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CHARLES L. HARNESS
KRONO
Dramático y deslumbrante viaje por el tiempo
ICARO/CIENCIA FICCIÓN
Título del original inglés: KRONO
Traducido por: ALEJANDRO PAREJA
Asesor literario de la colección: ALBERTO SANTOS CASTILLO
©1988 by Charles L. Harness
©1991 de la traducción, Editorial EDAF. S.A.
©1991 Editorial EDAF, S A. Jorge Juan, 30, Madrid.
©Para la edición en español por acuerdo con JOSEPH ELDER LITERARY AGENCY. N. York. U.S.A.
Depósito legal: M-47536-1990
ISBN: 84-7640-461-1
PRINTED IN SPAIN — IMPRESO EN ESPAÑA
Imprime Cofas, S. A. Polígono Industrial Calfersa, Fuenlabrada.
1 Demmie
EL auxiliar de vuelo (¿tan joven que podría ser su hijo?) le dirige una inclinación de cabeza respetuosa, le alcanza su bolsa de diez kilos, y Konteau desciende por la rampa de desembarco con paso torpe. La gravedad reducida de Deimos. el menor de los dos satélites de Marte, ya le hace sentirse inseguro. Pero él ya ha estado aquí antes, y sabe que se acostumbrará. Se sube a un carrito de alquiler y, después de algunas sacudidas, se pone en marcha por el pasillo lleno de resonancias huecas hacia sus habitaciones del ala este del gran centro de vacaciones del satélite. Adelanta a un viejo conserje, que está apoyado en una máquina barredora y que contempla con profunda melancolía la suciedad y las basuras que están esparcidas por el hall: platos y vasos de plástico, una máscara que antes era dorada, pero que ahora está sucia y rota, sombreros de cotillón, latas de cerveza, botellas de vino, serpentinas, arroz sintético, algo que parece ropa interior desechable. A Konteau le da pena el conserje, pero no se detiene. Cada uno tiene sus problemas, piensa, dirigiéndose mentalmente al viejo. Pero no olvides el lado bueno de las cosas. Gracias a que los que se divierten no arrojan los desperdicios por los vertederos, tú tienes un empleo.
El viaje desde Terra, en el Expreso Xanadú, sólo ha durado cuatro horas, pero está cansado. Se lavará, se echará una siesta y luego buscará algo de acción. Una semana de vacaciones. Tiene que aprovecharla. A la vuelta a Terra se tendrá que enfrentar con una lista de exploraciones con dos meses de retraso. El Jefe de Campo se lo dejó muy claro.
Está abatido. Aquí se siente fuera de lugar, en realidad. Sus habitaciones (lo esperaba) están amuebladas con una opulencia exorbitante. La decoración es tan ridícula que casi consigue alegrarle. Las paredes están recubiertas de sintetiterciopelo, afortunadamente oculto en su mayor parte por tapices. que pretenden representar paisajes marcianos. Las alfombras son de un rojo subido, y son muy mullidas. Arroja el maletín sobre la colcha de una de las dos camas, adornada con pieles. Aquí y allá hay escritorios, mesas y sillas plegables, de verdaderas teca y caoba plásticas.
Una hora más tarde está paseando por el Centro de Reunión, abarrotado. Parece que todos los veraneantes han salido para conmemorar la muerte del viejo Jefe Supremo, el Vyr de Vyrs. Konteau ha estado observando los rostros. No parece que nadie esté particularmente afectado por el dolor, pero ¿por qué deberían estarlo? El gran líder religioso se dejaba ver rara vez. De hecho, es probable que no haya salido de su palacio en los últimos diez años.
No. Aquí no hay nada de triste ni de solemne. Más bien al contrario. Una estridente música de fiesta llena el paseo. Se parece bastante al carnaval —reflexiona Konteau. al contemplar las filas de bailarines con máscaras, cogidos de las manos.
Una banda abigarrada se dirige hacia él, desafinando y sin llevar el paso, tocando una antigua marcha festiva, y él se acoge a la seguridad relativa de un portal. Una muchacha se refugia del desfile junto a Konteau, pero un joven sonriente que lleva un antifaz sale de la formación el tiempo suficiente para salpicar sus piernas desnudas con un perfume muy barato y muy oloroso. Ella da un grito de felicidad y sale corriendo por el Centro de Reunión, por delante de la banda. Konteau supone que espera una repetición.
Es demasiado violento para mí. piensa. Y el ruido le empieza a atacar los nervios. Quizá hubiera debido pedir a la muchacha que se quedase un rato. Podrían haber hablado. Pero está claro que ella tenía otras cosas en que pensar. Y también daba la impresión de que no estaba totalmente cuerda. Por lo menos, no en aquel momento. Y en aquel momento a él no le vendría mal un poco de cordura.
Encontremos un bar. Veamos. En algún lugar, por este callejón de las Lunas Gemelas. Por aquí debería haber algunas damas menos nerviosas, esperando a un krono de mediana edad que sale de caza.
Una voz insistente se dirige a él.
—¡Afrodisíacos! ¡Filtros amorosos! ¡Píldoras de potencia, de testículos de tiranosaurio! ¡Cuerno molido de triceratop, fresco, traído por viaje a través del tiempo! ¡Auténticas tripas secas de arqueópterix! ¿Usted, señor?
Konteau fulmina con los dos ojos (uno verdadero, otro falso) a la persona que está detrás del tenderete. (¿Varón? ¿Hembra? Imposible determinarlo con seguridad.) ¿Impotente yo? Sopesa un momento la pregunta; la acusación implícita. Pregúntamelo mañana. No, no me lo preguntes. Piensa en otra cosa. Del bolsillo interior de la chaqueta saca su carnet de miembro del Club de Ajedrez Gamma 300, con funda de cuero, y lo pasa por delante de los ojos del mercachifle durante una fracción de segundo.
—Casaca Gris, de paisano —dice con voz helada—, Son diez mil kroner de multa y un año en la cárcel de Delta si eso de ahí son materiales prehistóricos controlados.
La cara del bellaco se contrae, y palidece de repente.
—Oh, por Kronos, señor... claro que no... no son más que huesos de pollo molidos...
Konteau suspira. Sigue improvisando. —Pues también existe el artículo novecientos once: la estafa pura y simple. ¿Crees que en Xanadú no existe la ley, simplemente porque aquí no hay cárcel?
—Oh, señor, Quizá si pudiese usted entrar en mi... cuarto de estar, podría explicarme... —la cabeza gira ligeramente, y los ojos laqueados le dirigen una mirada ansiosa, de reojo.
¡Buf! (Y sigue sin poder determinar el sexo de este tipo.)
—Ándate con cuidado, bicho —gruñe, y sigue andando.
Cien metros más adelante, todavía en el Centro de Reunión, vuelve a detenerse. Escucha una voz metálica.
—¡El Jefe Supremo ha muerto! ¡Viva el Jefe Supremo! Pero ¿quién será el Jefe Supremo? ¿A quién designará el Cónclave? ¡Descubran ustedes mismos el nombre de nuestro próximo Jefe Supremo!
El orador no es visible. El sonido procede de una hilera de altavoces. Konteau levanta la vista hacia los carteles holográficos, preparados apresuradamente, y que adornan el tenderete. Son unas vistas breves, de un hombre de pecho desnudo, con turbante y bombachos, que tiene una serpiente en una mano y una cimitarra reluciente en la otra. En vistas holográficas sucesivas, la cimitarra descabeza al reptil de un tajo fulgurante, y unas manos sangrientas extraen sus entrañas largas y retorcidas.
Konteau contrae la boca con asco.
La voz estridente continúa:
—Tengo las Bandas de Galones del Colegio de Augures, entregadas personalmente por el Delta Vyr. Me he sentado a los pies del gran Tages en persona. He profetizado delante de los públicos más selectos de los cuatro continentes, y soy célebre en el mundo entero por mi exactitud. Sólo utilizo entrañas frescas. La próxima adivinación será dentro de diez minutos. Entrada, dos jeffersons de plata. Tarifas especiales para grupos (consultar con dirección). Niños menores de seis años, gratis, si van acompañados.
El hombre-kron hace un gesto, y luego presta atención a lo que dice una pareja detrás suyo:
—Es el timo mayor del Paseo. Serpientes... ¡y un cuerno! Son tripas de corderos, desechos de los restaurantes. Ni siquiera están traídas a través del tiempo.
—Se supone que las cobras reales son buenas para la adivinación, pero mi primo dice que no hay nada como las entrañas humanas.
—Yo también lo he oído decir. Lo mejor de todo es una mujer traída a través del tiempo.
A Konteau se le revuelve el estómago de repente. Este lugar está enfermo, piensa. Esta gente está enferma. ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué he venido? Buscando el olvido, las mujeres, el ruido, todo, nada... para no tener que pensar en ella. Pero sí que pienso. Recuerdo. No puedo pensar en otra cosa. Helen... Helen... Helen...
Encogiendo la cabeza entre los hombros, se da la vuelta y se abre camino entre los abigarrados huéspedes de Xanadú.
Un perfume cargado pero sutil le atrae por el pasillo hacia el puesto siguiente. —¿Mimosa?— se pregunta.
La cantinela hipnótica del charlatán ha atraído a una nube de curiosos alrededor del puesto.
—Señoras y caballeros, van a tener el privilegio de presenciar una exhibición clásica de papillon-choix, es decir, elección de la mariposa, sistema profético reconocido desde los tiempos clásicos. No empujen, por favor. Hay sitio para todos. Todo por el insignificante precio de un jeff. ¡Gracias, señor! ¡Señora...! ¡Gracias, gracias! —recoge las monedas casi antes de que lleguen a tocar el tablero de plástico duro.
A un lado de la mesa de piedra hay una jarra de laboratorio pequeña, llena de un líquido translúcido de color ámbar, que al parecer se mantiene fundido por medio de un autocalentador.
Konteau frunce el ceño. Es otra adivinación del Jefe Supremo. Ya se ha dado cuenta de la técnica, pero no discierne del todo para qué sirve el líquido caliente de color ámbar. Es interesante. Decide quedarse atrás y presenciar toda la actuación. Escucha, y la letanía prosigue:
—Como todos sabemos, sólo existen tres personas cuyo espíritu benevolente y racional les convierta en candidatos posibles para ser el nuevo Jefe Supremo. En primer lugar, Willem el Pensativo, Vyr de Nieuw Amsterdam. En segundo lugar, en la lejana Catay, Li el Modesto, Vyr de Biching. Y, por último, en Maryland Ancienne, Paul el Piadoso, Delta Vyr. Como verán, hemos representado aquí a cada uno de ellos por una flor en su respectivo florero: a Willem por el tulipán de su tierra natal, a Li por la rosa de su país, y a Paul por unos capullos de su flor favorita, la mimosa.
Konteau arruga la nariz. Sospecha inmediatamente que el tulipán y la rosa no tendrán olor. Pronto lo comprobará por medio de Mimir, su prótesis ocular.
Los ojos vidriosos del charlatán brillan al recorrer a su público.
—¿Alguna apuesta? Pago dos a uno. ¿No apuestan a que acertarán la profecía de la mariposa?
—Oooh, me encantan las profecías —cacarea una viuda rica, a la derecha de Konteau—. ¡Dos jeffs por Li!
El feriante recoge las monedas.
—Una pieza de oro por Willem —dice el joven que está delante de Konteau. Se oye un tintineo metálico.
—¿Qué tipo de mariposa es ésa? —pregunta una tercera voz—. ¿Cómo sabemos que esto no tiene truco?
El charlatán suelta un gran suspiro, como traumatizado.
—Señor mío, su pregunta me hiere en lo más vivo. ¡He aquí la mariposa!
Levanta una minúscula jaula de alambre, más pequeña que su puño.
—Reconocerá un ejemplar de «roja», la especie más pequeña entre los lepidópteros diurnos. Apenas tiene el tamaño de la uña de mi meñique. Acaba de salir de su minúscula crisálida, esta misma mañana, y el único objetivo de su vida es realizar una selección honrada del próximo Jefe Supremo para usted, señor.
Una philomimosa. reflexiona Konteau. La hembra pone los huevos exclusivamente sobre las ramitas de la mimosa. y la oruga no come más que hojas de mimosa.
Sondea mentalmente a su aculas. «Muñí, prepárate para un ensayo olfativo.» Nota, más que oye. la apertura de los minúsculos conductos de aire de su ojo artificial, y el pequeño ventilador que recoge el aire del entorno y lo dirige a la minúscula cámara de turbinas, en la que se analiza en busca de ciertos éteres y alcoholes de cadena molecular larga. Murmura mentalmente: «Empieza por el tulipán.»
—No hay olor. El tulipán es de una variedad sin olor.
—¿Y la rosa?
—Tampoco tiene olor.
—¿Pero la mimosa tiene mucho?
—Mucho.
¡Vaya elección! Bueno, como suelen decir los froyds: a veces es sano recibir insultos a nuestra inteligencia. Nos mantiene humildes.
Una docena más de apuestas. «No va más», grita el encargado. «Allá va.» Levanta la jaula con una mano, deja caer el pestillo con la otra. La minúscula puertecilla cae con un rechinar apenas perceptible de sus goznes, y se percibe un relámpago repentino de carmesí brillante.
La philomimosa se posa en el ramito velloso de mimosa, aleteando lentamente, tanteando con la trompa entre la bola de cabezuelas rosadas,
Konteau oye el gruñido colectivo de desilusión. Sólo dos personas (ganchos, probablemente) habían apostado por Paul el Piadoso.
El grupo empieza a disgregarse.
El hombre del puesto levanta la mano.
—Esperen. Eso no es todo.
Con un gesto dramático saca de debajo de la mesa un pequeño frasco de vidrio, introduce en él a la mariposa, y lo levanta.
—Es un sencillo bote de sacrificio, amigos míos —sonríe—. Ha hecho su trabajo, y ahora va a recoger su recompensa de inmortalidad.
Konteau frunce el ceño. Supone que las paredes internas del frasco deben de estar empapadas de cianuro. Es estúpido y cruel. ¿Por qué no dejarla en la mimosa? ¿O dejarle que se fuera, por lo menos? ¿Y qué pasa ahora?
No le gusta nada de esto, pero le fascina, y contempla el espectáculo con los demás. No puede evitarlo. Y ahora respira hondo de repente. Empieza a comprender.
El feriante extrae de la cápsula con unas pinzas a la pequeña criatura alada y la introduce en la pequeña jarra de ámbar caliente. Las alas tiemblan, y luego se abren ligeramente. Rápidamente la vuelve a extraer. Parece que el líquido se cataliza al contacto con el aire, pues se endurece de forma instantánea y se convierte en una pequeña gota en forma de pera, que apenas cubre las alas de color rojo reluciente. Konteau advierte después que el hombre cuelga la gota de ámbar de una cadena de plata muy elegante con broche. La philomimosa se ha convertido en el brillante dije de un elegante collar de plata.
El verdugo recorre con una mirada triunfadora las caras llenas de expectación. Todos saben lo que viene ahora.
—La oferta de salida son tres piezas de oro —dice.
—Tres —dice el joven que está delante de Konteau. Una mujer joven y rubia está al lado del joven que ha pujado. Están cogidos del brazo. Konteau cree reconocer en ellos a la pareja que iba sentada delante de él en la nave, al venir. Todavía llevan sus ropas blancas de boda, como si quisieran anunciar a todo el mundo su nuevo estado, y Konteau advierte que ella todavía lleva arroz sintético en el pelo. Supone que están de viaje de novios. Es probable que hayan estado ahorrando y haciendo sacrificios para permitirse este derroche, único en sus vidas. Pero una pieza de oro equivalía, probablemente, al sueldo de un mes de este hombre, y había ofrecido tres. ¿De dónde ha sacado tanto dinero? Bueno, no era asunto de Konteau.
—Un recuerdo de valor incalculable —pregona el hombre del puesto—. Cuando Paul sea Jefe Supremo, les recordará que fueron los primeros que lo supieron.
—Cinco —dice una muchacha, detrás de Konteau.
Un breve silencio. —¡Veinticinco! —dice la viuda rica, con voz áspera.
El mismo hombre del puesto está asombrado.
—Veinticinco. ¿Alguien ofrece treinta? —pero todos saben que ha terminado la subasta.
No, piensa el krono, quizá no haya terminado. Todavía tiene que pujar él. Envía un mensaje por los nervios que están en contacto con su prótesis ocular. «Mimí, ¿podemos hacerlo?» La viuda rica se abre camino a su lado, en el mismo momento en que él está entrando en comunión con ciertos microchips muy sofisticados de su ojo artificial. Sí, podemos hacerlo, a duras penas. El problema estriba en colocar unas pequeñas alas rojas en el marco mental de ella de hace cinco minutos, y proceder a avisarla de que se largue.
Escucha el tintineo de monedas sobre la mesa. El feriante entrega el collar a la mujer. Ella lo levanta para que todos lo admiren, y sus mejillas llenas de colorete se contraen con felicidad. Las pequeñas alas escarlata brillan como esquirlas de piedras preciosas.
Se produce un pequeño relámpago, débil y repentino, tan débil que sólo Konteau lo ve.
La mujer da un salto hacia atrás, al ver unas alas minúsculas que se mueven ante sus ojos. Mira la gota de ámbar, sin comprender. Ya no contiene la mariposa. Se queda boquiabierta, dejando ver que tiene los dientes picados. Alguien señala... ¿qué es? Es algo pequeño, que vuela en destellos, junto a las luces del techo. Y desaparece.
Ella dirige una mirada rabiosa al dueño del puesto, que le devuelve la mirada, más asombrado que ella, incluso, y sin comprender nada.
Una voz susurra al oído de Konteau.
—James, has cometido una travesura muy grande.
Dirige la vista hacia abajo. Es Zeke Ditmars, del Cuerpo de Biotecnología. El viejo investigador lo arrastra consigo.
—La mujer va a destrozar el puesto. Este no es lugar para personas honradas.
Konteau está de acuerdo.
—Hay un bar a la vuelta de la esquina.
—Las Lunas Gemelas. Desde luego.
Konteau vuelve la vista atrás. Las únicas caras que se perciben con claridad son las de la pareja de recién casados. Sus ojos lo escudriñan como láseres, y luego se apartan de él de repente. Advierte una luz espectral en las mangas del hombre. ¿Gemelos de diamantes? Interesante. Recuerda un juego que tenía él. Desaparecieron hace mucho tiempo, pero no lo lamenta.
Detrás suyo se van desvaneciendo poco a poco los chillidos, la destrucción general y las risotadas estridentes. Konteau se siente cada vez mejor. El primer día ha empezado bien.
Diez minutos más tarde está siguiendo con poco interés los movimientos fluidos de las bailarinas sobre la mesa de gravedad de las Lunas Gemelas. Sus arcos y piruetas aéreas llenas de gracia están perfectamente sincronizados con los circuitos preprogramados que conectan y desconectan la gravedad sobre la mesa. Las luces de colores recorren sus cuerpos esmaltados. Y, por encima de todo, como un cielo o un mar eterno, las canciones suaves y apagadas que surgen de altavoces ocultos. Las voces están desgranando La Ronda de Ratell:
Oh, cantad conmigo la canción del Tiempo,
Time, Temps, Zeit.
Sin lógica y sin rima,
Vremya, Tempus, Tijd.
Oh, las nueve ecuaciones que nos escribieron, Y nos entregaron Ratell y Kronos.
Oh, cantad conmigo la canción del Tiempo, Time, Temps, Zeit.
Casi sin pausa, empiezan con una balada azucarada y sentimental. «Aunque te escondas más allá de la Luna, un día te encontraré, ahora, ahora, ahora, que sea ahora...»
Konteau contempla a las bailarinas, y se da cuenta de que se está preguntando quién será el programador.
—Esta coreografía es muy especial —comenta.
—¿Eh? ¡Ah, el programa! Tienes mucha razón, James. Me alegro de que me lo hayas preguntado. Todo es trabajo de aficionado, realizado en ratos libres por una persona de mucho talento.
Konteau frunció el ceño ligeramente. No recordaba haber preguntado nada.
—¿De verdad?— preguntó por cortesía.
—¿Quieres conocerla?
—¿Conocerla?
Parpadea. ¿Puede ser verdad que exista aquí una mujer intelectual y con mérito artístico?
—¿Estás sordo? Conocerla. Es una chica. Una mujer. ¿Acaso no has venido aquí para eso? ¿Para conocer a mujeres interesantes?
Konteau se encoge de hombros.
Ditmars contrae la boca, formando una sonrisa llena de arrugas.
—Espera aquí. La llamaré.
—¿Está aquí de vacaciones?
—No. En realidad, está trabajando. Espera. Dame unos minutos.
El viejo desaparece.
A Konteau no le molesta la espera. En este lugar, el ruido es suave, amortiguado. Le gusta el anonimato protector de las lenguas extrañas, de las sílabas secretas que se mezclan formando un ruido blanco, monótono e invariable, como el que se puede oír acercando al oído una antigua caracola marina.
Las letras de las canciones, suaves y tranquilizadoras, siguen cayendo blandamente, como copos de nieve. «Me paseo por las estrellas... buscando a ella... ¿dónde está mi amor esta noche...?» Un ruido monótono y agradable, piensa Konteau. Ni bueno ni malo. No es nada. No vale la pena ni pensar en él.
Helen, ¿dónde estás esta noche? Cuando te fuiste no te llevaste nada... aparte de mi cerebro (ambos hemisferios, mi corazón, mis pulmones, mis tripas, mis músculos, mis huesos. He andado días enteros como un cadáver vacío.
Levanta la vista. El viejo científico vuelve, arrastrando consigo una mujer. Después de la breve presentación («Demmie, te presento a James Konteau»), ella se sienta a su lado en la barra.
La estudia disimuladamente, durante las primeras frases insustanciales. Esta mujer tiene algo que es a la vez indescriptible e impresionante. ¿Edad? Puede ser su hija. Menos de treinta, desde luego. Sus ropas tienen un corte serio, como si estuviera viajando de incógnito y formasen parte de su disfraz. El camuflaje funciona bastante bien, siempre que ella esté quieta, callada, y mirando hacia otro lado. Pasa desapercibida entre el fondo de damas de la noche, retretes, muebles y vasos de cristal sobre la barra y detrás de la misma. Pero cuando gira sobre su asiento, con esa manera de moverse fluida y llena de gracia, y le mira con esos ojos pardos fríos (que buscan algo, pero que tienen autoridad al mismo tiempo), ya no puede pretender el anonimato. ¡Por los Cuatro Jinetes, mujer! (piensa, guiñando y bizqueando, nervioso por el buen tipo de ella), ¿qué haces tú en el taburete de un bar? ¿Quién eres?
En dos minutos han despachado el tema de la danza gravitacional programada, y pasan a otros temas banales en los que pueden estar de acuerdo. ¡Qué bien han reconstruido Deimos, para convertirlo en un gran centro de vacaciones interplanetario! Una vez despachado este otro tema, se ponen a hablar del satélite interior, Pobos, que gira alrededor del planeta a una velocidad superior a la misma rotación de Marte sobre sí mismo. Y luego hablan del mismo Marte. Y, de repente, dejan de hablar de temas irrelevantes y emprenden una acalorada discusión sobre la posibilidad de que haya existido vida en Marte en tiempos prehistóricos.
Konteau necesita un apoyo moral, y busca a Ditmars con la mirada; pero el viejo investigador se ha marchado.
Está solo. Intenta explicar que existió vida en aquel lugar, una especie de vida.
—Es imposible —protesta Demmie—. Allí abajo no hay aire ni agua. No es más que un desierto helado.
—Es verdad que ahora es así, pero antiguamente había aire y agua.
—¡No! Me está tomando el pelo.
—Sí, es verdad —expone todos los elementos, como si estuviese comprobando una lista de la compra—: existían ríos, lagos, incluso océanos. Los volcanes, sobre todo en la región de Tarsis, vomitaban kilómetros cúbicos de vapor de agua, dióxido de carbono, monóxido de carbono, nitrógeno. Todavía se aprecian las huellas de las aguas a lo largo de todo el Valles Marineris. Y entonces existía en el planeta una verdadera vida primitiva, multicelular, bastante similar a las algas de nuestro planeta. Vivían por fotosíntesis. Absorbían dióxido de carbono y agua, y expulsaban oxígeno. Hace dos mil millones de años, el contenido de oxígeno de la atmósfera marciana era bastante respetable, en realidad. Podríamos respirar aquel aire.
—¿Cómo sabe todo eso?
Cae en un ensueño momentáneo. ¿Cómo lo sabía? Lo sabía porque había estado allí. Había pisado las estribaciones del gran Valles, y había contemplado el tremendo río torrencial, de cuatro millas de profundidad y tan ancho que no se divisaba la otra orilla. Ese gran río bajaba retumbando por un cañón de tres mil millas de largo, hasta desembocar en un mar poco profundo.
Todavía podía oír su pregunta. Ah, ¿cómo lo sabía? ¿Cómo podía explicarle lo que había sentido, de pie al borde de aquel desfiladero, con las botas de trabajo hundidas entre los guijarros, salpicado de espuma cargada de barro? Había gritado de emoción.
Unos pocos kilómetros al este del Valles había un afluente relativamente tranquilo, en el cual el agua fluía en espirales de jacinto, como si obedeciese a una orden poética. La había contemplado, fascinado. (Los jacintos. Helen de los jacintos. Siempre, jacintos,} Y todo el tiempo lloviendo, lloviendo, lloviendo. Y, cuando la lluvia hubo terminado por fin, resultó que los cielos eran azules. El espectro solar se disgregaba allí de la misma manera que en Terra, y le había sorprendido y deleitado.
Pero, ¿qué podía contarle a ella de todo esto? No sabía cómo explicarlo. De hecho, no quería explicárselo. Era algo que le pertenecía a él, y no quería compartirlo.
Actualmente, el terreno era totalmente diferente. Por lo tanto, ella tenía razón, en cierto sentido. El único agua que existía era subterránea, escondida en forma de hielos eternos.
Ella le está diciendo algo, con una voz burlona, escéptica.
—Y, ¿qué le sucedió a todo ese aire y agua?
—Se escapó al espacio, sobre todo. El problema era una combinación de dos factores: la velocidad molecular y la velocidad de escape. Verá, en la atmósfera superior, los iones de nitrógeno se combinan con los electrones para producir átomos de alta velocidad, que se mueven a unos seis coma tres kilómetros por segundo. Esta velocidad es inferior a la de escape de la Tierra, pero superior a la de Marte. Así, la Tierra mantiene su nitrógeno, pero Marte lo pierde. Con el oxígeno y el hidrógeno pasa algo parecido.
—¿Y con el agua?
—La luz ultravioleta la convierte en oxígeno e hidrógeno, y se pierden por el espacio. En la Tierra, eso no pasa. La gravedad de la Tierra vuelve a ser suficiente para mantener el oxígeno, pero no para mantener los gases más ligeros, como el hidrógeno y el helio. En nuestro planeta estamos perdiendo los más ligeros, que apenas se van renovando por las emisiones volcánicas. Aquí todavía es peor, por supuesto. Pero aquí hubo bastante aire y agua, tiempo atrás. La presión del aire llegó a alcanzar los 800 milibares. Podían vivir los seres humanos.
—¡Qué tonterías dice!
—No. Hace dos mil millones de años, en nuestro periodo Proterozoico, los seres humanos podían vivir en Marte.
Ella le dirige una mirada que quiere decir: «No sólo dice tonterías; está loco.»
El la toma de la mano. Está fresca, flexible. La mira a los ojos.
—Escúchame. Es un cálculo sencillo. El hidrógeno se escapa a razón de dos por diez elevado a ocho átomos por segundo, por centímetro cuadrado de superficie marciana. Casi todo el hidrógeno procede del agua, por disociación debida a la luz ultravioleta. Si esto ha sido así desde la formación del planeta, es que había agua suficiente para cubrir todo el planeta con una capa de cien metros.
—¿Y qué? Ya ha desaparecido toda, salvo un poco de hielo eterno.
—Pero una vez, hace mucho tiempo, estaba aquí. Todo era diferente hace dos mil millones de años. Se podría haber establecido una colonia completa en aquel tiempo: cinco millones de personas.
Ella lo estudia con la mirada llena de una intensidad extraña y repentina.
—¿Cinco millones de personas? ¿Una colonia completa? ¡Es ridículo!
—No —responde suavemente—. Se puede hacer.
—¡Demuéstralo!
—Podría demostrarlo si quisiera.
Esto la divierte. —Fanfarroneas, James.
—Necesitaría mucho material de la biblioteca —gruñe.
—¿Hablas en serio?
El se encoge de hombros.
—Bueno, conozco al bibliotecario. Puedo echarte una mano.
El se lo planteó, y luego pidió al camarero con una seña que sirviese otra ronda.
—Nada. Estoy aquí de permiso, de vacaciones; no he venido para escribir un informe idiota.
Prueban sus bebidas, y se miran el uno al otro.
Hay algo en ella que le recuerda a su esposa. No es capaz de decir «ex esposa». ¿Con quién duermes esta noche, Helen de los bucles de jacinto?
Demmie invade sus pensamientos. —Necesitarás un ayudante, alguien que te tenga ordenadas las cosas. Puedo hacerte el kaf, darte masajes en el cuello, conseguir los datos que necesites...
Vacila. No es capaz de decidirse. Una colonia en Marte. Un sueño. Sí, pero...
Ella sonríe de forma burlona. —¿No lo dirás de verdad, James Konteau? ¿Estás tirándote un farol? ¡¿No se puede dejar de verdad a cinco millones de personas en un desierto helado, seco y sin aire?!
—Claro que se puede. Sólo que es un poco más complicado de lo que crees. Para empezar, habría que preparar guías de pilotaje para algunas zonas diferentes. Recuerda, estamos hablando de hace un par de miles de millones de años, durante el Proterozoico de la Tierra. En Marte, ese periodo ni siquiera tiene nombre. No será un simple paseo para las tripulaciones. No se puede predecir lo que cae del espacio. Por supuesto, se pueden marcar en el mapa las zonas despejadas, en las que no han caído meteoritos desde hace unos mil millones de años. Pero las tormentas de polvo han erosionado los cráteres de mayor antigüedad, hasta convertirlos en llanuras regolíticas. Bueno, después de haber calculado las guías de pilotaje del tiempo, y después de haber localizado los cráteres y de haber instalado boyas indicadoras, entonces se envía a los equipos de exploración, que delimitan las ubicaciones de la colonia y de los asentamientos individuales. Y, por último, si no se ha matado demasiada gente hasta el momento, se envía a los equipos de construcción, con cemento y prefabricados, martillos y clavos. (¡Por Kronos, cómo quiere dirigir este proyecto! Se aprieta la lengua contra los dientes. Es capaz de sentir el sabor de su deseo. ¡Por las fauces de Kronos, está babeando! Avergonzado de repente, se limpia la boca con el dorso de la mano. ¿Sabe esta mujer lo que le está haciendo? Lo sabe. ¡Maldita sea!)
Y, ¿qué es lo que hace ella durante su explicación llena de paciencia y de claridad? Se ríe de él.
Basta de charla. La toma de la muñeca, y se dirigen juntos a su suite sobrecargada.
Y así es como empieza todo.
Al retirar los artículos de papelería y los listines de su escritorio, descubren el Libro de Kronos; lo habrán puesto allí (y, supone él, en todas las habitaciones) los maltusianos, que están en todas partes. Advierte que las cubiertas negras, de algo parecido al cuero, nunca se han abierto. Pliega hacia atrás la cubierta frontal y lee la inscripción en letras rojas y doradas:
La consecución de una sociedad feliz siempre se verá obstaculizada por la miseria resultante de la tendencia de la población a aumentar más rápidamente que los medios de subsistencia.
Thomas Robert Malthus (1766-1834)
Esta afirmación tiene algo de espeluznante. Arroja el libro a la papelera, sin dirigir siquiera una mirada a Demmie.
Se organizan.
Ella tiene contactos. Se encarga de que el servicio de mantenimiento instale una impresora en un rincón de su pequeño estudio, y prepara una lista de informes de trabajo, con todo tipo de accesos a las bibliotecas de la Tierra. Los datos abstractos empiezan a llegar, y él empieza a escribir, con gran esfuerzo al principio, y sin método. Ella tiene que enseñarle a trazar un esquema general, y a organizar el trabajo por secciones.
Demmie... el ingrediente necesario. El catalizador esencial.
Pasan las horas, y las hojas del manuscrito van cayendo al suelo, y ella las recoge, las numera y las lee, pero se reserva sus comentarios y preguntas, esperando a que él decida tomarse el próximo descanso. Le trae la comida, le limpia la habitación, hace las camas de los dos.
El piensa en ella como mujer, de vez en cuando. Es muy bonita, dentro de su estilo libre y no exigente. ¿No exigente? ¡En qué está pensando! Exige, ordena, este maldito informe. No quiere otra cosa... es lo único que ha querido de él. Nada de sexo. El deseo es irrelevante. Suspira. ¿Qué día es hoy?
2 Jacintos
A la deriva en la corriente de la media luz del día. En su mente, todo aparece entre comillas. Aquí no hay día de verdad. En Xanadú se aplica, de manera arbitraria y artificial, la hora de Grinch, la colonia subterránea en la Anglia helada. El día marciano dura treinta y siete minutos más, lo que llega a producir extraños efectos. Pero a nadie le importa. Las luces interiores del gran centro de vacaciones se amortiguan por la «noche», se refuerzan un poco al «amanecer», a «mediodía» están brillando despiadadamente, y empiezan a perder fuerza de nuevo a las siete de la «tarde».
Y, a pesar de que aquí no hay agua visible, y no hay comentes, él va a la deriva.
Están sentados en el salón de observación, y contemplan la desolación del planeta, que va pasando por delante de ellos en tomas lentas, sobre el mosaico de pantallas gigantes. A Konteau le hipnotiza, como siempre, la belleza desnuda y austera de aquel paisaje, y se pregunta si Demmie percibe también dicha belleza. Lo más probable es que nunca llegue a saberlo. La mente de ella es un misterio. Ella es un misterio. No importa.
Da vueltas al proyecto.
Para lo último que había venido aquí era para hacer algo útil. Y aun así, a pesar de sus decisiones inseguras, se había comprometido, y ahora este proyecto extraño lo había consumido casi por completo.
Intenta volver la vista atrás, intenta determinar el momento exacto en que esta mujer-araña le capturó, le enredó, y empezó la tortura que había generado este maldito informe. Había existido un momento concreto, allí en el bar. ¿Cómo había sido? Había sido rápido, pero ordenado, casi gradual. Casi como dormirse con la anestesia antes de una operación. Ese informe era lo único que ella había querido, desde el principio. ¿Lo había sabido Zeke Ditmars? Es muy probable. Debería estar furioso con los dos, pensó. Pero no lo estoy. Ese informe es algo notable, un verdadero tour de forcé. De hecho (reconoce a regañadientes), estoy orgulloso de él.
La acción sensorial sencilla de escribir y componer le daba una sensación de logro. Le gustaba la rápida respuesta de su pluma (la misma que utilizaba en los trabajos de campo). Le gustaba el contacto de la plumilla con el papel (esas páginas de cuaderno de topógrafo, que había hecho comprar a Demmie en una papelería del Paseo). Nunca en su vida había escrito tanto en tan poco tiempo. En cuanto se había puesto en marcha, había tenido que realizar muy pocas correcciones. Sabía exactamente lo que quería decir y cómo decirlo. Estaba orgulloso de la precisión de sus ideas, de la claridad de sus explicaciones. Cuando estaba llegando al final, el informe se convertía en parte suya, como una tercera mano, o (¡mala comparación!) como un segundo ojo. Cobraba vida propia.
A veces había levantado la vista del papel, había fruncido el ceño y había intentado recordar cómo y por qué estaba allí Demmie. Una vez había dejado de escribir y se había quedado mirando a la pared durante diez minutos enteros, y ella se había puesto detrás de él, le había tomado de los hombros, le había sacudido, y le había ordenado que se levantase.
—¿Qué hora es? —había preguntado él con voz confusa. Ella dijo:
—Las nueve de la mañana. ¿Por qué no bajas al Bio y haces una visita a Ditmars?
Y así era como había en su escritorio un montón ordenado de doscientas páginas. En perfecto orden. Eso era obra de ella, por supuesto. Después de tantas horas, días, noches, está terminado, concluido. Puede dejarlo. Pero su mente y su cuerpo todavía están acelerados. Tiene que desacelerarse.
Es raro, es raro... ¿De quién es el informe? piensa. ¿De ella? ¿Mío? Ella me empujó a hacerlo. Sin ella... es casi como si ella me hubiese enviado a una misión oficial sobre el terreno. Sólo que él nunca había escrito antes un Informe General, un proyecto de asentamiento de una colonia completa (cinco millones de personas), ni siquiera para el asentamiento en Terra. Y su Jefe de Campo jamás lo elegiría a él, un simple krono de campo, para que hiciese un borrador de General. Pero ahí está. Ahora, existe, aunque ni tiene por qué existir.
Ahora, Demmie y él están tomando kaf en el salón de observación. El sillón de perfil automático se ha ajustado a su columna vertebral de forma tan agradable que apenas advierte su apoyo. Ah, quizá pueda empezar a relajarse ahora...
Dirigen una larga mirada de despedida al desierto marciano. Una a una, las pantallas van conectando con el programa de noticias en general, y con el funeral del ex Jefe Supremo en particular.
Es un buen momento para no estar en la base central, piensa Konteau. Las escuelas y las tiendas estaban cerradas por la muerte del viejo Jefe Supremo. Las campanas repicaban a muerto en los templos Kron de la Tierra. Muchas personas creían que era una fiesta, igual que aquí en Xanadú, y en las colonias de Terra se formaban espontáneamente desfiles y carnavales.
Y ahora, él y ella están sentados en este gran centro de vacaciones excavado en el satélite exterior de Marte, y contemplan el funeral del viejo Jefe Supremo. Se les muestra el rostro sereno, de color ceniciento, mientras se cierra el ataúd. El cadáver, que ya ha sufrido la muerte cerebral, sigue respirando con su macabro sistema de respiración asistida. Cuatro caballos negros arrastran la carroza fúnebre sobre millones de pétalos de rosa (para amortiguar el ruido de los cascos y el roce de las ruedas sobre el pavimento), por el bulevar hasta la pista de lanzamiento.
Konteau tiene curiosidad. Pregunta a la mujer:
—¿Habías visto alguna vez un caballo?
—Tenían uno en la granja-museo, cuando fuimos en la escuela primaria.
El asiente, y recuerda, y llega a una conclusión silenciosa. Ya había visto dinosaurios cuando vio su primer caballo.
La procesión ha llegado a la pista de lanzamiento. La torre de lanzamiento recoge el ataúd de la carroza, y lo levanta con elegancia mecánica hasta la cápsula a reacción, que lo está esperando. Las puertas de la cápsula se cierran. Las cámaras se dirigen a la tribuna presidencial, y la autoridad que preside el funeral se dirige al atril y empieza a pronunciar su panegírico.
Demmie se revuelve en su sillón, incómoda.
Konteau se vuelve hacia ella.
—Un tipo con pinta rara, ¿verdad?
—¡Mira qué ojos tiene!
Konteau ya se ha dado cuenta. El orador, Paul Corleigh, noveno Delta Vyr, tiene las pupilas elípticas. Probablemente una mutación, piensa el krono. Y no es única, ni mucho menos. Ya ha visto pupilas elípticas. Las tienen algunos reptiles: la serpiente de cascabel, por ejemplo. ¡Ah, Paul el Piadoso!, ¿puedes separar esas grandes mandíbulas fláccidas para tragarte entera a tu presa?
La mujer pregunta: —¿Lo has conocido en persona?
No. Mi equipo planeó una vez un asentamiento en Delta, en el Triásico Superior. Pero el Cuerpo se encargó de todo. No tuvimos ningún contacto con la cancillería.
—Es un hombre peligroso. No te cruces con él.
El se encoge de hombros. Es discutible.
Ella insiste en su argumento: —Es inevitable que se enfrente al Consejo y al Cuerpo.
Ella conoce el terreno, por lo menos (piensa él). Cuando habla con un hombre-kron, lo llama «el Cuerpo». Muy correcto. Cuando los hombres-kron hablan entre sí, lo llaman simplemente «la Viuda Negra», o simplemente «la Viuda». Es todo cuestión de cortesía del lenguaje.
Demmie prosigue: —Y si el Cónclave lo elige como próximo Jefe Supremo...
El bosteza. —No es asunto mío, no es asunto tuyo. Todo es un tinglado político. No pienses en ello.
Ella no responde.
El piensa en política un momento. ¿Cómo sabe ella todas estas cosas (o parece que las sabe)? Se oyen muchos cuentos. Son mitos, de hecho. Según uno de los mitos, el Jefe Supremo nuevo mataba al viejo con un hacha ritual. O con una daga. O lo estrangulaba. ¿Pasaba algo así de verdad? Lo más probable es que no. Bueno, en nuestros tiempos se espera a que el Jefe Supremo fallezca de muerte natural: de viejo, por un accidente, por lo que sea. Y luego, el dios Kronos designa al nuevo Jefe Supremo. Naturalmente, lo que se llama designación por el dios no es más que una terminología simbólica que designa al proceso de selección que tiene lugar en el gran Cónclave de los Vyrs. Y los Vyrs vienen ahora de todo el mundo para reunirse en Delta, en el Cónclave.
Pregunta por cortesía, sin que le importe en realidad:
—¿Sabes cómo llevan a cabo la elección en el Cónclave? Quiero decir, ¿conoces la mecánica de trabajo?
Cree que ella le mira de una forma rara. Pero se limita a responder:
—He oído cosas.
—¿Como cuáles?
—Es, más bien, una mezcla de salvajismo animista y de la informática más avanzada. Utilizan... tejidos de mamíferos... con una especie de lector de láser —su boca se contrae en una mueca—. Es todo muy horrible y muy secreto. No te mezcles en eso —se ríe brevemente—. No hago más que repetir eso, ¿verdad? —Pero tiene la voz dura.
¿Qué está pasando? No le gusta esto. No aspira a entender de política, más que en sus líneas generales. Los Vyrs, con los inquisidores y los casacas grises, dirigían las colonias. Cuando la población de las colonias era excesiva, se esperaba que el Consejo, por medio del Cuerpo de Kron, tuviese preparados nuevos asentamientos listos para ser ocupados. Así funcionaba el gobierno, de forma resumida. Por supuesto, los Vyrs y el Consejo siempre estaban enfrentándose, y pretendían absorberse mutuamente. La lucha por el poder siempre había existido, que él recordase, y le parecía muy aburrida, sin nada que ver con su trabajo diario en el estudio de ubicaciones para nuevos asentamientos y colonias.
Hace un gesto con la cabeza hacia las pantallas. Volvamos a la ceremonia.
El discurso de Paul el Piadoso ha terminado. Desciende de la tribuna, se mezcla con la muchedumbre, los motores de la cápsula se encienden, y las moléculas que definen los restos del antiguo Jefe Supremo se dirigen a su órbita solar. Los hombres que habían conocido al difunto Vyr de Vyrs habrán muerto mucho antes de que se agoten las baterías que impulsan a su ataúd espacial.
Konteau agradece por un momento que sus funciones no estén relacionadas con el terreno político. Se da mucha cuenta de que Paul, o cualquier otro Vyr. podría aplastarlo de la misma manera que un brontosaurio pisa un insecto del Mesozoico. Su trabajo no tiene contactos directos con los centros del poder. Aunque sintiese el deseo de hacerlo (¡Kronos no lo quiera!), no tendría la oportunidad de enfrentarse con el aparato de los Vyrs. Y está dispuesto a seguir así.
Demmie le da un codazo. Las cámaras enfocan ahora los barrios céntricos de Delta Central.
Como cuervos, los Vyrs de todo el mundo se reúnen allí para el Cónclave. Pronto elegirán a uno de ellos para que sea el nuevo teócrata. ¿Qué Vyr ha prestado los mayores servicios al dios? ¿Quién ha hecho qué? La delegación de Rho, en la Galia central, proclama la expedición de su señor a Próxima Centauri. No es que el Rho Vyr haya ido personalmente a la estrella, pero ha financiado el proyecto, sin duda. Los seguidores del Sigma Vyr, de Hispania, se ríen de ello: su señor ha desarrollado la sinteticarne, a partir de las algas. Por otra parte, Willem el Pensativo ha construido a Kronos una fantástica catedral. Li señala sus Jardines Botánicos de cuarenta hectáreas, en los que se ha inventado una nueva vegetación resistente a las radiaciones, que puede repoblar el suelo de los desiertos... etcétera, etcétera.
Las cámaras muestran cómo la gente de la calle se acerca a otra gente que no conoce y empieza a discutir sobre qué Vyr ha servido mejor a Kronos... cuáles son los politiqueos (o cuáles deben ser)... quién debe a quién qué favores... qué pena que el Vyr tal no tenga nada que hacer...
Las vacaciones han llegado en un momento adecuado, sin duda (piensa Konteau). Aquí, en este gran centro, las alteraciones debidas al cónclave ya son bastante molestas. En Delta serían inaguantables.
En esta cubierta exterior no hay nadie, aparte de ellos dos. Demmie acerca la bandeja y la coloca sobre el soporte que hay delante de sus sillones. Duda, y hace un movimiento como si se fuera a marchar. Pero él dice:
—Por favor, quédate. Por favor.
Ella sonríe, y se sienta en el sillón de su izquierda, el lado de su ojo bueno. El se inclina y sirve dos tazas. Toma su kaf solo. Ella le añade crema y edulcorante al suyo.
Es bueno descansar. ¿Cómo era aquello? A la deriva. Después de todo, para eso ha venido.
Demmie intenta atraer su atención. Le pregunta algo. El pone mala cara. No quiere hablar. Lo único que quiere es estar allí sentado, como una concha vacía en una playa lejana, intemporal.
Ella repite su pregunta: —¿Cuánto tiempo llevas en el Cuerpo?
¿Cuánto tiempo? Cierra los ojos, como para separarla de sí.
—Demasiado tiempo —murmura.
—¿Dónde está tu Reloj de Arena? —pregunta ella, casi con voz acusadora.
Por su cara pasa un caleidoscopio de expresiones. No sabe qué decir. En todo caso, a ella no le importa. La Viuda Negra te daba el Reloj de Arena como premio después de veinticinco años de servicios de campo. En general, a nadie le importaba —ni se daba cuenta— si lo llevabas o no. Sólo en una ocasión era de rigor ponértelo: si tenías que portar el ataúd en el funeral de un compañero krono. A los treinta años de servicios, te añadían unos adornos de diamantes. Podías elegir entre una insignia para la solapa o unos gemelos de camisa. El había elegido los gemelos. De cualquiera de las maneras, el reloj de arena esmaltado en negro parecía el vientre de la araña llamada viuda negra. Cuando tenías el Reloj de Arena, podías llamar al Cuerpo «la Viuda». Al departamento de personal no le gustaba; todos los años enviaban circulares prohibiendo esa costumbre. Los que tenían el Reloj de Arena, los Relojistas, no hacían caso. Cuando se recibía el premio, se celebraba un pequeño banquete exclusivo, y una bonita ceremonia. Sólo podían ir los Relojistas. Otro pequeño banquete al conseguir los adornos de diamantes. Había habido chistes macabros. Porque los diamantes equivalen a una sentencia de muerte.
Pero esos diamantes tenían una gran ventaja. Valían dinero. Por lo tanto, señora o señorita Demmie (que llamas a puertas prohibidas), puedo decirte la verdad: no sé dónde están mis Relojes de Arena. Porque los vendí, y con el dinero... Levanta una mano para tocar un pequeño bulto del bolsillo interior de su chaqueta. ¿Está obligado a responder por cortesía? Bueno, muy bien. Hace un gesto con la cabeza, más o menos hacia donde está ella, y gruñe algo ininteligible.
Ella responde con una sonrisa de perdón, y se encoge de hombros de forma tan artificiosa que casi puede considerarse como disculpa de su pregunta. Pasa a un terreno menos delicado.
—¿Vienes mucho por aquí?
—Una vez al año. Unas vacaciones cortas.
—Yo suelo venir. Nunca te había visto.
—Vengo, y me escondo.
—¿Te gusta esto?
—A veces. Había que probarlo.
—¿Cuándo fueron tus primeras vacaciones? Aquí, quiero decir.
—Oh, creo que hace unos cuatro años.
—¿Por qué elegiste Xanadú?
¿Cómo responder? La Viuda le había pagado las primeras. Era por prescripción facultativa, de hecho; habían insistido los meds y los froyds después de que Helen se fuera. Podía elegir entre eso o la excedencia indefinida del Cuerpo. Se metió más aún en su caparazón. No quería entrar en detalles sobre el por qué.
—Creo que me echaré una siesta —murmura. Cierra los ojos con firmeza.
Recuerda. Para empezar, ¿por qué había tenido que empezar a ir a los meds y a los froyds? Había sido por Helen, por supuesto, pero había surgido de una forma bastante curiosa y accidental. Hacía unos cuatro años, poco después de que se fuera Helen, había sufrido un pequeño problema de audición, y se lo había dicho a los meds sin darle importancia. Un zumbido grave, apenas perceptible, que aparece y desaparece. No es nada importante, insistía él. En realidad no le molestaba. No era más que una molestia intermitente, eso era todo. Y los meds normales de la clínica de la Viuda le habían sometido a las pruebas de audición rutinarios. Le habían mirado con otoscopios. Habían comprobado el funcionamiento de su oído interno, el martillo, el yunque, el estribo, el caracol, todas esas cosas con unos nombrecitos tan curiosos. Le habían hecho girar, de pie y tumbado, y habían comprobado el movimiento de su ojo bueno. «El nistagmismo es normal», dijeron. (El ya lo sabía). Habían hecho radiografías de sus nervios auditivos, y habían comprobado la gama de su respuesta auditiva. Habían confrontado todos los datos y habían sacudido la cabeza colectiva, por así decirlo. Uno de ellos murmuró:
—No hay tinitus. No hay pitidos en los oídos. Ni estruendos, ni chasquidos, ni silbidos. No hay otosclerosis, ni daños orgánicos perceptibles.
A partir de esto, su caso había tomado un giro radicalmente distinto.
—¿Oye voces? ¿Le habla Kronos?
El quería dejarlo correr, pero no le dejaban.
—¿Y otros sonidos? ¿Notas musicales constantes?
Consultó textos sobre las alucinaciones auditivas. Había casos históricos. Hacía siglos, un compositor que se llamaba Robert Schumann había oído continuamente la nota «la», y se había tirado de un puente en la antigua Viena. Konteau no protestó demasiado cuando lo enviaron a los froyds, que —sospechaba él— estaban encantados de recibirlo.
En la primera consulta le recibió un señor mayor, con quevedos y ojos fláccidos y olvidadizos; junto a él, un ayudante más joven, muy respetuoso pero muy experto. Ambos llevaban batas blancas. Le dijeron sus nombres, pero él los olvidó al instante. Dedicaron un momento a leer los resultados de los análisis clínicos; mientras tanto, Konteau estaba sentado en un taburete, con ropa de trabajo, y deseando estar en otro lugar.
Los dos froyds hablaban entre sí.
—¿Un psicomnemo? —preguntó el ayudante al jefe.
—Puede ser.
Konteau había fruncido el ceño. ¿Psico...?, ¡maldita sea! Ya conocía a esos curanderos. Dan a una cosa un nombre que nadie ha oído nunca, y ya creen que la tienen controlada. Estaban hablando de él, en su presencia. Eso era una falta de educación. Además, no sabían de qué estaban hablando.
—¿Qué es un psico... como se llame? —preguntó.
—Psicomnemo. No es más que unas pequeñas cosquillas a su inconsciente —dijo el froyd mayor—. Algo que le recordará cosas que quiere recordar, pero que le harán daño si las recuerda.
—Así que todo es muy indeciso y ambiguo —añadió el ayudante, pretendiendo ayudar.
—Yo no tengo nada de eso —declaró Konteau—. Tengo un control completo de mis recuerdos y de mi inconsciente.
No respondieron. Ni siquiera se miraron entre sí. Se dio cuenta de repente de que lo más probable era que hubieran oído lo mismo de boca de todos los pobres desgraciados que pasaran por las salas de exploración.
Ten cuidado, Konteau (se dijo a sí mismo). Si plantaba cara a estos matasanos, eran capaces de dar un mal informe. Podían incluso obligarle a tomar el retiro. Sería demasiado para él. Su trabajo era lo único que tenía en el mundo. Ahora que Helen se había ido, era lo único que le hacía seguir adelante. Su voz carecía de vida.
—Vamos a ello. Díganme por qué oigo un zumbido.
