.
—Quédeselo —dije, y le sonreí cuando recordé otra cosa—. Somos ricos. ¡Hemos ganado la beca Niebnitz!
Corrí de regreso a HiTek y subí al laboratorio de Estadística, y recuperé mi modelo del pelo corto.
Supongamos que las modas fueran una forma de punto crítico auto-organizado que surge del sistema caótico de la cultura popular. Y supongamos que, como otros sistemas caóticos, estuvieran bajo la influencia de una mansa. La independencia de las mujeres, Irene Castle, los deportes al aire libre, la rebelión contra la guerra, todo eso serían simplemente variables del sistema. Requerirían un catalizador, una mariposa que las pusiera en marcha.
Me concentré en el grupo de Marydale, Ohio. Supongamos que no se tratara de una anomalía estadística. Supongamos que hubiera una chica en Marydale, Ohio, una chica como cualquier otra, con faldas ondulantes y rodillas con carmín, indiferenciable del resto del rebaño, sólo que un poco más ansiosa, un poco más rápida, un poco más hambrienta. Un poco avanzada al rebaño. Una chica que estuviera enamorada de un dentista del otro lado de la ciudad y que hubiera entrado en la peluquería y, sin tener ni idea de que estaba iniciando una moda, de que estaba cristalizando el caos en el punto crítico, le hubiese dicho al peluquero que le cortara el pelo.
Recuperé el resto de los datos de los años veinte y pedí esbozos geográficos, y allí estaba de nuevo la anomalía para los calcetines bajos y los crucigramas, justo en Marydale. Y para el shimmy, aunque el baile se había originado en Nueva York. Pero no se había puesto de moda hasta que una chica de pelo corto de Marydale, Ohio, lo bailó. Una chica como Flip. Una mariposa. Una oveja mansa. La fuente del Nilo.
Cargué el programa cromático y seguí el curso de acontecimientos en HiTek, desde el momento en que Flip se equivocó al entregar el paquete de la doctora Turnbull hasta sus juegos con el pestillo de la cerca, pero esta vez también incluí Llevada por el destino y el pudín de pan, los ejercicios de sensibilidad de Dirección, la cinta adhesiva, los ejercicios de Elaine, el tabaco de Shirl, el novio de Sara, la Barbie Novia Romántica y los diversos niveles de dificultad del café con leche.
Todas las variables que se me ocurrieron y cada una de las acciones de Flip, irrelevantes o no, todas ellas volvían a alimentar el sistema, añadiendo turbulencias, y llevando no al desastre, como había pensado después del ejercicio de sensibilidad, sino a la beca Niebnitz, al amor y la compatibilidad geográfica y el origen del pelo corto. A un nuevo y superior estado de equilibrio.
Flip se había sentido inquieta y, como resultado, yo le había dicho a Billy Ray que saldría con él, y Billy Ray también había dicho que se sentía inquieto, y me habló de las ovejas, en las que pensé cuando Flip perdió el impreso de solicitud de fondos de Ben.
Flip. Sus pisadas, como los afilados tacones de la Barbie, como los ecos de la voz de Pippa, estaban por toda la escena del crimen. Le había dicho a Ben que yo era la prometida de Billy Ray, no había fotocopiado las páginas entre la 29 y la 41, le había enseñado a la oveja mansa a abrir la cerca, le había dicho a Dirección que Shirl fumaba, aumentando cada vez más el nivel de caos, mezclando y separando las variables.
La pantalla se llenó de líneas. Las conecté y añadí las ecuaciones de iteración, y las líneas se convirtieron en una maraña, y ésta en un nudo. La grapadora perdida, El flautista de Hamelín de Browning, el teléfono móvil de Billy Ray, el color rosa pomo. Flip había repartido una petición para prohibir fumar y Shirl había acabado en el aparcamiento en medio de una nevada y yo la llevé al laboratorio de Ben y ella nos vio a Ben y a mí pelear con la oveja y dijo: «Necesitan una mansa».
