Jander Sunstar es un elfo dorado, un nativo de las tierras mágicas de Bienhallada, en uno de los Reinos Olvidados. Pero también es un vampiro.

Desgarrado por la pena y la ira, la plegaria de venganza de Jander es escuchada por la magia de Ravenloft y el elfo es transportado a ese reino de pesadilla donde conoce al conde Strahd von Zarovich, el amo del plano dimensional de Ravenloft. Poco a poco, Jander va descubriendo que ni siquiera el conde, también vampiro, es digno de la confianza de un elfo, ya que sus deseos de revancha están directamente ligados a la oscura herencia de Ravenloft.

 

Dedico este libro, con amor (y agradecimiento), a mis padres, James R. Golden y Elizabeth C. Golden, que tal vez no crean en elfos ni vampiros, pero que siempre creyeron en mí.

También doy las gracias a Veleda y a Robert porque leen todo y generalmente les gusta casi todo.

Y, por último, agradezco a TSR el haber permitido que una principiante proyectara sus negras sombras sobre Ravenloft, y a mi editor, Jim Lowder, su paciencia, guía y apoyo.

 

Aquel que sonríe ante la muerte, como sabemos;

aquel que florece entre las enfermedades que exterminan pueblos enteros.

¡Ay! Si semejante ser proviniera de Dios, y no del demonio,

¡qué potencia bienhechora no sería para este mundo nuestro!

Bram Stoker, Drácula

 

<p>PRÓLOGO</p> </h3> <p>Los últimos rayos del sol poniente se filtraban por las vidrieras de las ventanas, en la capilla del castillo, y formaban charcos de colores apagados sobre las losas del suelo. La única iluminación artificial provenía de un pequeño brasero que brillaba en el altar. El Gran Sumo Sacerdote de Barovia siguió con su tarea hasta que sus ojos no distinguían ya con claridad. Finalmente, molesto por la ineludible interrupción, dejó el amuleto a un lado y encendió las velas necesarias para continuar.</p> <p>La llama cálida de las bujías iluminaba el presbiterio, aunque dejaba en las sombras la mayor parte de la capilla. La baja estructura de madera que formaba el altar, desprovista de su carácter sagrado para la celebración de ritos, había sido transformada en banco de taller sobre el que se amontonaban los útiles de un delicado trabajo de metalistería: martillos pequeños, tenazas, un yunque de platero de bruñida superficie, pedazos de cera para moldes… El sacerdote de blancos cabellos encendió el último cirio y regresó apresuradamente al talismán, amo exigente que le martilleaba el cerebro con su lastimera llamada para que lo terminase.</p> <p>El Gran Sumo Sacerdote llevaba ya varias semanas fabricándolo, entregado a la tarea con una intensidad febril que le impedía descansar a medida que se acercaba al final. Sin embargo, no por ello acusaba el cansancio; la energía parecía fluir por sus venas al tiempo que guiaba sus manos, torpes e ignorantes. El objeto se hacía a sí mismo y sus dedos nudosos no eran sino meras herramientas.</p> <p>Por una parte, se sentía culpable de abandonar sus obligaciones como sacerdote y refugio de una comunidad de asustados feligreses. Los ataques de los trasgos se intensificaban continuamente, y él se limitaba a enviar a su ayudante para administrar los últimos sacramentos a los muertos, cuyo número aumentaba sin cesar. La voz del amuleto, por otra parte, lo tranquilizaba recordándole que le había sido asignada una misión de mayor importancia, que no estaba forjando una simple joya de orfebre sino un arma como nunca se había visto en este mundo de lamentaciones, y el enemigo a que estaba destinada era muchísimo más terrible que los trasgos, un enemigo que vendría para sumir Barovia en la más temible oscuridad.</p> <p>El anciano hizo una pausa y, con las manos temblorosas por la tensión, se restregó los enrojecidos ojos antes de proseguir. Había fundido dos piezas antiguas para crear la nueva, según las instrucciones que oía en la cabeza; el cristal representaba el don de la tierra; el platino donde se engarzaba el cuarzo también era antiguo, aunque sus dedos habían imprimido sobre el metal precioso ciertas runas de amor, en vez de violencia; el colgante tenía forma de un destellante sol y, cuando colocó la piedra en el centro, se llenó de luz y belleza como un verdadero sol en miniatura.</p> <p>Cinceló con cuidado la última runa, cerró los párpados un instante para desviar el sudor de los ojos y examinó el trabajo de artesanía. Aún quedaba una cosa por hacer; se puso el colgante en el cuello, oculto entre las ropas a la vista de los demás, se tocó el bolso para comprobar si la carta que había escrito de su puño y letra unas semanas antes seguía allí, y sonrió levemente. La energía sobrenatural que todavía lo impulsaba lo alejó del altar y, con la velocidad y seguridad de una persona varios años más joven, lo guió a través de largos pasillos iluminados por antorchas.</p> <p>Uno de los criados del señor lo oyó salir por los pórticos dobles de la capilla y, tras realizar un esfuerzo para darle alcance, le preguntó:</p> <p>—¿Qué sucede, Santidad?</p> <p>—Un caballo —pidió, sin molestarse en mirarlo un momento.</p> <p>El joven corrió en silencio para adelantarse al sacerdote y cumplir la orden. El señor del castillo, antes de partir hacia la guerra, había recomendado a la servidumbre obediencia a Su Santidad en todo. A pesar de la premura con que actuó el criado, el clérigo tuvo que aguardar impacientemente varios minutos fuera de las hermosas puertas talladas del castillo, hasta que un mozo de cuadras le llevó la montura. El Gran Sumo Sacerdote subió casi de un salto a la silla y, haciendo girar al animal de un brusco tirón, salió del patio entre el estrépito de los cascos en dirección al Círculo, donde completaría el divino encargo.</p> <p>La niebla descendía sobre la noche mientras el sacerdote y el caballo galopaban por el antiguo camino de Svalich. Hombre y bestia recibían continuas salpicaduras de barro, pero el viajero, ajeno a todo, azuzaba a la montura para aumentar la velocidad por mandato del amuleto. Acuciado por la impaciencia, abandonó el camino y se dirigió hacia el bosque de Svalich. Él no conocía el atajo, pero el talismán sí. Llegó por fin a su destino: un círculo de grandes piedras, justo en los límites del pueblo de Barovia.</p> <p>Pretendía desmontar, quitarse el colgante y correr hacia el centro del círculo, todo al mismo tiempo, pero sólo consiguió enredarse los pies en las ropas y caer al suelo pesadamente. «Este viejo cuerpo no da más de sí», pensó con amargura mientras se ponía en pie. Se hincó de hinojos en el centro, junto a una piedra lisa y grande, y depositó el amuleto con reverencia.</p> <p>«La última bendición —se dijo— y todo estará cumplido…».</p> <p>Bien entrada la mañana siguiente, el joven novicio encontró al sacerdote en el mismo lugar, con una expresión de paz en el rostro, curiosamente desdibujado por la muerte, y los grises labios curvados en una leve y dulce sonrisa; en una mano sujetaba el talismán solar y en la otra, una nota. El joven, con los ojos inundados de lágrimas, tuvo que abrir y cerrar los párpados varias veces para poder distinguir las últimas palabras del Gran Sumo Sacerdote.</p> <p><i>He aquí el gran don de los dioses para una tierra abatida. Utilízalo bien, con reverencia, pero transmite el secreto sólo de clérigo a clérigo. La familia de cuervos descenderá y éste ha de ser el santo símbolo de su linaje, éste cuyo poder es semejante al del sol: luz y calor; porque es la última esperanza para contener la sombra que caerá sobre este desgraciado reino</i>.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>UNO</p> </h3> <p>Lejos de Bienhallada, el <i>Orgullo de la Reina</i> se mecía serenamente en las oscuras aguas de la bahía de Aguas Profundas. Una juguetona brisa nocturna agitaba los cabos del catamarán y los lanzaba con estrépito contra la embarcación en la calma relativa de la avanzada hora. El viento arreció y sacudió enérgicamente el estandarte e hinchó la imagen heráldica del árbol dorado sobre cielo azul oscuro cuajado de estrellas. En la distancia, las boyas repicaban amigables avisos y el olor de pescado y salitre impregnaba el aire fresco y húmedo.</p> <p>Al amparo de una calleja, una silueta solitaria contemplaba el navío nostálgicamente. Bajo la luz de Selune, la piel y el cabello del elfo dorado parecían blancos como las perlas, y su gastada túnica azul adquiría el mismo tono grisáceo que la capa y los calzones. La deslucida plata del ribete de la túnica aún reflejaba el resplandor lechoso de la luna.</p> <p>Jander Estrella Solar era alto entre los de su raza, casi un metro ochenta centímetros, y delgado; sus rasgos limpios y marcados se suavizaban ahora con el doloroso recuerdo. Las élficas orejas ahusadas, terminadas en gráciles puntas, se perdían, aunque no por completo, entre los abundantes cabellos dorados. Las botas, silenciosas sobre los maderos de la dársena hinchados por la acción del agua, eran de flexible piel gris y lo cubrían hasta la mitad del muslo. Una daga sencilla, envainada, le adornaba la parte izquierda de la cadera.</p> <p>Sus plateados ojos rebosaban aflicción. ¿Cuántas décadas habían transcurrido desde que había contemplado un barco de su tierra natal por última vez? La gloriosa Bienhallada, lugar de belleza y armonía donde jamás regresaría… Se caló el sombrero con largos y delgados dedos para ocultarse de miradas curiosas.</p> <p>Ya no podía soportarlo más. Se dio la vuelta y se alejó en silencio de los muelles hacia el corazón de la ciudad que los hombres llamaban Aguas Profundas; también había sido su hogar durante cierto tiempo, antes de que la pasión por los viajes lo arrastrara a la perdición.</p> <p>Raramente se aventuraba en la ciudad, cada vez más poblada, demasiado para su gusto, y residía en una pequeña cueva alejada de la urbe donde aún encontraba árboles y silencio. Allí solazaba su innato amor élfico por la belleza y la naturaleza plantando y cuidando un reducido jardín de flores nocturnas. Esa noche, sin embargo, una necesidad imperiosa lo había llevado a merodear por las inmediaciones del muelle. Se movía en silencio absoluto, con un propósito certero, sin que las botas de piel gris resonaran sobre los guijarros. Pasó de largo ante tabernas, comercios y prostíbulos sin prestarles atención, en dirección al rincón más sórdido de la población, donde las almas más torturadas de Toril lloraban por sus vidas sin sentido, que transcurrían entre la mugre y el dolor. Torció por una esquina, los afilados rasgos descarnados por el hambre y la capa gris flotando a la espalda.</p> <p>El dinero podía comprar remedios para casi todo en Aguas Profundas. Había clérigos para las heridas o magos para la buena fortuna, aunque, en ocasiones, los dioses no escuchaban las plegarias de sus sacerdotes y los encantamientos salían mal, horriblemente mal.</p> <p>Antiguamente, los desgraciados acosados por enfermedades mentales que la magia no podía curar eran encerrados y aislados en sótanos o expulsados a las calles. Algunas personas especialmente crueles llegaban incluso a hacer «desaparecer» a los inoportunos familiares dementes. Hoy en día, en cambio, en el civilizado año de 1072, existía un lugar para los desquiciados sin esperanza.</p> <p>Cerca ya del gran edificio de madera y piedra, Jander se estremeció; incluso desde fuera, sus sensibles oídos sufrían la tortura de la confusión procedente del interior. En su opinión, el horror de los manicomios superaba el de los castillos encantados porque en ellos se escuchaban vívidamente los lamentos de los condenados. No le gustaba acudir allí para alimentarse y lo hacía sólo una vez cada algunos años, siempre que la sed de sangre no se aplacaba con la de animales. Se preparó para lo que le esperaba dentro y se acercó a la puerta.</p> <p>El asilo constaba de dos salas principales: una para hombres y otra para mujeres; en las celdas individuales encerraban a los internos cuya virulencia impedía la convivencia en la sala común, o a aquellos pocos seres patéticos cuyo sexo original había sufrido tales deformaciones que ya no se distinguía. Jander, por principio, nunca entraba en las celdas de aislamiento; a pesar de ser vampiro no podía soportar tanto sufrimiento y tanta fealdad.</p> <p>En primer lugar, una mera neblina deshilachada se colaba en la sala de las mujeres entre las rendijas de los tablones de la puerta; después tomaba color azul, plata y oro y, luego, un ser que podía confundirse con un ángel se materializaba en el lugar de la neblina.</p> <p>Las antorchas situadas en los candelabros de pared, lejos del alcance de los residentes, proporcionaban iluminación suficiente, porque muchos lunáticos sentían horror de la oscuridad y la luz se hacía necesaria. El suelo estaba cubierto de paja y jergones carcomidos; había bacinillas pero eran pocos los que las utilizaban. Una vez cada varias semanas, los cuidadores designados trasladaban a los internos y mojaban las salas con cubos de agua, medida que contribuía escasamente al saneamiento del infecto lugar.</p> <p>Con la gracia de un gato, Jander se abrió paso entre las dementes esparcidas por el suelo; volvía la cabeza de un lado a otro mientras sus argentinos ojos escrutaban el escenario. Algunas se apartaban a su paso y corrían a ocultarse en los rincones, otras ni lo percibían, y un tercer grupo llegaba incluso a arrastrarse hacia él servilmente; apartaba con delicadeza a estas últimas.</p> <p>Hacía casi medio siglo que no iba por allí y no reconocía a ninguna. Había mujeres de aspecto bastante normal, ancianas cuyo juicio se había trastocado poco a poco hasta abandonarlas por completo; otras, sin embargo, eran monstruosidades desfiguradas, víctimas de sortilegios malogrados o de maleficios deliberados, que aullaban angustiadas y se acurrucaban en los rincones. El espectáculo más lamentable era el de aquellas que permanecían cerca de la cordura, que habrían podido vivir fuera con un poco de ayuda por parte de los familiares, ayuda que nadie se había molestado en prestarles.</p> <p>La creciente población de Aguas Profundas había incidido en el aumento de reclusos, tanto en número como en variedad. La mayoría eran humanos, aunque de vez en cuando se reconocía la forma agazapada de un enano o un halfling; gracias a los dioses no había elfos. En un rincón de aquel lugar frío y húmedo, una mujer arañaba sistemáticamente el muñón sangrante del brazo con una mano cubierta de escamas; las extremidades inferiores también eran de reptil y terminaban en garras de hombre lagarto, aunque su inexpresivo rostro era totalmente humano. Otra, que yacía casi a los pies del vampiro protegiéndose la cabeza con los brazos, se movió al pisarla Jander sin querer, y éste dio un respingo; un rostro completamente desprovisto de rasgos, donde sólo se distinguía una ranura roja en el lugar de la boca, se volvió hacia él.</p> <p>—Ya vienen, ¿sabes? —le susurró una voz en la oreja—. Todos los ojos que te miran desde el final de las antenas, que te miran y se mueven; y las bocas, las bocas…</p> <p>La demente comenzó a proferir incoherencias y a chuparse los dedos. Jander cerró los ojos. Odiaba el manicomio; se procuraría el alimento necesario y se marcharía enseguida.</p> <p>En realidad, esa forma de comer hacía poco daño a los pacientes; Jander se materializaba en la celda, tomaba el fluido necesario para saciar la sed de sangre humana hasta la vez siguiente y desaparecía. Casi nunca bebía tanto como para que la víctima despertara debilitada a la mañana siguiente, y los cuidadores no tenían motivo alguno para mirarles la garganta, por lo que las pequeñas e insignificantes señales nunca habían sido advertidas.</p> <p>Una mujer, algo apartada de las demás, se acurrucaba en un sucio jergón de paja arrinconado contra la pared de piedra. Al principio no le pareció muy diferente de las habituales del asilo. Tenía el cabello negro y enredado, y las pálidas extremidades muy sucias; llevaba el feo sayo marrón típico de aquel agujero infernal, que no era más que un retal que protegía escasamente del frío húmedo y no proporcionaba escudo alguno contra los torpes manoseos de las desquiciadas habitantes. Miró hacia él, tal vez al notar sus ojos.</p> <p>Sorprendentemente, era bastante hermosa, y un suave gemido de pena y admiración escapó de los labios de Jander. A pesar de la porquería y el desorden de sus cabellos, debían de haber sido de un cautivador tono castaño en algún tiempo; tenía grandes ojos, brillantes de llanto, y, mientras la contemplaba, las lágrimas se desbordaron sobre la suciedad de su blanco cutis, y sus labios, sonrosados como flores perfectas en un rostro de porcelana, temblaron ligeramente.</p> <p>Hacía muchísimo tiempo que el vampiro no contemplaba tanta belleza y, desde luego, no esperaba encontrársela allí. Cautivado, se acercó y se arrodilló a su lado. Ella mantuvo su luminosa mirada de color castaño fija en él.</p> <p>—Te saludo —le dijo con voz dulce y musical. La muchacha no respondió y se limitó a seguir mirándolo con enormes ojos tiernos—. Me llamo Jander —prosiguió en el mismo tono suave—. ¿Y tú? ¿De dónde eres? —Ella movió los labios un poco, y Jander, esperanzado, prestó toda su atención; mas ningún sonido salió de ellos. Se levantó, profundamente decepcionado, mientras ella seguía mirándolo con confianza. ¡Dioses, qué bella…! ¿Quién habría sido capaz de encerrarla en un lugar tan horrendo?—. Me gustaría sacarte de aquí —le confesó con tristeza—, pero no podría cuidarte durante el día.</p> <p>Al darle él la espalda, ella contuvo el aliento y alargó la mano hacia el elfo, con los ojos otra vez llorosos.</p> <p>—¡Sir! —gimió con los brazos tendidos.</p> <p>Jander no sabía qué hacer. Se habían cumplido cinco siglos sin que nada hermoso se hubiera dignado rozarlo, y ahí estaba esa muchacha, radiante y trágica, que trataba de retenerlo. Tras dudarlo un momento, se sentó a su lado y la abrazó con indecisión.</p> <p>—Chst, chst. —Intentaba calmarla como si fuera una niña.</p> <p>La sujetó hasta que se durmió entre lágrimas, y después la dejó de nuevo en el jergón. El vampiro se puso en pie con sigilo para no molestarla y fue a aplacar su hambre en otra parte de la sala.</p> <p>Sentía el corazón más ligero que durante los últimos largos y vacíos años. Había encontrado algo maravilloso en un lugar infernal, algo que no lo temía, y debía alimentarlo; sabía que volvería la noche siguiente.</p> <p>Y así lo hizo, y le llevó además comida de verdad: carne del asador de un viajero y pan y fruta escamoteados a un vendedor despistado. Jander había descubierto que los vampiros tenían excelentes condiciones para el robo, aunque muy pocos se veían en la necesidad de ejercitarlo profesionalmente.</p> <p>—Bien, hola de nuevo —saludó.</p> <p>Ella lo miró y sus labios se curvaron en una breve y cauta sonrisa. El elfo sintió que el corazón le daba un vuelco y sonrió ampliamente a su vez. Se sentó junto a la mujer y le ofreció la comida, pero la joven miraba sin comprender.</p> <p>—Es para comer —le explicó—. ¡Cómelo! —le indicó al tiempo que hacía el gesto de llevarse el pan a la boca. Todavía no le entendía; habría tomado un bocado él mismo para enseñarle, pero ya no digería sino la sangre. Alguien se arrastraba tras él y se le ocurrió una idea. Una vieja miraba el pan con ansiedad—. Mira —le dijo a la joven, y cortó un pedazo. La vieja se lo arrebató de las manos y lo engulló con voracidad. La muchacha del cabello oscuro sonrió e hizo un gesto de asentimiento. Se levantó con la intención de comenzar a repartir los alimentos entre las otras internas mientras miraba al bienhechor con una sonrisa feliz.</p> <p>Jander no pudo evitar la risa, aunque se sentía molesto. La muchacha estaba muy demacrada y necesitaba alimentarse; no debería repartir lo que él le había traído…</p> <p>Se levantó de un salto. La encantadora demente se movía entre sus compañeras con una intención determinada, repartiendo la comida con una gracia aprendida, como si hubiera atendido a personas anteriormente. En un instante se situó junto a ella y la obligó a mirarlo.</p> <p>—¡Dioses benditos! —murmuró—. Tú no naciste en esta condición, ¿verdad?</p> <p>Ella le sonrió serenamente y prosiguió con su tarea. El elfo se sentía conmovido, pleno de una repentina esperanza delirante. Si había estado sana con anterioridad, ¿podría recobrar la cordura? ¿Sería él capaz de rescatarla de aquel socavón de demencia?</p> <p>Una cosa era cierta: tenía que intentarlo.</p> <p>Antes de conocer a su «flor», Jander no había hecho otra cosa que sobrevivir noche tras noche, procurándose el alimento a base de sangre de animales y cuidando su jardín nocturno, donde el trabajo con la tierra y el seguimiento del desarrollo de las plantas le procuraban satisfacción. Desde que se había convertido en vampiro, vivía como un marginado, lejos de todo lo que amaba en vida.</p> <p>Sin embargo, el hecho de ser un muerto viviente no parecía importar a la misteriosa joven del asilo; siempre se alegraba de verlo, aunque no se expresaba más que a través de palabras fragmentadas cuyo sentido no reconocía. En el transcurso de las semanas siguientes, logró que comiera lo que le llevaba y, por fin, comenzó a ganar peso.</p> <p>Una noche, hacia el principio del otoño, estaban sentados juntos y, de pronto, ella se puso en tensión y se alejó del abrazo con un rictus de preocupación en los labios.</p> <p>—¿Qué sucede? —le preguntó.</p> <p>Al parecer sin escucharle, la muchacha se puso en pie bruscamente muy concentrada en sí misma. Cada vez más alarmado, Jander se acercó y le tocó el vestido ligeramente.</p> <p>Ella lanzó un chillido que provocó los aullidos de otras hasta formar un coro infernal. Comenzó a retorcerse las manos, y todos los músculos de su cuerpo se contrajeron en algo parecido al terror puro. La enloquecida mujer miraba con frenesí de un lado a otro como buscando una salida. Gemía quedamente, igual que una bestia acorralada, y se lanzaba contra la pared para clavar las uñas entre las piedras desnudas o para golpear con desesperación el muro indomable. —¡No! —exclamó Jander.</p> <p>Llegó a su lado en un momento y la arrancó de su ciego empeño; las fuertes manos doradas se cerraron en torno a sus muñecas, y la joven se resistió unos momentos entre sacudidas lastimosas, hasta caer sin fuerzas sobre el pecho de Jander. La pared había quedado manchada de huellas de sangre y una humedad cálida le corría por los dedos. La joven se había cortado las manos seriamente y tenía las palmas y los brazos pegajosos de sangre.</p> <p>Jander se lamió los labios; la vista de la sangre ba por completo. Al cabo de un rato, solía tranquilizarse y recuperar el habitual estado de flor sumisa. Tras uno de esos ataques, Jander la contuvo mientras la tensión aflojaba y se permitió apoyar la cab lucha había concluido. Ella se lo miró; al ver que sus labios se movían en silencio, Jander se puso en guardia. La joven se llevó una mano al corazón y balbuceó una extraña combinación de sonidos; después, otro parloteo ininteligible y luego, con bastante claridad, pronunció: «Anna».</p> <p>Se quedó boquiabierto.</p> <p>—¿Te llamas así? ¿Anna?</p> <p>Ella asintió con ojos vivos.</p> <p>—Yo soy Jander —repuso él, sorprendido por un ardiente deseo de escuchar su nombre en aquellos labios rosados.</p> <p>Pero Anna se había retraído de nuevo, y una mirada sombría empañaba sus maravillosos ojos. Esa noche no hablaría más, pero el vampiro no se descorazonaba; quedaban muchas noches por delante para ganar la confianza de Anna y —ésa era su esperanza— ayudarla a recobrar el juicio.</p> <p>El invierno era duro para los habitantes del manicomio. Jander robó unas mantas para procurar a Anna el mayor abrigo posible; esperaba poder dejárselas allí simplemente, pero los vigilantes comenzaron a sospechar con respecto a su procedencia. Hasta la primavera siguiente no logró una nueva victoria.</p> <p>Se había materializado en la celda tan pronto como el ocaso se tiñó de negro. El jardín estaba en plena floración y había preparado un pequeño ramo para Anna; tal vez las flores le arrancaran la sonrisa radiante que tan escasas veces había atisbado. Cuando la neblina se coaguló para dar forma a su esbelto cuerpo, Anna lo reconoció y le dedicó una sonrisa luminosa que parecía devolverle la salud. Se acercó a él como una niña a su querido padre tras una larga ausencia. Jander depositó el fragante regalo en sus blancos brazos.</p> <p>—Para ti, querida mía —dijo con voz aterciopelada y llena de ternura.</p> <p>Anna enterró la cara entre las flores y después levantó sus grandes ojos mansos hacia él.</p> <p>—¡Sir! —exclamó feliz; tiró el ramo al suelo y lo abrazó estrechamente.</p> <p>Jander respondió jubiloso, y poco a poco se dio cuenta de que sus sentimientos hacia ella habían cambiado. Hasta el momento, la consideraba como un joven animal del bosque necesitado de ternura y cuidados a causa de las heridas, y como a tal la había atendido, negándose a aceptar la verdad que ahora se revelaba pujante. Le gustara o no, la realidad era que estaba profundamente enamorado.</p> <p>Como si hubiera percibido el cambio en el elfo, Anna lo ciñó con más fuerza mientras le acariciaba con mano delicada los sedosos cabellos dorados de la nuca. Las emociones, adormecidas como su propio cuerpo durante tanto tiempo, volvieron de pronto a la vida con ímpetu; la pasión se mezclaba crudamente con la sed vampírica, el olor de la sangre lo superaba, y sucumbió al cúmulo de instintos. Con un gruñido, la besó en la garganta mientras los colmillos emergían rápidamente hacia el objetivo. Sin embargo, los clavó con dulzura en la blanca carne de la joven en un beso de amante, no de depredador. Anna contuvo la respiración un momento durante el primer pinchazo de los afilados incisivos, pero no se retiró.</p> <p>Jander estaba a punto de materializarse en el asilo cuando unas voces llegaron desde el interior; se aplastó contra la puerta como una sombra azul y gris y se quedó escuchando atentamente.</p> <p>—¡Qué bonita es! —decía una voz cálida y amable.</p> <p>—Sí, desde luego —asintió la otra, que Jander reconoció como la de uno de los guardianes—. Así lleva más de cien años. Mi abuelo trabajaba aquí y la conocía, y no ha cambiado desde entonces.</p> <p>—¿De verdad? ¡Pobre criatura! ¡Mira! ¡Parece que me entiende!</p> <p>—No te dejes engañar; no entiende nada de nada desde hace años.</p> <p>—Sí, eso ya me lo dijiste antes.</p> <p>La voz sonaba ahora mucho más fría, y Jander sonrió para sí; cualquiera que se erigiera en protector de Anna era amigo suyo. Cambió de postura y pegó el oído a la piedra.</p> <p>Lo que el guarda había dicho lo inquietaba. ¿Sería cierto que llevaba más de un siglo allí encerrada y que no había cambiado en absoluto? Repasó mentalmente las estaciones pasadas; para un vampiro, el tiempo no significaba nada, pero se quedó impresionado cuando comprendió que hacía más de una década que visitaba a la joven.</p> <p>—Lathander es el dios de la esperanza —prosiguió la voz amable—, y la esperanza se renueva con cada amanecer, no lo olvides, hijo mío. ¿Cuál fue la causa de la enfermedad de esta mujer?</p> <p>—Creemos que se debe a un maleficio, señor. ¿No se queda así la gente tiempo y tiempo por arte de magia? Jander se puso en tensión, y las manos, en acto reflejo, se le cerraron en puños. ¡Magia! Eso explicaba muchas cosas. Hizo un esfuerzo por contener la ira que se le acumulaba al oír hablar de las artes arcanas.</p> <p>El vampiro élfico odiaba la magia, aunque en el pasado ésta formaba parte de su misma naturaleza y él todavía conservaba ciertos poderes del arte de los elfos, de los cuales la habilidad con la tierra se contaba entre los menores. No obstante, con el correr de los años, le había fallado en numerosas ocasiones de importancia y en la actualidad no le inspiraba la menor confianza, ni aun en buenas manos, y saber que probablemente el estado de Anna se debía a un maleficio mágico lo encolerizaba. Se obligó a seguir escuchando en calma.</p> <p>—¿Alguna vez han intentado limpiarla?</p> <p>—No. En realidad, no tiene familia ni nadie que pague por sanarla.</p> <p>Jander se mordió los labios nerviosamente; si el clérigo de Lathander intentaba liberarla del encantamiento que la había mantenido con vida tantos años, podía matarla fácilmente. Al parecer, el sacerdote pensaba lo mismo.</p> <p>—Yo lo intentaría, pero me asusta porque podría ser peligroso.</p> <p>El guarda lanzó una risotada ruda y nasal.</p> <p>—Pero, para vivir así, vale más morirse.</p> <p>Jander estrechó los ojos irritado.</p> <p>—Tal vez —replicó el sacerdote con tono helado— si cuidaras mejor a los que están bajo tu cargo, este lugar no sería una cloaca. Pienso hablar con tu superior.</p> <p>En cuanto oyó abrirse la puerta, se fundió de nuevo con las sombras. Vio que el clérigo de Lathander salía a grandes zancadas, inhalando el aire fresco con agradecimiento. El humano era joven, alrededor de los treinta y cinco años, y de porte bastante aceptable; tenía el cabello largo, de color castaño, y vestía de hermosos tonos dorados y rosados, aunque con sencillez. Por su aspecto y por lo que le había escuchado decir, se ganó la estima de Jander. Por otra parte, el elfo siempre había sentido inclinación hacia las enseñanzas de Lathander, Señor de la Mañana, el dorado dios de la aurora y de los comienzos… al menos hasta el momento en que la gran oscuridad había caído sobre él prohibiéndole la contemplación del amanecer para siempre.</p> <p>En cuanto el vigilante se reincorporó a su puesto, fuera de la sala de mujeres, Jander se transformó en neblina y entró. Fue directamente hacia Anna y la envolvió entre sus brazos con ternura.</p> <p>—Magia. La magia te ha hecho esto. ¡Oh, Anna!</p> <p>Traspasado de empatia por el estado de la mujer, le tomó la cara con ambas manos y la besó intensamente; al instante retrocedió, sorprendido por un dolor, y se llevó las manos al labio mordido.</p> <p>Presa otra vez de un ataque, Anna chillaba y golpeaba la pared, y Jander se puso a su lado, como siempre, para tranquilizarla. Cuando la crisis pasó, lo miró con los ojos llenos de remordimiento. Jander la abrazó otra vez con precaución, aliviado, tendiendo un puente poco a poco sobre la sima que había abierto inconscientemente.</p> <p>Nunca más volvió a intentar besarla. Por alguna desconocida razón, aquella muestra de cariño despertaba algo en su mente trastornada.</p> <p>—¿Quién te ha hecho esto, mi amor? —susurró sin esperar respuesta, mientras la abrazaba cariñosamente.</p> <p>—Barovia —pronunció con claridad; ya no revelaría nada más.</p> <p>Barovia. La palabra sonaba rara en la boca del vampiro. ¿Sería el nombre de una persona, el de un lugar, o indicaría una acción o idea en el extraño lenguaje de Anna? No tenía forma de saberlo; sólo podía deducir que algo o alguien relacionado con «Barovia» era responsable de la presente condición de la muchacha. Descubriría el misterio.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>DOS</p> </h3> <p>Los días y las noches seguían su curso en Aguas Profundas. Pasó un año, y otro, aunque el tiempo carecía de importancia para la criatura no-muerta y la loca embrujada. Había progresado algo, aunque no mucho, pero Jander tenía la paciencia de los muertos y saboreaba las pequeñas victorias.</p> <p>En pleno invierno, casi tres décadas después de encontrarla por primera vez, el tiempo comenzó a precipitarse.</p> <p>Apareció en la celda cargado de mantas y alimentos tan pronto como la noche abrazó la tierra. Anna yacía acurrucada en un rincón y no lo saludó con la acostumbrada sonrisa cálida.</p> <p>—¿Anna? —Tampoco se movió al oír su voz. Jander, asustado, corrió hacia ella y le acarició el pelo con suavidad—. Anna, querida, ¿qué te ocurre? —Le dio la vuelta con cuidado y el corazón le saltó en el pecho—. ¡Oh, dioses! —exclamó casi sin aire.</p> <p>Anna tenía la tez arrebolada, cuando siempre estaba pálida por falta de sol. Le puso la mano en la frente y notó alarmado la elevada temperatura y la sequedad; respiraba rápida y superficialmente, y los ojos le brillaban de forma poco natural.</p> <p>La mano helada del pánico le apretó las entrañas. Hacía tanto tiempo que no se enfrentaba a las enfermedades que casi había olvidado lo que tenía que hacer. Fiebre, ¿cómo se trataba la fiebre? Comenzó a temblar y, furioso consigo mismo, se obligó a mantener la calma.</p> <p>Envolvió a su amada en una manta y permanecieron abrazados toda la noche mientras ella tiritaba y gemía, pero la fiebre no remitió.</p> <p>La asistió del mismo modo durante los cuatro días siguientes; la obligaba a beber agua y hablaba con ella hasta que su propia garganta se secaba. Perdió todo el peso que había ganado gracias a sus desvelos, y la temperatura seguía sin descender. Finalmente, Jander tomó una decisión.</p> <p>Todo su amor no lograría curarla; necesitaba encontrar a alguien que conociera la medicina, porque los encargados de aquel lugar ni siquiera se molestarían en procurar asistencia médica a una lunática enferma. ¡Ojalá conociera a alguna persona que fuera capaz de ocuparse de ella!</p> <p>Recorrió a grandes pasos las calles desiertas de Aguas Profundas sin preocuparse de buscar el amparo de las sombras. Atravesó la miserable zona portuaria y llegó al refinado barrio del castillo. La población humana aumentaba constantemente y la ciudad había crecido a ojos vista desde la última vez que había estado allí. Los edificios nuevos lo despistaron por un momento, pero por fin encontró lo que buscaba.</p> <p>El monumento de las Agujas de la Mañana aún resultaba atractivo. Lo habían construido hacía unos cien años, cuando Jander ya estaba allí, y el tiempo lo había erosionado un poco, pero no mucho. Era de piedra, con el pórtico de madera, sobre el cual se había grabado laboriosamente una representación del Señor de la Mañana, Lathander, consistente en un bello joven ataviado con ropas vaporosas y el sol naciente tras él. El elfo dudó un momento y llamó con apremio.</p> <p>Nadie respondió, y volvió a golpear la puerta impacientemente. Abrieron unas contraventanas en el piso superior, y una cabeza asomó para ver quién llamaba; Jander no veía a su interlocutor pero hablaba con voz adormilada y chistosa.</p> <p>—No hay por qué echar la puerta abajo, amigo; está abierta a todo aquel que desee entrar. ¡Pasa!</p> <p>Jander no podía pisar un recinto sagrado bajo ningún concepto, ni aunque recibiera una invitación expresa.</p> <p>—Imposible —repuso—. Se trata de un asunto muy urgente. Hay una persona enferma en el asilo. ¿Acudiréis?</p> <p>—Naturalmente —respondió el clérigo sin dudar—; dame sólo un…</p> <p>Jander ya había desaparecido y corría raudo hacia el manicomio. El sacerdote llegó media hora después con varias hierbas y objetos santos. Jander lo reconoció; era el joven clérigo cuya conversación con el celador había escuchado subrepticiamente unos treinta años atrás. Ahora debía de tener unos sesenta, aunque aún conservaba el atractivo. El cabello, largo y abundante como el elfo recordaba, se había vuelto blanco y el rostro surcado de arrugas lo miraba con expresión preocupada y amable. Jander le franqueó el paso.</p> <p>—¿Cuánto tiempo lleva en este estado?</p> <p>—Unos cuatro días.</p> <p>—¿Por qué no me han avisado antes?</p> <p>—No lo sé.</p> <p>—Eres responsable de ellos —le dijo con expresión feroz—, tendrías que haber…</p> <p>—No, sólo soy un… amigo. ¿Podéis ayudarla?</p> <p>El clérigo iba a añadir algo, pero la ansiedad reflejada en el rostro de Jander se lo impidió.</p> <p>—Voy a intentarlo, hijo.</p> <p>Las horas pasaban con lentitud desesperante; el sacerdote oraba y entonaba cánticos mientras administraba hierbas a la joven inconsciente y la bañaba con agua bendita, pero todo era en vano. Por fin, con aspecto cansado y ojeroso, sacudió la cabeza, negativamente y comenzó a recoger sus enseres.</p> <p>—Lo lamento de verdad. Ahora está en manos de los dioses. Yo he hecho cuanto he podido.</p> <p>—¡No! —rehusó Jander sin atenerse a razones—. Sois clérigo; seguro que podéis ayudarla.</p> <p>—No soy el Señor de la Mañana —replicó el sacerdote con una triste sonrisa—. Aunque tú tal vez sí lo seas. Me quedo sin respiración cada vez que veo un elfo del amanecer. Creo que tu pueblo está más próximo a la divinidad que nosotros los mortales, porque os parecéis mucho a Él.</p> <p>—Eso me han dicho —respondió Jander secamente—, pero, si fuera un dios, ¿creéis que la dejaría morir?</p> <p>El clérigo no se lo tomó como ofensa; se limitó a mirarlo compasivamente.</p> <p>—Esta enfermedad escapa a mis posibilidades. No puedo sanarla porque lo que tiene es cuestión de magia, según tengo entendido, y tal vez esté relacionada con el hecho de que no la afecte el paso del tiempo. Si intentara hacer algo más por ella creo que la pondría en peligro de muerte.</p> <p>Jander nunca se había sentido tan impotente; miró a Anna con los ojos cargados de dolor.</p> <p>—Magia —susurró—. ¡Maldita sea la magia!</p> <p>—¡Vamos, hijo mío! —lo consoló, al tiempo que le ponía una mano sobre el hombro para encaminarlo hacia la puerta—. Vas a enfermar tú también; ya estás muy frío.</p> <p>—¡No! —rehusó, mientras se desprendía de la mano del sacerdote—. Me quedo.</p> <p>—Pero… —Jander lo paralizó con una mirada plateada—. Bien, tal vez tengas razón —admitió—; estoy seguro de que la joven agradece un poco de consuelo. —Llegó hasta la puerta de la sala y abrió.</p> <p>—Señor…</p> <p>—¿Sí, hijo mío?</p> <p>—Gracias.</p> <p>—Rezaré por ella —le dijo sonriendo con tristeza—, y por ti —añadió mientras salía.</p> <p>Solo entre las enajenadas, Jander se hundió junto a la que había cuidado a lo largo de treinta veranos. La fiebre continuaba muy alta y, a pesar de que la joven había recuperado la conciencia, no reconoció a su protector. El elfo apoyó una mejilla sobre su cabello y le apretó el hombro con la mano, fría como un témpano.</p> <p>Tomó la decisión fatal sin pensarlo siquiera… Era la única salida. Anna agonizaba pero él se negaba a la separación definitiva.</p> <p>—Anna, amor mío —susurró—, si hubiera otra forma de permanecer unidos…</p> <p>Le acarició la mejilla ardiente y reseca, enrojecida por la fiebre e, incapaz de resistirse más, se la besó; unos labios de frío cadavérico recorrieron la mandíbula y la garganta de la joven y se apretaron contra la vena que latía. En ese momento pensó que si alguna deidad lo hubiera escuchado, habría pronunciado una plegaria por el éxito de lo que iba a hacer esa noche: un acto preñado de peligros y esperanza al mismo tiempo. Entonces sintió en la boca la conocida sensación amarga de los colmillos que emergían, listos para hundirse en la carne suave y blanca en busca de sustento. La mordió en la garganta con rapidez, antes de que el valor lo abandonara, a mayor profundidad que nunca en su vida; la piel opuso una leve resistencia y enseguida cedió para dar paso a un borbotón de líquido caliente.</p> <p>Anna contuvo la respiración y trató de alejarse de la sensación dolorosa, pero la fuerza del vampiro era más que mortal y no logró zafarse del abrazo; dejó de debatirse poco a poco hasta rendirse por completo.</p> <p>Jander bebía con ansiedad el fluido cálido de sabor a cobre que le caía por la garganta, mientras la energía vital que transmitía comenzaba a filtrarse en su cuerpo fortaleciéndolo y encendiéndole los sentidos. Hacía mucho tiempo que no se permitía semejante banquete, y casi había olvidado el regocijo y el calor que procuraba la alimentación verdadera. Se rindió al placer hasta percibir oscuramente que el sabor se tornaba ceniciento y vacío.</p> <p>Se detuvo en seco. Casi había traspasado el límite bebiéndole toda la sangre en el delirio del hambre. Enseguida, y sin dejar de mecerla entre los brazos, se abrió un corte profundo en la garganta con una uña en forma de garra. La sangre nueva, la de Anna, brotó de la incisión. Jander movió a la muchacha como si fuera una muñeca hasta aplicarle la boca a la herida.</p> <p>—Bebe, mi amor —le dijo con voz ronca—. ¡Bebe y únete a mí! —Anna no hizo el menor gesto y Jander, atemorizado de pronto, le hundió la cara en la herida—. ¡Anna, bebe!</p> <p>Ella intentó apartarlo débilmente, y él la miró enfurecido. Anna sonrió con serenidad, lúcidamente, con el rostro empapado de sangre fresca. Un vestigio de cordura volvió a la torturada muchacha como una bendición, a escasos latidos ya de la muerte. Estaba en sus cabales en el momento en que rechazaba la inmortalidad que Jander deseaba compartir con ella por encima de todo. Las fuerzas la abandonaban, pero reunió la energía necesaria para acariciarle el rostro dorado, satisfecha, feliz incluso de haber tomado esa decisión.</p> <p>—Sir —musitó con una lágrima solitaria que le bajaba por la macilenta mejilla. Cerró los espléndidos ojos por última vez, y su cabeza cayó flojamente hacia atrás, sobre el trémulo brazo de Jander.</p> <p>—¿Anna? —Sabía que había expirado, naturalmente, pero no cesaba de repetir aturdido—: ¿Anna, Anna?</p> <p>Recobró el conocimiento poco antes del amanecer. Tenía los ojos cerrados todavía cuando se dio cuenta de lo que lo rodeaba. Lo primero que percibió fue el silencio; ni un gemido aislado ni un grito le llegaba a los oídos; ni una respiración ni un rumor, ningún sonido en absoluto. Después notó el olor: caliente, de cobre, tan familiar para él como su propio nombre.</p> <p>Estaba tumbado en el suelo y trató de ponerse en pie, y entonces comprendió que durante las últimas horas había tomado forma de lobo. Con los ojos cerrados todavía, se lamió las mandíbulas con una lengua rosada y saboreó el líquido de donde procedía el olor a cobre. ¿Qué había hecho? Habría preferido no saberlo, pero tenía que afrontar sus actos. El lobo de pelo dorado abrió despacio los argentinos ojos.</p> <p>No había dejado ni una sola desgraciada con vida. La visión de la masacre lo sacudió como un cuadro obsceno de carnaval. Las locas yacían desparramadas por doquier como juguetes abandonados por un niño, unas en los jergones, otras en el suelo, y todas con la garganta abierta como una segunda boca. Por un lado y por otro se encontraban también los cadáveres de los vigilantes, que habían cometido la insensatez de intentar detener la carnicería. Predominaba el color rojo sobre el gris de las piedras, como si el niño que hubiera esparcido los cadáveres desordenadamente hubiera regado después con cubos de líquido carmesí.</p> <p>Emitió un gemido grave; ni siquiera recordaba haberlos atacado. Ya había matado en otras ocasiones, y a veces había disfrutado de ello, pero ignoraba que fuese capaz de semejante carnicería. Las que ahora se amontonaban en atroces hatajos sanguinolentos no eran enemigos; ni siquiera habían servido de alimento a su voracidad innatural y maldita. Era un puro desenfreno asesino que horrorizaba a su parte élfica, la que aún amaba la luz, la música y la belleza.</p> <p>Toda la atrocidad del acto que había perpetrado cayó sobre su corazón como el polvo sobre una tumba. Los que morían a manos de un vampiro quedaban condenados a resucitar convertidos en vampiros a su vez. No estaba seguro de si sucedería lo mismo a esos miserables despojos… Sólo las había abierto en canal, pensaba con siniestro sentido del humor, pero no les había chupado la sangre. No obstante, la idea congelaría el corazón de cualquiera: cien vampiras dementes vagando por el paisaje nocturno de la Costa de la Espada.</p> <p>Estupefacto todavía, miró a Anna; entonces cambió otra vez de forma y los elegantes músculos lobunos se disolvieron en niebla para volver a cuajar en su gallarda manifestación élfica. Recogió el cuerpo sin vida de la muchacha y lo abrazó unos instantes; la depositó después tiernamente sobre la paja y le limpió la cara de sangre lo mejor que pudo.</p> <p>Había intentado convertirla en su compañera, pero ella se había negado a beber la sangre. Cuando despertara, unas pocas noches después, sería una muerta viviente más, una vampira débil y servil, su esclava, sentenciada a esa tortura para toda la eternidad, puesto que los esclavos no alcanzaban la libertad mientras su amo viviera.</p> <p>—¡Oh, Anna! No era esto lo que yo quería para ti —le dijo, lleno de amargura—. La muerte habría sido preferible.</p> <p>Se puso en pie lentamente, abrumado, y echó una ojeada a los cuerpos muertos hasta encontrar los restos de un celador. Palpó el cadáver ensangrentado y encontró el aro de las llaves; abrió la pesada puerta de madera y se dirigió a la otra sala mientras se preguntaba si estaría actuando correctamente. Enseguida desechó las dudas e introdujo la enorme llave maestra en la cerradura, le dio dos vueltas y abrió. La mayoría de los locos no acusó su presencia, pero unos pocos se acercaron con timidez y atisbaron al exterior. Recorrió la estancia gritando y agitando los brazos para empujar a los internos hacia la libertad. Cuando salió el último, se dirigió a las celdas individuales y las abrió también, tragándose la repugnancia.</p> <p>El asilo quedó vacío; tan sólo los muertos permanecían allí. Volvió entonces a la sala de mujeres y se arrodilló junto a Anna por última vez. Se permitió un beso de despedida, gracia que nunca le había concedido en vida a causa del temor; tomó una antorcha de la pared y la lanzó contra la paja del suelo. Prendió rápidamente, y el elfo tuvo unos momentos de incertidumbre.</p> <p>Llevaba una existencia tan despreciable que sentía tentaciones de ponerle fin allí mismo, de carbonizarse junto a Anna. Ese mismo pensamiento se le había ocurrido más de una vez a lo largo de su miserable vida de vampiro, pero siempre había decidido no suicidarse. Había estados peores que el suyo, y pasaría a ellos si moría.</p> <p>El humo se elevaba denso y negro cuando por fin salió apresuradamente al fresco aire nocturno. No deseaba contemplar la consumición del cuerpo de Anna en las llamas, aunque sabía que era la única forma de procurar el descanso eterno a su alma.</p> <p>Se dirigió en silencio hacia el oeste y se abrigó con el capote, aunque el frío intenso de la noche de invierno no lo afectaba porque los vampiros siempre estaban fríos, si no se habían alimentado; de todas formas, las bajas temperaturas nunca llegaban a hacer mella en ellos. Mientras recorría las calles vacías de las afueras de la ciudad, oía los ruidos del despertar a su espalda. Tenía la esperanza de que nadie acudiera al incendio antes de que el cuerpo de Anna hubiera ardido por completo.</p> <p>Dejó atrás Aguas Profundas y prosiguió hacia el cobijo del bosque. La hierba estaba impregnada de escarcha pero no crujía al paso de sus botas grises. Los grandes árboles desnudos y silenciosos no invitaban a acariciar sus colosales troncos; sin embargo, el elfo apoyó la espalda en uno y elevó los ojos al cielo. Media luna desaparecía ya en el cielo tintado del color lavanda y rosa que precede a la aurora. Aún disponía de media hora antes de clausurarse necesariamente en la oscuridad de la caverna.</p> <p>La belleza del alba le causaba más repulsa que tranquilidad; era un ser no-muerto, rechazado en todas partes; hasta Anna había rehusado la vida muerta que le había ofrecido. A lo largo de treinta años, ella había sido la única esperanza, el único soporte de su existencia, pero ahora no quedaba nada, no había nadie. ¿Quién malgastaría su compasión por la condición de un vampiro?</p> <p>—Yo no lo escogí! —gritó con rabia al aire vacío—. ¡Tampoco lo merecía! ¿Es que no he sufrido en este estado? ¿No hay piedad para mí? —La noche seguía silenciosa, sin ofrecer respuesta, y apretó los puños—. ¡Anna! —gimió, y su voz estremeció la oscuridad. Cayó de rodillas—. Anna… —Había matado a lo que más amaba, y la ausencia de intención no paliaba su dolor.</p> <p>«Tal vez la haya liberado», le susurró un pensamiento. El vampiro tragó saliva al oír esa esperanza; se obligó a recordar las dementes alucinaciones de la muchacha, y la ira dirigida contra sí mismo y su estado de muerto viviente comenzó a traspasarse hacia otra cuestión. Anna había sido una hermosa caricia en su oscura vida, le había proporcionado una razón para continuar, y ahora volvía a proporcionársela: la venganza. Estaba convencido de que había un responsable del grave mal sufrido por la joven, un mal que la había conducido al otro lado de la cordura.</p> <p>Ese pecado era mucho mayor que el suyo. Pletórico de energía renovada, elevó las manos al pálido cielo.</p> <p>—¡Dioses, escuchadme! ¡Escuchadme, poderes de la oscuridad y del dolor! ¡Encontraré al autor de su desgracia! ¡Lo destrozaré! ¡Que vuestro castigo recaiga sobre mí porque tengo las manos mancilladas, <i>pero no me neguéis la venganza</i>!</p> <p>Ni en sus quinientos años de no-muerto, ni en sus doscientos como ser vivo se había expresado jamás con semejante angustia. El odio impregnaba sus palabras, y la tierra buena y limpia de Toril se estremeció ante la amargura que escupía por la boca. Pero había además otros poderes, mucho más corruptos que cualquier otro que habitara aquel reino, y éstos libaron la tremenda maldición de Jander como si de néctar se tratara.</p> <p>En Aguas Profundas, puerto de mar, las nieblas eran un fenómeno normal, pero, años más tarde, los habitantes de la zona portuaria aún hablarían en voz baja de la bruma maléfica que apareció aquella madrugada. Llegó desde el mar como un barco pirata, húmeda y helada igual que todas las nieblas, pero impregnada de un halo de misterio. Los que se encontraban despiertos regresaron a sus casas o buscaron refugio en las embarcaciones hasta que se despejó, y los que aún dormían se agitaron al trocarse sus sueños en pesadillas. Entró como si conociera el camino, atravesó los barrios del oeste y pasó rápidamente la zona portuaria dejando tras de sí una mañana calinosa; el sol del mediodía arrasó los últimos vestigios de la extraña perturbación y el día concluyó con un esplendoroso atardecer.</p> <p>Jander no fue testigo de aquella puesta de sol en Toril ni de la magnífica noche que siguió. Cuando la niebla se presentó, lo envolvió completamente, y, aunque tenía la mente tan nublada de pensamientos de venganza como el propio bosque, aún conservaba entereza suficiente para percatarse de que no disponía de mucho tiempo para llegar a la cueva.</p> <p>Tomó forma de murciélago y voló hacia la húmeda guarida subterránea que tenía por hogar; la bruma entorpecía la visión normal pero los murciélagos se orientaban por la emisión de agudos sonidos que rebotaban contra los objetos y regresaban a sus sensibles oídos. Jander comprobó sorprendido que las señales sonoras que emitía durante el vuelo no regresaban a él, pero siguió batiendo las correosas alas resueltamente tras desechar la idea de perderse en aquella niebla densa y gris.</p> <p>Después de un espacio de tiempo alarmante, rebotó un eco; Jander se posó en el suelo y volvió a transformarse en elfo. La niebla ya se disipaba y dejaba al descubierto un paisaje tan radicalmente cambiado que no podía dar crédito a sus ojos.</p> <p>Una cosa era cierta: había esquivado la aurora y, a juzgar por la posición de la luna, ni siquiera era medianoche. Frunció el entrecejo al advertir que también la luna había cambiado; antes sólo había media y ahora estaba llena. Tampoco las estrellas se agrupaban en las constelaciones que había aprendido a identificar tras siglos de observación. Todo resultaba ajeno.</p> <p>¿Qué sucedía? Por un momento se preguntó si el largo tiempo pasado entre las locas lo habría afectado hasta el punto de haber perdido la razón también. Fuera cual fuese la explicación, los sentidos le indicaban que no se encontraba en Aguas Profundas, y las desconocidas estrellas corroboraban que ni siquiera estaba en Toril.</p> <p>Se estremeció a pesar del aire balsámico y cargado de fragancias primaverales. <i>Magia</i>.</p> <p>La luna se ocultaba tras los bancos de nubes o se zafaba de ellos revelando y oscureciendo alternativamente el desconocido entorno. En vez de pisar hierbas congeladas por la helada, se hallaba en un camino bien conservado pero poco utilizado, y las siluetas de los árboles que lo bordeaban se cernían sobre él desde la altura. Eran manzanos en plena floración que cubrían el suelo de pétalos a cada soplo de brisa. El sendero describía una curva más adelante y después descendía bruscamente. Se acercó a la cima y contempló el valle, en cuyo fondo reposaba un enorme círculo de espesas nubes.</p> <p>Desde la atalaya columbró la aldea situada en medio de la niebla y, hacia el norte, un imponente castillo colgado sobre las casas como un buitre al acecho.</p> <p>Un aullido lastimero rasgó el aire, seguido inmediatamente por doce más, hasta elevarse en un coro bárbaro cuya fuente se acercaba por momentos. La manada de lobos no le preocupaba; no era licántropo pero sabía lo que significaba correr por las colinas a cuatro patas con el olor de la presa quemando el hocico. Todavía no se había cruzado con ninguna bestia que no se rindiera a sus órdenes.</p> <p>Los aullidos iban en aumento; echó la cabeza hacia atrás, captó un ligero viento y, al olisquear, percibió un rastro salvaje matizado de almizcle. Cuando la manada rebasó un pequeño cerro, la luna se reflejó en sus fulgurantes ojos. Eran muy grandes, unos enormes e hirsutos bultos de sombra y negrura. Jander clavó la mirada plateada en el jefe, y lobo y vampiro se estudiaron mutuamente un momento hasta que la bestia se volvió a sus compañeros y de nuevo hacia Jander; ladeó la cabeza y movió las orejas como sopesando la situación.</p> <p>El elfo, impresionado en cierta medida porque sus órdenes mentales siempre habían sido obedecidas al momento, entrecerró los ojos y se concentró con mayor intensidad. <i>Marchaos</i>, les dijo en silencio; percibió la fortaleza, la astucia y la amenaza de las bestias, que no hacían el menor amago de doblegarse. ¡<i>Marchaos</i>!</p> <p>Por fin, los poderosos animales se alejaron y se perdieron en la noche.</p> <p>—Id en paz, hermanos —pronunció, solo otra vez.</p> <p>Una nube engulló la luna y la noche se transformó con rapidez mortal; la blancura de las flores del manzano parecía un sudario, el camino duro y polvoriento se retorcía como una serpiente… A pesar de suspirar por el sol, Jander era un habitante de la oscuridad y sabía que no tenía nada que temer de las sombras; no obstante, un escalofrío helado le recorrió la columna vertebral.</p> <p>Antaño, el elfo por cuyas venas circulaba sangre caliente había conocido el temor a las tinieblas, aunque ni entonces era la oscuridad misma lo que lo atemorizaba, sino lo que pudiera esconderse bajo su manto. A pesar de todo, la noche de esa extraña tierra le producía miedo; incluso el suelo que pisaba transmitía sensaciones malsanas. Había llamado «hermanos» a los lobos llevado sólo por la fuerza de la costumbre, y no por un sentimiento de fraternidad; aquellos ejemplares no tenían nada que ver con él. De haberle flaqueado la voluntad de imponerse, habrían saltado sobre él y lo habrían despedazado por mero placer. Los lobos de Faerun, salvo contadas excepciones, eran bestias normales, nómadas en busca de alimento bajo cielos oscuros, pero nada más. Los que acababa de ver, en cambio, enormes y velludos y de mirada siniestra, estaban plenos de malicia.</p> <p>Volvió la atención de nuevo hacia los únicos rastros de civilización que tenía a la vista, pero no le sirvieron de consuelo. La aldea que se agrupaba por debajo de él parecía prisionera en el anillo de niebla sobrenatural, y la amenazante silueta del castillo en lo alto desprendía un halo que personificaba la maldad.</p> <p>Suspiró. No tenía la menor idea de dónde se hallaba ni de cómo había llegado hasta allí; los únicos que tal vez le explicaran algo eran los habitantes del pueblo y el castillo, y decidió acudir a la aldea porque allí pasaría inadvertido más fácilmente. De pronto se acordó de las ropas, empapadas de la sangre de las víctimas inocentes del asilo; no podía aparecer en la población de aquella forma.</p> <p>Se miró la túnica para comprobar la magnitud del estropicio y se encontró con otra sorpresa más en aquella noche cargada de sucesos inesperados. Toda su vestimenta estaba impecable; la fuerza o la persona que lo había transportado hasta allí había tomado medidas para facilitarle la entrada entre los lugareños.</p> <p>Sonrió tétricamente; tenía la curiosa sensación de que lo vigilaban. «En ese caso, demostraré a quien sea que no me dejo intimidar», se dijo. Echó la capucha hacia atrás y se sacudió el cabello al aire. Había pronunciado el voto de llevar a cabo una misión de venganza y, si debía cumplirse allí, así sería.</p> <p>Lleno de recuerdos de Anna, se encaminó con paso seguro por el sendero que llevaba a la aldea envuelta en niebla.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>TRES</p> </h3> <p>La casa tardaba una eternidad en quedar silenciosa. Anastasia se tapó hasta la barbilla con los edredones bordados fingiendo dormir e intentó aquietar el martilleo del corazón.</p> <p>La luna se colaba en la espaciosa y bien amueblada habitación por los intersticios de la persiana y tendía dedos de luz lechosa sobre los rasgos de su hermana medio dormida. El picaro rostro de Ludmilla era sereno durante el sueño, y su cabello oscuro se esparcía por el blanco almohadón. Sólo tenía diez años y compartía el dormitorio con Anastasia, lo cual dificultaba a la joven de diecisiete continuar con las actividades nocturnas que había empezado hacía unas semanas.</p> <p>Anastasia se removió, y el crujir de las finas sábanas sonó ensordecedor en medio del silencioso cuarto, de modo que siguió esperando. Cuando por fin no oyó ruido alguno, ni en el dormitorio de sus padres ni en el de los criados, en el piso inferior, salió de la cama completamente vestida con las prendas más sencillas: una blusa de lino y una simple falda. Tomó una cinta que tenía en la mesita de noche, se recogió el cabello y se puso un par de botas.</p> <p>Se le humedecieron las palmas mientras rebuscaba bajo el colchón la cuerda que había escondido. Ludmilla gimió en sueños, y su hermana se detuvo en seco, pero la pequeña no despertó y la jovencita cerró los ojos aliviada. Ató un extremo al sólido pilar de la cama, abrió la persiana y la ventana con el menor ruido posible y dejó caer la cuerda hasta abajo. Respiró hondo y musitó una rápida oración; luego hizo acopio de valor y comenzó a descender.</p> <p>Esperaba encontrar a Petya abajo pero, decepcionada, no vio aparecer su delgado cuerpo de entre las sombras. Musitó un juramento mientras paseaba de arriba abajo con el pálido rostro demacrado por el nerviosismo. Era peligroso aguardar tan cerca de la casa porque a su padre podría pasársele por la cabeza salir a tomar el aire, y la despellejaría viva si la encontraba fuera; lo veía como si lo tuviera delante, con la calva brillante de sudor y la papada cargada y temblorosa. «¡Eres la hija del burgomaestre, no lo olvides! ¡No eres una vulgar prostituta!». No, quedarse allí sería llamar a gritos al desastre, y decidió no esperar más. Echó a correr por las oscuras calles de la aldea, bien arropada en una capa negra para ocultar su identidad, en caso de encontrarse con alguien que la reconociera, aunque eran muy pocos los que se aventuraban ya a salir por la noche. Apretó el paso cuando la luz de la luna la hizo más visible, si bien agradecía la luz sobre el camino que pisaba. Dejó el sendero y continuó por otro abandonado, tropezando de vez en cuando, hacia el círculo de piedras de la colina, donde a veces se reunía con Petya.</p> <p>Aquella noche todo parecía agigantado y amenazador; los árboles eran colosos ceñudos, y las peñas, contratiempos amenazantes. Los ancianos del lugar solían hablar de un tiempo en que Barovia era casi tan segura durante la noche como a pleno día. La comadre Yelena, por ejemplo, le decía: «Lo más peligroso que podía suceder por la noche en aquellos tiempos era tropezar con un montón de estiércol».</p> <p>Anastasia esbozó una sonrisa a pesar de la aprensión, mientras alcanzaba el círculo y se hundía en la sombra de una piedra. Recordó que su madre había regañado a Yelena y la había obligado a ella a marcharse; sin embargo, la comadre la había hecho reír. Su sonrisa nostálgica comenzó a borrarse. Las cosas buenas de que Yelena le hablaba habían desaparecido antes incluso de que la anciana naciera, y ahora la noche albergaba sombras que ni siquiera quería imaginar. Habían encontrado personas literalmente despedazadas por manadas de lobos; otros hablaban de cadáveres completamente desangrados, y los aldeanos murmuraban del conde Strahd.</p> <p>«<i>Conde Strahd</i>», parecía susurrar el viento entre las copas de los árboles. Una lluvia de pétalos cayó de los manzanos como una nube de fantasmas; la joven se estremeció, arrebujada en la capa, y buscó la protección de la piedra, que le daba refugio con su sólida presencia. Se decía que aquel lugar había sido sagrado en algún tiempo pero ya no era más que un círculo de piedras.</p> <p>Intentó concentrar el pensamiento en su amante gitano; ese idilio ilícito encerraba peligros… y emociones. Los vistanis tenían un aire misterioso que la atraía hacia el joven y fanfarrón Petya, con sus oscuros ojos rebosantes de magia y sus caricias expertas y hábiles; se movía con un espíritu de libertad que Anastasia, acobardada por su padre y la actitud represora de todo el pueblo, sorbía como si de vino se tratara. A veces se preguntaba si no estaría más enamorada del estilo de vida del gitano que del propio joven.</p> <p>El aullido de un lobo espantó las agradables imágenes y le aceleró el ritmo del corazón.</p> <p>—Date prisa, Petya —musitó.</p> <p>Decían que los lobos eran criaturas de Strahd. Anastasia sólo había visto al señor de Barovia en una ocasión, hacía pocas noches, y desde luego con una vez tenía suficiente. El conde había asistido a las fiestas de primavera invitado por su padre; era alto y delgado, según recordaba, de cabello negro bien peinado y ojos oscuros y profundos. Acudió con un impecable traje hecho a medida, de color negro y animado con brillantes toques de puntos rojos como gotas de sangre. Sonrió de una forma extraña cuando el burgomaestre le presentó a su hija mayor y le clavó una mirada de apreciación que la hizo sentir muy incómoda. Cuando él le besó la mano, tuvo que apelar a toda su capacidad de autocontrol para no lanzar un chillido al contacto de aquellos labios helados. Unos aseguraban que el conde tenía escarceos con la magia, y otros, que las damas que le gustaban solían desaparecer.</p> <p>Anastasia tragó saliva al escuchar un ruido en medio de la oscuridad; se aferró a la capa con mano temblorosa y deseó fundirse con la roca.</p> <p>Oyó el ruido otra vez: pasos lentos y deliberados que se acercaban. Menos mal que la protegía el círculo de piedras, aunque las advertencias de su padre sobre los cadáveres desangrados asaltaron otra vez su imaginación.</p> <p>Una mano le tapó la boca. El corazón le dio un vuelco, y ella se volvió contra el atacante a patadas y arañazos, impelida por la fuerza del miedo. De pronto, la luna salió de detrás de una nube y comprobó que se trataba de Petya, que sonreía más ampliamente de lo habitual con su moreno rostro blanqueado por la luz de la luna; también su chaleco de abalorios y sus voluminosos pantalones rojos aparecían descoloridos bajo el resplandor nocturno.</p> <p>—Tú —resolló falta de aire, mientras Petya reía, jactancioso. Se tiró a sus brazos y le dio puñetazos en el pecho hasta que rodaron juntos por el suelo. La joven se debatía aún, arrebolada por la vergüenza, cuando Petya la inmovilizó bajo su peso. Ella lo miró fijamente, pero el enfado ya pasaba—. ¡Vistani, diablo loco! —siseó en son de broma.</p> <p>Petya movió las oscuras cejas imitando jocosamente el gesto de un villano de mascarada y se inclinó para besarla. La muchacha respondió al abrazo, diciéndose que la noche ya no le parecía tan fría.</p> <p>Una hora más tarde, Petya se despedía de Anastasia a regañadientes y se demoraba viéndola escalar por la cuerda hasta su habitación con la falta de agilidad de un caballo sobrecargado. Suspiró al tiempo que sacudía su oscuro cabello.</p> <p>No podía decirse que amara a la hija del burgomaestre; lo atraía, y con seguridad la echaría de menos cuando la tribu emigrara, pero la joven encajaba en su mundo tan escasamente como él en el de ella. El burgomaestre no se avendría jamás al matrimonio de su hija con un gitano, y los tribales vistanis no aceptarían nunca que uno de los suyos llevara a una «paya» al campamento.</p> <p>En fin, así era la vida. Aspiró el aire fragante y espantó la melancolía como un perro se sacude el agua. Era primavera y había muchas cosas de que disfrutar, además de las mujeres; fuerte a pesar de su complexión pequeña, se cargó un pesado fardo de cañamazo al hombro y se dirigió a la Guarida del Lobo con paso airoso. La taberna estaría llena de aldeanos ansiosos por distraerse con su ingenio.</p> <p>La Guarida del Lobo no era el lugar más alegre en aquellos tiempos de pesadumbre; consistía en un edificio de tres pisos, blanqueado y con artísticos aleros de motivos florales. La luminosidad de la fachada, sin embargo, subrayaba el contraste con el poco animado interior, donde las lámparas siempre escaseaban, y la cantina parecía cobijarse en la oscuridad; el fuego, que ardía como malhumorado, contribuía escasamente a disipar las sombras, y menos aún a calentar la sala. La taberna sacaba poco provecho de los escasos aldeanos que aún se aventuraban a salir de noche y, por lo tanto, tenía un triste aspecto de abandono. Incluso el tabernero resultaba hosco, muy alto y delgado entre los lugareños, fornidos y de baja estatura. De todas formas, trataba bien a los pocos que conocía y miraba con desconfianza a los recién llegados, aunque aceptaba su dinero siempre que reconociera la moneda.</p> <p>Si Petya hubiera tenido más experiencia en la vida, habría percibido el sutil cambio de actitud de los habituales cuando entró silbando; si hubiera tenido algo más de diecisiete años, se habría quedado allí un tiempo prudencial y habría regresado enseguida con los suyos. Pero era joven y estaba plenamente convencido de que lo sabía todo.</p> <p>Componía una estampa poco frecuente, y más bien parecía un zorro de llamativos atavíos y ojos luminosos cabrioleando entre una manada de oscuros perros. Saludó a un hombre con un manotazo en la espalda y a otro de viva voz, y dejó una moneda frente al ceñudo cantinero.</p> <p>—Una jarra de lo mejor, para celebrar la estación, ¿de acuerdo?</p> <p>El tabernero, callado, dejó un jarro delante de Petya.</p> <p>—¡A vuestra salud, caballeros! —Encendido por el placer de la hora anterior, bebió un buen trago y clavó los ojos en la puerta, donde acababa de aparecer una figura indecisa—. ¡Entra, amigo! —lo animó, envolviendo incluso al extraño en la euforia de su noche de conquista—. ¡Que ningún hombre se aleje de la compañía de los suyos cuando media un buen trago!</p> <p>—Tienes razón, joven —respondió el desconocido al tiempo que entraba y se sentaba junto a Petya.</p> <p>Las conversaciones en voz baja cesaron, y los parroquianos miraron boquiabiertos al dorado intruso. Algunos hicieron un gesto de protección contra el diablo y otros salieron con premura; otros, por el contrario, se limitaron a mirarlo fijamente y unos pocos estudiaron al entrometido con hostilidad declarada.</p> <p>Jander se acobardó en su interior, comprendiendo de pronto que los planes de recoger información sin mayores contratiempos no iban a funcionar; nunca había tropezado con semejante hostilidad desde que había dejado Daggerdale. Afortunadamente, el locuaz muchacho gitano no mostraba la misma reticencia que el resto de los habitantes.</p> <p>—Parece que vienes de lejos, amigo —comentó Petya—. ¿Aceptarías un trago de <i>tuika</i>? Es una especialidad baroviana.</p> <p><i>Barovia</i>. Jander hizo un esfuerzo por contener la emoción de saberse en el extraño paraje nombrado por Anna.</p> <p>—No, gracias —replicó amablemente—. Me preguntaba si habría habitaciones libres en esta posada.</p> <p>—Entonces, hable conmigo, no con ese miserable vistani —gruñó el hospedero al tiempo que miraba irritado al indiferente joven—. Ve a ganarte los tragos, Petya, o vuelve al campamento.</p> <p>—Si cambias de opinión, el convite sigue en pie —susurró el gitano al oído de Jander—. Sé cómo tratan a los recién llegados en este pueblo.</p> <p>Con una reverencia burlona al patrón, Petya bajó del taburete y se situó en una esquina. Empezó a revolver en el saco y emergió sonriente con una increíble variedad de pelotas, palos y antorchas entre los morenos brazos.</p> <p>Encendió las antorchas, las colgó en la pared y enseguida iluminaron con alegres llamas; comenzó entonces a hacer diestros malabarismos con los objetos.</p> <p>—El muchacho tiene talento —comentó el elfo—. Me llamo Jander.</p> <p>—Lo siento —replicó el tabernero con gesto ceñudo—. No puedo alojarlo esta noche.</p> <p>—¿Es que todas las habitaciones están ocupadas?</p> <p>—No, hay muchas vacías, pero no admitimos extraños a partir de la puesta del sol.</p> <p>—¿Una posada que no admite a un viajero dispuesto a pagar? —Jander levantó una ceja y curvó los labios en gesto burlón de desprecio.</p> <p>—Vuelva mañana por la mañana y lo discutiremos. Por la noche no se admite a nadie —reiteró.</p> <p>Jander calibró al hombre y percibió el olor del miedo que emitía bajo el hosco tono de voz y la actitud de rechazo. No se había equivocado: la aldea vivía sojuzgada por el terror. Se fue a un rincón en sombras y se caló la capucha sobre el brillante cabello dorado. Con los sentidos aguzados, se dispuso a escuchar sin más contratiempos las conversaciones a media voz y captó algunos retazos: «Diablo… quedarse en casa… Strahd». Ese nombre surgía continuamente, y siempre pronunciado con un tinte de temor. Tras escuchar de forma solapada varias discusiones, se concentró en la que se desarrollaba más cerca.</p> <p>Un hombre bastante joven, con espesa barba negra, tomó un trago de cerveza. Su compañero, canoso y con barba de dos días, se limitaba a mirar abstraídamente su jarra, intacta todavía.</p> <p>—No tendría que haberme marchado —dijo el mayor lánguidamente, con la voz trémula de dolor.</p> <p>—Tratándose de fiebres —replicó el joven, al tiempo que le ponía una mano cariñosa en el brazo— hay que ser prudente. Lo sabes tan bien como yo, padre —añadió afable—. Además no sabemos cómo se contraen.</p> <p>—Era tan joven y hermosa… —susurró angustiado, con la mirada aún empañada—. Mi pequeña Olya, pobre criatura… —se lamentó mientras los ojos se le ponían cada vez más brillantes.</p> <p>El gesto del hijo reflejaba dolor, compasión y una furia que a Jander le parecía fuera de lugar.</p> <p>—¿Alguien ha ido a contárselo a <i>él</i>?</p> <p>El desconsolado padre se enjugó las lágrimas con dedos rechonchos.</p> <p>—No, nadie se atreve a subir al castillo con semejantes noticias.</p> <p>—Apuesto a que se va a enterar enseguida. El conde siempre se entera de lo que le interesa.</p> <p>La expresión del anciano cambió al instante del sufrimiento al odio.</p> <p>—Me alegro de que haya muerto —espetó—, me alegro de que haya muerto y no pueda tocarla más con esas manos heladas…</p> <p>—¡Padre! —susurró el joven tratando de apaciguarlo.</p> <p>El anciano comenzó a sollozar amargamente, y otros dos clientes ayudaron al hijo a acompañarlo a la puerta mientras los demás observaban en silencio.</p> <p>Jander observó que el gitano había parado el espectáculo, sin rastro de la euforia anterior, y miraba atentamente con sus oscuros ojos. «Ese muchacho no es exactamente el payaso que finge ser», pensó. Petya se había alejado de su sitio junto al fardo de arpillera para ver la salida del padre y el hijo y, mientras el vampiro lo estudiaba a él, uno de los habituales pasó junto al muchacho y dejó caer un pequeño bulto en el saco. El hombre bigotudo de ojos de cerdo y boca cruel pidió otra cerveza y regresó a su asiento.</p> <p>Jander iba a decir algo, pero dudó un momento. Era preferible no llamar la atención sobre sí mismo. Aguardaría al desenlace de la escena. Cada cual volvió a su sitio y los murmullos recomenzaron.</p> <p>Petya encendió de nuevo las antorchas y continuó con los malabarismos. Un instante después, el grito de «¡Ladrón!» resonó en la sala. Con una rapidez mayor de la que el elfo les hubiera atribuido, varios de los presentes sujetaron al asombrado muchacho, le colocaron los brazos hacia atrás y comenzaron a aporrearle el estómago. Las antorchas salieron despedidas y otros cuantos aldeanos se apresuraron a apagarlas antes de que provocaran un incendio en el local.</p> <p>La puerta se abrió de golpe y un hombre corpulento y gordo, con gruesas mejillas y un gran bigote, se precipitó dentro. Sus ropas eran mucho más elegantes que las camisas y chaquetas de los demás, y parecía acostumbrado a que sus órdenes fueran obedecidas.</p> <p>—¡Burgomaestre Kartov! —exclamó un hombre pequeño y rechoncho—. ¡Hemos atrapado a este vistani robándole la cartera a Andrei!</p> <p>Andrei, el de los ojos de cerdo y la boca cruel, asintió enfáticamente, y Kartov clavó una furiosa mirada en el chico, que estaba francamente atemorizado. A pesar de ello, Petya apretó las mandíbulas y lo miró sin titubeos.</p> <p>—Ese hombre miente —manifestó fríamente el joven, sin que la voz delatara el terror que saturaba la pituitaria de Jander—. Yo sólo hacía mis juegos para ganarme unas monedas, y esa acusación es falsa. Además, si le hubiera robado la bolsa —añadió con un bufido—, él no se habría dado cuenta.</p> <p>La mano de Kartov cayó de pronto sobre la cabeza de Petya en un violento revés, y el chico comenzó a sangrar por la boca.</p> <p>Un grito agudo cortó el aire, y una muchacha se arrojó sobre el burgomaestre desde el umbral.</p> <p>—¡No, padre! ¡Detente!</p> <p>Con objetivo distanciamiento, Jander notó que también el rostro de la joven presentaba señales de una paliza. Su padre no le hizo el menor caso y con toda indiferencia la apartó de un manotazo, mientras que concentraba el ardor de su furia en el vistani.</p> <p>—Si me tratas mal, mi gente lo tomará como una ofensa —le advirtió Petya con voz grave.</p> <p>Evidentemente no se trataba de un alarde. Jander percibió la inquietud de algunos; al parecer, era preferible no provocar la ira de los vistanis. No obstante, Kartov estaba incapacitado para razonar en esos momentos.</p> <p>—¡<i>Nosotros</i> somos los ofendidos cuando roban a un ciudadano honrado! —rugió.</p> <p>—¡Que cuelguen a ese villano! —reclamó una voz anónima cuyo autor Jander no logró localizar. La consigna se generalizó rápidamente.</p> <p>Kartov se inclinó hacia Petya, y sólo el gitano y el vampiro oyeron lo que el enfurecido padre le siseó.</p> <p>—Cuando terminemos contigo, preferirías encontrarte en el castillo de Ravenloft. ¡Sé lo que le has hecho a mi hija!</p> <p>Petya palideció bajo su tez morena. «¡Ah!», dijo para sus adentros Jander al comprender las implicaciones.</p> <p>—¡No, papá! —intercedió la muchacha otra vez—. ¡Él no tiene la culpa!</p> <p>—¿Es que no has recibido bastante? —exclamó el padre con una mirada iracunda.</p> <p>Jander observaba asqueado. Despreciaba a los valentones, y el pueblo estaba gobernado claramente por uno de primera categoría. Se preguntó si ese hombre de temperamento ardiente sería el misterioso «él» a quien temía el entristecido padre de antes.</p> <p>—Ya me encargaré de ti después, Anastasia —prosiguió Kartov—, pero en estos momentos vas a contemplar la muerte de tu amante.</p> <p>—¡No! ¡Petya! —gemía la muchacha, mientras uno de los acompañantes de Kartov la sujetaba con firmeza.</p> <p>—Kartov de Barovia —comenzó el gitano con voz cantarina; Jander sintió admiración por la actitud del joven—, en la noche de hoy, tú serás el ejecutor de los hechos. Boris Fedorovich Kartov, maldigo tu… —se vio interrumpido por un trapo sucio que le metieron en la boca.</p> <p>Aunque la maldición no había sido enteramente formulada, algunos de los presentes dudaban de seguir al lado del burgomaestre; otros, sin embargo, agradecían la oportunidad de plasmar en la acción sus temores perpetuos.</p> <p>Maniataron a Petya fuertemente con los brazos en la espalda, utilizando su propio pañuelo de alegres colores, y lo empujaron afuera entre insultos y burlas. El muchacho tropezó en el umbral y cayó de bruces sobre los guijarros del suelo, sin la menor posibilidad de frenar el golpe. El gentío estalló en carcajadas mientras Kartov lo ponía en pie agarrándolo por el sedoso cabello negro. Petya gimió de dolor.</p> <p>La luz de la taberna se coló por la puerta abierta hasta el centro de la plaza, y su resplandor amarillo ofreció un vivo contraste con la palidez del reflejo de la luna. Comenzaron a iluminarse las ventanas más cercanas a la plaza, en tanto los aldeanos atisbaban por las rendijas de las persianas con curiosidad y cautela.</p> <p>La muchedumbre invadió la noche en una riada de entusiasmo colectivo, y a fuerza de empellones obligaron al desventurado vistani a avanzar hacia la horca, situada en el otro extremo de la plaza. El lacayo de los ojos de cerdo se había adelantado a preparar el nudo corredizo para la víctima y aguardaba con una malvada sonrisa mientras el tropel se acercaba en su dirección. Obligaron a Petya a subir los escalones del cadalso y aún se debatía cuando el de los ojos porcinos le colocó la soga al cuello.</p> <p>Nadie se percató de que el desconocido elfo se apartaba de la multitud y desaparecía como una sombra en la noche. En cambio, todos escucharon el aullido de la manada de lobos que se acercaba.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>CUATRO</p> </h3> <p>Sus voces los precedían como la música de los cuernos a los cazadores, y la estremecedora melodía preñaba la noche de un sonido espantoso que helaba la sangre en las venas. Los lobos nunca se habían presentado en el pueblo directamente, aunque, en realidad, muchos eran los sucesos que ocurrían en Barovia cuyo examen a fondo era preferible evitar.</p> <p>Los aldeanos se dispersaron inmediatamente ante la llegada de las bestias con la misma unanimidad con que se habían congregado para saciar su sed de sangre. A medida que los aullidos se cerraban alrededor, corrían temblando de miedo y tropezando hacia el refugio que las pequeñas casas pudieran proporcionarles.</p> <p>Anastasia aprovechó la coyuntura para escapar de las manos del que la sujetaba, que ya las había aflojado, y subió los escalones del cadalso. Haciendo caso omiso de su propio terror, se aplicó a desatar las ligaduras de Petya. Lo habían atado a conciencia; el pañuelo se le hundía en las muñecas y prácticamente tuvo que escarbar en la carne para encontrarlo. Estaba a punto de deshacer los nudos cuando su padre la asió por el brazo.</p> <p>—¡Anastasia, ven! ¡Date prisa!</p> <p>En ese momento, una enorme sombra peluda emergió de entre las sombras, subió al patíbulo de un salto y cayó sobre Kartov. Las mandíbulas del animal estaban cerradas, pero lobo y burgomaestre rodaron juntos por la plataforma, bajo el peso de aquél, hasta caer en el firme empedrado. La bestia soltó la presa con la misma rapidez con que la había tumbado y le mordisqueó los pies como empujándolo hacia su casa. No fueron necesarias más indicaciones pues, aunque el burgomaestre amara a su hija, se amaba más a sí mismo.</p> <p>Los ocho lobos cruzaron veloces la plaza mezclando sus aullidos con los gritos de las pretendidas víctimas. Perseguían a los aldeanos que huían despavoridos, arañaban rabiosos las puertas atrancadas y se lanzaban ciega y brutalmente contra las ventanas cerradas a cal y canto. Uno de ellos se asió al marco de una ventana con sus colosales mandíbulas, pero el madero saltó con un brusco crujido y el lobo aulló de dolor, estupefacto por la sorpresa.</p> <p>Ni un solo animal atacó a Petya ni a Anastasia. La muchacha seguía manipulando el pañuelo hasta que, por fin, Petya quedó libre; la tomó de la mano y bajaron los escalones ruidosamente. Una enorme loba gris percibió el movimiento y giró la peluda cabeza hacia ellos con un gruñido. Entonces Petya se agachó a recoger un palo nudoso que uno de los hombres de la taberna había dejado caer, situó a Anastasia a su espalda y levantó el bastón rechinando los dientes. La loba se dirigió despacio hacia ellos, con las patas tensas y los pelos de la espalda erizados; sus ojos despedían un brillo ambarino.</p> <p>—¡No es necesario, Petya! —advirtió una voz en tono reprobador. El joven tragó saliva, y Jander se presentó ante él con una leve sonrisa—. La manada me obedece —añadió, y se volvió hacia la loba. <i>Cálmate, hermana; cálmate</i>…</p> <p>Descontenta por su papel, la gran hembra gris se sentó, aunque todavía gruñía y mantenía las orejas replegadas sobre la cabeza. Jander miró alrededor y estableció contacto visual con el resto de la horda al tiempo que lanzaba órdenes silenciosas; fue obedecido al momento, si bien de mala gana. <i>Gracias, hermanos. Ahora podéis retiraros</i>.</p> <p>Todos a una dieron media vuelta y desaparecieron entre las sombras sacudiendo la cabeza para limpiar sus sensibles hocicos del pegajoso olor a humanidad. Segundos más tarde, no quedaba el menor rastro de ellos.</p> <p>Petya y Anastasia miraban a Jander boquiabiertos. La muchacha comenzó a gemir débilmente, desbordada ya por la tensión de los sucesos. De inmediato, el joven gitano la rodeó con un brazo protector sin dejar de mirar a Jander.</p> <p>—¿Qué eres? —preguntó en un tono que no traslucía el temor que Jander olía.</p> <p>—No soy más que un viajero de otras tierras —repuso enarcando las cejas en fingido gesto de ofensa—. Te he salvado la vida esta noche, Petya. ¿Qué otra cosa debe hacer un desconocido para granjearse tu confianza? Me dijiste que sabías cómo trataban aquí a los recién llegados, ¿lo has olvidado?</p> <p>—Jamás había visto a una persona como tú —replicó Petya, abochornado—. Perdóname si todavía desconfío de ti. Sin embargo —concedió—, estamos en deuda contigo. ¿Cómo podríamos pagarte?</p> <p>—Marchaos de aquí antes de que los aldeanos comiencen a sospechar. Anastasia —añadió amablemente—, lo mejor sería que te despidieras de Petya. No creo que vuelva más por el pueblo; le dispensarían un recibimiento poco cordial.</p> <p>Anastasia, que había contenido las lágrimas, miró a su amante llena de angustia.</p> <p>—Nuestro salvador —terció Petya, que aún miraba desconfiadamente a Jander— tiene derecho a pedírnoslo, mi amor. Nos despediremos aquí. Creo que mi gente levantará el campamento antes de lo previsto. —Hizo un gesto de lamentación—. Mi padre va a castigarme con el látigo antes del amanecer por las monedas que nos va a costar la retirada.</p> <p>Con afecto sincero, tomó a la muchacha entre los brazos por última vez y le besó la cabeza mientras ella lloraba sobre su pecho. Después, Anastasia se separó de él y se pasó la mano por la húmeda mejilla con un profundo suspiro para recomponerse.</p> <p>—Buen caballero, no sé tu nombre y no puedo darte las gracias apropiadamente —dijo la muchacha con voz trémula.</p> <p>Jander echó un vistazo a la plaza, preocupado por si los aldeanos comenzaban a salir otra vez de sus agujeros.</p> <p>Al parecer, el truco había funcionado a la perfección porque todas las puertas y ventanas seguían cerradas.</p> <p>—Me llamo Jander Estrella Solar.</p> <p>—Entonces, Jander Estrella Solar, te entrego mi amistad; jamás olvidaré lo que has hecho por nosotros esta noche.</p> <p>Las lágrimas amenazaban con abrumarla de nuevo, y se mordió el labio inferior; no quería volver a llorar, de modo que se lanzó a la carrera hacia la casa de su padre. Los ojos de Petya, más sombríos que de costumbre, la siguieron.</p> <p>—¿Es tu verdadero amor? —Jander no pretendía ser tan sarcástico, pero las palabras salieron así.</p> <p>Pero Petya, ajeno a cualquier provocación en esos momentos, se limitó a sacudir la cabeza negativamente.</p> <p>—No, pero le he tomado cariño y no quisiera que sufriese. Tiene espíritu, algo inusitado en este pueblo. —Se giró y miró a Jander de frente, con los puños en las caderas; para su corta estatura, se sentía muy seguro de sí mismo. Tenía el rostro lleno de heridas y sangre pero no prestaba atención al dolor—. Te debo la vida, y nosotros los vistanis no nos tomamos esas deudas a la ligera. Jander Estrella Solar, seas lo que seas, esta noche me has dado prueba de amistad, y yo te ofrezco lo mismo. —Hizo una pausa y se humedeció los labios—. Te invito a venir conmigo al campamento, donde recibirás los honores que mereces. —Se inclinó profundamente.</p> <p>—Petya de los vistanis, me honra sumamente visitar vuestro campamento.