Datos del libro
Autor: Garland, Curtis
ISBN: 9780000000002
Generado con: QualityEbook v0.61
PRIMER LIBRO OLIMPÍADA 2200
CAPÍTULO PRIMERO
ONOCÍ a Mark Fury aquella víspera de inauguración de la Olimpíada del 2200.
Las normas olímpicas habían sido adaptadas mundialmente para que todo coincidiera en esa fecha, exactamente, y así celebrar con grandiosidad deportiva adecuada la entrada en el siglo XXIII.
Los atletas, habituados ya paulatinamente a toda clase de dificultades de clima, altas presiones atmosféricas diversas o condiciones realmente difíciles para la humana naturaleza y sus alardes físicos para batir récords cuyas cifras y límites siempre iban más y más allá, ahora se enfrentarían a un nuevo problema, a un obstáculo más a salvar por sus facultades biológicas. Ya no se trataba de mayor altitud terrestre, clima seco o húmedo, problemas de adaptación y de latitudes...
Ahora se trataba de algo más. De mucho más.
Del gran estadio Olímpico Universal.
Situado en el espacio. En el espacio exterior, desde luego. En el vacío. Más allá de la Tierra, de su atmósfera. De la Luna, incluso.
En el Cosmos. En la inmensidad sideral. Flotando sobre el planeta Tierra y su satélite natural. Allí estaba el gran estadio Olímpico Universal, Conocido popularmente, como algo más breve y expresivo, como Universalia Stadium. Mis compatriotas, los americanos, habían reducido más aún, por una idiosincrasia incorregible, siempre propensa a la reducción, a la brevedad, ese nombre nuevo. El U-Stadium era para los norteamericanos el recinto donde se iban a disputar las pruebas atléticas más sensacionales e imprevisibles de todos los tiempos, desde que en la antigua Olimpia comenzaron lo juegos, con su simbolismo de paz, de puro deporte, de esfuerzo físico generoso y desinteresado. En suma, de todo eso que el mundo, nuestro mundo, fue perdiendo paulatinamente a lo largo de los siglos, hasta llegar a la materialización y deshumanización de nuestros tiempos actuales, en este bendito año de 2199 de la era cristiana, que mañana, justamente mañana, día primero de enero, termina en nuestro globo.
Y con el primer día de enero del año 2200, se inauguraban los Juegos Olímpicos del siglo XXIII. La gran Olimpíada del 2200.
Esperaba lo mejor para ella. Todos lo esperábamos. Especialmente los americanos, nosotros los orgullosos yanquis, con nuestro plantel envidiable de atletas. Y, entre ellos, el mejor de América. El mejor del mundo: El mejor de todos los tiempos.
Mark Fury.
Yo era crítico deportivo. Al menos, sería mi labor en la Olimpíada. Comentarista de la World 3-D Broadcasting. La gran cadena mundial de televisión en relieve, encargada en exclusiva de la retransmisión especial de las pruebas atléticas desde el U-Stadium.
Para mí, Mark Fury era el gran favorito. Como para todos. No podía haber otro. Sinceramente, no lo había.
Hasta entonces, nunca supe de un recordman mundial que pudiera homologar, a la vez, la mínima duración en natación, carrera atlética, de obstáculos o en liso, lanzamiento de jabalina, salto de altura, triple salto, e incluso boxeo, en peso pesado sin rival en América ni en Europa. Y menos aún en Asia.
Mark Fury era un fenómeno. Además podía alinearse como jugador excepcional de rugby, fútbol o béisbol. Un monstruo. Un caso único.
Si el superhombre existía realmente, y no era aún la clásica utopía de todos los tiempos, allí estaba el superhombre. Mark Fury, el gran atleta terrestre. La superación de todas las facultades físicas imaginables. Baloncesto, atletismo, natación, pugilismo. Todo ello practicado excepcionalmente bien, en técnica y en facultades, por aquel rubio coloso de dos metros diez centímetros de estatura y ciento diez kilos de peso. Armonioso como Apolo, perfecto como Prometeo, sublime como Perseo, poderoso como Hércules, virilmente hermoso como Aquiles o como el germano Sigfrido.
El superhombre en arrogancia varonil, músculos, inteligencia, vitalidad, conocimientos, técnicos de todo deporte. Ese era Mark Fury. Ni más ni menos.
Confieso que, en cuanto a inteligencia, siempre tuve mis dudas. Sabía que era inteligente en la práctica de los deportes y en su vida privada. Pero eso no bastaba. Podía ser una inteligencia media, exclusivamente dedicada a aquella superdotada práctica de sportman perfecto.
Pero he aquí que entonces supe que, además de todo eso, Mark Fury, el fenómeno humano de una época, y posiblemente de todos los tiempos... era inteligente. Realmente inteligente, culto y cordial. Además, sin orgullo, sin arrogancia, sin altivez. Como si no fuese una excepción dentro de lo humano. Como si, realmente, él fuese tan sólo un ciudadano cualquiera, uno más en el mundo.
Me tuve que descubrir teóricamente ante él. Mark Fury me asombró. Me maravilló. Como persona, sobre todo. Que era donde mayores habían sido mis dudas.
Mark Fury tenía solamente veintiséis años. Físicamente, poseía la vitalidad de un muchacho de diecinueve años. Mentalmente, no supe qué pensar. Aquel hombre era un coloso. En todos los terrenos.
Me presentó el presidente del Comité Olímpico Internacional, doctor Haupman. Debí de agradecer siempre a aquel afable caballero germano su cortesía para conmigo. Porque lo que en principio no era sirio un detalle de vulgar protocolo, iba a ser algo más, mucho más en realidad, andando el tiempo.
Sólo que entonces yo no lo podía saber, ni sospechar siquiera. Ni ninguno de nosotros, en realidad.
Así, cuando el doctor Kurt Haupman me puso frente a aquel prodigio físico que era Mark Fury, me sentí como intimidado, encogido, avasallado por su tremenda personalidad, que quizá hubiera sido lo mismo de medir él unas cuantas pulgadas menos.
—Este es Mark. Mark Fury, mi querido amigo Grant.
Mark, te presento al periodista y comentarista de la televisión mundial, Patrick Grant.
—Es un placer, Grant —me sonrió, estrechando mi mano entre su prodigioso manojo de músculos, sin la fuerza ni rudeza habitual en un deportista superdotado, sino como si fuese un auténtico gentleman más elegante y distinguido que físicamente fuerte—. Espero que en esta Olimpíada vea realmente algo bueno.
—En eso confiamos todos-dije, risueño—. Especialmente, por lo que a usted respecta, Mark.
—Espero no defraudarles —se encogió de hombros, sin conceder gran importancia al tema—. Pero a veces las cosas no salen como uno desea. Hay tantos imponderables, Grant. Usted, como escritor y espectador de pruebas atléticas, quizá lo sepa mejor que yo.
—Sí, sé a lo que se refiere. Pero eso reza para los demás. No para Mark Fury.
—Recuerde algo, amigo mío —me dijo, con un brillo jovial en sus ojos, sorprendentemente verdes y límpidos—. Mark Fury es solamente un hombre, un ser humano. Por encima de toda otra circunstancia.
—Contemplándole, y conociendo sus récords, uno llega a dudarlo —sonreí.
—Es posible —se alisó, mecánicamente, con gesto pensativo, su largo, liso, cabello rubio, dorado y brillante... Sus verdes pupilas revelaron simpatía—. Pero, en el fondo, todos somos criaturas humanas, llenas de virtudes y defectos. La Naturaleza me ha concedido unos dones físicos, y los aprovecho. Eso es todo. Pero puedo equivocarme como cualquiera, Grant. Debajo de esta epidermis, solamente hay tejidos normales. Y los puntos vitales de cualquier ser viviente: pulmones, corazón, nervios, un cerebro sin nada notable... No, amigo mío., Disto mucho de ser ese superhombre que se han inventado sus compañeros de profesión.
—Puede llegar a serlo, al menos deportivamente, en esta Olimpíada —señalé.
—Al menos deportivamente —aceptó, con un asentimiento de cabeza—. Sí, eso sí. Tengo fe en mis posibilidades. Si me acompaña la suerte, puedo llegar lejos. Pero no hay nada seguro aún. No está dicha la última palabra, Grant. Habrá atletas formidables de todos los países. Y todos con el afán de derribar los pronósticos que se han hecho sobre mí. La lucha va a ser dura, reñida. Pondré cuanto está en mi mano para triunfar. Dios quiera que así sea..., sólo por quienes confiaron en mí.
Hubo una luz peculiar en el fondo de aquellas fantásticas y hermosas pupilas verdes. Yo utilicé rápidamente mi olfato periodístico. Y mi proverbial indiscreción:
—¿Una mujer, por ejemplo?
Me miró, sin enfado. Afirmó despacio, dibujando una leve sonrisa en sus labios carnosos, bien dibujados, de estatua griega.
—Sí —convino—. Una mujer. Entre otros, claro.
—¿Como uno más? ¿O diferente a los otros?
—Diferente —admitió, tras una leve duda—. Diferente, sí, Mucho.
—Las gacetillas no hablan de eso. No he leído reportaje alguno al efecto.
—Lo mantuve callado, lo admito. Forma, parte de mi vida privada, no del atleta popular.
—Los hombres populares no tienen vida privada —comenté—. ¿Quién es ella?
—Vale más no decir su nombre.
—¿Por qué?
—Es discreta. Le gusta el anonimato. La Prensa, la televisión y los noticiarios caerían sobre ella como un alud, en cuanto supieran su nombre, su identidad.
—Sí, es cierto —admití—. Respeto ese punto, Fury. Pero al menos sí podrá decirme algo...
—¿Qué?
—Ella..., ¿es su prometida, su novia...?
—No del todo —suspiró—. Estoy enamorado de ella, si eso le interesa. Y creo que ella de mí. Pero ahí termina todo. No hay compromiso oficial. Lo habrá después de las Olimpíadas. Gane o pierda. Pero ella puso mucha ilusión en esto. No quiero, defraudarla.
—Le comprendo. No la defraudará, Fury —contemplé su estampa impresionante y, a la vez, increíblemente armoniosa—. Sí, le comprendo muy bien. Y le deseo toda la suerte del mundo. Sinceramente. El resto, es usted quien ha de ponerlo. Y sé que lo hará.
—Gracias, Grant —sonrió él—. Los periodistas nunca me fueron particularmente simpáticos, para serle franco. Creo que con usted es diferente. Muy diferente.
—Confidencia por confidencia —me incliné, riendo, hacia el rubio olímpico—. Los deportistas no me resultan arrebatadores precisamente, ni tan siquiera los amateurs. Usted es distinto también.
Y cuando nos estrechamos la mano, supe que en el fondo habíamos iniciado una buena y cordial amistad ambos.
Lo que yo no sabía, es lo que nos reservaba el destino. Ni Mark Fury ni yo podíamos sospecharlo ni de lejos. Y, sin embargo, iba a ocurrir de un momento a otro. Cayendo demoledor sobre nuestras vidas.
Y sobre la Olimpíada 2200. Y sobre el mundo entero, a la misma vez.
Pero todo eso había comenzado ya. Sólo que no podíamos imaginarlo siquiera. Ni aquel superdotado titán de la competición olímpica, ni yo. Y, posiblemente, menos aún que nadie, su misteriosa dama, aquella por la que Mark iba a luchar con más fuerza que nunca en la Olimpíada del naciente año 2200...
Yo entonces no podía saberlo. Nadie lo podía saber. Tampoco estuve en el mundo íntimo de cada uno de los personajes que serían, andando el tiempo, protagonistas centrales de la historia increíble que iba a vivir yo, como un personaje más, acaso con mayor importancia en el papel asignado, pero inmerso del mismo modo que los demás en el torbellino trágico y alucinante de una historia que hubiera estremecido de pavor, y de incredulidad también, a sólo unas pocas generaciones anteriores a nuestro incipiente y bendito siglo XXIII.
Pero la misión del periodista, del informador, es a veces la de convertirse en una especie de duendecillo que pueda alzar los tejados de las casas como aquel inefable "Diablo cojuelo" de la picaresca española, o como el navideño espíritu del inefable señor Scrooge, del "Cuento de Navidad" de Dickens— y penetrar en el mundo ajeno, como un espectador invisible, refiriendo cosas que no vio, conversaciones que no escuchó, reacciones, ideas y pensamientos que no captó, pero que formaron parte del mosaico humano, inaudito, de la más asombrosa historia vivida nunca por el género humano, la ciencia, la técnica... y el propio hombre y su sociedad, como auténtico centro vital, como protagonista auténtico del drama.
Sí. Yo nunca estuve en casa de Golda Welsh, cuando ella pensaba con amor en su admirado y fabuloso Mark Fury. Golda Welsh, la amada cuyo nombre ocultara celosamente Mark en su inicial conversación conmigo.
Yo nunca estuve en el laboratorio electrónico y biológico de aquella eminencia mundial de la Biocibernética, llamado Wilheim Frobbe, continuador avanzado y genial de las ya viejas técnicas de Norbert Wiener y de Albert Ducrocq o el americano Walter L. Wasserman, todos en el ya remoto pero revolucionario y pionero siglo XX, el de los grandes avances iniciales en tanto terreno tecnológico y científico.
Y, ciertamente, tuve la fortuna de no estar en el satélite Penal cuando la revuelta. Ni tampoco en el satélite de la Ciencia cuando tuvo lugar su ocupación posterior... Ni, mucho menos, a bordo del rocket UNWMS106 cuando fue interceptado en su ruta hacia las remotas estrellas.
No. No estuve ahí, palabra. Pero mi misión de cronista de mi tiempo consiste en relatarlo todo tal como sucedió. Y esos incidentes sueltos, esos hechos aislados entre sí, tendrían luego la mayor trascendencia en la historia de la que me hago eco en estas crónicas de la Olimpíada del 2200 y cuanto a ella siguió.
Por ello debo presentarlo aquí en tercera persona.
Como si yo estuviera presente, mudo y también invisible, pero presente. Todo lo que se refiere lo supe más tarde por mediación de referencias de otras personas. Pero entonces se perdería el hilván cierto y cronológico de esta historia. Ello le mermaría, tal vez, coherencia. Y su exacta medida.
Por ello yo, Patrick Grant, de la World Televisión 3D-Color Service, en la, International Broadcasting Programs, actúo aquí como testigo de algo que nunca presencié.
Pero al menos mi lector, si alguna vez existe un lector de estas crónicas, seguirá paso a paso cuanto sucedió. Y los personajes de este relato cobrarán ante sus ojos su auténtica dimensión humana.
Espero haber acertado en el procedimiento. Si no... perdón. Perdón a todos.
CAPÍTULO II
IOELECTRICIDAD, señorita Dark. Eso simplemente: mioelectricidad.
—¿Sólo eso? —dudó, perpleja, Karin Dark, pestañeando.
—Sólo eso —suspiró Wilheim Frobbe, profesor en Biología y en Biocibernética—. Sencillo, ¿no cree?
—Muy sencillo —la esbelta joven, de uniforme azul cobalto, con el emblema de la Seguridad Espacial sobre uno de sus juveniles y bien moldeados senos, exactamente el izquierdo, pestañeó, revelando una tibia luz de interés en el fondo de sus pupilas azules, profesionales y frías tras las gafas estilizadas, de montura platinada, que las mujeres parecían seguir prefiriendo a las lentillas de todo tipo, acaso por coquetería; había quien aseguraba que nada realzaba más el sexy y atractivo de una mujer que unas gafas de vidrios no demasiado gruesos y de montura estilizada y ágil. Los vidrios levemente amarillos de las gafas de Karin Dark apenas si parecían otra cosa que cristales de ventana, transparentes y límpidos, realzando todo el encanto inteligente de sus celestes pupilas.
—Sin embargo, es la clave —musitó el profesor—. La clave de todo.
—¿Incluso del EMG-Biocéntrico?
—No sólo de él. En realidad, es la base de ese ingenio-señaló la caja rectangular, gris, hermética, sobre una de las mesas de trabajo de su complejo y bien dotado laboratorio—. El EMG-Biocéntrico es pura y simplemente eso: una fuente de mioelectricidad amplificada hasta límites inauditos.
—¿Podría explicármelo con cifras?
—Sería demasiado complicado, señorita Dark. Y nada hay más aborrecible que hablar de frías cifras matemáticas entre un hombre y una mujer, aunque sea entre un sabio distraído y absurdo, y una bonita joven que sirve en la Seguridad Espacial, División de la Ciencia —sus pequeños ojos bizquearon risueños, bajo la leonina, desordenada cabellera gris-blanca que remataba su abombada, amplia frente. Las manos largas, huesudas, expresivas, se agitaron, en un ademán vivaz y elocuente—. Pero sepa algo, señorita Dark; la mioelectricidad es tan vieja» como el mundo y el hombre mismo: Dios dotó ya a Adán de ese poder. Cada músculo del hombre, casi cada célula, genera electricidad. El cerebro es nuestro centro vital en ese sentido, nuestra auténtica central eléctrica... Lo que Hans Berger descubrió hace siglos, con su famoso «ritmo alfa» de corrientes mentales eléctricas, aquello que fue el inicio y origen de los electroencefalogramas, y de una nueva rama de la ciencia, era solamente el principio, el balbuceo inicial de algo gigantesco que, bien canalizado, sería la revolución de nuestro tiempo, el cambio más radical e increíble de la especie humana y de sus avances científicos y técnicos en el futuro, señorita Dark. Podría ser, incluso, el «¡Levántate y anda!» de Cristo, aplicado a todos los hombres muertos, y con la ciencia en el puesto del Mesías.
—Eso casi suena a sacrilegio, ¿no?
—Dios me libre de ello —musitó el sabio europeo. Paseó nervioso por el laboratorio—. Sólo digo que el hombre, siempre con la ayuda del Señor, puede llegar tan lejos como desee. Y conocer un día los secretos de la vida y de la muerte. E incluso dar vida a lo ya muerto. Se hace parcialmente desde hace años. Recuerde : miembros amputados, mecanismos para que los ciegos «vean» o capten sensaciones luminosas... Mioelectricidad todo. El hombre genera una energía eléctrica diminuta. Basta canalizarla, amplificarla, como se amplifican los latidos del corazón o los impulsos eléctricos en los electroencefalogramas.
—Sigo bien su relato, profesor. ¿Adonde llega exactamente su EMG-Biocéntrico?
—Justamente a eso: es el centro biológico y amplificador de las EMG o «señales electromiograficas». Corrientes débilísimas, del orden de los quince a cincuenta microvoltios, se convierten ahí dentro en corrientes normales e incluso superiores a lo normal, por medios amplificadores y potenciadores que, si para encender una vulgar bombilla serían del orden de los diez millones de veces, para mis propósitos tendrían que ser, como mínimo, de los cien mil millones de veces.
Karin Dark exhaló un suspiro hondo. Meneó despacio su cabecita pelirroja, en sentido negativo. Cruzóse de piernas en su asiento de suspensión magnética, y su brevísima, insignificante falda azul cobalto del uniforme, reveló la belleza de sus muslos y pantorrillas, por encima de sus botas de materia sintética, de idéntico color, y ribetes blancos, según las ordenanzas militares de los uniformes de la Seguridad Espacial.
—¿Espera conseguir algo práctico alguna vez?
—Lo espero, señorita Dark —afirmó el sabio—. De otro modo, mis estudios en Biocibernética y en Mioelectricidad serían inútiles. Sé que lo conseguiré. Algo más que darle impulsos eléctricos a un brazo o una pierna, o reactivar un cerebro enfermo mediante ondas eléctricas. Más, mucho más. Lo que ello sea, aún está por ver. Pero llegará, no lo dude. Y mi sueño dorado, un día será realidad.
—Su sueño dorado... ¿Cuál es ese sueño, profesor Frobbe? —indagó ella, intrigada.
—Crear el superhombre.
Hubo un silencio. Karin inclinó la cabeza, haciendo pendular una de sus bellas piernas, sobre la otra. Las crudas luces azules del laboratorio se reflejaban en el charolado de sus botas graciosas, hasta la corva del muslo bien torneado.
—El superhombre... —musitó—. El moderno Prometeo, como dijo Mary Shelley en 1817, hace casi cuatrocientos, años, profesor.
—Mary Shelley dijo eso, sí —afirmó el sabio—. ¿Y qué hizo?. Crear un monstruo: el de su personaje, Frankenstein. No, no trato de repetir la ejemplar experiencia de ese libro ya apolillado por el tiempo. No haré un monstruo de Frankenstein, créame, sino un superhombre, en todo el sentido de la palabra:
—¿Qué será, realmente, un superhombre? ¿Una máquina, un ángel... o sencillamente un hombre mejor o peor que los demás?
—Quizá la mezcla de todo ello, señorita Dark. Hombre y máquina. Y también algo de ángel.
—¿Y si fracasara... y surgiera el demonio en vez del ángel? —sonrió ella, pensativa.
