
Charles Eric Maine
La mente del señor Soames
Título del original en inglés.
THE MIND OF MR. SOAMES
Traducción: Arturo Casals
Diseño de la portada Julio Vivas
© 1979 David Mcllwain
© 1980 Editora y Distribuidora Hispano Americana, S. A. (EDHASA) Diagonal, 519-521 Barcelona — 29 Telfs. 239 51 04 / 05
IMPRESO EN ESPAÑA
Depósito legal: B. 12.527 — 1980 ISBN: 84-350-0285-3
PARA HAL
quien estará en desacuerdo, punto por punto, con todo lo que se dice en este libro
Introducción
Cuanto más se lee sobre educación más obvio parece que hay ciertas desavenencias entre las autoridades en cuanto a las mejores técnicas de enseñanza a adoptar. Siempre serán noticia los padres apostados frente a las escuelas, los juicios al personal docente. Más reveladora será la campaña para enseñar matemática mediante el 'nuevo método y el consiguiente contragolpe y abandono de esta técnica en particular. Podría parecer obvio, después de tantos siglos de practicarla, que la enseñanza de matemática tiene que ser árida. Pero no. Si la enseñanza de conceptos tan elementales como uno más uno igual a tanto puede provocar controversias, ¿qué nos queda entonces para todo el campo de la enseñanza, la teoría y práctica de la educación?
Es una buena pregunta, y una pregunta que ha sido respondida en gran número de textos sobre teorías educativas. Casi todos estos libros me resultan tediosos, arrevesados, faltos de interés, y a menudo erróneos. Sé que entre educadores de disciplinas como antropología y física hay una gran tendencia a desdeñar las carreras sobre educación y a la gente que intenta enseñar a otros a enseñar. Me cuesta no compartir ese punto de vista, pero la controversia existe: eso nadie se atreverá a negarlo.
Charles Eric Maine es un clásico de la ciencia-ficción. Clásico en el sentido de que ese tipo de textos constituye el núcleo del género, el centro sin el cual no existirían los bordes. (Esto no significa que las capas exteriores de la ciencia-ficción, donde la disciplina se confunde con la fantasía pura, sean inferiores de ningún modo. Muchas de las mejores novelas del género pertenecen a esta categoría.
Pero sin el núcleo de la ciencia-ficción clásica serían simplemente fantasía y el género seria absorbido por ese campo más amplio.) Por ciencia-ficción de esta índole no aludo a las extravagancias galácticas de E. E. Doc Smith ni a los vividos vuelos cerebrales de van Vogt, sino más bien a la cautelosa extrapolación de Clarke con su Luna, o Asimov con sus robots.
Estas son las historias hipotéticas que constituyen la corteza sólida de la ciencia-ficción. ¿Qué ocurriría si los hombres exploraran la superficie de la Luna? ¿Qué ocurriría si tuviéramos robots inteligentes? Después de formuladas estas preguntas, el autor debe considerarlas cuidadosamente. Primero en forma técnica o filosófica; el polvo lunar puede reaccionar de determinada manera, la inteligencia ro— botica necesitará ser controlada por determinadas leyes. La historia sólo se escribe después de este paso cogitativo. Lo primero es técnica. Transformar las teorías en ficción es arte. (Como lo señalara alguien, los autores de ciencia— ficción tienen doble trabajo, pues deben imaginar sus mundos antes de poder usarlos como escenario de un relato. Espero que alguien haya contestado que precisamente en eso consiste el maravilloso placer de escribir c-f.)
Charles Eric Maine está obviamente muy interesado en la educación. Ha trabajado en el tema y ha formulado sus propias opiniones sobre qué es bueno y qué es malo. Como lo demuestra el prólogo a este libro, no desdeña las controversias apasionadas cuando son necesarias. Donde un escritor de menor calibre nos habría dado una novela pedestre sobre una escuela y las fricciones y métodos internos, Maine nos ofrece una idea asombrosa, aunque simple, que del modo más gráfico comprometerá tanto al autor como al lector en las teorías educacionales más básicas. Nos da la historia directa, aunque increíblemente compleja, del señor Soames.
Conocemos al señor Soames en el primer párrafo de la primera página, pues esta es la historia de él. Parece un individuo físicamente saludable de poco más de treinta años. Pero nació inconsciente y asi ha vivido desde entonces. Tiene la mente en blanco, o debe tenerla, de modo que si alguna vez recobra la conciencia habrá que enseñarle.
Y esa es la historia. Para el señor Soames es un asunto personal, y también es profundamente personal para el personal médico y la gente que lo rodea. Esta es una novela de personajes, y muy buena. Pero por su propia naturaleza sigue siendo c-f, y tiene que ser c-f tal como On the Beach es pura ciencia-ficción. (Shute nos interesó de tal modo en las vidas de sus personajes que nos preocupa lo que les sucede. Pero el tema básico es una historia de lo que ocurre después de un conflicto atómico, c-f clásica, además de uno de los temas más explotados en el género.) Mientras en la ciencia ficción temprana el héroe era la idea, y sólo la idea, la c-f más evolucionada explota una idea o concepto en un trasfondo de caracterización y narración sólidas.
La idea de una mente infantil virgen en un cuerpo adulto es fascinante, y Maine la explota plenamente. Si el libro adolece de algún defecto, es el que comparte con muchísimas novelas de c-f: la dependencia de una acción gratuita para intensificar el argumento. (Lo mismo pasa en otro clásico, Syndic de Cyril Kornbluth, que ya tiene historia e interés de sobra sin esas ametralladoras calibre 50 que tabletean montadas en jeeps.) Pero esta acción no se separa de la historia —incluso puede hacerla más atractiva para ciertos lectores— y por cierto nos deja dudas en cuanto a la eficacia de las técnicas educativas practicadas con el señor Soames.
Resulta de especial interés la exitosa tentativa del autor de eludir el traspié de la caracterización sin matices que signó las publicaciones de las revistas pulp, donde siempre se identificaba al héroe por su casco espacial blanco. Maine conquistará nuestra simpatía con el doctor Takaito, un cirujano, un teórico, y un personaje por derecho propio. Parece un superhombre, pero no lo es. De vez en cuando también comete errores. También sentimos una gran simpatía por Conway, a través de cuyos ojos vemos buena parte de la acción. No es ese héroe recio e impávido a que nos ha acostumbrado la ciencia-ficción. Kimball Kinnison se horrorizaría con él. Conway es un hombre con dudas, que trata de actuar correctamente pero a veces se equivoca. Si esto es realismo en c-f, bienvenido sea. Siempre pensé que seria aburrido conocer a Kinnison, sin una pizca de sentido del humor. Tanto Conway como Takaito saben reírse cada cual de si mismo, un rasgo muy humano y loable.
Solidez conceptual; idea transformada en historia. Ciencia-ficción clásica. Cuesta hacerla porque exige flexión, trabajo duro, extrapolación, inteligencia I además
de la habilidad artística para escribir un relato conmovedor y humano. La mente del señor Soames cumple con los propósitos del autor. Y además se lee con gusto.
HARR Y HARRISON, 1976
Primera Parte
EL DESPERTAR
1
A la mañana, después de lavarse y afeitarse y mordisquear sin ganas un magro desayuno, fue a la sala de operaciones del anexo de investigación para observar algunos de los preparativos del experimento de Takaito. Hacía más de dos años que no veía a John Soames. Tenía el mismo aspecto de siempre, salvo por el blanco vidrioso de la tez y la tenue cianosis púrpura de los labios, pero eso era porque lo habían retirado hacía pocos minutos del tanque frío del sótano. En ese momento su metabolismo vacilaba en escasos veintiséis grados Fahrenheit, pero en una hora o dos la relativa tibieza del cuarto le penetraría las carnes congeladas y volvería a parecerse más a un ser humano y menos a un muñeco de cera.
Tendido en la mesa inclinada de operaciones Soames se veía bastante alto y musculoso, pero todavía tenía los ojos cerrados como los había tenido durante casi treinta años, y necesitaba una afeitada y un corte de pelo. Sin embargo, pese al desaliño superficial —que no era considerado una cuestión prioritaria en los pacientes de la cámara fría, donde los valores estéticos eran algo irrelevantes— era bastante apuesto a su estilo, moreno y oscuro.
La hermana de la sala y dos enfermeras correteaban alrededor, calladas y eficaces bajo las luces sin sombra, mientras el doctor Barr manipulaba instrumentos bajo la mirada vigilante del doctor Einil Schearer, el especialista al que habían llamado para supervisar los procedimientos previos. Schearer era todo un experto en técnicas de refrigeración metabólica (se sospechaba que muchos de sus conocimientos los había obtenido durante la segunda guerra, en un campo de concentración alemán; pero eso había sido mucho tiempo atrás y ahora era un viejo de casi setenta años, consagrado a lo que él juzgaba su misión en el mundo de las ciencias médicas). Aunque tuviera un pasado dudoso, sin duda había hecho muchísimo por la humanidad desde entonces, y bastante por el inconsciente Soames.
Conway echó una ojeada. Había tres o cuatro más en la pequeña sala, además de él; casi todos doctores de los diversos departamentos de la clínica que estaban interesados en el caso Soames y disponían de tiempo para quedarse a observar. Muy cerca de él estaba el joven McCabe del laboratorio psiconeural, ojeroso, sin afeitar y necesitado de un cigarrillo y tal vez de un trago, aun a esta hora de la mañana.
—¿Qué se sabe de Takaito, Andy? —preguntó Conway, arrimándose a McCabe.
El otro torció la cara ostensiblemente.
—No tan alto... Esta mañana soy un caso de hiperestesia cerebral —susurró con fingida angustia—. El menor sonido me puede hacer perder la chaveta.
—Por tratarse de un psiconeurólogo, es toda una confesión, ¿verdad?
—Lo confieso todo, Dave. Recuérdame que nunca más vuelva a beber whisky después del champaña y que siempre, repito, siempre, me acueste antes de las seis de la mañana —miró a Conway, sombrío—. Ni siquiera a esa hora pude conciliar el sueño, gracias a una pareja de pajarracos enamorados frente a mi ventana...
—¿Celebraban?
—No. Sólo arrumacos...
—Me refiero a ti.
—¿A mí? —por un instante pareció desconcertado—. ¡Oh, a mi!? Pues sí, en cierto modo. Fue la última noche de libertad de Morry. Se casa hoy, y no tengo la menor idea de cómo se mantendrá despierto ni de dónde sacará energías. Lo llené de dexedrina, y a mí también... Pero no llegó a más que hacerme sentir nervioso y más cansado que nunca. Demonios, ojalá hubieras ido, Dave.
—Estaba de guardia... Además, no me invitaron.
McCabe pareció ligeramente abatido por un momento.
—Oh, sí. Olvidé que tú y Morry no sois precisamente amigos. De cualquier modo éramos ocho y bajamos seis botellas de whisky y ocho botellas de champaña, sin contar el vino y el brandy que regaron generosamente la cena, demonios...
Conway murmuró comprensivamente.
—No es grave. Creo que todavía estás vivo, pero dudo que sobrevivas a este día. ¿Estás de guardia?
—No hasta medianoche, gracias a Dios. Me proponía descansar un poco esta mañana, pero después me acordé que sacaban a Soames de la congeladora y no pude resistir la tentación de estar presente.
Callaron un rato. Observaban cómo trabajaba el personal de la sala. Qué extraño, reflexionó Conway. Pensar que John Soames y yo somos casi de la misma edad, y sin embargo nos separa más de una generación de vida, considerando la vida como una participación activa en el oficio de vivir. Soames nunca ha participado en nada desde su nacimiento, y menos antes... Pero ha conseguido crecer sin problemas y llegar a la madurez bajo una prolongada supervisión clínica.
Recordó la pregunta que antes había quedado en el aire por culpa de las reminiscencias alcohólicas de McCabe.
—¿Qué sabes del doctor Takaito?
—¿No tienes un chismoso en el pabellón psiquiátrico?
—Sí, pero normalmente voy muy ocupado para valerme de él.
—Dave, trabajas demasiado —dijo McCabe, lacónico—, Todo lo que sé es que Bennett recibió a primera hora de la mañana un mensaje de Cowley que anunciaba que Takaito había partido de Tokyo en jetclíper y llegaría a última hora de la tarde.
—¿Se propone operar hoy?
—Sin pérdida de tiempo —McCabe hizo un ademán cortante con las manos—. Todo tiene que estar listo. Tiene que tomar otro avión después de medianoche... Vuela a Nueva York por alguna conferencia sobre patología neurocerebral mórbida que empieza mañana.
—Hombre ocupado.
McCabe se encogió de hombros y resopló.
—Me llama la atención que hayamos llamado a un japonés para hacer lo que no podemos hacer nosotros.
—Te entiendo, pero en el campo de los diagnósticos psiconeurológicos Takaito es el reflejo vivo de la fama —señaló Conway.
—Reflejo es la palabra apropia'da —rezongó McCabe—. Takaito empezó donde dejó Pavlov. ¿Sabías que tiene criaderos de perros especiales que producen más de dos mil ejemplares por año para investigación y vivisección? Eso representa unos seis perros cada día, incluso Viernes Santo y feriados bancarios. De todos modos, si él puede hacer algo por nuestro amigo Soames —señaló con el pulgar el cuerpo inerte—, me quitaré el sombrero ante él y sus honorables ancestros.
Las posibilidades son bien escasas, pensaba Conway. Durante los últimos treinta años algunos de los psiconeurólogos más brillantes del mundo habían desplegado toda su habilidad y experiencia en fútiles tentativas por despertar a la conciencia el cerebro durmiente de Soames, pero todos habían fracasado rotundamente. Había una palabra para designar esa condición, de hecho había varias palabras y unas pocas proposiciones complejas. Parte de la dificultad era que todavía nadie había diagnosticado con cierta precisión. Soames era único. Era perfectamente normal en todo sentido, excepto que había nacido en un estado de inconsciencia total y había permanecido así desde entonces. Inexplicablemente el cerebro parecía disociado por completo del resto del sistema nervioso, de modo que él no percibía nada y era incapaz de reaccionar a los estímulos externos, aun a shocks eléctricos muy fuertes. Claro que durante esas pruebas se producían los previsibles espasmos musculares, pero eran meras reacciones motrices involuntarias. La mente seguía en blanco, cerrada a toda percepción. Las pruebas electroencefalográficas revelaban ritmos alfa y beta regulares de considerable amplitud, característicos del sueño profundo. Al final se acordó tácitamente que el diagnóstico apropiado era un coma sináptico congénito: una manera más pomposa de expresar que había estado inconsciente desde el nacimiento.
El hecho de que Soames siguiera con vida era considerado una especie de milagro menor, aun en los círculos médicos especializados. El milagro había sido obrado sin es— pectacularidad mediante la aplicación prolongada de cautelosos cuidados a lo largo de los años, con alimentación intravenosa combinada con ejercicios y masajes físicos y eléctricos para impedir la atrofia muscular. Durante casi quince años se lo había conservado en un tanque refrigerado (o sea, con un nivel térmico controlado de pocos grados por encima del punto de congelación) para reducir el ritmo metabólico y adaptarlo a la débil actividad del corazón y los pulmones. Era imposible prever cuánto duraría el juego de conservar a John Soames con vida antes que el cuerpo comatoso se rindiera incondicionalmente, pero en los años recientes, pese a una evolución física aparentemente excelente, había empezado a dar indicios de resistencia deterioriada durante los frecuentes análisis clínicos y experimentos que se realizaban.
—¿Qué es lo que se propone hacer Takaito? —preguntó Conway.
McCabe se acarició la nariz, pensativo.
—Eso sólo lo sabe el mismo Takaito. Algún desvío cortical, supongo, con algún injerto nervioso directo en ciertos lóbulos que él supone aislados por una barrera neural.
—Hm... Esos injertos son arduos, cuando no imposibles.
—Se ha hecho antes... Menshekin en Leningrado, Sankey en Chicago, y algún cirujano impronunciable en Pekín, si mal no recuerdo. Pero es arduo, como tú dices. Le deseo la mejor de las suertes japonesas.
—Entiendo que nunca ha visto antes a Soames... Personalmente, digo.
—No, pero ha pasado más de un año estudiando radiografías estéreo de su cerebro, y ha elaborado una teoría propia.
—Esto debe costar una fortuna —murmuró Conway, dubitativo—. Me pregunto quién le pagará la tarifa.
—Es curioso, pero viene gratis —dijo McCabe—. Supongo que Takaito está interesado de veras. Sin duda un ser humano es una variación, si estás acostumbrado a los perros... Especialmente, perros japoneses. En cualquier caso, lo único que hace es interrumpir el viaje de Tokyo a Nueva York el tiempo necesario para la operación.
—Nueva York-Tokyo vía Londres. Un viaje indirecto, como quien dice.
—Oh, a Takaito no le afecta. La BMA carga con los gastos adicionales... Todo en beneficio de la investigación psiconeural.
Conway caviló un instante.
—Supongamos que Takaito haga una proeza y John Soames sea consciente por primera vez en su vida. ¿Después qué...?
—Ahí es donde empieza la "diversión, Dave —respondió McCabe con una sonrisa maliciosa—. En cuanto abra los ojos y empiece a interesarse por el mundo exterior pasará a ser responsabilidad del departamento psiquiátrico, y por lo que a mí concierne, te deseo buena suerte con él —hizo una pausa de reflexión—. En realidad no creo que sea muy difícil; un poco de educación y rehabilitación forzadas, y hasta podría llegar al Parlamento.
—Simple habilitación, sin el 're' —destacó Conway—. No olvides que Soames aún no ha vivido en realidad.
—Puedo revelarte las probabilidades de éxito —dijo animadamente McCabe—. Una contra veinte, de acuerdo con Bennet.
—La última vez era una contra cincuenta, así que las probabilidades en favor han aumentado.
—Buen indicio —señaló McCabe con un destello especulativo en la mirada—. ¿Sabes lo que haré ahora mismo, Dave?
—¿Levantar apuestas?
—No. En realidad volveré a transformarme en un ser humano. Me lavaré y afeitaré, y después tengo una proposición interesante que hacerle a esa hembra fascinante de Electroencefalografía. Regresaré luego.
Se frotó la barba crecida con aire pensativo y salió apresurado, dejando a Conway vagamente irritado. Ecos de Morry, con esa misma actitud ligeramente lasciva y oportunista. Sólo Morry o McCabe podían pensar en Ann Hender— son como en una hembra fascinante. Al menos todavía están a la pesca de una oportunidad y aún no conocen a la muchacha, reflexionó. McCabe está perdiendo el tiempo, igual que Morry, sólo que Morry nunca supo cuándo parar.
Ahuyentó esos pensamientos desagradables antes que lo preocuparan demasiado y se dirigió al otro lado de la sala. Una de las enfermeras estaba cortando el grueso cabello negro de Soames con tijeras eléctricas, preparación para la afeitada de cráneo imprescindible previa a la trepanación. Más allá, junto a la pared de enfrente, tres hombres con uniforme gris levantaban un andamiaje de duraluminio. Esta misteriosa actividad quedó explicada cuando la puerta doble de la sala se abrió abruptamente para recibir a dos hombres más que cargaban equipos seguramente electrónicos, entre ellos un aparato muy parecido a una pequeña cámara de televisión de tipo industrial. Recordó entonces algunas de las complicadas medidas que fueron tomadas para asegurar el máximo de participación profesional posible en la operación experimental del doctor Takaito: circuito cerrado de televisión en color para beneñcio de más de doscientos doctores y especialistas en cerebro que observarían monitores de video en la sala de conferencias, y cámaras de dieciséis milímetros que filmarían en color las técnicas y procedimientos del especialista japonés. Además se esperaba grabar un comentario simultáneo sobre la operación por el mismo Takaito como relator, que detallaría la intención de cada movimiento (aunque fuera en japonés).
Conway se sorprendió de encontrarse haciéndose la pregunta de qué pensaría de todo esto el mismo John Soames, si pudiera pensar. Ser el punto focal de tanta atención experta y tanto genio aplicado; llegar a la conciencia y, de hecho, a la vida en medio de los cerebros más sagaces y capacitados de la profesión médica... No se podía pedir más. Nacer, por así decirlo, a la edad de treinta años rodeado por médicos, psiconeurólogós y psiquiatras solícitos, aunque impersonales, con todos los parámetros de esa vida nueva e inimaginable proscritos (y en verdad prescritos) de acuerdo con los principios científicos mejores y más autorizados del momento. En cierto modo era una oportunidad que ningún recién nacido había tenido en toda la historia... Y eso sería precisamente John Soames, desde luego, si la operación del doctor Takaito tenía éxito; un niño con una mente virgen en un cuerpo adulto, que empezaría desde cero en lo relativo a educación y medio ambiente.
De pronto abandonó la fría geometría verde y blanca de la sala de operaciones y encaminó sus deseos de fumar hacia la entrada principal de la clínica y la estimulante informalidad del mundo exterior. El sol brillaba sobre el césped y los canteros, y una brisa fresca agitaba los plátanos cerca del alto muro de ladrillos que tapaba la carretera. La atmósfera era de excepcional bucolismo para el noroeste de Londres, y los terrenos que rodeaban el edificio tenían el espacio suficiente para sugerir un parque abierto. La clínica en sí —o Instituto Psiconeural Osborne, por darle su nombre completo— combinaba curiosamente lo antiguo y lo moderno. El principal sector administrativo estaba instalado en una casa de estilo georgiano, vieja y gris oscuro, más bien amplia y suntuosa pero ligeramente anacrónica en esta época. Probablemente era una mansión remodelada, una reliquia de una época más confortable y grácil. En ambos flancos, y al fondo, modernos edificios de ladrillo con ventanas de marco metálico se extendían formando una cruz. Allí estaban las diversas salas y laboratorios. El Instituto poseía un aire vagamente somnoliento de quietud y reclusión, como si la civilización estuviera a más de mil millas; sólo ocasionalmente se oía el traqueteo del tráfico pesado más allá del muro alto que aislaba a la clínica de los suburbios.
Conway caminó ociosamente hacia la parte trasera del edificio, hasta el borde del pequeño lago que relumbraba y tiritaba bajo los árboles. Fumaba y pensaba en cosas irrelevantes; en la forma del lago, por ejemplo, ovoide y dentado como una ameba, y los árboles con sus raíces subterráneas que formaban una oscura imagen invertida de la red de troncos y ramas que ascendían al cielo, suspendidos en una simetría jamás observada y rara vez imaginada; dos rostros curiosamente mezclados, uno redondo y terso enmarcado por el cabello casi platinado de Penélope, y el otro enjuto con ojos castaños e intensos, y un cabello tan oscuro que era casi negro, el de Ann Henderson. La absoluta ingeniosidad de la nueva computadora maestra de Messiter con quince millones de unidades transistorizadas de memoria que podía simular el pensamiento humano y aprender por experiencia, pero nunca podía crear un solo concepto, ni demostrar imaginación. La risa ebria y estridente de Penélope, siempre algo histérica, y la voz dulce y grave de Ann, invariablemente serena y franca. Los experimentos clínicos de Patterson con un derivado de mescalina para el tratamiento de la esquizofrenia, y el trabajo detallado de Erlich Vosch para investigar la química cerebral de los sueños. Hombres jóvenes, Patterson y Vosch, con menos de cuarenta años y apenas mayores que él...o que Soames. Qué curioso el cerebro humano, que en un hombre exhibiera los poderes increíbles del análisis y la integración en el reino de las ideas mientras en otro se negaba categóricamente a trabajar.
Con vaga ironía reparó en el curso de sus pensamientos, que como siempre se curvaban hacia adentro, del mundo externo y generalizado a la órbita particularizada de la mente, con la ocasional e irrelevante intrusión de ecos de sobretonos de mujeres. El síndrome de los psiquiatras. Bien, de algunos, psiquiatras, en todo caso.
Rodeó el lago lenta y pensativamente y regresó al edificio administrativo. El ala oeste de la mansión comprendía las viviendas del personal residente, con cocina y comedor, y era allí donde tenía su pequeño pero confortable departamento. Entró en el edificio por la puerta trasera y bajó al comedor para tomar café, que se servía a cualquier hora después de las diez y media. Ya había un grupo de personas dispersas entre las mesas circulares disfrutando de las comodidades del lugar. Recogió el café de la barra (dispuesta para el autoservicio) y buscó una mesa vacía, pues no se sentía demasiado sociable ni con ganas de conversar. Inesperadamente se sorprendió mirando a Ann Henderson, que ocupaba una mesa aislada cerca del ventanal. Ella sonrió, y eso bastó para disiparle el sentimiento de insularidad. Se acercó y se sentó al lado.
Ann compartía con Pauline Stanton, del Departamento Radiográfico, el honor de ser uno de los dos personajes femeninos del personal jerárquico del Instituto, pero mientras Pauline era mayor y metida en carnes y llevaba gafas de carey, Ann era simpática y atractiva, y sus facciones eran, aunque no exactamente bonitas, ciertamente interesantes. Tenía el pelo negro y lacio, relativamente corto aunque frecuentemente desaliñado, y ojos castaños, y apenas se maquillaba. Existía un curioso vínculo entre Conway y la muchacha; tenían precisamente la misma edad, pues compartían la misma fecha de nacimiento (y en consecuencia, el mismo signo del zodíaco y los mismos pronósticos astrológicos según los promulgaban los diarios de la tarde, un detalle que había provisto un útil gambito de apertura de diálogo en ocasiones pasadas). Ann no era doctora pero su especialización en electrónica le había adjudicado la responsabilidad personal del Departamento de Electroencefalografía, donde supervisaba el uso del equipo. La hembra fascinante de McCabe, pensó Conway con ironía.
—Hola Dave —dijo ella—, se te ve cansado.
—Guardia nocturna —comentó él.
—En ese caso deberías descansar para recuperarte.
—Lo hago, pero no se me nota.
—Lo que se te nota es un complejo de Soames —observó ella—. Casi todo el personal parece sufrirlo esta mañana.
—Historia médica viva —explicó, encogiéndose de hombros—. ¿O suena pomposo? Uno se ve obligado a estar presente, supongo, aunque más no sea para hacer reverencias y llamar la atención del doctor Takaito.
—Hablas como sí el doctor Takaito te disgustara.
—Querida Ann, lo adoro. Es tan amable de su parte visitarnos durante su viaje a Nueva York para ayudarnos con este desconcertante caso Soames... Me pregunto que podríamos hacer sin la intervención japonesa.
—Hablas como McCabe —lo acusó ella—. Tiene algo contra los japoneses. Parece que el padre murió en el ferrocarril de Burma durante la última guerra.
El la miró arqueando las cejas.
—Parece que sabes mucho más que yo de la vida de McCabe.
—Ahora empiezo a entender —sonrió ella—. No es Takaito quien te ha puesto tan mal.
—Sería imposible. Ni siquiera le conozco.
Ella titubeó un instante, como si no supiera qué decir.
—En realidad, Dave, vi a Andy McCabe hace unos minutos. Me invitó a cenar con él esta noche, y tiene entradas para un espectáculo.
Conway guardó silencio.
—Esa comedia musical norteamericana... ¿De qué están hechas las muchachitas? —continuó ella—. Le han hecho muy buenas críticas.
—Cuando vi a Andy en la sala de operaciones, hace media hora, no parecía en condiciones de saber siquiera de qué están hechos los muchachitos —comentó Conway con sequedad.
—La fiesta de Morry, supongo.
—Algo así.
—Bien, luego se lavó y afeitó. Lucía razonablemente civilizado.
El terminó el café y se levantó fatigosamente.
—Bien, que te diviertas, Ann.
—Lo intentaré —dijo ella, observando reflexivamente—. No puedo dejar de lamentar que fuera Andy y no tú. Sabes a qué me refiero, ¿verdad, Dave?
—Sí, sé a qué te refieres. En otra ocasión, tal vez. Esta noche ya estoy comprometido con el cerebro de Soames —empezó a alejarse, pero de golpe se detuvo y se volvió—.
—Si llegaras a descubrir de qué están hechas las muchachitas dímelo, ¿quieres? Tal vez me ayude a comprender a las muchachonas.
Ella no dijo nada y se quedó mirándolo melancólicamente. El se encogió de hombros en forma presuntamente despectiva y siguió su camino.
Desde su cuarto telefoneó a su esposa Penélope, pero nadie atendió en el departamento de Chelsa. Los timbrazos se repitieron en el auricular como lo hacían invariablemente desde hacía tres días. Colgó.
2
El doctor Takaito llegó con más de una hora de retraso al Instituto, y esa demora, sumada a la ausencia del subsecretario de estado del ministerio de Salud, que había prometido asistir para dar la bienvenida a la personalidad japonesa, había puesto al doctor Alex Breuer de mal humor. Breuer era el director del Instituto, el responsable de la política, la planificación y la coordinación de los diversos programas clínicos. Era corpulento y fofo, con un bigote impreciso que le sombreaba el labio superior como un cultivo de humus a medio crecer, y siempre vestía impecables trajes oscuros que nunca variaban sino imperceptiblemente en su tono favorito de gris. Entre las cuatro y las cinco había ordenado a la secretaria que telefoneara siete veces a la Casa de los Comunes y averiguara qué demonios le había ocurrido al subsecretario, sólo para enterarse en cada ocasión de que se estaba debatiendo un asunto importante y se esperaba una escisión en cualquier momento; hasta que ese magno acontecimiento se produjera parecía improbable que el subsecretario abandonara sus deberes parlamentarios para estrechar la mano del visitante japonés, que en todo caso venía simplemente de paso en viaje a Estados Unidos.
Cuando el gran Humer negro contratado para trasladar al doctor Takaito del aeropuerto al Instituto rodó silenciosamente por la calzada amarilla y frenó frente al edificio administrativo, el doctor Breuer ya iba por el tercer whisky y brindaba retrospectivamente por Guy Fawkes. Bajó apresuradamente a la entrada principal, seguido de cerca por el doctor Bennett, su asistente personal, y el doctor Slade, a cargo de las investigaciones psiconeurales. Juntos saludaron al menudo especialista japonés con radiante cordialidad, y a su vez el doctor Takaito irradió aún más cordialidad a través de las pesadas gafas cóncavas. El chófer descargó dos grandes maletas del maletero del coche, y la procesión subió solemnemente al despacho privado del doctor Breuer.
El doctor Takaito hablaba muy buen inglés, pero con esa chata inexpresividad del oriental sin sensibilidad semántica. Sí, dijo en respuesta a la pregunta inevitable: había tenido un viaje rápido y confortable —estos nuevos jet— clípers eran la última palabra— pero los habían retenido casi una hora en Lydda por culpa de ciertos problemas con el radar. Sí, había traído las radiografías del cerebro de Soames y ya no las necesitaría más, pues había preparado un juego completo de dibujos para trabajar. La operación sería un éxito, estaba convencido. Cierto, aún no se había topado con ningún caso de coma sináptico canino, pero —y esto era lo importante— había logrado inducir un coma equivalente creando artificialmente ciertos tipos de barreras neurales entre lóbulos cerebrales específicos, y había restaurado el funcionamiento normal del cerebro al quitar las barreras. Las radiografías de Soames contenían indicaciones de gran similitud física. Para demostrarlo había traído una selección de diapositivas en color de cerebros de perros antes y después de la operación que ilustraban la notable semejanza con ciertos aspectos físicos del cerebro de Soames.
En el despacho, el doctor Breuer y sus colegas examinaron las diapositivas con gran interés mientras el doctor Takaito, sin que nadie le invitara, se servía una generosa medida de whisky con soda mientras hacía comentarios intermitentes.
—Esa vista frontal, por ejemplo, doctor Breuer. La capa meníngea está manchada de verde. Como usted puede ver, ha crecido excesivamente, por así decirlo, y se ha replegado sobre sí misma. El pliegue se ha abierto camino entre dos pequeños lóbulos anteriores, estableciendo una barrera neural parcial. No basta con extirpar meramente el exceso de tejido meníngeo. Además, hay que restaurar una conexión neural positiva entre los lóbulos aislados, y eso requiere de una técnica refinada de injertación.
—Muy interesante —murmuró fascinado Breuer—. De paso, sírvase un trago, doctor Takaito.
—Gracias, aceptaré —dijo, terminando el anterior.
—Me parece que aquí hay algo nuevo en cirugía cerebroneural —continuó Breuer.
—Nuevo para los humanos, pero no para los perros. Rara vez se encuentra este estado en forma natural, y aun así, apenas se sabría cómo diagnosticarlo sin primero matar al paciente para teñir los tejidos cerebrales y llevar a cabo un examen microscópico. El método es bueno en la investigación, pero quizás no sea muy terapéutico.
—Como usted sabrá, he hecho ciertos arreglos —explicó Breuer—. Casi doscientos doctores y especialistas en psiconeurología han sido invitados al Instituto para observar la operación por un circuito cerrado de televisión. De hecho, no han cesado de llegar en toda la tarde. También nos proponemos filmar la operación, y le estaríamos muy agradecidos si usted simultáneamente comentara el procedimiento y explicara cada paso. El comentario será grabado, por supuesto, y eventualmente transferido al film como banda sonora.
—Desde luego —dyo generosamente Takaito, y luego encañonó a Breuer con un índice cautelosamente recriminatorio—, siempre que la operación sea exitosa. Si fracasa, me hará usted el favor de eliminar todo registro permanente —torció los labios sardónicamente—. Después de todo, sabrá usted que a los japoneses no nos gusta 'perder imagen', como dicen ustedes.
—Bien... —empezó Breuer, dubitativo.
—A nadie le gusta preservar los propios fracasos para... ¿Cómo dicen ustedes...? Para la posteridad.
—Es razonable —comentó Bennett mientras el doctor Slade asentía sin mucha convicción.
—Sigo pensando que el film sería valioso desde el punto de vista de la técnica quirúrgica —insistió Breuer tercamente.
El doctor Takaito sonrió apenas.
—Una técnica fútil no tiene valor intrínseco. Sin embargo, como estoy bastante seguro del éxito de la operación, dudo que se presente esa dificultad, en cuyo caso no tengo objeciones válidas a las cámaras ni a las grabadoras —la sonrisa se ensanchó afablemente—. Y ahora, doctor Breuer, htty un pequeño favor que a mi vez quisiera pedirle. Un favor razonable, entiendo, considerando mi papel en el exponiente).
—¿Sí? — dijo Breuer con cierta brusquedad, dejando las diapositivas en el escritorio.
—El tratamiento posterior —Takaito cruzó los brazos en un gesto de humildad superficial—. Tengo un profundo interés en la psicoterapia. Al fin y al cabo uno no juega con perros sólo para entretenerse.
—No entiendo, doctor Takaito...
—Supongamos que como resultado de mi operación el señor Soames de pronto despierta a la conciencia. ¿Qué se hará después? El tiene una mente, una mente virgen, pero es un hombre adulto. Su mente puede ser entrenada y orientada de tal modo que con el tiempo el hombre inicie una vida normal como ciudadano útil de esta sociedad. No será fácil. Habrá muchos problemas. Me gustaría colaborar en la solución de esos problemas.
—Bien —dgo Breuer pensativamente—. No se me ocurre ninguna objeción, ¿pero no será difícil una intervención activa desde el otro extremo del mundo?
Takaito frunció los labios con candidez.
—He hecho mi diagnóstico y planeado la operación desde el otro extremo del mundo, según su pulcra expresión, doctor Breuer...
—Pero sin duda lo que cuenta en un caso es la observación física —terció el doctor Slade, sonriendo como si demostrara algo obvio—, mientras que en el otro... Bien, se puede ver el cerebro, pero no la mente.
—Lo que quiere decir el doctor Slade es que la psicoterapia de instrucción sólo puede llevarse a cabo de primera mano —dijó Breuer, aferrándose del argumento—. Por cierto los especialistas psiquiátricos del Instituto deben ser la autoridad prioritaria en un caso como éste, aunque desde luego siempre estaríamos dispuestos a escuchar consejos.
—¿Aunque vinieran de Tokio? —los ojos angostos del doctor Takaito parecieron titilar sardónicamente detrás de las gafas cóncavas—. No estoy solicitando una responsabilidad por poder, por así llamarla, en el tratamiento del caso Soames... Pero debo recordarle, doctor Breuer, que he pasado más de veinte años acumulando experiencia sobre cómo destruir patrones de conducta... Y lo que es más, sobre cómo crearlos.
—En perros.
—En perros, como usted dice —asintió Takaito amablemente, pero frunció los labios con frialdad—. Y también en humanos, en algunas ocasiones. Los mecanismos básicos del cerebro no son en modo alguno disímiles. El problema con Soames será qué patrones de conducta imponer y en qué orden, pero aun así, el procedimiento será táctico antes que estratégico.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Breuer, ligeramente irritado por la calma del doctor japonés.
—Creo que se explicará sólo con el paso del tiempo. Una cosa es entrenar y educar a un niño que acepta la disciplina y la autoridad adulta, pero muy otra es planear la evolución mental de un hombre adulto que lo ignora todo, absolutamente todo, al margen de sus pulsiones instintivas. ¿Cómo le obligarán a aprender la tabla del siete si se niega? ¿Lo abofetearán como a un niño, lo privarán de la comida? Supongamos que renuncia a las complejidades de la ortografía para agredir sexualmente a una enfermera, una posibilidad muy probable en un hombre maduro con una mente simple y no desarrollada.
—Creo que exagera usted las dificultades, doctor Takaito —declaró Breuer con impaciencia—. Naturalmente todo el proceso educativo será planeado meticulosamente, y se tendrán en cuenta todas las contingencias.
—¿No tienen ningún programa listo?
—Pues no, por supuesto que no. Estas cosas llevan su tiempo.
El doctor Takaito se sirvió más whisky y lo sorbió con evidente sensualidad.
—Pero doctor Breuer, el paciente puede ser consciente por primera vez en su vida esta misma noche... Quizás en tres horas más.
Breuer echó una rápida ojeada a sus colegas como buscando algún respaldo moral ante la actitud innegablemente crítica de Takaito, pero Bennett y el doctor Slade siguieron impávidos, evidentemente absortos en las ideas del doctor japonés.
—Es muy improbable que Soames, aun consciente, esté en condiciones adecuadas de asimilar instrucción en varias semanas, particularmente después de una trepanación —dijo Breuer con cierta acritud—. Eso nos dejará un margen suficiente para elaborar un programa apropiado que cubra los primeros meses de su... Su despertar.
El doctor Takaito meneó la cabeza socarronamente. —Al contrarío, la educación de Soames empezará en el mismo instante en que descubra que puede ver, oír, sentir y oler... Y esas primeras impresiones pueden resultar muy importantes.
—Sí, sí —barbotó Breuer—. Todos apreciamos eso, pero en la ausencia de pensamientos... ¿O no acepta usted que pensar sin lenguaje es imposible?
—El ya tiene un cierto lenguaje... El oscuro e inarticulado lenguaje de los sueños.
—¡Ah! —exclamó Breuer, triunfante—. ¿Qué sueños? Soames ha estado inconsciente treinta años, y aunque fuera capaz de soñar no tiene una reserva de imágenes y sonidos en la memoria para formar un vocabulario onírico básico. ¿Cómo puede soñar un hombre que ha estado privado de los sentidos desde la cuna y es incapaz de pensar como un ser humano?
—Los sueños pertenecen al subconsciente —declaró de forma solemne el doctor Takaito—, y aun en el vacío virgen de su mente durmiente tiene que haber una sutil percepción de las mudas flexiones de las fuerzas latentes de su cuerpo: el ritmo del corazón, el flujo del aire en los pulmones cuando se dilatan y contraen los músculos del tórax, la lenta sensación de crecimiento físico a través de los años, la aplacada necesidad de alimentos sólidos en el estómago, los reflejos excretorios y la peculiar experiencia que producen, y desde luego, el instinto sexual al ejercer sus presiones físicas bajo el estímulo de las hormonas de la sangre. Son cosas indefinidas y elementales que tantean en las tinieblas de su mente dormida. Son todo lo que él conoce. Han sido su mundo durante treinta años.
—Si está sugiriendo que primero habría que someter a Soames a un psicoanálisis freudiano... —empezó Breuer, pero Takaito meneó la cabeza fugazmente.
—De ninguna manera. Simplemente estoy tratando de mostrar que la mente del señor Soames quizá no sea tan absolutamente virgen como imaginamos. Nuestra tarea no consistirá tanto en crearle una mente como en recreársela..., empezar por las sensaciones indefinidas de su subconsciente e interpretar el mundo real de acuerdo con ellas, para que él pueda avanzar progresivamente a una comprensión cabal de su lugar en el patrón de la vida.
—Bien, sí...o quizá no —dijo Breuer mirando al doctor japones con aire dubitativo—. Me refiero a que no tiene sentido especular a esta altura, realmente aún no sabemos si Soames ha experimentado sensaciones como las que usted sugiere, ¿verdad? —adoptó un tono más jovial y volvió a llenarse la copa al tiempo que invitaba a sus colegas a imitarlo; ellos accedieron con agradecida premura—. Primero, démosle a nuestro hombre la conciencia. Antes que nada necesitamos un milagro quirúrgico, y para eso todos dependemos de usted, doctor Takaito...
Takaito se encogió de hombros modestamente.
—Veremos.
—Y ahora, ¿qué le parece un poco de comida después de un viaje tan largo? Hemos preparado un plato muy especial que sin duda...
—Gracias, pero no —dgo Takaito, alzando la mano—. Disfruté de un excelente almuerzo en el avión.
—Pero eso debió ser hace varías horas.
—Rara vez como antes de una operación importante. Prefiero beber. Estimula los juicios precisos y calma los nervios.
—¿Usted...nervioso? —Breuer sonrió, incrédulo—. Me cuesta imaginarlo.
—Siempre me pone nervioso empuñar un instrumento cortante — dijo Takaito con solemnidad—. Corro el peligro de cortarme si hago un movimiento en falso.
Breuer intercambió miradas inciertas con sus colegas, no sabía si sonreír cortésmente o emitir murmullos de comprensivo asentimiento. En ese momento el teléfono interno del escritorio campanilleó con aspereza. Breuer levantó el auricular con una expresión de alivio.
—Sí, el doctor Breuer —anunció, y después—: ¿Quién? —un gruñido bajo—. Ya era hora. Enviaré a Bennett para que lo escolte hasta mi despacho.
Colgó el auricular con irritación.
—Caballeros —anunció con una voz excesivamente formal—, el subsecretario de estado para el ministerio de Salud ha llegado al fin. Bennett, por favor.
Bennett cabeceó, obediente, y abandonó el cuarto.
Takaito miró un angosto reloj-pulsera de oro.
—El ministro fue muy amable en venir —murmuró—, pero no debo perder mucho tiempo en pláticas informales. Si no tiene reparos, doctor Breuer, operaré dentro de cuarenta minutos.
—Como desee —convino Breuer.
La sala de conferencias estaba atestada, y había gente de pie detrás de las hileras de butacas. Las invitaciones para asistir a la demostración habían sido distribuidas en bloque a una serie de hospitales y escuelas médicas a una distancia razonable del Instituto, aunque, como se había señalado, no se sabía con absoluta certeza si el doctor Takaito aceptaría el escrutinio externo de la operación mediante cámaras televisivas y cinematográficas. De hecho, el psiconeurólogo japonés no sólo accedió a los requerimientos sino que desplegó cierto histrionismo característico en el modo de llevar el experimento y hacer los comentarios. Había en sus modales y sus gestos cierta actitud casual pero segura, como la de un filatelista que agrega nuevos sellos en su álbum viejo, como si se tratara de una afición predilecta y no de una responsabilidad profesional.
El equipo de televisión era abarcador y eficaz. Había sido instalado para la ocasión por uno de los grandes fabricantes de componentes electrónicos y comprendía una pantalla de dos metros cuarenta por uno ochenta suspendida sobre el escenario, sobre la cual se proyectaba una enorme imagen en color, además de diez monitores ubicados en puntos convenientes en los costados de la sala para favorecer a quienes no vieran con nitidez o prefirieran las imágenes más definidas y brillantes de las imágenes exhibidas en los tubos catódicos más pequeños.
Aunque Conway había llegado temprano a la sala de conferencias, cuando todavía había butacas disponibles, prefirió estar de pie en el fondo, principalmente por deferencia a los visitantes, y optó por dejarles los asientos por razones de cortesía. Se apoyó lánguidamente contra la pared trasera de la sala. Maldecía entre dientes la prohibición de fumar.
En la penumbra una figura se le acercó durante la trepanación.
—Hola, Dave —susurró una voz familiar.
Miró a un costado y reconoció la silueta desmañada y pelirroja del doctor Blamey, uno de los internos más jóvenes del establecimiento, licenciado hacía muy poco por una escuela médica. Conway y Blamey se llevaban muy bien, pese a ciertas diferencias de temperamento.
—Hola, Terry —respondió Conway.
Blamey ojeó la pantalla con un gesto burlón.
—¿Cuándo sale el pato Donald? —preguntó.
Conway no respondió. Estaba observando atentamente la trepanación, pensando que la televisión en colores era mucho más colorida que la realidad. Esas manchas de sangre eran demasiado rojas para ser verdaderas.
—¿No hay bailarinas? —insistió Blamey.
—A lo sumo puedes esperar una troupe de perros japoneses amaestrados —dijo Conway con sarcasmo—, todos ellos con sus ultraparadójicos síndromes de Takaito.
—No seas obsceno —bromeó Blamey—. Estoy seguro de que Takky no es así, pese a todo, aunque con estos nipones nunca se sabe —y agregó con otro tono—. Te noto malhumorado. ¿Le han hecho una histeroctomía a alguna amiga tuya o algo por el estilo?
—No menciones a las amigas. Por varias razones las mujeres no me interesan en este momento.
—No interesarse en ellas es lo mejor que hay, después de las mujeres. ¿No estuviste en la fiesta de Morry?
—No.
Blamey suspiró.
—Estoy rendido. Logré dormir tres horas esta tarde, después que me había intoxicado con dexedrina y amital. No entiendo cómo no estoy revelándote todos mis secretos.
Conway se metió una mano en el bolsillo de la chaqueta y palpó el perfil rectangular de un paquete de cigarrillos. Motivación subconsciente, pensó. Nunca resistas las incitaciones de la mente sepulta si quieres conservar tu simpatía.
—Tengo una buena idea —dgo en voz baja—. Por lo que veo, en media hora Takaito todavía estará perforando el cráneo de Soames. Propongo diez minutos de aire fresco y un cigarrillo.
—Cualquier cosa es mejor que la televisión —convino
Blamey—, mientras volvamos a tiempo para los comerciales. Me fascina el jingle que dice 'Takaito te deja el cerebro más blanco, más blanco, más blanco... No sólo blanco, sino blanco brillante..."
—¡Shhh! —chistaron varias voces airadas.
Blamey y Conway se abrieron paso hacia la puerta de los espectadores de pie, salieron del edificio y se quedaron bajo el macizo porche de piedra, mirando los plátanos que bordeaban la pared más allá de los canteros y el césped. El cielo estaba cubierto, y una llovizna desganada humedecía el aire quieto. Encendieron sus cigarrillos y fumaron mecánicamente, sin mayor satisfacción. Permanecieron callados durante un minuto.
—Oí algo de la historia de tu esposa y Morry — dyo al fin Blamey—. No lo he comentado antes, pero me pareció mejor que tú supieras que yo lo sabía..., y otros también.
—Es historia vieja —dgo Conway sin interés.
—Yo no la conocía —continuó Blamey tímidamente—. Sólo la vi un par de veces cuando trabajaba aquí, hará tres o cuatro meses —titubeó un instante—. Ahora que Morry se ha ido, ¿ella volverá?
—Lo dudo.
Blamey meneó la cabeza tristemente.
—Es una lástima. Ten en cuenta que el Instituto es un lugar endemoniado para que viva una mujer...una mujer casada, al menos, con un marido preocupado y enterrado en la rutina clínica...
—Tal vez tengas razón —admitió vagamente Conway—. ¿Pero qué tratas de demostrar?
—Nada en absoluto —se apresuró a decir Blamey—. Sé que nunca hablaste con nadie de tus asuntos personales, y sería el último en querer demostrar nada. Es sólo que Morry bebió de más anoche y dijo algunas cosas fuera de lugar. Pienso que teme que tú lo acuses de adulterio ahora que está casado.
—¿Adulterio?
—Si tramitas el divorcio con Penelope.
Conway reflexionó un rato, frunciendo el ceño con aire divertido.
—Pensó que sería mejor para todos si le concedes el divorcio —siguió Blamey.
—¿Basándose en qué? —preguntó.
—¿Ann Henderson, tal vez?
Conway sonrió.
—Me parece que Morry tiene una imaginación mórbida. ¿Fue él quien te metió en esto?
—Pues...sí, y no. Lo cierto es que inició un rumor, y me pareció mejor que te enteraras antes que te llegue por terceros, tal vez a través de la misma Ann.
—Gracias —dijo serenamente Conway—. Lamento defraudar a Morry en ambos sentidos —miró la hora—. Volvamos a ver el programa de Takaito.
Regresaron a la sala de conferencias y pasaron los noventa minutos siguientes observando cómo manos amarillas y delgadas realizaban un desvío cortical habilidoso, casi incruento.
3
Más tarde se celebró una reunión informal en la biblioteca y sala de recreación del Instituto, donde algunos de los médicos visitantes tuvieron oportunidad de conocer al menudo doctor Takaito, quien, vaso.de whisky en mano, respondió con tacto y parquedad a los cientos de preguntas y eludió los sondeos sobre sus experimentos en vivisección.
Conway, bastante agobiado y abatido, sorbiendo solamente unos tragos de cerveza floja, fue eventualmente presentado al cirujano japonés por el doctor Basil Mortimer, jefe de la División Psiquiátrica y su superior inmediato. Mortimer era un hombrecillo pulcro y rechoncho vestido de gris oscuro, y su cara rosada y redonda mostraba una expresión vagamente consternada, como si le molestara la copa de zumo de naranjas que sostenía en la mano. Conway sabía que esa era su postura normal y que no se la debía entender obligadamente como de disgusto.
—Desde luego usted habrá visto la operación, doctor Conway —di}ó Mortimer después de presentarlo a Takaito.
—Sí —confirmó Conway—. Muy interesante, aunque no haya significado demasiado para mí... En términos físicos, quiero decir.
Dio la impresión de que Takaito sonreía astutamente detrás de las gafas.
—Significará cada vez más para usted con el paso del tiempo, después que trasladen al señor Soames de la sección de psiconeurología a la de psiquiatría.
—¿Cuánto tardaremos en saber si la operación tuvo éxito? —preguntó Conway.
—Primero debemos esperar a que se disipen los efectos de la anestesia —explicó Takaito—. Eso llevará un par de horas. Aun así podrían pasar días antes que detectáramos algún efecto positivo. Es difícil predecir cuándo despertará a la conciencia un cerebro que lleva treinta años durmiendo.
—Sí, comprendo. Parece algo extraño que se anestesie a un hombre que está en coma. Por otra parte...
—Por otra parte el propósito de la operación era restaurar la conciencia —se apresuró a añadir Takaito—. Sin duda habría resultado más extraño para el mundo exterior y para la prensa que el señor Soames hubiese recobrado el sentido mientras yo todavía le tenía el cerebro expuesto.
Conway asintió con un cabeceo.
—Estaba por decir eso... —empezó, pero Takaito prosiguió:
—Parece ser que usted es uno de los psiquiatras que a su debido tiempo se hará cargo del señor Soames, ¿verdad, doctor Conway?
—Sí.
—Interesante. Los he conocido a casi todos, creo... El doctor Hoff, el doctor Wilson, el doctor Bird, y el doctor Mortimer, por supuesto.
El doctor Mortimer ya había desaparecido, sin abandonar su copa de zumo de naranjas. A ojo, Conway calculó que habría unas cien personas en el salón, y el murmullo formal de charlas profesionales cedía gradualmente el terreno a un parloteo más ondulante y alegre bajo el influjo alcohólico. Al escrutar la multitud de rostros, se sorprendió buscando inconscientemente la oscura belleza de Ann, pero desde luego ella estaba a kilómetros de distancia, investigando de qué estaban hechas las muchachitas en la compañía del doctor McCabe. Reprimió una sensación de desolado rencor y concentró la atención en el doctor Takaito, que seguía hablando.
