RESEÑA
Un inolvidable debut que te sumergirá en los secretos y las profundidades más insondables del ser humano.
Verano de 1914. El hundimiento del crucero de lujo Empress Alexandra deja a una mujer recién casada y ahora viuda luchando por su vida en medio del desconcierto. La salvación no es fácil, y en el bote salvavidas que la recoge, capitaneado por el señor Hardie junto con otros pasajeros, para que unos vivan otros deberán morir.
Veintiún días en el mar en los que Grace oscilará entre el verde cristalino y el azul oscuro en medio de la inmensidad del Atlántico.
Los náufragos es una inquietante novela sobre la supervivencia, la justicia y las decisiones difíciles, narrada por una voz tan desgarradora y compleja como los acontecimientos que describe.
Título original: The Lifeboat
Traducción: Jordi Vidal
1.ª edición: noviembre 2012
© 2012 by Charlotte Rogan
© Ediciones B, S. A., 2012
Depósito Legal: B.22781-2012
ISBN: 978-84-02-42132-6
978-84-9019-280-1
Para Kevin
y para Olivia, Stephanie y Nick
con amor
Cantaré del diluvio a todos los pueblos.
¡Oíd!
Mito de Atrahasis, últimos versos
Prólogo
Hoy he sorprendido a los abogados y me ha impresionado el efecto que he podido producir en ellos. Se ha desatado una tormenta cuando salíamos del juzgado para ir a comer. Ellos han echado a correr para refugiarse bajo el toldo de una tienda cercana y evitar que se les mojaran los trajes, mientras que yo me he quedado de pie en medio de la calle con la boca abierta, transportada al pasado, y volviendo a ver aquella otra lluvia que se acercaba a nosotros en cortinas grises. Había vivido aquel chaparrón y en ese momento, en la calle, pensé que podía revivirlo, que podía sumergirme en él, que podía repetirse el décimo día en el bote salvavidas, cuando empezó a llover.
Una lluvia que, aunque fría, agradecimos. Al principio no era más que una llovizna burlona, pero a medida que avanzaba el día comenzó a caer en serio. Levantamos la cabeza hacia el cielo, con la boca abierta, empapando nuestras lenguas hinchadas. Mary Ann no podía, o no quería, separar los labios ni para beber ni para hablar. Era una mujer de mi edad. Hannah, que era apenas un poco mayor, la abofeteó con fuerza y dijo: «¡Abre la boca o te la abriré yo!» Entonces cogió a Mary Ann y le apretó la nariz hasta obligarla a abrir la boca para no ahogarse. Las dos permanecieron un buen rato en una especie de abrazo violento mientras Hannah mantenía separadas las mandíbulas de Mary Ann, permitiendo que la lluvia gris y salvadora entrara gota a gota.
—¡Vamos, vamos! —dijo el señor Reichmann, que es el jefe del pequeño equipo de abogados contratados por mi suegra, no porque le importe un rábano lo que me ocurra, sino porque cree que mi condena sería contraproducente para la familia.
El señor Reichmann y sus socios me llamaban desde la acera, pero fingí no oírlos. Les irritó mucho que no diera muestra de oírlos o, mejor dicho, que no les hiciera caso, que es algo muy distinto y mucho más ofensivo, me imagino, para quienes están acostumbrados a hablar desde un estrado, para quienes habitualmente reciben la atención de jueces, jurados y personas obligadas por juramento a decir la verdad o a guardar silencio y cuya libertad depende de determinadas verdades que decidan revelar. Cuando por fin me puse en movimiento y me reuní con ellos, tiritando y calada hasta los huesos pero sonriendo por dentro, contenta de haber redescubierto la exigua libertad de mi imaginación, preguntaron:
—¿Qué clase de broma es esa? ¿Qué estabas haciendo, Grace? ¿Te has vuelto loca?
El señor Glover, que es el más simpático de los tres, me cubrió los hombros mojados con su chaqueta, pero el fino forro de seda no tardó en empaparse y probablemente en estropearse, y si bien me conmovió que me hubiera ofrecido su chaqueta, habría preferido que fuese la del apuesto y corpulento William Reichmann la que se hubiese estropeado con la lluvia.
—Tenía sed —contesté, y seguía teniéndola.
—Pero el restaurante está aquí mismo, a menos de una calle. En un par de minutos podrás beber lo que desees —repuso el señor Glover, mientras los demás señalaban y gesticulaban alentándome a seguirlos.
Pero yo tenía sed de lluvia y agua salada, sed de todo su océano sin límites.
—Eso tiene mucha gracia —dije, riendo al pensar que era libre de elegir cualquier bebida, cuando no era algo que me apeteciera.
Había pasado las dos semanas anteriores en la cárcel y ahora estaba libre y a la espera del resultado de un juicio que estaba en curso. Incapaz de contener la risa, que no paraba de sacudirme, pronta a brotar, como gigantescas olas. No me permitieron acompañar a los abogados al comedor y tuvieron que llevarme el almuerzo al guardarropa, donde un funcionario circunspecto me vigilaba sentado sobre un taburete mientras yo comía con desgana mi bocadillo. Parecíamos dos pájaros, y no dejé de reírme hasta que me dolieron los costados y pensé que iba a marearme.
—Bueno —dijo el señor Reichmann cuando los abogados se reunieron conmigo después de comer—, hemos estado hablando del asunto y a fin de cuentas aludir a un trastorno mental como defensa no parece tan descabellado.
La idea de que tuviera un trastorno mental los llenaba de alegre optimismo. Si antes del almuerzo se habían mostrado nerviosos y pesimistas, ahora encendían cigarrillos y se felicitaban unos a otros por razones que yo desconocía. Al parecer habían intercambiado opiniones, habían considerado mi estado mental y habían entendido que presentaba ciertas carencias. Y ahora que habían superado la primera impresión causada por mi conducta y que habían descubierto que quizá pudieran servirse de ella para justificar científicamente e incluso aprovechar la situación en el manejo del caso, me dieron palmaditas en el brazo uno detrás de otro y dijeron:
—No te preocupes, querida muchacha. Al fin y al cabo, ya has sufrido bastante. Déjalo en nuestras manos, hemos hecho esto mil veces. —Mencionaron a un tal doctor Cole y añadieron—: Estamos seguros de que te parecerá muy comprensivo.
A continuación recitaron de un tirón una lista de datos que no me decían nada.
No sé de quién había sido la idea, si de Glover, Reichmann o incluso del tímido Ligget, de que intentara recrear los hechos de aquellos veintiún días y de que el «diario» se presentara como una especie de prueba exculpatoria.
—En ese caso sería mejor que la presentáramos como cuerda, o de lo contrario lo rechazarían del todo —sugirió el señor Ligget con vacilación, como si no le tocara hablar.
—Supongo que tienes razón —admitió el señor Reichmann, frotándose la barbilla—. Veamos qué nos ofrece antes de tomar una decisión.
Se rieron, hicieron girar sus cigarrillos en el aire y hablaron de mí como si no estuviera mientras regresábamos al juzgado donde, junto con otras dos mujeres, llamadas Hannah West y Ursula Grant, iba a ser acusada de un crimen capital. Tenía veintidós años. Había estado casada durante diez semanas y hacía más de seis que era viuda.
Primera parte
Primer día
El primer día en el bote salvavidas estuvimos casi siempre en silencio; asimilando, o negándonos a asimilar, el drama que acontecía en las agitadas aguas que nos rodeaban. John Hardie, un marinero de primera y el único miembro de la tripulación a bordo del bote de salvamento 14, se hizo cargo de la situación de inmediato. Asignó lugares teniendo en cuenta la distribución del peso, y como la embarcación flotaba demasiado a ras del agua, nos prohibió a todos que nos levantáramos o moviéramos sin permiso. Después sacó un timón que estaba encajado bajo la bancada, lo colocó en la popa del bote y ordenó a quienes supieran remar que cogieran uno de los cuatro remos largos. Enseguida, tres hombres y una mujer corpulenta, la señora Grant, los tomaron. Hardie les indicó que se alejaran todo lo posible del barco que se hundía, diciendo: «¡Remad con todas vuestras fuerzas si no queréis morir arrastrados hasta el fondo!»
El señor Hardie estaba derecho, con los pies bien plantados y la mirada atenta, guiándonos hábilmente alrededor de los obstáculos que nos cerraban el paso, mientras los cuatro remaban en silencio, con los músculos tensos y los nudillos blancos. Algunos de los otros sujetaban los extremos de los largos remos para ayudar con el esfuerzo, pero eran inexpertos, y las palas tendían tanto a pasar por encima como por debajo del agua y a impulsarse contra ella de costado, que era para lo que habían sido diseñadas. Yo apretaba los pies contra el fondo de la barca en solidaridad, y a cada remada tensaba los hombros como si por arte de magia favoreciera nuestra causa. De vez en cuando el señor Hardie rompía el impactante silencio diciendo cosas como: «Doscientos metros más y estaremos a salvo», o «El barco se hundirá en diez minutos, doce si acaso», o «El noventa por ciento de las mujeres y los niños se ha salvado». Sus palabras me consolaban, si bien acababa de presenciar cómo una madre arrojaba a su hijita al agua, después saltaba tras ella y desaparecía. No sabía si el señor Hardie lo había visto o no, pero sospechaba que sí, porque los ojos negros que se movían inquietos debajo de sus pobladas cejas parecían registrar todos los detalles de nuestra situación. En todo caso, no lo corregí, ni siquiera lo culpé por decir alguna mentira. En cambio lo veía como un líder, tratando de inspirar confianza a sus tropas.
Dado que el nuestro había sido uno de los últimos botes salvavidas que se habían echado al mar, las aguas que se extendían delante estaban atestadas. Vi chocar dos botes, cuando intentaban esquivar un montón de restos flotantes, y una parte serena de mi mente fue capaz de entender que el señor Hardie se dirigía hacia un espacio de agua despejada apartado del resto. Había perdido la gorra, y con su pelo desordenado y sus ojos feroces parecía tan preparado para hacer frente al desastre como nosotros estábamos aterrorizados por este. «¡Empleaos a fondo, muchachos! —gritó—. ¡Mostradme de qué pasta estáis hechos!» Y la gente que empuñaba los remos redobló sus esfuerzos. En el mismo momento hubo una serie de explosiones a nuestra espalda y los gritos y alaridos de las personas que se hallaban todavía a bordo del Empress Alexandra o en el agua sonaron como debe de sonar el infierno, si es que existe. Miré atrás y vi el enorme casco del transatlántico estremecerse y balancearse, y por primera vez advertí llamas anaranjadas lamiendo las ventanas de los camarotes.
Pasamos junto a astillas dentadas, barriles medio sumergidos y cabos de cuerda enroscados como serpientes. Identifiqué una tumbona, un sombrero de paja y lo que parecía una muñeca flotando juntos, sombríos recordatorios del buen tiempo que habíamos tenido aquella misma mañana y del humor festivo que reinaba en el barco. Cuando nos tropezamos con tres bidones más pequeños que se mecían a la vez, el señor Hardie exclamó: «¡Ajá!», y mandó a los hombres que subieran a bordo dos de ellos y que los colocaran bajo la bancada triangular del extremo en punta de la popa del bote. Nos aseguró que contenían agua potable y que, una vez que nos hubiéramos salvado del remolino provocado por el buque al hundirse, podríamos necesitarla para no morir de sed y de hambre; pero yo no podía pensar a tan largo plazo. En mi opinión, la borda de nuestra pequeña embarcación ya estaba peligrosamente cerca de la superficie del agua y cualquier parada disminuiría las posibilidades de alcanzar la distancia crítica con respecto al barco que se hundía.
Había también cuerpos flotando en el agua y personas aferradas a los restos del naufragio; vi a otra madre con su hijo, el chico de cara pálida extendía las manos hacia mí y gritaba. Cuando nos acercamos, pudimos comprobar que la madre estaba muerta, con el cuerpo inerte apoyado sobre un tablón y la cabellera rubia desparramada a su alrededor en el agua verde. El niño llevaba una minúscula pajarita y tirantes, y me pareció ridículo que su madre lo hubiera vestido de una forma tan inapropiada, a pesar de que siempre había admirado la ropa elegante y de calidad y de que yo misma tuviera que cargar con enaguas, botas de cuero blando y corsé, adquiridos en Londres no hacía mucho. Uno de los hombres gritó: «¡Un poco más y podremos alcanzar al chico!» Pero Hardie replicó: «Bien, ¿y quién de vosotros quiere cambiarle el sitio?»
El señor Hardie tenía una voz potente de marinero. No siempre podía entender lo que decía, pero eso acrecentaba mi fe en él. Conocía aquel mundo de agua, hablaba su lenguaje, y cuanto menos le comprendía yo, más posibilidades había de que el mar sí lo hiciera. Nadie tenía una respuesta para él, y pasamos de largo junto al niño que gritaba. Un hombre menudo que iba sentado a mi lado gruñó: «¡Bien podríamos reemplazar esos bidones por el chico!», pero de hacerlo habríamos tenido que volver atrás con el bote, y nuestra compasión por el muchacho, que se había encendido brevemente, ya formaba parte de una angustia pasada, de modo que guardamos silencio. Solo el hombrecillo habló, pero su voz aflautada apenas era audible entre los rítmicos chirridos de los remos en los escálamos, el fragor de aquel infierno y la cacofonía de voces humanas dando instrucciones o pidiendo ayuda a gritos: «No es más que un niño. ¿Cuánto podría pesar una personita como esa?» Más tarde me enteré de que aquel hombre era un diácono anglicano, pero por entonces no sabía los nombres ni las profesiones de mis compañeros de viaje. Nadie le respondió. Los que remaban persistieron en su empeño y los demás agachábamos la cabeza junto con ellos, pues parecía lo único que podíamos hacer.
Al poco rato nos encontramos con tres nadadores que se dirigían hacia nosotros dando vigorosas brazadas. Uno tras otro, se agarraron a la cuerda de salvamento que rodeaba el perímetro de nuestro bote, cargando suficiente peso sobre este para que empezara a entrar agua por la borda. Uno de aquellos hombres me llamó la atención. Tenía el rostro bien afeitado y lívido por el frío, pero era inconfundible el fulgor de alivio que emitieron sus ojos azules como el hielo. Obedeciendo las órdenes de Hardie, el remero sentado más cerca golpeó un par de manos antes de hacer lo mismo con las del hombre de ojos azules. Oí el crujido de la madera contra hueso. Entonces Hardie levantó su gruesa bota y la descargó contra la cara del hombre, lo que provocó un grito de angustiada sorpresa. Resultaba imposible apartar la mirada, y jamás he tenido un sentimiento más intenso por un ser humano como el que tuve por aquel desconocido.
Si describo lo que sucedía a estribor en el bote de salvamento 14, necesariamente daré la impresión de que no acontecían mil dramas distintos en las turbulentas aguas a babor y popa. Ahí fuera, en algún lugar, estaba mi marido Henry, sentado en un bote y apartando gente a golpes como hacíamos nosotros o bien tratando de salvarse a nado y siendo golpeado por otros. Me consolaba recordar que Henry se había mostrado enérgico a la hora de conseguirme un lugar en el bote, y estaba segura de que había sido igual de enérgico para salvarse; pero ¿habría podido Henry actuar como lo hacía Hardie si su vida dependiera de ello? ¿Habría podido yo? La idea de la crueldad del señor Hardie fue algo a lo que mis pensamientos regresan sin cesar: desde luego fue horrendo, desde luego ninguno de los demás habríamos tenido el valor para tomar las decisiones terribles e inmediatas que se esperaban de un líder en aquel momento, y sin duda es eso lo que nos salvó. Me pregunto si acaso puede calificarse de crueldad esa forma de actuar cuando cualquier otra habría significado nuestra muerte segura.
No había viento, pero incluso, de vez en cuando, en el mar calmo, el agua nos salpicaba al golpear contra el costado del bote sobrecargado. Hace unos días, los abogados demostraron con un experimento que un adulto más de peso medio, en un bote de ese tamaño y tipo, nos habría puesto en peligro de inmediato. No podíamos salvar a todo el mundo y salvarnos al mismo tiempo. El señor Hardie lo sabía y tuvo el valor de actuar en consecuencia, y fueron sus acciones en aquellos primeros minutos y horas lo que marcó la diferencia entre la existencia prolongada y una tumba de agua. También fueron sus actos lo que puso a la señora Grant, la más fuerte y enérgica de las mujeres, contra él. La señora Grant dijo: «¡Animal! Vuelve atrás y salva por lo menos al niño», aunque sabía que no podíamos regresar y escapar con vida. Sin embargo, por esas palabras, la señora Grant fue tildada de caritativa y Hardie, de demonio.
También hubo ejemplos de nobleza. Las mujeres más fuertes atendieron a las más débiles, y hay que reconocer el mérito de quienes remaban por alejarnos tan deprisa del barco que se hundía. El señor Hardie, por su parte, estaba firmemente decidido a salvarnos y enseguida distinguió a aquellos de nosotros que requeríamos cuidado de los que no lo requerían. A los demás nos llevó más tiempo conseguirlo. Durante varios días, tendí a identificarme menos con mis compañeros del bote salvavidas que con los de viaje en primera clase del Empress Alexandra, ¿y quién no lo haría? Pese a las dificultades de los últimos años, estaba acostumbrada al lujo. Henry había pagado más de quinientos dólares por nuestro pasaje en primera, y todavía me veía llegando triunfalmente a mi ciudad natal, no como la desaliñada superviviente de un naufragio ni como la hija de un hombre de negocios fracasado, sino como la invitada a una cena de bienvenida, ataviada con vestidos y joyas que ahora descansaban en el lodo lleno de hierbajos del fondo marino. Me imaginaba a Henry presentándome por fin a su madre, cuya resistencia a mis encantos se esfumaba ahora que nuestro matrimonio era un hecho consumado. Y me imaginaba a los hombres que habían estafado a mi padre abriéndose paso a codazos a través de la multitud para ser rechazados públicamente por todos aquellos con los que se encontraban. El señor Hardie, en su favor o en su contra, se adaptó enseguida a nuestras nuevas circunstancias, una capacidad que atribuyo a su espíritu marinero y al hecho de que ya había perdido su estilo más refinado mucho tiempo atrás, si alguna vez lo tuvo. Se había sujetado un cuchillo alrededor de la cintura y había sustituido la gorra extraviada por un trapo de origen desconocido, lo que contrastaba marcadamente con los botones dorados de su chaqueta; pero esos cambios en su uniforme parecían evidenciar su buena disposición y capacidad para adaptarse y no hacían sino acrecentar la confianza que depositaba en él. Cuando finalmente se me ocurrió mirar alrededor en busca de otros botes salvavidas, se habían convertido en manchas lejanas, lo que me pareció una buena señal, ya que el mar abierto era un lugar relativamente seguro después del caos y la turbulencia que habían rodeado el naufragio.
El señor Hardie asignó a las mujeres más débiles los mejores lugares y nos llamaba «señoras». Se interesó por nuestro bienestar como si pudiera hacer algo en ese sentido. Al principio las mujeres devolvieron el favor y mintieron diciendo que estaban bien, aun cuando todos podíamos ver que la señora Fleming se había roto una muñeca y que una institutriz española llamada María se encontraba en un terrible estado de shock . Fue la señora Grant quien improvisó un cabestrillo para el brazo de la señora Fleming y la primera en preguntarse en voz alta cómo Hardie había ido a parar a nuestro bote. Más tarde descubrimos que, si bien los protocolos de emergencia exigían un marinero experto en cada bote salvavidas, el capitán Sutter y la mayor parte de la tripulación se habían quedado en el barco, ayudando a los demás a subir a los botes y tratando de mantener el orden cuando ya se había desatado el pánico. Nosotros mismos, desde lejos, habíamos visto que la frenética prisa con que tanto la tripulación como los pasajeros intentaban echar los botes salvavidas al mar era contraproducente, ya que el buque se inclinaba espectacularmente, una circunstancia agravada por los choques y el desplazamiento del contenido, hasta el punto de que cuando bajaron nuestro bote ya no había una línea recta vertical desde la cubierta hasta el agua. La pequeña embarcación no solo corría el peligro de impactar contra la abrupta inclinación del costado del buque o de engancharse en él y volcar, sino que además los hombres que manejaban las poleas tenían que esforzarse por mantener la estabilidad del bote, bajando la proa y la popa al mismo tiempo. Un bote que echaron inmediatamente después del nuestro se dio del todo la vuelta y dejó caer toda su carga de mujeres y niños al mar. Los vimos gritando y agitándose en el agua, pero no hicimos nada por ayudarles, y sin Hardie para dirigirnos, no cabe duda de que habríamos sufrido una suerte similar. Después de lo acontecido, puedo responder afirmativamente a mi pregunta: si el señor Hardie no hubiera apartado a golpes a la gente que se aferraba a nuestro bote, habría tenido que hacerlo yo misma.
Por la noche
Llevábamos unas cinco horas en el bote cuando el cielo se volvió de un rosa intenso sombreado de azul, después de morado, y el sol pareció hincharse mientras descendía hacia la línea del agua que iba oscureciéndose al oeste. A lo lejos podíamos ver las siluetas negras de otros botes salvavidas, meciéndose igual que el nuestro, dejados en aquella inmensidad rosácea y negra sin nada más que hacer que esperar, nuestro destino en manos de otras tripulaciones y otros capitanes de barco que a esas alturas ya debían de estar enterados de nuestra situación.
Yo había deseado con impaciencia que anocheciera debido a la acuciante necesidad de aliviar mi vejiga. El señor Hardie había explicado el procedimiento por el que se haría. Las damas deberíamos utilizar uno de los tres achicadores de madera, cuya principal misión era extraer el agua acumulada en el fondo del bote. Balbuceó torpemente cuando sugirió que uno de los achicadores obrara en poder de la señora Grant, que le hiciéramos saber cuándo teníamos necesidad de usarlo y cambiásemos de sitio con alguien sentado junto a la borda cada vez que la naturaleza determinara que requeríamos aquel tipo de favor. «¡Diablos! —exclamó el señor Hardie, levantando los ojos debajo de sus pobladas cejas de un modo casi cómico—. ¡Bueno, pues eso! Estoy seguro de que lo han entendido.» Él, que se había mostrado tan seguro de sí mismo cuando, apenas unos minutos antes, había comprobado una lista de las provisiones que contenía cada bote de salvamento y había explicado el uso de cada una de ellas, se iba quedando sin habla al abordar esta tarea.
Cuando el aro naranja del sol hubo desaparecido del todo, me llegó el turno con el achicador de la borda. Observé que, si bien había oscurecido y la noche había caído por completo, el negro tenía textura, fuentes de luz y sombras, y, detrás de las sombras, ojos. Lamenté descubrir que la noche no era el escondrijo que me esperaba y que disponíamos de tan poco espacio que no había forma de disimular lo que estaba haciendo. Agradecí que por la razón que fuera estaba rodeada mayoritariamente por mujeres sensibles que fingían no percatarse de mis actos para facilitar las cosas. A fin de cuentas estábamos en la misma situación y seguíamos un protocolo tácito por el que no debíamos mirar a la bestia de la necesidad fisiológica. No repararíamos en ella, la desafiaríamos a desgarrar nuestro sentido del decoro, conservaríamos la cortesía incluso ante un desastre que había estado a punto de matarnos y que aún podía hacerlo.
Me sentí inmensamente aliviada en varios aspectos una vez terminada la tarea. Había estado tan preocupada por cómo la llevaría a cabo que apenas había prestado atención a la descripción de nuestras circunstancias y al inventario de provisiones realizados por el señor Hardie. Ahora sabía que cada bote de salvamento estaba provisto de cinco mantas, un salvavidas atado con una cuerda larga, los tres achicadores de madera, dos cajas de galletas duras, un bidón de agua potable y dos vasos de hojalata. Además de estos pertrechos, el señor Hardie se había hecho de alguna manera con un trozo de queso y unas hogazas de pan y había rescatado dos bidones más de agua de los restos del naufragio, que supuso provenían de un bote volcado. Nos dijo que en la cubierta del Empress Alexandra había habido una caja de brújulas, que había desaparecido en un viaje anterior, y dado que el propietario del barco había adelantado la fecha de partida debido a la inminencia de la guerra en Austria, no la habían reemplazado. «Pueden decir lo que quieran, pero los marineros no son ni más ni menos honrados que los demás», afirmó. También puso empeño en decirnos que gracias a su rapidez de reflejos, la lona que había tapado el bote para resguardarlo de la lluvia cuando estaba en la cubierta terminó dentro de la embarcación con nosotros. «Pero ¿para qué la necesitamos? —preguntó el señor Hoffman—. Pesa demasiado y ocupa mucho espacio.» El señor Hardie se limitó a responder: «Dentro de un bote salvavidas puede llegar a acumularse mucha humedad. Ya lo comprobarán si estamos aquí el tiempo suficiente.» La mayoría llevaba chalecos salvavidas, pero habían estado guardados en nuestros camarotes y durante la confusión del desastre no todos habían tenido el tiempo o la previsión de cogerlos. El señor Hardie, dos hermanas que se sentaban acurrucadas sin apenas hablar y un anciano llamado Michael Turner eran algunos de los que no llevaban chaleco.
Poco después de regresar a mi sitio, el señor Hardie abrió una caja de hojalata y nos enseñó las galletas, duras como piedras de unos trece centímetros cuadrados que no podían tragarse a menos que se ablandaran previamente con saliva o agua. Sostuve la galleta entre los labios hasta disolver alguna parte y vi en el cielo no del todo oscuro la miríada de estrellas que salpicaban la negrura, la infinidad de la atmósfera que era lo único más vasto que el mar, y mandé a cualquiera que fuese la fuerza natural que había dispuesto las cosas hasta entonces una oración en la que pedí que protegiera a mi Henry.
Me sentía esperanzada, aunque a mi alrededor las mujeres habían empezado a derrumbarse y a llorar. El señor Hardie se irguió en el bamboleante bote y dijo: «Sus seres queridos podrían estar muertos o podrían no estarlo. Hay bastantes posibilidades de que estén en uno de los otros botes que navegan ahí fuera, de modo que harían bien en no desperdiciar su líquido corporal en lágrimas.» Pese a sus palabras, leves sollozos y gemidos surgían de la oscuridad y se perdían en la noche. Notaba cómo la joven sentada a mi lado se estremecía de tarde en tarde y en una ocasión soltó un sollozo gutural como el de un animal. Le toqué ligeramente el hombro, pero ese gesto pareció trastornarla aún más, de manera que retiré la mano y escuché la música relajante del agua contra los costados del bote. La señora Grant se abría paso entre las bancadas, haciendo todo lo posible por consolar a las más afectadas hasta que el señor Hardie le advirtió que no se moviera y nos dijo que haríamos bien en ponernos cómodos y en descansar un poco, cosa que hicimos lo mejor que pudimos, recostados unos contra otros y ofreciendo o pidiendo consuelo según nuestras necesidades y aptitudes. Contra todo pronóstico, la mayoría logró conciliar el sueño.
Segundo día
Cuando despertamos la mañana del segundo día, el señor Hardie había ideado una lista de turnos, que incluía tandas en los remos para los más fuertes. La señora Grant y todos los hombres excepto el frágil señor Turner iban sentados junto a los ocho escálamos del bote y se turnaban pasándose los cuatro remos unos a otros cada vez que el señor Hardie les pedía que remaran. Tardó algún tiempo en calcular la fuerza del viento y la corriente, y le oí comentar a uno de los hombres sentados a su lado que el uso de los remos evitaría que fueran a la deriva, pues lo mejor que podíamos hacer era mantenernos en las inmediaciones del naufragio. Los demás nos turnábamos con los achicadores. Flotábamos muy bajo en el agua, y aunque apenas soplaba el viento, de vez en cuando una ola impactaba contra el borde, que el señor Hardie denominaba borda, de modo que nuestra ropa y las mantas que formaban parte de las limitadas reservas de emergencia del bote estaban en constante peligro de mojarse. Era peor para los que iban sentados en los extremos de la embarcación o en las dos bancadas largas que discurrían a lo largo de ambos costados. Formaban un muro de contención para los demás, que teníamos la suerte de ocupar las bancadas a lo ancho del bote entre ellos.
Después de repartir una ración de galletas secas y agua, el señor Hardie nos mandó disponer la lona del bote y las mantas en el ángulo de la parte delantera de la embarcación de tal manera que la lona protegiera las mantas del agua que pudiera acumularse en el fondo y de las salpicaduras que superaban la altura de la borda. Anunció que las mujeres podíamos turnarnos para descansar allí, tres por turno, durante un período que no excediera tres horas. Como había treinta y una mujeres —contando al pequeño Charles—, resultó que cada una tenía derecho a un turno al día en lo que se denominó enseguida el dormitorio. El tiempo restante se concedería a cualquiera de los hombres que lo deseara.
Una vez resuelto esto, el señor Hardie encargó a los remeros que mantuvieran a los demás botes a la vista lo más lejos posible. Yo me asigné la misión de ayudarles, de modo que me pasé el día mirando a lo lejos, empleando las manos para protegerme los ojos del cegador centelleo del sol sobre el mar. Así creía contribuir al bienestar de los ocupantes de nuestro bote. El señor Nilsson, quien dijo haber trabajado en una compañía naviera e insistía mucho en cuestiones de organización, preguntó al señor Hardie cuánto nos durarían las provisiones, pero el marinero le dio largas, diciendo que la comida no sería ningún problema a menos que no nos rescataran, aunque creía fervientemente en que nos rescatarían. Por lo general, se habló poco, y supe por el rostro inexpresivo y las pupilas dilatadas de muchas de las mujeres que estaban trastornadas. Para entonces solo conocía a dos de mis compañeros. Al coronel Marsh, un caballero corpulento y distinguido cuya esposa había fallecido años atrás, y que se había sentado a la mesa del capitán con Henry y conmigo, y a la señora Forester, una mujer silenciosa de ojos recelosos, a quien había visto a menudo deambular por el Empress Alexandra con un libro o una labor de punto en la mano. El coronel me saludó con un gesto de la cabeza, pero cuando dirigí una sonrisa de reconocimiento a la señora Forester, apartó la mirada.
Durante el resto de la mañana y hasta bien entrada la tarde oteamos a través del agua en busca de un buque de paso, mientras el señor Hardie pasaba de un silencio estoico a estallidos de locuacidad repletos de datos geográficos y marítimos. Su breve monólogo sobre el efecto del sol sobre el agua en el ecuador en comparación con su efecto sobre la superficie curva de los polos me pareció desconcertante, pero recuerdo muy claramente algunas de las otras cosas que dijo. Afirmó que el bote salvavidas 14 era un cúter y añadió que había sido diseñado para navegar a remo y a vela; y, en efecto, había un agujero redondo en una de las bancadas de delante donde podría insertarse un palo, pero no teníamos mástiles ni velas. Nos contó que, puesto que la velocidad de rotación de la Tierra era mucho mayor en el ecuador que en los polos, sobre la superficie del planeta había varios cinturones de viento. Habíamos viajado hacia el oeste a aproximadamente cuarenta y tres grados de latitud norte cuando el barco zozobró, una posición que nos situaba, según Hardie, junto a un cinturón de vientos predominantes del oeste. Explicó que los vientos del oeste soplan desde el oeste en lugar de hacia el oeste y que estábamos situados en medio de rutas de navegación muy transitadas, que se habían trazado en la época de los buques de vela para aprovechar los vientos. Nos dijo que por regla general tanto los vientos como la corriente iban en dirección contraria a un barco que fuese de este a oeste como en nuestro caso, pero que la invención de buques de vapor había posibilitado tomar la ruta septentrional más corta, aunque implicara navegar contra el viento. Evocó imágenes de vapores llenos hasta los topes hasta el punto de que en cualquier momento podríamos elegir entre los navíos que acudirían a rescatarnos. Solo el señor Nilsson puso una nota de pesimismo cuando exclamó: «¿Quién viajaría ahora a Europa? ¡Está en guerra!» La mención de la guerra hizo que el coronel echara atrás los hombros y dijera: «Es cierto.» Pero el señor Hardie dirigió a ambos una mirada seria mientras decía: «Hay barcos en ambas direcciones. Mantengan los ojos bien abiertos para que no se nos escape ninguno de ellos.» Mientras escrutábamos el horizonte ante la posible llegaba de alguna clase de embarcación, el hombre menudo, que ahora se identificó como diácono, dirigió una oración al grupo.
El diácono tenía una voz hermosa y, aunque no era una persona que llamaría la atención en la mayoría de las situaciones, me costaba trabajo quitarle los ojos de encima cuando hablaba. Más tarde comprobé que cuando se enfrentaba a un asunto desconocido su actitud era muy distinta, pero con la oración se desenvolvía como pez en el agua y su voz resonó sobre el mar y nos unió con sus palabras. Era evidente que había encontrado su vocación, y me pregunté, no por primera vez, si en parte las tragedias ocurrían cuando las personas se metían en situaciones para las que no estaban hechas. Más adelante cambiaría de opinión sobre el diácono. Finalmente, su voz de tenor pareció dar prueba de su debilidad general; pero entonces me contenté con observar cómo la fe animaba sus rasgos y con escuchar cómo su voz daba vida a las antiguas palabras de la oración.
Pese a nuestro objetivo común, surgieron pequeñas rencillas. Los que iban sentados junto a la borda tenían muchas más posibilidades de ser salpicados por el agua levantada por los remos que los que ocupaban el centro del bote, y cuando el señor Hardie determinó el orden en que nos turnaríamos en el dormitorio, una mujer brusca, la señora McCain, manifestó que las mujeres mayores tenían derecho a ir primero. Se salió con la suya, pero apenas estuvo unos minutos sobre las mantas antes de anunciar que debajo de la lona hacía un calor espantoso y que esperaría su turno de noche. Debido al hacinamiento, moverse en el bote resultaba difícil, y cuando la señora McCain perdió el equilibrio al regresar a su sitio, una espiral de agua entró por la borda e hizo vociferar al señor Hardie: «¡Quédense en su sitio a menos que yo les indique lo contrario!»
El señor Hoffman fue el primero en mencionar lo que todos estábamos pensando: aquel bote no había sido concebido para albergar a tanta gente. Unos minutos después, el coronel Marsh señaló una placa de latón atornillada junto al segundo escálamo de estribor, en la que había grabadas las palabras: capacidad 40 personas. Pero aunque éramos treinta y nueve, para todos resultaba evidente que la embarcación navegaba demasiado a ras del agua y que si no presentaba un mayor peligro era solo porque el mar estaba sereno. La placa nos dejó perplejos, pero sobre todo al coronel Marsh, un hombre de orden que no solo esperaba cierta subordinación al universo, sino también un pacto entre caballeros en lo que se refería al uso de la lengua inglesa. «La palabra oral es una cosa —dijo—, pero alguien se tomó la molestia de grabar este número en una placa.» Siguió pasando los dedos sobre las letras y contando las treinta y nueve cabezas que había en el bote, hasta que sacudió la suya con gesto de no comprender. Una vez trató de entablar conversación sobre el tema con el señor Hardie, pero este se limitó a responder: «¿Y qué propone que hagamos? ¿Escribir a la gente que construyó el maldito bote y presentar una queja formal?»
Más tarde supimos que la embarcación tenía siete metros de longitud por dos metros veinte centímetros en el punto más ancho y poco menos de un metro de profundidad en el centro, y que los primeros dueños del Empress Alexandra habían ahorrado dinero reduciendo las especificaciones para los botes salvavidas, que habían sido construidos para contener un escaso ochenta por ciento de la capacidad declarada de cuarenta personas cada uno. Al parecer, las placas no se habían cambiado. Probablemente gracias al hecho de que casi todas éramos mujeres y de menor estatura que un hombre medio, el bote no se hundió el primer día.
El señor Hoffman y el señor Nilsson solían sentarse con las cabezas juntas, lo cual me daba la impresión de que se conocían de algo, ocupaban la parte trasera del bote y yo estaba a dos tercios de la proa, tenía pocas posibilidades de hablar con ellos y no podía oír lo que decían. De tarde en tarde incluían al señor Hardie en sus conversaciones, si bien el marinero se mantenía la mayor parte del tiempo al margen. No estábamos acostumbrados a movernos por la barca y en la siguiente ocasión en que un grupo de mujeres no tuvo cuidado al dirigirse hacia el dormitorio, volvió a entrar agua por la borda. El señor Nilsson bromeó pidiendo un voluntario para darse un baño, quizás incluso dos personas, a lo que el coronel Marsh replicó: «Buena idea. ¿Por qué no salta usted?»
—Soy el único aquí, además de Hardie, que sabe algo sobre barcos —dijo el señor Nilsson, quien procedió a contarnos que se había criado en Estocolmo, donde las embarcaciones eran tan comunes como los automóviles—. Tíreme por la borda por su cuenta y riesgo —agregó, mostrándose más desafiante de lo que parecía adecuado por tratarse de un hombre que simplemente había gastado una broma.
—No estamos hablando de tirar a nadie por la borda —intervino el señor Hoffman—, solo hablábamos de voluntarios.
Pero no hacía ni cuarenta y ocho horas que estábamos en el bote. El mar estaba casi tranquilo y aún teníamos la certeza de que nos rescatarían. En el transcurso de aquella tarde, el señor Hardie pasó de desechar los argumentos del señor Hoffman a parecer considerarlos. Aquella mañana, cuando alguien había preguntado si no deberíamos establecer contacto con los otros botes salvavidas, el marinero había declarado: «No hay necesidad de tomar medidas drásticas. Seguro que vemos un vapor o un barco pesquero», pero de vez en cuando podíamos ver a los tres hombres hablando en voz baja entre ellos y, por la tarde, cuando el señor Hoffman volvió a sacar a colación el tema de un plan de emergencia, Hardie asintió con la cabeza y luego miró a lo lejos como considerando algo que yo era incapaz de ver.
«Si se levanta viento, no tendremos tiempo para conversaciones y discusiones —oí que el señor Nilsson decía al coronel Marsh—. Diseñar un plan no significa que lleguemos a ponerlo en práctica.» El señor Hardie no era de los que aceptaban órdenes de nadie y tuve la sensación de que estábamos siendo manipulados de alguna manera; pero tenía la mente atenazada por el miedo y tal vez ahora, retrospectivamente, que me enfrento a un tipo de autoridad distinto, se me antoja que pudo haber tramas de influencia y engaño en el bote salvavidas desde el principio.
Aunque parezca mentira, fui ganando en lucidez con el paso del tiempo. Durante las primeras horas estaba demasiado asustada para pensar objetivamente en mi situación: hacía demasiado calor o demasiado frío, tenía demasiada hambre o demasiada sed, era demasiado propensa a imaginar cosas y a decir a la joven que estaba sentada a mi lado: «¿Qué es aquello, Mary Ann? A las dos de la tarde. ¿No es algo que brilla al sol?» O bien: «¿Qué es esa mancha oscura, Mary Ann? ¿Te parece un barco?» Al anochecer del segundo día, cuando el enorme sol naranja se hundía como una pelota pesada y la gente parecía despertar de su estupor lo suficiente para quejarse de los músculos doloridos o de los pies mojados, el señor Hoffman dijo: «Si no aparece un voluntario, tendremos que echarlo a suertes.»
En aquel momento, Anya Robeson, una mujer que hablaba muy poco pero que Mary Ann había descrito como «alguien de tercera clase», dirigió una mirada severa al señor Hoffman y arrebujó a su hijo Charles bajo su abrigo. No quería que oyera nada de aquello. «Cuidado con cómo habla —decía invariablemente cuando uno de los hombres se refería a la muerte o usaba un lenguaje soez—. Hay un niño delante.» No sé por qué se preocupaba por eso; tal vez para no tener que preocuparse por el mar, que una y otra vez pasaba del azul al gris cuando una nube tapaba el sol y del gris al carmesí cuando el sol llameaba en dirección al horizonte. Una chica alemana llamada Greta Witkoppen prorrumpió en llanto, y al principio creí que lloraba porque pronto oscurecería o porque había perdido a un ser querido, pero luego me di cuenta de que la conversación de los hombres la había asustado.
La señora Grant se inclinó hacia ella y le dio una palmadita en el hombro. «No te preocupes —le dijo—. Ya sabes cómo son los hombres.» Entonces Greta demostró algo de sentido común al decir en voz alta: «Están asustando a la gente. No deberían decir esas cosas.» En otra ocasión interpeló directamente al señor Hardie: «Yo diría que debería preocuparse más por la imagen que da al mundo.»
—¿Al mundo? —se burló el señor Hardie—. El mundo no sabe que existo.
—Algún día lo sabrá —repuso ella—. Y algún día lo juzgarán.
—Dejémoslo a los historiadores —exclamó Hoffman.
Hardie se echó a reír al viento, cada vez más intenso, y gritó:
—¡Aún no somos historia, por Dios! ¡Aún no somos historia!
Creo que Greta fue la primera seguidora de la señora Grant. Oí que Greta le decía: «Si no les preocupa el mundo, por lo menos deberían preocuparse por Dios. Dios es omnisciente. Dios lo ve todo.» La señora Grant respondió diciendo: «Es un hombre. La mayoría de los hombres cree ser Dios.» Y más tarde la vi dar una palmadita en el brazo de Greta mientras susurraba: «Tú deja al señor Hardie de mi cuenta.»
Tres mujeres italianas y la institutriz llamada María eran las únicas que no hablaban nada de inglés. Las italianas iban vestidas con capas negras idénticas y se acurrucaban juntas en la parte delantera del bote, pasando del silencio absoluto a conversaciones rápidas e incomprensibles como si algo que solo ellas pudieran ver estuviera a punto de ocurrir. María había viajado a Estados Unidos para trabajar para una familia de Beacon Hill. Casi siempre estaba histérica, pero no podía apiadarme de ella. Hasta la más compasiva de las mujeres se daba cuenta de que su absoluta falta de autodominio nos ponía a todos en peligro. Al principio traté de tranquilizarla con las pocas palabras en español que conocía, pero cada vez que intentaba comunicarme con ella se agarraba a mi ropa, se levantaba y agitaba los brazos en el aire, de manera que los demás, en cuanto nos cansamos de volver a sentarla, hicimos todo lo posible por ignorarla.
Confesaré que me pasó por la cabeza lo fácil que habría sido ponerme en pie y fingiendo contenerla darle un empujón y hacerla caer del bote. Estaba sentada justo al lado de la borda y yo tenía claro que nos iría mucho mejor sin ella y su histrionismo. Me apresuro a añadir que no hice nada de eso y lo menciono solo para ilustrar cómo los límites del pensamiento de una persona se ensanchan rápidamente en una situación así y cómo una parte de mí podía entender el razonamiento que había llevado el señor Hoffman a sugerir un modo de aligerar la carga y también cómo, una vez formulada tal sugerencia, resultaba difícil de olvidar. Lo que hice fue cambiarle el sitio, de forma que si María perdía el equilibrio y se caía, lo hiciera sobre Mary Ann o sobre mí y no cayera al mar.
Ahora yo era una de las que estaban sentadas junto a la borda y recibían las salpicaduras de los remos mientras quienes remaban intentaban mantener nuestra posición contra la corriente. Tras pensarlo un buen rato, bajé la mano para tocar el agua. Estaba muy fría y parecía atraer seductoramente mis dedos, aunque en realidad este efecto no era debido a ninguna cualidad del agua, sino más bien consecuencia del movimiento de nuestra barquita a través de ella y quizás, en parte, producto de mi imaginación.
Tercer día
Al tercer día, la conmoción había pasado en parte. Las pupilas de los ojos de María volvieron a su tamaño normal y una vez puso cara de payaso al pequeño Charles cuando asomó la cabeza por debajo de la falda de su madre. Nos habíamos alejado lo suficiente para dejar de ver restos del naufragio, o quizá nos halláramos en el mismo sitio y fueran los restos los que se hubieran movido. En cualquier caso, no quedaba nada del Empress Alexandra. Era como si jamás hubiera existido, pero entonces ¿cómo explicar nuestra situación? Pensé en el buque como a menudo he pensado en Dios: responsable de todo, pero invisible y tal vez aniquilado, destrozado contra las rocas que él mismo había creado.
El diácono dijo que aquella experiencia renovaba su fe en Dios, o si no lo había hecho aún, no tardaría en hacerlo; la señora Grant dijo que renovaba su convicción de que Dios no existía, y la pequeña Mary Ann exclamó: «Calla, calla, no importa», y nos hizo entonar un himno sobre los que están en peligro en el mar. Nos sentimos animados, trágicos y elegidos a la vez. Me conmovió ver que incluso la señora Grant participaba en el canto, tan grande era nuestra sensación de unidad y alegría por estar vivos.
Si Mary Ann era infantil en su fe en lo que decía literalmente la Biblia, yo era una anglicana práctica. Juzgaba una buena cosa todo aquello que animaba a la gente a ser moral, pero nunca separaba los principios en los que creía de aquellos en los que no creía. Sentía reverencia por la Biblia, el libro gordo de tapas cubiertas que descansaba en la sala de lectura de mi madre, donde nos reuníamos para el relato de la hora de acostarse. Yo tenía una Biblia de la que la profesora de la escuela dominical me hacía memorizar fragmentos, pero mi ejemplar era pequeño y poco vistoso, y después de mi confirmación a los once años, lo metí en un cajón y no volví a mirarlo más.
El señor Hardie seguía confiado, incluso aparentemente alegre. «Tenemos suerte con el tiempo —dijo—. El viento es del sudoeste y muy flojo. Cuanto más altas sean las nubes, más seco será el aire. El tiempo se mantendrá tal cual.» No me lo había preguntado nunca ni he vuelto a hacerlo, pero aquel día quise saber por qué las nubes eran blancas cuando supuestamente estaban hechas de agua, que es incolora. Interrogué al señor Hardie creyendo que era el más indicado para saberlo, pero lo único que dijo fue: «El mar es azul, o negro, o de cualquier otro color, y la espuma del rompiente de las olas es blanco, y también están hechos de agua.» El señor Sinclair, a quien había visto pasear por la cubierta en su silla de ruedas pero con quien no había hablado nunca, dijo que no era científico, pero había leído que el color tenía que ver con las propiedades refractivas de la luz y al hecho de que las frías temperaturas de la atmósfera más alta convertían las gotitas de agua suspendidas en cristales de hielo.
El señor Hardie habló con mayor conocimiento de causa de una realidad distinta. Nos contó que el Empress Alexandra había estado equipado con veinte botes salvavidas, de los que por lo menos diez u once se habían echado al mar con éxito, lo que significaba que por lo menos la mitad de las casi ochocientas personas que viajaban a bordo se habían salvado. Podíamos ver dos de ellos a lo lejos, pero no sabíamos qué había sido de los demás. Al principio el señor Hardie ordenó a quienes remaban que no avanzaran paralelamente a la otra embarcación, pero el coronel Marsh defendió que nos acercásemos lo suficiente para hablar con sus ocupantes y averiguar si entre ellos se encontraban nuestros seres queridos u otras personas conocidas, y me dio un vuelco el corazón ante la posibilidad de ver a mi Henry sano y salvo en uno de los otros botes. Pero el señor Hardie replicó: «¿Y de qué serviría eso, ya que no pueden hacer nada por nosotros ni nosotros nada por ellos?»
—La unión hace la fuerza —contestó el señor Preston, lo cual me hizo reír pese a su aire serio, porque había sido contable y creí que bromeaba.
—¿No deberíamos comprobar por lo menos si están bien? —arguyó el coronel, y el señor Nilsson estuvo de acuerdo, aunque era uno de los que habían ayudado al señor Hardie a alejar a golpes a quienes se acercaron nadando a nuestro bote y no me parecía un hombre demasiado preocupado por el prójimo.
—¿Y si no lo están? —vociferó el señor Hardie—. ¿Entonces qué? ¿Trataremos de resolver sus problemas además de los nuestros?
Luego murmuró que, visto a aquella distancia, le parecía que el primer bote iba tan lleno como el nuestro y que el segundo no se asentaba demasiado bien en el agua.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó el señor Hoffman.
—Que algo va mal, eso es todo.
Si bien era normal que el señor Hardie pidiera consejo a los hombres que se encontraban más cerca de él, empezaba a parecer que las suyas eran las únicas opiniones que importaban. Las voces del señor Sinclair, que había perdido el uso de las piernas pero no de la mente, y del diácono, cuya autoridad moral no podía ignorarse, sentados hacia la proa, no llegaban hasta Hardie, pero en ese momento hablaron en nombre de las mujeres. El señor Sinclair dijo:
—A algunas personas les gustaría saber si sus maridos o compañeros están en esos botes.
Su voz era agradable y transmitía convicción. El diácono agregó:
—Ayer mismo usted hablaba de hacinamiento. Si tiene razón sobre la situación en el segundo bote, tal vez podríamos transferir algunos de nuestros pasajeros.
Pero su voz carecía de fuerza, lo que tuvo el efecto de hacer que la idea que presentaba pareciera poco sólida y dudosa, y el señor Hardie sacudió la cabeza incluso antes de que hubiera terminado de hablar.
—Si le fuera posible llevar más pasajeros, ¿no cree que algunas personas del bote sobrecargado ya habrían pasado a él? Están mucho más cerca uno del otro que de nosotros.
—Por lo menos deberíamos hablar con ellos —insistió el coronel.
—De acuerdo —aceptó el señor Hardie después de un prolongado silencio—. Nos acercaremos a una distancia desde la que podamos gritarnos, pero lo que hagamos después es cosa mía.
Quienes remaban cogieron las palas y yo contuve la respiración mientras nos acercábamos al bote más próximo. Rezaba por ver a Henry, pero no me atrevía a concebir esperanzas. Mary Ann me susurró que tiraría su anillo de compromiso al mar a cambio de que su madre estuviera en uno de los otros botes, y supe que a mi alrededor se hacían promesas parecidas. Íbamos de cara al sol, de modo que resultaba difícil distinguir rostros ante tanta luz. Al aproximarnos reconocí a Penelope Cumberland, a quien había conocido en el Empress Alexandra, pero solo vi cuatro hombres a bordo y ninguno era Henry. Oí suspiros de decepción cuando el señor Hardie exclamó: «Ya es suficiente. Recojan los remos.»
Un hombre barbudo gritó a través del agua para preguntar si estábamos bien, y él y el señor Hardie cruzaron unas palabras.
—¿Han establecido contacto con el otro bote? —preguntó el señor Hardie.
—Sí —contestó el barbudo, que parecía el que mandaba—. Ese bote no va ni la mitad de lleno, pero lleva a bordo un oficial chiflado que dice que hay un agujero en el fondo. Ha querido enviarme algunos de sus pasajeros, y cuando le he dicho que no podíamos aceptarlos ha echado a dos de ellos por la borda, y por supuesto los hemos recogido. Ya puede ver cuál es nuestra situación.
Y, en efecto, aquel bote salvavidas parecía ir tan abarrotado como el nuestro.
—Entonces, ¿no hay marineros entre ustedes? —preguntó el señor Hardie.
—No.
—¿Han encontrado las cajas de provisiones alojadas debajo de las bancadas?
El hombre respondió que sí. Entonces el señor Hardie procedió a explicar que se habían mandado señales de socorro y radiogramas antes de que el barco se hundiera y que era probable que llegara en su ayuda otro buque en las próximas veinticuatro horas, cuarenta y ocho a lo sumo, que estaba algo sorprendido de que tardaran tanto y que sería beneficioso para ambos botes que nos mantuviéramos a la vista para el momento en que apareciera alguien a rescatarnos.
No se me ocurrió preguntarme por qué no nos había hablado antes de los radiogramas, y los hombres de ambos botes hicieron con entusiasmo preguntas referentes al contenido de los comunicados y si se había recibido o no respuesta.
—El barco estaba en llamas; apenas hubo tiempo para esperar respuestas —vociferó el señor Hardie.
Entonces le preguntó al hombre barbudo si conocía el nombre del oficial del otro bote.
—Blake —contestó el hombre—. ¡El oficial se llama Blake!
Y señaló hacia el bote salvavidas que todavía oscilaba un cuarto de milla al este.
