Datos del libro
Autor: Garland, Curtis
©1978, Editorial Astri, S.A.
Colección: Astri ciencia ficción, 13
ISBN: 9788475904245
Generado con: QualityEbook v0.60
AMAZONAS DE LAS GALAXIAS
URTIS GARLAND
© CURTIS GARLAND
Texto
© ALMAZAN
Cubierta
1ª edición: agosto de 1987
1ª edición en América: febrero de 1988
Esta publicación es propiedad de
EDITORIAL ASTRI, S.A.
Apto. Correos 96008 — Barcelona
ISBN: 84-7.590-424-6
Depósito legal: M-28.232-1987
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Tel. 28 12 00
08006 Barcelona
Printed in Spain — Impreso en España
1
A supernave Galax-09 era como un destello de luz perdido entre millones de luces cósmicas. Como una estela luminosa trazada por un astro errante a través de la negrura infinita del Cosmos.
Sin embargo, esa insignificancia aparente lo era sólo en comparación con la grandeza sin límites del Universo. Vista de cerca por algún observador, le hubiera parecido un auténtico coloso del espacio.
Y, realmente, lo era.
Flotaba en el gran vacío interestelar, aparentemente inmóvil. Eso era otro espejismo. Su velocidad era realmente fabulosa. Una velocidad más allá de lo imaginable por los habitantes de muchos planetas que se podían considerar civilizados.
Ahora, en los momentos en que se deslizaba por el negro sin límites, salpicado por los miles de millones de cuerpos celestes, llevaba en realidad una velocidad que se podía considerar de crucero.
Pero el Galax-09 podía llegar a marchas infinitamente superiores. Incluso era capaz de viajar entre diversos sistemas planetarios en períodos de tiempo asombrosamente cortos. Su ultravelocidad, superior a la de la luz, la podía convertir, en esos momentos, en un simple borrón de luz que pasase como una exhalación hacia distancias consideradas inaccesibles.
Sin embargo, no siempre era preciso recurrir a sus reactores de energía hasta situarlos a tope de rendimiento. Por ello en estos instantes, el comandante de la supernave conducía ésta a velocidad normal. Que en el Galax-09, por supuesto, era ya de por sí una marcha vertiginosa, aunque por carecer de puntos de referencia, un hipotético observado,» desde cualquiera de las estrellas que iban desfilando a su paso, hubiera creído que permanecería inmóvil en el gran vacío del infinito.
—Todo sin novedad, señor — informó Val Ingram, Astronauta Primero de la supernave, hablando a través del videófono, desde el centro de control de nutrición y mantenimiento de la gigantesca forma volante—. El viaje empieza a resultar incluso aburrido, ¿no le parece?
Mejor así — suspiró Kral Vander, comandante de la supernave, desde su puesto de mando, ante la gigantesca pantalla receptora de las imágenes del exterior. Se volvió a su compañero, el Astronauta Segundo Art Obben, con una sonrisa—: Nuestro amigo Ingram se aburre en este viaje, ¿qué le parece?
—Sin duda imaginaba una vida llena de apasionantes peripecias, al formar parte de esta tripulación — rió de buena gana Obben—. Tiene mucha imaginación, eso es evidente.
Me gusta la gente con imaginación. Pero uno no siempre puede inventarse diversiones para los que disfrutan con las emociones fuertes.
Un viaje en un Galax, ya es de por sí toda una emoción, ¿no cree?
Por lo visto, no para el amigo Ingram — se encogió de hombros el comandante Vander—. El imaginaba que hallaríamos peligros en nuestro viaje. En realidad, ese peligro puede ser real en cualquier momento, cuando se recorren las galaxias durante años enteros.
—Años... — suspiró Obben—. Lo cierto es que para nosotros no parece un tiempo tan largo...
—Es la relatividad del tiempo, y todo eso. Yo pensé a veces que eran simples hipótesis científicas, y nada más. Pero desde que me convertí en un astronauta, lo aprendí por mí mismo: realmente, el tiempo que transcurre para los que dejamos en nuestro mundo, es muy diferente al que transcurre aquí para nosotros, viajando por el Universo. Ya se irá acostumbrando a eso, Obben.
—Es posible, señor... Por eso se requiere no tener familia esperándole a uno. No sería buena cosa dejar una esposa y unos hijos, o una novia o unos hermanos, y regresar para encontrarse uno con los bisnietos propios o con los de la novia de uno, cuando los seres queridos llevan ya generaciones enteras enterrados... No, no estaría bien. Aun así, uno sabe al partir que ya no volverá a ver a los amigos jamás, y que las cosas que dejó en su mundo, ya no serán nunca iguales a como eran. Me pregunto qué sucederá, exactamente, cuando regresemos... si es que lo hacemos alguna vez, señor.
—Yo también me lo he preguntado muchas veces — suspiró Kral Vander, sacudiendo la cabeza pensativo—. Pero ya he dejado de torturarme con la idea. Procuraré que, cuando llegue ese día, la impresión al enfrentarme a una época que no es la mía ya, no sea demasiado fuerte. Creo que lo mejor es no pensar en ello demasiado, y concentrar todos los pensamientos en el presente. Un nuestro presente, por supuesto.
—Sí, señor, tiene razón — admitió gravemente Obben—. Sólo cuenta este presente que vivimos. Aunque sea aburrido, como dice Ingram.
No se habló más. Absolutamente nada más, mientras los dos astronautas se ocupaban de comprobar los datos técnicos de la computadora de vuelo, para tener en todo momento perfectamente controlada la situación a bordo en aquella larga, Interminable singladura a través, de las galaxias.
Porque la supernave era, justamente, eso: un vehículo intergaláctico de gigantescas proporciones y muy escasa tripulación. Los hombres precisos para manejar los complicados mandos a través de la minuciosa programación de un gran cerebro electrónico central, auténtico motor y mente mecánica del ingeniero celeste.
La misión de la supernave era recorrer el espacio, investigar científicamente planetas y estrellas, comprobar la posibilidad de existencia inteligente o simplemente animal en otros sistemas solares o en el conjunto total de otras galaxias.
Todo ello, allá en la inmensidad cósmica, en una zona situada más lejos de Andrómeda, entre uno y diez millones de años-luz de esa constelación gigantesca.
Allí donde razas de hombres moraban en mundos infinitamente lejanos de otros, donde, quizás, también moraban seres de su especie, de los que nunca oirían hablar, por mucho que vivieran y viajaran, porque incluso la Galax-09 tenía sus límites, y a veces la existencia del Hombre se hallaba muy oculta en algún remoto rincón del Cosmos, en algún insignificante, lejanísimo e insospechado Planeta Azul al que ellos nunca llegarían y del que nunca llegarían a saber nada.
Ellos pertenecían a otras galaxias muy distintas, a regiones donde los astros eran incontables y formaban nebulosas radiantes de luz en las noches sin fin del espacio interestelar. Donde la técnica y la ciencia de los humanos había alcanzado ya cotas inimaginables en otros mundos posiblemente habitados por razas inteligentes.
Y aquel viaje sin final que habían aceptado realizar, estaba patrocinado por el Comité de la Ciencia y la Civilización del planeta Kloot en la galaxia Uria. Ellos querían llegar más allá, descubrir alguna posibilidad de existencia inteligente en su vecina galaxia Dolías, situada solamente a medio millón de años-luz. Y los años, en Klaat, eran bastante más largos que en otros planetas, dada la duración de su día y de su noche y, en consecuencia, la de sus semanas, meses y estaciones, si bien todo eso tenía nombres muy diferentes y complejos, que a otro humano de un lejano planeta le hubieran resultado totalmente ininteligibles.
Pero la mente humana, a fin de cuentas, viene a ser siempre la misma, esté donde esté y llame a las cosas como las llame. Otro humano, sin duda, hubiera aprendido pronto a traducir a su propia lengua y concepto de las cosas los términos y costumbres de los habitantes de Klaat, el gigantesco planeta de la galaxia Uria.
Quizás en todo ello iba pensando de un modo puramente intuitivo el astronauta Val Ingram, encargado del mantenimiento de a bordo en todos sus detalles, desde los cultivos de algas en el acuario especial de la nave — las algas, además de producir el oxígeno adecuado, podían ser un alimento vital en circunstancias extremas o difíciles—, hasta el funcionamiento de los reactores, al alimentamiento energético de las baterías de a bordo, el correcto clima, gravedad y aire respirable en el interior de la nave, su iluminación y otros detalles de los que dependían sus propias vidas.
Solamente ellos tres, junto con una decena escasa de hombres que se ocupaban de los trabajos puramente manuales y mecánicos, viajaban a bordo del Galax-09. Posiblemente no sabían lo que significaba la palabra «superstición», y la idea de ser a bordo exactamente trece personas, no significaba para ellos absolutamente nada. Ser trece, no podía ser buena ni mala suerte para ninguno, por la sencilla razón de que, educados en un mundo científico y cerebral por encima de todo, no había lugar en su mente para ideas arcaicas.
Val Ingram era el más joven e inquieto de los viajeros de la supernave. Estaba metido en aquella aventura por su afán de conocer siempre algo más, por llegar más lejos que nadie. Cierto que había pasado duras pruebas para que el Comité le aceptase en su Misión Exploración, como la habían llamado. Pero finalmente, resultó elegido, Y junto con el comandante Vánder y el astronauta Obben, viajaba entre los núcleos de estrellas, feliz de encontrarse en lugares tan maravillosos, lejos de todo lo habitual y rutinario. Así era Val Ingram, el rubio muchacho de soñadores ojos azules y expresión ingenua.
Contemplando el desfile incesante de planetas, soles, estrellas y asteroides, a través del gran visor de su nave, daba rienda suelta a su imaginación, sin descuidar en ningún momento la vigilancia de los niveles de control situados ante él.
Soñaba con el momento de poner el pie en otros mundos, aunque eso no formaba realmente parte de su tarea. La misión exploratoria se limitaba a viajar en el Galax-09, sin necesidad de descender a terreno alguno, salvo por circunstancias especiales y previa aprobación directa del Comité, o por decisión personal del comandante Vander, en el caso de interrumpirse las comunicaciones con la Base o de surgir una emergencia imprevista.
La nave, en momento alguno podía posarse en ningún, planeta. Era demasiado grande para ello. A bordo, sin embargo, existía una pequeña nave de tres plazas que podía hacerlo, representando la supernave el papel de nave-nodriza en tal caso. A esa pequeña nave la llamaban Módulo XY, y era una de las cosas con las que soñaba la impaciencia aventurera e imaginativa del joven Ingram.
Viajar en ella y posarse en algún mundo desconocido, era el sueño de toda su vida como astronauta. Pero todavía no se había presentado esa ocasión. Y, como decía el propio comandante Vander, quizás no se llegara a presentar jamás. Pese a la esterilización rigurosa de trajes espaciales, nave módulo y todo lo demás, podían contaminar con algún germen a los mundos desconocidos que pretendieran alcanzar y pisar. O, por el contrario, una forma de vida diferente o una espora dañina, podía ser transportada por ellos desde ese hipotético mundo y causar un desastre a bordo de la supernave.
—En resumen... — se dijo el joven Ingram con un suspiro, mientras cumplía rutinariamente su tarea y mantenía constante contacto con la sala de controles de mando de la nave —que todo seguirá igual durante el resto de nuestro viaje, y habremos pasado aquí una eternidad sin que las emociones lleguen jamás...
Era la hora del almuerzo. La falta de concepto del tiempo dentro de la Galax-09, se corregía mediante un zumbido y una señal luminosa adecuada, que marcaba los horarios, a despecho de la ausencia de sol diurno o de horario nocturno. La luz verde parpadeó. Significaba el almuerzo. Otra luz naranja era el desayuno, y una luz azul la cena.
Ingram suspiró, pulsando un botón blanco, cuadrangular, sobre la pared. Se abrió un panel plástico, y emergió una bandeja luminosa, cotí una bandeja de material refractario blanco, en la que se veían alimentos concentrados. Un vaso del mismo material, contenía la bebida recién preparada por los hidratantes de líquidos concentrados.
Atacó la comida, compuesta de gelatinas, extractos y cremas concentradas, con sabor a carnes, pescados o cualquier otro alimento. No podían hacer olvidar la comida normal de su planeta, pero & bordo era preciso alimentarse así.
El líquido tenía un grato sabor de buena cerveza, pero Ingram sabía que ni siquiera era eso, sino agua con un concentrado de sabor a cerveza, vino o el líquido que se quisiera tomar en las comidas.
—El día que vuelva a ver ante mí un dorado trozo de carne asada, rodeada de vegetales bien sabrosos, y rociado todo ello por una espumeante cerveza de verdad o un buen vaso del vino rojo de Chaghka, no podré creérmelo e imaginaré que estoy soñando... Si es que ese día llega realmente alguna vez — se quejó Ingram.
En ese instante, el vaso con el liquido de falsa cerveza, cayó de su mano. Sus azules ojos se clavaron, estupefactos, en la gran pantalla visora.
Olvidándose súbitamente de todo, se precipitó al intervisor, y pulsó con energía la tecla de llamada, informando :
—¡Atención, atención! ¡Aviso de urgencia! ¡Cuerpo desconocido en radio visual! ¡Cuerpo inmóvil en nuestro curso» a menos de cinco grados, coma, siete! ¡Conecto el computador para más datos!
* * *
—¡Señor, señor, vea esto! ¡Ingram acaba de informar!
El comandante Kral Vander, que también almorzaba en esos momentos, giró la cabeza, sorprendido, hacia la puerta de comunicación con la cabina de mando. Art Obben, oficial de servicio en esos momentos, entraba con una lámina plástica en la que el corredor central había impreso una nítida imagen del espacio, y debajo un texto con letras luminosas, de color rojo, que parecían parpadear desde la superficie plástica:
CUERPO DESCONOCIDO A CINCO GRADOS Y SIETE DECIMAS DEL CURSO TRES.
NATURALEZA IGNORADA. NO ES UN ASTEROIDE. NO DA SEÑALES NI LA RECIBE. INMOVILIDAD ABSOLUTA EN EL ESPACIO.
Ceñudo» Vander contempló la fotografía. En ella era visible una forma alargada, oscura, flotando en el vacío negro, salpicado de remotos astros, allá en la distancia.
—¿Ha cambiado el rumbo, Obben? — indagó.
Naturalmente, señor. Apenas llegó el informe de Ingram, varié a seis, coma tres y pasé al Curso Cuatro de navegación.
—Bien — se frotó Vander el mentón, pensativo—. ¿Qué cree que tenemos delante?
No sé, señor. Es un cuerpo sólido. La computadora trata de analizarlo a través de un examen espectopográfico a distancia. Parece que tiene alguna dificultad para ello.
—¿Un campo magnético alrededor? — comentó Vander, la mirada fija en la forma oscura, oblonga, que aparecía en la carta celeste electrónica.
Muy posible, sí. Lo sabremos en seguida. Nos estamos aproximando por babor a ese objeto o lo que sea. Si a menor distancia no logramos nada, nos alejaremos, para evitar el peligro de una colisión. Nuestra proximidad es obvio que, dado el volumen y peso de ese cuerpo, haría que se sometiese a nuestra fuerza gravitatoria, y nos lo llevaríamos a remolque o se estrellaría contra nosotros, según el caso.
—Ya había pensado en ello —el comandante dejó su almuerzo, pasando a la cabina de mando, donde la computadora zumbaba con intensidad, esforzándose en su tarea. Miró a la pantalla visora, y enarcó las cejas—. No se aprecia nada, sólo su perfil negro. —¿puede aproximar más la imagen, Obben?
—Claro, señor. Ya lo hice antes. Tampoco se ve nada. Es borrosa la forma.
Lo comprobó en seguida cuando aproximó la visual a un plano cercanísimo. Algo, en torno a la forma, diluía los perfiles de ésta.
—Seguro que hay un campo magnético — gruñó Vander—. Vea, ya sale información del conmutador. Démela, por favor.
—Inmediatamente, señor —asintió Obben, arrancando la hoja plástica de la ranura del mecanismo electrónico—, Aquí la tiene...
Kral Vander tomó el Informe cibernético. Las luminosas letras rojas expresaban esta ver datos más concretos :
CAMPO DE RADIACION EN TORNO IMPIDE EXAMEN MAS COMPLETO. NO ES UN ASTEROIDE. ESTA COMPUESTO DE MATERIALES CON ALEACCION METALICA. ALGO, EN SU INTERIOR, EMITE DEBILES SEÑALES ELECTRONICAS DE MUY ALTA FRECUENCIA.
NO PARECE HABER INDICIOS DE PELIGRO EN ESAS RADIACIONES. EL OBJETO ES ACCESIBLE.
Vander estudió ese texto. Luego, levantó la cabeza, mirando a Art Obben. Exhaló un suspiro:
—Avise a Val Ingram — ordenó —Vamos a darle una satisfacción inesperada. Que prepare el Módulo XY. Lo ocupará con un miembro de la tripulación... y descenderá a ese cuerpo misterioso.
—Sí, señor — asintió Obben, respetuoso. Pero mostró su recelo—: ¿Cree que será prudente hacerlo?
—No lo sé. Pero quiero salir de dudas respecto a ese objeto. Aunque creo saber ya lo que es, Obben: sencillamente, nos encontramos ante una nave espacial de origen desconocido...
2
NA nave espacial.
De origen desconocido. De naturaleza absolutamente ignorada. Un misterio completo, al menos por el momento.
Excitado, con el corazón latiéndole con fuerza bajo el tejido hermético de su rojo vestido espacial, liviano y seguro. Val Ingram se aproximaba al oscuro objeto flotante en el inmenso océano del vacío, procurando mantener la serenidad.
Junto a él iba acomodado uno de los miembros de la tripulación del Galax-09, el astronauta Uro, a quien eligiera apara aquella misión. Era un individuo frío, sereno, algo huraño, pero muy eficiente en tareas mecánicas y electrónicas. Ignorando la naturaleza del cuerpo que iba a visitar, Ingram pensó que Uro sería la persona más idónea.
—¿Preocupado, Uro? — preguntó, mientras el Módulo XY planeaba sobre la forma oblonga de color oscuro que permanecía inmóvil ante ellos.
—Un poco, señor — admitió su compañero, arrugando el ceño, fija su mirada-en el objeto misterioso—. Creo que es la primera vez que se utiliza el módulo...
—Exacto — sonrió el rubio joven—, A ambos nos cabe ese honor. También es la primera vez que la misión del Galax-09 se aproxima a algo desconocido, que puede ser una nave procedente de otro mundo. Tiene mucho de fascinante, ¿no?
—Según como resulte —fue la precavida respuesta de Uro, no tan entusiasta como él, ni mucho menos.
Ingram no insistió en el tema. En vez de ello, se concentró en el manejo del módulo. Conectó el intervisor, para hablar con su superior :
—Comandante, me aproximo ya al objeto — informó—. ¿Lo abordo ya?
—Primero compruebe si las radiaciones son inofensivas o no. Si fuera así, adhiera el módulo al fuselaje de esa posible nave. Y busque la entrada. Pero adopten toda clase de precauciones. No sabemos lo que podemos encontrarnos ahí dentro, recuérdelo... De algo podemos estar seguros: esa nave no ha salido nunca del planeta Klaat. Acaban de confirmármelo desde el Comité.
—Bien, señor. Entonces, quizás estemos ante un descubrimiento sensacional — los azules ojos de Ingram brillaron, excitados—. Adelante con esto... ¡y que tengamos suerte!
El módulo giró en tomo a la nave misteriosa. Detectó Ingram las radiaciones, y las hizo analizar por el computador de corta distancia. El resultado fue esperanzador, en la pantalla fluorescente aparecieron unas letras verdes :
NO HAY PELIGRO. RADIACION INOFENSIVA, SOLO PROTEGE LA NAVE DE INVESTIGACIONES EXTERNAS.
Era lo que quería saber. Manipuló los mandos hábilmente. El módulo se aproximó más a la forma flotante e inmóvil. Un brazo metálico surgió del mismo. Se adhirió como una ventosa al objeto. La unión estaba lograda.
—Ahora... a buscar una entrada. Y a franquearla, si ello es posible —dijo Ingram a Uro.
Este asintió, tomando su caja de herramientas. Era su especialidad, y ya no parecía tan preocupado como antes. Abrieron la cabina, emergiendo al exterior. Flotaron, sujetos por los cables de seguridad al módulo, en ®1 vacío ingrávido exterior. Parecieron bucear en el mar del espacio, hasta apoyarse sus pies en la superficie metálica, oscura, de lo que parecía una nave sin aberturas. Su calzado magnético se adhirió al metal negro.