—Volvemos a la inefable Mary Shelley y su monstruo pseudocientífico —rió entre dientes Frobbe, moviendo su figura baja, rechoncha, nervuda, por entre las complicadas instalaciones de su laboratorio—. Abordamos el tema desde un punto equivocado. Yo hablo de ciencia. De tecnología, fría y desapasionada, no de una supuesta cirugía imposible, con tejidos y vísceras humanas.
—Los tiempos y las teorías cambian, profesor. ¿No puede ser el resultado final el mismo?
—No —negó rotundo Frobbe—. No lo será. Se lo aseguro.
—Bien..., —ella se incorporó ahora, despacio. Alisó la faldita sobre sus muslos. Caminó, con gracioso contoneo de caderas. Su figura de maniquí hermoso y animado, deambuló por el complejo laboratorio electrónico del sabio—. En resumen, profesor; eso quiere decir que sigue empeñado en su idea inicial. Renuncia a su cargo en Ciencia Espacial.
—Sí —afirmó, muy convencido, el sabio alemán—. Renuncio, señorita Dark.
—¿Definitivamente?
—Definitivamente.
Ella se mordió el labio inferior, rojo y gordezuelo. Suspiró. Parecía vencida por algo superior a ella y a su voluntad. Miró pensativa al científico.
—Vamos a echarle mucho de menos allí —dijo al fin, dolida.
—Lo sé. Y lo siento —sonrió él, animoso, enternecido—. Yo también les recordaré mucho, hija mía. Pero sé que mi trabajo con Ustedes no es imprescindible. Hay otros expertos en Cibernética: Van Heusen, Clifford, Rubinstein, Dutronc... Acudan a ellos. No se me echará en falta. Son tareas rutinarias. Simple oficio. Esto, no. Esto es diferente. Muy diferente.
—Tal vez. Le deseo suerte, profesor —se encaminó a la salida—. Mi informe será favorable a sus ideas. No tienen por qué sancionarle. No hay indisciplina en su actitud, sino firme convicción en un trabajo propio. Espíritu de sacrificio por la ciencia.
—Gracias, señorita Dark. Es usted muy bondadosa conmigo.
—No —le miró, desde el centelleo de los vidrios transparentes de sus bellas gafas—. Simplemente, trato siempre de ser justa. La Delegación de Seguridad Espacial temía que usted sufriera algún trastorno, o fuese un problema para nosotros, con todo cuanto sabe sobre secretos del Spacial Center. Veo que nada hay que temer. Usted sólo quiere encontrar a su moderno Prometeo.
—Sí —rió—. Pero no un Frankenstein, recuerde.
—No, no un monstruo —convino ella, preocupada. Le miró, enarcando las cejas—. Nada más y nada menos que... un superhombre.
—Bueno, no se lo diga así a ellos. No lo entenderían. La gente, hoy en día, no cree ya en el superhombre, quizá porque está decepcionada de muchas cosas, quizá porque perdió en gran parte su capacidad de soñar, arrollada por las propias realidades de una maravillosa y deslumbrante época de conquistas tecnológicas que no se detiene desde hace ya dos siglos. Dígales..., dígales otra cosa.
—¿Como por ejemplo...?
—Dígales que busco la máquina perfecta. El cerebro electrónico que, a la vez, sea humano. El hombre que, al mismo tiempo, sea máquina.
—¿Cómo podría definir yo todo eso ante el Comité de Seguridad? —sonrió Karin, irónica.
—Con una simple palabra, hija mía —suspiró el sabio—. Cyborg.
-Cyborg.
—Eso dijo, sí: Cyborg.
McKern, presidente del Comité de Actividades por la Seguridad Espacial de las Naciones Unidas del Mundo, meneó su canosa, elegante cabeza con energía. Su mentón de luchador se encajó casi con fiereza.
—¿No cree que está loco, señorita Dark?
—¿Quién? ¿Frobbe?
—Por supuesto. Wilheim Frobbe, nuestro flamante experto en Biocibernética. La mayoría de los genios acaban chiflados. Frobbe siempre fue un genio.
—Personalmente, no lo creo. No, no creo que esté loco, ni mucho menos.
—Al menos, le habrá notado algo raro...
—¿Quién no notó siempre algo raro en el profesor Frobbe? —soltó ella una suave, musical carcajada, de buena gana—. Vamos, señor McKern, si hubiera visto completamente normal al profesor... entonces sí que sería cosa de pensar en su demencia.
—De modo que está como siempre. —Esa es la expresión más idónea: como siempre, sí.
—Pero quiere crear un..., un Cyborg —dijo con sarcasmo McKern.
—Eso dijo —sonrió ella, pensativa.
—¿Sabe usted lo que es un Cyborg?
—¿Por quién me toma, señor McKern? —casi se ofendió ella.
—Perdone —se mesó los cabellos bien peinados con dedos iracundos. Paseó hasta el ventanal amplio, circular, asomado al Astródromo Nacional, en el Centro del Espacio. Pareció contemplar las rampas y torres de lanzamiento, los turbovías en el aire, circulando sobre el vasto y lineal casco urbano, allá lejos, tras las llanuras sin fin de las zonas acotadas por los servicios espaciales. Luego, estudió ceñudo el hangar once, que era su obsesión desde hacía mucho tiempo. Y habló sarcástico, pero no con Karin Dark, sino como si estuviera haciéndolo consigo mismo, en un monólogo irritado, movido por su enfado interior—: Un Cyborg... Es la cosa más absurda que oí. Un juego de niños. O un cuento de fantasía científica. Impropio de una eminencia como Frobbe... ¡Un Cyborg! Un monstruo, diría yo. Mitad robot, mitad hombre. Mitad máquina, mitad ser viviente de carne y hueso. Un hombre con vida y medios mecánicos, un ser vivo, dotado de autodefensas y de recursos de autómata... Eso fue siempre un Cyborg, para la mentalidad de gentes infantiles y llenas de imaginación. Los científicos desecharon eso hace tiempo. De niño leía yo relatos de hombres con corazones de acero, armas letales en sus manos y piernas, mecanismos en su estómago, un centro eléctrico en su cráneo, movido por extrañas energías imaginadas por escritores, dibujantes y guionistas. Absurdos, señorita Dark. ¡Absurdos todos!.
Y pegó un seco golpe contra los marcos de metal del gran ventanal. Karin se situó a su lado. Le tranquilizó, con su voz serena, educada, suave:
—:Señor McKern, no debe disgustarse demasiado. Creo que el profesor sabe lo que busca. No sé si llegará a lograrlo o no, pero vale la pena intentarlo. Investiga los impulsos eléctricos de los músculos, nervios y células del hombre. Sobre todo, de su cerebro. Y los desarrolla a enorme proporción, con un mecanismo creado por él. Puede ser el principio...
—El principio..., ¿de qué?
—No sé —suspiró ella—. Todo tiene siempre un principio. Lo bueno y lo malo.
Se quedaron silenciosos ambos. Miraron al exterior. Como de común impulso, al mismo lugar: el hangar once del cosmodromo. Tras la prolongada pausa, fue McKern quien habló, sordamente:
—Sí. Todo tiene Un principio: lo bueno y lo malo. Todo puede ser bueno. Los hombres mismos nos encargamos de que sea malo.
—Exacto —afirmó ella. Se estremeció, mirando fija al hangar once—. Usted piensa en lo mismo que yo, ¿no?
—En lo mismo —convino él—. UNWMS106.
—El cohete maldito... —suspiró Karin Dark.
También ahora se estremeció el presidente del Comité de Seguridad— Espacial. Su voz sonó ahogada:
—Lo que contiene el UNWMS106, podría ser de gran provecho para la Humanidad. Siempre que se empleara bien, en beneficio de todos. Pero, ¿quién puede garantizarnos tal cosa, señorita Dark?
—Nadie... Hacen bien en destruirla. Es un peligro. Para toda la Humanidad. Para nuestro planeta, incluso. Para todo lo creado.
McKern, sombrío, regresó del ventanal al centro de su confortable, circular despacho, situado en la planta alta de la Torre del Espacio, en el centro mismo del ingente cosmodromo.
—Allí a donde va ahora, no hará daño alguno. Los sistemas automáticos de a bordo, harán entrar en acción el fulminante. No habrá nada en torno. Nada de materia en millones de millones de millas a la redonda, entre galaxia y galaxia. La energía mortal se esparcirá y diluirá sin producir daño ni destrozo. Está científicamente comprobado. En el vacío absoluto, ese horrible ingenio que lleva el United Nations-World Military Service 106 Rocket, se disolverá solo, sin perjuicio para nadie. Ni siquiera para cualquier remoto y posible mundo habitado. Teníamos que pensar en todo, usted lo sabe.
—Sí, yo lo sé —convino ella apagadamente. Sus azules, limpios ojos inteligentes se entornaban tras las estilizadas, bellas gafas. Contempló profundamente preocupada el gris, hermético, estrechamente vigilado hangar once, en torno al cual se movían incesantes las patrullas de verde uniforme de la Fuerza Militar Espacial. Y añadió roncamente la bella Karin Dark, agente de Seguridad Espacial—: Dios mío... Es horrible imaginar que esa bomba, esa superbomba, mejor dicho, hubiera terminado, por simple reacción, con todo lo conocido. La materia toda... destruida por la fuerza más aniquiladora creada por el hombre: la superbomba de antimateria...
-Antimateria —suspiró con inquietud Walter R. Marston, comandante de vuelos espaciales del cosmodromo del Centro Espacial de los Estados Unidos—. Nada menos que eso, Kirkwood.
Glenn Kirkwood, teniente de la Fuerza Espacial de Vuelo, se estremeció. Sus grises ojos pestañearon bajo las rojas cejas espesas. El rostro, joven y enérgico, reveló incertidumbre. Y algo de miedo tal vez.
—Dios... —susurró—. ¿Es que la gente se ha vuelto loca? ¿Para qué quieren la antimateria los sabios, los científicos de hoy?
—Nadie lo sabe. Investigaban algo. Y dieron justamente con lo menos adecuado: el secreto de la antimateria controlada. Ya entiende, Kirkwood. Liberarla, dejar que actúe... y adiós la materia. Es un principio básico: antimateria y materia se destruyen mutuamente. Una delicia. La hecatombe en cadena. El Apocalipsis.
—Y la estupidez —jadeó el teniente con ira—. Eso es como manejar nitroglicerina dentro de un vehículo en constante trepidación. Una duda, el explosivo que cae... y adiós. Adiós a todo, malditos sean los investigadores.
—Nosotros hemos sido los designados para deshacer al mundo de lo que el mundo, neciamente, ha producido —masculló el comandante Marston, ceñudo. Su cráneo rapado, muy rubio, se movió bajo la cruda luz vertical del alojamiento de guardia en el cosmodromo—. Es esta noche. El cohete UNWMS106 parte hacia la nada. Hacia galaxias remotas. Nuestra misión es tripularlo hasta la órbita de Júpiter, mas allá del Cinturón de Asteroides Van Alien. Una vez allí, el cuerpo de la nave que nos conduzca, se separará de la cápsula donde reposa la superbomba. Y volveremos a la Tierra. Si Dios quiere, claro.
—Una deliciosa tarea, ¿no? —bromeó sarcástico el teniente Kirkwood. Soltó un resoplido—. Deberían ir sus inventores en persona, malditos sean todos.
—Opino igual —suspiró Walter R. Marston con tono resignado—. Por desgracia, nada se puede hacer en ese sentido. Unos laboran por fastidiar al mundo. Otros hemos de poner nuestra contribución personal para hacerle sobrevivir.
—Hermoso modo de entender las cosas —Kirkwood pegó un puñetazo violento a una fotografía estereoscópica del muro, donde se veía una gran forma esférica, azul, hermosa casi, flotando en el vacío negro del espacio, con la Tierra, más azul y bella aún, como fondo de la imagen estelar. En la superficie del cuerpo esférico, azul, metálico, se leían dos enormes letras luminescentes: SS-01.
—¡Satélite Científico 01! —rugió Kirkwood, irritado—. ¡Monstruos todos de la ciencia!
El Science Satelyte 01, por supuesto, permaneció inmutable en la fotografía mural, tridimensional, indiferente a los golpes con que el joven Kirkwood desahogaba su impetuosa ira contra los científicos del mundo. Ciertamente, la élite de la ciencia universal se encerraba en las dependencias de aquel fabuloso producto de la tecnología terrestre que era el Satélite Científico, primero situado en el Cosmos, en órbita en torno a la Tierra, para desde él estudiar el espacio, investigar al hombre y su circunstancia cósmica actual, y cuantos fenómenos de todo tipo ofrecía la conquista paulatina del Universo por el ser humano y sus ingenios siderales.
—Serénese, Kirkwood —habló con voz calmosa Walter R. Marston—. Nada va a impedir ya que cumplamos esa misión. Lo haremos todo lo mejor posible. Por nosotros y por la Humanidad. Luego, que la antimateria se disuelva en el vacío, entre galaxias, a miles de millones de años de nosotros y de todo mundo habitado. Es lo que se espera de nosotros. Y lo que hemos de hacer.
—¿Por qué no salimos antes hacia ese punto equis del espacio donde debemos soltar la basura científica que todo lo destruye? —indagó Kirkwood curioso—. Cada hora que transcurre, con esa superbomba encerrada en nuestros hangares, el peligro es mayor. Imagine una evasión de lo que contiene, y...
—Por fortuna, las medidas de seguridad son estrictas —murmuró el comandante, pensativo—. Pero opino como usted. No estoy seguro de nada hasta dejar ese artefacto del diablo a mucha distancia del planeta Tierra y de los demás mundos. La suficiente para que la antimateria no encuentre materia, y estalle por sí sola en el vacío absoluto. Saldría gustosamente a primeras horas de hoy, pero... desgraciadamente hay ya un vuelo que sale hoy del cosmodromo, a hora temprana, y hemos de esperarnos, para evitar cualquier colisión.
—¿Un vuelo espacial? —se sorprendió el teniente Kirkwood—. No sabía de ninguno, comandante.
—Es especial. Una nave de penados, en ruta al Satélite Penal.
—El Satélite Penal... —se estremeció Kirkwood—. Eso sí que es un cubil maldito. Y no sólo por los recluidos allí a perpetuidad, sino por su propio alcaide y carceleros... No sé si son peores los penados, o sus guardianes. Y no hablemos nada de su jefe...
—¿Orrie Orlov? —el gesto de Marston se endureció—. Sí, es tan vil y tan despiadado como sus reclusos más feroces. Tengo la seguridad de que tortura a sus cautivos. Siempre estuve convencido de ello, en los tres o cuatro viajes que he hecho con los cohetes penales, conduciendo nuevos reclusos al satélite...
—Orrie Orlov es un monstruo. Un ser brutal, feroz, ambicioso y cruel como pocos. Debe resignarse a ser alcaide de un satélite maldito como ése, con una población de inhumanos celadores y vengativos y ruines condenados por delitos comunes de la peor especie. Eso le tiene amargado y furioso. Es capaz de cualquier cosa con tal de desahogar su ira, su impotente y profundo rencor hacia la sociedad, el mundo, sus superiores... No me gustaría nunca verme con un Orlov que tuviera autoridad alguna sobre mí, comandante. Estoy de acuerdo con usted; debe hacer torturar a sus presos. Estoy seguro de que si hubiera una investigación de los Gobiernos, o del Control Mundial sobre ese Satélite Penal, se descubrirían muchas infamias que nos aterrarían.
—Mi querido teniente Kirkwood, por fortuna nosotros estamos muy por encima de todo eso, y la autoridad de Orrie Orlov no nos afecta demasiado —sonrió Marston, haciendo un gesto evasivo—. De modo que dejemos de pensar en todo ello... y pensemos exclusivamente en nuestra misión. En el UNWMS106. Y en la superbomba de antimateria. Eso es todo.
—Sí, mi comandante —suspiró Kirkwood, resignado—. Pensemos en eso. Sólo en eso... Ni siquiera nos quedará el consuelo de ver por televisión la Olimpíada en el U-Stadium. Tendremos que mantener nuestros circuitos con la base, sin poder conectar con los canales comerciales e informativos...
—Resignación, Kirkwood —Marston se encogió de hombros—. Para nosotros, la Olimpíada es cosa prohibida. Pero esté seguro de algo para nuestro regreso: Mark Fury, nuestro compatriota, habrá ganado al menos diez medallas de oro, si no son más. Y será el ganador legítimo de la gran medalla individual de los Juegos Olímpicos, del siglo XXIII. Esté seguro.
—Sí, lo estoy —al final sonrió, con orgullo nacional, Glenn Kirkwood—. No hay nadie en el mundo como Mark Fury...
CAPÍTULO III
O. No había nadie como Mark Fury.
No sólo en los Estados Unidos. En ninguna parte del mundo. Ni en las colonias espaciales. Ni en los satélites habitados. En ningún sitio.
Mark Fury era único.
Y no sólo como atleta, sino como hombre, como persona, como ser adorable. Al menos, era lo que ella pensaba. Y ella le amaba.
Golda Welsh peinó cuidadosamente sus cabellos platinados, delante del espejo graduable. Cayó la cascada de platino hilado natural sobre, sus hombros desnudos. Subió por encima de sus rotundos, erectos senos virginales, plenos como los de una antigua "madonna" de Tiziano, el tejido sutil, tenue, translúcido, de sus livianas ropas breves, a la moda, envolviendo estrictamente aquella parte de su cuerpo que debía ser envuelta, cubierta a ojos de los demás.
Los ojos de un tono ambarino, jaspeado, increíble casi, flotaron en el aire, pero realmente parecían hallarse en el vacío. Pensando en la imagen soñada, ideal. La imagen de Mark Fury. Y jamás pudo ser más ideal la imagen de un hombre amado por una mujer, al menos desde que Penelope amó a Ulises; Kirene, la ninfa tesalia, a Apolo; Briseida a Aquiles, o la rubia Sif al escandinavo Thor.
Porque Mark Fury era la mezcla física de todos los dioses y seres mitológicos hecho carne viva. Porque Mark Fury era un coloso, un gigante hermoso, armónico, esbelto, alto y rubio, de larga melena lisa, de grandes y profundos ojos verdes, de vivida inteligencia, honda sensibilidad y dimensión humanísima y sencilla. Era el dios perfecto soñado por los que, a lo largo de los tiempos, crearon la mitología griega, escandinava, germánica o británica.
Y, además, ella le amaba.
Le amaba profunda, tierna, entrañablemente. Apasionadamente también. Si él la hubiera pedido que fuese suya, ella hubiese aceptado sin vacilar, sin dudarlo un solo instante. Pero Mark no pedía tal cosa. Mark esperaba. Mark sabía que su vida, su fuerza toda, estaba en el deporte. En practicarlos todos, en vencer en todos. No por arrogancia ni orgullo, no por ambición ni altanería, sino, para demostrar que el hombre, el hombre por excelencia, podía superarse a sí mismo, ser, en suma, ese atleta colosal, ese superdotado del que hablara en tiempos Albert Ducrocq, para decir de él que «cada uno reciba la antorcha que le tiende la vida, con el ánimo bien dispuesto para la más importante carrera que soñarse pudo. La carrera será para el que venza en la lucha contra el azar».
Y en ese teórico, filosófico relevo realmente patético, Mark Fury había cogido «su antorcha» para proseguir la marcha, la carrera, por las imaginarias pistas de ceniza de los estadios olímpicos de la existencia humana y del progreso científico y fisiológico, para alcanzar el récord, universal, en la lucha por la superación de los límites mismos de la naturaleza del hombre, en lucha contra sí mismo, contra sus propias limitaciones físicas y contra el ciclo natural de la evolución, anticipándose a ésta y buscando, en el podium del estadio olímpico del orbe, la medalla de oro de la Creación, en su más sublime y suprema expresión de la criatura hecha del barro, un día en que las sombras acababan de dar paso al Génesis, de la misma mano de Yahvé, nuestro señor Dios...
La mente de Golda Welsh flotaba en esas divagaciones hermosas y admirables, que tenían siempre por epicentro al hombre amado. A Mark, A su Mark. Al ser por sí solo, sin sus atributos físicos de prodigio. A una simple mirada verde y profunda, al brillo de una luz en unos lacios cabellos de oro, a una sonrisa dulce en una boca enérgica y dura. A una caricia de unos dedos que sabían triturar si querían; a un abrazo de unos músculos que, de desearlo, serían los de un nuevo Hércules, contra el león de Nemea, la hidra de Lerna, el toro de Creta o el monstruoso gigante Gerión, durante sus fabulosos trabajos.
—Mark, mi vida... —susurró ella, estremecida, modulando sus labios carnosos, rojos, una sonrisa que era una entreabierta invitación al ausente Fury, ahora concentrado con los demás atletas de todos los países, razas y colores de la Sociedad Aliada Mundial del Deporte, allá arriba, en el espacio exterior. En el primer estadio olímpico del Cosmos. En Universalia Stadium... Y añadió grave, profundamente, con ternura que sólo ella podía ahora percibir, porque Mark no estaba allí para recoger el gran amor y las palabras cálidas y emotivas de su amada—: Mark, no me importarán tus medallas, ni tus triunfos olímpicos, sino tú, tú mismo y tu honradez en la lucha deportiva, como en la lucha en el terreno de la propia vida, enfrentado a ti mismo, a los demás, a mí, a los sentimientos...
