Connie Willis
Muerte en el Nilo
Capítulo 1
Preparativos para el Viaje: Qué Llevar
—“Para los antiguos egipcios” —lee Zoe— “la muerte era un país ubicado al oeste…” —el avión pega un salto— “…ubicado al oeste, a donde viajaba la persona fallecida”.
Estamos en un avión, rumbo a Egipto. El vuelo es tan tumultuoso que las azafatas se han atado a los asientos vacíos que tenían más cerca y parecen asustadas, y los demás estamos mirando por las ventanillas, sumidos en el silencio. Excepto Zoe, del otro lado del pasillo, que está leyendo en voz alta una guía de viaje.
Es la guía “Egipto Fácil”, de Fulano o Zutano. En el bolsillo del asiento, delante de ella, tiene “El Cairo” de Fodor y la “Guía de Excursiones a los Tesoros Antiguos de Egipto” de Cooke, y en el equipaje tiene otra docena más. Para no mencionar “Grecia a $35 por Día” de Frommer, la “Guía de Austria” de Savvy Traveler y trescientas o cuatrocientas guías más que ya nos ha leído en voz alta durante todo este viaje. Jugueteo brevemente con la idea de que es por culpa del peso acumulado de todas esas guías que el avión se inclina tanto hacia los costados, da tantos bandazos y dentro de poco acabará por caer a plomo, condenándonos a una muerte segura.
—“En la tumba ponían comida, muebles y armas” —lee Zoe— “a modo de per…” —el avión se precipita de costado— “…trechos para el viaje”. —El avión vuelve a sacudirse tan violentamente que casi se le cae el libro, pero ella no se saltea una sola palabra—. “Cuando abrieron la tumba del Rey Tutankhamón” —sigue leyendo— “se descubrió que contenía baúles llenos de ropa, jarras de vino, un barco de oro y un par de sandalias para caminar por las arenas de ultratumba”.
Neil, mi marido, se inclina sobre mí para mirar por la ventanilla, pero no hay nada que ver. El cielo está claro y despejado, y en el agua, debajo de nosotros, ni siquiera hay olas.
—“En el otro mundo, el difunto era juzgado por Anubis, un dios con cabeza de chacal” —lee Zoe—, “que pesaba su alma en una balanza de oro”.
Soy la única que la escucha. Lissa, en el asiento del lado del pasillo, le está susurrando algo a Neil; su mano casi toca la de él, que descansa en el apoyabrazos. En la otra hilera de asientos, junto a Zoe y a “Egipto Fácil”, el marido de Zoe duerme y el marido de Lissa está mirando por la ventanilla y tratando de evitar que se le vuelque la bebida.
—¿Te sientes bien? —le pregunta Neil a Lissa, solícito.
“Será fantástico ir con otras dos parejas”, me dijo Neil cuando se apareció con la idea de irnos a Europa todos juntos. “Lissa y su marido son muy divertidos y Zoe sabe de todo. Será como tener una guía turística para nosotros solos”.
Es verdad. Zoe nos arrea de país en país, recitando datos históricos y equivalencias de moneda. En el Louvre, un turista francés le preguntó dónde estaba la Mona Lisa. Zoe quedó encantada. “¡Pensó que éramos un grupo de visita guiada!”, nos dijo. “¡Imagínense!”.
Imagínense.
—“Antes de ser juzgado, el difunto pronunciaba su confesión” —lee Zoe—, “que era una lista de los pecados que no había cometido, tales como: no he cazado a los pájaros de los dioses, no he mentido, no he cometido adulterio”.
Neil le palmea la mano a Lissa y se inclina hacia mí.
—¿Puedes dejarle tu lugar a Lissa? —me dice en un susurro.
Ya lo hice, pienso.
—Se supone que no debemos levantarnos —le digo, señalando las luces que están encima de los asientos—. Está encendida la señal de abrocharse los cinturones.
Neil mira a Lissa con angustia. —Tiene náuseas.
“Yo también” quiero decirle, pero temo que de eso se trate este viaje: de obligarme a decir algo.
—Está bien —contesto, y me desabrocho el cinturón de seguridad y me cambio de lugar con Lissa. Mientras se desliza por delante de Neil, el avión vuelve a descender de golpe y ella cae a medias en sus brazos. Él la sujeta. Se miran fijo.
—“No he robado los bienes de mi prójimo” —lee Zoe—, “no he matado a nadie”.
No soporto más todo esto. Estiro la mano para tomar mi cartera, que todavía está debajo del asiento de la ventanilla, y saco mi ejemplar de bolsillo de “Muerte en el Nilo”, de Agatha Christie. Lo compré en Atenas.
“Debe ser más o menos igual que la muerte en todas partes”, me dijo el marido de Zoe cuando aparecí en el hotel de Atenas con el libro.
“¿Qué?”, le dije yo.
“Tu libro”, me dijo, señalando el ejemplar de bolsillo y sonriendo como si fuera un chiste. “El título. Me imagino que la muerte en el Nilo es igual que la muerte todas partes”.
“¿O sea?”, le pregunté.
“Los egipcios creían que la muerte era muy similar a la vida”, terció Zoe. Acababa de comprar “Egipto Fácil” en la misma librería. “Para los antiguos egipcios, el más allá era un lugar muy parecido al mundo que habitaban. Estaba presidido por Anubis, que juzgaba a los difuntos y decidía sus destinos. Nuestros conceptos del Paraíso, Final no son otra cosa que refinamientos modernos de las ideas egipcias”, dijo, y comenzó a leer “Egipto Fácil” en voz alta, lo cual puso fin a nuestra conversación. Por lo tanto, todavía no sé qué piensa el marido de Zoe que es la muerte, en el Nilo o en cualquier otro lado.
Abro “Muerte en el Nilo” y trato de leer, pensando que Hércules Poirot quizás lo sepa, pero el avión salta demasiado. Casi inmediatamente siento el estómago revuelto; después de media página y tres saltos más, lo guardo en el bolsillo del asiento, cierro los ojos y me pongo a fantasear con la idea de matar a alguien. Es un perfecto escenario estilo Agatha Christie. Ella siempre pone unas cuantas personas en una casa de campo o en una isla. En “Muerte en el Nilo” están en un barco a vapor que navega por el Nilo, pero el avión es mucho mejor. Las únicas personas aquí dentro, aparte de nosotros, son las azafatas y un grupo de turistas japoneses que aparentemente no hablan inglés, pues de lo contrario estarían arracimados alrededor de Zoe, pidiéndole que les indique cómo llegar a la Esfinge.
La turbulencia disminuye un poco y abro los ojos y estiro la mano para volver a tomar el libro. Lo tiene Lissa.
Lo tiene abierto, pero no está leyendo. Me está mirando a mí, esperando que yo me dé cuenta, esperando que yo diga algo. Neil parece nervioso.
—¿Ya habías terminado, verdad? —me dice ella, sonriendo—. No lo estabas leyendo.
En los libros de Agatha Christie todos tienen un motivo para cometer el asesinato. Y el marido de Lissa no para de beber desde que estábamos en París y Zoe no permite que su marido termine de pronunciar una sola frase. La policía podría pensar que el marido de Zoe enloqueció de repente. O que trató de matar a Zoe y que al disparar le acertó a Lissa por error. Y en el avión no hay ningún Hércules Poirot que les diga quién cometió realmente el crimen, que resuelva el misterio y les explique todos los acontecimientos extraños.