Sus manos, con guantes de ventosas, recorrieron esa superficie en busca de rendijas o de orificios.
—Aquí está —oyó por el interfono la voz de Uro, su compañero—. Es una escotilla circular, apenas visible.
Los aparatos mecánicos de Uro habían localizado la abertura, pero estaba herméticamente ajustada, hasta parecer invisible en la superficie oscura del curvo objeto con forma de cilindro rematado en puntas redondeadas.
—¿Se puede abrir? — indagó Ingram reuniéndose con él.
—No sé. Lo estoy intentando. Debe accionarse desde dentro, mediante algún sistema automático. Si detecto su funcionamiento con la sensibilidad de mi electro detector, podremos franquear la entrada. Pero ¿será prudente, señor?
—Sé tanto como usted sobre lo que hallaremos dentro de ese cuerpo — dijo Val con un suspiro—. Pero tenemos que intentarlo, mientras no se evidencie un peligro cierto.
—Hay peligros que no avisan, señor...
—Lo sé. Pero algún riesgo hay que correr, amigo mío. Continúe su tarea.
Uro obedeció en silencio. Aplicaba sensibles piezas detectoras a la superficie de oscuro metal. Finalmente, alzó la cabeza. A través de la escafandra esférica, sus ojos brillaban.
—Ya está, señor — dijo.
—¿Qué ha localizado?
Sonido. Un zumbido determinado. Es el sistema de cierre electrónico. Sistema automático por medio de sensores. Cuando se aproxima a ellos algo o alguien, se acciona la cerradura.
Algo o alguien de ahí dentro, no nosotros, ¿verdad?
—Verdad, señor. Pero intentaré captar exactamente
la vibración sensible, para abrirlo... — pulsó el resorte de una célula fotoeléctrica especial, hasta darle la intensidad requerida.
De pronto, hubo un chasquido.
Y ante la sorpresa emocionada de Val Ingram... empezó a deslizarse, bajo los pies de Uro, una compuerta o escotilla circular, silenciosamente.
—Ya está, señor — musitó Uro—. Abierta la puerta. Son células fotoeléctricas muy sensibles. ¿Vamos a entrar?
—No. Yo lo haré. Usted se queda aquí, vigilando. Comunicaré con usted. Y usted con la nave — señaló arriba, a la forma circular, ingente, salpicada de luces, que era el Galax-09, suspendido sobre sus cabezas, como una bóveda alentadora.
—Bien, señor. Pero tenga cuidado. Puede haber mucho riesgo en...
—Lo sé, Uro. Sin embargo hay que hacerlo. Tal vez haya enfermos en esta nave. O muertos, no sé. Tenemos que intentar ayudarles, siempre que no sean agresivos..
—¿Y si lo fuesen? — sugirió Uro.
Ingram sonrió. Meneó la cabeza dentro de su casco escarlata, con visual transparente, en la que se reflejaban las luces de la supernave y de los lejanos astros.
—Ese es el riesgo que debemos correr — fue cuanto dijo, antes de hundirse en las negruras misteriosas de la silenciosa nave inmóvil que parecía muerta en el gran vacío, como un gigantesco ataúd flotante.
* * *
El interior era sólo oscuridad. Y silencio. Y hasta frío.
Detectó mediante sus comprobadores de ambiente que la temperatura en el interior de la nave misteriosa era inferior a setenta grados bajo cero. Demasiado frío para resistirlo un ser humano.
Pero ni siquiera podía estar seguro de que fuesen realmente humanos los tripulantes de aquel vehículo espacial paralizado en su ruta.
Estaba en un corredor que seguía a la recámara donde le había conducido la escotilla redonda. Un corredor largo y angosto, como el de un vehículo submarino. Pero de muros de un material extraño, mitad metálico, mitad plástico. Liviano y, posiblemente, luminoso. Pero no ahora, en que las tinieblas lo inundaban todo, a bordo de la silenciosa nave.
—¿Alguna novedad» señor? —sonó la voz de Uro en su ínter fono.
—Nada — manifestó—. Recorro un pasillo largo. Hay una puerta al final. Hasta ahora ni indicios de vida. Ni ropas, ni objetos que revelen nada sobre sus tripulantes. Informaré cuando abra esa puerta... si es que puede abrirse.
Llegó ante ella. Era ovalada, de material plástico. La luz dé su lámpara, colgada de su traje espacial para no ocupar sus manos, que esgrimían respectivamente un sensor fotoeléctrico y un arma térmica, por sí no hallaba allí precisamente a unos buenos amigos, reveló sobre esa compuerta unos caracteres escritos, totalmente intraducibles. Eran letras que jamás viera antes de ahora. Las captó con su cámara fotográfica automática, situada en su traje espacial, para transmitir en el acto la imagen al computador central, y que éste tratara de identificar los caracteres e intentar su traducción.
Luego, al aproximar el sensor a la puerta, ésta se deslizó en silencio. Una cámara en sombras, en la que era imposible ver absolutamente nada por el momento, se mostró ante él.
Ingram respiró hondo. Incluso un joven valeroso y decidido como él sentía cierta aprensión a seguir adelante, sumergiéndose en las tinieblas de un mundo que le era totalmente desconocido.
Pero se decidió. Salvó el umbral, hallándose en una cámara semicircular, en la que pudo contemplar a la claridad de su linterna la existencia de unos tableros de mandos y controles, una serie de pantallas de televisión, un computador de extraña estructura, y unos asientos alineados frente a esos mandos.
Pero no vio a nadie. Absolutamente a nadie, vivo o muerto, que significara la presencia de seres inteligentes a bordo de la nave.
Se inclinó sobre los mandos, estudiándolos sin entenderlos totalmente. Pero estaba seguro de que no eran de utilización automática a distancia Aquello no se manejaba por simple control remoto. Además, de ser así, ¿Qué significaban los asientos delante de dichos mandos?
Forzosamente tuvo que haber alguien a bordo alguna vez. Pero ¿quién... y cuándo?
Recorrió toda la sala cuidadosamente, sin encontrar nada en absoluto. Por el interfono, le llegó la comunicación en la voz de Uro:
—¿Algo nuevo? Informe, por favor.
—Sigue sin haber novedad. No veo a nadie, pero existen controles sofisticados. Y asientos vacíos. Hubo alguien en esta nave, si es que no lo hay todavía.
—Señor, he recibido información del Galax-09 — dijo Uro—. Es un mensaje del computador central. Ha traducido el sentido de las letras desconocidas que usted ha transmitido.
—¿Y es...? —tembló de excitación la voz de Ingram.
—Algo así como «Sala de Mando», en una lengua similar a la nuestra, aunque con escritura de otro tipo. La computadora señala una rara afinidad entre la ordenación fonética y gráfica de ese lenguaje y el nuestro.
—¿Quiere eso decir que está escrito por... por humanoides inteligentes? — sugirió Ingram, emocionado.
—Más o menos, señor — asintió Uro.
—Vaya... — Ingram se detuvo de pronto ante otra puerta, situada al fondo de la sala de mandos. Su lámpara y su objetivo fotográfico, captaron otro rótulo sobre la misma, en idénticos caracteres—. Aquí hay otra puerta. Intentaré abrirla. Es posible que ahora sí nos revele la verdad de este misterio... Transmito su texto a la supernave. Espero respuesta inmediata, si es posible, Uro.
—Bien, señor. Mantendré el contacto.
Val Ingram aproximó el sensor a la puerta. Esta no cedió. Alteró la frecuencia de sus ondas, con igual resultado. La puerta no cedía. Tenía un color blanco, terso, y una fosforescencia fría, a la luz de la lámpara. Probó varias veces más, con igual resultado negativo. Resopló, irritado: —
—Uro, no se abre. ¿Puede darme instrucciones desde ahí? He situado el sensor a nivel diez...
—Baje mejor a cero, y vaya subiendo de intensidad décima a décima — sugirió Uro—. Espere, señor. Ya llega señal del computador central. Hay traducción aproximada del texto en esa puerta. El comandante Vander dice que tenga mucho cuidado. Esa puerta advierte que hay detrás algo así como... una cámara de hibernación.
—Hibernación... — repitió Val, perplejo.
—Bueno, crionización, suspensión animada o algo así, ¿entiende?
—Cielos, claro que entiendo. Podría ser que «ellos»... los seres de esta nave... estuviesen ahora... durmiendo un sueño de siglos, sometidos a congelación...
—Es posible. Si altera esa temperatura bruscamente, podría causar su descomposición inmediata y su muerte. Será mejor que regrese, señor. Volveremos a la Galax-09, y traeremos un recipiente de hibernación con nosotros, más un generador de frío. No podemos correr riesgos...
—¡Espere! — jadeó roncamente la voz de Val. Es... es demasiado tarde ya, Uro...
—¿Qué quiere decir, señor? — se alarmó el astronauta que vigilaba en el exterior.
—La puerta... se está abriendo — susurró Ingram.
Y era cierto.
La puerta blanca, fosforescente, se deslizaba silenciosamente de forma lateral. Por un momento, Ingram temió haber desencadenado un horrible desastre a bordo, causando con su curiosidad imprudente la muerte de unos infortunados seres sometidos a estado hibernético.
Pronto se tranquilizó. Su luz destelló sobre un muro que, tras la puerta, parecía como una pared de hielo, interponiéndose entre él y las criaturas del interior.
Sólo que no era hielo, sino un material cristalino, duro e impenetrable. Una pared de vidrio hermético. La protección del frío que mantenía allí, en un sueño glacial, a los viajeros de la misteriosa nave.
La luz de la lámpara de Ingram salvó sin dificultades el muro de cristal, proyectándose suave sobre las formas dormidas, rígidas e inmóviles en sus respectivas cámaras o urnas. Parecían dormir apaciblemente, serenos sus rostros.
Eran humanos, después de todo.
Humanos sin duda inteligentes. Con ropas de brillo metálico.
Algo más que eso. Algo que asombró enormemente a Val Ingran haciéndole pestañear incrédulo.
Todas, absolutamente todas las criaturas allí dormidas en hibernacion... eran mujeres.
Mujeres de una belleza increible.
3
UJERES!
—Exactamente, señor. Mujeres todas. ¡Y qué mujeres, cielos...!
—¿Humanas?
—Más que eso. Bellísimas. Las más hermosas que jamás conocí. Parecen estatuas. La obra de un escultor genial. Pero son seres humanos, de carne y hueso, dormidos bajo el letargo de la suspensión animada.
—Bien. Hay que hacer algo. Si permanecen ahí para siempre, terminarán no despertando jamás... o haciéndolo para morir. Tenemos que ayudarlas, si ello es posible. El lenguaje escrito en sus puertas es inteligente, lo dice el computador. Por tanto, ellas también lo son.
—Pero ¿de dónde proceden, comandante?
—Sin duda de otro planeta que desconocemos — comentó Kral Vander, pensativo—. Nuestra misión es científica y humanitaria. Tenemos que ayudar a quien hallemos en nuestra ruta, ya lo sabe. Esta es la primera ocasión que se nos presenta, no sólo de investigar en una civilización que desconocemos, sino también de prestar ayuda a unos astronautas perdidos en el espacio.
—Unos astronautas, comandante, que son todos ellos... mujeres —le recordó Ingram—. ¿Eso tiene sentido?
—No lo sé. Estamos habituados a nuestra sociedad de signo masculino, y nos sorprende un poco que en otros mundos puedan ser las mujeres quienes desarrollen el más alto nivel profesional, intelectual e incluso físico, llegado el caso. Veremos lo que sacamos en claro de todo ello, si logramos salvar a esas damas y conocer su historia... Hay que sacarlas de esa nave averiada y maltrecha, donde ya nada funciona, y trasladarlas aquí, a Galax-09.
—¿Aquí? ¿Y qué haremos luego con ellas, señor?
—Supongo que podrán decirnos dónde está su mundo, para reintegrarlas a él. Es todo lo que podremos hacer en su beneficio, sin duda alguna.
—¿Cómo se va a efectuar el traslado, sin que peligre la temperatura ambiente de sus urnas de crionización?
—Eso lo resolveremos de acuerdo con nuestros recursos, y el consejo y colaboración del astronauta Rolff, que es nuestro experto en climatología.
—Entiendo. ¿Usaremos el traslado con cámaras especiales aislantes?
—Sí. Pero antes debemos saber si el grado de congelación de sus cuerpos es compatible con el que nosotros utilizamos. En caso contrario, recurriríamos a una supercongelación.
—Podría ocurrir, pero esas mujeres parecen realmente humanas en todo — Ingram sonrió, poniendo cierta malicia en su habitual rostro ingenuo, bajo los rebeldes cabellos dorados—. Al menos, en todo lo que de sus cuerpos era visible, señor...
—Le comprendo — sonrió a su vez el comandante Vander irónicamente—. Pero no podemos fiarnos exclusivamente de un aspecto físico. Cabe la posibilidad de que anímica o biológicamente tengan alguna diferencia con nosotros. Es mejor asegurarse y no cometer errores irremediables. Si esas mujeres aún viven y llegara a morir alguna en el traslado, sería como haberla asesinado con nuestras propias manos. No quiero tener un cargo de conciencia semejante sobre mi persona, Ingram. Dispongan todo, por tanto, para el rescate de esos cuerpos, una vez comprobada la temperatura exacta a que debe realizarse el traslado y alojamiento en nuestra nave.
—Sí, señor —Ingram se inclinó sobre los manaos para transmitir instrucciones a los expertos.
—¿Cuántas son, exactamente?
—¿Las mujeres en hibernación? — el rubio joven se volvió hacia su jefe Seis. Seis auténticas bellezas, se lo aseguro.
—Y yo le creo. Habla de ellas con un entusiasmo... — Vander sonrió—. ¿Visten como...?
—Bueno... apenas si visten — dijo Ingram, riendo. Llevan una cortísima falda de un tejido escamoso, metálico. Y unas hombreras de igual material, así como muñequeras y un casco sobre sus cabellos, que son en todos los casos lisos y claros. Pero varían sus matices: son muy rubios, casi plateados. Algunos más claros, otros más oscuros, pero de esas tonalidades.
—Sólo mencionó falda corta, hombreras, muñequeras y cascos — carraspeó Vander—. Supongo que... que llevarán algo más sobre su...
—¿Su torso? — Ingram negó—. No, señor. Nada. Sus pechos van al aire. Son hermosos y bien formados. También su desnudez llega al estómago y vientre Y la falda es muy breve, justo sobre la parte alta de sus muslos y cubriendo su sexo y sus nalgas. Nada más.
—Vaya... — Kral Vander se frotó el mentón, pensativo. Su gesto perdió picardía, para mostrar preocupación—. Será mejor que no las vea la tripulación. Todos estamos teóricamente preparados para la larga inactividad sexual de este viaje, pero nunca se sabe lo que puede suceder cuando una persona de otro sexo aparece en las vidas de unos hombres condenados a largos años de soledad...
—Creo que tiene razón, señor — admitió Val—. Yo formo parte de esa misma tripulación, cómo todos, y sin embargo sentí algo especial cuando me vi frente a esas figuras de mujer, lo confieso. Algo que no podía controlar... y que hizo palpitar con más fuerza mi corazón.
—Le agradezco la sinceridad — la preocupación del comandante parecía ir en aumento al conocer tales detalles—. Sí, tomaremos todas las precauciones adecuadas. Solamente usted, Rolff y yo nos ocuparemos del traslado. Si fuera precisa más ayuda, recurriríamos al oficial Obben, y nada más. ¿Entendido?
—Claro, señor — aceptó Val—. Es lo más prudente se lo aseguro. Lo comprobará cuando tenga delante de sus ojos a esas mujeres...
Vander no dijo nada. Se había incorporado en su asiento e iba hacia la cabina de guardarropa, para vestirse su traje espacial e iniciar la operación de rescate de las mujeres hibernadas.
Los ojos oscuros y graves del jefe de la expedición galáctica, reflejaban una honda inquietud. Habíase sentido preparado para enfrentarse a todo sin problemas serios. Estaba todo previsto y anticipado a bordo del Galax-09.
Todo, menos la presencia de una mujer a bordo.
Y no iba a ser una sola, sino seis, las que estuviesen pronto en la supernave. Seis mujeres llegadas de lo desconocido. Seis hermosas mujeres perdidas en el espacio, cuyo origen nadie imaginaba.
Seis mujeres de otra raza, de otra civilización, de otro mundo. Pero ¿de dónde, en realidad? ¿Y cuál era su misión en el espacio?
Era demasiado pronto para hacerse esas preguntas, pensó el comandante Vander para sí. Ni siquiera había visto aún a las misteriosas hembras, ni habían logrado su propósito de rescatarlas, sanas y salvas, conduciéndolas a bordo de la supernave Galax-09.
Primero, era eso lo que había que llevar a la práctica.
Después... quizás habría tiempo para intentar averiguar todo lo demás.
* * *
—Temperatura adecuada — dijo Rolff, comprobando los índices térmicos. Movió una mano—. Adelante, señor. Podemos empezar el traslado.
—¿No hay riesgo alguno? — insistió el comandante Vander.Ninguno, si no ocurre algo imprevisible, comandante. Las precauciones adoptadas son correctas, los recipientes herméticos los adecuados. Lo que conviene para evitar cualquier posible contrariedad es efectuar con rapidez el desplazamiento.
—De eso no se preocupe. Así se hará —afirmó rotundamente el jefe de la expedición.
Y así fue, en efecto. Sin pérdida de tiempo, el Módulo XY fue trasladando, una a una, las urnas criónicas a bordo, depositando la totalidad de ellas en una cámara congeladora especial, dispuesta por el experto Rolff al efecto.
Ceñudo, preocupado, Eral Vander asistió a la totalidad de los trabajos, sin dejar de observar, pensativo, la semidesnudez hermosa y marmórea de las bellísimas mujeres crionizadas en sus envolturas cristalinas, como ataúdes de vidrio. El reposo en suspensión animada, daba a sus rostros una apariencia de serenidad increíble, como de un apacible y largo sueño reparador. Las formas femeninas, bajo el frío glacial que mantenía sus cuerpos durante siglos si era preciso, tomaban una tersura y dureza que realzaba la arrogancia de sus redondos y blancos pechos, rematados por las fresas oscuras de sus pezones. Los muslos largos y sedosos, las bellas pantorrillas, el liso estómago, la marcadas caderas, formaban un conjunto singularmente común a todas. Su belleza corporal era perfecta, asombrosa.
Y como remate de todo ello, los rostros.
Bellísimos, correctos, seductores, de nariz suave, de labios carnosos, de largas pestañas, arqueadas cejas, cabellos dorados o plateados... Sólo sus ojos, cubiertos por los párpados, eran aún un enigma. Pero no podían ser más que hermosos, si estaban acorde con todo lo demás.
—Tenía toda la rasión, Ingram —dijo lentamente, sin quitar sus ojos de los seis recipientes criónicos—. Son bellísimas. Todas ellas...
—Se lo dije, señor —suspiró Val—. Creo que ni nuestro régimen corrector de impulsos sexuales va a ser demasiado eficaz, si estas damas despiertan y se unen a la tripulación...
—Intentaremos que eso no ocurra — cortó secamente Vander—. No tenemos por qué reintegrarlas a su vida normal.
—¿Cómo sabremos, entonces, qué hacer con ellas?
—Obtendremos toda la información posible de su computador central, y pasaremos esos datos por el nuestro, para su posible traducción. Si no conseguimos nada efectivo... será cuestión de estudiar la forma de devolver, cuando menos, la vida normal a una de ellas solamente, para que nos oriente al respecto y podamos reintegrar a las astronautas a su propio mundo. Es todo lo que podemos hacer, Ingram. ¿Está de acuerdo conmigo?
—Pues... creo que no puede hacer otra cosa mejor, comandante. Volveremos a esa nave para obtener del banco de memoria del computador todos los datos posibles.
—Sí, se lo ruego. Cuando regrese con esa tarea cumplida, nos alejaremos de aquí — dijo Vander, mirando fijamente en la pantalla del visor la forma oblonga y oscura de la nave misteriosa, flotando en el vacío cósmico—. No sé, pero... hay algo en todo esto que no me gusta.
—¿Usted también, señor?
—¿Qué? — alzó su cabeza vivamente el comandante Vander, para fijar sus ojos en su subordinado—. ¿A qué se refería, Ingram?
—Si usted también lo ha notado...
—Notar... ¿qué?