</p> <p>Jander sonrió en su fuero interno. El plan de ganarse la confianza del gitano había dado resultado. Petya sonrió a su vez por la gentil respuesta.</p> <p>—Entonces, partamos. Por aquí —indicó, tomando el camino del oeste; Jander lo siguió.</p> <p>Las luces de la aldea se desvanecieron tras ellos, y la noche se cerró a su alrededor.</p> <p>La mayoría de las viviendas estaban situadas dentro de los límites del pueblo aunque se veían algunas casas aisladas a lo largo del camino de polvo. Un reducido rebaño de ovejas destacaba como un espectro sobre el verde oscuro de los prados.</p> <p>—Habíame de ti, Jander Estrella Solar; no creo que seas de estos lugares.</p> <p>—¿Por qué lo dices? —respondió mirando a su compañero.</p> <p>—Todos los que habitan por aquí se parecen a los aldeanos.</p> <p>—Sin embargo, los tuyos también viven aquí y tú no tienes el carácter de los barovianos —señaló Jander.</p> <p>—Nosotros somos viajeros.</p> <p>—Pues yo también.</p> <p>—Quizá sea así. —Petya sonrió, y sus dientes blancos lanzaron un destello en la oscuridad—. ¿A qué raza perteneces?</p> <p>—Soy elfo. —Esa palabra provocó en el gitano una respuesta inesperadamente entusiástica.</p> <p>—¡Es un <i>gran placer</i> conocerte! Nunca había visto a un elfo, aunque —añadió con un deje de orgullo— he oído algunas historias… —Jander sonrió para sí. Habría pagado un buen precio por saber con exactitud la clase de historias que Petya conocía en realidad—. Entonces, han debido de traerte las nieblas.</p> <p>El comentario lo tomó por sorpresa. Recordaba claramente que se había visto envuelto en una espesa niebla, pero no se le había ocurrido relacionarla con el hecho de encontrarse en Barovia.</p> <p>—¿Sucede con frecuencia?</p> <p>—No, pero se sabe que es así. Nosotros también viajamos con las brumas. Nuestra tribu lleva poco tiempo aquí.</p> <p>Se detuvo y señaló hacia adelante, donde reposaban las misteriosas nubes que el vampiro había atravesado para llegar al pueblo. Formaban una masa gris y espesa que se movía como dotada de una vida propia de maléficas características. A Jander no le había gustado atravesarla unas horas antes para llegar a la aldea, pero tampoco le había causado daño alguno. Petya hundió la morena mano en uno de los abultados bolsillos de los pantalones rojos y extrajo dos pequeños frascos con un líquido purpurino.</p> <p>—Menos mal que los guardé aquí en vez de en el saco, ¿verdad? —Le pasó uno a Jander, descorchó el suyo y se bebió el contenido. El elfo lo examinó sin saber qué hacer con él. Seguro que no podría beberlo—. ¡Vamos, vamos! Es una poción para atravesar la niebla sin peligro.</p> <p>—¿Por qué? ¿Es peligrosa? —Petya lo miró fijamente y encogió los hombros.—Viniste con ella, por eso no lo sabes. Esa niebla es letal, venenosa, y esto —prosiguió mientras levantaba su ampolla ya vacía—, inmuniza contra sus efectos.</p> <p>Jander vaciló y después fingió que lo bebía para escupirlo en el momento en que entraba en la masa nubosa y Petya no lo veía. La niebla no lo afectaba porque no necesitaba respirar; además, el veneno nada podía contra los muertos. Las brumas los acogieron en sus brazos húmedos y les llenaron la cara y la espalda de sinuosos jirones vaporosos. De no haber sido por la infravisión, Jander se habría perdido enseguida, pero se concentró en el rastro rojizo de calor que Petya dejaba tras de sí. Minutos después, las nubes bajas comenzaron a aclararse hasta desaparecer por completo.</p> <p>—¡Qué misterioso es esto! —comentó el vampiro.</p> <p>—Barovia está llena de misterios —repuso el gitano con expresión sombría.</p> <p>—Sí; cuéntame cosas de Barovia. Yo… Se interrumpió en medio de la frase. La niebla letal los había aislado por completo del entorno, hasta el punto de eliminar los sonidos, pero ahora percibía el gorgoteo del agua a poca distancia y miró hacia adelante. El camino llevaba directamente a un puente de madera tendido sobre una rápida y oscura corriente de unos quince metros de anchura, y seguía al otro lado describiendo una curva que se internaba en el bosque. Su paso seguro vaciló y su mente se llenó de pánico. Su naturaleza vampírica le impedía cruzar la corriente de agua; Petya aún lo consideraba un ser vivo: un elfo, una criatura extraña pero viviente. El sonido del río se burlaba de él.</p> <p>—¿Qué sucede?</p> <p>—Tengo que… confesarte una cosa. Cuando era joven estuve a punto de morir ahogado en el río y desde entonces las corrientes me producen un miedo cerval. ¿No hay otra forma de llegar al campamento?</p> <p>—El paso es seguro —aseguró Petya con aire escéptico—, te lo aseguro. Mira. —El joven corrió hasta el centro del puente y regresó a la velocidad de un conejo—. Sígueme, no corres peligro alguno. —Una sonrisa astuta le rozó los labios—. ¡Me pediste que confiara en ti y yo atravesé la noche baroviana en compañía de un desconocido! Ahora, confía tú en mí.</p> <p>El elfo se asomó al agua arremolinada, con precaución para que el joven no se diera cuenta de que no se reflejaba en la superficie.</p> <p>El río se revolvía bajo el puente, indiferente al problema del vampiro. Aunque adoptara forma de lobo, la anchura era desmesurada para salvarla de un salto; no, no podía cruzar. Lo había intentado en una ocasión, hacía unos cien años, y había sufrido una terrible agonía. Tendría que probar de nuevo, aunque sólo fuera para demostrar a Petya que la falsa fobia ya empezaba a manifestarse.</p> <p>Se acercó despacio y tomó la mano que Petya le tendía; sintió que éste lo sujetaba por la espalda para mayor seguridad. Gitano y vampiro unidos dieron un primer paso tentativo, pero Jander gimió de dolor y retrocedió a tierra, incapaz de superarlo. Antes de ser consciente de lo que sucedía, se encontró subido en la espalda del joven.</p> <p>—Petya…</p> <p>—¡Una deuda es una deuda, «payo»!</p> <p>El delgado joven era sorprendentemente fuerte. Atravesó el puente con velocidad y paso firme, sin acusar apenas el peso de Jander. El elfo miró hacia abajo y vio el plateado reflejo de la luna sobre el agua. Petya alcanzó la otra orilla, y Jander descendió al suelo.</p> <p>—Eres muy amable —le dijo, pero el joven respondió al cumplido con un encogimiento de hombros.</p> <p>—Has tenido suerte en dar conmigo —comentó el vistani mientras caminaban. El bosque se cerraba en torno a ellos, y Petya pisaba tan silenciosamente como Jander—. Habrías aterrorizado a los aldeanos hace ya tiempo. Supongo que eres mago, ¿no es así?</p> <p>Jander hizo un gesto para sus adentros, pero comprendió que resultaría conveniente proporcionarle una explicación a propósito de su influencia sobre los lobos.</p> <p>—Sí, podríamos llamarlo así.</p> <p>—Lo comprendo. Los del pueblo viven muy atemorizados. La magia que practicas es común entre los <i>akara</i>.</p> <p>Jander no conocía el término y levantó una ceja interrogativa.</p> <p>—¿<i>Akara</i>? —repitió.</p> <p>—Nosferatu —aclaró Petya—, vampiros, los muertos vivientes que se alimentan de la sangre de los vivos —explicó con un rápido gesto de protección sobre el corazón.</p> <p>Jander se estremeció instintivamente a pesar de que el signo le resultaba tan desconocido como la palabra; Petya, por suerte, no lo percibió.</p> <p>—Comprendo —replicó Jander—. Tienes razón: he sido afortunado al encontrarme contigo. Cuéntame más cosas de este mundo. ¿La aldea se llama Barovia?</p> <p>—Sí, como toda la región. —Pasaron bajo unos nudosos manzanos cuyos delicados capullos contrastaban vivamente con el aspecto retorcido de los troncos. Petya se detuvo un momento, trepó a un árbol y tiró de una rama rebosante de flores. La rama crujió en la noche serena y lo cubrió de pétalos; tironeó un poco más hasta desprenderla del todo—. Son para mi hermana —explicó mientras inhalaba profundamente el perfume con una sonrisa en los labios—. Las flores suavizan los enfados, ¿verdad? —La sonrisa se transformó en un gesto burlón y guiñó un ojo maliciosamente—. ¿Tienes dama, Jander? Son una grata compañía, pero a veces hablan demasiado.</p> <p>La impaciencia de Jander iba en aumento. El muchacho resultaba divertido, sí, y hacía mucho tiempo que el elfo no se divertía; sin embargo, lo había librado de la horca para obtener información, no para distraerse.</p> <p>—En la taberna oí el nombre de Strahd y el de un castillo, Ravenloft.</p> <p>Los expresivos rasgos de Petya adoptaron una seriedad auténtica, y Jander percibió miedo.</p> <p>—No hablemos de esas cosas en la oscuridad —lo interrumpió enseguida—; ya te lo contaré mañana.</p> <p>—Esta noche —insistió Jander.</p> <p>Algo en el tono del elfo hizo que Petya lo mirara fijamente.</p> <p>—Está bien —repuso el muchacho—, aunque es preferible no hablar de cosas oscuras nunca. El conde Strahd von Zarovich es el señor de estas tierras, y el castillo Ravenloft es su morada. Fue un poderoso guerrero hace tiempo, pero ahora dicen que se dedica a la magia.</p> <p><i>Magia</i>. ¿Es que nunca iba a librarse de ella? Tuvo que sobreponerse para no escupir ostentosamente. Era un verdadero golpe de mala suerte que el señor de ese lugar inhóspito fuera mago.</p> <p>—¿Tú lo crees? Me refiero a que practique la magia.</p> <p>—Creo que sí. Ha gobernado aquí durante mucho más tiempo que cualquier hombre mortal.</p> <p>—¿Cuánto tiempo, exactamente?</p> <p>—No lo sé —dijo—. No somos barovianos y tampoco nos interesamos mucho por la historia de este lugar.</p> <p>Jander meditó un momento sobre los extraños alrededores.</p> <p>—La niebla lo obedece, ¿verdad?</p> <p>—La que rodea el pueblo sí; él la controla, pero las que te trajeron a ti no obedecen a nadie.</p> <p>—¿Quién es Olya?</p> <p>Petya lo miró otra vez con sospechas renovadas.</p> <p>—Una muchacha que murió, tal como oíste comentar, deduzco; no creo que te interese para nada. —Un agudo piar llamó la atención de Jander y vio un pajarillo blanco y gris que, despertado de su sueño, lo miró con ojos brillantes antes de volver al nido a descansar—. ¡Fíjate bien en ese pájaro, Jander! Es un <i>vista chiri</i>. Cada vez que lo veas sabrás que hay algún vistani cerca. Nos siguen, son amigos nuestros; dicen que son los espíritus de nuestros antepasados y que nos protegen. Vamos, alejémonos de aquí por un atajo que conozco.</p> <p>Petya se internó en la oscuridad del bosque con Jander a la zaga. Los tupidos árboles formaban una bóveda sobre ellos y tapaban la luz de la luna; las gruesas raíces se entrecruzaban en el sombrío suelo forestal, aunque Petya sorteaba los impedimentos con paso seguro y ánimo decidido.</p> <p>—Parece que los aldeanos temen la noche —aventuró Jander—; tú, sin embargo, la cabalgas como un héroe, Petya. En este reino hay lobos. ¿Es que no te asustan?</p> <p>—Tú hablas con ellos, Jander, y un bandido que se precie de tal jamás atacaría a un vistani. —Hizo un gesto jocoso por encima del hombro—. Los vistanis sabemos echar mal de ojo, ¿sabes? Y, en cuanto a otros peligros no tan mortales, este lugar no me afecta en absoluto. Por eso Strahd… —Se interrumpió de pronto para lanzar una maldición entre dientes—. Me aflojas la lengua, elfo, y no siempre es cosa favorable. Ya he hablado demasiado, me parece. Vamos, ahora cuéntame tú cosas de tu país.</p> <p>—Nací en una tierra llamada Bienhallada donde sólo moraba mi raza; sería incapaz de empezar siquiera a describirte lo hermosa que era. Yo cantaba y tocaba la flauta, y celebrábamos bailes en las arboledas durante el verano. Jamás he visto nada igual desde entonces. —La voz se le tornó dura—. Y créeme, Petya, he visto muchas cosas.</p> <p>—Te creo, elfo —respondió Petya con una mirada inquisitiva, pero suave y sincera—. Es posible que esta noche encuentres un bálsamo para tu alma.</p> <p>Jander y su inusitado aliado se abrieron paso a través de la melancólica oscuridad del bosque de Barovia mientras el elfo proseguía con la descripción de Bienhallada. Petya guardaba un silencio respetuoso y escuchaba, afectado quizá por el profundo matiz de tristeza de la musical voz del elfo. Avanzaban con el río a la derecha casi todo el tiempo, aunque el murmullo quedaba sofocado cuando se adentraban unos metros en la espesura. Por fin, el rumor del agua dio paso a otro diferente: relinchos, ladridos y el susurro de conversaciones humanas.</p> <p>Salieron de entre las sombras de los corcovados árboles, y Jander percibió el resplandor de las hogueras en la distancia. Su aguda visión élfica, aumentada por las facultades vampíricas, le permitió distinguir varias docenas de carromatos, alegremente decorados con colores brillantes y grabados imaginativos. Caballos, cabras y pollos, que formaban los ganados de los gitanos, deambulaban por los límites del campamento y algunas sombras evolucionaban en torno a la hoguera.</p> <p>La calidez de la acogedora escena no fue lo primero que le llamó la atención. Hacia el norte del campamento se levantaba una enorme aguja. El firmamento estaba negro, moteado de diminutos puntos fríos de luz, pero la silueta que se alzaba hacia el cielo era mucho más negra; un imponente castillo coronaba el precipicio. Jander reconoció la estructura que había visto desde el camino al llegar a Barovia. Entonces ya le había intrigado, pero ahora conocía su siniestra identidad.</p> <p>—Sí —dijo Petya en voz baja, siguiendo su mirada—, es el castillo de Ravenloft, donde habita el conde Strahd.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>CINCO</p> </h3> <p>A Maruschka no le gustaban los niños, pero, cuando Lara le pidió que cuidara a su pequeño mientras bailaba, no encontró la forma de negarse amablemente. La joven vistani, malhumorada y ceñuda, se sentó en una tosca banqueta de madera con la infeliz criatura en los brazos mientras Lara danzaba airosamente con su esposo. A la luz parpadeante de la fogata comprobó que el niño había vomitado la sopa de remolacha que le había hecho tragar. Cuando el impertinente crío trató de llevarse a la sonrosada boca la punta de la gruesa trenza de Maruschka, la gitana decidió que el compromiso de amistad no daba más de sí.</p> <p>Echando chispas por los ojos, se inmiscuyó entre los danzantes hasta llegar a Lara y le puso a su hijo entre los brazos.</p> <p>—Tómalo —le dijo en lengua vistani—, no quiero que me vomite encima otra vez.</p> <p>La pareja rió de buena gana y acogió cariñosamente al pequeño mientras Maruschka se alejaba con determinación.</p> <p>—Los dioses cometerían un grave error si le dieran un hijo a esa muchacha. —La gitana rió entre dientes mientras seguía a su amiga con una mirada de afecto y lástima.</p> <p>—Sí —asintió su marido, al tiempo que tomaba al bebé en brazos y le besaba la blanda mejilla—. Más le vale seguir el ejemplo de su abuela.</p> <p>El pequeño balbuceó unos sonidos y se durmió enseguida entre los amorosos brazos de su padre.</p> <p>El repentino acceso de cólera llevó a Maruschka hasta el final del círculo iluminado por la fogata del campamento. Sacudió hacia atrás la gruesa trenza de lustroso cabello negro y se quedó mirando el camino; después alzó la vista hacia las estrellas. Hacía ya cuatro horas que Petya, su hermano menor, había partido, presumido y fanfarrón como siempre. Con cuatro horas tenía tiempo más que suficiente para enzarzarse en cualquier lío.</p> <p>Presentía que a Petya le había sucedido algo malo, y ella siempre escuchaba sus sentidos internos porque generalmente acertaban. Muchos de los que vivían en el campamento tenían algún tipo de visión especial; Lara, por ejemplo, leía la fortuna en las cartas y Keva oía voces que hablaban con precisión del futuro. Maruschka, en cambio, poseía el don de la visión total; era la única de su generación que había recibido esa bendición… o maldición.</p> <p>Leía en cualquier superficie, fuera en una taza de agua, en una bola de cristal o en un espejo. Los naipes siempre le revelaban el destino del consultante, igual que las hojas de té, e interpretaba las rayas de las manos y del rostro; a veces incluso tenía iluminaciones instantáneas de conocimiento. Esos poderes le habían granjeado el respeto de la tribu, pero, en algunas ocasiones, la alta y esbelta vistani de veinte años de edad deseaba ser una mujer normal. Por el momento, lo único que la visión le revelaba era que Petya había tropezado con dificultades.</p> <p>—Enseguida regresará, pequeña; no te apures —le susurró por la espalda una voz seca.</p> <p>Se sobresaltó, pero enseguida saludó a <i>madame</i> Eva con una sonrisa. La anciana tenía la desconcertante costumbre de acercarse sin ruido; era aconsejable no hablar a su espalda, ni <i>pensar</i> siquiera, según decían, y Maruschka opinaba de la misma forma.</p> <p>Nadie sabía con exactitud la edad de <i>madame</i> Eva, y ella jamás la confesaba. Conservaba la espalda recta, aunque su cuerpo era frágil y tenía el rostro tan arrugado como las ciruelas barovianas secadas al sol; llevaba suelta su blanca melena, desparramada sobre la espalda como si fuera luz de luna, y los ojos, brillantes y vivarachos, aún percibían con exactitud. A pesar de que apenas le quedaban dientes y se alimentaba de purés, era la persona más poderosa de la tribu y nadie osaba irritarla. Maruschka afinaba sus dotes adivinatorias bajo la estricta tutela de la anciana, y sabía que se convertiría en la adivina de los suyos cuando Eva perdiera facultades.</p> <p>Maruschka se tranquilizó. Sabía que si Eva decía que Petya iba a regresar sano y salvo a casa, no le sucedería nada.</p> <p>—Sí, Petya tiene la suerte de los dioses, de acuerdo. En la mitad de los pueblos que hemos recorrido, pondrían su cabeza en una pica si pudieran —comentó a Eva. La vieja soltó una risa rasposa—. Pero no puedo evitar preocuparme —añadió—. Coquetea con los problemas igual que con esas mozas; es un insensato.</p> <p>—Algunos dirían lo mismo de mí, pequeña. Creo recordar a cierta muchacha que estaba convencida de que jamás saldría yo con vida del castillo de Ravenloft.</p> <p>—¡Bueno! —Ahora le tocaba reír a Maruschka—. Strahd sí que es el mismo diablo, abuela.</p> <p>—Sea como fuere, ha tratado bien a la tribu. Procura no olvidarlo, niña, por si tuvieras que dividir tu lealtad. Todos nosotros descansamos tranquilos en estas tierras y se lo debemos a la generosidad de Strahd.</p> <p>De pronto, una oleada de ternura hacia la orgullosa anciana gitana inundó a Maruschka, y la abrazó impulsivamente.</p> <p>—¡Y también a la inteligencia de mi abuela!</p> <p>—Así es —subrayó con una sonrisa desdentada. Se deshizo del abrazo bruscamente—. Ahí llega Petya —anunció—, con otra persona.</p> <p>—Será otra de esas muchachas —farfulló Maruschka mientras atisbaba el camino.</p> <p>Como era de esperar, dos siluetas que se dirigían al campamento se hicieron visibles, pero la segunda no era una linda muchacha. La joven gitana nunca había visto a nadie semejante y oyó que Eva contenía la respiración a causa de la sorpresa.</p> <p>—Un miembro del Pueblo —musitó.</p> <p>La joven no comprendía lo que su abuela quería decir con aquel apelativo, pero Petya, sin darle tiempo a preguntar, se lanzó hacia ellas a toda velocidad. Maruschka se asustó al ver su rostro arañado, y el muchacho se detuvo en seco cuando reconoció a Eva.</p> <p>—Saludos, abuela —dijo educadamente con una profunda reverencia.</p> <p>Eva no se molestó en mirarlo, pero no apartaba los ojos del delgado desconocido que aguardaba a escasa distancia.</p> <p>—¿Por qué no se acerca el elfo contigo? —inquirió.</p> <p>—¡Petya! ¿Qué te ha sucedido? —exclamó Maruschka.</p> <p>—En primer lugar, abuela —comenzó el muchacho haciendo caso omiso de ambas preguntas—, ¿recuerdas que me encargaste vigilar a Olya Ivanova? Murió de fiebres anoche.</p> <p>—¿Estás seguro? —inquirió la anciana mirándolo ahora fijamente con ojos penetrantes.</p> <p>—Vi a su padre y a su hermano en la taberna, y el viejo Iván está medio loco de pena. —Eva pareció agotada repentinamente, y Petya advirtió el cambio de actitud—. ¿He hecho bien en contártelo? —preguntó preocupado.</p> <p>—Sí, hijo —asintió—. A pesar de que es una mala noticia, merece la pena conocerla. Ahora —prosiguió diciendo con el semblante de siempre—, contesta mi pregunta sobre el «payo».</p> <p>—Dice que entre los suyos es de mala educación acercarse sin ser invitado.</p> <p>—Jamás oí que los <i>tel’quessir</i> tuvieran semejante norma —replicó Eva—. De todas formas, es «payo», y por lo tanto no deseado aquí.</p> <p>—¡Por favor, abuela! ¡Me ha salvado la vida esta noche! —rogó Petya.</p> <p>—¡Petya! ¿Qué has hecho? —Maruschka juntó las finas cejas oscuras.</p> <p>Escuetamente, y un tanto azorado, Petya les relató los sucesos de la noche. Eva levantó una ceja al oír la descripción de los poderes de Jander sobre los lobos y un leve rictus sonriente le torció un extremo de la boca.</p> <p>—Muy bien —dijo inesperadamente—. Puede acercarse.</p> <p>Petya hizo una mueca, a pesar de la hinchazón del rostro, y fue a buscar a su compañero.</p> <p>—Parece que conoces la raza del «payo» —comentó Maruschka.</p> <p>—Es un elfo dorado, también llamados del sol naciente, y provienen de un lugar conocido por Toril. La nación élfica merece honor y respeto, pero me intriga que uno de ellos haya llegado hasta aquí. Petya tiene razón, sin embargo; ha salvado a un hijo nuestro y por ello le acogemos, pero sólo esta noche. —Se tapó los frágiles hombros con el chal de alegres colores—. Es tarde. Buenas noches, chiquilla.</p> <p>—Abuela, ¿no quieres saludar al desconocido?</p> <p>—No —repuso con un movimiento de cabeza—; ahora es necesario dar reposo a estos viejos huesos; decidle que hay una cueva cerca de la cascada —añadió.</p> <p>Maruschka asintió, aunque estaba verdaderamente perpleja, y volvió la atención hacia el extraño amigo de Petya, que ya se le aproximaba ágil y silencioso como un gato.</p> <p>Era de estatura media y muy delgado; tenía los rasgos bien conformados, aunque delicados, y unos extravagantes ojos plateados grandes y apremiantes. El color de la piel la fascinó, y se quedó contemplándolo sin poder evitarlo. Aquel «payo» era lo más hermoso que había visto en su vida.</p> <p>—Jander Estrella Solar, te presento a mi hermana Maruschka —dijo Petya, y Jander hizo una reverencia.</p> <p>—Es un honor para mí, señora.</p> <p>Maruschka se sonrojó, cosa inusitada en ella. Ese ser singular le dedicaba toda su atención y la hacía sentirse el centro del universo. Había tenido muy pocos contactos con «payos» y estaba acostumbrada al trato de los vistanis, una mezcla de rudo afecto y sutil deferencia. La gracia élfica le era desconocida, y le agradaba. Las elucubraciones fueron interrumpidas por un grito cerca de la hoguera, y, antes de que se diera cuenta, una numerosa multitud se había congregado a su espalda.</p> <p>—¿Quién es ese «payo»? —preguntó el padre en lengua vistani.</p> <p>—Un elfo, papá. Ha salvado a Petya de la horca esta noche y abuela dijo que le diéramos la bienvenida.</p> <p>Se produjeron algunos murmullos reprobatorios, pero la palabra de Eva siempre era obedecida y la gente se apartó a regañadientes para abrirle paso.</p> <p>El vampiro estaba intrigado por la acogida que le dispensarían y comprobó que las caras atezadas de los gitanos mostraban reserva, pero no hostilidad como la que había visto reflejada en los barovianos. Petya les habló deprisa en su propia lengua, y Jander observó el cambio de expresión, de la sorpresa a la admiración. Las manos se extendieron hacia él y las sonrisas de buen recibimiento sustituyeron las miradas inquisitivas. Jander sonrió a su vez con cautela. Varios brazos enlazaron los suyos y lo condujeron a un lugar de honor cerca de la hoguera entre animadas charlas y risas.</p> <p>Se convirtió en el centro de atención con toda la chiquillería a sus pies; los pequeños trataban de asir el capote gris sin el menor reparo, le tocaban el cabello dorado con manitas pegajosas y le tiraban de las puntiagudas orejas. El inesperado asalto lo hizo retroceder instintivamente y deshacerse de los niños y niñas.</p> <p>Maruschka los regañó, y por fin se alejaron. Los más intrépidos se detuvieron a los pocos pasos y regresaron sigilosamente para sentarse cerca del dorado «payo».</p> <p>—No pretendía asustarlos —se disculpó Jander—. Durante los últimos años no he frecuentado mucho la compañía de la gente, y menos aún la de los pequeños. Maruschka tomó asiento junto a él en el banco de madera y encogió los hombros, con lo que el escote de la blusa resbaló y un hombro quedó al descubierto.</p> <p>—A mí también me molestan —confesó con una breve risa—. Prefiero los animales; al menos se los puede domesticar.</p> <p>Jander levantó la vista al percibir un carraspeo, y se encontró frente a un hombre mayor de aspecto poco agradable.</p> <p>—Señor, deseo darle las gracias por salvar la vida de mi hijo —explicó rígidamente—, aunque bien saben los dioses que a veces lo mataría yo con mis propias manos.</p> <p>Con una inclinación de cabeza, se alejó hacia Petya, que entretenía al auditorio con el relato de la huida. Para disgusto de Jander, el hombre tiró a Petya de una oreja con una mano mientras con la otra se aflojaba el ancho cinturón de piel. El chico lanzó un grito, se soltó y echó a correr hacia el bosque. Pero el padre era más veloz, y pronto estaban discutiendo fogosamente. En efecto, Petya sabía bien qué castigo iba a recibir.</p> <p>—¿Va a pegarle de verdad?</p> <p>—Observa —repuso Maruschka con un gesto de complicidad.</p> <p>Padre e hijo seguían discutiendo con ademanes cada vez más acalorados. De pronto, el hombre cogió al muchacho y lo abrazó estrechamente; Petya respondió con la misma intensidad. Cuando el padre se apartó para examinar las heridas del chico, los ojos de ambos brillaban inundados de lágrimas.</p> <p>—¿Pegar a nuestros pequeños? —Maruschka sonrió—. Jander, los niños son lo más preciado del mundo para nuestro pueblo; aunque para mí tal vez no, ¿eh? —puntualizó con una risa—. Somos muy pocos, ¿comprendes? De todas formas, Petya se hará mayor un día de éstos —suspiró.</p> <p>—No desees que llegue ese día demasiado pronto —replicó Jander con suavidad.</p> <p>Había visto nacer y marchitarse muchas flores a lo largo de los siglos; la imagen del atrevido Petya consumido y cargado de años lo entristeció. Maruschka advirtió el cambio y lo miró inquisitivamente un momento. Después preguntó en tono grave:</p> <p>—¿Quieres que te diga la fortuna que te aguarda?</p> <p>—La conozco bien —respondió con calma—. No me aguarda sorpresa alguna y no me gustaría que inventaras un futuro de ficción para complacerme.</p> <p>De no haber sido por el evidente abatimiento del elfo, la gitana se habría sentido muy ofendida por el insulto a sus talentos implicado en la respuesta.</p> <p>—Soy una adivina auténtica —manifestó con orgullo—; tal vez pueda proporcionarte las respuestas que buscas. —Jander la miró escrutadoramente—. Es posible que te diga por qué estás aquí, elfo del sol naciente de Toril.</p> <p>—¿Cómo lo sabes? —inquirió con ojos gatunos.</p> <p>—Mi abuela lo sabía. <i>Madame</i> Eva es la adivina y la jefa de nuestro clan, y ha visitado tu tierra. A ella debes la buena acogida de esta noche; además me encargó que te dijera que hay una cueva cerca de aquí, aunque no comprendo para qué la necesitas.</p> <p>Jander estaba muy confuso. ¿Sabría <i>madame</i> Eva que también era un vampiro? ¿Por qué otra razón habría de querer una cueva? Tal vez para cobijarse, como cualquier otro mortal. De todas formas, era interesante que Eva conociera Toril.</p> <p>—¿Me presentarías a tu abuela, Maruschka? Si es cierto que ha visitado mi tierra podríamos hablar amigablemente.</p> <p>—Se ha ido a la cama; es vieja y se cansa enseguida. —Curvó los rojos labios en un rictus burlón—. ¿Por qué pasar el rato con una anciana cuando tienes mi compañía? Vamos, Jander Estrella Solar, déjame que te diga la buenaventura; suelo cobrar caro el servicio pero te lo ofrezco como regalo, por la vida de mi hermano. ¿Me insultarías rechazándolo?</p> <p>Lo miró por entre sus oscuras pestañas mientras hablaba en un tono zalamero y burlón que despertó en Jander el nostálgico recuerdo del coqueteo elegante, que también le había sido negado durante siglos. Ese juego inocente y divertido de forcejeo entre los sexos había desaparecido como tantas otras cosas del pasado… —Muy bien, acepto.</p> <p>—Ven a nuestro carromato. Tengo las cartas allí.</p> <p>—¿Es correcto llevar a un desconocido a tu casa estando sola? —inquirió con una sonrisa.</p> <p>Ella lanzó una carcajada mostrando los dientes, blancos e iguales, al tiempo que sacudía hacia atrás la gruesa trenza negra.</p> <p>—¡Escucha, «payo»! Los vistanis sabemos cuidarnos solos.</p> <p>Dio un golpecito al amplio cinturón de cuero negro que le ceñía la estrecha cintura, y Jander vio un pequeño y útil puñal allí escondido. Con la sonrisa aún en los labios, lo animó a seguirla hasta los carromatos de la familia. Tal como correspondía al linaje de <i>madame</i> Eva, los adornos de los <i>vardos</i> eran auténticas creaciones artísticas. Maruschka lo llevaba hacia uno pequeño y muy bonito. El tenue resplandor de la hoguera no permitía distinguir los colores con claridad, pero Jander vislumbró el grabado de un lado, una escena forestal con ciervos y liebres. Un poni pío, atado a la parte trasera, dormitaba satisfecho.</p> <p>Cuando Jander y Maruschka se acercaron, el animal despertó sobresaltado y levantó las orejas escuchando con atención; abrió los rosados ollares al captar el olor de no-muerto de Jander y comenzó a relinchar frenéticamente, tirando de la cuerda que lo ataba para retroceder. Maruschka se acercó al animal e intentó calmarlo, pero la bestia estaba enloquecida de terror.</p> <p>Jander se concentró y envió un mensaje silencioso al aterrado poni para que se tranquilizara. <i>Silencio… Cálmate, amigo</i>… Obedeció, aunque todavía temblaba con los ojos desorbitados y girados. Maruschka frunció el entrecejo y miró fijamente a Jander mientras acariciaba el cuello del animal. El vampiro sonrió con intención de tranquilizarla a ella también.</p> <p>—Petya te explicó lo de los lobos; sin duda todavía estoy impregnado de su olor.</p> <p>—Sí, debe de ser eso —asintió Maruschka lentamente.</p> <p>Tras subir los pocos escalones de madera que llevaban al <i>vardo</i>, la muchacha abrió la puerta y fue a encender unas velas mientras Jander esperaba fuera, incapaz de entrar hasta ser invitado. Unos segundos después la gitana adivina sacaba la cabeza fuera.</p> <p>—¿A qué esperas? ¡Entra!</p> <p>Así lo hizo, agachándose porque la entrada era baja. El <i>vardo</i> no era espacioso y la gran cantidad de objetos que Maruschka acumulaba allí lo hacía parecer más pequeño aún. Cinco grandes cojines de vivos bordados formaban un círculo en el suelo alrededor de una bola de cristal colocada sobre una preciosa peana metálica. En los estantes de madera se apiñaban toda clase de guijarros, abalorios, huesos y otros artilugios que los gitanos utilizaban para predecir la fortuna. La cama de Maruschka, situada en el extremo opuesto, era un jergón pequeño y recio cubierto de pieles de lobo y una manta de lana tejida. Las tres lámparas que colgaban de sendos ganchos en el techo curvado iluminaban perfectamente el interior.</p> <p>—Siéntate, voy a buscar las cartas —le dijo la muchacha. Mientras Jander se acomodaba entre los mullidos cojines, oyó un repentino graznido de alarma y miró sobresaltado alrededor; acurrucado en un rincón, en el interior de una enorme jaula, había un cuervo de gran tamaño. Observaba al elfo con atentos ojos negros, y antes de que pudiera graznar de nuevo, Jander le envió una orden de silencio que lo sumió en el sueño—. Es <i>Pika</i>, que significa malicia. Lo dejo suelto de vez en cuando y regresa a casa con los objetos más extraños. ¡Ah! ¡Aquí están! —Maruschka dejó de revolver bajo la cama y sacó un mazo de cartas mucho más grande de lo normal; Jander se quedó mirándola—. Las dibujó Petya para regalármelas en mi cumpleaños, hace unos meses —le explicó—. Espero que te gusten —añadió, tendiéndoselas—. Barájalas.</p> <p>—¿Cuántas veces?</p> <p>—Hasta que te parezca que están bien entre tus manos —repuso con un encogimiento de hombros.</p> <p>Jander puso en blanco la mente y comenzó a barajar con sus largas manos doradas. Era una pérdida de tiempo, pero tal vez consiguiera que la joven le hablara de Strahd. El instinto le decía que Maruschka sabía mucho más sobre esa tierra y su señor que el despreocupado Petya; también sospechaba que sería mucho más difícil de sonsacar. Maruschka se sentó en un cojín en frente del vampiro y puso a un lado delicadamente la bola de cristal sin apartar de él sus negros ojos.</p> <p>De pronto, Jander comprendió lo que le había querido decir: las cartas <i>estaban bien</i> entre sus manos, parecía que le hubieran enviado un mensaje: «Es suficiente, déjanos ya». Lo sorprendió, porque siempre había tomado a los gitanos por farsantes y embaucadores, ignorantes de la magia; no obstante, los vistanis eran definitivamente distintos. Dejó las cartas sobre la mesa.</p> <p>—Extiéndelas —dijo Maruschka con voz grave y madura; también su rostro parecía haber envejecido. Jander hizo lo que le pedía—. Ahora escoge seis.</p> <p>La joven tomó las que le dio, apartó el resto con cuidado y dio la vuelta a la primera. Mostraba una bella estrella fugaz, con un arco iris de colores, transportada por una mujer igualmente hermosa. El elfo se quedó muy sorprendido al descubrir que Petya, que tan frivolo parecía, poseía un delicado sentido estético.</p> <p>—Esta carta representa tu pasado lejano —dijo con una sonrisa—. Es la mejor del mazo, está llena de bondad, esperanza y promesa. Tenías un espíritu hermosísimo entonces, Jander Estrella Solar.</p> <p>El elfo no podía enfrentarse a su mirada y la joven giró otro naipe. Su expresión se tornó triste, sin que Jander comprendiera el motivo. La carta tenía buen aspecto: dos enamorados en un bosque verde unidos por las manos; el hombre miraba recelosamente.</p> <p>—No parece tan mala —se aventuró a decir.</p> <p>—Normalmente no lo es. Se llama la carta de los amantes, pero, mira, está invertida, lo cual significa que hubo una separación en el pasado reciente… Te enamoraste y la perdiste.</p> <p>Jander comenzó a tomar en serio el arte adivinatoria de la gitana. Maruschka volvió la tercera carta, una mujer con una balanza y una venda en los ojos.</p> <p>—Vas en busca de justicia. —Frunció el entrecejo y tocó la carta con ligereza mientras su mirada se distanciaba—. En busca de venganza —corrigió con suavidad. Dio la vuelta al siguiente arcano y se sobresaltó imperceptiblemente ante el esqueleto que, guadaña en ristre, la miraba con una mueca. Levantó los ojos hacia Jander y se asustó al ver la sutil sonrisa sarcástica de sus labios—. Ésta te representa a ti —reveló—; es decir, a tu situación presente. En realidad augura cambios, no muerte.</p> <p>—Querida —dijo Jander, sonriente aún—, creo que, en este caso, significa exactamente lo que es.</p> <p>—Entonces, ¿eres un guerrero? —preguntó, con la idea de que había algo que no encajaba en Jander.</p> <p>—Sí, lo fui antaño, hace mucho tiempo; y todavía lo soy en cierto modo. Por favor, continúa, has despertado mi interés.</p> <p>A Maruschka no le gustaba nada la amarga sonrisa con que el elfo se burlaba de sí mismo; insinuaba algo peligroso. Habría preferido verlo sumido en la melancolía, con sus extraños ojos plateados llenos de honda pena. Captó entonces la amenaza que se ocultaba bajo la pulida apariencia del «payo», pero era delgado y estaba segura de que podría dominarlo en la lucha. De todas formas, acercó subrepticiamente la mano derecha al puñal del cinturón. Giró la lámina siguiente con la izquierda y cerró los ojos al verla.</p> <p>La carta de la muerte solía alarmar a la gente, pero la que acababa de descubrir era la más aborrecida entre los adivinos, la que jamás querían encontrarse en una tirada: la torre. Petya la había dibujado inspirándose caprichosamente en el castillo de Ravenloft; la estructura se sacudía con violencia y precipitaba a la gente hacia la muerte.</p> <p>—Ésta es mala —musitó—, muy mala… —Apretó la mano en torno al puñal.</p> <p>—Lo cual corrobora lo acertado de la lectura —replicó dulcemente el elfo—. Maruschka —prosiguió con ternura—, aparta la mano de la daga. No tengo intención de hacerte daño.</p> <p>Sobresaltada, lo miró y encontró otra vez los ojos plateados llenos de sufrimiento. Avergonzada de sí misma, abrió la boca para disculparse, pero Jander le hizo un gesto con la mano.</p> <p>—¿Qué me anuncia esta torre de mal agüero?</p> <p>—Significa el caos y la destrucción, que se producirán en el futuro.</p> <p>—Delicioso.</p> <p>Maruschka descubrió deprisa la última imagen y sonrió aliviada. Era el sol, la que más le gustaba personalmente. Un niño de unos tres años tendía los brazos rollizos hacia la esfera luminosa que quedaba justo fuera de su alcance.</p> <p>—El sol representa éxito y victoria y tiene mucho que ver con los niños. Si buscas justicia, la conseguirás por medio del sol y los niños. —Volvió la vista a Jander, segura de que le había proporcionado cierta felicidad con el último naipe. No obstante, su rostro estaba más triste que nunca, agobiado por el agotamiento y la resignación—. El sol es una carta muy buena —insistió.</p> <p>—Tal vez lo sea para la mayoría, pero no para mí. Te agradezco que me hayas dedicado este rato, Maruschka; ha sido… revelador. Ahora tengo que irme. —Se levantó con gallardía—. ¿Me dijiste que había una cueva por aquí?</p> <p>Maruschka no podía soportar verlo partir en aquel estado, tan privado de esperanza; al fin y al cabo, había sido ella, y no él, quien había insistido en leerle el futuro, y las oscuras predicciones lo habían deprimido.</p> <p>—Quédate un poco más con nosotros y disfruta de las danzas. Muy raramente gozan los «payos» de semejante privilegio, y, por prolongada que sea tu existencia, tal vez no vuelvas a tener otra oportunidad.</p> <p>Le hizo mucha gracia la expresión; sí, «prolongada existencia» en verdad. En cualquier caso, no debía mostrarse descortés con aquella gente que vivía una libertad de la que muy pocos en Barovia podrían jactarse. Además, ¿quién sabía si no volvería a necesitar de su sabiduría y de sus habilidades en otra ocasión?</p> <p>—Como prefieras, señora… Hace mucho tiempo que no me regalo con un espectáculo tan festivo como la danza.</p> <p>Se dejó conducir fuera; pasaron junto al poni, que aún dormía bajo el efecto de la orden, y llegaron al círculo de la hoguera. El agudo sonido de los violines cortaba el aire; oyó el repiqueteo alegre de las panderetas y el pulso subyacente y constante del <i>bodhran</i>. Unas pequeñas siluetas se recortaban contra las llamaradas; las risas, las palmas y, de vez en cuando, el dulce y puro trinar de una lengua extraña se elevaban con el humo hacia el cielo negro que encerraba todo bajo su bóveda.</p> <p>Jander absorbía la escena con hambre y envidia y un deseo ardiente de formar parte de ella. Le gustaba Petya, su parloteo despreocupado conjugado con la profunda percepción interior que salía a borbotones salpicada de vivos comentarios lujuriosos y sensuales sobre las mujeres, el buen vino y el estilo de vida errante de su pueblo. Le gustaba también la bella adivina, así como los compases intensos y jubilosos de la música que le golpeaba los oídos junto a la fogata.</p> <p>Apesadumbrado, se dio cuenta de que se estaba alimentando de la naturaleza viva y enérgica de aquella gente como si fuera otra clase de sangre. Se sobresaltó al sentir la ligera mano de Maruschka en el brazo e intentó sonreír. Los ojos de la joven se habían oscurecido y lo miraban seductores; se había soltado la trenza de largo cabello negro, que ahora le caía por los morenos hombros como una ola de ébano y, con una sonrisa burlona, fue a reunirse con los demás junto al fuego. Se apartaron para hacerle un sitio, y ella se sumó a la danza sin esfuerzo.</p> <p>Cuando Jander se permitió observar realmente lo que estaba sucediendo, sintió un dolor agudo por la esencia salvaje y hermosa de la danza gitana. Las muchachas vestían con sencillez: una blusa blanca o de color crema y una falda de tonos vivos que revoloteaba al ritmo de sus pies, siguiendo la música, y dejaba al descubierto sus torneadas piernas en los giros; lucían el cabello suelto, flotando sobre la espalda, y las risas brotaban espontáneas y naturales como las aguas de un arroyo saltarín.</p> <p>Jander cerró los ojos con una mezcla de dolor y júbilo; hacía casi siete siglos que no presenciaba nada parecido, desde que había contemplado el último baile en las mágicas grutas de su Bienhallada natal. Retrocedió en el tiempo sin querer hasta aquellos días de inocencia imposible, cuando nada feo empañaba los confines de su universo dulce y limitado y el vampirismo era una mera leyenda apenas relatada para asustar a los niños.</p> <p>Maruschka se puso frente a él y le tomó la dorada mano con la suya atezada; comenzó a tironear para que se levantara y la siguiera hasta la hoguera a bailar con ella. Jander dudó un momento y después, como atraído por las anaranjadas llamas, comenzó a seguir sus pasos.</p> <p>Aunque llevaba cinco siglos no-muerto, su cuerpo aún recordaba la respuesta al estímulo de la música. El vampiro y la adivina gitana evolucionaban juntos, ojos negros prendidos en ojos plateados, cuerpo dorado contra cuerpo moreno oscuro. Jander sucumbió al momento y, de repente, no estaba bailando con Maruschka sino con Anna. <i>Anna</i>, sana y sonriente, que lo miraba rebosante de amor.</p> <p>No podía soportarlo más. La belleza de la música, la embriaguez de encontrarse de nuevo entre la gente y el recuerdo de la muchacha muerta a la que había amado lo desbordaron. Notó con horror que las lágrimas le picaban los ojos, murmuró una disculpa y se alejó a grandes pasos hacia las sombras protectoras del <i>vardo</i> más próximo. Maruschka fue tras él.</p> <p>—Jander, ¿qué sucede?</p> <p>—Nada, es que… Déjame un momento, por favor; enseguida me pondré bien.</p> <p>Hablaba sin volver la cara hacia ella, y la joven se alejó de mala gana. Se quedó solo una vez más y se enjugó las lágrimas de sangre que le inundaban los ojos; una le había resbalado por la mejilla y había dejado un rastro rojo. Tenía la esperanza de que nadie lo hubiera advertido a la luz incierta y rojiza de las llamas.</p> <p>Un paño húmedo cayó a sus pies.</p> <p>—Límpiate la cara, vampiro —dijo una voz áspera.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>SEIS</p> </h3> <p>Jander levantó la vista bruscamente. El baile continuaba; al parecer, sólo la anciana había notado las lágrimas. Sin dejar de mirarla, recogió el pañuelo.</p> <p>—Habéis descubierto mi secreto, señora. ¿Qué pensáis hacer ahora?</p> <p>La mujer encogió los hombros con cierta debilidad, pero Jander percibió su voluntad de hierro templado al fuego.</p> <p>—Nada, de momento. Eres nuestro invitado y no vamos a romper ahora la tradición de nuestros antepasados. Además, te ha delatado el llanto, cosa rara en esta tierra y más rara aún en una criatura no-muerta. En nombre de lo que fuiste, Jander Estrella Solar, parte sin sufrir daño. Duerme mañana, si lo deseas, en la cueva cercana, junto al estanque Tser, que nadie te molestará; mas —añadió con vigor y tono resonante— a partir de entonces serás enemigo nuestro. No hay lugar para ti entre los vivos. Parte inmediatamente.</p> <p>—Os ruego me concedáis una gracia, <i>madame</i> Eva —manifestó tras inclinarse ante ella—, pues presumo que ése es vuestro nombre: no reveléis mi naturaleza a Petya ni a Maruschka.</p> <p>Eva frunció el entrecejo, y el vampiro captó en sus ojos el mismo fuego que encendía los de Maruschka.</p> <p>—Te advierto que son mis nietos.</p> <p>Jander miró hacia los bailarines. Maruschka había vuelto con ellos y giraba alegremente, ardiendo con la música. Petya ocupaba el centro de un corro de muchachas y gesticulaba profusamente con una mueca en el rostro.</p> <p>—He tenido ocasión sobrada de hacerles daño, si en realidad ésa hubiera sido mi intención; pero no les deseo mal alguno.</p> <p>Eva escrutó con negros ojos los plateados del vampiro; después, su rostro ajado perdió algo de tensión y dijo:</p> <p>—Se lo diré sólo si lo creo necesario; pero ahora, vete. —Tras unos momentos de incertidumbre, añadió—: Agua dulce y risa ligera.</p> <p>Era una fórmula de despedida tradicional entre los elfos, a la que Jander respondió con una profunda reverencia. Eva lo siguió con la mirada hasta que se desvaneció en la noche y después se volvió en busca de sus nietos. Maruschka se había detenido un momento para recuperar el aliento y, con la decepción pintada en el rostro, lo vio partir. En el mismo instante, Petya llegó corriendo hasta su abuela.</p> <p>—¡Abuela! No lo habrás expulsado, ¿verdad? —preguntó ofendido. Eva suspiró.</p> <p>—Ve a buscar a tu hermana —le ordenó.</p> <p>El muchacho vaciló y se quedó mirando el lugar por donde Jander había desaparecido; después fue a cumplir la orden. La anciana se dejó caer abatida en el banco más próximo. «Estás muy vieja, Eva —se lamentó—, muy vieja ya para estas cosas».</p> <p>—¿Querías vernos, abuela?</p> <p>Eva contempló a sus nietos, hermosos y jóvenes, un tesoro para la tribu y para ella misma, y se dijo que estaba cumpliendo con su obligación. Señaló a ambos lados del banco, y ellos se sentaron obedientemente. La anciana guardó silencio unos instantes.</p> <p>—Esta tierra no es feliz —comenzó—. Estamos aquí porque sellé un pacto con el señor de Barovia, un pacto que favorece a nuestro pueblo. —Hizo una pausa mientras escogía las palabras adecuadas. Petya se removía, impaciente por volver junto a las encantadoras jovencitas, y Maruschka se limitaba a aguardar serenamente—. Pero eso no nos protege del peligro —prosiguió—, que a veces es difícil de reconocer porque se envuelve en un manto de belleza.</p> <p>Maruschka fue la primera en comprender, aunque no estaba dispuesta a admitirlo.</p> <p>—¿Jander es peligroso?</p> <p>—Sí, querida mía, y mucho —repuso la anciana con una marchita mano sobre la joven.</p> <p>—¡No! —exclamó Maruschka, ceñuda—. ¡No lo creo! Le leí las cartas y no percibí maldad en él.</p> <p>—No he dicho que hacer el mal fuera su deseo, pero hay momentos en que no se nos permite escoger entre el bien y el mal.</p> <p>—Abuela, me salvó la vida. —Petya también se sentía irritado con ella.</p> <p>Eva habría preferido no tener que explicárselo, pero Petya adoraba al elfo y Maruschka se había prendado de él.</p> <p>—Sí, pero no volverás a verlo nunca jamás, ni tú tampoco —añadió, refiriéndose a su nieta, que la miraba fijamente con oscuros ojos inflamados. Eva desenvolvió el pañuelo húmedo—. Se secó la cara aquí.</p> <p>—¿Lo dejaste marchar herido? —inquirió Petya, incrédulo, con el paño en la mano y mirando a su abuela acusadoramente.</p> <p>—No, querido nieto —repuso con suavidad—. Son las lágrimas que derramaron sus ojos.</p> <p>—¡No! —susurró Maruschka sin aire, con los ojos desorbitados—. No es…, no puede ser…</p> <p>—<i>Akara</i> —completó Petya, y se levantó con brusquedad—. Perdona, abuela, pero debo volver al pueblo.</p> <p>—No quiero oír hablar de semejante insensatez —se opuso la anciana, con gesto torvo—, menos aún después de lo que te sucedió esta noche.</p> <p>—Pero, abuela… —protestó Petya, embargado por diferentes emociones.</p> <p>—No; es mi última palabra. —Se levantó con hastío. A pesar de que quería mucho a Petya y a Maruschka, compartía la opinión de su nieta con respecto a los niños y las discusiones con ellos le hacían perder la paciencia—. Os he dicho lo que debía deciros; ahora obedeced. —Se alejó hacia su <i>vardo</i>.</p> <p>—Maruschka, tienes que ayudarme —dijo el muchacho en cuanto Eva ya no lo oía.</p> <p>—¡Oh, no! No pienso implicarme en…</p> <p>—Mi… amiga, la de la aldea… Ella también confía en Jander. Los dos le entregamos nuestra amistad. ¡Tengo que decirle quién es! —La angustia se reflejaba en su rostro. Su hermana nunca lo había visto tan serio, y eso la sorprendió.</p> <p>—Bien, de acuerdo, pero negaré todo si te atrapan —le advirtió.</p> <p>—Entonces, ¿me dejas el caballo? —preguntó, agradecido.</p> <p>Anastasia yacía boca abajo sin percatarse de las lágrimas que empapaban la almohada. Las marcas rojas de la espalda le ardían continuamente, sin parar. El brazo derecho se le había quedado dormido, pero no se atrevía a moverlo por no aumentar el dolor.</p> <p>Ludmilla no se había despertado en ningún momento, y la envidiaba. «¡Oh, dioses! —se lamentaba—. Si al menos padre dejara a madre ponerme un poco de pomada…».</p> <p>Un puñado de guijarros dio contra la ventana, y la joven se irguió un poco con el rostro contraído por el tormento. Apretando los dientes, logró levantarse despacio de la cama y se acercó cojeando a la ventana; estaba a punto de desmayarse cuando estiró un brazo para levantar la persiana, pero cerró los párpados con fuerza y no perdió el sentido. Casi sin aliento, abrió por fin.</p> <p>Allí estaba Petya, una sombra nerviosa bajo la luz de la luna. No hablaba; sólo hacía gestos para que bajara a reunirse con él. Anastasia deseaba acudir, aunque dudaba que las magulladuras del cuerpo se lo permitieran.</p> <p>En ese momento, una aguda exclamación ofendida sacudió la calma de la avanzada hora. Ante los ojos de la joven, los criados de su padre comenzaron a salir de la casa como una riada repentina. Dos de ellos sujetaron al muchacho por los hombros mientras otros lo amenazaban con espadas.</p> <p>—Anastasia, ¿qué…? —inquirió la voz soñolienta de Ludmilla desde atrás.</p> <p>Anastasia no podía responder en ese momento; se dirigió a la puerta y alcanzó las escaleras a trompicones, lo más velozmente que su martirizado cuerpo le permitía. Jadeaba de agotamiento después de atravesar el vestíbulo principal con grandes dificultades y abrir la pesada puerta que daba al patio empedrado. Soplaba el viento y la temperatura había descendido, y el aire frío y húmedo la golpeó de lleno.</p> <p>Petya ya no se sostenía sobre los pies; había caído al suelo sin fuerzas y lo llevaban en volandas dos servidores de Kartov. El burgomaestre en persona blandía la fusta que había utilizado antes con su hija, y a cada latigazo lanzaba un gruñido; sudaba por los cuatro costados a pesar de la súbita corriente de aire helado. Ya había descargado varios golpes sobre el desventurado gitano, cuya espalda se iba convirtiendo en una masa enrojecida y pulposa. El chasquido rítmico del látigo sobre la carne parecía acompañar al grave rugir de la tormenta que se acercaba.</p> <p>Anastasia sintió que se le secaba la garganta, y las imágenes se le desdibujaron un momento, pero hizo acopio de energías para gritar «¡No!» en un tono fortísimo, inconcebible para su garganta. Kartov se detuvo y le clavó una mirada asesina, pero ella no se acobardó. El dolor remitía a medida que una rabia lenta comenzaba a inflamarle el pecho.</p> <p>—¡He dicho que no! —repitió con una voz tan suave y mortífera como el aullido de un lobo—. ¡Iván! —ordenó al criado de su padre—. ¡Suéltalo!</p> <p>Iván dudaba y miraba al padre y a la hija alternativamente. El hombre de grises cabellos jamás había desobedecido al amo, pero Anastasia tenía algo que lo amilanaba. Se erguía tiesa como una vara y el cabello oscuro le golpeaba el rostro.</p> <p>—¿Mi señor? —inquirió Iván, pero el burgomaestre ni siquiera lo miró.</p> <p>Anastasia se dirigió osadamente hacia su padre, acortando la distancia entre ambos con pasos lentos y firmes. Kartov levantó la fusta, listo para descargarla sobre el erguido y magullado rostro.</p> <p>—¡Auuu! —aulló la joven burlonamente. Kartov palideció por completo; sonó un trueno, más fuerte esta vez, y la joven prosiguió—: ¿Por qué no le explicas a Iván cómo huías de los lobos esta noche? —Pletórica de aplomo absoluto y odio helado, alargó el brazo y arrebató el látigo ensangrentado a su padre con la mayor serenidad. Kartov no hizo el menor movimiento para detenerla—. Yo no eché a correr —añadió con calma. Se volvió hacia el gitano—, y él tampoco. Iván —repitió con una fría mirada al jefe de los criados—, ya puedes soltarlo.</p> <p>Perplejo y confuso, el criado obedeció; el otro hizo lo mismo y ambos desaparecieron lo más rápidamente posible, reprimiendo el impulso de echar a correr despavoridos. El resto de los servidores siguió el ejemplo, mientras Petya caía inconsciente al suelo. Anastasia no se dirigió a él de inmediato, sino que continuó con los ojos clavados en su padre hasta que Kartov, incapaz de mantener la gélida mirada acusadora de su hija, profirió una blasfemia gutural, corrió a la casa y cerró de un portazo. Anastasia lo había puesto en evidencia ante todos al demostrar su cobardía, y jamás le permitiría olvidarlo.</p> <p>La joven se dirigió a su amante herido sin hacer caso del dolor que le atenazaba la espalda, se arrodilló junto a él y le meció la cabeza sobre el regazo; acarició amorosamente el sedoso cabello cubierto ahora de sudor, y el muchacho abrió los párpados.</p> <p>—Anastasia —balbuceó—, Jander…</p> <p>—Sss, no hables. Voy a llevarte a casa para curarte la espalda. ¿Crees que estás en condiciones de dar unos pasos?</p> <p>—¡Escúchame! —exclamó con apremio y desesperación—. El elfo… esta noche… le juramos amistad, ¿recuerdas? —Anastasia asintió confundida—. Es un vampiro… No podemos… —El esfuerzo era excesivo, y se desplomó entre sus brazos, inconsciente otra vez.</p> <p>A Anastasia se le puso la carne de gallina, pero no a causa del frío aire preñado de lluvia. ¿La criatura dorada que los había rescatado esa noche era un muerto viviente? Parecía imposible. Sin embargo, Petya no habría regresado al pueblo si no lo hubiera considerado de suma importancia. Miró de nuevo la espalda de su amante, y un odio renovado le llenó el corazón. Tal vez Jander Estrella Solar fuera un vampiro, pero, al sopesar el experto trabajo de su padre, supo que preferiría ponerse a merced de la dorada criatura no-muerta antes que en manos de su progenitor.</p> <p>Un relámpago colosal iluminó el patio con un resplandor tan intenso que la deslumbre; el trueno que siguió resultó ensordecedor, y el suelo tembló bajo sus pies. Una cortina de agua comenzó a caer del cielo cubierto de nubes, y las gotas le golpeaban la espalda. Petya despertó con la lluvia, entre toses y quejas de dolor. Por fin, con ayuda de la muchacha, logró ponerse en pie y alcanzar la puerta. Anastasia vio la delgada silueta de su madre recortada contra la luz de la casa, y sonrió para sí.</p> <p>Hubo otro relámpago, y otro trueno arrollador. Se decía que Strahd controlaba incluso los fenómenos atmosféricos gracias a sus poderes mágicos. «El anillo de niebla que rodea el pueblo lo obedece —le había explicado la vieja comadre Yelena hacía mucho tiempo—. Lo ha puesto ahí para tenernos un poco ciegos. El viento y la lluvia son su ira, y los truenos y relámpagos, su espada vengadora».</p> <p>Anastasia apenas veía a través de la espesa y fría lluvia y temblaba convulsivamente mientras se acercaba a la casa dando tumbos. «Si la tormenta es la cólera de Strahd —pensó en un momento de humor negro—, debe de haber recibido muy malas noticias».</p> <p>La tierra permitía soñar a Jander, aunque la evasión a través del sueño no era como la de los humanos; los elfos dormían pocas horas y, siempre que necesitaban descansar o reponerse, controlaban el grado de relajación. No obstante, aquella primera jornada en Barovia, mientras esperaba la embestida de la noche, se permitió soñar.</p> <p>Localizó fácilmente la cueva de la que Eva le había hablado. Era oscura y profunda, un lugar de reposo ideal para una criatura que moriría bajo los rayos del sol. Confiaba en la palabra de <i>madame</i> Eva, pero prefería descansar con ligereza a dormir profundamente. En caso de que se tratara de una trampa, los vistanis se encontrarían con un vampiro despierto sin esperarlo; estaba dispuesto a oponer resistencia.</p> <p>Se guareció en el fondo de la tierra, lejos de la entrada, encogió las rodillas hasta el pecho y, arropado en sus propios brazos, apoyó la cabeza en la piedra desnuda y cerró los ojos.</p> <p>Jugaba a su juego preferido: recordar la luz del sol. Se imaginaba que la luminosidad dorada se extendía hacia él desde la boca de la gruta llenando huecos y grietas e infiltrándose entre las piedras; entonces sintió un dolor en el pecho. Había repetido ese juego miles de días y siempre se preguntaba si tendría la valentía de salir al exterior a bañarse en los dorados rayos. No era el temor a la muerte lo que se lo impedía, sino el miedo al daño que podría infligirle.</p> <p>En Toril existía una criatura conocida como muerte carmesí, un repulsivo monstruo gaseoso devorador de sangre que aparecía en las leyendas unido a los vampiros. Algunos decían que se trataba del alma de un vampiro asesinado condenado a errar, y la idea de convertirse en algo semejante lo impelía a ocultarse en la noche y en las sombras, alejado siempre de su añorado sol.</p> <p>Su apellido hacía referencia a la luz, y ésta era lo más desgarradoramente hermoso que conocía: los rayos dorados que transformaban el color de cuanto rozaban. Cuando era un ser vivo, gozaba del día, amaba las cálidas caricias del sol y su fiero resplandor.</p> <p>Durante la adolescencia en Bienhallada, él anunciaba la aurora al son de la flauta y sus amigos solían hacerle bromas: «¿Crees que no llegará el alba si no la anuncias con tu flauta, Jander?», le decían. Ahora, en cambio, estaba condenado para siempre a disfrutar de la luz sólo con el pensamiento, a recordar su caricia.</p> <p>En sueños miró hacia la entrada y distinguió una sombra que tapaba la luz del sol. Retrocedió, disponiéndose a atacar, pero la silueta dio un paso y la identificó enseguida.</p> <p>Era Anna.</p> <p>No llevaba el horrible sayo marrón del manicomio, sino un corpiño y una falda que acentuaban su belleza y la madurez de su figura femenina. Parecía total y verdaderamente real, pero comprendió al momento que sólo estaba viva en su imaginación. Anna miraba el interior, con las pupilas dilatadas por la oscuridad, y sonreía.</p> <p>—¿Por qué no vienes conmigo?</p> <p>Porque era un sueño, porque deseaba reunirse con ella más que cualquier otra cosa en setecientos años, el Jander soñador se levantó y salió a la luminosa mañana baroviana.</p> <p>—Esto es mucho mejor, ¿verdad?</p> <p>Anna enlazó sus suaves dedos en la estilizada mano de Jander y le sonrió de nuevo. ¡Dioses, qué hermosa era! Su rostro besado por el sol se transformaba en un remanso de vividas expresiones; sus labios eran maduros y prestos a la sonrisa, y sus ojos tenían el tono castaño, cálido y resplandeciente de los de los venados. Jamás la había visto así en vida; la muchacha enajenada de tez pálida y expresión inmutable que él recordaba era una mera sombra de ese ser radiante.</p> <p>Tan transportado estaba por la visión que tardó varios minutos en darse cuenta del milagro: no olía la sangre; el delirio había desaparecido junto con el vampiro y ahora, una vez más, sólo quedaba Jander Estrella Solar, un elfo dorado. Sintió el calor del sol en el cabello y, cuando se volvió hacia ella, la muchacha entornó los ojos y miró hacia otro lado.</p> <p>—¡Cómo te brilla el pelo! —rió, pestañeando.</p> <p>Él también reía a carcajadas libres y tintineantes, posibles únicamente en una garganta viva. Le besó los labios encendidos en busca de su dulzura, conmovido hasta la médula porque no deseaba la sangre. Ella respondió como siempre había soñado, con una dicha que, sin embargo, lo tomó por sorpresa.</p> <p>—Anna —musitó mientras le acariciaba el espeso cabello con sus delgados dedos—. No tenía intención de hacerte daño, mi amor. Lo lamento tanto…</p> <p>Ella sacudió la cabeza con una sonrisa espléndida y los ojos llenos de vida y calor.</p> <p>—Vamos, Jander Estrella Solar. ¿Crees que no lo sabía? Tú resplandecías a través de las tinieblas de mi locura.</p> <p>—Anna. —La estrechó aún más—. Dime quién te lo hizo.</p> <p>—Debes descubrirlo por ti mismo. Es una prueba que tienes que superar —repuso con amplia sonrisa.</p> <p>—¿Una prueba? No comprendo…</p> <p>Desapareció bruscamente, y Jander advirtió que estaba solo en la caverna otra vez. Se sobresaltó y salió del sueño al oír un ronco gemido en el exterior. La cueva era negra como la boca de un lobo, y un óvalo ligeramente menos denso señalaba la entrada. Sintió su propio temblor; conocía bien los ensueños y las pesadillas, pero lo que acababa de experimentar participaba de las cualidades de ambos. Le dolía haber visto a Anna otra vez, aunque hubiera sido producto de su ardiente imaginación. No obstante, deseaba que volviera a suceder.</p> <p>Un caballo relinchó y pateó el suelo en el exterior, y un segundo ejemplar relinchó también. Jander olía el calor de los animales y percibía sus efluvios mezclados con cuero engrasado, metal y el heno dulce que habían comido. La nostalgia se superpuso a la curiosidad. ¿Por qué habría caballos allí?</p> <p>«Será mejor tomar precauciones», se dijo mientras olisqueaba otra vez; no percibió olor humano en las cercanías y salió de la cueva con cautela.</p> <p>Los animales no tenían nada de especial, excepto su color negro como el carbón, sin una sola mancha clara que ensuciara el manto oscuro, aunque mostraban el rosado interior de los ollares al husmear al vampiro. Era evidente que actuaban bajo el efecto de un encantamiento poderoso, porque no se espantaron cuando el ser no-muerto se acercó y les acarició el cuello, lustroso y oscuro como el ébano. En algún tiempo, amaba a los caballos, y ellos a él, y los echaba de menos profundamente.</p> <p>Con una última caricia, dejó a los animales y se acercó al vehículo al que estaban enganchados: un carruaje grande, espacioso, bien construido y elegante. El interior estaba tapizado en piel roja, y las ventanas tenían cristales auténticos. «Sólo un personaje acaudalado podría despilfarrar tanto en una carroza semejante», observó; dio la vuelta al vehículo para apreciar la calidad de la madera y la simetría de las ruedas.</p> <p>En la parte delantera había un sitio para el conductor, pero estaba vacío y las riendas perfectamente atadas y extendidas sobre el asiento. En el negro y rojo se destacaba un sobre blanco; lo tomó y reconoció al instante la fina textura del papel. El sello de cera roja que lo lacraba tenía forma de ave, pero tan minúscula que no pudo identificar de qué especie se trataba. Rompió el lacre y comenzó a leer:</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%">Al visitante de mis tierras, Jander <i>Estrella Solar</i>, el conde Strahd von Zarovich, Señor de Barovia, envía saludos.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i>Estimado señor: os ruego aceptéis mi humilde hospitalidad y acudáis a mi mesa esta noche en el castillo de Ravenloft. Muchas son las preguntas que deseo haceros, como creo vos a mí. Me complacería satisfacer vuestra natural curiosidad sobre estas tierras en la medida de mis posibilidades</i>.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i>El carruaje os conducirá al castillo sano y salvo. Os ruego aceptéis mi invitación; quedo a la espera de vuestra llegada, que aguardo con gusto desde ahora</i>.</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-right: 2%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Conde Strahd von Zarovich.</p> <p>Jander dobló la nota con cuidado mientras pensaba. Debería haber sabido que los vistanis comunicarían al señor del lugar la fascinante nueva de que un elfo había caído en Barovia; no podía reprochárselo a ellos, pero le preocupaba su propia resistencia a aceptar la invitación. ¿No era eso lo que quería? ¿Quién mejor que el señor de aquel lugar horrible respondería a sus preguntas?</p> <p>Desdobló el papel para leerlo otra vez y tratar de descifrar un significado oculto. Sería como meterse en la guarida del lobo con la garganta descubierta, aunque tal vez fuera el lobo quien se llevara una sorpresa. No podía rehusar. Strahd terminaría encontrándolo, de ello estaba seguro.</p> <p>—Bien —dijo a los caballos, que giraron las orejas en su dirección—, vamos a devolveros al establo y a conducirme a mí ante el amo.</p> <p>Al acercarse a la portezuela del carruaje, ésta se abrió sola; tras un momento de duda, entró y, en ese mismo instante, se cerró de nuevo y los caballos se lanzaron al trote en una dirección predeterminada. Jander se arrellanó entre los cojines, increíblemente cómodos, y resolvió que, al margen de lo que aguardara al final del trayecto, disfrutaría del viaje hasta allí.</p> <p>Los caballos trotaban por el sendero y continuaron al paso cuando alcanzaron el camino. Cruzaron sobre el río y, en esta ocasión, Jander apreció la impresionante vista de la cascada; pasaron tan cerca que las ventanas quedaron salpicadas de gotas.</p> <p>El ya conocido anillo brumoso los envolvió, lo cual trajo a la memoria de Jander la niebla que lo había transportado de Aguas Profundas a Barovia. Se encontró de pronto con el rostro pegado al cristal y deseando contra toda esperanza que el extraño fenómeno lo devolviera a casa otra vez. Las brumas duraron unos cien metros y se disiparon tan repentinamente como habían aparecido. Miró por la ventanilla hacia la vaporosa masa gris y sacudió la cabeza.</p> <p>Los animales adoptaron un paso rápido y cómodo y lo mantuvieron con regularidad en dirección norte, hacia las montañas. Al cabo, aminoraron la marcha sin abandonar el ritmo continuado; el camino giraba hacia el este y se bifurcaba un poco más adelante.</p> <p>Jander se quedó mirando la carretera que se abrió a su izquierda. Una enorme puerta se adivinaba en la distancia; una gran plancha de hierro, al parecer, flanqueada por colosales estatuas de piedra que parecían desprovistas de cabeza. Los portones permanecían abiertos, y, al aproximarse, comprobó que, de estar cerradas, impedirían el único acceso al pueblo por el oeste.</p> <p>El repiqueteo de los cascos proseguía sin sobresaltos y, en pocos minutos, Jander avistó al frente el castillo de Ravenloft. Un frío dedo de temor le recorrió la columna vertebral, sensación ajena a un vampiro que nada había temido de otros seres, vivos o muertos, durante siglos.</p> <p>Sin embargo, quizás allí encontrara la clave de la identidad de Anna, la bella y vulnerable Anna conducida a la locura por la crueldad de… <i>alguien que consideraba esos parajes como su propia tierra</i>. Apretó los puños; tal vez el señor del castillo le proporcionase las respuestas.</p> <p>Los caballos lo llevaron hasta la verja y se detuvieron. Se apeó y, al contemplar la fortaleza, comprendió por qué los animales se habían detenido. Entre dos guardianes de piedra medio derruidos se abría la entrada: un puente levadizo de troncos en estado precario colgaba de unas cadenas viejas y oxidadas, y el foso cavado debajo se hundía tenebroso hasta unos trescientos metros de profundidad. Dos revulsivas gárgolas lo miraban desde sus eternas perchas en lo alto de los muros, y el gesto de los rostros pétreos no suavizaba su aspecto en absoluto.</p> <p>El elfo acarició a los animales por última vez… por darse gusto a sí mismo, ya que a los asustados brutos no debía de procurarles el menor placer; se alejaron al galope arrastrando el vehículo tras de sí.</p> <p>Jander estudió el puente levadizo y concluyó que no ofrecía seguridad. «En ciertas ocasiones —se dijo mientras se transformaba en murciélago para salvar la sima por el aire— ser vampiro tiene ciertas ventajas». Al llegar al otro lado adoptó de nuevo su cuerpo élfico y prosiguió.</p> <p>Atento a cualquier posible ataque, atravesó un pasaje de acceso con techumbre, de suelo húmedo y resbaladizo e impregnado de olor a podredumbre, pero no sucedió nada. La verja de la entrada estaba elevada y daba la sensación de que llevara un tiempo ya en esa posición; también aquí la madera comenzaba a pudrirse. Llegó a un patio amplio y oscuro y levantó la mirada hacia la mole del castillo de Ravenloft.</p> <p>Realmente impresionaba; las gigantescas puertas principales se hallaban cerradas y estaban cubiertas de elaborados grabados, escenas de caza tan realistas que parecían dotadas de movimiento. El vaciado de la madera era un trabajo tan delicado y expresivo que quedaba fuera de lugar en aquella fortaleza tenebrosa y descuidada. Dos antorchas, una a cada lado, ardían al viento, y las aldabas de bronce, opacas y mugrientas, habrían resplandecido magníficamente si hubieran estado pulidas; tenían forma de cabeza de cuervo y sus ojos eran joyas brillantes. Jander vaciló un momento antes de asir un llamador y golpear tres veces.</p> <p>El sonido resonó grave y hueco, y quedó suspendido en el aire. Durante unos tensos minutos no se produjo respuesta, y sólo oyó el viento a su espalda. Se esforzó por conservar la calma, pero el nerviosismo aumentaba a cada segundo.</p> <p>Entonces, con un chirrido grave y profundo, los portones se abrieron despacio, acusando cada milímetro de terreno cedido, y una luz cálida llegó al patio. Jander se quedó fuera, con los rayos de la luna plateándole el dorado cabello.</p> <p>—¿Conde? —llamó con voz trémula y asustada. Se reprendió mentalmente—. Excelencia, soy Jander Estrella Solar —anunció, procurando engrosar la voz con determinación—. He acudido en respuesta a vuestra invitación, pero no entraré a menos que me deis licencia.</p> <p>El silencio acogió sus palabras, pero sabía que éstas habían sido escuchadas. Un sonido profundo y melifluo emanó de las entrañas del vestíbulo iluminado por antorchas, y la voz más hermosa y terrorífica que había escuchado jamás le acarició los oídos, a pesar de que era consciente del peligro que encerraba.</p> <p>—Entrad, Jander Estrella Solar. Tenéis licencia. Soy el conde Strahd von Zarovich y os doy la bienvenida.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>SIETE</p> </h3> <p>La voz de Strahd lo dejó inmóvil unos instantes, pero de inmediato se sacudió la parálisis, malhumorado. Respiró hondo con el pensamiento, se olvidó de lo que le esperaba dentro y cruzó el umbral del castillo de Ravenloft.</p> <p>El suelo era de pulida piedra gris, al parecer tallado en la roca viva de la montaña, y estaba desgastado en el centro por el paso de generaciones de habitantes en el pasado. En el aire húmedo, las antorchas alineadas en los colosales muros proyectaban haces de luz incierta sobre las armaduras que, como centinelas oxidados, estaban apostadas debajo. Al no ver a su anfitrión, Jander recorrió los rincones con la mirada.</p> <p>—¿Conde von Zarovich? —llamó de nuevo.</p> <p>—Entrad, amigo mío —respondió la hermosa y fatal voz.</p> <p>Había avanzado unos siete metros por el vestíbulo cuando otras puertas se abrieron ante él; hizo una pausa y siguió adelante. Se asustó al captar un movimiento por el rabillo del ojo y siseó, enseñando los largos colmillos, que habían surgido bruscamente. Enseguida se dio cuenta, con cierta vergüenza, de que era sólo un efecto de la luz. Cuatro funestas estatuas de dragones lo observaban desde lo alto, y sus ojos de piedras preciosas, como los de los aldabones, habían reflejado las llamas de las antorchas.</p> <p>Se tranquilizó un poco a medida que avanzaba. Atravesó unas terceras puertas que se abrieron al tocarlas y entró en una amplia sala, de donde partía una espaciosa escalera hacia la oscuridad del piso superior. La bóveda del techo estaba ribeteada por un círculo de gárgolas iguales a las que lo habían saludado antes. Miró hacia la cúpula que guardaban y, por un instante, todos sus escrúpulos se desvanecieron ante la belleza de lo que contempló.</p> <p>La techumbre estaba cubierta de magníficos frescos, y la mirada de Jander volaba de las escenas de caza a las de batallas, de las de justas a las de caballeros armados… Por desgracia, las pinturas estaban en proceso de desaparición y, al parecer, el señor del castillo no se preocupaba en absoluto por mantener en condiciones la construcción ni los tesoros que albergaba. El elfo volvió a concentrarse en localizar a su anfitrión.</p> <p>Ante él se hallaban dos pórticos de bronce cerrados. Dio un paso hacia ellos, y la sedosa voz dijo:</p> <p>—Me alegra que hayáis venido. Sed bienvenido a mi casa.</p> <p>Jander se dio la vuelta y vio a su anfitrión, que descendía por la escalera alfombrada con un candelabro en la fuerte mano.</p> <p>El conde Strahd von Zarovich era de talla considerable, más de un metro ochenta centímetros de flexible y poderosa complexión. Vestía convencionalmente: pantalones y chaqueta negros, y chaleco y camisa blancos. Un lazo carmesí se destacaba en torno al cuello como una pincelada de sangre, a juego con una enorme joya roja que adornaba el nudo. Tenía la piel extremadamente pálida, casi del color de los huesos; sus ojos, oscuros y penetrantes en contraste, no omitían ni un solo detalle en su escrutinio curioso de Jander, hasta que se encontraron con la plateada mirada del elfo al mismo nivel. El cabello, espeso y bien peinado, no ocultaba del todo las puntiagudas orejas del conde, que lo miraba con expresión de agrado, aunque su sonrisa de acogida parecía un arma de doble filo. Jander inclinó la cabeza cuando Strahd se aproximó.</p> <p>—Os agradezco la invitación, conde. Es un gran honor ser recibido por el señor de Barovia.</p> <p>La sonrisa se amplió y se tiñó de una provocativa malicia.</p> <p>—Me complace que os sintáis así, Jander Estrella Solar. Son pocos los que consideran mi castillo un lugar atractivo.</p> <p>—Tal vez porque no fueron convocados tan gentilmente.</p> <p>Ante la osadía del comentario, los negros ojos del conde lanzaron un intenso destello rojo; sonrió y asintió como aceptando la mordaz observación.</p> <p>—Muy cierto, realmente; no sois de los que se esconden tras falsas cortesías, por lo que veo, y me agrada. Verdaderamente he solicitado vuestra presencia por motivos personales e imagino que habéis acudido por los vuestros propios. No obstante, sois acogido sinceramente, podéis darlo por seguro. —Sostuvieron la mirada con firmeza, exactamente como dos lobos desconocidos dando vueltas en círculo, pero ninguno de ellos estaba dispuesto a admitir la derrota—. Llamadme Strahd —añadió por fin—. Ignoro vuestro linaje, pero no dudo que os halláis más cerca de mí que esos odiosos aldeanos o mis negligentes criados. Seguidme, por favor; estaremos más cómodos en otra parte. Y, además —sonrió fríamente—, recibo tan escasas visitas que me complacería mostraros parte de la magnificencia de mi hogar. —Se dio la vuelta y comenzó a ascender la escalinata—. Supongo que os preguntaréis cómo supe dónde encontraros.</p> <p>—En absoluto. Es evidente que estáis aliado con los vistanis.</p> <p>—Sí, mis queridos compatriotas gitanos; una gente enteramente superior a los aldeanos. —Llegaron a un rellano, y Jander admiró el entorno, donde otra serie de magníficos frescos similar a la anterior representaba un ataque a la montaña sobre la que se elevaba el castillo; no obstante, se hallaba en el mismo lamentable estado. Leyó lo que quedaba en una inscripción: E_ REY _OBL_N_UYE AN_E E_ _OD_R D__ SA__O S_M_O__DEL L_____D__CU___O. Siguió al conde, que ya comenzaba a subir el tramo siguiente—. ¿Observasteis la niebla al venir hacia aquí? —inquirió.</p> <p>—Sí, el anillo que rodea la aldea resulta curioso.</p> <p>—Es una gran suerte que no necesitéis respirar, amigo mío. Esas brumas obedecen mis órdenes, y son venenosas. He concedido a los gitanos, a cambio de sus servicios, el secreto de una poción que les permite atravesarla sin sufrir daño alguno. Ellos sacan buen provecho vendiéndola, y yo tengo las despensas bien provistas; un negocio redondo, ¿no os parece?</p> <p>Llegaron a un amplio vestíbulo. Desde una ventana que se abría a la derecha, la luz de la luna se derramaba por el suelo. La estancia estaba vacía, y eso la hacía parecer mucho más espaciosa. En el otro extremo se elevaba un trono solitario.</p> <p>—Esta era la sala de audiencias en otro tiempo y, como supondréis, actualmente apenas se utiliza.</p> <p>Prosiguieron y cruzaron las puertas profusamente grabadas que daban a un pequeño corredor, donde dos armaduras completas vigilaban en solitario desde sus garitas, sumidas casi en total oscuridad. Strahd se dirigió a una de ellas, y, con un movimiento de los dedos que Jander no captó en detalle, el contorno de una puerta se hizo visible; la empujó con suavidad y la hoja cedió.</p> <p>Jander se puso en tensión, al ver que los rumores sobre Strahd se confirmaban: practicaba la magia. Se tragó la aversión y siguió a su anfitrión obedientemente hacia otro tramo más de escalones. Se sentía ya un poco despistado con aquel laberinto. —¿Vivís solo aquí, Strahd?</p> <p>—¡Oh, no! Tengo criados, de una clase determinada, y los aldeanos me proporcionan todo lo que pueda necesitar o desear. Los habitantes del pueblecillo son dóciles y, como ya os he dicho, mantengo un pacto con los gitanos. Me alegro de que hayáis preferido no hacerles daño y debo recomendaros que os refrenéis debidamente.</p> <p>—¿Por qué habría de hacerles daño?</p> <p>Strahd se detuvo en seco y se giró para mirar a Jander directamente. Esbozó una sonrisa de complicidad que le estiró los rojos labios sobre los blancos dientes, y Jander se sorprendió al ver crecer dos colmillos afilados.</p> <p>—El deseo de beber resulta imperioso, ¿no es cierto, Jander Estrella Solar?</p> <p>El elfo no apartaba la vista de él. ¡Ahora comprendía por qué lo había llamado Strahd! ¡Ahora comprendía también por qué el pueblo vivía atemorizado y asediado! El conde seguía mirándolo; complacido por la reacción de perplejidad de su invitado. Satisfecho por haber colocado al impertinente elfo en su lugar, se giró de nuevo con un revuelo de la chaqueta y siguió subiendo.</p> <p>Las escaleras terminaron, y Jander se encontró en un amplio rellano. La luz pálida de la luna entraba por un resquicio del techo e iluminaba una larga hilera de estatuas.</p> <p>—Mis nobles antepasados —dijo Strahd secamente—, a todos los cuales he procurado enojar, despreciar o enfrentarme como mejor he podido. Algunos se han… ido del todo, ¿comprendéis? —Jander percibió la expresión angustiada de algunas esculturas, aunque otras, claro está, no eran más que pura piedra. A una le faltaba la cabeza y, empujado por la curiosidad, trató de descifrar el nombre inscrito en el pedestal—. ¡Jander! —tronó el conde imperiosamente, y el elfo se apresuró a darle alcance. Pasaron un corto corredor, y el anfitrión abrió la puerta de una estancia que poco tenía en común con la decadencia general del castillo—. Mi estudio —dijo Strahd con mayor calidez en la voz que hasta el momento.</p> <p>El fuego ardía agradablemente en la chimenea y su resplandor rojizo esparcía luz y cordialidad. Cientos de libros se alineaban en las paredes, y Jander captó el olor de piel bien cuidada. Sin duda, Strahd apreciaba mucho su biblioteca. Entró tras el otro vampiro en la estancia bellamente alfombrada, donde no se veían paredes desnudas. El conde se dirigió a una silla grande, tapizada en tono escarlata, e indicó a Jander que se sentara también.</p> <p>—Tomad asiento, por favor. Esta es mi habitación predilecta. Tengo mucho tiempo para la reflexión y la contemplación. —Jander se sentó obedientemente y ambos permanecieron unos instantes en silencio, disfrutando del ambiente acogedor—. Tengo entendido —dijo Strahd por fin— que rescatasteis a un vistani anoche. —Jander asintió con un gesto—. Sois una especie de buen samaritano, ¿no es así? —La voz sugestiva del vampiro tenía un matiz de desprecio.</p> <p>—¿Hay sangre élfica en vuestro linaje, Strahd? —inquirió Jander con brusquedad—. Vuestras orejas son puntiagudas.</p> <p>El conde levantó una mano como para llevársela a la oreja, pero después la unió a la otra con un gesto deliberado.</p> <p>—En realidad no —admitió—, aunque a veces permito que se extienda el rumor. —Estrechó los ojos, y, cuando habló de nuevo, sus palabras parecían despreocupadas, aunque su intención era inequívoca—. Nadie salvo mis criados y algunos vistanis conoce mi verdadera naturaleza. Es mi deseo que continúe siendo así y me disgustaría profundamente que el secreto fuera violado. He decidido compartirlo con vos porque presiento que podemos aprender mucho el uno del otro.</p> <p>«Llegamos al verdadero propósito de la invitación», pensó Jander. Toda la conversación, mantenida en términos tan estrictamente formales, y el laberíntico paseo no habían sido más que una diversión someramente disfrazada para ponerlo a prueba; ahora, sin duda, comenzaría el verdadero examen. Cambió de postura, se arrellanó cómodamente y sostuvo la mirada de Strahd sin titubeos.</p> <p>—Los secretos son peligrosos —dijo Jander—, y en manos inapropiadas se convierten en objeto de negocio.</p> <p>—Espero —replicó lentamente, con la voz vibrante de amenazas sin paliativos— que las vuestras no lo sean.</p> <p>—Imaginad que lo fueran —se permitió sugerir sonriente—, imaginad que revelara vuestra condición de no-muerto; nosotros, los <i>akara</i>, no somos muy sociables. ¿Qué haríais conmigo entonces?</p> <p>—Os destruiría —contesó Strahd sin el menor asomo de cortesía y la mirada chispeante.</p> <p>—¿Cómo lo conseguiríais? ¿Convirtiéndome en esclavo vuestro? —Jander enderezó la espalda y acercó los codos a las rodillas—. No estoy aquí para presentaros batalla. Al contrario, creo que podemos compartir muchas cosas y espero que establezcamos una alianza. No soy un insensato aldeano ni uno de vuestros dóciles sirvientes. Aunque vos seáis el señor de la tierra…</p> <p>—¡Yo <i>soy</i> la tierra!</p> <p>La voz profunda de Strahd rugió como un trueno, y el destello rojo de sus ojos despidió iracundos rayos. Jander se preguntó si habría llegado demasiado lejos y si Strahd poseería algún poder misterioso capaz de exterminarlo.</p> <p>—¡Yo soy Barovia! —bramó—. Me ha transmitido poder y yo le proporciono lo que necesita. —Curvó los labios en una mueca—. Soy el Primer Vampiro. Al contrario que todos los demás muertos vivientes, yo no preciso de invitación para entrar en los hogares. Todas las casas son mías aquí, y todas las criaturas me pertenecen; hago con ellas según mi voluntad.</p> <p>Se reclinó sobre el respaldo y entrecerró los párpados. Jander oyó un rascar de uñas sobre las losas del suelo, y tres enormes lobos llegaron trotando al estudio. Se enroscaron y jadearon contentos a los pies de Strahd.</p> <p>—Éstos —dijo con orgullo— son mis pequeños y obedecen hasta mi último capricho.</p> <p>Uno de los animales se levantó, alerta y en tensión; se dirigió sin vacilar hacia la chimenea y se tendió boca arriba en el suelo con la garganta expuesta; gimió y Jander olió el miedo. Un segundo lobo se levantó con la misma decisión, se dirigió hacia su compañero e, inesperadamente, le mordió la yugular. Comenzó a brotar sangre, que salpicó a los dos animales y las piedras de la chimenea. El primer lobo agitaba las patas y se debatía frenéticamente, pero el segundo se limitó a hundir más la dentellada, hasta que la víctima murió con un espasmo. El asesino aflojó las mandíbulas y se lamió el hocico; después, con la cabeza agachada, se arrastró hasta los pies de su amo. Strahd acarició la suave cabeza con gesto indolente mientras el tercer lobo, tembloroso, se enroscaba como una bola.</p> <p>Jander hizo amago de levantarse para protestar, pero se detuvo ante la mirada de Strahd; el Primer Vampiro, como él mismo se había nombrado, lo retaba a mostrar su debilidad, a oponerse al absurdo sacrificio de la bestia. Se sentó de nuevo sin dejar de sostenerle la mirada. El elfo, amante de los animales, estaba enfurecido por la crueldad gratuita de que hacía gala el otro vampiro, pero se lo demostraría de un modo más eficaz.</p> <p>Miró a los dos lobos restantes y después acarició dulcemente al asesino con el pensamiento. <i>Descansa</i>. La bestia gris cerró con mansedumbre los ojos, se enroscó y se durmió enseguida; Jander se concentró mentalmente en el otro ejemplar, con frialdad y firmeza. <i>Ven, amiga mía; acércate a mí</i>.</p> <p>La loba emitió un quedo bufido, apuntó las orejas hacia adelante y con un sonido entre quejumbroso y gruñón saltó hacia Jander en un ridículo intento de subírsele al regazo, pero el elfo la rechazó cariñosamente. La hembra se tendió a sus pies y lo miró con adoración, atenta a satisfacer el menor deseo de su nuevo amo. Jander le acarició la testuz y dejó de mirar al animal para dirigirse al conde con una leve sonrisa. Captó la rabia de Strahd, pero también la admiración de su frío rostro.