<p>Datos del libro</p></h3> <p></p> <p></p> <p></p> <p>Autor: Garland, Curtis</p> <p>©1978, Bruguera, S.A.</p> <p>Colección: La Conquista del Espacio, 428</p> <p>ISBN: 9788402025258</p> <p>Generado con: QualityEbook v0.61</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>1</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">E</style>L gran edificio blanco ocupaba la colina.</p> <p>A sus alrededores, grandes extensiones de tierra aparecían acotadas por las vallas metálicas que impedían el paso a toda persona ajena a la instalación. Un sendero asfaltado, serpenteando entre los bosques de la zona, conducía hasta la entrada al recinto. Allí, una puerta accionada electrónicamente y vigilada por miembros de la Policía Militar, impedía el paso a cualquier visitante. El cartel, sobre la alambrada, era concreto y preciso:</p> <p></p> <i><p>PROHIBIDO TERMINANTEMENTE EL ACCESO AL RECINTO A TODA PERSONA AJENA A EL. IDENTIFICACION OBLIGATORIA. ZONA MILITARIZADA Y RESTRINGIDA</p> </i> <p></p> <p>No lejos de ella, se extendían los llanos, salpicados de lomas y colinas. En el centro de la zona, se elevaba la colina sobre la cual se había levantado una edificación blanca.</p> <p>Allí no se explicaba a nadie cuál era la utilidad de la instalación. Su condición de estricto secreto militar, la hacía inaccesible a curiosos de todo tipo, pero siempre existe gente curiosa, y había quien advirtió que toda aquella instalación se inició antes del Gran Desastre Ecológico, por lo que se llegó a pensar que sería un centro experimental del Gobierno, para el estudio de los problemas gravísimos, que por entonces presentaba ya a la Humanidad el grado de superpoblación mundial, la contaminación elevadísima y la angustiosa carencia de alimentos.</p> <p>Pero llegó el Gran Desastre, la población mundial quedó trágicamente diezmada, hasta extremos increíbles, y aquella instalación secreta continuó allí, invariable, siempre vigilada, siempre aislada, siempre hermética.</p> <p>Ahora, quienes sabían de su existencia, imaginaban que posiblemente fuese un gran laboratorio para la investigación científica, habilitado en la actualidad para la reorganización del exterminado planeta.</p> <p>Sólo eso había: conjeturas y especulaciones. Ninguna convicción, ninguna certeza. Quienes conocían la naturaleza real de la zona restringida, no hablaban de ello con nadie. Era, quizás, el mayor secreto de su época.</p> <p>Muchas de las personas que especulaban en su verdadera utilidad, hubieran quedado sorprendidas de lo cerca que estaban de la verdadera explicación. Porque el edificio blanco y su amplia área alambrada, era, realmente, un centro experimental del Gobierno de los Estados Unidos. Y no era el único en el mundo, ni mucho menos. Cada gran potencia mundial tenía uno casi idéntico, rodeado de las mismas medidas de seguridad.</p> <p>Y lo cierto es que también era un gran laboratorio para la investigación científica y la reorganización del planeta. Pero su verdadero alcance, de ser conocido, hubiera causado escalofríos a los sencillos e ingenuos ciudadanos del mundo que acababa de pasar por el espantoso trance de perder más de treinta y un mil millones de seres humanos de un solo golpe.</p> <p>No sólo en los Estados Unidos, sino en la Unión Soviética, en China, en la India, en Europa, en África y en otros lugares de la Tierra, había zonas restringidas, de carácter secreto.</p> <p>Y ninguna era de tipo bélico. Ya no existían.</p> <p>Desde que en el año 2004 se firmó la llamada Carta de la Paz de Ginebra, por lo que todos, absolutamente todos los países, se comprometían a resolver pacíficamente sus problemas y diferencias, y se destruyeron los grandes stocks de armas, bajo un control internacional riguroso, la guerra quedó excluida del planeta. Si alguna pequeña potencia intentaba la guerra civil o el ataque a un país vecino, una poderosa fuerza oficial policial internacional intervenía en el acto, sancionando gravemente a los infractores. La paz se defendía por encima de todo. Todos sabían que existía una poderosa razón para ello: el mundo no hubiese podido soportar ya una guerra a gran escala. La contaminación alcanzaba su grado máximo, las armas eran de un poder destructor absoluto, que hubiese barrido por igual a vencedores y vencidos, y no había apenas alimentos para nutrir decentemente a un ejército, con lo que se hubiesen provocado grandes deserciones y rebeliones contra los mandos. Los escasos campos de cultivo, los mares y ríos, agonizaban en su producción de alimentos. Una acción bélica hubiera terminado con las últimas reservas de la Tierra.</p> <p>Luego, ocurrió algo mil veces peor que una guerra. Lo que tanto se había estado temiendo: el Gran Desastre Ecológico...</p> <p>Ahora, el mundo ya no tenía problemas de alimentación ni de contaminación. La población era ínfima. Se estaban equilibrando de nuevo las cosas, aunque el precio pagado había sido espantoso: familias enteras exterminadas, de las que sólo uno o dos miembros, como máximo, sobrevivieron al caos. En otras, ni eso.</p> <p>Y, sin embargo, allí seguía el misterioso centro funcionando. Como en los demás países importantes del mundo.</p> <p>¿Para qué?</p> <p>¿Qué ocurría en su interior, realmente?</p> <p>La respuesta era demasiado alucinante para que nadie la imaginase.</p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;"><strong>* * *</strong></p> <p></p> <p>—Todo está a punto, general Carter.</p> <p>—Excelente, doctor Mankiewickz. ¿Ha informado ya a sus colegas de Moscú, Pekín, Tokio y El Cairo?</p> <p>—Sí, general. Lo he hecho. Ellos también han obtenido resultados positivos. El plan puede empezar a funcionar ya.</p> <p>El general Carter asintió, paseando distraídamente hasta el gran mapa mural iluminado, donde parpadeaban luces de diversos lugares importantes del mundo. El mapa era de toda la superficie terrestre.</p> <p>—A veces, me da miedo dar la orden, doctor —musitó.</p> <p>—No es usted quien debe darla, sino el propio Presidente.</p> <p>—Usted y yo sabemos que eso es puramente simbólico —rechazó el militar, arrugando el ceño—. El Presidente da la orden. Yo debo cumplirla.</p> <p>—Y yo he trabajado para ello durante años —le recordó el doctor.</p> <p>—Sí, todos vamos a ser culpables de esto, doctor Mankiewickz. Como lo fuimos de los demás...</p> <p>—No hable así —el médico se removió, inquieto—. Es algo que nadie debe nunca saber...</p> <p>—Por supuesto nadie debe saber. Es la consigna. Pero eso no cambia las cosas. Yo tengo una conciencia, doctor.</p> <p>—Yo también —suspiró el doctor amargamente, sacudiendo la cabeza—. Me cuesta mucho adormecerla a veces, créame. Hay cosas que no se pueden olvidar. Pero ¿qué hubiera sucedido, de no ocurrir las cosas como ocurrieron?</p> <p>—No lo sé. Ni nunca lo sabremos ya. Lo cierto es que ocurrió de un modo, y eso ya no tiene remedio. Usted conserva a su esposa e hijo. Yo tengo a mi mujer y a mis dos hijos. El Presidente sigue con vida, así como toda su familia. E igual ocurre con el «Premier» soviético, con el jefe del Gobierno chino, con los grandes dirigentes mundiales. Se ha dicho que sus viviendas estaba protegidas especialmente contra posibilidades riesgos, y a ello se debe la supervivencia. Pero usted y yo sabemos que eso no es cierto. ¿No tenían los demás tanto derecho a la vida como los que nos gobiernan, como nosotros mismos o nuestras familias, doctor?</p> <p>—Siempre existieron privilegios. El hecho de colaborar en este proyecto nos garantizaba el respeto a nuestras vidas y las de nuestra familia, general. Aceptamos las cosas como eran. ¿A qué viene lamentarse ahora de nada?</p> <p>—Más de treinta mil millones de de seres claman desde sus tumbas, doctor. Hay noches que me parece oírles, en que me siento rodeado de almas en pena, de brazos implorantes que me rozan, ojos que me miran con terrible acusación. Cuando despierto estoy bañado en sudor frío. Y me siento</p> <p>terriblemente culpable.</p> <p>Hubo un silencio en la amplia estancia, de blancos muros. El doctor paseaba, mientras el militar exponía sus sentimientos en voz ronca. Finalmente, se detuvo aquél ante el mapa mural y lo mostró, con una mano que temblaba ligeramente.</p> <p>—Mire, general. Este es el mundo, ahora. La gente vuelve a respirar aire limpio, hay alimentos para todos... ¿Qué hubiera sucedido, de no ser así? Hubiesen terminado devorándose unos a otros, como fieras hambrientas. El mundo entero hubiese sido un terrible campo de hedor, salpicado de muertos, que serían el festín de los vivos. ¿Cree que valía la pena vivir así?</p> <p>—¿Y cree que vale la pena morir como murieron?</p> <p>—Fue una muerte bastante dulce, a fin de cuentas. Un día llegó un viento extraño, que agitó la atmósfera repleta de humos, neblinas industriales,<i> smog</i>, detritus flotantes, basura invisible y letal... Un viento que nadie supo de dónde llegaba, y que asfixiaba a los seres humanos. Perdían el conocimiento y morían en cuestión de segundos. Luego, el viento continuaba. Un viento seco y terrible, una temperatura caliginosa abrasadora, de la que se refugiaban como podían los supervivientes. Los cuerpos se resecaban, se volvían cenicientos y rugosos. No olían, no despedían el hedor de la putrefacción. Luego, de repente, tan misteriosamente como había llegado, ese viento cesó...</p> <p>—Sí, doctor. Cesó —dijo sordamente el general Carter—. Y los vivos pudieron enterrar a sus muertos, o dejarlos abandonados donde cayeron, hasta que brigadas especiales procedieron a enterrarlos o a desintegrarlos. No hubo peste, porque no olieron los cadáveres. Ese viento mortal también podía evitar tal cosa. Y la evitó. En un solo día, treinta y un mil millones de seres humanos dejaron de existir, especialmente mujeres y niños, los más débiles ante ese soplo del infierno. Y se le llamó, ya para siempre, el Gran Desastre Ecológico.</p> <p>—Oficialmente, se confirmó que un desequilibrio violento había provocado el fenómeno. No había otra explicación, después de todo.</p> <p>—Sí la había, doctor. Usted y yo y unos pocos más, sabíamos esa otra explicación.</p> <p>—No siga. No hable más de ello, por favor.</p> <p>—Usted y yo doctor —insistió el general Carter—, sabíamos que nosotros habíamos ejecutado fríamente, en unas horas, a la casi totalidad de la raza humana. Nosotros les asesinamos, doctor. ¡Matamos a casi todo el mundo, de un solo golpe!</p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;"><strong>* * *</strong></p> <p></p> <p>El Presidente les contempló en silencio.</p> <p>Era el mismo Presidente que ocupaba la Casa Blanca antes de la catástrofe. Pero no lo parecía.</p> <p>Era como si hubiera envejecido décadas enteras. El rostro, más rugoso. Los cabellos, blancos. La mirada triste y perdida. Un rictus de amargura curvaba sus labios. Erguido tras su mesa de trabajo, contempló larga y sombríamente a sus visitantes, antes de pronunciar las primeras palabras:</p> <p>—Muy bien, caballeros. Sigamos adelante, en tal caso.</p> <p>El doctor Mankiewickz tragó saliva. El general Carter inclinó la cabeza.</p> <p>—Sí, señor —dijo este último—. Todo está ya a punto.</p> <p>—¿Creen que dará resultado?</p> <p>—Tiene que darlo. Se han investigado las motivaciones del hombre en ese terreno. Es un estudio minucioso. Un ochenta y cinco por ciento responderán a lo programado. El otro quince, puede ser diferente, pero no alterará en exceso lo previsto.</p> <p>—¿Creen que nadie se dará cuenta?</p> <p>—Seguro. Nadie puede imaginarse nada en absoluto. No hay posibilidades de ello, señor.</p> <p>—¿Tan perfecto ha resultado?</p> <p>—Más de lo que ninguno imaginábamos —asintió el doctor Mankiewieckz.</p> <p>—Entonces... adelante. Terminemos con esto, de una vez por todas.</p> <p>—¿Terminar? —el general meneó la cabeza—. Más bien diría que vamos a comenzar, señor Presidente. Algo que ni siquiera sabemos cómo resultará...</p> <p>—Ya es tarde para volverse atrás —cansadamente, el Presidente de los Estados Unidos dio unos pasos por la estancia, hasta detenerse junto al teléfono con línea especial. Apoyó su mano en él—. Me están esperando mis colegas de la Unión Soviética, China, Estados Europeos y Estados Africanos, más la Confederación Asiática, radicada en Tokio. Bastará con una sola palabra mía, para que esto se inicie. Ellos están todos de acuerdo, como lo estuvieron antes. Sus respectivos Centros están a punto de iniciar el plan. Pero hemos de estar todos de acuerdo.</p> <p>—¿Lo están?</p> <p>—Totalmente —el Presidente se dejó caer en el asiento—. No hay otra solución, caballeros. Se han desechado las demás.</p> <p>—Muy bien... —el general Carter se encogió de hombros—. No tengo nada que objetar. Empezaré la tarea en cuanto usted dé la orden, señor.</p> <p>—Cosidérela dada ya —suspiró el Presidente. Luego, alzó el teléfono y pulsó el teclado—. Y que Dios nos ayude... y nos perdone, si ello es posible.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>2</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">R</style>OD Miller salió de su trabajo. Echó a andar hacia su vehículo.</p> <p>Estos eran ya otros tiempos. Circular por Manhattan no era ningún problema. No lo era en ninguna parte. Se tenía que tener un permiso especial para disfrutar de vehículo, y aún en ese caso, éste no debía provocar escape de gases ni humos. Además, el tránsito ya no era un conflicto para nadie. Virtualmente, no existía.</p> <p>En una ciudad inmensa como Nueva York, que llegó a contar con treinta y ocho millones de habitantes, ahora había aproximadamente cuatrocientos cincuenta mil habitantes, dispersos por toda el área metropolitana. Eran los supervivientes. Los que quedaron. Y él era uno de ellos.</p> <p>Subió al vehículo biplaza. Avanzó por Broadway medio desierto, en dirección a Holland Tunnel. Su residencia se hallaba en jersey, como la de muchos otros trabajadores. Hoy en día, Manhattan era virtualmente un gigantesco museo de la vida febril de otros tiempos, con oficinas y lugares de trabajo, pero nada más.</p> <p>Por las noches, las salas de espectáculos le prestaban algo de animación, muy poca. La gente era distinta, desde la Gran Catástrofe. Muchas cosas habían cambiado en la vida del hombre. Había motivos para ello.</p> <p>Rod Miller no era un hombre pesimista por naturaleza. Pero tampoco se sentía animado para ver con alegría la vida. Había sobrevivido al caos, como pudo haberse quedado en él. A veces se preguntaba quiénes habían tenido más suerte, si los que se fueron para siempre, barridos por el ardiente viento del infierno, o ellos, los que habían quedado para deambular como espectros por un mundo demasiado gigantesco para tan pocos.</p> <p>A veces, se sentía como un enano en una ciudad de gigantes. Era una sensación triste y demoledora. El alcohol estaba prohibido, para evitar que la mortalidad y las enfermedades aumentaran de nivel entre la población mundial del momento. Las dolencias irremediables, como el cáncer o la leucemia, se curaban ya fácilmente. En realidad se hubiesen podido curar mucho antes de lo que se hizo, y, de hecho, había Gobiernos que llegaron a tener remedio contra el cáncer, antes de terminar el siglo, bastante antes. Pero entonces el mundo estaba muy poblado, y los gobernantes optaron, de mutuo acuerdo, por ocultar los fármacos y tratamientos adecuados, para no alterar más aún el equilibrio demográfico. El problema ya no existía, y ahora no había inconveniente en sanar el cáncer y todas las demás dolencias que azotaban la Humanidad en el siglo XX.</p> <p>—A veces, siento asco de pertenecer a la especie humana —había dicho, muchas veces, Rod Miller—. No ha existido jamás animal más cruel con sus propios semejantes que el Hombre mismo. Los gobiernos nos han manipulado toda la vida; unos pocos han controlado nuestras vidas y nuestra</p> <p>muerte. Y aún ahora, a veces, me pregunto...</p> <p>Pero no. No quería seguir pensando en ello. No quería preguntarse nada más, quizás por miedo de encontrar respuestas que no le gustaran.</p> <p>Y volvía a pensar en cosas triviales, en hechos intranscendentes. Se vivía una era de absoluta frivolidad intelectual, quizás porque el Hombre no quería volver la vista atrás, y descubrir lo que había sido capaz de hacerse a sí mismo. La técnica, la ciencia y el progreso habían parecido buenos. Y, sin embargo, habían conducido a esto.</p> <p>A lo que hoy era el mundo en el año 2097, ya en los umbrales del siglo XXII. Un gigantesco cementerio de cemento, hormigón y acero, habitado por un puñado de escasos seres vivientes, que edificaban una nueva sociedad, y un recuerdo pavoroso, de miles de millones de muertos, destruidos por el veneno que ellos mismos inocularon al aire que respiraban.</p> <p>Cuando menos, eso es lo que se les había hecho creer...</p> <p>Rod Miller llegó a la hora habitual a su pequeña casita de jersey, rodeada de césped y jardines. Ya no se veían humaredas en las zonas industriales, ni el aire se contaminaba sobre los terrenos fértiles. Volvía el equilibrio de las cosas. Pero sólo para unos pocos millones de seres, dispersos por el mundo.</p> <p>Miller entró en su casa. Disfrutaba de las comodidades naturales: un bar sin bebida alcohólicas, un frigorífico, un televisor estéreo, mobiliario funcional y confortable, y un ambiente hogareño y amable.</p> <p>Sólo le faltaba algo a aquella casa: una mujer.</p> <p>Rod vivía Solo. Era soltero. Con él no rezaba, todavía, aquella orden tajante que podía leerse ten cada esquina, escucharse en cada televisor, repetirse en los escasos diarios que se publicaban:</p> <p>«Cada matrimonio solamente podrá tener un hijo. Cuando éste nazca, la esposa será esterilizada obligatoriamente. El incumplimiento de esta ley, será sancionado con el más severo castigo.»</p> <p></p> <p>El «más severo castigo» era una frase ambigua, que nada decía. Rod Miller conocía bien su significado real, puesto que trabajaba en el Departamento de Asesoramiento jurídico Empresarial, y conocía las leyes de todo tipo. No hubiera sido agradable decirle a nadie cuál era la sanción por ocultar el nacimiento de su hijo, manteniéndolo de forma clandestina, con el fin de tener alguno más.</p> <p>Conectó la gigantesca pantalla mural del televisor tridimensional, mientras se preparaba un frugal almuerzo. Sentóse ante la pantalla, y contempló distraído el programa y mientras engullía su comida, rociada con un vino sin alcohol, insípido y aséptico.</p> <p>Las noticias, prácticamente, no existían. El mundo vivía bajo el mazazo brutal del Gran Desastre Ecológico. No había sucesos ni violencias. Tampoco había nada especialmente notable, ya fuese positivo o negativo. El mundo también era insípido y aséptico, como el vino desalcoholizado que la ley obligaba a tomar.</p> <p>Exhibieron un programa musical, de reciente factura. Era un espectáculo internacional, que recorría los Estados Unidos, tratando tal vez de llevar nuevas alegrías e ilusiones a los aletargados ciudadanos del mundo nuevo.</p> <p>Las mujeres que aparecían en la pantalla eran hermosas y esculturales. Bailaban con una gracia y armonía increíbles, y resultaba difícil, por no decir imposible, descubrir entre ellas a alguna que fuese más bella que las otras.</p> <p>La visión de bellos muslos de mujer, de caderas ondulantes, de senos erguidos y firmes, en el brillante musical de la televisión, le hizo pensar a Miller en las mujeres, y sentirse más solo en su hogar.</p> <p>Le sorprendió la llamada en la puerta. Fue abrir, preguntándose quién podía ser el visitante. Tenía vecinos, ciertamente, pero no acostumbraban a visitarse entre sí. La gente se había vuelto muy huraña y solitaria. No había mucha comunicación entre los pocos habitantes del planeta.</p> <p>Era un vecino suyo, ciertamente. Se trató de Frank Allyson, el que vivía frente a su propio bungalow. Un hombre de unos treinta y cinco años, amable y cortés, pero no demasiado cordial ni comunicativo.