John Furia Zacharias, Judith Odell y Pai'oh'Pah prosiguen su viaje por dimensiones desconocidas, en busca de la verdad que se oculta en algún lugar de la misteriosa Imajica. Un universo poliédrico y oscuro, regido por leyes más allá de nuestro conocimiento; lejano pero, a la vez, a nuestro alcance.

Una historia donde el erotismo y la pasión se entrelazan con el terror y la ambición.

Prefacio

No dejamos de mirar hacia atrás una y otra vez en busca de razones; escudriñamos el pasado con la esperanza de descubrir algún fragmento de una explicación que nos ayude a comprendernos mejor, tanto a nosotros mismos como a nuestras circunstancias.

Para los psicólogos, esta búsqueda se produce quizás a raíz del acoso de un dolor básico. Para los físicos, no es más que un rastreo en busca de evidencias de la Primera Causa. Para los teólogos, por supuesto, es una cruzada para buscar las huellas de Dios en la Creación.

Y para un cuentacuentos (particularmente para un fabulista, un escritor de «fantásticos» como yo) muy bien puede tratarse de una búsqueda de las tres cosas a la vez, motivada por la vaga sospecha de que están relacionadas inextricablemente.

Imajica fue un intento de urdir estas búsquedas en una sola narración, de plegar mis escasos conocimientos de este trío de disciplinas (psicología, física y teología) en una aventura interdimensional. La novela resultante es caótica, no cabe duda. El libro es, sencillamente, demasiado complicado y demasiado heterogéneo para el gusto de algunos. Para otros, sin embargo, la absurda ambición de Imajica forma parte de su encanto. Estos lectores perdonarán la poca elegancia de la estructura de la novela y considerarán que, a pesar de que tiene sus caminos duros y sus callejones sin salida, el viaje merece la pena después de todo.

Mis editores, en cambio, se enfrentaron a un problema más práctico a la hora de preparar el libro para su edición de bolsillo. Si no se quería que el volumen pesara tanto que derribara la estantería, el tamaño de la letra debía reducirse de tal manera que muchas personas, entre las que me incluyo, lo considerarían muy por debajo del ideal. Cuando recibí los ejemplares para el autor, se me vino a la cabeza una Biblia de tamaño bolsillo que mi abuela me regaló cuando cumplí los ocho años, en la que las palabras estaban comprimidas de forma tan densa que los renglones bailaban ante mis saludables ojos. Aquella no fue (tengo que admitirlo) una asociación muy desagradable, ya que las raíces de la extraña florescencia de Imajica provienen de la poesía de Ezequiel, Mateo y el Apocalipsis; sin embargo, tenía plena consciencia, al igual que mis editores, de que el libro no era todo lo cómodo para el lector que nosotros deseábamos que fuese.

Y de esas tempranas inquietudes nació esta nueva edición en dos volúmenes. Tengo que admitir con toda honestidad que el libro no fue creado para publicarse de esta manera. El lugar que hemos elegido para dividir la historia carece de cualquier significado particular; se limita a partir el texto por la mitad, más o menos: un sitio en el que se puede dejar un tomo y, si la historia ha obrado su magia, coger el siguiente. Aparte de un tamaño de la letra mayor y de la adición de estas palabras a modo de explicación, la novela ha permanecido intacta.

Personalmente, nunca me han importado demasiado los detalles de una edición u otra. Si bien resulta muy agradable pasar las páginas de un libro hermosamente encuadernado e impreso de forma inmaculada sobre un papel libre de ácidos, lo que importa son las palabras. La primera copia de los relatos de Poe que cayó en mis manos fue una edición de bolsillo con una cubierta demasiado dorada; y lo mismo sucedió con Moby Dick. Sueño de una noche de verano y La duquesa de Malfi son libros que aparecieron en primer lugar como manoseadas ediciones escolares. No tenía la más mínima importancia que estuvieran impresas en papel burdo y manchado. Su potencial no se vio deslucido en absoluto. Yo tengo la esperanza de que ocurra lo mismo con la narración que sujetas entre las manos en este mismo momento: que la forma en la que se presenta sea finalmente irrelevante.

Una vez aclarado ese asunto, permite que te demore un poco más con unos cuantos pensamientos acerca de la historia en sí. Durante las firmas de libros y convenciones, me han hecho numerosas preguntas acerca del libro, y este parece un lugar tan bueno como cualquier otro para responderlas brevemente.

En primer lugar está la pronunciación. Imajica está plagada de nombres y términos inventados, algunos de los cuales son verdaderos trabalenguas: Yzordderrex, Patashoqua y Hapexamendios entre ellos. No existe ninguna regla que dicte cómo deben deslizarse, o salir a trompicones, de la boca. Después de todo, provengo de un país bastante pequeño en el que se puede atravesar un pequeño grupo de colinas y descubrir que, al otro lado, la gente utiliza el lenguaje de una forma totalmente distinta a las personas con las que se acababa de hablar pocos minutos antes. Esto ni es positivo ni negativo. El lenguaje no es un régimen fascista. Cambia de forma constantemente y desafía sin el menor esfuerzo cualquier intento de confinamiento o regulación. Si bien es cierto que tengo una pronunciación propia para las palabras que he utilizado en el libro, incluso estas sufren variaciones cuando, como ya ha ocurrido en varias ocasiones, me encuentro con personas que las pronuncian de una manera más interesante. Un libro pertenece por igual a sus lectores y a su autor, por eso te invito a que busques el sonido que más te guste y lo disfrutes.

La otra cuestión que me gustaría explicar es la motivación que me llevó a escribir esta novela. Por supuesto, una cuestión semejante no tiene una explicación sencilla, pero te proporcionaré todas las pistas que pueda. En primer lugar, siempre he sentido interés por la idea de las dimensiones paralelas y la influencia que puedan ejercer sobre la vida que llevamos en este mundo. No me cabe la menor duda de que la realidad que ocupamos es sólo una de muchas, de que dar un paso a un lado podría llevarnos a un lugar diferente. Tal vez, nuestras vidas también discurran en esas otras dimensiones, modificadas en parle o por completo. O, tal vez, esos otros lugares nos sean totalmente ajenos: pueden ser reinos donde moren los espíritus, tierras de leyendas o infiernos. Puede que todo a la vez. Imajica es un intento de crear una narración que explore dichas posibilidades.

También trata sobre Cristo. A la gente no deja de causarle asombro que la figura de Jesús sea de vital importancia para mí. Echan un vistazo a The Hellbound Heart o a cualquiera de las historias que se incluyen en Libros de sangre y me toman por un pagano que contempla el cristianismo como una mera distracción que nos hace olvidar las nociones del sufrimiento y la muerte. Esta observación encierra algo de verdad. Desde luego que los cánticos hipócritas y los dogmas sarcásticos de las religiones jerarquizadas me parecen grotescos y, en numerosas ocasiones, inhumanos. Tomemos el Vaticano como ejemplo, que se preocupa más de la autoridad que ostenta que del planeta y del rebaño que lo habita. Sin embargo, los retazos mitológicos que aún son visibles bajo capas y capas superpuestas a lo largo de los siglos por los juegos de poder y los rituales (como la historia de la crucifixión y resurrección de Jesús o la del sanador que caminó sobre las aguas y resucitó a Lázaro) me impresionan mucho más que cualquier otra historia que haya escuchado jamás.

Encontré a Jesús de la misma manera que encontré a Dionisio o al Coyote, a través del arte. Blake me lo mostró; como también lo hicieron Bellini y Gerard Manley Hopkins, junto con decenas de otros artistas, y cada uno me ofrecía su interpretación particular. Desde entonces, quise encontrar la manera de escribir sobre Jesús con mis propias palabras; de desplegar su presencia en una historia salida de mi imaginación. Una tarea que resultó ardua. La mayor parte de la literatura fantástica bebe de la inspiración que ofrece el mundo anterior al cristianismo; la obtiene de las hadas, la Atlántida o los sueños de criaturas del ocaso celta que jamás conocieron la comunión. Por supuesto, no hay nada de malo en ello, pero siempre me ha planteado la duda de si esos autores no se obstinaban por negar sus raíces cristianas, ya fuera por frustración o desengaño. Al no haber recibido una educación religiosa, carezco de dicho desengaño: la figura de Cristo me atrajo del mismo modo en que lo hicieran las de Pan o Shiva, porque las historias e imágenes me ilustraban y enriquecían. Cristo, después de todo, es la figura principal de la mitología occidental. Quería tener la sensación de que mi panteón particular podría darle cabida, de que mis invenciones no eran demasiado débiles como para derrumbarse bajo el peso de su presencia.

También espoleaba mi motivación el deseo de arrebatar este misterio, el más complejo y contradictorio de todos, de las avaras manos de aquellos hombres que lo habían reclamado como propio en los últimos tiempos, sobre todo en Estados Unidos. Hombres como Falwell y Robertson, que predican piedad y muestran odio, utilizando la Biblia para justificar sus tramas en contra de nuestros propios descubrimientos. Jesús no les pertenece. Y me apena que un gran número de personas imaginativas se hayan dejado persuadir por ese tipo de afirmaciones y hayan dado la espalda al conjunto del misticismo occidental en lugar de reclamar la figura de Cristo como propia. En una ocasión dije durante una entrevista (y lo dije muy en serio) que el Papa, o Falwell, o miles de individuos más, podían afirmar que Dios les hablaba, les daba instrucciones o los hacía partícipes de su Gran Plan, puesto que el Creador también me habla a mí igual de alto y con la misma convicción, pero a través de las ideas que Él, Ella o Ello siembra en mi imaginación.

Dicho esto, debo confesar que cuanto más avanzaba en la escritura de Imajica, más me convencía de que llegar a su fin no dependía en absoluto de mí. Jamás me he sentido tan tentado de abandonar una historia como me ha sucedido con este libro. Jamás he dudado tanto de mi capacidad de narrador, ni me he sentido tan perdido o asustado. Y, en la misma medida, jamás había estado tan obsesionado. Acabé tan inmerso en la narración que durante varias semanas, ya cerca de la finalización del proyecto original, me invadió una especie de locura. Solía despertarme tras haber soñado con los Dominios y, de inmediato, me sentaba a escribir sobre ellos hasta que me arrastraba de nuevo a la cama. Mi sencilla vida —la escasa que tenía— acabó siendo monótona y trivial en contraste con lo que me estaba sucediendo (tal vez debiera decir «lo que le estaba sucediendo a Cortés», pero me refiero a mí mismo) a medida que realizábamos el peregrinaje que nos llevaría hasta la revelación. No es casualidad que acabara el libro mientras realizaba los preparativos para mudarme de Inglaterra a Estados Unidos. Cuando comenzaba las últimas páginas del libro, mi casa de la calle Wimpole ya estaba vendida y todos sus enseres habían sido empaquetados y enviados a Los Angeles, de modo que todo aquello que solía proporcionarme sensación de bienestar había desaparecido de mi lado. De algún modo, era la situación perfecta para acabar la novela: al igual que Cortés, me embarcaba en una vida totalmente distinta y, al hacerlo, dejaba atrás el país en el que había pasado cuarenta años de mi vida. En cierto sentido, Imajica se convirtió en un compendio de lugares conocidos y amados por mí: Highgate y Crouch End, donde había pasado más de una década escribiendo obras de teatro, historias cortas y, en último lugar, Sortilegio; Central London, donde viví durante una corta temporada en una magnífica mansión georgiana. En las páginas, describí los veranos de mi infancia y mis fantasías aristocráticas. Vertí mi amor sobre un peculiar Apocalipsis acaecido en Inglaterra: las visiones de Stanley Spencer, John Martin y William Blake, sueños de una resurrección doméstica y de la imagen de Cristo en la puerta de casa durante una mañana de verano. Reflejé la calle Gamut en Clerkenwell, un lugar que siempre me había obsesionado. Las escenas que narran el regreso de Cortés están localizadas en South Bank, lugar donde pasé incontables y maravillosas noches. En resumen, el libro se convirtió en el modo de despedirme de Inglaterra.

No descarto la posibilidad de regresar algún día, por supuesto, pero de momento, rodeado por la bruma y el sol de Los Angeles, me parece un mundo muy distante. Es extraordinario el modo en que acabas dividido cuando has crecido en un país y lo abandonas por otro. Para un escritor como yo, mucho más preocupado por los viajes hacia lo desconocido y por la melancolía y las dichas que proporcionan, el cambio ha demostrado ser una experiencia educativa.

