<p>Datos del libro</p></h3> <p></p> <p></p> <p></p> <p>Autor: Garland, Curtis</p> <p>©1974, Bruguera, S.A.</p> <p>Colección: La Conquista del Espacio</p> <p>ISBN: 9788402025258</p> <p>Generado con: QualityEbook v0.60</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>P R O L O G O</p></h3> <p></p> <i><p>Había sido una bella luna de miel.</p> </i> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">T</style>ODOS los lugares que a Emily le gustaban. Todo cuanto había deseado conocer. Hasta ir a parar allí. A Florida. A las hermosas costas atlánticas, centro de turismo, de millonarios caprichosos...</p> <p></p> <i><p>Pero Emily tenía curiosas ideas sobre el turismo. A ella no le atraían demasiado los</p> </i> <p></p> <p>lujosos hoteles de Miami Beach o de Palm Beach. Ni las grandes avenidas de palmeras, ni los bulevares bordeados de césped, ni los clubs nocturnos, ni las piscinas iluminadas, de aguas de color, como en las viejas películas policromadas que protagonizara Esther Williams.</p> <p>No. A ella le gustaba lo natural, lo salvaje, lo que formaba parte de cada región y de cada mundo. Nada artificioso, nada rutinario. Nada de lo que podía verse igualmente en cualquier otro lugar del país. Ella decía siempre que un hotel era igual a otro, un bulevar semejante a otro, y una ciudad, más o menos bella que otra, pero siempre similar. Y quizá tuviera razón en todo ello, aunque Richard discrepase un poco de tales conceptos.</p> <p>Pero a fin de cuentas, era Emily quien programaba las excursiones durante el viaje de novios, y a ella correspondía elegir los lugares idóneos.</p> <p></p> <i><p>Por eso escogió los Everglades.</p> <p>Fue idea suya. Enteramente suya. Al menos en eso,</p> </i> <p></p> <p>Richard no tuvo culpa alguna. Pero tanto daba, a fin de cuentas, de quién hubiera sido la idea.</p> <p></p> <i><p>El desastre ocurrió de todos modos.</p> <p>Y ni siquiera pudo culpar de ello a Emily.</p> <p>Porque para cuando el desastre hubo ocurrido, Emily estaba muerta.</p> </i> <p></p> <p>Y la hermosa, idílica luna de miel de Richard Bowman, se había terminado trágicamente.</p> <p></p> <i><p>Así había sido todo de rápido y de terrible.</p> </i> <p></p> <p>En los Everglades tuvo lugar el desastre. Justamente el sitio que Emily eligiera para aquellos días. Los pantanos de Florida, ricos en vegetación, en amplias zonas tranquilas, silenciosas, adonde apenas si llegaba el murmullo de las aves tropicales, entre la densa floresta y las lianas frondosas, que colgaban de árboles de increíble altura, festoneando con cortinajes naturales, de belleza impresionante, el paisaje callado, desierto, de superficies acuosas, en eterna calma, como presagio de misteriosas convulsiones insospechadas que podían producirse en cualquier momento, justificando tantas leyen— das y relatos fascinantes sobre la región.</p> <p></p> <i><p>Richard no pudo hacer nada por evitarlo. Ni siquiera tuvo motivos para sospechar algo</p> </i> <p></p> <p>anormal. Ni para presentir que una tragedia de aquella magnitud estuviera a punto de desencadenarse sobre ellos.</p> <p></p> <i><p>El primer indicio tardío fue un grito.</p> <p>Un agudo grito de mujer, estremecido y lleno de terror.</p> </i> <p></p> <p>Richard se agitó, convulsionado por la angustia y la sorpresa. Captó en aquel desgarrador alarido un pánico incomprensible, un pavor más allá de lo humano.</p> <p>Giró la cabeza. Miró hacia el muro de verdor viscoso, que pendía de las altísimas copas de la arboleda fantástica. Intentando perforarlo, más allá de las ciénagas calmosas, de las densas superficies de color lívido, donde a veces se agitaba un soplo de vida animal, al moverse un reptil o un saurio perezoso.</p> <p></p> <i><p>No captó ningún otro signo de vida. Tras el alarido de mujer, un silencio mortal, helado,</p> </i> <p></p> <p>se extendía por las umbrías zonas húmedas de los Everglades. Un lejano chillido de un ave tropical, fue como el eco al grito de mujer. Luego, también enmudecieron los emplumados habitantes de las altas frondas cenagosas.</p> <p></p> <i><p>—¡Emily! —rugió Richard, repentinamente pálido.</p> <p>Emily no contestó. El grito no se repitió. Nada se agitó en los pantanos.</p> </i> <p></p> <p>—¡Emily! —repitió, con un aullido incontenible, exasperado al mismo tiempo, precipitándose hacia donde reposaba la canoa a motor con la que recorrieran aquella mañana la quietud casi religiosa de las marismas sureñas.</p> <p>Puso en marcha el «fuera borda», y manipuló la embarcación hacia la cortina de verdor por la que, sólo momentos antes, desapareciera su joven esposa, buscando flores de rara policromía, de las que crecían junto a los pantanos.</p> <p>Ella se había alejado por su propio pie, bordeando las aguas calmadas y umbrías. Sabía que en aquel punto no había saurios peligrosos ni reptiles amenazadores. Era una zona muy frecuentada por viajeros y turistas diversos. Sólo había que evitar riesgos innecesarios no aventurándose a nada por las aguas aparentemente inofensivas en su propia quietud fantasmal.</p> <p></p> <i><p>—¡Emily! ¡Emily!... ¡EMILY!...</p> </i> <p></p> <p>Su voz se elevó en grado creciente. Despertó ecos profundos y burlones en la lejanía, rebotando de tronco en tronco, de liana en liana, acaso de pantano en pantano. Hubo respuestas sardónicas de gritos de aves tropicales, en la espesura oscura y remota que delimitaba los pantanos visibles, allá en el corazón mismo de los misteriosos Everglades.</p> <p>Pero ni una respuesta. Ni una señal, por leve que fuese, de existencia humana alguna, cerca o lejos de donde él se hallaba. Y, sin embargo, Emily no podía haberse alejado, en aquellos escasos tres o cuatro minutos a más de doscientos metros de distancia, aun su— poniendo que se moviera muy de prisa sobre el suelo lujurioso de la tierra blanda y fértil, regada por la humedad perenne de las marismas.</p> <p></p> <i><p>Emily seguía sin aparecer. Sin dar señales de vida.</p> </i> <p></p> <p>Un miedo súbito, helado, que empapó de sudor pegajoso su epidermis, invadió a Richard Bowman, el hombre solitario cuya luna de miel, repentinamente, parecía haberse roto en mil pedazos, como un espejo en momento de mal agüero.</p> <p>—Emily... —jadeó, saliendo con su canoa a un pantano mucho más amplio y circular, con unas dimensiones considerables, flanqueado por doquier de limos, de lianas, de sauces llorones, de palmas y de cañaverales silenciosos, en los que sólo de vez en vez, un inquietante y sigiloso rumor acusaba la presencia oculta de alguna criatura de la increíble fauna de Florida. Susurró, como en una oración, ya sin fuerzas casi para gritar—: Emily, cariño mío... ¿dónde puedes estar, que no me oyes ni me respondes?</p> <p>Ronroneaba el motor suave, apagadamente, deslizando la canoa a través del quieto espejo turbio, con su juego de azules y parduscos, de la superficie del pantano. Alrededor, el clima de los Everglades era una especie de densa, dulzona quietud repleta de silencios</p> <p>e incertidumbres supersticiosas.</p> <p>Las orillas vacías, siniestramente desoladas y oscuras bajo el dosel de verdor salpicado de inodoras florecillas anaranjadas y lívidas, no mostraban la menor huella del paso de la rubia Emily. De su paso breve, de su risa musical, de su ingenua mirada azul, tan ingenua como la de una niña. De nada de ella, en suma. Del vacío que dejara a su paso, sí había señales casi estremecedoras.</p> <p></p> <i><p>Porque Richard nunca había sentido tan densa, tan sólida casi, tan asfixiante en torno</p> </i> <p></p> <p>suyo, ahogándole casi, la presencia de «algo» ominoso y aterrador, que ni siquiera tenía forma o condición alguna.</p> <p><i>Algo</i> que se intuía, sin saber a ciencia cierta qué era, dónde estaba o en qué forma constituía un peligro para él y, sobre todo, para Emily...</p> <p></p> <i><p>—¡Emilyyyyyy!</p> </i> <p></p> <p>De repente, su voz se hizo aguda. Rasgó el silencio y la sombra. Pareció estremecer las lianas y las plantas lloronas sobre las aguas quietas. Agitó el plumaje multicolor de unas cuantas aves ocultas, que remontaron repentinamente el vuelo entre las sombras de las altísimas copas inaccesibles de los árboles rígidos y estirados hasta perderse en un celaje umbrío.</p> <p></p> <i><p>Eso fue todo. De Emily, ni rastro. De Emily, ni una respuesta. Ni una voz. Ni una señal</p> </i> <p></p> <p>de presencia.</p> <p>—Dios mío... —apretó los puños, cerró un momento los ojos, y sintió el sudor corriendo por su rostro, húmedo como el ambiente mismo de las marismas—. Dios mío, no puede ser... Esto sólo es una pesadilla. Despertaré en cualquier momento... y Emily estará junto a mí, riéndose de mis angustias...</p> <p>Pero no despertaba. No lograba salir de la pesadilla espantosa y silente que le cercaba como un muro de terrores intangibles y agobiantes.</p> <p></p> <i><p>Aún estaba allí, inmerso en su propio miedo. En lo desconocido de un mundo sin</p> </i> <p></p> <p>sonidos, sin criaturas vivientes visibles, que no fuesen fugaces sombras multicolores, volando entre la jungla viscosa.</p> <p>Viró la canoa, enfilándola hacia la orilla por donde, en buena lógica, tendría que estar ahora Emily, de haber sido todo normal y corriente. Redujo la marcha cuando la quilla tocó el limo y los líquenes verdosos, de hebras gomosas y blandas. Pegó la embarcación a los cañaverales, y apagó el motor, saltando a tierra, decidido. Era tal su preocupación, su miedo instintivo a algo que ni siquiera sabía que podía ser o si podía existir en parte al— guna de aquel paraje, que tomó la única arma de que disponía, y la mantuvo en ristre, al acecho. Dispuesto a apretar el gatillo a la menor señal inquietante que le llegara de la zona de penumbra florida.</p> <p></p> <i><p>Su fusil de pesca submarina.</p> </i> <p></p> <p>El dardo para atravesar peces, no sería quizá un arma demasiado contundente, llegado el momento de peligro, pero al menos era algo. Todo resultaba incongruente, pero aun así siguió adelante, decidido, sin bajar el fusil subacuático, cuyo dardo estaba en el cañón, esperando ser disparado.</p> <p>Pisó la verde, mullida alfombra de hierba, más allá del cañaveral. El suelo era tan blando y húmedo, que cedía esponjosamente bajo sus pisadas, con un sonido fofo y chapoteante. A veces producía la desagradable sensación de que iba a ceder, como la</p> <p>superficie de unas arenas movedizas, mortíferas y ávidas. Pero era sólo una impresión.</p> <p>Llegó a los delgados, rígidos troncos de una frondosa agrupación de árboles. El césped encharcado aparecía salpicado de millares de florecillas silvestres. Clavó Richard sus ojos en el suelo.</p> <p></p> <i><p>No todas las florecillas permanecían sujetas a su tallo original, brotando del suelo.</p> <p>Había un puñado de ellas, cortadas ya, dispersas ante él.</p> <p>¡Las flores que había cortado su esposa minutos antes!</p> <p>—Emily... —balbuceó, esperanzado—. Emily... ¡Emily! ¡Emily, responde! ¿Dónde estás? Su voz se elevó en grito repentino, agudo, vibrante. Pero tampoco tuvo respuesta. Se</p> </i> <p></p> <p>perdió la voz como algo vivo e independiente, correteando por el boscaje.</p> <p>Avanzó decidido, para internarse en la espesura, siempre en pos de las supuestas huellas del paso de Emily por aquel paraje.</p> <p></p> <i><p>Apenas dejó atrás la primera fila de árboles, la encontré.</p> </i> <p></p> <p>Se paró en seco. Clavó sus ojos en la figura que yacía en tierra, entre hierbas y flores silvestres.</p> <p>Reconoció inmediatamente la blusa amarilla, los pantalones de dril azul, las botas de cuero negro... Y la cabellera. Sobre todo, la cabellera rubio oscura...</p> <p></p> <i><p>—Emily... —jadeó roncamente. Sus ojos se dilataron primero. Se desorbitaron luego,</p> </i> <p></p> <p>fijos en ella. En lo que quedaba de ella—. Oh, no... ¡Oh, no! ¡No es posible...!</p> <p>Después, el silencio del boscaje, junto al pantano, se llenó con el alarido enloquecido, delirante, de un hombre queseaba de encontrar a su mujer perdida.</p> <p></p> <i><p>Y con ella, había visto cara a cara el horror más inconcebible de toda su vida...</p> </i> <p></p> <p>Algo capaz de hacer enloquecer al hombre más sereno y dueño de sí. Algo mil veces peor que la misma muerte.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>P r i m e r a P a r t e</p></h3> <p></p> <i><p style="text-align:center; text-indent:0em;"><i>«ALGO...» CAPITULO</i><strong> <i>PRIMERO</i></strong></p> <p>Todos los periódicos hablaban de lo mismo.</p> </i> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">L</style>OS titulares eran semejantes; la información no difería gran cosa en un rotativo, respecto a otro. Incluso las fotografías eran similares: vistas de Cabo Kennedy —que volvía a su nombre original de Cabo Cañaveral, acaso porque el mundo siempre olvida al final a aquellos prohombres a quienes quiso un día homenajear—, el proyectil<i> Perseo</i> en su momento de partida, y numerosas instantáneas de la recuperación de la cápsula<i> An— drómeda</i>, tras el desastre espacial donde uno de los astronautas hallara la muerte y el otro salvara providencialmente su vida.</p> <p></p> <i><p>«Un astronauta muere; otro regresa con vida.»</p> </i> <p></p> <p></p> <i><p>«Tragedia espacial. Un drama del futuro, sucede hoy.»</p> </i> <p></p> <p></p> <i><p>«Con la muerte en el espacio.»</p> <p>«Trágica recuperación de los astronautas del<i> Perseo</i>. Un solo superviviente.»</p> </i> <p></p> <p>Así eran los titulares. Así la información de última hora, tanto en la Prensa de Florida como en la de Nueva York o Washington, indistintamente.</p> <p>Bostezó con fatiga Brad Garfield. Dejó los periódicos junto a sí, y entornó los ojos pensativo.</p> <p>Un drama en el espacio. La muerte para un astronauta, y la vida para otro. Era casi inevitable. La era espacial tenía que rendir su tributo de vidas sacrificadas, como sucede en todo hito trascendental de la humanidad.</p> <p></p> <i><p>—Morir... —susurró, hablando consigo mismo, en la calma del interior de la avioneta</p> </i> <p></p> <p>en la que volaba en solitario sobre los arrecifes de Florida. El piloto automático seguía manejando el rumbo de su liviana nave personal—. Morir no es lo peor... Es dejar de existir, sí. Pero a veces se corre ese riesgo gustosamente. Se juega uno la vida en un envite que mereció la pena. Toda conquista, todo azar heroico implica un peligro mortal. Pero morir estúpidamente, oscuramente... Eso no tiene sentido. No deberían suceder cosas así...</p> <p>Miró abajo, a las rompientes donde la espuma del Atlántico dibujaba festones blancos, entre el azul del mar y el dorado de las playas de la Florida. Sería tan fácil descender en picado, dejarse caer...</p> <p></p> <i><p>Y morir así. Bruscamente. Brutalmente. Sacudió la cabeza. Respiró hondo.</p> </i> <p></p> <p>—No —murmuró—. No sería digno. No es honrado eludir el destino propio. Dirían que fui un cobarde. Que tuve miedo... Es preferible seguir. Llegar hasta el final. Y aceptarlo así: ciegamente. Calladamente también. Con resignación. Sólo si el dolor es demasiado fuerte, cuando llegue la agonía... acaso piense de nuevo en algo así. Y termine de una vez, antes de que el mal acabe conmigo.</p> <p>Acarició el bulto de su cazadora de cuero con cremallera. El precioso bulto que serviría para dar un final brusco a su drama personal, si la voluntad fallaba en un momento dado. Su revólver «Colt», calibre 38... Seis balas en el cilindro. Suficiente con una sola para dar final a su vida. Y a su agonía.</p> <p></p> <i><p>La avioneta ronroneó sobre la vista mágica de Miami, juego de blanco y de colores</p> </i> <p></p> <p>radiantes, de donde destacaba el verdor de sus líneas de palmeras, de sus rectángulos de césped, y el rojo brillante de muchas muestras comerciales, dispersas por la más bella ciudad de vacaciones de toda la costa atlántica norteamericana.</p> <p>Al sur, los Cayos formaban su escalonado de islotes hacia el Caribe. Al oeste, la oculta y misteriosa flora de los Everglades, era una incógnita frondosa, lujuriante, de enigmas nunca resueltos, de fantasías jamás probadas, de zonas umbrías muchas veces inexploradas, donde los marjales vivían una existencia entre exóticos susurros de vidas zoológicas insospechadas.</p> <p>La avioneta, blanca y azul como el panorama mismo de Miami Beach, sobrevoló el panorama radiante, sin que los ojos de Brad Garfield revelaran admiración o maravilla ante tanta belleza. Era como si nada de cuanto le rodeaba tuviese importancia alguna. Como si los más bellos rincones del mundo carecieran de valor para sus ojos cansados, sombríos y duros, en cuyo fondo brillaba un eterno destello de amargura y de frustración.</p> <p></p> <i><p>Eso, en un hombre joven, atlético, bien parecido y lleno aparentemente de vida, como</p> </i> <p></p> <p>era Garfield, resultaría incomprensible para cualquier observador, de haberlo habido a bordo.</p> <p>Pero viajaba solo en su avioneta de lujo, que denotaba su buena posición social y económica, por si todo lo demás fuese poco de por sí para amar la vida y cuanto le rodeaba en ella. No había testigos de su íntima controversia, de su conflicto personal e incomprensible para aquel que no conociera el gran secreto de su existencia. El mismo secreto que él acababa de conocer sólo un par de días antes, en el Hospital General, cuando le fueron entregados los análisis... y se le informó fría y crudamente de la verdad, a petición propia.</p> <p>No. El que ignorase ese punto en la vida de Brad Garfield, tenía que ignorarlo todo respecto a sus actuales sentimientos y emociones.</p> <p>Por tanto, ignoraría la totalidad de su íntimo drama. Y, en consecuencia, sus ideas sobre el inmediato futuro. Que era el único futuro de que realmente podía disponer.</p> <p>No sabía aún por qué eligió Florida. Hubiera podido ser cualquier otro lugar, pero sus ojos se fijaron, mientras deambulaba sin rumbo fijo por un Nueva York nublado, hosco y triste, en el escaparate de la oficina turística donde se anunciaban idílicas «vacaciones de millonario en Miami Beach», con excursiones facultativas a los misteriosos Everglades. La idea cruzó fugaz por la mente de Brad Garfield, el joven millonario condenado a morir irremisiblemente.</p> <p>Y se dijo que tanto daba vivir los últimos momentos en un lugar como en otro. Incluso le resultaba intolerable la idea de hacerlo en el brillante y falso mundo social neoyorquino, rodeado de la hipocresía y mentira de su propio círculo de amistades, socios, conocidos y admiradores... o admiradoras.</p> <p>Florida era un buen sitio. Tan bueno como otro cualquiera. Pero en Miami, por supuesto, encontraría demasiada gente conocida, miembros todos de la alta sociedad de</p> <p>la Quinta Avenida, y cosa parecida.</p> <p></p> <i><p>Sin embargo, un nombre flotó en su mente: Everglades...</p> <p>Ocho mil millas cuadradas, o algo más, de terrenos pantanosos, de húmedas zonas</p> </i> <p></p> <p>cálidas, donde los hombres no siempre se atrevían a aventurarse. La soledad. La grandiosidad terrible y ominosa de la Madre Naturaleza. Soledad, grandeza, silencios...</p> <p>¿Qué otra cosa mejor para un hombre que huía de todo y de todos, acaso incluso un poco de sí mismo y de su inexorable destino final?</p> <p></p> <i><p>Los Everglades...</p> </i> <p></p> <p>Cierto que en la actualidad había incluso un Parque Nacional, y safaris fotográficos y todo eso. Pero era una zona lo bastante ancha y larga como para existir siempre un «más allá», un punto más profundo, más lejano, más inaccesible y peligroso...</p> <p>Hacia él enfilaba Brad Garfield su avioneta, en aquel soleado día radiante de Florida, huyendo de la neblina lluviosa de Nueva York. Y tratando, siempre en vano, de huir a su destino.</p> <p></p> <i><p>Un destino marcado por el signo de la muerte.</p> <p>Un análisis, un diagnóstico frío, en una computadora médica del Hospital General de</p> </i> <p></p> <p>Nueva York: su sentencia de muerte a corto e inapelable plazo.</p> <p>El fin de una vida joven, llena de energías y de ansias de existir. Un fin cercano, inmediato, inexorable. La dolencia mortal, el momento supremo de la agonía...</p> <p>Millones de dólares, una fama cimentada en sus libros, en sus guiones cinematográficos y en sus obras teatrales, millonarias de representaciones y de ingresos en taquilla, en todos los teatros de Broadway. Brad Garfield, joven dramaturgo de moda. Autor de los mayores éxitos del fabuloso mundo del espectáculo... Brad Garfield, a punto de escribir su último drama: el propio. Cuando cayera el telón sobre él, todo habría terminado. Justamente a los treinta años. Cuando todo debía empezar. Cuando la vida era demasiado joven y hermosa para perderla...