La pantalla se oscureció, capa tras capa de acontecimientos alimentándose unos a otros, y entonces brotó de repente un nuevo diseño. Una hermosa y elaborada estructura, vivida rojo radical y azul cerúleo.
Punto crítico auto-organizado. Logro científico.
Me quedé mirándola durante un rato, maravillándome de su sencillez y pensando en Flip. Estaba equivocada. La i de su frente no significaba «incompetencia» ni «ineptitud». Ni siquiera «influencia». Significaba inspiración. Era como Pippa después de todo, sólo que en vez de cantar agitaba las variables, aumentando el nivel de caos con cada petición y cada paquete mal entregado hasta que el sistema se volvía crítico.
También pensé en la penicilina y en Alexander Fleming, con su abarrotado y diminuto laboratorio, lleno de montones de placas de Petri cubiertas de moho. El instituto en el que trabajaba estaba en el centro del caos, a media manzana de la estación de Paddington, en una calle ruidosa. Añadamos las vacaciones y el calor de agosto y el nuevo ayudante de investigación al que tuvo que hacer sitio, y todos esos detalles-afluente como su padre y el equipo de tiro con rifle. Y el waterpolo. En la escuela estaba en el equipo que jugó un partido de waterpolo contra el hospital St. Mary's. Tres años después, cuando se preparaba para ir a la facultad de medicina, escogió St. Mary's porque recordaba el nombre.
Añadamos eso, y el hollín y la ventana abierta del laboratorio, y tenemos un verdadero lío. ¿O no?
David Wilson había definido el descubrimiento de la penicilina como «uno de los accidentes más afortunados que jamás ocurrieron en la naturaleza». ¿Pero fue así? ¿O fue un descubrimiento científico que esperaba para poder suceder, un sistema tan caótico que lo único que hacía falta para empujarlo por el borde de un punto crítico auto-organizado era una espora que entrara por una ventana abierta como la canción de Pippa?
Poincaré creía que el pensamiento creativo era un proceso de inducir el caos interno para conseguir un nivel superior de equilibrio. ¿Pero tenía que ser interno?
Lo grabé todo en un disco, me lo guardé en el bolsillo y bajé a Biología.
—Necesito saber una cosa —le dije a Ben—. Tu teoría del caos de la mansa. ¿La ideaste poco a poco o se te ocurrió de sopetón?
Él frunció el ceño.
—Las dos cosas. Estaba pensando en Verhoest y su factor X, y en que tal vez tuviera razón, y empecé a pensar qué forma podía tomar otro factor.
—¿Y fue entonces cuando la manzana te golpeó en la cabeza?
Él lo negó.
—Alicia entró para decirme que su investigación demostraba que el siguiente receptor de la beca Niebnitz sería un radioastrónomo, y entonces Dirección convocó otra reunión y nos dimos el abrazo del ejercicio de sensibilidad y durante un par de días sólo pude pensar en ti y en que estabas prometida a ese vaquero.
—Criador de avestruces —corregí—. Durante un par de semanas, por lo menos. Así que las ideas se estaban filtrando, ¿pero recuerdas qué fue lo que lo unió todo?
—Fuiste tú. Las ovejas estaban dando vueltas por el salón ante Dirección, y tu dijiste: «Flip hizo esto, lo sé», y Shirl dijo que no estaba allí, y tú añadiste: «No me importa. De algún modo está detrás de todo esto.» Y yo pensé, no, no lo está. La oveja mansa sí. Y recordé a Flip apoyada en la verja del corral, jugueteando con el pestillo arriba y abajo, y pensé que la mansa debía de haber aprendido a abrirla gracias a ella, y conducido el resto del rebaño a aquel caos.
»Y se me ocurrió, así sin más. Las mansas causan caos. Son el factor invisible.
—Lo sabía —dije yo—. Tengo que averiguar una cosa. Justo lo que pensaba. Eres maravilloso. Ahora vuelvo.
Le besé para inspirarme, y fui a buscar a Flip.
Había olvidado su dimisión.