</p> <p>—Buenas tardes, Miller —Saludó, con cierta timidez, desde la puerta.</p> <p>—Oh, Allyson, buenas tardes —se hizo a un lado—. ¿Quiere pasar, por favor? Puede tomar un poco de vino conmigo...</p> <p>—Cielos, no, gracias. Me gustaba el vino cuando era joven. Entonces era «otro» vino, pero también eran «otros» tiempos... ¿De veras no le molesta mi visita?</p> <p>—Ni lo más mínimo. ¿No quiere entrar?</p> <p>—No, no. Más bien... soy yo quien deseaba rogarle que viniese a mi casa, a gozar por unos momentos de mi hospitalidad, Miller. Existe... existe un motivo para ello, se lo aseguro.</p> <p>—¿De veras? —Rod enarcó las cejas, intrigado—. Bien, si usted lo desea... iré encantado, Allyson.</p> <p>—Oh, es muy amable. No sabía a quién invitar en un momento así, y me acordé de que usted es el más simpático y comunicativo vecino que tengo...</p> <p>—Bueno, no exagere —sonrió Miller, yendo a cerrar su televisor—. Todos somos vecinos. Creo que debe existir una cierta confianza entre nosotros...</p> <p>—Pero no existe —suspiro el otro, meneando la cabeza.</p> <p>Rod cerró la puerta, siguiendo a Allyson hacia su propio bungalow. Observó que su vecino no estaba solo. Una figura se movía por el gabinete, proyectando su sombra en el suelo.</p> <p>—Entre —invitó Allyson, deteniéndose en la puerta—. Va a conocer a mi esposa...</p> <p>—¡Su esposa! —se sorprendió Rod—. Pero ¿no estaba soltero?</p> <p>—Lo estaba —rió Allyson—. Me casé hoy.</p> <p>Rod Miller entró en la casa. Se quedó fascinado.</p> <p>No sólo era sorprendente que un hombre como Frank Allyson se hubiera casado, sino que había elegido a una mujer en verdad impresionante.</p> <p>Bellísima, arrogante, de facciones suaves, labios carnosos, verdes ojos, expresión tierna, cabellos dorados, figura escultural... Era tan hermosa, que le recordó instintivamente a las bailarinas de la televisión.</p> <p>—Ella es Karin, mi mujer —presentó Allyson, orgulloso—. ¿No es maravillosa?</p> <p>—La más bella mujer que nunca vi —ponderó Rod, inclinándose ante ella—. Le felicito, amigo mío. Y espero que ambos sean muy felices.</p> <p>—Es muy amable —sonrió ella, acercándose a Miller—. ¿Es tu vecino, el que mencionaste, querido? ¿Rod Miller?</p> <p>—El mismo, cariño —asintió Allyson—. Ha sido muy amable en venir a acompañarnos en nuestra pequeña fiesta íntima de esponsales, ¿no es cierto?</p> <p>—Muy cierto —asintió ella dulcemente—. Es una época en que las personas nos vemos solas y aisladas de los demás. Resulta agradable ver que aún quedan personas amigas en este mundo de hoy. Venga, Miller, tome una copa.</p> <p>Sorprendido, Rod observó que el vino que escanciaba ella, en una copa, no era el incoloro sin alcohol, sino un líquido rosado, que parecía vino auténtico.</p> <p>—No será...</p> <p>—¿Vino con alcohol? —rió Allyson—. Sí, amigo mío. Estamos quebrando esta prohibición. Pero es una sola vez, y merece saltarse la ley, en este momento.</p> <p>—Es peligroso —juzgó Miller, tomando la copa. Saboreó el vino—. Pero el peligro resulta delicioso, cuando sabe así... Excelente vino, amigos míos.</p> <p>Allyson y su flamante esposa rieron de buena gana, brindándose por su felicidad. Luego, ella conectó el hilo de musica bailable y danzaron los esposos. Miller les contempló entre divertido y casi feliz.</p> <p>«Es la primera vez que veo algo realmente emotivo y hermoso —pensó—. Parece que el mundo vuelve a ser capaz de amar...»</p> <p>—Ahora, usted —invitó Karin, acercándose a él.</p> <p>—Oh, no, no... —rechazó Rod—. Bailen ustedes. Son los recién casados...</p> <p>—Vamos, Miller, tiene que bailar con mi esposa —rió su vecino—. Si no lo hace, será una descortesía...</p> <p>—Bueno, siendo así... Pero no lo haré demasiado bien. La última vez que estuve en un baile fue antes... antes de...<i> aquello.</i></p> <p>—Yo le ayudaré —sonrió ella.</p> <p>Y así fue. Bailaba deliciosamente bien. Tenía armonía y agilidad y un sentido especial para la música. Notó cerca de él aquel cuerpo de mujer joven y exultante belleza, y se sintió inquieto. No era cosa buena fijarse en la mujer ajena, desear algo que no era suyo... pero supo que la deseaba, realmente. Quizá no a ella, en concreto. Pero sí a una mujer como ella. A una mujer, en suma.</p> <p>—No lo hizo tan mal —sonrió ella, brillantes sus ojos verdes, cuando le soltó, para volver en brazos de su esposo—. Nada mal, Miller... Muchas chicas se alegrarían de tener una relación con un hombre como usted... y salir a bailar a una pista. Eso, seguro.</p> <p>—No conozco a ninguna chica como usted —confesó Miller con franqueza—. Y espero que no le ofenda, amigo Allyson.</p> <p>—¿Ofenderme? ¡Al contrario! —rió su vecino—. Es todo un elogio para Karin y para mi gusto al elegir esposa. Tiene razón. No hay nadie como mi Karin. Pero no sea tonto, y frecuente algún lugar donde pueda conocer a una chica como ella, y sentirse feliz.</p> <p>—Me gustaría saber si existe algún lugar, en alguna parte —suspiró Miller, apurando el vino.</p> <p>—Pues existe —dijo ella, dulcemente, acercándose para ponerle más vino—. Ya le diré cuál es.</p> <p>—No, no. Más vino, no. Ya les dije que es peligroso...</p> <p>—Es sólo una vez —insistió ella, con su especial don de persuasión, dulce y suave—. Tome esta copa, Miller. Y si quiere volver a tomar otra, cuando celebre su boda con una chica digna de usted... recuerde el sitio donde Allyson me conoció.</p> <p>—Eso no sera suficiente. Haría falta encontrar allí una mujer como usted, Karin.</p> <p>—La encontrará —aseguró ella, clavando en él sus hermosísimos ojos—. El sitio es el<i> Star Club</i>, en Manhattan. Justamente en Washington Square. No tiene pérdida. Le gustará el lugar. Y encontrará a las más hermosas muchachas del mundo, se lo aseguro.</p> <p>Bebió Miller de nuevo. La falta de costumbre y la graduación de aquel vino producían en el un efecto embriagador, pero tenía la cabeza firme y lo soportó bien.</p> <p>—Me marcho —dijo, cuando hubo transcurrido el tiempo prudencial, y hubo sentido por dos veces más entre sus brazos la inquietante presencia de Karin, la esposa de su vecino. El aroma de su carne joven llegaba a él. A veces, el roce con sus duros pechos o su joven vientre y muslos, resultaba demasiado excitante. Quiso apartar de sí tales ideas, por respeto a su vecino, pero no era fácil combatir ciertas debilidades humanas.</p> <p>—¿Tan pronto? —se lamentó Frank Allyson.</p> <p>—Sí. Debo de hacer varias cosas. Y ustedes tienen que estar solos. Les repito mi felicitación, amigos. Y les deseo la mayor felicidad y fortuna...</p> <p>—Gracias por todo. —Ella, impulsivamente, se acercó y le puso sus manos en los hombros, besándole luego en los labios inesperadamente—. Hasta siempre, Miller. Y no se olvide del<i> Star Club</i>. Creo que será muy feliz con usted la chica que escoja...</p> <p>Se alejó hacia su casa. Pero los labios le ardían, y creía sentir en ellos el contacto de la carnosa boca femenina. Una inquietud, una zozobra inexplicable, se apoderaba de él. Conectó el televisor, y ya no exhibían aquella revista musical. No pudo concentrarse en la imagen, y apagó la pantalla. Trató de leer, y le resultó imposible. Oscureció en el exterior. Se sirvió vino sin alcohol y, recordando el sabor del verdadero vino, lo arrojó con ira a la pila.</p> <p>Luego, asomó a una ventana. Ya ardía la luz en la casa de los Allyson. Pasaron la sombra de ambos. Se apagaron las luces, un momento después. Rod se pasó la mano trémula por su frente sudorosa.</p> <p>No quería imaginarse a ambos en estos momentos, en su noche de bodas, pero tampoco podía evitarlo. Se acostó, y tardó en conciliar el sueño. Aquella noche, al dormirse, en sus sueños aparecían mujeres hermosas, cuerpos esculturales, rostros turbadores, ojos verdes, bocas anhelantes...</p> <p>Fue una mala noche para Rod Miller.</p> <p>Quizá por eso al día siguiente, al sslir de su trabajo, no fue a casa. No quería ver a los Allyson. No quería volver a soñar con mujeres que tenían el rostro de Karin, su vecina.</p> <p>Se encaminó al<i> Star Club</i>.</p> <p>Rod Miller lo ignoraba en ese momento. Pero estaba enfrentándose con su destino.</p> <p>Un destino insólito y aterrador, que él jamás hubiese podido imaginarse.</p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;"><strong>* * *</strong></p> <p></p> <p>La música ambiental era melodiosa, suave. También lo eran las luces dispersas por la amplia sala circular, en cuyo centro giraba una pista de baile, bordeada por discretas mesas, en una zona en sombras.</p> <p>Rod Miller hacía años que no visitaba un lugar así. Desde que era un adolescente, antes del Gran Desastre Ecológico.</p> <p>Ahora, le parecía todo un poco incongruente. La gente no era alegre ya. No había entusiasmo por nada. Ni siquiera por el amor, por las mujeres ....</p> <p>El club no mostraba alegría tampoco. Pero, a fin de cuentas, se oía música y se podía bailar. Eso, en un mundo que aún parecía seguir llorando, en silencio, por la muerte de treinta y un mil millones de seres, ya era algo. Para Rod Miller era, quizás, incluso demasiado. Quizá los supervivientes, los pocos millones de supervivientes dispersos por el mundo, pretendían empezar a olvidar. Una tarea que no iba a ser fácil, ni mucho menos...</p> <p>—Su «ticket» —dijo una morena y espléndida joven de falda corta y poderosos muslos, uniformada de plata, a la entrada del club, sonriéndole voluptuosamente—. Son cinco dólares, señor.</p> <p>Los pagó sin rechistar, contemplando las curvas seductoras de la joven. Ella le guiñó un ojo, entregándole una ficha de plástico, y regresando a su cabina en la entrada del local, donde se sentó, cruzando las bien formadas piernas.</p> <p>Rod entró en el<i> Star Club</i>. Las luces hacían guiños desde todas partes, en un juego de mil colores. Burbujas policromadas flotaban por el aire, extendiendo un aroma suave y dulzón por el ambiente. Escasas parejas bailaban en el centro de la pista. La música llegaba de todas partes, envolviéndoles como una caricia melodiosa.</p> <p>—Bien venido —dijo una voz suave, cerca de él—. ¿Qué va a tomar?</p> <p>Se volvió. Había una barra semicircular a un lado. Luces rojas y azules parpadeaban tras los paneles cristalinos del mostrador. Sus reflejos daban un aire casi irreal a la hermosa criatura de pelo plateado y ojos luminosos que se inclinaban hacia él, sonriente.</p> <p>Rod Miller la contempló, antes de responder. Era una mujer fascinante. joven, esbelta, alta, cabello suave, sedoso, largo, color plata, ojos de un verde profundo, piel suave. Apoyada en el mostrador, su escote permitía asomar la firmeza redonda de unos senos generosos y bellos.</p> <p>—Sí, tomaré algo —admitió Miller—. Cualquier cosa... un zumo de frutas.</p> <p>—En seguida. —Ella abrió una fuente dorada, y llenó una copa de anaranjado licor. La adornó con hielo y trozos de fruta, poniendo ante Rod el producto—. Su «ticket», por favor.</p> <p>—Oh sí, gracias —le entregó la ficha de plástico tomando su copa. Ella introdujo el plástico en una ranura, y hubo un parpadeo rojo en una caja automática. Luego, rodeó el mostrador, para entregar a Rod un resguardo.</p> <p>El joven advirtió que era aún más hermosa contemplandola de cuerpo entero. Sus piernas eran largas, de pantorrillas esbeltas, terminadas en botas doradas. Sus muslos, macizos y largos, iban a desaparecer entre una breve falda de fibra metalizada. Era toda una hembra, de singular hermosura. Parecía despedir una radiación sexual de alto voltaje.</p> <p>—¿Puedo sentarme? —preguntó Rod.</p> <p>—Claro —rió ella suavemente—. Y bailar también. Elija su pareja.</p> <p>—¿Puedo elegir a cualquier chica?</p> <p>—A cualquiera.</p> <p>—¿Incluso... a usted?</p> <p>Ella vaciló. Se pasó una mano lenta por los largos cabellos plateados. Al fin, asintió.</p> <p>—Incluso a mí, sí —admitió brevemente, con una sonrisa—. ¿De veras quiere bailar conmigo?</p> <p>—Sí, me gustaría. Mi nombre es Rod, Rod Miller. No acostumbro a venir por sitios como éste.</p> <p>—Ya se nota. Vamos a bailar. Sólo unos momentos. Tengo trabajo ahora. Más tarde bailaremos de nuevo, si sigue gustándole que sea yo su pareja.</p> <p>—Creo que me gustará —asintió Rod, ingenuamente—. Tome algo conmigo, lo que desee.</p> <p>—Gracias. Más tarde. Ahora, bailemos. Al menos, esta pieza.</p> <p>Salieron a la pista. Rod sintió entre sus brazos aquella figura escultural de mujer. Notó su aliento rozándole. Los chispeantes ojos verdes tenían un claror y luminosidad absorbentes. Los labios eran rojos y carnosos. Rod se estremeció, con una impresión semejante a la que sintiera cuando Karin, la esposa de su vecino, le besó al despedirse. Tal vez esta mujer tuviese algo más indefinible que la otra. Más vitalidad, más calor... El roce de los desnudos muslos de ella, junto a los suyos, le transmitió la calidez de una piel de mujer joven y exultante de vida. Las puntas de sus agresivos pechos eran duras y enhiestas, hiriendo su torso con el roce durante el baile.</p> <p>—¿Es usted soltero?</p> <p>—Sí —la miró, mientras bailaban—. ¿Por qué lo pregunta?</p> <p>—Oh, por nada. A veces, vienen muchos casados. Es por esa ley de la maternidad limitada. Sus mujeres les niegan casi todo. Y tiene que venir por aquí. En estos sitios siempre encuentran alguna chica liberal a quien no le importa demasiado complacer al marido ávido de afecto.</p> <p>—¿Y usted baila con ellos?</p> <p>—No. Yo no bailo con casi nadie. Lo suyo ha sido puramente casual. Me ha caído simpático, eso es todo. Yo soy Velda Volkan, empleada del<i> Star Club</i>. Y nada más.</p> <p>—Velda Volkan... Me gusta su nombre.</p> <p>—Gracias, Miller. Puedes tutearme —sonrió ella—. Tal vez seas, en lo sucesivo, un cliente nuestro... si es que antes no te enamoras de una de nuestras chicas y te casas con ella.</p> <p>—¿También puede uno casarse con alguna de las chicas de este local? —Rod se hizo el ignorante, sin mencionar a Karin.</p> <p>—Por supuesto —sonrió ella—. Aquí hay dos clases de chicas: las que se entregan a un hombre para complacer sus instintos sexuales reprimidos... y las que buscaban pareja y se casan. Son diferentes, por supuesto. Yo te orientaré, si deseas a una u otra clase.</p> <p>—Eres muy amable, Velda. En realidad, he venido a distraerme, a ver chicas... chicas reales, de carne y hueso, no las que veo por la televisión.</p> <p>—Vivimos en una época de represión sexual —rió suavemente Velda, asintiendo—. Los anticonceptivos y esterelizantes no son del todo válidos. Los hombres desean tener hijos. A veces, las mujeres también. Más de un hijo. Eso dificulta las cosas al Gobierno, y la vigilancia se hace más</p> <p>rígida. Se persiguen los concubinatos y las relaciones sexuales ajenas al matrimonio. Pero nuestras chicas pueden hacer el amor sin problemas. Las que no van a casarse, están ya esterilizadas de forma oficial e inconfundible.</p> <p>—No me atrae hacer el amor así, con una asepsia y esos condicionamientos previos —confesó, con un suspiro, Rod Miller—. Prefiero sólo bailar... al menos por el momento. Y si fuese contigo, mucho mejor.</p> <p>—Yo te he dicho que no pertenezco a ninguna de las dos clases de mujeres que puedes encontrar aquí —se detuvo de pronto, le tomó de una mano y le condujo a una mesa, junto a la pista—. Ven. Siéntate. Llamaré a alguna chica para que venga a acompañarte. Tú decidirás entonces, Miller.</p> <p>—Gracias —suspiró Rod—. ¿No bailamos más?</p> <p>—No. Ya no. Ha terminado mi descanso —señaló la puerta del club. Entraba gente en ese momento—. Mira, nuevos clientes. Debo atenderles. No te disgustes. Encontrarás chicas hermosas aquí. Muy hermosas. Alguna será de tu gusto, estoy segura.</p> <p>Se alejó hacia el mostrador. Rod se sentó en el lugar que ella le eligiera, defraudado por perder la hermosa criatura que tuviera en sus brazos durante tan breve espacio de tiempo.</p> <p>Velda tuvo razón. Muchas chicas hermosas había en el club. Bailó con dos de ellas. Invitó a tomar algo a otras dos. Pero ninguna le satisfizo.</p> <p>Cuando se dispuso a marcharse, Velda ya no estaba en el mostrador. Una chica de cabellos rojo fresa, ocupaba su lugar, riendo con los clientes, que parecían absortos en su belleza. Rod observó que era una joven hermosa, pero regordeta, con demasiado pecho para su gusto.</p> <p>Avanzó hacia la salida del club. Se sentía defraudado. Ninguna de las bellezas casamenteras o simplemente para relaciones sexuales le había complacido. Todo le parecía vacío y artificioso, sin saber por qué.</p> <p>Salió del club. Se sorprendió cuando una voz femenina suave y cálida, le interpeló de repente:</p> <p>—Hola, Rod. ¿Puedes acompañarme a casa?</p> <p>Se volvió. Era ella de nuevo. Velda Volkan, hermosa y turbadora. Asintió, rápido, sin poder creer tanta maravilla.</p> <p>—Claro —dijo—. Tengo ahí mí coche. ¿A dónde te llevo, Velda?</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>3</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">E</style>RA una pequeña casa de Queens, aislada y rodeada de boscaje y flores. Poca gente en torno. Había tan poca gente en todas partes...</p> <p>—Se respira paz aquí, ¿no es cierto, Rod?</p> <p>—Sí. Se respira paz en demasiados lugares del mundo, Velda —musitó él.</p> <p>—¿No te gusta la paz? —se volvió, sorprendida, mirándole.</p> <p>—Hubo un tiempo en que esa paz era hermosa y deseable. Entonces había demasiado ruido, demasiados humos, demasiadas molestias, demasiada gente... Ahora, todo eso pasó. Lo destruimos nosotros mismos. No sé si esto es realmente paz... o muerte y silencio.</p> <p>—El mundo no ha muerto, Rod.</p> <p>—No. Pero es algo que se le parece mucho, todos recordamos la catástrofe, es inútil negarlo. ¿Tenías familia, antes del Gran Desastre?</p> <p>—Si —suspiró ella—. Pero murieron antes de ocurrir todo aquello.</p> <p>—Menos mal. Yo no tenía a nadie. Pero tuve amigos. Perecieron todos.</p> <p>—Ahora tendrás nuevos amigos.</p> <p>—No. Ninguno. Es decir, sólo uno. Jerry Milton. Sobrevivió al caos. Vive lejos de aquí. No sé lo que ha sido de él. Supongo que ya no será el mismo. Perdió a sus padres, a tres hermanos, a su novia...</p> <p>—¿Por qué hablar de todo eso? —Velda puso una de sus suaves manos, de largos dedos, en la mano de Rod—. Estamos aquí tú y yo. Solos los dos... y me hablas de horrores, de muerte, de cosas que se fueron para no volver... ¿Vale eso la pena?</p> <p>—Ya no sé lo que vale realmente la pena. Como tú dices, no fue el fin del mundo. Pero ha quedado tan poco de todo aquello... Sólo miedo. Miedo a que volvamos a ser demasiados en la Tierra. Miedo a partir de nuevo los alimentos básicos, a destruir el medio ambiente... Por eso los gobiernos controlan la natalidad, impiden el crecimiento demográfico, con leyes tiránicas.</p> <p>—No impiden que el amor exista.</p> <p>—Eso nunca se sabe. Controlan la vida amorosa y sexual de hombre y mujer, de esposa y marido. Es el principio. Un día pueden prohibir las relaciones sexuales o reducirlas al mínimo. Será la muerte del amor físico. Y no podemos olvidar que el amor físico es, en sí, parte del amor mismo.</p> <p>—Todavía no hemos llegado a eso. —Ella se aproximó a él, en el asiento del coche, frente a su vivienda, como si de repente tuviese frío—. Rod, aún podemos ser felices los hombres y las mujeres, a pesar de todo...</p> <p>La miró, sorprendido. Una mano de Velda se había puesto sobre su pierna. Tembló ligeramente. La emoción era intensa. Sólo que, de pronto, todo le parecía más frío y menos espontáneo que al principio. Como si algo no funcionara lógicamente en todo aquello.</p> <p>Y, sin embargo, Velda le había gustado desde el principio. Seguía gustándole. De un modo absorbente. ¿Por qué, pues, no se emocionaba como hubiera debido hacerlo, al sentirla tan cerca de él?</p> <p>—Velda, ¿qué quieres decir? —susurró.</p> <p>—Bésame —fue la inesperada respuesta—. Rod, bésame... Te lo ruego.</p> <p>Era una demanda increíble. Rod se estremeció. No podía negarse. Velda le atraía demasiado para preguntar las causas de aquel deseo. Se inclinó. La besó.