—Los psiquiatras que cuidarán al señor Soames son de gran importancia intrínseca —estaba diciendo—. No como doctores o psicólogos, sino simplemente como seres humanos. Serán los primeros contactos reales de este individuo con el mundo exterior de seres humanos...en el sentido semántico.
Conway advirtió abruptamente que su expresión era más bien estúpida.
—Son las gentes con quienes se comunicará, cuando ha-
ya aprendido a comunicarse —continuó Takaito—. Representarán los límites de su sociedad. Creo que sería un gran error que él llegara a pensar que el mundo, la humanidad, está compuesta únicamente de psiquiatras vestidos con batas blancas.
—Sí, comprendo —concedió Conway—. Por otra parte, al menos por unos meses se encontrará en la situación de un paciente hosoitalizado.
Pareció que Takaito fruncía levemente los labios.
—¿Considera a un bebé recién nacido un paciente hospitalizado, doctor Conway?
—Obviamente no, pero Soames no es de ninguna manera un bebé recién nacido.
—¿Por qué no?
—Bien —Conway hizo una pausa, se esforzó por coordinar las ideas sobre un tema que aún no había considerado en sus detalles—. Quiero decir...que Soames es realmente un adulto. Presumiendo que la operación sea completamente exitosa, podemos considerarlo un hombre con amnesia total antes que un bebé... ¿O no está de acuerdo?
Los ojos de Takaito eran oscuras esferas de sabiduría cínica, encogidas y encubiertas por las lentes cóncavas de las gafas.
—¿Cómo puede tener amnesia un hombre que no tiene nada que olvidar? —preguntó.
—La condición es paralela.
—¿Paralela a qué?
Conway se frotó la oreja, desconcertado. La ilación de ideas de Takaito sonaba lógica, aunque parecía que sorteaba los problemas fundamentales. O tal vez fuera a la inversa, pensó de pronto. Quizá Takaito estaba aludiendo a hechos básicos y esenciales que ni él ni Breuer ni Mortimer se habían detenido a considerar o analizar.
—Quiero decir —dijo Conway, eligiendo cuidadosamente las palabras— que en Soames tenemos un adulto con una mente que en la práctica es virtualmente idéntica a la de un amnésico total.
—¿Se refiere a la mente conciente o a la subconsciente?
Conway titubeó otra vez. Ni siquiera había pensado en ese detalle.
—Me refiero a la mente en general —aventuró—. Si el señor Soames adquiere la conciencia tendrá una mente virgen que necesitará ser reeducada casi con los mismos recursos psicoterapéuticos que uno emplearía en un caso de amnesia total.
—Educada... no reeducada —recalcó Takaito—, y con esta diferencia: el señor Soames no tendrá ningún hábito preestablecido. Hasta el amnésico total normalmente camina y habla y controla las funciones peristálticas del cuerpo, pero el señor Soames empezará desde abajo, como dicen ustedes..., como un bebé recién nacido.
Conway se encogió de hombros, conciliador.
—Quizá tenga razón, doctor Takaito, a largo plazo. En este momento lo que sabemos es que usted acaba de realizar una brillante operación cortical que tal vez permita a Soames adquirir la conciencia por primera vez en su vida. Lo que ocurra después depende en buena medida de la naturaleza de esa conciencia. Quizá resulte un ser subnormal, tal ver un retardado incapaz de asimilar ninguna educación. Por otra parte, quizá posea un coeficiente intelectual extremadamente alto... Puede ser un genio latente. Creo que más vale no adelantarse.
—Tiene razón, desde luego —concedió Takaito con deferencia oriental—. Sin duda no conviene adelantarse demasiado, pero sí un poco. Uno cría un bebé desde el comienzo, antes de poder asegurar si es un genio en ciernes o un retrasado mental. Es una cuestión práctica, ¿verdad?
—Sí —convino Conway a regañadientes—. Indudablemente lo es.
Takaito terminó el trago, miró la hora y le tendió el vaso.
—Hay tiempo para uno más antes que salga para el aeropuerto —anunció solemnemente—. Si es usted tan amable, doctor Conway...
—Naturalmente —dijo Conway, tomando el vaso vacío y llenándolo con whisky de la larga mesa cubierta con mantel que hacía las veces de barra. Takaito recibió el vaso con gratitud formal, inclinando leve e impasiblemente la cabeza.
—Cuando yo regrese, doctor Conway —dijo—, tendríamos que hablar más del señor Soames. Pienso que podríamos ponernos de acuerdo en ciertas instancias.
—Con quien debería hablar es con el doctor Mortimer —señaló Conway—. Como jefe de Psiquiatría él será responsable de la política a seguir, en cuanto a las decisiones.
—Sí, pero usted y sus colegas inmediatos serán los responsables de la aplicación de esa política en el tratamiento del señor Soames, y eso es mucho más importante.
—Usted habla como si el señor Soames fuera mi bebé.
Takaito sonrió y bebió un sorbo.
—Precisamente. Su bebé, doctor Conway —escrutó lentamente la sala a través de las lentes cóncavas—. Por aquí está el subsecretario de Estado —dijo—, que debe acompañarme hasta el aeropuerto de Londres. Si me disculpa...
—Por supuesto —dijo Conway. Estrechó la mano del doctor Takaito y lo observó unos segundos mientras se perdía en la multitud.
Un personaje extraño, pensó. Fundamentalmente razonable y lógico, pero quizá pensando todo el tiempo en perros y paradójicos pavlovianos. Pero quizá tenga razón, no obstante. Quizá tenga razón.
Terminó la cerveza y fue a buscar otra copa.
Más tarde alrededor de las once, después que partieron el doctor Takaito y el subsecretario, vio a Andy McCabe y Ann Henderson entrar en la sala. La reunión se estaba disolviendo, y quedaban tal vez unas treinta o cuarenta personas bebiendo y charlando en grupos pequeños. El doctor Mortimer y el doctor Breuer se habían retirado, y Conway estaba por irse.
Titubeó, estuvo a punto de marcharse de todos modos, pero comprendió que para hacerlo tendría que pasar al lado de los recién llegados. Impulsivamente cambió de idea y se sirvió otro trago; eligió un brandy con el pretexto de que le serviría para conciliar mejor el sueño. De pie junto a la barra, aislado, observó que Ann y McCabe hablaban unos instantes y luego se separaban como por acuerdo tácito para mezclarse con el tumulto.
Observó que Ann fue inmediatamente hacia Pauline Stanton, que había llegado apenas media hora antes. Rodeada por tres hombres mayores y muy serios, estaba sirviéndose resueltamente lo que parecía un vaso de gin con agua tónica. El grupo de cuatro se transformó en grupo de cinco.
McCabe iba de un lado a otro, saludando jovialmente a los conocidos y brincando como un electrón Ubre en busca de un átomo positivo. Su itinerario lo acercó paulatinamente a Conway, hasta que inevitablemente se encontraron. McCabe tenía la cara roja y los ojos fatigados, pero en sus movimientos había cierta crispación que sugería drogas, pensó Conway. Recordó que McCabe tenía guardia desde medianoche, y después de la fiesta de Morry no le iba a ser fácil.
—Volviste temprano — dijo Conway.
McCabe esbozó una sonrisa amarga.
—El llamado del deber, como quien dice.
—Una llamada telefónica y habrías tenido unas horas más. Lo sabes, Andy. Hasta yo...
—¿Hasta tú? No seas tan paternalista, Dave.
Conway sorbió el brandy pensativamente.
—Parece que no te divertiste demasiado.
La aparente irritación de McCabe se intensificó.
—Eso es cosa mía y de Ann.
—¿Te refieres a la hembra fascinante de Electroencefalografía?
—La misma... Y si estás pensando en ofrecerme una consulta, olvídalo. Más vale que me ofrezcas un trago antes que se agoten las provisiones.
—¿Qué prefieres?
—Algo abundante y fresco.
Conway le sirvió una cerveza, y McCabe la empinó rápida y gustosamente.
—En realidad —concedió—, no lo pasamos muy bien. Descubrí que a Ann no le gustan mucho las musicales, de todos modos, y a mí tampoco. Ni siquiera era una buena musical, para colmo. Después fuimos a cenar, caímos en un tugurio de Soho donde el servicio era lento, tuvimos que salir de prisa para volver a tiempo, y tuvimos una pequeña discusión por Morry. Así que no fue un éxito.
—Lo que quieres decir, Andy, es que tu lance fracasó.
—¿Hablas por experiencia?
—Francamente no, pero sé bastante de Ann y de ti para hacer una conjetura razonable.
—Bien, te equivocas —declaró incisivamente McCabe—. Ann y yo somos amigos, y seguimos siéndolo lo pasemos bien o no. No soy un seductor de niñas indefensas ni un hombre abandonado por la esposa. Qué curiosa la atracción que ejercen sobre las mujeres los hombres con problemas matrimoniales. Debe ser alguna inclinación masoquista. Conway asintió con un gesto.
—Truculento, Andy —murmuró—. Realmente truculento. Jamás habría pensado que se te ocurrirían cosas así a esta hora de la noche.
—Te diré una cosa —continuó tozudamente McCabe—, Soy libre, soltero, sin ataduras, igual que Ann. A veces intento conquistar a una muchacha porque me gusta, a veces porque le viene bien para su moral. ¿Me entiendes?.
—No del todo.
—Bien, te lo diré de otro modo. No estoy enamorado de Ann, pero soy más potable que tú, y sé más sobre ella que tú, y créeme, merece un descanso.
—Muy noble de tu parte, Andy —concedió Conway—. Casi todos necesitamos un descanso de vez en cuando. Por si te interesa, Ann y yo también somos amigos, en un nivel ligeramente diferente. ¿Qué tratas de demostrar?
—Sólo esto — dijo serenamente McCabe—: que no me gustaría que ella sufriera, Dave. De veras que no.
—Es mayor de edad —observó Conway—, y nosotros somos mayores de edad. Todos somos responsables de nuestros actos y nuestra conducta. Dejémoslo así.
—De acuerdo —dijo lentamente McCabe—. Cambiemos de tema. ¿Cómo salió la ópera de Takaito?
—Impresionante. Nunca vi un trabajo de suturación tan delicado. Cualquiera diría que tiene un microscopio atornillado en el ojo.
—¿Cuáles son las perspectivas...? Me refiero a Soames.
Conway se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe con certeza. Takaito localizó dos bloqueos neurales, eso dijo. Extirpó un poco de tejido meníngeo. Hizo un doble injerto. Luego, cerró el agujero de la cabeza de Soames. No me sorprendería que haya dado en el clavo.
—Lo del clavo podría ser la broma del año —observó McCabe—. Tengo el presentimiento de que Soames en el tanque causará muchos menos problemas que Soames en el pabellón de Psiconeurología, no sé... ¿Tú que crees, Dave?
—El verdadero problema empezará en Psiquiatría, si llega —predijo Conway—, Sea como fuere, no me gustaría estar en el pellejo de Soames.
—Sí —dijo vagamente McCabe, mirando la hora—. Bien, debo ponerme en marcha. Lamento de veras lo de esta noche, Conway,
—¿Lo lamentas por mí?
—Eres realmente inaguantable. Pero no lo olvides, el espectador ve casi todas las jugadas.
—Lo recordaré.
McCabe terminó la cerveza y se marchó, dejando a Conway pensativo y ligeramente consternado. Reflexionó un rato en las palabras del otro y luego vagabundeó por la sala buscando a Ann. La encontró al fin en el centro de un nuevo grupo de admiradores. Había bastantes médicos para formar una pequeña clínica, pensó. Las miradas de ambos se cruzaron, y momentos después ella se retiró estratégicamente.
—Hola, Dave — dijo—. ¿Alguna novedad?
—Ninguna. ¿Quieres quedarte aquí?
—Francamente no. Los doctores me deprimen. Parece que supieran tanto de anatomía...
—A menudo ellos mismos se deprimen por la misma razón. De cualquier forma, vámonos.
Salieron de la sala de recreación y caminaron lentamente hacia las residencias del ala oeste.
—Te vi discutiendo apasionadamente con Andy —dijo Ann.
—Un simple téte-á-téte... La pasión no tenía mucho que ver con esto.
Por un rato ella guardó un vago silencio. Luego dijo:
—Andy me cae bastante bien. Superficialmente es una especie de soltero despreocupado, pero en el fondo es muy distinto..., casi paternal.
—Puedo imaginarme a Andy como imagen de lo paterno —murmuró Conway con sarcasmo.
—Es una persona seria, Dave, de veras. La clase de persona en quien podrías confiar en una emergencia.
—Tal vez. Depende de la emergencia.
—No seas cínico.
—En tal caso, el cinismo es impuesto desde fuera, no.
—Entiendo —dijo ella en voz baja.
Llegaron al corredor que daba al cuarto de Ann y se detuvieron un minuto.
—¿Conociste al doctor Takaito? —preguntó ella, cambiando de tema.
El cabeceó reflexivamente.
—Un personaje notable. Todavía no puedo decidir si es un excéntrico chiflado o un genio modesto.
—Tal vez un poco de ambas cosas.
—Tal vez. Sin duda tiene ciertas ideas heterodoxas sobre Soames que podrían chocar con los métodos psicoterapéuticos convencionales. Se me ocurre que ni el doctor Breuer ni el doctor Mortimer las aprobarían. No suscriben el método pavloviano... no con seres humanos, por lo menos.
—¿Tal vez piensas que Takaito no considera a Soames como un ser humano?
—Quizá. Todavía no conozco bien al hombre, y mucho menos a Soames.
De pronto ella le apoyó las manos en el hombro y dijo;
—Dave, por si no lo sabías, quiero que ahora sepas que te quiero muchísimo.
El sonrió desdeñosamente.
—Ya hemos pasado por esto, Ann. Yo también te quiero, pero no hay nada que podamos hacer en meses, tal vez en años...
—Pero mientras ambos comprendamos...
—Creo que ambos comprendemos demasiado bien.
Se besaron suavemente, formalmente, en la luz tenue del corredor gris.
—Buenas noches —susurró ella.
—Buenas noches —repitió él, y se quedó a verla cómo se alejaba lentamente por el corredor.
En el pequeño anexo contiguo al sector de aislamiento del pabellón de Psiconeurología la enfermera practicaba un rutinario control de pulso, respiración y temperatura. El ritmo de los pulmones era más rápido que de costumbre, y la temperatura un poco más alta, cerca de cien grados Fahrenheit, pero el señor Soames parecía bastante bien. Yacía inerte y pasivo en la cama angosta, pálido bajo la luz cruda de la lámpara fluorescente.
Ella le echó una ojeada rápida y profesional. Los vendajes ennegrecidos de la cabeza le daban casi un aspecto de momia. Los ojos estaban cerrados y los labios, secos y todavía azulados de cianosis, ligeramente entreabiertos.
La enfermera hurgó en el bolsillo del uniforme buscando el bolígrafo barato que siempre llevaba consigo y anotó las cifras en el papel. Eran las dos y cuarto. En tres cuartos de hora sería relevada por la enfermera diurna.
Un caso extraño, pensó mientras colgaba la planilla del gancho de la pared. He aquí un hombre adulto que bien podría estar muerto. A fin de cuentas, ¿si moría cuál sería la diferencia? Simplemente cambiaría un reposo por otro, y en cierto modo no tendría la menor impaciencia. Sería como no haber vivido nunca.
Antes de apagar la luz lo miró por última vez. En realidad vivía, y estaba en mejores condiciones de las previsibles después del prolongado sometimiento al escalpelo y la sonda de ese doctor japonés, y mientras permaneciera así ella no tendría responsabilidades. ¡Seguro que sobreviviría los quince minutos que faltaban para el siguiente control...!
Luego, mientras la enfermera miraba el rostro calmo e impasible, ocurrió algo aterrador. Los ojos se abrieron. Ojos inexpresivos que de golpe la miraban fijamente.
Gritó.
4
Se celebraba una reunión en la pequeña sala de conferencias contigua al despacho del doctor Breuer. Ocho hombres estaban sentados alrededor de una mesa larga y lustrosa en el centro de la habitación crema y blanca. Siete escuchaban atentamente la voz formal de Breuer, quien desde la cabecera de la mesa delineaba ciertos aspectos de la situación. Mirando en torno, Conway reconoció al doctor Mortimer y a dos doctores de la División Psiquiátrica. Bennett estaba sentado al lado de Breuer, garrapateando notas en un cuadernillo. Los otros dos hombres eran visitantes relacionados con la autoridad médica regional.
—Enfrentamos una situación que es única y presenta una serie de dificultades —decía secamente Breuer—. Hace tres días que John Soames es conciente por primera vez en su vida después de la notable operación del doctor Takaito. Naturalmente, en la actualidad sufre trauma postoperatorio... sus reacciones a los estímulos sensibles son generalmente reflejas, y es probable que esto se prolongue un tiempo, tal vez una semana, o aun dos. Pero al cabo la inhibición traumática empezará a dispersarse y el señor Soames comenzará a interesarse activamente en el medio. Cuando esto ocurra se iniciará la educación del señor Soames, si es que no ha comenzado antes. Somos nosotros, conjuntamente con las autoridades pertinentes, quienes debemos determinar qué forma habrá de tomar esa educación. Para asistirnos en planteamiento, hoy contamos afortunadamente con la presencia del señor Geoffrey Storey, en representación del ministerio, y el señor Anthony Gillíngs del Comité Regional, en representación de la Autoridad Educacional.
Los dos hombres saludaron con un gesto. Ambos parecían curiosamente iguales, pensó Conway, con esas caras flacas y deshidratadas coronadas por un mechón de pelo gris, aunque Gillings usaba unas gafas sin marco que parecían aguzarle aún más las facciones.
—En cuanto el señor Soames se haya recobrado física y fisiológicamente de la operación —continuó el doctor Breuer—, será transferido a una sala de la División Psiquiátrica donde se le podrá mantener bajo observación y control continuos. Debemos tener presentes dos factores básicos. Primero; es un adulto con un cerebro plenamente desarrollado, y segundo; que ese cerebro es completamente virgen. No contiene recuerdos, ni experiencias, ni patrones o hábitos de conducta, ni medios de comunicación racional con los demás. Y como no contiene ningún vocabulario verbal, no puede pensar. Nuestro problema es qué meter en este cerebro completamente vacío, y en qué orden.
El señor Gillings se aclaró la garganta, se acomodó las gafas y dijo:
—Quiero destacar el profundo interés de las autoridades educacionales en este experimento. Aquí tenemos la oportunidad de estudiar el mecanismo preciso del aprendizaje y la memoria en una mente no contaminada, por así decirlo, por el precondicionamiento ni los hábitos adquiridos. Aun el niño, cuando asiste a la escuela por primera vez, ha desarrollado ya un complejo patrón de conducta con los correspondientes prejuicios e inhibiciones. Con el señor Soames eso es imposible. Por'primera vez en la historia, por lo que sabemos, tendremos control absoluto sobre su educación, en el sentido más amplio, desde el comienzo. Podemos crear patrones de conducta e inculcar hábitos de especificación.
—El primer elemento esencial es desde luego el lenguaje —intercaló el señor Storey, ansioso de no quedar excluido de las declaraciones preliminares—. Hasta que el señor Soames no haya adquirido los medios de comunicación semántica, no se le puede enseñar nada.
Conway consideró un momento si era razonable intervenir en la discusión sin parecer irrespetuoso. Por lo que tenía entendido, era una de esas conferencias al estilo norteamericano donde cualquiera podía participar y arrojar sus ideas, relevantes o no.
—Por el contrario —dijo—, hay varias cosas que el señor
Soames tendrá que aprender antes que pueda articular una sola palabra. Una de las primeras es, quizá, el hábito de la limpieza. Hasta ahora, con alimentación intravenosa en un tanque refrigerado, no hubo mayores problemas, pero en el futuro, cuando ingiera alimentos sólidos, tendrá que ser entrenado para dominar voluntariamente los reflejos de los esfínteres.
—Ese es un problema que ya estamos considerando —observó Breuer—, pero hasta que el paciente sea capaz de levantarse y caminar no podemos hacer mucho más que usar los recursos sanitarios normales.
—De acuerdo — dijo Conway—, pero creo que es aconsejable, en la medida de lo posible, atenerse a una norma desde el principio. La mente de Soames no será tan flexible como la de un niño, y quizá le cueste pasar de un patrón de conducta a otro. Pienso que es importante fjjar los patrones correctos y normales desde el principio.
—Sólo podemos proceder gradualmente —declaró el doctor Mortimer—. Habrá cosas que necesitará aprender en forma temporaria, para "desaprenderlas" más tarde. Análogamente, habrá ciertas instancias que convendrá demorar hasta que su mente esté preparada para aceptarlas.
—¿Como cuáles? —preguntó el señor Gillings—. Al fin y al cabo el hombre es un adulto y teóricamente su mente debería estar preparada para aceptar y absorber cualquier información.
—Pienso en términos de eficiencia —respuso Mortimer—, Hay ciertos elementos básicos... mientras no sepa hablar y contar podrá aprender poco en un sentido académico. Luego, nivel por nivel, su comprensión del mundo y el comportamiento humano se incrementará. Progresará de los niveles simples a los más complejos, igual que un niño —sonrió esquivamente—. Después de todo, un niño aprende sobre pájaros y abejas individualmente mucho antes de toparse con esa operación combinada a la que con frecuencia aludimos mencionando "los pájaros y las abejas".
—Bien dicho —concedió Breuer—, pero hay un factor apremiante en lo que concierne a los pájaros y las abejas". En la educación sexual de un niño no hay mayor urgencia hasta el inicio de la pubertad, pero el señor Soames ya es maduro. Sin duda, una correcta educación y orientación sexual es un poco urgente en este caso. Al mismo tiempo, mi opinión es que debería postergarse hasta que haya adquirido ciertos valores morales, la capacidad para diferenciar entre el mal y el bien, el reconocimiento de la autoridad y la convención social, y así sucesivamente.
—Eso puede ser difícil —señalo Conway—. Aparte de la matemática, prácticamente no puede aprender ningún tema sin que se introduzca la noción de que en el mundo hay mujeres además de hombres.
—Puede ser expuesta de manera abstracta, como un género más que como un sexo —explicó el doctor Mortimer—, Así como consideramos femenina una nave sin aludir a cuestiones sexuales. No hay ninguna razón para que el señor Soames no adquiera esta actitud prudente, al menos al comienzo. Después de todo, los niños lo hacen muy naturalmente.
—Hasta que entran en contacto con otros niños del sexo opuesto, y entonces con frecuencia descubren que no es sólo una diferencia de género —dijo Conway—. Por ejemplo, imagino que el señor Soames no considerará abstracciones a las enfermeras encargadas de cuidarlo, y ese interés difícilmente podría calificarse de precoz, como en el caso de un niño.
—Obviamente el doctor Conway tiene una mentalidad práctica —declaró Breuer—, pero la solución al problema parecería bastante simple. Emplear enfermeros, por ejemplo. Con franqueza, simpatizo con el punto de vista del doctor Mortimer. Pienso que es esencial no introducir complicaciones durante la fase inicial del programa educativo. Es igualmente aconsejable eliminar, o al menos minimizar, las interferencias, entre las cuales el sexo será, obviamente, la más poderosa.
—Enteramente de acuerdo —dijo Mortimer—. Creo que debemos considerar la educación sexual como algo aparte, que se iniciará cuando el señor Soames haya alcanzado un nivel aceptable de educación e instrucción general y esté preparado para vivir en sociedad. Eso significa, desde luego, que tendrá que someterse a una vida monástica por un período de, bien, tal vez varios años, pero también significa que su educación será más rápida sin distracciones irrelevantes. ¿O el señor Conway no está de acuerdo?
Conway meneó la cabeza dubitativamente.
—El sexo no me parece irrelevante en el caso del señor,
Soames, y el programa me suena más a adoctrinamiento que a educación. Hay otro peligro... Si el señor Soames, con su mente virgen y sus instintos primitivos, es obligado a una vida puramente monástica entre enfermeros y médicos, sus impulsos sexuales inherentes quizá se canalicen hacia el autoerotismo o aun la homosexualidad.
—En tal caso, ¿qué sugiere usted? —pregunto Mortiner con cierta ironía.
Conway se encogió de hombros.
—Es difícil decirlo. Simplemente tengo la impresión de que estamos frente a un individuo que, por lo que sabemos, es normal en todo sentido, tal vez más normal en términos absolutos que cualquiera de nosotros. Su mente es en cierta forma un material en bruto que tenemos la responsabilidad de moldear. El señor Soames será lo que hagamos de él, y el producto final será nuestro mérito o nuestra culpa. El problema del sexo es engorroso, lo admito, pero no podemos adoptar una actitud de avestruz fingiendo que no existe, guiando a Soames por la senda inocua de los géneros cuando las mismas hormonas de su sangre son ciegamente motivadas por el sexo. Con franqueza, pienso que hay cosas peores que facilitarle una amante, o aun una esposa, en cuanto sea posible. Después de todo, la educación toma muchas formas.
Se hizo un silencio después del discurso directo de Conway, como si la audiencia no supiera si tomarlo en serio o no. El doctor Breuer parecía algo incrédulo, y entreabrió la boca como para decir algo, pero calló.
—No debemos cometer el error de tratar al señor Soames como un niñito de escuela primaría —añadió Conway tentativamente.
Breuer atinó a hablar.
—Doctor Conway, con todo respeto a su obvia sinceridad, temo que usted parece haber malinterpretado nuestra misión. Nuestra tarea no consiste en hacer algo del señor Soames, como sugiere usted, ni el producto final será nuestro mérito o nuestra condenación. Nuestro deber se limita a ofrecer a este adulto la información e inculcarle los patrones de conducta que serán más apropiados para la sociedad donde tendrá que convivir. Si tenemos éxito el señor Soames hará a su debido tiempo sus propias decisiones en cuanto a lo que desee hacer de su vida. Si decide tomar una amante o una esposa, es responsabilidad de él —hizo una pausa, carraspeó, se llevó la mano a la boca y continuó—: Por cierto no estamos para proveerlo de lo que podríamos denominar comodidades sexuales como parte integral de su curriculum educativo.
—Además debemos recordar —aventuró el señor Gillings— que el señor Soames es el centro de atención de la curiosidad mundial. Todo lo que le suceda sin duda será impreso en los diarios de todo el mundo. Sería una imprudencia hacer nada que pudiera atraer críticas, críticas públicas, en términos de moralidad. Estoy seguro de que hablo en nombre de la Autoridad Educacional cuando sugiero que debe permitirse al señor Soames determinar sus propios valores morales cuando esté en condiciones de abandonar el Instituto.
—¿En cuántos años? —preguntó Conway.
—Sin duda eso dependerá de la celeridad de sus progresos. Desde luego esperamos que no sea mucho tiempo.
—Creo estar enteramente de acuerdo con mi colega, señor Gillings —terció el señor Storey—, y también con el doctor Breuer y el doctor Mortimer. Ante todo, debemos ser correctos al abordar el problema del señor Soames —sonrió benignamente a la audiencia—. Nuestra actitud, a fin de cuentas, es académica antes que paternal. Nos preocupa el aspecto temporal de la vida de Soames antes que el espiritual, y creo que es conveniente para el paciente, así como para nosotros, que sigamos una política formal y ortodoxa.
—No entiendo cómo se puede ser ortodoxo en una situación heterodoxa —dijo acaloradamente Conway—, y como psiquiatra no puedo diferenciar entre las facetas temporal y espiritual del señor Soames. Ambas se interrelacionan y son interdependientes. Su identidad espiritual, signifique lo que signifique, será condicionada por su educación temporal, y eso es responsabilidad nuestra.
—Pero la ortodoxia... —intervino humildemente el señor Gillings.
—¿Es ortodoxo que Soames sea sometido a condiciones y un ambiente homosexuales?
-Doctor Conway —declaró Breuer con firmeza—. Tenemos que ser circunspectos. Debemos proteger al señor Soames de la fuerza de la naturaleza instintiva que bien po dría destruir todo lo que intentamos crear. La prioridad inicial para Soames es la comunicación, y eso significa el abecé como en el caso de cualquier niño de escuela. Cuando sepa escribir y contar, podemos empezar a considerar los aspectos maduros de su educación. Es posible que en pocos meses, cuando el señor Soames haya alcanzado una perspectiva estable y madura, podamos extenderle los horizontes, por así decirlo, e iniciarlo en los problemas del sexo.
—Pero del modo más delicado posible —dijo Conway sin disimular la ironía.
—Sí —convino Breuer—, del modo más delicado posible...por el bien del señor Soames. No negamos las dificultades, pero al menos podemos intentar atemperarlas, si entiende a qué me refiero —hizo una pausa, dirigiendo una mirada desafiante a la audiencia—. Creo que ahora deberíamos encarar un programa más detallado, una agenda, como quien dice, del proyecto educativo del señor Soames.
—De acuerdo —dijo Gillings—, Al fin y al cabo, debo presentar algo concreto a mi comité.
—Y yo necesitaré algo para mostrar al ministerio —añadió el señor Storey.
Breuer tamborileó la mesa pensativamente.
—Muy bien, caballeros. Concentrémonos antes en los detalles que en las generalidades, teniendo en cuenta que a esta altura sólo podemos delinear un programa tentativo. Además hay otras autoridades que tal vez deseen hacer sugerencias y comentarios constructivos, e incluso sé que el mismo doctor Takaito está ansioso por desempeñar un papel activo, aunque remoto, en la educación del señor Soames. En cualquier caso es evidente que ya podemos planear para las próximas semanas; al cabo habremos coordinado la totalidad del programa... Ya he redactado una nota con una serie de observaciones personales que el doctor Bennett les leerá a continuación, y luego podemos discutirlas informalmente. Por favor, Bennett...
El doctor Bennett hojeó sus papeles metódicamente, y Conway se preparó para soportar lo que obviamente sería una reunión muy prolongada.
—El lavado de cerebro de John Soames es prácticamente un hecho —le dijo Conway a Ann Henderson más tarde. Estaban en The Green Man, un pub a media milla del Instituto, bebiendo cervezas livianas en el lounge. Una media docena de residentes ocupaba las pequeñas mesas circulares aplacando la sed con diversas bebidas alcohólicas, y prevalecía una atmósfera somnolienta.
—Básicamente se proponen tratarlo como un niño —prosiguió Conway—, La diferencia es que esperan concentrar en unos pocos años, no más de cinco, lo que normalmente requiere diez años o más en el caso de un niño, y todo sin ninguna de la experiencia práctica del vivir de que un niño disfruta.
Ann frunció el ceño y aceptó el cigarrillo que le ofrecía Conway.
—Bien, suena bastante razonable, Dave. Soames tiene que empezar por alguna parte. ¿Por qué no por el comienzo? Tiene que aprender a hablar, leer y escribir, sumar, restar, multiplicar, etcétera.
—Superficialmente, sí. Y también las otras cosas que aprenden los bebés. Hasta caminar.
Ella parpadeó sorprendida.
—Caminar es un recurso aprendido, como nadar o an dar en bicicleta. Requiere coordinación muscular en respuesta a la órdenes de los órganos de equilibrio, los canales semicirculares del oído. Soames ha yacido treinta años en posición horizontal. No me sorprendería si se mareara la primera vez que tratara de permanecer erguido, y ese tipo de sensación probablemente le cause cierta inseguridad. Lo mismo vale para otras funciones corporales fundamentales. Durante semanas se habituará a chatas y frascos para orinar y otros objetos similares, y terminará aceptándolos como normales. Un día lo harán levantarse y caminar para usar un inodoro ordinario, y eso de por sí puede producir inhibición. En todo caso existe la posibilidad de que asocie las chatas con la cama y los inodoros con el levantarse. Con los bebés no hay tal problema. Son más flexibles, y se puede usar pañales y sostenerlos sobre un orinal, pero con Soames no se puede hacer eso.
Ella sonrió irónicamente.
—Parece que sabes muchísimo de bebés, considerando que hasta el momento no has tenido ninguno.
—Sólo lo que sabe cualquiera —declaró él, —Lo que en definitiva estás diciendo es que el señor Soames no puede ser instruido y educado físicamente como un bebé.
—Bien, más o menos. Simplemente porque no es un bebé. Es un hombre adulto. —¿Y qué propondrías tú?
El suspiró, sorbió la cerveza, se encogió de hombros.
—Ese es el problema. Veo los errores, pero no se me ocurre ninguna posibilidad constructiva —reflexionó un momento—. Supongamos que él sea un caso de amnesia total, un hombre que a causa de un shock espantoso haya quedado enteramente privado de sus facultades mentales, y tuviera que ser reeducado completamente. Creo que se podría proceder de otra manera en ciertos aspectos fundamentales. Al menos no se lo consideraría mentalmente infantil. Se podrían establecer hábitos y patrones de conducta explotando el afán simiesco y humano de imitación, de comportarse gregariamente. De ese modo se le podrían enseñar procedimientos sanitarios simples. Y el mismo principio podría extenderse a otras direcciones.
—Pero todavía necesitaría aprender su abecé y sus tablas de multiplicar al viejo estilo.
—Concedido. Eso concierne a la enseñanza académica. Tenemos que diferenciar entre enseñanza e instrucción. En la enseñanza hay que implantar informaciones nuevas de tal manera que sean recordadas automáticamente como y cuando sea necesario. La instrucción, por otra parte, consiste ante todo en condicionar la conducta y las reacciones coordinadas. Opera en un nivel más instintivo y emocional.
—Entonces —dijo Ann, reflexiva—, parece que en lo que respecta a la enseñanza pura podríamos considerar a Soames como equivalente a un niño... Pero la instrucción puede presentar ciertas dificultades porque de hecho no es un niño.
—Exacto.
—Pero..., la única diferencia fundamental es su madurez. Quiero decir...
—Quieres decir que Soames es sexualmente maduro, mientras que un niño no.
—Bien, sí.
—Eso fue precisamente lo que quise señalar a Breuer y Mortimer —dijo Conway con fastidio—, pero no atinaron a verlo. Organizaron un plan para sustituir el sexo por una noción de género abstracto y rodear a Soames con enfermeros en vez de enfermeras todos los años que sea necesario. Eso me pareció fundamentalmente erróneo.
—Pero Dave, muchos adultos pasan años en compañía de enfermeros.
—Sí —convinó él—, y a menudo son dementes. Tenemos unos pocos en el Instituto: paranoicos crónicos, o esquizofrénicos. No es ése el caso de Soames. Y no olvides que los infelices que terminan entre enfermos casi siempre han llevado antes una vida normal.
—Supongo que tienes razón —dijo ella resignadamente—. Al mismo tiempo, no puedo evitar la sensación de que este es uno de esos casos en que no se puede trabajar con una base puramente teórica. Creo que si estuviera a cargo del programa de educación me inclinaría a proceder por ensayo y error, y afinaría los métodos de acuerdo con la experiencia.
—Bastante razonable —concedió él—. Al menos hay que ser flexible. En la presente situación Soames parece ser considerado una especie de experimento antes que un ser humano.
—Bien, quizá es bastante natural. Después de treinta años debe ser difícil para el doctor Breuer y el doctor Mortimer considerar a Soames un ser humano. Te llevan casi el doble de edad, Dave...,y también a Soames. Probablemente recuerdan el caso desde el principio.
—Desde el nacimiento.
—¿Por qué no? Supongo que ambos tendrían poco menos de treinta cuando Soames nació, y ambos eran doctores calificados. Sin duda el caso se expuso detalladamente en los diarios del momento y en las publicaciones especializadas. Tras unas pocas décadas un caso tiende a transformarse en la historia de un caso, algo despersonalizado y objetivo. Realmente no puedes culparlos por considerar a Soames como un espécimen raro.
—Quizá tengas razón —admitió Conway de mala gana—. Quizá si yo tuviera la edad de Breuer tendría la misma actitud. Y la de Mortimer; él es un psiquiatra competente, bastante más competente que yo, llegado el caso. Quizás él tiene razón y yo estoy equivocado.
—El tiempo lo dirá.
—Supongo que sí —Conway inspeccionó las copas vacías con ojos abatidos, pero antes que pudiera formular la pregunta inevitable ella ya le había respondido.
—Gracias, querido. Basta. Creo que ya es hora de volver...
El asintió, cortés. Pero ella agregó, inquisitiva:
—Estaba pensando...
—¿Sí?
—Nunca he visto al seños Soames. ¿Piensas que podríamos echarle un vistazo unos segundos?
El frunció los labios dubitativamente.
—No estoy seguro. Teniendo en cuenta los enfermeros del mismo sexo y las restricciones...
—Pero esas medidas aún no se han tomado.
—No, pero en un día, o dos...Tal vez mañana mismo.
—Entonces esta podría ser mi última oportunidad en cinco años.
El cedió con una sonrisa.
—Podemos intentarlo, pero tendrá que ser con cautela. Ya tengo bastantes problemas con el personal jerárquico.
Salieron del pub y caminaron hasta el coche de Conway, estacionado frente al local.
La enfermera los recibió con respeto, pero no demasiado convencida.
—Es un poco irregular, doctor Conway —dijo en tono de disculpas—. El doctor Breuer impartió órdenes muy especiales...
—He pasado casi todo el día hablando con el doctor Breuer y discutiendo el programa de tratamiento del señor Soames —dijo Conway demostrando impaciencia—. Pronto lo trasladarán a Psiquiatría y necesitaremos análisis encefalográficos. La señorita Henderson pensó que sería conveniente ver al paciente en esta etapa, sin perturbarlo, desde luego.
—Muy bien, doctor.
Entraron en la sala de aislamiento. Soames yacía de espaldas en la cama, mirando impasiblemente el cielo raso. Se le acercaron en silencio, y se quedaron a cierta distancia observándolo sin comentarios. La enfermera merodeaba inquieta a sus espaldas.
Bajo la corona de vendajes, el hombre tenía una cara normal y casi inteligente, y movía los labios lenta y regularmente, casi como un pez letárgico en un estanque tibio. Cuando entraron desvió lentamente hacia ellos los ojos inexpresivos, que observaban sin comprender. Los fijó abruptamente en algo y los labios resecos le temblaron, luego se estiraron en una sonrisa extraña que parecía poseer una curiosa cualidad gnómica.
Conway y la muchacha siguieron la dirección de la mirada hasta el objeto que había atraído la atención del paciente. Era un brazalete de oro con amuletos que colgaba de la muñeca izquierda de Ann. Ella movió el brazo y los diminutos amuletos oscilaron y relumbraron en la luz artificial del cuarto. La sonrisa del señor Soames se ensanchó y las manos se adelantaron, vacilantes e inseguras, hacia los objetos brillantes. El paciente entreabrió la boca y soltó un débil vagido animal, y luego el brazo cayó lánguidamente en la cama, pero los ojos continuaron fijos en la animada luminosidad del brazalete.
—Creo que deberíamos irnos —dijo Ann, algo aprehensiva.
Conway asintió con un murmullo. Salieron del cuarto seguidos por los ojos del señor Soames.
En el ancho corredor, mientras volvían a las habitaciones de los residentes, Ann dijo:
—Lo siento, Dave, pero creo que no simpatizo demasiado con tu señor Soames. Con franqueza, me llevé un buen susto.
—Es inofensivo —la tranquilizó Conway—, Está reaccionando de la manera más previsible... Le atraen los objetos brillantes, como a un bebé.
—Sí, lo sé. Pero ver a un hombre adulto comportarse de ese modo... Bien, no sé, pero me ha inquietado bastante. ¿A ti no?
—No particularmente. Como psiquiatra uno termina por acostumbrarse a las diversas aberraciones de la conducta humana. Soames no ha podido ser más apacible, ¿verdad?
Dejaron el sector de Psiconeurología y cruzaron el espacio abierto que conducía al bloque administrativo y al ala oeste.
—Creo que tal vez el doctor Breuer tiene razón —dijo Ann—. Mejor tratar a Soames como un bebé; lavarle el cerebro, si es necesario.
Conway sonrió.
—No le das siquiera una oportunidad, Ann. Tiene treinta años y hace tres días que está conciente. Necesita tiempo para adaptarse al nuevo medio.
Ella le tomó el brazo y se lo apretó.
—Eso es lo extraño, Dave. Por alguna razón me cuesta creer que se adaptará. Ya no es adaptable, tiene demasiada edad... Y quién sabe qué le pudo ocurrir a su mente en estos treinta años.
—La intuición femenina es sinónimo de fantaseos femeninos —declaró—. Dentro de seis meses el señor Soames será una persona totalmente distinta. Quién sabe...con la educación e instrucción adecuadas quizá hasta llegue a ser psiquiatra.
—Espero que tengas razón —concedió Ann.
Siguieron caminando hacia las habitaciones.
5
Casi un mes después por fin trasladaron a John Soames a un pequeño cuarto privado del Pabellón B de Psiquiatría. En la práctica se había recuperado físicamente de la operación, y el cabello oscuro ya empezaba a crecerle con fuerza y casi con exuberancia, ocultando la delgada cicatriz púrpura donde le habían cortado y entreabierto el cuero cabelludo para la trepanación. Parecía mucho más fuerte y saludable en todo sentido, pero sin duda esto se debía a su nueva dieta de alimentos sólidos, cuidadosamente equilibrada. Tres enfermeros se turnaban para cubrir las veinticuatro horas del día en guardias destinadas a supervisarlo y atender a sus necesidades generales.
Recientemente, en los últimos días, su mente parecía haber emergido del sopor postoperatorio para exhibir ciertas cualidades independientes. Esto se interpretó como una buena señal, y fue entonces cuando el doctor Breuer, de acuerdo con otros miembros del personal psiconeural, decidió que había llegado el momento de transferir al paciente a Psiquiatría. Desde luego se había realizado una supervisión psicológica todo el tiempo, a cargo principalmente del doctor Mortimer en persona, pero no se había hecho ningún intento positivo para iniciar una psicoterapia educacional, aparte de algunos esfuerzos tentativos y poco exitosos para instruir al señor Soames en procedimientos simples y fundamentales. No demostraba inclinación a mantenerse erguido, y mucho menos a caminar, y prefería comer con los dedos en vez de usar cubiertos. Consideraba la cuchara como un juguete para ser admirado y agitado en el aire, pese a las muy serias demostraciones de doctores y enfermeros sobre el uso correcto del utensilio. Hasta ese momento el señor Soames no había demostrado ningún apremio por imitar las acciones de los otros. La cuestión de los hábitos sanitarios se había postergado hasta que aprendiera a caminar, cuando se esperaba liberarlo, por así decir, de la etapa de la chata. En general, la conducta del señor Soames difería muy poco de la de un bebé de la misma edad en términos de conciencia. El día en que el señor Soames fue trasladado al anexo del Pabellón B el doctor Mortimer convocó a los cuatro psiquiatras a su mando para dirigirles lo que Conway llamó después una "arenga estimulante". La conferencia se celebró en el pabellón mismo, mientras el señor Soames escuchaba, aunque obviamente sin comprender una palabra y probablemente sin mayor interés en comprenderla, pues su atención se concentraba en un gran ábaco instalado sobre la cama y él se dedicaba a deslizar las cuentas de color a lo largo de los alambres, a veces con violencia. Habían despedido provisionalmente al enfermero del cuarto. Además del doctor Mortimer y Conway, estaban el doctor Wilson, alto y de gafas, con cierta propensión a la vaguedad que llegaba a la distracción, aunque pese a todo era un psiquiatra competente, el doctor Hoff, un joven rumano de facciones enjutas y cadavéricas, y el doctor Bird, quien, fiel a su apellido, poseía características de pájaro, incluidos ojos brillantes e inquietos, el hábito de sacudir la cabeza a los costados mientras hablaba, y lo que en una ocasión McCabe había llamado irreverentemente una nariz clerical superdesarrollada, para colmo, tenía piernas cortas y al caminar se contoneaba un poco. De los tres, Conway prefería a Wilson, principalmente, pensó, porque era inequívocamente humano.
Mortimer evidentemente había sido aleccionado por el doctor Breuer. Al hablar consultaba un papel plegado que tenía en la mano y donde había escrito un número de palabras-clave.
—Ahora que hemos tomado la responsabilidad del señor Soames —dijo—, la segunda fase del tratamiento comienza de hecho. Aún no hemos llegado a la etapa de educación real. Por lo demás, la educación en su acepción más estricta no nos concierne de veras. El problema de la educación académica del paciente, si me permiten expresarlo así, quedará en manos de profesores designados especialmente por la Autoridad Educacional. Ellos le enseñarán las cosas que aprendería en la escuela si fuera un niño —hizo una pausa para escudriñar solemnemente a la audiencia y mirar de soslayo al señor Soames como para dar un punto focal a sus pensamientos—. Los términos de referencia de la División Psiquiátrica son más generales, pero al mismo tiempo más específicos —continuó Mortimer, exponiendo la situación de la manera paradójica que tanto le complacía—. Nuestra principal tarea consiste en hacer del señor Soames lo que de hecho es: un varón adulto. Tenemos que condicionarle y coordinarle la mente para que logre un control responsable del cuerpo y la conducta. Y, desde luego, también debemos suplementar los esfuerzos de sus tutores en lo que concierne a su educación intelectual.
En un ademán de autosuficiencia, se entrelazó las manos tras la espalda y se balanceó sobre los talones.
—Seré personalmente responsable ante el doctor Breuer del programa psicoterapéutico general, y ustedes, caballeros, serán responsables ante mí de su aplicación. Como la autoridad educativa, el ministerio, y el mundo en general están profundamente interesados en los progresos del señor Soames, es importantísimo que se redacten informes escritos. Adicionalmente, el ministerio ha dispuesto la grabación de cintas de video y audio en ciertas fases del tratamiento, así que de vez en cuando ustedes encontrarán el anexo invadido por técnicos con cámaras, luces y grabadores.
—¿No piensa usted que eso podría ejercer un efecto perturbador sobre el paciente? —preguntó el doctor Bird, ladeando la cabeza de un modo característico—. Es decir, una vez que empiece a notar que es centro de tanta publicidad...
—Sin duda, pero es nuestra función asegurarnos de que no sufra ningún efecto perturbador de ninguna clase por ninguna causa. En otras palabras, habrá que enseñar al señor Soames a no dar importancia a las manifestaciones externas de interés.
—Entiendo que el plan general apunta a un condicionamiento firme desde el principio —dijo Conway.
—Por supuesto. Debemos establecer un patrón de conducta normal mediante la disciplina, tal como lo hariamos con un niño muy pequeño.
—¿Usted quiere decir normal en el sentido de inhibido...? ¿Conformado a prácticas y convenciones sociales aceptadas?
—¿Qué más podría querer decir, doctor Conway?
Conway se encogió de hombros.
—Es sólo una cuestión de perspectiva. Me parece que el señor Soames es normal aquí y ahora. Tiene una mente virginal, hasta ahora no modificada por las exigencias restrictivas de una comunidad civilizada. De hecho lo que tenemos que hacer del señor Soames es un ser anormal en el sentido en que todos somos anormales, para que pueda ocupar su lugar entre nosotros y ser aceptado sin miradas escandalizadas.
—Dudo de la exactitud de esa perspectiva tal como la expresa usted —dijo Mortimer—, pero el resultado final es el mismo —gesticuló con petulancia—. Todos tenemos nuestras interpretaciones personales de la psicología social y de la conducta humana, pero permítame decirle esto, doctor Conway: en lo que atañe al Instituto estamos tratando de hacer del señor Soames un hombre normal, no anormal, y esa es la actitud que debe reflejarse en las notas por escrito e informes oficiales.
—Entiendo —dijo Conway—. Simplemente que no puedo librarme de la sensación de que estamos desperdiciando una maravillosa oportunidad para descubrir precisamente qué es normal en un ser humano adulto. Concedido, el señor Soames tiene que aprender ciertos hábitos por su propio bien, como cuando domesticamos un gatito o un cachorro, y tiene que aprender a comunicarse, y necesariamente tiene que aprender algo sobre la clase de mundo en que vive. Esas son cosas fundamentales. Pero supongamos que lo dejamos establecer sus propios patrones de conducta más allá de ese nivel, que se adapte a su medio en vez de imponerle una conformidad con el síndrome adulto establecido.
—Un experimento interesante —dijo Mortimer con un matiz sarcástico en la voz grave—. Sin embargo, esto no es de ningún modo un experimento, sino simplemente una cuestión de psicología aplicada eficientemente —sonrió con aire paternal—. Eticamente, creo que es megor dejar esos experimentos para los especialistas que practican con perros.
Conway no dflo más. Lo habían süenciado sagazmente.
—En mi despacho —continuó Mortimer—, hay un croquis...,lo que podría llamarse un plan maestro. Fue trazado por el doctor Breuer y yo en colaboración con expertos del Comité Regional y el ministerio. Detalla los pormenores de todo el programa psicoterapéutico y nos da el marco dentro del cual debemos proceder. Me gustaría que todos ustedes lo leyeran y luego lo tuvieran en cuenta. Estará constantemente a disposición de ustedes.
—Entiendo que empezamos aquí y ahora —dijo el doctor Wilson.
Mortimer asintió.
—Precisamente. Ustedes tres, bajo la supervisión general del doctor Conway, harán turnos que cubran las veinticuatro horas del día para que siempre haya un psiquiatra disponible. Obviamente debemos considerar que el señor Soames es imprevisible, al menos por unos meses, hasta que se hayan afianzado ciertos hábitos. Aparte de eso, los turnos de rutina en los sectores psiquiátricos continuarán normalmente, pero espero poder arreglar las cosas para aliviarles la presión en ese sentido. De hecho, el doctor Breuer planea designar dos psiquiatras más por un período temporario, para que se hagan cargo de los sectores de esquizos y paranoicos.
—Bien —murmuró aliviado el doctor Bird.
—Pues bien, ya tenemos nuestras instrucciones para la rutina diaria, y estaré siempre dispuesto a dar consejos o consultar al doctor Breuer cuando sea necesario. En cuanto al resto, de nosotros depende actuar como un equipo, con toda la eficacia posible, siempre teniendo presente que cuanto logremos con toda certeza será publicado en los diarios de todo el mundo, por no mencionar las diversas publicaciones médicas oficiales en ambas márgenes del Atlántico. Nuestro tratamiento con el señor Soames podría aumentar el prestigio del Instituto hasta un grado insospechado, y espero que lo haga —el doctor Mortimer entrechocó los talones con formalidad—. Caballeros, tienen ustedes toda mi confianza.
Esa noche Conway pidió el croquis al doctor Mortimer y lo estudió a solas en su cuarto. Era un catálogo exhaustivo y abarcador de los parámetros psicológicos que habrían de determinar los límites y dimensiones del pensar y el vivir del señor Soames, superponiendo hasta cierto punto parte del trasfondo educacional que obviamente sería propor— donado a su debido tiempo por los profesores designados, pero soto mientras las ideas en cuestión formaran parte de un patrón para establecer asociaciones psicológicas básicas. Por ejemplo, el plan recomendaba que los colores fueran relaciones con ciertas afinidades naturales: el rojo, tibieza, calor, fuego, sangre, peligro; el verde, vidrio, hojas, mar, paz, seguridad; el blanco, brillo, luz, nieve, hielo, frescura, vigilia, día; el negro, oscuridad, sombra, vacuidad, sueño, noche, y así sucesivamente. Bastante obvio a su modo, teniendo en cuenta el uso común, pero tratándose de establecer un patrón arbitrario no reflejaba de ningún modo todos los aspectos de la realidad. El poniente rojo, por ejemplo: ¿dónde estaba el peligro? ¿O la puesta del sol simbolizaba la aproximación de la noche eterna de la muerte? ¿Y los buzones rojos? ¿O los rubíes? ¿O el clarete y el borgoña? ¿El verde equivalía a seguridad? ¿Y las botellas de veneno acanaladas y las serpientes ponzoñosas? ¿El blanco vigilia? ¿Y las almohadas, sábanas y mortajas? ¿Y la somnolencia de los lienzos negros, el caviar y el carbón (con su fuego latente, una referencia oblicua al rojo)?