—Blake, ¿eh? —dijo Hardie, más para sí mismo que al otro hombre, y me pareció ver una sombra pasando por sus ojos, como si aquello le sorprendiera más de lo que demostraba. Entonces añadió—: No nos pierdan de vista si pueden, y si el tiempo empeora, utilicen los remos para dirigir la proa en dirección al viento. Esa es la mejor forma de capear un temporal.
Dicho esto, ordenó a nuestros remeros que pusieran cierta distancia entre nosotros y la otra embarcación.
«¿No iremos a ver quién hay en el segundo bote?», preguntó el coronel, y el señor Hardie contestó que no, que ya había visto suficiente.
El coronel soltó un gruñido, pero no discutió, y si los demás sentíamos la tentación de aliarnos con él contra el señor Hardie en aquel asunto, guardamos silencio. Ahora pienso que no asociarnos con el bote medio vacío fue nuestro principal error. Me pareció improbable que el señor Blake arrojara más gente al agua, y el hecho de que el señor Hardie lo conociera parecía ventajoso para nosotros. Desde entonces me he preguntado por qué la señora Grant no dijo nada. Quizá se dispusiera a hacerlo pero callara cuando, inmediatamente, el coronel abordó una línea de investigación distinta.
—¿Cómo sabe tanto sobre lo que ocurría en la sala de radio del Empress Alexandra? —preguntó al señor Hardie.
—Blake me habló de ello. Cuando se propagó el fuego, quienes estábamos abajo subimos a la cubierta para ayudar a embarcar a la gente en los botes. Entonces vi a Blake. Fue él quien dijo: «Mejor vaya usted con este grupo, oficial. Necesitarán un marinero a bordo si quieren sobrevivir.»
Entonces recordé fugazmente haber visto al señor Hardie el día del desastre cruzando unas palabras con otro hombre. En circunstancias normales, habría dicho que discutían, pero a nuestro alrededor la gente gritaba órdenes y vociferaba para hacerse oír. Los dos hombres iban vestidos de forma parecida, pero mientras la chaqueta del señor Hardie tenía las mangas lisas, las mangas de su interlocutor estaban adornadas con un brocado dorado. Ahora me parecía que era el hombre del brocado dorado al que se había dirigido Henry cuando llegamos a la cubierta después de la explosión. Entonces apareció el señor Hardie y perdí de vista al oficial, que pareció alegrarse de confiarnos a su compañero para poder ocuparse de otros asuntos. Confieso que me sentía abrumada por el caos que nos envolvió, porque antes de que pudiera darme cuenta fui levantada por unos brazos fuertes. Vislumbré por última vez el rostro preocupado de Henry mientras bajaban el bote salvavidas, y después ya no volví a verlo.
El señor Hardie dijo otras cosas alentadoras. Nos repitió que, además de hallarnos en medio de rutas de navegación muy transitadas, nos dirigíamos hacia los Grandes Bancos, lo cual me parecía bastante tranquilizador, como los acantilados de Dover o la construcción de mármol en la que había trabajado Henry. «No es como estar en aguas desconocidas», dijo Hardie. Pero ¿cómo podían ser conocidas?, pensé mientras miraba consternada a mi alrededor. No había nada que distinguiera una parte del océano de la otra, no había puntos de referencia ni tierra a la vista, apenas una superficie azul que se extendía infinitamente alrededor del insignificante punto que era nuestro bote.
Admiré al señor Hardie desde el principio. Tenía la mandíbula cuadrada, la barbilla prominente y habría podido ser guapo de no ser por el efecto que una vida en el mar había tenido en sus facciones y porte. Su mirada penetrante no parecía furtiva ni deshonesta como cabría esperar de los ojos de un marinero. Ni siquiera dentro de los límites del bote podía estarse quieto. No demostraba miedo al mar; lo respetaba, y era el único entre nosotros que aceptaba nuestra situación. Todos los demás la rechazaban. Mary Ann no dejaba de implorar a quienquiera que la escuchara: «¿Por qué nosotros? ¿Por qué nosotros, Dios mío? ¿Por qué?»; mientras María se preguntaba lo mismo en su castellano. El diácono probaba respuestas sinceras a sus preguntas, pero el señor Hardie tenía poca paciencia para esa clase de conversación. «Nacemos, sufrimos y morimos. ¿Qué les hace pensar que merecemos otra cosa?», preguntó en voz alta cuando las amables respuestas del diácono no lograron tranquilizarlas. El coronel Marsh tendía a murmurar después de cada dura declaración del señor Hardie: «Esto no se lo habrían consentido en el regimiento», como si pudiéramos estar perfectamente en cualquier otro sitio: acaso en tierra, o a caballo, con el propio coronel dirigiendo el ataque.
Las aseveraciones del señor Hardie solían estar plagadas de cuestiones concretas, mientras que las del coronel y el diácono, y sobre todo las de la señora Grant, eran más genéricas y filosóficas. Hardie dijo: «Si tenemos cuidado, dispondremos de comida suficiente para cinco días, tal vez seis.» Ahora soy consciente de que pretendía considerar nuestra situación, situarnos exactamente entre los paralelos 43 y 44, además de que era absolutamente incapaz de reflexionar, y ahí residía la fuente de su poder. En cambio, la señora Grant pronunciaba vagas palabras de consuelo sin sentido. Aun así, me agradaba cuando se dirigía a alguna de las mujeres y decía: «¿Cómo tienes el hombro?» o «Cierra los ojos unos momentos y piensa en cosas bonitas». El diácono se había atrevido a rebuscar en su reserva de versículos instructivos de la Biblia y compartirlos con los demás. Yo lo consideraba irritante, pero Isabelle Harris, una mujer seria que había viajado con su madre enferma, no dejaba de volverse hacia él y decir cosas como: «¿No hay algo en el Deuteronomio?», a lo que el diácono respondía citando: «Todos los lugares donde pongan la planta de sus pies, les pertenecerán. Y estas serán sus fronteras; desde el desierto, el Líbano y el río Éufrates hasta el mar occidental.»
Aquella mañana, un sentimiento de camaradería se había adueñado del bote. Habíamos visto cómo era una embarcación sin el señor Hardie a bordo y agradecíamos que se nos hubiera concedido un líder que conocía la dirección del viento y los pronósticos del tiempo. Llevaba un cuchillo en una funda grasienta que le colgaba del cinturón. Había rescatado los bidones flotantes, cosa que yo había considerado una extravagancia en su momento. ¿Quién de nosotros había pensado aquel primer día desastroso en algo más que en salvarnos durante los siguientes diez minutos? Solo el diácono y Anya Robeson podían atribuirse una abnegación equiparable. El diácono había hablado en nombre del niño y el pequeño Charlie estaba escondido debajo del abrigo de Anya, y todos sabíamos que ella estaba dispuesta a morir mil veces por él. Quizá la señora Grant también lo estuviera, porque siempre ofrecía una mano abierta a quien la necesitara o volvía su cara seria, con su mirada fija de profunda compasión y preocupación, hacia una u otra de las demás mujeres.
Como he dicho, la impresión inicial había pasado o, para ser más precisos, se había contenido. Gastábamos un aliento precioso cantando, riendo y hablando de cualquier cosa que se nos ocurriera. El señor Hardie inició una serie de relatos diciendo: «¿Alguien sabe de dónde sacó su nombre el Empress Alexandra?» Y procedió a contarnos que el barco había sido bautizado el día en que Nicolás y Alejandra fueron coronados emperador y emperatriz de Rusia. El señor Sinclair añadió que el enlace había sido prohibido por el padre de Nicolás, pero el padre falleció y la pareja se apresuró a casarse. «Sin embargo, la coronación se aplazó más de un año. Cuando por fin tuvo lugar, miles de campesinos murieron pisoteados durante las celebraciones al tratar de conseguir comida. Nicolás supuso que el gran baile que se ofrecía en su honor sería suspendido por respeto a las víctimas de la tragedia, pero no fue así, y le aconsejaron que asistiera para no ofender a sus anfitriones franceses. Este incidente fue utilizado de distintas maneras para demostrar el carácter funesto del reinado de Nicolás y la inhumanidad del gobierno autocrático.
»En cualquier caso —dijo el señor Hardie—, ese barco no es tan grande como otros y sus propietarios quisieron ponerle un nombre solemne para compensar su tamaño. Aun así, estaba bien equipado y habría permitido obtener buenas ganancias...» Entonces la voz del señor Hardie se apagó y perdió el hilo. Empezó a gruñir sobre trabajar sin cobrar y armadores que creían que los títulos pomposos harían el trabajo del sentido común, pero entonces debió de darse cuenta de que estaba demostrando ser demasiado locuaz, porque nos dijo abruptamente que con el tiempo lo «vendieron a un americano que sabía hacer rendir aquella carraca».
A Mary Ann le gustaba oír hablar sobre cualquier cosa que tuviera relación con los casorios, por lo que preguntó al señor Sinclair si la boda de Nicolás con Alejandra había sido ostentosa. «Solo sé que se celebró en el Palacio de Invierno de San Petersburgo —contestó el señor Sinclair—, y el palacio es lo bastante ostentoso.» Al oírlo, Mary Ann me dio un codazo y susurró: «Construyeron el barco para ti, Grace. Te llamas Winter,1 ¡y acababas de casarte!» Aunque Henry había estado en Londres por negocios y había decidido llevarme con él en el último momento —porque, según dijo, no podía soportar dejarme y quería casarse lejos de las garras de una madre que cada vez parecía más un gigantesco halcón—, me hacía sentir privilegiada y condenada a la vez a pensar que el Empress Alexandra se hubiera hecho especialmente para Henry y para mí. En los días siguientes, me inventaría un sitio imaginario, llamado el Palacio de Invierno, donde viviríamos Henry y yo. Un lugar con habitaciones frescas que dieran a terrazas soleadas y ventanas ojivales que dominaran extensos jardines de color verde esmeralda. Imaginarlo ocupaba la arquitectura de mi mente y me pasaba horas explorando sus pasillos y cambiando de paso los detalles de su maleable diseño.
Para la excursión, Henry había elegido un pequeño paquebote. Todavía no estábamos casados y aunque dijimos al capitán que éramos marido y mujer, Henry quería evitar encontrarse con cualquier conocido hasta que no lo estuviéramos; no habíamos tenido tiempo de hacerlo antes de zarpar. A Henry le pareció divertido fingir que disponíamos de pocos medios y dijo que repondríamos nuestro vestuario en Londres. No le dije que no tenía ningún vestuario que reponer y me hacía gracia pensar que ahora me estaba haciendo pasar por pobre.
Había siete pasajeros más en el paquebote, pero solo otra mujer. Todos comíamos con el capitán, como en familia, y nos servíamos de bandejas grandes que se pasaban de un extremo al otro de la mesa. En una ocasión, la conversación derivó en el sufragio femenino, sobre el cual pidieron opinión a la otra mujer. «No es algo que me preocupe demasiado», respondió, aturdida por ser el centro de atención que, generalmente, nos excluía a las dos. Yo me oí decir: «¡Por supuesto que las mujeres deberíamos votar!» con gran convicción, no tanto porque sostuviera una opinión firme al respecto sino porque creía que los demás hombres utilizaban cruelmente a la otra mujer para demostrar algo. Más tarde, Henry me dijo con orgullo: «Supongo que les has puesto firmes.» Pero, durante la mayor parte del tiempo, Henry y yo hablábamos poco, reservando nuestras voces para los momentos en que estábamos a solas.
Cuando el señor Hardie terminó de hablar, otras personas empezaron a contar sus propias experiencias en el momento de la explosión y a hacer hipótesis acerca de su posible causa. Había divergencia de opiniones sobre si la deflagración había hecho que el barco empezara a hundirse o si había sido un daño colateral. «¿Un daño colateral de qué?», preguntó el coronel, y nadie supo responder.
Casi todo el mundo tenía algo que contar sobre el Titanic, que se había hundido de forma espectacular hacía algo más de dos años. La hermana pequeña de la señora McCain había sido uno de los supervivientes, de modo que escuchamos embelesados todo cuanto tenía que decir sobre el tema y la acuciamos con preguntas acerca de la experiencia de su hermana. En el caso del Titanic, el problema fue la falta de botes salvavidas, pero quienes consiguieron embarcar en uno fueron rescatados muy pronto. «El barco se hundió por la noche, de manera que mucha gente no iba bien vestida —dijo la señora McCain—. Cada vez que mi hermana cuenta la historia, se ríe y dice que su mayor preocupación era el hecho de que calzaba un par de zapatillas árabes adornadas con piedras preciosas y de que se le veían los tobillos debajo de la bata cuando subía y bajaba del bote.» Las otras pasajeras y yo nos miramos los pies y nos sonrojamos al mismo tiempo, lo cual era un buen recordatorio de que en alguna parte existía un mundo donde esa podía ser nuestra principal preocupación. El señor Nilsson, que estaba empleado en una especie de compañía naviera, dijo que el buque gemelo del Titanic iba a llamarse Gigantic, pero que después del desastre, la White Star Line lo rebautizó como el Britannic.
—Supongo que no querían volver a tentar la suerte usando un nombre tan arrogante.
—No fue el nombre lo que hundió al Titanic —replicó la señora McCain—. Fue un iceberg. ¿Creen que nos ha ocurrido lo mismo?
—No chocamos contra un iceberg —contestó el señor Hardie—. Después de hundirse el Titanic, las rutas transatlánticas cambiaron su trayectoria más meridional para evitar precisamente eso.
El señor Sinclair añadió que muchos de los botes salvavidas del Titanic habían sido rescatados en cuestión de horas, y tanto esas historias como cuanto nos había explicado el señor Hardie nos indujeron a pensar que nuestro rescate era inminente e incluso llevaba retraso.
El señor Hardie nos aseguró que la experiencia del Titanic había llevado a revisar los protocolos de salvamento, pero era evidente que se habían cometido errores al ponerlos en práctica. Debido al fuego y a la escora del Empress Alexandra, resultó cada vez más difícil manejar los mecanismos para bajar los botes salvavidas, además de que hubo una comprensible confusión mientras la gente trataba de averiguar qué ocurría y decidía qué hacer.
«El impacto me sacó de la cama —dijo la señora Forester, la silenciosa mujer mayor que reconocía del barco—. Después de comer me había retirado a echar una cabezadita mientras Collin había ido a jugar a las cartas. Lo primero que pensé fue que había vuelto a emborracharse y que había chocado contra mí. Estoy preocupada por él, pero Collin es un superviviente.» Puesto que todos lo habíamos hecho, sobrevivir parecía una cosa fácil, pero más allá de nuestros casos personales acechaban las historias de personas que habían visto arrojar bebés al agua para salvarlos de las llamas.
Isabelle dijo:
—¿Por qué empezaron a bajar nuestro bote y luego volvieron a subirlo? —Entonces se dirigió directamente al señor Hardie y agregó—: Usted debe de saber por qué lo hicieron. ¿No estaba ayudando con los botes?
El señor Hardie, que se había mostrado especialmente locuaz ese día, de repente se volvió silencioso y apenas respondió:
—No, no lo sé.
Entonces Isabelle inquirió:
—¿Cree que la niña que se golpeó la cabeza contra el costado de nuestro bote cuando lo estaban izando pudo subirse al siguiente?
—¿Qué niña? —preguntó la señora Fleming, que estaba terriblemente angustiada por no conocer la suerte de su familia y se mostraba indiferente a las ilusiones que nos daban ánimo a todos los demás.
—La que se quitó de en medio de un golpe cuando bajaban nuestro bote.
—¿Alguien se quitó de en medio de un golpe? ¿Era Emmy? No te refieres a Emmy, ¿verdad? —La señora Fleming añadió que su marido y su hija se habían quedado atrás en la frenética carrera hacia los botes y que ella no se había dado cuenta hasta que ya era demasiado tarde—. ¡Estaban justo detrás de mí! Me había hecho daño en la muñeca, y Gordon me empujó hacia delante. ¡Creía que estaban justo detrás de mí!
Hannah dirigió a Isabelle una mirada severa y dijo:
—Se equivoca. Nadie se golpeó en la cabeza.
Y acto seguido soltó un cuento sobre haber visto un bote casi vacío rescatando personas del agua. La señora Grant afirmó que también ella lo había visto y no permitió que nadie la contradijera. Cambió bruscamente de tema para informar que la última vez en que vieron al señor y a la señora Worthington Smith sentados en sendas tumbonas fumando cigarrillos: «Él dijo: “Salven a las mujeres y a los niños primero”, y ella contestó: “No he salido nunca en un bote sin Worthy, y desde luego no voy a hacerlo ahora.”» Más tarde oí un caso parecido de una pareja en el Titanic, y me pregunté si eso había realmente sucedido o si simplemente la señora Grant se había apropiado de aquella historia para distraer a la señora Fleming de su congoja.
«Eso es verdadero amor», comentó Mary Ann con aire soñador. Hacía que la muerte y el horror del naufragio parecieran románticos y tuvieran sentido. A fin de cuentas, Henry había hecho algo semejante por mí, aunque sin las nobles palabras ni el cigarrillo. Intenté olvidar la expresión de pánico en su rostro cuando me confió a los brazos del señor Hardie y le imploró que me metiera en el bote. Yo quise besar a Henry en la mejilla y hacerle prometer que me seguiría, pero estaba absorto en lo que decía al señor Hardie, alguna última instrucción que yo estaba demasiado aterrada para asimilar, de manera que no me despedí de él. Preferí imaginármelo saludándome con el brazo desde una tumbona en vez de debatiéndose en el agua fría y oscura y agarrándose a restos del naufragio. Pero, sobre todo, me gustaba imaginármelo vestido con el traje que había lucido en nuestra boda y esperándome cuando llegara a Nueva York. Henry siempre lograba encontrar una mesa en un restaurante abarrotado o conseguir entradas para la ópera. Es irónico pensar que obró la misma clase de magia cuando reservó nuestro pasaje a bordo del Empress Alexandra. Con la guerra en el horizonte, mucha gente ansiaba regresar a Estados Unidos, y los billetes de primera clase escaseaban; pero cuando pregunté a Henry cómo lo había hecho, se limitó a decir: «Es un pequeño milagro. El mismo tipo de milagro que te trajo hasta mí cuando creía que iba a tener que casarme con Felicity Close.»
Ahora el señor Hardie dijo: «Había suficientes botes de salvamento para todo el mundo, veinte construidos para cuarenta personas cada uno», pero incluso con nuestros ojos inexpertos podíamos comprender que aquellas embarcaciones no habían sido concebidas para cuarenta. Aun así, me hacía bien pensar que Henry había sobrevivido, pese al hecho de que había presenciado el caos de los últimos minutos del Empress Alexandra con mis propios ojos. Más adelante, nos enteramos de que la mayoría de los botes salvavidas del costado de estribor del barco había ardido en el incendio y que otros se habían alejado del buque en llamas medio vacíos.
A las cuatro en punto comimos nuestro mendrugo de pan con queso. El coronel Marsh tenía un enorme reloj de bolsillo y el señor Hardie le encargó que consultara la hora. De tarde en tarde, el marinero exclamaba: «¡La hora, señor!», y el coronel se sacaba el reloj del bolsillo y la anunciaba. Parecía muy importante cuando lo hacía, pero también daba la impresión de que trataba modestamente de restar importancia a lo que consideraba una misión crucial en el funcionamiento del bote. Anteriormente, el señor Hardie había dicho algo acerca de usar el reloj para calcular nuestra longitud, y habían mantenido una larga discusión sobre cómo podía hacerse. Quizá fuera ese diálogo lo que dio al coronel la confianza para preguntar: «¿No cree que podría darnos un poco más de comer y beber que esto? Parece que tenemos muchas provisiones, sabiendo que los barcos de la ruta comercial aparecerán en cualquier momento», y, de hecho, las cajas de galletas y los bidones de agua ocupaban un espacio considerable en la parte trasera de la embarcación. Pero el señor Hardie no quiso alterar su plan de racionar la comida y el agua. Al principio nos reíamos de ello. «Hardie es un jefe estricto», decíamos casi con afecto. Aunque apenas nos conocíamos, empezábamos a sentir que teníamos una identidad propia, con Hardie en el centro, del mismo modo que un grano de arena ocupa el corazón de una perla.
Las nubes altas adquirieron una tonalidad rosada y dorada y eran atravesadas a intervalos por franjas de luz plateada. «¡Miren!», gritó la señora Hewitt, que había sido propietaria de un hotel, y todos nos callamos, porque un rayo de sol había venido a buscar nuestro bote y flotamos en silencio, pasmados e iluminados, hasta que Mary Ann elevó su voz al compás de «O God, Our Help in Ages Past». Como era de esperar, una criada francesa llamada Lisette prorrumpió en llanto, y hasta la última nota el cielo no se alteró y el bote no se adentró en la sombra de una nube.
Se habló mucho de cuál podía ser el significado de aquel suceso natural o sobrenatural. El diácono dijo: «Creo que podemos trazar un paralelismo entre el rayo de luz y el hecho de que hemos sido elegidos para ser rescatados en este bote.»
«Aún no puede decirse que nos hayan rescatado», objetó Hannah. Yo empecé a decir: «A quien madruga Dios le ayuda», pero me interrumpí después de las tres primeras palabras cuando vi que la señora Grant me miraba como si me juzgara y probablemente calculadoramente. Esta vez se había abstenido de cantar y parecía refugiada en sí misma, ajena al sentimiento general de camaradería que nos conferían aquel glorioso atardecer y nuestro sentido de agradecimiento por habernos salvado hasta entonces. Incluso después de que el señor Hardie hiciera un inventario detallado de provisiones y corrigiera su cálculo de cuánto tiempo nos durarían la comida y el agua —de tres a cuatro días, dijo ahora—, no desesperamos, pues parecía un tiempo suficiente.
Por la noche
Hubo más canciones cuando cayó la noche. Hannah, que parecía haber trabado rápidamente amistad con la señora Grant o que quizá la conociera de antes, me miraba de un modo extraño, y en un acto reflejo me llevé la mano al pelo y empecé a preocuparme por mi aspecto. Hannah tenía los ojos grises y cabellos largos que se ensortijaban en rizos gruesos cuando los agitaba el viento. Se había envuelto los hombros con un fino trozo de tela, que ondeaba ligeramente con la brisa como lo harían las alas de un pájaro si fuese en realidad una divinidad disfrazada de ave. Cuando le tocó achicar, Hannah convenció a la persona que estaba a mi lado para que le cambiara el sitio y me susurró al oído que, incluso en aquellas circunstancias, le parecía muy bella. Me sentí casi más feliz que nunca; feliz de un modo especial, quiero decir. Contenta de estar viva, pero también contenta de ser objeto de la atención de otro ser humano. Levanté una mano, cogí un mechón de pelo que tenía sobre los labios y se lo aparté detrás del hombro. Quise sonreír para transmitirle algo de lo que sentía, pero no creo que lo hiciera. El señor Hardie me había mirado aquel mismo día y me había sentido como un témpano, pesada y ligera al mismo tiempo, y mientras parecía atravesarme con sus ojos como si no fuese más material que el aire, también parecía comprender mi propia esencia, lo cual me llenó de la clase de terror que la Virgen María debió de experimentar cuando bajó el ángel Gabriel. Hannah me intimidaba, pero no tanto como el señor Hardie, y me alegraba pensar que Hannah y yo podríamos ser amigas. La señora Cook rompió el silencio que se había instalado entre nosotros diciendo: «¿No era Penelope Cumberland la que estaba en el otro bote salvavidas?» Nadie le contestó, y al cabo de un momento respondí que yo también la había reconocido.
«¿Recuerdas cómo se infiltraron su marido y ella en la mesa del capitán? Era una engreída. La señora Cumberland creía que los demás éramos inferiores a ella, pero en lo que no piensa esa clase de gente es que se trata de un sentimiento recíproco. Un día oí al marido y a la esposa discutiendo, y parece que la fortuna del señor Cumberland no estaba tan asegurada como a los dos les gustaría hacer creer a todo el mundo. La señora le dijo: “Pero no podemos sentarnos allí; ¡no tengo la ropa adecuada!” A lo que él respondió: “Nadie se fijará en lo que llevas puesto.” “¡Como si tú supieras en qué se fijan los demás!”, exclamó ella, y se alejó ofendida.»
Al cabo de unos minutos, la señora Cook me susurró: «Desde luego, se mostraba encantadora cada vez que me encontraba cara a cara con ella, pero sé qué estaba pensando. Estaba pensando que yo no me sentaba a la mesa del capitán. Estaba pensando que una dama de compañía es lo mismo que una criada y que si no fuera por la señora McCain, yo no habría estado en primera clase. Estaba pensando que la señora McCain necesitaba una dama de compañía porque no estaba casada y que una mujer sin un marido tiene un estatus social inferior al de una mujer casada como ella. ¡Y cómo la miraba el capitán! Allí había algo desagradable, tú ya me entiendes.»
No parecía demasiado justo que toda la hostilidad de la señora Cook hacia los Cumberland descansara sobre los blanquecinos hombros de Penelope Cumberland y que, por alguna razón, el señor Cumberland saliera impune. Penelope me había parecido una mujer encantadora y su marido, un pelmazo, pero sabía también que las esposas constituían un blanco más fácil. Traté de señalar que la gente se sentaba a la mesa del capitán solo si eran invitados y que, por lo que tenía entendido, tales invitaciones se basaban en la posición social, lo cual contradecía tanto la sospecha de que los Cumberland pasaban por una mala época como la idea de que había algo turbio en sus actos.
—¡Precisamente a eso me refiero! —exclamó la señora Cook, inmune a la razón o bien poco dispuesta a dejarse convencer de que abandonara su animosidad—. ¡No tenían posición social, ni tampoco dinero! Un día oí al señor hablando con el capitán Sutter. No puedo afirmar que oyera exactamente lo que dijeron, pero lo esencial era evidente, y a partir de entonces no faltaron ni un solo día, entrando siempre en el comedor antes que todos los demás y exigiendo que los acomodaran primero. Tú estabas en la mesa del capitán, ¿verdad, Grace? ¿Explicaron los Cumberland alguna vez por qué empezaron a sentarse allí?
—A mí no me lo contaron, ni nunca se lo habría preguntado. La experiencia me dice que se nos pueden ocurrir cinco razones por las que habría podido suceder algo, y la verdad será siempre la sexta.
Resultaba que yo sabía algo acerca de los Cumberland, pero me habían hecho jurar que no lo revelaría, y no veía ningún motivo para explicárselo a una entrometida como la señora Cook.
Por supuesto, intentar hacer que la señora Cook dejara de especular era como intentar detener una ola del océano que empezaba a formarse, y siguió con su categorización y sus generalizaciones habituales. Se consideraba una gran narradora, y las personas sentadas cerca de ella la escuchaban con suma atención. Cuando le hacían preguntas, se inventaba detalles y teorías para complacerlas. Ahora decía: «La gente que está acostumbrada a tener dinero vive mortificada por la idea de que algún día sus circunstancias podrían cambiar. El señor Winter y tú estabais bien de dinero, ¿verdad, Grace? ¿Acaso no te horrorizaba plantearte la posibilidad de no estarlo?»
Me habían enseñado que el dinero no era un tema de conversación elegante, de modo que contesté con firmeza que Henry manejaba los asuntos económicos de nuestra familia y que yo rara vez pensaba en ellos, si es que lo hacía.
Los relatos de la señora Cook eran personales, contados a menudo como quien hace confidencias a las partes interesadas, que tenían que sentarse cerca de ella, y aun así a veces debíamos inclinarnos hacia ella para poder oírla. El señor Sinclair, en cambio, era hasta cierto punto un erudito y nos hablaba de cosas que había leído. Tenía una voz potente y solía llamar la atención de todos los ocupantes del bote, especialmente de noche, cuando los sonidos parecían viajar más lejos que durante el día. No sé cómo surgió el tema de la memoria, pero el señor Sinclair nos contó que ya en el siglo iv a.C. Aristóteles escribía sobre ella en términos científicos. «Aristóteles determinó que la memoria solo tenía que ver con el pasado, ni con el presente ni con el futuro», empezó a decir, para ser interrumpido en el acto por el señor Hoffman, quien se burló: «¡Eso habría podido decírselo yo!» Pero pedí al señor Hoffman que se callara, y el señor Sinclair continuó:
«Aristóteles distinguía entre “memoria”, para la que incluso hasta las personas poco espabiladas están capacitadas, y “recuerdo”, en el que se destacan las personas inteligentes.» No recuerdo qué añadió a continuación, pero entiendo que quiso decir que no podía existir memoria del presente, que implica solo la percepción de nuestros sentidos, y que el recuerdo es la impresión recuperable de un suceso pasado. Recordar, en cambio, es recuperar lo vivido: la investigación o el proceso mnemónico que nos lleva a un recuerdo que no es recuperable en el acto. Ahora pienso en eso porque escribir este informe me ha exigido recordar mucho. A veces recuerdo un suceso y más tarde me viene a la mente otro, el cual conduce a otro y así sucesivamente, en una larga cadena.
En una ocasión el señor Sinclair nos habló de Sigmund Freud, quien estaba revolucionando la ciencia de la mente y había escrito no tanto acerca de recordar como de olvidar, y cómo el olvido tiene que ver siempre con los impulsos vitales, como los principales de reproducirse y evitar la muerte. En cualquier caso, consideré que el señor Sinclair era quien estaba mejor preparado para contar historias, aunque la mayoría de las demás mujeres prefería a la señora Cook.
Aquella noche no había luna y el aire era cada vez más sofocante y húmedo. Mis buenas sensaciones del atardecer se habían extinguido poco a poco, si bien no había ocurrido nada malo salvo que el señor Hardie comentó al señor Hoffman que llovería antes del amanecer. Una especie de risa histérica se extendió por todo el bote cuando nos imaginamos las nuevas desdichas que la lluvia traería consigo.
Luego, la charla cesó y nos quedamos a solas con nuestros pensamientos y el sonido musical del agua chapoteando contra el fondo del bote. Increíblemente, todos dormimos aquellas primeras noches, nos turnábamos en el dormitorio, apoyados unos contra otros o recostando la cabeza sobre el regazo de alguien. Lo justificamos diciendo que estábamos agotados, conmocionados —sin saber la intensidad que alcanzarían con el tiempo nuestro agotamiento y conmoción—, pero optimistas, practicando mentalmente las palabras que usaríamos para contar nuestras experiencias cuando llegásemos a casa.
Hacia medianoche me despertaron unos gritos. Una voz masculina aseguraba haber visto luces a lo lejos. El avistamiento no fue confirmado y aunque forcé los ojos para atravesar la oscuridad de la noche, no pude ver nada. Volví a dormirme y cuando me desperté poco antes del alba me levanté, con la intención de encaminarme al pequeño lavabo que Henry y yo habíamos usado en el barco, hasta que recordé dónde estaba, deslicé uno de los achicadores debajo de mi vestido y oriné, arreglándome discretamente la ropa y procurando no llamar la atención. Sentía cierta envidia de los hombres, que no tenían ningún reparo en desabrocharse los pantalones y mandar chorros espumosos por la borda de la embarcación. Con el tiempo este problema era cada vez menor, por cuanto ingeríamos tan poca agua que la necesidad de aliviar la vejiga se hacía cada vez menos frecuente. Aun así, nuestros resentimientos no desaparecían. Tan solo encontraban nuevas diferencias en las que fijarse.
Cuarto día
El episodio de aquella noche —el avistamiento falso o por lo menos no confirmado de luces— tuvo un efecto adverso en nosotros. Hubo nuevos relatos sobre los últimos momentos del barco, pero la poesía que había difundido sobre todo la cautivadora belleza de los rayos del sol y los cantos de la tarde anterior no estaba a la altura de la tarea de disipar la decepción de aquella noche, y una progresiva tristeza fue adueñándose de nosotros. Tal estado de ánimo fue exacerbado por el día nublado. Todo a nuestro alrededor, el gris del cielo se fundía con el gris del mar en un horizonte indistinto. El señor Hardie dijo: «Ahora las nubes no son blancas, ¿verdad, señora Winter?», y María empezó a levantarse y a tirar de su ropa otra vez. «Siéntate —gruñó el señor Hardie—, o no tendré más remedio que atarte.»
La señora Grant exclamó:
—¿Quién ha visto las luces?
—Preston —señaló el señor Sinclair—. Ha sido Preston.
—Las he visto. No me he inventado nada.
El señor Preston era un hombre serio y de cara redonda que parecía continuamente sin aliento.
—¿En qué dirección estaban? —preguntó la señora Grant, como quien pide indicaciones para llegar a un hotel—. Trate de hacer memoria.
El señor Preston se mostró inmensamente aliviado y contestó:
—Cinco grados en dirección fuera del viento.
El señor Hardie nos había explicado cómo aplicar los grados de un círculo o de las manecillas de un reloj para situar objetos en relación con el viento o la proa del bote, de manera que cuando el señor Preston dijo esto, todos estiramos el cuello hacia estribor como si ahora se pudiera ver algo allí. La señora Grant tenía un aire de gravedad implacable, una solemnidad que confería a todo aquel al que se dirigía, y me di cuenta enseguida de que esa clase de respeto por su punto de vista era todo cuanto el señor Preston quería.
El señor Hardie observó:
—En la última hora, el viento ha girado cuarenta y cinco grados. —Y señaló en una dirección distinta.
—Vaya —dijo Preston, visiblemente desanimado y temeroso de perder credibilidad—. Al fin y al cabo soy contable, no marinero, pero los contables son conocidos por su precisión. Tengo buen ojo para los detalles y una memoria de elefante. Pregunten a cualquiera que me conozca. Si digo que he visto luces, es que las he visto.
—¡Préstenme atención! ¡Escúchenme! —gritó la señora Grant en una voz que todos pudimos oír. Me sorprendió que fuese capaz de generar aquel volumen, porque hasta entonces había sido convincente de un modo discreto—. El señor Preston ha visto luces que venían de allí. —Señaló con un gesto con la cabeza en la dirección que el señor Hardie había indicado—. Debemos mantener los ojos bien abiertos. Sugiero que organice una guardia, señor Hardie. Me parece que deberíamos dividirnos en turnos de cuatro personas, y que cada una de las cuales se responsabilice de cubrir un sector de noventa grados durante una hora.
Procedió a dividir a la gente en nueve turnos, exceptuando al señor Hardie, claro está, pero también a Hannah y a ella misma, diciendo que ellas se ocuparían de tareas más genéricas y sustituirían a quien fuese necesario. Se me ocurrió que a Hardie no le agradaba recibir órdenes de una mujer, porque mientras escuchaba, su cara adoptó una expresión rígida.
Varias veces durante aquella mañana, pidieron al señor Hardie su opinión sobre las luces, pero no quiso gastar saliva. Quizá se hubiera ofendido porque la señora Grant no le había consultado antes de asignar nuevas tareas. «Ya no tardará», se limitó a decir, pero dejó que fuera nuestra imaginación la que determinara qué no tardaría en llegar. Al principio interpreté que se refería a la llegada del barco que nos llevaría a buen puerto, pero entonces me salpicó una ráfaga de espuma de mar y pensé que tal vez hablaba de la lluvia que amenazaba pero no caía. Hasta hace dos semanas no entendí que se refería a algo completamente distinto, probablemente a la rivalidad que empezaba a surgir entre él y la señora Grant, a una crisis de liderazgo o a un momento en el que la gente caería en la cuenta y se sometería sin dudar a sus órdenes; pero entonces no tenía ningún motivo real para pensar en algo así.
El señor Hardie repartió las galletas del desayuno y el vaso de hojalata lleno de agua, advirtiéndonos que no tomásemos más del tercio de vaso que nos tocaba. Yo me limité a beber mi parte, pero fui de los pocos que lo hicieron. Hardie observó muy serio cómo la gente se peleaba por el vaso y parte de la valiosa agua se derramaba al suelo. «¿Qué les parece?, comportándose como niños», dijo. A partir de entonces, midió la distribución exacta y nos pasó el vaso de uno en uno.
Cuando la señora Fleming volvió a preguntarse en voz alta qué habría sido de su hija, Isabelle estalló: «¡Tiene derecho a saberlo! Yo no querría que me ocultaran la verdad», y pese a la severa advertencia de la señora Grant de que Isabelle no sabía de qué hablaba, el señor Preston dijo: «Yo también lo vi.» Esto hizo que la señora Fleming se levantara de un salto y gateara sobre nuestras piernas para refugiarse en el fondo del bote, junto al lugar que ocupaban Isabelle y el señor Preston. «¿Qué es lo que vio? ¿A qué bote salvavidas se subió? No se subió al siguiente, ¿verdad?, el que dejó caer todas aquellas personas al mar.» El señor Preston, muy nervioso, paseó sus ojos de la señora Fleming a la señora Grant y calló.
—¡Dígamelo, maldita sea! ¡No puede detenerse ahí! —chilló la señora Fleming, con su mano herida agitándose de manera poco natural al final del brazo—. El siguiente bote es el que volcó. Lo vi con mis propios ojos. ¿Estaban Emmy y Gordon en ese bote o no?
—No era... —empezó a decir el señor Preston.
—Adelante, dígaselo —intervino el señor Hoffman—. Tengo entendido que es usted conocido por su precisión.
—¡Sí, dígamelo! —volvió a chillar ella levantándose del húmedo fondo del bote, que seguía encharcado y donde se acumulaba agua por más que afanosamente achicáramos. Yo la sujeté, tratando de ayudarle, pero fue Hannah quien acabó ayudándole a apretujarse entre Mary Ann y yo, y la señora Grant quien volvió a colocarle el cabestrillo y le puso una manta sobre los hombros, porque tiritaba y se le había mojado el vestido.
—El daño ya está hecho —dijo el señor Hoffman—. Ahora ya puede contarle el resto.
—¿Usted también lo vio?
Los ojos enloquecidos de la señora Fleming se fijaron ahora en el señor Hoffman, quien dijo:
—Sí, realmente lo vi.
Nadie dijo ni una palabra. Hasta el diácono pareció refugiarse en su holgada chaqueta de la escena de desesperación que se desarrollaba ante nuestros ojos.
El señor Hoffman habló sin asomo de emoción.
—Fue golpeada por este bote cuando volvían a subirlo. Cayó por la borda. La vi precipitarse al mar. Seguramente se ahogó.
—Eso no lo sabemos —dijo Hannah—. No lo sabemos.
—Quizá la rescataran —sugirió el diácono amablemente.
Y supe que todos estábamos pensando en el niño de la pajarita y en cómo los señores Hardie y Nilsson habían mantenido alejados a aquellos hombres de los costados del bote a golpes de remo. La señora Fleming temblaba sin poder controlarse y no dejaba de repetir: «Gracias, prefiero saberlo», pero me pregunté cómo se podía confiar en la palabra del señor Hoffman en medio de la confusión.
Inexplicablemente, justo antes del anochecer, dos de las mujeres italianas, que hasta entonces habían permanecido casi siempre en silencio, chillaron y se persignaron reiteradamente como pudieron mientras se agarraban una a otra. El señor Sinclair, el lisiado, nos tradujo lo dicho y explicó que habían estado rezando y que se les había revelado que la mitad de nosotros no sobreviviríamos. «Eso significa que la mitad de nosotros sí lo hará», declaró la señora Grant, dejando claro con una mirada que ya no se hablaría más de aquel asunto.
La señora Fleming parecía haber recobrado la calma hasta cierto punto, y me jacté de que tenía algo que ver con mis intentos de tranquilizarla cogiéndole la mano y diciendo: «Eso es lo que ellos dicen. Puede que ni siquiera sea verdad.» Entonces le hablé de mi corta pero feliz vida matrimonial con Henry y que preveíamos celebrar la boda cuando llegáramos a casa, por lo que me sorprendí mucho cuando anunció:
—Ya que todos somos sinceros, habría que decir que en realidad Grace no debería estar en este bote de salvamento.
—Tonterías —repuso Mary Ann en el tono de voz tranquilizador que había usado con la señora Fleming desde el principio.
—Quizá tú no lo vieras, Mary Ann, pero yo sí. Grace es la culpable de que este bote esté demasiado lleno. ¿Oíste lo que dijo el señor Hoffman? ¿Que bajaron el bote y luego volvieron a subirlo un momento antes de continuar bajándolo? El señor Hardie estaba ayudando a la gente a entrar en el bote y ya habían empezado a bajarlo hacia el agua cuando Grace y su marido aparecieron y le dijeron algo. ¿De qué fue esa conversación, Grace? A todos nos gustaría saberlo. Me fijé porque esperaba ver a Emmy subir al bote. Estaba justo detrás de mí. Me dijeron que subiera yo primero debido al estado de mi brazo, pero no lo habría hecho jamás de no haber estado segura de que mi hija vendría conmigo. ¿Qué prometió tu marido al señor Hardie? Izaron el bote y entonces el señor Hardie y Grace entraron. Y entonces, según el señor Hoffman, Emmy recibió un golpe. Si Grace no quiere contárnoslo, ¡tal vez lo haga el señor Hardie!
—Si izaron el bote, fue para nivelarlo —espetó el señor Hardie—. El barco estaba escorado casi veinte grados, las cubiertas estaban resbaladizas por el aceite, y la gente se agarraba a cualquiera que llevara uniforme. ¡Ya me gustaría verlos intentando manejar las poleas en tales condiciones!
—Izaron el bote por usted y por Grace..., esa es la única razón. ¡Lo vi con mis propios ojos!
—Está bien, no pasa nada —respondí, pues no recordaba nada de subir al bote excepto que había visto humo ondulando desde el puente y que, en medio del terror y la confusión, había cogido la mano de Henry y lo había seguido a ciegas, poniendo un pie delante del otro y haciendo lo que me decían hasta que me levantaron del suelo y me colocaron en la embarcación.
No podía pensar en otra cosa más que en murmurar frases sin sentido y atraer a la señora Fleming contra mi pecho, pero ella insistió: «¿Es o no culpa tuya que este bote esté demasiado lleno? ¿Es o no culpa tuya que mi pequeña Emmy esté muerta?» Su voz se había vuelto a quebrar y era débil, y los demás se habían puesto a hablar de otras cosas y por lo tanto probablemente no nos oían. Solo lo hacía Mary Ann, porque me ayudaba con la señora Fleming, y una vez más trató de tranquilizarla, diciendo:
—Vamos, querida. Una persona más o menos es lo mismo.
—No era una —susurró la señora Fleming, como si transmitiera un secreto terrible—. Eran ella y Hardie. Eso hace dos, ¿no? Yo cuento dos.
—Y podemos dar gracias a Dios por ello —repuso Mary Ann—. Sin el señor Hardie, estaríamos perdidos.
—¡Y estaremos perdidos con él! —gruñó la señora Fleming—. Acuérdate bien de lo que te digo.
Mary Ann y yo cruzamos una mirada, pero la señora Fleming se sumió en un silencio agotador. Continué toda la tarde con los brazos alrededor de sus hombros, susurrándole palabras de ánimo como uno haría con un niño. Debió de dormirse durante un rato, pero al despertar dijo:
—Tuviste que ser tú. Emmy debería estar aquí a mi lado, pero tu marido te consiguió un pasaje, ¿no es cierto? Esa tiene que ser la explicación. De no haber sido por vuestro dinero, para empezar el bote no habría ido tan sobrecargado. De no haber sido por vuestro dinero, la pequeña Emmy no estaría muerta.
Conservé la calma, porque desde luego aquella mujer estaba trastornada y decía tonterías. Respondí que no habían dejado subir a nadie al Empress Alexandra sin pasaje. «Puedes entenderme mal si quieres —empezó a decir serenamente, pero luego su calma temporal se esfumó y se puso a gritar—: ¡Debería haber sido ella! ¡Debería haber sido ella!» Fueron necesarios tres hombres para tranquilizarla. Finalmente se calló y derrumbó entre Hannah y yo, otra vez dormida o en trance. Mary Ann me sustituyó cuando me tocaba achicar para no despertarla.
Debido a las nubes, el sol se desvaneció en vez de ponerse, pero en la luz menguante pude ver que la señora Fleming había recobrado cierto sosiego. Cuando pidió el achicador, supuse que lo quería por motivos personales. No se me ocurrió que pretendiera beber agua de mar. No la vi hacerlo, pero durante la noche la noté tiritar, de modo que volví a ponerle la manta, que había resbalado de sus hombros, y Hannah y yo nos turnamos para sujetarla con fuerza contra nuestros cuerpos. En una ocasión murmuró algo incoherente, y a la mañana siguiente estaba muerta. Más adelante, después de que el señor Hoffman se aliara con el señor Hardie, la señora Grant utilizó el caso como un ejemplo de la traición del señor Hoffman, de cómo había matado a la señora Fleming contando la verdad.
El Empress Alexandra
Los demás ocupantes del bote salvavidas hablaron de cómo habían visto al señor Hardie a bordo del Empress Alexandra, cumpliendo sus funciones con expresión ceñuda y la maldad ya evidente en su ánimo, pero yo no lo había visto en ningún momento hasta el día de la catástrofe. La experiencia que tenía de los marineros de cubierta y de la servidumbre era la de un mobiliario con uniforme, provechosamente situado para la comodidad de los pasajeros, y por pasajeros me refiero básicamente a Henry y a mí. Me sentía deslumbrada, no solo por lo imponente del buque sino también por Henry, quien se mostraba tan sólido en su personalidad como lo era en educación y en recursos. En Londres, Henry me había organizado la compra de un vestuario nuevo, y me paseaba por las cubiertas como una princesa de cuento de hadas, intensa pero selectivamente consciente de lo que había a mi alrededor, hasta el punto de fijarme en las lámparas de araña, las copas de champán talladas y los atardeceres que derramaban baldes de color sobre el cielo, pero no en la intricada mecánica que permitía que se sirvieran las comidas a su hora o el barco mantuviera el rumbo. He mencionado que vi al coronel y a la señora Forester a bordo; con el tiempo, me acordé también de la señora McCain, porque se la podía encontrar a menudo jugando al bridge o cómodamente instalada con una novela en la sala de lectura de la primera cubierta, pero no puedo decir que recordara a su dama de compañía, la señora Cook, o a su criada, Lisette.
Más tarde tuve mucho tiempo para pensar en el barco —en lo que recordaba y lo que no— y traté de aplicar lo que el señor Sinclair nos había explicado sobre la ciencia de recordar y olvidar. El doctor Cole me dijo que la mente puede esforzarse para eliminar las experiencias traumáticas, y supongo que es cierto, pero a veces creo que la ausencia de recuerdos no es tanto una tendencia patológica como una consecuencia natural de la necesidad, porque en cualquier momento hay cientos de cosas que podrían requerir la atención de una persona, pero solo hay espacio para que los sentidos perciban y procesen una o dos.
Sin embargo, recordé un incidente que tenía que ver con la tripulación del Empress Alexandra. Cuando el barco se disponía a zarpar de Liverpool, me encontraba en la barandilla observando con asombro a la multitud de admiradores que habían venido a despedirnos, cuando el capitán Sutter se acercó caminando por la borda a grandes zancadas como si se esforzara para no echar a correr. Sus botas hacían un gran estruendo, y lo seguían varios marineros que se tambaleaban bajo el peso de dos gigantescos baúles de madera cerrados con unos candados enormes. El capitán no dejaba de echar la vista atrás y de murmurar: «¡Estúpidos!», y luego volvía a mirar hacia delante y exclamaba: «¡Disculpen, disculpen!», con el fin de abrirse paso a través de la aglomeración de pasajeros que intentaban localizar a sus seres queridos en el muelle.
«¿Por qué no los lleváis directamente a la cámara acorazada? —espetó el capitán a sus hombres al pasar por mi lado—. ¡Habríais podido poner un letrero para que cualquier ladrón supiera exactamente qué debía buscar!»
Los seguí de lejos, fingiendo escrutar las caras de la muchedumbre cada vez que el capitán miraba atrás para regañar a sus hombres, pero estaba preocupado y no se fijó en mí. Cuando bajó un tramo de escaleras, me mantuve a distancia, con el corazón latiendo como si estuviera infringiendo una ley no escrita, pero no me costó trabajo oír lo que decían en aquella escalera, donde resonaban las palabras. El grupo no tardó en detenerse frente a una puerta contigua al despacho del sobrecargo, y el capitán gritó: «Señor Blake, ¿ha traído la llave?» Me volví y me apresuré a subir las escaleras para que no me descubrieran cuando desviaran la atención de su cometido, como sabía que iba a ocurrir. Supuse que aquella puerta daba a la cámara acorazada donde habían guardado la caja que contenía el collar que Henry me había comprado en Londres, además de mis anillos y el reloj de Henry, una reliquia de familia. Es así como supe que lo que más tarde me contó Penelope Cumberland de dos baúles repletos de oro era verdad.
Henry estaba más interesado en los demás pasajeros que yo, pero siempre se mostraba atento conmigo y colmaba sobradamente mi necesidad de compañía humana, que siempre había sido limitada. No se habría quedado hasta tarde jugando a las cartas y hablando de política en la sala de fumadores si le hubiera pedido que no lo hiciera, cosa que no hice en ningún momento. Me gustaba disponer de tiempo para arreglarme el pelo y ordenar cosas en el camarote antes de que Henry viniera a acostarse. Me gustaba mirar a través de la portilla y contemplar la luna sobre el agua, y me agradaba saborear la fortuna de haber conocido a Henry justo cuando creía que iba a convertirme en una institutriz. Segura y sola en mi camarote, con la ropa de cama belga y el lavabo de porcelana, podía revisar los acontecimientos del año anterior y tratar de entenderlos; pero, en el fondo, lo único que podía entender de mis padres era que eran débiles.
Los socios que habían estafado a mi padre también habían acabado de hecho con su vida, porque cuando se hizo evidente que no tenía las patentes de las que dependía su negocio y por las que había hipotecado no solo sus oficinas sino también la casa donde vivíamos, se pegó un tiro. ¿Qué había imaginado papá que harían una esposa y dos hijas sin él? Lo que hizo mi madre fue llevarse las manos a la cabeza y dejar que le cayera el pelo sobre el rostro para que cuando entrara y saliera imprevisiblemente de las tiendas, los niños mendigos corrieran a refugiarse en los barrios bajos, temerosos y señalándola. Mi hermana Miranda se arremangó enseguida y logró encontrar trabajo como institutriz, pero cuando me animó a hacer lo mismo, me resistí. Podría haber sido una manifestación de la vena pasiva de mi madre lo que me tentó a llevarme también las manos a la cabeza esperando ser rescatada, pero también tenía dentro algo de la determinación de Miranda, quizá la misma determinación que había conducido a mi padre a suicidarse en vez de hacer frente a la humillación de la pobreza, lo que viene a demostrar que los rasgos admirables suelen ser exactamente los mismos que los negativos, pero expresados de distinta manera. Fuera lo que fuese, ese rasgo no había arraigado en mí como lo había hecho en mi hermana y debo admitir que por algo mi madre solía llamarme «testaruda» cuando era una niña. Apenas habíamos enterrado a papá cuando Miranda fue directamente a repasar su gramática francesa y su aritmética y se marchó a Chicago, desde donde mandaba unas cartas espantosas, repletas de insoportables detalles sobre la vida cotidiana y los progresos académicos de los niños. O acaso yo no fuera nada resuelta. Quizá fuera una romántica sin remedio como mi madre, pero lo bastante afortunada para eludir la locura y encontrar el amor y la seguridad que mi corazón deseaba.