Le llevaron a la sala de sonidos, y se pusieron a reconstruir su zumbido. Aunque a regañadientes, reconoció que el proceso analítico le agradaba. Era entretenido. Muy científico.
—El oído humano medio puede percibir el sonido en una gama de frecuencias que va de las dieciséis a las 20.000 vibraciones por segundo —dijo el ayudante—. La voz humana abarca entre los 300 y los 4.000 ciclos por segundo. La nota más grave de un tubo de órgano bajo corresponde a dieciséis ciclos por segundo. Un zumbido estaría más bien por la parte baja del espectro sonoro. Vamos a intentar determinar la nota fundamental del zumbido. Escuche esto. Su zumbido ¿es más agudo o más grave?
—Más grave.
Después de un par de intentos más, llegaron a la conclusión de que la nota correspondía a unas dieciocho vibraciones por segundo, dos más o dos menos.
—Pero no es tan sencillo —insistió—. Mi zumbido es en realidad una nota compuesta. Creo que se trata, en realidad, de dos zumbidos, que se mezclan, por así decirlo.
Eso consiguió fascinarles.
—¿Disonantes? —preguntó el bata blanca jefe.
—No, creo que no. Si fuesen disonantes, con dos frecuencias diferentes, creo que oiría unas pulsaciones por interferencia.
—¿Cree que los dos zumbidos proceden de la misma fuente? —aventuró el ayudante.
—Bueno... sí, creo que sí.
—¿Un motor? —ahora los dos le estaban asaeteando a preguntas.
—No...
—¿Dos transformadores que zumben?
—No.
—¿Y qué hay en la naturaleza que zumbe? —se preguntó a sí mismo el ayudante—. ¿Colibríes? —dijo vivamente.
—No. Aletean demasiado rápido.
Konteau se irguió de repente. —Esperen. Algo vuela. Sobre mi cabeza.
Le miraron. —Siga —dijo el jefe, con voz tranquila—. Algo vuela sobre su cabeza. Es una sola cosa, pero produce un zumbido compuesto. No es un ave. ¿Cuántas alas tiene?
Konteau se tapó los oídos con las manos y cerró los ojos. Pero oía y veía ráfagas de cosas... sonidos... escenas...
—¿Qué es? —insistió el jefe—. ¿Qué es lo que produce el ruido?
—Creo... que es una libélula.
El ayudante puso reparos. —¿Una libélula? ¡Imposible! Su aleteo produciría un sonido de frecuencia mucho más elevada.
El jefe levantó la mano. —¿Dijo cuatro alas? —preguntó a Konteau en voz baja.
—Cuatro. El par delantero sube mientras el par trasero baja. Y luego hacen el movimiento inverso. Puede hacer vuelo estacionario.
¿Y estaba estacionario?
No respondió al principio. Iba recordando, lentamente al principio, luego a borbotones, por último toda la riada de recuerdos, crueles, hermosos. Helen y él yacían juntos sobre el musgo, bajo aquel gran árbol cubierto de escamas, echando una cabezada después del almuerzo, allá en el Carbonífero Superior, hace trescientos diez millones de años, en aquel gran bosque de árboles gigantes similares a los helechos, que acabarían convirtiéndose en carbón. El ambiente era caluroso y húmedo. Llevaban pantalones cortos y camisas de sport; a aquella hora la brisa marina había cesado, pero todavía no había empezado la brisa de tierra del atardecer. El bosque estaba absolutamente muerto. No se movía ni una hoja. El resto del personal de reconocimiento se había ido a otra misión, por la costa de la antigua Apalachia, recogiendo muestras de aire y efectuando mediciones de temperatura y de presión del aire. De repente, la muchacha había dado un chillido y le había agarrado. Y, al mismo tiempo, él había levantado la cabeza y había visto a la criatura: un precioso ejemplar de Meganeura, una libélula gigante, con una envergadura de alas de un metro. Se quedó allí un instante y luego desapareció, asustada por el grito y por los movimientos de sus cuerpos. Ah, pero la había visto. Recordaba aquel insecto enorme y hermoso con una riqueza de detalles casi intolerable. Recordaba la longitud de su cuerpo, su abdomen largo y delgado, sus patas como ramitas, sus ojos bulbosos gigantes. Su aleteo, dieciocho veces por segundo, convertía a las alas en una mancha difusa. Recordaba que había pensado entonces que este miembro primitivo del orden de los odonatos era una imposibilidad biológica...
Y entonces...
Cuanto Helen abrió los ojos, tenía su cara sobre la de ella, y le estaba mirando la nariz y los labios. Alivió un poco el peso de su cuerpo para que ella pudiera respirar. Advirtió, por primera vez, que su pelo era un haz de rizos individuales, como los pétalos de un jacinto. Cuando él la besó, ella volvió a cerrar los ojos y le abrazó.
Su vida juntos había empezado con un zumbido.
Oyó a los dos froyds que hablaban entre sí en voz baja. —Creo que ya lo tiene.
Sí, ya lo tenía, pero no estaba seguro de que le hiciese falta.
Ese encuentro con los froyds había sido el primero, pero no el último. Había tenido lugar pocos meses después de que Helen lo hubiese abandonado. ¿Le había servido de algo? En realidad, sí. El zumbido había desaparecido. Nunca le había vuelto a molestar. Y ahora era capaz de pasar por delante de la floristería (en la que había jacintos en tiestos) sin sufrir palpitaciones ni ahogos. Había encontrado el volumen «perdido» de las obras de Edgar Allan Poe entre el desorden de su apartamento de soltero. («Helen. tu belleza es para mí...») Lo descubrió sobre su mesilla, donde siempre había estado. Quizá estuviese empezando a superar el golpe de su abandono.
Pero no todo había acabado con la resolución del problema del zumbido. Le dedicaron un trío especial de froyds para él sólo, tres mujeres que trabajaban en equipo, y tenía que visitarlas cada trimestre. En realidad, había empezado a venir a Xanadú porque habían insistido ellas tres (a las que nunca había visto: sólo conocía sus voces). Se tumbaba en aquel diván blando, bajo unas luces suaves de color rosa, en la sala de charlas, y las voces flotaban de forma soñadora. Antes de que hubieran avanzado mucho en la primera sesión, ya era capaz de distinguir cada una de las tres voces. Por algún motivo, le recordaban a las tres Norns.
Primera voz (Norna, dura, firme): Ha perdido diez kilos desde sus últimas pruebas físicas. Necesita reposo. Debe irse. Le hará olvidar a Helen.
Segunda voz (Verdandi, contralto, de bella modulación, interesada): Intente ir a Xanadú, en Deimos.
Tercera voz (Skuld, soprano, un poco chillona, exuberante): Siempre le gustó Marte.
Primera voz (Norna): Podría escribir un Informe General. Hace mucho tiempo que quiere escribir un Informe General sobre una posible colonia en Marte.
Segunda voz (Verdandi): En cualquier caso, podría encontrar chicas.
Tercera voz (Skuld): Y encontrar a una chica que le pudiera ayudar con su informe.
Qué raro, cómo había salido todo. Casi como si la Viuda hubiera advertido a Ditmars, y Ditmars hubiera preparado a Demmie. Pero ¿qué papel desempeñaba Demmie en todo esto?
Sacudió la cabeza. Olvida el informe. Olvida a Demmie... a Ditmars... incluso a la Viuda. Sólo existía una cosa verdaderamente importante, y esta cosa era Helen. Todos los caminos mentales conducían finalmente a Helen, como los senderos de un laberinto ingenioso, o como las carreteras antiguas, que conducían a Roma. Las mismas Norns conducían a Helen. Las Norns sobre todo.
Qué extraño, lo de ese trío invisible.
Había protestado una vez. —¿Es esto normal? ¿Por qué no podemos hacerlo cara a cara?
—Podría poner en peligro nuestra utilidad —había dicho Norma.
—Ustedes, señoras, ¿son monstruos de algún tipo? ¿Creen que me asustaría de verlas?
—Por el momento, James, no entraremos en el tema de nuestro aspecto —dijo Verdandi—. Si se le presenta una emergencia repentina, de vida o muerte, se podría hacer algo.
—Bueno, qué tranquilizador. Cuando las vea a ustedes, señoras, será porque me voy a morir. —Pronunció esto como una mezcla de afirmación y pregunta.
Le tocaba responder a Skuld, pero no hubo respuesta.
Dirige a hurtadillas una mirada a Demmie. Está respirando de forma suave y regular. Quizá fuera ella la que necesitaba una siesta.
Suspira, y vuelve a pensar en Helen. Ella no necesita nada ni a nadie. Ni siquiera a su hijo Philip. Ni a su trabajo. Ni a mí, por supuesto. ¿Cómo llegó a lograr tal desapego? ¿Se puede decir que es un logro? Sea lo que sea, es para echarse a temblar.
O sea, Madame Demmie, o como quiera que te llames, que quieres saber qué fue de mis Relojes de Arena tachonados de diamantes? ¿Quieres conocer la suerte del único recuerdo tangible después de treinta y dos años de jugarme el pellejo con la Viuda? Los vendí, mi pequeña e insistente amiga, y con el dinero me compré algo valioso: tres vaporosos retratos al óleo, por el gran Ingrim. Ingrim, nada menos. Los originales estaban en la caja fuerte de un banco, en Sigma, pero antes de guardarlos había encargado unos hologramas en miniatura, con texto hablado, y los llevaba en la cartera. En sus anteriores juergas en este lugar, ponía el tríptico sobre la cama, sobre el escritorio, o incluso en el suelo, ponía en marcha la secuencia, e iba formando las palabras del texto con los labios.
Uno:
Si te falta la fortuna, y si en tu despensa sólo quedan dos panes, vende uno y compra jacintos para alegrar tu alma.
(Había vendido los dos panes, es decir, los dos gemelos en forma de Reloj de Arena con diamantes, y no lo lamentaba.)
Dos:
A veces creo que nunca es tan roja la rosa
como la que crece en la tumba de un César,
y que todos los jacintos del jardín
han caído en el regazo de una cabeza que fue hermosa.
(Piensa: si soy capaz de comprender lo de los jacintos, el conocimiento me hará invulnerable. Podré sobrevivir. Podré vivir mi vida sin ella.)
Tres: (Este retrato era un demudo}
Toqué sus pechos dormidos y se me abrieron de pronto como ramos de jacintos.
Se imaginó dicha flor elegante. El jacinto era un bulbo que florecía perennemente. A partir de un tallo central surgían muchas flórulas de seis pétalos, cuyas puntas se curvaban hacia atrás y se dirigían al tallo. Su impacto visual y olfativo podía ser espectacular, sobre todo el de las variedades de tonos más oscuros. Algunas mujeres (Helen entre ellas) tenían el pelo rizado de forma natural, como las flores del jacinto.
Había visto trabajar a Ingrim. —Jacintos! —había susurrado el gran pintor —¡Maravilloso! —Y, a partir de una fotografía, había pintado un lienzo cada día, durante tres días, mientras Konteau disfrutaba del entusiasmo del artista.
La imagen más profunda de todas, la visión de Poe, no se la había confiado a Ingrim. Era propiedad particular suya, que no quería compartir, ni siquiera para inmortalizarla. Porque ya era inmortal.
Tu pelo de jacinto, tu rostro clásico,
Tus aires de náyade, me han traído al hogar.
La náyade bajo el gran árbol Lepidodendro, en aquella exploración del lejano periodo Pensilvánico. La recordaría siempre. La libélula zumbadora gigante se había marchado, y había vuelto el silencio. Y los únicos sonidos eran los suspiros de sus cuerpos sudorosos. De esa manera fue como tú, Helen de los Jacintos, fuiste la madre de nuestro hijo. Hace veintidós años. ¿O hace 310 millones de años?
Conque ahora, a Xanadú. Y gracias a Kronos que puede ir a Xanadú. En los últimos días de vacaciones que pasó aquí todo se embrollaba, se confundía, y nada era real. Se sentaba aquí (¿en este mismo sillón?) y cerraba los ojos y flotaba en un mar de líquido amniótico. Xanadú era un vientre protector.
Por las «tardes», en las vacaciones pasadas, le había gustado andar por el Paseo lleno de tiendas. Las aceras solían estar llenas de paseantes como él: hombres a la caza de mujeres, y viceversa. Al principio le había sorprendido el número de hembras muy ricas que aparecían por allí. Se había encontrado con algunas de las familias más nobles de Terra.
Parecía que las modistas, salones de belleza, boutiques y casas de comida rápida se sucedían de forma regular, como si estuvieran trenzados. Le gustaba pasar por delante de los salones de belleza y mirar los modelos de peinados en los escaparates. El año pasado había habido un gran holograma de un peinado con rizos de jacinto. Lo había contemplado durante varios minutos, fascinado. Le parecía que era capaz de percibir el aroma penetrante del pelo de Helen, como de agua de rosas. El holograma había desaparecido la tarde siguiente.
Pero este año era diferente. Muy poco tiempo para pasear. Demmie le había obligado a dedicarse al informe maldito. Le había insistido, le había empujado. Qué raro, no era capaz de decidir si le guardaba rencor. Ni siquiera lo supo cuando hubo terminado el informe.
Este viaje, por lo menos, casi parecía que tenía un motivo; aunque (como sospechaba) el motivo lo tenía más bien esta mujer misteriosa. Demmie se lo había hecho tragar a la fuerza. El no se había dado cuenta de lo que pasaba hasta que todo hubo terminado.
Estaba intentando recordar, ordenar sus ideas. ¿Cuándo había empezado todo? Si el viejo Zeke Ditmars tenía algo que ver en todo esto, bien podía haber empezado todo hasta un año atrás. El año pasado, el día en que llegó, había visitado los Laboratorios Experimentales del Consejo, para saludar a su viejo amigo, el teórico retirado que había diseñado a Mimir, su ojo ortopédico. La conversación había ido derivando, de alguna manera, hasta convertirse en una discusión sobre cómo se podría solucionar el exceso de población de la Tierra. El hombre-kron había sugerido el Proterozoico marciano.
—Se puede establecer aquí una colonia completa, Zeke, cinco millones de personas. Se empieza con un asentamiento, cinco mil personas. Luego otro, y otro más. Se puede ir enviando el exceso de población terrestre, unos cien mil al año para empezar.
El viejo científico estudió a su amigo con la mirada. —Haría falta mucho trabajo de preparación.
—Yo he bajado por allí. Lo sé.
—Desde luego que sí. Pero ellos no lo saben. El Consejo necesitaría un Informe General, para plantearse siquiera el envío de un equipo de reconocimiento previo.
—Ya lo sé. Olvídalo. Creo que me iré a la Majestuosa Cúpula de Placer para ver a las chicas. ¿Quieres venir? —añadió cortésmente.
Ditmars estaba pensativo. —Esta vez no, James. El año que viene, quizá. ¿Volverás el año que viene?
—Sí, supongo que sí.
—El año que viene, entonces. Seguro.
Konteau se da cuenta ahora de que el viejo científico había planeado este encuentro con Demmie hasta con un año de adelanto. Se ríe con tristeza.
Ha sido víctima de un montaje.
3 «Se avecina un temblor»
ASI que están en el salón de observación, y Konteau está meditabundo, y Demmie le dirige alguna pregunta de vez en cuando.
Demmie: ¿Sales mucho a trabajos de campo?
Konteau: (Gruñido.)
Demmie: ¿Perdiste así el ojo?
Konteau: (No responde.)
Demmie: Es un informe maravilloso.
Konteau: (Sus pensamientos son morosos, inexplicables) ¿Qué demonios sabes tú de eso?
Pero ella no se ofende. El sigue gruñendo.
¿Y a quién le importa, en todo caso?
A mí me importa.
Piensa: quizá sea verdad que te importa. Y puede que algún día, de alguna manera, esto pueda llegar a ser importante. Demmie: una mujer con ideales, y con una misión. No tiene tiempo para los hombres. El año pasado, si hubiera pensado en una mujer como Demmie se hubiera sentido frágil, adolescente, inseguro. Pero ahora no le importa. No obstante, se da cuenta de que eso no era bueno necesariamente. ¿Qué es lo que importa verdaderamente"! Todavía quedan algunas cosas. El trabajo. Helen. Phil. Es curioso el orden. ¿Desde cuándo está Helen en segundo puesto? Sólo Kronos lo sabe.
Ella le está preguntando algo. Tiene que hacer un poco de memoria. ¿Qué es lo que le había preguntado? Ah, ahora se acuerda. ¿Cuánto tiempo hace que es hombre-kron?
Responde con voz cansada y monótona: —Treinta y dos años.
Demasiado tiempo, pero no es suficiente. La pregunta abre la puerta de los recuerdos: algunos son triviales, otros son temibles, otros horribles. Helen, la del cabello rizado, había sido exploradora-kron.
Así se habían conocido. Ella, Devlin, Quincy y él, en su misión en el Mesozoico posterior. Devlin era el jefe del grupo. Todos habían advertido a Quincy: «No te arriesgues». Pero Quincy, de carácter despreocupado, había tenido mucha confianza y muy poco cuidado. Se había matado. Ni siquiera habían podido recuperar el cadáver. Los insectos carroñeros, hormigas y escarabajos grandes como el pie, habían devorado a Quincy en pocos minutos. Hasta los huesos. Hasta la chapa de identificación, que era de titanio. Devlin nunca se había repuesto del golpe. Casi le cae un consejo de guerra. Pobre Devlin.
Así que ahora están sentados esta muchacha y él en el salón de observación, unidos en el silencio casi total, como los viejos. Advierte vagamente que ella le observa de reojo. El se aclara la garganta. Tiene la voz sombría y pensativa.
—Tengo un hijo, más o menos de tu edad.
—¿Philip es krono, también?
Se estremece. ¿Se ha olvidado de algo? Esta conversación está extrañamente descentrada. Pero ¿de qué se ha olvidado? ¿Cómo? No es capaz de enfocarlo. Ella le ha preguntado algo de su hijo. ¿Será simplemente por ganas de charlar...?
—No, no es krono —responde—. Está terminando su tesis doctoral sobre tensores bajos. Le dije que si se alistaba en el Servicio lo mataba.
Habla con una entonación modulada, tranquila, como si estuviese repitiendo un parte meteorológico de la zona de Marineris. Sonríe, con su sonrisa asimétrica.
—No hay que preocuparse. Está totalmente seguro. Le dan el título este verano, en el Teknikón Prime. Está en Lambda 421.
—Ya lo sé. Yo nací en Lambda, en Illinois.
—¿Naciste en 421?
—No, en 618. Pero he estado en 421, y he visto el Teknikón. Tu hijo tiene mucha suerte.
Ahora se da cuenta. Ella había conocido el nombre de su hijo, Philip. El no se lo había dicho. Guarda el dato en su memoria.
—Tengo una foto suya —extrae la imagen holográfica de su cartera—. Es del año pasado, cuando terminó el segundo curso de matemáticas.
Ella contempla el pequeño rectángulo. La cara es a la vez arrogante, burlona, suplicante. Parece que los labios en movimiento gritan: «¡Padre, quiéreme!» Ella dirige una mirada clandestina al hombre. El la advierte, y dice, en una mezcla de explicación y de refutación:
—Pero sí que le quiero. Es que no sé cómo decirlo. No sé lo que quiere de mí.
Ella le devuelve la imagen sin decir una palabra. El la vuelve a guardar, con cuidado.
—¿Intentaste llamarle anoche? —dice ella.
—Sí. Dejó grabado en el contestador que estaba en encierro de estudios, doce horas.
Es una conversación casi trivial, banalidades que pueden intercambiar dos personas que apenas se conocen, matando el rato en el salón de un expreso. Quiere hablarle de su esposa, pero sabe que no serviría para nada. ¿Cómo podría explicar cosas que él mismo no comprendía? Helen había anunciado que le iba a dejar en cuanto Philip estuviese instalado en la Escuela. De eso hacía tres años, y él no lo había creído. Pero era exactamente lo que había hecho ella. Durante cierto tiempo, él había andado en una especie de estupor mecánico. ¿Qué había hecho para ofenderla? No se le ocurría. No había habido otras mujeres en su vida.
No tenía vicios notables. ¿Qué es lo que quería ella? ¿Libertad, simplemente? ¿Era eso todo? Pero siempre había sido libre. Al ir pasando los meses, se dio cuenta de que nunca la había conocido en realidad, de que durante todos esos años ella había vivido en un mundo-Helen del que él quedaba excluido. Después de la separación física, quedaron todos los pesados detalles jurídicos. El le pasaría una cantidad, pero ella tendría que seguir trabajando. ¿Qué haría ella ahora? Seguiría un cursillo de puesta al día, y volvería a trabajar de exploradora-kron. Y ¿por qué no? Al fin y al cabo, así se habían conocido. (Sonríe al recordar). Philip había sido concebido bajo las ramas de aquel árbol de la familia de los helechos, que parecía la nave de una catedral. Philip, ciudadano del Carbonífero sin saberlo. Aquel árbol había desaparecido hacía mucho tiempo, talado por las brigadas de construcción que habían seguido al equipo de exploración de Devlin. Se había enterado de que en el sitio había ahora un tren de lavado de coches. El progreso.
Así que ella se había ido, y él había enterrado su ego herido bajo el trabajo de campo y los informes. Pero nada de ello había servido para nada. Era como intentar correr con las piernas rotas.
Helen era libre. El estaba encadenado.
Da un respingo. Demmie le está tirando de la manga.
—¿Tu hijo es tan guapo como tú?
Esto le hace reír. Es una explosión espontánea, casi feliz, y es contagiosa. Ella se ríe con él. El se tranquiliza.
—¿Verdad que tiene muy buen aspecto? Sale a su madre.
Ella sonríe. Es una sonrisa maliciosa, y le irrita. Cambia de tema.
Piensa en voz alta. —Qué raro, cómo se da nombre a las cosas. Hace dos mil millones de años, durante nuestro periodo Proterozoico, Marte era caluroso, húmedo, y estaba cubierto de algas verdes. No era rojo, ni mucho menos. Era caluroso por el efecto invernadero del dióxido de carbono en su atmósfera: dejaba pasar la luz del sol, pero retrasaba la pérdida de radiaciones al espacio. Pero durante todo ese tiempo el agua estuvo disolviendo las rocas de la superficie, y el dióxido de carbono estuvo reaccionando con los minerales disueltos, para formar carbonatos, calizas, dolomitas. Así, el dióxido de carbono se evaporó, el hierro se oxidó con el oxígeno, y el planeta se volvió de un rojo de óxido. Pero estoy divagando. Lo que quiero decir es que el gran río, el número uno, el Alfa, era un torrente gigantesco que fluía por el Valles Marineris. Alfa en los mapas, pero Alf para abreviar. Y, ¿dónde está ahora el Alf?
- En Xanadú... —murmura ella—. Donde corría Alf, el río sagrado / Por cavernas insondables por el hombre / Hacia un mar sin sol. Pero nuestro Xanadú está aquí, en el pequeño Deimos, y no abajo, en el planeta.
El contrae la cara, formando algo muy parecido a una sonrisa.
—O sea, que estuviste aquí de verdad —dice ella en voz baja—.
Respiraste el aire, y viste de verdad el gran río.
Gruñe algo incomprensible.
—¿Qué se siente... al retroceder en el tiempo? —pregunta ella, casi con timidez.
Y ahora, el la mira con gravedad, con seriedad.
—Amiguita, no lo hagas nunca. Si algún imbécil te ofrece la oportunidad, no la aproveches. Ni siquiera como observadora una sola vez. Ni para divertirte, ni en busca de emociones, ni en busca de experiencias, ni por ninguna otra razón. ¿Me entiendes?
—Sí.
No está ofendida en realidad, sólo impresionada. Está bien.
El murmura, casi disculpándose: —¿Quién sabe? Quizá, un día, el informe acabe llegando a la Comisión de Planificación del Consejo. Quizá alguien de allí llegue a leerlo. Pero ¿acabará convenciendo a alguien para poner en marcha una colonia, allá abajo en el planeta? No. Nunca.
Ella calla.
El prosigue: —Si no hacen nada en Terra, pronto tendrán que empezar a matar gente.
—¡Caramba! ¿Tantos somos?
No responde. Contempla el Valles Marineris en la pantalla, y se pierde en pensamientos lejanos. En silencio, ella sirve más kaf a los dos.
—Se avecina un temblor —dice él. No se dirige a ella; quizá no habla siquiera consigo mismo.
Ella parece más preocupada que él.
¿Aquí, en Deimos? —murmura.
El no responde. Una sombra recorre su cara.
—¿Dónde? —pregunta ella—. ¿Cuándo?
Cierra los ojos. —No es un temblor sísmico. Será un temblor en el transcurso del tiempo. Kronos estornudará, como decimos en el Servicio. ¿Cuándo? —vuelve a callar. Piensa: tengo que someterme a una exploración psíquica. Tendría que afectar a un asentamiento que mi equipo haya explorado. Había preparado muchos. Más de sesenta. Pero sólo tres de ellos eran vulnerables. Uno en Epsilon, otro en Omicron y otro en Delta. Y había recomendado estabilizadores triples para cada uno de ellos. Así, ¿por qué se preocupaba? Aunque su hijo estuviese en uno de ellos por algún azar, estaría seguro. Los estabilizadores triples absorberían cualquier cosa.
—Olvídalo —dice—. No hay peligro. En todo caso, puede que me equivoque.
Pero está intranquilo, inquieto. Ya no es capaz de relajarse. Tiene que estar de pie, moviéndose de un lado a otro. Se levanta. —Creo que iré al Ala Este un rato.
—¿El Laboratorio Experimental? ¿Ditmars?
—Sí.
Está claro que él no desea su compañía. —Saluda a Zeke de mi parte.
Esta temporada, el viejo científico está trabajando con primates.
—En esta jaula tenemos un mono rhesus joven —explica—. Lo llamamos Beta. Es absolutamente normal físicamente, en todos los sentidos. Está bien alimentado, bien tratado, no tiene ninguna preocupación. Puedes incluso meter el dedo por la malla, y no te morderá. ¡Quieto! ¡No lo intentes! Ja, ja. Bueno, aquí encima —dice, señalando una pantalla holográfica— tenemos otro rhesus: Alfa, el padre de Beta. En este momento, el verdadero Alfa está a varios millones de kilómetros, en el planeta, en nuestro centro de investigaciones de Marsdome. El también está contento de la vida. Acaba de cenar sintetiplátanos, y está pensando en echarse una siesta. —Observa el reloj de la pared—. Nuestro pequeño experimento empieza dentro de treinta segundos. ¿Preparado?
—Preparado.
El científico oprime un botón del tablero. Se empieza a formar un holograma de algo sinuoso y cubierto de escamas, que rodea la jaula de Beta en espítales horrendas; Beta empieza a chillar, horrorizado.
Konteau frunce el ceño, y se dispone a protestar, pero Ditmars levanta una mano.
—Es un holograma de una anaconda de América del Sur. Los monos les tienen un miedo mortal. La reacción de Beta no tiene nada de particular. Pero vamos al objeto del experimento. Observa a Alfa.
El holograma del simio padre también está histérico, dando saltos por su jaula holográfica.
—Basta.
Ditmars apaga el holograma de la serpiente, y los dos monos se van tranquilizando poco a poco.
—¿Telepatía? —aventura Konteau—. ¿Advierte el padre que su cría está en peligro?
Algo así. Y, por supuesto, la telepatía no es desconocida. Pero el terreno de estudio del trabajo no es ése. exactamente.
—¿Y bien?
—Podemos inducir la característica, James. La técnica es bastante sencilla, en realidad. El óvulo de rhesus se fertiliza durante el viaje a través del tiempo. El vástago puede enviar telepáticamente determinados sentimientos a uno de sus progenitores, o a los dos. Normalmente, al padre. Esta capacidad da resultado incluso sobre grandes distancias de espacio y de tiempo. En este caso determinado, el óvulo de Beta fue fertilizado durante una travesía hacia adelante, de vuelta del Silúrico. Parece que el paso a través de las líneas del tiempo desarrolla una facultad hereditaria latente en los genes. Es como cuando grabamos las rutas migratorias en la corteza cerebral de algunas aves, o las rutas de desove en los salmones. Lo hemos llegado a conseguir con plantas. Si se hace daño a una mimosa, las hojas de la planta madre se contraen. Si matamos la planta hija, las hojas de la madre se caen. Hemos llegado a calcular parámetros de velocidad temporal para una serie de especies.
—No estoy seguro de entenderte.
—Bueno, tomemos el caso del óvulo de rhesus. Para desarrollar la propiedad, el óvulo, en el momento de la fertilización, tiene que estar viajando por el tiempo a razón de entre setecientos mil y un millón de años por segundo. Por ejemplo, para volver del Silúrico, hace cuatrocientos cinco millones de años, la tripulación tendría que volver al presente en unos cuarenta minutos, que es el tiempo que transcurre para ellos. En todo caso, ése es el tiempo normal de tránsito, ¿no es así?
—Aproximadamente —admite Konteau—. ¿Hicisteis viajar por el tiempo a la mona madre?
—Oh, no. Hicimos el trabajo in vitro.
—¿Tienes imágenes?
—Por supuesto. Hemos cronometrado todo con precisión de microsegundos, con un microvisor. ¿Te interesa de verdad? —contempla al krono, con expresión de duda.
Konteau piensa en Helen, y en un tiempo muy lejano, y en el amor bajo el lepidodendro.
—Me gustaría mucho ver vuestro trabajo.
El viejo trastea entre los montones de casetes, hablando entre dientes. —Puede ser... sí. —Sopla el polvo de la cubierta, extrae el pequeño rectángulo.
—Verdaderamente tendría que... un día de estos...
Baja las luces, y enciende la pantalla holográfica. —Ampliación, cinco mil. Aquí tienes.
—Ese bichito que se mueve es el espermatozoide —explica el sabio—. La bola grande es el óvulo. Paso primero, el espermatozoide entierra la cabeza en el óvulo. ¡Bum! Ese es el instante de la concepción. ¡Mira qué excitación en el óvulo! Sabe que está fertilizado. Y basta con un espermatozoide. Paso segundo, forma una cubierta protectora. Impide que entren otros bichitos. Paso tercero, el núcleo del óvulo empieza a girar lentamente, como un micro-carrusel. Así, la cabeza del espermatozoide se introduce. Se deja la cola fuera. Tiembla un poco, y se queda quieto. Ya ha cumplido su misión, y se muere. ¡Aja! ¿Ves eso? Es un núcleo, cargado con su propio paquete de cromosomas, regalo inigualable del macho. Ahora se une al núcleo del óvulo. Se funden juntos, para formar un solo núcleo. Nuestros gametos ahora no son más que un solo cigoto. Dos haploides equivalen a una diploide. Y, después de esto, nos limitamos a implantar la célula diploide en una hembra, para su gestación normal.
—¿Qué parte de todo esto tiene que suceder durante el viaje por el tiempo?
—Creemos que sólo el paso primero, el instante de la fertilización.
Konteau se queda pensativo. —Es fascinante. Gran trabajo. ¿Lo habéis intentado con óvulos humanos?
—Todavía no, pero ya hemos solicitado los permisos. Claro que la técnica tendría más dificultades en el caso de los humanos que en el de los monos rhesus.
—¿A qué se debe eso?
—Bueno, con los rhesus hemos fertilizado y hemos viajado por el tiempo in nitro. Disponíamos de cierto control. Con los sapiens tendríamos que utilizar una mujer viva, de verdad. El óvulo tendría que viajar varias pulgadas por el oviducto, hasta llegar al útero. El espermatozoide (uno entre doscientos cincuenta millones) busca el óvulo y lo fertiliza en el oviducto. En ese instante, en ese instante absolutamente imprevisible, la mujer tiene que estar viajando por el tiempo. Una concepción en tránsito, por así decirlo. Sólo dispondríamos de media hora. No. —Sacude la cabeza—. Es demasiado complicado. Si alguna vez funciona con los humanos, sería por casualidad.
Mientras se dirige a su habitación, Konteau hace memoria. Siempre parece que vuelve a Helen, de una manera o de otra, empezando por su primer acto amoroso apasionado, bajo el helecho gigante, con escamas que formaban espirales hacia arriba. Las escalas en espiral siempre le recordaron a los pétalos del jacinto, y a Helen.
Una cuestión interesante: en qué momento exacto habían concebido a su hijo Philip? Imposible saberlo con exactitud. Hacían falta varias horas para que unos doscientos millones y pico de espermatozoides ascendiesen por el oviducto. ¿Había un óvulo esperando allí? Una célula haploide microscópica, esperando a aquel bichito inquieto? Era muy posible. Y luego, el minúsculo gameto masculino enterraba la cabeza en el enorme óvulo femenino, que se recubre al instante de una membrana defensiva, para que no entren otros espermatozoides. Este es el instante de la concepción. El resto es inevitable: los veinticuatro cromosomas del espermatozoide se combinan con los veinticuatro del óvulo, para formar un nuevo núcleo diploide. Pero la cuestión es la siguiente: en el momento de la concepción de Philip, ¿estaban volviendo del Paleozoico a la velocidad temporal adecuada, de más de cien mil años por segundo? Intuye que sí. Bueno, ¿y qué? Existía una probabilidad ínfima de que el lejano Philip, enterrado entre sus libros de investigación, se llegase a ver en una situación de peligro mortal y le pidiese ayuda. Piensa en su hijo, y sonríe. Philip, nacido para Kronos; ya tenía más de trescientos millones de años. Concebido en tránsito. Un verdadero hijo del tiempo.
A la vuelta pasa por delante de la entrada a la sala de juegos. Se queda parado y observa el interior.
Una vez, cuando llevaba escribiendo todo el día, Demmie había dicho ya de madrugada: «Vamos a dar un paseíto, y luego tienes que ir a la cama.» Le había tomado de la mano. Había guiado sus pasos de sonámbulo por un laberinto de pasillos. Se habían parado a la entrada de los pasillos, en penumbra, de la zona de juegos. En el centro estaba aquel poste pintado que imitaba un árbol lepidodendro del periodo Carbonífero. ¿Se burlaban de él? Y allí, cerca de la puerta, la mesa de ajedrez. Qué raro, había pensado que se podría haber encontrado allí con un personaje que lo esperaba vestido con una túnica. Pero allí no había nadie. Las piezas de ajedrez deberían haber sido colocadas en la posición de aquel problema. Pero el tablero estaba vacío. De hecho, toda la sala estaba vacía. Normalmente, siempre había alguien inclinado sobre la maqueta de los transportes, apretando los botones para que se moviesen los modelos: el carro de bueyes, la cuádriga romana, el automóvil, el antiguo módulo lunar, una nave espacial moderna, incluso un curioso cacharrito que se llamaba locomotora a vapor: A él le gustaba accionar el interruptor y ver cómo iba avanzando por la vía, con su traca-traca. Casi se podía hacer que fuese tan rápido como se quisiera. En las curvas, las ruedas permanecían fijas a los raíles por magnetismo. El vapor de los micropistones salía por la pequeña chimenea, con un puf-puf-puf seco. Se podía hacer que entrase en la pequeña estación, y automáticamente iba frenando y silbaba al entrar por la vía lateral de la estación.
Pero la sala de juegos no le interesaba en este momento. Se da la vuelta, encuentra otra vez el camino del salón de observación. Demmie sigue allí. Se hunde en su sillón, y al cabo de un momento está dormitando.
Por último, su cabeza tiene una sacudida. Debe haberse quedado dormido. ¿Cuánto tiempo lleva aquí? Ahora están subiendo otros veraneantes. Parece que por fin empieza a decaer la fiesta del Paseo, y la gente viene aquí para dejarse caer, rendidos. ¿Qué hora es? Mira su reloj. Media mañana, hora de Deimos. Gruñe, y alarga una mano hacia su taza de kaf. Está fría. La vuelve a dejar, y toma una decisión:
—Tengo que ir al Centro de Mensajes. Volveré a la habitación dentro de media hora, más o menos. Mientras tanto, ¿te importaría pasarte por la biblioteca, a ver si puedes conseguirme un par de casetes?
—Por supuesto. ¿Cuáles?.
—Poesías. Las de Goethe... y las de Poe.
—Goethe, Poe. Bien. ¿Quieres algún poeta moderno? ¿O incluso alguno del Renacimiento Dos? ¿De Barsel, el gran lírico? ¿Y los cánticos hipnóticos de Mahmud? Y estoy segura de que tienen las de Thergan. Siempre me han gustado sus imágenes. Le escucho, y oigo el mar de verdad.
—Para mí, no. Para ti, si quieres.
Ella sonríe, y asiente con la cabeza. No exige una explicación. Gracias a Kronos. No podría ofrecerle ninguna.
El se dirige al Centro de Mensajes, casi flotando. Una vez allí, escribe el texto y lo introduce en el receptor:
INFO GENERAL: 1. ¿ALGÚN AVISO DE INCIDENCIA DE EPSILON 005 OMICRON 772 O DELTA 585? 2. ¿ESTA HELEN MARTIN 951-135-642 EN DELTA CENTRAL TODAVÍA? 3. ¿ESTA PHILIP KONTEAU 612-951-304 EN LAMBDA 421 TODAVÍA? RESPONDAN SI/NO. A LA ESPERA. COBRO A JAMES KONTEAU KRON 612-001-763.
Espera con paciencia, y piensa. Nunca se ha encontrado en un temblor de tiempo. En sus informes siempre insiste en la necesidad de instalar estabilizadores triples al menor peligro. Por lo tanto, no existe el menor motivo de preocupación. Entonces, ¿por qué está preocupado? Quizá es que esté un poco loco. Este trabajo te hace papilla la mente, al cabo del tiempo. Empiezas a pensar por tu cuenta. Y ¿en qué piensas? Te crees que has resuelto una de las Paradojas de Ratell. ¡O todas!
Y ¡qué paradojas!
Paradoja Número Uno. Esa losa del Museo de Harvard, con huellas de dinosaurio, que se desenterró hace cuarenta años. Y junto a ella, un holograma de las mismas huellas, tomado en el mismo barro fresco del Mesozoico, y, junto a las huellas, un par de huellas de los pies del mismo Ratell. Había puesto los pies allí pocos minutos después del paso del dinosaurio. Y entonces, ¿por qué no aparecían las huellas de Ratell en el suelo fosilizado que se mostraba en Harvard? ¿Qué había hecho Kronos para que desapareciesen las huellas del Maestro del Tiempo, en algún momento en esos noventa millones de años?
Paradoja Número Dos. El mar Mediterráneo existía hoy día porque Ratell, con un equipo de ingenieros del siglo veinticinco, había abierto el puente natural de Gibraltar, y había dejado entrar al Atlántico hacía trece millones de años. Pero ¿cómo se podía haber formado el Mediterráneo por unas fuerzas que no existirían hasta trece millones de años después, y que de hecho no podrían haber existido sin que hubiese existido el Mediterráneo? No tenía ningún sentido. Si se pensaba en ello mucho, se podía volver uno loco. No importaba. Lo que importaba es que se había hecho. Si no se hubiese hecho, si el gran mar interior no se hubiese formado, ¿dónde estaría la historia? ¿Dónde estaría él? O, puestos a preguntar, ¿dónde estaría Ratell?
Había leído el informe de Ratell sobre la gran apertura. El científico del tiempo había visitado la gran cuenca hundida tres veces. Había estudiado el gran puente natural de Gibraltar, y había llegado a la conclusión de que si él no lo demolía artificialmente, el Atlántico no se abriría camino jamás. En el norte de África, el Nilo seguiría transcurriendo por desfiladeros profundos para desembocar en un lago muerto y poco profundo. No se produciría su crecida anual, y Egipto no nacería nunca. Los atrevidos fenicios no navegarían hasta más allá de las Columnas de Hércules, para comerciar en las Islas del Estaño. No existiría el «vinoso Ponto», en el que los marinos griegos desafiarían a sus enemigos persas. Jenofonte no podría escribir su Retirada de los Diez Mil, y sus mercenarios no correrían hacia la playa, gritando alborozados ¡Oh Thalassa! ¡El mar! ¡El mar! «Octaviano no derrotaría a Marco Antonio en Actium, ni la Cristiandad frenaría el empuje del Islam en Lepanto. La civilización no nacería.
Ratell volvió por última vez a mediados del Mioceno. Se llevó a sus ingenieros, con su material de movimiento de tierras, y abrió la gran compuerta para que el Atlántico entrase e inundase el desierto hundido. Las aguas estuvieron cayendo, rugientes, durante más de un siglo, y la cuenca acabó llenándose. Así nació Egipto, las islas griegas, la península Itálica, y se preparó el escenario para el Homo Sapiens y para la historia. Y todo el razonamiento es increíble, intolerable, piensa Konteau.
Y, por último, la Número Tres, la Paradoja Ratelliana definitiva. Se dice que el Maestro del Tiempo fue a la playa del mar Arqueozoico sin fin, el gran Protoocéano, sin vida, pero lleno de caldo orgánico: adenina, timina, guanina, citosina, uracil, toda la orquesta del ADN/ARN, afinada y esperando al director. Y entonces, Ratell (eso se decía), había dejado caer un cultivo de células-R en las aguas que lo esperaban.
Ese gesto fantástico no había sido meramente simbólico, como cuando, siglos atrás, el gobernador Clinton había dejado caer una jarra de agua del Atlántico en el canal del Erie, como símbolo de que los Grandes Lagos ya estaban unidos con los siete mares. Desde luego que no. Había sido un gesto absolutamente funcional, como cuando (en el pasado) el cervecero dejaba caer la levadura en el barril de malta.
O como en aquel cuento del profeta Julio Verne, en el que una niña arroja un trozo de hielo en el lago super refrigerado, y éste se hiela instantáneamente, y ellos lo pueden cruzar con sus trineos.
Konteau había recogido los informes diseminados, y había intentado reconstruir algunos que, al parecer, habían desaparecido; destruidos quizá como demasiado fantásticos para los archivos y los ficheros. Lo que Ratell había sacado en limpio era que había estado en las playas de Tetis, el mar primigenio de hacía tres mil millones de años. Había analizado muestras del agua del mar, y había encontrado en el mismo las materias orgánicas necesarias para el principio de la vida. Ratell había estado allí, bajo aquella extraña lluvia eterna (había estado lloviendo durante tres millones de años), y, a través de su casco y de los azotes de la lluvia, había visto el cielo gris verdoso, atravesado continuamente por relámpagos fluorescentes de origen ultravioleta. No existía oxígeno; la atmósfera estaba compuesta casi exclusivamente de nitrógeno, metano y óxidos de carbono. Las condiciones eran ideales para la formación de la vida en el mar; pero no existía vida. Ratell estudió las lagunas, los charcos de barro. Nada. ¿Quizá no hacía el suficiente calor? Investigó las charcas próximas a los volcanes, en las que el calor deshidrata los aminoácidos. Encontró poliamidas, pero no encontró vida.
Sin duda, había llegado demasiado pronto; Ratell esperó doscientos cincuenta millones de años, y volvió a comprobar. Tomó muestras de agua del mar en todo el mundo. Nada. Ni una cadena elemental de ADN vírico. Esto preocupó a Ratell. Comprobó una vez más, hace dos mil quinientos millones de años, en el arqueozoico. Nada todavía.
Con eso tuvo suficiente.
Hizo que el laboratorio de biología preparase un cultivo especial: una colonia de células, absolutamente primitivas, pero con una capacidad de mutación única cuando se exponían a los mutagenes adecuados, como es la radioactividad terrestre y los rayos cósmicos. Estas células-R (R de Ratell) pondrían en marcha la vida, en su forma más sencilla y elemental. Pero mutarían fácilmente con las variaciones del entorno. Serían capaces de evolucionar hasta convertirse en el gen del virus sencillo, de una centésima de milímetro de largo, y con 170.000 escalones genéticos. Luego se convertirían en bacteria, de cinco centésimas de milímetro, con siete millones de escalones. Y, por último, en el ADN de noventa centímetros de largo, con seis mil millones de escalones, de los cromosomas del Homo Sapiens: y en el de las ranas, que mide dos metros y medio, pues necesitan instrucciones genéticas complicadas para su metamorfosis de renacuajo a rana. Cada célula-R llevaba, dentro de su membrana sencilla, todo lo necesario para responder a la selección mutante y a la evolución durante los próximos miles de millones de años. Primero llegaron los estromatolitos, luego las algas, los protozoos, las medusas, los musgos, los gusanos, los moluscos, los peces, los anfibios, los animales terrestres, los reptiles (grandes y pequeños)... por último, los mamíferos, los primates, el Homo Sapiens, y Ratell. El círculo se cerraba. (Porque se rumoreaba que aquellas células-R primitivas las había producido Ratell por clonación, a partir de su propia carne.) Devlin había jurado que había visto el frasco del cultivo, recuperado de la piedra caliza magnésica, en los Dolomitas. Que te lo has creído. Devlin. Ese frasco debe ser un truco, una falsificación. Konteau se acordó del profesor Beringer, catedrático en Wurzburg en el siglo dieciocho. Sus alumnos, bromistas, habían preparado fósiles falsos para que los encontrara. El bueno del profesor había encontrado hasta un hueso petrificado en el que estaba grabado su propio nombre en letras hebreas. No, las cosas tenían un límite.
Había oído hablar de kronos que habían llegado a comprender la Paradoja de Harvard y la Paradoja del Mediterráneo, pero nunca había oído decir que nadie llegase a comprender la Paradoja del Cultivo-R.
Si era verdad que Ratell había abierto el Mediterráneo, o que había llevado la vida a la Tierra, no era cosa suya. Afortunadamente, ya no podía volver a suceder. Ahora, por supuesto, existían reglas muy estrictas. Si se quería llevar algo del Presente al Pasado (o viceversa), había que conseguir una DIH (Declaración de Impacto Histórico), que demostrase que aquello no iba a afectar a la historia en lo más mínimo. Por otra parte, ¿qué pasaría si se equivocase el Departamento de Historia, y aquello sí afectaba a la historia? ¿Cómo lo sabríamos? Es posible que todos los cachivaches que hemos llevado al pasado sí han afectado a la historia, y con ella a todos nuestros recuerdos, de tal forma que en realidad no importa. No sabemos nada de ello. Todo forma parte del pasado normal. Es posible (piensa) que a mi posible antepasado, Gork el Chico de las Cavernas, hace cuarenta mil años, lo matase un oso al que yo debería haber matado en alguno de mis viajes de exploración, y resulta que yo no soy yo en realidad.
Su ensueño se interrumpe. La campanilla de Mensajes le avisa. Ah, llega por fin la respuesta. Deja de pasearse, y se acerca a la pantalla.
PARA JAMES KONTEAU 1 NO 2 3 SI COSTE 26.00
Bueno. No hay noticias de temblores. Y tampoco Helen ni Philip están en ninguna de las posibles zonas de fracturas temporales.
Respira hondo. No existe el más mínimo motivo para su angustia repentina.
4 La pesadilla
AL volver a su apartamento, pasa por delante de la sala de juegos. Advierte de reojo que la mesa de ajedrez sigue vacía, pero que hay alguien apretando los botones de la maqueta de los transportes. Oye un clic-clic rítmico. Es el trencito de vapor. ¿Qué importa? Se encoge de hombros y sigue andando por el pasillo.
Al abrir la puerta, percibe el olor del aire y advierte que Demmie ha encendido un trozo de somnoincienso en el pebetero, que es de cerámica negra y tiene la forma tradicional de las fauces abiertas del dios Kronos. ¡Muy bien! ¿Cómo era aquella leyenda? Kronos se comía a sus hijos, pero Zeus consiguió escaparse, rajó la panza majestuosa del tiempo, y liberó a los demás diosecillos, sus hermanos y hermanas. Quizá sea eso lo que debamos hacer con el exceso de población: arrojar a los pobres desgraciados por la garganta del tiempo.
Pero, ¡aguarda! Olfatea. Es el aroma de los jacintos. No necesita que su óculus se lo confirme. El aroma es penetrante y claro. El incienso es de esa variedad malaya que despierta recuerdos temblorosos y realidades con pátina de antigüedad. Si permitía que esto siguiese adelante, Helen pronto estaría allí, de pie en el centro de la habitación, y él no estaría seguro de cuál de las dos era de verdad.
Pestañea para quitarse de encima las imágenes. ¿Dónde está Demmie? Se da la vuelta.
La muchacha le espera junto al equipo de sonido. Le está sonriendo, y él supone que con esto quiere decir que ha encontrado las casetes en la biblioteca.
—Dame primero la de Goethe —dice él.
—Está en alemán.
—Por supuesto. Busca a Mignon en el índice.
—¿Mignon? ¿Querida? ¿Quién era Mignon?
—Una muchacha joven, de doce o trece años. La raptó en Italia una compañía ambulante de actores y la llevaron a través de los Alpes hasta Alemania, donde la acabó rescatando un aristócrata, Wilhelm Meister. Una mañana, ella lo despierta con esa canción famosa. Ella le pregunta si conoce su patria, su hogar, la tierra de los limoneros en flor, los vientos suaves, los cielos azules, la tierra del laurel y el mirto. Te estoy aburriendo... —añade Konteau, débilmente.
Ella sacude la cabeza. —La palabra clave es hogar.
¿Hogar? ¿Existía de verdad tal lugar? ¿Lo era el sitio donde habían vivido Helen y Philip? Césped artificial auténtico, un árbol, un perro, un gato, una docena de chicos en la calle para que jugase con ellos Phil. Por la noche, la cama flotante. Podía extender el brazo sobre ella...
Demmie oprime el botón. Se forma el holograma. Es una actriz joven, de pelo negro, con ojos grandes y límpidos. Lleva una bata blanca, sencilla, ceñida con una cinta por el pecho. Se aprecian unas pequeñas zapatillas de satén, bajo el borde del vestido. Dirige una mirada al auditorio, y empieza a cantar con encantadora voz de soprano:
Kennst du das Land wo die Citronen Blühn?
Im dunkeln Laub die Gold-Qrangen glühn,...[1]
Demmie se queda pensativa.
—Es una poesía para mí, para ti, para todos los que psicológicamente no tenemos hogar. ¿Volvió Mignon a su hogar?
¿Volvió? No lo recuerda.
El hogar.
Se despierta por la mañana en una tierra extraña, y recuerda su hogar. No es capaz de descansar, su corazón está loco de dolor y de soledad...
Eso escribió el gran autor de antes del periodo «No» Thomas Wolfe. Es verdad, Thomas —piensa—, pero no es lo que yo estoy buscando.
La clave era Helen. La Helen de Poe. La clave era un rostro con un aura de rizos de jacinto; un cuerpo iridiscente, radiante de gracia de hada; un perfil clásico. Su esposa, su mujer, la madre de su hijo.
Helen. Le diste un nombre adecuado, Edgar Poe.
Si es que tenía una ambición secreta, ésta era: encontrarse cara a cara con el gran Poe, y convencerle de que le revelase la identidad de la verdadera Helen. No cabe duda de que había sido una gran dama del sur, seguramente célebre en la historia por su belleza gloriosa, por su encantadora cabellera de jacinto, por su aura como de recién llegada del reino de las hadas. Edgar Poe le hablaría de la verdadera Helen, de la auténtica. Las dos Helen, la suya y la de Poe, se convertirían en una sola, y podría descansar el resto de su vida.
Sólo que, por supuesto, nunca podría suceder, porque el siglo diecinueve era un coto muy cerrado. No se permitía viajar por el tiempo hasta la América postcolombina. Estaba demasiado próxima al presente. Un pequeño incidente bastarla para que todo el tejido del Presente cambiase. Podrían empezar a desaparecer ciudadanos existentes, delante de nuestras propias narices. (Lo dudaba.)
—¿Qué viene en la de Poe? —pregunta.
—Lo corriente. El cuervo, Annabel Lee, Las campanas, Ulalume..., pero no importa. Tienes que dormir. Lo apagaré.
—No, ponlo.
—¿Prefieres alguna en especial?
—Cualquiera.
No quería hablarle de Helen. Era una poesía demasiado personal.
Ella hace la selección en silencio. Y aparece el poeta. ¿Tan joven? Apenas aparenta veintiún años. Como de un metro setenta. ¿Sin mechones de cuervo? ¿Sin bigote? Ojos grises, fríos. Qué profundos, qué tristes, bajo la ancha frente. El actor está bien caracterizado. Una buena voz, clara, resonante.
Helen, tu belleza es para mí
como esas barcas micenas antiguas,
que, suavemente, sobre un mar perfumado,
llevaban al viajero cansado
hasta su playa natal...
Respira hondo. Ese incienso me está atacando los nervios (piensa). Y ¿cómo sabía Demmie que tenía que elegir A Helen? Esta mujer tiene una percepción increíble. O sabe de mí más de lo que tiene derecho a saber.
Sobre mares desesperados acostumbrado a vagar,
tu pelo de jacinto, tu rostro clásico,
tus aires de náyade me han traído al hogar...