En otras partes del plan había asociaciones funcionales (aire, respirar; pájaro, vuelo; agua, bebida, natación, peces), asociaciones estructurales (piedra, acero, edificio; carne, hueso, hombre), asociaciones gramaticales (yo, tú, nosotros, ellos), asociaciones anatómicas o fisiológicas (ojo, ver, oreja, oír, boca, hablar), y una multitud de categorías de asociaciones psicológicas, muchas de ellas tendientes al enriquecimiento del vocabulario, si uno se concentraba en lo semántico, pero todas básicamente diseñadas para amplificar hechos o conceptos simples encajadas en un trasfondo de ideas conexas. Arbitrario en cierto modo, y en muchos sentidos demasiado arbitrario; no obstante, era la estructura simple a partir de la cual el señor Soames iba a construir su propia arquitectura mental e intelectual.
Por supuesto que había también un gran número de instrucciones referidas a los aspectos prácticos de la instrucción física; casi todas implicaban el ejercicio de una disciplina autoritaria, aunque no se especificaba la manera precisa de tal ejercido. El señor Soames tal vez podía ser reprendido y amenazado, y tal vez hasta empujado y palmeado tentativamente, pero el tono del plan implicaba que no podía recurrir se a nada tan primitivo como un puñetazo o un bofetón. Había una desventaja desde el comienzo, dedujo Conway, no porque él propiciara los castigos corporales para las faltas de conducta, sino porque quizá la mente infantil de Soames no respondiera a medios correctivos más sutiles. De nuevo el plan era inconsistente, con la misma arbitrariedad; instruya al señor Soames como a un niño, decía a fin de cuentas, pero no lo trate como a un niño. Era una renuncia total al tradicional principio placer-dolor con el cual la vasta mayoría instintivamente enseñaba a los hflos la diferencia entre lo bueno y lo malo.
En cuanto al sexo, el plan reiteraba los puntos de vista expresados semanas antes por los doctores Mortimer y Breuer. El señor Soames era un varón maduro, y con un apetito sexual normal, aunque difuso, presumiblemente. Con el objeto de aplacar este instinto más bien inconveniente y evitar relacionarlo específicamente con las mujeres (una asociación que podría actuar como estímulo y resultar una influencia perturbadora), se proponía inicialmente segregar al paciente del sexo opuesto empleando enfermeros del mismo sexo, y al mismo tiempo su educación le inculcaría la simple noción de género. Más tarde, cuando el nivel educacional y la adquisición de autodominio del paciente lo justificaran, podría explicársele apaciblemente la función del sexo en la sociedad humana y hasta quizá se permitiera al señor Soames relacionarse con mujeres (en forma puramente platónica, desde luego, y bajo una escrupulosa supervisión). De tal modo, se pensaba, el patrón de su desarrollo mental podría seguir el de un niño normal, y el sexo ocuparía su lugar natural en el conjunto cuando su mente estuviera preparada para aceptarlo.
Conway dejó de lado el documento maldiciendo entre dientes y encendió un cigarrillo. Supongo, pensó, que ellos saben lo que se proponen. Breuer y Mortimer saben lo que hacen. Al fin y al cabo son hombres experimentados, mucho más que yo. En definitiva, yo no soy una autoridad en problemas sexuales ni relaciones humanas en general. Llevé al desastre mi propio matrimonio. Corrección: Penelope llevó al desastre nuestro matrimonio. Pero en cierto modo fue culpa mía. Los indicios de inestabilidad estaban allí y yo no supe interpretarlos, y aunque me sirvieron la evidencia en bandeja me resistí a creerla. A la larga uno tiende a creer sólo lo que quiere creer, y en consecuencia a menudo actúa basándose en información falsa y premisas erróneas.
Suponiendo que yo fuera Soames, se dijo, y suponiendo que un día despertara en un mundo extraño e incomprensible, ¿cuál sería mi reacción? Miedo, quizá. Asombro. Fascinación por cosas simples..., cuentas relucientes y colores brillantes. Pero al mismo tiempo sobrevendría cierta inseguridad. Ocurriría al empezar a notar que la gente extraña que entra y sale de mi cuarto es de la misma forma y tamaño que yo, y que yo soy uno de ellos. Y me daría cuenta de que poseen mucho más que yo; características de comportamiento que implican propósitos premeditados; poder para agradar o lastimar, para dar comida y bebida o quitarla, para encender luces o apagarlas. Seres superiores, quizás, que actúan con una finalidad común: privarme de un ocio indolente y obligarme a hacer cosas difíciles y desacustumbradas, para que tal vez, eventualmente, me comporte como ellos.
Conway reflexionó un rato, tratando con franqueza de ponerse en el lugar paciente e interpretar el mundo a través de una mente vacía, pero el esfuerzo de extrapolación psicológica le resultó excesivamente arduo y desistió. En cambio tomó el teléfono interno y llamó a Ann Henderson.
—Por pura coincidencia —dijo en cuanto ella atendió—, tengo unas latas de cerveza en el gabinete, y como es una noche cálida y seca, pensé si no convendrías en aceptar mi hospitalidad.
—Preferiría que aceptaras la mía. Acabo de darme un baño y estoy demasiado ligera de ropas para andar por los corredores.
—En ese caso ya estoy allí —bromeó Conway, y colgó el auricular.
Sin embargo, no se apresuró sino que pasó unos minutos sentado en el borde de la cama hojeando ociosamente un diario vespertino. Tenía dos días y aún no lo había leído, lo que revelaba una tendencia a aislarse del mundo exterior más que falta de tiempo, pensó. De todos modos, las novedades no eran muchas. Habían asaltado una joyería, una famosa actriz cinematográfica se había lesionado en un accidente, y al parecer la City sufría una neurosis de ansiedad por las tasas bancarias, que estaban a punto de subir o bajar, Conway no sabía qué. Había un ligero temblor de tierra en Medio Oriente, lord Fulano o Mengano estaba alarmado por la situación de las exportaciones, los norteamericanos habían lanzado un hombre al espacio, y un joven cantante de rock había pasado dos horas y media atascado en un ascensor cerca de St. Giles Circus. El mundo contemporáneo estaba a punto para el psicoanálisis, pensó, dejando el diario y recogiendo cuatro latas de cerveza del gabinete que usaba como ropero.
Ann vestía una bata verde oscura que le daba un aire decididamente regio y distante, pero la sonrisa era acogedora.
—Para mí es casi hora de acostarme — dijo admonitoria— mente—. ¿O nunca duermes?
—De cuando en cuando —replicó Conway—, pero es un placer sobrestimado. En un siglo todos lamentaremos los muchos años de vida perdidos en la inconciencia.
—Pero no tantos como el pobre So ames. ¿Cómo está
él?
—Sano, astuto e incontinente.
—Uno de los diarios está tratando de localizar a la madre.
El dejó las latas de cerveza y la miró perplejo.
—¿La que!
—La madre.
—¿Sabes una cosa? —dijo él, asombrado—. Realmente, no había pensado que Soames tuviera padres.
—¿Imaginabas que había nacido en el tanque por generación espontánea?
El se encogió de hombros.
—¿Cuál es la intención? Una vil maniobra publicitaria, supongo.
—Más o menos. La intención es interés humano y el objetivo es vender ejemplares. Papá Soames murió en la guerra, parece, y mamá Soames se volvió a casar y se fue a vivir a Canadá. Aparentemente perdió todo interés en su h?o comatoso. Tal vez prefería callarlo por si alguien le echaba la culpa, pensando que era el tipo de mujer que concibe monstruos y mu tan tes.
—¿Para que remover el avispero, entonces?
—Porque es lo que hacen siempre los diarios populares. Se proponen averiguar si la señora Soames vive aún y traerla a Inglaterra para que conozca al hijo perdido.
—Tras asegurarse la exclusividad de la historia con fotografías y todo —rezongó Conway—, ¿Por qué demonios no se meten en sus asuntos? A Soames no le hará ningún bien que le endilguen una vieja totalmente desconocida y le digan que es su madre. Ni siquiera entendería el significado de la palabra, y nunca lo entenderá.
Ella lo miró pensativamente, con un destello de malicia en los ojos.
—Podrías decir lo mismo de cualquier niño, Dave, pero los bebés no tardan en adquirir lo que podrías llamar fijación materna. Con tanta cháchara y planes inteligentes sobre cómo educar al señor Soames para que abandone su niñez mental, ¿nadie sugirió nunca que quizá necesite una madre más que ninguna otra cosa?
—Es un hombre, querida... —refunfuñó Conway—, Un hombre alto y corpulento. Su mente no tiene ningún defecto, salvo falta de información. Es bastante crecido para necesitar una madre. Todo lo que necesita es conocimiento, confianza en sí mismo e independencia.
—Tal vez tengas razón —concedió ella—. No obstante, puedes estar seguro de que si aparece mamá Soames el diario hará todo lo posible para explotar la situación.
—Me arriesgaría a afirmar —dijo él oscuramente— que a mamá Soames jamás se le permitirá entrar en este Instituto, o conozco muy mal al doctor Breuer.
Tomó una lata de cerveza y la atacó con el abrelatas.
—Cambiemos de tema —sugirió—, A veces empiezo a desear que Soames se hubiera quedado en el tanque.
Ella trajo copas y bebieron.
—Este fin de semana —dijo él— me propongo buscar a Penelope. En estos días intenté telefonearle varias veces, pero nunca me respondieron. Quizá esté enferma, o se haya ido, o simplemente se esté divirtiendo... Probablemente lo último. Creo que sería megor si yo supiera cuál es la situación.
—Claro, Dave.
—En todo caso, no sirve de nada dejar que las cosas se estanquen, como quien dice. Han pasado cuatro meses desde que me dejó, y creo que hemos llegado al punto en que deben decidirse las necesidades futuras.
—¿Reconciliación o divorcio, quieres decir?
—No creo que la reconciliación funcione..., Y menos después de lo que ha pasado. No fue solamente Morry, ¿entiendes?
—No sabía.
El puso la copa en una mesita y se paseó por la habitación.
—No culpo enteramente a Penny —explicó—. Cuando nos casamos yo tenía veinticuatro años y ella apenas tenía veinte. Yo tenía un carácter bastante independiente y quería hacerlo todo por mi cuenta, desde abajo. El padre estaba dispuesto a ayudarnos financieramente, darnos un departamento, o incluso una casa, pero yo no quise aceptar —miró a Ann con solemnidad—. El entendía las cosas mejor que yo, claro. Sabía que su hija había sido mimada y consentida desde la niñez, y que era improbable que se resignara a una vida doméstica con ingresos restringidos. Acepté el puesto del Instituto en parte porque me estaba especializando en psiquiatría, pero principalmente porque había un número de viviendas disponibles para familias del personal y tuve la suerte de que me ofrecieran una. En ese momento parecía una solución ideal: casa barata, comidas baratas, sin gastos de viaje..., e incluso pude conseguirle a Penelope un puesto de recepcionista.
—No era adecuado para ella — dijo Ann.
El sonrió amargamente.
—Nada era adecuado para Penny. Tenía que encontrar un antídoto para el tedio. Entonces fue cuando Morry entró en escena, y un hombre llamado Ibbotson, que ahora desapareció.
—¿Cómo averiguaste todo esto?
—No lo averigüé yo... no de primera mano. Pero la gente empezó a hablar y evidentemente los rumores llegaron a oídos del doctor Breuer. No interfirió personalmente, pero me pasó la información sólo para ubicarme en el contexto, según su expresión. Era un contexto bastante feo. Penelope y yo tuvimos un enfrentamiento.
—Debió ser muy divertido.
—Muchísimo. Ella se declaró culpable y dijo que no le importaba, que estaba harta de vivir como una menesterosa gracias a la caridad del Instituto y que si prefería romper la monotonía con la ayuda de Morry e Ibbotson era asunto de ella.
—Una actitud emancipada, por cierto.
—Más que eso, me temo. Lo raro es que nunca lo había sospechado. Sea como fuere, empacó y se fue, lo cual agradó a Breuer. Vivió un tiempo con sus padres hasta que se aburrió de eso también, y ahora ha tomado un elegante departamento en Chelsea, donde presumiblemente puede revolcarse a su antojo con amigos beatnik —titubeó y bebió—. Le hablé varias veces, principalmente por teléfono. Supongo que ha de ser porque todavía me siento vagamente responsable de ella.
—¿Recuerdas cómo era el ambiente...? Por teléfono, quiero decir...
—Frío e independiente.
—Entiendo.
—Obviamente —continuó él—, el problema tiene que ser resuelto de un modo o de otro, pero con seguridad que no podrá ser por teléfono.
—Eso es razonable, Dave —convino Ann—. Hay sólo una cosa que deberías saber antes que dispongas las cosas de una vez y para siempre. Me tiene preocupada.
El sonrió desganadamente.
—No es problema tuyo, Ann. Es entre Penny y yo.
Ella se le acercó.
—Pero tiene que ver conmigo, ¿verdad? Debo estar influyendo en ti hasta cierto punto..., digo, si nos amamos.
—Sí —admitió él— en ese sentido tiene que ver contigo.
—Dave —dijo ella con voz serena—, antes que te comprometas creo que deberías saber que hace unos años viví con un hombre casi dieciocho meses. Era casado, con mujer y tres hijos en Surrey. Los abandonó para vivir conmigo. La esposa se negó a divorciarse, y al final volvió con ella.
Por un rato él pareció sumido en sus cavilaciones.
—Supongo que estabas enamorada de él.
—En ese momento. En ese momento siempre lo estás.
—Sí, tienes razón. Siempre.
Se miraron fijamente en silencio como separados por una barrera invisible y eterna, luego él le tomó las manos.
—Bien, gracias por decírmelo, de todos modos. Las cartas sobre la mesa y todo eso.
—Mejor sobre la mesa que en la manga.
—Al menos tú has dejado atrás el pasado, Ann — señaló él—. A mí todavía me persigue.
No conforme, ella prosiguió sus avances.
—¿Por qué preocuparnos por el pasado cuando tenemos el futuro por delante?
—Es cierto — dijo él, recogiendo la copa y vaciándola—. Tomemos otra cerveza para celebrar. Más animado, atacó la segunda lata.
SEGUNDA PARTE
LA CREACION
6
La educación del señor Soames empezó con algo de la precisión de una operación militar. El factor imprevisible, como en todas las operaciones militares, era la resistencia del enemigo, pero durante las primeras semanas de instrucción el señor Soames resultó un enemigo poco resistente, capaz de aprender rápidamente pese a cierta pereza congénita. No parecía inclinado a concentrarse en un aspecto solo de su instrucción más que unos minutos, y siempre era fácilmente distraído por estímulos visuales como colores brillantes o movimientos bruscos o meras formas novedosas. El pulcro y pequeño bigote del doctor Bird le llamó la atención durante semanas, hasta que el interés se le pasó de golpe y nunca resurgió. Una mosca zumbando en el cuarto lo reducía a un estado de fascinación hipnótica que sólo se disipaba cuan— do el enfermero despachaba al insecto con un aerosol tóxico.
Aceptaba los procedimientos de higiene normales de mala gana, pero una vez que el hábito se impuso fue posible atenuar la vigilancia. Las afeitadas resultaron un obstáculo mayor, aun con una afeitadora eléctrica relativamente silenciosa, y sólo se logró algún progreso efectivo cuando el señor Soames pudo sobreponerse a sus temores y suspicacias iniciales y manejar la máquina por sí mismo, aunque torpemente. No tenía ningún interés en caminar, de modo que era necesario asirlo para ponerlo de pie, pero transcurrieron muchas semanas antes que se tuviera la confianza suficiente para permanecer erguido sin aferrarse a los muebles o apoyarse contra la pared. Una y otra vez caía pesadamente mientras intentaba dar los primeros pasos, y con cada caída perdía un poco más de confianza. Pero el éxito vino repentina e imprevistamente, como sucede a menudo con las habilidades físicas relacionadas con el equilibrio. Una mañana, en presencia del doctor Wilson, cruzó la habitación tambaleándose, de una pared a otra, y a partir de entonces no hubo más problemas.
Su cerebro absorbía el lenguaje sin esfuerzo, como una esponja seca absorbe agua. La principal dificultad parecía consistir no en la memorización de las palabras sino en la coordinación del movimiento de los labios, la lengua y el aliento para articularlas inteligiblemente. La falta de coordinación muscular fue, en efecto, la mayor desventaja del señor Soames durante los primeros meses de instrucción, algo en cierto modo previsible, pues su cerebro tenía que conseguir la coordinación por un esfuerzo deliberado de voluntad mientras que en el individuo normal se trata fundamentalmente de un proceso inconsciente o reflejo resultante de hábitos implantados en la infancia.
No obstante, en ciertos aspectos progresó positivamente a un ritmo muy satisfactorio, al punto de que Conway se vio urgido a consignar en el registro:
El señor Soames manifiesta una considerable aptitud para adquirir ciertas habilidades, especialmente las que podrían ser definidas como egocéntricas, o sea calculadas para mejorar su propia situación en relación con otra gente. Las capacidades adultas de libertad de movimiento y expresión verbal las persigue con una terca tenacidad ahora que ha superado las dificultades iniciales de coordinación muscular. Es como si instintivamente reconociera la importancia de estas cosas. Por otra parte, las actividades creativas de naturaleza educacional, como el modelado en arcilla y el dibujo con lápices de color, lo aburren inmensamente, y con frecuencia se niega absolutamente a cooperar. Sin embargo, le siguen fascinando los objetos coloridos y brillantes, y es sensible a las formas y perfiles.
Estos eran los hechos positivos que provocaban una satisfacción general en la División Psiquiátrica, pero también había un lado negativo. Ocasionalmente el señor Soames demostraba cierta aspereza de carácter cuando lo obligaban a hacer algo contrario a sus deseos. Por ejemplo, desvestirse.
Las ropas eran para él un símbolo de igualdad con los demás. Le gustaba vestirse y quedarse vestido. Cada noche a las nueve, cuando le pedían que se cambiara antes de acostarse, refunfuñaba y forcejeaba con el enfermero. A veces cedía y se dejaba quitar las ropas, pero frecuentemente se resistía hasta llegar a la violencia y el enfermero tenía que pedir ayuda.
También había dificultades durante los períodos regulares de ejercicio, cuando el señor Soames era conducido a un parque aislado del Instituto. Aunque al principio la misma amplitud del aire libre parecía infundirse una vaga sensación de intranquilidad, pronto llegó a disfrutar de esas excursiones que lo libraban del encarcelamiento virtual del cuarto y dio a entender claramente que no quería regresar. Una vez escapó del enfermero que lo paseaba alrededor del lago y corrió hacia los árboles, pero como corría torpemente no tardó en caer de bruces en el suelo, magullándose el costado de la cara. Después de ese incidente siempre iba acompañado por dos enfermeros.
En otra ocasión asió sin previo aviso el cabello del doctor Wilson y se negó a soltarlo, sonriendo para sí mismo como secretamente divertido. Todas las alternativas para abrirle el puño cerrado fracasaron, y el doctor Wilson siguió apresado con implacable firmeza, semiencorvado y dolorido, hasta que el enfermero abandonó los principios terapéuticos y golpeó al señor Soames en las costillas. El señor Soames soltó al doctor y se abalanzó sobre el enfermero, que se defendió de la manera clásica mientras Wilson iba en busca de ayuda. Al final se necesitó de tres hombres para sujetar al paciente mientras le inyectaban un sedante.
—Está desarrollando un "complejo de Soames" —señaló el doctor Bird una vez mientras almorzaban. Compartía una mesa del comedor con Conway.
—En efecto — dijo Conway—, Ha llegado a una etapa en que se siente en igualdad de condiciones físicas con los demás, y está empezando a afianzar su independencia.
—Si fuera sólo eso no sería tan malo —observó Wilson—. El problema es que está adquiriendo gradualmente un patrón de conducta al estilo "Soames hace lo que Soames quiere". Dentro de los límites de su reducido vocabulario expresa en esos términos. Quiero esto, quiero aquello. O no quiero esto... ni aquello.
—Es una típica fase infantil — djjo Conway encogiéndose de hombros—. Todos los niños atraviesan la etapa del "quiero", y con el tiempo la superan.
—La superan bajo la presión de retos y castigos. No se puede tratar a Soames de esa manera. No podemos darle una paliza y mandarlo a la cama temprano.
Conway apartó el plato y encendió un cigarrillo.
—Es difícil —concedió—. En este momento el mundo de Soames consiste en lo que le gusta y lo que le disgusta, y son prácticamente las únicas motivaciones conductuales que reconoce. Puede que con la mejoría de su educación el horizonte se le amplíe hasta que pueda responder a motivaciones más sutiles y abstractas.
—Si quiere mi opinión —djjo Wilson, meneando la cabeza—, no progresará en absoluto sin disciplina estricta. Es inútil decirle qué está bien y qué no. Tiene que aprender que la mala conducta acarrea dolor e incomodidad. Así aprendimos todos cuando niños.
—Es un hombre grande. ¿Cómo se le puede infligir dolor e incomodidad sin aporrearlo de vez en cuando?
—Ese es precisamente el problema —dijo Wilson.
Más aún, era un problema que se volvía más urgente con el transcurso de cada semana. La enseñanza educacional había empezado a ramificarse en aritmética simple, geografía e historia, no tanto porque se pensara que el señor Soames estuviera preparado para estos temas más eruditos sino porque se consideraba conveniente ensancharle los horizontes mentales más allá de las cuatro paredes del cuarto y el parque aislado del Instituto. Pero el paciente se rehusaba.
—No quiero historia —le dijo un día al profesor, y se tapó los oídos con los dedos y se negó a escuchar. Esta maniobra tuvo éxito. El señor Soames descubrió que no tenía porqué aprender lo que no quería. Las lecciones volvieron a centrarse en la lengua, que presumiblemente él estaba dispuesto a aceptar porque desde su punto de vista ingenuo la capacidad de hablar aumentaba su sensación de poder.
Inevitablemente había que estudiar la situación en un nivel ejecutivo. Una mañana el doctor Breuer llamó a una conferencia en su despacho, a la que asistieron Mortimer, Hoff, Wilson, Bird y Conway. Breuer estaba sentado al escritorio, frente a una gruesa carpeta de informes.
—Parece que hemos entrado en un período dificultoso con el señor Soames —dijo pensativamente—. Desde luego podemos pasar por alto los ejemplos aislados de conducta recalcitrante, pero recientemente se ha vuelto obvio que el paciente se niega deliberada y reiteradamente a obedecer. En otras palabras, está adoptando un patrón de conducta personal de desafío a la autoridad externa, y mientras esa condición persista es improbable que realice nuevos progresos. Lo que tenemos que considerar es cómo podemos encarar la situación, teniendo en cuenta que el señor Soames es fundamentalmente un adulto normal sin aberraciones mentales.
—A mi juicio — dijo Conway—, la autoridad sólo puede ser reconocida y admitida si está respaldada por la fuerza. La autoridad de la ley sólo es efectiva gracias a la policía, los tribunales y las prisiones. La autoridad de los padres y maestros se establece mediante el castigo, o al menos la amenaza del castigo, ante la mala conducta.
—Los adultos responsables reconocen una autoridad más elevada que la mera amenaza de castigo —intervino el doctor Bird—. Hay cierta conciencia de un código moral, de los derechos del individuo...
—El señor Soames no es un adulto responsable —recalcó Conway—, y aun el adulto responsable ha aprendido la diferencia entre lo correcto y lo incorrecto con una palmada en el lugar apropiado en algún momento de su vida.
—Creo que el doctor Conway tiene razón hasta cierto punto —dijo el doctor Breuer—. La autoridad deriva de la fuerza, en términos primitivos. El concepto de código moral del doctor Bird es algo mucho más sutil y sofisticado, por cierto irrelevante en lo que concierne al tratamiento del señor Soames. Por otra parte, éticamente no podemos forzar la sumisión a la autoridad mediante el uso de la fuerza o de la violencia.
—Parece un acuerdo unilateral —enfatizó el doctor Bird—. Nosotros tenemos que ser estrictamente éticos, pero el señor Soames no lo es.
—Hay otras formas de persuasión además de la fuerza —observo Conway—. Por ejemplo, el señor Soames podría ser privado de su paseo
diario en el parque por mala conducto, o incluso de la comida.
Breuer frunció el seño.
—El efecto Psicológico podría ser exactamente el opuesto al que buscamos. Es improbable que el señor Soames acepte dócilmente someterse a ciertos rigores, por así decirlo. Idealmente estamos procurando establecer un patrón de buena conducta voluntaría.
—No lo conseguiremos mientras sigamos consintiéndolo —subrayó el doctor Wilson—. Como están las cosas, se le ofrecen servicios de varías clases y él se limita a elegir los que le agradan.
—Bien, al menos parecemos estar de acuerdo sobre las dificultades básicas — dijo el doctor Breuer—. Entre todos tendríamos que elaborar una solución práctica del problema. Doctor Mortimer, ¿qué opina usted?
Mortimer se mordió cavilosamente el labio inferior e inhaló profundamente.
—No debemos olvidar que ya hemos logrado resultados notables con el señor Soames — dijo resueltamente—. En un período relativamente breve le hemos inculcado ciertos hábitos necesarios, y su progreso en el habla es excepcional. Creo que tiene un vocabulario funcional de unas quinientas palabras. Naturalmente aún no maneja con soltura la gramática ni la sintaxis, pero mejora día a día. Creo que quizá le damos demasiada importancia a este período de tosu— dez. En algunos aspectos tal vez sea positivo..., puede ser un paso necesario para el logro de la confianza en sí mismo. Quizá el paciente no hace más que tantear los límites de sus facultades recién adquiridas.
—De acuerdo —convino Conway—, pero la actitud presente del señor Soames parece implicar que continuará tanteando esos límites indefinidamente.
—No lo creo —aseguró Mortimer—. Pienso que su educación avanzará por niveles. Habrá obstáculos aparentemente insuperables de vez en cuando, mientras asimilaba lo que acaba de aprender, y cuando esté preparado para seguir se volverá naturalmente receptivo y cooperativo.
—Puede que sí —concedió el doctor Breuer—. El condicionamiento generalmente se produce paso a paso. Creo que la dificultad reside en que el señor Soames también está estableciendo un patrón de conducta propio qué choca con el que tratamos de imponerle. Pienso que sería un error permitir que esto se prolongara demasiado.
—Estoy de acuerdo, doctor Breuer —dijo Conway—. Creo que a nosotros nos corresponde tomar la iniciativa.
Como primera medida podríamos abandonar toda instrucción durante una o dos semanas, y mantenerlo confinado en su cuarto. Nada de ejercicio en el parque. Hasta podríamos considerar la reducción de su dieta a un régimen más austero.
—Tratamiento drástico para un paciente que mentalmente es sólo un niño —comentó ácidamente Mortimer.
—No si se le aclara absolutamente el porqué. Verá usted, tarde o temprano tiene que comprender que la autoridad debe ser obedecida y la desobediencia no sirve. Es inútil decírselo con palabras...,ya se lo hemos dicho muy a menudo. Ha llegado la hora de una demostración.
—No creo que sea perjudicial — digo dubitativamente el doctor Breuer—, y podría acarrear un cambio de actitud considerable.
Mortimer sacudió la cabeza dogmáticamente.
—Creo que me opondré, doctor Breuer. No es buena psicoterapia... Más aún, no es psicoterapia.
—A veces una onza de fuerza bruta vale por toneladas de psicoterapia —recalcó Conway—. A la larga la mejor psicoterapia es el sentido común.
El doctor Hoff, normalmente callado y taciturno, dijo con su voz lenta y deliberada:
—¿No sería mejor lanzar primero el ultimátum? Creo que ese es el modo normal de ejercer la autoridad en todos los niveles de la sociedad. Se dice que hay que hacer esto, pues si no se hace ocurrirá algo desagradable. El sujeto tiene así una opción. Puede decidirse a obedecer, o si lo desea puede negarse y sufrir las consecuencias desagradables de su rebeldía.
—Sí —dijo pensativamente el doctor Breuer—, parece una apreciación razonable del problema. Pienso que quizá deberíamos advertir al señor Soames que a menos que obedezca las directivas del personal responsable de su instrucción y bienestar sufrirá ciertas restricciones en sus privilegios. Y podríamos ponerle un límite de tiempo de, digamos, una semana.
—Sigo en desacuerdo —protestó Mortimer—. Estamos tratando a ese hombre más como un prisionero que como un paciente. Considérenlo de esta manera: legalmente no tenemos ningún derecho sobre él. No se ha extendido ningún diagnóstico adverso sobre ai salud mental, y de hecho no
hay razones para ello. Si conociera el procedimiento, mañana podría largarse del Instituto... Hoy mismo.
—Pienso que sería peligroso —apuntó el doctor Wilson.
—Peligroso, tal vez, pero no ilegal. Todo el mundo ha pasado tácitamente por alto el hecho de que no tenemos derecho legal alguno a mantener encerrado aquí al señor Soames si él no lo desea.
El doctor Breuer emitió un gruñido dubitativo.
—Creo que no necesitamos preocuparnos por la posición legal en sí. Es más bien una cuestión de responsabilidad, y es nuestra misión transformar al señor Soames en un ciudadano útil y controlado antes de otorgarle la libertad. Dudo que cualquier abogado pudiera objetar a la corrección esencial de nuestros objetivos. Parte del proceso educacional consiste en lograr que el paciente respete la autoridad más elevada, y pienso que es razonable ejercer un cierto grado de disciplina punitiva con ese fin.
Hubo un murmullo de asentimiento entre los doctores, con la excepción de Mortimer, que guardó silencio.
—Pienso que podríamos empezar dando a entender al señor Soames que si no obedece a sus tutores, enfermeros y doctores, será confinado en su cuarto, y si continúa resistiéndose se le restringirá la dieta. Si no conseguimos el efecto deseado, tendremos que reconsiderar el plan.
—¿Puede asentarse por escrito como directiva oficial?-preguntó Mortimer.
—Sí, desde luego —dijo el doctor Breuer—. Cargaré personalmente con la responsabilidad. ¿Satisfecho?
Mortimer asintió.
—En ese caso, creo que podemos dar por concluida la reunión. Nos veremos nuevamente en una semana para evaluar si nuestro cambio de actitud ha producido algún cambio en la conducta del paciente.
Lentamente los doctores se marcharon del despacho mientras, en su pequeño anexo, el señor Soames estaba felizmente sentado en el borde de la cama, los dedos hundidos en las orejas, ignorando al fatigado profesor que trataba de inculcarle algunas nociones elementales de geografía.
El señor Soames no pudo impresionarse menos ante las amenaza a su libertad. Como un niño, parecía vivir enteramente en el presente sin dar ninguna importancia al futuro. Era posible, desde luego, que el concepto abstracto del futuro como tal, del tiempo por venir, aún no estuviera claramente definido en su mente.
Sistemáticamente, el ultimátum fue lanzado por cada uno de los doctores durante su turno de guardia. Se pensó que de esta manera cualquier resentimiento que pudiera tener el paciente no estaría dirigido contra un individuo solo. El señor Soames sin embargo no se inmutó; persistió en su ociosa independencia, prestando atención al profesor cuando se le antojaba, a veces hablando solo en voz baja, como perdido en un gris mundo interior, y con frecuencia mirando fijamente los parques verdes y los árboles circundantes a través de la ventana.
—Soames —dijo Conway una tarde, cuando ya era evidente que las medidas disciplinarias propuestas por el doctor Breuer tendrían que ser aplicadas—, ¿cuáles son las cosas que más te gusta hacer?
El señor Soames lo miró inexpresivamente con sus ojos castaños. Sentado en esa silla metálica cerca de la ventana, parecía grande fuerte y cordial, con sus pantalones grises e informales y una camisa blanca de cuello abierto. La piel morena le daba un aspecto latino; podía haber sido un labriego siciliano, un chipriota o incluso un turco. La cara era impasible como de costumbre, principalmente, suponía Conway, porque aún no había aprendido a relacionar la expresión externa con el sentimiento interno; sólo cuando el furor o la alegría lo poseían, sus rasgos trasuntaban involuntariamente una emoción.
—¿Te gusta comer? —prosiguió Conway—. ¿Te gusta caminar cerca del lago? ¿Te gusta vestirte bien?
El paciente no respondió. A lo sumo curvó hurañamente los labios como si presintiera que esas preguntas no eran más que un preámbulo a algo desagradable.
—En la vida también tenemos que hacer cosas que no nos gustan —declaró Conway—. Tenemos que hacer cosas que son buenas para nosotros, aun si pensamos que no son gratas de hacer.
El señor Soames se volvió hacia una mesita donde esta— ban desparramadas las piezas de un rompecabezas de madera. Recogió tentativamente una de las piezas, haciéndola girar como si tratara de adivinar su posición probable en el conjunto.
—Estás aprendiendo a ser un hombre como los otros hombres —continuó Conway—. Para aprender tienes que escuchar lo que otros hombre te dicen, y hacer lo que te indican. De lo contrario te verás en apuros. Ya no tendrás las cosas que te gustan. ¿Entiendes?
Si el paciente lo escuchaba, no lo demostró. Ya había encajado tres piezas del rompecabezas y jugueteaba con una cuarta pieza con aire de tediosa concentración.
—Ya has aprendido algunas cosas útiles —dijo pacientemente Conway—, pero hay muchas más cosas que debes aprender. No basta con caminar, comer y hablar. Tienes que aprender sobre el mundo exterior para que un día, cuando tengas libertad para ir a ese mundo, seas igual a otros hombres y sepas tanto como ellos.
El señor Soames encajó cuidadosamente las dos piezas siguientes. Recogió otra y la examinó con su típica manera estólida.
Conway cambió una mirada con el enfermero que tenía detrás. El enfermero meneó la cabeza y dijo:
—Es inútil, doctor Conway. Cuando se pone así se niega a escuchar.
Conway se adelantó y arrebató la pieza de la mano del paciente.
—Préstame atención —ordenó.
El señor Soames se volvió letárgicamente y se incorporó, tendiendo la mano.
—Dámelo —dijo con su voz lenta, cuidadosamente modulada.
—Antes debes escuchar lo que tengo que decirte —declaró Conway—, después te lo daré.
—Es mío —dijo el señor Soames—. Dámelo.
—Siéntate —dijo Conway, y le señaló una silla que había cerca.
—Dámelo —repitió tozudamente el señor Soames. Estiró el brazo y aferró la mano de Conway con dedos de acero. Por unos momentos los dos se quedaron frente a frente, Conway tenso y ligeramente furioso, el paciente calmo y distendido, pero obstinado, y al fin el enfermero se interpu— só. Tomó el brazo del señor Soames y trató de separarlo, pero el señor Soames no tenía intención de soltar al doctor Conway.
—Haz lo que te dice el doctor —dijo el enfermero.
—Quiero mi pieza —declaró el señor Soames, y apretó con más fuerza la mano de Conway—. La quiero. Dámela.
—Siéntate —ordenó Conway—, o me llevaré todas las piezas.
El desafío cristalizó en los ojos oscuros e inexpresivos del paciente. Se puso a torcer la muñeca de Conway lenta y deliberadamente, sin desviar los ojos de la cara del otro. El enfermero forcejeó para separarlos, pero fue inútil.
—No importa —se apresuró a decir Conway—, Llévese todas las piezas del tablero.
El enfermero obedeció. El señor Soames dejó de torcer la muñeca y volvió la cabeza. Por primera vez la ansiedad le desfiguró la rigidez de la expresión.
—No —gritó—. Las quiero. Las quiero.
—Sientate y las tendrás —dijo Conway, frotándose la muñeca.
El señor Soames cedió de mala gana. Se sentó en la silla, fijando tercamente los ojos en el enfermero mientras éste recogía las piezas.
—Así está mejor — dijo Conway—, Ahora puedes tenerlas de nuevo.
Le entregó al paciente la pieza que él tenía en la mano y le hizo una seña al enfermero, quien desparramó el resto de las piezas en la mesita. Inmediatamente el señor Soames se las arrojó en el regazo y las cubrió con las manos.
—Son mías —dijo hurañamente.
—Claro que son tuyas —convino Conway—, pero si no haces lo que te dicen te las quitarán. Y también te quitarán otras cosas... Todas las cosas que te gustan. Debes escuchar lo que te dicen y aprender lo que te enseñan. Debes aprender a sumar, debes aprender geografía e historia...
—No me gusta la geografía y la historia. No quiero sumar números.
—No importa si te gusta o no. Debes aprender igual.
—No quiero aprender.
—En tal caso, basta de rompecabezas, de paseos todos los días y de ropas.
—No quiero rompecabezas ni paseos ni ropas.
Para demostrar su cambio de actitud el señor Soames de pronto le arrojó todas las piezas a Conway y se incorporó amenazadoramente.
—No las quiero —gritó—. Llévatelas.
Conway suspiró, mientras el enfermero se acercaba dispuesto a intervenir en cualquier momento.
—Llevátelas —repitió el señor Soames, pisoteando las piezas caídas—. No las quiero.
—Recógelas y ponías en la mesa —ordenó Conway, apelando a toda su paciencia.
—No. Llévatelas —dijo el señor Soames con firme obstinación.
Qué hacer ahora, se preguntó Conway. Si fuera un niño lo tomaría del cuello y le daría una buena tunda, es lo que necesita... Una dosis adecuada de castigos físicos para enseñarle lo correcto y lo incorrecto. Mortimer se complace en sus teorías blandas, pero nunca está aquí para presenciar este tipo de conducta, y rara vez ve algo más que las palabras formales de los informes escritos.
—Soames —dijo resueltamente Conway—, te daré una nueva oportunidad. Recoge las piezas y ponías en la mesa. Si no obedeces serás encerrado en tu cuarto y se te retirarán las ropas hasta que las recojas.
—Llévatelas —dijo Soames—. No las quiero.
Conway caminó hacia la puerta con fatigada resignación, seguido por el enfermero.
—Creo que no podemos retroceder —dijo serenamente—. Será mejor que hable primero con el doctor Mortimer, pero supongo que a partir de hoy el señor Soames quedará privado de una serie de privilegios. Entretanto, vigílelo. Regresaré más tarde.
Dejó el anexo y fue en busca de Mortimer.
Conway intentó ver dos veces a la esposa; viajó a la ciudad para visitar el departamento de Chelsea, pero en ninguna de ambas ocasiones recibió respuesta. Era una calle tranquila y arbolada de casas de tres pisos, algo descuidadas, con barandas de hierro y subsuelos que parecían fosos protectores a lo largo de los frentes. El departamento de Penelope estaba en el piso superior de una casa revocada de gris. Las cortinas de la pequeña ventana eran rojas y negras, a la moda, y las hojas de una planta alta, verde y amarilla, relucían pálidamente detrás de los vidrios.
La visitó por tercera vez una noche de sábado, casi cinco semanas después que anunció a Ann su intención de ver a Penelope. Eran casi las once y media, y al conducir a lo largo de la calle había observado una luz en la ventana tras las cortinas rojas y negras. El corazón se le estrujó de aprensión, pero los rasgos duros no demostraron la menor ansiedad.
Aparcó el coche enfrente, encendió un cigarrillo y caminó con naturalidad hacia la puerta. Estaba por apretar el timbre cuando la puerta se abrió y dos jóvenes salieron a los tumbos, una muchacha de pelo oscuro con blusa de cuadros rojos y jeans negros, y un joven rubio con suéter verde y grueso. Pasaron despreocupadamente, sin reparar en él, dejando la puerta abierta de par en par. Ahora se oía el sonido feroz de música de jazz rápido, probablemente de un tocadiscos distante. Titubeó un momento, inhalando el humo del cigarrillo, luego decidió entrar y subir.
La música se intensificaba mientras subía las escaleras de madera sin alfombrar, y al fin advirtió que provenía del departamento de Penelope. Al golpeteo rítmico se unían los ruidos de una fiesta. Sus pies continuaron avanzando mecánicamente paso a paso, e inevitablemente lo llevaron al segundo piso. La puerta del departamento estaba abierta y una luz diminuta titilaba en un pequeño vestíbulo color crema. Entró con cuidada cautela. Se sentía un intruso.
Sus primeras impresiones fueron fugaces, caóticas. Jóvenes que bailoteaban abrazados como osos sobre una alfombra marrón en un gran cuarto azul. La atmósfera brumosa apestaba a humo de cigarrillo y gin. Muebles baratos de patas frágiles rodeaban un hogar de ladrillo tosco con un calefactor empotrado, y a lo largo de las paredes, borrosamente alumbradas por lámparas en anaqueles, había una biblioteca, un escritorio, una mesa angosta con plantas de interior, un diván y una mesa rodante. Colillas de cigarrillo relucían en ceniceros de bronce, y copas altas, vacías y llenas, se erguían como hongos de cristal.
Se quedó un momento en la puerta de la habitación, fumando y observando. Había cuatro hombres y cuatro mujeres bailando con movimientos lentos y sugestivos, y los dos con quienes se había cruzado al entrar en el edificio quizá formaban parte del grupo y tal vez habían salido a buscar más cigarrillos o bebidas. Penelope estaba bailando, si esa era la palabra, con un joven atezado que podía haber sido egipcio o turco. Lo estrechaba con fuerza, seductora— mente, mientras las manos morenas le acariciaban la espalda. Conway no recordaba el vestido carmesí —sería nuevo— y el pelo de Penelope, naturalmente rubio, había sido teñido de un color más claro, casi platinado. Tenía los ojos entrecerrados, soñadora y lánguidamente, un indicio seguro de que había bebido demasiado.
Nadie le prestaba ninguna atención, así que por fin cruzó la habitación y apagó el tocadiscos. Por unos segundos el silencio pasó inadvertido. El bailoteo continuó con el eco de la música, como si las parejas estuvieran en un estado de hipnosis compulsiva. Dejaron de moverse casi espontáneamente, como si un cuchillo invisible les hubiera cortado los hilos que los guiaban. Las cabezas se volvieron hacia él, inquisidoras.
—¡Por Dios! —exclamó Penelope—. ¡Tú!
Soltó a su pareja y se aproximó a Conway. Viéndola tan cerca, bonita y atractiva como siempre, y tan familiar pese a los años, pese a la prolongada ausencia, sintió un retorcijón de angustia y nostalgia por todo lo que podía haber sido. Pero no había nostalgia en la cara de ella, y los ojos celestes eran glaciales.
—¿Qué demonios quieres?
—Pensé que podíamos hablar —dijo él con serenidad—. A fin de cuentas, hay cosas que deberíamos discutir...
Ella meneó la cabeza.
—No lo creo. No creo que haya nada que discutir entre nosotros. Qué desfachatez, entrar de ese modo...
—Telefoneé, pero nunca me atendían.
—La razón es que no había nadie. Estuve en el hospital.
—Lo siento. No supe que estabas enferma.
Ella echó la cabeza hacia atrás y rió histéricamente. Tenía el aliento impregnado del gusto dulzón y picante del gin. De pronto se volvió a los invitados, que miraban la escena petrificados.
—Este es mi marido —anunció—. No sabía que yo estaba enferma —se echó a reír otra vez, y el sonido fue imitado por la audiencia con timidez; se volvió a Conway—. Estoy festejando, Dave —informó, tropezando con las palabras como cada vez que se emborrachaba—. ¿Sabes por qué? Estoy celebrando mi primer hijo, eso es lo que estoy haciendo. Quería guardarlo en un frasco, pero no me dejaron. Qué desconsideración, ¿no crees?
El calló. La observaba con los ojos entornados.
—Sírvete un trago, Dave, por los viejos tiempos. Mike, prepárale un trago a Dave.
—No hay más —dijo un joven pelirrojo—. Pete y Betty fueron a su departamento a buscar vodka.
Penelope asintió agitando el brazo.
—Está bien. Dave esperará a que vuelvan.
—No creo —dijo Conway—. Pero si pudiéramos hablar unos minutos...en privado.
Ella lo observó simulando sorpresa, extendiendo los brazos.
—¿De qué quieres hablar, Dave? Te fui infiel y me echaste. Descubrí que iba a tener un hijo tuyo y decidí abortar. Es justo ¿verdad?
—¿Un hijo mío? ¿O de Morry? ¿O de alguien más?
Ella lo abofeteó con fuerza y volvió a reír.
—¡Te gustaría saberlo!
—¿Y a ti no? —replicó él, alejándose del tocadiscos—. Sólo quiero decirte esto, Penny. Me propongo iniciar el trámite de divorcio, y denunciaré a Morry como cómplice de adulterio.
—Está bien. Perfecto, crucifícalo también a él.
—A menos que prefieras nombrar a otra persona.
—¿Por qué tantas consideraciones con Morry...? ¿O es poco profesional que un doctor mencione a otro?
—Pienso en su esposa. Se casó hace pocas semanas. No tiene sentido escarbar en el pasado.
Ella sonrió con irónica complacencia.
—Qué bondadoso eres, Dave..., pensar en su esposa. Quizá si hubieras pensado un poco más en la tuya no habríamos llegado a esto. Por mí puedes hacer lo que demonios se te antoje, y si de paso le arruinas la vida a Morry y la mujer, tanto mejor. Ahora apártate, por favor. Estás interfiriendo con la música.
—De acuerdo. Si lo prefieres así...
Ella lo apartó de un empujón y encendió el tocadiscos. El atravesó la habitación lentamente, abriéndose paso entre las parejas desconcertadas. Cuando llegó al rellano el jazz estalló de nuevo, agitando el aire de la noche con música estridente y ritmos discordantes.
En la puerta del frente se topó con la muchacha de pelo oscuro y blusa roja y el joven de suéter verde, esta vez con una botella bajo el brazo. Se apartó para degarlos pasar.
Regresó al Instituto tenso y obnubilado, equilibrando sombríamente el alivio y el arrepentimiento, separado del pasado y el futuro y viviendo en un presente atenuado donde la vida era la carretera oscura y gris que se desplegaba delante del coche, más allá de la barrera invisible del parabrisas pero oyendo constantemente, en los vericuetos secretos de la mente, el estruendo del jazz ruidoso de un pequeño tocadiscos en una habitación con cortinas rojas y negras.
7
Pocos días más tarde dos hechos de considerable importancia sucedieron simultáneamente. El primero fue un cable de Japón anunciando que el doctor Takaito volaría a Inglaterra al día siguiente y pasaría uno o dos días en Londres con el propósito de observar personalmente la evolución mental del señor Soames. Esperaba que el doctor Breuer pudiera hacer los arreglos pertinentes y facilitarle un cuarto en el Instituto por un tiempo, de ser necesario.
El segundo hecho, mucho más ominoso para Breuer, fue una llamada telefónica del jefe de redacción del National Daily Courier, un tal Geoffrey Finch.
—¿Hablo con el doctor a cargo del Instituto Psiconeural Osborne? —preguntó Finch.
—Así es —contestó Breuer, dándole su nombre.
—Estará complacido en saber que hemos conseguido localizar a algunos parientes del señor Soames —anunció Finch.
—Oh —respondió lacónicamente Breuer.
—Sabíamos, desde luego, que la madre había ido a Canadá y se había casado otra vez, aunque no teníamos certeza absoluta de que aún viviera. Pues bien, vive, doctor Breuer, y la hemos encontrado. ¿Sabe usted dónde estaba?
—No tengo la más remota idea —dijo Breuer irritado, reprimiendo el impulso de colgar inmediatamente.
En Perú. Casada con un hombre llamado Martínez, con una hija de diecinueve años llamada Antonetta... Toni, para abreviar. Una muchacha hermosa, doctor Breuer. Fabuloso. Más aún, los hemos traído a Inglaterra, y ahora se alojan en un gran hotel del West End.
—No estoy seguro de que haya sido muy prudente —dijo reprobatorio Breuer—. El señor Soames aún está sometido a un tratamiento psicoterapéutico intensivo...
—Exacto, doctor. ¿Qué podría ser mejor para su equilibrio mental que el reencuentro con la familia?
—Su equilibrio mental no está afectado — dijo glacialmente Breuer—. Estamos entrenándolo y educándolo, y el proceso no carece de dificultades. A mi entender sería totalmente erróneo desorientarlo introduciendo la noción de relaciones familiares.
—Pero, doctor Breuer, hasta los prisioneros y los enfermos mentales reciben visitas, y el señor Soames no es ninguna de ambas cosas. Realmente dudo que usted tenga autoridad para negarse a recibir a la madre y la hermana.
—En mi Instituto tengo autoridad para usar mi discreción como lo crea más beneficioso para mis pacientes —declaró Breuer sin rodeos—. Es toda la autoridad que necesito.
—Pero el señor Soames no es un paciente —insistió Finch—. ¿Se da cuenta que si la señora Martínez lo deseara podría sacarlo mañana mismo del Instituto? Ningún tribunal le negaría la custodia y el control de su propio hijo. No es que ella desee ir tan lejos. Sólo quiere ver al hijo y hablar un rato con él...
—Mire, señor Finch — dijo ácidamente Breuer—, seamos francos. Usted sabe muy bien que le importa un rábano la señora Martínez o el hijo. Se trata sólo de una maniobra periodística y usted espera capitalizar el aspecto humano del asunto. Pero no funcionará.
—Hemos invertido muchísimo dinero en este proyecto —dijo amenazadoramente Finch—, y nos proponemos seguir adelanté aunque tengamos que apelar a la ley. Es un país libre, doctor Breuer. No tiene usted derecho a aislar al señor Soames de sus parientes.
—¿Qué es lo que quiere exactamente? —preguntó Breuer.
—Sólo queremos un permiso para que la señora Martínez y Toni visiten al señor Soames acompañadas por un reportero y un fotógrafo. Por ese simple favor el Courier estará satisfecho de donar la suma de cien libras para los fondos del Instituto.
—La respuesta es no '-respondió Breuer, y colgó,.
Inmediatamente telefoneó a su abogado y le describió
la situación, informándole sobre el programa educacional del señor Soames y algunas de las dificultades que habían surgido.
—En particular —añadió—, nos hemos cuidado de no introducir aún la noción de sexo, hasta que haya adquirido un grado satisfactorio de equilibrio temperamental. Es intolerable que esta mujer y su hija de diecinueve años, que tiene fama de ser una beldad, puedan interferir de ese modo con un programa psiquiátrico.
El abogado pareció pesimista.
—Da la impresión de que el ejecutivo del Courier ya investigó el aspecto legal —dijo—. El hecho es que el señor Soames no está internado como enfermo mental, y supongo que de hecho no es un paciente. En cierto modo se encuentra en la misma situación de un hombre normal con amnesia total y en camino de rehabilitarse. Legalmente usted no puede impedirle ser visitado por nadie que alegue motivos razonables para visitarlo. Podría echar al reportero y al fotógrafo, pero aun eso es discutible. El Courier podría alegar que actúa para informar al público, y contaría probablemente con la aprobación de un tribunal a menos que usted pudiera esgrimir evidencias médicas para demostrar que la presencia de los periodistas es perniciosa para el paciente.
Breuer preguntó, suspicaz.
—¿Y qué pasaría si, simplemente, me negara a admitirlos?
—El Courier puede conseguir un interdicto para impedir que usted les niegue el acceso.
—Oh —una pausa—. ¿Y si ignorara el interdicto?
—Doctor Breuer, no puede... A menos que prefiera ir a la cárcel por desacato, desde luego.
—En tal caso, ¿por qué no puedo conseguir yo un interdicto para impedir que el Courier traiga a la señora Martínez al Instituto?
—¿Qué puede alegar para impedir que una madre vea al hijo?
—El hecho de que el señor Soames está segregado sexualmente por razones de política terapéutica —sugirió Breuer.
—Dudo que los jueces consideren a una madre y una hermana una amenaza seria para cualquier política de segregación sexual, y peor aún, creo que semejante política sería
difícil de defender ante la ley. ¿Ha pensado usted en lo que podrían decir los diarios..., especialmente el Courier? Con todas esas controversias sobre homosexualidad... nar muy bien los titulares.
—¿No hay ninguna oportunidad? —preguntó.
—Personalmente, yo diría que no —respondió el abogado—, pero lo pensaré. Quizás exista una fisura en las normas. Entretanto no parece haber más alternativa que cooperar con el Courier. Después de todo, puede ocasionar cierta publicidad favorable para el Instituto, y eso es mejor que la hostilidad y las críticas.
—Bien, gracias de cualquier modo —dijo Breuer.