Justo cuando Henry y yo embarcábamos rumbo a Londres, el archiduque y heredero del trono austrohúngaro fue asesinado por unos nacionalistas serbios cuando estaba de visita en la capital de Bosnia, y cuando el Imperio austrohúngaro amenazó con declarar la guerra a Serbia como represalia, nos aconsejaron que interrumpiéramos nuestra visita y regresáramos a Nueva York lo antes posible. La mayoría de la gente que viajaba en el Empress Alexandra había reservado su pasaje en el último momento con el fin de abandonar Europa rápidamente, lo cual intensificaba la sensación de que alguna fuerza mundial se había apoderado de nosotros sin que pudiéramos resistirnos. Incluso antes del naufragio, las ambiciosas estrategias que se llevaban a cabo en el Viejo Continente conferían una urgencia y una gravedad a nuestro viaje de vuelta que no hacían sino acrecentar el marcado contraste entre el lujo y el rumbo del transatlántico y mis precarias circunstancias de hacía solo unas semanas. Penelope Cumberland y yo escuchábamos la seria conversación de los hombres por un lado pero también opinábamos sobre cosas de las que nada sabíamos. El capitán recibía radiogramas con frecuencia, de los que hablaba en la cena, lo que daba lugar a largas discusiones y declaraciones entre los hombres, a quienes gustaba hablar con suficiencia sobre los sucesos del mes anterior en honor de las damas. Cuando Penelope y yo nos enteramos de que la esposa del archiduque, Sofía, había recibido también disparos en el vientre estando embarazada, nos creímos con derecho a proclamar nuestro horror delante de toda la mesa, por cuanto éramos mujeres y aquella era una mención excepcional de una mujer en asuntos políticos. Pero la conversación no tardó en derivar hacia las invasiones y las declaraciones de guerra que se iban sucediendo con rapidez.
—Figúrate, todo ese alboroto por un duque muerto —susurré a Penelope.
—Archiduque —corrigió ella, lo que nos hizo reír a las dos.
Pero hablábamos sobre todo de nuestras bodas, porque también ella se había casado hacía poco, y si bien ambas reconocíamos que nuestra charla era mucho menos importante que las conversaciones que hervían a nuestro alrededor, conveníamos también que el mundo sería un lugar mejor si la gente solo se preocupara por las bodas y se mantuviera alejada de la guerra.
Después de trabar amistad, Penelope se inclinó y me susurró al oído: «Seguramente te habrás preguntado por qué el señor Cumberland y yo no nos sentábamos a la mesa del capitán al principio y ahora sí. —Desde luego que me lo había preguntado, pero no quise admitirlo—. Mi marido es empleado de un banco británico —continuó— y ha sido designado para acompañar un gran envío de oro a Nueva York.» Me explicó que su esposo llevaba en todo momento una llave especial alrededor de la cintura y puesto que debía mantener estrecho contacto con el capitán así como con los demás banqueros que viajaban a bordo, parecía mejor para ellos que tuvieran un pretexto para esas relaciones con el fin de evitar que la gente hiciera demasiadas preguntas. «Por supuesto, tiene que ver con la guerra», susurró. Más tarde, Henry me dijo que tomara a Penelope bajo mi protección. Su banco esperaba establecer una relación comercial con el banco para el que trabajaba su marido. En cierta ocasión me había contado que sus colegas banqueros observaban la situación europea con sumo interés, porque siempre se podían obtener grandes beneficios de la guerra.
Creo que después de aquello, Penelope me cayó todavía mejor, pero allí donde me parecía haber encontrado por fin el lugar que me correspondía en el mundo, ella se mostraba tímida, y tuve que hacer todo lo posible para convencerla de que formaba parte de la mesa del capitán como todos los demás. Practicamos modales a la mesa. Le presté dos de mis vestidos nuevos y le enseñé a hacer crujir la falda y a andar con la espalda erguida y la mirada puesta a lo lejos. Le dije que sonriera y riera —pero no demasiado abiertamente— cuando no supiera qué otra cosa hacer, y el capitán puso de su parte para animarla dejando que entrara en el comedor antes que todos los demás, como si fuese lo más normal del mundo. «Aunque no lo sientas de corazón —le dije—, sin duda puedes fingir.»
La única vez que Henry y yo hemos discutido fue a bordo del Empress Alexandra. Me había inducido a creer que sus padres sabían el verdadero motivo por el que había roto su compromiso con Felicity Close, y siempre que le pedía más detalles decía: «Lo saben todo» o «No puedo casarme con Felicity porque no la quiero. No sería justo para ella, y así se lo expliqué a mis padres», pero finalmente se hizo patente que había omitido hablar de mí.
—Pero, ¿qué pasará cuando lleguemos a Nueva York?
—quise saber—. ¿Cómo justificarás mi presencia? ¡Seguramente sería mejor avisar a tus padres con antelación!
—Me llevará unos días arreglar las cosas, pero quiero decírselo cara a cara —repuso Henry—. Y, por supuesto, tendré que buscar algún sitio donde vivir, pero no te preocupes. Podrás elegir las cortinas y los muebles.
Intentaba distraerme con muebles tal como un pescador arroja un cebo reluciente al agua con la esperanza de atraer un pez estúpido, pero no piqué.
—Pero ¿qué haré mientras tanto? ¿Dónde me alojaré?
—¿No puedes ir a casa de tu madre? Había supuesto que podrías alojarte allí.
—Se ha ido a vivir con su hermana en Filadelfia. Además, ¡quiero estar contigo!
Henry me plantó una mano en el hombro y dijo «cariño» tres o cuatro veces seguidas, pero lo aparté.
—¡Tú quieres esconderme! —exclamé cuando comprendí el verdadero significado de sus palabras.
Cuando vio que no daría mi brazo a torcer, accedió de mala gana a dirigirse a la sala de radio aquella misma tarde y hacer que mandaran un radiograma a su madre avisándole que llegaría a casa con una esposa. Al volver la vista atrás comprendo la importancia que tenía, porque si Henry no hubiese enviado ese mensaje —y llegué a preguntarme si lo había hecho— habría sido como si no nos hubiéramos casado nunca, porque todas las pruebas de aquel acontecimiento se habrían perdido con Henry en el mar. Por supuesto, el magistrado londinense que nos casó debía de tener constancia escrita de ello, pero se encontraba lejos, y su país estaba en guerra.
Penelope y yo comentamos que el mundo parecía volverse cada vez más grande y más peligroso, con países de los que no habíamos oído hablar nunca arrastrándonos a todos los demás en sus asuntos. Pero, mientras escribo estas líneas, puedo entender que un mundo que se desploma hasta convertirse en una mota de polvo es también peligroso. En el bote salvavidas pasé muchas horas preguntándome si había un tamaño óptimo para el mundo, un conjunto de dimensiones equilibrado donde las cosas no se desbordaran y donde estuviera a salvo. Cuando era una niña, había creído que el asidero de mi familia al mundo era seguro, y entonces mi padre perdió su dinero y se alojó una bala en la cabeza. Mi madre echó una mirada a la sangre que se coagulaba sobre el suelo encerado antes de dejar caer el fardo de ropa de cama recién bordada y volverse loca casi en el acto. Había creído asimismo que el Empress Alexandra era seguro. Durante un momento de inconsciencia tuve todo cuanto necesitaba..., más de lo que necesitaba; pero también eso había sido solo una ilusión placentera. Me pregunté si lo único que podía esperar una persona era tener ilusiones y suerte, pues me veía obligada a concluir que el mundo era esencial y terriblemente peligroso. Es una lección que jamás olvidaré.
Segunda parte
Quinto día
Hasta que el diácono no rezó un responso por la señora Fleming y el señor Hardie y el coronel no echaron sus restos al mar, nadie reparó en que solo se veía un bote salvavidas. Habíamos perdido de vista el otro durante la noche. Fui consciente de que el resto estaba abatido al recibir otra mala noticia justo después del fallecimiento de la señora Fleming, pero el señor Hardie se mostraba extrañamente jovial y anunció que iba a capturar un pez. Desenfundó el largo cuchillo que llevaba a la cintura, se inclinó sobre la borda de la embarcación y miró fijamente el agua, con la hoja levantada sobre su cabeza. El cielo se había despejado y el sol iluminaba el océano confiriéndole la translucidez brillante de una gema; y en efecto, apenas una hora después, el señor Hardie hundió el cuchillo y echó un enorme pez al bote. Medía unos noventa centímetros y era más bien plano y de un marrón moteado. Se debatió en el fondo de la barca hasta que Hardie lo abrió de la branquia al ano. Entonces se sacudió dos veces más y se quedó inmóvil.
«La cena», dijo Hardie, sujetando el pez en alto para que brillara a la luz del sol.
Isabelle preguntó: «¿Nos lo comeremos crudo?» Y Hardie respondió: «No, lo saltearemos en una salsa de ajo y mantequilla.» Me sorprendí preguntándome cómo sería eso posible y creyendo por un momento que, como había dicho, se podía hacer. Incluso después de que hubiera repartido los trozos de pescado todavía goteando y crudos, y con las manos manchadas de un líquido rojizo y viscoso, mantuve la ilusión y fui capaz de comerme la carne cruda sin sentir náuseas. Aunque Greta apenas tuvo tiempo de pasar junto a la señora Grant para inclinarse sobre la borda y vomitar y Mary Ann se negó a probarlo hasta que le dije que se imaginara que estábamos en su banquete de boda y nos disponíamos a empezar el plato de pescado.
Me comí mi bocado de pescado despacio, saboreándolo y sabiendo que era tan valioso por su humedad como por las proteínas que nuestros debilitados cuerpos tanto necesitaban. El sabor era ligeramente salado, probablemente porque el señor Hardie había enjugado el pez en el océano después de destriparlo, pero fue la textura lo que más me sorprendió. No tenía escamas como suele tener el pescado cocido, sino que era firme y musculoso..., parecía casi vivo. Por supuesto, había visitado granjas y había visto de dónde venían vacas y cerdos, e incluso en la ciudad era posible comprar un pollo vivo o ver cómo lo mataban, de modo que sabía perfectamente cómo se convertían los animales en comida. Pero, con el pescado, sentí que nos habíamos aproximado mucho a la fina membrana que separa lo vivo de lo muerto y que por más bonitos que fuesen los nombres que poníamos a las cosas —coq au vin, o langosta Newburg—, la dura realidad del asunto era que la vida dependía de la capacidad de someter a otros seres vivos a nuestro antojo.
El pescado nos aportó una especie de humor festivo. Cuando Anya Robeson dijo a Charlie que se imaginara que se estaba comiendo una torta de semillas de alcaravea, nos dio la idea de turnarnos para hablar de nuestros manjares favoritos y fingir que nos los comíamos. El coronel hizo un comentario jocoso sobre raciones militares y tuvimos que pedir a la señora McCain que dejara de describir los platos de una cena típica de domingo en casa de su familia. Mary Ann, por supuesto, se limitó a repetir lo que yo había sugerido sobre su festín de boda, pero cuando me tocó a mí, dije:
—Ahora mismo no se me ocurre nada mucho mejor que pescado crudo. ¡Me estoy aficionando a su sabor!
—Mejor, porque mañana comerás más —intervino el señor Hardie.
Cuando lo dijo, sus ojos se encontraron con los míos e intercambiamos una mirada por un instante. Bajó la barbilla en una leve señal de asentimiento, como si de alguna manera lo hubiera complacido. Le devolví el gesto y durante el resto de la tarde saboreé aquel breve intercambio. Era algo que había estado aguardando pero que hacía mucho había dejado de esperar. Más tarde intenté volver a llamar su atención, pero no se fijaba en mí o fingía no hacerlo, y deseé haber quedado satisfecha con aquella primera migaja de reconocimiento y no haber pedido más.
Capturar aquel pez hizo mucho por devolver la confianza que habíamos perdido durante el episodio con las luces. Parecía demasiado fácil: el señor Hardie desenfundaba el cuchillo y escudriñaba sobre la borda, y al momento sacaba nuestro sustento del agua. Y cuando lo repitió más tarde aquel mismo día, María y la criada de la señora McCain, Lisette, empezaron a dirigirle miradas de admiración a intervalos regulares.
El diácono había pronunciado alguna especie de conjuro verbal sobre el pescado, y aunque habíamos comido solo algunos trocitos, experimentamos cierta satisfacción corporal, porque nos acordábamos de un Dios misericordioso y entonces supimos que Hardie no tenía más que hincar su cuchillo en el lomo del mar para que este soltara los elementos de nuestra supervivencia. Pero después de aquellos dos, no hubo más peces. Todos los días confiábamos en que el océano nos ofreciera más recompensas, y cuando el señor Hardie no lograba hacer que ocurriera, lo considerábamos una negativa voluntaria de su parte y no mala suerte o el hecho de que poco después arreciara el viento e hiciera imposible atravesar visualmente la agitada superficie color cobalto del mar. La idea de un océano sin olas, que habíamos disfrutado durante cinco días enteros, ocupó su lugar con respecto al futuro y al pasado más allá de nuestra imaginación corta de miras.
El pescado se convirtió en un símbolo de lo que el señor Hardie podía hacer si quería, o de lo que podría hacer si nos comportábamos y dejábamos de cuestionar los planes que tenía para nosotros. Su fracaso al intentar proveernos no fue el único motivo de un creciente trasfondo de ira. Siguió prediciendo un cambio de tiempo. Dijo: «Cuando llegue, comprobarán por sí mismos que hay demasiada gente en el bote», pero no quisimos oírlo. Esto nos irritó porque no sabíamos qué debíamos hacer al respecto, aunque lo que decía fuera verdad. ¿Debíamos consumirnos como la señora Fleming? Pero esos sentimientos de ira y dudas se fueron agolpando poco a poco. Al anochecer del quinto día, aún estábamos agradecidos al señor Hardie por el milagro del pescado.
El diácono gustaba de contar relatos bíblicos y aprovechó esta ocasión para hablarnos de los panes y los peces. Tan pronto como se ponía a soltar una parábola o un salmo, Mary Ann e Isabelle dejaban lo que estuvieran haciendo, y Anya Robeson dejaba que el pequeño Charles se sentara sobre su regazo sin taparle los oídos cada vez que el diácono hablaba. Debo admitir que también yo podía ser arrullada por el conocimiento de aquellas historias, aun cuando algunas de ellas eran bastante macabras. A la gente le gusta que se las repitan. Le agrada saber cómo termina un relato, aunque acabe con todo el mundo muriendo en el diluvio, excepto Noé. El diácono contaba una historia que todos conocíamos y luego encontraba analogías entre ella y nuestra situación en el bote, y sin lugar a dudas el cuento del arca resultaba muy útil en este caso. Pero el diácono tenía imaginación y adaptó también las tribulaciones de Moisés en el desierto y la separación de las aguas del mar Rojo a nuestra situación. Nos enseñó la «Canción del mar» —que trataba de cómo Dios salvaría a los elegidos al tiempo que hundiría al enemigo como una piedra— para que pudiéramos recitarla cuando finalmente nos salvaran.
El señor Sinclair nos dijo que la historia del arca de Noé había sido adaptada a la tradición cristiana a partir de un relato antiguo y pagano. «Las historias babilónicas sobre inundaciones incluían no solo el diluvio, sino también otros elementos conocidos, como por ejemplo el cuervo y la paloma. Eso no puede ser una coincidencia», dijo, pero el diácono se apresuró a desechar aquella idea tildándola de herejía. Mary Ann parecía preocupada, no tanto por la posible herejía sino por qué posición adoptar en el debate, la del diácono o la del señor Sinclair, de la cual dije que era también la mía. Afortunadamente, el señor Sinclair no solo era un erudito sino también un conciliador, y apaciguó los sentimientos de todos citando a Boccaccio, quien al parecer habló de cómo la gente prefiere creer en lo malo que en lo bueno y de cómo no puede existir poesía sin mitos.
Con el paso de los días, me preguntaba si el señor Hardie había capturado realmente un pez o si habíamos sufrido una alucinación colectiva. El presente parecía fijo e inmutable; el pasado, comprimido y lejano, tan sujeto a la interpretación como un pasaje de un texto teológico denso. Parecía tan probable que hubiésemos nacido en el bote como que todos tuviésemos historias, antepasados y un lazo de parentesco en el pasado. En cuanto al futuro, era impenetrable, incluso al pensamiento. ¿Dónde estaba la prueba de que existía? ¿O de que existiría un día? Como en el caso del pez, había que tener fe en él.
Por la noche
Era extraordinario lo que un poco de alimento en el estómago podía hacer por nuestro estado de ánimo. Mientras nos acurrucábamos unos contra otros para protegernos del frío nocturno, la señora Cook empezó a contar otro de sus cotilleos, repleto de detalles personales sobre la familia real que era imposible que conociera. Aun así, nos entretenía y me sorprendí pendiente de cada una de sus palabras como lo estaban las demás mujeres que ocupaban nuestra parte del bote. Cuando ya no tuvo nada más que decir sobre el tema, Mary Ann nos habló de la gente de su esfera social, pero sus historias carecían de coherencia y estaban tan plagadas de suspiros y exclamaciones como de palabras.
Había otra clase de relatos que proliferaba a bordo, sobre todo de noche, cuando tratábamos de pasar el rato como podíamos. Eran historias secretas, que se contaban en susurros, jirones de historias que podían consistir en una simple impresión, un fragmento de diálogo o una mirada que alguien había captado en los ojos de otra persona. Isabelle era una experta en calibrar miradas: «¿Habéis visto la mirada que el señor Hardie acaba de dirigirme?», podía decir con un escalofrío. Y luego añadía: «Solo alguien muy grosero miraría a otro de ese modo.» Una sola mirada generaba biografías enteras sobre las que se especulaba, y esa clase de especulaciones interesaba tanto a quienes las vertían como a quienes las daban por ciertas. Isabelle atribuía a Hannah y a la señora Grant la invención de un código de comunicación que no incluía palabra alguna sino miradas, que descifraba a quienquiera que estuviera a su lado. Una vez me dijo que una mirada siniestra dirigida por Hannah al señor Hoffman era una maldición de bruja sin palabras; y más tarde, cuando Hoffman tropezó y estuvo a punto de caerse del bote, Isabelle me miró de manera significativa y articuló con la boca: «¿Lo ves?»
A veces una persona a quien habían contado una historia en confianza se la apropiaba y la transmitía como si fuera suya y a consecuencia de ello, como es natural, los relatos se distorsionaban. Una historia que había referido a Mary Ann sobre cómo pretendía camelarme a la madre de Henry volvió a mí transformada en cómo la madre de Henry se había negado a recibirme. No hay nada que una persona pueda hacer para combatir los falsos rumores sin empeorar la situación, de manera que no traté de enmendarla, sino que decidí que a partir de entonces guardaría silencio con respecto a asuntos personales.
Oí a la señora Cook diciendo a la señora McCain que había presenciado un altercado entre el señor Hardie y el capitán Sutter el día que zarpamos. Dijo que entonces no sabía quién era el señor Hardie y no lo dedujo hasta después, pero parecía a punto de ser despedido. El incidente finalizó cuando al parecer el señor Hardie accedió a alguna condición que había puesto el capitán y este gritó a su espalda: «Y si no obedece, yo mismo lo tiraré por la borda.» Las dos mujeres pasaron una tarde entera especulando sobre la importancia de aquel suceso, como si tuviera algún significado profundo, como si explicara todo aquello sobre el señor Hardie que no podían acabar de justificar los acontecimientos que todos presenciábamos en el bote. Unos días después, cuando descansaba sobre las mantas junto a la señora Cook, me contó la misma historia, pero para entonces le había añadido detalles. Fue después de que el señor Hardie nos hubiera contado algo más del tal Blake. La señora Cook entendía que el señor Blake era la persona de la cual Hardie y el capitán discutían. También agregó su juicio retrospectivo habitual, diciendo: «Ya entonces no albergaba ninguna duda de que nuestros caminos volverían a cruzarse.»
El coronel Marsh contó en susurros a varias personas que en una ocasión había visto al señor Hardie entregar sin rechistar una botella de whisky a un oficial. ¿Habría podido tratarse de Blake? ¿Ejercía Blake alguna clase de influjo sobre Hardie? ¿Estaban aquellos dos hombres conchabados en algún asunto turbio? ¿Eran rivales enconados? Las historias recorrían el bote de arriba abajo, incitando a otros a relatar sus propios recuerdos, todo lo cual, en conjunto, les demostraba que el señor Hardie tenía un pasado oscuro y misterioso. Las historias sobre el señor Hardie eran las más preciadas e inquietantes, pero debían tratarse con cuidado para evitar que supiera que se hablaba de él. Cada revelación o invención susurrada se añadía a otros fragmentos del relato y se discutía e interpretaba obsesivamente, como si la historia resultante explicara por fin por qué nos encontrábamos a la deriva en aquel mar enorme y solitario.
Ya el primer día, el señor Preston, que insistía mucho en los detalles numéricos, dijo al señor Sinclair que había trabado amistad con el sobrecargo del barco y se enteró de que el propietario de la nave había contraído cuantiosas deudas. Esto llevó al señor Preston a preguntarse si el buque se encontraba en mal estado como consecuencia de la situación económica del dueño y si la precipitada marcha había dejado sin efecto algún trabajo de mantenimiento necesario. Con el tiempo, esta historia se transformó en otra según la cual el propietario del Empress Alexandra había dispuesto la destrucción de su barco para cobrar el seguro. Después de que el señor Hardie explicara cómo se había vendido el buque a alguien que podía sacarle más partido, el señor Preston volvió a mencionar los comentarios del sobrecargo. De todos los ocupantes del bote, el señor Preston era el menos sutil. Jamás se le ocurrió que había matices y registros de discurso, y nunca lo vi inclinar la cabeza discretamente o hablar en voz baja. Si quería decir algo, lo soltaba sin más, y esa noche comentó en voz alta al coronel: «¡Creía que el Empress Alexandra se había vendido a un propietario que era capaz de sacarle partido! ¿Cree que el señor Hardie puede haberse inventado lo que dijo de un nuevo dueño?» El señor Hardie, que por supuesto lo oyó, lanzó el achicador que estaba utilizando al señor Preston y espetó: «No encontraría gente como yo trabajando para el zorro tacaño al que pertenecía ese barco. ¡Ya di suficiente sangre a ese malnacido!» No sabría decir si el señor Preston tuvo bastante con esto.
No puedo ser demasiado crítica sobre el modo en que los demás utilizaban historias para matar el rato, pese a la exactitud de lo que decían, porque a veces Mary Ann y yo hacíamos lo mismo. Le hablaba del día en que había visto a Henry por primera vez y adornaba los detalles durante horas: cómo iba vestido, cómo se había acercado al establecimiento donde trabajaba en un elegante automóvil, cómo había aparecido centímetro a centímetro, mostrándose despacio como un retrato que toma forma sobre un lienzo. Podía hacer que esa parte del relato durase diez minutos... o más si Mary Ann estaba de humor para hacerme preguntas sobre detalles que había omitido, y a menudo lo había hecho. Yo había perdido el tacón de un zapato y andaba cojeando por la acera, y Henry lo buscó y rebuscó galantemente por toda la calle. Como no pudo encontrarlo, me acompañó a casa en automóvil. «¡Igual que la Cenicienta!», exclamó Mary Ann. Fue una de las pocas veces que me reí en el bote salvavidas, porque esa imagen era más acertada de lo que ella creía. No le dije que en realidad aquel día en la acera al pie de los escalones de mármol del banco no fue la primera ocasión en que había visto a Henry, como tampoco fue en el baile la primera vez en que la Cenicienta y sus hermanastras habían oído hablar del apuesto príncipe, pero me gustaba imaginármelo así. Por un lado, era la primera vez que Henry había puesto sus ojos azules en mí y por otro, hacía la historia más bonita. No me gustaba pensar en la semana que había pasado observándolo y calculando su itinerario cotidiano ni en el día que lo había estado esperando hasta el anochecer, torcida sobre mi zapato roto, y no había aparecido.
Por su parte, Mary Ann me hablaba de las compras para su ajuar en París y de su prometido, Robert, y de cómo le había permitido que le arrebatara la virginidad en un precioso claro de un bosque impregnado de cantos de pájaros y de olor a madreselva. Fue el fin de semana antes de que su madre y ella partieran hacia Europa, y Robert había acudido a su casa de campo para despedirse.
«¡Él no te arrebató la virginidad! —exclamé, y en el último momento me acordé de bajar la voz para proteger su intimidad—. Se la diste como regalo.» Después de pensarlo un poco, añadí que, según mi experiencia, era muy probable que las personas que hacían regalos recibieran a cambio algo de igual o mayor valor, pero Mary Ann estaba aterrorizada por la posibilidad de estar embarazada y también por la de no tener ocasión de expiar su pecado ante Dios si perecía en el mar; aunque tal vez mereciera morir, no lo sabía. Me pidió opinión al respecto y me sorprendió lo ardiente que era en su deseo de conocer los límites exactos entre qué constituía pecado y qué no, como si hubiera una membrana hermética que una persona podía atravesar sin que la pecaminosidad pudiera pasar. Confesó que su preocupación era de una naturaleza más práctica que espiritual y en su cabeza el hecho multiplicaba el pecado original varias veces y la sumía en una espiral de remordimiento. «¿No debería lamentarlo por amor a Dios? —me preguntó—. Pero creo que estoy más preocupada por mí misma, qué ocurrirá si estoy embarazada en la boda y no quepo en mi vestido, o qué pasará si Robert me deja y luego doy a luz un hijo ilegítimo.»
Mientras la escuchaba, supe que Mary Ann ignoraba cómo una mujer podía quedar embarazada y cómo averiguar si lo estaba o no, pero intenté tranquilizarla. «El vestido de novia se ha perdido, ¿no? Entonces ya puedes olvidarte de la primera preocupación. Cuando te cases con Robert, tendrás que comprarte uno nuevo. De otro modo, podéis hacer lo que hicimos Henry y yo: una ceremonia rápida, sin grandes lujos ni ostentaciones. No es que no me hubiera gustado un vestido bonito y una gran ceremonia, pero a veces lo conveniente está por encima del romanticismo. Y en lo que se refiere a tu segunda preocupación, hay personas que pueden ayudarte con el tema en caso necesario.» Le dije que debería cruzar ese puente cuando llegara a él y no antes. «No hay nada más que hacer.» Pero Mary Ann no se dejó persuadir tan fácilmente y llegó a insinuar que aquella terrible experiencia en el bote salvavidas era el castigo que Dios le había reservado.
«¡Eso no tiene ningún sentido! ¿Por qué iba Dios a castigarnos a los demás por algo que tú has hecho?» Me miró como si insinuara que yo podía responder a esa pregunta mejor que ella, mientras yo trataba de explicarle que desde mi punto de vista no había cometido ningún pecado, que yo misma había mantenido relaciones con Henry antes de nuestra visita al juez y que la idea de pecar había dado sabor a la aventura; pero mis palabras apenas podían competir con milenios de doctrina cristiana. La luna bañaba el bote de una luz plateada cuando Mary Ann se dirigió hacia donde estaba el menudo diácono, le acercó la cara al oído y le confesó toda la historia de un tirón. Observé que el diácono le ponía las manos a ambos lados de su estrecho rostro y usaba el pulgar para hacerle la señal de la cruz sobre la frente, no sin antes mojarlo en el océano como si fuese una fuente de agua bendita, oportunamente situada al alcance de su mano en aquel momento de necesidad. Después, Mary Ann se tranquilizó y un par de días más tarde pudo comprobar que al fin y al cabo no estaba embarazada.
Con tantas mujeres en el bote salvavidas, algunas de ellas debían tener que hacer frente al problema de la menstruación, pero guardaban silencio y no decían nada al respecto. También me pregunté si la impresión de nuestra situación y la deshidratación que afectaba las glándulas salivales podían inhibir la hemorragia. En cualquier caso, cuando Mary Ann me tiró del codo y me susurró que sangraba, no supe qué decirle. Aproveché la ocasión para llamar la atención de Hannah, quien me proporcionó varios trozos de tela, arrancados de unas enaguas, que Mary Ann pudo adaptar a sus necesidades. En cuanto Mary Ann se hubo arreglado, di las gracias a Hannah por señas. Por segunda vez en nuestro viaje, nuestros ojos se encontraron un poco más de tiempo del necesario. Su media sonrisa, que al principio parecía una aceptación amistosa de mi agradecimiento, se desvaneció y se convirtió en una expresión completamente distinta, como si se hubiera sobresaltado por algo que había visto en mi cara o sobre mi hombro, y mi primer instinto fue volverme y protegerme de aquello que tuviera detrás. Pero no quise interrumpir el contacto, que resultaba tan emocionante como inquietante, y finalmente fue Hannah la primera en apartar la mirada cuando la señora Grant la llamó y le pidió que le pasara la mochila que llevaba encima, la cual había contenido los trozos de tela.
Aquella noche, la quinta en el bote, la cuestión que debatieron los hombres fue si el propietario del Empress Alexandra lo había mantenido en buen estado o no. El señor Preston aseguró que ese era un dato crucial. No podía entender el punto de vista de una minoría discrepante que sostenía que aquello no tenía la menor importancia. Ahora no. No cuando ya no se podía hacer nada al respecto. En un intento de demostrar que tenía razón, el señor Sinclair nos pidió que participáramos en lo que denominó un experimento de pensamiento. «Supongamos que sustituimos la palabra “barco” en esta discusión por la palabra “mundo”. ¿Y si el mundo estuviera en mal estado y no lo supiéramos? Es más, ¿y si ni siquiera se nos ocurriera esa idea? ¿Importaría o no? —Hizo una pausa para darnos la posibilidad de reflexionar antes de añadir—: Y ahora supongamos que de alguna manera descubriéramos que sí, que el mundo había sido vergonzosamente descuidado por el responsable del mantenimiento. ¿Cambia eso las cosas? ¿Cambia nuestra manera de vivir la vida en la Tierra? Yo afirmo que en el caso del mundo y también en el caso del Empress Alexandra, afrontamos el aquí y ahora de nuestra situación y que los hechos irreversibles que nos llevaron hasta este momento y este lugar dejan de tener importancia.»
Isabelle preguntó quién era responsable del mundo: si el señor Sinclair se refería a Dios, debía decirlo enseguida. Pero si los responsables eran personas, entonces desde luego siempre podrían reconocer sus errores y enmendarse. Miré instintivamente hacia el diácono, segura de que tendría algo que decir al respecto, pero tenía la mirada perdida sobre la regala y, fueran cuales fuesen sus pensamientos, se los guardaba para sí. En cambio, fue Hardie quien habló: «Todo depende de si llegas a conocer o no a ese malnacido en el futuro. Por mi parte, si alguna vez tengo ocasión de encontrarme con mi creador cara a cara, tendré cuatro cosas que decirle sobre la manera como se manejan las cosas aquí en la Tierra.»
Sexto día
En aquellos primeros días considerábamos a Hardie como una especie de oráculo. Su aliento no era elocuente ni abundante, de modo que cuando sus primeras predicciones dejaron de cumplirse (no fuimos rescatados enseguida y el buen tiempo se mantuvo), no nos alarmamos demasiado. Lo que ocurrió, sin embargo, fue que determinadas personas empezaron a sonsacarle más detalles: «¿Sopla viento del oeste o del sudoeste? ¿Es buena señal o no?», o «¿Qué es lo que dicen de un cielo rojo al amanecer?», «¿Qué significa un halo amarillo-rosáceo alrededor de la luna?».
«Significa un cambio de tiempo», respondió Hardie, y en efecto, el sexto día, el cielo azul dio paso a una capa de jirones de nubes, que de tarde en tarde se abrían para dar paso a un sol enfadado. El viento había amainado durante la noche, pero ahora rizaba la superficie del mar, que cambiaba espectacularmente de color si el sol atravesaba las nubes o no. Ya no era verde y transparente o cobalto y opaco, sino de un color oscuro e insondable que no era gris ni azul. Pequeñas olas se erizaban y rompían sobre la borda del bote, lo que indujo al señor Hardie a entregar los vasos de hojalata que guardaba debajo de la bancada y a destinar dos personas más a achicar, pese a la advertencia del señor Nilsson de que contaminaría nuestra agua potable con sal. Nos hizo memorizar una detallada lista de tareas: además de los cinco achicadores y de las cuatro personas apostadas junto a la borda que montaban guardia por si avistaban algún buque acercándose, se designaron dos más para vigilar el bote salvavidas que aún oscilaba a lo lejos, además de las cuatro personas encargadas de los remos y de mantener la proa de la embarcación apuntando hacia las olas para evitar que rompieran contra el costado. Se asignó a seis mujeres escudriñar las aguas en busca de peces, pero su superficie ondulada frustraba nuestro empeño. Hubo un momento en que una mujer llamada Joan sobresaltó a todos gritando: «¡Veo uno!», pero no era más que el pescado del señor Hardie, que había atado al costado del bote para conservar su carne en las frías aguas del océano. Cada hora, el coronel anunciaba: «¡Tiempo!», y cambiábamos de tarea, descansábamos en nuestros lugares o avanzábamos por parejas o tríos para dormir sobre las pilas de mantas húmedas que no podían mantenerse secas a pesar de la lona para cubrir el bote que extendíamos sobre ellas. El señor Hardie montaba un gran espectáculo a la hora de comer, aun cuando nuestra ración de agua se había reducido severamente y recibíamos apenas un trozo de pescado o un cuadrado pequeño de galletas. Dos veces al día se requería al diácono para que bendijera la comida, y aquella noche el señor Hardie levantó el segundo pescado para que recibiera la bendición del cielo.
Ese día Hannah estaba de un humor de perros. Dio una patada al pie de Mary Ann cuando invadió lo que entendía que era su territorio y la hizo llorar en silencio contra su manga. Y cuando desayunábamos, dijo: «Si van a rescatarnos pronto, ¿por qué nos mata de hambre?» Tal vez era inevitable que el señor Hardie cargara con la culpa de nuestra hambre y quizá también con la de nuestra difícil situación, pero tuve la sensación de que en realidad Hannah no lo culpaba. Más bien fomentaba, de un modo indirecto, este sentimiento en los demás, porque pareció reprimir una sonrisa forzada y asentir con la cabeza hacia la señora Grant cuando otros empezaron a gruñir y a repetir su queja. También yo había estado mirando el pescado y los bidones de agua preguntándome para qué los reservaba el señor Hardie.
Pese a su decreto de que nadie cambiara de sitio sin permiso, Hannah dijo sin bajar la voz: «Vamos, Mary Ann, deja de lloriquear. Voy a cambiarte el sitio.» Dicho esto, se apretujó al lado de la señora Grant y desplazó bruscamente a Mary Ann, quien lanzó al señor Hardie una fugaz mirada de agravio. Pero Hannah lo miró fijamente en lo que me pareció un franco desafío y el hombre permaneció en silencio. Creo que el señor Hardie pudo perder parte de su autoridad aquel día. Debería haber ordenado a Hannah que regresara a su lugar original, pero no lo hizo, y después ya era demasiado tarde.
Sin ayuda, Mary Ann no fue capaz de resistir la determinación de Hannah y finalmente ocupó un sitio libre junto a la borda, de modo que estaba sentada al otro lado del señor Preston. Entonces Hannah inclinó la cabeza junto a la de la señora Grant y, a la hora de cenar, la mayoría también gruñía, pero no estaba del todo claro por qué.
El viento se había intensificado gradualmente a lo largo del día, y justo cuando Hannah y dos mujeres más abandonaron la bancada para dirigirse al señor Hardie exigiendo que aumentara las raciones de la cena, una gran ola impactó contra el costado del bote, empapó a quienes estaban situados a babor y lanzó por la borda a una mujer que estaba de pie. Hannah se libró agarrándose a la señora Hewitt, una mujer corpulenta y callada, que soltó un grito y se cayó al fondo de la embarcación. Oí a alguien gritar el nombre de Rebecca Frost, que había sido una empleada a bordo del Empress Alexandra y que hasta ahora había permanecido sentada en silencio en la parte posterior del bote. Aunque no había hablado nunca con Rebecca, la había visto mirando con admiración a Hannah y esta correspondiéndola con una sonrisa; pero ahora Rebecca se debatía en el agua detrás de la embarcación antes de desaparecer bajo una ola encrespada. Una segunda ola rompió sobre su cabeza, pero volvió a emerger del agua azul oscuro, y recuerdo sus angustiosos ojos mirando, creo, directamente los míos. «¡Hagan algo!», chillé. En su declaración jurada, Hannah manifestó que ella y la señora McCain fueron las únicas que exhortaron al señor Hardie a actuar y que yo me limité a mirar sin hacer nada, lo que viene a demostrar que Hannah no era consciente de tanto como afirma.
El señor Hardie estaba de pie en la popa del bote. Tras él las nubes adquirían un tono morado por el sol medio escondido. El agua oscura había engullido a Rebecca hasta la nariz. Mechones de cabello le caían sobre el rostro como anguilas negras y sus manos blancas y suplicantes se agitaban aferrándose al aire. «¡Siéntate!», bramó Hardie, y Hannah, después de su medio fallo, se sentó y calló por una vez, mientras yo gritaba: «¿Es que nadie va a ayudarla?» Entonces dos hombres se levantaron e hicieron ademán de lanzar el salvavidas a Rebecca. El bote se balanceaba de un lado a otro con la redistribución de peso, y cada vez que lo hacía, entraba más agua por la borda.
«¡Achicadores! —gritó el señor Hardie—. ¿Quiénes son los achicadores? ¡No se queden con la boca abierta y pónganse a trabajar!» Mientras lo decía, arrebató el salvavidas a quien lo sujetaba. La señora Grant exclamó: «¡Está allí!», y señaló hacia donde Rebecca agitaba frenéticamente las manos hacia el cielo y borboteaba tratando de hablar dentro del agua. Su vestido ondeaba a su alrededor, llevaba la cofia firmemente atada sobre las orejas, y si bien su chaleco salvavidas servía para mantener su cabeza a flote, no impedía que las olas le pasaran por encima ni que la distancia entre ella y nosotros aumentara. Su expresión era más de sorpresa que de horror, y creí oírla gritar: «¡Aquí, señor Hardie, aquí!», casi cortésmente. Estaba segura de que la rescatarían, como aún lo estábamos todos. El mar estaba más encrespado que antes y el nivel del agua en el fondo del bote iba subiendo. El señor Hardie desperdició unos valiosos minutos redirigiendo los achicadores a su tarea, porque todo el mundo observaba a Rebecca o se esforzaba por no resbalar de la bancada con los vaivenes de la embarcación, y durante ese tiempo empezó a ocurrírseme que el rescate de Rebecca no era de ningún modo una cosa segura.
Después de un tiempo que pareció una eternidad, el señor Hardie ordenó a los remeros que dirigieran el bote hacia ella, y cuando por fin la sacaron del agua, no tuve la sensación de que fuese un acto heroico. El señor Hardie rebosaba incluso con más intensidad que nunca de ese aire de omnipotencia y de capacidad para someter a la naturaleza y los acontecimientos a su voluntad, pero ahora parecía ligeramente teñido de malicia. En los días siguientes, traté de pensar que su vacilación a la hora de rescatar a Rebecca era consecuencia de una indecisión sincera sobre el modo en que podía efectuarse un rescate seguro dada la agitación del mar, el exceso de pasajeros a bordo del bote y el precario equilibrio de quienes se habían levantado en lugar de permanecer sentados como se les había dicho. Al mismo tiempo, se me ocurrió preguntarme —como debía de habérsele ocurrido también al señor Hardie— si Rebecca era la víctima de una especie de selección natural y pensar que, si se había caído por la borda, quizás a la larga conduciría al bien. Este pensamiento fue seguido por la idea de que la obligación del señor Hardie era con los que estábamos en el bote y no con los que estaban fuera, independientemente de cómo hubiesen llegado a encontrarse allí. Luego, bajo todo lo demás vino la idea, infiltrándose en la caja fuerte de mi pensamiento como agua a través de una grieta sin calafatear, de que el señor Hardie intentaba darnos una especie de lección. Oh, yo ya sabía que mi destino estaba en sus manos. No era una lección que necesitara aprender.
No creo que fuese la única que tuviera esta sensación, dado el silencio que se extendió entre nosotros, tenso y estrecho como una cuerda, y el número de veces en que sorprendí a alguno de los pasajeros mirando fijamente al señor Hardie después de que finalmente hubiese rescatado a Rebecca y las italianas le hubiesen quitado la ropa y la hubieran embutido entre las mantas. Había tanto miedo en sus ojos como admiración y respeto, si bien estas palabras no describirían el modo en que Hannah o la señora Grant lo miraban. Desde luego, habría podido ser debido al viento, que más que soplar parecía aplastarnos, o al hambre, o al hecho de que para entonces la mayoría estaba empapada; y por supuesto todos acabábamos de presenciar cómo Rebecca había estado a punto de morir. Nos quedamos tiritando en nuestros lugares como perros desaliñados mientras la señora Grant avanzaba con pasos cuidadosos para consolar a Rebecca, al mismo tiempo que el bote se balanceaba, el señor Hardie gritaba a los achicadores y las italianas emitían un coro de lamentos operísticos y volvían sus trágicos rostros hacia el cielo. Durante todo el tiempo la señora Cook, que cuando no contaba historias se mostraba extrañamente sumisa, restregaba inútilmente el pelo a Rebecca con un trapo empapado, Hardie sostenía la caja de galletas hacia el oscuro cielo vespertino, el diácono forzaba un falso entusiasmo en su voz mencionando reiteradamente a Jesucristo y finalmente nos comíamos nuestro mendrugo en medio de un abatimiento apocado.
No sé qué pensaba Rebecca, si es que lo hacía. Durante largo rato se refugió en el dormitorio sin hablar. En un momento dado dijo: «Ojalá el pequeño Hans estuviera aquí.» Se estremeció visiblemente debajo de la manta húmeda. El señor Hardie replicó hoscamente: «Pues no disponemos de sitio para él.» El señor Hardie no era el único que parecía enfadado. El señor Hoffman y su amigo Nilsson hablaban en voz baja y de vez en cuando pasaban la mirada de Rebecca a la borda del bote, que estaba muy hundida en el agua, aunque seguramente no más que antes, y pude comprender que pensaban que el señor Hardie había tomado una decisión equivocada al rescatar a Rebecca del agua.
Durante la noche el viento amainó, pero había caído una espesa niebla. Cuando se levantó al cabo de un día y medio, habíamos perdido al otro bote salvavidas de vista. No puedo explicar cuánto lo eché de menos. Saber que otras personas estaban ahí fuera, en algún sitio, no era lo mismo que verlas flotar más o menos a nuestro alcance y de tarde en tarde a una distancia a la que era posible gritarles, aunque nunca nos acercáramos lo suficiente para identificar sus caras o entender lo que decían.
Séptimo y octavo día
Durante aquellos dos días de niebla, todos oímos los sonidos de una sirena de niebla. Era inconfundible. La señora Grant preguntó si el otro bote salvavidas podría llevar un instrumento como ese y el señor Hardie contestó: «Es posible, pero a mí me parece la sirena de un buque.»
Todo el mundo estaba emocionado, pero lamentaba la falta de visibilidad. Gritamos con todas nuestras fuerzas. Golpeamos contra los costados del bote con los remos y los achicadores, con todo aquello que hiciera ruido, pero a mediodía los sonidos de la sirena habían cesado y cuando por fin se levantó la niebla y vimos que el segundo bote salvavidas había desaparecido, fue como si también se hubiera levantado de nuestras almas una niebla protectora, que ahora nos dejaba ver la profunda crudeza de nuestra situación. Todos habíamos oído la sirena; no cabía ninguna duda al respecto como había sucedido con las luces del señor Preston. Después de una larga discusión, durante la cual el señor Hardie estuvo midiendo en silencio el ángulo del sol, el señor Preston concluyó que habían encontrado a los ocupantes del otro bote salvavidas y que nuestras posibilidades de un rescate similar habían desaparecido. Esto llevó al señor Nilsson a decir:
—Si pudiéramos ver el otro bote salvavidas, entonces seguramente también nos verían a nosotros. No dejarían nunca que un barco de rescate abandonara la zona sin llevar a cabo una búsqueda.
—Usted no conoce a Blake —murmuró el señor Hardie—. No se puede saber qué habría hecho Blake.
—Blake —repitió el señor Preston—. Era el que salió de la sala de radio. Fue él quien ayudó a echar nuestro bote al mar.
—Era el segundo oficial del Empress Alexandra —añadió Greta.
—Sí —admitió el señor Hardie—. El peor perro mestizo que se haya hecho pasar nunca por un hombre.
El señor Preston se volvió hacia mí y dijo:
—Usted conocía al señor Blake, ¿verdad? —Respondí que no creía haberlo hecho—. Entonces lo conocía su marido, porque estoy seguro de haberlos visto juntos de pie en la cubierta.
Le lancé una mirada inquisidora y él miró de soslayo a Mary Ann antes de decir: «Debo de estar equivocado», pero parecía ocultar algo, y me pregunté en qué estaría pensando o si Mary Ann simplemente le había contado una de esas historias que circulaban por el bote y que aparentemente variaba cada vez que se contaba.
—¿Cómo sabe que era el bote de Blake el que estaba cerca de nosotros y no el otro que vimos? —quiso saber el coronel—. Desde los primeros días, no nos hemos acercado lo suficiente para verlos con claridad.
—Era Blake, seguro —repuso el señor Hardie—. El otro bote iba lleno y el que hemos estado viendo, no. Además, fíjense en que no se nos acercaron en ningún momento.
—¡Pero fue usted quien nos dijo que no nos acercáramos a ellos! —exclamó Hannah.
—Blake es un perro rabioso. ¿No oyeron a ese tipo barbudo que nos dijo que Blake había empujado a dos personas fuera de su bote? En ausencia del capitán, me habría matado tan pronto como me hubiese visto. Era mejor mantenerse alejados.
—O más seguro —observó Hannah.
—Más seguro es mejor. Ustedes no han pasado toda su vida en el mar como yo. ¡Los hombres que se hacen a la mar suelen ser los que huyen de algo!
—¿Se incluye usted mismo? —pregunto Hannah, pero yo estaba dispuesta a creer que el señor Hardie se había mantenido alejado del bote de Blake para protegernos.
Fue Hannah quien susurró a su alrededor que Hardie lo había hecho para protegerse.
—En realidad no sabemos por qué Blake echó a dos personas fuera de su bote; quizás hubieran causado algún problema. ¿Y si después de todo hubiese habido plazas libres? —inquirió la señora Grant, expresando por fin algo que se me había ocurrido hacía unos días y seguramente también a los demás—. Aunque el bote tuviera desperfectos, me parece que habríamos podido ayudar a repararlos y después trasladar a algunos de los nuestros. Por lo menos lo habríamos intentado. Si lo hubiéramos hecho, ahora no correríamos un peligro tan grande.
Como pasaba con muchas de las cosas que decía la señora Grant, la insinuación de reparar el otro bote era vaga y sin ningún dato concreto de cómo habríamos podido hacerlo sin materiales ni herramientas, pero la idea de que el señor Hardie actuaba solo en interés propio había empezado a aparecer en nuestras conciencias. Había sido muy preciso con otros detalles; ¿por qué había omitido contarnos su historia con Blake desde el principio? Quizá lo hiciera para esconder sus errores. Tal vez el señor Hardie tuviera un pasado que ocultar.
El coronel trató de llevar la conversación por un camino más útil:
—Apostaría a que el otro bote salvavidas fue alcanzado en medio de la niebla por un buque de paso y que se hundió sin ser visto —dijo—. Si sus pasajeros hubieran sido rescatados, uno de ellos nos habría mencionado, independientemente de las opiniones de Blake al respecto.
—¿En el barco no se habrían percatado de la colisión? Sin duda se habrían dado cuenta de que habían chocado contra algo y habrían tratado de averiguar qué era —aventuró la señora McCain, mientras que la señora Cook, que tanto se había dejado oír al principio, miraba como si estuviera en trance.
El señor Hardie se negó a hacer comentarios sobre nuestra interpretación de los hechos. Lo único que dijo fue «tal vez» o «tal vez no» cuando le pidieron su opinión. Al cabo de un rato, la señora Grant dijo: «Ya basta de hablar de ser rescatados, como si todo dependiera de otros. Propongo que tracemos un rumbo y tratemos de salvarnos nosotros mismos», lo cual me alentó a abrigar una momentánea alegre esperanza. Era algo tan simple y evidente que me pregunté por qué nadie lo había sugerido antes. El hecho ineludible era que no nos habían rescatado, por lo que ahora no parecía existir ningún motivo para seguir en las inmediaciones del naufragio.
«¡Pues claro!», exclamé en voz alta, y otros corearon: «¡A quien madruga Dios le ayuda!» Era un principio que regía mi vida y si bien algunas veces podía hacer que una persona que lo adoptara pareciera egoísta y teológicamente desinformada, la gente que se resistía a aplicarlo se me antojaba débil y parasitaria. Cuando el sol había conseguido abrirse paso a través de la niebla, había sido reacia a mirarlo, después de haberme acostumbrado a refugiarme en la noche, a una visión limitada; y aquellos días cristalinos en los que podíamos ver constantemente, por lo menos hasta que el mundo se tambaleara y precipitaba al vacío, me obsesionaban, porque no había nada que ver. Pero ahora que teníamos un plan, me alegraba poder ver hasta el horizonte porque nos suministraba un destino: ¡el oeste!
A quien madruga Dios le ayuda, me repetía una y otra vez, exactamente como se lo había dicho a Felicity Close el día que vino a verme. Un día había seguido a Henry y descubierto mi domicilio. Iba bien vestida, pero sin pretensiones, y pensé que habríamos podido ser amigas si no hubiésemos sido rivales. Le dije que las dos éramos personas prácticas y que debía prevalecer el pragmatismo, pero principalmente me limité a escuchar. Una de las cosas que me contó era que Henry seguía al pie de la letra tradiciones que yo no llegaría a entender y que, una vez que hubiese entrado en razón, se temía ella, lamentaría la pérdida. También dijo: «Esto no es nada típico de él. Henry no es temerario ni apasionado en absoluto», y me pregunté si estábamos hablando del mismo hombre. Dijo lo que tenía que decir y se marchó, y si bien lo sentí por ella, pude comprender que acababa de liberar a Henry, tanto de la tradición como del control emocional, lo cual era algo que la íntegra Felicity no habría conseguido hacer nunca. Fue esta constatación lo que disipó cualquier sentimiento de culpabilidad que hubiera podido tener.
La señora Grant mantuvo una vigilancia constante. Iba vestida totalmente de negro. Llevaba el pelo austeramente recogido detrás, y ni siquiera una semana de viento y olas había logrado que se soltara. Su mirada no vacilaba delante de la nada. Su cara ardía. Luego se le peló la piel y adoptó un color marrón oscuro; pero siguió mirando fijamente el mar. Tuve la idea de que si un barco aparecía en el horizonte al cabo de todo ese tiempo, sería porque ella lo había atraído simplemente con su determinación y su fuerza de voluntad. Podía ver el efecto que estaba provocando en algunos de los demás, quienes se inventaban excusas para acercársele o tocarla en el hombro mientras cumplía sus funciones. Lo veía y creo que lo entendía, pero aún miraba al señor Hardie como el fundamento de mi fuerza.
El señor Hardie estaba convencido de que lo prudente era permanecer en las inmediaciones del lugar donde el barco se había hundido, desde donde se habían mandado las señales de socorro y desde donde habíamos oído la sirena de niebla, pero la señora Grant sostenía un argumento de peso, y cuando, cerca del mediodía, el viento se levantó de nuevo, el señor Hardie se puso a trabajar para transformar la cubierta de lona del bote en una vela que sujetó a dos remos con tiras cortadas de una de las mantas con su cuchillo. Luego cortó un trozo de la cuerda de seguridad fijada al perímetro del bote y lo usó para recoger la vela y soltarla otra vez, dependiendo de la fuerza y la dirección del viento. Después de introducir el remo-mástil en el agujero a tal efecto, fijó un rumbo que tenía sentido, supongo, para él. Para todos los demás, el horizonte de delante no se podía distinguir del horizonte de atrás o de los lados. Aun así, me animó pensar que el señor Hardie podía tener un plan. Sus manos rara vez estaban quietas, y si la señora Grant era la imagen de una serena entereza, el señor Hardie era la de la intensa laboriosidad.
Recogieron los remos y no tardamos en desplazarnos sobre el agua a una velocidad suficiente como para esperar que las costas de América se alzaran ante nuestros ojos en cualquier momento. Usando la larga caña en forma de vara que iba sujeta al timón y controlaba sus movimientos, el señor Hardie apuntó la proa en dirección al viento tanto como pudo, lo que hizo que el aire nos azotara a babor y que las agitadas aguas parecieran mucho más encrespadas que antes. Puesto que la vela tenía tendencia a volcar la embarcación hacia el mar, debíamos contrarrestar la inclinación con nuestro peso. Esto nos exigía una vigilancia constante, que se convirtió en una especie de juego macabro por mantener la borda fuera del agua y evitar que el bote zozobrara del todo.