Hogar, hogar. Divaga. El hogar es donde estés tú, mi Helen, mi muchacha de antes, que te fuiste. Helen jacintina, con el aura de hada, y el perfil de una diosa griega. Se fue.
Se fue.
Sólo me queda un informe de doscientas páginas. Ni siquiera es mío. Un tratado creado en una opulencia perfumada; de, por y para una mujer de cara, tipo e inteligencia memorables. Demmie, bruja, lo tenías todo planeado, desde el principio. El resto eran tonterías, por ganas de jugar. Y había otra cosa. Philip. Demmie había conocido el nombre de Philip, antes de que él se lo dijera. Demmie, ¿quién eres?
Se desliza hasta caer en un mundo de ensueños difusos, algo preocupantes, advirtiendo apenas que ella le tapa con una colcha ligera, baja las luces, y por último se deja caer en un sillón próximo.
Está dormido, y sueña con Samuel Taylor Goleridge, con el río sagrado Alf, que fluye por el Valles Marineris, y retumba por cavernas insondables, hasta un mar sin sol. Con eso sueña cuando cae al torrente oscuro (junto con otros cinco mil cuerpos convulsos), y se pone a gritar.
Se despierta para encontrar a Demmie de pie a su lado, asustada y boquiabierta. Le ha puesto las manos en los hombros, como para sostenerle.
Ella enciende las luces con la voz. Esto le ayuda a salir de los límites de su pesadilla.
Se incorpora, bañado en sudor, jadeando, con los ojos desorbitados. La carne reconstruida de su mejilla derecha le duele y palpita. Tiene sensaciones de dolor en su ojo derecho, que no existe: impresiones de «miembro fantasma». Busca sobre la mesilla, encuentra a Mimí, y la introduce en su órbita vacía. Mimí se pone a trabajar inmediatamente, buscando y cancelando los armónicos de dolor de sus neuronas corticales. Pero todavía no ha terminado todo. Todavía siente un hormigueo en el vientre. Su cuerpo le ha hablado, todavía le habla, y le dice: «Peligro... peligro... peligro...»
Demmie lo toma muy bien. Le seca la cara y el pecho con una toalla caliente.
—Has tenido un mal sueño. Te daré una píldora —le dice en voz baja.
—No. No es un sueño. Todo un asentamiento, cinco mil personas. Desaparecido. Estoy seguro. Era el Delta Cinco Ocho Cinco.
Ella se vuelve a poner de pie y le mira.
—¿Lo exploraste tú?
—Sí. Ayúdame a levantarme. El Centro de Mensajes. Tengo que llamar a Delta Central.
Ella está cruzando y descruzando los dedos al salir él.
—Tienes la ropa pegada al cuerpo —le dice, cuando ya se aleja.
Por último, después de sortear a una serie de adjuntos y de intermediarios, comunica con el Primer Secretario del Vyr. Once minutos hasta que el mensaje llega a la Tierra, una espera, y otros once minutos de vuelta. Podría ser peor.
KONTEAU BORRACHO IDIOTA NO LLAME DESDE UN BURDEL MARCIANO PARA DECIRNOS QUE UN ASENTAMIENTO ENTERO HA DESAPARECIDO. IRA A SU HOJA DE SERVICIOS.
Mientras lo está leyendo, tiritando, la mujer trae una bata y se la echa por los hombros. Se la ciñe, sin pensar. Sigue tiritando.
Ella se lo lleva hasta la habitación. Se sienta en la cama, la mira sin verla.
—No sé lo que te habrá pasado, pero, sea lo que sea, tienes que quitarte esas ropas húmedas —dice ella.
Se mueve con pausas somnolientas. Ella le ayuda a cambiarse. Murmura cosas incoherentes.
—Helen trabaja en Delta Central... No tiene por qué estar... Philip... Estaba en Lambda... bueno, he comprobado a los dos... están bien... dicen que estoy loco... ojalá tengan razón...
Sale de su estado el tiempo suficiente para advertir que ella se ha dirigido al teléfono interior. ¿Ha sonado el aparato? ¿Le llama alguien a él?. Estaban hablando de él. Ella cuelga el receptor y se vuelve hacia él.
—¿Has oído eso? —dice—. Un teletexto del Delta Vyr, de su Primer Secretario. El expreso ya ha salido de Deimos hace unos minutos, pero va a volver para recogerte.
Conque es así. Es verdad que se ha producido un temblor de tiempo, y que Delta Cinco Ocho Cinco ha desaparecido. Cinco mil personas. (Pero, ¿cómo puede estar tan seguro?)
—¿El Primer Secretario? —repite, para ganar tiempo.
Esto va en serio. Esto no pasa por los conductos oficiales. Procede directamente de la cancillería, no es cosa de la Viuda. ¿Debe dar parte a su Jefe de Campo? ¿O debe suponer que el Primer Secretario ya se lo ha notificado? Y había otros problemas.
No cabe duda de que el Jefe le preguntará por qué se dirigió al Vyr, en vez de seguir el conducto reglamentario y hablar con él. Y para esto no dispone de ninguna respuesta. Lo único que podrá decir será que era una emergencia y que no quedaba tiempo. Y, pensándolo bien, esa excusa tampoco servirá.
Se ha metido en un lío, haga lo que haga.
A través de su confusión advierte que Demmie está hablando por el teléfono interior otra vez. ¿Había sonado? Sí, lo recuerda. Y vuelve a dirigirse a él.
—Zeke Ditmars quiere hablarte antes de que te vayas.
—No puedo. No me da tiempo. Despídete de él de mi parte, haz el favor.
Ella mira el reloj de pared. —Todavía tienes diez minutos. Ha dicho que es importante.
Entrecierra los ojos, lleno de sorpresa y de sospecha.
—¿Y cómo ha sabido que me habían mandado volver?
—La gente habla —responde ella tranquilamente, llena de calma.
No cabía duda de que ella se lo había dicho a Ditmars. Le había sacado de la cama para decírselo, sin duda. Pero la mirada de ella no expresa ninguna disculpa.
—¿Qué quiere?
—Quiere explicarte... algo. Vamos, ve a hablar con él. Iré bajando tu bolsa de viaje hasta la salida.
El asiente con la cabeza, de forma indefinida. Los acontecimientos se suceden demasiado aprisa.
Ella le tira de la manga, para atraer su atención completa.
—Una cosa más. ¿Qué pasa con tu informe?
¿El informe? ¿Y qué importancia tiene? No, la verdad es que es importante. Si se mata buscando al Cinco Ocho Cinco, ese informe será la única cosa que dejará como recuerdo. Tiene que pensar. Ah, tiene una idea. Se rumorea que el Consejo está reunido en el Ala Oeste, aquí mismo, en Xanadú. A puerta cerrada, y con grandes medidas de seguridad. A menos de un kilómetro. Pero no conoce a nadie en el Consejo. No sabe de qué manera puede hacerles llegar el documento. Tan cerca, pero tan lejos. Como si estuviesen en Plutón. Qué pena.
—Olvídalo. Ya no tiene importancia.
—Conozco a la directora de Nuevas Colonias.
Casi como si le hubiese leído el pensamiento. La mira, con incredulidad.
—¿A la directora... en el Consejo? ¿Reunido aquí? —se da cuenta de que está hablando como un imbécil.
—Puedo llevarle tu informe —continúa ella.
Esto tiene algo de surrealista. Piensa un momento.
—Está bien. Inténtalo.
Dirige una mirada al manuscrito, apilado con cuidado sobre el escritorio. Mentalmente, da unos golpecitos a sus bordes. Asunto concluido.
Y ahora piensa en otra cosa, en una serie de cosas; es una fantasía. Helen tiene una pequeña oficina propia en Delta Central, en el mismo complejo enorme y laberíntico presidido por la cancillería. Se encontraría con ella, al ir a ver al Vyr. Se saludarían de forma breve pero muy agradable. Hablarían de Philip un momento. Quedarían citados para cenar. Luz de velas, música suave. Oh, Helen, tu belleza... Aprieta los dientes y endurece el gesto. Es absolutamente ridículo.
—Ayúdame a hacer el equipaje —ordena a Demmie, casi con enfado.
—Por supuesto.
Ella empieza a colocar su ropa, doblada con orden, en la pequeña bolsa de diez kilos. Separa las prendas que ya se ha puesto.
—¿Crees que volverás?
—No. Necesitarán un chivo expiatorio. Me espera la cárcel. O algo peor.
Caminan juntos por el pasillo, y se detienen en el recodo.
—Si es así, ¿podré quedarme con tu hijo? —dice ella, con toda la seriedad del mundo.
Eso le hace reír. —Si lo encuentras.
Se despide de ella, y se dirige apresuradamente al laboratorio de Ditmars. El científico desgreñado le espera con una bata y unas zapatillas. Konteau dirige una mirada acusadora a la cara de querubín viejo. —Creo que querías verme.
—Pues sí. En primer lugar, descansa, muchacho. Tienes mucho tiempo. Cuando atraque la nave, nos avisarán aquí.
—Y bien, ¿qué es tan importante?
—¡Qué maleducado! —Ditmars se frota las manos. Suenan como un pergamino antiguo—. Una pequeña demostración de despedida. Acércate aquí.
Atrae al krono hasta una mesa de trabajo junto a la pared.
—Y ¿qué es todo esto? —pregunta Konteau con curiosidad. Señala el tubo de plástico, largo y transparente, al fondo de la mesa, conectado con una pequeña plataforma superior y un platillo de metal en la parte inferior. Una bolita metálica de un centímetro está en la parte superior, sujeta por un resorte cóncavo.
—Forma parte de un experimento muy interesante —explica el viejo—. Está relacionado con esto.
Recoge de la mesa un pequeño instrumento metálico, y dirige una mirada a su amigo.
—Parece una pistola, ¿verdad?
—Algo así.
El científico sonríe, como si le divirtiese mucho la perplejidad del hombre-kron. —La verdad es que sí que es una pistola. Dispara. Pero no puede hacer daño.
—¿Un juguete? ¿Una imitación?
—Oh, no, nada de eso. Dispara munición verdadera. Muy verdadera. Dispara tiempo.
—¿Como si fueran balas?
—Claro, James. El tiempo tiene masa, ya lo sabes.
La cara de Konteau demuestra que, por el contrario, no lo sabía.
Ditmars parece contrariado, como si Konteau fuese un mal estudiante.
—Vamos, James. Ya lo dijo Einstein. E = m.e: C es la velocidad de la luz, que equivale a distancia partido por tiempo, d/t. Despejamos t y tenemos que t equivale a la raíz cuadrada de m partido por E. Por lo tanto, el tiempo tiene las dimensiones de distancia, masa y energía, y es directamente proporcional a la raíz cuadrada de la masa. ¿Lo entiendes ahora?
Konteau se encoge de hombros.
El sabio suspira. —Bueno. ¿Sigues siendo un tirador de primera?
—No lo hago mal
—Toma la pistola —se la alcanza a su visitante—. Avísame cuando estés preparado. Accionaré el interruptor, y la bola de acero empezará a caer por el tubo. Cuando llegue a salir, dispárale. ¿Serás capaz?
—Creo que sí.
Apunta con la pistola. —Preparado.
Y la bolita se pone en marcha. Despacio al principio, luego va acelerando. Pero Konteau consigue mantenerla en el punto de mira. Cuando asoma por el extremo del tubo, oprime el gatillo.
Pim.
La bola desaparece.
Konteau dirige una mirada interrogadora al doctor Ditmars, que está radiante. —Y bien, ¿dónde está la bola? —Pero ¡si está allí, amigo mío! —señala la bola, que vuelve a caer por el tubo—. Lo comprendes ahora, ¿verdad?
—¿La pistola lo envía al pasado?
—Exactamente. No a un pasado lejano. No al Ordoviciense ni al Precámbrico, ni a ninguno de esos tontos períodos antiguos. La verdad es que, en este caso concreto, sólo lo retrasa dos segundos y medio. Por eso vuelve a aparecer en la parte superior del tubo: allí es donde estaba hace dos segundos y medio. Y no pongas esa cara de sorpresa. Hiciste algo parecido con esa mariposa hace unos días, con tu óculus. ¿Recuerdas?
—Eso fue completamente diferente —protesta el krono—. Lo único que hice fue hacer que Mimí estableciera un campo. No disparé a la mariposa.
—Exactamente, muchacho. No siempre estarás tan cerca como para establecer un campo, que, en cualquier caso, tendría un alcance geométrico muy limitado: unos pocos centímetros cúbicos, como mucho. Se puede dar el caso de que tengas que disparar a algo, o a alguien, que se dirija hacia ti y esté a varias decenas de metros. No para matar, desde luego. Sólo para transportarlo un poco en el tiempo. Para hacerlo, necesitarás una pistola de tiempo.
—Muy, muy interesante —Konteau da vueltas en sus manos a la pistola, y luego se la devuelve al científico—. ¿Cómo me puedo hacer con una de éstas?
—Ya tienes una, James.
—Pero...
—Es una de las características menos habituales de tu ojo. Se hace un pequeño ajuste. Se me olvidó decírtelo, hasta ahora. Sácatelo.
Konteau se quita el ojo artificial y se lo da a Ditmars.
—Se hace así —dice el viejo—. ¿Lo ves? El globo ocular es el mango. Aprietas aquí y sale por delante el cañón, y el gatillo por debajo. Está ajustado de forma permanente para treinta segundos, cien kilos y cien metros. Sólo lleva carga para un disparo. Apunta bien: se tarda cerca de veinticuatro horas en recargarlo. ¿Comprendido?
Konteau asiente, y se vuelve a poner el ojo en la órbita.
Ditmars sigue explicando, dándose prisa. —Bueno, existe otra cosa que puedes hacer con el ojo. No te lo había dicho, porque tampoco hemos resuelto todos los problemas técnicos. Por lo tanto, no lo intentes si no es una situación de vida o muerte. Me refiero a la transmisión del tiempo polarizado. Puedes rociar la materia, y polarizarla, y entonces, suponiendo que estés bien sincronizado, puedes pasar a través de ella. Las instrucciones están grabadas en el óculus. Pídele «Polar-X». ¿Entendido?
Konteau asiente. La verdad es que no tiene idea de qué le habla el viejo científico.
—Tengo que darme prisa.
Los dos hacen una pausa, y escuchan. Es la sirena que avisa del Expreso Terrestre.
Antes de entrar en las esclusas de aire, se vuelve y dirige un gesto de despedida a Demmie y a Ditmars. Vaya pareja. Sobre todo tú, Demmie la Misteriosa. Todo esto es obra tuya. Tienes profundidades insondables. Conoces a Philip, a Ditmars y a la directora de Nuevas Colonias. Y ¿a quién más conoces? Prefiere no pensarlo.
La esclusa se cierra tras él con un silbido, y se va, y no piensa en nada, o piensa en otras cosas, como en cinco mil personas desaparecidas.
5 En el Expreso Terrestre
MIENTRAS se afeitaba en el minúsculo lavabo del Expreso Terrestre, Konteau valoró su rostro, con pesimismo. Hacía mucho tiempo, siendo niño, su madre le había dicho (quizá en un mal momento) que en cuanto le había visto la cara, al nacer, había rellenado un impreso de solicitud para el Banco de Esperma. Está claro que no lo había dicho en serio. Luego había sido hijo único.
Desde luego que no era guapo, ni digno de mención en ningún sentido, salvo quizá por la labor de reconstrucción del lado derecho de su cara y de su cuerpo. Había perdido el ojo derecho en aquel accidente en Kappa-5. Los repuestos artificiales tenían algunas características notables, gracias a Ditmars y al Laboratorio de Biología de Xanadú. En el Bio habían grabado MIMIR sobre la superficie exterior. MIMIR eran las iniciales de algo muy complicado y con muchas sílabas. En seguida decidió llamarlo Mimí. A pesar de las variadas posibilidades de Mimí (algunas de las cuales eran asombrosas), hubiera preferido quedarse con el ojo de verdad. Pero eso nunca se lo había dicho a Mimí.
Mientras se limpiaba la espuma de la cara, llegó a la conclusión de que a su madre no le había faltado razón. Le faltaba mucho para ser guapo. Las inevitables huellas del tiempo habían ido erosionando su cara, para dejarla en sus tristes rasgos esenciales. Y, desde el accidente, la mitad de su cara siempre tenía un aspecto disoluto, y la otra lo tenía serio y solemne. (¿Es posible tener sólo una bolsa, debajo de un solo ojo? Su cara demostraba constantemente que sí.)
¿Y qué? El aspecto físico no importaba nada para su trabajo. ¿Cómo había empezado? Hizo memoria. Cuando tenía dieciocho años había rechazado dos implantes de personalidad, y los evaluadores le habían dicho (con tristeza) que su índice de personalidad era varias magnitudes superior a la Desviación Permisible máxima. Era inaceptable socialmente, un solitario. Un solitario y un vagabundo. ¿Lo había abandonado Helen por eso? Pero no debía ser así. Los versos que vagaban por su mente cuando recordaba a su ex esposa no lo indicaban.
...suavemente, sobre un mar perfumado, llevaban al viajero cansado hasta su playa natal...
El era el viajero, cansado del camino, y tenía derecho a que lo llevasen sobre un mar perfumado hasta su amor perdido. Pero sabía que eso nunca llegaría a suceder. Ella no regresaría jamás. Disfrutó un momento de su ataque de autocompasión.
Entonces, ¿dónde estábamos? Ah, sí, intentando recordar cómo se había metido en este oficio de locos. Bueno, era sencillo. Con su Desviación incorregible, no podía convertirse en un trabajador normal en un asentamiento. Sólo le quedaban las profesiones marginales: los Casacas Grises, el Gobierno, o el Cuerpo de Krons.
Había optado por los krons, a pesar de las amargas protestas de su padre.
No se quejaba del trabajo. Su padre ya se lo había advertido, y entró en la profesión sin hacerse ilusiones. La exploración de los periodos geológicos antiguos era peligrosa. Aunque no se volviese loco, podía sufrir grandes daños, o incluso matarse. No importaba. Jamás habría conocido a Helen, si no hubiesen coincidido ambos en aquel equipo de exploración, años atrás. (Oh, eres más hermosa que el aire de la tarde I vestido con la belleza de mil estrellas, ¡Marlowe te conoció, oh Helen, mi antigua esposa!) No, no podía quejarse.
Conque ahora, hacia el hogar.
El hogar: la gran ilusión de los sin hogar, los que no tienen raíces, los vagabundos. Vuelve el marino al hogar, vuelve del mar. Los grandes poetas lo comprendieron. Pensó en los hologramas, que se quedaban con Demmie. Tu pelo de jacinto, tu rostro clásico, tus aires de náyade me han traído al hogar...
Bueno, por lo menos su propio hijo tenía un hogar. ¡La Viuda nunca atraparía a Philip!
Por supuesto, los médicos habían trabajado mucho en los últimos años para tratar la enfermedad del tiempo. En su último examen médico le habían dicho que tenía buenas probabilidades de seguir relativamente cuerdo. Por otra parte, ahora le exigían hacerse una revisión cada cuatro meses. Y el último examen psicofísico había sido desconcertante. Nunca llegaba a ver a sus psiquiatras (froyds, así los llamaban los kronos). Las Tres Norns estaban en otra sala, y le hablaban por un micrófono, mientras él yacía sobre un colchón de aire.
Norna: ¿Sueña?
Konteau: Supongo que sí. ¿No sueña todo el mundo?
Verdandi: Sí, por supuesto.
Skuld: ¿Tiene algún sueño recurrente?
Konteau: ¡Qué casualidad que me lo pregunte! Sí, creo que lo tengo.
Norna: Háblenos de ello.
Konteau: Nunca he sido capaz de reconstruirlo entero; sólo algunos fragmentos.
Verdandi: Está bien. Cuéntenos los fragmentos.
Konteau: Estamos jugando al ajedrez una figura con una túnica y yo. Se llama D. D quiere decir algo, pero yo no sé qué es. Quizá es que no quiera saberlo. Puede que aparezca un par de personas más. A veces, soñando despierto... en mis introspecciones... veo a D, y hablamos.
Skuld: Quizá podamos ayudarle. Mientras duerme, podemos registrar sus ondas corticales alfa, beta y gamma. Podemos descodificarlas y sintetizarlas para formar un holograma en movimiento. A veces queda claro, otras veces no. Aunque consigamos un buen resultado técnico, puede resultar imposible psicoanalizarlo.
Konteau: (No tiene nada que perder. Quizá esto le dé alguna respuesta.) Adelante.
Le muestran un holograma de su sueño. Advirtió con sorpresa que detrás de la mesa de ajedrez había una puerta. Nada más que una puerta. No una puerta en una pared, ni una puerta de entrada a un edificio. Nada más que una puerta. Termina la partida de ajedrez. El otro jugador y él se levantan de la mesa, abren la puerta y pasan por ella. Y lo más extraño de todo es que una mujer les acompaña. ¡La conoce! Y los dos hombres... No les puede ver la cara, pero ¡también los conoce a ellos!
—¿Quiénes son? —preguntó Norma.
Bloqueo repentino. El reconocimiento desaparece.
—¿Qué quiere decir la puerta? —preguntó Verdandi.
¿Por qué no responde? Lo tiene en la punta de la lengua.
—Puerta... —tartamudea—. En un alfabeto antiguo. ¿Griego? ¿Hebreo? ¿Fenicio, quizá?
Pero no llegaban a ninguna parte. Fin de la sesión. Las froyds sueltan un suspiro colectivo.
—Piénselo. «Puerta». ¿Algo que se encontró en una misión kron?
Sí, pensarlo. Puerta. Lo que necesitaba era una puerta abierta en su propio cerebro. Ironía fútil.
No recordaba cuándo ni cómo había empezado todo. Lo más probable es que en un principio sólo estuviese él, meditando. Con el paso del tiempo, acabó visualizando a alguien con quien hablar, una figura sin rostro con la túnica de un aprendiz del Cuerpo. La figura estaba sentada frente a él, ante la mesa de ajedrez. ¿Quién eres? —se preguntó.
—¿No lo sabes? —preguntó el otro.
—Todavía no. ¿Eres la muerte?
—¿Lo soy?
—Quizá. Te llamaré D, de Death[2]. ¿Te gusta?
D: Está bien. ¿Piensas mucho en mí?
K: Sí. Las Norns dicen que si no te importa morir, estás enfermo. A ellas les parece que es un postulado incuestionable. ¿Estás de acuerdo?
D: Es discutible, ¿verdad? No es más que un postulado más. ¿Cuántos postulados de Euclides han sobrevivido?
K: Casi ninguno. Einstein empezó a matarlos hace siglos. Ratell terminó el trabajo, cuando calculó las ecuaciones del tiempo.
D: No deberían haberlo hecho. Hay que preocuparse. Es la base del juego, ¿no crees?
K: No lo sé. ¿De qué juego? ¿De esta partida de ajedrez?
D: Imagínate que todos pensasen como tú. Imagínate que todos supiesen que no es más que un juego. Todo se vendría abajo, ¿no crees?
K: Ahora te toca a ti hacer preguntas, ¿no?
D: Y ¿qué pasa con tu hijo?
K: Eso no vale. Por supuesto que me preocupo por Philip. Y por Helen. Me preocupo por muchas cosas.
D: Entre ellas tu trabajo. ¿No es de verdad la Viuda Negra?
K: Sí. Y te estás poniendo impertinente. Eres un extraño. Debes llamarlo «el Cuerpo», o «el Servicio».
D: Un extraño, ¿no? Vaya, vaya. Lo dejaré pasar. Volvamos a hablar de ti. Tus equipos han explorado subzonas para sesenta y tres asentamientos. Son más de tres millones de almas. ¿Eso no cuenta para nada?
K: Nunca estás contento. Sabes que soy un solitario. La verdad es que no aguanto pensar en toda esa gente. Me dan náuseas.
D: Pero, ¿y si desapareciese un asentamiento, cinco mil personas? ¿Qué harías?
K: No lo sé. Puede que no hiciese nada. Seguramente esperaría instrucciones. Seguiría el reglamento.
D: Ya ha sucedido una vez, ya lo sabes.
K: No era una exploración mía.
El año pasado empezó a ver el tablero de ajedrez con claridad. De hecho, se dio cuenta de que D y él habían estado jugando siempre la misma partida. Hacía pocos meses, habían llegado a un final de torres y peones equilibrado, que seguramente terminaría en tablas. Konteau no luchaba en serio; jugaba sin preocuparse, como si estuviese jugando para matar el rato con un amigo en el Club, o en una sala de juegos de cualquier parte. Pero D era muy serio. D estudiaba el tablero con profundidad, hacía su jugada con gran cuidado. ¿De qué tenía miedo D? No era más que un juego.
Las conversaciones fueron cambiando de tema.
K: ¿Tienes cara?
D: Por supuesto
K: ¿Por qué no me dejas verla nunca?
D: Porque todavía no has decidido qué cara tengo.
K: ¿Una calavera sonriente?
D: Déjate de tonterías
K: ¿Es la misma cara para todo el mundo?
D: Sólo en el sentido de que soy como cada uno esperaba.
K: O sea, que puedes tener mil millones de caras diferentes.
D: Si esa es la población mundial actual... pero lo dudo.
K: Oh, maldita sea. Lo que dices tiene poco sentido.
D: Podría ser peor. ¿Y si todo empezase a tener sentido, todo empezase a encajar? ¿Es eso lo que quieres?
K: No lo sé. Bueno, a veces...
D: (Murmura algo ininteligible.)
K: Conozco tu gran secreto.
D: ¿De verdad?
K: No te encariñes con nada ni con nadie. Así estarás seguro. Nadie podrá afectarte.
D: No lo crees de verdad. ¿Y Helen, Philip, la Viuda...? el Cuerpo, mejor dicho. El Cuerpo. No puedes dejar el Cuerpo. Cuando te atrapa el gran dios Krono, no te puedes escapar. Es una adicción.
K: (Silencio.)
Durante las últimas sesiones, la posición en el tablero había cambiado de forma significativa. ¿Cómo había podido suceder? Ya no era una posición de tablas. D, que jugaba con negras, tenía una victoria segura. Los ordenadores habían calculado esta posición exacta antes de que Konteau naciera. Venía en todos los libros de teoría de finales de partida. Y D seguía jugando lentamente, con cuidado, como una cuestión de vida o muerte.
Bueno, si tenía que ser así, así era. Que sea así. Desde ahora en adelante, todo era cuestión de tiempo. ¡Por Krono, vaya juego de palabras!
No importaba.
Lo aceptaba todo. En su primera misión sobre el terreno, con Devlin, al Pérmico Superior, el viejo maestro le había explicado el arte de sobrevivir. Tienes que reorganizar tu mente. Tienes que devaluar el concepto de estar vivo. No tienes que exigir lo que exigen las demás personas, incluyendo la gran exigencia de existir. El ser o no ser se hace irrelevante. Es, más bien, como dominar el miedo, pero en realidad es más sencillo. Consiste, simplemente, en prohibir a tu mente que reaccione ante ciertas posibilidades desagradables. No intentes seguir cuerdo. Deja de preguntarte: «¿sigo cuerdo?»
Si lo haces, te empezarás a hacer daño a ti mismo. Busca la aceptación. Busca la indiferencia. Toma las cosas como vienen. Es una reorganización mental; ése es el secreto.
Así habló Devlin. Se había vuelto majareta veinte años después. Así caen los poderosos. ¿Me toca ahora a mí? Se abrió camino hasta el compartimento de pasajeros, se dejó caer en su asiento, y cerró los ojos. Era un viaje de cuatro horas. Estaba cansado. Quizá pudiese dar una cabezada breve... Un susurro en su oído lo sacó de su ensueño. «Ha llegado un mensaje para usted, señor.» El asistente se inclinaba hacia el. Podía oler los aceites aromáticos en el largo pelo del joven.
—¿Ah? ¿Quién...?
—Es un cristal de prioridad roja, señor.
Entregó a Konteau la cajita con el mensaje. —¿Dispone usted de un aparato reproductor?
—Sí, gracias.
El asistente de vuelo miró en el compartimento de equipajes, en la parte superior. —¿Lo lleva en su bolsa, señor? ¿Se la alcanzo?
No. Lo llevo encima. Me arreglaré yo solo.
—Por supuesto.
El asistente se retiró discretamente.
Por el rabillo de su ojo bueno advirtió que cuatro o cinco pasajeros de los asientos contiguos estaban inclinados ligeramente hacia él, con cuidado de aparentar que no lo observaban. Sospechaba que muy pocos de ellos habían recibido alguna vez un mensaje en cristal, y seguramente ninguno lo había recibido en un expreso interplanetario. Suspiró. A falta de un compartimento personal, sólo existía otro lugar donde podía leer esto en privado.
Era interesante. En el viaje de ida a Xanadú los pasajeros reían, cantaban, eran bulliciosos. Se dirigían a unas vacaciones despreocupadas. A la vuelta a Terra iban serios, apagados, callados, con resaca. Pero volverían a lo mismo el año siguiente. Y él también. Esta nave define la condición humana —pensó.
Las caras le siguieron como la antena de un radar cuando se levantó y se abrió camino hasta el retrete. Se introdujo en un excusado, se sentó, y abrió la cajita de madera, tan pequeña como la mano de un niño. La tapa se abría hacia atrás, y vio que el cristal (cuarzo gris, piezoeléctrico) reposaba sobre sus almohadillas. Extrajo su ojo artificial, deslizó hacia atrás la tapa de cristal, tomó las pinzas especiales de la tapa de la caja, ajustó el cristal en su soporte sobre la pequeña esfera de bronce, y volvió a poner a Mimí en su orificio acostumbrado. Y ahora —pensó—, veremos a qué se debe esta prioridad roja, y de quién viene, y por qué tenía que venir codificada. Cerró el ojo bueno y esperó a que el decodificador se sincronizase con sus ondas cerebrales alfa, beta y gamma.
Ya llegaban las miríadas de impulsos eléctricos ya llegaban, y ya actuaban sobre su lóbulo occipital, de la visión, y sobre su corteza cerebral auditiva. ¡Es de los psicólogos del Cuerpo! Le sacudió tan fuerte que pestañeó, y perdió la señal un momento. Volvió.
Al contemplar la impresión visual, tuvo otra revelación. Estaba viendo de verdad a su trío de froyds, las que él llamaba las tres Norns. Allí estaban, sentadas con las piernas cruzadas, en fila, sobre un suelo de madera desnudo. Esto era alarmante. Recordó su advertencia anterior: «Nunca nos verá, salvo en una emergencia de vida o muerte». Soltó un quejido apagado.
La figura central le saludó con la cabeza.
«Saludos, James». Reconoció la voz de Norna. «Hemos estado trabajando sobre sus últimos sueños. El análisis no está terminado, pero a la vista de los descubrimientos hasta ahora, y de otras circunstancias, creímos que era mejor hacerle saber nuestras últimas conclusiones.»
La figura central oscura se detuvo un momento en su mente: sus ojos lo miraron fijamente; parecía que querían llevarse el ojo bueno de Konteau.
La proyección visual continuó diciendo: «Los sueños son producto del inconsciente, James; son mensajes para el consciente, por así decirlo. Cuando el tema es extremadamente desagradable, los sueños sustituyen las cosas verdaderas por símbolos. El problema, en ese caso, es descubrir lo que significan los símbolos. Generalmente, esto sólo se puede conseguir con ayuda del soñador. Podemos decir, James, que usted ha colaborado mucho con nosotros en ese sentido.»
¡Por Kronos! —pensó Konteau— ¡Vamos al grano!
La figura de la derecha tomó el relevo. Konteau identificó a Verdandi por su tono, modulación y estilo. Era la única manera en que podía distinguirlas. Los rasgos de sus caras parecían prácticamente idénticos.
Parece que sus sueños, James, siempre empiezan con una partida de ajedrez. Usted es uno de los jugadores, y lleva las piezas blancas. Su adversario es una figura con la túnica de aprendiz del Cuerpo, al que usted llama "D". No puede verle la cara. Parece que usted siempre va perdiendo la partida, pero ésta nunca acaba. Últimamente ha incorporado a dos personas a la escena. Están contemplando la partida. Uno es un hombre, la otra una mujer. Detrás de la figura con túnica hay una puerta grande de metal, quizá de bronce. Y ahora la partida se pospone, sin llegar a resolverse. "D" se queda sentado, y usted se levanta. El tercer hombre, la mujer y usted abren la puerta y pasan. La puerta no está en una pared. No es más que una puerta, sola en el espacio. Cuando los tres han franqueado la puerta, usted mira al hombre que ha pasado con usted, y ve que está muerto.»
Todo esto tenía algo de absurdo y de espeluznante. La mente de Konteau buscaba explicaciones; pero no podía formular preguntas.
La figura de la izquierda siguió hablando. Skuld dijo: «En nuestras sesiones ha mencionado usted que la letra "D" le trae a la memoria algunas lenguas muertas, así como a la muerte misma. Tiene razón. Su inconsciente ha elegido los símbolos crípticos de una manera muy elegante y muy sofisticada. Estoy segura de que sabe que nuestro alfabeto procede de los fenicios, que se lo enseñaron a los griegos, que a su vez se lo dieron a los romanos, y así llegó a nosotros. En lengua fenicia, las letras tenían nombre de cosas. Por ejemplo, la "A" se llamaba "aleph", que quería decir "buey". Los griegos la modificaron un poco, y la llamaron "alfa". "B" quería decir "beth", es decir, "casa", y los griegos la llamaron "beta". "D" era de "daleth", que quería decir "puerta". Los griegos la llamaron "Delta"».
Se empezaron a formar pequeñas gotas de sudor en la frente de Konteau, y estaba jadeando.
La voz de Skuld continuó, inflexible.
«Y dónde ve usted a la muerte, James? Fonéticamente, quiero decir. Estudie la palabra "Daleth". Quítele "Al". ¿Qué queda? "Deth". ¿Conoce a alguien que se llama "Al" ¿verdad?».
Konteau asintió sin pensar. No, no era así exactamente. No era más que un rumor. No había intentado confirmarlo.
Y ahora Norma hacía resumen. Tenía la voz tensa, como si cada vez le resultase más difícil hablar.
Se está avisando a sí mismo, James. Existe un grave peligro en la colonia Delta. Alguien va a morir. Usted cree que seguramente sea usted mismo. Cree que usted, con una mujer y con un tal "Al", cruzarán esa puerta de bronce, y que la muerte les espera al otro lado. Se está avisando a sí mismo. Me adhiero a su inconsciente en este aviso, James.
«¡No se acerque a Delta!.»
Mientras él contemplaba la escena, fascinado, la figura de la derecha se dirigió al centro, y se fundió con la figura central. Luego, la de la izquierda hizo lo mismo. Y su froyd se convirtió en una sola entidad. Esto le asombró y le confundió. Las tres Norns se habían fundido para formar una sola mujer.
Y eso no era todo. Como para hacer hincapié en su advertencia, la figura sentada echó la cabeza atrás, y de su boca salió un terrible grito animal, que heló la sangre en las venas de Konteau. Después, se cayó y se quedo tendida boca abajo.
El hombre del tiempo se quedó paralizado. Quería ir a ayudarla (¿dónde?), a levantarla, a tranquilizarla (¿cómo?)... pero, incluso desde las profundidades de su horror se daba cuenta de que era imposible.
Mientras estaba allí sentado, resollando, sudando, la imagen única se hizo borrosa y se fue desvaneciendo. Por último, un vacío total. Pero todavía podía imaginársela, y ese último chillido resonaría en los pasillos de su cerebro para siempre. Pensó en ella un momento. Esas tres eran, en realidad, una única mujer. Era una esquizofrénica con triple personalidad. Desde luego, los esquizofrénicos eran los mejores froyds, los más sensibles. Estaban allí, temblando en la oscuridad, y a veces salían e intentaban ayudar a la gente como él; muchas veces se jugaban su propia salud mental. Ella había intentado salvarle la vida, arriesgando su propia cordura. Ahora, ella volvería a las sombras. Sabía que nunca volvería a verla. No podía darle las gracias. Le había entregado su vida.
Apretó los dientes.
Desde el momento en que descendiese de este expreso, estaría en grave peligro personal.
YA... maldita sea. ¿Quería esto decir que la mujer era Helen? Pero ¿cómo se podía haber metido ella en todo esto? De ninguna manera. Al fin y al cabo, no era más que un sueño. No tiene nada de raro que él pensase cosas mortales sobre el novio actual de ella. ¿Cómo se llamaba? Al Artoy, o algo así.
—Señor Konteau.
Era el teléfono interior, encima del espejo. Una voz de mujer.
—Aterrizamos dentro de quince minutos. Y el Vyr le recuerda que le esperará un coche.
La voz estaba impregnada de un cauto respeto.
—Entendido.
La boca se le contrajo, formando una mueca sardónica. La tripulación sabía de sobra quién era él, pero no sabían si le llamaban para condenarle a muerte o para ofrecerle una misión nueva y heroica. O, quizá, para las dos cosas. No eran capaces de adaptarse a las ambigüedades.
—Páseme con comunicaciones —dijo él.
—Sí señor.
Se oyó un chasquido y un silbido. Una voz perezosa dijo:
—Comunicaciones.
—Quiero línea con Delta.
—¿Número y cobro?
Gobierno 407. Cobro a Kron-7630.
Pareció como si la voz se hubiese puesto firme de repente. (Se preguntó si hubiera sido así si el operador hubiera sabido que Gobierno 407 era el número de la caseta del guardia del Parque Ratell, y que el mensaje lo recibiría un viejo que, a veces, casi estaba lúcido).
—¡Sí, señor! ¿Su mensaje, señor?
—Asamblea.
—¿Asamblea?
—Me ha oído bien.
—Sí, señor. Asamblea. ¿Firma, señor?
—Sin firma.
—Muy bien, señor. Ya está en camino.
Un último pensamiento. Pensó en Demmie. No se había enterado de su apellido. Ella le conocía, él no la conocía a ella. Así había salido todo. Notable mujer. ¡Cómo le había manejado! Había ido a Xanadú para pasar su habitual semana de juerga despreocupada, y de relaciones olvidables (una o más). Y ¿qué había sucedido? No la había rozado. Ni tampoco a ninguna otra mujer. En vez de ello, había escrito un informe. Para ella. Le habían estafado. Era un imbécil de primera. Por otra parte, su informe de doscientas páginas era un hecho. Existía. Si llegase a caer en buenas manos, por alguna rara coincidencia... si llegase de verdad a manos de la directora de Nuevas Colonias... entonces el exceso de población terrestre bien podría encontrar un lugar en el Proterozoico marciano.
Todas las conjeturas vuelven a ti, Demmie. ¿Cómo sabías de Helen y de Philip? ¿Qué te contó Ditmars, y qué le contaste tú a él? Y, lo más importante de todo, ¿quién eres?
El teléfono interior interrumpió sus pensamientos. «Aterrizaje dentro de cinco minutos en el Interpuerto Delta. Abróchense los cinturones. La nave se está ajustando a la vertical.»
Pocos minutos después, siguió al auxiliar de vuelo hasta la salida. Se quedó parado un momento en la plataforma de aterrizaje, pestañeando ante la luz del sol brillante, y luego empezó a descender las escaleras plegables metálicas.
El Interpuerto. Muchas veces había subido y bajado de naves en este lugar. Y hoy, como siempre, advertía los centenares de miles de llegadas y salidas que se habían acumulado allí al cabo de los años, como las capas monomoleculares de una perla oscura y meditabunda.
Al bajar por la escalera recorrió el complejo del puerto con su ojo. A medio kilómetro de distancia de la dársena de aterrizaje estaban los muros grises de la Cárcel de Delta. Ironía macabra, pensó. Las ataduras más estrechas, junto a la mayor libertad. ¿Pensaban alguna vez aquellos desgraciados en atravesar los muros y correr por las escaleras de aquellas naves que esperaban allí? ¿A qué se debía esta yuxtaposición extraña de puerto espacial y cárcel? Era capaz de responder a la pregunta. En primer lugar, por falta de espacio. Y en segundo lugar, en caso de accidente de aterrizaje o de despegue, las naves bien podían caer sobre los edificios que albergaban a los inquilinos de menor valor. Todo tenía sentido, a su manera cruel.
6 El Tiempo según Ratell
UN lacayo con la librea del Delta Vyr recibió a Konteau en la llegada de Pasajeros, romo su bolsa, le precedió por la terminal hasta la consigna, y dejó la bolsa en consigna.
—Espere un minuto —protestó el hombre-kron—. Voy a necesitar eso.
El lacayo le dirigió una mirada fría. —Se lo enviaremos a donde vaya a alojarse. No lo puede llevar a la cancillería. Está prohibido.
Konteau se preguntó si volvería a ver la bolsa. Helen se la había regalado hacía diez años.
Al dirigirse a la salida principal, tuvieron que detenerse dos veces para dejar pasar a sendas patrullas.
—¿Qué está pasando? —preguntó el krono, al detenerse a contemplar a los Casacas Grises.
Su guía, si le oyó, prefirió no responder.
Un momento después ya habían salido, y el ayudante abrió la puerta del coche de alquiler y la cerró de un portazo tras Konteau. Se oyó un chasquido secundario. Estaba encerrado.
—¡Eh!
Miró por la ventanilla, y vio que el lacayo se perdía entre la multitud.
—Es por su propia seguridad, amigo —oyó la voz del chófer mientras el vehículo se incorporaba al tráfico. —Son órdenes del Vyr.
En la calle se advertían vehículos grises con el símbolo triangular de Delta, junto a patrullas de Casacas Grises.
De pronto se sentía muy inquieto. ¿Debería intentar escaparse? ¿Y qué haría luego? Sería un fugitivo, y quizá nunca se enterase de lo que había pasado con 585. No, necesitaba esa reunión con el Vyr. Si sobrevivía, siempre podría escaparse después. Quizá.
Sigue su juego. Descubre lo que puedas.
—¿Por qué hay tantos soldados? —preguntó con curiosidad.
—¿De dónde sale, amigo? —He estado fuera —respondió el pasajero secamente—. ¿Qué sucede?
—¿Ya se ha enterado de que murió el viejo Jefe Supremo?
—Sí. Vi las imágenes del funeral.
—Entonces, sabrá que se reúnen aquí los Vyrs de todo el mundo para elegir al nuevo Jefe Supremo. Ya debe haber unos cincuenta aquí en Delta. Ayer mismo recogí al Vyr de Anglia y al Russ Vyr. El ejército no está mas que para salvaguardar la paz, para mantener el orden.
—Ya veo. ¿Se supone que es elegido el Vyr que demuestre una mayor devoción a Kronos?
—Es la idea general.
—Y ¿quién va a ganar?
—¿Quiere que le dé el soplo?
—Adelante.
—Es el que usted va a visitar ahora mismo.
—¿Corleigh? El Delta Vyr?
—Como lo oye.
—¿Ha hecho algo... grande?
—Eso dicen.
—¿Como qué?
—Parece que nadie lo sabe. Son sólo rumores.
—Cuénteme uno.
—No soy más que un chófer del gobierno, amigo. No me pagan por hablar.
Konteau sacó una moneda del bolsillo y la arrojó al asiento delantero. Apareció un guante gris, y la atrapó en el aire.
—Lo que se cuenta —dijo el chófer— es que el Vyr dio al dios un regalo que nadie puede igualar, ni siquiera acercarse.
Konteau frunció el ceño.
—¿Regalo? ¿Qué regalo?
Silencio.
Arrojó otra moneda. —¿Qué dicen los rumores, exactamente?
—Lo único que sé es que dicen que resuelve el problema de la superpoblación.
Vaya, vaya. Eso era interesante. No tenía ni idea de que a Paul el Piadoso le interesase seriamente la demografía. Quizá al Vyr le interesase la colonia marciana. Debería haber traído una copia de su informe, para enseñársela al gobernante de Delta. ¡Parecía que la cosa no era tan grave!
—Cuénteme más cosas —dijo—. ¿Cómo piensa arreglar el Vyr la superpoblación?
—De eso, amigo, no tengo la menor idea.
Konteau volvió a meter la mano en el bolsillo.
—No, amigo. Ahórrese su dinero. Se lo digo por Kronos: no lo sé.
—Y ¿quién lo sabe?
—Supongo que el Vyr lo sabrá. Usted va a visitarle. ¡Pregúnteselo!
El hombre-kron no supo si el chófer hablaba con sarcasmo, o se limitaba a ofrecerle una idea. Interrumpió sus conjeturas al advertir que el vehículo había parado ante una caseta que había al borde de la carretera. Salió un sargento de los Casacas Grises, comprobó los papeles del conductor, y le hizo seguir adelante con un gesto.
—¿A qué se debe esto? —preguntó Konteau.
—Un control rutinario.
—¿A quién buscan?
—¿Quién sabe? El Cónclave vota mañana por la noche, para elegir al nuevo Jefe Supremo. No quieren líos.
Konteau asintió. Aquello parecía razonable. Pero, por otra parte... tuvo un instante de percepción. Quizá el regalo del Delta Vyr a Kronos no fuese bien acogido por todos. Quizá se estuviera deteniendo, ahora mismo, a los disidentes en potencia. ¿Era él uno de ellos? Lo dudaba. La Viuda no tenía nada que ver con la política. Pero el Consejo era otra cosa. El Consejo y los Vyrs eran enemigos declarados.
Sacudió la cabeza. Más conjeturas, más especulaciones. No le llevarían a ninguna parte. Tenía que prepararse para su reunión con el Vyr. El asunto principal, en aquel momento, era si el Delta 585 había sido afectado por un temblor de tiempo. ¿Qué sabía él acerca de los temblores de tiempo? No demasiado.
—¿Cuánto nos falta para llegar a Central? —preguntó al chófer.
—Veinte minutos. Treinta, si el tráfico empeora.
Tenía tiempo.
—¿Se puede acceder a la biblioteca de Delta por su pantalla?
—Desde luego. Pulse el 9.
Lo pulsó. Salió una voz de ordenador.
—Biblioteca.
—Ratell —dijo Konteau—. ¿Qué tienen de Ratell?
—¿De qué Ratell? ¿Del célebre?
—Sí. De Raymond Ratell.
—¿Su autorización, por favor?
¿Autorización? Por supuesto. Lo había olvidado. Las obras del gran Ratell eran de acceso restringido. Siendo estudiante del Cuerpo, Konteau había leído la explicación en uno de sus libros de texto. Se citaba al propio mago del tiempo para explicar la prohibición: «¿Qué nos queda a las personas como tú y yo, hombre kron? ¿Qué es lo que quieres ser o hacer? Si no lo encuentras aquí, ¡vuelve atrás en el tiempo! ¿Explorador?, ¡vuelve atrás! ¿Frío jugador del Mississippi?, ¡vuelve atrás! ¿Compositor? ¿Sheriff del Oeste?, ¡vuelve atrás!, ¡vuelve atrás!, ¡vuelve atrás! «Un aprendiz de krono, irreverente, le había puesto música:
¿Quieres ampliar tu mente?
¿Quieres ser un bandido?
(Coro:) ¡Vuelve atrás en el tiempo, jovencito, vuelve atrás!
No era de extrañar que no se permitiese a los profanos leer las obras del rey del tiempo (pensó Konteau). Por supuesto, el Consejo justificó la censura por miedo a que alguien llegase a retroceder en el tiempo y modificase el Pasado de tal forma que afectase al Presente. Más adelante, dijeron también que el exhorto de Ratell aquí citado era inmoral y podía corromper a la juventud. Y, para estar seguros, colocaron unas barreras temporales en el principio del año 1492, para proteger la historia local, de la cual ellos mismos formaban parte. Que él supiera, sólo una vez se habían traspasado esas barreras, por el temblor de tiempo del 2332.
—¿Su autorización? —repitió la voz metálica, impaciente.
—Sí. Por supuesto.
Introdujo su tarjeta de identificación en la ranura.
—Confirmado. ¿Busca algo en especial?
—En alguna parte, Ratell habla de los temblores de tiempo.
—Temblores de tiempo. Buscando. No hay nada con ese nombre.
¿Sinónimos?
—No estoy seguro. Fallas. Seísmos. Fracturas.
—Buscando. Fallas. Seísmos. Fracturas. No hay títulos.
—Liste todos los títulos de Ratell.
—Procesando.
Contempló el desfile de títulos por la pantalla.
—Alto. Quiero ése. Leyó, línea a línea:
El Tiempo
Los sabios dicen que nuestra sociedad usa un número extraordinario de expresiones en las que se utiliza la palabra «tiempo». Entre ellas: el tiempo es oro, adelantarse a su tiempo, perder el tiempo. Y disponemos de muchos nombres y sinónimos para designar al tiempo, del mismo modo que los esquimales tienen diversos nombres para cada tipo diferente de nieve, y los beduinos los tienen para los tipos de arena y su estado.
Vivimos totalmente inmersos en el Tiempo; pero no sabemos lo que es. (Como dijo San Agustín: «Sé lo que es, hasta que me lo preguntan.») Si fuéramos capaces de comprender el Tiempo (ya sea de forma teórica, o intuitiva, o de cualquier otra forma), entonces lo entenderemos Todo.
He tenido ciertas experiencias con el Tiempo, y he fabricado ciertos equipos que permiten llevar a mis congéneres, los seres humanos, y a sus cosas, hacia atrás en el tiempo. He visto salir el sol sobre los mares del Arqueozoico, y he facilitado el medio de asentar a nuestros excesos de población en grupos, sobre una Tierra muy joven. Todo esto se consigue por el Control del Tiempo.
Hablemos del Tiempo, por lo tanto.
¿A qué se parece, más que nada, el Tiempo? Quizá a la luz, sí la consideramos en su aspecto más general, de radiación electromagnética (¡tampoco es que comprendamos demasiado bien la radiación electromagnética!).
El Tiempo se puede reflejar, del mismo modo que la luz. Así es cómo permanecen en su sitio las murallas de las ciudades que están, por ejemplo, en el periodo Cámbrico. Cuando están bien estabilizadas, reflejan los tiempos del Cámbrico que están en el exterior, y así contienen ese mar del Tiempo.
El Tiempo se refracta, del mismo modo que la luz. Fluye más lentamente en los medios más densos. De esta manera, se puede enfocar. Y así, con instrumentos adecuados, podemos penetrar en épocas lejanas.
El Tiempo tiene fluorescencia: fue gracias a este efecto como conseguí mi primer traslado hacia atrás. Podemos absorber tiempo a una frecuencia e irradiarlo a otra. Así, tomamos el Hoy y lo desprendemos como Ayer. Es un efecto similar a cuando excitamos los vapores de mercurio para que emitan luz ultravioleta, que incide sobre los elementos fosforescentes que irradian, a su vez, luz visible. Y es como el efecto Compton, en el cual los rayos X inciden sobre la materia y salen rebotados de la misma con una longitud de onda mayor. (Así, radiamos los instrumentos con el Hoy, y nos muestran el Ayer). Y el viaje a través del tiempo es como el efecto Raman, en el que la luz baña un líquido, que a su vez irradia la frecuencia original y además un espectro superior e inferior.
El Tiempo se puede polarizar, del mismo modo que la luz. Nos falta muy poco para conseguir dar una aplicación práctica a este fenómeno.
(Konteau hizo una pausa en su lectura. ¿El nuevo Polar-X de Mimí? ¿Surgió de aquí? Pero tenía prisa; siguió leyendo.)
De la misma manera que la luz, los tiempos de dos fuentes diferentes forman redes de interferencia cuando se encuentran. ¿Se demuestra así que el Tiempo se mueve en forma de ondas? No necesariamente. De hecho, en cierto modo (de nuevo como la luz) el Tiempo tiene una estructura de partículas. Consideremos la ecuación de la Relatividad de Einstein: E = me2. Pero ¿qué es c? Distancia dividida por Tiempo. Por lo tanto, E = m(d2/t2), y t es proporcional a la raíz cuadrada de la masa. Así, el Tiempo tiene las dimensiones de masa (y de distancia, y de energía), y, por lo tanto, está compuesto de partículas. ¡Llamémoslas «ondículas»!
(Y de aquí surgió la idea de Zeke Ditmars de una pistola de partículas, pensó el hombre-kron. ¡Sigamos!)
Estas semejanzas en realidad nos aclaran poco, ya que siguen existiendo diferencias fundamentales entre el Tiempo y la luz. A diferencia de la luz, el tiempo tiene discontinuidades, casi como si se produjesen temblores de tierra que abriesen abismos a nuestros pies.
(Aja, pensó Konteau. ¡Ahora viene! Siguió leyendo.)