Colgó enfadadamente, y llamó al doctor Mortimer. Tendría que haber una ley contra el periodismo, pensó, una ley para impedirle explotar la tragedia humana con sensa— cionalismos lacrimógenos. El problema era que al público le gustaba así. Allí estaba el pobre señor Soames, inconsciente desde el nacimiento, devuelto a la vida en cierto modo por un milagro de la ciencia quirúrgica tras un intervalo de treinta años... Y he aquí que aparecían su querida y vieja madre y su hermosa y joven hermana, traídas desde Perú para ver al querido muchacho gracias a la benevolencia del National Daily Courier. Casi podía visualizar las fotos impresas toscamente, tomadas con flash en el anexo, el sentimentalismo tendencioso, la enfermante falsedad de las emociones, los ojos húmedos (aun si había que aplicar esa humedad con espuma de glicerina), y en alguna parte un audaz titular que sin duda declararía: REUNION FELIZ.
El doctor Mortimer llegó en tiempo récord; había notado cierta ansiedad en la voz de su superior. Cuando se lo indicaron se sentó y se cruzó de brazos atentamente mientras el doctor Breuer se paseaba inquieto.
—¿Cual es la situación con Soames? —preguntó Breuer.
—Temo que continúa siendo hostil —dijo Mortimer—. No parece importarle estar confinado en su cuarto. Más aún, le disgustan las intrusiones. Varias veces le arrojó la comida al enfermero.
El doctor Breuer suspiró consternado.
—¿Qué supone usted que hay detrás de esa actitud?
—Pienso que es una reacción simple e infantil. No quiero lo que no puedo tener. Quizá sea sólo una etapa.
—No me gusta —dijo Breuer—, Uno sabría cómo manejar semejante actitud en un niño, pero en un adulto... —Se encogió de hombros. Supongo que el programa de instrucción ha cesado temporariamente.
—Temo que sí.
—¿Cuales son exactamente las medidas disciplinarias restrictivas que se han tomado?
—Las que usted prescribió, doctor Breuer. Privación de ejercicios en el parque, de toda vestimenta salvo los pijamas de rutina, de juegos o entretenimientos como rompecabezas, películas, libros ilustrados, etcétera. Además de ciertos cambios en la dieta... Nada de postres como plátanos o tortas ni nada parecido. Si usted me permite, reprobé ese procedimiento cuando se sugirió por primera vez.
—Sí, sí —dijo el doctor Breuer—. La aprobación o la reprobación no vienen al caso. El hecho es que Soames se está volviendo imposible de manejar con métodos ortodoxos, y el castigo actual sólo ha servido para acelerar el proceso. Me parece que él está ahondando su voluntad de desafío contra la autoridad, y a la larga no puede ganar. Una vez que se rinda no habrá más problemas.
—Ojalá yo pudiera estar tan seguro —dijo dubitativamente Mortimer.
—Se ha presentado un trastorno mucho más serio —anunció sombríamente Breuer—. El National Daily Courier ha logrado encontrar a la madre y la hermana de Soames en un país de Sudamérica, y las ha traído a Londres. El jefe de redacción me telefoneó hace un rato. Exige que les permitan visitar a Soames con un reportero y un fotógrafo.
Mortimer se llevó las manos a las mejillas, ligeramente alarmado.
—Dada la situación actual, es absolutamente indeseable.
—Temo que no haya alternativa. La ley está de parte del Courier, lamentablemente...
—Pero, doctor Breuer, esta mujer no puede significar absolutamente nada para el señor Soames, así como él no puede significar nada para ellas. Después de un período de treinta años...
—Yo pienso lo mismo. Es una vil maniobra periodística, pero creo que no podremos hacer nada por impedirla. He discutido el caso con mi abogado y no me da ninguna esperanza.
Una mirada astuta relució en los ojos de Mortimer.
—Uno podría anticiparse a los acontecimientos, desde luego —dijo con tono conspiratorio—. Es decir, hay drogas cerebrales que podrían reducir la percepción del paciente, y después no recordaría virtualmente nada.
—Es una posibilidad que se me había ocurrido —admitió Breuer—. Por otra parte, tiene sus desventajas. Si tales drogas se administraran en la dosis suficiente para producir ese efecto, sería inmediatamente obvio para cualquier observador que Soames está drogado, por decirlo crudamente. Estaría como en trance, incapaz de reaccionar, aunque en apariencias, consciente. Podría suscitar comentarios y opiniones adversas.
—Bien, pues... ¿Sedantes?
—No son tan potentes como para neutralizar la reacción sexual básica.
—Pero es difícil que el señor Soames advierta que esas mujeres son realmente de otro sexo.
—No... no tan claramente. No obstante, tiene que haber alguna reacción, aunque sólo le parezcan hombres de forma entraña y vestimenta rara. Esto complica un programa psicoterapéutico que ya es bastante complicado. En mi opinión, nos veremos en la obligación de incluir el sexo en términos prácticos en el programa educacional. Cualquier otra cosa sería un substerfugio falso, y a la larga podría resultar en una orientación, o aun perversión, indeseable.
Mortimer asintió sombríamente, pero no dijo nada.
—Juzgué aconsejable advertirle sobre lo que probablemente sucederá —dijo Breuer—. Dadas las circunstancias, quizá hasta sea conveniente que por el momento abandonemos las medidas disciplinarias.
—De acuerdo —murmuró el doctor Mortimer.
—Según entiendo, la madre y la hermana de Soames llegarán en estos dos o tres días, quizá mañana mismo... Entretanto, creo que deberíamos restaurarle todos los privilegios: ejercicios, ropas, juegos, comida y demás. Recomendaría también el uso moderado de sedantes, desde luego. Conviene que el señor Soames sea todo lo agradable y cordial que podamos lograr.
—Sí, sí : dijo el doctor Mortimer—. Lo apruebo. ¿Pero no existe el leve peligro de que él considere esa súbita devolución de los privilegios como una rendición incondicional por parte de la autoridad?
El doctor Breuer sonrió consternado. —Indudablemente, pero no tema. A su debido tiempo sabremos imponernos.
La entrevista había terminado. El doctor Mortimer dejó la oficina consumido por dudas y malos presentimientos.
Fue Conway quien, en la mañana siguiente, debió anunciar la rendición incondicional al señor Soames, aunque, por supuesto, eligió cuidadosamente las palabras para transmitir la impresión opuesta. Soames había sido muy terco y en consecuencia había sido castigado, declaró. El castigo había concluido, y Soames ahora volvería a disfrutar de las cosas que le gustaban. Sin embargo, si volvía a comportarse mal el castigo se repetiría, quizá por un período más largo.
El señor Soames, sentado en la cama, encorvado dentro del pijama gris y amorfo, las manos cerradas sobre las rodillas erguidas se limito a mirar a Conway. Los ojos oscuros e inexpresivos no delataban ninguna reacción, ni siquiera interés en la reprimenda.
Conway repitió el anuncio, usando palabras simples que sabía estaban dentro del vocabulario limitado del paciente, pero la falta de interés del señor Soames pareció aún más notoria que antes.
—Por empezar, puedes tomar tus ropas y ponértelas —añadió Conway. Le hizo una señal al enfermero, quien salió del cuarto y volvió segundos más tarde con un bulto de ropas cuidadosamente plegadas que depositó en la mesita.
Asombrosamente, el señor Soames rió, pero era una risa fría y tersa, desprovista de humor. Siguió aferrándose las rodillas, mirando fijamente al doctor.
—Tenemos que darle tiempo para que se adapte a nuestro cambio de actitud —le dijo Conway al enfermero—. Su mente no es lo bastante flexible para variar con el grado necesario de orientación, y tal vez el proceso sea lento. Sugiero que lo dejemos solo con sus ropas por un rato y veamos qué sucede —y dirigiéndose al señor Soames dijo, a modo de incentivo—: Puedes ponerte las ropas cuando quieras. En cuanto estés vestido te llevaremos a dar un paseo por el lago. ¿Te gustaría, verdad?
El señor Soames se negó obstinadamente a responder, así que Conway lo dejó a solas para que evaluara la nueva situación, cerrando la puerta del anexo pero manteniéndolo bajo observación a través de una ventana pequeña del cuarto contiguo que daba al anexo por el frente rectangular de lo que aparentaba ser un conducto de ventilación.
Al rato, como el señor Soames no parecía dispuesto a moverse y ni siquiera se dignaba mirar las ropas, Conway fue a atender otros asuntos en las salas psiquiátricas. Regreso más de una hora después para descubrir que la situación no había cambiado. El señor Soames parecía negarse a reconocer que sus libertades le habían sido devueltas.
—Pienso —le dijo Conway al enfermero— que quizá deberíamos intervenir. Tal vez ha aceptado el hecho de la restricción y lo adquirió como hábito. Obviamente, en tal caso debemos hacer un esfuerzo positivo para establecer mía nueva actitud. Por favor, ayúdele a vestirse y después lo llevaremos al parque.
El enfermero asintió y fue a cumplir su misión. Conway encendió un cigarrillo, pasó unos pocos minutos divagando melancólicamente, luego decidió seguir con su informe escrito sobre el caso Soames. No había hecho más de una página cuando un grito sofocado rompió el silencio del cuarto contiguo. Un instante después Soames rió a su modo glacial e impersonal. Antes que Conway pudiera llegar a la ventana de observación la puerta se abrió de golpe y el enfermero irrumpió en el cuarto con la mejilla ensangrentada.
—Por el amor de Dios... —empezó Conway, azorado.
—Estaba tratando de obligarle a vestirse —explicó el enfermero, jadeando —y de pronto, cuando le daba la espalda, tomó la silla de acero y me golpeó la cabeza...
—¿Usted hizo algo que pudiera haberlo irritado?
—Nada... Sólo que lo empujé un poco para quitarle el pijama.
—¿Seguro que no lo lastimó...físicamente?, —Claro que no, pero él sí me lastimó bastante.
—Mm —murmuró pensativamente Conway—. Probablemente fue una explosión espontánea antes que un cambio positivo de actitud. El problema es que el señor Soames domina la situación por el momento, y parece valorar más la independencia que la libertad. Usted límpiese mientras yo voy a hablarle.
—Cuidado, doctor —advirtió el enfermero—. Está de muy mal humor.
Conway entró en el anexo y encontró al paciente ya vestido. Estaba de pie junto a la ventana, observando pensativamente los parques, y no parecían quedar rastros del mal humor,
—Soames — dijo severamente Conway.
Soames se volvió lentamente, los labios curvados en una media sonrisa culpable.
—Te has portado mal —declaró Conway.
Por supuesto Soames pareció desconcertado y ligeramente enfurruñado, como si lo acusaran injustamente de un ultraje imperdonable. Luego la sonrisa volvió a iluminarle la cara morena.
—Me visto solo —anunció con tono neutro, fermero intentó ayudarte, ¿por qué lo golpeaste con la silla?
—Yo no —dijo dócilmente Soames—. Fue él que se golpeó con la silla para hacerme reír... tardo mucho tiempo.
—De acuerdo —concedió Conway—, pero cuando el enfermero intentó ayudarte, ¿por qué lo golpeaste con la silla?
—Yo no —dijo dócilmente Soames—. El se golpeo con la silla para hacerme reír.,.
Conway quedó atónito. Se presentaba un nuevo fenómeno: el señor Soames diciendo mentiras infantiles. Tal vez no era de extrañar. A fin de cuentas, su mente presumiblemente seguía el proceso evolutivo normal y llegaría el momento en que mentiría como cualquier niño, para evitar el castigo. Pero el problema era cómo encarar esta situación con un adulto. Aceptar la mentira implicaba una nueva rendición, y estimularía otros y más ambiciosos esfuerzos para distorsionar la verdad. Rechazarla precipitaría una conducta que quizá retardara el desarrollo mental del paciente y por cierto introduciría dificultades en cuanto a la visita inminente de la madre y la hermana. Por un momento no supo qué decir, hasta que abruptamente se le ocurrió la solución: un juego cauteloso que llevaría a Soames a comprender, si era lo bastante astuto, su triunfo relativo y su fracaso velado.
—Soames —dijo Conway con firmeza—, eso no es ciertamente lo que ocurrió, pero tal vez no te acuerdas. Si estuviste pensando tanto en lo que yo dije, quizá no recuerdas lo que ocurrió cuando el enfermero entró en tu cuarto para ayudarte a vestir
—Sí, recuerdo —dijo ansiosamente el señor Soames—, Se golpeó la cabeza con la silla para hacerme reír.
—No es cierto —dijo pacientemente Conway—. O no recuerdas bien o no me dices la verdad.
—Pero me reí de veras.
—Sí, así es. Pero el enfermero no se golpeó la cabeza.
—Sí.
Conway negó con un gesto.
—No, pero quizá tu pensaste que lo hizo. Quizá no recuerdas exactamente qué ocurrió.
—Recuerdo. Se golpeó...
—¡No! —estalló Conway con impaciencia—. No es verdad.
—¡Es verdad! —afirmó el señor Soames con vehemencia—. Se golpeó la cabeza... así... —Un instante después, con gran fuerza y destreza, recogió la silla de acero y se la arrojó a Conway, que se agachó de inmediato. La silla le dio en el hombro, lo hizo girar y se estrelló en el suelo. La carcajada ronca del señor Soames reverberó en el cuarto.
Conway reprimió la furia que hervía dentro de él y adoptó una actitud calma y paciente.
—Exactamente —dgo con serenidad—. Recogiste la silla y golpeaste al enfermero con ella, tal como trataste de hacer conmigo. Pero no es gracioso, ¿sabes? No es gracioso tratar de lastimar a la gente.
El señor Soames pareció sombríamente deprimido.
—La gente me lastima... yo lastimo a la gente —pronunció solemnemente,
—¿Cómo te lastima la gente? —preguntó Conway.
—No me da ropas, la comida es mala, me encierra todo
el día en un cuarto...
—Eso es porque tú te pusiste... —estuvo a punto de decir "testarudo" pero cambió de idea—. Porque te pusiste difícil, desobediente. ¿Entiendes qué es desobediente?
El señor Soames meneó lentamente la cabeza.
—Porque no querías hacer lo que te decían —explicó Conway—. Estamos tratando de ayudarte, pero a veces no quieres que te ayuden, y hay que castigarte.
—No quiero ser castigado.
—Entonces debes hacer lo que te dice la gente que trata de ayudarte.
—No quiero hacer lo que me dice.
—Tienes que aprender —dijo Conway lenta pero enfáticamente—, que lo que tú quieres y lo que tú no quieres no es importante. Hay muchas cosas que importan más. Hacer lo que te dicen es una de las cosas más importantes en este momento. Cuando hayas aprendido todo lo que podemos enseñarte, entonces podrás tomar tus propias decisiones sobre lo que quieres hacer, pero hasta el momento debes hacer lo que te decimos.
El señor Soames lo miró perplejo un instante, Luego dijo:
—¿Por qué?
Realmente, pensó Conway. ¿Por qué? Porque la sociedad en que vivimos tiene ciertos criterios de conducta y comportamiento, y generalmente es mejor adecuarse a ellos para vivir una vida apacible y ahorrarse problemas. Porque la forma particular de condicionamiento psicológico conocida como educación tiene que seguir un patrón preorganizado y desarrollado a lo largo de los siglos para producir la clase de ciudadanos más adecuados a este medio. Porque el homo sapiens, en su condición de ilustración (si esa es la palabra) civilizada, ha adoptado una clasificación simple y binaria de la conducta humana en buena y mala. Lo bueno es lo correcto y lo malo es lo incorrecto. "Quiero" es bueno si se adecúa a la estructura existente del condicionamiento social; de lo contrario es malo. "Me gusta" y "No me gusta" son irrelevantes de por sí. Uno debe aprender a gustar de lo que es bueno porque es correcto, e inversamente, a no gustar de lo malo porque es incorrecto. De esa forma uno adquiere la educación y el condicionamiento sociales, como un perro de Pavlov.
Pero ninguna de ésas era la respuesta de la pregunta directa de Soames. Con la lógica simple de un niño él sólo quería saber por qué tenía que hacer lo que le decían, diferenciar entre pautas arbitrarias de corrección e incorrección cuando en realidad lo correcto era lo que gustaba y lo incorrecto lo que no le gustaba. No había respuesta adecuada para satisfacerlo en su estado presente de desarrollo mental; en verdad no se necesitaba una respuesta. La instniccióa no requería explicaciones. Era una disciplina impuesta desde fuera; un ejercicio que exigía obediencia y hasta cierto punto, dedicación. Ante todo debía existir un reconocimiento de la autoridad, y respeto por ella, y ese era el problema del señor Soames. Lo estaban educando como un niño con la categoría de adulto, y en consecuencia no reconocía ninguna autoridad salvo la propia. Era el típico síndrome del mocoso malcriado, el delincuente juvenil, el chico confundido y descarriado" de la posguerra, el adolescente desafiante que padecía de falta de disciplina y exceso de concesiones, el que hacía lo que le venía en gana.
Todavía no había respuesta para la pregunta vital del señor Soames. ¡Por qué! Conway podía esgrimir mil razones, pero ninguna de ellas sería comprensible para la mente egocéntrica e ingenua del señor Soames. Pero sin duda tenía que encontrar una respuesta, y rápido, pues el señor Soames se estaba impacientando.
Conway dijo, con toda la autoridad de que fue capaz:
—Por que yo lo digo.
El señor Soames reflexionó un instante. Conway casi podía entrever los engranajes mentales encajando las palabras en su lugar semántico. ¿Por qué Soames debe hacer lo que le dicen? Porque Conway lo dice. Haz una pregunta tonta y recibirás una respuesta tonta.
—¿Pero por qué? —dijo al fin el señor Soames—. ¿Por qué no haces tú lo que yo digo? Yo soy más fuerte.
Muy razonable, convino Conway; el señor Soames tenía algo de fundamentalista: el poder es correcto y lo que yo quiero es correcto. El conflicto básico de la naturaleza misma y sin duda, de los seres humanos, desde el alba de la historia. La ley es poder y el poder es ley: conquista y gobierna, o ríndete y sirve. Por otra parte, en este caso particular, era esencial eludir toda sensación de conflicto personal. Cierto, había que obligar al señor Soames a respetar la autoridad, pero tenía que ser una autoridad impersonal que implicara el reconocimiento de códigos de conducta aceptados. Allí estaba la fisura. Si el señor Soames era esencialmente un niño, debía seguir lógicamente el proceso gradual del niño típico, aceptando primero la autoridad totalitaria pero benevolente del padre y luego transfiriéndola de a poco al maestro, él patrón, la policía, los jueces y el gobierno, llegando en definitiva a la aceptación de un sistema abstracto de moralidad que abarcaría y justificaría todas las otras formas de disciplina autoritaria. Pero era difícil lograr ese progreso sin castigos, o la amenaza de castigos, ejercidos como una guía impuesta con firmeza: la palmada del padre, el bastón del maestro o el rigor de los castigos escolares, el peligro de despido de un empleo y la amenaza de huelga, la maquinaría impersonal de la ley respaldada por la policía y activada por los tribunales, y finalmente los dictámenes arbitrarios del gobierno, democrático o no, subordinando al individuo a la jurisdicción organizada de la masa humana comprendida por el estado. Aquí y ahora, lo que obviamente Soames necesitaba más que nada era un padre: un padre firme, fuerte e inflexible. Pero Soames también era adulto fuerte y grande, y, como acababa de declarar más fuerte que Conway, llegado el caso.
—Yo no hago las reglas —dijo cautelosamente Conway—. Las reglas son establecidas por mucha gente y todos tenemos que obedecerlas... hasta yo tengo que obedecer. Si no obedezco, también yo puedo ser castigado.
El señor Soames pareció interesarse.
—¿Lo encierran en un cuarto y le quitan las ropas?
—Si rompo ciertas reglas llamadas leyes es seguro que
pueden encerrarme en un cuarto, quizá por muchos años, y quitarme mis ropas y darme ropas feas para vestir. Si rompiera otras leyes podrían anudarme una soga al cuello y colgarme.
—¿Colgar? —repitió Soames.
—Matar... Con una cuerda.
—Oh.
Para Conway era bastante evidente que Soames no captaba del todo la explicación, y que era prematuro y probablemente imprudente embarcarse en una explicación simplificada del crimen, el castigo y la ejecución. Ante todo, la asociación de ideas era indeseable, y parecía un momento poco apropiado para implantarle en la mente imágenes visuales relacionadas con la muerte —y menos con la muerte judicial—, como si la simple violencia del paciente fuera enfrentada con la amenaza implícita de una violencia más letal. El señor Soames por cierto parecía súbitamente pensad tivo y apagado, y convenía cambiar de tema.
—Salgamos a caminar por el parque —sugirió Conway.
El señor Soames asintió lenta y tristemente.
—Bien —continuó Conway—, Te hará sentir mucho mejor, y luego podrás comer la comida que te gusta, y tener los juegos, y ver las películas y todo lo demás. Espera aquí unos minutos, y vendré a buscarte.
Dejó el cuarto cerrando la puerta con llave, y fue en busca de otro enfermero para que le ayudara a custodiar al paciente durante la excursión. La actitud pacífica del señor Soames parecía demasiado buena para ser cierta, y no convenía correr riesgos.
8
El' señor Soames persistió en esa actitud el resto del día, como si el estallido de violencia de la mañana hubiera sido un mero arrebato, pero Conway no estaba nada satisfecho. El paciente se había vuelto dócil, era verdad, pero de un modo moroso y distante que sugería una derrota total. En ningún momento dio muestras de placer por la devolución de sus privilegios.
En cierto modo, suponía Conway, era una reacción bastante lógica, característica del tipo de personalidad cicloide o maníaco-depresiva. El señor Soames era muy feliz cuando se afirmaba desafiando a la autoridad, y la fase negativa de la rendición y sumisión simplemente lo deprimía, aunque las condiciones de vida fueran más agradables. Si ese patrón resultaba coherente, se podría precedir su conducta probable por el estado de ánimo: el buen humor indicaría terquedad y violencia; el decaimiento, huraña obediencia.
Conway explicó esto al doctor Mortimer durante la tarde. Mortimer estaba realizando una investigación formal del ataque al enfermero, presumiblemente para deslindar responsabilidades y preparar un informe para el doctor Breuer. La investigación no llevó a mayores conclusiones, y hasta el mismo Mortimer admitió que el incidente era fundamentalmente pueril, previsible al fin y al cabo. No creía que fuese necesario suspender nuevamente los privilegios ni tomar medidas disciplinarias, aunque obviamente los enfermeros, y también los doctores, tendrían que cuidarse más en su trato con el paciente.
—En mi opinión —dijo Conway—, es probable que el señor Soames sea peligroso cuando está contento e inofensivo cuando no lo está. Creo que éste podría ser un barómetro útil de su conducta, al menos por el momento. En cierto sentido está tratando de afianzarse como individuo, y eso implica cierta resistencia a las regulaciones impuestas. Aún no ha aprendido a transar..., a aprovechar lo mejor de ambos mundos.
—Creo que deberíamos ser especialmente cuidadosos en esta etapa —dijo pensativamente Mortimer—. Tenemos que estimular la sensación de satisfacción combinada con la independencia, pero al mismo tiempo debemos suprimir todo indicio de conflicto abierto con la autoridad y tratar de hacerlo sin causarle al paciente depresiones innecesarias. Existe el peligro muy real de que sin quererlo forjemos una personalidad fundamentalmente esquizofrénica actuando con dos modalidades paralelas.
—No puedo evitar sentir que tendríamos que permitirle el contacto con otra gente —dijo Conway—, de su propio nivel, por así decirlo. Ahora él es el foco de atención, y las unidades de filmación que registran sus progresos no han ayudado. Lo estamos consintiendo, como a un hijo único superlativo, y la reacción es inevitable: la fase violenta seguida por la fase huraña. La actitud de "no puedes jugar en mi jardín".
—Eso era previsible —señaló Mortimer—. Realmente debemos tratar de diferenciar entre el Soames físico y el Soames mental. Nuestra responsabilidad inmediata es el Soames mental, en términos de psicoterapia, y básicamente el Soames físico no nos concierne en absoluto, salvo cuando haya que refrenarle la violencia por su propio bien. A la larga lo que haga físicamente dependerá de lo que piense mentalmente. Las cosas deben ser tomadas en el orden correcto de prioridad.
—No estoy tan seguro —dijo Conway dubitativamente—. Me parece que lo que piense Soames bien puede depender de cómo se le permita conducirse. Como el huevo y la gallina, puede ser una cuestión de qué viene primero.
—Es un niño —insistió Mortimer—. Su (mente es embrionaria. Hasta que esté plenamente desarrollada tenderá a comportarse de manera arbitraria, irracional, como en cualquier caso de paranoia o esquizofrenia.
Conway se encogió de hombros.
—Supongo que es cierto, doctor Mortimer. Ese es el problema con Soames; todos los puntos de vista parecen ser correctos. No es posible que todos tengan razón.
—Quién sabe —murmuró vivazmente Mortimer—. Es posible que todos tengamos razón y todos estemos equivocados al mismo tiempo, no sé si me entiende. ¿Quién de nosotros comprende de veras al Soames real?
—¿A cuál de los Soames se refiere usted? ¿Al Soames adulto o al Soames niño?
—A ambos: al niño-adulto o al adulto-niño. Está un poco alejado de la rutina experimental psiquiátrica. No hay casos anteriores que establezcan un precedente útil.
—Supongo que sólo nos queda proceder por ensayo y error —dijo Conway tras reflexionar un momento.
—Ese es el problema, doctor Conway —dijo Mortimer, meneando la cabeza con tristeza—. Y mucho me temo que buena parte de nuestros ensayos terminen en errores serios.
Un comentario atinado, pensó Conway, y no había más' que agregar a lo que parecía la mera enunciación de un hecho.
El doctor Takaito llegó a última hora de la tarde siguiente, algo que el doctor Breuer agradeció para sus adentros, pues a esa altura de la situación estaba dispuesto a escuchar cualquier consejo externo sobre el manejo del señor Soames. Al menos el psiconeurólogo japonés había tenido la bondad de aparecer antes de la visita de la señora Martínez y la hija, y así podría presenciar el desarrollo de la situación. Para cimentar la entente cordiale angloasiática Breuer extrajo una botella de whisky escocés que Takaito procedió a usar sin que lo invitaran.
Cuando estaban cómodamente instalados en los sillones, Breuer, sin pérdida de tiempo, informó a Takaito sobre el caso Soames, explicando muy detalladamente los hechos más oscuros de la naturaleza perversa del paciente. Por su parte, Takaito escuchó cortésmente la exposición clínica del otro sobre la personalidad recalcitrante del señor Soames, sirviéndose un trago de vez en cuando como si sufriera de una deficiencia alcóholica crónica. Estaba letárgicamente sentado en la silla cercana a la ventana del estudio de Breuer, atisbando astutamente a su anfitrión a través de las pesadas gafas cóncavas y empuñando el vaso de whisky con mano firme.
—La situación actual —concluyó el doctor Breuer— es que el señor Soames se ha sumido en un estado de obediencia pero de relativa desdicha, como agobiado por una abrumadora sensación de humillación y derrota.
Mn — observó enigmáticamente Takaito.
—Para colmo, recibí una llamada telefónica del jefe de redacción del National Daily Courier hace un rato. La madre y la hermana de Soames vienen hacia aquí. Las espero de un momento a otro.
Takaito terminó el trago y se encogió de hombros.
—Quizá sea bueno, doctor Breuer. El señor Soames no puede vivir eternamente aislado.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Breuer.
—Simplemente que hasta el señor Soames siente la necesidad de pertenecer a alguien. No debe pasar usted por alto la naturaleza fundamentalmente gregaria del ser humana..., especialmente del ser humano inmaduro.
—Difícilmente pueda sentir que pertenece a una mujer que nunca ha visto —señalo Breuer.
—¿Por qué no? Por cierto no siente que le pertenezca a usted, ni a ninguno de los psiquiatras o enfermeros de su personal. De ese modo usted lo está frustrando de veras. Si no pertenece a nadie, no tiene raíces, pautas ni motivaciones para adquirir un patrón de conducta racional. Es un personaje independiente que sólo responde ante sí mismo.
—Debo confesar que no lo había pensado en esos términos —admitió Breuer—. A fin de cuentas, lo consideramos ante todo un paciente de psicoterapia...
Takaito sonrió de buen humor, se levantó del sillón y se sirvió otro trago.
—Si trato de condicionar a un perro aisladamente —dijo—, invariablemente encuentro resistencia, y a veces un en— frentamiento feroz. Pero si intento condicionar a tres o cuatro perros juntos, funden sus reacciones individuales en el grupo y se vuelven más manejables. Eso mismo sucede con las técnicas de adoctrinamiento en general, según se estableció durante la última guerra y a partir de entonces. Un mártir empecinado es siempre un lobo solitario, como dicen ustedes, alzándose contra la autoridad, contra el mundo. Es más fácil desmoralizar a un grupo que a un individuo. Es un hecho bien conocido por los comandantes militates, desde luego. Fue, lamento decirlo, la psicología que gobernó atrocidades deliberadas durante la guerra. Una docena de ratas desmoralizadas huyen despavoridas, pero una rata sola pelea con una determinación implacable. El señor Soames se parece mucho a la rata solitaria.
—No estamos tratando de desmoralizar al señor Soames —explicó pacientemente Breuer—. Simplemente estamos tratando de educarlo.
Takaito sorbió la bebida.
—¿Pero él se da cuenta? ¿Qué significa para él educación? ¿Qué incentivo tiene para aprender? Debe usted recordar, doctor Breuer, que los humanos inmaduros tienen ciertas características simiescas. Tienden a imitar, a competir.
—Le hemos dado todas las oportunidades para imitar. Sus profesores han sido aleccionados en ese sentido.
—Uno no imita al profesor sino a la gente que tiene alrededor, la gente de la misma clase, las personas que compiten por la misma meta, el mismo trofeo. Uno trata de ser mejor que los demás que luchan por el mismo fin.
—No entiendo cuál es la relación con el señor Soames —declaró Breuer con impaciencia—. No se le exige competir. Es simplemente una cuestión de absorber información y adquirir hábitos de conducta...
—¿Con qué propósito?
—Bien, para transformarse en un ciudadano inteligente y responsable.
Takaito sonrió sardónicamente.
—¿El señor Soames sabe precisamente qué es un ciudadano inteligente y responsable?
—Bien, quizá no tan explícitamente.
—¿Entonces para qué querría llegar a serlo?
Breuer suspiró audiblemente.
—No es cuestión de que lo quiera o no. Es nuestro deber transformarlo en un ciudadano responsable.
—El deber no es una justificación —destacó Takaito—. Muchos crímenes de guerra se cometieron en nombre del deber, pero no había justificación. Dígame, doctor Breuer ¿qué es un buen ciudadano?
Breuer resopló conteniendo la irritación.
—Usted lo sabe tan bien como yo, doctor Takaito. Un hombre que puede ocupar su lugar en la sociedad, cumplir con la ley, y tal vez hacer una contribución útil al progreso humano.
—¿Y cómo puede el señor Soames aprender a ocupar su lugar en la sociedad cuando obviamente no es miembro de la sociedad? Uno no puede iniciarse en la intrincada red de las relaciones humanas de manera puramente académica. Para aprender a vivir con la gente uno tiene que vivir de veras con la gente. Pienso que es un axioma.
—No entiendo qué trata de demostrar —dijo airadamente Breuer.
—Permítame una sugerencia positiva, constructiva —dijo Takaito—. Me parece que actualmente intentan ustedes lo imposible. Están tratando de transformar al señor Soames en un animal responsable atosigándolo de conocimientos académicos en condiciones de confinamiento solitario. No funcionará, doctor Breuer. Eso debería ser evidente por sí mismo.
—Realmente no veo otra alternativa —afirmó fríamente Breuer.
—Es obvio que el señor Soames necesita transformarse en miembro de una comunidad. Necesita ser un perro entre otros perros, para adquirir una reacción grupal. Así es como aprendemos a conformarnos a las convenciones sociales, todos nosotros; perteneciendo a un grupo o rebaño, y aprendiendo mediante la experiencia las cosas aprobadas por el grupo y las cosas tabú. Como psicólogo usted debería saber muy bien que el aprendizaje requiere experiencia. No se aprende a andar en bicicleta leyendo un libro, ni a hablar un idioma extranjero anotando verbos irregulares y declinaciones.
—Un discurso muy bonito —replicó Breuer—, pero Soames no está tratando de andar en bicicleta ni de hablar un idioma extranjero.
—Está tratando de caminar por la cuerda floja —dijo Takaito—. Solo y sin ayuda.
—¿Y cómo propondría usted educarlo?
Takaito hizo un gesto de indiferencia.
—Simplemente organizaría una clase, y el señor Soames formaría parte de la clase, uno entre quizás una docena de hombres sometidos al mismo proceso educacional. Sería miembro de una comunidad, y desde un principio aprendería a adaptarse a los requerimientos de una comunidad. Y yo haría una clase mixta, para que él se acostumbrara a las mujeres y aprendiera por observación y experiencia cómo suelen portarse los hombres con las mujeres en un trato normal.
—Pero no hay una docena de hombre y mujeres como el señor Soames —protestó Breuer— ¿O sugiere usted que habría que contratar actores y actrices para el beneficio del paciente?
—¿Por qué no? Mejor aún, emplee estudiantes de medicina o psiquiatría que además podrían aprender mucho observando al señor Soames. Le diré algo, doctor Breuer... —hizo una pausa para llenar el vaso, luego continuó—: Cuando estoy entrenando a un perro noto que aprende dos o tres veces más rápido si está entre otros perros que ya han sido entrenados. Los actores o estudiantes no tendrías que fingir ser tan ignorantes como el señor Soames. El hecho de que sepan más que él actuaría como incentivo... El haría mayores esfuerzos para llegar a un plano de igualdad. Ante todo, tendería a imitarles la conducta porque instintivamente querría pertenecer al grupo. Ningún individuo elige deliberadamente quedar excluido... Mucho menos un individuo inmaduro como el señor Soames.
—Bien, no sé —dijo hoscamente Breuer—. Hemos hecho lo mejor que podía hacerse, y no fue fácil.
—Me parece que han hecho lo peor que podía hacerse —contestó Takaito—. En vez de usar su inteligencia para adaptarse a las necesidades de la sociedad, el señor Soames parece estar distorsionando su inteligencia transformándola en astucia para dirigirla contra todos nosotros. Cuanto más inteligente sea, más sutil será la astucia.
—Pienso que podría ser la reacción natural ante la disciplina impuesta. Es muy común en la vida de todos los días.
—¿Cuál es el coeficiente intelectual del señor Soames? —preguntó abruptamente Takaito.
El doctor Breuer frunció el ceño.
—No hubo oportunidad de determinarlo. Paré obtener una cifra precisa el señor Soames necesita mejorar su comunicación y entendiminto. En el momento debido obtendremos una cifra del coeficiente intelectual y otras estadísticas para clasificar al señor Soames. Actualmente nos preocupan más cuestiones simples de conducta, de formación de hábitos. Entretanto no hay razones para creer que su coeficiente intelectual no sea normal.
—Es probable que tenga razón, doctor Breuer —dijo afablemente Takaito, cambiando de tema—. Hay una serie de tests que me gustaría hacerle al paciente... Si me lo permiten, desde luego —sonrió e inclinó la cabeza.
—Creo que podemos ofrecerle todo lo necesario —dijo Breuer—, aunque naturalmente esperamos que usted nos mantendrá al tanto...
—Por supuesto. Simples tests de reacción, en el curso de los cuales la cuestión del CI quizá se resuelva automáticamente, ahorrándoles a ustedes una cantidad de trabajo extra. Y si alguno de los psiquiatras del personal puede ayudarme...
—Por supuesto. Quizá el doctor Conway.
—Ah, sí. Recuerdo muy bien a Conway. Sería puramente un problema de adecuación, ¿no es así? De comprender nuestras respectivas formas de abordar el problema para que podamos adoptar un enfoque coherente.
—Hablaré con Conway —prometió Breuer.
Takaito se levantó y puso el vaso en la mesa con aire de determinación.
—Gracias —dflo—. No quiero apresurarlo, desde luego, pero tampoco quiero demorar las cosas. Al fin y al cabo, la última vez que vi al señor Soames estaba en un coma pos— operatorio.
Breuer caviló preocupadamente, como si lo abrumara un problema grave.
—En otras palabras —continuó Takaito—, me gustaría ver al señor Soames cuanto antes...,digamos dentro de una o dos horas.
—De acuerdo —convino Breuer dubitativamente—. Lo arreglaré.
Levantó el teléfono interno del escritorio y llamó a Conway.
9
El señor Soames estaba pintando un cuadro. Habían clavado un gran pedazo de cartón blanco sobre un improvisado caballete de madera instalado en una mesita de noche, y el paciente, equipado con cuatro pinceles de diversos tamaños y media docena de tarros de pinturas de colores brillantes, trazaba diseños en el cartón. Pintaba al descuido, sin apasionamiento, con la misma actitud ociosa de quien hace figuras con el dedo en la superficie de un anaquel polvoriento.
El cuadro que estaba creando poseía cierto interés por la simplicidad de las formas. Conway reconoció en él una impresión inexperta y borrosa, en sólidos retazos de color, del parque del Instituto, con el óvalo dentado y azul del lago en el centro del cartón, rodeado por un verde estriado de marrón y salpicado de verdes más oscuros que representaban los árboles del bosquecillo. Aunque no tenía ningún mérito intrínseco, la pintura parecía extrañamente dotada de color y movimiento, como si de algún modo los dedos del señor Soames, pese a su torpeza, hubieran aprendido cómo comunicar la esencia de su visión primitiva mediante su arte inmaduro.
A Soames no parecía preocuparle que Conway y el doctor Takaito estuvieran detrás, observando sus esfuerzos vacilantes con el pincel. Era típico de él en su fase depresiva, comprendió Conway; era como si se hubiera retirado tras una barrera invisible donde el mundo exterior no podía afectarle la mente, y en la rigidez impasible de sus rasgos no había indicios de interés o satisfacción. Al mismo tiempo era evidente que prefería pintar a no hacer nada, y esto, tal vez, podía interpretarse como un indicio de que hasta el se— ños Soames se estaba aburriendo del aburrimiento.
—¿Sabe que estamos aquí? —le preguntó Takaito a Conway en voz baja.
- Lo sabe, pero no quiere saberlo. Cuando está así actúa como si fuera sordo y ciego.
—Es una retirada defensiva, un retroceso a la época en que de hecho era sordo y ciego, en el tanque. Durante treinta años no tuvo problemas. Dormía. Ahora que está despierto tiene demasiados problemas y quiere volver a dormir.
Conway frunció los labios.
—¿Usted se refiere a una especie de necesidad freudiana de regresar a la tumba?
Takaito no respondió a la pregunta, y prosiguió:
—Pinta el-lago, y lo ubica en el centro del cuadro. También hay una razón para eso.
—Sí. Le gusta hacer ejercicio en el parque..., caminar alrededor del lago y a veces golpear el agua con las manos.
—Es la misma motivación —explicó Takaito—. El agua es fría y profunda y silenciosa. Para él simboliza el tanque frío,
Conway miró al cirujano japonés con escepticismo.
—¿No le parece que exagera la extrapolación, doctor Takaito? No ha de haber necesariamente una motivación freudiana para todo lo que Soames hace...
—No soy discípulo de Freud —recalcó Takaito— ni he mencionado a Freud. Me refería al tanque frío, pero usted dflo vientre. Es usted, doctor Conway, quien está introduciendo la idea de motivación freudiana. Yo hablo de motivación pura y simple.
—Muy bien, pero aun así me cuesta aceptar que el señor Soames prefiera regresar a la inconciencia en el tanque frío.
—No es consciente de esa necesidad, del mismo modo que no recuerda el tanque, pero en las profundidades del subconsciente lo sabe. Para él fue un período de paz. Es lógico que involuntariamente busque regresar.
—Creo que si vamos a hablar del paciente deberíamos pasar a otra habitación —dijo Conway con firmeza.
Takaito se encogió de hombros.
—No es necesario. Hemos estado usando palabras que él no entiende. Pero de todos modos nos iremos a otra habitación. Si el señor Soames prefiere ignorarnos, debemos respetar sus deseos. Si queremos que demuestre consideración, tenemos que predicar con el ejemplo.
Entraron en el anexo contiguo, desde donde el señor Soames podía ser observado a través del conducto de ventilación falso en caso necesario. Takaito se apoyó en la esquina de la mesa y encendió un cigarrillo.
—Bien, ¿qué piensa usted? —preguntó Conway.
—¿Qué puedo pensar a esta altura? Apenas eché una ojeada al señor Soames. Cuando tenga tiempo de hablar con él y hacer los tests...
—Quizá él no esté dispuesto a cooperar.
Takaito curvó los labios enigmáticamente.
—No me importa tanto su cooperación como la de usted, doctor Conway.
Conway lo miró inquisitivamente.
—Usted comprenderá que tengo un interés absoluto en el señor Soames —prosiguió Takaito—. En cierto sentido lo he creado, pero ahora veo que el doctor Breuer y sus colegas están decididos a destruirlo.
—Esta acusación es injusta.
Los ojos de Takaito destellaron tras las pesadas lentes de las gafas.
—Todos tienen buenas intenciones, pero el señor Soames está siendo gradualmente arrastrado a un estado de neurosis cicloide que puede terminar en una introversión total, incluso en la locura. Si lo aislan de la vida y el amor creará un mundo propio dentro de su mente, un mundo infantil y huraño poblado de imágenes y sentimientos oscuros. Detestará su prisión y odiará más a sus doctores cada día que pase.
—Entendemos ese problema —admitió Conway—, pero es difícil ver qué se puede hacer. Cuando haya progresado un poco más y sea pasible de disciplina ordinaria podríamos intentar terapia de grupo...
—Para entonces puede ser demasiado tarde, doctor Conway. La verdadera educación del señor Soames debe empezar sin demora.
—¿Qué sugiere?
Takaito se levantó e inhaló profundamente el humo del cigarrillo, soltándolo luego como si le repugnara.
—En los próximos días puedo hacer un trabajo de campo preliminar para averiguar qué pasa en la mente del señor Soames, y me propongo hacer unos experimentos que quizá no sean aprobados por el doctor Breuer. Por eso necesito la cooperación de usted, doctor Conway.
—¿Qué clase de experimentos?
—Nada alarmante. Experimentos sobre el estudio del comportamiento, basados en mi experiencia con perros.
Conway se frotó la barbilla dubitativamente.
—No puedo colaborar con algo que el doctor Breuer podría considerar antiético...
—No habrá nada antiético, salvo la realización de tests sin el permiso del doctor Breuer, sabiendo muy bien que de todos modos él negaría el permiso.
—¿Qué quiere que haga yo?
—Nada en absoluto. Requiero acceso al señor Soames a horas convenientes, sin supervisión ni interferencias, y ninguna pregunta después.
Conway titubeó un largo rato.
Eso es pedir mucho, doctor Takaito.
—¿Piensa que mataré al señor Soames?
—Claro que no...
—¿O que lo dañaré más de lo que ya lo han dañado?
—No, pero comprenda usted mi posición...
—Comprendo su posición, de veras, y me disculpo por
ponerlo en esta situación embarazosa, pero permítame asegurarle que es por el bien del paciente. Y le prometo esto, doctor Conway: gradualmente lo pondré al tanto hasta que al fin trab^emos juntos con un propósito común. Estoy seguro de que entre nosotros podemos transforíhar al señor Soames en un hombre.
—Bien, de acuerdo — dgo Conway tras reflexionar un rato—. Es decir, provisionalmente. Veremos qué pasa, y si descubro que no estoy de acuerdo con sus métodos, se lo diré.
Takaito sonrió cordialmente.
—Muchísimas gracias. Eso es razonable y justo.
La señora Martínez era una mujer morena y delgada con el aspecto de una matrona bien conservada, la clase de mujer que parecía especialmente diseñada para encajar en un uniforme azul marino. En realidad vestía un traje pardo que parecía especialmente comprado para la ocasión, y el pequeño sombrero gris plata que llevaba sujeto al pelo hacía juego con los zapatos de tacón alto. Aunque ya tenía más de cincuenta años, parecía una generación más joven para un observador poco atento, y no aparentaba mucha más edad que la hija, aunque tras una inspección profunda, las inevitables arrugas y surcos aparecían bajo la capa de cosméticos.
Antonetta, que apenas tenía más de veinte años, si no menos, era un poco más alta que la madre y vestía un llamativo vestido blanco y rojo que con el largo cabello negro y la tez cálida contribuía a realzar su aspecto latino. Según las flexibles pautas del doctor McCabe pertenecía a la clase de las beldades despampanantes, y parecía bastante fogosa para matar el aburrimiento en un día nublado. McCabe salía por la entrada principal del Instituto cuando la delegación Martínez llegó en un Zephyr verde con un letrero en el parabrisas: 'Prensa'. Así que se quedó a observar. Encendió un cigarrillo mientras estudiaba a los recién llegados.
Las mujeres iban acompañadas por dos hombres, obviamente miembros del staff del Daily Courier, aunque el mayor, con su traje gris oscuro y sombrero hongo, parecía más un empleado de banco que un reportero. El más joven tenía más aire profesional, con su maltrecho sombrero de fieltro y la cámara con flash colgada del hombro. Conferenciaron un momento al pie de la escalinata y luego entraron en la clínica. McCabe chupó pensativamente el cigarrillo, se encogió de hombros y luego siguió su camino.
Pobre Breuer, pensó sardónicamente. No me gustaría estar ahora en su pellejo, con esta situación tan explosiva. Y en cuanto a Soames...,bien, ella ejercería un efecto perturbador aun en el hombre más equilibrado.
El "efecto perturbador" de Antonetta era el resultado de muchos años de cultivo cuidadoso desde la temprana adolescencia. Era delgada y de piernas largas, pero los labios eran carnosos y el busto opulento y firme, y el frente del vestido estaba dividido por una llamativa "V" que descubría buena parte de la separación entre los senos. Usaba pocos cosméticos, pero con muy buen gusto para equilibrar los colores, realzando el tono cálido y brumoso de la tez. Los ojos eran pardos y lánguidos, con una chispa de vivacidad latente detrás de las pestañas largas y oscuras. Cuando se sentó y se cruzó de piernas en el despacho del doctor Breuer, las medias de nylon relucieron llamativamente bajo el vestido, y hasta el doctor Breuer se distrajo un momento a su manera objetiva. Takaito, empuñando con firmeza el vaso de whisky, adoptó su expresión más oriental y estudio a los recién llegados entornando los ojos.
—Soy Roger Neame —dgo el hombre de sombrero de hongo—. Noticias especiales del Courier. Este es John Ken— ney, fotógrafo del diario. Entiendo que el señor Finch ya le ha explicado la situación a usted, doctor Breuer.
—Así es —admitió Breuer.
—Naturalmente no queremos tomarle más tiempo del necesario. Quizá si pudiéramos ver a John Soames de inmediato...
—Averiguaré si está listo —dijo serenamente Breuer.
Levantó el interno y apretó un botón.
—Hola, doctor Conway —una pausa—. Habla el doctor Breuer; la señora Martínez y su hija están aquí, con un reportero y un fotógrafo del diario —otra pausa—. De acuerdo... Asegúrese de que todo esté en orden. Iremos dentro de diez minutos.
Colgó y se volvió a la señora Martínez con aire melancólico.
—Quiero señalar que me opongo a esta visita —dijo con determinación.
—Pero, doctor, es mi hijo —dqo la mujer con innegable sinceridad.
—Permítame explicarle —continuó Breuer—, no me opongo a la visita en sí, sino al momento. Creo que es prematura, en el mejor de los casos. Su hijo ha progresado muchísimo, y todos estamos muy satisfechos, pero a veces se presentan dificultades cuando él trata de ejercer su independencia. Habría sido mucho mejor si usted hubiera esperado un tiempo...,digamos tres meses, seis...
—La señora Martínez tiene derecho a ver al hijo cuando le plazca, doctor —declaró sin rodeos Neame. Obviamente Finch lo tenía bien aleccionado.
—No lo niego —dgo Breuer—. Al mismo tiempo sé que la señora Martínez querrá actuar en beneficio del hgo.
—Sólo esta vez —suplicó la mujer—. Esta gente —se volvió fugazmente a los periodistas— tuvo la amabilidad de traernos a Toni y a mí desde Perú. Quizá no tengamos una nueva oportunidad... Al menos, en mucho tiempo.
—Me gustaría de veras ver a mi hermano —aventuró Toni, cambiando las piernas de posición—. De algún modo nunca fue real para mí. Me cuesta creer que es verdad.
—Lo es —dijo Breuer—, gracias al doctor Takaito —el japonés se inclinó ligeramente y esbozó una sonrisa borrosa—. Sin embargo, quisiera que ambas comprendieran que pese a que el señor Soames parece estar en excelentes condiciones, aún le queda un largo camino por recorrer... Mentalmente, quiero decir. Su educación será un proceso lento y más bien complejo, dadas las circunstancias.
—Estoy segura de que usted hará todo lo posible, doctor —dijo la señora Martínez—. Pero hay un favor que quisiera pedirle, si no le molesta. En nuestra familia siempre hemos sido católicos, y apreciaría muchísimo que usted se asegurara de que John sea educado de acuerdo con la fe romana en el plano religioso. Para nosotros es importante.
—Sí —dijo vagamente Breuer, desconcertado por un instante. En ningún momento se había detenido a pensar en la educación religiosa—. Claro que aún no hemos llegado tan lejos, señora Martínez. Principalmente nos hemos ocupado de enseñar al señor Soames a leer y escribir, y a impartirle un conocimiento elemental del mundo que lo rodea. Pero no se preocupe, lo tendré en cuenta.
Se volvió a Roger Neame.
—Quizá usted pueda decirme qué tiene en vista, con respecto al diario.
—Nada sensación alista, doctor Breuer. Sólo unas fotos. Después del encuentro inicial, la señora Martínez quiere hacer una serie de preguntas al hijo, y también Toni, desde luego. Ella estará presente, naturalmente. Es su hermana...
Breuer observó a Toni consternadamente. El aire del despacho ya estaba impregnado de perfume exótico, y cada curva de ese cuerpo joven irradiaba seducción.
¿No seria mejor que la señora Martínez entrara sola a ver al hijo? —dijo Breuer—. Toni podría verlo en otra ocasión. No podemos confundirlo presentándole tantas caras nuevas al mismo tiempo.
Neame sonrió paternalmente.
—Esta es una reunión de familia, doctor Breuer. ¿Por qué habríamos de excluir a la hermana de John Soames?
—Usted quiere decirme que siempre hay espacio para la fotografía de una muchacha bonita en el Daily Courier.
Neam asintió con un gesto lacónico.
—En términos periodísticos, sí. Pero usted sabe tan bien como yo, doctor, que es pura coincidencia que Toni sea bonita. Podía no haberlo sido. Incluso podía haber sido un hermano en vez de una hermana. Al principio no teníamos idea, realmente.
Toni sonrió seductoramente, y Breuer miró su reloj.
—Creo que es mejor que vayamos al anexo —dijo.
El miedo relampagueó en los ojos oscuros del señor Soames. Su pequeño mundo estaba de pronto lleno de gente, gente conocida y gente desconocida. Un aroma impregnaba el aire, parecido al olor de los árboles del parque después de la lluvia, pero más dulce y embriagador. Dos de las personas vestían ropas extrañas y coloridas, y tenían cabello oscuro, tez clara y labios rojizos, y la forma de los cuerpos bajo las ropas era redondeada e inesperadamente curva. Retrocedió aprensivamente hasta la pared de la ventana.
—John —dijo la señora Martínez con voz acariciante—. John... Mi hijo, mi bebé.
Avanzó hacia el temeroso señor Soames, le acarició la cara y lo besó bajo la mirada vigilante y cautelosa de Conway y el doctor Breuer. El enfermero se paseaba ansiosamente en el fondo.
El flash de la cámara relampagueó. El señor Soames gruñó alarmado.
—Soames —dijo Conway, adelantándose—, esta es tu madre. Conoces la palabra madre. Todos tienen una madre. Esta es tu madre. ¿Entiendes?
El señor Soames no respondió. Estaba mirando la atractiva silueta de Toni.
—Y esa es tu hermana —continuó Conway, señalando a la muchacha y llamándola con una seña.