Rebecca, que había cogido frío y fiebre desde su remojón en el océano, ahora miraba a su alrededor con ojos vidriosos. En un momento dado fijó su mirada en el señor Hardie y gritó: «¡Padre, padre! ¡El perrito se ha escapado a la calle!» La señora Grant hizo lo que pudo por tranquilizarla, y Hannah dijo: «No hay ningún perro, Rebecca. Estás pensando en algo que pasó hace mucho tiempo.» Pero esto no hizo más que provocar el enfado y el disgusto de Rebecca. Las lágrimas le resbalaron por las mejillas. Dijo: «De todos modos nunca le gustó, ¿verdad? Compró al pequeño Hans solo por la insistencia de madre.»
Aun cuando estos comentarios parecían dirigidos a él, el señor Hardie no respondió, sino que optó por concentrarse en las múltiples tareas que se había impuesto y que ninguno de nosotros comprendía. Por último la señora Grant sacó un trapo de la mochila que descansaba a sus pies, lo ató en forma de hatillo y lo depositó en las manos de Rebecca diciendo: «Está a salvo, querida. Tu perrito está a salvo.» Rebecca se meció en el fondo del bote, sin reparar en el agua acumulada, acariciando su perro imaginario durante toda la tarde.
El viento siguió intensificándose y al poco tiempo el bote surcaba el mar a gran velocidad. Los achicadores ya estaban aplicados a su tarea, pero el nivel del agua dentro de la embarcación subía rápidamente y tuve la idea de que se había abierto una vía de agua. Cuando me tocó achicar, palpé los tablones que tenía junto a los pies en busca de algo parecido a un agujero. Llegó un momento en que me sorprendí mirando fijamente el agua que se arremolinaba en torno a mis tobillos. Era como si de repente me hubiese despertado de un sueño profundo. No sé cuánto tiempo pasé mirando al vacío, pero cuando «desperté», tomé conciencia de una debilidad corporal que me envolvía, de la tendencia de mis ojos a desenfocarse, de oír apenas fragmentos inconexos de las conversaciones que se susurraban a mi alrededor. Por ejemplo, oí a Hannah muy claramente cuando dijo: «Hubo algo entre el señor Hardie y ese oficial del barco, Blake. A estas alturas podrían habernos salvado», pero solo distinguí la última parte de la respuesta de la señora Grant: «Nada de navegar..., esperar la hora propicia.»
Cuando el señor Hardie bajó la vela y dijo: «El viento es demasiado fuerte» y «el bote está demasiado lleno de agua para navegar», y cogió a su vez un achicador, ni siquiera la señora Grant protestó, ya que la embarcación se niveló enseguida y el flujo constante de agua sobre la borda se redujo a alguna salpicadura intermitente. Además fue justo a tiempo, el agua ya me llegaba por encima de las pantorrillas. Redoblé mis esfuerzos con el achicador, pero la debilidad que aturdía mi mente también debilitaba mis miembros. Fue entonces cuando el señor Hardie dijo, en voz baja, creo, aunque también tengo la sensación de que todos le oyeron, en cuyo caso debió de gritar lo suficiente para hacerse oír a pesar del viento y del batir de la improvisada vela, que ondeaba en la proa del bote, donde la habían extendido para que se secara: «A menos que aligeremos el peso, nos hundiremos como una maldita piedra.»
No había ningún motivo para dudar de él. Miré el montón de mantas empapadas, los bidones de agua y las cajas de sequetes que Hardie guardaba bajo de su bancada, la pequeña acumulación de efectos personales almacenados bajo los asientos o flotando en el agua: la mochila empapada de la señora Grant, sobre la que descansaban sus pies menudos; la caja fuerte del coronel; el osito de peluche del pequeño Charles, y pensé: «Podemos prescindir de esto», sin pensar en que necesitábamos la comida, el agua y las mantas para sobrevivir y que el resto de las cosas pesaban diez kilos como mucho, una diferencia casi imperceptible entre la salvación y la muerte.
Los demás debían de haber captado el significado de las palabras del señor Hardie antes que yo, porque la oleada de consternación fue tan aleccionadora como el agua fría que nos salpicaba de vez en cuando. Hubo un leve murmullo. Mi pierna tocaba la del diácono, quien se había vuelto a quienes había empezado a llamar su rebaño: fue como si una descarga eléctrica pasara de su cuerpo al mío, y entonces comprendí que el señor Hardie pedía voluntarios.
—¡Ofrézcase usted! —exclamó Hannah irritada, como si la subida del nivel del agua fuese su problema y no tuviera nada que ver con ella ni con nadie más.
—El bote pesa demasiado para navegar. No podemos achicar lo bastante rápido. Por ahora, el viento no es más que una brisa. Aunque renunciemos a la idea de navegar, si nos alcanza un temporal será demasiado tarde.
Todos volvimos la vista hacia el mar. Yo había estado achicando y mirando exclusivamente el fondo del bote durante más de una hora, por lo que tenía una percepción distorsionada del tipo de agua del que estábamos hablando. Había visto una piscina de aproximadamente treinta centímetros de profundidad, de un color verdoso, pero en su mayor parte transparente y llena de zapatos de piel mojados de varias clases. Ahora caí en mi error. El agua a la que el señor Hardie se refería era de un azul oscuro y pasaba ondulando a nuestro lado como una interminable manada de ballenas. El bote salvavidas se elevaba a lo alto de sus anchos lomos y caía en las hondas depresiones entre ellos.
Sobre nuestras cabezas, las nubes corrían por el cielo empujadas por el viento. El diácono había cerrado los ojos, tenía las manos entrelazadas debajo de la barbilla y murmuraba: «Aunque pase por el más oscuro de los valles, no temeré peligro alguno.» Me estremecí y, por primera vez desde el día del naufragio, experimenté un profundo miedo. Estábamos perdidos. Lo sabía con certeza, o casi con certeza, pero todavía miraba al señor Hardie, perfilado en la parte posterior del bote, mirándonos fijamente a todos, esperando con paciencia que nos hiciéramos cargo de nuestra situación y reaccionáramos de algún modo a lo que había dicho.
El diácono fue el primero en hablar, pero no hizo más que ganar tiempo preguntando:
—¿A qué se refiere? Debe explicarlo con absoluta claridad. En cuanto sepamos qué opciones tenemos, estoy seguro de que podremos tomar una decisión razonable.
—Creo que ya lo saben —contestó el señor Hardie—. Mañana, si el tiempo sigue empeorando, el agua entrará por la borda más deprisa de lo que nosotros podemos hacer por sacarla. Yo diría que el bote tardará menos de un minuto en hundirse cuando el agua haya llegado hasta aquí.
Golpeó la madera unos centímetros más arriba de la altura que el agua ya había alcanzado. Desde luego, era simple especulación, pero dijera lo que dijese el señor Hardie, yo lo daba por hecho.
Mientras escribo, tengo la sensación de estar dando la impresión de que manteníamos una conversación como lo hace la gente en salones tomando té con pastas, cuando en realidad mis compañeros tenían que gritar para hacerse oír a pesar del viento y el estrépito del agua cuando se desplomaba sobre sí misma. Varias personas gritaban a la vez. Sus palabras se enredaban con el viento y resultaba imposible entenderlas del todo.
—Si no nos rescatan, se acabó —sentenció el diácono desesperadamente—. Usted dijo que nos encontrarían.
—Ya sé lo que dije, pero aún no nos han encontrado, ¿verdad? —El señor Hardie procedió a explicarnos su interpretación de las sirenas de niebla—. Estoy convencido de que era la sirena de niebla de un buque grande. Si chocó contra el otro bote salvavidas, y no estoy diciendo que lo hiciera, la gente de a bordo no se habría dado cuenta, como tampoco lo haríamos nosotros de chocar contra una ramita o una cerilla. Y si, por un milagro o alguna casualidad, el otro bote fue rescatado y trataron de encontrarnos, la cruda realidad es que no lo hicieron.
Se hizo el silencio en el bote, seguido de un murmullo de irritación. Se me cayó el alma a los pies. Me sentía tan decepcionada como engañada, aunque una parte de mí entendía que el señor Hardie había accedido a colocar la vela porque su esperanza en el rescate había menguado, tal vez hubiera desaparecido. En ese momento odié al señor Hardie, aunque también lo quería; en cualquier caso lo necesitaba y deseaba hacérselo saber. Para complacerlo, o cuando menos para llamar su atención, grité: «¡No culpemos al señor Hardie por decirnos la verdad!», y, para mi alivio, los gruñidos en el bote remitieron. Estoy segura de que el señor Hardie me dirigió una mirada de aprobación y mi ánimo se recuperó brevemente antes de acomodarse en un nivel mucho más alto del que había ocupado unos segundos antes. Crucé la mirada con el pobre diácono y noté cómo una flor carmesí de triunfo brotaba en mi pecho. «Tu vara y tu cayado me inspiran confianza», dije, y fui recompensada con una lánguida sonrisa no solo del diácono, sino también de la señora Cook, quien salió por un momento de su trance y extendió una mano para acariciar la mía.
Hardie dijo:
—Aunque el viento cesara enseguida y consiguiéramos vaciar el bote de agua, apenas nos quedan un poco de pescado y unas gotas de agua. Sin agua, no sobreviviremos seis días.
—¡Seis días! ¡En seis días puede suceder cualquier cosa!
—exclamó el diácono con parte de su antiguo ardor—. Bueno, ¡el mundo fue creado en seis días!
—Lo único que digo es que hay que pensar en el asunto —repuso el señor Hardie, y dicho esto exigió un turno de funciones.
Ordenó al señor Nilsson que usara el timón para mantener la proa contra el viento, mientras él se ponía a trabajar furiosamente, recogía la tranquila agua verdosa acumulada en el fondo del bote y la echaba por la borda para que se reuniera con sus hermanas negras y turbulentas. Se cambió de turno siete veces más. Transcurrieron siete horas, durante las cuales tomé conciencia de cada segundo, cada azote del viento contra mi cara, cada momento eterno de terror, cada mínimo detalle de aquella escena desoladora. Ahora, mirando hacia atrás, el tiempo pasó en un abrir y cerrar de ojos. Ola tras ola impactaba contra la proa del bote, deshaciendo en un instante nuestras horas de trabajo agotador y sin embargo el señor Hardie persistía en su empeño, negándose a pasar su achicador a unas manos menos competentes.
Fui presa de una gran lasitud, una resignación tan intensa que creí que podría afrontar cualquier futuro con tranquilidad. No sé si se debe a que confiaba mi vida al señor Hardie o al hecho de saber que, si moría, lo haría con él. Fuera cual fuese mi destino, amén, pensé. Pero a mi alrededor, los demás no estaban tan dispuestos a resignarse. La señora Grant se abrió paso hasta el centro del bote y largó un sermón sobre la voluntad humana, el cual inspiró al diácono a recordarnos la providencia divina, y hasta la pequeña Mary Ann dejó de lloriquear lo suficiente para dirigir un exabrupto indignado al señor Hoffman, a quien acusó de no tener fe cuando la fe era lo que más necesitábamos.
En algún momento de aquella noche me quedé dormida, aunque creía que sería imposible hacerlo. Parecieron transcurrir apenas unos minutos cuando me despertó Mary Ann, que temblaba sin poder controlarse. «Es Rebecca», dijo. Observé cómo una de las italianas extendía un brazo para apartar el enmarañado pelo de los ojos a Rebecca, y entonces vi que tenía la boca abierta y los ojos en blanco.
El diácono rezó una oración por ella y el coronel pasó el chaleco salvavidas de Rebecca a una de las dos hermanas. Entonces el coronel y el señor Hardie la levantaron y la echaron por la borda. Su vestido, que le habían puesto una vez seco, ondeó a su alrededor como si fuesen alas y la mantuvo a flote un par de minutos. Después se hundió y con ella el último vestigio de esperanza que albergaba.
Henry
Vi a Henry por primera vez cuando su fotografía apareció en las páginas de sociedad del New York Times: «Hijo de... empleado en... prometido con...», etcétera, etcétera, entre un sinfín de detalles sobre una suntuosa fiesta de compromiso y el imponente árbol genealógico de la novia. Era una información intrigante que apareció en un momento en que un trabajo de institutriz como el que tenía mi hermana Miranda parecía el objetivo al que apuntaban mis menguantes aspiraciones. Me habían educado para creer en un abanico de posibilidades mientras me abría camino desde la fuente de mi nacimiento para bajar por arroyos y ríos crecientes de futuro, hasta el día en que fui depositada en un fértil delta donde el último y más ancho de aquellos ríos desembocaba al final en un océano de oportunidades. Esto parece ahora una metáfora inquietante, pero a la sazón era apropiado para mí y estaba preparada para entender aquel destino soleado y brillante como el «vivieron felices para siempre» de la vida matrimonial. En el momento de la desgracia de nuestros padres, Miranda salía con un joven médico, pero su relación no sobrevivió al tumultuoso año de la muerte de nuestro padre. En lugar de dejarse abatir por la deserción del médico, Miranda se mostró apenas consternada. Hizo acopio de sus opciones, reunió cartas de recomendación y me dijo que no confiara nunca mi fortuna a un hombre.
—¡Pero serás una chica trabajadora! —exclamé, sin creer ni por un instante que la solución que había elegido fuera la mejor para ella.
—Seré dueña de mí misma —declaró.
—Serás poco más que una criada —repliqué.
Pero si se conducía según un principio o se le presentó después para ayudarla a aceptar la única solución en la que pudo pensar, no lo dijo, y se marchó a Chicago, dejándome en un alojamiento asequible para mí y nuestra madre en el piso de arriba de una casa propiedad de un conocido de nuestro abogado. Habíamos vendido la mayor parte de los muebles y embalado el resto de nuestras pertenencias en cajas. Lo consideraba un arreglo temporal y desembalé solo aquello que necesitábamos para la vida cotidiana, dejando las demás cajas amontonadas en un rincón de un cuarto de invitados.
Que Henry ya estuviera prometido parecía el menor de los obstáculos. Incluso me parecía una buena cosa, porque ¿cómo me habría fijado en él si no hubiera visto la notificación de su fiesta de compromiso en el Times? En el mismo número, que había encontrado cuando vaciaba una caja de copas de cristal que de algún modo habían escapado a la venta, encontré un artículo titulado «El alegre mercado de Londres», que hablaba de oro y bonos a corto plazo y mencionaba la misma empresa que acababa de leer en el párrafo que hablaba sobre el empleo de Henry. La tarea de desembalar quedó olvidada cuando me apresuré a escudriñar el periódico en busca de la fecha y comprobé que el número que estaba leyendo tenía más de tres meses.
La tercera vez que nos vimos, Henry sugirió la teoría de que cada persona estaba destinada a un gran amor y que si era lo bastante afortunado para encontrarlo en su vida, lo ignoraba por su cuenta y riesgo. Le dije que creía que solo algunas personas eran lo bastante afortunadas para haber nacido en la misma época y en el mismo lugar que su gran amor, pero otras, quizás incluso la mayoría, habían nacido antes o después de su momento óptimo. Pensé en mi madre, que había perdido la oportunidad de ser conquistada por un apuesto jinete por varios siglos de diferencia y por lo menos un continente. Pero, no mucho después de hacer esta declaración, Henry no se presentó a una cita convenida y por más que traté de pensar en las posibles razones, sospeché que estaba con su prometida.
—¡Estaba preocupada por ti! —exclamé, arrojándome a sus brazos cuando apareció al día siguiente—. Sabía que debía de ser algo importante, o habrías venido.
—Era importante —dijo serio.
Durante el resto de la velada se mostró malhumorado y callado, y por mucho que dijera, no parecía escucharme. Me explicó que estaría algún tiempo fuera de la ciudad y que vendría a buscarme cuando regresara, pero tres días después se presentó en mi puerta con aspecto ojeroso y enfermo. Me puse muy contenta de verlo. El empleo de institutriz empezaba a llevar pegados nombres y fechas, y vi que los ríos de futuro fluían hacia atrás rumbo a la fétida ciénaga de un trabajo de baja categoría.
—¡No fui sincero contigo! —balbuceó Henry cuando fui a buscar mi chal y estuvimos fuera, solos, o todo lo solos que podíamos estar en el miserable vecindario donde mi madre y yo vivíamos ahora. Unos niños andrajosos jugaban en el patio y se atrevieron a pedir dinero a Henry, pero este, habitualmente alegre y generoso, no les hizo caso alguno.
—Tenías tus motivos —le dije, pero el hecho de que me entregase a él por completo y no me importara si había sido deshonesto conmigo hizo que su cara pareciera más demacrada y atormentada.
Se hincó de rodillas en la tierra y dijo que no se movería ni un centímetro hasta que le prometiera que me casaría con él. Le tiré de la chaqueta y dije: «¡Claro que me casaré contigo!», pero no parecía que fuera esto lo que quería oír, y se quedó allí, en cuclillas delante de mí, hasta que estallé y pregunté: «¡Henry! ¿Qué ocurre?», tan enérgicamente como pude porque ahora empezaba a temer que le pasara algo malo, que estuviera enfermo o incluso moribundo y que le preocupara que mi promesa de casarme con él hubiera sido obtenida con engaños que él se comprometía a reparar, aunque temiera hacerlo.
Por último, como no se me ocurría qué hacer, me hinqué también de rodillas, allí en la tierra, con los niños curiosos, envalentonados ahora por nuestra posición, rodeándonos y arrastrando los zapatos por el polvo, desesperados por dar la lata a Henry para conseguir las monedas que sabían que llevaba en el bolsillo pero contenidos por la emoción que emanaba de nosotros, intensa como el campo magnético que vibraba desde el centro de la Tierra, y también sorprendidos, porque estoy segura de que no habían visto nunca a los adultos actuar de ese modo.
Los ojos de Henry se habían ensombrecido; los compararé con el color del mar cuando las nubes se acumulan en lo alto del cielo sobre él, pero desde luego esta comparación no se me ocurrió entonces. Tenía la mente en blanco y estaba aterrorizada, incapaz de entender qué había llevado a mi guapo y sofisticado amante a hincarse de rodillas sobre un suelo de tierra que no era una marga rica y terrosa formada a través de generaciones de procesos naturales, sino una mezcla de estiércol de caballo, agua de fregar, pisadas de botas y desperdicios de cocina demasiado podridos incluso para que se las comieran los pobres diablos. Entonces fui consciente de la descarga que pareció saltar, como fuego primigenio, de los ojos centelleantes de Henry a los míos y supe que aquello que le había hecho arrodillarse en aquel sucio patio era yo.
Extendí ambas manos, ya sin miedo aunque no segura de qué debía hacer con mi poder, y dije: «He encontrado mi verdadero amor.» Tomé sus manos calientes en las mías, que estaban frías, y añadí que no me importaba en absoluto que me mintiera mientras tuviera una buena razón para hacerlo, y confiaba que así fuera. «No creo que pudiera soportar que me mintieran a la ligera», admití, tratando de arrancarle una sonrisa, pero Henry era la viva imagen de la desdicha. Estaba delgado y tenía un aspecto encantador, para nada el del banquero sofisticado en que lo había convertido en mi mente.
«Te he mentido dos veces —confesó Henry—. No me ausenté de la ciudad, pero eso es lo de menos. La mentira más gorda es que ya estoy prometido y que no he roto el compromiso. Quise hacerlo, pero cuando fui...»
Por supuesto que sabía que estaba prometido, pero la noticia, brotando de sus labios exangües, me sorprendió como si la oyese por vez primera. «Entonces ¿cómo puedes pedirme...?
—pregunté—. ¿Cómo puedo...?» Estaba paralizada por el enigma de quién debía ser sujeto de la frase y quién objeto. ¿Me había hecho algo horrible o yo a él? Y ahora que él había confesado, ¿tenía que confesar yo mi propia farsa? Quise hacerlo. Quise arrojarme a la mugre y suplicar su perdón, porque me di cuenta sobresaltada que fuera lo que fuese lo que me había gustado de la posición de Henry en la vida, él me gustaba más, y no me detuve a pensar si Henry sin su posición sería la misma persona, aunque esa pregunta me pasó fugazmente por la cabeza, no por motivos egoístas, sino porque podría preguntarse lo mismo acerca de mí: ¿sería la misma Grace si algún aspecto de mi persona con el que Henry contaba se arrancaba y desechaba de repente?
Lo que sí pensé fue que Henry necesitaba algo de mí, y que lo que necesitaba era que yo fuera fuerte. Pensé en lo que le había ocurrido a mi familia cuando mi padre y después mi madre se derrumbaron, cuando ninguno de ellos decidió luchar, ni siquiera por su casa o por sus hijas. Todos habíamos sufrido por ello. Había sido egoísta por su parte sucumbir, y yo no se lo haría a Henry ni a mí misma.
Dije a Henry que siempre lo querría, que hablaría de matrimonio con él cuando estuviera más fuerte porque no quería aprovecharme de su estado ni de cualquiera que fuese la causa de su abatimiento, y lo mandé a casa con un beso y la promesa de que estaría a su lado exactamente como sabía que él estaría al mío. «Cualquier decisión que debas afrontar es cosa tuya —le advertí—. Yo te ayudaré, pero no trataré de influir en ella.» El esfuerzo me hacía temblar y si bien sabía que no podía permitirme prescindir del sentido práctico, ni siquiera en el abrasador ardor de aquel momento, también sabía que no tenía ni la menor idea de qué estaba pasando por la atormentada mente de Henry.
Cuando se marchó, subí a mi pequeño desván y escribí una respuesta a mi posible patrón diciendo que podría estar en Baltimore a la semana siguiente. Aún no había consultado horarios de trenes ni tenido en cuenta otras consideraciones, pero suponía que querer era poder, sin dejar de pensar en ningún momento en mi hermana, que trabajaba duramente en Chicago, aunque no estaba del todo segura de poder hacerlo. Entonces escribí la dirección en el sobre y lo guardé junto con una oración poco clara en las últimas páginas de la voluminosa Biblia, que ya ni siquiera mi madre abría. Supongo que la carta aún sigue allí.
Henry apareció al día siguiente con un aspecto más acorde al que había tenido anteriormente. Vacilé cuando lo vi, no quería dar por supuesto nada, pero tampoco quería dejarlo escapar de las promesas que me había hecho y yo a él. Además de que por un momento temí que hubiese interpretado mal la situación y que la estima que Henry sentía por mí fuese resultado de la inquietud o los nervios que algunos hombres experimentan cuando se acercan a una encrucijada crítica en sus vidas. También consideré la posibilidad de que hubiera estado enfermo o hubiese sufrido algún trastorno, de modo que antes de dar voz a los interrogantes que rondaban mi cabeza guardé silencio, pues sabía que la única manera de conocer la verdad era dejarlo hablar.
Me había puesto un vestido claro y pintado los ojos de modo que parecieran más grandes en mi cara cenicienta. No era exactamente un disfraz, sino una forma de comunicar. Quería que Henry viera que no era lo bastante fuerte para aceptar la idea de perderlo. Quería que fuera consciente de que añadiría valor a su vida personal y profesional, que no sería testaruda ni de trato difícil.
«Te debo una disculpa..., varias, en realidad —comenzó Henry muy serio, con un atisbo de fiebre en el brillo de sus ojos—. Me porté mal, y no volverá a suceder.» Se detuvo, y me llenó de zozobra la idea de que aquello fuera el final, de que fuera a casarse en la fecha que figuraba en mi arrugado número del Times. Faltaban menos de cuatro semanas para la boda. Volvería con su prometida después de haberla apartado de su lado y yo subiría al tren de Baltimore con el recuerdo de lo que habría podido ser... Pero Henry me miró a los ojos y lo que vi derritió el hielo que atenazaba mi corazón, y me atreví a imaginar. Me atreví a esperar. Quise precipitarme sobre él y sacudirlo para sacarle las palabras que se resistían a salir: tenía que revelar mi destino fuera del signo que fuese. Me quedé inmóvil como una estatua y pese a que me encontraba a un metro de él, pude sentir el calor que irradiaba de su cuerpo cuando dijo: «Aunque esté condenado para toda la eternidad por lo que le estoy haciendo a Felicity, me casaré contigo.»
Henry me explicó que debía planificar cuidadosamente su ruptura, pues ambas familias compartían una antigua amistad. No me importaba que tuviera que mantenerme en secreto durante algún tiempo, pues haría que nuestros ratos juntos parecieran robados y resultaran dulces. No pregunté nada acerca de la muchacha con la que estaba prometido, pero sí insinué que tal vez también ella tuviera sus propios proyectos y con el tiempo apreciara la libertad tanto como él, fuera consciente o no desde el principio; insinuación que podría perdonárseme. Henry se mostró infantil y esperanzado cuando lo sugerí, como si yo fuese una tía favorita con un regalo escondido detrás de la espalda. Ninguno de los dos se lo creyó ni por un momento, pero la sola idea de que así fuera permitió a Henry poner en duda los motivos de Felicity lo suficiente para aprestarse para la misión que le aguardaba.
Tercera parte
Noveno día
A la mañana siguiente Lisette señaló algo que flotaba a estribor. Resultó ser la cofia de Rebecca, y cerré los ojos ante la posibilidad de que lo siguiente que viéramos flotar fuese la propia Rebecca Frost.
Mary Ann rompió a llorar y a gimotear. Era un sonido lastimero y me habría partido el corazón de no ser porque ya hacía tiempo que había superado la compasión y por el hecho, claramente ventajoso, de que el bote se había quitado de encima el peso de dos personas desde que había partido. Además, no podíamos hacer nada al respecto. Así las cosas, sentí una profunda irritación y el impulso de ahogarla. La señora Grant, que estaba sentada dos filas más adelante, retrocedió, se apretó contra nosotras y pasó un brazo sobre los hombros de Mary Ann. No se calló hasta bastante más de una hora después —casi dos turnos de achicadores—, cuando se durmió apoyada en el hombro inmóvil de la señora Grant; pero mi resentimiento persistía. ¿Por qué había que recompensar la debilidad de aquel modo? A mí también me habría gustado recostarme en la señora Grant, pero me inspiraba algo de miedo y no era algo que pediría nunca. Aquella mujer mostraba distintas facetas, en función de las personas, y todavía no había hecho esfuerzo alguno por consolarme.
Estoy tratando de ser sincera. Al recordar, siento un tirón en mi fibra sensible cuando pienso en Mary Ann. Era frágil y hermosa. Su diamante de compromiso resbalaba inútilmente alrededor de su dedo meñique. Las venas añiles de su muñeca parecían una delicada caligrafía sobre el pergamino blanco de su piel. En otras circunstancias habríamos podido ser verdaderas amigas, pero allí, en el bote, no sentía compasión por ella. Era débil, tenía pocas posibilidades de sobrevivir o de resultar útil para prolongar las vidas de los demás.
Creo que Hannah y la señora Grant tenían opiniones parecidas, porque más tarde las vi sentadas junto a la barandilla con las cabezas juntas y una expresión seria en sus caras, mirando a Mary Ann de vez en cuando. No tenía idea de sobre qué hablaban. Decir lo contrario sería mentir, pero anotaré aquí que capté las frases «más débiles» y «estrategia». No me pidan que le atribuya algún significado. Ni siquiera ahora, a pesar de la ventaja de mirar hacia atrás, puedo imaginar a qué se referían.
Ese fue nuestro primer día sin nada que comer. No quedaba ni un sequete ni un trozo de pescado, y cuando Hardie nos repartió la ración de agua, apenas había un trago para cada uno en el vaso. La señora McCain preguntó en voz alta si se había terminado el agua, y el señor Hardie dijo que no. También nos aseguró que el bote no tenía ninguna vía de agua, que el creciente nivel del agua bajo las bancadas entraba por la borda. Quise creer en él, pero no lo hice. Volví a sospechar que decía cosas para evitar el pánico, y a pesar de que era un propósito noble, no me gustaba que me mintieran. La única vez que Henry y yo habíamos reñido fue cuando me hizo creer que su familia lo sabía todo sobre mí. «Sé que manejas tu familia como crees oportuno», le había dicho cuando decidimos casarnos, pero una vez que su anillo estuvo en mi dedo, quise conocer la verdadera situación y al final discutimos. En el bote salvavidas experimenté un deseo parecido, el de comprender exactamente dónde estábamos y qué debíamos hacer al respecto, si bien era evidente que el señor Hardie no conocía la verdadera situación ni sabía qué hacer, como yo. Solo especulaba, eso era todo, pero sin lugar a dudas lo hacía mejor que yo. Sin embargo, otros también lo culpaban, convencidos de que sabía la verdad y nos la ocultaba..., por capricho, o para castigarnos por nuestros pecados.
Aunque parezca mentira, me gustaba achicar. Me hacía sentir útil, o quizá respondiera a un deseo femenino de poner orden en mi entorno. Me daba algo que hacer en lugar de mirar hacia el mar, aterradoramente negro y vacío. Mientras achicaba, examinaba el fondo del bote buscando la vía de agua que sabía debía de estar allí, pero no llegué a encontrarla. A veces me imaginaba que estaba limpiando la casa que Henry y yo tendríamos un día, que se mezclaba en mi imaginación con el Palacio de Invierno que había diseñado en mi cabeza. Imaginé un estudio de dibujo lleno de sol y adornado por el sofá Luis XV de mi abuela, que habría recibido como regalo de boda si no nos hubiésemos visto obligadas a venderlo cuando nos mudamos. A Henry le gustaba el azul, de modo que elegí para las paredes de la habitación un azul huevo de petirrojo: bastante azul para agradar a Henry, pero ni masculino ni frío. Henry me advirtió que probablemente no recibiríamos nada de su madre, quien no aprobaba nuestro enlace, pero yo confiaba que con el tiempo me la ganaría.
Anya Robeson se negaba a achicar. Solo ella estaba exenta de cualquier tarea. No quería dejar al pequeño Charlie ni un momento y se acurrucaban justo en medio de la bancada central como el centro inmóvil de un giroscopio. Le aterraba mojarse la falda, porque en cuanto algo se empapaba de agua salada, tardaba días en secarse. Hacía bastante frío, pero ¿cómo medir las consecuencias del miedo y el viento, de la ropa húmeda en contacto con la piel desnuda y salada, de la escalofriante conciencia de que, de alguna manera indescifrable, éramos responsables de nuestro grupo?
La señora Grant propuso volver a colocar la vela, pero ya habíamos comprobado que la lona hinchada por el viento podía hacer escorar el bote y entrar agua por la borda. Teniendo en cuenta esto, su sugerencia no se tomó en serio, pero entendí que trataba de proponer alguna solución en lugar de quedarse esperando de brazos cruzados. Su propuesta fue seguida por un silencio largo y desanimado que finalmente fue roto por el señor Nilsson, quien dijo: «Entonces debemos remar.»
El señor Hardie emitió lo que podría ser una risa y dijo que nos costaría mucho simplemente seguir el ritmo de la corriente, a lo que el señor Nilsson replicó: «No me refiero a que rememos hasta Nueva York, aunque sea ese el continente del que estamos más cerca. Me refiero a que deberíamos remar de vuelta a Inglaterra.» Y procedió a hablarnos de dos noruegos que habían atravesado remando el océano Atlántico en un esquife abierto de seis metros hacía unos años.
—¡Pero esos eran remeros con experiencia! —exclamó el coronel, y era verdad que de las ocho personas que el señor Hardie había asignado para turnarse con los remos, solo el señor Nilsson y el coronel demostraban ciertas aptitudes para remar.
—Y en plena forma física —añadió el diácono.
—La alternativa consiste en ir a la deriva en espera de la muerte —sentenció el señor Nilsson.
Después de meditarlo un poco, el señor Hardie estuvo de acuerdo.
—Aún podríamos toparnos con un buque de paso —nos dijo, llenando mi corazón de esperanza hasta que agregó—: Pero también es posible que no.
Siguió diciendo que quizás el Empress Alexandra hubiera naufragado fuera de la ruta marítima habitual o que la guerra hubiera afectado al número de barcos que hacían la travesía, dos circunstancias que podían explicar por qué todavía no habíamos sido rescatados.
El coronel y el señor Nilsson fueron designados para aleccionarnos a los demás en el arte del remo, pero muchas de las mujeres y el mayor de todos nosotros, Michael Turner, eran demasiado débiles o no servían para esa labor por otras razones. En cuanto empezamos a remar, se nos levantó el ánimo al ver que el bote se deslizaba por el agua con el viento detrás en lugar de frenar cuando intentábamos mantener nuestra posición contra fuerzas con las que no podíamos competir. Pero hasta los que habían sido considerados lo bastante fuertes para remar se cansaban fácilmente. Al cabo de apenas diez minutos, el remo del coronel se soltó de su escálamo y cayó al agua, y tuvimos que invertir una valiosa energía en recuperarlo. Él, el señor Nilsson y la señora Grant lograron cumplir la hora asignada, pero muchos de nosotros no podíamos seguir el ritmo después de unas cuantas paladas. Se nos hacían ampollas en las manos pese a los cojines que el señor Hardie había improvisado con tiras de manta, y cuando el señor Preston me cogió el remo, sumergí la mano en el agua, creyendo que me aliviaría. Pero no había contado con la sal y la saqué enseguida, a punto de llorar como lo había estado en el momento en que el Empress Alexandra desapareció debajo de las olas. Al anochecer era evidente que no teníamos fuerzas para continuar. El señor Nilsson y la señora Grant fueron los últimos y recogieron los remos con mucho cuidado y los pusieron bajo la borda para no perderlos. Las facciones de la señora Grant no delataban emoción alguna, pero el señor Nilsson inclinó la cabeza en señal de derrota y no respondió cuando el señor Hoffman le dio una palmadita en el hombro y dijo: «Era una buena idea. Mañana volveremos a intentarlo.»
La señora Grant añadió que si no podíamos remar hasta Europa, tendríamos que llegar allí a vela, y el señor Hoffman se limitó a encogerse de hombros. No hizo falta que nos recordara que el bote iba demasiado lleno para navegar a vela, y lo que pretendió ser una nota de optimismo terminó siendo un acorde amargo al cabo del día.
Por la noche
Las noches eran frías y cuanto más escuálidos estábamos, menos trabajaban nuestros cuerpos para mantenernos calientes. Cuando miraba a los demás, me asustaba ver sus ojos hundidos y sus pómulos chupados. Los cambios habían sido graduales, pero en la penumbra vi que tenían los labios agrietados hasta el punto de abrirse, los ojos parecían vidriosos y ciegos, y sus ropas colgaban fláccidas sobre las protuberancias poco naturales de sus huesos. El señor Hoffman tenía una línea de sangre seca en el nacimiento del pelo allí donde el extremo de un remo le había impactado en la cara, pero parecía no darse cuenta. No cabe duda de que mi rostro presentaba estragos semejantes, pero en mi fuero interno me mantenía tal cual desde aquella última mañana en el barco cuando Henry me había observado mientras me miraba en el espejo para arreglarme el pelo. No hubo más historias, tan solo algún que otro suspiro o la tos seca de la señora Cook, que había comenzado la víspera y había ido empeorando. Sabía que todos nos habíamos refugiado en la memoria con el fin de escapar de la cruda realidad de nuestra difícil situación.
Había empezado a fijarme de que, cuanto más se acercaba el Empress Alexandra a Nueva York, más inquieto parecía Henry. Él y el señor Cumberland se buscaban con frecuencia y supuse que tenía algo que ver con el negocio bancario del que Henry me había hablado, ya que solían hacer mención de «nuestras responsabilidades especiales». La noche anterior había estado levantado hasta tarde bebiendo y charlando con un hombre al que había reconocido del círculo social de su familia, de modo que cuando miré su reflejo en el espejo supuse que su irritación se debía al cansancio. Más tarde, me tomó de la mano y me llevó a un rincón protegido de la cubierta donde podíamos disfrutar del sol sin estar expuestos al viento y entonces comprendí la causa de su preocupación. «He estado escribiendo mensajes a mis padres», dijo, lo cual suscitó mi curiosidad y luego mi sospecha de que aún no había mandado ningún telegrama para informarles de que estábamos casados.
Al principio me enfadé porque habíamos tocado el tema varias veces y él me había asegurado que se había hecho cargo del mismo. Además, no podía evitar la sensación de que no deberíamos hablar de detalles prácticos en nuestra luna de miel. Habríamos tenido que reírnos de frivolidades como por ejemplo de que la señora Forester siempre parecía a punto de llorar o de lo serio e incómodo que se mostraba el señor Cumberland en su nuevo papel de banquero adinerado, o deleitarnos con largos silencios en los que nos miráramos a los ojos, o descubrir verdades de peso sobre el otro, verdades sobre las que daríamos muchas vueltas y utilizaríamos como base para nuestra creciente confianza. Empecé a decir que creía que el asunto ya estaba zanjado, pero Henry se puso un dedo sobre los labios hasta que una animada pareja que había salido a la cubierta a tomar un poco el aire pasó de largo.
En cuanto volvimos a estar a solas, Henry dijo:
—Esta mañana he recibido un telegrama de mi madre y dice que irá a recibirme con Felicity.
—¡Pero no puede hacer eso! —grité, y se me heló el corazón cuando me di cuenta de lo que Henry me estaba diciendo en realidad—. ¡Cree que Felicity puede volver a conquistarte! —añadí, con la voz embargada por la ira y el dolor, pues la única forma de que su madre pudiera albergar semejante idea era que creyera que su hijo seguía soltero.
Permanecimos un momento atentos al océano que se extendía por los cuatro costados: a un lado estaba Europa, donde había sido muy feliz, y al otro, Nueva York, donde quién sabe qué me esperaba. «Lo has pospuesto demasiado tiempo —observé—. Es injusto para Felicity y para tu madre, y es injusto para mí.»
Henry puso cara de escolar escarmentado y no tuvo más remedio que darme la razón. Dijo que se ocuparía del asunto después de comer, yo le respondí que el almuerzo podía esperar y que fuese a mandar un telegrama enseguida. Juntos dimos con el texto apropiado; luego Henry me acompañó a nuestra suite y salió corriendo con aire resuelto o aliviado, no estoy segura. Cuando regresó, tuvimos que apresurarnos para coger sitio en el comedor, de modo que no tocamos el tema hasta después del almuerzo. «Ya me he ocupado...», fue lo único que dijo, porque justo cuando me disponía a pedir detalles alguien le dio una palmadita en el hombro. Era el señor Cumberland, quien parecía tener un asunto urgente de que hablar. Henry se alegró de verlo y me preguntó si sabría volver sola a nuestro camarote. Pensé que era una pregunta extraña, pues ya llevábamos cinco días a bordo de aquel barco. «Desde luego», contesté, sin pararme a pensar en aquellas palabras como lo hago en este momento. Ahora pienso que Henry seguía preocupado por algo, pero quizás hubiera un asunto de negocios inquietante que requiriera su atención, que era eso en lo que pensaba. «Ya me he ocupado...», había dicho, pero mientras contemplaba los reflejos de la luz de la luna sobre el agua y me ajustaba más el chaleco salvavidas contra el cuerpo para combatir el cortante viento, empecé a preguntarme si realmente lo había hecho.
Traté de recordar lo que el señor Cumberland le decía a Henry mientras se alejaban. Era algo acerca del generador de señales Marconi, de que había dejado de funcionar y por lo tanto impedido ejecutar cierto negocio, de eso deseaba hablar con Henry. Este había contestado: «Pero yo acabo de estar allí y todo iba bien.» Entonces me había mirado por encima del hombro y había asentido con la cabeza antes de alejarse para hablar de lo que fuera.
Mientras me encaminaba hacia la escalera que conducía a nuestro camarote, me dio un pequeño vuelco el corazón porque aquellas palabras, si las había oído bien, parecían confirmar que Henry había mandado en efecto el telegrama a su madre... y justo a tiempo, aunque fue aquella misma tarde cuando el Empress Alexandra se hundió. Ahora, sentada en el bote, me preguntaba si las palabras de Henry no iban dirigidas al señor Cumberland sino a mí. Entonces me estrujé el cerebro buscando las palabras exactas del señor Cumberland, porque si eran tal como las recordaba, tenían una importancia mucho más trascendental que el hecho de que Henry hubiera informado o no a su familia de nuestro enlace. Y era que posiblemente el generador de señales no funcionaba en el momento del naufragio, y de ser así, entonces, no habrían podido mandar señales de socorro. Y si no se habían enviado señales de socorro, nuestra situación había sido todo el tiempo mucho más precaria de lo que el señor Hardie nos había inducido a creer.
Permanecí un buen rato con los ojos cerrados en la oscuridad, paralizada por el miedo y el frío. De tarde en tarde introducía mis manos destrozadas en el agua que rodeaba mis pies con el fin de sentir el escozor de la sal en las heridas. Quería sentir algo más que el miedo que me envolvía. Mary Ann estaba tendida sobre mi regazo, y desplacé mi peso no solo para encontrar una postura más cómoda, sino también para despertarla si estaba adormilada. Respiró hondo, pero por lo demás ni se movió.
—Mary Ann —dije, inclinándome sobre su oído—. ¿Duermes?
—¿Qué pasa? —preguntó, medio dormida, y al despertarse agregó—: ¿Sucede algo malo?
Pero para entonces ya se me había pasado el impulso de contarle lo que había estado pensando, de modo que dije:
—No es nada. Sigue durmiendo.
Traté de pensar en cosas bonitas sobre Henry y el tiempo que habíamos pasado juntos en Londres, pero no pude, y no conseguí conciliar el sueño hasta casi el amanecer.
Décimo día, por la mañana
El décimo día amaneció borrascoso y frío. Bajo nosotros avanzaban olas gigantescas. Pese al tamaño no rompían y de alguna manera conseguimos mantener el nivel del agua en el fondo del bote a apenas unos centímetros. La señora Grant seguía consolándonos discretamente y en un par de ocasiones expresó su pesar porque, por miedo a hundir la embarcación, el señor Hardie no nos permitiera colocar la vela, ya que estaba segura de que nuestra salvación dependía de alcanzar alguna costa remota.
El señor Hardie se resistía a mirarme a los ojos, pero de vez en cuando le dirigía una sonrisa, tratando de transmitirle ánimo. No sabía si lo necesitaba o no. Había llegado a considerarlo como algo más o menos humano, de lo poco que se asemejaba al resto de nosotros. La mayor parte del tiempo, sin embargo, me encerraba en mí misma, intentando hacer que un momento diera paso al siguiente con aquello que trajera consigo, fuese bueno o malo. No me fijé mucho en lo que sucedía en el bote aquella mañana más allá del enorme fastidio de llevar ropa empapada en medio de la nada, que era todo, todo lo que importaba. Medí los intervalos de tiempo entre los temblores que sacudían mi cuerpo o los latidos de mi corazón encogido. Examiné el frío en mi pecho y lo comparé con el de mis pies. Traté de determinar si servía de algo resguardar las manos entre las piernas o si era mejor meterlas en el chaleco salvavidas y apretarlas con fuerza contra el pecho.
Recordé mis preocupaciones sobre las señales de socorro de la víspera y en dos ocasiones abrí la boca para hablar del asunto. Una vez empecé a contárselo a Mary Ann y más tarde lo intenté con el diácono, que me había mirado cuando el señor Hardie no quiso repartir el vaso de agua. Pero no me salían las palabras, además de que me pregunté de qué serviría sembrar la desconfianza en el único hombre que podía salvarnos. Y no tenía pruebas concluyentes de que el generador de señales no estuviera en perfectas condiciones. Intentando poner en orden mis angustiosos pensamientos, llegué a otra reflexión.
El señor Hardie había señalado que el señor Blake se encontraba en la sala de radio cuando el fuego obligó a todo el mundo a acudir a la cubierta y que este había confirmado que se habían mandado señales de socorro. De hecho, recordaba haber visto al señor Hardie con un oficial del barco que bien podría haber sido Blake cuando Henry y yo salimos a la cubierta aquella tarde, de manera que parecía razonable que el señor Blake hubiese hablado entonces a Hardie de las señales de socorro. Pero si el generador Marconi no funcionaba, o el señor Blake había mentido al señor Hardie o ahora este nos mentía a nosotros, si el señor Hardie mentía, solo podía suponer que lo hacía para tranquilizarnos. Pese a todo, se me antojaba que el señor Hardie debía de creer que se habían mandado señales, pues de lo contrario ¿por qué habría insistido tanto en que mantuviéramos nuestra posición en las inmediaciones del naufragio si sabía que no era probable que ningún buque buscara esa posición? Ahora me preguntaba si el señor Blake, y quizás el señor Hardie, hubiera estado en algún otro sitio después de la explosión y el señor Hardie simplemente diera por supuesto que quienquiera que se encontrara en la sala de radio había enviado señales de socorro, puesto que esa sería la medida lógica en caso de emergencia. De ser así, no solo mentía sobre las señales de socorro, sino también acerca de lo que él —y quizás el señor Blake— había estado haciendo en realidad durante los primeros momentos de la catástrofe. Pero a pesar de la intensidad de mi concentración en el tema, me resultaba imposible saber qué había ocurrido.
En cambio ensayé discursos que pronunciaría delante de la familia de Henry, discursos sobre amor, inevitabilidad y sobre cómo durante toda mi vida había querido tener tías y primos y con cuánto fervor esperaba que la familia Winter me los proporcionara. Intenté decir que los quería por lo que Henry me había contado de ellos, pero no habría sido sincera, de modo que decidí obviarlo. Durante nuestra discusión, Henry me había contado hasta qué punto sus padres adoraban a Felicity Close, que la conocían desde que era una niña, que la madre de Felicity era la mejor amiga de su madre. «Henry —susurré hacia el agua que se extendía a nuestro alrededor en todas direcciones—, no te atrevas a abandonarme ahora.» En todas las posibles situaciones que imaginé, Henry permanecía obstinadamente a mi lado; no sabía cómo diablos iba a poder hacer frente a su madre sola. Me preocupaba que me culpara de la muerte de su hijo, que por alguna razón pensara que había llevado a Henry a Europa, y no al revés, y que había hecho que regresáramos a bordo del Empress Alexandra, no una guerra entre naciones sobre la que no tenía dominio alguno.
Aquella mañana, por fin, empezó a llover. Al principio las gotas eran pequeñas y finas como una llovizna, y la cantidad que pudimos tomar apenas habría llenado un dedal. Pero las gotas fueron aumentando de tamaño y no tardamos en estar calados hasta los huesos. Fue esa lluvia la que recordé aquel día en Boston cuando el señor Reichmann me calificó de loca. A mi alrededor, todos alzaban sus rostros para beber agua. Mary Ann siguió en su actitud difícil y se negó a abrir la boca, de modo que Hannah tuvo que abofetearla y apretarle la nariz hasta que lo hizo. El señor Hardie señaló a lo lejos algo que nadie más pudo ver y dijo que el tiempo se iría al diablo y nosotros también lo haríamos si no afrontábamos nuestra situación directamente. Ya estábamos tan mojados y teníamos tanto frío que nos costaba trabajo hacernos una idea clara de qué quería decir.
La señora Cook dejó el dormitorio y me dio unos golpecitos en el hombro. «Asegúrate de taparte con la cubierta de lona para que las mantas no se empapen», dijo. Yo no creía que me volviera a tocar, pero nadie protestó, por lo que me abrí paso hacia delante y me cobijé en las húmedas mantas, donde experimenté algo que no era tanto sueño como una especie de introspección natural todavía más profunda en mi ensimismamiento. Dentro había bolsas de calor: no exactamente recuerdos, sino sitios donde los parámetros de la vida eran menos severos e inflexibles. Tal vez el hecho de pensar solo en mí misma fuera intencionado, pero entonces no podía concebir que tuviese la voluntad de hacerlo. Solo tenía un cuerpo. Hacía lo que me decían casi automáticamente, como si hubiese accedido al estado de trance que había observado en la señora Cook. La menor sensación era clara para mí, una cuestión de intenso interés; pero lo que estaba ocurriendo con los demás me causaba muy poca impresión. Cuando Mary Ann vino a sacarme de mi estupor y sustituirme sobre las mantas, regresé a mi sitio y descubrí que, mientras yo dormía, la señora Cook se había sacrificado tirándose al mar. No sentí nada, apenas una leve curiosidad por la razón por la que lo había hecho. «Órdenes del señor Hardie», susurró Hannah, y Greta dijo: «Ya sabes que la señora Cook hacía cualquier cosa que se le pidiera.» Me asustó pensar que pudieran decir lo mismo de mí.
No puedo confirmar ni negar la implicación del señor Hardie en la muerte de la señora Cook. Mis abogados me interrogaron una y otra vez sobre este punto, pero solo pude decir que estaba durmiendo. Al parecer Hannah dijo en su declaración que ese día me había tocado dormir antes, que no se autorizaba a nadie a ocupar las mantas más veces de las que le correspondían a no ser que estuviera enfermo, y que yo no había estado en el dormitorio en ningún momento durante el incidente. Tanto la señora Cook, que habría podido atestiguar que me había tocado en el hombro para dejarme el lugar, como Mary Ann, que más tarde ocupó mi sitio en la proa, están muertas, y aparentemente nadie más recuerda mi insignificante papel en el suceso. No sé qué podría haber demostrado aunque hubiese estado despierta, que no lo estaba. El señor Reichmann dijo que los abogados de Hannah y la señora Grant intentaban demostrar que teníamos razones para temer al señor Hardie, que el incidente con la señora Cook nos había dado un motivo para lo que ocurrió más tarde; pero por más que el señor Reichmann me acribillara a preguntas, dije que cuando me tocara prestar declaración, afirmaría con franqueza que no albergaba tal motivo en mi corazón y que no había oído nada que el señor Hardie pudiera haber dicho a la señora Cook.
En todo caso, cuando salí de debajo de la goteante cubierta de lona, la señora Hewitt, la propietaria de un hotel, se estaba enjuagando las manos y temblaba con movimientos bruscos. Dijo que había sido la última en hablar a la señora Cook y no tuve ningún motivo para dudar de ella hasta que algunos de los demás susurraron que el señor Hardie le había hablado después. El señor Hardie no tenía costumbre de hablar a una sola mujer, por lo que pensé que quizá la historia hubiera variado al ser contada o Hannah y Greta hubieran exagerado o incluso mentido. Pero en ningún caso había presenciado nada de aquello, ni di ninguna opinión sobre lo sucedido. Aunque la señora McCain había sido la compañera de viaje de la señora Cook, se resistió a demostrar emoción alguna. «Ahora no puedo hacer nada al respecto, ¿verdad?», dijo.
La lluvia amainó y la mañana pasó. Conservo pocos recuerdos de ella, salvo que en algún momento antes del mediodía el señor Hardie señaló una línea lejana donde la textura y el color del agua cambiaban bruscamente y dijo: «Una tormenta.» Un minuto después añadió: «Tenemos que decidir qué queremos hacer antes de que nos alcance.» Miré a mi alrededor a los treinta y seis que quedábamos en el bote, miré al agua que chapoteaba en torno a mis tobillos y observé la lejana línea de agua azotada por el viento que avanzaba lentamente hacia nosotros con una especie de inquietud indiferente, como si estuviese recordando en lugar de vivirlo por primera vez. Cuando se encontraba, según el señor Hardie, a unos quince minutos de distancia, sus insondables ojos se fijaron por fin en los míos. «Estamos en sus manos —traté de decirle con una mirada—. Díganos qué hacer.» Su mirada se posó en mí durante un largo rato. Me sentí animada, ilusionada. Por primera vez en varios días entré en calor. Sabía que el señor Hardie nos salvaría si estuviera en sus manos.
Ahora rompían tantas olas contra el costado del bote que tales sucesos eran corrientes, pero el cielo había adoptado un color amarillo verdoso que no habíamos visto antes. El señor Hardie dijo: «Reciten sus oraciones, amigos», y mis esperanzas de un momento antes desaparecieron en el acto. A mi alrededor los achicadores trabajaban con furiosa y vana actividad. «¡Oh, déjenlo! —grité, pues el nivel del agua aumentaba visiblemente en el bote pese a todos los esfuerzos por frenarlo—. ¡Vamos a ahogarnos!» No veía ninguna alternativa posible. Estreché los brazos contra mi pecho, angustiada. «No hay ninguna salida —grité a los demás o tal vez solo a Mary Ann—. ¿No ven que vamos a morir?»
