Datos del libro
Autor: Garland, Curtis
©1976, Editorial Astri, S.A.
Colección: Ciencia ficción, 17
ISBN: 9788475904375
Generado con: QualityEbook v0.61
EJECUTORES DE MUNDOS, S.A.
© CURTIS GARLAND
Texto
© SEGRELLES-NORMA
Cubierta
1ª edición: noviembre de 1987
1ª edición en América: mayo de 1988
Esta publicación es propiedad de
EDITORIAL ASTRI, S.A.
Apto. Correos 96008 — Barcelona
ISBN: 84-7.590-437-8
Depósito legal: M-32.548-1987
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Tel. 28 12 00
08006 Barcelona
Printed in Spain — Impreso en España
PORTICO
STO es algo que quizá nunca llegue a suceder, por mucho que los tiempos y los planetas evolucionen. Ojalá sea así. Resulta muy improbable que tan demencial posibilidad se llegue a producir. Sin embargo, la anticipación admite cualquier teoría, por fantástica y delirante que parezca, si en su fondo tiene algún sentido, aunque sólo sea como simple simbolismo de ciertas aberraciones y de la monstruosa industrialización humana de cuestiones tan increíbles como el crimen organizado, o como el terror y la coacción sobre los hombres, las sociedades y los pueblos.
Después de todo, esto es sólo ficción futurista. Y en ese terreno, todo es factible. Todo es disculpable.
Por tanto... pido disculpas por mi historia sobre los asesinos de planetas, algún día podrían ser verdad...
Primera Parte
1
O podía dar crédito a su mente, a lo que estaba pensando. A lo que conocía en estos momentos.
No sólo eso, sino que nadie, absolutamente nadie en parte alguna, podría jamás darle crédito a él. Los tiempos podían haber cambiado para muchas cosas. Pero la capacidad humana de comprensión y de credulidad, tenía sus límites, a pesar de todo. Y eso era, sencillamente, lo que ocurría. Que era increíble. Inaceptable. Demencial, dicho en una sola y concreta palabra.
Imaginaba lo que cualquiera podría decirle, apenas empezara a escuchar su historia:
—¡Bah..., por favor...! Eso es cosa de locos. Un disparate. ¿Quién se va a creer semejante tontería?
Y era verdad. ¿Quién podía creérsela?
Sin embargo..., era cierto. Era la verdad. Bien seguro estaba de ello. Bien persuadido Je que así eran las cosas. Lo sabía. Lo acababa de comprobar, tras su primer e inconcebible descubrimiento. Tampoco él, inicialmente, había admitido fácilmente aquello.
Luego, a medida que profundizaba, que se movía paso a paso, cautelosamente, en una sola dirección, la confirmación se iba produciendo de modo paulatino. Pequeñas piezas, detalles insignificantes, cosas que estaban a la vista de todo el mundo, pero que nadie advertía, ni a las que podían darse importancia por sí solas, se iban ensamblando implacablemente, iban formando un todo armónico, un terrible. El puzzle se completaba. Tomaba forma, se concretaba en aquello que tanto horror le producía, ahora. Aquello que escapaba a toda imaginación humana.
Y que, sin embargo, existía: Que era una verdad tremenda y oculta. Que estaba allí, ante todos, como la más solapada, siniestra e inconcebible de las amenazas.
Tenía que hacer algo. Y rápidamente. Tenía que convencer a alguien. Pero, sobre todas las cosas, tenía que huir. Evadirse.
Se detuvo, jadeante. Miró atrás, enjugando el sudor de su rostro. Nadie le seguía. Las calles estaban aparentemente silenciosas y tranquilas. En silencio, como cada noche desde que el mundo era mundo. O al menos, desde que él conocía el mundo. Aun así, sabía que era igual. Tan peligrosa, tan amenazadora resultaba la noche callada, vacía y sin vida, como una muchedumbre enfurecida, rodeándole para destruirle. O quizá más, aún.
Escapar... Evadirse... ¿Adonde? ¿Existía un lugar seguro en alguna parte?
No, ese lugar no existía. En ninguna parte. Ni en la Tierra, ni en los demás mundos habitados. No había en todo el maldito ámbito humano del siglo XXX lugar donde pudiera librarse de lá amenaza invisible que sentía pesar trágicamente sobre él.
Era miedo. Un miedo invencible hacia lo que él mismo desconocía. Sabía que estaba en peligro, que sabía demasiado para seguir con vida. Ellos siempre se enteraban de cosas así. No le permitirían ir muy lejos. Y aunque nunca fue un cobarde, ahora lamentaba haber seguido investigando, descubriendo cosas, comprobando lo que, en su principio, no fue sino un leve, casi insignificante ramalazo de sospecha.
No, ya no sólo era miedo. Empezaba a ser algo más. Terror, tal vez. Terror a lo desconocido. Porque, aunque sabía mucho, eso apenas si era nada, frente a aquel poder tenebroso que, con millones de tentáculos, todo lo abarcaba.
Aquel poder que, en cualquier momento, cerraría uno de esos terroríficos tentáculos sobre él... y todo habría terminado.
Su modo de caminar era rápido, pero normal. No quería dar la impresión de que huía, de que corría, tratando de alejarse de algo que, sin embargo, debía de estar en todas partes, tan silencioso, tan ignorado, como lo estuvo hasta entonces. Como lo había estado siempre, desde que existiera como una entidad real e inexorable.
Desde que existiera...
La frase le hizo mover la cabeza, con amargo sarcasmo. De entre sus labios crispados, escaparon algunas palabras, mientras cruzaba la gigantesca plaza octogonal, por una de las bandas rodantes de peatones, siempre en silencioso movimiento.
—Desde que existe... —susurró, hablando consigo mismo, materializando en roncas palabras lo que poco antes era sólo un pensamiento—. ¿Cuántos años, décadas, quizá siglos, ha existido, en realidad? Pobres de nosotros, los que hemos vivido durante toda nuestra existencia ignorándolo todo, sin sospechar siquiera que, en alguna parte, había..., había algo tan horrendo, siempre a punto de caer sobre nosotros...
Era inútil divagar, se dijo abandonando la cinta de peatones en uno de los Niveles superiores. Iba en busca de alguien. De una persona que, cuando menos, podía creerle, quizá incluso hacer algo, lo que fuese, por propagar la verdad, por advertir a tanta y tanta gente como necesitaba ser advertida...
Aún distaba algo del lugar donde podía encontrar a esa persona. Apresuró su marcha, pero sin forzar la velocidad, sin precipitarse. Las calles desiertas, la ciudad vacía en la noche, constituían una trampa. En su propia quietud estaba el peligro. No hacían falta vigilantes nocturnos, policía patrullando, gente que cuidara de la sociedad. No, nada de eso.
Bastaban los sistemas de radar, los detectores ultrasensibles, los ojos fotoeléctricos, las invisibles redes electrónicas que mantenían la ciudad toda, perfectamente controlada desde los Centros de Vigilancia. Si alguien corría por una calle, era detectado y su trayectoria marcada sobre zonas del plano urbano, perfectamente definidas, en forma de punto de luz en movimiento. Correr no tenía sentido. Para una urgencia, para una ayuda, existían sistemas de aviso y de emergencia de todo tipo. Correr era sinónimo de culpa, de evasión obligada por algún hecho delictivo. O de demencia. La sociedad actual ya no necesitaba ir deprisa. Tenían racionalmente distribuidas las horas de su jornada. El trabajo ocupaba un mínimo espacio de tiempo, diario.
El resto se destinaba al descanso, la lectura, la diversión ante las pantallas televisoras de los espectáculos a domicilio, o a las reuniones sociales en las Comunidades Urbanas. Correr era un absurdo. O una culpa. En seguida investigarían, le detendrían por medio de alguno de sus sistemas automáticos, obligándole a presentarse en un Centro de Vigilancia, para su examen psíquico y para declarar las razones de su comportamiento.
El no quería nada de eso, ahora. Estar entre agentes y fuerzas de seguridad, no le harían sentirse mejor. Ellos, desgraciadamente, nada podían hacer. Ni siquiera iban a creerle. Le enviarían, como máximo, a un establecimiento para enfermos mentales. Los había y muy buenos. Un hombre entraba enfermo en ellos, permanecía un tiempo sometido a tratamientos especiales, y salía convertido en otra persona diferente, sin siquiera memoria de su vida anterior, que pudiese provocarle nuevos complejos. Eso, tampoco sería una solución; ni para él, ni para nadie. Olvidar era ignorar. Convertirse, quizá, en un ser que no deseaba, con su mente en blanco, con las ideas de un niño. Y, mientras tanto, aquello seguiría existiendo. Quizá ni siquiera le salvara de su poder. Porque para ellos, su amnesia terapéutica podía ser convincente o no. Le destruirían, incluso siendo una nueva persona. Para no correr riesgos. Nunca corrían riesgos.
Contuvo, pues, su afán de correr, de lanzarse a la carrera por las desiertas calles de la ciudad en la noche. Tomó un turboelevador urbano. Le depositó en el Nivel Diez. Era el que buscaba. Comenzó a caminar por uno de los corredores encristalados, uno de aquellos tubos plásticos, luminosos, que circulaban a gran altura ciudadana, para depositar a los peatones en cualquiera de las viviendas de la zona elevada de la urbe.
Abajo, como un abismo vertical, rectilíneo y alucinante, calles, Niveles y torres interminables, descendían hasta un suelo remoto, el fondo urbano, perdido en el complejo de luz y jardines, huertos y zonas verdes, que habían logrado terminar con el envenenamiento del planeta, iniciado muchos cientos de años atrás.
Pero él no se fijaba ahora en esas estilizaciones ni funcionalismos humanos. Estaba demasiado sumergido en su terrible situación, en su dilema estremecedor, para prestar atención a algo que no fuese su propia persona. Y todo cuanto le amenazaba...
Respiró con cierto alivio, al ver luces. Ya estaba allí. Cerca del lugar adonde había pensado dirigirse. Cerca de la persona, de la única persona que podía darle crédito..., si es que esa persona existía en los mundos del Sistema Solar.
Apresuró un poco más el paso, sin llegar a la carrera. Alcanzó la plataforma circular que formaba plaza, delante de una torre de lujosos apartamentos urbanos en el Nivel Diez, el más caro y suntuoso de toda la ciudad.
Miró atrás, una vez más. Y a ambos lados.
Nada. Ni rastro de ser viviente alguno. Nadie. Ni un sonido. Ni una huella de persona, en las vías desiertas. Se preguntó si eso sería bueno o malo. No sabía decirlo. En realidad, no creía saber nada de nada.
Clavó sus ojos en una de las ventanas, concretamente. A través del amplio rectángulo encristalado, eran visibles las luces suaves, el parpadeo policromado de las imágenes de la gran pantalla estereoscópica del muro, emitiendo sus espectáculos tridimensionales a domicilio. Sonrió, a pesar del difícil momento en que se hallaba.
Sonrió, pensando en la persona que se hallaría ahora allí dentro, contemplando la televisión, tomando alguna bebida exótica, bien ajena a su vecindad, a los terribles motivos de una inmediata e insólita visita nocturna a su apartamento.
Luego, más animoso, esperanzado incluso, diciéndose a sí mismo que, tal vez se había dejado llevar por un exceso de imaginación, y no era tan tremendo todo como pudiera sospechar, se acercó a la puerta, en la que consultó el llamador luminoso, buscando el pulsador de un determinado apartamento...
Un momento más tarde, un grito terrorífico, estremecedor, rasgaba el absurdo silencio de las calles. Era el grito de un hombre que moría.
2
UANDO Livia salió al exterior, el hombre aún no estaba muerto.
Pero como si lo estuviera. Livia se dio inmediatamente cuenta de ello. Sabía cuándo era imposible hacer algo por alguien. Este era una de esas veces, por desgracia.
—¡Toht! —gritó con voz quebrada, al identificar al moribundo—. ¡Toht, no es posible!
Era posible. Se trataba de Thot. Su amigo Toht. Amigo de su padre. Amigo de siempre. Estaba allí, frente a ella. Desintegrándose horriblemente.
Un vaho, un vapor amarillento brotaba de su cuerpo. Piernas y abdomen dejaban ya de existir, diluidos en la siniestra humareda, con fuerte hedor a sangre. Sin embargo, ni siquiera sangraba. No hacía falta. El arma empleada había sido silenciosa y terrible. El impacto, mortal de necesidad, diera donde diese. El blanco era lo de menos. Bastaba el contacto de la cápsula disparada, con el cuerpo humano. Y se iniciaba aquello. La desintegración de la materia viva.
—Toht..., ¿quién? ¿Por qué...? —sólo atinó a preguntar, mientras sus ojos recorrían la zona toda, en derredor suyo, tratando de averiguar-algo, de ver a alguien.
Todo en vano. No había rastro de ser viviente alguno. Ni un ruido sobre el asfalto plastificado de las modernas urbes. Nada de nada. Pero un hombre estaba agonizando ante ella. Un hombre que era algo más que eso: un amigo...
—¡Oh, Toht, si pudiera hacer algo...! —gimió, acercándose a él, poniendo una rodilla en el suelo—. No logro comprender...
Toht la miró. Larga, dolorosamente. Era sólo un tronco, dotado de brazos y cabeza. Nada más. El humo mortífero disolvía ya, lentamente, su estómago. Aun así en aquel momento de tremenda agonía, pudo decir algo. Livia le captó unas palabras susurradas, extrañas e inarticuladas:
—Livia..., Livia... querida..., amiga... Es algo... espantoso... La... la W.K.I...
—¿W.K.I? —repitió ella, perpleja.
—Sí, ellos..., los de... W.K.I., Livia... Ellos... me aniquilan... para que el mundo..., los mundos civilizados... no sepan..., no sepan nunca... que existen... sus verdugos... ejecutores... Ellos..., ellos matarán... a los mundos, todos, Livia... A... todos... Yo sé..., yo podría... probar... Pero los hombres de ojos de oro... y... y el cráneo... negro... ¡Livia...!
Su última palabra fue un grito, pronunciando el nombre de ella. Como un estertor desesperado. Como si quisiera decir algo más. Mucho más. Pero no le había sido posible.
Estaba muerto. De su ser solamente restaba ya su cabeza. Y una pequeña porción de tronco, muñones humeantes en lugar de brazos... Momentos después, ante la mirada patética de Livia, su amigo Toht se diluía en un último vapor, que envolvía su cabeza, hasta disolverla y dejar donde antes se hallaba el cuerpo, solamente un leve vaho, dispersándose en el aire de la noche.
Muy pálida, se incorporó. Miró a su alrededor, a las calles desoladas. Quizá buscando una explicación, un culpable, un motivo. No vio nada ni a nadie. Todo continuaba igual. Como si jamás hubiera ocurrido cosa alguna. Pero eso no era cierto. Había ocurrido algo. Había muerto un hombre. Desintegrado por un proyectil corrosivo, silencioso, letal.
Livia regresó a su domicilio. Era lo único que podía hacer. Ni ella ni nadie hubiese podido intentar ya nada por Toht. Ni siquiera existía su cadáver. No había huellas del crimen.
Porque de algo sí podía estar segura Livia: a Toht, al viejo y amable Toht, le habían asesinado. Fría y deliberadamente, cuando estaba ante su casa. Cuando acababa de pulsar el llamador eléctrico. Nunca sabría por qué llamó, por qué acudió a verla esa noche, con un asesino tras de sus pasos. Un asesino del que le era imposible descubrir el rastro.
Mientras regresaba a su saloncito, frente a las imágenes de color y estereoscopia de su gigantesca pantalla de televisor, su mente iba dando vueltas a las extrañas, misteriosas palabras de Toht:
«Los de W.K.I... Ellos matarán... a los mundos... Los hombres de ojos de oro... El cráneo negro...»
Nada de eso tenía sentido. No se podía matar a mundos enteros. Las siglas W.K.I. le eran totalmente desconocidas, y siguieron siéndolo tras pulsar las teclas de su pequeña computadora de archivo de datos. En su filmoteca no había microfilme alguno, por tanto, alusivo a documentos, menciones o referencias a ninguna W.K.I. En cuanto a lo demás, sonaba a simple delirio, a un caos mental, frente a la muerte. No sabía que nadie tuviera ojos de oro. Ni un Cráneo negro, tenía sentido alguno.
¿Qué le había ocurrido a Toht? ¿Por qué, si todo eso carecía de significado, había sido muerto justamente cuando llegaba a su domicilio? Livia no podía apartar esa idea, obsesivamente fija, de su mente preocupada.
Quizá por ello, ya no prestó el menor interés a las imágenes en relieve de su pantalla televisora. Cerró la recepción de programas, y se encaminó, pensativa, a su dormitorio. Ni siquiera podía avisar a Seguridad. No tenía la menor prueba de que alguien hubiera muerto esa noche, allí. Además, si Toht tuvo razón, si sabía algo que provocó su, muerte, violenta y terrible, ¿no era, posible que ella misma pasara a peligrar ahora, si informaba de lo sucedido?
Optó por callar, a la espera de acontecimientos. Trataría de averiguar algo, lo que fuese posible, acerca de las últimas horas del viejo amigo. Eso era todo. Eso... e informar a Erik.
Presionó el muro, emergiendo de éste el Tele Transmisor privado, de cuyo servicio cualquiera podía disfrutar por una discreta suma y un permiso especial del Departamento de Comunicaciones Internacionales e Interplanetarias.
Pulsó las teclas con rapidez. Comenzó a transmitir un mensaje que solamente podría registrar, allá en su punto de destino, la persona a quien iba destinada, en el Tele— Transmisor de numeración correspondiente a la señalada en la cabecera del mensaje:
«A Erik Lentz, de Livia Ker. Con receptor CK— 202.665 GN. Planeta Saturno. Toht muerto por bala desintegradora a la puerta de mi casa. Habló de asesinos de mundos. Dijo poder probarlo y citó hombres de ojos de oro y cráneo negro. Es todo cuanto dijo. No puedo denunciar hecho. Cadáver evaporado. Ni rastro de los asesinos. Estoy preocupada. No tardes en regresar, Erik. Un abrazo,
»Livia.»
Añadió las cifras de su clave personal de identificación, y cerró la transmisión.
No se sintió más tranquila por ello, porque Saturno estaba muy lejos, demasiado lejos para, que su mensaje surtiera efectos inmediatos. Pero, cuando menos, Erik recibiría su información y quizá se preocupase en volver antes a la Tierra y terminar sus negocios en Saturno. Aunque había pocas cosas en el mundo que hicieran apresurar sus negocios a Erik, y mucho menos aún abandonarlos. Para él, lo primero era comerciar. Todo lo demás estaba en segundo plano. Incluso ella...
Livia se acostó esa noche muy preocupada. Aunque había utilizado los sistemas de seguridad de la casa para sentirse más tranquila, el recuerdo de la muerte trágica e irremediable del viejo Toht, así como sus misteriosas palabras y la ausencia aparente de toda persona culpable, no la permitían sentirse segura.