Besó el espejo. Lo besó, soñando con Mark Fury. El superhombre, para los comentaristas de televisión y noticiarios proyectables en los telecines domiciliarios. El coloso casi mítico, de la crítica deportiva universal. El hombre, sencillamente, para ella. Mark. Su Mark. Sólo eso. Nada menos que eso...
Terminó su peinado, digno de una diosa de la hermosura, de una moradora del Olimpo, junto al dios Zeus en persona, amo y señor de todos los dioses y semidioses de ese fabuloso mundo mitológico al qué Mark Fury parecía pertenecer por derecho propio. Y se puso en pie. Caminó, majestuosa, sobre sus zapatos de plata y estrellas de pedrería, hacia la amplia, confortable, aérea cama de majestuosas pero esquemáticas líneas ultramodernas, sobre soportes invisibles magnéticos.
Iba a dormir aquella última noche, del 2199. Iba a velar, en sueños, el inicio de un nuevo siglo, de la centuria XXIII de la era cristiana. El principio de otra era, tal vez, llena de fascinantes novedades y maravillas. El arranque de una Olimpíada única en la historia del mundo.
Golda durmió pronto. Y soñó. Soñó con él. Con Mark Fury.
No hubiera podido ser de otro modo.
Orrie Orlov se acercó al cuadro de mandos electrónicos del Satélite Penal.
—Conforme —dijo—. Terminemos con los rebeldes. Con los que no colaboran.
Presionó un botón rojo. Era el del gas letal para las cámaras de ejecución. Funcionó el sistema de matanza masiva. En una pantalla de televisión de circuito cerrado aparecieron gentes encerradas en celdas diversas. Por los tubos de entrada penetraron oleadas verdes, humeantes.
Era el veneno. La forma de muerte masiva.
Empezaron a gritar las mujeres, los ancianos, los hombres enjutos, sudorosos, vencidos en su mayoría por las fatigas y agotamiento de las tareas forzosas en el satélite. Rostros como carátulas de angustia y de agonía, ojos vidriados, desorbitados, bocas convulsas, lenguas que surgían anhelantes, entre dientes espumeantes, entre labios lívidos, formaron una secuencia alucinante y pavorosa, una sinfonía visual de horror viviente.
Luego, lentamente, el gas letal fue terminando con uno tras otro. Cuerpos humanos, brillantes de sudor, huesudos, torturados, doloridos, se abatían unos sobre otros como formas de pesadilla, formando atroces piras funerarias, en medio de la verde niebla de muerte.
—Todo va bien —comentó, riendo, el penado Zoltan I Shark, fusil en mano—. Hemos vencido, Orlov.
—Sí, hemos vencido —Orrie Orlov le contempló, con su rifle magnético también en la mano—. Pero recuerda algo; aquí yo soy el amo. El jefe supremo, Shark.
—Claro —rió el asesino, convicto de veintidós homicidios—. Tú eres el amo. El jefe supremo. Yo sólo soy un esbirro, un humilde, un miserable ayudante...
—No, eso tampoco —sonrió ferozmente Orlov, el alcaide del Satélite Penal—. Eres más; algo más que todo eso. Eres mi camarada, mi amigo. Tú me has ayudado. Eres el hombre fuerte de los reclusos. Aquel a quien ellos obedecen y aceptan como jefe.
—¿Ellos? —bromeó Shark—. No todos, Orlov, no todos.
—Bueno, ahora sí son todos —señaló las cámaras de televisión, con sus pilas de cadáveres entre niebla verde—. Los que no estaban de acuerdo han sido eliminados. Una buena matanza, ¿eh, Shark?
—No demasiados, alcaide —rió el convicto—. Solamente un centenar de personas... o poco más. Poca cosa, ¿verdad?
—Muy poca —la maligna mueca risueña de Orrie Orlov, alcaide del satélite de los penados, reveló su escaso remordimiento ante aquella reciente matanza, movida por su propio dedo sobre el control automático del gas mortífero—. Llevo ejecutados más de setecientos seres humanos en dos años¿
—Y casi doscientos muertos por torturas, recuérdelo bien, alcaide,-le refrescó su memoria, suponiendo que ello fuera realmente preciso, el hombre que ahora, de principal recluso a muerte a bordo del metálico satélite artificial, en órbita en tomo a la Tierra, se había convertido en un alto jefe del mismo, en un cabecilla, solamente subordinado a un hombre; a su ex alcaide Orrie Orlov, ahora auténtico líder del recinto espacial hecho prisión.
—Muy cierto —la maligna mirada negra del moreno, pequeño, enjuto y frío Orlov, reveló su indiferencia total por las cifras de víctimas a cargar en su conciencia, suponiendo que existiera tal cosa en su ser—. Muy cierto, sí... Te felicito, Shark. Tienes una gran memoria para las cifras...
—Sí, sobre todo para cierta clase de cifras... Yo pude haber formado parte de ellas, ¿no es verdad, alcaide?
—Pero no fue así —la risa perversa de Orlov escapó de sus delgados, apretados, finos labios—. Y eso ya supone, algo, ¿no es verdad? Colaboraste, fuiste buen muchacho... o muy inteligente. Y ahora recibes tu premio.
—Eso es; ahora recibo mi premio... —una risita hueca se elevó a su vez de la boca torcida del muy rubio, casi albino criminal que era Zoltan Shark—. Soy el lugarteniente del muy grande, poderoso y temido Orrie Orlov... Y subjefe de un ejército de reclusos, adictos... y de celadores sometidos a la nueva disciplina. Los demás... cayeron bajo el gas letal. Reclusos o guardianes, indistintamente.
—Sin bromas, Shark —le avisó, sibilina, la voz de su interlocutor—. Eres mi segundo. Mi lugarteniente. Seamos sinceros; eres tan granuja, tan ambicioso y tan falto de escrúpulos como yo mismo. Por eso nos hemos entendido bien desde un principio. Tenemos Una fuerza despreciable, sucia y asquerosa, formada por asesinos, ladrones y truhanes de la peor especie. El mejor de ellos, mataría a su madre por cien créditos de oro, estoy seguro. Hay mujeres libidinosas, asesinas y estafadoras, ladronas y prevaricadoras; ninfomaníacas y golfas de la peor especie; drogadas y enfermas mentales. Todo eso es nuestro gran ejército actual; eso, y un puñado de guardianes o celadores que aceptaron cambiar y ser fueras de la ley, enfrentándose a toda la sociedad universal. Ellos tenían algo que perder» como yo mismo. Pero aceptaron. Tú y los demás sois basura, miseria humana, suciedad viviente. Aceptasteis porque no perdíais nada y ganabais mucho: libertad, emancipación, armas, acaso fortuna, poder...
—Aceptamos a un jefe que es sólo un alcaide de una penitenciaría espacial —le avisó duramente Zoltan Shark, entornando sus ojos claros, de un azul mortecino y frío como su piel y su cabello rubio albino—. ¿Qué vamos a ganar con ello? Morir, si acaso, de otro modo que en una vulgar cámara de gas letal, Orlov.
—O conquistar el mundo —replicó con acritud, con voz arrogante y altiva, el ex alcaide de la prisión terrestre en el espacio.
Hubo un silencio. Shark le miró asombrado. Luego, estalló en una larga, profunda, hiriente carcajada, plena de sarcasmo.
—¡Conquistar el mundo! —repitió, con voz cuajada de ironía, de malévola burla—. Alteza imperial Orlov, ¿qué manda Su Majestad?
—Imbécil —jadeó con ira el ex alcaide—. Ni soy alteza imperial, ni sería majestad, en caso de ser tal cosa. Eres un sucio y condenado ignorante.
—Cuidado —masculló el recluso liberado. Y alzó, rápido, su fusil desintegrador contra su interlocutor—. No me insultes, puerco soñador. O te hago añicos en un momento.
—Hazlo —rió Orlov, sardónico—. Anda, hazlo si te atreves, asqueroso bastardo. No eres hombre ni para eso, sabandija.
Era demasiado. Demasiado, sobre todo para un hombre impulsivo, brutal y feroz como su ex prisionero. Orlov le había insultado, desafiado, burlado. Zoltan Shark, el asesino convicto y confeso, el monstruo de maldad internado allí, en el espacio exterior, por la rígida y justa ley terrestre, reaccionó como era de prever. Como se podía temer, en tal caso.
Su arma llameó contra Orlov. Un fogonazo azul vivido, deslumbrante, de una cegadora lividez. Una carga desintegrante de enorme poder estalló contra el cuerpo de Orrie Orlov en el acto.
Hubo un silencio luego. Estupefacto, acaso arrepentido, Shark contempló a su víctima. Si un elefante recibía aquella carga desintegradora, se convertiría en polvo inmediatamente. Si un edificio o un bloque de piedra era el afectado, sucedía algo similar.
Sin embargo, ahora nada había sucedido. Orrie Orlov, alcaide del Satélite Penal hasta pocas horas antes, estaba allí, erguido ante él. Indemne, fuerte, seguro de sí. Lleno de vida, a pesar de la carga corrosiva lanzada sobre él.
—¿Qué..., qué significa...? —jadeó Shark—. No quise hacerte nada, Orlov, pero..., pero me ofusqué... Sin embargo... Sin embargo...
Bajó su arma humeante. Miró, confuso, al hombre risueño, frío, hermético, erguido ante él. No era posible que su blanco hubiera fallado. Y no obstante...
—Shark, sigues siendo un maldito cerdo sin cerebro —silabeó Orlov—. Lo serás toda tu vida, sucio rufián. Pudiste haber causado un gran mal. Por fortuna, hay algo entre los dos. Algo que no ves. Y que tu pobre mente obtusa sería incapaz de sospechar. Algo que te impide hacer nada contra mí. Pero que no me impediría aniquilarte impunemente a ti.
—No..., no te entiendo... —humedeció sus labios, pálido y estremecido.
—Una pantalla, estúpido. Una pantalla invisible magnética. No hay carga alguna capaz de salvarla si es disparada hacia mí. Porque la emito yo. Yo mismo. Y no te diré cómo, claro está. Esa pantalla o campana aislante magnética, que rechaza todo ataque o disparo contra mi persona, me acompaña siempre. Pero es monofásica. Es decir, sólo tiene actividad y efectividad en una dirección: hacia dentro. Hacia mí. Hacia fuera, es tan frágil como un delgado vidrio. Si te disparo yo, te destruyo. ¿Quieres comprobarlo, puerco?
Y levantó su propio fusil corto, chato, de cargas corrosivas de gran potencia térmica, cápsulas caloríficas, capaces de fundir a un ser humano, a más de setecientos grados centígrados sobre cero.
—¡No, no! —aulló, horrorizado, Shark, retrocediendo y soltando su rifle—. No, por favor, por piedad...
—Piedad... Favor... —repitió, despectivo, Orlov, con una agria carcajada de burla—. ¿Acaso sabes tú lo que todo eso significa realmente? ¿Lo supiste alguna vez? No, maldito imbécil, asqueroso y torpe cobarde. No sabes nada de nada. No perdonaste jamás a nadie. No sentiste nunca nada humano por nadie. Pero aun siendo un tipo despreciable para muchos, no soy tan necio como piensan. Te desprecio y te odio. Te vigilo y no me fío de ti, Shark. Pero te necesito. Y te necesito de veras. Seguirás vivo, no temas. Pero sólo porque me eres necesario, ¿entiendes? De tu propia mentalidad, de tu sentido común, depende el que sigas vivo o no. Es mi última palabra. La última, ¿enterado?
—Sí, sí... —jadeó el ex convicto—. La última..., la última, Orlov. Perdona. Perdona mi estúpido error. Nunca más sucederá. Nunca más intentaré hacerte daño alguno...
—Claro que no. Por la cuenta que te tiene, nunca más lo harás, imbécil. Si así fuera... sería lo último que harías. Tu ataque golpearía la campana magnética. El mío, en cambio..., te llegaría con toda su potencia. Te haría pedazos. Te desintegraría en un par de segundos, sin dejar de ti el menor rastro.
—No volverá a suceder. Nunca, Orlov. Nunca...
—Así está mejor —suspiró calmosamente el actual amo y señor del satélite penitenciario— . Ahora, escucha esto, necio. Te dije antes algo que te hizo reír. Algo que provocó este incidente: voy a conquistar el mundo. ¡Seré el primero y auténtico amo del mundo, Shark!
—Tonterías. Eso nunca sucederá. Otros lo intentaron antes que tú. Y eran genios: Napoleón, Hitler... Nadie llegó nunca a dominar el mundo, por mucho que lo intentó.
—Yo lo haré.
—¿Cómo, Orlov? Eres solamente un ex alcaide. Dominas este satélite. Pero en cuanto ellos lancen contra este simple cuerpo metálico cualquier arma destructiva, ¿qué sucederá?
—Ahora sería nuestra ruina. El desastre —Orlov soltó una carcajada—. Dentro de dos o tres días... será el desastre de todos. Del mundo. Del sistema solar. De todo. No se atreverán.
—Estás loco. No te entiendo.
—Vas a entenderme pronto., Y no es una locura. Primero, hay algo fundamental: nadie sabe en la Tierra lo sucedido. No pueden saberlo. Yo mandaba aquí. Yo sigo mandando. Los encargados de comunicar son los mismos. Las claves, idénticas. Los informes, los previstos. ¿Quién puede sospechar nada anormal? Y así será, en tanto no llegue una inspección o sospechen algo. Segundo: vamos a invadir un satélite vecino.
—¿Invadir?. ¿Cuál?
—El de la Ciencia.
—¡Imposible! Tiene militares, sistemas de seguridad, armas...
—Yo conozco su funcionamiento. Todo. Antes fui jefe de defensa de ese satélite. Lo podría dominar en diez minutos, sin que nadie en la Tierra supiera nada. Luego...
—Luego... ¿qué, Orlov? Habrás dominado dos satélites artificiales. Eso será todo. No es conquistar el mundo, precisamente. Ni mucho menos.
—Eres un necio. Como alcaide de este satélite penitenciario, recibo puntualmente informes y datos del cosmodromo del Centro Espacial. Por ello sé que parte una nave espacial, en ruta hacia Júpiter.
—¿Júpiter? —silbó el recluso—. Eso está muy lejos...
—Va más lejos aún. Pero solamente una parte del cohete. El resto, tripulado, se queda en la órbita de Júpiter, y regresa a la Tierra a supervelocidad, por medio de los motores iónicos. La cabeza del cohete sigue rumbo a las estrellas. A las galaxias. Pero no llegará jamás a ellas. Cuando alcance una zona vacía, amplísima, del espacio sideral... ¡boom!, estallará.
—¿Qué es lo que estallará? ¿Una bomba de hidrógeno? ¿Gas letal?
—Peor aún. Antimateria.
—¡Antimateria! —pestañeó el ex recluso Zoltan Shark—. ¿Qué es eso?
—Grandísimo ignorante... —masculló Orlov, con sus negros ojos fulgurantes—. Antimateria es lo contrario a la materia, claro está. Pero eso no lo explica todo. Existe un principio físico inmutable. Si se produce alguna vez antimateria, ésta destruye a la materia, al encontrarse ambas. ¿Entiendes lo que significa? Chocan ambas fuerzas y... adiós a todo. Tú, yo, aquél, la humanidad entera. El mundo, los soles, satélites, planetas. Todo. Es material Está hecho de materia. Al ser bombardeado por partículas de antimateria, la reacción en cadena lo anula todo. Lo destruye. Lo borra. Ni planeta, ni gente, ni cosa alguna sólida. El vacío. El fin. Eso es la antimateria.
—Diablos... —se estremeció Shark, rascándose la cabeza—. ¿Y para qué quieren una cosa así?
—Para nada, naturalmente. Los científicos investigan, inventan, inventan, inventan... Y de repente se encuentran con cosas así: energía nuclear, hidrógeno, cobalto, antimateria... A veces tiene utilidad pacífica. A veces, no. Como los gases paralizantes o mortíferos. Y han de destruirlos. Bien. Se destruyen. Y eso deja las cosas como estaban antes del error.
—De modo que van a destruir la antimateria...
—Eso pretenden. Es una superbomba. Viaja en esa nave. Pasará entre el Satélite de la Ciencia y el nuestro. Es el momento adecuado. Sé cómo detenerlo, cómo frenar sus motores iónicos. Una vez en nuestro poder...
—¿Qué? —jadeó Shark—. Entonces sí que sabrán en la Tierra que algo ha sucedido en estos satélites...
—Claro que lo sabrán. ¿Qué nos importará entonces?
—Pero, Orlov, pueden enviarnos una flota de guerra, aniquilarnos...
—Desde luego —rió el ex alcaide—. Pueden hacerlo. Yo no podría impedírselo.
—¿Entonces...?
—Pero piensa un poco. Si lo hacen, la superbomba de antimateria estará en mi poder. Y su ataque a nuestros satélites la haría estallar. Eso sería el final para todos. Sinceramente, Shark, ¿brees que los gobernantes del mundo se atreverán a destruirnos, destruyendo a la vez la superbomba de antimateria... y con ella al Sistema Solar completo, y acaso a toda la Vía Láctea sin excepción?
Por primera vez, brillaron con astucia y aire de triunfo los ojos del asesino prisionero en el satélite de los penados. Meneó negativamente la cabeza, con énfasis.
—No. En ése caso, no. Eres genial, Orlov. Pero..., ¿cómo vas a conseguir esa maravillosa bomba?
—Es cuenta mía, Shark —rió entre dientes Orrie Orlov—. Pero no va a ser muy difícil. No, amigo mío. Contra lo que muchos puedan pensar, apoderarse de la superbomba de antimateria, cuando se sabe cómo hacerlo, es sumamente fácil para mí...
CAPÍTULO IV
PODERARSE de la superbomba... ¿Está loco, Orlov?
—Rematadamente, sin duda —el ex alcaide soltó una carcajada. Tenía su rifle desintegrador fijo en los dos pilotos, en el teniente Glenn Kirkwood y en el comandante Walter R. Marston—. Su viaje ha terminado, amigos.
—Hizo accionar los frenos magnéticos de emergencia, los que solamente se utilizan cuando una nave va a la deriva, sin posible remedio. Ese no era nuestro caso, y usted lo sabe.
—Claro que lo sé —miró de soslayo a la hilera de hombres armados, con traje espacial y artefactos destructores, que rodeaban en semicírculo al piloto y copiloto de la nave interceptada en el vacío. Uno estaba aún cerrando las tapas herméticas de acceso a bordo, movidas por ellos desde el exterior, apenas frenaron al UNWMS106—. Pero ahora soy yo el que manda a bordo. Comandante Marston, queda relevado del mando.
—Eso es un motín. Un acto de piratería, exactamente —protestó con viveza Kirkwood.
—Teniente, usted también queda relevado de su obligación de suplir a su jefe recién relevado. Ambos son mis prisioneros.
—Prisioneros, ¿de quién? —quiso saber el comandante—. ¿De un alcaide de prisión legal?
—De un ex alcaide —rectificó altivamente Orrie Orlov, irguiéndose—. Ya dejé de ser un hombrecillo insignificante y vulgar. Soy Orlov, el conquistador. Orlov, el dominador. Orlov, el amo del mundo.
Kirkwood y Marston se miraron, perplejos, asombrados. Como de común acuerdo, ambos estallaron en una carcajada que tenía mucho de despectiva. Los ojos negros del pequeño Orlov centellearon con ira contenida. Muy mal contenida, por cierto.
—¡El conquistador, el dominador! —repitió Marston, irónico.
—¡El amo del mundo! —corroboró Kirkwood, sardónico—. ¿No es admirable, señor? Nada menos que el inimitable, inteligente, poderoso, admirable Orlov, oscuro y humilde alcaide de una penitenciaría espacial..., convertido en un dominante y prodigioso amo del mundo... ¡Para reír hasta la muerte, señor!
—Eso es, teniente Kirkwood —jadeó convulso el alcaide—. Para morir hasta la muerte... ¡Y esto es su muerte, imbécil!
Disparó furiosamente su carga letal contra Glenn Kirkwood, copiloto del UNWJMS106. Al joven oficial de la Fuerza Espacial le cogió por sorpresa aquel ataque asesino: Se encogió en su asiento de mando de la nave. Eso duró un instante. Uno, dos segundos todo lo más, mientras una cápsula térmica, de cientos de grados sobre cero, reventaba, en un estallido como de cárdeno fuego de artificio, que repentinamente se volvió rojo candente, y luego azul, envolviendo en una masa rojiza, azulada luego, y negruzca después, al infortunado piloto del espacio.