«Pues claro que hay una salida —dijo el señor Hoffman con toda la razón—. Ya hemos hablado de eso antes. Algunos de nosotros pueden tirarse por la borda para aligerar la carga.» Hizo una pausa para que pudiéramos asimilar sus palabras y luego añadió: «Es nuestra única opción.» Miré al señor Hardie para calibrar su reacción, pero tenía los ojos puestos en la línea de la tormenta. El coronel Marsh gritó: «¿Es cierto eso, señor Hardie?», y el haz de la mirada de Hardie se paseó por nuestras caras vueltas hacia él como un reflector. «Sí, es bastante cierto, a menos que prefieran que nos ahoguemos todos.» Sus palabras fueron como abrir la puerta a una bestia enjaulada y en cuanto se escapó entre nosotros, pude respirar de nuevo. «Por supuesto», dije con fría calma. Mi miedo había desaparecido del todo. Me sentía como un hombre valorando racionalmente sus opciones de inversión basándose en un libro mayor repleto de cifras y probabilidades.
Mary Ann parecía horrorizada.
—¿Saltar? —preguntó—. ¿A propósito?
—¡Claro que a propósito!
No pretendía gritarle, pero de repente no me parecía que aquella medida implicara la muerte, sino la vida. No se me ocurrió que podría tener que sacrificarme yo misma. Hasta la caída en desgracia de mis padres, había tenido las puertas abiertas, me habían servido la cena muchachas bonitas como Mary Ann. Debió de percibirlo, porque su huesuda cara se puso larga de temor y odio.
Pensé que alguien débil como Mary Ann o María sería la elección acertada, pero cuando un hombre —¿fue el señor Nilsson?— señaló que ellos eran más útiles que las mujeres en tales circunstancias y que si debía sacrificarse alguien, tenía que ser una mujer, me quedé horrorizada; aunque, hasta cierto punto, estaba de acuerdo con él. Quizá nos opusiéramos tan acérrimamente a esta idea porque era cierta. Cuando Mary Ann se arrebujó contra mí casi desmayada, le aparté el pelo de la oreja y susurré: «¿Por qué no, Mary Ann? Te ahorrarías mucho sufrimiento arrojándote al mar. De todos modos vas a morir, y he oído decir que ahogarse es mucho más agradable que morir de hambre o de sed.»
¿Se me puede censurar por haberlo dicho? No pedimos que determinadas ideas nos entren en la cabeza ni exigimos que otras se queden fuera. Creo que una persona es responsable de sus actos pero no de su mente, así que quizá fuera culpable de verbalizar de vez en cuando esos pensamientos. Solo puedo decir que tuve que sentarme al lado de Mary Ann. Yo era la primera a la que acudía con sus lloriqueos y quejas. En todo caso, cuando volvió en sí, dijo que había tenido un sueño clarísimo en el que nos había salvado a todos arrojándose al mar.
«¡Diez minutos!», anunció el señor Hardie. Conté sesenta segundos y dije: «Nueve», más a mí misma que a Mary Ann. El señor Preston estaba muy inquieto. «¡Los hombres! —gritó—. Todos los hombres deberían reunirse aquí detrás.»
«¿Para qué?», preguntó el señor Nilsson, y la señora Grant dijo: «Estoy segura de que hay otra solución.» Pero entonces enmudeció y se ocupó de achicar arrebatando el puesto a alguien.
«¡Hardie tiene razón! Los hombres deberíamos echar a suertes quién se tira», dijo el señor Preston, con voz estridente y temblorosa, al mismo tiempo que el señor Hardie anunciaba: «Ocho.» Un terror repentino recorrió todo mi ser, que apenas me pertenecía. Aunque era capaz de examinarlo como había examinado el castañeteo de mis dientes, la cortina de gotas de lluvia que me golpeaba el rostro, el goteo constante de agua que resbalaba por mi cuello, el arrítmico palpitar de mi corazón...
—¿Por qué los hombres? —preguntó el señor Nilsson—. ¿Por qué solamente los hombres?
—¿Qué pasa con las mujeres? —preguntó Mary Ann—. ¿Todavía piensan echar a una de nosotras?
—Desde luego que no —contesté—, ¿a ti qué te parece? Pero dudo de que detuvieran a una mujer si se ofreciera voluntaria.
En aquel momento no reparé en cómo las dos creíamos en el concepto de «ellos», de unos responsables de tomar decisiones que eran omniscientes y ocupaban un lugar en la estructura de poder por encima de nosotras, unos «ellos» que tomaban las decisiones y se llevaban el botín o sufrían las consecuencias de equivocarse. Reparé, sin embargo, en que Mary Ann se sentía muy aliviada de que nadie le pidiera que fuese una heroína y puso su inútil manita confiadamente en la mía.
El señor Hardie levantó un puñado de astillas de madera que parecieron aparecer a tal efecto por arte de magia. «Solo los hombres —afirmó—. Dos son cortas y seis son largas. Las cortas pierden.» No sé por qué creía que dos personas menos significaban la diferencia entre la vida y la muerte, pero no lo cuestionamos. Si Hardie decía que dos era el número mágico, entonces era dos. Suponíamos que lo sabía.
Transcurrió cosa de un minuto. La línea oscura de agua encrespada distaba ahora apenas unos veinticinco o treinta botes. A lo lejos los relámpagos hendían el cielo morado.
«No obligo a nadie», dijo Hardie. Entonces él mismo sacó una astilla. La miró sin mucho interés, pero comprendí por las caras de la gente sentada cerca de él que era larga. El señor Nilsson eligió la siguiente y por la mirada vidriosa en sus ojos tuve la sensación de que no era del todo consciente de lo que hacía.
El coronel Marsh se mostró impasible y distante cuando le llegó el turno, pero Michael Turner hizo un chiste sobre la situación, diciendo: «Si gano esta lotería, será lo primero que gane en mi vida.» Era uno de los que no llevaban chaleco salvavidas, lo cual le hacía parecer aún más delgado y frágil de lo que era. Tan pronto como hubo sacado su astilla se levantó, se echó a reír como un loco y saltó del bote. Quedaban cuatro astillas y una de ellas era corta. Observé al señor Preston elegir una y soltar un suspiro de alivio, pero el diácono parecía presa del pánico cuando se arrastró hacia la popa para probar suerte. De los hombres, solo quedaban él, Sinclair y Hoffman. Este último se limitó a encogerse de hombros y sacar la astilla, sin dejar de mirar al señor Hardie fijamente a los ojos; volví a tener la sensación de que algún secreto cruzaba el aire entre ellos. «Que Dios nos ayude», dijo el diácono. Se arrodilló en el fondo del bote delante de Hardie, de espaldas a todos los demás y con los puños cerrados levantados hacia el violento cielo. «Oh, Señor —gimió—, estoy dispuesto a sacrificarme por estos queridos hijos tuyos, pero ¿por qué cuesta tanto hacerlo?» Miró desconsoladamente hacia las olas, una temblorosa encarnación del miedo y tal vez la naciente constatación de que «queridos hijos» no era una descripción adecuada de sus compañeros en el bote. Me tapé las orejas para no oírlo y me sujeté con más fuerza que nunca a Mary Ann. Era evidente lo elemental de nuestra naturaleza. Ninguno de nosotros valía un escupitajo. Nos habíamos despojado de toda decencia. Desprovistos de comida y cobijo no quedaba nada bueno o noble en nosotros.
El diácono miró con infinito pesar al señor Sinclair y a continuación cogió las dos astillas restantes. «Me pregunto si esto puede considerarse un suicidio —le oí decir—. Me pregunto si el paraíso está perdido para siempre.» Extendió un brazo para dar unas palmaditas en la espalda a Sinclair y abrió la mano con las dos astillas, que el viento se llevó de inmediato al mar. El diácono se puso lentamente en pie, diciendo: «Que el Señor os bendiga y os proteja.» Luego se quitó el chaleco salvavidas, lo lanzó al señor Hardie, se tiró al agua y desapareció en el acto. El señor Sinclair le gritó: «¡Vuelva! ¡Esa tenía que ser mía!», pero nadie le hizo caso. Y cuando el señor Sinclair se levantó y se arrojó por la borda con sus extraordinarios brazos, nadie intentó detenerlo. Lo más triste del sacrificio era que se hacía por gente como nosotros. Tuve poco tiempo para pensar en el tema. Porque entonces se desató la tormenta y me distraje enseguida.
Décimo día, por la tarde
Entonces entendí por qué el señor Hardie había dicho que hasta ese momento el viento no había sido más que una brisa, pero creo que ni siquiera él esperaba semejante intensidad. El pequeño bote era zarandeado como una cáscara de nuez por olas del tamaño de un transatlántico. Pensé en el diácono y en el señor Sinclair, y en cómo el señor Hardie habría podido evitar ser un asesino —sí, esta es la palabra que utilicé—, porque se me antojaba que el número exacto de personas en el bote importaba poco o nada. En cualquier caso, todos moriríamos en cuestión de segundos y lo que más lamentaba era que no iba a perecer con mi opinión sobre la naturaleza humana intacta. Durante veintidós años, me habían permitido creer en la bondad innata del ser humano y había confiado en llevarme esa opinión conmigo a la tumba. Quería pensar que todas las personas podían tener lo que querían, que no había ningún conflicto de intereses y que, si tenían que ocurrir tragedias, no era algo que los seres humanos pudieran dominar.
Aquella tarde pensé en esas cosas, pero no de manera coherente. El bote se balanceaba de un lado a otro, trepaba las pendientes espumosas de las olas y se hundía después en depresiones abismales hasta el punto de que estábamos rodeados de paredes de agua negra por los cuatro costados. Era terrorífico de ver. El señor Hardie y el señor Nilsson cogieron un remo cada uno mientras el coronel y el señor Hoffman luchaban con un tercero. Juntos se esforzaron con valentía por mantener la proa contra el viento, pues solo podíamos esperar capear el temporal. Los demás nos sujetábamos unos a otros como yo me aferraba a los jirones de mis creencias. La señora Grant y el señor Preston hacían lo que podían con el último remo, pero eran incapaces de resistir la furia de la tormenta. Aun así, agradecí sus esfuerzos y admiré cómo luchaban con las largas palas. Pese a su falta de eficacia, ninguno de ellos se rindió. Con una mano me agarraba a la bancada para no salir despedida como un jinete de un caballo salvaje, y con la otra me sujetaba a Mary Ann, que estaba sentada a mi lado y se aferraba a mí con ambas manos como si yo fuese la tabla flotante que la salvaría.
La lluvia torrencial que nos azotaba y los relámpagos que cruzaban el cielo empeoraban la situación. Apenas podíamos ver la longitud del bote y si dijera que las olas se levantaban a seis o nueve metros, sería pura especulación por mi parte. Más tarde, el señor Hardie nos dijo que habían alcanzado por lo menos doce metros, pero no entiendo cómo lo sabía. A veces la embarcación coronaba una ola y se mantenía suspendida un instante antes de precipitarse desde aquella altura como un trineo deslizándose por una ladera helada. Cuando esto sucedía se nos revolvía el estómago. En ocasiones no teníamos tanta suerte y la ola nos golpeaba en los hombros y caía dentro del bote y el agua nos llegaba casi hasta las rodillas, pero aun así el pequeño cúter no se hundía.
Unos minutos antes de que acabara la tormenta, el señor Hardie pasó las latas de sequetes vacías a Hannah e Isabelle, que se pusieron a achicar el agua furiosamente con ellas. Después arrancó las tapas de dos de los barriles que había guardado con tanto celo, como si aún contuvieran agua, y el coronel Marsh y el señor Hoffman, sujetándose a la resbaladiza madera, los llenaron y vaciaron por la borda. Durante todo el tiempo, el señor Hardie se esforzaba con valentía por mantener la proa del bote apuntando hacia las olas mientras los demás remeros hacían todo lo posible por ayudarlo. El bote se balanceaba con tanta furia que solo uno de cada cinco intentos de vaciar los barriles era efectivo, pero perseveraban en el empeño como locos, heroicamente, y me pregunté qué habríamos hecho sin aquellos cinco hombres fuertes. ¿Y si hubiese sacado la astilla corta el coronel Marsh, o el señor Nilsson, o el propio Hardie? Michael Turner era el hombre más viejo con diferencia y el diácono era delgado y débil; y si bien el señor Sinclair tenía unos músculos imponentes en brazos y piernas, no podía moverse por el bote. Con un escalofrío de horror comprendí que no había podido ser la suerte lo que lo había dispuesto así, aunque no me había fijado en el juego de manos a través del cual se había obtenido aquel resultado. El señor Hardie no había dejado nada al azar, había elegido quién viviría y quién moriría. No podía dejar de pensar que existía el mal en aquel pequeño bote, que era el diablo en persona quien me mantenía con vida.
No transcurrió mucho tiempo hasta que al señor Hoffman se le escapó el barril de las manos, que desapareció de inmediato en el remolino. El señor Hardie, sin mediar palabra, lanzó su remo a Hoffman y arrancó la tapa del tercer y último barril. Esta vez se lo quedó, lo metió en el agua y lo levantó por encima de la borda. Vi que no contenía agua de lluvia sino una cajita que Hardie se apresuró a guardarse en la chaqueta. En aquel momento, no me causó impresión alguna. Simplemente pensé que el señor Hardie había hecho bien alargando la provisión de agua todo ese tiempo.
Solo otro hecho se destaca sobre el trasfondo de horror de aquella terrible tempestad. El día oscuro se convirtió en una noche aún más oscura. La lluvia no cesaba. Era como si el mar y el cielo se hubiesen fundido en uno. Aun así, el bote se levantaba y caía en picado o impactaba contra las crestas de las olas al romper. Pese a la nauseabunda sensación de precipitarnos en un agujero sin fondo, daba gracias a Dios y al señor Hardie cada vez que nos ahorrábamos un diluvio sobre nuestras cabezas.
Daba las gracias por otro descenso sin peligro, cuando oí un golpe sordo contra el casco del bote y unos gritos ininteligibles de quienes se encontraban junto a la borda de estribor. Hardie dejó de achicar un momento para preguntar a qué venía tanto escándalo. «¡Hemos chocado contra algo!», fue la respuesta, o «¡Algo nos ha golpeado!». Y no es que las palabras exactas importaran en absoluto. Era imposible saber si se trataba del barril perdido, de los restos del naufragio del Empress Alexandra o de algo que Dios había puesto allí para acabar con nosotros.
Con el tiempo el viento amainó un poco y las monstruosas olas se volvieron simplemente enormes, aunque la lluvia persistió hasta bien entrada la noche. El señor Hardie apuntaló los dos barriles que quedaban entre el costado del bote y el montón de mantas empapadas y ordenó a quienes estaban sentados más cerca que echaran el agua de lluvia acumulada en la cubierta de lona de la embarcación en los barriles. A mí no se me habría ocurrido, o, si lo hubiese pensado, no habría actuado en consecuencia. Comprendí cuán optimista debía de ser el señor Hardie, o acaso estos fueran actos reflejos de un ser resuelto a sobrevivir.
Por la noche
La señora Forester, que se había mantenido muy callada y vigilante, enloqueció durante la noche. Comenzó a despotricar contra su marido, que había estado bebiendo el día del naufragio y seguramente había muerto. «Si te atreves a ponerme la mano encima esta vez, te mataré por la noche con tu propio cuchillo», dijo. Hasta que no empezó a dirigirse al coronel Marsh, que estaba sentado justo delante de ella, por el nombre de Collin y a amenazarle con el puño, nadie trató de dominarla. Joan, que había sido su sirvienta durante veinte años, se aferró a ella y le suplicó que se dominara. «Ese no es Collin, señora —dijo con razón—. Collin no está aquí.»
«Pobrecilla», dijo Hannah en un arranque de compasión, pero cualquier intento de tocar o apaciguar a la señora Forester era rechazado enérgicamente. Por último perdió la conciencia y Joan, con la ayuda del señor Preston y de la señora Grant, consiguió arrastrarla hacia delante y acomodarla lo mejor que pudo sobre las húmedas mantas, lo cual impidió que alguien más fuera hacia delante para descansar o dormir. El señor Hoffman estaba completamente a favor de echarla por la borda, pero Hannah y la señora Grant la protegieron, argumentando que eran hombres los que la habían dejado en aquel estado y que tenían que aceptar las consecuencias.
Dormí muy mal. Cuando no pensaba en los sucesos de aquel día horrendo, los soñaba. Despertaba de golpe cuando me imaginaba que caía por la borda, y a veces me caía de verdad, pero era sobre Mary Ann o el señor Preston, que estaba sentado a mi lado, hacia la borda.
Lo que me preocupaba esa noche era la idea de que una persona rara vez tiene que elegir entre lo que es correcto o incorrecto, entre el bien y el mal. Estaba claro que la gente afrontaba fundamentalmente opciones mucho más turbias y que no había señales evidentes que indicaran cuál era el mejor camino. ¿Había hecho bien el señor Hardie con el sorteo? Solo acertaba a entender que lo correcto o lo incorrecto no venían al caso. Mientras pensaba en el asunto, un incidente del primer día arañó mi conciencia hasta que le abrí paso. Me refiero a cuando dejamos morir a aquel niño.
No sé qué nos impedía salvarlo. A veces pensaba que podríamos haberlo rescatado sin demasiada dificultad y al momento siguiente recordaba un océano repleto de obstáculos peligrosos entre nuestro bote y el niño. Aún me pregunto si mi imaginación ha exagerado o minimizado los peligros que habría entrañado cambiar nuestro rumbo para salvarlo, y pienso que si el resto de los ocupantes del bote salvavidas y yo tuviéramos que ser juzgados por algo, tendría que ser por eso.
Tal vez fuese el sufrimiento de llevar la ropa empapada o aquellos extraños sentimientos de remordimiento por la suerte de aquel niño lo que me mantenía despierta, pero mientras le daba vueltas al tema de pronto advertí que la señora Grant, sentada al otro lado de Mary Ann, miraba por encima de la borda hacia las estrellas que brillaban en el cielo. Puesto que Mary Ann estaba recostada sobre mi regazo y por lo tanto no se interponía del todo entre nosotras, la señora Grant cayó en la cuenta de que estaba despierta y, por primera y última vez, extendió el brazo y tomó mi mano. Le dije que estaba pensando en aquel niño y repuso: «No sirve de nada. Lo hecho, hecho está.» Entonces le conté la historia del generador de señales y mis sospechas de que el señor Hardie habría podido mentir cuando nos habló de las señales de socorro. Me dio las gracias por decírselo y a continuación hizo un comentario un tanto enigmático: «Si lo hubiéramos sabido...», pero no añadió el corolario de hechos en el que estaba pensando. Si lo hubiéramos sabido, ¿qué? ¿Habríamos actuado de un modo distinto durante aquellos primeros días? Aparte de echar gente fuera del bote antes y de izar la vela o remar hacia Europa mientras tuviéramos fuerzas, no sé qué habríamos podido hacer.
Poco después del alba comprobamos que las dos hermanas que habían ocupado en silencio la parte trasera del bote habían desaparecido sin dejar rastro. Nadie las había visto caer por la borda, y aunque Mary Ann no había hablado nunca con ellas, se sintió bastante afectada por su pérdida. Probablemente porque eran de una edad parecida a la nuestra, lo tomó como una señal de lo que podía ocurrirnos a nosotras. Se volvió hacia mí con una expresión de loca en los ojos y preguntó: «¿Crees que moriremos?» En aquel momento estaba convencida de ello y pensé en decírselo. Me sentía tan desolada por los sucesos de la víspera como lo había estado Mary Ann y me molestó su esperanza de que tuviera respuestas o fuerzas. Quise gritar: «¡Por supuesto que moriremos! Las hermanas son afortunadas: ¡para ellas todo ha terminado!», pero no lo hice. Le puse una mano sobre el hombro tal como deseaba que alguien hiciera conmigo y pronuncié una especie de invocación de ayuda. Creo que dije: «Que el Señor nos proteja», pero también habría podido decir: «El señor Hardie está haciendo todo lo que puede. Yo no perdería todavía la fe en él.»
Cuando evaluamos más a fondo nuestra situación, vimos que aquello que nos había golpeado había abierto un agujero del tamaño de un puño en el costado del bote justo debajo de la borda de estribor. Un flujo constante de agua entraba a través del boquete, que el señor Hardie había tratado de contener durante la noche. Así pues, en este aspecto, no estábamos mejor que antes.
Undécimo día
Contando las dos hermanas, no la señora Forester, que languideció sobre las mantas durante dos días más, habíamos perdido ocho de los treinta y nueve ocupantes del bote.
—Entonces no debimos obligar a morir al señor Turner o al diácono y al señor Sinclair, ¿verdad? —gritó Mary Ann—. ¡Habríamos podido esperar un día más!
—¡Cállate, chiflada! —le chilló el señor Hardie—. Esta noche hemos estado a punto de hundirnos, ¿o acaso no te has dado cuenta? ¿No ves que aún está entrando agua por el lugar donde recibimos el golpe? Eso significa que todavía somos demasiados y que ahora no tenemos poca comida, sino ninguna.
Me fijé entonces en que el señor Hardie parecía más pequeño. Estaba muy flaco y demacrado. Por primera vez, se lo veía cansado y en ocasiones no hacía nada. Se sujetaba la mano izquierda contra el costado como si se hubiese lesionado durante la furia de la noche anterior. No me gustaba verlo así, pero eso hacía que Hannah se mostrara muy valiente mientras se movía por el bote poniendo orden. El señor Hardie la observaba como un perro herido observa a un gato salvaje y hambriento.
Sabía que nos estábamos muriendo. Lo único sorprendente era que aún no lo estuviéramos. Durante el día me sentí profundamente unida a los incontables hombres y mujeres de todas las épocas que en un momento u otro llegaron a esa constatación sobre sí mismos: que la vida es un descenso incesante, que tarde o temprano todos nos encontramos con el agua hasta el cuello, y que la capacidad de alcanzar esa comprensión es lo que distingue a los hombres de los animales.
Dicho de otro modo, fue en el undécimo día cuando empecé a sentirme intensamente viva. Por fin podía olvidar mi estómago vacío y mis pies mojados. Dejé de creer que un barco nos salvaría o que Henry me estaría esperando cuando llegásemos a tierra. Me miré las dos manos, arañadas y en carne viva, y pensé de una forma nueva en cómo Dios ayudaba a quienes madrugaban. ¿Era Dios una parte necesaria de aquella ecuación?, me pregunté. ¿No podían las personas ser fuertes o buenas sin tener que atribuir siempre su fuerza y su bondad a Dios? Durante la noche había llovido lo suficiente para poder volver a llenar los barriles de agua y, gracias a la previsión del señor Hardie, disponíamos de la suficiente para beber.
El día amaneció despejado y si bien soplaba una fuerte brisa, las olas eran de tamaño modesto y tendían a ondularse en vez de romper. Debido a nuestro número reducido, podíamos ajustar más fácilmente el peso en la embarcación para contrarrestar la escora, de modo que el señor Hardie, que había tapado el agujero como había podido, volvió a arreglar la cubierta y a colocar los remos y nuevamente empezamos a avanzar a través del agua. El señor Nilsson manejaba el timón y los demás nos turnábamos para extender las mantas sobre nuestro regazo para que se secaran al sol, lo cual finalmente nos hacía entrar en calor pese a que nos secaba la piel hasta el punto de sangrar. Mis ampollas habían empezado a encostrarse y me maravillé de la capacidad del cuerpo para curarse, de seguir con su fuerza vital incluso ante una muerte segura. Por primera vez teníamos suficiente agua para beber, pero no disponíamos de comida y no conseguíamos alejar de nuestros pensamientos la idea de que poco a poco nos moríamos de hambre. Pregunté al señor Preston cuánto tiempo podía vivir una persona sin alimento y me contestó que entre cuatro y seis semanas.
—Eso suponiendo que tomes suficiente agua —precisó.
—En tal caso aún aguantaremos algún tiempo más —dije, y él respondió que esperaba que sí, pero parecía tan desanimado que añadí—: Creo que saldremos adelante —aunque parecía evidente que seguramente no lo conseguiríamos.
Fue entonces cuando el señor Preston me contó una cosa que había oído decir a un médico que conocía:
—La muerte por inanición no depende solo del cuerpo. También depende de la mente. Las personas que resisten son más propensas a sobrevivir que aquellas que han perdido la fuerza de voluntad.
—Entonces debemos resistir —le dije, pero noté cómo me palpitaba el corazón al pronunciar estas palabras.
—Yo pienso en Doris —me reveló—. Doris es mi fuente de energía. —Supuse que Doris era su esposa, aunque no lo dijo explícitamente—. No me importa tanto por mí mismo, ¡pero debo sobrevivir por ella!
—Pero ¿por qué no querría sobrevivir de todos modos?
—pregunté, asombrada por su vehemencia—. ¿No quiere vivir por usted mismo?
Tenía los labios terriblemente agrietados e hinchados, hasta el doble de su tamaño normal, y vi que tenía las palmas de las manos manchadas de sangre seca después de luchar con los remos durante la tormenta. Mantenía los puños cerrados y no se las vi hasta que el bote dio un bandazo y extendió los brazos para sujetarse. Sacudió los hombros una vez, pero su fina voz era firme cuando me contó que todos los días acudía a un almacén sin calefacción donde se sentaba bajo una luz tenue y consignaba largas columnas de números en un libro maestro; y si podía hacer eso día tras día y año tras año para que Doris y él pudieran tener comida en la mesa y un lugar digno donde vivir, podía hacer cualquier cosa. Pensé en mi propia hermana, Miranda, y en que no había creído en su fortaleza. Se me antojaba una mezcla del señor Preston y Mary Ann, y me pregunté cómo lo habría pasado si hubiera estado en aquel bote salvavidas en mi lugar.
Después de vender nuestro caserón, Miranda me convenció de que la acompañara a verlo. Nos detuvimos en una calle lateral y miramos a través del jardín de atrás, con sus arbustos y estacas, hasta que Miranda se armó de valor y fuimos hasta la parte delantera de la casa, intentando adoptar un aire despreocupado. De repente mi hermana se paró justo frente a la puerta principal y exclamó: «¿Cómo han podido quitarnos nuestra casa?» Respondí que no nos la habían quitado, sino que la habíamos entregado nosotras. La emoción de Miranda me llegó al alma, pero la rabia que sentí se manifestó contra mi hermana, no contra la gente que tenía más suerte en la vida de la que había tenido mi familia.
Mientras estábamos allí plantadas en la calle como unas mendigas, una joven abrió la puerta y salió, seguida por un hombre que podría ser su padre. Habíamos bajado por la calle y estábamos medio ocultas por las plantas, no creo que nos vieran, pero su presencia pareció hacer entrar en razón a Miranda. Pude convencerla de que se apartara, pero no antes de que fulminara con la mirada a los nuevos propietarios de la casa. Yo sentía otra cosa. Una gran parte de mí los admiraba y la imagen de aquella joven ataviada con un largo vestido blanco adornado con lazos azules me infundió una esperanza extraña.
Algo de mi charla con el señor Preston me tranquilizó. No sé si era la idea de que tenía razones para vivir o si se trataba de un sentido de competencia que él había suscitado en mí, la voluntad de no dejarme vencer por las circunstancias. Miré a mi alrededor a los demás ocupantes del bote, luego arranqué de las manos del achicador más próximo el utensilio que asía y me puse a achicar como si me fuera la vida en ello, lo cual quizá fuera verdad.
Habíamos decidido navegar hacia Europa, aun cuando quedaba más lejos que América. De tarde en tarde el señor Hardie gritaba: «¡A babor!», «¡A estribor!», lo cual significaba que estaba cambiando el rumbo del bote en relación con el viento. Entonces teníamos que cambiar de lugar para compensar el peso del aire contra la vela. Durante una de esas maniobras, me encontré sentada justo delante de Mary Ann, quien se había situado entre Hannah y la señora Grant. Pasó la mirada entre las dos mujeres mayores y la oí decir:
—Él no se excluyó, también sacó una astilla.
Hannah respondió con cinismo:
—¿Crees que no sabía cuál era cada una de las astillas? Controlaba toda la operación. ¿Qué habríamos hecho ayer sin el señor Nilsson, el señor Hoffman y el coronel Marsh? Hasta el señor Preston es más fuerte que la mayoría de las mujeres. Perdimos a los hombres más débiles. ¿Crees que es una casualidad?
En un instante me di cuenta de que yo había pensado exactamente lo mismo la víspera, pero lo había olvidado por completo.
—Si él lo arregló —me aventuré a decir—, fue para salvarnos a todos los demás.
—Así pues —repuso Hannah con frialdad—, ¿eres partidaria del asesinato con tal de salvar tu pellejo?
No supe qué contestar. No sabía por qué Hannah parecía de repente tenerme antipatía, pero la señora Grant me miró de arriba abajo como valorándome, tal cual solía hacer, y dijo:
—No te preocupes por Grace, Hannah. Todavía nos será de utilidad.
Más tarde, Mary Ann fue a sentarse junto a Greta, la joven alemana que tanto veneraba a la señora Grant, y las vi con las cabezas juntas, hablando seriamente. De este modo las semillas de desconfianza se propagaron y alimentaron. Aquel mismo día, la señora Grant interrogó al señor Hardie sobre su sentido de la orientación. «Estamos navegando en círculos —dijo—. Primero vamos en una dirección y después en la otra.» Esto hizo que el señor Hardie se burlara y preguntase: «¿Qué sabe usted de eso?» Volví a darme cuenta de que debía de haberse lastimado en la tormenta, porque se había quitado el chaleco salvavidas que le había dado el diácono y se había sujetado el brazo izquierdo contra el pecho. Pero me alegró verlo cuchillo en mano mientras escrutaba la superficie del agua en busca de un pez. Volvía a ser el Hardie de siempre. Tal vez no estuviera tan lesionado a fin de cuentas.
Hannah dijo:
—Creía que habíamos decidido navegar hacia el este con el fin de aprovechar el viento y la corriente, pero ahora, por algún motivo, nos dirigimos hacia el sur.
Efectivamente, el sol había empezado a bajar desde su cenit, lo que hacía los puntos cardinales cada vez más patentes. Mary Ann rompió en sollozos. Todos estábamos molestos por aquella conversación, tanto si tenía algún sentido como si no. El señor Hardie replicó:
—Y a mí me gustaría verla navegar directamente contra el viento. Si supiera algo, sabría que no es posible.
—Pero yo creía que el viento soplaba desde América —dijo Hannah.
Después de esto, el señor Hardie se negó obstinadamente a hablar y se dedicó a los múltiples trabajillos que lo mantenían siempre ocupado; pero no se me escapó que corrigió nuestro rumbo de modo que volviéramos a navegar en lo que parecía dirección este. La señora Grant nos llamó «queridas» en su tono apagado y nos aseguró que no todo estaba perdido, que tarde o temprano llegaríamos a Inglaterra o Francia. Las divergencias entre la señora Grant y el señor Hardie habían fermentado bajo la superficie durante algún tiempo, pero entonces descubrí que ella había sacado partido de varias situaciones desde el primer día, cuando se había manifestado a favor de recoger al niño. Había sido la primera que sugirió navegar con la vela, lo cual nos había parecido una buena idea, si bien el bote iba demasiado lleno para que diera resultado. Después había criticado enérgicamente la idea de realizar un sorteo, sin oponerse del todo a ello de un modo que habría hecho que no tuviese lugar. El hecho de que aquellos hombres hubieran muerto nos había beneficiado, pero la señora Grant había salido de aquel incidente como la persona que ejercía la mayor autoridad moral.
Mientras el señor Hardie buscaba peces, encorvaba la espalda de un modo que le confería un aspecto cada vez más semejante al de un animal. Tenía los ojos hundidos en las cuencas, y de vez en cuando se volvía a mirarnos con un recelo apenas disimulado. Yo sabía por instinto que ya no estaba seguro de su autoridad. Además de que estaba físicamente más débil —como todos nosotros— y proponía soluciones, que al principio nos habían infundido tanto valor, mucho menos enérgicamente que antes. Las mujeres se dirigían en busca de predicciones tan a menudo a la señora Grant como al señor Hardie, y en una ocasión, cuando el marinero se había sumido en un profundo sueño para compensar la falta de descanso de la noche anterior, la señora Grant se acercó resueltamente a los barriles que contenían nuestras provisiones de agua y miró dentro. «No hay tanta como esperaba», explicó; luego susurró algo a Hannah, que tenía los ojos entrecerrados como los de un gato. «Nos cree incapaces de entender nada», dijo Hannah, y cuando el señor Hardie despertó, le preguntó cuánta agua contenían en ese momento los barriles.
—Suficiente para cuatro días más, por lo menos —respondió Hardie, lo cual sospechamos que era mentira, pues la señora Grant acababa de mirar dentro con sus propios ojos.
—¡No nos mienta! —exclamó Greta—. ¡No somos niños!
El señor Hardie se mostró sorprendido, pero mantuvo lo dicho.
—Entonces abra los barriles y muéstrenoslo —pidió Hannah.
—Esto no es una democracia —replicó él, y una vez más se puso a medir la inclinación del sol.
El viento se había convertido en una brisa constante y nos deslizábamos por el mar a buen ritmo, pero el incidente del agua y el error de dirección de aquella mañana habían afectado gravemente su autoridad. Y con tres hombres menos entre nosotros, había perdido aliados naturales importantes. Quizá si nos lo hubiese explicado todo de una forma clara habría podido mantener su posición, pero había pasado bruscamente de hablar de viento aparente y viento real, de la falta de brújulas y cronómetros y de la gente que tenía mucho dinero pero muy poca cabeza de un modo que hacía evidente un pensamiento desordenado. Nosotros creíamos que navegar era algo que uno sabía o no sabía hacer. No queríamos oír hablar de perturbaciones atmosféricas, de corrientes predominantes, de cambios de viento ni de casos de fuerza mayor.
Aquella noche, la señora Grant y Hannah, y Mary Ann arrastrándose tras ellas, se abrieron paso hasta la parte posterior del bote y volvieron a pedir que se abrieran los barriles de agua para que pudiéramos juzgar por nosotras mismas la gravedad de nuestra situación. El señor Hardie se negó de nuevo. Apenas alcanzaba a ver el rostro de Hardie porque las tres mujeres lo ocultaban a mis ojos. Además, mi oído y mi vista tendían a funcionar de forma intermitente, ya fuese por la desnutrición o por la exposición a los elementos, lo cual me hacía muy difícil comprender exactamente qué ocurría, si bien algunas de las piezas encajan cuando reviso los acontecimientos de aquellos días. Por un lado, quería creer en lo que sostenía el señor Hardie, es decir, quería creer que había agua suficiente para un futuro previsible, un espacio de tiempo que se había reducido hasta abarcar no más de un par de días, porque estaba segura de que al cabo de un par de días estaríamos todos muertos. Por el otro, tenía un interés científico en conocer la verdad. Además de que era consciente de estar muy enfadada con la señora Grant y con Hannah por contribuir a que la situación fuera aun más tensa, y con el señor Hardie por todas las mentiras que nos había contado y los errores cometidos. Pero por encima de todo no quería ver el miedo que atisbé brevemente en los ojos de él. No quería ver ningún indicio de debilidad, pues había depositado mis esperanzas de supervivencia en él. Percibí la misma reticencia por parte de otros más a cualquier tipo de enfrentamiento. La señora Grant bien podía tener razón en sus afirmaciones, pero nos aferrábamos a nuestras ilusiones, o por lo menos a lo que quedaba de ellas.
Duodécimo día
Aquel día, una bandada de pájaros cayó inexplicablemente del cielo.
—¡Significa que viviremos! —se regocijó la señora Hewitt.
—¡Significa que moriremos! —gritó Mary Ann, que por entonces estaba siempre al borde del estado de pánico.
—Por supuesto que moriremos —dijo el señor Hardie alegremente en respuesta a las preguntas procedentes de los cuatro costados del bote—. Solo falta saber cuándo.
—Es un don de Dios —añadió Isabelle, siempre seria y devota, lo que hizo que María se persignara.
Los señores Hoffman y Nilsson cogieron enseguida los remos, que usaron para acercar los pájaros lo suficiente y que los demás pudiéramos recogerlos.
El fiscal anunció al señor Reichmann que tenía intención de utilizar esta información en el juicio como prueba de que no teníamos necesidad de matarnos unos a otros, porque ¿quién sabía cuándo volvería Dios a hacer llover pájaros sobre nosotros? «¿Cómo podíamos esperar tal cosa —pregunté asombrada— cuando ninguno de nosotros había oído hablar nunca de algo semejante?»
Discutimos todo el día sobre qué clase de pájaros eran. Hannah, que había asumido las funciones del diácono a la hora de bendecir los alimentos y hacer declaraciones sobre Dios y la providencia, aseguró que eran palomas, aunque solo fuera simbólicamente, en el sentido de que todos los pájaros mensajeros son palomas o halcones. Y puesto que todos estábamos deseando creer que nos acercábamos a tierra, convinimos tácitamente en llamarlos palomas, al mismo tiempo que reíamos, les arrancábamos las plumas leonadas y mordíamos la carne cruda dejando a un lado solo sus frágiles huesos.
Fue el señor Hardie quien estropeó los ánimos diciendo: «Que estos pájaros hayan llovido del cielo no significa que estemos cerca de tierra, sino que por no estarlo han caído muertos. Puro agotamiento, eso es lo que los ha abatido.»
Lo oíamos. Lo entendíamos, ya sabíamos que nos encontrábamos en medio del océano, lejos de tierra y de todo lo que nos era conocido. No queríamos que nos lo recordara ante aquella bendición. Cuando ya habíamos comido hasta hartarnos, la señora Grant sugirió que pusiéramos a secar parte de la carne para tener algo que comer al día siguiente. «No es probable que un milagro así nos suceda dos veces», dijo, de modo que pusimos manos a la obra y no tardamos en quedar cubiertos de plumas y menudillos, como los empleados de una espantosa carnicería. La señora McCain, que se había distinguido desde el principio por su intransigencia y falta de sentido del humor, nos sorprendió a todos diciendo: «Ojalá mi hermana pudiera verme ahora.» Nos reímos al oír a una persona tan seria decir algo que solo se podía interpretar como un chiste.
La carne de aquellos pájaros era grasienta y sabía ligeramente a pescado. Tuve la imagen fugaz de mí misma como la de una depredadora, hasta que miré alrededor y comprobé que todos éramos depredadores y que siempre lo habíamos sido. Pero lo fundamental de mis pensamientos era lo que el señor Preston me había explicado sobre el tiempo que un ser humano podía sobrevivir sin alimento. Se nos ofrecía la oportunidad de aplazar la muerte por inanición un par de días más, lo cual me parecía la mayor bendición posible. Y cuando evoco aquel día, pienso que habíamos dejado de confiar en ser rescatados y empezado a considerar que nuestra única salvación pasaba por rescatarnos nosotros mismos. No era la única que experimentaba una extraña solidaridad hacia todo lo que me rodeaba: el cielo, el mar y el bote lleno de personas, con la barbilla manchada de gotas de sangre y los labios surcados por dolorosas fisuras que se agrietaban y sangraban cuando por casualidad sonreían.
Por la noche
Tal vez había sido un error comer tanto porque algunos de nosotros padecimos los dolores de la indigestión, y durante toda la noche se oyeron los sonidos amortiguados de quienes aliviaban sus necesidades fisiológicas. Yo no sufrí tales molestias y a medida que oscurecía, la extraña comodidad y solidaridad con el prójimo que había sentido durante la tarde se intensificaron. No sé cómo llamar la sensación que se extendía en mi pecho salvo optimismo, y cuando Mary Ann me puso las manitas sobre los hombros y me atrajo hacia ella para abrazarme, la estreché a mi vez.
Comoquiera que el señor Hardie nos había sentado juntas el primer día, Mary Ann había adoptado la costumbre de acudir a mí en busca de consejo. Creo que este instinto también tenía algo que ver con la fría inaccesibilidad del señor Hardie —uno casi necesitaba un representante para conseguir que le diera audiencia—, junto con el hecho de que Hannah y la señora Grant estaban siempre muy solicitadas, mientras que yo no lo estaba en absoluto. Aquella misma tarde, cuando el sol brillaba hacia el horizonte, todo en el bote se había bañado de un resplandor intenso, que hizo que nuestros rostros embadurnados de sangre parecieran los de una jauría de demonios. Hannah había sumergido un trapo en el mar y había recorrido la embarcación limpiando la sangre de las caras de la gente. Mary Ann pareció percatarse de repente de lo espantoso que debía de ser su aspecto, aunque solo fuera porque los demás ocupantes del bote estaban cubiertos de plumas y sangre y no cabía duda de que ella se encontraba en la misma tesitura.
—Grace —susurró, ocultando el rostro con las manos—. ¿Tienes un trozo de tela?
—¿Para qué lo quieres? —pregunté.
—¡Quiero limpiarme la cara! Tiene un aspecto horrible, ¿verdad?
Le contesté que no disponía de ningún trapo, pero que Hannah tenía uno y no tardaría en ayudarla como estaba haciendo con los demás.
—¡Quiero hacerlo yo misma! —exclamó—. ¿Puedes ayudarme a acercarme a la borda? Puedo inclinarme y lavarme en el mar. —Señaló un espacio libre junto al señor Preston, de modo que le permití que se sujetara a mí mientras cambiaba de sitio, pero no me soltó e insistió—: No, tú también debes venir. No le importa cambiar de sitio con Grace, ¿verdad, señor Preston?
En aquel momento, Mary Ann prácticamente me había arrastrado encima de él, por lo que poco pudo hacer el hombre más que moverse. Cuando nos instalamos, Mary Ann dijo:
—Ahora nos lavaremos mutuamente. Yo seré tu espejo y tú serás el mío.
Para entonces el sol había medio desaparecido detrás del horizonte, y no tardaría en oscurecer.
—Dentro de un minuto no podremos ver nada —observé—. Un espejo sirve de poco en la oscuridad.
—Por eso debemos darnos prisa —insistió Mary Ann.
Pensé que tal vez le preocupara que, para cuando Hannah llegase hasta ella, estaría demasiado oscuro para que la lavara como era debido. También se me ocurrió que Mary Ann sufría retortijones de estómago y buscaba una excusa para sentarse junto a la borda sin tener que ponerse en evidencia más tarde. Hasta que Hannah no se acercó al cabo de unos treinta minutos y preguntó si queríamos que nos ayudara a lavarnos la cara, no di con la verdadera explicación para la urgente insistencia de Mary Ann de que nos ayudásemos una a otra. La razón que me vino a la mente cuando levanté los ojos hacia Hannah y la oí decir: «Bueno, parece que ya estáis aseadas», era los celos. Concluí que Mary Ann se había fijado en las miradas que Hannah y yo nos habíamos cruzado, por pocas que fueran, y quería impedir que compartiéramos otra oportunidad similar, y por un momento me sentí llena de resentimiento por haber sido manipulada de aquel modo.
Desde luego podría estar equivocada. Al buscar una explicación racional para alguna de las cosas que Mary Ann hizo, ignoro los otros muchos casos en los que sus actos desafiaban cualquier tipo de justificación y solo podían atribuirse a la conducta de alguien sometido a una intensa angustia emocional. Me costaría trabajo justificar mis propios actos allí en el bote salvavidas, de manera que no puede decirse que sea justo pedir explicaciones a alguien cuyo estado mental era visiblemente precario. Aun así, eso es lo que pensé entonces y por tanto, en aras de la sinceridad, lo he señalado. También aludo a este incidente para demostrar que durante las interminables horas en que estuvimos poco ocupados, nuestras mentes trataban de entender las cosas, así como la gente ha intentado siempre entender lo que le ocurre.
Aquella noche, más tarde, la luna salió y bañó el bote con su fría luz. Yo sabía que los pueblos antiguos habían adorado la luna porque no sabían explicarla, y sin pensar en lo que hacía pronuncié una oración para salvarnos. Dediqué algún tiempo a preguntarme si mi oración solo era válida durante la luna llena y no en el cuarto menguante que había esa noche. Luego recé por Henry, avergonzada de haberlo tenido últimamente tan alejado de mis pensamientos.
En aquel momento estoy casi segura de que Mary Ann aún estaba sentada a mi lado junto a la borda, pero no era una cuestión que me preocupase entonces, de modo que no puedo saberlo con certeza. En cualquier caso, cuando salió el sol a la mañana siguiente, había regresado a su sitio en la bancada y por lo tanto estaba sentada junto al señor Preston, quien todavía ocupaba mi lugar de costumbre. Los dos estaban despiertos y parecían compartir una conversación privada, pero se separaron cuando Mary Ann se volvió y vio que la estaba mirando. Recordé su deseo de la víspera de acercarse a la borda y su insistencia en que la acompañara, y mi interpretación de estos hechos comenzó a cambiar. Entonces me pregunté si toda aquella farsa había tenido más que ver con el deseo de hablar a solas con el señor Preston que con Hannah y conmigo, pero sospeché que me estaba dejando llevar por la imaginación. Los ocupantes del bote empezaban a moverse y los sucesos de los días siguientes alejarían de mi mente cualquier pensamiento relacionado con las mezquinas razones de Mary Ann.
Decimotercer día
Un día después de la lluvia de pájaros, uno de los otros botes salvavidas reapareció a lo lejos. No había modo de saber si era uno de los dos que habíamos visto anteriormente u otro distinto, aunque el señor Hardie parecía convencido de que era uno del par inicial. El señor Hoffman era el encargado de vigilar el cuadrante nordeste del océano y fue el primero en avistarlo, pero enseguida dejó de verlo, de modo que solo pudimos confiar en su palabra hasta unas horas después. A la sazón, se suponía que esa clase de noticias era el resultado de alucinaciones y no provocaba un revuelo inmediato. Hubo, desde luego, algo de ilusiones, pero nada parecido a la fe.
El agujero en el bote nos había dejado en una situación precaria y había el temor tácito de que si el mal tiempo volvía a afectarnos, tal vez tuviéramos que aligerar de nuevo el número de ocupantes.
—¿No se puede remendar, señor Hardie? —preguntó la señora Grant tan pronto como el sol apareció en el horizonte—. ¡Seguro que se le ocurrirá algo!
Pero por más que trataba de tapar el boquete con mantas, la vía de agua no se detenía del todo.
—No es un simple agujero redondo —dijo él—. Puede comprobar por sí misma que la madera se ha astillado.
Pero de tarde en tarde, la señora Grant insistía:
—Seguro que se le ocurrirá algo, un hombre de su experiencia y determinación.
Por último, el señor Hardie perdió los estribos y le gritó:
—¡Remiéndelo usted misma, entonces! ¡Hágase cargo del jodido agujero!
Me asombró verlo perder los estribos por una provocación tan nimia, sobre todo después de habernos hartado de comer la víspera y teniendo los trozos de carne puestos a secar sobre la lona del bote para el desayuno. Traté de lanzar a Hannah una mirada inquisitiva, pero era evidente que estaba ensimismada en sus reflexiones y parecía ajena a su entorno, hasta que la señora Grant le pidió que nos pasara dos trozos de carne de pájaro a cada uno. La mayoría de los días, el señor Hardie se hacía cargo del barril de agua, pero gruñó algo al señor Hoffman, quien respondió asumiendo personalmente la tarea de distribuir el vaso de latón. Con la boca seca, nos costaba trabajo engullir la carne, y me pregunté si deberíamos habernos tomado la molestia de secarla. Observé cómo Isabelle mojaba su porción en el océano y supe que, si bien el agua marina haría que la carne resultase más fácil de masticar y tragar, la sal añadida no haría sino agotar todavía más las exiguas reservas de líquido del cuerpo y le daría más sed.
Las olas llegaban hasta nosotros como una hipnótica marejada. El movimiento de sube y baja era tan uniforme como el funcionamiento de un reloj y la mayor parte del tiempo permanecimos callados e inmóviles; salvo los achicadores, que recogían el agua y la arrojaban por la borda lo mejor que podían. Estábamos aturdidos, pensativos y adormecidos, tanto por la tensión sobre nuestros cuerpos y mentes como por el rítmico balanceo, hasta que, milagrosamente, ambos botes se levantaron al mismo tiempo sobre el lomo de dos olas distintas, y allí estaba, perfilado contra el cielo a una distancia de tal vez media milla antes de que primero ellos y después nosotros nos deslizáramos por el anca verde y espejada del océano camino de la siguiente depresión.
Esta vez fueron varios quienes lo vieron. «¡Saquen los remos! —gritó el coronel, rompiendo el atónito silencio—. ¡Remen hacia la embarcación!» Hubo un gran revuelo mientras la gente asimilaba la noticia, la cotejaba con la menguante lista de cosas que sabía con certeza y con otra lista mucho más larga de cosas que tan solo esperaba. Con no pocos golpes y estrépito, sacaron los remos de donde habían estado metidos, bajo la borda, donde habían permanecido prácticamente inactivos desde la tormenta, pero Hardie se levantó, con los brazos extendidos como Cristo en la cruz, y advirtió:
—¡Es el bote de Blake! ¡Que me aspen si no es él! ¡Dejen los remos!
—Tanto me da que sea el mismísimo diablo —repuso el coronel—. ¡Prepárense para remar!
Entonces cuando Hannah empezó a abrirse paso hacia la popa, agachándose y sujetándose a todo aquello que encontraba para mantener el equilibrio. El señor Hardie tenía la atención puesta en otra parte y no pareció verla hasta que puso las manos sobre uno de los dos barriles de agua que nos quedaban después de haber perdido uno durante la tormenta.
—¡Vuelve a tu sitio, maldita sea! —bramó el señor Hardie, reparando en ella demasiado tarde para impedirle que abriera la tapa. Se abalanzó hacia Hannah, gritando—: ¡Nos pondrás en peligro a todos!
Pero la mano de Hannah desapareció en el interior del barril y volvió a salir con una caja de madera, fuertemente atada con un trozo de cuerda.
—Usted, que no teme a nadie, actúa como si temiera a Blake —le acusó ella—. ¿Es esto el motivo?
Parecía saber que la caja estaba allí, de modo que la señora Grant debía de haberla visto cuando comprobó si quedaba agua en los barriles y debía de haber transmitido esa información.
—Deja eso donde estaba —ordenó Hardie—. No sabes lo que haces.
Pero las manos de Hannah tiraban de la cuerda, tratando de deshacer el nudo. Por un momento, se olvidaron del otro bote, oculto detrás de las grandes olas que nos mecían rítmicamente como si el curso general del mundo no fuera a alterarse pese a los innumerables pequeños dramas de la existencia humana, y resultaba fácil creer que nunca había estado allí.
—Usa su cuchillo —sugirió la señora Grant—. Señor Hardie, saque el cuchillo —ordenó.
Hardie nos miró. Tenía los ojos desorbitados. Su mano buscó la funda sujeta a su cintura y sacó el cuchillo, pero en lugar de pasárselo a Hannah o usarlo para cortar la cuerda lo sostuvo entre ellos de un modo indudablemente amenazador antes de decir:
—Muy bien, entonces. Si no quieres hacer lo que te digo, entrégame la caja.
Antes de que la señora Grant pudiera objetar, el bote volvió a elevarse sobre el lomo de una gigantesca ola, empezó a deslizarse por el lado abrupto y allí, sobre nuestras cabezas y a punto de caernos encima, estaba el otro bote. «¡A los remos!», gritó el señor Hardie cuando ambas embarcaciones se acercaron a escasos centímetros una de la otra, lo que hizo que el señor Hardie y Hannah chocaran y el cuchillo, ya fuese por casualidad o intencionadamente, hiciera un profundo tajo en el costado del rostro de Hannah. Lanzó un chillido, soltó la caja y se derrumbó en los brazos de Hardie. Este fue capaz de sujetarla, y una vez más por azar o con intención, el cuchillo desapareció por la borda y la caja debió de irse con él, pues ya no volvimos a verla en el bote, y solo la gracia de Dios evitó que Hannah y Hardie se fueran con ellos. El señor Hardie nos juró —y bien pudo ser así— que no habría podido salvar la caja y a Hannah al mismo tiempo, pero lo habíamos investido de tal capacidad de control que se extendió la idea de que había orquestado los acontecimientos para que, fuera cual fuese el secreto o la prueba que contenía la caja, se perdiera sin remedio.