De repente, el avión desciende a plomo, tan bruscamente que a Zoe se le cae la guía; nos hundimos unos buenos mil quinientos metros antes de recuperar altura. La guía se ha resbalado hacia adelante varias filas de asientos y ahora Zoe trata de alcanzarla con el pie, mirando el indicador de cinturones abrochados como si estuviera esperando que se apague para poder abandonar el asiento y rescatarla.
No creo, después de semejante caída, pienso, pero el indicador, casi inmediatamente, hace ping y se apaga.
Al instante, el marido de Lissa llama a la azafata para exigir otro trago, pero las azafatas, todavía pálidas y asustadas, ya se han fugado precipitadamente hacia el fondo del avión, como si temieran no poder llegar antes que la turbulencia comience de nuevo. El marido de Zoe se despierta con el ruido y después vuelve a dormirse. Zoe rescata “Egipto Fácil” del piso, lee insistentemente algunos datos más y luego lo coloca boca abajo sobre el asiento y se dirige al fondo del avión.
Me inclino por encima de Neil y miro por la ventanilla, preguntándome qué estará pasando, pero no veo nada. Volamos en medio de una blancura uniforme.
Lissa se está frotando la cabeza.
—Me golpeé la cabeza contra la ventanilla —le dice a Neil— ¿Me sale sangre?
Él se inclina hacia ella, solícito, para ver.
Me desabrocho el cinturón y me voy al fondo del avión, pero los dos baños están ocupados; Zoe está sentada en el apoyabrazos de un asiento del lado del pasillo, instruyendo al grupo de turistas japoneses.
—La moneda es la libra egipcia —dice—. Cien piastras son una libra.
Vuelvo a mi asiento.
Neil está masajeando suavemente las sienes de Lissa.
—¿Te sientes mejor? —le pregunta.
Estiro el brazo hacia la otra hilera de asientos para tomar la guía de Zoe.
El capítulo se titula “Atracciones Imperdibles” y las Pirámides encabezan la lista.
“Giza, Pirámides de. Margen oriental del Nilo, 15 Km (9 millas) al sudoeste de El Cairo. Accesible por taxi, ómnibus, vehículos alquilados. Entrada: 3 libras egipcias. Comentarios: Las Pirámides son imperdibles, pero prepárese para la desilusión. No se parecen en nada a lo que usted espera; el tránsito es terrible; las hordas de turistas, los puestos de gaseosas y los vendedores ambulantes de souvenirs arruinan por completo el paisaje. Abierto todos los días”.
Me pregunto cómo hace Zoe para soportar esto. Doy vuelta la página para ver la Atracción Número Dos. Es la tumba del Rey Tutankhamón y el que haya escrito la guía tampoco se emocionó con ella. “Tutankhamón, Tumba de. Valle de los Reyes, Luxor, 668 Km (400 millas) al sur de El Cairo. Tres cámaras poco impresionantes. Pinturas murales de inferior calidad”.
Hay un mapa que muestra un pasillo largo y recto (indicado con la palabra “Pasillo”) y las tres cámaras poco impresionantes que se suceden en fila: Antecámara, Cámara Mortuoria, Sala del Juicio.
Cierro el libro y vuelvo a ponerlo sobre el asiento de Zoe. El marido de Zoe sigue durmiendo. El de Lissa está espiando por encima del respaldo.
—¿Dónde están las azafatas? —pregunta—. Quiero otro trago.
—¿Estás seguro de que no me sale sangre? Siento un bulto —le dice Lissa a Neil, frotándose la cabeza—. ¿Crees que tengo conmoción cerebral?
—No —dice Neil, haciéndole girar la cabeza hacia él—. No tienes las pupilas dilatadas.
—La mira profundamente a los ojos.
—¡Azafata! —grita el marido de Lissa—. ¿Qué hay que hacer para que me sirvan más?
Zoe regresa, alborozada.
—Creyeron que era una guía turística profesional —dice, sentándose y abrochándose el cinturón—. Me preguntaron si podían incorporarse a nuestro grupo. —Abre la guía de viaje—. “El más allá estaba lleno de monstruos y semidioses con forma de cocodrilos, mandriles y serpientes. Estos monstruos podían destruir a los difuntos antes de que lograran llegar a la Sala del Juicio”.
Neil me toca la mano. —¿Tienes aspirinas? —me pregunta—. A Lissa le duele la cabeza.
Revuelvo mi cartera, buscándolas; Neil se levanta para ir a buscar un vaso de agua.
—Neil es tan considerado —dice Lissa, mirándome con ojos brillantes.
—“Para defenderse de estos monstruos y semidioses, a los difuntos se les hacía entrega del Libro de los Muertos —lee Zoe—. “El Libro de los Muertos” contenía una serie de instrucciones para el viaje y hechizos mágicos que protegían a al difunto”.
Pienso en cómo me las voy a ingeniar para sobrevivir al resto del viaje sin tener ningún hechizo mágico que me proteja. Seis días en Egipto y luego tres en Israel, y todavía falta el viaje de vuelta en un avión como este, sin nada que hacer durante quince horas, salvo mirar a Lissa y a Neil y escuchar a Zoe.
Considero posibilidades más alegres.
—¿Y si no estamos yendo a El Cairo? —digo—. ¿Y si estamos muertos?
Zoe levanta la vista del libro, irritada.
—Ultimamente se han producido muchos atentados terroristas y estamos en Medio Oriente —continúo—. ¿Y si el último pozo de aire fue en realidad una bomba? ¿Y si esa bomba nos hizo explotar y ahora somos un montón de pedacitos flotando a la deriva en el Mar Egeo?
—Mediterráneo —dice Zoe—. Ya hemos sobrevolado Creta.
—¿Cómo lo sabes? —pregunto—. Mira por la ventanilla. —Señalo la ventanilla de Lissa, la uniforme blancura de afuera—. No se ve el agua. Podríamos estar en cualquier parte. O en ninguna parte.
Neil regresa con el vaso de agua. Se lo entrega a Lissa, junto con mi aspirina.
—Siempre revisan los aviones para ver si hay bombas, ¿verdad? —pregunta Lissa—. ¿No usan detectores de metales y esas cosas?
—Una vez vi una película —digo— donde todos estaban muertos, pero no lo sabían. Estaban en un barco y pensaban que iban a Norteamérica. Había tanta niebla que no se veía el agua. —Lissa mira nerviosamente por la ventanilla—. Era exactamente igual a un barco de verdad, pero poco a poco iban descubriendo ciertas cositas que no parecían normales. No había casi nadie a bordo y no había tripulación.
—¡Azafata! —llama el marido de Lissa, inclinándose hacia el pasillo por encima de Zoe—. Necesito otro ouzo[1].
Sus gritos despiertan al marido de Zoe, que mira a su esposa y pestañea, confundido al ver que no está leyendo la guía.
—¿Qué pasa? —pregunta.