</p> <p>—Impresionante —ronroneó el conde con una voz que surgía del pecho—; impresionante de verdad. Los lobos jamás han obedecido más palabra que la mía. Es evidente que el señor de la tierra puede aprender algo del visitante. —Hizo un ligero gesto de asentimiento. Jander comprendió de inmediato que se había producido un cambio sutil, que tal vez Strahd lo había colocado en otro grado del escalafón, y deseó que el cambio fuera favorable—. Precisamente por esa razón os invité aquí esta noche —añadió.</p> <p>—Eso suponía. —Jander lanzó el comentario a modo de prueba. Strahd frunció un tanto el entrecejo, y las aletas de la nariz aguileña se agitaron, pero no se levantó a morderlo.</p> <p>—Eva me dijo que procedéis de un lugar llamado Toril —prosiguió el conde—. Me intrigan los lugares desconocidos y me gustaría escuchar vuestro relato.</p> <p>Por el momento, la crisis había pasado y Jander se permitió bajar la guardia un poco.</p> <p>—Antes de responder a vuestras preguntas, me gustaría haceros yo algunas. —Strahd hizo un gesto afirmativo—. ¿Existió alguna vez en este país una mujer llamada Anna?</p> <p>—Ese nombre es común. Tendréis que especificar un poco más —repuso con una sonrisa. Ahora que había comenzado, estaba obligado a proseguir y dejó a un lado la sensación de vulgaridad que le producía hablar del estado de Anna con un desconocido, puesto que era la única forma de encontrar las respuestas que tanto anhelaba.</p> <p>—Sufría demencia —dijo en voz baja—; era alta y morena, con largos cabellos rojizos y muy bella. Creo que era víctima de una maldición porque, veréis, la conocí durante mucho tiempo y nunca envejecía.</p> <p>—Lamentablemente —replicó Strahd con un gesto negativo—, no creo recordar a nadie que reúna todas esas características, lo cual no significa que no haya existido en la aldea una persona semejante, o incluso en Vallaki, un pueblecito de pescadores cercano. La locura no es desconocida en estas tierras y, en cuanto a la magia, yo soy el único, hasta donde alcanzan mis conocimientos, que practica las artes arcanas en Barovia. Y, Jander, amigo mío, jamás he pronunciado una maldición contra una mujer llamada Anna, os doy mi palabra. —Su tono era hondamente sincero y Jander, para su sorpresa, le creyó—. Sé lo que es perder un amor… He bebido de ese amargo cáliz en más de una ocasión —añadió repentinamente abrumado.</p> <p>Las esperanzas del elfo se desvanecieron en silencio. Había dado por hecho, tal vez con mucha precipitación, que Strahd sabría algo de Anna, que le revelaría la identidad del que había quebrado la voluntad de la hermosa joven.</p> <p>—¿Alguna pregunta más? —El tono indicaba el deseo de escuchar una respuesta negativa, pero Jander insistió.</p> <p>—¿Qué podría hacer para averiguar más cosas sobre ella?</p> <p>—Tenéis libertad absoluta para consultar los libros de la biblioteca —ofreció con gesto amplio—. Encontraréis los demás registros en la vieja iglesia del pueblo, aunque dudo que queráis acudir allí. —Strahd se mostraba de nuevo como gran amo y sonreía a Jander con malicia.</p> <p>Jander sonrió también, pero su expresión destilaba tristeza.</p> <p>—Tenéis razón. Habéis nombrado un lugar llamado Vallaki. ¿Dónde está? ¿Quiénes son sus habitantes? ¿Conservan registros de…?</p> <p>Strahd frunció el entrecejo de nuevo e hizo un gesto de impaciencia.</p> <p>—Puedo proporcionaros respuestas a todas esas preguntas, como es natural, pero ¿tenéis que resolver ese pequeño misterio esta misma noche?</p> <p>Sus palabras eran razonables, y Jander comprendió que el conde perdía interés rápidamente.</p> <p>—Es cierto. Siento curiosidad por este lugar, y lo mismo debe sucederos a vos con respecto a mí. Mi llegada a Barovia es un misterio, aunque uno de los vistanis me dijo que me habían traído las nieblas.</p> <p>—¡Ah, las nieblas, las nieblas! —musitó Strahd con los ojos fijos en el fuego—. Al parecer, van en busca de muchos. Fue en mi búsqueda…, en búsqueda de todo mi reino, hace algunos años. Fue entonces cuando me convertí en lo que ahora veis. —Sonrió para mostrar los blancos y afilados incisivos que no se había molestado en retraer—. Un regalo de esta tierra poderosa: la vida eterna.</p> <p>Supuso que en aquellas palabras había parte de razón, aunque él jamás había deseado la «vida eterna» como hacían los humanos. La raza élfica vivía varios siglos, y creía que por ese motivo no se oía hablar con frecuencia de elfos no-muertos. Su naturaleza no se adaptaba fácilmente a ese tipo de existencia, y los elfos no deseaban con tanta desesperación las cosas que no les eran concedidas por los dioses. Cuando se convirtió en vampiro, habría preferido morir a llevar la existencia que llevaba, pero la leyenda de la muerte carmesí no le permitía escapar a su destino con tanta facilidad.</p> <p>Se sintió incómodo con el giro tan oscuro que tomaban sus pensamientos, y cambió de tema.</p> <p>—Os referís a Barovia como si fuera un ser vivo; los vistanis también hablan del poder de estas tierras. ¿Qué es Barovia exactamente? ¿Por qué trae a la gente a través de la niebla?</p> <p>Strahd no respondió de inmediato; se levantó, se acercó al fuego y colocó una mano sobre la chimenea.</p> <p>—Contestaré a vuestras preguntas más tarde. Al fin y a la postre —sonrió tétricamente—, ¿no disponemos de todo el tiempo del mundo? —Tras una pausa, añadió—: Tomaría algo. ¿Me acompañáis? Cada vez resulta más difícil encontrar trotamundos en Barovia después de la caída de la noche, y por ello siempre tengo provisiones a mano.</p> <p>Jander se estremeció internamente. Se imaginó una prisión de seres apenas vivos, criados como ganado para alimentar a ese oscuro y elegante señor. Y, sin embargo, ¿podía condenar semejante conducta cuando él mismo llevaba siglos subsistiendo de los locos?</p> <p>—No, gracias, prefiero sangre de animales hasta que me familiarice un poco con este territorio. —Strahd se rió estrepitosamente de semejante razonamiento y Jander aguardó con paciencia a que cesaran las estridentes carcajadas.</p> <p>—¡Ah, Jander! Si me permitís que os llame así… Aquí no podréis subsistir a base de sangre de animales.</p> <p>—Tal vez vos no podáis, excelencia, pero yo sí. Lamentaría que os sintierais ofendido.</p> <p>—No, no, tan sólo me resulta divertido. El bosque es todo vuestro, pero no creo que logréis saciaros con las bestias de las forestas de Svalich. Creo que no las encontraréis… apropiadas, siquiera. Es posible que os vea cuando regreséis. Jander, yo soy el señor aquí —insistió de modo terminante—, y sois mi invitado por el tiempo que deseéis.</p> <p>—¿Y si os dijera: «Gracias, excelencia, pero deseo marcharme esta misma noche»?</p> <p>—Respondería que sois libre, pero vuestras preguntas quedarían sin respuesta.</p> <p>Jander rió con fuerza, e incluso Strahd sonrió con menos frialdad que de costumbre.</p> <p>—Mi curiosidad, conde, es la mejor cadena del mundo. Gracias, acepto vuestra hospitalidad.</p> <p>—¿Qué precisáis para el reposo? Abajo están las criptas, y podríais acomodaros en…</p> <p>—No, gracias. Necesito pocas horas de sueño y no me hace falta féretro. Con vuestro permiso, me gustaría recorrer el castillo durante el día; la luz no me hace daño mientras no me exponga directamente al sol.</p> <p>Con una leve sensación de suficiencia, Jander notó que había tomado al conde totalmente desprevenido. El impacto se reflejó al instante en sus ojos, negros y profundos, pero se recobró enseguida, aunque el elfo ya se había apuntado el tanto con el gallardo señor del castillo de Ravenloft.</p> <p>—Mi casa es toda vuestra con una excepción: aquella habitación. —Señaló con un largo dedo hacia una puerta de madera del otro extremo de la estancia—. Allí no podéis entrar. Lo que guardo es asunto mío y, en caso de que intentarais desobedecerme, encontraríais la puerta cerrada mágicamente. Os ruego que respetéis mi deseo.</p> <p>Jander sentía curiosidad, pero, en realidad, no tenía derecho a entrometerse; si el conde deseaba tener una habitación secreta, debía respetar su intimidad.</p> <p>—Por supuesto.</p> <p>—Entonces, os deseo buenas noches… y buena caza.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>OCHO</p> </h3> <p>Jander se internó despacio en la espesura, silencioso como un lobo, tras el rastro de un corzo. La visión infrarroja y la luz de la luna que se filtraba entre la vegetación convertían el bosque en un tapiz de sombras cambiantes e inquietos jirones de niebla a ras de tierra. Percibía alrededor amortiguados rumores y movimientos de vida y el sutil aroma de sangre caliente. Una ardilla se deslizó por la rama de un árbol, justo sobre su cabeza, y saltó con agilidad y osadía hasta el próximo. Una zorra gris con el manto moteado de tonos sombríos estaba inmóvil en un claro a un metro de él, paralizada por la terrorífica e inesperada silueta del elfo vampiro. Ambos cazadores se miraron un momento, hasta que la hembra desapareció de nuevo en el bosque y dejó la caza para Jander.</p> <p>Gracias a la infravisión, localizó el calor suave de una liebre marrón de buen tamaño acurrucada entre las raíces y las ramas bajas de un gran tejo. Pausadamente, con el mismo esfuerzo de voluntad que había doblegado a los lobos a su llamada, asentó tranquilidad en la mente del animal. <i>La zorra se ha ido, ya no hay peligro</i>.</p> <p>El silencio cayó sobre el bosque; sólo la brisa recorría el suelo forestal levantando levemente las briznas de años, estremeciendo las secas hojas marrones y haciendo crujir las agujas caídas de los pinos. La liebre no se movió apenas cuando unas manos fuertes y alargadas se cerraron en torno a sus orejas y patas traseras. Los colmillos que le abrieron la garganta eran más afilados que los de la zorra.</p> <p>Jander sorbió con presteza, pues el hambre era más fuerte que el extraño sabor de la sangre. Arrojó el cuerpo desgarrado al lugar por donde la raposa había desaparecido y frunció el entrecejo al tiempo que se limpiaba los labios; aquella sangre tenía un regusto extraño, una especie de dulzor ahumado.</p> <p>De pronto, se le revolvió el estómago y se sintió mareado, se le doblaron las rodillas y cayó a cuatro patas vomitando hasta la última gota de lo que había ingerido. Después se sentó temblando; el animal debía de estar enfermo y, sencillamente, tendría que volver a buscar comida.</p> <p>Llamó entonces a un venado, una gama vigorosa que lo miraba fijamente con ojos tristes mientras él sorbía todo su fluido vital; el sabor era igual de desagradable y el alimento tampoco cuajó en el estómago esta vez. No lo comprendía; en Aguas Profundas había subsistido durante años a base de sangre de animales, y algo de sangre humana cuando la necesidad apremiaba esporádicamente. Desde el momento de su llegada a esas tierras había percibido algo anormal. Quizá la niebla lo había alterado de tal forma que ya no podía beber sangre animal; era la única explicación que se le ocurría, por ilógica que pareciera. Strahd lo sabía y había intentado advertirle. El señor de Ravenloft, mientras admitía la victoria del elfo con los lobos, se habría reído probablemente al saber que vomitaría sin remedio al primer sorbo de aquel icor intragable; ahora estaban empatados. Por más que rechazara la idea, tendría que buscarse sangre humana en Barovia si quería sobrevivir. El vampiro dorado pasó varias horas buscando inútilmente algún humano incauto; se transformó en lobo y recorrió muchos kilómetros con los sentidos aguzados para localizar la presa. Se echó sobre algunos esclavos de Strahd en varias ocasiones: vampiras pálidas y de rasgos acusados que fruncían el entrecejo y siseaban al verlo, antes de convertirse en murciélagos. Jander sopesó un momento la idea de atacar el campamento gitano, pero desechó el impulso enseguida. Los vistanis eran más astutos que los aldeanos y, a pesar de que él se alimentaba con delicadeza, los ojos penetrantes de los gitanos localizarían sin tardanza las pequeñas señales. Además, como «invitado» de Strahd, violaría el pacto, y el conde se enfurecería. No se olía ningún otro rastro humano en el bosque y un rápido recorrido por el pueblo le demostró que los barovianos estaban bien seguros en sus casas. Hambriento, cansado y decepcionado, se transformó de lobo en murciélago y echó a volar hacia el castillo.</p> <p>A pesar de lo desagradable de la perspectiva, tendría que aceptar la invitación a la mesa del conde.</p> <p>Aterrizó en un sendero que rodeaba la mayor parte de la fortaleza y, transformado en niebla y después en elfo, encontró la forma de llegar al estudio. Le gustaba la estancia, aunque siempre había preferido los bosques al aire libre a los lugares cerrados; la biblioteca, sin embargo, parecía menos solitaria que otras partes del castillo, y en esos momentos Jander no deseaba recordar su condena a la soledad. En cuanto entró captó un aroma dulce y cosquilleante: sangre humana.</p> <p>Azuzado por el hambre, siguió el olor por las puertas dobles; junto al estudio había un dormitorio convencional, amplio y lujoso, cuya única ventana, guarnecida por pesados cortinajes de terciopelo rojo, se hallaba abierta en ese momento a la líquida luz de la luna. Los rayos plateaban la estancia y arrancaban brillos opacos a los candelabros, de bellas formas pero manchados de óxido, y revelaban los perfiles elegantes de las mesas y demás muebles. La misma cama había sido, sin duda, un sueño de lujo, pero ahora los ricos lienzos estaban podridos y los doseles corroídos por las polillas.</p> <p>Jander no prestaba atención a la decoración; contemplaba con tristeza la figura que la luz lechosa transformaba en un delgado y joven fantasma.</p> <p>Estaba junto al ventanal y miraba nostálgicamente el oscuro panorama. Una lágrima le resbaló por la mejilla y brilló al rayo de luna como una perla sobre alabastro; parecía temerosa pero resignada. Jander se aproximó lentamente y la mujer no se percató de su presencia. La siguió con la mirada mientras ella se alejaba de la ventana y se sentaba en el lecho. Era una tentadora combinación de niña y mujer; la forma de las caderas y el pecho hablaba de madurez, en tanto el pálido rostro redondeado era prácticamente el de una chiquilla de enormes ojos rebosantes de temor y rodeados de largas y rizadas pestañas. El tono rosado de sus mejillas y el rojo intenso de la dulce boca provocaron un estremecimiento voraz en el vampiro. —Mi señora —le dijo.</p> <p>La joven contuvo el aliento y retrocedió; trató de cubrirse instintivamente y, tras un esfuerzo, retiró las ropas de la cama; sólo llevaba una fina camisa. Respiró profundamente e hizo acopio de valor.</p> <p>—Su excelencia, el conde Strahd von Zarovich, me envía para complaceros —anunció con dulce y juvenil voz—. Debo deciros que nadie me ha tocado aquí —señaló la garganta con un dedo—, ni aquí —colocó el hueco de ambas manos sobre el montículo de la ingle. La sangre le tiñó las mejillas y bajó los ojos, mientras el largo cabello negro le oscurecía los rasgos—. Éste es el regalo de mi amo a su reciente amigo —concluyó, temblorosa.</p> <p>Jander sintió que el hambre se tornaba acida sin llegar a desaparecer. Sabía que los vampiros saciaban otros apetitos en sus mansas víctimas. Strahd se divertía a costa de ellas pero él odiaba semejantes prácticas. ¿Acaso no era suficiente despojarlas de su fluido vital sin necesidad de violarlas física ni espiritualmente? Deseaba con ardor devolver a aquella joven sana y salva a su familia, pero la mandíbula superior le temblaba y los incisivos ya se alargaban estimulados por la dulce fragancia de la sangre. El hambre lo atravesaba, y la conciencia, como siempre, se sometía a la implacable necesidad de nutrirse con el rojo líquido transmisor de vida. Se sentó en la cama y acarició las ropas.</p> <p>—¿Cómo te llamas, pequeña? —inquirió con voz suave.</p> <p>—Natasha —repuso sin mirarlo aún.</p> <p>—Ven aquí, Natasha —le dijo con dulzura.</p> <p>Ella se acercó, y sobre el olor de la sangre, Jander percibió el aroma metálico del miedo. Suavemente, con gran lástima, le apartó de la frente el oscuro cabello; la muchacha cerró los ojos entre violentos estremecimientos.</p> <p>—¿Cómo te trajo Strahd aquí?</p> <p>—Mandó el carruaje al pueblo —repuso tras humedecerse los labios—. Me conoce y ordenó a mi padre que me enviara. Tenemos que obedecer a nuestro señor en todas las cosas.</p> <p>—¿Sabías a qué venías?</p> <p>—No —murmuró, al tiempo que sacudía la cabeza con los ojos ribeteados de lágrimas. De pronto, su control se quebró—. ¡Sí! ¡Oh, dioses! ¡Por favor, por favor, no me hagáis daño! ¡Permitid que vuelva a casa! Haré lo que queráis pero no me convirtáis en otra como vos; por favor, por favor…</p> <p>—¡Pobre chiquilla! —musitó—. Mírame, Natasha. —La orden serena atravesó la histeria de la muchacha, que levantó la mirada hacia los hipnóticos ojos plateados—. Ya no te doy miedo, ¿no es cierto?</p> <p>—N… no —repuso; ya comenzaba a perderse en aquella mirada.</p> <p>—Bien. ¿Confías en mí, Natasha? ¿Confías en que no te haré más daño del estrictamente necesario?</p> <p>Asintió lentamente, sus ojos marrones prendidos en los de él. Poco a poco, Jander le tomó el pálido rostro entre las doradas manos y le inclinó la cabeza hacia un lado. La yugular quedaba a la vista, latiendo rítmicamente bajo la luz plateada que entraba a raudales en la habitación. Con un movimiento rápido, desnudó los colmillos y los hundió en la apetitosa carne de la garganta.</p> <p>Tan pronto como probó la sangre, el sabor lo dominó por completo. Bebió copiosamente, olvidado ya de la juventud e inocencia de la muchacha y consciente sólo de la corriente de vigor, cálida y renovadora, que el alimento le proporcionaba. Le costó un gran esfuerzo dejar de nutrirse antes de desangrarla por completo, pero reaccionó a tiempo. Se lamió el líquido pegajoso adherido a los labios mientras acostaba a la joven sobre las almohadas; su respiración era superficial, y se había quedado muy pálida, pero aún conservaba la vida.</p> <p>Se levantó y se acercó a la ventana. La luna, menguante ya pero grande todavía, proporcionaba un fantástico telón de fondo blanco a una bandada de murciélagos que se agitó repentinamente. Se quedó mirando un momento el paisaje de verdes oscuros y púrpuras y después cerró las contraventanas y se aseguró de encajarlas bien.</p> <p>Volvió a sentarse en la cama, con gesto pensativo. En Aguas Profundas tenía suficiente con una liebre por noche, y sin embargo ahora había estado a punto de matar a una joven para saciarse. Durante siglos había procurado mantenerse lo más alejado posible de la verdadera naturaleza de su maldición: la necesidad de cazar seres humanos y alimentarse de su sangre. En cierto modo había renegado de su condición pensando que, si utilizaba a los animales y tomaba de los hombres lo estrictamente necesario, no sería tan perverso como los demás vampiros. Ya no podía huir más de sí mismo y aborrecía su persona, pero esa emoción tan desgarradora no saciaba su apetito.</p> <p>El peso de la verdad se aposentaba a plomo en su corazón. Se tapó el rostro con las manos y profirió un suspiro apesadumbrado, de cualidades mortales.</p> <p>—Anna —gimió quedamente—, Anna, ¡cuánto te añoro!</p> <p>—¿De verdad?</p> <p>El sol lucía en el cielo, y Jander yacía tendido en la cama. Levantó la mirada para ver quién hablaba y se encontró con los cariñosos ojos de Anna; estaba de pie, con las morenas manos en las caderas y el cabello castaño rojizo, enrojecido por el sol, derramado sobre la espalda. Sus ojos reían plena y cálidamente.</p> <p>—¿De verdad me añoras? —repitió.</p> <p>Jander, consciente de su falso estado de sueño, no pudo evitar responder a la pregunta.</p> <p>—Más que a la vida, queridísima. Se acercó entonces a él y lo envolvió en un cálido abrazo saturado de perfume de jabón y de luz de sol sobre la piel, y nada más. Después se acercó a la ventana y abrió los cuarterones con gesto amplio. El sol entró a raudales y envolvió a Jander en un río de luz. «Es tan real —se dijo—, tan dulcemente real…». Vio entonces las descuidadas salas luminosas y alegres, los muebles limpios y la decoración en perfecto estado. Enlazados de la mano, los dos amantes bajaron las escaleras deteniéndose a escudriñar en habitaciones que hablaban de cariño y atenciones.</p> <p>En el exterior, dos alazanes blancos los aguardaban. Cuando se acercó a uno de ellos, el animal relinchó con afecto. Jander descubrió que llevaba una manzana en la mano; se la dio al caballo y éste la masticó agradecido. Montaron y salieron a galopar en la hermosa tarde de finales de primavera. Jander miró por encima del hombro y vio el castillo, un hogar hermoso, cuna de una familia grande y noble.</p> <p>Pocas y felices horas después, las sedientas monturas abrevaban en el lago Tser mientras los jinetes descansaban tumbados bajo un gran árbol, embriagándose del olor de la tierra fresca y de los rayos del sol filtrados por las hojas. Jander escuchaba la música del agua y el trinar de los pájaros.</p> <p>—¿Por qué vienes a mí de esta forma? —preguntó.</p> <p>Ella tenía la cabeza apoyada en su pecho y la torció para mirarlo; le escrutó los ojos pensativamente.</p> <p>—¿Deseas que no lo repita más?</p> <p>—¡No! Sólo lamento que no sea real.</p> <p>—¿Quién dice lo que es realidad y lo que es ilusión? Estamos juntos. ¿No te parece suficiente? Además… —su voz adquirió un tono burlón— no quiero que te olvides de mí.</p> <p>—Jamás —replicó al tiempo que le tomaba la mano y le besaba la punta de los dedos.</p> <p>—Sin embargo, me has olvidado. Sabes por dónde empezar a buscarme pero aún no lo has hecho. Jander, amor mío, véngame. —Cambió de pronto, y sus prodigiosos ojos se llenaron de lágrimas—. Por todo lo que perdimos a causa de mi locura…, ¡<i>véngame</i>!</p> <p>Jander salió del sueño con un sobresalto, completamente desorientado. Estaba caliente hasta la incomodidad y sentía una ligera náusea. Se había quedado dormido en la habitación después de tomar la sangre de Natasha. Las contraventanas seguían bien cerradas para evitar la luz mortal del sol, pero algunos rayos se filtraban y le provocaban desasosiego. Todos sus sentidos estaban alerta otra vez, y el regreso a la triste realidad lo obligó a cerrar los ojos con resentimiento.</p> <p>Después de comprobar que Natasha descansaba pacíficamente, el elfo regresó a la biblioteca para investigar entre los tomos de Strahd. Al principio, la superabundancia de libros lo desbordó. Había pasado tantos años encerrado en una gruta, sin más compañía que la de los locos de los que se alimentaba, que se sentía cohibido en aquel lugar colmado de historia y literatura. Cada uno de los volúmenes era una joya, y se concedió unos momentos para admirar la manufactura de las cubiertas de piel. En algunos estaba grabado lo que supuso sería el blasón del conde, un gran cuervo negro, y otros tenían símbolos diferentes, entre los que encontró uno increíblemente hermoso que se repetía en varios tomos y que representaba un enorme estallido de luz solar.</p> <p>—Bien, podría empezar por el principio —se dijo, y comenzó a ojear los títulos de una de las estanterías: <i>Escudos de armas del linaje Von Zarovich; Piel y acero: historia de los ba’al verzi; Leyendas del círculo; Cuentos de la noche; El Arte de Kaliman Kandru; Barovia: del año XV al presente</i>.</p> <p>Se entusiasmó con tanta variedad y sacó unos cuantos ejemplares; formó una pila junto a una silla y escogió un título al azar: <i>Piel y acero: historia de los ba’al verzi</i>. Vio una calavera ensangrentada en la cubierta y frunció el entrecejo; dudaba de encontrar allí alguna clave sobre Anna… aunque tal vez la encontrara. Lo abrió, inhaló la fragancia mohosa del antiguo documento y comenzó a leer.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i>En nuestros tiempos de civilización, escribía el autor de la introducción, muerto ya hacía mucho, nos resulta difícil concebir una sociedad que contaba entre sus miembros con asesinos libres y prósperos. En el turbulento siglo octavo de nuestro país, ser asesino, es decir, ba’al verzi, suponía un rango semejante al que gozan los políticos o los artistas populares hoy en día. Cada uno se ponía un precio y recibía fuertes sumas de dinero por parte de otros a cambio de protección</i>.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i>Los ba’al verzi vestían alegres y adornados ropajes con el distintivo, la calavera sangrante, situado en lugar bien visible. Utilizaban como arma una hoja de gran belleza y terrible significado cuya empuñadura fabricaba el propio ba’al verzi con la piel de su primera víctima, que debía ser una persona de él conocida, según exigía la tradición, para desalentar a quienes no poseyeran la fortaleza necesaria y alejarlos así de los secretos que protegían a la secta…</i></p> <p>Jander se estremeció y estuvo a punto de tirar el libro a la alfombra; después cogió otro: <i>Palabras de sabiduría</i>, y se zambulló en él ansioso por sacudirse de la mente la imagen del puñal de los <i>ba’al verzi</i>. La treta funcionó porque se trataba de una colección de poesía sacra dedicada a un dios olvidado tiempo atrás.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i>Porque el sol me pertenece, y la luna,</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>y todo lo relativo al amor y a la luz.</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>Porque la mañana es mía,</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>y el mediodía y todo lo relativo al día y a la noche</i>.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>Prestadme atención, hijos e hijas</i>.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>Oíd la sabiduría en las aguas,</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>escuchad la risa del río,</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>y para siempre florecerán la alegría y la paz</i>.</p> <p>Los poemas, bastante sencillos, tampoco le proporcionaron clave alguna para el enigma de su hermosa Anna. No obstante, le serenaron el ánimo y le recordaron que aún quedaba belleza en esa tierra oscura adonde la traidora niebla lo había llevado.</p> <p>La enclaustrada biblioteca carecía de ventanas, de forma que Jander no tenía idea del tiempo que había pasado y, cuando regresó a ver a la joven, lo sorprendió que ya hubiera caído el ocaso. Natasha dormía como si fuera una no-muerta. Se inclinó sobre ella y la muchacha gimió en sueños y se dio la vuelta; tenía la garganta lastimada, pero el color ya le volvía a las mejillas.</p> <p>—Son tan atractivas cuando duermen… —le dijo al oído una voz acariciadora—. Espero que la hayáis encontrado de vuestro agrado. —Tenía a Strahd junto al codo, y sonreía vagamente.</p> <p>—Un poco joven para mí; y sin embargo no es fácil establecer la edad apropiada cuando ya se han cumplido los setecientos años —bromeó, sorprendido y sin querer admitirlo. Había estado solo tanto tiempo que se había olvidado de lo silenciosos que son los vampiros.</p> <p>—¿Setecientos años? —inquirió Strahd ceñudo; se tomó las palabras de Jander como una chanza—. ¡Ah, comprendo! Tenéis en cuenta los transcurridos como ser vivo.</p> <p>—Sí, en efecto —admitió—, pero sólo fueron doscientos; hace quinientos años que me convertí en vampiro.</p> <p>—Semejante edad me resulta inconcebible —comentó Strahd tras un largo silencio—. Yo acabo de cumplir el primer siglo; me hacéis regresar a la infancia. ¡Cuánto tengo que aprender de vos!</p> <p>Al ver la sed de conocimientos en los ojos de Strahd, Jander dudó que el papel de viejo sabio reportara ventajas en ese lugar. Por suerte, Strahd cambió de tema. —¿Tenéis apetito, amigo mío?</p> <p>—Sí —replicó, escuchando la llamada de la sed de sangre. Aquella noche salieron juntos a cazar, la primera de tantas que compartirían de la misma forma. Un gitano había localizado a un reducido grupo de viajeros intrépidos, o insensatos, que había llegado tarde al pueblo y no había encontrado alojamiento en la posada. Jander se acordó del posadero de amargo gesto y de su negativa a aceptar huéspedes después del atardecer; por descontado, ninguno de los xenófobos y aterrorizados habitantes de la aldea les había dado cobijo tampoco, de modo que el pequeño grupo de tres hombres, dos mujeres y un niño tuvo que improvisar un refugio cerca del puente sobre el río Ivlis.</p> <p>Jander y Strahd tomaron forma de lobo por razones de velocidad y eficacia; tres lobos auténticos y dos esclavas bajo forma lobuna se unieron a la expedición y se lanzaron por el bosque Svalich impelidos por la misma necesidad imperiosa. La noche era clara y fría y tenía la humedad necesaria para transportar los olores con precisión; localizaron el campamento a varios metros de distancia. El enorme ejemplar negro que era Strahd rieló, se evaporó en neblina y volvió a tomar su verdadera forma; Jander adoptó su cuerpo élfico siguiendo el ejemplo del anfitrión, y prosiguieron tan silenciosamente como el propio manto nocturno, acercándose con sigilo a las desprevenidas víctimas. Los lobos y los esclavos del conde rodearon el pequeño calvero para cerrarles todo intento de huida.</p> <p>Jander y Strahd no se lanzaron al ataque de inmediato, sino que aguardaron al tercer ulular del buho y a que la luna se desplazara unos pocos grados. Sólo entonces descendieron, entre la humedad y el silencio helado.</p> <p>Los extranjeros fueron presas fáciles, mucho más fáciles de lo que cabía imaginar. Un hombretón de pelo hirsuto que supuestamente montaba guardia, roncaba apoyado en un árbol, con la espada desenvainada en el suelo junto a la mano relajada; fue el primero en caer. Strahd se materializó ante él, lo asió por la túnica y rápidamente le hundió los colmillos en la garganta. La víctima abrió los ojos de repente y boqueó un grito que no llegó a oírse; el vampiro lo desangró velozmente, y sus ojos se cerraron de nuevo.</p> <p>Mientras Strahd disfrutaba de su banquete, Jander se acercó a otro de los hombres, que no había oído nada porque ambos eran más silenciosos que el propio silencio. Sin embargo, alertado tal vez por un instinto interno, se puso en pie repentinamente y dio un grito de alarma. Jander envió un mensaje sin palabras a uno de los lobos, y la bestia saltó sobre el humano, que no era pequeño y lo inmovilizó bajo su peso sin dificultad; entonces le llegó el turno al elfo vampiro, que se acercó raudo y sigiloso y le clavó los dientes en la garganta. Una esclava de negro pelaje acechaba en las cercanías y siseaba a la espera de tomarle el relevo.</p> <p>El vampiro no buscó la yugular sino la carótida, pues no había tiempo para delicadezas; su cuerpo de muerto viviente reclamaba el sustento. Cuando clavó los dientes en el desvalido cuello, la sangre salió a borbotones, bombeada directamente desde el corazón; bebió frenéticamente el líquido cálido y salado que se le colaba por la garganta y al mismo tiempo se preguntó con humor macabro si los vampiros podrían ahogarse en la sangre de sus víctimas.</p> <p>El tercer hombre gritó. Era alto, delgado, y blanco de terror, buscaba a tientas el arma cuando la mano de Strahd se cerró sobre su muñeca y se la dislocó al momento. Mientras dos lobos corrían en persecución de las mujeres y las acorralaban, el conde volvió a regalarse con el líquido escarlata de la vida. Dejó caer al hombre sin sentido como si fuera un juguete y centró la atención en las mujeres. Dos esclavas llegaron antes que él, pero cedieron el paso a su amo; las vampiras sujetaban a las mujeres y las ponían a disposición del conde.</p> <p>Ambas mortales rondaban los treinta años, eran delgadas y llevaban ropas sencillas de hombre. Una tenía el cabello largo, rojo intenso, y miraba desafiante a Strahd mientras forcejeaba por librarse de la vampira. La otra era rubia y llevaba el cabello corto; la sujetaba la segunda vampira mientras un niño se agarraba a su cintura, completamente aterrorizado, lanzando agudos chillidos, dolorosos para los sensibles oídos de los vampiros. Strahd se dirigió a él amenazadoramente.</p> <p>—En el nombre de Torm <i>el Verdadero</i>, tened piedad. Es tan sólo un niño…</p> <p>Jander había terminado su espeluznante festín y se limpiaba la boca con el dorso de la mano cuando oyó la súplica de la mujer. La miró asombrado; Torm <i>el Verdadero, o el Loco</i>, o <i>el Valiente</i>, era el dios de los suyos. Tenía la ropa y el rostro cubiertos de sangre, y el gesto de limpiarse había logrado poco más que extender con mayor profusión el líquido escarlata. Cuando se puso en pie, era una espantosa imagen dorada y carmesí, un héroe de cuento de hadas que de pronto, inexplicablemente, hubiera sido condenado al papel de malo.</p> <p>El pequeño seguía chillando; Strahd juntó las negras cejas y, entre gruñidos, sacó los colmillos y alargó la delgada mano hacia el pequeño. —¡Corre, Martyn! —gritó la mujer. Con las últimas y desesperadas fuerzas de que es capaz una madre para defender a su hijo, se soltó de la vampira y se tiró sobre Strahd.</p> <p>Un lobo saltó ágilmente y le desgarró la garganta antes de que hubiera dado dos pasos; el cuerpo de la mujer rubia cayó a los pies del niño con la túnica empapada en sangre.</p> <p>—¡No! —gimió la pelirroja, y miró a Strahd con odio y horror. Él sostuvo la mirada sin inmutarse, ejerciendo sobre ella sus poderes.</p> <p>—Lo merecía, ¿no es cierto?</p> <p>—No, sólo es… —respondió deslumbrada.</p> <p>—No —prosiguió Strahd con voz suave y tranquila—, intentó arañarme y eso es un grave error, ¿no te parece? —La mujer se humedeció los resecos labios.</p> <p>—Eso es un grave error —repitió con tono apagado, hipnotizada por el vampiro.</p> <p>—Así es mejor. —Se volvió hacia el pequeño, que seguía acurrucado y tembloroso junto al cuerpo de su madre, completamente aturdido—. Es muy pequeño para llevarlo con nosotros; además, ya estoy satisfecho. ¿Lo queréis, Jander?</p> <p>Jander estaba ahito; miró al niño y una sensación miserable se apoderó de él. No lo quería. Deseaba alejarse de aquel lugar, volver a casa y estar con Anna.</p> <p>—No —respondió sin fuerzas—, pero no permitáis que lo maten ellas tampoco —añadió al ver a las vampiras hambrientas y sofocadas—. El hombre de la barba que está al pie del árbol no ha muerto aún, que se alimenten con él.</p> <p>—Como deseéis —replicó el conde, y las vampiras se lanzaron sobre el hombre inconsciente. Se dirigió después a la mujer pelirroja, que todavía miraba fijamente el cadáver de su compañera, y extendió una mano hacia ella—. Ven, querida —le dijo amablemente—, te llevaremos al castillo de Ravenloft.</p> <p>—¿Y el niño? —inquirió Jander.</p> <p>—Haced lo que queráis —repuso, lanzando una rápida mirada al pequeño—. Yo no tengo apetito.</p> <p>Emprendió el largo camino de vuelta al castillo con la mujer a su lado. Jander se quedó mirando a los tres hombres; todos estaban vivos aún, aunque por poco tiempo. El elfo nunca daba muerte a sus víctimas porque no deseaba arrebatarles la vida, y Strahd no había terminado con las suyas porque prefería vaciar las venas de las mujeres, para aumentar así su elenco de esclavas vampiras.</p> <p>El pequeño empezó a parpadear y a atisbar alrededor confusamente hasta que sus azules ojos encontraron los de Jander; el elfo, incapaz de soportar la inocente mirada, se dio media vuelta y lo dejó ileso. Instantes después, el niño inquirió en un susurro:</p> <p>—¿Señor de la Mañana?</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>NUEVE</p> </h3> <p>La tarde siguiente, tras unas pocas horas de modorra intermitente, Jander abrió los ojos y decidió explorar los entresijos del castillo de Ravenloft. Sabía que debía volver a la biblioteca a seguir investigando, pero ya no podía contener más la curiosidad que le despertaba la fortaleza. Uno de los motivos que lo habían llevado a abandonar la belleza y la paz de su tierra natal era la curiosidad insaciable. Ravenloft encerraba una maravillosa colección de rarezas arquitectónicas, artesanía, historia y hermosura devastada por el tiempo, y quería recorrerlo de arriba abajo.</p> <p>En la sala de audiencias se encontró por primera vez con uno de los «criados» del conde. Se había sentado animosamente en el ornamentado trono y contemplaba con una mezcla de aprecio e indignación el bello trabajo de la madera… y la negligencia de que había sido objeto al paso de los años. De pronto, lo alertó un leve crujido a su espalda.</p> <p>Saltó del asiento presto para un enfrentamiento. Cinco esqueletos lo miraban fijamente con ojos vacíos; todavía colgaban de los huesos algunos jirones de tejido muscular y llevaban raídos uniformes militares. Dedujo, por la vestimenta reglamentaria y las espadas que llevaban, que se trataba de la antigua guardia del castillo. Sin prestarle atención, pasearon por la sala en una parodia de desfile y después tomaron posiciones de centinela en los puestos de guardia adyacentes al vestíbulo.</p> <p>Los observó con tristeza. Los esqueletos siempre le habían inspirado lástima, pues no eran criaturas perversas en sí mismas, y su parte élfica se conmovía piadosamente por aquellas almas privadas del merecido descanso. Sospechaba que el conde debía de haber mantenido ocultos a esos «guardianes» y demás servidores durante el primer día de su estancia en Ravenloft, para darles las instrucciones pertinentes e indicarles que respetaran al único huésped voluntario del castillo. Se preguntó, con no poca inquietud, cuántas criaturas más habitarían entre aquellos muros oscuros y escalofriantes, y se propuso averiguarlo.</p> <p>Se levantó del trono y siguió vagando por el gran vestíbulo hasta llegar al extremo opuesto, que se abría sobre un balcón, donde otros dos tronos bellísimos miraban hacia el exterior. Durante un breve instante, pensó si habría más esqueletos o seres peores al acecho.</p> <p>Molesto por su propio nerviosismo, desechó el pensamiento y se acercó a los tronos, con la mano tendida hacia el respaldo; la apoyó despacio, temblando, y cerró los ojos con vergonzoso alivio; no había nadie en él adornado asiento y, a juzgar por la capa de polvo, hacía años que nadie lo ocupaba. ¡Qué ridiculez haberse asustado! En realidad, ¿qué habrían podido hacerle las criaturas de Strahd?</p> <p>Se acercó un poco más y, colocando una mano sobre cada sillón, se asomó al balcón; su naturaleza, amante de lo bello, se descorazonó ante el espectáculo.</p> <p>La sala inferior ofrecía un triste aspecto; era la antigua capilla del castillo y, como todo lo demás, había conocido tiempos de lujo y esplendor. Ahora las vidrieras estaban clausuradas con tablones, aunque aún se percibían aquí y allá puntos de luz multicolor. Los bancos estaban boca abajo, y parecía que la delicada madera hubiera sido arañada por largas y afiladas uñas, hasta el punto de que algunos estaban totalmente destrozados. El polvo extendía un grueso manto sobre todas las superficies, y el altar estaba completamente desfigurado.</p> <p>A pesar de la distancia, percibió que no quedaba nada sagrado en aquel lugar, lo cual resultaba apropiado en un castillo gobernado por un vampiro. Sacudió la rubia cabeza con un gesto de lamentación y prosiguió con las exploraciones.</p> <p>Regresó al piso principal por una amplia escalinata y, al llegar al gran vestíbulo de la entrada, giró hacia la izquierda y atravesó un corredor prolongado y polvoriento con estatuas a ambos lados; al pasar, se detuvo a leer algunas de las inscripciones de los pedestales y reconoció unos pocos nombres vistos en las <i>Leyendas del círculo</i>. Al contrario que las esculturas del piso superior, éstas representaban personajes literarios o míticos, más que específicamente históricos. No se percató de que los ojos esculpidos en la piedra parecían seguirlo a medida que avanzaba.</p> <p>Quería llegar a la capilla; cuando era un ser vivo, le gustaba visitar recintos sagrados, siempre que estuvieran regentados por sacerdotes honrados entregados al servicio de un dios justo. Aquellos lugares le parecían casi tan cercanos a la gracia divina como el campo abierto… Casi, pero no por completo. Desde que había comenzado su existencia de muerto viviente, no había vuelto a entrar en ninguno y tenía la esperanza de acceder a aquella capilla, que ya había sido desacralizada.</p> <p>Alargó una mano para abrir la puerta de doble hoja pero se detuvo al escuchar un ligero traqueteo a la espalda; se dio la vuelta y vio otro esqueleto.</p> <p>No llevaba uniforme raído ni armadura, sino unos harapos de finos ropajes y algunas joyas; era un guardián de la iglesia, sin duda, y pensó que debía de tratarse de los restos de un antiguo sacerdote. Se quedó quieto, pero el esqueleto no mostró intención de detenerlo.</p> <p>Había percibido el estado lastimoso desde el balcón y ahora, al entrar en el antiguo santuario, contempló las ruinas desde cerca. Paseó entre los despojos lamentando la belleza echada a perder mientras acariciaba los años de polvo acumulado. Se detuvo ante el altar, hollado por manos irrespetuosas que habían dibujado imágenes obscenas y runas de odio sobre la superficie polvorienta. Se encolerizó de pronto y borró las ofensas con la mano.</p> <p>Era vampiro, y había descubierto que tenía vedado el acceso a los santos lugares. Estaba marginado de todo cuanto amaba: la naturaleza, la luz del sol, los enclaves consagrados… Lo aceptaba, aceptaba incluso el mal como parte integrante de su mundo, pero el paso de cinco siglos aún no le había enseñado a permanecer indiferente ante la destrucción de la belleza, y comenzó a preguntarse si no podría hacer algo para devolver al castillo parte de su antiguo esplendor.</p> <p>Se sentó en uno de los bancos enteros a meditar un momento; estaba tan sumido en su ensoñación que no percibió la disminución de la luz.</p> <p>—¿Perdido en la oración, tal vez? —inquirió la fría voz del conde.</p> <p>—Es posible. ¿Cómo os encontráis esta tarde?</p> <p>—Bastante bien, gracias; sin embargo, tengo hambre. ¿Os complacería venir a probar la adquisición de anoche?</p> <p>Jander se estremeció internamente, pero no permitió que la emoción se manifestara. Una «adquisición»; la mujer no significaba más para Strahd, no tenía categoría de ser humano…</p> <p>—No; creo que declino la oferta. Esta noche deseo explorar los bosques sin compañía, si no tenéis nada que objetar.</p> <p>—En absoluto. Por cierto, en el salón principal hay comida para vuestra damita. Me envían alimentos frescos con frecuencia; de esa forma, acallo las habladurías del pueblo y los aldeanos tienen algo más que hacer aparte de beber. Además, debemos mantener la salud de nuestros protegidos para que nos sirvan de algo, ¿no?</p> <p>El conde se volvió con una floritura y salió en un silencio nada natural. Jander lo siguió, ansioso por proporcionarle a Natasha un poco de comida, con el magro consuelo de que redundaría tanto en bien de la joven como en el suyo propio.</p> <p>Le preparó un plato de buey poco hecho, verduras y fruta. Al entrar en la habitación, el color había vuelto a las mejillas de la joven. Natasha se limitó a mirarlo apáticamente mientras le colocaba la mesa.</p> <p>—Buenas noches, Natasha. —Ella no respondió—. Te he traído algo de comer. Debes de tener mucha hambre.</p> <p>—No —replicó en voz baja. Jander dejó de cortar la carne y sorprendió su mirada.</p> <p>—Creo que enseguida te darás cuenta de lo hambrienta que estás y de que esto es exactamente lo que necesitas.</p> <p>No quería obligarla a comer, pero la joven necesitaba tomar algo. Un sarcástico pensamiento acudió a su mente: «No, Jander, eres <i>tú</i> quien necesita comer».</p> <p>Hizo caso omiso de la voz interior y prosiguió con los preparativos del plato; la «sugerencia» pareció surtir efecto porque Natasha comenzó a olisquear el aire golosamente e intentó sentarse. Jander la ayudó colocándole un cojín en la espalda, pero la debilidad le impedía manejar los cubiertos y el elfo procedió a darle de comer en la boca. Al instante, el doloroso recuerdo de Anna acudió a su mente. «Véngame». Al día siguiente acudiría de nuevo a la biblioteca.</p> <p>Al concluir la cena, Natasha lo miró con curiosidad.</p> <p>—¿Cómo os llamáis?</p> <p>—Jander —contestó, encantado de que le preguntara.</p> <p>—Sois diferente del conde.</p> <p>—Sí, supongo que sí —respondió con una sonrisa mientras recogía los platos sucios.</p> <p>—No vais a convertirme en… —se le quebró la voz, aterrorizada.</p> <p>—¿En vampiro? No, aunque no puedo dejarte marchar de aquí; sabes demasiado y podrías perjudicarme mucho, ¿comprendes?</p> <p>La joven asintió, pero su rostro tomó una expresión sombría; se tocó las diminutas heridas de la garganta y lanzó una mirada rápida al elfo.</p> <p>—Necesito alimentarme, igual que tú —le dijo con expresión triste y tono amable mientras señalaba la comida que le había llevado—. Lo comprendes también, ¿verdad?</p> <p>Ella asintió despacio.</p> <p>Dejó los platos a un lado y, con mayor desprecio a sí mismo que de costumbre, tomó a la joven entre los brazos y bebió el mínimo imprescindible para mantenerse. Cuando terminó, la dejó otra vez sobre el lecho, la arropó y se permitió acariciarle el cabello mientras ella cerraba los ojos.</p> <p>El elfo abrió las contraventanas y el aire fresco de la noche le dio en el rostro; necesitaba salir del castillo, vagar por el bosque, lejos de Natasha. Se transformó enseguida en niebla gris y, después, un murciélago se colgó en el alero de la ventana un momento antes de alzar el vuelo.</p> <p>Recorrió varios kilómetros lanzando ojeadas hacia abajo; disfrutaba de todas sus formas corpóreas y, aunque prefería el cuerpo élfico, la libertad del lobo dorado que campeaba por los frescos bosques, silencioso y salvaje, y la gracia aérea innata al pequeño murciélago marrón también daban mucho de sí. Abajo, el Ivlis discurría saltarín y serpenteante entre los bosques y sobre los campos; los inquietos remolinos del anillo brumoso que rodeaba la aldea se dibujaban con claridad. Divisó también el minúsculo resplandor anaranjado que señalaba el campamento de los vistanis; hacia el oeste se encontraba el pequeño pueblo pescador de Vallaki, cosa que ya sabía. Una noche de aquéllas llegaría hasta allí; tal vez la población no temiera tanto a los desconocidos.</p> <p>El murciélago descendió en picado y revoloteó hasta aterrizar sobre una colina entre el bosque y el río. Tomó forma de elfo y reposó sobre la verde hierba; no le molestaba el rocío, y la presión de la tierra contra la espalda lo confortaba, aunque fuera la de Barovia y no la de su país natal. Frunció el entrecejo al recordar otra cosa: había viajado hasta allí sin un puñado de la tierra que lo había visto nacer y, pese a ello, no había sufrido efectos perniciosos. El gesto huraño se transformó en mueca de amargura; al parecer, Barovia lo había adoptado ahora.</p> <p>Cerró los ojos y concentró los frenéticos y galopantes pensamientos en la tranquilidad del claro. Una mano dorada se extendió sobre la hierba húmeda y acarició las hojas suavemente, con reverencia. El viento cantaba en los árboles, y se oía la miríada de cantos de las criaturas que entonaban su serenata nocturna, componiendo en conjunto una hermosa música. Jander también se había dedicado a la música en algún tiempo y había celebrado con ella la alegría y la tristeza, la risa y el dolor que su corazón vibrante insuflaba al agudo sonido de la flauta. Pensó que, de haber podido, habría vertido otra vez su melancolía en aquellos dulces sonidos.</p> <p>De pronto se le ocurrió una idea y miró hacia el árbol más próximo, que se mecía y suspiraba en la brisa cargado de brotes; era un manzano, muy apropiado. Tras pensarlo un momento, sacó el puñal para cortar una rama. Se dedicó toda la noche a darle forma junto al río, como lo había hecho tantas veces y, a pesar de que hacía siglos, literalmente, que no fabricaba una flauta, sus manos recordaban el trabajo. Cuando se dio cuenta de que el alba iba a despuntar, casi había terminado la tarea. Frunció el entrecejo. Cada vez que se transformaba en murciélago o en lobo, la ropa se transformaba también; ¿seguiría la flauta siendo la misma si se la colocaba en el cinturón?</p> <p>Enseguida, alertado por la llegada de la aurora, se concentró y tomó forma de murciélago; el instrumento no le causó problema alguno, y emprendió rápidamente el vuelo hacia el castillo.</p> <p>En la capilla, ya a cubierto de los rayos solares, pasó la mayor parte del día entregado a la fabricación de la flauta. Hacia el mediodía, los párpados se le cerraron y se acostó sobre un banco; no sería más que una siesta, se dijo mientras asentaba la cabeza sobre el brazo y acariciaba el instrumento casi terminado. Sólo unos minutos, sólo para descansar la vista…</p> <p>—¿Por qué no tocaste nunca para mí en el asilo? —inquirió una voz dulce como la luz del sol.</p> <p>Jander abrió los ojos sobresaltado; Anna estaba sentada junto a él en el pulido banco de madera y estudiaba con interés el trabajo artesanal en la rama de manzano.</p> <p>El elfo parpadeó bajo el rayo de sol que penetraba por la vidriera; los colores del arco iris convertían la capilla en una paleta de pintor. El altar estaba preparado para el servicio y los atributos sagrados de bruñida plata titilaban bajo los acuosos tonos violeta de las vidrieras. El recinto rebosaba paz y quietud, júbilo contenido. Jander recordó unos versos de un poema: «Vuestro amor no es de un solo color, sino un arco iris, como infinitas son las dichas de los que os siguen».</p> <p>—Es preciosa, Jander —dijo Anna cálidamente, con una sonrisa deliciosa en su querido rostro. Se la ofreció—. Toca algo, por favor.</p> <p>Hacía siglos que no tocaba; ni siquiera se había atrevido a intentarlo. Pero allí, en la capilla santa y radiante, ante Anna, que lo miraba llena de expectación, halló el valor necesario para llevarse el instrumento a la boca. Tomó aire, frunció los labios y sopló.</p> <p>Un chirrido discordante resonó entre las paredes, una especie de lamento horrísono y desgarrador. La flauta se retorció entre sus manos entumecidas hasta convertirse en un sucio gusano negro que se contorsionaba y siseaba. La dejó caer, horrorizado, y el gusano se alejó a rastras. Toda la estancia se hallaba ahora envuelta en una tenebrosidad malévola, mucho más perversa que la simple noche. Entidades acechantes atisbaban desde las sombras y, pese a su visión infrarroja, Jander sólo detectaba el destello rojo de muchos ojos. Palpó en busca de Anna y cerró las manos sobre una carne correosa; una criatura contraída y monstruosa, vestida con la ropa de Anna, se reía de él, y el hedor de sus quijadas abiertas y babeantes le producía náuseas.</p> <p>—<i>¡Ahora ves el mundo tal como yo lo vi durante más de un siglo! ¿Qué te parece la locura, Jander Estrella Solar?</i></p> <p>El vampiro se puso en pie de un salto. Estaba solo en la ruinosa capilla, y el día ya se aproximaba al ocaso; todo seguía igual. Miró la flauta estremecido, pero determinado a acabarla a pesar del horrible sueño.</p> <p>—Anna —musitó—. No sabía qué tormentos soportabas… Perdóname.</p> <p>Una hora después, la flauta estaba terminada, y no se parecía en absoluto al abigarrado instrumento de la pesadilla, cosa por la que se sentía agradecido, aunque todavía lo atemorizaba acercársela a los labios. Furioso por la cobardía, la guardó en el cinturón y bajó las escaleras hasta el comedor principal. Una mesa enorme, cubierta de polvo, y varias docenas de sillas ocupaban el centro, flanqueadas por dos mesillas auxiliares laboriosamente trabajadas. Lo que más le llamó la atención fue un objeto de gran tamaño cubierto con un paño que ocupaba el rincón del fondo.</p> <p>Nunca había visto nada semejante; se acercó con curiosidad y retiró la funda. El objeto estaba hecho de cientos de piezas pequeñas; una serie de tubos coronaba la parte superior, y tenía unas inscrustaciones de marfil dispuestas en hilera como si fueran dientes. Había un banco delante con más cosas en su parte inferior.</p> <p>—Veo que habéis descubierto mi juguete musical —dijo la voz de Strahd.</p> <p>—¿Qué es? —inquirió Jander, fascinado.</p> <p>—Un instrumento para interpretar música. —Jander captó un matiz de incertidumbre en la actitud de Strahd y levantó una ceja con curiosidad—. Se llama órgano y produce una música bella, muy fuerte y… potente. Solía tocarlo con virtuosismo, aunque hace ya mucho tiempo. —Inició el gesto de cubrir el órgano de nuevo, pero Jander detuvo el brazo.</p> <p>—¿Por qué no interpretáis algo? —le pidió—. Yo también era amante de la música en el pasado; estas salas están muy silenciosas y me complacería escuchar vuestro arte.</p> <p>Strahd parecía desgarrado. Jander comprendía el deseo del conde de acariciar el instrumento otra vez, de hacerlo sonar después de tantos años y, sin embargo, debía de causarle un dolor tremendo. Strahd lo pensó tanto que Jander estaba seguro de que rechazaría la propuesta. No obstante, para su sorpresa, dijo:</p> <p>—Muy bien; os ruego que disculpéis las discordancias que pueda arrancarle, pues hace ya mucho que no lo toco.</p> <p>Como si no lo hubiera hecho desde siglos atrás, Strahd se sentó al enorme instrumento y se apartó la cola de la chaqueta negra con gesto automático. Los largos dedos se curvaron como patas de araña cuando los situó sobre el teclado; Jander también respondió con una tensión de todo el cuerpo, como si recibiera la que emanaba del otro vampiro.</p> <p>Con una ráfaga de armonías, como las de los mismos cornos de los dioses, el órgano cobró vida majestuosamente. Los sonidos llenaron el comedor a oleadas, y Jander se sintió conmovido hasta la médula de su ser. La música que surgía de los dedos del conde era arrebatadora, bellísima y mucho más aún; el sonido del órgano era magnífico y afectaba a Jander profundamente.</p> <p>La partitura que Strahd interpretaba inspiraba respeto y temor por su magnitud, cargada de dolor y majestad. Jander escuchaba con los ojos cerrados para concentrarse mejor y permitía que la respuesta corporal al impulso melódico fluyera libremente. La composición terminó, pero Strahd no parecía dispuesto a dejar las teclas, pues sus dedos las recorrían ociosamente.</p> <p>También Jander llevó los suyos hasta el cinturón, donde tenía la flauta. La pesadilla todavía lo obsesionaba y no se atrevía a tocar; poseído de un temor prodigioso, se la llevó a los labios.</p> <p>No necesitaba respirar para continuar su existencia de no-muerto, y sólo inhalaba deliberadamente cierta cantidad de aire para hablar, pero en esos momentos llenó los pulmones como no lo había hecho en varias décadas. Inspiró y acercó los labios fruncidos a la boca del instrumento.</p> <p>Un sonido dulce y puro resonó entonces, la respuesta de un pájaro a la catarata torrencial del órgano de Strahd. El conde lo miró con una mezcla de deleite y sorpresa en su pálido rostro, y ambos vampiros crearon música espontáneamente. Las notas cristalinas de la flauta danzaban y se deslizaban como la luz sobre los profundos acordes del órgano. A veces, la música era suave, ondulante, serena, y otras se hinchaba y estallaba como las olas contra el acantilado, en una música vampírica que reflejaba los tormentos interiores de sus autores, las armonías encarnadas de los condenados.</p> <p>Terminaron la creación simultáneamente, y el silencio cayó sobre ellos. Se miraron, y Jander contempló su propia pena en los oscuros ojos de Strahd.</p> <p>Eran capaces de hacer música, pero no como los mortales, que jamás infundirían en sus inocentes instrumentos el dolor desgarrador y el triunfo salvaje que ellos acababan de alcanzar en su dúo. Por un instante, habían olvidado su dolor al expresarlo, se habían alejado de su condición de muertos vivientes, y ambos habían gozado exultantes de la sensación.</p> <p>Durante el incómodo silencio que siguió, Strahd retiró las manos del teclado y las posó sobre el regazo; se quedó mirándolas, examinando las uñas largas y afiladas con una dejadez que desmentía las emociones que Jander presentía bajo las apariencias. Strahd había vibrado con algo diferente del asesinato, el poder, la rabia o el sufrimiento; la belleza lo había conmovido y, durante unos instantes, los dos se habían hermanado.</p> <p>El conde levantó los ojos hacia Jander una vez más con la fría astucia que el elfo empezaba a conocer demasiado bien. El momento se había diluido, pero no caería en el olvido. Strahd parecía sentir que había revelado una parte vulnerable de su alma, y cambió de tema intencionadamente.</p> <p>—Ya es suficiente —dijo de improviso; tapó el instrumento con un vigor que Jander juzgó innecesario—. No hemos conversado como nos prometimos mutuamente. Vayamos a mi estudio, donde habéis pasado largos ratos según he comprobado, y decidme si mi casa os procura satisfacción por el momento.</p> <p>—Todavía me faltan muchos libros por leer, excelencia, pero los que he hojeado hasta ahora me han resultado… interesantes. He visto algunos manuscritos en extraños caracteres taquigráficos —añadió mientras subían la escalera.</p> <p>—Ah, sí, son mis memorias personales y el código es invención mía.</p> <p>—Es muy difícil de interpretar. ¿Podríais enseñármelo?</p> <p>—¿Por qué? —inquirió Strahd bruscamente, con los ojos fijos en el elfo.</p> <p>—Continúo buscando datos acerca de mi dama. Pensaba que hallaría algo enseguida pero hasta el momento no he encontrado nada.</p> <p>—Lo lamento profundamente. Claro que os enseñaré —se ofreció—, siempre y cuando… —hizo una pausa y su tono se tornó más incisivo— vos comencéis a enseñarme <i>a mí</i>. He aprendido mucho sobre vampirismo por mis propios medios, sin guía de ningún tipo; no obstante, vos podéis contarme más cosas. —Habían llegado a la biblioteca; Strahd se dejó caer en una silla e indicó a Jander que hiciera lo propio—. Ahora —ordenó—, llamad a los lobos.</p> <p>El tono de Strahd irritó a Jander, pero refrenó el resentimiento que le producía. Cerró los ojos y dejó vagar la mente hacia un cerebro lobuno. Rozó suavemente el acceso principal del animal. <i>Ven a visitarme, amigo</i>, le dijo. Sintió la presencia del que vigilaba la habitación de Natasha y le pidió que acudiera de la misma forma.</p> <p>Momentos después, un lobo gris y otro negro entraron en la sala y se colocaron a los pies de Jander. El conde torció los finos labios en una sonrisa. —Ahora los llamaré yo —anunció. Unió las yemas de sus largos dedos y redujo los ojos a una rendija. Los lobos inclinaron la cabeza en dirección a él y uno de ellos gimió; ambos se levantaron para obedecer la llamada, y uno lanzó sumisos zarpazos hacia la silla.</p> <p>Jander se concentró otra vez, pero le costó un esfuerzo mucho mayor llegar al cerebro de las bestias. Sentía la presencia de Strahd en sus mentes, por lo que cerró los ojos para potenciar más la fuerza del pensamiento. La excitación de los lobos iba en aumento y miraban de un vampiro a otro con las orejas aplastadas. Por fin, acobardados y evidentemente doloridos, se arrastraron temblorosos hasta los pies del elfo.</p> <p>Strahd abrió los ojos de pronto, y la rabia destellaba en ellos.</p> <p>—¿Cómo lo habéis hecho? —inquirió.</p> <p>—El control de los animales y de las personas se basa en la voluntad del vampiro —respondió con calma—. Lo único que he hecho…</p> <p>—¿Insinuáis que mi voluntad es débil?</p> <p>—No, excelencia —repuso Jander ligeramente amilanado—. Vos sois más joven que yo y no habéis practicado mucho. Yo, en cambio, fui esclavo durante muchos años y me vi obligado a aprender, como única escapatoria posible al poder de mi amo. La supervivencia y la libertad son fuertes incentivos, mucho más imperiosos que el deseo de exhibirse con trucos de salón a costa de los animales.</p> <p>Strahd sostuvo la mirada de Jander un momento y después su oscura cabeza hizo un solo gesto de asentimiento.</p> <p>—De eso estoy seguro.</p> <p>El conde se recostó de nuevo contra el respaldo y colocó los pies sobre una mesilla baja que tenía delante. Jander hizo lo mismo con cierta sensación de confusión. El fuego ardía en el hogar, y los dos lobos dormitaban satisfechos al calor. Jander no pudo evitar sentirse afectado por la acogedora normalidad de la escena; sólo había una nota discordante: los dos «compañeros degustadores de vino» tomaban sangre en vez de clarete.</p> <p>Poco después, el elfo rompió el silencio.</p> <p>—¿Por qué no puedo alimentarme de sangre animal aquí? No me ha sentado mal en cinco siglos, y sin embargo ahora me pone enfermo.</p> <p>—En Barovia todo es distinto —respondió Strahd tras un silencio.</p> <p>—Bien, eso resulta evidente, pero ¿por qué? Decís que sois «la tierra», Strahd. ¿Qué sucede aquí?</p> <p>El conde apretó las mandíbulas. Jander había vuelto a tocarle un punto sensible, pero se había resignado a esa táctica porque no tenía otra forma de arrancarle respuestas.</p> <p>—Constituimos un mundo propio, aquí en Barovia —repuso con calma—, y, no obstante, no somos un mundo. Yo creo que formamos parte de un plano de existencia singular. Es imposible localizar Barovia en el mapa; ya no, al menos. —Abrió los oscuros ojos y miró a su interlocutor con expresión amarga—. ¿Creeríais que en el pasado yo fui un guerrero justo y noble, Jander?</p> <p>El elfo no esperaba que la conversación tomara un rumbo semejante, y la sorpresa debió de reflejarse en su rostro, porque Strahd sonrió con labios estrechos.</p> <p>—Veo que encontráis difícil el concepto. No os preocupéis, no me insultáis; yo tengo el mismo problema. Las cosas cambian mucho, ¿no es así? Si podéis contener las dudas, asignadme el siguiente papel: el de un guerrero entregado a las causas justas. Procuré la paz a muchos países y defendí a muchos pueblos. Luchaba bien, y mi ejército no tenía parangón. Crecí con la espada en la mano y rocé la muerte tantas veces que no podría contarlas todas. Entonces terminaron las guerras y con ellas mi función, y me convertí en un personaje obsoleto. Sabía llevar a los guerreros a la lucha pero no gobernar a las gentes comunes y, a pesar de la larga tradición gobernante de mi familia, yo no deseaba reinar sobre el país. Mis padres habían muerto y, al ser yo el primogénito, no podía elegir y de ese modo me convertí en señor de Barovia.</p> <p>Se puso en pie y comenzó a pasear, aunque su expresión no revelaba conflictos internos.</p> <p>—En aquel tiempo, Barovia formaba parte de… —Su hermosa voz se perdió y la confusión asomó a sus ojos; rió levemente—. ¿Sabéis que no logro recordar el nombre de mi tierra natal? —Hizo una pausa y, con la mirada perdida, trató de recordar. De pronto se encogió de hombros—. No importa, carece de relevancia; sin duda la tierra desea que lo olvide.</p> <p>Jander se quedó frío por dentro a pesar del calor que las llamas emitían. ¿<i>La tierra</i> deseaba que Strahd olvidara su país? ¡Dioses benditos! ¿Aquel lugar estaba vivo de verdad? La idea de olvidar Bienhallada y Aguas Profundas lo llenaba de espanto; por muy dolorosos que fueran los recuerdos, eran su sustento. Otro pensamiento lo asaltó: que la tierra deseara que olvidase también a Anna. Hizo voto silencioso de recordarla siempre conscientemente, a ella y su misión de venganza.</p> <p>—Baste con decir que yo era la ley, y mis leyes no eran benévolas. —La voz sedosa de Strahd lo despertó de la ensoñación, y volvió a centrarse en el relato—. Me desperté una mañana y descubrí que se me había terminado la juventud —prosiguió el conde—, se había desvanecido para siempre y me había dejado con las manos vacías.</p> <p>—Seguramente —apostilló Jander—, todas vuestras victorias os proporcionarían recompensas.</p> <p>—¿Recompensas? —repitió Strahd con una mueca despectiva—. La gente me odiaba, y a mí ellos no me importaban nada. No había solaz para mí; sólo la muerte me aguardaba. Pero entonces… surgió otra posibilidad para conservar la juventud.</p> <p>En ese momento sucedió algo muy curioso: la voz de Strahd se dulcificó y sonó amable, imbuida de una ternura que Jander jamás habría sospechado en él. También su mirada perdió el matiz calculador y se tornó casi humana, y su anguloso rostro de marcados pómulos se relajó soñadoramente.</p> <p>—Apareció <i>ella</i>. Se llamaba Tatyana y procedía de la aldea, pero otra persona se interpuso y destrozó la posibilidad de un futuro dichoso entre nosotros. Caí en un estado de desesperación. ¿Cómo podía luchar yo contra la juventud, contra el joven guerrero que me despojaba del único ser al que había amado en mi vida?</p> <p>La máscara de Strahd había desaparecido, y Jander comprendió que estaba contemplando al humano que había vivido hacía mucho tiempo.</p> <p>—Rogué por encontrar guía, por vengarme, y mis ruegos obtuvieron respuesta. La muerte en persona compareció e hicimos un trato: un pacto sellado con la sangre de mi rival, a quien asesiné el día de su boda con Tatyana. Pero la había enamorado hasta tal punto que ella lo siguió a la muerte. Los soldados intentaron matarme, pero las flechas rebotaban en este cuerpo sin herirme. La muerte no me reclamaba, pero la vida me abandonaba. Y así quedó sellado el pacto con la muerte y así fui recompensado. La tierra dejó de ser simplemente Barovia y se convirtió en este reino donde habéis tenido la mala fortuna de caer. Como podéis ver, Jander Estrella Solar, amigo mío, comprendo vuestra pérdida; yo también estoy atrapado aquí. No he atravesado las nebulosas fronteras y mis pasos siempre me devuelven aquí, a este castillo y a sus recuerdos.</p> <p>Jander percibía algo extraño, algo omitido en el relato de Strahd; había mentido en algún momento. La historia resultaba corrupta, pero la verdad era aún más terrible.</p> <p>En una ocasión, cuando Jander pertenecía al mundo de los vivos, había encontrado un cadáver que llevaba mucho tiempo muerto. La piel parecía tersa y firme y, sin embargo, cuando lo rozó con la espada para probar, se abrió repentinamente y miles de gusanos comenzaron a bullir. Ésa fue la imagen que lo asaltó al final del relato de Strahd. Igual que el cadáver, la historia parecía desagradable pero íntegra, humana todavía en el exterior. Sin embargo, estaba seguro de que, si ahondaba un poco, la tenebrosa realidad saldría a la luz como los gusanos del cadáver.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>DIEZ</p> </h3> <p>—Lo siento, Anna; no he encontrado nada.</p> <p>Jander soñaba que estaba apoyado en la ornamental repisa de la chimenea de la biblioteca, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada perdida en la alfombra. Rehuía los ojos de Anna porque sentía que había fracasado a pesar de haberse dedicado las tardes de las dos últimas semanas a bucear entre los libros.</p> <p>—No te preocupes, mi amor —lo consoló en tono triste; cuando Jander se atrevió a mirarla, estaba sentada y silenciosa en una de las sillas de terciopelo rojo—. No es por culpa tuya. —Lo miró a su vez y sonrió tiernamente, aunque sus ojos brillaban de lágrimas no vertidas.</p> <p>Con el corazón destrozado, se acercó a ella y recostó la dorada cabeza en su regazo; Anna le acarició el dorado cabello.</p> <p>—He leído aquí todo lo que he podido, e incluso Strahd me ha enseñado a interpretar su propio sistema de taquigrafía. No hay anales ni documentos, nada que me conduzca a ti.</p> <p>—Pero estás aprendiendo la historia de mi país. —Jander respondió con una mueca y presionó el rostro contra la fresca falda de algodón azul. Era cierto, se estaba poniendo al día con la historia de Barovia, si bien no se trataba de un pasado agradable—. Tal vez exista alguna respuesta aquí, en el castillo —prosiguió la dulce voz—, y es posible que se halle muy cerca.</p> <p>Jander levantó la cabeza y la miró a los ojos.</p> <p>—¿Estuviste aquí, en el castillo de Ravenloft? —Ella sonrió misteriosamente pero no respondió—. Anna, ¿<i>estuviste aquí</i>?</p> <p>Despertó en el estudio con el cuerpo entumecido por haberse quedado dormido en una silla; se desperezó y bostezó y después hundió la cabeza entre las manos. Todos sus esfuerzos se veían condenados indefectiblemente al fracaso, y las horas de descanso, interrumpidas por los sueños, resultaban escasamente reparadoras; se levantó exhausto.</p> <p>Por el rabillo del ojo captó la puerta de la habitación privada de Strahd. Durante unos momentos se preguntó qué sería lo que el conde guardaba con tanto celo tras aquella puerta cerrada y mágicamente sellada. Por desgracia, había dado a su anfitrión palabra de no inmiscuirse; se frotó los ojos, colocó en la estantería el libro que leía cuando se había quedado dormido y salió de allí. Si Anna deseaba que continuara con la exploración del castillo, lo haría.</p> <p>Después de caer la noche, regresó a la sala de las estatuas. Había luna nueva y la pálida luz de las estrellas que caía entre las hileras de esculturas iluminaba escasamente las inmóviles figuras. Para no deslumbrarse, levantó hacia un lado la antorcha que se había procurado y comenzó a examinarlas una a una.</p> <p>Los Von Zarovich eran una familia de gentes de belleza poco común, aun teniendo en cuenta la tendencia de los pintores a favorecer a sus clientes. A pesar de la advertencia de que no todos los antepasados descansaban en paz, lo inquietaba la sensación de movimiento que recibía de los espíritus vinculados a algunas de las figuras, que parecían responder a sus merodeos. Ira, frustración, locura; las almas encerradas lanzaban débiles ecos de emociones humanas a los sentidos del elfo. Pena avasalladora, traición, sufrimiento eran los sentimientos de otra que tampoco descansaba en paz en los mundos gloriosos posteriores a la vida. Se trataba precisamente de la estatua que le había llamado la atención la primera noche, la que tenía la cabeza desprendida, en el suelo. Se arrodilló en el polvo, la levantó con cuidado y giró el rostro hacia el suyo.</p> <p>¿Por qué semejante desfiguración? Las otras estaban descuidadas, cubiertas de telarañas grises por los brazos, piernas y rostro, de forma que las facciones quedaban envueltas en un sudario; pero sólo ésa había sido destrozada deliberadamente. ¿Qué ataque de ira se habría cebado en aquel cuello? ¿Qué pecado habría condenado a la cabeza a permanecer en el suelo, negándole así la identidad para siempre? Quitó el polvo y las telarañas y situó la antorcha para estudiar mejor sus rasgos. Era un bello semblante masculino, con una expresión dulce que le recordaba a Anna en los escasos y demoledoramente breves momentos en que su rostro se transfiguraba con destellos de cordura.</p> <p>—¿Qué encantamiento te ha encarcelado? —le preguntó al tiempo que se ponía de pie. Intentó colocarla sobre el cuello cercenado, que aún lucía un amuleto de piedra, pero se tambaleó entre sus manos. Al parecer, había transcurrido mucho tiempo y ya no asentaba—. Te liberaría si pudiera —le dijo mientras se arrodillaba para volver a dejarla en el suelo—. ¡Y que Strahd se fuera a los nueve infiernos!</p> <p>Volvió a levantar la antorcha para leer la inscripción de la base, pero las letras desgastadas e ilegibles no le revelaron más que el primer día, cuando el conde había interrumpido bruscamente su inspección. Se estiró y se sacudió las rodilleras de las calzas con un ligero estremecimiento. Le pareció adecuado visitar también las mazmorras del castillo esa noche.</p> <p>Una pesada puerta de roble, cerrada con anchas y deslustradas barras de bronce, le franqueó el paso al rellano de una amplia escalera. En el castillo proliferaban las escaleras, pero aquélla estaba tan desgastada que hasta su firme pie resbalaba de vez en cuando en las depresiones de la erosionada piedra gris.</p> <p>Los escalones se hundían en la oscuridad, y el elfo se alegró de llevar la antorcha al pasar bajo los vacíos candelabros de pared, siguiendo la trayectoria con la otra mano libre por el muro húmedo. El descenso se prolongaba, hasta que por fin terminó en un espacio que podía ser una estancia pequeña o un rellano muy grande. Se sentía como atrapado allí, con la oscura y empinada escalera a la espalda y el amenazador silencio de las puertas por delante y a los lados.</p> <p>Levantó la antorcha un poco, y la luz trémula iluminó las facciones recelosas de las gárgolas, que le hacían maliciosos gestos desde las paredes. Se asustó y, furioso por su reacción, apartó los labios de los largos colmillos y les devolvió la mueca.</p> <p>Abrió la puerta de enfrente y entró en un corto pasillo; separó las cortinas de terciopelo rojo que cerraban el fondo y encontró un balcón equipado con la misma elegancia que los demás en el castillo, con dos tronos mirando hacia el exterior. ¿Qué demonios vería la realeza desde allí? Se acercó.</p> <p>Bajo el balcón había una especie de pequeño anfiteatro. A la escasa luz, unas criaturas, que debían de haber sido humanas en el pasado, recreaban en silencio una danza macabra entre los instrumentos de tortura que habían dado fin a su vida mortal. Un esqueleto, en cuyo cráneo y costillas marfileños se reflejaban los destellos rojizos de la antorcha, pasaba una y otra vez las correas de un látigo de nueve ramales entre los dedos, como si le deleitara la música del cuero y el metal al golpear el hueso pelado.</p> <p>Un zombi atormentado parodiaba una lucha agotadora, y su carne putrefacta se deshilachaba sobre los grilletes de hierro que lo sujetaban a la pared. Los muertos interpretaban por toda la gran sala los dramas del humor de Strahd y se burlaban de su propia muerte mientras hacían funcionar torpemente los mecanismos que los habían martirizado y destruido.</p> <p>Saltó por la barandilla del balcón, a pesar de la revulsiva escena, y aterrizó livianamente, con agilidad flexible y dorada, entre los despojos de los muertos; arrugó la nariz al notar el hedor que emanaban. Junto con el olor, percibió sonidos: gemidos débiles y chillidos apagados, como el espeluznante sollozar de las almas de los esclavos o los gritos de las locas que marcaban las noches y los días junto a Anna.</p> <p>Torció el gesto y se volvió hacia los lamentos. Una puerta, un rectángulo de sombras más densas, se abría en la pared de la izquierda, y se dirigió hacia allí atraído por los quejidos, que se hacían más perceptibles a medida que se acercaba.</p> <p>El griterío del manicomio salió a su encuentro al abrir la puerta y entrar en el oscuro pasadizo: lamentos, sollozos, súplicas lastimeras lo asaltaron desde las celdas situadas a ambos lados del corredor. Las siluetas se movían en respuesta a su aparición repentina; unas se cobijaban entre las sombras, otras se precipitaban hacia adelante y extendían brazos y manos por entre los barrotes rogando piedad o ayuda… o una liberación definitiva. Era la despensa de Strahd. Jander se quedó escuchando un momento, atravesado de dolor. No tenía derecho a liberarlos, pues no era más que un invitado de Strahd en el castillo.</p> <p>Se alegraba muchísimo de que le hubieran confiado a Natasha en vez de confinarla en aquella oscura cámara de horrores. Ansioso por alejarse del clamor agónico, ascendió raudo la curvada escalera sin apartar los ojos del frente para evitar los rostros de esos desgraciados.</p> <p>En aquella parte había antorchas cada pocos escalones, pero la puerta que se abría al fondo comunicaba con una cámara tan oscura que ni sus ojos la penetraban. Cogió una tea de la pared y atisbo en el interior. Había dejado atrás las celdas de los que agonizaban y ahora llegaba a las salas de los muertos: ante sus ojos aparecieron las catacumbas del linaje Von Zarovich.</p> <p>Se adentró con cautela en el último dormitorio de varios ilustres antecesores de Strahd. Al menos, se decía Jander, la mayoría de ellos ya eran polvo, aunque sospechaba que los moradores de algunas criptas no descansaban en paz.</p> <p>Unos sonidos, demasiado agudos para la percepción humana, le advirtieron de la presencia de miles de murciélagos; cubrían las paredes y el techo y se removían, perezosamente escondiendo sus débiles ojos a la inusitada presencia de una antorcha. Unos cuantos, más molestos que los demás, se dejaron caer y revolotearon alrededor de Jander entre agudos chillidos, para posarse luego en la pared de enfrente junto a sus compañeros. El suelo y las superficies de las criptas estaban cubiertos de varias capas de excremento de murciélago.</p> <p>«Esto sería un lugar de terror para los mortales», se dijo, pero a él le causaba sólo tristeza. Con un nudo de desesperación en la garganta, regresó por donde había llegado.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i>¡Bienhallada! ¡Bienhallada! Hogar del Pueblo, Reino dulce y mágico, tierra de luz. ¡Cuan prolongada la ausencia de tus bosques! ¡Cuan prolongadas las sombras oscuras de la noche!</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i>¡Bienhallada! ¡Bienhallada! Del este soplan los aires cargados de la fragancia de las costas de Bienhallada</i>.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i>Y, en verdad, pronto serán olvidados los Reinos, cuando tu hijo caprichoso y perdido regrese a casa</i>.</p> <p>Tal vez Natasha no poseyera una voz tan hermosa como la mujer élfica de quien había aprendido la balada, pero no le importaba; el placer de escuchar las tonadas de su tierra de origen en aquel país de tinieblas le bastaba. Primero interpretó la melodía con la flauta. Natasha le preguntó de qué canción se trataba y él se la enseñó de muy buen grado. Luego siguieron otras, y así pasaron muchas horas; Jander tocaba y Natasha lo acompañaba con su dulce voz, triste y cansina.</p> <p>A pesar de vivir prisionera entre los grises muros de Ravenloft, Natasha recibía buen trato. Jander se ocupaba de que sus fuerzas no disminuyeran y en algunas ocasiones, cuando la salud se lo permitía, lo acompañaba por el castillo siguiéndolo como un pequeño fantasma de rostro pálido y demacrado, pero aún con energía para sonreír de vez en cuando.</p> <p>En ese momento, guardaba silencio y se miraba las manos; el elfo había percibido el tono empañado de la voz en el verso «cuando tu hijo caprichoso y perdido regrese a casa». Preocupado, se sentó junto a ella en la cama y le acarició las blancas manos.</p> <p>—¿Te encuentras mal, pequeña? —le preguntó amablemente—. ¿He abusado de tu sangre?</p> <p>Ella negó con la cabeza; durante los dos últimos meses había llegado a confiar en él, a apreciarlo incluso, suponía.</p> <p>—No, Jander; es porque… —Se mordió el labio inferior—. Jander, ¿por qué no me permites regresar a casa, por favor?</p> <p>Jander abrió la boca para responder cuando una voz fría, desde la puerta, lo interrumpió.</p> <p>—Eres nuestra huésped aquí en el castillo de Ravenloft —ronroneó Strahd en tono grave y peligroso—. Sería una rudeza por nuestra parte no tratarte con la mejor hospitalidad posible. ¿No os parece, Jander?</p> <p>El elfo se llenó de irritación, pero, como siempre en presencia de Strahd, procuró que la emoción no trascendiera.</p> <p>—Vos sois el anfitrión, excelencia, no yo. En vuestras manos está la decisión de prodigar vuestra hospitalidad.</p> <p>—Mmm… es cierto. Jander, venid a la biblioteca. Hace ya algún tiempo que no conversamos.</p> <p>El conde salió arrastrando la capa con la seguridad de que Jander lo seguiría; el elfo sonrió a la asustada Natasha con la esperanza de tranquilizarla y se apresuró a dar alcance a Strahd.</p> <p>Al entrar en el estudio, los cuatro lobos que dormitaban junto al fuego se levantaron rápidamente; aplastaron las orejas poco a poco contra la cabeza y retrajeron el hocico mostrando sus afilados dientes amarillentos. Jander, sorprendido, les envió una orden mental: <i>Soy yo, amigos míos. ¡Calmaos</i>!</p> <p>Ante su asombro, ni un solo lobo retrocedió; intentó acariciar sus mentes otra vez y halló una especie de obstrucción. Miró a Strahd, que se había sentado con las piernas cruzadas y las manos unidas por las yemas de los dedos; su rostro enjuto exhibía una sonrisa en extremo satisfecha y depredadora. Si el regodeo malicioso no hubiera sido una emoción desagradablemente vulgar para un vampiro elegante, Strahd habría podido ser acusado de ella.</p> <p>—Muy bien, Strahd —dijo Jander con cierto desasosiego—, los tenéis perfectamente dominados. Ahora, ¿podríais llamarlos al orden para que me siente con vos?</p> <p>Por un prolongado momento, ni Strahd ni los lobos se movieron. Después, las cuatro grandes bestias retomaron sus posiciones junto a la chimenea como una sola; ni siquiera miraron a Jander cuando éste se dirigió hacia una silla.</p> <p>—He estado practicando la fuerza de voluntad —explicó Strahd con guasa.</p> <p>—Sois un estudiante muy aventajado.</p> <p>—Es porque vos sois un gran maestro. Sin embargo —añadió casi como si lo lamentara—, debo aceptar la responsabilidad de aconsejaros, si me lo permitís. —Levantó las cejas de nuevo mientras aguardaba el consentimiento de Jander para proseguir. El vampiro élfico asintió—. Debéis desangrar por completo a vuestra amiguita; así tendréis una esclava a vuestra disposición, en vez de una enferma a quien cuidar.</p> <p>—Deseaba hablar de esto con vos, Strahd —replicó, estrechando los plateados ojos—. Hacéis esclavas a demasiadas personas.</p> <p>—¿Es que se puede hablar de un número excesivo de esclavos? —rió el conde ante la sorpresa de Jander.</p> <p>—Desde luego. A medida que envejecemos, los vampiros nos fortalecemos más, aprendemos más. Si vos creéis que existe un solo esclavo, vampiro o no, que no desee ser libre, cometéis un grave error; y, lo que es peor, os exponéis al peligro.</p> <p>—Gracias por vuestra preocupación, amigo mío, pero os aseguro que los esclavos no suponen amenaza alguna para mí. Creo que subestimáis mi capacidad de, digámoslo así, mantener la paz. —Sonrió como un gato sonreiría a un ratón.</p> <p>Jander rechazó con un encogimiento de hombros el juego que Strahd proponía.</p> <p>—Como prefiráis. Yo me limitaba a ofreceros lo que me ha enseñado la experiencia; tomadlo o dejadlo. No obstante, aún quisiera haceros una pregunta. Conserváis esta sala en perfectas condiciones. ¿Por qué entonces consentís que el resto de vuestro hogar sea pasto de la ruina?</p> <p>—Trato con cuidado lo que tiene valor para mí —replicó llanamente—. Los libros son valiosos; el resto no significa nada. En vida, Jander, yo era guerrero y las armas eran mi tesoro, pero, con el tiempo, he aprendido que los libros, sobre todo los de encantamientos, son lo más deseable. Por otra parte, ¿qué puede ofrecerme la falacia del lujo?</p> <p>—La belleza es una recompensa en sí misma. —Strahd frunció los labios en desacuerdo, pero no replicó—. Si me lo permitís —prosiguió el elfo cautamente—, me gustaría reparar algunas partes del castillo.</p> <p>—No podéis traer a nadie aquí —sentenció el conde con voz de hielo. Rojos destellos comenzaron a bullir en las profundidades de sus ojos. Los lobos captaron el cambio de ambiente y levantaron la cabeza, intrigados.</p> <p>—Naturalmente —repuso Jander, ofendido por la insinuación—. Lo haría yo mismo, y me complacería mucho.</p> <p>—No logro ver la razón.</p> <p>Jander se tocó la barbilla mientras escogía las palabras.</p> <p>—Yo no nací para las tinieblas; la belleza, la música y la naturaleza son fuentes de bienestar para mí y me ayudan a olvidar, <i>en cierta medida</i>, mi condición actual. La muerte no aniquila el deseo de esas cosas, Strahd. —Miró al conde directamente a los ojos—. Os he visto interpretar música y he comprendido hasta qué punto os conmueve. La existencia de vampiros como nosotros es algo…, es <i>un error</i>, pero eso no impide que nos perdamos un momento en la belleza. El apreciar las cosas sólo por su belleza, por su perfección, por su naturalidad y armonía con el entorno, es un regalo del que aún podemos disfrutar. —La voz del elfo se preñaba de emoción—. No tengo la menor intención de desterrar esos placeres de mi vida, bastante solitaria y oscura de por sí.</p> <p>Strahd lo miró fijamente durante un largo rato, pero Jander no titubeó un instante; al fin, el conde comenzó a reírse.</p> <p>—¡Sois un verdadero rompecabezas, Jander Estrella Solar! Os alimentáis de la sangre de los vivos, pero lamentáis la vida que sorbéis. Sois un ser de la sombra y de la noche, y a pesar de ello ansiáis veros rodeado de belleza. Estáis muerto, pero no soportáis la decadencia. ¿Qué sois exactamente? ¡No parecéis un vampiro!</p> <p>—Sea como fuere —repuso entristecido, pero sin sombra de autocompasión—, soy exactamente un vampiro.</p> <p>—Muy bien —replicó tras un silencio—, entreteneos con el castillo cuanto deseéis —concedió al tiempo que se ponía en pie—. Disculpadme.</p> <p>Jander se quedó en la biblioteca leyendo durante varías horas, hasta terminar la historia del antiguo ejército de Barovia. Al parecer, las fanfarronadas de Strahd sobre su glorioso pasado como guerrero se basaban en los hechos. Hacía un siglo aproximadamente, el excelente adiestramiento de su ejército, su gran capacidad como estratega y las devotas oraciones del sacerdote del lugar le habían granjeado la fama de héroe reconocido.