Acostaron a Hannah en el suelo mientras el señor Hardie arrebataba un remo de las manos del señor Hoffman y, pese a la herida de su brazo, sacudía el agua esforzándose por alejarse del otro bote. «¿Todavía creen que deberíamos asociarnos con ellos? —gritó el señor Hardie, pero naturalmente era una pregunta retórica—. ¿Todavía creen que haríamos buena pareja navegando uno junto al otro?»
Guardo un recuerdo imperfecto de los ocupantes de la otra embarcación. Muchos de ellos estaban tendidos e inmóviles y costaba trabajo saber si estaban muertos o simplemente heridos o enfermos. Solo cuatro o cinco de ellos daban señales de vida y se quedaron boquiabiertos de horror cuando estuvimos a punto de chocar. Una mujer nos hizo señales agitando los brazos y un hombre gritó algo, pero era imposible oír lo que decía. Un detalle que se hizo evidente para todos nosotros, transparente como el cristal, era que había mucho espacio libre en el otro bote.
Cuando Hardie se apoderó del remo de Hoffman, el señor Preston fue a sentarse a mi lado para compensar el peso del bote. Ahora se inclinó hacia mí y dijo en voz baja:
—Fuera cual fuese el contenido de esa caja, debía de ser algo muy valioso.
—Todos valoramos nuestras pertenencias —repuse—. Y diría que en ninguna parte es más cierto que en un sitio como este, donde la mayoría de nosotros lo ha perdido todo.
—Pero, ¿las ocultamos de esa manera? Me extraña que el señor Hardie no nos diga qué hay en la caja. Quizá, cuando se calme la situación, alguien debería preguntárselo directamente en vez de intentar arrancarle los secretos.
—¡Ahora no es precisamente el momento de hacerlo! —exclamé. Luego añadí—: Y ese hombre está acostumbrado a tratar con toda clase de gente. No es extraño que no sepa en quién puede confiar.
—Cierto, muy cierto —admitió el señor Preston, y por segunda vez tuve la sensación de que me ocultaba algo, que sabía más acerca de esa caja de lo que daba a entender.
Después de poner cierta distancia con respecto al otro bote, el señor Hardie ordenó que retirasen los remos. «O ella o yo —dijo, señalando con su brazo sano a la señora Grant—. Prefieren que ella se haga cargo de todo o que me ocupe yo. Más vale que se decidan.» Nos reveló que la caja le pertenecía y que su contenido no era asunto nuestro, y después se negó a decir nada más. Me acordé de la caja que le había visto esconder debajo de su chaqueta durante la tormenta y se me ocurrió que debía de ser la misma. En tal caso, se tomaba muchas molestias para mantenerla oculta, pero me reservé la observación.
La señora Grant paseó la mirada por el bote y nos dio la oportunidad de expresar cualquier cosa que tuviéramos en la cabeza. Fijó el tono hablando en primer lugar. Dijo que en su opinión el señor Hardie había abusado de su autoridad y nos mantenía alejados del otro bote por animosidad hacia aquel hombre llamado Blake. Esto habría podido costar vidas o no, puesto que nunca habíamos aprovechado la posibilidad de trasladar parte de nuestro pasaje cuando tuvimos ocasión. Luego denunció que, con su sorteo, el señor Hardie había causado la pérdida de tres vidas y posiblemente de más, pero era nuestra opinión la que le interesaba, no la suya propia. El coronel se irguió del todo y dijo que, en efecto, el señor Hardie nos había puesto en peligro negándose a acercarse al tercer bote durante los primeros días y que, mediante sus propias acciones y falta de criterio, había perdido la confianza de aquellos que Dios o el destino habían asignado a su cargo: «Tal vez sería una locura acercarse al otro bote en una mar tan gruesa como la que hemos visto hoy, pero deberíamos haberlo hecho cuando todavía podíamos.» El coronel acabó por mostrarse casi heroico al considerar por un momento que «las pobres almas que acabábamos de ver habrían podido beneficiarse de nuestra implicación y ayuda anteriores».
Solo el señor Hoffman habló en defensa del señor Hardie señalando que únicamente habíamos perdido ocho vidas. Todavía quedábamos treinta y uno y, exceptuando la señora Forester, quien fallecería casi sin que nos diéramos cuenta aquel mismo día, gozábamos de una salud bastante buena; y si bien había desacuerdo sobre si el bote que acabábamos de ver era el de Blake o el que patroneaba un hombre barbudo, sus ocupantes estaban visiblemente más enfermos y agotados que nosotros. Sabíamos que uno de los botes había partido con un pasaje que excedía su capacidad máxima y, de ser el que acabábamos de ver, parecía que las posibilidades de morir a bordo de aquella embarcación eran mucho mayores que la nuestra. El señor Hoffman creía firmemente que esto se debía a la gran aptitud del señor Hardie para mantener con vida a las personas asignadas a su cargo. El señor Nilsson permaneció sentado a su lado sin mediar palabra, ni a favor ni en contra.
El señor Hardie refunfuñó que, fuera cual fuese el bote que habíamos visto, disponía ahora de mucho espacio. «Si alguno de ustedes quiere arriesgarse con él, estoy seguro de que puede arreglarse», dijo, pero la señora Grant replicó que si alguno de nosotros debía trasladarse a la otra embarcación, tendría que ser el propio señor Hardie. Al oír esta sugerencia, el marinero torció el gesto y yo me acurruqué horrorizada contra el señor Preston al pensar que una persona pudiera tener personalidades tan opuestas. En cualquier caso habíamos perdido al otro bote de vista, así que aunque hubiera algún modo de traspasar al señor Hardie, la cuestión era ahora discutible.
Lisette contó una historia que había estado circulando entre susurros desde el tercer día, cuando nos enteramos de que el señor Blake había echado a dos personas al mar. Yo había oído esa historia varias veces y en cada ocasión con nuevos detalles, datos objetivos de observadores válidos o puras invenciones basadas en nuestra imaginación cada vez más activa. Lisette insinuó que el bote del señor Blake navegaba de modo extraño en el agua porque transportaba un objeto pesado, algo robado de la caja fuerte del Empress Alexandra.
Greta, que estaba completamente embelesada por Hannah y la señora Grant y que sentía una aversión irracional hacia el señor Hardie, sugirió entonces que Hardie y Blake habían conspirado juntos y que por alguna razón nuestro patrón ayudaba a Blake manteniendo nuestro bote alejado del suyo.
—Pero, ¿qué pruebas tienes de eso? —pregunté antes incluso de caer en la cuenta de que me apetecía hablar.
El coronel intervino:
—Si esta acusación es falsa, el señor Hardie nos lo dirá.
La señora Grant, correspondiendo al afecto de Greta, dijo:
—Greta merece ser escuchada como todos los demás. —Entonces se dirigió al señor Hardie y preguntó—: ¿Tiene algo que decir en su defensa?
Hardie respondió:
—Si Blake y yo hubiéramos robado algo, algo que de otro modo se habría hundido en el fondo del océano, donde habría permanecido sepultado por el resto de la eternidad, le diría: ¿Qué sabe usted de vivir sin algo, usted que siempre lo ha tenido todo? ¡La pobreza es un naufragio! Es muy fácil llevar una vida moral cuando tienes cubiertas tus necesidades más básicas. Y si no hubiésemos robado nada, diría: ojalá lo hubiéramos hecho.
—No solo se le acusa de robo, ya sea de la caja que nos ha ocultado o de algo más importante que viaja en el otro bote —dijo la señora Grant—. ¿Qué me dice de mantenernos apartados de él y de reducir así las posibilidades de nuestro rescate?
—Reducir, ¿en qué sentido? No espero que haga caso a Hoffman, pero la prueba de su alegato está flotando ahí fuera igual que nosotros.
Cuando le tocó el turno de hablar a Mary Ann, ella sacudió la cabeza para indicar que no tenía nada que decir, pero se inclinó hacia mí y me susurró:
—No puedo dejar de pensar en lo que dijo la señora Fleming. Que tu marido pagó al señor Hardie para que te aceptara a bordo. Quizá fuera eso lo que había en la caja. Tal vez se la hubiera entregado tu marido y él no la hubiera robado. ¿Tienes idea de qué podría ser esa caja? ¿Pudiste verla bien? En ese caso, deberías decir algo, ¿no?
Respondí que la señora Fleming estaba equivocada y que mi marido no era de los que pagaban por algo cuando podía conseguirlo gratis, y que cuando un barco se hundía, solo un granuja se preocuparía de algo tan frívolo como diamantes y oro.
—Pero ya estaban bajando el bote cuando tú subiste —insistió Mary Ann—. Lo pararon por ti. Lo sé con certeza. Y fue entonces cuando el señor Hardie también subió. Es posible que tu marido le pagara y tú no te dieras cuenta.
—Me llama la atención que lo recuerdes tan claramente, Mary Ann. Por mi parte, yo era presa del pánico. Fui a parar a un bote salvavidas y me alegro de ello, pero ni aunque me mataran podría recordar cómo sucedió.
De noche
Aquella noche no dormí nada, y si lo hice, podría describirse más como un entrar y salir de la conciencia, donde el límite entre un estado y otro era un vasto territorio más plagado de actividad mental y de movimiento que los períodos en los que estaba despierta. Creo que todos teníamos miedo de que nos arrojaran por la borda mientras dormíamos, lo que tenía el efecto de hacer que nos sobresaltáramos de repente y gritáramos cada vez que nos aventurábamos a cruzar la frontera del sueño. El señor Preston, que había recuperado su lugar junto a la borda, aún estaba lo suficientemente cerca para golpearme con el puño cuando despertaba de pronto, gritando: «¡Puedo explicarlo todo!» En una ocasión murmuró: «¡Aquella caja no podía ser mía! Al fin y al cabo solo soy un contable, ¿qué haría yo con unas joyas?»
Extendí el brazo para despertarlo del todo sacudiéndolo, temía que pudiera hacerse daño mientras dormía. «¡Señor Preston! —grité—. ¡Tranquilícese!» Pero mi propio cerebro experimentaba el mismo tipo de pensamientos desordenados. En un momento me encontraba de pie, con Miranda, frente a nuestra antigua casa, jurando que la recuperaría para ella, y al momento siguiente me aferraba a Henry mientras se hundía bajo las olas. En otro momento, después de horas tratando de mantenerme erguida, me sentía deslizar, no de la bancada a las tablas húmedas que formaban el fondo del bote, sino de la cubierta del Empress Alexandra a un mar repleto de cuerpos y restos. Un niño levantó el rostro hacia mí y extendió los brazos, pero cuando quise cogerlo, sus ojos se encendieron con llamas y soltó una carcajada infantil pero diabólica.
Nuestra inquietud de aquella noche se debía sin duda al hecho de que las tensiones latentes habían aflorado a la superficie, ahora se habían hecho explícitas. La señora Grant había dicho lo que mucha gente en el bote pensaba: que el señor Hardie ya no estaba en condiciones para guiarnos, que había tomado algunas decisiones de acuerdo con sus propios objetivos no declarados y que habían muerto personas inocentes cuando, si hubiéramos jugado nuestras bazas de otra forma, habrían podido salvarse. Tanto si la señora Grant tenía razón en sus sospechas de que el señor Hardie había actuado movido por intereses egoístas como si no, una vez expresadas, ya no podía desdecirse. Fuera cual fuese la verdad, nuestra situación era ahora más peligrosa que nunca, pues nos sentíamos amenazados no solo por las fuerzas de la naturaleza, sino también por los seres humanos con los que compartíamos el bote.
La noche fue larga. Las nubes ocultaban la luna, añadiendo una espesa capa de oscuridad que hacía imposible ver quién se movía y quién gritaba. Sospecho que la señora Grant había encargado a algunas de las personas sentadas más cerca del señor Hardie que se turnaran para vigilarlo y, poco antes del amanecer, cuando una de las mujeres que se hallaban próximas a él soltó un chillido espeluznante, pensé que la estaban matando. Al cabo de un momento oí un crujido y noté que el bote se movía y oí la voz tranquilizadora de la señora Grant diciendo a quien fuera que aquello que la había asustado no había sido más que un sueño. Finalmente el sol proyectó su grisácea luz matutina sobre nosotros, iluminando nuestro flotante mundo en una progresión casi imperceptible; pero cualquier esperanza que hubiésemos abrigado durante la noche de que un nuevo amanecer borrara el drama de la víspera iba a romperse en pedazos.
Decimocuarto día
Una vez que ya había amanecido, todo el mundo estaba extrañamente tranquilo. La señora Grant propuso una votación para decidir si el señor Hardie debía saltar por la borda. Solo puedo entender esa ecuanimidad por la confianza establecida entre la señora Grant y los demás pasajeros y que he descrito anteriormente, o quizá fuera el hecho de que el día había amanecido sin viento, gris y sereno. Únicamente Anya Robeson se mostró especialmente estupefacta, como si no hubiera sido consciente de la situación hasta entonces. «¿Y el otro bote salvavidas? —preguntó, cerciorándose de tapar los oídos de su hijo con las manos—. Si no lo quieren en el bote, ¿no podría irse al otro?»
Cuando pienso en ello, creo que Anya trataba de dar con una solución intermedia, pero su sugerencia pareció muy poco realista, una vana ilusión. Por un lado, habían perdido de vista al otro bote, de modo que no existía ninguna posibilidad real de conseguir ayuda. Y por el otro, creo que nos habíamos acostumbrado tanto a pensar que estábamos muy lejos de cualquier civilización que ya hacía mucho tiempo que habíamos abandonado la idea de recibir socorro exterior. La señora Grant respondió a Anya amablemente; recuerdo el tono, pero no sus palabras exactas. «Un voto afirmativo significa que morirá», agregó Hannah, así que no cabía la menor duda sobre el propósito de la votación. Sin embargo, Mary Ann me miró con ojos de loca y susurró: «¿Qué? ¿Qué es lo que nos pide?»
Yo me estaba volviendo cada vez más impaciente con Mary Ann, quien parecía suponer que la gente cuidaría de ella a pesar de sus acusaciones y su inestabilidad emocional. Desde el principio, su indecisión asustadiza me había conferido valor, no creía que ella me fuera a dar nada, sino por el contrario que sería yo quien lo hiciera. Si la situación era crítica, no se la ocultaría. No era propio de mí hablar con eufemismos que ella pudiera entender o aceptar, como Hannah habría podido hacer. Sus preguntas se me antojaban tontas e innecesarias, pero dado que estaba lo bastante desesperada para creer que uno de nosotros tenía respuestas, estaba pendiente de todo cuanto le decía. A menudo, después de llamar mi atención, no tenía nada que decir, o bien esperaba una respuesta sin formular antes una pregunta. También yo estaba sedienta de certezas y algunos días solo la exagerada desesperación de Mary Ann me frenaba del impulso de actuar de la misma forma infantil. Si el señor Hardie decía «El viento ha girado hacia el oeste», ella preguntaba: «¿Al oeste? ¿Ha dicho al oeste?»
«Sí», contestaba yo, o «no», según era el caso, y por lo general le decía la verdad.
«¿Qué significa eso?», preguntaba ella, o «¿Dónde está el oeste?».
Yo utilizaba lo poco que sabía de nuestra posición para describirle la cruda realidad: «Significa que el viento nos lleva de vuelta hacia Inglaterra», decía los primeros días en los que procurábamos desesperadamente mantener nuestra posición. «Míralo por el lado bueno —añadía—. Si nos lleva lo bastante lejos, podrás comprarte un vestido nuevo para tu boda.» En cambio, Hannah decía algo así como: «Piensa que es como un balanceo, Mary Ann. El viento volverá a girar.»
En aquel momento nos pedían que tomáramos una difícil decisión con respecto a la culpabilidad del señor Hardie y habría una sentencia, pero lo presenté como si el problema residiera en la falta de firmeza de Mary Ann. «Oh, vamos —dije—. Sabes que no estamos jugando en la bañera, Mary Ann. Lo siento si no te gustan las opciones, pero la cruda realidad es que el señor Hardie se ha vuelto peligroso para todos los demás. Ha perdido su autoridad y su capacidad para tomar decisiones firmes. O salta por la borda o nos ahogaremos todos, es así de simple.»
Al tiempo que pronunciaba las palabras, me preguntaba si eran verdad. Francamente, entonces no lo sabía ni lo sé ahora. Cuando miré al señor Hardie aquella mañana, me resultó difícil reconocer la figura sobrehumana de los primeros días en el bote. Si el señor Hardie era todavía divino, se había convertido en un dios de forma humana, y todos sabemos qué les ocurre a esa clase de dioses. Tal vez hubiera cambiado, o quizá lo hubiéramos hecho nosotros, o acaso solo se debía a la situación que ahora exigía algo nuevo. Pero hubiera cambiado o no, la señora Grant se había erigido en algo más de lo que había sido al principio: en alguien firme, perseverante, infinitamente capaz. Aunque más que esas dos personas, era el estado de ánimo que reinaba en el bote lo que había que evaluar; y si bien trataba de distraer a Mary Ann con cualquier cosa que se me ocurriera, una parte más profunda de mi conciencia escudriñaba las caras de quienes me rodeaban e intentaba descifrar sus pensamientos.
¿Sabía por anticipado cuál sería el orden de la votación? Resultó que llamaron a Mary Ann antes que a mí. Para una persona sentada a una mesa evaluando los hechos, esto era perfectamente predecible: al turnarnos para cumplir la lista de tareas establecidas por el señor Hardie o al repartir el vaso de agua, siempre empezábamos en el sentido de las agujas del reloj a partir de la posición del señor Hardie en la popa del bote e íbamos pasando de una bancada a la siguiente, de modo que sería de suponer que ahora seguiríamos un patrón similar, que ocasionaba que Mary Ann, sentada a mi derecha, expresara su voto antes de que me lo pidieran a mí. Claro que el señor Hardie había sido el responsable de la lista de turnos y ahora era la señora Grant quien dirigía el cotarro, y no había ninguna razón para suponer que adoptaría la misma convención, pero se había convertido en un hábito entre nosotros. Y si lo hubiese meditado a fondo más allá de la primera o segunda ronda —lo cual no sé si era capaz de hacer en mi estado de debilidad—, habría llegado a la conclusión de que la señora Grant quería mantener las cosas lo más normales posible con el fin de convencernos de que esa era una más de las múltiples tareas rutinarias, que se pediría a cualquiera que se hallara a la deriva en un bote salvavidas.
En cualquier caso, Mary Ann votó antes que yo. Después de lo que le había dicho —algo así como «No pienses tanto en ti misma. Piensa en tu Robert. Piensa en “nosotros”, o piensa en ti misma si debes hacerlo, debatiéndote en las aguas negras, luchando por prolongar tu vida durante un par de minutos inútiles, no porque sirva de algo, sino porque luchar contra la muerte es instintivo en los animales»—, Mary Ann ocultó el rostro y murmuró lastimeramente: «Yo no soy un animal», antes de levantar la mano y mover la cabeza para expresar su asentimiento.
Entonces me tocó a mí votar. Mary Ann mantenía los ojos ocultos detrás de sus puños cerrados. El pelo le caía sobre la cara en una maraña enredada. Ya había suficientes votos para aprobar la resolución, de modo que cuando la señora Grant y Hannah volvieron la mirada hacia mí, murmuré: «Me abstengo. No necesitan mi voto. Hagan lo que quieran.» No sé si el señor Hardie pudo oír mis palabras desde donde se encontraba, pero sacudí la cabeza, esperando que creyera que había votado no. Aún sentía cierto compromiso con el hombre que estaba al mando —con los hombres en general— y, desde luego, con Dios, de quien siempre había supuesto que era un varón, si bien ahora me lo imaginaba en forma líquida, levantándose caprichosamente y amenazando con ahogarnos pero manteniéndonos con vida para enfrentarnos a más de sus caprichos y amenazas.
Hannah susurró algo inaudible. Su rostro demacrado se contrajo en una mueca. Su herida era un largo corte rojo en la mejilla. No pude oír sus palabras, pero aún hoy puedo ver sus labios, que estaban agrietados y ensangrentados, como otra herida grabada sobre el mentón. «Cobarde», pareció decir, pero la señora Grant la calmó tocándola y dirigió su impenetrable mirada hacia mí por un instante, y me sentí hasta cierto punto consolada, porque también yo estaba en parte bajo su influjo. Era un don que poseía la señora Grant, el de hacer que una persona se sintiera comprendida. Causaba una impresión todavía mayor en las otras mujeres que en mí. Intercambiaban miradas serenas con ella, y algunas estaban lo bastante envalentonadas para mirar al propio señor Hardie sin temor.
Si contamos a las italianas, que habían levantado las manos gimiendo, aunque quién sabe si entendían o no el problema que se les planteaba, todas las mujeres excepto Anya y yo votaron sin vacilación a favor de matar al señor Hardie, y todos los hombres votaron a favor de salvarlo. Todavía no sé qué habría votado si me hubiesen obligado a tomar una decisión. Lancé una mirada de soslayo al señor Hardie. Él me miraba fijamente con expresión malévola y en aquel momento, yo habría podido mandarlos a todos al infierno, hombres y mujeres, a cada maldita mancha humana.
Insisto en que estábamos débiles. Incluso me cuesta trabajo recordarlo ahora, pero yo estaba allí. Los miembros del tribunal parecen absolutamente incapaces de comprender nuestras circunstancias, ¿y cómo podrían? Solo los culpo de ser incapaces de comprender que no entendían nada. Mi visión parecía resonar, como un eco. Las imágenes primarias se confundían con imágenes secundarias, con manchas de luz rojas y amarillas, una mezcla acuosa de rostros y rasgos y el mudo resplandor del sol en el cielo. «Resolución aprobada», dijo la señora Grant. Las italianas parecían ilusionadas y asombradas, como si ahora se hubiera allanado el camino hacia nuestra salvación. Mary Ann lloriqueaba a mi lado, emitiendo sollozos débiles y espasmódicos. En aquel momento la odié. «¡Basta!
—grité—. ¿De qué servirá? ¿No es suficiente que tengamos que escuchar el interminable gemido del viento?» Pero entonces lo desesperado de nuestra situación estalló sobre mí como las incesantes olas verdes, y la rodeé con los brazos y nos estrechamos una contra otra, sus mechones rubios y enredados cayendo sobre mis mejillas exactamente del mismo modo en que mis mechones oscuros y enredados caían sobre las suyas.
Así que el señor Hardie iba a morir. El problema en ese momento era cómo sacarlo del bote. Estaba agazapado en la bancada de popa como el perro mestizo que era, enseñando sus dientes amarillentos y haciéndolos chasquear en el aire. «Aún no me habéis cogido, aún no me tenéis», ladró, y si la votación hubiese tenido lugar entonces, yo habría levantado la voz para gritar: «¡Matemos a este perro mestizo y roñoso!»
El señor Hardie había quitado la tapa de uno de los barriles de agua y lo blandía delante de él como si fuera un escudo. Hannah se había arrastrado hacia él y daba zarpazos al aire tratando de quitársela, pero carecía de la fuerza necesaria para hacerlo. Cuando se acercaba, el señor Hardie movió el escudo hacia fuera, aparentemente para golpearla con él, pero tenía el brazo herido inservible y estaba tan débil que cayó hacia atrás contra el costado del bote.
«¡Grace! ¡Mary Ann! —gritó la señora Grant—. ¡Id a ayudar a Hannah!» Hasta hoy sigo sin saber por qué fui elegida, pero me miró como era habitual en ella tanteándome y pronunció mi nombre suavemente, como si estuviera segura de mi lealtad. Era la única que no había votado y se me ocurre que fue su forma de implicarme, de hacerme votar con mis actos tanto si votaba como si no con mis palabras. Su cara redonda y ojos de amatista se dirigían hacia mí como rayos de luz violeta mientras seguía a Hannah a través de la arremolinada agua de mar del fondo del bote, llena de fragmentos de huesos de pájaros guardados para aprovechar el tuétano, plumas de ala esparcidas y los últimos trozos de carne podridos. Cerré los ojos y traté de ordenar mis pensamientos. Estaba muerta de frío ahora que Mary Ann no estaba pegada a mí. El señor Hardie decía:
—¡No me cogeréis, ja! ¡No, si os cojo yo antes!
—¡Está loco! —exclamó Hannah—. ¡Nos matará a todos! ¡Tenemos que salvarnos! ¡Sujetadle!
Abrí los ojos, tanto para recuperar el equilibrio, que había perdido porque no veía, como para protegerme de cualquier amenaza. Creo que si el señor Hardie me hubiese mirado directamente a los ojos, pronunciado mi nombre o hecho cualquier gesto de reconocimiento, me habría sentado junto a Greta y no habría seguido avanzando hacia él. Pero era Hannah quien me miraba y fue la señora Grant quien dijo mi nombre, seguido de cálidas palabras de ánimo. A medida que me acercaba, encorvada y agarrándome a los hombros de los demás para mantener el equilibrio en el bamboleante bote, resonaban en mis oídos las voces de las italianas, que gemían y chillaban a nuestra espalda. Me apoyé contra el coronel, que se encogió en su sitio para pasar desapercibido. Algo grande y negro se agitaba ante mí. Pensé que debía de ser el ángel de la muerte, pero en ese momento no estaba claro en quién tenía puesta su mirada el ángel. Y cuando el señor Hardie arremetió contra Hannah, el supuesto ángel se precipitó hacia delante y adoptó la forma de una de las italianas, que blandía un ala de pájaro y se abalanzaba para clavarla en los ojos del señor Hardie. Creo que grité el nombre del señor Hardie, dándole una última oportunidad de imponerse. Sus ojos se posaron en mí, pero eran como ciegas canicas y él parecía incapaz de hablar con sensatez.
De repente, la señora Grant se situó a mi lado y su firme presencia me dio fuerzas. El momento se hinchó como un globo y el tiempo se detuvo, lo que me permitió asimilar la superficie metálica del agua y el centelleo mate del sol sobre ella. Me pareció que cualquier persona atrapada en aquella tundra helada no tenía más que levantarse y marcharse andando, aliviada de escapar del bote y de la fétida humanidad que contenía. No sé qué estaban haciendo los demás, era como si yo sola manejara los hilos del destino. Ahora sé que era el colmo del egotismo creer que ejercía algún tipo de poder, pero en aquel momento estaba segura de que representaba las fuerzas del bien. En alguna parte incluso oí una voz que podía ser la de la señora Grant canturreando «Buena chica», pero no puedo jurar que lo dijera. Solo sé que durante unos segundos que parecían haberse esfumado de aquel día, me planté sin ayuda en el bote, me enfrenté al señor Hardie cara a cara y no vi ni un atisbo de humanidad en él.
Entonces el mecanismo se puso en marcha y el tiempo volvió a avanzar. No puedo decirles en qué pensaba ni si pensaba. Lo único que sé es que fueran cuales fuesen los peligros que habíamos afrontado, se habían fundido en algo más grande y amenazador, y parecía ser yo quien debía decidir no solo si el señor Hardie debía vivir o morir, sino si los demás viviríamos. El rostro de Hannah era una imagen terrible, exangüe a excepción del tajo carmesí allí donde el cuchillo le había cortado la mejilla, los ojos sin color, las culebras negras de su pelo. Hannah y la señora Grant habían sujetado los brazos del señor Hardie y Hannah gritó: «Grace, agarra a este bastardo por el cuello.»
Lo hice. Puse ambas manos alrededor del estrecho cuello de Hardie. Estaba frío como un pez, era duro y fibroso, como huesos pelados. Un instante antes de intensificar la presión, sentí el halo de su respiración en mi cara. Aquel olor parecía demostrar cuál era su contenido: muerte y descomposición. Apreté con todas mis fuerzas; noté cómo la tráquea se sacudía bajo mis dedos y cómo la nuez de Adán se contraía como un corazón quejumbroso.
«Aprieta más fuerte, querida», dijo la señora Grant con una voz extrañamente tranquilizadora. No tenía la fría cólera de Hannah ni la histeria enfurecida de la italiana que volvía a arremeter contra el rostro del señor Hardie con el ala huesuda de pájaro. La suya era la mirada de un loco y me dio miedo soltarlo, porque si lo hacía, estaba segura de que me mataría.
Hannah estaba de pie a mi lado y Hardie pareció encogerse ante ella. Sentí un torrente de energía en mis miembros. Hasta hoy puedo evocar esa sensación de fuerza. De alguna manera, conseguimos mantener el equilibrio en el bote, que se movía violentamente. No sé si eran las olas o el forcejeo lo que confería a la embarcación tanta inestabilidad, pero daba la impresión de que ambas cosas eran aspectos distintos de la misma fuerza vital que debe agotarse mientras los seres humanos respiren. El rostro espectral del señor Hardie se acercó amenazadoramente cuando entre Hannah y yo lo pusimos de pie. Pude notar su barba rascándome la cara, oler su aliento sobre el hedor de los pájaros en descomposición, sobre mi propio olor fétido. Las italianas todavía cantaban y chillaban a nuestra espalda, y alguien se inclinaba sobre el cuerpo tendido de Mary Ann, que se había desmayado, y le acariciaba el pelo y le besaba la mejilla. Yo lo vi, de modo que debí de perder de vista a Hardie por un momento, y hasta que no oí a la señora Grant gritar mi nombre no me volví, justo a tiempo de parar un golpe que sin duda me habría lanzado disparada al mar. «¡Patéale las piernas!», gritó Hannah, y como si fuéramos una sola persona, le propinamos sendos puntapiés. El señor Hardie se dobló hacia delante y cargó su peso sobre nuestros hombros. Era sorprendentemente ligero, o yo era más fuerte de lo que creía, aunque la fuente de mi energía vacilaba: llegaba en pequeñas ráfagas, chisporroteaba y prendía, lo que me permitió introducir la mano en su chaqueta buscando la caja que creía que escondía, pero, como juré más tarde a mis abogados, no estaba allí. Entonces, de un fuerte empujón coordinado, arrojamos a la única persona entre nosotros que sabía algo sobre botes y corrientes al agitado mar.
Le observamos durante varios minutos. Se debatió. Se hundió y emergió de nuevo en más de una ocasión, escupiendo agua e improperios cada vez que salía a la superficie. Nos maldijo. Creo que sus palabras fueron «Morid como perros», y entonces borboteó y se sumergió, tragado por el mar. Nos quedamos mirando aquel agujero en el océano hasta que una gran ola lo cubrió. Nuestro botecito se levantó sobre el lomo de la misma ola, apuntando hacia la grisácea luz del prematuro crepúsculo, pero seguimos mirando, poseídos por el impulso común de entender qué era lo que habíamos hecho, o acaso de justificarlo u olvidarlo; y es posible que lo hiciéramos. Podríamos habernos vuelto para atender a Mary Ann, junto a las italianas, que entonces cantaban una especie de aria o himno, o comentar entre nosotros que el cielo parecía aclararse un poco por el... ¿era el este?, ¿sería aún por la mañana?, allí donde las nubes se arremolinaban y perfilaban doradas por el sol, de no ser porque el señor Hardie había vuelto a aparecer, la cabeza y los brazos agitándose fuera del agua, lo bastante cerca del bote para poder ver el agua saliendo a raudales de su boca, entre las amarillentas lápidas de sus dientes. Si ya hacía tiempo que había dejado de tener una apariencia humana, ahora parecía una criatura demoníaca de las descritas en los antiguos textos religiosos con la intención de asustar a los niños para que se portaran bien.
Entonces, gracias a Dios, desapareció, y nos turnamos para mirar a los demás. Cuando lo hicimos, fue como si tomáramos distancia de nuestro objetivo. La señora Grant adoptó una racionalidad formal; Hannah dio muestras de una preocupación especial por los demás ocupantes del bote: a fin de cuentas, acabábamos de matar a alguien por el bien de todos, ¿y no era eso una prueba de cuánto nos importaban? Pero yo no deseaba hablar con nadie ni pensar en lo que habíamos hecho. En su lugar, empecé a recoger los restos de pájaro y a arrojarlos por la borda.
Hay otro momento grabado en mi memoria. Ocurrió después de que el señor Hardie se hundiera y antes de que volviera a aparecer. Me hallaba de pie junto a la borda, embargada por la excitación y el horror de lo que habíamos hecho, observando el espacio vacío que había ocupado el señor Hardie y que volvería a ocupar un instante después. Hannah estaba junto a mí, a mi izquierda, y poco a poco fui tomando conciencia de la omnipresencia de la señora Grant, apoyada por aquellos sólidos pilares en el mismo puesto codiciado que había visto ocupar a otras mujeres durante las semanas precedentes, pero que yo no había detentado nunca. Me atreví a mirar a Hannah, temiendo en parte su presencia y que su imagen desapareciera al mirarla, temerosa también de sentir horror por lo que viese. Pero su cara quedaba en el lado oculto. Se había recogido el pelo en una trenza larga y bien hecha y el fuego de sus ojos se había extinguido, sustituido por un fulgor frío y casi santurrón. Me obsequió con lo que interpreté como una media sonrisa, pero que era más un gesto de los labios que una sonrisa. Al parecer de aprobación o aceptación, y en ese momento me sentí como podría sentirse un hombre después de vencer al enemigo por el bien de su comunidad. Tenía los sentidos aguzados, casi lo opuesto a la insensibilidad que había experimentado al acercarme al señor Hardie apenas unos minutos antes. Mientras me fijaba en Hannah, también era consciente de la mirada de aprobación de la señora Grant, aunque no sé cómo pude mirar a derecha e izquierda al mismo tiempo. Noté el contacto de sus manos vibrantes sobre mis hombros antes de unirse detrás de mi espalda, y supe que me consolaría y abrazaría del mismo modo que la mayoría de las demás mujeres habían sido consoladas y abrazadas en alguna ocasión; entonces comprendí qué era lo que las otras querían de ellas, qué era lo que Hannah y la señora Grant podían dar, porque finalmente yo también lo recibía. Un torrente de alivio me recorrió de arriba abajo cuando la leve presión de sus manos se intensificó, casi hasta el punto de hacerme perder el equilibrio y asustarme un poco, pero entonces la cabeza del señor Hardie volvió a salir a la superficie por última vez y rompió el estado de comunión que habíamos compartido brevemente.
Abordamos nuestras tareas con una especie de mansedumbre frenética. Limpiamos, achicamos, enderezamos las cadenas de los escálamos, enrollamos los extremos gastados de cuerda que habíamos usado con la vela y guardamos el salvavidas lo mejor que pudimos. No sé si habríamos tenido agallas para repetir lo hecho con el señor Hoffman, pero cuando se me ocurrió buscarlo con la mirada por el bote, había desaparecido. Cuando pregunté por él, gesticulando hacia los hombres y haciendo como si los contara, las italianas gimieron y miraron temerosas al agua. El señor Preston y el coronel permanecían callados y estupefactos, y no tuvieron nada más que decir después de aquello. Y el señor Nilsson, que había sido amigo de Hoffman, parecía un cazador atrapado en una trampa tendida por él mismo y después olvidada.
Mientras imponíamos orden en el bote, la señora Grant se puso a examinar nuestras provisiones. Justo cuando anunciaba que no nos quedaba agua, Hannah soltó un grito de alegría y sacó un hule enrollado de detrás de la bancada trasera, donde el señor Hardie había estado sentado. Lo pasó enseguida a la señora Grant, quien al abrirlo encontró varios trozos de pescado seco escondidos en sus pliegues. Se sentó en el sitio de Hardie y nos dio un trozo a cada uno, empezando por la parte posterior del bote y siguiendo por las bancadas en el sentido de las agujas del reloj. Greta exclamó: «¡Tenía comida escondida!», y esa era la opinión predominante, pero me pregunté si la ocultaba para su uso personal o la reservaba para cuando más la necesitáramos. Algunas de las mujeres exhibían una extraña hilaridad, como si se hubiesen liberado de un tirano o se hubiesen acercado un paso más hacia la salvación. Yo me sentía más discretamente optimista, pero mucho antes de anochecer nuestro arranque de fuerza salvaje nos había abandonado.
Hannah nos dirigió en una pequeña oración, pero sin el diácono para legitimar aquellas palabras, el ritual pareció decididamente pagano, una oración para apaciguar el mar al que acabábamos de entregar un sacrificio humano. Pero el sueño de los salvados es el mismo que el sueño de los condenados. Cuando rompió el alba, el mar estaba tranquilo y el horizonte en calma y, después de utilizar el hule para remendar el agujero, pudimos sacar del bote la mayor parte del agua restante.
Cuarta parte
Prisión
En este momento estoy sentada sobre el camastro de mi celda, rodeada por tres paredes grises. La cuarta está enrejada y a través de los barrotes puedo ver, al otro lado del pasillo, la celda de una mujer llamada Florence, que prefirió ahogar a sus hijos a dejar que vivieran con un padre que les pegaba. «¿Por qué no te los llevabas a vivir contigo?», le grité un día, con la idea de entablar conversación. «Vivían conmigo, pero ¿cómo iba a alimentarlos? —respondió Florence indignada, y añadió—: El juez se contentó con concederme la custodia, pero no se dignó asignarme parte del dinero de mi marido. “Así está escrita la ley”, declaró con toda su majestad imperial. “¿Y quién cree que escribe la ley?”, le pregunté, pero se limitó a golpear con su martillo y preguntó si quería a mis hijos o no.» Estaba llena de odio pero no de arrepentimiento, y cuando le pregunté si sus hijos eran niños o niñas, soltó una risa escalofriante y contestó: «¡Niñas, por supuesto! ¡Mi única suerte ha sido tener solo niñas!» Desde entonces, cada vez que hablo con ella, pregunta: «¿Y quién crees tú que escribe la ley?», de modo que he empezado a evitarla. Incluso cuando está de pie junto a los barrotes y me mira fijamente, hago como si no me diera cuenta. Mi estado mental ya es lo bastante frágil para ponerlo en mayor peligro hablando con alguien como ella.
El encuentro con Florence me trastornó de otra forma. Su comentario sobre el dinero me hizo pensar en cierta realidad de mi situación personal que deberá resolverse si consigo demostrar mi inocencia ante el juez. Hace una semana, mis abogados me trajeron una carta de mi suegra que me ha infundido motivos para no perder la esperanza, pero no me ha dado ninguna pista sobre cómo sería recibida en el caso de que fuese absuelta de los cargos que se me imputan. Tampoco justificaba la larga demora en ponerse en contacto conmigo, supongo que porque quería obtener pruebas objetivas de mi matrimonio. Volví a preguntarme acerca del telegrama que Henry dijo haberle mandado. Las pruebas preliminares han demostrado que el equipo telegráfico a bordo del Empress Alexandra estaba de hecho averiado cuando acaeció el naufragio, pero no puedo determinar si esto sucedió antes o después de que Henry tratara de enviar el cable. También supe que el operador del telégrafo no era un empleado del barco, sino que trabajaba directamente para la Marconi Company, lo que me indujo a creer que el señor Blake no se entretuvo en mandar señales de socorro en el momento de la explosión. No me detuve demasiado a pensar en esto. En lo que sí pensé fue en que si Henry no había podido enviar el telegrama, la primera noticia que tuvo la señora Winter del matrimonio de su hijo debió de ser cuando leyó la relación de supervivientes en el periódico. Pese a las implicaciones que la situación tenía para mí, no pude menos que sonreír al pensar en la conmoción que debió de transformar su rostro, que imaginaba frío y altivo.
Mi suegra no revelaba en su carta lo que pensaba y solo sugería que mis abogados podían concertarnos una cita. Le contesté por mediación del señor Reichmann que no me parecía correcto molestarla mientras aquel proceso proyectara una sombra sobre mí, pues no quería que esa sombra cayera sobre ella ni nadie de su familia. Debo admitir que hasta cierto punto pensaba también en mí misma, porque no quiero mostrarme en presencia de ningún miembro de la familia de Henry con la cabeza gacha ni sentirme obligada a aparentar ante ellos una pizca de culpabilidad o vergüenza. No siento ni una ni otra cosa, pero quiero que nuestra primera entrevista esté completamente libre de toda duda sobre mi inocencia. Si ella paga la defensa, cosa que sospecho, le estoy profundamente agradecida, pero no quiero que la gratitud sea el único cimiento de cualquier relación que podamos establecer. De mi propia familia, solo Miranda parece estar al corriente de mis circunstancias. Escribió para decir que, dado el delicado estado de nuestra madre, resultaba imposible informarla de mi aprieto. En algún momento le responderé, pero por ahora es un alivio estar libre de compromisos familiares.
Hoy ha venido el señor Reichmann y le he entregado las libretas que contienen mi relato escrito de los días que pasamos en el bote salvavidas. Me ha dado las gracias y a cambio me ha regalado una nueva libreta en blanco y otra recarga de tinta. Me ha sorprendido y complacido, pues soy consciente de que estoy impaciente por sentarme a recordar, como lo habría llamado Aristóteles. No me acuerdo de todo, pero una idea lleva a la otra y, de ese modo, he conseguido recordar más de lo que creía posible cuando me puse a cumplir con la petición del señor Reichmann. Al pasarme la nueva libreta a través de la mesa a la que nos obligaban a sentarnos, nuestras manos se han tocado, lo cual ha parecido sobresaltarlo tanto que se ha apartado bruscamente y ha tratado de desviar la atención del incidente diciéndome algo de lo que podría esperar cuando se juzgue mi caso en los tribunales. «La justicia puede ir despacio», ha dicho, a lo que yo he replicado: «Si es que existe.» He procurado que mi voz sonara muy seria y segura, lo que ha parecido sobresaltarlo otra vez. Entonces me he reído para disipar la impresión que le había producido con mi seriedad y he sido recompensada al ver una sombra fugaz atravesar su frente, lo que indicaba que aquel hombre tan sumamente seguro de sí mismo no lo estaba tanto en todos los aspectos. La risa ha provocado una mirada desaprobadora de la supervisora, que se había apostado en un rincón apartado de la sala, y su expresión nos ha hecho reír alegremente a ambos, lo cual ha devuelto al señor Reichmann a su estado habitual. Sin duda no se ve con buenos ojos demostrar en la cárcel tener sentido del humor, pero no he podido evitar pensar en lo estúpido que es tratar a adultos como si fuesen niños, regañarlos y encerrarlos, e intentar construir una historia que haga que sus actos encajen perfectamente en la columna de virtuoso o en la de doloso.
Por supuesto que no pasa ni un solo día sin que piense en el bote salvavidas y me pregunte si preferiría estar allí que aquí, pero no es una obsesión machacona o malsana, de las que interesarían al doctor Cole. Accedo a esa cámara abovedada de azul de la memoria más bien como quien entra en una iglesia: reverentemente, con respeto y temor en el alma. Además, la iglesia está llena de luz; no de la luz llamativa habitual que se filtra a través de imágenes refulgentes de Cristo en la cruz, sino de luz marina, turbia, verde y tan fría como el corazón de Satanás.
¿Se puede escribir sobre luz sin saber qué es? Henry habría dicho que no y el señor Sinclair habría procedido a instruirme, de modo que he pedido al señor Glover, el ayudante del señor Reichmann, que me traiga libros sobre el tema. ¿Resulta útil saber que la luz no es más que una parte de un espectro continuo de ondas longitudinales, como los científicos afirman ahora, o que la luz viaja tanto en balas como en olas? Conocíamos bien las olas del mar. Se elevaban sobre nosotros. Nos encaramábamos a sus crestas y desde allí podíamos ver, brevemente, la majestad del vasto y desolado océano. Nos hundíamos en las depresiones y, acto seguido, grandes paredes de agua cerraban de golpe los límites de nuestro campo visual.
Cuando mencioné la luz en una carta que escribí a Greta Witkoppen, la muchacha alemana que se había encariñado tan pronto con la señora Grant y que había prolongado su estancia en Estados Unidos con el fin de asistir a nuestro juicio, me respondió: «¡No me escribas sobre esas cosas! De hecho, los abogados dicen que no debería escribirte porque podría parecer que conspiramos. Pero di a la señora Grant que no se preocupe. ¡Todas sabemos exactamente qué hacer! En cuanto a la luz, estoy tratando de olvidarla, pero dudo que lo consiga. Fue espeluznante. Todos creímos que era una señal de Dios, pero no puedo dejar de pensar que fue un conjuro de Hannah. ¿Se te ocurrió alguna vez que podía ser una bruja?» Sabía que se refería a las extrañas franjas de luz que aparecieron hacia el decimosexto día, desplazándose sobre el agua a altas horas de la noche. Yo tampoco lo olvidaré nunca, como jamás olvidaré la cabeza del señor Hardie volviendo a aparecer cuando creíamos que se había hundido por última vez. Nos quedamos estupefactos, sin atrevernos a creer lo que veían nuestros ojos; pero no había discrepancia entre nosotros. Todos vimos las franjas de luz y discutimos acaloradamente sobre su significado. «Es la clase de luz que se ve antes de morir», dijo Mary Ann.
«¿Y tú cómo lo sabes?», preguntó Isabelle, que había sido la que contó a la señora Fleming que una niña había recibido un golpe cuando echaban nuestro bote salvavidas al agua. Isabelle se había instalado junto a Anya Robeson, que entonces advirtió: «¡No habléis de esas cosas! Es malo para el niño.» Pero nadie le hizo caso y Mary Ann siguió diciendo: «Una vez mi madre estuvo a punto de ahogarse y dijo que no había tenido la sensación de ahogarse en agua, sino en luz. Si mamá no fue rescatada tras el naufragio, espero que fuera realmente así para ella.»
«Bueno, pues no nos estamos ahogando —intervino la señora McCain—, ¿no es así, Lisette?» Y Lisette, que conocía bien sus obligaciones, se mostró inmediatamente de acuerdo con su patrona.
Las ondas de luz asemejaban charcos en el agua: cada una independiente, pero desplazándose sucesivamente sobre la negra desolación. Se extendían sobre el mar a mucha velocidad, en dirección al este, según Hannah; y entonces, sin motivo aparente, se desplazaban hacia atrás, de este a oeste, moviéndose tan deprisa que cada una iluminaba el bote durante apenas un instante. Ya nos habían llamado la atención otras manifestaciones de luz, pero a diferencia de los demás fenómenos, este parecía del todo inexplicable. El espectáculo entero duró unos treinta minutos. Después cesó repentinamente.
La señora Grant guardó silencio durante el episodio, pero Hannah habló de la luz metafóricamente, de la capacidad de entender, lo cual me recordó al diácono, quien desconfió de su significado. Él había dicho que no estábamos en condiciones de comprender y había vinculado las cosas terrenales a icebergs en el sentido de que no podíamos llegar a conocerlas realmente del todo. En cierta ocasión me dijo que la fe debería ofrecerse sin pedir a cambio una explicación, por cuanto las explicaciones suponían comprensión, y la comprensión estaba reservada a Dios.
Pero el diácono nos había abandonado y solo nos quedaba Hannah, que parecía una suma sacerdotisa cuando se irguió en el bote, levantó las manos hacia las franjas de luz y pidió a aquello en que creía que hiciera llover bendiciones sobre nosotros. No me atreví a decirlo delante de los demás, pero lo primero que pensé al ver las franjas de luz fue que nos hallábamos en medio de una multitud de ángeles, que de hecho había bajado una comitiva para acompañarnos al cielo y que Mary Ann tenía razón al creer que nos estábamos muriendo. Así pues, cuando empezó a gritar «¡Aquí! ¡Aquí!», tuve la certeza de que también ella creía que eran ángeles, hasta que alguien comentó algo acerca de los focos de un grupo de rescate. «¡Estamos salvados! ¡Estamos salvados!», gritaba Mary Ann una y otra vez, chillando frenéticamente y casi saltando al agua en su prisa por subir a bordo del barco que sabía navegaba hacia nosotros en medio de la noche.
Estaba harta de la histeria de Mary Ann. Nadie podía hacerla entrar en razón, y cuando se despojó del vestido y amenazó con zambullirse de cabeza en el mar para ir nadando hasta el imaginario bote de rescate, nadie, ni siquiera la señora Grant, intentó detenerla. Debió de pensarlo dos veces, pero aquella noche se revolcó por el húmedo fondo del bote gimiendo espantosamente. El pelo se le pegaba a la cara como algas marinas, tenía los labios morados de frío y las mejillas enrojecidas por la fiebre. Sus gritos eran insoportables, hasta que Hannah tuvo bastante sentido común como para tranquilizarla de un sopapo. Nadie más se movió. Carecíamos de la fuerza necesaria para hacer incluso cosas útiles; ¿para qué preocuparse de aquellas cosas que no servirían de nada?
Una luz amarillenta se filtra en el interior de mi celda desde el pasillo y solo hay una rendija a modo de ventana en lo alto de la pared. Está demasiado alta para poder mirar a través de ella, pero sé que da al este, porque cuando me despierto por la mañana veo un haz de luz plateada, intenso y sesgado si hace sol, algo más tenue si está nublado. Todo es previsible y tranquilizador, y en este momento de mi vida me alegro de que sea así. Ahora la luz se atenúa, y muy pronto ya no podré distinguir las letras de esta página.
El doctor Cole
El doctor Cole es el psiquiatra que contrataron mis abogados para valorar mi estado mental, lo he visto todas las semanas, aunque no sé muy bien con qué fin. No lo tomo ni mucho menos tan en serio como se toma él a sí mismo, pero sus visitas me dan la oportunidad de abandonar mi celda, así que las espero con impaciencia. Se me ha ocurrido que lo que digo no es confidencial, como el doctor Cole quería hacerme creer, y se ha convertido en un juego para mí tratar de descubrir el fin que persiguen sus preguntas y responder en consecuencia. Algunas de sus reacciones típicas parecen contener la respuesta que anda buscando. Por ejemplo, le gusta exclamar: «¡Eso debió de ser aterrador!», y por supuesto siempre estoy de acuerdo en que lo fue. Me llevó varias semanas hasta que empecé a pensar que me estaba haciendo el juego demasiado fácil, que incluso un hombre con una cara tan redonda y gafas tan gruesas debía de tener cierta experiencia con las mujeres. Al principio sospeché que se hacía el tonto para engatusarme y luego volví a pensar que no era especialmente listo; pero un día tuve la respuesta. Me di cuenta de que trataba de hacerme sentir a gusto, esperando que en algún momento dejase escapar un detalle clave que él pudiera utilizar para descubrir qué pasaba por mi mente. Le dije lo que pensaba y añadí: «Mi psique no es una fortaleza cerrada con candado, doctor Cole. No contiene ningún tesoro enterrado ni secretos profundos y oscuros. Si adoptara un método de entrevista más tradicional, haría lo posible por contestar sus preguntas sinceramente y estoy segura de que averiguaría todo lo que necesita saber.»
«¡Tú eres un libro abierto!», exclamó. Parecía encantado con esta idea y sugirió que volviéramos al capítulo sobre mis padres. Le hablé del infortunio de mi familia, sin ocultar nada. Me llevó algún tiempo suministrarle todos los detalles de la caída en desgracia de mi padre y el delirio de mi madre. Apenas había empezado con mi hermana Miranda cuando consultó su reloj y dijo: «Lamento anunciar que se nos ha acabado el tiempo», pero su tono de voz no reflejaba el más mínimo pesar. Parecía que aquella novedad fuera solo uno más de los muchos acontecimientos deliciosos que componían su jornada. Me pregunté adónde iría a continuación y a quién entrevistaría, pero entonces me frené, pensando que despertar mi curiosidad formaba parte de la trampa y que debía ceñirme a mi plan de exponer metódicamente los sucesos de mi vida.
En nuestra siguiente sesión, empezó con una declaración atrevida:
—De modo que la señora Grant representaba para ti la madre ideal.
—Soy una mujer casada, doctor Cole. No necesito una madre.
—Pero tu propia madre te decepcionó.
—Supongo que sí, pero la vida está llena de decepciones, ¿no es cierto? Y entonces era perfectamente capaz de cuidar de mí misma.
—¿Y cómo lo hacías?