Le costó conciliar el sueño. Y cuando lo logró, en sus pesadillas ocupó amplio espacio Toht. Y su muerte en medio de aquel vapor siniestro, de aquel humo desintegrador que brotaba de su cuerpo.
Por fortuna, también soñó con Erik. Y eso era mucho más agradable para Livia.
* * *
Erik retiró el texto de su Tele-Transmisor Receptor portátil. Lo leyó con rapidez, y arrugó el ceño. Sacudió la cabeza, perplejo. Volvió a leerlo. Luego, profundamente pensativo, lo guardó en un bolsillo.
Cerró el estuche plástico de su ligero aparato de comunicación personal Luego, contempló el frió amanecer de Saturno, con la amplia franja anillada centelleando en el cielo, tan alejado del Sol. Suspiró, terminando de vestirse. Tenía mucho que hacer en este día saturniano. El negocio con el Patriarca Aaron estaba a punto de cerrarse satisfactoriamente para ambos. Las mercancías de la Organización Solar tendrían preferencia de trato en Saturno. El Gobierno patriarcal de Aaron suspendería ciertos aranceles que gravaban esas mercancías, en beneficio del viejo acuerdo preferencia! con la Proveedora Planetaria Central, y su empresa vería de ese modo distribuidos sus productos en una de las Colonias interplanetarias más prósperas y pacíficas del Sistema. Los saturninos eran unos clientes potenciales muy dignos de tener en cuenta por cualquier gran entidad comercial que tratara de imponerse en los mercados planetarios del Sistema Solar. Erik, como delegado especial de la Organización, había sido encargado de llevar a buen término las conversaciones y los acuerdos. Su gestión obtuvo un éxito total. Sólo faltaba la firma del convenio. Eso era ya simple cuestión de tiempo precisamente.
Se desperezó, tras tomar el desayuno de un autoservicio empotrado en el muro de la habitación del hotel. Fue un frugal bocado, un emparedado ligero, con un botellín de jugo de frutas de las huertas de Saturno.
Luego, se encaminó a su monoplaza de motor fotónico, y partió hacia la residencia presidencial, en Ciudad Centro, donde el Patriarca Aaron y su Consejo le recibirían, para ultimar la firma del tratado comercial con la Organización Solar de Aprovisionamiento Comercial.
El nuevo día era ya resplandeciente, sobre la capital de la Colonia terrestre que hiciera en Saturno, con el tiempo, la más bella y pacífica Colonia de todos los mundos habitados por el Hombre.
Erik se sentía satisfecho. Siempre que alcanzaba un éxito así, su complacencia era absoluta. Después de todo, él era un hombre de negocios. Su tarea consistía en obtener dinero, comisiones importantes. Y dar triunfos a su empresa. Era una cosa que traía aparejada la otra, inevitablemente. Esta vez, su comisión sería elevadísima. Incluso era posible que significara un paso gigantesco, cara a un futuro mejor. Quizá en el propio Consejo de Administración de la entidad. Sus ambiciones no tenían límite.
Sonrió, pensando en Livia. Eso, a ella, no terminaba de gustarle. Le hacía, a veces, reproches que él no lograba entender del todo:
—Erik, existen cosas más importantes en la vida que la prosperidad económica, el escalar puestos en una empresa, el obtener fuertes comisiones y pensar tan sólo en negocios, en contratos, en pagos y todo eso.
—Es posible, Livia —admitía él, de mala gana—. Pero sólo para quien se ocupe de esas cosas que tú dices que son más importantes. Yo me ocupo de negocios. Por lo tanto, para mí sólo cuentan los negocios. Lo demás, no me preocupa ni me interesa. Ni la política, ni las altas finanzas, ni ninguna otra cosa que no me afecte a mí o a mi trabajo.
—Es humano y lógico que te preocupen tus propias cosas, Erik. Pero piensa que alguna vez puede darse la circunstancia de que tengas que elegir entre un magnífico negocio, una enorme suma de dinero a ganar... y otra cuestión de más vital trascendencia para otros seres humanos como, por ejemplo, algo de vida o muerte para los demás. ¿Qué harías frente a esa alternativa, Erik?
—Como ciudadano y como hombre, lamentaría cualquier peligro que los demás pudiesen correr, pero yo no puedo olvidar mis propios asuntos para ocuparme de los ajenos —fue la respuesta contundente de Erik, a esa pregunta—. ¿Vas a reprochármelo?
No. Livia no se lo reprochó. Ni siquiera dijo nada. No hizo comentarios. Pero en su interior, Erik sabía que no compartía sus ideas en absoluto.
Dejó de pensar ahora en eso. El recordar a Livia, le hizo pensar en Toht, el viejo amigo de Livia y de su padre... Toht, muerto. Desintegrado... Un arma de ese tipo, con cargas disolventes, no estaba al alcance de todo el mundo. No de vulgares delincuentes, desde luego, como pasaba ahora.
Trató de olvidarse de todo. Absolutamente de todo aquello. De la Tierra, del pobre Toht, de su singular final, de Livia, incluso... Olvidarse de cuanto no fuese su tarea, su misión, su negocio en Saturno, la firma de aquel contrato arancelario con el Patriarca Aaron.
Momentos después, el monoplaza liviano, vertiginoso, capaz de desarrollar velocidades inauditas, se posaba en Colonia Saturno, Ciudad Centro. Sobre la urbe modernísima y funcional, barreras magnéticas impedían que el oxígeno respirable, producido por las grandes turbinas generadoras de aire, se perdiera en la atmósfera, venenosa del planeta, allá donde las grandes llanuras yermas, los páramos improductivos de Saturno, se extendían en horizontes sin límite, donde la vida orgánica era prácticamente imposible.
El esfuerzo del hombre, allí como en Marte, Venus, Júpiter o sus satélites, había logrado hacer habitable y hasta fértil un gran espacio de terreno del planeta. Allí era donde las Colonias subsistían y hasta se emancipaban e independizaban, en sistemas de gobierno autóctono, solamente sometidos a la Carta de los Planetas. Federados que los organismos internacionales crearan al iniciarse la colonización del espacio.
Erik descendió del vehículo una vez posado mansamente en los grandes aparcamientos circulares situados frente al palacio presidencial, a cierto nivel elevado sobre los jardines, frondosos y fértiles, que prestaban su clorofilado a uno de los oficiales de guardia, que comprobó su veracidad en una máquina de identificación. Tras ese trámite, sonrió al joven comerciante y le señaló el acceso al interior del edificio, al tiempo que daba órdenes por un intercomunicador.
—Tiene paso libre, señor —dijo—. Todo está en regla.
—Gracias —Erik frunció el ceño, mirando con cierta perplejidad al oficial de servicio—. En mi anterior visita a Ciudad Centro, en Saturno, recuerdo que no se me exigió identificación para visitar al Patriarca... ¿Han cambiado las normas aquí, desde entonces?
—Si esa visita fue hace más de dos meses, han cambiado, sí —afirmó, serenamente, el oficial—. Ahora es requisito imprescindible para entrar. E, igualmente para pasar a presencia del propio Patriarca Aaron, señor.
—¿Puedo saber la razón?
—Puede saberla —movió la cabeza, con una leve sonrisa—. Entonces, no existía en Saturno peligro alguno que amenazara al Patriarca ni al Gobierno.
—¿Y ahora... sí?
—Ahora, sí. Un peligro cierto. ¿Ha oído hablar de las
¿Escuadras Negras?
—Escuadras Negras... —negó Erik, sorprendido—. No. ¿Qué son?
—Comandos subversivos. Extremistas autoritarios, que defienden una nueva y temible doctrina, basada en el fin de la cultura, en combatir Artes y Letras, en militarizar a las masas, en crear un nuevo sistema, un régimen absolutista y dictatorial, que termine con todo principio de participación del pueblo en el Gobierno de los países, señor.
—Entiendo. La eterna lucha— entre democracia y autoritarismo. El paternalismo o el libre albedrío —afirmó gravemente Erik—. Control sobre las ideas y los sentimientos humanos, masificación de criterios... La Historia nos habla de todo eso como de algo superado, oficial.
—Parece que no se superó tanto como creíamos, señor —suspiró el funcionario militar del recinto gubernamental—. Al menos, no en Saturno...
Erik entró en la residencia con cierto aire preocupado. No le gustaba aquello. Hasta entonces, las cosas habían sido muy diferentes en Saturno. La Colonia terrestre, emancipada del Gobierno terrestre, excepto en asuntos meramente administrativos y burocráticos, había sido, hasta entonces, la más segura, pacifista y abierta de todo el Sistema. A partir de un par de meses antes, las cosas habían parecido cambiar en forma radical. La mención de las desconocidas Escuadras Negras, no le gustó en absoluto. Era algo intangible, pero amenazador. Algo que podía significar una sombra siniestra por encima de la bucólica paz saturniana.
Poco después, tras otro control obligado mucho más riguroso, incluso con una radioscopia, para comprobar que no llevaba armas consigo, era pasado a presencia del Patriarca Aaron, gobernante de Saturno.
Seguía siendo el mismo, a pesar de lo que hubiera podido cambiar la faz política de la Colonia terrestre. Era la misma alta figura, envuelta en el ropaje solemne de su autoridad, en aquella especie de negra túnica que flotaba alrededor de sus pies, dando la impresión de que se deslizaba sobre el espejeante suelo, igualmente negro, como piedra de azabache, la melena lisa, generosa y salpicada de abundantes canas... Era el Patrarca Aaron, como lo recordaba Erik de otra visita comercial a Saturno, cosa de un año antes...
—¿Qué tal van las cosas, amigo Erik? —fue la pregunta inicial, con una amplia sonrisa cordial, amistosa. Y estrechó la mano del joven comerciante, apretándola con fuerza, como hacían las personas nobles y sinceras. Sus ojos, de un azul pálido, se mantuvieron fijos en las pupilas grises y penetrantes del gigantesco Erik, el muchacho rubio y vigoroso, llegado del planeta Tierra para completar acuerdos estrictamente comerciales.
—Más o menos como siempre, señor —fue la respetuosa réplica de Erik. Trató de ver alguna sombra de inquietud o preocupación en las facciones serenas del Patriarca, y no lo consiguió. Tal vez eso formaba parte de la política: al mal tiempo, buena cara—. ¿Y en Saturno, todo va bien?
—Perfecto —su réplica era segura, firme. Nadie hubiera dudado de ella, pero en los ojos azules hubo como un leve destello de incertidumbre, que pasó rápidamente—. Con nuestro acuerdo de hoy, espero que todo siga igual en el futuro, amigo mío.
—Por nuestra parte, así será —le estudió, pensativo—. Confío en que no haya otros problemas que nublen su gobierno, señor.
—Problemas, siempre hay. Gobernar es una dura e ingrata tarea, amigo Erik, incluso en la Colonia Saturno. Pero dejemos esas cuestiones, al margen. Vayamos a la sala del Consejo. Está reunido todo mi Gobierno, mis gentes de mayor confianza... Espero que ellos confirmen en todos sus puntos el acuerdo comercial que hemos de firmar hoy.
—Yo también lo espero, señor. Es el más ventajoso que puede ofrecerse. Y, siendo sincero en todo, debo admitir que también nosotros estamos deseando que se culmine felizmente.
Erik fue escoltado por el Patriarca —seguidos ambos a prudente distancia por una patrulla de seis hombres armados, leales, de la Guardia Gubernamental, cosa que nunca antes sucediera—, camino de la Sala de Consejos.
Tras una mesa en forma de semicírculo, se hallaban acomodados los miembros del Consejo. Eran una docena de hombres de severa expresión, con sus documentos delante, esperando ratificar o poner objeciones a los contratos de Erik, como representante de la Organización Solar. En medio de ellos, un asiento más destacado, de más alto respaldo, permanecía vacío, esperando al gobernante de la Colonia Saturno, al Patriarca Aaron. Las deliberaciones iban a comenzar.
El Patriarca se acomodó en su asiento central. Erik se situó frente a ellos en una mesa individual, con su propia documentación, esperando la resolución final. Se sentía tenso, en estado de vivo nerviosismo. Era mucho lo que se jugaba en el envite. Al final, podía salir triunfante de su gestión. Con un gran éxito profesional. Y con una comisión generosa para sí. Quizá la más generosa que jamás obtuvo en semejante labor.
Por un ventanal del palacio presidencial, llegaban voces de la ciudad, ruidos callejeros, aromas de jardines espléndidos... Alguien gritaba, muy lejos de allí, pero audiblemente en la clara atmósfera artificial de la Ciudad Centro, en la Colonia:
—¡Orad, hermanos! ¡Orad todos por nuestro Supremo dios y su nueva fe! ¡Hermanos todos, elevad vuestras plegarias por un futuro mejor, hasta los oídos del Supremo, señor de la futura religión de todos los hombres! ¡Esta religión sólo está empezando a propagarse, pero la Funda— don Esotérica será, andando el tiempo, el refugio espiritual del hombre de nuestro tiempo...!
—¡Religiones, supercherías, charlatanes con visos de apóstoles! —rezongó un alto oficial del Gobierno, cerrando la vidriera, con lo que se ahogaron las lejanas voces—. ¡Esa Fundación Esotérica, no es sino un remedo más de las otras religiones que los mundos conocieron y que, casi en su totalidad, terminaron en el fracaso! ¡Sólo en la Biblia y en los Evangelios está la verdad!
Hubo un silencio en la cámara. El Patriarca, solemne, permaneció levantado ante su trono. Escuchaba aquellos lejanos murmullos religiosos, como escuchaba ahora a su oficial. Y sentenció, tras un suspiro profundo y un silencio algo amargo:
—¡Cierto! Sólo he creído siempre en un Dios y en una Fe... En algo que los hombres han olvidado hace muchos años... y que está en un bello libro antiquísimo, que yo guardo como oro en paño, y al que ese oficial ha citado y es la Sagrada Biblia... —hizo una pausa, tosió, y miró a Erik, con gesto amistoso y cortés—. Por favor, amigo mío, usted no está aquí para tratar de temas esotéricos, sino de negocios fríos y tremendamente humanos. Hablemos... y olvidemos lo demás, se lo ruego encarecidamente.
—Sí, señor —dijo Erik, comenzando a desplegar sus documentos.
Poco después, la firma del Patriarca Aaron y la de sus consejeros principales, estaba al pie de los documentos, estampada por cuadruplicado. Ellos se quedaban dos copias. El, otras dos. Su regreso a la Tierra, sería ya con el negocio resuelto. Estaba hecho. De allí en adelante, la Organización Solar sería la encargada de suministrar toda clase de productos al planeta Saturno. Había ganado un cliente. Un gran cliente.
Pero antes de volver, tenía que asistir a la recepción prevista, en caso de total acuerdo. Una recepción en la residencia gubernativa, para aquella misma noche.
Prometió asistir, por supuesto. Le fue proporcionada la tarjeta especial de identificación, para asistir a la misma. El control seguía siendo riguroso en Saturno. Eso no dejaba de preocupar a Erik, pese a su reciente éxito profesional.
Aquella noche asistió puntualmente a la brillante recepción dada por el Patriarca Aaron a su gente más leal y allegada. Había manjares, buenos vinos, excelente cerveza, música y baile. Y mujeres hermosas, por supuesto.
Pero el festejo terminó con algo que no estaba previsto en el programa. En un baño de sangre como jamás conociera, ni imaginara siquiera, el joven comerciante Erik...
3
RIK aplaudió las evoluciones de unas jóvenes bailarinas, cuando el vino había corrido ya en abundancia entre los comensales. No obstante, no había nada de procaz en la danza, ni de aire orgiástico en el festejo. Todo se realizaba allí de un modo sencillo, liberal, pero sin excesos. Ciertamente, el sistema de gobierno del Patriarca Aaron, distaba mucho de ser depravado o corrupto, aunque tampoco se encerrasen en una gazmoñería hipotética, más propia de otros tiempos.
Los asistentes se divertían, reían y bebían, pero, todo ello, nada tenía de orgía ni de bacanal.
Erik dominó un bostezo. El no había nacido para aquella vida brillante, social y nocturna. Los negocios absorbían su existencia. Cálculos matemáticos, operaciones bancadas, contratos, convenios, operaciones financieras y todo eso, constituían su ambiente habitual. Un ambiente donde las vidas humanas eran cifras, y las sociedades conjuntos de consumidores, fríamente cifrados también, por centenares, millares o millones. Alguna de las bellas jóvenes de Colonia Saturno había pretendido, esa noche, establecer con él una relación amorosa o, simplemente, afectiva. No tuvo mucho éxito en eso, ninguna de ellas. Erik era hermético a los romances fáciles. No le gustaba mezclar a las mujeres con los negocios, en especial, cuando era invitado de honor en otro país... o en otro planeta. O quizá también por una cierta fidelidad a Livia, aunque no fuesen realmente prometidos ni estuviese próxima la fecha de su unión.
Se apartó de la flotante pista de danzas, mientras sonaba una música melodiosa en el ambiente, y fue a tomar una copa al mostrador elevado, sobre la sala donde tenía lugar la fiesta nocturna.
Justo en ese momento, sucedió.
Erik acababa de recibir la consumición solicitada a una hermosa azafata del mostrador, ataviada con ropas cristalinas y vaporosas sobre su turgente figura rubia, cuando la horda imprevisible lo arrolló todo.
No pudieron hacer nada. No tuvieron tiempo de ello. No sólo la puerta que crujiera, sino todas las demás, así como las vidrieras y ventanales, fueron estallados por una presión incontenible.
Un alud de seres silenciosos, singularmente callados, sin gritos ni clamores de subversión o de cólera, penetró en las amplias estancias. Erik observó que había entre ellos toda clase de personas y de sexos: mujeres, niños, hombres jóvenes o de edad avanzada...
Era el pueblo. El propio pueblo de Colonia Saturno. Los ciudadanos que habían constituido un nuevo mundo en aquel planeta, tras su emigración lejana, desde la Tierra, para colonizar el Sistema Solar. Personas leales, hasta entonces al Patriarca Aaron y su Gobierno.
Asombrados, los oficiales y guardias contemplaron aquella insólita invasión, sin decidirse a utilizar sus armas contra la multitud desarmada. Sin embargo, aquella entrada en el lugar, a juicio de Erik, distaba mucho de ser pacífica. Las puertas habían sido desgajadas, las vidrieras pulverizadas con estrépito. Y, lo que era más extraño, los ciudadanos de todo sexo y edad, aunque mostraban huellas de sangre en sus manos y rostros, a causa de los destrozos causados al penetrar allí, no revelaban dolor, ni tan siquiera temor alguno a las armas de los militares. El Gobierno, atónito, con su Patriarca a la cabeza, no acababa de entender lo que sucedía ante sus ojos. El Patriarca, sin embargo, reaccionó de pronto, con firmeza y serenidad.