—Hace tres días —me dijo Elaine, de Personal. Llevaba un par de patines azul Cerenkhov—. Patinaje en línea —dijo, alzando la pierna para mostrármelo—. Con esto consigues una silueta mucho mejor que escalando paredes, y te ayuda a ir más rápido por la oficina. ¿Te enteraste de lo de Sara y su amigo?
—¿Han roto?
—No. ¡Se han casado!
Reflexioné sobre las implicaciones de aquello.
—¿Dejó Flip alguna dirección? ¿Dijo adonde iba?
Ella sacudió la cabeza.
—Dijo que le entregaran su cheque a Desiderata, de Suministros, y que ella se lo enviaría.
—¿Puedo ver su expediente?
—Los expedientes de Personal son confidenciales —dijo ella, súbitamente oficial.
—Llama a Dirección y pídeselo. Di que es para mí.
Lo hizo.
—Dirección ha dicho que te diera todo lo que quisieras —dijo ella asombrada, mientras colgaba—. ¿Quieres todo su expediente?
—Sólo lo referente a sus trabajos anteriores.
Patinó hasta el archivador, lo encontró, patinó de vuelta hasta mí y frenó limpiamente.
Era lo que esperaba. Flip había trabajado en una cafetería en Seattle, y antes que eso en un Burger King de Los Ángeles.
—Gracias —dije, tendiéndole el expediente, y entonces se me ocurrió otra cosa más—. Déjamelo un momento.
Lo abrí y miré a la línea superior, donde ponía «apellido, nombre de pila, inicial».
«Orliotti, Philippa J.», decía.
TATUAJES (1691)
Moda de automutilación que se hizo por primera vez popular en la Europa del siglo XVII cuando los exploradores importaron la práctica de los mares del sur. La moda se convirtió en una locura típica de las clases pudientes en la época eduardiana. Jennie Jerome, la madre de Winston Churchill, llevaba una serpiente tatuada en la muñeca. Los tatuajes volvieron a ponerse de moda durante la Segunda Guerra Mundial, esta vez entre los soldados y, especialmente, los marineros, y de nuevo en los sesenta con el movimiento hippie, y otra vez a finales de los ochenta. Los tatuajes tienen la desventaja de ser una moda pasajera con resultados permanentes.
Copié el apellido de Flip y me propuse buscar el nombre de soltera de su abuela y comprobar si vivía cerca de Marydale, Ohio, en 1921. Luego bajé a Suministros.
Desiderata no pudo encontrar la dirección de Flip.
—Dijo que se iba a algún lugar de Arizona—dijo Desiderata, buscando entre las gomas de borrar—. Albuquerque, creo.
—Albuquerque está en Nuevo México.
—Oh —dijo ella, frunciendo el ceño—. Entonces tal vez fuera Forth Worth. Donde él fuera.
—¿Quién?
Puso los ojos en blanco.
—El dentista.
Por supuesto. Había especificado que hubiera compatibilidad geográfica.
—Tal vez se lo dijo a Shirl —comentó Desiderata, rebuscando entre los lápices.
—Creía que habían despedido a Shirl por fumar en el corral.
—No. Dimitió. Dijo que sólo iba a quedarse hasta que contrataran una nueva directora de facilitación de mensajes de trabajo, y lo han hecho esta mañana, así que tal vez se haya ido ya.
No se había ido. Estaba en la sala de fotocopias, arreglando la máquina antes de marcharse; pero Flip tampoco le había dicho adonde se iba.
—Mencionó algo de que el tal Darrell trasladaba su consulta a Prescott —dijo Shirl, inclinada sobre la alimentadora de papel—. Me he enterado de que el doctor O'Reilly y usted han obtenido la beca Niebnitz. Eso es maravilloso.
—Lo es —dije mientras la miraba arrancar un papel atascado con los dedos. No había en ellos mancha alguna de nicotina—. Es una lástima que no sepa quién concede la beca. Había algo que quería decirles.
Shirl colocó el alimentador en posición y cerró la tapa.