Espero que estas líneas autobiográficas iluminen la historia que sigue a continuación, como también espero que parte de los sentimientos que me impulsaron a escribir esta novela permanezcan contigo cuando llegues a la última página. Cristo e Inglaterra no han abandonado mi corazón, por supuesto —y jamás lo harán—, pero escribir sobre un tema concreto crea una magia especial. Magnifica las pasiones que han inspirado la historia y, una vez el trabajo está concluido, las entierra; las aleja de la vista y de la mente para permitir que el escritor pueda trasladarse. Sigo soñando con Inglaterra de vez en cuando, y hace poco escribí acerca de Jesús caminando sobre las aguas de la metafísica en Everville, cuando le dice a Tesla Bombeck que «las vidas son las hojas del árbol de la historia». Pero jamás volveré a experimentar los mismos sentimientos que me acompañaron mientras escribía Imajica. Esas emociones tan especiales han desaparecido entre sus páginas para ser redescubiertas por cualquiera que desee encontrarlas. Si te apetece hacerlo, conviértelas en algo tuyo.

—Clive Barker, Los Angeles, 1994

Capítulo 1

Como ocurre con los distritos teatrales de tantas grandes ciudades de toda Imajica, ya sea en los Dominios Reconciliados o en el Quinto, el barrio en el que se encontraba el Ipse había sido un lugar de cierta mala fama en otros tiempos, cuando los actores de ambos sexos complementaban sus magros salarios con los cinco números de siempre: contratación, retiro, seducción, conjunción y giros, todos interpretados por horas, noche y día. Sin embargo, el centro de todas estas actividades se había trasladado al otro lado de la ciudad, donde el floreciente número de clientes de clase media se sentía menos expuesto a la mirada de aquellos de sus coetáneos que iban en busca de entretenimientos más respetables. La calle Lujuria y sus alrededores surgieron en cuestión de meses y pronto se convirtió en el tercer kesparate más rico de la ciudad, dejando que el distrito teatral fuera declinando hasta alcanzar un lugar más legítimo en el mundo.

Quizá porque no despertaba demasiado interés en el público fue por lo que sobrevivió a los traumas de las últimas horas mejor que la mayor parte de los kesparates de su tamaño. Había visto algo de acción. Los batallones del general Mattalaus habían atravesado sus calles de camino al sur, hacia la calzada, donde los rebeldes estaban intentando construir un puente improvisado para cruzar el delta. Más tarde, un grupo de familias del Caramess se había refugiado en el Rialto de Koppocovi. Pero no se había levantado ninguna barricada y no se había quemado ninguno de los edificios. El Deliquium recibiría la mañana intacto. Su supervivencia, sin embargo, no se achacaría al desinterés general sino a la presencia en su perímetro de la Colina del Pálido, un lugar que no era ni colina ni carecía de color, sino que era un círculo conmemorativo en cuyo centro reposaba un pozo utilizado desde tiempos inmemoriales para depositar los cuerpos de los hombres ejecutados, de los suicidas, de los indigentes y, en ocasiones, de los románticos que preferían pudrirse en tales compañías. Llegada la mañana, susurrarían los rumores que los fantasmas de estas almas olvidadas se habían levantado para defender su tierra y evitar que los vándalos y los constructores de barricadas destruyeran el kesparate, que habían rondado por los escalones del Ipse y el Rialto y habían aullado en las calles como perros enloquecidos tras tanto perseguir la cola del cometa.

Con las ropas hechas jirones y en la garganta una súplica inquebrantable, Quaisoir atravesó el corazón de varias batallas y escapó casi ilesa. En las calles de Yzordderrex esta noche había muchas mujeres como ella, destrozadas por el dolor; todas le rogaban a Hapexamendios que retornara hijos o maridos a sus brazos y, en su mayor parte, recibían paso franco entre las líneas, no les hacía falta más contraseña que sus sollozos.

Las batallas en sí no la afligían, en sus tiempos había organizado y supervisado ejecuciones masivas. Pero una vez que las cabezas rodaban, ella siempre se había apresurado a irse y había dejado que fuera otra persona la que se ocupara de las consecuencias con una pala. Ahora tenía que pisar con los pies descalzos unas calles que más parecían mataderos y su legendaria indiferencia ante el espectáculo de la muerte se vio arrollada por un horror tan profundo que varias veces tuvo que cambiar de dirección para evitar una calle que hedía demasiado a entrañas o a sangre quemada. Sabía que tendría que confesar esta cobardía cuando por fin encontrara al Hombre de los Pesares, pero sus culpas eran tantas que una falta más o menos apenas importaría ya.

Y fue entonces, cuando llegó a la esquina de la calle al final de la cual se encontraba el teatro de Pluthero Quexos, cuando alguien la llamó por su nombre. Se detuvo y buscó al que la llamaba. Un hombre vestido de azul se levantaba en ese momento de un escalón, la fruta que había estado pelando en una mano, la hoja con la que la pelaba en la otra. No parecía dudar de su identidad.

—Tú eres su mujer —dijo.

¿Era este el Señor?, se preguntó. El hombre que había visto en los tejados del puerto se había perfilado contra un cielo brillante y había sido difícil distinguir sus rasgos. ¿Podría ser él?

El hombre llamaba a alguien del interior de la casa situada tras los escalones en los que había estado sentado, en otro tiempo un burdel, a juzgar por los grabados obscenos del pórtico. El discípulo, un oethac, salió con una botella en una mano mientras con la otra alborotaba el cabello de un pequeño cretino, desnudo y con la piel brillante. La mujer empezó a dudar de su primer juicio, pero no se atrevió a irse hasta haber visto sus esperanzas confirmadas o hechas añicos.

—¿Eres el Hombre de los Pesares? —dijo.

El hombre que pelaba la fruta se encogió de hombros.

—¿No lo somos todos esta noche? —dijo mientras tiraba la fruta sin probarla.

El cretino bajó de un salto los escalones, la cogió con un gesto brusco y se la metió entera en la boca, de tal modo que la cara se le abultaba y el zumo se le escurría entre los labios.

—Tú eres la que has provocado todo esto —dijo el que había pelado la fruta al tiempo que con el cuchillo señalaba a Quaisoir. Se dio un momento la vuelta y miró al oethac—. Estaba en el puerto. La vi.

—¿Quién es? —dijo el oethac.

—La mujer del Autarca —fue la respuesta—. Quaisoir.

Dio un paso hacia ella.

—Eres tú, ¿no es así?

No podía negarlo más de lo que podía huir, Si este hombre era de verdad Jesús, no podía empezar a rogar su perdón con una mentira.

—Sí —le dijo—. Soy Quaisoir. Era la mujer del Autarca.

—Es una puta belleza —dijo el oethac.

—Su aspecto no importa —le dijo el que pelaba la fruta—. Lo importante es lo que ha hecho.

—Sí —dijo Quaisoir y se atrevió a creer que este era en verdad el Hijo de David—. Eso es lo que importa de verdad. Lo que he hecho.

—Las ejecuciones...

—Sí.

—Las purgas...

—Sí.

—He perdido a muchos amigos y ha sido por tu causa.

—Oh, Señor, perdóname —dijo la mujer mientras caía de rodillas.

—Te vi en el puerto esta mañana —dijo Jesús, y se acercó cuando ella se arrodilló—. Sonreías.

—Perdóname.

—Mirabas a tu alrededor y sonreías. Y pensé cuando te vi...

Estaba a sólo tres pasos de ella.

—... con los ojos brillantes...

La mano pegajosa del hombre sujetó la cabeza de Quaisoir.

— Pensé, esos ojos...

Levantó el cuchillo...

—... tienen que desaparecer.

... y lo volvió a bajar, rápido y afilado, afilado y rápido, para arrancarle la vista a su discípula antes de que esta pudiera empezar a chillar.

Las lágrimas que de repente llenaron los ojos de Jude escocían como ninguna lágrima que hubiera derramado jamás. Dejó escapar un sollozo, más de dolor que de pena, y se apretó las palmas de las manos contra las cuencas de los ojos para restañar el llanto. Pero no cesaba. Las lágrimas seguían fluyendo, calientes y ásperas, haciendo que le palpitara la cabeza entera. Sintió que el brazo de Dowd sujetaba el suyo y se alegró. Sin su apoyo, estaba segura de que se habría caído.

—¿Qué pasa? —dijo él.

La respuesta, que estaba compartiendo algún tipo de agonía con Quaisoir, no era algo que pudiera decirle a Dowd.

—Debe de ser el humo —dijo—. Casi no veo.

—Ya casi estamos en el Ipse —respondió él—. Pero tenemos que seguir moviéndonos un poco más. En los espacios abiertos no estamos seguros.

Cosa muy cierta. Los ojos de Jude, que en ese momento sólo podían ver latidos rojos, se habían posado durante la última hora en atrocidades suficientes para alimentar toda una vida de pesadillas. La Yzordderrex de sus anhelos, la ciudad cuyo aire picante, ese aire que había salido del Retiro meses antes y la había invocado como la llamada de un amante, estaba prácticamente en ruinas. Quizá por eso Quaisoir derramaba aquellas lágrimas ardientes.

Después de un rato se secaron, pero el dolor persistió. Aunque despreciaba al hombre en el que se apoyaba, sin su ayuda se habría caído al suelo y allí habría permanecido. Él la convencía para continuar, paso a paso. El Ipse ya estaba cerca, le decía, sólo una o dos calles más allá. Allí podría descansar mientras él se empapaba de los ecos de glorias pasadas. La joven apenas prestaba atención al monólogo de su acompañante. Era su hermana la que llenaba sus pensamientos, la anticipación del encuentro ahora teñida de desasosiego. Se había imaginado que Quaisoir habría entrado protegida en estas calles, y que al verla Dowd se habría limitado a retirarse y dejarlas disfrutar de su reencuentro. ¿Pero y si a Dowd no lo invadía un pavor supersticioso? ¿Y si, en lugar de eso, atacaba a una de ellas, o a ambas? ¿Tendría Quaisoir alguna forma de defenderse contra sus insectos? Empezó a secarse los ojos llorosos mientras seguía avanzando entre tropezones, resuelta a ver con toda claridad cuando llegara el momento y preparada para escapar del látigo de Dowd.

El monólogo de este, cuando cesó, lo hizo de forma repentina. Se paró e hizo detenerse a Jude a su lado. La mujer levantó la cabeza. La calle que tenía delante no estaba bien iluminada, pero el fulgor de los fuegos lejanos se abría paso entre los edificios y allí, arrastrándose bajo uno de aquellos vacilantes rayos de luz, vio a su hermana. Jude dejó escapar un sollozo. A Quaisoir le habían arrancado los ojos y sus torturadores la perseguían. Uno era un niño, otro un oethac. El tercero, el más salpicado de sangre, era también el más humano pero sus rasgos quedaban deformados por el placer que obtenía del tormento de Quaisoir. El cuchillo cegador todavía seguía en su mano y ahora lo levantaba sobre la espalda desnuda de su víctima.

Antes de que Dowd pudiera hacer algo para detenerla, Jude chilló: «¡alto!».

El cuchillo se detuvo en pleno descenso y los tres perseguidores de Quaisoir se dieron la vuelta y miraron a Jude. El niño no se dio cuenta de nada, su rostro era un vacío retrasado. El que empuñaba el cuchillo permaneció también en silencio, aunque su expresión era de incredulidad. Fue el oethac el que habló, las palabras que pronunció mal articuladas pero invadidas por el terror.

—Tú... no... Te acerques —dijo, la mirada temerosa iba y volvía entre la mujer herida y su eco, sana y fuerte.

El cegador recuperó entonces la voz y quiso decirle que se callara, pero el oethac siguió farfullando.

—¡Mírala! —dijo—. ¿Qué cojones es esto, eh? Mírala.

—Tú cierra el pico —dijo el cegador—, No va a tocarnos.

—Eso no lo sabes —dijo el oethac mientras cogía al niño con un brazo y se lo colgaba del hombro—. No fui yo —continuó mientras se retiraba—. Yo no le puse ni un dedo encima. Lo juro. Por mis cicatrices, lo juro.

Jude hizo caso omiso de sus ambages y dio un paso hacia Quaisoir. En cuanto se movió, el oethac huyó. Pero el cegador se mantuvo firme en su sitio, la hoja que llevaba en la mano lo envalentonaba.

—Me ocuparé de ti igual que de ella —le advirtió—. Me da igual quién cojones seas, ¡ya me encargaré yo de ti!

Desde un poco más atrás Jude escuchó la voz de Dowd, transmitía una autoridad que ella no le había oído jamás.

—Yo la dejaría en paz si fuera tú —dijo.

Sus palabras obtuvieron una respuesta de Quaisoir. Levantó la cabeza y la giró en la dirección de Dowd. No sólo le habían clavado un puñal en los ojos sino que prácticamente se los habían arrancado de las cuencas. Al ver los agujeros, Jude se avergonzó de haberse inquietado tanto por el pequeño dolor que sentía por afinidad, no era nada al lado del sufrimiento de Quaisoir. Y sin embargo, la voz de la mujer era casi alegre.