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i>En la novena noche de las batallas, nuestro salvador, de nombre Strahd von Zarovich, se lanzó al ataque desde las montañas de Balinok con un ejército numeroso de miles de hombres valientes. Toda la noche peleó el ejército de Von Zarovich, y cuentan que el conde estaba en todos los frentes a la vez y que terminó con la vida de cientos durante la primera hora</i>.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i>El Gran Sumo Sacerdote de Barovia, un joven llamado Kir, llevó al pueblo a la oración. Exactamente a medianoche, se retiró a la capilla del castillo a meditar y a rogar ayuda. Obtuvo la gracia del misterioso Santo Símbolo del linaje del cuervo para empuñarlo contra el rey goblin. Mientras el héroe luchaba y conducía a sus hombres a la victoria, el Santo Símbolo también era secretamente utilizado. Más tarde, el Gran Sumo Sacerdote Kir lo ocultó en un lugar desconocido</i>.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i>Nadie ha vuelto a ver el Santo Símbolo de Ravenloft ni sabe dónde se halla. Hasta el día de hoy, ningún otro ministro lo ha encontrado ni utilizado. No obstante, y fuera de toda duda, su mágico poder contribuyó a la merecida victoria de nuestro noble conde Strahd</i>.</p> <p>Jander levantó una ceja con escepticismo. Todo aquello sonaba a mera propaganda nacionalista, porque las gentes de la aldea no consideraban a Strahd su noble conde salvador. Dejó el libro en su sitio y regresó al dormitorio. Allí lo sorprendió una escena que lo afectó en lo más hondo.</p> <p>Natasha yacía en el lecho, mucho más pálida que de costumbre, y una expresión de horror le congelaba los rasgos. Estaba muerta.</p> <p>—Si la enterráis esta noche —explicó una voz suave—, se levantará dentro de un día aproximadamente, convertida en una preciosa vampira, ¿no es cierto?</p> <p>—¡Maldito seáis por lo que habéis hecho! —exclamó volviéndose hacia el conde.</p> <p>Las espesas cejas de Strahd se alzaron hasta la línea del cabello.</p> <p>—Yo os entregué esta muchacha. Ya comenzaba a envejecer, a perder la juventud, pero ahora permanecerá joven cuanto deseéis. Supongo que teníais esa intención, ¿no es así?</p> <p>Jander comprendía el significado de aquella acción. Strahd pretendía provocarlo, trazar una línea y desafiarlo a que la cruzara. El comentario desdeñoso del conde, «¿Qué sois exactamente? ¡No parecéis un vampiro!», lo asaltó de pronto. Strahd tenía razón en cierto modo; Jander miró de nuevo a Natasha y recordó su dulce voz, su ruego: «Por favor, no me convirtáis en un ser como vos». Sin embargo, ésa era precisamente la actividad principal de los vampiros: alimentarse de los vivos y crear seres como ellos. Le sobrevino una oleada de desprecio hacia sí mismo.</p> <p>Se volvió hacia el conde con una sonrisa que sabía que lo enloquecía.</p> <p>—Por supuesto, Strahd —le dijo con tono afable—. Ahora que la habéis convertido en vampira, es vuestra esclava, no la mía. Me la habéis arrebatado. ¿No tengo derecho a enfadarme con vos por ello?</p> <p>—Ciertamente —repuso con gesto huraño, incapaz de rebatir el razonamiento de Jander—. Os pido disculpas. —Después añadió, sin ocultar los colmillos—: Os proporcionaré otra en compensación.</p> <p>Inclinó la cabeza y se marchó. Jander se hundió en la cama, sintiéndose enfermo. Aún estaba a tiempo de mutilar el cadáver para que no resucitara como muerta viviente, y después la enterraría. «Maldito sea —pensó—, él siempre dice la última palabra».</p> <p>Detrás de la capilla había un jardín acosado de malas hierbas por falta de atención; unas pocas flores tristes luchaban valientemente contra las asfixiantes raíces de las plantas invasoras, y en algunos rincones florecían rosales desmesuradamente desarrollados. Un sendero de losas atravesaba el jardín hasta un mirador que asomaba a la sorprendente vista de una garganta rocosa que descendía en picado varios metros.</p> <p>Allí, en el agonizante vergel, enterró a Natasha tras abrir una fosa en la dura tierra con trozos de madera. Al terminar, se sentó junto a la tumba fresca y de pronto descubrió una florecilla preciosa al lado del pie izquierdo. Era púrpura y amarilla y no mayor que una uña; un brote silvestre, sin duda, pero muy hermoso. La arrancó y aspiró la dulce y delicada fragancia.</p> <p>Entonces sonrió. Empezaría allí, en el jardín, la tarea de rodearse de un poco de hermosura. Lo único que precisaba aquel lugar era atención y esfuerzo. Con la flor todavía en la mano, se puso en pie y observó las plantas críticamente; los rosales, aunque desparramados y descuidados, aún medraban. No costaría mucho devolverle la vida al jardín; una o dos noches a lo sumo.</p> <p>Se dirigió hasta el bajo muro de piedra que lo delimitaba y se asomó. Unos cuantos metros por debajo, la niebla tapaba el panorama y no pudo ver el fondo del precipicio, aunque sí columbró, hacia el sudeste del castillo, el pueblo con su cerco de tinieblas.</p> <p>Al día siguiente, por la noche, acudiría a la aldea a tratar de sonsacar a alguno de aquellos mudos habitantes. O tal vez fuera a Vallaki, un poco más alejado, porque, al fin y al cabo, no tenía la certeza de que Anna hubiera nacido en el pueblo.</p> <p>El cielo comenzaba a clarear por el este y la oscuridad se teñía de gris. La melancolía lo atrapó como algo tangible, y la breve alegría que le había procurado el jardín se desvaneció; había llegado el momento de retirarse y refugiarse de los añorados rayos del sol.</p> <p>A varios kilómetros de allí, la hija del burgomaestre también contemplaba la llegada de la aurora; apoyada en el alféizar de la ventana observaba la amenazadora silueta del castillo de Ravenloft. Suspiró y su mirada se posó en los guijarros del patio. Hacía ya tres meses que Petya había arriesgado la vida para advertirle sobre el vampiro, tres meses desde que se había enfrentado a su padre y lo había humillado al revelar su miedo. A partir de aquella noche, la vida había mejorado mucho para las mujeres de la familia Kartov.</p> <p>Sin embargo, funestos pensamientos ocupaban su mente mientras contemplaba sin ser vista la desolada aurora baroviana. Nadie en su casa reaccionaría favorablemente en cuanto anunciara que estaba encinta, que iba a tener un hijo gitano.</p> <p>Los esfuerzos de Jander por ganar la confianza de los barovianos seguían condenados al fracaso. Durante varios meses, y varias veces a la semana, acudía a la Guarida del Lobo con una bolsa llena de oro, pero siempre lo miraban con recelo. Se sentaba en los rincones más oscuros y no hablaba con nadie, con la esperanza de que semejante táctica le procurara más información que si intentaba trabar conversación directamente con los reservados aldeanos.</p> <p>Escuchó muchos comentarios, pero nada de lo que más le interesaba. La hija de Vlad Nosequé había desaparecido misteriosamente; Mikhail Tal y Cual había oído aullar a un lobo y, al despertar, encontró un cadáver entre humano y animal a la puerta de su casa. Irina, la que vivía en el otro extremo del pueblo, había dado a luz <i>algo</i>, pero nadie sabía qué era con exactitud, y, cuando quemaron el cuerpecillo, se convirtió en un amasijo pegajoso que olía horriblemente; Irina se había vuelto loca, decían, y los contertulios bebieron a la salud de Igor, su desgraciado marido… Jander escuchaba y se ponía enfermo con las cosas que contaban.</p> <p>A nadie inspiraba confianza, de modo que dejó un puñado de monedas sobre la mesa y se levantó, mientras los demás callaban y se volvían a mirarlo. Se envolvió bien en la capa gris y se dirigió presuroso a la puerta.</p> <p>—Dicen que vienes de vez en cuando —lo interpeló una voz femenina— y me preguntaba si lograría encontrarte.</p> <p>Jander se volvió y levantó de asombro una dorada ceja al ver a la joven en el umbral. La capa negra no ocultaba por completo su hinchado vientre, y su rostro alzado se distinguía con toda claridad bajo la luz de la cantina. Las hojas secas se arremolinaban a sus pies y se alejaban con un sonido rasposo y seco. A una distancia discreta, dos criados, un hombre y una mujer, aguardaban pacientemente. Jander se apresuró a cerrar la puerta del establecimiento para que nadie presenciara la conversación.</p> <p>—Eres Anastasia, ¿verdad?</p> <p>—Sí, soy yo. —Observó que miraba a los servidores—. No te preocupes por ellos; son mi camarera y el criado de mi padre. Quería hablarte de…, bien… —La hija del burgomaestre se miró la curva del vientre y sonrió de forma ambigua—. Es de Petya, y voy a tenerlo. No he… Él no lo sabe. —Jander no dijo nada; se limitó a esperar la continuación—. Mi padre ya no es tan terrible como antes, gracias a tus lobos. —Rió, y el elfo sonrió a su vez—. Pensé que podría entregar la criatura a los gitanos, pero sé que no lo aceptarían. Por otra parte, así tendré un recuerdo eterno de Petya. ¿Te parece que tiene sentido? Sólo digo tonterías, ya lo sé, pero…</p> <p>Vaciló y lo miró muy seria con ojos ojerosos.</p> <p>—Nos ayudaste mucho a Petya y a mí, mucho más de lo que imaginas. Esta criatura —se acarició protectora y cariñosamente— es una especie de símbolo de aquel día y le explicaré todo lo sucedido entonces; tendrás también su amistad, igual que la de Petya y la mía. —Lo escrutaba en espera de la reacción.</p> <p>—Querida mía —le dijo conmovido, con voz suave y rebosante de maravilla y sorpresa—, me haces un gran honor al compartir estas nuevas conmigo. Espero sinceramente que todo os salga bien, a ti y a tu hijo.</p> <p>—Mira —replicó con una sonrisa de alivio—, ahora da patadas como loco. ¿Te gustaría tocarlo?</p> <p>Estuvo a punto de rechazar la oferta, pues la idea de palpar una vida tan tierna era más de lo que podía soportar, pero alargó la mano con mucho tiento. Ella se la tomó y le hizo acariciar el vientre.</p> <p>—¡Ahora! —exclamó entusiasmada y sin dejar de observar las reacciones del elfo.</p> <p>Se le desorbitaron los ojos al sentir los movimientos del diminuto ser. Retiró la mano rápidamente, la cerró en un puño y se la colocó cerca del corazón.</p> <p>—Tengo que irme ya —farfulló sin mirar a Anastasia—. Discúlpame.</p> <p>Se embozó en la capa y atravesó la plaza a toda velocidad en dirección al castillo de Ravenloft.</p> <p>Anastasia lo siguió con la mirada mientras la luna salía de detrás de una nube y bañaba la calle en su luz lechosa. Tragó saliva y sacudió la cabeza asombrada de su propia temeridad. Las palabras de Petya sobre el elfo eran ciertas: Jander no tenía sombra. Instintivamente, cerró los brazos en torno al vientre.</p> <p>—Pequeño mío —musitó—, tal vez seas la única criatura en Barovia que ha jurado amistad a un vampiro.</p> <p>En cuanto Jander perdió a todos de vista, se convirtió en neblina y después en un lobo de ojos plateados. Recorrió la acogedora frescura del bosque Svalich concentrado en el juego y el movimiento de los músculos en tensión bajo el espeso manto de pelaje dorado. A través del ejercicio físico pretendía olvidar su ardiente deseo de volver a estar vivo.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>ONCE</p> </h3> <p>Halló refugio en el jardín durante el tiempo que siguió al inquietante encuentro con Anastasia. Una noche en particular, diez años después de la entrevista con la mujer embarazada, trabajaba en los rosales, podándolos y preparándolos para el descanso invernal; las otras plantas ya se habían sumido en la hibernación pero sentía su pulso vital bajo la tierra protectora. Tan pronto como llegara la primavera, todo se llenaría de fragantes capullos. Se levantó y se sacudió las manos manchadas de tierra; después miró al cielo, que ya clareaba.</p> <p>Había estado leyendo un libro sobre restauración de mobiliario y lo había dejado en la biblioteca; fue a recogerlo y estuvo a punto de arrollar a Strahd cuando éste abandonaba su cuarto secreto.</p> <p>—¡Jander! Creía que hoy estabais en el pueblo —le dijo, una vez recuperada la compostura.</p> <p>Llevaba un gran tomo bajo el brazo izquierdo y una antorcha en la mano derecha. Se colocó el libro en la derecha con rapidez y cerró la puerta para que el elfo no alcanzara a ver el interior de la habitación.</p> <p>—Así es, pero casi ha amanecido. Debéis de haber perdido la noción del tiempo.</p> <p>—Eso parece. Bien, tengo que llegar a mi ataúd antes de que salga el sol.</p> <p>Se dio la vuelta, dejó la antorcha en el candelabro de pared y murmuró la fórmula que sellaba la estancia mágicamente.</p> <p>—¿Guardáis libros en esa habitación? Me gustaría comprobar si existe algún dato sobre…</p> <p>Strahd se puso en tensión y se volvió despacio.</p> <p>—Nunca, nunca jamás —dijo desgranando las palabras— debéis pedírmelo otra vez. ¿Habéis comprendido? Este castillo es mío, y todo aquello que deseo mantener oculto me concierne a mí exclusivamente. Tengo mis propias razones para actuar así y no debéis volver a ponerlas en cuestión <i>jamás</i>. —Apretó el libro contra el pecho—. ¡Dejadme!</p> <p>En ninguno de sus enfrentamientos verbales había sido Jander el objeto de la encendida ira del conde, y acababa de recibir un merecido escarmiento. Asintió formalmente con la cabeza y se encaminó a sus aposentos. Strahd pronunció una palabra ruda y gutural, y la puerta de la biblioteca se cerró de golpe tras el elfo.</p> <p>Jander llegó a su habitación, donde Natasha había muerto. Desde entonces, había clausurado la ventana con tablones de madera y había cubierto las rendijas con pez para dormir allí tranquilamente durante el día. Estaba muy cansado y deseoso de acostarse en el colchón de plumón que, a su pedido, Strahd había hecho traer del pueblo, pero sentía la garra del hambre en el estómago. De mala gana, salió de nuevo en dirección a las mazmorras, la despensa del conde.</p> <p>—¿Ya sabes quién soy, Jander Estrella Solar? —inquirió la voz burlona de Anna.</p> <p>En el sueño, Jander fingía dormir y, cuando Anna se inclinó sobre él, la aferró por la mano y la tumbó sobre la cama a su lado. Ella reía y lo apartaba a empujones para abrazarlo con cariño al momento siguiente. El elfo cubría de besos su dulce rostro.</p> <p>—No, mi querida zorrita, no lo sé. Al parecer no has existido aquí. No hay manicomios ni en la aldea ni en Vallaki; los barovianos ocultan a los locos o los dejan sueltos para que vagabundeen por ahí, o bien mueren —añadió con melancolía—, que es lo mejor para ellos en esta tierra.</p> <p>—A lo mejor —replicó mientras le acariciaba el pecho con su pequeña mano— nunca estuve en un manicomio.</p> <p>—¿Vivías en el pueblo? —preguntó sin respiración, sintiéndose torpe por no haber pensado en lo más sencillo—. ¿Estabas casada? Anna, ¿quién era tu familia? ¿Qué…?</p> <p>—Jander, amigo mío, os volvéis loco vos solo —dijo una voz fría que no era la de Anna. Abrió los ojos y comprobó que estrechaba la almohada de plumón contra el pecho—. Tal vez esta habitación no os convenga, ya que os produce semejantes pesadillas —añadió el conde sin dejar de mirarlo.</p> <p>Jander no se preocupó de responder siquiera; se sentó y se restregó los párpados con el dorso de la mano.</p> <p>—Buenas noches, Strahd —musitó.</p> <p>El conde acercó una silla y se sentó con una floritura.</p> <p>—Tengo un presente para mi amigo.</p> <p>Un tétrico esclavo entró con un estuche de caoba de unos treinta centímetros por cuarenta y cinco y unos diez de profundidad. Strahd lo tomó y levantó la tapa; Jander abrió los ojos de admiración.</p> <p>En el interior, forrado de terciopelo, se hallaban unas herramientas artesanales y varias ampollas con polvos de colores, listos para ser mezclados. Tres estiletes de tamaños diferentes rematados en plata aguardaban para grabar y vaciar; había además un surtido de martillos y cinceles.</p> <p>—Son sólo un aperitivo. Por favor, hacedme saber si necesitáis otras cosas para llevar a cabo vuestro trabajo, y yo os las proporcionaré.</p> <p>—Son herramientas dignas de un maestro, Strahd —comentó Jander sinceramente—. Muchas gracias; comenzaré a utilizarlas esta misma noche.</p> <p>—Había… pensado en otra actividad para esta noche, si es que os complace acompañarme, claro está.</p> <p>—¡Contemplad el advenimiento del Señor de la Mañana!</p> <p>Martyn Pelkar, más conocido entre los impacientes barovianos, durante los últimos diez años, como el hermano Martyn <i>el Loco</i>, se hallaba encaramado al podio que él mismo había fabricado y desde el cual se dirigía a todo aquel que quisiera escucharlo. Alto, delgado, de rubio cabello rizado y febriles ojos azul claro, se había proclamado a sí mismo sacerdote de un dios llamado Lathander, Señor de la Mañana. Elevaba los brazos al cielo en esos momentos mirando hacia el oriente, mientras el sol se elevaba poco a poco por el horizonte.</p> <p>—¡Todas las madrugadas igual! —protestó el panadero, Vlad Rastolnikov, que preparaba la última hornada de la mañana; el corpulento baroviano echó la masa en la mesa y descargó en ella su irritación—. ¡No puede callar la boca! ¿Verdad? No; tiene que venir aquí a molestar a todo el mundo. —El resto de la perorata se perdió entre los negros rizos de su barba.</p> <p>La panadería era un edificio pequeño, y el horno, situado al fondo, ocupaba la mayor parte del espacio; sólo había unas cuantas velas encendidas cerca de la entrada porque el fuego de la caldera iluminaba lo suficiente como para trabajar. Había también una mesa grande sobre la cual amasaba Rastolnikov, y un armario de gran capacidad para los recipientes y moldes. Cuando sacaba las piezas cocidas, el aprendiz, Kolya, salía a pregonarlo por la plaza del mercado.</p> <p>Kolya, un muchacho rechoncho, excesivamente aficionado al género de su maestro, asomó por el hombro de Rastolnikov.</p> <p>—¿Ya están listas para el horno, señor?</p> <p>Rastolnikov hizo una pausa, lleno de harina hasta los codos, y sus espesas cejas negras se unieron sobre sus ojos, igualmente negros.</p> <p>—¿A ti qué te parece que estoy haciendo ahora mismo? —Kolya retrocedió acobardado—. Vamos, descansa un momento y ve a tomar el aire, Kolya; se te ha recalentado la mollera.</p> <p>—Gracias, maestro —replicó, y salió precipitadamente a la plaza. El frío de la mañana lo hizo estremecer, y echó de menos el capote. En la tahona hacía mucho calor, y ahora la helada matutina lo calaba hasta los huesos.</p> <p>—¡Vuelve a tiempo para sacar la hornada! —exclamó el panadero.</p> <p>Recorrió la calle del mercado hacia la antigua iglesia. Atrás quedaba Martyn, que seguía desgranando sus plegarias matutinas; sus ropajes de color rosa y oro contrastaban vivamente con el cielo gris.</p> <p>—Os damos las gracias, ¡oh, Señor de la Mañana!, por esta bella aurora y la gloria del nuevo día…</p> <p>—Ya era hora de que llegaras.</p> <p>Kolya se sobresaltó, pero enseguida cerró los ojos, aliviado, al ver que se trataba sólo de Sasha Petrovich, el nieto del burgomaestre, que lo miraba maliciosamente apoyado en un edificio abandonado. Llevaba una sencilla camisa de lienzo blanco, pantalones marrones y la capa sobre los hombros; a sus pies aguardaba un saco vacío.</p> <p>—Empezaba a pensar que no ibas a librarte nunca de ese viejo Ratty.</p> <p>—Sasha, sabes que no me gusta que llames así a mi maestro —protestó con poco ímpetu—. Toma. —Le ofreció media pieza de pan reciente.</p> <p>El muchacho alargó la morena mano, tomó el pan animosamente y aspiró con deleite el apetitoso aroma antes de morderlo.</p> <p>—Ratty hace un pan muy bueno —admitió, con la boca llena.</p> <p>—Hay que darse prisa —le advirtió Kolya—, Martyn ya está en la plaza.</p> <p>—Ya lo sé, pero habla más que una carraca, como mi abuelo, sobre todo si no llueve; tenemos mucho tiempo.</p> <p>Llegaron al final de la calle del mercado y se quedaron mirando la iglesia. Era una construcción vieja de carcomidos maderos que comenzaba a derrumbarse paulatinamente cuando Martyn <i>el Loco</i> la adoptó para su dios Lathander. Los afanes del joven sacerdote habían producido ya algunos cambios sutiles: la puerta se mantenía sobre sus goznes; las ventanas no tenían telarañas y lucían cristales nuevos; los senderos estaban barridos, y el tejado, puntiagudo y de pronunciada caída, se hallaba moteado de tejas nuevas de colores incongruentes, como los sombrerillos rojos de las setas que salpicaban el suelo marrón del bosque. Las pruebas de la reciente ocupación resultaban un tanto imponentes incluso para el joven y osado Sasha. La vieja iglesia volvía a ser un lugar sagrado.</p> <p>—No puedo <i>creer</i> que me hayas convencido para robar en una iglesia —se lamentó Kolya.</p> <p>—Esto no es robar, es… tomar prestado.</p> <p>Sasha se sacudió las vacilaciones y tiró de la doble hoja de la entrada; la puerta se abrió hacia el exterior de mala gana, con un crujido, y los chicos parpadearon para adaptar la vista a la oscuridad interior. Un pasillo central separaba las hileras de bancos y el polvo flotaba en el aire, aunque el altar, situado al fondo, se conservaba escrupulosamente limpio. Vieron un pequeño montón de redondeles de madera rosa en el centro del ara y unas pocas palmatorias, sencillas y relucientes, con velas medio consumidas. Al lado se levantaba un trípode con un recipiente; un rayo de sol se coló y arrancó un destello al agua.</p> <p>—¡Bueno, aquí estamos! —dijo Sasha en tono triunfante, y echó a correr por el pasillo central haciendo muy poco ruido con las botas—. ¡Venga, Kolya! ¡Acércate! —El otro muchacho lo siguió a regañadientes. Sasha le pasó varios frascos—. Llénalos de agua bendita mientras yo recojo los discos de madera.</p> <p>—Sasha, estoy seguro de que tendremos problemas por esto —murmuró Kolya mientras sumergía los botellines en el recipiente, y la superficie se llenaba de burbujas.</p> <p>—Kolya, a ti te asusta la oscuridad.</p> <p>—¡No es cierto!</p> <p>—Sí, es cierto. Dijiste: «¡Ay, Sasha! Me <i>da miedo</i> ir allí sin ninguna protección»; y aquí estamos, en busca de protección contra los seres nocturnos. Así que cállate, ¿de acuerdo? Pero ¡qué cobarde! Kolya <i>Cobardica</i> voy a llamarte desde ahora. —Asqueado, guardó todos los círculos rosados en el saco, y también las palmatorias para mayor seguridad—. Yo me encargo de las bujías y las mantas, y tú de los ajos y los espejos, ¿estás de acuerdo?</p> <p>Kolya no respondió «De acuerdo» porque no escuchaba; miraba horrorizado por un agujero de la vidriera.</p> <p>—¡Sasha! ¡Ya viene!</p> <p>A la velocidad de una liebre, el pequeño de tez morena asió el saco con una mano y agarró a su amigo por el cuello de la camisa con la otra. Kolya tropezó pero se recuperó enseguida, y los dos ladronzuelos echaron a correr por el pasillo. Sasha abrió las puertas sin detenerse y dieron de bruces contra el pecho del hermano Martyn, a quien hicieron caer de espaldas; los muchachos también rodaron por el suelo, pero se levantaron rápidamente y desaparecieron tan deprisa como pudieron.</p> <p>El joven sacerdote se quedó resollando en los escalones hasta recobrar el aliento, y después se puso en pie estremecido de dolor. Abrió la puerta y vio el altar, al fondo, completamente vacío. Al principio sintió horror, pero luego una sonrisa afloró a sus labios.</p> <p>Aquel religioso ligeramente desquiciado nunca comprendería con claridad los designios de su dios, pero de una cosa estaba seguro: si esos dos muchachos deseaban poseer los objetos sagrados tanto como para robar en una iglesia, no pondría objeciones; que se procuraran toda la protección que les pudieran proporcionar. Martyn conocía por experiencia propia las asechanzas de la noche baroviana.</p> <p>A una distancia prudencial, Sasha y Kolya se dejaron caer al pie de un enorme roble. Sasha estalló en una risa nerviosa que acabó por contagiar al aterrorizado Kolya.</p> <p>—Está bien —dijo Sasha mientras se secaba las lágrimas y se ponía una mano sobre el estómago, dolorido por la risa—. Tienes que volver con Ratty; nos vemos esta tarde en la tienda de la costurera. ¡Vamos a pasarlo de miedo! —Kolya no estaba seguro, pero asintió de todas formas.</p> <p>El día se desarrolló como de costumbre. Kolya regresó tarde a la tahona y recibió una tunda breve y harinosa de su maestro. Sasha Petrovich faltó al colegio, y su madre lo regañó cuando intentaba colarse en casa sin ser visto. La encontró sentada en el rellano de la escalera, esperándolo con una expresión preocupada y triste. Se quedó mirándolo un momento antes de empezar a hablar.</p> <p>—¿Por qué haces estas cosas, Alexei Petrovich?</p> <p>—No sé —repuso con un encogimiento de hombros.</p> <p>—¿No quieres aprender, educarte como es debido?</p> <p>—En verano no. —La miró con ojos negros como el azabache, y Anastasia no pudo evitar una carcajada.</p> <p>—Ven, siéntate a mi lado —lo invitó. Sasha subió hasta ella obedientemente; su madre le rodeó los hombros con el brazo y él reclinó la cabeza—. Sasha, ya te he hablado de tu padre y de por qué insisto tanto en que te comportes como es debido. A nosotros nos da igual que lleves sangre gitana, pero hay mentes estrechas en este pueblo que le dan mucha importancia. Si aprendes lo necesario, te harás con una posición aquí antes de que yo me vaya.</p> <p>Sasha se removía inquieto. No le gustaba que su madre le hablara seriamente, y, cada vez que decía que iba a marcharse, se le atravesaba un nudo en la garganta.</p> <p>—Pero…, ¿me das permiso para pasar la noche con Kolya?</p> <p>Anastasia le acarició el sedoso cabello y miró por la ventana.</p> <p>—No lo sé; ya empieza a anochecer. Prepara las cosas enseguida y ya veremos.</p> <p>Con una velocidad que su madre jamás habría imaginado, remontó la escalera y preparó un hato para el «viaje de una noche». Ahora tenía su propia habitación, pequeña pero para él solo, con la cama, una ventanita y un baúl para la ropa y los juguetes. El muchacho de diez años revolvía por todas partes buscando el saco. En ese momento, su tía Ludmilla, una atractiva y esbelta joven que acababa de cumplir los veinte años, asomó la cabeza y casi lo sorprendió con un puñado de redondeles rosados.</p> <p>—Más vale que te des prisa, conejito —bromeó.</p> <p>—¡No me llames así!</p> <p>—Se hace tarde, conejito —prosiguió Ludmilla sin hacerle caso—. Los lobos salen tarde. ¡Grrr!</p> <p>Sasha le sacó la lengua, y la joven siguió riéndose por el vestíbulo hasta la habitación que compartía con Anastasia.</p> <p>Cuando el chiquillo bajó, encontró a su madre en el zaguán escudriñando el cielo ansiosamente.</p> <p>Era un magnífico atardecer de verano. El púrpura y el naranja se disputaban el dominio del cielo limpio, y la luna se levantaba ya sobre el horizonte como un globo fantasmal; los pájaros se llamaban unos a otros preparándose para pasar la noche.</p> <p>En cualquier otro lugar, los amantes se habrían sentado en verdes colinas a contemplar el espectáculo con recogimiento, saboreando el placer anticipadamente. Los atormentados habitantes de Barovia, en cambio, no podían perder el tiempo en disfrutar de la belleza de la puesta de sol; para ellos significaba un puñado de minutos preciosos antes de la llegada de la temida oscuridad con todo lo que acechaba en sus entrañas.</p> <p>—Sería mejor que no pasaras esta noche en casa de Kolya —murmuró Anastasia.</p> <p>—¡Mamá! ¡Me lo prometiste!</p> <p>—Lo sé, pero los Kalinov viven en el otro extremo del pueblo y ya está casi oscuro.</p> <p>—¡Me daré mucha prisa! —le aseguró—. Tengo tiempo de sobra si me marcho ahora mismo.</p> <p>Anastasia dudaba, consciente del paso inexorable de los minutos.</p> <p>—Bien, de acuerdo. Toma, llévate esto.</p> <p>Se quitó un colgante que llevaba al cuello y se lo pasó a su hijo por la cabeza. El muchacho hizo un gesto de fastidio por aquel exceso de protección maternal.</p> <p>En su vida había visto un vampiro ni un hombre-lobo, ni siquiera al que había salvado a sus padres. Tenía esperanzas de encontrarse esa noche, junto con Kolya, con el vampiro élfico dorado del que le habían hablado. No se preocupó de mirar el colgante pues sabía cómo era: una sencilla medalla de plata con unos caracteres de protección grabados.</p> <p>—Date prisa —dijo Anastasia, despidiéndolo con un beso en la amplia frente y un leve azote en las nalgas.</p> <p>Sasha echó a correr, encantado con su libertad, mientras su madre lo contemplaba con inquietud y una triste sonrisa.</p> <p>—¡Oh, Petya! ¡Cuánto se parece a ti! —musitó.</p> <p>La hija del burgomaestre cerró la pesada puerta de madera y pasó la tranca, a la vez que rezaba una rápida plegaria por su obstinado vástago.</p> <p>Kolya lo esperaba ya, tal como habían acordado, con un gesto de congoja en su mofletudo rostro.</p> <p>—Temía que no vinieras —lo saludó Sasha.</p> <p>Kolya lo miró apenas y se unió a su paso; descendieron por el sendero plagado de hierbas que se internaba en el bosque hacia la colina del círculo de piedras. Kolya tropezó con las raíces varias veces, hasta que Sasha se detuvo y sacó una linterna para alumbrar el camino.</p> <p>El círculo de piedras era el lugar donde sus padres se habían encontrado a escondidas algunas veces y por tal motivo tenía para él un atractivo especial. También se decía que allí mismo se habían operado poderosos actos de magia benéfica hacía muchos siglos.</p> <p>Sasha colocó un redondel de madera al pie de cada piedra y dejó todo lo demás sobre la gran losa plana del centro. Kolya encendió las velas y bujías, y los dos se envolvieron en las mantas que se habían procurado.</p> <p>Kolya se tapó hasta el cuello y se quedó mirando las sombras que se cernían en torno a las humeantes lámparas de aceite; el olor de la trenza de ajos que llevaba al cuello empezaba a provocarle náuseas.</p> <p>—Quiero ir a casa, Sasha —gimoteó. El otro lo atravesó con una mirada.</p> <p>—Verás, estamos a salvo; este sitio está encantado y tenemos aquí toda clase de protecciones. —De pronto oyeron un ruido penetrante. Kolya chilló y se lanzó al montón de amuletos, cogió un espejo y lo enfocó en la dirección de donde venía el sonido—. Idiota —le dijo Sasha, disgustado—, acabas de librarnos del ataque de un conejo fantasma; enhorabuena.</p> <p>Así era, en efecto; Kolya distinguió el blanco rabo de un conejo que desaparecía en la oscuridad y enrojeció hasta las orejas. Haciendo caso omiso de la vergüenza de su amigo, Sasha tomó el libro que llevaba consigo y pasó las páginas rápidamente.</p> <p>—¡Aquí está! —exclamó. Se apoyó sobre el lado derecho con el libro delante y colocó una lámpara. Un buho ululó ominosamente; el muchacho lo oyó e hizo una mueca, y después, con la voz más profunda y misteriosa que le permitía su tierna edad, comenzó a leer:</p> <p>—Una vez, hace muchas lunas, en el pueblo de Vallaki vivía un muchacho llamado Pavel Ivanovich. No era un muchacho normal, sino el heredero del sol, y su misión consistía en mantener la oscuridad alejada. Su padre le entregó un fragmento de sol, pero le fue robado de la cuna y la oscuridad lo escondió en un lugar muy lejano. Él tenía que recuperarlo y para ello emprendería un viaje a las tierras del Oscuro.</p> <p>Y así partió, solo, hacia las negras praderas donde pacen las pesadillas y corre el río del olvido, hasta encontrarse con el primer guardián de la oscuridad. Era un hombre alto y pálido, con afilados dientes y largas zarpas. «¡Detente!», dijo Nosferatu, pues Pavel sabía el nombre del guardián. «Detente para darme a beber tu sangre y prolongar mi vida con tu muerte». Pero Pavel respondió: «No puedes detenerme porque soy el heredero del sol y vengo a mostrarte tu maldad». Pavel levantó un espejo y, cuando Nosferatu vio reflejada su propia perversidad, aulló de dolor y se disolvió como la niebla en el sol de la mañana…</p> <p>Kolya, abrazado a las rodillas, trataba de no escuchar la historia de fantasmas. Estaba seguro de que aquella noche no lograría pegar ojo; sin duda se trataba sólo de su imaginación, pero no podía sacudirse la sensación de que los vigilaban.</p> <p>Fuera del círculo de piedras, el conde Strahd von Zavorich se rió y retrocedió hacia las sombras.</p> <p>—Casi valdría la pena atacarlos, sólo por verles la cara —comentó a Jander—, aunque son tan pequeños que no nos servirían ni de aperitivo.</p> <p>A Jander le pareció que el comentario tenía algo de bravuconada, pues estaba seguro de que Strahd sentía el poder mágico del lugar; las enormes peñas grises protegían a aquel par de insensatos con la misma efectividad que un muro físico. No obstante, todo el reino era del conde. El elfo miró atrás, incómodo, hacia las tres esclavas que permanecían tranquilas a espaldas del amo. Eran tres vampiras que conservaban todos los rasgos de su atractivo en vida y que ahora obedecían fríamente.</p> <p>Las tres respondían a los cánones de belleza de Strahd: más altas de lo normal, de cabellos oscuros con tonos rojizos, ojos también oscuros y complexión delgada, al contrario que la mayoría de las barovianas, que solían ser rechonchas. Se parecían a Anna lo suficiente como para despertar los recuerdos de Jander cada vez que las veía; para él era un tormento.</p> <p>—¿Os complacería? —preguntó el conde.</p> <p>—Como bien habéis dicho —replicó encogiéndose de hombros—, no tendríamos ni para empezar con su sangre; además, estoy seguro de que percibís los poderes protectores que los rodean. No creo que merezca la pena molestarse por esos cachorrillos.</p> <p>Strahd escrutó los ojos de Jander y después asintió.</p> <p>—Vamos; sé dónde nos aguarda un banquete. —Con gesto negligente, pasó una afilada uña por el rostro de la esclava más cercana—. ¿Tienes hambre, mi amor?</p> <p>La esclava mostró sus largos colmillos y asintió con ojos encendidos. También Jander estaba hambriento; la maldita sed le quemaba las entrañas como la fiebre y pedía ser saciada, y sólo el olor de los niños le llenaba la boca de saliva. Se preguntó dónde los llevaría Strahd. ¿Habría una partida de aventureros o un ejército de mercenarios por las cercanías?</p> <p>—Vayamos pues a comer. Forma de lobo, queridas mías, y hacia el pueblo.</p> <p>Obedientes, las vampiras se convirtieron en delgadas lobas pardas. El amo, extravagante como de costumbre, adoptó su propia entidad lobuna, una monstruosa bestia negra, y Jander cayó a cuatro patas transformado a su vez. Siguieron todos tras la senda que marcaba Strahd, con el rabo alzado y las orejas en retroceso, en dirección al desprevenido pueblo de Barovia.</p> <p>Al pasar, sin ser vistos, ante la Guarida del Lobo, Jander observó la ristra de ajos colgada en la puerta. Nunca había tenido demasiada suerte en la caza por los alrededores de la aldea, pero la taberna había sido la que más había contribuido a su magra caza. Blasfemó en silencio; a partir de ahora tendría que ir a Vallaki con más frecuencia, ya que allí no tomaban tantas precauciones como en el pueblo.</p> <p>Atravesó la plaza detrás de Strahd y las lobas; en la oscuridad, cinco sombras silenciosas descendieron por la calle del Burgomaestre, lugar donde residían las familias más acomodadas. Jander tuvo el presentimiento de que algo no estaba bien; el trote de Strahd expresaba un entusiasmo contenido que el elfo rechazaba instintivamente.</p> <p>Se quedó atónito cuando se detuvieron ante la morada del burgomaestre, y enseguida lo invadió la turbación. Había prometido a Anastasia, hacía mucho tiempo, que jamás recibiría daño alguno por su parte. El lobo negro se inmovilizó, arqueó el lomo y se diluyó hasta cobrar el cuerpo humano de Strahd; después indicó a los demás que hicieran lo mismo. Tan pronto como tuvo ocasión, Jander musitó:</p> <p>—¿Qué juego pretendéis llevar a cabo?</p> <p>Strahd no pareció percatarse de la insolencia del tono y respondió con calma:</p> <p>—Kartov me ha tomado el pelo; cobra fuertes impuestos a los aldeanos en mi nombre pero no me ha entregado ni una sola moneda.</p> <p>El tono helado del conde le petrificó el corazón.</p> <p>—¿Qué significa el dinero para vos, excelencia? —inquirió, tratando de evitar lo que temía sucediera inmediatamente.</p> <p>—No es el dinero en sí mismo, sino el hecho de que un arrogante mortal crea que puede engañarme. —A pesar de la oscuridad reinante, Jander captaba perfectamente el fuego rojo de los ojos de Strahd—. Quiero darle una lección. —Se acercó a la puerta y se detuvo—. Creía —añadió con afabilidad— que teníais hambre.</p> <p>—No os permitirán el paso a esta hora de la noche —argüyó precipitadamente.</p> <p>—No necesito permiso —contestó con una sonrisa—. ¿Lo habéis olvidado?</p> <p>No lo había olvidado; recordaba claramente el primer atisbo que había tenido de la profundidad de la ira de Strahd, el día en que le dijo a gritos: «¡Yo soy la tierra!… ¡Todos los hogares me pertenecen!».</p> <p>Pensó con desesperación que el conde no mataría a toda la familia del burgomaestre en su propia casa; los vampiros no arrasaban pueblos enteros sólo por hacer una broma. «Si Strahd pretende seguir viviendo y conservar a sus esclavos, tiene que guardar el secreto. Supongo que eso lo sabe bien; tiene que saberlo…», se decía.</p> <p>Strahd comenzó a entonar una letanía en un tono musical apenas audible. Jander, cada vez más azorado, sintió de nuevo la repulsión hacia la magia con mayor pujanza que la propia necesidad de sangre. La puerta comenzó a brillar con un suave resplandor.</p> <p>—Está protegida —dijo, y Strahd lo miró con absoluto desprecio.</p> <p>—¿Qué puede un simple guardián contra el señor de la tierra? —replicó con un asomo de sarcasmo en su tono grave. Recitó el cántico otra vez, y la luz azul desapareció. El cuerpo del conde se disipó en una neblina rala que se coló bajo la puerta. El elfo oyó descorrer el cerrojo y la hoja se abrió de par en par—. Adelante —les dijo con una sonrisa irónica. Las tres esclavas entraron rápidamente en la casa y Jander las siguió despacio—. Ahora, ¿recordáis mis instrucciones? —preguntó a las muertas vivientes. Ellas respondieron afirmativamente sin más expresión que la del hambre que bailaba en sus ojos—. Excelente, cenad donde os apetezca.</p> <p>«Son como perros siguiendo el rastro», se dijo Jander mientras observaba a las hermosas no-muertas que olisqueaban el aire. No obstante, él también sentía la excitación de tantos humanos reunidos en la casa. Dos vampiras se dirigieron hacia las habitaciones de la servidumbre, situadas en el piso inferior, y la tercera corrió silenciosamente escaleras arriba. Jander y Strahd la siguieron; cuando llegaron arriba, el elfo entró en el primer dormitorio que le salió al paso mientras Strahd continuaba hasta el vestíbulo. Encontró una cama pequeña y algunos muebles, pero nada más.</p> <p>La siguiente habitación era grande y estaba bien amueblada, con dos camas y una hermosa mesita de noche en el medio. En uno de los lechos dormía satisfecha una joven de unas veinte primaveras.</p> <p>Por un momento creyó que se trataba de Anastasia y se acercó a mirarla. Observó su respiración regular y las largas pestañas negras cerradas sobre la tez arrebolada por el sueño. No, no era Anastasia, aunque se le parecía mucho; debía de tratarse de su hermana. Se sentó en el lecho junto a ella y suavemente, igual que haría un amante, le acarició el oscuro cabello. Con un mordisco tierno, casi como un beso humano, le horadó la garganta superficialmente y una gota de sangre surgió; la lamió y saboreó el fluido alimenticio. Después tomó a la joven en brazos y, aplicando los labios a la herida, sorbió sin precipitaciones, a pesar del hambre que le corroía las entrañas; ella no se despertaría y él no tenía prisa. Varios minutos después, se dio por satisfecho y la dejó de nuevo sobre la almohada.</p> <p>Cuando salió otra vez al pasillo y cerró la puerta con cuidado tras de sí, captó el olor picante de sangre derramada.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>DOCE</p> </h3> <p>Un grito de miedo y dolor rasgó el aire. Más veloz que el pensamiento, Jander siguió el rastro hasta el dormitorio del amo de la casa, al final del corredor, e irrumpió de pronto.</p> <p>—¡Strahd!</p> <p>El anciano burgomaestre Kartov tenía la garganta rajada como si las vampiras se la hubieran aserrado con los colmillos; una de ellas estaba inclinada sobre la herida, que se abría como una revulsiva boca fuera de sitio, y la sangre que ya no serviría de alimento a la sañuda beldad impregnaba el rostro de ésta y se desparramaba gota a gota sobre la lujosa alfombra azul y dorada. La esposa del burgomaestre también yacía destrozada sobre el lecho con las extremidades dobladas en ángulos inusitados, como si hubieran sido descoyuntadas.</p> <p>Strahd sujetaba a una joven en un abrazo inquebrantable. Era evidente que se había regodeado satisfaciendo la sed porque alargaba el festín todo lo posible. La mujer aún vivía, aunque estaba pálida y muy débil, y, cuando la puerta crujió al abrirse, volvió la cabeza en dirección a Jander. El elfo se quedó atónito.</p> <p>—¡Anastasia! —exclamó.</p> <p>—Me lo habías prometido —musitó ella con voz temblorosa.</p> <p>Jander se abalanzó sobre Strahd con una ferocidad sorprendente; separó a la agonizante Anastasia de los brazos del otro vampiro y tiró a éste al suelo, a pesar de que era más fuerte y corpulento. De inmediato, las tres esclavas lo inmovilizaron en respuesta al repentino ataque de rabia y sorpresa de su amo. Pero el elfo, más viejo y con una voluntad no más fuerte pero sí más ejercitada, ardía de rabia y horror y se liberó de ellas como un lobo atacado por zorros; después alzó a Anastasia en brazos sin dejar de mirar al conde con odio ardiente.</p> <p>Strahd se levantó despacio, con dignidad; se apartó un mechón despeinado y lo miró con ojos encendidos.</p> <p>—¿Cómo osáis interponeros entre mi caza y yo?</p> <p>—¡Cazar es una cosa, pero esto es una carnicería!</p> <p>—Una carnicería de humanos. ¿Qué me importan a mí? Sois blando, Jander, y eso os acarreará la destrucción. —La ira se transformó en humor perverso—. A menos, claro, que desearais a la mujer para vos. —Sonrió con la boca reluciente de rojo y los colmillos largos y afilados.</p> <p>Jander no desvió la mirada de Strahd. Anastasia se estremeció y, con un estertor final, expiró en sus brazos. El elfo se sobrepuso con gran esfuerzo al dolor y a la revulsión, y su rostro se convirtió en un espejo de la fría arrogancia del conde.</p> <p>—Vos sois quien coquetea con la muerte, Strahd —le dijo, impávido—. Tenéis a este pueblo atenazado por el miedo, sí, pero no os conviene despertar su cólera. Somos vulnerables… y vos más que yo, porque yo controlo la profundidad de mi sueño y vos no. —Soltó una carcajada y su risa, normalmente musical, se tornó salvaje y horrenda a causa de las emociones; dejó el cuerpo de Anastasia a los pies de Strahd—. Un solo labrador con una estaca y quedaríais reducido a esto… ¡O a menos, incluso, porque no resucitaríais de nuevo como esclavo! Recordad mis palabras cuando esta madrugada os domine el sueño.</p> <p>Strahd estrechó los ojos llameantes de furia, pero contuvo la lengua. Jander sabía que lo escuchaba.</p> <p>—¿Habéis visto alguna vez un linchamiento? —prosiguió amargamente—. Yo sí, desde ambas partes, y da miedo. Podéis aterrorizar a las personas de una en una, pero, si forzáis excesivamente a la muchedumbre, se volverá contra vos y nada le impedirá destrozaros. La vampira que estaba más cerca de Strahd gruñó y levantó una mano como disponiéndose a atacarlo, pero el conde la detuvo con un chasquido de los dedos.</p> <p>—No lo toques.</p> <p>—Lo he presenciado —continuó Jander sin perder de vista a Strahd—; un grupo de vampiros subyugó a un pueblo entero en mi tierra natal. Los depredadores se crecieron y cometieron una carnicería general, pero el pueblo se rebeló, los atacó y terminó con ellos. A partir de entonces ni un solo muerto viviente ha podido volver allí, pues los habitantes se han convertido en acérrimos enemigos de los extraños… como sucede en Barovia. Por vuestro propio gaznate, conde, procurad comportaros con cautela. No todos los aldeanos de este maldito agujero infernal son idiotas.</p> <p>Ante el asombro de Jander, los rojos ojos del conde ya no lanzaban llamas de cólera y su rostro arrebolado tenía una expresión pensativa.</p> <p>—Jander Estrella Solar —dijo despacio—, estáis en lo cierto… parcialmente. Esta tierra es mía y hago en ella lo que quiero. Esta noche deseaba despertar la bestia negra del pánico y el horror en el pecho de los Kartov —sonrió heladamente—, y eso es lo que he hecho. Ahora me dispongo a escuchar lo que tengáis que decir sobre…, ¿cómo lo diría?, el modo de «cubrir el rastro».</p> <p>El elfo no sabía qué responder. Strahd había dado la vuelta al argumento de una forma muy habilidosa, y se rendía ante él sin renunciar a nada. Como si le hubiera leído el pensamiento, Strahd comenzó a sonreír.</p> <p>—Bien, en primer lugar deberíais destruir los cadáveres —contestó al fin Jander; echó una ojeada a la vampira más cercana—. Ya tenéis demasiados esclavos. —Esperaba cierta oposición a ese punto, pero Strahd asintió, sumido en sus pensamientos.</p> <p>—Llevadlos abajo —ordenó a las vampiras. En silencio, cada una cargó con un cuerpo y lo llevó a rastras por el comedor—. Y ahora, ¿qué sugerís que hagamos?</p> <p>—Quemar la casa como si fuera un accidente. Si destruimos todas las pruebas nadie sospechará nada.</p> <p>Jander pretendía aguardar hasta el último instante y después sacar de allí a la muchacha de la que se había alimentado.</p> <p>Los cadáveres fueron amontonados en la sala principal del piso inferior. Las enérgicas vampiras rompieron luego varios muebles con suma facilidad y levantaron una pira en el centro, donde depositaron a los muertos. Jander no podía mirar a causa de los recuerdos centenarios que despertaban en él las imágenes. Strahd encendió una antorcha en la chimenea, que aún tenía fuego, y la acercó a la pira. Al principio sólo salía tufo, pero la madera prendió enseguida y todo comenzó a arder; una humareda negra y oleosa se desprendía de la hoguera. Jander se acercó a la escalera sin ser visto.</p> <p>De pronto, los vampiros escucharon una voz de alarma que se extendió rápidamente.</p> <p>—¡Fuego! ¡Fuego en casa del burgomaestre! —resonaban los gritos.</p> <p>Strahd lanzó un juramento, se disolvió en neblina y escapó por una ventana abierta.</p> <p>Jander vaciló un momento, miró con preocupación hacia el final de la escalera y vio con rabia que había pisado un charco de sangre y había dejado huellas rojas en los escalones. Los golpes en la entrada lo obligaron a reaccionar. Los que acudían al rescate encontrarían arriba a la joven, aunque, desafortunadamente, también descubrirían los cadáveres.</p> <p>Los golpes iban en aumento, y sin duda pronto tirarían la puerta abajo. En un último esfuerzo por ocultar la tragedia, tomó un trozo de madera ardiente y la acercó a las cortinas, que se incendiaron al momento. Echó la tea a la pira otra vez y, convertido en murciélago, salió por la ventana esquivando las cortinas en llamas en el mismo momento en que la puerta cedía.</p> <p>Dejó atrás la sangrienta escena y huyó hacia la agradable humedad nocturna reflexionando amargamente sobre lo que acababa de suceder. Strahd odiaba la debilidad, y Jander sabía que toda aquella puesta en escena estaba dedicada a él.</p> <p>Sintió que las rojas lágrimas afluían a sus ojos e intentó alejar los pensamientos sobre Merrydale y el horror acontecido allí varios siglos atrás. El recuerdo lo asaltó de todas formas.</p> <p>El dragón rojo de los Valles había muerto a manos de un grupo de aventureros que se hacía llamar «Los seis de plata». Merrydale dio a los héroes el trato que merecían y les abrió las puertas de la taberna El Canto del Cisne, para que disfrutaran gratuitamente cuanto desearan. Jander y sus compañeros, Gideon de Aguas Profundas, Trumper Colina Hueca, Lyria <i>la Linda</i>, Kellian Nube Gris y Alinora Malina, quedaron sorprendidos y encantados con el recibimiento y, cuando el elfo propuso descansar un poco en el hospitalario valle antes de lanzarse en busca de otra aventura, ninguno dijo nada en contra.</p> <p>Al cabo de tres días, los hábitos cleptomaníacos de Trumper le habían procurado ciertos problemas con la ley, aunque el halfling se las había arreglado bien para solucionarlos con su palabrería. Lyria, de dorados cabellos, había recibido dos proposiciones matrimoniales y varias insinuaciones, y estaba tan molesta por los acosos que llegó a amenazar al último pretendiente con convertirlo en un leucrotta.</p> <p>—Te huele el aliento —insultó al joven humillado.</p> <p>La tímida y morena Alinora y el leñador Kellian, aún más reservado, ahondaban en su amistad, mientras Jander y el clérigo Gideon se limitaban a vagabundear juntos por el pueblo.</p> <p>Esa noche, «Los seis de plata» se habían reunido en El Canto del Cisne para celebrar una cena. Un trío de músicos tocaba junto al fuego, que crepitaba y brillaba cálidamente en la enorme chimenea mientras la alegre charla de un pueblo liberado llenaba la sala de agradables murmullos. La camarera era rápida, amable y bien dispuesta, y la atmósfera resultaba idílica en general para pasar una velada amena en buena compañía.</p> <p>Trumper daba cuenta alegremente del doble de lo que le hubiera bastado a uno solo, y los demás disfrutaban de la generosa ración correspondiente. Pero había una excepción; Kellian tenía los ojos hundidos en enrojecidas ojeras, y la piel, generalmente tostada, pálida como nunca.</p> <p>—¿Todavía te duele la garganta? —preguntó Alinora, con la preocupación reflejada en sus ojos de color avellana, al tiempo que le acariciaba tímidamente una mano con la suya de ruda guerrera.</p> <p>Kellian asintió sin entusiasmo y continuó revolviendo el caldo que Jander había pedido para él. Hacía días que el leñador se quejaba de dolor de garganta y parecía más cansado a medida que transcurrían las horas.</p> <p>—Seguro que es por esas picaduras —advirtió Trumper con la boca llena y señalando con una pata de pollo las dos minúsculas marcas del cuello de Kellian.</p> <p>—Lo siento, Jander; no puedo tragar esto —manifestó el leñador con voz hueca, apartando el cuenco. Lyria frunció el entrecejo y estrechó los ojos de color esmeralda, pero no dijo nada.</p> <p>—Inténtalo —lo animó Jander—. Si no, ¿cómo piensas superar la infección?</p> <p>—Es que no tengo apetito, sencillamente —replicó con sus azules ojos empañados—. Me voy a la cama —murmuró—. Estaré mejor por la mañana. Sólo necesito dormir a gusto toda la noche.</p> <p>Jander acercó el cuenco otra vez a su compañero y disimuló la impresión que le produjo el roce de su muñeca. A pesar de que había reservado la mesa más cercana a la enorme chimenea, siempre bien alimentada, Kellian estaba frío como el hielo.</p> <p>El leñador amaneció muerto, y el elfo tuvo que ocuparse de dar la noticia a sus compañeros. Alinora estaba desconsolada y Lyria se deshacía en lágrimas, e incluso el halfling Trumper Colina Hueca quedó totalmente abatido. El funeral se celebró por la tarde. Jander le deseó el descanso eterno al son de la flauta y las buenas gentes de Merrydale, conmovidas por el dolor de los extranjeros, no quisieron aceptar ni una sola moneda por el entierro de Kellian.</p> <p>A la mañana siguiente, fue Alinora quien despertó con dolor de garganta, pálida y con las mismas curiosas incisiones en el cuello que Kellian, detalle que preocupó a Jander seriamente. Se propuso investigar por el pueblo y descubrió que al menos un cuarto de la población era víctima de esa misma enfermedad desconocida.</p> <p>—No me gusta nada —comentó Gideon cuando se encontraron en El Canto del Cisne a la hora de comer—. No es una enfermedad natural.</p> <p>Jander tomó un trago de vino. Había poca gente en la taberna a causa del elevado número de clientes aquejados de la epidemia que asolaba a la población. Gideon, un oso humano que había sido guerrero hasta que un dios lo había llamado a su servicio, miraba fijamente la cerveza que tenía delante.</p> <p>—Alinora no ha mejorado nada con el tratamiento —dijo el sacerdote con voz grave y cejas enarcadas.</p> <p>Jander procuraba no mostrar sorpresa. Gideon era un clérigo de gran destreza y ternura a pesar de su aspecto gigantesco, y nunca lo había visto fracasar en sus oraciones a Ilmater para interceder por un enfermo.</p> <p>—Tal vez no esté tan mal —sugirió, aunque sabía que la excusa era pobre.</p> <p>No podía mirarlo a los ojos; Ilmater era el dios de los mártires, patrono de todos los que sufrían, y parecía inconcebible que no aliviara el sufrimiento de Alinora.</p> <p>El silencioso fallecimiento de la aventurera durante la noche causó estragos en Gideon. En esa ocasión, los habitantes del valle aceptaron el pago por la tierra que ocuparía el cadáver porque la demanda había aumentado mucho a causa de la acumulación de difuntos y necesitaban cobrar. La delgada y bonita luchadora Alinora recibió sepultura en un féretro desvencijado, construido a toda prisa, y Jander vio los ojos del clérigo inundarse de lágrimas mientras sonaban las notas del canto fúnebre que interpretó para despedir a la compañera.</p> <p>De vuelta a El Canto del Cisne, el elfo dorado observó que muchos de los habituales que antes los convidaban a rondas de cerveza los miraban ahora hostil y encubiertamente.</p> <p>—Creo que hemos abusado del agradecimiento de estas gentes. ¿Quién quiere marcharse mañana?</p> <p>—Yo —dijo Trumper—; en cuanto dejan de pagarme la cerveza, me voy.</p> <p>Jander se volvió hacia Gideon, que contemplaba el fuego meditabundo. La poblada barba de color castaño ocultaba el rictus de preocupación que el elfo adivinaba en la boca de su mejor amigo.</p> <p>—Gideon… —le llamó la atención.</p> <p>—Te he oído —respondió él con brusquedad para ocultar el dolor—. Sí, vayámonos de aquí.</p> <p>Los plateados ojos de Jander se encontraron con los verdes de Lyria; ambos sabían que la tragedia afectaba al clérigo más que a nadie.</p> <p>Al día siguiente por la mañana, el pueblo fue declarado en cuarentena y el grupo se vio obligado a demorar su partida hasta una semana más tarde, por lo menos. La gente moría en proporciones alarmantes y no daba tiempo a enterrarlas adecuadamente. Algunos hablaban de quemar los cadáveres para evitar que la infección se propagara, y los más supersticiosos insistían incluso en desenterrar a las primeras víctimas e incinerarlas junto con las recientes. Aquella noche se levantó una hoguera sobre la que se colocaron cuerpos recién fallecidos y otros que tenían ya algunos días. Acudieron varios clérigos y rezaron unas breves oraciones mientras el resto de los habitantes miraba de soslayo a los cuatro extranjeros, con animosidad; el agudo oído de Jander captó incluso hostiles murmuraciones.</p> <p>Un alarido de dolor y rabia sacudió el silencio de los condolidos asistentes. Él elfo no había escuchado nada parecido en su vida, y no deseaba oírlo de nuevo; contuvo el aliento, y los ojos se le desorbitaron de asombro y terror.</p> <p>Los cuerpos que había sobre la pira se movían.</p> <p>Poseídos de una resuelta animación, trataban de escapar a las llamas como mejor podían. Algunos estaban ya parcialmente quemados y aullaban de dolor mientras arrastraban sus monstruosos despojos de carne putrefacta y abrasada; otros se levantaban ilesos y se lanzaban sobre la muchedumbre. Jander percibió oscuramente la letanía de un encantamiento de Lyria y se precipitó a la posada en busca de la espada. Ya en posesión de ésta, bajó corriendo la escalera y salió a la calle, y allí se detuvo en seco.</p> <p>Alinora lo estaba esperando. Toda su inocencia se había corrompido y transformado en lascivia, y su armónica figura ya no resultaba atractiva; tenía el cabello, corto y oscuro, cubierto de sangre y suciedad. Abrió la encarnada boca y dos colmillos largos y afilados se dispararon hacia él.</p> <p>Jander blandió la espada y se la hundió profundamente en el torso. Alinora aulló de dolor, pero la herida sólo sirvió para aumentar su furia; estiró los largos brazos y asió al elfo con fuerza. Sus enrojecidos ojos se encendieron de odio, pero la sangre élfica protegía a Jander del hipnotismo de la mirada y siguió luchando, agradecido porque al menos moriría en combate.</p> <p>La vampira flaqueaba, pero Jander sabía que no podría liberarse. Alinora acababa de sacar los dientes para hundírselos en la garganta, cuando se oyó un grito agudo tras ellos.</p> <p>—¡Desaparece, demonio!</p> <p>Alinora chilló y se encogió. Jander, libre de pronto de la garra sobrenatural, cayó a tierra. La vampira siseó enfurecida, se retorció y se disolvió en neblina. Se había marchado, por el momento.</p> <p>El elfo alzó la vista hacia su salvador y, a la vacilante luz de las antorchas que brillaban a lo largo de la calle, reconoció las duras facciones de Gideon, que exhibía un medallón con un grabado de las manos cruzadas de Ilmater.</p> <p>—Gracias, querido amigo —dijo, jadeante, mientras aceptaba la ayuda para incorporarse.</p> <p>Gideon le examinó atentamente las muñecas y la garganta.</p> <p>—¿Te mordió? —Jander negó con la cabeza—. Bien; Jander, ¿comprendes lo que está sucediendo aquí y cuál es nuestra obligación?</p> <p>—Merryland ha sido invadida por vampiros —contestó el elfo con expresión solemne—, y debemos enviar sus almas al descanso eterno.</p> <p>Parecía una empresa noble y valerosa, y tal vez lo fuera, pero el elfo descubrió su total falta de preparación para el horror puro y desgarrador que encarnaban los vampiros. El mal era más fácil de combatir cuando se presentaba bajo la forma de una espantosa criatura no humana que si lo hacía con la apariencia de un amigo.</p> <p>El guerrero y el luchador convertido en sacerdote se dirigieron dando tumbos, apoyado el uno en el otro, hasta el recinto sagrado más cercano. Jander sabía que el templo de Tymora, la Dama Fortuna, estaba muy cerca, justo al doblar la esquina, pero el camino se le hacía terriblemente largo. El aire hervía de sonidos ultraterrenos: chillidos, gemidos, y —los más atroces de todos— malignas carcajadas casi humanas. Algunos muertos vivientes trataban de acercarse a ellos pero retrocedían siseando furiosos y sorprendidos al topar con Gideon, que enarbolaba el poder del dios de los mártires.</p> <p>Unos cuantos habitantes del pueblo habían llegado al templo de Tymora antes que los héroes y habían cerrado las puertas contra las criaturas de la noche. Mientras Gideon y Jander golpeaban el pesado portón de roble con creciente frustración y temor, una voz conocida los llamó.</p> <p>—Poneos a un lado y cubridme —ordenó Lyria con los párpados apretados y un gesto decidido en los labios. Murmuró unas palabras inaudibles, dio tres palmadas, y las puertas se abrieron de par en par ante los aterrados habitantes refugiados en el interior.</p> <p>—¡Vamos! ¿A qué esperáis? —hostigó a sus compañeros sacudiendo sus rubias trenzas—. ¡Sólo los vampiros necesitan ser invitados!</p> <p>Entraron rápidamente y cerraron la puerta con estrépito. Lyria y otro mago procedieron a sellarla mágicamente mientras Gideon buscaba a la tímida sacerdotisa de Tymora.</p> <p>—Me preguntaba cuándo llegaríais por fin, compañeros —saludó Trumper a Jander. El tono era ligero pero apretó con afecto la mano del elfo.</p> <p>Tras una noche de vigilia y terror, Jander y sus compañeros comenzaron a perseguir vampiros tan pronto como el alba despuntó por el horizonte. Las gentes del pueblo, que culpaban en cierto modo a «Los seis de plata» por la repentina desgracia, entorpecían más que ayudar, aunque algunos clérigos y soldados lograron terminar con muchos muertos vivientes.</p> <p>Trumper, ágil y de vista penetrante, localizaba los ataúdes de las criaturas; había algunos escondites muy evidentes donde buscar, como los cementerios y las criptas, repletos de cadáveres de boca ensangrentada y aspecto neófito. El halfling halló más en otros lugares insospechados, como la bodega de El Canto del Cisne.</p> <p>—Un nombre muy apropiado —musitó el halfling mientras Jander clavaba una estaca en el corazón de una niña vampira. El elfo tuvo que tragarse la náusea y consolarse con la expresión de paz que adoptó el rostro de la pequeña al liberarse su alma.</p> <p>Con un suspiro, el elfo se pasó el brazo por la sudada frente y se sentó en la piedra fría, con la espalda apoyada en una cuba de vino. Estaba agotado; entre los cuatro habían acabado con quince criaturas en el día.</p> <p>—Me siento como si llevara un año haciendo esto —protestó—. En fin, ¿qué hora es?</p> <p>Un vino de color sangre empapó al elfo cuando lo aferraron unos poderosos brazos blancos que surgieron de la cuba donde se apoyaba. Apenas tuvo tiempo de reaccionar mientras las gélidas manos del vampiro se cerraban en torno a su cuello. Se lanzó hacia adelante con todas sus fuerzas, y el vampiro perdió el equilibrio y cayó al suelo arrastrado por él, entre las astillas del barril roto. Los afilados fragmentos de madera se clavaron en el vientre del monstruo, quien se retorció aullando y aflojó su presa por un momento.</p> <p>Ese momento era lo único que necesitaba Gideon; el sacerdote de Ilmater apartó a su compañero con una mano, y con la otra empaló al vampiro contra el madero astillado. La criatura se ahogaba y se debatía mientras la sangre y el vino se mezclaban; tuvo una convulsión, escupió sangre y se quedó inmóvil.</p> <p>Jander se abrazó a Gideon mientras ambos recobraban el aliento.</p> <p>—Señores… —intervino Lyria, con la voz más afectada y aguda de lo habitual.</p> <p>—¿Qué sucede, Lyria? —inquirió Gideon.</p> <p>La bella maga, con el rostro pálido, señalaba al vampiro que acababa de sucumbir, y Jander cerró los ojos, acongojado, cuando reconoció el cadáver empapado en vino: era Kellian.</p> <p>Aquella noche no tuvieron tiempo para llegar al templo. Gideon trazó un círculo donde podrían dormitar por turnos sin sobresaltos, y el día siguiente transcurrió como el anterior, aunque lucharon en frentes divididos. Lyria y Gideon se situaron en un extremo del pueblo y Jander y Trumper en el opuesto, aunque al elfo no le convencía la idea.</p> <p>—La unión hace la fuerza, Lyria —objetó, pero los demás mostraron acuerdo con el plan.</p> <p>Al anochecer, Trumper y Jander se encaminaron al templo de Tymora antes de la puesta del sol, y era casi medianoche cuando Lyria se reunió con ellos; llevaba el traje de color lavanda ensangrentado y destrozado y una expresión salvaje en los ojos.</p> <p>—Han estado a punto de atraparnos esta vez —dijo entre jadeos mientras Jander la ayudaba a tenderse sobre las esteras y Trumper comenzaba a curarle las heridas con mano experta.</p> <p>El elfo le miró con detenimiento la garganta y las muñecas, pero no parecía que la hubieran mordido. Lyria, totalmente exhausta, cerró los ojos y descansó en el regazo de Jander.</p> <p>—¿Y Gideon? —preguntó el elfo. La guerrera abrió sus verdes ojos, y Jander percibió el temor que los empañaba.</p> <p>—¿No está con vosotros?</p> <p>Por una vez, Trumper guardó silencio y no levantó la mirada de los cortes y arañazos de Lyria. Jander empezó a temblar.</p> <p>—No, aquí no está…</p> <p>—Hay otras iglesias abiertas a los que buscan refugio —advirtió Lyria mientras su mano delgada y fuerte trataba de alcanzar la de Jander—. Estoy segura de que…</p> <p>—¿Y si no fuera así? —exclamó el elfo con un grito de dolor, y varias cabezas se volvieron a mirarlo.</p> <p>Pero no le importaba llamar la atención; Gideon y él eran amigos desde hacía más de diez años, y recordó los días en que luchaban juntos como caballeros de Elturel contra Tiamat en su propia guarida. Fue entonces cuando Ilmater se presentó a Gideon y el poderoso guerrero abandonó la espada de buen grado. Desde entonces habían sido compañeros inseparables y siempre acudían juntos allá donde fuera necesario. Jander no se dio cuenta de que había empezado a llorar en silencio y de que lágrimas cristalinas descendían por sus marcadas facciones; tampoco se percató de que Lyria lo abrazaba, le apoyaba la cabeza en su seno y lo acunaba hasta sumirlo en un sopor poblado de sangrientos atardeceres y cadáveres que no permanecían en sus tumbas.</p> <p>No tuvieron tiempo de averiguar qué le había sucedido a Gideon, pues los tres extranjeros fueron expulsados a la mañana siguiente. Hacía menos de una semana, el pueblo cuyo nombre había sido sinónimo de hospitalidad durante siglos los había acogido como héroes. Jamás se había cerrado puerta alguna ni se había permitido que un extraño partiera hambriento, y ahora las gentes de Merrydale exiliaban rudamente a todos, excepto a sus propios hijos, para enfrentarse a solas con los peligros de la noche. Los que quedaban de «Los seis de plata», patéticamente reducidos a tres, se encaminaron hacia el pueblo vecino, donde tomaron caminos separados.</p> <p>Merrydale había sufrido el acoso de una pandilla de vampiros maliciosos e inteligentes que se habían cebado deliberadamente en la reputación del valle. El pueblo jamás se recobró de la experiencia. Una enorme muralla fue levantada alrededor de la villa y, según supo Jander después, todas las fondas fueron quemadas como acto simbólico. A partir de entonces, los habitantes tomaron la costumbre de ir siempre armados con un puñal, hábito que dio mucho que hablar y que se convirtió en motivo de escarnio constante entre otros pueblos. De ese modo, Merrydale, la comunidad más acogedora de Faerun, pasó a ser la más cerrada y hostil, conocida con el nombre de Daggerdale<a data-bs-toggle="modal" data-bs-target="#notesModal" type="note" href="#nota1">[1]</a>.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>TRECE</p> </h3> <p>A pesar de su miedo, Kolya se quedó dormido y roncaba sonoramente. También a Sasha se le caían los párpados, pero tenía la firme determinación de hacer guardia toda la noche; ya dormiría cuanto quisiera después de la salida del sol. No habían visto <i>nada</i> emocionante en toda la noche y que lo zurcieran si…; de pronto frunció el entrecejo. El círculo de piedras estaba situado en lo alto de un cerro, en un punto estratégico, y Sasha vio luz en el pueblo, donde a esas horas todo solía estar apagado.</p> <p>La curiosidad espantó el fantasma del sueño y se puso en pie para ver mejor. Como aún no distinguía con claridad, trepó a lo alto de una peña con los brazos extendidos para mantener el equilibrio y escrutó la aldea. Sí, ahora estaba seguro: había una luz… y mucha gente levantada.</p> <p>—¡Eh, Kolya! ¡Despierta!</p> <p>—¿Qué dices? —balbuceó el muchacho.</p> <p>—Está pasando algo en el pueblo —anunció sin molestarse en mirarlo, con los ojos clavados en el tumulto que se divisaba a lo lejos—. Vamos a ver qué sucede.</p> <p>—¡Oh, no! —Completamente despierto ya, recordó dónde estaba y se negó a moverse—. Yo no me voy de aquí hasta por la mañana.</p> <p>—Bien —repuso su amigo—. Pues yo me marcho. Quédate solo aquí toda la noche si quieres, Kolya <i>Cobardica</i>.</p> <p>Sasha saltó de la roca y comenzó a guardar sus pertenencias en el saco; Kolya, murmurando en voz baja, hizo lo propio, y ambos se encaminaron hacia la villa. La noche no parecía tan hostil como antes, ahora que la curiosidad ocupaba los pensamientos de Sasha.</p> <p>Cuando llegaron a la calle del mercado, había luces en las casas y gente en camisón corriendo por todas partes. Muchos acarreaban cubos de agua, y Sasha vio a Cristina, la costurera, abrir las contraventanas de par en par y decir algo a gritos a otra persona que tenía enfrente; el cabello castaño, normalmente recogido en la nuca en un moño tirante, le caía despeinado por los hombros, y su agresivo rostro reflejaba agitación. Algo no marchaba bien, y los dos chiquillos fueron en pos de los presurosos vecinos.</p> <p>—¡La calle del Burgomaestre! —exclamó Sasha, y salió disparado hacia su casa; Kolya lo seguía con esfuerzo.</p> <p>Aquellos trescientos metros que lo separaban del edificio en llamas fueron la distancia más larga que había recorrido en toda su vida; la imagen de las lenguas rojas y anaranjadas lamiendo las paredes de la estructura de dos pisos, como un perro que babosea un hueso, se alzaba ante él abrumadoramente. Sentía las piernas de goma y tenía la garganta ronca de gritar «¡Mamá, mamá!» mientras corría y rogaba por darse más prisa, sabiendo que ya no llegaría a tiempo de ninguna manera. Rastolnikov lo detuvo por un brazo.</p> <p>—Tranquilo, chico, tranquilo —vociferó con la intención de hablarle en tono amable. Sasha lloraba de miedo, y a la vez por el humo negro y acre que le llenaba los ojos y los bronquios. Tosió como si los pulmones fueran a salírsele por la boca en cada acceso, y Rastolnikov le colocó un trapo en la boca—. Así no tragarás tanta ceniza —le explicó.</p> <p>Se restregó los ojos con rabia, deseoso de ver con claridad qué pasaba. Habían dominado el fuego, pero gran parte de la casa estaba destruida.</p> <p>—¿Dónde está mi familia? —inquirió, con la pretensión de imprimir autoridad a la voz, aunque sólo consiguió un tono de chiquillo atemorizado. Rastolnikov no respondió de inmediato.</p> <p>—Nos… ocuparemos de ellos por la mañana, hijo. Son cosas de magia, muy poderosa, y nosotros no podemos enfrentarnos a ella esta noche —repuso crípticamente.</p> <p>—¿Es ése el chico? —inquirió una voz dura y enfurecida; unas manos toscas lo aferraron y lo separaron del panadero—. ¡Es él! —Sasha se encontró de pronto frente a Andrei, el carnicero, que lo taladraba con una mirada de odio—. ¡Todo esto es culpa tuya!</p> <p>El chico no era capaz de articular palabra.</p> <p>—¡La venganza de los vistanis! —gritó una aguda voz femenina—. Kartov azotó a aquel gitano que estuvo con Anastasia, y ahora ¡mirad! ¿Os acordáis de que le lanzó una maldición? ¿Os acordáis? ¿Y veis lo que ha pasado ahora? ¡Dioses benditos, cómo tenían la garganta…! —La mujer rompió en sollozos.</p> <p>La muchedumbre que rodeaba a Sasha empezó a apartarse musitando oraciones y haciendo gestos contra el mal de ojo. Sasha volvió la mirada hacia la casa quemada y se irguió un poco.</p> <p>—Voy adentro —dijo a quien quisiera escuchar. Se dirigió hacia Kolya, que por fin había llegado—. ¿Vienes conmigo?</p> <p>Kolya dirigió una mirada a Rastolnikov; el hombre negó con la cabeza y el muchacho se dirigió a su compañero de juegos con los ojos bajos.</p> <p>—No, Sasha; soy un cobarde.</p> <p>—Creo que sí, Kolya —repuso mirándolo fijamente, sin querer creerlo.</p> <p>Se ató el pañuelo alrededor de la boca para protegerse del humo y tener las manos libres y se encaminó solo hacia los restos de su hogar. La multitud, embrutecida y temerosa, se apartó a su paso con un murmullo. El muchacho cruzó las verjas de hierro y el patio, empapado de agua, hasta alcanzar la puerta. La brigada contra incendios había entrado a golpes, y las llamas habían ennegrecido la gruesa madera. Pasó con cuidado por el agujero astillado que habían dejado, con la cabeza agachada para no arañarse en los tablones afilados; todo chorreaba agua pero aún se notaba el calor.</p> <p>Miró al suelo nada más llegar al otro lado y enseguida localizó las huellas de color carmesí, que aparecían y desaparecían entre el humo negro que todavía flotaba en la habitación. Eran pisadas de bota, que bajaban la escalera y seguían hasta la puerta; la alfombra que tanto apreciaba su abuela se hallaba ahora manchada, y el corazón comenzó a latirle irregularmente impidiéndole casi respirar.</p> <p>Allí había sucedido algo terrible y, mientras observaba el rastro sangriento, pensaba en su madre más que en ninguna otra cosa; quería abrazarla, sentir sus manos sobre la cabeza… Aspiró hondo, se enderezó y echó un vistazo alrededor.</p> <p>Un sollozo le asaltó la garganta. Allí estaba su madre, sí, y también sus abuelos, prácticamente reducidos a cenizas, sobre un montón de madera que aún humeaba y despedía un olor nauseabundo de carne chamuscada. Las rodillas le flaquearon y apenas tuvo tiempo de quitarse el pañuelo antes de vomitar violentamente. Gritó y respiró con dificultad, y por fin logró controlarse un poco.</p> <p>Tomó unas bocanadas del aire relativamente más fresco que circulaba a ras de suelo, se limpió la boca con la manga y volvió a ponerse el pañuelo alrededor de la cara. Entonces recordó unas palabras de su madre, que le sirvieron de oración y consuelo: «Perteneces a un linaje orgulloso; por una parte, eres nieto del gobernador de tu pueblo y, por otra, hijo de una raza fuerte, libre y mágica. Cuando los niños se burlen de ti a causa de tu nacimiento ilegítimo, sonríe por dentro y recuerda lo que te he dicho».</p> <p>Aunque no deseaba hacerlo, dio unos pasos hacia los cadáveres humeantes. Estaba claro que habían asesinado a su familia, pero ¿quién lo había hecho? ¿Y cómo? Identificó sólo a tres: los dos de sus abuelos y el de su madre. La bilis se le subió de nuevo al paladar al ver las gargantas rebanadas, pero tragó con fuerza.</p> <p>La forma en que habían muerto planteaba más preguntas aún; si se trataba de un ataque de los lobos, según parecía, ¿quién había hecho la pira para quemar los restos? Por supuesto, los aldeanos no. ¿Y dónde estaban los que faltaban?</p> <p>Aún debilitado por las náuseas y la asfixia, abrió la puerta lateral que comunicaba con las habitaciones de los criados, y enseguida dejó escapar un gemido y sé apoyó en el quicio para no caer. Las antorchas que ardían en las paredes creaban una atmósfera fantasmal y desfigurada sobre la escena de la carnicería. Iván, el ayuda de cámara del burgomaestre, yacía tendido en el suelo; aún parecía imbuido de dignidad y autoridad, a pesar del bocado de carne que le habían arrancado de la garganta. No se veía mucha sangre.</p> <p>Levantó los ojos del suelo y al instante identificó a las criadas, el cocinero, los encargados de la limpieza y los mozos de cuadra, cuyas gargantas también habían sido despedazadas. Una parte de su cerebro lo impelía a dejarse arrastrar por el pánico y el dolor, ante los cadáveres de aquellas personas a quienes conocía desde siempre; otra parte, en cambio, permanecía congelada, observando, y a ese lado se aferró hasta completar el espeluznante recuento.</p> <p>Abandonó las habitaciones conmovido, pero resuelto a terminar la investigación. Sólo faltaba una persona: su tía Ludmilla. Pasó junto a la pira de los cadáveres sin mirarla y se detuvo al pie de la amplia escalera. Una antorcha ardía continuamente en el candelabro de pared, sobre los primeros escalones; la sacó de su sitio con precaución y la sostuvo con fuerza. Tras una pequeña pausa para armarse de valor, comenzó a ascender.</p> <p>La luz de la tea proyectaba extrañas sombras que aparecían y desaparecían a medida que subía. El corazón se le aceleraba a cada segundo y tuvo que secarse las palmas, repentinamente humedecidas, en los pantalones. Su aplomo comenzaba a desaparecer, y notaba el pánico acurrucado en su alma dolorida, dispuesto a estallar en cualquier momento.</p> <p>Llegó al final de la escalera y se detuvo para mirar el oscuro vestíbulo. El humo era más denso arriba que en la planta inferior y se movía en lánguidos remolinos grises y negros que le enturbiaban la visión y le hacían llorar los ojos. Se imaginaba cosas ocultas tras la protectora cortina de humo… Furioso, dominó la imaginación y entró en su cuarto retadoramente, enarbolando la antorcha.</p> <p>Estaba intacto. La pequeña cama seguía perfectamente arreglada, y sus juguetes y ropa se hallaban recogidos y ordenados en el gran baúl. Sin embargo, para el morador de aquel dormitorio todo había cambiado en las últimas horas. Cerró la puerta y regresó al pasillo.</p> <p>La habitación contigua era la que ocupaban su madre y su tía. Sasha sabía lo que le había sucedido a Anastasia, y por un instante el pánico le agarrotó el cerebro. Una vez más logró dominarse; prolongó el momento ante la puerta, temblando y preguntándose qué encontraría al otro lado. Después aferró el pomo, lo giró con la mayor lentitud posible y abrió despacio.</p> <p>La luz de la luna bañaba de plata la habitación; en la cama de Ludmilla había un bulto y, mientras lo miraba sobresaltado desde el vano, el bulto se movió un poco. Estuvo a punto de perder el control. ¿Quién estaría allí?</p> <p>Se le escapó un leve quejido y se mordió el labio con fuerza mientras tensaba el cuerpo. Aquello no se movía ya, y Sasha, estremecido, se acercó con la antorcha temblándole entre las manos. Se quedó junto a la cama contemplando la forma que se había tapado con la manta y, sin darse tiempo a reconsiderarlo, se acercó de un salto, retiró la manta y retrocedió bruscamente otra vez.</p> <p>Su tía Ludmilla dormía plácidamente, respirando con regularidad, y el muchacho dejó escapar el aliento contenido.</p> <p>—¡Tía Milla! —llamó mientras se acercaba a sacudirla, y sólo entonces se percató de su extrema palidez, más blanca que las sábanas donde reposaba.</p> <p>La movió con frenesí para despertarla. Ella giró la cabeza hacia un lado, y un mechón oscuro se desplazó y dejó al descubierto la garganta, donde tenía dos pinchazos limpios y claramente visibles.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i>Era un hombre alto y pálido, con afilados dientes y largas zarpas. «¡Detente!», dijo Nosferatu, pues Pavel sabía el nombre del guardián. «Detente para darme a beber tu sangre y prolongar mi vida con tu muerte»</i>.</p> <p>«Nosferatu —pensó, invadido de terror—. El primer guardián de la oscuridad. El vampiro».</p> <p>Ya no pudo controlar el pánico; un grito pugnaba por brotar de su garganta, pero no lograba soltarlo. Sujetando la antorcha como por milagro, retrocedió a trompicones hasta la puerta y la cerró con la espalda y, por unos instantes de absoluta enajenación, la golpeó salvajemente hasta que la memoria le recordó la existencia del pomo; lo giró, salió al corredor y sólo la suerte lo libró de caer rodando por la escalera manchada de sangre.</p> <p>—¡Socorro! —Por fin brotó el grito ahogado mientras volaba hacia la puerta rota y el dulce aire exterior.</p> <p>Rastolnikov lo esperaba y lo ayudó a salir; el muchacho se abrazó a él murmurando incoherencias.</p> <p>—Tranquilo, chico. Tranquilízate y habla despacio —insistía el panadero.</p> <p>—¡Nosferatu! —dijo sin aliento—. Los ha matado Nosferatu. ¡Vamos! Tenemos que…, tenemos que… —no lograba recordar la leyenda, algo referente a una estaca en el corazón y a decapitar el cuerpo.</p> <p>Se desvaneció, y el panadero, con una suavidad inusitada en semejante corpachón, lo recogió con cuidado.</p> <p>—¡Nosferatu no! —replicó una voz hosca entre la multitud—. ¡Venganza vistani! ¡Déjalo a su suerte, que sufra los horrores que su gente nos ha traído!</p> <p>—¡Vladimir! —interpeló la esposa del panadero—. ¡No metas a ese chico en casa!</p> <p>—¡Se ha quedado sin familia! —respondió.</p> <p>—Entonces, que vagabundee como los perdidos, o que lo recojan los vistanis —repuso, con las rollizas manos en las amplias caderas—. ¡Nadie te comprará el pan si acoges a esa criatura de mal agüero en nuestra casa!</p> <p>El corpulento baroviano se pasó la lengua por los labios. Su esposa tenía razón: nada bueno provendría de un mestizo medio gitano. Ella siempre había dicho que el burgomaestre Kartov tendría que haber repudiado a Anastasia, o al menos obligarla a entregar al chico a los vistanis. Rastolnikov sabía que Sasha había cometido más travesuras en el pueblo que tres chicos juntos, pero había algo patético en el ser que sostenía en brazos. Desprovisto del fuego que animaba su personalidad, el niño de diez años parecía delicado como un pajarillo de frágiles huesos bajo las plumas.</p> <p>Con un suspiro lo dejó en el suelo en el momento en que abría los párpados; Sasha lo miró con toda la intensidad de sus negros ojos.</p> <p>—No vas a ayudarme, ¿verdad?</p> <p>La mujer del panadero tosió.</p> <p>—No, chico, no puedo —dijo el hombre con auténtico pesar en la voz.</p> <p>Los labios del pequeño temblaban y las lágrimas comenzaron a rodarle por la cara. Sasha habría jurado que ya se le habían terminado para siempre, pero, al parecer, las reservas de llanto eran inacabables.</p> <p>—Por…, por favor —suplicó con voz grave y trémula—, si no me ayudas, vendrán a buscarme a mí también.</p> <p>—¡Sí! ¡Eso es lo que tendrían que hacer, bastardo gitano! —gritaron; alguien le escupió en la cara y, con una dignidad muy superior a su edad, se limpió la ofensiva sustancia y se levantó vacilante—. ¡Vuélvete con los de tu raza!</p> <p>Le dedicaron varios insultos más, pero él hizo caso omiso y se acercó impasible hasta el lugar donde había dejado caer el saco, para buscar algo. Pasó un rato removiendo entre las cosas, y algunos de los que miraban rencorosamente perdieron interés y regresaron al calor de sus hogares. Varios más se retiraron cuando comenzó a caer una punzante lluvia estival, hasta que, por fin, Sasha se quedó solo haciendo sus preparativos.</p> <p>Media hora después, estaba frente a la puerta rota de su casa como si fuera una caricatura infantil de un cazador de vampiros, empapado hasta los huesos y con el cabello pegado al cráneo. Llevaba la ristra de ajos de Kolya y la suya colgadas al cuello, así como la colección completa de redondeles de madera, y en los bolsillos de los pantalones guardaba los frascos tapados de agua bendita para tenerlos a mano; cargaba también con una estaca toscamente afilada y un martillo muy pesado para su estatura.</p> <p>—¿Estás seguro de que sabes lo que vas a hacer?</p> <p>Se giró sorprendido y vio la alta y delgada figura del hermano Martyn. La ropa de color rosa y oro le colgaba holgadamente sobre el cuerpo liviano y sus ojos ardían de fervor, pero sonreía amablemente al muchacho.</p> <p>Martyn también llevaba puestos varios amuletos santos y acarreaba un saco que hacía ruido de madera cuando lo movía.</p> <p>—¿Por qué no me dejas a mí el martillo? —le dijo.</p> <p>Sasha lo miraba fijamente, sin poder creer que alguien se pusiera de su lado en aquella pesadilla.</p> <p>Su familia no era de las más devotas, aunque nadie lo era mucho en Barovia, porque sucedían tantas cosas terribles en aquella tierra maldita que muy pocos conservaban la fe en los antiguos dioses. Cuando el hermano Martyn había salido del bosque de Svalich unos años atrás, predicando sobre el Señor de la Mañana, nadie creía en él, pero le permitieron ocupar la vieja iglesia abandonada, siempre y cuando no violara las leyes del pueblo. Sasha opinaba que estaba un poco loco, pero en esos momentos no le importaba y se abrazó a él estrechamente, llorando otra vez de pura esperanza. Tras unos instantes de duda, el hermano le acarició la cabeza con torpeza.</p> <p>—Lathander está con nosotros —murmuró—, y nos ayudará a destruir a nuestros enemigos.</p> <p>Sasha Petrovich rezaba con fervor mientras templaba el ánimo para volver a entrar en el osario que había sido su hogar.</p> <p>Cruzaron el umbral. Nada había cambiado; las siniestras huellas escarlata aún descendían los escalones, y el silencio opresivo y expectante gravitaba sobre la atmósfera. Martyn examinó los cuerpos resueltamente, sin sentirse afectado.</p> <p>—Les han chupado toda la sangre —dijo fríamente—. Si los enterramos, resucitarán convertidos en no-muertos. Dame una estaca y ajos.</p> <p>El clérigo tiró del primer cuerpo y lo sacó de entre las maderas ennegrecidas. Sasha apartó la mirada con el estómago revuelto. Era el cadáver de Anastasia, que tenía el brazo derecho abrasado y casi toda la ropa quemada; también el lado derecho de la cara y el cabello habían sido pasto de las llamas. Rápida y eficazmente, Martyn la dejó tendida sobre la alfombra y miró a Sasha, que se había sentado con las rodillas dobladas contra el pecho.</p> <p>—Encárgate de éste.</p> <p>—¡No! —exclamó el muchacho con ojos desorbitados.</p> <p>—Sí —insistió Martyn mientras se acercaba y se arrodillaba a su lado—. Es tu madre y debe ser liberada por la mano de quien más la amaba.</p> <p>—Pero es que… no, Martyn, no; no puedo.</p> <p>—Tienes que hacerlo, así lo que suceda será más dulce para ella. Créeme, Sasha. —Colocó la estaca en la mano entumecida del muchacho y cerró los morenos dedos sobre ella—. Confía en mí.</p> <p>Como en un sueño, Sasha se levantó y se acercó al cuerpo de su madre. Trató de rememorarla viva: valiente, dulce, cariñosa, pero siempre un poco triste. Limpiándose las lágrimas, se arrodilló junto a ella y colocó la punta de la estaca entre los senos, justo sobre el corazón. Levantó el martillo y después dejó caer el brazo desmayadamente.</p> <p>—No puedo, Martyn.</p> <p>—Entonces, la abandonas —replicó clavando en él sus pálidos ojos azules y misteriosos.