Avanzó hacia la masa que invadía el lugar, y alzó sus brazos al cielo. No hacía falta, porque no precisaba invocar silencio para hablar. La masa seguía silenciosa. Extraña, singularmente silenciosa a juicio de Erik. Aquello no era natural.
—¡Escuchadme todos! —tronó la voz del Patriarca, con una mezcla de dulzura y reproche—. Ignoro lo que pudo moveros, a estas horas de la noche, a penetrar en los recintos del Gobierno, con riesgo de vuestras propias vidas y faltando a todas las leyes establecidas. Pero comprendo vuestros posibles sentimientos, y si lo que pretendéis es protestar contra algo o contra alguien, hacedlo. Se os escuchará. Luego... se os permitirá divertiros, si así lo deseáis, si vuestra causa al venir es justa, como espero, aunque los procedimientos para expresaros puedan ser irregulares.
Esperó, en silencio. Y en silencio continuaron todos, mirando ante sí como ajenos a todo lo que pudiera decir su gobernante. Pero eran una multitud de miles de personas que, como una mancha de aceite, se iba dispersando y extendiendo por doquier, llenando las amplias salas del recinto. Erik captaba algo amenazador en todo aquello. Lenta, sigilosamente casi, fue desplazándose hacia el fondo de la sala, dejando su vaso sobre una mesa flotante, y mezclándose casi con uno de los nutridos grupos de asaltantes, entre los que se filtró sin que nadie se opusiera. Y, lo que era más raro, sin que nadie le mirase o se preocupara por él.
Lo hizo muy a tiempo. De súbito, la respuesta a las palabras apaciguadoras del Patriarca, se hizo patente. Y no era una respuesta en palabras. Ni en razonamientos.
Un súbito alarido brotó de la masa humana. No era un grito, sino millares de gritos unidos, simultáneos, como estudiados para ser lanzados al unísono, con rara coincidencia. El clamor estuvo acompañado de un movimiento en masa, hacia adelante. De repente, los rostros de los ciudadanos de Colonia Saturno, eran máscaras terribles, de alucinada ira, de una furia despiadada e inhumana.
Arrollaban todo, pateaban a cuantos encontraban a su paso. Los soldados, a una orden del Ministerio de Defensa, alzaron sus armas contra la población. Primero dispararon al aire cargas explosivas. No detuvieron el avance. Luego, bajaron las armas, para acribillar a los ciegos asaltantes.
En ese preciso instante, tras la multitud, irrumpieron en la vasta sala unos discos oblongos, voladores. Eran como platos o superficies volantes, de color intensamente negro, lustrosos y cristalinos. Sobre cada uno de ellos, dos hombres uniformados de negro, con correajes grises y gorras también grises, con distintivo negro, aparecían tendidos, empuñando unas armas largas que apuntaban ante sí.
Penetraron por puertas y ventanas, a cosa de tres o cuatro yardas sobre el nivel del suelo, volando por encima de las cabezas de los presentes. Y desde esa altura, concentraron su fuego sobre la guardia militar de la residencia y en los propios gobernantes de Colonia Saturno.
Eran, cuando menos, un centenar de hombres de negro uniforme, sobre negras placas voladoras. Un oficial de la guardia gritó, con voz ronca, tratando de disparar contra aquella nueva invasión:
—¡Son ellos! ¡La Escuadra Negra! Desde su lejano rincón de observación, Erik pudo comprobar cómo el fuego proyectado por las armas de los escuadrones negros, abatía a soldados y ministros, en confuso montón, en tanto la multitud, delirante, rugiendo con un extraño gozo complaciente, pisoteaba y destrozaba mobiliario y cuerpos humanos, hasta estar andando, virtualmente, sobre charcos de sangre y cuerpos irreconocibles.
Donde poco antes, todo era alegría, música y diversión, ahora se extendía la muerte, el horror de la violencia y de la destrucción; la furia demoníaca de una horda desencadenada, a la que apoyaba en su salvaje avance aquella tropa de negros uniformes, cuyos disparos sobre las fuerzas gubernamentales estaban causando una verdadera matanza.
Lo último que le fue dado ver a Erik, cuando trataba de evadirse, sigilosamente, por el destrozado hueco de un ventanal, fue la muerte del propio Patriarca Aaron, herido por un disparo de la Escuadra Negra, y pisoteado luego, hasta el paroxismo criminal, por su propio pueblo.
Erik respiró hondo, con una sensación de náusea dentro de sí, y supo que, pese a todo, acababa de perder el mejor negocio de su vida. El Gobierno firmante del convenio ya no existía. En cuestión de horas, quizá sería proclamada la Escuadra Negra como dirigente suprema de Saturno.
Pero ¿por qué el pueblo había apoyado con aquella demencial actitud criminal y sanguinaria a los que, forzosamente, serían luego sus verdugos más rigurosos; los perseguidores implacables de la cultura, las artes y el libre albedrío humano? ¿Por qué?
No tenía tiempo para hacerse preguntas. Y menos aún para contestárselas. El joven comerciante tuvo ocasión de precipitarse entre setos y arbustos de los jardines artificiales y bellísimos de la residencia presidencial, para eludir la" vigilancia de otras varias placas oblongas, flotando en vuelo rasante sobre la espesura, con los miembros de la Escuadra Negra escudriñando la noche para evitar evasiones de aquellos gobernantes, sentenciados por su brutal golpe de fuerza.
Reflectores poderosos llegaban de todas partes, concentrando su luz sobre el edificio del Gobierno, convertido ahora en un matadero increíble. Empezaron a sonar las sirenas de emergencia en Ciudad Centro, extendiéndose luego a todos los ámbitos de Colonia Saturno. Evidentemente, pensó Erik, la subversión constituía un éxito total... por desgracia para la Colonia terrestre en el planeta anillado.
Nunca supo cómo fue capaz de alcanzar su monoplaza sin ser detenido ni sorprendido por nadie. Lo cierto es que puso el motor fotónico a la máxima velocidad posible, que era mucha, y su diminuto vehículo partió como una centella, en la noche, eludiendo las redes magnéticas de vigilancia aérea, para ir al encuentro de la nave nodriza detenida en las proximidades de Colonia Saturno, en terrenos yermos de la llanura saturniana. Allí le esperaban sus compañeros de viajes espaciales, todos ellos empleados de la Organización Solar de Suministros, como él mismo.
—¡Vamos, pronto! —jadeó al entrar en la nave, ante la mirada de sorpresa de Shek y de Grovy, sus dos compañeros de trabajo, sorprendidos en pleno sueño reparador, al cuidado de la nave comercial, donde trasladaban muestras de los productos en venta, obsequios para sus clientes, y todo cuanto una red proveedora como la suya necesitaba en un viaje interplanetario—. ¡Despegad pronto de Saturno, amigos! ¡No hay tiempo que perder!
—¿Qué diablos ocurre, Erik...? —quiso saber Shek, asombrado—. Vienes, como si hubieras visto al mismísimo diablo...
—Algo muy parecido, amigo mío —murmuró Erik, impresionado—. No hagas preguntas, y pon los reactores en marcha. Cuanto antes salgamos de Saturno, tanto mejor.
—¿Y el contrato? ¿No llegaste a firmarlo? —se interesó
Grovy.
—Como si no lo hubiera firmado —masculló el joven, sentándose ante los controles electrónicos de la nave, para gobernarla en su marcha—. Todo el Gobierno ha sido asesinado. Y sus leales, también.
—¿Qué dices? —palideció Shek intensamente, mirándole con estupor, en tanto ponía en marcha el sistema de propulsión de a bordo.
—Ya os lo contaré... Es como si, de repente, todos hubieran enloquecido. Pero era una locura extraña, misteriosa. Una locura controlada. Los verdaderos ejecutores del golpe sangriento, han sido los miembros de las Escuadras Negras.
—¡Cielos, eso significa...!
—Sí, Grovy. Eso significa la opresión, la tiranía, la represión a ultranza. Lo sé. Ellos también lo sabían. Pero el pueblo parece no saberlo. Se ha unido en apoyo de los que luego serán sus guardianes y sus verdugos. No entiendo lo que ocurre. Pero ocurre, y eso es lo grave. Vamos, pronto. ¡Regreso a la Tierra!
La nave despegó del suelo de Saturno. Un poco tarde para ser eficaces, restallaron, no lejos de ellos, cargas antiaéreas de proyección especial. Les siguieron durante un tiempo, haciendo tambalear la nave, en su marcha, y oscilar sus luces violentamente. Pero eso fue todo. Estaban en vuelo. En vuelo hacia la Tierra...
Atrás, quedaba Saturno. Baterías antiaéreas de largo alcance, controladas, sin duda, por las Escuadras Negras, trataban de darles alcance. Sólo que ya no era posible. Los reactores a fotones de la nave comercial, habían proyectado a ésta a muchos miles de millas del planeta anillado, en sólo unos pocos instantes...
* * *
Los telenoticiarios no cesaban de transmitir la noticia, con sus mayores titulares luminosos:
«Saturno, ensangrentado.»
«Golpe de Estado en Colonia Saturno. El Patriarca Aaron, asesinado.»
«El Gobierno de Saturno, víctima de las turbas. Las Escuadras Negras, al poder.»
Había comentarios que solicitaban una rápida intervención de los gobernantes democráticos frente a aquel estado de cosas. Pero, desgraciadamente, la Carta de la Federación
Interplanetaria puntualizaba que ningún Gobierno planetario podría ser mediatizado o atacado por los demás Gobiernos del Sistema Solar, fuese cual fuere el sistema elegido por el pueblo.
Y, ciertamente, los hechos en Saturno, más el relato vivido y directo de Erik, confirmaban que, por inexplicable que resultara, la gente misma de Saturno había escogido su destino, haciéndose cómplice despiadado de las Escuadras Negras, ahora en el Poder.
No tardó en hacerse pública la proclama del nuevo Gobierno de Saturno, transmitida inmediatamente a la Tierra y a los demás planetas, a través de las cadenas informativas de Espacio-Visión:
«El general Otkar, presidente del nuevo Gobierno de Colonia Saturno. El pueblo aclama a su líder. Una era de corrupción política ha terminado. En breve, el Gobierno hará público un comunicado, estableciendo las nuevas leyes y su norma de conducta, que espera será respetada conforme a la carta de los planetas federados.»
Era todo. Y era suficiente. Muchos sabían quién era el general Otkar. Un hombre duro e implacable, con rígidas ideas sobre la autoridad y la disciplina. Se decía que era el dirigente de las Escuadras Negras, en Saturno, y lo sucedido parecía confirmarlo plenamente.
Del modo que fuese, ahora el planeta había caído bajo la garra de unos aventureros. Y nadie podía hacer cosa alguna por evitarlo...
4
E lo dije, Erik. Tenía que suceder.
—¡Oh, Livia, eso no es posible! No puedes relacionar a Toht, al pobre Toht, con... bueno, con algo sucedido a mucha, a muchísima distancia de nuestro planeta. La Tierra nada tiene que ver la subversión de Saturno. Son asuntos ajenos a nosotros.
—Es posible que lo sean, pero..., pero un Gobierno ha caído, y muchos cientos de seres han perdido la vida. Un pueblo ha sido cómplice en el magnicidio y en la revuelta, para ser ahora víctima de su propia subversión. ¿No es eso un modo de..., de matar a un mundo, Erik?
—Desde que existe el hombre, Livia, ha habido revoluciones, cambios de Gobierno y todo eso —sonrió Erik, escéptico—. Y por ello, no vas a buscar en tales cosas la influencia de unos supuestos ejecutores de planetas.
—No estoy muy segura, Erik. Tal vez muchas cosas que han sucedido en la Historia, y que el ser humano nunca entendió bien, se deban a la siniestra influencia de algo. Algo que está por encima de nuestro entendimiento... y que puede aniquilar civilizaciones, Gobiernos y pueblos, por la razón que sea.
—Es una teoría de locos, Livia —rechazó Erik, riendo—. Nadie la tomaría en serio si la expusieras. En Saturno han sido las Escuadras Negras las que dieron el golpe de Estado. En otro lugar, podría ser el Partido Progresista como podrían serlo el Partido Renovador, las Organizaciones Disidentes o cualquier otra entidad política y dogmática. Eso no significa nada, Livia. Es sólo una lucha interna por el Poder. Cada pueblo, cada planeta, tendrá sus propios movimientos políticos en acción, ¿no crees? Diferentes entre sí, por supuesto.
—Sí, pero... ¿y si hay algo más, detrás de esas Escuadras Negras o de los otros partidos políticos, Erik?
—No puede haber más, créeme. Estás empezando a dejarte influenciar por alguna incoherencia del pobre Toht al morir.
—Pero alguien mató a Toht —le recordó ella, con frialdad.
Erik asintió, encogiéndose de hombros. Se mostró algo evasivo en eso:
—Es posible que estuviera mezclado, últimamente, en algo político, y un enemigo le asesinara. Entonces, su mente actuó de ese modo, deformando los hechos en la agonía.
—Un arma corrosiva no es frecuente, Erik. Ni siquiera entre políticos extremistas. Yo mismo le vi disolverse ante mí, hacerse humo, vapor, y desaparecer.
Reinó un breve silencio. Erik se frotó el mentón, pensativo. Luego, se encogió de hombros con viveza.
—¡Oh, bueno, Livia!, ¿y qué podemos hacer nosotros, en tal caso? Mi tarea es comerciar, vender y comprar, firmar contratos y todo eso. No soy un policía; ni tan siquiera un aficionado a investigar lo que la policía no sabe descubrir.
—La policía ni siquiera sabe lo que le sucedió a Toht. Le han dado por desaparecido. Yo no informé de nada a nadie. Temía que me tomaran por loca.
—Hiciste bien. Eso te evitará problemas, Livia.
—¡Pero el problema existe, pese a todo...! —gimió ella—. No puedo olvidar a Toht, no puedo olvidar nada de cuanto dijo...
—¿Y qué dijo, querida? —suspiró Erik, resignado—. Mencionó unas siglas que no figuran en ningún archivo. W.K.I., no significa nada conocido. Habló de hombres con ojos de oro, y no he visto a ninguno. Mencionó un cráneo negro, y no sé a qué podía referirse. Y su alusión a los que quieren matar a los mundos, destruir planetas uno a uno... es la mayor locura que jamás escuché.
—Ya veo, Erik —ella le miró con reproche y algo de desaliento—. No quieres preocuparte nunca de nada que no seas tú mismo y tu negocio. Tus famosos contratos, tus ventas, tus comisiones y todo eso... ¡Es todo lo que constituye tu mundo!
—Livia, yo...
—Ahora mismo, ya ni siquiera te acuerdas, ni te preocupa lo presenciado en Saturno. Ese baño de sangre, para ti, sólo es la pérdida de un buen contrato. ¡Erik, tienes que comprender que la gente está para algo más que para acumular un puñado de cifras en calculadoras matemáticas, o en porcentajes de venta! Erik, nos necesitamos unos a otros, debemos ayudarnos. Personas como Toht, como el Patriarca Aaron, han muerto brutalmente. Y debemos preocuparnos por ellos, tratar de ayudarles, de evitar que otros caigan después. Pero claro, tú no entiendes nada de eso. Ahora preparas tu viaje a Júpiter, ¿no es cierto? Un viaje que, de resultar positivo, puede reportarte grandes beneficios a ti y a tu empresa. Porque Júpiter es un gran planeta, y hay en él tres Colonias y una base militar espacial terrestre... ¡Te deseo éxito en la nueva operación comercial, Erik!
—¡Livia!
Era tarde. Ya no le oía. Había entrado en su vivienda, cerrando de golpe tras de sí.
Erik se mantuvo unos momentos quieto, ceñudo. Miró vagamente al suelo, hacia el lugar donde Livia le dijera que había reposado el cuerpo en desintegración del infortunado amigo Toht.
Luego, dio media vuelta, con brusquedad, y emprendió el regreso a su propio alojamiento, á través de la noche urbana, siempre silenciosa, siempre desierta.
* * *
El Comité de Gobierno de las Colonias Júpiter I, Júpiter II y Júpiter III, firmaba la demanda de convenio comercial con la Organización Solar de Suministros Planetarios.
Erik examinó el documento formalizado por su empresa, tras el acuerdo previo con el Comité citado. Era el primer paso para un buen negocio. Algo que le hiciera olvidar, cuando menos, el fracaso de Saturno.
Guardó la copia entrando por el Departamento de Ventas. Era la orden de viaje que había estado esperando. Pulsó una tecla de su mesa. En el intervisor apareció el rostro familiar de Shek, del Departamento de Viajes. Le sonrió, al preguntar:
—¿Algo nuevo, Erik?
—Sí. Viaje a Júpiter. Hay que recorrer las tres Colonias y firmar con el Comité de Gobierno. Está todo a punto. Creo que será cosa de poco tiempo. Avisa a Grovy. Iremos los tres, como otras veces. El viaje es más corto que el último, a Saturno. Pero también más laborioso, ya que habremos de recorrer gran parte del planeta, de Colonia en Colonia.
—Bueno, con que todo resulte mejor que la última vez... ¿Visitaremos la Base Militar?
—Es posible. No lo sé con seguridad. Ya sabes que nuestros contratos son casi siempre civiles. Ignoro si el Mando Militar de esa Base en Júpiter, adquirirá nada de nosotros. Con las ventas a las tres Colonias, me doy por satisfecho.
—Conforme, Erik. Prepararé las cosas inmediatamente. Hasta luego.
Cerró la conexión. Se quedó pensativo, disponiendo otros detalles de la misión a realizar. Le gustaba dejar todo ultimado cuando debía emprender un largo viaje espacial. Y eso que, en la actualidad, no existía viaje realmente largo, gracias a las supervelocidades adquiridas por las nuevas formas de energía.
Despachó unos documentos del despacho personal de Saúl Hoyd, su director general en la empresa. Ya no quedaba nada por hacer. Llamó dos veces a Livia, pero no comunicó con ella. No pudo saber si estaba ausente... o si no quería responder, imaginando que era él la persona que llamaba. No veía a Livia desde dos noches antes. Parecía reacia a verle. Estaba disgustada. Muy disgustada con él.
Erik arrugó el ceño, malhumorado. No le gustaba la actitud de ella. Es como si no quisiera comprender que él no podía hacer nada por resolver los problemas ajenos, los grandes dilemas de los problemas ajenos, los grandes dilemas de los pueblos y de los Gobiernos. Que, como cualquier ser humano, estaba necesariamente sujeto a sus propias actividades y limitaciones. Su papel no era el de un héroe o un paladín. Sólo el de un comerciante como cualquier otro. ¿Qué podía importar, a fin de cuentas, lo que sucedía en cualquier rincón del Sistema Solar? No podía evitarlo. Bastante fortuna tuvo con salvar su propia vida al huir del ataque al palacio presidencial...
