En Manhattan, paralelamente al mundo "normal", hay cuatro mil vampiros organizados en bandas rivales, que, como las familias de la mafia, están al borde de la guerra. Joe Pitt no es sólo un vampiro; también es investigador privado con su propio código que se niega a integrarse en ninguno de los clanes y esto no le facilita las cosas. En esta novela, la primera de la serie de Joe Pitt, está trabajando en dos casos: por una parte, tiene que eliminar a unos zombis que andan sueltos; por otra, encontrar a la hija adolescente de una decadente y adinerada pareja. Y como suele ocurrir en los buenos thrillers, las dos tramas se funden.Huston ha creado una fantasía urbana uniendo el género de vampiros con un estilo reminiscente de los maestros del pulp.

 

Charlie Huston

Ya Estamos Muertos

 

Título original: Already Dead

© Charlie Huston, 2005.

© Josefa Linares de la Puerta, 2008.

© Alianza Editorial, S. A. 2008.

ISBN: 978-84-206-8238-9

 

Para Casey Alien, Stephen Bond, Steve Gardner,

Chip Harder, Eugene Rominger, Bob Stear y todos

los amigos curiosos e inteligentes con los que

he compartido cenas y tertulias en nuestros

sótanos imaginando mundos raros.

 

 

Los huelo antes de verlos. Huelo los polvos, los perfumes y los aceites que se untan los medio inteligentes. Los idiotas van atufando. Los listos de verdad se dan una ducha de campeonato. A la larga, el agua no se lo soluciona, pero es que a la larga no tiene solución. A la larga se morirán. Coño, si a la larga ya están muertos.

Así que este grupo es de medio listos. Se han empapado de Chanel n° 5, Old Spice y otras semejantes. La mayor parte de la gente creerá que aplican mano dura a los olores personales. Cierro los ojos y aspiro hondo, puesto que podría tratarse de un grupo de puente o de túnel, es decir, procedentes de Long Island o Nueva Jersey; pero no. Aspiro una segunda vez y advierto por debajo de los perfumes ese olorcillo dulzón de algo que no está muerto del todo. Algo recién descompuesto. Creo que son los que busco. ¿Y por qué no? No abundan por estos pagos; de momento. Bajo un poco más por la avenida A y me detengo en la acera del escaparate de Nino’s, la pizzería que hace esquina con St. Marks.

Un golpecito seco en el mostrador con el anillo de mi dedo corazón, y aparece uno de los napolitanos.

—¿Sí?

—¿Algo reciente?

Me mira sin expresión.

—¿Alguna pizza recién salida del horno?

—Una de tomate con ajo.

—¡Ah! no. De ajo nada. Qué tal la de brécol, ¿es de esta mañana?

Se encoge de hombros.

—Bien, tráigame la de brécol, pero no muy caliente, que no quiero quemarme el paladar.

Corta un trozo y lo pone a calentar en el horno. Podría tomar la de ajo y tomate si me apeteciera, porque el ajo no me perjudica ni nada, pero me da asco.

Mientras espero, me apoyo en el mostrador y observo a la clientela del local. Público característico de un viernes por la noche: dos estudiantes de la Universidad de Nueva York borrachos, dos latinos borrachos, un okupa borracho, dos ejecutivos de aventuras por el East Village borrachos, dos «hip-hoperos» borrachos y los que yo buscaba. Hay tres de pie, alrededor de la mesa del rincón más alejado: una jovencita de la antigua escuela gótica y dos individuos flacos como palillos, con unos pómulos inverosímilmente altos y su condición de yonquis escrita en la frente. Son de esos que viven en cualquier guarida aunque van de la semana de la moda gracias a la heroína que venden en las fiestas. Punto por punto mi tipo favorito de perros sarnosos.

—Brécol.

El napolitano ha vuelto con mi porción de pizza. Le largo tres pavos. La gótica y los yonquis a la moda observan a los dos universitarios salir por la puerta tambaleándose. Continúan sobando sus pizzas un minuto más; luego los siguen. Rocío de chispitas de pimienta roja mi pizza, le doy un buen mordisco, y claro, está demasiado caliente y me quemo el paladar. Vuelve el «pinchapizzas», que me tira sobre el mostrador los cincuenta centavos del cambio. Al tragar, me abraso la garganta con el queso fundido.

—Le dije que no la calentara mucho.

Se encoge de hombros. Lo único que tiene que hacer este sujeto en todo el día es meter rebanadas de pizza al horno y esperar a que estén listas. Decirle que no las caliente demasiado es como pedirle un coq au vin. Agarro el cambio, le tiro yo también la pizza sobre el mostrador y salgo tras los yonquis y la gótica. De todos modos, la porquería esa estaba condimentada con ajo.

Los universitarios han cruzado la calle para atajar por Tompkins Square antes de que lo cierre la policía a medianoche. El trío los sigue manteniéndose a unos ocho metros de distancia. Pasan la antigua fuente de la Fe, la Templanza, la Esperanza y la Caridad grabadas en lo alto de la piedra. Los chicos de la UNY llegan al otro lado del parque, continúan en dirección este por la 9a y se internan en Alphabet City. Estupendo.

La manzana de la 9a entre la avenida B y la avenida C es un páramo por el que no pasa nadie, con la salvedad de los universitarios, sus remolques y yo.

Los yonquis y la gótica aprietan el paso. No me apresuro porque es imposible que vayan a ningún sitio sin que yo los vea, y lo que ellos pretenden requiere intimidad. Mejor para mí que se metan en cualquier sitio que les parezca seguro antes de que yo actúe.

Ya están encima de los chicos. Aprovechan una zona oscura, debajo de una farola reventada, para tomar posiciones y rodean a los estudiantes, uno detrás y uno a cada lado. Movimientos, ruido de forcejeo y de pronto desaparecen todos. Coño.

Avanzo por la calle para echar una ojeada. A mi izquierda hay un edificio abandonado que, antes de convertirse en colegio público, fue un centro de la comunidad puertorriqueña donde había actuaciones. Ahora está condenado.

Siguiendo la estela del perfume, subo los escalones y cruzo la pequeña entrada hasta la puerta emborronada de graffiti. Llevaba años cerrada con una cadena, pero esta noche la cadena cuelga de la aldaba de un gigantesco candado Master, que alguien ha cortado con una sierra de metales. Parece que tenían preparado el sitio con anterioridad a la emboscada. A ver si van a ser algo más que medio listos.

Empujo la puerta abierta y echo un vistazo. El pasillo continúa unos doce metros en línea recta hasta una intersección en forma de T. Está oscuro. Muy bien, a mí la oscuridad no me molesta. Me cuelo, cierro la puerta a mis espaldas y olfateo. Están aquí porque huele como si llevaran unos dos días. El primer grito me indica la dirección. Hay que llegar a la intersección, tomar el pasillo a la derecha y seguir en línea recta hasta la puerta abierta del aula.

La gótica está arrodillada sobre un estudiante al que mantiene de bruces contra el suelo. Se lo ha cargado clavándole una navaja en la nuca. Ahora introduce la hoja para abrirle el cráneo. Los yonquis esperan el reventón de la piñata.

El otro chaval, ovillado contra una esquina sobre el obligado charco de orines de su miedo, con los ojos en blanco, emite ese sonido agudo de una persona a punto de morir de pánico. Un ruido que no soporto.

Se oye un chasquido.

La gótica ha hundido la navaja, hace palanca y parte el cráneo. Mete los dedos, agarra un buen trozo y tira con fuerza. La cabeza del chico se abre como una fruta madura; en concreto, como una granada. Los yonquis se acercan en cuanto ella empieza a extraer grumos de cerebro. Para éste ya es tarde, así que espero dos segundos más viéndolos comer y oyendo los gemidos del otro chico, que ya han subido una octava. Entro en acción.

Me bastan tres pasos silenciosos para alcanzar al primero. Paso mi brazo derecho por encima de su hombro del mismo lado con el objetivo de apretarle la cara con esa mano y la nuca con la izquierda y, todo en un mismo gesto, levanto y giro bruscamente en el sentido de las agujas del reloj. En cuanto siento crujir la columna vertebral, lo dejo caer y agarro al segundo por los pelos antes incluso de que el primero toque el suelo. La chica, que se ha levantado del cadáver, se me acerca amenazando con la navaja. Derribo al segundo yonqui de un puñetazo en la garganta, no tanto para matarlo como para que se esté quieto de momento. La gótica dibuja un arco muy alto con la navaja y consigue darme un tajo con la punta en la frente. La sangre que mana se me mete en los ojos.

No sé a qué se dedicaba antes, pero algo le queda; desde luego sabía manejar un arma blanca y no se le ha olvidado del todo. Retrocede para dar tiempo a que su compañero se recupere, con la intención de caer los dos sobre mí. Observo su mirada vacía. Sí, todavía queda algo de ella dentro. Suficiente para pedir una pizza, elegir a los estudiantes como blanco y cortar un candado, aunque no para resultar peligrosa si me espabilo. Avanzo un paso y cuando me lanza el navajazo agarro la cuchilla en el aire.

Mira la navaja y me mira a mí, que aprieto fuertemente el arma, a pesar de que la sangre empieza a escurrir entre mis dedos agarrotados. De algún sitio le ha llegado la idea, porque la luz mortecina de sus ojos se anima un instante: está jodida. Le arranco la navaja de la mano, la lanzo al aire y la recojo por la empuñadura. Se da media vuelta y echa a correr, pero yo la agarro por la espalda de la chaqueta de cuero, me acerco, le clavo el cuchillo en la base del cráneo y le secciono la médula por la mitad. Ni me molesto en sacar la navaja. La gótica se desploma. Mientras, como el segundo yonqui empieza a recuperarse, le pongo la bota en la garganta y piso fuerte balanceando el pie adelante y atrás hasta oír el chasquido del cuello.

De rodillas, me limpio la mano en su camisa. Ya se me ha coagulado la sangre, que también ha dejado de manar de los cortes de la mano y de la frente. Examino los cuerpos. A uno de los yonquis le faltan dos dientes y tiene laceraciones en las encías como si hubiera masticado un cráneo. Probablemente el del payaso que encontré hace dos días; aquel del agujero en la cabeza que me puso en la pista del tinglado este. Da igual, no son sus dientes lo que me interesa.

Los dos chicos tienen mordisquitos en la nuca, cuyo radio, más el tamaño del diente, me induce a echar un vistazo en la boca de la chica, y parece que encajan. Supongo que mordió a los dos y los infectó con la bacteria. Es lo que ocurre a veces. Por lo general, cuando alguien se infecta, la bacteria le carcome el cerebro y pronto lo reduce a un mero instinto de alimentarse, pero a veces, antes de llegar a ese punto, contagia a otros. Dan mordiscos, aunque no se tragan el bocado, no sé si me explico. Nadie sabe por qué. Si yo presentara un programa de mañana en la televisión, diría que se sienten solos; ¡valiente sandez!, lo que pasa es que la bacteria los obliga porque necesita propagarse. Ya lo decía el cabrón de Darwin.

Examino el cuello de la chica. Antes de contagiar a otros, la infectaron a ella. El mordisco no se distingue por la herida de la navaja, pero está ahí, mayor que los otros y más violento. De hecho, presenta mordisquitos por todo el cuello. El asqueroso del portador no sabía si quería infectarla o comérsela. Bueno, a mí me da igual, lo malo es que esto significa que el trabajo no ha terminado y que hay un portador suelto. Al ir a levantarme noto en ella algo como un olor. Me arrodillo a olisquear. Una sombra se mueve a mis espaldas.

El otro estudiante de la UNY, claro, se me había olvidado. Trata de abrirse camino pegado a la pared, y cuando estoy a punto de darle un puñetazo en la mandíbula, me ahorra el trabajo y se desmaya. Compruebo que no tiene mordiscos. Normalmente no haría lo que voy a hacer, pero he perdido un poco de sangre y como no pude acabar la pizza estoy hambriento. Aparto el trabajo hecho y lo cojo en vilo. Sólo le quito una pinta, quizá dos.

Por la mañana me despierta el teléfono. Como no imagino quién llama a estas horas, dejo que salte el contestador.

—Hablas con el contestador de Joe Pitt. Deja tu mensaje.

—Joe, soy Philip.

No pienso descolgar, y menos por Philip Sax, así que cierro los ojos y me doy la vuelta para recuperar el sueño.

—Joe, si coges el teléfono te enterarás de lo que tengo que decirte.

Otra vuelta, esta vez tirando de la colcha hasta el cuello. Quiero recordar con qué soñaba para regresar allí.

—No me gusta jorobar, pero me figuro que estás en casa. ¿Dónde vas a estar si no a las diez de la mañana?

Puesto que el sueño se me ha ido a un rincón del dormitorio y no soy capaz de encontrarlo, descuelgo el puñetero teléfono.

—¿Qué quieres?

—¿Qué tal? ¿Ayer anduviste ocupado?

—Tenía un trabajo, sí, ¿y qué?

—Nada, que creo que has salido en las noticias.

Mierda.

—¿En los papeles?

—En la NY1.

Coño con la NY1. Mierda de cable. No se puede hacer nada en esta ciudad sin que meta las narices un reportero.

—¿Cómo lo han llamado?

—Hum, espantoso homicidio cuádruple.

—Mierda.

—Suena a chapuza, Joe.

—Sí, bueno, no había muchas posibilidades.

—Hu-hum, claro, claro. ¿Y qué fue?

—Mi trabajo de ahora; comedores de cerebros.

—¿Zombis?

—Sí, arrastrapiés. Odio a esa gentuza.

—¿Los cogiste a todos?

—Hay un portador.

—Un portador. Qué asco de arrastrapiés, ¿eh, Joe?

—Sí.

Cuelgo.

No ignoraba que dejar los cuerpos podía traer líos, pero pensaba ir esta noche a hacer la limpieza. Ahora la vecindad andará husmeando por allí con la policía; aunque tengo otras preocupaciones porque el teléfono vuelve a sonar y esta vez estoy bien seguro de quién llama.

Al otro lado de la ciudad, y quieren que vaya ahora mismo, a plena luz del día. Voy a equiparme.

En invierno es más fácil porque me tapo de los pies a la cabeza, me pongo el pasamontañas y las gafas de sol, y listo. No digo que sea cómodo, pero es fácil y pasas inadvertido. Lo importante es llegar al metro, y lo malo que de aquí allí hay cuatro manzanas, además de que una vez fuera tengo que recorrer unas cuantas hasta las oficinas. Esas manzanas entre las estaciones y las puertas me preocupan.

Conozco a uno que se pone un mono blanco de repartidor y unos guantes de látex, se cala un sombrero vaquero de ala ancha, blanco también, y se unta óxido de zinc en la cara. Desde luego va cubierto, pero llama la atención hasta en Manhattan. Por mi parte, utilizo una especie de chilaba.

Me pongo las botas, una camisa y unos pantalones holgados y me echo encima el ropón. El turbante es lo que peor se me da, hasta el punto de que siempre tengo que aprender a ponérmelo. Una vez que está en su sitio y no parece que vaya a desenrollarse y acabar en el suelo, me enfundo unos guantes blancos de algodón, me pongo el velo por la cara y las gafas de sol y adelante. Desde luego salto a la vista, pero me importa tres pepinos, como no me ven la cara.

Lo que debe importarme es llegar cuanto antes a la Primera con la 14a. A pesar de la envoltura y de que el blanco refleje la luz solar, y aunque sólo haya cuatro puñeteras manzanas, lo cierto es que me quemo por culpa de los rayos ultravioleta de onda corta. Y esto no es como las heridas de anoche, que se cierran enseguida y por la mañana han desaparecido; esto duele como un demonio y tarda días en curarse. ¿Y qué pasaría si un trocito de piel desnuda quedara expuesta a los rayos directos? Bueno, tengo que poner cuidado para evitarlo; así que camino deprisa, pensando en el áloe vera y los baños de agua helada mientras se me fríe la piel y me lloran los ojos detrás de los cristales y llego a la estación y corro escalones abajo hasta el andén sofocante pero oscuro.

Los tíos de arriba quieren ponerme los puntos sobre las íes. Podían haber dicho lo que tuvieran que decir por teléfono o esperar a la noche para abrirme otro agujero en el culo, pero no, les apetecía que me tostara un poco. Quieren que doble la cerviz para darme una lección por chapucero. Es evidente, y lo hacen así porque no me he apuntado a la Coalición, cuando la verdad es que no me he apuntado por cosas como ésta. Pero lo de anoche fue una chapuza y alguien tiene que pagarlo, de modo que me freiré un poquito para hacerlos felices y salvar mi pellejo, porque no quiero morirme… aunque, ¡ah! sí, ya estoy muerto.

Tienen este edificio en la 85a, entre Madison y la Quinta. Un buen inmueble anónimo, de piedra arenisca y rojiza, que tanto podría ser un consulado como una discreta consulta de cirugía plástica; ni más ni menos que junto al Guggenheim y al Metropolitan. Todo lo que se quiera saber de estos tíos lo dice su domicilio: viejos, tradicionales, ricos, poderosos y poco amigos de bromas.

Subo los tres escalones hasta la puerta principal y aprieto el botón metálico que hay junto a la cámara de seguridad.

—¿Sí?

—Pitt.

—¿Quién?

—Joe Pitt. Tengo cita.

Pausa. Me deslizo hasta la única línea de sombra que hay en la entrada.

—Tengo que verle la cara, señor Pitt.

—¿Está de guasa?

—Tengo que confirmar su identidad, señor Pitt.

Esto es único; un ataque de inteligencia. Me levanto la chilaba sobre la cabeza para hacer sombra, y con la mano libre retiro a toda velocidad el velo de la cara. Noto que el calor me abrasa la mejilla y la mandíbula, que estarán al rojo vivo varios días hasta que me pele.

—Gracias, señor Pitt.

Nada más oír el zumbido de la puerta, la empujo y entro al vestíbulo. Es de esos sitios con parqué y tonos suaves. La rata que me ha obligado a desvestirme está detrás del mostrador de seguridad. Me gustaría decir que es un tío de tamaño grande, pero no es el caso. Grande soy yo. Este le dio tanto al deporte que se puso enorme. Sale de detrás del mostrador y se me planta delante.

—Siento las molestias, señor Pitt, ¿me da sus cosas?

Me quito la chilaba y el turbante, que él coloca en un perchero mientras yo me miro la cara en el espejo que hay junto a la puerta. Sí, ya veo; menudo negocio. Sólo de salir al exterior, el cutis ya había adquirido un tono sonrosado, pero luego, por quitarme el velo, se me ha puesto una franja roja que parece sangre. Ya se aprecian zonas en las que la carne empieza a blanquear y a descamarse. Duele de narices. El rey de los esteroides ha vuelto y observa mi rostro.

—Hum. Si quiere le doy algo, un ungüento o Bactine.

Me quedo mirándolo.

—¿Qué ha sido del tío que estaba aquí antes?

—¿Perdón?

—¿Dónde está el tío de antes que me conocía y no necesitaba verme la cara?

—¡Ah!, él.

El gigante regresa al mostrador y se sienta, con lo que vuelve a quedar a mi altura.

—Lo ejecutaron.

Aquí no se gastan eufemismos humorísticos, desde luego. Nada de un se jubiló o un lo despidieron. Directos al grano: Como la cagó, lo sacamos afuera y le atamos las manos y los pies a unas estacas para que el sol lo quemara vivo y le adelantara un cáncer de piel en veinte minutos. ¿Que por qué lo sé yo? Ya dije que eran tradicionales, y la gente tradicional funciona así.

—Lo siento, era agradable.

El muchachote se limita a mirarme.

—¿Tengo alguna posibilidad de entrar a mi reunión?, porque afuera hace un día precioso y me gustaría acabar antes de que se nublara.

El gigante levanta el auricular y aprieta un botón.

—Está aquí. Así lo he hecho. Gracias, señor.

Devuelve el auricular a su sitio y me señala una puerta al otro lado del vestíbulo.

—Subiendo las escaleras, a la derecha.

—Gracias.

Me dirijo a la puerta y oigo el zumbido del botón que él oprime desde detrás de su mostrador. Mientras espero a que se abra, me vuelvo.

—Por cierto, ¿quién quiere verme?

—El señor Predo quería reunirse con usted hoy, señor Pitt. Subiendo las escaleras, a su derecha.

—Ya, gracias.

Cruzo la puerta, que oscila y se cierra a mis espaldas. Dexter Predo. ¡Coño! Predo es jefe de la policía secreta de la Coalición y presidente del partido, todo en uno. El se ocupa de mantener a todos a raya y de sacarlos al sol atados a una estaca.

Subo hasta el segundo piso. Las paredes de la escalera están cubiertas de retratos de los miembros de la gran Coalición de dos siglos a esta parte. Al final de los escalones hay una foto del actual Secretariado de la Coalición, con los doce integrantes y el primer ministro, pero lo cierto es que la mayoría de los rostros de ésta son los mismos que aparecen en la foto que hay al principio de la escalera. No es que abunden los cambios de personal en el viejo Secretariado. Dexter Predo prefiere el anonimato, por eso no figura en ninguna.

Aunque la escalera continúa tres pisos más, nunca me han convocado más allá del segundo; ni falta que hace. Los pisos altos están reservados a los miembros de la Coalición. Puedo darme con un canto en los dientes de que la cita no sea en el sótano. Recorro el breve espacio que separa el vestíbulo de la primera puerta a la derecha y llamo.

—Adelante.

El despacho de Predo es modesto a su manera. Quiero decir que estoy seguro de que el precio de sus cachivaches artísticos es incalculable, pero no es que tenga una vista alucinante del parque. En todo caso, la vista no disipa las sombras. Está sacando un informe de un armario de roble. No hace falta decirles de quién.

—Pitt.

—Señor Predo.

—Entre, por favor, y tome asiento.

No podría describirles exactamente a Predo, pues aunque aparenta unos veinticinco, hacía mucho que andaba por aquí cuando yo nací. Levanta la cabeza del archivo, se da cuenta de que sigo de pie y me señala una silla delante del escritorio.

—Siéntese, Pitt, siéntese. Póngase cómodo.

Me siento pero no estoy cómodo, y no sólo porque la silla sea pequeña. Predo se queda de pie, hojeando con rapidez las páginas del informe.

—Mal asunto el de anoche, Pitt.

—Sí, desde luego.

—Supongo que no tuvo posibilidad de reducir los daños.

—No creo que la hubiera.

—Pudo tomarse la molestia de destruir las pruebas.

Como bajo la cabeza un momento, se pone a dar golpecitos en el armario con el borde del informe para recuperar mi atención.

—Las pruebas, Pitt.

—Es una manzana residencial, señor Predo. Un incendio en la escuela habría afectado a los edificios colindantes. Bird y los de la Sociedad se me habrían echado encima. Además, estaba el otro chico aún vivo y todo.

—No me importa mucho lo que digan Terry Bird y su canalla. En cuanto al chico, es la prueba a la que me refiero, Pitt.

Me quito los guantes blancos, que todavía llevaba puestos. De la herida de navaja en la mano izquierda sólo quedan unas leves marcas blancas, que esta noche ni se notarán. Predo se cansa de esperar que le responda.

—Dejando eso aparte, podría haber amañado la escena. Un suicidio ampliado quizá.

—Tengo curiosidad, ¿quién se habría suicidado? ¿Uno de los arrastrapiés con el cuello partido? ¿La chica con la navaja clavada en el cerebro? ¿O el chico con la cabeza abierta?

Predo empuja el cajón archivador del armario y se sitúa detrás del escritorio.

—La pregunta es por qué salió tan mal desde el principio. ¿Qué le impidió destruir a esa gentuza con más limpieza?

—Se estaban comiendo el cerebro del chico, no podía esperar a que devoraran al segundo y se fueran a dormir. Tenía que caer sobre ellos mientras se alimentaban. Se defendieron. Sí, resultó una chapuza. La próxima vez dejaré que se lo coman.

—Chapuza es una palabra adecuada, Pitt. De hecho lo fue y pudo serlo más. La policía está en ello y, lo que es peor, la prensa también. ¿Cómo iban a perderse un asesinato tan espeluznante, con calificativos de satánico y sobrenatural? Hay que sofocarlo, Pitt; hay que acallarlo antes de que atraiga demasiado interés y se entrometa alguien. Es de esos asuntos que evitamos siempre, Pitt. Precisamente para eso está usted y por eso toleramos su independencia. ¿Y tengo que asumir que encima de todo este lío hay un portador suelto que usted no pudo destruir?

¡Cabrón de Philip! Cómo no se me ha ocurrido que ese capullo nunca llama sólo para echar una mano.

—Me ocuparé esta noche.

—¿Cómo, Pitt, con toda la vecindad por medio, con la policía, los de las noticias y los curiosos?

—Lo arreglaré esta noche.

Predo me mira con fijeza. Deposita el informe en el escritorio y por fin se sienta en su silla.

—Mejor será. Esta noche a más tardar.

Sigo esperando.

—Hemos encontrado un chivo expiatorio.

—Hubo un testigo, ¿van a cambiar lo que vio?

—No, Pitt, no es necesario, porque el testigo es nuestro chivo.

Cierro los ojos.

—El chico que le debe la vida nos va a devolver el favor pagando por este crimen horrendo. Naturalmente, no de forma voluntaria, pero con las pruebas que hemos preparado su culpabilidad será concluyente a la puesta de sol. No obstante, para que funcione debe usted cuidar de que los incidentes de esta naturaleza no se repitan.

Abro los ojos y lo miro. Me apunta con el dedo.

—Sea eficaz, Pitt. Su valor para la Coalición reside en su eficacia. Sea eficaz e invisible. Destruya al portador.

Me levanto del asiento.

—Soy más que eficaz. Cuido de mis conciudadanos y limpio toda la porquería que los Clanes no quieren limpiar. A no ser que encuentren ustedes otro primo que les resuelva el negocio más abajo de la 14a, déjenme en paz.

Me encamino a la puerta.

—En efecto, pero, de momento, tenga por seguro que la limpieza del lío de anoche tendrá su precio, Pitt.

—Sí, como todo en la vida.

Abro la puerta.

—Otra cosa, Pitt.

Me detengo en medio del umbral, dándole la espalda.

—Tengo entendido que las venas del chico están perforadas y que ha sangrado. Un comportamiento raro en los zombis, ¿no?

Sigo inmóvil.

—Pitt, recuerde lo que le decía su madre: No hay que dejarse nada en el plato.

Salgo y cierro la puerta detrás de mí.

Desde luego, tiene toda la razón. Abrir las venas del chico, tomar un par de pintas y dejarlo con vida equivale a poner un cartel que diga: . Claro que la mayoría de la gente que oiga estas cosas las tomará por locuras, pero hay otros que saben de qué va, y precisamente ésos son los que pretendemos evitar. Por eso es tan difícil acceder a mi piso.

En mi casa de la 10a, entre la Primera y la A, tengo que teclear un código en la puerta de la calle para entrar al vestíbulo y luego abrir dos cerrojos para acceder al pasillo del edificio. Después mi puerta es la primera a la izquierda, y aunque parece normal la recuperé de una fábrica. Tuve que reforzar el marco con unos travesaños de acero para que soportara el peso, pero mereció la pena. La única posibilidad de allanar mi casa es atravesar las paredes.

Abro el cerrojo de tres llaves y les doy la vuelta a todas como es debido para que no salte la alarma en el interior. Entro, cierro, echo el cerrojo e introduzco en el teclado numérico el código de cinco dígitos que recupera el sistema. Si saltara la alarma, no la oiría nadie, ni los vecinos, ni la policía ni yo mismo; lo único que ocurriría es que las luces de dentro empezarían a encenderse y apagarse para avisarme del intento de entrada y vibraría un buscador que llevo siempre conmigo. Si estuviera en casa, esperaría a que estuvieran dentro para matarlos y beberme su sangre. Cosas mías.

Paso por el breve vestíbulo que conduce a mi salón, me quito la chilaba y la arrojo al sofá. Quiero lavarme a fondo, aunque para eso no entro al baño que está a mi derecha, ni cruzo la cocina para ir al dormitorio, sino que me dirijo a un punto del salón, me agacho, levanto de un golpe un cuadrado de parqué y tiro de la anilla metálica que se esconde debajo. Entonces se levanta una trampilla que hay en el suelo y descubre una breve escalera de caracol, por la que desciendo, no sin volver a cerrarla a mis espaldas.

Es el apartamento del sótano, donde vivo, que está alquilado a nombre de otro. Tengo una cama, un baño, un dormitorio-nevera, un infiernillo, mi ordenador, mi estéreo, mi televisión y mi equipo de DVD. Aquí abajo la puerta no es tan estrafalaria como arriba; tan sólo la he sellado con una máquina de disparar clavos en el dintel, pero antes instalé un panel en la mitad inferior que pudiera arrancar de un puntapié para escabullirme en caso de que se me colara en el piso de arriba un visitante indeseable. Hay también una ventanita al nivel de la acera que he tapiado para evitar que se cuele a hurtadillas un puto Van Helsing, abra las cortinas y me abrase vivo mientras duermo.

Dejo correr el grifo de la bañera. Mientras espero que se llene, voy a comprobar la situación de mi alijo en el minirrefrigerador extra que tengo dentro de un armario y cerrado con candado. Lo abro y echo un vistazo. Con la que drené anoche, he almacenado unas doce pintas. No es mal depósito, porque hay para un mes largo, pero, como a todo buen yonqui, me gusta que sobre un poco para los tiempos de escasez. Aunque ahora no lo necesito, ya que anoche me tomé una de las pintas del chico, me vendrá bien para las quemaduras y puedo permitirme ese lujo. Me meto en la bañera fría con una bolsita de plástico de una pinta.

Tengo el cuerpo de un rosa subido tirando a rojo. La raya de la cara es como un coche de bomberos y empieza a pelarse. Doy un sorbito. El sabor de la sangre produce sensaciones en mi interior; noto que desciende por la garganta con un flujo hormigueante, señal de que el Virus que ha hecho de mí lo que soy ataca la sangre ajena y la coloniza. Las quemaduras mejoran a simple vista. Doy otro sorbito, con los ojos cerrados, pensando en los zombis y en cómo salir de este berenjenal.

No es que mi trabajo consista en matar zombis, ¡por Cristo bendito!, pero es que esos cabritos crean tal desorden antes de desaparecer del todo que no es bueno tenerlos alrededor llamando la atención. La semana pasada descubrí el primer indicio de la existencia de un portador por aquí abajo.

Acaba de ponerse el sol y estoy dando un paseíto por Tompkins, fumando un cigarrillo y disfrutando de una calurosa noche de verano. Cosas normales, de las que hace todo el mundo. Por el momento no tengo empleo, ni tareas pagadas, ni encargos de la Coalición o de la Sociedad, ni chorradas de buen samaritano. Aquí estoy, sentado en un banco, expulsando una bocanada de Lucky y pensando en dar un salto al carrito de Míster Softee para comprar un helado de cucurucho. En ese momento pasa un vagabundo dando bandazos y echando una peste que se huele a mil kilómetros. Nada raro, los vagabundos apestan y la mayoría son también yonquis, adefesios y expertos arrastrapiés, pero lo que me llama la atención en éste es el agujero sangrante que lleva en la nuca.

Me levanto de un salto, le echo un brazo por los hombros y me lo llevo hacia un rincón oscuro del parque. Menea la cabeza y me mira rechinando los dientes varias veces como si quisiera clavármelos en el coco, pero este tío está muy pasado y le queda el cerebro justo para mantenerse en pie dos días más. En cuanto nos alejamos de la zona de los perros y de las pistas de baloncesto, lo siento de un empujón en un banco y le examino la nuca. El que lo ha abierto no se ha andado con remilgos. Ni rastro de herramientas; como no haya sido una piedra. Tiene hasta dos dientes alojados en el agujero.

Los zombis comen cerebros. Es su razón de ser; lo que los mantiene en la brecha. O mejor, lo que mantiene en la brecha la bacteria que los mantiene en la brecha a ellos.

Se alimentan de una de estas dos formas: en el escenario más probable, se comen el cerebro entero y todo lo que les parezca apetitoso y dejan un cadáver. Este no es el peor caso. Los zombis duran poco porque la bacteria les consume la carne y se descomponen. Un zombi convencional se come unas dos personas y desaparece pronto, digamos en unos quince días como máximo. Lo más peligroso es que se distraiga a mitad de la comida y deje al tío en cuestión con cerebro suficiente para andar por ahí dando problemas. Me imaginé que era el caso, porque el vagabundo era un resto. Pero a veces te encuentras con un portador, es decir, con un zombi que muerde a sus víctimas sin comérselas. ¿Por qué? ¿Y yo qué leches sé? ¿Para sembrar el caos y el terror? ¿Para confundir a los cazadores de zombis? ¿Para tener compañía? Supongo que en la mayor parte de los casos será para hacer más zombis. Al fin y al cabo, qué más da. Son zombis, por Dios, y cuando aparecen lo que hay que hacer es suprimirlos enseguida, puesto que la alternativa es que se dediquen a liar las cosas y a llamar la atención, que es lo último que queremos nosotros. Y cuando digo «nosotros» no me refiero a los no muertos o a los condenados, sino a los vampiros. Gente como yo, infectada por el Virus. Pero eso es harina de otro costal.

Por tanto, tenía un arrastrapiés a medio comer, lo que suponía la existencia de un portador o de un zombi que soltaba a sus presas. Fuera como fuese, este tío iba a zanganear por ahí varios días antes de descomponerse, y alguien más podría fijarse en el boquete poco sutil que llevaba en la cabeza. Por tanto, me quedaba una oportunidad, ya que la herida era fresca, muy fresca. Con un poco de esfuerzo podía seguir el rastro de su peste hasta el lugar en que se cruzó con el zombi y luego seguir al cabrón y zanjar el asunto sobre la marcha. O también deshacerme del risueño este antes de que se diera cuenta. Opté por lo segundo. Puesto que lo más prudente era abordar el problema que tenía delante antes de continuar, hice lo más prudente.

Para empezar le envuelvo la cabeza en el pañuelo de colores sucio que he encontrado en su bolsillo. Luego lo levanto del banco, le paso el brazo por los hombros y paseo con él en dirección este tambaleándonos como dos borrachos que han salido un jueves por la noche a darse un garbeo. Vamos directos al East River Park. Lo dejo caer en uno de los bancos que dan al río y voy a buscar un puñado de piedras al parque infantil que hay justo detrás.

A esas horas la gente está acabando sus ejercicios, así que pasan por delante de él corriendo, en bicicleta o en patines. Hace varios intentos de embestir desde el banco, pero con sus deterioradas facultades motoras es imposible que atrape unas presas tan en forma.

Resulta bastante patético contemplar al tarugo este farfullando y babeando entre convulsiones al tiempo que intenta aferrar las pulcras sombras que pasan zumbando con sus trajes elásticos. Estoy tentado de ponerle la zancadilla a uno de los ejecutivos para verle la cara cuando el risueño le gatee por la espalda y empiece a morderle el cuero cabelludo. Me sale el reaccionario que llevo dentro, pero es que esos mamones están estropeando mi barrio.

Cojo las piedras y vuelvo con ellas al banco para llenar los bolsillos del vagabundo. Me manosea la cabeza, tratando de hincar el diente. Le aparto las manos y vuelvo a sentarlo de un empujón, como si estuviera vistiendo para el colegio a un niño nervioso. Enseguida le lleno los bolsillos, lo levanto y lo apoyo en la barandilla que separa el río de la calzada. Parece que estamos disfrutando de la vista de Queens y del letrero de Domino Sugar. Cuando aminora el tráfico, le paso el brazo por la cintura, lo inclino hacia delante, lo levanto y lo tiro por encima de la baranda como quien no quiere la cosa. Se estrella contra el agua. Si emite algún ruido antes de que las piedras lo arrastren al fondo, es cosa que no podría asegurar.

¿Sintió algo? ¿Tuvo miedo cuando los pulmones se le llenaron de agua? Probablemente, pero yo no practico la eutanasia. Mi trabajo es hacer de esponja: recoger lo que se ha derramado y escurrirme. Por tanto, después de esperar un poco, no sea que reflote, subo a paso ligero a la cinta peatonal de la Franklin D. Roosevelt y cojo un taxi. De vuelta a Tompkins, sigo la estela del olor del vagabundo hasta un jardín público de la 12a, donde se mezcla con las flores, las plantas, los niños y las familias, y la pierdo.

Da igual, al fin y al cabo lo que yo quiero es llevar este lío con prudencia.

Después de volver de los barrios altos y tomar mi baño, me tumbo en la cama con la intención de recuperar el sueño que perdí esta mañana, pero las quemaduras y los recuerdos del rapapolvo de Predo me mantienen despierto. Ese gilipollas es igual que todos mis padres adoptivos o que un asesor juvenil o que un policía cualquiera, el que a ustedes les apetezca; les «pone» mantener a raya a los demás. ¿Y yo? Pues cada vez que uno de ésos me manda callar o sentarme o levantarme y ponerme contra la pared se me revuelven las tripas y digo cosas que luego la lían.

El pensamiento de Predo me trae a la memoria que él sabe de la existencia del portador lo suficiente para reunir un equipo y bajar hasta aquí a montar el escenario. También me recuerda a Philip; lo de hablarle del portador esta mañana, cuando estaba medio dormido, fue una metedura de pata. Me agarro un buen cabreo. ¿Por qué me llamó antes de nada esta mañana? ¿Sabía que la chapuza era mía? ¿Es que andaba siguiéndome y había presenciado al menos parte de lo ocurrido anoche?

Philip es un tipo rastrero, un chivato lameculos que anda merodeando para arrimarse a los Clanes o a un Paria cualquiera y vivir la ilusión de que está conectado, de que camina por dentro del cordón de seda. Hace treinta años se habría dedicado a morder a la clientela que llenaba el Studio 54. Naturalmente carece de estatus oficial y de afiliaciones. Le encantaría infectarse; el Virus se la pone dura, pero los grandes Clanes no se interesan por esa gente, y es demasiado cobarde para aproximarse a los pequeños. Esa tropa menor resulta bastante impredecible. Cuando algún Renfield como Philip manifiesta su deseo de infectarse, le dicen que sí, que bien, pero luego el tarugo acaba desangrado y flotando en el río.

Sin embargo, la Coalición lo acepta oficiosamente debido a su servilismo; le hacen encargos de pacotilla que ni yo mismo aceptaría y le arrojan unas monedas. No es un Renfield completo, no crean que se trata de un comedor de bacterias desarrollado, porque hasta las bacterias serían un manjar excesivo para ese esqueleto pastillero.

En todo caso, si no fuera por sus contactos con la Coalición, en cuanto le echara mano le retorcía el pescuezo.

Y eso que la Coalición no es mi único problema, porque todavía no he tenido noticias de la Sociedad, pero en cuanto Terry Bird y los suyos se enteren de que estoy involucrado, me castigarán severamente. Cómo no van a enterarse si la chapuza fue por debajo de la 14a, y Bird lo sabe.

Al ponerse el sol me unto las quemaduras de áloe y me planto unos vaqueros limpios y una camisa negra suelta. Enciendo la televisión para ver las noticias mientras me arreglo, y ¡zas!, el chico de la otra noche, el único que conservó el cerebro.

Sube las escalinatas de los juzgados del centro escoltado por la policía y rodeado de una turba de periodistas. Dice el locutor que se llama Ali Singh, que tiene veintiún años y que estudia la especialidad de mercadotecnia en la Universidad de Nueva York; le han cargado dos de los horrendos asesinatos de anoche, ya que las autoridades piensan que sus víctimas cometieron los otros. Interpretan el asunto como una especie de pacto ritual caníbal con suicidio ampliado. En la habitación de Ali se ha encontrado el arma mortal junto a ciertos objetos satánicos y varios trofeos de una de las víctimas.

Con el rostro inexpresivo y la mirada apagada, Ali parece drogado. Las cámaras se ceban en su cara y los flashes disparan a quemarropa. No le hará falta más de una semana, dos a lo sumo, para convencerse de que cometió los asesinatos. Otras dos semanas de evaluación para considerarlo un caso de demencia, y Ali pasará lo que le queda de vida en un psiquiátrico penitenciario. Podría ser peor. Podría ser yo.

Después de apagar las noticias me encamino al Niágara, en la confluencia de la 7a con la A. Son aproximadamente las nueve, de modo que el local todavía anda muerto porque los jóvenes airados no lo abarrotan hasta las once.

El barman se llama Billy. Lleva nueve o diez años fluctuando de un bar a otro por el East Village. El cree que soy un tío duro que hace encargos para gente que lo necesita; en parte ajustador de cuentas y en parte investigador privado. Una vez que trabajé de apagabroncas unos dos meses en un sitio que se llamaba Roadhouse, coincidí con él y nos tratamos un poco.

Cruza el bar en dirección a mí. Es un tío bien parecido, de unos treinta y tantos; viste unos pantalones de gabardina con pinzas y una camisa hawaiana de seda pintada y calza mocasines de dos colores. Lleva el pelo hacia atrás y unos tatuajes que representan dados, ocho pelotas y varias bellezas bañistas en los antebrazos. Con todo lo hortera que es, ni se aproxima a la horterada que se hacinará en este bar de horteras a partir de las doce.

—Hola, Joe, ¿qué hay de bueno?

Se detiene, pasmado.

—¡Cristo! ¿Qué coño te ha pasao en la cara?

—Los rayos UVA, que son peligrosos.

Parpadea y una sonrisa comienza a tirar poco a poco de la comisura de su boca.

—¿Sí?

—Sí, los industriales se lo callan, pero los rayos UVA producen casi tantas muertes anuales como los accidentes de carretera.

—¿No me digas?

—Por poco la palmo, tío.

Vuelve a fijarse en la grave quemadura de la cara sin dejar de cabecear.

—Chorradas.

—¿Qué, la lámpara solar?

Guiña los ojos. Se lo juro levantando la mano derecha, pero él menea la cabeza.

—Mira, si no quieres, no lo digas, pero no me toques las pelotas.

Llevo practicando el acento de Billy desde que lo conozco. Según él, nació y creció en Queens, pero suena más a canadiense francófono educado en Boston.

Me doy por vencido con un movimiento de hombros.

—Un accidente casero, no te miento. Me dormí con la cabeza dentro del microondas.

Se echa a reír y seca la barra con el paño que lleva remetido en el cinturón.

—Ya, chato, y además te has quemao la puta sesera. ¿Qué tomas?

Sangre.

—¿Qué tal un bourbon? Vale cualquiera que tengas.

—Marchando un Heaven Hill.

Agarra un vaso con hielo y lo llena de güisqui mientras yo inspecciono el bar. El Niágara es un local estrecho que corre a todo lo largo de la barra, pero al fondo se abre en un salón grande y separado con un cordón hasta más tarde, cuando se llena de clientela y llegan las camareras. Ni rastro de Philip. Billy planta la bebida delante de mí.

—Aquí tiene, señor Marlowe, un bourbon barato por cuenta de la casa.

—Gracias. ¿Has visto a Philip?

—Qué va, todavía no, él viene luego.

—Si lo ves antes, no le digas que lo busco.

Billy asiente.

—Garantizao. ¿Te debe dinero o algo?

—Algo.

—Es un jeta. A mí me debe pasta; doscientos cincuenta y algo. Cuando lo pongas boca abajo, le coges mi dinero, y te cancelo la cuenta.

—Yo aquí no tengo cuenta; siempre te pago las consumiciones.

—Es verdad, pero si me traes el dinero no la tendrás por lo menos en un mes. Paga la casa, aunque sea del estante de arriba, si quieres subir de categoría.

—Haré lo que pueda.

Billy me ofrece la mano para que se la estreche y se pierde por la barra para trabajarse a una jovencita con el inevitable estilo Betty Page, corte de pelo y medias de malla incluidas. Examino a la chavala, que es guapa, con un culito redondo que sobresale del borde del taburete y un modelito vintage que deja ver la raja de un escote muy blanco, realzado por un sostén de encaje rojo. A Billy se le dan bien, pero es que Billy es de esos que lo hacen bien todo. En cuanto a mí, no tengo mujer desde hace más de veinticinco años. He tonteado con alguna, por supuesto, pero el asunto completo no lo cato desde hace un cuarto de siglo. Es una larga historia. Vuelvo a mirarle el culo y luego aparto la vista. No lo necesito. Si quiero torturarme, puedo llamar después a Evie.

Mientras doy sorbos a mi bebida barata y fumo un Lucky, observo a la gente que va llenado el local. Hacia las diez, cuando lo abren, voy al salón del fondo. No se me quita de la cabeza que debería estar afuera, buscando al portador, en vez de quedarme en este paraíso de horteras, viendo a estos quiero y no puedo comparar sus últimos tatuajes de marinero de pega y ligar con las chicas de los vestidos vintage y los bodies palabra de honor, pero es que Philip es el único que puede conducirme hasta el portador porque este escuerzo sabe algo y yo se lo voy a sacar.

Justo antes de las once viene la camarera, abriéndose paso entre la corriente, a ofrecerme otra copa. Al verla con un vaso en la mano, sacudo la cabeza.

—No he pedido nada.

—Sí, ya lo sé.

Me pone el vaso en la mano.

—De parte de Billy.

Y me señala la servilleta debajo del vaso.

—Parece que le caes bien.

En la servilleta hay una nota escrita: Está aquí. Cuando levanto la cabeza, la camarera sigue delante de mí.

—¿Qué?

—Debería darse algo en esa quemadura de la cara.

—Muy bien, gracias por el soplo.

Da un bufido.

—Ya, gracias a usted por la generosa propina.

Antes de que se dé media vuelta, le pongo la mano en un hombro. Ella se zafa con un gesto.

—Despacito, matón.

—Sí, despacito. Espera un momento.

Rebusco en mi bolsillo y saco unas cuantas monedas de veinte centavos, que deposito en su bandeja.

—Es por el servicio de entrega. ¿Conoces a un tal Philip, un tío delgaducho que se deja caer por aquí?

—Pues claro.

—Acaba de entrar, ¿verdad?

—Sí, está en ese montón que hay junto a la puerta.

Echo otros veinte en la bandeja.

—Hazme el favor de llevarle una copa, un escocés de esos raros que le gustan a él. Dile que es de parte de una nena que está aquí detrás y que quiere saludarlo.

Contempla el dinero.

—¿Y qué le contesto si pregunta quién es?

—Le dices que es la del corte de pelo a lo Betty Page.

Enfila hacia la barra. Atisbando entre la multitud, veo sobresalir la cabeza de Philip. Lleva el pelo rubio desvaído apelotonado en una cresta de unos quince centímetros de alto, que le sobresale otros diez de la frente. La camarera sale de la barra llevando un McNisesabe en la bandeja. Maniobra entre los cuerpos prensados hasta que llega a Philip. Su peinado Pompadour se inclina para oír lo que dice ella señalando el salón del fondo. Philip comienza a abrirse paso en dirección a mí. Aprovechando que alguien sale del baño, me cuelo y sostengo la puerta medio abierta. Hay un tío que quiere entrar.

—Ocupado.

Se da cuenta de que no estoy empleando el aseo para su finalidad natural.

—Venga, hombre, que tengo que orinar.

—Mea en tu zapato, Jack.

Cuando abre la boca para replicar, doy un paso hacia él. Mido casi dos metros y peso más de cien kilos, de modo que se traslada al aseo de señoras. Justo en ese momento aparece Philip, andando con afectación en busca de la chavala que ha tenido a bien invitarle a una copa. Lo agarro por la camisa de rayón rosa, adornada con un gato negro, lo arrastro al váter y cierro la puerta de una patada. Se queda mirando el escocés derramado en el suelo.

—¡Qué cojones…!

Cuando levanta la cabeza, ve que soy yo.

—¡Jesús! Joe, ¿qué te pasa en la cara?

Entonces empiezo a retorcerle el cuello, sin dejar de plantearme la posibilidad de arrancarle la cabeza.

Puesto que arrancar una cabeza no es tan fácil como pensarán algunos, opto por meterle la cara en la taza del retrete y tirar de la cadena un par de veces. Se incorpora, boqueando.

—¡Mi pelo, tío, mi pelo!

Lo arrojo de un golpe contra la pared.

—¿Es eso lo único que tienes en la cabeza, Phil, tu pelo?

—¿Y para qué quieres que tenga otra cosa? Ya me conoces, Joe; no me gusta pensar porque no me trae más que conflictos.

—Haces bien, camarada. Oye, ¿te he dado las gracias por la llamada de esta mañana?

Parece confuso por mi cambio de tono.

—¡Ah!, pues no, no me las has dado.

—Vaya, qué falta de consideración por mi parte.

Saco unos billetes de mi bolsillo y los meto en el de su camisa.

—Gracias, Joe, pero no era necesario.

Automáticamente saca un peine del bolsillo trasero de sus vaqueros negros, tan exageradamente estrechos que parecen pintados en la carne, y se lo introduce en el pelo para volver a esculpirlo.

—Sí, te debía una por estar al tanto y avisarme del estallido del asunto. Lástima que al segundo siguiente me estuvieran llamando desde arriba.

Las manos le funcionan como un piloto automático, escalando el pegajoso montículo que lleva en la cocorota.

—¿Sí? Lo siento, no podía darte más que una pista.

—Phil, tú estás enterado de qué va el baile, ¿verdad?

—Tío, no me llames Phil, que ya sabes lo que me joroba.

—Es verdad, Philip, disculpa. Pero tú sabes de qué va, ¿a que sí?

Mientras con su mano se sujeta el Pompadour, con la otra busca en el bolsillo trasero el tubo de brillantina. Mira hacia arriba para ver mejor su marquesina mientras continúa la obra de restauración.

—No, tío, ¿de qué va?

Le agarro uno de los mechones grasientos y lo levanto en vilo.

—Va de obligarme a salir en pleno día; de que Dexter Predo sabía todo lo relacionado con el portador, cuando yo sólo lo había hablado contigo; de que te faltó tiempo para llamarme en cuanto oíste lo de la chapuza, como si conocieras mi participación; de que todo esto me hace sospechar que andas espiándome y de que creo que me espías para Predo y para la puta Coalición.

Cuando vuelvo a depositarlo en el suelo, con su Pompadour definitivamente hecho polvo, me lavo la grasa de las manos en el lavabo. Philip se sienta en el suelo, indiferente ya a su peinado.

—¡Jesús bendito, Joe! ¿Tú estás loco? ¿Yo espiando para la Coalición? Sabes que para dedicarse a esas cosas hay que estar en la nómina de los estreñidos; si no, no hay forma. Tú lo sabes, Joe. Bueno, a lo mejor les doy algo de calderilla, algún dato suelto, o ellos se enteran de alguna pifia tuya, pero ¿espiar?, hombre, para eso tienen profesionales. Y aunque se me ocurriera espiar pata la puta Coalición, y suponiendo que ellos me aceptaran, nunca te espiaría a ti. Eso sí que no lo haría jamás y tú lo sabes.

Me aparto del lavabo, secándome las manos con una toalla de papel.

—¿Así que, según tú, me equivoco? ¿Insinúas que miento, Phil?

—No, hombre, no. Yo sé que sabes lo que sabes. Si dices que el señor Predo estaba al tanto, pues estaría, pero lo que yo digo es que no lo supo por mí. Te llamé pensando que me soltarías algo de pasta, para salir a pillar, ya me conoces. No me cabría en la cabeza llamar a Predo o a cualquiera de esos. ¿No me dijiste que había un portador?, pues supondría que te estabas ocupando del asunto por encargo de la Coalición. ¿Y qué iba a ganar yo con llamar? Vamos, Joe, ¿para qué voy a llamarles?

Se hace el sincero bastante bien, sin dejar de mirarme a los ojos con las pupilas fijas a causa de la benzedrina que ha caído esta noche en sus manos.

—¿Cuánto dinero llevas encima, Phil?

—Pues, ejem.

Saca del bolsillo de la camisa los billetes que acabo de darle y los cuenta.

—Aquí tendré unos cincuenta.

—¿Algo más?

Se palpa los bolsillos, mirándome con desesperación y encogiéndose de hombros. Me agacho y acerco mi cara a la suya.

—Es probable que salgas ileso de ésta, Phil, pero te advierto que no estoy para que me toquen las pelotas.

Asintiendo, rebusca en sus bolsillos y los da la vuelta. Un puñado de billetes, su brillantina, un tubo de Dentyne, una bolsita con unas veinte cápsulas negras pequeñas y un pequeño fajo de billetes que se esparcen por su regazo. Los cuento. Ciento ochenta pavos que le pongo delante de los ojos.

—Se los debes a Billy, así que voy a dárselos.

—Claro, claro, por eso los traía, para devolver a Billy lo que le debo.

Me incorporo.

—Naturalmente. Haz lo que quieras con los cincuenta, ésos son por la llamada, pero tienes que saldar lo que queda de tu deuda con Billy antes del lunes.

—Claro, antes del lunes, no te preocupes, Joe.

Me agacho, recojo su peine del suelo y se lo tiro.

—Arréglate el pelo, Philip, lo tienes hecho una mierda.

Al pasar por la barra hago una seña a Billy y le paso ochenta pavos. Los cuenta, sonriendo.

—No creí que aflojara tanto.

—Ya. Si no viene el lunes con lo que falta, me llamas.

—Gracias, Joe. ¿No te quedas ahora que empieza a correr tu cuenta? ¿Por qué no te agencias una titi? Yo podría presentarte una.

—Te lo agradezco de todos modos, Billy, pero tengo trabajo pendiente.

Asiente y me saluda con la mano antes de volver a agitar sus martinis. Estrujado por el gentío, cruzo la puerta y salgo a la calle sofocante de calor.

Lo malo de Philip es que parece que miente hasta cuando dice la verdad, pero en algo lleva razón, y es que si la Coalición quisiera espiarme buscaría otro método. Desde luego, enviarían aquí abajo a un sujeto bastante más sutil y más peligroso. Sin embargo, ciento ochenta pavos es demasiada calderilla para que él la lleve encima, eso sin contar lo que haya gastado en pagar las anfetas que tenía en el cuerpo. De algún sitio lo habrá sacado. ¡Joder! Este tío esconde algo, pero ahora me falta tiempo para averiguarlo. El portador anda por ahí y no sé más de lo que sabía antes, o quizá sí.

Si Philip dice la verdad es que Predo me espía de otro modo, lo que supone que la Coalición me vigila a mí personalmente o vigila el barrio o las dos cosas, lo que, a su vez, supone que por aquí abajo se cuece algo, y yo sin enterarme. No tengo más remedio que encontrar al portador, tal y como ellos esperan de mí. Así que voy a casa por mis pistolas.

Matar un zombi no es cosa complicada, pero tampoco sencilla. Para empezar, esos inmundos no están completamente vivos, o completamente muertos, no sé bien cuál de las dos cosas. Lo único seguro es que están infectados de una bacteria que se alimenta de carne y les va consumiendo poco a poco los tejidos blandos, los músculos, la grasa, la sangre, los cartílagos y todo lo que ustedes puedan imaginar. Pero en especial el cerebro. La clave es que la bacteria se muere si no se alimenta de tejido vivo; así pues, lo que quiere por encima de todo en este mundo es mantener vivito y coleando a su anfitrión, porque, una vez que éste muere, quiero decir cuando la palma del todo, la bacteria va detrás. Para ampliar en lo posible su tiempo de vida, la bacteria bombea el cuerpo del anfitrión de endorfinas, adrenalina, serotonina y otras sustancias naturales que se necesitan para aliviar el dolor, inducir estados de euforia y mantener el organismo en movimiento; y para que se abastezca de tales elementos químicos, la bacteria proporciona al zombi el deseo de carne humana y, en particular, de tejido cerebral.