Ella se adelantó lentamente con movimientos calmos y felinos, hasta que estuvo a pocos centímetros de Soames.
—Hola John —dijo suavemente—. Soy tu hermana, Toni —y añadió, sin congruencia—. Hace tiempo que no nos vemos, ¿verdad? —luego le apoyó las manos en los hombros y lo besó.
El flash de la cámara relampagueó otra vez.
El señor Soames, todavía tieso e intimidado, tendió las manos y tomó los brazos de la hermana. Acarició lentamente la piel suave y bronceada, mientras la muchacha cambiaba miradas divertidas con la madre.
—Creo que es inteligente —dijo—. Y tan apuesto.
—¿Podríamos repetir esa escena? —preguntó el fotógrafo.
—No —dijo Conway con firmeza.
—Pero es tan tosco y frío. Nos gustaría retratar un poco de afecto.
—El no siente ningún afecto. Estas mujeres son extrañas para él.
—¿Cómo puede decir eso? —gimoteó la señora Martínez—. Es mi hijo.
—El problema es que él no lo sabe —insistió Conway—. En este momento una relación no significa nada para él.
—Sólo dos fotos más —suplicó el fotógrafo—. Primero la madre y después la hermana...,en primer plano.
Conway se volvió impotente hacia el doctor Breuer, quien a su vez se encogió de hombros, como diciendo "Ya que hemos llegado hasta aquí, qué más da".
—De acuerdo — dijo Conway—. Dos fotos más, y basta.
La señora Martínez repitió su saludo afectuoso, besando a Soames en la mejilla. El le aferró los brazos por un mentó de concentrado interés, luego la arrojó a un lado con impaciencia. Toni se le acercó.
El señor Soames tendió las manos lentamente y le tocó el pelo negro y sedoso. Ella sonrió y le palmeó la mejilla.
—Hola, John. Me llamo Toni. Soy tu hermana.
—Hueles bien —dijo en voz baja Soames.
—Caray —dijo ella, simulando sorprenderse—. Bueno, gracias.
—Ahora —urgió el fotógrafo. Por primera vez la expresión del señor Soames era cordial.
Ella se adelantó para abrazarlo y besarlo. Hubo un instante de expectativa.
La cámara relampagueó.
—Bien —comentó el fotógrafo.
En ese momento la muchacha gritó. En el encandilamiento fugaz que siguió al estallido del flash nadie atinó a comprender qué sucedía. Pronto todos vieron al señor Soames y la muchacha estrechados en un fuerte abrazo, pero los pies de ella estaban levantados del suelo y pataleaban salvajemente. El brazo derecho del señor Soames la aferraba con fuerza por la cintura mientras los dedos de la mano izquierda hurgaban ansiosamente en el cabello.
Conway y el enfermero saltaron simultáneamente, y cada uno agarró un brazo del señor Soames. La señora Martínez, tapándose la boca con la mano, observaba paralizada de horror. El reportero y el fotógrafo se movían indecisos de un lado a otro, sin saber si intervenir o simplemente observar. El doctor Breuer salió corriendo del anexo, presumiblemente a buscar ayuda.
Indudablemente el señor Soames era fuerte. Como no pudieron aflojarle los brazos lo apartaron de la pared y lo obligaron a cruzar el cuarto. Las rodillas se le atascaron en el costado de la cama, y poco después él y la muchacha yacían abrazados en diagonal sobre el cobertor azul. Conway pudo entonces tomarle un brazo con ambas manos y hacer palanca, mientras la muchacha se escabullía tironéandose del vestido. Hubo un desgarrón entrecortado y la tela roja y blanca del vestido se abrió oblicuamente al frente como si fuera de papel.
La cámara relampagueó.
Un arrebato de extrema violencia se adueñó del señor Soames. Volvió convulsivamente el cuerpo y arrojó a Conway al extremo opuesto de la habitación, donde se estrelló contra el reportero de traje oscuro. Toni y la madre gritaron a dúo. La muchacha, virtualmente desnuda, estaba arrodillada en el suelo al lado de la cama, mientras el señor Soames le tironeaba del cabello y el enfermero hacía frenéticas contorciones para aplicar una toma de judo al paciente.
Fue en ese momento cuando regresó el doctor Breuer, acompañado por el doctor Mortimer y el doctor Takaito. Conway, de nuevo de pie, se arrojó sobre Soames, y de pronto la pelea terminó. Soames yacía quieto, sólidamente sujeto y respirando pesadamente.
—El brazo —dijo Mortimer, sacando una hipodérmica de una caja de níquel plateado, preparando una aguja y llenándola en un frasquito con tapa de goma.
Conway se apresuró a rasgar la manga de Soames. Un botón suelto atravesó la habitación. Toni, desaliñada y semidesnuda, sollozaba en brazos de la madre.
—Ahora —dijo Mortimer, clavando la aguja en el brazo desnudo de Soames. El paciente hizo un último esfuerzo convulsivo para liberarse. Segundos más tarde perdió el conocimiento.
La cámara relampagueó.
Conway se levantó lentamente de la cama y se acercó al fotógrafo. La cámara era una Rolleiflex con un aparato de flash que colgaba de una correa sujeta al cuello del hombre, mientras el generador electrónico zumbaba tersamente colgado de otra correa.
Conway tendió la mano.
—Démela —ordenó.
—Un momento, doctor —dijo el fotógrafo, que retrocedía.
—Démela —repitió Conway.
El fotógrafo echó un vistazo a los rostros consternados de Breuer, Mortimer, Takaito y el enfermero, y finalmente al de Neame, su colega, quien meneó la cabeza tristemente.
—Mejor hazle caso, Kenney —murmuró morosamente—. Parece que la maniobra se nos fue al cuerno, y de todas maneras no podríamos emplear esas fotos...ahora.
El fotógrafo entregó la cámara de mala gana. Conway la abrió con gran cuidado, las manos trémulas, quitó la película y la desenrolló meticulosamente para que cada centímetro quedara expuesto a la luz del día que se filtraba por la ventana. Luego devolvió la cámara y la película.
—Gracias —fue todo lo que dijo.
—Creo que convendría enviar a la señorita Martínez a la enfermería —dijo Breuer—. Seguramente que necesitará un sedante. Y les agradeceré que después pasen todos por mi despacho. Obviamente hay varias cosas que necesitarán de una aclaración.
—Me encargaré de la señorita Martínez — djjo Conway—. Luego iré para allá.
—Bien — dflo Breuer—. Entretanto, el señor Soames debería dormir unas seis horas. En ese tiempo tenemos que revisar todo el programa educacional basándonos en el infortunado episodio de hoy. Debemos encarar el hecho de que Soames, en ciertos aspectos, es un individuo diferente.
Salieron lentamente del cuarto encabezados por el doctor Breuer.
10
—Me parece que Soames ha estallado como una bomba A —estaba diciendo Conway; Ann Henderson le observaba con interés absorto reclinada en la cama angosta y fumando un cigarrillo—. Es difícil entender por qué reaccionó tan positiva y violentamente —prosiguió—. La muchacha fue el detonante, claro. No podía tener un aire más seductor. Supongo que el pobre Soames se sorprendió reaccionando sin saber por qué y sin darse cuenta de lo que le pasaba.
—Al menos es un signo saludable —comentó ella—. Significa que pese a su encierro monástico sus instintos son incondicionalmente heterosexuales.
—Siempre ha sido muy tajante sobre lo que le gusta y lo que le disgusta —observó Conway—. Parece haber pocas dudas de que la cercanía de Toni le resultó placentera de una manera irresistible. Es interesante especular sobre qué habría hecho si nosotros no hubiéramos intervenido.
—Le habría costado aprender, pero habría aprendido tarde o temprano.
Conway frunció el ceño.
—No estoy tan seguro. Los instintos son vagos y generalizados. Tal como están las cosas nunca lo sabremos, y el mismo Soames despertará ignorando completamente la razón real de esa reacción en cadena.
—Pero ha aprendido algo.
—Mucho. Ha aprendido que hay ciertos tipos de seres humanos que tienen una forma diferente, un aspecto diferente y sentimientos diferentes, y son increíblemente excitantes de una manera indefinible. Temo que no podremos dejar las cosas allí.
—¿Qué se puede hacer, al margen de proveerle otra muchacha para propósitos experimentales?
El se encogió de hombros.
—No sé. Inmediatamente después del hecho tuvimos una larga conferencia en el despacho del doctor Breuer. Hubo algunas palabras violentas entre Breuer y Takaito, y no estoy muy seguro de que Takaito no tenga razón.
—¿Qué dijo?
—Bien, Takaito piensa que habría que liberar a Soames, que al mantenerlo encerrado en el Instituto estamos coartándole las posibilidades de llegar a una vida normal. Piensa que Soames tendría que haber gozado de una vida normal desde el principio, con un cierto grado de supervisión para impedirle entrar en conflicto con la ley. Aprenderá por experiencia, y asistiría a una escuela especial dentro de un plan de instrucción comunal, como miembro de una clase mixta de varias personas de la misma edad —hizo una pausa para encender un cigarrillo; Ann lo observaba solemne y pensativamente—. Esta mañana Takaito realizó una serie de tests extraoficiales con el señor Soames, usando drogas y ciertos equipos eléctricos que trajo consigo. Estima que Soames, tiene un C.I. excepcionalmente alto... alrededor de ciento veinte.
—¿Entonces por qué aprende tan despacio?
—Precisamente — enfatizó Conway—, Aprende rápido. Tiene una gran capacidad para aprender, pero se niega obstinadamente a usarla. Rechaza vivamente la instrucción que se le ofrece. Su mente alerta se está dedicando a adquirir actitudes prejuiciosas en vez de los conocimientos académicos que se le imparten.
—Sí, entiendo a qué te refieres —murmuró ella—. Es vir— tualmente un prisionero y asocia el aprendizaje con el patrón general de la disciplina y la restricción.
—Más o menos. Si fuera un niño no importaría. Sería más dócil ante la autoridad bajo la amenaza de castigos. Pero como adulto contempla la autoridad en términos de fuerza física. No nos considera mejores que él, y no entiende por qué está obligado a aprender cosas que no le interesan.
—Pues bien, ¿qué cosas le interesan?
—Eso es precisamente lo que hemos estado tratando de averiguar —dqo Conway, algo perplejo—. Takaito opina que de todos modos no somos nosotros quienes debemos averi— guarió. La única persona que puede averiguar qué le interesa es el mismo Soames, y hasta que se le permita participar en la vida más activamente es improbable que se interese en nada, aparte del lago.
—¿El lago?
—Takaito cree que el lago simboliza el tanque frío, y que Soames tiene una necesidad subconsciente de regresar a esa paz y seguridad.
—No me gusta como suena eso —comentó ella—. Si el señor Soames desarrollara tendencias suicidas...
—Improbable. Todavía no sabe de la muerte en un sentido real. Takaito sugirió que el modo más fácil de resolver el conflicto del lago en la mente de Soames sería enseñarle a nadar, para que el agua perdiera su simbolismo. Pasaría a representar actividad y estímulo en vez de paz y reposo.
Ann asintió pensativamente.
—Parece bastante sensato. ¿Takaito resolvió también el problema sexual?
—Bien, él piensa que Soames tendría que vivir con un grupo de personas, en una especie de comunidad pequeña. Habría que permitirle hacer progresos sexuales instintivos a su manera, y descubrir por sí mismo que invariablemente recibirá una bofetada de la dama en cuestión. Lentamente aprendería las reglas del juego y descubriría los verdaderos significados de amor, infatuación, deseo y así sucesivamente. No puedo evitar darle la razón también en esto. Desde luego, tendría que haber cierta supervisión y guía hasta que llegara a la etapa de entender que la violencia y la violación son criminales y tabú.
—El doctor Takaito —dijo ella solemnemente— parece conocer la conducta humana mucho mejor que todo el personal del Instituto Osborne.
—Bien, sin duda sabe mucho sobre perros —admitió Conway a regañadientes—. Quizá los perros y los humanos no sean tan diferentes en los aspectos fundamentales.
—¿Cuál fue la reacción del doctor Breuer?
—Escéptica y hostil, temo. Pensó que Takaito estaba criticando al Instituto en general. Pero ha convenido en llamar a una conferencia de alto nivel, con la asistencia de tes autoridades ministeriales y educacionales, para reconsiderar nuestra política. Creo que vale te pena intentarlo. Harfa ahora parece que no nos fue muy bien con el señor Soames.
—Ojeó el reloj-pulsera y añadió:— Mejor voy a ver si Soames está despierto, aunque Mortimer calculó que seguiría inconsciente hasta después de medianoche.
Ella se levantó y se dejó abrazar.
—Buenas noches, querido — dijo en voz baja.
El la besó ligeramente.
—Buenas noches, Ann.
Salió del cuarto y se dirigió al anexo, pero el señor Soames dormía apaciblemente bajo la mirada vigilante del enfermero.
Al día siguiente el Courier reseñó la reunión del señor Soames con su madre y su hermana usando solamente fotos de la mujer y la muchacha, estas últimas principalmente por sus curvas atractivas. La agresión a Toni fue presentada bajo una luz diferente. Tan feliz estaba John Soames de conocer a su hermana que accidentalmente le rasgó el vestido mientras la abrazaba con incontrolable entusiasmo, decía el artículo. Aunque la nota era imprevistamente discreta y no demasiado sentimental (aparentemente el señor Finch se había inquietado un poco ante la verdadera conducta de Soames después de las recomendaciones y advertencias anteriores del doctor Breuer), el asunto traía cola.
Muchos creen, decía el párrafo final, que es un gran error mantener a John Soames confinado en una clínica como si fuera un paciente mental. La señora Martínez apelará al ministerio de Salud para liberar al hijo de lo que en definitiva es un encarcelamiento falso. El Courier exige una investigación pública inmediata del caso Soames y de los métodos utilizados para instruirlo y educarlo.
Esto desató una oleada de llamadas telefónicas de otros diarios, requiriendo explicaciones, declaraciones y entrevistas. Breuer instruyó a su asistente personal, el doctor Bennett, para que actuara como vocero del Instituto y no hiciera ningún comentario, y esto mantuvo a Bennett ocupado el resto del día mientras Breuer se apresuraba a informar al resto del personal sobre la situación actual y enunciaba la política a seguir con las indagaciones periodísticas.
Sin embargo, el doctor Takaito no siguió esas instrucciones, pues pese a las exhortaciones de Breuer todos los diarios de la noche publicaron una declaración del cirujano japonés que había sido transmitida por Reuter y PA. Takaito parecía suscribir a las críticas del Instituto que habían sido editadas en otras partes.
El programa educacional al cual se somete al señor Soames carece de imaginación, coordinación y comprensión simpática de las necesidades del paciente, decía Takaito. En verdad, su principal defecto es contemplar al señor Soames como un paciente antes que un alumno, un paciente que potencialmente es tan peligroso que tiene que ser segregado a la fuerza de la sociedad y del sexo opuesto. Si esta fricción se prolonga es muy posible que el señor Soames se vuelva potencialmente peligroso a causa del resentimiento y el odio hacia el pequeño círculo de hombres que procuran mejorarle la mente con métodos académicos mientras lo reprimen corporalmente. Ambas cosas son inconciliables.
Takaito propiciaba abiertamente una investigación oficial, de modo que, según sus propias palabras, "la educación del señor Soames estuviera sometida al escrutinio público y no librada a las maquinaciones secretas del erróneo aunque afanoso entusiasmo de un equipo".
Fue inevitable una confrontación entre Breuer y Takaito. La tensión física denotaba la contención del doctor Breuer, pero Takaito conservó la calma y el dominio de sí. Se sentó cómodamente en uno de los sillones del despacho de Breuer y buscó de una ojeada la acostumbrada botella de whisky, pero en esta ocasión no la encontró.
Breuer agitó un ejemplar de un diario de la noche.
—Creo que esto es una infidencia imperdonable, doctor Takaito —declaró, esforzándose por no levantar la voz—. Más aún, es absolutamente antiético. Es complacerse en el sensacionalismo periodístico justo cuando los cambios de política se están considerando, cuando estoy tratando de establecer contacto con el ministerio y la Autoridad Educacional para una conferencia de alto nivel.
—Lamento que no estemos de acuerdo, doctor Breuer — dijo Takaito con serenidad—. Si el señor Soames fu era realmente un paciente, sí cabría observar ciertas formalidades. Pero de hecho es un ciudadano libxe retenido contra su voluntad sin orden judicial o certificado médico alguno. La prensa está usando a la señora Martínez como punta de lanza de un ataque que proseguirá implacablemente, y el resultado final puede ser una investigación pública en vez de la conferencia secreta que planea usted. La educación es de dominio público, doctor Breuer. ¿Por qué tanto secreteo?
—Por el bien del paciente. De lo contrario sería el blanco de todos los reporteros inquisitivos del país.
—¿Y qué es ahora? ¿Qué se consiguió?
—No hubo secreteos deliberados, doctor Takaito —vociferó el doctor Breuer—. Simplemente hemos observado la habitual confianza profesional implícita en cualquier relación doctor-paciente.
—¿Cuántas veces debo insistir en que es un gran error considerar al señor Soames un paciente? No está enfermo ni sufre ningún desequilibrio mental. En realidad tiene un C.I. que me parece considerablemente más alto que el de usted, e incluso que el mío. No debe permanecer aislado como si fuera un interno de Broadmoor.
Breuer inhaló profundamente antes de hablar.
—La teoría es una cosa, pero la práctica es otra —continuó—. Este ha sido un caso único y dificultoso, y hemos tenido que avanzar tanteando en la oscuridad. Ahora, finalmente, cuando podíamos evaluar los problemas y estábamos a punto de reorganizar completamente todo el programa de educación y entrenamiento, la señora Martínez, la prensa y usted, doctor Takaito, intentan sabotear todos nuestros logros.
—Pamplinas —declaró Takaito—. Simplemente creemos que el señor Soames debería ser sacado a la luz del día y gozar de una oportunidad real de vivir y aprender como un ser humano ordinario. A un chico retardado no se lo encierra en un hospital. El chico lleva una vida normal pero recibe instrucción especial. Esa es más bien la situación del señor Soames, excepto que no es siquiera un niño retardado, sólo un adulto desorientado y sin educación con una mente potencialmente brillante.
—Y precisamente porque es un adulto tenemos que segregado temporariamente —afirmó el doctor Breuer—. Usted vio lo que pasó ayer, cómo reaccionó con esa muchacha...
—Una reacción absolutamente normal — digo severamente Takaito—. El sexo opuesto le resulta físicamente atractivo. Es un buen comienzo. También aprendió que a las mujeres no les gusta ser tratadas toscamente. Chillan y forcejean y patean y muerden. En unos segundos de experiencia personal el señor Soames aprendió más sobre la conducta sexual que lo que usted o su personal podrían enseñarle en meses con la ayuda de libros y diagramas.
—No obstante, no se puede soltar a un hombre así en medio de la sociedad... No todavía, al menos.
Takaito se encogió de hombros.
—¿Por qué no? El señor Soames no es tonto. Aprenderá rápidamente las pautas normales de conducta mediante la aprobación o reprobación de los demás. Pero hay que dejarle resolver sus propios problemas, con consejos y amabilidad y comprensión. Con amor, si usted prefiere. Uno no puede ofrecer amor si jamás lo ha recibido.
Breuer refunfuñó audiblemente.
—Primero me habla de educación, después de amor. Creo que no volveremos a trabajar juntos en este tema, doctor Takaito, y pienso que usted ha perjudicado muchísimo al Instituto, a mí y a los miembros de mi personal. Muchísimo.
—Como usted prefiera —dijo Takaito, levantándose—. Dadas las circunstancias, usted naturalmente preferirá que yo me marche del Instituto...
—No dije eso. Sería el último en negarle mi hospitalidad. Sólo quería expresarle que desapruebo totalmente la irresponsabilidad de hacer a la prensa semejante declaración. En cuanto a su permanencia aquí, es algo que deberá decidir usted mismo.
Takaito reflexionó un instante, la mirada borrosa tras las gafas cóncavas.
—Si me voy, la prensa dará por sentado que me echaron del Instituto, o que me marché por un conflicto personal con el director, lo cual no es estrictamente cierto. Hemos tenido un desacuerdo, sin duda, pero en un nivel puramente profesional. Por lo demás, si me quedo, usted me solicitará, como es natural, que no vuelva a criticar su labor públicamente.
—¿No es razonable? —preguntó Breuer.
—Muy razonable —Takaito sonrió cordialmente—. Sería tan descortés de mi parte rechazar su hospitalidad como de parte de usted negármela, doctor Breuer. Creo que lo mejor será que me quede hasta que se celebre la conferencia, y durante ese período me comprometo a no hacer más comentarios a la prensa. Después, cuando se haya determinado el futuro del señor Soames, me marcharé liberado ya de aquel compromiso.
—Muy bien —convino el doctor Breuer.
—A menos, por supuesto, que el ministerio me solicitara aceptar la responsabilidad personal por la educación del señor Soames, en cuyo caso me quedaré.
—Me parece más que improbable —dijo Breuer con una nota de sarcasmo.
Takaito se inclinó amablemente y salió del despacho.
Durante ese día el señor Soames estuvo tenso y deprimido. Comía muy poco, y pasaba buena parte del tiempo paseándose desconsoladamente por el cuarto como un animal enjaulado. Ocasionalmente miraba por la ventana el verdor distante de la hierba y los árboles, y luego se arrojaba en la cama y yacía tieso una hora, moviéndose apenas y observando fijamente el cielo raso.
Había llovido constantemente desde la madrugada, de modo que no era posible llevarlo a hacer ejercicios en el parque. El programa educativo había sido suspendido temporalmente hasta que se celebrara la conferencia. El señor Soames, por lo tanto, no podía hacer más que entretenerse con sus juguetes, rompecabezas, pinturas y libros, pero prefería esa crispada inactividad. Tal actitud causó ansiedad a Conway, que estaba cada vez más convencido de que la dirección completamente errónea de 1a educación de Soames, combinada con 1a segregación y el encarcelamiento virtual, estaban arrastrando esa mente inocente a una condición neurótica muy seria.
Al atardecer, cuando el doctor Hoff inició su turno, Conway regresó a su cuarto y encontró una carta. Algo en la letra del sobre le pareció vagamente familiar pero no pudo identificarla inmediatamente, y sólo cuando la hubo abierto y leído la firma advirtió que era del padre de Penélope.
Con una sensación ominosamente opresiva, leyó la carta, que empezaba cordialmente con un "Mi estimado David".
Sé perfectamente que las relaciones entre mi hija Penélope y usted no han sido óptimas desde hace algunos meses, y que existen posibilidades de que se inicien trámites de divorcio. Sin embargo me creo en la obligación de informarle que Penélope sufrió un accidente automovilístico hace unos días y las lesiones son bastante graves. Ahora está internada en el Brockfield District Hospital, Surrey.
Penélope me encareció que no le avisara de lo sucedido, pero pensé que debía enterarse. Naturalmente, usted deberá decidir por su cuenta si visitarla o no en estas circunstancias.
Amablemente, etc.
Dejó caer la carta en la cama mientras las ideas se le arremolinaban en la mente. Era una complicación, desde luego, pero no una complicación mayor.
Sin duda tendría que ir a verla, eso era obvio, pero antes necesitaba tiempo para pensar y quizá para hablar con Ann.
Ann, recordó, había ido a visitar a una amiga a Hampstead, pero regresaría alrededor de las diez. Por un rato permaneció indeciso, sin saber qué hacer el resto de la tarde. Finalmente, sintiéndose cansado y algo sediento, se dirigió a la parte trasera del edificio, donde aparcó, frente al The Green Man.
En el bar encontró a Blamey con otro miembro del personal médico llamado Hughes, bebiendo cerveza. Conway se reunió con ellos y pasó una hora conversando ociosamente de problemas profesionales hasta que no pudo soportar más el cinismo de Blamey y decidió volver al Instituto.
Estacionó el coche, y lentamente, muy preocupado, caminó hasta la entrada principal del edificio en medio del aire fresco de la noche. La fina llovizna aún cubría como la niebla, pero apenas reparaba en ella mientras caminaba por la hierba húmeda. Distraído, cambió de dirección y enfiló hacia el pequeño lago y la arboleda distante. Al principio sólo había oscuridad total, pero cuando los ojos se le adaptaron el cielo iluminó algo más y el perfil del suelo se endureció con trazos más negros. Más allá de los árboles una bruma luminosa colgaba en el cielo, un resplandor de las brillantes luces de neón de un cine, detrás de la pared sur del parque.
Se detuvo frente al lago, tratando de distinguir el movimiento apenas visible del agua en la penumbra. Si pensaba, lo hacía de una manera abstraída; con emociones, más que con la imaginación. Ninguna palabra le acudía a la mente, pero Conway percibía una pulsación cambiante y modulada, un compuesto de muchas pulsaciones más pequeñas y conflictivas que no podían ser traducidas en lenguaje. Probablemente el señor Soames había pensado así en los días antes que le ofrecieran los bienes gemelos del vocabulario y la gramática y sin duda todo el mundo en algún momento de la vida regresaba a esa especie de oscuro pensamiento animal, cuando el cerebro fatigado abandonaba la capa civilizada del lenguaje. La sensación era descansada, cuando no apacible, de tal modo que uno podía pasar horas caminando en la noche a pesar de la lluvia.
Algo se movió entre los árboles a su izquierda. Su mente se puso alerta en un instante y sus oídos rastrearon una repetición del sonido. El tráfico rugía sordo en la carretera, impregnaba el aire nocturno de ruidos azarosos, y luego el sonido se oyó de nuevo: algo se arrastraba entre la hierba y las ramas húmedas.
No sintió una alarma inmediata, sólo una crispación abrupta en el cuerpo, como un resorte dispuesto a brincar apenas se tocara un mecanismo. Cautelosamente, casi como un animal de presa, se alejó del lago y avanzó hacia la arboleda oscura. Mejor que trate de interceptar al intruso y lo detenga, decidió, que regresar a la clínica y hacer cundir la alarma y quizá dejar que escapara trepando el muro.
El sonido no se repitió. Aunque caminaba lenta y cuidadosamente, levantando los pies para hacer el menor ruido posible, tuvo la inquietante convicción de que el otro hombre estaba muy tieso entre los árboles, observándolo, y se acercó. La oscuridad pareció espesarse en ébano tangible, y de pronto percibió que tenía las ropas apelmazadas por la llovizna incesante, pero siguió adelante con obstinada determinación.
Algo crujió a pocos pasos. Se detuvo instintivamente. Por un momento de desconcierto imaginó que podía oír un resuello profundo muy cerca, pero parecía proceder de todas partes. La tensión aumentó hasta transformarse en aprensión, le parecía que su cerebro vibraba a medida que la adrenalina de la sangre le iba aguzando la percepción.
Continuó avanzando con cautela. Ya estaba entre los árboles, y la oscuridad giraba en parches amorfos e incomprensibles delante de sus ojos. De nuevo el crujido, alto y cercano. Se detuvo. Contenía el aliento.
Unos dedos le aferraron el brazo. Una voz le chistó en el oído. Se quedó quieto.
—No haga ruido —susurró la voz, tan baja que era casi inaudible. Los dedos se aflojaron—. ¿Quién es usted?
Conway la reconoció con infinito alivio. La tensión se disipó. Pese al susurro había cierta inflexión forzada y un aire de autoridad que permitían identificarla.
—El doctor Conway —respondió.
—No tan alto. Soy el doctor Takaito. No se mueva. Sólo escuche y observe.
Conway obedeció, distendiéndose. Presumía que Takaito estaba a su izquierda, a dos o tres pasos, y podía distinguir el sonido tenue de su respirar, pero pronto oyó otro sonido que perturbaba la quietud del aire nocturno: el crujido de la hierba y las ramas que primero le había llamado la atención junto al lago. Era lejos, en la hondura de los árboles.
Paró, empezó de nuevo, y le pareció que se acercaba. Un arrastre lento y tentativo, pensó, como el de un gran animal vagando sin rumbo entre los árboles. Ya los ojos se le estaban acostumbrando a la oscuridad más intensa bajo el techo cavernoso de la enramada, y era posible ver retazos de cielo, como fragmentos aislados de un rompecabezas a través del follaje de ébano. Aquí y allá podía distinguir los altos troncos de árboles cercanos perfilados contra la iridiscencia distante y ovoide del lago que relucía en la lluvia.
—Mire —jadeó el doctor Takaito.
Conway miró. Al principio no vio nada, pero los pasos se acercaban acompañados por un sonido más tenue, el ritmo de una pesada respiración. Surgió una figura, moviéndose anónimamente entre las sombras, no definida del todo hasta que de golpe se recortó ásperamente contra el trasfon— do más claro del lago. Cuando la reconoció, Conway no se sorprendió demasiado; desde el momento en que había encontrado al doctor Takaito había intuido la identidad del otro merodeador. Era el señor Soames, por supuesto; un señor Soames muy mojado pero feliz, al parecer, que caminaba con el pijama empapado y los pies descalzos, tocando los árboles como para guiarse en la oscuridad y agachándose en cada ocasión para tironear de la hierba con sus dos manos.
El señor Soames siguió de largo, al parecer sin darse cuenta de que tenía un público de dos personas. Pronto había desaparecido en la negrura del bosquecillo y el sonido de los pies descalzos en la hierba húmeda se fundió con el murmulló del tráfico distante.
—Sígame —susurró el doctor Takaito—, pero sin hacer ruido.
Caminando con mucho cuidado, Conway siguió al menudo doctor japonés entre los árboles, dirigiéndose hacia el oeste del lago. Cuando salieron a campo abierto, Takaito se detuvo, tomando a Conway del brazo y arrastrándolo a la sombra de un roble imponente. A no más de veinte metros el señor Soames avanzaba hacia el lago. Se detuvo en la orilla, luego se apoyó sobre las manos y los pies y bajó la cabeza como si observara atentamente las ondas. Apoyó la mano en el agua, moviéndola de tal modo que la superficie se quedó en círculos y olas que se entrechocaban. Minutos después se tendió en la hierba mojada y sumergió la cabeza y los brazos en el agua fría, quedándose quieto tanto tiempo que Conway sintió el impulso de intervenir. En ese preciso instante el señor Soames se levantó, aparentemente saciado, se pasó las manos mojadas por el pijama húmedo y siguió caminando alrededor del lago, sin apresurarse, deteniéndose con frecuencia para inspeccionar el suelo como un niño que pasea por el campo.
Cuando estuvo a más de cien metros de distancia, Conway le preguntó a Takaito:
—¿Qué pasa?
—Lo dejé escapar. Durante la ausencia del doctor Hoff le hice al enfermero un encargo trivial para mantenerlo ocupado y dejé abierta la puerta de la habitación.
—¿Pero por qué?
—Porque deseo observar cómo se porta cuando no está bajo supervisión continua, cuando es libre de seguir las inclinaciones de su propia mente. Usted ha visto que la lluvia no le molesta y no se siente incómodo, pese a que lleva muy pocas ropas. Se interesa vivazmente en las cosas que lo rodean: los árboles, la hierba, y por supuesto el lago. Usted presenció el ritual del lago, el bautismo subconsciente en un tanque frío de paz y seguridad. Probablemente ahora se siente purgado y renovado.
—¿Pero eso qué demuestra, doctor Takaito?
—Sólo que nuestro amigo Soames no tiene nada de siniestro ni de sutil. Como todos nosotros, necesita libertad, y la aprovechará cuanto pueda. Cuando se haya hartado, regresará a la relativa calidez y comodidad de su cuarto y su cama, como un perro que regresa a la casilla después de trotar por el jardín.
—Parece que es lo que está haciendo ahora —convino Conway.
En efecto, el señor Soames regresaba despreocupadamente al edificio principal, siguiendo el flanco donde estaban las salas de psiquiatría y sus anexos. Estaba a ciento cincuenta metros de distancia y apenas era visible en la oscuridad, de modo que Takaito y Conway empezaron a avanzar, bordeando el lago y apurando el paso.
—Aquí es donde puede empezar el problema —señaló Takaito—. Quizá no recuerde la puerta por donde escapó. Tal vez se confunda, quizá desespere. Tal vez entre por otra puerta y se encuentre en un ambiente extraño y lo venza el pánico...
Las sospechas del doctor Takaito nunca serían sometidas a una prueba práctica. Mientras el señor Soames estaba aún a considerable distancia del edificio, una puerta se abrió repentinamente, arrojando un largo rectángulo de luz amarilla sobre la hierba mojada. Perfiladas contra la abertura estaban las figuras reconocibles del enfermero y el alto y delgado doctor Hoff, quien cumplía el turno de esa noche. El enfermero llevaba una gran linterna eléctrica que movía a derecha e izquierda, barriendo la noche como el reflector de un campo de concentración. Salieron del edificio, avanzando resueltamente hacia el lago.
El señor Soames se paró en seco. Tal vez intuyó el peligro y se quedó paralizado como una fiera, o quizá se dio cuenta de que inevitablemente lo descubrirían y capturarían. El haz de la linterna lo bañó poco después en una luz líquida. Por unos instantes se quedó tieso y congelado, y luego se lanzó a un costado con un gruñido animal claramente audible, alejándose del haz de la linterna. A Conway le pareció que caía al suelo y rodaba en la oscuridad. La linterna temblequeó incierta y se puso a sondear de modo inquisidor como un haz de radar que busca el blanco. Pronto encontró al señor Soames. Corría de vuelta hacia el lago, agazapándose, zigzagueando instintivamente para eludir a los perseguidores.
—Necios —susurró el doctor Takaito. Inmediatamente echó a correr, y sus zapatos chapaleaban pesadamente en la hierba mojada. Conway lo siguió de cerca. Poco después el haz de la linterna se cruzó con ellos, siguió de largo, luego volvió y permaneció fijo como un reflector. La noche circundante se condensó en ébano sólido.
—Detengan a Soames — dgo la voz frenética del doctor Hoff, como cualquiera gritaría "detengan al ladrón". Una pausa, y luego—: Soames escapó..., deténganlo.
El doctor Takaito aminoró la marcha para que Conway lo alcanzara.
—Necios —repitió con vehemencia—. Hato de imbéciles.
—No podían saber —comentó Conway.
—Cualquiera diría que el señor Soames es un prisionero escapando de la cárcel, o un loco criminal escapando de un manicomio —declaró Takaito con desprecio—. No parecen darse cuenta de que es un niño. No se trata a un niño de esa manera...,ni siquiera a un perro.
Conway no hizo comentarios. Estaba escindido entre dos puntos de vista conflictivos. Apreciaba la lógica de Ta— kaito y al mismo tiempo comprendía demasiado bien que él mismo probablemente habría actuado del mismo modo que el doctor Hoff en esas circunstancias.
—Les tiene miedo —continuó Takaito—, y todo lo que hacen lo intimida aún más. Estaba regresando, Conway, por propia voluntad, y ahora lo ahuyentaron. Puede hacer cualquier cosa.
—Mej or tratemos de encontrarlo —sugirió Conway.
Avanzaron maldiciendo a la linterna que seguía centelleando entre ellos, relampagueando a un lado y a otro. Conway advirtió que las opiniones de Takaito le parecían cada vez más atinadas. Eran necios, indudablemente. Parecía que estaban persiguiendo al doctor japonés y a él mismo en vez del señor Soames. Este había desaparecido en la noche sin dejar rastros, y parecía casi imposible predecir sus movimientos.
—Soames escapó —gritó el doctor Hoff—. ¿Lo ha visto, Conway?
Conway maldijo entre dientes. La linterna le relampagueó en los ojos, por un momento lo cegó.
—Aparte esa condenada hiz —gritó furiosamente—. ¡Se supone que está buscando a Soames, no admirándome a mí!
El enfermero se disculpó con un murmullo, y la linterna se puso a oscilar nuevamente, escrutando la hierba y barriendo el lago. No había rastros del señor Soames. Había desaparecido en la noche como un espectro.
Pronto Conway y Takaito se enfrentaron cara a cara con el doctor Hoff y el enfermero. La atmósfera estaba tensa de mal humor, especialmente el que emanaba Takaito.
—¿Tenía que perseguir a ese desdichado como si fuera un convicto? —preguntó Takaito.
—Pero escapó, señor —se disculpó Hoff.
—¿A qué se refiere con que escapó? ¿Lo han condenado a prisión o lo han declarado demente?
—Bien, no exactamente.
—Yo le permití escapar —djjo audazmente Takaito—. Lo seguí para observar su conducta, y Conway se reunió conmigo. Actuó de manera perfectamente normal, tal como era previsible que actuara en este nivel de desarrollo mental. Estaba regresando a su habitación cuando ustedes dos irrumpieron como policías persiguiendo a un maniático homicida. Lo aterrorizaron. Probablemente está oculto entre los árboles como un animal acosado por perros aullantes.
—Lo siento, señor... Es que no me di cuenta —aventuró el doctor Hoff.
Takaito resopló desdeñosamente.
—Ahora tenemos que hallarlo —dijo amargamente—. Tenemos que seguirle la pista como a un delincuente, por su propio bien. ¿Piensa usted que eso lo beneficiará psicológicamente?
—Si usted tan sólo nos hubiera avisado —dijo Hoff con cierta dignidad—. A fin de cuentas, sólo sabíamos que el paciente había desaparecido, y es potencialmente peligroso en ciertos aspectos.
Takaito suspiró con impaciencia.
—Muy bien. Actuó de acuerdo con sus principios e instrucciones. Lo importante, aquí y ahora, es encontrar al señor Soames. Deme la linterna.
El enfermero le entregó la linterna sin objeciones.
—Vayan a ver al doctor Breuer —ordenó Takaito—. Que llame a todo el personal disponible para que patrulle el terreno. El señor Soames debe ser encontrado inmediatamente. Después de este episodio nunca volverá por su propia voluntad.
—Muy bien —dijo Hoff, rígida y formalmente. El y el enfermero regresaron al edificio.
—¿Ahora entiende a qué me refiero? —le dijo Takaito a Conway.
—Sí, en cierto modo creo que sí. Al mismo tiempo, doctor Takaito, usted llevó a cabo un experimento sin informar a nadie. No puede culpar al doctor Hoff por hacer lo que hizo.
—No culpo a nadie — djjo serenamente Takaito—. Y menos aún a los necios. Si hubiera pedido permiso para dejar escapar al señor Soames me lo habrían denegado —suspiró—. Si sólo ese estúpido enfermero y el doctor Hoff hubieran descubierto la ausencia de Soames cinco minutos más tarde... Quiero decir que para entonces habría estado de vuelta en su habitación, calado hasta los huesos y sucio, pero contento a su manera infantil. Habría sido un hito importante en su educación.
Conway frunció los labios en la oscuridad.
—Bien —dijo—, no tiene sentido perder el tiempo. Mejor echemos un vistazo y tratemos de pescar a Soames.
—Lamentablemente, pescar es la expresión adecuada —dijo Takaito con ironía.
Trazó un círculo con el haz de la linterna y echó a caminar de regreso hacia el lago.
11
Eran casi las tres cuando encontraron al señor Soames. El doctor Breuer en persona se había encargado de los procedimientos, llamando a varios miembros del personal, entre ellos los tres enfermeros, y ubicando centinelas en puntos estratégicos alrededor de los edificios principales y la entrada principal, de tal modo que el señor Soames no pudiera regresar a los pabellones o dejar el parque sin ser visto. Parecía improbable que pudiera trepar el muro sin ayuda de una escalera, pero por si acaso Breuer desplegó a sus hombres en abanico a lo largo de la pared, armados con linternas, con la orden de avanzar hacia el lago sin olvidar que el señor Soames también podría haberse subido a un árbol. Tres de los doctores llevaban hipodérmicas cargadas con sedantes previendo una resistencia violenta, pero de hecho el señor Soames no presentó resistencia alguna.
Al final lo descubrieron, tras batir el terreno infructuosamente, oculto entre los coches estacionados en la pista de grava detrás de la clínica. Estaba en pésimas condiciones, totalmente empapado y débil, con el pijama rasgado y sucio y temblando incontrolablemente por el frío y la intemperie. Aun así, no se rindió inmediatamente, sino que corrió agazapado entre los autos, obviamente aterrorizado, tratando de evitar la ineludible captura. Hoff finalmente lo atrapó. Lo sorprendió cuando salía de detrás de un coche. Otras dos figuras saltaron sobre él, le sujetaron los brazos y lo derribaron. Bajo la luz cruda de varias linternas, el señor Soames parpadeó intimidado. Tenía sangre en un costado de la cara y el pelo negro cubierto de lodo, pues había caído de bruces en la grava.
—Bien —dijo el doctor Breuer, más aliviado—. Entrenlo y límpienlo. Necesitará un baño caliente y una sopa caliente. Después un largo sueño. Con nembutal estará bien. En cuanto al resto de nosotros...,chocolate caliente, creo,y tal vez un poco de brandy.
El doctor Hoff y los enfermeros escoltaron a Soames hacia la entrada lateral del pabellón psiquiátrico, mientras el resto de la partida se dispersaba y volvía al edificio principal en grupos desganados. Conway se sorprendió caminando al lado del doctor Takaito, pero ninguno de los dos habló. La fatiga y una gris sensación de abatimiento parecían quitar sentido a la conversación.
En la cantina Conway prefirió leche caliente y brandy en vez de chocolate. Takaito y Breuer habían entablado una acalorada discusión, probablemente relacionada con la corrección del acto de Takaito de liberar al señor Soames para experimentar privadamente, pero estaban en un rincón de la sala y nadie podía oírlos, de modo que Conway se sentó a una mesa al lado de McCabe. Este había utilizado un impermeable de plástico y acababa de quitárselo, de modo que se sentía fresco y confortable. El traje de Conway estaba apelmazado después de varías horas bajo la lluvia.
—Tienes muy mal aspecto —dijo alegremente McCabe.
—Estoy muy mal —admitió Conway—, pero el pobre Soames debe estar mucho peor.
—Por suerte lo atraparon —observó McCabe—, Si hubiera logrado huir al mundo exterior habría sido un lío del demonio.
—No creo que jamás se le haya cruzado por la mente la idea de huir — djjo Conway—. Simplemente estaba paseando por el parque, entreteniéndose inofensivamente, como un perro fuera de la jaula. Sólo se asustó cuando Hoff salió y se puso a gritar.
—¿Cómo escapó del anexo?
—Ese es el problema. No escapó. Takaito lo soltó y lo mantuvo bajo observación. Lo malo fue que no le contó a nadie lo que se proponía hacer, de modo que naturalmente Hoff pensó que Soames había huido.
—Ese nipón debería meterse en sus propios asuntos. Me parece que Soames ya causa bastantes problemas sin necesidad de que Takaito lo incentive. Caramba, con ese intento de violación hace sólo unas horas...
—No hubo nada de eso —recalcó Conway—. Soames entró en contacto con una mujer muy hermosa por primera vez en su vida. No tenía pautas para juzgar sus reacciones, y actuó por instinto. Simplemente se aferró a ella, le pareció placentero de un modo que no podía entender, y no quiso soltarla. El problema empezó cuando ella se asustó y chilló y los otros intervinieron. El se asustó y se puso agresivo y un poco violento. Al fin tuvimos que inyectarle un calmante.
McCabe no parecía muy convencido.
—Supongamos que Soames escapara —djjo, encañonando a Conway con el dedo—. ¿Piensas que cualquier muchacha estaría a salvo de su "reacción instintiva", según tus términos?
Conway se encogió de hombros.
—Superficialmente parece un problema, lo admito, pero debes recordar que no hay motivación positiva. Nunca podría haber intenciones de agresión criminal, pues él no entiende lo que significa. Por lo demás, era previsible que manifestara cierta curiosidad desinhibida ante ese nuevo fenómeno llamado sexo opuesto.
—Para mí sigue siendo agresión criminal.
—Técnicamente, quizá, pero no con un sentido de intencionalidad o de culpa. Su conducta se aproximaría a los juegos eróticos superficiales comunes entre los niños...
—Sólo que este niño mide un metro ochenta de alto, pesa más de ochenta kilos y puede llevar sus juegos eróticos superficiales, como tú los llamas, al extremo de la violación si se le antoja. Más aún, nunca ha visto un niñcx..., probablemente ni siquiera sabe qué es un niño. El nunca fue niño, o no lo recuerda. El mundo está formado por adultos. Para él una niña pequeña, una escolar, si quieres, sería simplemente una adulta de menor tamaño, y una presa ideal para la violencia de sus jueguitos eróticos. ¿O no habías pensado eso?
—No, no lo había pensado —dijo Conway, abatido—, y creo que el argumento no es válido. El señor Soames no es un maniático sexual ni ha demostrado tendencias perversas u homicidas. Es un ser humano normal que necesita pautas de conducta.
—Bueno, ¿por qué no se las dais? Para eso están los muchachos de Psiquiatría.
Conway terminó la leche y ahogó un bostezo.
—Francamente, estoy cansado — dijo fatigosamente—. Ha sido un día duro, aparte de las andanzas del señor Soames. Lo pondremos en forma paso a paso, no te preocupes, pero llevará tiempo. No podremos conseguir en meses lo que normalmente requiere casi veinte años —echó la silla hacia atrás y se levantó—. Me voy a acostar.
—Que duermas bien — dijo McCabe—. Será una noche corta.
A la mañana siguiente, alrededor de las diez, Conway echó una ojeada al señor Soames. Estaba despierto, pálido y ojeroso, con una venda rosada en el lado de la cara donde se había cortado con la grava del aparcamiento. No había dormido nada, explicó el doctor Wilson, pese al sedante, como si se hubiera obligado deliberadamente a permanecer despierto por un esfuerzo concentrado de voluntad.
Por cierto el señor Soames estaba de mal humor, lo cual, pensó Conway, no era sorprendente. Estaba sentado de través en una silla, los ojos fijos en la ventana, la espalda vuelta hacia la puerta y el resto de la habitación. La actitud de desafío era obvia, y por unos momentos Conway pensó si no debía tratar de hablar con Soames, de establecer contacto con su mente confundida y resentida, pero al cabo creyó más prudente dejarlo en paz unas horas hasta que los hechos lamentables de la noche anterior no estuvieran tan frescos en su memoria.
Visitó el laboratorio de Electroencefalografía, donde Ann estaba archivando unas cintas de papel.
—Tienes un pésimo aspecto —comentó ella en cuanto lo vio.
El sonrió.
—Mi aspecto no engaña, gracias al señor Soames y al doctor Takaito.
—Andy me dio una versión apresurada de la historia —dijo ella—. No entiendo cómo el pobre Soames no está muriendo de neumonía.
Conway se encogió de hombros.
—Es resistente, y pasó treinta años en hibernación fría. Quizá ha desarrollado cierta inmunidad fisiológica.
—¿Cómo está ahora?
—Contrariado, diría yo. Con franqueza, estoy preocupado. Toda la situación parece irse al demonio. El señor Soames debería ser un hombre feliz, agradecido por la conciencia que le hemos dado.
—Que Takaito le dio, querrás decir.
—Lo mismo da. Lo importante es que cada vez siente más rencor y amargura, al extremo de que no se pueden predecir sus reacciones.
—Dave — djjo seriamente Ann—, ¿por qué tendría que estar agradecido el señor Soames? ¿Que razones para vivir tiene en estas condiciones?
—Esta es sólo una fase temporaria. Debe adquirir una cobertura de educación y sentido de los valores morales.
—Pero tenéis que convencerlo a el de eso. Siendo un prisionero en un cuarto, a quien ocasionalmente llevan a pasear por la hierba alrededor de un lago, ¿por qué iba a molestarse en adquirir nada...? Es como despertar de un sueño oscuro pero agradable y encontrarse en un campo de concentración.
—No exageres, Ann.
—Bien, tú sabes lo que quiero decir.
—Realmente no sé nada de nada —refunfuñó Conway—. Estoy dispuesto a dejar el caso a ios expertos. Que Breuer y Takaito se disputen la presa, y que gane el mejor.
—¿Has visto la declaración de Takaito en los diarios de anoche?
—Sí. Era una declaración bastante justa, aunque no sé si muy prudente.
—Los diarios de la mañana han continuado la historia. Tres de los nacionales reclaman una investigación. Y la señora Martínez estuvo anoche en televisión, y sus comentarios sobre el Instituto no eran muy favorables.
—Me rindo —dijo él, extendiendo los brazos resignada— mente—. Todo este asunto se está transformando en una ópera cómica.
—O un escándalo nacional. Creo que hoy se formularán ciertas preguntas en el Parlamento..., según el Times.
—Así sea. El señor Soames se está convirtiendo en un problema nacional. Pero aún creo que hicimos todo lo posible por el. Usamos todos los recursos de la psicología moderna y la técnica educacional.
—Dave —murmuró ella—, quizá no hacía falta usar psicología moderna. Tal vez ese aspecto psicológico ha causado más mal que bien.
—Sí, lo sé —dijo él con velada amargura—. El celador moderna..., la psicología aplicada. La causa de la delincuencia juvenil y los adolescentes antisociales. Quizá debimos emplear técnicas victorianas y usar un látigo con el señor Soames. Tal vez hubiese obrado un milagro.
—Tal vez sí — dijo ella reflexivamente—, o tal vez no. En cualquier caso, entiendo que habrá una conferencia de alto nivel y que el doctor Takaito espera ser designado director del programa educacional de Soames.
—Esa podría ser una buena idea. Empiezo a sentir una gran fe en Takaito. A pesar de sus perros parece saber un par de cosas.
Ella sonrió sardónicamente.
—Dudo que el doctor Breuer esté de acuerdo contigo.
—En la superficie no, pero creo que en el fondo sabe interpretar lo que tiene delante de las narices.
—Aunque esté en japonés.
—En efecto.
Estaba por marcharse cuando abruptamente recordó el propósito principal de su visita al laboratorio.
—Ann —dijo—, ayer recibí una carta del padre de Penelope. Parece que sufrió un accidente y está en el hospital, seriamente lesionada.
—Oh. ¿Es muy grave?
—No me lo aclaró. Pensé en tomarme el día para ir a verla. Realmente no hay alternativa.
—Entiendo, Dave. Lo... Lo siento, por ella. Espero que no sea nada serio.
—Tal vez huesos rotos, o algo así. En todo caso, regresaré al caer la tarde.
—Tenme al tanto, ¿quieres? —dijo ella ansiosamente.
—Sí, desde luego.
Regresó a su cuarto a prepararse para el viaje al Brock— field Hospital de Surrey.
—Creo que ella no desea verle, doctor Conway —dijo el doctor; era un joven pelirrojo con bigote espeso e hirsuto que hablaba con acento escocés—. Hice cuanto pude por persuadirla, pero está muy decidida.
Conway lo escrutó especulativamente, recurriendo inconscientemente a ciertas señas profesionales del mundo médico en su expresión. El médico pelirrojo obviamente las captó, pues movió los pies embarazosamente.
—Tal vez debería explicarle, doctor Hamilton —dijo Conway—, que hemos tenido ciertas dificultades conyugales en los últimos meses, y de hecho yo preveía este tipo de obstáculo...
—Sí, me doy cuenta.
—Pues bien, teniendo en cuenta las circunstancias...
—¿Cuál es exactamente el problema? —preguntó Conway.
que usted imagina para no querer verlo.
—¿Cuál es exactamente el problema? —preguntó Conway.
El joven médico miró al suelo un instante, estudiándose las puntas negras de los zapatos.
—Es una fractura de las vértebras lumbares, temo, con una seria lesión de la médula espinal. Ella iba en un Jaguar que chocó con otro automóvil a gran velocidad en la A24. Lamento decirle que es probable que tenga la cara desfigurada. Se necesitará cirugía plástica.
Conway cerró los ojos un momento, luego se dispuso a digerir toda la verdad.
—La lesión espinal, ¿qué seriedad tiene?
El médico titubeó.
—No estamos muy seguros. Mañana vendrá el doctor Koenitzer, un especialista de Harley Street.
—Doctor Hamilton, seamos francos. Sé exactamente qué puede significar una lesión espinal. ¿Mi esposa está paralítica?
El médico pelirrojo hizo un gesto de rendición.
—Temo que si. Para hablar sin rodeos, está paralizada de la cintura para abajo. No estoy sugiriendo que sea una parálisis total o permanente, pero usted sabe lo difíciles que pueden ser estas cosas, doctor Conway.