Cuando la llamarada se volatilizó dentro de la, cabina, la masa negra que era el cuerpo antes joven y vital de Glenn Kirkwood, se desmoronó en fragmentos negruzcos, en simples pavesas crujientes y acartonadas, que poco antes habían sido una forma humana, un ser vivo y lleno de vida.
—¡Cobarde, asesino! —aulló Walter R. Marston, perdido todo control de sí mismo ante el horrible asesinato cometido ante sus ojos.
Y quizá pensando en que valía la pena sacrificarse, para eliminar al monstruo, hizo fuego, con pasmosa celeridad, extrayendo de sus ropas especiales un arma corta y manejable: una pistola de cilíndrico cañón ancho, que vomitó dos esferas azules, restallantes, contra la figura del criminal.
Orrie Orlov, el asesino alcaide, hubiera sido envuelto inexorablemente en aquellas dos cargas corrosivas de alto poder químico. Pero lo único que logró Marston fue ver cómo, inexplicablemente, se estrellaban en una especie de fogonazos inútiles, formando dos estrellas azules, fugaces, como de nieve pulverizada y disolvente, contra algo, un muro invisible, cristalino, transparente, delante mismo de su víctima segura.
Orlov rió: Y siguió riendo mientras pavesas azules, lívidas, inermes, caían al suelo, al reventar las cargas de modo estéril. Marston, furioso, se echó atrás en su asiento, empezando a entender.
—Maldito... —masculló—. Una pared... Un muro magnético monofásico...
—Exactamente, amigo —Orlov soltó una agria, cruel carcajada. Y fríamente, con deliberada lentitud y parsimonia, recreándose en su crimen, apretó el gatillo de su rifle contra Walter R. Marston.
Los resultados no podían ser otros. Se repitió la alucinante ejecución. Como Kirkwood, su camarada Marston, jefe del vuelo del UNWMS106, recibió una carga de fulgurante tono cárdeno, lívido, que se transformó rápidamente en rojo intenso, para terminar en un azul apagado, que envolvía ya una figura primero cárdena, luego escarlata ardiente y por fin azulada, hasta un negro intenso, de carbón, crepitante y deslavazado, que difícilmente, al desmoronarse en fragmentos sobre el suelo de la cabina, se hubiera podido relacionar con lo que muy pocos segundos antes era un sólido y macizo cuerpo humano, con el uniforme de la Fuerza Espacial y el grado de comandante de vuelo.
—Asunto liquidado —habló glacialmente Orlov bajando el arma. Miró al fondo, a la metálica puerta de seguridad antirradiactiva, que cerraba la cápsula en donde viajaba la superbomba. Hizo una seña expresiva a sus hombres—: Es nuestra, muchachos. Tenemos, ya en nuestro poder la superbomba. Trasladadla al Satélite de la Ciencia, donde tenemos a todos los rehenes vivos. Pronto sabrán lo sucedido en la Tierra, pero no tendrán idea de cómo reaccionar. Sobre todo, contra el Satélite de la Ciencia y sus rehenes vivos. Nosotros, en cambio, disponemos de la antimateria. Esa es el arma para aniquilar al mundo... ¡si el mundo no me admite como su indiscutible amo y señor!
Se irguió, solemne. Hinchó orgullosamente su torso. Se sentía seguro, dueño de sí. A su espalda, lentamente, avanzó ahora el ex recluso Zoltan Shark que, malévola pero admirativamente, le contempló en silencio, arma en ristre, capitaneando al grupo de gente armada del malvado alcaide.
En una pantalla de televisión de a bordo la imagen en color de un presentador se puso a hablar enfáticamente, sobre un fondo de anillos olímpicos, estrellas y música deportiva:
—Señoras y señores telespectadores de la World 3D-TV Color Broadcasting, en su retransmisión especial en cadena desde el Universalia Stadium del espacio, iniciando las pruebas deportivas con una exhibición especial de Mark Fury, gran favorito mundial de estos Juegos Olímpicos extraordinarios... Feliz año 2200... ¡y adelante el U-Stadium, desde el espacio! Patrick Grant, comentarista deportivo de la televisión, sigue con ustedes, amigos...
La imagen arrogante y firme del joven Patrick Grant, comentarista especial de deportes para la retransmisión mundial de la Olimpíada 2200, se difuminó de la pequeña pantalla en color del rocket UNWMS106, para ser sustituida por una gran panorámica del interior del estadio olímpico espacial de Universalia, repleto de un público heterogéneo, multicolor y ruidoso, que aplaudía al gran coloso, al superfavorito de los Juegos Olímpicos del siglo XXIII, Mark Fury.
Superpuesta la imagen, hasta cobrar toda su nitidez, emergió la de Mark Fury, con su uniforme de atleta norteamericano, en el centro de la gran pista de pruebas olímpicas, dispuesto a una exhibición especial ante los millares de espectadores reunidos en el U-Stadium, situado en órbita alrededor del mundo.
—¡Bah! Deportes, atletismo... y ese rubio gigante a punto de hacer tonterías ante la masa... —masculló con desprecio el alcaide Orlov, cerrando de golpe el receptor de televisión de a bordo. No me interesa el deporte, ni el espíritu olímpico, ni nada de nada, de todas esas estúpidas exhibiciones de monstruos de feria... ¡Mark Fury y su insoportable aire de superhombre...! Ante mis armas quisiera yo ver a ese pobre manojo de músculos sin cerebro...
Luego, de repente, dejó de hablar. Sus ojos adquirieron una maligna expresión. Su rostro todo se crispó, movido por un impulso de maldad y ferocidad sin límites. Al final, estalló en áspera, brusca, hiriente carcajada.
Intrigado, Zoltan Shark se movió hacia él. Le preguntó:
—Orlov, ¿qué te ocurre ahora? ¿Qué es lo que hay de gracioso en todo eso de la Olimpíada del año 2200? Creo que te entiendo menos que nunca...
Dejó de reír, para contemplarle casi con desprecio, con sarcasmo rebosante. Afirmó, enfático:.
—Tú nunca entiendes nada, sabandija, escoria de la sociedad... Tu cerebro de asesino no da para más, ¿verdad? Sí, he pensado algo... Algo muy gracioso, relacionado con esa ridícula Olimpíada... He pensado.;., he pensado que necesitamos un golpe inicial. Un gran golpe, sangriento y terrible, que estremezca al mundo, que le cause pavor, que aterrorice a los Gobiernos y acobarde a los pueblos... Un golpe de efecto. Teatral, demoledor... Sí, ésa era mi idea. Pero no sabía dónde... No tenía la menor idea del lugar ni el momento adecuados para causar un impacto mundial, Shark... Ahora es diferente. Ahora ya lo sé...
—¿Quieres decir,..? —Shark se quedó sin aliento. Era un asesino sin piedad; aun así, palideció intensamente—. ¿Estás dando a entender que pretendes...?
—Sí, ahora me has entendido —rió sarcástico—. Lo has acertado, Shark, pobre imbécil. Ya tengo elegido mi lugar ideal. La Olimpíada...
—¡Cielos, no...! —jadeó el criminal, lívido.
—Eso es: miles de muertos. Víctimas a mansalva. Un caos. Un horror universal. El U-Stadium... atacado por el gran poder de Orlov. ¿Entiendes? ¡El principio del fin! ¡La primera oleada del futuro amo del mundo! ¡La hecatombe, el holocausto, el Apocalipsis, la muerte, la sangre y el horror... en el Universalia Stadium en plena Olimpíada...!
Y en plena Olimpíada sucedió.
Fue el caos más alucinante que pudieron registrar las crónicas de la época. El mayor y más devastador holocausto humano en mucho tiempo, desde que terminaron las guerras entre potencias terrestres.
Fue el horror, la hecatombe, el infierno estremecedor y sangriento que a mí, como a tantos otros, me tocó vivir en aquella trágica efemérides que nunca olvidaré mientras viva. Ni será olvidada jamás por cuantos lo presenciaron, a través de las retransmisiones televisadas o, lo que fue peor, como testigos directos, presenciales, en el mismo teatro de la tragedia.
Fue la primera prueba del poder delirante de Orrie Orlov, aunque por entonces yo no podía saber eso, ni tan siquiera sospecharlo. Fue su golpe de muerte sobre una humanidad que ya solamente pensaba en paz, deporte, progreso y convivencia.
Fue el gran holocausto con que se inició trágicamente el siglo XXIII. El Olímpico año espacial 2200. Entre sangre, muerte, destrucción, horror y tinieblas.
Yo estaba allí. Yo fui testigo directo. Yo fui personaje a la vez. Yo sobreviví, sin saber a ciencia cierta cómo. Pero sobreviví.
Y eso sí que puedo contarlo por mí mismo. Por mi directa y personal impresión, por mi dolorosa, lacerante experiencia.
Yo, Patrick Grant, de la World 3D TV Broadcasting, viví de este modo aquel espantoso, inolvidable día en el espacial y hermoso Universalia Stadium, destinado a ser centro universal del deporte en su más pura expresión..., y fue reservado por la fatalidad para ser tumba, escenario de muerte y dolor para tantos miles de seres humanos...
Yo lo viví así...
Mark Fury acababa de ser anunciado por el gran juego de altavoces del U-Stadium.
Iban a comenzar las pruebas decisivas de atletismo. Mark se integraba al grupo nombrado paulatinamente, y en línea allá abajo, en las grandes pistas de competición, bajo miríadas de luces de los espejos solares, que llenaban de claridad artificiosamente diurna, todo el vasto recinto olímpico, repleto de miles y miles de entusiastas espectadores. Las cifras de los indicadores electrónicos, señalaban una asistencia aproximada de doscientos noventa mil espectadores, en los apretujados graderíos del recinto deportivo espacial.
Abajo, los atletas eran acogidos con ovaciones clamorosas. Pero la mayor de todas esas ovaciones, estuvo destinada, naturalmente, a Mark. Fury. Al favorito de todos, al colosal, al superdotado Mark Fury, el gigante del deporte atlético mundial en cualquiera de sus facetas.
El gigante rubio saludó humilde, sencillamente, como todos los demás, desde la zona de salida de la gran carrera atlética inicial. Los demás compañeros le contemplaron con cierta irreprimible envidia. Sabían que no podían hacer nada frente a aquel coloso del esfuerzo físico. Pero habían de competir, porque eso era lo importante. Ganar, resultaba secundario para cualquier atleta íntegro.
Cuando se inició la prueba, un silencio impresionante reinaba en el U-Stadium. Yo me volví, en la gran tribuna central, destinada a prensa, televisión y personal especial de todo tipo, a mi vecino de asiento, que resultó ser vecina. La Vi aplaudir con entusiasmo la aparición del héroe casi mitológico. Y ahora seguía con vivo interés el movimiento rítmico de las piernas y brazos del titán, allá abajo, seguido por cientos de cámaras tridimensionales y cromáticas, para la retransmisión a la Tierra y colonias terrestres.
Yo estaba encargado en esta jornada del comentario sobre las pruebas, para una retransmisión técnica posterior. Al siguiente día, me ocuparía de comentar las incidencias de la retransmisión.
A mi lado, mi vecina se mordía el labio inferior, animosa y entusiasmada por el magno espectáculo olímpico, Creo que nadie podía imaginar lo que iba a suceder en aquel soberbio recinto, orgullo de la ingeniería y la técnica humanas, solamente unos minutos más tarde....
La primera noticia la tuve por medio de mi compañera de asiento precisamente. En plena prueba, agitadamente, un funcionario de la central, de comunicaciones múltiples del Universalia Stadium, llegó hasta ella por la amplia fila entre nuestra hilera de asientos y la anterior. Le entregó algo, un mensaje en el que, fugazmente, vi el membrete azul de la Seguridad Espacial, con el distintivo de Comunicaciones Urgentes.
Ella lo leyó. La vi palidecer: Rápido, dirigí una ojeada de soslayo a su papel escrito por el teletipo espacial. Soy curioso, lo admito. Un periodista debe serlo siempre, aunque con ello pequé de inoportuno y de entrometido.
El texto era escalofriante. Casi no di crédito a mis ojos cuando lo capté, fugazmente.
«Satélite Penal ocupado por sediciosos. Satélite de la Ciencia sin conexión con Centro Espacial. Cohete UNWMS106 desaparecido.»
Ella se incorporó vivamente. La vi correr hacia las cabinas encristaladas de Comunicaciones Múltiples. Tenía el rostro del color del papel que había tomado poco antes.
El Satélite Penal ocupado... Era grave, pensé. Y más grave no tener conexión con el Satélite de la Ciencia.
Pero lo peor era el último informe. Para mucha gente, las cifras UNWMS106 no significaba nada. Para mí, sí.
Tenía buenas amistades en el Centro Espacial. Sabía de aquel cohete del que la gente del Centro hablaba como de un feo «tabú». El United Nations-World Military Service 106, llevaba un artefacto peligrosísimo, para ser destruido. Un ingenio aniquilador sin precedentes. No se decía exactamente lo que era, al menos de un modo oficial. Pero yo había captado rumores, cuchicheos. Un reportero siempre «caza» cosas así. Aquel ingenio destructor, aquel arma letal... podía ser antimateria.
Sentí un escalofrío hasta el fondo de mis huesos. Ya ni siquiera la victoria de Mark Fury, indiscutible en la última recta de carrera, me importaba lo más mínimo. La majestuosa Olimpíada, había dejado de tener sentido para mí. No representaba nada. Nada, salvo una incongruencia feliz, dentro de un mundo en peligro tal vez. En el peor de los peligros jamás imaginados...
Me dispuse a seguir a mi vecina de asiento, fuese ella quien fuese, hasta la cabina de comunicaciones múltiples del U-Stadium. Me levanté de mi asiento en la gran tribuna central, y así lo hice.
Eso creo que salvó mi vida. Y también la de ella.
Pero cuando yo fui en pos de la dama, no podía imaginar tal cosa. Sencillamente, buscaba curiosear, informarme, saber algo más de aquella ominosa información secreta y urgente...
El destino estaba a mi favor. Y al de ella. Como al de algunos de los presentes en la primera Olimpíada Espacial. Algunos, no muchos...
Todo comenzó cuando yo estaba cerca de la gran vidriera semicircular de acceso a las iluminadas cabinas de comunicaciones múltiples. O, más bien, debería decir que entonces todo acabó...
Porque entonces estalló la primera carga explosiva.
Las luces oscilaron, apagándose en principio, para encenderse luego por medio de los conductos de emergencia. Un estruendo formidable sacudió los ámbitos livianos, plastificados, del enorme estadio espacial.
Se resquebrajaron las grandes cúpulas blancas, casi celestiales de puro bellas y estilizadas. Se desmoronaron enormes segmentos murales. Gradas, cornisas y tribunas empezaron a abrirse dramáticamente, entre alaridos de la multitud.
Luego, sonó el segundo estampido, un nuevo bamboleo del Satélite Olímpico, que nos volteó a todos, arrojándonos de acá para allá, o lanzándonos unos contra otros, en dramático y aterrador enjambre. La oscuridad ahora fue total, con el fondo angustioso del sistema automático de alarma, estremeciendo los ámbitos con alaridos de sirenas y ulular de resortes electrónicos de peligro.
Duró cosa de cinco o seis segundos la tiniebla total. Cuando las luces de emergencia máxima del Satélite del Deporte, con su claridad inferior a un veinte por ciento de la claridad total, volvieron a brillar, extinguidas las baterías solares, en derredor mío, todo era confusión.
Me dolía tremendamente la cabeza, la frente en especial. Retiré de ella mi mano bañada en sangre. Vidrios, plásticos y metales retorcidos me envolvían por doquier. Todo a mi alrededor era un espantoso caos humeante, convulso, ensangrentado. Me rodeaban docenas de cuerpos sin vida. Y el mío lo hubiera estado también, bajo cualquier pila de cadáveres o de agonizantes seres destrozados, de no tener la enorme, increíble fortuna, de que uno de los soportes de aluminio plastificado de la sección de comunicaciones múltiples, me hubiera caído encima, sirviéndome de soporte, donde rebotaron infinidad de cadáveres y moribundos, desperdigándose por doquier.
Ante mí, las propias oficinas de Comunicaciones eran un pandemónium aterrador, con cuerpos desgajados, colgados, o bien triturados por un alud de fragmentos de metal y plástico. No quise, ni mirar, atrás, a las amplias tribunas y graderíos dónde los alaridos, llantos y gritos ponían la piel de gallina y provocaban un pavor desconocido en cualquier ser humano. De las pistas de atletismo, ni siquiera un gemido podía llegar a mí.
En medio de aquellas semipenumbras, entre ulular de sirenas, sangre y chillidos o estertores, me moví convulso, estremecido, sintiendo que la sangre corría por mi rostro, que mi pierna derecha estaba lesionada de importancia, aunque podía arrastrarla con bastante energía, y que, por puro milagro, era un superviviente, al menos por el momento, en medio de un cementerio pavoroso e increíble, donde antes, todo era luz, alegría y entusiasmo sano y deportivo.
Tuve que apartar cuerpos. Creo, que por primera vez en mi vida, vomité.
Débil, tambaleante, aterrorizado, pude dar unos pasos más, sintiéndome ligeramente mejor. Me tuve que apoyar en una vidriera medio destruida, entre teletipos, teléfonos y pantallas de televisión tridimensional, monitores y toda clase de cables procedentes de conexiones espaciales.
Técnicos, expertos, comentaristas, reporteros... Caras conocidas, familiares. Muchachas azafatas, hermosas, con el liviano uniforme de la Olimpíada, encargadas de servir a los numerosos periodistas y corresponsales de todo el mundo, yacían acá y allá, entre otros cuerpos. Piernas bien formadas de mujer, inertes o ensangrentadas, exhibían en una panorámica dantesca sus curvas ya sin atractivo, puras formas de cuerpos muertos, inertes, abatidos por la feroz guadaña de una hecatombe inexplicable aún para mí.
Llegué a la Sección de Comunicaciones Militares del Espacio. Allí estaba mi vecina de localidad. Creo que era el único ser vivo en medio de un montículo informe de cadáveres.
Con ojos dilatados, que sin embargo no podían afearse a pesar de su evidente aire de horror, sangrante su brazo herido, sangrante su muslo derecho también, y con algunos arañazos y roces en el rostro y cabeza, entre los cabellos, que se teñían de rojo entre las raíces, algo menos rojas, o al menos de un rojo distinto al de la sangre...
Sus gafas de montura estilizada yacían junto a ella, salpicadas también de sangre, partidas en dos. Pero eso no importaba mucho. El Satélite del Deporte, el majestuoso U-Stadium en órbita, oscilaba peligrosamente, bamboleándose en su órbita, cargado realmente con cientos de miles de muertos.
—Dios sea loado, es el Apocalipsis —musité, inclinándome sobre la muchacha. La tomé entre mis brazos, la alcé con todas mis energías posibles, apartándola de tanto ser sin vida, triturado acá y allá, y corrí con ella, fuera de lo que, tras ser nuestro recinto de salvación, podía convertirse inmediatamente en un cepo de muerte para ambos.
No me equivoqué mucho. Hubo otro enorme crujido, un bamboleo siniestro, aterrador, que pensé partiría en dos el Universalia Stadium, arrojando a todos al vacío, y todo el Pabellón de Comunicaciones Múltiples se hizo añicos al venirse abajo, con un crujido seco y rotundo.
Para entonces, yo estaba fuera, con mi carga femenina en brazos, moviéndome agitada, enloquecidamente, en medio de un caos aterrador de sangre, muertos, gritos y estertores.
No éramos, por fortuna, los únicos supervivientes en aquel cataclismo espacial sin precedentes. Me tropecé, de súbito, con un rostro convulso, lívido, conocido. Herr Doktor Haupman, el poderoso y risueño Kurt Haupman, presidente del Comité Olímpico Internacional, se encaró con nosotros en ese momento, como un poseso. Me miró, alucinado. Creo que en principio, ni siquiera me conoció. Luego, al descubrir al fin a dos seres vivos, como él mismo, se detuvo, me aferró un brazo, me zarandeó, crispado.
—Cielos, usted... —le oí musitar con una voz que no parecía la suya—. Es Grant, sí... Patrick Grant, de la televisión...
—No sé lo que soy ni quién soy —dije roncamente, tomando aliento—. No sé nada de nada... Sólo sé que vivo. Que aún vivo, herr Haupman...
—Sí, es Grant, amigo... —afirmó, rotundo, como quien hace un descubrimiento genial—. Es usted, muchacho... ¿Cómo..., cómo pudo salvarse?
—De milagro, no sé... Nunca se saben esas cosas... Herr Haupman, ¿qué sucedió?
—Dios, si pudiera responder a eso... —gimió él, y vi correr lágrimas de sus ojos enrojecidos. Me contempló. Y vio el cuerpo balbuceante que yo transportaba—. Ella..., ella es la señorita Dark;... Karin Dark...
—Ignoro quién es. Ocupaba un asiento en la gran tribuna, junto a mí...
—Es Karin Dark, seguro. De Seguridad Espacial...