Para que se hagan una idea, supongamos que están ustedes delante de un zombi y que lo quieren matar. Bueno, lo mejor, lo más rápido y también lo más fácil es interrumpir la conexión del cerebro con el resto del cuerpo. Esto no supone necesariamente matar al anfitrión, pero ni siquiera la bacteria puede mover un cuerpo separado de su cerebro o con el cuello roto. Supongamos ahora que se enfrentan ustedes a dos o más zombis y que quieren deshacerse de ellos sin tener ninguna experiencia en la materia. En tal caso hay que sacar una pistola de gran calibre y meterles una bala en el corazón. También podrían dispararles al rostro, pero si no aciertan en la base del cerebro o no les arrancan una buena porción de materia gris, no se los quitarán de encima. Así que hay que dar en el corazón, porque cuando el corazón explota, la máquina deja de funcionar por mucho que se empeñe la bacteria. También pueden estrangular, ahogar, quemar, explotar, ahorcar, decapitar o tirar desde un edificio alto a su zombi común, pues en la medida en que detengan el corazón o el cerebro o le causen un colapso físico absoluto, habrán eliminado al bicho. No obstante, hablábamos de un método fácil y rápido, de modo que mi consejo es proveerse de una pistola y un montón de balas, igual que si fueran a matar a su marido o a su mujer.

Guardo las armas en lugar seguro, al fondo de mi armario del cuarto secreto del vampiro. No es que tenga que esconderlas de los niños que andan por la casa, puesto que yo niños no tengo. Por cierto, nada más peligroso para la vida de un crío que una casa llena de armas de fuego; padres aparte.

No, mantengo las armas bajo llave para que cuando vengan mal dadas, pero mal dadas de verdad, se me haga más difícil echar mano de ellas y salir a la calle a cargarme a todos los desconocidos que se crucen conmigo hasta que llegue la policía y me reduzca a tiros. Y no es que sienta esa necesidad con mucha frecuencia; sólo cuando, después de una semana sin probar la sangre, este parásito que llevo en las venas comienza a quemarme por dentro y se me pasa por la cabeza cortarme mis propias muñecas para chupar de ellas.

Tampoco soy de esos que babean con sus armas. Tengo dos, una pequeña, que es un revólver bastante eficaz; y otra grande, una peligrosa automática con muchas balas en el cargador. Se las quité a un muerto, las dos, y sé lo suficiente para dispararlas, mantenerlas limpias y asegurarme de no apuntar nunca hacia mí. Cuando la vida transcurre con normalidad, estas cosas no ven la luz del día, y no es por hacer un chiste, ya que la aparición de un portador es un hecho bastante raro en mi vida cotidiana; por tanto, no suelo utilizarlas y las mantengo siempre a buen recaudo. Lo mejor de las armas de fuego es que si le pegas un tiro a un tío, nadie mira dos veces el cuerpo. Al contrario que, por ejemplo, cuando se trata de un cadáver sin la mitad del cerebro y con el pescuezo rebanado.

Cargo con las armas y me echo al bolsillo un poco de munición extra. Subiendo las escaleras, recuerdo la sangre que hay en el frigorífico. Tomé una pinta anoche después de mi enfrentamiento con los arrastrapiés y otro tanto hoy para aliviar las quemaduras. Normalmente consumo una cantidad igual en varios días, que basta para mantenerme saludable y librarme del hambre, pero ahora salgo de caza y cada gota es una ayuda. Otra pinta y estaré como una rosa, lo que se dice a tope. Abro el frigo. Once pintas. No me gusta que mi alijo baje de diez. Si tomo una más, tendré que aprovisionarme mañana o pasado, pero pienso en los tres zombis de anoche y en lo poco que faltó para que la chica me sacara los ojos, y agarro una de las bolsitas y me la ventilo allí mismo, en medio de la habitación. El efecto es, como siempre, inmediato: me siento vivo.

* * *

Hay un coche patrulla estacionado en la 9a, delante del colegio público abandonado, y varios cordones policiales a la entrada. Las puertas están selladas con cinta adhesiva de color amarillo. Aunque ya han examinado la escena del delito, la poli prefiere mantenerla precintada hasta que disminuya la curiosidad para no exponerse a que irrumpa en el edificio un grupo de esperpentos con la intención de dar una fiestecita en el aula del crimen. En efecto, en las aceras se ve gente que señala el edificio y hace fotos con los móviles. Si la Coalición no hubiera metido mano al chico, esto estaría atestado de policías y sabuesos de la prensa, que no me permitirían absolutamente nada.

Rodeo el edificio hasta la fachada que da a la 10a. La entrada posterior lleva mucho tiempo clausurada con tablones. Aquí no tiene por qué haber policías. Pasan tres chicos de club en dirección al oeste, hablando a gritos. Aguardo a que doblen la esquina para tomar carrerilla, saltar unos dos metros, agarrarme al alféizar de una ventana y gatear hasta la pantalla de seguridad que protege el cristal roto que hay detrás.

En menos de un minuto, ayudándome de los ladrillos y las pantallas de las ventanas, escalo la pared hasta el tejado del colegio. Las dos pintas que he tomado hoy me han puesto en forma. Camino de puntillas hasta la puerta de acceso que hay en el tejado y examino la cerradura, que, por antigua, está bastante oxidada y sería fácil de forzar. En cambio, introduzco los alambres que llevo en el bolsillo del pantalón, hurgo en la llave de horquilla de la cerradura y luego paso un gancho y arrastro los pasadores. Me entusiasma oír los suaves clicks mientras voy poniendo los otros pasadores en su sitio. Giro la llave de horquilla, oigo el chasquido de la cerradura que se abre, y ya estoy dentro. Está oscuro como boca de lobo, así que entorno la puerta para que penetre la luz ambiental de Nueva York. Las pupilas se me dilatan hasta el tamaño de una moneda de diez centavos. No es la claridad del día, pero servirá.

Hay una atmósfera desagradablemente húmeda y polvorienta. Las paredes están cubiertas de pintadas. Oigo por encima de mi cabeza un correteo de uñas de rata, que cesa cuando los animales detectan la presencia de algo más grande y más peligroso. Tienen razón, soy peligroso, aunque no para ellas. En lo que atañe al virus, puede decirse que la sangre animal equivale al agua salada para un humano.

Noto que la atmósfera se hace más ligera y más fresca gracias al aire que escapa del interior por la puerta que he dejado entornada. Siguiendo su estela en dirección contraria, encuentro la caja de la escalera. Desciendo tres pisos hasta el bajo sin dejar de olisquear el leve rastro del aire que corre, lo que me permite captar todos los detalles de las últimas veinticuatro horas. Huelo la podredumbre de los zombis, los orines de Ali Singh, la sangre y el cerebro anónimos del otro chico e incluso mi propio olor asilvestrado y el del jabón Ivory que utilizo en la ducha. Más recientes son el intenso y omnipresente olor a policía sudado, a café y a polvo de huellas, así como un penetrante olorcillo a reportero de telediario. Por debajo, la sofocante podredumbre del edificio.

Retrocedo sobre mis pasos hasta la habitación donde ocurrió la matanza. La puerta no tiene cerradura, pero la policía la ha precintado con la inevitable cinta amarilla, icono contemporáneo de la tragedia. La arranco y, al abrir la puerta, recibo una bofetada de aire fétido.

Lo normal en estos casos es que vengan con un cubo de lejía para esterilizar, pero da la impresión de que los polis han preferido dejar intacta la escena del crimen hasta arrancarle la confesión a Singh. Resultado: perfiles de cuerpos en el suelo, sangre seca, orina seca, algún vómito seco de los primeros que se encontraron la escabechina y, ¡ah!, sí, sesos secos.

Separo el olor a zombi de los restantes y recorro lentamente la habitación dividiendo los aromas en tres estratos distintos: el almizcle suave de la chica, el hedor a rancio de las axilas del tío al que retorcí el cuello y la loción para el cabello que usaba el que aplasté con el pie. Una vez aislados e identificados los olores de los tres individuos, aspiro buscando otras firmas ocultas entre la mezcla. Nada, ni rastro del otro zombi, el portador.

Sin embargo, la chica huele a sexo.

¿Por qué sexo? Es una especie de aroma añejo a hembra; por eso la olí anoche antes de que Singh me distrajera. Los zombis no tienen sexo, ¿verdad? Coño, pues no lo sé. Me acerco al perfil de su cuerpo en el suelo y aspiro profundamente.

Después de filtrar los otros olores, me concentro en el suyo: carne joven, de unos diecisiete o dieciocho. Por debajo de la carne viviente se percibe la descomposición producida por la bacteria que se la estaba comiendo viva… y muerta; el olor agrio de los cosméticos que decoraban de negro noche sus ojos, su boca, sus uñas; el olor nauseabundo que produjo la relajación de la vejiga y los intestinos cuando la degollé. Perfume, transpiración, los hongos de sus botas Doc Martens. Todo eso más un almizcle sudoroso. Alguien la tocó, se restregó contra ella. Alguien se la ha tirado, no hoy, sino recientemente, cuando ya estaba infectada. Trato de imaginarme al psicópata que se tira a una de esas cosas mientras ella le manosea buscando el modo de arrancarle un trozo de cerebro; al cabrón que quiere aparearse con la bacteria que la muerta lleva dentro.

Respiro profundamente. Quiero grabarme el olor a almizcle en la cabeza por si vuelvo a encontrármelo. Y entonces noto que falta algo. Olfateo de nuevo y lo comprendo. Se trata de una ausencia. Por toda la habitación se perciben pequeños fragmentos de nada dentro del esquema general de los olores. Leves raspaduras que salpican el aire, como si se hubiera borrado algo del catálogo de la historia de la habitación. Con los ojos cerrados, trato de captar una de las ausencias, siguiéndola paso a paso por toda la estancia y recreando lo que pudo hacer allí.

Es esa concentración profunda lo que permite al que se ha colado detrás de mí golpearme en la cabeza con algo parecido a una porra inmensa.

Me despierta el ruido de un altercado que indica con toda precisión dónde me encuentro. Abro un ojo para confirmarlo y, cómo no, aquí estoy, en el sórdido sótano de una casa de vecindad que hace las veces de cuartel general de la Sociedad, tirado en un catre sucio, dentro de un nicho. En el centro de la habitación, tres personas juegan a las cartas en una mesa coja, a la luz de una bombilla desnuda. Los dos tíos que riñen son Tom Nolan y Terry Bird.

Tom aparenta veinticinco años, pero tiene unos cuantos más. Lleva unas greñas rubias y viste las ropas descoloridas de los radicales del centro de la ciudad, con el número obligado de piercings y tatuajes. Terry aparenta más años, digamos unos cincuenta, y su estilo es más clásico: cola de caballo, barba y gafas a lo John Lennon, camiseta del Día de la Tierra y sandalias Birkenstock, ya se sabe. La tercera es Lydia Miles. Se le pueden echar unos veinte. Pelo oscuro y corto, pantalones de cuero, body blanco y corto, sin tirantes, músculos de gimnasio y un triángulo invertido de color rosa tatuado en el hombro. Una de tantas bandas heterogéneas radical-socialistas-anarquistas-revolucionarias del East Village que vagan conspirando para derrocar a «El Hombre». Naturalmente, este grupo revolucionario también bebe sangre.

Lydia observa a Tom, que ataca a Terry, cuyas respuestas tienen esa blandura pasivo-agresiva típica de los hippies. ¿Adivinan cuál es el tema de discusión?

—Te digo que trabaja para la puta Coalición. Si no, ¿por qué estaba allí?

—Bueno, Tom, puede ser, pero, para mí, la pregunta en este caso, y creo que Lydia estará de acuerdo conmigo, es qué hacías allí tú. Yo estaba convencido de que habíamos llegado a un acuerdo.

—No me jodas con el acuerdo. Tú habrías llegado a un acuerdo, yo no. Ese lameculos está metido hasta las cejas en la Coalición. Es su chivato por aquí abajo y le han encargado que venga a armarla a nuestro territorio. Un saboteador, eso es lo que es, un puto saboteador al que habría que ejecutar ahora mismo.

Terry se sube las gafas, que se le han escurrido, por encima del caballete.

—Bueno, yo por lo menos creo que, ciertamente, sería bastante exagerado. Incluso, por seguir el razonamiento, incluso si llegáramos al punto de tener que ejecutarlo, creo que el primer paso sería un interrogatorio.

—Perfecto, lo interrogamos. Vamos a espabilarle el culo y a darle una clase sobre la revolución.

Coge un trozo no muy grande de tubería que hay sobre la mesa de las cartas.

Lydia me mira de frente, a los ojos, como ha hecho desde que los abrí. Sonríe y se dirige a los chicos.

—Está despierto.

Los dos se vuelven hacia mí, que continúo tendido en el catre. Tom se acerca rápidamente con el trozo de tubería en la mano.

—Muy bien, cabrón.

Terry se levanta y le pone una mano en el hombro.

—Tranquilo, Tom. Relájate un poco, hombre.

Tom se detiene guiñando los ojos y se vuelve a Terry como si quisiera doblar la tubería en su cabeza en vez de doblarla en la mía.

—¿Cuántas veces tengo que decírtelo, tío? ¿Cuántas? No me digas que me relaje. Tú relájate todo lo que quieras, pero a mí no me digas lo que tengo que hacer.

Terry sonríe.

—Claro, Tom, no te preocupes. No te falto al respeto. Sólo quiero que nos calmemos un poco todos y pensemos antes de recurrir a la violencia. Siempre existen posibilidades, pero hay que descubrirlas.

Me incorporo.

—Sí, Tom, por qué no descubrimos las posibilidades.

Se vuelve hacia mí.

—Tú te callas, Pitt. Si quieres mantenerte vivo, te callas hasta que te ordenen que hables. ¿No eres un experto en callar y obedecer las órdenes de la Coalición?

Miro a Terry.

—Oye, Terry, no sé por qué dejas a este tío suelto. Puede hacer daño a la gente.

Vuelvo a mirar a Tom.

—O se puede hacer daño él.

Tom viene hacia mí, pero Terry y Lydia tiran de él. Me siento en el catre, aburrido. Hay gente cuyos botones resulta tan fácil apretar que no merece la pena el esfuerzo. Terry y Lydia sientan a Tom en una silla. Lydia se queda a su lado, mientras que Terry se acerca y se deja caer en el catre con una amplia sonrisa en la cara.

— Tom es fogoso, Joe, ya se sabe que basta una pequeña provocación para que pierda la compostura. Pero como aquí somos todos adultos, ¿por qué no dejamos a un lado los jueguitos inmaduros y los insultos, nos comunicamos un poco y nos contamos las cosas?

—¿Qué te parece si te levantas y me indicas dónde está la puerta para que yo me largue a cuidar de mis negocios?

Terry sacude la cabeza con tristeza.

—En un mundo ideal, me encantaría hacerlo. Al fin y al cabo, no había planeado traerte aquí, pero el caso es que aquí estás, y tengo que decirte que, a pesar de su agresividad, a Tom no le faltan razones válidas. En fin, creo, como opinión personal, que necesitamos una comunicación abierta y sincera.

Empiezo a levantarme.

—Pues siéntate y comunícate, Terr. Por mi parte, tengo adonde ir, de modo que sigo mi camino.

Terry me pone una mano amable en el brazo.

—Cuánto lo siento, Joe, pero hay ciertas preguntas que debes contestar.

Vuelve la cabeza en dirección a las escaleras y Hurley sale de las sombras. Cómo coño no he pensado en Hurley es toda una prueba de mi falta de conocimiento. Se trata de un verdadero gigantón de uno noventa y de más de cien kilos, que, para remate, resulta ser también uno de los nuestros. De modo que lo que tienen ustedes delante es un modelo básico de gigantesco vampiro irlandés. ¡Ah!, además es retrasado. Está mal expresarlo así, pero quiero decir que tiene menos conversación que una pared de ladrillos. Si es retrasado de verdad, no puedo afirmarlo.

Vuelvo a sentarme.

—Claro, Terry. Quieres preguntar, pues pregunta.

Terry sonríe, asintiendo.

—Lo ves, así es como tiene que ser, dos tíos sentados, hablando, porque hablando se entiende la gente y se encuentran las soluciones. Si todos hiciéramos lo mismo, si pudiéramos unir al mundo así, también podríamos cambiarlo. Por ejemplo, yo tengo un problema con lo de anoche, con el barullo que se montó en lo que antes era un centro comunal y que pronto se convertirá en otro edificio de ejecutivos. En cualquier caso, hablo de lo que pasó en el antiguo centro, del desaguisado con los chicos y los zombis.

Tom salta de la silla.

—A esas cosas me refiero yo precisamente. Habíamos descartado el término por votación. Si los llamamos zombis, negamos su condición de víctimas. Están infectados, no saben lo que hacen, y los cabrones como el soplón este se dedican a exterminarlos.

Terry mueve la cabeza.

—Bueno, no te falta razón, Tom, el término «zombi» los hace responsables de sus actos e implica un sentimiento de culpa. ¿Cómo los llamábamos?

—VZ. Víctimas de Zombificación.

Finalmente, Lydia da señales de vida.

—Yo me opongo al empleo de la palabra «víctima», porque sugiere debilidad y desamparo.

Terry levanta una mano.

—Pienso que podrías llevar razón, Lydia, pero, de momento, para facilitar la conversación que mantengo con Joe, ¿podemos acordar que VZ son unas siglas válidas?

Tom y Lydia intercambian miradas y asienten.

—Bien, bien. Lo ves, Joe, la gente soluciona sus problemas. Bueno, sigamos con el embrollo de los estudiantes de la UNY y los VZ. Que pasen cosas así en nuestro barrio es preocupante. No podemos permitirnos tanto ruido cuando nos estamos esforzando por integrarnos en la comunidad, ¿lo comprendes? ¿Tienes algo que contarme? ¿Sabes algo de lo ocurrido?

Suspiro con pesar y sacudo la cabeza.

—Lo lamento, Terry, me gustaría colaborar, pero es que no sé nada.

Tom vuelve a levantarse.

—¡Embustero! ¡Embustero! Estaba fisgoneando cuando fui con Hurley a echar un vistazo. ¿Qué hacías, soplón?

—Tiene razón, Joe, ¿qué hacías allí anoche?

—Lo mismo que los tuyos, echar un vistazo. Yo también vivo aquí y yo también me esfuerzo en mantener la paz en el barrio, más incluso de lo que me correspondería. ¿Que le hago favores a la Coalición? Ya lo sabéis. Como se los hago a la Sociedad cuando me lo pide. Chapuzas como la de anoche no convienen a nadie; por eso, cuando se abrieron los polis, me acerqué a ver qué había.

—¿Y qué encontraste?

—Pues no sé decirte, Terry. En realidad, nada, lo que no significa que no lo habría encontrado si este sujeto no hubiera aparecido de pronto para que Hurley me diera un porrazo. No sé más que lo que dijeron la policía y ese tal Singh.

—¿De veras? ¿Te parece razonable? Quiero decir, sabiendo lo que sabemos de cómo funciona el mundo, y siendo como tú eres un tío de mentalidad abierta, ¿te parece una explicación razonable?

Le miro a los ojos.

—Terry, no tengo motivos para mentir. Sólo sé que lo hizo el chico, pero, y yo creo que es lo que quieres saber, ¿podría ser asunto de la Coalición? ¿Un plan? Tú sabes, igual que yo, que podría ser una operación de ellos con los zombis…

VZ, por favor.

—...eso, para cargarle el muerto al chico, pero lo que yo sé...

—Es lo que dice la policía.

—Y nada más.

Terry baja la vista al suelo meneando la cabeza.

—Bueno, Joe, ya está bien. Te he formulado con respeto una pregunta directa; por eso esperaba también de ti respeto y una respuesta sincera.

—Tú sabes que te aprecio, Terry.

Se le dibuja una ligera sonrisa en la boca y me mira con el rabillo del ojo.

—Sí, creo que lo sé.

Levantándose del catre, me indica la salida.

—Pues ya está, puedes irte.

Me levanto, me sacudo la parte de atrás del pantalón y voy hacia la puerta.

—¿Te importaría devolverme mis armas antes de que me vaya?

—Las tiene Hurley. Como va a acompañarte, te las dará en la calle.

—Gracias.

Tom no me quita ojo.

—¿Ya está? ¿Lo soltamos después de ese embuste?

—Lo soltamos porque no está en nuestra condición retener a la gente contra su voluntad, Tom.

—Pero sabe algo. Míralo, se va encantado. Sabe algo y nos está tomando el pelo.

Lo miro al pasar junto a él.

—¿Qué es lo que te reconcome, Tom? ¿Aún no has encontrado un sustituto ecológico de la sangre?

Se lanza contra mí, pero Lydia interpone el brazo a modo de barrera, lo inmoviliza con fuerza y me hace un gesto con la cabeza, chasqueando la lengua.

—Date el piro, Joe.

—Sí, bueno.

Cuando estoy a mitad de la escalera, con Hurley a mi espalda, me llama Terry.

—Por cierto, ¿qué te ha pasado en la cara?

—Me caí de la cama esta mañana y abrí las cortinas sin querer. No sé qué me pasa, a veces creo que todavía estoy vivo.

—Ten cuidado con esas cosas, Joe. Por pensar así estamos muertos.

—Eso dicen.

Cruzo la puerta del sótano y salgo al vestíbulo y luego a la calle con Hurley pisándome los talones. Estamos en la avenida D, entre la 5a y la 6a. Hurley echa a andar hacia la última, en dirección norte, y yo lo sigo.

—¿Qué pasa con mis armas, Hurley?

—Terry quiere que te dé un paseíto antes.

—Vale.

Doblamos en la 6a, hacia el oeste.

—Siento haberte zurrado por detrás.

—Sí, claro.

No hemos andado ni media manzana cuando se detiene y se vuelve hacía mí.

—Lo siento, Joe.

—Ya lo has dicho, Hurley.

—No, por lo de ahora.

—¿Qué es lo de ahora?

—Que dice Terry que te meta caña.

Parpadeo.

—¿Cuándo cojones te lo ha dicho? Yo no he oído nada.

—Es que estabas todavía atontao.

—Pero, ¿por qué?

—Porque dice que te ibas a hacer el listo.

—¡Qué chorrada!, pero si estaba sin conocimiento, si no había tenido ni la oportunidad de hablar.

—Sí, pero dice que te ibas a hacer el listo porque siempre te lo haces.

—No es verdad.

—Ya digo que lo siento, Joe, pero tengo que cumplir. Es un empleo.

—Aunque lo llames empleo sigue estando mal, Hurley.

—Da igual.

Y se emplea a fondo conmigo. El tío sabe lo que hace porque respeta la cara y me rompe sólo dos costillas. Cuando acaba, me desplomo en la acera con la espalda apoyada contra la pared. Me tira las armas sobre el regazo y se vuelve al cuartel general de la Sociedad.

—No metas las narices, Joe.

—Sí, gracias por el consejo.

Podría volver con las armas, dar una patada a la puerta y disparar una ensalada de tiros. Con un poco de suerte me cargaba dos, y con mucha me llevaba por delante a todos. ¿Para qué? Los suyos vendrían por mí, y Terry y yo acabaríamos teniendo que entendernos. Y pensar que hubo un tiempo en el que estuve a punto de comprar todas las acciones de esa Sociedad de mierda. Terry soñaba con unir a todos los vampiros para damos a conocer al mundo y vivir como la gente normal e incluso contar con los recursos de la sociedad para curarnos del virus. Sí, hubo una vez en que también yo lo creí, pero luego caí en la cuenta de lo que me esperaba, de qué clase de encargos me hacía Terry y de que aquello no iba a cambiar nunca, y me largué.

Me cuesta más de media hora llegar renqueando hasta mi casa sin dejar de apretarme las costillas. Cuando me tumbo en la cama, son casi las cuatro de la madrugada y ni se me pasa por la imaginación seguir buscando al portador.

* * *

No hace una hora que he caído en un sueño poco reparador cuando suena el teléfono.

—Hablas con el contestador de Joe Pitt. Deja tu mensaje.

—Hola, Joe, soy yo. Si estás en la cama, no hace falta que descuelgues.

Descuelgo porque es la voz de Evie.

—Hola.

—¿Duermes?

—Lo intento.

—Estás dormido, ¿verdad?

—Casi. ¿Qué ocurre?

—Nada. Acabo de salir de trabajar.

—¿Estás bien?

—Sí, un poco sola.

—¿Quieres venir y vemos una película?

Un breve silencio.

—No, tienes que dormir, que duermes poco.

—Ya dormiré cuando me muera. Ven.

—No, sólo quería oír tu voz, ya estoy bien. Vuelve a dormir.

—Sí.

—¿Estarás mañana por la noche?

Me acuerdo del portador, que todavía anda suelto, y del plazo que ya he agotado.

—Me parece que estaré liado.

—A lo mejor puedes pasarte por el bar a saludar.

—Me pasaré.

—Vale. Duerme bien.

—También tú.

Ella cuelga y yo la imito.

* * *

Conocí a Evie hará unos dos años. Trabaja en un bar entre la 9a y la C, adonde fui una vez buscando a un gorrón que debía dinero a cierto individuo. Ella estaba detrás de la barra de aquel cabaré barato situado en medio de Alphabet City. Pelirroja, pecosa, de unos veintidós, llevaba una camiseta con el rostro de Elvis y unos vaqueritos a lo Daisy Dukes.

Entro y le pregunto si conoce al gorrón. Me mira con recelo mientras saca un par de Lone Star del refrigerador y las planta con energía delante de una pareja de lesbianas que se besuquean en la barra. Las lesbianas se despegan el tiempo justo para pagar y vuelven enseguida a su forma de vida alternativa.

—¿Quién lo busca?

Miro por encima de mi hombro derecho, luego por encima del izquierdo y por fin detrás de ella.

—Pues supongo que yo mismo.

—¿Para qué lo quiere?

—Es un gorrón y vengo a cobrar algunas deudas.

Me estudia con la mirada.

—Ya. ¿Lo ha visto alguna vez?

—No.

Sonríe para sí.

—Bueno, pues siéntese tranquilamente, tome una copa y escuche la música. Si viene, a lo mejor se lo digo. ¿Qué toma?

Me inclino sobre la barra y veo que en el cubo de hielo hay, por todo haber, una pila de Lone Star.

—Creo que una Lone Star.

Coge una, la descorcha y me la pone delante.

—Hombre de gustos exigentes.

—Pues sí.

Se aleja para continuar su trabajo en la barra y yo busco un rincón menos frecuentado. Hago lo que me ha dicho, me tranquilizo, bebo mi copa y escucho la música, y quizá le dirijo una mirada de vez en cuando. Hay un número de improvisación por parte de un conjunto de músicos country que sonríen y pulsan las cuerdas con frenesí. No son de mi estilo, pero saben lo que hacen.

Pasa una hora antes de que capte que me está mirando y me hace señas para que vaya a la barra. Asiento y me abro paso entre las chicas. Me indica el otro lado de la barra, donde se apiña la gente.

—Allí.

—¿Dónde?

—El bajito.

—¿Qué bajito?

En ese momento me doy cuenta de que el fulano, que yo había imaginado un tío de dos metros, es en realidad un enano regordete, que, subido a la barra, está contando chistes a un grupo de unas siete personas. Ella me mira con una sonrisita de medio lado.

—¿Cómo va a manejarlo, tío duro?

Observo al enano y tomo nota del enorme bulto que sobresale del bolsillo trasero de su pantalón. Sonrío a la camarera.

—¿Cómo se llama usted?

—Evie.

—Bonito nombre.

—Gracias.

—¿No dispone de un forzudo aquí?

—No, me basto sola.

—¿Y llama a la policía cuando hay bronca?

—¿Por qué lo pregunta?

—Porque voy a patear al enano y no sé si hacerlo dentro o salir afuera.

—Pues hágalo dentro y le va a parecer que mide dos metros.

—Ajá. Me parece que arreglaré el asunto en la calle.

—¿Y eso?

—Pienso que querré regresar para verla. Tenga, por la cerveza y la ayuda. Por cierto, me llamo Joe. Hasta pronto.

Dejé una moneda de cincuenta en la barra y salí a la calle dispuesto a esperar al gorrón. Cuando salió él, algo más tarde, con varios amigos de tamaño normal, se formó un alboroto. Sacó un arma, pero pude quitársela y calentarlo varias veces. Como los de tamaño normal se indignaron, recibieron también lo suyo. Al final, cogí el dinero, tiré la pistola a una alcantarilla y me fui a casa. A la noche siguiente volví al bar y me senté a escuchar la música. Evie siguió trabajando sin apenas mirarme, pero al acabar su turno la acompañé a casa.

Nos sentamos en sus escaleras un rato hablando del libro que estaba leyendo y de una película que a mí me gustaba. Luego se levantó para entrar. Yo me quedé de pie y ella subió un escalón más para mirarme sin tener que estirar el cuello. Me dijo que se iba a casa, que le encantaría volver a verme, que tenía el sida y que jamás, fuera cual fuera la circunstancia, se acostaba con nadie. Después me besó intensamente en la boca y entró. Nunca tuve oportunidad de contarle que yo tampoco me acuesto con nadie.

Es difícil explicarle a una persona que llevo dentro del cuerpo una cosa que se llama virus, que se alimenta de mi sangre y que la limpia de impurezas y de enfermedades; que para sobrevivir necesita más sangre y que por eso me dota del instinto, la fuerza y la mentalidad de un depredador; que si no lo alimento de sangre humana, me abrasa el cuerpo por dentro, me chamusca las venas y me convierte en un pellejo seco; que la exposición a los rayos UVA del sol destruye mi sistema inmune y podría colonizarme de tumores en unos minutos; que el Virus me llena de endorfinas y de adrenalina; que me bastan unos segundos para que la carne se regenere y se coagule la sangre, de modo que para matarme habría que reventarme el corazón o la cabeza o cortarme por la mitad o también aniquilarme con una explosión antes de que se me curen las heridas; que constituyo uno de los grandes secretos de este mundo y que mi mayor defensa es continuar en el anonimato; que somos unos cuantos y que estamos deteriorados por la luz del sol; que mi organismo está todo lo cerca de la muerte que puede estar un ser vivo y que continúa en movimiento únicamente por el apetito de otro organismo; que podría entrar a un pabellón de enfermos de sida y beber su sangre, porque el virus se comería el VIH y me dejaría una sangre limpia y sana; que podría entrar al mismo pabellón e infectar a los pacientes con mi sangre para que limpiara y sanara la suya, pero que se quedarían con hambre y sed de más; que podría curarla a ella.

Algún día, cuando sea más valiente, le diré todo esto y, mirándole a los ojos, añadiré que la quiero y le pediré que sea sólo mía. Pero hasta entonces somos únicamente amigos.

Suena el teléfono a última hora de la mañana.

—Hablas con el contestador de Joe Pitt. Deja tu mensaje.

—Señor Pitt, le llamo de parte del señor Predo. Por favor, descuelgue el auricular si está en casa.

Mierda. El cachas de la Coalición.

—Muy bien, señor Pitt. Por favor, asegúrese de devolver esta llamada lo antes posible.

Lucho por desembarazarme de las sábanas y coger el teléfono, pero cuando lo agarro se me cae al suelo. Lo recojo a tientas, tratando al mismo tiempo de quitar el contestador automático.

—Diga. Estoy aquí. ¿Diga?

Me llega la voz del cachas, cuya exasperación se hace patente por su forma de respirar.

—Buenos días, señor Pitt. Tengo una llamada del señor Predo, ¿puedo conectarle?

—Le importaría comprobar si es para mí, no vaya a ser que...

—Si me cupiera alguna duda, señor Pitt, ya estaría usted exonerado. Conecto.

Un clic y enseguida oigo a quien ustedes ya saben.

—Buenos días, Pitt.

—Buenos días, señor Predo.

—¿Todo bien, Pitt?

Ahora viene.

—Pues sí, creo que todo va bien.

—¿Entonces es que ya ha dado buena cuenta del problema y cabe esperar que no se produzcan otros percances?

Hay dos cosas que no se le pueden hacer a la Coalición. La primera es meter la pata en un encargo. La segunda, mentir.

—En efecto, señor Predo, eliminado. Todo resuelto.

—Bien, en tal caso, tengo un trabajo para usted.

Coño.

—La verdad es que ando muy liado, no sé si puedo permitírmelo.

Hace una pausa breve.

—Hay dos modos de plantearse este trabajo, Pitt. Por una parte, se trata de una oportunidad que usted puede aprovechar o no, según su deseo. Por otra parte, la limpieza que hemos llevado a cabo a raíz de su torpeza en el asunto de la escuela nos ha salido muy cara, en vista de lo cual podría considerarlo un favor que debe a la Coalición por arreglarlo. Entiendo que el segundo planteamiento resulta mucho más adecuado. ¿Qué piensa usted?

Después de haberle mentido, comprendo que no es el momento de tener un arranque de orgullo.

—Creo que tiene razón.

—¿Eso es un sí?

—Claro.

—No esperaba menos.

—Ya. ¿Y cuál es el encargo?

—Hoy recibirá la llamada de una señora que le expondrá el problema. Ofrézcale su ayuda para cualquier cosa que ella pida. Con eficacia y, no necesito subrayarlo, con discreción. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—La señora es distinguida y de buena cuna, compórtese finamente.

—Es mi especialidad.

—Sí. Bueno, una vez más le felicito por hacerse cargo del trabajo y le deseo una rápida resolución de este nuevo empeño.

—Gracias.

—Adiós.

—Bien.

Cuelga. Sentado en la cama, me doy de cabezazos contra la pared. Predo cree que el portador ha muerto, cuando la verdad es que no tengo ni idea de dónde está. Si aparecen zombis nuevos antes de que yo encuentre al puñetero bicho, a ver cómo identifico de dónde proceden, y después no pasará mucho tiempo antes de verme clavado a la superficie asfaltada de un aparcamiento de Nueva Jersey, contemplando la salida del sol.

En realidad no me llamo Joe Pitt. De hecho, crecí con otro nombre, pero me lo cambié al contagiarme, como hacemos muchos. No es que sea una norma ni nada parecido, ni que haya que tener un nombre de guerra vampírico, pero la mayoría dejamos atrás nuestra vida y lo primero que hacemos es cambiar de nombre. Sea como sea, crecí llamándome de otro modo.

Sé que existen padres estupendos, que saben amar y cuidar a sus hijos; los míos fueron de otro tipo.

Nací en el Bronx en 1960. En 1975 ya vivía por mi cuenta en el East Village, con un grupo de okupas punks. No estaba mal. Mendigaba, robaba y llevaba un mohawk; bebía, esnifaba y fumaba todo lo que caía en mis manos. Tenía fama de ser uno de los punks más pirados del momento. Apaleaba o me follaba a cualquier cosa que se dejara.

Un día de 1977 fui a ver a los Ramones en el Country Bluegrass Blues. Gran actuación. Me emborraché, me drogué, tomé anfetas y, estando en el aseo, un tío con traje me ofreció veinte pavos por mamármela. Eran otros tiempos. Los trajeados iban a divertirse a los barrios bajos y a ver el panorama; algunos, los más feos, buscaban intercambios más sórdidos. En cuanto a mí, me gustaba que me chuparan la polla; lo del dinero era la guinda del pastel.

Me bajó la cremallera de los pantalones de pitillo a cuadros y se arrodilló sobre un pañuelo que había puesto en el suelo para no mancharse los suyos. Por las paredes se filtraba la voz de Joey y el sonido de la banda, atacando Now I Wanna Be a GoodBoy, cuando yo me corría en su boca. Se levantó, sacó otros veinte pavos y me los ofreció a condición de que yo se la chupara a él. Me negué, pero como le propuse meneársela, me los dio. Mientras yo maniobraba dentro de sus pantalones, él se inclinaba hacia mí con la cara hundida en mi cuello. Lo masturbé siguiendo el ritmo de la música que aporreaba las paredes, pensando en el alcohol y las drogas que me iba a meter con los cuarenta pavos. Estaba tan colgado que tardé unos segundos en darme cuenta de que lo que él pretendía no era darme un chupetón, y cuando quise gritar ya me había abierto un agujero en el cuello.

Era un chapucero. Me dejó doblado en el suelo, sin siquiera desembarazarse de mí o disimular la herida o drenarme y llevarse algo de sangre. Un niñato en busca de sensaciones fuertes por poco precio. Y allí me quedé, tendido en el suelo mientras la gente entraba y salía del retrete saltando por encima. No sería la primera vez que alguien perdía el conocimiento en los aseos del CBGB; por tanto, no llamaba la atención aunque estuviera sangrando. No sé cuánto tiempo pasé allí hasta que Terry Bird entró y me vio. Me recogió y salimos abriéndonos paso entre la multitud. Supongo que tenía la intención de deshacerse del cuerpo, pero cayó en la cuenta de que me quedaba bastante vida y me llevó a casa.

Además de curarme, me explicó lo sucedido. No quise creerlo. ¡Había tanto estrafalario! Pero entonces me dio sangre por primera vez y desde ese momento no me preocupé de nada más.

Estuve tres años con él. Me habló de los Clanes que dirigen distintos territorios de Manhattan y mantienen el orden y el secreto de los vampiros. Y me contó también lo de la Coalición.

En otros tiempos, la Coalición mandaba en toda la isla, salvo en el West Village, que siempre había sido del Enclave, pero en los años sesenta se cambiaron las tornas. El Barrio se hizo con todo el territorio por encima de la 110a, y Terry creó la Sociedad y se adueñó de la tierra del East Side, desde la 14a hasta Houston. Así fue como la punta de la isla quedó al margen de la Coalición. Ahora toda esa parte de abajo está regida por los Clanes y los Parias de poca monta. ¿Qué pasa en la periferia, en Staten Island, en Brooklyn, en Queens y en el Bronx? Según lo que he oído, al otro lado del río impera la jungla. Cualquiera sabe qué hacen los salvajes entre la maleza y, por otra parte, qué más da. El distrito que merece la pena pertenece a la Coalición, y a pesar de los tropiezos y los recortes de los sesenta, ésos todavía lo dominan todo de río a río entre la 14a y la 110a.

Y si lo dominan es porque están organizados. Todo vampiro que entra en su Clan tiene asegurado el trabajo y recibe una dosis de sangre equivalente a su contribución. Ahí reside su poder, en la cantidad de sangre que atesoran quién sabe cómo. Lo cierto es que te abastecen y no tienes que salir a buscar alimento por tu cuenta armando líos como si fueras un Paria, siempre a condición de que no les pises la raya. Y su raya es la invisibilidad. Cultivan las influencias en el mundo no infectado únicamente para proteger los intereses del Clan. O, como diría Terry, los intereses del Secretariado.

Terry me contó la historia aderezada con su filosofía personal, su proyecto de unir a todos los Clanes para sacar a los vampiros a la superficie, cosa que resultaba imposible sin derrocar primero a la Coalición, cuyo poder, en última instancia, se basaba en un suministro de sangre tan inagotable como secreto. Así que me sumé a la lucha y puse todo mi empeño en unir a los vampiros bajo una sola bandera para darnos a conocer públicamente, con la misma legitimidad y los mismos derechos que las personas no contagiadas. Frecuenté los mítines, participé en la organización y en la búsqueda de nuevos adeptos antes de que ellos mismos pusieran fin a su vida. Pasé mucho tiempo en las reuniones que celebrábamos en los sótanos hablando con los recién infectados para contener su desesperanza, y más tiempo aún ocultándome allí mismo de los agentes de la Coalición. Fueron años duros aquellos finales de los setenta. La Sociedad se mantenía unida. La Coalición había perdido el control del distrito sur, aunque no en provecho de Terry, que hasta mediados de los ochenta no pudo reunir un grupo de Clanes pequeños que le permitiera formar uno grande. Ahora ese territorio pertenece por entero a la Sociedad. En cuanto a mí, me hice autónomo al darme cuenta de cuál era la finalidad para la que me había reclutado Terry.

Al principio fueron trabajos de poco fuste. Hubo que ocuparse de algunos Parias que vivían en el territorio sin pertenecer a la Sociedad. Luego se trató de nuevos incautos que se adaptaban mal a la transición, a los que había que librar de su propia desgracia. Siguieron a éstos los miembros de filiales de la Sociedad que no siempre querían actuar como Terry decía, de modo que también había que ocuparse de ellos. Así que me ocupé de muchos.

Un día me presenté en casa de un tío conocido que me caía bien. Sólo iba a proponerle una cerveza, pero al verme puso la cara de un hombre que jamás me daría la espalda. En ese momento comprendí que Terry me estaba convirtiendo en su azote, en su policía. Y yo no soy un puto poli.

Me hice Paria, abandoné la Sociedad y traté de abrirme camino por mi cuenta, cosa dificilísima cuando se es un vampiro, pues los Clanes no quieren perderte de vista por si armas follón. Como quería vivir en el territorio de la Sociedad, continué haciendo encargos para Terry.

Y cuando la Coalición me llamó para hacer un trabajito, acepté, convencido de que era bueno para mí. Sabían, como tantas otras cosas, que me había convertido en un Paria y que me movía con libertad por debajo de la 14a. Entonces tuvieron la idea de mantener un agente en la zona, una especie de tránsfuga en casa de la Sociedad. Me ofrecieron una cantidad generosa y yo les hice una contraoferta. Ahora parece que pretenden mover todos mis hilos, pero me resisto. Veremos quién se sale con la suya.

Le hago favores a la Coalición porque tendría poder suficiente para deshacerse de mí si lo decidiera, y se los hago a la Sociedad porque estoy en su territorio y, si quiere, puede enviarme a la periferia. Sigo siendo un Paria porque me gusta. Es mi vida, y la vivo como quiero. Por otra parte, si me canso, no tengo más que abrir la puerta y salir a dar un paseo en un hermoso día de sol.

Cuando me contemplo en el espejo veo el rostro de un hombre de unos veintiocho años, aunque sé que debajo tengo cuarenta y cinco. Podría conservarme aún más joven con sólo beber más sangre, como Predo, que quién sabe cuánta chupa. Pero es que él dispone de los recursos de la Coalición. A veces me pagan con unas cuantas pintas, pero casi siempre busco yo mi alimento, pues cuanto menos consumo, menos interés atraigo sobre mi persona. La sed es nuestro punto débil. Nos identifica, conduce hasta nosotros a los cazadores. Nos obliga a vivir en zonas muy pobladas, donde no se noten nuestros merodeos ni nuestra aversión al sol. Hay quien emigra al campo y vive como un eremita, alimentándose de excursionistas despistados. Otros se van a pueblos agrícolas, donde se alimentan frugalmente, enflaquecen y esconden su verdadera naturaleza detrás de una fachada de excentricidad. Los suburbios están más desprotegidos, porque allí la población ni escasea ni abunda lo suficiente para proporcionar una cobertura. Los vampiros de los suburbios apenas duran un año. Además esos barrios son pozos desolados. ¡Cristo bendito! Filas y filas de tiendas, parques empresariales, urbanizaciones. Más te vale clavarte una estaca en el corazón y ahorrarles trabajo a los Van Helsing. Hablo de un país de los no muertos.

En todo caso, no me llamo Joe Pitt. Renuncié a mi verdadero nombre porque un individuo como yo no lo necesita.

Por la mañana se me ocurre tomar una pinta para fortalecer las costillas, pero llevo dos días dándome un banquete y no quiero abusar. Las costillas se fortalecerán sólitas; conque vagueo y me siento a ver películas.

Suelo ver filmes de terror, no porque me entusiasmen, sino para investigar. Si me abandonara a mis gustos, probablemente vería El tesoro de Sierra Madre o Muerte entre las flores; en cambio, veo más o menos la mitad de El abominable doctor Phibes hasta que empieza a parecerme inservible y me paso a Martin. Ya la he visto varias veces, pero repito las mejores escenas porque, en materia de cine de vampiros, no la hay más realista. La gente saca sus ideas sobre los vampiros reales y, en términos generales, sobre el mundo «sobrenatural» de las películas de terror; por eso me gusta mantenerme al día. Veo las nuevas en cuanto salen, incluso las de vísceras, y mientras tanto alquilo las viejas en DVD.

Hace unos años viví un episodio con un chaval que vino en plan Van Helsing con la cruz y el agua bendita. Un día, escondido en un armario del dormitorio, vio a un Paria de Jersey morder a su hermana y desde entonces emprendió una cruzada para matar a los no muertos. Aún no sé cómo dio conmigo. Supongo que recorría el East Village por la cantidad de adefesios con pinta de vampiro que pululan por allí. Sea como sea, después de acecharme varios días, llegó a la conclusión de que yo era un engendro del diablo. Una noche, estando en la puerta de Doc Holliday’s, cruzó la calle en dirección a mí con el crucifijo y un atomizador lleno de agua bendita. Le permití que me siguiera a lo largo de una manzana y cuando estuvimos lejos de la abarrotada A, le quité la cruz y le rogué que dejara de pulverizarme con agua. Se puso como loco, llamándome engendro de Satanás y otras lindezas. Preferí callarme, beberme el agua bendita, besar la cruz y serenarlo. Estaba tan desconcertado que acabó llorando en mi hombro. Le di una palmadita en el culo, le recomendé que acudiera a un médico y continuó su camino. Luego lo seguí hasta su casa, entré en su habitación mientras dormía, lo desangré en la bañera y simulé un suicidio. La gente así es peligrosa y no se les puede dejar sueltos.

Pero la culpa no es suya, sino de las películas, de donde evidentemente tomó las ideas y los diálogos. Si no hubiera visto El horror de Drácula se habría limitado a llorar a su hermana sin buscarse la ruina. A Evie le gustan de verdad las películas de terror, lo cual está muy bien porque las vemos juntos y de vez en cuando cuelo algún Howard Hawks o un Billy Wilder para ella.

Hacia las tres suena por fin el teléfono y hablo con la mujer que me dijo Predo.

Con razón se dice que el salón King Colé del hotel St. Regis es uno de los bares más hermosos de Nueva York. Tanta madera noble, tanta puta de lujo y ese mural de Maxfield Parrish detrás de la barra casi justifican mi ascenso a estas alturas de la ciudad por segunda vez en dos días. Menos mal que en esta ocasión es de noche y puedo prescindir de la chilaba. Cuando la camarera que está en la puerta me pregunta si quiero una mesa, le digo que he quedado con una persona. Sonriendo, me invita a que entre a echar una mirada. Me basta con poner un pie en el salón para identificarla. Está sentada en una mesita de cóctel que hay en una esquina y es la única persona sola. Cuando me aproximo, se pone de pie.

—¿El señor Pitt?

—Joe, llámeme Joe.

—Joseph, es un placer conocerlo.

—Lo mismo digo.

Se ruboriza ligeramente.

—¡Ah! claro, todavía no sabe usted cómo me llamo.

—Pues no.

Se sienta, esbozando una sonrisa sincera y levemente vergonzosa.

—Perdón. Soy Marilee Ann Horde.

Aprieto las mandíbulas. Así que Marilee Ann Horde. Gracias Dexter Predo, hijo de la grandísima. Me observa porque continúo de pie.

—¿No quiere sentarse y tomar algo?

Obedezco.

—Joseph, cuénteme.

—¿Sí?

—¿Qué le ha ocurrido en la cara?

La conversación por teléfono había sido muy breve. Según ella, no le resultaba cómodo entrar en detalle en una línea abierta, por eso quería verme. Acepté con tal de que fuera esa noche. Propuso las seis y yo contraataqué con las nueve y media. Citó el Colé, y dije que sí.

A la altura de la 55a me había trazado un plan consistente en oír lo que tuviera que contarme y aplazar el encargo hasta la semana próxima. Regresar al infierno del sur, ir al colegio y retomar el asunto donde lo abandoné la noche pasada antes de que me asaltaran, con el objetivo de seguir la pista de aquel aroma a sexo y almizcle de la zombi y de continuar buscando tanto en el edificio como en las calles aledañas. No era un olor abundante ni fácil de identificar. De paso, no quería perder de vista lo que la Coalición había montado por allí. En caso de no encontrar nada, siempre quedaría el recurso de Philip. Era un plan bueno, que necesariamente debía conducirme a alguna parte. Cuando, de pronto, me entero de que estaba citado con Marilee Ann Horde.

* * *

Bebe un vodka con hielo de diseño, absurdamente caro, del que yo acepto otro vaso.

—Tengo excelentes referencias de usted, Joseph.

—Hago mi trabajo, pero me sorprende que el señor Predo me recomendara a usted.

Sonríe lo imprescindible.

—Y bien.

—Ejem. Mire, señora Horde.

—Marilee.

—Yo no suelo dedicarme a estas cosas.

—¿Qué cosas son éstas?

—Pues, trabajos por esos parajes suyos.

—¿Y cuáles son mis parajes, Joseph?

La observo ahí sentada. Una belleza elegante, serena y tímida, de treinta y tres años, que viste un traje sastre de verano en tono rosa palo y una blusa de lino sin una arruga, sin más joyas que el anillo de compromiso y la alianza en la mano izquierda. En vez del pedrusco de dos quilates que cabe esperar en el Upper East Side, el anillo tiene una piedra azul y blanca de un tamaño elegante, montada sobre platino en estilo déco. El cabello dorado, que parece natural, está enroscado por detrás y pulcramente recogido con un pasador, con tres mechones perfectos que enmarcan por delante su rostro y acentúan su cuello marfileño. Sí, marfileño. Tomo un trago largo de mi bebida y me echo hacia atrás en el asiento.

—¿Se ha mirado al espejo últimamente, señora Horde?

—Le he dicho que me llame Marilee.

—Es cierto, lo ha dicho, pero ¿se ha mirado al espejo últimamente?

—Sí.

—¿Cuáles diría usted que son sus parajes?

Inclino la cabeza para mirar mi traje viejo, mi camisa arrugada y los zapatos desgastados que he desenterrado para la ocasión.

—¿Y cuáles diría usted que son los míos? ¿Le parece, teniéndolo en cuenta, que soy el hombre apropiado para su trabajo?

Deja el vaso de vodka en la mesa.

—Precisamente por eso creo que es usted el hombre ideal para mi trabajo, Joseph. Verá, mi hija ha vuelto a escaparse y yo creo que hay que buscarla en sus parajes...

Se inclina para acercárseme.

—... como usted dice.

Cuando viene la camarera, Marilee pide otra ronda.

Ha tardado tanto en decirlo que me ha dado tiempo a pensar en chantajes, en drogas o en algún asuntillo molesto que la señora deseara arreglar, pero no imaginaba que se tratase de una cría perdida. Claro que tampoco había imaginado que se tratara de Marilee Ann Horde.

Los Horde son una de las doce familias oriundas de Nueva York que hicieron de Manhattan una verdadera sociedad. El dinero les viene de las fuentes habituales: petróleo, maderas y ferrocarriles, aunque en la actualidad se les conoce sobre todo por sus empresas de biotecnología y por la HCN o Horde Cable Network. Según tengo entendido, la familia de Marilee Ann Dempsey se hallaba mucho más abajo en la pirámide alimentaria, aunque al parecer ella lo compensó con tanto estilo que atrajo el interés del doctor Dale Edward Horde, hijo único y heredero de la casa, así como fundador y presidente de Horde Bio Tech Inc. Llevan catorce o quince años casados y son de esas parejas de Manhattan que siempre están en el candelera; claro que todo dicho con esmero y pulcritud. Tratándose de los Horde, nada de chismorreos. En mi caso, todo esto significa que no puedo pasar del problema. Para encontrar a la puñetera niña tengo que seguir aquí sentado, oyendo la historia, en vez de salir a buscar al portador. Llega la segunda ronda y disimulo mi intranquilidad mientras escucho.

Ahora se inclina hacia atrás, sostiene el vaso en su regazo con la mano derecha y de cuando en cuando agita los hielos con el dedo índice.

—Amanda ya lo ha hecho otras veces. Cosas de críos. Sólo tiene catorce años, pero es una niña muy inteligente. Suele esconderse en los armarios o en el jardín hasta que damos con ella; es para llamar la atención. No es que no se la prestemos, sino que le gusta asustarnos. También lo hacía en lugares públicos, en museos o en tiendas; desaparecía así, sin más. Al principio nos dominaba el pánico y la buscábamos por todas partes. Cuando nos dimos cuenta de que era un juego, resolvimos esperar a que saliera de su escondite cuando se aburriera o se sintiera sola, pero no aparecía. Una vez esperé un día entero en Bergdorf’s. La encontramos escondida entre la ropa de un perchero cuando ya habían cerrado los almacenes. Sin embargo, nunca se fue lejos, Joseph, nunca, hasta el verano pasado, nos perdió de vista. Al principio mi marido y yo nos sorprendimos porque hacía tiempo que había abandonado el jueguito, pero luego comprendimos que esta vez había desaparecido de verdad. Buscamos en nuestra casa de la ciudad, hicimos registrar la de Hamptons y la finca del río Hudson, pero dos días más tarde seguíamos sin rastro. Comenzamos a pensar en el secuestro y llamamos a la policía, pero nadie se comunicó con nosotros para pedir rescate, y, francamente, la policía no sirvió de mucha ayuda. A los pocos días, contratamos a un detective privado al que mi marido había recurrido en otras ocasiones. La encontró casi dos semanas más tarde en el East Village, «acampando», como lo llaman los jóvenes. Se ponen ropa vieja y viven en la calle mendigando y durmiendo en los parques como si fueran vagabundos, supongo.

Asentí. Era cierto que en verano abundan los niños pijos en busca de aventuras fuertes en la avenida A, hasta que llegan los verdaderos vagabundos, los desenmascaran a patadas y los mandan a casa con papá y mamá.

Marilee toma un sorbo y juega un poco más con el hielo.

Levanta la mirada al oírme un pequeño gruñido.

—¿Sí?

—No se ofenda, pero es que parece usted muy serena para tener una hija desaparecida.

Asiente.

—Como ya le he dicho, no es nuevo para nosotros y sólo lleva fuera unos días, aunque lo más importante es que nos consta que está bien.

—¿Y eso?

—Porque ha sacado dinero de su cuenta.

—Podría ser otra persona con su tarjeta y su código.

—Sí, al principio utilizó la tarjeta, pero los dos últimos reintegros fueron en persona, por caja; y era ella porque hay que presentar un carné con foto.

—¿Cuándo y dónde fue el último?

—En el Chase que hay en la 8a con Broadway, hace dos días.

—¿Cuánto retiró?

—Doscientos dólares.

—¿A cuánto dinero tiene acceso?

—Puede sacar hasta mil semanales, pero nunca más de doscientos diarios, como no sea añadiendo a la suya la firma del padre o la mía.

—¿Y ha sacado doscientos diarios desde que desapareció?

—Sí, primero con la tarjeta, y las dos últimas veces, como le he dicho, por caja. Puede que la tarjeta se le haya extraviado.

—Bien, ¿trae usted una foto?

—Sí.

Levanta del suelo un billetero a juego con el traje, saca la foto y me la entrega.

Los ojos y el cuello son de la madre, pero ahí termina el parecido. La niña de la fotografía se cubre de negro de los pies a la cabeza, va maquillada con una base blanca y lleva negro todo lo demás: tinte de pelo, carmín de labios, sombra de ojos y laca de uñas. ¡Por Dios!, si es una gótica. Marilee advierte mi expresión.

—Sí, Amanda siente algo cercano a la fascinación por los no muertos. Comprenderá ahora por qué le hemos llamado a usted, Joseph.