</p> <p>Respiró hondo. Se enjugó el sudor con un manotazo sobre la frente. Desconectó el piloto automático, y aferró el timón. Se remontó sobre el verde exuberante de Florida, hacia el azul celeste salpicado de blancas nubecillas que, a veces, el sol teñía de rosado. Siguió su ruta sudoeste.</p> <p></p> <i><p>Hacia los Everglades. Hacia la soledad. Hacia el silencio, el olvido...</p> </i> <p></p> <p>Y una vez allí, hacia su propio fin. Hacia el tercer acto del último drama escrito por Brad Garfield. Una obra que jamás se representaría en escenario alguno, y de la que él era protagonista y único personaje...</p> <p></p> <i><p>* * * Estaban seguros de llegar. Los tres.</p> </i> <p></p> <p>Jadearon, con el agua bañando sus piernas hasta casi las caderas, hundidos a medias en el pantano. Como bestias envueltas en fango, apenas reconocibles como miembros de la especie humana.</p> <p>Los grises jirones de sus ropas uniformes, eran ya lamentables, sobre la piel desnuda y velluda. Los ojos brillaban, cual pupilas de gorilas al acecho, acosados en la jungla por</p> <p>algún furioso cazador. Las manos, goteando barro, se engarfiaban en arbustos, matorrales y cañaverales, mientras los tres corpachones, de diferente estatura pero idéntica corpulencia, se movían pesada, cansadamente, entre jadeos agotados, camino de alguna parte.</p> <p></p> <i><p>La libertad...</p> </i> <p></p> <p>Ellos sabían que en alguna parte, más allá de las marismas cálidas y húmedas, donde pegajosos insectos y no menos viscoso sudor formaban sobre la piel un contacto punzante y ardoroso, capaz de enloquecer a cualquiera, estaba una evasión, una puerta invisible, abierta a la libertad, a la evasión real y definitiva, a una vida mejor, lejos de la obsesiva pesadilla de las marismas, lejos de los muros dantescos y agobiantes de la penitenciaría que quedaba atrás, de los perros mastines y de los vigilantes armados, que, por desgracia, ya no quedaban tan lejos, ni mucho menos...</p> <p>Los penados se detuvieron un momento, agotados, al borde del desfallecimiento total. No sabían qué era lo que les mantenía milagrosamente en pie todavía. Acaso el ansia misma de huir, de llegar a ser parte integrante de un mundo distinto y olvidado, a millones de años-luz de aquel recinto lóbrego y siniestro del penal.</p> <p>—¡Malditos Everglades! —jadeó roncamente<i> Big</i> Williams, jefe del grupo, no sólo por edad, por peso y por estatura, sino también por autoridad, por personalidad, e incluso por historial delictivo—. Es como un laberinto pegajoso y ardiente, que te ahoga y no te deja escapar.</p> <p>—Nunca compadecí más a las moscas que caen en la tela de araña —masculló apagadamente Solly Stevens, escupiendo con ira hacia las aguas pantanosas, infestadas de mosquitos—. Esto es como una red viscosa. Me pregunto dónde estará el arácnido esperándonos para el festín...</p> <p>Miraron con aprensión los tres hacia la jungla frondosa y oscura, salpicada de mil ruidos y rumores inquietantes, como si la fantástica y horrible araña gigante, imaginada por Solly Stevens, pudiera surgir de súbito, para engullirles a todos, como en una mala película de Hollywood sobre criaturas imposibles.</p> <p>Luego, como de común acuerdo, siguieron adelante. Continuaron su marcha, alcanzando el cañaveral de la orilla, para adentrarse luego en la fronda espesa, lujuriante, repleta de oscuridades y de misterios insondables que no querían penetrar, y sí solamente dejar atrás en su constante evasión hacia el Este, hacia un lugar donde poder eludir la búsqueda despiadada de los hombres de la penitenciaría.</p> <p></p> <i><p>La escapada continuaba. Tres evadidos la intentaban, como la estaban intentando</p> </i> <p></p> <p>desde que, tres días antes, pudieran salvar los muros del penal.</p> <p>Los tres eran convictos de asesinato, homicidas peligrosos, internados por la sociedad en un centro penitenciario. Los tres habían logrado burlar, hasta ahora, la búsqueda desesperada de los hombres de la ley.</p> <p></p> <i><p>Pero sabían que estaban metidos todavía en la peor trampa natural que podía existir:</p> </i> <p></p> <p>el laberinto de pantanos de los Everglades...</p> <p></p> <i><p>Eran otros tres destinos humanos, en movimiento hacia alguna parte.</p> </i> <p></p> <p>Tres seres que iban hacia el mismo horror común que aguardaba a otras personas con las que jamás antes tuvieron contacto...</p> <p></p> <i><p>Personas como un hombre llamado Waldo Carruthers.</p> </i> <p></p> <p></p> <i><p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> </i> <p></p> <p>Waldo Carruthers se enjugó el sudor lentamente. Cuando retiró el pañuelo, sus dedos flojearon, dejándolo caer, pese a su insignificante lastre.</p> <p></p> <i><p>Estaba preocupado. Más aún: casi asustado.</p> </i> <p></p> <p>Contempló el pabellón encristalado que, anexo a su vivienda, se alzaba en el claro, rodeado por la vegetación caliente y húmeda de las marismas. De los marjales venía aquel vaho tenue y viscoso que, en los días de niebla, parecía enroscarse en torno a los tobillos, como algo vivo, como un ingente reptil de millones de anillas cambiantes e impalpables.</p> <p>Allí dentro tenía el fruto de años, de muchos años de trabajo. Un científico debía de velar siempre por su tarea, y situarla en primer término, por encima de toda otra consideración, humana, profesional o simplemente afectiva. Eso, ella no podía entenderlo. Nunca lo había entendido. Era lo malo de casarse con una mujer demasiado joven y frívola.</p> <p>A su edad, nunca debió elegir una mujer como Alena para esposa. Además de llevarle a la friolera de quince años, ella era demasiado hermosa, demasiado alocada, incluso demasiado superficial y poco inteligente para entender su tarea, sus anhelos, su esfuerzo cotidiano en pro de la Ciencia, y tratar de comprenderle un poco.</p> <p></p> <i><p>El matrimonio había sido un completo fracaso, después de todo. No podía ser de otro</p> </i> <p></p> <p>modo, a fin de cuentas. Alena era una criatura que hubiera hecho pareja con un actor de cine, un jugador de béisbol o un vendedor de automóviles, pero nunca con un investigador entregado a su trabajo ardientemente.</p> <p>Era tarde para arreglar eso. Ahora, Alena quería irse. Para siempre. Separarse de él y elegir otra forma de vida. De momento, le abandonaba allí, en el corazón mismo de los Everglades, con su pabellón de trabajo, con su laboratorio y con sus materiales de experimentación.</p> <p>Alena había tomado su propia decisión, y todo lo que tenía de bella, de sensual y de superficial, lo tenía de obstinada cuando adoptaba una determinación, fuese cual fuese. Ni siquiera iba a esperar un divorcio o una sentencia definitiva judicial sobre la materia. Sencillamente, se marchaba. Luego, con calma, vendrían los trámites para la separación legal y todo lo demás. Para ella, todo eso corría menos prisa.</p> <p></p> <i><p>Waldo Carruthers no había comprendido hasta este preciso momento el alcance</p> </i> <p></p> <p>terrible de su situación. Iba a quedarse solo.</p> <p></p> <i><p>Solo...</p> </i> <p></p> <p>Se estremeció, paseando por el claro. Bajo sus pies, la hierba se aplastaba, blanda y viscosa, en el suelo húmedo, exuberante de espesura.</p> <p></p> <i><p>No quería estar solo. Sentía horror a la soledad. Ahora lo veía bien claro. Vivir a solas</p> </i> <p></p> <p>con sus especímenes, con sus animalitos de laboratorio, con sus productos y sus libros de ensayo, era demasiado duro. Demasiado angustioso. Quizá por eso se casó con Alena.</p> <p>Ella fue un soplo de aire fresco en su vida de investigaciones y silencios., Una mujer exultante de belleza, de físico radiante, de formas plenas, de sensualidad exacerbada. Una morena capaz de arrollarlo todo con su cuerpo cimbreante, enloquecedor, lujurioso como la propia vegetación de los Everglades, donde transcurría casi por completo su</p> <p>existencia.</p> <p>Alena le había enloquecido al principio. Luego, volvió a su trabajo gradualmente, olvidándose de otras tentaciones menos científicas. Alena empezó a sentirse desplazada, abandonada, como olvidada. Y comenzó su irritación, su aburrimiento.</p> <p></p> <i><p>Después, había llegado su joven ayudante, Elmer Taylor, y la cosa cambió. Alena</p> </i> <p></p> <p>recuperó su jovialidad y alegría, porque Elmer la acompañaba muchas veces, mientras Waldo Carruthers investigaba en el laboratorio o en el pabellón de experimentación biológica.</p> <p></p> <i><p>Al fin, Waldo había sentido algo que nunca jamás creyó llegar a conocer. Celos.</p> </i> <p></p> <p>Celos de Elmer, que era joven y fuerte. Celos de Alena, que era hermosa y deseable. Y que gustaba de exhibirse en breves piezas de bañador, en<i> shorts</i>, siempre al desnudo sus piernas bien torneadas, siempre insinuando mucho más allá de lo prudencial la exuberancia de su torso, de sus caderas...</p> <p>Terminó por irritarse con Elmer Taylor. Siempre había sido un bueno y fiel ayudante. Un muchacho inteligente y práctico para su tarea de químico, a su servicio.</p> <p></p> <i><p>Alena preguntó en seguida por él, apenas pasaron dos días sin verle por la zona:</p> <p>—¿Y Elmer? ¿Dónde está?</p> <p>—Se fue —Rabia sido su seca respuesta.</p> <p>—Sí, pero ¿adónde? ¿A Miami, acaso?</p> <p>—A Miami supongo —él se había encogido de hombros—. Luego, no sé adónde irá.</p> <p>—¿Qué quieres decir con eso? ¿No va a volver?</p> <p>—No. No va a volver. Elmer se ha despedido. Trabajaré solo, de ahora en adelante.</p> <p>—¡Mientes! Elmer no se ha despedido. Le has echado tú.</p> <p>—¿Por qué estás tan segura de eso?</p> <p>—Te conozco. Y conozco a Elmer. El no se marcharía de ese modo.</p> </i> <p></p> <p>—Es a mí a quien tienes que conocer, no a Elmer o a ningún otro. Lo cierto es que poco importa que se haya marchado o le haya echado yo. Lo cierto es que no volverá más, Alena.</p> <p></p> <i><p>—Waldo, eso es una estupidez. No soportaré esta vida en solitario.</p> <p>—Es conmigo con quien te has casado, no lo olvides. ¿Tanto te importa Elmer?</p> </i> <p></p> <p>—Era, cuando menos, un buen amigo —su seno se agitó, como si esa «amistad» la preocupara en exceso. Sus oscuros ojos centelleaban—. Lo siento, Waldo, pero no vas a tenerme por mucho tiempo aquí, a tu lado, si insistes en vivir en solitario otra vez.</p> <p></p> <i><p>—Una esposa está obligada a permanecer donde se halla su marido —la advirtió</p> </i> <p></p> <p>Carruthers con sequedad.</p> <p></p> <i><p>—Es posible. Pero sólo mientras siga siendo su esposa.</p> <p>—¿Qué quieres decir?</p> </i> <p></p> <p>—Nada. Sólo lo que he dicho. Posiblemente nuestro matrimonio va a durar mucho menos de lo que imaginas.</p> <p></p> <i><p>Eso había sido todo. Ella se había retirado airadamente. Y ahora... Ahora, iba a marcharse. Definitivamente.</p> </i> <p></p> <p>Tenía preparado el equipaje. Había llamado por radio a una avioneta del aeroclub más próximo, para concertar el viaje de regreso a lo que ella llamaba «la civilización» o «el</p> <p>mundo de los seres normales».</p> <p>No podía hacer nada por impedirlo. Alena se marchaba. Y ahora comprendía que, pese a la diferencia de edades, pese a la personalidad frívola y superficial de aquella hembra, la necesitaba más que a nada en el mondo.</p> <p></p> <i><p>Resolvió hablar con ella de nuevo. Implorarla, si era preciso...</p> </i> <p></p> <p>—Tiene que quedarse —susurró—.<i> ¡Tiene</i> que quedarse, aunque sólo sea para que yo pueda hablar con ella cada día de todas mis cosas! Sé que no me entiende, que apenas me escucha, pero... pero la necesito. Necesito hablar con ella, sentir su proximidad... sentir el calor de su cuerpo, de su piel joven y temblorosa de deseos, de pasión...</p> <p>Se estremeció, sudoroso, crispado. Miró hacia la casa, de donde saldría ella, de un momento a otro, con sus maletas, para ausentarse definitivamente de los Everglades, de su propia vida.</p> <p></p> <i><p>Caminó hacia allá. Estaba decidido. Hablaría con ella. La persuadiría como fuese.</p> </i> <p></p> <p>Había tomado la firme resolución de no permitir que ella se marchase. Alena se quedaría. Se quedaría con él, fuese como fuese. El sabría cómo hacerlo, después de todo...</p> <p>Sus pasos le aproximaron a la casa... A Alena, cuyo aroma natural parecía filtrarse por los muros y llegar a él, con su llamada sensual, apasionada, enloqueciendo su fría mente de científico, envolviéndole en una súbita llamarada de deseo, de apetitos desenfrenados e inconcebibles...</p> <p></p> <i><p>Aquella tarde comenzó a llover repentinamente, y con fuerza, sobre los marjales de los</p> </i> <p></p> <p>Everglades. Era una lluvia densa, ruidosa y de raro olor metálico.</p> <p>Una emisora de radio, en Miami, habló de radiaciones captadas por un avión meteorológico, en las proximidades de la costa oeste de Florida.</p> <p>En los Everglades, en un aislado reducto donde un biólogo investigaba la fauna de los pantanos sonó un grito de mujer entre la lluvia.</p> <p></p> <i><p>Pero nadie lo oyó.</p> </i> <p></p> <p>Nadie, excepto un hombre llamado Waldo Carruthers. Y él fue el único que supo por qué gritaba aquella mujer morena y sensual, llamada Alena Carruthers...</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>CAPITULO II</p></h3> <p></p> <p></p> <i><p>—¿Radiación? ¿Ha dicho «radiación»?</p> <p>—Sí, eso dije —suspiró el coronel Raymond, de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, volviéndose al profesor Dekker, de la NASA—. Radiación, profesor.</p> <p>—¿En qué zona, exactamente?</p> <p>—El sudoeste de Florida. La costa del Golfo de México, desde Ten Thousand Islands hasta Key West, pasando por los Everglades.</p> <p>—Entiendo —afirmó despacio el profesor Dekker—. Es la zona donde...</p> <p>El coronel Raymond asintió, sombrío. Sus ojos brillaban con disgusto ostensible.</p> <p>—Sí, profesor. La zona donde fue recuperada la cápsula<i> Andrómeda</i>, tras el fallo del proyectil<i> Perseo</i>. Donde pudimos rescatar el cadáver del astronauta Mulder y al superviviente, capitán Gordon.</p> <p>—En resumen: radiaciones producidas, sin duda alguna, por la cápsula averiada.</p> <p>—Me temo que sí, profesor.</p> <p>—Pero usted y yo sabemos que esa cápsula... no poseía material radiactivo alguno, que pudiera influir en la atmósfera de esa o de cualquiera otra zona de Florida.</p> <p>—Lo sabemos, profesor. Por tanto, ¿de dónde procede la radiación detectada por los</p> <p>aparatos del Servicio Geofísico y de los aviones meteorológicos?</p> <p>—El proyectil<i> Perseo</i> alcanzó el espacio exterior, en</p> </i> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">S</style>U viaje a los planetas —suspiró el profesor Dekker—. Sólo después de salvada la barrera de la ionosfera, perdió su rumbo, para tener que ser recuperado por control remoto, sacrificando su fuerza impulsora para rescatar solamente la cápsula, con sus dos astronautas. Uno, desgraciadamente, había muerto ya. El otro, el capitán Gordon, está hospitalizado todavía, sometido a observación. De modo que, si hubo radiaciones en el sector donde se procedió a rescatar la cápsula... esas radiaciones vinieron del espacio exterior. La cápsula<i> Andrómeda</i> las trajo consigo.</p> <p>—En suma: contaminó nuestra atmósfera con un agente desconocido —sentenció el coronel David Raymond.</p> <p>—¿Contaminar? Eso suena muy fuerte. Todavía no sabemos nada, salvo esa posible contaminación, cuyo índice no conozco aún.</p> <p></p> <i><p>—Era de 1,003 en el primer análisis obtenido. Y de 1,008 en el segundo, para pasar a</p> </i> <p></p> <p>ser de 1,39 en el tercero.</p> <p>—Un ritmo creciente demasiado rápido —la frente del profesor se nubló, cubriéndose de profundas arrugas.</p> <p></p> <i><p>—Ese ha sido, exactamente, el comentario del Centro Meteolorógico del Sudeste.</p> </i> <p></p> <p>Hubo un silencio. Ambos hombres se miraron, pensativos. Había preocupación en su gesto y en sus miradas.</p> <p>—Me ocuparé personalmente de investigar todo eso —silabeó con aspereza el profesor Neil Dekker.</p> <p></p> <i><p>—¿Cómo? ¿Va a ir a la costa oeste de Florida?</p> </i> <p></p> <p>—Exactamente, coronel. Tomaré un avión especial de investigación del medio ambiente, y utilizaré contadores Geyger y analizadores de atmósfera muy precisos. Me inquieta esa peculiar radiación que no puede ser provocada por al cápsula<i> Andrómeda</i></p> <p>directamente, sino por algún agente extraño que la cápsula se trajo del espacio exterior.</p> <p></p> <i><p>—¿Puedo acompañarle, profesor, en esa expedición? —indagó el coronel.</p> </i> <p></p> <p>—Claro. Le aceptaré gustoso como compañero de viaje —sonrió forzadamente el investigador civil de la NASA—. Tendré todo a punto a mediodía de hoy. No lo olvide, coronel.</p> <p></p> <i><p>—Seré puntual —prometió el militar, antes de ausentarse.</p> </i> <p></p> <p></p> <i><p>* * * Brad Garfield respiró con fuerza.</p> <p>Aquél era un buen sitio. Quizá el mejor de todos.</p> </i> <p></p> <p>Aislado, alejado de todo el mundo, quieto y callado... Una vieja residencia cercana a los pantanos, entre las espesuras de la exuberante flora de aquella región. Nadie la habitaba hacía tiempo. No hubo problemas para arrendarla.</p> <p></p> <i><p>Brad se quedó solamente con un emisor de radio portátil, por todo contacto con el</p> </i> <p></p> <p>mundo que abandonaba, a la espera del día en que le llegase el fin. Pero ni siquiera pensaba escuchar boletines de noticias. Nada de nada. Sólo música. Cuando algún locutor hablase de algo que sucedía en aquel mundo que ya no pertenecía, al que había abandonado voluntariamente, antes de que la muerte llegara inexorablemente, Brad Garfield cerraría el receptor o cambiaría de sintonía, en busca de música ligera o clásica para animar su soledad, en tanto escribía su última obra, la que nadie quizá llegaría ya a conocer.</p> <p>Brad pronto puso en práctica aquel procedimiento. Apenas la emisora recién sintonizada, concluyó su programa musical, la voz de un locutor comenzó, con la peculiar monotonía de los de su oficio:</p> <p>«—Se reciben noticias de última hora sobre la extraña y creciente radiación que, en una determinada zona de Florida ha empezado a detectarse. Los servicios de la NASA han resuelto investigar el asunto y...»</p> <p>—¡Radiación! —masculló Garfield, cambiando rápido la sintonía de su aparato transistorizado—. Los problemas de siempre... No quiero oír hablar de ellos. No quiero conocer nada de ese mundo al que ya nunca volveré...</p> <p>Brad Garfield hizo mal en no seguir escuchando. Garfield cometió un tremendo error al cambiar la sintonía de aquella emisora, porque después de la noticia sobre la radiación localizada al oeste de Florida recientemente, el locutor pasó a otra información de actualidad, con carácter de boletín informativo de urgencia:</p> <p>«—Atención, atención. Esta es una llamada de emergencia para cualquier persona que conozca a un hombre llamado Bradford Garfield, escritor de reconocida fama en el teatro y la novela. Es una llamada al propio Bradford Garfield y a cualquier persona que pueda establecer contacto inmediatamente con él, y que nos ruega urgentemente el Hospital Central de Nueva York que difundamos por esta emisora... Bradford Garfield debe de ser informado inmediatamente del lamentable error sufrido por la avería de una computadora de diagnosis clínica, que confundió las fichas de dos pacientes sometidos a observación. A causa de ello, actualmente cree Bradford que sufre una enfermedad</p> <p>incurable que le condena a morir a corto plazo, cuando la realidad es que ese análisis corresponde a otra persona, y él no sufre absolutamente dolencia grave de ningún tipo, estando a salvo de todo problema clínico. Atención, atención... Este mensaje de urgencia va dirigido al escritor y dramaturgo Bradford Garfield o a cualquier persona que pueda establecer inmediato contacto con él...»</p> <p></p> <i><p>Brad Garfield, sin embargo, no llegó a escuchar esa noticia.</p> </i> <p></p> <p></p> <i><p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> </i> <p></p> <p></p> <i><p>—¿No hay duda sobre eso, doctor Harris?</p> </i> <p></p> <p>—Ni la más mínima, doctor Hendrix. Los anáfisis han sido revisados y comprobados. Brad Garfield padece una dolencia ligera, fácil de combatir con los medicamentos adecuados, como usted mismo puede ver —le mostró las tarjetas obtenidas de la computadora de diagnosis, y comprobadas posteriormente por el personal de laboratorio del Hospital Central de Nueva York.</p> <p></p> <i><p>—Dios mío... ¿Qué falló en la computadora?</p> </i> <p></p> <p>—Lo que falla siempre en las máquinas: un ordenador equivocó el sistema de fichas. Hubo otros errores, ya subsanados. Pero ninguno de la gravedad de éste, doctor Hendrix.</p> <p>—Bien, de todos modos supongo que a Garfield no va a disgustarle demasiado ese error mecánico, pese a lo lamentable de los hechos. De sentirse condenado sin remedio, a saber que la vida sigue sonriéndole a uno...