Sacudió la cabeza, dominando su irritación. Livia tendría que disculparse alguna vez. Pero de momento, le disgustaba no poderla ver de nuevo antes de emprender viaje a Júpiter.
Dejando de nuevo a un lado su problema personal con Livia, Erik se encaminó a recoger la correspondencia del día para su departamento. Había unos escasos documentos depositados en el buzón automático, llegados recientemente por los conductos magnéticos del Servicio Postal a domicilio. Dejó a un lado impresos publicitarios, facturas comerciales de las grandes cadenas distribuidoras de alimentación, folletos y albaranes, para dedicar su atención al correo personal de su Departamento. Aún tuvo que retirar un par de folletos a todo color, donde se hablaba con espectaculares titulares de la necesidad de una nueva fe entre los hombres, de una religión esotérica, la del supremo Dios. Dejó a un lado esos impresos publicitarios de una fundación religiosa que parecía ir ganando adeptos por todas partes, y de la que ya había oído hablar, Erik, durante su estancia en Saturno.
Centró su atención en los documentos y cartas de negocios. Se irguió, gratamente sorprendido, al ver un mensaje llegado de Colonia Marte-5. Extrajo el escrito, y descubrió en él los membretes de la Dirección Marciana de Aprovisionamiento Colonial. El corazón le dio un vuelco. Si Marte ofrecía alguna posibilidad de romper los convenios de siempre con la otra entidad rival de ellos, la Proveedora Planetaria Central, sería el más grande negocio de todo el Sistema Solar. Había que pensar en la existencia de ocho Colonias terrestres en Marte, de las cuáles, la Quinta era la residencia gubernamental. Y eran las ocho Colonias más pobladas de todo el Sistema.
En cifras, calculó Erik, podía ser un beneficio de millones. Incluso para él, si llevaba a buen puerto la operación de la que, en aquel mensaje oficial, parecían favorables en principio los criterios del Gobierno de Marte y de la Dirección de Aprovisionamiento del planeta.
Rápidamente grabó una serie de informes al respecto y los transmitió, por télex interior, a Dirección, junto con la fotocopia de la carta recibida. Luego, se encaminó a ultimar los detalles del viaje a Júpiter.
Todavía, una vez más, intentó comunicar con Livia. Se encontró con una grabación para recoger mensaje e imagen en su tele-video. Le transmitió escuetamente unas pocas palabras en la grabadora:
—Me marcho a Júpiter, Livia. Es mi trabajo. Espero que sepas comprenderme. Yo no soy un salvador de mundos, ni un heroico defensor de causas perdidas. Olvida tus ridículos temores. Tu teoría es absurda. Volveré pronto, y espero que nos veamos. No seas rencorosa. Hasta la vuelta, cariño.
Cerró la comunicación, con una sonrisa meditativa.. Esperaba que ello sirviera para persuadir a Livia de que debía comportarse de otro modo. No era justo su modo de ver las cosas. Tal vez un plazo de algunos meses la hiciera cambiar un poco, y reflexionar con más sentido. Esperaba que bastaran los meses que transcurrirían entre su partida y su regreso de Júpiter.
Aquella misma madrugada, la nave espacial de transacciones comerciales, partió del cosmodromo internacional. A bordo, viajaban Erik y sus compañeros y amigos Shek y Grovy, como en la anterior ocasión. La misión comercial emprendía su ruta hacia Júpiter.
Y, cosa rara, al partir, un programa televisado de noticias, transmitía la imagen del nuevo autócrata de Saturno, el gobernante elegido por las Escuadras Negras. Erik se quedó mirando, como fascinado, hacia la pantalla en color y tres dimensiones.
El general Otkar, dictador saturniano..., tenía los ojos del color del oro.
* * *
—¿Ojos color de oro? ¿Y eso qué significa, Erik?
La pregunta de Grovy, tras examinar de nuevo el vídeo grabado con la imagen del dictador de Neptuno, hizo volver la cabeza al joven comerciante de alta figura atlética y de grises ojos profundos. Erik sacudió la cabeza, pensativo.
—No sé... —se mordía el labio inferior, preocupado por algo—. Alguien me habló de eso, antes de ahora. No le había dado mayor importancia. Es más, nunca vi, antes de ahora, a una persona con los ojos dorados.
—Yo tampoco —refunfuñó Shek—. Lo cierto es que esa imagen televisada me sorprendió mucho. Son, realmente, dos globos totalmente color de oro, los que tiene por ojos ese hombre de Saturno... Imaginé que era cosa de ese planeta, que tal vez el clima podía influir en una evolución...
—No vi a ningún otro con ese color de ojos —negó Erik—. Sólo al general Otkar. Me pregunto qué puede significar...
—¿Nos puede afectar a nosotros, Erik? —demandó Grovy.
—No, supongo que no. En Saturno no tenemos, desgraciadamente, negocio alguno a hacer, por el momento. Respecto a Saturno, los tratados que firmó el Patriarca Aaron no son válidos para Otkar. Y hasta es de suponer que las autoridades terrestres se nieguen a cooperar con él, facilitándole mercancías, aunque por respeto a la Carta de los Planetas Federados no puedan intervenir, por la fuerza, contra el nuevo régimen.
—Entonces, poco puede importamos que ese general tenga la mirada del color que quiera —rió Shek, burlona— mente—. No pienso volver por allá, después de lo que sucedió aquella noche, Erik... a menos que me pongan una pistola al pecho. Ni siquiera me gustaría ir en misión comercial. Es algo que no me seduce, Erik.
—A mí tampoco —confesó el joven, con una sonrisa amplia—. Pero me ha sorprendido ese hecho. Hace poco, discutí con alguien sobre la posibilidad de que hubiera hombres con ojos de oro. Ahora..., ahora no sé qué pensar. Pero me preocupa ese hombre.
—¿El dictador? Déjalo, Erik. Después de todo, no es fácil que lo tengamos ante nosotros en ningún momento, ¿no crees?
—Sí, es posible que sea como dices, Shek. Pero me pregunto si habrá otros hombres con los ojos de color dorado en alguna parte...
La nave proseguía su viaje espacial, a ultra-velocidad. En pocas fechas, alcanzarían el gigantesco planeta Júpiter. Lo que allí les esperaba era su trabajo. Gestiones, conversaciones, tratos comerciales, firma de acuerdos, si todo iba bien... Como decía Erik, ése era su mundo. No podía preocuparse por cosas ajenas a él. Aunque fuesen hombres con ojos de oro. Aunque un hombre, un amigo llamado Thot, hubiera muerto extrañamente, por querer revelar algo que no tenía sentido.
Envió un mensaje interespacial a Livia, utilizando el Tele-Transmisor. No esperaba respuesta, pero, al menos, quería decirla a Livia claramente que no dejaba de pensar en ella, ni siquiera en el espacio, rumbo a Júpiter. Por supuesto, no mencionó en absoluto el hecho de que el dictador, el general Otkar, tuviera los ojos de oro.
No quería que Livia pudiera reprocharle nada. Pero lo cierto es que tampoco deseaba mezclarse en el extraño asunto. Y mucho menos mezclar a Livia. Si era cierto lo que dijera Thot al morir, podía existir peligro. Para él y para ella.
Erik trató de olvidarse, después, de todo lo que no fuera su viaje y sus proyectos mercantiles. No era fácil, pero lo intentó. Y lo logró. Cosa rara, porque poco antes, un problema ajeno no le hubiera afectado en lo más mínimo. Así eran, a veces, las cosas. Pero todo ello no dejaba de sorprenderle en el momento actual.
La nave comercial seguía su viaje. Ellos tres, como representantes de la Organización Solar, viajaban hacia Júpiter. No esperaban problemas inmediatos en su llegada a la Colonia Júpiter I, capital de las tres Colonias jupiterianas. Todos los problemas, para Erik, se limitaban a su misión comercial futura.
Lo peor fue lo que les esperaba realmente, en Júpiter, a su llegada.
Porque apenas arribaron al planeta y la nave se hubo posado en un astródromo dé la capital, Erik se encontró ante el primer problema serio. El más grave de todos los imaginables.
Al abrir la portezuela de su nave comercial había una patrulla militar esperándole en la pista de aterrizaje. Eso era normal. Pero esto, en principio, no les preocupó demasiado a ninguno de los tres. Era una norma habitual en los Estados Planetarios que iban visitando. Sin embargo, en esta ocasión, las cosas resultaron peor que nunca.
Porque apenas descendieron al terreno llano y gris de la inmensa pista de aterrizaje del cosmodromo jupiteriano, bajo un resplandor fantasmal de luces cósmicas veladas por franjas policromadas y densas, capa atmosférica habitual en el gigantesco planeta, Erik captó algo raro en el ambiente. Y por ello mismo, hizo su pregunta al sombrío oficial de la Guardia Presidencial, que acudía a recibirles:
—Saludos de la Tierra, oficial. ¿Sucede algo fuera de lo corriente?
—Sí, señor —afirmó el otro, mirándole escudriñador—. Sucede. Y he venido a informarle de ello...
—¿Qué es? —preguntó Erik, con voz tensa.
—Nuestro Presidente no podrá recibirles en forma personal.
—¿Qué quiere decir? —se inquietó Erik.
El Presidente Grübner está enfermo. Nadie puede verle, de momento, en tanto no remita su gravedad, señor.
—¿Está..., está realmente grave? —la inquietud de Erik fue en aumento.
—Muy grave —asintió, con gesto solemne, el oficial de servicio—. Han atentado contra él. Un acto de terrorismo público. Dicen que agoniza, pero es sólo un rumor. No es cierto. Vive. Sólo que... está grave. Muy grave. Se teme lo peor para las Colonias de Júpiter, señor... Y sólo hace unas horas que ello ha ocurrido...
5
RAVE? Sí, es cierto. Muy grave, señor Lentz. Erik mantuvo su mirada fija en la persona que hablaba con él. Trataba de serenarse, pero era difícil, dadas las circunstancias. La situación en Júpiter le había tomado por sorpresa.
—¿Qué clase de herida sufre? —quiso saber.
—Le hirieron con un arma poco corriente: una carga corrosiva, señor Lentz.
—Corrosiva... ¿Qué significa eso...? —un estremecimiento interior sacudió a Erik, sin que él pudiera evitarlo.
—Imagino que lo entenderá —prosiguió el joven oficial, que le informaba—. Empezó a desintegrarse apenas fue herido. Por fortuna, nuestros químicos nos han dotado de medios capaces de combatir esos medios terribles de destrucción. Evitamos la corrosión total, pero no la parcial. Ha perdido una pierna y parte de un brazo... Es todo, por el momento, sólo que es grave. Muy grave. No se descarta la posibilidad de un fatal desenlace, a más corto o largo plazo.
—Sí, entiendo... ¿Quién fue el agresor?
—Una especie de loco... Se autodestruyó antes de ser capturado. No tuvo tiempo de hablar. No confesó.
—Como un kamikaze de los antiguos tiempos. —Erik sacudió la cabeza, asombrado, casi empezando a asustarse de muchas cosas que no entendía—. De modo que todo queda en el misterio...
—No, no todo. Sabemos que pertenecía, por tanto, a los llamados Comandos Suicidas.
—¿Comandos Suicidas? —repitió Erik, perplejo.
—Eso es: una nueva y peligrosa fuerza extremista. Pueden llegar a causar mucho daño a Júpiter y sus Colonias. De momento, el Consejo Militar ha asumido la Presidencia y el control de la situación. Lamento que, en estas circunstancias de emergencia, no sea fácil discutir con ustedes problemas puramente comerciales, señor Lentz...
—Sí, eso imaginaba —resopló Erik, disgustado—. Era un temor que empezaba a sentir, apenas me habló usted de sus problemas, oficial.
—De todos modos, no soy quién para juzgar algo tan importante para mi país, como podría serlo ese convenio comercial. De modo que, entretanto se resuelve el problema de salud de mi Presidente, sería mejor que usted permaneciera en Júpiter unos días a la espera de una solución, si no definitiva, sí, al menos, provisional.
Erik dudó. Miró la nave recién posada. A sus amigos y compañeros de viaje. Al gran Cosmodromo de Júpiter, Colonia I. Sabía que, una vez más, podía perderse todo. O ganarse lo más posible, según rodaran las cosas. Era un peligro, especialmente tras el intento de magnicidio que causara la crisis política del planeta. Pero valía la pena correr el riesgo.
Y tomó su propia decisión, al respecto. Contestó, rotundo, al joven capitán Rolkan, de la Guardia Presidencial de Júpiter:
—Sí, oficial —sonó firme su voz—. Nos quedamos en esta Colonia. Sólo tres o cuatro días como máximo. No esperaremos ni una fecha más...
—Será suficiente —sonrió él, pensativo. Se le veía preocupado, aunque quería disimularlo del mejor modo posible—. Sí... Creo que será suficiente, amigo mío...
Erik dudaba de eso. Y de muchas otras cosas. Pero no podía actuar de otro modo. Con todos sus riesgos, tenía que quedarse en Júpiter.
Y se quedó.
Aunque al día siguiente, por boca de otra persona, la de una hermosa mujer de increíble belleza e inteligencia, tuvo noticia de algo peor de cuanto le contara el joven oficial Rolkan, capitán de la Guardia Presidencial.
—Es el principio del fin —le confió ella—. Márchese,
Erik Lentz. Creo que todos los que ahora estamos aquí tenemos las horas contadas...
* * *
—Las horas contadas... —Erik meneó la cabeza, con énfasis—. ¡Cielos!, ¿por qué dice eso, Ylona?
Ylona, hermana del presidente Grübner, de Júpiter, dudó antes de responder. De todos modos, su gesto era grave, solemne incluso.
—Es la verdad —sostuvo ella con tono serio—. Estoy asustada.
—¿Asustada? ¿De qué?
—De todo. Los que han herido a mi hermano son peligrosos. Muy peligrosos. No. se detendrá todo ahí.
—¿Quiénes eran ellos?
—Los peores enemigos de nuestro Orden. Los Comandos Suicidas.
—Ya. ¿Qué clase de gente son esos..., esos Comandos}
—Asesinos. Rebeldes violentos, cuyo credo es el terrorismo a ultranza. Ejecutan, destruyen y aniquilan sin piedad. Ellos pretenden ser la nueva forma política de los Estados Planetarios. Yo lo dudo mucho, Erik.
Erik Lantz estudió en silencio a Ylona. Además de ser hermana del presidente Grübner, era una mujer turbadora, de una belleza morena y sensual. Las ropas livianas, translúcidas, que realzaban los encantos de la mujer, eran la moda de Júpiter. Y una moda que no hacía sino convertir en más espléndida la belleza de Ylona. Y más sugestivos sus encantos físicos.
—Es curioso —dijo Erik—. Pero por dos ocasiones me he encontrado en situaciones bastante similares. Es decir: cada mundo que visito, está en convulsión. En cada lugar ocurre algo, Y algo feo, violento, terrible... Ylona, ¿puede tener esto algo que ver con lo sucedido en Saturno, con la subida al poder del general Othar?
—No, no creo. Es algo diferente. El movimiento de Saturno ha sido un auténtico golpe de extremistas autoritarios. Lo nuestro es radicalmente distinto. Se trata de revolucionarios que pretenden, en apariencia, emancipar a los pueblos de todo el sistema que excluya al pueblo del gobierno. Mi hermano no es un autócrata, nunca lo ha sido. Pero no niego que, a veces, se haya dejado llevar un poco por ciertas tendencias autoritarias. Es su defecto, su gran pecado. Creo que lo está pagando.
—¿Por sus heridas sufridas en el atentado?
—No —negó Ylona—. Por lo que nos amenaza a todos ahora, diría yo...
* * *
—Sí, es una amenaza. Ylona tiene razón.
Erik dejó de repasar sus documentos comerciales. Cerró el dossier, pensativo. Miró al joven y vigoroso oficial. El capitán Rolkan de la guardia presidencial que se mantenía, por encima de todo, leal al presidente Grübner, tenía un gesto grave, taciturno, evidentemente lleno de honda preocupación. Su mirada oscura, casi rebelde, se mantenía fija, a su vez, en Erik, con un aire entre huraño y alarmado.
—De modo que las cosas están mal...
—Muy mal —confirmó el joven militar—. No sólo porque el presidente repose en un lecho, herido por un arma enemiga. Es algo más. Mucho más, diría yo.
—¿Qué clase de arma pudo ser? —Erik se incorporó, paseando por la estancia del hotel en que había sido alojado, bajo protección oficial—. Imagino que una carga corrosiva no está al alcance de todo el mundo...
—Eso es cierto. No está al alcance de todo el mundo. Pero puede tenerlo quien esté al servicio de una fuerza subversiva suficientemente poderosa.
Erik, mentalmente, recordó a alguien. A Thot, muerto a la puerta de la vivienda de Livia, en la Tierra. Y también había sido víctima de un impacto desintegrador...
—¿Los Comandos Suicidas, por ejemplo? —sugirió Erik, pensativo.
—Sí, puede ser un buen ejemplo... —admitió, de mala gana, el joven oficial—. Yo diría que esos Comandos tienen suficiente poder para disponer de cuanto deseen..., aunque hasta ahora nunca utilizaron semejante clase de armas. Pero siempre hay una primera vez. Y eso puede resultar el principio del fin...
—¿Pesimista, como la hermana del presidente? —sugirió Erik, tenso.
—Pesimista, sí —asintió él—. Entre otras cosas..., porque Ylona y yo pensamos lo mismo. Y no porque seamos novios, amigo mío...
* * *
—De modo que así están las cosas... —Sí —Erik cambió una mirada sombría con sus compañeros, en la mesa del comedor del hotel en que se alojaban, no lejos de las amplias pistas del Cosmodromo de Júpiter Uno, la colonia fundacional de la Tierra en el gran planeta del Sistema Solar—. Así están las cosas, amigos míos. Como veis, su aspecto es bastante feo.
—Erik, ¿por qué no regresamos inmediatamente? —sugirió vivamente Shek.
—No podemos —rechazó Erik, ceñudo—. Ylona es hermana del presidente Grübner. Y el capitán Rolkan es su prometido, además de oficial de confianza de la guardia presidencial. Ambos han pedido que continuemos aquí. Pese a sus mutilaciones, el presidente conserva lucidez. Quiere firmar ese convenio porque favorece a su gente.
—Un convenio comercial... —dudó Grovy—. ¿Es suficiente pretexto para permanecer aquí, cuando otras cosas más importantes que nuestra misión comercial están en franco peligro, Erik?
—Mientras exista una posibilidad de firmar ese acuerdo y proporcionar un contrato ventajoso a nuestra empresa, debemos continuar en Júpiter... o en el mismo infierno —replicó, con acritud, Erik.