—¿Señor? —dijo—. Mi dulce Señor, ¿es esto castigo suficiente? ¿Querrás perdonarme ahora?

Ni la naturaleza del error que estaba cometiendo Quaisoir ni la profunda ironía que suponía pasaron desapercibidas para Jude. Dowd no era ningún salvador, pero al parecer estaba encantado de asumir ese papel. Respondió a Quaisoir con una delicadeza tan fingida como la sonoridad que había aparentado segundos antes.

—Por supuesto que te perdono —dijo—. Para eso estoy aquí. Jude quizá hubiera sucumbido a la tentación de desengañar a Quaisoir en ese mismo instante, si no hubiera sido porque la pantomima de Dowd había servido para distraer al cegador.

—Dime quién eres, niña —exigió Dowd.

—Sabes de sobra quién es, joder —escupió el cegador—. ¡Quaisoir! ¡Es la puta Quaisoir!

Dowd se volvió para mirar a Jude, en sus ojos había más comprensión que sorpresa. Luego volvió a mirar al cegador.

—Así es —dijo.

—Sabes lo que ha hecho igual que yo —dijo el hombre—. Se merece algo peor que esto.

—¿Peor, tú crees? —dijo Dowd al tiempo que seguía avanzando hacia el hombre, que, con ademán nervioso, se pasaba el cuchillo de una mano a otra, como si percibiera que la capacidad de ser cruel de Dowd multiplicaba la suya por cien y estuviera preparado para defenderse si fuera necesario.

—¿Y qué le harías que fuera peor? —dijo Dowd.

—Lo que ella les ha hecho a otros, una y otra vez.

—¿Y te parece que hizo esas cosas en persona?

—De ella no me extrañaría —dijo—. ¿Quién sabe qué cojones pasa allí arriba? La gente desaparece y vuelve a emerger hecha pedazos... —Intentó esbozar una ligera sonrisa, estaba claro ya que estaba nervioso—. Sabes que se lo merecía.

—¿Y tú? —preguntó Dowd—. ¿Qué te mereces tú?

—No estoy diciendo que sea un héroe —respondió el cegador—. Sólo digo que se lo tenía bien merecido.

—Ya veo —dijo Dowd.

Desde donde Jude se encontraba, lo que ocurrió a continuación fue más una cuestión de conjeturas que de observación. Vio que el mutilador de Quaisoir daba un paso para alejarse de Dowd con un gesto de repugnancia dibujado en el rostro, luego lo vio arremeter contra él corno si quisiera clavarle a Dowd el cuchillo en el corazón. Su ataque lo puso al alcance de los insectos, y antes de que la hoja pudiera encontrar la carne de su rival, aquellos debieron de saltar hacia el cegador porque este se retiró con un grito de pánico mientras se llevaba la mano libre a la cara. Jude ya había visto con anterioridad lo que siguió. El hombre se arañó los ojos, la nariz y la boca, las piernas le fallaron a medida que los insectos deshacían su organismo por dentro. Cayó a los pies de Dowd y rodó envuelto en un frenesí de frustración; al final se llevó el cuchillo a la boca y empezó a escarbar y a desangrarse en busca de las cosas que lo estaban deshaciendo. La vida lo abandonó mientras lo hacía, la mano se le cayó de la cara y dejó la hoja en la garganta, como si se hubiera ahogado con ella.

—Se acabó —le dijo Dowd a Quaisoir, que se había rodeado con los brazos el cuerpo estremecido y yacía en el suelo a unos metros del cadáver de su torturador—. No volverá a hacerte daño.

—Gracias, Señor.

—¿Las cosas de las que te acusó, niña?

—Sí.

—Cosas terribles.

—Sí.

—¿Eres culpable de ellas?

—Lo soy —dijo Quaisoir—. Quiero confesarlas antes de morir. ¿Querrás escucharme?

—Lo haré —dijo Dowd, cuya voz rezumaba magnanimidad.

Tras ser una simple espectadora de los acontecimientos que se producían, Jude dio ahora un paso hacia Quaisoir y su confesor, pero Dowd la oyó acercarse y se volvió para sacudir la cabeza.

—He pecado, mi Señor Jesús —decía Quaisoir—. He pecado tantas veces... Te ruego que me perdones.

Fue la desesperación que Jude oyó en la voz de su hermana, más que la negativa de Dowd, lo que evitó que diera a conocer su presencia. Quaisoir estaba in extremis, y dado que quedaba claro su deseo de comulgar con algún espíritu dispuesto a perdonar, ¿qué derecho tenía Jude a intervenir? Dowd no era el Cristo que Quaisoir creía pero, ¿importaba eso? ¿Qué lograría ahora revelando la auténtica identidad del padre confesor, además de añadir más dolor al sufrimiento de su hermana?

Dowd se había arrodillado al lado de Quaisoir y la había tomado entre sus brazos, demostrando con ello una capacidad de ternura, o al menos de emulación, de la que Jude nunca le habría creído capaz. Por su parte, Quaisoir estaba en éxtasis a pesar de sus heridas. Se agarraba a la chaqueta de Dowd y le daba las gracias una y otra vez por tanta amabilidad. Él la hacía callar con suavidad, le decía que no había necesidad de que hiciera un catálogo de sus crímenes.

—Los tienes en tu corazón y allí los veo —dijo—. Los perdono. Háblame en su lugar de tu marido. ¿Dónde está? ¿Por qué no ha venido también a pedir perdón?

—No creía que estuvieras aquí —dijo Quaisoir—. Le dije que te había visto en el puerto, pero él no tiene fe.

—¿Ninguna?

—Sólo en sí mismo —dijo ella con amargura.

Dowd empezó a mecerla al tiempo que la acosaba con más preguntas, tan concentrado en su víctima que no percibió que Jude se acercaba. La mujer envidiaba el abrazo de Dowd, ojalá fueran sus brazos en los que yacía Quaisoir en lugar de los del hombre.

—¿Quién es tu marido? —preguntaba Dowd.

—Sabes quién es —respondió Quaisoir—. Es el Autarca. Gobierna Imajica.

—Pero no siempre fue el Autarca, ¿verdad?

—No.

—¿Y qué era antes? —quiso saber Dowd—. ¿Un hombre normal?

—No —dijo ella—. No creo que haya sido jamás un hombre normal. No lo recuerdo con exactitud.

El hombre dejó de mecerla.

—Creo que sí te acuerdas —dijo él, su tono había cambiado de una forma muy sutil—. Dime —dijo—. Dime, ¿qué era antes de gobernar Yzordderrex? ¿Y qué eras tú?

—Yo no era nada —dijo ella con sencillez.

—Entonces, ¿cómo es que llegaste tan alto?

—Me amaba. Desde el principio me amó.

—¿No le prestaste ningún servicio impío para que te elevara? —dijo Dowd.

La mujer dudó y él la presionó un poco más.

—¿Qué hiciste? —exigió saber—. ¿Qué? ¿Qué?

Había un eco distante de Oscar en aquel improperio, el sirviente que habla con la voz de su amo.

Intimidada por su furia, Quaisoir respondió:

—Visité el Bastión de Banu muchas veces —confesó—. Incluso el Anexo. Fui allí también.

—¿Y qué hay allí?

—Locas. Algunas que mataron a sus esposos, o a sus hijos.

—¿Y para qué buscabas a unas criaturas tan lastimosas?

—Hay... poderes... ocultos entre ellas.

Al oír eso, Jude prestó más atención que nunca.

—¿Qué clase de poderes? —dijo Dowd, que daba voz a la pregunta que Jude hacía en silencio.

—No hice nada impío —protestó Quaisoir—. Sólo quería purificarme. El Eje se me aparecía en sueños. Cada noche su sombra me cubría y me rompía la espalda. Sólo quería que me purificaran.

—¿Y te purificaron? —le preguntó Dowd. Una vez más, al principio la mujer no respondió hasta que él la presionó, incluso con dureza—. ¡Habla!

—No me purificaron, me cambiaron —dijo ella—. Las mujeres me contaminaron. Tengo una lacra en la piel y ojalá pudiera quitármela.—Empezó a rasgarse las ropas hasta que sus dedos encontraron su vientre y sus pechos—. ¡Quiero que me la saquen! —dijo—. Me produjo nuevos sueños, peores que antes.

—Cálmate —dijo Dowd.

—¡Quiero que se vaya! ¡Quiero que se vaya! —Una especie de ataque se había apoderado de ella de repente, y se debatió con tal violencia entre sus brazos que se desprendió de ellos—. La siento ahora en mí —dijo mientras con las uñas se arañaba los pechos.

Jude miró a Dowd, quería que interviniera pero él se limitó a levantarse y contemplar la angustia de la mujer; estaba claro que le complacía. El ataque que Quaisoir se infligía no era teatro. Se estaba haciendo sangre mientras seguía gritando que quería que le arrancaran la lacra. En medio de su agonía, un sutil cambio se iba apoderando de su piel, como si exudara la lacra de la que había hablado. Sus poros rezumaban un lustre iridiscente y las células de su piel empezaban a cambiar sutilmente de color. Jude conocía bien el color azul que veía extenderse por el cuello de su hermana, que le bajaba por el cuerpo y le subía hacia el rostro deformado. Era el color azul del ojo de la piedra, el azul de la Diosa.

—¿Qué es esto? —preguntó Dowd a la confesa.

—¡Fuera! ¡Fuera!

—¿Es esta la lacra? —El hombre se agachó a su lado—. ¿Lo es?

—¡Sácamela! —sollozó Quaisoir y empezó a atacar de nuevo su pobre cuerpo.

Jude no pudo soportarlo más. Permitir que su hermana muriera en paz en los brazos de un sucedáneo de divinidad era una cosa. Esta automutilación, otra muy distinta. Rompió su voto de silencio.

—Detenla —dijo.

Dowd levantó la cabeza de su objeto de estudio y se pasó el pulgar por la garganta para hacerla callar. Pero ya era demasiado tarde. A pesar de su confusión, Quaisoir había oído hablar a su hermana. Se ralentizaron sus ataques y su cabeza ciega se volvió hacia Jude.

—¿Quién está ahí? —quiso saber.

Había una furia desnuda en el rostro de Dowd, pero intentó hacerla callar con suavidad. Sin embargo, no había forma de aplacarla.

—¿Quién está contigo, Señor? —le preguntó.

Con su respuesta, el hombre cometió un error que desbarató toda la ficción. Le mintió.

—No hay nadie —dijo.

—He oído la voz de una mujer. ¿Quién está ahí?

—Ya te lo he dicho —insistió Dowd—. Nadie. —Le puso la mano sobre el rostro—. Ahora cálmate. Estamos solos.

—No, no lo estamos.

—¿Acaso dudas de mí, niña? —replicó Dowd. Su voz, tras la dureza de sus últimas interrogantes, moduló la pregunta de tal modo que casi parecía que lo había herido la falta de fe de la mujer. La respuesta de Quaisoir fue quitarle en silencio la mano de la cara y sujetarla con fuerza entre sus dedos azules y salpicados de sangre.

—Eso está mejor —dijo él.

Quaisoir le recorrió con los dedos la palma de la mano. Luego dijo:

—No hay cicatrices.

—Siempre habrá cicatrices —dijo Dowd, pródigo en gestos dogmáticos. Pero no había entendido a qué se refería la mujer con aquel comentario.

—No hay cicatrices en tus manos —dijo ella.

La retiró de entre los dedos femeninos.

—Cree en mí —dijo.

—No —respondió ella—. Tú no eres el Hombre de los Pesares. —La alegría había desaparecido de su voz, que ahora era pastosa, casi amenazante—. No puedes salvarme —dijo ella, y de repente comenzó a agitarse como una loca para alejar al impostor de ella—. ¿Dónde está mi Salvador? ¡Quiero a mi Salvador!

—No está aquí —le dijo Jude—. Nunca lo estuvo.

Quaisoir se volvió hacia Jude.

—¿Quién eres? —dijo—. Ya he oído tu voz en alguna parte.

—Mantén la boca cerrada —dijo Dowd mientras apuñalaba el aire con el dedo—. O por lo más sagrado que probarás los insectos...

—No le tengas miedo —dijo Quaisoir.

—Sabe que no es eso lo más inteligente —respondió Dowd—. Ya ha visto de lo que soy capaz.

Deseosa de tener alguna excusa para hablar, para que Quaisoir pudiera oír de nuevo la voz que conocía pero a la que todavía no le podía poner nombre, Jude defendió la presunción de Dowd.

—Lo que dice es cierto —le dijo a Quaisoir—. Nos puede hacer daño a las dos, mucho daño. No es el Hombre de los Pesares, hermana.