Estábamos explorando un lugar en el periodo Pérmico, y de repente, sin motivo aparente ni previo aviso, nos encontramos en el periodo Pensilvánico. Retrocedimos doce millones de años, y sufrimos una caída de diez metros. Uno del equipo se mató. Esto sucedía antes de que se utilizasen los trajes anticaídas. Tardamos seis semanas en arreglar el equipo y en salir de allí. ¿Explicación? Algunos intentaron explicarlo por analogía con la radiación electromagnética, y dijeron que el tiempo «saltaba», de la misma manera en que las ondas de radio saltan grandes distancias, y luego se reflejan hacia la tierra por las capas de Kennelly-Heaviside. Yo opino otra cosa. Lo que yo opino es que el tiempo tiene deformaciones e irregularidades que debemos reflejar en nuestros mapas, así como los marinos tienen en cuenta las desviaciones de la aguja magnética. Y estas variaciones varían a su vez al alejarnos en el tiempo.
¿A qué se deben las discontinuidades? Ofrezco tres posibilidades: (1) El universo está en expansión, y esta expansión se lleva a cabo estirando el tiempo, hasta que éste se rompe. (2) Cuando los continentes se separan, el tiempo local sufre una ruptura momentánea. (3) Cuando choca con la Tierra un cometa o asteroide grande, destroza el tiempo local.
Los equipos de exploración deben procurar detectar estas fallas de tiempo, tanto las ya existentes como las latentes. Las murallas de las ciudades deben recibir una protección extraordinaria en las zonas de peligro; de otro modo, se pueden perder pueblos enteros. Si un temblor de tiempo saca de su sitio un estabilizador, todo el pueblo desaparecerá, por lo que respecta al tiempo actual. Si esto sucede, lo único que se puede hacer es volver atrás en el tiempo e intentar localizar el estabilizador. Volver a colocarlo en su sitio, y mantenerlo allí hasta que el tiempo se vuelva a gelificar alrededor de las murallas.
(Mantenerlo en su sitio... ¿cuánto tiempo? —pensó Konteau.)
El vehículo entró en un garaje subterráneo, y el chófer se volvió hacia Konteau. —¿Está despierto, amigo?
El krono miró por la ventanilla. Dos Casacas Grises estaban junto a la puerta del cochecillo, que se abrió automáticamente.
—Desde aquí en adelante, está en sus manos —dijo el chófer.
—Que le vaya bien —murmuró Konteau. Salió. El vehículo se alejó con un zumbido.
—Por aquí se va a los ascensores, señor —dijo el primer Casaca Gris. Lo dijo educadamente, pero estaba claro que no admitía discusión.
Konteau se encogió de hombros. Desde el momento en que se había bajado del expreso, lo habían vigilado de cerca, aunque discretamente. Ya comprendía que todo seguiría así hasta su audiencia con el Vyr, y, probablemente, después de la misma. Sólo podía extraer una conclusión de todo esto: era verdad que Delta Cinco Ocho Cinco había desaparecido, y el Vyr le iba a echar la culpa a él.
7 Paul el Piadoso
LOS Casacas Grises lo escoltaron en silencio hasta el ascensor, y luego hasta la sala de seguridad, en la que le desnudaron y le miraron por rayos X y por un escáner.
Al encargado del registro, un capitán de los Casacas, le intrigaron las cicatrices cerebrales del hombre-kron.
—¿Su injerto de personalidad fue rechazado? —preguntó con curiosidad.
Pasó la placa a su compañero.
Konteau gruñó.
El ayudante, un sargento, soltó una risita.
—Y mire esto. Intentaron un segundo injerto en el hemisferio derecho. También fue rechazado, y tuvieron que retirarlo.
El capitán se frotó la barbilla. —Interesantísimo. Un verdadero niño problemático. ¿Tiene antecedentes?
El sargento estudió el listado que iba saliendo del terminal de ordenador.
—No. Está limpio. Y mire: condecorado dos veces por el Cuerpo.
Los dos cuchichearon en privado un momento.
Konteau se sintió algo culpable por tener una personalidad pervertida sin haberse labrado unos antecedentes penales. ¿Estaba visitando al Vyr sin tener derecho a ello? Se dirigió a los otros dos:
—Di una patada en la espinilla a mi profesor de tercer curso, y me expulsaron de la escuela una semana.
El capitán lo miró torvamente.
—¿No basta con eso, eh? —dijo Konteau—. Bueno una vez me escapé una noche entera con la hija del director de la escuela. Fuimos a...
—¡Aja! ¿Y qué es esto? —dijo el sargento. Señaló sobre la placa del escáner el perfil del ojo artificial de Konteau.
—Es una bomba suicida —explicó Konteau—. Cuando corra el peligro de morirme de hastío ante las preguntas estúpidas, sólo tendré que pestañear de una manera especial. La bomba explota y destruye todo en un radio de veinte metros.
—Un verdadero humorista —dijo el sargento sin sonreír—. ¿Le gustaría probar un simpático puñetazo en la barriga, por gracioso?
—¿Y le gustaría que su señoría le enviase a los inquisidores, por hacer daño a su honorable huésped?
El capitán lanzó una mirada de advertencia a su ayudante.
—Era por ganas de charlar, nada más —murmuró el sargento.
—Quíteselo, por favor —dijo el capitán, en voz baja.
Konteau se sacó el ojo, y lo entregó.
El capitán lo puso bajo el tubo del escáner, y puso en marcha la red de sonar. Los tres contemplaron el holograma del hemisferio izquierdo del objeto, que rotaba lentamente.
—Una cámara de gas hermética, en el cuadrante inferior —anunció el sargento.
—¿Análisis del gas? —preguntó el capitán.
—Diez de helio, una de neón.
—¿Un láser de gas? —preguntó el capitán a Konteau.
El hombre del tiempo asintió.
—Interesante —dijo el capitán, pensativamente. Escudriñó a Konteau con la mirada—. He oído hablar de ellos. Es el último grito en ojos artificiales. ¿Cómo introducen el gas?
—Por descarga nuclear.
—Confirmado —intervino el sargento—. Se aprecian los destellos... allí —señaló.
El capitán observó el holograma.
—Y aislado de las radiaciones por una película trimolecular interna de plomo.
El sargento dio la espalda a Konteau y habló con su superior en voz baja. El krono oía palabras sueltas.
—«...Mi hermano trabaja... laboratorio de miembros artificiales... cincuenta mil jeffs de plata...»
Volvieron a dirigirse a su huésped. ¿No apreciaba un nuevo respeto? ¿O era. simplemente una mezcla de asombro y de inquietud? El capitán no ganaría cincuenta mil jeffs en un año. Konteau disimuló una sonrisa. Sabía que Mimí había costado por lo menos cíen veces lo que había calculado el sargento. Pero es que Mimí podía actuar a unos niveles que el sargento no era capaz de imaginarse siquiera.
—Espere —dijo el suboficial. Estaba observando de cerca el ojo artificial—. ¿Qué es esto?
Deletreó despacio, en voz alta:
—M, I, M, I, R. ¿Mimir? ¿El nombre del antiguo dios que guardaba las aguas del conocimiento?
Konteau suspiró. Desde luego, no quería entrar en una discusión de tipo religioso.
—No es más que las iniciales de Multiplicador de Imágenes Multifásico Interfacial Resonante, No tiene nada que ver con el culto de Odín.
Advirtió inmediatamente que no debía haber utilizado la palabra «culto». Se dio cuenta, demasiado tarde, de que este tarado era un adepto del híbrido teológico más extraño de todos: la rama nórdica de la religión de Kronos.
La cara del sargento se puso de varios colores: rosa, roja, y por último blanca, sin sangre. Intentó hablar, con las cuerdas vocales agarrotadas.
—¡Te burlas de las verdades antiguas! Odín entregó su ojo derecho a Mimir, para que gozase del privilegio de beber las aguas del conocimiento. ¡Blasfemo! ¡Te burlas de los mismos dioses!
Konteau reprimió el impulso de afirmar que Mimí no le había aportado ninguna sabiduría. Lo más que podía aspirar era a cierta astucia para ocultar las diversas estupideces que cometía.
—Yo... —empezó a decir.
El sargento le interrumpió, con voz temblorosa.
—Y, ahora, supongo que tomarás la lanza sagrada de Odín y te inmolarás a ti mismo ante Yggdrasil, el fresno sagrado, que une a los dioses, a los hombres, al cielo y al infierno?...
La mente de Konteau daba vueltas. ¿Cómo salir de esto? Intentó desesperadamente recordar la terrible leyenda nórdica. Está bien. La recordó. Ahora, a darle la vuelta.
—¿Y usted? —preguntó—. Sargento, sería capaz usted de inmolarse ante Yggdrasil, y de morir, y de subir al Valhalla? ¿Sería capaz de seguir el ejemplo brillante del gtan Odín?
El fanático casi no advirtió que Konteau le tomaba el óculus de la mano y se lo entregaba al capitán.
El sargento contempló al krono.
—¿Osas preguntarlo? ¡No eres siquiera un aprendiz de druida! ¡Debes pagar por lo que has hecho!
Cerró el puño y golpeó al sorprendido hombre-kron en el estómago. El capitán intervino inmediatamente, y separó a su ayudante.
La cara de Konteau se contrajo un momento, mientras se doblaba con los brazos sobre el abdomen. Se levantó lentamente, vigilando a su atacante.
El sargento estaba lejos, y respiraba pesadamente.
El capitán tomó un micrófono mientras vigilaba a ambos, y habló con voz monótona y apresurada. «Ojo artificial.
Diseñado por los Laboratorios de Biología del Cuerpo. Número de registro, cuatrocientos veintiocho.» Miró al hombre-kron.
—Lo guardaremos aquí durante su audiencia —dijo, con voz correcta pero firme—. Recójalo a la salida.
Konteau se encogió de hombros, y se puso el parche sobre la cuenca vacía.
El capitán habló por el teléfono interior con alguna persona invisible. «Hemos terminado. Está bien.» Una voz respondió: «Enviadlo.» El sargento guió a Konteau por un pequeño corredor, y llamó a una puerta que había al final del mismo.
Mientras esperaban, el sargento susurró al oído de Konteau:
—Sabemos cómo tratar a los listillos como tú. Nos volveremos a encontrar.
Konteau leyó el nombre del suboficial en su camisa gris.
Lo estoy deseando, sargento Thor Odinsson —dijo con voz profunda.
Un hombre con una capa blanca adornada con galones rojos abrió la puerta e hizo entrar al hombre-kron.
Los dos estaban solos en la sala.
El hombre de la capa preguntó en voz baja: —¿Sabe dónde está?
El visitante, confuso, recorrió la sala con la mirada. No era grande; tenía aproximadamente el tamaño de su estudio en Xanadú. Las paredes estaban cubiertas de material informático: receptáculos para software, tarjetas metálicas, discos. Había varias pantallas tradicionales y holográficas, un par de sillas, un escritorio. Bastante convencional, pensó Konteau. Pero en el centro de la sala estaba el elemento no convencional. Era una caja de vidrio, de un metro de lado, y dentro de ella flotaba una cosa larga, de color rosa, de consistencia filamentosa; evidentemente, estaba suspendida en el aire, inmóvil, por medio de bobinas antigravedad en el pedestal. De otros aparatos ópticos contiguos salían redes de láser que incidían sobre el objeto suspendido: dos haces por los lados, uno por arriba. Estaban enviando datos tridimensionales al ordenador, concluyó Konteau.
Tragó saliva, y se preguntó si el hombre de la capa estaría disfrutando al verle tan incómodo. Tenía cierto malestar en el estómago, y se preguntaba si se había recuperado plenamente del golpe del sargento. No, había algo más. Su mejilla derecha reconstruida le picaba y le palpitaba. Quiso pasarse la mano por la cara, pero prefirió no darle ese gusto a su anfitrión.
¿Sabía dónde estaba? Lo sabía. Respondió con el mismo tono monótono con el que había sido planteada la pregunta.
—Sí. Sé donde estoy. Esas son las entrañas de algún animal. Su ordenador las está leyendo. Usted es el augur. Esta es la Sala de Arúspices.
El otro sonrió débilmente. —Cierto. Y mi nombre es Tages. Soy descendiente directo del gran Tages, el primero, el bisnieto de Kronos.
—Vaya —dijo Konteau educadamente.
—Puede que usted conozca la historia —dijo el otro. Pero continuó sin esperar respuesta—. Mi antepasado Tages enseñó el arte de la adivinación a los etruscos. que a su vez se lo enseñaron a los romanos. Por eso están en latín los tratados más autorizados.
—Por supuesto.
—Tengo copias de los originales, sobre pergamino. Están allí, sobre la repisa, con el resto del software. Entre ellos, los doce Libri Haruspicmi Fulgurales, Rituales[3]. Absolutamente fundamentales.
—Es de creer.
Konteau no sabía cómo responder a todo esto. Su anfitrión prosiguió:
—La ciencia adivinatoria de los arúspices decayó durante cierto tiempo. Los primeros cristianos, ya sabe.
—¡Ah! No me había dado cuenta...
—Ah, sí. Nos vemos obligados a utilizar ejemplares poco eficientes. Aves, gatos, roedores. Demasiado pequeños, y con grandes errores estadísticos. Si viera los valores que toma la desviación típica, se reiría.
Konteau se preguntó si debía reírse levemente, por amabilidad. Pero la verdad era que no le veía la gracia a nada de esto.
Tages le contempló un momento. Luego dijo:
—Vamos al grano. Estoy examinando estas entrañas para determinar la suerte del 585. Sabemos que usted está muy relacionado. Necesito sus datos.
—Pero yo no sé nada. Es verdad que recomendé triples... Estoy seguro.
—No me entiende, señor Konteau. Cuando digo "datos", quiero decir que quiero leer su cara con un láser. No sentirá nada. ¿Quiere sentarse ante esa mesa un momento?
El hombre del tiempo dudó un momento, y se sentó en la silla.
—Mire la luz roja. Eso es.
El augur hizo una pausa. —¿Perdió el ojo derecho?
—Sí. Un accidente en un trabajo de campo.
—¿Tiene una prótesis?
—Se la han quedado allí fuera.
—Hm. Sería mucho mejor si la tuviésemos aquí. Bueno, veamos cómo sale la lectura sin ella. Empezaremos con datos de voz. ¿Su nombre?
—James Konteau.
—¿Profesión?
—Hombre-kron.
—¿Cuánto tiempo en el Cuerpo?
—Treinta y dos años.
—¿Exploró su equipo el Delta Cinco Ocho Cinco?
—Sí. Y recomendé estabilizadores triples.
—Eso es irrelevante —dijo el adivino, con voz de impaciencia.
—Mire la pantalla, y escuche con cuidado. Intentaremos algunas respuestas de Arúspice.
Se dirigió a la enorme pantalla de ordenador de la pared.
—¿Se ha perdido el Cinco Ocho Cinco?
La palabra apareció a la vez en la pantalla y en el sintetizador de voz.
—Sí.
—Eso es historia, por supuesto —dijo el augur, con voz suave—. Ahora vamos a la adivinación.
Preguntó al ordenador:
—¿Se puede recuperar el Cinco Ocho Cinco?
Konteau escuchó con atención la voz metálica:
—Es posible.
El augur siguió preguntando con voz reposada y comedida:
—¿Se recuperará el Cinco Ocho Cinco?
—Es posible.
El adivino apretó los dientes, como dispuesto a no dar muestras de fastidio.
—Si se recupera, ¿quién lo recuperará?
—Quizá el que conduce el extraño carruaje de hierro... O quizá no.
Las palabras salían en grupos deshilvanados y titubeantes, como si Arúspice las pensase en alguna lengua muerta para luego traducirlas.
—¿Carruaje de hierro?
Tages miró a Konteau, que se encogió de hombros como diciendo: «Esta fantasía es suya, a mí no me mire.»
—¿Sonido? —pidió Tages.
Escucharon. Chaca chaca chaca chaca...
Había algo en este ruido que recordó a Konteau a la pequeña máquina de vapor de la sala de juegos de Xanadú.
—¿Le recuerda a algo? —preguntó Tages.
El hombre del tiempo negó con la cabeza.
El augur se dirigió a Arúspice. —¿Quién viaja en este extraño carruaje?
—Varios. O ninguno. Quizá un amante... un maquinista... un cadete del antiguo West Point...
—¿Cuándo viajan en el carruaje? —insistió el augur—. ¿En qué fecha?
—¿Fecha? ¿Fecha? Datos... datos... necesito más... ¿Qué tenía en la órbita vacía? No pueden ir, a menos que... a menos que... ¿Cómo pretenden que prediga nada si me ocultan datos fundamentales? ¡Datos! ¡Datos! ¡Datos!
El augur se paseaba por la sala abarrotada, y hacía ondular la capa lleno de impaciencia nerviosa.
—¡Malditos sean! ¡Deberían haber dejado ese condenado ojo artificial en su estúpida cara de kron!
Konteau se preguntó si debía manifestar molestia o simpatía. Decidió no decir nada.
El maestro de entrañas consultó su reloj con gesto petulante.
—No tenemos tiempo. Tendríamos que tomar otra lectura de su cara con el ojo puesto, y volver a recoger los datos de voz. Por Kronos, ¡qué fracaso! El Secretario me echará la culpa a mí, por supuesto —se volvió violentamente a su visitante—. ¿Se le ocurre algo?
Konteau intentó desesperadamente parecer estúpido e inocente. Percibió un movimiento en la pantalla.
—Viene algo —dijo, intentando ser útil.
Contemplaron la pantalla. Había aparecido lo siguiente (que también susurraba el sintetizador):
Salsa de terrapene. Vino de Madeira, albahaca, tomillo, mejorana, perejil, y después asesinato.
—Me parece —dijo Konteau, pensativo— que esto lo aclarará todo. Por cierto, ¿qué quiere decir terrapene?.
(Y ¿quién mata a quién?, pensó. ¿O era un error de impresión la palabra «asesinato»?)
Se oyó un golpe impaciente en la puerta. —Será el Primer Secretario —dijo el augur, amargamente—. Le llevará a la audiencia.
—¿Me permite una pregunta rápida?
—Oh, está bien.
Konteau señaló con un gesto la cosa que flotaba en la caja de vidrio.
—¿Entrañas de cordero?
El augur sonrió, por fin. Era una sonrisa interesante, y parecía indicar que, a pesar de las derrotas tácticas que hubiera sufrido, le quedaba una pequeña victoria.
—Son entrañas humanas, Konteau. Tenemos un contrato con la cárcel.
El hombre del tiempo sintió frío. Pero lo peor de todo ni siquiera eran los restos humanos que flotaban en el recipiente de vidrio. Pensó en la mente que había creado el programa para el ordenador Arúspice, y le temblaron un poco las rodillas. No podía dejar las cosas así. Intentó una última salida:
—¿Ha predicho quién será el próximo Jefe Supremo?
El augur entrecerró los ojos, y su sonrisa cambió sutilmente. —Esta noche se trasladará todo este material al Gran Salón del Cónclave, ante toda la asamblea de los Vyrs. Se utilizará un sistema especial, de sangre fresca. Mañana se planteará la pregunta a Arúspice, y Arúspice hablará.
Konteau tragó saliva.
—¿Un... sistema... especial?
—Tomado instantáneamente a la muerte de un mamífero, que haya viajado por el tiempo. Son los mejores, ¿sabe? Son psicotrópicos. Dicho vulgarmente, tienen el tiempo en las mismas tripas. Eso hace que puedan predecir.
Alguien golpeaba la puerta, y gritaba, pero Tages no hacía caso. Dijo:
—Oh, no crea que esto acaba aquí, Konteau, hombre-del-tiempo —las palabras del augur empezaban a ser tan inconexas como las de su otro yo, Arúspice—. Le diré, ya me han nombrado Guardián oficial del Cónclave. Llevaré puesta la Máscara Negra, y blandiré el cuchillo, el athame sagrado, con el que yo mismo extraeré y prepararé las entrañas consagradas. Y, por medio de mi trabajo, el dios Kronos hablará a los Vyrs reunidos.
La voz se convirtió repentinamente en un susurro.
—Y, Konteau...
—¿Sí? —el visitante tembló, y retrocedió algunos pasos.
—¿Adivina de quién serán las tripas que estarán en ese cubo?
—¿Tripas... en el...? —su mirada de estupor oscilaba entre el cubo de vidrio y la cara de Tages.
—Entrañas, Konteau. Las mejores. Las que más transmiten, con diferencia. Veintisiete pies de largo, entre el intestino delgado y el grueso. Veintisiete, el número perfecto. Tres al cubo. ¿De quién?
El adivinador puso los ojos en blanco. Konteau se aflojó el cuello de la camisa con un dedo. Ya no tenía frío. Estaba sudando. Llegó a sentir alivio cuando un nuevo destacamento de las cohortes de la cancillería forzó la puerta. Dijeron a Tages algo desagradable, y llevaron fuera al hombre-kron. La puerta, al cerrarse, apagó la risa salvaje de Tages.
Su escolta le llevó por otro pasillo. Este tenía alfombra; los pasos no resonaban, y el techo estaba por lo menos a cinco metros de altura. Dedujo que se acercaban a los aposentos sacrosantos de Paul el Piadoso, Vyr de Delta.
En la puerta siguiente le recibió un hombre pequeño y atildado, que vestía una casaca roja de seda y calzas de terciopelo. Tenía el pelo cubierto de laca negra, salvo un rizo que le caía sobre la frente, que estaba bañado en oro. Miró a Konteau e hizo un leve gesto de desprecio.
—Señor Konteau, soy el Primer Secretario. Supongo que es la primera vez que tiene una audiencia con su señoría. Existe un protocolo, una etiqueta que hay que observar. En cuanto entre, hará una reverencia profunda, y luego esperará a que su señoría le indique que se aproxime. No hablará si no se le dirige la palabra. ¿Comprendido?
Konteau le miró con curiosidad.
El Primer Secretario suspiró, levantó los ojos al cielo, abrió la gran puerta, y anunció: «¡El señor Konteau!».
El hombre-kron entró, y estudió su entorno brevemente, con indecisión. Cerca de la entrada, a la izquierda, había un gran archivador de roble, con incrustaciones de mármol negro y blanco. En el centro estaba el famoso grupo ecuestre, antiguo símbolo de los Corleigh: los cuatro jinetes del Apocalipsis: la Guerra, la Muerte, la Peste y el Hambre. A mitad de su tamaño natural. Konteau les dirigió una mirada, y siguió andando.
Al otro extremo de la sala, a más de diez metros, estaba Paul Corleigh, Vyr de Delta, Defensor de la Fe, sentado en un trono dorado, sobre un estrado, detrás de un gran escritorio negro. Detrás del Vyr había un gran panel transparente, y, a través del mismo, Konteau percibió las torres de un par de edificios lejanos. Se dio cuenta de que estaba en el último piso del complejo Delta Central, cuyo perímetro estaba formado por los mil puertos de tráfico para los mil asentamientos de Delta. En cada asentamiento vivían cinco mil almas. En los dominios del Vyr vivía un total de cinco millones de personas. No, no llegaba a cinco millones. Cinco mil menos, dado que el Cinco Ocho Cinco había desaparecido.
Konteau contempló al gran hombre, desde el otro extremo de la sala. Tenía la cabeza iluminada en contraluz; la luz resplandecía sobre la peluca dorada, y era difícil distinguir los rasgos. El Vyr hablaba con una mujer que estaba sentada en un sofá contiguo. ¿Sabía su señoría que él estaba allí? ¿O quizá hacían como que no existía, para bajarle los humos desde el primer momento?
Advirtió de reojo varios Casacas Grises, firmes y en silencio, en nichos en las paredes. Se encogió de hombros, y empezó a caminar hacia el escritorio.
Al cruzar la sala, el pelo de la alfombra, espeso e irisado, parecía moverse bajo sus pies descubriendo imágenes holográficas de paisajes antiguos, y de flora y fauna prehistórica. ¿Del Oligoceno? Pestañeó, ya que parecía que estaba andando por el borde de una laguna rodeada de juncos, y un par de meriterios se arrojaban al agua con estruendo lanzando al aire gotas imaginarias. ¡Qué bien hecho estaba! Pero siguió andando, decidido a que esta gente no se diese cuenta de que estaba impresionado.
Pudo ver con claridad a la mujer antes de que los rasgos del Vyr quedasen bien enfocados. Estaba envuelta en el hábito negro y dorado, de terciopelo, de una monja maltusiana. Estaba sentada allí en silencio, viéndole acercarse con cierto aire irónico. Llevaba pendientes, negros como el azabache, que parecían a primera vista racimos de uvas, pero que al contemplarlos de cerca se convertían en miniaturas del símbolo de los Corleigh, los cuatro jinetes del Apocalipsis. La guadaña de la Muerte resplandeció a la luz, cuando ella inclinó la cabeza hacia el Vyr. Su boca tenía algo de extraño; de hecho, toda su cara y su aspecto tenían algo de raro. Le hacía sentirse incómodo. Apartó la mirada, hacia el Vyr. Vio que su huésped tenía un aspecto parecido a lo que había esperado Konteau. La cara era la misma que aparecía en las monedas más modernas de Delta: las mejillas eran unos rodetes blandos, afeitados; los párpados lánguidos estaban rodeados de largas pestañas postizas. Había visto y oído a este hombre pronunciar el discurso fúnebre del antiguo Jefe Supremo, en las pantallas de Xanadú. Tenía en cuenta la advertencia de Demmie. No le había gustado entonces, y no le gustaba ahora. Y sin olvidar, por supuesto, el mensaje en cristal de las Norns. (Todavía las recordaba como si fueran tres personas.) La sala de audiencias del Delta Vyr era, sencillamente, un lugar peligroso.
Advirtió entonces la jardinera en la parte interior del gran panel de vidrio: contenía una magnífica mimosa, en plena floración.
El Vyr se incorporó para recibirle.
—Bienvenido, Konteau —sonrió tristemente—. Gracias por venir con tanta prisa.
¿Es que me quedaba elección? (se preguntó Konteau). Le devolvió la mirada sin amilanarse. ¡Por Kronos, esos ojos! Elípticos, duros, relucientes, hipnóticos, de reptil. Asintió sin comprometerse.
—Milord...
El Vyr sacudió una mano hacia la mujer. —Doctora Michaels, le presento a Konteau.
En la frialdad de este simple gesto Konteau no sólo percibió el estilo de una antigua aristocracia: se dio cuenta de que se le recordaba que no era más que un patán. Y lo peor de todo es que este doble mensaje no era intencionado: lo había deducido todo él solo. Pero en realidad no podía hacer nada al respecto. Se limitó a hacer una cortés reverencia.
—La doctora Michaels es nuestra paleógrafa de plantilla —explicó el Vyr.
¿Cómo se recibe la presentación de una monja de la Casa de Malthus, que es además doctora de algo? ¿«Hermana»? No, con más respeto. Bueno, que sea breve y sencillo. Volvió a hacer una reverencia.
—Es un placer, señora.
La mujer inclinó la cabeza un poco y sonrió. Tenía la boca grande, fuerte; los dientes relucían. Konteau sintió con inquietud que había cometido una incorrección sin darse cuenta. Bueno, entremos en materia.
—Excelencia, ¿en qué puedo servirle?
—Ya hablaremos de eso, Konteau. En primer lugar, permita que le diga que tenía razón. El Cinco Ocho Cinco ha desaparecido, se ha esfumado. En segundo lugar, querríamos saber cómo lo supo...
—Milord, no estaba seguro del todo. En todo caso, si lo sabía, no sabía por qué lo sabía.
—Creo que podríamos ayudarle al respecto, Konteau.
¿Qué pasa aquí? —pensó—. Buscó alguna indicación con la mirada. ¿La mimosa? ¿Qué tendría que ver una planta fragante con su presencia aquí? No. Pero, ¿qué era eso que había sobre el escritorio? Un recipiente cúbico de vidrio, lleno de polvo y cubierto con una tapa de plástico. ¿No había unos insectos moviéndose con el polvo? ¿Hormigas?
El Vyr siguió la mirada del hombre-kron, y Konteau creyó por un momento que iba a explicarle en qué consistía el cubo. Pero sólo duró un momento.
—Sólo hay una manera racional por la cual podría haberlo sabido —dijo el Vyr. Hizo una pausa, y clavó una mirada fría en Konteau. Se produjo un silencio repentino en la sala, sólo aliviado por el crujido de la hermosa túnica dorada del Vyr—. Usted ha vuelto a evaluar el peligro, inconscientemente. Volvió a calcular, con retraso, que el asentamiento se hundiría. Llegó a decidir incluso cuándo sucedería. Con bastante exactitud, me permito añadir. Y todo ello lo hizo de forma inconsciente. No tiene nada de mágico, Konteau, nada de poderes sobrenaturales ni de parapsicotonterías.
El krono se quedó callado. ¿Qué podía decir? Todas y cada una de las afirmaciones del Vyr eran absolutamente ridículas. Pero no estaba dispuesto a decirlo así. Meditó sobre los antecedentes del Vyr. Sabía que, siendo muy joven, Corleigh había sido elegido para ser educado en los usos del gobierno. En parte por la suerte de un sorteo por ordenador, en parte por las presiones ancestrales (su padre había sido tercer Vyr de Epsilon). De niño, le habían educado los monjes maltusianos, y, por supuesto, le habían adoctrinado en su concepto tenebroso del significado de la raza humana.
Los maltusianos pretendían tener un origen casi divino, anterior incluso al No. Su regla había sido escrita por la relación sagrada de un ordenador gigante y el gran Malthus en persona. Algunos historiadores de la tecnología señalaban que entre Malthus y la invención del ordenador habían transcurrido varios siglos, pero ellos los hacían callar advirtiendo que Malthus había planteado la pregunta en 1834, año de su muerte, sabiendo que su respuesta tendría que esperar hasta la aparición de los grandes ordenadores del siglo veintiuno.
Aparte de los incómodos anacronismos, la Pregunta de Malthus era la siguiente: ¿Qué es el hombre?
Los maltusianos habían publicado una serie de obras que trataban de la Pregunta, de la estructura del ordenador, de los comentarios y de las conjeturas de los sabios sobre la posible respuesta. (Konteau había leído algunas.) El ordenador era «LC», el gran procesador central de la Biblioteca del Congreso. Lo llamaban cariñosamente «Elsi». La sesión tuvo lugar allí mismo, en la Sala de Lectura principal, y la pantalla y el sonido estaban colocados sobre los ficheros centrales.
La Pregunta había causado algunos malentendidos al principio. El Compilador Jefe de Datos había protestado. «Elsi, una máquina fabricada por el hombre, estudiará al hombre mismo. Estará cargando en la RAM una colección de datos de origen humano. Será el hombre mirándose a sí mismo. Caerá en un bucle.»
El Diseñador Jefe había desdeñado la objeción. «Está protegida contra los bucles.»
Luego se habían recogido las especulaciones sobre la posible respuesta. La mayoría se parecían a las citas de los antiguos filósofos. «Has hecho al hombre un poco inferior a los ángeles» (Salmo1;). «¡Qué obra de arte es el hombre... qué parecido a un dios... es la belleza del mundo» (Hamlet). «¡Qué maravilloso es el hombre!» (Gorki).
Elsi había respondido a la Pregunta, pero su respuesta no se había parecido en nada a estos panegíricos. La respuesta de Elsi había sido, al principio, una risita. Luego se había convertido en una risa franca, que había ido subiendo hasta convertirse en una carcajada y, por último, en grandes risotadas. Y después de eso, Elsi había explotado, literalmente, arrojando trozos de vidrio y piezas rotas por todas partes.
El Manual Maltusiano citaba los titulares del New York Times: «COMPUTADORA GIGANTE ESTUDIA AL HOMBRE. Se muere de risa.» Lo que demostraba, según los maltusianos, que el Homo Sapiens no es nadie.
Un famoso historiador de la tecnología afirmó que Elsi sabía algo que su auditorio ignoraba. Y he aquí que una semana después, en el Este y en el Oeste se apretaron los botones. Y entonces vino el No.
Pero volvamos al Vyr, y al presente.
Konteau ya había acumulado una serie de impresiones muy sutiles. Advertía que este hombre poderoso le tenía algo de miedo encubierto, de la misma manera que una cobra puede tener miedo de una mangosta sin experiencia, o como una rata puede contemplar a un terrier joven. Pero eso no tenía lógica alguna.
Dirigió la vista a la pared lateral, y al retrato que estaba allí colgado: el antiguo Jefe Supremo, mirando hacia la sala con esos ojos grises tristes que parecían decir: «Esto me duele más que a ti.» A otro perro con ese hueso, pensó el hombre-kron. Dirigió su ojo bueno al Vyr.
—Mi equipo llevó a cabo la exploración inicial. Al principio fue muy positiva: un triángulo de veinte kilómetros, en el Triásico Superior, en el sector Chesapeake. Buen lugar para anclar un asentamiento. Pero advertimos también una tendencia a las fracturas de tiempo. Recomendamos estabilizadores triples.
—¿Ah, sí? —murmuró el Vyr. Pero no quería mirar a su vasallo agresivo, aunque incómodo—. ¿Triples? ¡Son muy caros!
—Pero son necesarios.
—Es discutible.
—No es discutible. Mire lo que ha sucedido.
El Vyr hizo un gesto torvo, pero luego suspiró, como si su nobleza le obligase a perdonar la grosera contradicción.
—En realidad, no sabemos lo que sucedió, Konteau.
El hombre del tiempo sintió un escalofrío repentino. Era como aquella vez en el Centro de Mensajes de Xanadú, bañado en sudor.
—Milord, ¿mi informe está archivado todavía?
—Por supuesto.
—¿El informe completo"!
El Vyr tuvo un gesto momentáneo de desconcierto, y luego enrojeció. Respondió con los labios apretados.
—En teoría.
—¿Con la recomendación de triples?
—Bueno, eso no lo puedo asegurar. ¡Por Kronos! ¿Está seguro de que hizo esa recomendación?
—¿Podemos consultar el informe?
—Es una lata...
—Sólo la sección 4, Conclusiones y Recomendaciones.
El Vyr gruñó, impaciente, y luego guardó silencio varios segundos.
—Vaya, está bien, si insiste. Haremos que lo envíen. Puede que tarde un rato.
Hizo una seña con la cabeza al Primer Secretario, que dirigió a Konteau una mirada altiva y se dirigió a un terminal de ordenador que estaba junto al retrato del anterior Jefe Supremo.
—Mientras tanto, permítame que le enseñe algo —siguió diciendo el Vyr.
8 Hormigas
EL Vyr señaló la caja de vidrio llena de polvo que había en su escritorio.
—¿Ve esto? Es un hormiguero. ¿Sabía que un asentamiento se parece bastante a un hormiguero?
—Ya sabía que alguien los había comparado —respondió Konteau, con precaución.
—Los dos tienen una estructura rigurosa —dijo el Vyr—. Algunos miembros recogen los alimentos, otros los procesan; tienen sistemas de propagación, mensajeros, trabajadores de servicios. Existen docenas de castas, cada una de las cuales se dedica únicamente a su especialidad. La colonia de hormigas, como unidad, es una entidad o un órgano autosuficiente. Sea cual sea su tamaño, lleva una vida subterránea propia. Los cinco mil habitantes, sean hormigas o seres humanos, se basan en el mismo principio rector fundamental: existir. Y, a pesar de ello, si dejasen de existir, ¿qué pasaría? No pasaría nada, Konteau. El mundo sigue adelante. Es como si nunca hubiesen existido siquiera. Como dijo Mefistófeles a Fausto, «todo queda en nada».
Se puso de pie, levantó con cuidado la caja de vidrio y se dirigió a una pared lateral.
—Y ¿cuál es la raíz cúbica de cinco mil? Diecisiete, aproximadamente. Diecisiete hormigas, o diecisiete seres humanos, por cada arista. La verdad es que no son demasiados.
Se abrió un panel en la pared, y dejó caer la caja por el conducto de la basura. Se volvió hacia su visitante, pero todavía no quería mirarle a la cara.
—Son hormigas, amigo mío, sólo unas cinco mil, más o menos. Incineradas instantáneamente. No han sentido nada. Usted no ha sentido nada. Yo no he sentido nada. Nadie ha sentido nada. Es probable que las pequeñas criaturas tuviesen primas lejanas, en otros hormigueros, pero ellas tampoco han sentido nada. A nadie le importa, Konteau.
No —pensó el hombre-kron—. No es así. El dolor y la muerte sí importan. A mí, a ti, a una hormiga. El individuo siente dolor, y percibe el dolor de los otros. ¡Son malos pensamientos! Esto demuestra lo elevada que es mi DP. Llega a convertirse en Desviación no Permisible. Quizá sea verdad que no soy capaz de pensar correctamente. Un inadaptado. Un anacronismo.
El Vyr interrumpió sus elucubraciones.
—¡Ah!, aquí está, Konteau. La sección 4.
El visitante se volvió rápidamente y leyó las líneas luminosas de la gran pantalla. Luego volvió a leerlas, palabra a palabra, moviendo los labios. Su pulso se aceleró. Reprimió la tentación de secarse las manos en los pantalones. Dijo con voz monótona:
—Estaba aquí. Una recomendación de estabilizadores triples. Y ahora no está. Lo han borrado, de alguna manera. Los constructores debieron de instalar estabilizadores sencillos. Se averió uno de los sencillos, o más. Pero puede que el Cinco Ocho Cinco esté allí, en alguna parte. Puede que estén a salvo. Nunca ha aparecido ningún hueso de Homo en las perforaciones de las capas del Triásico.
—Desde luego, pero eso no quiere decir que estén a salvo.
—¿Ha realizado alguna proyección?
—Desde luego. E indica que el Cinco Ocho Cinco se deslizó, casi sin duda alguna, hasta la placa del Atlántico Norte, durante el Triásico. Cinco mil esqueletos fueron arrastrados por cuatrocientos o quinientos kilómetros de magma. Como el hormiguero en el incinerador. Murieron todos antes de que los estímulos nerviosos de dolor tuviesen tiempo de llegar a sus cerebros. No es mala manera de morir, Konteau.
—Con el debido respeto, milord, eso es una teoría. ¿Ha enviado un equipo de rescate para buscarlos?
—Vaya, por supuesto que no. Una búsqueda real es tan... primitiva. Las proyecciones por ordenador son mucho más exactas y generales. La doctora Michaels se lo podrá explicar mejor que yo. ¿Doctora?
—Llevamos a cabo varias búsquedas por ordenador —dijo la mujer—. El último informe llegó pocos minutos antes de que llegara usted.
Konteau la miró. Se dio cuenta de que era la primera vez que había hablado. Tenía una voz modulada, semimasculina, con un ligero ceceo. Y se le movía la nuez al hablar; cosa rara, porque las mujeres no tienen nuez. La doctora Michaels era un hombre.
Confiaba en no haberse sonrojado.
La «doctora» siguió hablando suavemente. —Nuestro esquema de búsqueda fue concienzudo a la vez que económico. Examinamos en primer lugar el Triásico; después, los periodos anteriores, el Pérmico y el Carbonífero. Por último, nos dirigimos más adelante, hasta el Terciario. Paradójicamente, nuestra tarea se vio simplificada por la historia geológica complicada y dramática de la zona de Delta. Esta región de Chesapeake se ha inundado decenas de veces. Ha sido golpeada por lo menos dos veces por placas tectónicas marinas. Ha sufrido grandes calores. Se ha helado; y así sucesivamente. No vale la pena buscar el Cinco Ocho Cinco bajo mil metros de agua del Atlántico, ¿no le parece, señor Konteau?
Konteau se encogió de hombros sin responder.
La doctora continuó. —La Bahía de Chesapeake contiene agua, por supuesto, y el nivel del agua es un factor crítico. La bahía es actualmente la desembocadura hundida de los ríos Susquehanna y Potomac. Se está hundiendo, y lleva así durante siglos, a razón de unos dos centímetros y medio cada diez años.
Pulsó un botón de la cápsula de control remoto que llevaba en la mano, y la pantalla de la pared se volvió a iluminar. Esta vez mostraba un mapa de la costa este de América del Norte.
—Podemos empezar por aquí, en el periodo Reciente. Como ve —señalaba con su indicador—, hace veinte mil años no existía la Bahía de Chesapeake. Todo es tierra seca, salvo el gran río Susquehanna y sus afluentes, los ríos Potomac, Rappahannock, Patuxent, York y James. El nivel del mar es bajo, cien metros por debajo de lo normal, porque los casquetes polares todavía almacenan gran cantidad de agua. El clima local es fresco, pero no demasiado frío. Es habitable. Y allí nos encontramos con Delta Uno, nuestro primer asentamiento de Delta —se detuvo un momento, y sonrió a Konteau. El krono le devolvió la sonrisa—. Retrocediendo en el tiempo —continuó—, el siguiente terreno seguro y sólido nos lo encontramos en el cien mil Antes del Presente, otro periodo interglaciar. Allí colocamos el Delta Dos. El Delta Tres está en el cien mil A.P., durante la interglaciación del periodo Bemiano. Eso no es más que el principio. El ordenador ha llevado a cabo búsquedas completas, hasta llegar al Delta Mil, en el Silúrico. No hemos encontrado nada, ni rastro. A base de descartar todas las demás posibilidades, hemos determinado con bastante claridad lo que le sucedió al Cinco Ocho Cinco.
—¿Un hundimiento? —preguntó Konteau.
—Por supuesto. Es la única solución razonable. El Cinco Ocho Cinco está limpiamente disuelto en magma a varios centenares de kilómetros por debajo de la placa de América del Norte. Sin restos, sin dolor, sin molestia para nadie.
El krono murmuró algo entre dientes.
—¿No está de acuerdo? —dijo la doctora Michaels, divertida al parecer.
Konteau no respondió. Estaba pensando: lo sabéis todo; pero no sabéis nada, porque no fuisteis a buscarlos.
—Es fácil de confirmar —dijo el travestido—. Veamos cómo estaba todo en aquel periodo. Empecemos con el Triásico, hace doscientos veinticinco millones de años. El Cinco Ocho Cinco estaba sobre terreno sólido. Se apoyaba en una colina baja de Apalachia, todavía en el centro del supercontinente Pangea. Pero Pangea pronto empezaría a crujir. Las placas tectónicas se mueven, y empiezan a dividirse en continentes menores: las dos Américas, Eurasia, África y la Antártida. El Cinco Ocho Cinco está en la cuerda floja del tiempo. Por una parte, en el pasado bastante reciente, está la colisión de Larusia y Gondwana para formar Pangea y los Apalaches. Por otra parte, pocos millones de años después, en el Jurásico, la placa eurasiática se desprende de la norteamericana, y una porción considerable de la Apalachia oriental, entre ella el Cinco Ocho Cinco, se hundirá en el magma del borde de la plataforma continental. Y allí es donde está ahora el Cinco Ocho Cinco. O, mejor dicho, estaba.
La paleógrafa miró a Konteau y sonrió fríamente. —La verdad es que debería haber recomendado estabilizadores triples, mi querido amigo.
El Vyr tosió con delicadeza.
Bueno —pensó el hombre-kron—, mientras esperan a pasarme por la piedra bien puedo relajarme y mirar el paisaje. Respiró hondo y, olvidando totalmente la cortesía y el protocolo, se dirigió a la gran zona acristalada circular que había detrás del escritorio del Vyr. Advirtió de reojo que los guardias de las esquinas de la sala se ponían tensos y se adelantaban, con las armas preparadas. No les hizo caso.
Al pasar por delante del escritorio del Vyr, advirtió que éste tenía una placa de oro incrustada en uno de los lados. Decía algo de que tenía cuatrocientos años, comprobados por carbono 14. Era menos de la diezmillonésima parte de la edad de la Tierra, pero ya era un símbolo de lujo. El hombre-kron se preguntaba qué era lo que quería demostrar el prócer. ¿Pretendía, quizá, legitimar sus orígenes familiares ancestrales y nebulosos mediante pruebas de isótopos? A cada uno lo suyo. No era su problema. Siguió andando, pero se detuvo brevemente ante la jardinera con la mimosa: todas las hojas bipinnadas de la planta aromática se habían cerrado. Un retazo de recuerdo le pasó por los centros olfativos, acompañando al sutil perfume de las flores, pero no fue capaz de retenerlo. ¿Algo reciente?... Maldita sea, si tuviese a Mimí, se lo diría en milisegundos. ¿Algo que tenga que ver con Demmie? No, con Demmie no. ¿Con Ditmars? ¿Qué le había enseñado el biopsicólogo?
Siguió andando. Sabía que el Vyr estaba poniendo mala cara, a su espalda, y sospechaba que el decoro habría exigido que hubiera pedido permiso, o, por lo menos, que anunciase lo que tenía in mente. A la porra todo eso. Ni siquiera tenía nada in mente. Lo único que quería era asomarse a la ventana. Que protesten. Que no le vuelvan a invitar. ¡Ojalá!
Miró hacia fuera, a través de la gran superficie de vidrio.
Era media mañana. El cielo estaba despejado, salvo un par de nubes pequeñas. El Complejo Gubernamental de Delta era el eje de una gran rueda, cuyo perímetro estaba compuesto de mil segmentos, uno para cada uno de los asentamientos; cada uno de éstos estaba conectado con el eje por una arteria radial de quince kilómetros, para el transporte aéreo y de superficie.
Dentro del Complejo veía el Interpuerto, donde había aterrizado hacía menos de una hora; junto a éste, la cárcel, y al lado el Templo-Kron. Más allá debería estar el Parque Ratell; no se veía desde allí. Su único ojo se posó brevemente en el Templo. Era consciente de ciertos rumores y hablillas. Si te ves envuelto en un lío, pide asilo en el Templo. Es digno de recordarse, tal como están las cosas.
Su ojo siguió moviéndose. Aquí y allá, más allá de las puertas, se veía una estrecha franja de mezcalina, cactus y espinos: intentos fútiles de soportar las radiaciones de los desiertos mortales que se extendían entre los oasis intermitentes de las colonias de superficie. Dentro de algunos milenios, quizás exista algo resistente y verde que llegue a cubrir esos baldíos. Pero entonces ya será inútil. De hecho, aparte de las radiaciones, ya era demasiado tarde para devolver la tierra al arado. Por falta de vegetación protectora, las nueve décimas partes de la capa fértil de la tierra había sido arrastrada por el viento o hacia el mar. convirtiendo las desembocaduras de los ríos, que antes habían sido hermosos, en grandes lodazales.
Los depósitos aluviales del Mississippi, Río Grande, Alabama, Trinity y otros menores habían convertido ya al golfo de México en una marisma. La corriente del Golfo se había convertido en un arroyo que ya no llegaba al otro lado del Atlántico. El norte de Europa entraba en una nueva glaciación.
Se volvió al noroeste, donde una nube negra y alargada cubría el horizonte. Era polvo. Los vientos barrían las capas de arena de las Grandes Llanuras, cada vez más delgadas, y la llevaban al océano Atlántico, y a la península Ibérica y al África occidental. La capa superficial muerta ya había desaparecido así, en los primeros siglos del periodo «?». El fenómeno suponía una curiosa paradoja: el viento iba limpiando las radiaciones de la superficie, poco a poco; pero se cobraba un precio que no se podía pagar. Se iban quedando al descubierto millones de kilómetros cuadrados de roca desolada, bajo aquel horrible horizonte.
Aparte de los cactus, no crecía nada más: no había arbustos, ni árboles, ni aves, ni ratones, ni animales. Allí no había nada más que nubes de polvo y terribles redes de erosión.
Por supuesto, más allá del horizonte occidental se encontraban las otras ocho colonias de América del Norte, con sus propios Vyrs, y sus propios complejos como madrigueras: trogloditas modernos, que vivían en cuevas del tiempo. Y al este, más allá del mar, Europa había vuelto a la vida, y ellos también tenían problemas de superpoblación. Y, ¿qué hacer con el exceso de población?, ¿enviarlo al planeta rojo? Sí. No había otro sitio donde ir. (Se preguntaba si Demmie había llegado a entregar su informe a la directora). En cada asentamiento, cinco mil personas vivían sus vidas completas, seguras, invariables. Y estos asentamientos estaban ubicados casi exactamente en el mismo espacio tridimensional. ¿Cómo pueden mil asentamientos ocupar el mismo espacio? Colocándolos en épocas diferentes. Delta Uno está en el presente. No hay problema alguno. Delta Dos está casi exactamente en el mismo sitio, pero no estorba a Delta Uno, porque el Dos está en el Maryland de hace cien mil años, cuando no vivía nadie en América del Norte, y cuando gran parte del agua del mar estaba helada en los glaciares. Los constructores utilizaron las ecuaciones del tiempo de Ratell. Construyeron en Maryland, cuando la bahía de Chesapeake estaba elevada y en seco, y el Potomac y el Rappahannock eran simples afluentes del gran Susquehanna, que seguía hasta el mar. (Eso lo dijiste bien, Michaels.) Los habitantes del Número Dos no podían cruzar las barreras de Ratell para adentrarse en el Maryland prehistórico que había fuera de sus exiguos dominios, ni tampoco podía la flora y la fauna del exterior invadir el Delta Dos. Todo iba bien.
Y así, bajando las escaleras del tiempo, hasta llegar al periodo Triásico y al Delta 585, que había explorado y planificado el equipo de Konteau hacía sólo cinco años. El Cinco Ocho Cinco estaba en el borde de una fisura de lo que entonces era Pangea, el supercontinente gigante de hacía doscientos veinticinco millones de años. En las decenas de miles de años siguientes, esa fisura se iría abriendo lentamente. América del Norte se iría separando de Eurasia, y América del Sur de África. Esta ruptura iría acompañada de fenómenos extraños. Los más extraños serían las grietas y fisuras del tejido del tiempo. Las irregularidades y las intrusiones, como el Delta Cinco Ocho Cinco, podrían verse arrojadas del Triásico: hacia adelante, al Jurásico, o hacia atrás, al Pérmico. O Kronos sabe dónde. Esas cosas ya habían sucedido. Pero se podían prevenir. Los constructores duplicaban o triplicaban los estabilizadores. Así se multiplicaba el coste del asentamiento.
En las montañas Catoctin, a cien kilómetros al noroeste, estaba la Colonia Beta, con sus cinco millones de almas, y al oeste, a cuarenta centicronos en metro, estaba Alfa. De hecho, en estas bolsas aisladas, libres de radiaciones, habían surgido estas unidades de cinco millones de personas por todo el país. Hoy vivían cuarenta millones de personas dentro de América del Norte, y el doble dentro (sí, dentro) del cansado planeta. No es de extrañar —pensó Konteau— que al Vyr no le afecte demasiado la pérdida de sólo cinco mil hombres, mujeres y niños.
Toda esta construcción del tiempo había empezado hacía cien años, durante el Siglo del Sí. (Había existido el Tiempo del No, cuando parecía que la raza humana había llegado a su fin. Luego, los años del Puede Ser, que ahora se abreviaban con un sencillo «?», seguidos a su vez del ¡Sí!, o, simplemente, «!».) Y luego llegaron las explosiones demográficas. ¿Dónde poner a la gente? La mayor parte del planeta seguía afectada por las radiaciones. ¿Bajo tierra? No, había dicho el gran Ratell. Bajo el tiempo. Enterradlos en el Pasado. Y había enseñado a hacerlo.
Pero la gente tiene que aprender a comportarse, había dicho Ratell. Seleccionadlos. Estableced límites. Todos deben ser más o menos iguales, con una desviación permisible determinada. La Desviación Permisible. La DP. Es necesaria una sociedad muy estructurada. La agresión, la innovación, la independencia: hay que detectarlas desde el principio. No dejarla pasar por la puerta. La paz exige la estabilidad.
Ratell —pensó Konteau, mirando por la arteria de tráfico del Cinco Ocho Cinco, extrañamente desierta—, tu propia DP se salía tanto de la norma que ahora te destruirían en la infancia. Pero mira lo que nos has dado. El viaje a través del tiempo. Y ¿qué es?, ¿una religión?, ¿una ciencia?, ¿un arte?, ¿un proceso?, ¿un negocio?, ¿un circo?, ¿todo ello?, ¿nada de ello? Depende de cómo se mire, y de lo que se espere sacar en limpio de ello.
Mientras miraba por la gran ventana, parecía que las torres lejanas se inclinaban lentamente hacia la derecha. Se quedó sorprendido un momento. Luego comprendió que era la torre misma en la que él estaba la que giraba. Y, mientras miraba, se pudieron ver a lo lejos las características puertas de tráfico del Cinco Ocho Cinco. Advirtió que estas puertas eran únicas, bastante atípicas. Las aberturas alternaban con lienzos de muralla sólida, y a esta distancia el conjunto le recordaba a algo que había visto en Xanadú. Sí: el pequeño pebetero de cerámica, las fauces abiertas de Kronos. Muy adecuado, pensó. Era verdad: Kronos había devorado a sus hijos.
Sabía que el Vyr había hecho girar su sillón y le estaba mirando.
—Tendrá que haber una investigación —dijo Konteau, mirando todavía por la ventana. Era mitad afirmación y mitad pregunta.