—Eso. Lo que sea — la mirada de Val fue a la pantalla y luego a las seis mujeres congeladas. Hubo algo en sus ojos, una especie de destello de inseguridad, quizás de algo más, quizás de... ¿temor? Respiró hondo y añadió lentamente—: Es esa nave, estoy seguro. Es como si no todo se limitara a... a la presencia de las seis mujeres crionizadas... Como si hubiese algo más ahí dentro. Algo maligno, invisible, agazapado dentro de la negra nave vacía y silenciosa...
—¿Usted notó algo así, cuando estuvo dentro de la nave?
—Sí, señor. Fue una sensación rara, fugaz. Casi ni lo advertí hasta que usted mencionó eso... y comprendí que nos referíamos a lo mismo.
—¿Está seguro de que no hay nadie ni nada vivo a bordo de esa nave, una vez rescatadas estas mujeres9
—No lo hemos detectado, cuando menos. Imagino que no. La sensación fue diferente a lo que haría sentir a uno la existencia de alguien oculto» de un ser viviente...
—¿Qué, entonces? ¿Puede definirla?
—No. Lo siento, señor. No puedo —Ingram inclinó la cabeza—. Pero sé que ese algo inconcreto existía... y me inquietó. Me gustaría saber lo que fue.
—A mí también, Ingram — musitó el comandante, resignado. Se encogió de hombros—. Está bien, vamos allá. Vaya a por esos datos computados en la nave. Y regrese sin pérdida de tiempo...
—Sí, señor — asintió Val Ingram, abandonando la sala de mandos, camino del Módulo XY—. Le aseguro que no me entretendré mucho en esa nave...
Poco después, la pequeña nave descendía otra vez, adhiriéndose al negro fuselaje, para que el astronauta se aproximase, flotando en el vacío, y entrara luego por la escotilla circular en la negrura fría y hostil del interior.
Dentro de su indumentaria hermética, de color rojo, el joven Ingram tuvo un escalofrío al pisar los oscuros corredores de la misteriosa nave perdida. Evocó lo que comentara con su jefe a bordo de la supernave. Y, una vez más, estuvo seguro de que algo no estaba bien. Pero seguía sin saber el qué...
Deambuló hasta el computador en desuso, guiado por la luz de su lámpara adosada al traje espacial. Su mano derecha esgrimía con firmeza la pistola térmica, temeroso de tener que utilizarla en cualquier momento.
Llegó a la máquina inerte. Examinó sus pantallas sin luz, sus mecanismos parados. Perplejo, se preguntó qué podía haber sucedido a bordo para, sin aparentes averías ni destrozos, dejar todo totalmente inutilizado. Sólo las precauciones adoptadas por las astronautas para su encierro criónico, las había salvado de un posible calentamiento de su cámara, lo que hubiese provocado su muerte y descomposición en pleno sueño hibernético.
Pero salvo ese sistema de seguridad en la sala de hibernación, nada funcionaba a bordo. Era un auténtico cementerio, un gigantesco féretro volante y nada más.
Extrajo de una cámara del computador una serie de cintas metálicas y tarjetas plásticas archivadas, tras romper un panel plástico y manipular entre circuitos paralizados por completo.
Giró la cabeza de repente Ingram, con una horrible sensación de inquietud. Un escalofrío subió nuevamente hasta su nuca, erizándole los cabellos bajo la escafandra espacial.
Había sido una sensación tremenda vivida, casi física.
Estaba seguro de ello. Alguien le había mirado. Alguien le vigilaba a sus espaldas.
Sus dedos aferraron el arma con auténtica energía y decisión, temiendo lo peor, quizás la presencia de un terrible enemigo de otro mundo... La luz bailoteó, arrancando un juego dantesco de luces y sombras dentro de la amplia y fría cámara.
Pero no vio nada ni a nadie. Estaba solo en el lugar. Seguía estando absolutamente solo en el vehículo cósmico de muros sombríos y aparatos silenciosos e inútiles.
—Es absurdo... — musitó para sí, dentro de la escafandra, pero haciéndolo en voz alta—. No tiene sentido que me alarme. No ocurre absolutamente nada... ni se ve a nadie...
—¿Ingram? — sonó en el interfono de su escafandra espacial la voz severa del comandante Vander—. ¿Le sucede algo? ¿Con quién habla?
—No, señor. Con nadie. Creí... creí notar algo a mis espaldas... Me volví y no había nada ni nadie. Creo que mi maldita imaginación me está jugando malas pasadas, señor, metido en este feo lugar...
—Siempre he sabido que usted tenía imaginación fértil, Ingram —rió suavemente el comandante—. Pero preferiría que abandonase lo antes posible esa nave, sea o no cierta su impresión, y regresara a bordo. ¿Tiene ya el banco de memoria del computador?
—Sí, señor. Ya regreso —dijo Ingram, resueltamente, encaminándose a la salida de la cabina, con su carga de tarjetas y cintas grababas.
Entonces se repitió el hecho. Pero de un modo más vívido y concreto que nunca.
Val Ingram, horrorizado, notó la vibración. Sacudió todo su ser. Frente a él, un repentino destello azul, lívido, cegador, pareció brotar de la nada.
Gritó Ingram, angustiado, notando que las fuerzas le abandonaban el cuerpo. Se estremeció, retrocediendo. Sus manos, temblorosas, soltaron su arma y todo lo que había obtenido del banco de memoria. Por el interfono, le llegó, angustiada, la voz de su jefe:
—¡Ingram! ¡Ingram! ¡Responda! ¿Qué le ocurre? ¿Qué sucede ahí? ¡Vamos, conteste! ¡Ingram!..
Pero Ingram no podía contestar ya. Se había derrumbado en medio de la cabina en sombras. Su linterna, al golpearse en el suelo metálico, se quebró, dejando todo en tinieblas.
Sólo que allí, frente al ahora inmóvil Ingram, que parecía fulminado por un extraño rayo demoledor, seguía parpadeando la misteriosa luz azul, de forma intermitente, hasta que se extinguió por completo, sin que nada ni nadie se hubiera materializado en aquel recinto en momento alguno.
Fuese lo que fuese lo que atacó a Val Ingram, era un poder que estaba más allá de lo físico y de lo tangible..
—¡Val Ingram! ¡Responda! —insistía, monocorde, la voz de Vander en el interfono que ya nadie escuchaba, dentro de la escafandra del rubio astronauta—. ¡Responda! ¿Qué sucede ahí? ¿Qué sucede...?
4
N la blanca, aséptica cámara del hospital de a bordo, el paciente yacía inmóvil, con los electrodos aplicados a su cabeza, cubierto por la sábana, reflejándose en la pantalla las ondas y puntos de luz que marcaban su funcionamiento cerebral y corporal.
Un leve zumbido era emitido por otro aparato de observación clínica, del que partían unas bandas con pequeñas placas adheridas a muñecas, tobillos y cuello del hombre hospitalizado. También ese aparato emitía en una pantalla circular, de color verde, una serie de datos que se iban registrando, a su vez, en una cinta perforada que brotaba lentamente de su interior.
El doctor Stein, médico de la supernave Galax-09, lanzó un leve suspiró, volviéndose hacia el comandante Kral Vander, erguido junto a él. Luego meneó la cabeza de un lado a otro, con aire de perplejidad.
—No lo entiendo — confesé.
—¿Qué es lo que no entiende, doctor? — quiso saber Vander, clavando en él su mirada» fría y pensativa.
—Todo esto. Clínicamente, el paciente está perfectamente bien. Todo su organismo funciona de modo normal y correcto. Y, sin embargo...
—Sin embargo, no puede hacerle volver en sí, ¿no es eso, doctor?
—Exacto, señor. No tiene sentado. Se le han aplicado todas las técnicas de reanimación posibles. Y no responde a ningún tratamiento, pese a que no sufre lesiones físicas o cerebrales, ni está bajo los efectos de droga alguna.
Vander no comentó nada. Su mirada estaba fija en e! cuerpo inmóvil del joven Val Ingram, su compañero de Viaje. El muchacho había entrado en la nave misteriosa que flotaba en el espacio. Y, de súbito, había ocurrido esto. Inexplicable e inquietante. El rescate había llegado al interior de la nave negra sin problemas. No habían detectado nada anormal allí dentro. Pero Ingram se hallaba en esa situación. Y no se recuperaba de ella, pese a los sofisticados procedimientos de la moderna técnica médica. Era comprensible la perplejidad del doctor Stein.
—¿Cree que hay algún peligro de... de colapso, doctor? — aventuró con voz tensa.
—No, no lo creo. La función cardiaca y cerebral es totalmente regular. Se le está alimentando mediante sueros, y no hay peligro inmediato de ningún tipo. Pero dada la naturaleza insólita de su dolencia, tampoco se puede aventurar nada definitivo, comandante.
—Entiendo.
—De todos modos, seguiremos adelante con todo esto. Confío en que dé algún resultado. Puede estar seguro de que no abandonaré ni un momento su atención.
—Hágalo, doctor, y gracias. Ese muchacho nos es muy valioso a bordo. Además, no quisiera que le sucediese nada. Yo le animé a volver a esa nave, y me siento indirectamente responsable de ello.
—Lo comprendo, señor. Le tendré informado de todo, no se preocupe.
Vander asintió, alejándose de la zona médica de la supernave, de regreso a su sala de mando, se encontró con la mirada interrogativa de Art Obben, sentado ante los controles electrónicos.
—¿Cómo sigue Val? —indagó, preocupado.
—Igual.
—¿Y qué dice el doctor?
—Poco más o menos, lo mismo que nosotros: no lo entiendo.
—¿Qué pudo suceder a bordo de esa maldita nave, comandante?
—Eso, sólo Ingram lo sabe — manifestó ceñudo el astronauta—. Y, de momento, no le es posible respondernos a nada. Es un maldito contratiempo, aunque no peligre su vida.
—¿Seguimos viaje, señor, o continuamos junto a esa nave misteriosa?
—No tiene objeto seguir aquí, Obben. Incluso podría ser peligroso, si existe realmente algo extraño ahí dentro. Nos alejaremos ya de esta zona. Creo que, es lo mejor.
—¿Con qué rumbo?
—No sé. De momento, sigamos la ruta filada previamente. Entretanto, intentaremos algo más. Ya que Ingram no puede responder a nuestros interrogantes, tal vez alguna de esas mujeres pueda hacerlo.
—¿Quiere decir que va a intentar... comunicarse con ellas? — se inquietó Obben.
—Eso es, exactamente, lo que pienso.
—Están en hibernación, señor...
—También nosotros conocemos esos procedimientos de prolongación de la vida durante años o siglos, amigo mío. Existe un procedimiento sencillo para tratar de conectar con ellas: despertarlas.
—¿Va a intentarlo?
—No existe otra solución. ¿Qué podemos hacer con esas mujeres en la cámara de crionización, sin saber quiénes son, de dónde vinieron ni lo que sucedió a bordo de su nave? Tenemos que conocer su origen si queremos devolverlas a su mundo. Y, por otro lado, ellas pueden ser quienes nos ayuden a recuperar a Ingram, sano y salvo.
—La idea me parece lógica, pero ¿a quién descongelará? ¿A todas ellas?
—De momento, no. Una cualquiera de ellas puede hablarnos si podemos traducir su lenguaje, como hizo parcialmente la computadora con sus textos a bordo. Será aún más sencillo entenderse con una persona inteligente y humana, como nosotros mismos.
—El procedimiento criónico podría ser diferente... y causar la muerte a cualquiera de ellas, si se mienta por nuestros medios habituales, ¿se le ha ocurrido esa idea, comandante?
—Sí, se me ha ocurrido. Pero hay que correr algún riesgo. No hay otro camino. De todos modos, espero que nuestro experto trabaje a conciencia y estudie "bien @í procedimiento a seguir, antes de aplicarlo. Llame a Rolff, Obben. Empezaremos en seguida.
—Sí, señor.
Y comunicó con el experto en asuntos de hibernación, para iniciar lo antes posible el experimento de devolver la vida a una mujer de algún mundo o galaxia desconocido, para, a través de ella, intentar la recuperación de Val Ingram.
* * *
Rolff estudió largamente los cuerpos inmóviles, mientras su máquina emitía un zumbido peculiar, y los datos se acumulaban en una pequeña pantalla anexa. El astronauta iba anotando cuidadosamente los detalles obtenidos, hasta llenar una hoja. Cerró la máquina e hizo una serie de rápidas operaciones.
Después, aplicó unos electrodos a la urna donde reposaba una de las mujeres y, así, una tras otra, obtuvo otra serie de datos cifrados, que anotó también. Finalmente, con un suspiro, lo desconectó todo, volviéndose hacia el comandante Vander.
—Ya está —dijo.
—¿Y bien...?
—Se puede hacer, señor.
—¿Sin riesgos para la elegida?
—Sin riesgos, señor.
—Muy bien. Entonces, adelante.
—¿Ha elegido a quién debemos despertar de su sueño criónico?
—Pues... no —confesó abiertamente el comandante, enarcando las cejas—. Supongo que cualquiera de ellas puede valer. ¿Existe alguna diferencia entre una y otra?—Física y clínicamente, no. Tampoco la crionización ofrece diferencias. Es algún procedimiento muy avanzado, ciertamente, porque están como en un dulce sopor, totalmente normales sus funciones psíquicas, aunque en completo reposo.
—Bien. Entonces, actúe con toda prudencia. No quiero que ninguna de esas mujeres peligre lo más mínimo. Sería cómo ser responsable del más horrible crimen. Estamos aquí para ayudar a seres de otros mundos, sí ello es posible, no para causarles daño. Tal vez a través de una de esas mujeres, sepamos su origen y podamos devolverlas a su mundo, al tiempo que nos ayudan a resolver el problema de nuestro compañero Ingram.
—No tema nada, señor. Trabajaré con las máximas precauciones. No creo que el proceso de inversión criónica lleve más allá de una hora.
—Bien. No pierda tiempo.
—Sigo sin saber a cuál elegir de entre todas ellas...
—Ya le dije que no importa cuál. Una bastará. Supongo que todas sabrán más o menos lo mismo sobre las causas de su viaje estelar y todo lo demás.
—Si me permite, señor, he observado un detalle que puede tener importancia — señaló Rolff.
—¿Cuál es?
—Una de esas mujeres, la que tiene el cabello más plateado... Aunque no lucen distintivos que las diferencien entre sí... creo que una es jefe de las demás.
—¿Cómo lo sabe? — se interesó vivamente Kral Vander, clavando su mirada en el astronauta.
—Bueno, es sólo una suposición, señor. He observado que lleva sobre el seno izquierdo, justo encima del pezón... una pequeña estrella plateada. Creí que era un detalle de feminidad. Puede que lo sea, pero sólo ella lo lleva. Y esa estrella no es ningún adorno. Está incrustada en su piel, forma parte de ella, como si realmente fuese un distintivo. Véalo.
Le mostró la figura humana a que se refería. Vander se aproximó. Impresionado, contempló la belleza corporal de aquella alta mujer de largo cabello plateado, senos enhiestos, piel nacarada, curvas esculturales. Una hermosura fuera de lo común. Sus ojos contemplaron con interés la estrellita plateada que mencionara Rolff. Advirtió aún algo más.
—Tiene un signo, un emblema o letra grabado en ella — señaló Es muy pequeño el carácter, pero existe. Véalo.
—Es cierto — asintió Rolff, tras examinarlo—. Si supiéramos su significado...
—Espere un momento — excitado, Vander tomó una lente y la aplicó sobre la urna. El signo se agigantó ante sus ojos. Tenía una forma triangular, con un trazo curvo en su interior.
Lo dibujó cuidadosamente en una lámina plastificada, y tendió ésta a Obben.
—Introdúzcala en la computadora — señaló—. Veamos qué nos dice...
La máquina funcionó activamente, tras introducir Obben el dibujo en su banco de memoria. El proceso de datos y comparaciones se prolongó unos instantes. Luego la máquina trazó ana respuesta:
UN POSIBLE SIGNO DE AUTORIDAD, BASADO EN EL DIBUJO DE UNA CONSTELACION DE LA GALAXIA M-1000.
—M-1000... — musitó, asombrado, Vander—. Al menos está a diez millones de años-luz de nosotros, Rolff... Pero puede ser, como usted dijo, un distintivo de autoridad. Esa mujer, posiblemente, tiene un grado de jerarquía sobre las demás que no llevan la estrella incrustada en la piel. Hagamos la prueba. Actúe sobre ella.
—Bien, señor — asintió Rolff, complacido de que su observación hubiera sido tomada en cuenta por su superior.
Este abandonó la cámara criónica, para no obstaculizar el trabajo especial de su subordinado. Impaciente, se dispuso a esperar los resultados de la singular experiencia. Una experiencia que, tal vez, iba a abrirles el camino hacia lo desconocido. Hacia mundos inimaginados e inimaginables, donde las mujeres eran hermosas como diosas, y lucían atributos de mando incrustados en sus senos. Donde había una civilización ignorada, donde existían también astronaves... y donde, tal vez, había también un extraño enigma, una enfermedad o una fuerza capaz de mantener a un humano del planeta Klaat, como era Val Ingram, sumido en un letargo inexplicable, del que la ciencia de los hombres de Klaat no lograban hacerle volver con todos los recursos de sus conocimientos médicos.
Vander se preguntó si era lícito hacer lo que estaba haciendo, si era justo despertar, contra su voluntad, a una de aquellas hermosas hembras crionizadas. Por otro lado, se justificaba a sí mismo, diciéndose que no existía otro medio de llegar al fondo de la cuestión y hacer algo por Val Ingram.
Ciertamente, estaba en el umbral de un momento quizás decisivo para él y para su tripulación, para su viaje estelar y para sus metas de descubrimientos cósmicos.
Y esa idea le excitaba y preocupaba a la vez. Ignoraba si ello iba a ser para bien o para mal. Ese era el gran riesgo que ahora mismo estaban corriendo.
* * *
El zumbido eléctrico, los destellos cárdenos de la luz térmica, era lo único perceptible en aquellos momentos.
Había transcurrido casi una hora. En una cámara especial, aislada del resto de sus compañeras, la mujer elegida para ser sacada de su estado de hibernación era sometida a las lentas técnicas de Rolff, minucioso en su delicada tarea, sin permitir que la hermosa criatura corriese riesgo alguno bajo su tarea.
—Creo que está a punto, señor — dijo de pronto, con un suspiro.
El comandante Vander se estremeció. Aquello significaba el principio de lo desconocido. El fin de la espera tensa. Iba a desvelarse una incógnita. O a presenta se muchas más.
La mujer de otros mundos estaba a punto de despertar de su helado sueño. No dijo nada. Humedeció sus labios, y avanzó unos pasos. A través del panel que le separaba de la hembra encerrada en su hermética urna, contempló el final de las pruebas. Respiró con fuerza. Sus ojos asombrados, vieron, súbitamente, el primer signo de vida dentro de la cámara transparente.
—¡Ya!—jadeó, junto a él, el astronauta Rolff.
Asintió el comandante. Lo estaba viendo con sus propios ojos. En efecto, ya se producía el aparente milagro.
Ella estaba despertando.
—Cielos... — murmuró Vander—. Es como atravesar la frontera de un gran enigma... El primer contacto que tendremos con seres de otro mundo, quizás de otra galaxia...
Rolff no dijo nada. Estaba asistiendo, también como fascinado, a la que podía calificarse en apariencia de «resurrección» de un ser de origen y época desconocidos, ya que en el espacio, el Tiempo y la distancia eran algo tremendamente relativo y oscuro.
En la urna de vidrio, la figura de mujer se estremecía. Los párpados, temblaban. Los dedos de unas manos marmóreas, empezaban a adquirir movimiento. Un leve color asomó a las tersas mejillas. Bajo los senos desnudos, palpitó la vida, un corazón iniciaba sus rítmicas funciones, interrumpidas por la hibernación.
La mujer abrió al fin los ojos.
Era un momento trascendente. Para ella, y también para los mudos testigos de su despertar. Las miradas terminaron encontrándose. Ella estaba moviendo las pupilas en todos los sentidos, tratando de entender, de situarse en aquel momento y circunstancia. Tal vez en principio no entendía demasiado bien cómo sucedía aquello. Ni por qué estaba allí, en un lugar desconocido.
—Su reacción inicial puede ser de terror. O de desesperación — apuntó Rolff—. Todo depende de lo que imagine que ha sucedido, al verse en un lugar extraño, despertando de su letargo por otros procedimientos que, sin duda, nada tienen que ver con los que ellas utilizan para hacerlo.
—Ya lo he pensado — musitó Kral Vander—. Veremos si esto da resultados...