Ya fuera la repetición de las palabras que la misma Quaisoir había utilizado varias veces, Hombre de los Pesares, o el hecho de que Jude la hubiera llamado hermana, o ambas cosas, el rostro invidente de la mujer se abatió y desapareció el desconcierto de su expresión. Luego se levantó del suelo.

—¿Cómo te llamas? —murmuró—. Dime tu nombre.

—No es nada —dijo Dowd, haciéndose eco de la descripción que Quaisoir había hecho de sí misma minutos antes—. Es una mujer muerta. —Hizo un movimiento hacia Jude—. Entiendes tan poco... —dijo—. Y por eso te he perdonado muchas cosas. Pero ya no puedo consentirte más. Has estropeado un bonito juego y no quiero que estropees nada más.

Se llevó la mano izquierda, con el índice extendido, a los labios.

—No me quedan muchos insectos —dijo—, así que con uno tendrá que servir. Una lenta descomposición. Pero incluso una sombra como tú se puede deshacer.

—Ahora soy una sombra, ¿no? —le dijo Jude—. Creí que éramos iguales, tú y yo. ¿Recuerdas ese discurso?

—Eso fue en otra vida, pichoncita —dijo Dowd—. Esto es diferente. Aquí podrías hacerme daño. Así que me temo que va a tener que ser gracias y buenas noches.

La mujer empezó a alejarse de él, se preguntaba al hacerlo cuánta distancia tendría que poner entre ellos para estar fuera del alcance de sus malditos insectos. El hombre contempló su retirada con una expresión de lástima en el rostro.

—No sirve de nada, pichoncita —dijo—. Conozco estas calles como la palma de mi mano.

La mujer hizo caso omiso de su condescendencia y dio otro paso hacia atrás con los ojos clavados en la boca en la que anidaban los insectos, pero también consciente de que Quaisoir se había levantado y se encontraba a menos de un metro de su defensor.

—¿Hermana? —dijo la mujer.

Dowd se dio la vuelta y apartó la atención de Jude el tiempo suficiente para que esta echara a correr. El hombre dejó escapar un grito cuando ella huyó y la mujer ciega se precipitó hacia el sonido, lo agarró por el brazo y por el cuello y lo atrajo hacia ella. El ruido que hizo en ese instante no se parecía a nada de lo que Jude hubiera oído de labios humanos, y lo envidió: un grito capaz de hacer pedazos los huesos como si fueran de cristal y despojar el aire de su color. Se alegró de no haber estado más cerca, podría haberla postrado de rodillas.

Miró atrás sólo una vez, a tiempo de ver cómo Dowd escupía el insecto letal en las cuencas vacías de Quaisoir, y rezó para que su hermana tuviera mejores defensas contra el daño que le podía hacer que el hombre que le había vaciado los ojos. En cualquier caso, poco podía hacer ella para ayudar. Era mejor correr ahora que tenía la oportunidad, para que al menos una de las dos sobreviviera al cataclismo.

Giró por la primera esquina que encontró y siguió doblando esquinas a partir de entonces, para poner tantas decisiones como pudiera entre ella y su perseguidor. No cabía duda de que el alarde de Dowd era verdad. Era cierto que conocía estas calles, donde afirmaba haber triunfado en otros tiempos, como la palma de su mano. De lo que se deducía que cuanto antes saliera de ellas y entrara en un terreno desconocido para ambos, más probabilidades tendría de perderlo. Hasta entonces, tenía que ser rápida y tan invisible como pudiera. Dowd la había apodado sombra y como ella debía ser, oscuridad sumida en unas tinieblas más profundas, precipitada y veloz, ahora vista y ya desaparecida.

Pero su cuerpo no quería complacerla. Estaba cansado, acosado por dolores y estremecimientos. En su pecho se habían encendido hogueras gemelas, una en cada pulmón. Una jauría invisible le arrancaba sangre de los talones. Pero no se permitió reducir el ritmo hasta que dejó atrás las calles de los teatros y los burdeles y sus pies la llevaron a un lugar que podría haber servido de escenario para una tragedia de Pluthero Quexos: un círculo de cien metros de anchura, rodeado por un muro alto de piedra negra y lustrosa. Las hogueras que aquí ardían no bramaban sin control, como ocurría en tantos otros lugares de la ciudad, sino que parpadeaban por decenas en la parte superior de los muros; diminutas llamas blancas, como lamparillas, que iluminaban el pavimento inclinado que descendía hasta una abertura en el centro del círculo. No sabía cuál era su función. ¿Una entrada al inframundo secreto de la ciudad, quizá, o un pozo? Había flores por todas partes; la mayor parte de los pétalos se habían caído y podrido y cubrían el pavimento bajo de sus pies con una capa resbaladiza que al acercarse al agujero la obligaba a pisar con cuidado. Crecía la sospecha de que aquello era un pozo, el agua envenenada a causa de los muertos. Había obituarios garabateados en el pavimento: nombres, fechas, mensajes, hasta toscas ilustraciones, su número iba aumentando a medida que se acercaba al borde. Algunos incluso se habían inscrito en la pared interior del pozo, hechos por dolientes con la valentía o la angustia suficiente para atreverse a desafiar la caída.

Si bien el agujero ejercía la misma fascinación que el borde de un acantilado y la invitaba a asomarse a sus profundidades, la mujer se negó a sus peticiones y se detuvo a un metro o dos del borde. Salía un olor enfermizo de aquel lugar, aunque no era muy fuerte. O bien no se había utilizado el pozo últimamente o quizá sus ocupantes yacían a gran profundidad.

Una vez satisfecha su curiosidad, Jude miró a su alrededor para elegir la mejor ruta que la sacara de allí. Había no menos de ocho salidas, nueve incluyendo el pozo, y decidió dirigirse primero a la avenida que se encontraba enfrente de la calle por la que había entrado. Estaba oscura y llena de humo, y quizá la hubiera tomado si no hubiera visto señales de que los escombros la bloqueaban un poco más abajo. Fue a la siguiente y esta también estaba bloqueada, los fuegos parpadeaban entre las maderas caídas. Se encaminaba a la tercera puerta cuando oyó la voz de Dowd. Se volvió. El hombre se encontraba al otro extremo del pozo, con la cabeza un poco ladeada y una expresión decepcionada en la cara, como un padre que hubiera alcanzado al hijo que está haciendo pellas.

—¿No te lo había dicho? —dijo—. Conozco estas calles.

—Ya te había oído.

—No está tan mal que hayas venido aquí —dijo él mientras se dirigía hacia ella con paso tranquilo—. Me ahorra un insecto.

—¿Por qué quieres hacerme daño? —dijo Jude.

—Yo podría hacerte la misma pregunta —dijo él—. Te gustaría, ¿no? te encantaría verme herido. Y serías incluso más feliz si pudieras causar el daño en persona. ¡Admítelo!

—Lo admito.

—Eso es. ¿Después de todo, no soy un gran confesor? Y eso no es más que el comienzo. Tienes en tu interior unos secretos que yo ni siquiera sabía que tenías. —El hombre alzó una mano y dibujó un círculo mientras hablaba—. Empiezo a ver la perfección de todo esto. Las cosas van girando y girando, y vuelven al lugar donde todo empezó. Es decir, a ella. O a ti, en realidad no importa. Sois lo mismo.

—¿Gemelas? —dijo Jude—. ¿Es eso?

—Nada tan manido, pichoncita. Nada tan natural. Te insulté cuando te llamé sombra. Eres algo más milagroso que eso. Eres... —Se detuvo—. Bueno, espera. Esto no es del todo justo. Aquí estoy yo, contándote lo que sé, y a cambio no recibo nada de ti.

—Yo no sé nada —dijo Jude—. Ojalá lo supiera.

Dowd se inclinó y cogió un capullito, uno de los pocos que habían pisado y seguía intacto.

—Pero sea lo que sea lo que Quaisoir sabe, tú también lo sabes —dijo—. Al menos sobre cómo se derrumbó todo.

—¿Cómo se derrumbó qué?

—La Reconciliación. Estuviste allí. Oh, sí, sé que crees que tú no eras más que una espectadora inocente, pero en esta historia no hay nadie, nadie, inocente. Ni Estabrook, ni Godolphin, ni Cortés, ni su místico. Todos ellos tienen confesiones que hacer tan largas como sus brazos.

—¿Incluso tú? —le preguntó ella.

—Oh, bueno, conmigo es diferente. —El hombre suspiró al tiempo que olisqueaba la flor—. Yo sólo soy un pobre actorzuelo. Finjo mis éxtasis. Me gustaría cambiar el mundo, pero termino siendo un simple entretenimiento. Mientras que todos vosotros, amantes —pronunció la palabra con desdén— a los que el mundo les importa una mierda siempre que sigan sintiendo pasión, vosotros sois los que hacéis que ardan las ciudades y se derrumben las naciones. Vosotros sois los motores de la tragedia y la mayor parte del tiempo ni siquiera lo sabéis. Así que, ¿qué puede hacer un pobre actorzuelo si quiere que lo tomen en serio? te lo diré. Tiene que aprender a fingir muy bien sus sentimientos para que le permitan abandonar el escenario y entrar en el mundo real. He necesitado muchos ensayos para llegar a donde estoy, créeme. Empecé por abajo, ¿sabes?, muy abajo. Mensajero, portaestandarte. Una vez ejercí de chulo para el Invisible, pero fue cosa de una sola noche. Luego volví a servir a los amantes...

—Como Oscar.

—Como Oscar.

—Lo odiabas, ¿verdad?

—No, sólo me aburría, él y toda su familia. Se parecía mucho a su padre, y al padre de su padre, y así sucesivamente hasta llegar al chiflado de Joshua. Me impacienté. Sabía que las cosas al final cambiarían y yo tendría mi momento, pero estaba harto de esperar y de vez en cuando dejaba que se me notara.

—Y conspirabas.

—Desde luego. Quería apresurar las cosas, empujarlas hacia el momento de mi... emancipación. Estaba todo calculado. Pero así soy yo, ¿sabes? Soy un artista con alma de contable.

—¿Contrataste a Pai para que me matara?

—No a sabiendas —dijo Dowd—. Yo puse unas cuantas cosas en marcha pero nunca me imaginé que nos fueran a llevar tan lejos. Ni siquiera sabía que el místico estaba vivo. Pero a medida que ocurrían las cosas, comencé a ver lo inevitable que era todo esto. Primero la aparición de Pai. Luego que tú conocieras a Godolphin y que os enamorarais. Tenía que pasar. Después de todo, para eso naciste. Por cierto, ¿lo echas de menos? Di la verdad.

—Apenas he pensado en él —respondió ella, sorprendida por cuánto había de verdad en aquella afirmación.

—Ojos que no ven, corazón que no siente, ¿eh? Ah, me alegro tanto de no poder sentir amor... Cuán miserable te hace. Ese dolor puro, sin mezcla — reflexionó él por un momento, luego dijo—: Se parece mucho a la primera vez, ¿sabes? Amantes que anhelan, mundos que tiemblan. Claro que la última vez yo era un simple portaestandarte. Esta vez tengo intención de ser el príncipe.

—¿A qué te refieres cuando dices que nací para enamorarme de Godolphin? Ni siquiera recuerdo haber nacido.

—Creo que ya es hora de que lo hagas —dijo Dowd, que tiró la flor cuando empezó a aproximarse a ella—. Aunque estos ritos de paso nunca son fáciles, pichoncita, así que prepárate. Al menos has elegido un buen lugar. Podemos sentarnos en el borde con los pies colgando mientras hablamos sobre cómo viniste al mundo.

—Ah, no —dijo ella—. Yo no me acerco a ese agujero.

—¿Crees que quiero matarte? —dijo él—. En absoluto. Sólo quiero que te desprendas de unos cuantos recuerdos. No es mucho pedir, ¿verdad? Sé justa. Yo te he dejado entrever lo que hay en mi corazón. Ahora me tienes que enseñar el tuyo. —La sujetó por la muñeca—. No pienso aceptar un no por respuesta —dijo y la atrajo al borde del pozo.

Jude jamás se había aventurado tan cerca y la proximidad le daba vértigo. Aunque lo maldijo por tener fuerza suficiente para arrastrarla hasta allí, también se alegró de que la sujetara con tal firmeza.

—¿Quieres sentarte? —dijo él. Ella sacudió la cabeza—. Como quieras — continuó—. Hay más probabilidades de que te caigas, pero la decisión es tuya. Te has convertido en una mujer muy terca, pichoncita, ya me he dado cuenta. Eras bastante más dúctil al principio. Claro que para eso te criaron.

—A mí no me criaron para nada.