Cuando levanto los ojos de la foto, Marilee me sonríe con su dulzura habitual.

Dexter Predo me ha sacado del armario.

Es evidente que una mujer como Marilee posee un cierto conocimiento de cómo funciona el mundo, de los intercambios que tienen lugar por detrás, por encima y por debajo de los distintos ambientes de Manhattan y del toma y daca implícito en el poder. Este tipo de favores y de comisiones es lo que hace conocida a la Coalición entre una elite ajena a los Clanes, pero si Predo me ha sacado del armario es evidente que Marilee se mueve en un grado muy alto de conocimiento, el mismo que a otras personas les ha costado la vida.

No faltan quienes sepan de nuestra existencia, pero son pocos y en su mayor parte cumplen una función concreta. Están los Van Helsings, honrados ciudadanos que cuando se tropiezan con nosotros asumen la misión de darnos caza; los Renfields como Philip, que se pegan a nosotros, en parte serviles, en parte envidiosos; las Lucys, aunque el apelativo sirve tanto para mujeres como para hombres, o románticos del mito del vampiro, que nos idolatran y nos persiguen como fans enloquecidos; y las Minas, que son aquellos que lo saben pero a los que no les importa y se enamoran de verdad. Con los Van Helsings ya hemos acabado; a las Lucys y a los Renfields los utilizamos para que nos sirvan y nos aíslen del mundo. Las Minas son seres raros y de incalculable valor para nosotros, cuya sinceridad sólo podemos conocer confesando quiénes somos y lo que hacemos para conservar la vida. No hay muchos que superen la última criba.

Están luego los hombres y las mujeres con poder y capacidad de influencia que nos conocen. Es a ésos a los que hay que temer. La Coalición negocia con ellos y la Sociedad aspira a dominarlos, cosa imposible. Jamás podremos vivir en sociedad, como no sea en calidad de adefesios o de víctimas. La gente que podría liberarnos de este oscuro mito nunca arriesgará ni su estatus ni su reputación para decirle al mundo: Mirad, los vampiros existen de verdad.

Marilee es una de esas personas: ella sabe y no ignora que yo sé que sabe, etc.; y aquí está, en el Colé, tomándose una copa conmigo en público. Si alguna vez me cupo alguna duda, ahora tengo la certeza de que en cuanto se me presente la menor oportunidad de exponer a Dexter Predo al sol, lo haré encantado.

Pesca un cubito de hielo de su copa, se lo mete en la boca y lo mastica.

—Ya ve, Joseph, sé quién es usted; sin embargo, no estoy segura de lo que hace. ¿Es detective o algo parecido?

Todavía estoy como un ciervo deslumbrado por los faros, mirándola fijamente mientras mastica el hielo.

—¿Joseph?

Parpadeo lentamente, una sola vez.

—Soy un hombre que hace encargos; un factótum. Si alguien tiene un problema, a lo mejor me llama y a lo mejor se lo soluciono. Supongo que a veces soy detective, pero carezco de licencia, de despacho y de todo lo demás.

Asiente.

—¿Y pistola? ¿Lleva usted pistola?

—A veces.

—¿Ahora mismo?

—No.

—¿Y las otras cosas que hace? En teoría las conozco, pero resulta difícil entrar en detalles. ¡Predo y los otros miembros de la Coalición con los que tratamos son tan circunspectos!

La observo con detenimiento.

—¿Qué me dice de esas otras cosas, Joseph?

—No son para hablarlas aquí.

Respira hondo y exhala el aire.

—Es que se oyen historias tan fascinantes. ¿Es cierto, por ejemplo, lo que se dice de que su sentido del olfato es tan agudo como el de un perro? ¿Podría decirme qué perfume llevo esta mañana?

—Lo percibo.

—¿Conoce la marca?

—No, pero es aceite de lavanda.

—¿Lo reconocería si volviera a olerlo?

—Sí.

—Ya.

—Si no le importa, señora Horde, no soy aficionado a los juegos de salón.

—Pero tendremos que hablar de estas cosas alguna vez.

—Señora Horde.

—¿Sí?

—¿Su hija?

—¿Qué le ocurre?

—Ha desaparecido.

—Sí, ya lo sé.

—¿Qué quiere decir que la niña siente fascinación por los no muertos?

Toma otro cubito de hielo del vaso, pero esta vez se limita a chuparlo.

—Pues eso, que le fascinan los no muertos e incluso los muertos, si me apura. Usted tiene ojos, ya ha visto que es una gótica. Tanto ella como sus amigos se interesan por todo lo macabro.

—Pero cuando nombra usted a los no muertos, ¿es en abstracto o en sentido literal? Quiero decir que...

—¿Qué sabe mi hija?

—Sí.

—Nada. Ignoro cuáles serán sus costumbres, Joseph, pero en mí no es habitual tratar con... su gente. Esto es una aberración. Dale y yo tenemos algunos en nuestro círculo, pero no se nos ocurre compartir con nadie semejante información, que sólo serviría para colgarnos una etiqueta de algo más que excéntricos.

Sonríe, lamiendo el hielo que sostiene entre los dedos. Se me escapa. No es una Van Helsing, ni mucho menos una Renfield, y le falta la inmoralidad que se requiere para ser una Lucy. Pero es algo, desde luego es algo. Apuro mi copa.

—Dos cosas más.

—Naturalmente.

—El nombre del detective que la encontró la otra vez.

—Chester Dobbs.

—Bien.

—¿Lo conoce?

—¿Por qué no le han llamado ahora?

—Si quiere que le diga la verdad, le llamamos. Nos prometió que se haría cargo, pero a la noche siguiente nos devolvió la llamada para renunciar porque tenía demasiado trabajo.

Quiero imaginarme a un detective que rechaza la leche de una vaca tan gorda como los Horde y no puedo.

Me está mirando.

—¿Y la otra?

—¿Hum?

—La otra cosa.

—¡Ah!, sí, ¿dónde la encontró la primera vez?

Por fin muerde el cubito que estaba chupando.

—En un edificio abandonado, creo que era un colegio cerca de la avenida B con la 9a. Había ocupado el sótano con otros chicos.

Me mira a la cara, que seguramente tiene el gesto de quien acaba de recibir una patada en el hígado.

—¿Está bien, Joseph? ¿Pasa algo malo?

Ni le doy la mano ni le digo adiós. Paso por alto todas las etiquetas sociales y corro como alma que lleva el diablo a meterme en un taxi.

No es ella. Dentro del taxi miro la foto con detenimiento y compruebo que Amanda Horde no es aquella arrastrapiés de la que di buena cuenta. ¡Menos mal!

El colegio sigue como la noche pasada, con un coche patrulla estacionado delante para mantener a raya a los morbosos y una cinta policial alrededor de la entrada. Me cuelo por el mismo método de la otra vez, aunque la escalada resulta ahora más difícil porque las costillas todavía se me resienten de la paliza de Hurley. La puerta del tejado sigue entreabierta, tal como la dejé. Entro. Los mismos graffiti, las mismas ratas, la misma corriente de aire, los mismos olores. Ya en la planta baja, me dirijo a la habitación de la matanza.

Los aromas son algo menos intensos, pero la única variación es que se han añadido los de Tom y Hurley. Las ausencias que había localizado antes de perder el sentido se han evaporado a causa de los otros olores, ya difundidos por toda el aula. En cambio, lo que continúa en su lugar es el almizcle; perfume sudado y turbador, con su pizca de sexo y deshidratación. Pero no estoy aquí por eso, sino por la niña.

Abandono la habitación y merodeo por el edificio hasta dar con una puerta que conduce al sótano, donde la oscuridad es absoluta. Al apretar los párpados noto que las pupilas se me agrandan por reacción a la falta de luz. Abro los ojos y desciendo las escaleras hasta las complejas tinieblas de abajo.

Aquí los olores son distintos. Dominan el polvo y la humedad del cemento, con un matiz de petróleo de calefacción y una estela de sudor humano mezclada con todo lo demás. Por debajo de la puerta del fondo se filtra un rayo de luz. De la penumbra surgen unas sombras irregulares. Rodeo un montón de cajas de cartón podridas y abarrotadas de libros de texto, doblo una esquina y cruzo la puerta abierta de lo que fue en otro tiempo el cuarto de la caldera, de donde proviene el olor a petróleo. Abundan los olores humanos rancios y condensados. Puede que haya alguno reciente, pero el caos es tal que me impide diferenciarlos. La peste a sudor que capté en la escalera se intensifica al abrir la puerta de lo que debió de ser el vestuario de los chicos. Se han llevado la mayor parte de las taquillas, pero en uno de los rincones descubro un sucio amontonamiento de algo que huele a protectores genitales desechados.

Preferiría no anunciar mi presencia a quien pueda andar al acecho por aquí abajo, pero tengo que alumbrarme un poco si no quiero emplear toda la noche. Saco del bolsillo una Maglite pequeña y, cerrando los ojos, enciendo la linterna, me cercioro de graduarla hasta la potencia más baja y entreabro los ojos. Aunque la iluminación podría calificarse de escasa y deprimente, para mí equivale a una lámpara deslumbrante. Aparto la luz del cuerpo, porque, si hay alguien que quiera pegarme un tiro, prefiero la mano al vientre.

Con algunas claves visuales añadidas a las olfativas se hace más fácil distinguir lo nuevo de lo viejo. El olor del vestuario de los chicos deja paso a otros más recientes. Sigo esas huellas frescas hasta una zona donde se han pinchado mucho, dentro de un almacén medio lleno de pupitres rotos.

Por todo el suelo hay jeringuillas usadas, envoltorios de barritas de caramelo, frasquitos vacíos de crack y cartones grandes usados a modo de colchón. Estos efluvios son más recientes que los del vestuario. Hay un olor químico muy penetrante a heroína y a crack, a mierda y a orines en un rincón, a tabaco barato de una marca genérica y a la sangre seca de dos manchas en el suelo, cosa nada rara en un sitio semejante. También se percibe el de los policías que probablemente bajaron hasta aquí registrando el edificio. Coño, pero noto algo más en uno de los colchones de cartón: el olor a sexo rancio de la arrastrapiés gótica, pero mucho más fuerte, como si alguna de las manchas del cartón tuviera origen sexual. Sería aquí donde los vivos se follaron a los muertos.

Empujo la puerta porque vislumbro algo colgado detrás. Es un cartel de los Cure. Mirando las paredes de cerca encuentro varias chinchetas que todavía conservan las esquinas de los carteles arrancados. Revuelvo unos papeles ilegibles metidos en una bolsa que ha servido de almohada y saco más carteles rotos. The Dead. Morrissey. Todos desgarrados. Por término medio, ni los yonquis ni los zombis son gente dotada para la decoración de interiores. Supongo que estoy en la habitación que el año pasado ocupó la niña Horde con sus amigos, y que, cuando salieron ellos, entraron los drogatas.

Vuelvo a examinar la sangre, que tiene dos días, quizá una semana. Podría ser de cuando la gótica infectó a los yonquis a la moda que la acompañaban, pero resulta imposible afirmarlo. Quizá bajó sabiendo que aquí anidan los okupas y los «acampantes», impulsada por un vago mensaje de su cerebro que le avisaba de que encontraría comida. O quizá la encontraron a ella los yonquis, la violaron y...No, no encaja, porque este olor no es de ninguno de ellos. Sin embargo, aquí pasó algo peor de lo habitual, y eso que por estos pagos lo habitual ya es bastante malo.

El caso es que todo esto no me acerca ni al portador ni a la hija de los Horde.

Cuando acabo en el colegio voy caminando hasta Tompkins y busco a Leprosy. Vive en la línea de bancos favorita de los vagabundos, que se extiende entre la zona de juegos infantiles y las mesas de ajedrez en las que se apalancan los yonquis. En cuando me ve, se pone a dar tales gritos que ensordecen los ladridos de su perro.

Los perros son unas criaturas fabulosas, capaces de sentir y de oler cosas que la gente no distingue, lo cual no significa que perciban el Virus que llevo dentro. En cuanto al perro de Leprosy, ni siquiera puede oler la mierda a causa de una patada que le reventó la nariz. No, el perro de Leprosy me ladra porque es un cabrón asqueroso que se lanza a desgarrar la garganta de todo aquel que no sea su dueño.

—¡Lárgate, cabronazo!

—Yo también me alegro de verte, Lep.

Los otros vagabundos nos examinan. Algunos me miran y saludan con discreción; otros se levantan para que no me interese por ellos. En general, los vagabundos me disgustan, pero unos me disgustan mucho más que otros, y ellos lo saben. Leprosy da varios tirones a la cadena de su perro.

—¡Calla la puta boca, Gristle!

Leprosy sigue tirando hasta que Gristle se sienta sobre las patas traseras. Está tan deseoso de atacarme que los ladridos se han transformado en gruñidos sedientos de sangre. No es mala idea por parte de Lep, considerando que él no mide ni metro y medio y no sobrepasa los cuarenta kilos, mientras que Gristle es el resultado de un extravagante cruce experimental de rottweiler y glotón americano.

—Digo que te largues, no ves que me cabreas al perro.

—No creo, Lep; me parece que le atraigo. Mira, tiene una erección.

Es cierto. Desesperado por merendarme, continúa tirando de la correa y araña el aire con las uñas delanteras, apuntándome con su enorme pene perruno.

—¡Abajo, Gristle! ¡Estate quieto!

Leprosy empieza a enfadarse porque algunos vagabundos se ríen. Los mira y afloja un poco la correa. Gristle vuelve a embestir, esta vez a los pordioseros, que retroceden de un salto, cosa que dibuja una leve sonrisa en la cara de Lep. La verdad es que deberían cuidarse más de él que del perro. Aunque es un cabrón esquelético, probablemente está más loco y resulta más peligroso que el chucho.

—Deja de joder, Lep. Ata al perro y demos un paseíto rápido para que podáis volver a estar juntos pronto.

Me lanza una mirada feroz, pero arrastra a Gristle hasta la verja, ata la correa a las barras y se dirige al parque infantil. Mientras camino a su lado, el perro no para de ladrar y gemir a nuestra espalda.

—Te dije que no volvieras por aquí, Pitt; ya sabes que el perro te odia. Como sigas apareciendo, un día suelto la puta correa.

—Tu perro odia a todo el mundo, y si un día lo sueltas y me ataca, lo mato y te quedas sin tu único amigo. Ahora dime algo de esta niña.

Le muestro la foto de Amanda Horde, que me devuelve después de un rápido vistazo.

—Está buena. Me la tiraría.

—Sí, siempre que te permitiera acercarle tu culo nauseabundo.

—Mentira. Las góticas se chalan por Leprosy, porque quieren lo que Lep tiene, especialmente las «acampantes» como esa puta. Les gusta zumbarse a Leprosy para vivir una auténtica experiencia callejera, por así decirlo.

—Así que la conoces.

—La vi acampando por aquí el verano pasado.

—¿Te la tiraste?

—Qué va. Por mucho que me lo rueguen esas golfas que acampan, yo siempre me niego. Les cojo dinero o drogas y a veces les dejo que me la chupen, pero Leprosy no se folla un coño pijo.

—¿Y este verano, la has visto?

Se detiene. Hemos llegado al parque infantil y estamos junto al cartel de «». Está pensado para que los pederastas se contenten con mirar desde el otro lado de la verja. Aunque ya no son horas de niños, algunas de las sabandijas que rondan el parque deben de ser acosadores. ¡Ojalá pudiera olerlos!

Leprosy contempla los aparatos de juegos vacíos.

—Yo venía aquí cuando era niño.

Tiene unos dieciséis años.

—¿Sí?

—Sí, antes de que mis padres nos llevaran a Long Island. Adoraba este parque; por eso me vine cuando mi padre me echó a patadas.

Lep se escapó hace unos dos años huyendo de su padre. Adivinen por qué.

—Oye, Lep.

—¿Qué?

—¿Te parezco una tostada?

—No.

—Pues deja de darme mantequilla. Quieres dinero, ¿sí o no?

Sonríe.

—Quiero dinero, cabronazo.

Meto la mano en el bolsillo, saco uno de veinte dólares y se lo doy.

—¿Entonces la has visto o qué?

Mira, ceñudo, los veinte dólares, pero se los guarda en el bolsillo.

—A lo mejor.

—No me toques las narices, esta noche no has recaudado más de eso.

—Quiero decir que a lo mejor la he visto, pero que no estoy completamente seguro, ¿vale?

—Cuenta.

Se apoya en la verja y se rasca por debajo de una camiseta en la que alguna vez pudo haber algo escrito, aunque ahora sólo tiene ese gris verdoso desteñido típico de la ropa de los vagabundos.

—Bueno, hace una semana o dos tuvimos una fiesta de priba en una guarida que está en la C. Ya sabes, hacemos fondo común para la litrona. Pete el Seboso tenía un talego de hierba y nos pusimos todos hasta las cejas. Tú conoces a Dan el Yankee, ¿verdad?

—¿Ese cubano flaco que siempre lleva una gorra de los Mets?

—Sí, quiere a los Mets más que a su madre; por eso le llamamos yankee, que le jode cantidad. Total, es una especie de soplón y casi nadie lo aguanta, pero va y se presenta sin que nadie le invitara con esos mierdas de «acampantes». Llevaban toda la chatarra del mundo, el pelo de cinco colores distintos y los labios con piercings, eso sí, relucientes; la ropa era de Urban Outfitters, y los tintes, de los que cuestan doscientos dólares en las peluquerías de maricas del Upper East Side. Así que estaba claro de qué iban, aunque el yankee ese es un puto retrasado. La obligación de todo punk que se respete es patear a esos mierdas, pero estábamos tan puestos que nos dio tierna; además, andábamos mal de cerveza y los «acampantes» traían pasta. Así que les dijimos de todo al yankee y a sus zurullos, pero dejamos que se quedaran porque fueron a comprar más litronas y otro talego de hierba.

—La chica, Lep.

—Sí, ya voy a la chica.

Se palpa los bolsillos buscando el tabaco que los dos sabemos que no va a encontrar hasta que saco mi paquete de Luckys, le paso un cigarrillo y yo enciendo otro.

—Bueno, Lep se lo estaba pasando bien cuando una de las chicas «acampantes» se pone a sobarle la bragueta y a refrotarse. Ya te digo que esas perras del Uptown tienen hambre de realidad. Quieren follar en sitios sucios y que te corras para luego contar a sus amigos del puto instituto que llevan dentro la mierda de un pringao. Como pueden pagar para zumbarse a quien les dé la gana o comprarse el último CD de Britney Spears o el Porsche de este año, follar con un costroso en un sótano delante de diez mirones es un trofeo social. Lep no pensaba darle esa satisfacción a la zorra, pero como ella estaba muy caliente y yo hacía mucho que no mojaba, le dije que podía mamármela, y me la mamó.

—No te imaginas lo encantador que es todo esto, pero ¿era la chica o no?

Sacude la cabeza.

—No, aquella golfa, no, pero su amiga puede que sí.

—¿Su amiga?

—Sí. Mira, cuando acabó el trabajito y Leprosy hizo sus cosas, ella quería más, pero Leprosy no, y le repetí que nada de metérsela en el coño. Entonces me propuso hacerlo con ella y con su amiga. Bueno, Leprosy se había resistido, pero le picó la curiosidad. Le pregunté qué amiga y me señaló a otra «acampante» que había en la habitación. Le eché un vistazo y estaba buena, pero, como le dije a la zorra, Leprosy tiene sus principios, así que si quería hacer un trío o un tren, allí no faltaban fulanos con menos escrúpulos morales que yo. Ya entonces me pareció que la otra chica no me resultaba desconocida, y ahora que me enseñas la foto, creo que podría ser la misma.

—Podría.

—Bueno, el problema es que la chica no llevaba maquillaje. A la de la foto, estoy seguro de haberla visto el año pasado, pero siempre con esa porquería que se ponen los tétricos en la cara. En cambio, la de la guarida no llevaba pintadas ni las uñas. Así que podría ser ella, pero ya ves.

Asiento.

—Si anda por aquí y es la del año pasado, habrá gente que la conozca, ¿no crees?

—Seguro.

—Entérate, Lep.

Enarca las cejas.

—¿Y para qué coño sirve?

—Sirve para mucho. Sirve para ahorrarme un montón de sinsabores, lo cual significa que sirve para mantenerme contento y para que no te hagan daño. De modo que ya estás enterándote de si es la misma y me llamas al bar de Evie. Ahora coge al perro antes de que se mate él solo o se coma a alguien.

Me doy media vuelta para largarme mientras Leprosy grita a mis espaldas.

—Vale, Pitt, quedo a tu entera disposición, cabronazo. Oye, tengo una idea, ¿por qué no miras en el Realm? Me han dicho que todas las góticas salidas se dejan caer por allí.

Se echa a reír y yo continúo andando. Leprosy es un poco marrullero, pero hará lo que le he dicho porque me lo debe. No ha olvidado aquella vez que vino su padre dispuesto a llevárselo a Long Island. Llegó en su Lincoln Continental de corredor de Bolsa, tomando el parque por asalto como si fuera suyo. Leprosy lo vio y quiso huir, pero el perro se soltó de la correa y se lanzó contra aquel cabrón, que ni se inmutó, y cuando el animal se le echó encima le aplastó la nariz con la punta de su zapato de dos tonos; por eso Gristle ha perdido el sentido del olfato. El perro cayó al suelo, sangrando, y el padre salió detrás de Leprosy. Yo estaba sentado en un banco, fumándome un pitillo, como suelo hacer, y aunque no era asunto mío, me metí en el ajo. Le di tal leñazo al violador hijo de puta que le dejé la nariz igualita que la del perro. Lo hice porque sí, pero eso no impide que Leprosy me lo deba.

Bela Lugosi’s Dead es su tema musical. Me cuelo en el Realm y observo a una multitud de adolescentes vestidos de negro, con el rostro descolorido, que «bailan» música de Bauhaus. Los góticos de mi época eran como éstos: indolentes, alienados y semisuicidas, y bastante críos, pero se limitaban a vestirse de negro y a engancharse a la música: The Cure, The Smiths, Bauhaus, The Damned y un poco de Depeche Mode. Ahora todos están metidos en el fetichismo y el sadomasoquismo. Eso, y no otra cosa, es lo que se encuentra en el Realm, con sus pantallas de vídeo en las que se intercalan los clips de Nosferatu con escenas de piercings en los genitales. El local está decorado con arañas de cobre de las tiendas de chatarra que hay por toda la zona de los tres estados (Connecticut, Nueva Jersey y Nueva York) cubiertas de colgaduras de una tela ordinaria de color negro e iluminadas con bombillas rojas. En las paredes, innumerables espejos con marcos de cobre y adornos de la misma tela. De hecho, casi todo aquí es de ese tejido y ese color, incluida la mitad de la clientela. En ese mismo escenario se puede disfrutar del espectáculo de una pareja fetichista en un acto de sadomasoquismo. Él está atado con correas a unas enormes aspas de metal herrumbroso, sin más vestiduras que un tanga negro de cuero. Ella lleva las inevitables botas hasta el muslo y el corsé, y le aplica a los pezones unas pinzas de cocodrilo conectadas a una batería de automóvil que producen descargas cada vez que él comete la falta de no decir «ama», lo cual ocurre a menudo. Sexy, ¿verdad? Podría, de no ser porque se trata de dos personas de mediana edad, con un sobrepeso y una calvicie evidentes. A pesar de todo, convocan a un público numeroso, de modo que quién dice que su agente no sabe lo que hace.

Más arriba están los góticos de la nueva escuela, amantes de las chinchetas y del látex. Al otro lado del local, disfrutando de la música y pillando la absenta de contrabando que ha traído un tío recién llegado de Brasil, se agolpan los de la antigua escuela; gente más dada al terciopelo y al encaje, con una considerable dosis de cuero intercalada, que, no les quepa duda, atesora en su corazón un ejemplar autografiado de Entrevista con el vampiro. Se trata del público vampírico, el único que ha entrado en la experiencia de los no muertos. La mitad tiene ya su ataúd y la otra mitad está ahorrando para comprarlo. Éstos son los que creen que uno se convierte en vampiro como ocurre en El ansia, gracias a un loco folleteo con Catherine Deneuve, Susan Sarandon y David Bowie, seguido de siglos de una muerte trágica y prolongada, pero, en última instancia, poética, para continuar follando con Catherine Deneuve, Susan Sarandon y David Bowie. Razón por la cual son presas fáciles para la alimentación básica del vampiro medio, ya que la mayor parte de ellos sueña con «convertirse». Sin embargo, no saben nada de los vampiros y menos del coñazo que resulta serlo.

Me hago con una cerveza, sin quitarle ojo a los clientes. Si Lep dice la verdad, Amanda Horde habría cambiado su aspecto gótico. Me aparto de la barra para abrirme paso por el local y me fijo en dos góticas con rostro de kabuki que podrían encajar, pero al acercarme compruebo que ninguna de ellas es mi chica. Merodeo durante otra media hora, atento siempre a la puerta. Nada que hacer; esto es una pérdida de tiempo, porque no se trata de enseñar la foto ni de colgar pasquines. Sería dar publicidad a un trabajo que Predo y Marilee Horde quieren discreto. Voy a mirar por el sótano y me largo.

El sótano de Realm consiste en una oscura madriguera dotada de pequeños apartados, cada uno con ambiente propio. Está la Estancia Victoriana, atestada de sofás antiguos y de mesas auxiliares de segunda mano, todo ello iluminado con lámparas de aceite. A su lado, la Habitación del Asesinato, decorada como una cocina de clase media, pero con las paredes y el techo salpicados de sangre falsa y los perfiles de los cuerpos dibujados en el suelo. Luego están la Mazmorra, la Celda Acolchada y el Laboratorio del Científico Loco. Meto la cabeza en todas, echo una rápida ojeada a sus habitantes y sigo mi camino. En la mesa de fórmica de la cocina del crimen hay unos góticos suburbanos de Long Island jugando a algo parecido a las chapas. La Mazmorra acoge una improvisada mesa de discusión a propósito de las palizas. Y así todo. Evito la Celda Acolchada, donde un colega ha embutido a otro en una camisa de fuerza, y me dirijo a la escalera, que va siendo hora de largarse.

De pronto, vislumbro con el rabillo del ojo un destello blanco, doy media vuelta para averiguar de qué se trata, pero no veo nada, y entonces aparece él, justo delante, bloqueando la escalera.

Guiña los ojos detrás de los cristales sucios de sus gafas.

—¿Estás bien, Simón?

Lanzo un gruñido.

—Pregunto que si estás bien, Simón.

—Sí, bien.

¡Cristo!, cómo odio que me llamen por mi verdadero nombre.

Lo examino. Es sólo algo más bajo que yo, pero está más pálido y más flaco que un adicto recalcitrante a las anfetas con cáncer y sida juntos. Viste ropas blancas y holgadas y luce un cráneo completamente rasurado. No sé cómo se llama ni quién es, pero me consta de dónde viene y a quién pertenece puesto que pronuncia mi nombre. Estos cabrones siempre se saben los nombres. Lo rodeo para continuar subiendo, pero él me sigue.

—¿Estás bien, Simón?

—Ya he dicho que sí, por Dios bendito. ¿No puedes dejar de llamarme eso?

—Disculpa, Joe.

Al llegar arriba, voy derecho a la puerta. El esqueleto me pisa los talones mientras bajo por la acera, alejándome del Realm.

—¿Tendrías un momento, Joe?

—Puede que tenga un montón de momentos acumulados e incluso puede que pretenda quedármelos todos para mí. ¿Pasa algo?

Se echa a reír.

—¿De qué te ríes?

—Me habían hablado de tu sentido del humor. De tu ingenio para bromear. Qué ocurrencia lo de momentos acumulados. En efecto, así emplea el tiempo la mayor parte de la gente, como si se tratara de atesorarlo y no de vivirlo como una experiencia.

—¿Hablas en serio? ¿Tienes un plan para mí esta noche? ¿Quieres que te dé un donativo, que me haga voluntario de un comedor de beneficencia o cualquier otra cosa para que te me bajes de la chepa? ¿O tengo que oír todas tus majaderías?

—No, Joe, no tienes que oír ni que hacer nada, únicamente morirte, Joe, como todos, salvo uno de nosotros.

—Ya, bueno, pues yo ya me morí, así que a lo mejor te puedes ir a tomar vientos.

—Ahí está el problema, Joe Pitt.

—Los problemas siempre están. Yo siempre me los imagino campando por esta ciudad a sus anchas.

—Corres peligro y necesitas aliados.

—No, que yo sepa.

—Claro que lo sabes. Conoces la existencia de ese que no puedes ni ver ni oler.

Me detengo.

—¿Quién es?

—No es quién.

¡Jesús!, esto va a resultar una historia de fantasmas.

—Coño.

—Te vigila.

Que te den. Echo a andar, y esta vez no me sigue.

—Da recuerdos de mi parte.

—Daniel quiere hablar contigo.

—Dile que se ocupe de sus cosas.

—Cuidado, Simón, te vigilan.

—Te he dicho que no me llames eso.

Al darme media vuelta, desaparece. Así son estos tíos del Enclave: entradas espectaculares, salidas espectaculares y mucha tontería en medio. Empiezo a caminar, tratando de no sentir en la nuca ese hormigueo que causa la impresión de que te están vigilando.

Evie me ama. Sé que me quiere porque me paga todas las bebidas y, naturalmente, por otros muchos detalles, aunque el primero es el que más interesa ahora que voy a emborracharme. He recorrido la vecindad buscando algún indicio del portador sin el menor resultado. He cruzado el parque para hablar con Leprosy, pero los otros vagabundos dicen que levantó el vuelo en cuanto me fui. Total, que di un suspiro y me vine aquí, a ver a Evie y a tomar una copa.

Son más de las doce de la noche de un domingo y el local comienza a animarse. Hay una sesión nocturna de juerga improvisada en el pequeño escenario y varias parejas que intentan bailar entre las mesas. Cuando acaban su turno, los empleados de los bares y los restaurantes de la vecindad vienen para relajarse. A Evie le encanta trabajar los domingos, porque, como ella dice, es la noche de los profesionales. Aunque no hay tanta gente como el viernes o el sábado, recauda más dinero porque éstos saben lo que es una propina, y como la mayoría libra el lunes vienen a pasárselo bien y a montar follón, y les aseguro que de lo último también saben algo.

Ahora mismo Evie está colocando los vasos delante del enano gorrón al que yo sacudí la noche que nos conocimos. Se llama Dixon y, en vez de un tahúr depravado, ha resultado ser un tío estupendo. Me echo al coleto otro Old Crow y tomo un sorbito de mi Lone Star.

Yo también puedo emborracharme, aunque no es cosa fácil porque el Virus trata el alcohol como cualquier otro veneno y se da prisa en neutralizarlo, pero si bebo mucho y rápido, acabo cogiendo algo parecido a una curda. ¡Ah! y sin resaca. Ventajas del vampirismo. Evie vuelve furtivamente a mi lado de la barra y me llena el vaso. No era necesario, porque tengo la botella delante, pero es un bonito gesto.

Y es que Evie es de esas chicas que siempre tiene gestos bonitos. De las que me gusta mirar, aunque no pueda tocarlas. Me echo otro trago y ella vuelve a llenármelo. Vista de abajo arriba, lleva unas botas de vaquero, unos téjanos de cintura baja, una camisa con la palabra «» apretada a todo lo ancho de las suyas y una sonrisa dedicada sólo a mí. La miro de arriba abajo y tomo otro trago.

Me llena el vaso, se echa un trago de la botella y me obsequia con una sonrisa.

—Entonces, ¿puedo ir esta noche?

Sacudo con fuerza la cabeza.

—Quizá, quizá.

Se inclina sobre la barra y me acaricia la cara con una mano.

—Podríamos ver una película, cielo. Quizá jugar un ratito.

—¿Una película, hum?

—Sí.

Se acerca más, aprieta su mejilla contra la mía y juguetea con la lengua en mi oreja. Me estremezco y estoy a punto de gritar; menos mal que alguien pide una copa. Evie me sonríe y se aleja barra adelante. Echo otro trago mirándole el culo.

Con esas cosas sustituimos el sexo. Aunque no lo hacemos siempre, muchas noches nos dedicamos a coquetear y a tomarnos el pelo, a darnos cachetes y hacemos cosquillas. Nos vamos a casa, vemos una porno y nos masturbamos el uno al otro por encima de la ropa o nos la quitamos y cada cual se masturba por su cuenta delante del otro. No hacemos otra cosa por la sencilla razón de que Evie no quiere exponerse a contagiarme su enfermedad y siente un tremendo complejo de culpa por no follar conmigo, pero es porque no sabe que yo también temo contagiarle la mía.

Yo no sé cómo se hace un vampiro. Según mis datos, nadie lo sabe en realidad. Conociendo que llevo el virus en la sangre, tendría que estar en el semen, igual que el VIH. No quiero hacer el amor con Evie para no convertirla en uno de los míos; claro que le curaría su enfermedad, lo que significa que estaríamos juntos para... Otro trago.

Evie acaba de servir al cliente y vuelve para preguntarme.

—Entonces, ¿voy esta noche?

—Creo que sí, cielo, creo que sí.

—Estupendo. Y hasta puede que mañana te saque a desayunar.

—¡Qué chispa tienes hoy!

Cree que es alergia al sol porque le he contado que soy fotosensible y que la exposición a los rayos solares me produce una urticaria que me abrasa la piel. Al fin y al cabo es lo que piensan todos los que me conocen suficientemente para saber que no salgo a la calle durante el día. Y al fin y al cabo, si ustedes lo consideran detenidamente, soy, en efecto, alérgico al sol.

Me da golpecitos con la yema del dedo en la punta de la nariz.

—Puedo invitarte a desayunar.

—Y yo asfixiarme y caer muerto.

—Vete por ahí.

—Si quieres un desayuno, pido que nos lo traigan.

—A eso me refería, a que llamo yo.

—Qué tonto soy.

Suena el teléfono y ella lo coge de la repisa que tiene detrás. Habla unos segundos y me lo alarga.

—Para ti.

Es Leprosy.

—¿Qué hay?

—¿Pitt?

—Sí, ¿qué pasa?

—Tengo algo.

—¿Qué?

—Tienes que venir.

—¿Es la niña?

—No. Tienes que venir.

—¿Adónde?

—Al parque de la B.

—Donde la torre.

—Sí.

—Lep, si no es importante, no juegues.

—No juego; tienes que venir ahora mismo.

Cuando cuelga, le devuelvo el teléfono a Evie.

—¿Leprosy?

—Sí, tengo que irme.

Al levantarme caigo en la cuenta de que no llevo siquiera una navaja.

—¿Tienes a mano el bate que guardas detrás de la barra?

—Claro.

Se agacha, saca de debajo del mueble del hielo un enorme Louisville Slugger de los que utilizaba Frank Thomas y me lo pasa.

—¿Qué ocurre?

—Que no me ha llamado «cabronazo».

Mientras me alejo de la barra, grita.

—Voy de todos modos.

Me detengo para probar el bate.

—Más te vale.

Y salgo por la puerta.

Estoy convencido de que el tío que construyó la torre está como una cabra. Por lo menos ha demostrado una habilidad sorprendente para convertirse en un grano en el culo. Antes, esta zona de Alphabet City estaba llena de parquecitos públicos y había mucho terreno libre que la gente del vecindario dividía en parcelas para plantar flores y verduras. Una cosa muy agradable para los vecinos. Los jardines eran de propiedad urbana, pero como Alphabet City era, a su vez, un pozo sin fondo de latinos, negratas, yonquis, maricas, okupas, pandillas de violadores y artistas, a todo el mundo se la soplaba. Entonces llegó la apoteosis del ladrillo y la ciudad se dio prisa en vender los terrenos, de modo que se solaron los jardines y se levantaron pisos para otras dos docenas de ejecutivos, lo cual volvió a soplársela a todo el mundo. Sin embargo, este parque de la B continúa en su lugar con la torre del chalado que la construyó.

Cuando hicieron este parque en concreto, lo dividieron en pequeños lotes en los que la gente plantaba geranios y albahaca, salvo el tío en cuestión, que era escultor, y prefería ver crecer las cosas construyéndolas con sus manos. Cuando los jardineros advirtieron que desparramaba tablas y herramientas por su parcela se cabrearon tanto que quisieron echarlo a patadas e incluso amenazaron con llevarlo a juicio. Al fin, llegaron a un acuerdo razonable, consistente en que cada cual podía hacer lo que le viniera en gana a condición de no salirse de su lote. Se dieron la mano y el majareta construyó la torre.

Es de madera, tiene la altura de unas seis plantas y parece el esqueleto desmantelado de una pirámide estrechísima. No hay hendidura o tablón en toda su superficie en los que falte una colección inimaginable de porquerías clavadas o colgadas. Señales urbanas antiguas, tapas de retrete, un modelo a escala del jumbo de una compañía aérea, juguetes de todas las formas y todos los tamaños, un fregadero, varias efigies, banderas y, por lo menos, una inmensa jirafa disecada. Elevándose por encima del parque, la torre domina todo el paisaje; eso sí, sin sobrepasar ni un solo centímetro su pequeña parcela. No cabe otro remedio que admirar al tío que fue capaz de construirla. En cuanto a mí, espero que la hiciera sólida, porque en este momento estoy encaramado a esta puñetera cosa, a casi tres metros del suelo, y si el perro da un salto mayor, dentro de poco estaré a seis.

Aunque sólo he tardado unos dos minutos en llegar al parque, no encuentro ni rastro de Leprosy. Rodeo la verja un minuto más, olfateo y me cuelo de un salto. Dentro está oscuro, y en el aire se mezclan los más variados aromas del verano: flores, tierra, el dulzor de los retoños, los frutos que ya asoman y mierda. Sea como sea, hacen estragos en mi olfato y cuando estoy tratando de clasificarlos percibo un leve gimoteo. Me asomo por detrás de un puestecillo de palomitas que tapa la sombra del decrépito torreón. Algo más arriba, frente a la pared de una de las casas de vecindad que bordean el parque, un perro husmea algo lloriqueando. Rodeo el puesto.

—¡Eh!, Gristle, ¡eh!, perrito.

Al oír mi voz, vuelve la cabeza.

—Tranquilo, Gristle.

Un gruñido se abre paso por su garganta.

—Vamos a llevarnos bien, ¿verdad? Tranquilo. ¿Dónde está Leprosy, eh? ¿Dónde se ha metido, perrito?

¿Que por qué le preguntó por Leprosy? Yo qué coño sé. Me parece lo más lógico. Sin embargo, al oír el nombre lloriquea de nuevo y vuelve a su objeto de atención. Entonces comprendo que el asunto está feo.

—¿Qué tienes ahí, perrito?

Pero cuando me acerco a echar un vistazo, la cabeza de Gristle pega una tarascada hacia atrás y el resto del cuerpo se pone en marcha. Ni gruñe ni ladra, sencillamente viene por mí. Gracias al bate que sostengo con las dos manos delante del cuerpo, las mandíbulas se agarran a la madera antes que a mi garganta. Mientras oigo crujir el bate entre sus dientes, la fuerza de la embestida me lanza al suelo de espaldas. Lo tengo encima, sacudiendo el bate con la boca para arrebatármelo, al tiempo que me tritura el abdomen indefenso con las patas traseras. Levanto el bate y mando al bicho por los aires. Se ha quedado con la parte más estrecha entre los dientes y el muy cabrón se lo va a merendar en dos segundos, pero ha perdido el equilibrio y ya no puede apoyarse y clavarme las patas. Ahora intenta deshacerse del bate para tirarse a mi cuello. Ruedo hacia la izquierda y arrojo el bate, con Gristle y todo, a la derecha. Da un brinco y aterriza en el barro a pocos metros. Continúo rodando, me pongo de pie como puedo, doy tres pasos y lo veo venir detrás; es entonces cuando trepo a la torre con Gristle colgado de mi tobillo; menos mal que consigo quitármelo de una patada antes de que me desgarre el tendón de Aquiles.

Y aquí estoy, encaramado a la torre, con el perro abajo, haciendo guardia y dando saltos de vez en cuando, sin emitir el menor sonido.

No soy lo que ustedes llamarían un amante de los animales. Perros, gatos o ñus azules, todos me dan lo mismo, es decir, que me importan un bledo, pero reconozco en ellos una virtud por encima de las personas, y es que siempre actúan con naturalidad. Comen cuando tienen hambre, duermen cuando están cansados, copulan cuando se excitan, protegen a sus amigos y matan a sus enemigos. No tengo intención de hacer daño a este perro, razón por la cual no he comenzado por practicar con el bate en su cabeza. A pesar de todo, bajar de aquí sin que me meriende va a requerir un esfuerzo de imaginación; por eso saco un cigarrillo y doy una calada.

Gristle no me ha olvidado ni por asomo, pero, en vez de montar guardia justo debajo, ha empezado a cubrir el espacio que media entre la base de la torre y el objeto que hay junto a la pared. Cuando aplasto la colilla contra una de las piezas de madera más sólidas de aquí arriba, levanta la cabeza y me mira. Al reflejo de la luz de una farola resaltan sus ojos enrojecidos. Ahora está bien iluminado. Aprovechando que echa a andar hacia la pared, salto, aterrizo encima de él y lo abrazo de modo que las patas quedan inmovilizadas por el peso de los dos cuerpos. Tira, se contorsiona y retuerce la cabeza, dirigiéndome tarascadas a la cara, pero como falla, prueba con mi hombro izquierdo y acierta. Yo lo agarro por la garganta y aprieto. Sacude la cabeza dos veces y me rasga la piel. Continúo apretando hasta que al fin tiembla, se agita y me suelta el hombro para abrir la boca en un intento de respirar, cosa que no le permito. Aún me lleva tiempo dejarlo sin sentido. Cuando me levanto, sigue vivo. Yo también. Los dos hemos tenido suerte.

Alrededor de las heridas que me ha causado en el hombro comienza a formarse una especie de hematomas, pero la sangre ya está coagulada. Levanto el brazo por encima de la cabeza y lo estiro. Se curará solo. Después de recoger el bate, me dirijo a la pared para averiguar qué era lo que tanto interesaba a Gristle. Se trata de una camiseta vieja, que fue de un gris verdoso, aunque ahora es prácticamente roja. Me basta con olería un poco para saber que pertenece a Leprosy, como ya habrán imaginado.

En el rincón más alejado y más oscuro del jardín, donde se encuentran los muros de los dos edificios que lo rodean por el sur y el oeste, descubro una trampilla vieja de hierro que conduce a un subterráneo. Está abierta. Tiro la camiseta de Leprosy. Las últimas noches he pasado demasiado tiempo metido en sótanos, pero qué se le va a hacer, cosas del territorio. Sujetando la trampilla con el bate, empiezo a descender las escaleras.

Siento la bofetada de ese olor genérico a polvo grasiento que impregna los subterráneos de la ciudad. Abajo hay basura, ropas mohosas y papeles de periódico empapados, y sangre, mucha sangre con olor a Leprosy, cuyo rastro persigo.

Estas casas de vecindad del East Village se han derruido y vuelto a construir tantas veces que los planos de los constructores originales son ya meras abstracciones sin valor. El subterráneo en cuestión penetra mucho más allá de los límites del edificio que está encima. Es probable que las casas antiguas tuvieran un solo dueño, que por la razón que fuera conectara los sótanos para formar un laberinto, el cual habrá servido para esconder un taller ilegal, la ruta de huida de un laboratorio de drogas o, en tiempos más inocentes, una taberna clandestina. Da igual, lo importante es que me he perdido aquí abajo. Sin embargo, delante de mí, el olor de Leprosy es cada vez más intenso.

Con frecuencia paso junto a una puerta mal ajustada, que conduce a una lavandería o al almacén de una bodega, por la que se filtra el débil rayo de luz de una bombilla, aunque no me hace falta luz ninguna para saber que me acerco al lugar donde han herido a Leprosy porque estoy a punto de resbalar y caerme en el charco que forma su sangre. Se encuentra delante de mí, en la oscuridad, y está solo. Me pongo el bate debajo del brazo, saco la Maglite, la enciendo e ilumino las tinieblas.

—¡Eh!, cabronazo.

Está repantigado contra un poste de madera medio podrida, con los brazos atados al poste y a la espalda, en medio de la estancia. Del pecho, cubierto de cuchilladas, mana la sangre que le empapa el regazo. La boca se me hace agua. Me quito el bate de la axila, sin moverme de la puerta.

—Hola, Lep. Estás hecho una mierda.

—Sí, bueno.

Habla con voz débil y estrangulada.

—Me parece que he cogido un catarro, será por eso.

—Ya, ya. ¿Hay alguien contigo?

Gira la cabeza débilmente de un lado a otro, luego la vuelve hacia mí y me dirige una sonrisilla temblorosa.

—Creo que estoy solo.

Ya dentro de la habitación, ilumino con la linterna todos los rincones y todas las rendijas. Vacío. Me acerco a Leprosy, depositando el bate en el suelo, y me arrodillo a su lado.

—Deja que te echa un vistazo.

Los cortes del pecho son superficiales, hechos para causar dolor, no para matar. Me quito la camisa, la rasgo en tiras largas y le vendo las heridas del torso descarnado.

—Has tenido suerte, Lep.

—Sí, una suerte puta.

—¿Te dijeron lo que buscaban?

—A ti, cabronazo. Querían saber cosas tuyas, por eso me obligaron a llamarte y luego se dieron el piro. ¿Te los has encontrado?

—¿A quiénes?

—Era una trampa, ¿vale? Me obligaron a llamarte para saltar sobre ti, ¿vale?

—El único que saltó sobre mí fue tu perro.

—¿Gristle? Más te vale no haberle hecho daño, cabronazo.

—Está bien, mejor que mi hombro.

—Je. Así que te enganchó, ¿eh?

—Vete a la mierda, Lep.

Termino de vendarle el pecho.

—¿Te hirieron en algún otro sitio? ¿Tienes algo roto?

—Uno de ellos me clavó algo detrás de la cabeza, creo.

Lo atraigo con cuidado por los hombros para apoyarlo contra mí y mirarle la parte posterior de la cabeza, donde encuentro una pequeña marca con los bordes purulentos de color blanco verdoso. Es el mordisco de un portador, idéntico al que vi en el cuello de la arrastrapiés. Está muerto y podrido, y dentro de muy poco querrá comerme. Lo apoyo de nuevo en el poste.

—No parece nada.

—Estupendo. ¿Estarán esperando cuando salgamos? ¿O crees que querían distraerte para colarse en tu casa?

Me encojo de hombros.

—Da igual, les plantaremos cara.

—Se la plantarás tú, cabronazo, que el problema no es mío.

Arranco otra tira de mi ya andrajosa camisa.

—Voy a mirarte otra vez el cuello, no quiero que se te caiga la cabeza.

—Ja, ja, serás cabronazo.

Vuelvo a atraerlo hacia mí y restaño la sangre del agujero que tiene en el cuello.

—¿Los viste, Lep?

—No, eran dos cabrones, pero estaba tan oscuro que no se veía una mierda.

—¿Cuál de los dos te hizo lo del cuello?

—¿Y yo qué coño sé? Uno me tiró de bruces al suelo y, mientras yo gritaba, el otro me cortó en el cuello no sé con qué.

—¿Preguntaron algo en particular?

—Querían saber qué me habías preguntado tú de esa chica y qué querías de mí.

—¿Qué les dijiste?

—¿Qué coño quieres que les dijera si me estaban abriendo en canal? Les dije todo, que tampoco fue tanto. Leprosy no es un héroe, tío, y menos por veinte cochinos dólares.

—Ya.

—¿Me estás remendando eso o qué?

—Más o menos. Dime, Leo, ¿qué harías tú con el perro si estuviera muy enfermo?

—¿Qué quieres decir? ¿Es que lo has herido, cacho cabrón?

Forcejea débilmente conmigo, pero logro calmarlo.

—Tranquilo o empezarás a sangrar otra vez. No, el animal está bien; es como un acertijo o una broma. ¿Qué harías si tu perro estuviera gravemente enfermo?

Como apoya su cuerpo en el mío, la sangre me está empapando la camiseta. La cabeza descansa en mi hombro izquierdo, junto a la mordedura de su perro, y yo no dejo de mirar el agujero que le han abierto en el cuello.

—Joder, tío, si Gristle estuviera enfermo de una enfermedad dolorosa, lo mataría, tío, sencillamente lo mataría.

—Ya lo imaginaba.

—¿Dónde está la gracia, cabronazo?

Le cojo la cabeza entre las dos manos, una por detrás y la otra por debajo de la barbilla. Se la inclino hacia el tembloroso poste sin dejar de mirarle a los ojos. Es una mala postura, porque estoy de rodillas y resulta difícil guardar el equilibrio. Con todo, lo ejecuto limpiamente y el cuerpo se desploma con la cabeza colgando del cuello roto. Me lleva un rato encontrar el camino de salida del subterráneo.

Gristle está donde lo dejé. Es un animal agresivo que intentará matar a todo el que se le acerque. Podría llevarlo al parque y ofrecérselo a uno de los amigos de Lep, pero no lo querrán. O a la perrera municipal, donde lo cuidarán hasta que se den cuenta del asesino que lleva dentro y lo sacrifiquen. También podría dejarlo en la calle hasta que se despierte y un policía tenga que pegarle un tiro cuando empiece a armarla. O llevármelo a casa y cuidarlo hasta que me coja el mismo cariño que sentía por Leprosy. Pero no, no me querrá. Sin su amo no es más que un juguete roto. Un monstruo herido. Me arrodillo en la tierra y acabo con él igual que con Leprosy, retorciéndole el pescuezo. Luego lo arrastro hasta el subterráneo, atravesando el laberinto de pasajes que conduce a la habitación oscura, y lo deposito junto a su amigo. Dejemos que los encuentren y, sean quienes sean, que hagan con ellos lo que les parezca. Me voy a casa.

Los zombis no torturan, ni interrogan ni tienden trampas. Hay alguien que quiere jodernos tanto a mí como a mi gente.

Cuando Evie llega a casa y ve la sangre, me apresuro a decirle que no es mía antes de que le dé un ataque. Me obliga a tomar una ducha. Me apetecía un baño, pero no había caído en la cuenta de la cantidad de sangre de Leprosy que llevo encima. Evie coge mis ropas y las mete en una bolsa de plástico mientras yo me limpio; luego llena la bañera y nos introducimos los dos, desnudos, cara a cara. Le cuento que Lep ha muerto y que los tíos que lo han matado tienen algo contra mí. Sin preguntar nada, enjabona la esponja para restregarme los pies.

El Colé está como siempre: la misma madera de roble, el mismo mural, la misma clientela cara. Esta vez, sin embargo, hay un elemento nuevo.

—Lo que pretendo que quede claro, y el dato más importante para usted de esta conversación, ha de ser que nunca más se verá con mi esposa.

Hago un gesto de asentimiento que Dale Edward Horde, por su parte, corrobora repitiéndolo.

Está en la cincuentena y es mayor que su esposa, aunque no menos pulcro. Dudo mucho de que sus ropas lleven las etiquetas de algún diseñador, sino esas otras más discretas y cosidas a mano de una tienda muy reservada del Upper East Side. Lleva un corte de pelo impecable, con un mechón gris oscuro que le cae en la frente. Listo para la portada de Men’s Health, si no fuera por los círculos sutiles que rodean sus ojos y por una musculatura débil que habla más de tensiones e intensidades que de gimnasios.

Toma otro sorbo de su Talisker antes de echarse hacia atrás en el asiento y ponerse a dar golpecitos con el anillo de casado en el borde del vaso.

—Este es el menos público de los sitios públicos. El precio te salva de una irrupción inesperada de turistas fascinados por el lujo. Naturalmente, el verdadero problema no son los turistas, sino la gente de dinero con la que mi esposa y yo estamos asociados. Gente que trabaja poco, dispone de mucho tiempo libre y adora enterarse de lo que hacen los demás. Su cita con mi esposa en este lugar habrá despertado más de una curiosidad. Para ser sincero, me da igual que piensen en una relación íntima; no sería usted el primer patán de los barrios bajos que se ha tirado, pero da que hablar y las habladurías me preocupan porque se convierten en chismorreos y rumores y los chismorreos y los rumores tienen alas que los llevan muy lejos. No, no me importa que me tomen por cornudo, sino que la noticia de su relación con mi esposa haya llegado a oídos inconvenientes; en una palabra, a oídos que no ignoren quién y qué es usted. Esos oídos estarían encantados de saber que mi mujer y yo tenemos tratos con usted y con su... ¿cómo diría? ¿Hermandad?

Tardo en levantar la vista del regazo.

—Nada de hermandad. Basta con que diga usted y los suyos. Ya sé que suena racista, pero así son las cosas.

Apura lo que queda de su escocés y deposita el vaso vacío, que un camarero se apresura a recoger.

—No tengo que decirle que usted y yo estamos aquí porque es preciso que los chismosos nos vean juntos, charlando con toda cordialidad. Bastará para acallar los rumores de su relación con mi mujer, y cuando los curiosos hayan hincado el diente en otro bocado, nuestra asociación con usted se habrá esfumado del interés público. Supongo que comprenderá mi preocupación.

Asiento.

—Bien, pues ahora que nos hemos quitado este peso de encima, puede usted acompañarme con una copa.

Regresa el camarero con otro Talisker para Horde, que pide lo mismo para mí.

—¿Le parece bien?

Asiento, y cuando llega la bebida y la cojo, Horde señala el vaso que tengo en la mano.

—Eche un trago, contribuirá a que crean que nos conocemos.

Me llevo el vaso a los labios y tomo un sorbito.

—Bueno, ¿verdad?

Asiento.

—Abordemos el asunto de mi hija.

Esta vez tomo un trago largo. Es un escocés fuerte. El olor a turba y a madera ahumada impregna mi olfato, y por un momento olvido el de la sangre de Leprosy que llevo encima.

—¿Qué desea saber?

—¿La ha encontrado?

—No.

Se queda esperando una explicación que no le doy, hasta que se cansa.

—¿Algún informe más detallado, quizá?

Me echo al coleto lo que quedaba de güisqui en mi vaso.

—Al parecer, su hija frecuenta lugares macabros de Alphabet City con sus amigos okupas. Y parece también que allí está pasando algo sucio que podría resultar muy peligroso para la gente que vive en la calle.

Hace un gesto y asiente con la cabeza.

—Lo comprendo, algo sucio es lo que mi hija ha ido a buscar. Supongo que convendrá asumir que lo ha encontrado.

—No, señor Horde, es al revés, ese algo sucio la ha encontrado a ella.

Enarca las cejas.

—Bueno, en tal caso y en vista de que ya ha vaciado su vaso, lo mejor será que salga a buscarla.

Se pone de pie y lo imito.

—Mi conducta puede prestarse a engaño, señor Pitt. La gente me considera un hombre frío, y usted quizá podría interpretarla como un indicio de que no quiero a mi hija, pero no le quepa duda de que sería un error. La quiero y deseo verla volver sana y salva. Si me la trae, le recompensaré como merece; si fracasa, se le tratará en consecuencia, lo cual me lleva a otra de mis preocupaciones. La quiero en mis brazos y sólo en mis brazos. No puede usted entregársela a su madre.

—¿Por algún motivo concreto?

Llega el camarero con la cuenta para Horde, que la firma sin mirar. El camarero se va.

—Mi mujer es una mujer lujuriosa con pocos escrúpulos y, por tanto, una pésima influencia para mi hija. Ahora, si no le importa, me gustaría darle la mano. Conviene cimentar nuestro engaño de cara al público asistente.