Y en su mano mostró un dibujo electrónico, trazado por la computadora de acuerdo con una serie de datos proporcionados a sus circuitos. El dibujo, de una sencillez pasmosa, presentaba a un hombre y una mujer desnudos, dándose la mano y mirándose frente a frente. En su centro, un signo cabalístico en apariencia hizo fruncir el ceño a Rolff.
—¿Qué significa ese signo, señor? —se interesó.
—Hemos pedido a la computadora que, de acuerdo con los signos escritos hallados a bordo de la nave, nos facilite uno que, aproximadamente, signifique «amistad», en el lenguaje escrito de ellas. La computadora ha trazado este carácter gráfico, que puede aproximarse a su lenguaje correcto en un porcentaje aceptable. Veremos si ella puede entenderlo, antes de que piense lo peor de todo esto.
Y situó ante la urna el grabado hecho en material plástico por la computadora, de modo que los oíos de ella se fijaran inmediatamente en la figura.
La mujer, rápidamente, observó el dibujo, sin mover se aún de su postura rígida, dentro de la urna transparente. Vander no perdía de vista el más mínimo gesto o posible reacción emotiva de la desconocida ante el dibujo.
Creyó observar un destello de sorpresa en aquellas pupilas de asombro color anaranjado tornasol, así como una sombra de incredulidad en el gesto del rostro hermoso. Algo, en la tensión de la criatura, se suavizó, obviamente.
—Parece que entiende — suspiró Kral Vander—. Ojala sea sencillo comunicarnos con ella...
Rolff hizo un gesto. Señaló la urna:
—¿Intentamos abrirla nosotros... o dejamos que sea ella quien lo haga desde dentro, si es que puede?
—Ahora no haga nada, Rolff — recomendó seriamente Vander—. Que tome ella la iniciativa. Es mejor.
—Como usted ordene, señor — admitió el astronauta, sin dejar de contemplar las lentas reacciones de la criatura.
Vander mantenía en alto el cartel. Luego lo depositó junto a si, y se quedó contemplando la urna, con los brazos cruzados, pasivamente. Ella se irguió ligeramente, dentro de su recipiente cristalino. Pareció dudar.
—Supongo que no tendrá problemas con el aire para respirar... — comentó Rolff en voz baja.
—Ninguno — rechazó Vander, sin dejar de observarla—. Hemos comprobado eso. El aire de su nave era como el nuestro. Su organismo es obsoletamente humano.
Ella, en ese instante, presionó algún resorte en el interior de la urna, con su brazo derecho. Lentamente, sin ruido, se empezó a alzar la tapa. Los astronautas se quedaron sin aliento, a la espera.
La tapa se quedó alzada. Ella se .irguió. Ya totalmente. En pie, majestuosa su figura, vibrantes sus desnudos pechos virginales y duros. La figura femenina era de una belleza deslumbrante en estos momentos.
Kral Vander esperó todavía, sin hablar. Quería saber cómo era fonéticamente el lenguaje de ellas. La computadora estaba funcionando, y grabaría la totalidad de palabras que llegase a pronunciar. Luego, el proceso de traducción, comparando sonidos con el lenguaje de ellos, los tripulantes del Galax-09, empezaría en el mecanismo cibernético.
Les contempló ella a su vez fijamente. Sus ojos anaranjados se deslizaron cautamente por todo el recinto, tratando de identificar objetos, de saber quizás dónde se hallaba. No escapó a su percepción la presencia de todas sus compañeras, inmóviles en sus urnas en otra recámara aislada, donde sin duda se mantenía el grado de hibernación adecuado.
Y, de pronto, habló.
¡Habló en la propia lengua de los astronautas!
5
ÓNDE estoy, señores? — fue su pregunta inicial.
Kral Vander pegó un respingo. Rolff se quedó mudo de asombro. Art Obben, desde la computadora, clavó sus ojos incrédulos en la mujer de las estrellas, como si no diera crédito a sus oídos. La computadora, fría y sin emociones, registró rápidamente en una pantalla verde fluorescente:
LENGUAJE NORMAL. ACENTO EXTRANJERO REGISTRADAS LAS PALABRAS.
Era posible que sí hubiera acento extraño. Un leve tono, un matiz melodioso, arrastrado y suave, que daba una armonía casi musical a las palabras. Pero éstas habían sido pronunciadas en la lengua misma de quienes la escuchaban.
—La... la respuesta es compleja — habló con dificultad Vander Esta es una nave de exploración galáctica del planeta Klaat, en la galaxia Uria. Yo soy su comandante en jefe, Kral Vander.
—Comprendo la respuesta. ¿Por qué estamos aquí mis compañeras y yo? — indagó ella, usando sin dificultad alguna el lenguaje de ellos, como si fuera el suyo propio, a excepción de aquel leve acento musical.
—Lo sabrás en seguida — suspiró Vander—. Antes, una pregunta: ¿por qué hablas tú nuestro lenguaje, cuando a bordo de vuestra nave usabais caracteres de otro idioma desconocido para nosotros?
Ella sonrió. Tenía una esplendorosa, blanca dentadura, entre sus carnosos labios rojos. Toda aquella figura alta y hermosa, era como un canto sublime a la sensualidad y a la belleza de la hembra.
—Proceso telepático-mental — explicó fríamente—. Podemos leer los pensamientos ajenos. Nuestra mente está educada para traducir en el acto a nuestra lengua cualquier lenguaje en el que piensen nuestros interlocutores. Un proceso veloz psicomemorizador nos hace acumular en segundos los conocimientos lingüísticos de ellos, y amoldarlos a nuestro modo de expresarnos, aprendiendo así en instantes cualquier idioma, por complicado que sea. ¿Responde eso .a tu pregunta, comandante Vander?
—Sí — estupefacto, el astronauta sacudió su cabeza, sin dejar de mirar a su asombrosa huésped — Dios mío, es como aprender idiomas en minutos...
—Algo así— asintió ella—. No tiene ningún mérito. Estamos educadas para ello desde muy niñas.
—¿Cuál es tu nombre y de dónde venís, exactamente?
—Mi nombre es Tara. Venimos de un planeta situado en la galaxia Dolías. El planeta se llama Lesbos.
Lesbos, es la galaxia Dolías... — repitió Vander ¿Esa galaxia, en las cartas celestes de la Astronáutica, responde a la nominación M-1000?
—Exacto — ella le miró, asintiendo—. Veo que también conocíais ya nuestro origen...
—Por tu signo de autoridad — señaló Vander al pecho desnudo de ella, donde brillaba la pieza incrustada, triangular. Es el dibujo de tu galaxia, ¿no?
—Así es — las pupilas anaranjadas brillaron con el tornasol de unos ojos felinos—. Te felicito, comandante Vander. Sois inteligentes.
—Y pacíficos también. Queremos ser amigos vuestros.
—Siempre que haya paz entre nosotros, habrá amistad — sentenció ella—. No somos mujeres guerreras. Sólo astronautas que, como vosotros, exploraban el espacio. Ahora, decidme: ¿qué ha ocurrido, exactamente?
—No lo sabemos. Hallamos una nave oscura, flotando sin rumbo en el vacío. Era la vuestra. Entramos, y os hallamos en hibernación, sin nadie que controlase la nave. Había algo raro, algo maligno allí dentro, y pensamos que lo más prudente era trasladaros aquí, a bordo de vuestra nave. Pero no es ningún rapto, ni siquiera una estancia obligada. Decid de qué modo podemos llegar a M-1000, y lo haremos» para dejaros en el planeta que señaléis, sanas y salvas.
—¿Esta nave tiene suficiente velocidad para ello?
—Es superlumínica. Puede cruzar entre galaxias en escaso período de tiempo.
—Entonces» servirá. Gracias por vuestra oferta. ¿Dejasteis abandonada nuestra nave?
—Nos vimos obligados a ello. Parecía averiada. Además... estaba ese otro factor de que te hablé. Ese algo inexplicable y peligroso que allí flotaba. Uno de mis hombres volvió a bordo. Ahora lo tenemos bajo observación, sufriendo un extraño mal del que no se recupera. No sabemos qué le ocurrió, ni lo que pueda sufrir ahora. Está con vida, sus funciones vitales son normales... pero no vuelve en sí. Pensé si vosotras podríais ayudarnos en eso, devolviéndole a la vida normal.
—Si es lo que me temo, tal vez podamos hacer algo por él — hubo como un repentino ensombrecimiento del hermoso rostro femenino—. El nunca debió volver a la nave. Como tú dices, había algo maligno en ella. Por eso nosotras entramos en hibernación. Era la única posibilidad de huir a su poder.
—Al poder... ¿de qué o de quién? —quiso saber Vander.
—Es largo de explicar — ella se encogió de hombros—. Ahora, si tienes un mapa cósmico adecuado, muéstramelo, por favor. Te diré el rumbo exacto para llegar a la galaxia Dolfas y, una vez en ella, alcanzar nuestro planeta. ¿No te desviará todo eso excesivamente de tu rumbo?
—Nuestro rumbo son las estrellas — sonrió Vander—. Cualquier lugar del espacio. La misión asignada implica siglos de nuestra vida. Viajar y viajar, hasta que este viaje toque a su fin por la razón que sea.
—¿Sin regresar jamás a vuestras casas? — dudó Tara, abriendo mucho sus ojos.
—Sin regresar jamás. Porque la galaxia Uria está lejana ya, y el Tiempo es relativo en el espacio. Ahora mismo, ya no queda nadie de nuestra época con vida. Sería como volver a un mundo desconocido y extraño. Fuimos elegidos para este viaje, pero de entre un grupo de voluntarios sin familia, dispuestos a pasar su vida en la nada, en el infinito.
—Entiendo — ella enarcó sus cejas—. Sois muy valerosos.
—No. Somos los que tienen que hacer algo que los demás no van a hacer, eso es todo, Tara. Siempre hay alguien que debe sacrificarse por los demás. Nuestra misión es entablar relación con otros mundos, con otras gentes, ir transmitiendo noticias, dejarlas grabadas para un futuro en el que otros hombres, de Klaat o de cualquier otro planeta, puedan sacar de ellas conclusiones beneficiosas para sus respectivas civilizaciones.
—Una hermosa misión.
—Quizás lo sea — Vander la miró—. Yo aún no sé cuál era la vuestra...
—No tan importante ni trascendente. Nosotras tenemos una larga vida en nuestro planeta. En nuestra nave, el tiempo se sincroniza aproximadamente con el del lugar de donde procedemos. Así, al regresar, todo sigue más o menos igual. Nuestra misión es simplemente explorar el espacio en busca de nuevas fuentes energéticas, por agotamiento progresivo de las nuestras naturales.
—Entiendo. ¿Deseas que tus compañeras vuelvan también a la vida normal?
—Sí, por favor. A bordo de nuestra nave, el proceso de recuperación era automático. Aquí, las cosas cambian, y tendríamos que esperar a' que la hibernación terminase, conforme está programada, dentro de algún tiempo. Quisiera reunirme con mis compañeras y exponerles cuanto sucede. ¿No hay mujeres a bordo de vuestra nave?
—No, ninguna.
—Pero sí las hay en Klaat...
—Por supuesto — rió Vander—. Todos tuvimos una madre, Tara. Muchos tienen novia o esposa, o hijas..
En vuestro mundo, ¿sois vosotras, las mujeres, quienes hacéis las tareas más duras y difíciles, quizás?
—Sí — asintió Tara, evasiva—. Somos una sociedad feminista desde hace siglos.
—Bien. Puedes venir conmigo a la pantalla de mapas celestes, para fijar la ruta. Mientras tanto, mi compañero Rolff procederá a interrumpir la hibernación de tus compañeras.
De acuerdo — caminó resueltamente junto a Vander hacia la mesa traslúcida donde se proyectaban los mapas celestes graduados a escala. Art Obben, desde la computadora, estudiaba perplejo y admirado a aquella hermosísima criatura de otro mundo.
Vander pulsó un botón, y comenzaron a aparecer mapas celestes. Mientras surgía el correspondiente a la galaxia M-1000, Vander miró a su bella huésped.
—Aún no me has dicho exactamente lo que sucedió a bordo de vuestra nave — dijo—. Ni tampoco la clase de peligro que acechaba en su interior y que afectó a mi subordinado.
—Cierto — ella contemplaba, pensativa, el paso rápido de los planos, hasta que uno de ellos se fijó en la pantalla, ampliándose hasta mostrar la totalidad de la triangular galaxia M-1000, o Dolfas, situada a ingente distancia de su actual punto de situación—. Te lo revelaré después. Ahora, mira este mapa, comandante Vander. Tienes que enmendar tu rumbo hacia esa nebulosa inferior, la M-1001, para luego, desde allí, bordear nuestra galaxia, y encontrarte con Lesbos a esta altura....
Asintió Vander, trazando las rutas en el mapa y transmitiéndolas automáticamente a la memoria de la computadora.
—Ya está — dijo el comandante, irguiéndose con una sonrisa—. La máquina hará el resto, Tara. La nave está en estos momentos enmendando su rumbo mediante órdenes de los circuitos electrónicos a los generadores de a bordo. Todo irá bien. Daremos la máxima velocidad a Galax-09, que es el nombre del lugar donde ahora te hallas. Y en menos tiempo del que imaginas, habremos llegado a tu planeta. ¿Satisfecha?
—Sí — ella le miró largamente. Sonrió luego—. Gracias por todo.
—No existe motivo de agradecimiento. Somos camaradas en el espacio. Amigos en cualquier' situación difícil. Eso basta.
—Ahora que lo mencionas... ¿Puedo ver a tu amigo?
—¿A Val Ingram? Sí, por favor. Sígueme. Te llevaré hasta él, Y ojalá te sea posible devolverle la conciencia. Nuestro médico ha fracasado hasta ahora, incluso con todos los medios de la actual ciencia.
—Tal vez yo no fracase, si lo que le ocurre es lo que yo imagino — declaró entre dientes ella, siguiendo a Vander por los corredores de la gigantesca nave, en dirección al centro médico del doctor Stein.
Poco después, el doctor Stein, con un respingo de sorpresa, veía entrar en su cámara a aquella mujer» la primera que veía a bordo de la supernave, y además la más hermosa e increíble criatura que un hombre podía imaginar. Su semidesnudez ingenua y casi indolente, resultaba en algunos momentos excitante, para inmediatamente pasar a ser algo lógico y de simple belleza estética Ella no trataba de provocar en ningún momento, ni de ser seductora a base de aquella forma de vestir, sino que formaba parte de sus costumbres, y eso se notaba. A pesar de ello, era obvio que, para unos hombres condenados a la soledad de su viaje espacial, la presencia de una hembra semejante, con sus magníficos senos vibrando en su desnudez, y con aquellas largas y hermosas piernas de prietos y firmes muslos, tenía que causar desazón e inquietud en los varones de a bordo. Y Kral Vander, mientras precedía en su camino a la sorprendente huésped del Galax-09, no podía pasar semejante factor por alto.
—Aquí está —dijo, señalando a Val Ingram, tendido e inmóvil en su lecho del centro clínico . El es quien sufrió los efectos de ese misterioso mal de vuestra nave—. Tara.
Ella no dijo nada en principio. Estaba contemplando larga, reflexivamente, al rubio joven allí inconsciente, de pausada respiración, ojos cerrados y aire ausente.
Al final, comentó inclinándose. —Es joven y hermoso... Rubio como un remoto dios pagano...
Vander se limitó a mirarla, sin decir palabra alguna. Evidentemente, todos los mundos tenían sus diosas y sus mitos. Alguno, en el de Tara, había sido rubio y arrogante como el joven Ingram, pensó.
—¿Crees que puedes hacer algo por él? — insistió.
Ella no se apresuró. Estaba estudiando al dormido.
El doctor Stein, con cierto escepticismo, asistía a la escena. Finalmente, Tara se ir guió. Sus ojos brillaban, más tornasolados que nunca.
—Sí—afirmó—. Puedo hacer algo por él. Le ocurre justamente lo que yo temía.
—¿Qué es? —quiso saber Vander.
—La Muerte Mental.
—¿Muerte Mental? — repitió el comandante—. Eso no tiene sentido. Si muere la mente de un ser, éste muere también.
—No en esta clase de fenómeno — negó ella—. Es la Muerte Mental de Mort Blaakk.
—¿De... quién?
—Mort Blaakk — cuando ella repitió el extraño nombre, su rostro hermoso se había ensombrecido notablemente—. Esa es la fuerza que notasteis a bordo de nuestra nave. Es el peligro, es él poder maligno que llega a todas partes, que se apoderó de nuestra nave. Mort Blaakk y su Muerte Mental... Quien cae bajo sus efectos sólo vive ya como tu amigo: es un simple vegetal, un cuerpo animado, incapaz de sentir, de pensar, de vivir como los demás. Pero que nunca muere del todo. Un destino mucho peor que la muerte, porque cuando alguien quiere reanimarle, él se encarga de que su víctima sufra... compruébalo...Se inclinó sobre Ingram de nuevo. Puso su mano sobre la frente del joven, casi cariñosamente. Al mismo tiempo, se pegaron sus labios a los de él. Una especie de calambre, de escalofrío súbito, conmovió el cuerpo del astronauta en su lecho, ante el asombro del doctor Stein y del comandante Vander. Ella introdujo la lengua entre los labios de Ingram, en un juego amoroso en el que él nada podía hacer, y que provocó una mezcla d. excitación y sorpresa en Vander.
Las convulsiones del joven fueron mayores, y pareció presa de espasmos en su lecho, como sometido a fuertes vibraciones eléctricas.
—¡Ya basta!—jadeó el doctor Stein—. ¡Deje a mi paciente, señorita! ¡Le está causando mucho daño, vea su rostro!
En efecto. La faz, poco antes serena, de Val Ingram, revelaba ahora una crispación de intenso dolor.
Tara se irguió, con triste sonrisa. Meneó negativa mente su cabeza.
—No, doctor — rechazó—. No soy yo quien le causa daño. Trato de utilizar mi energía vital para devolverle la conciencia a su paciente. Nosotras, las mujeres de Lesbos, somos de una rara naturaleza. Podemos dar vida a un moribundo o vitalizar a un enfermo, con el solo contacto de nuestros labios y nuestra lengua. Nuestro beso no es de pura sexualidad, sino de auténtica fuerza vital. No me pregunte la razón, porque es un don natural que nace con nosotras. También podemos ser capaces de matar, de anticipar rápida e inexorable mente la muerte de cualquier ser viviente con otro procedimiento que voy a revelarle ahora. He intentado vitalizar a su joven enfermo, pero él lo impide, y le hace sufrir.
—¿El? — la voz de Vander sonaba agitada—. ¿Ese tal Mort Blaakk que citaste antes?
—Sí, comandante. El es quien se interpone entre mi intento y sus resultados.
—Pero «él»... no está aquí — susurró Vander.
—No necesita estar en ninguna parte para ejercer su influencia — sonrió ella con amargura—. Mort Blaakk es una fuerza y un poder siniestros. A distancia puede controlar a quien desea. La Muerte Mental es su obra. Nosotras hubiéramos sido víctimas de él, de no habernos puesto en hibernación.
—¿Y qué clase de ser es exactamente? ¿Un humano, un hombre, una simple fuerza o energía...?
—Todo eso y algo más. Pero no me preguntes qué es, porque nadie lo sabe, nadie le ha visto... salvo aquellos que no pueden revelarlo, como tu amigo.
—Cielos.. ¿Quieres decir que nadie puede hacer nada por Ingram? Pensé que tú estabas capacitada para...
—Si alguien lo está, somos nosotras precisamente. Por eso Mort Blaakk nos odia y desea destruirnos. Es nuestro enemigo mortal, porque mientras vivamos, no podrá tener su poder absoluto. Con nosotras fracasa parcialmente, su Muerte Mental es menos eficaz, su energía no es destructora de modo irremisible, aunque sea un peligro cierto para todas.
—Pero lo cierto es que Ingram sigue igual...
—Deja que haga las cosas a mi modo — suspiró Tara—. Ahora sabemos que nuestro beso vital no sirve de nada. Espera, comandante, sin impaciencias, y yo te devolveré sano y salvo a tu amigo en el menor tiempo posible. ¿Tienes fe en mí?
—No me queda otro remedio — musitó Vander, sombrío.
—Verás recompensada esa fe, no, lo dudes — fue la respuesta de ella.
—Ahora, por favor, veamos cómo están mis compañeras... Tu amigo ha debido ya devolverlas a la vida normal...
—Sí, vamos — dijo Vander, tratando de ocultar su preocupación, tanto por el estado de Ingram, como por la fuerza terrorífica que, a juzgar por las palabras de Tara, poseía aquel ser diabólico, de naturaleza desconocida, conocido en la galaxia Dolfas como Mort Blaakk
Cuando llegaron a la cámara criónica del Galax-09, una grata sorpresa esperaba a Tara.