</p> <p>El muchacho comprendió que el sacerdote hablaba en serio; si él no le clavaba la estaca, Anastasia quedaría abandonada a su sino. Se enfureció consigo mismo pero encauzó la rabia, la convirtió en fortaleza y, apretando los dientes, descargó el martillo con toda la fuerza de sus diez años. Fue suficiente, y el palo se clavó a fondo en la cavidad torácica. Sasha temía que Martyn se hubiera equivocado y que el cadáver se levantara para atacarlo, pero sólo se crispó por el impulso del golpe. Volvió a descargar el martillo y la escasa sangre que quedaba rezumó por la boca de Anastasia. Con un tercer golpe, el palo dio en el suelo.</p> <p>La mujer no era vampira, pero su ánima había quedado atrapada y, cuando su hijo volvió a mirarla, sus rasgos se habían transfigurado sutilmente. Un levísimo asombro acarició el alma infantil. Los cuentos eran ciertos: el espíritu clamaba por la paz. A pesar de lo horrenda que resultaba la tarea, conducía a un gran bien. Se enjugó el sudor de los ojos con mano temblorosa, pero sus labios reflejaban firmeza. Se levantó y dejó el trozo de madera clavado en el corazón de su madre.</p> <p>—Bien hecho, hijo —lo felicitó Martyn, apoyándole una mano en el hombro—. Acabas de hacer una buena acción aquí.</p> <p>El muchacho sintió flaquear las fuerzas y se apoyó en el hermano.</p> <p>—Comprendo, Martyn. Gracias. Ha sido terrible de verdad, pero… te lo agradezco.</p> <p>—Yo completaré el ritual —se ofreció. Sasha se estremeció al pensar en lo que había que hacer con el cuerpo de su madre para acabar el espeluznante rito. Le cortaría la cabeza y le llenaría la boca de ajos; sólo entonces podría recibir sepultura por fin—. ¿Puedes hacer lo mismo con estos pobres desgraciados?</p> <p>—Sí —asintió tras mirar fijamente los restos de sus abuelos.</p> <p>Trabajaron juntos todo el día. Cuando la fuerza abandonó los brazos de Sasha, Martyn le dijo que llenara de ajos la boca de los cuerpos que faltaban mientras él continuaba con la parte más sangrienta. Al llegar la noche, el niño y el sacerdote tenían los brazos doloridos, la ropa empapada de sangre y pegada al cuerpo en las partes ya secas, y temblaban de agotamiento.</p> <p>Martyn estaba poseído de satisfacción, seguro de encontrarse allí para ejecutar el trabajo de Lathander, y la truculenta tarea que había llevado a cabo no lo había amilanado en absoluto. Sasha, por el contrario, se hallaba exhausto y tenía los nervios a punto de estallar. Martyn le rodeó los hombros con un brazo mientras descansaban sentados en la escalera.</p> <p>—Voy a contarte una historia, hijo, que tal vez te ayude a darle un sentido a todo esto —dijo, refiriéndose a los cuerpos decapitados—. Había una vez un muchacho, más o menos de tu edad, que vivía feliz con su familia; se dirigían hacia otro pueblo cuando una niebla repentina los envolvió y pararon para hacer noche.</p> <p>Al levantar la niebla se encontraron en un bosque completamente desconocido, y los habitantes de la villa cercana eran gentes frías y hoscas que les negaron cobijo. Como no tenían otro sitio adonde ir, pasaron la noche en el bosque. —Martyn se sumió en el silencio con la mirada perdida.</p> <p>—Hermano Martyn… —lo hostigó Sasha.</p> <p>El clérigo se sacudió la ensoñación y prosiguió con el relato.</p> <p>—El muchacho despertó en medio de una noche aterradora. Cien lobos, dos veces mayores de lo normal, rodeaban el pequeño campamento. Unas mujeres bellísimas besaban a sus tíos, pero, cuando levantaron la cabeza, el chico comprobó que en realidad estaban chupándoles la sangre. Como era de esperar, el pequeño comenzó a gritar; entonces, un hombre alto, blanco como la muerte y negro como la noche…, lo miró fijamente con ojos rojos que lanzaban llamas, se le acercó despacio y el niño comprendió que iba a morir.</p> <p>La madre del muchacho rogó al hombre perverso que lo dejara vivir, pero el hombre mandó a los lobos que la devorasen. Estaba a punto de matar al niño también cuando de pronto apareció Lathander, el Señor de la Mañana. —Martyn se había olvidado de Sasha por completo, inmerso como estaba en un momento de éxtasis, y su rostro resplandecía con una luz interior mientras hablaba—. El pequeño había visto dibujos del dios, y por eso reconoció su hermosa faz y su piel y sus cabellos dorados. Lathander también tenía el rostro manchado de sangre pero impidió al hombre oscuro que matara al niño. «No consumirás al pequeño», dijo el Señor de la Mañana con voz musical, «ni permitirás que tus obscenas mujeres saquen de él provecho alguno. ¡Déjalo marchar porque es mi protegido y lo guío yo!». El terrible hombre oscuro se inclinó ante el poder del Señor de la Mañana y el niño conoció un nuevo amanecer.</p> <p>—¿Eras tú?</p> <p>—Por mi vida y mi aliento, te juro que fue así… —replicó.</p> <p>—Si el Señor de la Mañana es tan bueno, ¿por qué tenía sangre en la cara?</p> <p>—Me lo he preguntado muchas veces y he llegado a la conclusión de que esta tierra es tan tenebrosa que nada completamente bueno puede vivir en ella, y hasta el mismo Lathander, Señor de la Mañana, se transforma al llegar a Barovia. Estaba como contagiado de la perversidad de este lugar, pero sobre todo es un dios de bondad, de esperanza y renovación. A mí me salvó la vida, Sasha, y creo que, a pesar de lo horroroso que ha sido para ti, todo obedece a un propósito. —Lo miró intensamente y agregó—: Creo también que has sido llamado. Ahora no tienes familia. ¿Te gustaría venir a vivir a la casa del Señor de la Mañana? Yo te criaré y te enseñaré el camino verdadero.</p> <p>Sasha miraba a Martyn, y sus negros ojos escrutaban el azul de los del sacerdote. ¿Sería cierto? ¿Por fin tendría un hogar propio en ese pueblo hostil?</p> <p>—Sasha —sonó una voz frágil tras él. Los dos se volvieron a la par. Ludmilla estaba de pie en lo alto de la escalera, pálida y fantasmal. El camisón la envolvía como un sudario, y sus castaños ojos destacaban oscuros en el rostro pálido.</p> <p>Martyn se quedó atónito. ¿Cómo podía levantarse un vampiro a la luz del día? Metió la mano en el bolsillo en busca del frasco de agua bendita. Al grito de «¡Muere demonio!» se lanzó escaleras arriba, asió a la joven por la muñeca y le vació la ampolla sobre el pecho.</p> <p>Ludmilla se miró la humedad que le cubría la camisa y se tapó.</p> <p>—¡Hermano Martyn! ¿Qué haces?</p> <p>Sasha comenzó a reír. ¡Ludmilla no estaba muerta! Echó a correr para abrazarla.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>CATORCE</p> </h3> <p>Los años que siguieron al asesinato del burgomaestre y su familia pasaron como otros tantos minutos en la estancia de Jander en el castillo de Ravenloft, y el paso del tiempo iba suavizando la intensidad de sus deseos de venganza. Al fin y al cabo, quince años significaban poco para un ser que esperaba vivir cientos como mortal, pero menos aún para un muerto viviente con tristes expectativas de vida eterna.</p> <p>El caso no era el mismo para los habitantes humanos de Barovia.</p> <p>El cielo otoñal, limpio y azul brillante, contrastaba agradablemente con los tonos rojizos y herrumbrosos de las hojas. La lluvia que había caído la noche anterior había dejado una mañana impregnada de fragancia de tierra mojada. Leisl aspiró con deleite el fresco aroma, se apartó un rizo de cabello castaño de la cara y mordió generosamente la manzana que acababa de robar del carro del frutero.</p> <p>Los días de mercado en otoño eran un paraíso para los ladrones; había tanta actividad y tantas cosas diferentes que robar que la carterista conocida como <i>la Zorrilla</i> no sabía por dónde empezar. Se dijo que la fruta era un buen aperitivo y la mordió de nuevo mientras sus ojos de color avellana recorrían la escena.</p> <p>Además de las mercancías habituales, como los pasteles de Kolya, las tajadas de carne recién cortadas de Andrei y las telas de Cristina, los labriegos de las zonas circundantes se acercaban a la villa en esa época del año con géneros más variados. Abundaban las brillantes manzanas acabadas de recolectar, las carretas rebosantes de patatas, coles y nabos o de calabazas y jugosos frutos del bosque; en esos momentos llegaba también un pescador con una cuerda llena de truchas en salazón ensartadas en hilos por todo el carro. A Leisl se le hacía la boca agua; le encantaba la trucha frita con ajo, cebollas y pimienta…</p> <p>Volvió la cabeza al oír un ruido de cascos detrás y vio un carromato gitano de alegres colores que entraba en la plaza; dos docenas de ovejas de triste balar, atadas a la parte trasera, se esforzaban por mantener el paso. El vistani conductor silbaba alegremente, pero el pastor que traía de pasajero se limitaba a fruncir el entrecejo. <i>La Zorrilla</i> hizo un gesto que le suavizó las agudas facciones; seguro que el pastor maldecía las diez monedas de oro que el gitano le había cobrado por atravesar la asfixiante niebla.</p> <p>Leisl terminó la fruta en unos pocos mordiscos y tiró el resto a la jaula de cerdos provisional que el granjero había construido para exhibir su sonrosada y gruñona mercancía; una gorrina enorme se acercó a olisquear.</p> <p>Por el camino embarrado, seguían llegando caballos desde las granjas vecinas y creyó ver un potro joven de manto dorado oscuro y crines de reflejos platino. ¿Era un alazán de verdad? En Barovia no se criaban alazanes apenas. El conductor gitano se enderezó en el pescante para observar con mirada apreciativa el paso de los corceles y Leisl, que también quería verlos de cerca, se subió a la jaula de los cerdos para contemplar al potro a sus anchas.</p> <p>—¡Eh, chico! ¡Baja de ahí que te vas a caer!</p> <p>Leisl sabía que se trataba del dueño de la piara y se volvió hacia él con cara de pedir disculpas.</p> <p>—Perdón, señor, es que quería ver el… ¡Ay! —Agitó los brazos para no caer mientras miraba con terror la sucia pocilga. El porquero, refunfuñando, le tendió un fuerte brazo para sujetarla y ayudarla a bajar—. Muchas gracias, señor; habría sido horrible caerme ahí dentro.</p> <p>—Sí, sí. Bien, si no quieres que te pase otra vez, no andes subiéndote a las cosas de los demás —le dijo con una mirada feroz.</p> <p>Leisl se tocó el sombrero educadamente y se alejó a grandes pasos hasta perderse entre el enjambre de gente y animales que pululaba por la plaza.</p> <p>Se metió las manos en los bolsillos y tocó las monedas que acababa de robarle al porquero; a juzgar por el tamaño y la forma, pensó que se trataba de dos de cobre y una de plata. No estaba mal, aunque sabía hacerlo mejor, y lo haría antes del atardecer.</p> <p>Delgada y atlética, con diecinueve años, solían tomarla por un muchacho, lo cual le facilitaba las cosas, y favorecía esa imagen vistiéndose de hombre. Hacía un tiempo muy cálido para la época, y llevaba una camisa amplia de lienzo con las mangas enrolladas, calzas marrones y botas altas de cuero; se tocaba con un pequeño sombrero negro bajo el cual ocultaba la pequeña cola de caballo. Todo en ella era normal: estatura media, constitución delgada, cabello castaño, ojos marrones… Así era Leisl, la auténtica encarnación de lo indeterminado, sin rasgos sobresalientes que llamaran la atención. Esa cualidad, unida al misterioso don de encontrarse siempre en el lugar adecuado y en el momento oportuno y la destreza de sus ligeros dedos, convertían a <i>la Zorrilla</i> en una ratera de altos vuelos.</p> <p>Había entrado en la «profesión», como la llamaban sus socios, por pura necesidad, y, tras doce años de ejercicio, se había convertido en una verdadera maestra del arte. Sabía distinguir a un simplón de un inteligente a quien no convenía acercarse, olía quién llevaba dinero y quién no y… Estrechó los ojos… y quién era extranjero en el pueblo.</p> <p>Un atractivo gitano joven, con un rictus en el rostro, llegaba a la plaza galopando en una yegua negra; llevaba en la grupa a una linda señorita que miraba temerosa a todas partes con grandes ojos de gacela. Tan pronto como la briosa yegua se detuvo, el vistani se bajó y tendió los brazos para ayudar a la joven. Leisl bufó al ver cómo se las ingeniaba el gitano para rozarse lo más posible con la chica; y la tonta era tan inocente que ni siquiera se daba cuenta. Leisl se apoyó en la pared de la Guarida del Lobo y siguió mirando el espectáculo, más divertido que el teatro de verano. La chica parecía dar las gracias al vistani y abrió el monedero en busca de dinero. El gitano exageró el tono ofendido y gesticuló vigorosamente para rechazar la moneda; se inclinó sobre la mano de la muchacha mucho más tiempo del normal y después se alejó de mala gana.</p> <p>Cuando montó de nuevo en su jaca negra y adornada de campanillas, alguien dio una voz que Leisl no entendió del todo, aunque el gitano sí debió de entender porque se dio la vuelta y farfulló algo, acompañando el insulto con un gesto poco apropiado en presencia de determinadas personas; muy ofendido, el vistani se fue galopando por el sendero en dirección al campamento.</p> <p>La muchacha miró a su alrededor con aire desamparado y por fin se encaminó hacia la Guarida del Lobo con su gran bolsa. <i>La Zorrilla</i> se alejó discretamente, como si estuviera muy interesada en la mercancía del carro de coles. La recién llegada posó la bolsa en el suelo, se atusó el cabello largo y ondulado y llamó.</p> <p>—¡Fuera! —gritó el tabernero desde el interior—. No abrimos hasta el mediodía.</p> <p>—Por favor, señor —replicó la joven con dulce y temblorosa voz—. Desearía saber si necesitáis ayuda. Quisiera trabajar de camarera.</p> <p>Tras una pausa, se oyeron unas fuertes pisadas, la puerta se abrió y el receloso posadero asomó la cabeza. Miró a la joven de arriba abajo críticamente.</p> <p>—Bien, eres bastante bonita. Supongo que servirás. ¿Quién es tu padre?</p> <p>—Por favor, señor —dijo tras humedecerse los labios nerviosamente—, no soy de este pueblo; vengo de Vallaki. Mi padre era pescador pero murió ahogado este verano. Mi madre no puede mantenernos a las dos y…</p> <p>El posadero le cerró la puerta en la cara, y el brusco ruido la hizo saltar; tenía lágrimas en los ojos. Se agachó despacio a recoger el bulto.</p> <p>—Permíteme que lo lleve yo —interrumpió una clara voz masculina desde detrás de Leisl.</p> <p>La ratera parpadeó sorprendida y retrocedió más aún hacia la carreta de coles. Conocía esa voz; era el sacerdote joven, el hermano Sasha, y el corazón comenzó a latirle dolorosamente. Siempre se ponía nerviosa cuando aparecía el atractivo clérigo.</p> <p>—Gracias, señor —repuso sonriendo la joven.</p> <p>Sasha sonrió a su vez mientras se cargaba el equipaje sin esfuerzo, a pesar de su complexión delgada. Los delicados tonos pastel del hábito, carmesí y rosa ribeteado en oro, y el fajín amarillo, contrastaban con su cabello oscuro y su tez morena.</p> <p>—¿A dónde lo llevamos, mi señora?</p> <p>—¡Oh, por favor! Me llamo Katya, pero no tengo dónde llevarlo. ¿Sabes de alguien que necesite ayudante? —preguntó en tono de súplica—. Haré lo que sea…, es decir… —se sonrojó y bajó la mirada—, cualquier cosa respetable. Sé cocinar, limpiar, arreglar la ropa. ¡Por favor, señor! ¿Sabes de alguien?</p> <p>—Siento que no hayas encontrado trabajo —repuso él con una sonrisa—. Esta aldea no se fía de los desconocidos, pero vamos a hacer una cosa. El hermano Martyn y yo nos arreglamos mal para mantener limpia la iglesia; tampoco sabemos cocinar. ¿Te gustaría venir a trabajar allí? Te buscaremos alojamiento en el pueblo —añadió—. Hay que respetar esas cosas y no estaría bien que una señorita tan encantadora viviera con dos viejos solterones como nosotros, aunque seamos sacerdotes.</p> <p>Sasha hizo una mueca picara con los ojos brillantes y cálidos. Leisl, en su escondite, sintió como una lengua de fuego hasta los dedos de los pies. Los ojos castaños de Katya relucían, y sus sonrosados labios temblaban de emoción. Comenzó a llorar.</p> <p>—¡Qué amable eres, señor! Tenía tanto miedo…</p> <p>—Por favor, no llores, pequeña, y no vuelvas a llamarme «señor». Soy el hermano Sasha. —Cambió la bolsa de hombro y le tomó la barbilla con la mano libre mientras la escrutaba a fondo—. ¿Cuándo comiste por última vez?</p> <p>—No sé, hace dos días, calculo.</p> <p>—¡Dos días! Vamos, primero tomas algo y después vamos a ver al hermano Martyn, ¿de acuerdo?</p> <p>Se alejaron juntos hacia la tienda de Kolya, y Leisl no pudo escuchar el resto de la conversación.</p> <p>—¿Piensas comprar o vas a quedarte ahí espantándome la clientela? —protestó enojado el hortelano.</p> <p>—Perdón —musitó, con las manos hundidas en los bolsillos.</p> <p>Se alejó de allí y, sin saber cómo ni por qué, le entraron ganas de que el cielo se nublara y empezara a llover otra vez.</p> <p>Jander abrió los ojos. Había dormido otra vez durante todo el día sin soñar nada, lo cual era un alivio pero también un tormento. Hacía unos años que no soñaba con Anna, desde que había completado la investigación en los libros.</p> <p>Había llegado a la triste conclusión de que la hermosa y atormentada joven había sido una de las «perdidas», término con que los barovianos se referían a las personas que, tras volverse locas de desesperación por haber presenciado algún horror, erraban desamparadas de pueblo en pueblo y se acogían a la caridad que pudieran encontrar. Había preguntado por ella en muchos sitios, pero nadie conocía a una mujer de aquellas características. Además, los aldeanos lo interrogaban a él, llenos de recelo, queriendo saber para qué necesitaba información sobre una mujer que había muerto hacía más de cien años.</p> <p>No podía explicárselo, de modo que se limitaba a dar las gracias y a proseguir en otra parte.</p> <p>Se levantó, se desentumeció y echó una ojeada a la habitación. Al menos allí había logrado algo. Había restaurado el dormitorio; carecía de opulencia, pero ahora resultaba confortable. Los muebles estaban limpios y la cama tenía cortinajes azul celeste e índigo; una cómoda silla de lectura animaba un rincón junto a la ventana, cuyas persianas selladas se ocultaban tras unas graciosas cortinas… Se quedó mirando la ventana con nostalgia. La luna debía de estar llena esa noche; un momento espléndido para visitar el jardín.</p> <p>El pedazo de tierra infestado y agonizante que había descubierto hacía casi un cuarto de siglo ya pertenecía a la historia. Lo había atendido con diligencia podándolo, plantando y experimentando con variedades de flores, y ahora rebosaba de vida, exuberante como un oasis verde; un verdadero tributo a la belleza recuperado únicamente gracias a su esfuerzo. Se sentó en el muro y lo contempló feliz; le proporcionaba una cierta sensación de paz.</p> <p>Otra vez llegaba el otoño, el tiempo de la poda y de la preparación para el sueño invernal. Se arrodilló al lado del rosal blanco que crecía a la puerta de la capilla y lo examinó con atención. Quedaba una última flor, que la luz de la luna teñía de un tono ultraterrenal. Se inclinó despacio a aspirar la dulce y limpia fragancia y a acariciar los aterciopelados pétalos, suaves como las mejillas de Anna sobre las suyas. Cerró los ojos e inhaló profundamente, con una sonrisa melancólica.</p> <p>Al retirarse, abrió los ojos y volvió a mirar la flor. La sonrisa se le borró de pronto; el brote que segundos antes se abría pujante acababa de secarse y morir, y los pétalos cayeron lúgubremente al suelo como un reproche silencioso.</p> <p>Atónito y horrorizado, se alejó del rosal y se dirigió hacia un macizo de violetas nocturnas. Alargó un dedo dorado con aprensión y tocó las corolas moradas. Languidecieron ante sus ojos, y el color pardo de la muerte se extendió por las verdes hojas. La destrucción de las plantas se le clavó en el vientre como una navaja.</p> <p>¿Qué le ocurría? Sin previo aviso, sus manos cariñosas resultaban fatales para las flores. El vampiro apretó los puños y se los llevó al pecho, como para impedirse causar más víctimas entre la inocente flora. Se apoyó en el muro de piedra, agradecido por la sensación fría y tosca de la insensible piedra inanimada bajo sus manos asesinas.</p> <p>Casi con lágrimas en los ojos, se asomó al bajo muro, hacia la neblina blanqueada por la luna que se movía despacio alrededor del risco. De vez en cuando había zonas claras por las que asomaban los perfiles jaspeados de las rocas, y por un momento pensó en diluirse en la bruma. Abandonó la idea al momento porque no mitigaría su sufrimiento en absoluto; no moriría jamás.</p> <p>De pronto añoró hondamente los colores del día; la paleta nocturna era bellísima, pero limitada. El índigo y el negro tinta del cielo y la tierra, el blanco perla de la luna, el verde oscuro de los bosques y campos… eran los únicos tonos que podía contemplar. ¿Qué había pasado con el azul celeste, con el rosa, el malva, y toda la delicada gama de la luz de la mañana? Habían desaparecido de su vista.</p> <p>Cerró los ojos con fuerza para rememorar los matices diurnos. «Anna —pronunció en silencio—, vuelve, por favor; te echo tanto de menos…».</p> <p>No sabía muy bien qué esperaba que sucediera si su ansiedad lograba devolverle los sueños dolorosos y felices en que disfrutaba de gloriosos amaneceres y tardes saturadas de sol. Se concentró y forjó una imagen mental de Anna, alta, bellísima, con la espesa mata de cabello cobrizo y ondulado sobre la espalda, con los ojos castaños rebosantes de carcajadas retenidas… <i>Anna</i>. Levantó los párpados y se quedó sin aliento.</p> <p>Tenía ante sí a la mujer que había evocado. Durante un instante, el nombre de Anna resonó en su mente, pero se desvaneció enseguida, tan pronto como la miró de cerca. Tenía, efectivamente, ojos oscuros y ondas cobrizas, pero su delgada figura era muy pequeña para tratarse de Anna. Los ojos tenían el mismo tono pero la expresión era totalmente distinta, y los labios gruesos exhibían una sonrisa sarcástica al mirarlo.</p> <p>—¡Ah, Jander! —ronroneó Strahd al tiempo que entraba en el campo de visión del elfo—. Permitidme que os presente a mi amiga, la señorita Katrina Yakovlena Pulchenka. Trina, éste es Jander Estrella Solar, un visitante de reinos lejanos.</p> <p>Al principio, Jander creyó que la joven que Strahd llevaba del brazo era una vampira recién creada, pero emitía un curioso olor a ser vivo. Strahd le puso una mano posesiva en el hombro y se cernió sobre ella. La joven iba vestida al estilo de la aldea, pero no le sentaba bien; su pequeño cuerpo parecía perdido en el traje.</p> <p>Sin embargo, carecía de fragilidad, tanto en la expresión como en la actitud, y sus brillantes ojos captaban todo con rapidez. No parecía presa del temor, rasgo sobresaliente en Barovia.</p> <p>—Es un placer conoceros, Jander —dijo con voz agradable, pero demasiado llena de suficiencia como para resultar atractiva—. Strahd me ha hablado mucho de vos. —Acarició la mano del conde, que aún reposaba en su hombro—. ¿Te parece bien que…?</p> <p>Strahd asintió. Jander captó una sonrisa salvaje en el instante en que Trina arqueó la espalda como asaltada por un terrible dolor en las entrañas; sorprendentemente, las contorsiones no le arrancaban gritos de dolor, y el elfo contempló fascinado el proceso de transformación del rostro de la joven, que se alargaba hasta tomar forma de hocico lobuno mientras sus extremidades se prolongaban y se flexionaban en estilizadas patas de lobo. Los dedos de los pies y las manos se contrajeron y acortaron hasta formar afiladas zarpas. Los poderosos músculos se hincharon hasta reventar la ropa que los confinaba, y, antes de transcurrido un minuto, una loba moteada de gris y marrón apareció en el lugar de Trina con unos restos de ropa ahora inservibles. Con la lengua colgando, estrechó los ojos y relajó las orejas.</p> <p>—Trina vive en la aldea, donde tiene un pretendiente muy fogoso. Dispone de poco tiempo libre y, por lo tanto, prefiere acudir a visitarme en forma de lobo —explicó Strahd. La loba miraba de un lado a otro y se deshizo de las prendas antes de acercarse al elfo a olisquearlo curiosa, con el hocico aleteante—. Es la primera mortal que entra en el castillo de Ravenloft por voluntad propia desde hace más de cien años —añadió el conde—. Su sangre no me sirve porque el sabor a lobo la estropea para mi paladar.</p> <p>—Entonces ¿por qué os molestáis?</p> <p>Strahd hizo un gesto de precaución.</p> <p>—Tened cuidado, Jander. Entiende absolutamente todo lo que decís. —Trina lanzó un penetrante aullido como para confirmarlo—. Su compañía me es más grata que la de las esclavas. Es una persona casi tan despiadada como yo, un logro difícil de alcanzar. —Rió sin humor—. Las ideas sobre el bien y el mal le intrigan, pero tiene el carácter de los lobos del bosque: carece de todo escrúpulo. Es una espía excelente y una divertida compañera en el lecho. —Volvió la atención hacia la loba—. Vamos, querida; antes fui yo tu huésped y ahora es el momento de devolverte el favor.</p> <p>Jander se quedó mirando mientras se alejaban: el vampiro alto y elegante y la calculadora y amoral mujer loba, cuyas siluetas se perfilaban contra la luz de las antorchas a medida que avanzaban hacia el castillo. Sacudió la cabeza ante la escena. ¿Qué pensarían de Trina las esclavas del conde, y cómo reaccionaría ante ellas la mujer lobuna?</p> <p>Sintió la punzada del hambre, pero hizo caso omiso. Estaba harto de aquel lugar; las excursiones a Vallaki y a la aldea no le proporcionaban paliativo alguno, y los proyectos a los que se había dedicado durante los últimos años se reducían a insignificancias. Se sentó en el frío suelo del mirador y apoyó la cabeza contra la pared.</p> <p>—Me has olvidado —dijo la voz dulce y limpia que tanto temía y ansiaba.</p> <p>No quería abrir los ojos, no quería estar despierto y que la mente le jugara una mala pasada.</p> <p>—Dioses queridos, Anna. ¡Jamás! Lo sabes muy bien —susurró.</p> <p>Oyó entonces el crujir de las ropas y captó el suave perfume de la piel cuando ella se sentó a su lado, pero mantuvo los ojos cerrados.</p> <p>—Mírame, amado mío —requirió con tono suave y amable, como la brisa entre los árboles en una cálida tarde de verano.</p> <p>—No; no puedo.</p> <p>—¿No te atreves a contemplar lo que tu olvido ha hecho de mí?</p> <p>Jander emitió un suave grito de dolor en respuesta; se volvió despacio y, con esfuerzo, abrió los plateados ojos.</p> <p>Y volvió a gemir, pero de horror esta vez.</p> <p>Anna tenía peor aspecto incluso que en el asilo. Su cabello lustroso estaba sucio y enredado, el rostro lleno de suciedad y la ropa putrefacta. En sus ojos había una expresión lúcida, de agonía cuerda, que era lo más insoportable para el vampiro.</p> <p>—Anna —susurró, desbordado por sentimientos de culpa—, ¿yo te he hecho esto?</p> <p>—No descansaré hasta que no me vengues —respondió suavemente, mientras las lágrimas se agolpaban en sus ojos preñados de sufrimiento—. Eres mi única esperanza. ¿Por qué no has buscado mi compañía durante los últimos diez años?</p> <p>—Porque —musitó, tratando inútilmente de desviar la mirada— es muy doloroso.</p> <p>—¿Creías que yo no sufría, mi amor? —Le acarició la mejilla—. A mí también me hacía daño vivir como una mujer demente, Jander. ¿Dónde fue a parar todo? Yo tenía juicio, pensamientos, sueños… ¿Dónde fueron a parar cuando me volví loca? ¿Qué les sucedió? —Jander se separó un poco.</p> <p>—¡No sé cómo ayudarte! —gritó, furioso por su impotencia y por la de ella. Se levantó, dio unos pasos y se volvió de espaldas a Anna—. ¡Nadie te conoce, nadie me proporciona la mínima pista!</p> <p>—Tienes que encontrarlas tú, y también al causante de mi destrucción —replicó dulcemente—. Lo que necesitas saber está más cerca de lo que crees.</p> <p>Jander se giró con una pregunta en los labios, pero Anna ya no estaba. Parpadeó, sorprendido por la repentina desaparición. El cielo ya se tornaba gris por la proximidad de la aurora. Durante unos segundos no deseó otra cosa que quedarse allí contemplando el este mientras el sol se levantaba con todo su esplendor, su belleza, su dolor… Así, todo terminaría… pero nada quedaría resuelto.</p> <p>Cerró los ojos y regresó al castillo, aplastado bajo el peso de la determinación.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>QUINCE</p> </h3> <p>Trina se aburría.</p> <p>Jander lo sabía porque suspiraba sin cesar y se removía inquieta a su espalda, pero él siguió concentrado en su trabajo.</p> <p>Estaba subido en una escalera, con un afilado cincel, limpiando las décadas de suciedad que se habían depositado sobre las letras grabadas bajo el fresco. La inscripción ya no era totalmente ilegible; ahora se distinguían algunas letras: EL REY GLOBIN HUYE AN_E E_ _OD_R D_L SAN_O S_M_O__ DEL L__A__ D__CU_R_O. Con una paciencia de la que sólo los muertos son capaces, comenzó a limpiar la «T» de «ANTE».</p> <p>El fresco en sí mismo se encontraba en un estado lamentable, pero Jander distinguía una figura de gran fuerza sobre la colina, con los brazos extendidos ante una horda de criaturas amedrentadas. Sólo se le ocurría pensar que se trataba de una estampa de Strahd victorioso sobre un ejército que en algún tiempo había amenazado Barovia.</p> <p>—¡Dioses, Jander! ¿Cómo podéis soportarlo?</p> <p>Trina, en forma humana, lo miraba con un gesto de asco en la naricilla respingona.</p> <p>—Pequeña loba —le dijo con un amago de sonrisa en la voz—, prefiero trabajar que perseguir inocentes sólo por divertirme.</p> <p>Strahd lo habría tomado como una ofensa, pero Katrina se limitó a comentar:</p> <p>—Bueno, creo que eso es lo que me corresponde hacer. Soy una mujer loba.</p> <p>—No todas las criaturas lobunas son perversas —replicó Jander con aire ausente y estrechando los ojos a medida que la «T» tomaba forma bajo sus delicados dedos—; al menos, no en el lugar de donde procedo.</p> <p>—¡Qué gracioso! —exclamó ella, dando palmadas por el chiste.</p> <p>—Es cierto.</p> <p>—¡No! ¿<i>En serio</i>?</p> <p>—En Toril hay buhos lobo, osos lobo e incluso delfines lobo, y algunos son verdaderos paladines de la justicia, cariñosos, obedientes y defensores de la ley. Una vez, fui amigo de un delfín lobo que me salvó la vida.</p> <p>—¿Qué es un delfín lobo?</p> <p>Jander hizo una pausa, sorprendido, y después encogió los hombros. Barovia estaba tierra adentro, de modo que Trina nunca debía de haber visto el océano. Sintió lástima por ella y, de pronto, una gran melancolía lo invadió al recordar las hermosas costas de Bienhallada.</p> <p>—Un delfín es una especie de pez muy grande, aunque tiene la sangre caliente y sus hijos nacen vivos, no de huevos. Los delfines lobo se transforman en seres humanos.</p> <p>—¡Parecen unos animales muy extraños! —exclamó asombrada—. ¿Y ese delfín lobo estaba en deuda con vos?</p> <p>—No, sencillamente vio que estaba en un apuro y acudió a ayudarme.</p> <p>—¡Qué tontería! —comentó con el entrecejo fruncido—. Podría haberse tratado de una trampa para cazarlo y venderlo después.</p> <p>Jander se detuvo los segundos necesarios para lanzarle una mirada a la joven.</p> <p>—No todo el mundo piensa como tú —le dijo.</p> <p>—Eso está bien —ronroneó, mientras Jander retomaba la tarea con otra letra—. Explicadme cómo llegasteis aquí.</p> <p>—De una forma nada especial: me trajo la niebla.</p> <p>—Así llega todo el mundo. ¿Es que nadie ha llegado jamás por medios mágicos?</p> <p>La charla de la mujer loba lo entretenía de vez cuando, pero ahora acababa de tocar un tema sumamente escabroso y su paciencia comenzaba a agotarse.</p> <p>—Trina, yo no sé nada de magia. ¿Por qué no le preguntas a Strahd?</p> <p>No replicó inmediatamente, y, cuando lo hizo, tenía la voz empañada.</p> <p>—No quiero hablar con él. Anoche estuvo con Irina, <i>otra vez</i>. —Dio con rabia una patada en el escalón y después profirió una sarta de blasfemias dignas del marinero más pintado.</p> <p>Irina, sí; Jander recordó la última «adquisición» de Strahd. Era humana, aunque por poco tiempo ya.</p> <p>—Entonces, ¿por qué has venido? —le preguntó.</p> <p>—No sé —repuso con un encogimiento de hombros—. Para veros a vos, tal vez —agregó con voz súbitamente ronca.</p> <p>Jander la miró; había puesto un pie en la escalera y el otro, desnudo, todavía se apoyaba en el suelo, y le sonreía. Tenía una mirada intensa y unos labios rojos y provocativos. El elfo se giró para verla mejor; sentía lástima por ella.</p> <p>—Trina, eres una muchacha muy atractiva, pero no me interesas. Además, no quiero ni <i>pensar</i> en tener algo que ver con ninguna de las damas de Strahd.</p> <p>—<i>¡Las damas de Strahd</i>! —repitió furiosa—. ¡Yo no soy una más! —El elfo no respondió y Trina, abajo, echaba humo—. Ya estoy harta de que me lo digan. ¿Por qué no se conforma sólo conmigo? ¿Para qué quiere a todas esas esclavas idiotas que ni siquieran piensan por sí mismas? ¡Dice que le gusto porque tengo personalidad propia!</p> <p>—Y así es.</p> <p>—Entonces, ¿por qué…?</p> <p>—Trina, a Strahd le gusta que seas independiente, pero también le gusta tener todo bajo control. Déjalo que siga con sus esclavas. No significan nada para él, sólo una… diversión. —Omitió decir que, según su propio parecer, también ella era un pasatiempos más para el señor de Barovia.</p> <p>—Pues me niego —musitó, sentada en el escalón de piedra con la barbilla entre las manos.</p> <p>En su lindo rostro se reflejaba el disgusto que tenía. A pesar de su carácter violento, en algunos momentos parecía una niña abandonada. Jander bajó de la escalera, guardó las herramientas con cuidado en la bolsa que él mismo había confeccionado y se sentó en el escalón junto a la joven. Ella no lo miró, y, cuando el elfo le tomó el rostro y lo levantó hacia sí, mantuvo los ojos bajos. Grandes lágrimas le brillaban en las pestañas, y la tomó por los hombros amistosamente.</p> <p>—Soporto la forma en que me trata sólo por la magia —dijo ella con voz emocionada—. Me está enseñando, ¿sabes? Y ya he aprendido muchas cosas, pero pienso esperar a saber lo suficiente como para hacer que me quiera sólo a mí.</p> <p>—Eso es lo único que a todo el mundo le interesa de la magia, ¿verdad? —exclamó Jander, pasando de la compasión a la rabia—. ¡Magia! ¡Me hará rico! ¡Hará que se enamoren de mí! ¡Gobernaré el mundo! ¡Dioses!</p> <p>—¿No te gusta? —inquirió perpleja—. La magia lo puede todo. Ese fresco al que dedicas tanto tiempo, por ejemplo. Lo único que tienes que hacer es decirle a Strahd que pronuncie unas palabras y en un segundo quedará como nuevo.</p> <p>—Me gusta trabajarlo yo, devolver la belleza a la vida con mis propias manos… La magia no permite disfrutar de ese placer, y, además —su tono se tornó duro—, a Strahd no le interesan las cosas que no redundan en su propio beneficio directamente.</p> <p>—¡Eso no es cierto!</p> <p>—¡Oh, sí! Es cierto. Si buscas a alguien que te quiera, ¿qué haces burlándote de ese joven que te corteja en la aldea?</p> <p>—¿Ése? ¡Qué ridiculez! Mantengo relaciones con él sólo porque a Strahd le parece buena idea, para que los aldeanos piensen que tengo vínculos en el pueblo y no sospechen nada.</p> <p>—Entonces, haces todo lo que te dice Strahd; eres igual que las esclavas. Mejor dicho, eres peor porque lo obedeces por propia voluntad.</p> <p>Trina abrió la boca para replicar, pero se paralizó cuando la verdad de las palabras caló en su mente.</p> <p>—No —musitó—. Yo no soy un juguete; no soy un juguete. Me quiere.</p> <p>Tenía un aspecto tan tierno y desgraciado, tan parecido al de una adolescente normal en plena crisis del primer amor, que Jander se conmovió. La abrazó con cariño y sintió la enorme acumulación de tensión que albergaba aquel cuerpecito. Sacudía los hombros al sollozar y aferraba con fuerza la túnica azul del elfo. No había posibilidades de que el idilio con el señor de la tierra llegara a un final feliz.</p> <p>—Bien. ¡Qué tierna escena tenemos aquí! —sonó de pronto la voz del conde. Jander y Trina se separaron bruscamente como dos niños sorprendidos en una mala acción.</p> <p>—Strahd… —comenzó a decir Jander, pero la expresión del conde reprimió las palabras antes de que las pronunciara.</p> <p>Sus ojos quedaron reducidos a dos puntos luminosos, y su rostro aguileno se tornó blanco de cólera. Levantó las manos en gesto amenazador y retorció los labios en un gesto que sólo el odio puro podía inspirar.</p> <p>Durante unos momentos, el elfo creyó a pie juntillas que se había propasado, que el otro vampiro había perdido la paciencia y que iba a destruirlo allí mismo. Las llamaradas rojas desaparecieron y la mirada del conde adquirió un tono frío y ligeramente distanciado. Bajó las manos, y Jander cerró los ojos, aliviado.</p> <p>—Jander Estrella Solar, mi viejo amigo —dijo con voz suave y ominosa—, aunque no estéis de acuerdo con la magia, debéis respetar su poder… y el poder de los que la utilizan.</p> <p>Entonces, volvió la atención hacia la mujer lobo que, presa del temor, se había transformado y estaba aplastada contra la pared de la escalera de caracol gimiendo suavemente. Miraba con ojos totalmente humanos desde su rostro lobuno al tiempo que mantenía las zarpas pegadas al suelo.</p> <p>Strahd esbozó una sonrisa encantadora y, con una amable mirada, extendió la mano, fuerte y de largas uñas, hacia la asustada criatura.</p> <p>—¡Trina, querida! —exclamó en tono mimoso—. No tengas miedo de mí. Ya está todo perdonado y olvidado. ¡Así me gusta, Trina! —la animó cuando la loba se arrastró contenta hasta sus pies. El vampiro la acarició con cariño—. Creo que te he tenido un poco abandonada, pequeña.</p> <p>El conde y la loba comenzaron a subir la escalera. A mitad de camino, Strahd se detuvo y se giró despacio hacia el elfo. Jander sostuvo su oscura mirada con firmeza.</p> <p>—Querido amigo —le dijo en un tono gélido que contradecía la calidez de los términos—, hace mucho tiempo que no nos sentamos a conversar. Mañana vendré a buscaros después de la puesta del sol. Cenaremos y charlaremos como solíamos hacer antaño, ¿de acuerdo? —Se giró sin esperar contestación y siguió subiendo.</p> <p>Jander se quedó mirándolo con un torbellino de emociones en la mente. Se planteó continuar con el fresco pero decidió dejarlo; estaba demasiado alterado como para concentrarse en el trabajo. Deseaba de todo corazón que Trina abandonase el tema de la magia, de donde provenía la mayoría de los males de su prolongada existencia. Ni siquiera los practicantes de las artes arcanas de la mágica Toril podían ayudarlo en la maldición de su muerte en vida.</p> <p>Tristes recuerdos lo inundaron, aunque trató de ahuyentarlos.</p> <p>El vampiro élfico se apoyó extenuado en la verja de hierro y miró hacia el camino bordeado de flores que terminaba en la cabana. Ahora que por fin había llegado hasta allí, vacilaba; no sabía si tendría el valor suficiente para enfrentarse a ello.</p> <p>Le había llevado muchas semanas de viajar durante la noche y descansar por el día hasta alcanzar Aguas Profundas en su magra condición. Desde que había terminado con su amo Cassiar se había negado a tomar sangre humana, a pesar de que era el único alimento asimilable después de su transmutación en muerto viviente. Ni siquiera admitía la sangre de los animales del bosque, de forma que había reducido la nutrición al mínimo imprescindible.</p> <p>Debido a un obstinado pundonor, tampoco se había transformado para acelerar el viaje; un lobo o un murciélago habrían llegado a Aguas Profundas mucho antes, pero Jander se aferraba a su pasado élfico y cubrió las distancias sobre los dos pies.</p> <p>Había supuesto que Lyria <i>la Linda</i> habría muerto hacía tiempo y sería polvo desde hacía más de un siglo, pero, cuando supo que vivía aún gracias a las artes mágicas, y en Aguas Profundas, precisamente, había sentido renacer las esperanzas. Respiró hondo mentalmente, abrió la verja y enfiló la corta aunque gigantesca distancia que lo separaba de la puerta de su antigua camarada. Con el llamador anunció su presencia.</p> <p>No hubo respuesta, y llamó de nuevo. Una luz se encendió en el piso superior, y su agudo oído captó ruido de pasos en la escalera interior.</p> <p>—Ya es tarde, ¿sabes? Cobro el doble por la tarifa nocturna.</p> <p>—Abre, mozuela de orejas redondas —replicó Jander, tratando de reproducir el tono ligero de un siglo atrás. Después de una pausa, oyó descorrer el cerrojo y la puerta se abrió.</p> <p>—Hay una sola persona en el mundo que me llame orejas redondas o dedos flacos —bromeó Lyria alegremente.</p> <p>Apenas había cambiado; las pociones que había tomado funcionaban a conciencia. El cabello ya no tenía el color del sol, sino un tono crema pálido que le sentaba muy bien. Sus increíbles ojos esmeraldinos estaban rodeados de arrugas pero su cuerpo, envuelto en una tela multicolor que ella llamaba «hábito arco iris», conservaba la misma firmeza y complexión de siempre. Con un alarido de alegría, abrió los brazos y se lanzó fogosamente al cuello del elfo.</p> <p>Sorprendido, Jander vaciló un momento antes de responder al saludo. Se separaron y se miraron.</p> <p>—Lyria <i>la Linda</i> —dijo Jander cálida y afectuosamente—, estás tan bella como siempre.</p> <p>—Los elfos sois los mejores aduladores. Me alegro mucho de verte, amigo mío. ¡Entra, entra! ¡Tienes las manos heladas!</p> <p>Afanosa como una clueca con un pollo solitario, lo hizo pasar. La habitación era justo como tenía que ser para ella: acogedora y elegante al mismo tiempo. En la chimenea de piedra gris ardía el fuego, que combatía la humedad de las estanterías de libros que llenaban las paredes del hogar. Había dos divanes bajos, con mullidos cojines morados, situados uno frente al otro con una mesa de incrustaciones de madera en el medio.</p> <p>En el centro de la mesa, una bandeja de plata grabada acogía una jarra de vino oscuro y cuatro delicadas copas de vidrio soplado, de un ópalo tan sutil como burbujas en un arroyo. Lyria le indicó con un gesto que se sentara y se sirviera un trago.</p> <p>—¿Te apetece un poco de vino para sacudir el frío?</p> <p>—No, gracias —se apresuró a contestar Jander—. Ya no bebo alcohol.</p> <p>—¿<i>Cómo</i>? —Lyria rompió a reír con musicales carcajadas, e incluso Jander sonrió. Él también se acordaba de los concursos contra Trumper Colina Hueca; el halfling solía ganarle siempre, pero, al menos en dos ocasiones, Jander se las había arreglado para hacerlo beber hasta caer bajo la mesa.</p> <p>—Bien, supongo que cambiamos en cien años —comentó risueña mientras se servía una copa—, o tal vez se trate de otro motivo, pero desde luego estás glacial, Jander, y te he visto mejor en otras ocasiones. ¿Tienes algún problema?</p> <p>El peso de la carga volvió a caer sobre sus frágiles hombros como algo tangible.</p> <p>—Lyria…, ¿<i>qué parezco</i>? —Era vampiro desde hacía casi un siglo y no había podido mirarse en un espejo.</p> <p>—¡Qué pregunta tan rara! —exclamó con el entrecejo fruncido—. Verás, voy a dejarte un espejo para que…</p> <p>—<i>¡No</i>! —La asió por la muñeca antes de percatarse de lo que hacía, y la soltó a su pesar—. No, sólo…, sólo quiero que me lo digas tú.</p> <p>Lyria lo miró reflexivamente, con ojo crítico, sopesando lo que veía.</p> <p>—Bien. El pelo es del mismo color, ese dorado trigueño que tanta envidia me daba. Los ojos… no parecen de plata ya; más bien de un gris hierro, diría yo. Lo que de verdad te ha cambiado es la piel… Es morena, no de color bronce, como antes. Además estás delgadísimo y helado.</p> <p>El elfo bajó la mirada al suelo. ¿Cómo explicárselo con palabras? Estaba tan concentrado en su propio dolor que no se dio cuenta de que Lyria se levantaba y se movía por la habitación.</p> <p>—Mi vieja amiga —comenzó, al tiempo que levantaba la mirada—, yo…</p> <p>Lanzó un grito de dolor y cayó del diván; en su caída golpeó dos copas, que se estrellaron contra el suelo y se rompieron en mil pedazos. Lyria sostenía un espejo y lo enfocaba directamente; miró horrorizada al convulso elfo que yacía en el suelo.</p> <p>—Si sólo es un… —Echó una ojeada al espejo y entonces lo comprendió.</p> <p>El diván se reflejaba con claridad, así como los cojines y las copas rotas, el suelo y las paredes, pero Jander no aparecía por ningún lado.</p> <p>—¡Pobre amigo mío! —suspiró, invadida de piedad. Tembloroso todavía, la miró angustiado, y una única lágrima de color rubí le resbaló por la mejilla.</p> <p>Lyria lo ayudó a levantarse con delicadeza y a sentarse otra vez en el diván; después acercó una silla a su lado. —¿Cómo ha sido? —preguntó.</p> <p>Jander rió con una carcajada seca, sin humor. —Ni siquiera fue en medio de una aventura. Volvía aquí, a Aguas Profundas, cansado de vagabundear, con la idea de tomar el primer barco a Bienhallada. Estaba a sólo dos días de casa, y…</p> <p>Se paró en medio de la frase, dudando de explicarle lo más negro de la negra historia. Al ver sus verdes ojos llenos de preocupación, decidió que se lo ahorraría. No tenía sentido agraviarla más. —Continúa —lo animó.</p> <p>Jander se humedeció los labios antes de proseguir. —Un vampiro me sorprendió mientras dormía. El amo de las huestes de muertos vivientes, Cassiar, estaba fascinado conmigo. Nunca había oído hablar de un elfo vampiro, de modo que no me molestó en mucho tiempo. Yo era una novedad para él. Tardé casi un siglo en matarlo. Después decidí venir a verte porque nadie mejor que tú para librarme de esta maldición, y he tardado mucho en llegar. —Tomó de pronto las manos de la maga—. En realidad no he cambiado, Lyria; sigo siendo un elfo. Estoy así de pálido porque hace meses que no pruebo sangre humana, ni de animales desde hace días. Los dioses se han olvidado de mí, no me ayudaron, pero tú puedes porque sabes magia. Puedes curarme, ¿verdad? —Lyria desvió la mirada sin saber qué decir. Apretó las manos heladas de Jander y se levantó. El elfo sintió un nudo en las entrañas, comprendiendo que aquellos paseos de su amiga eran una mala señal—. Lyria…</p> <p>Ella lo interrumpió con un gesto impaciente de la mano.</p> <p>—Jander Estrella Solar: recuerdo cuando nos conocimos, antes de formar «Los seis de plata». Me hablabas siempre de Bienhallada y de lo mucho que deseabas regresar aquí, a Faerun; se te iluminaba la cara de entusiasmo, y recuerdo mi empeño en meterte un poco de magia en esa cabeza cuerda, estable y ajena a la magia que tenías. Pasamos muchas cosas juntos: el dragón rojo, Daggerdale… —La voz se le empañó y los ojos le brillaban—. Sabes muy bien que, si hubiera alguna forma de ayudarte, en este mundo o en cualquier otro, <i>o en cualquier otro</i>, lo haría. —Las lágrimas se escaparon de la prisión de sus ojos y le cayeron por las mejillas; se las limpió con el dorso de la mano—. Porque, amigo mío, yo no puedo hacer nada. No existe antídoto para el vampirismo, excepto una solución definitiva, es decir, la muerte, que casi todo lo cura.</p> <p>—¿Me matarías y después me resucitarías? —preguntó alocadamente.</p> <p>—Sí, claro, pero resucitaría a un vampiro…, porque como tal morirías. No hay magia que pueda ayudarte.</p> <p>Un halo rojo pareció envolver a Jander.</p> <p>—No…, no… ¡Soy elfo! ¡<i>Soy elfo</i>! —Empezó a recoger nerviosamente los fragmentos de cristal—. No soy un… Estuve en Daggerdale y sé lo que hacen los vampiros, sé lo que son, lo recuerdo bien. Lyria, por favor, te lo ruego, dime que no soy…</p> <p>Se dio cuenta de que apretaba en el puño un fragmento de la copa rota pero no notaba dolor. Casi inconsciente de sus movimientos, sacó el cristal y vio que la herida no sangraba.</p> <p>—No sé cómo has conseguido conservar tu personalidad, pero es digno de admiración y una fuente de fortaleza para ti. No existen curas mágicas en tu caso, aunque no significa que te conviertas en un horror como los de Daggerdale. Tal vez podrías… —Se quedó muda al ver la forma en que Jander la miraba.</p> <p>—No hay esperanza —musitó el elfo, y enterró la cara entre las manos. Lyria le puso una mano en el hombro con suma delicadeza.</p> <p>—No hay magia que pueda salvarte. Sólo conozco un modo de poner fin a la maldición. Si desearas acudir en busca de la muerte, mi dulce y encantador Jander, ven a verme y yo te la proporcionaré piadosamente. Vale más morir en manos amigas.</p> <p>Con un rugido, Jander se levantó del diván y se abalanzó sobre ella, pero la maga, más rápida, se apartó a tiempo. Se puso a rebuscar con frenesí en una caja de objetos varios hasta que encontró lo que buscaba; se escabulló otra vez y levantó el objeto ante Jander.</p> <p>El vampiro retrocedió tambaleándose y tapándose el rostro con los brazos.</p> <p>—¡Lyria! —gritó con voz angustiada—. ¡Te burlas de mi sufrimiento!</p> <p>Desapareció de inmediato, y Lyria se quedó sola, recuperando el aliento y estudiando el objeto que había hecho huir al elfo no-muerto. Se trataba de un pequeño redondel de madera rosada, el símbolo de Lathander, Señor de la Mañana. Cerró los ojos, inmensamente entristecida por su amigo, que había sido seguidor del bellísimo dios dorado de la mañana.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>DIECISÉIS</p> </h3> <p>La música de la lluvia que repiqueteaba contra el cristal despertó a Sasha. Se quedó unos momentos tumbado en la cama, pequeña y acogedora, acurrucado entre las sábanas y dio gracias en silencio por la lluvia; en esas condiciones no tendría que celebrar el ritual diario de saludar a la aurora en la plaza del mercado.</p> <p>No es que fuera un hombre poco religioso. Desde aquella terrible noche de hacía catorce años, toda su vida giraba en torno a Lathander, el Señor de la Mañana. En días de mal tiempo, el hermano Martyn y él celebraban la ceremonia matutina en la iglesia y dejaban las puertas abiertas a quien quisiera unirse a ellos. Sin embargo, a Sasha no le gustaba el escaso éxito obtenido entre los aldeanos; lo desanimaba predicar desde el podio de la plaza durante una hora sin que nadie prestara atención a su mensaje.</p> <p>Abrió los ojos al oír el rugir lejano de la tormenta, bostezó y se desperezó; por fin bajó los pies al suelo y alcanzó una túnica para protegerse del frío. La pequeña y fría habitación estaba a oscuras todavía, de modo que encendió una vela; extendió la alfombra donde se sentaba a rezar y se dispuso para su momento particular con el dios de la mañana.</p> <p>El hermano Martyn ya estaba abajo preparando el altar; canturreaba al tiempo que extendía un paño blanco y limpio y unas velas sobre el ara con reverencia. Estaba ya en plena treintena y había cambiado poco en su aspecto exterior, aunque, por dentro, un mal en desarrollo le corroía las entrañas. Hacía algún tiempo que estaba al corriente de la enfermedad y la consideraba designio del Señor de la Mañana, por lo que nunca se lo había comentado a Sasha.</p> <p>—Siento llegar tarde, hermano Martyn. Me he retrasado por la lluvia —dijo Katya, levantando resonancias en la nave vacía.</p> <p>Se detuvo en la puerta y se sacudió el cabello mojado esparciendo gotas por todas partes; se quitó el abrigo de lana verde con un ligero estremecimiento y lo puso a secar sobre un banco.</p> <p>—No te preocupes, querida. A Sasha se le han pegado las sábanas hoy; todavía no ha aparecido por aquí. Katya rió con ojos cálidos y danzarines. He traído una cosa que te tentará el apetito, hermano —bromeó mientras se dirigía al altar con una cesta tapada y mojada en el brazo—. Lo que más te gusta: tarta de ciruela, y también pan y queso y unas manzanas secas y azucaradas.</p> <p>—Katya —repuso el clérigo conmovido—, ¡qué suerte hemos tenido Sasha y yo de encontrarte! De todos modos, creo que todavía no me apetece comer. Ocupaos Sasha y tú de la tarta; yo tomaré unas manzanas azucaradas.</p> <p>—¿Y qué más? —replicó la joven con las pequeñas manos sobre las caderas.</p> <p>—Queso.</p> <p>—¿Y qué más?</p> <p>—¡Piedad, te lo ruego! —protestó burlonamente. Un ruido al fondo de la iglesia hizo volverse a los dos. Cristina, la costurera, entró a toda prisa envuelta en su capa negra, tanto para esconderse como para protegerse de la lluvia; se acercó a ellos con el rostro arrebolado y la mirada recelosa.</p> <p>—No sé si podré seguir viniendo, hermano Martyn —dijo en voz baja y trémula—. Si se entera mi marido…</p> <p>—Hermana —interrumpió Martyn al tiempo que le tomaba las fuertes manos—, Lathander no te abandonará. Sólo deseo que Ivar escuche la llamada que tú has recibido.</p> <p>—Saludos, hermana Cristina y hermana Katya.</p> <p>Sasha acababa de entrar vestido con el traje de ceremonia bordado en rosa que Cristina le había hecho el año anterior, y lo llevaba con placer y orgullo. La preocupada costurera sonrió ligeramente al ver la prenda.</p> <p>—Saludos, hermano Sasha —musitó Katya, que de pronto se afanó con el encendido de las velas.</p> <p>Sasha la miró con más apetito por ella que por la comida que había traído. Hacía seis meses que la joven había llegado al pueblo, seis meses de verla a diario, y cada vez se le hacía más difícil ocultar su creciente encaprichamiento.</p> <p>Al principio lo había atraído por sus encantos físicos. ¿Quién no se habría sentido igual? Katya era muy bonita; tenía unos hermosos rizos oscuros, figura delgada y los ojos grandes y expresivos. Por otra parte, Sasha era un hombre vistani, y en Barovia los gitanos tenían fama de saber elegir a las mujeres más bellas.</p> <p>Sin embargo, el atractivo de Katya trascendía la mera apariencia exterior; en realidad, había conquistado el corazón de Sasha definitivamente con su encantadora forma de ser. Ahora la miraba mientras ella encendía las velas una a una y se estiraba hacia el cabo de los altos y gruesos cirios. Cada llama que prendía imprimía a sus facciones brillo, suavidad y calidez.</p> <p>—Hermano —dijo Sasha, tocando a Martyn en el hombro—, ¿puedo hablar contigo un momento?</p> <p>—Claro, Sasha. ¿De qué se trata?</p> <p>Se alejaron un poco de Cristina, y el joven habló en susurros.</p> <p>—Llevo unos meses pensando mucho, y me preguntaba si… Bueno, nunca hemos hablado de ello, pero… ¿los sacerdotes de Lathander pueden contraer matrimonio?</p> <p>Bien, ya estaba dicho; Sasha se sintió aliviado de haberlo confesado, aunque al hermano Martyn no le gustara. El clérigo miró sonriente al uno y a la otra.</p> <p>—Lo dices por ella, ¿cierto? —El joven asintió con un gesto tímido—. No existe razón que lo impida mientras ella sea creyente. Y ahora, hijo mío —le dijo con mayor seriedad—, todavía debes salvar un obstáculo.</p> <p>—¿Cuál? —inquirió Sasha con preocupación.</p> <p>—Que ella dé el sí —replicó con tono sobrio, pero con un chispazo pícaro en el fondo de sus pálidos ojos.</p> <p>Sasha miró de nuevo a la muchacha, que ya había terminado la tarea y se había sentado junto a Cristina en el primer banco. Ambas mujeres, una mayor y agobiada, la otra joven y rebosante de vida, mantenían juntas las cabezas. Sasha vio que Katya apretaba la mano de Cristina impulsivamente. Al sentir el peso de sus ojos, la muchacha levantó la mirada con timidez. El clérigo sonrió como aturdido; se declararía ese mismo día, nada más terminar la ceremonia matutina.</p> <p>—Ya es casi la hora y aún no estamos preparados —lo azuzó Martyn.</p> <p>Sasha hizo un gesto de disculpa y se apresuró a terminar de adornar el altar.</p> <p>Unos afanosos instantes después, el sol salió, apenas una leve claridad grisácea. Casi nadie en el pueblo debía de haber notado la diferencia, pero los pocos reunidos en la iglesia inclinaron la cabeza en acto de gracias por la aurora. El Señor de la Mañana había vencido a la prolongada noche baroviana, espantando así los terrores que medraban bajo su oscuro manto protector.</p> <p>La voz de tenor de Sasha se elevaba con facilidad; la lluvia arreciaba y empapaba un pequeño bulto aniñado que se arrebujaba en el exterior de la iglesia. Como la puerta estaba entreabierta, <i>la Zorrilla</i> oía el cántico y movía los labios helados pronunciando las palabras. Leisl se limpió una gota de humedad de la cara, sin saber si era de lluvia o de llanto.</p> <p>Jander había visto a Strahd enfadado algunas veces, pero jamás como en esa ocasión.</p> <p>El vampiro de oscuro cabello aireaba su ira desde la entrada como un eco de la tormenta que aullaba fuera. El conde se sentía muy orgulloso de su prestancia, pero Jander siempre había sabido que una cólera rápida e insondable acechaba constantemente bajo la pulida superficie. Strahd estaba furioso, empapado en lluvia y sangre, con un cadáver goteante entre los brazos.</p> <p>—¿Quién ha osado? —gritaba sin dirigirse a nadie en concreto—. ¿Quién se ha podido atrever?</p> <p>—¿Qué ha sucedido? —inquirió Jander.</p> <p>Trina había acudido rápidamente al oír la conmoción y sonrió al contemplar la escena.</p> <p>Strahd tiró el cadáver al suelo, lleno de ira. El cuerpo golpeó con un estrépito sordo y húmedo, y Jander vio que le faltaba la cabeza y que tenía un enorme agujero en el esternón. Strahd temblaba de rabia.</p> <p>—¡Han matado a una esclava! —Jander se ahorró el comentario; ya lo había predicho y, lo que es más, había tratado de advertir al conde sobre el riesgo de tener tantos esclavos, pero el estado de Strahd le impidió recordárselo en ese momento—. ¡Maldición! ¡Todavía no había terminado con ella! —El conde se volvió hacia el sorprendido elfo—. ¿Tenéis alguna idea sobre cuál de esas condenadas criaturas de la aldea ha podido tener agallas para cometer esta felonía?</p> <p>—Los tenéis sometidos a todos, excelencia. Las madres aleccionan a los niños sobre el «demonio Strahd». Tal vez se trate de algún recién llegado.</p> <p>El conde comenzó a pasear por la estancia apretando y aflojando los puños.</p> <p>—No, los vistanis no me han comunicado novedades desde hace tiempo.</p> <p>—Quizás haya llegado alguien a través de la niebla y los gitanos no lo han visto —apuntó Trina, que bajaba la escalera en dirección a Strahd. El conde se detuvo un momento a considerar la sugerencia.</p> <p>—Es posible —admitió—. Me enteraré.</p> <p>—¿Y los clérigos? —propuso Jander.</p> <p>—¿Cómo? —rió Trina a carcajadas—. ¿Martyn <i>el Loco y</i> ese aprendiz delgaducho que tiene? No, Jander, esos dos no representan peligro alguno.</p> <p>—Tiene que ser otra persona, alguien que se atreve a desafiar mi poder. —Strahd sonrió cruelmente y sus colmillos brillaron a la luz de las antorchas—. Lo va a lamentar amargamente. Jander, ¿cómo enfocaríais este asunto?</p> <p>—Existe una forma de aseguraros de que nunca más os molestará —replicó el elfo—, aunque no creo que os guste. Limitaos a aguardar.</p> <p>—¡Ésa es la táctica de los cobardes! —exclamó Strahd burlándose de él—. Insinuáis que yo, señor de Barovia, permita que un fatuo mortal asesine a mis criaturas.</p> <p>—Exactamente. En estos momentos, nada os conecta con las vampiras, pero, si comenzáis a castigar a los barovianos por los ataques, os exponéis a caer en manos del cazador. Dejad el asunto, Strahd; que destruya a vuestras esclavas si quiere. A vos no puede alcanzaros y, dentro de unos años, el autor morirá y vos no habréis perdido nada.</p> <p>Strahd estrechó los ojos en señal de desagrado y movió las aletas de la nariz.</p> <p>—Ciertamente, Jander, no me gusta el plan. No obstante, reconozco que no carece de mérito, y lo consideraré despacio. —Echó una ojeada al cadáver y sacudió la cabeza—. Pobrecilla Irina. Jander, decid a un zombi que se encargue de ella. Y tú, linda mía —le dijo a Katrina al tiempo que le tendía una pálida mano—, ven conmigo.</p> <p>El conde y la mujer lobo desaparecieron por la escalera; sólo los pies de Katrina hacían ruido sobre la piedra.</p> <p>Jander observó el cuerpo decapitado que había pertenecido a una hermosa mujer. Lo recogió sin esfuerzo y lo llevó al jardín de la capilla, donde lo enterró con sus propias manos, a la luz de la luna, bajo la lluvia torrencial.</p> <p>A la noche siguiente se levantó temprano y acudió a la capilla otra vez; se quedó frente a una de las ventanas rotas contemplando la última luz del atardecer. A lo largo de la mañana, la lluvia del día anterior se había transformado en nieve. Los colores del ocaso acababan de disolverse en el lejano horizonte y, en el jardín, la gruesa capa de nieve recién caída suavizaba los contornos de las tumbas de Irina y Natasha.</p> <p>Strahd llegó de pronto sin el menor ruido ni anuncio; sin embargo, Jander se giró sin sobresalto a saludarlo y recogió limpiamente en el aire la capa de lana gris que el conde le lanzó. Strahd estiró los labios en un amago de sonrisa. Parecía de muy buen humor, y el elfo se puso en guardia manteniendo la expresión neutral. El conde tenía un sentido del humor que él no compartía en absoluto.</p> <p>—Vamos, amigo mío —le dijo, al ver que no se ponía la capa—. ¡Esta noche tenemos que resolver un asunto!</p> <p>—¿No vamos a cazar como lobos? —inquirió cauteloso.</p> <p>Generalmente, cuando el señor del castillo de Ravenloft y su invitado salían juntos a cazar, lo cual sucedía con menor frecuencia a medida que pasaban los años, lo hacían siempre en forma lobuna, ya que el pelo resultaba más discreto que las capas.</p> <p>—Se trata de una sorpresa. Vamos a hacer una visita en la aldea —dijo, y no quiso revelar más.</p> <p>El conde se dio la vuelta y emprendió el camino hacia el castillo. Llegaron al patio, donde un par de caballos negros aguardaban enganchados a la magnífica carroza. Jander se tranquilizó en cierta medida, considerando que Strahd no emprendería una misión «disciplinaria», como la carnicería cometida en casa del burgomaestre, en coche de caballos.</p> <p>Los corceles tomaron el largo y empinado camino hacia el pueblo. La primavera se palpaba en el aire pero la nieve aún cubría la tierra. La luna estaba creciente; faltaban pocos días para el plenilunio, y alumbraba considerablemente.</p> <p>Los dos vampiros guardaron silencio durante un largo rato; Jander se preguntaba qué pensamientos ocuparían la mente del conde esa noche. Al parecer, iba a someterlo a otra de sus «pruebas». La ironía de la situación no escapaba a su raciocinio: allí estaban los dos, seguramente los vampiros más poderosos, juntos en esa tierra oscura que parecía nutrirlos. Podrían haber formado un equipo invencible, pero las diferencias entre ambos eran abismales y jamás llegarían a establecer una alianza llevadera.</p> <p>El conde poseía muchas cualidades que el elfo admiraba; era un compañero sumamente agradable, de conversación fácil y vastos conocimientos sobre materias diversas. Sin embargo, aquella especie de apetito insaciable que lo caracterizaba no le gustaba nada. No eran amigos, a pesar de que el conde utilizaba el término constantemente; camaradas de armas, tal vez sí, unidos por la naturaleza de muertos vivientes y un fuerte sentido de la individualidad, pero amigos no.</p> <p>Jander sorprendió la atenta mirada del conde y le sonrió.</p> <p>—Me gustaría saber qué planeáis.</p> <p>—¿Y echar a perder la sorpresa? ¡Jamás! Cuando tenemos siglos ante nosotros, las sorpresas son el único elemento que mantiene despiertos los sentidos. Poner el equilibrio en jaque es la forma de aguzar el ingenio, ¿no estáis de acuerdo?</p> <p>Atravesaron el anillo de niebla, remontaron el puente y siguieron adelante; enseguida llegaron a las afueras del pueblo. Jander vio blancos rostros en las ventanas que miraban temerosos hacia la calle. Al trote ligero sobre el empedrado, los caballos tomaron un desvío a la derecha hasta la plaza, para internarse por la primera bifurcación de la izquierda.</p> <p>Por fin se detuvieron ante un pequeño establecimiento, cuyo letrero, muy gastado e ilegible, se bamboleaba al viento. Una luz brillaba en una ventana, mientras las tiendas de al lado permanecían a oscuras, cerradas o abandonadas.</p> <p>Strahd saltó del carruaje y se acercó a la puerta. Como de costumbre, pretendía hacer una entrada magnífica, y adoptó un aire altivo y de buen humor antes de llamar enérgicamente.</p> <p>—¿Quién es? —inquirió una voz frágil tras unos instantes de silencio.</p> <p>—Tu señor feudal —respondió con voz atronadora—. Teníais orden de aguardar mi visita.</p> <p>Se produjo otro silencio, y Jander olió el miedo detrás de la puerta de madera. Descorrieron el cerrojo; un afilado rostro femenino asomó por una rendija, y la hoja se abrió de par en par.</p> <p>—Buenas noches, señor conde —dijo la mujer con voz trémula, hincada de rodillas, tal vez para ocultar su temor—. Soy Cristina; todo está listo para vuestra visita.</p> <p>—¡Excelente, querida! —repuso el conde, complacido, y le indicó con un gesto que se pusiera de pie. La mujer obedeció y retrocedió para ceder el paso a los visitantes hacia una salita pequeña y escasamente amueblada. El elfo miró con curiosidad las rígidas sillas sin tapizar y las mesillas viejas y pulidas; las paredes, repletas de apuntes coloreados y enmarcados de modelos en traje de noche, ponían la única nota personal en la habitación. Strahd lo tomó por el brazo y lo condujo al centro de la estancia; Cristina los siguió—. Éste es mi compañero, Jander Estrella Solar; es a él a quien debes atender.</p> <p>La mujer miró asustada al elfo pero se acercó sumisa. Alzó los brazos hacia él como para tocarlo, y Jander, sorprendido, dio un paso atrás bruscamente y dirigió al conde una mirada interrogativa. Strahd sonreía. Cristina se acercó otra vez y con mano firme y experta le tocó los hombros y los brazos palpando la tela.</p> <p>—No creo que haya ningún problema, excelencia… —concluyó.</p> <p>El elfo era presa de la confusión, que se reflejaba en su afilado rostro, y el conde rompió a reír.</p> <p>—Cristina, nuestro amigo está perplejo. Jander, Cristina es costurera. Pedí al burgomaestre que avisara a la mejor del pueblo que necesitábamos sus servicios. Vuestras ropas no están en condiciones para la celebración de la primavera.</p> <p>—¿Cómo? —inquirió Jander sin comprender aún.</p> <p>Strahd no respondió y volvió la atención hacia la mujer, que parecía haberse tranquilizado un poco.</p> <p>—Querida, ¿has preparado las muestras de telas y colores que pedí?</p> <p>—Naturalmente, señor —replicó; los llevó a una habitación mucho mayor, donde se encontraban los útiles de su profesión: grandes tijeras, maniquíes, gruesos acericos repletos de alfileres y agujas, y enormes bobinas de hilo de algodón o sedas brillantes para bordar. Sobre una mesa había un amplio muestrario de telas—. Espero que os agrade alguno de los géneros que tengo.</p> <p>Inmersa en el negocio, Cristina perdió la aprensión de antes. Le faltaba poco para cumplir los cuarenta y tenía el rostro ajado, pero sus ojos se iluminaban cuando hablaba de su trabajo. Había logrado reunir un espléndido surtido de paños, y Jander, que prefería los colores vivos como el rojo y el azul, escogió una seda dorada y un terciopelo índigo, además de un rollo carmesí de velarte y una muestra de pasamanería dorada y plateada.</p> <p>—¿No os complace mi estilo en el vestir, Jander? Creo que os sentaría admirablemente —comentó Strahd, refiriéndose a su impecable traje hecho a medida.</p> <p>—No, excelencia; tiene demasiados botones para mi gusto. Un vestuario nuevo parecido a lo que llevo ahora será suficiente. Y guantes —añadió de pronto con una expresión de pesar en el rostro—, varios pares. —Quizás una tela interpuesta entre sus manos y las plantas le permitiría volver a dedicarse al jardín.</p> <p>—Me gustaría mucho asistir —comentó la costurera—. Disfrutaría viendo a todo el mundo con bonitos vestidos. Bien, un momento, por favor; voy a buscar un espejo para que comprobéis cómo os sientan los colores.</p> <p>—¡Oh, no, gracias! —replicó Strahd—. Se nos ha hecho tarde ya para una cita. ¿Cuándo estará todo listo?</p> <p>—Os lo enviaré antes de que termine la semana —repuso Cristina tras pensarlo un momento.</p> <p>—Dentro de tres días —corrigió Strahd con el entrecejo fruncido.</p> <p>La costurera se puso pálida pero asintió. —Como deseéis, excelencia.</p> <p>—Aquí tenéis, por vuestro esfuerzo. —Con gesto negligente, el conde esparció un puñado de monedas de oro sobre la mesa.</p> <p>Cuando la asustada aldeana terminó de recoger las monedas, los clientes habían desaparecido. Se sentó temblando en una banqueta. Corrían muchos rumores sobre el conde Strahd von Zarovich, fantásticos y siniestros casi siempre. El extraño ser dorado que lo acompañaba parecía amable, pero igualmente misterioso. Apretó las monedas contra el pecho; nunca había visto tantas juntas. El conde Strahd se había portado bien con ella, y ella no diría nada en contra del señor ni de su amigo. Jamás en la vida.</p> <p>—Pretendéis localizar a alguien en esa fiesta de primavera, ¿no es cierto? —preguntó Jander cuando Strahd le llevó el traje nuevo tres días más tarde.</p> <p>Strahd se volvió bruscamente y le clavó una mirada penetrante.</p> <p>—¿Por qué lo decís? —inquirió con voz suave y tono peligroso.</p> <p>El elfo no estaba seguro de qué resorte se había disparado en la oscura mente del conde, pero se aventuró a proseguir con cautela.</p> <p>—Queréis encontrar alguna pista sobre el asesino de esclavas.</p> <p>El conde se calmó, y la agudeza de su mirada se suavizó.</p> <p>—¡Ah! Sí, así es. Vuestro consejo ha dado buenos resultados, aunque aún continúo investigando por mi cuenta. Además, hace mucho tiempo que no aparezco en Barovia públicamente y no quiero que se olviden de mí.</p> <p>—Me parece difícil que pueda suceder una cosa así. Pero ¿por qué debo acompañaros? En realidad preferiría no asistir.</p> <p>—¡Ah, Jander! —exclamó levantando una torva ceja—. Lleváis muchos años oculto aquí en el castillo de Ravenloft; ya es hora de que el pueblo conozca a mi huésped y de que os trate como merecéis. ¿Acaso os he exigido tantas cosas durante este tiempo como para que me neguéis el placer de vuestra compañía?</p> <p>—No, pero…</p> <p>—¿No os agrada la ropa nueva que he encargado para vos? ¿Es eso lo que os preocupa? ¿Se la devuelvo a Cristina y le exijo el reembolso de mis monedas?</p> <p>Jander blasfemó para sus adentros. Strahd era capaz de hacerlo, y la imagen de la pobre costurera desposeída de lo que se había ganado honradamente lo llenó de rabia.</p> <p>—La ropa es magnífica, Strahd —respondió, incómodo—, y la llevaré en la fiesta.</p> <p>—Por fin os veré noblemente ataviado —aprobó el conde sin hacerse eco del resentimiento de Jander.</p> <p>Media hora después, mientras apreciaba el tacto del delicado paño sobre la piel, tuvo que admitir que su anfitrión estaba en lo cierto. Deseaba contemplarse en un espejo; sabía que las prendas estaban impecablemente confeccionadas y resultaban llamativas. La camisa de algodón que llevaba bajo la túnica de manga corta, hecha de terciopelo color índigo, le sentaba admirablemente, y la túnica misma había sido bordada con hilos de oro. Las calzas de seda dorada también le sentaban bien y llegaban hasta las flexibles botas de piel blanca.</p> <p>Cristina había añadido además varios pares de guantes de la misma piel lechosa.</p> <p>Cuando Strahd entró, se detuvo y supervisó al elfo de pies a cabeza.</p> <p>—Daos la vuelta —ordenó con aire ausente. Jander obedeció a regañadientes y, cuando volvió a encontrar la mirada del conde, vio aprobación, mezclada con un matiz de suficiencia—. Ahora sois un acompañante digno del señor de Barovia —lo aduló con una leve inclinación de cabeza.</p> <p>Aquella noche, subieron a la carroza una vez más y se abalanzaron sobre la aldea como halcones sobre la presa.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>DIECISIETE</p> </h3> <p>El acontecimiento se celebraba en la mansión del burgomaestre. Jander se sintió muy incómodo al recordar la última vez que había entrado en aquel edificio. Sin embargo, las partes dañadas entonces habían sido reparadas en el transcurso del tiempo, y el nuevo burgomaestre parecía determinado a hacer todo el esfuerzo necesario para borrar el incidente de la memoria pública.</p> <p>Los carruajes se apiñaban por doquier, pobres vehículos comparados con el esplendor de la carroza de Strahd, pero el lujo máximo que podían permitirse los pocos acaudalados barovianos. También sus atavíos distaban mucho de la suntuosidad del conde y su compañero, y Jander deseó de pronto no hallarse vestido de una forma que pregonaba tan ostentosamente la riqueza de Strahd. Rió con amargura para sí; no es que soñara mezclarse con la multitud, puesto que los barovianos tenían un carácter cerrado y miraban con recelo a cualquier humano desconocido, cuanto más a un ser extraño. La ropa no habría podido mitigar este hecho; además, era evidente que acudía en compañía del «demonio Strahd».</p> <p>El carruaje cruzó los portones ruidosamente. En la entrada principal, los caballos negros se detuvieron y un criado abrió la portezuela con gesto impasible, pero muy pálido. Strahd salió del interior con una floritura.</p> <p>Fue recibido en silencio y, tras un largo espacio de tiempo, algunos de los invitados más atrevidos, que llegaban en el mismo momento, murmuraron:</p> <p>—Buenas noches, conde.</p> <p>—Una noche espléndida, realmente, mis buenas gentes —replicó benévolo. Se giró e hizo una seña a Jander, quien se apeó con mucho menos boato que él. Algunos dejaron de mirar al señor feudal para fijarse en el acompañante—. Venid —le dijo en voz baja mientras lo tomaba por el codo y lo conducía con seguridad entre la multitud.</p> <p>El elfo notaba las miradas clavadas en la espalda y se sentía cada vez más azorado. Subieron la escalera, donde el burgomaestre y su esposa estaban recibiendo a los invitados.</p> <p>El burgomaestre tenía cuarenta y poco años; era alto, de espalda recta, cabello oscuro y barba bien cuidada. Si le incomodaba recibir a Strahd y a su misterioso amigo en la fiesta sin haberlos invitado, no lo demostró.</p> <p>—Excelencia, es un gran honor para mi casa —dijo con voz fuerte y una profunda inclinación de cabeza—. Permitid que os presente a mi esposa Ludmilla.</p> <p>Ludmilla, que ya había cumplido más de treinta años, era una mujer hermosa y madura e hizo una profunda reverencia sin levantar la mirada del suelo. A Jander le parecía recordarla de algo.</p> <p>—Reitero la bienvenida de mi esposo, excelencia.</p> <p>—Ludmilla Kartova, ¿no es así? —preguntó Strahd mientras se inclinaba para besarle la mano con sus fríos labios.</p> <p>—Así es, excelencia; hasta que contraje matrimonio.</p> <p>—Mis condolencias por la pérdida de vuestra familia, señora, y también mi enhorabuena por la restauración de la casa.</p> <p>—Gra…, gracias, excelencia.</p> <p>Jander se sobresaltó; ahora reconocía a Ludmilla, y la audacia de Strahd lo dejaba perplejo.</p> <p>—Burgomaestre Radavich —prosiguió el conde—, permitid que os presente a mi amigo Jander Estrella Solar. Ha venido de visita desde una tierra lejana, lo cual resulta evidente.</p> <p>—Señor, señora —saludó Jander—, es un gran honor conocerlos. Yo también sumo mis condolencias por las pérdidas sufridas.</p> <p>—Sí —interrumpió Radavich con rapidez, a la vez que apretaba la mano de su esposa discretamente—. Por favor, pasad y disfrutad cuanto deseéis.</p> <p>Jander y Strahd continuaron hacia la casa; el conde recibió los saludos de su pueblo mientras avanzaban por el elegante vestíbulo de recepción hasta lo que Jander consideró un gran salón.</p> <p>Aquella estancia elegante y bien amueblada guardaba escaso parecido con el osario del que el elfo había salido huyendo. Al parecer, habían derribado los tabiques semidestrozados por el fuego de modo que, donde antes había tres o cuatro habitaciones oscuras, se abría ahora un amplio espacio único lleno de luz y aire. El techo, guarnecido con molduras de escayola que representaban brotes de manzano, descansaba sobre unos pilares de madera grabada.</p> <p>Una pequeña fortuna en velas ardía en cuatro arañas de múltiples brazos, cuyos engarces de sujeción, de hierro basto, habían sido pintados en blanco, igual que el techo, de forma que las llamas de las velas parecían flotar sin soporte en el aire y la sombra. Sobre la repisa de la enorme chimenea había más candelabros y estilizadas lámparas de aceite entre guirnaldas de brotes de manzano y flores silvestres. El perfume de las guirnaldas complementaba el sonido de una única flauta y el murmullo de las conversaciones de los aldeanos. En reconocimiento a la balsámica noche primaveral, habían dejado el fuego preparado pero sin encender, y las amplias puertas se abrían sobre el jardín, iluminado con lámparas entre los árboles que irradiaban una suave luz amarilla sobre las plantas. Jander se preguntó si aún quedarían amantes en Barovia que buscaran la soledad bajo el cielo nocturno.</p> <p>—¡Señor de la Mañana! —El hombre que así lo llamaba se abría paso entre el gentío. Era alto y delgado, debía de tener unos treinta y cinco años y sus ojos azul claro refulgían poseídos de un brillo fanático. Los hábitos que llevaba, de color rosa y dorado, revolotearon cuando cayó de rodillas ante Jander, inclinando la cabeza en gesto de abyecta servidumbre—. ¡Señor de la Mañana! ¡Por fin habéis acudido a nosotros!</p> <p>El elfo se puso enfermo. No era la primera vez en su prolongada existencia que llamaba la atención por su parecido con Lathander, el dios de la aurora. Además, ¿conocía aquel sacerdote la existencia del dios humano de Faerun? Tal vez también fuera víctima de las extrañas y malignas nieblas de la tierra baroviana.</p> <p>—Buen señor —repuso Jander con firmeza—, levantaos, por favor. Yo no soy Lathander. Miradme el rostro.</p> <p>—No, no. ¡Vos sois el Señor de la Mañana y habéis venido a poner fin a las noches de terror en este reino maldito! —balbuceó.</p> <p>—¡Deja en paz al elfo, payaso! —ordenó Strahd.</p> <p>Martyn continuó hablando torpemente, abrazado a la pierna de Jander con el rostro pegado a la bota. El elfo no sabía qué hacer e intuía que la paciencia del conde se agotaba por momentos, como la niebla bajo los abrasadores rayos del sol.</p> <p>—Ven, buen hermano —habló una voz clara. Unas manos piadosas ayudaron al sacerdote a levantarse. El joven caritativo que rodeó con un brazo al servidor de Lathander llevaba una vestidura parecida pero menos guarnecida—. El Señor de la Mañana aún no ha venido. —El joven, delgado y de unos veintidós años, inclinó la cabeza hacia Strahd y Jander—. Pido excusas por la conducta del hermano Martyn. Su cerebro es débil. No obstante, mi noble señor elfo se parece mucho a la imagen de nuestro dios. Excelencia, ¿nos concedéis vuestro perdón por este incidente?</p> <p>El joven clérigo hablaba con voz fuerte y resonante y mantenía la mirada sumisamente desviada. Strahd se sintió complacido y agitó una mano benévola.</p> <p>—Esta noche celebramos la primavera, no el crudo invierno; puedo mostrarme generoso con los corteses. Llévatelo de aquí. —Miró a Jander con ojos rebosantes de sarcasmo—. ¡Me eclipsáis!</p> <p>—Los cultos aparecen y desaparecen —repuso el elfo—. Lathander morirá con este sacerdote, pero vos, conde, tenéis la garantía de que sobreviviréis a cualquier deidad de la luz. —Strahd soltó una sonora carcajada.</p> <p>Durante el resto de la velada, el elfo se limitó a observar todo, apartado y sin participar en nada. Strahd, en cambio, hacía estragos entre las convidadas; seleccionaba a la más bella para bailar las complicadas danzas locales con gracia felina. Desde una puerta que se abría a un pequeño jardín, Jander estudiaba la expresión de las damas, que pasaba del temor a la timidez y al enamoramiento a medida que bailaban con el conde.</p> <p>Sacudió la cabeza con pesar. No le cabía duda que Strahd llenaba aquellas cabezas de sugerencias; una a una, las mujeres acabarían apareciendo en el castillo durante las dos semanas siguientes, y sus familias no volverían a verlas jamás. O, al menos, rogarían para no volver a verlas.</p> <p>—Tengo un colgante en la mano y, si te amenazara con él, te causaría gran dolor. Y no sólo eso: también tu verdadera identidad quedaría en evidencia ante todos los aquí presentes. Me parece que no lo deseas, ¿no es así?</p> <p>Jander permaneció inmóvil; después se volvió poco a poco hacia la persona que se atrevía a interpelarlo de forma tan osada.</p> <p>Era el mismo joven que había atendido al sacerdote anteriormente. El chico lo miraba pero evitaba el contacto directo con los ojos.</p> <p>—¿A qué te refieres con mi «verdadera identidad»? —inquirió con serenidad—. Estás amenazando a un invitado del burgomaestre del pueblo y del conde Strahd von Zarovich.</p> <p>El clérigo seguía sin mirarlo a los ojos, y sonrió ligeramente.</p> <p>—No creo que quieras arriesgarte, Nosferatu. Date la vuelta despacio y acércate al jardín.</p> <p>«Así pues —se dije Jander—, este sacerdote sabe lo que hace». Y tenía razón; a la menor señal de alarma, el clérigo anunciaría públicamente el vampirismo del elfo, y sin duda el pueblo reaccionaría con violencia. Jander hizo lo que le decía el sacerdote con la intención de acorralarlo entre las sombras.</p> <p>—Quédate bajo la luz del umbral.</p> <p>—Como quieras. —El joven tenía algo incomprensiblemente familiar; era de complexión delgada, pero la postura de los hombros, por no mencionar el atrevimiento con que se le había enfrentado, indicaba una voluntad tenaz y una gran fuerza interior. Su rostro era atractivo y delicado, casi bello, pero la mandíbula cuadrada y los penetrantes ojos negros desmentían cualquier atisbo de debilidad. Irradiaba además un sentimiento de gran dolor y pérdida, aunque una evidente determinación al mismo tiempo—. Muy bien, me tienes en tus manos —dijo suavemente—. No eres tan estúpido como quieres hacer creer a los habitantes de esta aldea, ¿cierto? ¿Qué quieres que haga?</p> <p>Los ojos negros lo escrutaron ávidamente de arriba abajo.</p> <p>—Sé de ti más de lo que crees, Nosferatu. Eres Jander Estrella Solar, un elfo, y procedes de otro mundo. Llegaste a Barovia hace unos veinticinco años y salvaste a un chico gitano de un linchamiento. Una joven, la amante del gitano, te juró la amistad de toda su familia. —Jander aguardaba con expectación—. He estado buscándote mucho tiempo. Me llamo Alexei Petrovich y en el pueblo me llaman Sasha; soy el hijo de Anastasia y el muchacho que salvaste era mi padre.</p> <p>Hablaba con seguridad y un ligero matiz de rabia y dolor asentado en el fondo. Jander se maravilló ante el control del muchacho.</p> <p>—Eres afortunado, Sasha Petrovich, en muchos aspectos. ¿Cómo escapaste al destino de tu familia?</p> <p>—No estaba en casa aquella noche. La pasé fuera con un amigo y, cuando regresamos a la mañana siguiente, encontré… —La voz se le quebró.</p> <p>—Tú leías un libro —recordó Jander— en el círculo de piedras; fue una buena medida que acamparais allí porque es un lugar sagrado de verdad. Pocos muertos vivientes serían capaces de violar el suelo sagrado.</p> <p>Sasha se puso en tensión, y Jander comprendió que había cometido un error.</p> <p>—¿Cómo lo sabes? —Al ver que Jander no respondía, Sasha apretó la boca y se llevó la mano al medallón otra vez; lo levantó, preparado para esgrimirlo contra el vampiro, y el elfo desvió la cara—. ¿<i>Cómo lo sabes</i>? —repitió ardorosamente.</p> <p>—Estábamos allí. Tu amigo y tú os librasteis de la muerte por los pelos. Si… mis compañeros hubieran estado más hambrientos, habríamos afrontado la santidad del círculo para conseguir vuestra sangre.</p> <p>—¿Y tú…? —preguntó Sasha con angustia.</p> <p>Jander le adivinó el pensamiento.</p> <p>—No, yo no asesiné a tu familia. Te pareces mucho a Petya, Sasha; no conocí muy bien a tus padres pero parecían buenas personas —explicó con tono suave—. Lamenté profundamente la muerte de tu madre y te juro que no la maté yo.</p> <p>Por fin, el joven miró a Jander a los ojos y, tras un momento, se relajó levemente.</p> <p>—De todas formas, aunque salvaras a mi padre, podrías haber sido quien… acabara así con mi madre. Quiero creerte pero eres…</p> <p>—¿Un vampiro? Sí, desde hace ya varios siglos, pero eso no significa que no me entristezcan las matanzas. Sasha, hace un momento confiaste en mí, cuando me miraste a los ojos sabiendo que es peligroso. Yo he preferido no hacerte daño, igual que tú has tomado la decisión de no traicionarme.</p> <p>—Mi madre me habló de ti, y juré no atacarte si alguna vez te encontraba. No es una decisión, vampiro; te pondría en evidencia públicamente si pudiera, pero estoy obligado por una cuestión de honor.</p> <p>—Han pasado muchos años desde que respiré por última vez. He olvidado más de lo que los mortales aprenderán nunca, pero no el honor —repuso Jander despacio—. Jamás te haré daño a ti ni a los tuyos, hijo de Petya. No puedo ofrecerte más.</p> <p>Una brisa agitó el aire nocturno. Sasha se estremeció y guardó silencio mientras el elfo esperaba respetuosamente. Los minutos pasaban, hasta que por fin Sasha habló en tono grave.