—Estamos todos muertos —digo—. Fuimos asesinados por unos terroristas árabes. Pensamos que vamos rumbo a El Cairo pero en realidad vamos rumbo al Cielo. O al Infierno.
Lissa, mirando por la ventanilla, dice:
—Hay tanta niebla que no veo el ala. —Mira a Neil, espantada—. ¿Y si le pasó algo al ala?
—Estamos atravesando una nube, nada más —dice Neil—. Probablemente estamos iniciando el descenso hacia El Cairo.
—El cielo estaba perfectamente despejado —digo— y de repente apareció la niebla. La gente del barco también advertía la niebla. Advertía que no funcionaban las luces. Y no podía encontrar a la tripulación. —Le sonrío a Lissa—. ¿Te diste cuenta de que la turbulencia desapareció de golpe? Exactamente después de que caímos en ese pozo de aire. ¿Y por qué…?
De la cabina del piloto sale una azafata, que se acerca a nosotros por el pasillo, trayendo una bebida. Todos parecen aliviados y Zoe abre la guía y comienza a recorrer sus páginas con el pulgar, buscando datos fascinantes.
—¿Alguien quería un ouzo? —nos pregunta la azafata.
—Aquí —dice el marido de Lissa, estirando el brazo para tomarlo.
—¿Cuánto falta para llegar a El Cairo? —digo. La azafata comienza a caminar hacia el fondo del avión, sin contestarme. Me desabrocho el cinturón y la sigo—. ¿Cuándo llegamos a El Cairo? —le pregunto.
Se da vuelta, sonriendo, pero todavía está pálida y parece asustada.
—¿Desea beber algo más, señora? ¿Ouzo? ¿Café?
—¿Por qué se acabó la turbulencia? —digo—. ¿Cuánto falta para llegar a El Cairo?
—Tiene que volver a su asiento —me dice, señalando el indicador de cinturones abrochados—. Estamos iniciando el descenso. Llegaremos a destino dentro de veinte minutos. —Se inclina hacia el grupo de japoneses y les dice que coloquen los respaldos en posición vertical.
—¿Qué destino? ¿El descenso en dónde? No estamos iniciando ningún descenso. El indicador sigue apagado —le digo, y entonces se enciende.
Regreso a mi lugar. El marido de Zoe ya está durmiendo de nuevo. Zoe está leyendo “Egipto Fácil” en voz alta.
—“Antes de viajar a Egipto, el visitante debe tomar precauciones. Es esencial llevar un mapa y se necesita linterna en muchos lugares del recorrido”.
Lissa saca su cartera de abajo del asiento. Guarda allí mi ejemplar de “Muerte en el Nilo” y saca los anteojos de sol. Mi mirada sigue de largo y se posa en la ventanilla, en la blancura uniforme que está donde debería estar el ala. Tendríamos que ver las luces del ala, incluso a pesar de la niebla. Para eso las ponen, para poder ver a los aviones cuando hay niebla. Al principio, la gente del barco no se daba cuenta de que estaba muerta. Comenzaban a dudar recién cuando empezaban a descubrir ciertas cositas que no eran normales.
—“Se recomienda llevar una guía de viaje” —lee Zoe.
Mi intención era asustar a Lissa, pero lo único que logré fue asustarme yo. Estamos iniciando el descenso, nada más, me digo, y estamos atravesando una nube. Y debe ser cierto.
Porque aquí estamos, en El Cairo.
Capítulo 2
Llegada al Aeropuerto
—¿Así que esto es El Cairo? —dice el marido de Zoe, mirando a todos lados. El avión está parado al final de la pista y hemos bajado al asfalto por una escalera metálica.
La terminal está lejos, a la izquierda: es un edificio bajo rodeado de palmeras. Los turistas japoneses parten hacia allí inmediatamente, con sus bolsos de mano y sus cámaras al hombro.
Nosotros no llevamos bolsos de mano. Dado que siempre tenemos que esperar la descarga de equipaje para recuperar las guías de viaje de Zoe, despachamos también los bolsos de mano. Cada vez que lo hacemos, me convenzo de que irán a parar a Tokio o que directamente desaparecerán, pero ahora me alegro de que no tengamos que cargarlos hasta la terminal. Parece estar a kilómetros de distancia y los japoneses ya están disminuyendo el ritmo de marcha.
Zoe está leyendo la guía. Los demás estamos parados a su alrededor, impacientes. A Lissa se le trabó el taco de la sandalia en uno de los escalones de metal de la escalera y ahora se apoya contra Neil.
—¿Te lo torciste? —pregunta Neil con angustia.
Las azafatas bajan la escalera taconeando, cargando los maletines color azul marino donde llevan sus mudas de ropa. Todavía parecen nerviosas. Al pie de la escalera, despliegan los carritos de metal con ruedas, atan las valijas allí y parten hacia la terminal. Después de avanzar unos pocos pasos, se detienen y una de ellas se quita la chaqueta y la cuelga del carrito; luego comienzan a caminar de nuevo, rápidamente, con sus tacos altos.
No hace tanto calor como yo esperaba, aunque el aire caliente que sube del asfalto hace fluctuar la imagen de la lejana terminal. No hay señales de las nubes que atravesamos, sólo una ligera bruma blanca que dispersa la luz del sol y la convierte en un resplandor uniforme. Todos entrecerramos los ojos. Lissa suelta el brazo de Neil por un segundo para sacar los anteojos de sol de la cartera.
—¿Qué toman aquí? —pregunta el marido de Lissa, leyendo la guía por encima del hombro de Zoe con los ojos fruncidos—.Quiero un trago.
—“La bebida local es el zibib” —dice Zoe—. “Se parece al ouzo”. —Levanta la vista—.
Creo que deberíamos ir a ver las Pirámides.
La guía turística profesional ataca de nuevo.
—¿No crees que debemos empezar por el principio? —digo—. ¿Por la Aduana, por ejemplo? ¿Y por ir a recoger el equipaje?
—Y por buscar un trago de… ¿cómo se llama? ¿Zibab? —dice el marido de Lissa.
—No —dice Zoe—. Yo creo que primero tenemos que ir a las Pirámides. Vamos a demorar una hora en recoger el equipaje y pasar por la Aduana y no podemos ir a las Pirámides con todo el equipaje. Tendremos que ir al hotel, y a esas horas ya estarán todos allá. Creo que tendríamos que ir ahora mismo.-Hace un gesto hacia la terminal—. Podemos ir corriendo, verlas y volver aquí antes de que los turistas japoneses hayan pasado por la Aduana.
Se da media vuelta, comienza a caminar en dirección contraria a la terminal y los demás se arrastran obedientemente tras ella.
Miro hacia atrás, a la terminal. Las azafatas ya pasaron a los japoneses y están casi en las palmeras.
—Vas para el otro lado —le digo a Zoe—. Tenemos que llegar a la terminal para conseguir un taxi.
Zoe se detiene. —¿Un taxi? —dice—. ¿Para qué? No están lejos. Caminando, podemos llegar en quince minutos.
—¿Quince minutos? —digo—. Giza está a quince kilómetros de El Cairo. Hay que cruzar el Nilo para llegar.