—Una simple formalidad —dijo el Vyr.
—Necesitarán un chivo expiatorio
El prohombre se rió, casi distraídamente. —Su cinismo es refrescante, pero es un poco prematuro.
—Y ese soy yo,
—Bueno, bueno, Konteau. Sabe que le protegeremos.
Protección, y un cuerno —pensó Konteau—. Demmie se lo había advertido.
Las Norns se lo habían advertido. Soy hombre muerto.
—No tuvo por qué suceder —dijo—. Lo puse en el informe. Estabilizadores triples.
—No entremos en eso otra vez.
—¿Cuándo es la sesión?
—Mañana, a las diez, en la Sala de Juicios de la Central del Cuerpo.
—Haga que la retrasen. Tendré que ponerme a buscar el Cinco Ocho Cinco.
—Vaya, Konteau, no se ponga difícil. En primer lugar, el Cinco Ocho Cinco ya no existe. Se lo hemos explicado. En segundo lugar, no tiene nada que temer de la investigación. Mi propio abogado personal le representará.
¡Peor todavía! Konteau intentó pensar. ¿Había borrado el Vyr las recomendaciones de seguridad? ¿Se había embolsado el dinero así ahorrado? Pero eso no tenía sentido. Tampoco era tanto el dinero ahorrado. Pero no importaba cómo había sucedido, o por qué: ahí tenían a Konteau, para acusarle de negligencia. Y las consecuencias serían muy graves. La pena de rigor era la de muerte, o (lo que era peor) de cadena perpetua. En la cárcel. Pensó en el triste edificio gris que había junto al Interpuerto.
El Vyr estudió a su visitante con sus ojos de gruesos párpados.
—¿Dónde piensa alojarse esta noche, Konteau?
El krono se encogió de hombros. —Seguramente en el hostal del Cuerpo, si tienen sitio.
El Vyr hizo una seña con la cabeza al Primer Secretario, que se dirigió a Konteau:
—Eso es un nido de pulgas, amigo mío. Le recomendamos el Armas de Delta. Ya tiene una habitación reservada. Todo está pagado, incluida la, digamos, compañía que desee. De hecho, su señoría insiste. Le espera un vehículo en la entrada de la cancillería. Haremos que le envíen la bolsa desde el Interpuerto.
El hombrecillo se puso la mano en la cadera, y levantó la barbilla ante Konteau con gesto altivo.
Conque así están las cosas, meditó el visitante. Iban a tenerlo vigilado hasta decidir qué hacer con él. Si no le tenían miedo, por lo menos los ponía muy nerviosos. Y quedaba muy claro que no querían que fuese a buscar el Cinco Ocho Cinco. Preferirían que no hubiese descubierto el desastre siquiera. Quizá lamentasen haberle hecho venir de Xanadú. Y desde luego, en ningún caso le iban a permitir ponerse a buscar el asentamiento desaparecido. Lo que quería decir que ellos mismos no estaban seguros cien por cien de que el asentamiento hubiese sido destruido.
¿Qué hacer? De momento, seguir su juego. Dijo mansamente: —¿Ha dicho que todo está pagado?
—Todo —respondió el Primer Secretario con desdén.
—¿La comida? ¿Las bebidas? ¿Las diversiones? ¿Las propinas?
El cortesano frunció los labios. —Ya se lo he dicho.
—Bueno, muy bien. Por supuesto. Muchas gracias.
El Vyr sonrió. —Todo está arreglado, por lo tanto. Gracias por haber venido. No olvide venir mañana por la mañana.
—Sí.
Bueno, por lo menos no le hacían esperar su juicio en un calabozo. Era curioso. Y un poco fuera de lo normal. Pero quizá tuviesen un motivo. Notaba que estas personas (el Vyr, el paleógrafo, el Primer Secretario, y quizá algunos otros que no estuviesen presentes en aquel momento) sabían algo fundamental, que él ignoraba. Y le habían llevado allí, entre controles estrictos, para asegurarse de que no lo sabía.
Hizo una reverencia, se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.
—Konteau.
Se dio la vuelta, con gesto inescrutable.
—¿Milord?
—Una cosa más. Conocemos su lealtad, su dedicación al deber —el Vyr sonreía, incluso—. Somos conscientes de que esta dedicación le puede llevar a ir personalmente a buscar el Cinco Ocho Cinco —la voz cultivada se endureció imperceptiblemente—. Pero se lo advertimos: no vaya a buscarlo. Ni lo sueñe. Puede ser muy peligroso pasear demasiado por los pasillos del tiempo; no sólo para usted, sino para los andamiajes temporales de los otros asentamientos. No podemos permitir que vaya por ahí dando palos de ciego.
La suave sonrisa desapareció; la voz se hizo firme, metálica.
Por lo tanto, le decimos, le ordenamos, Konteau, que no se ponga a buscar el Cinco Ocho Cinco. ¿Comprendido?
Eso te gustaría a ti —pensó Konteau. Pero hizo otra reverencia respetuosa, diciendo—: Milord...
Parecía que el prohombre se tranquilizaba; lo despidió con una sacudida lánguida de la mano.
Konteau respiró hondo mientras el Secretario le tomaba del codo y le indicaba la salida. Era muy curioso. Por supuesto, siempre podrían atraparle en la sala de seguridad. Quizá fuese aquel el plan. Habrá que verlo.
El Primer Secretario hizo un esfuerzo sobrehumano para reprimir un estornudo mientras guiaba al hombre-kron hasta la sala de seguridad, donde el capitán devolvió a Konteau su ojo artificial. Cuando se volvió a colocar el ojo, se volvió al Primer Secretario y le dijo con tono de simpatía:
—Seguramente ahora tendrá que desinfectar y volver a consagrar toda la sala. Bueno, pues resulta que mi primo Louie tiene una tienda, allá en el Ocho Nueve Ocho, en la calle Los Padres, y le hará los dos trabajos por el precio de uno, incluidas las alfombras y las cortinas, garantía normal de seis meses, con un diez por ciento de comisión para usted...
Contempló al cortesano, que fruncía el ceño. —¿Un quince? ¿Un veinte?, mire, ellos también tienen que ganar algo...
El secretario cerró los puños, y tembló lleno de rabia incontrolada.
—¡Oh, es usted un salvaje! También echó a perder la mimosa ¿sabe? ¿La mimosa? ¿Las hojas cerradas...? ¡Por las barbas de Kronos, esa era la clave! Se abalanzó hacia el hombrecillo, con tanto ímpetu que el secretario se escondió detrás del sargento.
—¿Es la planta madre, no? De ella salieron las semillas para todos los asentamientos de Delta, ¿verdad?
Los otros tres le miraban como si estuviera loco.
Konteau insistió. —¿Entre ellos, el Cinco Ocho Cinco? ¡Responda!
Imposible negarlo. El pequeño asistente asintió, muerto de miedo.
La verdad golpeaba el rostro de Konteau como un rayo de sol repentino. Las mimosas del Cinco Ocho Cinco, en peligro, habían llamado a la planta madre de la sala del Vyr, y las hojas de la madre habían respondido doblándose. Pero no se habían caído. Simplemente, se habían doblado.
Así, si había que creer a Ditmars y a sus bioexperimentos, el Cinco Ocho Cinco estaba afectado, pero seguía vivo, en algún lugar, en algún momento. Y había hecho bien al enviar aquél mensaje urgente a Devlin: «Asamblea.» Lo que quería decir: prepárame un explorador y un topógrafo auxiliar. Menos mal que no le había advertido a Devlin de que los dos miembros de la tripulación podían morir antes de una hora.
Ya se sentía mucho mejor.
Una última punzada al secretario: había llegado a la conclusión de que lo odiaba.
—Louie estaría dispuesto a hacerlo gratis, seguramente, si usted le promete recomendárselo a sus amigos.
El hombrecillo dio una patada en el suelo, totalmente furioso.
—¡Fuera!
Konteau sonrió y se marchó.
Recorrió el pasillo con la mirada. ¿No le habían puesto escolta para el viaje de vuelta? Deben sentirse muy seguros de sí mismos.
En el ascensor de bajada siguió dando vueltas a sus problemas. Quizá me haga matar el Vyr, todavía. Puede hacerlo en el momento que quiera. El aristócrata se da cuenta de que yo declararé que en mi informe original recomendé estabilizadores triples. El juez inquisidor tendrá que decidir quién miente. Como los inquisidores dependen del Vyr, no hay problema. Pero, ¿me dejará el Vyr vivir lo suficiente para prestar mi declaración? ¿Por qué no hizo que me mataran en cuanto entré en su sala? ¿Tenía miedo de ensuciar su hermosa alfombra holográfica? Quizá esté esperando a que me baje de este ascensor. Eso, excelencia, sería muy poco hospitalario.
Pero, ¿es el Vyr el culpable, verdaderamente? El prohombre no tenía absolutamente ningún motivo. Y ese enjambre humano era gente suya. Pero, si no había sido él, ¿quién había sido? ¿Los inquisidores, quizá? ¿O el Estado Mayor de los Casacas Grises? Pero eso conduciría a él, al Vyr.
Y además estaban aquellas fauces abiertas terribles, la Puerta de Kronos. Aquellos arcos sonrientes planteaban de por sí algunas preguntas interesantes. Si se estudiaban con cuidado, parecía que el que había borrado la recomendación de estabilizadores triples había planeado desde un primer momento que el gran dios Kronos se tragase a esas cinco mil personas. ¿Se había dado esa forma a las puertas de forma deliberada, para anunciar esta enorme ironía mitológica? ¿Lo había hecho algún príncipe muy importante, muy poderoso, del templo de Kronos? ¿Había —o habían— diseñado este horror hacía años, sabiendo que vendría el temblor de tiempo, y que desaparecería el Cinco Ocho Cinco? ¿Es posible? ¡Por Kronos! Vaya si lo es. Quizá lo sospeche también el Vyr. Quizá esté libre ahora por eso. Quizá quiera ver lo que hago, dónde voy. Quizá quiera ver quién intenta matarme.
Y quizá... quizá... quizá es que las líneas del tiempo me han vuelto loco por fin.
Pero supongamos, supongamos por un momento que no estoy loco.
Vuelve a empezar, Konteau, se dijo a sí mismo. Empieza por el principio, despacio, con lógica. Una vez más. Ahí están todas las piezas del rompecabezas. Lo único que tienes que hacer es juntarlas bien. Inténtalo otra vez.
Un dato: el Vyr tenía una loca ambición de ser el futuro Jefe Supremo. Otro dato: había fuertes rumores de que el Vyr había hecho algo notable, algo que seguramente haría que ganase la elección. Y ¿qué era eso tan notable que había hecho el Vyr? (Empiezo a atisbarlo.) El Vyr había despreciado la pérdida del Cinco Ocho Cinco. Un simple hormiguero, había dicho el Vyr. Olvídalo, Konteau. Vete, Konteau. El Cinco Ocho Cinco ha desaparecido, se cierra el caso. Tercer dato: a él, a Konteau, le habían hecho venir aquí simplemente para decirle que no se pusiera a buscar el Cinco Ocho Cinco. Cuarto dato: las fauces de Kronos, esa terrible entrada al Cinco Ocho Cinco. Alguien lo había sabido durante años. ¿Quién? ¿Tú, Paul el Piadoso, Vyr de Delta? ¿Se puede concebir? ¿Es posible? ¿Estás tú, Vyr de los cuatro jinetes, amante de hombres-mujeres, absolutamente loco?
Se pasó una mano por la cabeza. No sabía qué creer. Cada vez que parecía que su mente se acercaba a alguna conclusión clave, se volvía a desviar. No se avenía a aceptar lo inaceptable. Se había mareado por respirar demasiado hondo, y tuvo que parar un momento para recuperarse. Y ¿qué pasaba con Tages, y con Arúspice, y con esos tristes restos rosados y púrpura en la caja de cristal de Tages? ¿Qué sabía Tages, o qué creía saber? Tuvo que detenerse para sobreponerse. Advirtió entonces que le dolía el lado derecho de la cara, y que estaba temblando y sudando al mismo tiempo.
Apretó los dientes, y procuró pensar en otra cosa.
Helen. Tenía una pequeña oficina en este mismísimo edificio. Se dejaría caer para saludarla. Pero era imposible. Volvió a apretar los dientes. ¡Por Kronos! ¿En qué estaba pensando? A ella no le interesaba verle para nada.
Volvamos al problema. Tenía que dar esquinazo a sus vigilantes.
Se bajó en el piso siguiente, entró en otro ascensor, subió unos cuantos pisos, volvió a cambiar, y se mezcló con un grupo de delegados visitantes. Estuvo a punto de bajarse en el primer piso con ellos, pero advirtió a dos Casacas Grises que estaban de pie junto a unas grandes plantas de interior, vigilando las puertas de su primer ascensor. Advertía bajo las casacas el bulto de los chalecos antibalas. Y tenían las caras duras, frías, inexpresivas. Retrocedió hasta el fondo del ascensor, y se quedó en el mismo hasta que bajó al sótano. Descubrió una salida de emergencia en la parte trasera del edificio, anduvo tranquilamente hasta la calle e hizo señas a un vehículo de alquiler que pasaba.
—¿Adonde, jefe?
—Hacia el oeste. Le iré indicando.
—Usted manda, jefe.
9 El Templo del Tiempo
¿JEFE?
—¿Sí? —¿Sabe que nos están siguiendo?
Konteau se estremeció. ¡Todos sus esfuerzos para escapar habían sido en vano! Y tan cerca del parque. A una calle. Miró hacia atrás. Un vehículo de los Casacas Grises, a cien metros por detrás de ellos. Y ¿qué era este edificio de aquí? Un edificio público... no sabía exactamente qué era... pero tenía que tener salida por el otro lado. Y así llegaría al parque.
—¡Pare aquí! —gritó. Arrojó al chófer un puñado de monedas, y se lanzó a la calle, corriendo.
Mientras subía corriendo por la escalinata de piedra, le dio tiempo de examinar el diseño de la fachada. Le resultaba familiar. Por supuesto: eran unas fauces abiertas. La boca del dios del tiempo. Estaba en el templo de Kronos. Había visto su cúpula desde el mirador del Vyr.
Se apoyó, jadeante, en la pared del vestíbulo. Hay que moverse... descubrir una salida posterior. Estaba oscuro. Rozó un tejido, y estuvo a punto de gritar. Pero no era una persona. Sólo era un sayo colgado de un gancho. Lo asió instintivamente y empezó a avanzar apoyándose en la pared, mirando hacia fuera y sintiendo las frías piedras con las puntas de los dedos. Como un ratón asustado, pensó sarcásticamente. Se detuvo al llegar al arco que daba a la nave central, que parecía todavía más oscura e imponente. Exploró con los rayos infrarrojos de su ojo artificial. Las formas aparecían confusas, pero podía distinguir un estrado central circular, rodeado de bancos concéntricos también circulares, separados por pasillos radiales. El camino más corto hasta el fondo era a través del pasillo central. Empezó a andar con cuidado por el mismo.
Algo, quizá una chispa de luz, relució en su ojo artificial. ¡Le estaban explorando con rayos a él!
Y entonces sonó una voz en su oído derecho. Tropezó al intentar darse la vuelta, y tuvo que agarrarse al respaldo del banco más próximo.
No había nadie.
—¡Peregrino! ¡Saludos!
Por supuesto. Era un altavoz direccional y de ángulo reducido.
—Peregrino —continuó la voz—, bienvenido a la Casa de Kronos.
Le hablaba un programa de ordenador.
Se sintió estúpido. Todo coincidía con sus informes extraoficiales. Estas eran las primeras frases del Drama del Asilo. Pero tenía que repetir sus propias palabras con exactitud, o moriría sin necesidad de que le atrapasen los Casacas Grises.
Declaró en voz alta: —¡Solicito asilo! —Las palabras resonaron, huecas, en la sala vacía: asilo... asilo... asilo...
La respuesta fue inmediata y desconcertante.
—¿Eres el que espero?
La pregunta tenía algo de melancólico. Konteau pensó en un perro que no pudiera aceptar la muerte de su amo y que escudriñase a todos los extranjeros que se encontrase por la calle, buscando aquel rostro perdido. —No —dijo—, no soy Raymond Ratell.
¿Otorgaba asilo el ordenador a todos los fugitivos, confiando en que el siguiente podría ser el gran mago del tiempo?
—¿Cómo te llamas?
—James Konteau.
—¿Eres un krono?
—Sí.
—O sea, que has viajado por el tiempo...
—Sí.
—¿Y, quizá, has encontrado a mi amo, que me construyó?
Konteau suspiró. —No, no he tenido el placer.
—¿Pero lo encontrarás algún día?
—¿Quién sabe?
(No le pareció adecuado explicar que Ratell había muerto hacía doscientos años.)
La voz artificial pareció unirse a su suspiro, y se quedó callada.
—¿Me puedes dar asilo? —insistió Konteau—. Si no es así, debo marcharme enseguida.
Volvió a oírse la voz calmada. —En este momento están vigilando todas las salidas. Pero podré darte asilo durante cierto tiempo, y luego podrás irte sano y salvo.
—¿Entrarán?
Creo que en realidad sólo uno. Se está acercando a la entrada principal.
—¿Va a entrar?
—Sí.
—¿Y registrará el edificio?
—Desde luego que registrará el edificio. De hecho, queremos que entre. Queremos que lo registre todo bien. Insistimos en ello. Y entrará en este atrio consagrado, y explorará con láser cada metro cúbico de este santo recinto.
—Entonces, ¿dónde me escondo?
—En una ilusión.
—Explícate, por favor. ¿Me va a encontrar, o no?
—Sí, James, te va a encontrar, pero no, no te encontrará. Recuerda, te he dado asilo.
Alguien, alguna vez, escribió un programa excelente para este edificio —pensó Konteau—, pero me temo que se acaba de averiar. ¿Por dónde está la puerta trasera? Volvió a andar por el pasillo central.
Vio horrorizado que el estrado central estaba repentinamente bañado de luz.
—Sube, James —mandó la voz—. Pasa al frente de la plataforma.
Subió a la plataforma. —¿Qué sucede? —susurró.
—Tenemos varios programas de Asilo —replicó la voz—, adaptados al perseguidor o perseguidores. Tenemos, por ejemplo, una secuencia muy eficiente que hemos utilizado en el pasado contra Casacas Grises de organización mental limitada.
Muy interesante. —Pero supón que me persiga un Vyr muy poderoso, por sus propios intereses personales. ¿Querrías...? (Podrías resistirte a él y a sus agentes?
La voz parecía preocupada. —Planteas una posibilidad que yo creía que ya había desaparecido. Sí, James Konteau, este templo se resistirá al sacrificio humano, aunque lo mande el Cónclave entero de los Vyrs.
¿De qué estaba hablando? —pensó Konteau—. ¿De sacrificios humanos? ¿Quién ha dicho nada de eso? ¿Sabía este programa tan bien informado cosas que Konteau ignoraba? Investiguémoslo.
—¡El Cinco Ocho Cinco! —exclamó—. ¿Qué le sucedió realmente al Delta Cinco Ocho Cinco?
—No te metas con Delta, James. Manténte alejado de ello. Pero ahora no hay tiempo de hablar.
—Pero...
—¡Ponte el sayo, peregrino! ¡Deprisa!
Konteau tragó saliva, pero siguió las instrucciones.
Era un blanco perfecto, rodeado de luz por todos lados y por arriba.
Gruñó.
—¡Silencio! —susurró la voz—. El hombre que se acerca tiene menos de treinta años; asistió a la escuela unos cuatro años, sólo enseñanza elemental. Está perfectamente hipnocondicionado. Debe responder bien al fuego, a la sangre y a la violencia. Actualmente está destinado en la Cancillería. Puedo leer «Sala de seguridad del Vyr».
—¡Tienes razón! —susurró Konteau—. Me crucé con este pájaro esta mañana. Su nombre religioso es Thor Odinsson. Seguramente lo enviaron de patrulla porque será capaz de reconocerme.
Se le ocurrió algo de repente. —Ya sé lo que le vendría bien. ¿Te puedo enviar datos holográficos?
—¿Por el ojo artificial?
—Exactamente. Lo iré preparando sobre la marcha.
—Sí, desde luego. Y quizá pueda dar algunos toques propios. Ahora, cuidado. Aquí viene.
El sargento siguió en la oscuridad lejana, pero Konteau podía oírle andar lentamente por el pasillo central, tanteando. Era probable que estuviese explorando el interior con su lector de láser, y que ya hubiese llegado a la conclusión de que esta figura con sayo negro era el único ocupante de la gran cámara. Konteau adivinaba lo que pasaba por la cabeza del suboficial. Esta figura con sayo era (a) un verdadero sacerdote de Kronos, o (b) Konteau, el fugitivo. Descubramos cuál de las dos cosas.
—¿Preparado? —susurró Konteau mentalmente al ordenador del templo.
—Preparado.
—Adelante. Será interesantísimo.
El Casaca Gris se acercó al borde del estrado, se detuvo y alzó la vista a Konteau. Y mientras hacía esto, el fugitivo supo que el suboficial veía algo más allá del krono... algo extraño y terrible. Todo iba bien.
Konteau contempló la cara del intruso, con interés creciente. Sabía que se estaba formando una notable imagen holográfica en el estrado, a su espalda, a partir de las imágenes que su corteza occipital enviaba al ordenador invisible. Quiso mirar él también, pero no se atrevió a volverse. Tenía que decir algunas frases, y quería empezar ya. Habló al suboficial con voz suave y tranquilizadora.
—Detrás mío ves un hombre, un Hijo del Tiempo. Está clavado en el tronco de Yggdrasil, el fresno inmortal, con una gran lanza que le atraviesa el corazón. Es el árbol del Valhalla. El mismo Odín atravesó el corazón del Hijo del Tiempo con su lanza. Por eso fluye la sangre. Han existido muchos Hijos del Tiempo, y existirán muchos más. Un corazón se marcha, pero otro viene a ocupar su lugar, para que la sangre siga fluyendo eternamente.
Konteau se dio cuenta ahora de que la sangre estaba manando a borbotones incesantes de la herida del corazón del hombre sacrificado. Resistió la tentación de volverse para contemplar su obra de arte, a la vez que lo hacía el Casaca Gris. Pero si lo hacía podía romper el hechizo, y moriría. Siguió diciendo:
—Esto se hace porque es necesario. Tú lo comprenderás mejor que nadie. Este sacrificio a Kronos es preciso para que pueda sobrevivir la raza.
Oyó ruidos de chispas, y supo que los borbotones de sangre se iban convirtiendo en llamas al caer al suelo. Las llamas formaban un pequeño arroyo que cruzaba el estrado, pasaba a través de sus piernas (¿no sentía el calor?) y caía al suelo.
—Y ahora que tú has venido, él se puede ir —dijo Konteau.
Sabía que, a su espalda, el sacrificado del holograma había asido el astil de la lanza con ambas manos y se lo estaba arrancando del cuerpo. Resonó al caer al charco de llamas.
—Odín. Oh, sagrado Odín... —suspiró el sargento—. ¡Qué maravilla!
Konteau percibió de reojo el descenso lento y sibilante de unas grandes alas doradas. ¡Tal como lo había pedido! Contempló los ojos afligidos del suboficial. —¿Ves la cara de ese hombre? —preguntó con calma.
—Sí —fue la respuesta, a la vez suspiro y monosílabo.
Konteau prosiguió con el implacable programa. —¿De quién es la cara de ese hombre, que ahora se ha convertido en un ángel de Odín?
—¡Es mi propia cara! —gimió el suboficial.
Las alas se cernieron trazando hermosos arcos lánguidos. El suboficial observó cómo la criatura holográfica se elevaba del estrado y subía, formando grandes círculos por la nave, cada vez más alto...
Los dos miraron hacia arriba, siguiendo el ascenso lento y triunfal. Era imposible no mirar.
Allá en lo alto, en el centro de la cúpula, algo había empezado a moverse y producía un espeluznante crujido y rechinar. ¿Alguna máquina? El techo de la cúpula estaba mal iluminado, y al principio era difícil distinguir los detalles. Supuso que era un holograma de algún tipo, con sonido muy realista. Alguna broma del ordenador del templo. Desde luego, nada de esto podía ser real. Al seguir el movimiento, empezaron a reflejarse en el objeto que producía el ruido algunas luces de origen desconocido. ¿Serían dientes?, se preguntó Konteau, asombrado. Eran dientes, por supuesto. El techo del templo eran las grandes Fauces de Kronos, que se abrían para recibir su última ofrenda.
El hombre alado desapareció en las mandíbulas, que se cerraron inmediatamente con un ruido metálico que sacudió todo el edificio e hizo temblar el suelo del templo. Konteau descubrió que estaba temblando al unísono con las vibraciones. Ya que el sonido de las mandíbulas al cerrarse no había sido el único. ¿Había oído bien? Un grito desde arriba, apagado, tragado, engolfado por aquel ruido metálico que todavía resonaba, resonaba, y seguía destrozándole los tímpanos.
Y ¿qué es eso?
Vio caer una solitaria pluma holográfica, que iba flotando, girando sobre sí misma. Se desvió hacia un lado, hacia la oscuridad.
¡Todo esto no podía ser verdad! Pero era un trabajo de imagen y sonido tan bien presentado y conjugado que se llegó a preguntar si no era verdadero, por lo menos en una parte pequeña. Y si él, que estaba en el secreto, llegaba a pensar aquello, ¿qué estaría pensando el sargento Thor Odinsson? Se dio cuenta de que estaba jadeando y de que tenía el sayo manchado de sudor, bajo las axilas. ¡Kronos santo! Tenía que volver a controlarse. No había terminado. Todavía tenía que decir unas frases muy importantes.
Notó que tenía en la mano la hololanza. ¡Volvamos a la tragicomedia!
—Thor Odinsson —dijo con suavidad—, has venido a renovar el pacto con el dios. Es bueno, y es justo. Ven, Hijo del Tiempo, anda a través del fuego. Eres santo, y Loki, el dios del fuego, te protegerá. Ponte en tu sitio ante el fresno, y desnuda tu pecho para la lanza. Sólo sufrirás durante un año. Y luego, tu sucesor, el próximo Hijo del Tiempo, entrará por esa puerta. Tu cara se convertirá en su cara, y tendrás alas, y te marcharás volando al Valhalla, donde vivirás para siempre como ángel de Odín. ¡Ven!
El suboficial profirió varios ruidos extraños, y luego se dio la vuelta y salió corriendo. No tenía buena coordinación en las piernas, y tropezó dos veces. Por fin, atravesó los arcos y desapareció.
Konteau le vio salir, y se quedó pensativo. ¿Qué parte de mí es real? —meditó—. ¿Cuánto de mí no es más que un holograma en la mente de algún super intelecto?
—Y ahora, volvamos a ti, James Konteau —dijo la voz del ordenador—. El Casaca Gris no era el que espero, y tú tampoco eres el que espero. Eres un buen hombre, aunque a veces cometas tonterías.
El espíritu del templo hizo una pausa, como para reflexionar. —Era un buen programa, y me he tomado la libertad de archivarlo para usarlo en el futuro. Por otra parte, yo tengo otros más emocionantes, si quieres quedarte un rato para verlos. ¿Qué te parecería el de los cien Konteaus que se destruyen entre sí en una batalla campal? ¿O el de Konteau en el centro de Ylem, la bola de fuego primigenia? Ese pone la adrenalina en las venas. Sin olvidar el de...
—No, gracias —interrumpió Konteau—. Te lo agradezco de veras, en todo caso. ¿Está despejada ya la puerta trasera?
—La puerta trasera está despejada. De hecho, todo está despejado.
Todos se fueron. Si quieres, puedes salir por la puerta principal. Si buscas el parque, la entrada está subiendo por la calle y dando la vuelta a la esquina.
—Gracias, amigo, y adiós.
—Buen viaje, James Konteau. Cuando veas a Raymond Ratell, dale saludos de mi parte, y dile que no abuse de la salsa de terrapene.
—Salsa de terrapene... Las últimas palabras del Arúspice de Tages. Estos ordenadores deben de tener una sociedad secreta propia, una cábala cerrada para los seres humanos. En nombre de Kronos, ¿qué era la salsa de terrapene? Y en todo caso, ¿qué era un terrapene? Tendría que buscarlo en un diccionario.
Se marchó sin responder.
10 El parque Ratell
LAURENZ Devlin era la única persona de origen plebeyo a la que Konteau llamaba «señor», aparte de a su padre. Devlin había sido el jefe del equipo de Konteau. Había sido un hombre bueno y valiente. Pero a cualquiera le pueden suceder accidentes estúpidos. Habían realizado un aterrizaje en el Pérmico, en Kappa, en la zona de Tejas. El manual de pilotaje no había indicado la falla, ni el abismo resultante. Los había atrapado a todos. El topógrafo auxiliar se había matado. El traje anticaídas no protege de una caída de trescientos metros. En picado. Dejaron allí el cadáver. Habían creído que Devlin también se había matado, pero Konteau lo descubrió en una repisa rocosa, inconsciente. La falla empezó a cerrarse cuando Konteau bajó a buscarlo. La tripulación consiguió sacar a Devlin en buen estado, pero las rocas que caían golpearon a Konteau en la cara y le sacaron un ojo. Pasó tres meses de cirugía plástica. Devlin quedó lúcido sólo a intervalos. Lo dejó. Todos intentaron convencerle de que no había sido culpa suya, pero no consiguieron nada. Konteau le había conseguido un empleo de guarda del parque Ratell.
—¡Saludos, Dev! —Konteau sonrió al hombre mayor—. ¡Tiene buen aspecto!
En realidad, pensaba que su antiguo jefe había envejecido bastante desde que se había despedido de él, hacía cuatro días.
El antiguo krono llevaba puesto, como siempre, un destrozado traje anticaídas; como si estuviese dispuesto a emprender de nuevo aquel catastrófico salto en el tiempo en Kappa. En realidad, el viaje más peligroso que emprendía Devlin cada día era de su sórdida habitación a la tienda de alimentos de la esquina. Pero Konteau no sonrió. Cada día era un nuevo Kappa para el envejecido jefe de equipo. Volvía a vivir cada día la caída por el abismo que había destrozado su mente, su valor, su cuerpo, su carrera. Konteau pensaba que, seguramente, la flora del parque alimentaba la alucinación de Devlin de que vivía en el Pérmico de hace doscientos ochenta millones de años. El hombre era bastante normal en casi todos los demás sentidos.
Contempló al recién llegado entrecerrando los ojos claros y envejecidos, y luego esbozó una media sonrisa. Konteau se tranquilizó. Devlin regiría, de momento. Se dieron la mano.
—Me alegro de verte, James. ¿Has vuelto antes de tiempo? —dijo Devlin.
—Sí, señor. Un trabajo especial.
Devlin le dio su traje anticaídas y su mochila delantera. Konteau se puso el traje, y se colgó la mochila de un hombro, dejándola suelta. Se dio la vuelta hacia la calle, con aire despreocupado. No había nadie.
Devlin percibió el gesto. —¿Te sigue alguien?
—No, creo que no.
Konteau volvió a mirar al parque, y sorbió profundamente su aire. —¡Ah, qué maravilloso aire! ¡Con oxígeno verdaderamente generado por clorofila! ¡Es el bueno! En los planetas no hay de esto.
Devlin pareció confundido. —No es más que aire corriente.
—Sí.
No sabía si debía intentar explicarse, pero decidió no hacerlo.
—¿Me encontró una tripulación?
—Desde luego. Sin problema. Una buena exploradora, con experiencia. Ha traído a su propio topógrafo auxiliar.
—¿Exploradora?
—Es una mujer.
—Oh.
¡No! No podía ser. Pero así es como actúan las Parcas.
No había muchas exploradoras en la Viuda. Empezó a sufrir palpitaciones. —¿Dónde.
—Por el camino, entre los árboles —el antiguo jefe hizo una pausa; empezó a formarse una arruga de preocupación en su frente—. Escucha, James...
—¿Señor?
—Ten cuidado con las irregularidades de la superficie. El manual de pilotaje de Kappa es una chapuza.
—Sí, señor, ya lo sé.
—Ahí hay una caída espantosa, James. No viene en el manual. De medio kilómetro, por un acantilado.
A Konteau se le revolvía el estómago. Dijo con voz monótona: —Gracias por avisarme, señor. Tendremos cuidado.
—¿James?
—¿Señor?
—Estoy hecho polvo —dijo, casi lloriqueando—. Te esperan junto a la estatua. Toma el mando. Sácalos de aquí.
—No se preocupe, señor —tenía su único ojo lleno de lágrimas, y reluciente de pena—. Me encargaré de todo.
Se alegró de poder irse, pero eso le hizo sentirse culpable. —Nos iremos por la salida del fondo. Hasta la vista—. (Pero, ¿volvería a ver a su antiguo jefe? Buena pregunta. Según las Norns, su inconsciente había hablado con mucha precisión: a través de la puerta, y luego D(Al)eth. Es decir, la Muerte en Delta. Además de un «Al».)
Se marchó por el camino de losas para reunirse con su ex esposa y con su amante.
Su pulso era cada vez más irregular. Percibía las contracciones ventriculares prematuras. Dios mío. Esto tenía que parar. No pensar en ella. Mirar a otra parte. Se obligó a caminar más despacio.
El bosque arcaico empezaba inmediatamente después de la casa del guardia. Había helechos gigantes, que se cernían sobre el camino. Reconoció los lepidodendros, algunos de los cuales medían casi cincuenta metros, con sus copas de ramas «lloronas», con punta cónica. Las cortezas como hojas de jacintos formaban espirales alrededor de sus troncos. Helen, ah, Helen, vuelves... Y compartían el cielo con el árbol helecho cordaites, con largas hojas lanceoladas en sus altas ramas. Los había visto muchas veces, en sus exploraciones en el Devónico y en el Pérmico. Entre las grandes palmeras cycadeoidas, con palmas de un metro y medio, había algunas coníferas primitivas que intentaban abrirse camino. Había musgos enormes y florecientes. El camino bordeaba charcas poco profundas, llenas de algas antiguas y de grandes juncos calamites. El aire húmedo estaba lleno de un olor rancio pero delicado. La vegetación crecía y moría a gran velocidad. En el mundo real, allá en el Carbonífero, estos maravillosos monstruos verdes se acabarían convirtiendo en carbón, en oro negro, por el cual las naciones intentarían destruirse mutuamente algunos centenares de millones de años después. Había unas varillas clavadas en el suelo, en las que se indicaba el nombre de los especímenes más notables. Advirtió, sobre todo, la Hornea; era una plantita humilde, sin raíz y sin hojas, del Devónico inferior. La había traído él mismo. Los paleobotánicos le habían dicho que era la primera planta, o una de las primeras, que recogía el dióxido de carbono de la atmósfera para convertirlo en oxígeno, poniendo en marcha así una atmósfera rica en oxígeno, e iniciando un nuevo sistema de evolución de animales respiradores de oxígenos, que acabó conduciendo a los mamíferos y al hombre. La Hornea y sus primas llevarían paso a paso a la vegetación del Mesozoico superior, verdaderamente moderna, y habría frutas, bayas, pastos, cereales y verduras disponibles para algunos mamíferos muy interesantes, que aparecerían poco después, en el Terciario.
Toda esa flora se había traído aquí con gran cuidado. Cada planta tenía su propia Declaración de Impacto Histórico, de manera que no se pudiese hacer nada en el Pasado que cambiase el Presente de ninguna manera. (Pero, ¡qué tontería! —pensaba Konteau—. ¿Cómo nos enteraríamos?) Solía imaginarse, irónicamente, lo siguiente: un día, los paleobotánicos traían un árbol, por ejemplo, un ginkgo, del Cretáceo. Sin saberlo ellos, todas las musarañas arborícolas antepasadas de la rama homínida estarían escondidas en las ramas de ese árbol. ¿En qué momento del tiempo desaparecerían los lémures y los gibones y los babuinos y los chimpancés y los gorilas y los seres humanos? ¿Y quién lo sabría, o a quién le importaría?
Comprobó su mochila delantera mientras andaba. Llevaba una lista mental de más de treinta variables y constantes. Todas y cada una de ellas debían ser exactas. En teoría, no se habían producido cambios desde que había dejado la mochila en el armario de Devlin, hacía cuatro días. Pero nunca se sabe. Lo más seguro es comprobarlo, empezando por el reloj primario de cesio. 9-192.631.770 ciclos por segundo. Tecleó el número, que se había aprendido de memoria hacía tanto tiempo, así como el valor de h, la constante cuántica y los valores de pi, e, y el logaritmo de dos en base diez. Todos ellos con diez decimales. Y los factores de ajuste de los segundos intercalares (más, menos), y luego, cuando se empieza a retroceder de verdad, los de las horas y los días intercalares. Luego, los reactivos de hidrógeno, los sensores de iridio (absolutamente fundamentales para salir del Paleoceno y entrar en el Cretáceo). Por último, los cristales de cuarzo. Los fieles trabajadores del sistema. Lo mejor y lo peor del sistema, ya que el cuarzo envejecía con el tiempo, con el uso, y con cierta tendencia propia de cada cristal. Afortunadamente, él disponía de los mejores, tallados a partir de enormes prismas que había recogido directamente de una pegmatita del Proterozoico, diez años atrás. Había corregido las variaciones debidas a la antigüedad, al uso y a la desviación natural de los cristales con una precisión de una milmillonésima al mes, lo que en cierto modo era un récord. Los cristales sintéticos, aunque se cristalizaran a partir de núcleos naturales, no eran tan buenos ni mucho menos.
Siguió caminando lentamente. El silencio era inquietante. Había visitado bosques del Mesozoico en los que había un estruendo ensordecedor. Una vez, dos dinosaurios de pico de pato muy estúpidos y muy enamorados no le habían dejado dormir en toda la noche. Pero aquí en el parque Ratell no se permitían animales: ni arqueópterix, ni insectos, nada.
El silencio antinatural se fue aliviando poco a poco al irse acercando a la estatua y al círculo de fuentes, cuyo sonido agradable ya se dejaba oír.
El parque Ratell —un kilómetro cuadrado de verdor muy cuidado— estaba prácticamente vacío. Y había una buena razón para ello. El parque estaba reservado para funcionarios con nivel novecientos, como mínimo. E incluso ellos no tenían derecho más que a un cuarto de día cada mes, no acumulable; y solían estar demasiado ocupados para disfrutarlo.
Siguió caminando. La gran estatua de bronce de Ratell estaba enfrente suyo, en el centro de su círculo de fuentecillas.
El obelisco de mármol sobre el cual se alzaba la estatua había llevado una placa, puesta del lado más próximo a la entrada, en la que estaba inscrito el nombre de los hombres-kron muertos en acto de servicio. Pero se decía que el Primer Secretario había pasado por aquí un día, por casualidad, y había ordenado que la retirasen, porque era demasiado deprimente. Pero, fuera como fuese, no importaba. Parecía que a nadie le importaba. ¿Existiría en alguna parte —pensó Konteau— un lugar, al otro lado de la vida, donde a alguien le importasen los hombres-kron? Era interesante. El era un krono. Plural, kronos. Se podía aducir que el dios Kronos no era más que el colectivo de los kronos, vivos y muertos. Por los cuatro jinetes, ¡nosotros somos el Dios del Tiempo!
Y...
Estaban allí, sentados en los bancos, mirando hacia el camino, esperándole.
Tuvo una impresión repentina de desorientación total, casi de caída, muy parecida a aquella caída en picado en Kappa, cuando él había perdido el ojo, Devlin había quedado destrozado, y el topógrafo había muerto.
Esta mujer. La madre de su hijo. Helen ex Konteau. Todavía se dormía soñando con ella. Pero ella lo había abandonado, y él no era capaz de comprender por qué. Y ahora que había solicitado una tripulación contratada, por llamada urgente a Devlin, ella había respondido. Por lo menos había llegado a esperarle aquí. Sabía que era él, pero había acudido.
Se pusieron de pie en silencio. Le miraron, y él los miró. Sobre todo a ella.
Kronos, qué hermosa era. Helen, tu belleza... ¡Déjame en paz, Edgar Poe!
Su mente, su sistema endocrino traicionero, no tenían ni orgullo ni dignidad. Durante un breve instante se limitó a acariciarla con los ojos; acarició mentalmente su cara, sus brazos, su cuerpo. No era suficiente. Pensó en correr hasta ella, arrancar el traje anticaídas de su cuerpo cálido, cubrir de besos su boca, su cuello, sus pechos. Se rehizo. Esto no servía de nada.
Ella retrocedió como para apartarse de su ojo penetrante, pero sin mover los pies. Extraordinaria maniobra; él se preguntó cómo lo había hecho. El momento pasó, y ella se quedó allí de pie, jugando con un rizo de jacinto con su índice derecho, aquel gesto que a él le resultaba tan familiar; pero sin mirarle.
Helen, piloto-exploradora. Era capaz de llevarles por un tortuoso laberinto de tiempo para dejarlos caer en una meseta del Precámbrico, desde una altura de menos de un centímetro. Y el joven que la acompañaba: Albert Artoy, topógrafo auxiliar. Konteau sólo le conocía de oídas. Algo menos de treinta años, pero ya tenía cuatro misiones de exploración de asentamientos en la hoja de servicios. Buenos trabajos, pero rutinarios. Y esto no era rutina. Intentó imaginarse a este hombre cara a cara con la muerte. ¿Se hundiría Artoy si se veía sometido a una gran presión? Pensemos en lo que nos espera. Supongamos por un momento que encontramos el Cinco Ocho Cinco, y supongamos que los tres estamos intentando mantenerlo en su sitio hasta que se vuelva a cristalizar. Necesitarían la potencia de las tres mochilas. Si fracasaban, ninguno tendría la potencia suficiente para volver al Presente. Estaban atados entre sí, como los escaladores. Si Artoy se dejaba arrastrar por el pánico y cortaba los vínculos y se iba, Konteau y Helen morirían. A no ser que Helen y Artoy se fueran juntos. Y ella bien podía hacerlo, por supuesto. Volvíamos a la primera pregunta: ¿tendría Artoy el suficiente miedo a la muerte como para cortar y huir? Es posible. Pero esta valoración suya ¿era objetiva? ¿Podía ser justo con el enamorado de Helen? Quizá le esté infravalorando porque tengo celos —pensó. Y, después de todo este tiempo, ¿tengo celos? Gruñó, indeciso. Debería decirles que se marchasen, que se largasen y no se jugasen sus valiosos pellejos. Pero, ¿dónde encontraría otra tripulación? No había tiempo. Así sea.
Juntos los tres, formaban un bonito triángulo, un ménage a trois. Recordó los tres vértices del triángulo base del Cinco Ocho Cinco, y casi llegó a sonreír. Los Trianguladores. En el trabajo de campo, el triángulo era la única figura geométrica lógica para los topógrafos. Todo lo demás se basa en el triángulo. Lo mismo sucede con las placas de asentamiento. El triángulo era el polígono que resultaba más sencillo estabilizar. Pero si se intentaba aplicar el triángulo a la mente y a la carne humana, se hundía como los juncos secos.
Esperaron a que Konteau se acercase.
Ella realizó las tensas presentaciones. El joven («llámame Al, simplemente») se dirigió a recibirle con seguridad en sí mismo y movimientos elegantes. Konteau se daba cuenta de por qué le podía resultar interesante a Helen. Dio la mano a «Al» brevemente, para entrar en materia inmediatamente.
—El Delta Cinco Ocho Cinco se ha hundido hace unas horas. El Vyr reconoce que no instaló triples. Dice que yo no los recomendé.
—¿Phil? —ella dejó escapar la pregunta, con los ojos muy abiertos.
—Sigue en Lambda. Lo comprobé.
Ella se tranquilizó y se apartó un poco. —Creía que habías solicitado triples en tu informe.
—Y lo hice. Alguien ha cambiado el informe.
—¡Maldita sea!
Ella le miró fijamente a la cara.
—Mañana se reúne el comité de investigación —dijo Konteau.
—Podrás declarar que recomendaste los triples —dijo Artoy.
La cara del joven hizo sonreír a Konteau. Tan inocente, tan confiado. Era difícil explicarle la realidad. —Dudo que me permitan declarar.
El topógrafo le miró fijamente. —Pero... ¿cómo no te lo van a permitir? Es tu derecho. Lo dice el reglamento.
Konteau suspiró. —Sería largo de explicar. Lo que nos ocupa ahora es qué podemos hacer con el Cinco Ocho Cinco.
—¿Han realizado una proyección? —preguntó Helen.
—El Vyr lo hizo. Su paleógrafo dice que el ordenador calcula que el Cinco Ocho Cinco está en la placa sumergida del Atlántico.
—O sea, que todos están muertos —dijo ella, lacónicamente.
Konteau sacudió la cabeza. —Puede que todos estén muertos. Y puede que no.
Extrajo de un bolsillo interior de su chaqueta una guía de pilotaje, y buscó el mapa de la contraportada delantera. —No sé si habíais visto esto antes. Recomendé estabilizadores triples porque mi equipo descubrió indicios de una fractura temporal latente, cerca de lo que hoy sería la orilla occidental de la bahía de Chesapeake. Aproximadamente, aquí —señaló.
—No estoy seguro de que existan las fracturas temporales —refunfuñó Artoy.
—El tiempo hace cosas raras —dijo Konteau, con paciencia—. Hace doscientos años, antes de Ratell y de sus ecuaciones, sabíamos muy poco acerca del tiempo. No sabíamos que tenía casi todas las propiedades de la luz, y de la radiación electromagnética. No sabíamos que el tiempo se podía reflejar, refractar y polarizar.
Tenía una impresión desesperanzada de que no iba a poder convencerlos, y de que al final tendría que irse él sólo por aquel camino. Necesitaba tiempo para organizar sus pensamientos. Contempló la estatua, cubierta de la pátina del tiempo. ¿Serías capaz tú de convencerlos, Raymond Ratell? Ratell a los treinta años. El escultor había recogido casi con exactitud la expresión cambiante de astucia que se aprecia en la cara y en los ojos del gran hombre en los hologramas. Extraña expresión, desde luego. Hoy día —pensó Konteau—, tu propio principio de la Desviación Permisible te excluiría de todos los asentamientos, de todas las profesiones, de todas las academias, de todos los cargos oficiales. Tú eres el primero de los pensadores desviados. Los inquisidores te harían trizas inmediatamente. El gran Raymond Ratell: desaparecido a la mitad de su carrera. Y quizá habría sido lo mejor. Muerto en un accidente viajando por el tiempo, dijeron algunos. Tu cuerpo nunca apareció. Otros dicen que sigues viajando por ahí, por el tiempo. ¿Todavía vivo, después de doscientos años? ¡Imposible! Ditmars le había explicado cierta vez que no era imposible. Había aprendido a hacer cierta cosa con su cuerpo: el control total del tiempo. Ratell podría ser inmortal... ¡qué ideas tan estúpidas!
¡Volvamos a la realidad!
—Existen diversas maneras —prosiguió— en las que se puede producir un temblor de tiempo. Por ejemplo, el universo está en expansión, ahora mismo. Esto se debe a que las once dimensiones del espacio-tiempo se están expandiendo. Pero la expansión no es regular, continua ni gradual. Se lleva a cabo por quantas, a pequeños pasos y saltos. Como dijo Ratell, el tiempo se estira, y luego se rompe. Así explicó los temblores de tiempo. En teoría existen millones de fracturas de este tipo en cada galaxia, miles de millones quizá. Y por una extraña casualidad, el Cinco Ocho Cinco está —estaba— apoyado precisamente en una fractura de este tipo. No es la única teoría, por supuesto. También resulta que el Cinco Ocho Cinco estaba sobre el borde del sector norteamericano de Pangea, inmediatamente antes de que Eurasia, América del Sur y África se separasen del mismo. La ruptura bien puede haber enviado ondas de choque al Triásico, y al Cinco Ocho Cinco. En tercer lugar, el gran meteorito de hace sesenta y tres millones de años puede haber originado una fragmentación del tiempo local. En realidad, no lo sabemos. Pero, sea como fuere, digamos que el tiempo sufrió una ruptura. Se mueve la puerta del Cinco Ocho Cinco. No todo el asentamiento: sólo la puerta. La salida hacia el perímetro actual de Delta se mueve. No mucho, digamos unos cuantos metros y/o unos cuantos años. Pero ahora nadie es capaz de encontrar la puerta. Por lo que respecta al Cinco Ocho Cinco, esa puerta ya no existe. El Cinco Ocho Cinco está perdido en el Triásico.
Pensó en las otras posibilidades menos agradables que había citado el paleógrafo del Vyr, aquel extraño doctor-doctora Michaels. O, quizá, el Cinco Ocho Cinco se había trasladado en el tiempo hasta caer en el interior de un monolito de granito, en el cual todos habían muerto instantáneamente. O quizá no habían caído en la Tierra, sino a un millón de kilómetros en el espacio... donde seguirían, en forma de diminutos asteroides humanos, congelados, trazando un complicado minué en órbita alrededor de la Tierra, la Luna y el Sol. Era consciente de que existía una teoría, demostrable por medio de tensores, flexores y otros procedimientos de cálculo, que decía que la gente perdida se movía hacia atrás en el Mar del Tiempo, hacia el principio del universo, y que acabarían cayendo en la bola de fuego primigenia. Si era así, estaban haciendo el viaje sin saberlo y sin dolor, ya que se moverían a la velocidad de la luz, y, por lo tanto, el tiempo no transcurriría para ellos; por lo tanto, no podrían tener ninguna experiencia sensorial. Bonita manera de morir.
—Entonces, ¿qué quieres de nosotros? —dijo Helen.
El la miró con su sonrisa asimétrica, y se encogió de hombros.
En la historia de la Viuda, dieciocho tripulaciones se han encontrado con fracturas, temblores, rupturas, o como los llamemos. Doce volvieron para contarlo.
Le miraron. Sus sospechas habían cristalizado en una certidumbre expectante.
Dijo con voz regular: —Voy a bajar. Voy a encontrar la puerta del Cinco Ocho Cinco, y voy a unirla otra vez con la salida.
La risa de Artoy fue corta e incrédula. —Estás más loco que Devlin.
Konteau no quiso mirarle. Tenía envidia al topógrafo, en cierto modo.
Al Artoy todavía tenía el sentido común suficiente como para tener miedo. Al cabo de cierto tiempo, lo olvidas... y empiezas a arriesgarte sin saber siquiera que te estás arriesgando.
—James —dijo la mujer con firmeza—, debes desaparecer enseguida.
Huye. Escóndete. Te ayudaremos.
—¿Para estar siempre escondido? Y ¿qué pasa con esos pobres desgraciados del Cinco Ocho Cinco?
—No es culpa tuya —se apresuró a responder ella—. ¿Te sientes mal? ¿Culpable? ¿Es ése tu problema? Sigue una terapia de pérdida. Te prestaré una cásete. Te sobrepondrás en una semana. Garantizado.
—Voy a ir —la interrumpió.
—Yo no —dijo ella, en tono cortante.
—Y yo tampoco —dijo Artoy—. Eres hombre muerto, Konteau.
—Sí.
Les sonrió a los dos, se apretó la mochila al pecho y ajustó las correas. Se dio la vuelta y empezó a andar por un camino lateral. No se molestó en volver la vista atrás, pero los oyó seguirle. Creyó oír maldiciones en voz baja. Sonrió.
11 El viaje
SE dio la vuelta al llegar a la salida del fondo. —Los Casacas Grises están vigilando todas las puertas, incluyendo el pórtico del Cinco Ocho Cinco. Tendremos que dar algunos rodeos.
—Qué bien —murmuró Artoy.
—¿Cuál es tu destino último? —preguntó Helen.
—Donde se perdió el contacto con el Cinco Ocho Cinco. Nos dirigiremos al emplazamiento original, y empezaremos a buscar desde allí.
—Es una aguja en un pajar —protestó Artoy.
—Es peor —reconoció Konteau, con voz amable.
—No podemos saber si la fractura temporal del Cinco
Ocho Cinco sigue activa —dijo Helen con preocupación
Si sigue creciendo, nos atrapará y nos arrastrará.
—Es verdad —dijo Artoy—. No se puede detectar una fractura temporal hasta que se está dentro de ella, y entonces es demasiado tarde. Es peor que las arenas movedizas. Esto es cada vez más estúpido.
Konteau sonrió. —Pensaba que no creías en los temblores de tiempo.
—Bueno, quizá, a veces... Vas a hacer que nos matemos. Vamos a morir los tres —añadió el topógrafo.
—Todo el mundo muere, tarde o temprano —dijo Konteau filosóficamente—. Mientras tanto, saldremos por esta puerta a uno de los túneles laterales, y luego tomaremos un vehículo hasta un túnel secreto de acceso al Cinco Ocho Cinco. No figura en el plano general de Delta, y no creo que lo vigilen. Pero, antes de nada, vamos a sincronizarnos. He estado fuera. ¿Ha habido cambios de pilotaje para finales del Triásico, en los últimos cuatro días? —preguntó a Helen.