Sus dos amigos y camaradas cambiaron entre sí una mirada dubitativa y preocupada. Era obvio que no pensaban como él. Y no se recataron en expresarlo. Fue el propio Shek el encargado de servir de portavoz a ambos:
—Erik, ¿por qué apurar las posibilidades, sólo por un beneficio económico de más o menos trascendencia para nuestra empresa? Recuerda lo ocurrido en Saturno... Si eso se repite..., ¿qué podría sucedemos a todos?
—No se repetirá. Es algo diferente —rechazó Erik, seco—. Esta vez, el atentado ya tuvo lugar. Y el presidente sobrevive. Con él su Gobierno. No se trata de las Escuadras Negras, o de un dictador como el general Otkar, sino de unos guerrilleros suicidas movidos por ideas de otro cariz.
No creo que triunfen en Júpiter. Están alerta, sobre aviso. No ocurrirá nada.
—Eso nunca se puede asegurar —objetó seriamente Grovy.
—Está bien, nunca se puede asegurar —se irritó Erik—. ¿Queréis abandonar un trabajo que está a punto de fructificar? Si es así, la empresa os despedirá. Nos despedirá a todos, para ser más exactos: a vosotros, por negaros. A mí, por autorizar vuestra negativa. ¿Qué elegís?
Shek y Grovy cambiaron una mirada vacilante. Era obvio que ninguno de ellos estaba demasiado seguro de lo que prefería. Pero que ambos tenían miedo a lo que pudiera acontecer en un inmediato futuro, saltaba a la vista.
—Conforme, Erik —terminó por decir, roncamente, Grovy—. Por mi parte, seguiremos.
—¡Sí, claro! —admitió Shek—. ¿Qué otra cosa puedo hacer yo, dadas las circunstancias? Pero sea como fuere, no me gusta esto. No me gusta nada en absoluto, digas lo que digas...
—Gracias, amigos —sonrió Erik, con evidente alivio—. De todos modos, habéis dicho lo que yo esperaba... Seguiremos aquí. Y no puede ocurrir nada. Absolutamente nada. De otro modo, ya habría sucedido lo que tenía que suceder. Los Comandos Suicidas ya hubieran triunfado por sorpresa, en su primer ataque, como triunfaron en Saturno los miembros de las Escuadras Negras en aquella noche sangrienta...
Ninguno de sus amigos discutió ese punto de vista con el que Erik daba por definitiva su resolución acerca del caso. Era evidente que los tres representantes de la gran entidad comercial interplanetaria, seguirían en Júpiter, a la espera de la firma del convenio mercantil anhelado. Con todos sus riesgos. Con todas sus posibles consecuencias.
Tras aquel breve cambio de impresiones en el hotel donde oficialmente habían sido alojados, se acostaron a la espera del nuevo día, bajo las brumas venenosas de Júpiter, vencidas parcialmente por las atmósferas artificiales de las colonias terrestres en el gigantesco planeta.
Esa misma madrugada, lo que Shek y Grovy temían, se cumplió.
Los Comandos Suicidas atacaron al Gobierno de la Colonia Uno. Y estalló el sangriento drama de la revuelta armada...
* * *
Erik saltó del lecho como disparado por un resorte.
Los gritos, el estruendo, los estampidos, atronaban la atmósfera, quieta durante la noche anterior, de la Colonia terrestre establecida muchos años atrás en Júpiter, como capital de todas las instalaciones terrestres en el planeta. Apenas asomó Erik a los ventanales del hotel, descubrió la causa de la convulsión que le arrancara de sus sueños.
La revuelta había estallado.
Soldados leales al Gobierno, contrastaban, con sus azules uniformes, junto al verde pálido de los Comandos Suicidas, en cuyas gorras y guerreras destacaba el distintivo del rojo disco de la revolución. El caos era total. Numerosos muertos y heridos salpicaban las carreteras y las pistas del Cosmodromo, justo a los pies del edificio destinado a albergue de viajeros.
Rápidamente, Erik se vistió, corriendo a la puerta de su habitación que abrió con la idea de buscar a sus camaradas para adoptar una decisión extrema. Se encontró con soldados armados que, severos pero corteses, le advirtieron, a través de un suboficial, portavoz de órdenes militares escuetas:
—Por favor, señor... No salga de su habitación. Sus compañeros están bien. No intenten nada. Sería peligroso. De momento, el Gobierno controla la situación. Hemos sido encargados de su protección por el capitán Rolkan.
—Pero ¿qué es lo que está sucediendo ahí abajo? —quiso saber Erik, nervioso.
—Los Comandos Suicidas atacan —le explicó el suboficial—. La subversión ha estallado, pero se está dominando de momento, gracias a las medidas adoptadas. Esperamos que todo siga igual, sin problemas para nadie. De todos modos, las víctimas son ya muy numerosas...
Erik no hizo comentario alguno. Cerró la puerta. Regresó a su habitación. Evocó, mentalmente, algo que le preocupaba. Unas lejanas, remotas palabras que habían causado su mofa, y que ahora cobraban, al parecer, un nuevo y extraño significado:
—Dijo Thot... que todos los mundos... serían asesinados... Son..., son como ejecutores de planetas, Erik...
Era absurdo, claro. Ejecutores de planetas. Asesinos de mundos. No tenía el menor sentido. Nunca hubo nada así, pero...
Pero ¿qué estaba sucediendo en Saturno, en Júpiter? ¿Quién movía las fuerzas políticas y militares que asaltaban al poder establecido en cada uno de esos planetas, por diferentes razones, en algunos puntos antagónicos, incluso?
—No, no... —rechazó Erik, apretándose ambas sienes con sus manos crispadas—. Eso no es posible. No puedo admitir que esa idea demencial sea..., sea realidad...
Pero a pesar de su lectura interna, a pesar de sus propias negativas a sí mismo, Erik empezaba a dudar. A dudar mucho. A preguntarse cosas... Cosas que no tenían respuesta, que no tenían explicación...
Mientras tanto, en el exterior continuaba la lucha. Caían las víctimas por uno y otro bando. Y por unos momentos, ni siquiera supo qué hacer. Pero a la vista de las circunstancias, esperaba lo peor, como aquella noche en la residencia presidencial de Saturno...
Y lo peor sólo podía ser la victoria de los Comandos Suicidas. Y, con ello, la elevación al poder de algún nuevo líder autocrático, no importaba de qué tendencia política fuese. La experiencia le había enseñado a Erik a dudar de todo líder tiránico, fuese de un extremo o de otro. Los dictadores, siempre eran iguales, no importaba su credo político ni su persona...
El nada podía hacer. Sencillamente, limitarse a esperar. A esperar lo que pudiera ocurrir. Lo que pudiera cambiar sus vidas. O precipitar su muerte..
Sin embargo, sólo hicieron falta unas pocas horas para saber su destino inmediato. Y fue el capitán Rolkan en persona quien le informó de ello, apenas tres horas más tarde de iniciado el combate en torno al hotel...
—No tema, Erik —dijo el joven militar, saludándole respetuoso—. Todo ha terminado ya.
—¿Y...?
—Ya le dije que no temiera nada. El Gobierno sigue controlando la situación —sonrió el joven oficial de la guardia del presidente Grübner—. No sólo hemos aplastado la revuelta de los Comandos Suicidas, sino que su máximo cabecilla visible, un joven revolucionario llamado Kurt Klein..., ha sido hecho prisionero. El peligro ha pasado.
6
URT Klein.
Era el dirigente de los Comandos Suicidas. Un hombre joven, altanero, vigoroso. De acentuadas facciones y rostro anguloso. De grandes ojos pardos, brillantes y fríos, pero, a la vez, dotados de un ardiente magnetismo.
Erik y sus dos compañeros le vieron pasar camino de la prisión, acaso hacia un posterior exilio... o a una pena más grave, si finalmente se adoptaba en las Colonias de Júpiter la pena capital. Iba encadenado, entre una muchedumbre de soldados armados. Resignado, firme, altero. Casi altivo y majestuoso, pese a todo.
Al pasar, miró con sus ojos helados a los tres comerciantes terrestres. Por alguna razón debió identificarles, porque se detuvo un momento, clavó su mirada en Erik y se limitó a susurrar, antes de ser obligado a continuar su marcha hacia la prisión:
—No soy un fenómeno ni un monstruo, amigos... No me teman. Yo no tengo culpa de esto. Ni siquiera sé cómo sucedió... Nadie me creerá nunca, pero..., pero yo no tuve la culpa. Mis hombres atacaron sin orden mía. Sin mi permiso. Me limité a tratar de detenerlos... y no pude. No pude, ¿entienden? No, claro, no entenderían jamás. Yo tampoco lo entiendo..., pero ha ocurrido, y eso es lo que cuenta...
Se alejó a empellones de los soldados. Erik hubiera querido decir algo. No supo el qué. Apretó los labios. Miró de soslayo a sus amigos. Luego a Rolkan. El joven oficial, fiel al Gobierno, permanecía a su lado, viendo pasar a los Comandos prisioneros* camino del cautiverio
—¿Eso tiene sentido? —quiso saber Erik.
—¿El qué? —se sorprendió Rolkan.
—Todo esto. El ataque a destiempo, las palabras de ese hombre... ¿Es Kurt Klein?
—Sí. Es Kurt Klein. Ambos fuimos camaradas una vez —resopló Rolkan, sombrío—. El escogió otro camino. Era un rebelde, siempre lo fue... Hubiera querido cambiarle, pero me fue imposible. Ahora... no sé lo que ocurrirá con él. Sus culpas son graves.
—Pero afirma que él no dirigió el golpe...
—Patrañas. Es el brazo derecho del mariscal Wolff —resopló Rolkan—. Y el mariscal es el gran rebelde, el cerebro rector, la eminencia gris de esos comandos asesinos...
—¿Hubiera negado ese hombre, Kurt Klein, su responsabilidad en un ataque al poder?
—No sé, Erik. Yo imaginaba que no. Es una negativa infantil, pero... tal vez trate de salvar desesperadamente su pellejo ahora que se ve perdido.
—Sus comandos se llaman suicidas —le recordó Erik, de pronto—. ¿Lo son realmente?
—Sí. Auténticos suicidas. No les importa morir, con tal de ayudar a su causa, con tal de triunfar por encima de todo..., muertos o vivos.
—¿Y... su jefe? ¿Es también un suicida el joven Kurt Klein?
—Lo fue siempre, claro. Va a la cabeza de su gente, cuando hace falta —pestañeó Rolkan, sorprendido—. ¿Por qué pregunta eso, Erik?
—No, por nada. Me sorprende, simplemente, que un suicida trate de justificarse... cuando sabe, en su fuero interno, que eso no va a servirle de nada... y que incluso merma su valor como cabecilla de una rebelión de ese tipo...
Rolkan dio un respingo. Su mirada, fija en Erik, reveló estupor.
—Es cierto —admitió de repente—. Pero si él no dirigió a sus hombres, ¿quién lo haría en tal caso?
—No lo sé —sonrió Erik, encogiéndose de hombros—. No conozco los problemas de Júpiter, pero imagino que sería... el propio mariscal Wolff, lógicamente,
—¿Wolff? —Rolkan enarcó las cejas, perplejo—. Lo dudo mucho, amigo mío... El mariscal Wolff es su cerebro, su rector, pero difícilmente podría dirigirlos en un campo de batalla, por la sencilla razón de que... él no tiene siquiera piernas. Ni cuerpo, diría yo.
—¿Qué? —exclamó Erik, atónito.
—Lo que ha oído —suspiró el joven oficial—. El mariscal Wolff perdió parte del tronco y extremidades en una batalla por sus ideas hace años... Ahora sólo es una cabeza humana, unida a una máquina electrónica que se mueve sobre ruedas y que actúa por él en toda clase de actos normales de la vida... No. El planea los golpes de la gente. Pero jamás puede dirigirlos. Necesita a Kurt. Lo necesita siempre... Especialmente si sus comandos atacan de modo definitivo, para dar un golpe de Estado, como intentaron hoy...
* * *
Erik miró fijamente al hombre tendido en el lecho. Sus mutilaciones en piernas y brazos eran impresionantes. Aun así, el presidente Grübner, se servía bien, gracias a unos añadidos ortopédicos, movidos por complejos sistemas electrónicos en ambos brazos, hechos muñones. Las piernas, bajo las ropas del lecho, eran como inexistentes. Y él lo sabía.
—Ya ve, mi joven amigo —suspiró el político de Júpiter, con una fría sonrisa, apurando su taza de caldo, sujeta por los dedos de materia plástica de su mano artificial, casi perfecta, aunque lenta en sumo grado, fijada en el brazo derecho—. No se puede decir que tuviera demasiada suerte en el trance. Pero tampoco puedo quejarme. Cuanto menos estoy vivo todavía, si bien me pregunto por cuánto tiempo aún...
—No hable así —sonrió Erik—. Los Comandos Suicidas han sido aniquilados. Uno de sus cabecillas está cautivo... ¿Qué puede temer ya?
—Se refiere a Kurt Klein, ¿no es cierto? —movió la cabeza el presidente Grübner, preocupado—. Sí, ese muchacho es peligroso. Tiene ideas subversivas demasiado virulentas... Pero estoy seguro de que la amenaza no termina con él...
—¿Teme al mariscal Wolff?
—A él o a cualquiera de sus enviados. Quieren dominar a Júpiter. Y tal vez lo consigan. Estoy alarmado. Presiento algo extraño, algo capaz de arrollarlo y destruirlo todo.
—¿Aun con Klein en prisión?
—Aun así. No es que exista otro líder, pero... —meneó la canosa cabeza, inquieto—. No sé... En todo esto hay algo que no me gusta...
—¿A qué se refiere? —Erik estaba erguido ante su lecho, con expresión sombría—. El pueblo de Júpiter celebra, ahora, su victoria sobre el enemigo de siempre...
—Victoria... ¿Es, realmente una victoria? —Dudó el herido—. Mire amigo Erik, quisiera firmar lo antes posible un acuerdo comercial con ustedes... y vería con gusto que se marcharan todos de mi planeta.
—No estamos asustados, ni siquiera preocupados, señor... —argumentó Erik, sereno.
—Eso no importa. Lo estoy yo. Mi pueblo necesita aprovisionamiento seguro. Firmaré ese documento, a título de emergencia, con todas las atribuciones que mi cargo me da, pero ¿sería válido, si, de repente, cambiase este Gobierno?
—Me temo que no, señor —suspiró Erik, ceñudo—. En Saturno nos ocurrió algo parecido, y...
—Sí, imagino esa historia —resopló el herido gobernante—. Dios quiera que eso no nos suceda a nosotros. Pero hemos de correr el riesgo. Deme sus documentos. Firmaré el acuerdo.
—¿Sin leer sus cláusulas?
—Conozco sus convenios, en líneas generales. No estaba conforme con el anterior de que disfrutábamos con sus competidores. De modo que firmaré su tratado sin más rodeos. Luego que sea lo que Dios quiera. Pero, ciertamente, de ocurrir lo peor; confío en que aquí, como en Saturno ocurrió, no sea mi pueblo el que me destruya...
Erik estudió al presidente Grübner. No supo qué responderle. Pero interiormente compartía también los temores que iban ya más allá de un simple convenio comercial, por muchos que fueran sus beneficios. Por primera vez, se había mentalizado sobre algo que dijera una vez alguien:
—Erik, son todos los planetas... Dijo Toht que serían asesinados...
Asesinar planetas... Seguía siendo una idea fantástica, delirante. Pero en cierto modo, romper su libertad, quebrar su paz, destruir su organización, era un modo de matar. ¿Se refirió a eso Toht, cuando murió desintegrado?
Desintegrado...
Eso, a Erik, le recordo algo. Y miró vivamente al presidente Grübner, tratando de inquirir, muy interesado:
—Por cierto, presidente..., ¿recuerda usted en que forma fue agredido, cómo se produjo el ataque en el que su enemigo le... le provocó la mutilación de sus miembros?
Sorprendido, el gobernante alzó la cabeza. Clavó sus ojos en Erik. Tras un silencio, se limitó a explicar con voz fría, inexpresiva:
—Es curioso que me pregunte eso, Erik... Fui atacado por un hombre a quién no pude identificar... Iba uniformado con el atavío verde de los Comandos Suicidas... Llevaba su emblema, un disco rojo en el pecho de su guerrera... Su arma era poco frecuente, un proyector de rayos corrosivos... Pero lo que no he podido olvidar, pese a todo, es que, cuando disparó, con ánimo de destruirme, pude ver claramente sus ojos. Y tenía... tenía los ojos del color del oro, ¿comprende?
* * *
Erik se enjugó el sudor de su frente.
Una noche más en Júpiter. Pero era una noche decisiva. Acababa de firmar los documentos el presidente Grübner, en nombre de las Colonias establecidas en el planeta. Otro gran negocio... si algo imprevisible no lo echaba todo a rodar.
Esperaba que no fuese así. Lo deseaba con todo su corazón, apretando contra su cuerpo el portafolios donde iban los preciados documentos, con la exclusiva de aprovisionamiento comercial de las Colonias jupiterianas.
Pero seguía teniendo un mal presentimiento. Y cada vez era mayor esa idea sombría en su mente...
Mientras contemplaba el cielo oscuro, salpicado por las luces celestes, con el destello lívido de los satélites del gran planeta, flotando como masa de claridad espectral en la noche jupiteriana, Erik dejaba vagar su imaginación en torno de aquel enigma auténtico, casi tangible, de los problemas políticos de los mundos que visitaba. Todos ellos, como en una maldición o una cadena de infortunios a escala planetaria, iban conociendo la tragedia y la muerte, a medida que él y sus hombres los visitaban en busca de contratos comerciales ventajosos... que, por desgracia, siempre terminaban en nada.
Allí estuvo a punto de suceder lo mismo. Si no sucedió, aún no sabía a qué podía agradecerlo, si a una gran dosis de fortuna... o a una simple jugada del destino, esta vez en favor de los gobernantes.
Pero el miedo continuaba. El derrumbamiento de los enemigos del poder, no parecía motivo suficiente para tranquilizar al presidente herido. Existía terror a algo más. A algo que podía suceder en cualquier momento...
¿De dónde venía el viento de violencia que azotaba los espacios siderales, el gran complejo planetario del sistema solar? ¿Era cierto el temor oculto de Toht, que quiso avisar a Livia, allá en la Tierra, de algo siniestro y oculto, de algo que amenazaba por igual a todos los mundos?
¿Existía esa misteriosa amenaza que hablaba de unos ejecutores de mundos? Erik sacudió la cabeza, perplejo. No, no era posible. Eso no podía existir.
Allá, en la distancia, captó ecos de cánticos litúrgicos, como de una procesión religiosa, recorriendo las avenidas de Colonia Uno, en Júpiter.
Eran cánticos que hablaban del único supremo Dios.