—¿Cómo lo sabes? —dijo él—. Hace dos minutos afirmabas que ni siquiera recuerdas el pasado. ¿Cómo sabes lo que debías ser, lo que tenías que ser? —El hombre se asomó al pozo—. El recuerdo está en tu cabeza, en alguna parte, pichoncita. Sólo tienes que tener la voluntad de dejarlo salir. Si Quaisoir buscaba a alguna diosa, quizá tú también lo hiciste, aun cuando no lo recuerdes. Y si lo hiciste, entonces quizá seas algo más que la Nectarina de Joshua. Quizá representes algún papel en todo esto con el que yo no había contado.

—¿Y dónde iba a conocer yo alguna diosa, Dowd? —respondió Jude—. Vivía en el Quinto, en Londres, en Notting Hill Gate. Allí no hay diosas.

Y en el mismo momento de hablar pensó en Celestine, enterrada bajo la torre de la Tabula Rasa. ¿Era acaso hermana de las deidades que rondaban por Yzordderrex? ¿Una fuerza transformadora encerrada por un sexo que veneraba lo inamovible? Al recordar a la prisionera y su celda, la mente de Jude se hizo de repente más liviana, como si se hubiera bebido un güisqui de un trago con el estómago vacío. Después de todo, la había tocado lo extraordinario. Si había ocurrido una vez, ¿por qué no muchas veces? Y si había ocurrido ahora, ¿por qué no en su olvidado pasado?

—No tengo forma de volver —dijo para dejar clara la dificultad que aquello presentaba, tanto por ella como por Dowd.

—Es muy fácil —replicó él—. Tú sólo piensa en lo que se siente al nacer.

—Ni siquiera recuerdo mi infancia.

—Tú no tuviste infancia, pichoncita. No tuviste adolescencia. Naciste tal y como eres, de la noche a la mañana. Quaisoir fue la primera Judith y tú, dulce palomita mía, eres su única réplica. Perfecta, quizá, pero aun así una réplica.

—No pienso... no quiero... creerte.

—Pues claro que al principio debes negar la verdad. Es perfectamente comprensible. Pero tu cuerpo sabe lo que es verdad y lo que no lo es. Te estremeces por dentro y por fuera...

—Estoy cansada —dijo ella, aunque sabía que esa explicación era de una debilidad lastimosa.

—Lo que sientes es algo más que cansancio —dijo Dowd—. Admítelo.

A medida que él la pinchaba, Jude recordó los resultados de las últimas revelaciones que él le había hecho sobre su pasado, cómo había caído al suelo de la cocina, desjarretada por cuchillos invisibles. Ahora no se atrevía a sucumbir a un derrumbamiento semejante, con el pozo a unos centímetros de donde se encontraba, y Dowd lo sabía.

—Tienes que enfrentarte a los recuerdos —decía él—. Limítate a escupirlos. Vamos. Te sentirás mejor, te lo prometo.

La mujer empezaba a sentir que tanto sus miembros como su resolución se debilitaban con cada palabra, pero la perspectiva de enfrentarse a aquello que yacía en la oscuridad del fondo de su cabeza (y por mucho que desconfiara de Dowd, no dudaba que allí había algo horrendo) era casi tan aterradora como la idea de que el pozo la absorbiera. Quizá sería mejor morir en ese mismo instante, dos hermanas que se extinguían en menos de una hora, y no llegar a saber jamás si las afirmaciones de Dowd eran reales o no. Pero supongamos también que le hubiera estado mintiendo durante todo aquel tiempo (la actuación más brillante del pobre actorzuelo hasta la fecha) y que ella no fuera una sombra, que no fuera una réplica, una cosa criada para prestar un servicio, sino una niña natural con padres naturales: una criatura en sí misma, un ser real y completo. Entonces se estaría entregando a la muerte por miedo a descubrir quién era y Dowd habría encontrado en ella otra víctima. La única forma de derrotarlo era ponerlo en evidencia, hacer lo que no dejaba un momento de pedirle que hiciera: entrar en la oscuridad que esperaba en el fondo de su cabeza, lista para abrazar las revelaciones que ocultara. Poco importaba lo que fuera Judith, ya existía; ya fuera real o una réplica, un ser natural o criado de forma artificial. No tenía forma de escapar de sí misma en el mundo de los vivos. Mejor sería saber la verdad de una vez por todas.

La decisión prendió una llama en su cráneo y los primeros fantasmas del pasado aparecieron en su mente.

—Oh, diosa mía —murmuró al tiempo que echaba hacia atrás la cabeza—. ¿Qué es esto? ¿Qué es esto?

Se vio a sí misma echada sobre las tablas desnudas de una habitación vacía; un fuego ardía en la chimenea, un fuego que calentaba su sueño y lisonjeaba su desnudez con su lustre. Alguien le había marcado el cuerpo mientras dormía, había pintado sobre él un diseño que reconoció (el glifo que había visto en su mente por primera vez cuando había hecho el amor con Oscar, y que luego había vuelto a vislumbrar cuando atravesó los Dominios), la espiral de su carne, esta vez pintada sobre su propia piel con media docena de colores.

Se movió en sueños y las hélices parecieron dejar rastros de sí mismas en el aire allí donde ella había estado, su persistencia suscitaba otro movimiento, y este otro en el anillo de arena que rodeaba su dura cama. Se elevaba a su alrededor como la cortina de la Aurora Boreal, rielando con los mismos colores con los que habían pintado su glifo, como si algo de su anatomía esencial permaneciera en el aire de aquella habitación. Quedó hechizada por la belleza de aquella visión.

—¿Qué estás viendo? —oyó que le preguntaba Dowd.

—A mí —respondió ella—, echada en el suelo... en medio de un círculo de arena.

—¿Estás segura de que eres tú? —dijo él.

Estaba a punto de verter una copa entera de desdén sobre esa pregunta cuando se dio cuenta de su importancia. Quizá no fuera ella, sino su hermana.

—¿Hay alguna forma de saberlo? —dijo ella.

—Pronto lo verás —le respondió él.

Y así fue. La cortina de arena empezó a agitarse con más violencia, como si la hubiera embargado un viento desatado dentro del círculo. Brotaban de él partículas que se iban intensificando a medida que el viento las lanzaba contra el aire oscuro: motas del color más puro se elevaban como estrellas recién nacidas y luego volvían a caer, ardían en su descenso hacia el lugar donde ella, la testigo, yacía. Estaba echada en el suelo cerca de su hermana y recibía la lluvia de color como la tierra agradecida que necesitaba ese alimento si quería crecer, hincharse y dar frutos.

—¿Qué soy? —dijo ella mientras seguía la caída del color para intentar vislumbrar el suelo sobre el que caía.

La belleza de lo que había visto hasta ahora la había calmado y le había inspirado una cierta sensación de vulnerabilidad. Cuando vio su propio cuerpo sin terminar, la conmoción la sacó de golpe del recuerdo. De repente volvía a tambalearse al borde del pozo y sólo la mano de Dowd evitaba que se cayera. Un sudor helado le invadió los poros.

—No me sueltes —dijo.

—¿Qué estás viendo? —le preguntó él.

—¿Nacer es esto? —sollozó ella—. Oh, Cristo, ¿esto es nacer?

—Vuelve al recuerdo —dijo él—. ¡Tú lo has empezado, así que termínalo! — La sacudió—. ¿Me oyes? ¡Termínalo!

La mujer vio el rostro del sirviente encolerizado ante ella. Vio detrás el pozo anhelante. Y en medio, en la habitación iluminada por el fuego de la chimenea que la esperaba en su cabeza vio una pesadilla peor que todo lo demás: su anatomía, apenas terminada, yacía en un círculo de perversos encantamientos, abierta hasta que las destilaciones del cuerpo de otra mujer puso piel sobre sus músculos y color en esa piel, puso el tono en sus ojos y el brillo en sus labios, le dio los mismos pechos, el mismo vientre, el mismo sexo. Esto no era un nacimiento, era una duplicación. Era un facsímile, un parecido robado a un original dormido.

—No lo soporto —dijo ella.

—Te lo advertí, pichoncita —respondió Dowd—. Nunca es fácil volver a vivir los primeros momentos.

—Ni siquiera soy real —dijo ella.

—Vamos a dejar en paz la metafísica —fue la respuesta—. Eres lo que eres. Tenías que saberlo antes o después.

—No lo soporto. No lo soporto.

—Pero es que lo estás soportando —dijo Dowd—. Sólo tienes que tomártelo con calma. Paso a paso.

—Más no...

—Sí —insistió él—. Mucho más. Ya ha pasado lo peor. Será más fácil a partir de ahora.

Mintió. Cuando el recuerdo se apoderó de nuera de ella, casi sin invitación, estaba levantando los brazos por encima de la cabeza y dejando que los colores se cuajaran alrededor de los dedos extendidos. Bastante bonito, hasta que dejó caer un brazo a un lado y sus nervios recién terminados sintieron una presencia a su lado, alguien compartía el útero. Volvió la cabeza y chilló.

—¿Qué es? —dijo Dowd—. ¿Vino la diosa?

No era ninguna diosa. Era otra cosa sin terminar que la miraba con la boca abierta y unos ojos sin párpados y le sacaba la lengua incolora, todavía tan áspera que podría haberle arrancado su nueva piel con sólo lamerla. Se apartó de aquel ser y su miedo lo excitó, una carcajada silenciosa agitó aquella pálida anatomía. Vio que este ser también había reunido motas de color robado, pero no se había bañado en ellas sino que las había cogido con las manos y había pospuesto el momento de ataviarse con ellas hasta haberse deleitado en su desnudez desollada.

Dowd volvía a interrogarla.

—¿Es la diosa? —preguntaba—. ¿Qué estás viendo? ¡Dímelo, mujer! ¡Habla...!

La interpelación quedó cortada en seco. Hubo un latido de silencio, luego un grito de alarma tan agudo que se desvaneció la ilusión del círculo que había conjurado y el ser con el que lo había compartido. Sintió que Dowd dejaba de sujetarle la muñeca y su cuerpo se vino abajo. Agitó brazos y piernas al caer y, más por suerte que por intención, el movimiento la arrojó de lado, por el borde del pozo, en lugar de tirarla dentro. Al instante empezó a deslizarse por la rampa. Se agarró al pavimento, pero la piedra había quedado tan pulida tras tantos años de pasos que su cuerpo se deslizó hacia el borde como si las profundidades estuvieran reclamando una deuda descuidada desde hace mucho tiempo. Con las piernas golpeaba el aire vacío, sus caderas se deslizaban por el borde del pozo mientras con los dedos buscaba algún sitio al que agarrarse, por ligero que fuera, (un nombre grabado más hondo que los demás, la espina de una rosa, incrustada entre las piedras), eso le proporcionaría alguna defensa contra la gravedad. Y mientras lo hacía, oyó a Dowd gritar una segunda vez y levantó la cabeza para ver un milagro.

Quaisoir había sobrevivido al insecto. El cambio que se había apoderado de su carne cuando se levantó para desafiar a Dowd al fin se había completado. Su piel era del color del ojo azul, su rostro, mutilado tan poco tiempo antes, relucía. Pero aquellos eran pequeños cambios al lado de la docena de cintas de varios metros de longitud que su esencia había desenrollado a su alrededor; tenían su fuente en la espalda y su propósito era tocar por turnos el suelo que se hallaba debajo y elevarla en un extraño vuelo. El poder que había encontrado en el Bastión ardía en su interior, y Dowd sólo podía retirarse ante él hasta el borde del pozo. Quedó ahora en silencio, arrodillado, listo para alejarse arrastrándose por debajo de las espirales de filamento que formaban la falda de Quaisoir.

Jude sintió que se le escapaba el poco apoyo que había atrapado con los dedos y dejó escapar un grito de socorro.

—¿Hermana? —dijo Quaisoir.

—¡Aquí! —chilló Jude—. ¡Rápido!

Cuando Quaisoir se movió hacia el pozo, y era suficiente el más leve toque de los tentáculos para impulsarla hacia delante, Dowd se puso en marcha y se ocultó bajo los apéndices. Pero había calculado mal el momento de su huida. Uno de los filamentos lo atrapó por el hombro y, tras rodearle el cuello, lo lanzó por el borde del pozo. Al moverse él, la mano derecha de Jude perdió por completo la sujeción que tenía y empezó a deslizarse, en ese momento se escapó de su garganta un último chillido desesperado. Pero Quaisoir era tan rápida a la hora de salvar como a la hora de despachar a alguien. Antes de que el borde del pozo se elevara para eclipsar la escena que se desenvolvía arriba, Jude sintió que los filamentos la cogían por la muñeca y el brazo, y las espirales la rodeaban al instante con fuerza. Por su parte, ella también se agarró a ellas, sus agotados músculos avivados por aquel contacto, y Quaisoir la izó por encima del borde del pozo y la depositó en el pavimento. Rodó hasta quedarse boca arriba y jadeó como un corredor al llegar a la meta mientras los filamentos de Quaisoir se iban desprendiendo y volvían a servir a su ama.