Sus amigas estaban ya despiertas. Todas ellas. Eran seis, en total. Tara y sus cinco compañeras de viaje astral. Cinco bellezas como ella misma. Los ojos eran en unas de color ámbar, en otras de extraño matiz púrpura. Dos de ellas, tenían pupilas anaranjadas como la propia Tara. Pero un común denominador a todas era bien visible: la belleza física, tanto de rostro como de cuerpo.
Ellas parecían aturdidas aún, emergiendo lentamente de sus urnas, con miradas de recelo hacia Rolff y Art Obben. Rápidamente, volvieron sus miradas hacia Tara, con una especie de renovada complacencia. La saludaron de modo rígido, militar. Ella las respondió de igual forma.
Luego las habló en su lengua. Era un idioma rápido, suave, melodioso, que explicaba la tonalidad con que ella se expresaba en la lengua de los astronautas de Klaat.
Cuando hubo terminado, las cinco hermosísimas criaturas sonreían, mirando a Vander y a los demás con aire amistoso. Inclinaron sus cabezas. Una de ellas habló en nombre de todas. Y esta vez, utilizó también el lenguaje de ellos:
—Gracias por traernos a bordo sanas y salvas
—dijo—. Yo soy Artoa. Ellas son Zyra, Loika, Ilia y Morga. Todas somos vuestras amigas. Nuestra comandante Tara nos ha referido lo sucedido. Es agradable saber que volvemos a casa, gracias a vosotros.
Vander, maravillado, contempló a las hermosas mujeres con una sonrisa. Luego meneó la cabeza de un lado a otro.
—Va a ser un placer conduciros a vuestro mundo —manifestó—. Lo único que espero es que mis astronautas sepan sobrellevar esta situación con serenidad. Y os aseguro que no va a ser nada fácil...
Tara, que entendió el sentido de la frase, soltó una nueva carcajada.
—Procuraremos portarnos lo mejor posible — prometió—. Y no exhibirnos por ahí, si eso provoca traumas a vuestra gente.
—¿Traumas? — sonrió Vander—. Más que eso. Puede causar verdaderos desastres en su moral, os lo aseguro.
Tara dio entonces una respuesta apacible y risueña:
—En todo caso, comandante, por nosotras no habrá problemas. Sexualmente, no nos asombramos por nada. Sabemos que somos mujeres, y entendemos, dada vuestra situación de hombres solitarios, lo que puede suceder. Ninguna de nosotras se opondrá a que tu tripulación, llegado el caso, desee realmente comprobar nuestra capacidad amorosa. Pero eso sí, comandante; no quisiera que tu subordinado, Val Ingram, cuando vuelva en sí, eligiese a otra que no fuera yo...
—Y si tú, comandante, has de elegir a alguna de nosotras... ¿por qué no a mí? —fue la invitadora sugerencia de Artoa, la segunda muchacha de la tripulación de mujeres.
Kral Vander cambió una mirada de apuro con Art Obben, pero éste ya contemplaba a su vez a una de las hermosas criaturas con inconfundible expresión. Vander se dio cuenta, justo en ese momento, de que, aun contra su voluntad y los reglamentos de a bordo, la presencia de las seis hermosísimas astronautas a bordo del Galax-09, iba a resultar sumamente conflictiva y a relajar las costumbres. Pero eso nadie podía evitarlo cuando seis mujeres como aquellas se ofrecían incondicionalmente para endulzar las horas de soledad de un puñado de hombres perdidos en el abismo sin fin de los espacios siderales.
6
OS electrodos despidieron chispas cárdenas.
El rostro de Val Ingram, bajo la luminosidad azulada de un proyector, se agitó con una leve crispación. El cuerpo se puso rígido. El indicador de pulsaciones y actividad cardiaca marcó una clara aceleración de ritmo.
El doctor Stein cambió una mirada con Kral Vander, situados ambos a los pies de la cama donde reposaba el joven astronauta. A la cabecera del lecho,, era Tara la que se hallaba asistiendo a Ingram con su particular modo de manejar los elementos clínicos de la instalación de a bordo.
—Parece que eso funciona, comandante, aunque no sé cómo lo hace — manifestó en voz baja Stein.
Asintió Vander en silencio, sin quitar sus ojos del paciente. El rubio Ingram sufrió una nueva convulsión. Los magnéticos ojos tornasolados de Tara seguían clavados en él. Era como si estuviese en trance. Sus manos se apoyaron en los controles de las descargas eléctricas de alta frecuencia, transmisibles a los electrodos aplicados a las sienes del joven.
De nuevo hubo un destello cárdeno y una agitación clara en el paciente. Tras una pausa, Tara respiró hondo y se volvió lentamente a ellos. Una sombra de sonrisa curvó sus carnosos labios.
—Ya está — dijo—. Creo que lo hemos logrado.
—¿De veras? — dudó Vander, observando la 'inmovilidad invariable de Ingram.
—Sí. Ahora duerme, realmente. Su mente se ha liberado de la influencia de Mort Blaakk.
—Pero... ¿qué clase de influencia era ésa? ; — Es difícil de definir. Digamos que una poderosa energía acumulada en un cerebro inteligente, para reducirlo a un sopor de tipo hipnótico. — ¿Y ahora?
—Esa energía ha sido liberada y apartada de sus centros nerviosos. La parálisis emotiva de Val Ingram ha terminado, pero siempre deja una breve secuela de aturdimiento que se combate mejor con el reposo. Deja que descanse, y más tarde le despertaremos adecuadamente. Lo que sí puedo asegurarte, comandante Vander, es que tu amigo ya está fuera de todo peligro y de toda influencia maligna.
—Quiero creerte, Tara. Si es así, habrás hecho un gran favor a nuestra reducida comunidad. Y, sobre todo, al propio Ingram.
—Eso tendrá su precio — rió ella suavemente—. Recuerda que será mi pareja. Lo he escogido yo.
—No creo que ponga muchos inconvenientes a ello — también rió Vander de buena gana—. Le gustan las mujeres hermosas.
—No estés tan seguro de su reacción:
—Es un muchacho imaginativo y romántico. Seguro que se volverá loco por ti, Tara. Cualquier hombre sentiría lo mismo si supiera que tú te sientes atraída por él.
—No me refería a eso, comandante. Habrá algo que puede influir en sus sentimientos y emociones.
—¿Algo? ¿A qué te refieres? — se extrañó el jefe de la tripulación del Galax-09.
—Me refiero a lo que acabas de ver: la influencia psíquica de Mort Blaakk.
—¿Influencia psíquica? ¿De qué tipo?
—Eso, nadie lo sabe. Ya te hablé de ese gran poder mental, de esa energía a distancia que emite Mort Blaakk. En sí, es un puro enigma. Pero yo he visto a mujeres compañeras mías, convertidas en auténticos muertos vivientes, en seres sin voluntad ni sentimientos, tras sufrir el ataque de ese poder misterioso contra el que nos enfrentamos.
—Siempre Mort Blaakk — resopló Vander—. ¿Pero qué clase de ente o «cosa» es eso a lo que le dais tal nombre?
—Muy sencillo, comandante Vander: Mort Blaakk es el Señor de la Mente del planeta Lurx, de nuestra galaxia. Sólo que ignoramos si realmente, es tai «Señor» por su naturaleza humanoide o similar, o si se trata solamente de una fuerza de origen desconocido, que ataca a nuestro mundo y a nuestras gentes implacablemente. Como habrás visto, para él no hay distancia ni fronteras, no existen barreras de ningún género.
—Es incomprensible... — Kral se frotó el mentón, preocupado—. ¿De modo que no hay seguridad alguna sobre el estado real de la mente de nuestro amigo Ingram, cuando ahora lo recuperemos?
—Cuando Mort Blaakk toca a alguien con su energía, nada puede asegurarse. Yo he devuelto la consciencia a tu amigo, pero es todo lo que está en mi mano hacer. Ahora todo depende de las lesiones o zonas controladas por el poder de Blaakk en la mente de Ingram Hemos de esperar a ver cómo reacciona, eso es todo. .
—¿Cuánto tiempo será prudencialmente aconsejable para esperar a que Ingram despierte?
—De vuestro tiempo, cosa de dos vueltas de cronómetro. Será suficiente. Yo me cuidaré de todo, no temas, comandante. Dejas a Ingram en buenas manos. Nadie hará tanto como yo en su favor, te lo aseguro.
—Te creo, Tara — suspiró Kral Vander, abandonando el centro sanitario.
Momentos más tarde, estaba de vuelta en el puente de mando de la Galax-09. Art Obben se había reincorporado a sus tareas de piloto, ayudado por el astronauta Uro.
—Todo sin novedad, señor — informó Obben—. Rumbo señalado, sin desviaciones. Llegaremos en tres jornadas de viaje a los límites de la galaxia Dolías.
—Bien — Vander comprobó los datos técnicos de vuelo en la pantalla electrónica de la computadora, con gesto satisfecho—. Esperemos que todo siga igual.
Artoa, la segunda astronauta, le miró con dulce sonrisa, avanzando hacia él. Su cabello negrísimo, como azabache hilado, flotaba golpeando suavemente sus hombros cubiertos por las hombreras metálicas. Los pechos juveniles, enhiestos y duros, bailoteaban en su torso.
—Mi quérido Kral, ¿cómo está tu amigo? — preguntó dulcemente—. ¿Ha logrado la comandante Tara volverle a la vida desde la Muerte Mental de Mort Blaakk?
—Sí. Al menos eso, lo ha logrado — suspiró Kral—. Lo que ignora aún es si recuperaremos a Ingram sin daños cerebrales irreversibles.
—Entiendo — ella bajó sus ojos púrpura con aire preocupado—. Ese poder monstruoso es capaz de todo...
—¿Qué sabéis exactamente sobre él?
—Lo que te haya podido decir Tara: apenas nada. Nadie ha visto nunca a Mort Blaakk.
—¿Por qué le dais ese nombre?
—No se lo dimos nosotras. El nos lo transmitió.
—¿Cómo hizo esa transmisión, Artoa?
La astronauta de la galaxia Dolfas se había acurrucado junto a él, dejando que el rostro de Vander reposara sobre sus senos desnudos y palpitantes. Besó los cabellos y mejillas del comandante, acarició su cuello suavemente, mientras respondía:
—Ha destruido de modo irremediable a muchas personas de nuestro mundo, Kral. Yo he visto a seres dañados en su mente por el poder de ese monstruo. Ya ni siquiera eran personas. Deambulaban como espectros, sin sentir emoción alguna ni saber qué eran y dónde estaban... Muchas de esas víctimas murieron luego, por falta de voluntad de vivir, por su negativa a tomar alimentos o seguir luchando contra la muerte.
—Es horrible — Vander se pasó una mano por la frente. Luego, besando los pechos femeninos, musitó—: ¿Por qué lucha contra vosotros? ¿Por qué ese ataque constante? ¿Qué hay, realmente, en ese planeta llamado Lurx?
—Lurx, en nuestra lengua, significa oscuridad. Es un mundo de tinieblas, donde todo es negro y sin formas. No hemos logrado descubrir nada. Enormes masas de nubes negras envuelven una superficie también negra, de basalto y de cristalizaciones de ese color. Esas nubes ocultan el gran secreto de Mort Blaakk. Hemos oído su voz a través de ondas telepáticas dirigidas a nuestro mundo. Es una voz metálica» extraña, como artificiosa. Pero terriblemente expresiva cuando amenaza. El y sus fuerzas misteriosas, cuya naturaleza ignoramos, atacan constantemente a Lesbos. El terror ha empezado a dominar nuestro mundo. Se teme ese poder tenebroso que llega del Planeta Negro. Pero se ignora por completo su naturaleza. Su mensaje, mil veces repetido, ha sido siempre el mismo: «¡Temed a Mort Blaakk! ¡Yo soy la fuerza devastadora del Universo, yo soy el Poder de la Muerte y el Terror! ¡La Muerte Mental exterminará a todas las razas malditas de las Galaxias!»
—¿Eso es lo que él dijo?
—Poco más o menos. Y repetido muchas veces. Sus ondas mentales, hechas impulsos electrónicos, han grabado ese mensaje en las pantallas receptoras de nuestro planeta, querido Kral...
Luego le besó cálidamente en los labios, y Vander ya no preguntó más, en tanto aquel cuerpo deseable y mórbido se apretaba al suyo, en un contacto cada vez más íntimo y ardiente...
* * *
Val Ingram abrió sus ojos.
Asombrado, miró ante sí, a la figura erguida delante de sus ojos. Lenta, muy lentamente, empezó a erguirse, con una expresión que, paulatinamente, iba revelando su horror y su angustia.
—¿Qué... qué significa...? — jadeó—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde estoy?
Serénese, Ingram — le avisó el doctor Stein, atento y tenso—. Todo va bien. Hemos logrado recuperarle. Ha vuelto de su letargo, gracias a ella.
—¿Ella? ¿Quién? — musitó Ingram, todavía aturdido sin saber dónde se hallaba ni lo que realmente sucedía
—¿No la ve? Esa hermosa muchacha, Tara. Ella es de la tripulación de la nave perdida. Las trajimos a bordo y las hicimos volver de su estado de hibernación
Debe darle gracias a Tara. Ella logró que saliera usted de su sopor, provocado por una fuerza maléfica.
—Ella... — repitió Ingram, como en sueños. Clavó sus ojos en Tara, mientras se incorporaba en la mesa de la cámara de asistencia médica—. Pero, pero ¿va a decirme usted que... que eso es... una de las bellas criaturas que trasladamos desde la nave perdida?
—Ingram, ¿a qué se refiere? — pestañeó el doctor Stein, desorientado, fijando su mirada en Tara—. Naturalmente que me refiero a esa rubia y hermosísima joven, que tanto ha hecho por usted...
—¡Pero doctor, sin duda se ha vuelto usted loco —chilló de repente Val Ingram—. ¿Es que no se da cuenta de que lo que tengo ante mí no es una mujer... sino algo espantoso, horriblemente feo... que NI SIQUIERA TIENE FORMA HUMANA?
Y soltando un alarido de horror, se arrojó fuera de la cama, huyendo despavorido de aquella figura dantesca que se ofrecía a sus ojos, y que para los demás era la hermosa y sensual Tara, jefe del grupo femenino de astronautas.
* * *
—¿Han logrado dar con él?
—No, señor — negó el astronauta Makro, moviendo negativamente la cabeza—. La búsqueda sigue, pero no logramos dar con el rastro de Val Ingram en ninguna parte.
—Si se ha ocultado, será difícil encontrarle — apuntó Obben, inquieto—. El conoce bien la supernave. Y ésta es lo bastante gigantesca como para ofrecerle mil lugares de escondrijo, desde los centros de energía hasta los almacenes de aprovisionamiento, conservación hidropónica y paneles de todo tipo.
—Lo sé, Art — admitió sombríamente Vander—. Pero tenemos que encontrarle. Es evidente que él ataque mental de Mort Blaakk le ha afectado seriamente el cerebro, y ha trastornado sus facultades mentales. Precisamente su propio estado le hará aún más astuto y escurridizo. Y eso le perjudica.. Tendríamos que examinar su actual estado» someterle a un examen exhaustivo de sus reacciones psíquicas...
—Lo único apremiante es dar con él — señaló Tara—, Yo os ayudaré en ese examen. La reacción de Ingram ha sido brusca, sorprendente...
—¿No has conocido ninguna que sirva de precedente?
—No, ninguna. En nuestro planeta, nadie reaccionó nunca así. Pero es posible que en vuestra mente, las reacciones bajo los efectos de la Muerte Mental sean diferentes y más inquietantes.
El comandante Vander asintió, ceñudo.
—Según el doctor Stein, dijo algo relativo a ti... Te miró con terror y gritó, diciendo que no eras una mujer, sino algo sin forma humana,.. — comentó.
—Así es—Tara sonrió, moviendo la cabeza—. Es una extraña alucinación, ¿no crees?
—Sí, evidentemente, lo es. Pero sabemos tan poco de ese maldito poder mental de vuestro enemigo Mort Blaakk... Es preciso que encontremos a Val. No podemos permitir que él enloquezca, que cometa algún error irremediable, si su alteración mental le hace ver alucinaciones, visiones espantosas...
—Nosotras buscaremos también, si nos dais permiso para ello y un plano detallado de la nave — se ofreció Tara—. Seremos más a buscar, y posiblemente nuestra intuición sirva de ayuda para localizarle antes...
—Es una buena idea —aceptó el comandante—. Art, muestra un plano de los distintos niveles de la Galax-09 a Tara y sus amigas. Veremos si hay éxito esta vez.
—Sí, señor — asintió Obben, apresurándose a situar en la máquina electrónica los planos solicitados, para su proyección en una pantalla de vidrio—, Esperemos que esto resulte. Estoy preocupado por Val.
—Y yo también, Art, y yo también — confesó Vander, con un suspiro.
* * *
—Nada. Seguimos sin obtener resultados...
El astronauta Art Obben se sentó en la cámara de asistencia clínica» para pasar el rutinario examen habitual a que eran sometidos periódicamente los astronautas del Galax-09.
—Sí, lo imaginaba — susurró el doctor Stein, hondamente preocupado. Meneó la cabeza, disponiendo todo para la revisión—. Me inquieta Ingram, la verdad.
—A todos nos inquieta. Puede cometer una barbaridad, estando desquiciado...
—Eso es lo raro, Obben. Cuando abrió los ojos y me miró, no parecía en absoluto sufrir anormalidad alguna. Era una mirada inteligente, clara, que reveló total consciencia. Me miró, reconociéndome, y empezó a hablar. Luego, de repente, ocurrió.
—¿Qué ocurrió, doctor?
—Lo demás. Fue al mirar a esa mujer,. Tara. Algo sucedió en su rostro. Fue una transformación inmediata. Jamás he visto a un hombre más horrorizado, más lleno de terror y de angustia. Era como si ella, en vez de ser esa bellísima criatura que todos conocemos, fuese para él la forma más monstruosa imaginable. No olvidaré nunca cómo gritó, lo que dijo... y la forma en que escapó, realmente despavorido, derribando varios objetos en su carrera.
—Sí es extraño — murmuró Obben—. Además, él ya había visto a las muchachas, a bordo de su propia nave. No podía extrañarse de nada, conocía su belleza, su físico...
—Pero entonces, aún no había sufrido los efectos de la Muerte Mental de ese ser o cosa que es Mort Blaakk.
—Sí, eso es cierto — suspiró el doctor Stein—. Bien, Obben, veamos, tu estado físico y psíquico. Confío en que con la ayuda de esas aguerridas y hermosas astronautas, lleguemos a dar con el paradero de Val. No puede haberse evaporado en el aire, a bordo del Galax-09.
—Pero usted sabe que esta supernave es inmensa y ofrece mil recovecos a alguien que la conozca bien. Ese es el caso, precisamente, de Val Ingram. Podemos pasarnos un tiempo interminable en dar con él.
—Por eso decía que confío en la perspicacia y el instinto de las mujeres. Ellas siempre tienen un sexto sentido que nos falta a los hombres. Al menos, en nuestro planeta, claro.
—Las mujeres, creo que son mujeres en todos los planetas del mundo — sonrió Obben—. Aunque confieso que he visto pocas tan hermosas como Tara y sus chicas, doctor.
—Dígale eso a Ingram cuando lo encuentren, y verá lo que le dice.
—Ingram y su imaginación... Sólo eso le faltaba a él: sufrir alucinaciones — se lamentó Art Obben, empezando a ser examinado por el médico de la astronave.
—Hace falta demasiada imaginación para comparar a Tara con un ser que ni siquiera tiene forma humana y presenta un aspecto espantoso, la verdad.
—Sí, eso es lo que me preocupa — se lamentó Obben, sombrío—. Nuestro pobre amigo Ingram... Es como si en aquella endiablada nave perdida le hubiese caído una maldición espantosa encima...
Y continuó su tarea de forma metódica y tranquila, como si realmente nada anormal sucediera a bordo.
7
ERCERA jornada... Estamos llegando a la galaxia Dolías.
—Lo sé.
—Y todo igual. Val Ingram sin aparecer...
—Sí, Obben — suspiró el comandante Vander—. Lo hemos intentado todo. Pero no hay novedad alguna. Evidentemente, ha hallado un escondrijo donde puede alimentarse, o de otro modo peligraría por inanición. Es desesperante.