—No seas tonta —dice—, ahí están —y señala en la dirección hacia donde va caminando, y allí, pasando el asfalto, en medio de una extensión de arena, tan cerca que la imagen no fluctúa, están las Pirámides.
Capítulo 3
Conociendo el Lugar
Tardamos más de quince minutos. Las Pirámides están más lejos de lo que parece y la arena es profunda y se hace difícil caminar. Tenemos que parar cada pocos metros para que Lissa pueda vaciar las sandalias, apoyándose en Neil.
—Tendríamos que haber tomado un taxi —dice el marido de Zoe, pero no hay carreteras, ni señales de los puestos de gaseosas ni de los vendedores ambulantes de souvenirs de los que se quejaba la guía, sino sólo una ininterrumpida extensión de arena profunda y blanca, de cielo uniforme… y, a la distancia, en fila, las tres pirámides amarillas.
—“La más alta de las tres es la Pirámide de Kheops, construida en el año 2690 antes de Cristo” —dice Zoe, leyendo mientras camina—. “Tardaron treinta años en terminarla”.
—Para llegar a las Pirámides hay que tomar un taxi —digo—. Hay mucho tránsito.
—“Fue construida en la margen occidental del Nilo, que, según creían los antiguos egipcios, era el país de los muertos”.
Detecto un fugaz movimiento entre las pirámides; esperando que sea un vendedor ambulante de souvenirs, me detengo y me protejo los ojos contra el reflejo para mirar bien, pero no veo nada.
Comenzamos a caminar de nuevo.
Vuelvo a percibir un movimiento y esta vez logro verlo apenas: corre, agachado, con las manos casi tocando el suelo. Desaparece detrás de la pirámide del medio.
—Vi algo —digo, alcanzando a Zoe—. Una especie de animal. Parecía un mandril.
Zoe hojea la guía y luego dice:
—Monos. En Giza se los ve con frecuencia. Les piden comida a los turistas.
—No hay ningún turista —digo.
—Ya lo sé —dice Zoe, feliz—. Te dije que íbamos a evitarnos las multitudes.
—Por más que estemos en Egipto, hay que pasar por la Aduana —le digo—. No se puede salir de un aeropuerto así como así.
—“La pirámide de la izquierda es la de Khefren” —dice Zoe—, “construida en el año 2650 antes de Cristo”.
—Los de la película no creían que estaban muertos ni siquiera cuando les decían que era cierto —digo—. Giza está a quince kilómetros de El Cairo.
—¿De qué estás hablando? —dice Neil. Lissa se detiene otra vez y, apoyándose en él, se queda parada en un solo pie y sacude la sandalia—. ¿De esa novela de misterio de Lissa, “Muerte en el Nilo”?
—Era una película —le digo—. Estaban en un barco y estaban todos muertos.
—Nosotros la vimos, ¿verdad, Zoe? —dice el marido de Zoe—. Actuaba Mia Farrow… y Bette Davis. Y el tipo que era detective… ¿Cómo se llamaba…?
—Hércules Poirot —dice Zoe—. Interpretado por Peter Ustinov. “Las Pirámides están abiertas al público todos los días, de 8 de la mañana a 5 de la tarde. Por la noche hay un espectáculo de Luz y Sonido, con reflectores de colores y narración en inglés y japonés”.
—Había indicios de todo tipo —digo—, pero ellos no les prestaban atención.
—No me gusta Agatha Christie —dice Lissa—. Asesinatos, y después tratar de averiguar quién mató a quién. Nunca logro deducir qué es lo que pasa. Toda esa gente junta, en un tren…
—Estás hablando de “Asesinato en el Orient Express” —dice Neil—. Esa la vi.
—¿Esa es la película donde los van matando uno por uno? —dice el marido de Lissa.
—Esa la vi —dice el marido de Zoe—. En mi opinión, les pasó lo que se merecían, por andar solos cuando sabían muy bien que no tenían que separarse.
—Giza está a quince kilómetros de El Cairo —digo—. Para llegar hay que tomar un taxi.
Hay mucho tránsito.
—En esa también actuaba Peter Ustinov, ¿no? —dice Neil—. En la del tren.
—No —dice el marido de Zoe—. Era otro. ¿Cómo se llama?
—Albert Finney —dice Zoe.
Capítulo 4
Puntos de Interés
Las Pirámides están cerradas. A unos 45 metros de la base de Kheops hay una cadena que nos cierra el paso. De ella cuelga un cartel de metal que dice “Cerrado”, en inglés y japonés.
—Prepárense para la desilusión —digo.
—Creí que habías dicho que abrían todos los días —dice Lissa, sacudiendo la arena de las sandalias.
—Debe ser feriado —dice Zoe, hojeando la guía—. Aquí está. “Feriados de Egipto”.
—Comienza a leer—. “Los monumentos antiguos están cerrados durante el Ramadán, el mes de ayuno de los musulmanes, que es marzo. Los viernes, las atracciones cierran de once de la mañana a una de la tarde”.
No estamos en marzo ni es viernes y aunque fuera viernes es más de la una de la tarde. La sombra de Kheops se extiende hasta mucho más allá del lugar donde estamos parados. Levanto la vista, tratando de ver al sol donde debe estar, detrás de la pirámide, y atisbo un fugaz movimiento, allá en lo alto. Es demasiado grande para ser un mono.
—Bueno, ¿qué hacemos ahora? —dice el marido de Zoe.
—Podríamos ir a ver la Esfinge —murmura Zoe, revisando la guía—. O podríamos esperar y ver el espectáculo de Luz y Sonido.
—No —digo, pensando en lo que debe ser estar aquí en la oscuridad.
—¿Cómo sabes que no lo suspendieron también? —pregunta Lissa.
Zoe consulta el libro. —Hay dos espectáculos por día, a las siete y media y a las nueve de la noche.
—Eso mismo dijiste de las Pirámides —dice Lissa—. Yo creo que tenemos que volver al aeropuerto y recuperar el equipaje. Quiero ponerme mis otros zapatos.
—Yo creo que tenemos que volver al hotel —dice el marido de Lissa— y tomarnos un trago largo y fresco.
—Vamos a la tumba de Tutankhamón —dice Zoe—. “Está abierta todos los días, feriados inclusive”. —Levanta la vista, expectante.
—¿La tumba de Tutankhamón? —le digo—. ¿En el Valle de los Reyes?
—Sí —dice ella, y empieza a leer—. “Howard Carter la descubrió intacta en 1922. Contenía…”
Todos los pertrechos necesarios para el viaje del difunto al más allá, pienso: sandalias, ropa y “Egipto Fácil”.
—Preferiría tomarme algo —dice el marido de Lissa.
—Una siesta —dice el marido de Zoe—. Ustedes sigan. Nos encontraremos en el hotel.
—Creo que no tendrías que andar solo —le digo—. Creo que es mejor que no nos separemos.
—Si esperamos se llenará de gente —dice Zoe—. Yo voy a ir ahora. ¿Vienes, Lissa?
Lissa mira seductoramente a Neil. —Creo que no me conviene caminar tanto. Me está doliendo el tobillo otra vez.
Neil mira a Zoe, indefenso.
—Creo que nosotros dos no vamos.
—¿Y tú? —me dice el marido de Zoe—. ¿Vas a acompañar a Zoe o quieres venir con nosotros?