Fue el sonido de los ruegos de Dowd, que despertaban los ecos del pozo sobre el que estaba suspendido, lo que la hizo sentarse. No había nada en sus gritos que ella no hubiera podido predecir de un hombre que había ejercido la servidumbre durante tantas generaciones. Le prometía a Quaisoir obediencia eterna y abnegación absoluta si lo salvaba de aquel terror. ¿No era la misericordia la joya de cualquier corona celestial, sollozaba el sirviente, y no era ella un ángel?

—No —dijo Quaisoir—. Y tampoco soy la novia de Cristo.

Sin inmutarse, el hombre dio comienzo a un nuevo ciclo de descripciones y negociaciones: lo que era ella, lo que haría él por ella, a perpetuidad. No encontraría un sirviente mejor ni un acólito más humilde. ¿Qué quería, su virilidad? Eso no era nada, se castraría en ese mismo instante. Sólo tenía que pedirlo.

Si a Jude le quedaba alguna duda sobre la fuerza que Quaisoir había adquirido, ahora tuvo la prueba, cuando los tentáculos subieron al prisionero del pozo. El sirviente chorreaba al salir como un cubo agujereado.

—Gracias, mil veces, gracias...

Ya estaba a la vista y Jude vio que ahora el hombre corría un doble peligro, los pies le colgaban sobre el aire vacío y los tentáculos le rodeaban la garganta con la fuerza suficiente para estrangularlo si él no hubiera aliviado la presión metiendo los dedos entre el lazo y el cuello. Las lágrimas le bañaban las mejillas con un exceso teatral.

—Señoras —dijo—. ¿Cómo puedo empezar a disculparme?

La respuesta de Quaisoir fue otra pregunta.

—¿Por qué me engañaron tus palabras? —dijo—. No eres más que un hombre. ¿Qué sabes tú de divinidades?

Dowd parecía tener miedo de contestar, no estaba seguro de qué sería más letal, si la negación o la afirmación.

—Dile la verdad —le aconsejó Jude.

—Serví una vez al Invisible —dijo él—. Me encontró en el desierto y me envió al Quinto Dominio.

—¿Por qué?

—Tenía allí unos asuntos.

—¿Qué asuntos?

Dowd empezó a retorcerse otra vez. Se habían secado las lágrimas y el dramatismo había desaparecido de su voz.

—Quería una mujer —dijo— para que le diera un lujo en el Quinto.

—¿Y la encontraste?

—Sí. Se llamaba Celestine.

—¿Y qué le pasó?

—No lo sé. Yo hice lo que me pidieron y...

—¿Qué le pasó? —dijo de nuevo Quaisoir, esta vez con más fuerza.

—Murió —respondió Dowd. Dejó la respuesta en el aire para ver si la negaban. Cuando nadie lo hizo, la recogió con entusiasmo renovado—. Sí, eso fue lo que pasó. La mujer falleció. En el parto, según creo. Hapexamendios la fecundó, ya sabes, y su pobre cuerpo no pudo soportar la responsabilidad.

A Jude el estilo de Dowd ya le resultaba demasiado conocido como para que pudiera engañarla. Conocía la música que ponía en la voz cuando mentía y la oyó ahora con toda claridad. El sirviente era muy consciente de que Celestine estaba viva. Sin embargo, no había habido tal música en sus primeras revelaciones, cuando había dicho que le había procurado una mujer a Hapexamendios, lo que parecía indicar que el servicio que le había prestado al Dios era real.

—¿Y el bebé? —le preguntó Quaisoir—. ¿Fue un hijo o una hija?

—No lo sé —dijo él—. De verdad, no lo sé.

Otra mentira, y esta la percibió su captora. Aflojó el lazo y el hombre cayó unos centímetros antes de dejar escapar un sollozo de terror y agarrarse sobrecogido a los filamentos.

—¡No me dejes caer! ¡Por favor, Dios, no me dejes caer!

—¿Y el bebé?

—¿Qué sé yo? —dijo él; volvía a llorar, sólo que esta vez de verdad—. No soy nada. Soy un mensajero. Un portaestandarte.

—Un chulo —dijo la mujer.

—Sí, eso también. Lo confieso. ¡Soy un chulo! Pero no es nada, no es nada. ¡Díselo, Judith! Soy un simple actorzuelo. ¡Un puto actorzuelo inútil!

—¿Inútil, eh?

—¡Inútil!

—Entonces buenas noches —dijo Quaisoir, y lo soltó.

El lazo se deslizó entre los dedos del hombre con tal brusquedad que no tuvo tiempo para agarrarse con más fuerza y cayó como un muerto de una cuerda cortada; ni siquiera empezó a chillar de inmediato, como si la pura incredulidad lo hubiera silenciado hasta que el iris del cielo lleno de humo que se alzaba sobre él se fue cerrando hasta casi convertirse en un punto. Cuando se alzó por fin el estruendo, este fue agudo pero breve.

Al detenerse, Jude apoyó las palmas en el pavimento y, sin levantar la cabeza para mirar a Quaisoir, murmuró un agradecimiento, en parte por su propia supervivencia pero también por la muerte de Dowd.

—¿Quién era? —preguntó Quaisoir.

—Yo sólo sé una pequeña parte de todo esto —respondió Jude.

—Poco a poco —dijo Quaisoir—. Así es como lo entenderemos todo. Poco... a... poco.

Su voz sonaba exhausta, y cuando Jude levantó la cabeza vio que el milagro abandonaba las células de Quaisoir. Se había hundido en el suelo, la carne desplegada se retiraba al interior de su cuerpo y el beatífico color azul se desvanecía de su piel. Jude se levantó y se alejó cojeando del borde del agujero. Al oír sus pasos, Quaisoir dijo:

—¿Adónde vas?

—Sólo me alejo del pozo —dijo Jude al tiempo que apoyaba la frente y las palmas de las manos en el agradable frescor de la pared—. ¿Sabes quién soy? — le preguntó a Quaisoir después de un momento.

—Sí —fue la tenue respuesta—. Eres el yo que perdí. Eres la otra Judith.

—Así es. —Se volvió y vio que Quaisoir sonreía a pesar del dolor.

—Eso está bien —dijo Quaisoir—. Si sobrevivimos a esto, quizá tú puedas empezar de nuevo por las dos. Quizá tú veas las visiones a las que yo les volví la espalda.

—¿Qué visiones? Quaisoir suspiró.

—En otro tiempo me amó un gran maestro —dijo—. Me enseñó ángeles. Venían a nuestra mesa montados en rayos de luz. Lo juro. Angeles en rayos de luz. Y yo pensé que viviríamos para siempre y que yo aprendería todos los secretos del mar. Pero dejé que me alejara del sol. Le permití convencerme de que los espíritus no importaban. Sólo importaba nuestra voluntad, y si nuestra voluntad era el dolor, entonces la sabiduría era eso. Me perdí en tan poco tiempo, Judith... Tan poco tiempo... —La mujer se estremeció—. Me cegaron mis crímenes antes de que nadie me clavara el cuchillo.

Jude contempló con lástima el rostro mutilado de su hermana.

—Tenemos que encontrar a alguien que te limpie las heridas —dijo.

—Dudo que quede algún médico vivo en Yzordderrex —respondió Quaisoir—. Siempre son los primeros en irse en cualquier revolución, ¿verdad? Los médicos, los recaudadores de impuestos, los poetas...

—Si no podemos encontrar a nadie más, lo haré yo —dijo Jude, que dejó la seguridad del muro y se aventuró a bajar por la rampa hacia donde se sentaba Quaisoir.

—Ayer creí ver a Jesucristo —dijo—. Estaba de pie, en un tejado, con los brazos abiertos. Creí que había venido por mí, para que yo pudiera confesarme. Por eso vine aquí, para encontrar a Jesús. Oí a su mensajero.

—Era yo.

—¿Tú estabas... en mis pensamientos?

—Sí.

—Así que te encontré a ti en lugar de a Cristo. Eso parece un milagro aún mayor. —Estiró el brazo hacia Jude, que la cogió de la mano—. ¿No es así, hermana?

—Todavía no estoy segura —dijo Jude—. Esta mañana era yo. ¿Y ahora qué soy? Una copia, una falsificación.

Esa palabra le recordó al Espurio de Klein: Cortés, el falsificador, que sacaba beneficios del genio de otras personas. ¿Por eso se había obsesionado con ella? ¿Había visto en ella alguna sutil pista que le había revelado su verdadera naturaleza y la había seguido por devoción a la farsa que era?

—Era feliz —dijo mientras pensaba en los buenos tiempos que había compartido con él—. Quizá no siempre me daba cuenta de que era feliz, pero lo era. Era yo misma.

—Sigues siéndolo.

—No —dijo, más cerca de la desesperación de lo que lo que recordaba haber estado jamás—. Soy un trozo de otra persona.

—Todos somos trozos —dijo Quaisoir—. Poco importa que naciéramos o nos hicieran. —Apretó los dedos alrededor de la mano de Jude—. Todos vivimos con la esperanza de volver a ser individuos completos. ¿Quieres llevarme de vuelta al palacio? —dijo—. Allí estaremos más seguras que aquí.

—Desde luego —respondió Jude al tiempo que la ayudaba a levantarse.

—¿Sabes en qué dirección debes ir?

Dijo que sí. A pesar del humo y de la oscuridad, los muros del palacio se cernían sobre ellas, inmensos pero lejanos.

—Tenemos un buen ascenso por delante —dijo Jude—. Quizá no lleguemos antes de la mañana.

—La noche es larga en Yzordderrex —respondió Quaisoir.

—No durará para siempre —dijo Jude.

—Para mí sí.

—Lo siento. Fue una falta de consideración por mi parte. No quería...

—No lo sientas —dijo Quaisoir—. Me gusta la oscuridad. Así puedo recordar el sol mejor. El sol, los ángeles a la mesa. ¿Querrás cogerme del brazo, hermana? No quiero perderte otra vez.

Capítulo 2

En cualquier lugar salvo este, a Cortés quizá le hubiera frustrado la visión de tantas puertas selladas, pero a medida que Lazarevich lo iba acercando a la Torre del Eje, el ambiente se iba espesando de tal modo debido al miedo que se alegraba de que lo que fuera que esperara detrás de esas puertas permaneciera encerrado. Su guía apenas hablaba, y cuando lo hacía era para sugerir que Cortés hiciera el resto del viaje sólo.

—Ya queda muy poco —no dejaba de decir—. Ya no me necesitáis.

—Ese no es el trato —le recordaba Cortés, y Lazarevich maldecía y lloriqueaba y luego seguía adelante un poco más, en silencio, hasta que un chillido procedente de uno de los pasillos, o una gota de sangre vislumbrada en el suelo pulido, lo hacía pararse en seco y comenzar de nuevo su pequeño discurso.

En ningún momento de este viaje los desafiaron. Si estas gigantescas salas habían zumbado alguna vez repletas de actividad (y dado que en ellas se podían perder pequeños ejércitos, Cortés dudaba que alguna vez hubiera sido ese el caso), ahora estaban prácticamente desiertas. Los pocos sirvientes y burócratas que encontraron estaban muy ocupados marchándose; cargados con pertenencias reunidas a toda prisa se apresuraban por los pasillos. La supervivencia era su principal prioridad. Apenas le lanzaron una mirada al soldado cubierto de sangre o a su compañero mal vestido.

Al fin llegaron a una puerta, esta sin sellar, que Lazarevich se negó en redondo a traspasar.

—Ésta es la Torre del Eje —dijo, apenas se oía su voz.

—¿Cómo sé que estás diciendo la verdad?

—¿Es que no lo sentís?

Ahora que el otro lo decía, Cortés sí que sintió una sutil sensación, apenas lo bastante fuerte para poder llamarlo cosquilleo, en las puntas de los dedos, en los testículos y en los senos nasales.

—Es la torre, lo juro —susurró Lazarevich.

Cortés lo creyó.

—De acuerdo —dijo—. Has cumplido con tu obligación, será mejor que te vayas.

El hombre esbozó una amplia sonrisa.

—¿Lo decís en serio?

—Sí.

—Oh, gracias. Seáis quienes seáis. Gracias.

Antes de que pudiera escabullirse, Cortés lo cogió por el brazo y lo acercó a él.

—Dile a tus hijos —le dijo— que no sean soldados. Poetas, quizá, o limpiabotas. Pero no soldados. ¿Entendido?