Vio antorchas y luminarias. Captó frases de esas baladas de fe y de liturgia, que parecían dar gracias al cielo y a la divinidad que adoraban, porque las cosas en Júpiter fueran diferentes, porque la vida continuara sin más violencias ni horrores, porque su Dios hubiera protegido los destinos del mundo en que vivían.
Erik sacudió la cabeza con un suspiro. Esa gente llegaba de todas partes. Recordó la existencia de una Fundación Esotérica para la Nueva Fe. Ecos y su supremo Dios... Estaban en la Tierra, en Saturno, en Júpiter, en todos los lugares que él frecuentara. Como si sus cánticos y plegarias, elevadas a un pulsador, pudieran conseguir nada positivo para nadie, se dijo con profundo escepticismo.
Erik dejó de pensar en todo eso. Regresó a su habitación, cerrando el ventanal. Los cánticos pseudorreligiosos se perdieron en la distancia, ahogados por la vidriera. Dejó de pensar en todo aquello, y se acostó para descansar.
Era difícil hacerlo, sobre todo recordando lo que dijera el presidente Grübner. Los atacantes provistos de armas letales de proyectiles desintegradores... tenían ojos de oro.
Ojos de oro.
Entonces... existían. Thot tuvo razón en su delirio.
Al menos en una cosa. ¿La tuvo en todas las demás?
Se quedó adormilado pensando en todo ello. La fatiga del viaje y las emociones vividas en Júpiter le condujeron al sueño reparador. En realidad, dormir era la forma ideal de olvidarse de todo. De intentarlo cuando menos.
Pero Erik no se olvidó de ciertas cosas. No era fácil.
Porque cuando despertó bruscamente de su sopor, supo que no estaba solo en la estancia, supo que, por alguna razón, había alguien frente a él.
Alguien que había encendido la luz durante el sueño.
Alguien que le miraba amenazadoramente. Con fría, deliberada expresión de agresividad. *
Se irguió en el lecho. Miró, sobresaltado, al intruso.
—Lo siento —dijo éste en voz seca—. Tengo que matarle.
Llevaba en su mano enguantada un arma. Era una pistola desintegradora. Un arma difícil de obtener. Costosa y no comprendida en reglamento militar alguno. El hombre, sin embargo bajo una negra capa con la que se envolvía, mostraba el color verde claro de un uniforme de los Comandos suicidas. Pero Erik se fíjo más que en todo eso, en los ojos clavados en él. Los ojos del intruso que iba a asesinarle, disolviéndole en nada.
Tenía los ojos de oro.
Segunda Parte
1
UERON momentos cruciales. Momentos difíciles de olvidar.
Por primera vez quizá, Erik Lentz, un simple comerciante, un hombre que vivía para sus problemas mercantiles y sus beneficios, se enfrentaba a una forma de muerte que le era extraña.
Aunque ya una vez, en Saturno, viera ante sí la violencia desatada a punto de absorberle y darle alcance, esto era diferente. Muy diferente.
En esta ocasión era la amenaza fría, directa, implacable y personal. Era él quien debía morir, no los demás. Era su vida la sentenciada por alguien a quien ni siquiera creía conocer.
Su ejecutor era un perfecto desconocido. Un hombre aparentemente normal. Pero con ojos dorados. Vestía un uniforme que él estaba seguro que era falso. Es decir, fingía ser un rebelde, un conspirador, un enemigo del régimen del presidente Grübner. Pero lo que pretendía era matarle a él. Disolver su cuerpo con una de aquellas temibles cargas. Como le había ocurrido a Toht en la Tierra.
Eso lo cambiaba todo. Absolutamente todo. Pero era tarde para que ello sirviese de nada. Tenía la muerte ante sí, y no podía hacer nada por eludirla. Ni siquiera iba armado. Era joven y fuerte, por supuesto. Pero eso servía de poco ante un adversario armado, situado a distancia suficiente para mantenerlo a raya y en cuanto él intentase algo, capaz de apretar el resorte de disparo de su arma inexorable.
Por unos breves segundos trató de contemporizar, de sacar algo de aquella situación extrema y terrible, aunque ignoraba para qué. Ganar tiempo, a veces, significaba la diferencia entre morir o salvar la vida.
Ahora, no.
Porque ahora, ni siquiera tenía la esperanza de que alguien pudiera librarle de aquella sentencia definitiva y aterradora. A pesar de ello, logró articular la palabra frente al ejecutor de ojos dorados que le miraba fríamente, sin emoción alguna en su rostro.
—¿Por qué? —quiso saber, en su desesperado esfuerzo por alargar la situación—. ¿Por qué esto? Yo no tengo nada
que ver con la política de Júpiter. Ni con la de ningún sitio. Tal vez se equivoque. Soy un simple comerciante...
—No. No me equivoco —cortó, fríamente, su verdugo—. Usted es Erik Lentz. Y he venido a eliminarle.
Lo sabía. No podía haber error. La fría, terrible seguridad de que aquella gente nunca se equivocaba, se abrió paso en su mente casi de un modo brutal. Sacudió la cabeza con angustia. Aún trató de protestar en un esfuerzo tan exasperado como inútil:
—No tiene sentido. Trate de razonar. ¿Por qué un tipo que sólo vive del comercio, de los negocios, debe morir de este modo? Aquí sólo soy un invitado de tipo mercantil. Nada más que eso.
—No discuta —le cortó glacialmente su visitante mortífero—. Cuanto antes termine, tanto mejor. No es doloroso. Y es rápido. En pocos momentos dejará de ser. De existir. Nunca mejor empleada la palabra.
—Ya —dijo Erik, con repentina ira, con una súbita rebeldía, perfectamente inútil, desde luego, en su tono enardecido—. Como Toht, ¿no es cierto? Como otros muchos...
Su verdugo le estudiaba con indiferencia. Los ojos, globos de dorado destello, no reflejaban emoción alguna. La mano armada no temblaba ni lo más mínimo.
—Sí —afirmó—. Como tantos otros, usted lo ha dicho. Es malo saber mucho.
—Toht sabía —sostuvo Erik, incisivo.
—Es posible —el ejecutor se encogió de hombros, alzando el brazo armado. El dedo iba a oprimir el resorte de disparo de su terrorífica arma mortal—. Lo malo de quienes saben demasiado, es que siempre acaban por irse con sus conocimientos adonde no les sirven de nada, amiga mío...
Erik lo dio todo por perdido. Ese lugar adonde le presagiaban el viaje, no era otro que la Eternidad.
A pesar de saberse enfrentado a su propio fin irremediable, no tembló. No tuvo miedo ni gritó. No quiso luchar contra lo irremediable, de un modo vergonzoso ni vil. Se limitó a esperar, con absoluta frialdad. Su último pensamiento fue para ella. Para Livia...
Sólo musitó unas palabras, mentalmente dirigidas a ella:
—Tú tenías razón... Toht tenía razón. Lo comprendo así demasiado tarde. Y lo siento. De veras lo siento...
Luego esperó la muerte.
El arma desintegradora se disparó...
* * *
Todavía se estaba preguntando qué había sucedido.
Todo había sido tan confuso como un sueño, como una pesadilla o una alucinación, pese a que ocurrió ante sus propios ojos. En el breve espacio de unos segundos, había pasado del sueño auténtico, a la pesadilla real de la muerte, y de ésta, a la liberación, a la salvación inexplicable y providencial...
El arma se había disparado, eso era cierto. La carga desintegradora brotó del arma que le apuntaba un momento antes. Pero cuando el proyectil estalló con un sordo ploc siniestro en alguna parte..., ya no le apuntaba a él.
Vio cómo el techo de su dormitorio se empezaba a derretir, formando gruesos goterones plásticos en medio de una siniestra humareda. Ante él, su agresor yacía sin vida con el cráneo destrozado. Ni siquiera le era dado ver los extraños ojos de oro.
—¿Se encuentra bien, Erik?
Era una pregunta ingenua, pero maravillosa. Jamás pensó que la voz de un hombre, poco antes un desconocido para él, pudiera causarle tanto placer, tanta alegría. Miró a su salvador con un profundo suspiro de alivio.
—Sí, gracias... capitán Rolkan —jadeó, con una voz que casi no llegó a reconocer como propia—. Dios le bendiga, amigo mío... Acaba de salvar mi vida.
—Lo sé —ceñudo, el joven oficial miró a sus pies al hombre sin vida. En su mano, humeaba un arma de carga explosiva capaz de abatir a un animal salvaje de gran tamaño, incluso a mucha distancia—. Hemos tenido ambos mucha suerte, Erik.
—Sobre todo, yo —rió el joven comerciante entre dientes, algo nervioso. Contempló el techo que se derretía, e igual hizo su salvador, pensativo—. Un segundo más y hubiera sido ya demasiado tarde... ¿Cómo pudo llegar tan a tiempo?
—Había puesto vigilancia especial alrededor de todo esto —explicó Rolkan, entrando en la cámara—. Lo cierto es que temía por su vida como por la de todos. No le sabría decir la razón, pero consideré mejor tener un control riguroso de la situación, aun a costa de mantenerme toda la noche despierto. Mi contacto con mis hombres era casi constante... cuando, de pronto, capté un fallo. Uno de los comunicadores electrónicos de mi guardia no daba respuesta. Comprendí en seguida que correspondía al vigilante de su dormitorio, Erik.
Le mostraba con gesto expresivo una especie de instrumento parecido a un reloj, situado sobre su muñeca. Tenía una serie de pulsadores, y unas luces brillaban intermitentes en su esfera oval. El las señaló.
—Cada luz corresponde a un centinela —refirió—. El hecho de que, a mi llamada, respondan con dos rápidos parpadeos, significa que no hay novedad, Si da tres o más, supone alerta. Si no responde en ninguna forma, es que algo sucede y el centinela no puede responder a mi llamada. Eso ocurrió ahora. Acudí con dos hombres de mi guardia... y hallamos el cadáver del centinela.
—¿Le asesinó?
—No malgastó una carga disolvente en él. Era un medio demasiado lento, aunque seguro, de aniquilarlo. En vez de ello, le aplastó el cráneo de un golpe, entrando luego aquí para deshacerse de usted, Erik.
—Sí, eso lo entiendo muy bien —se estremeció el joven comerciante—. Me temo que venía exclusivamente a por mí, pero ¿por qué, capitán Rolkan?
—Exacto —los ojos del oficial le taladraron—. ¿Por qué? Usted es el único que puede tener la respuesta...
Erik dudó. Inclinó la cabeza. Luego, afirmó despacio con la cabeza:
—Creo que sí —admitió—. Tengo la respuesta, pero... pero es demasiado absurda. Me temo que ni usted ni el presidente Grübner... puedan admitirla como buena, capitán.
—¿Por qué no? —quiso saber Rolkan, enigmático.
—Porque es un puro disparate en apariencia. Pero ese hombre, mi fallido asesino, me confirmó hoy algo que yo no podía admitir, algo por lo que, incluso, no quise creer en lo que una mujer me advirtió, allá en la Tierra...
—De todos modos, dígamelo —rogó Rolkan, gravemente—. Dígamelo, amigo Erik..., porque supongo que yo sí puedo aceptarlo por fantástico que parezca.
—¿Usted? —dudó Erik, con una amarga sonrisa—. ¿Usted creería en la existencia de una macrosociedad secreta, capaz de asesinar MUNDOS? ¿Usted aceptaría que lo de
Saturno fue un complot para destruir el orden, por cuenta de alguien que no son las Escuadras Negras. ¿Me creería si le dijera que los Comandos Suicidas de este planeta tal vez no tengan nada que ver, por sí mismo, con esta situación, y que un hombre como Kurt Klein puede ser inocente como él mismo dijo, y que otra voluntad superior mueve a la masas contra el poder? ¿Iba a admitir que hay hombres, ejecutores misteriosos con ojos de oro, que están ocupando los puestos clave en el universo, mientras otros hombres de iguales características asesinan a las personas que saben demasiado?
El capitán Rolkan le miraba fijamente, sin expresar emoción alguna. Por fin, se limitó a responder con fría serenidad:
—Tal vez sí, Erik. Tal vez sí..., porque eso es algo que yo también creo.
En ese momento estalló el clamor en alguna parte. Y se oyeron alaridos de agonía.
* * *
Siguió a todo ello una serie de estruendos y de ruidos amenazadores. Rolkan, rápidamente, mientras Erik se sentía sorprendido por la respuesta del joven militar, se asomaba a las ventanas del dormitorio escudriñando el exterior.
Se volvió, pálido y agitado, hacia su huésped. La voz sonó ronca, apremiante:
—¡Ya ha estallado, Erik! —rugió.
—Ha estallado, ¿qué? —se alarmó Erik, evocando las terribles escenas de sangre y de muerte allá en Saturno.
—Lo que todos preveíamos —dijo el oficial—. Debo llevarle a lugar seguro. Vea eso, pero retírese inmediatamente. Su asesinato, amigo mío, no era una acción aislada. Ni mucho menos...
Erik se asomó, alterado, al ventanal. Miró al exterior. Sufrió una viva convulsión, y su rostro reflejó un profundo horror. Se retiró, angustiado, cambiando con Rolkan una patética mirada.
—No, no es posible... —jadeó.
—Ya lo está viendo —afirmó con énfasis el joven oficial, tomando un brazo de él, para llevarle urgentemente fuera de allí—. Es un asalto en toda regla... Una masa de gente ataca la zona de seguridad presidencial. Los soldados están conteniendo a esa multitud. Pero sé lo que ocurre. Es cuestión de minutos que todo se derrumbe alrededor nuestro... ¡Vamos, sígame, pronto!...
Abandonaron la estancia. Los vigilantes armados de los corredores, saludaban respetuosamente a Rolkan. El oficial los envió a las puertas de la residencia, para contener a posibles asaltantes que llegaran hasta ellas. Desde el albergue de honor de su huésped, llevó a éste al edificio central, donde residía el Gobierno. Las tropas iban situándose, saliendo de sus acuartelamientos. Allá afuera, una multitud enfurecida, con los Comandos Suicidas al frente, saltaba los bastidores del lugar y se enfrentaba a las fuerzas militares de Júpiter sin importarles en absoluto las bajas sufridas.
Las armas tronaban, las llamaradas surgían por doquier, y las víctimas iban contándose ya por centenares. Pero todo ello no podía tener más que un fin: los asaltantes terminarían por vencer, aplastando toda resistencia a su paso. Erik lo sabía. Rolkan también parecía saberlo.
—Siempre estuve seguro de que sucedía algo que escapaba a nuestro control —habló excitadamente Rolkan por el camino, mientras ambos hombres corrían desesperadamente, sin perder un solo momento—. Algo que no era simplemente una rebelión ni un movimiento subversivo corriente... La primera noticia de que estaba en lo cierto en mis sospechas, me la proporcionó Ylona...
—¿Ylona?
—Sí, Erik —afirmó el joven soldado—. Ylona, la hermana del presidente... Ella y yo..., bueno, existe algo más que una simple relación oficial o amistosa entre ambos, ¿va entendiendo usted?
—Claro —sonrió Erik—. Es algo que me satisface. Parece usted un gran muchacho, capitán Rolkan. Ella ha sabido elegir.
—Gracias. Usted es muy generoso conmigo. No estoy yo tan seguro de eso, créame. Lo cierto es que temo no haber estado a la altura de las circunstancias. Debí tomar algunas medidas, si mis sospechas eran ciertas, como presentía...
—¿Qué le dijo Ylona de todo eso?
—Que sucedía algo. Algo fuera de lo normal. Ella..., ella también había ido detectando sucesos extraños por doquier. A veces, las masas adquieren una repentina agresividad. Como si algo o ALGUIEN las provocara por medios que no comprendemos... Ultimamente, revueltas y atentados; hechos criminales inexplicables, llegaron a ponerla en guardia. Como si, al estorbar a alguien cierto estado de cosas, un simple impulso oculto moviera los hilos de la trama. Y gobiernos, pueblos, sistemas establecidos sólidamente, se derrumban en medio de sangrientas masacres.
—¿Creen en la existencia de una sola fuerza, capaz de provocar todo eso?
—Ylona lo cree. Yo también. Lo de Saturno me intrigó más aún. Y adopté medidas especiales de seguridad..., aunque veo que no han conducido a nada. Los prisioneros de los Comandos Suicidas, capturados hasta ahora, coinciden en algo muy extraño, que nunca se produjo antes de ahora: todos ellos niegan haber hecho lo que hacen por convicción. Se consideran inocentes. ¿Se da cuenta de lo que eso puede significar, Erik?
—Sí —asintió el joven comerciante, muy pálido—. Que obran como..., como autómatas.
—Exacto. Como formando parte de toda la masa que se subleva. Eso es lo que ocurre, lo veo muy claro, Erik. Todos, al unísono, se mueven por algo que les induce a ello. Lo que eso pueda ser no lo entiendo, pero... existe. Tal vez usted sepa algo más que yo. Tal vez por eso, nuestros enemigos hayan decidido asesinarle, no sé... Hablaremos de ello ahora con el presidente Grübner. Aunque herido y mutilado, es quien puede guiarnos con más serenidad en este trance.
—Opino lo mismo —asintió Erik, con gesto grave—. Pero mucho me temo que toda guía sea inútil a estas alturas, Rolkan. Si algo podemos hacer aquí, en Júpiter, tras lo que he visto, lo que he vivido, lo que mis ojos presenciaron con horror en Saturno..., es huir.
—Bien —asintió gravemente el capitán Rolkan—. Pues huiremos, no lo dude...
* * *
—Sí. Huiremos. Inmediatamente. Era Ylona quien hablaba. Como portavoz, al parecer, del silencioso presidente Grübner, tendido en su lecho, silencioso y sombrío. Erik y Rolkan parecían esperar solamente la decisión del máximo mandatario de las Colonias de Júpiter. Afuera, la revuelta alcanzaba su grado máximo. Los disparos se unían a los gritos exasperados de las masas lanzadas al ataque. El resplandor de los incendios se elevaba hacia el cielo de Júpiter.
—Entonces, no perdamos tiempo —sugirió Erik—. Mi nave comercial está cerca. Podemos utilizarla para salir de aquí. No creo que hayan llegado aún al cosmodromo presidencial...
—No, no han llegado —suspiró Rolkan, consultando en un plano luminoso, sobre el muro, los puntos detectados por los controles de seguridad que marcaban el inexorable avance de los asaltantes sobre los bastiones presidenciales—. Pero eso no tardará mucho en suceder si no nos damos prisa...
—Ya ha escuchado, señor —dijo Erik, volviéndose a Grübner—. Vamos ya...
El presidente le miró con triste sonrisa. Acabó por sonreír, moviendo negativamente la cabeza de un lado a otro. Hubo un repentino silencio en la cámara presidencial.
—¿Cómo? —jadeó Erik, sorprendido—. ¿Es que... ha cambiado de idea?
—No —negó despacio el presidente—. Nunca cambié de idea, amigo mío. Es una decisión muy medida. Muy calculada. Nada me hará cambiar.