—¿Y la desfiguración?
—Lesiones dérmicas.
—¿Es todo?
—Parte de la mejilla izquierda desgarrada. Allí es donde hará falta cirugía plástica.
—¿Algo más?
—Un cuadro general de shock y de histeria. Amnesia parcial —se tocó el labio inferior con un dedo vacilante—. Lo siento —añadió—. Tal vez ahora entienda usted por qué ella no quiere verle.
—¿La otra gente del Jaguar?
—Sólo había otra persona...,un hombre, el que conducía. Murió en el acto.
—¿Y la gente del otro coche?
—Dos muertos y un herido.
Conway se llevó la mano a la frente en un gesto fatigado y vacilante.
—Doctor Hamilton, quiero ver a mi esposa quiéralo ella o no. Tengo derecho, y debo insistir.
El otro arrastró los pies turbadamente.
—Entiendo cómo se siente, doctor Conway. Al mismo tiempo usted sabrá apreciar mi posición...
—Perfectamente, pero ambos somos médicos y podemos ser prácticos y objetivos en una situación como esta, supongo. Quizá no pueda visitarla de nuevo en varios días, de modo que considerando las circunstancias...
—Muy bien —suspiró el doctor Hamilton—. Seria el último en tratar de detenerlo.
Lo condujo a lo largo del corredor hasta la pequeña sala. Apenas pasó por la puerta vaivén con paneles de vidrio, Conway pudo ver a la mujer con quien se había casado sujeta a una estructura metálica inclinada, la cabeza envuelta en vendajes como una momia egipcia.
Regresó al Instituto bastante aturdido, curiosamente insensible a las acechanzas de la alarma y el horror. Los recuerdos vibraban y se reflejaban desde las superficies de su memoria en una parodia irónica: Penelope en toda su espléndida belleza en los primeros días de su matrimonio; Penelope, el alma de la fiesta en los días alborotados de la escuela médica; Penelope, la cara fruncida y rencorosa en la atmósfera viciada y estólida del Instituto, extrañando la vida alegre y víctima de un tedio aplastante; Penelope buscando divertirse con Ibbotson y Morry, una alegre mariposa infiel, la confrontación final, el retiro a Chelsea, el departamento con las cortinas rojas y negras y la música de jazz y esos jovenzuelos bailoteando como osos; Penelope y el aborto; Penelope en un Jaguar con un desconocido muerto; Penelope sujeta a una estructura de acero, la espalda rota y la belleza desgarrada y lacerada. Lágrimas muertas le brotaron en los ojos, enturbiándole la visión hasta que apenas pudo ver la carretera.
Llegó al Instituto poco antes de las once. Llovía de nuevo, y curiosamente había dos coches de policía estacionados frente a la entrada principal, pero no les prestó atención porque tenía la mente ocupada en otras cosas.
Fue directamente al cuarto de Ann y entró sin llamar. Ella estaba tendida en la cama, vestida con una bata y leyendo un libro. Cuando entró, ella se incorporó y dejó el libro a un lado.
—Dave... —y tras una pausa agregó—: ¿Lo han encontrado?
—Tengo que hablarte, Ann —dijo él.
—El señor Soames —insistió ella—, ¿lo han encontrado?
Conway contuvo el remolino frenético de sus ideas y trato de concentrarse en esas palabras.
—¿Qué pasa con el señor Soames?
—¿No sabes nada?
—No sé nada, sólo que Penelope...
—El señor Soames ha escapado, y esta vez sin la ayuda de Takaito. Atacó al doctor Wilson con una süla de acero y huyó. El doctor Breuer tuvo que llamar a la policía —calló un instante, y ella le vio los ojos ensombrecidos y atemorizados—. Trató de matar al doctor Wilson. Casi lo consiguió. En este momento el doctor Wilson está en el quirófano. Le están extrayendo trozos del cráneo de la masa encefálica, pero sigue con vida.
Conway no dijo nada. Su mente se negaba empecinadamente a funcionar.
—¿No te das cuenta, Dave? —insistió ella—. El señor Soames es un fugitivo, un homicida potencial. Lo perseguirán como a un maniático asesino.
El se sentó en la cama vencido por el agotamiento. Se apoyó la cabeza en las manos.
—No —susurró—, no puede ser cierto. Me niego a creerlo. Es imposible que el mundo entero se haya dado vuelta en un solo día. No es posible...
12
El episodio había ocurrido después de un día en que Soames se había portado relativamente bien. Sí, el paciente había estado huraño, inquieto y distante, pero había demostrado pasividad antes que agresividad, y no había exteriorizado indicios de la violencia.que incubaba. Era en realidad una de sus fases depresivas, a la que inevitablemente seguiría una fase maníaca en la que desplegaría las características opuestas: seguridad, combatividad y desprecio. Nadie parecía estar muy seguro de lo ocurrido en términos psicológicos: una fase se había transformado abruptamente en la otra sin previo aviso, y el señor Soames, frustrado e introspectivo, mórbidamente afectado por los sucesos de los últimos días —la reacción violenta cuando abrazó apasionadamente a la muchacha llamada Toni, seguida por la cacería nocturna en el parque, cuando se había escabullido como un animal perseguido sólo para ser derribado y capturado en el estacionamiento—, había iniciado de pronto una acción implacable y tenaz.
La policía se había ido, y Conway estaba hablando con el doctor Breuer, quien interrogaba sistemáticamente a cada miembro de su personal que hubiera tenido contacto con Soames. Eran más de la una de la mañana. Breuer estaba redactando laboriosas notas manuscritas en papel de oficio rayado, como si estuviera juntando evidencias en un interrogatorio formal. Pese al cansancio y la depresión, la mente de Conway seguía funcionando activamente como alimentada por una insospechada batería de energía nerviosa enterrada en las profundidades del cerebro.
El doctor Breuer explicó que aunque no le había agradado llamar a la policía no le había quedado más alternativa, Esto no era una simple repetición del ataque al enfermero; era una tentativa premeditada y sagaz para escapar del Instituto recurriendo a la violencia. La condición del doctor Wilson era crítica, y todavía podía morir. El peligro consistía en que Soames recurriera nuevamente a la violencia para evitar que lo capturaran otra vez.
De acuerdo con lo que sabían, la agresión había ocurrido alrededor de las nueve y media, cuando el enfermero de guardia había bajado a la cocina para preparar café para él y el doctor Wilson. Este había estado intentando persuadir a Soames de que cenara algo antes de acostarse, pero el paciente, que prácticamente no había comido en todo el día, no había querido probar bocado.
Cuando veinte minutos después regresó el enfermero, encontró al doctor Wilson tendido en un charco de su propia sangre en el cuarto de Soames. Había una silla volcada cerca de la cama,y el señor Soames había desaparecido. La investigación posterior reveló que el paciente había salido por la ventana de un pequeño cuarto de baño en medio del corredor; la ventana había quedado abierta para que se disi—, para el vapor acumulado después que se había duchado otro paciente.
Rápidamente se inspeccionó el parque pero no se halló pista del señor Soames, y parecía probable que hubiese escalado el muro. No obstante, seis miembros del personal dirigidos por un sargento detective batían ahora la zona con linternas eléctricas.
Breuer había demorado el contacto con la policía hasta que fue muy obvio que el señor Soames había conseguido escapar. Eso había sido a las diez y jnedia, y aproximadamente a la misma hora, tras un cuidadoso examen para determinar la gravedad de las heridas, el doctor Wilson había sido conducido al quirófano para una operación urgente.
Mientras el doctor Breuer hablaba, Conway evaluaba mentalmente la situación y exploraba las ramificaciones. La desesperada búsqueda de libertad del señor Soames era más que comprensible, pero evidentemente estaba condenada al fracaso. Solo, sin ayuda y a pie, sin sentido de la orientación y sin ninguna clase de plan coherente, tendría suerte si llegaba a alejarse un par de millas antes que la policía lo apresara. Sería de nuevo un prisionéro, pero esta vez la intervención de los agentes de la ley agravaría la situación.
El señor Soames era culpable de agresión, eso era cierto. Se podía, tal vez, alegar falta de responsabilidad, pues al fin y al cabo tenía la mente de un niño; por otra parte, era un adulto con un elevado cociente intelectual, pese al nivel precario de su educación académica, y podía haber planeado y llevado a cabo el ataque al doctor Wilson con fría deliberación. Para colmo, no era un enfermo mental ni estaba médicamente protegido desde un punto de vista legal.
—He dado a la policía la descripción completa del señor Soames —dijo el doctor Breuer—. Adicionalmente, hay muchas fotografías. En el momento de la fuga vestía una camisa blanca, con cuello abierto, y pantalones gris azulados...^ sandalias de cuero marrón que no le permitirán correr mucho. Si toma por las carreteras principales lo encontrarán muy pronto. Por otra parte, si corta camino a campo traviesa las cosas se complicarán. Al norte de aquí hay zonas descampadas. Desde luego, quizá la policía decida usar perros...
—¿Qué opina el doctor Takaito-? —preguntó Conway.
La expresión de Breuer se volvió ligeramente desdeñosa.
—El doctor Takaito, cuando lo vi por última vez, no parecía muy preocupado. Si no fuera por la gravedad del doctor Wilson, yo llegaría a sospechar que nuestro amigo japonés tuvo algo que ver con la fuga.
—No lo creo —dijo Conway, meneando la cabeza—. No después del episodio anterior. En todo caso, Takaito se habría asegurado de que controlaba la situación.
—Sólo puedo decir que no se mostró muy dispuesto a colaborar, y que se fue a acostar muy temprano, considerando la situación..., poco después de medianoche.
Conway se encogió de hombros.
—Bien, ¿por qué no, doctor Breuer? Ahora que la policía ha intervenido no tiene sentido que nos quedemos levantados toda la noche. Y menos el doctor Takaito, quien a fin de cuentas es sólo un visitante. Con franqueza, ninguno de nosotros puede hacer mucho aquí y ahora. Mañana, o mejor dicho hoy, a la luz del día, las cosas pueden haber cambiado.
El doctor Breuer tamborileó la superficie del escritorio con un lápiz mecánico plateado.
—Como director de este Instituto no puedo renunciar a mis responsabilidades. El ministerio exigirá un informe detallado, y los periodistas nos acuciarán como una manada de lobos. Estamos en apuros, y cuanto más aclare la situación por escrito más fácil nos resultará todo en los próximos días.
Conway asintió con un murmullo, no muy convencido.
—Espero —continuó Breuer— que sea posible conseguir un poco de discreción si el señor Soames es capturado en pocas horas. Me reñero a esto: la agresión se realizó en una propiedad privada, de modo que la policía no está en posición de lanzar una acusación contra Soames, siempre que el doctor Wilson se recobre sin dificultades.
—A menos que Wilson mismo haga la acusación —observó Conway.
—Eso es muy improbable.
—Y siempre que el señor Soames no agreda a nadie más mientras esté fuera del muro, por así decir.
—Sí. Bien..., mantengo los dedos cruzados.
—Al menos no se ha llevado la silla —dijo con ironía Conway—, y es improbable que su mente simple descubra otra arma en el mundo exterior. Francamente, supongo que ahora estará más bien aterrado y arrepentido de su iniciativa. Estaría mucho mejor en su cama y en su cuarto, donde al menos, si no libertad, tenía seguridad.
Breuer se inclinó hacia adelante confidencialmente, sin dejar de tamborilear el escritorio con el lápiz.
—Dígame —dijo—, usted ha tratado mucho con el señor Soames, y probablemente puede juzgar su personalidad; si ésa es la palabra, mucho mejor que yo. Lo que me gustaría saber es esto: ¿en qué nos equivocamos?
Conway se frotó los ojos fatigosamente.
—Es difícil decirlo, doctor Breuer. Creo que quizá, fundamentalmente, tendimos a considerar al señor Soames un espécimen antes que un ser humano, una especie de retardado en vez de un adulto inteligente cuya única carencia era la falta de educación. Sin duda no tuvimos en cuenta ni personalidad e individualidad. Creo que ni por un momento ima— ginamos que una mente completamente virgen podía potMt una arquitectura psicológica propia, con la suficiente entereza de voluntad y la tenacidad para rechazar un ideas impuesto desde fuera, por así decir. Tuvimos muy en cuenta la ignorancia del señor Soames, pero no su inteligencia, y ambas cosas son en verdad muy diferentes.
—La consternación ensombreció la expresión de Breuer.
—Quizá esté usted en lo cierto —concedió—, pero todo el asunto era un experimento fantástico. ¿Quién podía imaginar que un hombre nacido a los treinta años podía ser tan...difícil?
—Nunca fue sometido al lavado de cerebro disciplinario del niño medio —destacó Conway—, Nunca fue una criatura diminuta e indefensa rodeada por gigantes despóticos. Tenía tamaño suficiente para golpear y combatir, y era demasiado independiente para dejarse atropellar, aun en nombre de la educación académica. Y tenía esta gran ventaja: cualesquiera fuesen los rasgos hereditarios presentes en las células de su cerebro y su cuerpo en el momento de nacer, hace unos treinta años, tuvieron tiempo de consolidarse durante las prolongadas décadas de inconciencia. El medio y la instrucción a menudo pueden sobreponerse a la herencia, pero el señor Soames no recibió ninguna de ambas influencias. Podría decirse que los genes predominaban sobre el mundo exterior.
—Usted habla en pasado —observó el doctor Breuer—, pero el señor Soames todavía está con nosotros. Conway sonrió irónicamente.
—El hecho es que no está ahora con nosotros, doctor Breuer, y de todos modos ya no volverá a ser el mismo señor Soames aue conocemos.
—Bien, gracias, Conway —dijo Breuer, levantándose del escritorio—. Lamento haberlo entretenido hasta estas horas, aunque sin duda, en estas circunstancias...
—Me alegra poder colaborar como me sea posible —declaró Conway—. De todas maneras, en este momento un buen descanso nos sería útil.
Regresó a su cuarto a acostarse, pero pese al cansancio su mente se negaba a dormir. En cambio, imágenes cortantes e incoherentes se condensaban, fundían y disolvían en la trastienda oscura de su conciencia, y fragmentos fugaces de pensamiento le animaban el cerebro. Pensaba en Soames, agazapado en la sombra de un seto en campo abierto, temiendo la hiña y las luces de la civilización. Pensaba en Penelope, enfrentando el horror con un coraje que él le desconocía, y en Ann, calma, paciente, comprensiva, sin atreverse a tener esperanzas hasta que no hubiera motivos para la esperanza, y en él mismo, Dave Conway, apresado en las corrientes turbulentas de la vida, incomprensiblemente incapaz de nadar ni de hundirse. Pero el sueño vino, un sueño desganado e inquieto, una hora después, y se deslizo tersamente en los niveles más oscuros e irreflexivos del subconsciente.
Esa mañana los diarios dedicaron titulares de primera plana al señor Soames. La prensa, actuando como por acuerdo tácito, había resuelto lanzar una cruzada masiva, y los comentarios editoriales eran inquisitivos, punzantes, y casi siempre injustos. El doctor Bennett sorteó los interrogatorios telefónicos de un modo mecánico pero eficaz, actuando como secretario de prensa no oficial bajo la supervisión general del doctor Breuer, que estaba pálido y ojeroso por la noche pasada en vela.
SOAMES SUELTO, anunciaba un tabloide popular en letras mayúsculas de cinco centímetros de alto, con un subtitular en bastardilla que declaraba, brutal: El paciente cobayo enloquece. El artículo, escrito en el idioma viscoso y rudimentario de los periodistas, empezaba: John Soames, el moderno Rip Van WinKie que durmió treinta años, escapó anoche del Instituto Psiconeural de Osborne tras atacar violentamente a uno de los doctores responsables de su "educación ". Las comillas eran ofensivas, desde luego, y el tono de toda la nota tenía el propósito de desacreditar al doctor Breuer y su personal. Los otros diarios seguían la misma línea, aunque de manera más sutil. De hecho, parecía que el frío corazón de Fleet Street se había conmovido muchísimo con el señor Soames.
La policía fue más circunspecta y pragmática. Regresó al Instituto poco después de las nueve para hablar nuevamente con el doctor Breuer y miembros del personal psiquiátrico. Alrededor de las diez y media Conway se encontró nuevamente en el despacho de Breuer, enfrentando a un inspector rubicundo y amable mientras Breuer y un sargento alto y anguloso merodeaban detrás.
El inspector, cuyo nombre era Bryce, expuso concisamente cuál era la situación. No había rastros de Soames. Hacía más de doce horas que el hombre estaba libre y aparentemente nadie lo había visto. Durante la mañana había habido varias alarmas falsas, pero éstas eran inevitables cuando se perseguía a un hombre. Habían telefoneado a Scotland Yard para decir que habían visto a Soames, en Orpington, Watford, Chalfont St. Giles, Brighton, Ilford, Dorking e incluso tan al norte como Luton. Cada llamada había sido investigada o se estaba investigando, pero lo cierto era que cualquiera podía parecerse al señor Soames si era moreno y usaba una camisa blanca de cuello abierto.
En doce horas, señaló Bryce, Soames podía haber llegado a Escocia haciendo autostop en la carretera. Por otra parte, a causa de su conformación psicológica especial, ese recurso era más que improbable. Aun adoptando el criterio más optimista de que Soames hubiera caminado toda la noche a poco menos de cinco kilómetros por hora, podía estar en cualquier parte en un radio de cincuenta kilómetros, lo que significaba una superficie de casi cincuenta mil hectáreas, zonas rurales y urbanas incluidas. Sin un rastro positivo sería virtualmente imposible hacer una investigación a fondo, especialmente en los distritos rurales.
La única alternativa razonable era tratar de predecir los movimientos probables de Soames a través de un conocimiento íntimo de su carácter, y por ese motivo el detective— inspector Bryce había regresado al Instituto. Ya había conversado largo con los doctores Breuer y Mortimer, y el paso siguiente era obviamente el doctor Conway, que encabezaba el equipo de los tres psiquiatras directamente responsables de Soames, y con quien más había tratado personalmente el paciente.
A Conway le costaba ser preciso.
—Teóricamente el señor Soames debería haber sido un hombre ingenuo —explicó—, y quizá en muchos sentidos lo era, pero su mente tenía cierta característica perversa que lo volvía imprevisible. Por cierto su ignorancia en términos educacionales no sería una gran desventaja, pues posee una inteligencia aguda que se manifiesta como astucia.
—¿Autostop? —preguntó Bryce.
—Lo creo difícil. Pero Soames sabe algo de coches, de transporte en general. Es decir, se ha hablado al respecto, y ha visto figuras y películas. Yo no descartaría el autostop, aunque parece muy improbable.
Bryce suspiró.
—Temo que eso signifique buscar en todo el país. ¿Podemos eliminar ciertas áreas basándonos en posibilidades? Es decir... ¿Soames prefería el campo y los bosques a las zonas urbanas?
—Casi seguro. Para Soames los edificios simbolizan el cautiverio. Durante sus fases maníacas nada le gustaba más que un paseo en el parque del Instituto, entre los árboles, y todas esas cosas. Creo que era el único momento en que se sentía libre.
—Entonces podemos suponer razonablemente que se mantendrá alejado de pueblos y aldeas. Por lo demás, tiene que comer y beber. ¿Qué piensa usted que hará?
Conway reflexionó un minuto antes de responder.
—Tenemos que recordar que Soames es un personaje testarudo, tenaz, de modo que preferirá sufrir hambre y sed por mucho tiempo antes de mostrarse. En cuanto a la sed, no tiene prejuicios establecidos, o sea que probablemente beberá de un riacho o de un estanque. La comida es otro problema. Quizás al cabo de tres o cuatro días tenga que robar...
—¿O atacar a otra persona más?
—Posiblemente... si la necesidad lo urgiera demasiado.
—¿Dónde?
—Es difícil preverlo. Probablemente una granja aislada. No creo que se aventure en un pueblo o aldea.
El inspector Bryce pareció más satisfecho.
—En realidad, eso fue lo que supusimos, y ya hemos tomado medidas para alertar a todas las granjas en un radio de ciento cincuenta kilómetros. Ahora el próximo paso es: escapado del Instituto después de trepar el muro o como haya sido, ¿qué probable dirección habría tomado Soames?
—Creo que la pregunta se responde sola —dijo Conway—. Al norte del Instituto hay un área descampada hacia Bushey, y es posible caminar veinte millas o más sin tener que atravesar zonas urbanizadas, aunque habría que cruzar varias carreteras importantes.
—¿Podría haber elegido alguna otra dirección?
—No se me ocurre ninguna. Los demás caminos conducen a los suburbios de Londres o a Londres misma.
—Pero Soames lo ignora.
—Es verdad. Por otra parte, él seguiría una ruta que sortee casas y calles.
—De acuerdo — dijo afablemente Bryce—, Bien, sabiendo lo que usted sabe de Soames, ¿cuál sería ahora su estado psicológico?
Conway se encogió de hombros.
—Depende de cómo haya pasado la noche, y si durmió o no. Pero como conjetura yo diría que está muy fatigado y deprimido, y probablemente asustado.
Bryce asintió,
—Eso correspondería a lo que ustedes llaman, creo, una fase depresiva. Al tiempo presumiblemente pasaría y daría lugar a un tipo de reacción opuesta.
—Una fase maníaca.
—¿Qué significaría...?
—Confianza en sí mismo, un cierto grado de violencia. El señor Soames podría ser peligroso en una fase maníaca.
—¿Cuánto duran esas fases?
—Es difícil asegurarlo —dijo Conway, cavilando—. Normalmente un día o dos, a veces más.
—Así que podemos presumir que Soames estará abatido un par de días. Al final de ese período, cuando el hambre y la incomodidad empiecen a cobrar su precio, es probable que adopte una actitud de agresividad tenaz y salga de su escondite para sobrevivir.
—Sí —convino Conway—, eso parece razonable. Hay un punto que sin embargo quisiera enfatizar. Cuando hablamos de violencia en relación con el señor Soames, significa algo diferente de la violencia en el sentido ordinario. En cierto modo él atraviesa un proceso de evolución, autopreservación, supervivencia del más apto, etcétera. Realmente no entiende el sentido de la violencia en su sentido criminal. El ataque al doctor Wilson, por ejemplo, no fue un acto premeditado, sino una cuestión práctica. Dudo mucho que el señor Soames entienda el significado de la muerte, y probablemente no se le ha ocurrido en absoluto que la violencia puede culminar en muerte. Pienso que fue simplemente una cuestión de... —hizo una pausa y se encogió de hombros—. Bueno, tomar la iniciativa y utilizar su fuerza superior para escapar. Una cuestión de táctica más que de estrategia, si usted prefiere.
—Esas tácticas podrán llevarlo a la horca, si las aplica con demasiada frecuencia y sin discriminación.
—No lo creo. En cualquier caso, habría que presumir premeditación y alevosía.
Bryce sonrió con ironía.
—Eso tendría que decidirlo el jurado.
—Sí, supongo que sí, llegado el caso —dijo Conway desganadamente—. Por fortuna las cosas no son tan malas como podrían haber sido. El doctor Wilson vive, y el señor Soames en este momento es un conejo asustado oculto en las malezas, probablemente deseando estar de vuelta en su cómodo cuarto de la División Psiquiátrica. Incluso podría optar por rendirse, si la fase depresiva se prolonga demasiado.
—/.Y sino?
—Bien, pues... Supongo que podría ocurrir cualquier cosa. Una vez que decida tomar la ley en sus propias manos, por así decirlo...
—Creo —dijo Bryce con autosuficiencia— que esa cuestión es puramente académica. Esperamos tener al señor Soames entre rejas antes que necesite recurrir a la violencia. Si elige mantenerse a cubierto mulléndose de hambre quizá conserve la libertad unos días, pero en cuanto asome la cabeza lo apresaremos.
—¿Entre rejas? —repitió Conway.
Bryce sonrió.
—Una forma de decir. Que Soames termine o no entre rejas dependerá ante todo de su conducta hasta que lo capturemos, y desde luego del doctor Wilson. Ni siquiera el señor Soames está a salvo de la ley.
La entrevista había terminado. Conway regresó a su cuarto a prepararse para la guardia en las salas de psiquiatría.
Esa tarde Conway encontró al doctor Takaito en la cantina. Takaito estaba sentado a una mesa pequeña, bebiendo café y leyendo un abultado fajo de papeles dactilografiados en caracteres japoneses. Las otras mesas estaban vacías, así que Conway se sentó junto al cirujano japonés. Takaito guardó los papeles en un maletín negro y le sonrió enigmáticamente.
—¿Qué novedades hay?— preguntó Conway.
Takaito se encogió de hombros.
—Las cosas no cambian tan rápidamente. El señor Soames tiene la fuerza y la tozudez para permanecer oculto una semana, si es necesario.
—Espero que no. Sería malo que se viera obligado a cometer nuevos actos de violencia.
—No habrá nuevos actos de violencia. Al menos, no hasta que amenacen con volver a capturarlo, y para entonces puede ser demasiado tarde —Takaito sorbió reflexivo el café y prosiguió—: Sería bueno que el señor Soames se quedara fuera y estuviera en paz varias semanas. Si pudiera entablar amistad con la gente de alguna granja aislada, por ejemplo... Eso le daría tiempo para readaptarse, para asentarse en el mundo de las relaciones humanas normales.
—Temo que ya sea muy tarde para esa readaptación —dijo Conway frunciendo el ceño—. Me parece que Soames está asustado de los hombres de chaqueta blanca, del austero encarcelamiento del hospital o la clínica. Ese temor forzosamente tiene que influir en él.
—Hasta cierto punto, quizá, pero es adaptable, como lo somos todos..., quizá más adaptable aún a causa de su inmadurez. Pero temo que no habrá paz para el pobre señor Soames. El doctor Wilson, aunque es muy probable que se recupere, nunca volverá a ser el mismo. Tuve el privilegio de poder examinarlo, presumiblemente porque poseo cierto conocimiento especializado del cerebro. Hay una seria hemorragia cerebral que puede producir parálisis y ciertamente perjudicará sus facultades.
—¿Está totalmente seguro?
—Lamentablemente, sí.
—Lo siento —dijo Conway en voz baja—, tanto por el doctor Wilson como por el señor Soames...
—Y por todos nosotros, tal vez. Estaremos en un aprieto muy desagradable. Se planteará el interrogante: ¿Quién fue realmente el responsable? ¿El señor Soames o quienes lo educaron?
—El interrogante ya ha sido planteado por algunos de los diarios menos responsables.
—De acuerdo, ¿pero tenemos alguna respuesta satisfactoria?
—Lo dudo —d^jo desoladamente Conway—. Lo dudo muchísimo.
TERCERA PARTE
LA DESTRUCCION
13
En su cuerpo había un frío cortante que podía haber sido dolor, pero era menos que dolor. Las carnes le tiritaban a veces, cuando se movía, y las ropas húmedas se le pegaban incómodamente en la piel. Pero el sol que penetraba por el oscuro enrejado de hojas y ramas era tibio, y con el paso del tiempo los escalofríos pasaron. El suelo seguía húmedo, sin embargo, así que pronto se levantó y observó alrededor.
En la noche había sido un sitio de oscura seguridad, y él había bendecido la oportunidad de echarse a dormir entre los tupidos arbustos, pero la luz del día confirió perspectiva y dolor y distancia a la escena, de modo que se sintió menos tranquilo.
Los arbustos estaban salpicados de enormes flores púrpuras y más allá un árbol alto se inclinaba tristemente hacia el sol del alba. Su mundo era de pronto un collage azul, verde y pardo, colores relucientes que se entrelazaban y fundían de un modo curiosamente placentero. El azul era el cielo, comprendió, y los verdes y pardos eran esas cosas vivas que lo rodeaban. Los glóbulos de agua relucían en las hojas del arbusto más cercano. Estiró la mano para apresar y sacudir una rama delgada. El agua de las hojas bailoteó y temblequeó un instante, luego se precipitó al suelo en una lluvia en miniatura.
Le dolía un poco la cabeza, como le dolía siempre que tenía tanto frío. Le dolía en un círculo estrecho alrededor del promontorio de carne fruncida bajo el pelo negro, como si do algún modo ese extraño semicírculo de piel deforme fuera un punto de acceso a su cerebro, vulnerable a los de dos exploratorios del frío. Le había dolido igual la noche en que había abrazado el lago y sumergido la cabeza en el agua helada. Pero el dolor era ahora opaco y sordo, una vaga incomodidad que le dificultaba pensar con claridad y coherencia.
Los arbustos en flor lo rodeaban completamente como un bosque en miniatura, y más allá había árboles dispersos que retrocedían hacia la línea recta que dividía el cielo azul de la tierra verde. Pero no hacia atrás. Aquí el diseño nítido de azul y verde estaba enturbiado por un edificio, una inmensa silueta gris con esquinas cuadrangulares y ventanas borrosas y acechantes, y paredes tachonadas de laurel. Para él era un edificio siniestro, como el Instituto. Era una fortaleza fría y añosa.
Ahora había amarillo en el diseño azul, verde y gris, un sendero sinuoso de grava que empezaba en la puerta del edificio y viraba hacia el sol. Macizos de flores bordeaban el sendero, cerca del edificio, un coche negro relucía en la sombra.
Sabía que en el edificio gris y el coche negro había peligro. Simbolizaban hombres, la misma clase de hombres que lo habían observado con ojos fríos y atentos en el Instituto, que lo habían examinado con instrumentos brillantes y vestían chaquetas blancas y eran distantes y objetivos. Estarían buscándole, como lo habían buscado aquella noche hasta derribarlo, finalmente, entre los coches estacionados.
Desvió la mirada y escudriñó el campo abierto. No muy lejos, más allá de los árboles, había una alambrada que se extendía de izquierda a derecha en todo el campo de visión, y del otro lado de la alambrada había prados ondulantes, oscurecidos aquí y allá por bosquecillos de árboles. Muy a lo lejos una especie de escarabajo se movía lentamente, quizás otro coche en una carretera invisible. Más cerca del sol la silueta de otra casa formaba un pequeño rectángulo rojo oscuro contra el verde vibrante de la hierba.
Abandonó cautelosamente el refugio de los arbustos floridos y se alejó del edificio en direción de la alambrada. Añora que estaba de nuevo en marcha los temores que le habían turbado la mente se aplacaban, y sólo percibía la sensación estimulante de avanzar en el aire fresco de la mañana.
Trepó la alambrada sin mayor dificultad y siguió caminando por los campos mojados, siempre con el sol a la izquierda pero alejándose de la casa roja y la carretera invisible a lo largo de la cual se desplazaban de vez en cuando vehículos diminutos. Al cabo de un rato el cielo empezó a nublarse, pero los fugaces estallidos de luz solar lo calentaban y le secaban las ropas, y él se sintió más animado y alegre.
El mundo es mucho más grande délo que pensé, se dijo un poco maravillado. Sigue y sigue, y está todo vacío. Todas esas figuras y películas que me mostraron no se parecían en nada a esto. Caramba, debe de haber millones y millones de hojas de hierba sólo en este campo.
Encontró animales por primera vez en su vida. Eran como los que había visto en las figuras —ovejas y vacas y caballos—, pero mucho mayores de lo que había imaginado, y sólidos, además, con masa y peso y ojos grandes, vacíos y temibles. Eludió los animales, pero no tanto por miedo como por incertidumbre; ni amigables ni hostiles, parecían testigos impasibles de un mundo desconocido.
El sol se elevó en el cielo y empezó a bagar, pero las nubes estaban espesándose y cambiando de blanco a gris. La tibieza empezó a desaparecer del aire, y un viento fresco sopló en los campos, traspasando con dedos fríos la tela delgada y blanca de la camisa. Apuró el paso.
Se detuvo en un cruce ferroviario, donde observó los largos rieles de acero que retrocedían y convergían alejándose rumbo al cielo a través del campo. Mientras observaba apareció un tren, al principio diminuto, seguido por un penacho de humo, luego agigantándose hasta que de pronto estuvo encima de él como un monstruo rugiente y llameante, y los vagones pasaron traqueteando en una interminable procesión hasta que abruptamente la cosa pasó y se encogió hasta reducirse nuevamente a un punto.
Bajó cautelosamente 1a barranca y cruzó los rieles, pisando cuidadosamente el acero brillante como si temiera que el contacto físico pudiese herirlo de alguna manera. Del otro lado de la línea ferroviaria los campos se condensaban en un bosque, y se dirigió hacia allá con una sensación de seguridad inminente.
El bosque era oscuro y amigable, como el pequeño bosque del Instituto pero mucho más grande, y había zonas de helechos altos que le llegaban casi a los hombros. Bajo los pies el suelo era blando y mullido con las hojas acumuladas y muertas durante muchos otoños. Las ramas susurraban y cuchicheaban en el viento, pero abajo, entre los árboles y helechos, el aire estaba calmo y quieto. Había un frío cortante en la penumbra sin embargo, y empezó a lamentar no haberse acordado de traer la chaqueta.
En el corazón del bosque decidió descansar un rato en el centro de una inmensa extensión de helechos altos que cubrían el suelo entre los árboles apiñados. Se arrastró sobre las manos y las rodillas hasta una nueva especie de bosque de tallos esbeltos y verdes frondas ondeantes que casi tapaban por completo los últimos rayos de sol. El suelo era blanco como una alfombra, aunque húmedo, y había un aroma agradable y dulce alrededor.
Se acostó, estirándose en la posición que había tenido tantos años en el tanque refrigerado y pronto se durmió.
Lo despertaron voces. Voces íntimas y susurrantes puntuadas por una risa estridente y excitada. Por un momento no pudo recordar dónde estaba: las paredes imaginarias del cuarto del Instituto se cerraron sobre él como una caja, y abruptamente se disiparon en tallos pálidos que oscilaban y siseaban cuando él se movía. Un momento después recordó.
Alerta y cauteloso una vez más, se acodó y se quedó quieto, escuchando las voces distantes pero incapaz de distinguir ninguna palabra con sentido. Eran dos voces, dedujo. Una era grave como la de los doctores del Instituto, mientras que la otra era más aguda y le recordaba esas gentes extrañamente vestidas que le habían sido presentadas como la madre y la hermana. Ante ese recuerdo, algo invisible pareció revolvérsele como un cuchillo en el estómago, pero no había dolor; solamente una extraña sensación compulsiva y expectante, una especie de excitación embrionaria.
Rodó sobre las manos y las rodillas y avanzó hacia las voces. Aunque sabía que no podían verlo, los helechos ondeaban por encima y alrededor de él, así que se movió lenta y sigilosamente. Las voces se callaron cuando se acercó, y por un momento permaneció agazapado, conteniendo el aliento, hasta que estuvo seguro de que no lo habían descubierto.
Las voces se oyeron de nuevo, jadeantes, luego se disolvieron en un resuello entrecortado. Más tranquilo, avanzó hasta que llegó a lo que parecía un claro entre los helechos, e inmediatamente enfrente, más allá del borde protector de helechos que todavía lo separaban del claro, estaba la chaqueta gris de un hombre arrojada al descuido en el suelo.
Se quedó mirándola un largo rato, tratando de relacionarla con las voces y los resuellos, luego se puso a mirar alrededor, sin avanzar más. En eso vió a los otros.
Eran dos, como él había pensado, tendidos en un pequeño matorral de helechos pisoteados, pero las malezas rotas no estaban aplastadas y ellos quedaban parcialmente ocultos por las frondas de helechos colgantes. Si hubiera tenido un brazo del doble de largó habría podido tocarles las cabezas.
Había un felpudo de color debajo de ambos, arrugado y tendido sobre los helechos, y no podía verlos individualmente, tan estrechamente entrelazados estaban. Le pareció que estaban trabados en una pelea violenta y que tenían las ropas muy desarregladas, exponiendo zonas de piel desnuda, pero había un ritmo curioso en sus movimientos, un vaivén mutuo que parecía en descuerdo con la violencia. Observó fascinado, incapaz de entender de ninguna manera qué estaba ocurriendo.
Pero si no halló significación, al menos tuvo una reacción, una crispación profunda dentro de él y una percepción de diferencia. Esa diferencia no era meramente la diferencia entre la palabra "hombre" y la palabra "mujer". Era la misma percepción que había experimentado al estrechar a su hermana en el abrazo que había desencadenado la pelea, el perplejo tanteo de una urgencia sepultada que luchaba por ser reconocida, la sensación de estar poseído por un poder ciego. No podía ver la cara de la mujer, pues tenía la cabeza vuelta hacia el otro lado, pero el cabello era largo y castaño y el vestido azul estaba levantado, exponiendo el color crema de las piernas y las caderas. Y, por una razón que no atinaba a comprender, era la mujer quien le interesaba, y no el hombre.
Miró el cielo que titilaba en un mosaico gris más allá de los helechos y los árboles. La luz del día ya se disipaba, lo cual significaba que había dormido casi toda la tarde. Se acercaba la noche, con su oscuridad fría y húmeda, y le disgustaban esas largas horas de incomodidad.
La pareja aún seguía absorta en su extraño ejercicio, que cada vez se nacía más brusca. Sacudió la cabeza para despertar de la hipnosis que parecía haberse adueñado de él, y ahuyentó las preguntas inarticuladas que se le agolpaban en el cerebro. Todo era parte del modo tortuoso en que se comportaba la gente; hacían cosas que no tenían sentido por razones que él ni siquiera podía sospechar, y por el momento no venía al caso querer solucionar el misterio.
Advirtió que estaba corriendo un riesgo innecesario al quedarse tan cerca de otras personas. Todo ser humano era un enemigo posible que debía eludir si quería conservar la libertad. Estaba a punto de escabullirse entre los helechos cuando posó los ojos sobre la chaqueta gris que yacía a no más de un metro de su mano derecha.
El proceso mental por el que llegó a su decisión fue rápido e instintivo. Ni pensó si era correcto o incorrecto, y el problema del robo era demasiado sutil para tener sentido para él. Necesitaba la chaqueta para darse calor, o al menos más calor, durante la noche, así que la tomó apresándola cautelosamente entre los tallos de los helechos y luego retrocedió silenciosamente. Una ojeada final a la pareja le reveló que habían concluido con sus movimientos frenéticos y yacían serenamente juntos como si durmieran, pero mientras él miraba, el hombre se movió con lentitud para separarse de la mujer.
Decidió no mirar más, pero mientras se alejaba a través del bosque de helechos, esperando oír en cualquier momento gritos airados o pisadas entre los arbustos, su mente se esforzó por comprender y digerir la revelación de ese instante final en que los dos se habían separado. Aún no había comprensión en la confusa tiniebla de su conciencia, pero ahora estaba el conocimiento de un hecho increíble.
En cuanto se consideró lo bastante alejado del claro, se incorporó y corrió agazapado entre los árboles, con la chaqueta robada abultada bajo el brazo. En cierto momento cruzó un sendero en el bosque y vio al final una carretera que lo cruzaba, con un coche vacío esperando pacientemente el regreso de...
¿El hombre y la mujer? No lo sabía, ni se molestó en conjeturarlo, sino que siguió alejándose apresuradamente en el crepúsculo hasta que dejó atrás el bosque y estuvo de nuevo en campo abierto.
Luego, respirando pesadamente, aminoró la marcha y se puso la chaqueta.
Más tarde, cuando una delgada medialuna había reemplazado al sol, llegó a un canal que atravesaba el campo oscuro. Las orillas del canal eran escarpadas y el agua demasiado profunda y ancha para cruzarla sin empaparse del todo, y no tenía ganas de pasar otra noche con las ropas frías y húmedas pese a la atracción que el agua ejercía sobre él. Giró pues a la derecha y siguió la orilla del canal hasta llegar a una carretera desierta que cruzaba el canal por un puente bajo.
Del otro lado del canal se apartó de la carretera, pero siguió caminando en esa nueva dirección. Ahora era necesario, comprendió, encontrar algún refugio entre los arbustos o los árboles para pasar la noche, pero los campos adelante parecían totalmente desnudos. Forzando los ojos en la oscuridad, siguió avanzando y pronto se encontró subiendo una colina. El viento refrescó mientras se acercaba a la cima, y se alegró de tener la chaqueta.
Ahora estaba contemplando una vasta extensión campestre, incolora, espectral y borrosa bajo el fulgor pálido de la luna delgada. Las luces desfilaban a lo largo de una rute invisible, una de las carreteras grandes, imaginó, a juzgar por la cantidad de tráfico nocturno. Se sentó un rato a observar las luces, tratando de evaluar su posición y hacer planes para el futuro.
Soy libre, pensó, y ese es un hecho. He sido libre una noche y un día. Tratarán de encontrarme —todos tratarán de encontrarme—, así que quizá no sea fácil conservar la libertad. Necesito ciertas cosas si quiero conservarla.
Consideró un rato las cosas que necesitaría. Estaba la sequedad de su garganta y la oquedad vacía del estómago. Eso significaba agua y comida, y mañana tendría que pensar menos en escapar y más en conseguir algo para aplacar el hambre y la sed. Por ahora bastaría con dormir.
Se acarició la cara sin afeitar. También tendría que arreglar eso, y el cabello, que era una maraña desaliñada y necesitaba fijador y un peine para estar en orden. Si estaba sucio y barbudo la gente recelaría y haría preguntas, y eso podría conducir al fin de su libertad.
Sus ropas estaban lodosas y deformes, salvo la chaqueta, que parecía bastante nueva. También esto llamaría la atención de los demás. Necesitaba una camisa nueva y pantalones, o al menos los medios para limpiar los que estaba usando.
Una vez solucionadas esas cosas pensó que podría tratar a la gente sin temor y sin despertar sospechas. En realidad no quería encontrar a nadie, pero era obvio que no podría estar solo y aislado eternamente. Hasta entonces había tenido, suerte. La gente que había visto de lejos no era más que figuras diminutas como muñecos, y no le había costado eludirlas, pero en cualquier momento...
Como esos dos entre los helechos, pensó de golpe. Ese fue un encuentro fortuito y pudo haber sido peligroso, pero conseguí una chaqueta.
La crispación le revolvió nuevamente el abdomen. También necesitaba eso, matar un vacío que era como el hambre y la sed pero diferente y más apremiante. Necesitaba conocer a uno de esos hombres de cabello largo y formas suaves llamados mujeres y averiguar más sobre ese extraño ritual de lucha que le había provocado tanta excitación y fascinación mientras lo presenciaba.
Necesitaba todas estas cosas, y tendría que conseguirlas sin más recurso que sus propias manos, una cierta inteligencia aguda, y la limitada cantidad de conocimientos simples y generales que le habían impartido en el Instituto. Por primera vez empezó a lamentar la obstinación con que había rehusado aprender ciertas cosas, pero entonces no las había necesitado porque no parecían guardar relación con su restringida vida en el cuarto, siempre observado por enfermeros y doctores. Ahora, solo en el mundo exterior y con un posible enemigo en cada persona, el conocimiento sería una gran ventaja.
Arrugó el entrecejo, conciente de un viejo y conocido resentimiento que volvía a inflamarle la mente. No importa, se dijo, adoptando una actitud desafiante. Sé bastante, y con el tiempo aprenderé lo que necesito saber observando y escuchando.
El entumecimiento le anudó los músculos de la pierna derecha. Se incorporó penosamente y flexionó el pie hasta que el dolor se disolvió, pero no había modo de calmar la rigidez dolorosa que le atenaceaba el cuerpo a causa de la intemperie y la fatiga. No obstante se obligó a caminar con terca determinación, siguiendo la cresta de la colina de tal modo que avanzaba paralelamente a la carretera y sus luces animadas.
Finalmente llegó a una tosca empalizada de madera detrás de la cual había tierra cultivada. A la izquierda un grupo de edificios formaba una silueta tenue contra el cielo nocturno, y una ventana con cortinas mostraba un rectángulo pálido de luz amarilla. Se detuvo a reflexionar fatigosamente. Hasta ahora había sorteado cuidadosamente las granjas porque eran puntos focales de humanidad, y por lo tanto peligrosas, pero se le ocurrió que entre los galpones desiertos podía encontrar un lugar seco y relativamente cómodo para dormir unas horas hasta el amanecer. La perspectiva era tentadora, y el riesgo parecía mínimo.
Trepó la empalizada con mucha facilidad y rodeó el campo cultivado dirigiéndose a la ventana iluminada. En pocos minutos llegó a lo que parecía un establo alto sin paredes, pero bajo el techo curvo había parvas de paja apilada. Esa era una posibilidad; la paja era dura y punzante, pero al menos estaba seco, y entre las parvas estaría a resguardo del viento.
Aún no satisfecho del todo continuó su exploración, pasando frente a un largo edificio de ladrillo que exhalaba olor a animales y un cobertizo alto con paredes de madera cerradas con candado. Otra empalizada de estacas unidas con alambres le obstruyó el paso, pero logró treparse en el tercer intento, y ahora estaba cerca de la casa y de la ventana iluminada.
El horror lo sorprendió imprevistamente. Una cosa invisible, rugiente y maligna se le arrojó encima con tal fuerza que casi lo derribó al suelo. Colmillos insidiosos le apresaron el brazo penetrando la manga de la chaqueta hasta desgarrarle la piel, y la cosa tironeó de él con furia, moviéndose de un lado a otro en un esfuerzo por hacerle perder el equilibrio, sin cesar de gruñir con temible salvajismo. El miedo y la furia estallaron abruptamente dentro de él como una granada. El corazón le palpitó frenéticamente bombeándole sangre helada en las venas, y entonces devolvió el ataque, aferrando las largas orejas del perro y usando los pies y las rodillas para golpearle el cuerpo jadeante.
Por un instante estuvo libre, y luego el animal lo atacó de nuevo, gruñendo y sofocándose de rabia. Una luz se encendió en otra ventana de la granja. Pateó con fuerza al animal, impulsando el pie con todo el peso de su cuerpo. Algo crujió y el perro aulló y él cayó sobre el cuerpo flojo golpeando el suelo con un impacto que le vació el aire de los pulmones.
Se incorporó desesperadamente y echó a correr, saltando las estacas sin preocuparse por las nuevas lastimaduras. Más allá del aullido del perro oyó que abrían una puerta, y la voz furibunda de un hombre. El haz de una linterna arrojó un óvalo de luz vibrante en el suelo. Se agachó y corrió, zigzagueando como lo había hecho en la ocasión anterior, cuando lo perseguían en el parque del Instituto. Su cerebro había dejado de pensar, y algún instinto sepulto había emergido de las honduras más oscuras de su mente para controlarle las acciones.
Tropezó una y otra vez, se desplomó sin fuerzas en la tierra húmeda, pero siempre se levantaba de inmediato y continuaba escapando. Pasó de largo frente al cobertizo con las parvas de paja, pues ya no tenía intenciones de usarlo como refugio. Corrió sin detenerse, atravesando el campo arado, trastabillando y cayendo en los surcos, hasta que llegó a la empalizada de madera. Después que la cruzó se detuvo para mirar atrás y recobrar el aliento en jadeos prolongados. Ya nadie parecía seguirlo, pero no estaba dispuesto a correr riesgos y se echó a trotar a campo traviesa alejándose de la granja y la carretera distante.
Unos veinte minutos más tarde, al pie de la colina, llegó a otra carretera que se extendía en ambas direcciones hasta desaparecer entre apiñamientos de árboles. Aquí al menos había posibilidades de encontrar un refugio parcial, en alguna parte de la arboleda pero no demasiado cerca de la ruta.
Echó a caminar hacia los árboles, cruzando la ruta oblicuamente, y en ese instante lo sorprendió el segundo horror de la noche. Algo bramó a sus espaldas. Giró sobre sí mismo y dos luces lo encandilaron al doblar un recodo a increíble velocidad. Oyó un bocinazo estentóreo y llantas que chirriaban furiosamente en la superficie de la carretera.
Algo le pateó las costillas. Por un momento pareció estar flotando y rodando en el aire, y de golpe el suelo se elevó y lo chocó dejándolo inconsciente.
—Dios santo, lo mataste — dgo ella, pálida.
El estaba sentado ante el volante, mirando fijamente los árboles perfilados por los haces de los faros. El coche había patinado de través por la ruta, con dos ruedas sobre el borde herboso. Dentro, el olor punzante de gin se mezclaba con el aroma suave de la gasolina.
—Mejor sigamos —dijo él. La voz era apenas un susurro borroso.
—Richard, no podemos...
—¡Debemos! Después de haber bebido tanto, y después que ya me quitaron la licencia por cinco años...
Ella cerró los ojos e inhaló profundamente.
El se volvió hacia ella, la cara rechoncha y bigotuda pálida e inexpresiva.
—¡No lo vi hasta que era demasiado tarde, Jenny, lo sabes! ¡A esta hora de la noche...!
—Es una curva peligrosa. Giraste demasiado rápido. No lo habrías visto hasta que fuera demasiado tarde, de todos modos, aun en pleno día.
Abrió la portezuela del coche y salió.
—Espera aquí, Richard. Mejor regresa el coche a la carretera por si viene alguien.
El hizó arrancar el motor con dedos trémulos y volvió a la carretera con movimientos crispados y vencidos. Los faros le mostraban ahora a su esposa arrodillada junto a una silueta encorvada en el borde de la ruta, a unos veinte metros. Como en un sueño movió la palanca de cambios y avanzó traqueteando hasta que se acercó a ambos, luego apagó el motor y salió.
—Creo que está bien —dijo ella—. Inconsciente y maltrecho, pero no hay sangre. Las ropas son un desastre.
—Gracias a Dios —murmuró él.
—Tendremos que llevarlo a un hospital.
—No, Jenny. Otra acusación por conducir borracho significaría la cárcel...
—No podemos dejarlo aquí.
El reflexionó un momento.
—Podríamos decir que lo encontramos tirado junto a la ruta.
—Nadie te creería, Richard, viendo cómo te tiemblan las manos y oliéndote el gin en el aliento. Pareces un espectro, además.
—Entonces... ¿No podemos abandonarlo aquí?
—Nos seguirían el rastro. No sabemos lo que vio él antes que lo atrepelláramos. Creo que lo mejor será llevarlo con nosotros.
—¿De qué servirá?
—Nos dará tiempo para pensar y calmarnos, y podrás fijarte si tiene alguna quebradura.
—No soy médico, Jenny.
Ella se levantó, ahora serena y controlada.
—No, Richard, gracias a Dios no lo eres. Un ejecutivo alcohólico es una cosa, pero un doctor alcohólico sería inconcebible —agachándose, alzó los hombros del hombre inconsciente—. Vamos, Richard. Dame una mano. No nos vamos a pasar la noche aquí...
14
Despertó de golpe, porque alguien le estaba palmeando la mejilla. La alarma le tembló en el cerebro, luego se disolvió en ansiedad. Se encontró tendido entre sábanas blancas en una cama cómoda, mirando a una mujer. Un flanco del cuerpo parecía pulsarle con una punzada sorda mientras respiraba, y en la cabeza sentía un tenue dolor palpitante. La mujer parecía amigable, y era agradable de mirar con ese cabello color bronce y los ojos azul claro.
—¿Cómo se siente, señor Forsyth? —preguntó ella.
No respondió, pues estaba tratando de evaluar el significado de esta nueva situación. El cuarto, aunque más grande que la habitación del Instituto, no era muy amplio, pero sí confortable. El empapelado verde era sedante, y el sol de la mañana arrojaba estrías de luz líquida sobre la alfombra parda del suelo desde la ventana alta del cuarto. Había un armario esbelto de madera clara y un elegante tocador con espejos ovales y superficie de vidrio. El aire era cálido pero respirable.
—Parece que tiene usted una magulladura seria en el flanco izquierdo, y algunos rasguños aquí y allá, pero aparte de eso... —ella lo miró intensamente—. ¿No recuerda lo que le ocurrió?
El persiguió un recuerdo elusivo entre la confusión de sus pensamientos.
—Había un coche —dijo.
—Es lo que pensamos. Mi marido y yo lo encontramos inconciente, tendido junto a la carretera cerca de Benningley Cross, a veinte kilómetros de aquí. Pensamos que lo había atropellado un coche que no se detuvo a recogerte...
—Sí, me atropello un coche.
—Supongo que en verdad debimos Ilevarlo al hospital, pero era muy tarde y el hospital Sanderton estaba muy lejos y en la dirección contraria. Pensamos que lo máspráctico traerlo a casa para asegurarnos de que no había quebraduras parentemente todo está bien. Tuvo usted mucha suerte, señor Forsyth.