—Sí, es lo que creo —suspiré—. Pero nunca la vi antes de ahora. Era mi vecina de fila, en la gran tribuna...
—La gran tribuna —esta vez sí se echó a llorar. Me señaló patéticamente atrás, en tanto crujía, sobre nuestras cabezas, amenazadoramente, la enorme cúpula y los aleros volantes del estadio espacial—. ¡Dios mío, no se acerque allá! Es horrible... Espantoso, Grant... Ni un superviviente... ¡Ni uno solo!
—Es imposible —me asusté—. Eramos miles...
—¿Miles? ¡Cientos de miles en todo el satélite! ¡Cientos de miles de cadáveres, amigo mío! ¡Un inmenso cementerio, una masacre, una carnicería terrorífica...! ¡Eso es, ahora, el lugar donde estamos...! Y tal vez ni siquiera nosotros nos salvemos, Grant...
No supe qué decirle. No podía hacer gran cosa. Pero empecé a moverme, como un desesperado, hacia el único punto factible para huir: los conductos colectivos hacia los aparcamientos de aeronaves y de cosmobuses hacia la Tierra.
Esta vez no había la aglomeración de los grandes estadios deportivos. No tuve que luchar contra nadie.
Conté a los demás que huían conmigo, delante o atrás, sangrantes y despavoridos.
En los grandes conductos colectivos de público para desalojar el estadio, bloqueados en parte por inmensas pilas de muertos y agonizantes, no seríamos en esos momentos más de mil o dos mil los fugitivos que podíamos huir a la muerte, más o menos heridos...
Aun así, la gran incógnita estaba aún latente en aquel cuerpo artificial, en órbita alrededor del planeta Tierra: ¿podríamos llegar sanos y salvos a los grandes aparcamientos inferiores, bajo las pistas atléticas del U-Stadium? ¿Funcionarían los vehículos espaciales? ¿Nos dejaría escapar aquel horror desencadenado inesperadamente sobre el gran estadio de las Olimpíadas del 2200?
No podíamos saberlo nadie. Eso no tenía respuesta aún. Pero pronto íbamos a conocerla.
CAPÍTULO V
ODO resultó bien.
Los vehículos funcionaban e iban saliendo de la estación espacial. Los supervivientes huían, desesperados, del infierno cósmico que era ahora U-Stadium. Yo era uno de ellos. Y conmigo, la inconsciente muchacha de Seguridad. Espacial que, según herr Haupman, era Karin Dark.
Sólo que yo, en el último momento, cuando iba a disponer de uno de los numerosos vehículos privados de los que ya no haría nunca uso su dueño, masacrado allá arriba, en el orgulloso estadio espacial, tuve un arranque de curiosidad profesional. O tal vez de humano interés por un semejante. Por un semejante nada vulgar ni corriente. Por el hombre que, a lo largo de meses enteros, había polarizado la atracción y el interés del mundo entero.
Mark Fury.
¿Qué habría sido de él? ¿Sobrevivió el superhombre físico a la gran hecatombe desencadenada sobre el U-Stadium? ¿Pereció en él, como Aquiles alcanzado en su talón vulnerable?
Los dioses también mueren. Incluso en la Mitología.
Yo sentí terror ante esa idea. Mi instinto primario de conservación, natural egoísmo como ser humano en peligro, trataba de dominar toda otra emoción o sentimiento. Pero creo que todo ser viviente es un hombre, por encima de su profesión. Todos, menos los periodistas. Yo era periodista, Y fui periodista antes que hombre. Antes que ser humano.
Dejé a Karin Dark en manos del doctor Haupman. El presidente del Comité Olímpico Internacional me contempló con estupor, cuando yo le hice entrega de la joven y le invité a salir con una de las naves privadas aparcadas allí. Había tantas, que superaban con mucho al número de supervivientes. No había lucha por poseer una de ellas.
—Llévesela, herr Haupman —invité—. ¡Pronto, trate de volver a la Tierra!
—Grant, usted está loco... —me miró, atónito—. Rematadamente loco. No pensará quedarse aquí ahora...
—Tengo que ver algo. Seguiré en seguida, en otro vehículo. Desgraciadamente, muchos de estos transportes espaciales se quedarán aquí para siempre, con miles y miles de muertos en derredor..:
—¡Este satélite está destrozado, hundido! —aulló Haupman, asustado—. ¡En menos de media hora puede abrirse del todo, entrar el vacío exterior, desalojando el aire, y pereciendo en el interior todos los supervivientes retrasados! ¡O pueden lanzar sobre él una nueva carga explosiva, y aniquilarlo totalmente!
—Sé todo eso, herr Haupman —sonreí—. De todos modos, haga lo que le digo. Nos veremos en la Tierra, esté seguro. Tenga fe en ello, amigo mío. Y ponga a salvo a esa joven sea ella quien fuere. Gracias a su vecindad en la gran tribuna, sigo vivo aún.:.
Y sin añadir más, corrí hacia una de las bocas de acceso a las pistas de atletismo y competición, situadas sobre el inmenso aparcamiento.
Los sistemas electrónicos no funcionaban casi en absoluto. Pese a ello, una de las cintas elevadoras mecánicas, aún rodaba, aunque pausadamente. Subí por ella, ayudándome con la propia velocidad de mis piernas inseguras, vacilantes. Alcancé los accesos a las pistas de pruebas en escaso tiempo.
Normalmente, docenas de empleados de los Juegos Olímpicos, me hubieran impedido llegar a las grandes pistas de hierba artificial, bajo las grandes lámparas de espejos solares. Pero ahora, no había empleados, sino cadáveres y sangre. No había luces, sino focos de emergencia dispersos. Y no había atletas, sino fragmentos de hombres y mujeres, abatidos criminalmente sobre la hierba artificiosa, salpicada de rojo intenso acá y allá.
Nadie, pues, pudo impedirme salir a las pistas inmensas, que poco antes eran centro de atracción de millares de espectadores fascinados, y de objetivos de televisión en color y relieve, para el orbe entero. Pisé la alfombra plastificada, verde brillante, como un competidor deportivo más.
Aquélla era la Olimpíada de la Muerte. Y creo que jamás ser humano alguno, en la historia del mundo, se enfrentó a espectáculo tan alucinante y aterrador como aquél. Solo y erguido en un inmenso estadio de trescientas mil plazas humanas en los graderíos. Rodeado de una enorme forma oval de gradas y tribunas antes gesticulantes y emocionadas. Ahora silentes y petrificadas. Goteando sangre por sus peldaños, asientos y vallas. Con una gran tribuna que era un muestrario atroz de cuerpos destrozados. Con graderíos abatidos, cadáveres colgantes o aplastados abajo. Miles, cientos de miles de muertos alrededor. Un baño de sangre. Un público inmenso y callado para siempre. La muerte como dueña única del U-Stadium. :
¿Y los atletas?
Ellos...
Dios mío. Aún me estremezco al recordarlo. Aún tiemblo cuando evoco aquella imagen apocalíptica, de jóvenes de ambos sexos, con atuendo deportivo, abatidos acá y allá, vencidos en plena prueba atlética por el peor corredor que pudieron tener a su lado: la Muerte.
Me moví como un diminuto espectro por entre cadáveres más o menos mutilados, entre tremendas erosiones provocadas por no sé qué clase de proyectiles o explosivos. Vi, colgando allá, frente a mí, la gran tribuna donde yo hubiera colgado, como un pingajo humano más, bañado en sangre, de no mediar mi vecina, la damita pelirroja de Seguridad Espacial. Y aquel inquietante mensaje llegado del Pabellón de Comunicaciones Múltiples del Uriiversalia Stadium.
No quise mirar más. Ni fijarme en los atletas muertos, aplastados o desgajados. No miré a nadie. Sencillamente, busqué a uno. A uno solo. A un hombre excepcional, a un deportista fabuloso, llamado Mark Fury.
Y lo encontré.
Estaba allí; Junto a la línea de meta. Había llegado a rozarla con su calzado de corredor. Era ganador por mucha ventaja sobre los demás competidores. Solamente a la Muerte no pudo vencerla.
Porque estaba muerto.
Muerto.
Mark Fury, el superhombre, el coloso de la fuerza y el poder físico, había muerto. Como todos los demás. Como todo hombre, superhombre o dios mitológico. Había muerto, sencilla y llanamente.
Apenas unas leves manchas de sangre, y un hilo escarlata corriendo entre sus labios sobre el rostro lívido, estirado, sorprendido por el trágico final. Intacto, hermoso y arrogante como siempre fuera en vida. Pero inmóvil. Inmóvil para siempre.
-Muerto...
—Sí. Desgraciadamente, muerto.
Reinó el silencio en la amplia sala. Creo que se hubiera percibido el sonido de una simple mosca, pese a la enorme amplitud de aquel recinto, de haber existido tal mosca en un ambiente perfectamente aséptico y aislado de cualquier contaminación exterior, como era el Centro de Protección Presidencial.
Desde luego, el presidente de las Naciones Unidas, y los principales jefes de Estado, gobernantes y dirigentes de todos los países y federaciones continentales del mundo, no podían sentirse ya demasiado impresionados por un cadáver más o menos.
En los grandes tableros luminosos de los contadores electrónicos, iban apareciendo, con escalofriante celeridad, cifras y cifras continuadas. La suma de cadáveres y desaparecidos en la hecatombe espacial del Universalia Stadium, daba cantidades aterradoras. La última que yo había escudriñado en el sumador automático, daba la cifra de doscientos noventa y siete mil ciento ochenta cadáveres. Entre público, atletas, personal y toda clase de gente afectada por el caos, se esperaba sobrepasar la cifra, final de los trescientos diez mil.
Escuálidamente, otro tablero daba la de supervivientes oficiales. Y no se alteraba ni por asomo: dos mil doscientos seis. De esos dos mil doscientos seis, yo era uno. Karin Dark, de Seguridad Espacial, otro. Herr Haupman, un tercero. Y así otros...
Pero las cifras tenían algo de mecánico, frío y deshumanizado, que hacía ver esa suma ingente de muertos como una vulgar operación matemática. En cambio, Mark Fury era un ser. Humano. Un cuerpo excepcional, expuesto allí, en medio de la enorme nave central de la Zona de Emergencia, destinada en el subsuelo terrestre para la protección del presidente de las Naciones Unidas, su secretario general, y unos pocos mandatarios del orbe, con el personal justo para sobrevivir a una hecatombe mundial, con ciertas esperanzas de continuidad para el género humano.
Alguien había llamado a todo eso «El Arca de Noé», y no le faltaba razón. En sus instalaciones se conservaban macho y hembra de diversas especies zoológicas, y un personal especializado había escogido, desde años atrás, hombres y mujeres de toda raza y condición, para servir allí de elementos vivientes en conserva. Una especie de micro-humanidad que, en caso de llegar el fin del mundo, sería capaz de reanudar lo aniquilado casi totalmente. Eso, al menos, era la teoría.
No me sentía absolutamente hada orgulloso de haber sido el portador de aquel cadáver de excepción. Tampoco de ser, indirectamente, el centro del interés general de todos los principales mandatarios del mundo, sobre mi persona, más o menos humilde. No, no hay nada que en determinados momentos le alivie a uno o le produzca consuelo. Y éste era uno de esos momentos, a no dudarlo.
Había conducido a Mark Fury hasta allí. Su rubio y atlético cadáver yacía sobre un túmulo, bajo una cruda luz vertical, blanca y lechosa, que realzaba sus formas viriles como las de una estatua de Fidias o un mito olímpico. Pero era solamente eso: un cadáver. Pudo ser en vida hermoso, impresionante y lleno de poder. Ahora, sin el hálito vital preciso, no se diferenciaba en nada de los demás.
Alguien había comentado acremente, poco antes:
—No sé por qué perdió el tiempo en traerse del Universalia Stadium un simple cadáver... Pudo haber invertido ese esfuerzo en recuperar a un superviviente, a un herido...
Yo me volví a quien había hablado. Era un destacado político europeo, que personalmente no gozaba de mis simpatías. Ni posiblemente de las de muchos otros contemporáneos míos. Miré de hito en hito su faz hermética y fría. Le repliqué acremente también:
—Ya salvé previamente a una mujer herida. Intentar buscar supervivientes allí, era un error. Y una estupidez. La mayoría tenían amputados sus miembros, y sus minutos de vida contados. Sólo se veían cadáveres. Los que podían sobrevivir, se valían de sus propias piernas, mejor o peor. Pensé en él, porque nosotros, estúpidos humanos, hicimos de él un prototipo del superhombre. Ciframos nuestro ideal humano en un hombre como nosotros, en un ser tan imperfecto como todos, por mucho que fuese su poderío físico. Su espíritu y su aliento vital eran idénticos a los del más débil ser viviente. ¿Qué poseía Mark Fury de excepcional, por tanto, para centrar en él un orgullo de raza o de especie biológica? Nada, señores. Solamente músculos, nervios, tendones, vitalidad. Al perder su aliento vital, vean lo que es ya Mark Fury: un arrogante, majestuoso cadáver. Sólo esto, en suma: un cadáver...
Y con la cabeza baja, me reintegré a mi asiento en el cerco de residentes autorizados en el Centro de Protección Presidencial del refugio de la Zona de Emergencia.
Creo que a aquel político europeo, no le quedaron más ganas de comentar nada. En cuanto a los demás, capté su especial nerviosismo tras escucharme. Algunos médicos especialistas, cuidadosamente elegidos —auténticas notabilidades mundiales, seleccionadas para el Centro de Protección—, estaban reunidos en torno al difunto Mark Fury. Uno de ellos se acercó al centro de la gran nave central, informando fríamente por el sistema de auriculares del recinto:
—Examinado el cuerpo, señor presidente. Nuestro diagnóstico es concreto: muerte instantánea por lesión cerebral. El cuerpo y sus tejidos no sufrieron daño aparente alguno, ni otra clase de heridas que la que provocó la muerte, en su occipital. Nada puede hacerse por reanimarle. Lleva ya cadáver algunas horas, la sangre se ha coagulado ya en venas y arterias, el cerebro está virtualmente paralizado desde el fallecimiento, y el corazón no respondió a ninguno de los impulsos eléctricos provocados. En suma, señor: legal y clínicamente, Mark Fury está muerto. El superhombre lo era sólo en lo físico. Y el físico se hizo materia inerte cuando su cerebro se detuvo. No es más que un cadáver, como dijo su portador, el señor Grant...
No dije nada. No comenté nada. No hacía falta. Sí, era un éxito para mí. Todo conforme yo lo anticipé. Hubiera querido fracasar, por una vez. Equivocarme, en suma. Saber que Mark Fury estaba con vida, que existía una esperanza de reanimarlo, por remota que fuese.
Pero el filial era el previsto. Amargamente triunfal para mí. Yo tuve razón. ¿Y qué?, maldito fuese yo por los siglos de los siglos. Mark Fury había muerto.
Nunca fui partidario de crear superhombres artificiosos. Nunca acepté la teoría de que un país o un planeta, centraran en un simple cuerpo, en una humana envoltura, por perfecta que pareciese, el, ideal de su especie y de su raza. Era un ídolo demasiado frágil.
Con Mark Fury ocurrió lo mismo que con aquellos viejos ídolos de pies de barro. Al romperse éstos, el ídolo se venía abajo, desmoronándose. Como Mark Fury y su increíble físico de titán. Sigfrido y Aquiles también murieron. Y tantos otros...
Era desolador. Pero la especie humana perdía uno de sus últimos reductos de esperanza en el futuro de su propia condición biológica. La Muerte, en el Estadio del Espacio, no había hecho grandes distingos entre Mark Fury y otros doscientos y pico mil seres humanos. Parecía significativo.
Pero en esos momentos, otras noticias, más graves y trascendentes que la muerte de un superdeportista, llegaban ya al Centro de Protección Presidencial. Una de ellas, en mensaje especial urgentísimo, llegó a manos del presidente de las Naciones Unidas, quien acto seguido se apresuró a leer ante su propio micrófono el informe:
—Señores. Lamento darles tan malas noticias. Es el último despacho de Seguridad Espacial llegado a este Centro. Escuchen, por favor. Y no pierdan la calma —hizo una breve pausa, carraspeó, y continuó, leyendo ahora el texto recibido—: URGENTE. Seguridad Espacial, base uno, a zona de emergencia. Centro de Seguridad Presidencial. Confirmada sublevación Satélite Penal. Orrie Orlov, alcaide rebelde, unido a Zoltan Shark, asesino penado. Apropiados de Satélite de la Ciencia. Interceptado y dominado cohete en misión espacial UNWMS106. Asesinados tripulantes Marston y Kirkwood. Ingenio secreto contenido, en poder de sublevados del penal. Esperamos nuevos informes.»
Hubo un murmullo de terror en la gran sala. Un gobernante sudamericano se incorporó, virulento:
—¡Ese cohete llevaba una bomba de gran poder destructivo! —gritó.
—Cierto, señores —afirmó, sereno, el presidente de las Naciones Unidas.
—¡Un explosivo aniquilador! —añadió otro, con voz potente.
—Nunca les negué tal cosa, señores —mantuvo, sereno, el presidente..
—Era... antimateria —acusó el delegado del Continente Oriental, incorporándose—. ¿Es así o no, señor?
—En efecto —suspiró el presidente, muy pálido—. Antimateria.
Nuevos murmullos. Alguien protestó:
—¡Y la antimateria, que significa el fin de la Tierra y sus gentes..., está en manos de unos vulgares forajidos, evadidos de un penal!
—Su alcaide les ayudó en eso. Es un complot, señores. Pero esa gente no puede utilizar tal clase de arma. Sería el final, no sólo de la Tierra, sino el de ellos mismos y los satélites que dominan: el Penal y el de la Ciencia.
—Un desesperado es capaz de todo —objetó alguien—. Recuerdo a un asesino que, al verse acorralado, arrojó una carga térmica explosiva al suelo. Él resultó desintegrado, pero también con él lo fueron tres agentes de Seguridad Policial. ¿Quién puede prever lo que harán ese puñado de criminales evadidos?
—De momento, nada sabemos, caballeros —suspiró el presidente—. Lo único cierto es que dominan el Satélite de la Ciencia, y que durante casi todo un día han estado fingiendo que todo era normal allí y en el Penal. Los conocimientos de Orrie Orlov y de algún científico que se vendió a ellos o fue interrogado eficazmente para darles los datos referentes a códigos de comunicación y todo eso, les han sido preciosos a esos bandidos.
—Lo cierto es que algo sucedió en Universalia Stadium —acusó otra voz enfática. Y añadió, belicosa—: ¿Cómo explica usted, presidente, lo ocurrido en el Satélite del Deporte, causando más de trescientos mil muertos y, por tanto, un día de luto para el orbe entero?
—Sí, responda a eso —ríe desafió otro de los presentes—. ¡Vamos, queremos la verdad, señores! Respuestas concretas, sin rodeos ni engaños... ¿Quién tiene miedo ahora, y a qué clase de peligro? ¿Por qué se nos ha convocado con urgencia máxima, a reunimos aquí, como si nos enfrentáramos al propio fin del mundo? ¿Qué clase de hecatombe se desencadenó sobre el U-Stadium esta pasada noche?
Empezaba a sentirme irritado. Había respuesta para todo eso, a la luz de los últimos acontecimientos. Por miedo, por hipocresía y por afán de mantener una estúpida reserva sobre tan fundamental conocimiento, acaso todo se iba a complicar más. Como ocurrió siempre, por culpa de los gobernantes de todos los pueblos, desde que el mundo era mundo.
Me enfurecí contra eso. Contra el pasado de mi especie, contra mi sociedad y su organización de siglos y siglos. Contra muchas cosas que me irritaban en ese momento, hasta el paroxismo. Y salté.
Salté de mi asiento, me encaré con un micrófono, sin pedir permiso alguno al presidente de las Naciones Unidas de la Tierra ni a ningún otro alto gobernante allí presente, y disparé, como dardos, mis palabras secas, tajantes, reveladoras y desnudas, desprovistas de todo subterfugio o fingimiento:
—Señores. Yo pienso que esos reclusos evadidos del Satélite Penal, al hacerse dueños del Satélite de la Ciencia, han entrado en posesión de otras armas destructoras, no tan poderosas ni totales como la antimateria. Y han empezado a hacer uso de ellas..., destruyendo el Estadio del Espacio; y con él cientos de miles de vidas humanas. Es su aviso previo. La prueba de su enorme poder. Creo que van a hacernos chantaje. Van a exigirnos mucho. Y si no se lo damos, van a arrojarnos más armas aniquiladoras. Van a bañar en sangre a nuestro mundo. En caso de extrema desesperación, harán lo peor: recurrir a su mejor baza. Lo que puede destruirnos a todos a la vez: la antimateria. Eso es lo que yo creo, señores. Y lo que, en el fondo, temen todos los aquí presentes. Es todo.
Y me senté, airado, enjugándome el sudor.