—Uno pequeño. Lo cargaré en tu equipo —le alcanzó el cable—. Control de Instrumentos ha desconectado la comprobación de tiempos en relación al pulsar P5R. Dicen que se ha detectado una variación minúscula, seguramente debida al paso de la radiación del pulsar por el recorrido sinusoide del sol a través del plano galáctico.
—¿Podemos pasarlo a comprobación general? No me gustaría perderlo del todo.
—Desde luego.
¡Por Kronos! Le encantaba el sonido de su voz.
—¿Todo el mundo preparado? ¡Allá vamos!
El pasillo subterráneo estaba mal iluminado. Se encontraron de repente con el final, cerrado por una pesada hoja de bronce. A Konteau le latía el corazón más deprisa. ¿Había estado allí antes? Esa puerta tenía un aspecto extrañamente familiar. ¿Un caso de deja vu! No. Ahora sabía que ésta era la gran puerta de sus sueños. D(Al)eth. Pero no podía dejar de pensar en ello. Los sueños no eran más que deseos y miedos inconscientes; no eran hechos, no eran predicciones verdaderas. Y era natural que la puerta le resultase familiar: seguía el diseño habitual de los pasillos secundarios de delta. Las había visto antes. Pero se planteaba una buena pregunta: ¿quién sería el muerto?
Konteau observó cómo Artoy registraba la pared y encontraba el botón de «Abrir». Lo pulsó, pero no sucedió nada.
—Los daños llegan hasta aquí —murmuró Helen.
—Puede —dijo Konteau—. Pero es más probable que los contactos estén corroídos.
Descubrió la manivela manual de la puerta y le dio un tirón. No se movió nada.
—Apartaos.
Retrocedieron una docena de metros. El tomó los explosivos que llevaba en la mochila, ajustó el disparador y luego se unió a ellos. La explosión se produjo algunos segundos después, seguida de una nube de polvo y del olor del metal incandescente. Luego, silencio.
Se aproximaron con cuidado al gran agujero, e iluminaron el gran vacío grisáceo con haces de luz. Seguía sin oírse nada.
Konteau se inclinó hacia delante, se sacó el ojo artificial con gesto de experto, y lo arrojó a aquel vacío insondable. La pequeña esfera se quedó flotando allí, a algunos metros de ellos, emitiendo destellos y pitidos.
Helen frunció el ceño. —Esa señal atraerá a los Casacas Grises.
—No se puede evitar. Tenemos unos diez minutos.
Dirigió al ojo artificial para que siguiese un patrón lógico de búsqueda, una serie de círculos cada vez más amplios. Como la paloma que soltó Noé desde el arca —pensó Konteau—, y con la misma pregunta. ¿Volvería el ojo con alguna señal de vida?, ¿con algún fragmento del Cinco Ocho Cinco?
Artoy lo contemplaba todo con fascinación. —Había oído hablar de tu Mimir. ¿Qué hay que hacer para que le den a uno un ojo como ése?
—Lo primero, perder un ojo de verdad en un accidente —contestó Konteau, secamente. El topógrafo no insistió en el tema.
Esperaron.
—Diez minutos —dijo Konteau—. No ha encontrado nada.
Volvió a llamar al ojo, que regresó a su mano.
—Formad el triángulo, por favor.
Ocuparon los vértices de un triángulo equilátero imaginario, de dos metros de lado.
—Conectad —dijo.
Pulsaron los botones de puesta en marcha, y surgieron unas líneas azules luminosas, temblorosas, difusas, entre sus equipos delanteros, que unían a los tres. Quedaron unidos con líneas de fuerza tremendamente poderosas.
Artoy miró por el pasillo que había a su espalda. —Creo que viene alguien— dijo con voz nerviosa.
—Un Casaca Gris —dijo Konteau, tranquilamente—. Tranquilo, Al. Estoy ajustando la entrada en el centro mismo del periodo del Cinco Ocho Cinco: doscientos veinticinco millones, en el Triásico.
La oscuridad del pasillo quedó rota de repente por un haz de luz blanca azulada. Una voz amplificada les gritó: —¡Quietos! ¡Quedan detenidos!
—¡Va a disparar! —gritó Artoy.
—¡Es muy poco amistoso! —reconoció Konteau. Preparó los controles de su ojo artificial tal y como le había enseñado Ditmars. Le bastaba con un retraso de treinta segundos. Apuntó a la imagen infrarroja lejana con el pequeño instrumento. Apretó el pequeño gatillo. Se formó una línea azul delante suyo, y desapareció instantáneamente; como desapareció también el Casaca Gris, que había vuelto al pasado de hacía treinta segundos. Había vuelto otra vez más allá del recodo del pasillo, donde no podían verle. Konteau volvió a arrojar a Mimí por el agujero de la puerta.
—¡Vamos!
Sus vínculos se estrecharon mientras atravesaban el orificio y salían al silencio exterior. Konteau volvió la vista atrás al pasar, justo a tiempo de percibir otra vez el haz de luz blanca azulada. Se preguntó si el Casaca Gris recordaba haberles dirigido aquel haz de luz hacía treinta segundos. No había forma de saberlo, y la verdad era que no le importaba.
Todos ellos habían saltado al espacio-tiempo antes, y el salto no le pareció diferente a Konteau. Pero tuvo, como siempre, esa extraña sensación de caída; y no simplemente de caída: de caída de cabeza, inexorable, como se cae en la oscuridad agobiante de una pesadilla. Era peor que la falta de gravedad en un viaje interplanetario. Siempre tenía que sobreponerse a las náuseas incipientes. Se preguntaba qué pensarían los otros de él si supiesen que su jefe era tan debilucho. Pero lo más probable es que estuviesen demasiado preocupados por sus propios problemas como para pensar en él.
Extrajo la pantalla estelar de su equipo y la contempló. Los contadores iban reflejando fielmente los intervalos de precesión, cada veinticinco mil años, mientras ellos viajaban hacia atrás, hacia atrás... Contempló cómo iba oscilando el centro de giro aparente de las estrellas, entre Polaris y Vega, más deprisa cada vez. Y ahora no era más que una mancha. Pero todavía se podía comprobar bien la época estudiando la Osa Mayor: Alfa y Eta no formaban parte del grupo local, y se iban alejando rápidamente. Los milenios transcurrían velozmente. Cambio automático a estrellas cuyo movimiento propio se podía medir bien: la estrella Bernard, la Kapteyn, la Groombridge. Seguir las posiciones con el cronómetro de hidrógeno. La última vez que se calibró, la precisión era de ± 2 segundos cada 1015 segundos. El error equivale a menos de dos minutos desde el nacimiento del sistema solar, y esta precisión es absolutamente necesaria. Antiguamente se utilizaba el amoniaco, luego llegó el cesio, y ahora se utiliza el hidrógeno, lo mejor de todo. Pero hay que comprobar todo varias veces. Dos mediciones, tres. La rotación de la tierra se retrasa un milisegundo por siglo. Tomemos una medición de la rotación.
Siete millones A.P., y el primer «golpe». —¿Recibido? —dijo.
—Comprobado —dijeron las dos voces.
De hecho, el Numero Siete apenas se detectaba, y ni siquiera tenía una boya. Némesis, la estrella oscura compañera del Sol, en su órbita eterna de veintiocho millones de años, había atravesado la Nube de Oort, origen de los cometas, y había arrancado algunos. Oort era una nube atravesada por los cometas, muy lejos del sistema solar, a unas diez unidades astronómicas del Sol, y el paso de la estrella negra a su través había tenido muy pocas consecuencias geológicas en esta ocasión concreta. Los impactos de los cometas que se habían producido sobre la Tierra un millón de años después habían ocasionado pocos destrozos sobre Terra, y el polvo que se había levantado se había ido retirando de la atmósfera en un par de siglos, un simple abrir y cerrar de ojos para la historia geológica. La verdad era que las expediciones-Kron siempre se alegraban de llegar al Número Siete. Quería decir que habían entrado bien por las puertas del tiempo. En este momento, Némesis estaba en su afelio, a 1,4 años luz, su distancia máxima al Sol. No volvería a aventurarse por la Nube de Oort hasta dentro de quince millones de años. El planeta natal era relativamente seguro de momento, aparte de las tonterías de sus formas de vida dominantes.
Algunos de los pasos de Némesis no habían sido tan tranquilos. El Número Treinta y Cinco tenía una boya. Aquí había habido una serie de impactos. Hace casi treinta y seis millones de años, Némesis había desplazado varios trozos grandes de la Nube de Oort, y no habían llegado a la vez. Sus impactos se habían espaciado a lo largo de centenares de milenios. Konteau había oído ese cañoneo cósmico muchas veces. Cada vez le imponía más.
—El Treinta y Cinco —dijo lacónicamente.
—El Treinta y Cinco —respondió Helen.
Esperaron.
—¿Al? —llamó Konteau.
—Oh... sí, comprobado el Treinta y Cinco. Pero...
—¡Quietos todos! —gritó Konteau—. ¿Pero qué?
Se quedaron colgados en el tiempo, oscilando entre los últimos siglos de los treinta y cinco millones de años A.P.
—¿Qué pasa? —preguntó Konteau.
—Se me ha estropeado el equipo —dijo Artoy con voz quejumbrosa—. Me salen valores prematuros.
—¿Qué valores?
—Sesenta y tres.
—Imposible —anunció Helen—. No estamos más que en el treinta y cinco.
—Ya lo sé. Por lo tanto, es una avería importante. Me vuelvo —añadió nerviosamente.
—Al —dijo Konteau—. ¿Llevas puesto un anillo de platino?
Oyó una exclamación de sorpresa apagada de Helen.
—¿Un anillo? Sí, llevo un anillo, ¿y qué?
—¡Tíralo con todas tus fuerzas! ¡Deprisa! ¡Ya! —Konteau hablaba rápidamente, con voz gutural y metálica.
—¡No! Ese anillo me costó setenta y cinco jeffs. Estás loco.
Helen intervino, con un cuchicheo apremiante. —Escucha, Al. El platino que se utiliza en joyería lleva un diez por ciento de iridio. Con el desgaste normal, el anillo va perdiendo peso cada año. Esos residuos afectan a los sensores de iridio de tu equipo. Tu equipo cree que ha llegado a la capa de iridio del Cretáceo, en el sesenta y tres A.P. ¡Tíralo, Al!
—¡Maldita sea, Helen, podías habérmelo dicho! Sabías que nunca había pasado del Mioceno. Muy bien, ya no está el anillo. Os habréis quedado contentos —dijo, con voz de resentimiento helado y salvaje.
Konteau se limitó a sacudir la cabeza. Cada trozo de metal que llevaba un hombre-kron y su equipo debía estar libre de iridio. Lo decían los manuales. Se enseñaba en la academia. Pero de vez en cuando llegaba uno como Al Artoy, que ni leía ni escuchaba. Por lo tanto, además de su búsqueda del Cinco Ocho Cinco tenía que cargar con el problema adicional de cuidar que Al no los matase a todos. Artoy nunca llegaría a recibir su Reloj de Arena. Si seguía mucho tiempo en el Cuerpo, cometería alguna tontería muy grande y se mataría, y seguramente mataría a otros también.
Quizá no en esta misión. Quizá no en la siguiente. Pero acabaría sucediendo.
Bueno, se lo habían advertido; no tenía derecho a quejarse. Su inconsciente, las Norns —bendita(s) sea(n)—, había advertido del peligro. Delta igual a Daleth igual a Al + Deth.
—Al, ¿te da ahora treinta y cinco? —dijo con voz monótona.
—Comprobado —dijo el topógrafo, malhumorado.
—¿Helen?
—Preparada.
—Allá vamos —dijo Konteau—. Ahora, con cuidado todos. La próxima boya es la Sesenta y Tres.
Y ahora tenían que empezar a tener muchísimo cuidado. Sesenta y cuatro millones de años Antes del Presente, Némesis había arrancado un trozo monstruoso del Oort cargado de iridio. Y ¿qué había sucedido entonces? Inmediatamente después, nada. (El tiempo vuela, pero sin prisa.) El monstruo se había despedido de sus hermanos cometas, y había emprendido su viaje largo y tranquilo hacia la Tierra. El resto era inevitable. Un millón de años, sesenta y tres millones A.P., se había estrellado contra Terra (algunos dicen que en lo que ahora es el Pacífico Sur). Había producido un cráter de doscientos kilómetros de diámetro, y había llenado los cielos de polvo rico en iridio, enfriándolos y alterando totalmente la ecología de todo el planeta. Había terminado con el Mesozoico y con el reino de los dinosaurios. Los antepasados de los hombres habían sobrevivido porque sabían hacer madrigueras, y porque eran capaces de comer casi de todo (incluidos los cadáveres en descomposición de los reptiles), y porque ya no les perseguían otros depredadores.
Aparte del mítico cultivo-R de Ratell, los seres humanos debían su existencia al cometa Monstro. Si no hubiera sido por aquel gran cometa —pensó Konteau—, los animales con escamas seguirían siendo la forma dominante de vida. Vivirían en grandes ciudades, y seguramente tendrían rebaños de mamíferos como fuente de alimentos.
Era una cuestión interesante, pero no tenía tiempo de pensar en ello porque se aproximaban a los límites del Sesenta y Tres.
Tu equipo lo sabe, y busca el iridio de la capa superficial del barro del Cretáceo, que detecta por análisis de activación de neutrones. En esa superficie de barro, el contenido de Ir solía ser de seis partes por mil millones, mientras que lo corriente en la corteza terrestre era de una décima de parte por mil millones. El aviso se detecta con gran precisión si estás totalmente libre de iridio, y si tu equipo de a.a.n. está perfectamente calibrado. Si no es así, corres un gran riesgo de que el golpe te atrape y te mate.
¡Ah, ahí está la boya de advertencia! Todo funciona bien. Su equipo ha recibido los tres pitidos de aviso, fuertes y claros. Traducción: «¡Peligro! ¡No acercarse!».
—¿Recibido? —preguntó.
—Sí... sí... —oyó sus respuestas apagadas.
No podía verlos, pero por lo menos los otros dos seguían ahí. En realidad, no podía ver nada. Era como conducir por una calle secundaria de un asentamiento, a medianoche y sin faros. O como bajar una escalera oscura, tanteando. Se hacía al tacto, por aprendizaje y por experiencia: despacio, con cuidado.
Una vez superado el Sesenta y Tres, podían acelerar un poco.
Pasó el tiempo, y fueron superando las boyas restantes, una a una, cada una en su lugar esperado. Serían ocho en total. Algunas de ellas marcaban pequeños baches, otras anunciaban verdaderas catástrofes cósmicas. Al llegar a la penúltima, a ciento ochenta millones de años Antes del Presente, lo habitual era reducir la velocidad al mínimo, y seguir adelante con gran cuidado. Lo hicieron.
Encontrarían una boya más que anunciaba una distorsión, la número Doscientos Veinte, a finales del Triásico, a doscientos veinte millones A.P., inmediatamente antes de la ubicación del Cinco Ocho Cinco, en el lugar donde había caído otro gran visitante que procedía de la Nube de Oort y había levantado una nube mortal de polvo que había bloqueado la luz solar, exterminando a la mitad de las especies animales terrestres y marinas. Konteau había llegado a creer que bien podía haber sido esta catástrofe cósmica lo que había distorsionado el flujo ordenado del tiempo en la ubicación del Cinco Ocho Cinco.
—¡Nos acercamos al Doscientos Veinte! —anunció—. ¡Aflojad!
Evitaron la zona temporal en la medida de lo posible; con todo, Konteau llegó a sentir un temblor en su columna vertebral, debido a las turbulencias residuales.
Sólo unos estabilizadores triples podrían haber protegido al Cinco Ocho Cinco de este monstruo. ¿Había recomendado los triples, en realidad?
¡SI!
¡Sondeos! —anunció—. ¿Helen?
—Doscientos veintiuno y subiendo.
—¿Al?
Doscientos veintiuno con cinco.
—Aflojad. Pasamos todos a la escala centesimal. ¿Helen?
Doscientos veinte coma cinco uno.
—¿Al?
No hubo respuesta. Volvió a llamarle:
—Artoy, ¿no tienes medida? Deberías recibir una medida visual.
La respuesta fue un balbuceo nervioso:
Sí... bueno... yo...
Konteau sonrió tristemente. El topógrafo nunca había llegado tan abajo; sufría la fiebre del aterrizaje. Se recuperaría después de aterrizar. Se dirigió a su ex esposa.
—¿Helen? ¿Puedes parar y darnos otra medida?
Coma cinco uno seis. Parados en el cinco uno seis.
—Estamos a menos de veinticuatro horas de la fundación. Con eso bastará. Al, Helen, marcad coma cinco uno seis cinco. ¿Entendido?
—Sí —respondió ella.
—¿Al?
—Sí... entendido.
—Caída lenta dijo Konteau.
Iban a llegar en cualquier momento.
¡Ah!
El suelo se empezaba a solidificar bajo sus pies. Era blando, pero resistente en cierto modo. Por lo menos habían caído en blando. No habían aparecido encima de unas rocas puntiagudas, ni sobre una fuente termal de agua hirviente; cualquiera de los dos casos habría presentado un tremendo peligro, ni siquiera con el mejor traje anticaídas.
Y ¿dónde estaba Mimí? Casi había esperado que su ojo artificial le estuviese esperando allí.
Plin-plin-plin...
¡Lluvia!
Levantó la mirada. Estaban al descubierto, sobre un terreno desnudo, vacío y desolado, que llegaba hasta horizontes bordeados de verde. Sobre sus cabezas no había más que neblina, rachas de lluvia, y una pequeña zona despejada por la que intentaba asomar el sol. No importaba. Sabía que estaban donde tenían que estar. El aterrizaje temporal había sido preciso y exacto. Siempre es agradable saber que has acertado exactamente. Porque a veces no se acierta. Buen pilotaje, Helen. Pero si se lo decía, ella iba a ponerse a la defensiva.
Los otros dos estaban cerca de él, en los vértices del triángulo formado por líneas de fuerza.
—¡Aquí estamos! —dijo Konteau—. Desconectad.
Artoy miraba a su alrededor, lleno de asombro.
—¡El Cinco Ocho Cinco ha desaparecido! ¡Todo el asentamiento! ¡Cinco mil personas!
—Desde luego —dijo Konteau, casi distraídamente—. Estoy de pie justo sobre el punto donde debería estar el estabilizador número uno. Donde estaba, podría decirse. Todavía se aprecia la huella. Imposible saber si era sencillo, doble o triple. Pero tomemos este punto como vértice de la triangulación del Cinco Ocho Cinco. Helen, haz el favor de localizar los otros vértices con Al. Debemos descubrir si han desaparecido también los otros dos estabilizadores.
La mujer extrajo de su mochila frontal el teodolito portátil, e hizo una seña al joven, que cargó su equipo antigravedad y empezó a flotar hacia su izquierda, sobre pequeños charcos. Mientras ella seguía haciendo observaciones, Al miraba atrás de vez en cuando. Konteau lo contemplaba por un telescopio. Por último, a una seña de ellos, Artoy se detuvo y se dejó caer al suelo.
—¡Aquí está! —transmitió el joven—. ¡El estabilizador número dos! ¡Y no es más que un sencillo!
—Ah —pensó Konteau—. ¿A quién le sorprende? Eran todos sencillos. Le habían hecho polvo su informe primitivo. Homicidio por alteración de textos. No era un simple asesinato vulgar y rutinario; era premeditado y con refinamiento, con un toque final elegante, aunque macabro. Asesinato a través de una mandíbula de Kronos de exquisito diseño. Y ¿quién era el autor? ¿Qué hombre tenía poder para hacer esto? Paul el Piadoso. ¿Era el Vyr el asesino? No tenía sentido.
—Pídele a Al que tome una medida —dijo a la mujer, con voz sombría.
Aseguraos de que no haya oscilado toda la superficie del asentamiento.
Ella envió una señal. Artoy extendió su mira topográfica plegable, y la puso vertical, después de varios intentos. Empezó a salir una luz amarilla del extremo superior de la mira.
Justo en el blanco —pensó Konteau—. Era una mujer increíble.
Helen hizo señas al topógrafo, y al cabo de diez minutos habían descubierto el estabilizador número tres, en el lugar exacto en que lo habían colocado los diseñadores hacía cinco años. Y, por supuesto, también era un estabilizador sencillo. Salió el sol, casi como si quisiera felicitarles, y de repente empezaron a arrojar sombras, nítidas y negras. Helen y Artoy desplegaron unas viseras.
—¿Entramos? —dijo Helen.
—Esperad un momento. Vamos a explorar un poco.
La pregunta que se les planteaba ahora era: ¿dónde estaba el estabilizador número uno? Sospechaba que encontraría a Mimí en el mismo lugar. Recorrió el paisaje con su ojo bueno. Transmitió a los otros: «Han desbrozado un kilómetro a la redonda, pero se ve el bosque a lo lejos.» Estudió con cuidado la franja lejana de vegetación. «Hay coníferas, ginkgos, algunas palmeras. Helechos bajos, con juncos de tamaño medio. Ninguna vegetación de hoja caduca, que yo vea. No cabe duda que es del Triásico inferior, de doscientos veinte millones A.P.»
Pensó en aquella época. En el Triásico, parecía que Terra se había parado a tomar un respiro. ¿Qué había conseguido Terra (y/o Ratell, o quien fuera) hasta el momento? Depende de quién lo contase. La verdad era que todavía no había hecho acto de presencia ni un sólo mamífero. Ni siquiera los reptiles similares a los mamíferos, antepasados del orden de los mamíferos. Estas criaturas esperaron al Jurásico, para el cual faltaban todavía veinte o treinta millones de años. Y, con todo, Terra ya había funcionado casi 4,400 millones de años como planeta con un ecosistema biológico. ¿Qué frutos ha obtenido de este derroche de tiempo? Konteau se respondió a sí mismo. Había producido las tierras, los mares, el aire, y criaturas maravillosas que vivían en esos dominios. Había preparado el terreno para géneros posteriores, más competentes, entre ellos el Homo, que empezaría a destrozar ese entorno maravilloso casi inmediatamente después de dejar de andar a cuatro patas. Era posible que los maltusianos tuviesen algo de razón.
Helen y Artoy sacaron prismáticos, y escudriñaron el horizonte.
—Conque estamos en el Triásico. ¿Y qué? —protestó Artoy—. Todavía no sabemos nada más que cuando llegamos.
—No se trata de eso —dijo Konteau—. Estamos aquí, aquí exactamente, en este momento y en este lugar, porque hemos programado los equipos para llegar aquí. Pero Mimí no está aquí: esa es la cuestión. No está aquí porque está posada en el Cinco Ocho Cinco, o en el estabilizador número uno, o en los dos sitios a la vez.
—Eso no puedes saberlo —dijo Helen.
—Tienes razón. No lo sé —dijo Konteau, lentamente—. Pero sí creo que ha encontrado algo. ¡Sssh! —se llevó un dedo a los labios, indicando silencio.
Lo contemplaron con curiosidad a través de sus prismáticos. Oyó que Helen transmitía a Artoy en un susurro: «Está recibiendo un mensaje sensorial. Creo que el trazador intenta establecer contacto.»
—Es bastante débil —dijo Konteau.
—¿No estás seguro, entonces? —preguntó Artoy. Empezaba a desanimarse.
—Bueno, estoy seguro de que es Mimí, pero no estoy seguro de cuándo está. Casi parece que me llama desde... un momento, ¿puede ser el siglo diecinueve? Creo entender que me dice que descubramos el estabilizador, lo pongamos en su sitio, y todo el asentamiento volverá a tomar forma, en su tiempo y lugar correctos. El Cinco Ocho Cinco y sus cinco mil personas volverán a estar aquí, y se volverán a abrir todos los canales con Delta Central.
—¿Eso ha dicho Mimí? —preguntó Artoy—. Bueno, quiero decir, el ojo...
—Sí. Bueno, eso creo.
—James —dijo la mujer con calma—. Te diré algo con todo el respeto. Estás loco.
—Sin duda. No obstante, os pediré que intentamos reconstruirlo siguiendo las recomendaciones de Mimí.
—Cualquier cosa... —suspiró ella.
Artoy tenía la voz alterada.
—¿Y ahora qué, Konteau? ¿Dónde... cuándo está el trazador?
—Yo diría que cerca de aquí, cerca de lo que era la antigua ciudad de Baltimore. Pero no en nuestro presente: no está en el Triásico.
—¿Cómo lo sabes? —exigió saber Helen.
—Recibo una red de interferencias, como las que forman los dos juegos de círculos concéntricos de dos piedras que se arrojan al agua. Esto quiere decir que hay dos fuentes de tiempo diferentes. Cuando elimino las ondas de nuestro propio tiempo, queda la otra fuente de tiempo. Percibo bastante bien la fuerza y la dirección de la señal, y Mimí lo confirma. Veintitrés kilómetros al sudoeste del antiguo Baltimore.
—Eso no es más que el dónde —repuso Artoy—. ¿Cuándo está?
—Lo estoy calculando. Dejadme afinar mejor la fecha... entre el 1825 y el 1830. Sigo afinando. Ah, creo que es el 1830. Agosto de 1830.
—¿En Baltimore? —preguntó Artoy—. ¿Eso fue antes de Cristo, o en nuestra era?
—¡Por Kronos! —protestó la mujer—. ¿Y qué piensas hacer? —transmitió a Konteau.
—Me voy a buscar a Mimí y el estabilizador. No os preocupéis. Volveré en un periquete. Me percibiréis a la vuelta. Cuando me percibáis, haced el favor de poner en marcha vuestros dos equipos. El mío puede estar casi agotado, o agotado del todo, y quizá necesitéis una potencia máxima para conectar conmigo.
Pero entonces se nos pueden agotar nuestros propios equipos —protestó Artoy.— Quizá nos falte energía para volver a Delta Central.
—Es muy posible —asintió Konteau—. Por otra parte, si la gastamos toda en restaurar completamente el Cinco Ocho Cinco, podremos embarcarnos los tres en el primer transbordador para la Central.
—¿Y cuánto tiempo debemos... esperar? —preguntó el topógrafo con indecisión.
—¿Quieres decir que cuándo debéis suponer que me he matado? —bromeó Konteau secamente—. Dadme dos horas —consultó su reloj—. O sea, hasta las quince. Luego, largaos a escape.
—Pero... —empezó a decir Artoy.
—¡Cállate! —dijo Helen entre dientes.
Konteau contempló el lugar donde había estado pisando el barro. Curioso: había dejado huellas como cualquier animal del Mesozoico. Quizá algún día un científico joven y emprendedor recortaría una parte del barro petrificado, y prepararía un artículo científico muy bien documentado, con el título de «Los últimos pasos de Konteau».
Vio desaparecer al hombre, la mujer y la llanura llena de barro.
—Y sintió una sensación de caída, y jadeó, y gritó.
No era de extrañar, pues había sufrido una caída de dos o tres metros, sobre un grupo de personas y encima de algo que iba traqueteando por unas vías de metal. Perdió el casco anticaídas, y su cabeza golpeó contra algo. Alguien dijo una palabrota. Una buena palabrota de las de toda la vida. Era un consuelo —pensó, mientras perdía el sentido.
12 El tren
GRUÑO, abrió los ojos y levantó la vista. Percibió entre la penumbra algunos rostros que lo miraban. Advirtió que estaba tendido en un catre improvisado, dentro de una especie de cobertizo primitivo. Se veía que el techo era de tablas toscas. Había una ventana pequeña, cuyos vidrios dejaban pasar un haz de luz natural. El interior estaba iluminado por medio de un aparato portátil muy poco potente. Supuso que se trataba de una lámpara de petróleo con fanal de vidrio.
¿Cómo se encuentra? —preguntó una de las caras.
El acento le resultaba muy cerrado, pero parecía que se preocupaban de verdad por su salud, y él lo apreció. Se llevó la mano a la sien.
—Podría encontrarme mejor. ¿Qué ha sucedido?
Se ha llevado un buen golpe en el coco. Soy el doctor Wright. Deje que le mire a los ojos. Ah, perdón, sólo tiene un ojo. Bueno, así no puedo comparar la dilatación de los iris, creo yo. ¿Siente náuseas?
—No. Ayúdenme a levantarme, por favor.
—Yo no se lo recomendaría...
—Doctor, es cuestión de vida o muerte
Se incorporó. Todos los huesos estaban en su sitio. Tendría algunas contusiones. Palpó su mochila delantera. Parecía que estaba intacta. ¿Cuánto tiempo llevaba inconsciente? Se remangó y consultó su reloj. Se oyó una exclamación de asombro. Habían advertido la esfera brillante del reloj. Había estado desmayado una hora y media. Le quedaban treinta minutos. Hay que moverse, Konteau. Pero primero hay que enterarse.
—¿Qué ha sucedido? —volvió a preguntar.
—¿Que qué ha sucedido? —fue la triste respuesta—. Que ha hecho que el vapor retrocediese cien años. ¡Eso es lo que ha sucedido!
—¿Cómo?
Contempló al que había hablado. Era un hombre con anteojos, que llevaba unas patillas que le llegaban hasta la barbilla. —¿Quién es usted?
—Me llamo Peter Cooper, señor mío.
—Y yo soy James Konteau. ¿Qué es eso del «vapor»? Haga el favor de explicármelo, señor Cooper.
—¿Quiere oír la triste historia?
—Si tiene la bondad...
—Muy bien. La oirá. He construido con mi propio dinero una nueva locomotora, la Pulgarcito. Los de la Compañía de los Caminos de Hierro de Baltimore y Ohio no creían en ella. Llevan varios años con trenes de caballos entre Baltimore y Ellicott's Mills, a trece millas por el valle de Patapsco, cambiando los caballos en la posta. El viaje dura una hora y media, y hacen cuatro viajes al día. Yo les dije que Pulgarcito era capaz de hacer el viaje en la mitad del tiempo. En los tramos rectos, mi pequeña locomotora puede alcanzar las dieciocho millas por hora. Demuéstrelo, dijeron ellos. Organicemos una carrera contra un caballo, en tramos paralelos. Y eso hicimos, y yo iba ganando. Pero cuando faltaban pocas millas para llegar a Baltimore, usted decidió saltar a bordo. Estropeó la correa del compresor. No pudimos repararla. El compresor no funcionaba, y sin compresor no se puede cargar bien la caldera. Cayó la presión del vapor, y perdimos potencia. Su caballo —era la yegua gris, la mejor— nos alcanzó. Perdimos. Perdió el vapor. Una desgracia, señor Konteau —concluyo con tristeza.
—Lo siento de verdad, señor Cooper. Intentaré reparar el daño. Pero antes de enfrentarnos a su problema, necesito datos para el mío.
—¿Datos?
—Información.
—Ah. ¿De qué tipo?
El señor Cooper se iba a quedar de una pieza, pero poco podía hacerse. En alguna parte, a pocos kilómetros, Mimí estaba flotando sobre el estabilizador número uno. Estaba emitiendo una señal continua (esperaba), para que la recibiera su equipo. Pronto lo sabría. Pulsó los botones de preparación de mapas, y empezó a salir una hoja de papel por una ranura del equipo. Todas las caras se empezaron a quedar boquiabiertas en la penumbra. Arrancó el papel y se dirigió a Cooper.
—Aquí hay una caja oscura muy pesada —dijo, señalando una colina entre dos ríos—. ¿Reconoce el lugar?
—Por supuesto. Es Ellicott's Mills, entre los ríos Patapsco y Tíber. Y parece que estaría ni más ni menos que en el centro de la nueva estación que está construyendo la compañía B y O.
¡Qué suerte! Ahora tenía que ponerse a pensar. Podía seguir las vías con su equipo antigravedad, hasta llegar a Ellicott's Mills. Estaba a trece millas, es decir, a veintiún kilómetros. No le daría tiempo. A diez kilómetros por hora tardaría más de dos horas. Y luego, al llegar a aquel lugar remoto, ¿no tendría problemas con los del pueblo? ¿Qué pasaría si se encontrase con fuerzas armadas custodiando el estabilizador? Podría matarlos a todos, por supuesto. No, no podría. Era impensable. Dijo con rapidez: —Tengo que llegar a Ellicott's Mills en seguida. ¿Cómo podría ir? El primer tren de caballos pasa esta tarde a las siete —dijo Peter Cooper.
Konteau volvió a consultar su reloj. Ya había perdido cinco minutos, desde que había vuelto en sí. Y si se retrasaba, ¿le esperarían Helen y Artoy? ¿Por qué deberían esperarle? Tendrían derecho a suponer que había muerto. La espera sería muy peligrosa para ellos. La ubicación del Cinco Ocho Cinco podría verse sacudida por otro temblor de tiempo en cualquier momento. No, no lo esperarían, y él lo disculparía. Dijo:
Vamos a volver a llevar su locomotora de vapor a Ellicott's Mills.
No se puede, señor Konteau —dijo uno de los hombres, con respeto—. El compresor está averiado. La correa se sale de la polea ¿no lo recuerda?
—¿Quién es usted?
—Horario Alien, maquinista, señor.
—¿Y este buen hombre?
Se adelantó una cuarta persona.
—Ross Winans, señor. Ayudante del señor Cooper, y hombre para todo —dijo con orgullo.
Konteau advirtió la presencia de un quinto hombre en la penumbra, junto al doctor Wright. Era un joven, de poco más de veinte años quizá. El extraño medía cerca de un metro setenta, y tenía ojos atentos y profundos, bajo una ancha frente. Y le resultaba conocido, en cierto modo. Pero el joven no dijo nada, y Konteau decidió no hacerle caso.
El viajero del tiempo se dirigió a la puerta del cobertizo y se asomó al exterior. La Pulgarcito estaba sobre una plataforma giratoria, a pocos metros. Llegó hasta la máquina y la estudió con ojo crítico. Siguió los tubos con la mirada.
—¿Ha utilizado cañones de mosquete como tubos de vapor? ¡Qué ingenioso!
—Dan buen resultado —reconoció Cooper con modestia—. Y son baratos.
—¿Quedan más en el taller?
—Varios barriles llenos.
Estudió las posibilidades. ¿Qué sabía él de locomotoras de vapor? Poca cosa. Lo que había advertido al estudiar el pequeño modelo de vapor en la sala de juegos, allá en Xanadú. Cli-cli-cli-cli. Sonrió. Empezaba a recordar. Sabía lo que debía hacer. Iba a transgredir la norma número uno, e iba a llevar al pasado un poco de la tecnología moderna.
—Cañones de mosquete. Necesitaremos un par de ellos más.
—Winans... —empezó a decir Cooper.
Pero el ayudante ya se había dirigido al cobertizo. Volvió en seguida, cargado de cañones de mosquete.
—¿Qué pretende hacer? —preguntó Cooper, intranquilo.
—Vamos a desviar el vapor de los pistones, hacia el interior de la caldera. Eso le dará buena compresión. No le hará falta el compresor.
—Pero habrá que llamar al herrero, encender la fragua... Tardaremos varias horas.
—Nada de eso.
Konteau extrajo los cables de su mochila delantera, y soldó rápidamente por electrofusión un cañón de acero al escape del pistón. Calentó el cañón y lo dobló, formando una curva. Soldó otro cañón al extremo, y así sucesivamente hasta llegar a la parte superior de la caldera. No había tiempo de comprobar si había fugas. Tampoco importarían algunas fugas pequeñas, en todo caso.
—Le observaban llenos de asombro.
Cooper fue el primero que se recuperó.
—Tenemos agua, pero necesitaríamos algo de leña.
—No, yo pondré la energía térmica.
—¿Cómo? ¡Ah, el calor!
—Ahora, caballeros, ¿podemos darle la vuelta? —dijo Konteau.
Los cinco empujaron la plataforma giratoria. Giró ciento ochenta grados, y la pequeña locomotora quedó orientada hacia la vía.
—Usted no es de por aquí, ¿verdad? —jadeó Cooper.
—No —dijo Konteau, sin dar más explicaciones. Sería peor todavía. Hurgó un momento en su equipo, y colocó una buena carga electrotérmica en el fogón. Este empezó a brillar, y se oía el bullir del agua que empezaba a hervir.
Detrás suyo, el joven silencioso de ancha frente se acercó para observar. Esta vez Konteau le dirigió una buena mirada de reojo. Desde luego, este joven le resultaba extrañamente familiar por algún motivo. ¿Nos hemos visto antes? —se preguntó Konteau—. Es imposible. Pero... Empezó a golpearle el corazón. Recordó los hologramas de Xanadú. Había visto... había oído. ¡Conocía a este hombre! ¿Cómo enfrentarse a la situación? Se dirigió al grupo con voz despreocupada pero rápida.
—Este viaje va a ser inolvidable. Nos vendría bien un escritor que fuese capaz de preparar un reportaje para las revistas. ¿No habría entre ustedes...?
El joven tomó la palabra. —Señor mío, me llamo Edgar Poe y soy de Richmond. Tengo aspiraciones literarias, aunque todavía no he publicado gran cosa. Ahora me dirijo a West Point; iba a pasar la noche en Baltimore. Me gustaría mucho ir con ustedes e informar del caso a las revistas.
—Por supuesto, señor Poe. Encantado de tenerlo entre nosotros.
Konteau le dio la mano ceremoniosamente. Intentó recordar. Hacía un par de años, el joven había publicado un libro muy delgado, Tamerlán y otros poemas. Nadie había prestado atención. Pero eso era todo. A Helen era cosa del futuro, como todo lo demás: diecinueve años de sufrimientos, de júbilo, de destrucción. No quería, no podía contar nada de esto al poeta. Retrocedió, consultó su reloj y dijo con voz monótona:
—Comprobación de tiempos, por favor.
Se oyó una campana a lo lejos. Contó las campanadas.
—¿Las tres de las tarde?
Es decir, las quince. Era el límite. Había dado permiso a Helen y a Artoy de que se marchasen; incluso se lo había ordenado.
Cooper extrajo un reloj de oro y lo estudió a través de sus anteojos con montura de acero.
—Más o menos. A los de la iglesia baptista les suele gustar ir algo adelantados.
—Estamos listos —dijo Konteau—. Todo el mundo a bordo. Agárrense a algo. Señor Poe, agárrese a aquella baranda. Adelante, Alien.
El maquinista asió la barra del estrangulador y la fue extrayendo lentamente. La máquina tembló. Las bielas salieron lentamente, y las ruedas empezaron a girar. Los cilindros enviaban bocanadas de vapor inerte a la caldera. Vieron salir una nube de vapor de la chimenea, iluminada por el sol de la tarde.
Pulgarcito empezó a traquetear por las vías, lentamente al principio, luego cada vez más deprisa. Cada vez metía más ruido. Y allá vamos pensó Konteau.
—¿Cuál es su velocidad punta? —grito a Cooper.
—Está diseñada para hacer dieciocho millas por hora, en tramos rectos. Mucho menos en las curvas. El camino sigue el río: es muy tortuoso.
—¿Vías de acero?
—Algunas son de acero, y otras de hierro.
Estaba bien. Podría ceñirse a las curvas magnetizando las ruedas.
—¡Más deprisa! —gritó a Alien—. ¡A toda potencia!
—¡No! ¡No! ¡Descarrilaremos! —gritó el ingeniero—. ¡Las curvas!
—¡No, no descarrilaremos!
—¡Pero reventará la caldera! ¡Nos matará a todos!
—¡No reventará! La chapa es buena. ¡Aguantaría el doble de presión!
Quitó a Alien el mando del estrangulador. —¡Agárrese a la baranda!
Horatio Alien miró a Peter Cooper, como pidiendo su ayuda, pero éste no hizo nada. Todo lo contrario. El gran empresario, ebrio con la velocidad increíble de su demonio de hierro, de hecho estaba ayudando al extranjero a tirar del estrangulador. El maquinista se dirigió entonces a Edgar Poe, que le devolvió una mirada triste y filosófica, como si se tratase de una desgracia como otra cualquiera de las que sufría en su vida destrozada. Alien soltó un quejido, y murmuró entre dientes algo sobre quién iba a cuidar de su viuda.
Dejaron atrás granjas borrosas; formas difusas que Konteau supuso que eran árboles; largas superficies rocosas de color gris de granito. Los acantilados y las escarpaduras devolvían los ecos de su viaje insensato.
—¡Pasamos por la posta! —gritó Cooper al viento.
Se percibió un grupo de edificios junto a las vías, y desapareció al instante.
—¿La posta? —pensó el hombre del tiempo—. Ah, sí, era donde cambiaban los tiros de los trenes de caballos.
La cuesta se hacía más pronunciada. Iban llegando a la divisoria, al borde geológico que separa la meseta de las llanuras aluviales.
—¡Señor Cooper! —gritó Konteau.
—¿Señor?
—Pronto llegaremos, tenemos poco tiempo para hablar. ¿Me permite algunas sugerencias?
Iba a transgredir la norma número uno algunas veces más. Ya daba igual.
—¡Sí! —gritó Cooper.
Trazaron una curva cerrada, traqueteando. Konteau contó a los viajeros con la mirada, para cerciorarse de que no se habían dejado a ninguno por el camino. Alien le miró, pálido, suplicante. El viajero del tiempo no le hizo caso, y volvió a dirigirse al diseñador. Alzó la voz.
—Esta caldera está en vertical. Es un error. Póngala horizontal: así bajará su centro de gravedad, aumentará su estabilidad en las curvas y reducirá la resistencia del viento.
—Son buenas ideas —gritó Cooper—. ¿Algo más?
—Recaliente el vapor, para reducir las pérdidas por condensación en el cilindro.
—¿Y?
—Ponga un techo para proteger al señor Alien del mal tiempo, sobre todo en invierno.
—Continúe.
—Ponga otro vagón, inmediatamente detrás de la máquina, para llevar la leña. O, mucho mejor, el carbón.
—Estupendo, estupendo. ¡Oh! Hemos chocado con algo.
—¡Era una vaca! —exclamó Alien.
—Instale una gran cuña delante de la máquina —dijo Konteau, en voz alta—. Apartará el ganado; incluso sin hacerle daño.
—¡Más despacio! —anunció Cooper—. ¡Llegamos a la ciudad!
Konteau empujó el estrangulador. —¿Y no saben que llegamos?
—No.
—Podía instalar un silbato de vapor. Un cierto número de pitidos podría querer decir «¡Aquí estamos!»
—Magnífico, señor Konteau. Pero ahora despacio, despacio. Vaya, hay toda una multitud en la estación.
—¡Estupendo!
—¿Por qué estupendo?
—Eso quiere decir que mi estabilizador sigue allí. Se han reunido a su alrededor.
La locomotora fue traqueteando hasta quedar parada.
—Comprobación de tiempos —dijo Konteau.
—¿Las tres y ocho minutos? —dijo Cooper. Sacudió su reloj, y se lo llevó al oído—. ¡Ay de mí!, creo que se ha estropeado.
—Su reloj está bien. Son de verdad las tres y ocho minutos, hora local.
—Pero... trece millas en ocho minutos... ¡Son casi cien millas por hora! —dijo Cooper, horrorizado—. ¡Es imposible, señor Konteau!
Digamos que es irrepetible —dijo Konteau secamente.
Y ahora iba a transgredir las reglas de nuevo. Se volvió a sus compañeros de viaje, y se dirigió al joven. —¿Señor Edgar Allan Poe?
—¿Señor? ¿Como ha sabido mi segundo nombre?
—No tengo tiempo, señor Poe. Una pregunta. Tengo que saberlo. ¿Quién era Helen?
El poeta en ciernes le miró fijamente. —¿Y quién es usted?
—No se lo puedo explicar... Creo que no lo entendería. Tenga la bondad de responderme deprisa, por favor. ¿Quién era Helen?
—Pero todavía no he publicado A Helen. Es imposible que lo conozca.
—Hágame el favor, señor Poe. Es muy importante para mí.
El grupo contemplaba la escena lleno de asombro. Alien lanzó una mirada a Cooper, que se encogió de hombros como diciendo «están locos los dos».
—Si usted sabe todo eso, quizá tenga derecho a hacer preguntas —dijo Edgar Allan Poe—. Helen era Jane Stith Stanard, madre de un amigo mío de la infancia, allá en Richmond.
—¿Tenía rizos de jacinto?
—Sí, y aires extraños de náyade.
—¿Y un perfil clásico?
El literato se quedó boquiabierto. —¿La conoció, señor Konteau?
—¿Qué fue de ella? ¿Qué fue de la señora Stanard?
—Murió loca, hace cuatro años. Era muy joven —dijo Poe, con una tristeza infinita—. Está enterrada en el cementerio de Shockoe.
La idea retumbó una y otra vez en la mente de Konteau. Loca... loca...
Una parte de su herida causada por Helen se estaba cauterizando con un hierro al rojo. La de su Helen. ¿No estaba desapareciendo su angustia ante la mente catastrófica de este desgraciado en potencia, como cuando se apaga un incendio haciendo explotar una carga de dinamita? ¿Había acabado todo? ¿Estaba curado? ^Quería curarse?
—Gracias, Edgar —dijo con voz cansada—. Ve con Dios. Y ahora tengo que encargarme de mi caja negra —dijo, dirigiéndose a los demás.
Cruzó las vías, seguido de sus compañeros, y se detuvo ante la puerta de la estación a medio construir. Se había reunido una muchedumbre, que rodeaba los muros bajos de granito.
La caja negra del estabilizador estaba aproximadamente en el centro del suelo de tierra batida. Mimí flotaba a un metro por encima y emitía destellos siniestros.
En la puerta había un hombre que contenía a la multitud. Era alto, y llevaba un mosquetón, una estrella de plata y unos enormes mostachos. Se dirigió a Konteau sin dudarlo.
—¿Es esto suyo, buen hombre? —dijo con voz pausada.
13 El sheriff
SI —respondió Konteau con cautela—, es mío. Y así empezó la conversación más sorprendente de su vida.
—Hijo —dijo el sheriff, no sin cierta amabilidad—, ¿cuánto retraso llevas exactamente?
Konteau se quedó de una pieza.
—Unos diez minutos.
—¿Te esperarán? —preguntó el otro en voz baja.
Esta pregunta tenía algo de maravilloso.
—En realidad, no lo sé —tartamudeó Konteau—. Les ordené que no lo hicieran.
—O sea, que puedes estar metido en un buen lío, ¿no?
—Sí —el monosílabo tembló en el aire.
—¿Una falla local?
—¿Una falla? —repitió estúpidamente.
—Ya sabes: una falla, una fisura, un temblor. Tu equipo no puede quedarse allí demasiado tiempo: pueden perder las coordenadas. No serían capaces de volver. Tú ya lo sabes.
Konteau estudió a este hombre, y luego estudió las expresiones de Peter Cooper, de Edgar Poe, de los del tren, del populacho de Ellicott's Mills que se iba agrupando. De repente, cayó en la cuenta de algo que casi lo dejó inconsciente. Cuando volvió en sí...
—En una falla de tiempo se puede perder todo un pueblo —decía tranquilamente el sheriff—. Un asentamiento, creo que así los llaman ahora. Y me juego lo que sea a que así sucedió. Habéis perdido un asentamiento entero. Habéis vuelto a buscarlo, y tú has encontrado el estabilizador, y no es más que un sencillo: deberíais haber instalado dobles, incluso triples quizá.
—Recomendé triples. Pero instalaron sencillos, a pesar de ello.
—¡Aja! Juego sucio en alguna parte. Pero, ¿vais a juntarlo todo, a preparar un triángulo estable? Si es que tus dos compañeros te están esperando allí todavía, como duendecillos buenos —añadió en tono de pregunta.
Konteau miró la cara curtida por el sol... el magnífico mostacho con puntas caídas... los ojos negros y relucientes... la nariz de halcón. ¡Ya te conozco! Te he visto muchas veces. En fotografías, en hologramas, hasta en estatuas. Intentó comparar este rostro con la cara benigna de la estatua del parque Ratell. Sí que se parecía algo.
¿Era este el hombre que había escrito las profundas Filosofías del Tiempo, el que había concebido las Nueve Ecuaciones (tan complicadas y tan terriblemente sencillas a la vez), y el que había diseñado las máquinas que permitían aprovecharlas? ¿Se escondía tras aquel bigote el rostro del genio escurridizo, al que se había dado por muerto hacía mucho tiempo, el que había fundado el primer asentamiento, allá en el Pérmico, cambiando para siempre el aspecto de la civilización?
No era posible. Este hombre tendría que tener casi trescientos años. Pero... pero... ¿y la teoría del viejo Zeke Ditmars, que decía que Ratell había llegado a conquistar totalmente el tiempo, y que había encontrado la manera de no envejecer? Pero, ¿qué hacía el gran hombre aquí, en este rincón de la América del siglo diecinueve? Había leído cosas... El carácter de Raymond Ratell tenía otras facetas, además de las que se reflejaban en la historia oficial. Tenía un carácter exuberante, una faceta que contradecía el orden mundial férreo que había surgido como consecuencia de su propia labor. Los rumores tenían razón. Ratell, espíritu libre. Ratell, frío jugador del Mississippi. Ratell, forajido. Ratell, gourmet. Ratell, sheriff con buena puntería.
Si es este...
Buscó con su ojo bueno, y encontró los grandes gemelos de camisa de oro con un reloj de arena de esmalte negro y rodeados de piedras preciosas que relucían al sol.
—¿Es usted...? —empezó a preguntar Konteau.
—Bueno, hijito, no te emociones. Vamos a pasar al otro lado de este muro para poder hablar a solas. Perdonen, amigos, tengo que interrogar al preso.
Guió al viajero hasta un nicho en la pared.
—Terminaremos este pequeño edificio el año que viene —dijo tranquilamente—. Y será la primera estación de ferrocarril de los Estados Unidos de América. Toda de granito. Va a durar cerca de cuatrocientos años. La hundieron cuando aplanaron toda la zona para construir Delta.
—Señor Ratell...
El sheriff levantó una mano. —Veo que tienes mucha prisa. Bueno, yo también. Pero tengo tiempo de charlar un rato. ¿Sabes por qué volví aquí, a este lugar y en este tiempo?
—No. ¿Por qué?
—Por la comida, muchacho. Me has hecho dejar un almuerzo sensacional, allá en el hotel Ellicott's —indicó con la cabeza un bonito edificio de granito, al otro lado de la calle—. Lo sacan todo de la bahía. No de la bahía de Chesapeake que tú conoces, en el siglo veintiséis. Te hablo de la del siglo diecinueve, antes de que la contaminación la matase. Te adentras en una barca, te asomas con una sartén en la mano, y las escorpinas se pegan por saltar en ella. Las traes, y te traes de paso unos cubos de cangrejos y de ostras. Ah, muchacho, la escorpina a la parrilla con mantequilla y perejil picado, con una guarnición de rábanos picantes. Con unos cangrejos bien sazonados... mezclas la carne con leche, mostaza, pimienta verde (no eches pimienta de Cayena), mantequilla y pan rallado. Lo doras con cuidado, en el horno. Todo ello después de las ostras asadas y de los buñuelos de almejas.
—Señor Ratell...
—No me interrumpas, hijo. Lo primero, por supuesto, fue la sopa de ostras. Para hacerla, mezclas cebollas, clavos, unas lonchas de jamón, un poco de harina, nata, claras de huevo... —suspiró, y se le quedó fláccido el bigote—. Menos mal que por lo menos me tomé la sopa. Me temo que todo lo demás ya estará helado. ¿Sabes lo que has hecho, muchacho? Si lo estudiamos fríamente, quiero decir —dirigió a Konteau una mirada dura.
—¿Qué? —respondió Konteau, intranquilo.
—Has cambiado un asentamiento de nada, unos cuantos miles de subnormales sin rostro, por un verdadero almuerzo al estilo de Maryland de mil ochocientos treinta, con salsa de terrapene al vino de Madeira. Eso es lo que has hecho.
—Bueno...
(¿Terrapene? ¿Dónde había oído esa palabra?) Konteau estaba nervioso. Le estaban achacando delitos más deprisa de lo que podía defenderse. ¡Razón de más para darse prisa!
—Pero, ¿cómo ha llegado aquí? Yo creía que todo el milenio a partir de 1942 era territorio prohibido.
—Sí, bueno, es verdad. Pero yo tengo patente de corso.
¿Y qué quería decir eso? Konteau pensó que era mejor no hacer preguntas. Respiró hondo. —Señor Ratell, ha sido maravilloso poder conocerle, pero tengo que ponerme en marcha enseguida si quiero tener alguna oportunidad.
—Tienes razón. Te diré algo rápidamente. Existe una manera de recuperar el tiempo perdido; la mayor parte, por lo menos.
—¿Está seguro? —dijo Konteau, con ojos de asombro.