</p> <p>—Eso es lo que me asusta, doctor. Personalmente, atendí el caso de Garfield y le tuve que informar de lo que creímos diagnóstico acertado. Fue muy penoso todo. Garfield ama la vida. Es joven, rico, famoso, inteligente y lleno de vitalidad. Fue un impacto terrible para él. Tan terrible que...</p> <p></p> <i><p>—Prosiga, doctora —se inquietó el doctor Hendrix—. ¿Qué quiere darme a entender?</p> </i> <p></p> <p>—La pura realidad, doctor. No, le seducía la idea de morir despacio, sintiendo cada vez mayores dolores, en una lenta agonía. Dio a entender que... que posiblemente él... adelantara el fin por sí mismo.</p> <p></p> <i><p>—¡Cielos, no! —palideció intensamente el médico—. Doctora, sería horrible que...</p> </i> <p></p> <p>—Sería horrible, sí —suspiró ella cansadamente. Le miró, con un destello de excitación en sus ojos verdes oscuros, tras las gafas de leve montura metálica, que no hacían sino realzar su encanto, su atractivo de mujer inteligente, seria y eficiente. Su rostro seductor, bajo los cabellos rojizos, revelaba ahora auténtica angustia—. Sería como si todos nosotros fuésemos responsables directos de la tragedia, doctor Hendrix.</p> <p></p> <i><p>—Por desgracia, nada puede hacerse, salvo publicar la noticia y darle difusión por</p> </i> <p></p> <p>Prensa, radio y televisión. Garfield la conocerá pronto, y sabrá la verdad a tiempo.</p> <p></p> <i><p>—Ojalá fuera tan sencillo, doctor —musitó la doctora Harris, sacudiendo la cabeza.</p> </i> <p></p> <p>—Es que tiene que ser así, entiéndalo. Vivimos una época en que los medios difusores llegan a todas partes. Garfield no puede ignorar lo que sucede, a menos que haya precipitado las cosas demasiado.</p> <p>—Doctor, él dijo... dijo que se retiraría un tiempo a alguna parte, a reflexionar. A estar a solas consigo mismo, hacer examen de conciencia... y resolver en definitiva. ¿Se da cuenta? Si ha elegido un lugar solitario en exceso, si no ve a nadie, si no escucha la radio,</p> <p>ni lee periódicos ni ve la televisión... ¿qué sucederá?</p> <p>—No... no puede ser cierto —rechazó Hendrix—. Creo que está preocupándose demasiado por algo que no va a suceder, ya que, por otro lado, no es su responsabilidad.</p> <p></p> <i><p>—Me siento responsable de toda vida humana que dependa en algo de mí. Lo último</p> </i> <p></p> <p>que supe de Brad Garfield, es que iba a tomar su avioneta privada y dirigirse a alguna parte... Me asusta pensar que se aísle del mundo... y nunca llegue a saber el error cometido por la computadora, doctor Hendrix.</p> <p></p> <i><p>—¿Qué otra cosa puede hacer, aparte difundir la noticia por doquier?</p> <p>—Buscarle.</p> <p>—¿Qué?</p> </i> <p></p> <p>—Lo he decidido —suspiró la doctora Harris—. Ya he pedido permiso a la dirección. El hospital, considerándose también responsable en parte por el tremendo error, me concede quince días de permiso para que busque a Brad Garfield. Y es lo que voy a hacer, partiendo de esa única pista que poseo, doctor Hendrix: la avioneta... Ni siquiera sé adónde ha ido, pero es preciso que lo averigüe...</p> <p></p> <i><p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> </i> <p></p> <p>—¿La avioneta del señor Garfield? No, ya no está aquí. Ayer partió del aeroclub, señorita.</p> <p></p> <i><p>—¿Hacia dónde?</p> </i> <p></p> <p>—Lo ignoro —el mecánico se encogió de hombros—. El señor Garfield nunca dice adónde piensa dirigirse con su avioneta. Y ayer, precisamente, ni siquiera cruzó palabra con nadie. Llegó, revisó el aparato, llenó el depósito de combustible, y partió sin decir más.</p> <p></p> <i><p>—¿Rumbo hacia...?</p> </i> <p></p> <p>—El sur —suspiró el mecánico, arrugando el ceño. Miró a la doctora Harris, intrigado—. Señorita, ¿tan importante es saber eso?</p> <p>—Mucho —afirmó ella—. Es cosa de vida o muerte. Precisamos localizar a Garfield lo antes posible.</p> <p></p> <i><p>—Bien, ¿por qué no intentan hacerlo por radio? La avioneta lleva un buen equipo de</p> </i> <p></p> <p>transmisión...</p> <p></p> <i><p>—¿Sabe usted la frecuencia de onda a que trabaja habitualmente? —se animó ella.</p> </i> <p></p> <p>—Sí. Venga a la torre de control del aeroclub. Allí la intentarán poner en contacto con el señor Garfield...</p> <p>Acudió a las oficinas de la entidad privada, dedicada al acondicionamiento de avionetas privadas. La decepción esperaba allí a la doctora Saddie Harris.</p> <p></p> <i><p>Cuantas veces se intentó comunicar con la avioneta, utilizando su longitud<i> y</i> frecuencia</p> </i> <p></p> <p>de onda, resultó inútil. No hubo respuesta. Ni el menor contacto siquiera.</p> <p></p> <i><p>—Lo siento —habló el radiooperador—. No tiene sintonizada la radio.</p> </i> <p></p> <p>—Es imprescindible comunicar con él —susurró la doctora—. Una hora de retraso, puede ser fatal.</p> <p></p> <i><p>—Lo lamento, pero no podemos hacer nada. El no dejó informe alguno sobre su rumbo</p> </i> <p></p> <p>o destino, como se hace habitualmente.</p> <p>Eso parecía cerrar definitivamente todo camino al empeño humanitario y profesional de la doctora Harris. Se daba cuenta de que sería imposible localizar a aquel hombre desesperado, que se escondía en su propia soledad para meditar un final que no fuese el señalado por un supuesto destino trágico.</p> <p></p> <i><p>No había medio humano de hacerle saber la verdad, si él no establecía previa</p> </i> <p></p> <p>comunicación con la radio o la televisión. O si alguien no le localizaba, informándole. Pero eso, a Saddie Harris, se le antojaba harto imposible, porque estaba convencida de que Brad Garfield eligió para su resolución final un lugar solitario, aislado, apartado del resto de la gente, donde nadie pudiera intervenir en sus decisiones.</p> <p></p> <i><p>¿Dónde podía hallarse ese lugar?</p> </i> <p></p> <p>Consultando un mapa de los Estados Unidos, su mano vagó por encima de estados y ciudades, de montañas y llanuras, de costas y de interiores.</p> <p>Un punto, en aquella carta geográfica, sería el actual destino de Garfield, pero... ¿cuál de entre tantos millones y millones de ellos como podían señalarse?</p> <p>—Creo que nunca encontraré a Brad Garfield... al menos con vida —fue lo que manifestó tristemente al abandonar las oficinas.</p> <p>Caminó a través de las pistas de aterrizaje, y llegó cerca de los hangares y cobertizos de la instalación deportiva aeronáutica. Los funcionarios de la entidad se habían quedado en la oficina, pensativos, intentando de algún modo comunicarse con el piloto desaparecido. Todos ellos sabían que era improbable el éxito, pero lo estaban buscando por todos los medios imaginables.</p> <p>Saddie Harris se detuvo ante un muchacho pecoso y rubio que engrasaba una serie de piezas de una avioneta, dentro de un abierto hangar. Le estudió, distraída. El jovenzuelo la miró a su vez, atraído por su belleza y su atractiva figura. Le sonrió, y ella le devolvió mecánicamente la sonrisa.</p> <p></p> <i><p>—¿Va usted a volar, señorita? —indagó el mozo, limpiándose de grasa las manos.</p> </i> <p></p> <p>—No, no creo —suspiró ella, moviendo negativamente la cabeza—. Lo haría, si supiera adónde ir. Pero ni siquiera tengo idea de dónde buscar a la persona que necesito hallar lo antes posible.</p> <p></p> <i><p>—¿Busca a alguien en particular, entonces?</p> </i> <p></p> <p>—Sí. A un hombre que tenía su avioneta en este aeródromo. Ahora, sólo Dios sabe dónde estará.</p> <p></p> <i><p>—Vaya... ¿Y quién es ese hombre?</p> <p>—Brad Garfield —miró al mecánico—. ¿Le conoces, acaso?</p> </i> <p></p> <p>—¿Al señor Garfield? —sonrió el pecoso muchacho rubio—. Claro, señorita. Siempre cuido yo de su avioneta. Ayer salió con ella, precisamente.</p> <p></p> <i><p>—Eso ya lo sé. Lo que ignoro es hacia dónde pudo partir.</p> <p>—Oh, ¿eso? —el muchacho rió de buena gana—. Yo lo sé.</p> </i> <p></p> <p>—¿Qué? —ella la miró vivamente, con repentina sorpresa y excitación—. ¿Qué es lo que has dicho?</p> <p></p> <i><p>—Que yo sé dónde está. No es ningún secreto, señorita.</p> </i> <p></p> <p>—Lo es para todos —habló agitadamente, acercándose a él—. Soy doctora, y debo informarle de algo muy urgente que le afecta de modo decisivo. Si no lo encuentro a tiempo, el señor Garfield peligra. Su vida está en juego.</p> <p>—Cielos, ¿acaso está enfermo, grave...? ¿Es por eso que parecía tan preocupado, tan poco amistoso ayer...?</p> <p>—¡Sí, sí! Es por eso. Pero no le sucede nada. El cree estar muy grave, ha pensado en... en reducir sus sufrimientos... ¿Lo entiendes ahora?</p> <p>—Cielos, claro que lo entiendo —el rostro pecoso se tomó pálido—. Doctora, yo... yo le di un mapa que él me pidió. Lo estuvo examinando antes de remontar el vuelo... Es obvio que era el lugar adonde pensaba dirigirse...</p> <p></p> <i><p>—¿Qué mapa era ése?</p> <p>—El de Florida, señorita.</p> </i> <p></p> <p>—¡Florida! —ella enarcó las cejas. Sus ojos verdes brillaron tras las livianas gafas de estilizada línea—. Florida... El sur... Sí, creo que eso encaja, muchacho... ¿No sabes quizá a qué punto exacto de Florida pudo dirigirse?</p> <p>—Pues... no. No dijo nada. No hizo comentarios. Pero trazó una línea roja sobre el mapa y creí advertir que iba casi hasta su final inferior, hasta los Cayos, o muy cerca de ellos, no podría decirlo exactamente.</p> <p>—Los Cayos... —la doctora Harris se sentía súbitamente nerviosa, febril, necesitada de urgente actividad—. Si, Dios quiera que sea cierto todo eso. Al menos, es algo. Iré a buscarle ahí... y ojalá todo salga bien y sea tiempo todavía de enmendar un terrible error...</p> <p></p> <i><p>El joven mecánico la vio correr a través de las pistas, como si la persiguiera el mismo</p> </i> <p></p> <p>diablo. Sacudió la cabeza, pensativo.</p> <p></p> <i><p>—Ese Garfield... Tiene suerte en todo. Una chica así, preocupándose tanto por él...</p> </i> <p></p> <p></p> <i><p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> </i> <p></p> <p></p> <i><p>La risa se prolongó, histérica y casi deshumanizada.</p> </i> <p></p> <p>Trompicando por entre el fango y los cañaverales, el infortunado Richard Bowman siguió adelante, Y siempre sin rumbo fijo, sin razón de ningún género para moverse, para tambalearse entre risas histéricas y enloquecidas...</p> <p>Sus ojos desorbitados miraban ante él al vacío, con la expresión vacía de los dementes. Su cuerpo todo era un simple guiñapo cubierto de jirones ensangrentados, de heridas y cortes profundos en la piel, allí donde azotaban implacablemente los arbustos, a su marcha por la jungla pantanosa.</p> <p>Richard Bowman era un simple espectro humano, deambulando por la espesura, cayendo acá y allá, como ebrio, mientras su boca se abría para exhalar risas demoníacas sin sentido. Sus ojos desorbitados lo miraban todo, sin ver nada.</p> <p>A veces, balbucía cosas sin sentido, como hablando consigo mismo o con algún invisible interlocutor, compañero en aquella marcha de pesadilla a través de la espesura cálida y de las aguas fétidas, cubiertas por mosquitos y sanguijuelas.</p> <p>Sus palabras flotaban estúpidamente en el aire caliente y pegajoso, como incoherencias que escaparan de su alma enferma, de su naturaleza rota y pulverizada:</p> <p>—Emily... Emily, espérame... Yo volveré... Yo volveré, Emily querida... Yo te daré mi... mi sangre... Volverás a ser hermosa... Emily, no te vayas... No te muevas. Volveré... mi querida esposa, volveré...</p> <p>Y reía y reía, aunque a veces la risa se quebraba, para hacerse llanto. Llanto largo y nervioso, como el de un niño enfermo.</p> <p></p> <i><p>Atrás, muy atrás, quedaba Emily.</p> </i> <p></p> <p>El horror que un día fuera la hermosa y alegre Emily, su joven esposa. Aquel cuerpo increíble que, sólo minutos antes, había estado lleno de vida y de juventud exultante.</p> <p></p> <i><p>Aquel cuerpo encogido a los pies de un árbol, no lejos del pantano...</p> </i> <p></p> <p>Un cuerpo extrañamente seco, crispado, lívido, con la blancura espectral de la muerte. Un cuerpo sin gota de sangre en sus venas, desecado fantásticamente por alguna fuerza inconcebible que surgiera del silencio cálido de la jungla de los Everglades.</p> <p>Succionado extraña, siniestramente... Con unas huellas cárdenas en mejillas y cuello, como discos violáceos del tamaño de monedas de dólar. Con unos boquetes horripilantes en medio de esos círculos amoratados, como aguijonazos de un monstruo inexplicable.</p> <p>Vaciada. Sin sangre. Sin una sola gota de ella, como si millares de vampiros feroces se hubieran abatido silenciosamente sobre la joven esposa.</p> <p>Acartonada y blanca, como una figura reseca e informe, sin vitalidad ni fuerza, sin apariencia humana apenas, tal era la expresión espantosa del rostro, de los ojos vidriados, desorbitados, inyectados en sangre, como única señal escarlata en aquella forma humana, incolora y fofa.</p> <p></p> <i><p>Esa era la visión espantosa que había enloquecido a Richard Bowman, su esposo.</p> <p>Esa fue, también, la increíble visión con la que tres reclusos evadidos de la</p> </i> <p></p> <p>Penitenciaría de Florida, se encontraron en el camino, no muchas horas más tarde...</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>CAPITULO III</p></h3> <p></p> <p></p> <i><p>—Dios mío... ¿Habéis... habéis visto?</p> <p>—Es... es horrible. No entiendo qué le sucedió...</p> </i> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">—S</style>IEMPRE dije que estos malditos pantanos están embrujados. Se practica el vudú en ellos... Hay hechicerías, brujos y monstruos...</p> <p>—¡Calla, imbécil! —se enfureció<i> Big</i> Williams, volviéndose con ira hacia Larkin, que era quien había hablado—. No me gusta oír tonterías.</p> <p></p> <i><p>—Es la verdad, Big —gimió Budd Larkin—. Eso... eso no es natural...</p> </i> <p></p> <p>—Habrá su motivo para que haya ocurrido así —replicó secamente Solly Stevens, mediando en la disputa—. No creo en vudús ni cosas así. Y menos aún en las leyendas que afirman que hay monstruos en los pantanos, jamás vistos antes por el hombre.</p> <p>—Entonces, explicadme qué pudo ocurrirle a esa mujer —susurró Larkin, persignándose, con medrosa expresión en su rostro anguloso y huidizo.</p> <p>—Eso me tiene perfectamente sin cuidado —rezongó Williams, desviando su mirada de la mujer de rostro atrozmente descompuesto y cuerpo blanco y encogido, con señales violáceas de una rara violencia—. Está muerta, y eso basta. Pudo sufrir un ataque a causa de alguna enfermedad, o ser atacada por un reptil o un saurio, eso es todo.</p> <p></p> <i><p>—Los reptiles no dejan así a una persona. Y los saurios la devoran —replicó Larkin,</p> </i> <p></p> <p>medroso.</p> <p>—¡Cierra el pico de una vez! —ordenó Stevens, con disgusto—. Williams tiene razón. No nos preocupa esa mujer ni cuál fuera su suerte. Lo único que cuenta, es que debemos seguir adelante, salir de esta zona lo antes posible. Y no porque me asuste esa pobre infeliz o lo que pudiera sucederle, sino... porque los perros y los vigilantes armados no andarán demasiado lejos, pese a nuestra carrera a través de los marjales.</p> <p></p> <i><p>—Estoy extenuado, pero por nada del mundo me quedaría a pernoctar aquí —jadeó</p> </i> <p></p> <p>Larkin.</p> <p></p> <i><p>—Conforme con eso, cuando menos —refunfuñó<i> Big</i> Williams—. En marcha otra vez. Y</p> </i> <p></p> <p>olvida a esa mujer, por todos los diablos.</p> <p>—No... no sé si podré... —musitó Larkin, mirando aprensivo en torno, al silencio ominoso y casi irreal de aquel paraje—. He vivido años en Florida, Big. Conozco a sus animales, anfibios, terrestres o marítimos. Y nunca vi nada parecido...</p> <p></p> <i><p>Entre la hojarasca, se alzó un pájaro de súbito, al pisar más reciamente Williams hacia</p> </i> <p></p> <p>la espesura, y Larkin pegó un respingo. Stevens dirigió hacia el animal, con rapidez, el arma que empuñaba: un viejo y pesado revólver, calibre 38, que no llegó a disparar. Resopló, mientras el pájaro se perdía en el techo de floresta, allá en la cima de los altos árboles.</p> <p>—Lograrás ponernos nerviosos a todos —masculló Stevens con malhumor, volviéndose a Budd Larkin.</p> <p>—Solly tiene razón —apoyó Williams con acritud—. No vuelvas a hablar de eso. Sigamos, amigos. Y que el Señor se ocupe de esa desdichada...</p> <p>El cadáver de Emily quedó atrás. Larkin miró al suelo, preocupado. Sus pies habían pisado algo viscoso entre la hierba. Se inclinó un poco. Vio en sus botas de presidiario una</p> <p>rara huella pegajosa y blancuzca, como la baba de un caracol. También captó algo más:</p> <p>entre esa baba, había oscuras gotas cárdenas en la hierba. Como goterones de sangre...</p> <p>Se estremeció. Tragó saliva, dilató sus ojos redondos, muy azules, y pareció a punto de decir algo. Las recias espaldas de<i> Big</i> Williams y de Solly Stevens se movían ante él. Optó por callar, tras una medrosa ojeada hacia atrás, al cuerpo exangüe y reseco de la joven desconocida.</p> <p>Un cadáver vaciado de sangre, unas huellas perforantes, violáceas, ensangrentadas, sobre la piel humana... Una baba viscosa, gotas de sangre...</p> <p>Larkin, trémulo, se preguntó qué podía significar todo aquello, en el ámbito silente y ominoso del cálido boscaje húmedo, rodeado de pantanos.</p> <p>Las respuestas que se le ocurrieron no tenían sentido. Pero lograron aumentar su terror a algo desconocido, que no podía intuir ni imaginar.</p> <p></p> <i><p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> </i> <p></p> <p></p> <i><p>El coronel Raymond cerró la radio, ceñudo.</p> </i> <p></p> <p>—Nada nuevo —refunfuñó, volviéndose al hombre con quien sobrevolaba los Everglades, a bordo de aquella avioneta especial del Servicio de Información Civil de la NASA—. Los boletines de noticias giran sobre lo mismo: ese escritor a quien buscan los médicos para evitar que ponga fin a su vida... y los tres reclusos evadidos del penal de Florida. Tres asesinos peligrosos, convictos todos de varios homicidios. Van armados, y asesinaron a dos celadores, antes de evadirse de la penitenciaría.</p> <p>—Todo son malas noticias —suspiró el profesor Dekker. Consultó el indicador Geyger de a bordo—. Y la contaminación radiactiva aumenta su índice progresivamente en esta zona, coronel: ya alcanza la cifra de 1,88. Pronto rebasará los dos grados sobre una escala de diez.-</p> <p></p> <i><p>—¿Peligroso?</p> </i> <p></p> <p>—No. Todavía no. Pero su naturaleza es extraña. Yo diría que no es radiactividad de tipo nuclear. Si acaso, una radiación que aumenta con la humedad ambiente, a menos que yo esté en un error.</p> <p></p> <i><p>—¿Cree que no es una radiación de tipo conocido en nuestro planeta?</p> </i> <p></p> <p>—Sí. Eso creo. La cápsula se trajo algo extraño del espacio exterior. Me pregunto qué será...</p> <p>—Yo me pregunto algo más, profesor: sea ello lo que sea..., ¿cuáles serán sus consecuencias al permanecer en nuestra atmósfera?</p> <p></p> <i><p>Dekker se encogió de hombros, frunciendo el ceño.</p> </i> <p></p> <p>—Lo ignoro, amigo mío, pero hay algo en todo ello que no me gusta demasiado. Hasta ahora, todas las experiencias espaciales resultaron mejor o peor, pero nunca se puso en peligro el medio ambiente de la Tierra. Cuando menos, no más de lo que está ya de por sí. Este suceso de ahora me tiene preocupado, se lo confieso.</p> <p></p> <i><p>—Si llega a oídos de los demás, la opinión pública va a exigir responsabilidades,</p> </i> <p></p> <p>profesor —habló severamente el coronel—. Y en justicia, no podemos ocultar a la gente un hecho semejante, eh especial si resultara nocivo para algo o alguien.</p> <p></p> <i><p>—Por supuesto. De momento, el índice de radiación es leve y fácilmente tolerable por</p> </i> <p></p> <p>los organismos terrestres, sean animales o vegetales. Lo que me preocupa es su índice peculiar de aumento. Es demasiado rápido y lleva un ritmo singular. Como si la radiación fuese algo vivo que<i> crece</i> pausadamente en alguna parte, ¿comprende?</p> <p></p> <i><p>—Sí, pero<i> ¿dónde</i>, profesor?</p> </i> <p></p> <p>La mirada del científico se perdió en el verde laberinto que corría a sus pies. Los Everglades, con sus zonas inexploradas apenas, y otras prácticamente vírgenes aún, eran una extensión sinuosa y hermética, donde todo parecía posible, desde las viejas supersticiones hasta los enigmas como ahora, llegados de otros espacios o de otros mundos.</p> <p>—En alguna parte de estas regiones está sin duda la respuesta, coronel —habló calmosamente, mientras el avión de reconocimiento de la NASA sobrevolaba un amplio pantano rodeado de lujuriosa vegetación—. Es lo que estamos tratando de localizar, pese a que la radiación da la sensación de flotar en el aire, de modo uniforme, sin un origen definido que nos permita dirigirnos a un punto en concreto.