</p> <p>Los brazos de ella le rodearon cuando aplicó sus labios a los húmedos y carnosos de ella. El contacto se prolongó, ardiente. El cuerpo sensual de ella se enroscó al suyo, en una inesperada y repentina llamarada de pasión, tal vez de deseo.</p> <p>—Rod... Rod... —la oyó musitar, pegada a su boca.</p> <p>—Velda... —respondió roncamente—. Velda, me vuelves loco...</p> <p>—Y tú a mí, Rod. Y tú a mi... —confesó ella, imprevisiblemente, volviendo a besarle, ardorosa, apasionadamente—. Antes no quise revelártelo, pero ha sido desde el principio...</p> <p>Rod, estremecido de gozo, supo que estaba inexorablemente cautivo de aquella muchacha hermosa e inquietante, que era ya totalmente suyo desde aquel momento, y que no habría mujer alguna capaz de apartarla ya desde su mente y de sus sentidos.</p> <p>Estuvo seguro en ese momento de que sólo Velda podía ser compañera de su vida. A pesar de que no la entendía totalmente. A pesar de que le sorprendiera su súbita reacción, que cambiaba a la eficiente y cortés camarera del Club en una ardiente y apasionada amante, en sólo un espacio de pocas horas, no quería analizar nada más que sus propios sentimientos, la poderosa atracción que aquella mujer ejercía sobre él.</p> <p>Y de ese modo, mientras sus brazos rodeaban a aquel cuerpo dócil, entregado a sus caricias más ávidas y audaces, se atrevió a susurrar al oído de Velda:</p> <p>—Cariño... Deseo que seas mía. Mia para siempre... ¿Quieres... quieres ser mi esposa, Velda?</p> <p>El beso de ella se hizo más intenso, más ardoroso. Y la respuesta le llegó como algo lejano, musical, electrizante y embriagador:</p> <p>—Sí, mi vida —susurró a su oído la voz melosa de la bellísima hembra de cabellos plateados—. Quiero ser tu esposa... estar a tu lado durante el resto de nuestras vidas...</p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;"><strong>* * *</strong></p> <p></p> <p>—...Yo, conforme a los derechos que me confiere la ley, os declaro, desde este momento, marido y mujer.</p> <p>Fue el final del breve discurso del juez de paz. Así, Rod Miller cambió radicalmente de vida, en el espacio de pocas horas. Estaba apuntando el alba en la distancia, y ya estaba unido por vida a una mujer. Una mujer con la que horas antes ni siquiera hubiera podido soñar. Una mujer que superaba en belleza, atractivos físicos y poder de seducción a la propia Karin, la esposa de su vecino Allyson, por la que llegara a sentir él una atracción irresistible, la noche anterior.</p> <p>Ahora, ya estaba casado. Y Velda Volkan, aquella criatura maravillosa e increíble, era su esposa. La compañera de su vida, hasta entonces solitaria, melancólica y, tal vez, incluso nostálgica, evocando otros tiempos, otra forma de vida, más incómoda quizá, pero también más entrañable y humana para él, que aquel deambular de unos pocos cientos de miles por una ciudad ciclópea, hecha para decenas de millones de seres.</p> <p>Y su caso no sería el único. Estarían los nativos de Tokio, de Moscú, de Pekín, de Buenos Aires, de Londres, de Río de Janeiro...</p> <p>Al diablo ahora con todo eso. El mundo era como era y eso ya no tenía vuelta de hoja. El tenía que vivir en este mundo de ahora. Y podría hacerlo mejor que nunca, porque estaba junto a una mujer increíblemente hermosa y seductora, una mujer que podía cambiar su vida por completo, que le hacía soñar y esperar un futuro incomparablemente más bello y deslumbrante, lleno de promesas e ilusiones.</p> <p>Las promesas e ilusiones empezaban ya ahora mismo. Eran una realidad concreta y única: Velda y él.</p> <p>Salieron de la casa del juez de paz, tras darse un beso y recibir las felicitaciones del magistrado y su esposa. Subieron al biplaza de Rod. Este lo puso en marcha. Emprendieron el camino hacia la casa de él, que había sido la elegida para pasar la noche de bodas. Una noche que iba a ser virtualmente día pleno. Su día de bodas, ya que la noche se alejaba por momentos...</p> <p>—Hoy no iré a trabajar —dijo Rod—. Un hombre tiene derecho a tomarse cuando menos un día de descanso cuando se ha casado.</p> <p>—¿Sólo un día de amor? —preguntó Velda, con aire defraudado.</p> <p>—Bueno, me refiero exclusivamente al día de hoy. Cuando informe a mi departamento de la boda, seguramente me concederán una semana de vacaciones. No es que sean muy propicios a dar a nadie fechas de descanso, dado el escaso número de población laboral que actualmente hay en el mundo, pero ..., bastará. Al menos, Velda querida, seremos felices durante esos seis o siete días, ya lo verás.</p> <p>—Estoy segura de ello, Rod —musitó ella, apoyando su cabeza plateada en el hombre de su pareja—. Van a ser unas fechas inolvidables para ambos...</p> <p>—Velda, me parece increíble todavía... —susurró él, conduciendo el vehículo a través de desiertas autopistas, hacía su zona residencial de Jersey, en un paisaje extrañamente desolado, salpicado sólo de vez en cuando por la presencia de algún vehículo parado a la puerta de alguna casa, o bien rodando hacia Manhattan, para iniciar el trabajo cotidiano.</p> <p>—¿Qué es lo que te parece increíble?</p> <p>—Todo esto. Tú y yo aquí... la boda... Todo.</p> <p>—¿Por qué motivo?</p> <p>—No lo Sé. Recuerdo el momento que entré, esta noche, en el<i> Star Club</i>... y me asombro yo mismo de que todo haya sido tan rápido. Tu me dijiste que no eras de ninguna de esas dos clases de chicas, ¿recuerdas? Fue cuando nos conocimos y bailamos juntos... No eras casadera ni de la otra especie... Y, sin embargo, te has casado conmigo, con un cliente novato e ingenuo, que pisó por primera vez ese local...</p> <p>—Así son las cosas a veces, querido —sonrió ella, acariciando las cabellos del joven—. ¿Por qué no dejas de pensar en todo esto? Lo importante es que estamos casados, unidos los dos.</p> <p>—Sí, eso es cierto. Evidentemente, mi vecino Allyson tuvo razón.</p> <p>—¿Quién? —se intrigó ella, sorprendida.</p> <p>—Un vecino mío. Se casó ayer, ¿sabes? Bueno, anteayer, para ser más exactos... El y su mujer me hablaron del<i> Star Club</i>. También la había conocido allí. No sé lo que tenéis en ese club, pero... diablo, la verdad es que uno puede cambiar radicalmente de vida, sólo con pisar ese lugar... Se lo diré a Allyson, seguro. Se va a reír mucho, los dos.</p> <p>—Sí, sin duda. —Los verdes ojos de Velda reflejaron una momentánea preocupación que se extinguió rápidamente. De nuevo su bella faz reveló ternura y amor. Rodeó con un brazo a Rod—. Deja de pensar ahora en los demás. Esta es nuestra noche... o nuestro día —rió, al ver asomar el sol en la distancia, tiñendo de un rojo dorado los campos de Jersey—.No quiero ver a nadie ni que nadie nos vea a nosotros, Rod. Prométemelo.</p> <p>—Bueno, ellos me invitaron a su boda, bebí una copa con y ellos... Sería justo que, en reciprocidad... al llegar nosotros ahora, antes de... de retirarnos a dormir... les hiciéramos partícipes de esto. Les alegrará mucho, estoy seguro.</p> <p>—No —cortó ella, rotunda—. Nada de eso, Rod. No veremos a nadie. Si quieres, mañana puedes hacerlo, pero no antes. Además... te aseguro que harás cualquier cosa menos dormir, mi amor...</p> <p>Y los dedos de ella, sabia, sutilmente, recorrieron su rostro y su cuerpo, en caricias que despertaron escalofríos de placer en él.</p> <p>—Está bien —suspiró Rod—. Se hará como tú deseas, Velda.</p> <p>—Gracias, mi vida —sonrió ella melosamente—. No pienses que trato de ser imperiosa ni autoritaria. Te aseguro que no habrá nada de eso. Sólo que, en estos momentos... prefiero la soledad, ¿entiendes?</p> <p>—Claro —asintió Rod—. Lo entiendo muy bien, querida...</p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;"><strong>* * *</strong></p> <p></p> <p>A pesar de que el sol estaba emergiendo, aún había luz en la casa de los Allyson. Rod dudó, preguntándose si debía insistir, yendo a visitarles con su flamante esposa, en justa correspondencia a la invitación que le hicieron ellos, y que había tenido como consecuencia su actual enlace matrimonial.</p> <p>Sin duda, se habían levantado ya los dos Allyson, disponiéndose a ir al trabajo, como cada día. Su vacilación fue breve. Velda estaba de pie, sonriendo ante la puerta de la casa, erguida su hermosísima figura de largas piernas, firmes muslos, sinuosas caderas y erguidos pechos, calzando sus botas doradas, con su breve falda de fibras metálicas, con su cabello de plata hilada golpeando sus hombros, y sus verdes, profundos ojos, más verdes y profundos aún que los de Karin Allyson, fijos en él.</p> <p>—Estoy esperando entrar en casa como una novia —le recordó ella, burlona.</p> <p>—Cierto. Vamos allá —se decidió Rod, olvidando definitivamente a los Allyson, para ir hasta ella, alzarla en sus brazos y empujar luego la puerta, entrando ambos en el recinto que hasta entonces fuera su hogar de hombre solitario.</p> <p>Un recinto al que no había llaves ni cerrojos que impidieran el paso. Nadie los tenía, en parte alguna. No existía la delincuencia en el mundo del posdesastre. No había ladrones. Ni tampoco asesinos o salteadores de ninguna clase. Era, quizá, lo único positivo en un mundo sobrecogido aún por el horror de la hecatombe vivida recientemente.</p> <p>El peso de la hermosísima Velda era apenas perceptible. Liviana, pese a su alta y arrogante figura, tenía el exacto y armonioso lastre que un cuerpo de mujer podía tener para no resultar una carga en brazos del hombre que amaba.</p> <p>—¿No te fatigarás demasiado? —rió ella, de buen humor.</p> <p>—Cielos, claro que no —respondió él, con igual jovialidad—. No eres en absoluto pesada.</p> <p>—Lo celebro. Tal vez lo cierto es que seas tú el fuerte, y por ello, no notes la carga.</p> <p>—Un poco de todo —sonrió Rod, ya dentro de la casa, llevándola dulcemente hasta un sofá, donde la depositó con suavidad. Ella extendió sus brazos amorosos, rodeó el cuello de él y lo atrajo hacia sí, incitante, ofreciéndole el jugoso fruto de los rojos labios, húmedos y entreabiertos, anhelado el contacto de sus bocas.</p> <p>—Felicidad para los dos, Rod querido —susurró.</p> <p>—Felicidad eterna... hasta que la muerte nos separe, Velda —asintió él, aceptando la cálida invitación y dejándose vencer por la tentación absorbente de aquella boca, en cuya blanda calidez se hundió, entrelazándose ávidamente sus lenguas, entregados sus cuerpos al voluptuoso contacto del momento, que iba haciéndose, por instantes, más y más excitante.</p> <p>De súbito, todo el encanto mágico del contacto hombre-mujer se quebró.</p> <p>Fue un imprevisto hecho el que desgarró aquella situación tensa y excitante, como si hubiera estado hecha de una fina capa de vidrio y no de sentimientos humanos y de pasiones amorosas a punto de estallar en un placer supremo.</p> <p>El alarido fue capaz de helar la sangre en las venas.</p> <p>Fue un grito agudo, interminable, el que proferiría un ser humano en el peor momento de su existencia, al enfrentarse a una espantosa agonía inimaginable.</p> <p>Y no venía de muy lejos.</p> <p>Rod Miller pegó un salto, sobresaltado, olvidándose de todo lo que no fuese aquella terrible voz humana que acababa de herir sus tímpanos, con acentos desgarradores.</p> <p>—¿Qué diablos...? —comenzó, incorporándose, desasiéndose de los brazos amorosos de su pareja.</p> <p>—No, no, Rod, amor mío, por favor —jadeó ella, mirándole turbiamente, sus pechos desnudos, erectos y rotundos, asomando audazmente ya bajo el tejido desabrochado de su ropa, el cuerpo estremecido de lujuriosos deseos insatisfechos—. Ahora no, te lo ruego, no me dejes así....</p> <p>—Velda, ¿cómo crees que me siento yo? —susurró roncamente Miller—. Pero ese grito, esa voz... ¿No te diste cuenta de la tremenda agonía que reflejaba?</p> <p>—Rod, mi vida, ¿qué puedes hacer tú por nadie? —se lamentó ella, implorante, extendiéndole sus brazos hacia él, muy abiertas sus largas piernas de recios fuertes muslos—. Ven, te espero... Olvida lo demás.</p> <p>—No puedo —meneó él la cabeza, obstinado. Miró al exterior, esperando oír algo más, pero tras el grito brutal, el silencio era completo—. No puedo pensar ahora en otra cosa, compréndelo. ¿Es que tú no sientes preocupación por lo que le pueda estar sucediendo a alguien, en nuestra vecindad?</p> <p>—Rod, nunca sucede ahora nada. No hay delincuentes ni delitos... —insinuó ella, con amargura—. Tal vez la pesadilla de alguien, quizás una pelea, un grito de dolor... Lo que sea, no puedes resolverlo tú. Cada cual tiene sus problemas, y no le gusta que nadie se mezcle en ellos. Ven, mi vida. Soy tuya...</p> <p>Pero Rod, aun vacilando ante la tentación ardiente de caer sobre aquella hembra ante la tentación ardiente de caer sobre aquella hembra magnífica que era ahora su esposa, y poseerla en el paroxismo del goce humano, fue capaz de resistir ese impulso carnal, y reaccionar contra el egoísmo natural de Velda, casi con rabiosa energía, con rebelde ímpetu.</p> <p>—¡No! —rugió—. No, Velda. Debemos de ser honestos, nobles. Con nosotros mismos y con los demás. Tengo que averiguar si sucede realmente algo...</p> <p>—Oh, Rod... —musitó ella, decepcionada, apretando sus pechos con ambas manos, tal vez para sofocar un poco el fuego que la dominaba.</p> <p>Miller se había precipitado hacia una ventana. Asomó, mirando al exterior, ya muy claro. Sus ojos se clavaron de nuevo en la ventana de los Allyson. Había luz todavía en la ventana. Una sombra. Una sombra pasó dos veces con rapidez tras las cortinas traslúcidas.</p> <p>Estuvo seguro. El grito había venido de allí. Y ni siquiera podía asegura si era de hombre o de mujer, tan agudo y tan violento fue al mismo tiempo.</p> <p>Decidido ya a todo, se precipitó hacía la salida de la habitación y también de la casa.</p> <p>—¡Vuelve, Rod, vuelve, no puedo resistir así más tiempo! —oyó jadear, ardorosamente, a espaldas suyas, a Velda, su mujer.</p> <p>Pero no volvió, pese a la vibrante excitación que poco antes le dominaba. No cedió al atractivo físico de Velda ni a sus voces implorantes, de mujer defraudada.</p> <p>En vez de ello, corrió hacia la vivienda de los Allyson, decidido a averiguar la causa de aquel grito inhumano que parecía hablar de dolor, de agonía, quizás de muerte...</p> <p>Cruzó a la carrera su jardincillo y la vereda de separación, alcanzando la vivienda vecina, hacia cuya puerta, resueltamente, se precipitó sin esperar a más.</p> <p>Empujó la hoja de madera, penetrando violentamente en la casa.</p> <p>Se detuvo en medio de la sala, sobrecogido de horror.</p> <p>Ahora fue él quien lanzó un grito ronco, vibrante, desgarrador. Un grito que condensaba todo el horror sin límites que, de súbito, se había apoderado de él, ante la visión más escalofriante e inimaginable del mundo.</p> <p>Incrédulo todavía, sus ojos se clavaban, desorbitados, en la dantesca escena que tenía lugar ante sus ojos, y cuya magnitud sobrepasaba todo lo que ser alguno pudiera sospechar.</p> <p>—No, no, Dios mío... —casi sollozó, convulsionado de pavor, y retrocediendo instintivamente ante la monstruosidad sin límites que se ofrecía ante él—. Esto...<i> esto</i> no es posible...</p> <p>Una risa demoníaca fue toda la respuesta que obtuvo su presencia allí, su incredulidad ante lo inaudito.</p> <p>Y supo que sí era posible. Que sí era cierto.</p> <p>Que se había enfrentado, de repente, al horror más delirante que jamás ojos humanos pudieron presenciar.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>4</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">L</style>A risa diabólica se repitió.</p> <p>Era la risa de una criatura infrahumana. Una risa que parecía brotar del infierno mismo, para horror de los humanos.</p> <p>Y, sin embargo, provenía de labios de un ser humano.</p> <p>Más aún que eso: de labios de<i> ¡una mujer!</i></p> <p>Y esa mujer era la dulce y bella Karin Allyson, la dama de los ojos verdes, la esposa de su vecino Frank.</p> <p>Ya no ofrecía su aspecto nada de dulce ni hermoso, pese a que seguía siendo, al menos en apariencia, la misma que conociera antes, cuando se la presentara su esposo, el día anterior.</p> <p>Pero aquello, todo lo demás... era terroríficamente nuevo y desconocido para Rod Miller. Y quizás para cualquier otro hombre, pensó él, despavorido, aún incapaz de reaccionar ante el espanto.</p> <p>—No, Dios mío... —casi sollozó, al ver que ella proseguía su labor.</p> <p>Y esa labor era... SEGUIR DEVORANDO A SU MARIDO. ·</p> <p>Frank Allyson yacía en el suelo de su vivienda, mutilado en parte, sobre un enorme charco de sangre. Ella, la hermosa Karin, había dejado caer el descarnado hueso del brazo, recién devorado, mordisqueado con espantosa facilidad por unos dientes feroces, para aferrar ahora otro trozo del cuerpo humano del que fuera su esposo, palpitante aún, estremecida la carne por las vibraciones nerviosas que indicaban que su muerte no era aún total,<i> para introducirlo en su boca voraz y seguir mordiendo y masticando</i>, en medio del alud de sangre que escapaba de su boca, chorreando por la comisura de los labios y empapando su desnudez impúdica, sin que pareciera importarle nada.</p> <p>Aquella mujer hermosísima que había llegado a hacerle sentir a él celos de su vecino Allyson era una caníbal. Más aún: una bestia humana, ávida de carne de su especie. Ni siquiera parecía tener, ahora, excitada por su festín macabro, la más mínima apariencia de ser humano. Sus ojos dilatados brillaban como las de un animal y su boca eran unas fauces sanguinolentas y voraces, que sólo prestaban atención a los restos espantosos de su marido.</p> <p>La cabeza de éste yacía de lado, sobre un cuello terriblemente desgarrado, por cuyas arterias había escapado la sangre a torrentes. Y Rod estaba seguro de que ese desgarro lo habían producido unos dientes humanos.</p> <p>Los dientes de Karin Allyson.</p> <p>La desnudez del marido y la de ella acusaban una situación clara, evidente: durante su contacto físico, durante su convivencia matrimonial, había ocurrido aquella espantosa e inexplicable circunstancia.</p> <p>¿Por qué? ¿Qué clase de mujer era Karin para... para comportarse así?</p> <p>Retrocedió paso a paso Rod, sobrecogido, incapaz de reaccionar en forma alguna, pero convencido interiormente de que intentar evitar que la mujer dejase su horrendo festín, no sólo era tiempo perdido, sino además un gravísimo peligro que podía terminar con él, como segundo plato de aquella mujer devoradora de seres humanos.</p> <p>—Ven... No te vayas... —susurró roncamente, mientras sonaba el ruido atroz de la masticación y deglución de carne humana, la criatura espantosa que tenía ante sí—. No te vayas querido... Has visto demasiado... para que te deje marchar, querido Miller.</p> <p>Aquella voz ronca, cruel, brotaba de los labios femeninos entre burbujas de sangre de su esposo, cuyo brazo estaba siendo devorado a jirones, con auténtica avidez, como el más exquisito de los manjares.</p> <p>Rod, asustado, quizá por vez primera vencido por el pánico, dio media vuelta, intentando huir de aquella vivienda maldita, cuando menos para avisar a las autoridades, para advertir a la policía sobre el horror que allí tenía lugar. Un ser como Karin Allyson no podía quedar en libertad. Su angelical belleza era la más peligrosa máscara para una criatura tan aberrante como ella.</p> <p>Y entonces, Rod descubrió que no era el único testigo de la sangrienta escena. No estaba solo en la casa de los Allyson.</p> <p>Velda, su propia esposa, estaba tras él, en la puerta de la casa.</p> <p>—¡Velda! —jadeó, palideciendo—. No, no... No mires eso. Vámonos de aquí, pronto. Hay que avisar a la policía. Ya te dije que algo espantoso ocurría en esta casa, aunque nunca imaginé que fuese tanto... Velda, vamos, por el amor de Dios... ¿por qué te arriesgaste a seguirme?</p> <p>—No, querido —musitó Velda, con sus ojos verdes muy brillantes—. ¿Por qué hemos de tener miedo de nada? Además, tú quisiste venir aquí...