Le estrecho la mano, que es tan suave como yo esperaba y, aun así, fuerte. Sonríe abiertamente, dándome una palmada en el hombro.

—Sana y salva y en mis brazos. ¿Entendido?

Se demora con una de sus manos en la mía y la otra en mi hombro para comunicar al salón mediante el lenguaje corporal y el tono de voz que soy un empleado valioso y digno de confianza. Retiro mi mano.

—Sí, desde luego.

Al salir del Colé y atravesar el vestíbulo del St. James, como no veo los escalones que tengo delante, tropiezo con los primeros y tengo que sujetarme al pasamanos para no caer. Me suda la cara y estoy borracho, demasiado pronto y demasiado borracho. Al secarme el sudor del rostro con la mano, huelo algo que ya había olido antes, aunque no soy capaz de identificarlo. No caigo en la cuenta de que me he pasado la puerta hasta que estoy delante de los ascensores. Regreso a la salida y tengo que esperar dos vueltas de la puerta giratoria para introducirme sin darme un golpe. Uno de los porteros uniformados, que me ayuda a bajar los escalones, se ofrece a llamar un taxi. Niego con la cabeza, aunque su cara está cada vez más borrosa. Tambaleándome, llegó a la Quinta con la 55a y me meto entre el tráfico. Cruzo sorteando los coches entre pitidos e insultos. Me sujeto al poste de una parada de autobús y miro a mi alrededor. El mundo entero está borroso. He debido dejar que el portero llamara un taxi, porque en estas condiciones jamás llegaré a casa. Tengo que sentarme; al fin y al cabo, en la 55a la gente planta tiendas y sacos de dormir junto a los muros de los edificios. Cuando la multitud empieza a cruzar la calle, me confundo con ella y no me detengo hasta encontrar el apoyo de una pared en el edificio de enfrente. Encuentro un trozo libre de acera entre una tienda muy deteriorada, rematada en cúpula, y un enorme cartón cubierto de plásticos, y me dejo caer entre ambos. El mundo se ha subido a una noria. Me dejo caer de lado, en postura fetal, con la espalda pegada a la pared de un edificio, contra los barrotes de una ventana a pie de calle. Me acurruco aún más, con las manos en la cara, que huelen a algo.

Reconozco ese olor.

Estoy perdido.

Intento levantarme, pero los ojos se me cierran.

Ruge un monstruo. Al despegar los párpados, veo una caterva de figuras descarnadas y borrosas, con algo negro y alto en la cabeza. Son antiguos fantasmas que vienen por mí.

El viento me arrebata el sueño de los ojos y el estruendo de una docena de Harleys sacude los edificios alineados en la Quinta Avenida y destruye la calma que antecede al amanecer. Me agarro a la espalda de cuero del líder de los Barrenderos y ellos aceleran sus motos en dirección al sur. ¡Cristo!, ¿cómo se las arreglan para mantener los sombreros de copa en la cabeza?

Terry me había enviado a la banda de los Barrenderos.

Después de nuestro baño en común, Evie y yo nos fuimos a la cama y dormimos hasta cerca de las dos. Dimos cuenta de la comida que Evie pidió al Odessa Diner sentados en mi cama. Después volví a lavarme la cabeza para librarme del olor a sangre de Leprosy, aunque no sirvió de mucho. La sangre tiene un olor pegajoso. Evie puso Pasión de los fuertes en el DVD para distraerme. Nos sentamos juntos, frente a la pantalla, sin decir palabra. Yo pensaba en la noche, que tardaba en llegar, y me impacientaba tener que esperar hasta la puesta de sol para salir a la calle y matar a quien yo sabía. Entonces sonó la llamada que me convocaba al Colé, esta vez para reunirme con el marido.

Como no regresaba, Evie decidió hacer algo. Mi vuelta a casa de la noche anterior cubierto con la sangre de Lep había sido la gota que colmaba el vaso, después de lo cual no le quedaba otra posibilidad.

Conocía a Terry de un par de veces que él había ido al bar buscándome. Yo se lo había presentado como uno de los activistas de la comunidad de vecinos. Para ella, Terry es todo lo amigo mío que se puede ser. Así pues, le llamó, porque no conocía a nadie más capaz de dar conmigo. Buena chica.

—Bird nos dio un telefonazo para pedirnos una comprobación. Quería que nos coláramos en el territorio de la Coalición y viéramos si estabas allí.

Christian me informa a gritos por encima de las explosiones de los tubos de escape de las motos. Vamos por debajo de la 24a, un terreno bastante seguro, pero los Barrenderos continúan manteniendo el orden de patrulla: dos escoltas formando un bloque delantero, otros dos a nuestras espaldas y el resto alrededor de Christian y de mí, montados en su Shovelhead, una chopper del 72 en negro azabache. Christian va inclinado sobre los manillares; yo, detrás, en el asiento del acompañante, pegado a su espalda para oír lo que dice.

—El caso es que junté una cuadrilla y aquí estamos.

Hay algo más. Tiene que haberlo porque los Barrenderos son uno de los pequeños Clanes de más abajo de Houston, que se las componen como pueden para conservar el poder sobre el territorio que rodea Pike Street, debajo del puente de Manhattan. No están afiliados de un modo oficial a la Sociedad, pero son aliados y vigilan la puerta trasera de Terry para mantener una buena vecindad. Sin embargo, no suelen hacer encargos para la Sociedad. Estoy seguro de que existe un acuerdo: o están saldando una deuda muy grande o piensan recibir algo sustancioso por la molestia. Sólo así se explica que arriesguen a su propio presidente y a doce de sus mejores motoristas para entrar en el territorio de la Coalición en busca de un sujeto que ni siquiera es miembro de su Clan. Sin duda, se esperará que yo contribuya con algo a la recompensa. Cuando cruzamos la 14a, ya en terreno de la Sociedad, los motoristas se dividen en grupos de dos o tres y saludan a Christian inclinando la copa del sombrero antes de desaparecer por alguna calle lateral. Nos quedamos solos.

—Bird quiere verte.

Miro la palidez del cielo; si voy adonde Terry ahora, tendré que quedarme todo el día.

—Llévame a mi casa.

—Dijo que te dejara en su cuartel general.

—¿Ahora obedeces las órdenes de la Sociedad?

Dobla en la 10a y me apeo frente a mi domicilio. Sentado en su pretenciosa máquina, Christian se quita el sombrero y se sube a la frente sus gafas de la Primera Guerra Mundial.

—He oído lo de tu encontronazo con unos arrastrapiés.

—¿Dónde?

—Corre la voz.

—Ya, es lo que tienen las voces, que corren.

—¿Necesitas ayuda? Esa chusma no conviene a nadie.

—No sé a qué te refieres. Todo va estupendamente.

—Ya.

Se coloca otra vez las gafas y el sombrero.

—Por eso nos ha enviado Bird a recogerte en una acera de la 55a.

Estrecha la mano que le ofrezco.

—Gracias por el paseo.

No me suelta.

—Si dijera que quedo a tu disposición, mentiría. Deberías abandonar tus líos con la Sociedad y la Coalición, Joe; estás jugando con fuego y vas a terminar jodido.

Rescato la mano sin soltar palabra.

Sacude la cabeza.

—Vale, haz lo que quieras, pero tú no perteneces a ese mundo, tío, sino al nuestro, al que está debajo del puente. Tú eres libre.

—Nadie es libre.

—Eso es lo que tú crees, Joe.

Arranca la moto y desaparece calle abajo. Aguardo a que doble la esquina con A para entrar en casa.

Christian es uno de los míos. No porque lo contagiara yo (en realidad no me consta que haya contagiado a nadie), sino porque lo encontré. Sus chicos y él habían ocupado un bloque de Pike sin saber que lo reclamaban los del Muro de Chinatown y hubo un enfrentamiento. Claro que no tenían ni idea de que los del Muro eran vampiros. El Muro atacó con furia, diezmó a la banda y se largó dejando atrás el pastel. Por aquel entonces esos animales actuaban así. Era el 78 o el 79 y yo estaba aún con la Sociedad. Bajé con Terry para limpiar el terreno. Tiramos los cuerpos al East River, pero Christian aún vivía, aunque se encontraba tan mal que Terry quiso abandonarlo a su suerte. En cambio, yo pensé que debía dar a otro la oportunidad que Terry me dio a mí en su día.

Lo llevé a una casa franca de la Sociedad. Tenía la cabeza llena de bobadas sobrenaturales, pero la visión de lo que el Muro había hecho a sus amigos le bastó para creer en la realidad. No obstante, en cuanto se puso fuerte y pudo moverse, se largó porque no quería saber nada de los planes de amor y paz de Terry. Regresó a su territorio, reunió lo que quedaba de la banda y se puso manos a la obra, es decir, los contagió a todos. Tardó un año en formar una banda nueva, volvió a Pike Street, y los Barrenderos se cargaron a toda una generación del Muro. Si a esos cabrones de Chinatown aún se les considera un Clan es por su antigüedad, pues hoy en día los Barrenderos mantienen un control tan férreo de su territorio que sólo los Clanes mayores osan andar por Pike sin invitación.

Tengo que llamar a Evie para decirle que estoy bien, y a Terry para decirle que esta noche iré a hablar con él. Necesito enterarme de cuál es el precio del rescate, pero también salir a la calle en busca de la niña y del portador. Pero antes de nada, necesito beber un poco. Aunque no sé lo que me ha dado Horde, si ha conseguido postrarme de ese modo, resultará letal para un no infectado. Todavía estoy débil y mareado de narices; así que abro el refrigerador un poco preocupado por mis existencias y me encuentro con algo mucho más grave. La sangre ha desaparecido; toda, hasta la última gota.

La sede del Enclave es un almacén situado en la 12a del Little West, dentro del distrito de los almacenes de la carne. Los del Enclave no tienen necesidad de reclamar ninguno de los territorios al norte, ya que tanto los Clanes como los Parias respetan una tierra de nadie que abarca todo el West Side desde la 14a hasta Houston. Nadie quiere tratos con ellos, y mucho menos yo. Sin embargo, alguien ha allanado mi piso sin dejar rastro, salvo los breves vacíos que debía haber ocupado su olor; los mismos que percibí en el aula donde acabé con los arrastrapiés. Es hora de hablar con Daniel.

Es la segunda vez que salgo a la luz del día con mi chilaba en setenta y dos horas, aunque en esta ocasión pido un taxi con los cristales negros. Me acomodo en medio del asiento trasero para protegerme de los rayos directos del sol que pega en los cristales, pues, aunque reducen los ultravioleta de onda larga, no impiden la entrada de los de onda corta, que son los que realmente nos joden vivos. Le pido al conductor que me deje en la esquina de la 12a del Little West con Washington y camino una manzana pegado a los edificios para aprovechar la línea de sombra que proyectan en la acera.

El almacén del Enclave no se distingue de los restantes de la manzana como no sea por la total ausencia de graffiti u otros signos de vandalismo. Aunque los chavales no saben con exactitud quién hay dentro, les consta que no es gente buena. Asciendo los escalones hasta el muelle de carga y me cuelo por la enorme puerta corredera de metal, que está abierta. No se molestan en cerrar, porque de sobra saben que nadie se va a meter con ellos.

Una vez dentro, corro la puerta a mis espaldas. Está muy oscuro. Menos mal. Me quito las gafas de sol.

—Simón.

Al darme la vuelta creo reconocer al que me habló la otra noche.

—¿Qué te he dicho del nombre?

Sonríe.

—Disculpa, pero es que tienes más pinta de Simón que de Joe, como es lógico.

—Llévame donde esté Daniel, ¿quieres?

—Por supuesto.

Mientras cruzamos el enorme espacio vacío del almacén empiezo a distinguir las figuras del fondo. Al principio parecen varias hileras de esas esculturas de escayola que adornan el césped de los jardines, pero enseguida se convierten en el Enclave; unos cien a lo sumo, aunque, eso sí, los más temidos por los Clanes. Se sientan en el suelo con las piernas cruzadas, inmóviles y silenciosos, todos con unas ropas tan blancas como su piel carente de pigmentación. Mi guía me conduce hasta ellos. Los de las últimas filas conservan algo de color e incluso un poco de carne pegada a los huesos, pero los situados al frente de la asamblea están mucho más pálidos y más demacrados. Hacia la mitad del camino, mi guía toma asiento en un espacio vacío al final de una de las hileras. Cuando me detengo, me hace una seña para que me acerque.

Delante hay una figura que me da la espalda y vuelve la cara en la misma dirección que todos los demás, pero sola y separada de ellos. Continúa inmóvil un momento y entonces se vuelve hacia mí. Sonriendo, señala mi chilaba blanca.

—Simón, qué detalle por tu parte arreglarte para visitarnos.

Daniel es la estampa de la muerte, clavadito a lo que ustedes esperarían si ésta se presentara a la cabecera de su cama con la guadaña y una larga lista en la que figurara su nombre escrito con sangre. Sin pelo y con la piel blanca y pegada al esqueleto que hay debajo, es idéntico a la muerte por la sencilla razón de que se está muriendo. Igual que todos los demás, muere lentamente de inanición.

Al subir por las escaleras que conducen a un espacio diáfano que corre a lo largo de la trasera del almacén, el esquelético Daniel sube los peldaños de un brinco, demostrando un vigor y una energía nada menguados. Una vez arriba, me lleva por un pasillo estrecho flanqueado de cubículos idénticos, en los que no hay más que una estera en el suelo y una jarra de agua. Entro detrás de él en uno de los situados a la izquierda, dentro del cual yace sobre la estera un Enclave tembloroso y sudado, casi tan extenuado como el propio Daniel.

—Está empeorando —dice, señalándolo.

Ya se ve.

Me indica un rincón en el suelo para que me siente. También él se acomoda en el suelo, pero junto al Enclave moribundo, poniéndole una mano en la frente y acariciando con delicadeza la piel enferma. El Enclave deja de temblar.

—Empeorando, Simón, como todos nosotros.

—Excluyéndote a ti, Daniel.

Sonríe, alzando los hombros.

—El tiempo dirá, pero el caso es que Jorge empeora con extraordinaria rapidez.

—¿Por qué?

—Es un poco fundamentalista en sus creencias y ha dejado de alimentarse de un modo absoluto.

—¡Jesús!, ¿hace cuánto?

—Varias semanas ya.

—¿Y aún vive?

—Bueno, sería tema para un debate, ¿no te parece?

Observo a Daniel acariciando la frente del agonizante. Tiene razón en lo que dice, todo el Enclave empeora y se muere. Es lógico cuando dejas de comer. El Virus quiere, necesita, que te alimentes, por eso te infunde fuerzas, te aguza los sentidos y te motiva para que bebas la sangre que lo alimenta también a él, pero si dejas de consumirla, él consumirá la tuya, igual que un cuerpo normal se devora a sí mismo cuando su dueño se niega a comer. El Enclave sólo se alimenta de la dosis mínima. ¿Es por principios? ¿Se lo niegan a sí mismos por no dañar a otros? No, se lo niegan porque son un hatajo de espectros gilipollas.

La respiración de Jorge se hace más irregular; los labios se despegan de los dientes sin encías para que la boca, completamente abierta, aspire el aire que atraviesa la garganta con un sonido sibilante. Daniel se inclina sobre él y, aplicando la boca a su oído, susurra unas palabras. Joder, la va a palmar ahora mismo. Me levanto dispuesto a dejar la habitación, pero Daniel me hace una señal para que vuelva a sentarme. Aunque no me apetece nada, estando en su casa, no hay más remedio que obedecer.

Jorge arquea la espalda y sus dedos agarran la estera dejando pequeños surcos en los junquillos de bambú. Ahora Daniel se ha tumbado junto a él y, apretando su cuerpo contra el de Jorge, le acaricia el rostro sin dejar de musitar algo, entonando una especie de cántico. De la boca de Jorge surgen como unos crujidos, aunque no parece que los emita él, sino algo que se está rompiendo dentro y cuyo eco asciende por el esófago. Tiene los ojos fuera de las órbitas, por las que comienza a supurar un pus blanco. Los crujidos son cada vez más fuertes y la piel se hincha y se retuerce como si debajo hubiera gusanos y serpientes que pugnan por salir de su madriguera. Abre y cierra la boca y los dientes rechinan y dan dentelladas al aire. El pus chorrea a ambos lados de la cara hasta que uno de sus ojos de rana salta de la cuenca y queda colgando sobre la mejilla descarnada. La cabeza se agita y choca contra el suelo.

—Ayúdame, Simón.

Estoy paralizado.

—Ayúdame.

Me inclino sobre Jorge y lo agarro por las piernas, que no dejan de temblar, para estirárselas, pero me da patadas.

—Sostenlo, Simón.

Le agarro las piernas y se las sujeto contra el suelo. A causa de los espasmos, tengo que echarme encima, y aun así apenas puedo con él. Daniel le rodea el pecho y los brazos con los suyos, pero Jorge se resiste de tal forma que está a punto de derribarnos. Ha saltado el otro ojo, de modo que los dos se balancean al final de los cables de los nervios y los vasos sanguíneos cada vez que agita y retuerce la cabeza. Se arquea de nuevo, levantando mucho la espalda una vez, dos, tres, y al caer contra el suelo oigo el crujido de los huesos que se rompen en su interior. Ahora el ruido es de vómito y parece que va a escupir los pulmones. De nuevo se arquea y nos empuja a los dos, vuelve a estrellarse contra el suelo, y acaba. Su cuerpo, difícilmente identificable con el de un ser humano, yace inmóvil, muerto. Daniel se pone en pie y me ofrece la mano, pero me levanto por mis propios medios.

—Gracias, Simón.

Contemplo lo que queda de Jorge.

—Se han llevado mi alijo, Daniel, toda mi sangre.

Me obsequia con una ligera sonrisa.

—Si buscabas una invitación a comer, creo que te has equivocado de sitio.

El Enclave no cree en el Virus. O cree en él pero no lo considera un fenómeno natural. O cree que es natural, pero no físico. O algo parecido. Si lo entiendo bien, cree que el Virus no es de este mundo, sino de origen sobrenatural. En realidad, cree en la existencia de todo un universo sobrenatural, donde el ser físico se fundirá con la materia cuando el Virus nos consuma por completo y expire el yo consciente. Lo que ellos piensan, y por lo que se dejan consumir, es que si te vas descarnando poco a poco, mantienes el yo y la conciencia y te conviertes en un ser sobrenatural con existencia en este mundo. No sé por qué les llama tanto la atención semejante cosa, pero así es. Naturalmente, al final acabarán todos igual que Jorge, como ha ocurrido durante siglos y siglos, excepto en el caso de Daniel.

Estamos sentados en los primeros peldaños de la escalera que conduce a los cubículos, contemplando a los miembros del Enclave que hacen sus ejercicios. Se trata de una especie de taichi tan lento y tan preciso que casi no los ves moverse.

Miro la pared de la que cuelga Jorge. Han abierto su cuerpo en forma de águila y lo han clavado a la pared de ladrillos de ceniza. Daniel también mira.

—Lo dejamos hasta que la carne se pudra del todo y se caigan los huesos al suelo, en recuerdo y demostración objetiva de la trascendencia de lo físico. Nos sirve para meditar en su descomposición.

Yo podría haber sido uno de ellos y vivir aquí, con estas estantiguas, dedicado a la disciplina de la muerte lenta. Cuando abandoné la Sociedad, Daniel me mandó llamar. Fui a verlo, aunque no lo conocía, ni había estado jamás en territorio del Enclave. Para sobrevivir en mi condición de Paria, necesitaba todos los aliados posibles. Pensé que buscaba a alguien que hiciera encargos relacionados con la seguridad, por ejemplo. ¿Qué sabía yo? Sin embargo, me ofreció un puesto en el Enclave, lo cual representaba todo un favor, hasta donde puede serlo que la peor banda de locos de las calles te proponga sumarte a sus colores. Decliné el ofrecimiento, dando las gracias al tiempo que cruzaba los dedos para que no me hicieran trizas por el desprecio. Pero no funcionan así; ellos no admiten voluntarios, nombran a los suyos a dedo y el nombramiento es vitalicio, te guste o no. Daniel te considera del Enclave por el simple hecho de haberte nombrado él, no por tus méritos.

Le digo que todo me parece de perlas, aunque no es mi intención irme como Jorge.

—El tío que me enviaste dice que me están espiando.

—¿Es que no lo sabías?

—Coño, Daniel, ¿no puedes responder sin rodeos?

—No me has preguntado nada.

Retiro la vista de Jorge.

—¿Sabes lo del portador y lo que ocurrió en el colegio?

—Sí.

—Claro que sí, tú lo sabes todo.

—Al contrario, no sé prácticamente nada.

—Sí, ya, a grandes rasgos todos somos unos ignorantes, pero tú conoces lo que se cuece, Daniel. Y volviendo al colegio, ¿no sabes de nadie que ande husmeando por ahí sin dejar el menor rastro de olor?

—Sí.

—Pues es el mismo que me ha robado el alijo, y quiero enterarme de qué va y por qué lo hace. Eso es lo que te pregunto y eso es lo que quiero saber.

Se pasa los dedos famélicos por el cráneo enteramente calvo.

—La pregunta no es pertinente, Simón.

—¿Y qué pregunta lo es? ¿Quieres decírmelo para que pueda formularla y obtener una respuesta?

—La pregunta no es quién, sino qué.

—Sandeces.

—Alguien lo convoca, lo amarra y luego lo envía a obedecer sus órdenes.

Me levanto.

—Muy bien, es hora de irme.

Alarga una mano para coger la mía. La piel abrasa. Está matando de hambre al Virus y éste ha tomado los mandos de sus funciones autónomas y aumenta la velocidad de su metabolismo para animarlo a comer. Mientras muere lentamente, conservado al borde de la inanición, el Virus va consumiendo también poco a poco a Daniel, que tiene que hacer esfuerzos para dominarse. Se trata del último estertor de muerte del Virus, cuando vacía de reservas tu sistema y te empuja a la caza. Es el estado que cultivan los del Enclave, el mismo en que Daniel ha existido desde nadie sabe cuándo. Sin embargo, al borde de la consunción tenemos más fuerza que cuando estamos bien alimentados. Daniel me toma de la mano con delicadeza, pero si diera un tirón brusco podría separarme el brazo del hombro. Por eso no me muevo.

—No me escuchas, Simón.

Vuelvo a sentarme.

—¿Cómo puedes estar tan seguro de tu existencia y resistirte con tanto empeño a la idea de que existen otros como tú e incluso más allá de ti?

—Porque sé dónde estoy y quién soy.

—¿Quién eres?

—Un hombre. Un hombre enfermo que quiere saber quién le ha robado su alijo, para no verse obligado a salir a la calle a matar a cualquier desgraciado y bebérmelo.

—Eres mucho más que un hombre, Simón, mucho más. ¿Has perdido tu alijo? ¿Y qué? Quédate con nosotros. Esto podría ser un comienzo, una oportunidad.

Señalo a Jorge.

Daniel sonríe, asiente y me suelta la mano.

—Es un fantasma.

—¿Qué dices?

—Lo que estuvo en el colegio y lo que ha estado en tu casa es un fantasma.

¡Lo que faltaba!

—No lo creo.

—Tú verás, pero no le importará que lo creas. De hecho es lo mismo, porque si crees en él seguirá siendo invisible para ti, y si no crees, te matará con tanta facilidad como si lo hicieras tú mismo.

Cierro los ojos, me seco el sudor de la frente y los abro. Mierda.

—¿Qué hago?

—¿Contra un ente en cuya existencia no crees?

Se encoge de hombros.

—Ya te he dicho que puedes quedarte. Si te llamé fue para ofrecerte una vez más el Enclave. Uno no lucha contra el otro mundo, sino que se esfuerza en unirse a él.

Pienso en lo que sería la vida aquí. Ahora están formando un círculo. Dos de ellos se sitúan en el centro y comienzan el combate. Parece una película de kung-fu en Hong Kong pasada a gran velocidad, hasta el punto de que no puedo seguir los movimientos de los combatientes. Sólo veo las borrosas volteretas de los miembros y oigo el zumbido de los brazos y las piernas que cortan el aire y el ruido del entrechocar de los huesos. Dura sólo un instante, y de pronto uno de ellos está en el suelo con las piernas rotas. Los otros lo levantan. Ahora decidirá si quiere tomar un poco de sangre para curarse las piernas o no tomarla y arriesgarse a que nunca se suelden del todo. Pienso en exponerme a la privación, en no volver a preocuparme de encontrar mi próximo alimento, en pasar lo que me quede de vida dedicado a la meditación y a las artes marciales, perfeccionando la autodisciplina. Se acabaron las precariedades, el depender de mí mismo. Y se acabó Evie.

No. Esto no es para mí.

Me levanto.

—Agradezco tu oferta, pero la respuesta sigue siendo la misma.

Daniel sonríe.

—Es una pena.

—Sí, bueno, lo siento.

—Con todo, perteneces al Enclave y no puedes cambiarlo. Y yo estoy contento de tenerte con nosotros.

—Como quieras.

—Ese «como quieras» es una actitud que conviene cultivar.

Me dispongo a salir, pero antes me vuelvo hacia él.

—Y, dando por supuesto que tu fantasma sea real...

—¿Sí?

—¿Sabes quién ha podido convocarlo?

Ahora observa la lucha que vuelve comenzar entre otros dos miembros del Enclave.

—No es tan difícil traer esos entes a nuestro mundo e imponerles tu voluntad. Basta con saber cómo se hace y con tener poder y algo que ofrecerles. Hay gente que posee esos conocimientos; nosotros, por ejemplo, estamos muy familiarizados con el plano metafísico. Ahora bien, tú deberías buscar entre los Clanes. Averigua el motivo del robo, ¿sólo pretenden ablandarte o te van a matar? Quién sabe, quizá es un castigo o quizá lo hacen para que encuentres una motivación. ¿Conoces a alguien dado a emplear el método del palo y la zanahoria?

Asiento.

—Gracias.

De camino a la puerta, me llama.

—Ven otro día, Simón, la puerta está siempre abierta.

Paso por delante del sparring del Enclave. Pienso en lo que sería tenerlos por centenares en las calles un solo día, nunca mejor dicho puesto que todo se reduce a morir de inanición y cruzar al otro lado. Están convencidos de que cuando al fin uno de ellos se manifieste como un ser metafísico en el mundo físico no sólo será invencible, sino también capaz de proyectar su sabiduría en todos los demás. Entonces comenzarán en serio su cruzada, tomarán las calles y limpiarán el mundo de todo lo que no sea el Enclave. Para llevarlo a cabo, sin embargo, necesitan un mesías. De momento, Daniel es lo más parecido que tienen, pero él todavía no ha alcanzado ese punto, todavía no. Cruzo la puerta y la cierro a mis espaldas con la esperanza de no tener que abrirla nunca más.

Yo no creo en ese otro mundo donde acecha el hombre del saco esperando la oportunidad de venir a complicamos la vida en éste. Ni creo en esas simplezas, ni desde luego en fantasmas, pero sí en la existencia de alguien que me quiere convencido, asustado y hundido en la desesperación. ¿Conozco a alguien dado a emplear el método del palo y la zanahoria? Desde luego, es bastante fácil: todos mis empleadores. En cambio, no me imagino a la Sociedad montando un numerito así, ni veo por ninguna parte su interés en mantenerme desesperado y hambriento dentro de su territorio. Por otra parte, creo que les falta habilidad o sutileza para llevar el plan adelante. No, ese carácter solapado lleva la marca de Dexter Predo.

Un Predo al que imagino poco satisfecho del desarrollo de los acontecimientos por aquí abajo, sobre todo si sabe ya que el portador continúa suelto. Imagino también a un Dale Edward Horde quejoso con Predo por haberme permitido quedar con su esposa en público. Veo a Predo prometiéndole arreglarlo y dándole algo para que lo eche en mi copa, algo capaz de dejarme fuera de combate mientras hacían el trabajito en mi casa. Imagino que Predo quiere reducirme a la escasez porque sabe que estoy perdido sin mi alijo y no ignora que la Sociedad no va a montarla por mí ni a enviar a unos payasos de su territorio para que me rellenen el frigorífico. Sabe que no me conviene enfrentarme con los otros Clanes o con los Parias actuando en sus distritos y que encontrar un empleo en un hospital o en un banco de sangre requiere un tiempo del que no dispongo. Por último, sumando todo lo anterior, imagino un Predo que aplica el método del palo para luego sentarse a esperar la visita de un Pitt sediento y andrajoso al que ofrecer la zanahoria con el objetivo de metérselo en el bolsillo, decirle cómo gestionar el asunto del portador y de la niña de Horde y mantenerlo a raya. Porque reponer el contenido de mi frigorífico tiene un precio que se va a cobrar con mis cojones. Ahora yo podría coger el metro a los barrios altos y zanjar el asunto, pero no me da la gana.

Corro de una sombra a otra hasta llegar a la L. Cojo el metro para deshacer el camino y me apresuro a llegar a casa. Aún no he llamado a Evie para decirle que estoy bien. En realidad, ni siquiera me he lavado después de dormir en la acera.

* * *

Al salir de la ducha, llamo a Evie.

—Hola, cielo.

—¿Estás bien?

—Claro, cielo, estupendamente.

—¿Pasaba algo?

¡Que si pasaba!

—Sí, pero Terry se ocupó de todo.

—Tenía la esperanza de no equivocarme llamándole. No quería armar jaleo, pero después de lo del pobre Lep...

—No, hiciste bien.

Nos callamos un momento, oyendo pensar al otro. Por mi parte, pienso que esta situación es nueva para nosotros. Ella siempre ha tenido tanto cuidado en no inmiscuirse en mi vida como yo en que no se inmiscuyera. No sé qué pensar de esa iniciativa suya de llamar a Terry, pero no me acaba de convencer. En cuanto a ella, no tengo ni idea de lo que piensa.

Oigo que desplaza el teléfono, dando un golpecito con sus uñas siempre cortas en el auricular al echarse el pelo hacia atrás.

—Esta noche libro.

Martes, una de sus noches de descanso y de cita para nosotros.

—Ya, cielo, pero me parece que no es una noche indicada para mí.

Emite un ruidito consistente en chocar la lengua contra el paladar, que en ella anuncia cabreo.

—Ya, por el trabajo ese.

—Sí.

—Por el que murió Leprosy.

—Evie.

—Y que no quieres contarme.

—Ahora no, ¿vale?

—Aunque fui yo quien te limpió su sangre.

—He dicho que ahora no.

—Entonces, ¿cuándo, Joe? ¿Cuándo voy a saber qué te traes entre manos?

—Precisamente ahora no.

—Ahora no, ¿cuándo he oído yo eso antes?

Resopla con todo el aire que tiene en los pulmones como una persona que intenta contenerse y como suele hacer ella cuando empieza a perder la paciencia.

—Toda mujer tiene un límite, Joe, aunque sea una mujer que no te follas.

Y cuelga. ¿Se le puede reprochar?

Ahora tengo otra cosa pendiente que me gustaría poner al principio de la lista, pero como no puedo, queda más o menos así:

1) Encontrar al portador.

2) Encontrar a la niña de Horde.

3) Averiguar quién me espía.

4) Llamar a Terry.

5) Tratar con Predo.

6) Hacer las paces con mi novia.

¡Ah!, al principio podrían ustedes añadir: , pero en este preciso instante lo único factible es hacer una llamada de teléfono, así que llamo a Terry.

—Joe, no sabes cuánto me apetecía hablar contigo.

—Ya estamos hablando, Terry.

—Sí, por teléfono, pero no es lo mismo que cara a cara.

—Te puedo ver luego, esta noche.

—Imposible, tengo que subir al norte.

—¿Al norte?

—Por encima de la 110a.

—¿Al Barrio?

—Grave Digga habla otra vez de guerra de bandos y quiero suavizarlo.

—Entonces, mañana por la noche.

—Supongo que me llevará dos noches. Hago el trayecto en un bote, pero el piloto no me garantiza el viaje de vuelta, y considerando cómo anda el asunto con la Coalición, no creo que me extienda un salvoconducto para atravesar su territorio.

Tiene razón. Si en tiempos mejores la Coalición no le habría hecho un favor, mucho menos se lo hará en este momento con el jaleo que se ha montado por aquí abajo, y eso suponiendo que no conozcan su intención de hablar con el Barrio.

El Barrio es un retoño de la Coalición. En los sesenta, más o menos al mismo tiempo que Terry organizaba la Sociedad, Luther X montaba un cisma con los negros y los latinos de la Coalición y se hacía con todo lo que queda por encima de la 110a. Después de negociar una tregua, la Coalición cedió el territorio y, aunque lo entregó a disgusto, hasta hace un año la paz reinaba entre ellos. Pero el año pasado alguien le clavó a Luther una navaja en los ojos y su caudillo, un pinchadiscos llamado Grave Digga, se apoderó del Barrio, llevó a cabo una purga y juró que encontraría a los agentes de la Coalición que habían dado muerte a Luther. Desde entonces se dedica a hacer incursiones más allá de sus fronteras y pretende convencer a Terry y a la Sociedad de que se asocien con él para destruir la Coalición. Yo no quiero saber nada.

—Entonces tendremos que solucionarlo ahora, ¿qué es lo que quieres?

—Hablar contigo, intercambiar unas palabras sobre lo que ocurre por aquí. ¿Qué pretendías enviándome a los Barrenderos para que me recogieran?

—Venga, Joe, fue un acto humanitario. Yo sé cómo se está por allá arriba. Me llama tu chica para decirme que has quedado con un «cliente», que aún no has aparecido, y encima me dice que la cita era en el norte, ¿cómo no voy a preocuparme? Y por lo que oigo, necesitabas ayuda. Según Christian, estabas hecho fosfatina en la acera junto a un montón de vagabundos y a punto de broncearte un poco.

—Sí, pero ¿qué es lo que quieres?

—Lo que quiero, lo que quería era charlar contigo, cerciorarme de que estabas bien. Que no deseabas volver, bueno, era cosa tuya. Todos somos libres de hacer lo que nos venga en gana.

—No me gustan las cuentas pendientes, Terry, ¿qué es lo que quieres?

Ríe entre dientes.

—Ya lo sé. Joe nunca acepta nada de nadie, ni bueno ni malo. Yo trataba de cumplir con un tío que antes era mi amigo y que, por cierto, creo que lo es aún.

—Pues tiene gracia, porque la última vez que te vio ese amigo tuyo acabó con dos costillas rotas por culpa de tu matón irlandés.

—No fue un problema personal, Joe, sino político. Necesitaba arrojarle un hueso a Tom para evitar que se radicalizara. Lo hice por un bien mayor. Y preferiría que no dijeras «irlandés» con ese tono.

—Vale, Terry, ya avisarás cuando quieras cobrártelo. Mientras tanto, yo te tiro este hueso: Tom estaba en lo cierto, había alguien más en el colegio observando todo lo que pasaba con los arrastrapiés.

—Víctimas de la zombif...

—Puñeteros cadáveres andantes o como quieras llamarlos. Alguien más está interesado en esto.

—¿Sabes quién?

—Sólo sé que es muy privado y no le gusta dejar nada tras de sí, ni siquiera un olor. ¿Te suena?

Un segundo de silencio, que no interrumpo.

—No, no creo, Joe, no me suena.

—Pues deberías abrir bien los ojos, porque sea quien sea se mueve furtivamente por tu territorio.

Cuelgo para dejar que lo rumie. A lo mejor fisga un poco y encuentra algo. Sería estupendo que alguien me hiciera el trabajo sucio, para variar.

Aún queda tiempo para que se ponga el sol, tiempo de matar antes de salir en busca de la niña y el portador.

La niña y el portador.

De pronto, se me cuela una tercera idea en la cabeza.

¡Coño!

Me huelo la mano, pero ya no está porque se fue con la ducha. Me lanzó al montón de ropa sucia que hay en un rincón. Aparto la chilaba que está encima de los vaqueros negros que tuve que ponerme para ir al Colé, ya que la sangre de Leprosy me había echado a perder el traje. Me los acerco a la cara para olfatearlos: humo de tabaco, la mugre de la acera que me sirvió de cama, mi propio sudor. Y lo mismo con la camisa que llevaba. Sin embargo, él me toco, sé que me estrechó la mano y me dio una palmada fingidamente calurosa en el hombro. ¿Dónde tengo la chaqueta? Descorro la puerta del armario y la quito de la percha. Es esa tan bonita de cuero liviano, regalo de Evie. Me hice un rasguño en la manga durante la siestecita en la calle. Aplico la nariz al hombro derecho para inhalar.

Y lo huelo; es el mismo olor que percibí en mi mano la noche pasada nada más estrechar la de Horde. El olor del colegio, el almizcle y el sexo del cartón que hacía de colchón improvisado y el olor de la zombi. Estaba en las manos de Horde, en todo su cuerpo, pero no lo advertí porque las emanaciones de la sangre de Leprosy se hallaban aún en el ambiente y dentro de mis fosas nasales.

Los arrastrapiés del colegio tienen nombres. Los chicos eran Joey Boyles y Zack Blake. La chica, la que me interesa, se llamaba Whitney Vale.

Diecinueve años, nacida y criada en Nyack. Según su madre, se largó nada más cumplir los dieciocho y este año sólo la ha visto en las dos ocasiones en que se presentó a pedir dinero. El padre se encuentra en paradero desconocido desde su nacimiento. La chica trabajaba a media jornada como registradora de bolsas en una tienda de discos antiguos de St. Marks, pero la madre se enteró por el gerente de que llevaba una o dos semanas sin aparecer. Lo he encontrado todo en mi ordenador, indagando en los sitios del Times, el News y el Post. Escribiendo su nombre en Google, hallo además varios artículos, que leo con la cobertura de la prensa asociada, y a un guarro que quiere unas supuestas fotos de ella.

El reloj marca las nueve de la noche y once minutos, una hora con oscuridad suficiente para mí. Abandono el ordenador, me pongo una camiseta y me echo encima la chaqueta de cuero. Aunque afuera hace calor, necesito esconder el revólver que he metido en la pretina de mis vaqueros negros.

Todavía me duele la cabeza por culpa de la droga que Horne puso en la bebida. Abro el armario y echo una ojeada al minifrigorífico cerrado con candado que guardo junto a la caja de seguridad de la pistola. La última pinta que tomé fue el sábado. Siguiendo mi costumbre, habría tomado otra el lunes de no haber estado Evie en casa; además, tuve que salir para encontrarme con Horde y luego me robaron el alijo.

Quién sabe si dejé algo en el frigorífico.

Podría abrirlo y mirar dentro, pero sé que está vacío; lo que ocurre es que el Virus me induce a ello por el sencillo método de recordarme cómo estaré dentro de veinticuatro horas, cuando él comience a devorarme.

Doy media vuelta y subo la escalera.

Es pronto y martes; por tanto, aún no ha comenzado el desfile de adefesios a la moda por St. Marks, pero como estamos en verano merece la pena echar un buen vistazo. Hay vagabundos que beben a morro las cervezas compradas con las limosnas de la tarde; hippies talluditos que viven en los mismos pisos de renta limitada que tenían en los sesenta; chicos de Jersey, que se amontonan en los puestos callejeros para comprar gafas de sol baratas y hacerse tatuajes de mierda. Ver una calle que fue peligrosa convertida en un bazar resulta más bien deprimente.

Sounds está en St. Marks, entre la Segunda y la Tercera Avenida, en el primer piso de un antiguo edificio de piedra rojiza. Se trata de un inmenso espacio abarrotado de cajones de CD y de vinilos para los partidarios de lo clásico. Cerca de la puerta hay un tío situado delante de los cajetines donde guardan las bolsas de los clientes. Es un chaval blanco, que lleva unas Nike sin atar, unos vaqueros flojos, un jersey Kobe y una gorra de los Lakers puesta al revés. Se ha subido a un embalaje de leche para divisar mejor a la docena de clientes que rebusca entre los discos. Me sitúo a su lado mientras él se fija en una chica en minifalda que hurga en el cajón de la música trance.

—Dispense.

Gira la cabeza un instante, pero enseguida vuelve a las piernas de la chica.

—¿Qué?

—¿Anda por aquí el gerente?

Niega con la cabeza.

—¿Sabe cuándo está?

Se encoge de hombros.

—¿Puedo hablar con alguien?

Vuelve a negar.

—No necesitan gente.

—Ajá. ¿Y usted lleva mucho tiempo trabajando en esta tienda?

La chica se dirige al mostrador con un CD en la mano y él, aprovechando la posición en alto, otea su escote mientras ella paga al universitario de la caja.

—Le preguntaba si lleva mucho tiempo trabajando aquí.

La chica viene de la caja y le alarga un naipe viejo. Él se dirige a los cajetines, donde encuentra una mochila tibetana que tiene el naipe gemelo sujeto con una pinza de la ropa. Le entrega la mochila, mirándole de soslayo las tetas que sobresalen de su top.

—¿Qué has comprao?

Ella coge su mochila, mete el CD y se encamina a la puerta.

—Música, gilipollas.

La mira salir.

—Anda por ahí, cacho zorra.

Ahora se dirige a mí.

—¿Y tú qué?

—Le estaba preguntando si lleva aquí mucho tiempo.

—¿Cojones te importa?

—No, es que pensé que podría conocer a Whitney Vale.

Sonríe.

—Anda éste.

Se dirige al chico que está en el mostrador.

—Tío, este payaso pregunta por Whitney.

El universitario no levanta la cabeza de la funda de Skinny Puppy que está leyendo.

—Dile que se ponga a la cola.

El chico me mira desde la altura de su plataforma, sonriendo aún.

—¿Oído, payaso?, a la cola.

—Sí, lo he oído. ¿Nunca te tomas un descanso?

—¿Y a ti qué?

—Nada, quería cerciorarme de que en esta empresa no abusan de sus empleados.

Me dispongo a salir.

—Anda, pringao, vete a tomar morcilla con los otros siniestros que han pasao a preguntar.

Salgo.

Lo bueno de St. Marks es la facilidad para merodear. Puedes recorrer arriba y abajo dos metros de acera sin llamar la atención de nadie. Cruzo la calle para comprar un par de cajetillas de Lucky por si acaso esto se alarga. Luego me sitúo en una esquina a fumar y a esperar.

El chaval sale varias veces a fumar él mismo en los escalones, pero pasan más de dos horas antes de que se tome el descanso. Cruza la calle en dirección a mi esquina. Me doy la vuelta aparentemente fascinado por la mercancía de uno de los puestecillos. El chaval pasa a mi lado. Choca la mano con el portero del Continental y se introduce en el McDonald’s que hay al lado. Me adelanto unos pasos para observarlo por el cristal mientras recoge su pedido. Cuando sale, de nuevo en dirección a la tienda, me pongo detrás y le agarro un brazo.

—Oye una cosa, tío.

—¿Qué?

Le doy la vuelta, empujándolo hacia la 9a, sin dejar de sonreír.

—Me alegro de verte, hombre, ¿por dónde andabas?

—¿De qué coño vas?

Cuando trata de liberar el brazo, aprieto más y acerco la boca a su oído.

—Intenta algo y te llevo a la tienda, te meto en un cajetín y tiro el naipe para que no te vuelvan a encontrar.

Obedece. Doblamos la esquina y lo empujo todavía media manzana antes de soltarlo. Ahora balbucea porque me teme.

—Oye, oye, no te he jodido como para que te pongas borde, bueno... que no quiero decir que seas borde...

—Me importa un carajo lo de antes.

—Entonces, ¿qué quieres? Tengo que volver a la tienda.

Me basta con mirarlo para que asienta con la cabeza.

—Vale, tío, vale, quieres saber algo de Whitney.

—¿Cuándo la viste por última vez?

—Créeme, tío, hace unas dos o tres semanas trabajábamos juntos.

—¿Se despidió?

—No, de esto no te despides, dejas de venir.

—¿Tenía algún novio, alguien que anduviera detrás de ella?

Sonríe.

—Buue, no era una tía legal, de las de novios. Estaba pirada, pero superpirada.

—¿La viste alguna vez acompañada de un tío de unos cincuenta, con pasta?

—No jodas. ¿Ésa, dinero?, pero si no daba más que sablazos.

—¿Viste en los periódicos la foto de los chicos que iban con ella?

—Pues claro, y quién no.

—¿La viste alguna vez con ellos?

—Que no. ¿Algo más? Se me enfría mi McNuggets.

—Tienes razón.

Me saco veinte pavos del bolsillo.

—La cena corre por mi cuenta.

—¡Qué bien!

Cuando coge el billete, se me ocurre otra cosa y lo retengo.

—¿Sabes algo de un tío que vende en Internet fotos de ella desnuda?

—Joder, de eso no sé nada, pero ya digo lo pirada que estaba. Me acuerdo de que se sacaba un extra haciendo guarradas para un tío.

—¿Qué tío?

Le dejo que tire de los veinte.

—Un tal Chubby Freeze, pero si no sabes dónde está, no sé por qué te las das de detective.

Me quedo pensando mientras lo veo alejarse. En la esquina, a sus buenos veinte metros, se vuelve y me señala con el dedo.

—Vale, marica, y como te vea por la tienda te echo de una patá en el culo.

Me hace un corte de mangas y dobla la esquina para ir a contarle a su colega de la puerta del Continental que he querido quedarme con él y me ha puesto en mi sitio. Camino en dirección opuesta, hacia la casa de Chubby Freeze, porque el chaval tiene razón, carece de sentido que vaya de detective si no sé dónde encontrar a Chubby Freeze.

* * *

—Qué tal, Chubbs.

—¡Joe! ¿Qué te trae por aquí?

Al contrario de lo que significa su nombre, Chubby no es regordete. Quizá lo fue unos minutos el día que nació, pero ahora es francamente obeso. Bajo, negro y gordo, literalmente más ancho que largo. Está sentado detrás de un escritorio de caoba grande y viejo, con las carnes esparcidas en un confidente de terciopelo rojo muy raído, porque, como es lógico, una silla de oficina normal habría cascado bajo su peso.

Señalo a un jovenzuelo bastante guapo sentado a horcajadas en el brazo del confidente.

—¿Puede darse un paseíto?

Chubby sonríe.

—Claro, Joe. Pasear es una de las cosas que mejor se le dan. ¿Verdad que sí, Dallas?

Encogiéndose de hombros, el chaval me lanza una mirada asesina.

—Dallas, enséñale a este señor tan agradable lo bien que paseas.

Dallas suspira, se levanta lleno de pereza y pasa a mi lado, en dirección a la puerta, andando con afectación, pero ni su cuerpo de gimnasio de Chelsea ni su bronceado artificial me engañan; si Chubby lo tiene en la oficina no es para que le mueva el escritorio cuando quiere levantarse, sino porque es peligroso. Lo sigo con la mirada hasta que abandona la habitación. Chubby también.

—Encantador, ¿verdad?

—¿Te gustan así?

—Verás, Joe, me gustan todos, pero siento una debilidad especial por los guapos... y los grotescos.

Me indica el sillón orejero de cuero rojo cuarteado que hay delante de su mesa de escritorio.

—Siéntate, Joe, y relájate un poco. Hace siglos que no charlamos.

Me siento en el sillón.

—¿Qué traes en la sesera, Joe?

—Traigo a Whitney Vale.

Inclina la cabeza, cierra los ojos y se da varias palmadas en el pecho con una mano muy bien cuidada. Las carnes rebosan de su terno. Levanta la cabeza y me mira.

—¡Ah!, qué triste pérdida.

Saca un pañuelo de seda del bolsillo del pecho.

—Una niña tan dulce.

—¿Así que la conocías?

Se suena la nariz y devuelve el pañuelo a su sitio.

—Antes de continuar, Joe, quiero decirte que estoy encantado de que un hombre de tu valía se interese por la muerte de la chiquilla, y naturalmente que me pongo a tu disposición para las indagaciones que emprendas, pero no temo equivocarme si digo que con esto quedaría compensado el último asunto.

El último asunto.

Repaso con la mirada la cochambrosa oficinita de Chubby. No es más que un cubículo de pladur en un edificio industrial de la avenida D, aunque él se tome interés en adecentarlo con el escritorio, el confidente y algunos otros toques como la alfombra persa descolorida y la falsa lámpara Tiffany. El espacio restante está dedicado a su estudio de producción: dos platos minúsculos, unos doce cubículos para montar los vídeos, pasarlos a digital y comprimirlos para Internet, una habitación pequeña que hace de vestidor y otra donde almacena el vestuario y los decorados. Como cabía esperar, la mayor parte de la ropa consiste en lencería de putas y arneses de cuero; en cuanto a los decorados, no son más que mazmorras pintadas en paneles de madera contrachapada, así que no ocupan mucho lugar. Chubby tiene un buen negocio de producción y distribución de pornografía por Internet. No es un negocio fino, pero representa todo un salto desde su situación de hace quince años, cuando lo conocí vendiendo bolsas en Tompkins a diez centavos. Ese salto a la respetabilidad lo indujo a prescindir de su atuendo y cambiarlo por el de un productor de hip-hop.

Chubby conoce la vida, existe, así, sin más, al otro lado de la barrera del ciudadano normal, como ha existido siempre. Nunca oculta su condición de maleante, hijo de maleantes, y acepta las cosas como son. La gente espabilada como él se fija en lo que ve y en lo que oye y antes o después piensa por su cuenta. Lo interesante es que conoce, si no a toda, a una gran parte de la fauna nocturna. Por ejemplo, a mí, aunque no sepa exactamente quién soy y por qué vivo de este modo; lo que nos conduce directamente al último asunto, es decir, a un problema que tuvo hace unos meses. Necesitaba que se lo solucionara alguien con mano dura y que, sin embargo, no careciera de sutileza; por eso me llamó.

Chubby tiene mucho cuidado con los aficionados que contrata, a los que siempre entrevista y selecciona personalmente. Aun así, a veces se le cuela alguien, y aquella vez se le coló un sujeto dedicado a montar escenas de sadomasoquismo duro, experto en sogas y potros y tan bueno con los cuchillos que sólo dejaba unas marcas muy finas que desaparecían en quince días. Para Chubbs no hizo más que dos sesiones de fotos y un vídeo, pero a las pocas semanas se evaporaron dos chicas de las que trabajaban en su negocio, nada raro en el ambiente, salvo que en ese caso se trataba de dos colaboradoras regulares que eran como de la familia. Me dio un telefonazo para rogarme que investigara un poco. Busqué entre las fichas de los contratados, especialmente en los casos de las colaboraciones breves del último mes, y llamé a varios domicilios.

En el tercero, situado en Staten Island, hablé con el experto en sadomasoquismo. Chubby me dejó su coche y su chófer para no tener que tomar el ferry. Ya en la casa, abrió el propio sujeto. No hubo necesidad de preguntar porque inmediatamente capté la peste al sudor del miedo, a la orina y a las heces que subía del sótano. Como se creía seguro, me invitó a entrar y preguntó si podía servirme en algo. Nada más cerrar la puerta a sus espaldas, di buena cuenta de él. Luego bajé al sótano, cogí a las chicas, las metí en el coche y le dije al conductor que se las llevara a Chubby. En cuanto se marchó, volví a la casa y borré las huellas del desaguisado para que pareciera que el experto se había roto el cuello durante un numerito de asfixia con uno de sus lazos. Cuando Chubby me preguntó qué se debía, le respondí que invitaba la casa.

—Ya te dije que corría por cuenta de la casa, Chubbs.

—Aun así.

—Bueno, si lo prefieres ahora tenemos la oportunidad de hacer borrón y cuenta nueva.

Sonríe.

—Excelente, nunca me gustó que no te cobraras aquello, Joe, pero tampoco quiero que me debas nada por la chica de ahora. Ya sé que no eres de los que aceptan regalos.

—Como tú quieras, Chubbs. Necesito que me digas todo lo que sepas.

—Por supuesto.

Respira hondo, eleva la mirada al techo y exhala el aire.

—En circunstancias normales no me acordaría de los detalles, pero al oír la noticia revisé la ficha de Whitney antes de deshacerme de ella.

—Bien pensado.

Agita una mano gorda en el aire.

—Profesional que es uno. El caso es que Whitney se presentó aquí hará más o menos un año. Era llamativa y desinhibida y, en ese momento, yo no disponía de material gótico; además, aparentaba menos de diecinueve, lo cual siempre es un plus.

—¿Qué hacía?

—Nada desmedido.

—¿Desmedido?

—Quiero decir...

—Sé lo que quiere decir, Chubbs, pero me impresiona cómo refinas tu vocabulario.

—Hay que superar el pasado para no estancarse, Joe.

—Desde luego.

Me indica un diccionario manoseado que tiene en la mesa.

—Mi lema es «todos los días una palabra», ¿o es que pensabas que iba a pasarme la vida repitiendo «passsa, troncooo»? La superación personal es una de las pocas estrategias que puede emplear un negro para prosperar en este país, y yo estoy prosperando, Joe.

—Lo siento, no quería inmiscuirme.

—No te preocupes, no es un reproche.

—¿Whitney Vale?

—Sí, Whitney, pues eso, nada desmedido. Iba llena de piercings y de tatuajes, así que vestirla de cuero habría sido más de lo mismo. En la primera sesión probamos dos estilos: la colegiala católica y la romántica violada. Al principio el contraste con su estética natural era excesivo, pero, como era de esperar, enseguida se metió en el papel de la colegiala. Le encontramos varios compañeros de los dos sexos y rodamos varios vídeos.

—¿Cuál era su público?

—¿El de una jovencita de aspecto rebelde con una faldita escocesa? Doy por supuesto que en el pseudónimo de la mayor parte de sus fans figuraba la palabra «papi».

—¿Podrías darme una lista?

—Ya te he dicho que me pareció lo mejor borrar todas las fichas relacionadas con ella.

Se pasa la mano por su cabellera afro ligeramente entrecana.

—Quizá podría reunir una lista de clientes con tendencias similares. Seguro que su público entusiasta está entre ellos.

Me centré en la idea de la selección de pervertidos de mediana edad para pensar en algo útil mientras el Virus continuaba comiéndome por dentro.

—Déjalo, no te molestes.

—¿Algo más, Joe?

—¿Sabes algo de un tío que vende desnudos de Whitney Vale en Internet?

Niega con la cabeza.

—Supongo que será un seguidor que se ha bajado sus imágenes y quiere sacar provecho de la tragedia. Naturalmente, yo tiré todo su material con las fichas, por si acaso.

Saco la foto de la niña de los Horde y la tiro sobre la mesa, asegurándome de que le quede cerca para que no tenga que inclinarse a verla.

—¿La conoces?

La coge para mirarla.

—No creo.

—¿Y sin el maquillaje?

Vuelve a contemplarla, esta vez con los ojos guiñados, y me la arroja a mí.

—Sigo pensando que no, aunque...

—¿Sí?

—En un negocio tan movido como éste veo a tanta gente perdida que pretende hacer carrera o sacarse un ingreso extra. A las que no pueden ocultar que son menores, como esta niña, las despido educadamente en la puerta, pero siempre cabe la posibilidad de que traspasen el umbral sin mi conocimiento.

Recojo la foto de la mesa y me la guardo en la chaqueta.

—Comprendo.

Chubby echa una ojeada a su reloj.

—¿Algo más, Joe?

—Nada, gracias.

Se inclina para ofrecerme la mano por encima de la mesa, sudando a causa del esfuerzo. Se la estrecho.

—Whitney ha pagado muy cara una chiquillada.

Recupero la mano.

—Bueno, he oído que estaba muy pasada y que a la larga casi le ha hecho un favor.

Se tapa la boca con la mano.