—En Atenas me dijiste que la muerte era igual en todas partes —le respondo— y yo te contesté “¿O sea?”. ¿Cómo piensas que es la muerte?
—No sé… inesperada, supongo. Y probablemente más desagradable que los mil demonios. —Se ríe, nervioso—. Si vamos a ir al hotel, lo mejor es salir ya. ¿Quién más viene?
Fantaseo con acompañarlos, con sentarme, a salvo, en el bar de un hotel con ventiladores de techo y palmeras, tomando zibib mientras esperamos. Eso es lo que hacía la gente del barco. Y quiero quedarme con Neil, a pesar de Lissa.
Miro la extensión de arena, hacia el este. No hay señales de El Cairo desde aquí, ni de la terminal, y a lo lejos veo un fugaz movimiento, como algo corriendo.
Meneo la cabeza. —Quiero ver la tumba de Tutankhamón. —Me acerco a Neil—. Creo que deberíamos ir con Zoe —le digo, y apoyo la mano en su brazo—. Después de todo, es nuestra guía.
Neil mira a Lissa con impotencia y después vuelve a mirarme a mí.
—No sé…
—Ustedes tres pueden volver al hotel —le digo a Lissa, indicando con un gesto a los otros hombres— y Zoe, Neil y yo podemos encontrarnos con ustedes allá después de visitar la tumba.
Neil se aleja de Lissa.
—¿Por qué no puedes ir tú sola con Zoe? —me susurra.
—Creo que no tenemos que separarnos —le digo—. Sería fácil perdernos el rastro.
—¿Por qué estás tan empecinada en ir con Zoe, además? —me pregunta Neil—. Me pareció oirte decir que odiabas que te llevaran constantemente de la nariz a todos lados.
Quiero contestarle “Porque ella tiene el libro”, pero Lissa se acerca y ahora nos observa, con los ojos brillantes detrás de los anteojos de sol.
—Siempre quise ver una tumba por dentro —digo.
—¿El Rey Tutankhamón? —dice Lissa—. ¿El del tesoro, los collares, el sarcófago de oro y demás? —Apoya la mano en el brazo de Neil—. Siempre quise ver eso.
—Bueno —dice Neil, aliviado—. Creo que iremos contigo, Zoe.
Zoe mira a su marido, expectante.
—Yo no —dice él—. Nos encontramos en el bar.
—Pediremos bebida para ustedes —dice el marido de Lissa. Nos saludan con la mano y parten como si supieran a dónde van, aunque Zoe no les ha dicho cómo se llama el hotel.
—“El Valle de los Reyes se encuentra en los montes ubicados al oeste de Luxor” —dice Zoe, y comienza a caminar por la arena igual que lo hizo en el aeropuerto. La seguimos.
Espero hasta que las sandalias de Lissa se llenan de arena y ella y Neil se quedan atrás mientras las sacude.
—Zoe —digo en voz baja—. Algo anda mal.
—Mmm —dice ella, buscando algo en el índice de la guía.
—El Valle de los Reyes está 668 kilómetros al sur de El Cairo —digo—. No se puede llegar caminando desde las Pirámides.
Ella encuentra la página.
—Claro que no. Hay que tomar un barco.
Señala y veo que hemos llegado a un cañaveral y que detrás está el Nilo.
Asomando la nariz por detrás de los juncos hay un barco; tengo miedo de que sea de oro, pero no es más que una de esas embarcaciones que recorren del Nilo. Y estoy tan aliviada de que el Valle de los Reyes no esté tan cerca como para llegar caminando que no reconozco el barco hasta que ya estamos a bordo y parados en cubierta, debajo de un palio, junto a la rueda de paletas de madera. Es el barco a vapor de “Muerte en el Nilo”.
Capítulo 5
Cruceros, Excursiones Diarias y Visitas Guiadas
En el barco, Lissa se descompone. Neil se ofrece a llevarla abajo y yo espero que ella acepte, pero menea la cabeza.
—Me duele el tobillo —dice y se hunde en una de las reposeras. Neil se arrodilla junto a su pie y le examina una lastimadura no más grande que una piastra—. ¿Lo tengo hinchado? —dice con angustia. No hay señales de hinchazón, pero Neil le quita suavemente la sandalia y toma el pie entre sus manos con ternura, acariciándolo. Lissa cierra los ojos y se recuesta en la reposera con un suspiro.
Divago, pensando que el marido de Lissa tampoco pudo soportar más todo esto, nos asesinó a todos y después se suicidó.
—Aquí estamos, en un barco —digo—, igual que la gente muerta de la película.
—No es un barco, es un vapor —dice Zoe—. “El vapor del Nilo es la manera más agradable de viajar por Egipto y una de las menos onerosas. Los costos varían de $180 a $360 por persona para un crucero de cuatro días”.
O tal vez fue el marido de Zoe, que finalmente se decidió a hacer callar a Zoe de una buena vez para poder terminar una conversación y luego tuvo que asesinarnos a todos los demás, uno por uno, para que no lo descubrieran.
—Estamos solos en este barco —digo—, igual que ellos.
—¿A qué distancia está el Valle de los Reyes? —pregunta Lissa.
—“A cinco kilómetros (tres millas y media) al oeste de Luxor” —dice Zoe, leyendo—. “Luxor está a 668 kilómetros de El Cairo”.
—Si está tan lejos, podría ponerme a leer el libro —dice Lissa, levantándose los anteojos hasta la parte superior de la cabeza—. Neil, alcánzame la cartera.
Neil saca “Muerte en el Nilo” de la cartera y se lo entrega; ella lo hojea un momento, igual que Zoe cuando busca las equivalencias de moneda, y luego comienza a leer.
—La asesina es la esposa —le digo—. Descubre que el marido le es infiel.
Lissa me mira, echando fuego por los ojos.
—Ya lo sabía —dice descuidadamente—. Vi la película. —Pero después de leer media página más, deja el libro abierto, boca abajo, sobre la reposera vacía que está junto a ella—. No puedo leer —le dice a Neil—. Hay mucho sol. —Frunce los ojos y mira al cielo, que todavía sigue oculto detrás de esa bruma que parece de gasa.
—“En el Valle de los Reyes se encuentran las tumbas de sesenta y cuatro faraones” — dice Zoe—. “De ellas, la más famosa es la de Tutankhamón”.
Me acerco a la baranda y veo cómo se alejan las Pirámides, deslizándose suavemente hasta perderse de vista detrás de los juncos que bordean la costa. Parecen planas, como triángulos amarillos encajados en la arena, y recuerdo que en París el marido de Zoe no quería creer que la Mona Lisa era genuina. “Es una falsificación”, insistía antes de que Zoe lo interrumpiera. “La verdadera es mucho más grande”.
Y la guía de viaje decía “prepárese para la desilusión”, y el Valle de los Reyes está donde debe estar, a 668 kilómetros de las Pirámides, y los aeropuertos del Medio Oriente son famosos por su falta de seguridad. Por eso es que aparecen tantas bombas en los aviones, porque no obligan a la gente a pasar por la Aduana. No tendría que ver tantas películas.