</p> <p>—¿Cuándo cree usted que esa radiactividad puede empezar a resultar perjudicial para el ser humano?</p> <p>—No puedo ser muy exacto, porque ignoro la virulencia de tal radiación, pero podríamos afirmar que, cuando alcance el grado cuatro en la escala, será el momento cierto de preocupamos seriamente por su amenaza, coronel.</p> <p>Los ojos del militar se clavaron en el contador radiactivo de a bordo. La cifra señalada era ya de 2,03...</p> <p>—Pues a ese ritmo de crecimiento, profesor, me temo que en menos de diez o doce horas, ello sea una realidad, y debamos dar la alarma general.</p> <p></p> <i><p>—Sí —suspiró sombríamente el investigador de la NASA—. Yo también me lo temo...</p> </i> <p></p> <p>La avioneta siguió sobrevolando los Everglades. Pero sin rumbo fijo, sin un objetivo determinado. Moviéndose en una zona radiactiva cuyo punto cero era una incógnita todavía para ambos hombres.</p> <p>Pero allá abajo, en la frondosidad verde y exuberante, en el laberinto de corrientes, lagunas, pantanos y selvas, había sin duda alguna un lugar que era punto de origen de la misteriosa e inquietante radiación llegada del espacio exterior, al rescatar una cápsula espacial averiada.</p> <p></p> <i><p>Sobre eso, no había ninguna duda.</p> </i> <p></p> <p></p> <i><p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> </i> <p></p> <p></p> <i><p>Brad Garfield terminó de escribir.</p> <p>Encendió su pipa con lentitud, y echó una mirada en derredor.</p> </i> <p></p> <p>La luz de la batería era excelente. Su coloración mantenía alejados a los insectos de los pantanos.</p> <p>Se incorporó, abriendo un par de latas para su cena. La oscuridad había caído rápidamente sobre los marjales de Florida. En torno suyo, el silencio era impresionante ahora. La selva toda parecía muerta o dormida. Pero él sabía que, más avanzada la noche, mil y un ruidos sutiles, señales de vida, de la existencia de increíbles ejemplares de una fauna nocturna y sigilosa, poblarían pronto la jungla. En especial, cuando él apagara la</p> <p>única luz existente en toda la zona, para retirarse a descansar.</p> <p>El joven escritor contempló con disgusto el aparato receptor de radio. Había sido una inoportuna casualidad que se averiase justamente ahora, cuando se veía más necesitado de la compañía de un poco de música. Ya no podía escuchar nada: ni música ni noticias. El aislamiento del mundo era total para él.</p> <p></p> <i><p>Estaba solo en los Everglades, dispuesto a esperar su día, su momento. Mientras</p> </i> <p></p> <p>tuviera ánimos, seguiría escribiendo. Cualquier día, antes de que comenzaran los síntomas fatales, quizá utilizaría aquel arma de un modo definitivo.</p> <p>Cenó frugalmente, con escaso apetito. Bebió una lata de cerveza. Todo ello le parecía ahora inconsistente y como ridículo. No tenía sentido continuar la vida normalmente, cuando él sabía que esa vida era algo de prestado, un breve trance hacia la nada, ahora que se hallaba en la plenitud de una existencia normal.</p> <p>Fumó en silencio, la mirada perdida en la oscuridad de los pantanos. La vieja vivienda habilitada, lo tenía todo menos confort y comodidad. Era un edificio antiguo, de madera y ladrillo, rodeado por una zona de hierba y matorrales. Debió servir en tiempos como morada de algún guardabosques. Ahora, se caía de puro viejo. El camastro, con sus ropas y su colchón neumático de a bordo de la avioneta, era incómodo y ruidoso. Los muebles, desvencijados y pobres, prestaban escasísima utilidad.</p> <p></p> <i><p>Brad Garfield se preguntó si todo aquello merecía la pena. Si no hubiese sido mejor</p> </i> <p></p> <p>terminar antes, de una vez por todas, lanzando la avioneta contra el suelo. Ahora, debía esperar. Quería escribir algo, dejar una obra que quizá nunca leyera nadie. Pero que podría ser la mejor de todas, porque ya no pensaba en los ingresos al escribirla. No era un encargo comercial, ni una obra para Broadway. Era, simplemente, una creación muy propia. Para sí mismo. Quizá por ello sería más sincera y honesta que todo lo demás. No iba destinada a ningún público. A nadie.</p> <p>—Cuando llegue la muerte, posiblemente una ráfaga de viento disperse sus hojas. O la humedad las pudra. O alguna alimaña mordisquee el papel, borrando el texto para siempre... —se dijo entre dientes, reflexivo.</p> <p>Apiló las cuartillas escritas a mano, trabajosamente, en las horas de soledad y de abstracción de aquel primer día suyo en los pantanos, lejos del mundo y de sus ecos más habituales.</p> <p></p> <i><p>De repente, crispó los dedos sobre las hojas de papel, que crujieron intensamente en el</p> </i> <p></p> <p>silencio de la noche.</p> <p></p> <i><p>Por un instante, ese silencio no había sido tal.</p> <p>Estaba seguro de haber oído algo. Muy cerca de la casa desvencijada y vetusta.</p> </i> <p></p> <p>Algo que ni siquiera sabía lo que fue. Pero su instinto, su percepción, le decían que no lo había imaginado. Los agudos ojos grises, duros y fríos, se clavaron en el rectángulo oscuro de su ventana asomada a la noche y a los marjales y junglas.</p> <p></p> <i><p>El sonido se repitió.</p> <p>Esta vez no había ya la menor duda. Los nervios de Brad se pusieron en tensión.</p> </i> <p></p> <p>No tuvo miedo. No podía tener miedo a nada ni a nadie. No era posible temer por sí mismo, por la sencilla razón de que no tenía ya nada que perder. Absolutamente nada. La vida no le pertenecía ya. No había riesgo alguno en jugársela a una sola baza, aunque todo lo tuviese en contra. Si la perdía, habría anticipado el final, eso era todo.</p> <p></p> <i><p>No, Brad Garfield no tenía miedo. Sin embargo, el ruido le impresionó y sobresaltó. Era inquietante. Era extraño y sinuoso. Casi irreal.</p> </i> <p></p> <p>Contuvo la respiración. Su mano derecha quitó la pipa de los labios, y la depositó en la mesa, sobre el cenicero de lata. La izquierda se aproximó al interruptor de la luz de batería, sigilosamente.</p> <p></p> <i><p>Mientras tanto, la mano derecha empuñó algo sólido y frío: el «Colt», calibre 38... En el exterior, por tercera vez, sonó<i> aquello...</i></p> </i> <p></p> <p>Brad notó un leve sudor frío, mojando su frente. Apretó los labios. Se dijo que era absurdo preocuparse por nada. Fuese aquello lo que fuese, no podía ser peor que el diagnóstico frío y despiadado de una computadora, destinada a colaborar con los médicos en la exploración clínica.</p> <p>Nada era peor que saberse muerto en vida, condenado a corto e irremediable plazo. Ni siquiera aquello que pudiera haber allá afuera, aproximándose en la noche, acechando acaso malignamente en la oscuridad húmeda y calurosa...</p> <p></p> <i><p>Brad Garfield tomó una decisión.</p> </i> <p></p> <p>Amartilló el revólver, apagó de golpe la luz, y abrió la puerta, proyectando súbitamente al exterior el chorro blanco y deslumbrante de una lámpara eléctrica portátil.</p> <p></p> <i><p>Un grito ronco de horror brotó de sus labios.</p> </i> <p></p> <p></p> <i><p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> </i> <p></p> <p></p> <i><p>Waldo Carruthers cerró la puerta del pabellón sin prisas.</p> </i> <p></p> <p>Elevó la cabeza, intrigado. Allá en el cielo, por encima de las altas copas de las arboledas frondosas, ronroneaba una vez más el motor de avión.</p> <p>Frunció el ceño. Eran ya muchas las veces que había captado ese sonido durante las últimas horas. Ningún avión era tan insistente en sobrevolar la zona. Tal vez buscaban algo concreto, se dijo el investigador.</p> <p>Caminó hacia la vivienda, ahora solitaria, a excepción de su sola presencia. Ya no tenía consigo a Elmer. Ni a Alena. A nadie.</p> <p>Estaba solo. Solo con su trabajo, con su laboratorio, con su pabellón de experimentación. Solo en los pantanos.</p> <p>Olvidó el ruido del aparato que sobrevolaba los pantanos. La radio, en el porche, estaba repitiendo nuevamente aquella noticia sobre ciertas radiaciones captadas por los aparatos sensibles en los Everglades. Se atribuía al reciente fracaso de la cápsula<i> Andrómeda</i> y el rescate de un astronauta vivo y otro muerto.</p> <p></p> <i><p>Carruthers sacudió la cabeza, sombrío.</p> </i> <p></p> <p>—Algún día, esos tipos de Cabo Cañaveral nos aniquilarán a todos, por su manía de conquistar el espacio —refunfuñó con disgusto—. Creo que los misterios de la Creación están aquí mismo, entre nosotros, y no en otros lejanos planetas. Por alcanzar otros mundos, han llegado a olvidarse del suyo propio. No son científicos, sino chiflados.</p> <p>El biólogo respiró con fuerza al llegar al porche. La radio transmitía otras noticias sin gran interés, como la búsqueda de un hombre que, al parecer, se hallaba en Florida, y a quien los médicos habían equivocado en el diagnóstico. Parecía urgente la necesidad de hallarle, antes de que hiciera algo irremediable.</p> <p>Todo eso, a Carruthers, le tenía sin cuidado. Había tenido un día de mucho trabajo. No importaba que estuviese solo, que Alena ya no se encontrara allí. Sumido en su tarea, incluso había llegado a olvidarse de muchas cosas.</p> <p></p> <i><p>Se sentía satisfecho de sí mismo. Sus experiencias estaban resultando de modo</p> </i> <p></p> <p>notable, al menos inicialmente. Cuando volviera al mundo, cuando dejase definitivamente los Everglades, sabía que sería, cuando menos, para ganar un Nobel de Biología. Y para revolucionar al mundo con sus descubrimientos.</p> <p></p> <i><p>Estaba al borde de algo sensacional, y lo sabía.</p> </i> <p></p> <p>Sólo necesitaba experimentar un poco más, estar bien seguro de todo. Entonces sería llegado el momento de hacer público su gran hallazgo científico. Le complacía la sola idea de imaginarse a sus colegas con la boca abierta contemplándole pasmados, preguntándose todos cómo pudo Waldo Carruthers llegar a tales límites en su investigación.</p> <p>Sí. Iba a ser algo realmente digno de ser vivido. El estaba seguro de que tendría el mundo entero a sus pies, no tardando mucho.</p> <p>Eso le compensaría de muchas otras cosas adversas. Como la decisión de Alena, de abandonarle. Como todo lo que había seguido...</p> <p></p> <i><p>A fin de cuentas, Alena aún significaba mucho en su vida, en sus pensamientos, en su</p> </i> <p></p> <p>propia obra. Estaba seguro de que ella también tendría su parte en el gran éxito futuro.</p> <p>—Aunque no quisieras, tú fuiste mi inspiración, cariño —musitó para sí, sentándose en el porche, mientras oscurecía rápidamente en torno. Cerró los ojos—. Alena... Nunca debiste apartarte de mí. Pero hay cosas más fuertes que tú y que yo, más poderosas que la voluntad humana, que los sentimientos. Tú... tú lo sabes ahora, ¿no es cierto, Alena?</p> <p>Carruthers estaba solo. Sin embargo, hablaba en voz alta, como si ella pudiera oírle. Como si estuviera, intangible, en alguna parte, próxima a él, en el silencio eterno de los Everglades.</p> <p>Luego, el biólogo rió. Rió huecamente, con maligna complacencia. Como si sólo él hubiera captado una respuesta de la mujer que no existía.</p> <p></p> <i><p>La radio informaba de nuevo, sobre un fondo musical de sintonía:</p> </i> <p></p> <p>«—Continuando con nuestro boletín de noticias, la NASA informa que las señales de radiación desconocida, en ciertas zonas de los Everglades, comienzan a aumentar considerablemente en intensidad, pudiendo temerse que, de continuar a igual ritmo durante toda la noche de hoy, mañana podría obligar a las autoridades a una llamada de emergencia y un aislamiento de la zona contaminada, en previsión de males mayores...»</p> <p></p> <i><p>Carruthers estaba tan abstraído en sus propios pensamientos, que ni siquiera escuchó</p> </i> <p></p> <p>la inquietante noticia que tanto le afectaba a él, como habitante de una de las regiones más solitarias y profundas de los Everglades.</p> <p></p> <i><p>Tanta era su abstracción que tampoco captó el leve ruido susurrante que, de súbito, se</p> </i> <p></p> <p>produjo en alguna parte, cerca de la vivienda.</p> <p>Aquel susurro parecía proceder justamente del interior del pabellón encristalado donde Carruthers experimentaba diariamente sobre sus elementos biológicos.</p> <p></p> <i><p>Y era el susurro que sólo podía producir<i> algo</i> vivo...</p> </i> <p></p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>CAPITULO IV</p></h3> <p></p> <p></p> <i><p>El grito agudo, terrible, hirió sus oídos repentinamente.</p> </i> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">L</style>OS tres se miraron, despavoridos, hacinándose en la sombra, formando un grupo compacto, para protegerse mutuamente en su propia proximidad.</p> <p></p> <i><p>—¿Qué... qué ha sido eso? —masculló<i> Big</i> Williams con aspereza.</p> <p>—Si lo supiera... —casi sollozó Budd Larkin—. Pero, desde luego, era algo horrible...</p> </i> <p></p> <p>—Era sólo un grito —señaló Solly Stevens con acritud—. A veces, ciertos animales de los pantanos emiten sonidos así, Budd. No hay por qué temer nada.</p> <p></p> <i><p>—¿No? Pues tu gesto no es muy tranquilo, Solly.</p> </i> <p></p> <p>—Bueno, me impresionó un poco. Creo que me cogió desprevenido, eso es todo. Por lo demás, no tiene sentido alarmarse. Estas tierras están llenas de cosas semejantes, amigo mío. Alimañas, aves exóticas, sonidos incomprensibles para alguien que viva fuera de los Everglades... De cualquier modo, todo es mejor que los muros de la prisión, las rejas y las puertas de hierro de cada celda, ¿no crees?</p> <p>—Posiblemente —jadeó Larkin—. Pero allí, cuando menos, uno se siente a salvo de ciertas cosas...</p> <p>—Estás loco —refunfuñó Big—. No volvería allí por nada del mundo. Sea lo que sea eso que suena en la jungla, no nos ha causado todavía el menor daño. Con eso me basta, maldita sea.</p> <p>No comentó nada Budd, y los tres siguieron adelante. No descansaban ni tan siquiera en plena noche, a pesar de que la vegetación, los marjales, la niebla y la oscuridad eran dificultades harto erizadas de peligros para ellos, desconocedores de la topografía en la que se estaban moviendo, con la sola y desesperada intención de salir de aquel ámbito ominoso, para buscar la evasión definitiva.</p> <p>Sólo cuando los Everglades quedaran atrás, tendrían a su alcance la posibilidad de un automóvil, de una embarcación, acaso de un avión para evadirse definitivamente, huyendo a la ley, a los años interminables de condena. O, quizá, quizá, a la pena capital, que podría corresponderles por el asesinato de los guardianes de la penitenciaría, muertos en su evasión.</p> <p>La marcha a través de la espesura se hizo dificultosa. El terreno era muy blando y pesado, la vegetación abundaba, pero era viscosa, resbaladiza como jabón, y en alguna parte, no lejos de ellos, había sonado el angustioso grito de muerte cuya naturaleza ignoraban.</p> <p></p> <i><p>De súbito,<i> Big</i> Williams paró en seco. Levantó un brazo, frenando a sus amigos y</p> </i> <p></p> <p>camaradas de peripecias. Ambos se sobresaltaron ante la inesperada actitud de su jefe. Escucharon su ronco jadeo, imperativo y lleno de autoridad.</p> <p></p> <i><p>—Esperad —dijo—. Quietos donde estáis.</p> <p>—¿Qué ocurre? —indagó Solly, alarmado.</p> <p>—Calma. Nada alarmante. Sólo que veo luz...</p> <p>—¿Luz? —se inquietó Larkin—. ¿De qué clase, Big?</p> </i> <p></p> <p>—Eléctrica, supongo —masculló con sarcasmo Williams—. Es una ventana iluminada, aún no sé dónde. Pero cuando hay un rectángulo de luz de una ventana, es que hay una casa. Y donde hay una casa, hay gente.</p> <p></p> <i><p>—Eso puede ser bueno o malo, según se vea... —rezongó con acritud Solly Stevens—.</p> </i> <p></p> <p>¿Qué gente puede ser la que viva en una región semejante, Williams?</p> <p>—Eso, no lo sé. He oído decir que hay investigadores, científicos, gente así... Estas zonas son de interés para ellos. Pero por otro lado, lo cierto es que una presencia humana puede ser un peligro... o una esperanza. Imagina que tienen armas y son varias personas. Y conocen nuestra evasión. El riesgo será grave. Pero si nada saben, si tienen alimentos, ropas, alguna forma de transporte... y los sorprendemos inesperadamente, todo irá bien. Será como un milagro para nosotros tres.</p> <p>—Dudo mucho que el cielo envíe milagros a tipos como nosotros —rechazó Larkin, malhumorado—. Por otra parte... ¿qué hay con ese grito que acabamos de escuchar? No era precisamente el de ninguna persona normal, apaciblemente sentada ante una radio o un periódico, consumiendo una velada tranquila, Big...</p> <p>—Cuando cierres la sucia cremallera de tu maldita boca, será un bien para todos —se enfureció su fornido jefe—. Yo no sé de dónde vino ese grito, ni lo que pudo significar. Lo que sí sé, es que iremos a esa casa, sea de quien sea. Y nos aprovecharemos de cuanto haya en ella, si nos es posible.</p> <p></p> <i><p>—O moriremos en el empeño —suspiró Solly, decidido.</p> </i> <p></p> <p>—Ese es un riesgo que corrimos ya al evadimos del penal —masculló Williams, con aspereza—. Y seguiremos pendientes de él durante toda nuestra vida. De modo que...</p> <p>¡adelante!</p> <p>Los tres emprendieron la marcha. Las luces de la vivienda comenzaron a perfilarse, amarillentas y nítidas, entre la bruma. Nadie había vuelto a gritar, eso era cierto.</p> <p>Pero, de repente, se detuvieron todos en seco nuevamente. Esta, vez, era Solly quien hacía el gesto exasperado para frenarles, justo al lado de un matorral.</p> <p></p> <i><p>—¿Qué diablos...? —comenzó Williams, nervioso.</p> </i> <p></p> <p>—¡Chist! —le ordenó bruscamente Solly Stevens—. No hables. No te muevas. Tampoco tú, Budd. Quietos aquí...</p> <p></p> <i><p>—¿Qué sucede? —era un murmullo casi inaudible la voz de Larkin.</p> </i> <p></p> <p>—Un hombre. Allá, frente a nosotros, en el claro. Está inclinado sobre algo. Tiene una lámpara eléctrica en la mano... Veo su rayo de luz moviéndose... No veo más, pero es suficiente. Si nos acercamos, estamos perdidos.</p> <p>Nos descubrirá. Tiene algo en una mano, lo veo brillar a la luz... Parece... ¡un revólver, sí!</p> <p>Estoy seguro...</p> <p>—Por todos los diablos, Solly, ¿eso sucede ante la casa? —refunfuñó Williams, que no se atrevía a despegarse de los arbustos que le servían de protección.</p> <p>—Sí, ante la casa... Parece que hay algo en el suelo, y lo está contemplando. No puedo ver lo que es, lo oculta un ramaje...</p> <p></p> <i><p>—Tienes unos ojos envidiables —se quejó Williams—. Con esta sucia niebla, apenas si</p> </i> <p></p> <p>puedo vislumbrar cosa alguna, muchacho.</p> <p>—Viste antes las luces —sonrió Solly—. Es suficiente. Esto es algo que quizá dificulte las cosas, pero nada más. Si no me equivoco, sólo hay un habitante en este lugar, y eso es buena cosa, aunque vaya armado.</p> <p></p> <i><p>—Quizá otros esperen dentro de la casa... —aventuró Larkin, preocupado.</p> <p>—Quizá. Pero será otro riesgo a correr. No tenemos mucho donde elegir, Budd: esa</p> </i> <p></p> <p>casa, con todos sus hipotéticos habitantes, o los pantanos, hasta el agotamiento, y que entonces, perros y vigilantes caigan sobre nosotros... ¿Tú qué escoges?</p> <p>—Infierno, en situación normal no dudaría nunca —refunfuñó Larkin—. Me iría derecho hacia esa casa. Pero el grito... después de haber visto<i> aquello</i> entre los árboles...</p> <p>—¿La mujer desangrada? —Williams se encogió de hombros—. Bah, eso son tonterías, Budd. Dentro de las casas no hay saurios ni reptiles. No existen esa clase de peligros, recuérdalo.</p> <p>—No sé de ningún saurio o reptil que succione la sangre de un ser humano —se quejó Larkin—. Sólo oí decir que los vampiros hacen cosas así. Los vampiros<i> sí</i> pueden estar en el interior de una vivienda.</p> <p>—Leíste demasiadas novelas baratas, o fuiste a los cines de barrio con excesiva frecuencia —se mofó Solly con acritud—. Yo no creo en vampiros ni en fantasmas. Pero sí en las alimañas misteriosas de estos pantanos. Cualquiera de ellas pudo desangrar a aquella infeliz, no lo dudéis...</p> <p>Larkin parecía tener sus dudas sobre ello, pero se abstuvo de comentarlo con sus compañeros, y optó por callar, apretando los labios, con la medrosa mirada fija ante él, en las oscuras volutas grisáceas y sucias de la niebla nocturna que les envolvía densamente.</p> <p></p> <i><p>Poco a poco, sus ojos también se habituaban a las sombras con más facilidad que la</p> </i> <p></p> <p>mirada miope de<i> Big</i> Williams. Descubrió los ramalazos de luz de la lámpara eléctrica moviéndose por el claro. Hubo claras pisadas de alguien, sin duda un hombre, a juzgar por lo recio de su modo de caminar, sin dirección concreta.</p> <p>Luego, a sus oídos llegó una sorda imprecación en voz alta. Y unas palabras, no muy lejanas, que eran como pensamientos expresados con la palabra:</p> <p></p> <i><p>—¿Qué significa esto? No puedo entenderlo...