</p> <p>—Sí, pero... pero nunca pude imaginar... —de repente sorprendido, miró a su mujer, sintiendo un escalofrío—. Velda... Velda, querida, no... no pareces ni siquiera asustada... u horrorizada. ¿Es que no te sorprende este espanto?</p> <p>—No. No me sorprende, amor —sonrió ella, dulcemente—. ¿Por qué habría de sorprenderme?</p> <p>—¡Velda! —casi aulló Rod, sintiendo a sus espaldas el escalofriante ruido de los dientes de Karin, al roer los huesos del miembro de su marido que estaba devorando—. ¡Velda! ¿Es que no lo entiendes? ¡Esa mujer... está devorando a su l propio marido!</p> <p>—Lo sé, querido. Lo sé —suspiró Velda, con calma—. Nunca debiste venir aquí a descubrirlo...<i> Nosotras</i> no podemos permitir que alguien sepa la verdad...</p> <p>NOSOTRAS</p> <p>Había dicho...<i> nosotras</i>.</p> <p>De repente, Rod Miller se sintió sacudido por un ramalazo de horror que superaba, incluso, al que le provocara la visión atroz de la sangrienta escena en la casa de los Allyson.</p> <p>Porque ahora, de súbito, su propia esposa le daba la clave del escalofriante hecho, de la cruda y tremenda realidad en la que se hallaba inmerso, como en la peor de las pesadillas.</p> <p>El<i> Star Club</i>, las mujeres hermosas... Las dos procedían del mismo lugar. Las dos eran<i> iguales</i> en instintos... Una extraña especie de mujeres que se casaban con los hombres incautos... ¡para DEVORARLOS!</p> <p>—No... —sintió que se le erizaba el cabello, y contempló, despavorido, a su mujer—. No puede ser... Velda, tú...<i>tú no</i>...</p> <p>A sus espaldas, confirmando los temores, la monstruosa devoradora de hombres soltó una agria carcajada de complacencia.</p> <p>—Querida, creo que se ha dado cuenta... —oyó decir a Karin—. Ahora sabe que somos de la misma clase... No le dejes marchar. Nadie debe saberlo...</p> <p>—Claro que no —sonrió demoníacamente la hermosa Velda—. No marchará, puedes estar segura...</p> <p>Rod ya se había dado cuenta de su situación. Era muy posible que también él terminase como aquel infortunado vecino suyo. Si Velda era igual que Karin, su irremisible final sería el mismo que el de su vecino. No podía perder el tiempo en hacer preguntas, en tratar de averiguar por qué sucedía todo aquello, por qué motivo se había desencadenado esa horrible afición criminal y canibal en determinadas mujeres. No había tiempo ahora. Ni ocasión para ello.</p> <p>Tenía que escapar. Lo antes posible.</p> <p>Y lo intentó.</p> <p>Súbitamente se arrojó hacia una ventana inmediata, cuya vidriera atravesó su cuerpo, encogido para no sufrir heridas en el rostro, yendo a caer, entre una nube de vidrios, al césped del jardín. Se incorporó, intentando correr a la mayor velocidad posible, para huir de aquel infierno.</p> <p>No le fue posible.</p> <p>Para sorpresa suya, Velda era mucho más rápida, ágil y fuerte de lo que jamás imaginara. Apenas había golpeado el mullido césped y estaba intentando incorporarse, cuando ya Velda surgía ante él de nuevo, a la carrera, para cerrarle el paso. Su cuerpo alto y armonioso podía ser atlético y potente, llegado el momento.</p> <p>Adelantó sus brazos, cerrando ambos puños, para advertir a Rod de que no podía eludir el cerco.</p> <p>—No hay escapatoria, querido —sonrió duramente—. ¿Por qué no cedes? Deja de resistir. Todo va a ser lo mismo.</p> <p>Miró, jadeante, en torno suyo. Los pájaros piaban en los árboles, la zona residencial resplandecía de verde frescor, las casas eran como nidos acogedores y familiares. Pero no había nadie en derredor. Ni siquiera niños. Las leyes impedían tener más de uno. El hijo único de cada matrimonio estaba en las escuelas del Estado. Los padres, trabajando. Nadie en derredor suyo. Estaba solo. Solo con Karin Allyson y con Velda. Solo con dos monstruos con apariencia de mujeres hermosas.</p> <p>—No quiero —jadeó—. No cederé, Velda. No me dejaré devorar, como Allyson...</p> <p>—¿Existe algún medio para impedirlo? —sonrió ella.</p> <p>—Sí —gruñó—. ¡Luchar o morir!</p> <p>Y se precipitó sobre ella, sin miramientos de ninguna clase, dispuesto a usar, con su propia esposa, a la que poco antes se disponía a amar tiernamente, toda su fuerza y su malicia de hombre, para abatirla, aunque fuese brutalmente.</p> <p>De nuevo chocó con la sorpresa.</p> <p>Velda eludió limpiamente su feroz, ciego ataque, y a su vez, logró descargar en la nuca de Rod dos impactos secos y demoledores. Miller se tambaleó, aturdido, logrando esta vez hincar un rodillazo brutal en el vientre de su esposa. Ella lo acusó con un grito de rabia, y se convirtió inmediatamente en lo más parecido a una fiera.</p> <p>Saltó sobre él, con agilidad felina, y sus dos piernas se proyectaron hacia delante, alcanzándole en pleno mentón. El doble choque fue brutal, y Rod se fue de espaldas, sintiendo como sien su cara hubiera estallado un cartucho explosivo.</p> <p>Intentó aún incorporarse, luchando rabiosamente con su propio aturdimiento, cuando el hermosísimo cuerpo de mujer cayó otra vez sobre él, y una mano plana, devastadora, golpeó como si fuese el filo de un hacha en su carótida.</p> <p>Con un gemido ronco, Rod Miller se desplomó de bruces en el césped. Notó que la oscuridad envolvía su ser, penetraba a oleadas en su mente, y le conducía a la total inconsciencia.</p> <p>Quiso luchar de forma desesperada contra todo eso, seguro de que ya jamás volvería en sí, de que su inconsciencia sería eterna, puesto que Velda, su bella esposa, por aquel inexplicable apetito de carne humana que había convertido a Karin en un monstruo, ahora tendría total inmunidad para precipitarse también hacia él... y engullirlo con suma facilidad, en un banquete alucinante.</p> <p>No pudo vencer a su propio ser, derrotado y dolorido. El golpe de Velda había sido definitivo. Las tinieblas le vencieron, acogiéndole en su profunda sima.</p> <p>Y ya no supo nada más.</p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;"><strong>* * *</strong></p> <p></p> <p>No había sido definitivo el silencio, ni lo había sido la oscuridad.</p> <p>No fue la muerte. Aún no. Lo supo al abrir los ojos y, lenta y pesadamente, darse cuenta de que estaba con vida. Porque aquello no era otro mundo. No era la Muerte. Aquello seguía siendo un lugar familiar. Su propia casa. Su hogar.</p> <p>Se incorporó en el sofá, parpadeando. Por un momento, la idea cruzó por su mente. Era lógico. Esto, sí. La realidad, lo de cada día.</p> <p>Todo lo demás había sido un sueño. Nada más que un sueño, a fin de cuentas. Y un horrible sueño, además...</p> <p>Velda, Karin, el cadáver sangrante de Allyson, el festín de carne humana... Esas cosas no podían suceder en realidad. Era imposible. Suspiró, sintiéndose infinitamente más aliviado.</p> <p>Y al tratar de incorporarse totalmente, notó el vivo dolor en el hígado, en el estómago, en su rostro, en su cuello...</p> <p>Dolor de golpes recibidos. Dolor agudo, intenso.</p> <p>Golpes....</p> <p>—No, Dios mío, no... —tembló al evocar el ataque brutal /de Velda, derribándole como si fuese un pelele—. No es posible que todo haya sido cierto...</p> <p>Miró en torno, mientras intentaba de incorporarse.</p> <p>No logró abandonar el sofá. La razón era simple. ¡Estaba atado a él!</p> <p>Y en la puerta del dormitorio asomó ella. ¡Velda!</p> <p>—Velda... —susurró, con un escalofrío—. Oh, no...</p> <p>—Querido ¿ya has despertado? —sonrió ella, burlona. Bien... Como verás nadie te ha hecho daño. Estás en casa conmigo. Con tu amante esposa Velda... No estás muerto ni te estoy devorando, como temías...</p> <p>Soltó una extraña y ronca carcajada que, pese a brotar de tan bellos labios, no le gustó lo más mínimo a Rod. Se debatió, exasperado, entre las ligaduras que le sujetaban al sofá.</p> <p>—Entonces, ¿qué significa esto? —susurró—. ¿Por qué me tienes así?</p> <p>—Es preciso, Rod querido —musitó ella, cimbreándose al caminar hacia él. Y de sus hombros resbaló al suelo la prenda que llevaba, de color plateado, dejando ver la arrogancia de su hermosísimo cuerpo desnudo—. Era preciso evitar que huyeras, que cometieses una tontería... Aún no he sido realmente tu esposa... Y estoy desando serlo.</p> <p>—¿Cómo puedes pensar en eso, cuando aquí cerca, un vecino nuestro ha sido devorado por su propia mujer? Es preciso llamar a las autoridades, informarles de todo eso... Si tú no eres como ella... ¿por qué atarme aquí, por que callar la verdad, por qué golpearme antes como lo hiciste?</p> <p>—Querías escapar.</p> <p>—¿Y qué? ¿No es lógico escapar de un horror así? ¿Es que tú lo comprendes?</p> <p>—Yo lo comprendo todo —sonrió dulcemente, ya próxima a él su alta figura desnuda, de firmes pechos y poderosos muslos—. Vamos, amor mío... Soltaré tus ligaduras, si me prometes ser un marido amante y nada más... Espera, te daré un poco de vino. Debemos brindar por nuestra felicidad... Aunque el alcohol esté prohibido. Por una vez nadie va a decirnos nada... ni siquiera van a enterarse...</p> <p>Miller, sorprendido, la vio tomar una botella que él desconocía, y echar licor rosado en sus copas. Le entregó una. Rod pudo tomarla en su dedos, aunque no le era posible intentar desatarse, dada la postura que le había dado a su brazo, dentro de las ligaduras.</p> <p>—Velda, no es el momento de celebrar nada... —jadeó.</p> <p>—Bebe, Rod, cariño. Por nosotros dos —alzó su copa—. No puedes negarme esto. Luego hablaremos de todo lo que deseas...</p> <p>Rod vaciló. No sabía que hacer. Pero algo había de cierto en todo aquello: Velda no se había comportado como Karin, pudiendo haberle atacado y devorado mientras estaba inconsciente. Y eso ya era algo.</p> <p>—Bien —decidió—. Por ti, por mí... y por el futuro. Que sea mejor que el presente, maldita sea.</p> <p>Y apuró la copa, observando que ella también hacía lo mismo con la suya. Después, dejó caer el recipiente al suelo, y masculló:</p> <p>—Ahora, Velda, ¿por qué no me sueltas y hablamos de todo esto que me tortura? Tú... tú sabes algo sobre Karin Allyson y esa espantosa aberración que yo no entiendo... ¿Por qué no hablamos, por qué no te sinceras y me cuentas todo lo que sabes? No puedes protegerla o ayudarla, por el simple hecho de ser mujer... O de ser amiga tuya, allá en el<i> Star Club</i>, antes de casaros ambas...</p> <p>—Te contaré todo eso, querido... pero no sin que antes sea tuya —musitó ella. Y logró convencer aún más a Rod de que su intención no era perversa, puesto que le soltó las ligaduras y se quedó mirándole, sentada junto a él, con una sonrisa. Sus delicadas manos de mujer que tan duramente sabían golpear, ahora estaban acariciando a Rod, intentando despertar sus instintos viriles sabiamente—. Te contaré cuanto quieras, pero te necesito. Necesito sentirme en tus brazos, entregarme a ti, y sentir que tú te entregas a mí. Eso es lo único que cuenta ahora. Luego... luego será tiempo de hablar, de aclarar las cosas, de que entiendas lo que está sucediendo... Oh, Rod, ¿tan difícil es para ti ceder a mis deseos? ¿Es que ya no te gusto ni despierto tu pasión?</p> <p>—No... no es eso..., Velda, no es eso... —él trataba de pensar, de razonar, ahora que estaba libre quería incorporarse, salir del sofá, de la habitación, de la casa para ante todo ir en busca de la policía—. No es eso, pero no creo que pueda... entregarme a esta mutua pasión nuestra... sin que me sienta atormentado, inquieto, angustiado... Deja que llame a la policía... y luego... todo será diferente para los dos.</p> <p>—Amor... —ella, pese a su resistencia, llevaba las manos del hombre sobre su desnudez, haciéndole acariciar sus formas, sus curvas plenas, su carne dura y cálida, para provocar el estallido de sus instintos viriles—. Después, después haremos... todo cuanto desees...</p> <p>Rod, de repente, notó que su ser se inflamaba, que el fuego del deseo se apoderaba de él, aunque contra su voluntad, y que estaba recorriendo con avidez las formas de Velda, que le estrujaba contra sí, mientras ella exhalaba gemidos placenteros, y su boca le besaba el cuello, los labios, las mejillas, con avidez ardiente.</p> <p>—Rod, Rod querido, así... así... —susurró ella, tendiéndose sobre él, empezando a desabrochar las ropas de su marido—. Eso es... Olvida todo... y piensa sólo en mí... en mí, que voy a ser plenamente tuya...</p> <p>Quería luchar contra ese instinto poderoso, quería anteponer su voluntad a sus deseos carnales, y no le era posible. Se sentía embebido, absorbido por la hembra que se pegaba a él, ardorosa. Vio muy de cerca su rostro, sus labios carnosos, sus dientes blancos y nítidos, sus ojos verdes, fulgurantes de deseo, de un apetito, de una voracidad desconocida y inquietante...</p> <p><i>Voracidad. ¡Apetito!</i></p> <p>La idea estalló súbitamente en su cabeza, como una llamarada. Un frío súbito y glacial sucedió a su pasión, poco antes abrasadora y tumultuosa. La sensación misma del horror se abrió paso hasta el fondo de la mente de Rod Miller.</p> <p>Sí, era eso... ¡Era<i> eso</i>!</p> <p>—¡Aparta! —aulló forcejeando, mirando con repentino horror a la mujer que se le entregaba—. ¡Ahora lo entiendo! ¡Eres como Karin! ¡Igual que ella! ¡Ambos, ella y su marido... estaban desnudos! Fue después de... de la posesión... Entonces... entonces, Velda... como... COMO UNA «MANTIS», ella... ella<i> devoró</i> a su pareja.<i> ¡Las mantis religiosas</i> lo hacen con el macho, tras la cópula! ¡Y eso intentas tú ahora! ¡Necesitas la excitación sexual del orgasmo... para DEVORAR AL HOMBRE! ¡Eso es lo que pretendes, por ello no me atacaste antes!</p> <p>Velda, con ojos llameantes y rostro crispado le contempló colérica. Se irguió, solemne.</p> <p>—Sí, Rod querido, así es... Necesito que seas mío... para luego devorarte como Karin hizo con su marido... Las dos somos iguales. TODAS somos iguales...</p> <p>—Todas... —gimió Rod, alucinado—. ¿Es que...<i> hay más</i>?</p> <p>—Claro que las hay... Pero eso ya no cuenta para ti... —le miró, riendo, al ver que forcejeaba por ponerse de pie, por huir de allí desesperadamente—. Ya no puedes hacer nada, Rod... El vino es una droga... A nosotras no nos afecta, pero a ti, sí... A ti te paraliza todo lo que no sea el órgano sexual... el tiempo suficiente para que no puedas huir ya... Vas a quedarte aquí, vas a ser mío... ¡Y luego serás mi festín de bodas, amor!</p> <p>Lo decía de un modo tan natural y estremecedor, que Rod sentía todo el horror de aquel destino pavoroso en toda su intensidad. Y, como ella decía, todo era inevitable.</p> <p>Sintió que perdía la noción de todo, que se sumía en una modorra, en una borrosa inconsciencia, tratando aún de forcejear, de luchar, murmurando palabras roncas, incoherentes ya:</p> <p>—No... no puedo... darme... por vencido... Debo luchar... No quiero morir... devorado... No puedes... no puedes... ser un monstruo... ávido de sangre... y carne... humana... Velda... no... Yo... no...</p> <p>Y cayó en la inconsciencia. Pero lejana, torpemente, notaba que el cuerpo desnudo de mujer volvía a caer sobre el suyo, con el fuego de una hembra ávida de carne —en el más completo y terrorífico sentido de la palabra—, se adhería materialmente,a él, buscando el placer para, una vez consumada la posesión, actuar como el siniestro insecto llamado<i> Mantis religiosa</i>.</p> <p>Aquella hermosa criatura, de apariencia humana, iba a devorarle como Karin devoró a su marido, como la<i> mantis</i> devora al macho.</p> <p>Y no podía hacer nada por evitarlo. Absolutamente nada...</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>5</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">E</style>L doctor Mankiewickz, del Centro de Experimentación Bio-Genética del Gobiemo de los Estados Unidos, se enjugó el sudor de su frente.</p> <p>—Dios mío... —susurró—. No es posible. No puede haber un fallo así...</p> <p>. Pero lo había. Lívido, hizo nuevamente un examen de los datos codificados que tenía en la computadora. El resultado volvió a ser el mismo. Temblaban sus manos cuando retiró la tarjeta con los informes proporcionados por la máquina.</p> <p>Paseó por la estancia, como un sonámbulo. Por un momento, se vio reflejado en un vidrio oscuro de una ventana asomada a una estancia en sombras,y le horrorizó su propio aspecto.</p> <p>Se quedó contemplando su propia imagen. Aquel rostro pálido, demudado, aquellos ojos sombríos, aquel gesto grave, de honda preocupación, casi de angustia, no parecían suyos. El siempre había sido un hombre fuerte, seguro de sí mismo. Ahora, parecía agitarse como una débil hoja movida por el viento.</p> <p>—Es demasiado espantoso... —jadeó, hablando consigo mismo, mientras daba vueltas en el reducido ámbito de aquella sala de trabajo—. No sé sí el general lo podrá creer. Pero tengo que informarle. Tengo que notificar lo que sucede, lo antes posible, o un nuevo desastre se abatirá sobre este mundo al que ya tanto daño hicimos, entre todos, anteriormente...</p> <p>Guardó las tarjetas informativas, dispuesto a hacer algo y en seguida. Sabía que no podía perder tiempo. Cada minuto que transcurriese sin que el tremendo secreto descubierto casualmente ahora, no llegara a conocimiento de las más altas autoridades, significaba, quizás, un paso más hacia la hecatombe. Era demasiado grave y transcendental lo que estaba sucediendo como para esperar o perder el tiempo en vacilaciones inútiles.</p> <p>Se inclinó sobre el comunicador. Pulsó una tecla.</p> <p>El rostro agraciado de una bella telefonista apareció en pantalla. El doctor Mankiewickz no pudo evitar un estremecimiento. Evitó mirarla, al hablar con tono que trató sonase lo más frío y rutinario posible:</p> <p>—Aquí el doctor Mankiewíckz, de Bio-Genética. Deseo hablar con el general Carter.</p> <p>—Un momento, doctor —respondió la voz de la bella joven, con su mejor sonrisa en el atractivo rostro.</p> <p>Tras un intento fallido, la telefonista le miró a través de la pantalla de televisión telefónica.</p> <p>—Lo siento, doctor —informó—. El despacho del general no responde.</p> <p>—Bien, es igual, gracias —dijo el científico—. Ya le veré personalmente, gracias.</p> <p>Desconectó bruscamente, y resolvió salir de allí en busca del general. Tenía que informarle previamente, para ir luego a ver al Presidente. Este tenía que saber lo que sucedía, lo antes posible. No se podía perder tiempo. Las cosas eran ya demasiado graves, por sí solas.</p> <p>Abandonó el recinto de cibernética, para encaminarse a las dependencias donde sería más factible hallar al general, quizás en el Departamento de Proyectos o en el de Información. Se cruzó con algunos funcionarios, por los largos pasillos del edificio oficial, pero no habló con nadie, limitándose a lanzar un saludo rutinario. No podía arriesgarse a difundir las noticias de ese calibre. Cada vez que se cruzaba con una gentil empleada del Centro —y allí abundaba, como en todas partes, el personal femenino de servicio—, no podía evitar una sensación de frío e incomodidad, y aunque fingía una sonrisa y un saludo cortés, interiormente se preguntaba si alguna de ellas no advertiría que algo extraño sucedía dentro de él, que a veces incluso le era imposible evitar un estremecimiento de horror, ante la idea de que su descubrimiento fuese sólo el principio de una auténtica pesadilla inimaginable.</p> <p>No encontró a Carter ni en Proyectos ni en Información.Sólo quedaba la posibilidad de Asesoría Militar, y hacia alláencaminó sus pasos sin pérdida de tiempo.</p> <p>Esta vez tuvo más fortuna. El general salía en ese momento de Asesoría Militar, acompañado de una joven yatractiva muchacha de los Servicios Interiores, uniformaday grácil, llevando un portafolios bajo el brazo.</p> <p>—Un momento, general —pidió, aferrándole por el brazo.</p> <p>—¡Doctor Mankiewickz! —se sorprendió gratamente el general Carter, con amplia sonrisa—. Mi querido amigo, ¿ocurre algo?