—Seguro que el comité quiere permanecer en el anonimato.
—Si es un comité —dije—. Los comités son terribles a la hora de guardar secretos, y ni siquiera la doctora Turnbull pudo averiguar nada. Creo que es una sola persona.
—Una persona muy rica —dijo ella. Su voz había dejado de ser ronca.
—Cierto. Una persona «circunstancialmente predispuesta» a la riqueza, que piensa por sí misma y quiere que otras personas lo hagan también. ¿Cuándo dejó de fumar?
—Flip me convirtió. Es un mal hábito. Peligroso para la salud.
—Umm —dije—. Una persona extremadamente competente…
—Por cierto, ¿ha visto ya a la sustituía de Flip? Me alegro de no trabajar ya aquí. No creía que fuera posible contratar a alguien peor que Flip, pero Dirección lo ha conseguido.
—Una persona extremadamente competente —repetí, mirándola con firmeza—, que viaja por todo el país como Diógenes, buscando científicos «circunstancialmente predispuestos» a los descubrimientos. Una persona de la que nadie sospecharía.
—Interesante teoría —dijo Shirl, sin hacerme caso, centrando el papel en la placa de cristal—. ¿Qué es lo que quería decirle a esa persona? Si viaja de incógnito, probablemente no querrá que le den las gracias.
Pulsó un botón y empezó a bajar la tapa.
—Oh, no iba a darle las gracias —dije—. Iba a decirle que está haciendo las cosas mal.
La luz de la fotocopiadora destelló, cegadora. Shirl parpadeó.
—¿Está diciendo que la gente de la Niebnitz eligió a los ganadores equivocados?
—No se trata de a quién eligen. Es la beca en sí. Un millón de dólares significa que el científico agraciado puede dejar su trabajo, comprarse un laboratorio propio, continuar su obra en completa paz y tranquilidad.
—¿Y eso es malo?
—Tal vez. Mire a Einstein. Descubrió la relatividad mientras trabajaba en una apestosa oficina de patentes, llena de papeles e inventos. Cuando trataba de trabajar en casa, era aún peor. Ropa lavada colgando de todas partes, un bebé llorando sobre una rodilla, su primera esposa gritándole.
—¿Y ésas le parecen condiciones ideales de trabajo?
—Tal vez. ¿Y si en vez de ser molestias, el ruido y la ropa limpia y el apartamento abarrotado se combinaran para crear una situación en la que pudieran formarse nuevas ideas? —Alcé dos dedos—. Sólo dos de los ganadores de la beca Niebnitz han continuado haciendo descubrimientos significativos.¿Por qué?
—Los descubrimientos científicos no se sirven a la carta. Requieren muchos años de trabajo concienzudo…
—Y suerte. Y casualidad. Una brisa que sopla y empuja las patas de las ranas de Galvani contra una varilla y cierra un circuito, una mano que intercepta los rayos catódicos, una manzana que cae. Fleming. Penzias y Wilson. Kekulé. Los logros científicos implican asociar ideas que nadie ha asociado antes, ver conexiones que nadie antes ha visto. Los sistemas caóticos crean bucles de realimentación que tienden a organizar aleatoriamente los elementos del sistema, a desplazarlos y repartirlos de forma que quedan junto a elementos con los que nunca antes habían estado en contacto. Los sistemas caóticos tienden a aumentar en caos, pero no siempre. A veces se reestabilizan en un nuevo nivel de orden.
—Arquímedes —dijo Shirl.
—Y Poincaré. Y Roentgen. Todas sus ideas provinieron de situaciones caóticas, no de la paz y la tranquilidad. Y si una situación caótica pudiera ser inducida en vez de tener que esperar a que se presente… Es sólo una idea, pero explica por qué docenas de científicos pudieron experimentar con gases eléctricamente descargados sin descubrir los rayos X. Explica por qué tantos científicos realizan descubrimientos ajenos a su propio campo. Por eso especificó usted «circunstancialmente predispuesto», por eso eligió gente que trabajaba fuera de su terreno, porque intuía cómo funcionaba, aunque no lo supiera. Naturalmente, todavía no es más que una idea. Pero encaja con la teoría de Bennett del efecto oveja mansa. Necesito muchos más datos, y…
Shirl me sonreía más que complacida.