</p> </i> <p></p> <p></p> <i><p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> </i> <p></p> <p>—¿Qué significa esto? —se repitió a sí mismo, aunque elevando la voz como si hablara con alguien, Brad Garfield—. No puedo entenderlo...</p> <p>Contempló de nuevo el insólito, espantoso espectáculo que revelara su lámpara al barrer el exterior, en busca de la causa de aquel extraño sonido.</p> <p></p> <i><p>Aquel hombre...</p> </i> <p></p> <p>La ropa hecha jirones, los cabellos y el rostro sucios de fango, el cuerpo crispado, las manos engarfiadas entre la hierba y el suelo fangoso...</p> <p></p> <i><p>Todo ello podía corresponder a cualquier temerario viajero, víctima de los traicioneros</p> </i> <p></p> <p>pantanos o de la fauna enigmática y cruel de los marjales, pero... ¿qué significaba lo demás? Aquel hecho inquietante, inexplicable, casi dantesco...</p> <p>Sus ojos recorrieron detalladamente, en varias ocasiones, aquella triste figura humana abatida ante las luces de su vivienda provisional de los Everglades. Nunca había visto un cadáver semejante.</p> <p></p> <i><p>Nunca, persona alguna, perdió totalmente su sangre antes de morir, ante los ojos de</p> </i> <p></p> <p>Brad Garfield. Aquella figura marmórea, blanca, rígida y helada, era casi irreal.</p> <p></p> <i><p>Tenía una especie de hematomas o llagas oscuras, violáceas, y en medio de ellas,</p> </i> <p></p> <p>abiertas, como heridas desgarradas, hasta cuatro o seis orificios sangrantes, por los que sin duda escapó su vida junto con toda la sangre de sus venas.</p> <p>El gesto de horror del difunto, superaba todo lo imaginable. Brad jamás vio miedo alguno que se pareciese a aquél. Estaba por encima de cuanto él conociera o pudiese prever.</p> <p></p> <i><p>Era como el miedo a algo que ni siquiera era de este mundo.</p> </i> <p></p> <p>—Parece joven... —murmuró Brad, preocupado, frotándose el mentón con. el cañón de su revólver—. Muy joven. Y las ropas eran buenas, bien cortadas, aunque están destrozadas y sucias... No puedo entender de dónde surgió, qué era aquel ruido, de qué forma ha podido suceder todo esto...</p> <p>Recordaba haber gritado instintivamente, al verse ante aquel espectáculo de pesadilla, y se arrepentía en parte de ello, aunque nadie pudiera escucharle en aquellos lugares. Porque en el fondo, no dejaba de ser sino una simple muestra de debilidad, de inquietud, incluso de miedo... Y se suponía que un hombre como él, condenado a morir a corto plazo, no tenía por qué temer cosa alguna. Menos aún, la presencia de un cadáver.</p> <p></p> <i><p>Sólo que aquel cadáver...</p> </i> <p></p> <p>—No sé —jadeó, hablando entre dientes, sólo para sí mismo—. Es como si hubiera algo desconocido y horrible, cerca de esta casa...</p> <p>Miró en torno, alarmado. La noche de los pantanos era insondable, hermética. Y tenía mucho de siniestra. Empezaba a darse cuenta de ello repentinamente.</p> <p>Caminó sin rumbo, con la sola idea de recorrer el terreno, de buscar la razón de aquella presencia macabra en las proximidades de su vivienda accidental en los Everglades.</p> <p>Cuando estaba cerca de unos arbustos, revólver en mano, la voz acerada, dura, incisiva y cruel, le detuvo en seco:</p> <p>—Será mejor que no intente nada, amigo. Le estamos cubriendo con nuestras armas, y somos tres. Si pretende mover esa arma contra nosotros, es hombre muerto. ¡Vamos, tire ese revólver! Si se porta bien, nada tiene que temer...</p> <p>Brad Garfield dudó un instante. Luego, en la niebla, chascó el percutor de un arma de fuego. El no veía a nadie, pero sin duda, era perfectamente visible a otros. Resolvió que no valía la pena correr riesgos, aunque la imagen dantesca del hombre muerto seguía flotando en su memoria.</p> <p></p> <i><p>Y tiró ostensiblemente su arma de fuego.</p> <p>—Está bien —dijo—. Ya estoy desarmado. ¿Quiénes son ustedes?</p> </i> <p></p> <p></p> <i><p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> </i> <p></p> <p>Saddie Harris fumó nerviosamente el cigarrillo. Luego, paseó como un tigre enjaulado mirando a todas partes con inquietud.</p> <p>—Me temo que nunca le encontraré —dijo con amargura, mirando al hombre que, frente a ella, tecleaba indiferente sobre una vieja máquina de escribir.</p> <p>El mecanógrafo siguió su tecleo impasible, al menos durante unos momentos. Luego, levantó la cabeza y miró a su bella y gentil visitante. Incluso se permitió una amable sonrisa de circunstancias.</p> <p></p> <i><p>—Perdone, señorita... ¿A quién supone que no encontrará? —quiso saber.</p> <p>—Oh, se lo he dicho repetidas veces: a Bradford Garfield, ¿es que no lo entiende?</p> </i> <p></p> <p>—Ya, ya veo —suspiró el mecanógrafo de uniforme con brillantes distintivos. Volvió a teclear, lleno de entusiasmo—. Creí que se refería al capitán Wilburn...</p> <p></p> <i><p>—¡El capitán Wilburn me tiene perfectamente sin cuidado! —se irritó ella, haciéndole</p> </i> <p></p> <p>dar un respingo de sorpresa al joven, que la estudió con cierto aire ae reproche. Trató la doctora de ser menos áspera—: Oh, disculpe. Entiendo que el capitán Wilburn es alguien importante, dentro de este Parque Nacional de los Everglades, y usted es un leal subordinado, pero yo no espero nada positivo del capitán, puesto que nadie sabe dónde se encuentra en estos momentos el hombre a quien busco. Sólo sé que llegó aquí en una avioneta, que esa avioneta fue vista sobrevolando los pantanos en diversos instantes, tanto por guardabosques como por curiosos, cazadores, visitantes y servicio de vigilancia forestal, y que ahora, avioneta y viajero han desaparecido en el corazón mismo de los Everglades, sin dejar el menor rastro de su presencia.</p> <p>—Doctora, creo que debería calmar sus nervios y esperar a que llegase el capitán Wilburn —suspiró el joven mecanógrafo de uniforme—. Nosotros, los vigilantes del parque, no podemos hacer milagros. Pero si alguien conoce el terreno y puede deducir dónde se pudo posar una avioneta con ciertas garantías de éxito, o dónde pudo ocultarse un hombre como el que usted busca... ese alguien es el capitán Wilburn, no le quepa duda.</p> <p></p> <i><p>—Si es como usted dice, quizá no esté perdiendo aquí mi tiempo de un modo</p> </i> <p></p> <p>lastimoso, pero creo que hubiera sido más acertado adentrarse en los pantanos, en busca de ese hombre.</p> <p>—Tal vez esa idea terminaría con su bello cuerpo, señorita, como pasto de un caimán o de unas arenas movedizas —señaló irónicamente el joven.</p> <p>—Y tal vez esta espera, termine en un suicidio que estoy intentando impedir por todos los medios —replicó ásperamente ella—. En ambos casos, se trata de una vida humana en juego.</p> <p>—Que podrían ser dos, si usted aparece en un territorio peligroso y desconocido, en plena noche y con bruma, con tres forajidos evadidos de presidio deambulando por él a la desesperada, mientras el señor Garfield pone fin a la que supone su corta vida... ¿Eso re— solvería algo, doctora?</p> <p></p> <i><p>—No. Pero ¿resuelve algo esperar aquí?</p> </i> <p></p> <p>—Si el capitán Wilburn llega a tiempo, puede resolverlo todo —resopló el muchacho, moviendo su cabeza con hastío, y regresando a la actividad irritante de su máquina de escribir.</p> <p>Continuó la paciente, irritante espera. Dentro de la oficina del Cuerpo de Vigilancia del Parque Nacional de los Everglades, la doctora Harris continuó esperando la llegada de aquel esperanzador y todavía invisible capitán Wilburn, mientras el joven subordinado de éste aporreaba a más y mejor la máquina, redactando algún informe rutinario.</p> <p>Saddie Harris se limitó a servirse el sexto café, de una máquina situada al efecto en la oficina, mientras la espera interminable, casi angustiosa, se prolongaba en aquella oficina.</p> <p>Afuera, la noche de los pantanos y de las junglas era un misterio hermético, que envolvía quizá al hombre cuya vida estaba intentando desesperadamente salvar...</p> <p></p> <i><p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> </i> <p></p> <p>El coronel Raymond se volvió hacia el profesor Dekker, que tomaba otro café, mientras mantenía sus ojos clavados en el mapa de la región, delimitado por las zonas habitadas de Florida, en torno a los Everglades.</p> <p>Al lado de ese mapa, cuidadosamente rotulado y medido por un equipo de especialistas, un indicador automático marcaba el índice actual de contaminación re— gistrado por las avionetas de reconocimiento en la zona pantanosa del sudoeste: ya alcanzaba, exactamente, 2,78.</p> <p>—¿Se da cuenta, coronel? —murmuró Dekker—. Eso crece demasiado de prisa. Si sigue con igual ritmo durante la noche, y no hay nada que nos impida pensarlo de tal modo, es posible que con el nuevo día, el índice alcance ya la escala de cuatro, con lo que empezará un verdadero peligro para toda la zona, e incluso las limítrofes. Eso, contando con que el fenómeno no se extienda al resto del estado de Florida.</p> <p>—Me doy perfecta cuenta de lo que sucede, profesor —afirmó sombríamente el militar—, Y eso es, justamente, lo que me estaba temiendo. Ahora, ustedes son responsables de la situación. Pero llegado el momento de emergencia real, nosotros, los militares, tendremos que adoptar las medidas y afrontar sus consecuencias ante la opinión pública. Por otro lado, hemos pedido a la ciencia algo muy concreto y decisivo:</p> <p><i>¿qué</i> es lo que produce el fenómeno? La respuesta, en todo momento, sigue siendo</p> <p>negativa. Nadie sabe nada en la NASA. Millones y millones de dólares se dilapidan en experiencias espaciales condenadas a la rutina o el fracaso... y cuando sucede algo realmente grave, de trascendencia para los humanos, nadie sabe cosa alguna que permita ayudar a resolver la situación. Nos movemos en tinieblas. Nadie nos ha afirmado que la radiación proceda de un cuerpo metálico, de una materia indefinible, o de la propia cápsula que, tras ser recogida cerca de las costas de los Everglades, en el Golfo de México, ha sido posteriormente trasladada a Cabo Cañaveral. ¿Qué me dice usted a eso, profesor?</p> <p></p> <i><p>Dekker se encogió de hombros, exasperado. Apuró el café sin azúcar de un trago.</p> </i> <p></p> <p>—No me pregunte más, coronel —jadeó—. Sé tanto como usted sobre eso. He pedido informes, resultados de análisis y pruebas, a los laboratorios civiles de la NASA y a los militares de Washington, que poseen en estos momentos fragmentos de la cápsula<i> Andrómeda</i>, sometida a examen científico. Si ellos no revelan nada, ¿qué puedo hacer yo, pobre de mí?</p> <p></p> <i><p>—Conforme: no sabe usted nada. Pero es un científico. Yo, como militar, le pregunto:</p> </i> <p></p> <p>¿tiene alguna teoría, cuando menos?</p> <p></p> <i><p>—¿Teoría? Tengo varias, pero no puedo saber cuál de ellas sea la verdadera, coronel</p> </i> <p></p> <p>—suspiró Dekker, con cansancio, dejándose caer en un asiento de la oficina del aeródromo civil de Miami donde ahora se encontraban, a la espera de información o de que les fuera posible otro vuelo de reconocimiento sobre la zona contaminada.</p> <p>—Cuando menos, expóngame alguna de ellas —masculló el militar—. Todo será preferible a permanecer aquí sin saber a qué atenerse...</p> <p>—Si he de serle sincero, no creo que la clave de todo esto se oculte en la cápsula recuperada. La tienen en Cabo Cañaveral, y los informes son de que sus radiaciones son virtualmente nulas. Las piezas enviadas a Washington, están siendo estudiadas por las</p> <p>autoridades federales, y tampoco han permitido descubrir fenómeno alguno en ellas. Por otro lado, el hombre muerto fue examinado y se le practicó la autopsia, sin que revelase en sus tejidos radiactividad de ningún tipo.</p> <p></p> <i><p>—¿Entonces...?</p> </i> <p></p> <p>—Coronel, usted dijo antes algo significativo: esa cápsula fue recuperada, tras la dramática avería, en aguas del Golfo de México, tras una desviación considerable de su previsto aterrizaje en el Caribe. Transcurrieron algunas horas hasta localizarla y rescatarla. Para entonces, aparentemente, todo era normal en la cápsula, salvo la presencia de un astronauta muerto. Pero ahora, pensándolo mejor...</p> <p></p> <i><p>—¿Qué, profesor? Pensándolo mejor... ¿qué pudo suceder entonces?</p> </i> <p></p> <p>—Que algo se nos pasara por alto, en la excitación lógica del momento. Algo muy trascendente y revelador. Algo que, por desgracia, no iba ya con la propia cápsula, sino que...</p> <p></p> <i><p>—Sino... ¿qué, profesor? —le apremió angustiosamente el coronel Raymond.</p> </i> <p></p> <p>Cuando iba a responder Dekker, tras una leve vacilación, uno de los funcionarios de las oficinas apareció, tendiendo un documento al científico.</p> <p>—Profesor Dekker, acaba de llegar por teletipo —le dijo al sabio de la NASA—. Es urgente, y va a su nombre...</p> <p>Dekker tomó el texto impreso por el telex, para saber qué era lo que sucedía. Leyó aquellas líneas, con gesto de sobresalto y, luego, tras una vacilación, reveló cierto aire de preocupado triunfo en su rostro, y tendió el escrito a su compañero. El militar no perdió el tiempo en tomar aquel mensaje, devorándolo con la mirada.</p> <p></p> <i><p>«Resultado análisis prueba casi total ausencia radiaciones en cápsula y piezas de la misma. Sin embargo, datos detectados acusan presencia cuerpo radiactivo Golfo México. Posible materia desprendida de exterior de cápsula al amerizar, reposa en el fondo del golfo y ha provocado contaminación misteriosa de los Everglades. Un equipo de buscado— des del Gobierno, con equipos especiales, se unirán a miembros de la NASA para exploración submarina de la zona. Saludos. Markham, Laboratorios Federales. Washington, D. C.»</p> </i> <p></p> <p></p> <i><p>Los ojos de Dekker brillaban, excitados. El coronel le miró, absorto.</p> </i> <p></p> <p>—Era, justamente, lo que iba a decirle —murmuró roncamente el científico—. Esa materia, esa «cosa», sea ello lo que sea... yace ahora en el mar, muy cerca de la costa, sin duda. Desde allí, emite sus radiaciones hacia los pantanos y junglas. La humedad del ambiente y su alta temperatura, ayudan a su propagación y desarrollo. Mañana tendremos que unirnos a esos expedicionarios, para intentar aniquilar esa fuerza amenazadora que emerge de las aguas.</p> <p>—Sí, pero ¿qué puede ser ello, lo que haya caído al agua, desprendido del fuselaje de la cápsula<i> Andrómeda</i>?</p> <p>—No lo sé, coronel. Puede ser una simple materia, un elemento radiactivo del espacio exterior... Puede ser un mineral... o algo diferente. Supongamos, incluso, que lo que yace en el mar sea<i> algo vivo</i>, un cuerpo celular, una forma de vida desconocida, capaz de buscar refugio en las profundidades, tras desprenderse del metal exterior de la cápsula.</p> <p>Sería una terrible posibilidad, coronel..., pero siempre una posibilidad, a fin de cuentas...</p> <p>La mirada inquieta del militar, clavándose en él, le reveló la angustia, la preocupación, casi el miedo que le producía aquella posibilidad alucinante de que «algo» dotado de vida propia pudiera estar ahora acechándoles en las profundidades de las aguas, mientras proyectaba su fuerza maligna contra los Everglades...</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>CAPITULO V</p></h3> <p></p> <p></p> <i><p>—Así, amigo. Eso está mucho mejor...</p> </i> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">B</style>RAD Garfield contempló a sus adversarios. Ahora se daba cuenta de que, quizá, había pecado de ingenuo.</p> <p>No tenían tantas armas como dijeran. Sólo un revólver. Pero eran tres forajidos de aspecto desesperado, tres asesinos sin duda alguna, dispuestos a todo. Y aunque contaran únicamente con un arma, parecían muy capaces de utilizarla de cualquier modo, contra él o contra otra persona diferente.</p> <p>Pronto fueron dos las armas con que contaron los intrusos: la de ellos y la suya propia, que inocentemente les entregara.</p> <p>Fue registrado y empujado brutalmente, por el más fornido de los tres, que parecía al mismo tiempo, el de mayor autoridad del grupo. Recordó confusamente haber captado algo en su radio, relativo a aquellos hombres... Pero no le prestó gran atención entonces, y optó por escuchar música. Eso sucedió antes de que el receptor se le averiase irremisiblemente, condenándole al aislamiento total. Tres hombres. Tres asesinos. Tres rufianes de la peor calaña. Una penitenciaría. Una evasión...</p> <p></p> <i><p>—¿Qué es lo que está pensando amigo? —preguntó<i> Big</i> Williams con aspereza.</p> </i> <p></p> <p>—Nada —se encogió de hombros Brad, conducido a viva fuerza hacia la vivienda—. Sólo recordaba algo relativo a ustedes tres...</p> <p>—De modo que oyó hablar de nosotros, ¿eh? —había cierta nota de orgullo en el tono de Solly al hablar—. Bien, amigo... Si ha pensado hacer algo para deshacerse de nosotros y entregarnos a la Justicia, será mejor que lo olvide. No nos gustaría dejarle muerto aquí mismo. Por cierto, ¿qué era lo que estaba usted mirando ahí mismo, en el suelo, y por qué...?<i> ¡Cielos!</i> Oh, no,<i> no...</i> Otra vez no...</p> <p>Se había parado en seco Solly. Sintió náuseas y no pudo evitar un vómito de bilis, porque eran escasos los alimentos que llevaba en el estómago para entonces.</p> <p>—¿Qué infiernos te ocurre...? —masculló Williams, acercándose adonde mirara su compinche, sin dejar de vigilar, con el arma amartillada, a Brad Garfield.</p> <p>También sufrió una convulsión aunque se contuvo mejor. En cuanto a Larkin, chilló como una rata, se tapó el rostro con las manos, y cayó de rodillas en la hierba, balbuceando una atemorizada oración.</p> <p></p> <i><p>—¿Qué es eso, amigo? —preguntó Williams ásperamente, cuando le hubo pasado la</p> </i> <p></p> <p>impresión. Y puso el largo cañón de su arma contra el mentón de su interlocutor, con gesto ominoso—. ¡Vamos, hable!</p> <p>—Sé tanto como puedan saber ustedes —confesó Brad con un suspiro—. Acabo de encontrarlo ahí, y me llevé una impresión realmente terrible. Nunca antes de ahora vi nada parecido...</p> <p></p> <i><p>—Nosotros tampoco... hasta encontrar a la chica —farfulló Williams, malhumorado.</p> <p>—¿La... chica? —señaló al muerto—. El es un hombre...</p> </i> <p></p> <p>—Lo sé, lo sé. Pero había otro. Otro cadáver. Una chica rubia, no sé quién... Estaba cerca del pantano. Como ése: muerta, desangrada, con esas raras señales... Cielos, usted debe saber si hay por aquí algún animal capaz de producir algo parecido...</p> <p>—No, no lo sé. Es la primera vez que moro en los Everglades... y espero que sea la última —rió significativamente, aunque ellos no podían entenderle—. Pero nunca oí hablar de alimañas que succionaran la sangre de una persona en su totalidad. Ni siquiera un vampiro auténtico, una de esas especies de murciélago, son capaces de tal cosa...</p> <p></p> <i><p>—¡Pero él está desangrado, y ella lo estaba también! —aulló Williams—. ¡Tiene que</p> </i> <p></p> <p>haberlo hecho alguien!</p> <p></p> <i><p>—Claro. Eso es evidente. Nadie se desangra solo, con esas señales en el cuerpo...</p> </i> <p></p> <p>—Dicen que estos pantanos están infectados de sanguijuelas... —señaló Larkin, medroso, rascándose sus flacas carnes—. Yo mismo me arranqué algunas de las piernas, durante nuestra evasión...</p> <p>—Las sanguijuelas son pequeñas —replicó Brad, escéptico—. Y siguen pegadas al ser humano cuando succionan. Ni una legión de ellas harían eso. Además... él sólo tiene unas pocas señales en el cuerpo. Cosa de cuatro o cinco. Por ahí escapó su sangre, sin duda.</p> <p>—Sin duda —corroboró Stevens, que se había recuperado de su náusea—. Escuche, amigo: la chica ofrecía el mismo aspecto e idénticas señales... No puedo entenderlo. Nadie lo entiende... ¿Conocía a ese tipo?</p> <p>—¿Conocerle? Oh, no. No conozco a nadie. Acabo de llegar hoy aquí. Esperaba estar solo. Y veo que nada más lejos de eso. Primero ese desgraciado, luego ustedes... ¿Qué pretenden con todo esto?</p> <p>—Está bien claro, ¿no? —hizo notar ásperamente Williams—. Pretendemos salir de este asqueroso infierno pegajoso y caliente. Usted, sea quien sea, puede ayudarnos. ¿Cuál es su nombre?</p> <p>—Brad. Brad Garfield —suspiró el joven, mirándoles pensativos—. No veo cómo sería capaz de ayudarles. No me gusta colaborar con asesinos.</p> <p>—Eh, no se ponga gallito, imbécil —se enfureció Stevens, empuñando la segunda arma, la que él mismo arrojara al ser conminado—. ¿Qué cree que vale su vida, si se pone tonto con nosotros?</p> <p>—Supongamos que nada —rió huecamente Brad—. Pueden asesinarme en cualquier momento, y quizá lo hagan en seguida. No puedo evitarlo. Ni me importará demasiado.</p> <p>—Está diciendo estupideces. Claro que le importa. A todo el mundo le importa vivir o morir.