Le conté cómo había encontrado la casa de alquiler por medio de nuestro abogado, cómo había supervisado la venta de nuestros bienes y cómo finalmente Henry se había casado conmigo.
«Ah», dijo el doctor Cole, y esperé a que continuara, pero no lo hizo. ¿Pensaba o no que las mujeres estaban mejor cuando se casaban? Nunca lo sabré, porque cuando volvió a hablar dijo: «Pasemos al capítulo sobre tu hermana», y ambos pasamos página mentalmente. «¿Nadie del bote te la recordó?»
Me divirtió su intento de identificar a los ocupantes del bote con miembros de mi familia, y supuse que hablaba de Miranda, que parecía irrelevante, para poder rodear con un círculo el señor Hardie e insinuar que me había recordado a mi padre. Me reí por dentro de lo absurdo de la idea, pero no vi ningún motivo para no seguirle el juego. Y, de hecho, había visto mucho antes de que el doctor Cole lo sugiriese que Miranda y Mary Ann se parecían en muchos aspectos. Por supuesto, Mary Ann era mucho más impulsiva que Miranda, pero había llegado a pensar que Mary Ann tenía espíritu de institutriz. Dije: «Supongo que si tuviera que elegir a alguien que me recordaba a mi hermana, escogería a Mary Ann. La quería, pero también me hacía enojar, al igual que Miranda. Yo deseaba más para mi hermana de lo que ella deseaba para sí misma. En cuanto a Mary Ann, no iba a casarse con Robert para convertirse en algo grande, sino para establecerse firmemente como algo pequeño, así como Miranda preferiría tener una cosa pequeña y segura que jugarse por una recompensa mayor.»
«¿Y eres tú una jugadora?», preguntó el doctor Cole, lo cual me hizo reír abiertamente.
Hablamos un poco sobre Mary Ann y cómo, puesto que me había recordado a Miranda, creía conocer su forma de reaccionar ante los acontecimientos. Me parecía saber qué diría si le preguntaba si le gustaban los niños, si le gustaba sentarlos sobre su regazo y leerles cuentos. No me alejé mucho de la verdad; sus ojos brillaron con una expresión distante y feliz y contestó: «Robert y yo queremos tener hijos...» Pero entonces su voz se apagó cuando cayó en la cuenta de que tal vez eso no ocurriría. Naturalmente, yo sabía que le preocupaba morir en el mar, pero preferí simular que no me daba cuenta e interpretar su comentario como el miedo a que Robert no la esperara o no la quisiera por alguna razón después de nuestra terrible experiencia. Respondí: «Podrías trabajar de institutriz. Así tendrías muchos hijos, por así decirlo», y me miró con extrañeza mientras una lagrimita dejaba un surco en su mejilla salada. Más adelante, me preguntó si Henry y yo no queríamos tener hijos y le contesté que por supuesto que sí. Pero yo quería un hijo tal como lo quiere una reina, más como un heredero que como un juguete.
Confesé al doctor Cole que sabía que me mostraba desagradable, pero que Mary Ann me provocaba y además teníamos los nervios deshechos, lo cual nos volvía más irritables que en circunstancias normales.
—¿Qué clase de rabias reprimes normalmente? —preguntó, lo cual, por alguna razón, se me antojó una pregunta sumamente irritante.
—Supongo que ahora mismo estoy irritada —contesté—, y si usted no me lo hubiese preguntado, habría reprimido el impulso de decir que me recuerda a mi padre, que fue capaz de ganarse la vida mientras sus socios le apoyaron, pero que en el fondo no estaba a la altura de sus planes intrigantes.
No sé qué transmitía con esta guasa, pues la mitad de las cosas que decía estaban motivadas por el hecho de que veía nuestras entrevistas como un juego, no como un medio para profundizar en los misterios de mi personalidad. Pero mis sesiones con el doctor hacían que los días transcurrieran más deprisa y que regresara a mi celda liberada, contenta de la oportunidad de hablar con alguien que no fuese Florence, quien había empezado a pensar que todo el sistema de justicia penal se había concebido con el único objetivo de tenderle una trampa. Murmuraba cosas como: «Siento que hayas quedado atrapada en ella, pero puedes ver lo que ocurre, ¿verdad? No se detendrán ante nada. Ya ves cómo me persiguieron desde el principio.»
Una vez me preguntó si había matado a alguien y le dije que suponía que sí. La mayor parte del tiempo no le hacía caso, pero había días en los que apoyaba su rostro contra los barrotes de la celda durante horas seguidas, susurrando cosas sobre sus hijas, su marido o el juez encargado de su caso; y de vez en cuando algo de lo que decía captaba mi interés. Acababa de regresar a mi celda del baño y, cuando la supervisora cerraba la puerta a mi espalda, me pareció oír a Florence mencionar algo sobre el doctor Cole. Le presté atención de inmediato y me pregunté si debía responder, y en tal caso, qué le diría. Finalmente grité: «Perdona, ¿qué has dicho?» Pero ahora mascullaba algo acerca de una defensa por demencia y el traslado a un psiquiátrico, y vacilé si preguntar por algo más concreto, lo cual podría llevarme a contarle más sobre mí misma de lo que quería que supiera. Me invadió una extraña sensación y comencé a sospechar que habían destinado a Florence a la celda de enfrente para sonsacarme información y transmitirla al doctor Cole. Había dado por supuesto que habían contratado al doctor Cole para ayudarme, pero ahora caí en la cuenta de que podía visitar también a otros reclusos de la cárcel y si veía a Florence, ella podía contarle cosas sobre mí.
La idea me espeluznaba y pasé más de una hora tratando de recordar todo aquello que había dicho a Florence que pudiera incriminarme, pero no me sentí verdaderamente asustada hasta que llegué a la conclusión de que Florence podía ser una informante del doctor Cole, quien podía pedir a Florence que sembrara ideas en mi cabeza que me desequilibraran y me hicieran revelar en las sesiones más de lo que quería contar. Tales reflexiones me mantuvieron despierta toda la noche y dejaron mi camisón empapado en sudor. Al tiempo que meditaba acerca de estas cuestiones, me percataba de que era una locura pensarlas. Pero si era una locura considerarlas, ¿estaba empezando a desequilibrarme? Era la clase de círculo vicioso en el que una reflexión llevaba a otra y así sucesivamente hasta que había regresado al principio y volvía a iniciar la cadena de reflexiones.
Mientras permanecía despierta escuchando los sonidos huecos de la prisión, me esforcé por pensar de forma racional y ese esfuerzo me llevó a considerar cómo la estancia en la cárcel afectaba la mente de una persona tal como lo hizo la experiencia en el bote salvavidas. Hasta entonces, no me había sentido desdichada esperando el día de mi liberación, porque en realidad no se me había pasado por la cabeza que las acusaciones contra mí pudieran propiciar algún cambio permanente en mis circunstancias, que me ejecutaran o me mantuvieran encerrada hasta el día de mi muerte. Recordé que en cierta ocasión había dicho a Miranda que la vida era un juego y me acordé de cómo me había resultado de divertido estar de guasa con el doctor Cole, pero ahora estaba profundamente desconcertada. Con todo, no es nunca una buena idea formarse opiniones firmes y tajantes durante la noche, lo cual es una lección que había aprendido durante la terrible experiencia de mi familia y de nuevo a bordo del bote salvavidas, y a la mañana siguiente había recuperado la mayor parte de mi antigua ecuanimidad. Pero, después de aquello, no tenía más que mirar a Florence para pensar en lo que podía ser de mí si no ganaba el juicio. Por primera vez pensé seriamente en mi madre y me pregunté si en algún lugar de mi mente me acecharía un gen de susceptibilidad.
Me volví también mucho más cauta con lo que decía al doctor Cole. Decidí que podía averiguar de él algo más acerca de Florence y después de hablarle un poco sobre ella pregunté si aquellas personas habían estado siempre desequilibradas o era consecuencia de sus circunstancias.
—¿Y cuáles son las circunstancias personales de esa Florence? —preguntó, sin revelar el más mínimo indicio de conocerla.
—¡La han encerrado en la cárcel y la acusan de haber matado a sus hijas! —exclamé, quizá demasiado enérgicamente, pues ya se lo había explicado y no quería volver a hacerlo.
—Entonces son muy parecidas a las tuyas —murmuró.
Tenía los ojos casi cerrados, lo que me dio la impresión de que reflexionaba cuando, en realidad, hablaba consigo mismo. Aunque no me gustaba delatar mis emociones delante de él, levanté las manos en un gesto de exasperación. Pero eso es lo que siempre sucede con el doctor Cole. No hay un solo tema que no vuelva en círculo hasta mí.
La justicia
Hoy he asistido a una vista en presencia del juez Potter durante la cual los tres equipos de abogados han intentado conseguir que nos absolvieran. La señora Grant, Hannah y yo habíamos sido acusadas de asesinato en primer grado, lo que implicaba no solo que habíamos matado a alguien, sino también que el homicidio fue consecuencia de un plan intencionado. Cada parte ha entregado ya un voluminoso informe que argumenta a favor o en contra de la acusación y a eso se ha referido el juez cuando ha formulado a los abogados sus preguntas. Me he sentado con Hannah y la señora Grant en un banco desde el que se nos permitía observar el juicio, pero no hablar.
Ha seguido una larga discusión sobre si era homicidio o no el caso de un hombre que, aferrado a una tabla para mantener la cabeza fuera del agua, empujara a otro que se le acercara para arrebatársela. ¿Constituía homicidio que el segundo hombre en alcanzar la tabla lograra echar a empellones al primero? ¿Resulta inevitablemente una acusación de homicidio de tal situación, dado que naturalmente los hombres tratan de salvarse y la tabla solo puede sostener a un hombre? ¿Debe condenarse al superviviente a pasar el resto de sus días en prisión si es apresado y hay testigos de sus actos?
—Indudablemente no —dijo el señor Reichmann—. En este caso no se ha infligido ningún daño corporal directo y el perdedor tiene la posibilidad de encontrar otra tabla.
—Creo que la prioridad es un detalle relevante —añadió el abogado de Hannah, un hombre flaco y pálido que daba la impresión de no haber visto nunca el sol.
—¿Y si se inflige daño corporal?
El abogado de la señora Grant ofrecía un marcado contraste con el de Hannah. Era de constitución robusta, hasta el punto de tensar severamente los botones de su chaqueta. Tenía un rostro alegre y la tez rubicunda, pero sonreía con excesiva frecuencia, dada la gravedad de los cargos que se nos imputaba.
—Pero no estamos hablando de una simple tabla, ¿verdad? —interpuso el fiscal, que era demasiado joven para haber tenido muchas experiencias vitales y demasiado presuntuoso para saberlo—. Una tabla hace que un bote entero parezca un artículo de lujo. No se pueden equiparar ambas cosas. En el caso de la tabla, los hombres están en el agua, lo que hace que la lucha a vida o muerte sea mucho más apremiante de lo que lo es para los ocupantes de un bote. Usted dice que el perdedor tiene la posibilidad de encontrar otra tabla, pero ¿tiene el náufrago expulsado de un bote salvavidas la posibilidad de encontrar otro bote? Creo que no.
—De hecho, había otro bote salvavidas en la zona —observó el señor Reichmann—. El bote salvavidas catorce había estado a punto de chocar con él pocas horas antes de que echaran al señor Hardie por la borda.
Yo no había pensado en eso y tengo que reconocer al señor Reichmann y a sus socios la facultad de pensar de modo desapasionado incluso desde el ángulo más sesgado y hasta en el más mínimo detalle del caso. Traté de llamar su atención para hacerle saber lo agradecida que estaba, pero solo conseguí cruzar la mirada con el abogado de Hannah, que no dejaba de girar el óvalo exangüe de su cara en mi dirección, torciendo el largo cuello en un ángulo tan extraño que daba la impresión de que tenía la cabeza articulada por una bisagra. Su interés me hizo preguntarme qué podía haberle contado Hannah sobre mí.
—Además —continuó el señor Reichmann—, sabemos que por lo menos diez botes salvavidas fueron lanzados al mar con éxito. El señor Hardie tenía una posibilidad, por mínima que fuera, de dar con uno de ellos. ¿Acaso es mayor la posibilidad de encontrar otra tabla en el primer supuesto? ¿Y cómo podemos valorar las posibilidades de cada supuesto desde esta sala? Lo que estamos preguntando se reduce a esta cuestión: para alguien que se halla en un bote salvavidas atestado de gente, ¿es ese el único modo de evitar la decisión de sentenciar a todos a hundirse o a sobrevivir juntos? ¿No se le permite hacer nada por salvar a nadie y menos aún a sí mismo? ¿Acaso tal pasividad no se opone directamente a la naturaleza humana y al instinto de supervivencia?
—Me imagino que podría haber personas lo bastante nobles para abandonar el bote voluntariamente —dijo el fiscal con un enérgico gesto con su barbilla puntiaguda.
—¿Podían pedir voluntarios? —preguntó el abogado de la señora Grant.
—Pueden pedir, supongo, pero no pueden exigirlo —respondió el fiscal—. No puede haber ningún tipo de presión o coacción.
Entonces el juez preguntó si la coacción partía del mero hecho de pedir y si existía alguna supuesta obligación especial entre un marinero y un pasajero, y todo el mundo estuvo de acuerdo en que sí.
—Sin embargo, no existe tal obligación por parte de los pasajeros con todos los demás —puntualizó el abogado de la señora Grant.
—O por parte de los pasajeros con la tripulación —añadió gravemente el señor Reichmann—. Pero vuelvo a la idea de que la pregunta que debería formularse es: «¿Vivirán algunos?», en lugar de «¿Morirán algunos?». Si se da por sentado que algunos o todos morirán si no se adopta ninguna medida, ¿debería tomarse alguna medida para salvar a algunos? Esa, creo, es la pregunta correcta y no veo cómo se puede culpar a mi clienta de contestar que sí, aun cuando otra persona pudiera razonablemente contestar que no.
El fiscal dijo:
—Usted supone que había algún modo de determinar si las vidas de algunos podían salvarse de hecho mediante alguna medida que los ocupantes del bote pudieran adoptar. Era mucho más probable que la vida solo se prolongara en lugar de salvarla por completo. ¿Quién podía predecir cuándo se produciría el rescate? ¿No podría haber ocurrido tanto una hora después de haber tomado una decisión irrevocable como un día o una semana más tarde?
—Se olvida de la tormenta —intervino el abogado de la señora Grant, que hablaba elocuentemente pero no con franqueza y parecía menos preparado que los demás—. Eso limitó la necesidad a un momento concreto. Por un lado, no era probable un rescate durante la tormenta, porque aunque hubiese un barco en las inmediaciones, no había ningún modo de que viera el bote salvavidas o se le acercara en medio de un temporal tan violento. Y, por otro lado, la propia tormenta hacía que la destrucción del bote atestado de gente fuese probable cuando no segura. La tempestad redujo la situación en el bote salvavidas a la de los hombres sobre la tabla luchando entre la vida y la muerte de forma tan apremiante como si sus ocupantes estuvieran ya flotando en el agua.
—Eso puede ser o no verdad, pero no estamos hablando de las acciones del señor Hardie —añadió el fiscal, señalando un fallo en la lógica de aquel hombre que era evidente hasta para mí.
Hasta entonces me había compadecido de Hannah por la elección del abogado del cuello de bisagra, pero ahora me compadecía de la señora Grant, ya que su abogado había olvidado que la tormenta ya había pasado cuando matamos al señor Hardie.
El fiscal continuó:
—El señor Hardie todavía estaba al mando del bote en el momento de la tormenta. Podemos cuestionar si sus actos al organizar el sorteo estaban justificados, pero no es asunto que deba resolver este tribunal.
—Muy cierto —admitió el abogado de Hannah. Sus largos dedos revolvieron un fajo de papeles y sacaron un documento de debajo de la pila. Lo expuso a la luz y una expresión calculadora pasó por su semblante pálido y alargado—. Pero si los actos del señor Hardie pueden tolerarse entonces habría una base para tolerar los de las mujeres, que se limitaron a dar continuidad a un precedente sentado por otra persona. No olviden que el bote salvavidas había sufrido daños durante la tormenta y seguía haciendo agua con suma rapidez.
—No creo que se pueda considerar —objetó el fiscal.
—Lo que pretendo demostrar es que, si se dieron condiciones de emergencia en el caso de la tormenta y en el caso de la hipotética tabla, permitiendo por tanto la adopción de medidas extremas, entonces también existieron tales condiciones después de la tormenta debido a los daños sufridos por el bote y a las relaciones alteradas entre el señor Hardie y el resto del grupo. Mostrándose dispuesto a sacrificar ocupantes del bote, el señor Hardie se había convertido en una amenaza inmediata.
Para entonces yo había cambiado por completo mi opinión sobre el abogado de Hannah, por cuanto se había servido de la equivocada lógica del abogado de la señora Grant y la había aprovechado a nuestro favor. No pude menos que admirar su capacidad para ver más allá, cuando lo único que yo podía hacer era seguir la línea de argumentación confiando no perderme en algún vericueto desconocido de la lógica o la ley. Aun así, aquel hombre se movía despacio y era algo enclenque, y me alegré de que el señor Reichmann, con su porte firme, su expresión despierta y su séquito de ayudantes, me representara. El hombre pálido iba animándose mientras hablaba, hasta el punto de que, a pesar de su aspecto lánguido y enfermizo, su discurso se volvió cada vez más apasionado. Su tez pálida empezó a encenderse y las pupilas negras y los blancos rosáceos de sus ojos parecían las ascuas de un fuego interior. Concluyó diciendo:
—¿Y no se puede considerar el asesinato del señor Hardie como el derrocamiento de un gobernante malévolo, un déspota, si quieren, en aquel minúsculo principado, un autócrata tiránico que ponía en peligro las vidas de sus súbditos?
El fiscal repuso:
—Pero, ¿acaso el señor Hardie no expresó su renuencia, incluso su rechazo, a sacrificar las vidas de las mujeres? En ese caso, ¿cómo podían sus actos en relación con el sorteo constituir una amenaza implícita?
A lo que el señor Reichmann replicó:
—¿Y qué me dice de la señora Cook? ¿No fue el señor Hardie, con sus comentarios o sugerencias, quien la llevó a quitarse la vida? ¿Y no se tomó su tiempo para rescatar a Rebecca Frost? ¿Acaso no incluyó, con estas acciones, a las mujeres en la lista de las personas que estaban en inminente peligro de muerte debido a su presencia en el bote?
El fiscal era un hombre ágil que hacía correr sus palabras como si las ruedas de la justicia girasen muy deprisa y tuviera que apresurarse para seguir su ritmo. Casi le faltaba el aliento cuando dijo:
—Tenemos declaraciones contradictorias respecto a los hechos que rodearon la muerte de la señora Cook, y en el caso de Rebecca Frost, es descabellado conjeturar que el señor Hardie demorara intencionadamente su rescate. En la narración de cualquier historia, es posible subrayar un aspecto concreto sobre otro para hacer que ese aspecto aparezca desproporcionado en ese contexto.
Al cabo de una hora de diálogo aproximadamente, el juez Potter dijo:
—En esta discusión, tal vez por necesidad, no dejamos de pasar de lo genérico a lo concreto, y debo concluir que no existe ningún principio general que podamos emplear para decidir si es en general permisible o no echar pasajeros al mar con el fin de salvar a otros. Debemos contentarnos con decidir si era permisible en este caso concreto, pues es improbable que los extraños y anómalos hechos de esa situación lleguen a repetirse. Cada caso debe resolverse según sus propios hechos y méritos y no mediante la aplicación de una ley universal.
De este modo, el juez declaró su jurisdicción sobre nosotras. Se había proclamado la majestad de la justicia; habíamos sido arrojadas a sus aguas.
Inocencia
La discusión teórica sobre la tabla y el otro bote salvavidas dio pie probablemente al rumor de que el señor Hardie seguía con vida. Se publicó un artículo al respecto en el periódico, que el señor Glover me trajo a la cárcel para que lo leyera infringiendo una norma que prohibía entregar nada relacionado con el caso a un recluso que no hubiera sido absuelto previamente.
—Si fuera cierto —dijo—, no podrían acusarte de homicidio.
—¿Por qué no? —pregunté, horrorizada por la idea de que el señor Hardie hubiese conseguido salir a la superficie y llegar a tierra.
—¡Porque no habrías matado a nadie! —contestó con cierta sorpresa.
Hasta que no pensé en el caso detenidamente no caí en la cuenta de que tenía razón, que solo nos juzgaban por la muerte del señor Hardie, no por la muerte de ningún otro ocupante del bote, aunque debo admitir que a veces me sentía como si nos acusaran de todo el incidente, naufragio incluido. Cuando comprendí de qué estaba hablando, experimenté una esperanza irracional hasta que recordé cómo había emergido el señor Hardie repetidas veces a la superficie, antes de perderse de vista. Aún podía ver el agua negra goteando de su cadavérico semblante. Podía sentir el viento arrastrando mi alma y no creí que pudiera soportar ningún tipo de resurrección en lo que concernía al señor Hardie.
—Es una posibilidad real —dijo el señor Glover—. Algunas joyas que podrían estar vinculadas al Empress Alexandra han aparecido en Nueva York. Aún no hay nada seguro, pero el señor Reichmann me ha asignado la misión de investigar la noticia.
—Si está vivo —repuse—, dudo que esté lleno de buena voluntad hacia ninguna de nosotras. No me lo imagino presentándose al juicio y diciendo: «A fin de cuentas no estoy muerto, así que no pasa nada. Pueden soltar a estas mujeres.»
—No, no creo que lo haga —admitió el señor Glover—, pero no tendría que hacerlo. El mero hecho de que estuviera vivo sería suficiente.
—Entonces supongo que solo nos condenarían por intento de asesinato —dije—. ¿Cuál es la pena por eso? ¿Y no debería ser juzgado el propio señor Hardie? El juez dejó muy claro que, como miembro de la tripulación del barco, no debía pedir voluntarios para saltar por la borda como hizo.
No dije que Hardie estaba loco, pero era muy hábil en situaciones de vida o muerte aunque un inadaptado social. No dije que protegía a aquellos que se sometían a su cuidado, pero no tenía escrúpulos cuando se trataba de matar a los demás, ni que ya hacía mucho tiempo que habíamos roto el vínculo que nos unía por formar parte de la clase protegida. Sí sugerí, en cambio, que Hardie podría contar otras historias, incluso mentiras, acerca de lo que había sucedido a algunos de los demás.
—Yo no lo buscaría con mucho afán —dije, temblando a mi pesar—. A fin de cuentas, lo arrojamos del bote.
—En eso llevas razón —señaló el señor Glover, mirándome con cierta inquietud.
Me di cuenta de que no podía dejar de temblar y que el señor Glover no sabía cómo tranquilizarme, de modo que añadí:
—Aunque no quiero volver a verlo nunca más, supongo que espero que esté vivo.
Lo dije porque creía que era eso lo que el señor Glover quería que dijera. Quería que lo dijera porque, si Hardie estaba vivo, significaba que no habíamos matado a nadie, y me parecía que el señor Glover deseaba verme sin las manos manchadas de sangre. Aquella misma mañana había pensado en pedirle que buscara a Felicity Close y le entregase una carta que le había escrito, pero enseguida cambié de opinión. Deseaba explicarle que había querido a Henry, que si bien lo que inicialmente me había atraído de él era su fortuna, lo había querido con todo mi corazón. Deseaba hacérselo saber por el bien de Henry, no por el mío. Pero mi instinto con respecto a qué decir y cuándo debo callar siempre ha sido muy agudo, por lo que no dije nada al señor Glover sobre Felicity y más tarde rompí la carta y la tiré. En lugar de eso repetí: «¡Desde luego que espero que el señor Hardie esté vivo!», enérgicamente, lo que alivió al señor Glover, que me puso una mano en el brazo para animarme.
Al día siguiente, el señor Reichmann vino a la cárcel para hacerme dos preguntas. Primero quiso saber si había ayudado a empujar al señor Hardie fuera del bote; y de haberlo hecho, en qué momento había decidido hacerlo. «Creo que ayudé a empujarlo», respondí con vacilación. Le pregunté si había leído mi diario, que le había entregado hacía más de una semana, y contestó que sí; pero ahora me pidió que repasara los hechos que habían desembocado en la muerte del señor Hardie una vez más, no tenía muy claro si había ido a la parte posterior del bote con la intención de ayudar a Hannah o de ayudar al señor Hardie.
—Quizás hubieras avanzado con la idea de ayudar al hombre al que admirabas y a quien atribuías el mérito de haberte salvado la vida. Tal vez el señor Hardie malinterpretara tus intenciones y empezara a luchar contra ti y entonces tus esfuerzos se dirigieran en auxilio de Hannah.
—Tiene razón al pensar que cuando avancé por el bote no sabía muy bien qué quería hacer.
—¿De manera que te moviste casi mecánicamente, como si siguieras instrucciones?
—No creo que fuese mecánicamente. Sé que entonces lo pensé mucho, me planteé qué debía hacer.
—De modo que querías hacer lo correcto.
—¡Sí! Quería ayudar a la persona que...
Me detuve porque en ese momento supe que iba a parecer muy calculadora si decía que quería ayudar a la persona que detentaba más poder en el bote. Pero también tomé conciencia de que el señor Reichmann me miraba de un modo extraño, con una mezcla de diversión y fascinación en el rostro, y se me ocurrió que me había dado la respuesta a su pregunta y se extrañaba de que me llevara tanto tiempo percatarme de la situación. Cuando dejé de hablar de pronto, una sombra de irritación atravesó su rostro. Pero no pude determinar si era irritación por tardar en identificar el núcleo de mi defensa o por haberme contenido antes de dejar escapar de mis labios alguna verdad. O tal vez solo fuera irritación por lo avanzado de la hora, porque justo entonces sacó su reloj de bolsillo, le echó una ojeada y anunció que llegaba tarde a una entrevista con otro cliente.
«Debemos utilizar mejor el tiempo que pasamos juntos», dijo, como lo hacía el doctor Cole, lo cual me irritó a mi vez porque aquel médico no me caía nada bien, mientras que empezaba a admirar muchísimo al señor Reichmann.
«Consúltalo con la almohada —agregó—. Creo que existe una posibilidad muy real de que no tuvieras intención de participar en la muerte del señor Hardie y de que decidieras ayudar a Hannah en el último momento. De ser así, sería bueno saberlo antes de la vista de mañana. Mañana tenemos que presentar nuestro alegato. Las otras acusadas pretenden alegar defensa propia, lo cual supone que admiten el asesinato, pero sostienen que lo mataron porque lo consideraban una amenaza para sus vidas y las vidas de otros. Debes elegir entre ser no culpable por tratarse de un caso de legítima defensa o de total inocencia. Hablaremos de ello por la mañana antes de ir al juzgado.»
Pasé una noche inquieta repasando mentalmente lo ocurrido una y otra vez, buscando cualquier cosa que pudiera haber olvidado o formas nuevas de interpretar los sucesos de aquel día. No había duda de que Hannah y la señora Grant tenían intención de matar al señor Hardie. En cuanto a su afirmación de que nos había puesto en peligro a todos, solo puedo decir que ese argumento era el único que podían esgrimir. ¿Era cierto? Estábamos en grave peligro, ¿las acciones del señor Hardie nos estaban poniendo en peligro? Creo que en cuanto las dos mujeres se pusieron manifiestamente contra él, se produjo una situación peligrosa en el bote, pero ¿era culpa de Hardie o era culpa de las dos mujeres que tenían un punto de vista distinto? Y si era culpa de las dos, ¿la única posible actitud habría sido la de permanecer pasivamente en el bote haciendo lo que se les ordenaba, sin proponer nada sobre el mejor modo de lograr que nos rescatasen? En el fondo, no era esa la cuestión que debía decidir, sino qué podía alegar el señor Reichmann, ante el juez, en mi defensa.
A la mañana siguiente, en el juzgado, era yo quien estaba preocupada por la hora. La vista tenía que empezar a las diez en punto, pero a las diez menos cuarto el señor Reichmann aún no había llegado. Hannah y la señora Grant se habían encerrado en sendas salas de conferencias con sus abogados y yo esperé sentada en el banco de un largo pasillo con la supervisora, convencida de que el señor Reichmann no podía hacer nada que pusiera en peligro mi caso y al mismo tiempo llena de recelo y de dudas.
—¿Dónde está mi abogado? —pregunté a la supervisora una y otra vez.
Y una y otra vez la supervisora me contestaba con su amable voz irlandesa:
—Vendrá. Conozco al señor Reichmann, y es digno de toda confianza.
Cuando por fin apareció, me tragué mi creciente ira y dije:
—¿Se encuentra bien? ¡Temí que hubiese tenido un accidente!
Él era todo sonrisas, no había en su cara un atisbo de dudas como el día anterior.
—No te preocupes, la vista se ha aplazado hasta las doce
—me dijo mientras dejaba el maletín en el suelo junto a sus pies.
Al parecer alguien debía haberme informado del cambio de hora, pero me sentí tan aliviada que no tardé en olvidar la angustia que su tardanza me había causado. La supervisora nos dejó solos y él se sentó a mi lado en el banco y dijo: «¿Has pensado en lo que te pregunté?» de tal manera que volví a intuir que había una respuesta correcta a aquella pregunta, y por un momento no supe qué debía decir. Terminé por contarle la verdad, deseando fervientemente que coincidiera con lo que él quería oír. Lo miré a los ojos, ahora serios, que asemejaban sendas pozas negras y oscuras de preocupación, y dije:
—Cuando me dirigí hacia el señor Hardie y Hannah, no sabía qué me proponía hacer. Creo que buscaba alguna medida para recuperar la atmósfera que había existido antes de que la señora Grant intentara demostrar que el señor Hardie era culpable de algo. Por supuesto que fue una locura por mi parte, porque ¿qué podía hacer yo, que no podía compararme con ninguno de ellos, por conciliar las diferencias que nos amenazaban a todos?
—¡Entonces alegamos inocencia! —exclamó el señor Reichmann, dándose una palmada en el muslo.
Verlo tan complacido conmigo me alegró de un modo extraño, pero mi felicidad fue eclipsada por una rara sensación de volver a encontrarme en el bote, de elegir nuevamente sin saber bien las consecuencias de mi decisión. Pero aquella sensación fue fugaz y entré tranquilamente en la sala del tribunal, contenta de no tener que hacer nada más, contenta de poder sentarme y dejar que el señor Reichmann hiciera su trabajo.
Durante el otoño y el invierno, el señor Glover siguió pasándome a escondidas artículos sobre el naufragio del Empress Alexandra. En cierta ocasión, me trajo lo que se creía que era la lista completa de supervivientes y si bien el nombre de Hardie no aparecía, convinimos que no había modo de incluir a alguien que no quería ser encontrado. Otro día me trajo un artículo que se centraba en la tripulación del buque hundido. El reportaje hablaba con cierta extensión del capitán Sutter, que había pasado la mayor parte de sus cuarenta y dos años en el mar y había dejado una esposa y dos hijas. Cuando se me encogía el corazón de compasión por las niñas, el nombre de Brian Blake me atacó desde donde había estado acechando unas frases más adelante. Pedí al señor Glover que me permitiera quedarme el periódico y le prometí que no lo implicaría si la supervisora llegaba a encontrarlo en mi poder. Cuando se marchó, me quedé con la mirada fija en el apartado que acabo de mencionar hasta la hora de cenar.
El capitán Sutter era también una figura paterna para los miembros de su tripulación. «Si tratabas bien al capitán, él te trataba bien a su vez —dijo William Smith, oficial del Empress Alexandra y uno de los pocos tripulantes que lograron sobrevivir—. Naturalmente, uno no quería hacerlo enojar.»
Smith recordó que otro oficial, llamado Brian Blake, había sido detenido en Londres unos años antes acusado de recibir efectos robados. «El capitán se propuso lavar la reputación de Blake y demostrar que las pruebas apuntaban a otro hombre. Demuestra la clase de hombre que era el capitán el hecho de que, cuando excarcelaron al otro tipo, Sutter le dio un empleo.»
No se me ocurrió que el hombre de quien no se mencionaba el nombre pudiera ser otro que no fuera John Hardie y pasé aquella noche en vela tratando de encontrar explicaciones que justificaran las declaraciones de William Smith y también lo que ya sabía acerca de los señores Hardie y Blake. ¿Había hostilidad entre los dos hombres por algún incidente en el que Hardie había sido culpado de las fechorías de Blake, o habían sido socios en algún negocio turbio del que Blake, y no Hardie, había tenido la suerte de ser exonerado? Y si habían sido socios en el pasado, ¿era posible que también lo fuesen a la hora de sacar un cofre de oro de la caja fuerte del Empress Alexandra? Yo sabía de primera mano que Blake tenía una llave de la cámara acorazada, pero no habría podido llevarse nunca el cofre solo. Si los dos hombres estaban involucrados en aquella empresa, no se habrían encontrado cerca de la sala de comunicaciones y por lo tanto no se habrían enterado de que el telégrafo estaba averiado ni de que no se habían enviado señales de socorro. Esto explicaría su reticencia a alejarse del escenario del naufragio.
Por último, me pregunté si rescataban el oro por iniciativa propia u obedeciendo las órdenes de alguien más, y comprobé que no podía culparlos de intentar robar el oro si eso era en realidad lo que habían hecho.
Justo después del alba, doblé el recorte de periódico en un cuadradito y lo escondí bajo el borde del colchón. Demasiado tarde, me di cuenta de que Florence estaba despierta y me miraba a través de la penumbra.
—¿Qué es eso? —siseó—. Si no me lo dices, llamaré a la supervisora.
—¿De qué estás hablando, Florence? —pregunté tan serenamente como pude.
No quería que me quitaran el artículo. Quizá lo considerara la llave de algo o sintiera lo que todos los presidiarios sienten por su exigua reserva de pertenencias. En cualquier caso, tratar de entenderlo me proporcionaba algo que hacer.
—Has escondido algo debajo del colchón —insistió Florence, asomando su demacrado rostro entre los barrotes—. Te he visto hacerlo. Lo he visto con mis propios ojos.
—Entonces vuelves a tener visiones —repliqué, añadiendo un tono de preocupación a mi voz. Sabía que Florence quería desesperadamente que la creyeran, de modo que agregué—: La supervisora vendrá a mirar y no encontrará nada porque ahí no hay nada, y entonces tendrá otro motivo para creer que estás loca.
Florence me miró angustiada, pero guardó silencio, y justo a tiempo, pues apenas dos minutos después entró la supervisora haciendo sonar su campana.
De tarde en tarde me gusta sacar el artículo del escondite e intentar descifrarlo como quien trata de resolver un acertijo. Me sirve para pasar el rato, pero no he llegado a ninguna conclusión firme sobre si Hardie y Blake eran cómplices o enemigos. Creo que seguramente eran un poco las dos cosas.
Testigos
Transcurrieron semanas durante las cuales nuestros abogados recopilaron pruebas y prepararon nuestra defensa. Durante ese tiempo, solo vi a Hannah y a la señora Grant cuando nos citaban para una vista, ya que estaban confinadas en alguna otra parte de la prisión; pero ahora que ha empezado el juicio, las veo en el furgón del penal durante el trayecto diario de la cárcel al juzgado y viceversa. Nos decimos muy poca cosa, pero varias veces durante el trayecto y más tarde en la sala, he sorprendido a la señora Grant mirándome. En otras ocasiones parece susurrar a Hannah algo sobre mí, pero hay largos períodos en los que tiene los ojos alicaídos o la mirada perdida, y me pregunto si todavía conserva los pensamientos elevados y profundos que le atribuí en el bote.
El recorrido de todas las mañanas es el mismo: atravesamos un puente de adoquines, pasamos una iglesia con un campanario alto y después seguimos por una callejuela de casas de ladrillo que desprenden un resplandor rojo sangre cuando las baña la luz del sol naciente. Por la tarde, el mismo trayecto a la inversa, pero por entonces las casas han perdido el color y parecen hundirse sobre sus cimientos en lugar de estar sostenidos por ellos. Hay gente esperando con apatía en los portales, como si aguardaran el destino. ¿En qué piensan? ¿Era amor u otra cosa lo que empujó a un joven impetuoso a llevar a la muchacha con la que caminaba al interior de un portal y besarla en los labios?
Salvo en contadas ocasiones, no hablo con Hannah ni con la señora Grant. Mis abogados me han aconsejado que me mantenga callada, y la mayor parte del tiempo así lo hago. Con excepción del primer día del juicio cuando regresábamos a la cárcel. Las dos supervisoras que nos acompañaban conversaban entre ellas, y Hannah aprovechó la ocasión para decir en lo que podría ser un tono sarcástico:
—¿Qué te parecen los miembros del jurado, Grace? ¿Son de tu agrado?
Por supuesto que había sentido curiosidad por mirar las caras de las personas que iban a juzgarnos, pero aparte de pensar que tenían un aspecto muy normal, no había reparado en nada en especial. Respondí que me parecían muy majos y que esperaba que escucharan los hechos con la mente abierta y el corazón compasivo.
—¿Y por qué te parecen tan majos? ¿Consideras que son especialmente guapos? ¿Es eso?
—Por «majos» me refiero a despiertos e inteligentes, supongo. La clase de gente que cabría esperar.
Entonces transmití a Hannah lo que el señor Reichmann me había dicho en el sentido de que éramos afortunadas por el hecho que dos miembros del jurado tenían familiares que habían perecido en el Titanic.
—¡Ah, sí! ¡Eso sí que es tener suerte! —exclamó Hannah.
No estaba muy segura de qué quería decir, pero ahora sabía que no era yo la causa de su ira; tan solo era un blanco útil. Cada vez que miraba a Hannah me costaba trabajo reconocer a la mujer del bote salvavidas: el que había parecido un espíritu independiente y enérgico se mostraba ahora huraño y conflictivo. Quizá, dadas las circunstancias, lo que había admirado hubiera desaparecido, o solo fueran imaginaciones mías. Pero mis pensamientos al respecto cambiaban de un día para otro y estaba preocupada por cuestiones mucho más acuciantes; Hannah ya no parecía tan importante como lo había sido.
—No hagas caso a Hannah —dijo la señora Grant—. Simplemente está dolida porque no hay ninguna mujer en el jurado.
Entonces exclamé como una tonta:
—¡Pero cómo iba a haberla! Solo se permite a los votantes formar parte de un jurado, ¡y las mujeres no pueden votar!
Tardé un momento en comprender que había hecho el juego a Hannah. Me refugié en el silencio y durante un rato viajamos sin mediar palabra. Estábamos casi en el mismo sitio donde había visto a la pareja besándose, cuando Hannah susurró: «Estoy segura de que te conviene un jurado de hombres, ¿verdad?» Pero me limité a mirar por la ventana y le dejé decir la última palabra. No era conmigo con quien estaba enfadada, y si el mundo debía cambiar para poder adaptarse a ella, no me queda más que desearle suerte.
Durante otro de esos trayectos de vuelta, Hannah se inclinó hacia mí para hacerse oír sobre el traqueteo del furgón y me susurró al oído: «No eres tan frágil como finges ser.»
Antes del bote salvavidas, nunca había tenido que considerar el concepto de fuerza física, por lo menos en lo que me concernía; no obstante, mi resistencia me sorprendió y fue una gran bendición. Por supuesto, aquellos que se derrumbaron, mental o físicamente, no fueron procesados. Hannah y la señora Grant señalaron que nosotras, visto desde cierto punto de vista, estábamos siendo castigadas por ser fuertes, pero yo no lo veía así. Cuando tuve ocasión de dirigirme al tribunal en una de nuestras vistas, di gracias al Señor por haberme protegido hasta entonces y dije que depositaba mi confianza en Él y en el jurado para que sopesaran las pruebas e hicieran lo debido. Los abogados indicaron que no podía decirse que nosotras tres representáramos una amenaza para la sociedad: no debíamos ser rehabilitadas ni temidas, porque ¿qué posibilidades había de que volviéramos a encontrarnos en la misma situación?
Durante aquellos veintiún días, estuve rodeada de gente que perdía la cabeza y expiraba por la noche, pero a mí no me ocurrió. Ignoro por qué. En su alegato inicial, el fiscal preguntó:
—¿Por qué sobrevivieron ustedes? ¿Por qué no sucumbieron las tres a los elementos? ¿Por qué no se debilitaron y enfermaron como tantos otros? Alguien verdaderamente fuerte ¿no debería asumir el papel más noble y saltar por la borda para salvar a otros?
—¿Y quién es verdaderamente noble? —preguntó la señora Grant a guisa de respuesta—. ¿Lo es usted?
Al parecer no debía contestar y el juez golpeó con su martillo y dijo al jurado que hiciera caso omiso de su respuesta. Cuando salimos del juzgado al final de la jornada, nos esperaba una nube de reporteros. «¿Por qué sobrevivieron? —gritaron—. ¿Pueden revelarnos la fuente de su fortaleza?»
Más tarde, Hannah pataleó contra el suelo del furgón del penal y exclamó: «¿Qué es esto, una caza de brujas? ¿Acaso la única forma de demostrar nuestra inocencia era ahogándonos?» Respondí que quizá tuviéramos que hacer una reflexión más profunda sobre la inocencia, que tal vez una persona no podía estar viva y ser inocente al mismo tiempo, pero Hannah me dirigió una mirada glacial y se puso a hablar con la señora Grant. Posiblemente estaba irritada porque había sido yo quien había contestado las preguntas de los periodistas acerca de por qué habíamos sobrevivido en lugar de perecer. Apenas pude responder —aun cuando hacía ya tiempo que había renunciado a toda apariencia de fe tradicional—: «Por la gracia de Dios.» Al día siguiente, los periódicos publicaron un titular en negrita: gracia salvadora, rezaba, y seguía un breve artículo que confería una especie de significado místico a mi nombre.
Desde el principio, la prensa y otras personas se mostraron más compasivas conmigo que con la señora Grant y Hannah, quien no tardó en señalarlo diciendo: «Vamos a ser sinceras, Grace. Tú eres lo bastante inocente para salir de esta.» Cuando alguien te dice una cosa así, sueles intentar defenderte y repuse que ella y la señora Grant eran las únicas que actuaban para los espectadores insistiendo en ir demasiado a contracorriente de las expectativas del público. Pero con el tiempo caí en la cuenta de que todas debíamos decidir cuándo combatir los convencionalismos y cuándo servirnos de ellos, y en eso, al fin y al cabo, no éramos tan distintas las tres.
Los principales testigos contra nosotras fueron el señor Preston y el coronel Marsh. El uniforme del coronel estaba adornado con cintas de vivos colores e insignias de rango. Juró sobre la Biblia decir la verdad y luego procedió a relatar una sarta de mentiras descaradas. Declaró que había intentado proteger al señor Hardie de nosotras, pero que se había visto claramente superado en número y estaba aterrado ante la posibilidad de que las mujeres se volvieran contra él si persistía en su oposición. Me levanté de un salto, creyendo que el juez debía saber cómo el coronel Marsh había discutido en más de una ocasión con el señor Hardie sobre la aproximación a los otros botes salvavidas y cómo había hablado contra él en el juicio celebrado por la señora Grant; pero el señor Glover me obligó a sentarme de un tirón y permanecí sumida en el silencio, atónita, mientras el coronel informaba a la sala de que, después de empujar al señor Hardie fuera del bote, habíamos hecho lo propio con el señor Hoffman. Dijo el coronel: «El señor Hardie representaba una amenaza, de acuerdo, pero no para la seguridad de las mujeres, sino para su posición. Era evidente desde el principio que Ursula Grant quería dirigir el cotarro y que el señor Hardie y su firme partidario, el señor Hoffman, se interponían en su camino.»
Esperaba firmemente que el señor Preston aclarase las cosas con respecto a la naturaleza exacta de nuestros actos y al papel que había jugado el coronel, pero cuando finalmente subió al estrado, le temblaron las manos al ponerse las gafas y se mostró inseguro. En cualquier caso, guardó silencio sobre aquel tema y sospecho que el fiscal le había advertido que omitiera cualquier cosa que el coronel no pudiera corroborar. Al cabo de un rato pareció recuperar la calma y casi volvió a ser el hombre seguro que habíamos conocido mientras ayudaba al fiscal a establecer un calendario de los hechos. Consignó fechas y cantidades con gran aplomo, pero sin una narración coherente que los relacionara y su testimonio me pareció difícil de entender; pude ver que el presidente del jurado sacudía la cabeza confuso mientras trataba de aclarar todos aquellos datos y cifras.
La presentación del alegato de la acusación contra nosotras apenas se demoró unos días y luego llegó el turno de la defensa. La mujer italiana que quedaba con vida había regresado a su país. Nadie sabía si era ella quien había intentado clavar el ala de pájaro en los ojos del señor Hardie o si había sido una de las dos que murieron, pero ni la acusación ni la defensa demostraron interés alguno por averiguarlo. Eso dejaba, aparte de nosotras tres, a catorce mujeres supervivientes, doce de las cuales comparecieron personalmente para testificar a nuestro favor o mandaron declaraciones juradas. Las doce dijeron que, de no haber sido por Hannah y la señora Grant, estarían muertas, incluidas las que admitieron que no podían recordar con claridad los hechos de aquel día de agosto debido a su agotamiento mental y físico. Era evidente que sus declaraciones habían sido ensayadas, pues todas emplearon las mismas palabras y frases, como por ejemplo: «El señor Hardie estaba indudablemente loco y era un peligro para todos nosotros» y «La señora Grant fue una isla ahí fuera», o «un refugio», y Hannah fue «la luz que nos guio hacia ella». Fueron unánimes al afirmar que «nadie levantó ni un dedo contra el señor Hoffman, quien saltó del bote por decisión propia».
Escucharlas fue como escuchar a los miembros de una secta religiosa cantando las alabanzas de un líder amado y los periódicos las apodaron las Doce Apóstoles por su demostración de apoyo inquebrantable. A lo largo de los repetitivos testimonios, la señora Grant las miró con su característico afecto, mientras Hannah las obsequiaba con su serena sonrisa de suma sacerdotisa. Esto impresionó incluso al juez, pues lo vi observando a las dos, asombrado y tal vez un tanto embrujado por ellas. No pude menos que pensar que toda aquella exhibición era un ejemplo de la clase de influencia que la señora Grant ejercía sobre la gente y que solo podía reforzar las afirmaciones de mi abogado en el sentido de que era el mismo tipo de influjo que tenía sobre mí.
Al principio el fiscal atosigó a las mujeres con preguntas, tratando de romper la letanía de «no me acuerdo» y «una luz, un refugio», pero una vez que la tercera se deshizo en un mar de lágrimas, desistió, comprendiendo, supongo, que era él quien se estaba mostrando poco caritativo y resuelto al hacer daño a personas que ya habían sufrido bastante. A la sazón debía de resultar obvio para todo el mundo que las doce mujeres estaban de acuerdo y coordinaban sus testimonios porque entendían que necesitábamos su protección. ¿Y por qué teníamos necesidad de su protección si no habíamos hecho nada malo? Este era un aspecto evidente y, más de una vez, los miembros del jurado parecieron plantearse esa misma pregunta. Igual de irrefutables eran las convincentes mentiras del coronel Marsh. Ataviado con todas sus insignias militares, el coronel había dado un testimonio imponente y, de no haberlo conocido, yo misma le habría creído.
La única ocasión en que una de las doce mujeres se salió del guion fue cuando el señor Reichmann llamó a Greta al estrado y la interrogó sobre mi relación con Hannah y la señora Grant. Dijo:
—Todas ustedes han hablado de Hannah West y de Ursula Grant casi como si fueran una misma persona.
—Coincidían en muchas cosas y trabajaban estrechamente para procurar el bienestar de las demás mujeres —repuso Greta.
—¿Qué me dice de los hombres? ¿Atendían igual de bien a los hombres?
—Creo que suponían que los hombres podían cuidar de sí mismos.
—Pero en este juicio hay tres acusadas. ¿Incluiría a Grace Winter como alguien que también trabajaba estrechamente con las otras dos?
—Más bien al contrario. Grace se mostraba muy distante. Daba la impresión de que hacía más caso al señor Hardie que a la señora Grant. Especulábamos sobre la posibilidad de que le incomodara la idea de una mujer líder. Estaba casada con un influyente banquero, ¿sabe?, y puede que esto lo explique todo. También pensé que quizá se sintiera culpable de nuestra difícil situación porque había subido al bote cuando ya estaba lleno. Si se sentía unida a alguien, era a Mary Ann.
Entonces el señor Reichmann mostró a Greta la carta que me había mandado, en la que había escrito: «Los abogados dicen que no debería escribirte porque podría parecer que conspiramos. Pero di a la señora Grant que no se preocupe. ¡Todas sabemos exactamente qué hacer!», y preguntó:
—¿Han coordinado usted y las demás mujeres su testimonio?
—Claro que no —contestó Greta.
La inteligencia del señor Reichmann era tal que no importaba para nada qué dijera Greta en respuesta a su pregunta y su negativa le permitió dirigirse al jurado y decir:
—¿Ven el influjo que Ursula Grant y Hannah West ejercían sobre estas mujeres? ¿Por qué no iba Grace a someterse a la misma influencia?
¿Quién se habría imaginado que, el último día de la refutación de la acusación, Anya Robeson aparecería y daría el testimonio más contundente de todos? No había tomado parte en nada. Ni siquiera había movido un dedo para sacar agua del bote o cuidar de los enfermos, pero cuando lo confesó ante el jurado, no pareció censurable porque tenía la excusa del pequeño Charles.
El fiscal había suministrado una maqueta del bote salvavidas en la que se habían practicado cuarenta agujeros que permitían colocar en su sitio a treinta y nueve figuras que parecían fichas. Las figuras estaban etiquetadas con los nombres de los supervivientes y entregó unas cuantas a Anya pidiéndole que las situara en los lugares que habían ocupado en el momento del juicio del señor Hardie. El señor Reichmann objetó a todo el ejercicio, sosteniendo que los cuarenta agujeros practicados implicaban que el bote había sido construido para cuarenta personas, cuando había establecido en un testimonio anterior que los botes salvavidas se habían construido a una escala más reducida de la que requerían los planos. Una vez rechazada la objeción, Anya colocó la figura que representaba a Mary Ann al lado de la que me representaba a mí. Encontró sitio para Hannah, la señora Grant y el señor Hardie, y a continuación se situó a sí misma en el agujero justo detrás de Mary Ann. «Creían que no me enteraba de nada de lo que ocurría debido a mi preocupación por mi hijo —comentó—, pero lo vi todo», y procedió a maldecirnos a las tres. Describió cómo, obedeciendo órdenes de la señora Grant, Hannah y yo habíamos luchado con el señor Hardie, propinándole puntapiés en las rodillas y las piernas hasta que se desplomó en nuestros brazos. Relató cómo Mary Ann se había desmayado, pero que nosotras dos habíamos vencido fácilmente al señor Hardie, quien presentaba una fea herida en un brazo. En una cosa tuvo razón: apenas nos habíamos fijado en ella a bordo del bote, pero bien mirado, había conseguido salvar a su hijo, que era lo único que se había propuesto.
Entonces el señor Reichmann le hizo testificar que yo no había votado a favor de condenar al señor Hardie, como había hecho la mayoría de las mujeres. Respondiendo a otras preguntas, Anya dijo que yo había regresado a mi lugar junto a Mary Ann después de la muerte del señor Hardie y que a partir de entonces había mantenido muy poca relación con Hannah y la señora Grant. Añadió que había podido vernos claramente a las dos y oír algo de lo que nos decíamos.
—¿Y qué decían?
—Tuvieron una discusión, creo, porque Mary Ann parecía muy alterada. Pero debieron de limar sus asperezas, porque permanecieron acurrucadas juntas durante la mayor parte de los últimos días, excepto cuando Grace iba a ayudar al señor Nilsson con el timón. De hecho, Mary Ann estaba tendida con la cabeza en el regazo de Grace cuando murió. Mary Ann debió de haber pedido a Grace que se quedara con su anillo de prometida para dárselo como recuerdo a Robert, el prometido de Mary Ann, ya que Grace se lo puso en un dedo antes de que echaran al mar el cuerpo de Mary Ann.