</p> <p>—Bueno, nada especial, general —dijo, tras echar una ojeada de soslayo a la joven acompañante del militar—. Pero quisiera cambiar con usted impresiones sobre un asunto de mi departamento...</p> <p>—¿No puede ser después? —el general consultó su reloj—. Tengo una entrevista urgente ahora, así como debo despachar unos asuntos con mi ayudante, la señorita teniente Harrison, y...</p> <p>—Por favor, le agradecería que hiciese esperar un par de minutos a todo eso —insistió casi angustiosamente el doctor, aunque procurando mantener el tono normal de su voz y la expresión inescrutable en su gesto—. Será sólo un momento, se lo aseguro, general.</p> <p>—Bien, en ese caso... —vaciló Carter. Luego, hizo un gesto a su femenino ayudante—. Usted, teniente Harrison, por favor, vaya delante de mí, y diga al coronel Waterman y al profesor Davis que esperen unos instantes. En seguida estaré allí, con usted.</p> <p>—A la orden, señor —respondió con dulce voz la joven, saludando militarmente—. No se demore, señor. Recuerde que le esperan...</p> <p>Se alejó pasillo abajo, contoneando graciosamente su figura, esbelta y atractiva.</p> <p>Carter volvió la cabeza, intrigado, hacia el doctor Mankiewickz.</p> <p>—Y bien, doctor —suspiró—. ¿Qué es ese asunto tan urgente que trae entre manos? Ya ha oído que dispongo de muy poco tiempo ahora...</p> <p>—General, me temo que<i> todos</i> disponemos de muy poco tiempo, si lo que he descubierto se confirma —habló con voz alterada el doctor, tras sentir cierto alivio al ver que la bella joven uniformada se perdía en un recodo del largo corredor, brillantemente iluminado.</p> <p>—¿A qué se refiere? —arrugó el ceño Carter, mirando a su interlocutor fijamente.</p> <p>—Verá, general. Creo que sería preferible hablar en un sitio seguro, donde nadie, absolutamente nadie, pudiera oírnos...</p> <p>—¿Tan confidencial es el asunto? —el general iba de sorpresa en sorpresa.</p> <p>—De momento, sí. Mucho más de lo que se imagina. Pero cuanto antes, debe de ser de dominio público, para evitar el caos. Siempre, claro está, que el propio Presidente autorice su difusión.</p> <p>—¡El Presidente! Pero, doctor, no logro entender sus palabras... ¿De qué se trata, exactamente?</p> <p>—Ya le dije que aquí no debemos hablar, señor. Entremos en su despacho... Si es que no hay nadie dentro.</p> <p>—Bueno, está mi secretaria... Y en la antesala, la telefonista de centralita, pero imagino que...</p> <p>—No, no —cortó vivamente Mankiewickz, cuyo rostro parecía bañado en sudor, para extrañeza del militar—. En cualquier otro sitio, donde no haya nadie. Y menos aún, donde pueda entrar una mujer...</p> <p>—¿Qué tienen que ver las mujeres con todo esto, doctor? De verdad que no sé bien dónde quiere ir a parar...</p> <p>—Lo sabrá en seguida... y comprenderá muy bien.</p> <p>—De acuerdo —señaló una puerta al azar—. Vamos allá. Son despachos oficiales, que rara vez se utilizan. Ocupemos uno de ellos, y me hablará de eso que tanto le preocupa. Pero recuerde: sólo podré concederle cinco minutos.</p> <p>—Cuando sepa lo que ocurre, me concederá todo el tiempo del mundo, general —resopló el doctor.</p> <p>Entraron en los despachos vacíos, y el general observó perplejo que el doctor se apresuraba a asegurar la puerta, girando el pestillo y volviéndose a escudriñar todo el vacío recinto donde se hallaban, como si temiese que allí hubiese escuchas invisibles.</p> <p>Impaciente, el general le apremió:</p> <p>—Bien, doctor, estoy esperando... ¿Qué es lo que pasa?</p> <p>El doctor Mankiewickz, en vez de hablar, extrajo de sus bolsillos las tarjetas de la computadora. Las puso en manos de Carter, sin pronunciar palabra y, ante el gesto de desorientación de éste, aclaró simplemente:</p> <p>—Lea, por favor. Lea eso, general. Acaba de informarmela computadora, con los últimos datos obtenidos...</p> <p>El general Carter leyó las tarjetas. Una expresión de profundo asombro asomó primero a su rostro. Luego, empezó a palidecer.</p> <p>—Dios mío... —jadeó—. No es posible, doctor Mankiewickz...</p> <p>—Ya ve que sí lo es. La máquina no se equivoca. Juzga con datos fríos, desapasionadamente. Ahí tiene el resultado.</p> <p>—Pero... ¡pero eso es espantoso, doctor!</p> <p>—Espantoso, sí. Esa es la palabra, general. ¿Está de acuerdo ahora en que informemos inmediatamente al Presidente?</p> <p>—Sí. No hay otra salida... —meneó la cabeza, volviendo a poner sus ojos en las tarjetas—. Cielos, no puedo creerlo... ¿Ha... ha comprobado estos datos?</p> <p>—Una y otra vez general. No hay posibilidad de error. Ni la más mínima.</p> <p>—Vamos, pronto, hay que hacer algo. Y ahora mismo —rápido, se precipitó a uno de los comunicadores, pulsando una tecla. Asomó el inevitable rostro de una telefonista en la pantalla, y esta vez fue el general quien evitó mirarla cara a cara, mientras hablaba—: Informe al coronel Waterman y al profesor Davis que me retrasaré un poco más de lo previsto.</p> <p>—Sí, general —respondió, con tono monocorde, la sonriente telefonista.</p> <p>Desconectó, para conectar inmediatamente con otra centralita, al que pidió línea de preferencia con la Casa Blanca, con carácter de urgencia.</p> <p>—Lo siento, señor —respondió la telefonista esta vez, con la misma estereotipada sonrisa de su colega—. Líneas saturadas. Inténtelo dentro de unos minutos.</p> <p>—¡Espere! —exigió el general—. He pedido línea preferente.</p> <p>—General, esa línea está ocupada por otros comunicantes...</p> <p>—¡Entonces, la línea de máxima urgencia! —tronó el militar, furioso—. ¡Utilice el canal de emergencia!</p> <p>—Pero, señor...</p> <p>—¡Haga lo que le ordeno inmediatamente! —exigió Carter.</p> <p>—Sí, señor —suspiró la telefonista—. Un momento.</p> <p>Su imagen se diluyó en la pantalla. Hubo un zumbido. En su lugar, apareció un rectángulo rojo. Parpadearon luces:</p> <p></p> <p>LINEA DE EMERGENCIA INTERRUMPIDA</p> <p></p> <p>—¡No es posible! —masculló el militar, precipitándose sobre el tablero para pulsar las teclas de comunicación.</p> <p>—Espere —la voz de Mankiewickz sonó angustiada ahora. Una mano presionó el brazo del general—. Creo que ha cometido un error. No debió pedir comunicación con el Presidente a esas telefonistas...</p> <p>—¡Las telefonistas de la centralita principal nunca fueron otra cosa que mujeres de toda confianza, nombradas por el Pentágono y la Casa Blanca, doctor! —se irritó el general, volviéndose a él.</p> <p>—Eso fué<i> antes</i> —le recordó fríamente el doctor Mankiewickz—. Es posible que ahora no sean ellas... sino<i> otras</i>. ¿Ha pensado en eso, general? Aquí mismo en este edificio, podemos estar rodeados por «ellas», sin saberlo...</p> <p>—No... no es posible... —se volvió, demudado, hacia el comunicador, apartando de él su mano, como si de repente las teclas contuvieron una carga de alta tensión o cosa parecida—. No puedo creer que eso... haya sucedido.</p> <p>—Pues vaya pensándolo —el doctor tiró de él hacia la salida—. Vamos, general. Usted y yo sabemos lo que sucede. No podemos permanecer aquí por más tiempo. No cometeremos más errores. Ya ha sido uno, y muy grande, pedir a una de esas telefonistas la línea de emergencia con la Casa Blanca. No es posible que esta línea esté interrumpida, y usted lo sabe. Sencillamente,<i> no quieren</i> ponernos en comunicación con el Presidente, y eso sólo tiene una explicación: ¡han descubierto lo que sabemos! Y si es así, intentarán, por todos los medios, evitar que salgamos de aquí, con nuestra información.</p> <p>—Cielos, es posible que tenga razón, doctor... ¡Tenemos que salir de aquí, lo antes posible!</p> <p>—Exacto. Ahora mismo, si es que aún hay tiempo...</p> <p>No hablaron más. Los dos hombres se precipitaron a la salida de aquellos despachos. Apenas pisaron el corredor, un escalofrío sacudió a ambos.</p> <p>Un grupo de muchachas, con el distintivo de servicios especiales dentro del Centro, charlaba animadamente, justo frente aquella puerta. Volvieron el rostro, mirándoles con una afable sonrisa. Pero Mankiewinckz hubiera jurado que los ojos eran fríos como el hielo.</p> <p>—Adelante —susurró Carter roncamente, tomando la iniciativa—. Vamos, doctor. Y no demostremos nada en especial.</p> <p>Echaron a andar. Con toda normalidad, como lo podían hacer de cualquier otro modo, sin prisas ni apremios. Tras ellos, sonaron pasos en el corredor. Mankiewickz giró ligeramente la cabeza. Sintió un escalofrío.</p> <p>Eran ellas. Las mujeres reunidas antes en animada charla. Caminaban en grupo, a sus espaldas. Con la misma inocente sonrisa, con aire distraído, como si no les preocupara nada.</p> <p>Pero iban tras ellos. El doctor tragó saliva. Otro grupo de mujeres, como por azar, venía hacia ellos, desde el otro extremo del corredor. Ni un solo hombre. Sólo mujeres.</p> <p>Mujeres... y ellos en medio.</p> <p>—Cuidado, general —jadeó—. ¿Nota lo que yo estoy notando?</p> <p>Pálido, el general Carter asintió. También él había advertidos las raras circunstancias. Pronto se iban a encontrar bloqueados, entre los dos grupos femeninos. ¿Les dejarían pasar adelante? Mankiewickz lo dudaba mucho.</p> <p>—Esa puerta... —susurró el general en voz baja, mirando a su derecha—. Es la que da a las salas de mantenimiento de la zona. Allí hay hombres trabajando, usted lo sabe. Vamos. Hay que buscar ayuda... aunque piensen que estamos locos.</p> <p>Asintió el doctor. Era una posibilidad, una esperanza. Rápidamente, de forma súbita, cambiaron su rumbo, aproximándose a aquella puerta y abriéndola. Sin la menor vacilación, entraron, cerrando tras sí. Carter pasó el pestillo y soltó un resoplido. Fuera, en el corredor, se percibieron las pisadas de las mujeres alejándose. Carter miró a Mankiewickz, dubitativo.</p> <p>—Tal vez nos equivocamos —susurró—. Han pasado de largo, sin intentar nada, sin extrañarse siquiera...</p> <p>—Tal vez —admitió el doctor—. Ojalá sea así. Las salas de mantenimiento tienen una salida a los patios centrales. Allí hay vehículos. Podemos tomar uno y salir de aquí sin despertar alarma. Vamos, general, sigamos este camino. Al menos, en estas dependencias, sólo trabajan hombres. De ellos no tenemos nada que temer...</p> <p>—Sí, vamos —admitió Carter, indeciso.</p> <p>Cruzaron el corredor desierto, alcanzando otra puerta tras la cual había una escalerilla que descendía a una planta inferior, donde zumbaban las máquinas automáticas que proporcionaban luz, aire acondicionado y todo cuando precisaba aquella zona del Centro de Experimentación.</p> <p>Estaban ya abajo, tras descender por la escalerilla, cuando el doctor hizo el horrible descubrimiento, capaz de erizar sus cabellos.</p> <p>—¡Mire, general! —susurró, aferrando patéticamente un brazo de su compañero—. Mire eso...</p> <p>El general giró la cabeza. Sufrió una convulsión al ver aparecer a los encargados de las máquinas de mantenimiento de la zona.</p> <p>¡Eran mujeres!</p> <p>Mujeres jóvenes, hermosas, uniformadas, con aséptica sonrisa y fría mirada fija en ellos... Al menos había una veintena de ellas...</p> <p>—¿Qué significa esto, señoritas? —trató de mantenerse Carter sereno, haciendo una pregunta dura, que era un claro reproche—. ¿Qué hacen ustedes aquí? ¿Dónde están los encargados de mantenimiento?</p> <p>—Ellos ya no están —dijo una de ellas, la más sonriente, la más cercana a los dos hombres.</p> <p>—Esto es antirreglamentario, y ustedes lo saben —era un desesperado esfuerzo, por parte del general, para conservar las apariencias de normalidad, para que no sospecharan nada ellas—. Soy el general Carter, y tengo derecho a exigir una explicación clara de esta grave infracción.</p> <p>—General, creo que usted sabe muy bien cuál es la explicación, ¿no es cierto? —la sonrisa de la bella damisela era radiante, engañosa como la máscara de un monstruo, ocultando la fealdad de la realidad con aquel hermoso gesto—. ¿No es cierto de que ambos lo saben?</p> <p>Su modo de mirarles era inquietante. Sus palabras, más aún. La forma en que la veintena de mujeres se estaba extendiendo y situado en torno a ellos, como formando un cerco, también.</p> <p>El doctor Mankiewickz lo intentó a su manera. Desesperadamente, echó a correr, cruzando la sala y alcanzando la puerta metálica del fondo, la que conducía a los patios interiores del recinto.</p> <p>Cuando la alcanzó, un sudor frío invadió su cuerpo. Forcejeó en vano con la puerta. Estaba cerrada. Era imposible salir.</p> <p>Una carcajada suave escapó de labios de una de las mujeres y Mankiewickz se volvió, angustiado. El general Carter se hallaba en medio de ellas, intentando en vano romper aquel cerco. Las miradas de la féminas iban de uno a otro, con la misma sardónica expresión de gozo.</p> <p>—Vamos, vamos, ¿es que van a eludir las caricias afectuosas de unas mujeres necesitadas de hombres? —sonrió dulcemente la que capitaneaba el grupo—. Eso no es posible... Ustedes son hombres, desean gozar, ser felices con una hembra, como cualquier otro... y para esto estamos aquí. Vamos a darles esa felicidad, que sus cuerpos necesitan...</p> <p>Estaban despojándose de sus uniformes, empezando a mostrar la belleza de sus piernas desnudas, de sus pechos, de sus nalgas, con total inhibición de prejuicios o de pudor. Eran mujeres aparentemente ardorosas, ávidas de posesión y de ser poseídas. Pero había algo alucinante en aquel ofrecimiento carnal, y el general Carter y su compañero lo sabían muy bien.</p> <p>—Mujeres... mujeres<i> artificiales</i>... —jadeó Mankiewickz, lívido—. Vosotras no sois ni siquiera mujeres normales, si no las que nosotros hemos creado aquí, en los laboratorios... Sois mujeres de tubo de ensayo, el resultado del tratamiento acelerado de genes de vida femenina, de la germinación y cultivo de espermatozoides en cámaras de reproducción acelerada...</p> <p>—Es vuestra obra, queridos —rió una de ellas—. ¿No nos habéis traído a este mundo sin parto ni acto sexual previo, sino utilizando sólo espermatozoides y cadenas genéticas, para hacernos nacer mujeres de laboratorio en sólo unas semanas, a base de una aceleración de la formación adulta? ¿No somos el resultado del ingenio del hombre de ciencia? ¿No quisisteis unas hembras perfectas para hacer el amor y conquistar a los hombres pero impidiéndoles procrear, puesto que nos habéis hecho nacer esterilizadas de vuestros propios laboratorios genéticos?</p> <p>Ya estaban total, impúdicamente desnudas. Les miraban con extraña y cruel lujuria, con una rara avidez sexual, que provocaba escalofríos, porque aquellos ojos femeninos parecían ocultar algo más que sensualidad, como si esta fuese solamente la antesala de un horror más profundo y terrible.</p> <p>—Nosotros... nosotros sólo intentamos crear mujeres, no monstruos —dijo el general roncamente, retrocediendo con horror ante aquel acoso de cuerpos de mujer, esplendidos, desnudos, apetecibles, pero que parecían provocar en él una convulsión de pánico y de angustia, en vez del menor deseo sexual.</p> <p>—Es lo malo de vosotros, los hombres. Siempre queréis crear algo maravilloso. Y luego os horroriza vuestra propia obra. El doctor Frankenstein también era hombre. El moderno Prometeo... ¿Y qué logró? Una criatura espantosamente fea y atroz. Un deshecho. Una piltrafa que ni siquiera era humana. Nosotras, al menos, somos hermosas, inteligentes... y despiadadas. Y sabemos lo que queremos. Y lo conseguiremos, queráis o no. Tal vez, como dices tú, general, habéis creado monstruos de laboratorio, sí, pero... ¡qué bellos y deseables monstruos! ¿No es verdad?</p> <p>El doctor Mankiewickz vio caer al general Carter al suelo, bajo el peso de una decena de mujeres ávidas, jadeantes, exultantes de deseos carnales, de lascivia desatada. Le oyó gritar, gemir, aullar, bajo el acoso de las hembras ardientes. Tembló, angustiado, porque sabia cuál sería el final. Y, porque ese mismo destino era el suyo. Diez mujeres o más, desnudas y hermosas, iban ahora hacia él, le envolverían pronto en su red de besos, de caricias, de apetitos desenfrenados...</p> <p>Trató de huir inútilmente. Rodeó las máquinas de mantenimiento, en el último y desesperado esfuerzo... y el horror le inmovilizó, sintiendo el frío de la muerte calándose hasta la médula.</p> <p>Tras aquellas grandes piezas metálicas, que zumbaban suavemente, estaban los hombres encargados de su mantenimiento. O lo que quedaba de ellos...</p> <p><i>Huesos</i>.</p> <p>Sólo huesos humanos, sangrantes, descamados... Ropas, cabezas con expresión pavorosa en su rostro congestionado, ojos desorbitados, cabellos erizados en un supremo horror...</p> <p>Cuerpos humanos, devorados, con feroz apetito, como víctimas de una tribu de caníbales o de un ácido devastador...</p> <p>Eso era todo. Y el doctor sabía lo que significaba. Se volvió. Miró, alucinado, el grupo de<i> Mantis</i> humanas que se movía hacia él. Aquellas mujeres tan hermosas, tan deseables y ardientes, no terminarían el festín carnal con la posesión del macho, simplemente. Después, como la propia<i> mantis</i>, pasarían a otra clase de deseo carnal, más concreto y terrible. Ellas, como el terrible insecto, devorarían a sus machos...</p> <p>Y ellos dos eran esos machos, ahora. No había escapatoria ya. El general Carter aullaba en el suelo, succionado, besuqueado, abrazado, mordido por las hembras ardorosas y desnudas. Ahora iba a ser él quien conociera ese bárbaro estallido de orgía, para luego ser, como aquellos infortunados, un simple montón de huesos humanos...</p> <p>Gritó. Gritó larga, agudamente. Intentó luchar, evadirse. Todo inútil.</p> <p>El enjambre humano de criaturas de laboratorio le aplastó con el peso de sus cuerpos desnudos. Senos de mujer, muslos, brazos y bocas, entraron en contacto con él... Nunca el acto sexual con una mujer resultó más terrible ni alucinante.</p> <p>Los gritos de los dos hombres no eran de placer ni de deseo. Eran de terror, de exasperación, de impotencia... como poco más tarde lo serían de angustia, de agonía, de muerte... mientras aquel demoníaco producto genético de laboratorio que parecían mujeres hermosas y normales devoraba la carne humana a su alcance...</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>6</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">V</style>ELDA estaba allí todavía. Frente a él.</p> <p>Rod Miller, al abrir los ojos, se sorprendió de estar vivo todavía. Extrañamente, ella aún le había conservado así, sin iniciar su horrendo festín.</p> <p>Le miraba fijamente. Hermosa y deseable Velda... El pensamiento cruzó la mente de Rod. Recordó que se había iniciado el combate amoroso, al caer él inconsciente...</p> <p>Se contempló, semidesnudo como estaba, ligado a aquel mueble. Velda, ante él, sonrió. Cubría su desnudez en estos momentos con una prenda liviana, que marcaba y dibujaba nítidamente cada curva de su alto y espléndido cuerpo. Los verdes ojos fulguraban con una luz enigmática. No despegaba los labios.</p> <p>—Velda... —susurró roncamente Miller— ¿Por qué no haber terminado ya? ¿Por qué no? Hubiera sido... más piadoso. Mucho más piadoso morir antes de despertar...</p> <p>—Ya sabes cómo es la muerte ahora, Rod —sonrió ella—. Ni siquiera dormido puede ser agradable. El dolor despierta al hombre que empieza a ser devorado...</p> <p>—Velda, ¿qué es lo que está ocurriendo realmente? —gimió Miller, agitándose en su forzada inmovilidad—. ¿Por qué ha sucedido? ¿Qué está sucediendo en este maldito mundo, desde que empezaron las grandes calamidades?</p> <p>—Es una larga historia, Rod —suspiró ella, encogiéndose de hombros—. Tal vez haya poco tiempo para poder hablar de ella con calma.</p> <p>—Karin devoró pronto a su marido —recordó él, con un escalofrío—. Tú aún debes ser más cruel que ella. Estás prolongando mi agonía...</p> <p>—No te he hecho todavía ningún daño, Rod.</p> <p>—No, pero lo harás pronto. Lo presiento. Tú misma lo dijiste antes, ¿no lo recuerdas? Sería un acto de posesión, y luego... la muerte. Tú y tu horrible apetito de carne humana... El festín horrendo... Hablaste de otras mujeres, de muchas mujeres como tú , como Karin... Devoradoras de hombres, pero en el peor sentido de la palabra... Esto no tiene sentido. ¿Por qué, por qué, Dios mío?