—“Entre otros tesoros, la tumba de Tutankhamón contenía un barco de oro que el alma debía usar para viajar al mundo de los muertos” —dice Zoe.
Me asomo por la baranda y miro el agua. No es barrosa como yo pensaba, sino de un color azul claro, sin olas, y en sus profundidades centellea el sol.
—“El barco tenía escrito algunos pasajes del “Libro de los Muertos” —lee Zoe— “para proteger al difunto de los monstruos y semidioses que podían tratar de destruirlo antes de que lograra llegar a la Sala del Juicio”.
Hay algo en el agua. No es una ondulación; el movimiento no alcanza para hacer tremular el reflejo del sol, pero yo sé que allí hay algo.
—“También habían escrito hechizos en los papiros sepultados junto con el cuerpo” —dice Zoe.
Es algo largo y oscuro, como un cocodrilo. Me asomo un poco más, aferrándome a la baranda con fuerza, tratando de ver a través del agua transparente, de distinguir un destello de escamas. La cosa está nadando derecho hacia el barco.
—“Estos hechizos se formulaban como órdenes:” —lee Zoe— “Mis hechizos me protegen. Conozco el camino”.
Lo que está en el agua da media vuelta y se aleja nadando. El barco lo sigue, avanzando lentamente hacia la costa.
—Ahí está —dice Zoe, señalando un punto que está detrás de los cañaverales, una distante hilera de acantilados—. El Valle de los Reyes.
—Supongo que también estará cerrado —dice Lissa, permitiendo que Neil la ayude a descender del barco.
—Las tumbas nunca cierran —digo, y miro al norte, a la arena, a las distantes Pirámides.
Capítulo 6
Alojamiento
El Valle de los Reyes no está cerrado. Las tumbas, aberturas negras en la roca amarilla, se extienden a lo largo de un acantilado de arenisca y no hay cadenas que impidan el acceso a los escalones de piedra que descienden hasta ellas. En el extremo sur del valle, un grupo de turistas japoneses está por entrar en la última tumba.
—¿Por qué no están señalizadas las tumbas? —pregunta Lissa—. ¿Cuál es la de Tutankhamón?
Y Zoe nos guía hacia el extremo norte del valle, donde el acantilado se empequeñece hasta quedar convertido en una pared baja. Detrás de ésta, cruzando la arena, veo las Pirámides, nítidamente delineadas contra el fondo del cielo.
Zoe se detiene a la vera de un agujero de bordes irregulares cavado en la base de la roca. Hay unos escalones de piedra que conducen a su interior.
—La tumba de Tutankhamón se descubrió por accidente, cuando un obrero desenterró el primer escalón —dice Zoe.
Lissa mira la escalera. Todo salvo los dos primeros escalones está en penumbras y está muy oscuro para ver el fondo.
—¿Habrá serpientes? —pregunta.
—No —dice Zoe, la que todo lo sabe—. La tumba de Tutankhamón es la más pequeña de todas las tumbas de faraones que existen en el Valle. —Revuelve la cartera para buscar la linterna—. La tumba comprende tres cámaras: la Antecámara, la Cámara Mortuoria, que contiene el sarcófago de Tutankhamón, y la Sala del Juicio.
Hay un movimiento de algo que se arrastra en la oscuridad, allá abajo, como algo que se desenrolla lentamente, y Lissa se aleja un paso del borde.
—¿En qué cámara están las cosas?
—¿Las cosas? —dice Zoe con incertidumbre, todavía revolviendo la cartera. Abre la guía—. ¿Las cosas? —vuelve a decir, y va al final del libro, como si quisiera buscar “Las Cosas” en el índice.
—Las cosas —dice Lissa, con un dejo de miedo en la voz—. Todos los muebles, los jarrones y las cosas que se llevaban con ellos. Dijiste que a los egipcios los enterraban con sus pertenencias.
—El tesoro de Tutankhamón —dice Neil, servicial.
—Ah, el tesoro —dice Zoe, aliviada—. Los objetos enterrados junto con Tutankhamón para el viaje al otro mundo. No están aquí. Están en El Cairo, en el museo.
—¿En El Cairo? —dice Lissa—. ¿Están en El Cairo? ¿Qué están haciendo allá?
—Estamos muertos —digo—. Unos terroristas árabes hicieron explotar el avión y nos mataron a todos.
—Me tomé el trabajo de venir hasta aquí porque quería ver el tesoro —dice Lissa.
—El ataúd sí está —dice Zoe para aplacarla— y también están las pinturas murales de la Antecámara —pero Lissa ya alejó a Neil de los escalones y está hablando seriamente con él—. Las pinturas murales representan las distintas etapas: el juicio del alma, el pesaje del alma, el recitado de la confesión del difunto —dice Zoe.
La confesión del difunto. No he robado los bienes de mi prójimo. No he hecho sufrir a nadie. No he cometido adulterio.
Lissa y Neil regresan. Lissa se apoya pesadamente en el brazo de Neil.
—Creo que nosotros obviaremos este asunto de la tumba —dice Neil, en tono de disculpa—. Queremos llegar al museo antes de que cierre. Lissa tenía la ilusión de ver el tesoro.
—“El Museo Egipcio está abierto de 9:00 de la mañana a 4:00 de la tarde, todos los días, excepto el viernes, cuando abre de 9:00 a 11:15 de la mañana y de 1:30 a 4:00 de la tarde” —dice Zoe, leyendo la guía—. “La entrada vale tres libras egipcias”.
—Ya son las cuatro —digo, mirando mi reloj—. Cerrará antes de que lleguen. —Levanto la vista.
Neil y Lissa ya han partido, no hacia el vapor, sino por la arena, en dirección a las Pirámides. La luz que está detrás de las Pirámides está comenzando a languidecer; el cielo está cambiando de color, de blanco a celeste grisáceo.
—Esperen —digo, y corro por la arena para alcanzarlos—. ¿Por qué no nos esperan y volvemos todos juntos? No tardaremos mucho en ver la tumba. Ya oyeron a Zoe: adentro no hay nada.
Los dos me miran.
—Creo que no tendríamos que separarnos —termino débilmente.
Lissa levanta la vista, en estado de alerta, y caigo en la cuenta de que ella piensa que estoy hablando de divorcio, que finalmente digo lo que lo que ella estaba esperando.
—Creo que no tendríamos que separarnos —repito con premura—. Esto es Egipto. Hay peligros de toda especie, cocodrilos, serpientes y… no tardaremos mucho en ver la tumba. Ya oyeron a Zoe: adentro no hay nada.
—Mejor no —dice Neil, mirándome—. El tobillo de Lissa empieza a hincharse. Mejor le ponemos hielo.
Le miro el tobillo. Donde estaba la lastimadura, ahora hay dos pequeños orificios, muy cerca uno del otro, como la mordedura de una serpiente, y alrededor de éstos el tobillo está comenzando a hincharse.
—No creo que a Lissa le interese la Sala del Juicio —me dice él, mirándome.
—Podrían esperarnos en la cima de la escalera —le digo—. No tendrían que entrar.
Lissa lo toma del brazo como si estuviera ansiosa de irse, pero él vacila.
—Esos que estaban en el barco de la película… —dice Neil—. ¿Al final qué les pasaba?