—¿Y sigue creyendo que lo estoy haciendo todo mal? —dijo. Se agachó para recoger la copia de la máquina—.
Interesante teoría —cogió un fajo de papeles—. Si alguna vez me encuentro a quienquiera que concede la beca Niebnitz, me aseguraré de comunicárselo.
Se encaminó hacia la puerta.
—Adiós —dije, y la besé en la chupada mejilla.
—¿Y eso por qué? —gruñó ella, frotándosela con la mano.
—Por arreglar la fotocopiadora —dije—. Oh, por cierto, ¿en honor de quién se llama Niebnitz la beca?
—De Alfred Taylor Niebnitz —contestó ella, sin volver la cabeza—. Mi profesor de física del instituto.
TABLERO OUIJA (1917–1918)
Juego psíquico con el que se pretende predecir el futuro. Los jugadores empujan por un tablero decorado con letras y números un vaso que deletrea las respuestas a sus preguntas. Originado o bien en Maryland, en la década de 1880, por C.W. Kennard o por William e Isaac Fiuld, o en Europa, en la de 1850; pero no se puso de moda hasta que América entró en la Primera Guerra Mundial. Reaparece cada vez que hay una guerra. Fue muy popular durante la Segunda Guerra Mundial y el conflicto de Corea. Cuando más se vendió fue entre 1966 y 1977, durante la guerra de Vietnam.
Una teoría es tanto mejor cuanto mayor es su capacidad de predicción. Mendeléiev predijo que los huecos en su tabla periódica serían rellenados con elementos de ciertos pesos atómicos y ciertas propiedades y un peso atómico concreto. El posterior descubrimiento del galio, el escandio y germanio cumplieron sus predicciones. La teoría especial de la relatividad de Einstein predijo correctamente la desviación de la luz por el sol, probada por el eclipse de 1919. La teoría de la deriva continental de Wegener fue corroborada por los fósiles y las fotografías tomadas desde los satélites. Y la penicilina de Fleming salvó la vida de Winston Churchill durante la Segunda Guerra Mundial.
La teoría de la mansa de los sistemas caóticos es sólo eso, y Ben y yo estamos todavía en las primeras fases de nuestra investigación. Pero estoy dispuesta a aventurar algunas predicciones:
HiTek cambiará de acrónimos al menos dos veces durante el próximo año, impondrá un código de vestir, y hará que el personal se estreche la mano y potencie al niño que todos llevamos dentro.
La doctora Turnbull se pasará todo el año que viene intentando poner trabas a la beca Niebnitz, sin conseguirlo. La ciencia no funciona así.
Predigo varias modas nuevas en Prescott, Arizona o Albuquerque o Fort Worth. Boulder, Seattle y Los Ángeles perderán peso como centros creadores de modas. Las marcas en la frente serán lo máximo, y el hilo dental, y el pelo corto volverá, sobre todo las ondas de agua.
En el terreno espiritual, los ángeles se acabarán y las hadas estarán a la última, sobre todo las hadas madrinas, que después de todo existen. Los comerciantes se pondrán las botas con ella y luego perderán la camisa tratando de adelantarse a la próxima moda.
Predigo un brusco declive de la cría de ovejas, un aumento de las bodas y ningún cambio en los anuncios de contactos. El postre en alza de este otoño será el pastel con fondo de pina.
Y en alguna compañía o instituto de investigación o facultad contratarán a una ejemplar encargada del correo con exceso de peso o que viste prendas de piel o lleva una Biblia, y los científicos de esos lugares harían bien en recordar los cuentos de hadas de su infancia.
Habrá un brusco resurgir de logros científicos significativos y el caos, como de costumbre, reinará. Predigo grandes cosas.