</p> <p>—Nací en esta casa; este pueblo es mi hogar y esta gente es mi gente, aunque no me reconozcan como uno de los suyos. Hay cosas peores que morir, Jander Estrella Solar, y lo que hacéis tú y los de tu especie es una de esas cosas. ¿Cómo es posible que te parezcas tanto al Señor de la Mañana y sin embargo seas su peor enemigo? —Sasha fruncía el entrecejo, asombrado y dolorido—. ¿Cómo es que salvaste la vida de un muchacho a quien no conocías mientras necesitas la sangre de los vivos para sobrevivir? No alcanzo a comprenderlo; tal vez no son cuestiones accesibles al entendimiento humano. Mantendré la promesa con que me ataron mis padres, pero <i>más no puedo ofrecerte</i>.</p> <p>Desapareció con el mismo sigilo con que había llegado, confundido entre las sombras igual que un vampiro. Jander admiró esa cualidad, heredada seguramente de sus antecesores gitanos. Con un suspiro, volvió al interior y se concentró de nuevo en los presentes.</p> <p>A medida que la noche transcurría, Jander percibió las miradas mal encubiertas que una joven le dedicaba desde detrás del abanico. Era bastante atractiva, rubia y con cálidos ojos castaños. Al ver que el elfo se fijaba en ella, la muchacha dejó escapar una risita juguetona.</p> <p>Jander siguió mirándola y le hizo una seña con el dedo para que se acercara. La joven ocultó sus mohines tras el abanico y miró a sus compañeras significativamente; éstas la empujaron hacia Jander con sonrisas coquetas. Al elfo le dolía la boca y comprendió que estaba realmente hambriento. Era la hora de comer.</p> <p>Sasha trató de aliviar sus emociones paseando por el patio. Aspiraba profundamente el aire de la noche, inhalando la fragancia de los manzanos y las flores en busca de un poco de serenidad. No podía creer lo que acababa de hacer: mantener una conversación con un vampiro.</p> <p>Levantó la vista al escuchar los cascos de un caballo en el patio. Katya llegó hasta él con la capa volando al viento.</p> <p>—Sasha —le dijo, embargada de preocupación—, Martyn no se encuentra bien. Ven enseguida.</p> <p>El corazón le dio un vuelco; había pedido a Katya que llevara al sacerdote a la parte de atrás de la iglesia, pero, al parecer, algo iba mal. Sin preocuparse siquiera de montar en su propio caballo, subió al de la joven, tomó las riendas y se encaminó hacia la iglesia. No había mucha distancia entre la mansión del burgomaestre y la capilla, pero estaba tan ansioso que el camino le pareció eterno.</p> <p>—¿Qué le pasa? —preguntó a Katya mientras trotaban.</p> <p>—Parece que ha perdido la razón por completo y que sufre grandes dolores, pero no sé qué le pasa.</p> <p>Tan pronto como llegaron, Sasha bajó del caballo y ayudó a la joven a apearse. Abrieron juntos las puertas y se encontraron con la oscuridad absoluta.</p> <p>—¿Martyn? —llamó Sasha parpadeando. Había una vela encendida sobre el altar, y nada más, pero distinguió un bulto encogido junto a la mesa de madera—. ¡<i>Martyn</i>!</p> <p>Echó a correr por el pasillo hacia el sacerdote, y Katya se apresuró a encender más velas. Martyn gemía débilmente, apretándose un costado, y su pálido rostro se retorcía de dolor; sin embargo, cuando Sasha lo tocó, abrió los ojos y sonrió.</p> <p>—Sasha, has sido como un hijo para mí —jadeó—. Te echaré mucho de menos cuando me vaya, pero he visto al Señor de la Mañana y me ha llamado.</p> <p>—Martyn —replicó Sasha con ternura—, ése no era el Señor de la Mañana. Es un elfo y no es divino. ¡Déjame que te cure, por favor!</p> <p>Martyn negó enérgicamente con la cabeza mientras se retorcía de dolor y se apretaba aún más el lado enfermo.</p> <p>—No, hijo mío, no malgastes oraciones en mí. Me ha llamado y debo acudir. Te aseguro que <i>era</i> el Señor de la Mañana. Lo recuerdo perfectamente; todavía veo aquel rostro amable cubierto de sangre…</p> <p>Sasha sintió un estremecimiento helado. La familia de Martyn, como la suya propia, había sido asesinada por vampiros, pero un ser que al hermano le parecía el Señor de la Mañana le había salvado la vida: Jander, con toda seguridad. Comenzó a temblar. Entonces… ¿era todo mentira? ¿En realidad no había más Señor de la Mañana que el vampiro élfico? No podía ser, no era posible.</p> <p>—Martyn, por favor, no te dejes morir; puedo curarte…</p> <p>—¡No! —se opuso con un tono sorprendentemente vigoroso. Sus ojos estaban distantes y desenfocados—. Sí, Señor de la Mañana, os escucho… Ya voy… ¡Ah! —resolló con una mezcla de dolor y placer y alargó una mano delgada y vacilante hacia algo que Sasha no veía. El brazo cayó en el momento en que el clérigo se estremecía y suspiraba por última vez; después se quedó inmóvil.</p> <p>Sasha no podía apartar la mirada de puro aturdimiento. Por fin, cruzó las frías manos sobre el pecho hundido del cadáver y le cerró los párpados. Comenzó a llorar sin darse cuenta; Martyn había sido su única familia durante casi quince años. Ludmilla y su marido Nikolai trataban a los dos clérigos con amabilidad, pero el joven medio gitano sabía dónde estaban las preferencias de su corazón: en Martyn y el Señor de la Mañana. Ahora comenzaba a tener dudas.</p> <p>Katya se arrodilló a su lado discretamente y le pasó un brazo consolador por los hombros; con la misma ternura, el joven se deshizo del brazo.</p> <p>—Enseguida me repongo —le dijo mientras le acariciaba las mejillas con cariño—. Voy a enterrar a Martyn ahora mismo. ¿Te importa dejarme a solas un momento? Necesito estar solo con mi dios y hacerle muchas preguntas.</p> <p>Jander bajó otra vez a las mazmorras porque no se fiaba de los inconscientes zombis y esqueletos ni de las vampiras, que seguramente no enviarían la comida apropiada a la última prisionera. Giró la llave de la cerradura, que colgaba por la parte de fuera, y la puerta de hierro se abrió con un ruido. La pequeña lo miró con grandes ojos.</p> <p>—Toma —le dijo, mientras le dejaba en el suelo un plato con alimentos—. Come.</p> <p>La niña observó el plato, arrugó la nariz y volvió a mirar a Jander. El elfo se dio la vuelta dispuesto a marcharse, pero la prisionera lo sujetó por los pantalones para llamarle la atención. Jander se arrodilló para ponerse a la altura de su seria carita y localizó los pinchazos rojos e inflamados en el cuello. Él había aprendido a chupar la sangre con delicadeza, sin dejar rastro apenas si lo deseaba, y le había enseñado la técnica a Strahd. Sin embargo, las vampiras que el conde creaba practicaban puras sangrías bestiales; para el conde no eran más que objetos de usar y tirar, e incluso a Jander le importaba poco su desaparición cuando el señor decidía que ya no las necesitaba más. Las esclavas eran crueles, y esa tierna criatura no resistiría un segundo asalto.</p> <p>Sin saber por qué, y molesto consigo mismo por su debilidad, dijo:</p> <p>—¿Quieres irte a casa, señorita?</p> <p>—Sí, por favor —repuso la pequeña con dulce y trémula voz.</p> <p>La acción que iba a emprender rayaba en la temeridad, pero ya llevaba demasiados años sentado sin hacer nada. ¿Qué podía significar una sola criatura para Strahd? Sin decir nada más, la cogió en brazos y ella se agarró con fuerza a su cuello dorado y apoyó la cabeza en el hombro con tanta naturalidad como si Jander fuera su niñera. Minutos más tarde, dormía profundamente.</p> <p>Se acercó al vestíbulo de la entrada con sumo cuidado, atento a cualquier sonido que delatara la presencia de otro vampiro. Encontró varios esqueletos pero, al parecer, todas las esclavas habían salido a cazar esa noche, y también Strahd. En realidad, hacía un tiempo que el conde se dedicaba a salir casi todas las noches sin invitarlos a Trina ni a él ni dar explicaciones de lo que se traía entre manos.</p> <p>De todas formas, si alguna esclava decía algo de la niña, él siempre podría alegar que la había sacado de allí para comer en otra parte. La noche fría lo acogió al salir al patio, y cerró los ojos aliviado.</p> <p>Un ladrido repentino lo asustó y se volvió a mirar. Uno de los lobos que vivían en el castillo de Ravenloft estaba sentado cerca de él y golpeaba el suelo con la cola. Jander vaciló, pues hacía tiempo que Strahd dominaba a las bestias totalmente. No obstante, cuando se acercó a su mente para probar, no sintió hostilidad sino deseo de compañía. <i>Está bien, pequeña; vamos a dar un paseo</i>, le dijo.</p> <p>Jander corría velozmente a pesar de la carga que llevaba; la loba resollaba de cansancio y, aun así, cuando llegaron al pueblo sólo faltaba una hora para el amanecer. Pararon al principio del puente. El Ivlis, revuelto y crecido a causa de las últimas tormentas, bajaba torrencial; no sería agradable caer al cauce. Se quedó mirándolo, y recordó que veinticinco años antes no había podido cruzarlo por sus propios medios y Petya había tenido que llevarlo a cuestas; desde entonces, Strahd y él alcanzaban el pueblo directamente en forma de lobos o murciélagos, o bien lo pasaban en carroza.</p> <p>Sus facultades habían cambiado desde la llegada a Barovia; la tierra lo había privado cruelmente del contacto con la naturaleza al dotarlo de una energía letal para las plantas, aunque, por otra parte, en Barovia necesitaba menos horas de sueño que en Faerun y sus manos tenían mucha más fuerza. Se preguntó qué sucedería si intentaba cruzar el puente y, antes de completar el pensamiento, se encontraba ya a medio camino, con la niña aún plácidamente dormida entre sus brazos. A medida que se acercaba al otro extremo, una emoción incontenible se iba apoderando de él y, cuando por fin pisó tierra firme, tuvo que hacer un esfuerzo para no empezar a saltar de alegría. ¿Qué otras cosas podría hacer que le habían estado prohibidas durante siglos? ¿Llevar símbolos sagrados? ¿Mirarse en el espejo? ¿Contemplar la luz del sol?</p> <p>Un grave aullido de su acompañante interrumpió sus pensamientos; el animal se puso tenso, con las orejas proyectadas hacia adelante y las narices dilatadas. Lanzó un bufido y, dándose media vuelta, se internó en la espesura, de vuelta al castillo. Jander atisbo en la dirección que la loba había señalado y los rayos infrarrojos de su visión detectaron una forma grande y cálida un poco más adelante. Reajustó un poco la pesada carga y se encaminó hacia allí en silencio absoluto.</p> <p>Enseguida reconoció al joven sacerdote Sasha e imaginó lo que estaba haciendo. No iba vestido como de costumbre, con su hábito rosa y dorado, sino que llevaba ropa negra. Tenía una capucha negra atada al cuello, y estaba pálido y demacrado; a la espalda llevaba un saco ensangrentado.</p> <p>—Bien una vez más, Sasha Petrovich —lo saludó en la forma tradicional de Faerun; tenía un tono divertido en la voz—. De modo que eres tú quien se dedica a matar no-muertos; tenía mis sospechas.</p> <p>Sasha se sobresaltó violentamente y dio media vuelta con un medallón medio oculto en la mano. Al reconocer a su interlocutor se calmó un poco, pero cuando distinguió lo que llevaba en brazos se quedó horrorizado.</p> <p>—Déjala en el suelo ahora mismo —le ordenó.</p> <p>—Se haría daño si te obedeciera —respondió con una sonrisa carente de humor—. Pero no es lo que te parece. La he sacado de…, de donde la encontré y la devuelvo al pueblo. —Sasha lo miró con incredulidad—. ¡Por las trenzas de Sune, chico! ¿Crees que te saludaría si estuviera merendándome a la niña?</p> <p>Sasha no respondió al comentario; dejó caer el saco y se acercó al elfo con los brazos extendidos.</p> <p>—Dámela.</p> <p>—Todavía no confías en mí —replicó sin hacer el menor movimiento.</p> <p>—¡Eres un <i>vampiro</i>! ¿Cómo voy a confiar en ti?</p> <p>—¿Te parecería más digno de confianza si me negara a entregártela?</p> <p>—¿Qué es lo que quieres, Nosferatu? —inquirió el joven, temblando de rabia.</p> <p>—Vives en la iglesia, el único lugar del pueblo donde se conservan registros y libros. Estoy buscando a una mujer llamada Anna, que nació hacia el año 333 del calendario baroviano. Si encuentras alguna referencia, házmelo saber.</p> <p>—¿Para qué quieres saberlo?</p> <p>—No hay motivos perversos, te lo aseguro —respondió exasperado—. No te fías de nadie, Sasha, ni tienes sentido del humor. ¿Qué se hizo del niño que contaba historias de fantasmas?</p> <p>—Ese niño —contestó, cada vez más impaciente—, murió aquella noche con toda su familia. Ya no me quedan apenas razones para reír.</p> <p>Jander tuvo una reacción brusca que tomó a ambos por sorpresa; sus cejas doradas se unieron en un gesto terrible.</p> <p>—¿No te quedan razones para reír? ¡Estás vivo, eres joven, no necesitas vivir a costa de inocentes! —Le tendió la niña con tal vehemencia que la pequeña se despertó—. Disfrutas del sol, del amor de una mujer, de tus congéneres humanos… ¡Dioses! ¡Si yo fuera tú, descendiente de Petya, daría gracias de rodillas todos los días y reiría a cada minuto!</p> <p>La pequeña empezó a llorar. Sasha la cogió en brazos y la meció con cariño. En cuanto el joven se hizo cargo de ella, el elfo se transformó en lobo y desapareció, con las orejas aplastadas y la cola erizada.</p> <p>Sasha se quedó muy sorprendido por la reacción del elfo, aunque reconocía que tenía razón. Él daba por sentadas muchas cosas, y era vergonzoso que un ser no-muerto se las tuviera que señalar.</p> <p>—¿Dónde está el hombre de oro? —preguntó la niña.</p> <p>—Ya estás a salvo, pequeña. Voy a llevarte a casa.</p> <p>—¡Quiero ir con el hombre de oro! ¡Bájame, bájame!</p> <p>—Te bajaré en cuanto lleguemos al pueblo, ¿de acuerdo?</p> <p>Sasha no escuchaba las protestas de la niña, sino que meditaba sobre el peculiar vampiro élfico. Había cubierto ya la mitad del camino cuando oyó un gemido grave y profundo, acompañado de una risa gangosa. Durante un momento, se sonrojó cohibido pensando que había tropezado con una pareja de amantes, pero enseguida se dio cuenta de que el gemido no tenía nada de placentero y que la risa rebosaba crueldad. Dejó la carga en el suelo inmediatamente.</p> <p>—¿Qué haces ahora? —inquirió la niña.</p> <p>Sasha se quitó el medallón de Lathander y se lo puso a la pequeña alrededor del cuello; después sacó un trozo de cuerda.</p> <p>—Vuelvo ahora mismo, bonita, y te voy a dejar aquí atada para que no te pierdas en medio del bosque, ¿de acuerdo?</p> <p>—¡No! —exclamó, con un mohín en la rosada boquita.</p> <p>—Se trata de un juego —susurró Sasha, temeroso de que los oyeran—. Se llama «el juego del silencio», y quien se quede más callado gana las manzanas azucaradas.</p> <p>La niña estaba muy animada cuando terminó de sujetarla al árbol, y se llevó un dedo a los labios. Sasha respondió con el mismo gesto, y estrechó los ojos en busca de la fuente de los gemidos.</p> <p>Una mujer muy bella estaba agachada sobre otra más joven; tenía los labios pegados a la garganta de su presa y chupaba con fuerza. Un hilo carmesí se escapaba de su boca hambrienta y caía hasta empapar la ropa de la víctima. Al lado de la vampira había un lobo gris y marrón con los ojos semicerrados y la lengua fuera. Por fortuna, Sasha estaba colocado en contra del viento y ninguna de las criaturas lo oyó llegar.</p> <p>Se llenó de ira por dentro. ¡Dioses, cuánto odiaba a aquellos monstruos! También el miedo, como siempre, lo acosaba, pero se sobrepuso. Con movimientos expertos, sacó el frasco de agua bendita y lo tiró a la cabeza de la vampira. El recipiente se rompió y el líquido se derramó sobre la cara de la muerta viviente, le quemó la piel y le cegó la vista. La vampira dejó escapar un aullido ultraterrenal.</p> <p>El lobo se puso en guardia encolerizado y gruñó amenazadoramente.</p> <p>—¡Demonio de la oscuridad! —gritó Sasha, conmoviendo la noche—. ¡En el nombre de Lathander, Señor de la Mañana, te ordeno que te alejes de este lugar!</p> <p>Blandió ante sí un redondel rosado de madera con una determinación que avejentaba sus juveniles facciones.</p> <p>La vampira siseaba; toda la belleza de sus rasgos se había desvanecido y su rostro parecía una máscara retorcida y sangrienta de carne abrasada. Se encogió con un aullido y desapareció. El lobo que la acompañaba dio una dentellada al aire y se esfumó también en la noche. Sasha rezó una plegaria de agradecimiento a Lathander mientras se apresuraba a atender a la víctima caída.</p> <p>La joven respiraba con dificultad, pero aún estaba viva. Con una velocidad adquirida a fuerza de práctica, limpió la herida con agua bendita, la presionó ligeramente para que dejara de sangrar y se la vendó. Una vez fuera de peligro, rogaría a Lathander por su restablecimiento; de momento, sin embargo, no quería perder tiempo, de modo que tapó a la desgraciada mujer con la capa y se fue a buscar a la niña.</p> <p>—No he dicho ni una palabra —susurró la pequeña mientras la desataba.</p> <p>—Ya lo sé, bonita —musitó Sasha—. Lo has hecho muy bien.</p> <p>Volvieron junto a la mujer, que ya trataba de sentarse. Al percibir que alguien se acercaba, la joven se llevó la mano a la bota para sacar el puñal, pero los dedos no le respondieron.</p> <p>—Tranquila, tranquila —la calmó Sasha—; la debilidad te va a durar unas cuantas horas.</p> <p>Ella lo miró fijamente y el sacerdote se dio cuenta horrorizado de que no se había tapado con la capucha. ¿Sabría aquella mujer que él era cazador de vampiros? ¿Lo había visto atacar a la muerta viviente? La imagen de clérigo tímido que tanto le había costado hacerse quedaría destrozada a menos que la convenciera de guardarle el secreto.</p> <p>—¿Qu… qué ha ocurrido? —balbuceó la joven.</p> <p>—Te atacó un vampiro.</p> <p>—Eres el sacerdote.</p> <p>—Sí, cierto.</p> <p>—Entonces, ¿lo has espantado tú?</p> <p>—Bueno… —vaciló.</p> <p>—Puedo ayudarte. —La joven estaba débil pero el ofrecimiento era totalmente serio. Parpadeó mareada, bajo los efectos del susto todavía, supuso Sasha—. Me llamo Leisl —siguió, con menos voz cada vez—, y puedo ayudarte. No me dan miedo esas… cosas y no soporto los peligros que acechan a los ladrones honrados durante la noche. —La mirada se le desenfocaba a medida que hablaba—. No puedes seguir haciendo esto tú solo, lo sabes. ¿Qué pasaría si te… hirieran…?</p> <p>Agotada por el esfuerzo y la pérdida de sangre, Leisl perdió el conocimiento, y Sasha tuvo el tiempo justo para impedir que cayera al suelo.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>DIECIOCHO</p> </h3> <p>Un rayo templaba el rostro de Leisl y le hizo guiñar los ojos aún cargados de sueño. Por fin ajustó la vista y estudió el cuarto donde se hallaba.</p> <p>La dorada luz del sol entraba por una ventana abierta al cálido aire de verano; debía de ser por la tarde. Estaba descansando en una cama pequeña y cómoda, tapada con una sola manta de lana. La habitación era de reducidas dimensiones y las paredes formaban un ángulo extraño, por lo que dedujo que debía de tratarse de una especie de buhardilla. Aparte del lecho, sólo había una banqueta con una palangana y una palmatoria.</p> <p>Giró la cabeza y, con una mueca de dolor, se llevó la mano a la garganta y descubrió el vendaje. El recuerdo de lo sucedido la avasalló de pronto, aunque no sabía dónde se encontraba.</p> <p>Una atractiva joven abrió la puerta de repente, y su expresión se animó al verla despierta.</p> <p>—¿Dónde está Sasha? —preguntó Leisl.</p> <p>La joven pareció sorprenderse, pero seguía sonriendo.</p> <p>—Ya te has despertado. Eso está muy bien. Soy…</p> <p>—Katya, ya lo sé. ¿Dónde está Sasha?</p> <p>Katya alzó las cejas, asombrada.</p> <p>—Ahora mismo no está aquí y me encargó que te cuidara; estás en la iglesia, en su dormitorio. ¿Te apetece comer algo?</p> <p>La idea de la comida le producía náuseas, pero, deseando deshacerse de Katya por unos momentos, dijo:</p> <p>—Sí, me encantaría comer algo.</p> <p>—Bien, enseguida vuelvo. Quédate aquí y descansa mientras tanto. —Le dio un golpecito fraternal en la mano y se marchó cerrando la puerta tras de sí.</p> <p>«¡Qué maravilla! —se dijo Leisl sarcásticamente—. Estoy en la cama del hombre a quien amo y me cuida su prometida. Es genial». Se incorporó con mucho cuidado y comprobó que le habían cambiado la ropa; llevaba una camisa de hombre muy grande para su talla, y nada más. Se sonrojó sólo de pensarlo.</p> <p>Llamaron a la puerta, y <i>la Zorrilla</i> se tapó hasta el pecho.</p> <p>—Adelante; ¡qué rápido cocinas, Kat…! ¡Oh!</p> <p>Era Sasha, con la frente fruncida por la preocupación y vestido de nuevo con sus ropas talares.</p> <p>—Buenos días, Leisl. Te llamas así, ¿verdad? ¿Estás mejor?</p> <p>—Sí, gracias.</p> <p>—Mira —comenzó, acercando la banqueta a la cama—, tenemos que hablar.</p> <p>Leisl se recostó en la almohada y cruzó los delgados brazos bajo el pecho.</p> <p>—Adelante.</p> <p>—Anoche me dijiste que eras ladrona.</p> <p>Se quedó helada. ¿De verdad lo había dicho?</p> <p>—Me insultas, me llamas ladrona cuando ni siquiera sabes…</p> <p>—Lo dijiste tú, Leisl —repitió Sasha con firmeza—. Estabas débil y no pensabas con claridad, pero sé que es cierto.</p> <p>—¿Vas a entregarme? —inquirió mirando a otra parte.</p> <p>La azotarían públicamente en la plaza, por lo menos, y, si el burgomaestre estaba de mal humor, tal vez hasta le cortaran las manos.</p> <p>—Vamos a hacer un trato —dijo Sasha—; nadie sabe que yo… me dedico a esas cosas por la noche, y es mi deseo que siga siendo un secreto.</p> <p>—Lo comprendo; llevaremos el asunto con toda discreción.</p> <p>—No puedes venir conmigo.</p> <p>—¿Por qué no?</p> <p>—Porque es muy peligroso.</p> <p>—Sasha, escucha, no tienes idea…</p> <p>—Bien, ya veo que estáis conversando animadamente —dijo Katya al entrar con la bandeja.</p> <p>A pesar de que antes no le apetecía, Leisl olisqueaba ahora la comida con apetito. Katya le traía puré de cereales caliente, pan y mantequilla, huevos fritos y una jarra grande de leche fresca.</p> <p>—Creo —dijo Leisl cuando Katya le colocó la bandeja sobre las piernas— que me voy a comer todo esto en menos que canta un gallo.</p> <p>—Bien —aprobó Katya—, así engordarás un poquito. —Leisl la miró de mala manera, pero la otra joven parecía completamente inocente—. ¿Os dejo solos para que charléis?</p> <p>—Por favor —replicó el sacerdote.</p> <p>Katya se inclinó a besarlo en la mejilla.</p> <p>—Llámame si necesitas algo —le dijo a <i>la Zorrilla</i> antes de salir.</p> <p>Siguió un silencio incómodo, y Leisl se lanzó a los huevos con apetito.</p> <p>—¡Qué buenos están! ¿No quieres un poco? —le ofreció con la boca llena.</p> <p>—No, gracias —rechazó él con un gesto.</p> <p>—¿Ella sabe algo de tu… esto… afición? —inquirió señalando hacia la puerta con el tenedor.</p> <p>—No, y quiero que siga siendo así. Le he dicho que te encontré esta mañana en la puerta, muy temprano. —Hizo una pausa—. Te agradezco la ayuda que me ofreces pero ya es bastante arriesgado para una sola persona, sobre todo tratándose de una chica…</p> <p>—Llevo robando para vivir desde que tenía siete años, Sasha Petrovich —le espetó Leisl, con una mirada asesina—, y he salido de situaciones que te habrían hecho encanecer al momento. Es posible que esa damita dulce y encantadora no lo soporte, pero eso no significa que yo sea igual, de modo que no vuelvas a poner la excusa de que soy una chica, ¿de acuerdo?</p> <p>—¡Qué manera tan lamentable de agradecer que te haya salvado la vida! —repuso Sasha sin levantar la voz.</p> <p>—Perdón —dijo Leisl con la mirada hundida en el plato—. Tienes razón; pero es que soy así de brusca. —Siguió comiendo—. Katya cocina muy bien —confesó.</p> <p>—Entonces, ¿no vas a traicionar mi secreto?</p> <p>—No —afirmó mientras untaba la mantequilla en el pan—, no abriré la boca, siempre y cuando tú hagas lo mismo.</p> <p>—Gracias, Leisl. Quédate aquí hasta que te encuentres bien del todo.</p> <p>Se levantó y se marchó sin añadir nada. Leisl se quedó mirándolo con una ternura en el rostro que habría sorprendido mucho a Sasha, si lo hubiera visto. Después, volvió a concentrarse en la excelente bandeja de Katya; no tenía intenciones de marcharse sin haber terminado la comida.</p> <p>La vampira olisqueó, y una sonrisa se dibujó lentamente en su rostro: sangre humana.</p> <p>El lobo que estaba a sus pies también captó el olor y gruñó quedamente, con apremio. Los dos depredadores se dirigieron juntos hacia la presa.</p> <p>El humano vestido de negro sería fácil de cazar. Era pequeño y delgado, y contemplaba la rápida corriente del Ivlis mientras, con poco entusiasmo, lanzaba guijarros a las negras aguas.</p> <p>Se acercaron a él sin ruido, pero fue ella quien recibió una sorpresa. En el momento en que le puso las manos en los hombros, el hombre se lanzó al río intentando abrazarla a su vez.</p> <p>La vampira gimió, y las aguas oscuras le inundaron la boca abierta y la nariz; ambos cayeron al fondo como piedras. La vampira era totalmente incapaz de nadar y, cuando notó que la presa pretendía deshacerse de ella, se aferró con más fuerza aún. ¡Maldito! Si ella se ahogaba, lo arrastraría también al fondo…</p> <p>Oculta en un nudoso árbol cerca de la ribera, <i>la Zorrilla</i> escrutaba la superficie ansiosamente. Lo había visto todo. Sasha era, sin duda, el hombre más estúpido que había visto en su vida… y había visto muchos. Sin embargo, debía admitir que sabía perfectamente lo que hacía; al fin y al cabo la había librado de un vampiro.</p> <p>Su nerviosismo aumentó al ver que ya no salían más burbujas del fondo. Esperó unos segundos, y con un juramento se lanzó al agua.</p> <p>¡Por todos los dioses! El río estaba helado hasta en verano. La impresión estuvo a punto de hacerle perder toda la reserva de precioso aire que guardaba en los pulmones, pero se sobrepuso con un gran esfuerzo y se hundió más en las aguas, hasta tocar con las manos un cuerpo blando.</p> <p>La vampira estaba muerta, pero se mantenía firmemente asida a Sasha y su peso le impedía a éste liberarse. Leisl no distinguía nada en aquella oscuridad pero se imaginó que el bulto que se debatía era Sasha y desprendió las manos muertas de su cuello. Algunos trozos de carne, arrancados a los huesos del monstruo por la fuerza de las procelosas aguas, pasaron rozándole la cara. Durante unos breves segundos, Sasha se enfrentó a ella, pero enseguida salió disparado hacia la superficie con Leisl detrás.</p> <p>Empezaron a toser como tísicos, entre atragantones y grandes bocanadas de aire; después, Sasha dio unas fuertes brazadas hasta alcanzar la orilla. Una vez en tierra, completamente ateridos, Sasha buscó la capa y se la ofreció a Leisl, que la aceptó de buen grado, deseando que los dientes dejaran de castañetearle.</p> <p>—No tendrías que haberme seguido —la reprendió Sasha—. Podrías haberte hecho mucho daño; incluso podrías haber muerto. Esto que yo hago es arriesgado.</p> <p>—Desde luego —bufó—. Te habrías aho…, ahogado, de no haber sido por mí. —Abrió la capa—. Ve…, ven aquí conmigo. Te morirás si no t…, te calientas un poco.</p> <p>Sasha vaciló; la imagen de Katya le atravesó el cerebro por unos instantes, pero la hizo a un lado. Leisl apenas podía ser considerada una mujer, y sin duda no suponía amenaza alguna para Katya en el corazón del clérigo. Se acercaron más, y Sasha cerró la capa para crear calor.</p> <p>Cubrieron el camino hacia el pueblo en silencio; Leisl era casi tan alta como Sasha y acompasaba los pasos a los del sacerdote sin dificultad.</p> <p>—Entonces, ¿cuándo es la próxima partida?</p> <p>Sasha se detuvo y le clavó la mirada desde la corta distancia que los separaba.</p> <p>—¿Por qué crees que voy a llevarte conmigo?</p> <p>—Seguro que sí —sonrió con malicia—, porque, si no, le contaré a tu preciosa Katya lo que haces por las noches.</p> <p>Sasha se sonrojó de rabia. No se avergonzaba en absoluto de sus actividades como justiciero de vampiros, pero no quería implicar a su inocente futura esposa en algo tan peligroso. Si se llegaba a descubrir, ella estaría más expuesta que nadie. Por otra parte, Katya ya había sufrido bastante en su corta vida y no deseaba añadirle preocupaciones de ningún tipo. <i>La Zorrilla</i> arqueó una ceja.</p> <p>—¿Bien? ¿Qué prefieres? ¿Un compañero o una prometida furiosa? —No había elección posible, y lo sabía. Sin tomarse siquiera la molestia de responder, Sasha le quitó la capa y se alejó—. ¡Eh! —lo llamó, y echó a correr tras él.</p> <p>—Tendrás que jurar fidelidad a Lathander —sentenció sin mirarla—. Es la única forma de que podamos trabajar juntos.</p> <p>—De acuerdo. De todas formas, ese dios me cae más o menos bien.</p> <p>—Tendrás que aceptar mis órdenes sin siquiera cuestionarlas.</p> <p>—Bien, acepto.</p> <p>—Y se acabó el robar. No estoy dispuesto a trabajar con una persona que vive del robo.</p> <p>Leisl abrió la boca para protestar, pero enseguida la cerró otra vez.</p> <p>—De acuerdo. Entonces, ¿ya está?</p> <p>La miró por fin, con una mezcla de exasperación y risa incontenible.</p> <p>—¡Eres una auténtica lata! Ya lo sabías, ¿verdad?</p> <p>La joven hizo un gesto burlón.</p> <p>—Movéis vos —dijo Strahd con suavidad.</p> <p>Jander examinó el tablero con el entrecejo fruncido. Jugaban a un juego, inventado por el propio Strahd, que se llamaba «Halcones y liebres». Naturalmente, el señor de Barovia siempre escogía los halcones. Sin embargo, a medida que el elfo se ejercitaba en el juego, planteaba mayores retos a Strahd. Se produjo una larga pausa durante la cual sólo se oía el crepitar del fuego. Poco después, Jander movió la liebre dos cuadros a la derecha.</p> <p>—Llegaré a la madriguera en cinco movimientos —anunció.</p> <p>Strahd estudió el tablero, totalmente inmerso en la partida.</p> <p>—No si pongo en juego el azor —ronroneó, abatiendo la pieza sobre la liebre de Jander. Recogió la piedra gris y la dejó a un lado con la otra que le había retirado ya—. Jander, siempre olvidáis proteger la retaguardia.</p> <p>—Y vos —replicó satisfecho— siempre pasáis por alto los detalles. —Saltó dos cuadros con la coneja—. La coneja ha llegado a la madriguera; según las reglas, esto me da opción a… —contó las piezas que quedaban en el tablero— introducir cinco gatitos más. —Alargó la mano hacia los guijarros grises caídos en poder de Strahd y escogió cinco con la alegría bailándole en los ojos.</p> <p>—Jugáis a la defensiva —subrayó el conde.</p> <p>—Soy la liebre; no me queda otra opción.</p> <p>—Me aburro —protestó Trina, que llevaba toda la velada alicaída.</p> <p>Strahd pasaba pocas noches en casa últimamente, y la pequeña no se conformaba con que el conde prefiriera lugar una partida con Jander en vez de dedicarse a ella. Se estiró cerca del fuego y extendió un brazo sobre un gran lobo gris que dormitaba ante la chimenea.</p> <p>—Silencio —gruñó el conde, en el preciso momento en que llamaban a la puerta—. Adelante.</p> <p>Una de las esclavas se asomó.</p> <p>—Excelencia, ha llegado un vistani y desea veros. Dice que es importante —anunció.</p> <p>—Ahora bajo —contestó, atento a la esclava y olvidado del juego—. Jander, Trina, enseguida regreso. —Se levantó, se detuvo, movió una pieza y sonrió al elfo fríamente—. La coneja está muerta. —Desapareció con una fioritura y un crujir de seda negra y roja.</p> <p>Trina ocupó la silla vacía.</p> <p>—Enseñadme a jugar, Jander —le pidió mientras observaba las piedras redondas y pulidas.</p> <p>—Esta noche no. —Tras una larga pausa, preguntó—: ¿Sabes adonde va Strahd desde hace unos meses?</p> <p>—No. Antes me llevaba con él, pero ahora ya no. Dice que está buscando a alguien. ¿Por qué estas piezas son grises y las otras de colores diferentes?</p> <p>Jander no la escuchaba. Pensaba en el conde y se preguntaba si él sería consciente de lo mucho que había cambiado. De modo que «buscaba a alguien». No era sorprendente; lo que sí lo sorprendía de verdad era que el conde no hubiera comenzado a asesinar metódicamente a la población en busca del desconocido vengador. Había optado por desaparecer de vez en cuando durante una semana o más para llevar a cabo sus investigaciones y reforzar la red de espías.</p> <p>No obstante, tanta discreción en la forma de proceder no indicaba que el señor hubiera aceptado su suerte con calma. Jander sabía que, en algún momento, la telaraña se cerraría sobre Sasha y deseó buena suerte al joven.</p> <p>—Los vistanis han encontrado a otra de las mías —anunció Strahd; Jander salió de sus elucubraciones con un sobresalto. El conde estaba en la puerta y temblaba de furia contenida.</p> <p>—¿Cómo ha sucedido esta vez? —preguntó el elfo.</p> <p>—La ahogó. Era Marya. ¡Maldito sea, <i>maldito</i> mil veces! —El elfo recordaba a Marya, la novedad más reciente en el grupo de bellezas; una mujer voluptuosa de grandes e hipnóticos ojos que había impresionado a Strahd considerablemente. Tenía motivos para encolerizarse más que de costumbre—. Este enemigo es extraordinario. He repetido a mis esclavas una y otra vez que no viajen solas. Están advertidas y, sin embargo, él las sorprende siempre y termina con ellas. Cegó a Shura para que no lo viera y me lo dijera después. Me pregunto si este personaje misterioso será más que mortal. —Sonrió arteramente—. Por fortuna, conozco encantamientos nuevos para enfrentarme a él.</p> <p>Trina, que jugueteaba inconscientemente con las piezas del tablero, murmuró unas palabras inaudibles, y Strahd frunció el entrecejo.</p> <p>—¿Qué has dicho, bonita?</p> <p>—Nada —repuso mohína.</p> <p>El genio refrenado del conde estalló. Se acercó a ella a grandes zancadas y le echó la cabeza hacia atrás.</p> <p>—Recuerda quién es tu maestro, niñita loba —musitó con los labios cerca de la garganta de Trina—. No me sirves de alimento, pero podría quitarte la vida. ¿<i>Qué dijiste</i>?</p> <p>—Strahd —terció Jander.</p> <p>—¡Silencio! —graznó el conde, y subrayó la orden con una retahila ininteligible. Cuando el elfo intentó hablar otra vez, se había quedado mudo; se llevó las manos a la garganta como si pudiera sacar la voz a la fuerza—. ¡Habla! —ordenó Strahd a la muchacha.</p> <p>Trina lloraba de rabia y de pena.</p> <p>—¡He dicho que si no tuvieras tantas esclavas estúpidas no las perderías!</p> <p>Con un bufido desdeñoso la soltó. Trina cayó de la silla y comenzó a convertirse en lobo al instante. Strahd echó una ojeada al tablero y se puso aún más severo.</p> <p>—Trina, has estado jugueteando con mis piezas. ¡Te he prohibido que toques mis juegos! —Antes de que Strahd la castigara más, la muchacha terminó su transformación y salió apresuradamente de la estancia con el peludo rabo entre las patas—. ¡Ramera celosa! —exclamó el conde; la suficiencia le cambió la rabia en buen humor—. No puede soportar que me entretenga con otras cosas. Dentro de un momento volverá arrastrándose. Pienso conservarla mientras me interese; ansia poseer mis conocimientos de magia… y a mí. —Miró a Jander y lo liberó del encantamiento silencioso.</p> <p>—¡Sabéis perfectamente cuánto aborrezco la magia, Strahd! —exclamó furioso—. ¿Es que no podéis respetarlo? ¡Tantas vidas perdidas, tantas atrocidades! Y… ¿para qué? ¡Es violar las leyes de la naturaleza! Y, sin embargo, no os proporciona paz espiritual, ¿verdad?</p> <p>—Cuidado con lo que decís, amigo —le advirtió el conde en tono suave y amenazador—. Recordad que sois mi huésped y que vos mismo sois una violación de las leyes naturales. —El elfo se quedó inmóvil, como petrificado, pero Strahd no le prestó atención y se puso a colocar las piezas en el tablero—. ¿Empezamos otra partida?</p> <p>Jander se precipitó fuera de la biblioteca en busca del refugio de los bosques. La brisa repleta de aromas estivales que soplaba desde el castillo lo acompañó durante todo el trayecto. Se internó en la espesura, sacó la flauta y comenzó a tocar una melodía frenética; los dedos bailaban mientras la furia se convertía en música.</p> <p>«Una violación de las leyes naturales, eso es lo que soy —reflexionaba amargamente—. Pero también soy otras cosas que Strahd no comprenderá jamás». Se le ocurrió que podría publicar los crímenes del conde por toda la villa, pero la idea de la traición no encajaba fácilmente en sus esquemas. En Toril, un acto de traición le había costado todo: vida, felicidad e incluso el alma inmortal, tal vez. Los recuerdos de aquel suceso desplazaron toda la ira que sentía, y un profundo pesar se apoderó de él a medida que se adentraba en el pasado.</p> <p>La hoguera chisporroteó cuando Jander añadió una brazada de ramas secas al centro rojo anaranjado del fuego. Las llamas saltaron y llenaron el aire de chispas flotantes. Un momento después, la fogata quedó reducida a un agradable resplandor.</p> <p>El elfo no se sentía animado. Estaba muy cansado y aún le quedaban varias jornadas de viaje. A unos pocos metros de distancia, el caballo ramoneaba satisfecho y tendía de vez en cuando una oreja hacia su amo. Jander preparó una cama y comenzó a revolver en las alforjas en busca de algo con que acallar su escandaloso estómago, pero torció el gesto al ver el resultado de la búsqueda; los víveres se reducían a un pedazo de panceta de cerdo en salazón prácticamente incomestible y un poco de pan de viaje rancio. Royó el mendrugo con escaso entusiasmo mientras pensaba en que no quedaba más remedio que moverse y preparar una trampa para cazar un conejo.</p> <p>Se animó un poco con la idea de que por fin regresaba a casa; doscientos años de vagabundeo por Faerun combatiendo el mal, trabando amistades, durmiendo en el frío y duro suelo eran más que suficiente para agotar a cualquiera. En todo momento había mantenido en alto la reputación de la familia Estrella Solar, y Bienhallada llamaba directamente a su corazón, para que regresara después de recorrer el mundo. <i>Bienhallada, Bienhallada, hogar del Pueblo</i>…</p> <p>Solo en medio de la noche, sacó la flauta que él mismo había fabricado en Bienhallada, la única compañera fija durante los dos siglos de viajes aventureros. Desenvolvió el instrumento con cuidado, dejó a un lado las múltiples fundas que lo protegían y se lo llevó a los labios.</p> <p>La misteriosa música, casi mágica, llenó el aire dulcemente, como el canto de un pájaro o el cautivador suspiro eterno de las olas. La yegua dejó de pacer para escuchar un momento. Gideon solía decirle que, cuando él tocaba, todos los animales del bosque interrumpían lo que estuvieran haciendo para escuchar. El elfo no sabía si sería cierto o no, pero estaba seguro de que aquella actividad actuaba como un bálsamo sobre su espíritu atormentado.</p> <p>La pureza de las notas le envolvía el corazón incluso después de haber terminado.</p> <p>—No hay nadie en Toril que toque como tú, viejo amigo —dijo una voz.</p> <p>En un segundo, Jander desenvainó la espada y se puso en guardia.</p> <p>—¿Quién está ahí? —preguntó amenazador, lleno de inquietud porque no había oído aproximarse al intruso.</p> <p>En respuesta, una silueta se acercó al fuego; su corpulencia era más apropiada para un guerrero que para un sacerdote, pero el hombretón de poblada barba llevaba hábito clerical. Jander se quedó sin respiración, y por un instante la emoción lo dejó mudo.</p> <p>—Gideon —susurró—, te dimos por muerto en Daggerdale.</p> <p>—Y muerto estaría si no hubiera sido por el milagro de Ilmater. Me curé. Él vino y me libró de la enfermedad.</p> <p>Jander había oído hablar del milagro de Ilmater. En algunas ocasiones, cuando un sacerdote devoto sufría un mal grave, el dios de los mártires se manifestaba y tomaba su lugar. Era un acontecimiento poco común, pero el elfo no conocía a nadie más merecedor de semejante merced. Enfundó la espada, la arrojó sobre el lecho y se acercó a su amigo a grandes pasos, con los brazos extendidos en señal de bienvenida. Gideon respondió de la misma forma, sonriendo ampliamente, y lo abrazó con fuerza.</p> <p>—¡Oh! Gracias a los dioses, gracias… Las palabras de agradecimiento se tornaron en un grito estremecedor cuando Jander sintió dos punzadas ardientes que se le clavaban en el alma y en la carne. El agudo dolor descendió hasta sus entrañas, y tuvo la sensación de que lo despojaban del espíritu a través de los dos diminutos orificios en la yugular; notó vagamente las gotas de sangre que le resbalaban por el cuello y le manchaban la túnica.</p> <p>Intentó deshacerse de Gideon pero estaba muy débil y sus manos empujaban desmayadamente la mole pectoral del clérigo. El banquete prosiguió sin tregua hasta que la conciencia del elfo se redujo a un minúsculo punto de luz tras las pestañas y desapareció por completo después.</p> <p>Más tarde, volvió en sí. Se hallaba bajo una especie de manto fresco y húmedo, empapado del olor margoso de la tierra, que le aprisionaba el rostro. Trató de cambiar de postura y de quitarse la suciedad de la cara, pero la tierra lo cubría por completo. El pánico se apoderó de él y comenzó a debatirse frenéticamente apartando la tierra a arañazos y escarbando una salida de aquella fosa poca profunda.</p> <p>Empujado por el miedo, se arrastró unos metros a toda prisa. La debilidad lo desmoronó y le impidió ponerse en pie dignamente; se limitó a yacer en el suelo contemplando la trinchera, una fea resquebrajadura en el fértil substrato forestal. Entonces rezó una oración por haber escapado por tan poco.</p> <p>—Buenas noches, Jander —saludó una voz estridente—. Espero que hayas dormido bien. —Después sonó una risa nerviosa.</p> <p>Se sentó y volvió la cabeza pesadamente. Un joven delgado emergió de entre las sombras de un árbol cercano. Estaba pálido y tenía el cabello abundante, rizado y cobrizo; un mechón le caía sobre la lechosa frente. Sus grandes ojos recordaban a los de un conejo, y se mordía el labio con impaciencia mientras estrujaba entre las manos un par de guantes de fina piel. El resto de la vestimenta, desde las botas de cuero a la camisa de lino, era igualmente delicada.</p> <p>—¿Quién…? —comenzó Jander, pero su voz parecía un graznido. Se humedeció los resecos labios y empezó de nuevo—. ¿Quién eres? ¿Dónde está Gideon?</p> <p>—Tu amigo pregunta por ti, clérigo —dijo el joven, tras lanzar otra breve carcajada, seca como un ladrido.</p> <p>El sacerdote apareció entonces ante los ojos del elfo. Tenía un extraño brillo rojizo en los ojos y sonreía mostrando unos dientes blancos y afilados entre la barba salpicada de sangre. Con gran aversión se dio cuenta de que aquella sangre había salido de su propia garganta.</p> <p>—Ahora eres de los nuestros, Jander —anunció Gideon con una voz que nada tenía que ver con el tono fuerte y triste que él recordaba. El timbre del clérigo convertido en vampiro poseía un matiz sarcástico que nunca había percibido.</p> <p><i>Ahora eres de los nuestros</i>. Jander se llevó la mano a la garganta; estaba lisa, sin marcas, y cerró los ojos aliviado. Aún no se habían apoderado de él, de modo que si… —No, Jander Estrella Solar —decía el joven pelirrojo—. Eres un vampiro auténtico; búscate el pulso. Llevas muerto un día completo.</p> <p>Lentamente, sin apartar los ojos de Gideon y el desconocido, acercó una mano a la otra y se palpó la muñeca, frunció el entrecejo y lo intentó otra vez. No tenía pulso.</p> <p>Acostado en el suelo todavía, movió la cabeza para mirar mejor al extraño joven que lo observaba a él con admiración.</p> <p>—Éste me gusta mucho, Gideon, mucho de verdad. Lo has hecho muy bien. Tráele algo de comer. Jander, me llamo Cassiar y a partir de ahora soy tu amo.</p> <p>—No —musitó el elfo—. Gideon…, ¡éramos amigos!</p> <p>—Cuando éramos mortales sí —se burló la endemoniada criatura. El gigante se acercó con un niño rubio en brazos—. Ahora soy el vampiro Gideon, y el pasado no me sirve para nada. Pertenezco a Cassiar y lo obedezco.</p> <p>—Debes de tener mucha hambre, ¿no es así, Jander? —ronroneó Cassiar.</p> <p>El vampiro élfico sintió apetito de pronto y comprendió que su cuerpo de muerto viviente recién estrenado ansiaba la sangre de la garganta del pequeño. La olía, y el aroma le provocó una curiosa sensación en el paladar; los colmillos crecieron en respuesta al estímulo aromático y un nuevo horror se apoderó de él.</p> <p>—¡No! —gritó, cubriéndose el rostro con los brazos—. ¡No puedes obligarme a hacerle eso a una criatura!</p> <p>Cassiar torció la boca en una mueca de fastidio.</p> <p>—No tienes opinión en este asunto. <i>Me obedecerás</i>… ¡Y te ordeno que bebas!</p> <p>En aquellos momentos, Jander era un vampiro demasiado joven y débil como para resistir el mandato de su amo. Asqueado, mordió torpemente la garganta del niño. Unas gotas de sangre le salpicaron el dorado rostro y, a pesar de que mentalmente sentía revulsión por el acto, su cuerpo chupó con avaricia.</p> <p>Después miró a Cassiar lleno de odio. Tardaría casi un siglo en conseguirlo, pero finalmente daría muerte a tan perverso dominador, hecho que le permitiría forjar su propio futuro, aunque poco lo ayudó a liberar su alma de la maldición arrojada sobre él por la traición de un amigo.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>DIECINUEVE</p> </h3> <p>Sasha se estremecía de horror mientras completaba el trabajo con la última víctima. Se concedió un reposo para calmarse, arrodillado sobre la hojarasca del bosque, pero, incluso después del breve respiro, tuvo que hacer dos intentos para arrancar la pesada estaca del pecho de la vampira, y gruesas gotas de sudor le bañaron la frente cuando llenó de ajos la hermosa boca. Seguía empecinado en hacer caso omiso de la presencia de <i>la Zorrilla</i>, que observaba en silencio su malestar.</p> <p>Recogió el machete y se dispuso a separar la cabeza del tronco, pero le temblaba tanto el pulso que no lo consiguió.</p> <p>—Yo me ocupo de ella —se ofreció Leisl con toda naturalidad.</p> <p>Agradecido, le pasó el hacha y se quedó admirando con cuánta facilidad decapitaba la joven el cadáver. Era una auténtica profesional: ni vacilaciones ni lágrimas, y no era la primera vez que el clérigo se preguntaba si Leisl tendría corazón.</p> <p>La vampira había comenzado su existencia de muerta viviente hacía tan sólo unas semanas. El olor de la sangre y la putrefacción le inundó la pituitaria, y se acercó al árbol más cercano a vomitar. Leisl lo pasó por alto discretamente y se concentró en el trabajo.</p> <p>El sacerdote hacía lo posible por dejar de tiritar mientras se limpiaba la boca apoyado contra el tronco. Naturalmente tenía miedo; siempre lo tenía. Sólo un loco no sentiría un sano respeto por esas criaturas poderosas e inteligentes. Un loco o un niño inocente e impulsivo, como había sucedido aquella lejana noche en que, temerariamente, se había enfrentado a la oscuridad del exterior mientras perdía a su familia en el refugio de su propio hogar.</p> <p>El miedo no lo preocupaba, pero la repentina debilidad sí. De pronto captó, por el rabillo del ojo, una forma blanca y flotante. Se puso alerta al momento; la adrenalina le corría por todo el cuerpo. ¿Otro vampiro? Divisó la sombra otra vez y la reconoció enseguida.</p> <p>—<i>¡Katya</i>! —gritó, y el eco violó bruscamente el silencio espeso y envolvente del bosque estival. Sin pensarlo dos veces, se lanzó tras ella a la carrera.</p> <p>—¡Aguarda, Sasha! —exclamó Leisl.</p> <p>Con un juramento, la joven tomó las herramientas entre sus ensangrentadas manos y echó a correr. Lo alcanzó con facilidad, porque Katya, o lo que fuera, había desaparecido. El clérigo respiraba apenas y un pánico atroz se reflejaba en su rostro; miró a Leisl transido de dolor.</p> <p>—<i>¡Katya</i>! —repitió, como si la sola palabra explicara todo.</p> <p>Leisl sintió que se le encogía el corazón. Ya sabía adonde se dirigían los rápidos pasos de Sasha y, cuando llegaron a la aldea, ambos jadeaban de agotamiento. Sasha aporreó brutalmente la puerta de la pequeña cabana de Katya.</p> <p>—¡Katya! Soy yo, querida. ¡Abre, por favor!</p> <p>Siguió un prolongado silencio. El rostro del joven traslucía su angustia mientras escarbaba nerviosamente con el pulgar en una astilla de la jamba de la puerta. Por fin, se abrió un resquicio y Katya asomó temerosa; apretaba en la mano el símbolo sagrado que llevaba colgado.</p> <p>—¿Sasha? ¡Oh, Sasha!</p> <p>Con un sollozo, se abrazó a él, y el clérigo la sujetó junto a sí.</p> <p>—Mi amor, ¿estás bien? ¿Qué te pasa? Me pareció verte… —se detuvo justo a tiempo— ahí fuera.</p> <p>—¡Oh, Sasha! Sí, es posible, y por eso estoy tan asustada. —Lo miró con enormes ojos castaños llenos de lágrimas—. Soy… sonámbula —confesó en un susurro. Sasha se quedó helado; el sonambulismo en Barovia era una verdadera invitación a la desgracia, y el sacerdote sabía mejor que nadie lo peligroso que podía resultar. Asustado de pronto, le apartó el espeso cabello del cuello temiendo encontrar los diminutos pinchazos reveladores, pero respiró gratamente aliviado al comprobar que no había nada—. Tengo sueños horribles —prosiguió—, con sangre, y me acechan desde las sombras. Entonces me despierto y no sé donde estoy… —Comenzó a llorar y escondió el rostro en el pecho de Sasha—. Y quisiera que… Ya sé que no está bien pero… Me gustaría que me acompañaras mientras duermo, sólo por saber que no me quedo sola.</p> <p>—¡Eh, vosotros dos! Hace frío aquí fuera y me gustaría dormir un rato —interrumpió Leisl en tono seco.</p> <p>Sasha se sobresaltó; la preocupación por el malestar de Katya le había hecho olvidar a la otra muchacha.</p> <p>—Sí, claro —repuso Katya, alejándose del clérigo, avergonzada—. Perdona, Leisl; ya me encuentro mejor.</p> <p>Sin embargo, ninguno de los visitantes se dejó engañar; los ojos de Katya seguían desorbitados, y el labio inferior le temblaba.</p> <p>—Toma —dijo Sasha al tiempo que se quitaba el medallón de Lathander y se lo entregaba a Leisl—. Vuelve a la iglesia. Ya nos veremos por la mañana. No quiero dejarla sola esta noche.</p> <p>Una leve exclamación de agradecimiento escapó de los labios de Katya, y la joven le apretó con fuerza la mano.</p> <p>—Bien —asintió Leisl—. Quedamos allí.</p> <p>Miró a Katya dispuesta a decirle algo, pero calló; en esos momentos, un mutis rápido era preferible a un comentario mordaz. Si se hubiera quedado un minuto más, habrían visto las lágrimas que empezaban a empañarle los ojos. No podía odiar a Katya porque era sumamente dulce, pero estaba terriblemente celosa. Leisl tragó con determinación mientras el llanto se desbordaba por sus mejillas.</p> <p>Sasha la vio alejarse preocupado; <i>la Zorrilla</i> siempre lo dejaba perplejo. ¿Qué demonios le pasaba ahora? Enseguida volvió la atención a Katya.</p> <p>—No habrá más pesadillas esta noche, querida. Te lo prometo —bromeó; le besó la mejilla. La cabaña era pequeña pero práctica, de un piso, con dos habitaciones y sencillamente amueblada. Sasha repasó con cuidado la falleba de las dos ventanas y la cerradura de la puerta—. Mañana al alba, cuando el poder de Lathander alcance su punto máximo, colocaré guardianes en la puerta, pero ahora vamos a llevarte a la cama otra vez.</p> <p>Katya regresó al lecho sumisamente y se tapó hasta la barbilla; se quedó mirándolo con enormes ojos soñolientos mientras Sasha acercaba una silla.</p> <p>—Gracias por quedarte —musitó en un bostezo.</p> <p>—Es un placer; ahora, a dormir.</p> <p>El sacerdote pretendía hacer guardia hasta el amanecer, pero debía de estar mucho más cansado de lo que pensaba porque, un rato después, se despertó de repente. Katya se convulsionaba en la cama y se arañaba la garganta. «¡No, no!», gritaba con los párpados muy apretados.</p> <p>Sasha se acercó al momento y le sujetó los brazos a los lados con desesperación para que dejara de hacerse daño. La joven se despertó con el pánico pintado en el rostro.</p> <p>—¡Sasha!</p> <p>—Estabas soñando, nada más. —La abrazó tiernamente para apaciguar el temblor.</p> <p>—Sasha —repitió, con un tono de voz diferente. El clérigo torció la cabeza para mirarla. Los ojos se le habían oscurecido, y tenía los labios muy encarnados—. Sasha.</p> <p>Sin poder contenerse, la besó, y todas sus buenas intenciones quedaron relegadas al olvido, barridas por la belleza y la inesperada pasión que le despejaba la cabeza de pensamientos sombríos.</p> <p>Jander se enderezó y se desperezó, satisfecho por los resultados conseguidos hasta el momento; releyó entonces la leyenda inscrita al pie del fresco: EL REY GOBLIN HUYE ANTE EL PODER DEL SAN_O S_M_O_O DEL L__A_E D__CU_R_O. Casi había terminado, y tenía que admitir que le intrigaba el resto del mensaje. Oyó un portazo y el rumor de pasos acelerados.</p> <p>—¿Jander? ¡Jander! ¿Dónde estáis?</p> <p>—Junto al fresco, Trina —repuso.</p> <p>La mujer loba llegó apresuradamente con los ojos iluminados de alegría infantil y abrazada a un libro enorme.</p> <p>—¡Mirad lo que me ha dejado Strahd para estudiar mientras está ausente! —Se lo mostró; era un tomo de encantamientos.</p> <p>—Es maravilloso, Trina —dijo, disimulando su aversión.</p> <p>—Aquí hay toda clase de fórmulas, escuchad: «Para sanar heridas graves»; «Para descubrir lo oculto por la magia»; «Para abrir puertas cerradas mágicamente»…</p> <p>Jander no escuchaba. «Para hacer desaparecer a mujeres lobo parlanchínas», pensó con una leve sonrisa.</p> <p>—¿Para qué era la última? —inquirió de pronto, procurando mantener un tono neutral.</p> <p>—Hmmm… Aquí está. «Fórmula para abrir puertas cerradas mágicamente».</p> <p>—Ésa es muy difícil, tengo entendido. Vale más que no lo intentes todavía.</p> <p>Tal como esperaba, Trina, quien se hallaba sentada en la escalera con el libro abierto sobre el regazo, frunció el entrecejo.</p> <p>—Si está aquí puedo hacerlo. Vos no apreciáis la magia y no comprendéis cuánto me ha enseñado Strahd en estos últimos meses.</p> <p>—De todas formas, dudo que estés preparada para ese hechizo en concreto —insistió.</p> <p>—Mostradme una puerta que esté mágicamente cerrada y la abriré —alardeó ella.</p> <p>—No se me ocurre ninguna —replicó el elfo en actitud reflexiva—. No creo que… Un momento; sí, hay una sellada por un encantamiento.</p> <p>Subieron a la biblioteca de inmediato. Jander estaba nervioso y expectante, pues hacía ya tiempo que deseaba entrar en el misterioso cuarto de Strahd. La búsqueda de pistas sobre Anna en las demás partes del castillo había concluido en un callejón sin salida, y sabía positivamente que allí había libros, y tal vez alguna cosa más que le revelara algo sobre su amada.</p> <p>Subieron la escalera de caracol, y Jander indicó la puerta precisa.</p> <p>—Creo que es ésa. Inténtalo.</p> <p>Trina dejó el libro abierto sobre la mesa encerada del centro y estudió la fórmula durante unos minutos, en tanto Jander fingía indiferencia repasando los lomos de los volúmenes.</p> <p>—Mirad —anunció Trina.</p> <p>Se situó en frente del cuarto y cerró los ojos; levantó las manos con las palmas extendidas y musitó una larga retahila de palabras. El contorno de la puerta comenzó a iluminarse con un suave tono azulado, que desapareció de improviso. Sonó entonces un claro chasquido y la hoja se abrió un par de centímetros.</p> <p>—¡Vaya, Trina! ¡Qué lista eres! —aprobó el elfo. La aprendiza de bruja sonrió ampliamente, muy satisfecha consigo misma—. ¿Qué más sabes hacer?</p> <p>Deseaba entrar en aquella habitación tentadoramente abierta más que cualquier otra cosa. Sin embargo, antes de hacerlo, tenía que despejar de la mente de la loba toda sombra de sospecha con respecto a sus intenciones. Con un falso interés en los avances de la muchacha, la siguió durante una hora o más mientras ella movía objetos sin tocarlos o hacía que el fuego se animara o quedara reducido a brasas para demostrarle sus últimos logros.</p> <p>—«Encantamiento para caer como una pluma» —leyó ella abriendo los ojos de admiración—. Será como volar, ¿no?</p> <p>—No sé, pero vale más que lo estudies a fondo antes de empezar a lanzarte por los barrancos.</p> <p>—Desde luego —rió Trina.</p> <p>—¿Quieres enseñarme algo más? —preguntó el elfo, con la esperanza ardiente de haber tocado el fondo del saco de trucos de Trina. Ella revisó el índice rápidamente y sacudió la cabeza en gesto negativo.</p> <p>—No, no hay nada más por ahora.</p> <p>—Bien, en ese caso, ¿te importaría ir a estudiar a otra parte? Yo tengo cosas que hacer.</p> <p>—¿Como qué? —inquirió con mirada recelosa.</p> <p>Durante un penoso instante, la mente se le quedó en blanco, pero enseguida se repuso.</p> <p>—Quiero lustrar estas estanterías —contestó—. Son preciosas y, en realidad, el conde no se ha tomado el tiempo necesario para hacerlo a conciencia…</p> <p>—Claro, Jander. Os dejo solo —replicó ella al punto ante la aburrida perspectiva—. Voy a practicar «la caída de la pluma» un rato. Hasta luego. —Se marchó con el libro cerrado, pero sin retirar el dedo de la página de referencia.</p> <p>Por fin a solas, Jander cerró el pestillo del estudio para mayor seguridad y, con la boca reseca de excitación y nerviosismo, se dirigió al cuarto abierto. Hacía años que no se arriesgaba tanto, pero Strahd se había ausentado hacía pocos días y aún tardaría en regresar. ¿Qué sería lo que Strahd ocultaba con tanto celo? No podía imaginárselo siquiera.</p> <p>Tuvo un instante de remordimiento, al recordar que había dado a su anfitrión palabra de no entrar allí. El honor y la curiosidad —esta última apoyada por una esperanza loca de encontrar por fin el rastro de Anna— sostuvieron un breve duelo. Pero al cabo dio un paso adelante.</p> <p>Ligeramente turbado, alargó la mano vacilante y empujó la puerta. Se abrió con un crujido hacia una estancia grande y a oscuras. El hedor a descomposición le hizo arrugar la nariz mientras sus ojos se adaptaban a la escasa luz. Tomó la antorcha de la pared de la izquierda, la encendió en la chimenea de la biblioteca y, así armado, entró.</p> <p>Una gran mesa se extendía ante sus ojos, otro objeto más en el castillo que atestiguaba el esplendoroso pasado, pero que ahora se hallaba cubierto de una gruesa capa de polvo. Sin embargo, no fue ese detalle lo que lo sorprendió, sino lo que había sobre el mueble, bajo el polvo acumulado en el transcurso de los años.</p> <p>La mesa estaba preparada para un banquete que nunca había llegado a celebrarse. Una repugnante masa de materia descompuesta ocupaba el centro, y se acercó con la antorcha para verlo mejor. Al parecer, se trataba de una tarta; una tarta nupcial, a juzgar por los numerosos pisos y la pequeña muñeca vestida de blanco que adornaba la cúspide.</p> <p>Un regusto a miedo le rozó el paladar. En aquella habitación había algo terriblemente malo. Se alejó un poco y pisó un objeto que crujió bajo la bota y, al agacharse para mirar qué era, su aprensión aumentó. Se trataba de la otra mitad del adorno de la tarta: una diminuta representación del novio, sin cabeza.</p> <p>Comenzó a escudriñar el resto de la sala. La mesa y los despojos del pastel indicaban que había sido un comedor, y también una galería de retratos. Se encontró rodeado de rostros de la familia Von Zarovich, algunos de cuyos nombres le resultaban familiares. Se detuvo ante el cuadro de una bella pareja.</p> <p>Según rezaba la placa, eran Barov y Ravenovia von Zarovich, retratados poco después de contraer matrimonio, y era una pareja sorprendentemente atractiva. Por la fecha de la pintura y el enorme parecido con Strahd, dedujo que se trataba de los padres del conde. Los rasgos del hombre estaban claramente reproducidos en el rostro del hijo: ojos oscuros, nariz estrecha y pómulos idénticos a los del actual conde de Ravenloft. Ravenovia había sido una auténtica belleza, y el habilidoso pintor había sabido captar el fuego y la inteligencia de sus ojos oscuros.</p> <p>El cuadro siguiente representaba a tres hombres, uno de los cuales, sentado en una mullida silla de terciopelo rojo, era Strahd. No había cambiado apenas desde la fecha del retrato, y Jander supuso que éste debía de haber sido terminado poco antes de su transmutación. A la izquierda, y ligeramente escondido tras la silla, se hallaba un hombre de casi cuarenta años, algo achaparrado pero con una expresión benévola y un parecido innegable con Strahd. A la derecha, arrodillado junto a la silla y con una mano sobre el brazo de ésta, posaba el joven más hermoso que hubiera contemplado en su vida. Se parecía también a Strahd, pero era diferente: de piel más clara, con un sello inconfundible de vigor juvenil y una curiosa mezcla de poder, dignidad e inocencia; debía de tener algo más de veinte años. Resultaba extraño, pero tenía la sensación de reconocer aquel rostro. Tanto Strahd como el joven llevaban uniforme, pero de distintas órdenes y categorías; el menor lucía un bellísimo colgante en forma de sol mientras que el mayor tenía el pecho cuajado de medallas.</p> <p>Leyó los nombres: Strahd, Sturm y Sergei von Zarovich; un irresistible trío de hermanos, si el pintor no hubiera sido tan perceptivo y fiel en el momento de reproducir el atormentado semblante de Strahd. Sus ojos severos revelaban una personalidad que no había contemplado felicidad ni hermosura en ninguna parte, y la boca era tan sólo una fina línea carente de humor. Incluso en vida, cuando la sangre y el aliento lo vinculaban a la existencia bajo la luz del sol, Strahd había sido un ser infeliz, a pesar de los honores que le engalanaban el pecho.</p> <p>Muchos cuadros más llenaban las paredes. Los trajes variaban con los años, aunque algunas armaduras y joyas se repetían como si fueran herencias familiares o regias insignias ceremoniales.</p> <p>En el otro extremo de la sala había una mesa de pequeño tamaño meticulosamente conservada, al contrario que la mayoría de los muebles de la fortaleza. Estaba cubierta con un paño blanco y limpio, sobre el cual se hallaban colocados con esmero un collar, unos pendientes y un brazalete. Dos velas en sendas palmatorias bruñidas ocupaban un pequeño espacio junto a dos libros encuadernados en piel; uno era muy antiguo y conservaba claras muestras de manoseo continuo, pero el otro era mucho más nuevo.</p> <p>Escogió el nuevo y lo ojeó sin objeto. Estaba escrito en el curioso código de Strahd, que Jander había aprendido a descifrar a lo largo de las últimas décadas. Lo dejó en su sitio sin preocuparse de mirar el otro volumen.</p> <p>Junto a los tomos descubrió un portarretratos tapado con un paño blanco parecido al de la mesa. Frunció el entrecejo; ¿por qué estaría oculto? Con un movimiento rápido, retiró el velo.</p> <p>Contempló horrorizado la pareja representada; era un hombre y una mujer posando felizmente con traje nupcial, pero el rostro del hombre aparecía destrozado con una navaja. Sin embargo, no fue ese acto salvaje lo que lo dejó anonadado, sino el rostro de la mujer que enlazaba el brazo de su compañero.</p> <p>Era Anna, y no podía ser otra.</p> <p>Sonreía radiante al joven sin cara con una expresión de júbilo puro, y sus ojos resplandecían de amor. Llevaba un espléndido vestido blanco, un ramo de flores y un largo velo sobre las ondas rojizas. Su boda se había celebrado en aquella habitación.</p> <p>Se quedó estudiando el retrato varios minutos, tratando de encontrar el sentido de aquella sinrazón. Al rato, bajó la vista hasta los nombres de la pareja: «Sergei von Zarovich y Tatyana Federovna el día de su boda. 351».</p> <p>El elfo retrocedió despavorido. La cabeza le daba vueltas al intentar comprender lo sucedido. No era Anna, sino una mujer llamada Tatyana. ¿Sería su hermana?, ¿una hermana gemela, tal vez?</p> <p>Sus ojos recayeron sobre los libros. Pensando que quizá dijeran algo sobre Tatyana, tomó el nuevo y lo abrió por la página del título: «Anales de Strahd». A pesar de la agitación que lo desbordaba, lanzó un bufido burlón. Sólo Strahd sería capaz de semejante ostentación. Se sentó junto al relicario de Tatyana con el tomo sobre las piernas y comenzó a leer con temor y ansiedad.</p> <p><i>Yo soy El Antiguo, yo soy La Tierra. Mis principios se pierden en las tinieblas del pasado. Fui guerrero, bueno y justiciero. Asolé reinos como la ira de un dios justo, pero los años de guerra y los años de matanza desgastaron mi alma como el viento desgasta las piedras hasta reducirlas a granos de arena…</i></p> <p>Frunció el entrecejo. No se trataba de una crónica del pasado sino de pura propaganda del conde a favor de sí mismo; la historia recogida según sus propios deseos… y plagada de falsedades como si fuera un cuento, igual que el relato que le había contado a él años atrás sobre la forma en que Barovia había entrado en las nieblas. Una historia violenta, y alterada de una mujer, un rival y…</p> <p>Con los ojos desorbitados, volvió a mirar el retrato. ¿Sería ese joven esplendoroso el rival de Strahd, el que había «encantado» a Tatyana y se la había «robado» al conde? Falso, todo era mentira; estaba seguro, aunque no sabía por qué. Era imposible concebir una pareja más enamorada que la de la pintura, imposible tildarlos de dominador y esclava.</p> <p>Asqueado, dejó el libro a un lado y alcanzó el otro. Consciente de la fragilidad del papel, lo abrió con toda precaución. Las páginas estaban amarillas y peligraban a cada roce; la letra apenas se entendía y el código utilizado dificultaba aún más la lectura rápida. De todas formas, se distinguía lo suficiente como para saber que se trataba de un diario comenzado en el 347 del calendario baroviano, hacía unos ciento cincuenta años. Es decir, antes de que Strahd se convirtiera en vampiro.</p> <p>Jander empezó a temblar. Cerró el documento y se encaminó a la biblioteca. Aún faltaban varias horas para la puesta del sol y nadie lo molestaría. Dejó la antorcha en su sitio, se arrellanó en un sillón mullido y comenzó la lectura.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>VEINTE</p> </h3> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i><strong>Duodécima luna, 347</strong>. Después de tanto tiempo, ha terminado la guerra. Las huestes enemigas han sido diezmadas, destruidas o expulsadas. He encontrado un valle, que se extiende ante las ruinas del castillo del señor guerrero. He tomado ambos…</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i><strong>Sexta luna, 348</strong>. La paz me roe el alma; no me gusta. Yo tampoco gusto a los habitantes de Barovia, pero no me importa…</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i><strong>Tercera luna, 349</strong>. Los trabajos en el castillo continúan. Lo llamaré Ravenloft en honor a mi madre. Lentamente va convirtiéndose en un hogar digno de los Von Zarovich…</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i><strong>Undécima luna, 349</strong>. Los preparativos han concluido, y llamaré a mi familia para que transforme esta fría fortaleza en un hogar</i>.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i><strong>Cuarta luna, 350</strong>. Ya están aquí y Sergei, mi hermano menor a quien no conocía, ha venido con ellos. ¡Cuan joven es, en cuerpo y espíritu! Si no hubiera estado a punto de vencerme en el combate esta mañana, habría dicho que era un soldado novato, pero, honestamente, posee una habilidad asombrosa</i>.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i>Nos hemos hecho amigos inseparables y hermanos de sangre como soldados. Se adapta muy bien a la nueva era de paz, mientras que yo, con el frío de la guerra en los huesos y el sabor de los combates todavía en el paladar, jamás lo conseguiré. ¡Qué no daría por ser como él ahora, joven y despreocupado, atractivo y cautivador de mujeres! ¡Qué ironía que esté destinado al sacerdocio por ser el menor!</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i>Debo de estar envejeciendo… La noche fría busca en vano el alba. Jamás había deseado formar una familia, pero, ahora que Sergei ha venido, me imagino a mí mismo con una esposa al lado y un vástago en las rodillas…</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i><strong>Sexta luna, 350</strong>. El Gran Sumo Sacerdote Kir ha muerto repentinamente, y Sergei ha querido declarar un día de luto nacional. Ahora debe asumir él la dignidad de Gran Sumo Sacerdote, un honor que cohibe al muchacho en gran medida. No se le permite vestir las ropas talares porque aún no ha sido ordenado, pero el clero le ha concedido permiso para adornarse con el colgante sacerdotal, una bonita chuchería a la que Sergei atribuye un gran valor emocional, tal vez demasiado</i>.</p> <p>Corría el año 350 del calendario baroviano. El conde Strahd von Zarovich contemplaba el río Ivlis, que serpenteaba entre las montañas y el bosque de Svalich, con la conciencia de ser el amo absoluto e incuestionable de todo cuanto se extendía ante sus ojos.</p> <p>Sin embargo, esa seguridad no le causaba satisfacción; pocas cosas lo alegraban en esos días.</p> <p>Hacía unos pocos años, un atemorizado burgomaestre de una de las aldeas había promovido un movimiento para declarar el cumpleaños del conde día de fiesta nacional. El burgomaestre pretendía suavizar el enojo de Strahd a causa de los miserables impuestos que había pagado el pueblo; no obstante, había escogido una táctica escasamente adecuada porque Strahd jamás celebraba su cumpleaños. En una ocasión lo había llamado, en son de broma, «cumplemuerte» y ya nadie lo contradecía. La juventud se le había escapado, la había despilfarrado entre luchas y genocidios.</p> <p>El desafortunado alcalde apareció muerto, con la cabeza separada limpiamente del tronco por un certero golpe de espada, y el tema del cumpleaños del conde jamás volvió a discutirse.</p> <p>Aquel día, Strahd volvió a la biblioteca y retomó el diario que había comenzado al conquistar el reino.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i>¡Odio a los barovianos! No saben cuándo dejar las cosas en paz</i>. Hizo una pausa y después garabateó: ¿<i>Es que Sergei ha adquirido también esa característica</i>?</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i>Ha tomado la desconcertante costumbre de aventurarse en la aldea para, según dice él, «procurar el bien de estas gentes». Allí lo tratan como a una especie de joven divinidad, lanzan flores al paso de su montura y lo ensordecen con sus vivas y aclamaciones. Nada bueno le reportarán todas esas demostraciones porque su lugar está por encima del populacho, aquí, en el castillo de Ravenloft, como un Von Zarovich, adecuado a su rango. No debería revolcarse en el polvo de los aldeanos</i>.</p> <p>De pronto llamaron a la puerta del estudio. —Adelante —dijo, ausente.</p> <p>Era Sergei, encendido su bello rostro y despeinados los oscuros bucles.</p> <p>—¡Oh, Strahd! ¡Tengo que contarte lo que ha sucedido hoy!</p> <p>—¿De verdad? —replicó su hermano mientras dejaba el libro a un lado de mala gana—. ¿Qué has podido encontrar en esa lúgubre aldea capaz de interesar a un Von Zarovich?</p> <p>Strahd frunció el entrecejo cuando Sergei acercó una silla. Siempre le había parecido que el entusiasmo y la franqueza de su hermano menor no eran propios de los amos de la tierra, y, en esos momentos, el joven parecía un cachorro retozón. Realmente debía de haber sucedido algo portentoso.</p> <p>—He conocido a una muchacha. Strahd se mantuvo a la espera, pero, al parecer, el anuncio había concluido. Con un deje de fastidio retomó el diario.</p> <p>—¡Cielos, Sergei! ¿Es que piensas ponerte a dar saltos cada vez que «rescates» a una de esas meretrices del pueblo…?</p> <p>—¡Si no fueras mi hermano te mataría por esas palabras! —Sergei se había levantado lleno de cólera—. La he conocido en el pueblo mientras llevaba a cabo mi misión; ayuda a los demás y… ¡Oh! No la conoces, pero pronto la traeré al castillo y la verás con tus propios ojos.</p> <p>—¡No mancharás esta casa con rameras!</p> <p>—¡Y tú no hables así de Tatyana!</p> <p>—¡Caramba! ¡Hasta tiene nombre la furcia!</p> <p>Con un gran esfuerzo, Sergei dominó la rabia, volvió a sentarse y comenzó a hablar en tono suave.</p> <p>—¡Hermano! Sabes muy bien el amor que te profeso; te ruego que no te refieras a Tatyana en esos términos ni de ninguna otra forma excepto con toda educación. Ciertamente es de baja cuna, pero encarna a la perfección misma. Jamás he visto un alma tan resplandeciente, y te aseguro, Strahd, que la haré mía. Deseo casarme con ella.</p> <p>—Ni hablar. En primer lugar, no posee el rango adecuado y, en segundo lugar —tomó entre las manos el amuleto sacerdotal de su hermano—, te debes a otro compromiso, ¿recuerdas?</p> <p>—Sabes que padre y madre no tenían especial empeño en que siguiera mi vocación. La costumbre de que el menor tome órdenes sacerdotales no es más que eso: una costumbre tradicional. ¡No una ley!</p> <p>—Parecías apto para ello.</p> <p>—Sí —admitió—, y aún lo soy. Pero, si mi destino fuera continuar por ese camino, los dioses no permitirían que amase a Tatyana de esta forma. Cuando la conozcas, también la amarás y, por otra parte, ¿qué importancia tiene que me case o no? El heredero eres tú, y después Sturm. Ya ves… —concluyó con una radiante sonrisa—, ser el menor tiene ciertas ventajas.</p> <p>—Sergei —la paciencia de Strahd comenzaba a rozar el límite—, cásate con quien quieras. No me importa. Si has encontrado una granuja rechoncha en la aldea y la limpias lo suficiente como para que los criados no pongan objeciones, por mí puedes casarte mañana mismo. Ahora déjame; tengo mucho que hacer.</p> <p>Sergei escrutó el rostro de su hermano con sus claros ojos.</p> <p>—Sé que entre nosotros median muchos años de diferencia y que me crees extremadamente joven e inmaduro. Yo siempre te he admirado, hermano, pero no he llegado a comprender la razón de tanta amargura cuando has ganado tanto y tienes tantas cosas a tu favor.</p> <p>—Sergei…</p> <p>—¡Maldita sea, Strahd! Nadie sabe mejor que yo cuánto has hecho por todos nosotros. ¡Has terminado con una guerra que llevaba años asolándonos! ¡Has comprado la paz para nosotros! Has cumplido tu misión de un modo magnífico. Yo, en cambio, no puedo aducir méritos semejantes. No ganaré ninguna guerra; sólo puedo vivir y comportarme como creo más justo en estos tiempos tranquilos. —Se levantó—. Lamento que tu juventud haya perecido sepultada en el campo de batalla, pero yo no tengo la culpa.</p> <p>Strahd se quedó mirándolo mientras se alejaba. En algunas ocasiones, Sergei lo exasperaba por completo, pero en otras lo admiraba más que a cualquier otro hombre. Era la última flor, y la más radiante, de la rama Von Zarovich. Había proporcionado amor y alegría a sus padres mientras él permanecía alejado en la guerra y Sturm se ausentaba del círculo familiar en pos de sus intereses. El menor había llegado a la juventud sin conocer a su hermano mayor y, cuando éste se estableció en Barovia y llamó a la familia, ambos se encontraron por primera vez.</p> <p>El amor fraternal surgió a primera vista. Sergei adoraba abiertamente a Strahd, el galante héroe, y Strahd no podía evitar corresponderle. Además, Sergei reunía cualidades admirables: inteligencia, buen humor y gran compañerismo en los juegos de lucha. El viejo guerrero quería a su hermano en la medida de sus posibilidades.</p> <p>El castillo de Ravenloft no era el paraíso. Strahd deseaba recuperar la juventud. No sólo amaba a Sergei; quería <i>ser</i> él, tener veintisiete años y toda la vida por delante como la mesa de un banquete, para saborearla y disfrutar de todos los platos hasta la saciedad. Había vertido sus años jóvenes en la tierra para aplacar a los dioses de la guerra y ahora, a los cuarenta y cinco años de edad, guardaba pocos tesoros para reconfortarse. No tenía ni familia ni amigos íntimos, y todo el bien que había creído estar llevando a cabo en el pasado se había doblegado a las conveniencias. Ninguna de las leyes proclamadas había cambiado el mundo, y ninguno de los territorios anexionados le había proporcionado vida nueva. Sergei aprendería la lección si se encadenaba a la hija de un hortelano cualquiera, pensaba amargamente.</p> <p>Tomó la pluma y escribió en enérgicos caracteres gruesos: <i>A pesar del cariño que media entre nosotros, Sergei me enfurece en ciertas ocasiones</i>.</p> <p>Cinco días más tarde, cuando la prometida de Sergei descendió del carruaje y miró a su alrededor con ojos tímidos, Strahd sintió una aguda desesperación.</p> <p>La joven era bellísima, la perfección encarnada, tal como le había dicho su hermano, alta y con abundante cabello castaño cobrizo que le caía en grandes ondas sobre la espalda. Sus sencillos atavíos se le pegaban a los generosos pechos y al estrecho talle, y tenía la piel bronceada por el sol. Sergei le sujetaba la mano con firmeza, radiante de orgullo y amor, y, cuando Tatyana levantó los ojos hacia su futuro esposo, sus pupilas irradiaban devoción. Aquella noche, Strahd logró soportar las presentaciones, e incluso la prolongada y ceremoniosa cena, pero aquella encantadora joya del valle le había hecho perder el corazón.</p> <p>La autenticidad de su dulzura empeoraba aún más las cosas. Solía tomar a Strahd del brazo cuando paseaban y lo llamaba «hermano» o «hermano mayor» con todo respeto. ¿Cómo podía adivinar que envidiaba a su hermano con toda su alma?</p> <p>A veces se le antojaba que también lo amaba a él, pero, indefectiblemente, esa frágil ilusión saltaba hecha pedazos tan pronto como Tatyana posaba los ojos en Sergei; entonces la vida rebosaba por todo su ser, amorosa, plena, maravillosamente. Todo aquel que contemplaba a la joven pareja participaba de su felicidad porque la mutua devoción que se profesaban era genuina y también evidente.</p> <p>A todos contagiaban, excepto al conde Strahd von Zarovich.</p> <p>Seguía soñando que se enamoraría de él, y sus sueños se oscurecían a medida que transcurrían los meses y la fecha de la boda se acercaba. Comenzó a consultar libros de magia sin hallar lo que buscaba. Su irascibilidad iba en aumento, y pernoctaba hasta el alba con frecuencia en busca de una solución a sus males…</p> <p>Una tarde, trató de refugiarse tocando el órgano y se distrajo durante un rato dejándose envolver en la música que le llegaba al alma. Sus dedos volaban sobre las teclas, extrayendo acordes que reflejaban su tormento y que, a la vez, lo liberaban de él.</p> <p>Unos ruidos en el vestíbulo de la entrada rompieron su concentración y dejó de tocar; la sutil paz se había desvanecido. Disgustado, fue a investigar. Al parecer, no podría gozar de una tarde pacífica. Se oían risas y conversaciones cordiales en los salones antes silenciosos a medida que los participantes en la cacería, perros incluidos, iban llenando el comedor. Las uñas de los perdigueros, que caminaban meneando la cola, arañaban suavemente la piedra del suelo.</p> <p>—¡Strahd! —saludó Sergei a su hermano—. Te has perdido una partida excelente.</p> <p>—Es cierto, hermano mayor. Hasta tú habrías disfrutado si hubiéramos conseguido apartarte de tus libros un momento —añadió Tatyana con una cálida sonrisa.</p> <p>—Los libros son buena compañía —replicó, tras obligarse a devolver la sonrisa—, y la caza del zorro una pérdida de tiempo.</p> <p>—Sí, pero en ésta te habrías divertido y, además, ¡seguro que no te imaginas lo que sucedió después en la Guarida del Lobo! —Sergei tomó a su hermano por el brazo y lo llevó hasta la mesa, donde los discretos camareros descorchaban polvorientas botellas y llenaban copas de cristal. Sergei cogió una y ofreció a Strahd el rojo líquido.</p> <p>—¡Sergei! —exclamó Tatyana con el rostro del mismo color que el vino, y, entre avergonzadas risas, apoyó la cabeza en el pecho de Strahd de forma totalmente inconsciente—. Por favor, hermano mayor, hazlo callar. No quiero que cuente esa historia.</p> <p>Strahd cerró los ojos para no traicionar el tormento que lo corroía. ¡Oh! ¡Tener la cabeza de Tatyana sobre el pecho de aquella forma, y no conseguir su amor! Sin poder resistirlo más, alzó un brazo para acercársela.</p> <p>De pronto, la ansiada calidez desapareció. Sergei, siguiendo la broma, había recuperado a su prometida y la besaba a pesar de sus tímidas protestas. —Me ha dado toda una lección, Strahd.</p> <p>—Bien saben los dioses que tienes mucho que aprender —gruñó el conde, envenenado por los celos.</p> <p>—Estábamos tomando cerveza en compañía de los aldeanos en la taberna de la villa y, de pronto, un bruto grande y peludo asió a Tatyana y, antes de darme tiempo a reaccionar, ya estaba intentando…</p> <p>—¿Cómo?</p> <p>La pregunta salió como un proyectil de la garganta de Strahd, y la furia se apoderó de él. Los demás miembros de la partida retrocedieron, asombrados. El conde no era famoso por su amabilidad, pero esa rabia encendida que le deformaba la cara iba más allá de lo que hubiera presenciado el más desafortunado de todos. Incluso Tatyana sintió temor, y se acercó más a su futuro marido. Sergei fue el único que no se inmutó, amparado en el amor absoluto hacia su hermano, y continuó contando el incidente.</p> <p>—Intentaba arrojarla al suelo —completó—. Bien, en cuanto nos recuperamos, unos cuantos aldeanos y yo lo separamos de Tatyana, e íbamos a sacarlo fuera para darle una paliza que no olvidara jamás, cuando ella nos lo impidió. —Asombrado, Strahd dirigió la vista hacia la joven, que, pese a estar completamente sonrojada, mantuvo la mirada con firmeza. ¡Dioses, qué ojos!—. Nos dijo que conocía a aquel hombre, que se habían criado juntos y que estaba enfadado porque ella había tenido la suerte de casarse con un Von Zarovich mientras su familia moría de hambre. Entonces, ¿sabes lo que hizo mi paloma? —Sonrió a la muchacha abiertamente y la abrazó con ternura—. Se quitó todas las joyas que llevaba puestas y se las entregó. «Compra comida para tus hijos», le dijo, «y, mientras yo viva, los tuyos no volverán a pasar hambre». Después, aquel monstruo, aquel oso enorme y torpe… ¡Fue increíble Strahd! ¡Comenzó a llorar como una criatura mientras besaba las manos a Tatyana! ¿No te parece asombroso?</p> <p>Los invitados aclamaron a la muchacha y bebieron a su salud, mientras ella resplandecía de felicidad.</p> <p>—¡Tatyana, estás loca! —sentenció el conde terminantemente, y los ojos de la joven se llenaron de dolor. Sin fijarse en ella, se dirigió a su hermano menor—. Y tú eres aún peor. Acabas de arrastrar el nombre de la familia por el barro de ese sucio pueblo. Tendrías que haber terminado con ese perro por su insolencia. Si un criado mío hubiera actuado como tú, lo habría azotado hasta desollarlo, pero desgraciadamente llevamos la misma sangre y no tengo derecho a hacer lo mismo contigo. Y créeme que lo lamento. Disculpadme.</p> <p>Estrelló la copa contra el suelo y salió enfurecido de la estancia. Un silencio de piedra cayó sobre todos; estaban cohibidos y nadie sabía qué decir. Pero por fin, habló Tatyana.</p> <p>—Pobre Strahd, creo que necesita de nuestra piedad y cuidados mucho más que Yakov y su familia.</p> <p>—Querida —replicó Sergei con suavidad mientras le besaba la cabeza—, creo que tienes razón.</p> <p>Strahd vació su cólera escribiendo rabiosamente en el diario: <i>Tengo que encontrar un encantamiento, un filtro o cualquier otro medio que me permita poseer a ese ángel. ¡Es necesario! ¡Daría cualquier cosa por ganar a esa mujer!</i></p> <p>Se mantuvo despierto hasta las primeras horas de la mañana. Al fin suspiró profundamente y se restregó los ojos, resecos y cargados de cansancio. Cada una de las exhaustas partes de su cuerpo le pedía a gritos que abandonara la empresa, al menos por esa noche, y les diera reposo.</p> <p>Con un gran esfuerzo de voluntad, se sacudió la somnolencia. Si no descubría alguna forma de hacerla suya, dispondría de numerosas noches de soledad en el lecho para recuperar el sueño, y con manos trémulas por el agotamiento, escogió otro libro de magia, se sentó de nuevo pesadamente y comenzó a hojearlo.</p> <p>Volvía una página cuando se percató de que había dos pegadas, y frunció el entrecejo. ¿Cómo es que nunca se había dado cuenta? ¿Qué secretos inexplorados se escondían entre aquellas dos hojas? Una ansiedad repentina se adueñó de él y lo despertó por completo. Con todo cuidado, temeroso de rasgar el viejo pergamino, las separó y empezó a sonreír sin atreverse a dar crédito a lo que apareció ante sus ojos. Un mago olvidado hacía mucho había escrito lo siguiente en las amarillentas páginas:</p> <p><i>Fórmula para Obtener los Deseos del Corazón</i>.</p> <p>Lo leyó rápidamente. No había nada especial; no se requerían ingredientes extraños. «Pelos de murciélago…».</p> <p>Dioses, eso sería fácil de conseguir en ese maldito lugar. «Cuerno triturado de unicornio…». Si mal no recordaba, tenía un poco de esa preciosa sustancia en alguna parte. De pronto sucedió algo curioso; la vista se le nubló un instante y se rascó con impaciencia los cansados ojos, y, al volver a mirar el encantamiento, la lista de ingredientes había cambiado.</p> <p>—¿Cómo? —murmuró. Mientras miraba, las letras se retorcían, cambiaban y formaban otras palabras. Alarmado, dejó caer el libro en la mesa, y éste aterrizó con un fuerte ruido.</p> <p><i>Es un libro muy antiguo. Deberías tratarlo con más cuidado</i>, dijo una voz que le erizó el pelo de la nuca.</p> <p>Levantó la cabeza y miró alrededor. No había nadie en la biblioteca, excepto él mismo.</p> <p>—¿Quién está ahí? —preguntó.