Hubo un murmullo de asombro general, de miedo y de angustia. Y muchas miradas de ira o de reproche de los dirigentes de los países del mundo. Pero eso, a mí, me tuvo sin cuidado por completo.
No iba a volverme atrás por mis palabras. Ni a pedir excusas a nadie.
Menos aún, cuando solamente unos minutos más tarde, mi dramático y corto discurso tuvo su comprobación terrible y dramática.
CAPÍTULO VI
L mensaje directo inicial, fue recogido por todas las pantallas de televisión de la Tierra.
Yo, como tantos otros, asistí a él, con expresión anonadada, en un silencio amargo y hosco, porque no me llevaba ninguna sorpresa con él. Era, simplemente, la confirmación de todos mis temores. De todos mis recelos de última hora...
Fue la efigie de Orrie Orlov, ex alcaide del Satélite Penal, quien apareció en las pantallas cromáticas y en relieve, singularmente correcto de aspecto, bien vestido y pulcro, como queriendo darse importancia ante el orbe entero. Una importancia de la que, hasta entonces, había carecido el oscuro, cruel y eficiente oficial de prisiones. Su voz trató de ser educada, aunque obviamente le faltaba mucho para confirmar tal impresión.
En cuanto a su mensaje, hubo que reconocer su crudeza y ausencia de eufemismos. El tono duro, agresivo, en que fue pronunciado, lo reforzó de modo suficiente:
—Planeta Tierra —comenzó diciendo—. Os habla Orrie Orlov, desde el Satélite de la Ciencia. Hemos ocupado este satélite, al igual que nos hicimos dueños del Penal. Todos cuantos no quisieron o no pudieron cooperar con nosotros, fueron eliminados. Otros se han unido a nosotros espontáneamente. Somos dueños de cuanto posee este satélite científico. Y nadie mejor que vosotros sabe lo que aquí existe. Por si hay alguna duda..., el Universalia Stadium os habrá dado la prueba concreta de cuanto afirmo. Yo provoqué eso. Yo lo causé. ¿Medios? Debisteis imaginarlos ya: cargas destructoras a distancia. Torpedos espaciales. Dos bastaron. Y poseemos aquí una reserva de seis más, que harían mucho daño a la Tierra. También tenemos cargas de hidrógeno y cobalto. Y pilas nucleares capaces de producir la fisión atómica. Con eso y los materiales a nuestro alcance, la Tierra se verá bombardeada masivamente con energía nuclear. No podemos ser atacados. Una barrera magnética, del tipo monofásico, nos envuelve ya. No somos necios. Hemos vencido, y lo sabéis. Esto no es un ultimátum. No. Todavía no. Es pronto, y vuestra soberbia os hará pensar que es fácil terminar con un puñado de facinerosos evadidos de un penal.
Hizo una pausa. Respiró hondo. Luego, soltó una seca carcajada.
—Enorme error —dijo, rotundo, continuando su discurso—. No somos un grupo de necios. Aún estáis convencidos de que sois los más fuertes. Bien; os dejaremos con vuestros necios sueños. Pero recordad esto: tenemos aún cómo rehenes, a un puñado de los mejores científicos e investigadores del planeta Tierra. Y a mujeres notables de la Ciencia. Os los iremos enviando. Uno a uno. Con una hora de intervalo cada uno. Así, hasta cuarenta y ocho. Cuarenta y ocho horas. Es todo cuanto tenéis. Si antes de una hora no os rendís, enviando al Satélite de la Ciencia una nave espacial con la totalidad de los fondos del Banco Mundial, en oro..., llegará la primera remesa. Un científico o una notabilidad. Muerta, claro. En un auténtico ataúd espacial. Elegid...
Hizo otra pausa, tal vez para que todos nos diéramos cuenta del espantoso alcance de su escalofriante amenaza. Y continuó, sarcástico:
—Recordadlo. Eso sucederá hora a hora, durante dos días enteros. Cuando haya ahí cuarenta y ocho cadáveres, justamente los que tenemos, será preciso que enviéis en el acto, la totalidad de esos fondos en oro del Banco Mundial. La totalidad; no haya dudas. Entonces, una vez el oro en nuestro poder, daremos nuevas instrucciones para anular el actual estado político y social terrestre. E impondremos el nuestro propio. Pero ésa es la segunda parte del proyecto. Hay tiempo para ello.
Parecía que Orrie Orlov había terminado el discurso... Pero no fue así. Repentinamente, se encaró con las cámaras. Y añadió, amenazador, rotundo, virulento:
—¡Ah, recordad algo! Nuestra arma suprema, si algo se intenta, es la superbomba. La antimateria. Si los pueblos de la Tierra no quieren perecer, deberán persuadir a sus gobernantes, antes de cuarenta y ocho horas. O sublevarse contra todo poder instituido, para exigir sus condiciones propias de supervivencia. Si se niegan, y todo lo perdemos en este envite, estén seguros de una cosa: No tenemos miedo a morir. Somos gente endurecida. Mis mejores hombres estaban ya condenados a morir cuando se pusieron a mi lado. No perderemos gran cosa, desencadenando la antimateria sobre todo lo que nos rodea. Será nuestro fin, conforme. Pero también el de todos —señaló dramáticamente a la pantalla—. Dígame usted mismo, quien ahora me ve y escucha... ¿Quiere verse destruido, pulverizado por la antimateria? Y con usted su familia, su esposa, hijos, parientes... Su ciudad, su gente, sus calles, su hogar, su vida toda... ¿Lo quiere? Sé que no. Estoy seguro de que no. Y eso significa... que aceptarán mi oferta. Y si sus gobernantes no lo desean..., ¡háganlo ustedes mismos! Todos ustedes, terrestres, a quienes nosotros respetaremos, limitándonos a gobernarles a nuestro modo, cuando seamos los dueños de todo. Decidan. ¡Decidan ustedes, si sus Gobiernos se cierran obstinadamente en una negativa!
Se apagó la emisión especial, televisada con toda nitidez desde el Satélite de la Ciencia.
Me sentí sumido en una mezcla de perplejidad y de ira. No se podía hacer nada. Tenían los triunfos en sus manos. Todos los triunfos.
Habían pedido inicialmente todo el oro del Banco Mundial. Todo. Era aterrador. Pedí cifras al Banco Mundial. Mi tablero luminoso informativo de la redacción, me dio una cifra increíble: ¡Dos billones en oro!
Dos billones para un puñado de rufianes evadidos de un penal. Pero todo les había salido bien. Eran dueños de grandes recursos destructores. El golpe había sido medido con inteligencia y sentido práctico. Primero, el Penal. Luego, el Satélite de la Ciencia, auténtico centro electrónico y técnico, desde el cual podían dirigirlo todo, si una mente malvada y sin piedad organizaba el trágico festival.
Ya había un aviso terrorífico como principio: la hecatombe sangrienta del U-Stadium. El final horrible de la Olimpíada 2200, en un baño de sangre sin precedentes.
Seguirían científicos y personalidades del mundo, a razón de uno por hora, enviados a la Tierra en auténticos ataúdes del espacio. Pero por eso, los Gobiernos de la Tierra, la propia Organización Internacional, no podían ceder al chantaje. No lo harían aún. Yo lo sabía, como lo sabían los forajidos del Penal espacial.
Lo malo es que, al final, si no ocurría un milagro, tendrían que dar el dinero. O perecer todos, bajo la antimateria desencadenada sobre lo material.
Sí. Era una batalla perdida de antemano. Pero en nuestro planeta iban a luchar por impedir el desastre final. Con todas sus fuerzas, que no eran muchas, la verdad.
¿Valdría la pena? No sé. No me supe responder a esa pregunta entonces.
Sólo supe que había por delante dos días. Solamente dos días. Después, si las masas mundiales no reaccionaban a la arenga demoledora de Orrie Orlov, y se levantaban airadamente contra todo Gobierno constituido, reclamando la rendición sin condiciones..., ¿qué iba a suceder?
Se me ocurrió una respuesta. Pero no me gustó. Y dejé de pensar en ello, para sumergirme en el maremágnum de mi propio trabajo informativo, desde la Central de TV de la zona de emergencia.
Solamente dejé mi tarea para ir a tomar algún refrigerio al restaurante automático, y unas tazas de café para despejarme.
Justamente allí, me encontré, con alguien que me debía la vida. Con una mujer llamada Karin Dark, de Seguridad Espacial.
-Gracias, Grant. Le debo la vida.
—Señorita Dark, por favor... Olvide eso. Fue pura suerte. Un azar favorable para ambos, eso es todo.
—No, no es todo. Herr Haupman me lo refirió. Él me condujo a la Tierra, pero porque usted se lo ordenó. Me rescató del cementerio espacial. Me salvó de morir allí, entre los demás, inconsciente y olvidada de todos —se tocó la cabeza, con gesto de dolor, entre su rojo cabello abundante—. Sufrí heridas sin importancia, pero no hubiera recuperado a tiempo la noción de las cosas. El satélite se llenó de vacío exterior antes de media hora, usted ya lo sabrá. Sólo que para entonces, solamente había cadáveres allí dentro...
—Sí, lo sé. Miles de cadáveres... —moví la cabeza, angustiado—. Trate de olvidarlo, de no pensar en ello.
—No puedo —ella se acercó a mí, con una taza de café y unos platos de alimentos hidratados en las cámaras de adaptación de viandas deshidratadas—. Lo intento, pero no aparto de mí aquella imagen horrible. Debió de ser tan espantoso todo...
—Mucho —convine, seco—. Por eso no quiero recordarlo, señorita Dark.
—No me llame así —se sentó a mi lado—. Prefiero que me llame solamente Karin. No espere que vaya a llorar o desmayarme. No soy una joven histérica. Trabajo en Seguridad Espacial.
—Sí, sabía ya eso. Es una chica valiente, ¿no?
—Creo serlo, sí.
—También lo creía yo —suspiré—. Hasta que me vi allí, en medio de la masacre. No se podría describir nada más atroz.
Ella afirmó despacio. Tomó un sorbo de café. Alrededor nuestro, personal técnico y especializado, iba y venía con alimentos, recuperando fuerzas para continuar laborando sin reposo, en aquellas jornadas alucinantes que nos tocaban vivir.
—Me dijeron que se trajo a Mark Fury a la Tierra —susurró Karin, sin mirarle.
—Sí, es cierto —admití.
—Muerto, ¿verdad?
—Como todos —dije con amargo sarcasmo—. No era un superhombre, después de todo. Se trataba de una criatura mortal. Como nosotros.
—Nunca lo dudé. El deporte no me atrae mucho. Pero Mark Fury era más que un deportista. Queríamos reclutarlo como piloto especial para largos viajes cósmicos. Su naturaleza hubiera sido útil en esa tarea. Lástima que no llegáramos a tiempo...
—Era un superdotado, un hombre excepcional. Pero, como él decía, solamente un hombre. Nada más. Y nada menos que eso...
Tomamos café en silencio. Ingerimos viandas, ávidamente. El cuerpo cansado nos pedía alimentos. Pero creo que ambos estábamos pensando en lo mismo.
—¿Qué opina de ese mensaje televisado? —preguntó ella de repente, confirmando mis sospechas.
—Orrie Orlov y su ultimátum condicionado y escalonado... —comenté, sombrío. Moví la cabeza, con pesimismo—. No me gusta. En absoluto, Karin.
—¿Cree que ellos pueden vencernos?
—Me temo que sí. Lo tienen todo para lograrlo.
—Suena ridículo. En el siglo XXIII, una pandilla de forajidos..., controlando todo el planeta. No puede ser.
—Pero usted sabe que es —la miré, muy fijo. La luz de la cafetería automática, se reflejaba en los vidrios de sus nuevas y no menos estilizadas gafas. Su uniforme le sentaba de maravilla. Tenía unas formas deliciosas. Y pocas huellas de sus heridas. Le dije con cierta acritud—: Pertenece a Seguridad Espacial. Debe saber mejor que yo lo que sucede. Y las posibilidades favorables con que podemos contar...
—Sí, desgraciadamente, usted no anda descaminado —convino ella, de mala gana. Me estudió, preocupada—. ¿No ve salida alguna?
—No —negué—. ¿Y usted?
—Tampoco —musitó—. Creo que nada ni nadie puede vencer ahora a esos dementes, dueños de las más terribles armas conocidas jamás...
Nos quedamos mirándonos estúpidamente, el uno al otro. Convencidos mutuamente de que estábamos en lo cierto. No sé cuánto tiempo hubiéramos llegado a permanecer así, de no mediar la intervención de aquella voz fría y enérgica, que nos interrumpió, como dando una respuesta a lo que ella acababa de afirmar con rotundidad:
—Perdonen, señores... Señorita Dark, no hable así.
Yo tengo el procedimiento para vencer a esos asesinos del Satélite de la Ciencia...
Nos volvimos. El hombre me resultó vagamente familiar, pero no pude localizarle en mis recuerdos. Karin Dark me sacó de dudas, al tenderle afectuosamente los brazos, en un gesto instintivo de cordialidad:
—¡Usted, profesor Frobbe! —y añadió, con cierta extrañeza—: ¿Por qué ha dicho tal cosa, profesor?
Wilheim Frobbe, cuya efigie ya había localizado en el baúl de mis evocaciones, oprimió fuertemente las manos de la joven, me miró risueñamente, y declaró:
—Porque yo, amigos míos..., sé cómo vencerles. Pero nadie va a, escucharme, por supuesto. Y de esas cuarenta y ocho horas de ultimátum que tiene la Tierra para responder..., yo sólo dispongo ya de cuatro o cinco horas para conseguir el milagro. Después..., será ya demasiado tarde. Y no habrá solución alguna. En ninguna parte...
CAPÍTULO VII
OLDA Welsh miró a través de las lágrimas a Karin Dark. Luego, a mí. Después, al profesor Wilheim Frobbe. Y, por último, al insólito visitante que recibía en su alojamiento, junto con todos nosotros.
—Dios mío... —musitó con un ahogado hilo de voz—. Y yo... ¿precisamente yo... debo...?
Karin se limitó a inclinar la cabeza. Frobbe asintió con entusiasmo, nerviosamente, consultando su reloj, humedeciendo sus labios, inquieto. Yo no supe qué decir, pero seguí mirando la exuberante, atractiva, rubia belleza de la que fuera prometida de Mark Fury. La mujer que le amó. Y que fue amada por él.
—Sí, señorita Welsh —sonó grave la voz del presidente—. Usted debe dar su respuesta. Será definitiva.
Había hablado el presidente. Nuestro presidente. El primer mandatario de la nación y miembro de honor en el consejo de gobierno de las Naciones Unidas de la Tierra. Personalmente él, como un ciudadano más, había acudido a la residencia de Golda Welsh, la bellísima diosa platinada del rubio dios muerto. Se comprendía el estupor, el desconcierto de la muchacha que acababa de perder al ser amado.
—Pero..., ¿por qué yo? —insistió ella, patética.
—Es su único ser querido en el mundo. Mark Fury era un ser sin familia. Solo en la vida. Hubiera sido su esposo, de haber sobrevivido. Usted, señorita Welsh, debe decidir en la cuestión.
—Yo... —tembló ella. Se cubrió el rostro con los ojos—. Cielos, es tan horrible todo esto, señor...
—La comprendo —habló dulcemente el presidente. Y cuando puso una mano en su hombro, era un paternal amigo, un consejero leal e intimó quien habló—: Es cuestión sólo de conciencia. Pero la conciencia cuenta mucho en todo esto, señorita Welsh. Ahora más, al descubrir que un cuerpo humano, por excepcional y superior que sea, es sólo eso, a fin de cuentas: la humana envoltura carnal, efímera, de algo más valioso y perdurable que existe dentro. Y llámelo usted como quiera.
—Pretenden que yo..., yo...
—Eso es. Pretendemos que usted lo autorice. Tal vez de existir, Mark hubiera sido el primero en decirnos sí. Pero él no existe. Él murió. Usted es quien debe decidir, amiga mía. Usted... y sólo usted. Respetaremos su decisión. Cual sea. Afirmativa o negativa.
—Bien... —ella se irguió, dominando su llanto, su dolor—. Pues será... negativa.
Hubo un silencio. Nos miramos todos. Era de prever. Yo lo temí desde el principio. Golda Welsh era una mujer enamorada. Ella no entendía de ciencia ni de Biología o Cibernética. Ella no aceptaba el experimento. El gran experimento. Era humana. Casi estuve de su parte, aunque se esfumaba la última esperanza para todos.
—Bien —suspiró el presidente, resignado—. Como usted decida, señorita Welsh. ¿Es... definitiva su decisión?
—Definitiva. No quiero que nadie hurgue en el cuerpo de mi amado Mark. Debe ser incinerado, y sus cenizas conservadas dignamente, como las de todo ser humano...
—Bien, señorita. Expuso su razón. Y su derecho —convino el presidente, serio—. No hay más que objetar. Se respeta su determinación, palabra. Vamos ya. Esto está resuelto.
—Un momento, por Dios... —rogó Frobbe, patético, muy pálido—. Nunca como ahora habrá una oportunidad así... Nunca tendremos un..., un cuerpo semejante..., ni un motivo tan serio. Sería tal vez el salvador de un planeta perdido...
—Lo siento, profesor —negóse el primer mandatario—. Nada puedo hacer. La señorita Golda Welsh decidió lo más humano. Ahora, que sea lo que. Dios quiera.
—Esperen —dijo serenamente Karin Dark cuando nos íbamos. Se volvió a Gojda, que sollozaba en silencio. Se despidió de ella—: Sepa que con su decisión acaso hunde a su propio planeta, a la Humanidad toda. Pero hace algo más: impedir que Mark Fury gane su mejor batalla... después de muerto. Que demuestre al mundo que, realmente, fue el superhombre que todos pensamos. Y que ese hálito vital que él perdió a manos de sus asesinos, no llegue a ser un arma vengadora, justiciera incluso, contra los mismos que causaron su ruina y su fin... Ahora, adiós, Golda, amiga mía. Y de veras lo siento... por todos.
Salían ya. Entonces, Golda Welsh lanzó un grito ronco. Nos volvimos todos. Tuve el cosquilleo de la emoción al presentir su respuesta, Y miré a Karin con innegable admiración y respeto.
—¿Qué, señorita Welsh? —indagó el presidente, con voz serena.
—Ustedes ganan —musitó, entre llanto, Golda Welsh—. Karin Dark me ha convencido... Sí, estoy segura de que Mark tiene derecho a esta oportunidad..., aunque ya no sea él quien se enfrente a esos asesinos... sino un Cyborg, un hombre, mitad humano, mitad máquina... Háganlo, señor. Hágalo, profesor Frobbe... Dele esos impulsos mecánicos al cuerpo de Mark Fury antes de que transcurra el plazo previsto por usted para que no empiece a descomponerse su cadáver... ¡Haga de Mark un auténtico superhombre, al fin! Alguien que esté ya por encima de la vida y de la muerte...
Y lo hizo.
Wilheim Frobbe hizo lo que parecía imposible.
Creó un Cyborg. Un hombre-máquina. Un robot humano.
Un Cyborg que antes había sido Mark Fury.
SEGUNDO LIBRO ¿Hombre, Máquina?
CAPÍTULO PRIMERO
O contemplé, fascinado.
—De modo que lo hizo... —musité.
—Sí, Grant —suspiró con cansancio Wilheim Frobbe. Miró su reloj, pensativo—. Solamente doce horas de trabajo continuado. Y ahí está... Mi gran obra. Mi mejor obra. Acaso el primer Cyborg. Y el último...
No dije hada. Respiré hondo. Fumé nervioso, mirando el bulto cubierto por la sábana, bajo la luz violácea, de rayos energéticos, en el gran laboratorio-quirófano biocibernético del sabio investigador.
Allí estaba él. El... Mark Fury. Lo que quedaba de él. Su arrogante, poderoso, increíble físico.
Doce horas antes, era un cuerpo rígido, sin reflejos ni vibraciones, sin circulación sanguínea, sin impulsos cerebrales, sin palpitaciones cardíacas, sin pulso alguno. Muerto.
Ahora... Ahora no sabía lo que era. Y casi no quería saberlo. A pesar de que era el gran momento, el instante supremo de mi existencia como reportero. Nunca, nadie, se vio antes de ahora frente a un prodigio semejante. Un hombre muerto, transformado en..., en Cyborg. En superhombre. O solamente un cadáver manipulado por un científico equivocado, un simple fracaso que haría de Mark Fury un cuerpo al que no se respetó su sagrado derecho al eterno reposó tras la muerte en el estadio espacial...
—¿Cree... que resultará? —musité.
Me miró con sorpresa. Y casi con enfado. Con aire ofendido.
—¿Creerlo? —masculló—. Ha resultado, ¿entiende, Grant? Lo afirmo. Ha resultado.
—Entonces..., él..., él es ya...
—Sí —afirmó, orgulloso. Caminó hacia él—. Es... un Cyborg. No es Mark Fury. Tiene su físico, su envoltura. Pero no es él. Mírelo, amigo mío...