—Bastante seguro. La verdad es que nada es seguro cien por cien en esta vida, hijo. Pero creo que tienes poco donde elegir.
—¿Y podré sacar el estabilizador?
—También. Sólo que hay un problemilla.
—¿Cuál es?
—Que si funciona, te quedas vagando por el Tiempo. Nunca llegarías a ninguna parte. La soledad te volvería loco, si no te mueres de habré antes.
—Como ha dicho, señor Ratell, tengo poco donde elegir. ¿Qué tengo que hacer?
Varias cosas. Recupera el trazador, lanza una línea de tracción a aquel estabilizador, y marca un combinado doble especial, para retrocoordenadas de tiempo y espacio. Tal que así. Y ahora, un pequeño consejo.
—¿Señor?
—Hijo, te han montado una encerrona allá en el dos mil seiscientos y pico. ¿Conoces el mito según el cual Kronos se comía a sus hijos?
—Sí, desde luego.
—Pues algunos de los Vyrs, sobre todo los maltusianos, han profundizado en el concepto. Para ellos no es exactamente un mito. ¡Apártate de los Vyrs y de sus inquisidores!
¿Qué podía decir a esto? Era una simple confirmación de sus peores sospechas, pero no tenía tiempo de comentarlo, ni siquiera a este gran hombre.
—Entendido —dijo simplemente.
—Y, hijo, unos comentarios finales. Tienes una vena de idealismo: es un defecto en una personalidad que, por lo demás, está bien integrada. No importa. Lo puedo dejar pasar. Nadie es perfecto. Pero deja que termine con un consejo. No va a curar tus defectos de personalidad, pero te puede servir en otro sentido. ¿Quieres oírlo?
—Desde luego.
—Bueno, pues allá va. Si te encuentras en un país lejano, junto a una dama atractiva pero que no se decide, intenta fundir su corazón con una comida al estilo de la bahía de Chesapeake. Te garantizo los resultados.
—¡Que no se te olvide!
—No, no se me olvidará. Pero...
—Y si decides dejar de trabajar para la Viuda, vuelve aquí. Con la llegada del ferrocarril, y con todos los bandidos que van a aparecer, necesitaré un buen ayudante de sheriff.
—Gracias. Lo tendré en cuenta. Y ahora déjeme despedirme de mis nuevos amigos.
—Sí, desde luego.
Konteau se colocó a Mimí en la órbita vacía, lanzó una línea de fuerza al estabilizador y dirigió un gesto de despedida a los asombrados Peter Cooper, Edgar Poe y Horatio Alien, y a los boquiabiertos habitantes de Ellicott's Mills. Y pulsó el interruptor de su equipo.
14 D(Al)eth
ATRAVIESO unos espacios grises, sólidos como el fieltro oscuro, arrastrando tras sí el estabilizador. ¿Seguirían allí? Tendrían todo el derecho de no haberlo esperado. Ya había expirado el plazo con creces. Bien podían haber supuesto que estaba herido, perdido, muerto... que no regresaría jamás. Ella ya le había abandonado antes. ¿Por qué no otra vez? Un momento... recibía algo. Una gran sensación de alivio recorrió su cuerpo. Notaba, más que veía, al hombre y a la mujer en los vértices opuestos de la base del Cinco Ocho Cinco.
Ah, Helena de pelo de jacinto. Tocaya de una loca del siglo diecinueve. Si te contase con quién he estado, no te lo creerías. Y no te lo contaré nunca. De manera que ahora me pregunto: ¿Está la herida esterilizada, cosida y cauterizada? ¿O está peor que nunca, como si se intentase apagar un fuego echándole gasolina?
Habló por el micrófono.
—¡He vuelto! ¡Hacedme entrar! ¡Unios! ¡Deprisa!
El haz de fuerzas de la mujer se unió a su equipo inmediatamente.
Pero el topógrafo no hizo nada.
—¡Artoy! —exclamó— ¡Únete conmigo! ¡Deprisa! ¡Estoy suelto! ¡Me voy a perder!
No hubo respuesta. —¡Helen! —gritó—, ¿qué le pasa a Al?
¡Maldita sea!, jamás debió haber traído a aquel muchacho. No era capaz de aguantar la tensión. Pero, ¿cómo evitar que Helen quisiese traerlo? O venía con el amante, o no venía.
—¡Al! —exclamó Helen—. ¡No te muevas! Vamos a conectar con tu equipo, con nuestros propios vínculos accesorios. ¿James?
—Lo tengo.
Salió ondulando su haz de fuerzas y se conectó con el equipo de Artoy.
¡Buen trabajo! Si Artoy no les enviaba líneas de fuerza, ellos se las enviarían a él.
Oyeron un grito del topógrafo. —¡No! ¡Voy a desconectar! ¡Vamos a morir todos! ¡No conectéis conmigo! ¡Alejaos!
—¡Helen! —gritó Konteau—. ¡Haz que siga conectado! Si no, tendré que tomar el mando sobre ti. Necesitamos tu equipo. Nos hace falta su energía. Quieto, Al, no te muevas... Unos minutos más. ¿Lo ves? ¿Lo notas? El estabilizador está oscilando muy bien. Se empiezan a formar las murallas. Mira...
—¡No! —chilló Artoy—. ¡Me voy!
Konteau advirtió en sus indicadores que el topógrafo estaba intentando interrumpir la conexión. Tenía que tomar el mando sobre él, o se perdería el asentamiento para siempre —y siempre era peligroso tomar el mando de un hombre presa del pánico—. En el momento de alcanzar el dominio, siempre queda afectado el sistema nervioso simpático. Las ondas nerviosas entran en colisión con las ondas de dominio. Se confunden, se atacan, pueden llegar a cancelarse las unas a las otras. En el peor de los casos, si la persona es presa del pánico, sus funciones vitales (el corazón, la respiración, las funciones nerviosas) pueden llegar a detenerse para no ponerse en marcha más. Artoy sabía también todo esto, lo que había servido para aumentar aún más su terror. Podía matarlo. Era el amante de ella, pensó Konteau. Sabía lo que diría ella. Lo hiciste por celos. Tenía el dedo sobre el botón de dominio, pero se quedó paralizado. No era capaz de moverlo. Ni siquiera sabía ya si le importaba todo esto. Si el topógrafo dejase de gritar, por lo menos...
El chillido de Artoy se cortó en seco.
Hubo un momento de silencio absoluto.
—¿Al? —llamó nerviosamente Konteau. No recibió respuesta—. ¿Helen? ¡Contestadme, alguno de los dos!
—Dominio —dijo la mujer con voz monótona—. Máxima potencia.
Ella lo sabía, pero se había arriesgado, y había matado a su amante. ¿Por qué? Desde luego que no por él, por Konteau. El fantasma de aquel antiguo amor nunca la había perseguido a ella. ¿Por qué, entonces? ¿Por cinco mil vidas? No. ¿Por su hijo? No. Philip no estaba por allí, y no tenía nada que ver con esta operación. ¿Por un sentimiento del deber? No. No sabía por qué lo había hecho, y dudaba que lo llegase a saber jamás. Quizá ni siquiera lo supiese ella. Después de un análisis detallado, quizá resultase que no había ninguna razón.
Inútil preguntárselo a ella. En primer lugar, dado su carácter oblicuo y misterioso, ella no entendería el «¿por qué?» como una pregunta de por qué había matado a Artoy. No sería la pregunta que esperaría. El «¿por qué?» sería siempre para ella un «¿por qué me abandonaste a mí, a Konteau?» Y sabía que con su sinceridad quijotesca ella respondería: «porque sí».
Y ¿por qué le había abandonado? ¿Qué quería ella en realidad! Le parecía que empezaba a comprenderlo. Quería ser libre. Libre de su marido, de su amante, de su hijo, de la rutina diaria. Y ahora había conseguido la libertad, servida en una bandeja de muerte.
Se quedó quieto, mudo. Oh, maldita sea, Helen... lo siento... lo siento.
Y ahora oía el estruendo metálico que producían las murallas de tiempo al materializarse. Todo funcionaba. Simplemente había que aguantar un momento hasta que todo se solidificase completamente.
Y se acabó. Esta parte del problema, por lo menos. Y sospechaba que la mayor parte de los varios miles de almas que vivían en esta mazmorra ni siquiera habían sospechado que existía un problema.
Apareció en el centro de un parquecillo, con paseos, bancos, columpios, toboganes, barras paralelas para ejercicios, y varias docenas de niños ruidosos. Al otro lado del camino estaba la muralla exterior, que separaba al Cinco Ocho Cinco de la flora y la fauna del Triásico. La muralla estaba cubierta de mimosas. Creyó percibir su olor, incluso a esta distancia.
Reconoció un edificio blanco de piedra artificial, en la misma calle: el Instituto Teknikron, que era quizá la mejor escuela profesional de la Viuda. Los aprendices que estudiaban en este centro lo hacían únicamente por invitación. En el verano pasado él había dirigido el cursillo que utilizaba el nuevo simulador de descensos, una cámara con aislamiento sonoro, sin luz y con niebla gris, que se suponía serviría para que los estudiantes del tiempo aprendiesen a resistir el pánico. Suspiró. Si Artoy hubiera asistido a ese cursillo, quizá ahora siguiera vivo.
Cinco mil vidas salvadas, una vida perdida. ¿Y cómo se sentía ahora? ¿Heroico? No. No se creía un héroe, en absoluto. Se sentía desgraciado.
¿Cómo lo recordarían sus camaradas de la Viuda? Lo más seguro es que siempre dudasen si era verdad o no que había recomendado estabilizadores triples. ¿Creerían que había metido la pata, y que al intentar arreglarlo había hecho que se matase un tripulante? Respiró hondo. Si salía vivo de todo esto... si el Consejo se interesaba de verdad por el establecimiento de una colonia en Marte... quizá pudiera cambiarse el nombre, perderse en la oscuridad de uno de los equipos de exploración. No le importaría ir con ellos en un puesto sin relevancia... aprendiz de topógrafo auxiliar o algo así. Pero lo más probable era que nunca llegara a existir ningún equipo de exploración en Marte... por lo menos en el futuro próximo. Olvídalo.
Habló con su compañera por el micrófono.
—Helen, yo me haré cargo del cadáver. ¿Conocías a sus padres?
No recibió respuesta.
—Habrá que pasar por ciertos trámites —continuo—. Sigue tú sola —añadió, casi como cosa secundaria—. Me reuniré contigo en la entrada principal. Lo más probable es que nos estén esperando allí los Casacas Grises.
Con un poco de suerte, los detendrían antes de que tuviese que enfrentarse con ella cara a cara.
Mientras caminaba por las calles de Delta Cinco Ocho Cinco para hacerse cargo del joven muerto, se imaginó una escena con D, sentado con su túnica y sin rostro ante el tablero de ajedrez.
K: Ella ha estado sublime. ¿Por qué lo hizo? No la comprendo.
D: Naturalmente. No se te ha otorgado el don de comprender a las mujeres. Y tampoco te vendría bien.
15 La cárcel
LOS Casacas Grises le hicieron pasar la noche en un calabozo de la cárcel de Delta. Supuso que Helen también estaba detenida, en algún lugar del mismo edificio. Empezó la noche durmiendo a ratos, y pensando. Debería tener miedo, temblar y sudar... si no por mí, por lo menos por ella. Pobre Helen. Todo por su culpa. No soportaba la sensación de culpabilidad. Por su culpa, ella había pulsado un botón y un hombre había muerto. Sin olvidar que ella se había jugado la vida durante horas, y en verdad todavía se la estaba jugando.
Y ¿qué siento yo? —pensó—. Una pena enorme que me anula la mente, el cuerpo, el espíritu. Pensó en su hijo. Le había dado un ejemplo terrible a Philip, trabajando en la Viuda Negra. Era la Ley de Devlin: «Todo hombre que valga para algo no seguirá en la Viuda. Aplicará esa inteligencia para salir de aquí». ¡Poco halagador!
A veces sentía que la vida (o Kronos, o él mismo) estaba creando con él un número fundamental. Así como el número pi tenía infinitos decimales, él iba afinando cada vez más pero sin llegar a nada concreto. Le aguardaba un misterioso destino asintótico. Y estaba seguro de que no le iba a gustar.
A veces creía entender todo el flujo del tiempo, desde el Big Bang hasta las tres novas consecutivas que habían preparado los materiales de los que se habían formado el Sol y los planetas. Pero, ¿para qué se habían formado? ¿Existía verdaderamente un fin último y excelente, detrás de todo ello? ¿O no era todo más que un extraño accidente, que terminaba en el hombre (de momento)? Era peor pensar en ello. Su concepto del Tiempo no servía más que para oscurecer el Gran Misterio.
Se sobresaltó de repente. El suelo estaba... ¿hormigueando? Lo sentía en las plantas de los pies. No, no era un mensaje de ningún asentamiento perdido. Sabía de qué se trataba. Estaba aterrizando una nave en el Interpuerto próximo, y temblaba el asfalto. De hecho, se imaginó que se trataba del expreso de Xanadú, el de las veintiuna horas. Se relevaría la tripulación de la nave, se abastecerían de combustible, subirían los pasajeros y tomarían carga, para volver a despegar dentro de media hora, otra vez rumbo a Xanadú. ¿Por qué había abandonado aquel lugar lejano y acogedor?
Helen... Helen... Helen...
Suspiró lentamente y cerró los ojos.
Al ir durmiéndose se volvió a encontrar con la figura con túnica, ante el tablero de ajedrez.
K: Es nuestra última sesión, D. Terminemos la partida.
D: Parece que tienes prisa.
K: ¿Por qué alargarlo? Tienes una posición ganadora desde hace diez movimientos. ¿Por qué no me rematas?
D: Tú ya sabes por qué.
K: ¿Porque tendrías que enseñarme la cara?
D:...
K: D de Death, Muerte, ¿recuerdas? Las Norns me dijeron todo acerca de ti.
D: Quizá sea D de Demmie. O quizá de Deimos, el satélite donde está Xanadú.
K: No me vengas con eso. D es de D(Al)eth. Ese hombre está muerto... muerto... muerto...
D: Murió uno, o morían cinco mil. ¿Qué era mejor? Ella lo hizo para que tú no tuvieses que hacerlo. Se arriesgó muchísimo. Podrían matarla por esto.
K: No quiero oír hablar de eso. Estoy cansado. Lo único que quería... lo único que he querido siempre... era la tranquilidad. Con Helen y con Philip. Y ahora la he matado a ella, y a él nunca lo volveré a ver.
D: O sea, que Mefistófeles tenía razón. Todo es nada.
K: No. Tiene que haber un significado. Y tú tienes que tener cara.
Durmió.
Los Casacas Grises volvieron por la mañana, y los llevaron a Helen y a él a la sala de audiencias. Miró a la mujer con su ojo bueno. (Habían confiscado a Mimí. Ni siquiera disponía de un parche para taparse la órbita vacía.) Advirtió que la cárcel de Delta había dejado su huella en ella, pero no había sido capaz de destruir completamente su gracia y su belleza maravillosas. Estaba algo arreglada. Pero era posible que a Edgardito Poe no le hubiese gustado su pelo.
Ella le miró; no había ira en sus ojos, ni reproches; era una simple mirada seria. Pero no era capaz de soportar esa mirada. Retiró la vista. Esta mujer oculta bien sus sentimientos, pensó. La verdad es que es probable que me deteste. Por mi culpa, un hombre está muerto y ella está en la cárcel.
—¿Dónde nos llevan? —preguntó al Casaca que tenía dos galones.
El suboficial le miró con impaciencia. —¡Cállate!
—Estupendo. Eso lo explica todo.
El jefe hizo una seña, giró sobre sí mismo y abrió la marcha por el pasillo de la cárcel. Iban rodeados y seguidos por más Casacas. ¿De verdad somos tan peligrosos? —se preguntó el hombre-kron.
Y luego subieron en ascensores rápidos, y por último recorrieron otros pasillos y llegaron a la sala adornada y poco iluminada.
Un hombre diminuto, con una túnica negra, estaba sentado detrás de una gran mesa que había sobre un estrado, junto a la pared del fondo.
Konteau reconoció primero el mechón de pelo de la frente, luego la sonrisa cruel de la cara, después se dio cuenta del desastre que se avecinaba. El magistrado era el Primer Secretario del Vyr. Todo quedaba en la familia. Si no fuese por Helen, esta farsa casi sería graciosa.
Detrás del hombrecillo había un par de inscripciones grabadas en la pared. Konteau entrecerró el ojo bueno para leer:
Kronos es Dios, y Malthus es su Profeta. Y debajo:
Tengo poca fe en la capacidad de la raza humana para regular su número ejercitando la prudencia y la continencia.
Thomas Robert Malthus (1766-1834)
Konteau contuvo un escalofrío. Pero, ¿qué esperaba? El Vyr se había educado en un monasterio maltusiano.
En otras mesas había un par de funcionarios y de taquígrafos. Había otros hombres y mujeres sentados en bancos, al fondo a la izquierda. Konteau reconoció a varios personajes importantes en Delta: el Ingeniero Jefe, el Director de Exploraciones, el catedrático de paleobotánica, y el paleógrafo travestido del Vyr. Todos iban a declarar... en su contra.
Apretó los dientes.
El hombrecillo sonrió tras la gran mesa. Cierta vez, en un viaje al Mesozoico, Konteau se había encontrado con un megalosauro, y el gran reptil le había dirigido exactamente la misma sonrisa. Recordaba los dientes como las espadas cortas de los romanos. Se había escapado por los pelos. Ojalá estuviera allí en lugar de aquí.
El Primer Secretario hizo una seña con la cabeza a los guardias, y los Casacas empujaron a los prisioneros hasta el banquillo de primera fila.
—Esta es una sesión preliminar —dijo el Secretario—. En este acto lo único que pretendemos es decidir si se presentará una acusación oficial.
Los taquígrafos escribían deprisa. El orador continuó:
—Siguiendo la tradición de una jurisprudencia benigna, pido ahora a los reos que confiesen sus delitos públicamente, por separado o de forma conjunta, invitando así a la clemencia y ahorrando también a Delta un tiempo precioso, así como trabajo y dinero.
Miró fijamente a Konteau, y luego a Helen. —¿No? Entonces, prosigamos...
—¡Un momento, haga el favor! —Konteau se puso de pie de un salto—. ¿De qué se nos acusa? No ha dicho...
El Secretario dio golpes con su mazo.
—¡Silencio! ¡Siéntese! Orden, o haré que los metan a los dos en jaulas con aislamiento acústico.
El hombre-kron se sentó en el banquillo, murmurando entre dientes.
—Tenemos aquí —dijo el funcionario— un informe del Ingeniero Jefe de Delta que nos hace saber que el Asentamiento Cinco Ocho Cinco de Delta desapareció el veinticinco de julio del año en curso, durante aproximadamente doce horas. El Ingeniero afirma, además, que el Cinco Ocho Cinco está en una zona de fracturas temporales, y que la desaparición se debió a que una fractura temporal incidió sobre el asentamiento, sacando de su sitio el estabilizador número uno. El informe sigue diciendo que se deberían haber instalado estabilizadores dobles, por lo menos, y que en dicho caso el asentamiento hubiera resistido la fractura.
El Secretario dejó las notas y contempló a Konteau por encima de la mesa.
—Señor Konteau: ¿está de acuerdo con todo lo que he dicho hasta el momento?
Todo esto tenía algo de irreal. A primera hora de la mañana de ayer, a las cuatro, una pesadilla lo había despertado en su cama de Xanadú.
¿Sólo había transcurrido un día? Parecían siglos. Y aquí estaba otra vez, con otra pesadilla. Vuelta al principio. Había dado la vuelta completa.
Se dio cuenta de que su guardián le estaba dando codazos. Levantó la cabeza con sobresalto. ¿Qué le habían preguntado? ¡Maldita sea, así no podía salvar la vida a Helen! Ah, empezaba a recordar. Le habían preguntado si estaba de acuerdo con lo que había afirmado el Secretario. Respondió:
—Estoy en desacuerdo, desde luego, con la idea implícita de que mi informe original no afirmaba que el Cinco Ocho Cinco estaba colocado en una zona peligrosa de fracturas. Y yo dije en el informe que recomendaba triples, y alguien lo borró, y casi mató a cinco mil personas.
—¡Aja! —el interrogador le miró con ojos astutos. —¿Quién hizo esto, señor Konteau? ¿De quién sospecha?
El hombre-kron se encogió de hombros. —No es cuestión de quién lo hizo físicamente. La gran pregunta es: «¿Quién mandó que se hiciera?»
El magistrado habló ahora en voz muy baja, casi amable, pero con un fondo siniestro.
—Señor Konteau, ¿alega usted que una o varias personas con altos cargos son responsables de la falta de estabilizadores triples? ¡Responda! ¿sí o no?
Konteau suspiró, y reflexionó un momento. Iban a intentar destruirle, de una manera o de otra. Quizá debería dar gracias porque le permitiesen responder a esta pregunta tan sencilla.
—Sí —respondió.
—Ya veo.
El bucle del Primer Secretario tembló ligeramente. Luego se formó una sonrisa entre sus mejillas llenas de colorete. Casi tenía un aspecto feliz, a su manera helada y laqueada.
—Muy bien. Esta augusta investigación considera su respuesta como una confesión completa, tanto en su nombre como en el de esta mujer, su compañera de conspiración. Podemos ahorrarnos, por lo tanto, los trámites de la acusación y el juicio. La sentencia es automática. Los sentencio a muerte a ambos. El reo femenino y usted volverán a sus celdas respectivas para esperar la ejecución. Que Kronos y Malthus tengan piedad de sus almas. ¡Guardias! —golpeó con el mazo, y los Casacas Grises tomaron sus cadenas y los sacaron de la sala a tirones y a empujones.
Media hora más tarde, Konteau se paseaba por su celda. Se paseaba y pensaba. Tengo que encontrar a Helen y salir de aquí con ella. Pero ¿cómo?, ¿cómo? Empecemos por Mimí. Voy a...
Venía alguien. Se sentó rápidamente en el taburete del rincón de su celda, y levantó la vista. Los guardias estaban abriendo la gran puerta metálica. ¿Le iban a ejecutar tan pronto? No, era otra cosa. Era algo muy diferente. Se dio cuenta enseguida, en cuanto entró su visitante, acompañado de cuatro guardias que apuntaban con sus armas al pecho de Konteau.
El prisionero observó al recién llegado con su ojo bueno, pero la celda estaba oscura, los guardias le arrojaban la luz de sus linternas, y era difícil percibir el rostro de aquella persona. Con todo, tenía algo que le resultaba familiar. Era alto, y sus vestiduras bordeadas de oro y ligeramente luminosas le daban un aspecto regio. Era un aristócrata, desde luego.
Sí...
El Vyr.
La etiqueta exigía que Konteau se levantase e hiciese una profunda reverencia. Pero no le apetecía ceñirse a la etiqueta. Se limitó a quedarse sentado, mirando con expresión despreocupada.
—Patán —murmuró el prohombre. Arrugó la nariz en un gesto de desprecio. Extrajo de los pliegues de su túnica una botella de perfume, arrojó un poco por el aire malsano e hizo una leve seña a los guardias. Dos de ellos salieron un momento y regresaron con un trono y un estrado portátiles, y el líder de Delta se ordenó la túnica, volvió a olfatear el aire y tomó asiento. Luego dio instrucciones a los guardias, en voz baja. Con sorpresa por parte de Konteau, se fueron, y cerraron la puerta de la celda. Konteau los oía, inmediatamente detrás de la puerta. ¿Cómo podrían evitar que el reo se abalanzase sobre su visitante y lo estrangulase? Mientras se planteaba esta posibilidad, el Vyr respondió a la pregunta: relució un arma en su mano derecha, sobre los pliegues de su túnica.
Y ahora Konteau volvió a sentir aquel hormigueo en las plantas de los pies. Interrogó a su visitante con la mirada.
—¿Es el expreso de Xanadú de las doce?
El Vyr tosió. —Exactamente.
—¿Y vuelve a despegar dentro de una hora?
Tiene razón otra vez, Konteau —dijo, con una sonrisa agradable—. De hecho, usted y la señora tienen billetes. El mejor compartimento privado de la nave.
Era interesante a la vez que siniestro, ya que podía suponer con realismo que ni Helen ni él estarían a bordo.
—¿Dónde está mi mujer?
—En la celda de al lado, mi querido amigo.
Tan cerca, y a la vez tan lejos.
—Supongo que esos billetes son para guardar las apariencias —dijo Konteau.
—En efecto. Así será más fácil dar explicaciones al Cuerpo, si vienen preguntando por usted.
El Vyr volvió a toser. —Pero no he venido aquí a discutir su salida teórica. La verdad es que he venido por otra cosa.
Hubo un largo silencio. Por último, el Vyr dijo: —¿No le interesa por qué estoy aquí?
—¿Tienen que matar también a la mujer? Es absolutamente inocente. Ya lo saben, ¿no?
El prohombre mostró su irritación. —La mujer no nos interesa en esta discusión. Tenemos otros planes para ella.
Ahora, escúcheme. Intento hacerle un favor. Algunos hombres mueren sin saber por qué. Usted al menos morirá sabiendo por qué.
El preso intentó encogerse de hombros sentado. No consiguió un buen efecto.
—Antes de morir, Konteau, es importante para mí que comprenda lo enorme de su delito. Tiene poco tiempo, pero todavía puede arrepentirse.
—¿Y no morir?
—Ya llegaremos a eso.
—Y ¿qué hay de Helen?
—Ya se lo he dicho: es irrelevante.
Konteau titubeó. No llegaría a ningún trato que no tuviese en cuenta a Helen.
—Siga hablando —dijo.
—Sí. Bueno, ahora se siguen en el mundo dos grandes sistemas filosófico-sociales. Por desgracia, estos sistemas están en conflicto mutuo. Uno de ellos tiene la razón absoluta, es totalmente racional y lógico. El otro es absolutamente malsano, irracional, equivocado. ¿Sabe usted cuáles son estas dos ideologías, Konteau?
—He oído hablar de ellos. Uno de ellos dice: controlad la población haciendo que la tasa de mortalidad iguale a la de natalidad. El otro dice: encontrad cada vez más sitio para cada vez más gente.
—Bien dicho, Konteau, aunque dudo seriamente que usted sepa cuál de las dos doctrinas es la correcta, y cuál es la errónea.
Bueno, ahora ya lo sabía, pero quería oírlo de labios de esta mente extraña. —Dígamelo.
—Konteau, ya tendrá usted alguna idea, alguna indicación, de que este conflicto de ideologías ha llegado a los círculos más elevados de la religión y del Estado; de que, en concreto, la religión (representada por los Vyrs y, sobre todo, por los maltusianos) se ha agrupado en torno a una de las ideologías, y el Estado (representado por el Consejo) se ha agrupado en torno a la otra. Como bien sabrá, este conflicto de ideologías ha surgido de la actual carencia de ciertos fenómenos que antiguamente mantenían a la población dentro de unos límites aceptables. Me refiero a los Cuatro Jinetes: la Muerte, la Guerra, la Peste y el Hambre. En un pasado histórico lejano, estas medidas nos hacían un buen servicio. Pero ya no es así. El mundo lleva trescientos años de paz, y durante todo este tiempo hemos alimentado a toda la población, y muy pocos mueren de enfermedades. A falta de estos controles históricos, los dos poderes buscan otros medios de resolver el problema de la superpoblación.
Hizo una pausa, y contempló al hombre-kron. —Usted presentó hace poco un proyecto de viabilidad de una unidad en Marte. ¿No es así?
Konteau torció el gesto, y luego asintió con la cabeza. No cabía duda: los Vyrs tenían la mejor red de espías del sistema solar. Era posible que la misma Demmie... No, no era capaz de creer que ella era un agente inquisidor.
El prócer continuó. —Usted, y el Consejo también, ¿serían capaces de encontrar sitio en el Proterozoico marciano para un exceso de población de cinco millones de personas. ¿Y no sería más que el principio?
—En líneas generales, sí.
—Quizá no tenga usted toda la culpa de sus errores, Konteau. Al cabo de cierto tiempo, la mente de un hombre-kron se altera. Es la tensión de pasar por las líneas del tiempo: atrás, adelante... La corteza cerebral se altera de formas sutiles, sobre todo en lo que respecta a la capacidad de razonamiento silogístico de la mente —sacudió la cabeza, con verdadera pesadumbre—. ¿Es que no se da cuenta de lo grave de su error? ¡Piénselo! Supongamos que se llena Marte; después de eso, ¿dónde irían? Tiene que acabar parando en algún momento, en algún lugar. Que pare aquí y ahora.
Se empezaba a dar cuenta de algo. Se iban juntando las piezas del rompecabezas. En aquel momento congelado en el tiempo, Konteau lo comprendió todo al fin. Tragó saliva. Era algo tan horrible que era imposible imaginarlo.
—Usted —la palabra salió como un borboteo metálico—. Usted lo tenía todo planeado desde el principio. Usted hizo que el arquitecto diseñara las puertas de entrada al Cinco Ocho Cinco con la forma de las mandíbulas de Kronos. Usted se apoderó de mi informe sobre el Cinco Ocho Cinco. Usted hizo borrar del ordenador mi recomendación de estabilizadores triples. Lo sabía... planeó deliberadamente el asesinato de esos cinco mil inocentes...
Quería explicarle su indignación, pero le faltaban las palabras. Sobre todo porque el Vyr estaba sentado en su trono portátil adornado con joyas, sonriendo como si estuviese recibiendo unas alabanzas sinceras y bien merecidas.
—Desde luego, desde luego —reconoció—. Por lo menos, eso intenté. Y ¡qué magnífico sacrificio hubiera sido para el dios Kronos! Sin precedentes, ¿sabe usted? Y una forma segura de enfrentarse con los futuros excesos —dijo, con una sonrisa pensativa—. Para los griegos era un mito: Kronos se comía a sus hijos en cuanto Rea los paría: a Zeus, a Hestia, a Démeter, a Hera, a Hades, a Poseidón. En otras civilizaciones antiguas era una realidad. Los filisteos tenían los tophets, que eran grandes estatuas de Moloc de bronce, huecas, en las que quemaban vivos a los niños. Los moabitas sacrificaron a siete mil cautivos a su dios Kemoth, después del sitio de Nebo. Los persas también practicaban el sacrificio humano. Si un sacrificio humano es bueno, una docena es mucho mejor, y cien son todavía mucho mejores. Los aztecas eran de los mejores: miles de ofrendas humanas, en una ceremonia que duraba días enteros. Corazones arrancados, cabezas cortadas.
Estudió al preso con ojo crítico. —¿No le afecta para nada lo que le estoy diciendo?
—Oh, no, excelencia, desde luego que me afecta. Y me ha dejado claras muchas cosas.
—Entonces no está totalmente despistado, ¿verdad?
—No. Pero hay un par de cosas que siguen intrigándome.
—¿Y bien?
—¿Por qué no me ha mandado matar inmediatamente?
—Es fácil responder a eso. Como bien puede haber sospechado en la cancillería, necesitábamos un chivo expiatorio para mostrarlo al público. Necesitábamos un Konteau vivo para el juicio.
—Se proponían dar al público una versión, y otra muy diferente al Cónclave.
—Exactamente, Konteau. Verá usted, tengo que actuar políticamente a dos niveles. El primero es el de mis iguales, los Vyrs, y el del Cónclave próximo; el segundo, el de mis cinco millones de súbditos fíeles, inocentes, que no sospechan nada. Necesito verdades a dos niveles diametralmente opuestos el uno al otro. Mi público profano me ve eliminar y destruir al malvado: a usted, Konteau, por cuya negligencia murieron cinco mil personas. El Cónclave de los Vyrs contempla un espectacular sacrificio al dios Kronos, y ve en mí al próximo Jefe Supremo.
El Vyr se frotó la barbilla, y estudió el techo sobre la cabeza de Konteau. —No fueron los únicos motivos por los que decidimos no matarlo inmediatamente. Temimos, por ejemplo, que el Concejo y otras mentes estrechas podían creer que su ejecución apresurada se debía a una creencia por mi parte de que el Cinco Ocho Cinco se podía salvar todavía. Y, por supuesto, nunca soñamos en que usted sería capaz de recuperar el asentamiento. Fue un logro increíble, Konteau.
Hizo una pausa, y dejó escapar un largo y triste suspiro.
—Pero es muy triste. Al rescatar el Cinco Ocho Cinco, echó por tierra un proyecto que no sólo habría resuelto un gran problema social, sino que habría garantizado mi elección como Jefe Supremo. Con mi elección, el sistema solar acabaría siendo regido por una teocracia benigna; sólo sería cuestión de tiempo. Ahora tendremos que intentar alguna otra cosa.
Qué pena, pensó Konteau. —Pero, ¿cómo podía estar tan seguro de que los estabilizadores fallarían inmediatamente antes de la muerte del viejo Jefe Supremo? —dijo.
—No estábamos absolutamente seguros, por supuesto. Michaels nos dio un valor probable, con un error máximo de un mes. Salió bastante bien.
—¿Y si el asentamiento desaparecía en vida del Jefe Supremo?
—Habría muerto poco después —los ojos de serpiente se clavaron en Konteau, sin pestañear.
—Lo eché todo a rodar —dijo el hombre del tiempo.
—Desde luego que sí. Pero eso no es lo peor.
—¿Todavía hay más? —dijo, con verdadera sorpresa.
—Ha ofendido gravemente a los inquisidores, y a mí mismo, Konteau.
Pero somos magnánimos, y podemos aceptar su muerte como plena disculpa.
Pero su ofensa al dios es una cuestión muy diferente.
Se inclinó hacia delante, y sus ojos perforaron el único ojo de Konteau. La boca del aristócrata formó una mueca.
—¿Sigue sin arrepentirse?
—¿De salvar a cinco mil almas?
—¡Déjese de palabrerías, Konteau! El Defensor de la Fe no ha venido para oír tonterías.
—Pero, ¿qué es, exactamente, lo que he hecho y de lo que me tengo que arrepentir?
La acusación cayó como una avalancha de rocas.
—Ha robado al dios.
16 La fuga
—¿¡QUE yo he hecho qué!? —exclamó Konteau. La respuesta del Vyr recordó el retumbar de un trueno lejano.
—¡Ha robado! No tiene otro nombre. Ha quitado de la misma boca del dios un sacrificio propiciatorio. Un sacrificio mío. Debe pagar un robo tan sacrílego. No con la muerte. La simple pena de muerte no es nada para Kronos. No, después de muerto irá al infierno, para sufrir penas eternas.
Konteau sacudió la cabeza, asombrado.
—Pero Kronos no es más que un símbolo. Habla de él como si existiera de verdad un dios Kronos, con inteligencia propia, con e! poder de regir nuestros destinos.
—¡Y existe! —el Vyr hablaba a gritos—. ¡Kronos es el Tiempo, y el Tiempo es Kronos. Y ¿qué es el Tiempo? El Tiempo es la Luz, pero es más que la Luz. El Tiempo forma parte de todas las dimensiones, y las unifica. El Tiempo es el gran Padre y Madre universal. ¿Existía el Tiempo antes del Big Bang? ¡Por supuesto que sí! Y era lo único que existía, y lo único que tenía que existir, para producir todo lo demás. Porque el tiempo es, en realidad, TODO: el espació, la energía, la materia. El Tiempo era, es, y será siempre. El Tiempo es eterno. Entonces, ¿qué es el Tiempo? ¡El Tiempo es el gran dios Kronos! ¡Que transcurra eternamente!
—¿Y qué ha pasado con Jehová, Jesucristo, Alá, Brahma...? —preguntó Konteau.
—No ha pasado nada. Permanecen iguales, como siempre han existido, manifestaciones de Kronos, el único dios verdadero.
—Lo cree de verdad ¿no es así? —preguntó Konteau, maravillado.
—Por supuesto. Y usted también puede creerlo. Debe creerlo, si quiere morir sin dolor. Y puede creerlo. Repítase que Kronos existe. Repítalo una vez, y otra, y otra, y otra. Hágalo, y existirá en su mente. Se producirán los cambios dendríticos necesarios en su corteza cerebral. La fe se hace permanente e imborrable. Y cuando se cree, se puede comprender. A partir de la fe surge la comprensión. Y, quién sabe, quizá Kronos le perdone su robo. Quizá no lo haga arder eternamente en el infierno.
De una cosa estaba seguro: cuanto más tiempo hablase este loco, más tiempo seguiría vivo él, Konteau.
—Milord habla como si hubiera visto al dios en persona —dijo con respeto.
—Por supuesto.
—¿Y se dirigió a usted el dios en persona, y le ordenó que destruyera el Cinco Ocho Cinco?
—Muy agudo, Konteau. ¿Cómo lo supo?
—Una deducción muy lógica, milord, en vista de las circunstancias.
Dígame más cosas, por favor. Quizá me ayude a comprender.
El Vyr apoyó un codo en el brazo del trono y ordenó sus ideas.
—Puedo resumirle nuestro primer contacto.
—Sería muy edificante.
Los ojos elípticos miraron al pasado, y la voz se dulcificó.
—Hace muchos años, la noche anterior a mi coronación, el dios se me presentó en una visión. «Paul (dijo), te haré grande. Yo, Kronos, te exaltaré por encima de los demás Vyrs. Dominarás el sistema solar, y más allá».
Konteau vio que el Vyr ponía los ojos en blanco.
—Gran Kronos, dios de dioses (respondí), yo no soy nada, soy un insecto, ni siquiera soy Vyr todavía. ¿Cómo podré alcanzar un destino tan exaltado? —«Haz tus planes desde ahora (dijo él). Ofréceme un sacrificio. Un asentamiento.» ¿Un asentamiento, Kronos, mi señor? (dije yo). «Un asentamiento. Envíame cinco mil almas, y ganarás mi amor, y el temor, el respeto y la admiración de los otros Vyrs. Te harán Jefe Supremo, y podrás derrocar al Consejo, y reinarás tú solo.»
El prócer fue volviendo a la realidad poco a poco. Volvió a clavar los ojos en Konteau. —Y así, con la ayuda del dios, desde hace una generación he gobernado esta miserable colonia con visión y con fuerza bruta. Satisfice mi deuda entregando un asentamiento completo: el Cinco Ocho Cinco. De hecho, el dios y yo lo habíamos planeado todo desde el principio. Yo sabía que el Cinco Ocho Cinco estaba sobre una fractura temporal, y el dios y yo ya habíamos diseñado la puerta de salida incluso antes de que volviese usted con su informe, en el que recomendaba los estabilizadores triples. Ya habíamos encargado los sencillos. Si todo hubiera seguido su curso normal, estos hechos hubieran bastado para hacerme Jefe Supremo.
Este ser le hablaba en una lengua extraña: en verdad, el Vyr venía de otro mundo. Los separaba un abismo infranqueable. Era como si el Vyr estuviese sobre la otra orilla del gran Valles Marineris de Marte, a setenta kilómetros de distancia, increpándole con frases ininteligibles. Y ¿por qué se molesta en explicarme todo esto? —se preguntó Konteau—. ¿Por qué no se limita a matarme aquí y ahora, y se olvida del asunto. ¿Es que cree que debe hacer o decir algo para aplacar a ese dios inexistente? Claro que, para él, el dios existía. Para él, Kronos es. Puede que esa fuera la explicación de aquella prórroga de mi propia vida. Este loco lo tiene que explicar todo, para entenderlo él y para que lo entienda su dios, antes de accionar el interruptor.
Se daba cuenta de que el Vyr hablaba con sinceridad absoluta, de que estaba absolutamente convencido de lo que decía, sin dejar el menor resquicio a una duda inquietante. Mientras que él, Konteau, nunca estaba absolutamente seguro de nada, siempre estaba dispuesto a escuchar puntos de vista opuestos. El Vyr sabía que tenía razón. Su fachada de obsidiana era algo más que un revestimiento: era un monolito, era todo de piedra maciza. Durante un breve instante fue capaz de verse a sí mismo por los ojos del Vyr, como se ve una silueta a contraluz. Para el Vyr. Konteau era un ser irracional, desconcertante, un enigma absolutamente perverso y desprovisto de razón. Era inquietante. Imaginemos, imaginemos por un momento —pensó Konteau— que el Vyr tiene razón. Su reacción ante esta teoría fue un escalofrío prolongado.
Pero se recuperó enseguida.
No.
NO.
Reprimió el impulso de dejarse llevar. ¡Las ideas del Vyr eran tan firmes que podrían ser contagiosas! Por otra parte, los argumentos de su visitante se parecían mucho al discurso de Devlin sobre cómo aceptar el peligro de muerte constante. Tienes que organizar tu mente, decía Devlin.
Observó la boca del otro, casi esperando que empezase a soltar espumarajos. Reprimió unas locas ganas de reír. Si empezaba a reírse, nunca acabaría. Consiguió un control relativo de su laringe. Y ahora tenía que ponerse muy serio. Tenía que pensar en Helen.
—Usted dijo algo de un trato por el cual yo no moría.
—¿De verdad?
—¿Cuál es el trato?
—Oh, aquello... Es muy sencillo, Konteau. Póngase de nuestra parte, y todo quedará perdonado.
—¿Qué me ponga de su parte? ¿Y luego, qué?
—Luchar contra el Consejo, por supuesto. Será nuestro primer hombre-kron. Un Relojista con Diamantes. Buen trofeo. ¡Póngase de nuestra parte, y viva!
—¿Y Helen?
—Olvídese de la mujer, Konteau. ¿No entiende? Ella es irrelevante.
¿Helen, irrelevante?
Deben estar preparando algo muy desagradable para ella.
—No hay trato —dijo con voz tranquila—. Adelante, mátenme.
El Vyr expresó un verdadero asombro. —¿Prefiere morir con dolor, condenado al infierno sin duda, cuando podría vivir una vida feliz y productiva en la corte?
Konteau le miró con aire contemplativo.
—¿Sabes una cosa, Paul? Te ahorraste mucho dinero al instalar sencillos en lugar de triples. ¿Te bastó para comprarle los pendientes negros de jade a la Michaels?
Devolvió plácidamente la mirada del Vyr.
El Vyr llamó a alguien por encima de su hombro, como para poner las cosas bien claras.
—¡Tages!
El miembro de los arúspices se deslizó hasta el interior de la celda, con las manos escondidas bajo la túnica con franjas escarlata. Inclinó la cabeza respetuosamente hacia su señor, y luego miró a Konteau y sonrió. Era una sonrisa feliz.
El hombre-kron se quedó helado, como una estatua de hielo. La presencia de este hombre le decía algo, algo terriblemente desagradable, algo que su mente ni siquiera le dejaba pensar. Pero advirtió con satisfacción que era capaz de hablarle con voz fuerte y bien modulada.
—¡Saludos, oh lector de entrañas!
Tages se inclinó ligeramente.
—Si creo más firmemente en Kronos —siguió diciendo Konteau—, ¿darán mis tripas una predicción más exacta en el Arúspice?
Otra inclinación.
—¿A favor de nuestro noble Vyr, presumiblemente?
—Por supuesto —dijo Paul el Piadoso con voz profunda—. Aunque tampoco habría grandes dudas al respecto. Pero la verdad, Konteau, creo que no ha entendido bien el motivo de la presencia de Tages.
Esta afirmación tenía algo de inquietante.
¿Qué...? Le daba miedo preguntarlo, comprobar sus sospechas repentinas y repugnantes. —¿Qué quiere decir? — susurró.
Al Vyr le hizo gracia la pregunta, al parecer. —Tages pretende que a igualdad de todos los demás factores, se adivina mejor con una mujer que haya viajado por el tiempo que con un hombre —inclinó la cabeza hacia el hombre de la túnica a rayas—. Augur Jefe, ¿tendría la bondad de explicárselo al señor Konteau? Sólo lo más elemental.
—Se le extraerán los intestinos en vida —dijo el adivino, con voz acaramelada.
A Konteau se le heló el corazón de miedo. Sus antiguas cicatrices faciales palpitaron de repente con un dolor terrible.
—Y sin anestesia, creo que era —dijo el Vyr.
—Sí, sire.
Konteau se volvió hacia el rincón y tuvo arcadas. ¡Por Kronos! Había leído que antiguamente, en Europa, a los que intentaban asesinar a los reyes los ahorcaban; poco después de colgarlos en la horca, todavía vivos, se les abrían las tripas y se les arrojaban los intestinos a la cara y, por último, se cortaba el cadáver en cuatro trozos que se colgaban por las murallas de la ciudad.
Se dio la vuelta. —¡No hagan eso con ella! —dijo con voz ronca—. Haré lo que quieran. Seré su hombre. Les prometo...
No le hicieron caso.
—¿Tages? —dijo el noble.
—¿Señor?
—El Cónclave se abre dentro de una hora. Vuelva aquí con guardias dentro de treinta minutos. Que lo aten bien. Quiero que contemple... los preparativos.
—¡Por supuesto, milord!
Konteau escondió la cabeza entre las rodillas. Tenía que cortar estas náuseas. Tenía que encontrar a Mimí. Aquel expreso de Xanadú, inmediatamente detrás de los muros. ¿Cómo rescatar a Helen y subir a bordo? Sólo disponía de algunos minutos para superar esto. Si no, morirían los dos.
Mimí. Hizo memoria. Cuando iba a subirse al expreso, allá en Xanadú, las últimas palabras de Ditmars habían sido algo relativo a Mimí. Utilizar el tiempo para polarizar la materia, y pasar a través de ella. El «Polar-X».
¡Por supuesto! Empezaba a recordar.
Pero antes de nada, hacer que se larguen de aquí estos locos sádicos.
Se dirigió al Vyr.
—¿Sabes una cosa, Paulito? Si haces un agujero en ese trono y pones debajo un cubo, sería un buen retrete portátil. Mira, aquí tengo un cubo...
—¡Oh! —el Vyr contempló al blasfemo, escandalizado—. ¡No tiene usted arreglo! ¡Guardias!
Salió con una sacudida despectiva de sus vestiduras. Tages le siguió de cerca, y por último salieron los guardias, que se llevaron el estrado y el trono.
Konteau se levantó, se estiró y esperó a que se apagara el ruido de pasos.
Volvamos a Ditmars. «Polarizar el tiempo, rociar la materia... es experimental... utilízalo sólo en caso de vida o muerte...»
Mimí.
Su precioso ojo artificial estaba seguramente en un estante polvoriento de un almacén con puerta de malla de alambre, en algún pasillo recóndito. Seguramente no habría en el almacén más que un encargado Casaca Gris, que estaría roncando con las botas viejas apoyadas sobre un escritorio destartalado.
Envió el pensamiento: «¿Mimí?»
Recibió una respuesta inmediata. No estaba lejos, a un par de cientos de metros quizá.
¿Estás encerrada?
Recibió una radiación de carácter afirmativo.
—Llama a la puerta. Ráscala un poco, de paso.
—Un instante después advirtió que la puerta que mantenía encerrada a Mimí se abría lentamente.
—Cuidado ahora, Mimí. Va a disparar a todo lo que se mueva. Pasa volando por delante de sus narices.
Un movimiento rápido. —Buen trabajo. Ha creído que eras un murciélago. Ahora, acércate aquí. Hay algunas escaleras y pasillos, pero no encontrarás más puertas.
Apenas había terminado de hablar cuando se deslizó entre los barrotes de su celda algo brillante de color bronce, que empezó a girar alrededor de la cabeza de Konteau como si fuera un halo intermitente. Por último, se quedo quieto delante de su nariz con un pitido.
Konteau sonrió. —Yo también me alegro de verte, Mimí. Bienvenida a casa.
Tomó el óculus entre el pulgar y el índice y se lo puso en la órbita vacía. —Ahora, a trabajar. Tenemos poco tiempo. Te encontrarán aquí. En primer lugar, Mimí, quiero que accedas a tu banco de datos y recuperes entre las instrucciones de Ditmars algo que él llamaba «Polar-X». ¡Eh! ¡Espera! Vuelve a empezar...
Escuchó con su mente.
La materia está compuesta principalmente de espacio vacío. Sólo una billonésima parte del volumen del átomo está ocupado por protones, neutrones, electrones... El resto no es más que un gran vacío.
Puedes polarizar esta materia, puedes polarizar también los átomos de tu propio cuerpo, y las sustancias que entren en contacto con tu cuerpo; entonces, podrás pasar a través de ellas. Es como cuando la luz polarizada atraviesa un prisma de calcita. Las vibraciones tienen que ser paralelas, por supuesto. El óculus lo puede hacer. Los materiales muy densos, como son los cristales de hábito cúbico covalente, pueden darte problemas. En tu cuerpo hay, aproximadamente, 3 por 10 elevado a 28 átomos, y 15.000 millones de células cerebrales. Mimir tiene que controlar completamente todo ese material, para garantizar un paso adecuado. Hará que todos esos átomos oscilen exactamente con los mismos armónicos al atravesar la materia. Todo está controlado por el tiempo. ¡Recuerda! Paso 1: dispara a Mimir sobre el objetivo. Paso 2: ponte en manos de Mimir, y ¡en marcha! Si pierdes el tiempo, te solidificarás antes de haber terminado de atravesar la materia.
Y moriré —pensó Konteau—. Recordó las descripciones de los primeros equipos de exploración del tiempo, cuando los tripulantes se materializaban dentro del granito, con medio cuerpo dentro y medio fuera. Por Kronos, menudo desastre. Contempló los barrotes de su celda. Se imaginaba a sí mismo con barrotes a través de los pulmones, del corazón y del cráneo, empalado por partida triple. Sonrió irónicamente. Los Casacas jamás comprenderían cómo se había metido allí.
Reflexionó. «¿Cristales de hábito cúbico covalente?» ¿Qué demonios había querido decir Ditmars con eso? ¿Iba en serio todo esto?
Oyó carreras, gritos: ¡Presagio de la Parca! ¡Por Kronos! Era demasiado tarde para atravesar los barrotes y salir al pasillo. Así no podía ir a la celda de Helen. Lo verían.
Existía otra manera, más directa todavía.
Se sacó el ojo, roció los átomos de la pared de la celda y se lo volvió a poner en la órbita rápidamente. Luego, esperando que Mimí hubiese tomado pleno control de su cuerpo, se lanzó contra la pared.
La atravesó, y se encontró en la celda contigua. Había empujado a su ocupante al suelo. Esta empezó a ponerse de pie, protestando y jadeando.
—¿Helen? ¡Soy yo!
Ella le miró con incredulidad. —¿Cómo?
—Escucha —su tono de urgencia hizo que ella le escuchara, suspensa—. Al otro lado de estos muros está la plataforma de despegue del Expreso de Xanadú. La nave despega dentro de pocos minutos, y nosotros vamos a subir a bordo.
—¡Estás loco! —susurró ella.
—¡Chist!
Le tapó la boca con la mano al pasar varios Casacas Grises por delante de la celda. Oyó el ruido metálico apagado que produjo la puerta de su antigua celda al abrirse. Luego se oyeron gritos y preguntas, con un volumen muy superior.
—Pronto pasarán aquí —dijo con voz crispada—. No sé si esto va a funcionar, pero tenemos que intentarlo.
La asió de la mano. Su carne cálida y húmeda lo tranquilizó, en cierto modo. Le hacía pensar que quizá los dos eran, en verdad, una sola carne. ¿Era eso fundamental para el paso a través de la materia? Pronto lo sabría.
¿Dónde estaba Mimí? Ah, todavía estaba en su órbita. La sacó y roció la pared trasera de la celda. Oyó la llave girar en la cerradura. Oyó la orden de quedarse quietos.
—¡Cuando diga «salta», salta conmigo! —le dijo a ella—. ¡Vamos a atravesar esa pared!
—¡Dios mío! —exclamó ella. Pero no se resistió.
Saltaron juntos, y atravesaron la pared.
La gran nave estaba a medio kilómetro, alta, radiante de potencia y de belleza sorprendente. En aquel momento estaban encendiendo los antigravedad, y el asfalto empezaba a vibrar. El sol de mediodía caía casi a plomo sobre la nave, bañando sus flancos relucientes con dorados suaves y vacilantes.
Era tan hermoso que le cortaba la respiración. Pero había un pequeño problema: las puertas se estaban cerrando. Consiguió articular: «¡Corre! Empujaba a la mujer, que tropezaba, se caía, protestaba.
Y ¿qué era aquello?
Había aparecido un cochecillo que se dirigía hacia ellos, zumbando.
El chófer... con largos bigotes grises. ¡Por las mandíbulas batientes de Kronos! ¡Ratell!
—¡Sube, hijo! Lleva a la señora: se ha desmayado. ¡Levántala, hijo! Vengo de la nave. Esperarán un minuto o dos, pero nada más.
—¿Y cómo supo usted que nos escaparíamos?