No hablaron más. En la gigantesca pantalla visora, era apreciable ya la inmensa mancha luminosa, los vapores fosforescentes que, paulatinamente se iban convirtiendo en formas de luz, en miríadas de estrellas y de soles, en sistemas solares, en asteroides y cometas, en suma, en toda una gran galaxia, la M-1000, situada en confines del Universo jamás visitados, quizás, por otros astronautas humanos de lejanos planetas.
Tara se aproximó a ellos, la vista fija en la gran pantalla. También ella parecía ensombrecida por el constante fracaso en la búsqueda del rubio y joven astronauta en el que ella había fijado sus ojos desde el primer instante.
—Ahora, variad el rumbo. Seis grados de latitud Norte, dos de longitud Oeste. Y después, mantened el rumbo, hasta virar otros tres grados de latitud Nor-Nordeste, justamente cuando rebasemos aquel gran sol azul visible en el cuadrante estelar nueve cero siete.
—Perfecto — asintió Kral Vander—. Ya están dadas las instrucciones a la computadora, Tara.
—Estamos llegando a casa — suspiró ella—. Confío que una vez en ella, sí nos sea posible localizar a Ingram, con ayuda de detectores especiales. Disponemos de mecanismos adecuados para ese empeño, comandante.
—Hubiese preferido hallarle antes. Pero sí no hay otro remedio...
—Desgraciadamente, parece no haberlo. Hemos hecho cuanto era humanamente posible, comandante. Y el resultado ha sido lamentablemente estéril. Lo siento. Nunca pensé que Ingram fuese capaz de burlarnos a todos. Su desequilibrio debe haberle hecho sumamente astuto.
—Siempre lo ha sido. Astuto e imaginativo como pocos — resopló Vander—. Y ahora, esa alteración psíquica ha agudizado sus condiciones naturales, no hay duda.
La ruta estaba ya marcada: Art Obben cuidaba de los mandos. Tara y Artoa salieron del puente de mando, quedándose solos los dos hombres. Obben parecía preocupado últimamente, sumido casi siempre en un sombrío silencio.
Kral lo había notado. Cuando ambos estuvieron solos, le miró fijamente.
—¿Qué te ocurre, Art? — quiso saber.
—¿A mí? — Obben se estremeció—. No, nada...
—Vamos, vamos, Art. No puedes engañarme. Sé que algo te preocupa. ¿Es Ingram quizás?
—Bueno... sólo en parte.
—¿Por qué sólo en parte? — se extrañó Vander.
—Verá, señor... Es algo que no me atrevo a comentarle... Fue una idea absurda, pero me tiene inquieto, preocupado... y tampoco me he decidido a mencionarlo antes.
—Pues hazlo ahora, Art. Vamos, no tengas preocupación alguna, di me lo que sea.
—Es que... se trata de ellas. De las mujeres, señor.
—¿De Tara, Artoa y las otras? —se extrañó el comandante. —Sí, señor.
—Bien, adelante. ¿De qué se trata?
—El otro día, durante la revisión médica, tuve ocasión de escuchar la grabación de las palabras de Ingram cuando... cuando despertó y vio ante sí a Tara.
—Muy bien. El doctor ya nos contó eso. Fueron unas extrañas palabras, propias de un hombre enfermo, víctima de alucinaciones...
—Eso pensé yo, señor. Tomé esa grabación y, subrepticiamente, la introduje en la computadora. Me ha dado unos resultados raros.
—No te entiendo, Obben — arrugó el ceño Vander — ¿Por qué hiciste eso?
—Comandante, yo... obtuve esta respuesta de la máquina.
Pulsó el botón correspondiente. Se iluminó una pantalla. Surgieron líneas de letras electrónicas, de color verde fluorescente:
VOZ DE PERSONA SOMETIDA A FUERTE EMOCION. IDENTIFICADA COMO PERTENECIENTE AL ASTRONAUTA VAL INGRAM. REVELA TERROR Y ANGUSTIA. PERTENECE A UN HOMBRE ASUSTADO PERO SINCERO. NO SE DETECTAN ANORMALIDADES PSIQUICAS, SALVO EL MENCIONADO TERROR
—Eso no tiene sentido. Ingram estaba delirando o viendo alucinaciones, es obvio. La máquina no puede ahondar en desvaríos mentales tan sutiles, Obben, y tú deberías saberlo.
—Lo sé, señor. Por eso hice otra prueba posterior, también subrepticia. Sin que lo advirtiesen Tara y Artoa, les hice una electro-foto y una grabación fonética, y las introduje en la computadora. ¿Quiere ver los resultados?
—Sí, por supuesto — la mirada fría de Vander se clavaba en su subordinado—. ¿Adónde nos lleva todo este absurdo, Obben?
El astronauta no respondió. Pulsó otra tecla. Nuevas palabras en la pantalla. Estas, resultaban escalofriantes, aterradoras:
ELECTROFOTO REVELA FALSA IMAGEN HUMANA. SOLO VISIBLE DICHA . IMAGEN PARA MENTES HUMANAS CONTROLADAS POR ELLAS MISMAS SU VERDADERO ASPECTO ES ATERRADOR PARA EL HOMBRE. ELLAS NO SON HUMANAS. PERO FINGEN SERLO MEDIANTE MUTACION.
—Dios mío... — jadeó Kral Vander, palideciendo —.
¡No es posible! Esa máquina... sufre algún espantoso error...
—Es lo que yo he pensado, señor, hasta que obtuve estos otros definitivos datos hoy mismo...
Una nueva pulsación, y en la pantalla aparecieron nuevos informes de la computadora, que fueron el último mazazo de horror para el comandante de la Galax-09 :
LESBOS, NOMBRE DEL PLANETA DE ORIGEN DE LAS MUJERES, SIGNIFICA EN LA ARCAICA LENGUA DE UN REMOTO PLANETA LLAMADO TIERRA, QUE ENVIO HACE SIGLOS MENSAJES INTELIGENTES AL ESPACIO, CAPTADOS DESDE KLAAT NUESTRO PLANETA, EL NOMBRE DE UN PUNTO MITOLOGICO DONDE LAS HEMBRAS ERAN HOMOSEXUALES Y DE ESE NOMBRE PROCEDE SU DEFINICION DE LESBIANAS. SI ELLAS SON HOMOSEXUALES, SU AMOR POR LOS HOMBRES DE LA NAVE ES FALSO Y CONDUCE TAL VEZ A UNA TRAMPA EN SU PROPIO MUNDO.
—Cielos, Obben, hay que tener en cuenta esa conclusión de la computadora — gimió Vander—. Avisemos a los demás, y que se monte un servicio de control y de posible emergencia a bordo...
—Lo siento, comandante Vander — dijo fríamente a su espalda una voz de mujer—. Es demasiado tarde para eso. Estamos llegando a nuestro planeta. Y, ahora, son ustedes nuestros prisioneros...
Se volvió Vander» airado. El horror le invadió cuando se encontró frente a frente con Tara, que era quien había formulado las duras y agresivas palabras. Simultáneamente, sufrió una delirante mutación.
Y un espantoso ser, de aterradora fealdad, se mostró tal cual era, ante los ojos alucinados de Kral Vander y Art Obben.
* * *
Antes de que ninguno de ellos pudiese reaccionar, una extraña parálisis invadió sus músculos, dejándoles indefensos ante las criaturas que ellos mismos habían introducido a bordo, pensando que eran realmente hermosísimas mujeres las que conducían a su remoto planeta de la galaxia Dolías.
Así inmovilizados, Kral y Obben asistían, demudados, dominados por un horror sin límites, al desenmascaramiento de las mutantes, comprendiendo ahora que lo que Val Ingram descubriera en el centro de asistencia médica no era sino la cruda y terrible realidad.
No eran mujeres. No eran humanas. No eran ni siquiera semejantes lejanamente a cualquier criatura humanoide.
Eran espantosamente feas y repulsivas. La idea de que un ser tan abominable había llegado a hacerle creer que hacía el amor con una bellísima muchacha, conmovió hasta lo más profundo las fibras sensibles de un hombre sereno y dueño de sí como el comandante Kral Vander.
Aquellas criaturas no eran sino gigantescas, erguidas y repugnantes babosas. Sus cuerpos eran rugosos, destilando una especie de viscoso humor grisáceo por sus poros, de ojos saltones y redondos, de color púrpura, una especie de orificio para succionar, por el que escapaba un jadeo ronco que era su respiración, y no había en ellas nada de agradable ni siquiera tolerable a «la vista.
—No... no puede ser... — se oyó a sí mismo jadear el comandante Vander, con voz que temblaba ostensiblemente—. Esto no puede ser más que... una pesadilla atroz...
—Lamento tener que desilusionarte, comandante Vander — habló con voz ronca y dificultosa, que hacía temblar su repugnante rostro aquella especie de gran babosa—. Ahora es cuando nos veis tal como somos. Todas somos exactamente iguales. Artoa, a quien tú acariciabas amorosamente, yo, y las demás..
Un escalofrío agitó a Vander, mortalmente pálido. Art Obben, aferrado a la computadora, clavaba sus dilatadas pupilas en aquel horror viviente que les mantenía inmovilizados por algún extraño poder magnético.
Lentamente, iban entrando en la sala de controles las demás «mujeres» Lesbos. Todas igualmente viscosas, repulsivas y blanduzcas, palpitando al moverse sobre una especie de extremidad plana y adhesiva. Eran dueñas de la situación, y lo sabían. Vander comprendía ahora, demasiado tarde, que lo habían sido en todo momento, desde que él ordenó a Rolff que las devolviese a la vida desde su estado de hibernación.
—Y ahora... ¿qué va a ocurrir? — jadeó Obben amargamente.
—Ahora, llegamos ya a Lesbos, nuestro mundo prosiguió la horrible voz de aquel ser de pesadilla—. Sois nuestros prisioneros. Lo habéis sido en todo instante, justamente desde que hallasteis nuestra nave.
—Todo fue una maldita trampa, un repugnante juego de ficción y engaño... — masculló Vander.
—No, no todo. Realmente, estábamos en peligro de muerte, allá en nuestra nave perdida. Vosotros salvasteis nuestras vidas, llevándonos a bordo y reanimándonos' Ahora, nosotras podríamos destruiros fácilmente. Pero ya veis que no lo hemos hecho. Solamente sois prisioneros nuestros. Os conduciremos a Lesbos. Y nuestra Gran Señora de Lesbos decidirá lo que se hace con vosotros.
—¡Gran Señora de Lesbos! — repitió Vander con sarcasmo—. ¿Realmente sois hembras?
—Lo somos — asintió la babosa repugnante Pertenecemos al género femenino, sí. En eso, nunca mentimos. Además, parece que tu amigo Obben ha descubierto la verdad: somos homosexuales en nuestras relaciones. Todas nosotras. Es algo que heredamos de nuestras antecesoras, las Amazonas de Lesbos.
—¿Cómo pudisteis engañarnos, adoptar un aspecto que no era el vuestro?
—Simple juego mental. No era difícil. Pero falló con Ingram, porque su mente estaba alterada por la acción de las ondas de Mort Blaakk.
—¿Es que existe, realmente, ese Mort Blaakk, enemigo vuestro? — dudó Vander.
—Existe, sí. No en todo hemos mentido, Vander. Existen las circunstancias, aunque nosotras seamos diferentes a lo que imaginabais. Nuestra condición de mutantes nos permitió Influir en vuestra mente y que nos vierais como nos visteis.
—No sé qué puede ser peor, si morir o contemplar vuestro aspecto real...
—Como todos los humanos, sois maniqueístas. Pensáis que todo lo hermoso es mejor, y "que vosotros y vuestra imagen es lo mejor que existe. Tenéis un extraño concepto de la fealdad. ¿Os habéis parado a pensar en lo que nos parecéis vosotros a nosotras, las hembras de Lesbos?
—No, ni me importa. Ya nada importa, imagino...
—En eso no podemos ayudaros. Estamos llegando a Lesbos además, y tenemos que disponer la maniobra de aterrizaje. Esta nave es enorme para lo que nosotras conocernos, y va a sernos difícil maniobrar. En estos momentos, todos a bordo han sido ya reducidos a la inmovilidad más absoluta, igual que vosotros. Somos las dueñas de vuestra majestuosa Galax-09. Y de vosotros, por supuesto...
—De nosotros» ¿para qué? —gimió Obben—. ¿Por qué no darnos muerte de una vez, y dejar de torturarnos con un cautiverio entre seres tan horripilantes como vosotras?
Porque como pueblo de hembras que somos, amigo Obben, no podemos reproducirnos por nosotras mismas, Aborrecemos al sexo opuesto, sea de la especie qué sea» pero si queremos sobrevivir, lo necesitamos, para procrear. Luego, las criaturas macho que nacen, son destruidas, y sólo se mantienen vivas las hembras de la especie.
—Pero... ¡pero nosotros no somos de vuestra especie! — se horrorizó Kral Vander—. No podríamos... procrear con «algo» como vosotras...
—Eso no es cierto — emitió aquella horrenda boca u orificio un cloqueo repulsivo, a la vez que despedía algo parecido a pastosa y brillante baba, que resbaló por su repugnante y rugosa epidermis fofa—. Nuestros métodos de laboratorio permiten convertir el semen de cualquier macho de otra especie en los necesarios genes para nuestro proceso de procreación de la especie.
—Es... es espantoso... — jadeó Obben—. Preferiría morir...
—Desgraciadamente, salvo que la Gran Señora de Lesbos decidiera lo contrario, lo cual es altamente improbable, ¿cuál crees que es siempre el destino de los machos que sirven para facilitarnos los espermatozoides de la maternidad? Nosotras, amigo Obben, una vez obtenido del macho lo que necesitamos para tener nuevas hijas y mantener viva nuestra sociedad de hembras... matamos a ese macho.
* * *
Para ofrecer tantas dificultades, la maniobra fue fácil y suave. Ello revelaba la diabólica inteligencia de aquellas babosas femeninas que manipulaban ahora los controles de la supernave.
La gigantesca, hermosa y radiante Galax-09, con su gran estructura circular, tachonada de luces brillantes, se posó majestuosa en un amplio llano desértico de un desolado planeta de la galaxia de Dolías. Levantó un polvo grisáceo de aquel duro suelo, con sus enormes reactores de aterrizaje, y terminó por quedar inmóvil en medio del páramo, bajo el cielo estrellado, fulgurante, de una noche negra y fría como la de una zona polar de Klaat, su mundo de origen, ahora tan distante e inaccesible para Kral Vander y sus hombres.
Desde un escondrijo angosto, sobre las plantas hidropónicas y los solariums de a bordo, los ojos agudos de un rubio joven, seguían los movimientos de la gigantesca nave, la visión del planeta, a través de las grandes ventanas cóncavas del Galax-09, y sobre todo, con gran tensión y angustia, el ir y venir de aquellos monstruos palpitantes y horribles que, para sus compañeros de tripulación — y para él mismo en los primeros momentos—, no eran sino hermosas doncellas de las que resultaba fácil enamorarse.
Val Ingram, el joven Val Ingram, a quien las invasoras de la nave no habían llegado a descubrir, había elegido un escondrijo difícil, entre la estructura compleja de la gran nave, y allí agazapado, podía seguir atentamente los acontecimientos de a bordo.
Se daba cuenta de lo que sucedía con toda claridad. Su visión mental era clara y nítida ahora. Sus compañeros estaban cautivos de las invasoras. El también lo hubiera estado, de haber sido hallado. Sobre ese punto tampoco se hacía demasiadas ilusiones. Las hembras de aquel mundo sombrío pronto reanudarían la búsqueda, hasta dar con él de un modo u otro.
Le resultó patético ver desfilar a su comandante, a Obben y los demás, todos formando una fila, entre las seis gigantescas babosas, prisioneros dóciles, rendidos a sus captoras de modo incondicional, tal vez porque tampoco les era posible ofrecer resistencia a las criaturas de la galaxia Dolfas.
De ese modo, quedando a bordo solamente una de ellas, las otras salieron al exterior conduciendo a su cuerda de prisioneros hacia alguna parte ignorada del mundo desconocido. Ingram, contemplando el desértico paraje a través de los ventanales, desde su escondrijo, no sacaba ninguna buena impresión inicial de aquel lugar.
Parecía un planeta asolado desde hacia siglos por algún cataclismo. El terreno daba la impresión de ser fuertemente volcánico y árido, la superficie aparecía cubierta de una capa de sedimentos y de polvo o cenizas grises, y en lo que abarcaba la vista no se contemplaba ciudad ni edificación alguna.
Sin embargo, recordando la nave negra, perdida en el vacío, no podía admitirse que las criaturas monstruosas formasen una sociedad salvaje ni mucho menos. Poseían un grado de civilización, de progreso. Eran inteligentes, aunque espantosamente feas, y podían viajar por el espacio, de modo que ¿dónde estaba su verdadero mundo, su vida organizada, sus centros residenciales y todo eso?
Por el momento, todo ello era un enigma, pero pronto dejó de serlo para el impresionado Ingram.
Los ojos del joven astronauta, siguiendo la marcha de las criaturas y sus ^prisioneros, a través del desierto sombrío, descubrieron repentinamente la clave del misterio.
Súbitamente, una zona del desierto se había empezado a alzar, como una gigantesca escotilla, revelando que era solamente una estructura metálica» bajo la cual había un gran acceso iluminado, al interior del planeta.
Eso explicaba el enigma de su desolación, de su aparente falta de ciudades y de edificaciones.
¡Las babosas inteligentes vivían DENTRO del planeta, en su subsuelo!
—Ciudades subterráneas, tal vez refugiándose de algo...— musitó Ingram para sí, empegando a comprender. Una vida debajo de la superficie, un mundo enterrado—. Eso es lo que sucede. Pero cuando esa compuerta se cierre... ¿cómo entrar allí, si quiero ayudar a mis compañeros a evadirse de este maldito agujero?
No se le ocurrió respuesta alguna. Desolado, Val Ingram permaneció en su escondrijo del Galax-09, convencido de que más tarde volverían aquellos seres para localizarle de algún modo dentro de la nave» puesto que sabía que le habían buscado obstinadamente con anterioridad.
Tenía que salir de allí, antes de ser hallado por sus enemigas. Pero eso ofrecía dos problemas todavía insolubles para él: ¿cómo burlar a la babosa de vigilancia en la supernave... y cómo reunirse con sus compañeros para intentar algo desesperado qué les permitiera huir para siempre de aquel lugar maldito?
Demasiada tarea para un hombre solo. Pero ahora Ingram estaba seguro de que la vida de sus camaradas» en poder de aquellos monstruos, valía muy poco, si es que realmente aún valía algo. Y, por tanto, tampoco su propia existencia poseería ya un gran valor.
—Quizás ha llegado el momento de jugarse el todo por el todo — se dijo» llegando a una desesperada conclusión—. Después de todo, si ya no tenemos mucho que perder. ¿qué puede importar el riesgo que corremos?
Y cuando Val Ingram adoptaba una decisión, nada ni nadie le hacia volverse atrás de ella.
8
RA un espectáculo increíble.
La ciudad subterránea no tenía nada de siniestra ni de sombría, como todos los prisioneros habían esperado.
Construida a varios niveles, con profusión de luces, con edificaciones de un material plástico, metalizado, dotada de unas vías serpenteantes por las que se deslizaban vehículos sin ruedas, silenciosos y rápidos, ocupados por aquellos extraños y horribles seres viscosos, producía la impresión de ser una hermosa urbe de seres humanos, edificada en las entrañas del planeta, con el suelo de éste por bóveda, y dotada de todos los adelantos y comodidades.
Y. sin embargo, sus habitantes no podían resultar más incongruentes en aquel ambiente urbano. Es como si en su lejano planeta Klaat, gusanos gigantescos hubieran pasado a ser ciudadanos de primera fila en sus modernos centros urbanizados. No tenía sentido, en suma.
Silenciosamente, pero admirando cuanto descubrían en el subsuelo de Lesbos, los astronautas desfilaron hacia su alojamiento actual. No llevaban ligaduras ni cadenas. Tampoco las necesitaban. Aquella rara paralización de determinados centros nerviosos y musculares, hubiesen impedido que ninguno de ellos hiciera otra cosa que caminar dócilmente y poder mirar en torno suyo, sin posibilidad alguna de ofrecer una resistencia física realmente seria, ni intentar muchísimo menos una evasión totalmente imposible.
Por ello, resignados a su suerte, se dejaban llevar a su destino, como animales a un matadero. En sus mentes bullía la idea de la rebeldía, de la lucha por la existencia. Pero sus fuerzas no respondían en absoluto a esas intenciones y, en ese caso, la lucha era una pura utopía.