</p> <p></p> <i><p>—Supongo que sí. Pero no a mí —la risa de Brad se hizo más aguda—. ¿Saben por qué</p> </i> <p></p> <p>estoy aquí? Sencillamente: porque estoy desahuciado por los médicos. Padezco un mal incurable y voy a morir. Eso es suficiente. No quisiera que ello sucediera lentamente. Si me cosen a balazos, harán lo que yo mismo había pensado hacer con mi propia mano, antes de que llegara la dolorosa agonía. ¿Suponen que van a asustarme con sus bravatas y amenazas, cuando estoy deseando poner fin a mi vida, y el dolor no me importa?</p> <p>Los tres bandidos se miraron entre sí, perplejos. Era una situación insólita la suya, y aquella revelación de su cautivo les desorientaba totalmente, quitándoles toda fuerza sobre él.</p> <p>El miedo, la inquietud, que eran sus armas para intimidarle, ¿de qué servían con un hombre que estaba esperando morir en breve plazo?</p> <p>—Que me ahorquen si lo entiendo —refunfuñó con ira<i> Big</i> Williams—. Sólo nosotros podíamos tener la mala fortuna de tropezamos con un tipo semejante... Eh, tú, Larkin,</p> <p>déjame ver a ese tipo que yace ahí. Quiero ver, cuando menos, quién es. Y si tiene dinero en los bolsillos. Sus ropas están destrozadas, pero parecen de buena calidad, y bien cortadas...</p> <p></p> <i><p>Sin muchos escrúpulos, aunque intentando siempre evitar una mirada directa al</p> </i> <p></p> <p>lúgubre cuerpo desangrado, de color marmóreo y expresión convulsa y terrible,<i> Big</i> Williams registró sus bolsillos resueltamente. Encontró algunas cosas, con las que se incorporó muy lentamente.</p> <p>—Eh, mirad... —jadeó con voz ronca—. Este hombre... lleva aquí un certificado de matrimonio de fecha reciente... Su esposa se llamaba Emily... y él se llamaba Richard... Richard Bowman... Mirad, hay una fotografía de ambos... ¡Es ella, la chica rubia! La misma que murió como... como él ahora...</p> <p>Los tres forajidos se agruparon, amedrentados, contemplando aquella cartulina. Larkin asintió, demudado.</p> <p></p> <i><p>—Es cierto... —susurró—. Cielos, ¿qué sucede aquí, exactamente?...</p> </i> <p></p> <p>—Eso me gustaría saber —refunfuñó Stevens. Se revolvió bruscamente hacia Brad, preguntando con acritud—: Usted, amigo. Tiene que saber algo... ¿No ha visto nada, antes de hallar de ese modo al infeliz? ¿No ha oído cosa alguna, cuando menos?</p> <p></p> <i><p>—¿Ver? No, nada... Pero eso sí: oí algo... —Brad recordó lentamente, arrugando el</p> </i> <p></p> <p>ceño—. Puedo evocar exactamente lo que capté antes de salir y encontrarme con... con ese desdichado tendido ahí... Era algo así como... como un roce. Un murmullo ronco, suave, apagado. Alc;o que se deslizase, no lejos de mí...</p> <p>—Cielos... —Larkin miró en torno, angustiado—. Un roce... ¿Acaso... acaso un... un reptil, un animal de la selva...?</p> <p>—Posiblemente. No lo sé. Pero el roce era raro, inquietante... Nunca había oído nada así, lo confieso. Era... era como si algo jadease, al tiempo de moverse entre el fango y los hierbajos, arrastrándose... Como algo<i> vivo</i>, amenazador, sigiloso...</p> <p>Escuchaban estremecidos los tres evadidos de la Penitenciaría de Florida. De repente, a espaldas suyas, aquel sonido perfectamente descrito por Brad Garfield...<i> ¡se repitió</i> súbitamente!</p> <p></p> <i><p>Un ronco gemido de horror escapó de labios de Larkin, que se revolvió, aterrorizado.</p> <p>—¡Mirad! —aulló, frenético, señalando a la oscuridad con mano temblorosa—. ¡Ahí,</p> </i> <p></p> <p><i>ahí</i>! ¡Hay algo...<i> algo</i> que se mueve hacia nosotros...!</p> <p></p> <i><p>Todos giraron la cabeza hacia allá. Hubo un grito de terror en los labios de los rufianes.</p> </i> <p></p> <p>Y Brad Garfield, lívido, horrorizado, descubrió de repente «aquello»... Aquel «algo» que, emergiendo fatalmente de la oscuridad y la niebla de la noche, cobró forma real, y se precipitó sobre los bandidos.</p> <p>Gritos de pavor escapaban de labios de éstos ante la terrorífica presencia insospechada. Pero cuando intentaron evadirse, disparando alocadamente sus armas de fuego sobre la «cosa»... ésta ya estaba encima de ellos.</p> <p></p> <i><p>Hubo un sonido escalofriante, una repentina acción aterradora.</p> </i> <p></p> <p>Y Brad Garfield supo que la sangre humana estaba siendo arrancada de los cuerpos vivientes, por la fuerza diabólica de aquella criatura increíble y pavorosa...</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>S e g u n d a P a r t e</p></h3> <p></p> <i><p style="text-align:center; text-indent:0em;"><i>L O Q U E LLEGO DEL CIELO</i></p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;"><i>CAPITULO PRIMERO</i></p> <p>Waldo Carruthers despertó bruscamente, sobresaltado.</p> </i> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">S</style>E incorporó en el lecho, mirando en derredor con inquietud. Escuchó, tenso, con la mano bajo la almohada, esgrimiendo un arma de fuego automática, que previamente guardaba siempre consigo.</p> <p>El investigador biológico estaba bañado en sudor. Su corazón palpitaba con fuerza, y respiraba agitadamente. Había tenido un mal sueño. Una pesadilla.</p> <p>No podía ser de otro modo. Sólo eso: una pesadilla molesta. Ahora se daba cuenta de que su inquietud era ridícula. No había nada de nada en torno. Nada que temer. Nada ni nadie.</p> <p>Estaba solo en su lecho, bajo la mosquitera. Afuera, la noche era oscura y llena de la niebla pegajosa y cálida de los pantanos. Pero por un momento, esa misma noche silenciosa, sólo alterada por los sonidos indescifrables de los animales ocultos en los boscajes profundos, había parecido que estaba repleta de monstruos, de amenazas terribles y de peligros insospechados.</p> <p>—Es una tontería —masculló en voz alta, enjugándose el sudor con disgusto—. No ocurre nada de nada.</p> <p>No debí asustarme así. Tal vez sea la soledad... Tal vez la ausencia de Elmer, de Alena...</p> <p>Rió huecamente. Con ironía. Se burlaba un poco de sí mismo, dada la grotesca situación en que se había situado él con sus temores ridículos de aquel mal sueño. Trató de recordar en qué consistió su pesadilla, y no pudo concretar nada. Pero, evidentemente, había sido algo malo y sombrío. El no se dejaba intimidar ni asustar fácilmente por nada.</p> <p>—Es mejor dormir —se dijo en voz alta, volviendo a meter el arma bajo la almohada—. Mañana, todo esto me parecerá una estupidez...</p> <p>Se dispuso a dormir nuevamente. Una pesadilla no era motivo suficientemente serio para alterar su descanso, a fin de cuentas. Una vez superado el trance, era ridículo preocuparse más de ello.</p> <p>Apenas apoyó la cabeza en la almohada, cerró los ojos, para entregarse al reposo. Inmediatamente, algo que parecía roto junto con la pesadilla, y perdido por tanto en el limbo de los malos sueños, reapareció.</p> <p></p> <i><p>Y esta vez, estando despierto, consciente.</p> </i> <p></p> <p>No. No todo había sido un sueño. Con repentino terror, Waldo Carruthers supo que había<i> algo</i> más. Algo real, tangible, inmediato. Algo que nunca hubiera creído.</p> <p>Había sonado un apagado quebrar de vidrios. Un sonido seco y crepitante, no lejos de la casa...</p> <p>Se incorporó de un salto. Corrió a la ventana, con el arma en su mano. Apartó la cortina, mirando al exterior. Tenía luz en el porche durante la noche, y esa luz, pese a la densidad de la bruma, le mostró con detalle lo que sucedía.</p> <p></p> <i><p>—¡El pabellón! —exclamó con angustia. Contempló el edificio anexo. Era allí.</p> <p>Una de las vidrieras laterales aparecía quebrada. Un gran boquete era visible en el</p> </i> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">muro de lo que aparentemente daba la impresión de ser un invernadero. Algo había roto</p> <p>aquel lado del muro encristalado, y ése fue el ruido que llegara hasta su consciencia, en pleno sueño, para repetirse luego, cuando ya no estaba dormido.</p> <p>Su mano tembló ligeramente al inclinarse para mirar mejor. Humedeció los labios, y se pasó los dedos con un manotazo sobre el rostro. Lo tenía empapado en sudor.</p> <p>—No, no es posible... —susurró—. No hay nadie que pueda tener interés en destrozar mi instalación. Saben que no hay nada de valor salvo para mí mismo y para mis investigaciones... Además, nadie se aventuraría hasta aquí en plena noche, para asaltar el laboratorio y no el edificio...</p> <p>Chascaron más vidrios. Los ojos de Carruthers se dilataron, fijos en el recinto encristalado. Vio saltar fragmentos de vidrios, que centellearon como trozos de plata, heridos por la claridad del porche, allá en el otro panel del edificio.</p> <p>Ya no había duda alguna. Algo o alguien estaba rompiendo las paredes de la casa. Pero quienquiera que fuese, no lo hacía desde el exterior, sino<i> desde dentro.</i></p> <p></p> <i><p>Y dentro sólo había...</p> <p>—No, no tiene sentido... —jadeó—. Es ridículo pensar que...</p> </i> <p></p> <p>Rápidamente, se apartó de la ventana. Era un hombre enérgico, resuelto. Estaba decidido a saber lo que sucedía dentro de aquel recinto. Y aunque el temor se había apoderado de él, estaba dispuesto a vencer su miedo, arriesgándose a llegar hasta el fondo del asunto.</p> <p></p> <i><p>Corrió al exterior. Abrió la puerta de su vivienda, y pisó el porche iluminado. En torno a</p> </i> <p></p> <p>la lámpara del mismo, la niebla bailoteaba, enroscándose como algo vivo y viscoso.</p> <p>Avanzó decidido hacia el edificio con apariencia de invernadero. Seguían crujiendo vidrios. De repente, se detuvo ese ruido. Se hizo un profundo silencio. Carruthers paró en seco, aguzando el oído. Amartilló su arma, dispuesto a hacer fuego sobre cualquier cosa que se moviera en la noche.</p> <p></p> <i><p>No sucedió nada. Ante él, todo continuó igual. Los vidrios no sonaban ya.</p> </i> <p></p> <p>Con larga zancada, se precipitó hacia el edificio anexo. Respiraba fuertemente, y estaba dispuesto a enfrentarse con lo peor.</p> <p>Cuando llegó, sus pies pisaron los vidrios, haciéndolos crujir secamente. Fue el único sonido en el ámbito nocturno. El silencio era tan profundo en derredor, que incluso resultaba anormal. Los marjales siempre tenían algún ruido por las noches. Susurros, movimientos furtivos, vida palpitante e invisible, agitaban sus tinieblas constantemente. Ahora, como si algo fantástico y terrible hubiera cobrado vida, causando el pavor de la fauna selvática, el mutismo era absoluto, casi agobiante.</p> <p></p> <i><p>—¿Qué mil diablos está sucediendo aquí? —masculló con ira—. Esto no tiene lógica</p> </i> <p></p> <p>alguna. Yo<i> sé</i> que nada podía ocurrir ahí dentro...</p> <p>Alcanzó la puerta del invernadero. No la tocó. Estaba mirando, muy fijo, hacia los vidrios que salpicaban el terreno. Los boquetes en los muros eran bastante amplios. Se inclinó sobre ellos. Miró al interior, esforzándose por vislumbrar algo en las sombras. No era fácil. Pero captó que todo estaba revuelto, como agitado por algo violento, que hubiera arrasado el interior.</p> <p>Soltó una imprecación y se encaminó de nuevo a la puerta. La abrió, dando la luz del interior. Penetró, resueltamente, pisoteamos toda clase de vidrios quebrados. Dilató sus ojos inquietos.</p> <p>Todo el material de trabajo estaba virtualmente destrozado. Las mesas de tarea investigadora habían sido volcadas. Tubos, recipientes y retortas aparecían hechos añicos, lo mismo que las botellas con diversos compuestos químicos para sus experimentos.</p> <p>Unas jaulas le mostraron su colección de cobayas experimentales. Todos ellos estaban muertos. Se aproximó, aturdido. Contempló sus cuerpecillos peludos. Lanzó una imprecación de cólera y asombro, al tomar uno de ellos entre los dedos.</p> <p></p> <i><p>Una huella oscura, en su cuello, revelaba la presencia de una especie de hendidura en</p> </i> <p></p> <p>su centro, con sangre en derredor. Pero era la única sangre que contenía el cuerpecillo del roedor. Estaba totalmente desangrado. Lo mismo que todos los demás.</p> <p>Alucinado, Carruthers dio media vuelta, enjugándose el sudor que empapaba su faz. Clavó la mirada estremecida en otro recipiente de su lugar de trabajo. Un escalofrío agitó su cuerpo.</p> <p>Era un recipiente cerrado, conteniendo agua y plantas. Estaba volcado, roto, y el líquido elemento se había derramado por doquier. No había nada en ella. Ni en parte alguna.</p> <p>—No lo entiendo... —jadeó—.<i> Tenían</i> que estar ahí... No podían moverse por sí mismas...</p> <p>Fuese lo que fuese aquello que Waldo Carruthers buscaba, había desaparecido. Sólo unas huellas viscosas en el suelo, mostraban a su mirada un cierto rastro incomprensible.</p> <p>Lo siguió. Moría en las vidrieras rotas. La misma viscosidad adherente la encontró en las aristas de los vidrios quebrados. Echóse atrás, angustiado.</p> <p>—Dios mío... —su voz era un murmullo ronco, estremecido—. Dios mío... ¿Cómo pudieron evadirse... y dónde estarán ahora? ¿Quién ha causado todo este destrozo?</p> <p>Una idea enloquecedora le asaltó, pero la rechazó de inmediato, lleno de horror. Decidido a todo, abandonó el edificio a la carrera. Se precipitó hacia el cobertizo unido a la vivienda, abriendo sus puertas. Extrajo su<i> jeep</i> y se subió a él de un salto, lanzándose a buena velocidad por el terreno blando, húmedo, en busca de las sendas por las cuales salir de la zona, y alcanzar el punto donde era preciso informar a las autoridades sobre lo sucedido.</p> <p>Aunque Carruthers no pensaba informar absolutamente de todo, necesitaba cuando menos estar seguro de que alguien, fuesen ladrones o locos, habían causado aquel daño. Posiblemente se tratara de aquellos tres evadidos de prisión de que hablara la radio repetidamente en las últimas horas. Si fueron ellos los asaltantes, eso le tranquilizaría mucho.</p> <p></p> <i><p>Necesitaba imperiosamente convencerse de que el suceso se debía a la intervención</p> </i> <p></p> <p>de algo humano, de alguien que luego se había ausentado con rapidez. Necesitaba comprobar que todo fue así y no de otra manera.</p> <p></p> <i><p>Porque en caso contrario, Waldo Carruthers enloquecería de horror.</p> </i> <p></p> <p></p> <i><p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> </i> <p></p> <p></p> <i><p>Saddie Harris se incorporó, sobresaltada. Miró al capitán Wilburn atentamente.</p> <p>—¿Está seguro de eso? —quiso saber, con tono firme.</p> </i> <p></p> <p>—Seguro, no puede estarse de nada, doctora —se encogió de hombros el hombre de uniforme, con una vaga sonrisa—. Pero he examinado el terreno de la región cui— dadosamente, y a juzgar por los informes reunidos y por las características de la zona, estoy casi convencido de que el hombre que busca no puede estar en otro sitio.</p> <p></p> <i><p>—¿En qué se basa concretamente para suponerlo así?</p> </i> <p></p> <p>—En varios factores, doctora —el oficial caminó hasta un amplio mapa mural, y la mostró a la joven—. Vea: según mis informes, una avioneta que coincide con la descripción que usted nos dio de la que es propiedad el señor Garfield, sobrevoló</p> <p>repetidamente este sector, buscando sin duda lugar de aterrizaje adecuado. Se da la circunstancia de que es uno de los puntos menos accesibles de los Everglades, y es de suponer que un hombre en su estado de ánima, elegiría un punto así. Siendo de ese modo, en el sector hay muy escasas zonas de terreno firme, no pantanoso, donde poder tomar tierra con una avioneta, por fácil que sea la maniobra de ésta. De todos los lugares posibles, yo elegiría el llamado Llano de las Sombras, cerca de un frondoso bosque y un pequeño lago no pantanoso. Además, allí existe un edificio abandonado. Otro elemento positivo, para buscar a Garfield. Es de suponer que esa casa abandonada, le serviría de confortable refugio por el momento, en tanto conoce más a fondo los Everglades.</p> <p></p> <i><p>—¿Qué casa es ésa?</p> </i> <p></p> <p>—Perteneció a una familia de cazadores y pescadores de los pantanos. Cuando dos de sus miembros encontraron la muerte en esa peligrosa región, los demás abandonaron el lugar, renunciando a seguir allí. No es un edificio demasiado bueno, pero es sólido y seguro. Una persona que no quisiera ser vista ni admitiera visitas, escogería ese punto como el idóneo para vivir aislado.</p> <p></p> <i><p>—Y para morir aislado, capitán —sentenció amargamente la joven doctora.</p> <p>—Incluso en ese caso —asintió el oficial—. ¿Qué piensa hacer?</p> <p>—Ponerme en contacto con él de alguna forma. Y sin pérdida de tiempo.</p> </i> <p></p> <p>—Me temo que no sea tan sencillo. Es evidente que no escucha la radio, o la tiene averiada. En caso contrario, se hubiera enterado de que no padece enfermedad mortal alguna. Y por otro lado, sabría que esa región se ha vuelto aún más peligrosa, con la presencia de los tres evadidos de prisión, capaces de asesinar a quien se encuentren en su camino, si es un obstáculo para su fuga.</p> <p>—No pensaba en la radio ahora —suspiró la doctora—. Ya se ha intentado eso, al parecer sin resultado práctico, capitán.</p> <p></p> <i><p>—¿Entonces...?</p> <p>—Iré personalmente en su busca.</p> </i> <p></p> <p>—¡Personalmente! —se asombró el oficial—. ¿Ha perdido el juicio, doctora? ¡Esa región está infectada de alimañas, de reptiles, de saurios... y es virtualmente imposible moverse en ella en plena noche, a menos que se conozca muy a fondo y se lleve el medio de transporte adecuado!</p> <p></p> <i><p>—¿Cuál es ese medio de transporte?</p> </i> <p></p> <p>—Bueno, sólo hay dos formas combinadas de avanzar en ese sentido: con una canoa a motor y un<i> jeep</i>. Y, naturalmente, con un buen guía.</p> <p></p> <i><p>—¿Puedo obtener todo eso ahora?</p> </i> <p></p> <p>—Cielos, no puede hablar en serio, doctora... Come responsable de su seguridad, me veo obligado a prohibirle que haga semejante cosa. No, no le permitiré que viaje de noche en busca de Bradford Garfield. Mañana, intentaremos lo que sea, esté segura de ello.</p> <p></p> <i><p>—Mañana puede ser demasiado tarde, capitán.</p> <p>—No puede reprocharse nada. Está haciendo todo lo humanamente posible.</p> </i> <p></p> <p>—Ya me he reprochado demasiadas cosas. Recuerde que por nuestra culpa cree ese hombre que su vida no vale nada.</p> <p></p> <i><p>—Fue el error de una máquina, no el suyo, doctora.</p> <p>—Las máquinas son nuestras. Diagnostican por nosotros. Es mi responsabilidad.</p> <p>—Aun así, no puedo ayudarla. Lo siento.</p> <p>—Muy bien —ella apretó los labios, decidida. Le miró fríamente—. Siendo así, capitán,</p> </i> <p></p> <p>no tendré otro remedio que esperar hasta mañana.</p> <p>—Me alegra que lo entienda y entre en razón —suspiró el oficial con alivio—. Le ruego se retire a descansar. En este lugar hay guías y medios de transporte por los pantanos. Yo resolveré mañana todo ello, no lo dude.</p> <p></p> <i><p>—Gracias, capitán —sonrió animosamente ella—. Es todo cuanto deseaba saber.</p> </i> <p></p> <p>Buenas noches. Y no se olvide organizarlo todo lo antes posible...</p> <p>Abandonó la oficina de los vigilantes, tras recibir la promesa del capitán Wilburn de salir apenas amaneciese. Pero la doctora Harris no tenía la menor intención de esperar durante esas horas de la noche. Sabía lo suficiente, y actuaría a su modo.</p> <p>Una hora más tarde, su dinero había salvado el obstáculo: tenía un guía nativo de los Everglades, una canoa a motor ligera y resistente, con un remolque y un<i> jeep</i>. Era noche cerrada cuando abandonaba el recinto de los vigilantes, y el guía, dominados sus escrúpulos y objeciones a base de dinero, iniciaba la ruta hacia el llamado Llano de las Sombras, en busca de Brad Garfield, el posible suicida.</p> <p>—Me temo que los suicidas somos nosotros, señorita —le había dicho el guía, al emprender la marcha—. Viajar de noche por los pantanos, estando en ellos esos forajidos de la penitenciaría, es una auténtica locura, y seguramente me costará que el capitán Wilburn me saque el pellejo a tiras cuando regresemos. Pero usted paga, y éste es mi oficio. Me ha pagado demasiado bien, y no se puede despreciar una ocasión semejante. Sólo espero que salgamos con bien de todo esto...</p> <p></p> <i><p>La doctora Harris también lo esperaba. Pero no sólo por ella, sino por aquel hombre</p> </i> <p></p> <p>que había llegado a constituir su obsesión: por Brad Garfield, el hombre a quien la computadora anunciara una dolencia que no existía. El hombre que, tal vez, estuviese ya muerto a estas horas.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>CAPITULO II</p></h3> <p></p> <p></p> <i><p>Brad Garfield no estaba muerto.</p> </i> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">A</style>ÚN no. Pero pudo haberlo estado, aunque no por un suicidio, como temía la doctora Saddie Harris. Las causas de la amenaza mortal eran muy otras. Y completamente insólitas y aterradoras.