—No estaba seguro del todo. Pero parecía que teníais buenas oportunidades. Todo dependía de si te acordarías a tiempo de los poderes de Mimí. Si metías la pata, yo tenía otro plan. Pero no era tan bueno.
—¡Qué suerte que Helen estuviese en la celda de al lado!
—Nos costó un pico en sobornos a la administración de la cárcel.
—Ah.
Siempre había engranajes dentro de otros engranajes, tramas, contratramas.
—¿Terminó su comida, allá en Maryland? —Konteau hablaba con voz insegura, pero esperanzada.
—Hijo —respondió con voz pesada, resignada—, una cosa está clara. Te has erigido en comité unipersonal a favor de que yo no pueda terminarme la mejor comida al estilo de la bahía de Chesapeake que ha existido desde que George Washington se despidió de su ejército. He tardado tiempo en darme cuenta, pero ahora lo sé y lo acepto. Así sea. Insh'Allah,
Konteau se sintió tremendamente avergonzado. —Lo siento de verdad.
—Estás perdonado. Por otra parte, no fuiste muy listo al volver. Te debías haber quedado conmigo en Ellicott's Mills.
—Sí, supongo que sí. Pero toda esa gente... tenía que intentarlo.
Salvé cinco mil vidas. Pero nadie me quería hacer caso. Creí en el sistema. Y ahora quieren matarme.
—Nunca creas en el sistema, hijo, a no ser que seas tú el que lo dirige. Intenté decírtelo, pero es difícil enseñarte. Tengo que llevarte de la mano, como a un niño.
—Supongo que cree que soy bastante estúpido.
—No, hijo. Ingenuo, puede; e ignorante. Y quizá demasiado idealista.
Pero ¿estúpido? Desde luego que no. Si no lo fueras, yo no estaría aquí ahora.
—Y ¿por qué está aquí ahora?
—Tengo que charlar un rato con tu amigo el Vyr.
—¿No es eso un poco peligroso?
—Para nada. Soy hombre pacífico.
Konteau comprendió que el mago del tiempo no le explicaría nada.
Estaban ante las escaleras de acceso a la nave. Las puertas se habían vuelto a abrir, y un ayudante les dirigía desde arriba una mirada de reproche. Helen ya estaba semiconsciente y se apoyaba en Konteau. Ratell dio un golpecito en el hombro del fugitivo. Cuando el krono se volvió, el otro le entregó un sobre.
—Vuestros pasajes. El Primer Secretario reservó un compartimento privado para ti y para la señora. No soñó siquiera en que los llegaríais a utilizar de verdad.
Se le endureció la mirada, y su tono de voz cambió sutilmente:
—También hay una nota. Es muy importante. Léela en cuanto subas a bordo.
¿Una nota? —pensó Konteau—. ¿De qué se trata? Pero sabía que no debía hacer preguntas.
—¿Le veremos en Xanadú? —preguntó.
Ratell sacudió la cabeza. —Acabo de llegar de allí en esta misma nave.
Adelante. Todos os esperan. Y a mí también me esperan.
Y ¿qué quería decir aquello? ¿Por qué tenía que andar todo el mundo con tantos misterios?
Entraron, dejando atrás al ayudante de vuelo airado.
Helen casi podía andar sola cuando llegaron a la cámara central de pasajeros. Dijo: «Voy al salón. Tengo la cara hecha polvo.» El miró su pelo: despeinado, liso, revuelto. ¿Dónde están ahora los jacintos? —se preguntó—. Se despidieron como extraños, casi sin dedicarse un gesto. No esperaba volverla a ver durante el vuelo. Y lo más probable es que ella siguiera evitándolo cuando llegasen a Xanadú. ¿Y luego, qué? Nada. Ella no quería volver a tener nada que ver con él. Tampoco era culpa de ella. El segundo nombre de Konteau era Desastre. Quizá venía de allí la «D». El Vyr ya debe saber que hemos escapado, pero de momento no iba a plantearse ese problema. Tiene otras cosas en qué pensar. Quiere ser Jefe Supremo. Tiene que hacer acto de presencia en el Cónclave y hacer que lo elijan debidamente y con todas las de la ley.
Veamos la nota de Ratell. Abrió el pequeño sobre. Están los billetes, desde luego. Compartimento A-1, el primero de todos, después de la sección de asientos comunes. Ah, aquí está la nota. Desdobló el pequeño trozo de papel y leyó lentamente:
Asesino a bordo. Señas particulares: Desconocidas.
17 Segunda luna de miel
HABÍA un asesino al acecho. Contrajo los músculos del cuello, que le formaron nudos vibrantes. ¿No acabaría nunca? Bueno, quizá debería haberlo supuesto. El Vyr era hombre cuidadoso, y pensaba en todas las posibilidades.
¿Helen? Tenía que pensar en ella, antes de nada. Afortunadamente, parecía que estaba bastante segura, de momento. Había desaparecido hacia proa, en dirección al tocador de señoras. Dentro de media hora empezarían a retransmitir el Cónclave en el salón principal de la nave. Los pasajeros empezarían a instalarse en sus asientos. Lo lógico sería que el asesino actuase en los próximos treinta minutos, mientras la gente seguía moviéndose por la nave.
Y ahora tenía que concentrarse. Tenía que planificar su defensa. Estudió sus posibilidades de actuación. ¿Esperar a que el asesino lo encontrase? No, sería darle una ventaja. Y si se retrasaba demasiado, podía decidir atacar a Helen primero. El tocador de señoras no era lugar seguro.
No era la primera vez que lo perseguían. Se había enfrentado a carnívoros, a reptiles y a mamíferos, en una docena de períodos prehistóricos diferentes, sin olvidar al sargento Odinsson en el templo. Por otra parte, nunca se había visto obligado a defenderse en el estrecho recinto de un expreso interplanetario. Pero esta limitación no quería decir nada. Servía para recalcar aún más la importancia de la estrategia elemental. Tres pasos: cazar al cazador... sorprenderlo... matarlo.
Le repugnaba, en cierto modo, la idea de matar a un se humano. Le destrozaba algo por dentro. Por otra parte, era necesario. No había ningún escondrijo en esta nave. Y también era cuestión de proteger a Helen lo mejor posible. No quería verse obligado a advertirla. Esperaba que ella no tuviese que ver con esto. Ya había sufrido bastante.
Muy bien —pensó—. Iré a buscarlo yo a él. Señas particulares, desconocidas. Ni siquiera sé si el asesino es hombre o mujer. ¿Cómo voy a reconocerlo? Interesante problema. ¿Me va a parar por el pasillo y me va a decir: soy yo? Me manda el Primer Secretario. ¿Me va a decir eso? En cierto modo, sí.
Fascinante.
—Mimí —dijo a su óculus—, vamos a hacer una prueba olfativa.
—Tendrás que decirme qué debo buscar. O qué rastro debo seguir. ¿A qué huelen los asesinos?
—En nombre de Kronos, no lo sé. Tú estáte atenta... cualquier cosa rara que notes...
Se paseó despreocupadamente por el pasillo, estudiando los rostros. Todos normales. Había visto la misma serie de caras una docena de veces. Gente de vacaciones, sobre todo, que se dirigían a gozar de los placeres turbios de Xanadú. Personas solas de ambos sexos. Vendedores de a bordo. («¿Un recuerdo, señor? ¿Cintas? ¿Libros? ¿Máscaras? ¡Estas no las hay en Terra!) Viajantes de comercio, vendedores. Pasó por delante de un sacerdote de Kronos que estaba inclinado sobre una pareja, adoctrinándoles en las ventajas de la fe verdadera. Los adoctrinandos lo miraban abochornados. ¿Puede ser el sacerdote la persona que busco? —pensó Konteau—. Imposible saberlo. Por lo menos de momento.
—¿Hay algo? —preguntó a Mimí.
—Nada —respondió.
Siguió bajando el pasillo. En este vuelo debía haber unos doscientos pasajeros. Aquí hay un grupo de recién casados... en su luna de miel. Parece que se agrupan en una zona determinada. Más adelante, están los compartimentos privados. El suyo —¿y de Helen?— es el primero del pasillo. Quizá esté dentro el asesino, esperando.
En algún lugar por detrás suyo, entre los recién casados, alguien tocaba un instrumento de viento de sonido metálico. Creyó percibir algunos ecos de antiguos cantos y marchas nupciales. Una mezcla del Lohengrín de Wagner y de algo de Mendelssohn. Se oyó de repente un cuchicheo general, como el que produce una tribu de monos en una selva húmeda, seguido de un estallido de risa estruendosa, y una nube de algo se elevó y golpeó la pared sobre su cabeza. Algo rebotó en su chaqueta. Eran granos de arroz, se imaginó. No era arroz de verdad, por supuesto. Era sintetiarroz, pequeñas cuentas de vidrio, una mezcla eutéctica de silicatos de calcio, sodio y magnesio. El nuevo símbolo de la fertilidad. —He percibido una coincidencia —le informó su ojo artificial con calma—. Detrás tuyo, pero no te vuelvas de repente.
Se detuvo, casi como si nada, como si hubiese llegado al final de su paseo y se estuviese preguntando qué podía hacer ahora.
—Es la peluca amarilla de la novia al estilo de Tolstoi —siguió diciendo Mimí—. El olor es idéntico al de la peluca de aquella... persona recién casada que había en Xanadú.
—Hay muchas pelucas amarillas en el mundo —pensó Konteau.
—Esta es de pelo sintético hecho de una fibra de poliamida, teñida con ácido pícrico. El sudor del cuero cabelludo ha hidrolizado en parte algunos restos de los materiales de la peluca, lo que da un aroma único...
—Bueno, bueno... —Konteau hizo memoria. Sí. Aquella subasta de la mariposita. Empezaba a atar cabos. Aquella pareja de recién casados. ¿Era ella el asesino? No sólo ella. Seguramente actuaban los dos en equipo.
Le empezaron a palpitar y a temblar los músculos de la mejilla derecha. Se dio la vuelta lentamente, y empezó a regresar por el pasillo.
Recordaba cómo se habían vuelto para mirarle fijamente en Xanadú. Allí habían llevado ropas nupciales largas y vaporosas. Pero ahora llevaban ropas al estilo de Tolstoi: él llevaba chaqueta ancha, pantalones bombachos y botas negras; ella llevaba una blusa amplia y muchas enaguas. Todas las telas llevaban preciosos adornos con hilo de oro y de plata.
Ahora estaba a su lado y podía ver el perfil de sus rostros. El hombre: rostro duro, cuadrado. La mujer: pelo rubio grueso, ojos con bolsas. Ya os conozco, ya. ¿Una segunda luna de miel, tan pronto? Bonita tapadera. Pero no debe matar a inocentes por error. Hay que estar seguros.
Mientras tanto, los dos sospechosos habían hecho girar sus asientos más o menos hacia donde estaba él. La verdad era que parecía que miraban a todas partes menos donde él estaba. Eso ya era interesante de suyo. Notó, casi entre paréntesis, que los dos estaban cubiertos de blancos granos de sintetiarroz. Por lo menos moriréis con sueños de fertilidad —pensó.
No lo miraron ni una sola vez, pero advirtió que estaban vigilándolo de cerca. Eran como dos zorros escondidos entre las matas, esperando a que se acerque un conejo que han olfateado.
Todo va bien, de momento. No creía que intentasen matarle allí, a vista de todo el mundo. Demasiados testigos en potencia. Se detuvo en el pasillo y se dirigió en voz baja al hombre.
—¿Me permite, señor?
El joven levantó la cabeza de golpe. Hizo un movimiento rápido con las manos: pareció que sólo pretendía esconder las mangas de la camisa dentro de la chaqueta. Konteau estaba preparado para enfrentarse a un arma, pero el otro no se movió más. Durante este breve instante, el hombre del tiempo advirtió que el rostro de la novia parecía todavía más duro y más musculoso que el de su cónyuge. De hecho, la fina capa de maquillaje de sus mejillas no llegaba a disimular del todo que le hacía falta un buen afeitado.
—Señor —repitió Konteau—, ahí viene por el pasillo un sacerdote de Kronos, sermoneando a todo el mundo. ¿Lo ve venir?
El novio asintió con la cabeza, sin perder de vista a Konteau.
—Si la señora y usted desean estar a solas, pueden utilizar mi compartimento. Es el A-1, el primero del fondo. Es mi regalo de bodas —dijo, sonriendo.
Se produjo una pausa brevísima mientras los dos se consultaban con la mirada, al parecer, para aceptar inmediatamente. El novio habló con voz nerviosa:
—Nos gustaría mucho... pero no estamos acostumbrados a estas cosas, la verdad... es la primera vez que viajamos en nave espacial. ¿De verdad no le importa?
—Estoy encantado.
—Bueno, entonces, ¿tendría la bondad de enseñarnos cómo funciona todo en el compartimento? —intentó poner una sonrisa de corderito—. Cómo se baja la cama, y todo eso...
—Por supuesto. Vengan por aquí los dos.
La «mujer» no había abierto la boca. Astuto por su parte, pensó Konteau. Volvió a advertir que los dos se cruzaban una mirada de emoción y de humor. Sabía lo que estaban pensando: este pajarito es tan tonto que está ante la boca del lobo y pide permiso para entrar.
¿Y si me he equivocado? ¿Y si esto no da resultado? No, es inútil pensar así. Mimí, vieja amiga, ¿estamos preparados?
Llegó la respuesta cortical, alta y clara. Preparados.
Abrió la puerta del compartimento. Advirtió que estaba allí su bolsa con el peso máximo permitido de diez kilos, atada a la rejilla de equipajes del techo. ¿Cuántas horas llevaba sin verla? ¡Cuántas vueltas y revueltas burocráticas ha debido superar hasta llegar aquí! Ojalá él tuviese tanta suerte.
Volvamos al asunto.
Ya estaban dentro todos, y se cerraba la puerta tras la novia. Los ojos de los asesinos lo miraban fijamente, brillantes de triunfo. La «señora» estaba de pie un poco por detrás del hombre, y Konteau advirtió que estaba abriendo el bolso. Iba a extraer el arma, apuntar y disparar de forma simultánea. El hombre, delante de ella, la cubriría. Lo tenían ensayado.
Konteau se agachó rápidamente pero sin bajar la cabeza, como se había agachado cierta vez para esquivar a un pteranodón que caía sobre él en picado en una playa del Cretáceo medio. De su ojo artificial subió durante un milisegundo un cono de una débil luz azul. El hombre que tenía delante se polarizó instantáneamente, y se quedó translúcido. Konteau lo empujó hacia la «mujer». Su pecho parecía gelatina pegajosa.
El krono retrocedió y contempló su obra.
Estaban muertos los dos, y sus cuerpos estaban soldados de forma grotesca. Los ojos sin vida de la «mujer», desorbitados, miraban a Konteau desde la chaqueta de su difunto esposo.
Pensativamente, frotándose la barbilla con el dorso de la mano, estudió este objeto macabro que flotaba libremente por este pequeño habitáculo, libre al fin de todas las preocupaciones humanas y no humanas. Sí, era un verdadero matrimonio en el sentido más estricto del derecho consuetudinario inglés, en el que se consideraba al marido y a la mujer como a una persona única. Por Kronos, ¡qué buena boda habían hecho!
Déjeme que ordene un poco la habitación y luego los enviaré a un viaje de novios que nunca habrían podido soñar.
El hecho un vistazo a la habitación. Flotaba sobre su cabeza una pistola lanzadora de dardos.
Se percibió un leve olor acre en el pequeño compartimento. ¡Kronos! «Ella» había conseguido disparar un tiro, después de todo. ¡Vaya si era rápida! O quizá fuese él el que ya tenía menos reflejos. O las dos cosas. Recordó vagamente que algo había pasado silbando por su oído cuando se agachaba. Sí, allí estaba. Era una cápsula hipodérmica clavada en el revestimiento de la pared. Todavía podía matar a alguien que estuviese limpiando la habitación. La extrajo con gran cuidado, entre el pulgar y el índice, y la dejó caer en el bolsillo de la chaqueta del hombre, e introdujo a continuación el arma.
Luego polarizó el cadáver doble y una parte de la pared exterior de la nave, y empezó a empujar al monstruo a través de la misma, para dejarlo caer en el basurero helado del espacio exterior. Cuando el cadáver atravesaba las chapas de ferrotitanio, surgió un problema. Parecía que algo se atascaba. Dio otro empujón al monstruo. Este acabó cruzando las chapas y desapareciendo. Al mismo tiempo, un objeto pequeño y reluciente pasó flotando por delante de sus ojos. Y luego otro. ¡Dos! ¿Era una pareja de asesinos de despedida? Se tapó la cara con el brazo y saltó hacia atrás. ¿Por qué no se habían polarizado aquellos objetos y habían atravesado la pared?
Investígalos, Mimí —dijo con voz entrecortada.
—Ya lo he hecho. Son círculos del elemento setenta y nueve, rodeados de cristales de hábito cúbico covalente. El doctor Ditmars ya te advirtió que esos cristales podían dar problemas a la hora de polarizarse. Son unas chucherías inofensivas.
Konteau agarró una que pasaba flotando a la altura de su oreja.
Enrojecía al observarla de cerca. Era un gemelo de camisa dorado, con un reloj de sol negro esmaltado. Estaba rodeado de diamantes, y...
—No puede ser... —susurró.
—Comprueba la inscripción del interior —le aconsejó Mimí.
—No. No puede ser...
Deja de repetir eso. James, ¡qué cobarde estas hecho! ¿Quieres que lo haga yo? —No. Tengo que hacerlo yo.
Se acercó el pequeño objeto al ojo bueno. Movió los labios lentamente al leer las leves letras grabadas.
James Konteau
Cuerpo de Krons
2645; 2650
Recogió el otro con un gesto lento, como en un sueño. Los sostuvo ante sus ojos mucho tiempo, simplemente mirándolos, dándoles vueltas entre los dedos, creyendo sin creer.
No estaban sucios por haber pasado por las manos de los agentes del Vyr. Nada podía ensuciarlos. Eran tan puros y castos como el día en que la Viuda se los había entregado. Creo que los llevaba en Xanadú aquel día —reflexionó Konteau—. Recuerdo un brillo... Sí, Mimí lo confirmaba.
Los puso con cuidado sobre el pequeño escritorio plegable, se quitó la chaqueta y la camisa e hizo unos agujeros en las mangas de la camisa. Se puso los gemelos y se volvió a vestir. Se admiró con sus joyas recién recuperadas, en el espejo de cuerpo entero.
—Kronos... Kronos... —dijo, pensativo—. Casi basta para que crea en Ti... Mientras tanto, Mimí, tenemos que volver al salón. Me da la impresión de que ese Cónclave va a ser muy movido. No nos lo vayamos a perder.
Salió al pasillo, y estaba haciendo girar el pomo de la puerta para colocarlo en la posición de «No Molesten» cuando sintió una mano sobre su hombro. Se incorporó lentamente y se encontró ante el sacerdote de Kronos.
—Hermano —preguntó el hombre de la túnica— ¿estás salvado?
Por los pelos —respondió. Se arrancó la mano de encima y se dirigió al salón; se sentó en un asiento vacío y se ajustó el cinturón. Las pantallas se encendieron un momento después, descubriendo el centro del gran salón del Cónclave, abarrotado. Había una persona con la cara completamente cubierta con una máscara negra, y a su lado estaba (Konteau tragó saliva) el aparato Arúspice. ¡Tages! El acólito de la máscara exclamó con voz sonora: «¡Oh Vyrs valerosos! ¡Señores gobernantes! ¿Estáis preparados? ¿Debo proceder a la adivinación?»
La respuesta fue un «¡Sí!» tronante.
El corazón de Konteau golpeaba como un martillo pilón. No son mis tripas —pensó—. Ni las de Helen. ¿De quién son? ¿De cualquiera? Aquella voz...
El acólito prosiguió.
—¡Arúspice espera! En esta ocasión...
Los pasajeros de la nave se inclinaron hacia adelante. Konteau era el primero de todos, sin ocultarlo. Intentó recordar el timbre y la modulación exactas de la voz de Tages. Había algo que no coincidía.
—... añadimos ciertos elementos piadosos a nuestro tradicional proceso de selección —prosiguió el acólito. Se le hinchaba la máscara al pronunciar cada palabra—. Por ejemplo, hoy, por primera vez en la historia, nuestro proceso de selección se retransmite en directo al público en general. Vuestros leales vasallos y vuestros súbditos en las lejanas colonias, en Terra, en los planetas lejanos y en las naves que surcan los mares y el espacio os contemplan ahora mismo.
Hizo una pausa y recorrió la sala con la mirada, para medir el efecto de sus palabras. En el gran salón del Cónclave reinaba un silencio increíble. Ni un carraspeo, ni un movimiento de pies.
—¿Cuál entre vosotros es el más noble, el mas leal, el más modesto, el más amoroso, el más reverente en sus servicios al dios? ¡Que salga!
—Es para nombrarlo Guardián del Cónclave —susurró un pasajero, a espaldas de Konteau—. Pondrá en marcha a Arúspice. Es un cargo muy honorífico. Ya está nombrado Delta, por supuesto.
Paul Corleigh, Delta Vyr, se puso de pie en su escaño adornado de primera fila, sonrió, hizo unas modestas reverencias a derecha e izquierda y pasó adelante. Estaba solo, sin competencia.
—Ah, milord —entonó el acólito—, es una elección excelentísima y muy lógica.
Retiró de una bandeja que había a su lado una servilleta blanca, y tomó una jeringa enorme.
—Si milord tiene la bondad de remangarse el brazo derecho...
Levantó la aguja para dejar escurrir una gota de líquido.
—¿Por favor...?
—Pero... —tartamudeó el Vyr—. ¡Nadie me dijo nada de una inyección!
—¡Sin anestesia! ¡Milord! En toda mi carrera, jamás me he encontrado con nadie de tanto valor. ¡Es absolutamente magnífico!
—¿Anes... tesia? —dijo el aristócrata con voz entrecortada—. ¿Valor?
¿De qué me habla?
—Vaya, de la operación, milord. Como milord es el mejor, el más noble y el más piadoso de los Vyrs, lo que va a parar a la caja de vidrio es su, digamos, sistema, para que lo lea Arúspice y designe instantáneamente al nuevo Jefe Supremo.
—¿¡Y LA MUJER!? —chilló Paul—. ¡La mujer!. ¡Iban a preparar una mujer!
—¡Oh, qué valor! —suspiró el funcionario—. ¿Está preparado ya?
—¡Nunca! —gritó el Vyr—. ¡Y ya tendrá noticias mías!
Lívido, se dirigió a su escaño a grandes zancadas.
El auxiliar se retorció las manos. —¡Qué pena! Quizá hubo algún malentendido. ¿Otro, quizá? —recorrió el mar de rostros con los ojos— ¿Alguien? —Pero ninguno le miraba a la cara.
—Oh, nobles Vyrs, ¿debemos romper entonces una tradición consagrada por el tiempo? ¿Debemos caer en el sucio juego democrático de un hombre, un voto?
Parecía que estaba a punto de echarse a llorar, y se inclinó para secarse los ojos con la máscara, dejando al descubierto unos largos bigotes grises que le llegaban hasta la barbilla.
Debí haberlo sabido —pensó Konteau. No quiso pensar lo que le habría pasado a Tages. Ojalá estuviese Helen ahora a su lado, para contemplar esto juntos. Pero ella se había exiliado voluntariamente, y quizá fuese mejor así. Podía hacer preguntas, y había cosas que él nunca sería capaz de contarle. Este mundo era un lugar salvaje.
Levantó la vista. En el Cónclave estaban sucediendo más cosas.
—¡Rechazan nuestras mejores tradiciones! —se lamentaba el acólito impostor— En mi pena, en mi vergüenza, en mi degradación, no me queda otra opción. Arúspice debe desaparecer para siempre. Yo personalmente destruiré la máquina. Y no sólo eso: dimito de mi cargo antiguo y honorable. Cedo el puesto a su noble hermano Harold el Santo, Vyr de Houston, Grande de Galveston y Barón de Buffalo Bayou. Todos conocéis a Harold. No necesita más presentación. Su señoría pasará al frente y tomará nota de las candidaturas para Jefe Supremo que presenten los miembros de la asamblea. Servirá de Secretario del Cónclave, y dirigirá el resto de la reunión. ¡Milord Harold!
Un hombre de rostro delgado que estaba sentado junto a Konteau soltó un gruñido de desagrado.
—No respetan las tradiciones —murmuró—. Llevan trescientos años utilizando la adivinación. Es un procedimiento seguro, preciso... Y ahora, todo a la basura. ¿Dónde vamos a parar? ¿No le parece? —añadió, —mirando a Konteau.
—Es una pena —dijo Konteau, con tacto.
En la pantalla se veía que una persona gruesa se ponía de pie entre los asistentes al Cónclave y salía al pasillo, haciendo reverencias y dando la mano a los que le deseaban suerte. ¿Estaba todo preparado de antemano? Konteau se lo preguntó. ¿O conoce Don Bigotes tan bien a esta gente que sabe hasta dónde puede llegar?
El acólito Ratell hizo mutis por el foro, haciendo rodar delante suyo el ordenador arúspice, que estaba provisto de motor. ¿Volvía de una vez el mago del tiempo a terminarse aquella comida en la bahía de Chesapeake, o lo había dejado por imposible? —se preguntó Konteau. La verdad era que él mismo sentía mucha hambre. Se dio cuenta repentinamente de que no había probado bocado desde que salió de Xanadú. ¡Ojalá dispusiese él de aquella comida al estilo de Maryland!
Por lo menos la selección del vigésimo primero Jefe Supremo ya estaba en marcha, y nadie intentaría organizar otra selección utilizando el Arúspice en mucho tiempo.
Un joven le tiraba de la manga. Era el asistente de vuelo.
—Señor Konteau, pronto tomaremos tierra. ¿Tendría la bondad de acompañarme, por favor? Debe abandonar la nave por la puerta de la tripulación.
Eso le preocupó. ¿Le iban a detener otra vez! ¿O era algo peor? Quizá fuesen a pegarle un tiro en cuanto se bajase de la nave.
—El asistente percibió su duda, y sonrió.
—Perdone, olvidé darle esto.
Extrajo del bolsillo de su camisa una nota doblada.
Konteau la leyó rápidamente.
Me alegro de oír que has llegado a salvo. Haz el favor de reunirte conmigo en la sala de conferencias en cuanto salgas de la nave.
Demmie
Respiró.
—La señora Helen viene conmigo.
—La señora tiene otra cita en el centro comercial, señor.
—¿Una cita? —dijo, confuso.
—Tiene algo que ver con nuevos equipos de peluquería, señor. La verdad es que no conozco los detalles. Nos encargamos de pedir hora en su nombre. Va a salir de la nave ella sola, y por la salida normal.
Por supuesto. Se decía que los centros de belleza, las boutiques y las casas de alta costura de Xanadú eran las mejores del sistema solar. No osaría molestar a Helen mientras se dedicaba a arreglarse. Se dio cuenta de que su propio aspecto tampoco era nada favorecedor. ¡Olvídate de esos quejidos del estómago! ¿Tienes tiempo de afeitarte, ducharte, ponerte una muda limpia?
Unos golpes y sacudidas silenciosos contestaron a su pregunta.
—Aterrizamos, señor. Venga por aquí, por favor.
18 D
LA escolta le guía por el pasillo del Ala Oeste, la especial. Se siente inquieto de repente. Esta sección está reservada al Consejo. El no tiene nada que hacer por allí. ¿Qué van a hacer con él? Probablemente no se trate de nada agradable. No importa. Por lo menos, Helen está a salvo. Está de compras por el Paseo, por lo menos en teoría. Espera que sea así.
Está lleno de malos presagios cuando la última puerta se abre con un silbido y le conducen hasta una sala abovedada.
Un momento después, está sentado al final de una gran mesa ovalada. Hay varios hombres y mujeres sentados alrededor de la misma, y le miran con expectación. (¡Hola, si es Zeke Ditmars! Se saludan con sendas inclinaciones de cabeza.) Enfrente suyo, al otro extremo de la mesa y al lado de un asiento vacío, hay una mujer joven. Evidentemente, lleva la voz cantante. Da un respingo al reconocerla: es la señorita que le acompañó cuatro días en esta casa de locos en órbita, Demmie... que ahora lleva la blusa y la túnica de Démeter, hija de Kronos y Directora del Consejo.
Ella le sonríe, y se dirige a él con la voz que bien recuerda.
—Bienvenido, James Konteau. ¿Sabe dónde se encuentra?
El hace una pequeña reverencia.
—Supongo, señora Directora, que me encuentro en la Cámara del Consejo.
Eleva un poco la voz al final, de forma que su respuesta es más bien una pregunta.
—Así es, James. Y permita que le presente a los otros miembros del mismo. Ya conoce al doctor Ditmars. —Va recitando los demás nombres, y se levantan uno a uno y le dedican una reverencia. Todos le sonríen. Algunos dicen cosas... que él no llega a entender. Todo esto se le escapa. Ella advierte que no se hace cargo de la situación, y le pide que se siente. Añade:
—Sólo le presentaré a uno más de nosotros, James. A nuestro Director Honorario. Y ya lo conoce.
Ahora ha aparecido alguien sentado junto a ella. El hombre sonríe abiertamente, y sus grandes bigotes tiemblan.
—¡Ratell! —exclama Konteau—. Pero... pero...
—Estás viendo un holograma en directo, mi querido muchacho. Tú me ves a mí, yo te veo a ti. Pero la verdad es que sigo aquí abajo, terminando de arreglar los asuntos del Cónclave. Están depositando los últimos votos para designar al próximo Jefe Supremo. Tu viejo y piadoso amigo Paul ni siquiera consiguió ser nominado.
Konteau asiente con la cabeza, y Démeter continua.
—El Consejo reconoce su deuda de gratitud con usted por el rescate del Delta Cinco Ocho Cinco. La verdad es que no sabemos cómo agradecérselo.
Quizá usted nos pueda dar alguna idea.
—No lo hice yo solo —dice, arrugando la frente—. Sin la ayuda de mi ex esposa y de su amigo, no hubiera sido posible. Pero, en realidad no lo hicimos pensando en el pago.
—Claro que no. Pero por lo menos, podemos asegurarles que no volverá a suceder. En este preciso instante se está forzando una reestructuración del orden social de Terra. Ya ha visto una parte de nuestro programa, en el Cónclave.
Algunas personas que ocupan altos cargos están siendo, digamos, degradadas. Pero no hace falta que entremos en eso.
Se calla de repente. Le está mirando las mangas. Los gemelos, para ser exactos. Luego le dirige una mirada acusadora. El se la devuelve tranquilamente. Todo esto es muy divertido. Ella había sabido en Xanadú que no tenía sus relojes de arena, y ¿cómo podía haberlos recuperado durante sus peligrosas aventuras de las últimas treinta horas? Bueno, no pretenderás saberlo todo, mi querida Demmie.
Ella se recupera de la sorpresa con deportividad.
—Entonces, James Konteau, ¿no tiene nada que preguntarnos?
—La verdad es que sí que tengo un par de preguntas.
Pero no mira hacia ella. Mira el holograma de Ratell. Tiene los ojos clavados en los del mago del tiempo. Empieza a hablar casi como tanteando el terreno.
—Usted no nació hace un par de siglos, señor Ratell. Sus propias ecuaciones demuestran que una persona no puede viajar hacia delante en el tiempo, más allá de cierto punto. Y yo sé —y usted mismo lo dice— que usted estuvo en el Cónclave. Cabe suponer que usted sigue allí. Y otra cosa: nuestro nivel tecnológico es incapaz de originar los grandes transmisores de tiempo, los equipos, los estabilizadores... ni siquiera mi ojo artificial, Mimir. Con todos los respetos, Zeke Ditmars, ni siquiera tú podrías hacerlo. Usted, señor Ratell, usted ha traído todo esto del futuro, desde su propia época. Quizá desde un futuro muy lejano.
—Así es —reconoce Ratell con un suspiro.
—¿Y sus amigos aquí presentes? ¿Lo sabían? —pregunta Konteau.
—El Consejo es muy consciente del hecho.
—¿De cuándo es usted? —pregunta Konteau—. ¿De qué siglo?
—De dentro de casi cinco.
—Y supongo que tenemos otros... visitantes.
—No. Soy el único, que yo sepa. La verdad, hijo, es que yo mismo descubrí las nueve ecuaciones, las que vosotros llamáis las Ecuaciones del Tiempo, y también fui yo quien diseñó y construyó las primeras máquinas. Y luego abandoné mi tiempo natal. Si alguien invade este tiempo, tendrán que volver a inventar las ecuaciones y el equipo. Pero no creo que puedan.
Dirige una mirada al krono. —¿Has oído hablar de un tipo que se llamaba Parkinson?
—No, creo que no.
—No es de extrañar. Vivió en el siglo veinte. Formuló una famosa ley: «Todo hombre asciende hasta su nivel máximo de incompetencia.» Y esto no sólo se aplica a las personas. También es cierto para las poblaciones, para las razas, para las especies animales enteras. Bueno, el Homo Sapiens como especie llegó a su nivel máximo de incompetencia en el siglo treinta y tres. ¿Crees que las cosas iban mal en la época de la Interrogación, o que van mal ahora? Deberías dar gracias a tus dioses de que no conociste el siglo treinta y tres. Volví para ver si podía dar un cambio a la historia. Quizá hice algo útil, quizá no. Hasta que no vuelva a llegar el treinta y tres, no lo sabremos. ¿Te he aclarado las ideas? —añade, dirigiendo a Konteau una sonrisa.
—Casi todas.
—¿Pero te quedan cabos sueltos...?
—¡Es su hija! —exclama Konteau.
—¿Demmie? —dice Ratell, riendo—. De la misma manera que la Démeter mitológica era hija de Kronos.
—¿Kronos? —tartamudea Konteau—. ¡No! No existe tal ser. Si Demmie... entonces, ¿los otros?
Era inaceptable.
Pero sus nombres, empieza a recordar sus nombres. ¿Zeke Ditmars? Como Zeus. Y esta señora Herald. ¿No se parecía a Hera El almirante Poside: Poseidón, con su insignia de un tridente en la solapa y todo. Y el señor Haydon. ¿Hades, quizá? Y este tal Hestace. Como Hestus. Los seis hijos del dios Kronos. Naturalmente. ¿Había esperado librarse de esta loca mitología aquí! ¿En la cámara sagrada del Consejo? ¿En el último dominio racional del gran Ratell? No puede soportar esta situación tan irónica. Reprime una risa enloquecida. La verdad es que tiene sentido, en cierto modo. Quizá los nombres sean rituales, para identificar a los ministerios y a sus funciones. Tampoco le importa demasiado el sentido de todo esto. ¡Y lo que veía ahora! Había visto que el cuerpo holográfico de Ratell extendía las manos holográficas, y éstas levantaban de la mesa el informe que había allí y se lo acercaban al cuerpo.
El ojo bueno de Konteau casi se sale de la órbita. Casi pide a Mimí que investigue este fenómeno, pero decide que es mejor no hacerlo, ya que a ninguno de los presentes parece llamarle la atención. Pero estas cosas no parece que sean absolutamente lógicas, y la verdad era que deberían explicarle... si fuese capaz de formular las preguntas adecuadas. Empieza a decir:
—Bueno, esperen un momento —se da cuenta de que ha hablado demasiado alto—. Tengo derecho a...
Pero el holograma de Ratell se está desvaneciendo. El hombre, el informe, todo. La sonrisa es lo último que desaparece. ¿No había un libro antiguo que contaba algo parecido de una sonrisa... de un gato?
Konteau suspira. Es un misterio demasiado profundo.
La directora ha permanecido de pie todo el rato.
—¿Decía, James?
—No, nada.
—Entonces, creo que podremos pasar al punto siguiente del orden del día: su informe y recomendaciones de fecha veinticinco de julio, James.
Ella tiene delante suyo el informe. El original. Y lo que tienen los demás miembros del Consejo son copias de su informe. El lo había firmado y se lo había entregado para que lo hiciese llegar a la Directora. A sí misma, resultó ser. Hacía menos de dos días. Parecían veinte años. El informe no había salido de Xanadú. ¿Para qué? El consejo estaba aquí reunido, había estado aquí todo ese tiempo.
—Dentro de dos años queremos tener... debemos tener... una colonia completa, cinco millones de personas, en el Marte del Proterozoico —dice ella con una tranquila certeza—. Desde ahora, por razones de presupuestos y de planificación, debemos asignar un nombre a esa nueva colonia. Habíamos pensado darle un nombre que conmemorase su misión de rescate en Delta.
Konteau sonríe inseguro. Es un detalle. ¡No puede negarse!
—No podemos llamarla «Delta», por supuesto —prosigue ella.
El se encoge de hombros.
—¿Qué le parece la inicial, «D»? —pregunta ella.
El corazón se le empieza a desbocar, y el rostro se le pone de un color cetrino.
Ella lo observa preocupada. —James, ¿se encuentra bien?
El consigue asentir con la cabeza.
—¿No le gusta «D»? ¿Prefiere otro nombre? —apoya las manos sobre la mesa y se inclina hacia él.
¡Por las mandíbulas batientes de Kronos! D no es un hombre. D no es Death. D no es Daleth, ni Delta, ni Desastre. ¿Qué es D? ¡D es su proyecto favorito! ¡D es la primera colonia en Marte! Kronos le ha sonreído por fin.
—Me gusta «D». ¡Es un nombre perfecto! —declara con firmeza.
Por fin está llegando al fondo del gran misterio. Esto aclara lo de «D». Y ¿qué pasa con el misterioso jugador de ajedrez? El hombre al otro lado del tablero todavía le espera.
La partida no ha terminado, pero por lo menos ya no tiene miedo.
—Muy bien, entonces —dice Deméter—. ¿Cuándo puede empezar sus exploraciones?
—¿Yo?
—Usted.
—Pero trabajo para la Viuda. Tendrían que hablar con ellos.
Ella le muestra un sobre azul con el símbolo del reloj de arena.
—Ya hemos tomado las medidas necesarias. Todo está aquí. Tiene un año de permiso. O más, si es preciso.
Empieza a ordenar sus ideas. Pero esta vez quiere controlarlas de forma absoluta. Dirige a Deméter una mirada penetrante con el ojo bueno.
—No tan deprisa. Ustedes los del Consejo —se vuelve al doctor Ditmars—, y sobre todo tú, Zeke... tenían planeado todo esto. Se aprovecharon de mí. ¿Por qué voy a hacerles favores?
Deméter responde con voz tranquila. —Lo elegimos a usted porque era el mejor. Tenía los conocimientos, la habilidad y la experiencia necesarias. Era hombre de recursos. Tiene un índice de supervivencia altísimo. Ha salido indemne de dos intentos de asesinato, por lo menos. Tenía una motivación. Y estaba aquí. Sí, nos aprovechamos de usted. La gente siempre se aprovecha de otra gente. Es la condición humana. Usted se aprovechó de Helen y de Albert Artoy.
Respira hondo, y luego suelta el aire lentamente. Ya no puede enfrentarse a esto. Además, ella tenía toda la razón. Era verdad que estaba muy motivado. Quiere este proyecto de todo corazón. Pero no quiere que estas personas se enteren de cuánto desea hacerse cargo del proyecto.
—Necesitaría una buena tripulación —gruñe—. Dos personas, por lo menos. Un piloto, un topógrafo...
—Ya están aquí. Le esperan en la sala de juegos.
La mesa de ajedrez está en la sala de juegos. Reprime un escalofrío repentino. Sacude la cabeza.
—Quiero elegir a mi propia tripulación. Este trabajo es peligroso. Tengo que tener a los mejores.
—Estos dos son los mejores. El piloto nos lo recomendó un viajero de gran experiencia. El topógrafo es experto en topografía marciana del Proterozoico. Acaba de terminar su tesis doctoral sobre las fuentes de oxígeno del Valles Marineris de mil millones de años A.P.
—¡Por los dioses! ¡Un sabihondo!
Ella sonríe levemente. —Écheles una ojeada, por lo menos. La puerta de tiempo se abre dentro de dos días, pero podemos retrasarlo si es necesario. Si no acepta a alguno de los dos miembros, podrá contratar a los que quiera. Prometido. ¿Trato hecho?
Bueno...
—¡Excelente! Encontrará su hoja de ruta en la documentación de la exploración. Y haga el favor de pasar a hablar conmigo antes de ponerse en marcha.
Ella se retira de la mesa, y los demás se levantan.
Konteau se levanta, gruñe algo de «vaya caradura...». Pero no puede quejarse. Al fin y al cabo, estas personas salvaron la vida a Helen (con un poco de ayuda de Ratell). Y a él también le salvaron la vida. Por lo tanto, dice con educación: «Señora, miembros del Consejo...», hace una reverencia y se marcha.
Se asoma a la sala de juegos, y su corazón empieza a saltar, a dar botes, como un coche eléctrico averiado.
Sentado ante la mesa de ajedrez, a sólo tres metros, hay un hombre con la chaqueta oscura de los aprendices de krono. La chaqueta lleva una capucha, y el hombre lleva puesta la capucha, que le oculta la cara.
No abandones la partida, hombre-kron. Se pasa la lengua por los labios y observa el tablero. Puede ver la posición desde allí. El jugador misterioso juega con negras, y tiene un peón pasado en la cuarta fila. Coronará en cuatro movimientos. El rey blanco está bloqueado. El negro dará mate con la reina al coronar. El blanco tiene que perder.
Murmura un monólogo interior al estudiar la figura sentada. Así, Muerte no-tan-poderosa, que no ha acabado todo. Te me presentas con la apariencia de este aprendiz. ¿Sabes tan poco que quieres que yo te enseñe algo? ¿Qué puedo decirte yo a ti de los peligros, del terror, y de la paz del sepulcro? Ha llegado el final. ¿O no es más que el principio? No importa. Por lo menos, te miraré cara a cara.
Empieza a sentir un hormigueo en las tripas. Qué raro, piensa. ¿Es una advertencia? ¿Tiene algo que ver con el tiempo?
La figura ya ha advertido su presencia; incluso es posible que la hubiese advertido desde que Konteau había cruzado la puerta.
Konteau se acerca a la mesa de un salto, y manda con una voz dura y gutural, que podría atravesar paredes de granito: —¡Quítate la capucha!
La figura sentada, que lo ha estado contemplando desde el anonimato de su capucha, se pone de pie y se retira los pliegues grises con un gesto increíblemente airoso.
No. Dios mío, no.
A Konteau se le disuelven las vísceras al contemplar el rostro de su hijo. Tan orgulloso, tan frío, tan elegante. Retrocede medio paso. Quiere que se lo traguen las baldosas del suelo.
El joven lo contempla todo. Su boca regular forma una sonrisa tan repentina, tan luminosa, que a Konteau le da un vuelco el corazón.
—No te esperaba... a ti —dice débilmente—. ¿No será... un error?
—No.
El hombre mayor intenta controlar su propia mente y su cuerpo. Se acerca otra vez a la mesa, pero no intenta tocar a su hijo. Oh, que ojos azules más hermosos: como los de su madre. Tartamudea, está mudo.
—No sabía que habías entrado en la escuela de krons. Es... una sorpresa.
—No te lo dije. No se lo dije a nadie. Hubieras hecho que me expulsaran.
—Sí, eso hubiera hecho.
—Ahora es tarde. Ya no puedes hacer nada.
Eso no era verdad —piensa Konteau—, y él lo sabe. Pero estoy cansado.
Ya no puedo luchar con él. Clava su ojo verdadero en la cara de su hijo, y tuerce el gesto. —Pero sigo sin entenderlo. Aquí hay gato encerrado.
Te mandé hace dos días un mensaje de búsqueda. Estabas en algún lugar de Lambda.
—Era un plan mío para que no me encontrases si me buscabas. No estaba en Lambda.
—Pero tenías que estar en alguna academia-kron, en alguna parte.
—Así es. Estaba en Delta.
—¿Todo el tiempo?
—Todo el tiempo.
—¿En qué...? —traga saliva ruidosamente—. ¿En que asentamiento?
Ni siquiera es una pregunta. Se lo está diciendo él a su hijo.
—En el Cinco Ocho Cinco —dice Philip Konteau. Le mira con un silencio extraño mientras se empiezan a formar gotas de sudor en la frente de su padre. —Estaba en el Teknikron. Son nuevos, pero dicen que dan la mejor enseñanza de todo el Este. Cuando el Cinco Ocho Cinco empezó a patinar —añade—, te llamé. Supongo que podría llamársele telepatía. Y viniste. Y mamá también.
Se encoge de hombros, un gesto delicado y expresivo: apenas se percibe el movimiento del hombro izquierdo.
En el Teknikron, piensa Konteau. Había estado en aquel mismo edificio.
—¿La Viuda te dio este destino ayer mismo?
—Fue el mismo Consejo. Vine en el expreso nocturno.
—¿Sabe tu madre que estabas en el Cinco Ocho Cinco —pregunta Konteau con voz suave.
—No, por supuesto que no.
Se intercambian una sonrisa de complicidad masculina.
Luego, Konteau padre estudia el tablero de ajedrez, sin estudiar verdaderamente la posición; se limita a pensar por qué estaba allí su hijo, en aquel preciso instante y lugar.
¡Por el cráneo reluciente de Kronos! Vuelve a percibir la mano astuta del maestro de las intrigas, del hombre de las mil épocas y las mil caras. Vuelve a levantar la mirada.
—Oye, Philip —dice—. ¿Has visto por aquí a un vejete, un tipo de aspecto excéntrico, con grandes mostachos? —se lleva los índices al labio superior, para indicar el tamaño del bigote.
—Ah, te refieres a Ratell. Vinimos juntos en el expreso de ayer, pero volvió a marcharse esta mañana. Es curioso que me lo preguntes. Pasó un rato por aquí y colocó las piezas sobre el tablero. Dijo que la partida tenía mal aspecto para el blanco, pero que en realidad tiene una jugada ganadora.
Konteau piensa en esto. Ratell... aparece incluso en su sueño ajedrecístico. O sea, que el maestro del tiempo debe haber tenido acceso a su ficha psiquiátrica. Bueno. Vamos a echar una ojeada a esta posición. ¿Blancas juegan y ganan? Sólo podrían ganar capturando inmediatamente el peón pasado de las negras. Lo que quiere decir, por supuesto, que el peón blanco de B-5 debe ser capaz de capturarlo al paso. ¡Por supuesto! El último movimiento del negro había sido el avanzar el peón dos pasos, desde su casilla inicial, lo que se llama «movimiento fantasma» en ajedrez artístico; por lo tanto, el peón se podía capturar al paso. ¡Todo es cuestión de Tiempo! Esta posición nos enseña una lección muy profunda. El Pasado siempre da forma concreta al Futuro. Pero es el Presente el que reconstruye el Pasado. Las reglas del juego son las reglas del Tiempo. El blanco gana porque comprende el Tiempo. Ratell quiso enseñarle esto. Todo empieza a tener sentido, aunque de forma enloquecida.
Konteau dirige una sonrisa feliz y espontánea a su hijo.
—¡Tenía razón!
—¿Has resuelto el problema?
—Sí. Peón por peón, al paso.
—Vaya, es verdad. Bueno, en ese caso te podré dar el resto de su mensaje.
Le toca a Konteau sorprenderse. —¡Ah!
—Dice que deja la comida por imposible, a saber lo que quiere decir con eso, y me pidió que te diera esto.
Su hijo le alcanza un montón de paquetes de alimentos. Estaba al otro lado de la mesa, pero Konteau no se había dado cuenta.
—Dijo que eran «mariscos». ¿Qué son los mariscos? ¿Para qué sirven?
Konteau entreabre un paquete y huele el interior. ¡Todavía caliente! Mmm... Bollos de cangrejos, ostras asadas, escorpinas, molletes de pan de maíz con mantequilla, una terrina de madera con algo... ¿sería salsa de terrapene?... su rostro adopta una expresión soñadora.
—¿Parecía molesto?
—No. Un poco triste, como si se resignase a lo inevitable.
Cada uno tenemos nuestro papel, piensa Konteau. —¿Por qué no echamos una ojeada a nuestro piloto? —dice—. Podemos compartir esta excelente cena con él e ir discutiendo algunos de los asuntos más complicados de la misión. Creo que no me han dado su nombre. ¿Te lo han presentado a ti?
—Sí. Pero no es «él». Es «ella».
—¿Una mujer?
Konteau vuelve a sentirse inquieto.
—Se presentó voluntaria —dice su hijo, adoptando cuidadosamente una expresión neutra.
¿Otra vez Ratell? —piensa el hombre-kron—. Vaya, vaya. Puede ser. Pero tiene cuidado. No iba a hacerse ilusiones demasiado pronto. ¿No había terminado todo? La Helen de pelo de jacinto de Poe, Jane Stith Stanard, había muerto en un manicomio de Richmond en 1924. Se oyó al otro lado de la sala el cli-cli de la locomotora Pulgarcito. Escucha un momento. No, no ha terminado todo. Para él, nunca habría terminado. La necesita. La necesita tanto como el respirar. Recupera el dominio de su voz. Sólo se aprecia un leve carraspeo.
—¿Tiene experiencia?
Philip sonríe. —Ya te lo dijo Demmie.
Demmie. Este chico se entera de todo. Vamos a saltar de cabeza.
—¿Es tu madre?
—Aterrizaste en el blanco —responde, y se le queda mirando.
Konteau dirige a Philip una sonrisa que parece ir creciendo cada vez más, y luego le da un puñetazo suave en el brazo, como hacen los adolescentes a sus amigos. —Cuando la recojamos, voy a pedir unos cubiertos y un par de litros de vino blanco en el bar. ¡Y luego os voy a dar la mejor comida que habéis probado en vuestras vidas, viejos kronos!
El joven topógrafo le mira con sus ojos grises tranquilos.
—Papá, no puedo ir con vosotros. Lo siento de verdad. Tengo una reunión de trabajo con Demmie. Puede durar varias horas.
—Ah. Por supuesto. No te preocupes.
Ve a su hijo alejarse por el pasillo que se dirige al Ala Oeste.
Se siente abandonado. ¿Debe ponerse en camino, con una caja de comida a cuestas, a buscar a una piloto que no tiene el más mínimo interés por cenar con él? Maldita sea, Philip, podías haberla convencido tú de que cenase conmigo.
Valor, Konteau. La busca por el centro comercial abarrotado.
Entra una mujer por el pasillo que viene del Paseo. Se detiene junto a una de las grandes columnas centrales, y sus ojos recorren la sala. Lo encuentra, y le mira con tranquilidad. Se pone una mano en la cadera y dobla ligeramente una rodilla, inclinando así la pelvis. Se apoya sobre la columna sin dejar de mirarle. En la penumbra, su cara es un alabastro enigmático, pálido, sobrenatural.
Y esta columna es la que tiene forma de lepidodendro, con su típica corteza llena de escamas onduladas.
¿Helen? ¿Era esta Helen? Parece tan joven. Una niña, exactamente como la que había poseído en aquel bosque del Carbonífero Superior, hacía más de trescientos millones de años. El traje de faena de color púrpura... la camisa cuyos bolsillos delanteros se abrochan con pasadores que parecen pétalos de jacinto... el pelo oscuro, con rizos de jacinto. Siente que puede oler las minúsculas flórulas.
Esta mujer, esta náyade, esta belleza fantástica, es su antigua mujer. Está aturdido. No se atreve a pestañear. Ella podría esfumarse.
Su elegancia etérea no tiene connotaciones sexuales evidentes. Pero, con todo, como los elementos ajenos a una sonrisa pero que forman parte de la sonrisa de Mona Lisa, irradia una invitación. El va abriendo la boca. ¿Es verdadera, o es una proyección de su mente? Si no deja caer el paquete de comida es porque tiene las manos paralizadas, de hierro. Y forman un contraste poderoso con su cerebro, que es una masa de gelatina también paralizada.
Se acerca un juerguista por un lado. Se tambalea un poco, y lleva una botella y un vaso a medio llenar. Se dirige a ella. Konteau sale de su ensueño y empieza a acercarse. Pero no tenía que preocuparse. Ella dice algo corto e incisivo por un lado de la boca, sin mirar al intruso, y éste se queda cortado, derrama la bebida, retrocede, desaparece.
Y ahora él empieza a percibir una alucinación auditiva muy notable. Todos los sonidos desaparecen uno a uno, como si los hubieran pedido prestados para la escena y hubiesen aparecido ahora sus dueños para llevárselos. El ruido de voces cesa. También las pisadas. Y el tintineo de los vasos. El crujir de las ropas. Y, por último, el cli-cli-cli de Pulgarcito, en sus pequeños y eternos raíles de la maqueta del rincón del fondo.
No, no es lo último. Queda otro sonido.
En el silencio sepulcral, oye el zumbido de las alas de una libélula gigante.
Helen sonríe y se dirige hacia él.