Ella se acercó a la ventana para correr las cortinas un poco más, ensanchando el rectángulo de luz en el suelo. El la estudió con ojos sombríos, notando la agilidad de sus movimientos y las curvas agradables del cuerpo beyo el vestido amarillo y blanco.
—Descanse un rato — djjo ella, regresando a la cama y agachándose para acomodarle la almohada—. Le traeré café y algo para desayunar. ¿Le gustaría tocino y huevos?
La tensión volvió en una ola vertiginosa que parecía penetrarle el cuerpo entero, anestesiando los sufrimientos y dolores. Ansiaba tender las manos y tocarla, aferraría y abrazarla, bajo la compulsión de un increíble magnetismo corporal, pero no hizo nada. Sólo la palpitación acelerada de su corazón delató la repentina intensidad de la emoción que lo poseía.
—Sí, me gustaría —replicó.
Ella salió del cuarto. La tensión lo abandonó lentamente. ¿Por qué?, se preguntó, sin saber siquiera cuál era el interrogante. Como ella es amigable no la toqué, ¿pero si no hubiera sido amigable? Recordó el chillido y los forcejeos histéricos de su hermana cuando la había abrazado, y sin embargo ella también había sido amigable. Echó un vistazo a la habitación. Era cómoda y acogedora, el tipo de habitación que le gustaría a él. Se extrañó vagamente de que lo hubieran traído aquí. Ella había mencionado un coche y la carretera y un hospital en la dirección contraria, pero él no había entendido del todo. Y el nombre desconocido que había usado, señor Forsyth. Se repitió el nombre varias veces, pero no logró desentrañar el misterio.
El recuerdo del perro furioso le inundó la mente como una pesadilla, desatando una aprensión inquieta. Pero lo lastimé, se dijo. Estaba lastimándome y yo lo lastimé.
Se examinó el brazo y encontró una tira de venda adhesiva cerca del codo. La levantó con cuidado, y vio dos surcos toscos en la carne donde los filosos dientes caninos le habían rasgado la piel, luego volvió a ponérsela. También habría desgarrones en la manga de su bonita chaqueta nueva, pensó, y era una lástima.
Recordó paso a paso los hechos subsiguientes de la noche hasta llegar al momento final del impacto con el coche que se le abalanzaba y la violenta zambullida en el aire, después de lo cual sólo hubo negrura. Ser encontrado y acostado en una bonita habitación con una mujer atractiva que le preparaba el desayuno le parecía el colmo de la amabilidad. Por cierto era más amabilidad de la que había recibido nunca.
¿Pero era seguro quedarse aquí? Tenía que decidirlo urgentemente. El cuarto y la mujer podian ser una trampa insospechada, y en mismo momento los doctores del Instituto Podian estar viajando en rápidos coches para capturarlo.
Su ansiedad aumentó un poco. Se incorporó agitada— mente en la cama y se sorprendió al descubrir que vestía un pijama púrpura con cordoncillos blancos alrededor del cuello. Al principio le agradó, hasta que pensó que obviamente le habían quitado las ropas, y entonces se puso irritable y receloso.
La mujer regresó enseguida trayéndole una bandeja con el desayuno, y la depositó en la mesa de noche.
—Veo que se ha sentado —observó ella—. Debe sentirse mejor.
—¿Donde están mis ropas? —preguntó él.
Ella sonrió.
—Las vi que estaban muy sucias, así que estoy limpiándolas. En la chaqueta tiene una rotura que habrá que zurcir. Los pantalones serán un problema, pero haré lo que pueda con ellos y los plancharé. Ya le lavé la camisa, y se la plancharé esta tarde cuando esté seca.
Traladó la bandeja a la cama, frente a él.
—Sírvase, señor Forsyth.
El le agradeció con un gesto. Sus sospechas se habían mitigado bastante.
—Richard tuvo que prestarle un pijama. Es algo pequeño, pues él no es tan alto como usted.
—Richard —repitió él.
—Mi esposo.
Recogió los cubiertos y se dispuso a comer.
—Hay algo más —continuó ella, observándolo con aire satisfecho—. Tratamos de telefonear a su esposa, pero descubrimos que usted no es abonado, así que enviamos un telegrama anunciándole que había sufrido un pequeño accidente pero se encontraba muy bien y hoy estaría de vuelta en casa. Ya debe de haberlo recibido. Tomamos la dirección de una carta que usted tenía en el bolsillo.
—¿Qué esposa? —preguntó él, masticando huevo.
—La señora Forsyth.
—Oh.
—Naturalmente, no queríamos que ella se preocupara y a la policía. Sólo hubiera causado una cantidad de problemas innecesarios.
El la miró pensativamente
—¿Una esposa es una mujer —pregunto
—Pues, sí —respondió ella, estupefacta—. Marido y mujer, esposo y esposa.
—Sí —dijo él solemnemente, y siguió comiendo, aparentemente satisfecho.
Ella caminó hasta la puerta y se volvió.
—Oh, cuando haya terminado el desayuno, señor Forsyth, quizá quiera tomar un baño para refrescarse. Tiene el cabello muy enlodado, aunque anoche se lo refregamos bastante.
—Sí, lo haré.
—Es el cuarto que está al final del corredor, al pie de las escaleras. Encontrará cosas para afeitarse y fijador en el botiquín. Le dejaré la bata de baño de mi marido.
La mujer salió del cuarto y él se concentro en la tarea de alimentar un estómago que no había recibido comida en treinta y seis horas.
Después del baño se afeitó y se alisó con fijador el cabello rebelde. Ya se sentía reanimado y muy feliz. Esta era la clase de libertad que estaba dispuesto a disfrutar y conservar, si era posible. Notaba que había ciertos elementos inquietantes en la situación actual —lo de esa esposa y el telegrama, por ejemplo— pero su optimismo era tan intenso que ahuyentó los temores, que consideró triviales.
Regresó al dormitorio acicalado y satisfecho. Se habían llevado la bandeja del desayuno y la cama había sido arreglada y estirada. A través de la ventana podía ver una gran extensión de césped verde y fresco en el fondo de la casa, bordeada por canteros de flores, y más lejos había árboles frutales y arbustos. En el centro del jardín había una pequeña piscina oval que reflejaba el claro cielo azul en la superficie calma. La miró un largo rato, incapaz de resistir la fascinación que el agua ejercía sobre él, y luego se apartó bruscamente de la ventana y se puso a recorrer la habitación esperando que regresara la mujer.
Pero ella no vino, y su impaciencia y consternación aumentaron hasta que ya no pudo esperar más. Ajustándose la bata de baño, salió del dormitorio y bajó las escaleras hasta un vestíbulo amplio. En la alfombra parda sus pies descalzos no hacían mido. Abrió una por una las puertas de los cuartos que rodeaban el vestíbulo —cuartos agradables, amueblados con gusto y dignidad—, pero estaban vacíos.
Finalmente la encontró en una cocina con azulejos blancos. Tenía un delantal verde puesto encima del vestido y estaba mondando patatas. Por un momento se sorprendió al verlo, pero un instante después su sonrisa característica le iluminó los labios.
—Vaya, qué transformación —comentó ella, reparando en su aspecto pulcro y limpio—. ¿Cómo se siente ahora?
—Me siento bien.
—Perfecto. Es lo que esperaba oírle decir. Prepararé un almuerzo para los dos. Richard nunca viene a almorzar a casa. Es director de una fábrica de tubos de acero cerca de Anderford, y realmente está muy lejos para hacer el viaje de regreso a mediodía —titubeó, pensando en algo más para decirle—. En dos horas le tendré las ropas listas. Si se siente bien tal vez quiera leer un libro, u hojear algunas revistas. Encontrará bastantes...
Se interrumpió bruscamente, notando que él no la escuchaba. Los ojos oscuros la estudiaban con curiosa intensidad, y una alarma había empezado a sonar silenciosamente en el cerebro.
—En la otra habitación, señor Forsyth —dijo, dejando el mondador y enjuagándose las manos en el delantal—. Le mostraré.
Trato de ir hacia la puerta pero él le aferró los brazos repentinamente y la atrajo hacia sí. Por un momento crispado se quedaron así, mirándose fijamente, los corazones igualmente tensos aunque no por la misma razón.
—No —dijo ella, tratando de zafarse, pero los dedos de él simplemente se cerraron con más fuerza, sin soltarla.
El trató de pensar en algo para decirle a la mujer, alguna palabra amable que apaciguara la rudeza de su expresión sorprendida, pero ninguna palabra acudió a su mente febril. No había palabras para articular lo que estaba más allá de su comprensión.
—No sea tonto, señor Forsyth —dijo ella, calmándose un poco—. Soy una mujer casada y usted es un hombre casado. Mantenga las manos en su lugar y nos llevaremos bien.
El la soltó lentamente, interpretando más el tono de voz que las palabras.
—Así está mejor —dijo ella, sonriendo—. Por un momento me asustó. Bien, ¿qué prefiere? ¿Libros, revistas, o ambas cosas?
—Usted —dijo él en voz baja.
Ella arqueó las cejas con gesto inquisidor; sabía que ahora podía controlarlo, al menos por el momento, y sintiéndose más intrigada que atemorizada después de la sorpresa inicial.
—Bien, no puede tenerme a mí —declaró, conduciéndolo por el vestíbulo hasta uno de los cuartos contiguos. Un televisor espiaba ciegamente desde un rincón, encajonado entre un hogar de ladrillo rojo y una biblioteca con puertas de vidrio. Cerca de la ventana había una mesita atiborrada de revistas y diarios. Ella señaló un sofá.
—Siéntese y lea —invitó ella.
—Sí —dijo él, derrotado.
Ella estaba por marcharse cuando se le ocurrió algo.
—¿Quiere un trago?-preguntó.
—Sí, por favor.
Ella era amigable y cordial ahora, y el embarazo del huésped casi la divertía.
~¿Gin o whisky?
El se encogió de hombros. Esas palabras...
—No sé, ¿gin...?
—Es usted un hombre extraño, señor Forsyth —declaró ella—. Realmente no sé si tomarlo en serio o no.
Sirvió una medida de gin, le vertió agua tónica y se lo alcanzó. El tomó el vaso con gratitud, respondiendo a la sonrisa de la mujer con un gesto vacilante, y la observó mientras salía de la habitación. Notó que el agua del vaso tenía burbujas diminutas. Agua chisporreante en un vaso de cristal, justo lo que necesitaba un hombre sediento.
Se acercó el vaso a los labios y bebió el contenido de un sorbo. Al momento siguiente estaba tendido en el sofá, tosiendo y carraspeando, los pulmones sofocados por los vapores del gin. Se recobró de golpe, y se sentó como en sueños, consciente de un cosquilleo ardiente que se extendía de la garganta al estómago. Gin, pensó. No me gusta el gin, no lo beberé. ¿Por qué me lo dio esa mujer?
Se levanto y se puso a caminar por la habitación, ordenando torpemente las ideas en un esfuerzo por resolver esa incitante frustración que lo deprimía. En el Instituto no me hablaron de las mujeres, se dijo. O si me hablaron yo no estaba escuchando. Siento que tengo razón al querer tocarla, pero ella me dio a entender que no tenía razón. Querer no siempre es correcto, eso djjo el doctor Conway. Pero no me dijo nada de las mujeres.
Y luego la pregunta más exasperante de todas empezó a rondarle la mente. ¿Por qué quiero tocarla? Nunca sentí deseos de tocar a los doctores o a los-enfermeros, ni a ningún hombre. ¿Por qué es tan diferente con las mujeres?
La pregunta retumbaba una y otra vez en las cavidades de su cerebro, pero no surgía ninguna respuesta. Recorriendo la habitación encontró el gabinete de bebidas donde había visto a la mujer sirviendo el gin. Se detuvo pensativo, miraba las hileras de botellas y vasos. Y pudo leer, sílaba por sílaba las palabras de las etiquetas hasta que llegó a "gin".
Su rechazo se disipó. La cálida sensación que tenía en el estómago era muy grata al fin y al cabo, y ese cosquilleo ardiente era más dulzón que acre. Tomó su vaso y lo llenó de gin puro, pues en la primera ocasión no había.observado que le añadían agua tónica. Esta vez sorbió experiméntala mente. Curiosamente el sabor no parecía igual, y era mucho más ardiente y le bajaba por la garganta como fuego, pero supuso que era porque estaba sorbiendo lentamente y no bebiendo de un solo sorbo.
Continuó recorriendo el cuarto, llevándose el vaso a la boca con frecuencia, notando que paulatinamente el ardor parecía disminuir. Cosas extrañas le estaban ocurriendo en la cabeza, cosas agradables, combinadas con una sensación radiante de bienestar. Ya no caminaba, sino más bien flotaba en el aire, sin demasiado equilibrio tal vez, pero flotaba. Era una experiencia nueva, hilarante; quería reír y gritar y arrojar cosas a todas partes y compartir estas sensaciones maravillosas con alguien...
Se detuvo.
Ahora sus pensamientos poseían foco y dirección, y giraban y titilaban con tremendo dinamismo. Osciló suavemente un instante, aferrándose a una mesa para no caer, luego se dirigió resueltamente aunque tambaleando, hacia la puerta de la habitación. En el vestíbulo dobló hacia la cocina y avanzó con determinación.
En alguna parte la campanilla de un teléfono sonó estridentemente.
Las cosas empezaron a suceder con asombrosa celeridad. La puerta de la cocina se abrió y la mujer salió, observándolo con un asombro casual mientras seguía de largo. El teléfono estaba en una mesita semicircular en el extremo del vestíbulo, cerca de la puerta del frente. Mientras la observaba levantar el tubo notó que se le enturbiaba la visión: ella parecía vibrar horizontalmente y quebrarse en una extraña imagen doble que luego se fundía otra vez, y el efecto se repitió varias veces.
La oyó hablar por teléfono, pero ya no le interesaba lo que decía. De pronto el estómago le bullía y temblaba y el bienestar se había condensado en un sudor frío en la frente. Se apoyó en la pared, cerrando los puños en un esfuerzo por dominar la rebeldía de su cuerpo, pero gradualmente comprendió que estaba muy mareado.
Ella estaba frente a él, sacudiéndole el brazo, pero su cara era un borrón incomprensible. La voz de la mujer pronunciaba palabras que su mente se negaba a entender.
—La que llamó era la señora Forsyth. Su marido llegó a casa anoche temprano pero alguien le robó la chaqueta. De modo que usted no es el señor Forsyth... ¿Quién es usted? Calló. Trató de dominar la revulsión estomacal.
—¿Quién es usted? —insistió ella. Finalmente él cedió ante las exigencias urgentes de su cuerpo, cayendo sobre las manos y las rodillas para librarse del alcohol que le había descompuesto el estómago.
15
—Creo que sé quién eres —dijo ella.
El estaba de nuevo en cama, y la cabeza le palpitaba dolorosamente.
—Bebe esto.
Sentada en el borde de la cama, ella le alcanzó una taza de café negro. El se incorporó para sentarse y tomó la taza con docilidad.
—Y traga esto.
El tomó las cuatro tabletas blancas de la mano de la mujer e hizo lo que le ordenaban. El café estaba caliente, pero no demasiado. Bebió el café en medio minuto, tragando las tabletas una por una.
—Son aspirinas —dijo ella—. Te harán sentir mejor.
El no respondió, pero aceptó esas palabras como la afirmación de un hecho.
—Bebiste más de un cuarto de botella en pocos minutos. Lo bebiste puro. Obviamente no sabes qué es el gin.
El guardó silencio.
—Y tampoco sabes qué son las mujeres. Fue bastante obvio cuando intentaste abrazarme. Al principio pensé que eras un maniático sexual, pero ahora sé la verdad.
El tendió la taza de café.
—Más, por favor.
Ella tomó la taza y se fue del cuarto. El dejó caer la cabeza hacia adelante y pronto se adormiló. Minutos después lo despertó una ligera sacudida en el hombro.
Abrió los ojos y aceptó el café mecánicamente.
—No sé si recuerdas que telefoneó la señora Forsyth —le dijo ella—. Su marido estaba en casa, pero perdió la chaqueta. Tuve que decirle que habíamos recogido a un hombre que llevaba la chaqueta puesta, y prometí devolvérsela esta noche, si Richard está dispuesto a viajar hasta Corsham —hizo una pausa para encender un cigarrillo—. Debes entender que me tomaron por sorpresa y no alcancé a pensar. Tuve que admitir que todavía estabas aquí, y que llamaría a la policía. Lo que me interesa es cómo conseguiste la chaqueta. El esposo dijo que se la robaron en un pub mientras jugaba al billar con un compañero de trabajo. Se había quitado la chaqueta porque hacía calor y estaba sudando.
El bebió un poco de café.
—Estaba en el bosque. Yo dormía bajo los helechos y oí voces. Había un hombre y una mujer juntos, y la chaqueta estaba cerca de mí, y la tomé porque tenía frío.
—Vaya —murmuró ella—. ¿Juntos, eh? ¿Qué hacían?
—No sé. Peleando.
La sonrisa de la mujer era cauta y felina.
—Cuando Richard y yo te recogimos, tenías una barba de dos días. Estabas sucio y tenías las ropas apelmazadas como si hubieras estado caminando bajo la lluvia..., salvo la chaqueta, desde luego.
—Sí —admitió él.
Ella se levantó y se acercó a la ventana inhalando ávidamente el humo del cigarrillo.
—Creo que tú eres John Soames — dijo sin rodeos.
El titubeó un largo rato antes de responder.
—Sí, soy John Soames —admitió al fin.
Ella volvió a la cama y se le sentó al lado.
—Sabía que tenía razón. Hace alrededor de una hora la radio informó sobre un intruso en una granja cerca de Ben— ningley Cross, cerca de donde te recogimos. Mató a un perro alsaciano a puntapiés. Pensaban que podía ser el señor Soames. Tu tenías lastimaduras en el brazo izquierdo y un desgarrón en la chaqueta que no podía deberse a un accidente automovilístico. Ahora toda la zona estará plagada de policías.
—¿Policías? —luego recordó sus lecciones en el Instituto: los guardianes de la ley y el orden—. Sí, policías.
—¿Te das cuenta de que te están buscando por intento de asesinato, verdad?
Hurgó en el cerebro dolorido buscando el significado de la palabra, pero sólo encontró negrura.
—Trataste de matar a un doctor del Instituto Osborne antes de escapar.
—No... Matar no. Lo golpeé con una silla... Matar no.
—Quizá no te proponías matarlo, pero está muy grave. Pudo haber muerto. Para la ley eso es intento de asesinato.
—Matar no —repitió él, los ojos le brillaban de alarma—. Me lastimaron a mí, yo los lastimé a ellos.
—Amigo Soames, fue algo más que lastimar. Estás en apuros. Realmente no sé qué hacer contigo.
—Debo irme.
—No es tan sencillo. El mero hecho de que estés aquí nos pone a mi esposo y a mí en un aprieto..., y más grande de lo que puedes imaginar. Teníamos una razón para traerte, una razón secreta que tú ni sopechas. Me siento culpable por eso, pero no fue del todo culpa mía. Lo cierto es que tengo un marido que...con franqueza, es un peligro... En cierto sentido, es un asesino potencial, mucho más que tú, y más aún; a él le temo un poco, mientras que a ti no.
En los ojos de él no había expresión. La jaqueca aún le batía hurañamente el cerebro.
—No entiendo cómo no ha muerto. Desde que se le dio por empinar el codo, hace diez años, ha bebido casi quinientos galones de gin, según mis cálculos. Debe tener un hígado de acero —los labios se le crisparon ligeramente, pese a la mirada socarrona—. Ya no es un hombre... Al menos, no para una mujer. No hemos peleado, según tu discreta expresión, en tres años... Ni siquiera nos hemos alzado la mano.
Ella lo estudió especulativamente unos segundos, afanándose por penetrar la inexpresividad de esos ojos.
—No me entiendes, ¿verdad, John?
El meneó la cabeza.
—Tu y yo tenemos mucho en común —dijo ella con ironía.
El la observó en silencio mientras la mujer se acercaba a la ventana y miraba el jardín soleado. El café y las aspirinas empezaban a surtir efecto, y la jaqueca ya se estaba disipando. Pensamientos truncos le brincaban a la conciencia, vagos pensamientos acerca de la policía, el asesinato y la muerte, pero mantuvo los ojos fijos en el vestido blanco y amarillo y gradualmente esas ideas pesadillescas se aplacaron. En su imaginación tendió el brazo hacia el vestido y el cuerpo que encubría, palpando y tanteando para resolver ese misterio, y la tensión revulsiva le volvió al estómago con la tenacidad de siempre.
Ella regresó hacia la cama. Lo examinaba con morosidad.
—Hay algo de comida, si quieres.
—Sí, pero no ahora.
Movió las manos hacia ella y le tocó la cintura.
—Tú —dijo.
Ella se quedó tiesa, como indecisa, mientras las manos de él le recorrían suavemente la superficie del vestido.
—Ni siquiera sabrías qué hacer conmigo si me tuvieras —dijo.
—Averiguaré. —No, no lo creo.
Ella retrocedió, la cara más crispada que de costumbre, pero él apartó las sábanas resueltamente y la siguió, un poco tambaleante.
—Averiguaré —repitió.
Ella se dejó estrechar toscamente, el cuerpo rígido y los puños cerrados y listos para defenderse. La cara morena estaba apretada contra su mejilla, aún impregnada del olor tenue y rancio del gin. Las manos le recorrían azarosamente la espalda. Los dedos tironeaban y pellizcaban la tela del vestido como para arrancarlo.
—No —dijo ella de pronto, apartándose de él—,1o vas a romper.
El la soltó un instante, mirándola con ojos ardientes,y luego la aferró una vez más, de tal modo que los pies de la mujer patalearon en el aire.
—No —gritó ella con firmeza.
El la bajó torpemente al suelo, observándola con intensidad, como un gato jugueteando con un ratón. Pero no había en él ninguna sutileza, sólo las confusas turbulencias de la emoción y la pasión buscando un alivio desconocido.
—Basta —dijo ella, acalorada y jadeante—. Esto está mal. Pertenezco a otro hombre.
—¿Richard?
—Sí, Richard —en la voz no había convicción alguna. El sonrió, al parecer, pero quizá simplemente se le endurecieron los labios.
—Yo no pertenezco a nadie. No entiendo pertenecer.
La aferró, de nuevo, con más resolución, gozando de las contorsiones del cuerpo que forcejeaba para liberarse. La mujer no chilló como había chillado su hermana, y de ese modo él supo que había vencido. Intuía la sumisión en esa resistencia, porque la resistencia era superficial y carente de temor. Le tomó el cuello del vestido y empezó a tirar, pero ella le aferró la mano con dedos furibundos y le clavó las largas uñas en la palma.
—No —protestó—. No estás haciendo las cosas bien. Suéltame.
Las uñas penetraron más hondo hasta que él retiró la mano.
—Suéltame.
El la soltó por el momento, contentándose con aceptar la conquista paso a paso. Ella inhaló profundamente y se frotó las mejillas con las yemas de los dedos.
—Nunca un hombre me trato así desde antes de casarme —dijo ella con una voz más calma y controlada—. Tienes mucho que aprender, John Soames.
El asintió, y ella sonrió.
—El estilo cavernícola pasó de moda, y desgarrarle las ropas a una dama no es distinguido, pero supongo que no te enseñaron eso en el Instituto.
El volvió a acercársele, y ella lo contuvo con el brazo.
—De acuerdo con los diarios eres sólo un niño. ¿Sabes qué le haría a un niño que se portara como tú?
El no dijo nada, simplemente la miró desconcertado.
—Esto —dijo ella, abofeteándole la cara con tal fuerza que lo hizo temblar. El desconcierto fue reemplazado por una furiosa estupefacción.
—Pero eres más que un niño..., eres un hombre, y un hombre muy extraño, que en cierto sentido intimida un poco. Pero al menos eres un hombre, y no puedo decir lo mismo de Richard. Y por eso estoy en este cuarto contigo. Y no debería estar. Podría arañarte la cara y arrancarte los ojos y valerme de otros trucos que he aprendida..., después encerrarte y llamar a la policía.
—No entiendo —dijo él hurañamente—. ¿Qué está mal?
Ella meneó la cabeza burlonamente.
—Nada, tonto. Todas las mujeres tienen que resistirse, o fingir que se resisten. Una de las cosas que tienes que aprender es que no puedes tomar lo que quieres cuando quieres.
A veces tienes que esperar a que te lo den. En tu caso es peor aún, pues ni siquiera sabes lo que quieres.
Se tanteó la espalda del vestido hasta encontrar el cierre. El vestido se aflojó y cayó.
—Otra cosa que tienes que aprender es que la violencia no conduce a ninguna parte. Sólo causa problemas. Por ejemplo, los vestidos están hechos para salir fácilmente sin necesidad de destrozarlos. ¿Ves?
—Sí —dijo él con cierta humildad.
—Pues bien,..., si estás dispuesto a aprender, yo estoy dispuesta a enseñarte, y espero que Richard disfrute cada momento.
—Yo también lo espero —dijó él con solemnidad.
—Mejor llévate la chaqueta — dgo ella. Atardecía, y el sol había desaparecido tras unos nimbos oscuros que presagiaban lluvia—. Escapaste cuando yo te daba la espalda, y te la llevaste. El resto de tus ropas está listo.
—No quiero irme —dijo él.
Ella le tocó suavemente los labios.
—Mi pobre, mi querido John. Yo tampoco quiero que te vayas, pero es necesario. Richard volverá pronto y las cosas se complicarán. De cualquier modo, si te quedas aquí la policía te descubrirá tarde o temprano.
—Podría ocultarme en alguna parte de la casa.
—No sin complicarnos la vida a Richard y a mí. Seriamos enviados a prisión por ocultarte.
—¿Porqué?
—Porque la ley prohibe ayudar a la gente buscada por la policía. Esta mal que yo te deje escapar. Tendría que telefonear a la policía e informarle-que estás aquí. Entonces ellos vendrían a capturarte, y perderías tu libertad p amp;é muchos años... Tal vez para siempre.
Una triste soledad pareció rondar los ojos de John.
—Probablemente sería lo mejor para ti —continuo ella—, y pasará inevitablemente tarde o temprano, en unas horas o en unos días. Entonces estarás bien cuidado y fuera de peligro.
—No —dijo él, meneando la cabeza—. No quiero volver.
—No tienes otra parte adonde ir, salvo que vivas como un vagabundo en el campo, temiendo a todo el mundo y sin saber cuándo volverás a mordisquear un poco de comida.
—Entonces me quedo aquí.
—No es posible.
El sopesó las palabras para expresar lo que quería decir.
—Es decir... Me quedo aquí de día cuando Richard no está. Me voy de noche, cuando Richard vuelve... Lo haré así todos los días.
—Has resultado más perverso de lo que habían imaginado —djjo ella, sonriendo—. Casi estoy tentada de decir que sí, pero la respuesta sigue siendo no. No puedo enredarme contigo, John Soames... No tanto por ti como por otra gente inocente. Sabrás que tengo amigos y parientes..., y hay algo que se llama guardar las apariencias.
—Nadie puede saber si vuelvo. Soy muy tranquilo.
—Apuesto a que sí, pero la respuesta es definitivamente no. Un fugaz instante de felicidad y todo eso. ¿Entiendes'' —calló un instante, lo miró con nostalgias de soslayo—. Ahora, vamos a los detalles prácticos. Te traeré tus ropas y podrás vestirte. Luego comeremos lo. que íbamos a comer más temprano, antes que nos dedicáramos a...asuntos más inmediatos. Y luego discutiremos los detalles finales para asegurarnos de que ambos contaremos la misma historia. Después, te largas. Quiero que estés fuera de aquí en una hora.
—Una hora —repitió él melancólicamente.
Se vistió despacio, sin entusiasmo, mirando el césped aterciopelado por la ventana. No puedo irme de aquí, se dijo, o si me voy para no causarle problemas a la mujer, regresaré. Encontraré un sitio donde dormir cerca de aquí, así podré volver siempre.
Luego, minutos después, conciente del lento pasaje del tiempo, pensó: ojalá pudiera quedarme aquí. Sería feliz aprendiendo cosas aquí y escucharía a mis maestros, y la mujer podría ayudarme. Tal vez la policía me deje quedarme si se lo pido. Prometería no lastimar a nadie más, por— j que no necesitaría lastimar a nadie porque nadie me lastimaría a mí. Excepto Richard, tal vez. No conozco a Richard— y la mujer no simpatiza mucho con él, así que no me importa Richard.
Pero, pese a sus pensamientos optimistas su depresión y desolación crecían. Esa noche estaría caminado nuevamente a campo traviesa, buscando un bosquecillo de árboles o arbustos para refugiarse unas horas mientras dormía. Antes de fugarse del Instituto, eso le había parecido lo más deseable del mundo, poder moverse con libertad, descansar y dormir entre los árboles y las cosas verdes y vivas, planear la vida al propio modo sin tener que obedecer órdenes. Ahora, extrañamente, ese deslumbramiento se había disipado: lo mejor era tener una casa y una mujer —esta casa y esta mujer en particular— y le parecía injusto que los doctores del Instituto lo hubieran privado de esas cosas envidiables.
Cuando terminó de vestirse con ropas que ahora eran prácticamente inmaculadas, bajó de mala gana a la cocina, donde ella estaba sirviendo un almuerzo más que tardío.
—No sé tu nombre — dijo.
Ella lo miro asombrada.
—Jennifer.
—Es un nombre difícil.
—Soy una mujer difícil...,a veces.
Comieron en la habitación donde él había bebido el gin. Era la mejor comida que había tenido jamás, no tanto porque fuera excepcional en sí misma, sino porque el ambiente era diferente y se sentía calmo y distenso, aunque triste.
—¿Qué harán si me atrapan? —preguntó cuando hubo terminado.
—Es difícil preverlo. Habrá un juicio.
—¿Qué es un juicio?
—Tendrás que ir a un sitio llamado tribunal, y allí te formularán preguntas para averiguar por qué trataste de matar al doctor.
—¿Luego qué hafan?
Ella titubeó, no muy segura de las sutilezas legales de la situación.
—Probablemente — dijo al fin— te enviarán a una especie de hospital donde intentarán...enseñarte todas Its.ettjif; que no sabes.
—¿Cuánto tiempo?
—No sé. Mucho tiempo, creo.
—Un lugar como el Instituto, quieres decir.
—Algo por el estilo.
El frunció el ceño, luego separó la silla de la mesa y se levantó. Se paseó crispadamente por el cuarto.
—En el bolsillo de la chaqueta — dijo ella— hay una billetera con dinero. ¿Sabés qué es el dinero?
—Sí.
—Doce libras en total. Te daré diez más. Sumarán veintidós. Con eso puedes viajar muy lejos... Quizás hasta Escocia, donde hay muchas campiñas silvestres y menos posibilidades de que te reconozcan. Puedes llevarte un viejo abrigo gris de mi marido. Te abrigará, y también te ocultará. Tendrás dinero suficiente para comprar comida durante mucho tiempo. Pero debes mantenerte limpio y pulcro, de lo contrario sospecharán de ti.
—¿Pero cómo?
—Te daré una lista de las cosas que debes comprar: navaja, espejo, jabón, toalla, tal vez otra camisa. Y necesitarás un bolso o maleta para llevarlas. No tengas miedo de entrar en una tienda a comprar cosas. Como estás ahora, no te identificarían a menos que ya te conocieran.
—Nunca estuve antes en una tienda — dijo él, abatido.
—No hay nada que temer. Te diré exactamente qué hacer, y en qué tiendas entrar. Algo más... Debes cambiarte el nombre.
El la miró sin comprender.
—Me refiero a esto: debes usar un nombre diferente. Si alguien te pregunta quién eres, no digas John Soames.
—¿Y qué digo?
—En el bolsillo de tu chaqueta hay cartas, y hay una billetera con tarjetas que llevan impreso un nombre y un domicilio. Mejor que seas esa persona. James Forsyth. ¿Puedes recordarlo?
—Sí —dijo él tras considerarlo un momento—. Pero el verdadero Forsyth... ¿Y si él pide la chaqueta?
Ella sonrió. En la curva de los labios rojos había algo de cinismo.
—No creo que el verdadero señor Forsyth arme un escándalo por la chaqueta, y menos cuando yo le dé a entender que sé perfectamente cómo la perdió. Pienso que podemos olvidarnos de él —añadió mientras daba una ojeada al reloj de la repisa—: Queda muy poco tiempo. Te traeré el abrigo y te haré la lista de cosas para comprar. Después tendrás que irte.
Diez minutos más tarde él se marchó de la casa por la puerta lateral y siguiendo las instrucciones se dirigió al centro comercial de una aldea a media milla de distancia.
Cuando anocheció estaba caminando solitariamente por un terreno ondulado de la campiña, avanzando hacia una estribación de colinas bajas. Había empezado a llover, pero el abrigo gris era cálido, aunque demasiado corto, y se sentía cómodo y seguro. En la mano derecha llevaba un bolso de lona parda con el producto de casi cuarenta minutos de compras realizadas nerviosa y temerosamente al principio, luego con creciente confianza. El bolso pesaba, pero no le importaba, pues llevaba comida en latas y un abrelatas y una cuchara. La comida le alcanzaría una semana, tal vez más. Y había artículos de tocador para lavarse y afeitarse,y un peine y crema para aliñarse el cabello, y un espejo para cercionarse de su aspecto, y una manta de plástico para dormir sin sufrir la humedad del suelo. También había comprado una manta pequeña para abrigarse más, y una camisa nueva y una corbata que se proponía usar en cuanto contara con una oportunidad para tener un aire respetable.
Con cada compra su confianza se había afirmado, y se preguntaba por qué nunca le habían permitido hacer cosas como éstas —cosas ordinarias que las otras gentes hacían— durante su encierro forzado en el Instituto. Todavía tenía quince billetes de una libra en la billetera, y un poco de cambio pequeño, que según creía sería más que suficiente para solventar sus modestas necesidades en las semanas que venían.
Pero pese a su exaltación se sentía infeliz, y esa desolación se agudizaba con cada paso que daba bajo la lluvia alejándose de la mujer y la casa. Adiós, había dicho ella. A partir de ahora tendrás que arreglarte solo. Si consigues conservar la libertad unos días sin meterte en apuros ni lastimar a nadie, al menos podrás demostrar que eres ingenioso e inteligente si te libran a tus propios recursos, y las cosas serán diferentes cuando tengan que decidir qué harán contigo.
Otra cosa, había dicho ella: no viajes siempre al descampado porque eso es lo que ellos esperarán que hagas. Durante el día puedes entrar en los pueblos —cuanto más grandes mejor— y mezclarte con otras gentes. Te será fácil comprar comida y cualquier otra cosa que necesites. De noche, sin embargo, no podrás dormir y si tratas de dormir en un parque la policía te arrestará y descubrirá quién eres. Así que de noche debes salir de nuevo al campo. Si puedes hacerlo durante una semana, pasando las horas de vigilia en pueblos y ciudades sin meterte en apuros, ellos comprenderán que eres un ser responsable.
Todos estos consejos eran buenos, admitía él, pero no. podía reprimir su resentimiento por tener que irse. Después de todo, no había habido peligro inmediato. Más aún, en la calle principal de la aldea había pasado delante de un policía sin llamarle en absoluto la atención, y dos coches patrulleros le habían pasado al lado sin molestarlo. Le parecía que no había buenas razones para no seguir indefinidamente en el linde de la aldea. Ellos —la vasta, impersonal, invisible autoridad— no esperarían encontrarlo en una casa. En verdad era probable que después de una noche y un día enteros ya hubieran desistido de perseguirle.
Descansó un rato en un declive al amparo de un seto, y revisó el contenido del bolso de lona con todo el orgullo de la posesión. Por primera vez en mi vida tengo cosas que me pertenecen de veras, pensó. Son mías: puedo guardarlas o tirarlas a mi antojo. Al advertir esto, su confianza en sí mismo aumentó. Soy tan listo como ellos, dedujo; he aprendido mucho en poco tiempo. Soy difícil de encontrar y puedo seguir siéndolo durante —titubeó mientras su mente intentaba captar el concepto de tiempo extenso— semanas y semanas.
La lluvia arreció, siseaba contra las hojas pequeñas y duras del seto de espinos, y ahora el agua le goteaba encima. Se tapó la cabeza con el abrigo y se quedó sentado en la oscuridad, aislado e infeliz, esperando a que cesara la lluvia. Pensó en la mujer y en las cosas que habían sucedido en esa extraña tarde. Nunca imaginé, se dijo, nunca imaginé nada semejante. La tensión volvió a apretarle el estómago y supo que no podría abandonarla para siempre.
El cielo era negro y ciego, la luna joven se ocultaba tras macizas cabezas de tormenta, y la lluvia redobló su furia desolada y petulante. En la mañana regresaré, se prometió. De ese modo, quedándome con ella de día y durmiendo a la intemperie de noche, podría escapar del Instituto para siempre.
La lluvia siguió tamborileando con creciente furor hasta que el seto dejó de protegerlo adecuadamente. Finalmente, desesperado, sacó la manta de plástico de la bolsa y se cubrió con ella, dispuesto a pasar sentado las lentas horas de oscuridad, hasta que la madrugada le trajera alivio.
16
En algún momento de la noche se durmió, mientras la lluvia continuaba cayendo en un diluvio incesante. Cuando despertó la luz del día relucía pálidamente en un cielo acerado, y él yacía de costado en un suelo lodoso bajo la sombra de un seto que lo salpicaba de agua helada con cada ráfaga de viento. La manta de plástico se le había resbalado y yacía de través a su espalda. El abrigo era una masa esponjosa de fibra húmeda, y la lluvia le había calado los huesos hasta dejarle la ropa interior como papel secante remojado. La rigidez y el dolor le paralizaban los miembros entumecidos.
Nubes oscuras bogaban lentamente en el cielo hostil, y traían estallidos intermitentes de lluvia torrencial que barría la llovizna incesante. Observó que la bolsa de lona también estaba empapada, y una fugaz inspección del contenido le confirmó que la lluvia lo había estropeado todo. Cerró la cremallera con desolación y miró el lóbrego perfil de esas cuestas imponentes, temblequeando en las ropas húmedas y sintiendo una extraña combinación de frío y calor al mismo tiempo.
Por un rato le obsesionó el odio a la lluvia, a esa lluvia exasperante e interminable que se había burlado de sus planes. La buena suerte que lo había llevado a conocer a la mujer, Jennifer, y le había dado la oportunidad de higienizarse y vestir ropas respetables para evitar sospechas había sido arrastrada por esa precipitación constante. Era nuevamente un vagabundo desmañado, y las ropas que habían estado tan secas y limpias le colgaban ridículamente como bolsas húmedas.
No es justo, se dijo, mirando furiosamente el contorno lúgubre de las colinas distantes, veladas por el telón de lluvia. No puedo combatir el clima como el resto del mundo. Aun en un bosque no hay refugio contra la lluvia que no para nunca.
El temblequeo empezó a fastidiarlo. Llegaba en espasmos incontrolables, como si la piel y los músculos de su cuerpo hubieran desarrollado una vida eléctrica y propia que los hacía vibrar y tiritar con una energía misteriosa, y un frío quemante le traspasaba el cuerpo entero y la médula de los huesos. Tocándose la cara, descubrió que la piel le ardía increíblemente.
Evocó la cama cálida y confortable de la casa de la mujer y lamentó no haber tenido la fuerza de voluntad para quedarse allí y pasar la noche. Ahora tendría que regresar para quitarse las ropas húmedas y esperar a que se las secara y planchara. Eso significaba empezar todo de nuevo, como si el día y la noche pasadas nunca hubiesen existido.
El cielo se había aclarado pero la lluvia seguía cayendo tenazmente y seguiría cayendo durante mucho tiempo, a juzgar por el aspecto del cielo. Esto no es bueno, pensó mientras se levantaba. De inmediato el mundo pareció girar alrededor de él, como el cuarto después del gin, y poco después se desplomó de espaldas en la hierba húmeda. Los temblequeos volvieron, mientras el corazón le palpitaba intensamente bombeándole una sangre abrasadora en el cuerpo congelado.
Se sentó de nuevo, tratando de entender qué le ocurría. Esto debe ser enfermedad, pensó. Nunca estuve enfermo así antes. He estado herido y cortado y magullado, pero todo eso era en la superficie. Esta vez es en lo más hondo y me hace perder el control de los brazos y las piernas.
Hizo una cuidadosa tentativa de levantarse de nuevo; primero se arrodilló, luego tuvo que quedarse a gatas unos momentos, antes de erguirse. Se tambaleó bajo la lluvia, observaba cómo giraba el suelo, y luchó contra el mareo ondulante que amenazaba con vencerle, pero no se cayó; recogió el bolso y se echó a caminar con pasos vacilantes por la campiña, combatiendo la lluvia y el delirio que le sorbía la fuerza de los músculos.
Al cabp de un rato llegó cerca de una granja pero la du» dió cautelosamente, temiendo que lo atacara un perro y sabiendo que esta vez no podría resistirse. Acercándose al amparo de un seto llegó a un terreno donde crecía una variedad de plantas jóvenes en canteros separados, algunos bajo paneles de vidrio. Tal vez era un cuarto de juegos o un huerto, no tenía importancia. Lo que le llamó la atención fue un gran invernáculo en una esquina del terreno, y a través del vidrio mojado de las paredes pudo ver hileras de cajas de semillas y pequeñas plantas verdes en macetas rojas alineadas en anaqueles.
La granja en sí, un edificio largo y bajo de ladrillo amarillo, estaba parcialmente oculta por un establo y dos cobertizos de madera. En consecuencia el invernáculo era relativamente apartado y seguro, y le prometía sequedad y tal vez calor.
Antes de avanzar miró alrededor para asegurarse de que no lo observaban. La campiña estaba desierta y desolada. Avanzó lentamente a lo largo del seto hasta que llegó a un portón de madera. Medio minuto después estaba en el invernáculo.
El calor lo envolvió como una manta, mientras la lluvia seguía tamborileando incesantemente contra los vidrios curvos del techo.
Inspeccionó agradecido el lugar. Unos tablones escalonados formaban dos bancos de un metro de altura a ambos lados del pasillo central, con anaqueles angostos cerca del techo. Notó que cada centímetro de los anaqueles estaba ocupado por cajas y macetas, y hasta debajo de los bancos el espacio estaba atiborrado de macetas vacías, cubos, jeringas y otros utensilios cuya función desconocía. En ambos lados, cerca del suelo, corría un caño de cobre angosto que era cálido al tacto; era esto, pensó, lo que daba al invernadero esa tibieza confortable.
Dejó el bolso en el suelo y se puso a mover cajas y macetas, las quitó de debajo de uno de los bancos y las empujó hasta un extremo del pasillo central. El suelo era de cemento gris, estaba totalmente seco y se veía limpio. Con una sensación de extremado alivio se sentó y se quitó los zapatos, y luego, prenda por prenda, se quitó la ropa húmeda, que puso a secar en el suelo.
Cuando estuvo completamente desnudo se acurrucó bajo las tablas escalonadas del banco y se sentó encorvado, las rodillas cerca de la barbilla, a poca distancia del tubo calefactor. Allí se quedó, casi sin moverse salvo cuando lo sor prendía un espasmo. Pronto la fiebre de la cabeza y el cuerpo lo sumió totalmente en un sueño ligero y sobresaltado.
Despertó de golpe con el chirrido de una puerta. Un viento frío le barrió el cuerpo arqueado, erizándole la piel ardiente. Una ronca voz masculina exclamó sorprendida:
—¡Qué demonios...!
Por unos segundos fue totalmente incapaz de orientarse, y no reconoció el piso gris con las ropas húmedas esparcidas alrededor y los bancos de madera cubiertos de csgas y macetas. Pero inmediatamente aparecieron en su restringido campo de visión un par de botas de goma lodosas y plegadas en el borde superior, y pantalones pardos y amplios, brillosos por el uso.
Ahora el miedo lo inundó como una ola helada, agudizado por el conocimiento de su vulnerabilidad desnuda. Las botas de goma avanzaron dos pasos, se detuvieron.
—¡Qué demonios... —repitió la voz.
En cualquier momento el recién llegado miraría deb$o del banco para encontrarlo acurrucado e indefenso y tiritando al lado del caño, y qué ocurriría después ni atinaba a concebirlo. Se imaginó aplastado contra el suelo, con una de esas pesadas botas de goma plantadas en el estómago, mientras la voz estentórea gritaba pidiendo ayuda, quizá llamando a la policía. Ser atrapado tan fácilmente, tan tontamente...
No había lugar para un movimiento o una acción rápida; el espacio debajo del banco era demasiado estrecho y tenía los miembros tiesos y doloridos por haber conservado tanto tiempo la misma posición.
Separó cautelosamente las rodillas y fíexionó los músculos de los brazos, pero en el mismo instante el otro hombre se hizo inevitable: se agachó y atisbo bajo el banco. Tenía la cara roja y carnosa, y un bigote pardo e hirsuto que le daba un aire amenazador. Los ojos azules trasuntaban asombro y recelo.
—¡Vaya! —dijo el hombre, con un tono de triunfo—. Muy bien, fuera de aquí.
Un bastón marrón de punta metálica hurgó agresivamente debajo del banco, hundiéndosele varias veces en el pecho desnudo, pinchándolo y transformando su temor en furia incontenible. Aferró el bastón y lo empuñó con firmeza.
—¡Vaya! —repitió el hombre—. ¿Con que ésas tenemos, eh...?
El bastón saltó violentamente hacia atrás y hacia adelante y se zafó pese a sus esfuerzos por aferrarlo. Un instante después trazó un arco y le fustigó la cara con fuerza. El dolor le rugía en la cabeza como un horno hambriento.
—Fuera de aquí, bastardo —grito el hombre—. Fuera, o te daré una lección que no olvidarás nunca.
Salió apresuradamente, rodando y arrastrándose a gatas hacia el pasillo central. El bastón silbó dos veces más, azotándole hombros y espalda con tremenda violencia. Se levantó temblorosamente, sosteniéndose en las tablas.
—¿Desnudo, eh? —dijo el hombre con una expresión taimada, preparándose para asestar otro bastonazo a la menor provocación—. Apuesto a que eres uno de esos maniáticos sexuales. ¿Qué crees que estabas haciendo, eh?
—Quería secarme las ropas —explicó él, tratando de dominar el temblor furioso de la voz.
—No en mi invernáculo, claro que no —el hombre entornó los ojos con astucia—. Apuesto a que eres ése que salió en los diarios, y has pasado la noche bajo la lluvia..., el que escapó de ese manicomio... A que eres tú... Tienes la misma complexión y el mismo color de pelo, y los diarios dijeron que podías estar en cualquier parte de esta región. Apuesto a que ése eres tú.
—No... Yo soy el señor For... —el nombre se le escapó por un larguísimo momento, y luego afloró súbitamente a su conciencia— Forsyth.
—¿Con qué ese es tu nombre y ni siquiera lo recuerdas bien? —el bastón osciló agresivamente en el aire—. Quédate aquí, y no toques esas ropas. Quiero que la policía averigüe quién demonios eres.
El hombre retrocedió hacia la puerta del invernáculo, salió a la lluvia, cerrando la puerta, e hizo bocina con las manos.
—¡George! —bramó en dirección de la granja.
El sonido del grito actuó como detonante. Fue como si todos los nervios del cuerpo abrasado y sufriente saltaran a la vida al mismo tiempo. La mano derecha, actuando casi por su propia voluntad, aferró una gran maceta de arcilla que contenía tierra húmeda y una planta germinal, y la arrojó a la silueta corpulenta del hombre detrás de la puerta de vidrio. El panel sé astilló con estrépito y la maceta continuo su trayectoria para golpear al hombre en el costado de la cabeza. El hombre se volvió con un rugido de furia, abrió la puerta astillada y entró en el invernáculo tambaleándose y blandiendo el bastón.
Le arrojó otra maceta, y luego otra y otra, y finalmente cuando el bastón ya giraba en el aire encima de su cabeza se agachó y recogió un cubo con tierra. El bastón siguió de largo, golpeando las tablas y volteando una maceta que cayó al suelo y se hizo trizas. Al instante siguiente agitaba el cubo en un arco, ciega e instintivamente. No presenció el impacto, pero vio al hombre desplomarse en el suelo con el costado de la cara manchado de sangre. Todavía poseído por una feroz desesperación animal, recogió una maceta grande y pesada y golpeó con ella al hombre hasta hacerla añicos, desgranándole la tierra en la cara ensangrentada.
Se detuvo de golpe, jadeando entrecortadamente y sobreponiéndose al mareo negro que amenazaba engullirlo. No había tiempo que perder. Era imposible saber si el tal George había oído o no el grito, o si el sonido áspero de los vidrios rotos había llamado la atención. La granja estaba callada y gris bajo el cielo plomizo, y los únicos sonidos eran el siseo de su propio aliento y el golpeteo de su corazón, y en el fondo el tamborileo incesante de la lluvia en el techo de vidrio curvo.
Se apresuró a vestirse, calzándose las ropas húmedas con manos temblorosas y manipulando esas telas empapadas que se empeñaban en pegársele a la piel. Abandonó el abrigo pues la lluvia de la noche lo había estropeado totalmente y estaba embadurnado de barro. En cambio tomó una capa negra e impermeable de los hombros del hombre derribado, enjugándole las manchas de sangre con la mano desnuda, después recogió el bolso de lona y salió nuevamente a la lluvia, mirando sólo una vez hacia la casa de la granja. No hubo señas de persecución o alarma cuando atravesó el pequeño portón de madera que conducía a la seguridad de la campiña, y supo que la suerte todavía lo acompañaba.
Apuró el paso, atravesando los campos bajo la lluvia intensa.
—Al fin estamos llegando a algún lado —le dijo esa noche el inspector Bryce al doctor Breuer—. Creo que ya tenemos a Soames localizado en un área pequeña al norte de la aldea de Harnwell.
Estaba sentado en el despacho de Breuer, fumando un cigarrillo y astillando un fósforo con las uñas.
—¿Cómo logró encontrarlo? —preguntó el doctor Breuer.
—Un tal Henderson, propietario de una pequeña finca a ocho millas de Harnwell, fue atacado alevosamente en su invernáculo. Más tarde pudo hacer una declaración en el hospital. El atacante era un hombre desnudo que respondía a la descripción de Soames.
—¿Desnudo? —Breuer frunció el ceño—. No me gusta como suena eso.
—No creo que indique nada siniestro. Soames había puesto a secar las ropas en el suelo del invernáculo. Aparentemente se mojó mucho la noche anterior y pensó que ése sería un lugar seguro para descansar y entibiarse. El señor Henderson lo encontró bajo el banco, acuclillado cerca del caño de calefacción.
—Pobre diablo —comentó Breuer.
—El pobre diablo —continuó sardónicamente Bryce— salió de su escondite y enseguida atacó a Henderson con un cubo y varias macetas hasta que lo dejó sin conocimiento. Creo que nuestro amigo Soames es peligroso.
—Sí, sí... No lo niego, dadas las circunstancias.
—Y está el incidente del perro. Tenemos casi absoluta seguridad de que fue Soames quien prácticamente lo mató de una patada. Afortunadamente le pasó a un perro y no a un hombre.
Breuer suspiró y se sirvió un whisky.
—¿Cree usted que podría haber más violencia?
—Debemos suponer que sí. Llegará a cualquier extremo con tal de impedir que lo capturen.
Bryce inhaló el humo profundamente y lo soltó como si lo odiara.
—Cuando escapó del invernáculo dejó un abrigo gris. Ya hemos descubierto al dueño, es un tal Richard Dewison, del número doce de Alderney Way, Harnwell... Y nos hemos topado con una colección de embustes y frases sospechosas que todavía estamos investigando.
—Por lo que parece, Soames ha añadido la agresión sexual a su lista de crímenes.
—Me parece difícil de creer —protestó Breuer—. A fin de cuentas, ni siquiera sabría...