—No entiendo...
—Lo entenderá pronto —susurró Ylona, con amargura—. Mi hermano se queda.
—¿Qué?
—Se queda —ella bajó la cabeza, ensombrecida—. Es su destino. Juró que nunca abandonaría su tierra natal, este Júpiter que nos vio nacer y crecer, al que ama y que quiso mantener como un estado libre, con derechos iguales para todos,.. El juró que, si su obra se derrumbaba alguna vez, él se derrumbaría con ella. Se quedaría aquí hasta el fin. Para bien o para mal. Lo decidió hace años. Y nada ni nadie le hará disuadir de ello.
—Pero..., ¡pero esto es diferente! —clamó Erik—. No es una revuelta vulgar, no es una sublevación del pueblo ni un asalto al poder por parte de sus enemigos habituales. ¡Es algo mucho más siniestro y horrible, todos lo sabemos!
—Lo sé, Erik —habló con dulzura el presidente—. Pero eso también constituye un peligro para cuanto yo he creado aquí. Por lo tanto me quedaré hasta el último momento, defendiendo lo que es mío. Es mi decisión. Como dice mi hermana, nada ni nadie va a convencerme de que abandone ahora... Es diferente en su caso, amigos. Yo les ordeno, LES ORDENO, entiéndalo bien, que abandonen inmediatamente el planeta Júpiter y se pongan a salvo. Usted, mi hermana Ylona y Rolkari. Y alguien más que, sin duda, tampoco merece morir aquí porque al menos él tiene unas ideas honradas y leales, que trató de llevar a la práctica.
—¿A quién se refiere?
—Al propio Kurt Klein.
—¡Klein, el rebelde! —se asombro Erik—. ¿Va a liberarlo?
—Está libre —hizo un gesto, y señaló hacia una puerta inmediata. El joven rebelde entró en la cámara, escoltado por dos soldados—. Ahí tienen a Klein. Debe irse con ustedes, libre de todo cargo. Es una orden, recuérdenlo.
—¿Yo, señor? —se sorprendió el aludido—. Eso no tiene sentido... No puede sacarme de aquí, presidente Grübner. ¡Soy su enemigo, soy el hombre que ha provocado todo esto con mis Comandos Suicidas1.
—No, Klein. No esta vez —rechazó el presidente—. Sabemos lo que sucede. Usted ha perdido el control de todo. Ha actuado bajo coacción todo este tiempo. No sabemos qué coacción, ni por parte de quién. Es posible que usted mismo lo ignore también, puesto que creo que ha estado como dominado por un poder ajeno a usted, en el último ataque... Klein, vaya con ellos a la Tierra. Es posible que, sobreviviendo todos ustedes les sea posible convencer a la gente de lo que está ocurriendo, del peligro terrible que les acecha a los demás mundos... lo mismo que ha caído ya sobre nosotros.
—Pero no comprendo...
—Quizá lo comprenda más tarde, Klein —replicó el capitán Rolkan, ceñudo, aferrándose por un brazo para llevarlo consigo—. Síganos. El presidente tiene a bien liberarle. Usted mismo dijo que era inocente, ¿recuerda? Y creo que realmente, lo es... Ahora tendrá la ocasión de demostrarlo en el lugar adonde vamos. Hemos de cooperar todos, ¿lo entiende? Todos nosotros... para combatir a alguien, a algo siniestro y terrible que amenaza a todos los mundos habitados... ¡En marcha!
Ylona se despidió de su hermano sin patetismos. Rolkan y Erik se limitaron a un rígido saludo castrense al político valeroso, que permanecía hasta el fin luchando por sus ideales y convicciones, aunque sabía que sólo la muerte podía ser su final y el de toda su obra en Júpiter.
Poco después los cuatro fugitivos alcanzaban el cosmodromo presidencial. Allí les esperaba la nave comercial de Erik. Este requirió a sus dos camaradas, Shek y Grovy, de servicio siempre en el interior de la nave, para vigilarla y protegerla de cualquier riesgo.
Ambos estaban preocupados porque, desde la atalaya de su cabina de controles, habían captado ya la presencia de fuerzas enemigas en el exterior, y el estado de revuelta sangrienta en que Júpiter se hallaba en torno suyo, de igual modo que sucediera allá, en Saturno, en su anterior viaje.
—Parece que nos persiga una maldición —fue el áspero comentario de Shek.
—¡Dios mío, otra vez! —gimió por su parte Grovy—. ¿Hasta cuándo esto, Erik?
—No lo sé —gruñó su amigo, ceñudo—. Esperemos que siempre, cuando menos, tengamos la fortuna de evadirnos del lugar del drama...
Y unos momentos más tarde, mientras las turbas destrozaban las puertas del recinto presidencial y arrollaban a la guardia en un caos sangriento, la nave comercial despegaba perdiéndose en los espacios vertiginosamente...
Ylona dirigió una mirada hacia atrás, llena de dolor y amargura. El capitán Rolkan, a su lado, la rodeó con sus fuertes brazos tratando de confortarla.
Ante los mandos, Erik dirigía la marcha de la nave. No lejos de él, un Kurt Klein extrañamente ensombrecido y perplejo, como horrorizado de cuanto presenciaban sus ojos allá en el suelo de Júpiter, permanecía sumergido en un profundo y aterrado silencio. Por vez primera quizá un enemigo sentía piedad y a la vez, ira, por la derrota de su adversario de siempre.
—Cielos... —le oyó decir Erik, con voz rota—. Si yo no controlo a mis hombres, si el propio mariscal Wolff no ordenó este ataque, esta revuelta suicida y sangrienta... ¿quién lo hace? ¿Qué es lo que está sucediendo?
Erik hubiera querido responderle. Hubiera querido decirle que había alguien más metido tras el sangriento escenario de aquella tragedia a escala cósmica. Pero no lo hizo.
Entre otras cosas, porque ni siquiera sabía qué o quiénes constituían aquel peligro fantástico, intuido por Toht y que empezaba, como él dijera, a asesinar, a asesinar mundos, a ejecutar planetas enteros, bajo un siniestro designio que no parecía siquiera humano...
2
ICES..., dices que NO PARECE HUMANO?
—Sí —susurró Erik—. Eso dije, Livia...
Ella le contempló largamente. Sus ojos reflejaron una profunda e insondable tristeza. Pareció sumergida en pensamientos muy lejanos por unos momentos.
—Te lo dije —habló—. Te dije que había algo horrible en todo aquello. Estuve segura de que Toht tuvo razón...
—Ahora lo sé. Ahora he entendido, Livia. Pero aun así... Tras mi regreso de Júpiter, empiezo a preguntarme si valdrá la pena seguir viajando. Me temo... me temo que Marte, Venus, todos los planetas, en suma... conozcan el horror de esas barbaries sin sentido...
—¿Y la Tierra, Erik? —preguntó ella con voz profunda.
Erik se estremeció. No había querido mencionarlo siquiera. Pero Livia lo hacía. Livia no eludía el problema en su más dura vertiente.
La Tierra....
Sí, él sabía que era cierto. La Tierra peligraba. La Tierra era también un planeta, como todos los demás. El origen de la vida para las demás colonias del Sistema Solar. La Tierra podía ser el planeta que siguiera. Más pronto o más tarde...
—No olvido eso —dijo Erik, roncamente—. Puede ser,
Livia. Puede ser... y la sola idea me asusta. ¿Qué podría hacerse por evitarlo?
—Supongo que tú nada puedes hacer. Eres sólo un comerciante, no un héroe —le dijo ella, quizá recordándole con cierto sarcasmo, una de sus frases.
—Por favor, no hables de eso —susurró Erik amargamente—. Esto ha cambiado las cosas. No puedo permanecer cruzado de brazos, como un simple espectador. No puedo asistir a la tragedia, sin participar en ella. Ahora lo sé. He aprendido una dura lección. Debo olvidarme de muchas cosas, incluido mi trabajo. Esto es ahora cuestión de TODOS nosotros. Es un problema de supervivencia. Quizá la propia especie humana, como tal, esté en peligro.
—¿Crees en la existencia de monstruos de otros mundos más lejanos? ¿En una superraza capaz de aniquilarnos... por contrato, o poco menos?
—No —negó Erik—. No creo eso. Pero sí creo que todo ocurre... POR CONTRATO, como tú has dicho.
—¿Qué quieres decir?
—Justamente lo que he dicho. Eso de... de ejecutar mundos, de asesinar planetas... no deja de ser sino un concepto, un modo de ver las cosas. Toht dijo la verdad, pero de una forma convencional. He estudiado el asunto. Y hemos llegado a una conclusión. Lo que mueve a esas masas, no es un problema político ni de doctrinas... Actúan ciegamente. No les importa matar o morir. No son suicidas porque defienden una cosa concreta. Kurt Klein nos ha relatado sus propias experiencias. Pueden ser de gran valor para llegar al fondo de esta cuestión, Livia.
—¿Qué es lo que él sabe?
—Lo que he vivido personalmente. Se sentía dirigido, controlado por algo ajeno a su voluntad. Como en estado hipnótico. Pero la hipnosis afectaba a miles de seres. En todos los casos ocurre igual. ¿Una droga, una sugestión colectiva? Quizá un poco de todo eso. Un influjo acaso disperso en el mismo aire que respiraban...
—Pero..., pero tú y los demás respirasteis el mismo aire. Y no notasteis nada...
—Tal vez ocurría en determinados lugares. Incluso ese aire drogado podía estar controlado en determinada dirección... para provocar en ciertas gentes, escogidas de antemano, afán de lucha, sed de sangre, odio irreflexivo...
—Erik, pero todo eso, ¿para qué?
—Por encargo, diría yo —suspiró Erik sombríamente.
—Encargo... ¿de quién? ¿Para qué?
—Hay dirigentes, fuerzas poderosas, gentes que se enriquecen a costa de cosas así. Siempre sucedió lo mismo en este mundo o en otros. Imagina..., imagina una macro— sociedad criminal, capaz de aceptar encargos semejantes. En vez de pistoleros, como en los viejos tiempos, utilizarían recursos científicos para mover las masas como instrumento suyo. Pero siempre con unos coordinadores o monitores que llevan control directamente. Y llegamos... a los hombres de ojos de oro.
—¿Autómatas?
—O poco menos. Hombres de mente programada. Con un control remoto que les guía, para dirigir a los demás. Son los que pudiéramos llamar ejecutivos auténticos de los proyectos de esa sociedad. Los asesinos de planetas, en una palabra.
—Sigue sin aclararse algo de lo que Toht refirió... —le recordó Livia, preocupada—. El cráneo negro, las iniciales...
—Las iniciales... —suspiro Erik—. Por desgracia, creo haber traducido su significado real, Livia.
—¿De veras? ¿Cuál crees que puede ser?
—W.K.I. He hecho pruebas en la computadora. Una de ellas dio positivo... Puede ser... WORLD KILLERS INCORPORATED, ¿comprendes, querida?
—Sí —asintió ella, estremecida—. Sí, claro que comprendo... Lo comprendo todo muy bien, Erik. Y tiene sentido. Un terrible sentido, diría yo... World Killers Incorporated Estoy segura de que ésa es la verdad del hecho...
—De modo que estamos frente a auténticos asesinos de mundos—afirmó Erik—. Hemos elevado un informe al gobierno de la Tierra, pero dudo que nos crean, a menos que aportemos más evidencias. Y si tardamos demasiado en ello, podría ser tarde. Muy tarde para salvarnos todos del peligro que nos amenaza, Livia...
—Erik, tengo miedo...
—Sí —susurró él—. Yo también si he de serte sincero...
* * *
—¡Asesinos de mundos! —el presidente de la Confederación Terrestre sacudió la cabeza con desaliento, y soltó una breve carcajada—. Por Dios, ¿está hablando en serio, señor Lentz, cree en algo tan fantástico?
—Totalmente en serio, señor. No se trata quizá de una acción unificada, común a todos los planetas, sino de diversas acciones que ahora se realizan, porque a la vista de la gran eficacia de esa macrosociedad, todos los intereses puestos en juego en el Sistema Solar, se apresuran a contratar los servicios de ese supremo instrumento de muerte y subversión que actúa en cualquier lugar del universo.
—La Sociedad Anónima de Asesinos de Mundos... —el presidente terrestre hizo un gesto enfático—. ¡Cielos, señor Lentz!, ¿cómo espera probar algo así?
—No puedo probarlo aún, eso es lo malo, señor —admitió Erik, ensombrecido—. Pero en muy breve tiempo, espero tener en mis manos esas evidencias que usted necesita...
—No seré solamente yo quien precise. El Consejo Internacional deberá refrendar lo que yo considere, no lo olvide.
—No lo olvido, presidente —fue lo único que Erik dijo con voz ronca—. Espero lograrlo, sea como sea...
—Pues apresúrese —le invitó el presidente—. Recuerde que, sólo dentro de una semana, comienzan nuestras vacaciones y el Consejo se cierra por tres meses...
Tres meses. Erik se estremeció. Era demasiado tiempo. Podía suceder lo peor en ese tiempo. Ahora no trabajaba siquiera. No quería viajar a Marte, a Venus o a otros mundos. No, mientras existiera peligro para el planeta Tierra. Si allí cambiaba todo de repente, sería la tragedia total. Y habría, sin duda, gentes capaces de hacerlo cambiar a su antojo para su propio lucro, para su beneficio personal.
Erik salió a la amplia antecámara de la presidencia, sumido en sus pensamientos. Varias comisiones esperaban ser recibidas. Una de ellas, especialmente llamativa, estaba formada por personas de aspecto religioso que oraban entre dientes, portando pancartas y distintivos de tipo fetichista, casi. Una gran pancarta señalaba:
«FUNDACION ESOTERICA DE NUESTRO DIOS SUPREMO»
Eran los pseudorreligiosos de siempre, los cada vez más extendidos fieles de ese supremo. Iba a pasar junto a ellos sin hacerles caso alguno, cuando, de repente, se fijó en algo peculiar y sorprendente. Enarcó las cejas, y miró a los fieles de aquella nueva secta.
—Hermanos, ¿qué significa eso? —preguntó, señalando algo que todos ellos lucían en sus ropas y en algunos estandartes.
—¿Esto? —se escandalizó uno de ellos—. ¡Ignorante impío! ¡Es la imagen misma de nuestro Dios, el gran supremo!
Erik se controló. Dominó sus emociones difícilmente.
El Dios supremo era... un cráneo negro.
—Un cráneo negro...
—Sí, capitán Rolkan. Eso explica todo. Son ellos ¿entiende? ¡SON ELLOS! Los hemos tenido siempre ante nosotros, sin darnos cuenta. En Saturno, en Júpiter, aquí en la propia Tierra... Toht fue concreto. Habló de ojos de oro. Y de un cráneo negro... Era la clave, la pista para localizar a los ejecutores de mundos... Esa supuesta secta religiosa... ¡ES LA INCREIBLE MAFIA DEL ESPACIO! ¡Los asesinos de mundos, capitán!...
Rolkan e Ylona cambiaron una mirada. Junto a ellos Livia era una luchadora más de aquel grupo de héroes anónimos, dispuestos a pelear hasta la muerte por descubrir la verdad terrible de cuanto sucedía.
Y la verdad estaba allí. Sabían ahora QUIENES eran los ejecutores. Ahora tenía sentido la presencia de los sectarios, supuestamente esotéricos, en cada planeta azotado por el horror sangriento.
Kurt Klein afirmó despacio, con energía.
—Sí —dijo—. Creo que Erik tiene razón. Ahora, se trata de vencer a esos criminales... y lo antes posible.
3
L edificio destinado a la llamada Fundación Esotérica del Dios Supremo, era un amplio recinto situado en una colina, cerca de la gran metrópoli terrestre, capital de la Federación de Estados.
Erik y sus compañeros se aproximaron cautelosamente en la noche, a través de los edificios colindantes, primero. Luego, a través de la campiña abrupta, oscura y desolada en esos momentos.
Pronto descubrieron los controles electrónicos que rodeaban el recinto supuestamente religioso. Pero Erik y el capitán Rolkan llevaban consigo un sistema anticontrol, que iba anulando toda clase de detectores, por complicados que fuesen, neutralizando sus avisos de alerta.
De ese modo llegaron al templo. Tras localizar un punto más accesible, utilizaron sus instrumentos especiales, para abrirse paso a través de un ventanal, sin producir ruido alguno.
Una vez dentro, dotados todos de mecanismos neutralizadores de sistemas de alarma, se dispersaron por el recinto religioso sumido en sombras...
Eran amplísimas, vastas naves de altísimas cúpulas, sostenidas por bosques de columnas. En los muros había dibujos esotéricos, pinturas extrañas y simbolismos enigmáticos, que salpicaban el templo con sus trazos indescifrables.
Pero todo ello interesaba muy poco a Erik y a sus compañeros de expedición nocturna. Por la sencilla razón de que todos sabían que eso no hacía sino constituir parte de la escenografía de una gigantesca farsa, encaminada a ir introduciendo en todos los planetas, en todos los pueblos, en cada confín de la Humanidad, a los apóstoles y adeptos de aquella extraña religión. Religión que era solamente la envoltura, la máscara de una organización fría e implacable, encargada de derribar Gobiernos y sistemas políticos, por simple encargo a la institución.
Una Super Mafia increíble, en suma.
Muchas cosas habían ido coincidiendo de modo inexorable, paso a paso. Los ojos de oro, el cráneo negro... Faltaba saber qué extraño significado poseía el hecho de que hubiera personas con ojos de oro, pero Erik estaba seguro de que la clave de todo de hallaba allí dentro, en aquel recinto aparentemente destinado al culto de una nueva fe, una religión ambigua, que databa solamente de unas décadas...
El pobre Toht tuvo razón. El había descubierto, de alguna forma, lo que sucedía. Erik recordaba, ahora que Toht había sido siempre hombre creyente, muy dado a dejarse llevar por ideas religiosas, por nuevas sectas que difundieran conceptos nuevos sobre la Fe. Tal vez en una de esas ocasiones, conoció, por alguna razón que jamás conocerían ellos, el secreto terrible de los esotéricos.
—Mira, Erik. Mira eso... —susurró Livia cerca de él, oprimiendo suavemente su brazo.
Erik miró, dejando de reflexionar y darle vueltas al asunto, en su mente. Un corredor de altas columnas negras, basálticas, salpicadas de simbolismos en blanco y plata, conducía a una especie de inmensa nave central, situada en mitad del edificio. Un recinto circular, también de columnas en su entorno, con algo en su centro...
Luz. Luz de antorchas y de velones. Y algo más.
Gente. Murmullos de rezos. Apagado susurro de voces orando en voz baja. Extrañamente, aquellos susurros rebotaban en los muros o se perdían entre las columnas, con ecos profundos, como el lejano miserere de algún milenario convento monacal.