Inesperadamente, tiró del envoltorio. Descubrió el desnudo, arrogante cuerpo casi mítico. Lo contemplé con estupor. Pestañeé, alucinado, cuando empezó a moverse y me miró con sus fascinantes, verdes, profundos ojos...
Se había destapado un nuevo «ataúd espacial», como con negro humor los llamaba el propio Orrie Orlov.
No era sino otra cápsula plástica, dotada de sistema autónomo de propulsión. Enviada desde el. Satélite de, la Ciencia. Y con un cadáver dentro. Otro más...
—Ya es el número diecinueve —suspiró el secretario del presidente de la nación—. Diecinueve personas sacrificadas. El doctor Reinhard es el de ahora... Dios sea loado, ¿cuándo terminará esta pesadilla?
Nadie le respondió. Sencillamente, porque carecíamos de una respuesta: Dio una seca orden, con gesto cansado. Sanitarios del centro médico se hicieron cargo del nuevo cuerpo llegado del espacio. La víctima número diecinueve de los actuales enemigos de la Tierra pasó a la Morgue, como las demás. Orlov estaba cumpliendo puntualmente su palabra. Hora a hora, la Tierra recibía en el cosmodromo central una «remesa» trágica desde el vacío: un cadáver más. Un hombre o una mujer, de los que Orlov y su gente tenían cautivos en el satélite. Muerto. Asesinado. Y enviado a nosotros. Como un reto. Como un despiadado, frío y cruel aviso de su poder.
Todo eso iba haciendo mella. Al principio se pensó en mantenerlo secreto. Pero las emisiones de televisión desde el Satélite de la Ciencia eran transmitidas puntualmente también, interfiriendo los programas ordinarios, gracias a la enorme potencia de la emisora de televisión de aquel cuerpo celeste creado artificialmente por el hombre para su beneficio y ahora convertido en nuestro peor enemigo.
De modo que se terminó por desistir del secreto. Los pueblos de la Tierra eran informados constantemente de la fea marcha del asunto. Algunos reaccionaban con serenidad y responsabilidad totales. Otros, con violencia. Se hablaba de algunos brotes de guerra civil en Europa, Asia y Sudamérica, y de graves revueltas en África.
Mientras tanto, los Gobiernos no sabían qué hacer. Las conversaciones, las votaciones y deliberaciones en el Centro de Protección no conducían a nada. Eran un callejón sin salida.
Quizá por eso, cuando el cadáver del infortunado doctor Reinhard, uno de los investigadores del Satélite de la Ciencia, llegó a la Tierra, la única mirada de esperanza de algunos de los presentes fue para nosotros; para el profesor Wilheim Frobbe, para Karin Dark... y para mí.
—¿Qué? —preguntó, anhelante, el secretario general de las Naciones Unidas terrestres.
Me encogí de hombros, sin querer arriesgar una respuesta. Karin suspiró, inclinando los ojos al suelo. Frobbe se limitó a no mover un músculo de su rostro.
—¿Fracasó? —se inquietó el presidente de nuestra nación.
—No —negó Frobbe—. Lo logré, señor. Tenía que lograrlo.
—¿Entonces...?
—No se puede aventurar nada —señalé—. El experimento resultó. Pero, ¿qué hará ahora Mark Fury? Ahí está la incógnita.
—Mark Fury... —se estremeció el secretario general—. De modo que... resucitó.
—No, señor —negó Frobbe, rotundo—. No soy Dios. No tengo poder sobre los vivos y los muertos. Solamente sobre un cuerpo humano que no lleve demasiadas horas muerto. Sólo para aprovechar sus organismos vitales, para utilizar su cerebro y recargarlo de una enorme fuerza eléctrica especial. Así convierto su cabeza en una auténtica central eléctrica y energética, que mueve el cuerpo. Es falso. No es un ser humano. Es... un robot humano. Y, como tal, superior al hombre en algunas cosas. Inferior en otras. No es un superhombre lo que he creado, señores, sino una máquina. Una nueva forma de máquina, con un corazón y un cerebro mecánicos..., pero aprovechando el maravilloso mecanismo que es el cuerpo humano. Y dotándole de ciertas armas y poderes especiales que un ser viviente nunca puede tener por sí mismo..
—Entendemos lo que es un Cyborg, profesor —convino el presidente—. Pero, ¿será válido en esta misión?
—Ese es el verdadero experimento, señor —resopló Frobbe, con ojos brillantes de excitación—. Lo que sucede es que no puedo garantizar nada. Es una prueba. Una prueba desesperada, con una criatura que es obra mía. Lo demás... sólo Dios lo sabe.
Y tenía razón.
Lo demás, sólo Dios lo sabía...
El cadáver numero veinticuatro había alcanzado ya la Tierra, cuando la nave partió hacia el Satélite de la Ciencia.
En la nave, viajaba el Cyborg.
Y nosotros con él.
Habíamos aceptado voluntariamente el juego. La gran prueba. Solamente nosotros cuatro: Kurt Haupman, presidente del Comité Olímpico Internacional; Karin Dark, de Seguridad Espacial; el profesor Wilheim Frobbe, artífice del milagro de la mioelectricidad, a través del EMG-Biocéntrico, que convertía débiles señales del cerebro humano, en microvoltios, en enormes cargas eléctricas de poderosa tensión, capaces de mover un mecanismo inmóvil, como el de un cuerpo humano sin vida.
Nosotros cuatro, con él. Con Mark Fury. Con lo que se había convertido ahora el coloso Mark Fury: un Cyborg.
Contemplándole allí, sentado inmóvil ante los mandos, inexpresiva su faz hermosa, fríos sus ojos verdes, sin mover un solo músculo de su rostro, cómo estático en el vuelo espacial hacia nuestro incierto destino, me preguntaba si era posible aquello. Si no estaba viviendo una pesadilla de la que, en cualquier momento, despertaría, comprobando que nada era cierto. Que nada podía ser cierto...
—Imagino lo que está pensando...
Hubo un suspiro, acompañando esas palabras. Me volví. Era Karin la que había hablado. La joven funcionaría de Seguridad Espacial me contempló, pensativa, profundamente preocupada. Yo asentí.
—Sí, no es difícil adivinarlo —admití—. Creo que pensamos cosas tan parecidas...
Ella miró a aquel autómata con el físico de Mark Fury.
—Parece él mismo. Como si nada le hubiera sucedido...
—Pero sucedió —le recordé—. Él murió allá, en la Olimpíada. Eso es..., es sólo una máquina, Karin.
—Sólo una máquina... Eso es lo que, me parece imposible. Tan humano, tan hermoso, tan arrogante, tan lleno de fuerza... y es sólo un cadáver animado.
—Quizá no tanto como eso —murmuré, acercándome decidido al Cyborg. Y poniendo mi mano en su hombro, hablé con voz pausada—: Me conoce usted, ¿verdad?
—Sí —afirmó fríamente él, girando hacia mí su perfecta cabeza rubia, de estatua helénica—. Usted es Grant. Patrick Grant. Un amigo.
—Celebro que lo entienda así —sonreí. Y me admiró que su voz fuese la misma, idéntica, aunque algo metalizada acaso. La simple explicación de Frobbe de que las cuerdas vocales utilizadas eran las suyas y, por tanto, de igual vibración y sonido, no parecía suficiente para explicarse el prodigio. Tras una pausa, añadí—: ¿Cree que lograremos algo allá arriba?
Sus verdes ojos me miraban indiferentes, sin emoción alguna.
—Tenemos que hacerlo,-aseguró, rotundo—. Es mi trabajo, Grant. Y lo haré.
—Sí, entiendo... —afirmé, pensativo. Me incliné hacia él. Le hice una pregunta delicada—: Mark... Mark Fury..., ¿recuerda usted... el Universalia Stadium... y el deporte?
Me hizo temblar hasta la raíz de mis cabellos. Su respuesta tenía algo de escalofriante, de increíble:
—Sí —afirmó—. Siempre me gustaron todos los deportes. Allí encontré la muerte, amigo Grant. Usted lo sabe. Usted me llevó consigo, a la Tierra. Por eso somos amigos...
Me volví, pálido, hacia Karin. Ella respiró hondo, pestañeando emocionada. Creo que estuvo a punto de sollozar. Asentí, y me aparté de Mark Fury —de «aquel» Mark Fury, exactamente— y me reuní con ella. Me tendió sus manos, no sé por qué. Las tomé entre las mías, apretándolas. Estaban heladas. Y temblaban.
—Dios mío... —gimió—. Incluso recuerda eso...
—No tiene nada de extraño, mis queridos amigos —terció Frobbe, con un suspiro, acercándose a nosotros—. Mark Fury no es obra mía. La única obra creada es el impulso eléctrico que lo mueve, la corriente térmica que hace circular su sangre y reactiva sus tejidos, tras descongelar la sangre coagulada con un tratamiento especial creado por mí. He aprovechado todo lo que existía de él: sus músculos, fibras, tendones, nervios... y sus centros nerviosos. Y las zonas de su cerebro cómo el conocimiento, la inteligencia, la memoria, los sentidos... Todo movido fríamente, por una central eléctrica que yo instalé ahí dentro. Agotada la electricidad que lo mueve; vuelve a morir. Pero mientras tanto... es, realmente, Mark Fury. El mismo a quien conocieron y trataron.
—Sólo que... sin sentimientos humanos-musitó Karin, estremecida.
—Sí, más o menos. Es una perfecta máquina electrónica, un cerebro cibernético... en una caja de carne y hueso.
—Dios mío —murmuré, contemplando la nuca rubia y fuerte del gigante atlético—. Dios mío... Ya no sé siquiera si estoy ante un robot... o ante un fantasma.
—Quizá, en el fondo..., sea un poco de cada cosa —rió entre dientes Frobbe. Miró a su obra con orgullo—. Lo importante será que todo vaya bien... y volvamos con vida a la Tierra.
—Una vida que está, precisamente, en las manos de él —musité, señalando a Mark Fury, pensativo.
Y Frobbe asintió. Al parecer, era tal como yo lo pensaba.
Orrie Orlov en persona nos escudriñaba a través de la pantalla tridimensional del sistema de televisión conectado con nuestra nave. Parecía desconfiado, áspero, ceñudo.
—¿Por qué una mujer? —indagó, seco.
—Seguridad Espacial, Orlov —replicó ella, acercándose rápida al objetivo de la televisión de a bordo—. Tengo derecho a formar parte de esta comisión de la Tierra para deliberar los términos de la rendición a su demanda.
—Pudieron venir menos personas para ello.-rezongó Orlov—. O más importantes que un científico, un periodista, una agente de Seguridad Espacial y dos deportistas, un directivo y un atleta.
—Los políticos no se atreven a venir. Y los gobernantes no quieren correr riesgos —le advertí yo.
—¡Imbéciles! Los gobernantes peligran allá abajo tanto o más que aquí arriba —soltó una seca carcajada de desprecio—. ¿Es que no recuerdan la clase de armas que poseo, apuntadas hacia la Tierra? Bombas termonucleares, proyectiles de cobalto o de hidrógeno... y antimateria.
—Antimateria... —asentí, con gesto grave—. No habrá pensado jamás en utilizar semejante arma...
—¿No? Ustedes lo verán, aunque sea lo último que sepan de este mundo, por supuesto, si sus gobernantes se mantienen tercos, y el Banco Mundial no envía su oro aquí.
—Tampoco ustedes iban a sobrevivir —les recordé, tajante.
—Por supuesto que no. La reacción es en cadena. Antimateria destruye a materia. Y viceversa. Por ello será mi última baza. Cuando no haya otra.
—Debería habernos dado un plazo más amplio. Unos pocos días más, y...
—¡De ningún modo! —interrumpió rotundo el ex alcaide penitenciario. Sus ojos brillaban peligrosos en la nítida imagen televisada—. Ni una sola hora más. Cuarenta y ocho. Eso es todo. Si dispusieran de más tiempo, terminarían por encontrar algún procedimiento, algún truco... No, no hay más plazos. Cuarenta y ocho horas. Si pasan sin el dinero, haré un ataque masivo contra la Tierra. Si ante eso no ceden y me entregan todo el poder mundial..., la antimateria entrará en acción. Veremos lo que piensan las gentes, los pueblos, al verse ante su propia destrucción. Es probable que obliguen a sus dirigentes a rendirse sin condiciones.
—Juega usted la baza del pánico colectivo y del egoísmo humano —se quejó Karin.
—Señorita, esas emociones no las inventé yo —rió Orlov, maligno, contemplándola con aire lascivo»—. De modo que será mejor que vayan preparándose a sufrir las consecuencias de su obstinación. Si no traen una respuesta afirmativa, será mejor que continúen este viaje y regresen a su planeta con mi respuesta definitiva: no hay más plazos. No discuto condiciones.
—Aun así, Orlov, debe escucharnos —hablé—. Le traemos la contrapropuesta más sensata y beneficiosa que pueda imaginar; Y todo ello se resolverá en escasas horas.
—Será mejor que ello sea así, por su propio bien. Si me irritan, no les devolveré a la Tierra.
—Creímos que respetaría a una comisión de tregua, Orlov.
—Yo no concedí tregua alguna. Ustedes vienen como parlamentarios. Bien venidos sean... Pero no garantizó nada a nadie. Tengo la fuerza en mi mano. Y la utilizaré. Otra cosa: si llevan armas o cualquier artefacto sobre sí, del tipo que sea, vayan deshaciéndose de él antes de salir de la nave, al llegar al Satélite de la Ciencia. Mis hombres tienen orden de pulverizar con cargas térmicas a todo el que acuse algún elemento de ese tipo ante los detectores magnéticos. Y son altamente sensibles...
—No se preocupe —dije con sequedad—. Ninguno de nosotros llevará un arma, por pequeña que sea. Tiene mi palabra de que ninguno de nosotros cinco llevará objeto alguno agresivo o defensivo encima de su piel.
Y yo no mentía. Nuestro Cyborg era quien lo llevaba. Pero Mark Fury llevaba sus armas especiales dentro de su propio cuerpo, bajo la piel de su humana envoltura. Y por el profesor sabía yo que todo mecanismo y toda onda eléctrica situada bajo la piel de Fury, era imposible de ser detectada por los más sensibles sistemas magnéticos conocidos, por llevar ya la epidermis toda de Mark un baño especial de sustancia antimagnética, aislante perfecta del Cyborg y su interno arsenal ofensivo y defensivo.
Al menos, ésa era la esperanzadora teoría sustentada por Frobbe. Dentro de poco íbamos a saber, en la práctica, si todo era cierto y el experimento era, en su totalidad, Un éxito.
Si era así, todo empezaría bien. Y con grandes esperanzas.
Si fracasaba, sería ya tarde para intentar nada. Sería tarde para cualquier cosa, excepto para morir.
CAPÍTULO II
L Satélite de la Ciencia.
El cuerpo esférico, metálico, rodeado de una invisible, defensiva y eficaz capa aislante de tipo magnético. Una envoltura protectora que se podía manejar a voluntad desde los controles interiores del cuerpo artificial en órbita, y que inmunizaba, prácticamente, al soberbio satélite científico dominado por Orlov y sus forajidos, contra todo posible ataque terrestre.
Armas, naves y flotillas de la Fuerza Espacial resultaban ahora tan inútiles como disponer de barquitos de papel o de viejos aviones de escaso radio de acción y techo nulo en el espacio.
El Satélite de la Ciencia estaba seguro. A salvo de todo. Firmemente protegido de nuestros Gobiernos y nuestros militares. Al menos, por el momento.
La cortina magnética solamente fue alterada en una corta zona circular, por la que penetramos, conducidos ya por la absorción magnética de los sistemas del satélite, inmovilizados nuestros motores.
Los cuatro esperábamos, tensos, el momento de salir de la nave. Mark Fury, erguido a nuestro lado, parecía un ser humano más, aunque totalmente inexpresivo y frío. Confié en que nadie advirtiera en él algo anormal. Si lo examinaban con rayos X, no sabía si descubrirían su secreto vital y sus armas.
No pasó mucho tiempo sin que ese punto fuese arrostrado por nosotros. La gran experiencia llegó. El momento clave del experimento, al menos en su fase inicial, estaba ya allí, ante nosotros.
Cuando la compuerta de la nave se abrió silenciosamente, deslizándose sobre sus vías, sentí un escalofrío. Karin buscó una mano mía con las suyas. Le hice una cariñosa presión alentadora. Y nos dispusimos a salir, en territorio enemigo. En la misma boca del lobo, a donde voluntariamente nos habíamos lanzado con nuestro Cyborg recién creado. A vivir la gran aventura de nuestra vida. O a morir en el empeño.
La plataforma de estacionamiento de naves, dentro del satélite, era una amplia zona circular, de techo móvil. Apenas nos posamos en ella, el techo descendió hasta quedar a cosa de unas diez yardas sobre nosotros. Una cruda iluminación azul nos envolvía.
Y también hombres armados.
Identifiqué sus rostros patibularios, malencarados, crueles incluso, sobre las ropas de patrulleros espaciales. Se habían apoderado de equipos y armas de las fuerzas de seguridad del satélite. Pero eran presidiarios, penados del Satélite Penal, donde tuviera lugar la revuelta.
No los capitaneaba Orrie Orlov, sino su esbirro principal: el recluso a muerte llamado Zoltan Shark, el asesino de cabello albino y ojos glaucos.
Armado con un fusil de cargas térmicas, nos encañonó a todos, lo mismo que su grupo de hombres, en semicírculo perfecto.
—¡Todos los brazos en alto, sobre las cabezas! —avisó duramente Shark—. Y avancen hasta aquella cabina de vidrios negros. Entren uno a uno allí. Si uno solo de ustedes lleva encima armas de cualquier tipo, los detectores lo acusan. Se enciende una luz roja, en vez de la verde de normalidad. Y en el acto, automáticamente, una carga térmica letal destruye al imprudente.
Hubo un silencio. Frobbe, junto a mí, se estremeció. Yo respiré hondo.
—De modo que están a tiempo. Si llevan armas o adminículos ocultos, será mejor que lo acusen ahora mismo. De otra forma, su destino es la muerte cierta —avisó Shark.
Mencionamos nuestros útiles normales: plumas, lámparas eléctricas y cosas así. Shark meneó la cabeza.
—No dije objetos metálicos sino armas o elementos agresivos o defensivos —dijo—. Los detectores son altamente sensibles, y actúan movidos por un cerebro electrónico que computa los datos. Un objeto vulgar, si no lleva nada peligroso dentro, no es detectado positivamente. Pueden ir tranquilos, si sólo llevan eso. ¡Vamos, adentro, uno a uno!
Karin pasó la primera, acaso por pura inercia, al ser una dama. Pero creo que no era ocasión adecuada para andarse con gentilezas, ni ella las agradecería.
Mantuve obstinadamente fijos mis ojos en el indicador de color. Cuando asomó el centelleo verde, tras cosa de un minuto de examen, respiré con alivio. Luego, entró Frobbe, y la misma inquietud, aunque menor, se mantuvo ¿asta destellar la luz verde otra vez.
Siguió Haupman, con igual resultado. Y yo en ultimó lugar, antes de que lo hiciera Mark Fury.
Ahí sí fue tensa la situación. La angustia nos atenazó.
Mark entró en la oscura cabina, serena, fríamente, apenas salí yo de ella bajo el verde parpadeo negativo. No había emoción alguna en su aspecto, eso era obvio. A pesar de que su cuerpo era todo, por sí solo, un arma formidable, con cien recursos distintos y secretos.
Esperamos, tensos, electrizados, aunque fingiendo normalidad. La luz tardaba más en encenderse, o nosotros creímos que era así. Por fin, lució sobre la cabina.
Verde.
Exhalamos un suspiro de profundo alivio. Nos miramos disimuladamente. Mark Fury había pasado la primera prueba. Nuestra arma viviente salió con su impávido gesto, como si correr aquel riesgo hubiera sido una simple travesura infantil. Entonces comprendí que, realmente, tenía poco de humano, pese a su apariencia. Por suerte para nosotros.
—Excelentes chicos —ponderó Shark con una risita burlona—. Todo negativo. Ni un objeto peligroso sobre sus personas. Así irán bien las cosas, amigos. Ahora, pasen por ese corredor situado al fondo. Un ascensor les llevará al nivel superior del satélite. Al pabellón de controles. Les espera mi socio y camarada Orrie Orlov.
No dijimos nada. Penetramos por aquel lugar indicado. El corredor nos depositó en un amplio elevador que nos subió veloz, por una columna de presión magnética, dejándonos en otro corredor más iluminado y f ancho.
Fuimos hacia el pabellón de controles, cuyo indicador luminoso aparecía frente a nosotros. Hombres armados montaban guardia acá y allá. Eran todos leales a Orlov. Este era ahora el reyezuelo de aquel pequeño imperio amenazador, en una de cuyas dependencias se ocultaba la bomba maldita, la superbomba de antimateria...