Esta mañana he conocido a la sustituta de Flip. Había subido a Estadística a recoger mis datos sobre el pelo corto, y ella salía de la sala de la fotocopiadora, perdiendo por el camino los memorandos de alguien.
Llevaba el pelo lavanda, peinado como un surtidor, con varios hilos de alambre de espino alrededor. Iba con una camiseta para jugar a bolos, pantalones de ciclista, zapatos negros de baile, y los labios pintados de color naranja.
—¿Es usted la nueva encargada del correo?
Ella ha arrugado sus labios naranja en un gesto de desdén.
—Soy la directora de facilitación de mensajes de trabajo —me ha dicho, recalcando cada sílaba—. ¿Y cuál es su trabajo, por cierto?
—Bienvenida a HiTek —he dicho, y le habría estrechado la mano, pero llevaba un anillo de alambre de espino.
Grandes cosas.
Notas sobte la autora
Connie Willis, nació en 1945, ha trabajado como profesora y en la actualidad vive en Greely, Colorado (EE. UU.), con su marido y una hija adolescente. Aunque hasta hoy su obra ha sido poco publicada en España, es indudablemente uno de los nuevos valores de la ciencia ficción moderna. Tras esporádicas publicaciones de relatos iniciadas en 1971, Connie Willis pasó a dedicarse a tiempo completo a su trabajo de narradora.
Escribió su primera novela, WATER WlTCH (1982), en colaboración con Cynthia Felice, con quien también trabajó en RAID DE LUZ (1989). Se trata de obras interesantes pero que tal vez no llegan al alto nivel de sus novelas en solitario: LlNCOLN'S DREAM (1987), que obtuvo el John W. Campbell Memorial, y EL LIBRO DEL DÍA DEL JUICIO FINAL (1992, NOVA ciencia ficción, número 68), que le ha valido los premios Nebula, Hugo y Locus, y la confirman como la mejor novela del género aparecida en el año 1992.
Varios de los primeros relatos de Willis se han recogido en la antología FlRE WATCH (1985) que incluye el relato del mismo título galardonado con el Nebula y el Hugo. Otra antología más reciente es IMPOSSIBLE THINGS (1993).
Una de sus preocupaciones centrales es el tema del viaje en el tiempo, eje de su primer relato famoso, Servicio de Vigilancia (1982; en Martínez Roca SuperFicción número 114), en el cual el protagonista, un historiador del futuro, viaja a la época del bombardeo de Londres durante la Segunda Guerra Mundial para acabar mezclado en el intento de salvar la catedral, durante el cual conocerá bastante más de sí mismo que de la historia que pretendía estudiar. Willis utiliza también el tema del viaje temporal en su novela LINCOLN'S DREAMS (Los sueños de Lincoln, 1987) con una joven cuyos sueños de la Guerra de Secesión norteamericana la llevan a experimentar dicha situación como un personaje histórico. De nuevo, el viaje en el tiempo permite a una historiadora del futuro visitar la Edad Media asolada por la Peste Negra en EL LIBRO DEL DÍA DEL JUICIO FINAL (1992, NOVA ciencia ficción, número 68), el más reciente éxito editorial de Willis. En la misma línea temática se aloja su futura To SAY NOTHING OF THE DOG, cuya publicación en inglés está anunciada para enero de 1998.
Gran especialista en la narración breve, cabe destacar también, entre las interesantes obras cortas de Willis, el relato A Letter from Clearys (1982, premio Nebula), la novela corta The last of Winnebagos (1988, premio Nebula y Hugo), el relato At The Rialto (1989, premio Nébula), y los cuentos cortos Even The Queen (1992, premio Nebula, Hugo y Locus) y Death on the Nile (1993, premio Hugo).