</p> <p>—Ya te dije que era una larga historia —Velda meneó la platinada cabeza con aire pensativo—. Pero ya va siendo hora de que haga algo... No quiero seguir viéndote así...</p> <p>E hizo lo peor que podía hacer. Avanzó hacia él. Con paso lento, tranquilo. Miller la contempló, aterrado. Forcejeó en vano con sus ligaduras.</p> <p>—¡No, Velda! —aulló—. ¡Así, no! ¡No quiero sentir tus dientes, tu mordedura en mi carne... saberme devorado vivo... ¡Así, no!</p> <p>Observó que Velda tomaba de un mueble un largo cuchillo. Tembló, pero sintió a la vez un cierto alivio. Le suplicó, con voz ronca:</p> <p>—Sí, Velda, te lo ruego. Mejor así. Hunde tu cuchillo en mi corazón. De un solo golpe. Será una muerte piadosa. Luego podrás... devorarme. Pero no me dejes sentir ese horror. Es preferible la muerte. Morir... no es apenas nada. Es sólo dejar de ser. De sentir, de gozar, pero también dejar de sufrir, de sentir dolor... Velda, te lo suplico... Un solo golpe bastará...</p> <p>Ella no respondió. Llegó junto a él. Le miró largamente. Había una rara luz en el fondo de aquellas hermosas pupilas verdes. Luego, bruscamente, la mano se alzó.</p> <p>Centelleó la hoja de acero sobre la cabeza de Rod Miller. Este no quiso cerrarlos ojos. Al menos, no sería cobarde para recibir la muerte. No daría a Velda la satisfacción de mostrar miedo por morir. Eso no lo temía. No tanto como a todo lo demás...</p> <p>Luego, súbitamente, Velda bajó su mano. El cuchillo se aproximó a Rod, inexorable.</p> <p>Y cortó sus ligaduras en un momento.</p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;"><strong>* * *</strong></p> <p></p> <p>El estupor dejó momentáneamente mudo al joven.</p> <p>Las cuerdas cayeron, limpiamente cortadas por el filo del acero. Notó su cuerpo libre, sus brazos sueltos. Ella soltó luego el cuchillo, que golpeó la alfombra.</p> <p>Rod Miller pestañeó. Se miró las manos liberadas. Las frotó, reactivando la circulación. Velda, sin prisas, se movió hasta situarse ante él, al pie del sofá, sin pronunciar palabra. Estaba riendo. Sólo eso.</p> <p>Y en su sonrisa no había nada de horrible ni cruel.</p> <p>—¿Por qué...? —musitó Rod, incorporándose lentamente—. No entiendo... Velda, no ha sido un sueño, una pesadilla, ¿no es cierto? Yo, realmente ví a Karin devorando a su esposo... Tú... me ataste cuando estaba inconsciente por culpa de ese vino, para... para que fuese tuyo y luego... y luego devorarme. ¿No es así, Velda?</p> <p>—Si, Rod —murmuró ella—. Así es.</p> <p>—Entonces... ¿Por qué esto? —adelantó sus brazos libres—. ¿Por qué soltarme... y no empezar el festín?</p> <p>Velda le miró largamente. Su sonrisa tenía algo de amargo y dolido. Meneó luego la cabeza. Su cabellera plateada se agitó como un suave oleaje bañado por la luna.</p> <p>—¿De veras tengo cara de devoradora de seres humanos? —preguntó—. ¿Parezco yo una<i> mantis religiosa</i>, Rod?</p> <p>—No, claro que no... —resopló Miller, confuso—. Pero lo eres. Tú misma lo confesaste...</p> <p>—Ven, Rod —murmuró ella—. Ven aquí un momento, por favor...</p> <p>Miller la vio ponerse de pie. Avanzó majestuosa, a través de la habitación. Se detuvo ante la puerta de una armario empotrado. Esperó, sin entender lo que ella quería hacer ahora, o lo que pretendía explicarle con aquella actitud.</p> <p>Velda no dijo nada. Se limitó a abrir el armario. Rod Miller lanzó un grito ronco y se echó atrás. Sus ojos incrédulos miraron lo que cayó del interior del armario, golpeando sordamente a sus pies.</p> <p>Era la propia Velda. Muerta.</p> <p>A sus pies, tenía el cadáver de la hermosa Velda, mientras la misma Velda, en pie a su lado, le miraba con una mezcla de tristeza y de ironía en sus verdes y bellos ojos.</p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;"><strong>* * *</strong></p> <p></p> <p>—Lo entiendes ahora, Rod?</p> <p>—Menos que nunca... Velda... Quiero decir, ¿quién de las dos es Velda y quién no?</p> <p>—Yo soy la auténtica Velda, Rod. La que no ha nacido artificialmente, ¿comprendes?</p> <p>—Ni lo más mínimo —negó Miller—. ¿Artificialmente? ¿Qué quieres decir con eso?</p> <p>—La «otra» Velda, Rod, no es exactamente como tú o como yo. Karin tampoco lo era. Ambas salieron de ese club, el<i> Star</i>, donde yo trabajo. Pero no eran humanas, en el estricto sentido de la palabra. Ninguna de ellas es realmente humana, aunque sean de carne y hueso, tengan un cerebro, unos órganos exactamente iguales... No creo que pueda ser humano lo que sale de un tubo de ensayo.</p> <p>—¿Un tubo de ensayo? —se estremeció Rod.</p> <p>—Eso es, exactamente, lo que sucede: mujeres de laboratorio. Nuestra tarea es facilitar sus bodas con nuestros clientes. Nosotras, las auténticas mujeres, somos el «gancho». Me conociste a mí, cuando entraste en el club. Pero yo no era yo quien luego se reunió contigo, sino... «la otra»</p> <p>—¿Un doble tuyo?</p> <p>—Un doble exacto. Una mujer idéntica. Pueden darle el rostro, la figura, el aspecto que quieran. Manipulan los genes como si fuesen tornillos, piezas de escayola o de plástico.<i> Fabrican</i> mujeres. Mujeres hermosas, que pueden amar, vivir... pero que no son sino el producto de unos espermatozoides que crecen vertiginosamente, una vez fertilizados en una falsa matriz. Su «parto» o nacimiento es cosa de días. En pocas semanas crecen, se hacen adultas, siempre dentro de unos receptáculos químicos, en un laboratorio. Pueden hacer de todo... menos tener hijos. Todas son estériles. Forman parte de una operación ultrasecreta del Gobierno, Rod. Una operación cuyo objetivo es, simplemente, reducir casi a cero el índice demográfico mundial.</p> <p>—Pero, ¿por qué, Dios mío, por qué?</p> <p>—Razones secretas de Estado. El mundo, virtualmente, agoniza, Rod. Pese a la muerte de miles de millones de seres, se presentan problemas insolubles. Hay zonas que fueron contaminadas por ese viento ardiente que barrió la vida del mundo. Contaminación que no se admite oficialmente, pero que existe. Los alimentos sanos y comestibles escasean. Un plan de realimentación especial llevará al menos tres o cuatro décadas. Demasiado tiempo para permitir que en el mismo nazcan más niños. Se sabe que hay partos clandestinos, mujeres que no se resignan a tener un solo hijo, y ocultan dos o tres más a los controles de las autoridades. Ese es el gran peligro. Nada mejor que crear una nueva raza de mujeres hermosas deseables, pero que no puedan procrear. Es como vender a los ciudadanos hermosas muñecas, mujeres artificiales... pero de carne y hueso, y con todas las aparentes virtudes de una mujer real. A eso ha ido a parar todas esas teorías y pruebas de niños nacidos en tubo de ensayo.</p> <p>—Tú... tú Velda, ¿cómo sabes todas esas cosas? Sólo eres una empleada en este maldito club... ¿Cómo puedes enterarte de altos secretos de Estado?</p> <p>—Porque pertenezco a ese Estado, Rod —sonrió ella, mostrándole una credencial plástica, que extrajo de una funda oculta por su plateada cabellera, en la nuca.</p> <p>Rod Miller pudo leer en aquel documento, sellado por el propio Presidente de los Estados Unidos, el nombre de Velda Volkan, como miembro especial del Servicio de Trabajos Especiales del Gobierno, con carácter estrictamente secreto. Una fotografía en relieve de Velda, completaba el documento.</p> <p>—Miembro del Gobierno... —musitó, sorprendido—. Pero tu tarea no es la que estás realizando ahora aquí...</p> <p>—No, ciertamente. Mi tarea no es estar relatándote a ti todo eso... ni salvar tu vida, matando a esa mujer de laboratorio que me suplantaba.</p> <p>—Tú... ¿tú la mataste? —se estremeció Rod.</p> <p>—No había otro remedio. Parece que algo ha salido diferente a lo previsto, y esas criaturas de laboratorio poseen facultades que nadie pensaba. Pueden comunicarse entre sí, por telepatía o algo parecido. Sólo era posible de deshacerse de ella y de sus peligrosas compañeras causándole la muerte. No creas que por eso soy una homicida. Hace dos semanas esa mujer ni siquiera existía. Era el producto de una aceleración monstruosa de crecimiento humano sobre unos genes mezclados en un laboratorio, fríamente. No, no hay mucho de humano en ellas, te lo aseguro.</p> <p>—Pero... pero entonces, ¿cómo has venido aquí, por qué la has matado? ¿Qué te ha movido hacer todo eso, Velda?</p> <p>—¿Y tú lo preguntas? —sonrió la hermosa muchacha con ironía—. Rod, ¿no te has dado cuenta aún de que me gustas, de que me atraes, de que siento algo por ti, desde que te conocí?</p> <p>—Velda...</p> <p>—Mi tarea era conseguir que te fiaras de mí, y hacerte casar con un doble mío. Hay otras muchas parecidas. A mí, y a otras mujeres normales. Forma parte del proyecto. Pero cuando he empezado a detectar datos sospechosos, he temido por ti. Te vigilé temerosa de que algo te ocurriese. Veo que fue una medida prudente. Cuando esa mujer iba a realizar el acto sexual, intervine eliminándola.</p> <p>—¿Sabes lo que ocurre después del acto sexual?</p> <p>El gesto de Velda se hizo sombrío ahora. Afirmó con la cabeza.</p> <p>—Sí, Rod —dijo—. Lo sé. Ya te dije antes que algo está fallando en el proyecto del Gobierno. Se les va el asunto de las manos. Sus criaturas artificiales han resultado diferentes a como imaginaron. Debió de existir un error de mezcla genética, acaso un fallo en el proceso acelerado de crecimiento, no sé... Tal vez no sea el hombre quien deba ocupar el puesto de Dios, creando vidas humanas. Lo cierto es que ha fallado, y se ha creado una masa de auténticos monstruos. Monstruos muy bellos, y por ello doblemente peligrosos. Nadie advertirá el peligro hasta que sea demasiado tarde.</p> <p>—¿Tú ya conocías... lo de la antropofagia?</p> <p>—No. Nadie lo sabe aún. Simplemente, he visto lo que ha sucedido en casa de tu vecino. Ya te he dicho que vigilaba esta zona, para velar por ti, porque temía algo grave. Dos camareros han desaparecido misteriosamente del club. Ahora imagino lo que fue de ellos. Después, durante tu inconsciencia, has estado hablando, revelando hechos atroces... Ahora sé que tenemos en circulación una especie de<i> mantis</i> humanas, realmente temible.</p> <p>—Entonces... hay que avisar a las autoridades, revelar lo que ocurre. Ellos pueden destruir a todas las mujeres que crearon en sus laboratorios...</p> <p>—No sé, Rod. No sé si será fácil convencerles de lo que ocurre. Ni siquiera sé si podremos llegar a las autoridades para informar.</p> <p>—Tú eres miembro del Gobierno, puedes hacerlo. Y te creerán.</p> <p>—No me refería a eso, Rod —miró, preocupada, hacia la puerta y la ventana. Rod observó que las había asegurado, cosa infrecuente en esa época—. Estoy inquieta.</p> <p>—¿Inquieta? —Rod se puso rígido—. ¿Temes algo?</p> <p>—Temo lo peor.</p> <p>—¡Y... qué es lo peor para ti, Velda?</p> <p>—Que «ellas» nos impidan llegar a informar a nadie de lo que sucede.</p> <p>—Cielos... —Rod pareció sopesar la horrible posibilidad. Miró, con ojos brillantes, a Velda—. ¿Crees que eso es posible?</p> <p>—Sí, es una posibilidad. Realmente terrible, además. ¿Imaginas lo que será verse rodeado por esa clase de mujeres, sabiendo ellas que somos sus enemigos?</p> <p>—Nadie tiene que saber que tú eres una mujer normal. Yo no noté la diferencia...</p> <p>—Pero ellas sí lo notarán. Recuerda que tienen algún medio mental de comunicarse. Notarán que yo no contacto con ellas. Bastará eso para que sospechen, y nos ataquen.</p> <p>—¡Hay que hacer algo, sin embargo!</p> <p>—Claro que hay que hacerlo. Debemos intentarlo todo. Avisar al Centro de Experimentación Bio-Genética, al Gobierno... al propio Presidente, si es preciso. Solamente las autoridades de la nación pueden poner fin a esto, aniquilando a todas esas mujeres de laboratorio.</p> <p>—En ese caso, vamos cuanto antes, Velda. ¡Es preciso salir de aquí, por si Karin volviese y descubriera que no eres la misma Velda que ella conoce!</p> <p>—Sí, vamos —se aproximó a la salida—. No ganamos nada encerrándonos en ninguna parte. Aunque afuera nos esperen muchos peligros, tenemos que arrostrarlos para llegar a alguna parte. Dios quiera que aún sea tiempo, Rod. Tu descubrimiento ha sido realmente espantoso.</p> <p>Caminaron hacia la salida. Rod se vistió con rapidez, sin perder momento, y Velda utilizó las ropas de su sosías para cubrirse. Ocultaron el cuerpo de la «otra» Velda, y abrieron la puerta, mirando al exterior.</p> <p>La sangre se heló en las venas de Rod Miller. Rápidamente volvieron al interior, cerrando con rapidez. Se miraron angustiados.</p> <p>—Dios mío... —susurró Miller—. ¿Viste a esas mujeres que venían hacia acá? Karin era una de ellas, la que va a la cabeza del grupo.</p> <p>—Las vi —asintió Velda, sombría—. Sé que todas son de la misma especie. Como ellas parecen haber advertido que yo no soy como ellas. Vamos, Rod, salgamos por la parte de atrás, y alejémonos de aquí cuanto antes. ¿No tienes ningún vehículo a mano?</p> <p>—Sí. Mi biplaza está aparcado justamente detrás. Ojalá podamos alejarnos con él, Velda...</p> <p>Ella no dijo nada limitándose a seguirle.</p> <p>Ciertamente, allí estaba el vehículo, un pequeño anfibio Tierra-aire-mar, dotado de un motor iónico bastante potente. Subieron a él, mientras se escuchaba, al otro lado de la edificación, el crujido del césped bajo las pisadas firmes del grupo de mujeres, capitaneado por Karin.</p> <p>Las<i> mantis</i> humanas acudían. Sin duda, sus mentes monstruosas recibían alguna señal de alerta, cuando algún peligro amenazaba.</p> <p>Rod elevó su vehículo por el aire, mirando abajo. Descubrió que Karin y las demás les seguían, con mirada cargada de odio. Se dispersaron todas rápidamente, tal vez para extender la alarma entre las suyas.</p> <p>—Vamos hacia Washington, lo más deprisa posible —musitó Miller roncamente—. Me temo que queda poco tiempo, Velda.</p> <p>—Sí, muy poco —ella le miró, temerosa—. Hay que ver al Presidente, informarle...</p> <p>—Es lo que vamos a intentar. Además, yo tengo un buen amigo en Washington . Es un joven químico de las Empresas Nacionales. Recurriremos a él para que nos ayude, si las cosas se ponen mal...</p> <p>—De algo estoy segura, Rod —musitó Velda, preocupada, mirando a sus pies al paisaje urbano que iban sobrevolando con el vehículo de Miller—. Las cosas se van a poner realmente mal, en todas partes. El Gobierno envió mujeres artificiales a toda la nación, ¿te das cuenta?</p> <p>Ensombrecido el semblante, Rod Miller asintió.</p> <p>—Sí, Velda —musitó—. Me doy cuenta. Es... es como estar invadidos por una nueva especie de monstruos, que parecen humanos sin serlo... La peor invasión imaginable, diría yo...</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>7</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">J</style>ERRY Milton era un muchacho fuerte, vigoroso y risueño. Pese a su juventud, era uno de los más notables químicos del país y ocupaba el cargo de jefe de laboratorios de las Empresas Nacionales Químicas, dependientes del Gobierno.</p> <p>Estrechó la mano de su amigo Miller, cordialmente, y contempló con mal disimulada admiración a Velda Volkan.</p> <p>—Te felicito, Rod —dijo—. Acompañas a la más bella mujer que jamás he visto. Es un placer conocerla, Velda. ¿Es usted la novia de Rod, tal vez?</p> <p>—No —negó ella serenamente—. Soy su esposa.</p> <p>Miller se estremeció, sorprendido por las palabras de Velda. Cambió una mirada con ella, y creyó entender lo que pensaba Velda de su situación. Después de todo, legalmente él era el marido de Velda Volkan, y como tal se había unido a la mujer artificial a él. Ahora, la verdadera Velda ocupaba ese lugar. La sensación era infinitamente más agradable para Rod.</p> <p>—Sí, hemos celebrado la boda hace pocas horas —manifestó Rod, presuroso, a su sorprendidísimo amigo—. Pero, por desgracia, no hemos tenido tiempo aún de celebrar nuestra luna de miel.</p> <p>—Muchacho, yo hubiera sacado tiempo para eso, de cualquier cosa —rió Milton, de buena gana—. Bien, ahora en serio: ¿qué os trae a Whashington con esas prisas, y qué quieres exactamente de mí?</p> <p>—No voy a andarme con rodeos, Jerry —manifestó Rod gravemente—. Velda es algo más que una mujer hermosa y una esposa reciente. Es agente especial del Gobierno.</p> <p>—Vaya... —Milton enarcó las Cejas—. Voy de sorpresa en sorpresa. Pero en cierto modo, somos colegas. Ya también trabajo para el Gobierno, Rod.</p> <p>—Lo sabemos, por eso estamos aquí. Puedes sernos de mucha ayuda, en este asunto.</p> <p>—¿Qué clase de asunto es? —se intrigó Milton—. ¿Oficial, tal vez?</p> <p>—Estraoficial aún —Velda le mostró su credencial—. Pero de máxima importancia para todos. ¿Sabe de la existencia de un proyecto ultrasecreto del Gobierno, con motivo del control de natalidad mundial?</p> <p>—Algo creo saber —expuso cautamente Milton, mirándola— ¿Por qué lo dice?</p> <p>—Yo formo parte del proyecto. ¿Está enterado de su naturaleza real?</p> <p>—No. Sólo hay rumores, comentarios... pero nada seguro. Es confidencial, ¿no?</p> <p>—Altamente confidencial, sí. Top secret, Milton. Me temo que debe dejar de serlo, antes de que resulte irremediable la situación.</p> <p>—¿Qué quiere decir? No se puede romper la inviolabilidad de un alto secreto oficial, usted debe saberlo mejor que yo —se inquietó Jerry Milton.</p> <p>—Esta vez, si —Velda le miró gravemente—. Escuche, Milton. Esto es lo que realmente sucede...</p> <p>Le relató los hechos, fría y escuetamente. Atónito, invadido por la incredulidad, Milton dirigió una mirada a Rod. Este asintió, corroborando:</p> <p>—Ella te dice la verdad, Jerry. Yo he sido testigo de uno de los festines...</p> <p>—Dios mío... —se estremeció el joven químico, horrorizado—. No puedo creerlo...</p> <p>—Es la pura realidad —insistió Velda, enérgica—. Vamos a ver al Presidente, Si ello es posible. Me temo que las cosas van a resultar más difíciles de lo que imaginamos, porque he llamado al general Carter, que formaba parte del proyecto, y las encargadas de las centralitas telefónicas han puesto toda clase de trabas. Dicen que está ausente, que no admite llamadas y cosas por el estilo. Algo sucede, Milton, y ese algo tiene su origen en esas mujeres artificiales.</p> <p>—¿Qué esperáis que pueda yo hacer, mientras vosotros intentáis hablar con el Presidente?</p> <p>—Muy sencillo, Jerry —terció Miller—. Si las cosas son como me temo, y esas mujeres se han podido infiltrar en centros básicos y en puntos neurálgicos de las comunicaciones, impidiendo que informemos a nadie de lo que sucede, nos hará falta algo para combatirlas.</p> <p>—¿Cómo por ejemplo...?</p> <p>—Tú eres químico, Jerry. Una mujer procreada y formada en un laboratorio, no puede ser totalmente natural, aunque sea de carne y hueso. Es una forma de vida química, de una biología anormal, mecánica, y tiene que poseer algún otro fallo, aparte el de ser devoradoras de los machos a quienes poseen. Un fallo genético, material psíquico, lo que sea... Jerry, ¿crees que, como experto en química, podrías estudiar a una de esas mujeres, y tratar de dar con un punto débil, sí es que existe?</p> <p>—Quizás. Pero no soy un biólogo. De todos modos, necesitaré una de esas mujeres...</p> <p>—Me temo que sea tarea demasiado simple —manifestó Velda amargamente—. Si mis informes no son equivocados, y no creo que lo sean, viniendo directamente del Gobierno, han invadido el país de mujeres artificiales. Incluso es posible que hayan comenzado a exportarlas a otros países, o que los centros de investigaciones del extranjero esté ya produciendo criaturas de laboratorio. En cuyo caso, si el error existe en todas, tendremos pronto un mundo de lleno de mujeres monstruosas, que procurarán devorar el mayor número posible de hombres, en una sociedad ya muy exterminada, así como quizás destruir a las mujeres normales, para controlar la situación.