—No, Joe, no digas eso.

—Es lo que he oído.

Voy hacia la puerta.

—Ocúpate de este asunto y llévalo a buen término.

Me detengo, con la puerta entreabierta.

—Estoy en ello.

Y, mirándome directamente a los ojos:

—¿Passsa, troncooo?

Dallas se sienta en un viejo sofá de vinilo de la recepción. Le indico el despacho.

—Puedes volver.

Tira la revista que estaba leyendo y se cuela en el despacho. Paso por delante de la mesa de la recepción.

—Hola, señor Pitt.

Es Missy, una de las chicas de la casa del sadomasoquista. No estaba cuando he entrado.

Ha mejorado de aspecto. Aunque la oreja no le crecerá nunca, ni la sonrisa volverá a ser recta, se ha dejado el pelo largo y, al parecer, Chubby le ha pagado un buen puente dental; no por altruismo ni nada parecido, sino porque sabe lo que es bueno para el negocio. El caso es que se quedó con Missy. La otra desapareció enseguida. Puede que volviera a su lugar de origen o que ahora mismo esté en un piso oscuro con una botella y un montón de pastillas en la mano, pero Missy no, y aunque existe un mercado incluso para su aspecto, con el que Chubby podría hacer un dinerito, llamaría demasiado la atención, que es lo último que él desea. Como necesitaba un trabajo, la puso de telefonista, para evitar que se hiciera una amargada y un día le diera por hablar con la policía. Negocios, nada más.

Saludo con un gesto.

—¿Qué tal, Missy?

Mueve la mano izquierda hacia ese lado de la cabeza, levantándola distraídamente para taparse la lívida cicatriz que ha quedado donde un día tuvo una oreja.

—¿Puedo ayudarle, señor Pitt?

Me mira a la cara.

Recuerdo la casa de Staten Island. Aunque las cortó a las dos, era como si sintiera preferencia por Missy, a la que no le quedaba mucha vida. Fue tan horrible que ahora podría decirle: Claro que puedes ayudarme; puedes dejar que te conecte a mi equipo para extraerte una pinta o dos de esa sangre que salvé. A lo que probablemente habría accedido.

—Dime una cosa, según Chubby despedís a todas las menores que llaman a la puerta.

—En efecto.

—¿Te ocupas tú?

—A veces.

Le entrego la fotografía.

—¿La has visto?

La mira.

—Pues claro.

La mano que estaba a punto de recoger la foto se me paraliza.

—¿Qué?

—No venía a trabajar, sólo pasaba a recoger a su amiga.

—¿Su amiga?

—Sí, la que... ya sabe usted, Whitney.

Le hago varias preguntas antes de salir por la puerta que lleva al montacargas que conduce a la calle, pero aún oigo a mi espalda.

—Si necesita algo más, señor Pitt, yo siempre estoy aquí.

Salgo sin decir palabra y haciendo un esfuerzo por no pensar en lo bien que huele Missy. Exactamente, a comida.

Ya afuera, me fumo un pitillo.

Se conocían, pues claro que se conocían, así de jodido está el asunto.

Missy no sabía mucho. Según ella, la niña de los Horde acudía casi siempre que Whitney tenía una sesión, se sentaba en la recepción y leía las revistas o hablaba por el móvil. Aunque Missy sabía que a Chubby no le gustaba tener menores en la casa, ella lo permitía creyendo que era la hermana pequeña de Whitney. Luego se dio cuenta de que eran sólo amigas, pero dice que actuaban como hermanas, como si la niña fuera la típica hermana pequeña que adora a su hermana mayor.

Fumo mi pitillo y miro el reloj. Medianoche. Aún es pronto.

El despacho de Chester Dobbs está en la 14a con la Primera Avenida. Busco la dirección en una guía de páginas amarillas que le pido al dueño de la tienda en la que compro una botella de Old Crow. Paseo tomando sorbitos de mi güisqui en su inevitable bolsa de papel marrón. La bebida resulta medicinal, porque a veces la punzada del alcohol y una cierta borrachera mantienen a raya mi hambre, igual que las barritas de caramelo alivian al yonqui cuando empieza el mono.

Atajo por Tompkins y al cruzar la zona de los perros se me añade una okupa.

—¡Eh!, oye.

Ni la miro.

—No llevo suelto.

—¿Qué coño de suelto te he pedido?

—No pienso darte bebida.

—¿Qué coño de bebida te he pedido?

Pero sigue andando a mi lado.

—¿Entonces?

—¿Has visto a Leprosy?

Ahora sí la miro. Va sucia y andrajosa, es regordeta como una niña y lleva botas de combate, pantalones militares recortados, una camiseta con la leyenda Rollins for President y una cadena bastante pesada que le llega desde la oreja hasta una anilla enganchada al labio superior. Dieciséis años, a lo sumo.

—No.

—Héctor dice que os vio hablando el otro día.

—No conozco a Héctor.

—Dice que...

—No lo conozco.

—Es que Lep y yo nos enrollábamos muchas noches y no lo he visto desde el domingo. Bueno, a mí me importa una mierda, pero tiene mis cosas, y si se está tirando a otra quiero que me las devuelva.

Sin embargo, le importa, porque huelo las lágrimas saladas que le humedecen los ojos.

—No lo he visto.

—Bueno, pero si...

—He dicho que no.

—Anda y que te jodan.

Continúa a mi lado.

—¿Qué?

—¿Me darías un sorbo?

Le doy la botella casi llena, porque seguro que la aprovecha mejor que yo.

Podría haber llamado a Dobbs, puesto que los detectives tienen horarios raros, pero estoy dispuesto a colarme en su despacho esté o no, así que no merece la pena molestarse. Como la puerta de la calle no vale un pimiento y ni siquiera tiene cerrojo, basta empujar con el hombro para que salte la cerradura. No hay vestíbulo ni ascensor, sino un pasillo sucio con un directorio escrito a mano al principio de la escalera. Su despacho se encuentra en el tercer piso, junto a viajes American Flag y a la agencia teatral DBT. Parece que los Horde no se rascan el bolsillo cuando contratan a un polizonte para buscar a su hija.

Subo la escalera atento a los ruidos del edificio. Hay un silencio sepulcral bastante falso. Debería oír el zumbido de los ordenadores en hibernación, el ventilador que ha quedado encendido, el garrapateo del lápiz de alguien que hoy trabaja hasta tarde en su despacho, el ruido que hacen las ratas por las paredes, pero sólo me llega una tos desde uno de los despachos de la segunda planta y los crujidos del edificio. No es la falta de ruidos, sino que yo he descuidado al Virus y ahora él me descuida a mí, de modo que mis sentidos empiezan a ofuscarse. Un día más y estaré como una persona normal; dos días, y estaré mucho peor, el Virus me dará el último empujón, mi organismo se colapsará y acabaré como Jorge. Necesito sangre.

No veo luz por debajo de la puerta de Dobbs. Llamo por educación. Nada. Pego el oído a la puerta y sólo capto el sonido de un antiguo aparato de aire acondicionado que resuella como un pulmón de acero. Olfateo el aire. Polvo, ambientadores florales y pedos rancios. La puerta es sólida y tiene el cerrojo echado. Si dispusiera de todas mis fuerzas, podría saltarlo, pero esta noche no me encuentro en condiciones. Saco los alambres. El caso es que carezco de talento para estas cosas y, por lo general, confío en mi oído y mi sentido del tacto para abrirme paso, pero esta noche no los tengo despiertos. Empujo la llave de horquilla dentro del agujero de la cerradura y remuevo los tensores. No está cerrado. Pruebo con el pomo y, cuando la puerta se abre, desecho los alambres y saco la pistola.

Dobbs está solo en el despachito, tumbado en el suelo, detrás de la mesa de escritorio. Ya está frío, y un muerto frío con la sangre fría no me sirve de nada. Entonces reparo en la otra puerta. Me acerco y olfateo, aunque aquí no es necesario un sentido del olfato especial. A Dobbs no le gustaba compartir el baño del vestíbulo con sus compañeros de planta y se instaló uno dentro. Claramente, lejía con un fuerte olor a tierra ¿y? Y algo más. Hay alguien dentro que yo conozco.

De una patada arranco del marco la bisagra de arriba, la puerta se abre de golpe y queda colgando de la bisagra de abajo. Está sentado en la taza del váter con las manos levantadas.

—No lo he hecho yo.

—Philip, si no queremos que la gente piense mal, tenemos que dejar de reunimos en los váteres.

Lo obligo a sentarse en la silla de Dobbs mientras examino el cadáver. Ha muerto estrangulado. Nada exótico, aunque no tan fácil como parece. No hay cosas por el suelo, lo que significa que no hubo pelea y que lo hicieron por la espalda en su propio despacho. Gente conocida por Dobbs o de la que se fiaba. Los dejó pasar, se dio la vuelta para ir a su mesa y le echaron el antebrazo al cuello. Parece un trabajo de antebrazo por la cantidad de hematomas. Necesariamente, alguien fuerte y rápido.

Tengo un mal momento al darme cuenta de que no huelo nada; sin embargo, está, el olor del asesino está aquí. No es mucho porque lo han restregado, aunque no han podido borrarlo del todo. No se trata del fantasma de Daniel o de lo que sea eso que viene a joderme. Caramba, qué iba a tener éste contra mí. Ha podido ser un cualquiera que se estaba tirando a la mujer de otro y quería impedir que Dobbs le enseñara al marido las fotos del delito. Puede que Dobbs estuviera investigando a una persona que no deseaba remover sus cosas. Pero no, imagino que no. Al mover el cuerpo caen las llaves, un tubo de antiácidos a medias, cacao para los labios, una cartera con el documento de identidad, dos tarjetas de crédito y varios recibos del cajero automático. Ninguna tarjeta de débito.

—¿Dónde está la tarjeta, Philip?

—¡Jesús!, Joe, yo qué sé, pero si vengo a hablar con este tío por una cosa de trabajo y...

—No he preguntado por tu historia, ya hablaremos de esa gilipollez. Ahora dime dónde está la tarjeta.

—Ya te digo, Joe, entré porque la puerta estaba abierta, me lo encontré ahí y me di la vuelta para salir de naja, porque a ver qué hace un tío como yo en un sitio así con un muerto. Tú sabes que no me creería nadie. Pero cuando iba a abrirme, oí moverse a alguien en la escalera, ahora supongo que eras tú, pero como no lo sabía pensé que lo mejor era esconderme en el váter, y entonces diste la patada a la puerta, pero yo casi ni he mirado el cuerpo, conque imagínate tocarlo, porque dar la vuelta a un muerto es una cosa horrible y a mí los cadáveres me dan alferecías.

Al mover la cabeza de Dobbs para ver mejor las magulladuras del cuello, se le cae el peluquín. Esto es cada vez más triste.

—Phil, me vas a obligar a cogerte de los tobillos y sacudirte cabeza abajo, y me voy a cabrear.

Se levanta y se saca de los bolsillos un montón de porquerías que pone en la mesa.

—Dales la vuelta.

Sobre el escritorio hay cosas muy parecidas a las que puso en el suelo del baño del Niágara hace unas noches: bolsitas de pastillas, papeles viejos llenos de números de teléfono, una tarjeta de descuento muy arrugada para entrar en las New York Dolls, su lata de Nu Nile, algo de cambio y unos diez pavos.

—¿Lo ves, Joe? Nada.

—Ven aquí.

—Hum...

—Acércate un poco, Phil, no pienso hacerte daño.

Da un paso adelante y le cruzo la cara, lo agarro por la nuca, lo inclino sobre la mesa y lo cacheo. Nada. Le suelto el cuello. Se levanta retrocediendo y frotándose el sitio de la bofetada.

—¡Jesús!, Joe.

—Si no hablas, te vas a desnudar.

Abre los brazos como un Cristo crucificado.

—Joe, no tengo nada, te lo juro.

—Desnúdate.

Mueve la cabeza.

—Oye, oye, sé lo que piensas, Joe, tú crees que soy un cobarde y sí, seguramente es verdad, pero hasta los cobardes tenemos nuestros límites. Hasta los cobardes tenemos orgullo, Joe.

Alza la barbilla, pero en cuanto doy un paso hacia él, empieza a desabrocharse los botones de la camisa.

—Ya voy, ya voy.

Me indica sus calzoncillos desteñidos.

—¿La ropa interior también?

—No, por Dios.

Examino todas sus prendas, pasando los dedos por las costuras y las solapas, pero no encuentro más que un envoltorio de heroína enrollado y metido por dentro del cuello de la camisa.

—Vale, vístete.

Se está contoneando para encajarse a toda prisa unos 501 inverosímilmente estrechos, cuando me acuerdo de los zapatos.

—Enséñame las suelas.

—¿Qué?

—Los zapatos.

—Sí, los zapatos.

Intenta introducir la mano en el derecho antes de pasármelo, pero yo me adelanto, le cojo la muñeca y se la retuerzo. La tarjeta cae al suelo de cara. Es del Chase Bank y figura a nombre de Amanda Marilee Horde.

Phil la mira.

—Andá, ¿de dónde habrá salido?

* * *

—¿Dónde está la niña, Philip?

—Yo no...

—¿Dónde?

—Yo no...

—Phil, no cometas la idiotez de pensar que me voy a cortar contigo, porque, en el mejor de los casos, me caes gordo, y ahora mismo me estás jodiendo. Tengo un buen cabreo y mucha, mucha hambre. ¿Dónde está la niña?

—Yo no...

Le relleno la boca con el peluquín de Dobbs.

—Hummm, hummm.

Abro con el pulgar la navaja automática que acabo de sacarme del bolsillo trasero del pantalón.

—Voy a hacerlo al estilo de la vieja escuela, Phil. Te perforo una arteria y aplico la boca al agujero. Es como la espita de un barril de cerveza.

La boca se me está haciendo agua, y aunque no me gusta chupar inmundicias como Philip, es tanta el hambre que empiezo a considerarlo seriamente.

—O te balanceo en el aire desde el tejado, y si me disgustan tus respuestas, pues te dejo caer para que te limpie de la acera el primer carroñero que pase. ¿Captas la imagen, Phil?

—Yommm, hummm.

—Entonces, ¿dónde está la chica?

Lo libero del ya viscoso peluquín.

—Te lo juro, Joe, te lo juro.

Intento volver a introducirle el peluquín.

—¡No! Yommm, jurmm.

Aprieta los labios para que no pueda introducírselo del todo.

—Nommm, nadiemm, dijmm, niñmmm.

Lo saco de un tirón.

—¿Que te dijeron qué?

—¡Que no dijeron nada de una niña!

—¿Y qué dijeron, Phil?

—Pues nada, que echara un vistazo por ahí, nada más.

—¿Quién, Phil?

—Yo no...

—¿Predo?

Salta como si le hubieran puesto un cohete en el culo.

—Bien, Phil, me lo imaginaba.

Mientras Philip se viste, examino el resto del despacho sin encontrar nada interesante. Dobbs era un veterano que probablemente tuvo sus mejores años por la época en la que yo andaba liado con Terry y la Sociedad. Había oído hablar de él como se oye hablar de la gente que sigue líneas de trabajo parecidas. Más que otra cosa, era un rastreador de los de toda la vida y un fisgón de ventana que no se metía en terrenos escabrosos; apretaba las clavijas a un tío, cobraba una deuda, cosas así. No hay motivo para pensar que supiera mucho de este asunto, pero tampoco para que los Horde lo contrataran a él y no a otro. La cosa avanza cuando resulta que no encuentro en su archivador ni una sola ficha de los Horde. Por muy de la vieja escuela que fuera Dobbs, de la pared sobresale una línea telefónica extra que no está unida a ningún aparato y dentro del armario hay una funda de portátil vacía. Imagino que el estrangulador se llevó el ordenador por si la ficha estaba en el disco duro, además de todas las copias en papel que encontró en el armario. En cambio, el muy idiota o se olvidó de la tarjeta o desconocía su existencia.

—Phil.

Asoma la cabeza por el cuarto de baño, donde ha vuelto para atusarse el Pompadour.

—¿Sí?

—¿Qué dices si te invito a una copa?

* * *

Cruzamos la 14a, camino del Beauty Bar.

Había que salir del despacho porque no es buena idea quedarse mucho tiempo junto a un muerto.

Antes o después, un cadáver en un despacho atrae a la policía, y la policía representa un problema. Si los polis te agarran, ya estás dentro de su sistema, vas donde ellos dicen y cuando ellos dicen. Una vez que te han echado el guante, imposible dominar tu entorno. Cuéntale a un poli que eres alérgico al sol y te sacará a la calle en pleno mediodía con una lámpara bronceadora delante de la cara para que aprendas a dártelas de listo. Y, sobre todo, trata de chuparle un poco de sangre a un colega dentro de la celda y date por muerto. Así que de policía nada. Nunca.

Ya dentro del Beauty, llevo mi doble bourbon y su estrambótico escocés a Phil, que se ha sentado en la zona de los sillones con los secadores antiguos montados en el respaldo. Le paso la bebida y yo me siento en un taburete, frente a él.

—Gracias, Joe. ¿Seguro que no puedo recuperar mi alijo? No me vendría mal algo estimulante ahora mismo.

El alijo. Todos querríamos recuperar el nuestro; el suyo está en mi bolsillo. Dios sabe dónde y cuándo podré ocuparme del mío.

—Luego.

—Lo que tú digas, Joe.

El toma un sorbo de su güisqui y yo un buen trago de mi bourbon.

—Entonces, ¿cuál fue el trato, Phil?

—¿El trato?

Saco de mi bolsillo la bolsita de pastillas y el envoltorio de heroína. Pesco una pequeña tableta blanca con un número grabado y pinta de ser un «dexialgo» de origen farmacéutico, sin duda todo un paso adelante respecto a las negras baratas que llevaba la otra noche.

Se la enseño.

—Sí, Phil, ¿cuál fue el trato? O si quieres, ¿qué te dijo Predo?

Da otro brinco.

—Jesús, Joe, parece mentira que, con lo que sabes, pronuncies ese nombre, especialmente por aquí abajo, donde no es que se le quiera mucho.

Aprieto la pastilla entre el pulgar y el índice y la lanzo al suelo. A Philip se le salen los ojos de las órbitas.

—¡Joe!

Cojo otra.

—Me está entrando el mono, Joe. Fueron un regalo de Dexter Predo. Yo creí que querías ayudarme.

Lanzo la pastilla y él bota en el sillón.

—¡Joe! Dios mío, si ni siquiera me has preguntado nada.

Otra.

—¡Joe! Yo... ¿Qué haces?

Otra.

—¡Ayyy! ¡Señor!

Se desploma contra el respaldo del sillón y mete la cabeza dentro del secador.

—Dijo que fuera a echar un vistazo y nada más, ¡hombre de Dios!

Le pongo otra pastilla delante de los ojos entristecidos.

—¿Cuándo?

—Por la mañana, bueno, por la mañana para mí, Joe. Hacia las cuatro de esta tarde. Me llamó y me dijo: «Yete allí y echa un vistazo sin tocar nada».

—¿Y luego qué?

—¿Cómo luego qué? Luego nada. Echar un vistazo y punto, Joe, y punto.

—¿Cuándo tienes que informar?

—Dijeron que me llamarían.

—¿Cuándo?

—Pronto.

Vuelvo a meter la pastilla en la bolsita.

—Entonces será mejor que te escondas.

Me pongo de pie y le tiro la bolsa en el regazo.

—Puedes quedarte ésas.

Agarra la bolsa, pero, al levantarse, se da un golpe con el secador y vuelve a desplomarse en el asiento, frotándose la frente.

—Tengo que estar en casa cuando llame, Joe. Me va la vida.

—Busca un hoyo, Phil, métete dentro y tápalo, porque si no lo haces y me entero de que has hablado con Predo de esto, yo mismo te cavaré uno.

De camino a casa miro los recibos del cajero automático que encontré en la cartera de Dobbs. Los cuatro dígitos del número de tarjeta impresos en el recibo son idénticos a los cuatro últimos de la tarjeta de Amanda Horde. Viendo las cantidades reintegradas, lo comprendo todo. Chico astuto.

Embebido en los recibos, no noto la limusina estacionada delante de mi casa hasta que paso por su lado. Levanto la vista y ahí está ella, junto a mi puerta.

—Buenas noches, Joseph. ¿Podemos hablar un momento?

Me detengo en la acera.

—Me parece una idea desacertada.

—¿Dónde está el desacierto?

—En que usted y yo hablemos a solas.

—¿De dónde saca semejantes cosas?

—De su marido.

Sonríe.

—Razón de más para que me invite a entrar.

Se cubre la boca con la mano y cuchichea.

—Así evitamos las miradas indiscretas.

Cuando abro la puerta, entra detrás de mí.

Marilee Horde ha bebido ya y no quiere parar.

—¿No me va a ofrecer una copa, Joseph?

—Sólo tengo bourbon.

Sonríe.

—Naturalmente.

Observa el apartamento mientras saco la botella y sirvo las copas. Estamos en el primer piso y la trampilla que conduce a mis auténticos aposentos se encuentra bien cerrada. Marilee fisgonea en el dormitorio, donde tengo una cama sin hacer y un poco de ropa para la colada diseminada aquí y allá con la finalidad de lograr la apariencia de una habitación vivida y en buen uso. Le alargo su bebida.

—Gracias.

A pesar de mis sentidos abotagados, noto que no lleva el aceite de lavanda del día que nos conocimos. Absolutamente limpia y pulcra, viste una blusa negra escotada y sin mangas, una minifalda negra y unas botas de cuero negro hasta las rodillas; el uniforme de un habitante de los barrios altos que viene de excursión por aquí. Los brazos desnudos, delgados y musculosos, no están tonificados con la práctica del yoga, sino con horas de levantamiento de pesas. A lo largo del bíceps derecho destaca una vena por la que prácticamente oigo correr la sangre. Al dejarse caer en el sofá de segunda mano, se salpica la pierna de güisqui.

Con un dedo, que luego se lame, seca las salpicaduras de bourbon de la piel que queda al aire entre el bajo de la falda y el final de la bota.

—No está mal, Joe. ¿Qué es?

—Old Grand-Dad.

—Excelente, y yo entiendo de esto.

—Lo creo.

Me siento en un sillón frente al sofá. Marilee se vuelve para descorrer la cortina y ver la calle. La limusina se ha ido a petición mía. No es que sea tan raro por aquí, pero no me apetece tenerla enfrente, llamando la atención. Señala al otro lado del cristal.

—¿No es esto un poco peligroso?

—¿Usted cree?

—Usted sabrá.

Emite un gorjeo con la garganta y mueve los dedos como si fueran llamitas.

Me encojo de hombros.

Exhala el aire con energía por la nariz.

—Joseph, tiene usted una actitud absolutamente... reticente. Cada vez que intento iniciar una conversación, se muestra reticente conmigo.

—Dispénseme.

Se echa a reír.

—¡Ah!, pero es muy gracioso.

—Eso dicen mis amigos.

Se inclina hacia delante, con los codos sobre las rodillas. La falda se le sube unos centímetros, dejando ver el encaje que remata una enagua de seda negra.

—¿Tiene amigos?

Me encojo de hombros. Ella se inclina más. La falda sube otro centímetro.

—¿Novia?

Me encojo de hombros. Ella sacude la cabeza y se reclina en el asiento.

—Absolutamente reticente, lo cual aumenta mi curiosidad morbosa. Imagino que querrá una conversación profesional.

—Supongo que ha venido para eso.

Pone los ojos en blanco.

—Sí, supongo que sí. ¿Y bien?

—¿Y bien?

—¿Ha descubierto algo?

—Esto.

Le entrego la tarjeta del cajero automático que he sacado de mi bolsillo. Al inclinarse para cogerla, se le desabrochan varios botones de la blusa y muestra su generoso escote. La vista de la tarjeta no altera sus facciones.

—¿Así que la ha encontrado?

—Sólo la tarjeta.

—¿Dónde estaba?

—La tenía Chester Dobbs.

—¿Y cómo la consiguió?

Doy un sorbo a mi vaso.

—Creo que se la entregó ella misma.

Frunce el entrecejo. Yo le señalo la tarjeta.

—Según dijo usted, llamó a Dobbs cuando su hija desapareció. El aceptó el trabajo, pero al día siguiente le devolvió la llamada para rechazarlo. A mi parecer, la encontró ese mismo día, lo que ocurre es que ella no quería que la encontraran y lo sobornó con la tarjeta y el número secreto. Doscientos dólares diarios durante el tiempo que estuviera desaparecida. Mucho mejor que la tarifa que cobraría por devolvérsela a ustedes. O eso creía él.

Saco el montoncito de recibos correspondientes más o menos a una semana, donde se dice que el máximo diario ya se ha reintegrado.

Cuando los mira, le da la risa y se tapa la boca.

—¡Oh!, no, Amanda.

—Sí. Debió de ir al banco a primera hora para sacar en la caja el máximo.

Está leyendo el último.

—¿Por qué Dobbs iba siempre al cajero después de medianoche?

—Lo curioso es por qué no se quedó con el trabajo y cogió el dinero de los dos, de ustedes y de su hija. Parece que se equivocó de estratagema.

Tira los recibos y la tarjeta en el sofá, se coloca el vaso entre los muslos y aplaude.

—Bien hecho, Joseph.

—Yo no diría tanto. Está muerto.

Ni un parpadeo.

—¡Oh, vaya!

Levanta el vaso vacío.

—¿Le importaría?

Me llevo el vaso a la encimera de la cocina, echo dos cubitos y lo lleno. Al entregárselo, nuestros dedos se rozan.

—Gracias.

Bebe.

—¿Cómo fue?

—Estrangulado.

Sube el vaso y se lo aprieta contra el cuello.

—¿Por qué?

Señalo la tarjeta.

—Por eso.

—¿Cree usted...?

—No.

—¿Hay motivos para pensar que afectará al bienestar de Amanda?

Apuro mi copa.

—Sí, bastantes.

Preparo la quinta ronda. Me digo que cuanto más borracha esté, más se le soltará la lengua, y es cierto, pero también lo es que cuanto más borracho estoy yo, más le miro la falda a hurtadillas.

Me acerco al sofá para darle su vaso, que sólo acierta a coger la segunda vez. Reclinada en el asiento, apoya la cabeza en una mano y toma un sorbo.

—Cada vez me sabe mejor, ¿por qué será?

—Porque lleno más el vaso.

Al reírse, se rocía los labios de bourbon.

—Bromea. Estupendo, veo que se va soltando, que capta el espíritu de la reunión.

—Sí, suelo ser el alma de la fiesta.

Se ríe como una foca.

—¡Otra broma!

Se contonea en los cojines para situarse de cara a mí.

Ya tiene la falda en la cadera; en cuanto a la blusa, se ha abierto y deja ver casi todo su seno derecho a través del material traslúcido del sostén.

—¿Se está achispando, Joe?

La verdad es que sí. ¿Es normal con tanto alcohol? Podría haber sido con limonada, porque mi resistencia a los tóxicos se degrada junto con el resto de mi organismo.

Me encojo de hombros.

—Volvamos a lo nuestro, ¿quiere?

También ella encoge los hombros varias veces y emite breves gruñidos, con un pecho casi fuera de la blusa, por donde aparece medio pezón.

—Es usted como yo con mi hija: «¿Adónde vas, Amanda?».

Vuelve a gruñir y a encogerse de hombros.

—«¿A qué hora vuelves, Amanda?»

Gruñe y se encoge.

—«¿Quién es ese amigo nuevo, Amanda?»

Repite el gesto.

—¿Conoce usted a muchos amigos de su hija?

—¿Hummm? ¿Por qué? ¡Ah!, sí, estábamos con el trabajo, buscándola. Pues, conozco a algunos. De vez en cuando los trae a casa y asaltan la cocina.

—¿Vio alguna vez a una chica llamada Whitney Vale?

Vuelve a reír a carcajadas.

—¡Dios mío! ¡Whitney!

Bebe y se limpia las salpicaduras de la mejilla.

—El idolillo de Amanda. Dios nos proteja.

—Señora Horde, ¿ha visto usted últimamente las noticias?

Está mirando la cartelera de La pasión ciega que tengo clavada a la pared con unas chinchetas.

—Sí.

—¿Entonces habrá oído lo que le pasó a Whitney?

—Naturalmente.

—¿Sabe que ocurrió en el mismo colegio que su hija ocupó el verano pasado?

Aparta la vista de la cartelera para mirarme.

—Sí, creo que lo asocié.

—¿Y no se le ocurrió decirme que era una conocida de su hija?

—Joseph.

Apura el vaso.

—Créame, lo que le pasó a Whitney Vale era sólo cuestión de tiempo. En cuanto a lo otro, a usted me lo recomendaron como un detective de recursos. Di por sentado que si era importante, lo descubriría.

Miro el hielo que se derrite dentro de mi vaso.

—Ajá. ¿Su marido conoce a Whitney Vale?

—¿Mi marido? Dios mío, sí, el doctor Dale Edward Horde pone mucho interés en conocer todo lo posible a las amigas de su hija.

—¿Y eso?

Me contempla, inclinando hacia delante la mitad del cuerpo. Ahora veo el pecho entero. Precioso.

—Joseph, cuando conocí a Dale yo tenía dieciséis años y él treinta y cuatro. ¿Por qué cree usted que le encanta conocer a las amigas de su hija? ¿Es que no sabe por qué ha huido Amanda?

Vuelve a dejarse caer hacia atrás.

—Y si tiene intención de echarme un polvo, hágalo antes de que pierda el conocimiento.

Me está mirando, con esa delicia de pecho al aire y la falda tan subida que veo el borde de un tanga negro por el que probablemente ha pagado cien dólares. La tengo dura. Me remuevo en mi asiento y me paso una mano por la cara sin afeitar. La quemadura está aún tierna. Apuro el fondo del vaso y me levanto a coger la botella del mostrador.

—Paso.

Detrás de mí, oigo un suspiro.

—Bueno, no es usted el primero.

Me sirvo un buen trago, me lo echo al coleto y vuelvo a servirme antes de sentarme otra vez.

—Fue, me da horror decirlo, en el 88 o el 89. Yo era una chica de club y él estaba haciendo una incursión por los barrios bajos en el Limelight, sentado en una mesa VIP, detrás del cordón de seda. Me dirigió un par de miradas y noté que era atractivo y, sobre todo, que tenía dinero, así que lo seguí al baño y le hice una mamada. Regresó a la noche siguiente; volví a seguirle al baño y empezó nuestro cortejo. Supimos ocultarlo muy bien durante dos años, hasta que cumplí los dieciocho; entonces nos conocimos oficialmente y, después de un noviazgo breve y apasionado, nos casamos antes de terminar el año. En ese momento ya conocía los motivos de su pasión por mí, pero creí que lo había superado y que le atraía como persona. ¡Qué ingenuidad! A los diecinueve me quedé embarazada. Creo que fue la última vez que folló conmigo. Demasiado vieja, dijo.

Ahora está sentada, con la ropa más o menos en orden. Como se ha terminado mi güisqui, ha empezado a beber vodka de una petaca de plata que lleva en el bolso.

—No estoy seguro de cómo se las compuso hasta que Amanda... tuvo la edad. Dale siempre ha carecido de fuerza de voluntad para esas cosas, aunque, eso sí, ha sido muy discreto, tengo que reconocerlo. En todo caso, no creo que tuviera mucho éxito con Amanda.

—¿Por qué?

Levanta la petaca, la apura y la tira en el sofá.

—¿Seguro que no tiene nada más que beber, Joseph?

Niego con un gesto. Ella se encoge de hombros.

—Mejor. En cuanto a su pregunta, no tuvo éxito con Amanda porque yo me senté a hablar con ella cuando tenía diez años para advertirle de que pronto su padre intentaría beneficiársela. No son esas cosas de la vida que había pensado hablar con mi hija, pero me pareció más oportuno que estuviera avisada.

Se levanta, camina siguiendo un línea demasiado recta hasta la ventana y mira por una rendija de la cortina. La espalda de la blusa se pega a unos músculos tensos, tan torneados como los de los brazos.

—¿Nunca se le pasó por la cabeza coger a la niña y salir corriendo?

—Supongo que no le sorprenderá descubrir que no he sido lo que se llama una esposa ejemplar. A Dale le da lo mismo, pero nunca fui tan discreta como él. Tiene pruebas. Para eso contrató la primera vez a Dobbs. El bueno del detective estuvo documentando mis infidelidades durante años. Es probable que ninguno de mis amantes me haya visto desnuda tantas veces como él.

—¿Y?

Deja de mirar por la ventana.

—Si hubiera intentado quitársela, Dale habría pedido el divorcio. Me habría destruido para quedarse con la niña. ¿Dejarla sola con él? Yo no podía permitirlo.

Respira hondo y aprieta la mandíbula.

—Me parece que necesito ir al baño.

Le sujeto el pelo por detrás mientras ella, arrodillada en las baldosas sucias, vomita en la taza del váter, que está muy rayada. Gira la cabeza para mirarme.

—No hace falta que me ayude, tengo mucha experiencia.

Le suelto el pelo y dejo que ella misma limpie el desaguisado. Todo debería ser así de fácil.

—¿Puedo beber un poco de agua?

Está en la entrada del baño con la cara húmeda y un ribete encarnado en los ojos.

—Voy por ella.

Con un gesto de la mano me indica que lo deje y se dirige al fregadero.

—Se acabó la escena de la borracha seductora y sus repercusiones, Joseph. Todavía soy capaz de llenar un vaso de agua.

Cuando lo llena, me lo muestra para probar sus palabras. Luego se sienta en el sofá y abre el bolso. La contemplo mientras saca la polvera y se mira en el espejo.

—¡Qué horror!

Se recompone el maquillaje. Miro el reloj, son más de las dos y aún me queda mucho que hacer.

—¿Qué pasó con Whitney Vale?

Su mirada se posa alternativamente en mí y en la polvera.

—Es una de las chicas que vivió con Amanda en ese colegio el verano pasado. Una okupa, ¿no se llama así? Amanda estaba muy unida a ella, quería que viniera a vivir con nosotros, cosa impensable, por supuesto. Incluso le dijimos que dejara de tratarse con esa gente. Naturalmente, se comportó como una adolescente y nos amenazó con escaparse si no podía ver a Whitney.

Agita la mano libre en señal de rendición.

—No necesito decirle hasta qué punto conozco cómo acaban esas rebeliones, haciéndole una mamada a un hombre mayor en el baño de un club nocturno. Permití que Whitney la visitara en casa a condición de que Amanda no saliera con ella. Me constaba que no me haría caso, pero parecía conveniente mantener al menos una apariencia de control materno; sobre todo después de conocer a la señorita Vale.

—¿Por qué?

Se perfila los labios con una perfecta línea roja.

—Es una golfa, Joseph, una golfa y una ladrona que se servía de la amistad de mi hija para arramblar con el dinero y con todo lo que se le pusiera por delante durante sus visitas a nuestra casa. Reconocí el paño en cuanto la vi entrar por la puerta. Al fin y al cabo, me veía reflejada en el mismo espejo.

Detiene la mano para contemplarse en la polvera.

—De diecisiete años, pero espejo al fin.

—¿Y su marido?

Se empolva las mejillas aún enrojecidas.

—¡Ah!, claro, enseguida captó sus «cualidades». Y puede creerme, ella se aseguró de que supiera que era mayor de edad, a pesar de que no lo aparentaba.

—¿Se le insinuó?

—Mmm, insinuársele... no, era más bien una exhibición para él. Entraba y salía, se le levantaba la falda un poco más de la cuenta, le rozaba con demasiada intimidad. En general, actuaba como si fuera la quinceañera que aparentaba.

—¿Cómo lo tomaba él?

Se mira por última vez en el espejo, se sacude un mechón de pelo que le cae por la frente y cierra la polvera de golpe.

—Joseph, mi marido no es un títere, sino un hombre de negocios y un ejecutivo con mucho talento, además de médico y epidemiólogo, fundador y principal investigador de la Horde Bio Tech. Está entregado a su trabajo y pasa muy poco tiempo en casa. Sin embargo, de un año a esta parte, coincidiendo con las frecuentes visitas de Whitney, ha empezado a traerse el trabajo o a presentarse de improviso a comer. No me sorprendió su interés por ella, pero sí que lo manifestara delante de los demás. Hasta que dejó de sorprenderme.

—¿Por qué?

—Usted lo habrá notado.

—¿Qué?

—El parecido con mi hija. Incluso creo que delante de los extraños las dos juegan a ser parientes.

Recuerdo que Missy me dijo que Vale y Horde eran hermanas.

—¿Y qué pensaba su hija de los numeritos que Whitney le montaba a su marido?

Saca el móvil del bolso.

—Amanda es una cría muy compleja pero sólo tiene catorce años. No creo que viera un peligro real en las insinuaciones de Dale, o quizá es que no quería verlo, que, para el caso, es lo mismo. En ella no era un hecho raro la curiosidad sexual hacia su padre. En abstracto.

Abre el móvil y marca un número.

—Voy a llamar al coche.

Hace la llamada para comunicar al chófer que pase a recogerla.

—Amanda adoraba a Whitney. Estoy segura de que pensaba que el coqueteo era una broma para reírse de su padre, lo cual encantaba a mi hija. Whitney no se comportaba de ese modo con nadie más; era tan madura y sabía tanto de la calle que mi hija se fascinó como una colegiala. Pensaba que Whitney se reía a expensas de Dale, y yo también lo creo, pero no es menos cierto que esperaba sacar algo.

—¿Y lo sacó?

Al levantarse se arregla la ropa, se alisa las arrugas y se sacude las pelusas que se le han pegado en mi sofá.

—No puedo asegurarlo, pero sé que ocurrió algo.

—¿Qué fue?

—Hará unas dos semanas Whitney dejó de venir y Dale dejó de pasar tanto tiempo en casa. Todo volvió a su lugar.

No me molesto en preguntar si cree que su marido tuvo algo que ver con la muerte de Whitney Vale porque no hace al caso. En fin de cuentas, la mano del asesino es la que sostiene el cigarrillo que estoy fumando.

Su móvil suena una vez.

—Es mi coche, Joseph.

Me levanto.

—Whitney dejó de ir a su casa hace unos quince días. ¿Qué pasó desde entonces hasta la desaparición de su hija?

Se dirige a la puerta y me espera allí. Salgo al vestíbulo, abro los cerrojos y caminamos juntos hasta el portal.

—Un día, al llegar a casa, Dale y ella estaban discutiendo, pero pararon en seco al verme. Amanda corrió a su cuarto y Dale se metió en el despacho.

—¿Qué hizo usted?

—Fui a la habitación de Amanda y le pregunté si su padre la había tocado.

—¿Qué respondió?

—Dijo: «Mamaaá», pero a la mañana siguiente había desaparecido.

—¿Cómo no llamó a la policía cuando se enteró de lo de Whitney? ¿Es que no se alarmó por la suerte de su hija?

—No, Joseph. Cuando ocurren cosas de esa índole, sabemos a quién llamar. Nosotros llamamos a Predo y él le llamó a usted. «El mejor hombre para este trabajo», dijo, y no me cabe duda.

Me indica la puerta.

—Por favor.

Nos quedamos de pie, con la puerta abierta.

—¿Todavía quiere ayudarme a encontrarla?

—¿Por qué no iba a querer?

—Por lo que usted me ha contado, mi hija no puede estar en buen sitio.

Mira la limusina, se vuelve y me pone una mano en el hombro con suavidad.

—Encuéntrela, Joseph.

Se inclina apretando sus pechos contra el mío.

—Encuéntrela y tráigamela a casa. Si anda por ahí, la encontrará él antes.

Me besa en la comisura de la boca.

—Y sus gustos se están haciendo... barrocos.

Se me quiebra la voz en la garganta.

—¿Qué coño es eso?

Abre la boca, pero se muerde la lengua y menea la cabeza.

—Encuéntrela.

Me limpia con el pulgar el borrón de carmín que ha dejado en mis labios, se dirige a la limusina y desaparece.

Barrocos.

Al girarme para entrar veo a Evie calle arriba, de pie en la acera. Me mira un segundo antes de alejarse. No obstante, se detiene, da media vuelta, me envía un corte de mangas y continúa su camino.

Imposible salir detrás de ella ahora y exponerme a una escena de gritos y llantos. No con el hambre que tengo. Así que me quedo quieto, deseando que aquel tío del lavabo del Country Bluegrass Blues hubiera rematado la faena.

Son más de las cuatro y tengo que preparar los bártulos. Bajo al cuarto del sótano y abro la caja fuerte. Saco el estrecho botiquín de cuero y descorro la cremallera. Dentro hay un par de guantes de goma nuevos, una botella minúscula de alcohol y varios copos de algodón. Relleno las carteritas y los bolsillos del botiquín con varias agujas, un poco de tubo de goma quirúrgico y dos bolsas intravenosas, todo sin usar. Cierro la caja y me guardo el botiquín en el abrigo. Quedan unas horas para encontrar sangre antes de que salga el sol. La necesito ahora mismo para recuperar fuerzas antes de mañana por la noche, cuando vaya a por Dale Horde.

* * *

Existen unas normas no escritas que debemos cumplir.

1) No cazar nunca en el propio barrio.

2) No ser voraz.

3) Nada de carnicerías.

4) Evitar que el objetivo se dé cuenta.

5) Nada de sangrías dobles.

6) No cazar nunca en territorio de los Clanes sin permiso.

7) Nada de testigos.

Todas pueden resumirse en una sola frase: Donde tengas la olla no metas la polla. Claro, que eso se dice pronto.

Para empezar, lleva tiempo. ¿Sales de cacería?, pues necesitas tiempo para encontrar un objetivo o, lo que es igual, una persona a la que no se eche de menos pronto o, en el peor de los casos, que no arme un escándalo. Hace falta tiempo para ocuparse del objetivo, lo que significa intimidad para sangrarlo y dejarlo seco. El cuerpo humano tiene unos cinco litros de sangre, equivalentes a diez u once pintas. Sólo los novatos o los buscadores de emociones, como el cenutrio que me contagió a mí, salen de cacería y dejan algo en el blanco elegido. Al acabar, tienes un cadáver seco como la mojama, y eso no puede pasar inadvertido, así que necesitas arrojarlo donde jamás lo encuentre nadie.

Pero supongamos que eres de mi estilo, que no te gustan las cacerías y que lo consideras malo para nuestro negocio. ¿Por qué razón? La Coalición es, con mucho, el mayor de los Clanes, y, según Terry, cuenta con poco más de dos mil miembros. Todos juntos, siempre según su parecer, sumamos unos cuatro mil en la isla. La mayor parte de los patanes, la clase de tropa de la Coalición, los Parias de la base de la pirámide alimentaria y las cuadrillas como los de la Familia, allá abajo, en Little Italy, toman una pinta semanal. Tirando por lo bajo, se obtiene una media de cuatro mil pintas a la semana, o sea, dos mil litros, lo que supone la necesidad de más de trescientos cincuenta cadáveres semanales para alimentarnos. Ni en el mismísimo Brooklyn se da esa tasa de asesinatos. Por tanto, mantener las cacerías en el mínimo imprescindible nos interesa a todos, especialmente a mí.

Íbamos porque salir de caza requiere tiempo. Hay que encontrar un objetivo que puedas dejar fuera de combate por medio de las drogas, el alcohol o, sencillamente, de un porrazo, y buscar un lugar privado, lo cual significa que el objetivo se siente a gusto y que no desconfía de ti, lo cual significa que puede conocerte, lo cual definitivamente significa un riesgo extra. Otra posibilidad es buscar el aliado más conveniente en el momento justo en la zona por la que el objetivo deambula con regularidad. ¿Y qué hacer con las marcas de las agujas? ¿Qué pensaría una persona que no se inyectara drogas por vena cuando se descubriera los brazos llenos de pinchazos? Para no dejar marcas, lo mejor es buscar una buena vena en el culo o en la axila. De ahí que lo mejor sea un yonqui. Basta con una papelina de diez pavos para llevártelo a un lugar apartado; se aviene a lo que sea en cuanto se coloca y no está en condiciones de recordar al tío que lo drenó, ni de notar las marcas nuevas. Lo malo es que a los yonquis los sangramos con tanta frecuencia que entonces surge el problema de la doble sangría y, por otra parte, no se debe tentar a la suerte dejando la misma marca más de una vez.

Hay soluciones especiales, como la de disponer de un Renfield o de una Lucy que te mantiene bien alimentado y encima te quiere. Son tan cretinos que se abren las venas para que sus dueños se pongan hasta arriba, y aunque sólo puede hacerse como mucho cuatro veces al mes, no deja de ser un buen método, prácticamente como tener tu propia vaca lechera. Existen otras posibilidades. Hay quien trabajando en un hospital o en un banco de sangre se mantiene surtido y aún le queda para vender un poco. Yo tengo una conexión de ese estilo, pero ahora debo varios billetes de mil y no está dispuesto a fiarme hasta que salde la deuda. Y, por descontado, es como todas las conexiones, nunca está cuando tienes una urgencia.

Lo principal es no olvidar las cifras. Manhattan tiene una población que supera los ocho millones y medio, y nosotros somos cuatro mil. La circunstancia no nos es favorable.

Terry piensa que la Coalición cuenta con su propio banco de sangre fuera de la ciudad, como quien tiene una cuenta en el extranjero. Según él, compran sangre por todo el país de extranjís y la traen a la ciudad para alimentar a su modesta legión. A los demás no nos queda otro remedio que tener siempre presentes las cifras: ocho millones y medio contra cuatro mil. No hay mucho que hacer.

Así que donde tengas la olla...

Sin embargo esta noche habrá que meterla.

No me queda más elección que cazar algo rápido. Un yonqui sería lo más seguro, pero me hace falta la droga, y para buscarla, encontrarla e ir a un pasadizo que conozco en Ludlow, donde acuden ésos a pincharse, carezco de tiempo. Así que la única posibilidad es una sangría improvisada; es decir, una inmensa cagada.

Empiezo a ponerme ansioso y a sentir una especie de comezón y de hormigueo; encima no enfoco bien las cosas. La borrachera no me ha servido para nada. Es el virus que avanza. Una vez que pega fuerte, ya no puedo ni dormir ni pensar en otra cosa que alimentarlo. Pronto hablaré con él, negociaré y le haré promesas con tal de que me permita un poco de paz. Tengo que arreglar esto ahora mismo, alimentarme y guardar algún resto para estar fresco cuando salga el sol.

Porque me parece que voy encajando las piezas, no todas, pero sí algunas. La pieza en la que el doctor Dale Horde se tira a Whitney Vale y la pieza en la que Amanda Horde descubre que papá se tira a su amiga y le da un patatús, esas dos las tengo. Y con eso me basta para ir a por Horde. Estoy seguro de que ha sido él quien ha dado cuenta de Dobbs, que se enteró de que Horde violaba a Vale y quiso hacerle chantaje. Horde se deshizo de él y limpió los ficheros, donde sospecho que encontró datos sobre el paradero de su hija. Marilee no debería preocuparse de mantenerla lejos de él, sino de arrebatársela, porque me da la impresión de que la tiene y de que ha comenzado la cuenta atrás. No sé dónde situar la pieza del portador, pero es una de las cosas que ese cabrón me va a explicar cuando me ponga con él.

Así pues, aquí me tienen, caminando por la calle a las cinco de la madrugada, atento a la línea azul pálido que corona los edificios, como un caso desgraciado de yonqui que ha salido a probar suerte.

Descubro a mi objetivo.

No es de mi gusto, pero qué remedio. Se trata de una chica de poco más de veinte, vestida con la ropa de la fiesta de anoche, y está claro que vuelve a casa recorriendo el camino de la vergüenza desde el piso de un tío. Lleva la mirada desvaída y arrastra los dedos por los laterales de los coches estacionados para ayudarse a guardar el equilibrio. Estamos en la 11a, entre la B y la C. Un poco más adelante veo un edificio de piedra rojiza destripado para construir otro condominio. El andamio sirve de dosel a la acera, donde una fina valla de contrachapado cubre la pared en carne viva del primer piso. Puedo atraparla en la oscuridad del pasadizo, derribar de una patada los tablones y sangrarla dentro del edificio. Los obreros la encontrarán dentro de una hora y llamarán a la policía. Es una chapuza, pero quién sabe, tal vez le estoy haciendo un favor sacándola de la calle antes de que un cerdo la agarre y la viole.

Alcanzándola por detrás, le doy un golpe eficaz en la cabeza con la base almohadillada de mi mano abierta. La cabeza se dobla bruscamente, el cerebro choca con la parte delantera del cráneo y se queda atontada. En realidad, lo estaba ya tanto que casi no habría hecho falta golpearla. Tengo que sostenerla para que no se desplome. La deposito en la acera y, de un puñetazo, abro uno de los paneles de madera que forman la valla. Levanto a la chica para introducirla, coloco el panel en su sitio y manos a la obra.

Ella tiene unas venas estupendas en los brazos y yo no tengo tiempo de ponerme creativo. Descorro la cremallera del botiquín, me calzo los guantes y ordeno los instrumentos. Saco la aguja de la jeringuilla, la enrosco en el tubo receptor, que engancho a la manguera y a la bolsa; luego le hago un torniquete por encima del codo y desinfecto la piel con alcohol. Sostengo la aguja con la mano derecha y su brazo con la izquierda, me aseguro de la vena con el pulgar e introduzco la aguja. Estupenda vena, y fuerte. El tubo se llena de sangre. Cuando suelto la válvula, la presión de su corazón joven y sano envía la sangre a la manguera y comienza a llenar la bolsa. Viendo esa sangre jugosa y casi púrpura se me pone dura.

Acabo en menos de cinco minutos. Recojo los bártulos, me guardo con mucho cuidado la bolsa en el abrigo y ya está. Pienso bebérmela en cuanto llegue a casa, de modo que no tengo que preocuparme de añadirle anticoagulantes. Le ha quedado una leve marca en el brazo, pero como tiene la piel oscura no creo que se note el hematoma. Con un poco de suerte, lo confundirá con la picadura de un mosquito. Antes de irme, abro su bolso y esparzo el contenido en el suelo. Me llevo los cinco pavos que tiene y su móvil. Luego me desharé del teléfono, pero ahora tiene que parecer algo más que un tirón. Me levanto para mover el panel, pero de pronto me detengo.

La miro de nuevo, allí tirada y desvalida en el suelo. Podría extraerle otra pinta, por aquello de la seguridad. Coño, hasta podría drenarla del todo; sí, sacarla a la avenida como si fuera una novia borracha, llevarla a mi casa en un taxi y trabajar con tranquilidad. Una imbécil como ésta, que anda por ahí colocada, con el cerebro lleno de basura, se lo está buscando. Puede que quiera morirse y le haga un favor. Me inclino para alzarla.

Pero me detengo.

Es el Virus el que habla, el puto virus de mierda, no yo. Yo sé que esto no se hace, que es una tontería y una debilidad. Yo no soy así. No seré el más listo de la clase, pero hasta ahí llego. Y todavía no estoy tan débil.

Por tanto, empujo el panel y salgo a la acera, lo cierro y pongo rumbo a casa. No he dado dos pasos cuando Hurley me zurra otra vez.

—Lo sabía, joder, lo sabía.

¡Ay, Dios!

—Chivándose y cazando.

Mantengo los ojos cerrados, puesto que sé a quién voy a ver cuando los abra y me apetece aplazarlo un minuto.

—Don Pulcro, Don A-Mí-La-Mierda-No-Me-Salpica, y míralo, chivato de la Coalición y cazando a esa tía.

—No digas «tía».

—Ya, ya, pues cazando a esa mujer. Se lo dije a Terry, mira que se lo dije, pero él se empeña en mimar a este tío. Sabe que frecuenta a la Coalición y aun así permite que ande por aquí. Bueno, pues nunca más. ¿No quería pruebas?

Abro los ojos. Es un trastero oscuro y húmedo, en el que la luz mortecina procedente del exterior se filtra por los bordes de una puerta mal encajada.

—Pues tengo pruebas.

Estoy tumbado de lado. Cuando intento levantarme compruebo que tengo las manos y los tobillos atados. Me retuerzo hasta que consigo sentarme. La pared de ladrillo que tengo a la espalda rezuma humedad.

—¿Qué prueba?

—Bueno, lo vi, ¿no?, Hurley y yo lo vimos.

—¿Qué hacía, Tom?

—Vimos entrar en su casa a esa tía... esa mujer de la Coalición, y luego le vimos cazar a la otra t... mujer.

—¿Y cómo sabes que pertenecía a la Coalición, es que ahora les han puesto uniformes?

—Créeme, si la hubieras visto, lo sabrías.

—¿Cómo?

—¿Cómo?, pues cómo se sabe. Por esa actitud de el mundo es mío. Era una zorra de esas que creen que su mierda no huele...

—No llames zorras a las mujeres.

—Sí, ya.

Me acerco a la puerta para aplicar un ojo a una de las rendijas. De nuevo estoy en el cuartel general de la Sociedad. Todo el suelo está cubierto de cuadrados de muestras de alfombra; y las paredes, de pasquines anarquistas dibujados a mano como gigantescos carteles de «Se busca». Veo a Tom Nolan de espaldas. Está de pie, delante de una placa caliente, removiendo algo que huele y humea en una olla grande.

—Entonces, lo has visto con una mujer que podría ser de la Coalición, ¿y qué más?

—Era de la Coalición, y aunque no lo fuera. Lo hemos pillado en la calle cazando a esa chica.

—¿Era una niña?

—¿Qué?

—¿Que si era una niña?

—Unos veinte.

—Entonces no era una chica, ¿vale?

—Sí, vale, pero la cazó en la calle, la arrastró hasta el edificio en construcción y la sangró allí mismo para que no lo viera nadie. ¡Joder!, un claro abuso de la política de la Sociedad, y en nuestro territorio. Una bofetada a nuestras creencias y nuestros métodos, eso no tiene discusión. Y tú eres la primera que siempre estás diciendo que se pincha más a las mujeres que a los hombres.

Ahora veo a Lydia de pie junto a Tom.

—No es que yo ande diciendo, es que de hecho el número de mujeres víctimas de la violencia instigada por el Virus es mucho mayor.

—Pues eso es lo que digo.

—¿Así que ordenaste a Hurley que le diera un mamporro y lo trajisteis a rastras por la calle?

—Oye tú, había que hacer algo. A saber lo que estaba tramando con sus jefes de arriba y qué jaleos pensaban armar por aquí. Ya era hora de meter mano a este esbirro de la Coalición.

—Ajá.

Lydia le vuelve la espalda para dirigirse a otra persona que no alcanzo a ver.

—Hurley, ¿viste a la mujer que entró en su casa?

—Sí.

—¿Pertenecía a la Coalición?

—No sé. Puede.

—¿A ti qué te parece?

—No sé. Tom dijo que sí. Puede. Una señora de buen ver.

—Ajá.

Tom se vuelve a Hurley.

—Oye, no se dice «señora».

—¿Por qué?

—Porque es humillante.

Lydia mira a Tom.

—Déjalo en paz.

—Qué coño pasa, me acabas de echar la bronca...

—Porque tú deberías saberlo. Hurley es perro viejo, deja que se exprese como quiera.

—¡Cristo! Ya estamos con la doble moral. ¿Sabes una cosa? Eso es contrarrevolucionario. ¿Somos todos iguales o no somos todos iguales? No me gustan las normas, pero ya que las hay, que se apliquen a todo el mundo.

—Para ya, Tom.

Lydia se dirige a Hurley.

—¿Y la mujer que pinchó?

—Bien mirao, fue un pinchazo correto.