Conducidos por sus captoras, cruzaron amplias vías y niveles de aquella gran ciudad subterránea. A su paso, eran muchas las criaturas semejantes a Tara y a las demás, que les contemplaban con expresión indescifrable en sus rostros babeantes e informes. Tal vez pensaban en que ya tenían provisión de machos de otra especie para seguir procreando su horrible especie, pero nadie hubiese podido saber lo que aquellos ojos vidriosos, flotando en palpitante materia blanda podían reflejar.
Llegaron finalmente al que, sin duda, iba a ser edificio de su cautiverio. Una torre blanca, alta, rectilínea, elevada en medio de la gran urbe. Se les introdujo en ella. Un vertiginoso, rápido ascensor, les llevó con celeridad a su cúspide. Allí, una enorme sala de muros cristalinos, duros como el metal, les acogió. Tenía el suelo terso, espejeante.
Y ante ellos, apareció otra criatura semejante a las que eran sus captoras en estos momentos. Pero infinitamente más grande y más rugosa. Parecía inclinarse, vencida por algún peso invisible.
Pronto supo Vander que ese peso era la edad, cuando la criatura a quien él conociera como Tara, les presentó a la nueva babosa.
—Esta es nuestra Gran Señora de Lesbos —dijo con su voz gutural y ronca.
Vander se estremeció al mirar aquellos ojos mortecinos que, como dos globos de vidrio opaco, se fijaban en ellos desde el rostro viscoso e informe.
—Os felicito — dijo la nueva criatura—. Ha sido una gran captura.
—Hay otro macho más en la nave. Se ha ocultado. Tenemos que encontrarle.
—Llevaos detectores especiales. Aparecerá, sin duda. Son excelentes ejemplares. Espero que en los laboratorios se obtenga de ellos suficientes genes para una gran cantidad de vosotras, mis amadas bijas de Lesbos.
De modo que ella era la madre de todas» la vieja reina de aquellas monstruosas criaturas, pensó Vander. Quizás tenía una edad avanzadísima, pero seguía velando por sus pequeñas, como lo haría la abeja reina en su panal.
—¿No sirve de nada nuestra protesta? — dijo agriamente Vander.
—¿Protesta? — los ojos cobraron una expresión maligna al fijarse en él—. Aquí no protestan los cautivos machos. Nunca. Los machos no son nada, no sirven para nada, por inteligente que sea su especie.
—Sí servimos para procrear, ¿no?
—Sólo para eso. Luego se les destruye. Ellos son siempre los causantes de las guerras, las muertes, la violencia. Ellos estuvieron a punto de terminar un día con el planeta Lesbos y la vida en él. Aprendimos todas la lección. Ya no hay machos que nos compliquen las cosas. Ahora, nosotras somos dueñas y señoras de este mundo.
—Pero seguís sometidas a otro ser más fuerte que vosotras: Mort Blaakk.
La pulpa inmunda de aquel viejo ente galáctico se agitó como en un acceso de ira. Los ojos destellaron, como si les hiriese una cruda luz.
—¡Mort Blaakk no puede nada contra nosotras aquí dentro!— clamó—. Hemos logrado mantenernos lejos de su alcance. Y ni siquiera sabemos si es un ser viviente, un macho de su especie... o sólo energía liberada, energía movida por una inteligencia desconocida.
—Sea lo que sea, es el más fuerte. Eso delata vuestra debilidad real. ¿Por qué nos destruís» una vez obtenidos los genes de nuestro semen? ¡Porque nos teméis!
—Tememos sólo vuestra voluntad de destrucción, de odio y de violencia, no vuestro poder. No sois nada, aquí no podéis nada contra nosotras. Esa es la verdad. Por ello, las máquinas obtendrán de vosotros lo que necesitamos y nuestros laboratorios convertirán ese producto en espermatozoides para nuestra especie.
—Eso es imposible, si realmente fueseis como sois — dijo de repente el doctor Stein con energía.
—¿Qué quieres decir? —se enfureció la Gran Señora de Lesbos.
—Entiendo lo que sucede aquí. Y creo entenderlo muy bien. No buscáis en el espacio a cualquier especie de machos para engendrar. Eso no sería posible. Buscáis humanos, exactamente, para almacenar genes, como se almacenan de un semental. Y eso es por una simple razón: porque vosotras, realmente, SOIS HUMANAS... o lo fuisteis alguna vez. Quizás un desastre genético, una mutación atroz, os convirtió en eso que ahora sois. Pero vuestra genética, vuestra ciudad, vuestra forma dé vida en este subsuelo acusan algo que no admite discusión: antes de ahora, fuisteis realmente mujeres.
Hubo un profundo silencio en la cámara cristalina. La vieja babosa pareció repentinamente más cansada, más rendida que nunca por el peso de su edad y de su responsabilidad. Tara comentó con sus sonidos cloqueantes :
—El que habló es médico, Señora. Ha descubierto la verdad...
—Tenéis razón — admitió la Gran Señora apagadamente, encogiéndose como un montón repulsivo en la cámara de muros cristalinos de la gran torre blanca—. Una vez, fuimos mujeres. Como las visteis a ellas anteriormente. Entonces llegó la destrucción. La guerra bacteriológica, las armas devastadoras... Se destruyó la especie, se alteró la genética... y nos convertimos en mutantes. Esto que ves ahora, este aspecto que a nosotras mismas nos causa tanto horror como a vosotros, fue el resultado del caos. Y los hombres tuvieron la culpa, ¿sabes? Sólo los hombres de nuestro mundo, que se aniquilaron por completo. Nosotras, refugiadas en lugares adecuados, en centros femeninos de defensa civil, sobrevivimos., ¡pero en qué espantoso estado! Paulatinamente, nuestros cuerpos corrompidos, despellejados, mutilados, fueron sufriendo una atroz mutación... hasta ser lo que hoy somos. Atribúyelo á una mezcla de factores, como la alteración genética, un clima opresivo y venenoso en el planeta, gérmenes nocivos, radiaciones y todo eso... y tendréis el motivo que nos condujo a esto que ves. Ahora, ya sabéis la respuesta. Y sabéis por qué nos sirven vuestros genes... y por qué debéis morir.
—Nuestra misión en el Universo, con nuestra nave Galax-09, es de paz, no de guerra ni destrucción — protestó vivamente Vander.
—Eso es lo que siempre dijisteis los hombres, y lo que jamás cumplisteis. Lo siento. No hay evasión posible. No la hay, y de veras lo lamento profundamente. Seréis conducidos al Centro de Reproducción, donde se os extraerá todo vuestro semen, para después entregaros a nuestros verdugos. No temáis demasiado. No somos crueles ni malvadas. Sólo pretendemos sobrevivir. La muerte será rápida y piadosa.
—¿Vale la pena sobrevivir así? — dudó Art Obben, despectivo.
—Hemos aprendido que sí. La vida siempre es hermosa. Y la mutación, por fortuna, nos conservó dos cosas a las mujeres de Lesbos: la inteligencia y la capacidad de gozar. Pero nuestro goce, forzosamente, ha de ser homosexual. Odiamos a los que nos causaron tanto daño. Sólo nos pueden servir para procrear nuevas criaturas, hembras del futuro. Siempre vivimos con la esperanza de una nueva transmutación a la inversa... para volver a ser humanas. No ya nosotras, sino nuestra descendencia futura...
—Es un sueño imposible — rechazó Vander—. Vosotras sabéis que, biológicamente, eso ya es imposible.
—Nunqa se sabe lo que nos reserva el futuro. Nosotras, confiamos. Confiamos siempre. Llevadles. Es el momento de utilizarlos. E id en busca del hombre oculto en la astronave.
—Sí» mi Señora — respondió el monstruo a quien ellos conocieran como la hermosa y rubia Tara.
Y de nuevo fueron conducidos en el ascensor, hasta un nivel inferior de la radiante urbe subterránea de Lesbos. Ahora, los prisioneros, cabizbajos y ensombrecidos por el increíble descubrimiento, ni siquiera tenían ánimos para mirar en tomo, curioseando la vida de aquella sociedad sometida a una mutación aterrada, por causa de lejanas guerras devastadoras.
También en Lesbos había llegado el hombre a ser el mayor enemigo de si mismo y de su supervivencia. Kral Vander sabia que ésa no sería la primera ni la última vez que tal cosa sucediera en el Universo.
—Si al menos se salvara Val Ingram... — murmuraba para si, abatido, mientras caminaba con sus compañeros hacia su irremediable destino.
Pero en su interior, sabía que no existía la menor posibilidad de que ello sucediera así, desgraciadamente.
* * *
El tiempo transcurría sin variaciones.
En aquel planeta, siempre parecía ser de noche. El cielo estrellado, negro y frío, permanecía inmutable sobre el desierto. Por el interior de la nave, pasaba incansablemente la babosa que quedara de guardia en ella.
Val Ingram había tomado ya su decisión. Tenía que intentarlo, y lo intentaría. El mejor momento, a su juicio, era aquel en que el vigilante de a bordo estuviese en el punto más lejano al suyo propio.
Había contado los períodos de tiempo, que eran totalmente regulares, entre la aparición de la babosa, su marcha y su retorno. Eso quería decir que hacía siempre el recorrido completo de la nave.
Dividiendo ese período de tiempo por la mitad, tendría aproximadamente el instante en que más alejado podía hallarse aquel ser de pesadilla. Esperó a que el hecho se produjese una vez más, y actuó en consecuencia, en cuanto su crono le indicó el momento preciso.
Saltó de su refugio sigilosamente. Se movió, cauto, sin dejarse captar por los ojos electrónicos de la nave ni por las cámaras de televisión distribuidas en todo el Galax-09. El se conocía bien esa instalación. Lo suficiente para que resultase bien e) empeño durante el mayor tiempo posible.
De esa forma, llegó a la cámara material. Había advertido claramente que los compañeros suyos se mostraban todos como reducidos por alguna fuerza de sus captoras, y estaba convencido de que esa fuerza tenía que ser psíquica, tal vez una especie de control mental del prisionero.
Para protegerse de tal posibilidad, recurrió a un casco especial de astronauta, protegido con titanio, el metal más refractario a cualquier tipo de radiación, ignoraba si las de tipo mental también las rechazarla, pero esto era mejor que nada.
Además de ello, se cubrió con un traje de material antitérmico, ceñido a su cuerpo, y ocultó en esas ropas una serie de objetos que podían serle útiles para defenderse de cualquier peligro. Una vez hecho todo esto, empuñó un arma, un proyector de descargas térmicas, con llamaradas dé alta concentración, capaces de disolver cualquier cuerpo, por resistente que fuese.
Así provisto, avanzó resuelto hacia un mando de emergencia, y lo pulsó. Como era de prever, inmediatamente se detectó el funcionamiento de ese mando en toda la nave. Zumbaron los sistemas de alarma, parpadearon luces rojas... y una pequeña escotilla se fue abriendo lentamente ante él.
El ser que vigilaba a bordo, captó el estado de alarma. Oyó un jadeo cercano, cada vez más próximo. Algo se deslizaba, veloz, sobre el suelo terso de la nave. Giró la cabeza, al llegar a la puerta de emergencia.
Allí estaba la babosa. Tras de él. Contemplándole con sus horrendos ojos flotando como globos de vidrio incoloro en la masa gelatinosa de su cuerpo repugnante.
—¡Alto! — le llegó una voz potente, rebotando en los sensibles audífonos de su casco. Rápido, giró una válvula, quedando totalmente aislado del exterior, como si se volviera sordo por completo. Tal vez en el sonido, pudieran ellas enviar alguna clase de radiación, y era mejor evitarlo.
Notó que aquel orificio o boquete que eran sus labios se movía velozmente pero no le llegó sonido alguno. Notó también un cosquilleo en sus centros nerviosos, acaso atacados por el extraño poder mental de las criaturas femeninas de Lesbos, Pero tampoco pasó de ahí. El casco de tiranta cumplía su cometido, aislándole de cualquier onda de radiación, incluso mental o telepática.
La babosa se dio cuenta de que fracasaba. Rápidamente, pareció concentrarse. Sus ojos enrojecieron, como si ardieran llamas en su interior. Ingram entendió. ¡Estaba transmitiendo mentalmente a sus congéneres del subsuelo, una llamada apremiante de urgencia!
—Tengo que actuar de prisa, o esas bestias me darán caza — masculló, saltando fuera de la nave, y corriendo sobre el suelo ceniciento, entre una polvareda gris oscura. Notó que la gravedad y aire del planeta eran muy semejantes al suyo propio. Eso denotaba, sin duda alguna, que alguna vez hubo allí formas de vida como la de ellos, totalmente humanas.
La babosa se deslizó veloz tras él. Allá, en alguna parte del desierto, hosco y sombrío, debió ser captada su llamada mental, porque emergió, tras unas dunas, una especie de oruga metálica, deslizándose rápida hacia él. Por lo que parecían ojos de esa oruga, y no eran otra cosa que Visores, descubrió nuevas babosas armadas.
Si le gritaban u ordenaban algo, no le era posible oírlo. El aislamiento dentro de su escafandra y traje espacial, era absoluto. Pero pronto descubrió que otra amenaza se cernía sobre él.
Saltó ante sus a escasa distancia, un alud de tierra y polvo. Luego, otro a sus espaldas. Los tripulantes de la oruga metálica estaban disparando contra él alguna clase de arma, tal vez como advertencia.
Se detuvo en seco, vacilante. Eran dos descargas. Quizá una tercera marcase su final. No dudó. No podía hacerlo ya, a aquellas alturas. Supo que se trataba de matar o morir, y que en aquel mundo de hembras de una especie repugnante, él era el enemigo a aniquilar.
—Si existe un modo de que yo os aniquile antes, amiguitas, dejadme que lo pruebe — masculló Ingram airadamente, dentro de su hermético casco.
Y disparó, sin vacilar, su proyector de cargas flamígeras.
El impacto en la oruga fue espantoso. La llamarada térmica, desarrollada a más de mil grados de calor, alcanzó el vehículo desértico, reventándolo en mil pedazos, en medio de una espantosa bola de fuego. Fragmentos de metal y de cuerpos babeantes saltaron diseminados por el aire.
Se volvió. La babosa solitaria corría, despavorida, alejándose de él. En medio del desierto, quizás tras sonar la alarma, empezaba a alzarse la gigantesca estructura del acceso disimulado al subsuelo, y por ella aparecían en ese momento una serie de naves ovaladas, muy ligeras, vomitadas como salivazos de un enorme monstruo, con el claro objetivo de terminar definitivamente con Val Ingram. Este, de pronto, se había con vertido en enemigo a destruir, fuese como fuese.
La luz radiante del interior del planeta, hizo centellear las estructuras ovales de las pequeñas y ligeras naves voladoras. Eran al menos una docena. Ingram, se mostró pesimista.
—Aunque destruya a seis o siete de ellas con mi disparador de cargas térmicas, las demás terminarán conmigo. Y si no lo hacen ésas, lo harán otras. Pero ya no puedo retroceder. Mi destino, en poder de esas criaturas, no puede ser otro que la muerte. Con más motivo ahora, en que me he enfrentado a ellas abiertamente, destruyendo a muchas de su clase. ¡Hay que seguir luchando hasta morir!
Y se dispuso a hacerlo, con rabiosa desesperación, buscando refugio en una negra duna del polvoriento desierto de Lesbos.
Las naves, en perfecta formación, volaron rápidamente hacia él.
Ingram alzó su brazo armado. Apuntó serenamente, esperando.
Cuando las dos primeras sobrevolaron su posición, apretó el resorte de disparo. Un chorro de llamas brotó, alcanzando a los vehículos. Estos reventaron en mil pedazos sobre su cabeza, iluminando de forma dantesca la noche del oscuro planeta misterioso.
Pero esto no podía prolongarse indefinidamente. Mientras los restos de las naves destruidas llovían sobre el desierto, dispersas, otros vehículos se lanzaron sobre Ingram. Un disparo de algún arma sofisticada, levantó grandes fragmentos de piedra de la duna, entre un torbellino de polvo. El joven astronauta notó que todo él temblaba, bajo los efectos del cercano impacto. Cuando le dieran de lleno a él, le harían pedazos, estaba seguro de ello.
Pero era tarde para volverse atrás. Ya no había cuartel. Ni lo daba, ni se lo darían a él. Un nuevo disparo de su lanzallamas, reventó en mil pedazos a otra nave, que fue a estrellarse, envuelta en llamas, en el desierto.
Después... fueron cuatro las que sobrevolaron la cabeza de Ingram. Y éste supo que, irremediablemente, allí iba a terminar todo para él. Ya no había defensa posible.
9
S habéis dado cuenta? — la voz de la falsa Tara, la hermosa rubia que luego resultara ser aquel monstruo babeante, tronó con un cloqueo de rabia y de furor mal contenidos—. ¡Otra vez la maldición!!Los hombres han venido a destruir, a matar, a aniquilar salvajemente a nuestras hermanas!
—¿Por qué hablas así? —Kral Vander la miró tristemente, desde detrás del muro de material cristalino, hermético e irrompible, que formaba parte de la celda donde habían sido introducidos todos los astronautas de la Galax-09.
—Tengo informes urgentes de la superficie. Vuestro amigo Ingram se escapó... Ha destrozado un vehículo de observación con sus tripulantes. Ahora está atacando brutalmente a una escuadrilla defensiva, haciendo pedazos a varios vehículos, y causando numerosas muertes. ¡Siempre el Hombre, nuestro enemigo, con su violencia y su odio!
—No podéis lamentaros de ello ahora — suspiró Obben amargamente—. A fin de cuentas, ¿qué es lo que vais a hacer vosotras con todos nosotros? Asesinarnos a sangre fría.
—Ésa es la ley de Lesbos.
—Es vuestra ley. La de Ingram, la mía o la de cualquier otro, es defenderse, luchar por sobrevivir, caiga quien caiga. Y con más motivo cuando no hay otro remedio que matar... o morir a vuestras manos.
—Eso no os exime de culpa a vosotros, los hombres, Ingram será aniquilado de un momento a otro, si no lo fue ya. Pero para nosotras, será un día de luto. Muchas de nuestras mejores hermanas yacerán despedazadas en la superficie.
—Y nosotros no estaremos mucho mejor cuando esto acabe — replicó Vander—. Ni tampoco Ingram. ¿Y cuál fue nuestro delito? Intentar ayudaros en el espacio cuando estabais en poder de la fuerza de Mort Blaakk... ¿A eso llamáis justicia, bondad y humanidad vosotras, malditas harpías sin conciencia?
—¡Basta! Os haré ver el cadáver de vuestro belicoso amigo en cuanto lo obtengamos — cortó ella—. Después, seréis utilizados en este Centro... y exterminados sin piedad. Lo mismo que toda criatura que nazca con el sexo masculino. Es la ley.
—Vuestras pobres leyes de resentidas y de amargadas...—dijo Obben—. Me dais pena. Sois ya el fin de la raza, la degeneración total y definitiva de una especie, y os resistís a admitirlo, con ese ridículo sueño de una mutación a la inversa... Pobres soñadoras sin futuro...
Airada, la criatura se ausentó, mientras su epidermis rugosa despedía mayor viscosidad. Tal vez ésa era una forma de expresar su ira, su furia ante la compasión de los hombres que iban a morir.
Cuando se quedaron solos, se miraron todos entre sí.
—Ingram... — musitó Uro amargamente—. El, cuando menos, morirá matando.
—Ese chico siempre tuvo decisión y valor — recordó Rolff—. Además de imaginación, ¿no es cierto, señor?
—Sí — el comandante Kral Vander entornó los ojos, pensativo—. Creo que si ha llegado tan lejos en esta lucha inútil, ha sido por eso, por usar en todo momento su imaginación, cosa que nosotros no hicimos. Si Val Ingram ha muerto, que Dios le acoja en su seno, aunque su cuerpo yazca en este inmundo rincón del Universo...
Nadie comentó nada. Fuera, en el exterior, en la superficie del planeta, se captó un repentino temblor, una vibración poderosa. Luego se hizo el silencio. Los prisioneros volvieron a mirarse, sobrecogidos.
—Quizás ha sido... el fin de Ingram — comentó Obben.
—Quizás — admitió el doctor Stein.
Vander no dijo nada. Se limitó a apretar los puños, encajar sus mandíbulas con fiereza, y cerrar sus ojos, para no pensar, para no golpearse contra los muros, en su rabiosa impotencia frente a lo irremediable.
* * *
Era el fin, y lo sabía.
Val Ingram contempló el vuelo rasante de los óvalos voladores, y esperó el irremisible impacto mortal que haría pedazos su cuerpo y terminaría con todo.
Pero eso no llegó a suceder.