</p> <p>Brad Garfield estaba siendo testigo, cuando ya la doctora Harris y su guía se habían adentrado profundamente en los pantanos, del mayor horror jamás imaginado por un ser humano. Algo indescriptible, que ni siquiera tenía explicación razonable en un lugar como aquél, en el interior de los misteriosos Everglades de Florida.</p> <p>Ante él, tres hombres, tres asesinos de la peor especie, estaban siendo víctimas del horror desatado súbitamente en la noche. Un horror sin precedentes, que Garfield no podía explicarse, mientras retrocedía, mortalmente lívido, dilatados sus ojos, crispado el gesto, temblorosas las piernas.</p> <p></p> <i><p>Aun sabiéndose con la muerte muy próxima, retrocedía, huía, intentaba escapar</p> </i> <p></p> <p>desesperadamente a aquella forma de muerte. Porque morir era malo, sin duda, pero no era en sí lo peor, sino la forma en que uno tuviera que morir.</p> <p>Y, ciertamente, él no quería morir como estaban muriendo, ante sus propios ojos, aquellos hombres violentos, crueles y endurecidos. No quería ser presa de... de «aquello» que la noche había vomitado, como una criatura del infierno...</p> <p><i>Big</i> Williams, Solly Steven, el asustadizo Larkin... Todos intentaban luchar, zafarse del peligro. Pero era imposible. Aquella enorme, glotona «cosa» estaba dominándoles, envolviéndolos en sus pliegues velludos, rugosos, mientras sonaba una horrenda succión, algo así como un gorgoteo siniestro, a medida que la sangre humana pasaba de las venas de los desdichados, al interior de aquel cuerpo siniestro, alargado, anillado, rojizo oscuro, repugnante y blando, que reptaba sobre el fango, dejando una huella viscosa de su paso.</p> <p>Brad Garfield sabía lo suficiente de Zoología para saber la clase de criatura que tenía ante sí, adhiriendo sus ventosas crueles a la carne de los tres hombres, engullendo simultáneamente la sangre de los tres, en un escalofriante festín nunca presenciado.</p> <p>Sólo que hasta entonces, las que viera Garfield de su especie, eran pequeñas, muy pequeñas, casi insignificantes, y estaban metidas en el agua de las charcas o adheridas en viejos tiempos a cierta clase de enfermos...</p> <p>Porque a pesar de su volumen, de sus dimensiones, mayores que la de la mayor serpiente pitón imaginable, aquel ser, aquel monstruo reptante y ávido de sangre, no era más que una de las criaturas más insignificantes de la naturaleza. Algo que jamás se pensó pudiera significar un peligro o una amenaza para nadie.</p> <p></p> <i><p>Era, simplemente... UNA SANGUIJUELA.</p> </i> <p></p> <p></p> <i><p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> </i> <p></p> <p>Una gigantesca, estremecedora sanguijuela que podía aplastar y vencer a tres hombres simultáneamente, envolviéndoles en su forma cilíndrica, articulada, reptante, golosa de sangre por galones, ya que su volumen ahora era apocalíptico.</p> <p></p> <i><p>Brad Garfield no estaba dispuesto a dejarse desangrar por la colosal sanguijuela surgida</p> </i> <p></p> <p>de los pantanos como un monstruo de pesadilla. Apenas tropezó con el arma que uno de los bandidos perdiera, la recuperó con celeridad, y echó a correr hacia la casa, en tanto a sus espaldas sonaba aquella succión horripilante, y las fauces de la sanguijuela iban engullendo litros y litros de espesa sangre humana. Regueros de ella se deslizaban bajo su cuerpo, y el orificio de su boca monstruosa, al final del cilindro viviente, se apresuraba a absorber con celeridad aquel plasma, apenas le era posible soltar la presa sobre los tres hombres.</p> <p></p> <i><p>Garfield, la última vez que giró la cabeza, ya en el porche de la vivienda, descubrió que</p> </i> <p></p> <p>los tres cuerpos yacían, no lejos del cadáver del hombre desangrado en primer lugar, y la especie de oruga inmensa que era aquella pavorosa sanguijuela, parecía arrastrase con di— ficultades, repleta de sangre humana, vacilando entre volver a las sombras viscosas del pantano, o perseguir a su posible víctima hasta el edificio.</p> <p>Durante unos segundos angustiosos, Brad ignoró lo que pensaba hacer aquel monstruo, si es que una sanguijuela gigante era capaz de pensar.</p> <p>Por fortuna, las cosas parecieron tomar un rumbo favorable para él, al menos momentáneamente. Sin duda satisfecha con el festín, la sanguijuela empezó a retroceder. Se hundió en la oscuridad. Un sordo, siniestro chapoteo en las aguas fangosas, reveló a Garfield que su terrorífico adversario se ausentaba. Al menos, por el momento.</p> <p></p> <i><p>Se enjugó el sudor, tratando de reflexionar, mientras atrancaba la puerta y ajustaba los</p> </i> <p></p> <p>postigos de las ventanas. Era difícil serenarse, después de una escena como la presenciada.</p> <p>El misterio de los pantanos se había descifrado con brutal impacto. Presenciar algo así, dejaba huella en una persona, aunque fuese tan serena y fría como lo era Garfield.</p> <p>Aun estando tan reciente el suceso, impreso indeleblemente en sus retinas, le resultaba difícil pasar a creerlo, admitir que no había sido víctima de una alucinación sin precedentes. Ni siquiera en los Everglades era posible un fenómeno semejante.</p> <p>Se hablaba mucho de cosas misteriosas, de insólitas criaturas ocultas en los pantanos, pero él siempre estuvo seguro de que todo eso eran simples habladurías y fábulas de las gentes imaginativas. Ahora, tras la experiencia vivida, seguía pensando igual.</p> <p>No era posible que hubiera monstruos así. No existía razón válida alguna para justificar semejante alteración genética en la naturaleza. Una sanguijuela no podía tener el tamaño de una gigantesca pitón.</p> <p></p> <i><p>Porque en ese caso, si las sanguijuelas abundaban tanto en los pantanos, hasta el</p> </i> <p></p> <p>extremo de estar poblados por millones y millones de ellas... ¿qué sucedería si todas sufrían semejante mutación?</p> <p></p> <i><p><i>Mutación...</i></p> </i> <p></p> <p>La idea asaltó su mente apenas se le ocurrió. Brad Garfield encajó las mandíbulas. Recordó fugazmente algo a lo que no prestó gran atención. Algo que captara durante una emisión de radio, cuando no quería escuchar noticias del mundo...</p> <p></p> <i><p>Una radiación en los Everglades... Una cápsula espacial recuperada tras un accidente... Radiación... Algo del espacio... Mutación,..</p> </i> <p></p> <p>Tres factores unidos, que podían tener sentido. Mucho sentido. Los japoneses siempre habían afirmado que la energía nuclear podía producir mutaciones monstruosas, pero nadie les hizo nunca demasiado caso. No se trataba ahora de animales prehistóricos, sino</p> <p>de algo mucho más vulgar y sencillo, algo que podía estar en cualquier parte, sin causar alarma a nadie: una simple sanguijuela.</p> <p></p> <i><p>Y, sin embargo...</p> </i> <p></p> <p>Sin embargo, esa sanguijuela, ahora, era una amenaza. De reproducirse en tal forma y volumen, la amenaza sería total. Demoledora. Era fácil y terrorífico a la vez, imaginarse un estado, un país, un continente, invadido por monstruos ávidos de sangre, implacables y feroces como la peor de las alimañas. Porque para una sanguijuela, lo vital era encontrar sangre. Y de eso, el mundo, la humanidad, le ofrecería una vasta despensa viviente...</p> <p>Brad se preguntó qué diría la gente si él les refería lo que estaba sucediendo. Sin duda alguna, se burlarían de él. Nadie le prestaría el menor crédito. Todo era demasiado fantástico para aceptarlo como posible.</p> <p>Por otro lado, incluso era dudoso que pudiera llegar a tener la oportunidad de referir a nadie lo que sabía. Era el único testigo. Estaba lejos de las zonas habitadas, en un lugar solitario... y con «aquello» muy cerca, al acecho. Esperando acaso a que volviera su apetito insaciable, para precipitarse sobre la vivienda y, de algún modo, alcanzar a su presa. No podía permanecer eternamente encerrado allí. Eso, suponiendo que la sanguijuela, dadas sus dimensiones, no poseyera fuerzas suficientes, con sus ventosas, para arrancar algún postigo y penetrar allí...</p> <p></p> <i><p>La sola idea de tal posibilidad, provocó en Brad un escalofrío. Miró su arma de fuego,</p> </i> <p></p> <p>que sólo conservaba cuatro proyectiles. Los otros dos habían sido malgastados estérilmente por uno de los forajidos, al verse atacado. No sabía Brad si las balas hirieron o no a la sanguijuela, pero dado su volumen, precisaría todo el cargador para acabar con ella, suponiendo que fuese vulnerable.</p> <p>Las viejas ideas fantásticas de los invasores de otros mundos, flotaban en la mente febril de Garfield en estos momentos. No, no había extraterrestres allí, a menos que aquella especie gigantesca de sanguijuela lo fuese. Pero algo llegado del espacio, una radiación desconocida, había afectado a una criatura diminuta de nuestro planeta, alterando su genética y mutando su organismo hasta un nivel aterrador.</p> <p>Lo que poco antes carecía de valor para él, había empezado a cobrar una repentina importancia: su propia vida.</p> <p>No era lo mismo morir víctima de una dolencia, en un lecho que verse arrollado por aquella masa nauseabunda, y desangrado ferozmente por semejante criatura del infierno.</p> <p>Brad Garfield, por vez primera desde que la computadora le diese el diagnóstico funesto, estaba decidido a luchar en defensa de su vida. Estaba dispuesto a morir, pero no de ese modo. Haría cuanto fuese humanamente posible por no perecer bajo aquella forma repugnante y destructora. Lo mismo que si gozara del privilegio de una larga vida, llena de salud y de alicientes para el futuro.</p> <p>Miró su reloj. Eran solamente las once de la noche. Quedaba mucha noche por delante. Y en ella, todo podía suceder. Incluso que la sanguijuela digiriese pronto su festín sangriento... y avanzara hacia la casa, atraída por un nuevo bocado.</p> <p>Comprobó que todo estaba bien cerrado, y tomó asiento ante una desvencijada mesa de la vivienda abandonada. La luz de su batería iluminaba la estancia. Se sirvió café, de sus provisiones, para aguardar a pie firme durante la noche. No cerraría los ojos ni un</p> <p>solo instante.</p> <p>Si llegaba el momento de enfrentarse a aquella forma diabólica de muerte, estaba decidido a hacerlo bien despejado, y con el arma en la mano. Vendiendo cara su sangre ante el monstruo de los pantanos.</p> <p></p> <i><p>O ante los monstruos, si eran más de uno, como empezaba a temer...</p> <p>* * * Casi se había dormido.</p> </i> <p></p> <p>Despertó bruscamente, con alarma. Se irguió, sobresaltado, y apretó la culata del arma. Aguzó el oído.</p> <p>Afuera, el silencio era total. Al menos, ahora. Pero estaba seguro de no haberse equivocado. «Algo» le había arrancado al traicionero sueño que le dominara por un momento. Ese algo, tuvo que ser un ruido. Un sonido en el exterior.</p> <p>La noche era singularmente silenciosa desde que emergiera la criatura monstruosa del pantano. Hasta los animales de la jungla intuían la presencia de algo anormal, y callaban amedrentados.</p> <p>—¿Qué clase de ruido habrá sido, realmente? —se preguntó a sí mismo, mordiéndose el labio inferior nerviosamente—. ¿Será otra vez...?</p> <p>No habló más. Esa sola idea le crispaba. Avanzó cauteloso hacia la ventana. Apagó antes la luz. Entreabrió el postigo, asomándose tras el cristal polvoriento. Escudriñó las sombras...</p> <p></p> <i><p>Esta vez, el ruido sí se repitió. Y venía del pantano.</p> </i> <p></p> <p>Se irguió, inquieto. Era más fuerte de lo que sonara el reptar siniestro del monstruo. Como si en vez de uno, una legión entera de sanguijuelas apocalípticas fuesen a emerger de un momento a otro...</p> <p>Concentraba tanto su mirada en la oscuridad, que le dolían los ojos. No veía absolutamente nada. La oscuridad y la niebla, formaban un todo apelmazado, en tomo a la casa del pantano.</p> <p>De súbito, cuando iba a apartarse, cerrando la ventana, algo surgió del pantano y se materializó sobre el fango y las hierbas y cañaverales.</p> <p>Brad se echó instintivamente atrás, sobresaltado. La forma oscura, ancha, se deslizó por tierra, hasta detenerse bruscamente. Por un momento, pensó en el regreso del ser de pesadilla.</p> <p></p> <i><p>Luego, advirtió que no era la horrible sanguijuela. Ni nada parecido.</p> </i> <p></p> <p>Era una canoa a motor que acababa de varar en la orilla. Una voz llamó en la noche, sorprendentemente:</p> <p></p> <i><p>—¡Garfield! ¡Brad Garfield! ¡Responda si está ahí! ¡Sé que tiene que estar! ¡Garfield,</p> </i> <p></p> <p>responda de una vez!</p> <p>Era una voz de mujer. Una mujer, llamándole en plena noche, tras haber cruzado los pantanos en canoa...</p> <p>Garfield no supo qué hacer. La casa a oscuras tal vez se prestaba a dudas. Pero la mujer había saltado de la canoa, poniendo pie en tierra. La veía borrosamente a aquella distancia. Otra persona, un hombre de tez oscura, continuó a bordo, ocupándose del</p> <p>motor ya parado.</p> <p></p> <i><p>—¡Garfield, conteste! —voceó ella—. ¡Soy yo, la doctora Harris? ¿Me recuerda?</p> <p>—La doctora... —jadeó Garfield, atónito—. Saddie Harris, del Hospital Central de Nueva</p> </i> <p></p> <p>York... ¿Qué diablos hace ella aquí? ¿Cómo ha podido dar conmigo y por qué motivo?</p> <p></p> <i><p>Estaba sumido aún en sus dudas, cuando sucedió algo terrible.</p> </i> <p></p> <p>A espaldas de ella y del hombre de la canoa, sin duda un nativo de sangre india, a juzgar por el color de su tez, el pantano se removía siniestramente...</p> <p></p> <i><p>—¡Oh, no, no! —aulló Brad, estremecido por el pánico—. ¡<i>Eso</i>, no...!</p> </i> <p></p> <p>Y, sin perder un solo instante, se precipitó hacia la puerta de la casa, la abrió, saltando al exterior, y disparó al aire su arma, al tiempo que rugía con voz potente:</p> <p>—¡Aquí, doctora Harris! ¡Aquí! ¡Vamos, corra, venga<i> inmediatamente</i>! ¡No se detenga, ni mire siquiera atrás! ¡Es muy importante, doctora! ¡Vamos, corra sin parar, venga ya...!</p> <p>Ella vaciló, indecisa. Miró a Garfield, con cierto alivio, pero también alarmada por su reacción. Desobedeció, volviéndose hacia la canoa para hablar con su guía mestizo. Al mismo tiempo, tomó consigo una pesada bolsa, en la que llevaba algo que no quería dejar a bordo.</p> <p></p> <i><p>En ese momento, ella también lo vio.</p> </i> <p></p> <p>Descubrió al monstruo cuando tocaba ya la orilla, con su jadeo repulsivo, emergiendo de entre las aguas fangosas. El cilindro anillado y fofo, se movía rápido hacia ella...</p> <p>La doctora Harris, inmovilizada por el pánico, dejó caer su bolsa y exhaló un grito de horror incontenible.</p> <p></p> <i><p>La sanguijuela se precipitó sobre ella.</p> </i> <p></p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>CAPITULO III</p></h3> <p></p> <p></p> <i><p>Garfield no dudó lo más mínimo.</p> </i> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">A</style>LZÓ el revólver, sin dejar de correr, y disparó contra el monstruoso ser. Su bala alcanzó a la «cosa». Hubo un impacto sordo, y se abrió un orificio en la epidermis velluda y oscura de la sanguijuela. Por el boquete brotó un chorro de sangre, humana sin duda alguna. El parásito estaba herido.</p> <p>—¡Doctora, no se entretenga más! —exclamó Brad, apremiante—. ¡Vamos, venga acá, es su única posibilidad! ¡Hay ya cuatro víctimas de ese maldito monstruo...! ¡Diga a su acompañante que no haga eso, que escape...!</p> <p>Pero el guía mestizo, pese a su terror, reaccionaba con valentía, enfrentándose a la criatura del pantano resueltamente. Un rifle llameó en sus brazos, y la sanguijuela se estremeció, dando una convulsión violenta, y empezando a derramar sangre por otro boquete de su piel viscosa.</p> <p>El dolor debió enfurecer al monstruo, porque de súbito distendió sus anillos, y todo su cuerpo pesado cayó hacia el mestizo, con violencia.</p> <p>El hombre chilló, cayendo atrás, dentro de la canoa. El cuerpo cilíndrico de la sanguijuela, le envolvió. Hubo un chasquido, un grito de espanto y agonía... y un gor— goteo, una succión monstruosa, sonó en la noche.</p> <p>Garfield estaba ya cerca de la doctora Harris. La apremió, tratando de sacarla de su paralización:</p> <p>—Por favor, doctora... Es insaciable. La atacará después de acabar con su compañero... Tenemos los segundos contados. ¡Venga conmigo, por el amor de Dios!</p> <p></p> <i><p>Ella le miró, como extraviada. Balbució palabras incoherentes, señalando al suelo..</p> <p>—La... la bolsa... —siseó—. La radio... Armas... No entiendo... ¿Qué es «eso»...?</p> </i> <p></p> <p>—Se lo explicaré luego —Brad se apresuró a inclinarse, tomando la pesada bolsa de piel que ella traía consigo, y tiró de ella, arrastrándola hacia la casa. Poco después, corrían ambos precipitadamente, mientras el infortunado guía continuaba bajo el cuerpo glotón, sirviendo de festín al monstruo herido.</p> <p>Alcanzaron el edificio, y apenas entraron en él, Garfield atrancó la puerta, apoyando en ella sus espaldas con un jadeo.</p> <p>—Menos mal... —susurró—. De momento, estamos a salvo, pero no sé por cuánto tiempo, doctora Harris...</p> <p>Ella le miraba, todavía alelada tras la escena dantesca que presenciara afuera. El color de su piel, era el mismo del mármol.</p> <p></p> <i><p>—¿Qué... qué está sucediendo aquí? —logró gimotear al fin.</p> </i> <p></p> <p>—Algo espantoso —murmuró Garfield roncamente. Meneó la cabeza—. Yo tampoco lo entiendo, pero parece ser que hubo una mutación horrenda. Eso que ha visto afuera... es una sanguijuela.</p> <p></p> <i><p>—¡Una sanguijuela!</p> </i> <p></p> <p>—Comprendo que le asombre, pero es así. Sólo que ha crecido desmesuradamente, no sé aún por qué, aunque lo imagino. ¿Ha oído hablar de la radiación que padece esta zona de Florida?</p> <p></p> <i><p>—Sí, varias veces... —susurró la doctora—. Ha ido en aumento constante...</p> </i> <p></p> <p>—Debe ser la causa de esa mutación terrible. No sé si hay una sola, o si todas las sanguijuelas de los Everglades han sufrido igual transformación, en cuyo caso puede decirse que el país entero sería aniquilado fácilmente... Pero doctora, usted... ¿usted qué ha venido a hacer aquí? ¿Cómo pudo localizarme? ¿Qué la ha movido a arriesgarse en esta expedición nocturna? Es algo que no entiendo...</p> <p></p> <i><p>—Lo va a entender muy fácilmente, Garfield —dijo ella, recuperando paulatinamente</p> </i> <p></p> <p>la serenidad—. Es... es algo mucho más sencillo de explicar que todo ese horror de allá fuera, esté seguro de ello.</p> <p>—¿Acaso pretende endulzar con su presencia mis últimos momentos, doctora? — sonrió amargamente Brad—. Creo haberle dicho ya entonces, en el hospital, que era usted la más atractiva doctora que jamás conocí...</p> <p></p> <i><p>—Es algo mucho mejor que eso. Escuche, Garfield...</p> </i> <p></p> <p></p> <i><p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> </i> <p></p> <p></p> <i><p>El capitán Wilburn estudió pensativamente al hombre excitado que se erguía ante él.</p> </i> <p></p> <p>—¿Y qué puedo hacer yo en su favor, señor Carruthers? —indagó—. Si ni siquiera ha visto usted a nadie...</p> <p></p> <i><p>—Pero tuvo que ser alguien quien atacara y destruyera mi laboratorio, capitán —alegó</p> </i> <p></p> <p>Carruthers con voz ronca—. Exijo una investigación inmediata. Tengo derecho a ello.</p> <p>—Habrá esa investigación, pero mañana, ya de día —suspiró el oficial—. Ahora, quédese aquí, y regresaremos juntos, para examinar el lugar del suceso.</p> <p></p> <i><p>—Tal vez esos mismos rufianes desvalijen ahora mi casa...</p> </i> <p></p> <p>—Pudiera ser, pero resulta raro que no lo hicieran ya cuando atacaron su laboratorio. Si son los hombres evadidos de presidio, no acostumbran andarse con medias tintas, y no dejarían pasar por alto la posibilidad de robar a alguien y tener donde refugiarse por el momento. En cambio, el ataque a su laboratorio, no tiene sentido. Ellos no ganarían nada con eso.</p> <p>—Ya lo he pensado, pero ¿qué otra cosa puedo imaginar? Vivo solo, y no hay nadie que quiera perjudicarme...</p> <p>—¿Solo? Creí que estaban con usted su ayudante, el señor Taylor, y su esposa, la señora Carruthers... —arrugó el ceño el capitán, sorprendido.</p> <p>—Oh, bueno, eso ha sido hasta hace poco —Carruthers forzó una sonrisa—. Elmer Taylor se ausentó con mi esposa, por motivos familiares, y espero que regresen la próxima semana, si todo va bien.</p> <p></p> <i><p>—No les vi pasar por aquí.</p> </i> <p></p> <p>—Tal vez tomaron otro camino, capitán. Lo cierto es que actualmente estoy solo, y me ha preocupado lo sucedido.</p> <p></p> <i><p>—Eso es lógico, señor Carruthers. ¿Dice que destrozaron su material de trabajo?</p> </i> <p></p> <p>—Totalmente, capitán. Mataron a mis cobayas, derribaron mis recipientes de experimentación... En fin, todo lo devastaron a su paso. Lo que no sé, es por qué desan— graron a los cobayas.</p> <p></p> <i><p>—¿Desangrarlos? —el oficial le contempló, perplejo—. ¿Está seguro de eso?