</p> <p><i>Deberías saberlo</i>, replicó la misma voz, sedosa y con una alegría contenida, que parecía provenir de todos los rincones a la vez. Le rascaba los oídos como hojas secas arrastrándose sobre una tumba. <i>Me has llamado. He escuchado tu odio y he acudido para satisfacer el deseo de tu corazón</i>.</p> <p>—Muéstrate —ordenó el conde.</p> <p>Se oyó una risa grave y seca.</p> <p><i>No soportarías la visión</i>.</p> <p>De repente, Strahd reconoció aquel susurro gélido, y una parte de su ser le exigió salir del estudio de inmediato, abandonar allí la voz muerta que le penetraba como ponzoña y dejar que Tatyana fuera para Sergei.</p> <p>—No —susurró en voz alta—, será mía.</p> <p>¿<i>Empezamos</i>?</p> <p>—Ni…, ni siquiera he llevado a cabo el ritual… —balbuceó mientras intentaba reunir sus dispersos pensamientos.</p> <p><i>No es necesario. La fórmula sólo era para… atraer tu curiosidad. Seguro que te has dado cuenta de que cambia sin cesar, exactamente como la mente mortal</i>.</p> <p>—¿Qué eres?</p> <p>Ante esa pregunta, el volumen de la voz se incrementó como el viento en una noche tormentosa. Rió y se hinchó hasta aplastar al conde como algo físico.</p> <p><i>Soy todas las pesadillas que todas las criaturas han tenido jamás. Soy los oscuros pensamientos de asesinato y traición, de miedo y lujuria, de obscenidad y violación. Soy la palabra truncadora que aniquila el alma y el cuchillo ensangrentado que cercena el cuerpo. Soy el veneno que reposa en el fondo de la copa, el dogal del cuello del ladrón, el grito del engañado, el chillido del torturado. Soy la mentira, el abismo negro de la demencia, la muerte y todas la cosas peores que la muerte. Me conoces, conde Strahd von Zarovich; tú y yo somos amigos desde hace mucho, mucho tiempo</i>.</p> <p>—¿Has venido… a buscarme? —inquirió tembloroso, pero en tono firme.</p> <p><i>He venido para favorecerte</i>, suspiró la voz de ultratumba, ahora tan débil como el último aliento de un moribundo. <i>Me has alimentado bien y te debo una recompensa. El hambre que te acosa por la prometida de tu hermano, por tu juventud perdida… Eliminaré al rival de tu camino y no envejecerás ni un solo día más… si haces lo que te digo</i>.</p> <p>El conde vaciló un momento; lo que le ofrecía aquella criatura era tentador hasta límites insospechados. <i>Tatyana</i>. Asintió finalmente.</p> <p>—¿Qué tengo que hacer?</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>VEINTIUNO</p> </h3> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i>¡Dioses! ¡Oh, dioses! ¡Qué horrores y milagros han sido obrados aquí en el día de hoy! Me tiembla la mano al escribir, aunque no sabría decir si de dolor o de felicidad. Voy a aplicarme a dejar constancia de los acontecimientos con la mayor claridad que me sea posible, para así poder leerlos después, cuando mi mente se serene, y comprender el sentido de todo ello…</i></p> <p>Una hora antes de la ceremonia, poco después del crepúsculo, Strahd llamó suavemente a la puerta de Sergei.</p> <p>—Adelante —dijo el joven.</p> <p>Strahd entró sonriente. Sergei estaba espléndido; el uniforme azul, con hombreras y medallas, había sido limpiado y planchado para la ocasión; las botas negras relucían y el medallón clerical de platino, colgado en torno al cuello, lanzaba destellos cada vez que se movía. Acababa de ceñirse la espada y estaba arreglándose el uniforme nerviosamente. Miró al espejo para ver quién había entrado y, al ver a su hermano Strahd, una enorme sonrisa le iluminó el rostro.</p> <p>—¡No sabía si vendrías o no! —exclamó al tiempo que se giraba con los brazos extendidos. El conde dudó un momento antes de abrazarlo—. Creía que aún estabas enfadado por el incidente de Tatyana y el aldeano.</p> <p>—No, querido hermano. Me dejé llevar por un arrebato intempestivo y cruel y he venido a pedirte perdón.</p> <p>Los ojos de Sergei, del mismo tono azul vivo que el uniforme, se llenaron de lágrimas.</p> <p>—Hay personas en este reino que aseguran que tu corazón no encierra nada bueno —comenzó emocionado—, pero yo siempre he sabido que el demonio Strahd tiene alma de ángel.</p> <p>—Retírate un poco y deja que te mire —replicó el conde con entusiasmo, incómodo por el tono emocional que había tomado la conversación. Sergei, agradecido y sonrojado, sonrió, y Strahd silbó burlonamente mientras su hermano le daba un manotazo amable y bien intencionado—. Vas a romper muchos corazones hoy. Habrá una oleada de suicidios en el pueblo, estoy seguro. Todas las matronas de la tierra llorarán la muerte del soltero más apetecible de Barovia.</p> <p>—¡Ah! Pero verás qué pronto levantan la copa por el marido más feliz del mundo.</p> <p>Una rabia fría comenzó a infectar las venas de Strahd. Casi había decidido negarse a sellar el trato con la misteriosa entidad oscura. El evidente amor que Sergei le tenía y la alegría que le había proporcionado con su presencia habían contribuido a fortalecer esa decisión. Sin embargo, en ese momento, mientras Sergei relumbraba de felicidad por la boda inminente, el monstruo negro de los celos se revolvía de nuevo en las entrañas del conde.</p> <p>Tocó el medallón de Sergei con un dedo afilado; la joya brillaba, y el cristal del centro lanzaba rayos con cada movimiento.</p> <p>—Esto tendrás que dejarlo. Ya lo sabías, ¿verdad?</p> <p>Sergei tomó el colgante en la mano.</p> <p>—Sí, lo sé. No puedo casarme y ser sacerdote a la vez, ¿no es cierto? Aunque la verdad es que nunca me pareció justo, porque se puede cumplir con las obligaciones divinas y familiares al mismo tiempo. El amor por una cosa no eclipsa la otra.</p> <p>—¡Sacrilegio! —exclamó en son de broma—. Vas a tener que inventar una religión propia, Sergei.</p> <p>El joven celebró la ocurrencia con una risa y soltó el medallón de platino.</p> <p>—Tal vez lo haga, si me quedo con esto. Me ha procurado consuelo en algunas noches largas y tenebrosas, te lo aseguro.</p> <p>El tono rojo de la ira se mezcló con el verde de la envidia en la paleta del alma del conde. ¿Qué demonios sabría esa criatura de noches largas y tenebrosas? ¿Qué clase de infierno había tenido que atravesar ese jovenzuelo consentido? Jamás había tenido que luchar por nada en su breve vida. Había crecido en brazos del lujo, y luchaba por placer y deporte, no por la supervivencia ni por las tierras. Las mujeres se lo disputaban, y él, el muy idiota, las rechazaba con alguna excusa amable. Era un guerrero joven, excelente y valiente, pero, ¡maldito fuera! ¡Tendría que haber seguido con el sacerdocio! ¿Qué méritos lo hacían digno de Tatyana? ¿Y qué pecados se la negaban a él?</p> <p>—Podrías haber escogido cualquier mujer del mundo —dijo Strahd de pronto—. ¿Por qué ella?</p> <p>—¡Oh, Strahd! —exclamó, apiadado, tras un instante de sorpresa—. ¿Es que no lo sabes?</p> <p>En el fondo del corazón lo sabía, y sabía también lo que significaba la pregunta de Sergei. No era más que la exclamación de un enamorado que piensa que todo el mundo ve a su adorada de la misma forma que él.</p> <p>Sin embargo, los celos y la amargura tergiversaron las dulces palabras. ¿<i>Es que no lo sabes</i>? La sencilla frase se convirtió en un insulto en la emponzoñada mente de Strahd. ¡Maldición! Sergei sabía que amaba a Tatyana y, a pesar de todo, se casaba con ella en vez de cedérsela a su hermano mayor.</p> <p>Controló la ira un momento y oyó las palabras de Sergei.</p> <p>—Mi felicidad es completa, aunque me falta una cosa. Me gustaría que tuvieras una mujer como Tatyana.</p> <p>—He traído un regalo para el novio —contestó Strahd sin hacer caso del comentario; le ofreció un paquete cuidadosamente envuelto en tela de brocado—. Es mágico y antiguo, muy oportuno para la ocasión, creo.</p> <p>Sergei lo desenvolvió con una sonrisa. Era una daga pequeña, con la empuñadura roja, negra y dorada, enfundada en una piel poco común, de una coloración muy peculiar, y Sergei, confuso, miró a su hermano.</p> <p>—Veo que lo reconoces; la venerada arma del asesino <i>ba’al verzi</i>. La vaina es de piel humana, de la primera víctima abatida con ella, por lo general, y los grabados del mango son runas de poder.</p> <p>El rostro de Sergei reflejaba estupefacción. El conde recogió el puñal con calma, como si lo examinara, y desenvainó la pulida hoja, que destelló a la luz de la vela.</p> <p>—Según la leyenda, da mala suerte sacarlo a menos que sea para darle sangre. No soy supersticioso pero de todos modos me parece que en esta ocasión vale más no tentar a la suerte, ¿no crees?</p> <p>Sin darle tiempo a reaccionar, Strahd le hundió la hoja en el corazón. La mano asesina se tiñó de carmesí, y el conde enfrentó con un júbilo feroz la última e interrogativa mirada de su hermano. Sin comprender nada, el joven expiró en silencio y cayó exánime en los brazos de su hermano mayor.</p> <p>Rápidamente, dejó el cadáver tendido en la alfombra, tal como la entidad lo había instruido, y retiró la daga. Se quedó mirando el brillante color de la sangre sobre la hoja y aspiró hondo antes de llevársela a la boca y limpiarla a lametazos, a pesar de las náuseas que le provocaba. Con una mueca, desgarró el uniforme de Sergei y la camisa de algodón a la altura de la herida, que aún manaba.</p> <p><i>Liba la sangre, primero del instrumento y después del cáliz</i>, le había dicho. Se arrodilló junto al cuerpo todavía caliente de su hermano más querido, aplicó los labios a la herida y bebió.</p> <p>Tosía y se atragantaba; perdió parte del precioso néctar y, encolerizado por su debilidad, apeló a la disciplina que lo había convertido en un veterano guerrero para ordenar a su cuerpo que continuara. Chupó de los labios mismos de la cuchillada sin dejar de tragar aquel líquido metálico y salobre, hasta que, imperceptiblemente, el acto se convirtió en algo fácil. Momentos después, comenzó a paladear el sabor.</p> <p>Se sentía lleno de energía y, al notar la textura de la ropa de Sergei, cobró conciencia de nuevas sensaciones táctiles. También olía la sangre y el sudor del cadáver, y oía las voces de los invitados a pesar de que se encontraban en salas apartadas. Levantó por capricho el cuerpo de su hermano con una mano, sólo para probar que podía. ¡Qué maravilla! Lanzó una carcajada y soltó a Sergei descuidadamente; el cuerpo quedó inmóvil, y de pronto fue consciente de lo que había sucedido.</p> <p>Empezó a temblar y se arrodilló junto a él; le acarició el rostro, pálido y quieto, y, tomándolo en brazos, dejó escapar un alarido de dolor no fingido.</p> <p>—¡Maldito seas, Sergei, maldito seas! ¡Todo esto ha sido por culpa tuya! ¡No tendrías que haber pensado en el matrimonio! Eras el menor y tendrías que haberte quedado con los sacerdotes… ¡Naciste para eso! ¿Por qué lo abandonaste?</p> <p>Sus fuertes manos aferraban los cabellos de Sergei, y su rostro arrebolado se apretaba contra la pálida mejilla. Se oyeron pasos rápidos en el pasillo y Antón, el ayuda de cámara de Sergei, abrió la puerta de par en par; se quedó horrorizado ante la cruenta escena y miró después a Strahd implorándole que hiciera algo.</p> <p>Strahd le mostró el puñal asesino. El criado lo reconoció y sus ojos, desmesuradamente abiertos ya, se abrieron aún más.</p> <p>—Sergei ha muerto —anunció Strahd con voz destrozada—. Debe de haber sucedido hace un momento. Di a la guardia que cierre todas las salidas del castillo inmediatamente. ¡Tenemos que encontrar al asesino de mi hermano!</p> <p>El sirviente asintió, aún bajo el efecto del susto y sin dejar de mirar la forma inerte y sanguinolenta de Sergei. Sus ojos se desbordaron; como todo el mundo en el castillo de Ravenloft, él quería a su joven amo. Después desapareció.</p> <p>Strahd no salía de su asombro por lo fácil que había sido todo. Jamás había mentido hasta entonces; nunca había tenido necesidad de hacerlo en su posición de dueño incontestable de las tropas en primer lugar y de las tierras después. Había dudado por un instante si conseguiría dar una explicación a la muerte de su hermano, y, sin embargo, lo había logrado con éxito y gracias a un embuste insignificante. Se preguntó si esa facilidad para el engaño formaría parte del oscuro premio prometido.</p> <p>Entonces se quedó helado; había bebido la sangre de Sergei. ¿Tenía la boca manchada cuando había hablado con Antón? Se dirigió rápidamente a un espejo y, al mirarse, recibió un susto considerable: su reflejo se volvía transparente.</p> <p>Se agarró el pecho y respiró aliviado al notar tacto sólido; le costó un esfuerzo sobreponerse al terror repentino que se le acumulaba en las entrañas, pero nunca le había fallado la voluntad. Férreamente, rechazó el miedo y se lavó la cara y las manos en la palangana; el agua se tiñó de rojo.</p> <p>Oyó un lamento agudo y desesperado en la capilla seguido de gritos, sollozos y otras muestras de dolor. La puerta se abrió bruscamente otra vez, y cuatro soldados de la guardia del castillo entraron con las espadas desenvainadas.</p> <p>—Excelencia —dijo el capitán—, hemos cerrado todas las salidas de la fortaleza, tal como ordenasteis. No tenemos la menor idea de quién ha podido cometer semejante acto, pero nadie saldrá de aquí antes de que descubramos al asesino.</p> <p>—Excelente —dijo Strahd, tranquilizado—. Que todo el mundo se reúna en la capilla o en el comedor, donde más cerca se halle cada cual.</p> <p>—Sí, excelencia. —Los soldados volvieron la espalda para marcharse.</p> <p>—Un momento. —Una vez pagado el precio de sangre, deseaba recoger la recompensa ofrecida—. ¿Dónde está Tatyana?</p> <p>—Fuera de la capilla, en el jardín; no quiere que nadie se le acerque.</p> <p>—A mí sí me dejará —replicó con una estrecha sonrisa—; tiene que dejarme.</p> <p>Se dirigió a la capilla sin hacer caso de las lágrimas y las preguntas de los desolados invitados. El recinto, iluminado por docenas de velas, proyectaba sombras de colores sobre la angelical e inmóvil criatura que se acurrucaba, deshecha, en la hierba húmeda del jardín.</p> <p>La novia estaba pálida por la conmoción y sus negros ojos parecían agigantados; no prestaba la menor atención a la suciedad y las manchas de hierba de su bellísimo y primoroso traje nupcial; tampoco levantó la vista cuando Strahd se acercó y se arrodilló junto a ella.</p> <p>—Vamos, querida —le dijo con ternura al tiempo que la envolvía en un abrazo.</p> <p>Ella continuó inmóvil un momento y después se relajó, regresó a la vida y comenzó a sollozar; todo su frágil cuerpo se estremecía violentamente a cada gemido y se aferraba al conde como si fuera a ahogarse. Strahd la estrechó más contra sí mientras sus sentidos, agudizados por la transmutación, absorbían el suave tacto de la seda blanca, el aroma de la piel y el cabello y la calidez de aquel cuerpo juvenil, mientras le musitaba dulces palabras de alivio y consuelo.</p> <p>Por fin el llanto cesó, y Tatyana comenzó a hablar entre balbuceos.</p> <p>—¿Por…, por qué? No lo comprendo. ¿Quién haría…? ¿Quién <i>ha podido</i> cometer semejante atrocidad? ¡Oh, Strahd!</p> <p>Los sollozos la desbordaron de nuevo, y se aferró al conde con desesperación.</p> <p>—Sss. Ya sé que ahora es terrible para ti, querida, pero enseguida pasará. Cuanto mayor es el dolor, mayor es la felicidad después y, con el tiempo, te considerarás la mujer más afortunada del mundo.</p> <p>Tatyana se quedó helada y, de repente, se apartó de él y lo abofeteó con ojos salvajes llenos de agonía.</p> <p>—Hermano mayor —susurró—, ¡está <i>muerto</i>! ¿Cómo te atreves a hablarme así?</p> <p>—Porque eres libre; ahora eres libre para casarte conmigo. Él se interponía entre nosotros y la felicidad, pero ya no, mi amor, ¡ya no! Tatyana, amada mía, te daré…</p> <p>—¡No! —La agonía se convirtió en repulsión; trató de escapar al abrazo del asesino de su prometido, pero Strahd la sujetaba firmemente.</p> <p>El conde sintió entonces una repentina furia por la ingratitud de la joven. Si al menos dejara de debatirse y le permitiera explicar las maravillas obradas sólo por ella, <i>todo por ella</i>… Le tomó el rostro con ambas manos y la besó; saboreó la dulzura de su boca, pero, al mismo tiempo, se hizo patente un hambre desconocida que le hacía desear más que un simple beso.</p> <p>Entonces aulló de dolor, dejó de apretarla y se llevó una mano a la boca. Al retirarla vio que estaba teñida de rojo; ella le había mordido el labio inferior.</p> <p>Con el rostro a escasos centímetros del suyo, Tatyana lo miraba fijamente con los ojos desorbitados de pavor; de pronto se puso en pie, se recogió la larga cola del vestido hasta las rodillas y echó a correr como si la salvación de su alma dependiera de ello… Y tal vez fuera cierto.</p> <p>Strahd gritó, y su rabia resonó por todo el castillo. Después se levantó y echó a correr en pos de la despavorida muchacha a zancadas sobrenaturalmente veloces y silenciosas.</p> <p>Tatyana huía por el jardín con el corazón desbocado; el sudor le cubría el rostro, le irritaba los ojos y le nublaba la visión. Las espinas de las rosas le rasgaban el vestido y se preguntó, en un renovado asalto de pánico, si también las plantas obedecerían a Strahd.</p> <p>No tenía hacia dónde escapar, pero no se había dado cuenta en su loca huida, aunque tampoco le habría importado; sólo pensaba en alejarse de Strahd, aquel viejo guerrero que, por algún motivo, se había transformado en monstruo y había asesinado a Sergei.</p> <p>Lo oía tras de sí, llamándola por su nombre y pidiéndole que se detuviera, pero ella había visto a la aborrecible criatura de largos colmillos en que se había convertido y jamás le permitiría que la tocara otra vez. Al llegar a los poco elevados muros del jardín no se molestó siquiera en frenar la carrera; Strahd alcanzó el bajo de su vestido, pero ella se liberó con una fuerza inconcebible.</p> <p>Las brumas rebullían en el fondo cuando Tatyana se lanzó al vacío abrazando el cielo como si diera la mano a Sergei. Cayó decenas de metros por el precipicio hacia las dentadas rocas, gritando más de puro gozo por escapar a las zarpas de Strahd que de verdadera angustia.</p> <p>Las manos del conde apresaron sólo aire, y éste estuvo a punto de perder el equilibrio. Siguió con la vista la forma blanca que descendía como un cisne muerto hasta que la bruma y las tinieblas la tragaron por completo y le evitaron piadosamente la visión de la muchacha estrellándose contra las paredes del abismo.</p> <p>Golpeó el muro con impotencia y, arqueando la espalda, aulló de profundo dolor. Las profundidades, envueltas en un sudario nebuloso, le devolvieron su voz como una burla.</p> <p>Una flecha le rozó la oreja, y se giró bruscamente hacia el castillo. Ya no había dudas sobre la identidad del asesino de Sergei, y los soldados de la guardia cumplían con su deber; los arqueros habían retomado sus puestos respectivos y disparaban desde las hendeduras de los muros.</p> <p>El aire se llenó de pronto del silbido furioso de numerosas saetas que buscaban la diana en el cuerpo del señor de Ravenloft. Sin embargo, Strahd no moría.</p> <p>Se quedó mirando las flechas clavadas en el pecho y el abdomen, y una sonrisa le cruzó el rostro lentamente. Regocijándose en el horror que sabía causaría su acto, comenzó a arrancarse uno a uno los dardos emplumados; sujetó el grueso manojo con una mano y con la otra lo partió por la mitad fácilmente. Después, con un propósito terrible, regresó caminando al castillo.</p> <p>A Strahd von Zarovich le había sido negada la única cosa que había deseado de verdad en toda su vida, y exigiría el pago de la pérdida a todos y cada uno de los que se hallaban entre los muros del castillo, y quizás incluso a todos los que moraban en Barovia.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>VEINTIDÓS</p> </h3> <p>Jander temblaba; la piedad y el horror que lo agitaban no podrían describirse con palabras. ¡Qué pérdida de gracia! ¡Qué matanza de inocentes! Tuvo que hacer un esfuerzo para proseguir con la lectura.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i><strong>Décima luna, 400</strong>. Ella ha regresado. ¡Ha regresado a mí! ¡Me ha sido concedida otra oportunidad! Mi amadísima Tatyana ha vuelto a la vida encarnada en una aldeana de nombre Marina. Es exactamente igual que ella, aunque con una sutil diferencia que no sé describir, pero en realidad, ¿qué importancia tiene? He comenzado a cortejarla y seguro que esta vez la hago mía…</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i><strong>Duodécima luna, 400</strong>. No hay ser tan maldito como yo. Tatyana, mi amor, ha muerto a manos de su padre en esta ocasión. El muy loco dijo que prefería perderla así antes que verla convertida en mi esposa. Lo maté inmediatamente, por supuesto, y a toda su familia, y después regresé a los muros de esta prisión para aliviar mi dolor. Querida Tatyana, ¿no lograré jamás mecerte entre mis brazos y gozar de la dicha de saberme amado por ti?</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i><strong>Primera luna, 475</strong>. Tatyana ha vuelto una vez más. Creo que esta terrible tierra quiere ponerme a prueba a mí y a mi amor. Ahora se llama Olya pero yo sé quién es; tiene el rostro de mi adorada aunque actúa de forma muy diferente, como si una parte de Tatyana se hubiera perdido en esta fiel reproducción, como si Olya fuera una obra de arte inacabada. Pero no me importa, nunca me importó, y la doblegaré a mi amor…</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i><strong>Cuarta luna, 475</strong>. ¡No puedo soportar este tormento! ¡Prácticamente la tenía ya en las manos! Pero he vuelto a perderla. Se la han llevado las fiebres, según dicen. No había nada que hacer. Sin embargo, nadie vino a comunicármelo para ver si yo podía hacer algo…</i></p> <p>En medio de tanto aturdimiento y horror, la fecha le llamó la atención. La cuarta luna del 475 era la fecha aproximada de su aparición en Barovia, y el nombre de Olya le parecía vagamente familiar. Se concentró un momento y enseguida recordó a la muchacha llamada Olya, fallecida a consecuencia de unas fiebres la misma noche de su llegada, la misma noche en que también Anna agonizaba víctima de una tremenda calentura, para morir finalmente a sus propias manos.</p> <p>¿Las habría unido algún vínculo? ¿Serían una misma mujer? Anna sufría un grave trauma y no decía más que palabras fragmentadas. «Anna»: <i>Tatyana</i>; «sir», como lo llamaba a él: <i>Sergei</i>. Tatyana ansiaba liberarse de la maléfica influencia de Strahd con una desesperación tal, que quizás una parte de sí misma había huido aquella noche entre las nieblas y había aparecido en Aguas Profundas. No era más que un fragmento de un alma rota en pedazos, con retazos de memoria, tildada de loca por cuantos la veían.</p> <p>Anhelante por saber más, siguió leyendo, hasta que su propio nombre lo sorprendió desde las páginas.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i>Un desconocido ha llegado a mi tenebroso reino de infortunio. Es un no-muerto que suspira por la vida como yo, pero, por el contrario, no persigue sus sueños ni sus aspiraciones. Es blando como un recién nacido, de sentimientos sensibles y con una conciencia que hasta le impide secar a sus víctimas por completo. ¿Cómo ha podido sobrevivir tanto tiempo semejante ejemplar de muerto viviente? Y lo que es más: ¿por qué parece tan sabio? Estoy seguro de que la dorada testa de ese Jander Estrella Solar encierra muchos conocimientos valiosos</i>.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i>Deseo poseerlos. ¿Por qué no logro sonsacar sus secretos?</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i>Cree que es un huésped aquí, cree que soy amigo suyo. Es muy fácil de engañar y, sin embargo, difícil de sondear. Es el loco más sabio que he visto jamás y quiero que se quede aquí para aprender lo que pueda…</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 2%; text-align: justify; font-size: 95%"><i><strong>Tercera luna, 500</strong>. Una nueva generación ha sido dada a luz y los pequeños se han hecho adultos. Ha llegado el momento de comenzar a buscar a Tatyana una vez más; tal vez no la encuentre este año ni el siguiente, pero no puedo arriesgarme a perderla. Tengo que emprender la búsqueda</i>.</p> <p>De modo que ése era el motivo de las ausencias de Strahd durante semanas. No buscaba al asesino de esclavas como el elfo suponía, sino que viajaba en pos de su amada Tatyana, <i>Anna</i>, para proseguir la eterna danza de tormento mutuo.</p> <p>Aquello debía terminar. Había sido transportado a Barovia para apagar su sed de venganza, y eso era lo que iba a hacer; más aún, iba a saborearlo. Comenzó a estremecerse y sintió que la furia desatada descendía como una cortina carmesí sobre su conciencia.</p> <p>Sasha tenía diez años otra vez y entraba en la casa de la carnicería.</p> <p>Un líquido rojo fluía por las escaleras y empapaba la alfombra que cubría el suelo de piedra. El muchacho subía como atraído involuntariamente hacia el final tenebroso que lo amenazaba desde arriba. Los tablones crujían bajo su escaso peso. En lo alto de la escalera lo esperaba su madre con el largo cabello castaño suelto sobre la espalda y los ojos rebosantes de preocupación.</p> <p>—¿Dónde has estado? —tronó la voz, que levantó resonancias de locura—. Estaba <i>muy preocupada</i>.</p> <p>Unos largos brazos se tendieron hacia él y lo acercaron al seno materno mientras unos dientes blancos destellaban y los ojos amarillos se giraban en sus órbitas.</p> <p>—<i>¡Madre! ¡Madre!</i></p> <p>Sasha se incorporó de pronto y estuvo a punto de caerse del jergón. Jadeaba, completamente empapado en sudor, y trató de recuperar el aliento mientras sus sentidos se adaptaban a la realidad. El claro de luna entraba fríamente por la ventana.</p> <p>Se dejó caer de nuevo sobre la almohada un poco tranquilizado. Solía despertar de la misma forma muchas noches, atormentado por las pesadillas que regresaban una y otra vez como las mismas noches barovianas. Sin embargo, a pesar de repetirse con frecuencia, el terror que le inspiraban las horrendas visiones no disminuía en absoluto. ¡Dulce Lathander! ¿Cuántos vampiros más tendría que matar hasta acabar con los tormentos nocturnos y recobrar la paz?</p> <p>Aspiró con fuerza y se levantó de la cama; descalzo, se dirigió a la mesita y vertió agua en la palangana para refrescarse el rostro con el frío líquido y procurarse un poco de calma.</p> <p>Un suave golpeteo en la ventana lo alertó al instante, y se quedó escuchando con atención. Volvió a oír el cauteloso sonido y supo que era real, no una continuación de los sueños; afuera se movía una sombra. Volvió los ojos hacia el rayo de luna que bañaba la habitación pero allí no se proyectaba el reflejo. Enseguida comprendió lo que significaba: había un vampiro al acecho, y al parecer lo esperaba a él.</p> <p>Sonrió amargamente para sí. El muerto viviente se había equivocado de víctima; tan pronto como enviara a éste al descanso eterno, ya serían veinte a su favor. Rápida y silenciosamente, recogió los avíos: una ristra de ajos que se colocó en torno al cuello, un frasco de agua bendita, tomada del altar legalmente en esta ocasión, y el medallón de Lathander. Rezó una breve plegaria, respiró hondo y se dispuso para la batalla.</p> <p>La horrorosa criatura volvió a llamar a la ventana, esta vez con más energía, como si se impacientara, aunque no por ello abandonó su propósito ni se marchó volando. Sasha se acercó despacio, evitando el rayo de luz, y de pronto, al grito de «¡Lathander!», saltó hacia adelante, rasgó la cortina y abrió los postigos con un movimiento certero.</p> <p>En la otra mano apretaba firmemente el amuleto de madera rosada, pero, al reconocer al vampiro, dejó caer el brazo mientras Jander —agarrado con manos enguantadas y finas botas a resquicios imposibles para un humano— se tapaba el rostro en actitud de defensa pero sin soltarse de la pared de la iglesia.</p> <p>—¡Jander! —siseó enfadado—. ¿Qué haces aquí?</p> <p>El vampiro lo miró desgarradoramente, y Sasha percibió de pronto la sangre que lo bañaba; contuvo un grito de revulsión y retrocedió un paso.</p> <p>—Tengo que hablar contigo, Sasha. Necesito… que me ayudes.</p> <p>—¿Por qué crees que estaría dispuesto a ayudarte?</p> <p>Sasha no podía dejar de mirar la pavorosa estampa que componía el vampiro; la sangre que le manchaba la ropa brillaba con negros destellos bajo la luz de la luna, y su bello rostro estaba pegajoso.</p> <p>—No es sangre humana —explicó el elfo rápidamente, en cuanto comprendió lo que paralizaba al muchacho. Ven a verme al cementerio dentro de diez minutos y tráeme un poco de agua.</p> <p>Se disolvió en neblina, volvió a tomar forma como murciélago y se alejó volando en la noche.</p> <p>Sasha se quedó tembloroso; una parte de él sólo deseaba regresar a la cama y taparse hasta la cabeza. ¿Qué deuda tenía él con aquel monstruo para que lo obligase a merodear por el camposanto a esas horas de la noche?</p> <p>La vida de su padre.</p> <p>Con un suspiro, se acercó a la jarra de agua y silenciosamente, para no despertar a Leisl, que dormía en la habitación de al lado, bajó la escalera. Un escalón crujió con estrépito; se detuvo a escuchar pero, al no oír movimiento en el cuarto de la ladrona, siguió adelante.</p> <p>Jander esperaba al clérigo junto al panteón de la familia Kartov. Las hojas se arremolinaban a los pies del vampiro en el aire otoñal; la luna salió de detrás de una nube y bañó totalmente su delgada figura. Sasha sintió otra vez la misma mezcla de pavor y admiración por la bella criatura estilizada y erguida cuya piel dorada se revestía de un halo mágico al plateado resplandor lunar. ¡Qué lástima que fuera un ser depravado!</p> <p>Le pasó la jofaina y el agua y, sin mediar palabra, Jander los puso en el suelo y se arrodilló. Se quitó los guantes y vertió un poco del frío líquido para lavarse la cara ensangrentada. Sasha le tendió también una toalla y Jander, con manos trémulas, hundió el rostro en el paño.</p> <p>—Dime lo que tengas que decirme —exigió Sasha, cruzado de brazos—. Juré que no te mataría, pero nada más. Ni siquiera debería estar aquí. —Casi lamentó esas palabras cuando Jander levantó la cara y lo miró con expresión angustiada—. ¿Qué ha sucedido?</p> <p>—Sasha, haz el favor de quitarte los ajos primero. Ese olor me resulta nauseabundo; ya sabes que he prometido no hacerte daño.</p> <p>Sasha no se movió. Con una rapidez increíble, Jander se levantó del suelo, le arrancó la ristra del cuello y la tiró. El clérigo se llevó las manos a la desprotegida garganta, pero el vampiro no se acercó más a él.</p> <p>—Pero… ¡tú no deberías poder hacer eso! —exclamó Sasha.</p> <p>—Aquí puedo hacer muchas cosas que antes me estaban vedadas —repuso con una amarga sonrisa—. No olvides, Sasha, que estos parajes cambian las reglas. —La sonrisa desapareció y dio paso a la apenada expresión que el sacerdote le había visto antes. El vampiro se sentó en un montículo de césped y colocó la cabeza entre las manos para descansar un momento. Cuando retomó la palabra, su discurso se cargó de dolor—. Te pedí que buscaras el registro de una mujer llamada Anna, ¿recuerdas?</p> <p>—Sí, pero lo siento; no encontré…</p> <p>—No encontrarías nada. Yo amaba a esa Anna, si es que puedes creerlo. Estaba loca pero me enamoré de ella. Un día se puso enferma; se moría, y yo no podía soportar la idea de existir sin ella, de forma que intenté convertirla en un ser como yo. —Aguardó la respuesta de Sasha con ojos brillantes, y, tal como esperaba, el clérigo estaba escandalizado.</p> <p>—Eso no es amor; es lo más egoísta… ¡Por la gloria de Lathander! ¡<i>Eres</i> un demonio!</p> <p>—No tenía parientes ni nadie que se ocupara de ella —prosiguió el elfo sin atender el estallido de Sasha—; me necesitaba. ¿Sabes lo maravilloso que es saberse necesario? Yo la amaba y la habría cuidado durante toda la eternidad, y por eso deseaba darle la oportunidad de ser inmortal. Confiaba en que el tiempo y el cariño la ayudaran a recobrarse. Pero se negó a beber mi sangre —prosiguió con un triste movimiento de cabeza—, y murió.</p> <p>Se quedó mirando al joven con calma, mientras su voz recuperaba un tono frío.</p> <p>—Al llegar a Barovia traído por la niebla, sólo pensaba en la venganza, en encontrar al responsable de la destrucción de su mente, y esta noche he sabido quién fue. —Hizo una pausa—. A veces me posee una furia irresistible, y hoy no he sabido evitarla. La sangre que me cubría era de un rebaño de ovejas; acabé con todas. Tu pueblo, por fortuna, se resguarda bien durante las horas nocturnas; de lo contrario, Sasha, te aseguro que habría asesinado a cualquier imprudente que se hubiera cruzado en mi camino. —Metió una mano en el bolsillo, sacó un puñado de objetos brillantes y se los entregó al clérigo—. Dale esto al dueño de los animales y dile que es una especie de compensación divina o cualquier otra tontería. Lo entenderá mejor que si le cuentas la verdad.</p> <p>Sonrió entristecido. Sasha no sabía qué decir y Jander cambió de tema bruscamente.</p> <p>—¿Has oído hablar alguna vez de una muerte carmesí? —Sasha negó con la cabeza—. Tal vez se llame de otra forma aquí. Es una criatura gaseosa pero con forma humana y se alimenta de sangre, como los vampiros. Es espantosa de contemplar; mientras bebe, su pálido color habitual se tiñe de rojo y su cuerpo se solidifica; ése es el único momento en que es posible aniquilarla, y sólo con armas mágicas.</p> <p>El rostro de Sasha se contorsionó de asco y Jander prosiguió.</p> <p>—Cuentan que estos seres son espíritus de vampiros, que se transforman así cuando mueren. —Miró a Sasha intensamente—. Tú has terminado con varias vampiras; ¿no te has encontrado nunca un ente de esas características?</p> <p>—Nunca.</p> <p>—Dímelo con toda seguridad.</p> <p>—Estoy seguro, Jander; tal vez yo sepa más de las entidades perversas de Barovia que ellas mismas.</p> <p>—No alardees tanto, jovencito —replicó el elfo con una escueta sonrisa—, aunque podemos poner esa baladronada a prueba. Como te dije, he venido a pedirte ayuda.</p> <p>—Me cuesta creerlo —respondió, escéptico.</p> <p>—Tengo una cuenta pendiente con Strahd —anunció Jander tras una pausa.</p> <p>—No profeso cariño al señor de la tierra —afirmó Sasha con un respingo—, pero no levantaría la mano contra él sólo porque tú me digas que es mi deber.</p> <p>—¡Piensa, Sasha! ¿Cuándo me viste por primera vez? Me conociste como el honorable huésped del conde en la fiesta de primavera. Sabes lo que soy. ¿Qué clase de ser crees que es él? ¡<i>Un vampiro</i>!</p> <p>—¡No! —musitó pálido del susto.</p> <p>—Todos los demás vampiros de Barovia le responden. Yo soy el único con voluntad propia y el único con poder suficiente como para desafiarlo.</p> <p>—Entonces, adelante; ¿para qué me necesitas a mí?</p> <p>—Maneja la magia, pero yo no, a excepción de las pocas facultades propias de la transformación en no-muerto. Por otra parte —su voz musical se tornó áspera—, precisamente por ser un muerto viviente, me están vetadas ciertas cosas permitidas a los mortales, sobre todo a los sacerdotes.</p> <p>Sasha se humedeció los labios con inquietud. Los ojos le bailaban de un lado a otro como los de un animal acorralado, mientras se acordaba de las náuseas que había sufrido la última vez que había enviado a una vampira al descanso eterno.</p> <p>—Jander, tengo obligaciones en el pueblo. Ahora que Martyn se ha ido, soy el único clérigo experto de la aldea. Además, Katya y yo queremos casarnos el mes que viene. No puedo…</p> <p>—No quiero saber nada de tus responsabilidades —replicó furioso—, ni me importa tu prometida. ¿Crees acaso que ella se librará de servirle de alimento algún día? ¿O vuestros hijos, o los hijos de vuestros hijos? ¿Qué obligación crees que tienes con un monstruo semejante? ¡Dioses! ¿Quién crees que asesinó a toda tu familia hace catorce años?</p> <p>Sasha abrió la boca y soltó un grito mudo; después, hundió la cabeza entre las manos. Jander se levantó y comenzó a pasear para calmarse, pero la necesidad lo acuciaba.</p> <p>—Tienes que comprenderlo —prosiguió—. Se convirtió en lo que ahora es por un pacto con una entidad oscura, y selló el pacto con la sangre de su propio hermano. Su lujuria depravada fue la causa del suicidio de una muchacha inocente. Él cree que murió, pero yo pienso que no; al menos, no por completo.</p> <p>Incapaz de dominar la ira, agarró a Sasha por la camisa y lo levantó en el aire para clavar en él su mirada.</p> <p>—Creo que una parte de su alma huyó y atravesó algún portal hasta caer en mi mundo. Cuando la encontré, cuando aprendí a amarla, no era más que un espíritu quebrantado y parcial, gracias a Strahd. Ambos perdimos a esa desgraciada criatura que jamás había hecho daño a nadie.</p> <p>Dejó a Sasha en el suelo de mal humor y apretó los puños con furia; la ira bullía en sus entrañas otra vez, lo invitaba a caer a cuatro patas convertido en lobo y a seguir matando. Logró dominarse y, cuando volvió a hablar, estaba más sereno.</p> <p>—Ésas son las obras del señor de la tierra, y no ha terminado aún. Al parecer, esa muchacha, Anna, Tatyana o como fuera su verdadero nombre, se reencarna en ciertas generaciones, y él continúa infligiendo el mismo tormento en ella y en los demás habitantes de la aldea, creando vampiros sin cesar. —Se tomó un respiro y continuó—. Voy a hacerte una promesa, Sasha Petrovich. Nunca he convertido a nadie en vampiro y te juro que no lo haré jamás. Si destruyes a Strahd, terminarás con todos los no-muertos de Barovia. ¿Serías capaz de negarme tu ayuda en una empresa así?</p> <p>—Dime sólo una cosa —repuso Sasha. Vaciló un momento, mientras escrutaba los ojos de Jander con seriedad—. ¿Cómo…, cómo es?</p> <p>Jander lo miró prolongadamente.</p> <p>—¿Por qué? —inquirió al cabo de un rato—. ¿Por qué quieres saberlo? Tú perteneces a la luz. ¡Da gracias por lo que ignoras de los misterios de la oscuridad!</p> <p>—Necesito saberlo. ¿Cómo es morir sin morir? ¿Qué se siente viviendo de…?</p> <p>—¿De la vida de otros? —terminó Jander, endurecidos sus rasgos y su voz.</p> <p>Emociones encontradas luchaban por la supremacía en su pecho, y un torbellino de palabras que expresaban temor, rabia, ansia, prudencia se le agolpaban en la garganta sin poder salir. Tardó un buen rato en recobrar el habla.</p> <p>—La necesidad de sangre es una sed sin igual, un hambre sin parangón. Un hombre perdido en el desierto, con la lengua inflamada y la garganta reseca como el corcho, anhelante por la menor gota de humedad que suavice la sensación cuarteada y pastosa de la boca no es nada comparado con esta ansiedad. Un prisionero encerrado en una celda sin comida siente el vacío del estómago, considera las ratas con las que comparte el espacio vital y la sucia paja del jergón e incluso a su propio cuerpo como medios de subsistencia, pero aún no conoce este apetito desgarrador. Y así nos despertamos una noche tras otra. —Señaló hacia las tumbas que los rodeaban—. Salimos arrastrándonos de los ataúdes, de las criptas, de los escondites que nos procuramos entre los muertos, porque estamos muertos aunque sigamos con vida. Acechamos entre las sombras o adormecemos a alguna viajera insensata para robarle un bien más precioso que cualquier objeto material. La tomamos entre los brazos, una completa desconocida, y realizamos con ella un acto más íntimo que el compartido por los amantes, mediante el cual le extraemos la sangre y la vida. Sasha, ¿te imaginas siquiera el horror de semejante acción? Y, que todos los dioses me perdonen, ¡es maravilloso!</p> <p>Sasha estaba petrificado de espanto y compasión ante el relato de Jander, que por primera vez en su vida se había decidido a compartir con otra persona sus tormentos interiores. El elfo ya no lo miraba; sus ojos se perdían en la distancia, dentro de sí mismo, contemplando algo que el clérigo jamás vería.</p> <p>—La novia que se acerca a su amado por primera vez sólo percibe una sombra de lo que es nuestro éxtasis. El pintor que completa su obra maestra atisba apenas nuestro gozo. La sangre <i>es</i> vida y no existe nada comparable a la maravilla de tomarla, de sentir que desciende y te colma como si fueras una copa vacía que por fin se llena. El arrebato es falso, y lo sabemos; <i>lo sabemos</i>… y sin embargo lo consumamos.</p> <p>«Después, el momento pasa y entonces contemplo el cuerpo exangüe que yace entre mis brazos y me maldigo. ¡Oh! Ella está viva… Alivio mi conciencia diciéndome que sólo tomo la vida cuando es imprescindible o cuando traspaso los límites de la razón; pero he violado a esa mujer y me avergüenzo.»</p> <p>«Y, para ella, los colmillos son de fuego y hielo, punzantes e irresistibles. Nota que la sangre se le escapa de las venas como si le rasgaran el corazón mismo, pero su impotencia es total, absoluta, mayor que la de una criatura recién salida del seno materno. Se establece un equilibrio infernal, porque nosotros también somos incapaces de oponer resistencia a la necesidad; olemos a los mortales, rastreamos el precioso icor como el recién nacido percibe el efluvio cálido y lechoso de su madre. No existe peor maldición que la nuestra. —Se quedó en silencio y Sasha creyó que había concluido; sin embargo, siguió hablando suave y amablemente, toda la furia transformada en doloroso arrepentimiento.»</p> <p>«Cuando respiré por primera vez, yo no era un ser pervertido. Después fui guerrero al servicio de causas nobles, y los animales del bosque sentían un temor sano al captar mi olor en el aire. Los hombres eran mis hermanos o mis dignos enemigos, y honraba y respetaba a las mujeres; creo que no pecaría de inmodestia si dijera que el mundo mejoraba por donde yo pasaba.»</p> <p>«No podrías hacerte idea de lo que sufro ahora. Los caballos se negarían a llevarme sin una orden explícita; las bestias salvajes huyen despavoridas en cuanto me acerco; me ha sido vetada la compañía de todo ser excepto los perversos como Strahd, a quien nada le importo y por quien yo siento aún mayor desapego. El sol, cuyo nombre forma parte de mi apellido, es fatal para mí, y en el mundo no queda nada hermoso a lo que pueda aspirar. Vivo en la oscuridad y en la destrucción, y las extiendo como una plaga. Hasta la tierra me abomina. ¡Mira lo que sucede cuando la toco! —Enfurecido de nuevo, puso la palma desnuda sobre el césped que crecía alrededor de la tumba; se oyó un leve crujido, y, cuando la levantó de nuevo unos segundos después, el clérigo vio la hierba agostada al contacto de la mano.»</p> <p>—Y Anna… ¡Oh, Anna! —gimió en voz alta—. Strahd destruyó a Tatyana y seguirá haciéndolo, aunque fui yo quien le quitó la vida. Ni aunque lo pagara con mi agonía hasta el fin de los tiempos sería suficiente. He pecado mucho, Sasha, y nunca lo he negado, pero también mis heridas son numerosas. Hijo del joven gitano, ¿vas a ayudarme? ¿Vas a ayudarme a vengarla y a salvar el alma de todos tus seres queridos?</p> <p>El ruego de Jander habría ablandado hasta el corazón más pétreo, y el de Sasha era vulnerable. Llevaba más de la mitad de su vida luchando contra el mal, merodeando entre las sombras nocturnas, en el dominio de los señores de los no-muertos, clavando estacas y cercenando cabezas para que no volvieran a levantarse. Leisl aligeraba la carga, aunque no lo suficiente.</p> <p>Ahora, Jander pretendía que atacara al vampiro más poderoso de la región, pero estaba cansado. ¿Acaso no había hecho suficiente? ¿Es que jamás podría concederse un respiro? ¿No podría abrazar sin temor a su querida Katya durante la noche, nunca, sin que se lo impidieran los recuerdos y las pesadillas?</p> <p>Cosas más tenebrosas que los recuerdos y las pesadillas poblaban las noches de Ravenloft. No podía permanecer impasible sabiéndolo.</p> <p>—De acuerdo —dijo, con los ojos cerrados—. ¿Qué es lo primero que hay que hacer?</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>VEINTITRÉS</p> </h3> <p>Cuando Sasha regresó, Leisl estaba esperándolo en su habitación, sentada en la cama sobre las piernas. Había preparado una taza caliente de vino para combatir el frío del camposanto, y se la pasó sin palabras; Sasha la tomó en silencio.</p> <p>—Supongo que viste al… esto… al elfo —comentó el clérigo por fin, con tono cansado, al tiempo que se recostaba en la almohada y se restregaba los ojos.</p> <p>—O sea que son así. Lo vi, sí, y también noté que no tenía sombra a la luz de la luna y que tenía la cara manchada de sangre. —Intentaba hablar con calma, pero no lo conseguía completamente—. ¿En qué locura te has metido, Sasha Petrovich? ¡Creía que estábamos en pie de guerra contra esas cosas, y no dedicándonos a charlar con ellas en los cementerios!</p> <p>Sasha no estaba seguro de la conveniencia de aclarar la situación a <i>la Zorrilla</i>, pero, en realidad, ya sabía mucho. Peor sería si ella decidía «ayudarlo» sin su consentimiento, porque las cosas podrían empeorar muchísimo enseguida. Aspiró con fuerza y dijo:</p> <p>—Ese vampiro se llama Jander Estrella Solar y salvó a mi padre de la muerte hace muchos años. Es como una especie de amigo de la familia. —Sonrió sin ganas—. Y vive con el conde Strahd en el castillo.</p> <p>—¡Vaya! ¡Es genial! —Leisl arrugó la nariz—. Un vampiro y un tirano loco y mago. Tienes unos amigos estupendos, Sasha.</p> <p>—¡Leisl! —exclamó falsamente indignado; pero, como de costumbre, la franqueza de la joven lo hizo reír a pesar de todo y comenzó a tranquilizarse. «Vino es exactamente lo que necesitaba», pensó mientras tomaba otro sorbo; resultaba curioso que Leisl siempre se anticipara a sus necesidades, incluso antes de que él se diera cuenta—. No es exactamente lo que parece —prosiguió—. Jander está urdiendo un plan en contra de Strahd, que, por cierto, también es vampiro. —Se quedó mirándola con expectación.</p> <p>—Si los dos son vampiros —dijo levantando una ceja—, ¿por qué Jander lo odia?</p> <p>—¿No te da miedo?</p> <p>—¿Por qué? Tú y yo salimos casi todas las noches en busca de esos condenados. No me dan miedo los vampiros… Los humanos resultan más imprevisibles —terminó con tono duro—. Son verdaderos monstruos, por si quieres saber mi opinión.</p> <p>—Leisl —repuso Sasha despacio, y la joven se puso en tensión, recelosa—, ¿cómo te hiciste ladrona?</p> <p>—No quiero hablar de ello —replicó. Cruzó los brazos, y sus labios adquirieron una expresión de tozudez. En otra ocasión, Sasha no habría indagado, pero tenía que saber si podía confiar en ella para la peligrosa misión que había aceptado.</p> <p>—Verás, respeto tu vida privada pero no estoy dispuesto a llevarte al castillo de Ravenloft si no sé lo que te bulle en la cabeza —le dijo sin tapujos. <i>La Zorrilla</i> escrutó sus ojos prolongadamente.</p> <p>—De acuerdo —se avino al fin, con cierto deje hostil—. Voy a contártelo. Mis padres cultivaban la tierra en una granja a las afueras del pueblo y, cuando tenía siete años, una manada de lobos decidió cenarse a toda mi familia. Yo era la menor de cuatro hijos y tenía una habitación en el ático para mí sola; por eso me salvé. Me quedé allí acurrucada, muerta de miedo, durante cuatro días con sus noches, hasta que el hambre me empujó a salir. Nadie del pueblo quiso acogerme y pasé semanas comiendo de las basuras. Entonces, el viejo aquel dijo que él me daría cobijo entre los suyos. ¡Vaya compañía, narices! El tipo se llamaba <i>Zorro y</i> su familia estaba formada por huérfanos como yo a quienes enseñaba a robar en su propio beneficio. No estaba mal —añadió con un toque de odio y orgullo—. Yo lo hacía tan bien que <i>Zorro</i> empezó a llamarme <i>Zorrilla</i>… y al poco tiempo me despidió con una patada porque, según él, ya estaba preparada para actuar por mi cuenta. Tenía entonces trece años, Sasha, acabados de cumplir, y más miedo que vergüenza. Salí adelante porque siempre me cubría bien la retaguardia y jamás confié en nadie; hasta hoy. —Su mirada se tornó blanda—. Tú eres la excepción. Bien, ahora ya sabes que puedes confiar en mí también.</p> <p>Sasha olvidó cuánto le molestaba a veces esa mujer delgaducha, lo importuna que llegaba a ser, y la abrazó suavemente. Ella se quedó muy rígida al principio, pero después se relajó y lo abrazó a su vez, y así permanecieron un momento.</p> <p>Jander le había dicho que regresaría al cabo de una semana para ver lo que había encontrado. Sasha y Leisl comenzaron a buscar todo lo que pudiera atar cabos en la misión contra el señor de Barovia. El clérigo cumplía con sus deberes sacerdotales con eficiencia, pero tenía la mente en otra parte. Pasaba largas horas entregado a la oración, sentado en la alfombra de su cuarto, completamente solo. «Lathander, ahora necesitamos tu ayuda; guíanos, por favor», rogaba.</p> <p>El Señor de la Mañana no se manifestaba ni inspiraba a su siervo con luz divina, de modo que el sacerdote y su ayudante tuvieron que volcarse sobre la magra biblioteca de la iglesia. La sala era pequeña, atestada, escasamente ventilada y sin ventanas; olía a polvo y a moho, y los libros llevaban demasiado tiempo sin haber sido tocados por manos humanas.</p> <p>Bajaron todos los tomos, unas dos docenas, de las estanterías donde habían estado pudriéndose y los abrieron sobre la basta mesa de madera.</p> <p>Leisl estornudó y, entre trago y trago de vino, siguió pellizcando del almuerzo que Katya les había preparado. Sasha, con la cara apoyada en una mano, volvió una hoja; el crujido del pergamino era el único ruido audible en la silenciosa estancia. Leisl se agitó nerviosa. Por primera vez en su vida lamentaba no saber leer; así al menos podría haber ayudado un poco al sacerdote.</p> <p>—¿No encuentras nada todavía? —preguntó, esperanzada.</p> <p>Sasha suspiró, hojeó rápidamente las páginas restantes y cerró el volumen con cuidado.</p> <p>—No; nada de nada. Son registros principalmente; de cosechas, nacimientos, muertes, matrimonios y cosas por el estilo. Nada que nos sea de utilidad.</p> <p>Sasha apoyó la espalda y se desentumeció recostándose sobre la silla hasta dejarla en equilibrio sobre las patas de atrás. Enlazó las manos tras la cabeza y cerró los párpados para que su mente vagara por donde quisiera. Los vampiros eran criaturas perversas, pero en esos tiempos muy pocos creían en su existencia; pertenecían a las leyendas. ¿Cómo se luchaba contra las leyendas?</p> <p>Leils miraba la pila de libros melancólicamente, y se sobresaltó cuando Sasha dejó caer las patas delanteras del asiento con gran estrépito.</p> <p>—¡Pavel Ivanovich! —exclamó con los ojos brillantes de excitación.</p> <p>—¿Quién?</p> <p>—El del cuento, ya sabes: Pavel Ivanovich de Vallaki, el heredero del sol. ¿No te acuerdas de la historia?</p> <p>—¿No te acuerdas de que yo no tuve madre que me contara cuentos a la hora de ir a dormir?</p> <p>—¡Oh, Leisl, perdóname! —Su tono era tan desolado que Leisl le hizo un gesto con la mano para que lo olvidara.</p> <p>—Cuéntamelo, ¿qué hizo ese Pavel Ivanovich?</p> <p>—Pues era el heredero del sol y nació para mantener la oscuridad alejada por medio de un fragmento de sol que su padre le dio. Pero el oscuro se lo robó de la cuna y lo escondió en el lugar más tenebroso de su reino. ¿Cuál podría ser ese lugar en Barovia?</p> <p>—No creo que me hagas esa pregunta para que la conteste —replicó Leisl con un mohín.</p> <p>—No estoy de broma, Leisl —la reprendió ceñudo—. Lo más tenebroso de Barovia es el castillo de Ravenloft, ¿verdad? —Supongo.</p> <p>—Durante su misión, Pavel se enfrenta a numerosos guardianes de la oscuridad; el primero y más terrible es el vampiro Nosferatu. —La excitación de Sasha iba en aumento—. ¿No lo comprendes? ¡Tiene sentido! La leyenda dice que cuando Pavel recupera el fragmento de sol, la maldición que pesa sobre la tierra desaparece; Strahd es la auténtica maldición de Barovia.</p> <p>—Sasha, eso no es más que un estúpido cuento popular —le espetó ella sin dejarse impresionar.</p> <p>—Naturalmente; los cuentos populares casi siempre tienen un punto de verdad. Es posible que haya algo realmente en el castillo de Ravenloft.</p> <p>—Claro, un par de vampiros.</p> <p>Sasha comenzaba a perder la paciencia y lanzó una mirada a Leisl que no ocultaba su irritación.</p> <p>—Nadie te pidió que te mezclaras en esto ni que te pusieras a matar vampiros. En realidad, nadie te ha dado vela en este entierro, y, si estás tan segura de que esto es una idiotez, ¿por qué no te vas y me dejas tranquilo?</p> <p>—Estoy contigo —manifestó impávida, aunque el clérigo percibió el torbellino que se agitaba bajo la calmada superficie—. Sabes que puedes contar conmigo.</p> <p>—Lo lamento —musitó, consciente de la lealtad de la joven.</p> <p>—Está bien. —Apartó unos libros y se sentó en la mesa—. Supongamos que esa leyenda es cierta y que en el castillo hay un trozo de sol que nos ayudaría a acabar con Strahd. ¿En qué <i>consiste</i> exactamente ese trozo de sol?</p> <p>—No lo sé —repuso bajando la vista.</p> <p>—Bien, así todo está claro.</p> <p>—Leisl, hago lo que puedo.</p> <p>—Yo también.</p> <p>Sasha no contestó; se limitó a bajar la cabeza hacia el libro que tenía sobre las piernas y suspiró, con la esperanza de que Jander hubiera tenido mayor fortuna en sus investigaciones; de lo contrario, tendrían que enfrentarse al señor de los vampiros sin ayuda de la magia, y eso, pensaba con amargura, resultaría pavoroso.</p> <p>Tampoco existían ancianos a quienes acudir, y la muerte de Martyn lo había convertido en el sabio más eminente del pueblo. Se le ocurrió que podría enviar a Leisl a Vallaki en busca de alguien a quien consultar; sería lo mejor, aunque le fastidiaba la idea de perder tiempo o llamar la atención. Si al menos hubiera alguien en la aldea que supiera de magia o… Comenzó a sonreír. Quizá podría preguntar <i>fuera</i> de la villa…</p> <p>—Los gitanos —anunció.</p> <p>Al día siguiente había mercado, y los vistanis aparecían a veces con mercancías para vender. Tuvieron que regatear un buen rato, pero, por fin, un gitano bizco llamado Giacomo les vendió unas ampollas de poción mágica para atravesar la niebla ponzoñosa que rodeaba Barovia, a cambio de quince monedas de oro y un compromiso de «ayuda si alguna vez la necesitara»; también les dio pasaje en su carromato hasta el campamento.</p> <p>El otoño ya se había asentado plenamente en el campo, y los árboles recortaban sus desnudas siluetas contra el cielo gris preñado de nieve. Los viajeros se acurrucaron muy juntos para darse calor, y enseguida apareció el amenazador anillo brumoso, que describía remolinos como si tuviera vida propia.</p> <p>—Bebedlo ahora —les indicó Giacomo mientras se llevaba un frasco a los labios.</p> <p>Ambos obedecieron, aunque se atragantaron un poco con el amargo bebedizo. Segundos después, alcanzaron el corazón de la niebla. Sobrevivirían gracias a la poción, pero el aire olía a estancado y era tan denso que los oprimía como algo sólido. Casi no se distinguían las caras, y al conductor no lo veían en absoluto. Giacomo siguió adelante y, de pronto, la bruma comenzó a aclararse y desapareció en pocos segundos; los pasajeros respiraron tranquilizados.</p> <p>A medida que avanzaban por el camino hacia el campamento, Leisl observó la abundancia creciente de unos pequeños pájaros negros y grises entre las ramas de los esqueléticos árboles, y lo comentó con Sasha.</p> <p>—Son <i>vista chiri</i>. Mi madre me explicó que siguen a los vistanis porque son los espíritus de sus muertos.</p> <p>A pesar de sus orígenes, Sasha nunca había intentado visitar el campamento ni localizar a su padre, y las probabilidades de encontrárselo ese día eran muchas, pero era un riesgo necesario. A pesar de que se había hecho a la idea, el corazón le latía dolorosamente al compás de los cascos de los ponis.</p> <p>El viento helado cambió de dirección y les trajo el olor de las hogueras; estaban ya muy cerca.</p> <p>Maruschka estudiaba la bola de cristal moviendo los labios sin articular palabras mientras sus ojos percibían lo que estaba oculto a los demás. Después, emitió un suspiro y cubrió la brillante esfera con un paño de terciopelo morado. Parpadeó con fuerza para despejar las lágrimas que le habían borrado la última escena de la visión, se levantó y salió a la mañana otoñal.</p> <p>El paso de veinticuatro años había dejado señales en el rostro de la vistani vidente. Había adquirido el don de la visión total el día de su vigésimo segundo aniversario, dos años después de que el vampiro élfico salvara la vida a su hermano. Mientras se acercaba hacia la hoguera en busca de un poco de calor para sus heladas manos, su sobrino Mikhail se lanzó sobre ella y la tiró en la hierba parda y moteada de hojas.</p> <p>—Perdona, tía Maruschka —se disculpó al tiempo que la ayudaba a levantarse.</p> <p>Maruschka se quedó mirando al hijo menor de Petya, que le recordaba el paso del tiempo. Mikhail contaba sólo siete veranos, pero ya se notaba claramente que había heredado la facilidad de su padre para buscarse problemas. Petya e Iliana, su esposa, descansaban todavía en el <i>vardo</i>, pero no se les podía reprochar. ¿Quién tendría valor para abandonar el calor de una compañera en una mañana fría?</p> <p>Ella no se había casado sino que había cumplido con su destino convirtiéndose en jefa del clan, rango para el que se encontraba debidamente preparada a la muerte de su predecesora, la abuela Eva.</p> <p>Estaba calentándose junto al fuego cuando el ruido de un carromato le hizo levantar la vista; se estremeció por dentro, aunque su rostro permaneció sereno. El pasajero de Giacomo era el vivo retrato de su hermano, el mismo que había contemplado en la visión de la bola mágica.</p> <p>No llevaba el hábito talar rosa y dorado con que se le había aparecido sino que, evidentemente, había intentado disfrazarse de aldeano típico con una camisa de algodón, chaqueta de piel de oveja y calzones de lana oscura. Cuando su delgada acompañante y él bajaron del carro y Giacomo les señaló a la gitana, ella ya sabía el motivo de la visita y miró al hijo de Petya con una sonrisa misteriosa.</p> <p>—Tú llevas nuestra sangre —le dijo sin preámbulos tan pronto como Sasha se acercó.</p> <p>—Cierto —replicó, él, totalmente sorprendido—. Soy un viajero errante y vengo de una tierra lejana…</p> <p>—Tú eres Sasha Petrovich, hijo del vistani Petya y de la hija del burgomaestre. Ahora te dedicas al culto de un dios que no es conocido por sus tratos con nuestra gente. ¿Para qué buscas mi ayuda? —Sasha estaba completamente perplejo; le había dicho a Leisl que aquellas ropas no engañarían a nadie, aunque a ella le funcionara porque estaba acostumbrada a fingir y a disfrazarse…—. Y la señorita tal vez desee una taza de té —sugirió. Un momento después, añadió—: Venid a mi <i>vardo</i>. —Se dio la vuelta para indicarles el camino—. Supongo que podréis pagarme —afirmó, más que preguntar.</p> <p>Sasha hundió las manos en los bolsillos y sacó un puñado de oro que destelló en la luz fría; Leisl se estremeció, consciente de que habría ojos vigilando.</p> <p>—Escóndelo —susurró— si quieres volver con el cuello intacto.</p> <p>De pronto se dio cuenta de que la gitana podía tomarse el comentario a mal y levantó los ojos mortificada, pero Maruschka se limitó a sonreír levemente.</p> <p>—Pequeña, sabes más de la vida que este amigo tuyo; y tú, sacerdote, harías bien en seguir su consejo. Vamos, pasad los dos.</p> <p>Con el correr de los años, el <i>vardo</i> de la vidente se había recargado más, a medida que su influencia dentro y fuera de la tribu se extendía. El exterior había sido pintado recientemente y lucía numerosos adornos dorados; los arreos de los ponis estaban tan repletos de campanillas y borlas que cada movimiento se convertía en un festival.</p> <p>En el interior, el misterio y la sombra competían con toques de vividos colores. Los enseres de una vida cómoda, como arcones grabados para las alegres faldas, tejidos multicolores para la ropa de cama e innumerables cojines bordados con hilos de oro, contrastaban con los objetos esotéricos que alimentaban y favorecían las visiones.</p> <p>Había libros sobre las mesas y en los rincones más insospechados, y del techo colgaban manojos de hierbas cuidadosamente recolectadas que llenaban el carromato de aromas campestres. Las cartas, envueltas en un paño de seda blanca tan antiguo que era casi transparente, reposaban en una caja especial en medio de un incensario, un recipiente negro de arcilla para realizar escrutinios y un enorme fragmento de cristal de roca cuyas caras revelaban el corazón del mineral. Un grueso cirio presidía el conjunto sobre una achaparrada palmatoria e iluminaba con su único ojo pálido. Un mirlo negro dormitaba en una jaula grande, ajeno a todas las interrupciones.</p> <p>Mientras Maruschka encendía las velas que colgaban en el centro del <i>vardo</i>, Sasha contemplaba el entorno y pensaba que aquello era un cúmulo de oropel, pero también de poder, y la herencia paterna le hizo comprender que el poder no dependía en absoluto de las hierbas aromáticas ni de la influencia del fuego danzando sobre los diferentes objetos. Deseaba no haberse equivocado de proceder.</p> <p>Maruschka hurgaba entre el revoltijo de cosas; sus faldas crujían suavemente y los numerosos brazaletes de sus muñecas morenas entrechocaban con sonidos musicales. Hizo un gesto con la ensortijada mano, y Leisl y Sasha tomaron asiento entre los cojines del suelo. Ambos se sobresaltaron al oír una llamada en la puerta; se trataba de Mikhail que les llevaba té. Maruschka contuvo la respiración al comprobar el enorme parecido entre los dos, pero ninguno de ellos lo percibía como ella, de modo que volvió a respirar tranquila.</p> <p>—Ahora —comenzó, tras ofrecer a cada uno una taza de perfumado té— decidme qué deseáis saber.</p> <p>Sasha se quedó mirándola con ojos oscuros y solemnes. El vapor de la taza se le enroscaba en la cara y le humedecía la tez ligeramente.</p> <p>—Quiero saber mi fortuna. ¿No es eso lo que pregunta todo el mundo?</p> <p>Maruschka cerró los ojos. «La visión ya se hace realidad; tan pronto, tan pronto…».</p> <p>—Bebed el té y pasadme las tazas.</p> <p>Así lo hicieron; la gitana colocó los recipientes vacíos en un hueco en el suelo, justo frente a sí, y cerró los ojos otra vez mientras aspiraba profundamente. Después, recogió la taza de Leisl con movimientos lentos y miró al fondo.</p> <p>—Tienes mucho miedo —dijo; Leisl lanzó un bufido pero Maruschka no le hizo caso—. No temes muchas cosas, pero hay dos que te aterrorizan: los cantores grises de la noche y la pérdida de algo muy valioso para ti. El camino te lleva hacia la oscuridad, donde tendrás que enfrentarte a ambos terrores en un futuro cercano.</p> <p>Leisl ocultó sus sentimientos tras una expresión neutra, aunque el corazón le dio un vuelco. Los cantores grises de la noche eran los lobos, a los que odiaba y temía de verdad; y sólo una cosa le importaba: Sasha. La gitana le decía que iba a perderlo… Parpadeó con fuerza, con la esperanza de que Sasha no lo notara, pero no tenía por qué preocuparse, ya que el clérigo sólo estaba pendiente del rostro de Maruschka.</p> <p>—Y tú, que llevas sangre gitana —prosiguió en tono suave—, te has cargado a la espalda un fardo demasiado pesado. Sufrirás una gran pérdida, aunque no es seguro en qué forma va a presentarse… Tal vez sea el amor, o las creencias, o algo tan concreto como un objeto o una persona. Buscas la luz en los senderos de la oscuridad. Las piedras… —Su voz descendió varios tonos—. El que más ha amado tiene el corazón de piedra. Las piedras te dirán lo que quieres saber.</p> <p>—¿Vamos…? —Leisl tragó un nudo en la garganta y empezó de nuevo—. ¿Moriremos?</p> <p>La gitana la miró, y una sonrisa comenzó a dibujarse en sus labios poco a poco.</p> <p>—Naturalmente, pequeña; todo perece. Es decir —la sonrisa se le borró—, <i>casi todo</i>.</p> <p>Se produjo un incómodo silencio durante el cual los dos jóvenes se perdieron en sus pensamientos. Por fin, Sasha reaccionó.</p> <p>—¿Cuánto te debemos?</p> <p>Maruschka iba a decirle el precio habitual, pero de pronto cambió de parecer.</p> <p>—No os cobraré nada. Conozco a tu padre, y por su sangre te hago este regalo una vez.</p> <p>Sasha se disponía a protestar, pero lo pensó mejor.</p> <p>—Te estamos muy agradecidos, <i>madame</i> Maruschka.</p> <p>La vidente se levantó y abrió la puerta, se asomó y dijo unas palabras en vistani.</p> <p>—Ahora debéis marcharos, niños. Nadie os molestará, y también os regalo un pasaje seguro a través de la niebla.</p> <p>—Adiós, <i>madame</i> —se despidió Sasha con una profunda inclinación de cabeza.</p> <p>Leisl saludó con un gesto breve y salió rápidamente tras el clérigo. Maruschka se quedó observándolos y después cerró la puerta y se sentó pesadamente sobre los cojines. <i>Pika</i> graznó y ella le sonrió con gesto cansino.</p> <p>Estaba contenta de haberles proporcionado una visión certera, aunque… Por un instante, deseó con toda su alma no haber recibido el don de la visión, porque entonces no habría tenido necesidad de tomar las decisiones a que estaba obligada.</p> <p>Sus responsabilidades para con la tribu trascendían los vínculos familiares, la ataban a todos los vistanis, a todo lo que éstos representaban. La protección del clan se anteponía siempre a la felicidad de los ajenos, incluso a su seguridad, y por ello tenía vetada cualquier acción que pudiera comprometer la existencia de la tribu. Eva había complicado las cosas al mezclar a los vistanis con el conde Strahd y sus maquinaciones, pero la sucesora sabía muy bien que sería una locura desafiar al señor de Barovia. No podía hacerlo ni lo haría, ni aunque de ello dependiera la vida de su propio hermano o del hijo de éste, es decir, su sobrino. Tampoco por el único ser que la había hecho pensar en el amor, aunque brevemente; una criatura de piel dorada y hermosa estampa que pertenecía a otra raza y, lo que era peor, se hallaba sumido en otro tipo de vida completamente distinto. Recordó con furia lo que le había revelado sobre su futuro; le había augurado éxito por la intervención del sol y de un niño.</p> <p>La ironía de la situación se le acumuló en la boca como bilis. ¿En qué forma podría triunfar un vampiro con la ayuda del sol? ¿Cómo engendraría un niño un ser no-muerto? Sacudió la cabeza, veteada ya de gris, con tristeza.</p> <p>—¡Ay, Jander! —evocó dulcemente—. Si aún te acuerdas de mí, perdona la intromisión de mi mano en la hora del desastre.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>VEINTICUATRO</p> </h3> <p>Jander no tenía la menor idea de cuándo regresaría Strahd; podía ser dentro de cinco meses o de cinco minutos. Tenía, pues, que aprovechar cada segundo, porque no lograría controlar su ira cuando volviera a verlo.</p> <p>Sin embargo, debía seguir aparentando calma. Las esclavas, criaturas crueles y torpes comparadas con él o con su terrible creador, tenían ojos y eran capaces de observar. Siempre que aparecía alguna cerca de él, procuraba no traicionar sus inquietudes con palabras, miradas u obras. En cuanto a los esqueletos y a los zombis, no tenía necesidad de disimular puesto que carecían totalmente de entendimiento.</p> <p>No obstante, la aguda y joven Trina era cuestión aparte. Sabía que había captado algo fuera de lo normal cuando acudió a visitarlo dos noches antes de su encuentro con Sasha. Para alejarla lo más pronto posible, tuvo que fingir un interés desmedido en los frescos.</p> <p>—Quiero recuperar el resplandor original de este bellísimo colgante de rayos de sol —le explicó—. Sí, éste de aquí. Es magnífico, ¿verdad? Creo que con un poco de plata y una gotita de blanco…</p> <p>Funcionó. Trina suspiró, absolutamente aburrida, y se marchó escaleras abajo; el ruido de las pisadas se convirtió en sonido de zarpas antes de llegar al final. Jander corrió a la ventana más próxima y la vio escabullirse a toda velocidad por el patio.</p> <p>Acuciado por la prisa, dejó los pinceles y las pinturas y regresó a la biblioteca. Aún no sabía lo que buscaba; una clave, un encantamiento o cualquier otra cosa que lo ayudara a terminar con la plaga de Barovia: el conde Strahd von Zarovich.</p> <p>Dos cuestiones, entresacadas de las investigaciones, lo obsesionaban. Una era un capítulo de la historia del antiguo ejército de Barovia; lo buscó y lo releyó: <i>El Gran Sumo Sacerdote de Barovia, un joven llamado Kir, llevó al pueblo a la oración. Exactamente a medianoche, se retiró a la capilla del castillo a meditar y a rogar ayuda. Obtuvo la gracia del misterioso Santo Símbolo del linaje del cuervo para empuñarlo contra el rey goblin. Mientras el héroe luchaba y conducía a sus hombres a la victoria, el Santo Símbolo también era secretamente utilizado. Más tarde, el Gran Sumo Sacerdote Kir lo ocultó en un lugar desconocido</i>.</p> <p><i>Nadie ha vuelto a ver el Santo Símbolo de Ravenloft ni sabe dónde se halla. Hasta el día de hoy, ningún otro ministro lo ha encontrado ni utilizado. No obstante, y fuera de toda duda, su mágico poder contribuyó a la merecida victoria de nuestro noble conde Strahd</i>.</p> <p>—«El Santo Símbolo del linaje del cuervo, el Santo Símbolo de Ravenloft» —repitió en voz alta—. Un objeto de grandes poderes benéficos y nadie sabe dónde está. —Rió sin ganas ante la ironía.</p> <p>El otro tema que le daba vueltas en la cabeza era una antigua narración sobre un intrépido héroe infantil llamado Pavel Ivanovich, y su misión de recuperar un fragmento de sol. Había escuchado retazos de la leyenda en boca de Sasha, la noche en que asesinaron a su familia. Dejó los remordimientos que aún lo asaltaban después de tanto tiempo y se concentró en el cuento. Pavel vencía a Nosferatu; tal vez hubiera algo de verdad en todo aquello.</p> <p>Pasó una semana buscando desesperadamente entre las montañas de libros de la colección de Strahd. Una tarde en particular, paseaba inquieto por el castillo en espera de la caída de la noche y, poco después del ocaso, abandonó la guarida en forma de lobo. La primera nieve de la estación, una suave cortina de copos, había caído durante las horas de sol, y el bosque estaba moteado de cristales y fantasmagóricos bultos blancos bajo el claro cielo de luna llena.</p> <p>Se dirigió hacia el pueblo veloz y ágilmente, hasta que captó en el aire el aroma de una presa fresca, que le recordó la necesidad de alimentarse antes de que terminara la noche. El olor almizclado de lobo y el cúprico de la sangre de venado se mezclaban con el inconfundible rastro de Trina, y comenzó a buscarla.</p> <p>La encontró en un pequeño calvero bastante alejado del lindero del bosque, a cobijo de posibles miradas desde la aldea. Le pareció cauto por su parte, puesto que la joven no estaba transformada por completo; arrancaba pedazos de carne con zarpas lobunas y salpicaba la nieve de sangre. La presa despedía vaho en el aire helado, y varios lobos más comían ruidosamente en las cercanías.</p> <p>Jander se transformó en elfo para hablar con ella.</p> <p>—¿Sabes cuándo volverá Strahd? —le preguntó, disimulando el asco que le producía verla engullir de aquella manera el venado que había abatido con la ayuda de los otros animales.</p> <p>Trina lo miró con ojos humanos en la cara lobuna; sacudió la cabeza y se pasó la larga y rosada lengua por las mandíbulas.</p> <p>—Todavía tardará un poco, supongo, porque en los viajes cortos suele llevarme con él.</p> <p>Hablaba con una especie de gruñido gutural, inteligible no obstante, aunque varias octavas por debajo de su tono habitual. Hundió la dentadura vorazmente en un trozo sanguinolento e imprimió un giro a la quijada lobuna para asirlo mejor. Se oyó entonces un crujido de huesos triturados, y el elfo se dio la vuelta.</p> <p>Volvió a tomar forma de lobo y siguió camino de la villa. En cuanto salió del cobijo de los árboles, procedió con mayor cautela moviendo su cuerpo animal como una sombra sobre la nieve. Llegó al borde del cementerio y se deslizó entre el follaje de los pequeños árboles que lo rodeaban. Allí, lejos de miradas indiscretas, recuperó su forma élfica y atravesó por entre las tumbas hasta la iglesia.</p> <p>Sasha lo esperaba, acompañado por otra persona; los dos bultos se ocultaban juntos en un banco de madera sin pulir, discretamente situado contra el muro del edificio. En cuanto se acercó, ambos se pusieron en pie.</p> <p>—Creía que estaríamos solos tú y yo —comentó Jander, receloso.</p> <p>—Así era, pero ella es de confianza. Jander Estrella Solar, te presento a Leisl, mi… compañera de correrías nocturnas. —Hizo una pausa y después añadió—: Ya te conoce.</p> <p>—No sabía que los elfos se convirtieran en vampiros —comentó la joven, sin dejar de mirarlo abiertamente—. Claro está que tampoco conozco tantos elfos… ni tantos vampiros.</p> <p>—Bien, ahora ya conoces a uno más de cada uno —replicó con cierto sarcasmo al tiempo que inclinaba la cabeza burlonamente—. Dime, Leisl, ¿por qué estás aquí esta noche? Sé lo que empuja a Sasha, pero ¿y a ti?</p> <p>—No puedo consentir que Sasha se las vea con Strahd él solito, ¿no crees?</p> <p>Una sonrisa jugueteó en los labios del elfo; satisfecho al parecer con la respuesta de <i>la Zorrilla</i>, se volvió hacia Sasha.</p> <p>—No he encontrado nada definitivo en el castillo de Ravenloft, aunque presiento que las respuestas a lo que buscamos se hallan en alguna parte de la biblioteca del conde. Hay dos cosas que creo merecen especial atención; en primer lugar, ¿sabes algo del Santo Símbolo del linaje del cuervo?</p> <p>—No, y tampoco he descubierto grandes cosas en cuanto a las religiones primitivas de Barovia. En la iglesia no hay documentos al respecto.</p> <p>—Qué curioso.</p> <p>—Eso mismo pensé yo; supongo que todos los anales han sido destruidos deliberadamente.</p> <p>—O los han llevado a otra parte. En fin, qué le vamos a hacer.</p> <p>—¿Qué era el Santo Símbolo del linaje del cuervo? —preguntó Leisl, que se sentía un tanto marginada. El elfo la miró con sus plateados ojos.</p> <p>—Un amuleto sagrado muy poderoso, al parecer, que fue utilizado contra los goblins mientras el ejército de Strahd luchaba por la liberación de Barovia. Por desgracia —añadió apesadumbrado—, se mantuvo en secreto y nadie, excepto los iniciados, sabía con exactitud qué era. El misterio pasaba de sacerdote a sacerdote, creo, y la línea se truncó en algún momento. Esperaba que Sasha supiera algo más pero… —Su melodiosa voz calló tristemente.</p> <p>—¿Y qué es aquello otro que tenías que decir? —inquirió Sasha.</p> <p>—Seguro que te parecerá un despropósito, pero existe una antigua leyenda sobre no sé qué tontería de un fragmento de sol y un niño. Sin embargo —sonrió—, a veces se puede extraer una verdad del fondo de una leyenda. Lo difícil es desentrañarla. —Vio sorprendido que Sasha y Leisl intercambiaban una mirada curiosa.</p> <p>—Leisl y yo hemos llegado a la misma conclusión; ese cuento es la única clave que hemos encontrado. ¡Ah! Y otra cosa… Tal vez tú lo comprendas; se trata de un mensaje misterioso que a lo mejor nos sirve de algo. ¿Qué podría significar «El que más ha amado tiene el corazón de piedra»?</p> <p>—No lo sé. Por lo general, los corazones de piedra no aman en absoluto. ¿Alguna otra adivinanza? Solía acertarlas todas, tiempo atrás.</p> <p>—En ese caso, a ver qué te parece ésta: «La piedra te dirá lo que quieres saber».</p> <p>—A mí me parece que podría referirse a grabados en la piedra —terció Leisl—, o a una estatua, o a alguna frase inscrita en una pared. Tiene que ser algo así porque si no ¿cómo van a hablar las piedras?</p> <p>Jander asintió despacio, pero su frente seguía arrugada y comenzó a pasear. Leisl hablaba con lógica, aunque por algún motivo la conclusión era incorrecta. Las respuestas, o al menos parte de ellas, estaban allí, <i>justamente al alcance de la mano</i>, en el límite exacto de sus conocimientos. Si pudiera concentrarse lo suficiente… De pronto lo comprendió.</p> <p>—Existe un sortilegio que hace hablar a las piedras —dijo—. ¿Lo conoces?</p> <p>—No. ¿Tan importante te parece?</p> <p>—Bien, veamos. Pensad en una piedra, muro o edificio en Barovia que haya podido presenciar acontecimientos que nos sirvan de algo.</p> <p>—El castillo de Ravenloft —sugirió Leisl.</p> <p>—Evidentemente —replicó Sasha—, pero eso sería muy peligroso. —Miró alrededor, hacia las frías formas grises empolvadas de blanco que señalaban los lugares donde reposaban los muertos—. ¿Lápidas?</p> <p>—No. —Jander sacudió la cabeza enérgicamente—. No creo que hayan sucedido muchas cosas interesantes en el cementerio; sabemos dónde está el vampiro.</p> <p>—¿La plaza del mercado? —apuntó Leisl—. Estoy segura de que esos adoquines han sido pisados por mucha gente.</p> <p>—Es un sitio demasiado transitado, incluso por las noches —musitó Sasha— y no podemos arriesgarnos a que nos vean. La iglesia es de madera, desgraciadamente.</p> <p>Jander, que no dejaba de dar cortos paseos mientras escuchaba a medias, se volvió hacia ellos.</p> <p>—¡El círculo de piedras! —exclamó—. Es tierra sagrada. ¿Cuánto tiempo hace que existe ese lugar, Sasha?</p> <p>—No lo sé; siglos, supongo… —Comenzó a sonreír—. Jander, es ahí; ¡tiene que ser ahí!</p> <p>—¿Nos vemos aquí mañana otra vez, para darte tiempo a hacer los preparativos? —preguntó el elfo.</p> <p>—¿Nos sobra tiempo?</p> <p>—No tengo la menor idea. Strahd puede prolongar su ausencia un mes, o tal vez ya haya regresado al castillo en estos momentos.</p> <p>—En ese caso, no hay tiempo que perder. —Sasha adoptó una expresión firme—. Se trata de una buena causa. Sin duda Lathander la bendecirá y me concederá la magia necesaria. Voy a orar al altar; mientras tanto, vosotros dos entrad y… ¡Oh!</p> <p>Sasha se maldijo por su falta de tacto al ver el rostro entristecido de Jander. El vampiro no podía entrar en el santo recinto.</p> <p>—Leisl, ¿por qué no entras tú y te calientas un poco? —propuso Jander suavemente—. A nosotros, los no-muertos, no nos afecta la baja temperatura como a los mortales.</p> <p>Leisl estrechó los ojos mientras miraba al vampiro sopesando sus intenciones.</p> <p>—No, estoy bien; no nos pasará nada, Sasha. Te prometo que entraré si siento frío.</p> <p>—De acuerdo; no sé cuánto tiempo tardaré. —Miró al vampiro élfico y a la ladrona y, por un instante, un pensamiento divertido le aligeró el corazón a pesar de las circunstancias—. ¡Qué pareja tan insólita! —musitó, y se dirigió a la iglesia.</p> <p>Durante unos minutos, ni el vampiro ni la humana dijeron una sola palabra. El viento comenzó a soplar y agitó los cabellos de Leisl; la joven sintió un escalofrío y se arrebujó en la capa.</p> <p>—Debe de ser una ventaja no sentir las inclemencias del tiempo —comentó, para llenar el tenso silencio.</p> <p>—Supongo —replicó Jander—, aunque, si pudiera volver a ser mortal, me sentiría feliz desnudo en medio de una ventisca.</p> <p>—¿No te gusta ser vampiro? —inquirió, con el óvalo del rostro iluminado por la luna.</p> <p>—¡No! —exclamó, sorprendido y lleno de horror—. ¿Por qué lo preguntas? —añadió dolorido.</p> <p>—No sé, es que… Lo siento. —De nuevo el tenso silencio se instaló entre ellos—. ¿Por qué quieres destruir a Strahd?</p> <p>Jander tardó un rato en responder.</p> <p>—Porque hizo mucho daño a una persona a quien yo amaba —contestó al fin, hablando con lentitud.</p> <p>—¿La mató?</p> <p>—No; le rompió el corazón y le quebrantó la mente. Asesinó a su prometido y ella enloqueció.</p> <p>—¡Oh, Jander! Lo lamento —le dijo sinceramente—. Es lógico que quieras vengarte.</p> <p>—Busco venganza, sí, y también el final de los sufrimientos de mi amada. —Clavó los ojos en ella—. Regresa a la vida cada pocas generaciones, ¿sabes? Y, siempre que se reencarna, el conde va en su busca para conquistar su corazón. —Sus plateados ojos se tornaron duros de odio—. Todo esto se va a terminar.</p> <p>—Comprendo. El amor empuja a hacer cosas extraordinarias que normalmente no haríamos.</p> <p>El vampiro sonrió, y sus dientes destellaron en la pálida luz. Curiosamente, el detalle ya no asustaba a Leisl.</p> <p>—Sé que lo comprendes. ¿Y Sasha conoce tus sentimientos? —<i>La Zorrilla</i> empezaba a preparar una réplica negativa cuando Jander le hizo un gesto con la mano—. Tu rostro lo pregona a los cuatro vientos cada vez que lo miras.</p> <p>—No, no creo que lo sepa —musitó sonrojada, con la mirada en otra parte—. Está muy enamorado de Katya y no me presta atención. No se lo digas, por favor.</p> <p>—Tu secreto está a salvo conmigo.</p> <p>Por tercera vez se quedaron en silencio, pero en esta ocasión el ambiente era amistoso.</p> <p>—Ahí llega Sasha —anunció Jander, y ambos se pusieron en pie.</p> <p>El clérigo se acercaba a pasos rápidos y seguros. Cuando se aproximó lo suficiente como para distinguirle el rostro, comprobaron que sonreía tiernamente y tenía los ojos iluminados.</p> <p>—Hasta las mismas piedras hablarán al favorecido por la gracia de Lathander —dijo con voz trémula—. Ya tengo lo necesario. ¿Vamos?</p> <p>Las piedras parecían centinelas silenciosos en lo alto de la colina. Nada había cambiado allí desde que Jander y Sasha se habían acercado por última vez, quince años atrás, y la quietud impertérrita de las peñas indicaba que sería así por siempre. Una fina capa de nieve recién caída lo cubría todo, y ninguna huella de animal ni de otra clase de ser hollaba la capa virgen. Sasha y Leisl llegaron al centro del círculo y extendieron una manta, mientras Jander se quedaba fuera del lugar sagrado que no admitiría a un vampiro, a menos que se concentrara en violar la barrera protectora; en vez de debilitarse vanamente, prefirió mantenerse al margen.</p> <p>Sasha aspiró el poder que emanaba de la tierra y se empapó de él. Estudió el cielo para orientarse correctamente y comenzó a preparar un pequeño altar frente a la peña más grande. Jander miraba con atención desde fuera, y Leisl se removía inquieta apoyándose en cada pie alternativamente.</p> <p>Sasha tomó asiento e indicó a Leisl que hiciera lo mismo. El siervo de Lathander ordenó los símbolos sagrados, además de una botella con un líquido plateado y un puñado de arcilla, y comenzó a amasar la arcilla despacio y a moldearla con la forma de la gran piedra que tenía enfrente. Después procedió a entonar un cántico con voz suave y dulce, que terminó en una lenta letanía.</p> <p>Cuando el sortilegio comenzó a surtir efecto, a Jander se le erizó el pelo de la nuca. Reconocía algunas de las palabras que Sasha pronunciaba. ¿Cuántos largos años hacía que no contemplaba a un sacerdote entonando una letanía sagrada?</p> <p>Sasha vertió el líquido plateado en la nieve delante de la réplica de barro y, por el peculiar fluir del mineral, Jander comprendió que era mercurio. El joven elevó la voz y se detuvo bruscamente. Siguió un breve y tenso silencio, durante el cual los tres aguardaron expectantes al acontecimiento desconocido, que no tardaría en ser revelado.</p> <p>De la gran peña frente a la que se habían situado comenzó a desprenderse un resplandor, y el agudo oído de Jander captó un murmullo, al que se unieron otros hasta formar un canto único y no humano. A medida que la voz se incrementaba vio la expresión de respeto, temor y ansiedad que embargaba el rostro de sus compañeros.</p> <p><i>¡Escucha el canto de las piedras, mudas durante tanto tiempo!</i></p> <p><i>En la Edad Primera, sólo piedras éramos, y en nuestras entrañas guardábamos los tesoros de la tierra. Los hombres llegaron y cosecharon aquí con ayuda de estos dones, para fines buenos. Piedra y metal, la osamenta del suelo, fueron liberados y se convirtieron en objetos bellos y sagrados</i>.</p> <p><i>En la Edad Mediana, el olvido cayó sobre los tesoros que guardábamos. Fuimos removidas y transformadas en objetos sagrados, en guardianas de las almas de los hombres. Concilios se celebraban aquí, y principios y finales</i>.</p> <p><i>En la Edad Tardía, la memoria olvidó nuestra santidad, Pocos acuden a adorar aquí, en la Edad Oscura. El miedo gobierna esta tierra. Sin embargo, lo que fue sagrado no deja de serlo. En la Edad Tardía somos refugio de los perdidos, de los que carecen de cobijo, de los solitarios, de los faltos de amor. Los protegemos del daño y no los descubrimos. Así seguirá siendo hasta que el tiempo nos desgaste y el viento esparza el polvo</i>.</p> <p><i>Pregunta lo que deseas y hallarás respuesta</i>.</p> <p>Sasha se humedeció los labios y después habló con voz temblorosa.</p> <p>—Magnas piedras, estamos buscando dos cosas: el Santo Símbolo del linaje del cuervo y un objeto del que se habla en la leyenda como «fragmento de sol». ¿Sabéis qué son?</p> <p><i>Hemos visto lo que buscas</i>.</p> <p><i>Antes de los albores de la Edad Tardía, en medio de las Nueve Noches de Terror, la Gran Arma recibió aquí la bendición. Elaborada mediante las manos de un santo, aunque no hecha por él, la trajo aquí con su último hálito, y nosotras la bendecimos</i>.