—¿Cumplió el manual?

Hay un silencio que me permite oír los engranajes del cerebro de Hurley, tal vez esforzándose en recordar qué es un manual.

—No como quiere Terry. Por eso le metí el porrazo.

—Vale.

Se dirige a Tom.

—¿Y ahora qué?

—¿Ahora qué? Ahora interrogamos al chapero.

—¡Tom!

—Perdona, perdona, ya sabes que mis anarquistas y yo nos solidarizamos con la comunidad homosexual. Ha sido un desliz.

—Pues deslízate hacia otro lado.

Lydia se mueve fuera de mi campo de visión y Tom vuelve a remover su guiso maloliente.

—Es igual, en cuanto se despierte le aplicamos la manguera a ver qué sacamos.

—Estoy despierto, Tom.

Mira a su alrededor.

—¿Cuánto tiempo llevas espiando, imbécil?

—Querrás decir cuánto tiempo llevo despierto, intentando volver a dormirme para no oír tus sandeces.

Viene hacia el trastero y se pega tanto que sólo veo una pernera de sus vaqueros costrosos por la rendija.

—Eso es, listillo, sigue tocándome las pelotas y verás lo que te espera.

—Oye, Tom, yo no te las toco, eso es cosa de Terry.

—Muy bien, lo estás pidiendo, pues lo vas a recibir.

Empieza a manipular la cerradura.

—Hazme un favor, dile a Hurley que vuelva a zurrarme la badana a ver si puedo volver a descansar.

La cerradura se abre y oigo el traqueteo de una cadena. Me tumbo de espaldas con las rodillas dobladas a la altura del pecho.

—Hurley no tiene por qué hacer nada; ya me encargo yo.

—¿Tienes pensado quitarme las esposas?

—Y todo lo que tú quieras.

Cuando se abre la puerta, estiro las piernas como una liebre y le acierto en el vientre. Retrocede, dando voces, y aterriza en una silla endeble, que se hace añicos bajo su peso. Me acerco a la puerta arrastrando el culo, asomo la cabeza y saco las manos esposadas.

—Mira, ahora te ayudaría si no llevara puestas estas cosas.

—Te vas enterar, chapero.

Viene con tal ímpetu que sólo me da tiempo a lamentar lo larga que tengo la puta lengua.

Pruebo de nuevo la patada, esta vez en las piernas, con la idea de que caiga al suelo para echarle la cadena de las esposas al cuello y romperle la tráquea, pero no funciona. Esquiva mis piernas con soltura, me coge por las solapas, me levanta en el aire y empieza a darme de leches. Casi inmediatamente, Lydia lo agarra y tira de él hacia atrás, pero ya me ha machacado diez u once veces. Me desplomo hecho trizas al tiempo que me empieza a manar de la nariz y la boca una sangre que no puedo permitirme. Gracias a que Lydia lo detiene fácilmente, no arremete de nuevo contra mí.

—¿Qué coño haces, hija de puta?

Lydia adelanta sus hombros desarrollados en el gimnasio, aunque habla con voz serena.

—Cuidado con el lenguaje.

—¡Deja de decirme cómo tengo que hablar, tortillera!

—Tom, si vuelves a decir nena, chica, señora, zorra, chapero, maricón, lesbo, tortillera, mariquita o hija de puta no sólo voy a sacarte el esperma a patadas, sino que tengo dos amigas vampiresas que una noche te van a esperar en un callejón oscuro para abrirte la puerta de atrás de par en par.

Tom amaga, rechazando a Hurley, que de pronto media entre ellos.

—Terry no quiere que os deis vosotros.

Yo sigo en mi sitio, resoplando y escupiendo sangre.

—Tiene razón, niños, ya veréis cómo se va a poner papá cuando regrese y vea que no le hacéis progresos.

Tom se abalanza hacia mí, pero Hurley lo detiene por un hombro y se vuelve a mí.

—Joe, será mejor que vuelvas a tu escondrijo.

Me dan ganas de lamer el charquito de sangre que hay en el suelo, delante de mí.

—Sí, quizá sí, Hurí. Hasta tú puedes parir una buena idea de vez en cuando.

Hurley gruñe.

—¿Te acuerdas de aquella vez que te pasaste de listo, Joe?

—Sí.

—Pues estuve cantidad de suave contigo.

Cierro la boca. Hurley mira a Lydia y luego a Tom.

—Vosotros dos os dais la mano, sin malos rollos.

Tom rezonga.

—Ahora mismo, cojones.

Lydia alarga la suya.

—Lleva razón, Tom. Estamos en el mismo barco. No deberíamos estropearlo por culpa de nuestro carácter.

Lo dice sonriendo, pero cuando Tom le da la mano, ella se la estruja sin que Hurley se percate. Tom la recupera de un tirón y levanta el puño.

—¡Jodida perra!

Hurley lo detiene en el aire y, de un ligero empujón, lo manda contra la pared.

—Vale, Tom, date un paseo.

—¿Y el puto espía?

—A Terry no le va esto, así que date un paseo y toma el aire.

—Ya hay luz.

—Entonces vete arriba.

—Pero el puto espía...

Hurley levanta el dedo.

—Vale, no pasa nada, no pasa nada, estoy tranquilo, pero quiero a ese puto espía en su celda.

Hurley se encoge de hombros.

—Claro.

Da dos pasos, me agarra y me tira dentro del trastero. La puerta se cierra y la cadena vuelve a su lugar. Oigo a Tom, que sube las escaleras del sótano y luego se detiene.

—Llevas razón, Lydia, estamos en el mismo barco. No se me olvidará, cielo.

Una puerta se abre y se cierra tras él. Percibo el crujido de una silla bajo el peso de Hurley.

—Ves, así está mejor, todos de buen rollo.

—Él dice que es anarquista, pero en realidad en un facha. ¿Sabes que le encantan los uniformes? Quiere imponer camisetas o brazaletes o algo que distinga a los miembros de la Sociedad, y no sólo eso: quiere que se indique la afiliación en el uniforme con símbolos distintos, según estés con los anarquistas o pertenezcas a la Alianza de Gays, Lesbianas y Géneros Alternativos o al Manifiesto Comunista o al grupo de afiliados que sea. Dice que es bueno para la unidad porque nos identificaríamos en la calle, pero lo que busca es clasificarnos. Quiere saber dónde están sus enemigos para ocuparse de ellos en cuanto pueda. Según él, apoya las metas de la AGLYGA, cuando la verdad es que lo sacamos de quicio. Antes de que yo me contagiara, nuestros homosexuales ni siquiera estaban organizados, imagínate si iban a tener representación en la asamblea. Ahora, ese fascista de las narices tiene que aguantarnos en todas las reuniones. ¿Y se presenta a jefe de seguridad? Ya es un medio Stalin, conque si le dan una placa será un Hitler entero.

Está sentada a la mesa, comiendo en un cuenco el comistrajo vegetariano que ha apañado Tom.

—Si le dan el cargo de seguridad, no le hará feliz tenerte cerca, Hurley. Ahora necesita tus músculos, pero en cuanto tenga la oportunidad utilizará a los anarquistas, con sus botas militares y sus porras, y ya no tendrá necesidad de ti para dejar fuera de combate a la gente; por eso no podemos quitarle el ojo de encima.

—Yo no quito ojo a nadie, Lydia, como manda Terry.

—Sí, pero ¿los intereses de Terry coinciden con los tuyos? ¿Vas a desperdiciar tu vida dejándole que decida por ti?

—De momento me ha ido bien.

—Sí, ya lo sé, pero...

No puedo continuar oyendo esto mientras me sacuden los calambres. O lo uno o lo otro, pero, por favor, las dos cosas no. Tengo que hacer algo.

—Oye, Lydia.

Silencio.

—Lydia.

—¿Qué?

—No hay nada que aprecie más que oír cómo explicas a Hurley tu política de desarrollo personal, pero estoy un poco mal aquí dentro.

—Sí, se te ve hecho polvo.

—¿Podrías darme la sangre que recogí?

—Lo siento, Joe, es una prueba documental de la acusación de Tom contra ti. Por mucho que deteste a ese cernícalo, no puedo contaminar la prueba.

—¿Y algo que tengas de reserva?

—No.

—Ya. Bueno, como estoy esposado, podrías sacarme de aquí.

—No. Creo que debes estar ahí hasta que Terry baje del Barrio.

—¿Sabes cuándo será eso?

—Puede ser esta misma noche o dentro de dos noches. Depende de cuándo le den vía libre.

Dos noches.

—¿No podrías llamarle?

—No le gusta que le llamamos cuando está arriba. Piensa que la Coalición tiene varios infiltrados entre los proveedores de servicios y que han pinchado los teléfonos fijos e interceptan las señales de los móviles. Teme que averigüen cuándo y cómo baja hasta aquí. Me parece paranoico, como si se lo hubiera inspirado Tom, pero no merece la pena arriesgarse.

—Claro, es lógico, Lydia, pero es que hay una niña en la calle que yo tendría que ayudar.

—Mujer.

—No, niña, tan joven como para que la haya violado su padre.

Se acerca un poco más a la puerta.

No sé mucho de la vida de Lydia, pero con lo que sé me basta. Sé que hará unos dos años estaba en la Universidad de Nueva York acabando su tesis sobre los Roles Extremos de Género. Sé que era una líder política en el campus y que daba clases de defensa personal a las mujeres. Y sé también que un Paria desesperado se le echó encima una noche y que ella le metió un dedo en un ojo y le pegó un puñetazo en la ingle, aunque no antes de que él le hiciera un buen agujero en la mejilla. Según lo que tengo oído, resultó que conocía a varios de los nuestros sin saberlo, pero que enseguida notaron en ella los síntomas. Supongo que fueron esos amigos los que la pusieron en contacto con Terry. Creo que su mayor impresión fue descubrir que los gays y las lesbianas infectados por el Virus estaban completamente desorganizados, y se puso manos a la obra.

Es una mujer dura pero joven. Tan joven que no ha cumplido los veinticinco. Aún está tierna por dentro y conserva los valores y los sentimientos que tenía antes de contagiarse. Bueno, casi todo el mundo los tiene hasta que crece o se muere.

—¿Por qué te importa tanto, Joe?

—La verdad es que se trata de un trabajo, pero supongo que a ti te importará.

—Eres de lo que no hay, Joe.

—La niña está sola en la calle, sin nadie que la ayude.

—Y un mamonazo.

—Completamente sola.

—Dime dónde está y yo la ayudaré.

—Es que no lo sé, por eso necesito salir, para encontrarla.

—¿Cómo piensas hacerlo?

—Tengo que sacudir a un tío.

—Dime cómo se llama y yo lo sacudiré.

—No me cabe duda, pero es que vive por encima de la 14a y está muy bien relacionado. El hecho de que subas y lo sacudas tú podría tener repercusiones políticas.

—Ya comprendo, pero hay otra cosa.

—¿Sí?

—Que no tengo motivos para creerte. ¿Qué te parece, Joe? ¿Se te ocurre alguna razón para que continúe oyendo lo que dice?

—¿Y yo tengo razones para mentir? Supongamos que me sueltas y es mentira. ¿Dónde quieres que vaya? Si dejo el barrio, estoy listo. Si me quedo, vosotros podéis encontrarme cuando os dé la gana. ¿Adónde voy a ir?

—A los barrios altos.

—Mis relaciones con esos tíos son sólo de trabajo y precisamente porque vivo aquí. Cuando he querido vivir por encima de la 14a, he dejado de ser útil. ¿No te han dicho lo que hace Dexter Predo cuando la gente deja de serle útil?

—Sí.

—Bueno, pues no es mentira.

Silencio.

—Tiene catorce años, Lydia, y se llama Amanda.

Me las arreglo para introducir los dedos en el bolsillo de mi chaqueta. Han cogido la pistola, la navaja, los instrumentos y la sangre que pinché, pero la foto está en su sitio. La deslizo por debajo de la puerta.

—Esta es.

La esquina de la foto desaparece cuando Lydia la coge. No se oye más que su respiración y el ruido que hace Hurley al pasar las hojas de un periódico, aparte del Virus que susurra dolor y hambre en mis venas. La foto se desliza de nuevo por debajo de la puerta.

—¿Sabes lo que tendrías que haber hecho, Joe?

—¿Qué?

—No pinchar a esa mujer de anoche. Es una violación, Joe, y no me gustan los violadores.

Se aleja de la puerta.

—Voy arriba, Hurley. Si ese mastuerzo intenta ablandarte con mentiras a propósito de una niña, no prestes atención.

—No te apures, Lydia, Joe sabe que a mí no se me da coba.

Desde luego que sí, lo cual me deja solo en el trastero sin poder hablar con nadie más que con quien ustedes saben.

No es que sea una conversación interesante ni instructiva. Básicamente consiste en que el Virus entona sin tregua un comida, comida, comida, y yo le contesto con un para ya, para ya, para ya. Muy aburrido. También alcanzo la cota máxima de quejidos y sudores, me agarro el vientre cuando atacan los retortijones y de cuando en cuando me pego con la parte de atrás de la cabeza contra el suelo. ¿Recuerdan aquella vez que comieron algo que los intoxicó?, pues igual, salvo que para mí no existe la posibilidad de aliviarme por arriba y por abajo. Pero lo mío llega en oleadas. De vez en cuando me concede una tregua para pensar, aquí tumbado, en la próxima embestida de los calambres, y recordar que esto de ahora es sólo el comienzo de una situación destinada a empeorar. Me preocupa haber llegado tan pronto a este estado, seguramente a causa de lo que Horde me puso en la bebida, que ha representado un hachazo para mi organismo. Añádanse los cortes que me hizo Vale, las quemaduras del sol y la paliza de Hurley, y comprenderán que estoy sobrepasado. El Virus se muestra cansado y quejoso como un niño que no se ha dormido a su hora. De momento, lloriquea; pronto gritará y empezarán los berrinches y las pataletas.

Pausa mientras una mangosta me recorre el intestino grueso.

Ya lo he experimentado antes, y sé que puedo aguantarlo. Sé también que a los retortijones, que empeorarán, seguirá un dolor constante, que otras veces he soportado bastante bien. Luego, cuando me acerque al límite de mi experiencia personal, el asunto puede ponerse interesante. No es la primera vez ni, por supuesto, la última que se me viene la imagen de Jorge a la cabeza. Necesito distraerme con algo.

—Hurley, oye, Hurl.

—¿Sí?

—¿Cuál fue la vez que más has aguantado?

—¿Yo?

—No, el otro Hurley que está contigo.

—Eres un bocazas, Joe.

—Ya, perdona, es que estoy un poco nervioso.

—¿Duro, eh?

—Ajá. ¿Cuánto te duró?

—Casi quince días.

—¡No jodas!

—Sí.

—¿Y qué pasó?

—No tengo que hablar contigo, Joe.

—¡Jesús!, Hurí, ¿a quién hacemos daño? ¡Ay, Dios!

Es el regreso de la mangosta.

—¿Tas bien, Joe?

—No.

—Vale.

—¿Así que quince días?

—Sí.

—¿Qué pasó?

No responde. Aprieto el rostro contra una de las rendijas de la puerta.

—Venga, hombre, sólo quiero evadirme de los retortijones. Arrastra la silla, eso es que cambia de postura.

—Vale. Hace mucho. ¿De verdad quieres oírlo?

—Sí, sí.

—Pues curraba pa unos contrabandistas. La cosa tenía que venir por el agua hasta Long Island. Yo daba los mamporros y llevaba la escopeta.

—Hay cosas que no cambian.

—Bueno, si vales pa algo no vas a cambiar.

—Claro.

—No era gran cosa, pero na más llegar el bote a la orilla y descargar los colegas la priba, van y nos echan el guante.

—¿Otra cuadrilla?

—No, la pasma.

—Tanto da.

—Además que sí, sobre todo ésos, porque los habíamos comprao para trabajar en la playa, pero de repente se les ocurre que ellos lo distribuyen y se presentan sin avisar ni na. Se ponen a pegar tiros con ametralladoras automáticas. ¿Te han dao alguna vez, Joe?

—Una o dos.

—Y duele, ¿eh? ¡Cristo! Me dieron bien en las piernas y en la tripa. Los colegas me echaron al coche y salimos de naja, pero los cabrones de los polis tenían un control a menos de dos kilómetros. Nos salimos de la carretera y yo salí volando por el parabrisas; por eso no me pilló la granada que metieron por la ventanilla. Los otros se quemaron en el infierno. Muy mal, porque eran majos.

—¿Y tú?

—¿Yo? Cuando el coche se estrelló, aterricé lo menos a veinte metros, cerca de una acequia con un tubo de desagüe muy oscuro. Me arrastré con los brazos pa colarme dentro. Entonces, se me fue la cabeza, pero cuando me espabilé ya no estaban los guardias.

—¿Y luego?

—Pues allí tirao que estuve, con las piernas hechas cisco, que no podía ni gritar. Los agujeros se curaron pronto, ya sabes, pero dentro menudo carajal, y con todos los huesos astillaos. Eso tardó más.

—Imagino.

—Estuve tirao un poco de tiempo, lo menos una semana. Los huesos se curaron solos, pero perdí mucha sangre y el Virus empezó a darme la vara, y eso rezando pa que no entrara el sol en la cañería.

—Jodido.

—Ya te digo, Joe. Creí que la diñaba. Cada vez peor, la tripa, la cabeza, la piel... me dolía todo el cuerpo hasta la puta raíz del pelo.

Eso es lo que se me avecina.

—Pero, como a los siete días, se acabó.

—¿El dolor?

—Todo. No notaba nada, te lo juro. Un día entero sin notar nada. Es muy raro no notar nada, aunque lo más raro fue después.

—¿Y eso?

—Porque de repente, lo noté todo.

La mangosta ataca de nuevo.

—Disculpa, me he perdido lo último.

—Ya te oigo ahí dentro. Que digo que eso me pasó porque dicen que hay un sitio donde el Virus pierde fuerza y se va. De pronto estaba mejor que bien. Tío, lo que tenía era un hambre... Así que salí a la carretera y me paró el primer coche que pasaba; por la pinta que llevaba pensarían que me había dao un tortazo, aunque la familia que iba dentro no preguntó na. ¡Coño! En mi vida me he alimentao tan bien. Me puse hasta las trancas.

—El Enclave habla de ese lugar. Daniel dice que todos viven allí.

—Sí, Terry también, cuando se lo conté.

—¿Terry ya estaba?

—Sí, hace mucho.

—¿Tanto lleva? Yo creía...

—Vale, se acabó el cuento. A callar ahí. Ya tienes lo tuyo, no te hacen falta los rollos viejos.

Y no dice más. Lo bueno es que tengo una novedad. Siempre estuve convencido de que Terry llegó en los sesenta, más o menos cuando se creó la Sociedad, y, a mi parecer, es lo que cree todo el mundo.

Suspendo mis pensamientos por culpa de la mangosta.

—Oye, Pitt.

Ha pasado el tiempo, desagradablemente.

Al volver de mi último desmayo, una luz me pega en los ojos. Los guiño, y algo más sustancioso que la luz me pega en la cara.

—Lydia ha ido a una de sus reuniones de mariquitas.

Levanto la cabeza del suelo y me la baja de un golpe.

—Y Hurley se la largado a comprobar si hay mensajes, no sea que los recaderos traigan noticias de Terry.

Como continúo con la cabeza en el suelo, esta vez me propina una patada.

—¡Adivina quién se ha quedado de guardia!

Durante un rato, se dedica a las patadas y los puñetazos. Sabe que ese dolor no es ni sombra del que llevo dentro, pero él disfruta igual.

—Ahora tienes mala pinta, Joe, aunque peor se te está poniendo el futuro.

Otra patada. Me quejo. Asiente.

—Sí, señor, pero que muy negro, mucho más que hace dos horas. ¿Y sabes por qué?

Tengo una muela colgando de un trozo de carne. Me subo las manos esposadas a la cara, me la arranco y la tiro al suelo.

—No sabía que fueras vidente, Tom.

Se ríe.

—Mira, tío, es que no tengo paciencia para callarme, porque cuando te bajes del machito, vas a ser el llorica más grande de este mundo.

—¿Me lees el futuro?

—Hemos hecho un hallazgo.

¡Joder!

—Sí, en menudo lío te has metido, Pitt.

Me cago en la leche. La niña.

—¿Cómo lo hiciste? ¿Es que pensabas que no lo iba a encontrar nadie allí abajo?

¿Lo?

—Porque resulta que sí. Dos de mis chicos que andaban husmeando por los subterráneos de la B para buscar una casa segura olieron algo y lo encontraron atado al palo con el cuello roto. También estaba el puto perro. ¿Para qué eran los cortes, Pitt? ¿Querías disimular las pintas que le habías sacado?

Leprosy.

—Te estás volviendo insaciable y chapucero. Será porque pasas mucho tiempo por allá arriba. Todos sabemos que el chico te hacía los recados y que esa forma de romper cuellos es tu especialidad. ¿Te parece que cuando Terry se entere de lo que has hecho en nuestro territorio se va a andar con sentimentalismos? Se la soplará que os conozcáis hace mucho.

Ni me molesto en negarlo. Por otra parte, aunque todo lo demás sean idioteces suyas, lleva razón: maté a Leprosy y debí limpiar la escena.

—El problema es esa vena piadosa de Terry. Alguien tendrá que subir porque él no se fía de los mensajes, pero yo me estoy relamiendo de gusto.

Me cae otra tanda de puñetazos. Se detiene.

—Buf, llego tarde.

Se levanta todo lo corto que es.

—Hay que hacer el café para el turno siguiente.

Empieza a cerrar el trastero.

—No te preocupes, volveré dentro de unas dos horas. Tal vez te traiga un poco de sangre para que te pongas fuerte. Al fin y al cabo, Terry no volverá hasta dentro de dos días.

Cierra la puerta y echa la cadena. Tengo la cara rota e inflamada, pero no me ocupará mucho tiempo porque pronto llegará el dolor de verdad.

En lo de las lágrimas ha estado acertado, pero nada tienen que ver con lo que él me ha hecho.

Es difícil describir cómo actúa el Virus dentro de mí, pues ni lo sé yo ni lo sabe nadie. Terry me lo explicó con detalle hace mucho tiempo. Todo se reduce a que para investigar y aislar hasta el más simple de los virus se necesitan unos recursos inmensos, que ni siquiera la Coalición posee. Si se hiciera público alguna vez, habría una cola de investigadores deseosos de hacerse un nombre sacando del manicomio al más monstruoso de los fenómenos de la naturaleza. Sin embargo, quién duda de que nos internarían a todos los infectados en un campo de esterilización para proteger al resto de los ciudadanos. Yo andaba por ahí cuando llegó el sida y no se me ha olvidado lo pronto que huye por la ventana la compasión de los seres humanos. No es que la busque, pero no soy tan ingenuo como para dar por sentado que existe.

A falta de un conocimiento verdadero de lo que esta cosa produce dentro de nosotros, nos vemos obligados a guiarnos por lo que vemos y lo que notamos. Sé que el virus quiere sangre porque noto su sed; sé que me da fuerza porque la siento en los músculos; sé que me cura y que retrasa mi envejecimiento porque tengo espejos; sé que me ha convertido en un depredador porque cazo y mato; y aun así, no sé lo que hace conmigo en este momento. Terry piensa que los retortijones son los aguijones eléctricos que se emplean para arrear al ganado, pinchazos para que busques alimento y salves la piel; la última bocanada antes de que el Virus rasque el fondo de la cazuela y consuma toda la sangre no infectada que te queda en el cuerpo. El largo dolor que sigue se debe quizá a que el Virus comienza a comerse a sí mismo. Eso dice él. A mí lo único que me importa es que cuando llegue no sea tan terrible como estos calambres.

Pero todavía queda tiempo.

—Joe.

Luz.

—Joe.

En la cara.

—Joe.

Digo que es luz porque aclara la oscuridad que hay detrás de mis párpados apretados.

—Coño, Joe.

No soy insensible a otra amenaza de Tom. Los retortijones me atacan fuerte y lo último que me cabe en la cabeza es que me soben la cara. Claro que en mi cabeza ya sólo queda sitio para que aterricen las señales procedentes de las terminaciones nerviosas del vientre y descarguen su tormento.

—Joe, levanta.

Cuando me coge por las axilas y me pone de pie, aumenta el dolor.

—¡Auug!

—Calla.

Del empujón aterrizo en una silla. Levanto las rodillas y ruedo hasta el suelo.

—¡Serás flojo!

Me separa las manos con las que me aprieto el vientre.

—¡Auug!

Tirando de la cadena de las esposas, me endereza los brazos.

—Eres endeble. ¿Sabes que los dolores de parto son peores que los retortijones?

Abro un poquitito un ojo. Lydia.

—Y no es propaganda feminista. Me lo han dicho las mujeres infectadas que han dado a luz.

Introduce una llave en el cierre de una de las esposas y la abre. Me mira a la cara.

—He visto a Tom venir hacia aquí.

—¡Ay! ¡Ay!

—Dame un tobillo.

Me vuelvo hasta situarme de espaldas y levanto el pie del suelo. Andanada de calambres.

—¡Ayyy!

—Calla.

Con los ojos cerrados, noto que me abre los grilletes, me alza y me sienta en la silla.

—¿Eres capaz de andar?

—¡Ay!

—Puñetero enclenque.

Sosteniéndome por las axilas, vuelve a ponerme de pie.

—¿Puedes andar?

No respondo, me limito a echar un pie delante de otro, y me desplomo. Lydia se arrodilla a mi lado.

—Joe, esto es lo que hay. No vas a tener otra oportunidad. Tom está al caer, Hurí ha salido y pronto amanecerá. Levántate.

Busca en mi chaqueta, saca la foto y me la pone delante.

—Levántate y ve por la niña, Joe.

Vuelve a levantarme. Esta vez me sostengo.

—Vamos.

Me coge del brazo para ayudarme a cruzar la habitación.

—Voy a montar el escenario para que crean que rompiste la puerta, me atacaste por detrás y me quitaste la llave.

Estamos al inicio de la escalera que conduce a la trampilla de la acera. Es muy empinada.

—No colará, pero Tom no puede hacerme nada, sabe que está en mis manos.

—¿Hulr... ayyy?

—Hurley no da un paso sin contar con Terry. Vamos.

Gateo por los escalones mientras empuja la trampilla metálica.

—¿Sangr ... ayyy?

—No tengo nada. Busca tu alijo pero no te quedes en casa porque mirarán allí. Vamos. Ve.

Me empuja hacia la calle; luego, a través de la trampilla, me agarra de una pernera. Miro abajo. Saca la cabeza y una mano con la foto de Amanda Horde.

—Toma. He escrito un número por detrás. Si te ves obligado, llama.

Gruño al inclinarme para coger la fotografía.

—Ayúdala, Joe. Si me entero de que me has mentido, te perseguiré por las calles con mi gente y te pondré una bomba en casa.

—¡Val... ayyy!

—Entonces, corre.

La obedezco, tambaleándome por la acera, con las esposas sueltas colgando de una muñeca, la foto de la niña en la mano y sin tener donde refugiarme.

Las arcadas no me permiten andar más de diez metros. Me inclino sobre el capó de un coche estacionado y vomito bilis hasta que me vacío y sólo me queda aire dentro. Cuando acabo, miro a mi alrededor buscando un rincón oscuro, pero no veo nada que pueda conservar la oscuridad mucho tiempo. Mi casa, dijo Lydia. Ve a casa y coge tu alijo. No sabe que allí no hay ningún alijo que coger. Me aparto del coche y continúo dando tumbos por la calle.

Al final de la manzana, me apoyo en una señal que dice: 3a y C. Evie vive en la 3 a, a una manzana y media de aquí, entre la A y la B. Ella me cuidaría.

Además, tiene sangre. Más de cinco litros.

Sacudo la cabeza y me dirijo a la C, lejos de Evie y de la sangre que la está matando.

Christian y los Barrenderos me acogerían, pero es imposible llegar a Pike antes de que salga el sol. Necesito un agujero, un agujero profundo en el suelo donde capear las últimas andanadas de los retortijones. Miro al cielo, que ya tiene brillo suficiente para quemarme los ojos y llenarlos de lágrimas.

Necesito un escondite.

Las vallas azules de caballete están todavía delante del colegio de la 9a, pero el vehículo policial ha desaparecido. Son las cinco y media de la mañana y ya hay tráfico, aunque no voy a preocuparme por eso cuando estoy a una hora de morir abrasado. Me cuelo entre dos vallas y, agachado, me dirijo a la puerta. La cadena y el candado son nuevos. No tengo fuerzas para romperlos, y la doble puerta es demasiado gruesa. Tampoco estoy para escalar paredes. Si no tuviera los retortijones, tal vez podría subir por una cañería. De intentarlo, es probable que me atacaran a medio camino y me cayera desde una altura de dos pisos. Verdad es que se acabarían todos mis problemas. Me pongo a inspeccionar las ventanas que quedan a la altura de la acera. Las láminas metálicas que las protegen se han deteriorado con los años; no me cuesta mucho hallar una con el borde inferior despegado de los ladrillos.

Podría levantarla unos centímetros por una esquina, pero no es suficiente para colarme. En cuclillas, la agarro con las dos manos y empujo con todas las fuerzas que me quedan en los brazos y las piernas. La lámina es en realidad una retícula metálica con unos pinchos muy afilados que sobresalen por los bordes, me traviesan las palmas de las manos y perforan la foto que aún sostengo sin darme cuenta. La lámina empieza a doblarse. Desde el fondo de la calle me llega el estruendo del camión de la basura. A pocos metros de mí, en la acerca, hay un montón de cubos. Un calambre intenta arrancarme las piernas, y las rodillas se me doblan, pero la lámina empieza a ceder. A medida que se aproxima al colegio abandonado, oigo los bufidos y el chirriar de los frenos neumáticos del camión. Apretando los ojos, consigo reventar a golpes el borde de la lámina, que me rasga la carne como hizo con la foto. Los retortijones me invaden los órganos y sólo me apetece hacerme un ovillo. Tal vez podría arrastrarme por el espacio que ha dejado la lámina al levantarse. Mientras el camión chirría en el stop que hay detrás de mí, libero las manos de los pinchos, los lanzo de golpe contra la ventana, me agarro al alféizar mellado y me cuelo dentro. Los cristales rotos que se me clavan en el vientre suponen un terrible alivio de los retortijones. Tengo la mitad superior del cuerpo dentro, pero se me han enganchado los pantalones. Los desgarro para liberarme y, ayudándome de los antebrazos, entro al aula vacía a gatas. Me arrodillo sobre los cristales rotos para atisbar por la ventana a los basureros, que ya están saltando del camión. Me agarro a los agujeros de la lámina y empujo. Como resulta más fácil tirar desde dentro que desde fuera, puede que consiga cerrarla lo suficiente para que no se aprecie desde la calle. Una vez hecho, paso los dedos por los fragmentos de cristal para arrancar la fotografía ensangrentada de los pinchos ensangrentados. Y me caigo al suelo.

Los calambres son ahora una mano gigantesca que me agarra los intestinos con los dedos y cierra el puño. Gateo, dejando el rastro sangrante de mis manos, hasta encontrar la puerta del sótano. Miro la escalera y me entrego a la gravedad. Quiero quedarme aquí tumbado, a los pies de la escalera, en un amasijo de sangre, cristales y huesos rotos. Pero no, aprovechando que el puño afloja un poco, me pongo en pie. Si entra alguien, le bastará con seguir las huellas de sangre del suelo hasta el sótano. Necesito esconderme. Me meto las manos en las axilas para evitar que continúen goteando. Afortunadamente, la memoria me ayuda a orientarme en la oscuridad total. Me dirijo al antiguo almacén del mobiliario, empujo con el hombro la puerta abierta y caigo detrás de una pila de pupitres garabateados y rotos justo en el momento en que el puño se cierra con fuerza.

Joderjoderjoder. ¡No, por favor! ¡Para!

—¿Hola?

¡Paraparapara!

—Oye.

¡ Porfavorporfavorporfavor!

—Oye, largo de aquí.

¡Nononono!

—Este sitio es mío, lárgate.

—Coño, déjame, ¡auug!

—De eso nada, idiota, tienes que irte... Jopé, pues si que estás jodido.

El puño comienza a distenderse y, lentamente, va soltando los intestinos. Abro los ojos.

Está en cuclillas a unos metros de mí, alumbrándome con una linterna. Es la niña cuya foto aprieto con una de mis manos heridas.

Señala mi cara.

—¿Te lo ha hecho la poli?

—No.

—¿No?

—No.

Me señala la cabeza.

—¿Eso qué es?

Levanto la mano para averiguar a qué se refiere y me doy en la barbilla con la esposa suelta que cuelga de mi muñeca izquierda. Mueve la cabeza.

—Pero no te lo han hecho los polis, claro.

—No.

—Ya. Bueno, da igual. De todas formas te tienes que ir.

—¿Es que has alquilado el local?

—Pues sí. Bueno, no, pero es mi guarida. Búscate tú una.

Me toco la cara.

—No me veo saliendo a buscarla ahora mismo.

—¿Por qué si dices que no te persiguen los polis?

—Necesito estar aquí.

Se pone de pie.

—Tú eres idiota. Mira, aquí no te puedes quedar, ¿vale?

—Yo... ¡ay!

Los dedos vuelven a apretar. Adopto la posición fetal.

—¡Ay, madre mía! Eres un yonqui, ¿verdad?, y te va a dar el mono aquí.

Saca una cosa del bolsillo y me la entrega. Es un billete de veinte dólares.

—Cómprate una papelina y métete, pero que sea en otro sitio.

—Yo... ¡Ay!... no soy... ¡Aug!

Retrocede un paso.

—Oye, no vomites, aquí no me eches la pota.

Aprieto los dientes y muevo la cabeza a derecha e izquierda, pero no me dirijo a ella, sino a lo que llevo dentro. Se acerca, introduce la punta de una de sus Nike por debajo de mi culo y empieza a empujarme en dirección a la puerta.

—Fuera, vete.

Se me revuelve el estómago y vomito un último chorro de bilis que va a parar a sus zapatillas.

—¡Asqueroso! ¡Será cerdo! Largo.

Ahora me está dando patadas. La punta de la zapatilla contra un lado de mi vientre supone una agonía añadida. Cuando alargo la mano para detener la patada, se me cae la fotografía boca arriba. Se queda mirando su propia imagen llena de sangre. Levanto una mano.

—¡Aug! Amand... ¡Ay!

Echa a correr hacia la puerta, pero yo la agarro por el bajo de los vaqueros. Se detiene, levanta el otro pie y me pisa el brazo.

—¡Suéltame!

Aprieto más. Intenta levantar la pierna libre y se cae al suelo.

—A que grito, a que me pongo a gritar.

Grita y trata de soltar mis dedos de los vaqueros. Entonces la agarro por la muñeca.

¡Un chasquido!

Deja de gritar y mira la esposa que acabo de cerrar para enganchar su muñeca derecha con mi muñeca izquierda.

—Pero, ¿qué haces?

—Quítame esto.

—No tengo las llaves.

—Diooos, qué chungo.

Estamos sentados uno junto a otro, con la espalda apoyada en la pared. Hará unos cinco minutos que no noto los retortijones y empiezo a pensar en la posibilidad de una tregua.

—Déjame verla.

Coge la fotografía del suelo.

—No la toques.

Detiene la mano.

—¿Por qué no? Es mía.

—Por la sangre, no quiero que te manches.

—Vaya, porque tú lo digas.

La sostiene por los bordes. En realidad, no importa, porque el Virus no sobrevive fuera de su anfitrión, pero me desagrada que toque la sangre con los dedos sabiendo que hace un momento estaba infectada.

—Es increíble que te hayan dado ésta precisamente.

Vuelve a tirarla al suelo.

—¿Cómo me has encontrado, hablando con ese guarro de Dobbs?

—En parte sí.

—Valiente chungo, si no tiene ni idea.

—Tienes razón.

—Da lo mismo, no pienso volver.

Hago ruido con las esposas.

—Ya lo creo que sí.

Vuelve la cabeza de lado y me mira.

—¿Has arrastrado alguna vez por la calle a una adolescente gritona?

Recuerdo una noche de hace más de veinte años, una adolescente gritona y un hambre que no pude dominar. Qué importa. El pasado está muerto y no hay modo de cambiarlo.

—¿Y a ti te han dejado sin sentido y te has transportado en un saco?

—Imposible. Mi padre se pondrá como una fiera y no te pagará ni un centavo.

—Es que no te llevo con tu padre.

Abre mucho los ojos.

—¡Ay, no!

Se ríe.

—Así que es ella la que te envía.

Coge la foto.

—Claro que te la dio ella, como que sabe que odio esta foto.

La rompe por la mitad y arroja los trozos al suelo.

—¡Puta! ¿Y qué quiere? ¿Tengo que asistir a una presentación en sociedad o algo así?

Recojo los trozos y me los guardo en la chaqueta.

—No quiere que acabes como Whitney Vale.

Empieza a decir algo, pero se arrepiente y cierra la boca. Se mira la puntera de las zapatillas y restriega una contra otra para quitarse la mancha de bilis.

—Whitney encontró su merecido.

Whitney Vale, dieciocho años, muerta con una navaja clavada en la nuca, aunque ya antes llevaba dentro un germen que destruía su organismo.

—¿Por qué?

—No sé. A lo mejor por follar con mi padre.

—Ya te he dicho que tu madre no quiere que acabes como ella.

—¡Dios mío! ¿Te lo contó mi madre? Es un monstruo. Sé lo que va diciendo de mi padre, pero jamás me ha tocado. Si se tiró a Whitney es porque ella se le echaba encima. Era asqueroso. El único tío que me ha tocado es uno de los cerdos que mi madre se echa de novios. ¿Qué pretende? ¿Secuestrarme para protegerme de mi padre? ¡Es tan chunga!

Se levanta.

—Vamos.

—¿Qué?

—Llévame a casa.

Según mi reloj falta poco para que salga el sol. Tira de las esposas.

—Ya me has encontrado, gallito, ahora llévame a casa.

—Todavía no podemos.

—Mira, no me va a dar el telele. Quiero decir que cuanto antes llegue, antes volveré a largarme. Así que vamos ya.

—Tenemos que esperar.

—¿A qué?

—A que se ponga el sol.

—¿Por qué?

—Porque soy alérgico.

Me mira.

—¡Serás cenizo!

* * *

Primero tengo el vientre lleno de alfileres que me bajan por los intestinos y las entrañas; suben por el esófago y los pulmones; se introducen en las venas y se extienden por todo el cuerpo, llenándome los capilares de la cara, las puntas de los dedos y de los pies; se me instalan en los labios, en las axilas y en los testículos; están por todas partes. Y luego siento el alivio de la tregua. Es la larga molestia que sigue a los retortijones y que, sin embargo, te permite vivir, respirar e incluso andar, pues ya no se manifiesta mediante ataques paralizadores. Sencillamente volverá a empeorar poco a poco, hasta que los alfileres se pongan candentes y me hagan hervir la sangre. Pero aún queda tiempo.

—Necesito ir...

Y yo necesito tiempo.

—Oye.

Todo el tiempo que me sea posible.

—¡Oye!

Todo el que aún me permita dominar el virus.

—Que digo que tengo que ir a un sitio.

Porque estoy encadenado a un delicioso aperitivo.

—Oyeee.

Y aunque todavía no tengo muchas cosas claras, sé que chupar a esta niña sería el mejor método de que sus padres, Predo y Lydia me agarraran de los miembros y cada cual por su lado tirara hasta descuartizarme.

—Yo tengo que...

—He dicho que no podemos.

—Que no, retrasado, que tengo que ir a un siiitio...

Y aun así, quizá mereciera la pena.

—Di algo.

—¿Por qué?

—Porque sí, porque no puedo hacer pis esposada a un gilipollas esperando que acabe.

Estoy a este lado de la puerta abierta, en cuclillas y con un brazo extendido. Ella está dentro. Nuestras manos se agarran al borde la puerta; las mías un poco más arriba que las suyas.

—Así que di algo.

—Para estar acostumbrada a hacer de okupa, eres muy vergonzosa con esto del pis.

—Vete a la porra.

Me chupo uno de los cortes del labio partido para aliviar los pinchazos con el sabor a hierro de mi propia sangre, pero sólo sirve para abrirme el apetito, como si lo necesitara. Por eso lo dejo.

La sangre me corre aún por las venas, bombea en mi corazón y me envía oxígeno al cerebro, aunque para el Virus lo mismo podría ser polvo. Después de ocuparme y recoger su cosecha, me ha despojado de lo que él consume. Sin embargo, al otro lado de esta puerta, hay mucho más de lo que necesito.

—¡Oye!

—¿Qué?

—No tires de las esposas.

Lleva razón. Estoy atrayéndola hacia mí.

—Lo siento.

—Sí, lo sientes. Y no estés tan callado, ya te he dicho que digas algo.

—¿Por ejemplo?

—Cualquier cosa. Dime quién te rompió la cara, aunque me parece que la gente hará cola.

—Un tío al que no le gustaba.

—¿Tu cara?

—Sí.

—Bueno. ¿Y te parece raro? ¿Le vas a dar una patada en el culo?

—Todavía no lo he pensado.

—Vengaaa.

—¿Qué?

—Para ser tan grande.

—¿Sí?

—Para ser tan grande, eres un poco nenaza.

—¿Ya has hecho pis?

—Vaya, casi, ¿por qué has tenido que preguntarlo? ¿No puedes hablar de otra cosa?

—¿Cómo llegaste aquí?

—Por un callejón que hay detrás, en la Décima. La verja no está cerrada. El verano pasado Whitney me enseñó que nada más cruzar la verja encuentras la puerta del sótano. Los okupas rompieron la cerradura hace unos dos años, creo.

Me duelen las piernas de estar en cuclillas. Seguro que me fracturé el tobillo derecho al bajar las escaleras. Al levantarlo para aliviar el dolor, pierdo el equilibrio un momento. Hay un tira y afloja entre nuestras muñecas antes de recuperar el equilibrio. Me agarro al borde de la puerta y rozo sus dedos sin querer.

—No me toooques.

Un momento de silencio.

—Habla.

¡Jesús bendito!

—¿Por qué te has escapado?

Ahora es ella la que no dice nada.

—Si, como aseguras, tu padre no se metió contigo.

—A ti qué te importa.

—Vale.

Silencio otra vez.

—¿Te estás haciendo una paja?

—No.

—Pues no te calles, es chungo.

—Vale. ¿Por qué te largaste?

—Te he dicho que no te importa.

—Muy bien.

Silencio.

—¿Qué narices te importa?

—A mí nada, lo único que me preocupa es que acabes de hacer pis para estirar las piernas.

Se ríe.

—Pues estíralas, ya he acabado.

Rebuscando algo en su mochilita, sostiene la linterna con la mano derecha esposada y se maneja con la izquierda. Esta vez es ella la que da tirones de mi mano izquierda.

—¿Por qué me has esposado la mano derecha?

—Porque si te esposo la izquierda habrías tenido que andar de espaldas.

Me mira.

—Sí, claro, pero habría podido hacer esto.

Nuestras manos se chocan.

—Tienes la mano fría y sudorosa.

Me mira con recelo.

—¿Estás enfermo?, porque como me hayas pegado algo, te vas a enterar.

—Soy viscoso por naturaleza.

—Grosero.

Estoy frío y sudoroso por la sencilla razón de que el Virus se mantiene bajo mínimos con el fin de ahorrar la poca energía que queda para su último empellón, pero «enfermo» es poco para mi estado.

Saca varias cosas de la mochila: ropa para cambiarse, un MP3, pilas, una botella de agua, hasta que da con lo que estaba buscando, que era un puñado de barritas dietéticas. Sostiene una con la mano izquierda y la abre tirando del papel con los dientes. Se da cuenta de que la miro.

—¿Quieres una?

Claro que quiero. Llevo mucho tiempo sin tomar nada, yo que, por lo general, como lo que me echen, cosa imprescindible para quien, como nosotros, tiene un metabolismo muy rápido a causa del Virus.

—Pues sí.

—Las hay de mantequilla de cacahuete o de coco y chocolate.

—Mantequilla de cacahuete.

Me da la barrita y comemos los dos a la luz mortecina de su linterna. Cuando acaba la suya, arroja el papel al suelo y coge otra.

—¿Así que te llamó mi madre?

Me bastan unos segundos para comprender que la mantequilla de cacahuete ha sido un error, porque está dura, se pega a los dientes y al masticarla me duele la mandíbula inflamada.

—Sí.

—¿Qué te dijo?

—Que habías desaparecido y que quería encontrarte.

Coge la segunda barrita, pellizca trocitos de chocolate con las uñas y los mordisquea.

—¿Y con mi padre, has hablado?

—Sí.

Resopla.

—¿Yyyy?

Pienso en mi encuentro con el doctor Dale Horde, en su soltura para ponerme en mi sitio como quien hace lo mismo diez veces al día, y en la droga que me echó en la bebida para que el espectro de Predo me robara el alijo.

—Me encargó que te buscara.

—Sí, claro.

Ha pelado hasta la mitad su segunda barrita de chocolate, dejando el coco de dentro sin tocar.

—Según mi madre, quiere follarme, pero eso ya sería algo, porque en realidad me mira como diciendo «¿y ésta de dónde ha salido?». Sólo me presta atención cuando vienen mis amigas a casa. Entonces sí, se hace el superpapá para impresionarlas. Chungo.

—¿Por eso te abriste?

Pregunto aunque me consta que es una idiotez, que no necesito saber cosas que sólo servirán para dificultarme el trabajo.

—No sé. Tal vez porque mi madre está siempre borracha o porque dice que mi padre quiere follar conmigo o porque creo que está celosa o porque mi padre es un cerdo con mis amigas o porque le robé a mi madre unos pendientes y ella, en castigo, me quitó el ordenador, y entonces me colé en el despacho de mi padre para utilizar el suyo y encontré el porno que hacía Whitney y me morí de asco, no porque ella lo hiciera, que ya lo sabía yo, sino porque mi padre lo mirara, o porque abrí sus cajones y encontré fotos suyas tirándose a Whitney o porque estaba cabreada con ella y vine aquí para darle una patada en el culo. No sé. Me largué y ya está.

Dobla los extremos rasgados de la barrita mutilada y la echa en la mochila.

—¡Dios, cómo me odio cuando hago esto! Pico por aburrimiento. Dice Whitney que es lo que más engorda.

Se estira su camiseta con el Che Guevara, se mira el vientre liso y se pellizca medio centímetro de piel.

—Estoy gorda.

Desvío la mirada para no ver su piel morena y saludable y la manchita roja que le sale al pellizcarse.

—¿Entonces mi madre te llamó cuando Whitney se largó... donde se largara? ¿Eso la sacó de quicio?

—Si fue así, no me dijo nada.

—No podría. ¿Estaba borracha cuando la viste?

—Yo no lo diría.

—Yaaa, casi nada lo diría, pero yo lo digo, porque si está despierta es que está borracha. ¿Te propuso algo?

—No.

Me mira.

—Vale. Y yo me lo creo. ¿Te la tiraste?

—No.

Me mira con mayor detenimiento.

—Pues serás el primero.

—Según ella, no.

Se ríe sin alegría.

—Entonces...

—¿Sí?

—¿Sabes lo que le pasó a Whitney?

—Algo he oído.

—¿Te crees lo del chico satanista?

—Eso dicen.

—Sí, claro.

Saca de la mochila la barrita dietética a medio comer y vuelve a pellizcar el chocolate. La contemplo, haciendo esfuerzos por no preguntar, que resultan inútiles.

—¿Qué?

Soy un cretino.

—Nada.

—¿Es que piensas otra cosa?

Coge un trocito de chocolate, se lo come, coge otro y lo tira al suelo; luego, repite varias veces lo mismo.

—Es que...

—¿Sí?

—Tengo la idea de que puede ser que, no sé, que estuviera chantajeando a mi padre.

Roe el último trocito de chocolate con los incisivos, mira la barrita por si queda algo y tira el coco restante a un rincón.

No cambia nada.

Supongamos que Whitney cogió las fotos en las que estaba tirándosela y lo amenazó con enseñárselas a su esposa, que en ese momento buscaba un motivo para apartar a Amanda del padre, o con llevarlas a la prensa para destruir su reputación. Coño, podría hasta haberle amenazado con enviarlas por correo a alguien que se quedara de piedra viendo al doctor Dale Edward Horde, fundador, director y presidente de Horde Bio Tech, follarse a una estrella porno de Internet. Supongamos que le hacía chantaje, ¿y qué?

Yo sé cosas que la niña no sabe. Sé que los caminos de Whitney y de su padre se cruzaron aquí mismo, en esta habitación, sobre ese trozo de cartón que tenemos a menos de tres metros, y que cuando lo hicieron, ella ya se había cruzado con alguien mucho más siniestro que el padre pederasta de Amanda, porque el portador ya le había mordido en la nuca. ¿Lo sabía él?

Me lo imagino así. El padre de Amanda llegó hasta aquí con un matón, probablemente el mismo que acabó con Dobbs siguiendo sus órdenes, y encuentra a Whitney. A dos días de contagiarse, todavía le funcionaría el cerebro. Hablaría normalmente e incluso conservaría la memoria a corto plazo. Puede que intentara dominar sus impulsos, por no ser lo que de hecho ya era. Imagino que Horde y sus terroristas a sueldo se enfrentaron a ella, pero Whitney no habló. Confundieron con tozudez lo que era un cerebro agujereado por la bacteria. El caso es que encontraron las fotos o cualquier otra cosa de Horde que ella guardara. Pero a Horde no le bastaba, quería darle una lección en algún sitio privado. Supongo que recordó que Dobbs había encontrado aquí a su hija el año anterior, lo cual constituyó un placer añadido; poseerla aquí mismo, en el suelo, facilitaba el pensamiento de Amanda, lo acercaba a su auténtica finalidad. Seguro que Whitney no estaba a gusto. El olor de la carne viva de él la volvería loca. Los matones tendrían que sostenerla mientras él la violaba. ¿Y luego? Qué más daba si ya tenía las pruebas; si a Whitney se le ocurría hablar sería la palabra de una adolescente vagabunda y prostituta contra la suya. No había color. Por eso la dejó allí tirada. Probablemente la descubrieron los dos yonquis a la moda que llegaron detrás en busca de un sitio seguro para pincharse.

No obstante, ¿qué cambia todo esto para mí? No son más que unas cuantas piezas que no facilitan el trabajo, ni me alivian el hambre, ni me ayudan a olvidar a la chiquilla que tengo a mi lado, echando un sueñecito, ni impiden que mi mano fría y esposada se acerque a ella y sienta el calor que despide su cuerpo al acurrucarse, ni que piense en la lámina de cartón que tenemos enfrente, oliendo al sudor fétido de Horde mientras se tira a una cría muerta que, sin embargo, aún respira.

Nada, no cambia nada. Aún tengo que llevarla a su casa, encontrar al portador, acabar el trabajo.

Eso es lo que me digo.

Aunque lo que imagino es el cuello de Horde entre mis manos y que le abro un agujero con los pulgares y le desgarro una arteria palpitante, y que siento el chorro de sangre caliente en los labios y en la barbilla al aplicar la boca al agujero. Basta con eso para que este mundo me parezca mejor.

Idiota, soy un idiota.

—¿De verdad eres alérgico al sol?

—Sí, se llama prurito solar.

—Suena a enfermedad venérea.

—Pues no lo es.

—¿Y qué pasa si vas a la playa?

—¿Qué pasa si tú metes la mano en el horno?

—¿De verdad?

—De verdad.

—¡Qué fuerte!

—Sí.

—¿Naciste así?

—No exactamente.

—¿Y cuándo fue la última vez que tomaste el sol?

—Hace mucho tiempo. ¿Tienes cambio?

Estamos en la esquina de la 10a con la A, delante de una cabina telefónica de monedas. Me he limpiado casi toda la sangre de la cara y de las manos antes de salir y me he abrochado la chaqueta para ocultar las manchas de la camisa. Las heridas de las manos ya tienen costra, pero tardan más en curarse que cuando estoy sano. Duelen y palpitan como la cara y el tobillo, aunque más me preocupan los alfileres. Todo sanará cuando tome un poco de sangre, pero es una carrera contra reloj.

—Toma.

Le quito dos monedas del cambio que me ofrece extendiendo su palma pequeñita.

—¿Cuál es el número de tu madre?

—¿El de casa o el móvil?

—El móvil.

Ella me canta el número y yo marco. Se hace a un lado, como queriendo aparentar que no tiene nada que ver conmigo, cosa bastante difícil con las esposas, aunque las hayamos ocultado debajo de una de las camisetas que Amanda llevaba en la mochila.

—Dígame.

—Señora Horde, soy yo.

Amanda me mira.

—Joseph.

—La tengo.

—¡Ay!, gracias, Joseph.

Amanda enarca las cejas.

—Está muy aliviada, ¿a que sí?

No le hago caso.

—¿Quiere venir a buscarla?

—Sí, yo... no, no, ¿la puede traer usted?

Amanda no deja de burlarse poniendo morritos.

—¿Te está muy agradecida? ¿No ve el momento de tenerme allí?

—Desde luego, deme la dirección.

La 81a con Park Avenue. Ahora Amanda parece aburrida. Mira cualquier cosa menos a mí, pero no se pierde una palabra de lo que digo.

—Tomamos un taxi y estamos ahí dentro de veinte minutos.

—Muy bien, Joseph.

—Vale.

—Puedo...

—¿Qué?

No dice nada.

—¿Quiere hablar con ella?

Amanda vuelve la cabeza para mirarme.

—No, no, es que... mejor la trae usted a casa.

—Vale.

Cuelgo y recojo del suelo la mochila de Amanda.

—Vamos.

—¿No ha querido hablar con su amadaaa hijaaa?

—Eso parece.

—No te asombres.

—No me asombro.

Agito la mochila al paso de un taxi, que se detiene. Abro la puerta y espero a que Amanda se lo piense. Mira el interior del coche y me mira a mí antes de encogerse de hombros y subir. Entro detrás de ella y le doy la dirección al taxista. Amanda va mirando por la ventanilla. Rechino los dientes y se me escapa un jadeo.

Se vuelve a verme la cara, los labios hinchados y llenos de postillas, pegados a los dientes.

—¿Qué es lo que te come por dentro?

—Nada. Cállate un poquito.

—Fíjate, y yo que esperaba otra charla. Por la otra punta.

Ella vuelve a la ventanilla y yo al dolor que crece dentro de mí. Las venas han empezado a quemarme.

Las horas pasadas en el sótano, escondido del sol, me han aproximado a la siguiente fase de inanición viral. Es el estado en que mi cuerpo permanece callado mientras él hace sus ajustes en lo más profundo de mi cerebro. Ahora mismo estoy al borde de lo más lejos que he llegado jamás. Soy capaz de aguantar el dolor que experimento en este instante, pero no puedo garantizarlo dentro de un minuto, ni desde luego dentro de los muchos minutos que aún me quedan.

Así que rechino los dientes y aprieto el puño derecho hasta clavarme las uñas en la palma, diciéndome que ella no es la solución, que no adelanto nada con quitarme de encima al taxista y arrastrarla hasta un callejón oscuro, aunque el Virus opine lo contrario. No pienso hacerle caso, como no hago caso de nuestras manos, que descansan en el asiento de atrás entre los dos, atadas con la cadena de las esposas, debajo de la camiseta retro de Joan Jett que ha robado en algún comercio de St. Marks creyendo que molaba.

—Mamiii, he vuelto a casaaa.