</p> </i> <p></p> <p>—Totalmente, capitán. Les hicieron una incisión en el cuello para quitarles hasta la última gota de sangre. Es un acto salvaje y cruel, que no tiene sentido. Esa gente deben ser auténticos enfermos mentales.</p> <p></p> <i><p>—¿Tenía algo más en el laboratorio que sufriera daños?</p> </i> <p></p> <p>—Oh, por supuesto. Tenía insectos en observación, pequeños lagartos que han desaparecido. E incluso una piscina con sanguijuelas, la volcaron, destrozando toda la instalación y su finalidad.</p> <p>—Entiendo —asintió pensativo el oficial—. Bien, nos cuidaremos de eso mañana mismo, no lo dude... Ahora, descanse un poco, señor Carruthers.</p> <p>En aquel momento, su subordinado apareció en la puerta de comunicación, con gesto de inquietud. Llamó presuroso:</p> <p></p> <i><p>—¡Capitán Wilburn, por favor! ¡Venga un momento, es urgente!</p> </i> <p></p> <p>El oficial se reunió con su subordinado en la oficina inmediata, tras dejar a Carruthers tomando un café caliente. Le miró, sorprendido.</p> <p></p> <i><p>—¿Qué ocurre ahora, muchacho? —quiso saber.</p> </i> <p></p> <p>—Capitán, se ha recibido un mensaje radiado... Es un mensaje urgente, que también ha sido recibido en el centro de observación de los enviados de la NASA... La doctora Harris se salió con la suya, doctor, es evidente. Está transmitiendo desde el lugar donde vive Brad Garfield.</p> <p></p> <i><p>—¡La doctora! —se irritó Wilburn—. De modo que hizo eso... Bien, ¿y qué diablos</p> </i> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">quiere ahora?</p> <p>—No tiene sentido, señor... Habla de Garfield. Dice que están juntos, que su guía ha muerto. Y también los evadidos de prisión... Y una pareja joven, de recién casados, el matrimonio Bowman, que estaba de visita turística en los Everglades... Han dicho... han dicho algo demencial, señor...</p> <p></p> <i><p>—No importa lo que ello sea, muchacho. ¡Vamos, dígamelo todo!</p> </i> <p></p> <p>—Bien, capitán... Resulta... resulta que, según la doctora y el señor Garfield... todas esas gentes han muerto<i> desangradas.</i></p> <p></p> <i><p>—¿Cómo?</p> </i> <p></p> <p>—Desangradas, señor. Todas ellas. Y, según afirman... les atacó una enorme sanguijuela. Una sanguijuela gigantesca, mayor que la mayor serpiente pitón imaginable...</p> <p></p> <i><p>—Pero... pero ¿qué está diciendo?</p> </i> <p></p> <p>—No sé qué hablaban de... de una mutación por radiactividad o algo así... No sé si se han vuelto locos o nos están contando un cuento chino, capitán, pero...</p> <p>El teléfono repicó en ese momento. Wilburn, rápido, se inclinó sobre el aparato, descolgándolo.</p> <p>—Capitán Wilburn, de la Vigilancia del Parque Nacional de los Everglades —habló secamente—. ¿Quién llama?</p> <p>—Soy el profesor Dekker, de la NASA, capitán —sonó una voz excitada—. Hemos captado un mensaje transmitido a la NASA por la doctora Harris y Bradford Garfield, desde un punto de los Everglades. Es una llamada de emergencia, y habla de... de gigantescas sanguijuelas que atacan a los humanos y los desangran ferozmente...</p> <p>—Oh, cielos, ¿también a usted le han colocado esa paparrucha, profesor? —jadeó el oficial Wilburn.</p> <p>—¿Paparrucha? —la voz de Dekker era tensa—. Me temo, capitán, que estamos ante una emergencia realmente grave. Esa mujer no parecía mentir ni burlarse. Es más, expuso una posibilidad científica muy plausible. Existe una radiación desconocida en esa región, algo radiactivo que llegó del cielo, junto con la cápsula<i> Andrómeda...</i> Sea ello lo que sea, está provocando una mutación... y las sanguijuelas, no sé por qué, han sido las primeras afectadas, con un crecimiento desmesurado. ¡Tenemos que salvar a esa gente, sacarla de esa zona, y atacar a los monstruos desde el aire! El coronel Raymond se ha hecho cargo del caso militarmente, y ha pedido ayuda urgente al Pentágono, capitán.</p> <p></p> <i><p>—Cielos, de modo que es tan serio... —silabeó el oficial.</p> </i> <p></p> <p>—Mucho más de lo que parece, capitán. Movilice todos sus recursos urgentemente. Hay que rescatar a la doctora y a Garfield. Y hay que destruir a las sanguijuelas afectadas, sin pérdida de tiempo. También tenemos que bloquear esa zona del Golfo de México, para evitar posible repeticiones del fenómeno. Se buscará el elemento radiactivo. ¡Y se destruirá, cueste lo que cueste!</p> <p>Wilburn prometió inmediata ayuda, y colgó el teléfono. Recordando algo, se precipitó a la estancia inmediata, donde Carruthers reposaba de su nerviosismo y le espetó con brutalidad:</p> <p>—Carruthers, algo está sucediendo. Sabemos que no fueron humanos los que atacaron su laboratorio...</p> <p></p> <i><p><i>—¿Qué</i> —aulló Carruthers, palideciendo.</p> </i> <p></p> <p>—Usted es biólogo, y quizá lo entienda mejor que nadie, Carruthers. Hay una mutación biológica en marcha. Algo llovido del cielo, algo que se trajo consigo una cápsula espacial, reposa en el Golfo de Nuevo México y emite una determinada radiación, perceptible en todos los Everglades...</p> <p></p> <i><p>—He oído eso en la radio, capitán. ¿Adónde quiere ir a parar?</p> </i> <p></p> <p>—A esto, Carruthers: hay algo, unas criaturas aparentemente insignificantes, que han sido las primeras en sufrir la mutación. Han crecido de modo monstruoso, y son una terrorífica amenaza contra todos nosotros. Se trata de... de algo que usted conoce y estudia:<i> sanguijuelas</i>. Carruthers.</p> <p></p> <i><p>—¿Qué? —mortalmente lívido, el biólogo miró a su interlocutor con un espasmo—.</p> </i> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">Pero ¿qué locura es ésa? ¿Qué tontería está usted diciendo?</p> <p>—No es ninguna tontería, y lo siento. Ha sucedido ya. El país está en estado de alerta en estos momentos. El ejército va a intervenir. Hay que rescatar a dos personas en peligro. Y hay que localizar a las sanguijuelas y destruirlas. Por alguna oculta razón biológica, son las primeras en ser afectadas y crecen y crecen desmesuradamente. Su tamaño supera al de muchos seres humanos, y se nutre de nuestra sangre, lógicamente. Ya hay bastantes víctimas, Carruthers, ¿se da cuenta?</p> <p>—No, no... —mostraba una crispación extraña, temblaba violentamente y tenía los ojos dilatados—. Dios mío, sanguijuelas... ¡precisamente SANGUIJUELAS...! .Es como una pesadilla, como una maldición... No puede ser real... ¡No puede suceder!</p> <p>—Está sucediendo. Carruthers, olvide su laboratorio. ¿Va a sernos de alguna ayuda ahora?</p> <p>—¡No puedo, no puedo olvidar mi laboratorio! ¡Tenía sanguijuelas, cientos de ellas en un recipiente...!</p> <p>—Lo sé. Lo he recordado —Carruthers le miró fijamente—. También recordé que sus cobayas murieron<i> desangrados...</i> Eso significa algo, ¿no?</p> <p>—Crecieron... ¡Dios mío, CRECIERON! ¡Mis sanguijuelas han crecido...! —la voz de Waldo Carruthers era un ronco murmullo de horror—. Y ellas, las sanguijuelas... ¡Ellas lo hicieron, ellas escaparon! Ahora están libres, sueltas por ahí, creciendo y creciendo hasta cumplir su... su venganza...</p> <p>—¿Venganza? ¿De qué está hablando ahora, Carruthers? —le interpeló abruptamente la voz del capitán Wilburn, alarmado por su expresión.</p> <p>—No... No todo ha sido la radiación, capitán... —soltó una agria carcajada—. No todo ha sido eso, esté seguro... Hay algo más... Algo espantoso y maravilloso a la vez...</p> <p></p> <i><p>—¿A qué se refiere?</p> </i> <p></p> <p>—Ellos... Ellos fueron... —parecía en un estado demencial. Incluso se echó a reír de repente como un poseso. Caminó hacia la puerta, tambaleante, pronunciando palabras que no tenían coherencia—: Ahora lo entiendo... ¡Ahora lo entiendo, claro! Elmer, maldito y sucio Elmer... Cochino traidor, rufián... Y tú, mujerzuela... Alena... ¡Tú, maldita ramera adúltera...! Vosotros dos... No, capitán. No hay legiones de sanguijuelas que deambulan por ahí... No, esté bien seguro de ello. Sólo dos... DOS SANGUIJUELAS HUMANAS que se mueven por el mundo... ¡Que pronto me buscarán para destruirme, para vengarse! ¡Pero no van a cogerme! ¡No me cogerán, maldita sea!</p> <p></p> <i><p>Echó a correr, como demente. Salió del cuartelillo, chillando y riendo. Wilburn se lanzó</p> </i> <p></p> <p>en pos suyo.</p> <p>—¡Vuelva acá, Carruthers! —rugió—. ¡Vuelva! ¡Nos tiene que ser útil! ¡Vamos, regrese...!</p> <p></p> <i><p>Pero Carruthers, hombre atlético y fuerte, era más rápido que el capitán Wilburn. Se</p> </i> <p></p> <p>perdió en la noche, en la oscuridad, en la niebla...</p> <p>Su risa retumbaba en la distancia. Parecía huir de algo. Burlarse de algo. Pero en realidad, Wilburn estaba seguro de algo: era presa del terror más agudo que jamás viera en ser humano alguno...</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>CAPITULO IV</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">E</style>L crujido de la puerta puso un escalofrío en ambos. La voz serena de Garfield siguió hablando ante el micrófono del emisor-receptor de radio:</p> <p>—Dense prisa, profesor Dekker... Dense prisa, por el amor de Dios. La puerta... La puerta está a punto de ceder... Está ahí. Ahí fuera. Tiene una fuerza titánica. La madera cruje. Es cuestión de minutos que ceda. Y esa «cosa» horrible entrará aquí, nos destruirá a los dos... Tenemos dos armas, pero ignoro si podremos matar a ese monstruo fácilmente. Parece que se recupera bien de sus heridas...</p> <p></p> <i><p>Lejana, le llegó una voz borrosa, apremiante:</p> </i> <p></p> <p>—¡Resistan, Garfield! ¡Resistan, por el amor de Dios! Tiene que resultar... Ustedes serán rescatados sanos y salvos... Ya han salido aviones militares en esa dirección. Llevan potentes reflectores de luz, equipos especiales... Van a atacar a los monstruos con proyectiles de cabeza explosiva. Es cuestión de tiempo. ¡Por favor, no cedan, no se dejen vencer por el temor o por el desaliento, amigos!</p> <p>—No, profesor —suspiró Garfield serenamente—. Ya hemos informado igualmente a los vigilantes del Parque Nacional. Vienen canoas hacia acá, con hombres y armas automáticas. Pero lo que hace falta es que todos ustedes lleguen a tiempo...</p> <p></p> <i><p>El crujido se hizo más violento. Algo, allá afuera, jadeaba malignamente, forzando la</p> </i> <p></p> <p>madera para entrar.</p> <p>Saddie Harris, inmóvil, como hipnotizada ante la hoja de madera, mantenía su pistola en la mano, esperando acontecimientos.</p> <p>—De no ser por su bolsa, con el equipo de radio y el arma, no sé lo que sería de nosotros —comentó Brad, entre dientes.</p> <p></p> <i><p>—¿Cree que eso va a cambiar las cosas? —dudó la doctora.</p> <p>—Tiene que cambiarlas. No se desanime. Saldremos de ' a, estoy bien seguro.</p> </i> <p></p> <p>—o no puedo estarlo. Vea eso... La madera se está resquebrajando ya. No puede resistir mucho más, estoy segura...</p> <p>—Resistirá, ya lo verá —dijo con énfasis Garfield—. Y si no es así, mataremos a ese monstruo, no lo dude.</p> <p>Saddie se volvió a mirarle. Había algo patético en sus bellos ojos, que destellaban a través de sus livianas gafas.</p> <p></p> <i><p>—Garfield... —musitó.</p> <p>—¿Sí?</p> <p>—Yo le metí en todo esto. Nuestra maldita computadora, el error de diagnosis...</p> </i> <p></p> <p>—Bah, olvídelo —sonrió Brad—. Por mi culpa, por ayudarme, se metió usted en esto. Eso es lo que me duele, doctora.</p> <p></p> <i><p>—Estaba obligada a ello. Era usted mi paciente, y debía subsanar el error.</p> </i> <p></p> <p>—Entiendo eso. Es usted una gran chica, pero no hemos tenido suerte. Tener que suceder esto, precisamente ahora...</p> <p></p> <i><p>—Garfield, ¿cree que habrá más de uno?</p> </i> <p></p> <p>—¿De esos seres horribles? —el joven se encogió de hombros—. No sé. Sólo he visto uno, cuando menos. Lo lógico sería imaginarse a todos los mismos seres activados por el</p> <p>fenómeno, pero no podría asegurarlo, puesto que el mismo que atacó antes, es el que ha reaparecido y pretende llegar hasta nosotros.</p> <p>—Cosa que no tardará en lograr —sentenció tristemente Saddie, estremeciéndose al sentir un nuevo chasquido en la madera, ya dañada por los embates de la criatura abominable del exterior.</p> <p>Brad la confortó con una presión firme y afectuosa en un hombro, y caminó hacia la puerta, revólver en mano. Escuchó atentamente, con expresión de astucia. Giró el rostro luego hacia Saddie.</p> <p></p> <i><p>—Cuidado —silabeó—. Parece que se aleja...</p> <p>—¿Qué significa eso?</p> </i> <p></p> <p>—Me temo que un nuevo impulso para lanzar su cuerpo contra la madera, y ver si cede. Mucho me temo que lo consiga... Apártese algo más atrás, y vigile atentamente la entrada.</p> <p></p> <i><p>—No, Garfield. Yo permaneceré aquí, con usted...</p> </i> <p></p> <p>—Le he dicho que vaya un poco más atrás. Juntos, nos estorbaríamos mutuamente. Yo cubriré la entrada. Usted, cúbrame a mí. Creo que la cosa irá bien de ese modo...</p> <p>De repente, el crujido restalló violentamente en la entrada. La puerta se desgajó, rotunda, y una masa amorfa y oscura, velluda y cilíndrica, comenzó a penetrar por el hueco abierto, en medio de un jadeo inhumano y bestial.</p> <p>Lívida, Saddie disparó varias veces su automática contra el monstruo que reptaba dentro de la casa. Por su parte, Brad Garfield dejó que la criatura llegase más cerca de él. Peligrosamente cerca...</p> <p>De repente, sintió el vaho nauseabundo de una especie de aliento vital que surgía de aquella sanguijuela alucinante. Una boca succionante se abría, moviéndose hacia él, con rapidez. Aquella cosa iba a envolverle en su abrazo viscoso y mortal...</p> <p></p> <i><p>—¡No, no! —sollozó la doctora Harris, avanzando—. ¡Eso no...!</p> <p>—¡Atrás, doctora! —rugió él—. ¡Obedezca, por el amor de Dios! ¡Atrás!</p> </i> <p></p> <p>Saddie obedeció, tal era la fuerza y autoridad de la voz de Garfield en aquellos momentos. Luego, cuando el cilindro viviente y repulsivo se iba a enroscar sobre Brad, para iniciar su festín de sangre, el joven apretó el gatillo a quemarropa: una, dos, tres veces...</p> <p></p> <i><p>Las tres balas penetraron en la boca succionante del ser. Hubo como un espasmo</p> </i> <p></p> <p>terrible en aquel cuerpo, que empezó a vomitar sangre y un pus hediondo. Luego, para estupor de ambos... la criatura emitió un sonido familiar</p> <p></p> <i><p>Un alarido. Un delgado, largo, espeluznante grito<i> humano.</i></p> </i> <p></p> <p>Reculó, entre sacudidas violentas, que iban derramando sangre por doquier, rota su membrana externa por las balas, en lugar tan vital. Saddie, frenética, vaciaba también su automática, remachando al monstruo casi rabiosamente.</p> <p>Saltó nuevamente afuera la informe masa. Esta vez, Brad la siguió, y Saddie continuó disparándole por el hueco de la puerta.</p> <p>La sanguijuela se encogió, arrugándose al vaciarse su contenido, y de nuevo aquella especie de grito, casi un estertor, brotó de la boca succionante del monstruo...</p> <p>—No entiendo... —masculló Garfield, parado ante la «cosa» ya vencida—. ¿Por qué ese sonido tan peculiar, tan parecido a... a un ser humano...?</p> <p>Se inclinó, al advertir que los espasmos del ser iban cediendo, paulatinamente, a medida que agonizaba. En torno a la bestia, un charco de oscura sangre maloliente, era su lecho de muerte. El aire fétido, producía náuseas.</p> <p></p> <i><p>De súbito, de la masa fofa, vencida, brotó algo.</p> <p>Algo escalofriante, que conmovió con un escalofrío a ambos jóvenes... Una voz.</p> <p>Una voz humana, débil, difusa, musitando palabras increíbles:</p> </i> <p></p> <p>—No soy... no soy una sanguijuela... No lo fui siempre... Soy... he sido... un hombre... como tú mismo...</p> <p>—¿Qué... qué dice? —silabeó Garfield, con los cabellos erizados—. ¿Está oyendo lo mismo que yo, doctora Harris?</p> <p>—Sí —murmuró ella, mortalmente pálida, dilatando sus ojos con pavor—. No... no puedo creerlo...</p> <p></p> <i><p>—Mi nombre... mi nombre fue Elmer Taylor... —prosiguió la voz delirante, muy difusa,</p> </i> <p></p> <p>al tiempo que la criatura se agitaba—. Carruthers me asesinó por celos... Injertó sangre y tejidos míos a unas sanguijuelas especiales en las... en las que experimentaba... Creo que eso... y la radiación... formaron una mutación genética... y crecí, crecí... Es mejor así. Al morir... mis tejidos cerebrales como hombre... vuelven a la consciencia... siquiera sea por... por un instante...</p> <p></p> <i><p>Se detuvo la voz. Se detuvo la vida de la criatura. La sanguijuela dejó de existir.</p> </i> <p></p> <p>Saddie estalló en un repentino sollozo y, mujer al fin, se sintió débil, aplanada por el horror. Se precipitó a los brazos de Garfield. Cayó en ellos. El joven la acogió, con una leve mueca de ternura, mientras aún contemplaba con horror aquella masa que fuera un día sanguijuela vulgar, y luego un alucinante cruce de humano y alimaña...</p> <p></p> <i><p>En el cielo, ronroneaban motores. Se cruzaban focos de luz...</p> <p>—Creo que la pesadilla toca a su fin —susurró Garfield apagadamente—. Doctora</p> </i> <p></p> <p>Harris, estamos salvados...</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>F I N A L</p></h3> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">—S</style>Í, la pesadilla ha terminado —convino el profesor Dekker, con un suspiro—. Pero sobre todo, ha terminado la amenaza que tanto nos asustó a todos.</p> <p></p> <i><p style="text-align:center; text-indent:0em;">—Por fortuna, sólo eran dos sanguijuelas gigantes... —comentó el coronel Raymond.</p> </i> <p></p> <p>—Sólo dos —asintió el capitán Wilburn: Elmer Taylor... y la señora Carruthers, la bella Alena. Su enloquecido esposo... había asesinado a ambos e injertó tejidos suyos cerebrales, así como sangre, en sus sanguijuelas sometidas a estudio biológico. Fue monstruoso, y provocó la mutación, al combinarse el experimento cruel con la radiación desconocida, de esa materia metálica que hemos rescatado ya del fondo del mar, y encerrado herméticamente donde ya no pueda causar daño alguno.</p> <p>—Por suerte, la NASA no era totalmente responsable —sonrió Dekker—. No quiero pensar lo que hubiera sucedido, de ser nosotros culpables de ese error. Carruthers fue el culpable de todo. Y pagó su culpa...</p> <p></p> <i><p style="text-align:center; text-indent:0em;">—Creo que no llegaron a tiempo de salvarle, ¿verdad? —preguntó la doctora Harris.</p> </i> <p></p> <p>—Exacto —asintió Raymond, el militar—. No llegamos a tiempo. Ya había muerto, succionado ferozmente por la segunda sanguijuela, la que se evadió la noche última del laboratorio de Carruthers: en suma, su propia esposa le aniquiló en venganza, como él mismo sospechó. Le estaba buscando por doquier... hasta que dio con él.</p> <p></p> <i><p>—Una espantosa historia —jadeó Garfield, sombrío—.</p> </i> <p></p> <p>En realidad hay muchos peligros en el espacio exterior, pero también entre nosotros, cuando los científicos se olvidan de su auténtica labor, para crear auténticos monstruos de laboratorio, cuyas evoluciones biológicas son imprevisibles...</p> <p>—Gracias a la doctora Harris, se ha resuelto todo, en realidad —terció Dekker—. Ella, con su equipo de radio y su afán de dar con su paradero, Garfield, nos permitió llegar al final de este siniestro asunto.</p> <p>—Sí, la doctora ha sido mi ángel bueno en todo momento —sonrió Garfield, mirando a su joven amiga.</p> <p>—No hice más que aquello que estaba obligada a hacer, Garfield —rechazó ella, risueña.</p> <p>—No, doctora —negó Brad, acercándose a ella—. Hizo más. Me devolvió la vida, la fe... y estuvo a mi lado en los peores momentos de mi existencia... Es una gran chica, doctora... Por cierto, ¿puedo llamarla Saddie, en vez de estar siempre dirigiéndome a usted como si fuese el médico? A fin de cuentas, ambos somos jóvenes... y buenos amigos.</p> <p>—Claro, Brad —sonrió ella amablemente—. Puede hacerlo. Será un placer considerarme su amiga...</p> <p></p> <i><p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> </i> <p></p> <p></p> <i><p style="text-align:center; text-indent:0em;">Poco más tarde, refiriéndose a ello, comentaba el profesor Dekker maliciosamente:</p> </i> <p></p> <p>—Es una buena amistad, sí. Pero entre dos jóvenes como ellos, esa amistad imagino fácilmente cómo va a terminar...</p> <p></p> <i><p>—Estamos totalmente de acuerdo por una vez, profesor —asintió a su vez el coronel</p> </i> <p></p> <p>Raymond, con una breve risa.</p> <p></p> <i><p style="text-align:center; text-indent:0em;">F I N</p> </i> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;"><img src="/storefb2/G/C-Garland/Algo-Se-Nutre-De-Sangre/i1"/></p> <!-- bodyarray --> </div> </div> </section> </main> <footer> <div class="container"> <div class="footer-block"> <div>© <a href="">www.you-books.com</a>. 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