—Sólo quise asustarlos —digo—. Estoy segura de que hay una explicación lógica. Qué lástima que Hércules Poirot no esté aquí… Él sería capaz de explicarnos todo. Es probable que la Pirámides estén cerradas por algún feriado musulmán que Zoe no conoce y que por el mismo motivo tampoco hayamos tenido que pasar por la Aduana. Porque es feriado.
—¿Qué les pasaba a los del barco? —vuelve a decir Neil.
—Los juzgaban —digo—, pero no era tan grave como ellos esperaban. Todos tenían miedo de lo que iba a ocurrir, incluso el sacerdote, que no había cometido ningún pecado, pero el juez resultaba ser una persona que ellos conocían. Un obispo. Vestía un traje blanco y era muy amable y casi todos salían absueltos.
—Casi todos —dice Neil.
—Vamos —dice Lissa, tironeándole el brazo.
—Esa gente del barco… —dice Neil, ignorándola—. ¿Alguno había cometido un pecado terrible?
—Me duele el tobillo —dice Lissa—. Vamos.
—Tengo que irme —dice Neil, casi a desgano—. ¿Por qué no nos acompañas?
Me fijo en Lissa, suponiendo que debe estar apuñalando a Neil con la mirada, pero me está mirando a mí, con ojos brillantes, sin pestañas.
—Sí. Ven con nosotros —dice, y se queda esperando mi respuesta.
Le mentí a Lissa sobre cómo termina “Muerte en el Nilo”. La esposa es la víctima del asesinato. Fantaseo con la idea de que he cometido un pecado terrible, que estoy acostada en mi habitación de hotel, en Atenas, con la sien negra de sangre y quemaduras de pólvora. En ese caso, yo sería la única que está aquí y Lissa y Neil serían semidioses disfrazados. O monstruos.
—Mejor no —digo, y me alejo de ellos.
—Entonces vamos —le dice Lissa a Neil. Comienzan a caminar por la arena. Lissa renguea mucho y antes de que hayan llegado muy lejos Neil se detiene y se saca los zapatos.
El cielo que está detrás de las Pirámides es de color celeste violáceo y las Pirámides se elevan, planas y negras, contra él.
—Vamos —grita Zoe desde la cima de la escalinata. Tiene la linterna en la mano y mira la guía—. Quiero ver el pesaje del alma.
Capítulo 7
Saliendo de las Rutas Conocidas
Cuando regreso, Zoe ya está a mitad de camino, descendiendo por la escalinata e iluminandocon la linterna la puerta de más abajo.
—Cuando descubrieron la tumba, la puerta tenía una tapa de yeso estampada con sellos que llevaban el emblema de Tutankhamón —dice.
—Pronto será de noche —le grito—. Quizás deberíamos volver al hotel con Lissa y Neil.
—Miro el desierto, pero ellos ya se perdieron de vista.
Zoe también ha desaparecido. Cuando vuelvo a mirar la escalinata, no veo nada salvo oscuridad.
—¡Zoe! —grito, y bajo corriendo los escalones cubiertos de arena—. ¡Espérame!
La puerta de la tumba está abierta y veo la luz de la linterna bailando en las paredes y el techo de roca, lejos, en un pasillo angosto.
—¡Zoe! —grito, y corro tras ella. El piso es desparejo; me resbalo y pongo la mano en la pared para no caerme—. ¡Vuelve! ¡Tienes el libro!
La luz ilumina un sector de una pared muy lejana, con cosas grabadas a cincel, y luego se esfuma, como si Zoe hubiera doblado una esquina.
—¡Espérame! —le grito y me detengo, porque no veo ni mi propia mano cuando la levantofrente a mi cara.
Ninguna luz me responde, ninguna voz me responde, ningún sonido. Me quedo muy quieta, con una mano todavía apoyada en la pared, alerta al sonido de pasos, de algo que camine a hurtadillas, de algo que se arrastre por el suelo, pero no oigo nada, ni siquiera los latidos de mi propio corazón.
—¡Zoe! —grito—. Te voy a esperar afuera —y me doy media vuelta, sosteniéndome de la pared para no desorientarme en la oscuridad, y regreso por donde vine.
El pasillo parece más largo que cuando entré y se me ocurre que continuará para siempre en medio de esta oscuridad, o que la puerta estará cerrada con llave, la abertura vuelta a tapiar con yeso y los antiguos sellos vueltos a estampar, pero hay una línea de luz debajo de la puerta y ésta se abre con facilidad cuando la empujo.
Estoy en la cima de una escalinata de piedra que desciende hacia una sala larga y ancha. A cada lado de la sala hay una hilera de pilares de piedra, y entre los pilares veo escenas pintadas en las paredes, en color siena, amarillo y azul chillón.
Debe ser la Antecámara, porque Zoe dijo que las paredes estaban pintadas con escenas del viaje del alma hacia la muerte, y está Anubis, pesando el alma, y detrás de él hay un mandril que devora algo, y enfrente de donde estoy parada hay una pintura de un barco cruzando el Nilo azul. Es de oro y en él se acuclillan cuatro almas en fila sus ojos delineados con kohl miran hacia adelante, hacia la costa. Junto a ellas, en el agua transparente, nada Sebeck, el semidiós con forma de cocodrilo.
Comienzo a bajar los escalones. Hay un umbral en el extremo más alejado de la sala; si esta es la Antecámara, entonces esa puerta debe conducir a la Cámara Mortuoria.
Zoe dijo que la tumba comprendía sólo tres cámaras y yo misma vi el plano en el avión: los escalones, el pasillo recto y luego las tres cámaras poco impresionantes, una tras otra; Antecámara, Cámara Mortuoria y Sala del Juicio, una tras otra.
Así que esta es la Antecámara, aunque sea más grande de lo que figuraba en el mapa, y Zoe obviamente ha avanzado hasta la Cámara Mortuoria y está parada junto al sarcófago de Tutankhamón, leyendo la guía de viaje en voz alta. Cuando entre, ella levantará la vista y dirá: “El sarcófago de cuarcita tiene grabados algunos pasajes del “Libro de los Muertos”.
He llegado a la mitad de la escalinata y desde aquí veo la pintura que representa el pesaje del alma. Anubis, con su cabeza de chacal, está parado a un costado de la balanza amarilla; el difunto está del otro lado, leyendo su confesión de un papiro. Bajo dos escalones más, hasta que estoy al mismo nivel que la balanza, y me siento.
Seguramente, Zoe no tardará en llegar —en la Cámara Mortuoria no hay nada salvo el sarcófago— y aunque haya seguido más adelante, hasta la Sala del Juicio, para regresar tendrá que pasar por aquí. A la tumba se entra por un solo lugar. Y no puedo dar media vuelta y dejarla aquí, porque ella tiene la linterna. Y el libro. Me abrazo las rodillas y espero.
Pienso en la gente del barco, esperando el juicio. “No era tan grave como ellos esperaban”, le dije a Neil, pero ahora, sentada aquí, en los escalones, recuerdo que el obispo, sonriendo amablemente, con su traje blanco, les imponía sentencias acordes con sus pecados. A una de las mujeres la sentenciaba a estar sola para siempre.