Connie Willis ha publicado recientemente tres novelas cortas de gran interés: TERRITORIO INEXPLORADO (1994, aparecida en español en el volumen REMAKE) y REMAKE (1995, NOVA ciencia ficción, número 92) que ha sido finalista del premio Hugo 1996. La última es OVEJA MANSA (1996, NOVA ciencia ficción, número 99). Si la escritura de Willis resulta maravillosa y emotiva en obras de larga extensión, la destilación condensada de su excepcional arte narrativo en un par de centenares de páginas compone una muestra perfecta de lo mejor que con esta extensión puede lograr la ciencia ficción de todos los tiempos.
Datos actualizados a partir de Ciencia Ficción: Guía de lectura de MlQUEL BARCELÓ, NOVA ciencia ficción, número 28, Ediciones B, Barcelona (1990).
PRESENTACIÓN
Y nada más por ahora, les dejo con estas dos novelas cortas de Connie Willis. Y con la promesa de que próximamente, antes de finalizar el año, la encontraremos de nuevo en BELLWETHER, que trata sobre la investigación científica, la teoría del caos y el cuidado de las ovejas… Ahí es nada.
Así finalizaba mi presentación de REMAKE (1995, NOVA ciencia ficción, número 92) hace sólo unos meses. En este lapso de tiempo, BELLWETHER se ha convertido en esta OVEJA MANSA que tienen en las manos. Y debo reconocer que elegir el título no ha sido fácil. Pero de ello ya hablaremos más adelante. Tampoco se trata del número 101 de la colección, sino de otro capicúa, el 99. Cosas que suceden en este mundo caótico en donde vivimos y al que Connie Willis sabe acercarnos cada vez con mayor efectividad.
Nadie duda de que EL LIBRO DEL DÍA DEL JUICIO FINAL (1992, NOVA ciencia ficción, numero 68) es una obra maestra. Se trata de una de las escasas diez novelas que, en toda la historia de la ciencia ficción, han acaparado los mayores galardones del género: el Nebula, el Hugo y el Locus. Un hito importante en la historia del género y el inicio de la bien merecida fama de Connie Willis.
Pero, y creo saber bien por qué, me atrevo a decir que esta OVEJA MANSA, aún en ese formato de comedia que parece intrascendente, está a su altura o, incluso, la supera.
Ya sé que el tono de comedia no favorece la atención y el interés de la crítica. Parece ser que las cosas trascendentes deben decirse siempre de modo trascendente y con una cierta impostación en la voz. Pero eso es un error. Un grave error. Pueden decirse cosas muy serias en forma humorística y, sinceramente, no logro imaginar cómo se podría decir tanto (y de tanto interés) sobre la ciencia y la conducta humana como logra hacer Connie Willis en esta breve novela. La sinopsis argumental es sencilla, demasiado sencilla a primera vista: Sandra Foster estudia las modas, desde las muñecas Barbie al grunge, cómo empiezan y qué significan. Bennett O'Reilly es un especialista en teoría del caos que observa la conducta de un grupo de monos. Ambos trabajan para la corporación HiTek, pero no se conocen hasta que se produce un error en la entrega de un paquete. Es un momento de sincronía (o tal vez de casualidad caótica), que les sumerge en un sistema caótico propio con todo tipo de equívocos, una beca de investigación de un millón de dólares, café con leche, tatuajes, pelo corto, y una serie de coincidencias que dejan a Bennett sin monos, sin dinero y casi sin trabajo.
Sandra acude al rescate aportando un rebaño de ovejas y una idea para un nuevo proyecto conjunto. ¿Qué otro animal podría ilustrar mejor la teoría del caos y la mentalidad de rebaño que tan a menudo caracteriza la conducta humana y su aceptación de las modas? Pero los descubrimientos científicos rara vez son directos y nunca resultan simples. Los contratiempos y desastres abundan, los corazones rotos y los callejones sin salida están a la orden del día. Y las posibles soluciones son escasas.
Pues bien, con mimbres como ésos, Willis teje una narración que se disfruta al leerla y, con el tiempo, se recuerda por lo que puede haber de respuesta en sus especulaciones. Especulaciones y hallazgos que se esconden tras esa capa de humor, pero que me parecen de especial trascendencia e interés.