</p> <p>—¿Estáis sugiriendo que<i> aquí mismo</i>, donde yo trabajo... puede haber ya mujeres de ésas? —se inquietó Milton, mirando en torno.</p> <p>—Estoy casi seguro —asintió Miller, sombrío—. ¿No has notado algo especial o extraño en algunas de ellas?</p> <p>—Pues... Ahora que dices... recuerdo que mi propia ayudante, Aura....</p> <p>—¿Qué le ocurre?</p> <p>—No lo sé. Siempre ha sido una chica muy evasiva y fría conmigo. Desde hace cosa de dos días, me mira tiernamente, parece desear algo de mí... Bueno, he llegado a creer que se roza intencionadamente conmigo, que buscaba algo... Algo que hasta ahora me parecía imposible en ella. Y es tan atractiva...</p> <p>—Seguro, Milton —se excitó Velda— Es una de ellas.</p> <p>—Pero si lleva casi dos años conmigo, en este trabajo... —protestó el joven químico.</p> <p>—Milton, el Gobierno ha hecho copias exactas de todas las mujeres de las que poseía ficha completa. Mujeres de toda condición social, pero siempre las más bellas y atractivas. Su idea era cambiar a las mujeres por esos espantosos juguetes humanos, de modo paulatino.</p> <p>—¿Y qué harían con las mujeres originales? —se estremeció Rod.</p> <p>—No lo sé. Nunca lo dijeron —Velda contempló con cierto horror a Miller—. Pero si es lo que me temo... no dudaría ya mucho de los fuertes rumores que corrieron por los departamentos del Gobierno, sobre la posibilidad de que el Gran Desastre Ecológico del año 2090 fuese obra intencionada de los gobernantes mundiales, respondan a la realidad más cruel y aterradora.</p> <p>—Dios mío... —Milton se pasó una mano por el rostro—. Nos manipulan como marionetas... Se deshacen de millones de seres humanos, por simples razones de Estado. Es monstruoso... En fin, ¿qué quieres que haga con mi ayudante, para saber si, realmente, es... es una de «ellas»?.</p> <p>—Tú eres químico. Lo sabes mejor que nadie, Redúcela a la inconsciencia de alguna forma. Un narcótico, una droga, un paralizante, lo que sea. Entonces, analízala, investiga sus tejidos, su estructura. Es posible que, aunque parezcan mujeres normales... tengan alguna diferencia química muy notable con los verdaderos seres humanos nacidos del vientre de una mujer.</p> <p>—Bien, lo intentaré...</p> <p>—Sobre todo, que ella no sospeche nada o estarás perdido —avisó Rod—. Y que tampoco ninguna otra mujer se dé cuenta de lo que haces. Parece existir entre todas ellas un nexo mental, una especie de contacto telepático o algo así.</p> <p>—Lo tendré en cuenta —prometió Milton serenamente—. ¿Cuándo nos veremos, amigos?</p> <p>—Lo antes posible. Disponemos de poco tiempo. Vamos a intentar llegar a la Casa Blanca... y ver al Presidente. Aunque él, como todos, sea el responsable principal de lo que sucede, es el único que puede disponer una acción eficaz contra cualquier peligro, a escala nacional. Dios quiera que lleguemos hasta él y podamos convencerle. No va a ser tarea fácil, estoy seguro. Esta noche, Jerry, nos veremos contigo aquí mismo o en tu Casa, como prefieras.</p> <p>—Mejor en mi casa. Está aislada y es más segura. Allí os espero a las nueve.</p> <p>—No faltaremos... a menos que «ellas» nos encuentren —fue la respuesta de Rod Miller.</p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;"><strong>* * *</strong></p> <p></p> <p>—Hemos fracasado...</p> <p>Se miraron entre sí, aturdidos. Ahora se había perdido la última esperanza.</p> <p>No llegaron ni siquiera a hablar personalmente con el Presidente, pero se comunicaron con él a través de un visófono. Había sido el único medio de establecer contacto con la primera autoridad de la nación.</p> <p>Pero los resultados fueron demoledores. No les había creído ni una palabra. Su respuesta tras oírles exponer brevemente los hechos, había sido fría y desalentadora:</p> <p>—Lo siento, señorita Volkan —había dicho, mirándola glacialmente desde la pantalla tridimensional—. Su informe es realmente absurdo y carente de sentido. Además, está quebrando el estricto secreto oficial. Preséntese de inmediato ante el oficial de Servicios Especiales, señorita Garko, para que se haga cargo de su arresto. Será usted juzgada por quebrantamiento de alto secreto de Estado, y su esposo el señor Miller, deberá comparecer inmediatamente ante un tribunal civil, acusado de los cargos de colaboración en este acto grave de indisciplina contra el Gobierno de la nación. Esta es mi decisión. No intenten evadir sus responsabilidades, o daré orden de arresto en cualquier circunstancia, con instrucciones de tirar con arma de fuego, si ustedes se resisten o tratan de huir.</p> <p>Sin embargo, ellos habían huído.</p> <p>La mención del oficial, señorita Garko, había sido sospechosa ya por sí. Velda no se fiaba de ninguna mujer, por muy fuera de sospechas que pudiera estar.</p> <p>—Pienso como tú —había dicho Rod Miller—. Será mejor intentar evadirse de aqui, Velda, ocurra lo que ocurra. Si nos presentamos para nuestro arresto, me temo que ya nunca más podremos hacer nada. Será la muerte para ambos.</p> <p>—Sí, Rod. Yo también lo temo —Velda se mostraba tensa, inquieta—. Pero en ese caso, ¿por qué el Presidente obra así? ¿Por qué cierra los ojos a la realidad?</p> <p>—Tal vez no sea eso —manifestó Miller roncamente—. ¿Le viste en pantalla? Parecía un autómata. Hablaba de un modo raro, tenía una mirada fría, extraña...</p> <p>—¿Qué quieres decir? —se alarmó Velda—. Sólo hay mujeres artificiales no hombres...</p> <p>—Velda, escucha esto —excitóse Miller—. Es sólo una teoría, claro. Pero tiene visos de posible. Sólo se crearon mujeres de laboratorio, porque esos laboratorios están en manos de hombres del Gobierno. Pero, ¿qué sucedería si, de repente, esas mujeres fuesen dueñas del Centro de Experimentación Bio-Genética, y tuviesen acceso a los secretos de laboratorio, a los Moldes Genéticos o a lo que se utilice para formar a las nuevas criaturas y todo eso? Sencillamente, que podrían<i> crear hombres</i>. ¡Hombres artificiales, copia exacta de los auténticos! Y de ese modo, ir suplantando a éstos, ir metiendo en su lugar a los falsos... hasta que ellas fuesen, virtualmente las dueñas de todos los resortes. No tienen prisa en darnos caza, porque ahora saben, positivamente, que<i> sí</i> nos cazarán, vayamos a donde vayamos... Porque nosotros desconfiaremos de las mujeres, pero no de los hombres... ¡Y en poco tiempo, TODOS, hombres y mujeres, pueden ser simples productos de laboratorio, muñecos de carne y hueso, movidos por una extraña mente diabólica que ha sido creada, al acelerar el proceso evolutivo normal de una criatura!</p> <p>—Es una teoría espantosa, Rod... —tembló Velda—. Pero factible.</p> <p>—En cuyo caso, todos cuantos nos rodean pueden ser enemigos —apuntó Rod, mirando en torno desde el interior de su vehículo—. Vamos, Velda, hay que escapar también de aquí, de Washington. Y lo antes posible.</p> <p>—Pero ¿adónde, Rod? —gimió ella.</p> <p>—No lo sé... —la miró patético—. La verdad es que no lo puedo saber. Tal vez al extranjero... si el mal aún no se ha propagado. Tal vez, ninguna parte ya. Pero cuando menos, hay que intentarlo. No podemos ceder, damos por vencidos, dejar de luchar... ¡Eso, nunca, Veldal</p> <p>—Bien. Adelante, entonces... —Velda miró ante sí, a los agentes de circulación que, repentinamente, se dirigían hacia ellos desde el cruce de calles. Observó en sus rostros una rara expresividad, en sus ojos, un brillo glacial endurecido. Había en sus movimientos algo de mecánico, que causaba escalofríos—. Dios mío, Rod, ¿ves eso?</p> <p>—Sí —rápidamente, Miller viró el vehículo, metiéndolo por otra calle y acelerando lo más posible—. Eso confirma mis sospechas. Esa gente no es normal, Velda, tú lo has advertido...</p> <p>—Son como autómatas... —se estremeció Velda, angustiada.</p> <p>—Lo son, en realidad. Se ha cumplido lo que temía: policías, ciudadanos, gobernantes... Todos son creados artificialmente por esas malditas mujeres... Los auténticos deben servirles de festín, mientras los laboratorios trabajan a toda presión, lanzando hombres artificiales a la calle... —¡Los puestos clave de todo el mundo terminarán estando en su poder!</p> <p>—Y nosotros, entonces, ¿adónde iremos? —se quejó ella.</p> <p>—Entonces, no lo sé. Ahora, sólo tenemos un lugar adonde ir: a casa de Jerry Milton. Van a ser las nueve. Tal vez haya encontrado algo, una leve esperanza...</p> <p>Elevó el vehículo, aun a riesgo de ser descubiertos con mayor facilidad por algún servicio patrullero aéreo, y se lanzaron a toda velocidad hacia el sur de la capital federal, donde se hallaba la residencia de Jerry Milton, ya en las afueras.</p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;"><strong>* * *</strong></p> <p></p> <p>Jerry Milton, pálido y ojeroso, les recibió en el vestíbulo de su casa. Su expresión era una mezcla de agotamiento y de horror. Se quedó mirándoles fijamente, y luego cerró, presuroso, asegurando la puerta. Alrededor de la finca campestre del joven químico, el silencio y la quietud de la noche eran absolutos. Las luces de Washington, brillaban en la distancia.</p> <p>—¿Cómo van las cosa, Jerry? —quiso saber Rod, impaciente.</p> <p>—Mal, amigo mío —dijo roncamente Milton—. Muy mal.</p> <p>—¿Qué quieres decir con eso? —se alarmó Rod.</p> <p>—Que teníais razón vosotros. Toda la razón. Aura, mi ayudante, era una de las horribles mujeres, creadas por el laboratorio. Una copia casi perfecta.</p> <p>—¿Lograste... reducirla?</p> <p>—Está inconsciente y bien ligada en mi laboratorio. Ya no puedo dejarla escapar. Sería mi sentencia de muerte. He examinado su cuerpo, sus tejidos, su persona toda. Químicamente he agotado los procedimientos para estudiar a esa . mujer.</p> <p>—¿Y...?</p> <p>—El resultado es espantoso. No son totalmente humanas.</p> <p>—¿Qué quieres decir?</p> <p>—Que entran en esa creación algo más que espermatozoides, genes y todo eso. Una parte de ellas es artificial. Es decir, son «humanoides» incompletos. Han desarrollado un tipo de libras plásticas autónomas, capaces de ensamblarse y de ser injertadas en un tejido humano, para acelerar monstruosamente el desarrollo en escaso período de tiempo. Ese plástico llega a formar parte de su propia piel y tejidos, e incluso de su masa encefálica. De ahí vienen ciertas anomalías graves, como la antropofagia, la facultad de comunicarse mentalmente en un cierto modo elemental, y la falta absoluta de humanidad y sentimientos. Hay centros nerviosos y cerebrales que están totalmente plastificados y alterados por ese metabolismo de laboratorio.</p> <p>—Dios mío, qué monstruosidad... — se lamentó Velda—. Ni siquiera son seres humanos, en el exacto sentido de la palabra...</p> <p>—No, no lo son —convino Milton gravemente—. Esos tejidos, plásticos de vida autónoma, casi celular, son los causantes de su anormalidad. Pero, cuando menos, tienen un lado positivo.</p> <p>—¿Y es...?</p> <p>—Su propia fragilidad. Al mezclarse con los tejidos, en particular con la piel y la sangre, resultan altamente sensibles a ciertas cosas... como el calor.</p> <p>—¡Calor! —repitió Rod, brillantes sus ojos—. ¿Quieres decir que ese tejido plástico puede ser atacado mediante calor?</p> <p>—Sí. Funde fácilmente a una temperatura elevada, causando con ello la muerte inmediata del ser, ya que la fundición de los tejidos se produce también inmediatamente en los centros cerebrales mencionados.</p> <p>—Eso significa que un arma térmica... puede revelar quién es artificial y quién no...</p> <p>—Exacto. No es preciso el fuego directo. Basta simplemente una oleada de calor a cierta temperatura, para que, en vez de sufrir quemaduras, la persona atacada sufra el derretimiento de los plásticos, y con él la ruina de su propio cerebro y, por tanto, la muerte fulminante, sin defensa posible. ¿Puedes hacerte con una arma así?</p> <p>—Creo que podemos obtenerla, sí —asintió Velda, con energía—. Sé dónde hay armas térmicas almacenadas. Son material del Gobierno, y están muy vigiladas. Pero se pueden conseguir, si no lo impiden esos monstruos de laboratorio...</p> <p>—Entonces, adelante —invitó Milton—. Cuanto antes las tengáis en vuestro poder, tanto mejor. Teniendo un arma capaz de lanzar radiaciones calóricas seréis invencibles prácticamente. Por favor, traedme una también a mí. Quiera o no, ya es tarde para tomar otro camino. Debo unirme a vosotros, en esta lucha.</p> <p>—Conforme —asintió Velda—. Vamos, Rod. Tendrás que ayudarme a tomar esas armas. En menos de dos horas, estaremos de vuelta, Milton, si todo va bien.</p> <p>—Rezaré para que así sea —suspiró él amargamente.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>8</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">N</style>O fue difícil, después de todo.</p> <p>Velda tuvo razón en ello. Obtener las armas, de un arsenal del Pentágono, en las afueras de Washington, fue tarea sencilla. Allí no había aún seres artificiales, controlando la situación. Actuaban deprisa, pero no tanto como para cubrir la totalidad de los puntos clave del país.</p> <p>Velda pudo utilizar un gas narcótico para adormecer a los guardianes y, con la ayuda de Rod Miller, obtuvo hasta tres fusiles de carga térmica, así como unas cajas de cargas de repuesto. Con todo el, regresaron de inmediato, en su vehículo, a la residencia de Jerry Milton, providencial descubridor del terrible secreto de fabricación de las criaturas artificiales.</p> <p>Jerry Milton les abrió nuevamente la puerta. Su gesto seguía siendo de cansancio y abatimiento, pero también de una cierta tensión inevitable.</p> <p>—¿Lo lograsteis? —preguntó con voz ronca.</p> <p>—Sí —afirmó Velda con energía—. Ya tenemos las armas, amigo. Traemos una para usted. Como dije antes, ya no hay otro remedio que luchar unidos y seguir así hasta el fin. Aquí tiene su arma térmica. Está graduada ya, de forma que emita radiaciones de calor capaces de derretir esos tejidos plásticos.</p> <p>—Magnífico —asintió Milton, tomando el arma, aunque se notaba poco entusiasmo en su actitud, como si todo aquello le resultara francamente penoso y contrario a su modo de ser. —Jerry, ¿dónde tienes a esa mujer, a Aura, tu ayudante? —quiso saber Miller, con expresión severa.</p> <p>—Dentro, en mi laboratorio —explicó él vagamente, señalando al fondo—. Ya os dije que está bien sujeta e inconsciente, para evitar problemas.</p> <p>—No basta —negó rotundamente Miller—. Es duro hacer algo así, pero ten en cuenta que ni siquiera es un ser normal, ni un semejante a nosotros, sino una especie de monstruo artificial, creado en un laboratorio y que costó la vida a la mujer original que ocupaba su puesto, la verdadera Aura.</p> <p>—¿Qué quieres decir con eso? —dudó Milton.</p> <p>—Muy sencillo: ese ser mató a la verdadera Aura. Mataría a quien fuese, si tuviera ocasión. Son asesinos y caníbales. Vamos, Jerry. Hay que probar el arma térmica con ella en primer lugar. La aniquilaremos.</p> <p>—¡No! —jadeó Jerry, con gesto de horror—. Cielos, no, eso no...</p> <p>—Vamos, vamos —le cortó Rod, enérgico—. No caben sentimentalismos aquí. Se trata de su vida o de la nuestra. Es una guerra en toda regla. Terminemos con un enemigo. Es como abrasar a un maniquí, un monigote movido por los hilos de un ser perverso.</p> <p>—No, no puedo, Rod. Sí acaso, ve tú... pero yo no quiero verlo...</p> <p>—Está bien —resopló Miller—. Yo lo haré. Quedaos vosotros aquí.</p> <p>Rod corrió al laboratorio del fondo de la casa. Abrió la puerta.</p> <p>Retrocedió muy a tiempo mientras, a sus espaldas, era Velda quien exhalaba un grito de terror repentino.</p> <p>La mujer artificial no sólo no estaba atada e inconsciente, sino que acababa de surgir tras la puerta, haciendo caer vertiginosamente un hacha sobre la cabeza de Miller.</p> <p>Sólo la enorme rapidez de reflejos de éste, le salvó de morir decapitado, saltando vivamente atrás, contemplando con horror a aquella hermosa joven rubia, que le miraba colérica y demoníaca, antes de encañonarla con el arma y lanzar un chorro ardiente, una oleada de energía térmica acumulada, que estalló contra la piel de aquella criatura de laboratorio, produciéndole el fenómeno previsto.</p> <p>La carne, la piel toda, pareció derretirse como cera goteante, y la sangre bulló, hirviente, rompiendo sus arterias con violencia y brotando por boca y nariz, a chorros. Agitándose con espantosos gritos, en una agonía dantesca, la falsa mujer se desplomó ante el arma de Rod Miller.</p> <p>Pero éste ya no le hacía caso. Se había vuelto hacia su amigo Milton y Velda Volkan. Ella chillaba desesperadamente, intentado huir de Milton, que le había arrebatado el fusil térmico, arrojándolo a un rincón lejano, y ahora la acosaba, esgrimiendo un largo cuchillo, con el que lanzaba a Velda frecuentes tajos, que zumbaban en el aire, sin herirla. Pero ya lucía Velda un desgarro considerable sobre el tejido de uno de sus brazos.</p> <p>—¡Milton! —aulló Rod Miller—. ¡Milton, espera! ¿Te has vuelto loco?</p> <p>—Rod, ¿no entiendes? —gimió Velda, eludiendo otro cuchillazo—. ¡Ya no es Milton, sino un «doble» suyo artificial!</p> <p>Rod entendió. Ahora sabía por qué no quería él destruir a la mujer artificial. Y por qué fue atacado al entrar al laboratorio... y por qué ahora pretendía matar a Velda.</p> <p>No dudó Rod. Esto era una guerra desesperada contra un enemigo infinitamente superior. Tenía que matar o morir.</p> <p>Alzó el arma., Apuntó a Jerry Milton... O al que fuese aquella contrafigura suya. Y apretó el gatillo de nuevo.</p> <p>La oleada de radiaciones alcanzó al falso Milton, que suplantara en sólo un par de horas al verdadero. Aulló el ser artificial, debatiéndose en medio de aquel infierno de calor que derretía su estructura artificiosa. La sangre estalló, su cerebro debió reventar... y se desplomó junto a Velda Volkan, sin haber llegado a herirla.</p> <p>Rod, crispado, contempló la contrafigura de su buen amigo. Miró luego a Velda, que sollozó, acercándose a él, y abrazándose ambos.</p> <p>—Calma —jadeó Rod—. Al menos, el pobre Milton nos ayudó mucho más antes de... antes de ocurrir con él lo que estos malditos seres hagan con los que suplantan... Este arma nos ayudará a luchar, a defendernos, a intentar algo, lo que sea...</p> <p>—Pero así, Rod, ¿hasta cuándo? —musitó ella patéticamente.</p> <p>—No lo sé, Velda. No sé hasta cuándo. Ni dónde guarecernos. Huiremos de este país, buscaremos otro lugar más seguro, si es que lo hay. Ignoro si triunfaremos, si sobreviviremos a esta maldita invasión. Pero si no es así, cuando menos habremos luchado, habremos hecho cuanto estuvo en nuestra mano por sobrevivir, por tratar de seguir siendo como somos, simplemente: dos seres humanos...</p> <p>La tomó con energía por un brazo, cargó con su arma y la de Jerry Milton, y salió de la casa, conduciendo a Velda a su vehículo.</p> <p>Momentos después, la pequeña nave despegaba, alejándose hacia el mar, con los dos tripulantes a bordo.</p> <p>Ahora sabían que ya no podrían fiarse de nadie. Que cualquiera podía ser uno de «ellos» o de «ellas».</p> <p>Su destino era luchar. Seguir luchando, allí donde estuvieran, allí donde llegaran.</p> <p>Pues bien. Lucharían. Cualquier cosa sería mejor que perecer, que entregarse. Ambos lo sabían, y estaban dispuestos, unidos siempre, a luchar hasta el fin. A intentar salvar al mundo de la nueva hecatombe que la inconsciencia y estupidez de sus gobernantes había desencadenado sobre su faz.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>EPÍLOGO</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">L</style>OS Estados Unidos habían quedado atrás. Muy atrás.</p> <p>La pequeña nave biplaza sobrevolaba el Atlántico, hacia Europa. Aún era noche oscura sobre las aguas. Las estrellas centelleaban en lo alto del cielo sombrío.</p> <p>Era como iniciar un largo viaje de placer hacia otros países, hacia diferentes latitudes. Sólo que no era un viaje de placer, ni mucho menos. Era una evasión. Un intento de huir desesperadamente.