El difunto de la pintura, de pie junto a la balanza, parece asustado; me pregunto qué sentencia le impondrá Anubis, qué pecados habrá cometido.
Tal vez no ha cometido ningún pecado, igual que el sacerdote, y se preocupa por nada, o quizás está asustado sencillamente por encontrarse en este extraño lugar, solo. ¿Será la muerte lo que él esperaba?
“La muerte es igual en todas partes”, me dijo el marido de Zoe. “Inesperada”. Y nada es como uno cree que es. Fíjense en la Mona Lisa. Y en Neil. La gente del barco había planeado algo distinto: un portal de perlas, ángeles y nubes, todos los refinamientos modernos. Prepárese para la desilusión.
¿Y los egipcios, empacando la ropa, el vino y las sandalias para el viaje? ¿La muerte en el Nilo era lo que ellos esperaban? ¿O no era como la describía la guía de viaje? ¿Ellos seguían pensando que estaban vivos a pesar de todos los indicios que sugerían lo contrario?
El difunto aferra el papiro y me pregunto si habrá cometido algún pecado terrible. Adulterio. O asesinato. Me pregunto cómo habrá muerto.
La gente del barco moría por la explosión de una bomba, igual que nosotros. Trato de recordar el momento exacto del estallido: Zoe leyendo en voz alta, y luego un repentino golpe de luz y descompresión, la guía de viaje que sale volando de la mano de Zoe y Lissa que cae por el aire celeste. Pero no puedo. Tal vez no fue en el avión. Tal vez los terroristas volaron el aeropuerto de Atenas, mientras estábamos despachando el equipaje.
Fantaseo con la idea de que no fue una bomba, sino que yo asesiné a Lissa y luego me suicidé, igual que en “Muerte en el Nilo”. Tal vez metí la mano en mi cartera, pero no para buscar el libro de bolsillo sino la pistola que compré en Atenas, y le disparé a Lissa mientras ella miraba por la ventanilla. Y Neil se inclinó hacia Lissa, solícito, preocupado, y yo volví a levantar el arma, y el marido de Zoe trató de quitármela de la mano, y el disparo se desvió y le di al tanque de combustible del ala.
Sigo asustándome de mis propias ideas. Si hubiera asesinado a Lissa lo recordaría, y ni siquiera en Atenas, famosa por su falta de seguridad, hubiera podido subir al avión con un arma. Y no se podría cometer un crimen tan horrendo y no recordarlo, ¿verdad?
La gente del barco no recordaba haber muerto aunque les dijeran que era cierto, pero eso se debía a que el barco era muy parecido a un barco de verdad, con su baranda, el agua y el muelle. Y también se debía a lo de la bomba. Las víctimas de una explosión nunca recuerdan lo que pasó. Es por el golpe en la cabeza, o algo así, que se bloquea la memoria. Pero yo seguramente recordaría haber asesinado a alguien. O haber sido asesinada.
Me quedo sentada en la escalinata largo rato, vigilando para detectar la luz de la linterna de Zoe en el umbral. Afuera debe ser de noche, hora del espectáculo de Luz y Sonido de las Pirámides.
Aquí también parece estar más oscuro que antes. Tengo que forzar la vista para ver a Anubis, a la balanza amarilla y al difunto que espera ser juzgado. El papiro que tiene en la mano está cubierto de largas columnas de jeroglíficos; espero que sean hechizos mágicos que lo protejan y no la lista de todos los pecados que ha cometido.
No he matado a nadie, pienso. No he cometido adulterio. Pero hay otros pecados.
Pronto será de noche y no tengo linterna. Me pongo de pie.
—¡Zoe! —grito, y bajo la escalera y paso entre los pilares. Tienen grabados de animales: cobras, mandriles y cocodrilos—. ¡Está oscureciendo! —grito, y mi voz produce un eco hueco entre las columnas—. Se preguntarán qué nos habrá pasado.
Los dos últimos pilares tienen el grabado de un pájaro, con las alas de arenisca desplegadas. Un pájaro de los dioses. O un avión.
—¿Zoe? —digo, y me agacho para pasar por la puerta de poca altura—. ¿Estás aquí dentro?
Capítulo 8
Sucesos Especiales
Zoe no está en la Cámara Mortuoria. Es mucho más pequeña que la Antecámara y no hay pinturas en las ásperas paredes, ni tampoco encima de la puerta que conduce a la Sala del Juicio. El techo es apenas más alto que la puerta y tengo que encorvarme para no rasparme la cabeza.
Aquí dentro está más oscuro que en la Antecámara, pero a pesar de la penumbra puedo ver que Zoe no está. Tampoco el sarcófago de Tutankhamón, que tiene grabados pasajes del “Libro de los Muertos”. En esta sala no hay absolutamente nada, salvo una pila de valijas, en el rincón que está junto a la puerta que conduce a la Sala del Juicio.
Es nuestro equipaje. Reconozco mi vapuleada Samsonite y los bolsos de mano del grupo de turistas japoneses. Los maletines color azul marino de las azafatas están delante de la pila, atados, como víctimas, a los carritos.
Encima de mi valija hay un libro. Es la guía de viaje, pienso, aunque sé que Zoe jamás la hubiera abandonado, y me acerco apresuradamente para recogerla.
No es “Egipto Fácil”. Es mi ejemplar de “Muerte en el Nilo”, abierto y boca abajo, igual que lo dejó Lissa cuando estábamos en el barco, pero igual lo levanto y lo abro en las últimas páginas, buscando el lugar donde Hércules Poirot explica todas las cosas raras que han estado ocurriendo, el lugar donde resuelve el misterio.
No lo encuentro. Hojeo el libro hasta el final, buscando un mapa. En los libros de Agatha Christie siempre hay un mapa que muestra qué camarote del barco corresponde a quién, que muestra las escaleras, las puertas y las cámaras poco impresionantes, una tras otra, pero tampoco lo encuentro. Las páginas están cubiertas de largas columnas de jeroglíficos imposibles de leer.
Cierro el libro.
—No tiene sentido esperar a Zoe —digo, mirando más allá del equipaje, a la puerta que lleva a la siguiente sala. Es más baja que la que acabo de atravesar y del otro lado está oscuro—. Obviamente, avanzo hasta la Sala del Juicio.
Me acerco a la puerta, sosteniendo el libro contra mi pecho. Hay unos escalones de piedra que conducen abajo. Veo el primero gracias a la escasa luz de la Cámara Mortuoria. Es empinado y muy angosto.
Brevemente, me demoro en la idea de que después de todo no será tan grave, de que estoy preocupándome por nada, igual que el sacerdote, y de que no será un juicio sino alguien que conozco, un obispo sonriente vestido de traje blanco, y que al final de cuentas la clemencia no es un refinamiento moderno.
—No he matado a nadie —digo, y no oigo ningún eco de mi voz—. No he cometido adulterio.
Con una mano, me sostengo del marco de la puerta para no caerme por la escalera. Con la otra mano, aprieto el libro contra mi cuerpo.
—Atrás, malvados —digo—. Retrocedan. Lo ordeno en nombre de Osiris y de Hércules Poirot. Mis hechizos me protegen. Conozco el camino.
Comienzo a descender.