Lazarevich asintió con violencia aunque Cortés dudaba que hubiera comprendido una sola de aquellas palabras. Su único pensamiento era escapar: echó a correr en cuanto Cortés lo soltó y se perdió de vista en dos o tres segundos. Tras volverse hacia las puertas de cobre batido, Cortés las empujó unos centímetros y se deslizó en el interior. Las terminaciones nerviosas de su escroto y de las palmas de las manos sabían que había algo de cierta importancia cerca (lo que había sido una sensación sutil ya era casi dolorosa), aunque las tinieblas que cubrían la habitación en la que entró le negaron la visión. Permaneció al lado de la puerta hasta que fue capaz de encontrarle algún sentido a lo que tenía delante. No era, al parecer, la Torre del Eje en sí, sino una especie de antecámara, tan maloliente como la habitación de un enfermo. Las paredes estaban desnudas y el único mobiliario era una mesa sobre la que yacía la jaula volcada de un canario, la puerta estaba abierta y su ocupante había volado. Más allá de la mesa, otra puerta, que tomó y lo llevó a un pasillo más rancio aún que la habitación que acababa de dejar. La fuente de la agitación de sus terminaciones nerviosas ya era audible: un tono firme que en otras circunstancias podría haber sido tranquilizador. Al no saber de dónde venía, Cortés giró a la derecha y bajó deslizándose con cautela por el pasillo. Un tramo de escaleras se perdía a su izquierda, pero decidió no cogerlas y su instinto se vio premiado por el fulgor de una luz un poco más adelante. El tono del Eje se hizo más insistente a medida que avanzaba, lo que sugería que esta ruta era un callejón sin salida, pero él siguió dirigiéndose hacia la luz para asegurarse de que no tenían prisionero a Pai en una de estas antecámaras.

Cuando llegó a una media docena de pasos de la habitación, alguien cruzó la puerta y traspasó su campo de visión demasiado rápido para que pudiera verlo. Se aplastó contra la pared y se deslizó hacia la habitación. Una mecha, colocada en un cuenco de aceite sobre una mesa, derramaba la luz que lo había atraído hasta allí. A su lado, varios platos contenían los restos de una comida. Cuando alcanzó la puerta, esperó allí a que el hombre (el turno de noche, supuso) volviera a quedar visible. No tenían ningún deseo de matarlo a menos que fuera estrictamente necesario. Ya habría suficientes viudas y huérfanos en Yzordderrex mañana por la mañana sin que él añadiera más a la cuenta. Oyó que el hombre se tiraba no uno sino varios pedos, con el abandono de alguien que se cree sólo; luego lo oyó abrir otra puerta y los pasos se alejaron.

Cortés se arriesgó a mirar tras la jamba de la puerta. La habitación estaba vacía. Entró de inmediato con la intención de coger de la mesa los dos cuchillos que esperaban allí. En uno de los platos había un surtido ya saqueado de dulces y no pudo resistirse.

Escogió el más suculento, y se lo había metido en la boca cuando el hombre que tenía detrás elijo:

—¿Rosengarten?

Se dio la vuelta, y cuando su mirada se posó en el rostro que Jo contemplaba al otro lado de la habitación, apretó la mandíbula conmocionado y partió el dulce entre los dientes. Se mezclaron la visión y el azúcar, lengua y ojos alimentaron su cerebro con tal dulzura que se tambaleó.

El rostro que tenía ante él era un espejo vivo: sus ojos, su nariz, su boca, su línea del pelo, su porte, su desconcierto, su cansancio. En todo salvo el corte de la ropa y la suciedad bajo las uñas, otro Cortés. Pero no con ese nombre, seguro.

Tras tragar el licor dulce del bombón, Cortés dijo con mucha lentitud:

—¿Quién... por Dios bendito... eres tú?

La conmoción abandonaba el rostro del otro, sustituida por la diversión. Sacudió la cabeza.

—... maldito kreauchee...

—¿Así te llamas? —respondió Cortés—. ¿Maldito kreauchee?

Había oído cosas más raras durante sus viajes. Pero la pregunta sólo sirvió para divertir al otro aún más.

—No es mala idea —replicó—. Desde luego, llevo suficiente en mi organismo. El autarca Maldito Kreauchee. Tiene cierta sonoridad.

Cortés escupió el bombón de la boca.

—¿Autarca? —dijo.

La risa huyó del rostro del otro.

—Ya lo has dejado claro, voluta de humo. Ahora vete a tomar por culo por ahí. —Cerró los ojos—. Domínate —medio susurró—. Es el puto kreauchee. Ya ha ocurrido antes y volverá a ocurrir.

Fue entonces cuando Cortés lo entendió.

—Crees que me estás soñando, ¿no?

El Autarca abrió los ojos y se encolerizó al ver que la alucinación todavía seguía por allí.

—Te he dicho... —dijo.

—¿Qué es eso del kreauchee? ¿Una especie de bebida alcohólica? ¿María? ¿Crees que soy un mal viaje? Bueno, pues no lo soy.

Dio un paso hacia el otro, que se retiró alarmado.

—Vamos —dijo Cortés al tiempo que extendía la mano—. Tócame. Soy real. Estoy aquí. Me llamo John Zacharias y he hecho un viaje muy largo para verte. No creía que esa fuera la razón, pero ahora que estoy aquí, estoy seguro de que lo era.

El Autarca se llevó los puños a las sienes, como si quisiera sacarse a golpes el sueño de la droga del cerebro.

—No es posible —dijo. Había algo más que incredulidad en su voz, había una inquietud que se parecía mucho al miedo—. No puedes estar aquí. No después de todos estos años.

—Bueno, pues lo estoy —dijo Cortés—. Estoy tan confundido como tú, créeme. Pero aquí estoy.

El Autarca lo estudió, volvía la cabeza a un lado y al otro como si todavía esperara encontrar algún ángulo desde el que contemplar a su visitante que pusiera de manifiesto que no era más que una aparición. Pero después de estudiarlo de ese modo durante un minuto, se rindió y se limitó a mirar fijamente a Cortés con el rostro convertido en un laberinto de arrugas.

—¿De dónde has venido? —dijo con lentitud.

—Creo que ya lo sabes —respondió Cortés.

—¿Del Quinto?

—Sí.

—Has venido para derrocarme, ¿verdad? ¿Por qué no lo vi? ¡Fuiste tú el que empezaste esta revolución! ¡Estabas ahí fuera, en las calles, sembrando la revuelta! No me extraña que no pudiera acabar con los rebeldes. No dejaba de preguntarme: ¿quién es? ¿Quién está ahí fuera conspirando contra mí? Ejecución tras ejecución, purga tras purga y nunca conseguí llegar al que estaba en el centro de todo. El que era tan inteligente como yo. Las noches que yací despierto pensando: «¿quién es, quién?», hice una lista más larga que mi brazo. Pero nunca te puse a ti, maestro. Nunca puse a Sartori.

Oír al Autarca pronunciar su propio nombre ya fue bastante sobrecogedor, pero este segundo nombre engendró toda una rebelión en el organismo de Cortés. Su cabeza se llenó del mismo estrépito que lo había acosado en el andén de Mai-ké, y de su vientre manó todo su contenido en una sola arcada de bilis. Estiró la mano hacia la mesa para apoyarse, pero no alcanzó el borde y se deslizó al suelo ya salpicado de su propio vómito. Se revolcó en su propia suciedad, intentó sacudirse el ruido de la cabeza pero todo lo que consiguió fue desatar la confusión de sonidos y dejar que las palabras que ocultaban salieran a la luz.

¡Sartori! ¡Él era Sartori! No desperdició aliento cuestionando el nombre. Era suyo y lo sabía. Y qué mundos había en ese nombre: más desconcertantes que cualquier cosa que hubieran desvelado los Dominios, se abrían ante él como ventanas arrancadas por el viento que nunca más podrían volver a cerrarse.

Oyó el nombre pronunciado en un centenar de recuerdos. Una mujer lo suspiraba al rogarle que volviera a su lecho desordenado. Un sacerdote marcaba a golpes las sílabas en su púlpito, al tiempo que profetizaba la condenación eterna. Un jugador lo soplaba en el hueco de las manos para que bendijera los dados. Hombres condenados lo convertían en plegaria; los borrachos en burlas; los libertinos en canciones.

¡Ah, pero qué famoso había sido! En la Feria de San Bartolomé había habido compañías de teatro que se habían llenado los bolsillos contando su vida en una farsa. Un burdel de Bloomsbury había presumido de una antigua monja a la que sus caricias habían conducido a la ninfomanía y que recitaba los conjuros de Sartori (o eso decía) mientras la follaban. Era el paradigma de todas las cosas fabulosas y prohibidas: una amenaza para los hombres razonables; para sus esposas, un vicio secreto. Y para los niños (los niños, que pasaban por su casa tras el pertiguero) era una canción infantil:

El maestro Sartori

Quiere un poco de gloria, que sí.

Adora a los gatos,

Adora a los perros,

Convierte a las damas en matos,

Hizo unos gorritos

Con unos ratoncitos;

Pero esa es otra historia, que sí.

Este sonsonete, que repetían en su cabeza las voces agudas de los huérfanos de la parroquia, a su manera era peor que las maldiciones del púlpito, que los sollozos o que las plegarias. Rodaba y rodaba, a su necia manera, sin encontrar significado ni música en su camino. Como su vida sin este nombre: movimiento sin propósito.

—¿Lo habías olvidado? —le preguntó el Autarca.

—Oh, sí —reconoció Cortés; una carcajada espontánea y amarga le subía a los labios con la respuesta—. Me había olvidado.

Incluso ahora que las voces lo volvían a bautizar con su clamor, apenas podía creerlo. ¿Este cuerpo suyo había sobrevivido doscientos años y más en el Quinto Dominio mientras su mente continuaba engañándose, guardando sólo una década de su vida en su conciencia y ocultando el resto? ¿Dónde había vivido todos estos años? ¿Quién había sido? Si lo que acababa de oír era verdad, esta evocación no era más que la primera. Había dos siglos de recuerdos ocultos en algún lugar de su cerebro, esperando a que los descubriera. No le extrañaba que Pai lo hubiera mantenido en la ignorancia. Ahora que lo sabía, la locura estaba muy cerca.

Se levantó apoyándose en la mesa.

—¿Está aquí Pai'oh'pah? —dijo.

—¿El místico? No. ¿Por qué? ¿Ha venido contigo del Quinto?

—Sí, así es.

Una sonrisa crispada recorrió el rostro del Autarca.

—¿No son unas criaturas exquisitas? —dijo—. Yo también he probado uno o dos. Son un placer adquirido, pero una vez que te haces a él, ya no lo vuelves a perder jamás. Pero no, no lo he visto.

—¿A Judith entonces?

—Ah —suspiró—. Judith. Supongo que te refieres a la dama de Godolphin. Se hacía llamar de muchas formas, ¿no es cierto? Claro que lo mismo hacíamos todos. ¿Cómo te llaman a ti en estos tiempos?

—Ya te lo he dicho. John Furia Zacharias. O Cortés.

—Yo tengo unos cuantos amigos que me conocen por Sartori. Me gustaría contarte entre ellos. ¿O quieres recuperar tu nombre?

—Cortés servirá. Estábamos hablando de Judith. La vi esta mañana, abajo, en el puerto.

—¿Viste a Cristo allí abajo?

—¿De qué estás hablando?

—Volvió aquí diciendo que había visto al Hombre de los Pesares. Tenía metido en el cuerpo el miedo al Señor. Maldita zorra chiflada. —Suspiró—. Fue muy triste, la verdad, verla así. Al principio pensé que había tomado demasiado kreauchee pero no. Al final se había vuelto loca. Le salía hasta por las orejas.

—¿De quién estamos hablando? —dijo Cortés, que pensaba que uno u otro habían extraviado el rumbo de la conversación.

—Yo estoy hablando de Quaisoir, mi mujer. Vino conmigo del Quinto.

—Yo estaba hablando de Judith.

—Yo también.

—Estás diciendo...

—Que hay dos. Por el amor de Dios, fuiste tú el que hiciste a una de ellas, ¿o es que has olvidado eso también?

—Sí. Sí, lo había olvidado.

—Era hermosa, pero tampoco merecía la pena perder Imajica por ella. Ese fue tu gran error. No se puede estar al plato y a las tajadas. Yo no habría nacido, Dios estaría en su cielo y tú serías el papa Sartori. ¡Ja! ¿Por eso has vuelto? ¿Para convertirte en papa? Ya es demasiado tarde, hermano. Mañana por la mañana, Yzordderrex no será más que un montón de ceniza humeante. Es la última noche que paso aquí. Me voy al Quinto. Voy a construir un nuevo imperio allí.

—¿Por qué?