El ascensor conduce directamente de la entrada al vestíbulo del piso. Es más o menos como cabía esperar: grande sin excesos; con muebles caros aunque no demasiado; elegante sin exagerar; decorada con atrevimiento pero sin estridencias. En resumen, lo que yo esperaría de una familia disfuncional y fabulosamente rica vinculada a la Coalición, pero sin pasarse. La inevitable ama de llaves que yo imaginaba no aparece. Tampoco responde nadie a la llamada de Amanda. Cuando la miro, vuelve la cabeza y se encoge de hombros. «¿Qué esperabas, el desfile de la victoria?» Me froto la frente en el hombro para limpiarme el sudor frío.

Estoy sudando desde que el taxi se detuvo frente al edificio de piedra rojiza de los Horde. Tuve que pedirle a la niña que pagara al taxista porque Tom me quitó mi última calderilla. Amanda me miró como si fuera un cutre, pero ya estoy acostumbrado. Luego se sacó una llave del bolsillo de la cadera y entramos en un vestíbulo idéntico a este de ahora; me condujo a un ascensor y subimos dos plantas, hasta la que ocupa la madre. Todo ello acompañado de numerosas miradas de reojo para ver qué me parecía que sus padres vivieran en apartamentos separados. No le devolví ninguna, ocupado como estaba en los fluidos ardientes que chisporroteaban por mis órganos. Empezaba a preferir los retortijones.

—¡Mamá!

Nada.

—Vamos dentro, probablemente está ida.

Pasa delante de mí como una exhalación, tirando de las esposas, lo que me obliga a seguirla a trompicones. Me mira.

—¿Quieres andar, para variar un poco?

No contesto.

—Ya decía yo que eres un yonqui, ¿a que sí?

Sigo sin contestar.

—Bueno, pues entra, que te paguen y así me pierdes de vista y vas a colocarte.

Me arrastra al pasillo central que corre a todo lo largo de la fachada. Atisbo por los lados los brillos de un cuarto de baño, una cocina pequeña, un dormitorio enorme. Todo con estilo, sin pecar de estiloso. Al final del pasillo nos topamos con una puerta cerrada. Amanda llama con los nudillos una vez, luego empuja y la abre.

—Hola mamá, estoy en casaaa.

Tira de mi brazo para introducirme en la habitación y levanta la mano esposada en el aire.

—Y mira lo que he encontrado, ¿puedo quedármelo?

Marilee Horde levanta la vista del vaso que tiene en la mano. Está sentada en un sofá que hace juego a la perfección con todo lo que hay en su salita. Los ojos enrojecidos en los bordes nos dirigen alternativamente a la niña y a mí una mirada vacía.

—Ah, Amanda. Lo siento, perdóname.

Amanda baja el brazo.

—No me extraña que lo sientas, mamá.

Marilee vuelve a inclinar la cabeza y mira fijamente el vaso.

—Lo siento.

Amanda da otro paso dentro de la habitación.

—¿Mamá?

El tío que me deja fuera de combate no tiene ni la mitad de fuerza que Hurley, pero no le hace falta, porque yo ya estaba a mitad de camino. Me desplomo, perdido el conocimiento. Lo malo es que el Virus se muestra indiferente a mi inconsciencia y continúa torturándome.

Hay un metal que ralla otro metal.

—¿Falta mucho?

—Un poco. Sería más rápido atravesando la muñeca.

—Sólo las esposas, por favor.

Oigo sus palabras, pero no veo los rostros. Debo de tener los ojos cerrados, a pesar de que, más que oscuridad, percibo un abismo de color gris pálido. Súbitamente se interpone entre el abismo y yo algo oscuro que se resuelve en la cara de un hombre.

—Está despierto.

El ruido se detiene y otro rostro se inclina a mirarme. Me pasan algo por delante de los ojos. Una mano.

—Ajá, tiene los ojos abiertos, pero no está despierto.

Sí, lleva razón, tengo los ojos abiertos porque el abismo gris no es otra cosa que el techo de la salita de Marilee Horde. No obstante, cuando intento desviar la mirada para indagar a mi alrededor, los ojos no me responden; ni siquiera puedo parpadear. Estoy congelado. La mano que me pasaban por delante de la cara empieza a darme cachetes.

—Está ido.

Aparece un tercer rostro. Este lo conozco, es el del doctor Dale Edward Horde.

—No pretendo inmiscuirme en sus métodos, pero ¿no estará fingiendo?

La mano se prolonga en un instrumento que surge entre sus dedos. Cuando el estilete largo y fino, cuyo filo cortante despide brillos irisados, se clava profundamente en mi ojo derecho, se eclipsa la mitad del mundo.

—Yo diría que no.

—Quisiera una prueba más concluyente.

Al hincarlo, oigo el susurro del acero entrando en la carne y noto un ligero tirón en la mejilla. No siento dolor, sólo el sabor de mi propia sangre que me corre por debajo de la lengua.

—Está sin sentido.

—Muy bien.

El estilete reaparece manchado de rojo. Se agita un pañuelo que limpia la sangre. Luego el estilete, el pañuelo, la mano y las dos caras desaparecen de mi vista. Horde es el único que se inclina sobre mí, observando, inspeccionando. Frunce los labios y me aprieta con un dedo la mejilla. Vuelve a primer plano con la yema manchada de sangre. Mira la preciosa gota, la frota entre el pulgar y el índice y la olfatea.

—Mira por dónde.

Luego se encoge de hombros, se limpia los dedos en mí y desaparece también.

Me habría gustado sentir el estilete en la mejilla para comprobar que sigo vivo y que el mundo exterior aún puede afectarme, pero no tengo pruebas de tal cosa. Soy como un cuerpo saturado de novocaína, inmovilizado e insensible. Al menos, por fuera, ya que dentro la cosa varía. El interior es una caldera hirviente de algo viscoso, que, creo, me está perforando los huesos en busca del último refugio de la sangre.

Me arrastran de un brazo y la cabeza se me dobla ligeramente hacia la izquierda. Pese a que no puedo enfocar la mirada a más de medio metro, veo a los dos hombres. Uno de ellos me sujeta la muñeca contra el suelo con su rodilla. Las otras rodillas dobladas forman una fila borrosa de pequeños cerros en el horizonte de la alfombra. ¡La niña! El hombre levanta algo del suelo y se lo aplica al brazo. De nuevo el ruido de metal contra metal cuando le sierran las esposas de la muñeca.

Horde lo observa.

—No la cortes.

—Con él sería más fácil atravesando la muñeca.

—No.

—Pero si no está en este mundo. Ha llegado tan lejos que ni se enteraría.

—No, aún le queda una función que cumplir, y no me sirve con una herida grave.

—Está bien.

—Pienso matarte como hagas daño a la niña, Dale.

Horde se vuelve hacia el otro lado de la habitación, donde estaba sentada su esposa cuando llegamos Amanda y yo.

—¿Decías algo, querida?

—Que te mataré.

—Creo que puedo afirmar sin temor a equivocarme que estos caballeros no harán daño a nuestra hija.

—Te mataré.

Farfulla con dificultad sus palabras.

—Bebe otra copa, esposa mía.

Observo al hombre de la sierra, que es el mismo del estilete. Sus movimientos son bruscos y enérgicos y maneja la herramienta con una rapidez anormal. Mi deteriorado olfato, casi inservible, no me dice nada de él, pero sus movimientos lo delatan. Tiene el Virus. Podría ser un Paria que Horde se hubiera sacado de la manga, pero el aspecto me resulta familiar. El traje negro y caro, el corte de pelo conservador, el nudo impecable de la corbata, todo remite a la Coalición. Predo ha prestado a Horde a uno de sus ejecutores. El otro tiene la robustez del típico guardaespaldas. Será un hombre de la propia empresa de Horde.

Se oye el ruido de la sierra al partir la esposa. El ejecutor aparta su herramienta, libera la muñeca de Amanda y hace ademán de levantarla del suelo. Horde le pone una mano en el hombro.

—Yo lo hago.

El ejecutor y el fantoche se apartan de mi ángulo de visión y Horde se arrodilla, introduce los brazos por debajo de la espalda y las piernas de su hija y la levanta. Aunque ahora sólo lo veo de medio cuerpo para abajo, percibo la negra sombra de su cabeza cuando mece a la niña y acerca su rostro al de ella.

—Ya estás en casa, mi amor.

Un vaso se hace añicos cerca del sofá. La mancha de Horde se da la vuelta.

—Cuidado querida, no te hagas daño.

—¿Qué le has hecho?

—Darle un somnífero, querida. Estaba histérica y necesita dormir después del calvario que ha pasado. Imagina el trauma que le habrá causado su secuestro por obra de ese ser inmundo.

—No la ha secuestrado.

Acuna a la niña.

—Claro que sí, querida. Este hombre se la encontró tirada en las calles y luego tú lo contrataste para que la trajera.

—¿Yo?

—Curiosa coincidencia, salvo que no lo sea. ¿Lo fue, amor mío?

—Pero qué dices, Dale.

—Muy inteligente por tu parte: contratar para que encuentre a tu hija al mismo hombre al que pagaste para que la raptara.

—No.

Está haciendo teatro para su esposa y al mismo tiempo ensayando para una representación posterior y más oficial. Me conviene la distracción, por lo menos es mejor que esta cosa con dientes que llevo dentro.

—Claro que ocurrió exactamente así. Ingenuo de mí, cómo no caí en la cuenta cuando me entrevisté con él para analizar el caso.

—Te mataré.

Algo se rompe.

—Señores, ¿tienen la amabilidad de evitar que mi esposa se hiera?

Se oye un ajetreo y una ligerísima pendencia.

—No le hagan daño, por favor.

—Eres un hijo de puta, Dale.

—¿Puede uno de ustedes inyectarle medio centímetro cúbico del vial que he utilizado para calmar a mi hija? Hay una jeringuilla en ese cajón. Con una intramuscular bastará.

—¡No! ¡Hijo de puta!

Marilee grita mientras Horde se dedica a arrullar a su hija, y yo, a morir en una terrible agonía. Luego cesan los gritos.

—Mejor así, ¿verdad? En todo caso, lo gracioso es que yo sospechaba que me ponías los cuernos con tu contratado. No me di cuenta de la verdad hasta que el hombre que seguía tus pasos por orden mía te vio entrar en el despacho de Chester Dobbs. Supuse que ibas a pagarle para que se apartara del caso y dejara el campo libre a tu hombre, pero, ¿qué pasó luego? ¿Es que Dobbs quiso hacerte chantaje?

Hay un leve gemido en el sofá.

—No, no respondas, tranquila, daré por supuesto lo del chantaje. ¿Si no, por qué te habrías visto obligada a matarlo?

Mientras oigo la descripción del marco que Horde está creando alrededor de su esposa y de mí, trato de anticiparme a su siguiente paso imaginando la escena que contendrá. Su esposa y yo confabulados para secuestrar a la niña; su esposa asesina de Dobbs. Es un problema interesante, complejo y detallado, capaz de distraerme; por desgracia, no lo suficiente.

Vuelve el dolor.

—La auténtica tragedia es que no puedo salvarte de ti misma. La auténtica tragedia es que, a pesar de que has pretendido quitarme a mi hija, aún te amo y me gustaría liberarte de tu debilidad, pero es demasiado tarde para salvarte del brutal asesinato a manos de tu matón convertido en amante.

El dolor se eclipsa.

—Menos mal que recordé dónde se escondió Amanda el verano pasado. Muy astuto por parte de tu amante ocultarse en el escenario de una matanza. ¿Quién se lo iba a imaginar? Sin embargo, el final no va a ser feliz.

El dolor no es como yo esperaba.

—Porque no puedo evitar tu destino.

Nunca antes había conocido el dolor.

—Gracias a Dios llegamos a tiempo de salvar a Amanda antes de que abusara de ella más de lo que ya había abusado. ¿Fue por eso?

El dolor es completamente nuevo.

—¿Por eso os peleasteis? ¿Porque viste que abusaba de ella? Quiero creerlo, quiero creer que al final pudo más tu instinto maternal y que hiciste un intento desesperado de salvar a tu niñita. Fuiste valiente, pero hubo de ser duro notar la aguja en la carne y quedar a su merced.

El dolor vive.

—A su merced, incapaz de hacer nada por tu hija mientras él la tocaba una vez más delante de tus ojos. Indefensa cuando volvió su atención hacia ti. Tuviste un final terrible. Si hubiéramos llegado un poco antes, habríamos podido hacer algo más que vengar tu muerte.

El dolor respira.

—Pero ya no hay nada que hacer. Quizá te dé un poco de paz saber que tu hija está a salvo y en casa, en los amantes brazos de su padre.

El dolor ha hecho de mi cuerpo su casa.

Un gruñido, una caída y los pasos torpes de Marilee que se tambalea delante de mi vista para arañar el rostro de su esposo. El ejecutor se materializa, la aparta y la tira al suelo de un empujón. Horde asiente con la cabeza como si hubiera esperado para sus palabras exactamente aquella reacción pueril.

—Dale la vuelta.

Mientras el ejecutor coloca boca abajo a Marilee, Horde deposita con cuidado a la niña en un sillón.

—Descúbrele el cuello.

El ejecutor aparta el pelo de la nuca de Marilee y le baja el cuello de la blusa. Horde desaparece de mi vista, para volver enseguida con un objeto pequeño y negro, de forma cúbica y esquinas redondeadas. Se arrodilla junto a su esposa y se lo pone delante de la cara. El cubo se abre como si fuera el estuche de una joya. Él muestra el contenido.

—Ya he acabado.

Marilee gime. Horde extrae del estuche una pieza de dos colores, blanco y rosa.

—Incluso he llegado a probarlo.

Horde aparta a un lado el estuche.

—Dos veces.

Sostiene el pequeño objeto blanco y rosa entre el pulgar y el corazón.

—Primero en Whitney, lo que en cierto modo estaba previsto.

Ahora el objeto descansa en la palma de su mano.

—Y luego, de un modo espontáneo, en un pelagatos del sur de la ciudad.

El objeto blanco y rosa se abre como una almeja.

—Ahora ha llegado el momento de hacer otro ensayo, aunque sospecho que en una dosis considerablemente más elevada.

Se lleva el objeto a la cara, abre mucho la boca y se lo introduce. Muerde con fuerza la dentadura postiza para colocársela bien. Marilee comienza a agitar la cabeza de un lado a otro.

—Sujetadla.

El ejecutor le sujeta la cabeza contra el suelo. Horde, los músculos y los tendones resaltados en su propio cuello, se inclina sobre la nuca de su esposa y muerde.

Acabo de hallar al portador. ¡A buenas horas!

Soy dolor.

Y un sudario negro cae piadosamente sobre mi vida.

Estoy muerto.

Por eso tengo una libertad absoluta para recordar mi vida.

Recuerdo al niño indefenso en casa de unos padres que se aprovechaban de su indefensión. Las manos que me escudriñaban en habitaciones oscuras; los cinturones como látigos, que me azotaban. Las marcas de mi cuerpo que desaparecieron años después, cuando el Virus que vino a habitarlo limpió la casa, y que mucho antes habían descubierto unos profesores compasivos. Mis padres debatiéndose en manos de la policía; su última imagen. Y luego otros padres, ninguno más de un año, ninguno particularmente mejor que los biológicos. Recuerdo las calles en las que enseñé a otros niños lo que había aprendido en casa. Las manos codiciosas, el látigo, cómo me crecía viendo el miedo en los ojos ajenos, las correrías al mando de una tribu diminuta. Recuerdo cuando me emponzoñaron y volví a sentirme indefenso y atemorizado. Después Terry y la Sociedad, algo nuevo, una razón. Los años de aprendizaje, cuando me enseñaron cómo se vive en el mundo. El descubrimiento de haber sido un instrumento en manos de Terry, su herramienta más cruel a la hora de infundir miedo y emplear el látigo. Mi negativa a continuar siendo un azote. La soledad. Los encargos sucios de la Sociedad y la Coalición. Trabajo para sobrevivir. Y Evie, sus susurros en mi dormitorio mientras el sol brillaba fuera, declarando sus sentimientos, y yo sin poder responder con otra cosa que mentiras sobre mi identidad, para no estar solo. Los años posteriores, fluctuando entre Evie y el trabajo, siempre al borde de... qué sé yo. Recuerdo a Whitney Vale. La mirada casi humana de sus ojos cuando le arrebaté la navaja, la tos cuando se la hundí. Y Leprosy, el olor putrefacto del mordisco en su nuca. La foto de la niña sola y abandonada quién sabe dónde. La presión de los pechos de la madre cuando me besó en la comisura de la boca. Los balbuceos de Philip sobre el cuerpo estrangulado de Dobbs. Daniel pidiéndome ayuda mientras Jorge echa la vida por la boca en la habitación. Dale Edward Horde, altivo y cruel, experto en el empleo de las manos y los látigos. La mano de Amanda encadenada a la mía y cubierta por una camiseta, tan cerca uno de otro. El ácido que fluye por mis venas. El olor que no está, indicio de algo que no puede existir. El sótano del colegio, escenario de un crimen que nadie ha definido, pero que yo puedo imaginar con facilidad.

Los gritos. Los gritos de alguien que yo conozco.

Y no estoy muerto.

No estoy muerto.

Pero no estoy vivo.

El sótano del colegio está iluminado por una linterna de campaña que emite un zumbido.

Los gritos son de Marilee. Tiene motivos.

—Utiliza el condón.

—No me gustan.

—Si yo te lo doy es por algo. Póntelo.

—Joder, es que así no siento nada.

—No debe quedar ni rastro de tu semen.

—Vale.

—Podemos permitirnos cierto grado de contradicción en las pruebas, pero no hay que dejarse llevar por el engreimiento y, por decirlo con una palabra adecuada al caso, ponerse chulo.

—Vale, vale.

El fantoche a sueldo de Horde rasga el papel de plata. Está de rodillas junto a Marilee, con los pantalones y los calzoncillos en los muslos, pugnando por enfundarse la goma en el pene medio erecto. Marilee se halla tumbada boca abajo, con la falda desgarrada y las medias en los tobillos. Aun atada, amordazaba y drogada, sus gritos llenan la habitación porque la bacteria que lleva dentro la impulsa a luchar para liberarse del cinturón atado a sus muñecas.

De momento me han tirado contra un montón de pupitres desvencijados, con la intención de utilizarme más tarde, cuando Horde acabe con su esposa y su hija.

Está desnudo sobre el cartón en el que olí los residuos de su violación de Whitney Vale muerta. La niña duerme apaciblemente a sus pies, con los zapatos y las medias que le han quitado colocados con esmero junto a ella. Horde observa al fantoche ponerse el condón, arrancar las medias de los tobillos de Marilee y situarse entre sus piernas.

—Todavía no.

El otro lo mira con el pene en la mano.

—¿Qué?

—Espera. Vuélvele la cabeza, quiero que vea lo que hago, pero cuida de no acercarle la mano a los dientes.

El matón sacude la cabeza, agarra a Marilee por un mechón del cabello y la coloca de modo que vea a su marido. Horde es hombre de escasa musculatura y pelambrera canosa. Acuclillado junto a Amanda, el pene erecto entre las rodillas, comienza a desabrochar los vaqueros de la niña.

—Como siempre te dije, esposa mía, el dominio de la voluntad es una virtud. En todas tus infidelidades te recordé que acabarías pagando cara la debilidad que te impide dominar tus apetitos.

Abre lentamente la bragueta de los pantalones de la niña y se detiene a contemplar el triángulo blanco que queda al aire.

—Entregarse constantemente a las pasiones es un vicio que debilita tanto al individuo como a la propia pasión. El autocontrol, la fuerza de voluntad potencia al individuo y aviva el apetito.

Introduce el índice en la cinturilla de los pantalones de Amanda y comienza a bajarlos por los flacos muslos infantiles.

—El autocontrol te permite disfrutar a fondo del deseo, imaginar con todo detalle un escenario en el que satisfacerlo e incluso disponer las cosas para gozar de tu escena preferida.

Cuando le baja los vaqueros del todo, se los quita y los coloca sobre los zapatos y los calcetines de la niña.

—Y si miras atrás, comprobarás que nuestra actual situación se debe, en tu caso, a que te falta fuerza de voluntad y, en el mío, a que me sobra.

Introduce un dedo por la cinturilla elástica de las bragas de su hija y hace un gesto de asentimiento.

—Ahora puedes empezar, asegurándote de que no deje de mirarme.

Con un gruñido, el matón hace esfuerzos inútiles por introducir el pene ya lacio dentro de Marilee, sin dejar de obligarla a mirar a su marido. Horde empieza a bajarle las bragas a la niña.

Cierro los ojos.

¡Puedo cerrar los ojos!

Y siento el cuerpo.

Y no siento el dolor.

Abro los ojos.

—Eh.

No me han oído.

—¡Eh!

Ahora sí. El simplón, con una mano llena de cabellos de Marilee y la otra no tan llena de su pene lacio, y Horde, con las bragas todavía a la altura de las caderas de su hija, miran en dirección al lugar en el que me sostengo de pie, a duras penas, contra la pila de pupitres.

—Alto.

Horde frunce los labios.

—¿No estaba sin conocimiento?

—Déjemelo.

El ejecutor, que sale de algún rincón desde el que me vigilaba, se me echa encima de repente, me atenaza la garganta y me empuja contra los pupitres ya medio rotos, cuya superficie salta en astillas, y al fin me inmoviliza contra la pared, clavándome los dedos en el cuello.

Horde levanta una mano.

—No lo mates. Tiene que morir de un tiro.

El ejecutor no aparta los ojos de mi cara.

—Ya lo sé.

Es fuerte.

Según dice Terry, Predo los atiborra. Dejando aparte el Secretariado, los ejecutores son los que reciben las dosis mayores de sangre dentro de la Coalición. Los alimentan hasta el hartazgo con tal de saciar su apetito. Predo se mantiene flaco y sutil, pero sus instrumentos son siempre fuerza bruta. En toda mi vida he tomado yo tanta sangre como éste en un solo día. Es fuerte y está entrenado para emplear su fuerza de un modo experto.

Lo cual es una ventaja para él cuando me estalla el corazón.

Pero antes el corazón se me detiene.

Por fin, la muerte verdadera.

Bien.

Fracasé como niño y he fracasado como hombre, como revolucionario, como amante y como buena persona. Sólo he triunfado en la vida haciendo de títere. Da igual, nunca pedí ser nada y, en buena ley, la vida se me escapó hace mucho. No he hecho otra cosa que intentar atraparla.

Es entonces cuando me estalla el corazón, que palpita con un ritmo maníaco, y caigo en la cuenta de que tengo vida.

¡Cristo!

* * *

El mundo tiembla y se escinde, vibra con una frecuencia superior a la capacidad de percepción de mis sentidos y luego se resuelve en claridad.

Percibo la habitación; las grietas dibujadas con todo detalle en el cemento de las paredes; los olores fecales y los aromas agradables, cada cual con toda su singularidad; los ruidos perfectamente articulados, ya sean los gritos de Marilee, ya sea la respiración drogada y tranquila de Amanda; el sabor de mi propia lengua; las espirales de las huellas de la mano que me atenaza la garganta.

Mi corazón es un martillo pilón que quiere abrirse camino machacándome el pecho.

Y todo ello, las grietas de las paredes, el olor a mierda y al jabón artesanal de Horde, los gritos y las respiraciones, el sabor de mi propia carne, palidece en comparación con mi hambre.

Agarro al ejecutor por la muñeca y el gesto da color al mundo. La habitación vuelve a temblar, los objetos despiden haces de luz, pero el brazo del ejecutor se me escapa. Demasiada rapidez. Soy excesivamente rápido. Quiero respirar y compruebo que puedo, los pulmones engullen el aire con desesperación en un intento de satisfacer las necesidades de mi corazón. Espero el impacto cuando el ejecutor me apriete el cuello, pero no llega. La rapidez de mi ataque, no sus resultados, lo ha dejado de piedra. Ahora le agarro el antebrazo, esta vez con menor rapidez, y me libero la garganta. Salta a una posición de cuclillas y el puntiagudo estilete surge en su mano, listo para mi próximo movimiento.

Sin embargo, he perdido todo interés en él, no me sirve de nada porque el olor que despide me avisa de que no puede calmar mi hambre; sólo tres de los que quedan en la habitación rebosan de lo que yo ansió.

Él esperaba un ataque que no llega. Al pasar por delante, lo lanzo de un golpe de mi brazo izquierdo contra los pupitres desechados como una bola de demolición contra una pared de ladrillos a medio derruir. El fantoche es el más cercano. Pienso atacarlo antes de que Horde o él mismo se den cuenta y beberme su sangre. Van a morir sin percatarse siquiera de la muerte que se les viene encima.

Sin embargo, el aire se agita a mis espaldas cuando algo lo atraviesa.

Al girarme veo que el ejecutor se me viene encima, pero esquivo el golpe haciéndome a un lado. Aun así, caigo de rodillas. El estilete traza un arco y su brillo parpadea en mi cuello. Levanto el brazo para detenerlo en un gesto inútil por excesivamente rápido. Mi velocidad vuelve a asombrarlo, por eso el ángulo del destello cambia y dibuja una raya al final de mi mandíbula. Doy un salto y él retrocede. Lo que yo necesito está detrás de mí, no puedo entretenerme.

El fantoche está de pie, con los pantalones en las pantorrillas y el pene arrugado dentro de la funda de látex. Ha cogido su chaqueta para sacar de un bolsillo algo que se ha enganchado y no quiere salir. Ya junto a él, le propino un golpe en el hombro, oigo el chasquido y su dueño sale disparado contra el suelo, cerca de la puerta. Miro a la mujer atada y medio desnuda a mis pies, pero huele mal. Está contaminada y me envenenaría si bebiera de ella. Me coloco en cuclillas, listo para saltar sobre el matón indefenso, que lucha con su única mano libre para sacar el arma que oculta en la chaqueta.

El ejecutor aterriza en mi espalda.

Me rodea la garganta con un brazo. Ahora tengo el estilete frente a la cara. Interpongo la mano y el arma me traspasa la palma, con la punta a un centímetro del ojo. Tiro hacia atrás, levantando los pies del suelo, y caigo sobre el ejecutor, que emite un ruido y afloja la presión del brazo que me rodea el cuello. Ruedo hacia mi izquierda, me lo quito de encima, me arranco el estilete de la mano y recupero la verticalidad.

Noto un hormigueo en la mano y en la mandíbula, pero la carne cicatriza, el Virus se apresura a cerrar las heridas nada más recibirlas. El ejecutor se ha levantado y está entre el matón y yo. No importa, hay comida suficiente.

Miro en dirección a Horde y a su hija inconsciente. El estilete me entra por la espalda y se me hunde en el hígado por dos veces antes de que pueda detener su brazo; me agacho y arrojo al ejecutor contra uno de los rincones de la habitación.

Esta vez el dolor es más persistente y el cosquilleo cicatrizante menos balsámico. El Virus está librando una dura batalla contra las heridas que me infligen. Tengo que comer.

El ejecutor carga contra mí desde su rincón y caemos los dos al suelo. Se me monta a horcajadas en el pecho, sujetándome los brazos con las rodillas. El estilete aparece de nuevo para hundirse en mi antebrazo izquierdo y clavarse en el cemento desmenuzado que hay debajo. Cuando me aprieta los ojos con los pulgares para hundirlos en las cuencas, tuerzo la cabeza y le doy una dentellada en la muñeca.

La boca se me llena de una sangre ácida que me abrasa la lengua. Cierro la garganta para defenderme. Cuando los huesos de su muñeca crujen entre mis dientes, grita, se libera a costa de desgarrársela y huye de mí. Expulso el trozo de carne de una arcada y me arranco el estilete del brazo. Caigo de rodillas. La herida del brazo es grande y sangra en abundancia. El Virus, ocupado con las heridas mortales, no da abasto a curar las más pequeñas. El ejecutor vuelve a interponerse en mi camino hacia los otros. Se agacha en posición de pelea, sangrando por la muñeca.

Se me viene a la cabeza el Enclave, su disciplina de lucha, el dominio que ejercen sobre el Virus que enloquece dentro de sus venas. Yo he visto cómo lo hacen.

Amaga un golpe contra mi brazo derecho, el mismo que sostiene ahora su estilete. Logro esquivarlo pero expongo lo que él quería, mi brazo izquierdo herido, que retuerce como una manivela con la intención de partirlo sin darme tiempo a reaccionar. El dolor a la altura del hombro es insoportable. No obstante, me rehago, me desvío hacia la izquierda, le lanzo un viaje del estilete por debajo de sus piernas y a la vuelta le corto los tendones por encima de las rodillas. Cuando se cae sobre las piernas dobladas hacia atrás, como las de una marioneta, lo empujo apretándole la barbilla con la palma de mi mano izquierda, me encaramo sobre su vientre sin soltarlo, lo agarro por la garganta y le hundo el estilete en el cuello una y otra vez hasta abrir los doce agujeros por los que escapa la sangre a chorros y se oye salir el aire. La última vez, hundo el arma por debajo de la mandíbula y, con mucho esfuerzo, corto de lado a lado. Me levanto sin molestarme en sacar el estilete del cuerpo doblado.

La mujer que está en el suelo ha conseguido desatarse las manos y, torpemente, intenta lo mismo con los tobillos, pero la bacteria aún está buscando su asiento y ella desvaría. El fantoche, junto a la puerta, gimotea y continúa buscando su arma.

Aún queda sangre a mi izquierda.

Me vuelvo para matar a Horde y a su hija, pero recibo un tiro del padre en el abdomen.

Se trata de una pistola pequeña, una automática europea poco pesada de las que llevan los ricos. El dolor aparece y desaparece en el mismo instante y siento en todo el vientre el picor de la regeneración. Avanzo hacia Horde, seguro de poder arrebatarle el arma antes de que vuelva a dispararla.

Dos terribles insectos me pican en la nuca y caigo de rodillas atravesado por una corriente de 50.000 voltios.

Abro la boca para emitir un grito que no se oye y me orino encima. De la caja negra que lleva el matón en la mano sobresalen dos cables dirigidos a mi cuello. Intento liberarme, me los arranco de la piel y me enredo los pies. El matón grita, se golpea la cabeza contra la pared y manipula torpemente con una sola mano el Taser, tratando de enviarme otra descarga. Doy un paso hacia él.

Horde vuelve a disparar contra mí y la bala se incrusta en mi muslo izquierdo. Me tambaleo sin llegar a caer, me vuelvo hacia él y de nuevo me atraviesan los 50.000 voltios.

A los agujeros del brazo, la pierna y el vientre, por los que sale una especie de vaho, Horde añade uno nuevo en el pecho. Noto el colapso de mi pulmón derecho y caigo de lado con las rodillas dobladas. Consigo apoyarme en la rodilla y la mano derecha, apretando con la izquierda el jadeante agujero del pecho. Esta vez no hay hormigueo que valga, ni claridad de los sentidos. El Virus ha cumplido su periplo. Estoy vacío; soy una nave abandonada en el dique, sin reparación posible.

Desnudo y todavía erecto, Horde se acerca a mí inclinando la automática para apuntarme a la cabeza.

Contempla la habitación, a su desesperada y perdida esposa, al enajenado, a su ejecutor, prácticamente decapitado, y a su hija dormida. Luego me mira.

—Pitt, tengo que reconocer que no esperaba tanto.

Señala con un gesto de la cabeza al ejecutor.

—Espectacular. Sinceramente nunca había visto a un infectado en acción, no tenía la menor idea de su ferocidad, ni de las reservas con las que cuentan. ¿Su recuperación es un caso típico o tiene usted una constitución especial?

Estoy sangrando.

—Con todo, lo mejor será que asuma que no le queda escapatoria.

Lo piensa un momento.

—Aunque conviene asegurarse.

Dispara contra mi brazo derecho y allí me quedo, indefenso, inclinado hacia el único lado que me queda sano.

—Esta escabechina trastorna en cierto modo el escenario, pero supongo que Predo podrá arreglarla un poco. Por otra parte, estoy seguro de que las autoridades comprenderán los excesos de mi venganza. Hasta usted mismo lo entendería si estuviera presente para comprobar lo que le ha hecho a mi hija, pero, claro, no estará.

Sacude la cabeza.

—Una pena, porque nada me gustaría más que tenerlo a usted en mi laboratorio, pero ..

Deja escapar un suspiro.

—Predo lo prohíbe. Puedo experimentar a placer con... bueno, suena un poco ridículo dicho así..., con la bacteria de los zombis. En cambio, no me proporciona sujetos para investigar el Virus. No importa, dentro de muy poco tendré el mío propio.

—Esposo mío.

Se vuelve a Marilee, que, con las ropas retorcidas, se sostiene como puede contra la pared.

—Tengo que comerte.

Intenta acercarse a trompicones. Su cuerpo, ya descompuesto, está luchando con la bacteria para ver quién domina a quién.

Horde sonríe.

—No te apures, querida, no te dudará mucho. Además, quién sabe, tal vez te arroje algún trocito de Amanda. Te aseguro que, en su estado, apenas notará nada. Pobrecita, ni siquiera lo recordará. ¿Qué dices? Sí, algo perderá, desde luego. ¿Un dedito, quizá?

Se vuelve a mí, encogiéndose de hombros.

—Como ve usted, aún me queda mucho que hacer. Mi familia espera.

Me coloca el cañón del arma en lo alto de la frente. Veo el dedo que aprieta el gatillo.

Algo cambia en la habitación.

Una negrura aletea en el ángulo de mi visión. Una negrura peligrosamente fría, que congela la atmósfera y que, al pasar entre Horde y yo, borra su propio olor. Luego atraviesa el cuerpo de mi enemigo, que se desploma completamente rígido; lo llena todo, ennegrece un instante las otras sombras en lo alto del techo y desaparece.

Pero me olvido de ella y me dispongo a coger lo que necesito.

Me arrastro hasta el cuerpo desnudo de Horde, todo él tan rígido como su pene. La piel está helada al tacto, y la pistola, cubierta de escarcha. Tiro de la mandíbula, pero sólo consigo que la carne congelada se despedace con un ruido parecido al de los pasos en la nieve. Inclino la cabeza para lamer la sangre y la encuentro solidificada. Tiene el cuello roto y sucio de un barrillo rojo.

Me posee la cólera.

Y recuerdo a la niña dormida.

Arrastro la pierna herida de bala en dirección a ella.

—Joseph.

Con una mano, la mujer sujeta del pelo al matón, que no para de gemir y moquear; en la otra lleva el estilete del ejecutor.

—Bien hecho, Joseph.

La musculatura de sus hombros y de sus brazos nervudos y resistentes se flexiona al hundir el arma en la arteria del matón.

La sangre sale a borbotones.

Gateando, cruzo la habitación para aplicar la boca al agujero del cuello. Hacía años que no bebía directamente de una vena. Luego, no recuerdo más. Noto, eso sí, el líquido caliente que, descendiendo por la garganta, me llena el estómago y un hormigueo abrasador en las heridas.

Pasan unos minutos rojos y dichosos, que podrían ser horas o tal vez segundos; en todo caso, más breves de que lo prometía el enorme placer que me producen. Vacío el matón y lleno yo, con el rostro sucio de coágulos, siento necesidad de más, como siempre que me alimento, y voy por la niña.

Pero la madre me derriba de un puñetazo.

—Joseph.

A pesar del alimento, estoy débil. El Virus tiene que recuperarse y recuperar al anfitrión. Quiero más, pero al levantarme pruebo de nuevo los puños de Marilee.

—¡Joseph!

Detrás de ella veo oscilar los párpados de la niña. La quiero. De nuevo me incorporo y de nuevo me machaca.

—Joseph.

Intento evitarla gateando, pero se me monta en la espalda y nos convertimos en un amasijo de miembros. Quiero liberar los brazos para empujarme los pocos metros que nos separan de la niña. La madre enreda sus piernas en las mías y me ciñe los brazos con el círculo de los suyos.

—Joseph, se lo suplico, Joseph.

Noto sus labios en el cuello, y luego sus dientes, que me rozan con suavidad, experimentando el mordisco sin llegar a desgarrar la piel.

La niña abre los ojos aún ciegos, los cierra, los vuelve a abrir, los cierra.

Y yo tengo los dientes de la madre en el cuello.

—Joseph, ayúdeme.

Los dientes emponzoñados.

No importa la niña, flexiono los músculos de los hombros y de la espalda y noto que el abrazo de Marilee afloja. Retorciéndome, consigo soltarme de sus brazos y sus piernas y me escabullo. Entonces, mira a la hija y se arrastra hacia ella.

—Señora Horde.

Se arrodilla junto a la niña.

—Señora Horde.

Acaricia las piernecitas flacas y desnudas.

—Marilee.

Coge los vaqueros doblados de la niña y comienza a ponérselos con gestos nerviosos. A la altura de las rodillas, se detiene y levanta la vista.

—Tengo hambre, Joseph.

La mano que deposita ahora en el muslo desnudo de Amanda aprieta con tanta fuerza que los dedos se hunden la carne.

—Tanta hambre.

Mira a su hija.

—Ayúdeme, Joseph.

Con todos los agujeros de mi cuerpo cerrados, la sangre se halla a buen recaudo: sin embargo, sólo noto la entrada del aire en uno de mis pulmones; en cuanto a los venenos liberados por el hígado y los intestinos perforados, andan estancados por el vientre. El Virus continúa curándome, pero necesita tiempo para completar su obra, y si la mujer me ataca ahora, con la bacteria fresca y fuerte en su interior, acabará conmigo.

Me levanto y voy hacia ella. Le cojo la mano que me alarga para ayudarla a levantarse. Me pone una mano en la cara y aprieta su boca contra la mía. Cuando se separa, tiene los labios y la barbilla manchados de la sangre del gorila muerto.

—Siento algo por ti, Joseph.

Le paso la mano derecha por debajo del pelo.

—Nada más verte supe que eras distinto.

Levanto la mano izquierda, en la que aún cuelga la cadena de la esposa no serrada, y le echo la barbilla hacia atrás.

—Distinto. Un hombre en el que se puede confiar.

La mirada va de su hija hacia mí.

—¿Puedo confiar en tí, Joseph?

Me paso la lengua por los labios, saboreando la sangre.

—Claro que sí.

—Bien.

Y le rompo el cuello.

No resulta fácil, sino todo lo contrario. Estoy débil, consumido, y ella retrocede en el último momento. Con el primer tirón las vértebras se rompen y Marilee empieza a temblar. Con el segundo se oye el chasquido y Marilee queda inerte.

Al depositarla en el suelo, me encuentro con los ojos abiertos de Amanda, percibo el jadeo de su boca en un grito silencioso de pesadilla y, de nuevo, se le cierran los ojos. Espero que este momento se le olvide con el resto de sus terrores.

* * *

Lydia ha traído a tres lesbianas de las suyas. Hay un par de marimachos tan musculosas como ella, aunque no tan torneadas. La otra es una transexual en estado preoperatorio, una tía inmensa con polla y hombros, y con las tetas como dos sandías.

—¿Está bien la niña?

—La drogaron no sé con qué.

—¿Quiénes?

Contemplo a Amanda, desvanecida en mis brazos.

—Gente que ya no está entre nosotros.

Lydia asiente.

—¿Y ahora?

—Necesita un sitio seguro.

—¿Cuánto tiempo?

—Ni idea, unos dos días.

Lydia mira a la transexual.

—¿Sela?

La transexual asiente y responde con un vozarrón gutural.

—Naturalmente, yo me hago cargo de la chiquilla.

Lydia se dirige a mí.

—¿Te parece?

Miro a Sela.

—Puede que la busque alguien.

Sela levanta los dos brazos y los flexiona como un forzudo para mostrarme los bíceps que amenazan con reventar la piel.

—Encontrarán un problema.

Asiento.

—Vale.

Sela baja los brazos.

—Dame a ese bollito.

Cuando se la entrego, la acomoda con soltura entre el pecho y el brazo; le indico las huellas de sangre que he dejado en los vaqueros y los zapatos al vestirla.

—Mira si puedes ponerle ropa limpia antes de que se despierte.

Sela observa la carita de la niña dormida y le retira un mechón de la frente con un dedo del tamaño de una viga maestra.

—No te preocupes, nosotras la arreglaremos. Vamos, señoras.

Una de las marimachos abre la puerta, inspecciona la calle y hace señas de que el camino está despejado. Sela se pone detrás y la otra cubre la retaguardia y cierra. Lydia señala la puerta cerrada.

—Con ellas estará bien.

—Sí.

Va hasta la puerta y pone la mano en el pomo.

—Deberíamos irnos, el sol está a punto de salir.

—Sí.

Salimos a la desierta avenida B, adonde da la fachada del almacén. Lydia cierra la puerta detrás de nosotros y bajamos por la calle. Pregunto si es un escondrijo de la Sociedad.

—Es uno de los míos.

—¡Ah!

Acaba de quemar un piso franco por abrirlo a una persona ajena a su círculo y pagará un precio. Siempre se paga un precio, aunque en mi caso siempre existe la posibilidad de que no dure mucho tiempo. Me mira de reojo, esbozando una sonrisa.

—Tom se puso como una fiera.

—¿Sí?

—Le dije que cuando fui a darte un poco de comida china, como eres un cabrón, me arreaste un puñetazo para quitarme la llave de los grilletes. Quiso salir a buscarte, pero yo tenía gente mía borrando los rastros de tu olor. Echaba espumarajos por la boca y me amenazaba con Terry cuando volviese.

—¿Todavía no ha regresado?

—No, aunque me ha llegado un mensaje de arriba. La Coalición ha armado una buena, parece que han cerrado todos los pasos que cruzan su territorio. ¿Sabes algo?

—Ni idea.

Se detiene en la esquina de la 9a con la B.

—Yo voy hacia allá. ¿Tú?

Señalo la dirección contraria.

—A casa.

—¿Estás seguro?

—No tengo otra cosa.

Asiente.

—¿Quieres algo?

—¿Tienes tabaco?

Niega con la cabeza.

—¿Darle mi dinero a las empresas tabaqueras que comercian con la muerte? Tampoco tú deberías.

—Cierto.

Introduce las manos en los bolsillos traseros.

—¿Y la niña?

—Si mañana no recibes noticias mías, espera a Terry. Él sabrá lo que hay que hacer.

—Suele saberlo.

—Por eso.

Ya en casa y limpio, me tumbo en la cama a fumar un cigarrillo. Cada vez que doy una calada, la esposa que aún cuelga de mi muñeca me golpea en el cuello. Podría forzarla, pero los alambres están al otro lado de la habitación, demasiado lejos. Deposito el cigarrillo en el cenicero de la mesilla de noche y le doy vueltas y vueltas a la esposa. La cadena se va enredando hasta hacerse un nudo y el aro se me clava en la piel. Tiro de la esposa suelta hacia un lado y de mi muñeca hacia el contrario hasta que consigo partir la cadena. Uno de los eslabones rotos sale disparado. Deposito la esposa serrada en la mesita, recupero el cigarrillo y me masajeo la piel enrojecida de la muñeca, donde ahora la esposa hace las veces de brazalete. Mientras le doy vueltas, pienso en la niña que estuvo encadenada a ella.

Yazgo en la oscuridad, introduciendo el humo en mi pulmón bueno.

Cuando al fin me duermo, sueño, pero no con la niña, ni siquiera con el padre o con la madre, con Whitney Vale, con Evie o con las desdichas que me ha tocado vivir, sino con una negrura, y ahora veo los detalles que sólo atisbé en aquella habitación.

La rapidez con que se introdujo en la habitación a través de una grieta del aire. Su modo de cortar el espacio entre Horde y yo. La limpieza con que lo atravesó, como habría podido atravesar él mismo una nube de niebla. Su aleteo, su temblor casi placentero, su forma de mezclar a voluntad las restantes sombras en un rincón. Las cosas que sobresalían de ella, intentando separarse. Las formas que presionaban desde dentro, como si fueran personas atrapadas en una membrana negra de látex. El agujero que abrió en las sombras. La última forma que presionaba desde dentro antes de entintar la sombra negra y desaparecer.

La forma como un resalte negro y grasiento del rostro de un Horde que no para de gritar.

—Para de gritar, Pitt.

Abro los ojos. Aquí están.

—Qué pronto, chicos.

Predo, sentado en la silla de mi escritorio, que ha traído junto a la cama, consulta el reloj.

—Casi medianoche y ha dormido todo el día, así que es hora de levantarse.

—Sí, lleva razón.

Incorporándome en la cama, me desperezo.

—Le ofrecería a sus hombres un café o algo, pero como no me gustan...

Cuando levanto las sábanas para ponerme de pie, el gigante de Predo me detiene con un gesto de la mano.

—Sería preferible que siguiera en la cama por el momento, señor Pitt.

—Naturalmente.

Cojo el tabaco de la mesilla, enciendo un pitillo y me pongo a fumar allí sentado, en calzoncillos y camiseta, apoyado contra la pared. Predo espera un momento, hasta que se cansa.

—¿Dónde está la niña?

Doy una calada. Tengo la impresión de que el humo entra en mi pulmón derecho. Buena señal.

—Oiga, señor Predo.

La mirada se le tensa, pero espera mis palabras.

—¿Sabe lo que me sorprende?

Espera.

—¿No?, vale, se lo digo.

Aplasto el cigarrillo en el cenicero.

—Me sorprende que no me pregunte qué ha ocurrido con los Horde.

Saco otro dando unos golpecitos en la cajetilla de Lucky.

—La última vez que los vi estaban con uno de sus ejecutores. Seguro que usted esperaba una llamada que no llegó. ¿Adivina por qué lo sé?

Abro mi Zippo.

—Porque lo maté yo.

Le doy a la rueda con el pulgar.

—Aunque barrunto que está al tanto.

Enciendo el pitillo.

—Y que le trae al fresco.

Cierro el mechero con un golpe seco.

—¿Le interesa comentarlo?

Junta las yemas de los dedos formando una cúpula que se aprieta contra los labios.

—¿Me da un cigarrillo?

Le paso uno al que descarga de unas cuantas hebras con la uña del pulgar antes de colocárselo con cuidado entre los labios e inclinarse hacia mí. Sostengo el Zippo encendido. Acerca el cigarrillo a la llama, inhala el humo, se echa hacia atrás y tose ligeramente al exhalarlo.

—Sin filtro.

Cierro el mechero y lo devuelvo a la mesilla de noche.

—Sí.

Da otra calada, pero ya no tose al exhalar el humo.

—Una de las ventajas del Virus. No suelo aprovecharla a menudo, pero cuando lo hago me gusta sin filtro. Tiene más sabor.

—Sí.

—Hace bien.

Se quita un trocito de tabaco de la lengua.

—Mi agente no envió el informe cuando se esperaba.

Se sacude el tabaco de la yema del dedo.

—Otro de nuestros agentes visitó la casa de los Horde para reconstruir ciertos hechos que habían ocurrido allí, así que basándome en esa reconstrucción y en mi conocimiento de las preferencias del señor Horde, estaba en condiciones de imaginar dónde quería celebrar su... fiesta, y el agente fue al colegio. En efecto, conozco lo que ha sido de los Horde, de su hombre y de mi agente, y también lleva usted razón en otra cosa, me trae al fresco.

Da otra calada, aunque esta vez el gesto es agrio. Sacude la cabeza.

—¿Qué pienso de usted después de todo eso?

Arroja el cigarrillo recién encendido al suelo y lo aplasta con el pie.

—Verá, se equivoca en cuanto a lo que ocurre en esta habitación, Pitt, porque se cree en condiciones de negociar y espera salir de aquí no sólo con vida, sino con información e incluso beneficiado de algún modo. Y es cierto que habrá una negociación, pero no sobre su vida, sino sobre su forma de morir.

El cigarrillo se está consumiendo ya muy cerca de mis dedos.

—Ha matado a un agente de la Coalición; por tanto, debe morir. Dicho sin rodeos, usted nos descubre ahora mismo dónde está la niña y nosotros le damos una muerte rápida y relativamente indolora. O, si lo prefiere, se guarda la información y nosotros se la sacamos. Hecho lo cual, le llevaremos en coche hasta un paraje de Nueva Jersey, donde, según tengo entendido, hay una maravillosa vista de la salida del sol. ¿Necesito ser más contundente?

La brasa del cigarrillo me alcanza los dedos. Me lo llevo a la boca para dar la última calada, retengo el humo y luego lo expulso por las narices.

—Sé que Horde era el portador.

Recojo el pitillo que Horde ha aplastado en el suelo de mi habitación.

—Sí, y sé que una declaración semejante acaba con cualquier conversación.

Echo el cigarrillo aplastado al cenicero.

—¿Qué adonde quiero llegar? Permita que me extienda un poco para que entienda de qué coño hablo.

Reúno mis ideas con la esperanza de que no se me dispersen demasiado pronto.

—Supongamos que es usted un hombre del estilo de Horde. Supongamos que es, además, dueño y principal investigador de una empresa como Horde Bio Tech. Para hacer más clara mi exposición, supongamos que es un hijo de puta perverso como él y que un buen día tiene acceso a cierta información de lo que ocurre en el lado oscuro. El nuestro, Predo. Bueno, voy a vestirme.

Cuando me desplazo al borde de la cama, el gigante da un paso hacia mí, pero Predo lo detiene con un gesto. No es que sea fácil mantenerse en pie, así que me las arreglo como puedo. Predo observa que me dirijo al armario arrastrando los pies.

—¿No se encuentra bien, Pitt?

—He estado mejor.

Me detengo un momento frente al armario para mirarme en el espejo de la puerta.

Predo no aparta la mirada del espacio de la cama en el que he estado sentado hasta hace un momento.

—¿Decía usted?

No me sorprende estar hecho una mierda, y eso que los hematomas de la nariz y de los ojos no andan mal. Sin embargo, me falta el diente que me saltó Tom. El Virus suelda los huesos, pero no tiene poder para crearlos de la nada.

—Sí, supongamos que usted es Horde y que todo lo que acabo de decir es verdad, cosa que a los dos nos consta. En tal caso, ¿podría extrañarnos su interés profesional en una bacteria tan rara como peligrosa? Una bacteria, digamos, no sé, que consume a su anfitrión y lo obliga a comer carne humana.

Las heridas de los brazos y de la pierna izquierda están cubiertas de costras rojizas. Me quito la camiseta.

—Quién sabe si podría tratarse de un buen negocio.

Los agujeros del abdomen y del pecho se han cerrado con postillas circundadas de piel enrojecida. Si puedo tomar un poco más de sangre, desaparecerán en dos días. Siempre que salga vivo de esta habitación, claro.

—Imagine que la bacteria se expande. En semejante situación, la primera empresa que ofreciera una vacuna barrería porque ¿quién no iba a pagar lo que le pidiesen por una inyección que lo preservara de tener que comerse el cerebro de su vecino?

Abro el armario, saco unos vaqueros y cojo una camisa negra del estante. Me vuelvo hacia Predo mientras me la pongo.

—Pero, ¿cómo se empieza? ¿Cómo se desarrolla la vacuna?

Me dirijo a mi mesa de escritorio, cojo la cartera, las llaves y un dinero suelto y lo meto todo en los bolsillos.

—Aunque no entiendo de estas cosas, supongo que lo primero que se necesita es un sujeto infectado, cuyo término técnico sería «zombi», pero no todo el mundo sabe cómo llegar hasta ellos, señor Predo.

Vuelvo a sentarme en el borde de la cama para ponerme los calcetines.

—¿Sabe usted dónde encontrar uno?

Busco los zapatos debajo de la cama.

—Por supuesto. Si alguien sabe dónde encontrar un arrastrapiés, ese es Dexter Predo.

Me ato los cordones de los zapatos.

—Pero luego el asunto se complica. Según he oído, la bacteria sólo prospera en el cuerpo humano, y resulta que antes o después mata al anfitrión. ¿Qué hace entonces un investigador inteligente y millonario?

Agarro mi tabaco y saco un pitillo.

—Unos dirían, coño, la clave está en disponer siempre de zombis nuevos. Cada vez que uno vaya a palmarla, bastará con que muerda a alguien. Otros, en cambio, pensarían en prolongarles la vida alimentándolos de cerebros. Pero ¿cuánto duraría todo eso? ¿No acabaría por despertar sospechas el trasiego de cuerpos que entran y salen del laboratorio? Entonces...

Le ofrezco el cigarrillo.

—Entonces es cuando aparece en escena un brillante epidemiólogo capaz de lograr que la bacteria prescinda del anfitrión para existir. ¿Cómo? Ni puta idea. No obstante, es posible porque yo lo he visto, lo cual supone que se puede poner al microscopio y observarla a placer sin necesidad de andar creando arrastrapiés. A no ser que haya un motivo para crearlos. ¿Y cuál podría ser ese motivo?

Soplo un poco de ceniza de la punta de mi pitillo.

—¿Alguna idea?

Me mira sin verme, estudiando la pared que tengo detrás. El gigante sigue en su puesto como un buen chico a la espera de una orden de Predo para arrancarme los dedos de la mano por imbécil.

Levanto uno de ellos.

—Yo tengo una.

Ahora lo utilizo para señalar a Predo.

—¿Y si usted hubiera concebido la idea de estudiar la bacteria en su hábitat? ¿Y si, una vez aislada, deseara saber con qué rapidez se propaga? Para un hombre que pretende curar una posible epidemia de zombis, sería un dato muy valioso, sobre todo cuando él mismo piensa empezar la epidemia.

Me aplico el dedo a la sien.

—Ahora bien, una epidemia de zombis podría írsele de las manos y joder el negocio antes de estar en condiciones de distribuir la vacuna que va a producir miles de millones de dólares. ¿Qué hacer, entonces? Pues concebir un plan para probarla entre la población, escogiendo, naturalmente, una muestra muy singular.

Bajo el dedo para continuar fumando.

—Veamos, nadie quiere experimentos de ésos en su territorio, porque, ya se sabe, si el asunto se desboca, llama la atención. No, imposible experimentar en el territorio de la Coalición; tampoco más arriba, debido a las tensiones con el Barrio, ni en territorio del Enclave, donde nadie se anda con bromas. Claro, sería más fácil por debajo de Houston o en la Periferia, pero si en esos parajes ya es difícil vigilar los resultados, no digamos recoger los datos. Malo para el experimento. ¿Y el territorio de la Sociedad? Coño, ¿por qué no? Todo el mundo sale ganando. Horde comprueba cómo actúa la bacteria en la población y la Coalición arma jaleo por debajo de la 14a, un poco de tierra en la vaselina para entretener a Terry y a los suyos. Estupendo, y con la ayuda de Grave Digga, el pinchadiscos, para remover el potaje.

Expulso un anillo de humo.

—Luego se busca un gilipollas como yo para que ponga un poco de orden en caso de que el ventilador airee la mierda, y un lameculos como Philip para que no me quite ojo a mí.

Soplo el anillo, que se deshace en varias tiras.

—Entonces Horde se pone manos a la obra e infecta a Whitney Vale. Dígame una cosa.

Clava sus ojos en mí.

—¿Sabía que él se la tiraba y que ella le hacía chantaje? Porque yo opino que, si lo hubiera sabido, jamás la habría elegido a ella como paciente cero.

Parpadea lentamente.

—Digamos que no, lo que ocurre es que él debió de presentársela como una golfa del porno cuya desaparición pasaría inadvertida. Seguro que usted se quedó pasmado al descubrir el pastel, pero sobre todo se cagó, metafóricamente hablando, claro, cuando yo tropecé con Whitney Vale.

Predo tamborilea con los dedos en su muslo.