Caminábamos en torno a Fury, como cubriéndole con nuestro paso, cuando era él quien en realidad nos cubría a nosotros con su formidable presencia. Pero no podíamos dar a los demás la impresión de que todo dependía de él. Si entraban en sospechas y le examinaban de otro modo, descubrirían su extraña naturaleza. Y sería el final de todo.
Una vez desenmascarado, nuestro Cyborg podría atacar. Pero eso no impediría que nos ejecutaran a todos, o que la muerte en el satélite fuese total, con el peligro de extenderse al planeta Tierra, en especial si algún mecanismo infernal ponía en funcionamiento la reacción de los sistemas de disparo de la bomba antimateria.
No podíamos correr riesgos. Ninguno. Esperaba yo que Fury, convertido en un autómata, se diera cuenta de eso, si algo de su auténtico cerebro quedaba en él, como dijera el propio Frobbe.
Guando fuimos presentados a Orrie Orlov, en seguida comprendí que llevaba un protector magnético, de tipo monofásico, que le permitía a él moverse, actuar o disparar contra cualquiera, traspasando esa envoltura magnética, pero siendo el protegido de todo posible ataque exterior. Sus propias palabras así nos lo revelaron:
—Si sueñan en intentar algo desesperado, desistan desde ahora —nos avisó—. Me protege una barrera magnética monofásica. Puedo destruirles personalmente; pero no ustedes a mí. Bien... Ya veo al quinteto de parlamentarios: cuatro hombres y una dama. Sean bien venidos a mi actual cuartel general. Espero recibirles la próxima vez... en el mejor palacio de la Tierra, rodeado de montículos de oro. Amo y señor de pueblos y naciones.
Nos miramos, sin decir nada. Al ver que ni Frobbe ni Karin se decidían a romper nuestro mutismo ante el monstruo engreído que era Orlov, yo tomé la palabra:
—Hemos venido a parlamentar, a discutir condiciones, no a agredir a nadie —informé.
—No hay condiciones que discutir. Las mías se aceptan o se dejan.
—Sí, ya hablamos de eso por televisión —admití—. De cualquier modo, creo que podemos llegar a un acuerdo razonable.
—Eso también lo dijo usted desde la nave —me estudió Orlov, ceñudo—. ¿A qué se refiere? Escucharé lo que diga, pero no aceptaré contrapropuesta alguna.
—Nuestra contrapropuesta es: el dinero del Banco Mundial... a cambio de la bomba antimatéria y de este satélite y todas sus pertenencias.
—No. Quiero el dinero. Luego, la Tierra toda.
—Es una demanda absurda. Hay dos billones en oro. Es la mayor fortuna jamás soñada por un ser humano. En oro puro. ¿No es eso suficiente?
—¿Dónde podría gastar ese dinero, disfrutarlo y sentirme poderoso, si no es en la propia Tierra?
—En algún otro planeta. Con ese dinero se puede fundar una colonia, crear un mundo nuevo... Los Gobiernos se comprometen formalmente, mediante un tratado internacional, a respetarle allí donde esté, Orlov, como asimismo a no intentar nada por recuperar el dinero entregado. ¿No son ésas unas condiciones generosas y magníficas?
—No me convence esa generosidad suya —rechazó él, rotundo—. Luego no cumplirían el tratado, alegando que lo habían hecho bajo coacción. Ningún Gobierno admitiría tratos oficiales con un pirata, como me calificarían a mí. Y me perseguirían por todas partes como a un perro rabioso. ¿No es cierto, señorita Dark, que su flamante y magnífico Cuerpo de Seguridad Espacial no dejaría rincón del Sistema Solar por recorrer, en busca de Orrie Orlov, el forajido?
—Es una oferta formal, Orlov —replicó ella, serenamente—. Si la acepta, tendrá la misma fuerza que un tratado legal entre naciones o federaciones de estados. Palabra de todos los gobernantes de la Tierra.
—¡He dicho que no! — aulló Orlov, furioso súbitamente. Descargó una patada de ira en el suelo—. ¡Será todo para mí! ¡El oro y el planeta Tierra! ¡Exijo esos fondos del Banco Mundial antes de mañana! O Nueva York, Londres, Melbourne y Pekín serán destruidos por proyectiles termonucleares de reacción iónica: Luego, exijo el control de todos los Gobiernos terrestres. O utilizaré la bomba de antimateria. Sin dudarlo, señores.
—¿Es su última palabra? —jadeó Haupman.
—¡La última, sí! —me miró a mí, irritado—. Ya me han oído ustedes. No hay discusión posible. El parlamento ha terminado.
—Perfecto —murmuré, con gesto contrariado—. Volveremos al planeta Tierra y...
—No, amigos —rechazó Orlov, soltando una malévola carcajada—. No fue idea mía traer aquí parlamentarios inútiles. Ahora que están... no van a volver.
—Eso va contra las normas legales de...
—¡Legales! ¿Quién les dijo que yo respete alguna ley? No ahora. La ley es mi ley, y nada más. Y lo que yo disponga, es decreto indiscutible. Ustedes se quedan aquí. Todos.
—¿Se ha vuelto loco? ¿Para qué nos quiere? —indagué con aire inquieto.
—No lo sé aún. Si ustedes cuatro no me son útiles, los hombres quiero decir..., acaso termine enviándoles también con «ataúdes del espacio», con destino a la Tierra, mientras, preparo la aniquilación total...
—Los hombres... —reflexioné, preocupado—. ¿Y... la señorita Dark?
—Oh, ella... —rió con malignidad Orlov. La contempló, dejando resbalar su innoble mirada oscura sobre las curvas bien torneadas de Karin. Ella se encogió, cohibida, tan asqueada y llena de vergüenza como si la hubieran desnudado. Tan taladrante e innoble era la mirada de Orlov. Su voz ahora estaba cargada de malos presagios para Karin Dark—: Es una dama muy bonita, muy atractiva... Alegrará la rutinaria vida de este satélite... Sí, es posible, incluso, que tenga suerte y se libre de perecer..., gracias precisamente a sus encantos físicos...
Su insinuación era repugnante. Karin se estremeció, angustiada, temiendo lo peor. Yo, dominando mi ira como me fue posible, miré de soslayo a Mark Fury. Él era nuestra esperanza. Nuestra mejor esperanza. La única, diría y6...
A nuestras espaldas sonaron pasos. Entró el albino Zoltan Shark con su grupo de hombres armados. Se situaron tras de nosotros, a la expectativa. Orlov hizo un gesto brusco.
—Llévate a los hombres abajo, a las cámaras de ejecución —ordenó—. Irán a la Tierra en «ataúdes del espacio».
—Sí, Orlov —afirmó el albino—. ¿Y la muchacha...?
—Se queda. Con nosotros dos.
—Oh, eso es magnífico... —humedeció perversamente sus labios el ex convicto del satélite penitenciario—. ¿Para... nosotros?
—Sí. Para, nosotros —afirmó Orlov, con una risa de gozo vil—. Como buenos camaradas, compartiremos nuestros placeres y nuestras propiedades. Karin Dark, de Seguridad Espacial, pasa a ser nuestra... Totalmente nuestra, Shark.
—Un hermoso botín —rió Shark—. ¿Y lo demás? El oro, el mundo...
—Todo va a llegar. Cuando reciban los cadáveres de estos cerdos estúpidos, y empiecen a desmoronarse las grandes urbes terrestres..., ya veremos. Su respuesta seguro que no va a tardar mucho...
Shark se dirigió a por Karin Dark. Su mano la tomó innoblemente, cerrando los dedos sobre sus formas, soezmente. Karin, lívida, avergonzada, se revolvió. Y abofeteó con sequedad el rostro del albino.
Creo que nunca una mujer pegó un bofetón tan tremendo. Shark reculó. Le goteó sangré por la comisura de la boca. La miró, asombrado. Orlov rió, burlón. Eso enfureció al ex convicto. Rápido, se abalanzó sobre Karin y jadeó:
—¡Maldita mujerzuela, te voy a humillar, perra...!
La aferró por un brazo, derribándola brutalmente contra el terso suelo espejeante. Se dispuso a patearla con su pesada bota de uniforme, en plena espalda. Decidí intervenir, en un desesperado esfuerzo por salvarla de una paliza cruel. Aunque eso significara la muerte.
En ese momento, el Cyborg actuó.
Para sorpresa de todos, creo que hasta de su creador, Frobbe, en primer lugar, el autómata humano entró en acción sin ser requerido para ello.
Justamente cuando Karin iba a ser bestialmente pateada. Justamente cuando yo me disponía a evitarlo, con mis escasas, limitadas fuerzas;..
CAPÍTULO III
L Cyborg actuó, sí.
¡Y cómo actuó! Creo que nadie en el grupo podíamos esperar aquella acción espontánea, como si aún fuese el mismo Mark Fury que conocimos antes del holocausto aterrador del U-Stadium.
Mark Fury se convirtió de súbito en una máquina destructora, increíble.
Se revolvió al atacar Shark a la muchacha. Le bastó extender su brazo derecho, musculoso y potente. Sus uñas, perfectos conductos de una potencia eléctrica interior increíble, llamearon destellos cárdenos, zigzagueantes como rayos. Fueron contra el albino Shark, ante el mudo estupor de éste y de sus propios acompañantes.
Aquel disparo simultáneo de ondas luminosas de los dedos rígidos, musculosos, del joven atleta rubio, envolvió a Shark en un centelleo vivísimo, deslumbrante. Su cuerpo se silueteó en un lívido tono cárdeno que creció de intensidad.
Después, Zoltan Shark se evaporó, convertido en negruzcas pavesas que flotaron por la sala, ante la estupefacción de todos y el horror de Orrie Orlov, el tirano del satélite dominado por los reclusos.
—¡Lo destruyó! —aulló Orlov, lívido—. ¡Maldito sea, no sé cómo pudo hacerlo, pero aniquiló a Shark, a mi camarada y ayudante Shark...!
Yo me incliné a recoger a Karin del suelo. Orlov hizo un gesto. Dos hombres de su escolta dirigieron contra mí sus fusiles térmicos. Dispararon.
Dos carga térmicas sobre mí era algo que ni yo ni ningún ser humano podía soportar. De haberlas recibido, esta crónica jamás la hubiese podido escribir yo...
Pero ocurrió lo inaudito. Mark Fury parecía tener ojos hasta en la nuca. Giró en redondo, se movió elástico, como un gigante de metal vivo. Se cruzó en la ruta de los dos disparos, que le golpearon de lleno a él, en su poderoso tórax.
Ni se inmutó. No le causaron efecto. Las cargas térmicas estallaron en miríadas de chispas, rebotando y formando negros boquetes en el suelo, a los pies de Fury. Este se apresuró a alzar ambos brazos, apuntando con sus dedos bien extendidos y abiertos a todo el grupo de soldados armados.
Llamearon en zigzag, deslumbrantes las poderosas descargas electrodesintegrantes, que brotaban de sus depósitos energéticos, moviéndose por sus propios conductos nerviosos, para dispararse por sus extremidades, convertidas en auténticos disparadores de muerte.
Cuatro, cinco, seis hombres armados, se agitaron, con alaridos de pavor, envueltos en la luz cárdena, hasta convertirse en cenizas oscuras y flotantes. Luego, el hombre en cuyo torso habían estallado cargas térmicas de enorme temperatura sin causar mella en aquella epidermis, tratada por Frobbe con extrañas sustancias, se removió, encarándose al grupo de esbirros armados de Shark, que pretendían fusilar por la espalda al grupo de enviados de la Tierra. A nosotros, en suma.
Mark Fury utilizó otra arma diferente esta vez. Le bastó abrir su boca y escupir algo que brotó entre sus dientes, como un salivazo. No era un salivazo.
Descubrí que salía de entre sus dientes una rara, puntiaguda pieza metálica, que brotó disparada, yendo a estrellarse sobre el grupo de gente armada. Fue un caos.
Al choque, sibilante y secó, el diminuto proyectil tuvo efectos demoledores. El grupo todo de hombres provistos de fusiles mortíferos reventó en un estallido horripilante, de violenta luz anaranjada, con destellos azules en su centro. Fragmentos humanos repentinamente endurecidos y como grisáceos saltaron por los aires. Al caer, lejanamente, parecían hechos de dura goma fibrosa. Una materia gris los envolvía, tras haberlos desgajado en fragmentos increíbles, en una seca y brutal explosión.
Orrie Orlov lanzó un grito ronco, estupefacto ante tanto suceso inverosímil:
—¡Ese hombre! ¡Ese hombre rubio! ¡Abatidlo, terminad con él! ¡No puede darme, alcance a mí, me protege mi barrera magnética! ¡Vamos, matadle!
Sus hombres, todavía en número de una docena, alzaron sus armas, dirigiéndolas con rapidez hacia Fury.
Nuestro Cyborg no tuvo dificultades para deshacerse de ellos. Rápido, preciso, contundente, se elevó en el aire, con un salto elástico, de varias yardas de altura. Y, mientras planeaba, saltando hacia ellos, sus piernas se flexionaron adelante, pareciendo que iba a caer en pie sobre los enemigos, pateándolos.
Eso hubiera sido demasiado sencillo para él. El Cyborg iba más lejos que todo eso. Por algo no era ya un hombre, sino una alucinante máquina de matar...
De sus pies escaparon sus livianos zapatos. Quedó descalzo. Sus pies apuntaban hacia los enemigos agrupados, fascinados, incrédulos.
Pe sus dedos de ambos pies escapó algo. Dos sibilantes chorros de vapor, verde oscuro, que envolvieron al grupo en una masa impenetrable de vapor o humo espeso. Al producirse el hecho, empezaron a sonar largos, terribles alaridos de angustia, de dolor, de impotencia...
De entre el humo fueron intentando escapar hombres cuya piel se había tornado intensamente verde y brillante, como escamosa. Endurecidos, rígidos, convertidos en estatuas de una extraña, pétrea materia, fueron cayendo, uno a uno, bajo el lugar donde Fury caía, elásticamente..., para encontrarse frente a frente con Orrie Orlov, el gran enemigo...
—¡No sé qué clase de demonio destructor puedes ser! ¡Pero seas hombre, máquina o Cyborg..., has terminado aquí! —aulló Orlov.
Y seguro, dentro de su campana magnética impenetrable, alzó su arma y la disparó contra Mark Fury.
Un proyectil corrosivo, de alto poder desintegrante, golpeó el cuerpo de Fury...
No sucedió nada tampoco ahora.
Fury soportó el embate. El corrosivo letal no le hizo nada. Resbaló sobre su epidermis y se extinguió, a goterones, sobre el suelo, con fragmento de sus ropas, pero nada más.
Luego, ocurrió lo increíble.
El cuerpo semidesnudo de Mark cayó sobre la barrera magnética que mantenía inmune siempre a Orlov.
Hubo un chasquido, un chisporroteo, un crujido como de algo que se quiebra, y el cuerpo todo del Cyborg vibró intensamente, temblando antes de caer contra Orlov.
Había salvado la barrera magnética.
—¡Maldito! —rugió Orlov, escabulléndose desesperado—. ¡Es un Cyborg! ¡Un ser indestructible y poderoso...!
Entonces, eludiendo a la desesperada el acoso de Mark Fury, se precipitó sobre un cuadro de controles. Le vimos aferrar unas palancas, descenderlas de súbito, brutalmente.
—¡Ya está! —aulló, en su exasperación, lívido de ira—. ¡La superbomba! ¡He disparado la bomba de antimateria sobre la Tierra!
Una luz roja, inquietante, comenzó a parpadear con intensidad en el muro, acompañada de un siniestro ulular de emergencia.
Parecía ser cierto. Orlov acababa de liberar la energía que iba a destruir la vida y la existencia humana en el Sistema Solar.
La antimateria...
CAPÍTULO IV
SO no podía evitarlo ya nadie. Ni siquiera Mark Fury, nuestro fabuloso Cyborg, dotado por la sabiduría técnica de Frobbe con armas inauditas.
Porque la superbomba aniquiladora había sido disparada ya por la máquina controladora. Orlov se lo había jugado todo a la baza del fin de la Humanidad.
Dentro de su pánico, miraba triunfalmente a Mark Fury, erguido ante él, rígido, como dominado por una fuerza paralizante, como vencido en plena lucha por el tirano...
—Y ahora, superhombre... —jadeó Orlov, desafiante—, ¿qué puedes hacer ahora para evitar tu propio fin... y el de todos nosotros?
—Nada, Orlov —respondió la voz helada de Fury—. No hago nada. No necesito hacer nada. La superbomba nunca estallará.
—¡Estás loco! —rió despiadado el ex alcaide de la prisión—. ¡Ya fue lanzada! ¡Todo será destruido! Y no hay poder capaz de desviarla ya...
—Acabo de hacerlo — sonrió Mark Fury, arrugando su rubio ceño—. He concentrado mi poder energético, mi enorme dosis de fuerza magnética, en esa superbomba. La he desviado tanto de su ruta, que se sale de toda órbita cercana. Huye. Se va derecha hacia muy lejos. A las estrellas, a! vacío absoluto, donde debe estallar... Míralo ahí, Orlov. Míralo...
Y señalaba una pantalla luminiscente, donde un punto rojo se veía desplazar ahora, a velocidad increíble, en sentido diagonal, hacia lo alto del tablero...
Orlov, lívido, lanzó una imprecación.
—¡No es posible! —rugió—. ¡Maldito, lo has hecho! ¡Lo has hecho! ¿Qué clase de criatura infernal eres tú?
—Fui un hombre,. Orlov. Fui un hombre a quien tu maldad asesinó como a tantos otros miles-acusó Mark Fury—. He venido a castigarte... ya salvar a los demás de una suerte semejante. ¡Muere, Orlov! Y deja vivir al mundo...
—¡Noooo! —chilló Orlov.
Y, desesperado, volvió a alzar su arma corrosiva, disparando una, dos, tres veces, sobre el pecho y cabeza de Mark Fury.
Todo inútil. Ya las manos de Fury, como dos tenazas de acero, dos zarpas implacables, se cerraban en torno a su cuello, apretaban, apretaban... y Orlov, amoratado, iba cediendo, agotándose...
Pero también sucedía algo más. Corrí hacia ellos. Rota la barrera magnética pude hacer presa en Orlov, aunque era inútil. Aquellas manos de puro aceró elástico, de tendones y músculos sobrehumanos, se habían cerrado para siempre sobre la garganta de Orlov.
Para siempre. Nadie podría ya arrancarlas de allí, muerto Orlov.
Porque Mark Fury, nuestro Cyborg..., se estaba desintegrando. Al fin, las cargas corrosivas, iban haciendo efecto; humeaba su piel, su pecho, su rostro, disolviéndose lentamente, en grumos, en goterones de carne abrasada...
Me miró. Le miré. Sus verdes ojos, de nuevo, fueron cálidos, casi humanos. O humanos de verdad. Del todo...
—Mark... —gemí—. Mark, ¿qué ha ocurrido?
—La energía... —se quejó—. La energía consumida... para desviar la superbomba... Fue demasiado. Agoté mis baterías mentales... Me..., me muero... Ese canalla... terminó también con..., con el segundo... Mark Fury... Pero al menos... hice algo bueno..., ¿verdad, amigo Grant?
No sé. Creía soñar. Aquellos ojos eran humanos. Lloraban, incluso, húmedos de alguna emoción vedada a los Cyborg. Asentí. Mi voz soñó ahogada:
—Sí, Mark. Hizo... lo mejor. Lo mejor del mundo, amigo.
Sonrió. Se disolvió su sonrisa, su rostro todo... Lo último que vi de él fueron sus verdes ojos sin dolor. Pero tremendamente humanos... Después, él y Orlov cayeron. Su cuerpo, medio desintegrado, firmemente sujeto al ya muerto Orlov.
Tomé un arma, Karin otra, Haupman otra... Incluso Frobbe, lívido y demudado, sin quitar los ojos de su gran éxito científico... y su gran fracaso.
—No sé... —gimió—. Tal vez nunca hice realmente un Cyborg..., sino que doté de vida a lo que aún era un ser humano... Dios mío, ¿quién sabrá nunca sino Él la verdad sobre la vida y la muerte? Nunca, Grant. Nunca volveré a crear otro Cyborg...
—Creó uno, profesor —le dije—. El mejor de todos. Y fue suficiente. Descanse en paz su Cyborg. Y descanse en paz Mark Fury, sobre todo... Él salvó a la Tierra. Vamos ya. Ocupemos el satélite. Tenemos los controles aquí. Avise a la Tierra. Anulemos la barrera magnética. Esto ha terminado al fin...
Karin se acogió contra mi pecho, con un sollozo de felicidad. Podía ser un funcionario eficiente de Seguridad Espacial. Pero, sobre todo, era mujer. Y una mujer muy bonita. Era agradable sentirla contra Uno.
La pesadilla había terminado.
Y creo que solamente un superhombre pudo terminarla. Un ser como Mark Fury.
O un Cyborg, no sé.
Nunca lo sabré, en realidad. Nunca.
FIN