</p> <p><i>Perdido, el fragmento de sol ahora está perdido; el que era también Santo Símbolo del linaje del cuervo. Descansa junto a los que debía proteger. No podemos revelarte nada más</i>.</p> <p><i>Así es el canto de las piedras, mudas durante tanto tiempo…</i></p> <p><i>No cantaremos una vez más</i>.</p> <p>La letanía dejó de ser comprensible y terminó desvaneciéndose en el silencio de la noche clara y tranquila. También el resplandor desapareció. Jander tenía una extraña sensación de paz, y hasta la quietud nocturna le parecía áspera tras el cautivador cántico. Sasha estaba arrebatado.</p> <p>—Gracias, bendito Lathander —susurró.</p> <p>Hasta el rostro de la escéptica Leisl reflejaba incredulidad, maravilla y asombro. Guardaron un respetuoso silencio, que la joven rompió al fin.</p> <p>—De modo que las dos cosas son la misma —comentó taciturna—. Sin embargo, seguimos sin saber dónde se encuentra.</p> <p>—Sí que lo sabemos —corrigió Jander—. El Santo Símbolo fue hecho para el linaje del cuervo, es decir el linaje Ravenloft, la familia de Strahd. Debe de estar escondido allí, cerca de aquellos a los que debía proteger. —Miró a Sasha—. Quizá —dijo con un chasquido de la lengua—, deberíamos rebautizarte con el nombre de Pavel. ¿Estás preparado para entrar en los dominios de la oscuridad?</p> <p>Sasha le sonrió con la cara todavía iluminada por la magia del paraje.</p> <p>—Preparado, en cuanto lo estés tú, Nosferatu.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>VEINTICINCO</p> </h3> <p>Sasha miró por la ventana de su prometida hacia la mañana, engañosamente clara. Una capa reciente de nieve blanqueaba las calles y escondía los baches y la suciedad; sólo algunas huellas de caballos y personas atestiguaban las pocas almas que ya se habían levantado. El clérigo suspiró para sí y cerró las contraventanas.</p> <p>Se volvió hacia Katya, que parpadeaba adormilada. Ella le sonrió y se desperezó con un bostezo, arrebolada todavía por el sueño. Sasha sintió un pinchazo de amor casi doloroso; se acercó a ella y le besó la frente.</p> <p>—¿Cómo es que no has ido a los maitines? —inquirió la joven—. Y esa ropa… ¿Dónde tienes la sotana?</p> <p>Sasha la contemplaba anhelante. Era tan hermosa, tan frágil y encantadora…</p> <p>—Hoy tengo que hacer una cosa muy importante, y es posible que tarde en volver. Si…, si no regreso dentro de un par de días, lee esto. —Dejó una nota cerrada en la mesita de noche—. Te quiero, Katya, y haré todo lo que pueda por volver a tu lado enseguida. Te lo prometo.</p> <p>—Sasha… —La ansiedad de su prometido le despejó la mente por completo, y frunció el entrecejo. Antes de que lo abandonaran las fuerzas, el clérigo se dio media vuelta y salió cerrando la puerta—. ¡<i>Sasha</i>! —No hizo caso de la angustiosa llamada; tenía que marcharse por el bien de todos.</p> <p>Leisl lo esperaba impaciente en la iglesia, vestida con su habitual ropa de hombre; se había trenzado el cabello para evitarse molestias. Los caballos estaban ensillados y listos para partir. La joven se había encargado de recoger las herramientas necesarias y cargarlas a lomos de las bestias.</p> <p>—Ya era hora de que llegaras —farfulló Leisl, ceñuda—. Hace una hora que ha salido el sol. Estamos perdiendo tiempo.</p> <p>—También lo perdemos discutiendo —se defendió, al tiempo que saltaba con agilidad sobre la yegua gris—. Vamos. —Unió los muslos y la montura salió a medio galope.</p> <p>Leisl lanzó un juramento y subió al caballo. Bajaron por la calle de la iglesia y atravesaron la plaza del mercado, donde había más movimiento que en el resto del pueblo. Sasha avanzaba tan ensimismado en desagradables pensamientos que no se percató de que su compañera quedaba rezagada. Poco después, cuando ya alcanzaba las afueras de la villa, el silencio circundante penetró sus meditaciones e hizo frenar la marcha del caballo. Diez minutos más tarde, Leisl apareció trotando por la calle hacia él.</p> <p>—¿Qué has estado haciendo? —le preguntó—. Creía que tenías prisa por partir.</p> <p>—He parado a comprar algo de comida, por si la necesitamos —le dijo satisfecha.</p> <p>—Espero que no tengamos que estar allí tanto tiempo.</p> <p>—Pero, en caso contrario, me lo agradecerás.</p> <p>—¡No conozco a nadie que piense en comer tanto como tú!</p> <p>—Porque he pasado tanta hambre en mi vida que no puedo evitarlo —le espetó con los párpados semicerrados.</p> <p>Sasha bajó la mirada ante la merecida reprimenda y enfiló la yegua por el camino otra vez. Siguieron en silencio al trote cómodo de las monturas.</p> <p>Sasha repasaba mentalmente los conjuros que Lathander le había inspirado generosamente, en recompensa por varias horas de oración profunda. En cuanto a los preparativos de cariz material, llevaban entre los dos un arsenal de armas: símbolos consagrados, estacas, martillos, agua bendita y ajos, además de varios objetos no santificados de plata pura, ya que Jander les había advertido de la posibilidad de encontrarse con hombres lobo dentro de los muros del castillo.</p> <p>Pasaron el puente sobre el Ivlis y, al avistar el anillo de niebla, se detuvieron un momento para buscar las ampollas de líquido mágico; tras beber el amargo brebaje con un estremecimiento, se dieron ánimos uno al otro, emprendieron la desagradable travesía de las brumas venenosas a trote lento.</p> <p>La fría humedad los envolvió y los aisló por completo; no oían ni veían nada. Sasha esperaba que <i>la Zorrilla</i> lo siguiera sin problemas, pero no podía comprobarlo. Varios metros más adelante, las nubes comenzaron a disiparse y vio que Leisl ya lo esperaba con un gesto burlón.</p> <p>—Tortuga —bromeó con verdadera ternura; Sasha le devolvió la sonrisa débilmente.</p> <p>El trayecto hasta el castillo de Ravenloft se alargó más de lo esperado. El sendero serpenteaba rodeando la montaña, y se plantearon dejar el camino marcado y seguir el rastro que se desviaba hacia la derecha; sin embargo, podrían perderse con facilidad y decidieron ir por el ramal principal aunque tardaran un poco más.</p> <p>A medida que ascendían, los caballos fueron reduciendo la marcha a causa de la pendiente. Sasha acarició el cuello gris de la yegua, y el animal relinchó y giró las orejas hacia su amo.</p> <p>—¿Qué es eso? —pregunta Leisl señalando hacia la izquierda.</p> <p>Una carretera se extendía a lo lejos, y, a pesar de que era mediodía, la joven encontró amenazadores los enormes portones a los que conducía; las colosales estatuas sin cabeza apostadas a los lados acrecentaban su aprensión.</p> <p>—Son las puertas de Barovia —repuso Sasha en tono solemne—, y dicen que Strahd las abre y las cierra sólo con el pensamiento.</p> <p>Leisl las miró otra vez y no pudo evitar un escalofrío, al igual que Sasha, cuya inquietud aumentaba al acercarse a su destino. Azuzó al caballo con más energía de la necesaria, y el animal emprendió el galope.</p> <p>Poco después, el siniestro castillo apareció ante sus ojos. Se elevaba, negro e imponente contra el claro cielo invernal, como símbolo de todos los males de Barovia y origen de todos los temores de los aldeanos. Allí moraba el monstruo responsable del asesinato de la familia del clérigo, el espeluznante señor del reino. Y él, Sasha Petrovich, se dirigía hacia allí por voluntad propia. Aquello no parecía tener sentido, pero el joven sabía que estaba haciendo lo que debía.</p> <p>Se acercaron más y vieron las dos torres vigías y el desvencijado puente levadizo tendido sobre el enorme abismo. Sasha dudó que los caballos pudieran cruzarlo.</p> <p>—So —musitó; detuvo el caballo y se quedó quieto pensando. Había muchos tablones podridos, y las fijaduras de hierro estaban muy viejas y oxidadas.</p> <p>—¿Qué hacemos ahora? —inquirió Leisl al tiempo que detenía su montura. Contempló las vacías garitas de piedra y las gárgolas que miraban a los viajeros sañudamente.</p> <p>El sacerdote suspiró, desmontó y comenzó a descargar.</p> <p>—Me parece peligroso hacer cruzar a los caballos. Es preferible dejarlos marchar.</p> <p>—¿Dejarlos marchar?</p> <p>—Si los atamos, serán presa fácil para cualquiera que se acerque por aquí, pero, si los dejamos libres, es posible que lleguen al pueblo sin contratiempos. Además —añadió con pesimismo mientras bajaba otro bulto—, si hacemos bien el trabajo, saldremos de aquí con total impunidad, y, si no, los caballos no nos harán falta.</p> <p>Leisl no contestó y procedió también a bajar los paquetes. Sasha hizo un solo hato con todas las herramientas, aunque tuvo que prescindir de algunas a su pesar, ya que no le servirían de nada si el exceso de peso lo hacía caer hacia la muerte. Se enderezó y lanzó una ojeada a la pasarela, pero parecía tan peligrosa como antes. Sacudió la cabeza y se cargó el fardo al hombro.</p> <p>—Adelante —dijo con una seguridad que estaba lejos de sentir.</p> <p>—Sería mejor que fuera yo delante. Peso menos y soy bastante ágil; tal vez te ayude a cruzar.</p> <p>Sasha vaciló un momento; no le convencía la idea pero Leisl tenía razón.</p> <p>—De acuerdo, pasa tú primero.</p> <p><i>La Zorrilla</i> tanteó con cuidado el primer tablón, que crujió pero soportó la carga; sujetó la cadena de hierro con fuerza y se deslizó otros dos tanteando siempre antes de descargar el peso. Procuraba pisar en los lados siempre que era posible, porque estaban mejor asegurados, pero examinaba atentamente cada tabla antes de poner el pie.</p> <p>—Pisa en los mismos puntos que yo —le advirtió.</p> <p>«Por la gloria del Señor de la Mañana, esto tiene muy mal aspecto», pensaba el sacerdote, con el saco bien aferrado en una mano y sujetándose a la oxidada cadena con la otra. Dio el primer paso y, al comprobar que no se hundía, dijo una rápida oración de gracias, que repetiría a cada nuevo avance.</p> <p>Cuando levantó la vista de nuevo, Leisl ya había cruzado tres cuartos del puente, lo cual le hizo perder concentración. Miró ceñudo al siguiente tablón, sin recordar ya en qué lado había pisado la joven.</p> <p>Avanzó con tiento pero la madera cedió sin remisión bajo su peso, y la pierna derecha se le hundió hasta la cadera. Se revolvió frenéticamente hasta alcanzar las cadenas y el saco cayó cientos de metros rebotando hasta las puntiagudas rocas del fondo. No se había dado cuenta del grito que se le había escapado, pero la garganta le dolía y, de pronto, Leisl estaba allí sujetándolo por un brazo. La miró fijamente, atemorizado, y le clavó los dedos en los pecosos brazos.</p> <p>—No va a pasarte nada, tranquilízate —murmuró la ladrona con tono sereno y seguro—. Agárrate a esa madera; está entera —añadió con más apremio. Soltó a Leisl y obedeció enseguida y, poco a poco, siguió las instrucciones de la joven hasta ponerse en pie; entonces se dio cuenta de que había perdido la carga—. Más vale perder el saco que el cura —le dijo Leisl—. Tus poderes son más importantes que todos los símbolos sagrados. Vamos.</p> <p>—Leisl, gracias… —comenzó, tras completar la travesía con todo tipo de precauciones.</p> <p>—Olvídalo —replicó ella, aunque el agradecimiento que reflejaba su mirada le infundió alegría. Prosiguieron por un túnel hasta salir a un patio empedrado; al fondo asomaba la entrada al castillo con sus magníficos portones de madera tallada—. Fíjate qué puertas —musitó, llena de admiración—. No había visto nada tan espléndido en mi vida.</p> <p>—Sí, son una maravilla —admitió Sasha, paseando la vista sobre los magníficos dibujos—, pero recuerda lo que habita en este lugar.</p> <p>Se adelantó hacia la cerradura. Jander le había advertido que no podría salir a recibirlos a la puerta por la luz del sol, pero que la dejaría abierta. Tal como estaba previsto, las hojas se abrieron y ambos se apresuraron a entrar; Sasha cerró después y el interior quedó completamente a oscuras.</p> <p>—Me alegro de que hayáis llegado bien hasta aquí —los saludó la voz de Jander, que apareció en el umbral. Sasha ya había adaptado la visión a la penumbra y comprobó que se hallaban en una sala pequeña escasamente iluminada por temblorosas antorchas—. ¿Habéis sufrido algún percance? Llegáis tarde —añadió el elfo.</p> <p>—¿Pensabas que no vendríamos? —inquirió Sasha mirándolo con pesadumbre. Jander se limitó a levantar una ceja, y Sasha se encogió de hombros—. Tenía que despedirme de Katya.</p> <p>—Sólo estaba preocupado. Strahd tiene espías por todas partes.</p> <p>Leisl, que permanecía observando en silencio, jadeó de pronto al descubrir los cuatro dragones de piedra colgados sobre la entrada, que la miraban siniestramente con ojos brillantes.</p> <p>—Son de piedra. No te asustes —le dijo Jander, aunque a él también lo acobardaban aquellas miradas refulgentes—. ¿Venís armados?</p> <p>—Traíamos muchos amuletos sagrados —repuso Sasha—, pero perdí el saco en el puente; así que sólo queda lo que tenga Leisl.</p> <p>—Me he pasado la mañana afilando estacas —les informó el elfo satisfecho—. ¿Tenéis algo más?</p> <p>—Solamente un martillo y un hacha, por si hay pelea, pero esperemos que no. ¿Y tú, Leisl?</p> <p>Con un gesto de complicidad, la joven se tanteó la bota donde tenía escondido un puñal.</p> <p>—Esto es lo único que me hace falta si la ocasión lo requiere.</p> <p>—En ese caso, tengo un regalo para ti —dijo Jander al tiempo que le ofrecía una pequeña daga de aspecto terrible.</p> <p>La hoja brillaba incluso a la luz de las antorchas; la funda le pareció inusual, y la tomó con curiosidad.</p> <p>—¡Jander! ¡Eso es un puñal <i>ba’al verzil</i>! —exclamó Sasha con repulsa—. ¿Por qué le das esa cosa tan horrorosa?</p> <p>—Porque —respondió fríamente, mirándolo a los ojos— es de plata pura. Yo también voy armado, por si acaso —añadió, refiriéndose a la espada corta ceñida a un lado.</p> <p>—¿Es mágica? —preguntó Leisl.</p> <p>—No —replicó el elfo—, pero es práctica; la magia la dejo en manos de Sasha. Ahora quisiera hacerte una pregunta, Sasha. ¿Crees que localizarías a Strahd si estuviera en el castillo? —Leisl abrió los ojos desmesuradamente, y también la boca; el elfo terminó de rematar la enrevesada pregunta con un comentario aún peor—: He dicho «si estuviera en el castillo», porque no creo que esté; no obstante, me gustaría comprobarlo una vez más.</p> <p>—No estoy seguro, pero voy a intentarlo. —Sasha se sentó en el suelo, buscó una postura cómoda y cerró los ojos; entonces comenzó a musitar suavemente una letanía y después se quedó en silencio. Los ojos se le movían con rapidez bajo los párpados cerrados; al cabo de un rato los abrió y se encontró con la mirada interrogativa de Jander—. No he encontrado nada, aunque no estoy completamente seguro.</p> <p>—Gracias por intentarlo. Ya es suficiente. —Se acercó a las antorchas alineadas en la pared y sacó dos mientras Sasha se ocupaba de encender la linterna de aceite de Leisl—. En primer lugar, vamos a ir a las catacumbas —les dijo, pasándole una antorcha a la joven—. Tenemos que matar a las esclavas antes de que se haga de noche. Vamos.</p> <p>Salió del vestíbulo y abrió la marcha a un paso tan rápido que los dos mortales tuvieron que esforzarse para no rezagarse demasiado. Leisl agradecía en silencio no tener tiempo de pararse a examinar las cosas de cerca, porque lo poco que percibía a medida que avanzaban a toda prisa por los silenciosos pasadizos era suficiente para ponerle los nervios de punta. No dejaba de repetirse que las gárgolas que acechaban desde lo alto eran meras piedras, y que las hermosas y frías estatuas que dejaban atrás no podían seguirlos con la mirada <i>en realidad</i>.</p> <p>No era una persona miedosa en absoluto, pero jamás se había enfrentado a una situación semejante. Una cosa era robar alimentos, acuchillar a un enemigo en una pelea callejera o incluso asesinar vampiros en medio de la noche, y otra muy diferente encontrarse en aquel oscuro e imponente edificio de piedra y sombras a la luz de las antorchas… No lograba sacudirse la insistente sensación de mal presagio. Avanzaba sin apartar los ojos de Sasha y el vampiro élfico, y atenta al menor ruido.</p> <p>A Sasha también le afectaba la opresiva oscuridad de las salas. Estaba acostumbrado a las calles y pasajes cortos de la aldea, y la iglesia, a pesar de haber sufrido un prolongado abandono, nunca había tenido, en horas de luz diurna, la sofocante atmósfera nocturna que irradiaba la mansión del Strahd. Incluso la casa del burgomaestre habría parecido una cabaña acogedora comparada con la inmensa y decadente grandeza del castillo de Ravenloft.</p> <p>No obstante, lo que más le impresionaba mientras atravesaban las oscuras salas era lo fuera de lugar que estaba Jander allí. El vampiro era todo color —piel dorada, túnica azul, calzas rojas— y contrastaba vivamente con la monotonía opresora de la piedra gris. Los bosques donde se habían visto, e incluso la iglesia, parecían ambientes más apropiados para aquel curioso ser. De pronto se acordó de la forma tan apasionada en que le había explicado la desdicha de ser vampiro, y comprendió cuan amargo debía de resultarle semejante sino. Jander había nacido para habitar verdes forestas bajo la luz del sol, y no para llevar esa oscura y sombría existencia de muerto viviente.</p> <p>Se detuvieron por fin frente a unas puertas, tan bellamente trabajadas como las de la entrada.</p> <p>—Aquí está la capilla —les indicó—, y debo advertiros que Strahd tiene muchos criados por aquí; la mayoría son entidades sin raciocinio y han recibido instrucciones para no atacarme a mí ni a quien me acompañe, de modo que no creo que nos encontremos con nada peor que unos esqueletos o unos zombis. Al menos —puntualizó—, no durante el día.</p> <p>Abrió las puertas y, nada más tocarlas, oyó el acostumbrado entrechocar de huesos. El esqueleto que guardaba la capilla respondió a su presencia, tal como debía de haberlo hecho mil veces. Se acercó hasta los mortales y el vampiro, arrastrando los pies, enfundados en gastadas botas de cuero que retrasaban su avance. Jander lo consideraba casi un amigo y, desde luego, su presencia ya no le incomodaba en absoluto, pues el intento de impedirles la entrada no representaba la menor amenaza real.</p> <p>Entonces, tal como Jander esperaba, el guardián se hizo a un lado, y el brillante medallón que le colgaba del cuello se meció suavemente con el movimiento. Jander pasó adelante y después lo siguieron Sasha y Leisl, pero sin perder de vista al esqueleto. Sasha lamentó en silencio la destrucción de aquel recinto al contemplar los maderos rotos que habían sido bancos de iglesia.</p> <p>—Por aquí es —dijo Jander tras cruzar frente a un nicho. Ante ellos se abría el comienzo de una escalera de caracol; una corriente de aire frío les llevó un olor a putrefacción, como si llevara siglos allí encerrada—. Por aquí llegaremos a las catacumbas. Leisl, apaga las antorchas; es mejor dejarlas para después porque no sé cuánto tardaremos en llegar.</p> <p>Emprendieron en silencio el descenso en espiral hacia el laberíntico corazón del castillo. El frío aumentaba a medida que bajaban, y los mortales comenzaron a tiritar. Leisl escuchaba el eco de los pasos sobre los escalones.</p> <p>—¡Eh! —susurró de pronto, aunque su voz sonó increíblemente potente.</p> <p>—¿Qué? —musitó Sasha, desde unos escalones más abajo.</p> <p>—Jander, ¿has bajado alguna vez por aquí?</p> <p>El elfo se detuvo y miró hacia atrás, con los rasgos desfigurados por la ondulante luz anaranjada de la única antorcha.</p> <p>—No, pero sé adonde conduce.</p> <p>—¿Y cómo sabes, en realidad, si no hay alguna trampa en el camino?</p> <p>Se produjo un silencio sepulcral; Jander no tenía idea de si Strahd habría colocado algo peligroso en aquella escalera tan oportunamente situada, aunque sería propio de él.</p> <p>—No lo sé, Leisl —respondió, sonriendo para sí—, pero has tocado un punto importante. ¿Prefieres ir delante y hacer saltar las trampas que encuentres?</p> <p>—¿Te crees que…? ¡Oye! —Cortó la frase en seco al comprender la broma. Sasha lanzó una carcajada repentina que hasta a él lo sorprendió, y <i>la Zorrilla</i> también comenzó a reír, aunque sacudía la cabeza fingiendo exasperación. El elfo sonrió a la joven; la antorcha casi arrancaba destellos dorados a su piel, y el buen humor le hacía bullir los ojos cálidamente. De pronto, Leisl se dio cuenta de que, por extraño que pareciera, comenzaba a gustarle el vampiro—. En serio —dijo—, si quieres que vaya delante…</p> <p>—No —replicó Jander—, sigo yo; si encontramos algún peligro siempre sería peor para vosotros. —Se volvió para proseguir la marcha y añadió—: ¡Ventajas de que gozamos los muertos!</p> <p>Ninguno de los tres podría haber dicho el tiempo que pasaron descendiendo hasta llegar al final, pero la antorcha de Jander casi se había consumido por completo y, antes de entrar en las catacumbas, tomó la de Leisl y la encendió con la brasa que le quedaba.</p> <p>—Contemplad la sala de los muertos —les dijo, y puso una mano sobre los hombros de Sasha—. No es apto para corazones débiles.</p> <p>Sasha lo miró con fijeza. La antorcha lanzaba extrañas sombras sobre su rostro; el prolongado descenso le había dado tiempo a serenar los nervios y a afianzarse en el sentido de su propósito, y un fuego interior le iluminaba los rasgos. Jander reconocía aquellos síntomas, que también él había experimentado en una ocasión hacía mucho, mucho tiempo.</p> <p>—No tengo miedo —contestó el sacerdote con tono tranquilo—. ¿Dónde duermen las vampiras?</p> <p>—En todas partes —repuso Jander, casi riéndose—; en cada ataúd hay una esclava de Strahd. —Sasha no pudo evitar un estremecimiento y cerró los ojos—. Somos tres y todavía es de día —le recordó el elfo mientras pasaban a la primera cripta.</p> <p>—¡Mirad! —exclamó Leisl ligeramente asqueada, con los ojos de color avellana clavados en el oscuro techo.</p> <p>Sasha siguió su mirada y hasta él tuvo que tragar saliva; la bóveda de aquel lugar oscuro y húmedo estaba cubierta de cientos de murciélagos, tal vez miles, y, aunque sabía que eran inofensivos, sintió pánico al verlos agitarse y revolverse.</p> <p>—Deberíamos empezar —sugirió Jander.</p> <p>Mientras Sasha y Leisl preparaban las herramientas, el vampiro se acercó a la primera tumba; con un leve esfuerzo levantó la enorme losa y se asomó al interior. Un esqueleto envuelto en jirones de tela dormía su sueño eterno sin ser molestado por nadie. Con los músculos endurecidos por la tensión creciente, se dirigió al segundo sepulcro.</p> <p>Unos pocos siglos antes, el inocente y joven elfo Jander no habría podido imaginarse que una cosa tan horrible como la muerte se convertiría en rutina. «Las cosas cambian», se decía morbosamente mientras sujetaba el cuerpo de la vampira para que Sasha clavara la estaca en el pecho, Hasta el momento habían consumado el «asesinato» veinte veces; veinte bellas criaturas devastadoras y perversas cuyos labios se habían teñido con los borbotones de sangre que manaban desde el corazón. Mientras trabajaban, Jander se acordó de Daggerdale y por un momento volvió a ser mortal; notó el sabor bilioso en la garganta, igual que cuando perseguía y destruía a aquellos seres malditos junto a Gideon de la misma forma que ahora con Sasha.</p> <p>La muerte no debería convertirse en algo habitual, ni siquiera la de un vampiro.</p> <p>Repartieron la tarea entre los tres: el elfo, más fuerte que la enjuta ladrona y el sacerdote medio gitano, levantaba las lápidas de los panteones y sujetaba a las víctimas para que Sasha les atravesara el corazón con afiladas estacas, y, mientras ellos pasaban a la cripta siguiente, Leisl se encargaba de la última parte, más desagradable pero menos arriesgada, consistente en cortar las cabezas y llenarles la boca de ajos.</p> <p>—Voy a tardar años en quitarme este olor de las manos —musitó Leisl en voz baja mientras atiborraba de ajos la boca de la vampira que acababa de decapitar. La concentración en el trabajo, a pesar de ser éste tan macabro, paliaba su turbación, aunque no completamente; no podía evitar la sensación de que los vigilaban, y de vez en cuando miraba alrededor recelosamente—. ¡Qué asustadiza estás, muchacha! —se dijo a sí misma—. Eso es malo para tu profesión; haz el favor de calmarte.</p> <p>Terminó la tarea y fue a reunirse con sus compañeros, que ya habían llegado al último ataúd. Al acercarse, la infernal criatura murió con una fuerte sacudida; su rostro palideció y cobró compostura mientras su alma volaba hacia la paz. Sasha y Jander se apartaron, y Leisl completó la repugnante obra con unos pocos hachazos certeros y rápidos.</p> <p>El vampiro miró al clérigo, que respiraba con dificultad y tenía la camisa empapada de sudor; una gota roja le resbalaba por la mejilla como si fuera una lágrima sangrienta. Jander, sin pararse a pensarlo, se acercó a limpiársela, y Sasha dio un brinco hacia atrás, aunque enseguida se quedó aturdido.</p> <p>—Perdona. Es que me has asustado.</p> <p>El elfo asintió como si le creyera, pero comprendió la verdad y se resignó abatido; Sasha aún no confiaba en él plenamente. No podía reprochárselo pero lo entristecía. Echó una ojeada alrededor; los fantasmales contornos de los ataúdes de piedra parecían monstruos soñolientos que la luz de las antorchas dotaba de movimiento. Otras personas menos valientes que Sasha y Leisl ya habrían enloquecido en aquella atmósfera fantástica.</p> <p>—Hemos hecho un gran trabajo aquí —dijo Jander—; hemos eliminado a casi todos nuestros enemigos. Ahora tenemos que encontrar el féretro de Strahd y santificarlo para que no tenga dónde refugiarse.</p> <p>Sasha asintió despacio, agotado por el esfuerzo, y flexionó las manos, agarrotadas de sujetar martillo y estacas. Si hubiera sido posible, el vampiro habría propuesto hacer un descanso, pero en esos momentos el tiempo era su mayor enemigo, más encarnizado aún que el señor de Ravenloft.</p> <p>Jander no sabía con seguridad dónde se encontraba el ataúd de Strahd, pero se lo imaginaba fácilmente. Entre los tres habían escrutado cada una de las doce criptas del área principal de las catacumbas; quedaban unos pocos nichos a los lados, preparados sin duda para los miembros más allegados a la familia del conde.</p> <p>En primer lugar, visitaron la de los padres de Strahd, la atractiva pareja formada por Barov y Ravenovia, de quien el castillo tomaba su nombre. Unos escalones conducían a la reducida y tranquila cámara donde los dos sarcófagos reposaban perfectamente sellados e inviolados. Jander siguió adelante sin interrumpir el descanso de los nobles, fallecidos antes del pacto de su primogénito con la entidad oscura, seguro de que disfrutaban de una muerte verdadera.</p> <p>El segundo nicho llevaba los nombres de Sturm y Gisella von Zarovich; Jander recordó el nombre del segundo hijo de la familia. El sepulcro estaba completamente vacío, al igual que los ataúdes. Al parecer, Sturm había tenido la fortuna de vivir su prosaica vida lejos del castillo de Ravenloft y su diabólico habitante.</p> <p>La tercera estancia mortuoria estaba vacía también, aunque se habían realizado en ella algunos preparativos; un sarcófago abierto y vacío estaba claramente marcado con el nombre de Sergei von Zarovich. Jander sacudió tristemente la cabeza. Tras asesinar brutalmente a su hermano, Strahd ni siquiera se había preocupado de sepultar el cadáver dignamente; sin duda había dejado que el infortunado joven se pudriera donde había caído muerto, mientras él llevaba adelante sus malévolos deseos.</p> <p>Al ver el segundo sarcófago, tuvo que cerrar los ojos a causa del dolor. Si el tiempo hubiera seguido su curso natural, el féretro habría llevado una placa con el nombre de Tatyana Federovna von Zarovich.</p> <p>Anna jamás descansaría allí; su cuerpo había sido reducido a cenizas, carbonizado en el manicomio y esparcido a los vientos, mientras que Tatyana estaba condenada a regresar a Barovia una y otra vez… Un suave toque en el brazo lo devolvió al presente. Sasha lo miraba con preocupación.</p> <p>—Aquí no tenemos nada que hacer —dijo Jander con la voz empañada.</p> <p>La última cámara tenía que ser la de Strahd. Al igual que en la tumba de Barov y Ravenovia, unos escalones conducían a un espacio de unos quince metros de largo. Desde la entrada se veía el ataúd del conde, y al parecer no había obstáculos que les impidieran la entrada.</p> <p>—Vayamos con precaución —dijo el elfo a Sasha en voz baja—; parece demasiado fácil.</p> <p>Despacio, con sumo cuidado, Jander comenzó a descender hacia la cripta de Strahd von Zarovich.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>VEINTISÉIS</p> </h3> <p>Un silbido penetrante llenó el aire, y varias flechas surgieron desde los arcos escondidos en la pared y se clavaron en el cuerpo de Jander. En décimas de segundo, Leisl se aplastó contra el muro, puñales en mano, mientras Sasha empuñaba su medallón sagrado.</p> <p>—Jander! —exclamó el sacerdote.</p> <p>Una docena de dardos sobresalían del pecho y brazos del vampiro como alfileres de un acerico. Jander, imperturbable, los arrancó uno a uno; no tenía heridas.</p> <p>—No es nada —aseguró—. Como os dije antes, estar muerto tiene ciertas ventajas.</p> <p>Leisl sacudió la cabeza y sonrió levemente. Cuando Jander terminó de arrancarse las saetas, siguió bajando solo, pero no encontró más trampas y llegó hasta el final. Su visión infrarroja detectó varios focos de calor en las esquinas y, antes de poder advertir a Sasha y a Leisl que no siguieran adelante, los lobos salieron a la tenue luz de la antorcha del intruso.</p> <p>Al menos doce enormes bestias se aproximaban lenta y terroríficamente con el pelo del cuello erizado y las orejas aplastadas contra el cráneo. Un grave aullido resonó en cada rincón, y Sasha y Leisl percibieron el destello de dientes blancos y ojos rojos llenos de odio. El fétido olor de pelo almizcleño llenó el espacio.</p> <p>—¡Oh, dioses! —susurró Leisl, agarrotadas las entrañas por una mano helada. Los cantores grises de la noche. Sin pensarlo dos veces, se acercó a Sasha.</p> <p>Jander se maldijo a sí mismo. Había perdido el control de las bestias; obedecían sólo a Strahd desde hacía tiempo, pero de todas formas intentaría ganárselas antes de atacar con la espada. <i>Tranquilos, amigos míos. No deseamos haceros daño. No pretendemos heriros</i>…, les dijo mentalmente.</p> <p>Los lobos cerraron el cerco en torno a la presa con las patas en tensión, y Jander se llevó la mano enguantada a la espada. <i>No, dejadnos en paz. ¡Las órdenes de vuestro amo no se referían a nosotros</i>!</p> <p>Una de las bestias se detuvo, movió las orejas e inclinó la cabeza a un lado; el elfo mantenía la tensión con la esperanza desesperada de que su voluntad fuera superior al poder de Strahd sobre los lobos. Otro animal pareció vacilar y se sentó gimiendo. <i>Marchaos. Habéis vigilado bien y ya es hora de irse</i>…</p> <p>Otros dos más se relajaron y así, uno a uno, todos dejaron de amenazar a los entrometidos. La primera hembra se lanzó de pronto escaleras arriba, y los demás la siguieron hasta que todos los puestos de centinela quedaron vacíos.</p> <p>El vampiro cerró los ojos, aliviado. Sasha y Leisl miraban fijamente, mudos de asombro.</p> <p>—Así fue como salvé a tu padre en una ocasión. —Sasha sonrió al recordar la historia que su madre le contaba—. Esto me anima mucho —prosiguió—, porque pensaba que Strahd los tenía dominados por completo, y, si he conseguido que me obedecieran, significa que el conde no es tan poderoso como pretende hacerme creer.</p> <p>Leisl respiró profundamente, se estremeció y se obligó a relajar la tensión de los hombros.</p> <p>Cuando llegaron al féretro cerrado, Jander esperaba con toda seguridad un segundo ataque de alguna clase, pero no sucedió nada; Sasha comenzó a preparar el instrumental para seguir con el trabajo: el medallón sagrado, la ampolla de agua bendita y unas hierbas también benditas.</p> <p>—¿Crees que estará aquí? —susurró Leisl, pero Jander negó con la cabeza.</p> <p>—No. —Abrió la tapa con cuidado y miró dentro; se había equivocado.</p> <p>Strahd yacía sobre una tela de satén, con los ojos cerrados y el delgado rostro pálido como la cera; tenía las manos cruzadas sobre el pecho, en perfecta compostura. El señor de Ravenloft parecía, y estaba, muerto.</p> <p>—Gracias al Señor de la Mañana que aún es de día —murmuró el clérigo.</p> <p>Jander asintió mientras separaba los brazos del conde hacia los lados para que Sasha colocara la afilada estaca sobre el corazón. El sacerdote apuntó el madero, murmuró una breve plegaria y levantó el martillo.</p> <p>«Ya te tenemos, mal nacido», pensó Jander en un arrebato repentino de odio satisfecho.</p> <p>Unas manos blancas apresaron a Sasha por la garganta, y el conde se sentó en el ataúd con un alarido bestial. El sacerdote dejó caer las herramientas para arañar con los dedos las zarpas que lo ahogaban; intentó alejarse pero sólo consiguió caer al suelo arrastrando a Strahd consigo. Jander saltó sobre el vampiro con un grito y descargó un violento puñetazo en la mano opresora, lo que permitió a Sasha soltarse y rodar por el suelo tosiendo y jadeando.</p> <p>El elfo se abatió sobre Strahd con todas sus fuerzas y lo inmovilizó; el conde le clavó una mirada roja y cerró los afilados dientes a unos milímetros del rostro del atacante, mientras que Leisl, sin necesidad de instrucciones, procedía a hundir la estaca en el negro corazón del no-muerto con tanta energía como pudo. El madero llegó a su destino y el conde lanzó un aullido agónico, pero Leisl volvió a golpear y la estaca penetró más aún, hasta empapar la blanca camisa de Strahd, quien expiró tras un último estremecimiento.</p> <p>Jander se permitió entonces derrumbarse sobre el cuerpo del enemigo. Todo había terminado muy deprisa. En cierto modo, había esperado que el astuto señor de Ravenloft opusiera una resistencia más efectiva y, para su propia sorpresa, sintió que no estaba satisfecho del todo.</p> <p>Notó que le rozaban el hombro suavemente.</p> <p>—Jander —lo llamó Leisl en voz baja—, valdría la pena que echaras un vistazo aquí.</p> <p>Con gesto de cansancio, el elfo levantó la cabeza hacia Leisl, que aún se estremecía a causa del esfuerzo recién realizado mientras señalaba el cuerpo del conde. Jander se incorporó un poco más para mirarlo: una atractiva vampira yacía en el suelo con el corazón atravesado.</p> <p>—Maldito seas, Strahd —susurró Jander; cerró los ojos y se alejó del cadáver—. Tendría que haberlo imaginado.</p> <p>—¿Es un truco? —preguntó Sasha con un golpe de tos, al tiempo que se acariciaba la garganta. Jander asintió, deprimido.</p> <p>Sasha respetó el silencio de su compañero y procedió a purificar el ataúd, en tanto Leisl se preparaba para decapitar el cadáver.</p> <p>El sacerdote ungió el forro del féretro con los santos óleos mientras musitaba una plegaria y después roció abundantemente el exterior con agua bendita. Con un suspiro, se volvió de nuevo hacia Jander.</p> <p>—Ya está; y ahora ¿qué hacemos?</p> <p>El vampiro élfico se sacudió el aturdimiento.</p> <p>—Empecemos a buscar el fragmento de sol.</p> <p>Las siguientes horas resultaron infructuosas y tensas, las más desdichadas que hubiera pasado nunca cualquiera de ellos. Jander había confiado en que Sasha localizaría el Santo Símbolo mágicamente, pero el esfuerzo no dio resultados, y tuvo que informar a sus compañeros que la única forma de encontrarlo sería registrando el castillo.</p> <p>—¿Todo este maldito lugar? —protestó Leisl sin darle crédito. Jander asintió y los tres se pusieron en marcha, aplastados por el peso de semejante tarea.</p> <p>Salieron de las siniestras catacumbas por las mazmorras, un camino aún más terrorífico.</p> <p>—Algunos de los antiguos prisioneros dejaron tesoros en las celdas, de modo que nada perderemos con echar una ojeada.</p> <p>El elfo recordó su primera visita a los calabozos y los desagradables gritos y lamentos que había oído allí; ahora, en cambio, todo estaba en silencio. Las esclavas de Strahd eran depredadoras hambrientas e impacientes, y en la despensa quedaban pocas provisiones. El elfo abrió las celdas con la llave que el esqueleto dejaba en un gancho en el exterior de la celda central, y, junto con Leisl, inspeccionó los cubículos uno por uno mientras Sasha miraba horrorizado.</p> <p>—Nada de todo esto te conmueve, ¿verdad? —increpó el sacerdote con la voz teñida de repugnancia.</p> <p>—Todo me conmueve —repuso el elfo sin querer enfadarse, mientras rebuscaba entre las cadenas de oro de un pecho putrefacto—, sobre todo lo que aguarda en la última celda. —Sasha, movido por la curiosidad, se acercó a mirar; había un niño acurrucado, dormido sobre un montón de paja—. No lo molestes —le dijo al oído—. Bien saben los dioses cuánto necesita evadirse de este lugar horrendo.</p> <p>—¿Por qué no lo has dejado en libertad? —susurró Sasha, furioso.</p> <p>—Porque no soy yo quien manda aquí, sino Strahd; hago lo que puedo y cuando tengo ocasión. Siempre he liberado prisioneros, pero él no deja de traer más —le espetó—. Cuando terminemos con el amo, los liberaremos, pero no antes. Vamos.</p> <p>—Pero…</p> <p>—Sasha —terció Leisl bruscamente—, déjalo en paz. Vamos a cumplir con nuestra tarea y después ya nos dedicaremos a la salvación del mundo, ¿de acuerdo?</p> <p>Sasha la miró dispuesto a responder airadamente, pero no dijo nada al ver la expresión de la joven y del elfo. Leisl tenía razón: Jander también lamentaba el estado de aquellos desgraciados; además su plan podía resolver todo lo que se habían propuesto, y ponerlo en cuestión en esos momentos carecía de sentido.</p> <p>Miró por última vez al muchacho dormido y siguió al vampiro. Leisl cerró la marcha, todavía inquieta por dentro. El hedor putrefacto de la cámara de torturas asaltó a Sasha y casi lo hizo vomitar, pero el guía no-muerto avanzaba entre los instrumentos con paso seguro en dirección al balcón. Sasha se quedó atónito; no podía dejar de mirar el espeluznante retablo de los zombis en movimiento, que recreaban su propia muerte mientras los esqueletos acariciaban con cariño los instrumentos de tortura.</p> <p>Sintió entonces un leve roce en la espalda y, al volverse, encontró los ojos de Leisl.</p> <p>—No mires —le recomendó—. Sigue adelante. —Sasha obedeció como hipnotizado por la impresión.</p> <p>Jander se detuvo bajo el balcón de observación, que sobresalía a unos tres metros por encima de sus cabezas.</p> <p>—Sujetaos a mi cuello, los dos. —Obedecieron confundidos—. No os soltéis —les dijo; se balanceó un poco, se agachó y dio un salto hasta el saliente.</p> <p>Se dirigieron después hacia la capilla, registrando en el camino todas y cada una de las habitaciones y nichos que encontraron, pero todo fue inútil. Llegaron por fin a la capilla, apartaron suavemente al esqueleto y siguieron buscando con mayor premura. La luz del sol comenzaba a disminuir; el ocaso se acercaba.</p> <p>—Estoy seguro —dijo Sasha en voz alta y lleno de esperanza— de que un objeto sagrado tiene que estar en un lugar sagrado.</p> <p>Sin embargo, no hallaron nada. Sasha y Leisl estaban ya muy cansados, e incluso el vampiro comenzaba a acusar cierta fatiga. El clérigo rellenó la lámpara de aceite y, tras encenderla otra vez, se acostó sobre un banco y se restregó los párpados con los puños, Leisl hurgaba en su saco y tomó un trozo de pan, que comenzó a masticar sin dejar de mirar a todas partes con sus inquietos ojos de color avellana, como si no lograra encontrarse a gusto allí.</p> <p>—Entonces, ahora ¿qué hacemos? —inquirió con la boca llena.</p> <p>Jander no respondió. Los miró, deprimido por el fracaso, sin dejar de dar vueltas mentalmente a la situación. Los desamparados prisioneros, niños en su mayoría, todavía languidecían en las mazmorras; Anna no había sido vengada; Strahd podía regresar de un momento a otro… La osada incursión contra el vampiro aristócrata no había dado más frutos que la muerte de unas cuantas esclavas y la santificación de unas pocas tumbas. Juró en voz baja mientras la pregunta de Leisl le resonaba todavía en la cabeza: «Entonces, ahora ¿qué hacemos?».</p> <p>No tenía respuesta. En ese momento se oyó el leve entrechocar de huesos que anunciaba la llegada del guardián de la capilla. ¿Sería la hora de cerrar el recinto?, se preguntó guasonamente. Agotado y desanimado, se giró a mirar al guardián. De pronto percibió algo que lo hizo ponerse en pie de un brinco con todo el cuerpo en tensión.</p> <p>Había observado melancólicamente a ese esqueleto mil veces, y estaba seguro de que sabía de memoria todos los detalles de aquel montón de huesos andante, pero jamás había <i>reparado</i> de verdad en lo que tenía al alcance de la mano desde hacía décadas. Jirones de un traje de gala perteneciente al pasado le colgaban ahora de las escápulas, y aún conservaba las desgastadas botas de cuero, que le entorpecían los movimientos. Un colgante pendía del cuello igual que siglos atrás.</p> <p>Era de platino y reproducía la forma del sol, con un fragmento de cristal de cuarzo engarzado en el centro, y se mecía con los movimientos del esqueleto golpeando las costillas con un sonido hueco, al tiempo que lanzaba un rayo cada vez que captaba la luz de la antorcha.</p> <p>De pronto, Jander recordó las cubiertas de los libros de la biblioteca decoradas con el mismo motivo solar, y enseguida, la inscripción del fresco, descifrada ya, le llegó a la mente: EL REY GOBLIN HUYE ANTE EL PODER DEL SANTO SÍMBOLO DEL LINAJE DEL CUERVO. Ahora, todo comenzaba a encajar: el comentario mordaz de Strahd sobre la ordenación sacerdotal de su hermano (<i>«El clero le ha concedido permiso para adornarse con el colgante sacerdotal, una bonita chuchería a la que Sergei atribuye un gran valor emocional, tal vez demasiado.»</i>); la estatua sin cabeza de la sala de los héroes, con el mismo colgante tallado en torno al cuello de piedra; el retrato de los tres hermanos, donde el más joven lucía el mismo adorno; el grito de Strahd al inclinarse sobre el cuerpo del hermano al que acababa de matar («Tendrías que haber seguido el sacerdocio»)…</p> <p>—«El que más ha amado tiene el corazón de piedra» —dijo en voz alta.</p> <p>La verdad resplandecía de pronto como el sol del mediodía. El cristal de cuarzo era el fragmento del sol, y el esqueleto que tenía delante era todo lo que quedaba del noble y enamorado Sergei.</p> <p>—¿Jander? —lo llamó Sasha, vacilante.</p> <p>El elfo se puso en acción al instante; se abalanzó sobre el esqueleto con un grito, asió el montón de huesos secos y lo sacudió como un loco. Las costillas cayeron al suelo con un traqueteo, los huesos de los brazos resbalaron hasta las esquinas y la calavera fue rebotando hasta hacerse añicos sobre las losas del suelo.</p> <p>El violento ataque de Jander liberó el alma atrapada. Sergei y él estaban relacionados en cierto modo, pues el vampiro no podía evitar amar a quien había amado a Tatyana, Anna, tan profundamente. El frenesí cesó de improviso, y se quedó mirando los huesos esparcidos por la capilla. Sabía que la próxima vez que alguien se acercara a la estatua del menor de los Von Zarovich, contemplaría sólo una escultura de piedra.</p> <p>Sergei descansaba en paz por fin, y dejaba tras de sí lo que Jander buscaba: el instrumento para vengarse de Strahd por los dos, para castigarlo por la destrucción de la mujer a la que ambos habían amado.</p> <p>—Allí —dijo con voz ronca, señalando trémulamente hacia el medallón que brillaba en el suelo—. Ahí lo tenéis; eso es el fragmento de sol.</p> <p>Sasha, sin comprender, recogió el colgante con mano temblorosa, y el frío metal pareció animarse y calentarse al contacto. Leisl observó por encima de su hombro la forma en que el clérigo repasaba las runas grabadas en el platino. El clérigo reconoció algunas: verdad, compasión, perdón, justicia, luz… El Santo Símbolo del linaje del cuervo parecía contener un auténtico fragmento de sol, y era la cosa más preciosa que Sasha hubiera contemplado en su vida.</p> <p>—¡Caramba! Por eso te darían unas buenas monedas en cualquier parte —comentó Leisl, aunque en un tono impregnado de respeto y temor.</p> <p>Sasha sonrió levemente y se volvió al vampiro con los ojos brillantes de lágrimas. Sabía cuánto apreciaba el elfo la belleza y de pronto deseó compartir con aquella alma torturada la gloria encerrada en el amuleto.</p> <p>—¡Oh, Jander! ¡Tócalo! ¡Tócalo por favor!</p> <p>Jander también estaba maravillado con la perfección de la joya y extendió la mano enguantada para acariciarla como poseído, pero la retiró bruscamente, ennegrecida y humeante, y se la puso sobre el pecho con un gemido.</p> <p>—¡Cuánto lo siento, Jander! ¡Perdona, perdona! ¡Sólo pretendía compartirlo contigo! —exclamó Sasha, contrito.</p> <p>—Está bien —logró responder—; desde luego no estaba destinado para un ser como yo. —Sonrió, pero el dolor trocó el gesto en una mueca—. Ahora ya sabes por qué necesitaba que vinieras, Sasha. Si me ha hecho esto a mí, sólo con tocarlo, imagínate lo que ocurrirá cuando se lo presentes a Strahd.</p> <p>—El corazón de piedra —recordó Sasha con un jadeo mientras contemplaba de nuevo el objeto—, tal como dijo Maruschka.</p> <p>—¿Maruschka? —repitió Jander levantando la cabeza.</p> <p>Sasha asintió, demasiado ensimismado en la hermosura del objeto como para captar el tono alarmado en la voz del elfo. Leisl, en cambio, lo miró fijamente.</p> <p>—Sí —repuso Sasha—. Cuando Leisl y yo fuimos a que la vistani nos leyera el porvenir. Fue ella quien nos dio todas las claves.</p> <p>—¿Cuándo fuisteis?</p> <p>Sasha lo miró con preocupación al percibir el temor en su voz.</p> <p>—Pocas semanas después de que me pidieras ayuda contra Strahd. ¿Por qué? ¿Pasa algo malo? Ya sé que los gitanos engañan con frecuencia, pero esa mujer…</p> <p>—Vamos —ordenó Jander, irguiéndose y mirando a todas partes—, tenemos que salir de aquí.</p> <p>Leisl no necesitaba que se lo repitieran dos veces y ya se había levantado dispuesta a marchar. No se había equivocado al pensar que algo iba mal.</p> <p>—¿Qué sucede?</p> <p>—¡Sasha, eres un insensato! —exclamó Jander—. Los gitanos son espías de Strahd. Si fuiste a ver a Maruschka y le hablaste de esto, entonces sabe que estamos aquí, lo cual significa…</p> <p>—Que Strahd también lo sabe —completó Leisl, con el rostro trastornado por el horror.</p> <p>Incluso a la luz anaranjada de la antorcha, Jander vio palidecer a Sasha.</p> <p>La tea y la lámpara de aceite se apagaron de pronto; una corriente de aire frío salida de alguna parte barrió la capilla y estuvo a punto de tirar a los compañeros por tierra. Jander no captaba nada con su visión infrarroja, pero sentía una presencia maléfica en el lugar que antaño había sido sagrado. Una risa grave y satisfecha comenzó a resonar hasta convertirse en un graznido de pavoroso júbilo, que contrastaba con el profundo rugido del viento; y, por encima de ellos, se oyó la espeluznante llamada de los lobos a la caza.</p> <p>—Demasiado tarde —anunció la voz aterciopelada de Strahd.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>VEINTISIETE</p> </h3> <p>Los lobos llegaron de la misma forma en que habían caído sobre la aldea la generación anterior, con un propósito mortal, y se abalanzaron en la capilla desde el pasillo, los nichos y la puerta del jardín. Algunos incluso saltaron por las vidrieras rompiendo los cristales en miles de arco iris. Jander se concentró en una orden mental para hacerlos retroceder, pero ninguno lo escuchó; ni siquiera sentía sus cerebros.</p> <p>—Ya me humillaste con ese truco en una ocasión —habló Strahd orgullosamente—, pero ahora no.</p> <p>Sasha fue el primero en recuperarse y comenzó a recitar un encantamiento con voz clara, aunque aguda a causa del miedo, mientras trazaba un círculo con agua bendita alrededor de Leisl y él. Los lobos cargaron contra ellos, pero se detuvieron bruscamente en el límite de la sagrada circunferencia creada por el clérigo y aullaron de rabia.</p> <p>Jander ya había localizado a Strahd, que ocupaba uno de los tronos del balcón del piso superior, semejante a una oscura figura de sombra con una mancha pálida en el lugar del rostro. Mientras lo miraba, el conde se puso en pie y se acercó al borde del mirador.</p> <p>El elfo deseaba, más que ninguna otra cosa, saltar sobre su enemigo en ese mismo instante e inmovilizarlo sólo con las manos y los dientes. Sin embargo, sabía que al menor movimiento el conde lo destruiría sin piedad; ése era el destino de los maestros que dejaban de tener utilidad. Se armó de paciencia, reunida a lo largo de cinco siglos de existencia de no-muerto, y permaneció en su lugar. Cuando las miradas de los dos vampiros se cruzaron, el elfo sonrió despacio y se disolvió en una etérea neblina que enseguida se dispersó hasta la invisibilidad.</p> <p>Aunque en estado gaseoso no tenía órganos, Jander «oía» y «veía» todo. El conde, desconcertado y furioso, se asomó al balcón.</p> <p>—Jander! ¡No te escaparás tan fácilmente! —tronó con los ojos inflamados de rojo. De pronto, su actitud cambió y se tornó lánguida; volvió la atención hacia Sasha y Leisl, que no se habían movido del círculo protector de agua bendita, como tampoco los lobos, que se agitaban alrededor aullando confusos—. Sasha Petrovich, sacerdote de Lathander —dijo con suavidad, casi en tono de conversación—, eres un clérigo muy valiente en verdad, para atreverte a entrar en la guarida de un vampiro, y más aún por haber trabado amistad con otro vampiro. ¡Pero todos tus esfuerzos han sido en vano! Tú y tu compañera ladrona moriréis por nada. Jander os ha abandonado; ya veis su proceder a la menor señal de alarma.</p> <p>Sasha no quería creerlo, pero las apariencias hablaban de traición. Apretó el Santo Símbolo de Ravenloft en una mano y se acercó a Leisl, que temblaba ante los lobos, para darle protección.</p> <p>—Sea cierto o no —replicó con voz juvenil y confiada—, sigues siendo mi enemigo, conde Strahd. ¡Venganza por la muerte de mi familia! —Hizo un gesto para esgrimir el medallón, pero el vampiro había desaparecido.</p> <p>Presa de gran confusión, vaciló. Un instante después, Strahd se materializó de repente en el límite del círculo de agua bendita. Sonreía triunfante, con una aterrorizada mujer atrapada entre sus frías manos; los enormes ojos de corza de la joven estaban desorbitados de terror.</p> <p>—¡Katya! —susurró, despavorido, Sasha.</p> <p>La neblina que flotaba a unos cuantos metros por encima de la escena escuchó la información con el mismo pavor. ¿<i>Katya</i>? ¡La prometida de Sasha era en realidad Trina, la espía licántropa del conde! Jander quería materializarse y avisar a Sasha para que no cayese en la trampa, pero se obligó una vez más a perseverar y esperar. Sólo podría ganar a base de paciencia. Sin embargo, era difícil, por todos los dioses, limitarse a contemplar el juego de Strahd con sus amigos, como si fuera el tablero de halcones y liebres…</p> <p>Sasha miraba completamente paralizado, con el rostro desfigurado por una expresión de auténtico dolor. Hasta el momento se había mantenido firme, seguro de sus convicciones con respecto al bien y a su dios todopoderoso, pero de pronto se hundió, derrotado, antes del combate.</p> <p>—No le hagas daño —musitó—. Por favor, haz lo que quieras conmigo pero a ella déjala.</p> <p>—Está en tus manos, Sasha Petrovich. Tira ese amuleto —ronroneó Strahd—, y ella vivirá. Si haces un solo movimiento contra mí, morirá al instante.</p> <p>El señor de los vampiros retiró sensualmente el cabello oscuro de Katrina de su cuello, sacó los colmillos y se acercó a la vena que latía… más… más…</p> <p>—Sasha, no lo hagas. Nos matará a todos… —comenzó Leisl. Strahd hizo una pausa y le clavó una poderosa mirada roja.</p> <p>—Estáte quieta, ladronzuela —le ordenó. Leisl calló; de repente ya no sentía recelo. El conde siguió mirándola y, poco a poco, la voluntad de la muchacha se desvaneció bajo el influjo carmesí de aquellos ojos.</p> <p>—Está bien —dijo Sasha con voz quebrada—. Por piedad, déjala en paz. Jamás ha hecho daño a nadie.</p> <p>La amarga y maliciosa ironía atravesó a Jander de parte a parte. «Paciencia», se recordó.</p> <p>El Santo Símbolo del linaje del cuervo cayó al suelo desde los inertes dedos de Sasha.</p> <p>—Excelente, Sasha; me complace mucho que seas tan razonable. Ahora, por favor, dale una patada para sacarlo del círculo, ¿quieres?</p> <p>Como el sacerdote, agarrotado por el sufrimiento, no dio señales de obedecer, el vampiro sacudió a Katrina por el brazo violentamente, y ella, bordando su papel, —aunque tal vez Strahd le hiciera daño de verdad—, lanzó un gemido de dolor. Sasha se movió entonces y dio una rápida patada al hermoso objeto que lo sacó del círculo con un sonido rasposo.</p> <p>—Muchas gracias —dijo el conde—. Gracias por todo, de verdad. Verás: os he permitido buscar esa baratija porque yo también necesitaba encontrarla. Ahora que la tengo, la pondré a buen recaudo, ¿verdad?</p> <p>Jander comenzaba a perder «visión». Nunca había permanecido tanto tiempo en estado gaseoso, pues por lo general sólo lo utilizaba un instante, para evitar ser capturado o pasar bajo una puerta. No sabía cuánto más podría esperar, por lo que comenzó a descender lentamente hacia el suelo.</p> <p>—Ya había oído hablar del famoso Santo Símbolo del linaje del cuervo —proseguía Strahd—, pero no sabía con exactitud <i>qué</i> era esa maldita cosa. El Gran Sumo Sacerdote Kir murió antes de pasarle el secreto a Sergei, y debo reconocer que no tenía la menor idea de que el colgante de mi estimado hermano fuera el terrible y sagrado Santo Símbolo. Tenía a los sacerdotes en un concepto más elevado; creía que lo tendrían celosamente guardado. Pero gracias a vosotros, mis queridos amigos —se inclinó burlonamente hacia Sasha y Leisl—, ahora la chuchería está en mi poder. Recógela, querida —ordenó a Katrina.</p> <p>Como si se quitara un vestido, Katrina se despojó de su máscara de vulnerabilidad, y su enérgica carcajada resonó por la sala al tiempo que abrazaba a Strahd por el cuello y le besaba la pálida mejilla.</p> <p>—¡Oh, qué <i>listo</i> eres! —Como una criatura recogiendo flores, se acercó al medallón y lo levantó con orgullo. Sasha la miraba, y de pronto su mente se descongeló un instante sólo para reconocer un horror más.</p> <p>—¡No, Katya!</p> <p>—Ahora empiezas a comprender, querido. —Su sonrisa se amplió y se tornó salvaje—. Qué fácil ha sido engañarte. ¡Qué fácil!</p> <p>Sasha se recobraba de la impresión de la traición, y su sangre vistani comenzaba a bullir ante el engaño. Sus cejas se unieron, y una tormenta digna del gitano más puro comenzó a acumularse en sus ojos. Con un bufido, alcanzó el redondel de madera dorada, el símbolo mismo de Lathander.</p> <p>—¡Clérigo insensato! —rugió Strahd—. ¡Te atreves a amenazarme en mi propia casa! ¿Pretendes destruir la tierra sin una causa?</p> <p>De pronto, un sonido siseante se arrastró a los pies de Sasha; el agua bendita que había derramado comenzaba a evaporarse en delgadas columnas. El redondel de Sasha estalló en llamas, y el sacerdote dio un grito de dolor; los siete lobos se movían agitados.</p> <p>—No, sentaos y vigilad —les ordenó Strahd, para el bien de Sasha—, y procurad que el sacerdote contemple lo que le ocurre a su amiga, al menos durante un rato. —Se volvió hacia Katrina—. Tómalo cuando quieras —le dijo.</p> <p>Katrina, con el Santo Símbolo todavía en la mano, miró a Sasha y una lenta mueca transformó su hermoso y salvaje rostro.</p> <p>—Ven, Sasha, mi amor; bésame. ¿No quieres besarme?</p> <p>Echó la cabeza hacia atrás y aulló con una voz inhumana y gutural, y la piel se resquebrajó para dar paso al pelaje lobuno.</p> <p>—¡Katya! —Sasha no podía creer apenas la horrenda realidad que se revelaba ante sus ojos.</p> <p>Los ojos de Katrina no habían cambiado, pero la nariz y la boca se habían prolongado en una parodia grotesca de hocico de lobo. También el rostro se le llenó de pelos grises. Leisl no hacía nada; se limitaba a mirar al vampiro extasiada.</p> <p>—Ven, querida —la invitó con su aterciopelada voz—, ven a mí. —<i>La Zorrilla</i> comenzó a moverse despacio hacia Strahd—. Ya que eres responsable de la muerte de mis esclavas, creo que sería justo que te convirtieras en la primera de una nueva generación, ¿no te parece?</p> <p>—¡No! —gritó Sasha, momentáneamente distraído del terrorífico espectáculo que ofrecía Katrina lamiéndose las mandíbulas a escasos metros de él—. ¡Déjala!</p> <p>Al oír el grito, la loba se detuvo y volvió la cabeza hacia Strahd.</p> <p>—¿Cómo? —inquirió con un aullido grave—. ¿Piensas convertirla en vampira?</p> <p>—Sí, eso creo —repuso Strahd sin prestar atención, mientras pasaba un dedo sobre la mandíbula inferior de Leisl—. Me parece que Jander Estrella Solar no ha huido en realidad. Es un loco muy noble, y se sentirá muy herido al saber el destino de esta criatura; y también al clérigo le dolerá contemplarlo. Por otra parte, creo que va a ser una compañera interesante.</p> <p>—<i>¡Pues no será así</i>! —gruñó la mujer loba.</p> <p>Se dirigió a Strahd; sus manos aún conservaban cierta forma humana y sujetaba el Santo Símbolo como si fuera un arma. Sólo los ojos de Strahd delataron la sorpresa ante el ataque repentino, pero no se movió; aún no.</p> <p>—Todo ha sido por culpa tuya, ¿sabes? —lo increpó Katrina enarbolando con firmeza el amuleto—. No dejas de traer mujeres que te alejan de mí. Te preguntabas por qué morían todas asesinadas; pues bien, era gracias a mí. Yo, transformada, las llevaba hasta Sasha, y él las mataba. ¿Y ahora dices que vas a convertir a <i>ésa</i> en vampira y a empezar otra vez con lo mismo? ¡No! ¡Me niego!</p> <p>—Katrina, querida —dijo Strahd, dejando a Leisl a un lado—, no es posible que creas que esta chiquilla digna de lástima pueda arrebatarte el sitio que ocupas en mi corazón. ¡No es más que una diversión para mí, y una forma de vengarme, simplemente! Pero, si te molesta tanto, la mataré sin más.</p> <p>—Adelante —le exigió, con los ojos humanos rebosantes de amargas lágrimas celosas que corrían por las mejillas peludas. Bajó el brazo un poco y aflojó muy ligeramente la presión de los dedos sobre el Santo Símbolo.</p> <p>—¡No! —protestó Sasha.</p> <p>«Ahora», se dijo Jander.</p> <p>Sin previo aviso, un esbelto lobo dorado saltó delante del grupo y se apoderó del medallón con los dientes. Con mayor velocidad que nunca, el vampiro se transformó en niebla y en elfo, sin deshacerse del amuleto. Le abrasaba, igual que antes, y le producía un dolor furioso. La mano ennegrecida despedía olor a carne quemada, pero Jander no prestó atención.</p> <p>Entonces sucedieron muchas cosas al mismo tiempo.</p> <p>Katrina, desbordada de rabia, terminó su transformación animal y, convertida en un enorme lobo gris y marrón, saltó sobre Leisl, la alcanzó de pleno y la tiró al suelo. Sin embargo, <i>la Zorrilla</i> logró alcanzar el puñal que Jander le había dado y clavó la plateada hoja <i>ba’al verzi</i> en el cuerpo del animal, mientras se protegía la garganta con la mano izquierda. La daga se hundió profundamente en el lomo de Katrina.</p> <p>La loba aulló, se retorció de dolor y lanzó una dentellada al brazo de Leisl. La muchacha lanzó un quejido ahogado y perdió la daga; nunca la habían herido de aquella forma. La loba contra quien luchaba parecía estar en todas partes a la vez. Le arañaba el rostro con las garras, y el pelo del animal la sofocaba mientras los afilados dientes caían otra vez sobre la sensible carne, la mordían y la cercenaban.</p> <p>Iba a morir y lo sabía, pero no quiso darse por vencida y opuso hasta la última gota de sus mermadas fuerzas a la temible criatura; mas no luchaba con uñas y dientes como las fieras por su propia vida, sino por Sasha.</p> <p>Las zarpas traseras le rasgaron el vientre brutalmente, y la muchacha gimió al ver brotar la sangre. Un aliento picante, saturado de carroña, se le acercó a la garganta y la visión se le borró.</p> <p>Sasha se enfrentaba a los otros lobos con rapidez y eficacia. Había saltado hacia la lámpara de aceite y, con una oración, la había lanzado sobre los animales. El charco de aceite estalló con un bufido en cuanto la mecha cobró vida. La luz lo inundó todo e hizo retirarse las tinieblas hacia los rincones como ratas culpables. Las llamas alcanzaron a dos lobos, que salieron aullando precipitadamente; otros dos también se retiraron chamuscados por el fuego y los dos restantes se tiraron sobre Sasha. El clérigo se defendía con el martillo, el mismo que había utilizado para acabar con las vampiras. Mató a una de las bestias con un golpe certero en la cabeza que le aplastó el cráneo, y el ejemplar que quedaba decidió que había recibido bastante y desertó.</p> <p>El joven sacerdote se lanzó al rescate de Leisl como un ángel vengador, con el delicado rostro transformado por una justa ira. Leisl percibió vagamente el grito del clérigo y el brillo de un objeto contra las ancas de Katya.</p> <p>La loba lanzó un aullido prolongado y estremecedor que no terminaba nunca; cuando por fin enmudeció, la criatura había desaparecido con el muslo izquierdo humeante, herido por la plata pura de uno de los santos objetos de Sasha. Leisl tuvo el tiempo justo de contemplar el amado rostro del clérigo lleno de preocupación antes de perder el sentido sobre su brazo.</p> <p>Mientras tanto, Jander había logrado por fin enfrentarse a su enemigo, y un placer ardiente y brutal lo embargaba a pesar del dolor. Levantó el Santo Símbolo de Ravenloft dispuesto a estampárselo a Strahd en la cara.</p> <p>—¡Loco! ¡No puedes utilizar eso contra mí!</p> <p>—¡Ah! ¿No? ¡Yo adoraba a Lathander, Strahd! ¡<i>Lathander el Señor de la Mañana</i>! Y esto —señaló hacia el medallón— es un fragmento de sol.</p> <p>Algo parecido al miedo ensombreció el anguloso rostro de Strahd. El gesto de ira se suavizó para intentar aplacar al elfo.</p> <p>—¿Qué pretendéis hacer, amigo mío? —Intentó halagarlo con una voz dulce como la miel—. Semejante acto os destruiría también a vos con toda seguridad. ¡Miraos la mano!</p> <p>El tono era hipnótico, balsámico, pero Jander no se rindió; escuchaba tan sólo el ardiente odio blanco que le llenaba el pecho.</p> <p>—No lo sabéis todo —le espetó—. Permitidme que os hable de Anna antes de que muramos los dos.</p> <p>—Sí, sí; ya me acuerdo. Aquella desgraciada muchacha loca cuyo atormentador vinisteis a… —De pronto se interrumpió—. ¿Creéis que yo fui el culpable?</p> <p>—Sé que lo sois. No se llamaba Anna, pero eso era lo único que podía pronunciar después que destruísteis su mente. Así como ella no era más que una parte de su verdadero ser, Anna era un mero fragmento de su verdadero nombre: <i>Tatyana</i>.</p> <p>—No —susurró el conde, pálido por la emoción y el dolor—. Mientes, elfo. Tatyana cayó entre las brumas…</p> <p>—Sí, es cierto que cayó entre las brumas —prosiguió Jander al tiempo que se acercaba despacio al vampiro. La quemadura de la mano aumentaba, y apenas podía soportarlo ya—. Al menos una parte de ella, pero no íntegramente. La otra parte deseaba liberarse con tanta fuerza que consiguió hacerlo realidad y apareció en mi mundo, desquiciada por los horrores de que había sido testigo. ¡Horrores que <i>tú</i> la obligaste a vivir!</p> <p>—¡No! ¡Yo la amaba! Sólo pretendía…</p> <p>—La destruíste, maldito. Cuando la encontré no era más que una cascara, y, a pesar de todo, lo poco que se traslucía de su alma fue suficiente para enamorarme. —Las traicioneras lágrimas le llenaron los ojos y amenazaron con borrarle la visión; cerró los párpados con rabia para quitárselas—. No me habría importado que amara a Sergei, porque él la hacía feliz, <i>íntegra</i>. Tú la tenías entera y la destrozaste. ¡Maldito seas por ello! —exclamó elevando la voz hasta llenar la sala con su explosión de odio.</p> <p>—Jander…, ¿estáis dispuesto a <i>morir</i> por esto? —inquirió Strahd totalmente perplejo.</p> <p>El elfo respondió con actos y elevó un ruego a Lathander, dios de la mañana y enemigo de los vampiros. «Sólo pido una cosa —pensaba—: enviadme al abismo más oscuro después, pero permitidme sólo este último acto positivo».</p> <p>Su mano ya no era más que un amasijo de carne abrasada, pero todavía sujetaba firmemente el medallón y lo levantó en dirección a Strahd.</p> <p>El vampiro élfico notó cómo el poder ascendía por su cuerpo, lo sacudía brutalmente y casi le hacía estallar el corazón, hasta que salió disparado por el brazo para fundirse con el medallón de platino. Un rayo de luz emergió del cuarzo; el estallido arrancó un quejido visceral de las entrañas del elfo, y la brillante luz dorada se estrelló contra el pecho de Strahd.</p> <p>El vampiro lanzó un aullido de pura agonía, se arqueó hacia atrás con el rostro contraído por el horrendo dolor y el cuerpo en tensión total. Jander lo miraba pletórico de una alegría ardiente y salvaje. Jamás había sentido placer ante los males ajenos, pero, en esos momentos, una satisfacción brutal reducía el sufrimiento de su propia mano a una mera insignificancia.</p> <p>Las elegantes ropas del conde comenzaron a humear y después se incendiaron donde la luz sagrada les había dado. El rayo calaba más y más profundamente y comenzó a chamuscar y ennegrecer la carne blanca. Con un gemido, el conde se tambaleó, perdió el equilibrio y cayó tras un banco.</p> <p>El cambio de posición desenfocó el rayo de luz un instante, pero Jander se movió con rapidez para volver a orientarlo. No obstante, ese segundo era lo único que necesitaba el vampiro y, antes de volver a recibir el ardiente resplandor, terminó de pronunciar un conjuro y dejó al elfo inmóvil con una horripilante expresión de triunfo y dolor. Después desapareció.</p> <p>—¡No! —se lamentó Jander.</p> <p>Tan cerca, lo había tenido tan cerca… Las piernas se negaron a seguir sujetándolo, y cayó al suelo.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>VEINTIOCHO</p> </h3> <p>Jander abrió los ojos débilmente; seguía tumbado en la capilla, sin fuerzas para nada. Intentó moverse pero sólo consiguió desplazar la mano un poco, y el esfuerzo lo hizo gemir. Al instante, alguien acudió a su lado.</p> <p>—Bienvenido a este mundo —saludó Sasha suavemente—. Por un momento pensé que te habíamos perdido.</p> <p>El elfo no respondió. Había ofrecido todo a Lathander para que le permitiera esgrimir el Santo Símbolo, y el dios lo había aceptado; ahora sabía que estaba agonizando.</p> <p>Sin embargo, era una muerte amarga, insatisfactoria. Se sentía furioso y estafado. «<i>Si buscas justicia, la conseguirás a través de los niños y del sol</i>». ¡Falsa vidente! Él se lo había jugado todo, y Strahd seguía libre, herido pero no acabado por completo.</p> <p>Se recostó boca abajo sobre el suelo. El recinto no estaba muy oscuro porque la aurora se acercaba, aunque aún tardaría un poco en llegar. Jander sentía que el oscuro corazón pétreo de Ravenloft le absorbía las fuerzas gota a gota.</p> <p>—¿Qué…? —No logró completar la frase, pero Sasha interpretó en su mirada lo que deseaba saber.</p> <p>—Strahd se ha ido. Creo que logró pronunciar un conjuro en el último instante. Leisl ha salido mal parada pero creo que he conseguido curarle las heridas más graves, y tú has estado inconsciente casi toda la noche. Tracé un círculo protector alrededor de los tres y he mantenido la guardia todo el tiempo. —Sonrió levemente—. ¡Y menos mal que Leisl había traído algunas provisiones! He comido y me encuentro mucho mejor.</p> <p>—¿Has pasado la noche aquí?</p> <p>—Sí. No sé lo que hay fuera y no me he atrevido a salir con Leisl en esas condiciones. Podrían atacarnos con toda facilidad.</p> <p>Jander intentó reunir sus dispersos pensamientos; parecía que recobraba fuerzas, al menos las suficientes para hablar.</p> <p>—Creo que durante el día no corréis peligro alguno. Strahd está herido, aunque no haya muerto del todo. —Pretendía hablar sin amargura pero no lo conseguía—. Leisl…, la ha mordido. En cuanto estéis listos para marcharos, id a la biblioteca de Strahd y tomad lo que os interese, pero sobre todo debes consultar un libro en particular, donde encontrarás remedio para ella.</p> <p>—¿Remedio? Jander, va a ponerse bien enseguida.</p> <p>—No; ha sufrido las mordeduras de una mujer loba y se transformará durante la próxima luna llena.</p> <p>Sasha se quedó helado. Aquella pavorosa enfermedad era sumamente contagiosa y <i>la Zorrilla</i> debía de estar infectada ya en grado sumo. De pronto, el clérigo no podía respirar. ¿Qué habría sido de él si Leisl, su querida, valiente y cabezota Leisl, hubiera muerto? Aquellos sentimientos por la muchacha lo sorprendieron… y lo regocijaron.</p> <p>—Voy ahora mismo a buscar ese libro —dijo, poniéndose de pie al instante.</p> <p>Jander hizo un ruido con la boca y buscó al clérigo con la mano sana.</p> <p>—Sasha, no te vayas todavía. Me parece que no voy a durar mucho.</p> <p>El sacerdote se arrodilló de nuevo junto al compañero caído y le dijo:</p> <p>—No, Jander, tú también te repondrás enseguida; has pasado la noche, y creo que es una buena señal. Bueno… a ver si… te busco algo de comer.</p> <p>Calló de repente, sin saber qué hacer y deseando ayudar en lo que fuera. Echó un vistazo alrededor y se dio cuenta de que Jander se hallaba tendido justo bajo un agujero de las vidrieras, rotas la noche anterior por los lobos. El día despuntaba ya, y el cielo se teñía de gris pálido.</p> <p>Tomó al elfo por debajo de las axilas y comenzó a tirar de él como para apartarlo hacia la sombra, pero el vampiro lanzó un grito de protesta.</p> <p>—Jander, perdona. No quería hacerte daño; sólo pretendo quitarte del sol.</p> <p>Jander hizo un gesto de negación. Los pensamientos le bullían en la cabeza y parecía que le procuraban cierta paz.</p> <p>—Espera.</p> <p>¿Había fallado a Anna en realidad? Debilitado y liberado de la impulsiva sed de venganza, examinaba sus «sueños» atentamente. Siempre le habían causado alegría y dolor al mismo tiempo, pero de pronto intuyó que había en ellos algo impropio.</p> <p>Repasó todo lo que sabía sobre la naturaleza de Tatyana: había entregado sus joyas a un pobre; se había enamorado, pero no de un bizarro héroe de guerra sino de un clérigo amable. Incluso en Aguas Profundas, cuando era apenas una fracción de sí misma, había regalado su comida a las compañeras de habitación sin guardar nada para sí. ¿Un alma tan luminosa sería capaz de inducirlo a la venganza, de castigarlo con pesadillas cuando vacilaba?</p> <p>No. De improviso, y con absoluta claridad, comprendió que si el verdadero espíritu de Anna lo hubiera visitado en sueños habría sido para instarlo a que perdonara todos los pecados de Strahd. Al fin y al cabo, a él lo había perdonado por quitarle la vida y Anna sería la primera en ofrecer consuelo a cambio de maltratos; eso era lo que hacía su alma tan hermosa.</p> <p>Entonces, ¿de dónde provenían las visiones, demasiado reales como para ser mero producto de su imaginación? El hilo de la conciencia se le escapaba, pero lo aferró con voluntad y sonrió para sí.</p> <p>Por fin captaba la belleza horrible, perversa y cuidadosamente planeada de aquella tela de araña. La propia tierra, o los poderes oscuros responsables de su nefanda creación, querían atraparlo desde aquella fatal orgía asesina, tantas veces lamentada, en el asilo de Aguas Profundas. Barovia le había dado fuerzas, había alimentado sus ansias vengadoras siempre que disminuían; había duplicado el sufrimiento y el anhelo de su espíritu por la luz; lo había nutrido con sustancias corrompidas para que el odio medrara.</p> <p>La tierra jamás le permitiría destruir a Strahd; sólo lo había llevado allí como compañero de juegos para el hijo favorito de la oscuridad. Strahd había aprendido mucho de él con los años, y la tierra había absorbido con deleite la desesperación del vampiro élfico. La solución era perfecta; lo había manipulado constantemente, concediéndole pequeñas victorias y falsas satisfacciones de vez en cuando.</p> <p>Los poderes oscuros tampoco deseaban la destrucción de Jander. Lo preferían vivo, deseoso de venganza, revolcándose eternamente en el dolor de la pérdida. También engullirían a Sasha destrozándolo o pervirtiéndolo con un celo excesivo en la caza de los muertos vivientes. En cuanto a la desgraciada y torturada Tatyana, él jamás podría hacer nada por procurar el descanso de su alma. Regresaría sin fin, siglo tras siglo, para placer de la tierra.</p> <p>No; los poderes oscuros querían a los dos vampiros vivos. Incluso en esos momentos sentía una fuerza renovada inyectándosele en el cuerpo, y en lo profundo de sí mismo ansiaba ponerse a resguardo de los implacables rayos del sol. La preocupación de Sasha le hacía perfectamente el juego a las demoníacas manos de la tierra. No obstante, ahora que lo comprendía, se procuraría algo parecido a una victoria sobre la desolación que se abría ante él. <i>A través del sol y a través de los niños</i>, había profetizado Maruschka. La clarividente no se había equivocado.</p> <p>—No —dijo con suavidad y firmeza al niño concebido la noche de su llegada a Barovia—. Déjame ver la luz.</p> <p>—¡No puedes! ¡Morirías…!</p> <p>—Sasha, escucha tus propias palabras. —Rió tiernamente sin dejar de mirar la ansiosa expresión del clérigo—. Ya estoy muerto y jamás podré destruir a Strahd. Estamos condenados a ser enemigos por los siglos de los siglos, y yo me convertiría en un ser amargado y retorcido, desesperado siempre por conseguir una victoria que jamás me sería concedida.</p> <p>—¿Vas a rendirte tan fácilmente?</p> <p>—No; prefiero morir así por voluntad propia. —Miró hacia la aurora—. Rápido, escúchame. Cuando me vaya, sigue con nuestra misión, y, por la salvación de tu alma y la de todos los que amas, no pierdas de vista las razones verdaderas. Destruye a Strahd si puedes. Le proporcionarás la paz y salvarás a innumerables almas de un destino pavoroso, pero no lo hagas jamás con ánimo de venganza.</p> <p>—Pero…</p> <p>—Cuídate mucho de la misma tierra porque intentará corromperte a través de tus propias virtudes, y actúa seguro de ti mismo, amigo mío. Ahora, cuando todo termine y llegue el día, baja a las mazmorras a liberar a esos desgraciados y, luego, escondeos Leisl y tú.</p> <p>—En el pueblo hay personas que dependen del Señor de la Mañana —objetó.</p> <p>—Estará allí aunque faltes tú, como siempre ha estado; cada cual encontrará el camino hacia él. Pero Leisl y tú representáis una amenaza para Strahd e intentará acabar con vosotros en cuanto se recupere. No sé cuánto tardará, pero se recobrará y os perseguirá. De eso podéis estar seguros. —Cerró los ojos.</p> <p>Se quedaron en silencio un momento; Jander apoyaba la cabeza sobre el regazo de Sasha, y, sin pensarlo, el clérigo se sorprendió de pronto acariciando tiernamente el dorado cabello. «No es justo —se decía—, Jander no quería esto». El elfo pertenecía de corazón al mundo de la luz, tal vez con mayor derecho que él o Leisl. No merecía morir así, reducido a cenizas por los rayos del sol.</p> <p>—¡No! —explotó Sasha con una vehemencia que lo sorprendió incluso a él mismo—. ¡<i>No morirás</i>! Jander, no lo hagas. —Se preguntaba por qué era tan duro de contemplar y por qué una cálida humedad le corría por las mejillas.</p> <p>Maravillado, Jander alzó la mano y tocó las saladas lágrimas y las acarició con los dedos.</p> <p>—¿Sabes cuánto tiempo hacía que nadie lloraba por mí? —dijo con voz queda, profundamente conmovido. Aquel castillo, a pesar de ser cruel y violento, le había dado mucho. Así era como tenía que morir, no con una estaca en el corazón o ahogado en la oscuridad o entre las llamas que recordaban burlonamente la proximidad del infierno. Sentarse al sol una vez más, sentir los rayos cálidos y amorosos un instante antes de que comenzara el dolor: sería una muerte agradable. Recordó las palabras de Lyria: «Es mejor morir a manos de un amigo». Ahora lo comprendía, y no había mejor amigo que ese valiente e impulsivo muchacho medio gitano y el propio sol glorioso—. No lamentes mi muerte; hace siglos que la deseo ansiosamente. Pero quédate aquí conmigo mientras… ¿Te quedarás, Sasha?</p> <p>—No pienso dejarte —repuso embargado por la emoción.</p> <p>—Ayúdame a sentarme —le pidió con una sonrisa.</p> <p>Sasha lo ayudó y, con mano débil, Jander palpó en el cinturón hasta sacar la flauta; se la llevó a los labios con un gran esfuerzo, inhaló y comenzó a tocar a la alborada.</p> <p>Ya no le importaba lo que el sol le hiciera o dejara de hacerle; sólo sabía que cualquier cambio que le produjera sería mejor que la desgraciada existencia que había soportado durante cinco siglos. Por fin terminaría la oscuridad, la muerte en vida que se alimentaba de la vida. Fuera lo que fuese, cenizas o carne calcinada u otra cosa totalmente inesperada y tal vez maravillosa, dejaría de pertenecer a la oscuridad.</p> <p>La música fluía como agua a medida que el cielo se iluminaba; el elfo había descubierto los negros fraudes de la tierra. Él, un ser pervertido, había enarbolado el Santo Símbolo contra un congénere vampiro. Tal vez el Señor de la Mañana había encontrado la forma de derramar su belleza sobre esa tierra de pesadilla; tal vez el alba traería una vida nueva y auténtica a Jander, en vez de terminar pacíficamente con su no-muerte.</p> <p>Mientras la melodía brillaba como la misma mañana, Jander contemplaba el claro horizonte con anhelo, en espera del milagro. El sol se despegó por fin de la tierra y cayó sobre él como una bendición. Jander cerró los ojos y libó sus rayos.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>EPÍLOGO</p> </h3> <p>A muchos kilómetros del castillo de Ravenloft, en las entrañas de los montes, una delgada loba gris y marrón entraba en una cueva recóndita. Atravesó cojeando un laberinto de galerías hasta llegar a un ataúd, colocado allí en secreto por un astuto vampiro con un propósito definido. La loba tenía una paletilla tiesa a causa de una cuchillada y su lomo estaba marcado para siempre con la señal de la plata.</p> <p>Olisqueó el féretro, movió la cola ligeramente y después la dejó caer, decepcionada. El amo no despertaría ese día. Subió de un salto a la tapa de la caja de caoba, bostezó, dio dos o tres vueltas y se enroscó para dormir. Seguro que cuando despertara la perdonaría, y, cuando reviviera con el hambre agujereándolo en lo más hondo de la garganta, Katrina se ocuparía de proporcionarle una víctima reciente con que mitigar la sed. En breves minutos, la loba dormía, respirando reposadamente.</p> <p>El vampiro malherido soñaba.</p> <p>Strahd había recibido heridas graves y casi había muerto a la luz del sol. Sufría unos atroces dolores que lo obligarían a descansar durante semanas, o meses tal vez, incluso años. De todas maneras, ¿qué significaba el tiempo para un vampiro?</p> <p>Jander había estado a punto de acabar con él, pero él se había enriquecido a costa de la sabiduría que le había dado; ahora dominaba más cosas, conocía más, y además no ignoraba quién era su peor enemigo.</p> <p>Volvería a encontrarse con Sasha Petrovich, y, esta vez, el muchacho no vencería. ¿Y su Tatyana? Su alma había quedado liberada unos momentos, pero estaba ligada a Ravenloft de una forma dulce y lastimosa, como él mismo. Strahd estaba condenado a amarla por toda la eternidad, y ella a reaparecer, con diferentes nombres pero siempre idéntico rostro de hermosas facciones e igual alma quebrantada, para que él la amara.</p> <p>Volvería a verla, y un día ella se enamoraría también. Strahd von Zarovich estaba determinado a que sucediera así. Disponía de tiempo, paciencia y poder para convertir en realidad prácticamente todos sus deseos. Al fin y al cabo, la tierra lo obedecía.</p> <p>El vampiro descansaba y soñaba, y el día clareaba sobre Ravenloft.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <div class="modal fade modal-theme" id="notesModal" tabindex="-1" aria-labelledby="notesModalLabel" aria-hidden="true"> <div class="modal-dialog modal-dialog-centered"> <div class="modal-content"> <div class="modal-header"> <h5 class="note-modal-title" id="notetitle">Note message</h5> <button type="button" class="btn-close" data-bs-dismiss="modal" aria-label="Close"></button> </div> <div class="modal-body" id="notebody"></div> </div> </div> </div> <div style="display: none"> <div id="nota1"> title </div> </div> <!-- bodyarray --> </div> </div> </section> </main> <footer> <div class="container"> <div class="footer-block"> <div>© <a href="">www.you-books.com</a>. Free fb2 and epub library</div> <div> <ul wire:id="RLemDQwWEw9aur8ioeiK" wire:initial-data="{"fingerprint":{"id":"RLemDQwWEw9aur8ioeiK","name":"elements.menu","locale":"en","path":"book\/C-Golden\/Ravenloft-01-El-Vampiro-De-Las-Nieblas","method":"GET","v":"acj"},"effects":{"listeners":[]},"serverMemo":{"children":[],"errors":[],"htmlHash":"700fed0d","data":{"class":"footer-list"},"dataMeta":[],"checksum":"fafc772dfdfcfb185108e6ef12d1c5657270dca256149fcd4ffdf0947210735e"}}" class="footer-list"> <li class="active"><a href="/">Home</a></li> <li><a href="/addbook">Add book</a></li> <li><a href="/contact">Contacts</a></li> <li><a href="/privacy-policy">Privacy policy</a></li> <li><a href="/terms-of-use">Terms of Use</a></li> </ul> <!-- Livewire Component wire-end:RLemDQwWEw9aur8ioeiK --> </div> <div> <!-- MyCounter v.2.0 --> <script type="text/javascript"><!-- my_id = 144773; my_width = 88; my_height = 41; my_alt = "MyCounter"; //--></script> <script type="text/javascript" src="https://get.mycounter.ua/counter2.2.js"> </script><noscript> <a target="_blank" rel="nofollow" href="https://mycounter.ua/"><img src="https://get.mycounter.ua/counter.php?id=144773" title="MyCounter" alt="MyCounter" width="88" height="41" border="0" /></a></noscript> <!--/ MyCounter --> </div> </div> </div> </footer> <!--THEME TOGGLE--> <!--./THEME TOGGLE--> <script src="/reader/js/vendor/modernizr-3.11.7.min.js"></script> <script src="/reader/js/vendor/jquery-3.6.0.min.js"></script> <script src="/reader/js/vendor/jquery-migrate-3.3.2.min.js"></script> <script src="/reader/js/vendor/bootstrap.min.js"></script> <script src="/reader/js/plugins/slick.min.js"></script> <script src="/reader/js/plugins/countdown.min.js"></script> <script src="/reader/js/plugins/jquery-ui.min.js"></script> <script src="/reader/js/plugins/jquery.zoom.min.js"></script> <script src="/reader/js/plugins/jquery.magnific-popup.min.js"></script> <script src="/reader/js/plugins/counterup.min.js"></script> <script src="/reader/js/plugins/scrollup.js"></script> <script src="/reader/js/plugins/jquery.nice-select.js"></script> <script src="/reader/js/plugins/ajax.mail.js"></script> <!-- Activation JS --> <script src="/reader/js/active.js"></script> <script src="/livewire/livewire.js?id=90730a3b0e7144480175" data-turbo-eval="false" data-turbolinks-eval="false" ></script><script data-turbo-eval="false" data-turbolinks-eval="false" >window.livewire = new Livewire();window.Livewire = window.livewire;window.livewire_app_url = '';window.livewire_token = 'qOGW6T6BsoIvcEgIXImDvQeWcpximBkGdNhrDYli';window.deferLoadingAlpine = function (callback) {window.addEventListener('livewire:load', function () {callback();});};let started = false;window.addEventListener('alpine:initializing', function () {if (! started) {window.livewire.start();started = true;}});document.addEventListener("DOMContentLoaded", function () {if (! started) {window.livewire.start();started = true;}});</script> <script> var exampleModal = document.getElementById('notesModal'); exampleModal.addEventListener('show.bs.modal', function (event) { // Button that triggered the modal var button = event.relatedTarget; // Extract info from data-bs-* attributes var noteid = button.getAttribute('href'); var notetext = $(noteid).text(); var modalTitle = exampleModal.querySelector('.note-modal-title'); modalTitle.textContent = noteid; $('#notebody').text(notetext); }) </script> <script> document.addEventListener('DOMContentLoaded', () => { this.livewire.hook('message.sent', (message,component) => { //console.log(message.updateQueue[0].method); $('#mainloader').show(); } ) this.livewire.hook('message.processed', (message, component) => { //console.log(message.updateQueue[0].method); //console.log(component.listeners); setTimeout(function() { $('#mainloader').hide(); }, 500); }) }); window.addEventListener('cngcolortheme',event=>{ document.documentElement.setAttribute('data-theme', event.detail.message) }); </script> <script> function setdownload(catalogid,bookformat,bookletter,transliterauthor,transliterbook) { Livewire.emit('setDownloadValue', catalogid,bookformat,bookletter,transliterauthor,transliterbook); } window.addEventListener('todownloadpage',event=>{ document.getElementById("downloadhref").click(); }); </script> </body> </html>