</p> <p>Ambos parecían pensar en ello. En lo que era el inmediato pasado. Y en lo que podía ser el inmediato presente. Ensombrecido el gesto, Rod Miller conducía el vehículo rojo, convertido ahora en una diminuta aeronave, gracias a la transformación de sus motores iónicos en un sistema propulsor de mayor energía, capaz de mantener en el espacio al que también podía ser automóvil terrestre o vehículo flotante en las aguas.</p> <p>A su lado, también silenciosa, sombría, Velda Volkan era una compañera que parecía reacia a romper el silencio establecido desde que abandonaran Washington, tras el trágico A desenlace en la vivienda de Jerry Milton.</p> <p>Por fin, fue la voz de él la que rompió el mutismo, mientras el zumbido de los reactores del vehículo formaba como un ruido de fondo, continuo y monocorde:</p> <p>—¿Asustada? —preguntó.</p> <p>—Un poco —admitió ella moviendo su platinada cabeza lentamente.</p> <p>—Yo también, Velda —suspiró Miller—. Pero hay que sobreponerse.</p> <p>—Lo estoy intentando, Rod.</p> <p>—Sí, lo sé. No es fácil.</p> <p>—No, no lo es, Rod —musitó ella amargamente—. En tan poco espacio de tiempo hemos vivido horrores sin fin.</p> <p>—Y todo por culpa de la ceguera, de la torpeza de nuestros gobernantes. Ellos mismos cavaron su tumba... y la de todos nosotros, quizás.</p> <p>Ella se mantuvo unos momentos callada. Luego aventuró con voz apagada:</p> <p>—Quizás... No sabemos lo que nos espera en Europa, Rod.</p> <p>—No, no sabemos nada. Puede ser lo peor, Velda.</p> <p>—Estoy preparada para ello. Supongo que tú también.</p> <p>—Sí. Empiezo a pensar que es mejor eso que alimentar falsas esperanzas. El plan de insertar en la sociedad mundial a esas mujeres de laboratorio era general, ¿no es cierto?</p> <p>—Sí. Un acuerdo entre gobiernos más fuertes del mundo. Lo mismo que decidieron terminar con la superpoblación mundial, provocando el Gran Desastre Ecológico. Crearon una especie de viento asesino. Así, eliminaron a treinta mil millones largos de seres humanos. Ellos, los gobernantes, estaban ocultos, con sus familias, en refugios adecuados. No querían extinguir a la totalidad del género humano. Pero sí reducirlo a la mínima expresión.</p> <p>—Dios mío... —resopló Rod—. Es aterrador. Un puñado de hombres, con el poder en sus manos, convirtiendo fríamente el planeta en un gigantesco matadero. ¿A qué extremos llegó la egolatría humana, su concepto de la autoridad y del dominio sobre los pueblos que les eligieron? Todos ellos son iguales: cobardes, desaprensivos, crueles y sin conciencia.</p> <p>—Pensaron que era lo mejor. Era una solución. La otra consistía en dejar morir lentamente de hambre a la Humanidad, Rod.</p> <p>—Eso no les justifica ni disculpa.</p> <p>—Ya lo sé. Te digo lo que ellos pensaron para llevar a cabo ese holocausto en gran escala. Después, no conformes con ello, resolvieron reducir casi a cero la natalidad, el crecimiento demográfico de la Humanidad. Y crearon esa nueva monstruosidad: las mujeres de probeta, los seres artificiales.</p> <p>—Y hemos terminado en esto: otro holocausto, posiblemente definitivo, nos amenaza a todos.</p> <p>—Me temo que sí, Rod. Que yo sepa, la Unión Soviética, China, el Reino Unido, Francia y otros países europeos, así como Japón y Africa, han elegido este camino. También en sus laboratorios habrán creado mujeres de artificio, simples marionetas, mitad de carne y hueso, mitad de materias plásticas vivas.</p> <p>—Enloquecedor —jadeó Rod Miller. Es posible que no tengamos adónde ir.</p> <p>—Muy posible, sí. Depende de la rapidez con la que</p> <p>hayan desarrollado su acción destructora.</p> <p>—Y pensar que sólo tenemos unos simples fusiles de carga</p> <p>térmica... ¿Qué podremos hacer con ellos, cuando se terminen esas cargas, Velda?</p> <p></p> <p>—No lo sé, Rod —musitó ella—. Seguramente, morir...</p> <p></p> <p>—Morir... —la miró largamente—. No quisiera que fuese</p> <p>ése nuestro destino.</p> <p></p> <p>—Si lo es, no podremos evitarlo sólo con nuestra</p> <p>voluntad.</p> <p>—Sí, eso imagino —Rod meneó la cabeza amargamente—. Velda...</p> <p></p> <p>—¿Sí?</p> <p></p> <p>—Velda, ¿vas a seguir a mi lado hasta el fin?</p> <p>—Hasta el fin, Rod. Sea cual sea —afirmó la joven</p> <p>serenamente, clavando en él sus hermosos ojos verdes.</p> <p></p> <p>—Ni siquiera somos marido y mujer. Yo... yo me casé con un muñeco, con una mujer de laboratorio...</p> <p></p> <p>—Pero era Velda Volkan, en teoría —sonríó la platinada</p> <p>muchacha—. Y ahora yo soy la única y auténtica Velda</p> <p>Volkan. De modo que, oficialmente, estamos casados. Además, a estas alturas, ¿qué importa ya lo oficial, lo legal o lo</p> <p>que no lo sea? Las reglas del juego están rotas. Ellos fueron</p> <p>los primeros en quebrantarlas. Si la Ley no cumple sus</p> <p>obligaciones, nosotros no tenemos por qué hacerlo. En un</p> <p>mundo de muñecos de carne y plástico, las leyes y las normas</p> <p>no significan ya absolutamente nada.</p> <p></p> <p>—Velda, seamos o no marido y mujer... te amo.</p> <p></p> <p>—Yo también a tí, Rod. —susurró ella, oprimiendo un</p> <p>brazo de él cálidamente. Apoyó su cabeza en el pecho de</p> <p>Miller—. Yo también... por eso te salvé de la falsa Velda,</p> <p>mi contrafigura. Por eso estamos ahora aquí, luchando quizás</p> <p>por un imposible. No me resigno a perderte.</p> <p></p> <p>—Tampoco yo a ti. Lucharemos contra todos, si es preciso. No nos vencerán. Antes de eso, terminaremos con</p> <p>nuestras propias vidas para no ser un festín,</p> <p></p> <p>—Sí, Rod. Eso es lo único que nos queda por hacer...</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;"><strong>* * *</strong></p> <p></p> <p>—Londres. Estamos llegando, Rod...</p> <p>El asintió. Manipuló los mandos de la pequeña nave.</p> <p>Estaba amaneciendo en Europa. El vuelo había sido rápido.</p> <p></p> <p>Se dispuso a descender en un claro, cerca de la capital</p> <p>inglesa. El vehículo múltiple perdió altura. Los ojos de</p> <p>Miller, se fijaban en el suelo del país británico donde esperaban hallar refugio momentáneo, donde tal vez aún fuera</p> <p>tiempo de advertir a las autoridades, de evitar el horror, de</p> <p>ocultarse en lugar seguro y reanudar la lucha con esperanzas</p> <p>de la victoria final...</p> <p></p> <p>—Mira, Rod... ¡Mira! —susurró de pronto, Velda con voz</p> <p>ronca.</p> <p></p> <p>Señalaba abajo, el lugar adonde dirigían el vehículo para</p> <p>tomar tierra. Rod miró en esa dirección. Lanzó un juramento.</p> <p>Su rostro palideció, crispándose las manos en los mandos de</p> <p>la pequeña nave biplaza.</p> <p></p> <p>—Maldición... —jadeó—. Es tarde...</p> <p></p> <p>Era tarde, sí. Acababa de descubrirlo. Velda le había</p> <p>mostrado la cruda realidad, lo que les esperaba en Londres,</p> <p>si llegaban a descender.</p> <p></p> <p>Mujeres. Muchas mujeres con la mirada fija en el aire,</p> <p>esperando en la zona de aterrizaje de vehículos aéreos. Mujeres de mirada fría y expresión deshumanizada. Mujeres</p> <p>hermosas, pero crueles.</p> <p></p> <p><i>Ellas</i>...</p> <p></p> <p>Elevóse la nave rápidamente otra vez. Un apagado clamor</p> <p>llegó del suelo. Manos airadas se alzaron hacia ellos, amenazadoramente. Se dispersaron las mujeres, tal vez para ponerse en acción, para informar a otras, para hacer cuanto estuviera en su mano, encaminado para darles caza, de un modo u otro.</p> <p>Momentos más tarde, descargas de baterías antiaéreas sacudían el cielo inglés, estallando en negros nubarrones amenazadores no lejos de ellos. la pequeña nave se bamboleó violentamente. Velda se aferró a Rod, y él mantuvo firme la presión sobre los mandos.</p> <p>—Es inútil... —jadeó ella—. Ya dominan Inglaterra también... Esto es el fin, Rod. No podemos enfrentarnos a cientos, miles de ellas. Ya ves: incluso controlan los mandos militares, las defensas antiaéreas, posiblemente el Ejército todo...</p> <p>Hábilmente, Rod eludió nuevos impactos antiaéreos, se elevó al máximo que permitía su pequeño vehículo aéreo, y se alejó vertiginosamente de la zona de peligro, siempre perseguidos por los estallidos de los proyectiles de defensa aérea de las Islas Británicas.</p> <p>Se adentraron sobre el continente europeo. Pero ya sus esperanzas, las pocas que pudieron alimentar hasta entonces, se habían difuminado triste y lastimosamente. El terrible cáncer de las criaturas artificiales se había extendido inexorablemente hasta Europa. Y eso era sólo un inicio de que la misma situación podía existir en todas partes. El mundo, así, se convertiría en un lugar hostil, donde era imposible sobrevivir.</p> <p>—No podemos separarnos uno de otro, si queremos estar seguros de que seguiremos siendo nosotros mismos, Rod —le advirtió Velda—. Recuerda lo que sucedió con tu infortunado amigo Milton, en sólo dos horas que estuvimos ausentes...</p> <p>—Sí —asintió sombríamente—. Ya lo había pensado. Solamente permaneciendo unidos, seguiremos siendo nosotros mismos. Y si hemos de terminar aniquilados por esa horda de monstruos... que sea así sin separarnos, en un destino común...</p> <p>Se apretaron las manos en silencio, se miraron a los ojos. Sus bocas se aproximaron. Fue un beso cálido, apasionado, que se hizo largo, desesperado, mientras el piloto automático mantenía rectilíneo el vuelo veloz del pequeño vehículo, sobre Francia.</p> <p>Rod y Velda sintieron arder sus cuerpos con la pasión y la mutua atracción. Al mismo tiempo, se daban cuenta desesperadamente de que quizás ni siquiera el amor les estaba permitido ya. Sólo disponían de aquel refugio en las nubes, y tal vez solamente en forma momentánea. No tenían tiempo. Ni tenían ocasión. Sólo ahora, el presente...</p> <p>Y sin darse cuenta, sus manos buscaron mutuamente acariciar el cuerpo de su pareja. Sus bocas siguieron estrujándose con ardor. Y de modo insensible casi, llegaron a la mutua posesión, en un estallido de goce y de placer supremos.</p> <p>Al menos ya eran uno del otro. Lo que llegara después, importaba menos. Estaban dispuestos a encararse con lo peor. Y sabían qué era lo peor, en estos momentos, lo sabían mejor que nadie...</p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;"><strong>* * *</strong></p> <p></p> <p>Todos los intentos eran vanos.</p> <p>Había establecido contacto por radio con todas y cada una de las estaciones de control de aeropuertos y helipuertos mundiales. La respuesta era siempre la misma: zumbidos, interferencias... y silencio.</p> <p>Las criaturas de laboratorio poseían, evidentemente escaso índice intelectual y maquinaria. Eran como monigotes crueles sólo dispuestos a matar y a devorar seres humanos. Su cerebro era pobre, evidentemente. Ni siquiera eran capaces de fingir, manteniendo comunicaciones para engañar</p> <p>a las víctimas y conducirlas a una trampa mortal.</p> <p></p> <p>—Nada... —resopló Rod, tras un último intento estéril—.</p> <p>Sigue sin responder. Ni en Europa, ni en el Norte de Africa...</p> <p>ni tan siquiera en el Oriente Medio. No hay nadie en las</p> <p>emisoras y receptores de radio. No saben manejarla es obvio.</p> <p>Sencillamente esperan. Esperan a que descendamos, a que</p> <p>se agoten nuestras fuerzas... o a que sea la batería energética</p> <p>del vehículo la que llegue a su fin.</p> <p></p> <p>—¿Cómo está en estos momentos? —Se interesó Velda,</p> <p>preocupada.</p> <p></p> <p>—¿La batería iónica? —Rod consultó el tablero. Meneó</p> <p>la cabeza de un lado a otro—. Mal. Se agota por momentos.</p> <p></p> <p>—¿Cuánto tiempo de autonomía tenemos en este vehículo, Rod?</p> <p>—En vuelo no más de cinco o seis horas. Rodando por</p> <p>tierra el doble o algo más.</p> <p></p> <p>—Descender, es entregamos en sus manos. «Ellas» pueden bloquear carreteras y rutas, rodearnos en breve...</p> <p>—Lo sé. Tenemos que seguir volando.</p> <p>—¿Hasta dónde? ¿Qué lugar podemos alcanzar, en cuatro</p> <p>horas lo cinco?</p> <p></p> <p>—No sé... Como máximo, Asia o el sur de Africa, según</p> <p>la ruta a seguir. Ahí terminará todo.</p> <p>—Asia... —meditó Velda, enarcando las cejas—. El sur</p> <p>de Africa... ¿Por cuál te decides?</p> <p></p> <p>—No tengo ni idea, Velda. ¿Cuál puede ser mejor?</p> <p></p> <p>—Quizás ninguno. Pero hay que elegir. Es la última</p> <p>oportunidad...</p> <p>—La última... Sí, tienes razón —Rod Miller reflexionó</p> <p>unos momentos. Luego miró atrás, a las tres armas que eran</p> <p>su única oportunidad de seguir luchando—. Cuando esas</p> <p>cargas térmicas se agoten... habrá llegado el fin.</p> <p></p> <p>—Espera... —los ojos de Velda brillaron vivamente de</p> <p>pronto—. Tengo una idea...</p> <p></p> <p>—¿Cuál?</p> <p>—No lo sé. Quizás no resulte. Pero es una posibilidad,</p> <p>aunque remota. Si resulta bien... podría ser nuestra salvación.</p> <p>Nuestro baluarte para empezar de nuevo, para luchar,</p> <p>resistir...</p> <p></p> <p>—No te entiendo, Velda.</p> <p></p> <p>—Es igual. Ya te contaré. Es mejor no anticipar acontecimientos, por si luego todo fracasa. Sigue la ruta de Africa,</p> <p>hacia el sur. Pero no llegues hasta el límite del combustible.</p> <p>Yo te diré dónde tomar tierra. Y que Dios nos ayude.</p> <p></p> <p>—Va a hacer falta, Velda... —Rod la miró, perplejo,</p> <p>maniobrando hacia el sur de Africa—. No entiendo lo que</p> <p>estas pensando, pero... adelante con tu idea. Ya me dirás</p> <p>dónde intentamos tomar tierra.</p> <p>—Te lo diré, Rod —sonrió ella—. Va a ser en el lugar</p> <p>más amplio donde pueda ponerse el vehículo, te lo aseguro...</p> <p></p> <p>Y no dijo más. Rod había puesto a tope de velocidad el</p> <p>pequeño vehículo de múltiples aplicaciones. Hendieron el</p> <p>aire quieto y soleado de Africa, descendieron hacia las zonas</p> <p>ecuatoriales del Continente Negro.</p> <p></p> <p>Las verdes pupilas de Velda tenían un brillo especial,</p> <p>decidido y esperanzado. Como si, realmente, confiara más de lo que daba a entender, en el acierto de su idea.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;"><strong>* * *</strong></p> <p></p> <p>—Ya, Rod.</p> <p></p> <p>—¿Ya? —El enarcó las cejas, asombrado, mirando abajo,</p> <p>a la inmensa llanura dorada, donde el sol brillaba cegadoramente. Pese al aire acondicionado del interior del vehículo</p> <p>aéreo, se enjugó el sudor del rostro—. Velda... ¡si sobrevolamos el desierto de Etiopía!</p> <p>—Exacto, querido —asintió Velda, triunfante en su tono—. El lugar más cálido y seco de Africa... Cuarenta grados centígrados de media anual, que a veces puede alcanzar los cincuenta o sesenta... ¿Te das cuenta? CALOR, Rod... ¡CALOR!</p> <p><i>— Calor</i>... —los ojos de Rod brillaron—. Cielos, entiendo... El enemigo número uno de esos seres, donde el plástico se mezcla con la carne humana... Un calor elevado... hará imposible su supervivencia, alterará los tejidos plastificados de su cuerpo...</p> <p>—Esa era la idea, Rod. El único ambiente adverso para ellos... Los pocos lugares del mundo donde no puedan actuar esos monstruos... Desiertos, páramos, yermos, zonas cálidas, sin humedad, fuego abrasador... ¡Sólo aquí podemos sobrevivir y convivir con otros seres humanos, aunque estos sean nómadas, tribus africanas del interior! Lo importante es que ellos sí son humanos. Tal vez los únicos que queden con vida.</p> <p>—Será la burla más terrible para el ser civilizado y su mundo demolido —comentó sarcásticamente Miller—. Sobrevivirán las tribus, los poblados, los habitantes de los desiertos y las sabanas... ¡y morirá el resto de la supercivilizada humanidad, la del consumo, el aire acondicionado, los electrodomésticos y la vida cómoda!</p> <p>Descendió la pequeña nave, tras vislumbrar la cercanía de un pequeño poblado o destacamento europeo, posiblemente dedicado a la investigación o a la protección de regiones naturales de aquellas zonas.</p> <p>Un lugar donde podían escucharles, conocer la triste realidad que se cernía sobre el caótico mundo agonizante, en el que sólo ellos serían la gran esperanza de la Humanidad futura. Ellos, los que vivían en lugares aislados y abrasadores del mundo...</p> <p>Momentos más tarde, escoltados por numerosos miembros del poblado negro, así como soldados nativos, armados de sencillos rifles, eran conducidos en presencia de un pelirrojo individuo vestido de caqui, sudoroso y con la sola ayuda de un ventilador vulgar, que no bastaba a aliviar el intenso calor reinante dentro del edificio europeo de largo porche.</p> <p>—Soy el profesor Randolph Donovan, del Real Instituto Británico de Conservación Ecológica —se presentó, estrechando las manos de ambos, cordialmente—. ¿Y ustedes?</p> <p>Se lo relataron. El profesor, atónito, no daba crédito a lo que escuchaba. Pero, finalmente, se quedó mirando una silenciosa emisora-receptora de radio que tenía en un ángulo de su despacho, y volvió a enjugarse el sudor, mucho más copioso ahora. El arcaico ventilador que Rod contemplaba casi con afecto, agitó su rizoso pelo rojizo.</p> <p>—Dios mío... —susurró—. No podría creerlos. Hubiera imaginado que estaban locos los dos... si no fuera porque hace dos días que no logro comunicar con lugar alguno civilizado, y esa radio sólo emite ruidos y zumbidos molestos, sin que nadie responda ni nadie llame... Ahora lo entiendo, amigos míos...</p> <p>Rod Miller y Velda Volkan se miraron en silencio. Era magnífico ver que alguien podía creer fácilmente sus palabras. Luego, el profesor inglés les pidió, con voz ronca:</p> <p>—Por favor ¿quieren relatármelo todo, desde el principio, detalladamente?</p> <p>—Sí, profesor —asintió Miller—. Luego tendremos que ver lo que se hace...</p> <p>—De momento sólo una cosa: permanecer aquí, prepararlo todo para que el calor siga protegiéndonos. Crearemos grandes espejos para reflejar con mayor fuerza el sol... Mantendremos la temperatura salvadora. Diariamente, todos nos someteremos a una prueba calorífica para comprobar que no hay «extraños»... Es el único camino inicial, amigos míos: sobrevivir. Después... veremos si se puede luchar, pasar a la ofensiva... De momento, bien venidos al poblado etíope de Adda Abban, nueva cuna del hombre futuro... Dios os ha traído aquí. Y aquí intentaremos seguir, contra todo lo que nosotros mismos, los hombres ciegos y locos, hemos creado para nuestra destrucción...</p> <p>Velda y Rod se miraron. Se apretaron las manos, con un suspiro de alivio.</p> <p>—Estaba segura, Rod —musitó ella—. Estaba segura de que era la última esperanza...</p> <p>—Dios te bendiga, cariño. Por esto... y por tantas otras cosas.</p> <p>La rodeó con sus brazos. Besó aquellos labios carnosos y cálidos. Ella le devolvió larga y ardientemente el beso.</p> <p>El profesor Randolph Donovan, sonrió. Cachazudamente, encendió su pipa y les miró afectuosa, tiernamente.</p> <p>—Ustedes serán los nuevos Adán y Eva. Los blancos, por supuesto. Aquí tenemos muchos otros, de piel negra. Espero que esta lección nos sirva alguna vez, en el futuro. Y que no volvamos a destruir nuestro propio mundo. Este será, algún día, llamado el Nuevo Paraíso Terrenal del Hombre. Si es que alguien se acuerda de nosotros, cuando todo ese horror haya pasado...</p> <p>Rod Miller y Velda no le contestaron. Tal vez ni siquiera le oían.</p> <p><img src="/storefb2/G/C-Garland/Criaturas-Artificiales/i1"/> Y el profesor Donovan tampoco insistió. Después de todo, ellos, la joven pareja, se merecía ya este momento de descanso, de relajamiento, de olvidar la pesadilla vivida, y pensar solo en ellos.</p> <p>Luego habría tiempo de ocuparse nuevamente de la supervivencia humana. De luchar contra las criaturas artificiales que invadían el mundo.</p> <p>Y tal vez, también, de vencerlas...</p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;"><strong>FIN</strong></p> <!-- bodyarray --> </div> </div> </section> </main> <footer> <div class="container"> <div class="footer-block"> <div>© <a href="">www.you-books.com</a>. 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