Unir un estudio sociológico y psicológico en torno a cómo surgen y se adoptan las modas, al moderno estudio de la teoría del caos es una idea que merece atención. Y la que Willis le presta es la que corresponde a una mente inteligente y, según expresión coloquial, maravillosamente amueblada. Y si además eso se logra divirtiendo, el asunto está claro: se trata de esa autora irrepetible que es Connie Willis y de OVEJA MANSA. Una obra presuntamente menor pero que no lo es en absoluto. Algo parecido a lo que ocurría con REMARE.
Debo reconocer que el cóctel que organiza Willis me resulta de lo más atractivo incluso en lo personal. Si REMAKE se centraba en el Hollywood del futuro, OVEJA MANSA se acerca al mundo de la moda, a la teoría del caos y, en definitiva, a la ciencia. Ése es mi mundo.
Por si a alguien le interesa, no sigo las modas (de hecho debo vestir incluso peor que Bennett…), no fumo y no creo en la mitología creada en torno a la ciencia y los científicos. De hecho, por mi profesión, puedo decir que les conozco bastante (formo parte de su comunidad), y les veo más como seres humanos con sus defectos y argucias, y no tanto como esa figura mítica que, tal vez interesadamente, hemos ido difundiendo por ahí.
Pero mucho del quehacer diario de la ciencia se encuentra en OVEJA MANSA, con el valor añadido de mezclar dos mundos científicos que no suelen comunicarse habitualmente en nuestra realidad tan exagerada y tal vez inútilmente especializada. Willis nos acerca a una corporación de científicos, la Hitek, por medio de una investigadora social y un especialista en teoría del caos. No deja de ser una ironía que sean las ovejas el nexo de unión entre esas dos ramas de la ciencia y, en definitiva, de la cultura. Y las reflexiones de Willis hacen pensar…
Para terminar, un comentario sobre el título. «Bellwether», el título en inglés del libro, se refiere a la oveja mansa que guía el rebaño. Algo así como los cabestros en el caso de bueyes y toros. Al final, me he decidido por la traducción casi literal, pero debo decir que Rafael Marín, el traductor de la novela, había sugerido algunos títulos que, aunque no me he decidido a usar, no quiero dejar de dar a conocer. El paralelismo con el conocido «efecto mariposa» de los fenómenos caóticos le sugirió títulos como «El efecto rebaño» o «El efecto mansa». Una buena idea. Aunque, como siempre, la mejor inspiración de Rafael Marín proviene de los clásicos y de ahí esa propuesta irrepetible pero sugeridora de «Genteovejuna». Lamento no haberme atrevido a usarla.
Y, para finalizar, les recuerdo de nuevo que Connie Willis estará en Barcelona el miércoles 10 de diciembre de 1997, ya que ha aceptado ser la conferenciante invitada en la entrega del Premio UPC de Ciencia Ficción 1997 que organiza el Consejo Social de la Universidad Politécnica de Catalunya (teléfono [93] 401 63 43). Gracias a la traducción simultánea, todos los asistentes tendrán ocasión de comprobar la indiscutida calidad y amenidad de Willis como conferenciante y presentadora. Su inteligencia y sentido del humor es algo ya proverbial en el mundillo de la ciencia ficción. Quienes tuvimos la suerte de poder asistir a su «performance» en la entrega de los premios Hugo de 1995 en la Worldcon de Glasgow, somos testigos de eso. Y deseamos oírla de nuevo.
Y también leerla. Por eso les dejo ahora con OVEJA MANSA. Una novela distinta, refrescante y que rezuma inteligencia por los cuatro costados. Que ustedes la disfruten.
MIQUEL BARCELÓ
Título original: Belwether
Traducción: Rafael Marín Trechera
1ª. edición: septiembre 1997
© 1996 by Connie Willis
© Ediciones B, S.A., 1997
Bailen 84 — 08009 Barcelona (España)
Printed in Spain ISBN: 84-406-7715-4
Depósito legal: B. 27.269-1997
Impreso por PURESA, S.A. Girona, 139-08203 Sabadell