Erik detuvo con un vivo gesto a todos sus compañeros. Permanecieron quietos, ocultos en el frío, rígido bosque de negras columnas. Escuchando. Oteando la zona de luces y sombras, producida por el parpadeo de las llamas en la amplia nave.
Erik se adelantó un poco a los demás, con todos sus sentidos puestos en cada movimiento que hacía. Con precauciones extremas para no ser captada su presencia allí. Estaba seguro de que, en el caso de ocurrir así, la vida de todos ellos no valdría lo más mínimo.
Tras hacer un gesto de que esperasen, emboscados en las columnas, sin dejarse ver, el joven comerciante se movió con lentitud, como un felino en la sombra. Fue acercándose al punto de reunión. Pronto descubrió el lugar, en todos sus detalles. Se detuvo, sobrecogido.
Había, cuando menos, un centenar de personas de ambos sexos, reunidos en torno a un altar o ara de negro mármol. Todos lucían túnicas y caperuzas negras, que velaban sus rostros. Sobre el altar, fantásticamente iluminado por el resplandor de las llamas de velones y antorchas resinosas, una figura escalofriante presidía la asamblea.
Un gran cráneo negro.
Era una gigantesca escultura en piedra negra, pulimentada, presentando una calavera casi demoníaca, de cuyas vacías cuencas y descarnada boca, emergía una luz verdosa, espectral, acaso producida por alguna instalación eléctrica interior. El efecto era fantasmagórico, y tanto el cráneo como sus fíeles allí reunidos revivían la existencia de remotas supersticiones.
Así eran las cosas, a veces, pensó Erik amargamente. La masa, el populacho, se dejaba influenciar, magnetizar, por viejas ideas caducas; por todo lo que se había perdido en la noche de los tiempos y regresaba al oscurantismo de sortilegios, religiones paganas y ritos ancestrales.
De súbito, Erik se echó atrás, impresionado, ocultándose mejor entre las columnas del templo. La presencia de alguien a quien no le fuera posible ver hasta entonces, había producido esa brusca reacción en él.
Tras el negro cráneo, habíase perfilado una nueva silueta. Una figura alta, majestuosa, que se movía con arrogancia, con autoridad. Una figura envuelta en una túnica más amplia que la de los fieles allí congregados en susurrante cerco. Pliegues amplios rodeaban la forma humana, que sobrepasaría quizá los dos metros, aunque Erik creyó captar en aquella estatura algo raro, anormal. Como si el personaje falseara su auténtica altura por algún medio artificioso, bajo la gran túnica.
Esta era de color púrpura, salpicada de simbolismos extraños. Y su portador no mostraba, tampoco, su rostro, pero en vez de capucha monacal, como sus fieles, llevaba una prenda más extraña y sorprendente.
Una capucha rígida, adoptando la forma de... de una calavera negra. Del cráneo negro de su adorada divinidad.
—¡Cielos...! —susurró Erik, entre dientes—. ¿Qué significa eso? Tal vez se trate de un sumo sacerdote o cosa parecida...
—¡Escuchad, hermanos todos! «¡Escuchad la voz del Supremo a través de mi miserable persona!»
Era una voz increíble, potentísima, emergiendo de la calavera negra que sostenían los hombros del misterioso ser.
Tan grandiosa, resonante y dominadora; tan poderosa de volumen, que solamente podía estar producida, pensó Erik fríamente, por un sistema de amplificación artificiosa. Tal vez la caperuza negra no era sino un truco más para disimular en su interior, no sólo la auténtica identidad y el rostro del ser allí erguido, sino también algunos diminutos circuitos electrónicos, de amplificador o altavoz, en reducido tamaño y gran potencia.
Se hizo el silencio. Los rezos cesaron inmediatamente. El alto y gigantesco sacerdote esotérico, elevó sus manos a las alturas como invocando a alguna de la extraña figuras grabadas en la cúpula, sus brazos sobre la negra cabeza artificiosa.
—¡Escuchadme todos! —repitió con su vozarrón formidable—. ¡Os habla vuestro Gran Sacerdote Wan, portavoz y eco de las órdenes supremas y de los designios inexorables del gran Dios Supremo!
El silencio era total ahora. Profundo, religioso, fervoroso hasta el límite. Erik respiró con dificultad. El aire olía a aromas exóticos, a perfumes dulzones, que acaso se quemaban en los incensarios que rodeaban la mítica figura del cráneo negro.
—Yo, vuestro Gran Sacerdote Wan, puedo revelaros hoy que nuestra fe y nuestro credo corren peligro. ¡Seres sin conciencia, tiranos de nuestra sociedad, nos persiguen y buscan, en este momento, destruirnos, para aplastar la doctrina del Supremo y a nosotros con ella!
Un rumor confuso, un murmullo amenazador, brotó de la multitud reunida. Hubo voces, clamores de protesta:
—¡Gran Sacerdote, dinos quiénes son nuestros enemigos!
—¡Oh, tú, Wan, poderoso y clarividente hijo predilecto de nuestro dios, envíanos a destruir a los que desean nuestro mal! ¡Pedimos la victoria sobre los impíos, la liberalización del mundo en que vivimos, del Planeta Tierra, del mismo modo que los hombres de fe de Júpiter, de Neptuno y de Saturno, se liberaron ya de sus opresores! ¡Dinos dónde están esos perros, y todos a una iremos contra ellos, como un solo hombre!
Un clamor intenso acogió esas palabras. Erik frunció el ceño. ¿Cómo podía sospechar el sacerdote Wan de la presencia de enemigos en la Tierra, que amenazaran la seguridad de su doctrina, si por el momento eso era algo que estaba solamente entre él, Livia, Rolkan, Ylona y Kurt? ¿Sospechaban algo..., o eso formaba parte del modo de excitar a las masas, para ir provocando los conflictos que, paulatinamente, derivasen en el golpe de fuerza capaz de derribar Gobiernos como si fuesen castillos de naipes?
Lo cierto es que ahora, Wan, descargó el golpe de gracia, el que iba a provocar la lógica sorpresa y desconcierto en Erik.
El ser de la túnica púrpura y la cabeza de calavera negra, alzó más aún sus brazos, en implorante actitud, y su grito profundo se elevó en silencio, retumbando entre las columnas y las bóvedas de la Fundación:
—¡Oídme todos, hermanos! ¡Yo sé, gracias a la confidencia divina de nuestro dios, que ese enemigo está cerca de nosotros, que trata de aniquilarnos, que nos acecha con ideas destructoras e impías! ¡Yo sé, hermanos, que, en estos precisos momentos, tenemos a esos adversarios muy cerca, tanto, que..., «¡que puedo anunciaros que están aquí, entre nosotros; dentro de este mismo templo!».
Erik se echó atrás, sobresaltado. En alguna parte, captó el gemido de sorpresa de Ylona, a sus espaldas. De los congregados allí, se elevó ahora un griterío espantoso, repetido cien veces por los extraños ecos del recinto.
Empezaba Erik a alejarse, cuando el brazo rígido del Sacerdote Wan, se puso horizontal, señalando al bosque de negras columnas, y su brazo tronó:
—¡Buscadles! ¡Están ahí, en alguno de esos rincones, acechándonos! ¡Vamos armados! ¡Cuidad de que ninguno escape!
Erik ya se había lanzado en veloz carrera, para reunirse con los demás. Era increíble la forma en que aquel encapuchado podía conocer su presencia y la de sus amigos. Pero lo único cierto es que la conocía y había lanzado sobre ellos a su jauría de fanáticos, capaces de destrozarles entre sus manos.
—¡Pronto, huid! —jadeó Erik, a sus compañeros—. ¡Nos han descubierto!
Rolkan y Kurt corrieron hacia él, para cubrir a las dos mujeres. Erik observó sus armas en la mano, y sacudió la cabeza, preocupado.
—Son muchos —declaró roncamente, sacudiendo la cabeza—. No creo que hiciéramos nada positivo contra ellos... Podemos acabar con una veintena, acaso más. Pero siempre quedarán sesenta o setenta supervivientes para aplastarnos, en venganza por la muerte de sus camaradas...
—Entonces..., ¿qué podemos hacer, Erik? —jadeó Rol— kan—. Hemos venido aquí a desenmascarar a esa gente, a descubrir su verdadera tarea en los planetas...
—Lo sé. Pero desgraciadamente, hemos sido nosotros los descubiertos, los desenmascarados. Recordad que Ylona y Livia están con nosotros. No podemos sacrificarlas. Creo..., creo que lo mejor es... entregarse.
—¡Entregarse! —aulló Kurt—. ¡Nunca, Erik! ¡Nos asesinarán! ¡Sabemos demasiado, ahora, y no nos permitirán nunca salir con vida de aquí...!
—Tampoco sobreviviremos luchando —declaró Erik con frialdad, deteniéndose en su carrera, al captar tras de ellos, muy próximos entre el boscaje rígido de columnas negras, la carrera de muchos pies, cada vez más cercanos—. Es lo mejor. Arrojad las armas. Y que se den cuenta de que nos rendimos. No hay otra salida.
—Pero eso... ¿es una salida? —dudó Rolkan.
—No —convino Erik—. Sin embargo, prolongaremos algo nuestra vida. Espero que ello nos permita encontrar alguna forma de salir de este atolladero...
—O de morir estúpidamente, Erik —se quejó Livia, demudada...
—Tal vez —Erik frunció el ceño, volviéndose hacia el lugar por donde emergían ya docenas de perseguidores con aullidos de triunfo. Ostensiblemente, tiró su arma al suelo, a los pies de los que acudían. Alzó sus manos—. ¡No sigáis! ¡Nos rendimos!
Su grito y su acción les hizo detenerse. Rolkan y Kurt cambiaron una mirada. Ylona y Livia también. Luego, los cuatro siguieron el ejemplo de Erik.
Alzaron sus brazos, desarmados ya. Los fieles de Baalek se aproximaron hacia ellos, en cerco cauteloso. Una voz poderosa bramó, entre las columnas sin fin:
—¡No les hagáis dañol Son nuestros prisioneros..., y deben ser respetados. Al menos, por ahora...
Erik captó la siniestra entonación de aquellas palabras. Y supo que había muy pocas esperanzas de salir con bien
de aquello. Si es que había alguna...
* * *
—De modo que preferís la muerte ritual a ser aplastados por mis fieles...
Erik contempló con frialdad al ser de caperuza en forma de cráneo negro. El Sacerdote Wan les contemplaba, desde las negras y aparentemente vacías cuencas de su máscara, y un destello profundo, glacial, era visible allá al fondo de aquellos ojos diabólicos e inexorables.
—Tanto da morir de un modo, como de otro —suspiró Erik, encogiéndose de hombros—. Y de este modo, cuando menos, me iré de este mundo sabiendo algo más sobre vosotros y vuestra maldita Organización...
—No crees en nosotros como nueva religión para los pueblos, ¿no es cierto? —la pregunta del gigante erguido ante ellos cinco, era fría y burlona. Ninguno de los cinco podía moverse ahora, sujetos con aquellas cintas metálicas. Estaban solos, sin la presencia de ningún adorador de la calavera, dentro de la cámara circular, de negros muros, que se ocultaba bajo el gigantesco cráneo negro del templo. Solos, con la única compañía del siniestro personaje...
—Ya sabes que no —rechazó Erik—. ¿Cómo vamos a creer eso, cuando hemos descubierto vuestra verdadera intención?
—Habéis sido muy inteligentes. Y muy torpes, también. Este es vuestro fin. ¿De qué va a serviros conocer la verdad, cuando vais a emprender, inmediatamente, el viaje a la Eternidad?
—De nada, posiblemente. Pero quería saber lo que estaba sucediendo. Valía la pena intentar vencer vuestra siniestra profesión de asesinos de planetas, de ejecutores de Gobiernos interplanetarios... Y todo por dinero, ¿no es cierto, falso sacerdote? Todo, por simple lucro... Nada de religiones ni dioses. Solamente una fachada para una Organización que, de ese modo, se extiende por los planetas sin despertar sospechas. La Organización se ofrece a la oposición de ciertos Gobiernos. Tiene un precio. Y actúan siempre sobre seguro. Sus masas, debidamente manipuladas, quizá sugestionadas por hipnosis colectiva, con la ayuda de perfumes hipnóticos y de brebajes que aparenten ser bebidas necesarias a vuestro culto, actúan como auténticos asesinos al servicio de una supuesta idea esotérica. En realidad, todos los fíeles de la secta no son sino soldados, ejecutores fríos e implacables, auténticos mercenarios a los que no se paga, salvo con su bien manipulada fe en algo que no existe ni significa nada... Y la Organización, de ese modo, cobra grandes sumas, por su trabajo, en cualquier mundo del Sistema Solar. Un inteligente y bien remunerado trabajo, no hay duda...
—Veo que poco puedo explicaros —rió, heladamente, su captor—. Lo sabéis todo, prácticamente.
—¡Oh, claro que lo sabemos! —rió entre dientes Erik, con indiferencia—. Lo malo es que no nos servirá de mucho para evitar lo inevitable... Ahora, la subversión os ha pagado para que aplastéis al Gobierno Federal de la Tierra, ¿no es cierto?
—Muy cierto —asintió el Sacerdote Wan—. Es un alto precio el que pedimos, pero pagan, porque saben que se hará todo limpiamente. Dentro de poco, un solo Gobierno dominará la Federación de Estados Terrestres. Las cosas cambiarán. Se pondrán duras para la gente. Pero eso, a mí no me importa. Nosotros obtendremos nuestro beneficio. Y seguimos la tarea. Es algo que heredamos de otros antecesores nuestros en la labor. Otros destructores de Gobiernos, que usaron trucos menos inteligentes que los nuestros...
—De modo que tú eres el amo de todo esto, el que dirige, en la sombra, a la Organización...
—Acertaste una vez más —dijo el encapuchado, glacialmente—. Y ahora que lo sabes todo...
—No, no todo —terció, rápido, Erik—. Me falta un detalle por saber.
—¿Cual?
—Los ojos de oro... ¿Qué significan?
—El general Otkar... tiene ojos de oro.
—Lo sé. Y hay ejecutores vuestros que también los tienen. ¿Por qué?
—Es fácil de explicar. Nuestros hombres más útiles, los que la Organización selecciona como Hijos Predilectos del Supremo dios; es decir, los escogidos, sufren una operación mental y óptica, que les dota de un poder especial telepático para permanecer unidos a nosotros en todo momento, y recibir órdenes mentales, fácilmente. Esa operación también injerta unas láminas doradas en sus retinas, y eso es lo que da el color de oro a sus ojos.
—Entonces, el general Otkar, es... es algo más que un simple tiranuelo...
—Exacto. Es uno de nosotros. Un miembro especial de la Organización. De ese modo, Saturno está controlado por nosotros totalmente, y sus riquezas minerales serán para la Organización, gracias a Otkar, nuestro fiel aliado. ¿Complacido, señor Lentz?
—Sí, gracias —suspiró Erik—. Ahora ya lo sé todo. Y conmigo, lo sabe la Federación de Gobiernos Terrestres...
El altísimo sacerdote le contempló, sorprendido.
—¿Bromeas? —dijo, con voz helada—. Solamente vosotros sabéis toda la verdad...
—Pero no sólo la Organización adopta medidas especiales —sonrió Erik, con gesto endurecido—. También yo, antes de venir, me puse en contacto con gobernantes terrestres que tuvieron fe en mis palabras y resolvieron hacer la prueba,.. Cierto que nos quitasteis toda clase de armas y de mecanismos que lleváramos en el cuerpo, pero no se te ocurrió buscar en mi cabeza... bajo mi cuero cabelludo...
—¿Tu cabeza? ¿Qué significa...?
Rápido, el enmascarado se inclinó, tirando de los cabellos de Erik, buscando algo. Lanzó una sorda imprecación al descubrir entre sus cabellos un corte epidérmico y, debajo de él, la presencia de un leve bulto metálico, algo injertado entre la epidermis y el cráneo del joven comerciante.
—¿Te das cuenta? —rió Erik, sarcástico—. Un receptor-emisor de alta frecuencia. Todo cuanto aquí sucedió, cuanto aquí se dijo, ha sido transmitido directamente y con gran potencia de sonido, al Consejo Federal de Naciones. Además, millones de personas habrán empezado a escuchar todo lo relativo a las auténticas actividades de la Fundación Esotérica del Supremo dios, puesto que los Gobiernos habían resuelto, caso de ser desenmascarada la Sociedad, conectar esta línea con todos los receptores de radio y televisión del planeta Tierra. De este modo, puede decirse que, más de medio planeta, sabe, ahora, la verdad...
Atónito, el otro retrocedió, tambaleante. Kurt y los demás, miraban con asombro a Erik que se disculpó con ellos:
—Perdonad, pero no debíais saber nada de eso. Era mejor así, amigos...
—¡Os haré ejecutar, de todos modos! —aulló el sacerdote—. ¡No sobreviviréis a vuestro triunfo!
—Es inútil —replicó Erik, fríamente—. Escucha...
Escuchó el otro. Se quedó pegado al muro. Afuera, se escuchaban órdenes, gritos de los fieles, pisadas de tropas, rodar de vehículos... Una voz tronó, por un altavoz:
—Rendíos, miembros de la Organización! ¡Está todo rodeado y vamos a capturaros!
Erik sonrió. El gigante trató de atacarle. La puerta de la cámara se abrió. Un oficial hizo un disparo sobre el encapuchado, que cayó a los pies de los prisioneros.
Entraron más tropas. Fueron liberados. Erik, antes de salir de la cámara, con Livia y los demás, se inclinó un momento. Arrancó túnica y caperuza al sacerdote muerto.
Llevaba una especie de zancos articulados para hacerle mucho más alto. Pero eso no le preocupó sino su rostro, descubierto al fin. Erik lanzó una imprecación de asombro.
—Cielos... —susurró, palideciendo—. Era eso... También él viajaba a todos los planetas donde sucedía algo sangriento... y yo jamás sospeché... Así pudo descubrirnos en el templo. El sabía que íbamos a venir. Yo mismo se lo dije...
Era Shek, su amigo y camarada, piloto de su nave comercial. Shek, comerciante como él. Shek misterioso jefe de la Organización de World Killers Incorporated...
* * *
Las evidencias halladas allí dentro, fueron suficientes para el Gobierno.
El Sindicato del Crimen a escala universal, había perdido la batalla. Las pruebas obtenidas por Erik y sus amigos, convencieron al Consejo Federal. Cuando los ejecutores trataron de reunirse nuevamente para preparar la muerte de otro mundo, a través de sus diabólicos medios, fueron aprehendidos y conducidos a prisión. Así terminó la más fantástica organización jamás existente en la historia de los mundos...
Y Erik3 con Livia protegida por su fuerte brazo, comprendió al fin que no sólo había sido un hombre heroico, en defensa de los demás..., sino en defensa de Livia misma. De la mujer que iba a ser su esposa...
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