—Aparentemente los hechos le fueron enseñados involuntariamente, por así decirlo, mientras descansaba en un bosque. Robó la chaqueta de un hombre llamado Forsyth, que no hizo la denuncia a la policía por miedo a que su esposa se enterara de las circunstancias en que se había cometido el robo. De la misma manera, la esposa de Dewison no declaró que había sido agredida sexualmente por Soames porque temía que se descubriera cómo habían encontrado a Soames.
—Esto se está complicando demasiado para mí — dijo Breuer, arrugando el entrecejo.
—Bien, la historia es que los Dewison volvían de una fiesta anteanoche cuando encontraron a Soames inconciente al borde de una carretera en medio del campo. Parece que lo había atropellado un coche, pero sin consecuencias graves. Así que tuvieron la amabilidad de llevárselo a casa y darle una cama libre.
—Pero tendrían que haberlo llevado al hospital o notificar a la policía.
—Exacto, pero había una pequeña dificultad. El señor Dewison ya había sido condenado y privado de su licencia por conducir en estado de ebriedad. El período de privación había vencido, pero temía que se pensara que había sido él quien había atropellado a Soames. Admite que bebió unas cuantas copas en la fiesta, pero niega que haya estado ebrio.
—Quizá fue él —sugirió Breuer—. Quiero decir, quizá fue su coche...
—Sospechamos que sí. Había hilachas de fibra adheridas al frente, bajo la tira de cromo. Los muchachos del laboratorio están investigando, aunque no podemos asegurar que sean de la chaqueta robada de Soames hasta que encontremos al mismo Soames.
Breuer terminó el trago y se sirvió otro. Bryce se negó a beber whisky o siquiera cerveza, y se contentó con aplastar el cigarrillo y encender otro.
—De acuerdo con la señora Dewison, Soames durmió hasta tarde en la mañana mientras ella le lavaba las ropas para hacerlas respetables. El nombre de las cartas y tarjetas era Forsyth, así que naturalmente ella no sospechó que en verdad era Soames. Al parecer Soames se despertó, se dio un baño, y le retribuyó la hospitalidad emborrachándose con gin, violándola, robándole el abrigo del esposo y diez libras, y luego se largó sin darle siquiera las gracias. Y ella seguía pensando que era Forsyth.
—No sé —dijo Breuer, desconcertado—. Realmente no sé. ¿Será cierto todo eso?
—Tal vez sí, tal vez en parte, pero no hay humo sin fuego. Sin duda Soames estuvo allí, y sin duda se fue con el abrigo de Dewison..., que fue el que encontramos en el invernáculo.
—Pero la acusación de... ¿Violación?
—No podemos estar seguros, pero es un factor que debemos tener en cuenta. Tenemos que suponer lo peor: que Soames no sólo es capaz de violencia irracional, sino también de agresión sexual.
—Sí, supongo que sí. No se pueden correr riesgos.
Bryce se levantó, balanceándose sobre los talones, las manos a la espalda y el cigarrillo colgado de los labios.
—Urge absolutamente que lo encontremos sin demora, doctor Breuer, y ya que tratamos con un hombre que es irracional e irresponsable según las pautas normales, le agradecería la colaboración de uno o más miembros de su personal en las etapas finales de la persecución.
—Sí, desde luego —dijo vagamente Breuer—, aunque no acierto a entender exactamente en qué...
—Soames acorralado podría resultar muy peligroso.
Uno o dos doctores familiarizados con él pueden ejercer la persuasión y la autoridad. Tal vez sea un hombre atemorizado y solitario, viviendo en espantosas condiciones de desamparo que nunca pudo haber previsto, y lamentando no haber tenido la sensatez de quedarse en su cuarto del Instituto.
—Es posible que tenga razón. Entiendo que le gustaría que un miembro de mi personal acompañara a la policía... Para formar parte de la punta de lanza, por así decirlo...
—Esa es la idea.
—Muy bien —convino Breuer—. Quizá el doctor Conway, pues es quien mejor conoce a Soames, y... —se interrumpió y miró pensativamente a Bryce—. Hay otro hombre que también entiende a Soames, aunque de manera diferente. Quizá sepa mejor cómo reaccionaría su mente en condiciones límite^..., si estuviera arrinconado, por ejemplo. Tal vez no esté dispuesto a pasar una noche bajo la lluvia persiguiendo a un hombre campo traviesa, desde luego, pero lo intentaré —levantó el teléfono interno—. Comuníqueme con el doctor Takaito, por favor —pidió, y añadió volviéndose a Bryce—: Después de todo ha sido él quien empezó el problema. Estuvo en el principio y seguramente le gustará estar en el final.
El inspector asintió y se concentró en el cigarrillo.
17
Con el avance del día sus pensamientos se concentraron en el dolor y la fiebre de su propio cuerpo, de manera que apenas reparaba en la naturaleza de la campiña que estaba atravesando. La lluvia se había reducido a una llovizna fina que era casi una bruma en el aire, pero aunque la capa impermeable lo protegía no contribuía a secarle las ropas húmedas pegoteadas a la piel caliente y tiritante. Más que caminar arrastraba los pies, pues el esfuerzo de controlar los movimientos estaba resultándole excesivo, pero tenía que seguir avanzando.
Vagamente sabía que estaba desandando el camino y regresaba hacia la aldea y la casa donde vivía la mujer. Era el único destino posible para él, y ahora sabía que nunca debió haberse ido; ella le había ayudado antes y habría seguido ayudándole si hubiese tenido la firmeza de negarse a abandonarla. Pero no era demasiado tarde para reparar el daño.
Descansó un rato en una arboleda en la ladera de una colina, se preguntó si le convendría comer algo, aunque no sentía hambre, sólo la enfermedad. Cuando echó a andar nuevamente dejó atrás el bolso de lona y su contenido. Era demasiado pesado para llevarlo, y las cosas que había adentro eran inútiles: no necesitaba comida y no tenía ganas de afeitarse o peinarse. Todo lo que necesitaba era una cama cálida y mullida donde pudiera dormir hasta que la fiebre del cuerpo se consumiera.
Al cabo de un rato cayó en la cuenta de que el terreno le era poco familiar y había equivocado la dirección. La aldea, se dijo, evocando borrosamente la calle principal donde había hecho las compras, pero ni siquiera sabía cuál era el nombre. La reconoceré cuando la vea, se aseguró.
Eludió un pueblo distante, siempre atravesando campos y bordeando setos. De vez en cuando se acercaba a una aldea lo suficiente para cercionarse de que no era la que buscaba, y luego cambiaba de dirección para buscar en otra parte.
En la tarde se acurrucó detrás de un contrafuerte de ladrillo bajo un puente pequeño y durmió varias horas mientras las aguas de un arroyuelo gorgoteaban a sus pies. Despertó con las articulaciones y los músculos tiesos y fríos, para descubrir que la lluvia había parado al fin, aunque el cielo todavía era gris y sombrío. La luz del día se disipaba con la cercanía de una nueva noche, y ese signo funesto lo incitó a nuevos esfuerzos, pues a menos que encontrara la aldea y la casa y la mujer antes de oscurecer obviamente se vería forzado a pasar otra noche a la intemperie bajo esos nubarrones oscuros. Pero era como si la alda hubiese desaparecido de la faz de la tierra.
Los vio desde lejos cuando llegó a la cima de una colina, y aconsejado por el instinto se arrojó a tierra. Eran seis internándose en los campos desde una carretera distante donde estaban estacionados un sedán negro y una camioneta. Cuatro de los hombres vestían uniformes caqui y uno llevaba un gran perro negro sujeto de una correa, mientras que los otros vestían uniforme azul oscuro con cascos puntiagudos. Estaban desplegados en formación abierta y avanzaban lenta pero resueltamente.
La alarma le tembló en el cerebro. Retrocedió arrastrándose en el suelo húmedo hasta que la distancia le permitió levantarse sin temor, y entonces echó a correr forzando las piernas vacilantes en una fuga frenética. Lo buscaban a él, estaba seguro: seis de ellos y el perro lo rastreaban a campo traviesa por la noche. Y habría más, sin duda; grupos de hombres uniformados con perros, que lo estarían cercando desde las otras direcciones. El pánico se profundizó e intensificó, y le revolvió el estómago como acero frío.
Entre los árboles de un bosquecillo se detuvo a recobrar el aliento y mirar atrás, pero aún no estaban a la vista. Minutos más tarde, sin embargo, cuando ya se disponía a seguir andando, el primero de los perseguidores despuntó como una silueta diminuta y movediza en la cima de la colína.
Apuró el paso, cada vez más asustado y desesperado.
La oscuridad avanzó, trayéndole el telón protector de la noche. Ahora no podrían verlo aunque se acercaran, y sólo el sonido de sus pasos en el suelo,'el chasquido tenue y húmedo de la hierba contra sus zapatos y el crujido ocasional de una rama partida podrían delatar su presencia. Pero pronto, al subir otra colina, miró hacia atrás y vio seis luces movedizas en la distancia, avanzando implacables a través de la noche.
El temor se agudizó y cristalizó en un recuerdo: la noche en que había sido perseguido en el parque amurallado del Instituto por hombres que empuñaban enceguecedoras linternas eléctricas, y el recuerdo se transformó a su vez en nuevo temor que pareció sorberle la fuerza de las piernas. Cuando llegó a un árbol se apoyó en él hasta que el temblor del cuerpo tiritante se le calmó. Las luces, le pareció, estaban un poco más cerca.
Si pudiera treparme a un árbol no me verían, se dijo. Pasarán debajo y quizá no miren las ramas. Pero cuando el pensamiento le iluminó la mente con un destello de esperanza comprendió que no tenía fuerzas para encaramarse a un árbol, y la única esperanza era obligar a sus piernas cada vez más débiles a seguir andando en busca de un escondrijo seguro.
Poco después, al atravesar un seto, creyó ver delante las luces de una aldea, pero al observarlas las luces parecían moverse y oscilar. Las contó con desaliento, perdiendo la cuenta cuando llegó a once. Se volvió rápidamente y confirmó que todavía tenía seis detrás, y para colmo estaban más cerca que nunca.
Reconoció que era inútil pensar —o siquiera intentarlo— frente a la crisis inminente. El hecho de sentirse cercado le tironeaba la mente con dedos glaciales de terror: sería acorralado y apresado por la mera fuerza del número. Más de once hombres, y otros seis más con sabe quién cuántos perros...
Echó a trotar, avanzando ahora en forma paralela a las líneas que se cerraban en un esfuerzo por salir del círculo cada vez más estrecho mientras le quedaba tiempo.
—¿Cuál es la posición? —preguntó Conway.
El y el doctor Takaito estaban de pie junto al coche de policía negro que los había llevado a Harnwell. Estaban en la calle principal de la aldea, y había otros cuatro coches policiales estacionados cerca del cordón, como si la calle hubiera sido tomada como cuartel general de operaciones. El inspector Bryce había estado conferenciando con un inspector uniformado y un capitán del ejército, y tenía una expresión taimada y cínica.
—No hubo novedades. Tenemos doscientos soldados y cincuenta policías en marcha, por no mencionar cuarenta perros alsacianos. Los policías tienen walkie-talkies, así que apenas suceda algo nos enteraremos.
—¿No será difícil de noche? —preguntó Conway.
—Tiene que dormir en alguna parte, o meterse en el cobertizo de una granja. Hemos dado alerta a todas las granjas en veinte kilómetros a la redonda. No dormirá en medio del campo, así que nos cuidamos especialmente de batir todos los bosques, arboledas y setos. Queremos obligarle a salir al descampado, es todo. En cuanto se mueva los perros se encargarán de él.
—Sí, entiendo —murmuro Conway—. Ojalá hubiese otra manera. Odio pensar que cazarán a ese desdichado como un animal salvaje.
—No parece otra cosa, según las evidencias —comentó Bryce—, Si me disculpa —añadió—, debo ir a arreglar las cosas. Planeamos instalarnos en el salón de actos de la iglesia. Nos espera una larga noche.
Fue a reunirse con el inspector uniformado y el capitán. Conway se volvió al doctor Takaito, quien hasta el momento no había demostrado ninguna curiosidad por los procedimientos, y dijo:
—¿Qué piensa usted?
—Pienso que es una noche fría y volverá a llover —dijo
Takaito—. Lo mejor que podemos hacer es sentarnos en el coche de policía hasta que se instalen en la iglesia.
Conway asintió. Se sentaron en el asiento trasero del coche vacío. Conway encendió un cigarrillo.
—¿Piensa que lo capturarán esta noche? —preguntó.
—Sí —dijo serenamente Takaito.
—No me gustan los perros...
—Es indudable que los perros están bien entrenados, cosa que no podemos decir del señor Soames. Ya se ha topado una vez con uno de ellos, así que supongo que sabrá cuidarse.
—Espero que cuando lo apresen lo traten suavemente.
—¿Por qué iban a hacerlo? —preguntó Takaito—. El no los tratará suavemente. Hemos visto con qué violencia puede actuar en circunstancias desesperadas. Puede haber más muertes esta noche.
—No me importaría tanto si no me sintiera tan impotente. Entiendo por qué querían que estuviéramos esta noche aquí, pero... ¿Y si de golpe se resuelve todo en un encuentro sangriento antes que tengamos oportunidad de intervenir?
—Entonces estará resuelto —dijo estoicamente Takaito—, y no habrá nada que podamos hacer salvo asegurarnos de que el señor Soames es bien tratado durante su viaje a la prisión, o al hospital-prisión.
—Supongo que no hay alternativa... Me refiero a la prisión.
—Ninguna en absoluto.
Guardaron silencio hasta que volvió el inspector Bryce, que abrió la portezuela trasera del coche y dijo:
—Nos trasladaremos al salón de actos en unos diez minutos e instalaremos allí un equipo de radio. Entretanto el WVS[1] nos preparará té y café caliente.
—Gracias a Dios por el WVS —dijo Conway.
—Casualmente, la señora Jennifer Dewison forma parte del WVS local —dijo Bryce—. Preguntó si podía ayudar, y le dije que sí.
—¿Es la mujer que declaró haber sido agredida por el señor Soames, verdad? —preguntó Conway.
—Correcto, Se apega a su historia, por confusa que resulte. Se me ocurrió que como psiquiatras ustedes podrían escarbar más hondo que nosotros... Es decir, si consiguen conversar con ella. Parece muy retraída, y creo que ofreció servirnos bebidas sólo como un gesto de buena fe.
—Veremos qué se puede hacer —convino Conway.
El salón de actos, contiguo a la iglesia de la aldea pero ubicado un poco más atrás, era apenas algo más que un establo grande, pero de tamaño suficiente para lecciones religiosas dominicales, partidas de whist, bailes modestos y diversas actividades sociales relacionadas con la iglesia. En un extremo había un escenario con un telón para tentativas teatrales simples, pero el resto del salón era un espacio abierto rectangular, con sillas de madera toscas a lo largo de las paredes. Se había hecho algún intento de pulir el piso de madera, pero el efecto era irregular y poco vistoso.
La policía había instalado en el escenario un aparato de radio compacto con una antena tubular fijada a un cable cerca del techo, y un agente uniformado, sin gorra y con la chaqueta azul desabrochada, estaba sentado en una silla al lado del equipo para cumplir la función de operador. En una mesa del centro del salón había una serie de mapas oficiales del área pinchados con alfileres. El inspector Bryce y otros funcionarios policiales y militares estaban sentados alrededor de la mesa, marcando los mapas con lápices y conversando en voz baja. En el otro extremo del salón el WVS había tomado una mesa con caballetes y había puesto a hervir agua para el té y el café en un fogoncillo eléctrico. Dos mujeres cortaban pan y preparaban bocadillos; la mayor era baja y regordeta de gafas, y la otra, alta y elegante, con ojos azules y cabello color bronce, era obviamente la señora Dewison.
Muy atractiva, pensó Conway, examinándola de lejos. Con la edad suficiente para haber madurado, pero con matices de conducta ligeramente neuróticos. El tipo de mujer que, llegado el caso, disfrutaría si el señor Soames la violara tal como ella había declarado.
Fue el doctor Takaito quien tomó la iniciativa con Jen— nifer. En cuanto hubo café preparado se acercó a la mesa de caballetes, seguido de cerca por Conway, y pidió dos tazas. La mujer regordeta de gafas les sirvió irradiando cordialidad. Takaito luego se dirigió a la punta de la mesa donde la señora Dewison ordenaba tazas, platillos y demás utensilios.
—Perdóneme —dijo, con una muestra abrumadora de cortesía japonesa—, pero seguramente usted es la joven señora que ayer tuvo ese desdichado encuentro con el señor Soames.
Ella lo miró unos instantes, pensativa y turbada, luego ojeó fugazmente a Conway.
—Ya he discutido el asunto con la policía —dijo—. Creo que realmente no hay nada que agregar.
—Entiendo perfectamente, señora Dewison. Quizá debería explicarle que yo soy el doctor Takaito, y este es mi colega, el doctor Conway. Ambos pertenecemos al Instituto Psiconeural Osborne —se inclinó hacia adelante con aire confidencial—. Usted recordará que fui yo el cirujano que operó el cerebro del señor Soames, de manera que en cierta forma me siento responsable por todo lo ocurrido desde entonces.
La mujer regordeta estaba acercándose para escuchar lo que obviamente era una charla confidencial.
—Entiendo que está usted muy atareada, señora Dewison —dyo Takaito—, pero si su compañera puede defender la plaza unos minutos, por así decirlo, quizá podamos compartir una taza de café y charlar tranquilos en otra parte.
Ella lo miró inquieta, desconfiando de su amabilidad.
—Bien, no sé...
—Podría ser muy importante, tanto para usted como para el señor Soames.
Ella titubeó un instante, luego le dijo a su compañera:
—Sólo un momento, Elsie. Tengo que hablar un asunto privado.
Se sirvió un café y los tres se dirigieron a las sillas del costado del salón. Takaito y Conway se sentaron a ambos lados de la mujer.
—Entiendo que usted fue agredida sexualmente por el señor Soames —dijo Takaito—. Me gustaría saber más al respecto, con todos los detalles, si usted no tiene objeciones.
—Temo que sí —dijo ella glacialmente—. Sin duda como médico usted habrá enfrentado antes este tipo de situación y debe de conocer todos los detalles.
Takaito sonrió respetuosamente.
—Francamente no. Me especializo en perros, pero mi colega, el doctor Conway... —cabeceó señalando a Conway,
quien comprendió de inmediato este ingenioso introito.
—Sí, señora Dewison —dijo—, en la práctica psiquiátrica normal nos topamos a menudo con perversiones sexuales, incluida la violación. En tales casos se trata de adultos comunes... Es decir, comunes en el sentido de que han tenido, en un grado u otro, una crianza y educación convencionales desde su nacimiento. No importa si empezaron como huérfanos en un asilo o como herederos mimados en una mansión..., la perversión tiene acceso a todos los estratos sociales. En el caso del señor Soames esas convenciones no son aplicables. Su edad mental es de apenas unos meses, y si se evalúa su coeficiente intelectual sobre esa base es mentalmente muy avanzado. Por lo demás, durante el período de su educación hasta la fecha no recibió ningún tipo de educación sexual.
—Creo que aprendió más en el bosque que en el Instituto —comentó ella.
—Posiblemente. Pero la observación no es igual a la participación. Quizá lo que él vio, a cierta distancia y en ciertas condiciones de tensión y miedo, propendieron a localizar el impulso sexual... En términos anatómicos, quiero decir. Dudo que la experiencia haya sido tan educativa como usted lo sugiere. Es probable que su confusión haya aumentado, más que clarificar. ¿Cómo fue que el señor Soames inició su acto de violación?
Indecisa e incómoda, ella se volvió hacia uno y otro.
—En cuanto despertó empezó a manosearme. Y tuve miedo.
—¿Manosearla cómo?
—Me tomó los brazos y me ciñó la cintura.
—¿Y qué hizo usted?
—Me zafé, por supuesto. Intuí lo que se proponía.
—Pero en ese momento usted no sabía que era el señor Soames.
—No.
Conway arqueó las cejas.
—¿Por qué no telefoneó a la policía si previa una agresión sexual?
Ella entrelazó los dedos y se frotó los pulgares nerviosamente.
—Tenía... miedo.
—¿De qué?
—De... lo que hemos estado hablando.
—Tenía miedo de la posibilidad de una agresión sexual, así que no llamó a la policía porque tenía miedo de la posibilidad de una agresión sexual —dyo Takaito—. No es muy coherente, señora Dewison.
—Yo... No sabía qué hacer —tartamudeó ella.
—Empecemos de nuevo —sugirió Takaito—, teniendo en cuenta que el doctor Conway es psiquiatra y yo soy psico— neurólogo, y ambos entendemos un poco los principios básicos de la conducta humana. En este momento no nos interesa el patrón de conducta del señor Soames... Es usted quien nos interesa —la miró solemnemente tras una pausa—. Usted, señora Dewison, es una mujer adulta, normal y racional. Si me permite una evaluación de su carácter, es usted invariablemente calma y juiciosa, poco propensa al pánico, con un apetito sexual, si esa es la palabra, normal, y quizá un poco olvidada por su esposo, quien según tengo entendido es adicto al alcohol. Mi opinión es que si el señor Soames le dio miedo usted habría llamado a la policía o habría escapado de la casa desesperada, para pedir ayuda a los vecinos.
Ella suspiró consternadamente.
—¿Tiene un cigarrillo, por favor? —preguntó.
Conway le ofreció un cigarrillo y se lo encendió.
—No piense que estamos interrogándola por razones legales —le dijo—. No somos policías. Cada palabra que nos diga es estrictamente confidencial y no se repetirá jamás.
Ella le clavó una mirada larga y glacial.
—¿Qué está tratando de probar, doctor?
Fue Takaito quien respondió la pregunta.
—No estamos tratando de probar nada —declaró—, Pero estamos tratando de averiguar algo.
—¿Y bien?
—Estamos tratando de descubrir si hay una persona, sólo una, a quien el señor Soames considere su amiga. Temo que las perspectivas son bastante negras. El señor Soames es un hombre odiado, temido y perseguido por toda la raza humana, pero podría haber una excepción. Si alguién necesitó jamás un amigo, es el señor Soames.
—¿Qué le hace pensar que soy su amiga? —preguntó
ella.
—¿No lo es?
—No. Es décir...que me importa un rábano el señor Soames.
—¿Por qué?
—Porque no significa nada para mí, no es absolutamente nadie.
Takaito sonrió amablemente.
—Por tratarse de una mujer que presuntamente sufrió una violación, es usted notablemente distante e impersonal. ¿Quien es ese Soames? ¿Qué me importa él? Creo que si yo fuera una mujer que ha sido violada por el señor Soames mis sentimientos serían mucho más fuertes y personales. Diría: claro que me importa el señor Soames, y quiero que lo cuelguen.
—Tiene derecho a su propia opinión —observó ella hurañamente.
—Yo pienso —dijo Takaito— que sin duda usted debió de sentir algún temor cuando el señor Soames inició sus torpes tanteos. En ese momento usted no sabía que era Soames. Pero yo sugiero que en algún momento usted se dio cuenta de su verdadera identidad, y entonces ya no tuvo miedo. De hecho, fue entonces cuando sintió...digamos, fascinación e intriga ante un hombre que no sabía nada de mujeres.
—No —protestó ella, sacudiendo la cabeza—. No fue así.
—También pienso que usted y el señor Soames se trataron amigablemente, que usted intentó ayudarlo. Ante todo, él no hubiese robado dinero, porque el dinero era para él un concepto sin mayor importancia. Usted le dio el dinero.
Ella calló, mirando el suelo con pesadumbre.
—Y pienso que ocurrió lo mismo con el abrigo. Parece poco probable que él revisara deliberadamente el ropero de su esposo para buscar un abrigo. Ni habría sabido qué buscar, pues nunca había tenido uno.
—Mire, doctor —dijo ella fatigada e implorante—, ¿por qué no lo conversamos otro día? Primero la policía, ahora ustedes...
—Sólo quiero saber si el señor Soames la considera una amiga...,tal vez su única amiga —insistió Takaito.
Ella se encogió de hombros.
—Tal vez sí. ¿Cómo puedo entender lo que se le cruza por la mente?
—Entonces no fue exactamente una violación.
—Era muy insistente... Realmente yo no sabía qué hacer. Era más fuerte que yo, ¿qué remedio me quedaba?
—Pero no hubo ni violencia ni uso de la fuerza.
—Bueno..., si hablamos confidencialmente, tal vez no.
—Y de hecho usted desempeñó un papel más bien activo en lo que podríamos llamar un nuevo paso en la educación del señor Soames.
Ella asintió lentamente, avergonzada.
—Supongo que podría decirse así, pero debe usted comprender...
—Comprendo perfectamente, señora Dawison, y no estoy criticándola en absoluto. Sólo quería estar seguro de cuál era la relación entre usted y el señor Soames, porque quizá usted pueda ayudarlo antes de que termine la noche.
Por un momento ella pareció sorprendida.
—¿A qué se refiere? —preguntó.
—Estoy tratando de evaluar todas las posibilidades. Puede ser útil saber que hay alguien a quien el señor Soames considera una amiga..., alguien en quien puede confiar. No sé con certeza, pero es posible.
—No quiero comprometerme —dijo ella en voz baja—. Ya me comprometí demasiado.
—Ocuire siempre cuando uno miente —recalcó él—. La única libertad auténtica está en la verdad.
—Puede que tenga razón —admitió ella—. Quizá no tengo el carácter ni la sabiduría para encarar las consecuencias de la sinceridad.
—Señora Dewison —dgo Takaito—, estoy seguro de que usted se subestima. Al menos ha sido bastante sincera con el doctor Conway y conmigo...
—A mi pesar, me temo, y sólo porque estoy harta de este condenado asunto. Fue culpa de Richard, en cualquier caso... —se interrumpió abruptamente.
—Continúe —sugirió Conway.
—No tengo más que decir.
Takaito se inclinó hacia adelante.
—Lo importante es que si necesitamos su ayuda sé que podremos confiar en usted.
—No sé —murmuró ella—. De veras no sé.
18
Dos horas más tarde la radio recibió un mensaje importante, y el operador hizo una seña al inspector Bryce. Conway, que se paseaba por el salón fumando un cigarrillo tras otro, caminó hacia el escenario con la vaga esperanza de que hubiera alguna novedad decisiva. El doctor Takaito, quien antes había partido en una misión misteriosa y había regresado con una botella de whisky, estaba sentado en un rincón tranquilo bebiendo sorbos rápidos y jugando un solitario con un mazo de naipes en miniatura como los que se ponen en los calcetines de los niños en Navidad. La policía no miraba el whisky con buenos ojos, pero nadie había hecho comentarios.
—La granja Heywards informa que hay un intruso —oyó Conway que decía el operador—. Los perros estaban ladrando y les pareció oír que alguien se movía en el galpón sur.
—¿Cuál es la patrulla más cercana? —pregunto Bryce.
—Panadero Azul... Y posiblemente la número cuatro del ejército.
—De acuerdo. Que cierren el cerco. Vaya al cuartel general y telefonee a la gente de Heywards para que no intervenga y controle a los perros. Soames es un asesino en potencia, y ahora nos toca a nosotros.
—Sí, señor.
—Diga a las patrullas que cubran los lindes de la granja y esperen órdenes. Sólo usarán los perros si Soames trata de escapar.
El operador regresó al equipo de radio. Bryce se pasó el dorso de la mano por los ojos en un ademán de fatiga y bajó del escenario para dirigirse hacia el doctor Conway.
—¿Oyó eso, doctor Conway?
—Sí.
—Puede que lo tengamos, o quizá sea otra falsa alarma. Pienso que esta vez tendremos suerte. Hace un cuarto de hora una patrulla vio una silueta perfilada contra las luces de un coche cerca de la carretera principal de Oxleigh, no lejos de la granja Heywards. Después perdieron el rastro, pero había huellas en la hierba húmeda y ramas rotas en el seto por donde probablemente había entrado.
—Siempre presumiendo que sea el señor Soames —observó Conway.
—A esta hora de la noche y en esa zona, creo que podemos darlo por seguro.
Conway se miró el reloj. Eran casi las tres de la mañana.
—Además — dgo desde el fondo la voz serena de Takaito— está lloviendo a cántaros otra vez„y dudo mucho que alguien que no sea Soames esté caminando a la intemperie en tales condiciones.
Conway miró en derredor. Takaito había dejado los naipes y el whisky como si hubiera sabido intuitivamente, aun desde el otro extremo del salón, que había llegado el momento de actuar y de algún modo sutil pareció tomar la iniciativa.
—Tomando las altas probabilidades como certezas —continuó, mirando directamente al inspector Bryce—, creo que es el momento de ir al centro operacional, por así llamarlo. Si le hemos echado el guante al señor Soames, es muy importante que nadie lo lastime y que no se le dé la oportunidad de lastimar a nadie.
—De acuerdo —convino Bryce—, Saldremos ahora. Llevaré dos coches patrulleros.
Takaito lo contuvo con un gesto.
—Algo más, inspector, y es muy importante. Debemos llevar con nosotros a la señora Dewison.
Bryce pareció sorprendido.
—¿Quiere decir...?
—Existe un lazo entre Soames y la mujer que quiza sea extremadamente útil. Puede resolver muchos problemas.
—Pero ella es un testigo fundamental y principal en el caso Soames.
—No hay tal caso Soames hasta que Soames no sea aprehendido...con vida —afirmó Takaito con una sonrisa benigna—. Es importante que la señora Dewison nos acompañe, tiene que venir con nosotros.
—¿Lo ha consultado usted con ella? —preguntó Bryce dubitativamente.
—En cierto modo. Naturalmente se requeriría una autoridad más alta que la mía para vencer su resistencia... La suya, por ejemplo.
—Bien, ¿puedo preguntar con qué objeto? ¿Qué espera que haga la señora Dewison?
—Hablar con el señor Soames, tal vez vencer su obstinada rebeldía y permitir que intervengamos el doctor Conway y yo...
—Pero por esa razón les pedí a usted y el doctor Conway que vinieran aquí esta noche, como profesionales médicos con un conocimiento profundo de su mente. La idea era que ustedes le hablaran.
Takaito meneó la cabeza.
—Nosotros representamos la autoridad, y él se ha rebelado contra la autoridad. Ahora está contra todos los hombres y piensa que todos los hombres están contra él.
—¿Y por qué él va a creer que una mujer, y nada menos que la señora Dewison, no estará en contra de él?
—Porque tengo razones para pensar que ella se ganó la confianza de Soames...,que la presunta violación fue un acto de complicidad, o cooperación, más bien, seguido por un cambio de actitud que ella adoptó para defenderse.
—Sí, puede que tenga razón —admitió Bryce—. Yo, al menos, tenía mis sospechas. Hablaré con ella, pero debe usted comprender que no tengo autoridad para obligarla a venir con nosotros.
—No se requiere la fuerza —dgo Takaito, sonriendo—. Sólo un poco de persuasión y adulación.
—Veremos —dijo Bryce, y se dirigió a la mesa con caballetes.
La granja Heywards estaba en una cuesta al pie de una colina desnuda cubierta de canteras. En la oscuridad era imposible ver la totalidad de la granja, una pequeña propiedad de poco más de cinco hectáreas dedicadas principalmente a la remolacha, las patatas y las verduras. Detrás de la casa había un corral de aves, un edificio relativamente nuevo con instalación eléctrica para producir pollos de buena calidad sobre la base de la automatización. Había dos cobertizos pequeños, usados principalmente para almacenar los equipos, y se pensaba que el señor Soames se había refugiado en el del sur.
El propietario de la granja no era el señor Heyward, como cualquiera habría supuesto con toda razón, sino el señor Caravel, un hombre alto y rubicundo de pelo quebradizo y bigote incipiente que parecía muy nervioso por toda la situación. Su esposa, igualmente baja pero muy morena y corpulenta, preparó café sin decir nada, pero escuchaba con atención.
Se sentaron en sillas de madera toscas. El inspector Bryce se hizo cargo del procedimiento mientras Takaito, Conway y la señora Dewison se sentaban en el fondo, sorbiendo enormes tazas de café negro. Takaito había traído la botella de whisky y había vertido una generosa cantidad en su café, en el supuesto tácito de que nadie más quería. Era una cocina austera, demasiado amplia para sus funciones, con paredes pintadas al temple, cortinas plásticas en las ventanas, una mesa sencilla de pino blanco, y en un rincón, cerca de un calefactor de acero, un lavarropas y un secador que parecían fuera de lugar con sus superficies blancás y esmaltadas.
—Ya tenemos dos patrulleros recorriendo el perímetro de la granja —explicaba el inspector Bryce—, y tres más estarán aquí en menos de media hora. Lo único que queremos es confumar es si él está aquí...,dentro de los límites de la granja.
—Está aquí, sin duda alguna —insistió el señor Caravel—, aunque no sabría decirle si es o no el señor Soames. Está en el galpón sur, se metió allí cuando lo persiguieron los perros. ¿Sabe qué hizo? Tomó una horquilla y mató a un perro... lo traspasó y lo clavó al suelo.
Bryce suspiró.
—Usted presenció todo.
—Sí, claro que lo presencié. Tenía una linterna, pero no me acerqué mucho porque oí comentar que este Soames es una especie de maniático homicida. Se metió en el galpón. Después cerró la puerta y se quedó allí con la horquilla, mientras afuera el perro aullaba desangrándose. Cuando traté de recogerlo me tiró una dentellada, y pocos minutos después murió. Cuando volví llamé a la policía.
—De modo que todavía está allí, por lo que usted sabe.
El granjero asintió.
Volviéndose a Takaito, Bryce dijo:
—¿Qué opina usted? Está en el cobertizo, armado con una horquilla. Pronto amanecerá. Si queremos evitar problemas innecesarios será mejor esperar el día.
—¿Hay luz eléctrica allí? —preguntó Takaito.
—No —dijo el granjero.
—¿Qué guarda allí dentro?
—Herramientas, un tractor, un banco de embalaje y una gruesa de cajas de madera... Y bolsas, claro. Alrededor de mil bolsas.
—Así que sería difícil encontrar al señor Soames con linternas.
—Claro que sí. Se quedaría cómodamente sentado, él y su horquilla.
—Creo que deberíamos admitir que el señor Soames piensa en los mismos términos — dijo Conway—. Durante las horas de oscuridad se sentirá perseguido y desmoralizado... Pero hay una diferencia. La luz del día para él significa el fin del camino; podrá ser visto y perseguido —se interrumpió para acariciarse pensativamente la nariz—. Mi opinión es que en este momento sufre un proceso de depresión mental, provocado ante todo por la desesperación. Cuanto más dure más intratable se volverá. Con la luz del día quizá esté dispuesto a luchar hasta morir para no ser capturado.
—El doctor Conway tiene razón —dijo Takaito sorbiendo el café con whisky—. El señor Soames acaba de matar un perro, y tiene miedo de los perros. Ahora probablemente está tiritando en el galpón, aferrándose a la horquilla y preguntándose cómo podrá romper el cerco antes del amanecer. Con el paso de las horas su desesperación y obstinación aumentarán.
—¿Entonces? —preguntó Bryce.
—Debemos aprovechar ahora, mientras todavía está inseguro e indeciso. Debemos enfrentarlo con la señora Dewison.
Jennifer Dewison, pálida y fatigada, estaba sentada al fondo mordiéndose las uñas.
—Realmente no veo para qué —dijo Bryce—. Es demasiado riesgo. Llegado el caso podemos pedir gas lacrimógeno y obligarlo a salir.
—No se trata de un pistolero profesional —señalo Takaito—. Creo que sería un grave error dramatizar excesivamente esta etapa final. Que la señora Dewison hable con él unos minutos a solas, luego iremos el doctor Conway y yo. A esta altura estará harto de su libertad. Es como el loro que escapa de la jaula a la libertad del mundo exterior sólo para sufrir el hambre, el frío y los ataques de las golondrinas. Bendecirá el cautiverio, pero hay que persuadirlo.
—De acuerdo. ¿Pero sabe la señora Dewison qué decirle..., o cómo tratar con él?
El doctor Takaito sonrió inescrutablemente, a su manera oriental.
—Creo que eso nadie lo sabe mejor que la misma señora Dewison.
Bryce asintió resignadamente, y minutos después se acercaban al galpón sur. La lluvia había amainado un poco, pero todavía caía una niebla fina, agitada por un viento frío que soplaba desde más allá de las colinas. Cerca del galpón estaban apostados dos soldados y un policía, con un perro alsaciano negro y silencioso como la noche misma.
Se acercaron a la puerta cerrada del galpón, Bryce, Takaito, Conway y la señora Dewison. Hablaron unos instantes en voz baja, y luego los tres hombres se retiraron a las sombras, dejando que la mujer tratara con el señor Soames a su manera.
Ella recogió una madera del suelo y golpeó la puerta.
—John Soames —llamó—. John Soames..., soy Jennifer.
Transcurrieron dos minutos en silencio. Ella golpeó otra vez.
—John Soames. Soy Jennifer.
Poco después la puerta del galpón se entreabrió. Ella no podía ver nada, pero lo imaginó atisbando por la hendjja, escudriñándola recelosamente.
Cuando habló, la voz era ronca y vacilante.
—¿Estás... ¿Estás sola?
—Sí... Totalmente sola.
La hendía se ensanchó.
—Entra... Pronto —invitó él.
Ella entró aprensivamente en la oscuridad fría del galpón. La puerta se cerró con un chasquido a sus espaldas. Un objeto pesado se arrastró por el cemento del suelo. El señor Soames estaba atrancando la puerta.
—¿Dónde están ellos? —le preguntó.
La voz jadeante le llamó la atención. Se tanteó el bolsillo buscando un cigarrillo y luego lo encendió. La cara del señor Soames, consumida y hueca, se iluminó a dos pasos de ella; tenía la piel blanca y los ojos parecían abrasados por una fiebre interior. De pronto Jennifer pensó que estaba enfermo, irracionalmente enfermo... Tal vez, peligrosamente enfermo.
—No están lejos, pero no se acercarán más —dijo ella con calma—. Quieren que vayas a ellos. Quieren ayudarte.
—Quieren mandarme de vuelta al Instituto.
—No. Sólo quieren ayudarte. Por eso me dejaron venir aquí para hablar contigo. Puedes volver conmigo, si quieres.
—¿Cómo volver contigo?
—No quieren problemas. No quieren que sigas matando perros y lastimando a la gente. Piensan que si estuvieras conmigo tú... estarías bien.
—Sí —dijo él—. Yo tampoco quiero problemas. Contigo no habría problemas.
—Entonces vuelve conmigo. A mi casa.
—No. Me quedo aquí. Tienen perros, y están esperándome.
—Nos dejarán pasar.
—No.
La llama del encendedor se acortó y contrajo y apagó. La negrura descendió como una niebla sólida e impenetrable. Ella intuyó sus movimientos y no se sorprendió cuando sintió el cuerpo de él cerca del suyo, los brazos que la rodeaban, pero de pronto percibió el calor de esa carne, la temperatura abrasadora, la fragilidad de esa energía.
—Estás enfermo —dijo en voz baja—. Tu cuerpo es como una llama ardiente.
—Tengo frío —dijo él—. Si mañana hay sol, tendré calor.
—Vuelve conmigo ahora. Estarás más caliente en la cama, y Richard no está, así que nadie podrá molestarte. Te dejarán pasar.
—No lo creo, no creo que me dejen pasar.
—Lo harán, te lo prometo, si vamos juntos.
La tozudez de él pareció disolverse. El hedió de que ella estuviera en el galpón parecía milagroso, lo último que él hubiera imaginado.
—Ya sé —digo abruptamente—. Nos quedamos aquí, tú y yo, y nos traen comida. Así no causamos más problemas.
—No podemos hacer eso. Mañana el granjero querrá usar su galpón y estaremos nosotros en el camino.
—Podemos quedarnos en un rincón para que no nos vea...
—No —insistió ella—, debes venir conmigo ahora.
—Hablas como ellos —acusó él—. Me dices lo que tengo que hacer. Y cuando salga ellos estarán afuera con perros y me llevarán de vuelta al Instituto.
—Te equivocas —mintió ella—. Totalmente. No se meterán contigo si te portas bien.
—Bueno —djjó él dubitativamente—. ¿Tienes tu coche?
—Sí...,no está lejos.
Estiró los brazos en la oscuridad y las manos calientes palparon las ropas de Jennifer.
—Quizá vaya contigo. Tengo mucho cansancio y frío.
Ella lo condujo hacia la puerta del galpón, y un momento después habían salido a la lluvia. Dieron cuatro o cinco pasos, y entonces un perro gruñó en las cercanías. El se puso rígido, arrojó a Jennifer a un lado y se volvió. En el mismo instante un haz de luz brillante hendió la noche, iluminándole la cara y los hombros y encandilándolo. Oyó ˆ1 sonido de pasos y voces susurrantes, y los dedos de la mujer se le clavaron en el brazo.
Se zafó frenéticamente y corrió hacia el galpón. Takai— to y Conway lo seguían a poca distancia. La luz se movió, luego enfocó crudamente la hendjja de la puerta entornada.
Takaito fue el primero en llegar. Titubeó en la entrada, escudriñando la oscuridad del galpón.
—Señor Soames — dijo, con voz baja y apremiante—, somos sus amigos. Soy el doctor Takaito y me acompaña el doctor Conway. Somos sus amigos y queremos ayudarle...
Un gruñido aterrado y animal vino desde la oscuridad. Conway vio algo que centelleaba y relampagueaba en la luz de la linterna, algo con dientes largos y füosos que volaba a increíble velocidad hacia la silueta menuda del doctor Takaito. Antes que atinara a darse cuenta de lo que ocurría los dientes largos y puntiagudos de la horquilla habían atravesado el estómago del cirujano japonés, derribándolo de espaldas sobre el suelo húmedo. La horqueta quedó oscilando encima del cuerpo. La cara aterrada del señor Soames relumbró pálidamente entre las sombras más profundas del galpón.
Un segundo después el inspector Bryce y el policía, seguido por dos soldados y el perro, entraban en el galpón mientras Conway se arrodillaba junto al cuerpo del doctor Takaito. A sus espaldas la señora Dewison sollozaba y jadeaba histéricamente. La lluvia continuaba cayendo.
El juicio duró tres días, durante los cuales consultores y testigos expertos debatieron el problema de la cordura del señor Soames. Técnicamente la acusación era asesinato, pero el hecho del asesinato era menos importante que la evidencia médica y psiquiátrica. La muerte había sido deliberada, pero podía alegarse que el acusado ignoraba que su acto defensivo podía provocar la muerte, pues su experiencia de la vida era demasiado limitada. Además estaba la cuestión de la falta de responsabilidad absoluta. Aunque el señor Soames fuera cuerdo a su manera, no podía decirse que poseyera la plena responsabilidad característica de un adulto normal. Era inteligente en términos de su edad mental real, calculándola desde la fecha de la exitosa operación de Takaito, pero la inteligencia no confería por sí sola las cualidades del juicio y la prudencia.
La sentencia final del juez había sido:
—El acusado, que mentalmente es igual a un niño, no es el producto de un hogar, de un medio doméstico seguro y afectivo, sino de una clínica psiquiátrica, así que no es sorprendente, quizá, que tienda a comportarse como un paciente psiquiátrico. El producto de un hospital bien puede adquirir, por así expresarlo, una perspectiva hospitálea.
"Fundamentalmente, desde luego, debemos reconocer que la educación es algo más que un programa científico de formación de hábitos y adoctrinamiento, e implica algo más que mera instrucción y disciplina. Un hombre disciplinado y adoctrinado no es necesariamente un hombre educado. La educación en su sentido más amplio concierne al individuo como organismo social, y se propone integrar al individuo, de acuerdo con su inteligencia y capacidad innatas, al complejo diseño de las relaciones humanas que es la base de la sociedad moderna.
Tras demorarse un tiempo en los detalles de la educación del señor Soames, el juez había continuado:
—Pueden ustedes considerar, damas y caballeros del jurado, que se prestó muy poca atención a lo que podríamos denominar el aspecto humano de la educación e instrucción del acusado, y en efecto, la prensa popular ya ha dado considerable publicidad a numerosas críticas en ese sentido. Pero también deben ustedes tener en cuenta que el programa educacional apenas se había iniciado. El personal ejecutivo del Instituto había realizado, no sin justificación, un plan a largo plazo, y razonablemente presumían que se necesitarían unos cinco años, tal vez más, para transformar al acusado en un adulto normal y responsable. Que el acusado no haya respondido al programa educacional a corto plazo no significa necesariamente un fracaso a largo plazo.
"Aquí tenemos un hombre prácticamente nacido a la edad de treinta años, que aprende rápidamente, y pronto adquiere un sentido de independencia, de tal modo que en pocos meses queda insatisfecho por el medio inmutable y tal vez demasiado austero del hospital y se va rebelando contra la rutina cotidiana de esa educación.
"Poco después del comienzo de esta fase es sometido a ciertas influencias perturbadoras, en lo mínimo desde un punto de vista externo, pero quizá demasiado agobiantes para el paciente en su mundo restringido. Me refiero a la llegada de su madre y su hermanastra, auspiciada con dudosos motivos por el periodismo, seguida por el breve período de libertad que le concedió el difunto doctor Takaito, que desdichadamente terminó en una cacería nocturna en el parque del Instituto, y se podría pensar que con resultados desastrosos para el equilibrio mental del acusado.
"En verdad, pueden ustedes considerar que los factores que desencadenaron la rebelión y la fuga finales eran de índole accidental o exterior, de modo que tendieron a socavar y sabotear el trabajo del Instituto, y así magnificaron y quizá distorsionaron cualquier leve sensación de descontento que el acusado hubiera experimentado previamente.
"Mucho se ha dicho como evidencia de la segregación forzada y poco natural del acusado respecto del sexo opuesto, pero en realidad nada demuestra que esto fuera de por sí un agente de desobediencia y violencia, o que la violencia se debiera a motivos sexuales. Por el contrario, la señora Dewison nos ha contado, con encomiable franqueza, que en ocasión de la presunta agresión sexual por parte del acusado su única ofensa fue la insistencia, sumada a la ignorancia, y lo que siguió no fue más que el resultado de la insistencia y no del uso de la fuerza.
"Considero mi deber destacar ante los miembros del jurado que no se trata de un caso de demencia. El único descargo que la defensa alega en favor del acusado es la disminución de responsabilidad. Podríamos suponer por un momento que el acusado es un nativo inculto del Africa o el Asia que hubiera matado a un hombre en circunstancias similares, perseguido por tropas y policías y con el miedo mortal de ser capturado. Más aún, que hubiera matado utilizando un arma, concretamente una horquilla, sin darse cuenta, como se ha sugerido, que el uso de dicha arma podía provocar la muerte.
"Deben ustedes preguntarse si tales circunstancias son indicio, o mejor aún, evidencia, de disminución de responsabilidad. Y deben ustedes considerar de qué manera queda disminuida esa responsabilidad. Si por ignorancia, y por cierto; ignorancia de la ley, la defensa no es válida. No es defensa alegar que no sabia que matar fuera incorrecto. Por otra parte, si debido a su falta de experiencia en la vida puede suponerse razonablemente que el acusado no podía haber sabido que el acto de violencia podía provocar muerte, esa sí que es una defensa contra el cargo de asesinato, aunque no de homicidio sin premeditación. Al mismo tiempo deben tener en cuenta que el acusado ya había usado la misma horquilla para matar un perro, y por lo tanto debía conocer muy bien sus propiedades letales.
"Quizá es importante comprender que en cierto sentido estamos tratando de evaluar a un hombre, y las acciones y motivaciones de un hombre, que ha vivido concientemen— te sólo unos meses, y ha pasado buena parte de ese tiempo en una clínica psiquiátrica. Su educación fue rápida y concisa, considerablemente exitosa, pero desde luego, cuando su personalidad hubo evolucionado, él empezó a elegir y seleccionar la clase de información y experiencia que deseaba sin saber qué era bueno o malo para él a largo plazo. Nunca se ha sugerido que el acusado supiera qué educación le convenía, pero él se encargó de rechazar la educación que no le complacía.
"La pregunta inevitable es si el acusado, durante su período de libertad violenta, era el producto de sus mentores, como se ha insinuado, o el producto de su propia y obstinada independencia, rebelde a sus mentores. ¿Mató a causa de su educación, o fallas en su educación, o porque su verdadera personalidad, detestando las restricciones a su libertad, empezaba a emerger?
"¿Y fue un hombre quien mató, o un niño? Nos han dicho que en relación con su verdadera edad mental, o sea contando desde el momento en que adquirió la conciencia, el acusado tiene un coeficiente intelectual extremadamente alto, pero se puede juzgar intrascendente ese dato puesto que él posee un cerebro que, en términos físicos, es totalmente evolucionado y adulto. Por otra parte, es probable que la cantidad real de conocimiento e información que posee el cerebro adulto sea considerablemente inferior a la de un niño de ocho o nueve años. Adicionalmente hubo otras influencias que actuaron como factores distorsionantes, influencias derivadas del instinto sexual y consideraciones emocionales que no afectarían de ese modo a un niño.
La síntesis del juez había durado más de dos horas y media, y al final el veredicto del jurado no sorprendió a nadie. Homicidio sin premeditación era un cargo razonable, con el aditamento de que si el señor Soames no era de veras un demente al menos podía considerarse que no poseía plena responsabilidad.
Más tarde, en el Instituto, discutiendo el asunto con Ann, Conway dijo:
—En realidad no había otro veredicto posible. No fue asesinato, pero al mismo tiempo no podía dejárselo en libertad. Temo, considerando todos los detalles, que el pobre Soames era indudablemente culpable de homicidio sin premeditación.
—¿Y la sentencia? —preguntó ella.
—Dadas las circunstancias, no hubo alternativa. Cinco años de prisión.
Ella frunció el ceño.
—¿Piensas con franqueza que eso le hará bien?
—Entiendo que ya se ha hecho una solicitud al secretario del Interior. Probablemente Soames permanecerá detenido mientras lo desee Su Majestad y terminará en Boadmoor o algún otro asilo.
—Como si estuviera loco, ¿verdad?
—Al menos recibirá tratamiento.
—Pero, Dave... No necesita tratamiento, sólo educación. Verdadera educación, eso es todo... Vivir la vida, en vez de aprenderla en libros y películas, guiado por ratas de biblioteca.
El sonrió amargamente.
—Sí, lo sé. Supongo que eso vale para muchos de nosotros, en cierto sentido. Vivimos la vida vicariamente, y los errores que cometemos se deben a la falta de alguna experiencia que jamás tuvimos.
Tras un intervalo de silencio tenso, ella dijo:
—Me pregunto si el señor Soames comprenderá alguna vez que destruyó a su creador.
—Algún día, tal vez. En cierto modo, lamento que le haya tocado a Takaito y no a mí. El tenía más para ofrecer al mundo.
Ella se llevó los dedos a los labios.
—Dave, no debes decir eso. Lo lamento por Takaito, pero a veces debemos ser egoístas.
—Tienes razón, querida —murmuró él, tomándole los dedos—. Y a veces debemos ser generosos.
—Estás pensando en Penelope —dijo ella, comprendiendo intuitivamente—. Nunca me dijiste qué había pasado.
—Las cosas se sucedieron precipitadamente después de eso. Nunca tuve oportunidad de hablarte. En cierto modo es mejor. He tenido tiempo de reflexionar.
—¿Fue muy serio el accidente?
—Más o menos... ya sabes cómo son esas cosas.
—¿Y bien...?
El titubeó un momento.
—Dejaré el Instituto, Ann. Lo he conversado con el doctor Breuer, y entiende mi posición. Con lo de Soames y otros asuntos...
—¿Quieres decir que me dejas a mi, verdad, Dave?
—En la práctica, sí. No porque quiera, sino porque debo.
Ella guardó silencio, bqjando la cabeza.
—Quizá no sea para siempre —dgo él—, Pero por el momento, tal vez meses o aun años, no hay más remedio.
—¿No habrá divorcio? —preguntó ella con una sonrisa triste.
El meneó la cabeza.
—El destino no permite un divorcio.
—Pues bien —dijo ella, con forzado buen humor—, salgamos a tomar una cerveza juntos, sólo esta vez, por los viejos tiempos.
El la besó ligeramente.
Salieron a tomar una cerveza.