—¿Tendrá la amabilidad de ir acabando?

Asiento.

—Apretaré el paso. Vamos a ver: Horde se folla a Vale; Vale chantajea a Horde; uno de los matones de Horde sujeta a Vale mientras éste la viola y la infecta con la bacteria; Vale va por el mundo de arrastrapiés; yo tropiezo por casualidad con una de sus víctimas y comienzo a buscar un portador; doy con Vale y sus colegas en el colegio; el ventilador se pone en marcha; Philip se lo comunica a usted; y usted me llama. Tenía que llamarme con una escena como la del colegio en la televisión, porque si no me llamaba yo me iba a sorprender y usted no quería que yo me sorprendiera. Recuperando el hilo, Amanda Horde descubre que papá se tira a su amiga del alma y se escapa; Horde llama a Dobbs; Dobbs encuentra a la niña; la niña soborna a Dobbs para que deje el caso; enterada de que han matado a Whitney, la señora Horde se preocupa aún más que antes por las andanzas de su esposo y pide ayuda; usted me la envía para mantenerme...

Me detengo para expulsar el humo que me llena el pulmón.

—¿Usted me la envía?

Predo se rasca el labio superior.

—¿Ha perdido el hilo, Pitt?

Vuelve a ponerse la mano en el regazo.

—¿Es que no resulta tan fácil como pensaba?

Lo miro.

—Usted me la envió, pero no debió involucrarme con los Horde. Ya estaba buscando al portador, si buscaba a la niña podía atar cabos. Y los até.

Una levísima sonrisa arruga las comisuras de sus labios.

—No parece.

Se levanta.

—¿Ha terminado de jactarse? ¿Quiere saber qué es lo que se le ha escapado?

Asiento.

—No tenía más que preguntar, Pitt. ¿Por qué iba yo a guardar secretos a un hombre muerto?

Empuja la silla hasta su lugar, junto a mi escritorio.

—Mire, Pitt, lo que se le escapa es información que jamás habría podido reunir, así que no debe avergonzarse. Dadas las circunstancias, lo ha hecho bastante bien. Los datos que le faltan se refieren a Horde Bio Tech y a la disposición de las acciones de la compañía. HBT ha sido hasta hace muy poco propiedad exclusiva de la familia Horde, que es todavía accionista mayoritaria. En concreto, posee las acciones preferentes, es decir, las decisivas a la hora del voto, que comprenden el sesenta por ciento del valor total de HBT, todas propiedad de Dale Horde. El cuarenta por ciento restante, las acciones no preferentes, pertenecen en su mayoría a elementos de la Coalición. Nos hicimos con ellas cuando Horde estaba escaso de fondos y le faltaba liquidez. Por fortuna, pudimos ayudarlo. ¿Empieza a ver más claro?

Lo miro sin pestañear.

—Creo que sí. Horde posee y domina HBT en todas sus facetas y elige a qué investigaciones dedicar sus más que notables laboratorios, que son precisamente lo que más interesa a la Coalición de él y de su compañía.

Se inclina un poco para mirarme a los ojos.

—Me parece que veo brillar una lucecita, Pitt. Bien, seré breve para acabar antes de que se apague. Es cierto que al doctor Horde le interesaba la bacteria, pero mucho menos que el Virus, y eso no podíamos permitírselo. Es tan poco lo que sabemos del Virus que cabía la posibilidad de que Horde hiciera descubrimientos significativos que no querría compartir, aunque sí emplear contra nosotros. No obstante, HBT contaba con unos recursos muy superiores a los que jamás habíamos tenido a nuestra disposición, así que ideamos una estrategia para que la Coalición los controlara.

Observo el humo que despide mi cigarrillo.

—Las acciones.

Predo me señala con un dedo admonitorio.

—Cuidado, Pitt, el menor descubrimiento es siempre peligroso. En efecto, las acciones. Si la Coalición dominaba HBT, podíamos investigar lo que nos viniera en gana, asegurándonos de situar a nuestra gente en puestos estratégicos para proteger la índole y los resultados de la investigación. ¿Cómo tomar el poder? Se nos ocurrió aprovechar los apetitos del doctor Horde y poner en su camino a una señorita no muy distinta a la Vale, pero descartamos el plan porque, de verse acorralado por un chantaje, el doctor Horde podía convertirse en un enemigo feroz que además conocía muchos de nuestros secretos. Entonces, pensamos en el asesinato, puesto que a su muerte las acciones pasarían a su esposa, que nos parecía mucho más fácil de convencer para que renunciara a ellas. Con todo, el asesinato resulta difícil hasta para nosotros, especialmente cuando la víctima es un sujeto como el doctor Horde, cuya muerte, en todo caso, se investigaría de un modo exhaustivo. Y si el asesinato fracasaba, quién duda de que él tomaría represalias. De hecho, nos encontrábamos estancados en la fase de planificación cuando usted vino a inmiscuirse, y pensé, ¿para qué va a molestarse la Coalición en asesinar al doctor Horde pudiendo hacerlo Pitt por nosotros?

Me humedezco las puntas de los dedos.

—No soy de los que trabajan basándose en el instinto, pero tuve la impresión de que era una posibilidad con pocos riesgos. La clave estaba en que usted actuara de un modo predecible, y tuve la certeza de que así sería.

Apuro el final de mi pitillo.

—Usted ya había dado sobradas muestras de no ser idiota; por tanto, era de esperar que descubriera una parte de la verdad. Es, evidentemente, un hombre de carácter, y aunque quizá sea el único que lo ignore, tiene fama por su actitud implacable con los que abusan de los niños. ¿Cabía dudar de que perdería los estribos en cuanto descubriera ciertas cosillas del doctor Horde? No, no cabía. Como trabaja usted por su cuenta, en caso de que fracasara, Horde no podría achacamos sus culpas. Y si tenía éxito, estábamos preparados para cortar los pocos hilos que lo conectan a la Coalición. Si lo hubieran detenido, las autoridades habrían atribuido el asesinato de Horde a un loco, y una vez en manos de la policía, no podría decirles mucho antes de morir durante la detención. Pero ¿y si sobrevivía en libertad?

Me indica la habitación.

—Bueno, aquí estamos, para atar los cabos sueltos. ¿Hay algo más que desee aclarar, algo que haga su situación más patente, para que podamos continuar con el inexorable curso de los acontecimientos?

Echo la colilla apagada al cenicero.

—¿Por qué le hizo Horde aquellos cortes a Leprosy?

Mira al techo.

—¿Leprosy?

Me froto el pulgar y el índice para quitarme la ceniza.

—El chico.

Vuelve a bajar la cabeza.

—Sí. Aquel al que usted preguntó por la hija de Horde. Pues, no sabría decirle con seguridad, Pitt, pero creo que en principio él consideró que usted consolaría a su esposa y nunca pensó que acabaría encontrando a la niña. Como máximo, pensaría en seguirlo para aprovecharse de sus progresos y hallarla él antes. Puede que se le fuera la mano al interrogar al chico. Según parece, su gusto por los jóvenes tenía más que ver con ocasionar dolor que con recibir placer.

Descarto la idea de encender otro cigarrillo.

—¿Por qué lo infectó?

—¿Infectó al chico?

Asiento. Predo mueve la cabeza.

—¿Para jugar con su juguete? Estaba orgulloso de haber aislado la bacteria. También me produce curiosidad que matara al detective Dobbs. ¿Sabe usted algo?

Me rasco la frente.

—No fue él.

—¿Quién fue?

—Dobbs era el fisgón de Horde y guardaba todos los datos referentes a los amantes de su mujer. Marilee tenía sus propios planes. Pensaba huir con la hija, pero sabía que Horde podía hacer público que no era precisamente una madre modélica. Fue al despacho de Dobbs dispuesta a recuperar los ficheros y todo lo que hubiera allí, pero él se negó. Entonces lo estranguló y se llevó el material.

—¿Está usted seguro?

—La primera vez que nos vimos me preguntó por mi olfato. ¿Distinguía su perfume? La segunda vez iba limpia como los chorros del oro. Igual que el asesino de Dobbs. Fue ella. Quería llevarse a su hija.

—Sí, ahora lo veo, pero eso nos conduce al punto de partida. Vuelvo a preguntarle: ¿dónde está la niña?

—No la necesita.

—La niña.

—Déjela en paz, ella no sabe nada. Estaba inconsciente cuando ocurrió. Me he deshecho de Horde, déjela vivir.

—Sí, Pitt, se ha deshecho de Horde y también de su mujer, lo cual convierte a la hija en heredera de sus acciones.

Se quita la chaqueta.

—Una menor.

Se esconde la corbata dentro de la camisa.

—Razón por la cual esas acciones se encomendarán a un fideicomiso invulnerable.

Se desabrocha los gemelos.

—Controlado por los incorruptibles abogados de la familia Horde.

Se arremanga la izquierda.

—Hasta que cumpla los veintiuno.

Se arremanga la derecha.

—A no ser que la niña muera envuelta en la espantosa bola de fuego del automóvil accidentado en el que, dentro de poco, quedarán desfigurados sus padres.

Extiende la mano al gigante.

—En cuyo caso las acciones quedarán a disposición de los restantes accionistas, y creo que ya he dicho quiénes son.

El gigante deposita en su mano un par de guantes negros de cuero.

—Así pues...

Se calza los guantes ajustándolos en los nudillos.

—¿Dónde... está... la niña?

Le miro las manos; luego, el rostro.

—Se la entregué a Lydia Miles.

No hace ningún movimiento.

—¿Lydia Miles?

—Ya sabe, la portavoz de los derechos de los homosexuales en la Sociedad.

—¿Dónde la ha llevado?

—Ni idea, pero si no llamo en el plazo de dos días se la entregará a Terry Bird.

Saco un cigarrillo porque creo que es el momento de fumarme otro.

—¿Le he dicho que tengo la dentadura de Horde?

Lo enciendo.

—No, no tema, no son sus dientes verdaderos, sino una dentadura que él tenía, bastante interesante, por cierto, aunque esté sucia de la bacteria y de cosas de ésas. Claro que si uno planea llenar de zombis que parezcan normales un territorio ajeno... Normales para ser zombis, se entiende. Una cosa así animaría a Terry a la alianza con Grave Digga para lanzar una ofensiva en dos frentes contra la Coalición. Una cosa así pondría de parte de Terry a todos los Clanes pequeños. Los Barrenderos, el Muro e incluso los Parias de la Periferia darían el salto. Coño, a Daniel también le interesaría. ¿Se imagina a Daniel con una docena de sujetos del Enclave llamando a su puerta? Sentiría escalofríos.

Predo cierra con tanta fuerza los puños que oigo el crujido del cuero.

—¿Dónde está la dentadura?

Después de vestir a Amanda, me desnudé y me limpié la sangre del cuerpo con la camiseta limpia de Horde. Como estaba demasiado flaco para aprovechar su ropa, me las compuse para quitársela al ejecutor y al matón. Luego rebusqué en los bolsillos de mis prendas desechadas la foto de Amanda que ella misma había rasgado y uní las dos partes para traducir el número de teléfono sucio y roto que había en el envés. Ya tenía a la niña en brazos cuando recordé la dentadura.

Encontré la caja en las ropas de Horde. La bisagra chirrió suavemente al abrirla. Dentro estaban los dientes ajustados en un lecho de espuma de caucho. Brillaban, por lo que supuse que habría limpiado la sangre de Marilee. Los saqué con cuidado de no rozar los bordes. Parecían perfectos, la mejor dentadura del mundo, aunque quizá pecaban de afilados. Los abrí. Los colmillos tenían unos diminutos agujeros negros en las puntas, mucho más pequeños que los de una jeringuilla. Imagino que por dentro estaban huecos, un método para trasmitir algo que en principio no debía existir fuera del cuerpo humano. Los cerré para devolverlos a su estuche.

Cogí a la niña, hallé la puerta de la que me había hablado y la saqué del colegio. Llovía, era ya madrugada y las calles estaban vacías, a excepción de una pareja que pasaba a toda prisa compartiendo a duras penas un paraguas demasiado pequeño. Llegué a la cabina telefónica de la esquina, llamé a Lydia y le entregué a la niña.

Luego me fui a casa, me bañé, dejé la dentadura en el lavabo y me olvidé de ella hasta este preciso instante.

—Los dientes están a salvo y allí seguirán mientras a la niña no le ocurra nada. En caso contrario, se los enviaré a Bird.

Frunce el entrecejo.

—¿Y quién se los enviará si le ocurre algo a usted?

Con un parpadeo mío le basta para comprender. Sonríe.

—No se los ha dado a nadie, los tiene escondidos, ¿a que sí?

Respondo de inmediato porque sólo hay una posibilidad.

—Se los entregué a Lydia, con la niña.

Niega con un gesto de la cabeza.

—No, no se los entregó, los tiene escondidos y a mano, diría yo.

Suspira.

—Bueno, de nuevo en el punto de partida, aunque con una variación, ¿dónde están la niña... y los dientes?

Se me ocurre escabullirme, pero estoy acorralado, así que, después de una calada, digo lo que pienso.

—Predo, es usted un gilipollas.

El gancho me alcanza por debajo de la mandíbula y me la disloca. Salgo volando por encima de la cama, me estrello contra la pared y caigo en el colchón. Este es aún más fuerte que el ejecutor.

El gigante me levanta y, reduciéndome con una llave de boxeo, me coloca frente a Predo, que se pone en guardia.

—¿Dónde?

Quisiera decir algo ingenioso, pero como no puedo mover la boca me limito a negar con la cabeza. Predo levanta el puño; está vez me acertará en plena mandíbula.

—Hola, Joe.

Todas las miradas confluyen en lo alto de la escalerita de caracol que desciende hasta aquí. Mientras, he conseguido, con un crujido, devolver la mandíbula a su sitio.

—Hurley. ¿Qué haces aquí?

Nos mira desde arriba de la escalera, sosteniendo como si nada un 45 parecido a un martillo en cada mano y, de momento, sin apuntar a nadie.

—La puerta de arriba no está cerrá.

—¿Sí?

—No te importará que haya entrao.

—Nooo.

Se dirige a Predo.

—Señor Predo.

Predo baja el puño.

—Hurley, ¡cuánto tiempo! ¿Qué tal Terry?

—Igual, pero no le va a hacer gracia que esté usté aquí, señor Predo.

—En este caso lo entendería, créeme.

El gigante observa a Hurley con la inequívoca expresión de un hombre fuerte deseoso de probar que es el tío más peligroso de la habitación. En cambio, Hurley no le quita ojo a Predo, con la expresión de un hombre que sabe quién es, de verdad, el más peligroso. El rostro de Predo no trasluce nada.

Hurley dirige hacia mí el cañón de uno de los 45.

—Me manda Terry, quiere verte.

—¿Ha regresado?

—Sí. Quiere verte.

—Bueno, estoy ocupado pero creo que podré salir.

Miro a Predo, que hace un gesto al gigante levantando la barbilla para que me suelte.

—Voy un momento al váter.

Entro al baño, cojo el estuche y me lo meto en el bolsillo de atrás. La escena del dormitorio no ha cambiado. Estoy al pie de la escalerilla.

—No se apure, señor Predo, cuidaré de eso que hemos hablado y se lo entregaré a alguien que pueda hacerse responsable, tal como usted me ha sugerido. Y usted cuidará de mi amigo, ¿verdad?

No responde.

—¿Verdad?, señor Predo.

Asiente mientras se quita los guantes.

—Sí, supongo que no habrá más remedio.

—Sí, también yo lo supongo.

A mitad de la escalera, se me viene otra cosa a la cabeza. Me detengo para mirar hacia abajo.

—Hice el trabajo que usted quería, no me diga que no.

Se baja las mangas y empieza a meter los gemelos en sus ojales.

—Sí, en efecto.

Le doy vueltas rápidamente a la cabeza para arreglarlo y sacar algo en limpio de la situación.

—¿Maté a Horde?

—Sí.

Se está colocando el nudo de la corbata, pero hace una pausa para mirarme.

—Según me han dicho, de un modo bastante esotérico. ¿Qué hizo para congelarle la sangre?

Lo miro más de cerca.

—Creí que usted sabía de eso más que yo.

Se observa la corbata.

—Le aseguro que no.

Finjo que me lo creo.

—Sin embargo, lo hice y algo se me deberá.

Se alisa la corbata sobre la delantera de la camisa.

—¿Ya lo ha pensado?

—Quiero que me reponga mi alijo.

Coge la chaqueta.

—¿Que lo reponga?

Lo dejó correr otra vez.

—Sí, donde su hombre inodoro me lo birló.

Una chispa de interés cruza su rostro hasta que él mismo se encarga de apagarla.

—Yo no doy empleo a esas cosas, Pitt.

Lo dejo ahí. El mete los brazos en las mangas de la chaqueta.

—No obstante, tiene razón, me ha hecho un servicio y me ocuparé de hacerle llegar una recompensa.

Tira de las solapas para ajustarse bien los hombros de la chaqueta.

—Pero la Coalición es una entidad progresiva, Pitt. No entendemos de supersticiones.

Se coloca un mechón de pelo en su sitio.

—Si se interesa por los fenómenos paranormales...

Espero.

—...hable con Daniel, es el único que trafica con esas cosas.

Abro la boca, pero Hurley me da unos golpecitos con esas pistolas suyas que parecen dos mazos.

—Terry te espera, Joe.

Miro a Predo, que ladea la cabeza.

—Intentaré que volvamos a vernos, Pitt.

Me acaricio la mandíbula dolorida.

—Sí, y hágame un favor, cierre al salir.

Sigo a Hurley escaleras arriba y salimos a la calle. Se esconde las armas en el cinturón antes de abrocharse la chaqueta. Caminamos uno junto a otro en dirección a Tompkins Square.

—No sabía que conocieras a Predo.

Se encoge de hombros.

—Si duras mucho, acabas conociendo a to el mundo.

—No sólo es un agente provocador, sino un prófugo, y quiero saber a qué coño se ha dedicado.

—Claro, claro, Tom, todos queremos saber lo que ocurre, pero las cosas no se averiguan dando gritos, sino escuchando. Así que vamos a tranquilizarnos y a oír lo que tiene que decirnos.

—Me cago en la leche. Ya has oído a Hurley, estaba en su casa con Dexter Predo. El puto Predo es el amo de este espía. ¿Qué más pruebas quieres?

—Tom, si vamos a ejecutar a un hombre, como tú propones, necesito muchas más.

Todo es como siempre.

—Bien, muy bien. Entonces quiero convocar un tribunal que dirija el interrogatorio.

Aunque esta vez Hurley no ha necesitado dejarme sin conocimiento para traerme al cuartel general de la Sociedad, el resto es idéntico.

—Oye, Tom, si hay que hacerlo se hace sin ningún problema, pero ahora echemos a andar con unas cuantas preguntas sencillas, ¿vale?

—¡Mierda de preguntas! Quiero un interrogatorio en toda regla ahora mismo.

Terry se aproxima a Tom, meneando la cabeza.

—Tom, yo creo que te vendría bien dar un paseo.

—¿Qué? No me jodas.

—Hurley.

—Sí.

—Llévate a Tom a dar un paseo.

Tom lo mira fijamente.

—No me jodas.

Terry levanta la mano, haciendo el signo de la paz con el índice y el corazón.

—Tranquilo, Tom, date un paseo.

—Esto es una chorrada.

Terry le pone una mano en el hombro.

—¿Qué pasa, Tom? ¿Qué es una chorrada?

Le mira profundamente a los ojos, y Tom enmudece.

—¿Estás bien ya, tío? ¿Tranquilo?

Tom asiente.

—Sí, estoy tranquilo, Terry.

—Bien, entonces date un paseo.

Le palmea el hombro y luego lo observa alejarse conducido por Hurley.

—Lydia.

Lydia levanta la cabeza de la taza de café en la que mantiene fija la vista desde que yo entré.

—¿Te importaría dar una vuelta con los chicos?

—No.

Sube las escaleras detrás de ellos sin mirarme. Terry espera a que se vayan y cierren la puerta. Luego, viene a la vieja mesa de juego y se sienta al otro lado, frente a mí.

—Es un revolucionario, un hombre apasionado con sus creencias.

Jugueteo con mi Zippo.

—Tiene sus ventajas.

—No te entiendo.

—Bueno, a veces tengo la impresión de que lo estás preparando para que ocupe mi antiguo puesto. Lo hará bien porque es de los que disfrutan restallando el látigo.

Terry sacude la cabeza.

—Nadie hace el trabajo como tú, Joe. Eras el mejor.

—Sí, ya, eso es agua pasada.

—No tiene por qué. Siempre puedes volver.

No pienso contestar, por eso enciendo un cigarrillo. Terry levanta la mano.

—Preferiría que no fumaras.

—Está bien.

Apago el pitillo.

—Veo que has regresado sin contratiempos.

—Sí.

—¿Qué tal por allá arriba?

Suspira.

—Ya no es como antes, Joe. Digga es muy distinto de Luther, que era un hombre de mi escuela, un revolucionario, no un reaccionario. Luther estaba allí en los sesenta, vivió cambios auténticos, algunos propiciados por él mismo. Es difícil explicar cuánto cambiaron las cosas, lo que supuso retirar a la Coalición al norte de la isla. La verdad es que no estoy seguro de que hubiéramos conquistado nuestra independencia sin Luther X. Los tíos como Grave Digga se interesan poco por la historia. Sin embargo, creo que le he aportado alguna luz. Ha comprendido que no puede hacer la guerra por su cuenta y que nosotros no estamos dispuestos a entrar en las hostilidades, a pesar de que, en efecto, la Coalición asesinó a Luther. No se puede cambiar el mundo cuando sólo te mueve el deseo de venganza. Esas vibraciones no son productivas.

—Ajá. ¿Y cómo pudiste regresar?

—Llegué a un acuerdo, todo se puede arreglar con paciencia y flexibilidad.

—¿Ese acuerdo no tendrá nada que ver con facilitar el paso a Predo para que se me echara encima?

Terry se encoge de hombros.

—Bueno, yo garanticé un tránsito sin preguntar para qué lo solicitaban.

—¿Formaba parte del acuerdo?

—Hay que saber combarse para no romperse, Joe.

—No parece que te preocupara mucho que Predo se colara en mi casa.

—No eres justo. Siempre me he preocupado por ti. Eres un amigo.

—¿Entonces, me has traído aquí por eso? ¿Por amistad?

Se inclina hacia mí en la silla.

—Preferiría que todos nuestros acuerdos se debieran a la amistad, pero Tom está en lo cierto, han pasado muchas cosas y yo estoy deseando oír tu versión.

—Es lógico.

Me tomo unos instantes para reunir los hilos de la historia.

—Así es, Terr, han ocurrido ciertas cosas graves.

Me detengo. Terry me dedica un gesto de ánimo.

—Y yo he tenido que ocuparme.

Terry espera, espera más y sonríe.

—¿De verdad quieres llevar esto así, Joe?

—Sí.

—Bien, está bien, pero eso plantea otras cuestiones.

—¿Por ejemplo?

—Bueno, ya sabes lo que pienso del capitalismo; no es que sea un entusiasta de la OMC, pero lo de pagar favor con favor, como en las economías basadas en el trueque, tiene sus ventajas. Esto podríamos considerarlo un asunto de bienes y servicios.

—¿De qué manera?

—Bueno, pues como lo de los Barrenderos. Ir al norte a buscarte tiene sus costes, y eso sin contar con que agrava nuestras ya demasiado sensibles relaciones con la Coalición. Esa es, podríamos decir, una unidad.

Levanta un dedo.

—A un nivel menos tangible, cabe mencionar las malas vibraciones que has provocado aquí desde hace dos días.

Levanta otro dedo.

—Nos pides también, no sé, que hagamos un acto de fe y creamos que, a pesar de lo que trae el aire, no pasa nada. Eso es confianza, Joe; es, y mira que detesto expresarlo con estas palabras, una mercancía muy cara, que merece una compensación extraordinaria.

Dos dedos más.

—Y está la limpieza que, según tengo entendido, hizo Tom en el asunto de Leprosy y el perro. No es un gran servicio, pero me consta que apreciabas al chaval y que aquello, fuera lo que fuera, te resultó duro.

Levanta el pulgar y me muestra la mano abierta.

—No estoy seguro de qué valor asignar a todo esto, pero quizá se te ocurra alguna idea para nivelar la situación, porque, de otro modo, y no veo forma de impedirlo, tendremos que insistir en sacarte algún dato, algo que vaya más allá de tu «aquí no pasa nada». ¿Me comprendes?

—Te comprendo. O entrego algo que valga la pena o me vas a encerrar en un cuarto con Tom y Hurley.

Pone una mano en la mesa.

—No seas así, Joe. La Sociedad es un hombre colectivo, y yo tengo que hacer feliz a todo el mundo. Si de mí dependiera, bastaría con tu palabra, nos estrecharíamos la mano y a lo mejor te pedía que me invitaras a una cerveza. Ya sabes cómo funciono.

—Sé cómo funcionas, Terry.

Sonríe ampliamente.

—Desde luego.

La sonrisa se borra.

—¿Qué es lo que tienes, Joe?

Saco el estuche del bolsillo trasero del pantalón y lo deposito en la mesa.

La bisagra se abre con un chirrido. Terry ve la dentadura y me mira enarcando las cejas.

—Es una bomba, Terry. El que la accione desencadenará un infierno.

No cuento todo, pero sí lo suficiente.

Y le gusta.

—Pero, ¿qué mierda...?

Tom se encuentra en la acera con Hurley cuando Terry me saca.

—Calma, Tom.

—¿Dónde cojones va este tío?

—Sigue su camino, Tom, como debemos hacer todos.

—¡Qué coño de camino! No puedes permitirlo.

—Cálmate, Tom, ¿vale? Si aspiras a ser jefe de seguridad, tienes que aprender que el puesto requiere a veces un toque de sutileza, una cierta elegancia.

—Déjame de sutilezas. No puedes decidir tú solo. Hay que reunirse y votar.

Saco un cigarrillo.

—Mira, Tom...

Lo enciendo.

—Eres un anarquista pésimo.

Mete la mano en el bolsillo y la saca con el revólver que me quitó, pero, antes de que llegue a apuntarme, la pistola está en la mano de Terry y Tom en el suelo.

—Joe se va, Tom, y se va limpio. Esto es así y no hay voto que valga. Hurley, llévatelo dentro.

Hurley conduce a Tom hacia la puerta.

Tom no aparta del pavimento los ojos llenos de lágrimas de rabia que le abrasan las mejillas.

Lo observo hasta que desaparece dentro. Luego, clavo la mirada en Terry.

—Todavía mandas.

Ladea la cabeza y se encoge de hombros.

—En ciertas ocasiones hay que emplear las armas del opresor.

—Claro.

Señalo su mano.

—El arma es mía.

Terry mira el revólver y me lo alarga.

—Ten cuidado con esto.

Guardo el revólver en el bolsillo.

—Siempre lo tengo.

Cuando echo a andar, dice a mis espaldas:

—Por cierto, ¿ya sabes qué es esa cosa inodora que va husmeando por ahí?

—Estoy en ello.

—Mantenme informado.

Me detengo para dar media vuelta.

—Casi se me olvida que Predo se interesó por ti. No sabía que tuvierais una historia común.

Terry se quita las gafas y las limpia con su camiseta de los Grateful Dead.

—Bueno, si vives mucho, acabas conociendo a todo el mundo.

—Eso me suena.

Se pone las gafas, saluda con la mano y entra.

En la esquina me detiene Lydia.

—La niña quiere verte.

Me rasco la cabeza.

—Más tarde, ahora tengo quehaceres.

—¿Cuánto tiempo?

—No mucho.

Asiente y me da la dirección.

—Es una monada.

—Si tú lo dices.

Me dirijo hacia la A, al oeste, donde sé que puedo parar un taxi.

—Joe.

Continúo andando.

—¿Sí?

—No me mientas, ya sabes lo poco que me gustan los hombres.

Camino, dejando que diga a mi espalda todo lo que quiera.

—Y si son heterosexuales todavía menos.

Sigo a lo mío, pensando cuál va a ser el siguiente paso.

—Pero algún día tendrás que entenderte conmigo.

Hablo por encima del hombro.

—Mejor, así tengo algo que esperar.

Se ríe.

—Si sobrevives tanto, Joe.

—Entra, Simón.

Me siento en el suelo del cubículo de Daniel y observo cómo se alimenta. Está sentado con las piernas cruzadas, sosteniendo entre el pulgar y el índice un cuenco tan pequeño que no puede contener más que una generosa cucharilla de café. Mientras hablamos se la lleva a los labios y luego se limpia las gotitas de sangre con la punta de una lengua tan pálida como su cutis. Me alarga el cuenco.

—¿Quieres un poco?

Miro el mezquino recipiente de cobre.

—¿Por qué no, si probablemente procede de mi alijo?

Se acerca el cuenco a la nariz para olerlo.

—Sí, creo que sí.

Me ofrece el recipiente.

—Por favor, termínalo. Ya no puedo más.

Me echo al coleto el dedal de sangre restante. Está bueno.

—¿Vas a contarme por qué, Daniel?

Asiente.

—Pero antes quiero hacerte una pregunta.

Paso el dedo por la capa de sangre que queda en el cuenco, me lo limpio de un lametón y deposito el cacharro en el suelo, entre los dos.

—Suéltalo.

—¿Qué se siente?

Observo el cuenco vacío.

—¿Qué quieres decir?

—Por favor, Simón, no me vengas con evasivas, eso no va con nosotros. ¿Qué se siente?

Pienso en el hambre, en los consiguientes retortijones, en el ardor, en la indefensión. Y pienso en la brillantez del mundo cuando me hallaba al mismísimo borde de la muerte.

—Es una sensación buena.

—¿Y?

—Y peligrosa.

Se pasa la mano de araña por la cabeza.

—Agudo, como siempre. Buena y peligrosa. Sencillamente, has resumido la existencia del Enclave. Gracias. Y ahora tu pregunta, ¿por qué?

—Sí.

—Porque tú eres Enclave.

—No, yo no.

Agita la mano al aire.

—No hace falta que volvamos a discutirlo, puesto que no vamos a cambiar nada, pero necesitabas ser consciente.

—Así que decidiste que había llegado la hora de que lo comprobara por mí mismo y me enviaste esa cosa, ese Espectro para que entrara en mi casa y se llevara el alijo, y casi me matas.

—Pero no te has muerto, y dime una cosa, si no hubieras estado tan cerca del Virus, que es tu verdadera naturaleza, ¿habrías sobrevivido al encuentro? ¿Habrías tenido la fortaleza necesaria para enfrentarte a tus enemigos?

Pienso en la fuerza del ejecutor, en las balas de Horde entrando en mi cuerpo.

—No, pero no creo que hubiera ido allí.

—Sin embargo, podrías haber ido. Si hubieras estado gordo y bien alimentado, habrías sucumbido en la lucha contra los acontecimientos aun antes de entrar en aquella habitación. Te viste obligado, por lo que tú considerabas una debilidad, a aceptar los hechos. Hasta que te encontraste preparado.

—¡Qué idiotez!

—Es la verdad.

—Es una quimera, Daniel.

Asiente.

—Puede que eso sea aún más cierto.

—¡Cristo! ¿Queda algo más?

Se pellizca el labio inferior.

—Un poco. Sólo una sencilla promesa por tu parte.

Una promesa a Daniel, al mismo que envió a mi casa un ente primero con el objetivo de reducirme al hambre y luego para vigilarme y matar a Horde antes de que él me matara a mí. Una promesa que tendré que cumplir.

—¿Cuál?

—Que pienses en tu vida, en cómo la vives.

¡Jesús bendito!

—¿Cuánto tiempo hace que te fue otorgado el Virus?

—Unos treinta años.

—Sí, todo un récord para la mayoría. Muchos no duran ni un año; pocos, más de diez; y los que sobreviven tienen que ocultarse bajo tierra en cuevas y lugares secretos. Se dan cuenta de que necesitan la protección de otros que no cuestionen su modo de vivir: los horarios nocturnos, las heridas que se curan espontáneamente, la extraña prolongación de la juventud. En cambio, tú llevas treinta años viviendo solo y sin protección entre gente no infectada, lo cual podría considerarse una forma de talento o un gran fracaso, porque tú, Simón, sientes por la vida un apego que te parece propio de un hombre. El problema es que tú, Simón, no eres un hombre, al menos desde el punto de vista humano, y llevas mucho tiempo sin serlo. Tienes una naturaleza verdadera como todos los que hemos recibido el Virus, pero sólo el Enclave la percibe. Y lo sabes, y por eso te apegas a una vida que no puede durar, porque tienes miedo. Es lógico. El Virus es espantoso. Entregarse a él, convertirse en él es una tarea terrible, exhaustiva, dolorosa, pero lo contrario, lo contrario es mentira, y tú, Simón, no estás hecho para mentir. Ésa es la verdad.

Me pongo en pie.

—¿Ya está?

Inclina la cabeza para verme el rostro.

—Sí, supongo que sí. Mantén la promesa y piénsalo.

—La mantendré.

—Claro que sí. ¿Qué piensas hacer ahora?

—Ahora me voy.

Indico la puerta.

—¿Sabes una cosa, Simón?

—¿Qué?

—Al principio, la mayor parte de nosotros sólo toca el Virus con supervisión. Yo mismo tuve vigilancia en mi primera prueba de resistencia. Pocos la pasan a solas, y tú la has pasado en circunstancias extremas, según tengo entendido.

Me detengo en el umbral.

—¿Y?

—Que eso podría tener algún significado.

—¿Cuál, Daniel? ¿Por qué no me dices lo que te ronda la cabeza y acabas con el juego?

Se ríe.

—Lo que me ronda la cabeza.

Se limpia una lagrimita lechosa del rabillo del ojo.

—Lo que me ronda la cabeza.

Continúa riéndose.

—Lo que me ronda la cabeza es que empiezo a fallar.

Me mira, con el rostro agrietado por el esqueleto de una sonrisa.

—Y alguien tiene que sustituirme.

Salgo de allí echando leches.

La casa de Sela está en la Tercera Avenida con la 13a, sobre una tienda de comestibles. Al entrar me murmura:

—Está dormida.

—Despiértala.

Se trata de un apartamento pequeño, con un salón al que se abre directamente la puerta de entrada y al que dan también la cocina, el baño y el dormitorio. Está decorado como un saloncito ultrafemenino de tertulias, al estilo de Oriente Próximo, lleno de cojines y alfombras, de mandalas pintados en telas que cuelgan de las paredes y de chalinas que cubren las lámparas. Sela me deja en el salón y atraviesa una cortina de abalorios para entrar en el dormitorio. Oigo su hablar bajito y unas respuestas masculladas. Sale y me hace una seña.

—No la tengas mucho tiempo levantada, necesita dormir.

—Sí, mañana es día de escuela.

Antes de entrar en la habitación, noto una garra que me aprieta el hombro. Me doy la vuelta para mirarla. Retira la mano del hombro, pero agita un dedo delante de mi cara.

—No sé con qué la drogaron, pero todavía tiene los síntomas. Necesita dormir.

—Ya. Entendido.

Cuando aparta el dedo de mi cara, entro en la habitación. La cama es un enorme futón tirado en el suelo y lleno de cojines. Queda sólo un breve espacio vacío alrededor del colchón; en cuanto al resto del mobiliario, lo componen una pipa turca y varios capachos de mimbre que, según parece, hacen las veces de armarios.

Amanda se sienta apoyada en un montón de cojines. Viste una camiseta ancha y gastada de Tears for Fears, probable recuerdo de una joven Sela más convencional que la de ahora; sabe Dios de qué época. Se frota los ojos.

—Hola.

Me acuclillo junto a la cama.

—Hola.

Mira a su alrededor buscando un reloj que no está.

—¿Qué hora es?

—Más de las dos.

—Jo.

Como la pierna del disparo empieza a temblarme, me siento en el borde del futón.

—¿Estás bien?

—Sí, pero cansada todo el rato.

—¿Sela te cuida?

—Sí, es fantástica. Dice que me va a entrenar para que tenga armas como las suyas.

—Hum.

Se rasca el cabello enmarañado.

—¿Qué pasó?

—¿Qué es lo último que recuerdas?

Se hunde en los cojines mirando al firmamento estrellado que gira colgado del techo.

—íbamos a salir de la escuela.

—¿Ya está?

El aire acondicionado de la ventana zumba y hace gluglú.

—Sí, creo que sí, aunque he tenido unos sueños muy raros. ¿Qué pasó?

Abro la boca, pero la verdad que hay dentro dentro se queda.

—Nos asaltaron unos tíos.

Se sienta otra vez.

—¡Nooo!

—Sí.

—Es fenómeno, ¿y quiénes eran?

—Unos, contratados por tu padre, que venían siguiéndome.

—¡Nooo!

—Sí.

—¿Y qué pasó?

—Que te pegaron en la cabeza y te desmayaste. Tuviste una conmoción.

Se palpa la cabeza.

—Pues no hay chichón.

—A veces no sale.

—¿Y tú qué hiciste? Espera. Hubo una lucha terrible, ¿verdad?, porque en uno de mis sueños había una lucha.

—Sí.

—¿Les diste bien?

—No mucho.

—¡Qué chungo!

—Es que uno de ellos tenía un revólver.

—¡Nooo!

—Y yo se lo quité.

—¡Qué tontería!

—Y tuve que sacarte de allí cargada en un hombro.

Se tapa la cara con las manos.

—Ay, ¿pesaba mucho? Te parecí muy gorda, ¿a que sí?

La observo. Se asoma sin apartar las manos.

—No seas chunga, niña.

Sonríe.

—¿Y luego?

Erase una vez...

—Entonces pensé, mira, ya vale. Si tus papás quieren enviar mercenarios a buscarte, eso es cosa suya, no mía. Así que les vayan dando...

—¿Y no llamaste?

—Por mí, que se vayan a tomar vientos.

—¿No saben que estoy aquí?

—Lo que te digo.

Levanta los brazos.

—¡Bieeen!

Luego los baja y se repantiga en los cojines.

—¡Es superguay!

Levanto los ojos a las estrellas del techo antes de volver a mirarla.

—¿Y qué piensas hacer ahora?

Sacude la cabeza.

—Bueno, no tengo ni chapa, así que iré al banco a sacar dinero. Quiero llevar de compras a Sela para darle las gracias, y luego ya no sé. Dice que me puedo quedar todo lo que quiera, pero me parece que voy a ir unos días a casa, a ver cómo está aquello, para que mis padres se olviden, y cuando estén tranquilos me largo otra vez. Pero antes tengo que reunir bastante dinero, y si a Sela le parece bien, me vengo con ella una temporada, lo que queda de verano. Será estupendo porque ella es fenomenal. Quiero entrenar todo el verano para estar delgada y fuerte cuando empiece el curso.

—Buen plan.

Cuando me levanto, ella se incorpora.

—¿Tú vienes por aquí? ¿Ves mucho a Sela?

—No mucho.

—Vale.

Se vuelve a echar en los cojines.

—Da igual, es fenómeno.

—Sí.

—Oye, ¿me das eso?

Señala el brazalete que todavía cuelga de mi muñeca. Saco mis ganzúas de la cartera, abro con facilidad el cierre de la esposa y vuelvo a agacharme.

—Dame el brazo.

Estira el brazo y yo sostengo la esposa.

—Tienes que hacerme un favor.

Dice sí con la cabeza.

—Cuando estés en tu casa, olvídate de mí. Pase lo que pase, no les digas ni a tus padres ni a nadie que yo te encontré.

—Vale.

—Es una promesa que te pido.

—Vale.

—No la rompas.

—Yo no sé nada.

—Eso es.

Le pongo la esposa en la muñeca. La mira.

—Guay.

Y me voy.

Sela sostiene la puerta de la calle abierta.

—¿Cuánto debo tenerla conmigo?

Le indico el televisor.

—Mañana pones las noticias y se irá a casa en cuanto las vea.

—¿Por qué?

—Porque sus padres estarán muertos.

—¿Has tenido algo que ver?

Pienso que he matado a Marilee y que no he podido matar a Horde.

—No como yo habría querido.

Sela mueve la cabeza para echarse las rastas hacia atrás.

—¿Habrá líos?

—Para ti no. La niña te adora.

Me pone en el pecho la punta roja de uno de sus dedos.

—¿Y para ti?

Cruzo la puerta.

—Hermana, si ni siquiera sabe cómo me llamo.

De camino a casa me detengo en Nino’s, pido una pizza grande de pepperoni y no quito el ajo. Luego me paso por la tienda para comprar seis cajetillas de Lucky. Me encierro en casa, asegurándome de que la alarma está conectada, no porque sirva para defenderme de los chicos que Predo quiera enviarme o del Espectro de Daniel, pero es que tampoco me importa. Bajo al sótano.

Me siento en la cama a ver la CNN. Como la pizza no me quita el hambre, hago una incursión al frigorífico de arriba, donde encuentro unas sobras de comida china. El estómago está lleno, pero la otra hambre, la de verdad, no se ha saciado. Por otra parte, no se va a saciar nunca, así que puede esperar a mañana. Veo más noticias y bebo más cerveza. Cuando se me acaba, me siento a ver la tele, fumando.

La noticia salta hacia las seis de la mañana. Muestran varias fotos fijas de la chatarra calcinada de un Jaguar. Es tan horrible como Predo auguró. Destruyeron el automóvil de madrugada en un trecho solitario de la carretera, nada más salir de la 27.

El presentador informa de que a esas horas no pasaba nadie por allí, ni tampoco había cerca ninguna casa desde la que hubieran podido oír el choque o ver las llamas. Cuando llegaron las ambulancias, el fuego había consumido todo lo que no fuera él mismo. Por fortuna se salvó la placa de la matrícula, gracias a que se había desprendido con el impacto. Según el presentador, el coche pertenecía al doctor Dale Edward Horde, por lo que probablemente se trataba de él y de su esposa, que se dirigían a altas horas de la noche a su casa de los Hamptons.

Cuando me despierto, se han confirmado la muerte de los Horde y la desaparición de su hija. Luego se conecta el ventilador y algunos círculos de carroñeros se huelen que la historia encaja demasiado para ser cierta. Pero entonces llega el comunicado de que Amanda se ha presentado en una comisaría diciendo que se había escapado de casa la semana pasada y que acaba de ver la noticia en la televisión. Cuando acuden las cámaras para filmarla saliendo de la comisaría, ya va flanqueada de una doble columna de abogados y guardaespaldas y en la televisión hablan de la adolescente más rica de Nueva York.

Apago la televisión y me pongo a fumar.

El paquete llega por la noche con un mensajero privado que no me pide firma alguna. Bajo a la habitación del sótano y saco el estuche de poliuretano de su envoltorio de cartón. Dentro hay diez pintas de sangre rodeadas de bolsitas de hielo, con una nota encima:

Por los servicios prestados.

Quedamos en paz.

D. Predo.

Al sacar una de las pintas pienso en la droga que me puso Horde en la bebida del Colé y que entonces achaqué a Predo, convencido de que me quería aturdir para robarme el alijo. Ahora que sé más, imagino que Horde lo hizo por su cuenta y riesgo. Quién sabe si para matarme o para quitarme de en medio mientras su hombre y el ejecutor de Predo preparaban el cotarro. Coño, tal vez quería ver cómo se comportaba el Virus en contacto con aquella sustancia. Observo la pinta sin dejar de preguntarme si dentro habrá algo más que sangre, pero me tomo una y luego dos más. A partir de ese instante me despreocupo de los planes de Predo, de Terry e incluso de los de Daniel, de lo que Amanda pueda decir a la policía sobre el individuo que la encontró y de todo lo demás.

Carezco absolutamente de preocupaciones.

Por el momento.

Para Predo habría sido fácil envenenar la sangre y deshacerse de mí, pero no, ahora le traigo sin cuidado, sólo le importa no perder de vista el asunto de los Horde y asegurarse de atar todos los cabos de cara a la prensa. Durante una buena temporada, será una ocupación a tiempo completo y no creo que desee abarrotar su escritorio de asuntos pendientes. Cuando vacíe ese cajón, colocará la dentadura en lo más alto de su gráfico de prioridades, ya sea para recuperarla, ya sea para destruirla, todo con tal de que no acabe en manos de Terry. ¡Lástima que Terry la tenga ya!

Terry lo cazó al vuelo; bastó con decirle lo que había en el interior de los dientes, sin necesidad de contar la historia o de mencionar nombres, ni siquiera el de Predo. Terry sólo podía imaginar un motivo para fabricar la dentadura y un Clan que hubiera colaborado en su fabricación. Sin embargo, había trabajado con ellos mucho tiempo y no ignoraba que era un asunto muy especial. Sí, podía hacerles chantaje, ¿y luego qué? Predo jamás se avendría a razones si no le devolvía los dientes. ¿Qué adelantaba con quemar el último cartucho?

No, el único modo de sacar provecho de los dientes es mostrárselos a los restantes Clanes, pero eso supondría una guerra total, imposible de mantener en la clandestinidad, que acabaría por destapar nuestro mundo. Una guerra que, él mismo lo dice, Terry no desea. Así pues, la guardará mucho tiempo, hasta que esté preparado para emplearla en algo que le merezca la pena.

Y yo dudo mucho de que lo vean mis ojos, así que no tengo por qué preocuparme. ¡Cristo, eso espero!

Estoy curándome. Las costras de las heridas ya se han caído y los frunces blanquecinos de las cicatrices van convirtiéndose en piel sonrosada. El vientre se recupera solo. Me ha llevado seis pintas en dos días, pero vuelvo a estar entero. Entero y dispuesto a unir los últimos cabos sueltos.

Salgo el domingo hacia la medianoche.

La primera parada es el Niágara. Billy está detrás de la barra.

—Joe, ¿qué hay de nuevo?

—Nada que valga la pena.

—Bien, ¿una copita?

—Sí.

Me obsequia con un bourbon doble.

Echo un trago.

—¿Philip?

Sacude un pulgar en dirección a la zona de las mesas.

—He visto pasar a esa rata mientras yo andaba trajinando por aquí atrás.

—¿Llegó a pagarte lo que faltaba?

—¡Qué va!

Billy hace un gesto obsceno por encima del hombro a uno que lo reclama a voces desde el otro lado de la barra.

—¡Calla ya, joder! Como vaya, te machaco la cabeza.

El tío se calla. Cuando termino la bebida, vuelve a llenarme el vaso y da un golpe en la barra. Brindo por él.

—Gracias, voy por el resto de tu dinero.

—Vale, Joe, pero no hace falta que te molestes.

—Será un placer.

Por el camino me voy aconsejando tranquilidad. No debo montar un número porque es el tumo de Billy. Entonces lo veo. Está hablándole a una chica que, para demostrar su desinterés, no aparta la mirada de la pared.

Quisiera actuar con tranquilidad, pero es superior a mis fuerzas.

Voy directo a él y, de una patada, le quito la silla de debajo del culo. Cuando cae al suelo, la chica da un gritito. Lo arrastro por el cuello de la camisa hasta los aseos. Cierro la puerta a mi espalda de otra patada, levanto la tapa del retrete y lo meto a empujones dentro de la taza. El culo esmirriado se hunde hasta el agua y las piernas quedan colgando. Como se resiste, lo encajo aún más.

—¿Quieres ver cómo bajas por la cañería?

—No.

—Pues ni se te ocurra moverte.

—Claro, Joe, lo que tú digas, Joe.

—A callar.

Cojo la mitad de un rollo de papel higiénico que hay en el lavabo.

—Como pronuncies una puta palabra, te incrusto esto en la garganta.

Asiente.

Tiro el papel y, de un puñetazo en la cara, le rompo la nariz.

—Te dije que devolvieras a Billy su dinero.

Otro puñetazo y le rompo la mandíbula.

—Porque si no te ibas a enterar.

Otro puñetazo y le parto una mejilla.

—Y ahora te estás enterando.

Agarrándolo por los pelos, le echo la aturdida cabeza hacia atrás para que me vea bien.

—De ahora en adelante harás lo que yo diga, Phil, porque si vuelves a atacarme vas a ser pienso de un puto arrastrapiés. Nada de mentiras, Phil, porque pienso meterte en una caja con el arrastrapiés para ver cómo se merienda tu asquerosa cara mientras yo como palomitas. ¿Entendido?

Mueve la cabeza arriba y abajo.

—Ahora dame el dinero.

Está tan hecho polvo que no se encuentra los bolsillos. Lo saco de la taza del váter y, desgarrando los bolsillos, cojo un fajo de billetes; luego, vuelvo a meterlo en el retrete.

—Aquí soy yo el jefazo, Phil, el gran lobo malo, y la próxima vez que te apetezca espiar un poco para la Coalición, recuerda que Predo está siempre allá arriba, en el Upper East Side. De ahora en adelante tendrás miedo de mí, y si te veo poco asustado, te daré motivos para que lo estés.

Al salir dejo el dinero en la barra. Billy lo coge.

—Joe, es más de lo que me debía.

Me dirijo a la puerta con el corazón aún agitado.

—Quédatelo. Por cierto, el retrete está atascado.

Sé que me ha visto, pero se hace la despistada. Como me he sentado en la barra, se queda trabajando al fondo. Espero. Tarda unos veinte minutos, hasta que el individuo que se ha puesto a mi lado pide una cerveza y a ella no le queda otro remedio que acercarse. Sirve la botella y me mira.

—¿Sí?

—¿Me das otra a mí?

Coge una del hielo, quita la chapa y me la pone delante. Echo un trago.

—Gracias.

Ella asiente.

—Cuatro pavos.

Saco un billete de cinco y lo deposito en la barra. Lo coge, va a la caja registradora y me pone delante el dólar de la vuelta. Se queda aquí, mirando al grupo de country del domingo por la noche y haciendo que atiende a la música.

—Nena.

No quita la vista del grupo.

—Nena.

Se vuelve hacia mí, con los brazos cruzados delante del pecho.

—¿Sí?

—¿Tienes algo que hacer cuando salgas?

Baja la mirada al mueble de las cervezas.

—No me jodas, Joe.

—Nena, no pasó nada.

Levanta la cabeza de golpe.

—¿He preguntado yo algo? Me da lo mismo; ya te lo dije, si quieres follar con alguien, folla con ésas. No me sorprendería.

—Es que no hicimos nada.

—Que me da igual.

Echo otro trago.

—Vale. Está bien.

Pone las manos en la barra.

—Joe, no me importa.

Se aproxima para que no la oigan.

—Ni puedo ni quiero follar contigo. ¿Que tú quieres follar con alguien? No pienso indagar, pero...

Vuelve a cruzar las brazos mirando al grupo de country.

—Pero qué, nena.

No me mira.

—Pero siempre quedamos los jueves por la noche y ese jueves me dijiste que estabas muy ocupado y luego resulta que te estabas tirando a esa tía de la limusina de las narices. ¡Cabrón!

Se arranca del cinturón de cuero tachonado el paño de limpiar la barra y me lo tira. No hago nada para evitar que me dé en la cara, y al caer me tapa el vaso de cerveza. Ella se va a preparar los margaritas que le están pidiendo. Destapo mi cerveza y enciendo un pitillo. Al minuto está aquí otra vez, en su posición de observar al grupo.

—Nena, era trabajo. Sé que suena fatal, pero aquella mujer era trabajo.

Me mira otra vez.

—¿Qué trabajo, Joe? Porque yo ni siquiera sé en qué trabajas. No sé adonde vas, por qué te sacuden, de dónde sacas el dinero, por qué tienes armas o qué guardas en tu neverita. ¿Son drogas?

Se inclina y susurra.

—¿Son drogas? No me importa, pero quiero saber de una puta vez en qué consiste ese trabajo.

Rebaño la punta del cigarrillo en el borde del cenicero para tirar la brasa.

—El mío es un trabajo duro, nena.

De nuevo mira en dirección al grupo.

—Estupendo, muchas gracias, es toda una información.

Continúo jugando con el cigarrillo.

—Mi trabajo es importante, nena, pero tú lo eres más.

No vuelve los ojos.

—Tú sí que eres mi verdadero trabajo.

Sigue mirando hacia allí.

—Tú sí que mereces la pena.

Se remete un mechón del cabello pelirrojo por detrás de la oreja.

—Dame eso.

Me arranca el cigarrillo de la mano para dar una calada.

—He cambiado de opinión.

Me lo devuelve.

—¿Sí?

—Sí, no quiero que te tires a otras mujeres, ni a otros hombres, ni a nadie.

Miro la huella borrosa de su carmín en el cigarrillo y pongo mis labios alrededor.

—Está hecho.

—Y quiero ir a cenar.

—Está hecho.

—Ahora, cuando salga, quiero una cena tardía, pero no en cualquier sitio. Quiero ostras en el Blue Ribbon.

—Está hecho.

—Y mañana lo pensaré.

—Está hecho.

Frunce los ojos.

—¿Seguro que no te tiraste a esa guarra?

—Seguro.

—Vale.

Agarra una cerveza del hielo y me la da.

—Voy a trabajar.

—Perfecto.

Atiende a los habituales que han esperado pacientemente a que terminara de regañar con su novio. Mientras tanto, mato el tiempo que falta para que acabe su turno bebiendo cerveza, fumando y dándole vueltas a la promesa hecha a Daniel: pensar en mi vida.

Pienso en lo que hago y en cuánto podré aguantarlo. Cuánto me dejará vivir Predo ahora que por fin le he escupido a la cara. Cuánto tardará Terry en hartarse de tenerme en su territorio o Tom en soltarse de la correa y acorralarme en un callejón con su banda de anarquistas. Pienso en lo que dijo Daniel: llegar hasta el fondo.

Podría pedirle a Terry mi antiguo trabajo. Despedirá a Tom, lo que supone matar dos pájaros de un tiro. Sin embargo, sería un retroceso a mi vida de hace veinte años, cuando llevaba la fusta en la mano. Y antes o después Terry se hartaría también de alguien que conoce la existencia de los dientes. No, ya había estado con la Sociedad y ese agujero no era para mí.

Podría ir a ver a Christian, tener mi caballo metálico, parar por el club de los Barrenderos, vivir el sueño de Pike Street. Estarían encantados de contar conmigo. Los Barrenderos siempre están encantados de contar con un buen luchador. Lo malo es que debería vestir sus colores, ir de uniforme, y a mí los sombreros de copa me sientan fatal.

Podría largarme de la ciudad para probar suerte en la Periferia. Buscar un territorio libre en Red Hook o en Coney Island. Por allí hay buenos sitios para limpiarlos de Parias y crear mi propio Clan. Hacerme un nombre. Ser un jefe. Pero es una apuesta arriesgada, prácticamente imposible, y todavía no estoy preparado para tirar esos dados.

O podría hacer caso a Daniel y entrar en el Enclave. Aceptar mi naturaleza y vivir una vida de disciplina. Aprender a dominar el Virus y, llegado el momento, dejar que me poseyera y ver qué ocurría. Daniel cree que es mi deber, pero Daniel es un loco y se está muriendo y yo no soy el salvador de nadie.

Amanda Horde lo sabe.

Además, Evie no encaja en ninguna de esas formas de vida.

El grupo toca Silver Dagger y yo la observo abrir cervezas. De vez en cuando me guiña un ojo o viene aquí, se inclina en la barra y me susurra al oído algo gracioso.

Si me pongo a considerar mi vida, la encuentro insatisfactoria, pero es la única que tengo. Todos los días me acerco un poco más al borde. Alguna vez el borde se desmoronará bajo mis pies y caeré.

¿Y qué?

¿Por qué iba a ser mi vida distinta de la de todos los demás?