Inexplicablemente, algo pasó en el cielo, sobre su cabeza. Un repentino resplandor azul, violento y parpadeante, lo invadió todo, como una fantástica aurora boreal. Envueltos en esa súbita luz, las naves de Lesbos parecieron tornarse incandescentes, al rojo vivo... para luego, increíblemente, disolverse, desintegrarse en medio de la luz, sin dejar rastro alguno de su existencia.
Perplejo, maravillado, Ingram contempló aquel prodigio inexplicable. Se tuvo que frotar los ojos para comprobar que, de repente, ni una sola nave enemiga quedaba en el aire. El cielo negro, salpicado de estrellas, lucía sobre su cabeza. Sin rastro de adversario alguno.
En su lugar, la luz azul que estallara de repente sobre su cabeza en un resplandor fantástico, ahora lo iluminaba todo, para terminar encogiéndose, estrechándose, y ser finalmente una simple banda de luz que venía de la distancia, hendiendo el negro cielo.
Los ojos de Val buscaron su origen, hallándolo en una especie de cuerpo negro casi invisible entre los astros. Una esfera oscura, fundida con el cielo nocturno.
De allí llegó la luz que, al envolver a las naves enemigas, las disolvió sin dejar rastro. Fascinado, como siguiendo una voz inaudible que le ordenara, Val se movió, pausado, hacia la luz azul.
Abandonando su parapeto tras la duna, caminó, erguido, en dirección al rayo de luz azul, centelleante, que tocaba el desierto en un punto cercano, proyectando en el oscuro suelo grisáceo un cerco amplio de claridad.
Ingram penetró en ese cerco. Se mantuvo quieto, elevó la cabeza, mirando hacia el origen de aquel foco estelar.
Y, como antes las naves de Lesbos, su figura misma comenzó a ponerse incandescente, a diluirse en una tonalidad cárdeno-rojiza, para después... desaparecer.
Val Ingram ya no estaba en el suelo desértico de Lesbos. No habla el menor rastro de él. Era como si se hubiese desintegrado silenciosamente.
Después, lentamente, se extinguió la luz azul, y en Lesbos quedó solamente la noche, la oscuridad, el silencio y la muerte.
* * *
Fue como un breve sueño.
Una sensación de inconsciencia, un ramalazo de luz cegando sus ojos y su mente, y un rápido y suave despertar, en alguna parte que ya no era el desierto sombrío de Lesbos.
Miró en torno suyo Val Ingram. Seguía en pie, erguido, sereno. Con su indumentaria espacial, con su arma en la mano. Pero aquél ya no era el mismo sitio de antes.
Pese a que, en torno suyo, inmóviles naves ovaladas, reposaban en un suelo basáltico, de una negrura diamantina. Muros formando prismas de negro espejo, delimitaban su zona visual.
Dentro de las naves, se veían, inmovilizadas, las figuras de sus tripulantes, las babosas de Lesbos. Parecían muertas o en letargo.
—¿Dónde estoy? —murmuro en voz alta, abriendo el fono de su escafandra, por si le llegaba algún sonido de alguna parte—. ¿Qué lugar será éste, y qué ha ocurrido exactamente?
Una súbita voz metálica, sonora, vibrante y terrible, se escuchó a sus espaldas.
—Bien venido, Val. Ingram. Bien venido a Lurx, el Planeta Negro de Dolías... Yo, Mort Blaakk, te doy la bienvenida.
Aterrado, Val se volvió hacia donde sonaba la voz. Y se vio cara a cara con el ser fantástico que se llamaba Mort Blaakk» por primera vez en su vida, aunque intuyó que ya antes había captado su presencia, cuando la parpadeante luz azul, a bordo de la nave de las criaturas de Lesbos, le dejó sumido en la inconsciencia.
—Dios mío... —musitó» abriendo mucho los ojos—. Mort Blaakk... existe.
* * *
—Sí» Ingram. Mort Blaakk existe. Yo soy Mort Blaakk. ¿No te causo terror?
La voz brotaba sonora, vibrante, con inflexiones metálicas, graves y profundas de aquel ser increíble que emergía de la negra noche del planeta Lurx, al que misteriosamente parecía haber sido él transportado a través de un simple rayo de luz.
—No, creo que no... — jadeó Ingram, pese a sentirse sobrecogido en presencia del fantástico personaje—. Al principio, tal vez sentí cierto miedo, pero no ahora...
—Sin embargo, mi nombre es temido en Lesbos. Y en muchos otros sitios...
—No sé quién eres realmente ni lo que significas, pero no siento miedo en tu presencia — insistió Ingram.
Y eso que resultaba sumamente difícil no sentir miedo ante la aparición de un gigantesco ser de metálica apariencia, totalmente negro, de rostro solamente formado por un óvalo de metal oscuro, en el que brillaba una sola luz azul, como único ojo en medio de la frente. De una ranura inmóvil, brotaba la poderosa voz autoritaria del señor del Planeta Negro.
Una larga capa envolvía la figura de aquel ser increíble y fantástico, de cuerpo tan metalizado como su rostro. Posiblemente medía la altura de tres hombres como el propio Val Ingram.
—Yo he salvado tu vida — tronó la metálica voz de Mort Blaakk—, Yo te traje aquí en mí rayo de luz teleportadora, como traje a esas miserables criaturas de Lesbos en las naves con que pretendían aniquilarte.
—Se dijo que eres el espíritu del mal —comentó Ingram—. ¿Por qué me ayudas, entonces?
—El mal está, a veces, donde la gente dice que existe el bien. Nunca te fíes de lo que hablen unos, sin escuchar también a otros. Sólo que a distancia, a mí sólo se me puede escuchar mentalmente. Es mi sola fuerza.
—Tu poder mental. —Ingram se inquietó—. Me dejaste una vez inmovilizado, inconsciente... Al despertar, fui el único que vio la realidad de unos seres que no eran lo que parecían.
—Quería hacer lo mismo con todos vosotros. No podía vencer a tan larga distancia a esas malvadas criaturas de Lesbos. Mi poder mental intentó encaminarse para que tú y tus amigos vierais la realidad y huyerais a una trampa mortal.
—¿Mortal? ¿Van a morir los demás?
—Si no han muerto ya... Sí, van a morir. Es su ley, Ingram. Esas criaturas son lesbianas. Pero quieren tener descendencia. Siempre femenina, ¿entiendes? Así, destruyen a los hijos varones y mantienen a las hembras. Los que son usados para procrear, son después ejecutados implacablemente. Ningún hombre tiene allí posibilidad de supervivencia.
—Dios mío... El comandante, los otros amigos y camaradas...
—Mi mente va a distancia. Poseo el mayor poder mental existente. Puedo, incluso, matar, Pero no es mi deseo destruir, aunque os hayan contado otra cosa. Yo soy el mayor enemigo de esas hembras perversas. Y quizás el único también. He seguido vuestro viaje desde que tuvisteis la mala fortuna de hallar la nave negra de Lesbos. Mi influencia no era maléfica, como creíais. Sólo pretendía alejaros de allí. Y no me fue posible. Ahora que tú estás aquí, tal vez lleguemos aún a tiempo de salvar a tus amigos, si no están muertos ya. Mi poder mental me hace suponer que no, porque capto aún sus pensamientos.
—¿Tú... tú harías eso por nosotros, Mort Blaakk?
—Te estoy ofreciendo hacerlo, si.
—¿Sin nada a cambio?
—Sin nada a cambio.
—¿Por qué haces esto? ¿Sólo por odio a esas hembras repugnantes?
—Esas hembras repugnantes, como dices, un día fueron hermosas mujeres.
—No» ¡no puedo creerlo! —se horrorizó Ingram.
—Es la verdad. Una guerra en su mundo provocó la mutación. Su odio ha quedado latente hasta extremos monstruosos. Terminarán extinguiéndose por sí mismas, pero yo debo evitar que den caza en el Universo a otros hombres para el exterminio. Por eso estoy aquí, por eso lucho contra ellas, Ingram. Por eso te ofrezco ayuda.
—Evidentemente, Blaakk, tú... tienes que ser un hombre, un ser del sexo masculino para enfrentarte así a esas criaturas — aventuró Ingram.
—No, amigo mío — negó la poderosa voz metálica—. Yo... no soy un hombre. No soy nada, realmente. Sólo lo que ves: una figura de metal, dotada de un poder superior... porque llevo dentro de mí una energía que emite poderosas radiaciones mentales.
—¿Existen en el Universo seres de metal con inteligencia y vida? — dudó Ingram.
—No lo sé. Quizás existan. Pero yo no soy un ser vivo tampoco.
—¿Qué... qué dices? — jadeó Ingram, incrédulo,
—Soy solamente lo que ves, ya te lo dije: metal viviente. Pero sólo por el milagro de una energía desconocida que se puede hallar en este mundo negro y metálico. Por ello es posible este aparente milagro.
—¿Qué quieres decir?
—Muy sencillo: soy... esto. Metal y poder energético. En suma: UN ROBOT...
Y ante los ojos maravillados de Val Ingram, se abrió una parte metálica del gigantesco cuerpo negro de Mort Blaakk» y surgió un rostro increíble, una figura inesperada y fantástica.
—¡Cielos! — gritó el joven astronauta—. ¡Una mujer! ¡una mujer hermosísima!...
—Sí — sonrió la dama semidesnuda, de platinada cabellera, ojos anaranjados y senos arrogantes, sobre uno de los cuales lucía incrustada una piedra triangular centelleante—, Soy una mujer, Ingram. Una mujer llamada Tara...
10
ARA...
—Es mi nombre, si
—Tara... Oí ese nombre a bordo de la supernave, mientras estaba oculto. Ese nombre se dio a sí misma una de aquellas mujeres monstruosas de Lesbos... la que me despertó de mi letargo, precisamente...
—Lo sé — sonrió la mujer que emergiera del interior del gigantesco robot llamado Mort Blaakk—. Mira a tu espalda. No estoy sola en el planeta Lurx.
Se volvió Ingram, como alucinado. Otra hermosísima mujer, de negros cabellos centelleantes, ojos púrpura y desnudez hermosa, aparecía ante él, envuelta sólo en una negra capa, con un casco que despedía un destello azul, como el del robot en su rostro. Sonreía la nueva dama, mirando dulcemente a Ingram.
—Yo soy Artoa, la mujer que creía ver Kral Vander, tu comandante, y de la que se enamoró a bordo sin saber que estaba junto a una mutante de horrible fealdad.
—Pero... pero ¿cómo es esto posible? Dos mujeres, un robot. ¿Solos en este mundo?
—Solos, sí —asintió Tara—. Ahora, si. Antes, no lo estábamos. Yo soy Tara, hija de Tara y nieta de Tara. Artoa, es hija de Artoa, nieta de Artoa... ¿Lo entiendes? Esto ha ido de generación en generación. Hemos sobrevivido aquí, lejos de las lesbianas de ese mundo en descomposición. Aquí había también hombres, supervivientes de la guerra que asoló nuestro mundo. Elllos hallaron la energía que hace poderoso a Mort Blaakk y nos permite captar las mentes humanas a distancia. Luego, al morir ellos, hemos quedado solamente Artoa y yo. Ya no hay posibilidad de que podamos tener nuevas hijas. Y, desde luego, nosotras no somos lesbianas, Ingram. Sólo compañeras en esta lucha desesperada por salvar nuestra civilización que se extingue, por sobrevivir al gran desastre.
—Vosotras no fuisteis mutantes...
—Nuestras abuelas no lo fueron. Por eso no podíamos quedarnos allí. Con los únicos supervivientes de la guerra, vinimos aquí en una astronave que se destruyó. Y hallamos la Luz Azul y su poder increíble. Así estamos intentando luchar mentalmente, a distancia, con esas mutantes y su horrible plan de destrucción de humanos varones de cualquier planeta habitado. ¿Lo entiendes ahora?
—Cielos, claro que lo entiendo. Pero ¿por qué ellas... eran iguales que vosotras? Naturalmente, me refiero a la falsa Artoa, la falsa Tara...
—La explicación es simple — sonrió Tara—. Nos parecemos mucho a nuestras antecesoras. Ellas recuerdan, allá en Lesbos, la belleza que tuvieron en el pasado. Mentalmente, odian a Tara y Artoa, las que se salvaron de la mutación, y al mismo tiempo, aman y envidian ese recuerdo de belleza femenina que ellas perdieron para siempre. Por ello, cuando pretenden engañar a alguien con una falsa imagen, le transmiten la que ellas conservan en su mente: la nuestra. Se repiten una y otra vez.
—Y es tal vuestra belleza, que siempre se salen con la suya, fascinando a los que caen en sus redes.
—Así es, Ingram — admitió tristemente Tara, mirándole con dulzura—. Por cierto, mi falso «doble», se sintió atraída por ti, allá en la nave. Demostró tener buen gusto. Lo cierto es que eres muy atractivo, Ingram, y me gustas.
Val enrojeció vivamente, y ambas mujeres rieron.
Tratando de cambiar el tema, el joven astronauta sugirió:
—Me hablasteis a través de ese robot, de intentar salvar a mis amigos. ¿Es ello realmente posible?
—Ahora que estás tú aquí, quizás sea posible, sí. Vamos a intentarlo, Ingram. Hasta ahora, nos está prohibido poner el pie en Lesbos. Podríamos sufrir el mismo mal que causó la mutación de nuestras antecesoras, y perderse todo. Pero estás tú, que eres, como tus compañeros, inmune a ese mal de Lesbos. Puedes, por tanto, descender, usando la fuerza teleportadora de la Luz Azul que esas malvadas llaman la Muerte Mental.
—Y una vez abajo, ¿qué puedo hacer yo? — murmuró Ingram, sorprendido.
Eso, vas a saberlo ahora... —sonrió Tara, inclinando hacia él su hermosísimo rostro, de tal modo que sus desnudos pechos rozaron turbador amen te el torso de Val.
* * *
—¡Val! Dios mío, no... ¿Tú también aquí?
—Lo siento. No pude evitarlo... —suspiró, entrando en la cámara donde iban a ser tratados los astronautas por un equipo de especialistas de Lesbos, en la tarea de extraerles los genes para la procreación de las criaturas babosas—. Me capturaron en el desierto, cuando intentaba huir... — murmuró con aire resignado el joven, enfrentándose a sus amigos, que le abrazaban con una mezcla de emoción y dolor—. En fin, tendremos que afrontar todos juntos nuestro destino. Era irremisible, después de todo...
—Vuestro amigo fue muy cruel. Destruyó a todas nuestras naves, con la ayuda maléfica del Poder Mental de Mort Blaakk — sentenció con voz elocuente la babosa que se fingiera a bordo la bellísima Tara—. Pudo ser muerto en el acto, pero es hermoso y vale más que nos facilite genes para la procreación. Luego seréis todos exterminados. Adiós, humanos.
La babosa se alejó, reptando por el suelo. Los astronautas se quedaron solos en la cámara donde habían sido introducidos para, por medios que ellos desconocían, aún, ser víctimas de la extracción de la totalidad de la materia que podían donar a sus verdugos para la procreación.
—Lástima, Val... —se lamentó su comandante, apretando con energía los hombros del rubio joven—. Ya pensábamos que tú, cuando menos, podías librarte de esto...
—Tocios podemos librarnos — fue la sorprendente respuesta de Ingram, en tono susurrante, pero con rara energía.
—¿Eh? ¿Qué dices? — masculló Obben.
—Todos podemos salir de aquí con vida. Escuchad lo que haremos. Me envía Mort Blaakk en persona
—¡Dios mío! ¿Tú has visto a ese ser, a esa fuerza cósmica o lo que sea?
—No es sólo eso. Hay detrás una gran sorpresa que ya os revelaré.
—Espera, Val — le avisó severamente Vander—. No hablemos de esto. Ellas leen el pensamiento...
—No los nuestros. Ahora, no. Tenemos aquí un poder mayor que lo impide. Mi mente y las vuestras están bloqueadas. Yo soy el vehículo de ese poder. Llevo en mi mente un fragmento de Luz Azul, injertado por mis amigos del planeta Lurx. Dejad que actúe. Nos sirve de campo aislante de pensamientos. Y llegado el momento, va a servirnos también de algo más. Veréis... Ahora sí que no puedo fallar, amigos.
Y no falló.
Las instrucciones de la verdadera Tara habían sido concretas. Además, en su cabeza, el injerto de la pequeña pieza mineral llamada Luz Azul, con todo su terrorífico poder, empezaba a actuar, impulsado remotamente por la propia mente de Mort Blaakk, el robot de la energía increíble.
Así, cuando Val Ingram se concentró en lo que Tara le señalase, todo salió bien.
Le bastó concentrar su pensamiento en la Idea de destruir los circuitos de energía y mantenimiento de toda la ciudad subterránea. Inmediatamente de pensar intensamente en ello, la ciudad entera se oscureció.
Extinguidas las luces, se escucharon una serie de estallidos lejanos. Tembló el suelo, vibraron las paredes.
—Cielos, ¿qué sucede ahora? —quiso saber Art Obben.
—El fin— sentenció Ingram—. Rotos los circuitos energéticos de Lesbos, todo se desmorona. Estallan las centrales térmicas, se rompen los sistemas de alimentación, el aire respirable, escapa el clima artificial... y las babosas empiezan a morir. Vamos, hay que seguir adelante antes de que perezcamos nosotros también aquí dentro.
Sus manos se apoyaron en los irrompibles muros y, con asombrosa, facilidad, los derribó, hechos astillas vidriosas. La fuerza física que proporcionaba a Ingram su injerto mental, era fabulosa. Asombrados, le siguieron todos sus compañeros.
No les fue difícil salir de allí. Las babosas huían, mientras saltaban en pedazos nuevas conexiones y centros eléctricos. Un frío intenso empezaba a sentirse en toda la urbe subterránea. Como si una fuerza superior le guiará, Ingram caminaba por la ruta adecuada, hasta que se hallaron en una especie de plaza cubierta por una bóveda cristalina. En ella había una astronave ovoide.
—Vamos — señalé Ingram—. Esto nos llevará al exterior por un conducto de emergencia. Es la nave de la Gran Señora de Lesbos. No llegará a tiempo de usarla, para huir al caos. ¡Adentro todos, ya se oyen ruidos cerca!
Subieron precipitadamente a la pequeña nave. Cuando Ingram tomó los mandos, ya aparecían en una galería las babosas que ellos conocían, rodeando a su vieja reina. Al verles, hubo en ellas convulsiones de terror y de ira. Se precipitaron hacía ellos.
—¡Ya! — gritó Ingram, poniendo en marcha el control de la nave, siempre guiado por las instrucciones mentales que llegaban del planeta Lurx, usándole a él como receptor y propagador de la energía destructora.
En medio de una llamarada, arrancó la nave ovoide, saliendo disparada hacia la cúpula. Las babosas se retorcieron, abajo, en su vano empeño por alcanzarla, mientras ya vibraba toda la ciudad subterránea, conmovida por un cataclismo que el propio Ingram producía con su energía demoledora.
La nave» tras romper en mil pedazos la bóveda, se deslizó por un interminable túnel, hasta emerger al exterior por una escotilla más pequeña, alejada del acceso principal a la ciudad del subsuelo.
Temblaba todo el planeta, sacudido por la convulsión interior que estaba destruyendo la metrópolis de las babosas lesbianas. El rayo de luz azul, llegando de Lurx, envolvió a la nave de los astronautas, y la atrajo hacia sí, hasta fundirla en nada.
Cuando recuperó su forma material aquella nave de emergencia de las criaturas de Lesbos, ya estaban en Lurx, el Planeta Negro. Y, para asombro e incredulidad de Vander y los demás, eran Tara y Artoa las que acudían a recibirles, más bellas que nunca.
—No» Dios mío... —jadeó Vander, horrorizado—. Otra vez, no...
—Comandante, esté tranquilo —sonrió Ingram—. Esta vez, son de carne y hueso. Totalmente reales. Las auténticas... Y me han prometido que, en cuanto la Luz Azul rescate dé la superficie de Lesbos nuestra supernave Galax-09, vendrán con nosotros a cualquier lugar adonde vayamos. Desaparecidas las criaturas de Lesbos, Mort Blaakk y su poder no tienen ya utilidad alguna... y ellas tienen derecho a vivir. Como nosotros mismos, señor...
Kral Vander contempló largamente a Artoa y ella asintió con dulce sonrisa.
—Comprendo tus recelos y temores, Kral — susurró
Artoa, mientras Ingram era rodeado por los amorosos brazos de Tara—. Pero nosotras dos sí somos lo que parecemos, Y estoy segura de que pronto olvidarás a mi lado el horror que viviste antes...
F I N