Escuché esta parte del testimonio con suma atención, pues recordaba muy poco de los días entre la muerte del señor Hardie y nuestro rescate casi una semana después, y a veces me pregunté qué le había ocurrido exactamente a Mary Ann. Recuerdo vagamente que pensé que a Robert le gustaría tener el anillo de Mary Ann, pero si se lo saqué del dedo, debía de haberlo extraviado, pues no cabe duda de que ya no lo tengo. Una vez aplazada la sesión, todo el peso de los acontecimientos del día recayó sobre mis hombros, y dije al señor Reichmann:
—Estamos perdidos. ¡Después de esto no hay ninguna posibilidad de absolución!
Sus ojos brillaban con excesivo fulgor cuando me llevó a un rincón del pasillo y preguntó:
—¿A qué te refieres? ¡Ese testimonio sobre la votación ha sido un golpe de suerte increíble! Y tanto la señora Robeson como Greta han hecho una tarea admirable distinguiéndote de las otras dos acusadas. Pero, ¿por qué no me hablaste de Mary Ann?
—¿Qué pasa con ella? —pregunté.
—¡Que estaba tendida en tu regazo cuando murió!
—Es posible. No recuerdo nada de ese día. Usted tiene mi diario. Contiene todo aquello que puedo recordar. Si hubiese podido recordar más cosas, las habría escrito, pero no recuerdo casi nada de aquellos últimos días.
—Ya es hora de que dejes de actuar de una forma tan pasiva —dijo el señor Reichmann, poniéndose la chaqueta para disponerse a ir a cualquiera que fuera su destino al final de la jornada.
Me erguí como no lo había hecho en mucho tiempo y, cuando terminó de abrocharse los botones, lo miré a los ojos como haría un igual.
—¿Cree que estoy actuando, señor Reichmann?
Me miró con acritud por un momento, pero luego me guiñó un ojo y repuso:
—No, no, la sesión de hoy no habría podido ir mejor.
No había respondido a mi pregunta, pero sus palabras me llenaron de una esperanza irracional, de modo que le deseé afectuosamente las buenas noches antes de recordar que, si bien tenía motivos para ser optimista, todavía no estaba libre.
—Supongo que se marcha a su casa, donde su bondadosa esposa le recibirá con una buena cena —dije, tratando de suprimir un deje de amargura en mi voz al pensar en todo aquello que Henry y yo habíamos perdido.
—¡Oh, cielos, no! —exclamó—. Una esposa no haría más que interponerse en mi camino.
—Entonces aún no ha encontrado a la persona adecuada. Todo el mundo sabe que detrás de un gran hombre hay una gran mujer. Es una de las razones por las que mi Henry se casó conmigo.
—No te preocupes por mí, ocúpate de ti misma. Ya es hora de que tomes algunas decisiones serias con respecto a tu futuro.
Pese a la gravedad de las acusaciones vertidas contra mí, no tuve más remedio que echarme a reír. El señor Reichmann era inteligente y muy bueno en su oficio, pero no dejaba de ser un hombre, y los hombres rara vez saben qué decisión ha tomado o no una mujer.
Decisiones
No me importó que a lo largo del juicio me tildaran de indecisa. Es cierto que no me mostré claramente a favor ni en contra del plan para matar al señor Hardie. Por ese motivo fui criticada por unos y otros; pero no sabría decir si se debió al precio que pagué por aquellos días en el bote salvavidas o al hecho de que no es propio de mí dar demasiada importancia a tales cosas. Ni siquiera mi matrimonio con Henry, que me complació enormemente por multitud de razones, provocó en mí los continuos arrebatos de pasión que Mary Ann describía siempre que hablaba de Robert. De vez en cuando sentía algo parecido, pero no era una sensación agradable: lo vinculaba a la histeria y consideraba algo que debía eliminar o controlar. Además, fíjense en qué les ocurrió a quienes tuvieron emociones intensas y las expresaron: el diácono se arrojó por la borda; el señor Hardie y Mary Ann están muertos, y la señora Grant y Hannah están en la cárcel. Claro que yo también, pero no me asocio con ellas ahora ni lo he hecho nunca.
Además, cuando parecía que la señora Grant se saldría con la suya, decidí sin más unirme a su suerte y a la de los demás, y al final solo el señor Hoffman se mantuvo firme en su apoyo a Hardie. En cuanto lo decidí, no vacilé ni me arrepentí de mi decisión. No me obligaron a hacerlo y pese a las recomendaciones de mi abogado, no podía declarar que me vi forzada a unirme a las mujeres ante una amenaza explícita o implícita de daño corporal. Se había contentado con decir: «Pónganse en el lugar de Grace, confinada con esas mujeres influyentes en un bote de siete metros de eslora y rodeada de mar abierto por los cuatro costados. Lo único que ustedes habían visto había sido un hombre condenado a muerte por esas mismas mujeres. ¿No habrían hecho también, temiendo por sus vidas, lo que les hubieran pedido?»
No testificaría que fue eso lo que me pasó por la cabeza cuando empujé al señor Hardie fuera del bote. Hasta contradije al señor Reichmann cuando finalmente me tocó subir al estrado, pero él se dirigió al jurado y dijo: «Resulta evidente que aún las teme.»
Este tipo de interrogatorio se dio varias veces a lo largo del juicio. En un momento dado el fiscal me preguntó si alguna de las mujeres había sido amenazada directamente por el señor Hardie, y tuve que decir que no. Entonces mi abogado dio la vuelta a esa cuestión y me preguntó si alguna vez había sido amenazada por Hannah o la señora Grant, dando a entender claramente que si me hubiese negado a apoyarlas, habría podido sufrir el mismo destino que el señor Hardie. «No, no me amenazaron directamente», contesté. «¿Temió por su vida en algún momento?», me preguntó luego. «Sí», fue mi respuesta, porque como es natural tuve miedo desde el instante mismo de la explosión a bordo del Empress Alexandra. Después de responder, el señor Reichmann siguió formulándome preguntas, unas relacionadas con otras, en un tono cada vez más hostil. «Señora Winter, me parece que miente. ¿Se sintió amenazada?», inquirió una y otra vez, asustándome con su vehemencia.
«¡Sí! —grité por fin—. ¡Me sentí amenazada todos los días!» Hasta más tarde no comprendí que la genialidad de la técnica del señor Reichmann consistía en llevar al jurado a deducir erróneamente, a partir de la yuxtaposición de respuestas, que les tenía miedo a Hannah y a la señora Grant.
Durante el siguiente descanso, el señor Reichmann me condujo aparte y me dijo:
—Tú sobreviviste en aquel bote, ahora tienes que sobrevivir aquí. Y no cometas el error de pensar que ahora la situación es distinta.
—¿A qué se refiere? —pregunté.
Me dirigió una mirada de complicidad, la clase de mirada que los abogados se cruzaban durante un testimonio dudoso y la misma que Hannah y la señora Grant intercambiaban sin cesar, tanto en la sala del juzgado como en el bote. Añadió:
—Si tienes que sacrificar a alguien para salvarte, te garantizo que esta vez no te juzgarán por ello.
Durante varios días, para preparar mi testimonio, el señor Reichmann me hizo una serie de preguntas que habían redactado los señores Ligget y Glover. Los dos abogados auxiliares se situaban en un segundo plano y entonces uno u otro en el papel del fiscal me formulaba preguntas distintas y más agresivas. Durante el procedimiento, incluso el lánguido señor Ligget se transformaba: sus pálidas facciones se crispaban y sus labios rojos se contraían en una mueca de desprecio aterradora. Lancé una mirada dolida al señor Glover, que siempre se había mostrado amable y había conseguido tranquilizarme, pero se limitó a evitar mis ojos, como si no me viese. Cuando le tocó representar el papel del fiscal y hacerme preguntas, detecté un deleite apenas contenido porque en cierto modo ahora él era el jefe, como si se hubieran invertido nuestros roles y me castigara por algún desaire que se me hubiera escapado por completo. No pude evitar pensar que no tenía una personalidad tan apacible como había supuesto, y fue un alivio cuando el señor Reichmann retomó el interrogatorio, por cuanto él se mostraba respetuoso y amable en todas las sesiones prácticas, siempre en su papel, siempre mi firme defensor delante de la acusación, tan hábilmente representada por sus socios. En varias ocasiones me felicitó por mi «diario», diciendo que había resultado muy útil para preparar el caso, pero todos opinaban que no debía presentarse como prueba.
Gracias a estos ensayos, aprendí a esperar que los fiscales me hicieran preguntas difíciles, que trataran de conseguir que me incriminara a mí misma dejando escapar algún detalle de mis actos que aún no hubiera admitido. Pero, desde luego, no había nada nuevo que admitir y si bien el proceso me resultó molesto, salí de él bastante airosa. Para lo que no estaba preparada era para que el señor Reichmann, que se había mostrado tan impasible e incluso plácido durante nuestros ensayos, se volviera hacia mí con una vehemencia que me sacudió hasta los tuétanos. Su voz atronadora hacía temblar las luces y en una ocasión estampó un libro contra la mesa con tanta furia que el juez no tuvo más remedio que golpear con su martillo y recordarle que yo no era una testigo hostil y que debía calmarse.
Al final de aquel día me sentí cansada y sin fuerza, y cuando el señor Reichmann me sonrió jubilosamente y articuló las palabras «lo siento», no supe qué pensar.
Fui la primera de las acusadas en testificar, y sentí un inmenso alivio cuando terminé. Miré hacia el estrado donde el jurado asimilaba y reflexionaba sobre el proceso, pero sus rostros no delataban nada de lo que pensaban. Exhausta y peligrosamente próxima al llanto, bajé los ojos. Me temblaban las manos y me di cuenta de que mi energía, tan agotada por las semanas transcurridas en el bote salvavidas, no se había recobrado del todo y que, en comparación con las otras dos acusadas, debía de parecer desdichada y débil.
Cuando recapacito, comprendo que el señor Reichmann había tratado desde el principio de distinguirme de las otras dos mujeres, y es verdad que la señora Grant tiene un aspecto temible. Viste completamente de negro. Su pelo, que en el bote llevaba recogido en un moño apretado, está ahora cortado casi al rape y aunque la terrible experiencia le hizo perder unos diez kilos, sigue siendo robusta; resulta fácil entender por qué los demás se aferraban a ella como si fuese la mismísima tierra. No se habló de ningún señor Grant ni de hijos: solo de ella. Fue la única que no lloró por lo perdido. Tampoco lloró en el juicio y, por supuesto, esto pesó en su contra. Hannah es alta y esbelta y ofrece una imagen cargada de ira y peligrosa. Me confesó que sus abogados intentaron convencerla de que suavizara su aspecto para el juicio y vistiera la clase de ropa que yo llevo en la sala, pero no quiso saber nada y sigue usando pantalones. Me alegré mucho de recibir consejo en este sentido: alterno entre un traje gris perla y un vestido azul oscuro de cuello alto con puños de encaje que me compraron mis abogados, desconozco con qué dinero. Hannah me contó que tiene varios vestidos grises y verdes que su marido le había traído de Chicago, pero no quiere ponérselos. Fue una sorpresa para mí enterarme de que estaba casada, ya que no lo había mencionado ni una sola vez. Corría el rumor de que no quería reunirse con su esposo y tenía intención de divorciarse, pero no me lo dijo en ningún momento. Tampoco intentó disimular la cicatriz que recorre su mejilla en una línea roja. En vez de inspirar compasión, la hace parecer un pirata, pero cuando se lo insinué, replicó: «¿Soy un pirata? Entonces mi aspecto exterior casa con los sentimientos de mi corazón.»
Antes de subir al bote salvavidas no había prestado mucha atención al mar, ni siquiera cuando lo atravesaba a bordo del Empress Alexandra. Entonces no era más que un decorado pintoresco para mi vida con Henry, en el mejor de los casos una capa de un azul cambiante o una molestia agitada, tal vez la causa de náuseas, pero no de un verdadero mareo. A veces creo que fui obligada —o elegida— a resistir veintiún días en un bote salvavidas para que no volviera a considerar nunca más la naturaleza un edén para el hombre y por lo tanto no volviera a pensar en el poder como aquello que Henry poseía, cuando se guardaba las llaves de la cámara acorazada en el bolsillo o la autoridad detentada por el juez Potter, que era el magistrado asignado a nuestro caso.
A medida que el suceso se aleja en el tiempo y las teorías, las historias, los rumores y los testimonios lo magnifican, se vuelve menos claro, menos una cuestión de realidad objetiva —océano, cielo, hambre o frío— y más un caldo de cultivo de comentarios de salón entre periodistas y moralistas. No hay nadie que no haya tenido algo que decir al respecto, lo que hace que Hannah se pregunte por qué las observaciones ocasionales de otros tienen cierto peso. Lo ignoro. No puedo menos que plantearme qué habría opinado Henry. Era un hombre decidido como pocos. Nos habría sido de utilidad en el bote y a menudo pienso cómo se habrían desarrollado los hechos si hubiese estado conmigo. Seguramente, junto a mi marido, no me habrían acusado de nada; desde luego no me habrían acusado de ser, en palabras de los periódicos, «anti-hombres».
Echo de menos a Henry. Con él, sentía que el carácter era menos un requisito en mí, al ser su carácter tan definido e inflexible. Por encima de todo, con Henry me sentía segura, lo cual no deja de ser irónico porque, de no habernos conocido, no habría tenido nunca la ocasión de embarcar en el Empress Alexandra. Sin él me siento expuesta y completamente sujeta a las opiniones de los demás. Probablemente se ha escrito mucho sobre el tema —no sabría decirlo, porque no es la clase de lectura que me agrada—, pero no puedo evitar pensar que las personas están hechas para emparejarse, para afrontar situaciones juntas, para casarse. Las ventajas pueden verse incluso en el ejemplo de Hannah y la señora Grant, en el apoyo que han encontrado una en otra, aunque por supuesto no están casadas ni podrían estarlo nunca. En cualquier caso, de todos nosotros, fueron las que establecieron un vínculo más fuerte, y fueron ellas las menos afectadas por la experiencia. Claro que están en prisión, lo cual va a compensar cualquier daño que no sufrieran en el mar, pero quiero decir que parecían las menos afectadas por la terrible vivencia padecida en el bote salvavidas. A veces me pregunto si las habrían encarcelado si la señora Grant hubiera sido un hombre.
Una noche, mientras contemplaba el infinito manto de estrellas sobre el agua negra y admiraba las minúsculas luminiscencias de vida marina, demasiado pequeñas para describirlas con exactitud salvo por el efecto acumulativo que producían sus grandes masas, dejé de sentirme aterrorizada. Siempre me había imaginado a Dios flotando en alguna parte sobre nosotros, sonriendo o frunciendo el ceño desde más allá de las nubes según su humor o lo contento o no que estuviera con nosotros, quizás habitando el sol o soplando tormentas virulentas para despertarnos de nuestro letargo e impedir que nos llamáramos a engaño. Ahora, no obstante, supe que estaba en el mar, allí agazapado, cogido de la mano del señor Hardie, subiendo aquellas grandes olas y salpicando partes aleatorias de sí mismo sobre nuestro bote.
No tenía intención de decir nada de esto en el juicio, pues ya he presenciado lo suficiente para saber que la revelación personal está considerada unas veces herejía y otras locura, pero lo mencioné durante una de mis conversaciones con el señor Reichmann, quien dijo que la fe en Dios era una buena estrategia, que debería utilizarla si quería, siempre y cuando me reservara algunos aspectos concretos, porque la fe era algo que el jurado entendía. «No entienden nada», empecé a decir, pero opté por morderme la lengua.
Sin el diácono que señalara el camino espiritual —aunque un tanto sombrío para mi gusto—, no tuve más remedio que tratar de encontrarlo por mí misma. Intenté recordar pasajes de la Biblia o sermones que me hubiesen impresionado, pero no lo conseguí, no era una oyente demasiado atenta sino una persona más bien práctica, mejor dicho, una persona que actúa más que una que reconsidera las posibilidades sin parar. Recordé la luz desparramándose a través de la vidriera, el pelo recién lavado y reluciente de las muchachas del coro, los niños removiéndose en sus asientos hasta que por fin los mandaban a la clase sobre la Biblia de los domingos, el repentino silencio cuando se habían marchado y cuánto deseaba irme con ellos aun cuando ya no era una niña. Recordé el atuendo blanco y morado que llevaba el pastor y los elegantes sombreros con que se tocaban las mujeres de la parroquia, más que cualquiera de las cosas que allí se decían.
Después de tres semanas en el bote salvavidas y dos más en la sala de un juzgado acusada de un crimen capital, ahora escuchaba con mayor atención. Oí, por ejemplo, cuando la señora Grant dijo a Hannah que fuese a mirar si dentro del barril había una caja de madera, aun cuando fingí no haberlo hecho. Oí cuando el juez se negó a autorizar a Hannah a testificar sobre lo que Mary Ann le había contado acerca de unas joyas que creía en poder del señor Hardie, calificándolo de un rumor y de prueba no confirmada. Oí al doctor Cole acusarme de tener una voluntad débil y ser sugestionable, y oí al señor Reichmann cuando dijo que suponía que no todas las esposas eran iguales. Y cuando el jurado me declaró no culpable, lo oí tan claramente como había oído la sirena de niebla el séptimo día.
Hannah y la señora Grant fueron encontradas culpables de homicidio premeditado y, hasta que la supervisora no se las llevó, no sentí como si se estirase una última cadena hasta que ya no pude resistir la tensión y finalmente se rompió. Las observé mientras se iban, pero solo Hannah volvió la cabeza. Había en sus ojos un vestigio del antiguo fuego y me apenó pensar que probablemente la veía por última vez. El juez dijo: «Señora Winter, puede usted irse», pero permanecí clavada junto a la mesa de la defensa, observando al taquígrafo del juzgado recoger sus cosas mientras los bancos de la sala se vaciaban a mi alrededor. Esto llevó algún tiempo, pues el Palacio de Justicia era un hervidero de gente que había acudido a oír la sentencia. Finalmente, no quedamos más que mis abogados y yo en la cavernosa y resonante sala. El señor Glover parecía ansioso por invitarme a un almuerzo de celebración. Empecé a volverme hacia el señor Reichmann, preguntándome si nos acompañaría, pero su firme presencia ya no estaba allí y tuve una extraña e inquietante intuición de lo que mi nueva libertad podía significar realmente.
Algunas de mis emociones debían de reflejarse en mi rostro, porque el señor Glover me ofrecía su brazo para apoyarme —y yo estaba a punto de cogérselo— cuando el señor Reichmann se materializó en un rincón de la sala apenas iluminada hablando con una elegante dama que se levantaba de su asiento. Por más que había intentado imaginar su cara, nunca me la había imaginado sonriente, pero ahora sonreía. «Gracias, señor Glover —dije, retirando el brazo y recompensando su expresión preocupada con una sonrisa—. Ya me encuentro bien.» Me puse derecha e hice todo lo posible por ignorar los latidos de mi corazón. Aunque siempre me había imaginado una manera distinta de entrar en la sociedad, me recordé que era la señora de Henry Winter y que ese no era el momento ni el lugar de abandonar a mi marido.
Rescate
El día después de la muerte del señor Hardie amaneció sereno y radiante. La señora Grant sacó de su bolso un peine y pidió a Hannah que nos recogiera el pelo en trenzas y moños para que no nos cayera sobre la cara. El sol brilló durante dos días seguidos, lo que nos permitió secar las mantas, pero hizo que nos deshidratáramos muy rápidamente.
Ahora había veintiocho ocupantes en el bote. La señora Grant nos asignó nuevos lugares en las bancadas con el fin de redistribuir el peso, luego pidió a los hombres que izaran la vela y pusimos rumbo a Inglaterra o quizás a Francia. El viento soplaba constantemente del oeste y no tardamos en avanzar a buen ritmo a través del mar. Me asignaron a popa, donde debía turnarme al timón con el señor Nilsson, una misión en la que demostré ser bastante incompetente. Era la primera ocasión que tenía de observar al señor Nilsson de cerca y descubrí que era un joven que había parecido mayor en virtud de su aire de sapiencia y autoridad, que entonces había perdido por completo. Cuando le pedí que me enseñara a manejar el timón, me miró como un conejo asustado y se limitó a decir: «Debes sujetarlo en la dirección contraria a la que quieres ir», y me lo demostró empujando la barra del timón para que se moviera, dejando atrás una estela de espuma. Cuando le dije que sangraba y me ofrecí para limpiarle la sangre, se apartó de mí, otra vez con la misma expresión de conejo asus tado.
Destiné la mayor parte de mi energía simplemente a tratar de sostener la barra, pero no puedo decir que controlara el timón de veras; y una vez, probablemente por algo que hice, se escapó de las clavijas que lo sujetaban y estuvimos a punto de perderlo en el mar. En varias ocasiones experimenté un vértigo que habría podido arrojarme por la borda si el señor Nilsson no me hubiese agarrado y tirado hacia sí. La tarea requería toda mi resolución física y mental, de modo que la mayor parte del tiempo no me enteraba de lo que estaban haciendo los demás en el bote. Al cabo de un rato, Greta ocupó mi lugar, y algún tiempo después, volvimos a turnarnos.
Sorprendentemente, muy poca agua entraba en el bote. Manteníamos el agujero del casco tan bien tapado como podíamos y, desde luego, la embarcación iba mucho más ligera con menos personas a bordo, que no eran más que sombras de lo que habían sido. Cuando amainó el viento, dejamos de avanzar y permanecimos tendidos en el bote sin fuerzas ni voluntad para hacer lo primero que debíamos hacer: cuidar de nosotros mismos. Solo la señora Grant estaba sentada muy erguida, oteando el horizonte en busca de algún indicio de un barco o asomándose sobre la borda con la esperanza de ver un pez en el agua, ahora calma y translúcida.
Una vez avistamos una ballena a lo lejos. «¡Oh! —exclamó Hannah con una risita esquelética—. Una ballena nos duraría mucho tiempo.» Cerró los ojos y extendió las manos sobre el agua al mismo tiempo que pronunciaba alguna clase de sortilegio para capturar ballenas, pero por supuesto semejante animal nos habría precipitado a todos en el océano de una vez por todas. El coronel Marsh dijo que era un leviatán y procedió a contar una historia deslavazada sobre un libro con el mismo título y de alguien llamado Thomas Hobbes, que creía que las personas eran movidas principalmente por el deseo de poder y el miedo a los demás. Dijo:
—Hobbes creía que todo lo que ocurría podía predecirse mediante leyes científicas exactas y que esas leyes regían la naturaleza humana y obligaban a las personas a actuar egoístamente para protegerse.
—No veo en qué puede ayudarnos eso —repuso la señora McCain.
Entonces ella y todos los demás volvimos a refugiarnos en nuestros mundos separados y silenciosos donde dejábamos transcurrir la mayor parte del tiempo. No creo que nadie pensara en nada más allá del bote salvavidas. Finalmente lo aceptamos. Era allí donde vivíamos.
Yo pasaba de sentarme junto al señor Nilsson para aferrar la barra del timón, a ocupar mi sitio habitual al lado de Mary Ann. Todavía hay lagunas en mi memoria, pero mientras esperaba que el jurado dictara sentencia, traté de llenarlas. Creo que fue dos o tres días después de la muerte del señor Hardie cuando Mary Ann enfermó. Yo también debía de estar enferma, porque recuerdo que tiritaba con ella, me acurrucaba contra su huesudo hombro, caía sobre ella exactamente como Mary Ann hacía conmigo. De tarde en tarde, se anunciaba el fallecimiento de alguien y aquellos que podían reunir las fuerzas suficientes ayudaban a echar los cuerpos por la borda. No recuerdo quién se percató de que Mary Ann llevaba mucho rato sin moverse, y entrada la mañana se unió a quienes se habían confiado al mar.
En un momento dado, el señor Nilsson sugirió que los cuerpos de los muertos podrían utilizarse como alimento, pero la señora Grant puso fin a tales discusiones y nadie volvió a mencionarlo. Recordé lo que el señor Preston había dicho sobre la supervivencia y la voluntad de vivir, y me pregunté si alguno de nosotros aún la poseía. Hablábamos muy poco y cuando lo pienso, sospecho que las palabras que recuerdo haber dicho son simples alucinaciones. Tenía la lengua hinchada, deshidratada, y mi saliva había pasado de ser espesa y de mal sabor a ser inexistente, de modo que mi lengua yacía en la boca como un animal muerto, ni flexible ni ágil, sino reseca y agrietada, como un ratón seco y pelado. También me notaba los ojos pegajosos y secos, y cuando me levantaba en el bote para dirigirme a las mantas de la parte delantera o hacia el timón de popa, me parecía haber perdido la facultad de distinguir el arriba del abajo. Ráfagas de luz y manchas negras como de tinta me nublaban la vista, como si flotase en un cielo oscuro y estrellado. Me mareaba a menudo, y una vez me derrumbé en los brazos de la señora McCain y la hice caer. Quedamos tendidas juntas en un abrazo incómodo, demasiado agotadas para incorporarnos, y habríamos podido seguir así si la señora Grant no nos hubiera gritado que entrásemos en razón.
La frontera entre el sueño y la conciencia se había vuelto borrosa, y nunca estuve del todo segura de qué constituía un sueño y qué era realidad. El ejemplo más espeluznante fue cuando creí que Henry había estado en el bote salvavidas con nosotros todo aquel tiempo, pero lo habíamos confundido con otro. Me percaté con creciente horror de que se había puesto un uniforme del barco y había adoptado el nombre de Hardie con el fin de subir al bote conmigo. ¡Esto significaba que la persona a la que había ayudado a matar era Henry! Me arrastré a lo largo de la borda hasta sentarme junto a Hannah. El pánico me hizo temblar de la cabeza a los pies como nunca antes lo había hecho. Dije:
—No creo que el señor Hardie fuese un miembro de la tripulación del barco.
—¿Quién era, entonces? —me preguntó.
—¡Henry! —susurré, tratando de formar las palabras con mi nada colaboradora lengua—. ¡Creo que matamos a Henry!
Habría llorado, pero mi cuerpo no conservaba humedad suficiente para generar lágrimas.
—No, no —canturreó ella, poniendo una mano áspera en el costado de mi cara—. No matamos a Henry. Henry no estaba en nuestro bote.
Entonces desperté, si es que había estado durmiendo, o entré en razón si ya estaba despierta. Me encontré sentada junto a Hannah, que tenía los ojos cerrados y se apoyaba sobre mi hombro, como yo me recostaba sobre el suyo. Durante el resto del día deambulé por los pasillos de mi Palacio de Invierno, más como un fantasma que como artífice.
Aquel atardecer, o quizás el siguiente, el cielo se abrió y dejó caer una lluvia torrencial en cortinas espejadas. Nos llevó varios minutos tomar conciencia de lo que ocurría y casi media hora de torpes maniobras para arriar la vela lo suficiente para desviar el agua que caía sobre ella hacia los barriles vacíos, tal como nos había enseñado el señor Hardie. Nuestro estado de extrema debilidad lo hizo poco menos que imposible, pero al final del chaparrón nos habíamos saciado hasta el punto de eructar y disponíamos de una buena cantidad de agua en reserva para lo que nos deparara el futuro.
Durante aquellos últimos días en el bote salvavidas, la rígida estructura de nuestra existencia se desintegró por completo. La señora Grant no imponía la lista de turnos del señor Hardie, y si había que hacer algo, se ocupaba ella misma, o lo hacía Hannah, porque si pedía algo a alguno de los demás, la mayoría estábamos demasiado débiles y desanimados para obedecer. No volvimos a intentar navegar a vela: era como si la resolución y fuerza de la señora Grant hubiese dependido de la oposición del señor Hardie.
Aquel día, el siguiente o el otro, un barco de pesca islandés apareció en el horizonte y nos recogió. Este punto se discutió largamente en el juicio: ¿cuánto tiempo después de que el señor Hardie fuese arrojado por la borda nos rescataron? ¿Cuántos días pasamos sin agua? No lo sé con exactitud, pero el ejercicio de escribir este diario me hace pensar que el pesquero apareció una semana después de la muerte de Hardie. Hannah también afirmó saberlo: «Nueve días», aseguró bajo juramento. En su resumen, la acusación señaló que era significativo que disintiéramos entre nosotras y sostuvo que ese espacio de tiempo fue más corto, apenas uno o dos días a lo sumo, lo cual habría hecho la muerte del señor Hardie «innecesaria, premeditada e innegablemente un acto criminal».
No reparamos en que dos de las italianas estaban muertas hasta que los pescadores islandeses trataron de levantarlas. La tercera se aferraba a sus compañeras como si formaran parte de sí misma, pero la señora Grant le dijo algo y finalmente dejó que los pescadores echaran los pestilentes cadáveres por la borda. Recuerdo que me arrastraron unas manos fuertes y mi renuencia a soltar la barra del timón que habían dejado a mi cargo. Recuerdo el agobiante olor a pescado procedente de la bodega del pesquero y la actitud respetuosa del capitán y su tripulación, que, aun siendo hombres toscos y sin afeitar, parecían representar el colmo de la caballerosidad y la civilización.
Los pescadores, preocupados por nuestro estado, nos dieron su mejor comida. Permanecimos a bordo del barco de pesca durante dos días, que emplearon en buscar otros botes salvavidas mientras esperábamos un vapor correo que debía llevarnos a Boston. El señor Nilsson se quedó en el pesquero, diciendo que iría a Islandia con ellos y desde allí seguiría su viaje hasta Estocolmo. Los demás estuvimos en el segundo barco durante cinco días más, de modo que cuando llegamos a Boston habíamos recuperado parte de nuestras fuerzas. Creo que esto perjudicó nuestra defensa, porque la primera impresión que causamos a las autoridades no fue la de unas supervivientes al borde de la inanición. Para cuando comenzó el juicio, los pescadores habían regresado a Islandia y solo disponíamos de la declaración escrita del capitán, quien no se había imaginado en ningún momento que seríamos detenidas y acusadas.
Cuando el doctor Cole me pidió que le hablara del rescate, me costó trabajo encontrar palabras para describir mis sensaciones al ver emerger el barco pesquero de la niebla como en un sueño. Le dije que conservaría aquel recuerdo en un cofre del tesoro para los momentos tristes de la vida, por cuanto experimenté una mezcla de alegría y asombro que no había sentido nunca ni he vuelto a sentir desde entonces. Luego preguntó: «¿Confías que aparezca en el horizonte un barco de pesca islandés ahora que afrontas un juicio?» Le contesté que ya había aparecido uno: ¿acaso no se veía a sí mismo como su capitán?
Isabelle, que era muy seria y devota, insistió en que no tocásemos ni un bocado de nuestro alimento antes de dar gracias, de modo que, a la hora de las comidas, pasábamos varios minutos viendo cómo se enfriaban platos y escuchándola enumerar las muchas cosas por las que debíamos estar agradecidos. Mientras daba gracias al mar, que nos había mantenido a flote y sostenido al mismo tiempo que nos amenazaba, y luego a los peces y a los pájaros, que se nos habían ofrecido en sacrificio, y finalmente a las personas que habían muerto para que nosotros viviéramos, recité para mis adentros mi propia oración pidiendo que algún milagro rescatara a Henry. Otros interrumpían para dar voz a sus plegarias y comprendí que también ellos hacían supersticiosamente tratos desesperados a favor de sus seres queridos mientras tenían buen cuidado de no parecer como si no hubiesen recibido ya suficientes bendiciones.
Me pregunté cuánto duraría su recién descubierta piedad, lo cual me recordó algo que el señor Sinclair había dicho en cierta ocasión. «Aquellos que crean una divinidad deben también destruirla», me dijo antes de explicar que la relación del hombre con Dios reproduce el ciclo vital. «Cuando somos bebés —agregó—, necesitamos una figura autoritaria que nos guíe y nos cuide. No hacemos preguntas sobre esa autoridad y asumimos que la pequeña circunferencia de nuestra vida familiar es el límite del universo y que lo que vemos delante de nuestros ojos existe en todas partes y también que todo es como debería ser. A medida que maduramos, nuestro horizonte se ensancha y empezamos a cuestionar cosas. Esto continúa hasta que derrocamos a nuestros creadores, nuestros padres, para siempre y ocupamos su sitio como la fuerza creativa de nuestras vidas o encontramos sustitutos para ellos porque el terror y la responsabilidad son demasiado imponentes. La gente va en una dirección o en otra, y esto explica todas las grandes diferencias personales y políticas a lo largo de la historia.»
Admiré el carácter genérico de esta declaración, cómo incluía a la gente de todos los tiempos y no admitía matices aburridos ni excepciones. Después de nuestro rescate, vi que todos nosotros habíamos sido reducidos a niños indefensos por nuestra terrible experiencia, pero en el momento de mi conversación con el señor Sinclair me sorprendí considerando lo que dijo más propio de Miranda y de mí en la familia en la que habíamos nacido que como algo más elevado y exhaustivo. Miranda trató de sustituir a nuestros padres por una autoridad externa, mientras que yo me contenté con librarme de ellos. Cuando se lo comenté al señor Sinclair, repuso: «Tienes una fuerza poco común», y tanto si era cierto como si no, el mero hecho de oír sugerirlo me hizo sentir más fuerte de lo que era, lo cual da fe del poder de las palabras.
Un día después, el señor Sinclair retomó el tema como si no hubiese transcurrido tiempo alguno, aunque mientras tanto habían sucedido muchas cosas, entre ellas todo el drama del rescate de Rebecca Frost. «Pero Grace —dijo—, si tú eres mucho más independiente que tu hermana, ¿cómo explicas la presencia de Henry?» Siempre había tenido al señor Sinclair en gran estima y hasta entonces también lo había considerado mi amigo y mentor, porque todo lo que me había dicho hasta ese momento indicaba que abrigaba solo sentimientos de afecto hacia mí. Ahora parecía ponerlo en duda algo, aunque yo no sabía qué.
—Quiero a Henry —dije—. Estoy segura de que en algún lugar de su personalidad hay espacio para el amor y el compañerismo. —Quise subrayar este aspecto, pero no siempre soy ágil con las palabras, así que tardé unos instantes en añadir—: No creo que la única forma de demostrar valor sea enfrentarse al mundo solo.
—Yo tampoco. Pero tienes que admitir que únicamente en circunstancias de soledad y desafío se manifiesta nuestra verdadera naturaleza.
—Y según usted, ¿estamos siendo desafiados lo suficiente? —pregunté un tanto maliciosamente, y contestó que sí.
Bajé la cabeza para ocultar mi confusión, y cuando volví a levantarla me sobresalté al ver que Hannah me miraba fijamente. Un escalofrío me recorrió la piel y estuve a punto de olvidarme del señor Sinclair, que me miraba a su vez —sin mala intención, creo—, pero eran los ojos de Hannah los que me tenían atrapada. Balbucí alguna respuesta en el sentido de que no era tan elocuente con el lenguaje como él, pero que agradecía sus intentos de poner rigor en mi pensamiento. «Todos estamos siendo puestos a prueba, señor Sinclair, y espero que en el fondo mi naturaleza, que estoy segura ya debe de haber quedado completamente al descubierto, reciba su aprobación», pero no era su aprobación lo que buscaba ese día.
Hannah siguió mirándome toda la tarde, y una vez dijo: «Grace.» Solo esta palabra —mi nombre— sin ningún mensaje añadido, simplemente «Grace».
Pero a bordo del vapor correo me uní a los demás en dar gracias a Dios y le atribuí la capacidad de salvar a Henry tal como me había salvado a mí. Poco a poco recobramos fuerzas y la última noche antes de llegar a Boston, en lugar de su oración habitual, Isabelle insistió en que recordáramos al diácono y al señor Sinclair, que se habían sacrificado voluntariamente por nosotros. En memoria del diácono, nos dirigió para que ensayáramos la «Canción del mar», que él nos había enseñado, hacía aparentemente una eternidad, para que pudiéramos recitarla cuando nos rescatasen. La única parte que recuerdo ahora es esta: «Bastó un soplo de tu nariz para que se amontonaran las aguas; las olas se irguieron como murallas; se inmovilizaron las aguas en el fondo del mar.» Parece una buena descripción de aquello que experimentamos y me alegré de que Isabelle pensara en ello, porque sin duda todos los demás lo habríamos olvidado. El buque en el que viajábamos llevaba otros diez pasajeros, que se congregaron a nuestro alrededor mientras recitábamos lo que debía de parecerles un relato sangriento y parcial en el que Dios salva a Moisés y a los israelitas, pero ahoga a todos los demás. Supongo que forma parte de la naturaleza humana el sentirse especial, y en este aspecto no éramos distintos a los israelitas.
La tierra surgió del mar casi por arte de magia y mientras los demás corrían en tropel a la barandilla del barco, yo me quedé atrás, preguntándome si alguien había venido a recibirme. El capitán del vapor correo había mantenido comunicación constante con las autoridades y para entonces teníamos una idea bastante aproximada de quién había sobrevivido al naufragio y quién no. La madre de Mary Ann había sido rescatada casi dos semanas antes, pero no se mencionaba a Henry Winter ni a Brian Blake. Aun cuando sabía que el nombre de mi marido no figuraba en la lista de supervivientes, una parte de mí estaba obsesionada con la idea de que estaría esperándome cuando desembarcara.
La costa, oculta al principio por una fina neblina, era de un azul verdoso. Un azul verdoso que después se descompuso en varios colores que incluían el rojo de un faro y los cascos brillantes de barcos anclados. A mi alrededor se oían exclamaciones: «¡Señor, ten piedad!», gritó alguien, y la señora McCain, que había pasado rozándome por las prisas por llegar a la barandilla, gritó: «¡Por fin, civilización!» Pero lo que veía delante de mí no eran estructuras sociales ni logros culturales. Veía algo más natural e inexplicable, no lo opuesto al mar, como los sólidos y los líquidos lo son o la vida es lo opuesto a la muerte, sino la continuación de la misma. Quizá tuviera una premonición de lo que estaba por llegar, o acaso mis percepciones estuvieran impregnadas de preocupación por lo que podía aguardarme: ¿Iba a ser aceptada por la familia de Henry o rechazada de plano? Supuse que podría regresar a la casa donde había vivido con mi madre, y si bien apenas podía pensar en el tema sin sentirme profundamente desanimada, me consolé con la idea de que por lo menos no estaba muerta y de que la vida suponía tener esperanzas. Pero la esperanza siempre me había parecido una emoción poco convincente, una especie de pasividad suplicante o de abnegación arraigada; y a medida que la costa se acercaba y se extendía ante nosotros como la tierra prometida de Moisés, resolví no ser víctima de ella. Nos habían anunciado que teníamos habitaciones reservadas en un hotel y que había médicos dispuestos a examinarnos, por lo que sabía que disponía de uno o dos días para decidir adónde iría y qué haría, sin en ningún momento imaginar el giro que darían los acontecimientos.
Fui la última de los supervivientes que bajó por la pasarela hasta el muelle del puerto de Boston. El primer paso sobre los tablones grisáceos y gastados fue como subir a un bote oscilante, tan poco acostumbrados como estábamos a pisar una superficie firme. La escena de los demás pasajeros tratando de mantener el equilibrio resultaba cómica, y nuestra risa era tanto una expresión de gozo por estar en tierra como una constatación de lo incapaces que nos habíamos vuelto para andar sobre ella. Me detuve una vez, a medio camino por la larga pendiente, a mirar la reluciente laguna del puerto. A la altura de mi cabeza, el capitán del vapor correo, de pie junto a la barandilla, en lugar de dirigir su atención a la tripulación y a los preparativos que fuesen menester antes de zarpar hacia su siguiente destino, nos miraba. Tenía las manos en las caderas, los ojos entrecerrados bajo el sol matutino que se desparramaba en franjas doradas entre las nubes, y miraba hacia nosotros..., hacia mí, quise creer. Nos miramos durante un largo rato y en él vi al señor Hardie, si bien ambos hombres no se parecían en nada. Mientras Hardie era moreno y menudo, el capitán del vapor correo era alto y tenía un aire imponente y elegante que el señor Hardie no tenía. Nuestros ojos se encontraron. Levanté levemente una mano y él, a su vez, levantó la suya y me hizo una especie de saludo. Era exactamente el gesto que el señor Hardie había hecho a Henry el día que el Empress Alexandra se hundió y que Henry lo abordó en la cubierta y habían intercambiado unas palabras, que no llegué a oír pero intuí se había tratado de algún tipo de transacción, pues Henry ponía aquella cara de concentración fija que había adoptado en las tiendas de Londres donde me había comprado las joyas y la ropa que se habían perdido en el mar. Entonces Henry había retrocedido y levantado la mano como yo levantaba la mía ahora, y el señor Hardie había saludado con una mano mientras introducía la otra en el interior de su chaqueta. Los botones dorados de su uniforme relucieron a la luz del sol. Llevaba la gorra de marinero bien puesta sobre su cabeza. Sus mejillas, a la sazón bien afeitadas, ya parecían chupadas, y sus ojos hundidos eran oscuros e inescrutables.
Asentí con la cabeza. El capitán del correo inclinó la barbilla a modo de respuesta y esa fue la última vez que lo vi. Me volví al mismo tiempo que él; entonces caminé con los mismos pasos inseguros que los demás por el resto de la pasarela. En cuanto atravesé el muelle y puse los pies en suelo firme, mis andares ya no vacilaban, y aunque me di cuenta de que no había ido nadie a recibirme, caminé con aplomo hacia el destino que el futuro pudiera reservarme.
Epílogo
La absolución no lo ha resuelto todo, aunque supongo que la situación es peor para la señora Grant y para Hannah, cuyas sentencias fueron conmutadas por cadena perpetua. El doctor Cole ha sugerido que amplíe las notas que tomé para mi defensa, aduciendo que lo que ahora necesito es una absolución psicológica. «¿Cuántas veces tengo que decirle que no me siento culpable?», exclamé, completamente harta del buen doctor. Por supuesto que hay cosas que quiero olvidar, pero me pregunto si es sabio seguir analizándolas. Ojalá pudiera olvidar, por ejemplo, el rugido ensordecedor del viento y las olas, el débil chapoteo del bote de madera en la ilimitada majestad del mar, aquellos remos como palillos que no nos llevaban a ninguna parte, la inmensidad verde oscuro que amenazaba con tragarnos. Olvidar la imagen del pelo de Rebecca desparramado sobre el agua antes de desaparecer bajo la superficie y el alivio que sentí cuando al principio no volvió a aparecer. Olvidar, por encima de todo, mi propia tentación de entrometerme en el destino y el nauseabundo peso muerto de la señora Fleming en mi regazo y más tarde el de Mary Ann. Por lo menos, Hannah y la señora Grant fueron capaces de idear un plan y llevarlo a cabo, pero yo no podía tomar decisiones firmes y rápidas. En más de una ocasión deseé que Anya Robeson me escondiera debajo de su chaqueta con el pequeño Charles.
Cuando escribo esto, dicen que un vapor transatlántico llamado Lusitania ha sido hundido por submarinos alemanes que acechaban bajo las aguas del mar de Irlanda. Esta noticia me ha hecho plantearme si nuestro barco fue una víctima preliminar de la guerra, pero las autoridades se apresuraron a decir que no, porque tanto el momento como el lugar no correspondían; y aun en el caso de que lo hicieran, ¿habría cambiado algo? Sonrío al pensar que el señor Sinclair habría respondido con un contundente «¡No!», pero no sé si estaría de acuerdo con él. Las autoridades no tienen razón en todos los casos, y no deja de hacerme sentir importante creer que mi vida se rompió en pedazos porque me vi atrapada en el fuego cruzado entre naciones poderosas y no debido a la imprudencia o la codicia.
Después de echar al señor Hardie del bote, me tocó a mí tenderme, exhausta, con la cabeza en el regazo de Mary Ann. Dormí muy mal y me desperté sobresaltada, creyendo que Mary Ann me hablaba. «Solo he fingido desmayarme —la oí decir—. Yo no podría matar nunca a nadie, pero por supuesto la señora Grant no ha dudado de ti en ningún momento.» Entrada la noche, dijo: «Revelaré quién lo hizo si nos rescatan. Les diré que fuiste tú, y les hablaré de las joyas y cómo compraste un sitio en el bote.»
«No había ninguna joya, Mary Ann», dije o creo haber dicho, pues mis pensamientos eran tan irregulares que tanto podía ser una pesadilla como ser real.
Desde hace casi un año, el doctor Cole me ha estado machacando sobre los sucesos del bote salvavidas. Empieza a parecerse al abogado de la acusación. Le he advertido que no hablaré más del bote. Desde luego que me afectó, ¡pero no como él cree! Se niega a aceptarlo. No veo por qué revivir detalladamente ese episodio todos los días revelará la causa de mi inquietud, que deriva mucho más del juicio y de la preocupación por mi futuro que de lo que aconteció allí. No fue el mar quien se mostró cruel, sino la gente. ¿Por qué debería sorprenderse por ello cualquiera de nosotros? ¿Por qué los miembros del jurado se quedaron atónitos, con la boca abierta y los ojos desorbitados? ¿Por qué nos acosaron los periodistas como perros hambrientos? ¡Niños!, pensé. Ya no volvería a ser una niña nunca más.
He perdido la paciencia ante la idea de que un humano insignificante se erija por encima de todos los demás —llámese reverendo, doctor o juez— y nos grite a propósito de esto o aquello. Tan pronto como alguien empieza a pontificar así, tiendo a distanciarme o a abandonar la sala, o bien, si no puedo hacerlo con elegancia, me limito a esbozar esa sonrisa insulsa que tan útil me resultó durante el juicio pero que tanto enfurece al doctor Cole. A fin de cuentas, ya he tomado la medida de mi propia insignificancia, y he logrado sobrevivir.
Cuando comenté algo en este sentido, el doctor Cole procedió a sermonearme sobre la culpabilidad y a decir que la gente no es responsable de la buena o mala suerte que tiene. Insisto en decirle que no me pregunto «¿por qué yo?» más de lo que lo hago sobre el accidente de mi nacimiento. Más bien me siento afortunada y desafortunada al respecto, impregnada de una especie de dicha que ha descubierto para mí un mundo completamente nuevo, un mundo desprovisto de dependencias de otras personas, libre incluso del temor a la muerte y la fe en Dios, aunque puede que sea precisamente esto lo que le desconcierta; y se me ocurre que el doctor Cole está tan interesado en curarse a sí mismo como en curarme a mí.
Hoy he anunciado al doctor Cole que me marcho, si bien aún no sé exactamente adónde ir.
—¡Pero nuestro trabajo aún no ha terminado! —ha protestado.
Le he dicho que me dispongo a embarcarme en una nueva aventura ahora que la otra ha tocado a su fin.
—¡Vas a casarte! —ha exclamado.
—¡Qué poco imaginativo es usted! Existen infinitas posibilidades. No sabría decirle qué podría hacer.
Me he sentido muy libre y aliviada al pronunciar estas palabras, pero me temo que el mundo es tan poco imaginativo como él y que tendré que aceptar la proposición de matrimonio del señor Reichmann a falta de otro plan mejor. La madre de Henry me ha estado pidiendo que vaya a Nueva York, y algún día iré a verla, pero por el momento lo estoy aplazando. ¿No es curioso que lo que parecía un elemento crucial de mi futuro dé la impresión de haber dejado de incluirse en él?
«No encontrarás la paz interior hasta que no resuelvas tu ambivalencia hacia el bote salvavidas..., hacia mí», ha empezado a decir el doctor Cole, pero he contestado que ya he encontrado la paz interior. La vida en este momento ha vuelto a parecerme un juego, un juego en el que incluso podría ganar, principalmente porque he sido absuelta y aún no he tomado ninguna otra decisión irrevocable. Sin duda lo haré pronto. Una no puede habitar la inestable cúspide de las posibilidades mucho tiempo sin caer a un lado o al otro, como mis experiencias en el bote salvavidas me han demostrado inequívocamente. ¿Sentí un hormigueo de felicidad en presencia de William? No, pero él confesó que lo sentía en mi presencia y eso me hizo feliz.
Había vuelto a tener noticias de Greta, quien escribió diciendo que las mujeres del bote salvavidas estaban recaudando dinero para las apelaciones de Hannah y la señora Grant. ¿Deseaba contribuir yo? Además, querían que usara mi influencia para convencer al señor Reichmann no solo de que aceptara ocuparse del caso, sino también de que rebajara sus honorarios. El día anterior había permanecido largo rato sentada delante de mi libreta, redactando una respuesta..., en realidad, varias respuestas. En una, les ofrecía toda la ayuda que estuviera en mis manos, y en otra preguntaba cómo era posible que unas personas que no solo me habían implicado en su crimen, sino que además luego se habían vuelto contra mí, recabaran mi ayuda. En una tercera respuesta, les deseaba cortés y fríamente mucha suerte y no prometía nada. Hablé al doctor Cole de las tres cartas y le pedí opinión sobre cuál debía enviar.
—¿Cuál quieres mandar? —preguntó, como ya sabía que haría.
—Desde luego, no tengo dinero para darles —dije.
Les deseaba sinceramente mucha suerte, pero no quería que William pasara el primer año de nuestro matrimonio sumergido en los acontecimientos de un período que yo ya había dejado atrás.
A diferencia de la húmeda y oscura sala de la prisión donde nos habíamos conocido, la consulta del doctor Cole era amplia y estaba bien ventilada y tenía una serie de ventanas que daban al puerto. Dediqué los últimos momentos del tiempo que pasamos juntos contemplando el agua, salpicada de crestas de espuma. A lo lejos, una flota de pequeños veleros se deslizaba rápidamente como elegantes pájaros empujados por el viento.
—Estás sonriendo —observó el doctor Cole.
—Sí —repuse—. Supongo que sí.
Llevaba puesto un vestido de seda nuevo que hizo un frufrú delicioso cuando me levanté para irme antes de que se hubiera cumplido la hora acordada. Dije: «Tendrá que encontrar sus respuestas sin mí», lo que le hizo golpetear presa de frustración su pluma con tanta fuerza, que dejó un enorme borrón de tinta en la página de la libreta donde tomaba notas. Si no me hubiese compadecido tanto de él, me habría reído de su deseo de concretarlo todo, de su ingenuidad, de su pueril deseo de saber.
Agradecimientos
Mi afecto y gratitud para mi familia: a mis padres, por darme a conocer barcos y océanos; a mis hermanos, por hacer divertidos los viajes, y a mi marido y a mis hijos, por animarme mientras añadía hojas a mis archivadores aunque no siempre supieran qué estaba haciendo.
De no ser por Sara Mosle, aquellas cajas habrían permanecido cerradas. Sara tuvo la amabilidad de leer mi obra y presentarme a su maravilloso agente, David McCormick. David, eres un héroe por haberme proporcionado orientación, apoyo y, ahora, un público.
Little Brown fue un flechazo. Mis editores Andrea Walker, Ursula Doyle y Reagan Arthur no solo fueron listos y perspicaces sino también divertidos y fue una delicia trabajar con ellos. Y a los otros muchos cuyo entusiasmo y conocimientos ayudaron a lanzar al mar Los náufragos, gracias: Marlena Bittner, Heather Fain, Zoe Hood y Amanda Tobier por mantenerme atareada; Mario Pulice por compartir generosamente sus conocimientos sobre todo lo relacionado con los transatlánticos; Emma Graves por su espectacular sobrecubierta; Victoria Pepe y Deborah Jacobs por su edición y corrección sobrehumanas, y Susan Hobson, Sarah Murphy, Bridget McCarthy y Pilar Queen por su extrema facilidad con las metáforas.
Estoy eternamente agradecida a mis primeros mentores: Andrew Kaufman, Leonard Kriegel, Harold Brodkey y Marshall Terry. Sus palabras y sabiduría siguen teniendo eco. A mi amiga Angela Himsel: gracias por veinticuatro años de aliento. Sabíamos que seguiríamos escribiendo, y lo hicimos. Y a los escritores que, a lo largo de los años, me enseñaron a escribir: os deseo la misma clase de inspiración que vosotros me habéis dado.
Por último, mi agradecimiento cordial a Reagan Arthur y a Michael Pietsch por darme una oportunidad.