—¿No recuerdas la cancioncilla que se cantaba? Por la gloria.

—¿Es que aún no has tenido suficiente?

—Dímelo tú. No sé lo que hay en mi corazón, pero sea lo que sea lo arrancaron del tuyo. No me digas que no has soñado con el poder. Eras el maestro más grande de toda Europa. Nadie podía tocarte. Eso no se evaporó de la noche a la mañana.

Se acercó a Cortés por primera vez en toda la conversación y estiró el brazo para posar una mano firme en su hombro.

—Creo que deberías ver el Eje, hermano Cortés —dijo el Autarca—. Eso te recordará lo que se siente al tener poder. ¿Puedes caminar?

—Más o menos.

—Vamos, entonces.

Abrió la marcha y entró en el pasillo que los llevó al tramo de escaleras que Cortés había rehusado tomar. Ahora lo hizo y dobló tras Sartori la curva de las escaleras, hasta una puerta que carecía de pomo.

—Los únicos ojos que se han posado sobre el Eje desde que se construyó la torre han sido los míos —dijo—. Y eso lo hace muy sensible al escrutinio.

—Mis ojos son los tuyos —le recordó Cortés.

—Sabrá distinguir la diferencia —respondió Sartori—. Querrá... tantearte. — El trasfondo sexual de aquel comentario no le pasó desapercibido—. Tendrás que echarte y aguantar. Disfruta —dijo—. Pasa pronto.

Y mientras lo decía se chupó el pulgar y lo posó en el rectángulo de piedra del color de la pizarra que había colocado en el medio de la puerta, luego dibujó una cifra con saliva sobre él. La puerta respondió a la señal. Los cerrojos empezaron a ponerse en movimiento.

—Saliva también, ¿eh? —dijo Cortes—. Creí que era sólo el aliento.

—¿Utilizas el pneuma? —dijo Sartori—. Entonces yo también debería poder. Pero no le he cogido el truco. Tendrás que enseñarme, y yo... Te recordaré a cambio unos cuantos ecos.

—No entiendo cómo funciona.

—Entonces aprenderemos juntos —respondió Sartori—. Los principios son bastante sencillos. Materia y mente, mente y materia. Una transforma a la otra. Quizá sea eso lo que vamos a hacer nosotros. Nos vamos a transformar mutuamente.

Y con esa idea, Sartori aplicó la palma de la mano a la puerta y la empujó para abrirla. Aunque tenía un grosor de quince centímetros, se movió sin emitir ni un sólo sonido; con la mano extendida, Sartori invitó a Cortés a entrar sin dejar de hablar.

—Se dice que Hapexamendios colocó el Eje en el medio de Imajica para que su fertilidad fluyera sobre cada Dominio. —Bajó la voz como si fuera a cometer una indiscreción—. En otras palabras —dijo—: éste es el falo del Invisible.

Cortés había visto esta torre desde el exterior, por supuesto, después de todo se elevaba sobre cada torre y cada cúpula del palacio. Pero hasta ahora no había comprendido de verdad su enormidad. Era una torre de piedra cuadrada, de unos veinte o veinticinco metros de lado y tan alta que las luces que ardían en las paredes para iluminar a su único ocupante retrocedían como los ojos de un gato en una autopista hasta que la misma distancia las debilitaba y terminaba borrándolas. Era una visión extraordinaria, pero nada en comparación con el monolito alrededor del que se había construido la torre. Cortés se había estado preparando para un asalto cuando se abriera la puerta, el tono que había oído en su cabeza a medida que se deslizaba por el pasillo de abajo le hacía vibrar los dientes, la carga le quemaba en los dedos. Pero no había nada, ni siquiera un murmullo, y eso, a su manera, era incluso más angustioso. El Eje sabía que él estaba allí, en su cámara, pero guardaba silencio y lo evaluaba sin ruido como él evaluaba al Eje.

Las sorpresas fueron varias. La primera, y la menor, lo hermoso que era, los lados del color de las nubes de tormenta, labrados de tal forma que vetas de luminosidad fluían por su interior como relámpagos ocultos. La segunda, que no estaba colocado en el suelo sino que flotaba, en toda su enormidad, a tres metros del suelo de la torre y arrojaba una sombra tan densa que el aire oscuro era casi un plinto.

—Impresionante, ¿eh? —comentó Sartori, cuyo tono altanero resultaba tan inapropiado como la risa ante un altar—. Puedes pasar por debajo. Vamos. Es muy seguro.

Cortés no sentía ningún deseo de hacerlo, pero era demasiado consciente de que su otro yo lo miraba en busca de debilidades o de cualquier señal de miedo que pudiera usar contra él más tarde. Sartori ya lo había visto vomitar y postrado de rodillas, no quería que el muy cabrón presenciara ninguna otra señal de fragilidad.

—¿Tú no vienes conmigo? —dijo tras darse la vuelta para mirar al Autarca.

—Es un momento muy privado —respondió el otro, y se retiró un poco para dejar que Cortés se aventurara entre las sombras.

Era como volver a meterse en los yermos de las Jokalaylau. El frío le embargó los huesos. Le arrebataron el aliento de los pulmones y apareció ante él convertido en una nube amarga. Jadeó y volvió la cabeza hacia el poder que se elevaba sobre él. Tenía el cerebro dividido entre la necesidad racional de estudiar el fenómeno y el deseo apenas controlable de caer de rodillas y rogarle que no lo aplastara. Vio que el paraíso que había sobre él tenía cinco lados. Uno por cada Dominio, quizá. Y en los costados tallados, destellos de luz aparecían de vez en cuando. Pero no era un simple truco de las junturas y las sombras lo que le daba a la piedra el aspecto de una nube de tormenta. Había movimiento en ella, la roca sólida se agitaba sobre él. Le lanzó una mirada a Sartori, que se había quedado en la puerta y con aire casual se había puesto un cigarrillo entre los labios. La llama que prendió para encenderlo estaba a todo un mundo de distancia, pero Cortés no le envidió su calidez. Por muy helada que estuviera esta sombra, quería que el cielo de piedra se desplegara sobre él y dejara caer su dictamen; quería ver desencadenado el poder que poseía el Eje, aunque sólo fuera para saber que tales poderes y tales veredictos existían. Apartó la vista de Sartori casi con desdén, en su mente tomaba forma una idea: por mucho que el otro dijera que poseía este moaolito, los años que había pasado este en la torre eran momentos apenas en el incalculable promedio de vida de aquel, y en el tiempo que a la piedra le llevaba abrir y cerrar su ojo brumoso él y Sartori habrían llegado y se habrían ido, y la pequeña marca que hubieran dejado habría quedado borrada ya por todos los que les seguían.

Quizá el Eje leyó eso a través de su córtex y dio su aprobación, porque en la luz, cuando vino, había amabilidad. Había sol en la piedra además de relámpagos, calidez además de fuego asesino. Derramaba su fulgor sobre el manto, luego caía en haces de luz, primero a su alrededor, luego sobre su rostro levantado. Aquel momento tenía antecedentes, acontecimientos en el Quinto que habían profetizado esto, la llegada de su padre. Una vez se había encontrado en Highgate Hill, cuando la carretera de la ciudad era una simple pista embarrada y había levantado los ojos para ver cómo las nubes derramaban su gloria de la misma forma que hacían ahora. Había ido a la ventana de su habitación de la calle Gamut y había visto lo mismo. Había visto cómo se despejaba el humo después de una noche de bombardeos (1941, en plenos bombardeos alemanes), y al ver cómo lo atravesaba el sol había sabido en algún lugar demasiado sensible para que lo tocaran que había olvidado algo trascendental, y que si alguna vez lo recordaba (si una luz como esa deshacía el velo en algún momento), el mundo se desplegaría ante él.

Volvió esa convicción, pero esta vez había algo más que una vaga sensación de inquietud para apoyarla. El tono que había resonado en su cabeza había vuelto; acompañaban a la luz e inmersas en ella, descritas por la más sutil variación de su monotonía, oyó las palabras.

El Eje se dirigía a él.

Reconciliador, dijo.

Quiso cubrirse los oídos y dejar fuera esa palabra. Caer al suelo como un profeta que rogase que lo descargaran de alguna obligación divina. Pero la palabra estaba dentro además de fuera. No había forma de escapar de ella.

Aún no se ha terminado el trabajo, dijo el Eje.

—¿Qué trabajo? —dijo él.

Tú sabes qué trabajo.

Lo sabía, por supuesto. Pero tanto dolor había acompañado aquella tarea y él estaba mal equipado para soportarlo otra vez.

¿Por qué negarlo?, dijo el Eje.

Cortés se quedó mirando la luminosidad.

—Fracasé entonces y murió mucha gente. No puedo hacerlo otra vez. Por favor. No puedo.

¿Para qué has venido aquí?, le preguntó el Eje con una voz tan tenue que tuvo que contener la respiración para capturar la forma de las palabras. La pregunta lo devolvió al lecho de Taylor y a aquella necesidad de comprensión.

—Para entender... —dijo.

¿Para entender qué?

—No puedo ponerlo en palabras. Suena tan patético...

Dilo.

—Para entender por qué nací. Por qué nacemos.

Sabes por qué naciste tú.

—No, no lo sé. Ojalá lo supiera pero no lo sé.

Tú eres el Reconciliador de ¡os Dominios. El que ha de sanar Imajica. Escóndete de eso y te escondes del entendimiento. Maestro, existe un tormento peor que el recuerdo, y otro lo sufre porque tú dejas tu trabajo sin terminar. Vuelve al Quinto Dominio y completa lo que empezaste. Convierte los muchos en Uno. Es la única salvación.

El cielo de piedra empezó a agitarse de nuevo y las nubes se cerraron sobre el sol. Con la oscuridad volvió el frío, pero durante unos segundos Cortés no renunció a su lugar bajo la sombra del Eje, todavía conservaba la esperanza de que se abriera alguna brecha y el dios pronunciara una última palabra de consuelo, un susurro quizá, que esta onerosa obligación podía entregarse a otra alma mejor equipada para cumplirla. Pero no ocurrió nada. La visión había pasado y lo único que podía hacer era envolverse con los brazos el cuerpo estremecido y salir tropezando a donde Sartori lo esperaba. El cigarrillo del otro yacía humeante a sus pies, donde se le había caído de entre los dedos. Por la expresión de su rostro estaba claro que, incluso si no había entendido todos los detalles del intercambio que acababa de tener lugar, había captado lo esencial.

—El Invisible habla —dijo, su voz tan apagada como la del dios.

—No es lo que yo quiero —dijo Cortés.

—No creo que este sea el lugar apropiado para negar al dios —dijo Sartori mientras le lanzaba al Eje una mirada intranquila.

—No he dicho que lo estuviera negando —respondió Cortés—. Sólo que no quiero hacerlo.

—Aun así, es mejor discutirlo en privado —susurró Sartori antes de volverse para abrir la puerta.

No guió a Cortés de nuevo a la pequeña y humilde habitación en la que se habían conocido sino a una cámara situada al otro extremo del corredor, una habitación que podía jactarse de tener la única ventana que Cortés había visto en las inmediaciones. Era estrecha y sucia, pero no tan sucia como el cielo que se abría al otro lado. El alba había empezado a tocar las nubes, pero el humo que seguía elevándose en columnas retorcidas de los incendios que ardían más abajo prácticamente anulaba su frágil luz.

—No he venido para eso —dijo Cortés mientras miraba con fijeza las tinieblas—. Yo quería respuestas.

—Las has recibido.

—¿Tengo que aceptar lo que es mío, por muy repugnante que sea?

—Tuyo no, nuestro. La responsabilidad. El dolor... —Hizo una pausa—. Y la gloria, por supuesto.

Cortés lo miró.

—Es mía —dijo con sencillez.

Sartori se encogió de hombros, como si para él eso no tuviera ninguna importancia. En aquel sencillo gesto Cortés vio sus propios ardides en funcionamiento. ¿Cuántas veces se había encogido de hombros de aquel mismo modo, había levantado las cejas, fruncido los labios y apartado la vista aparentando indiferencia? Dejó que Sartori creyera que le funcionaba el farol.

—Me alegro de que lo entiendas —dijo—. La carga es mía.

—Ya has fracasado antes.

—Pero me acerqué mucho —dijo Cortés y fingió tener acceso a un recuerdo que todavía no tenía con la esperanza de arrancarle una refutación más informativa.

—Acercarse no basta —dijo Sartori—. Acercarse es letal. Una tragedia. Mira lo que te hizo a ti. El gran maestro. Vuelves arrastrándote y con sólo la mitad del cerebro.

—El Eje confía en mí.

Eso tocó un punto sensible. De repente Sartori estaba gritando.

—¡El Eje que se vaya a la puta mierda! ¿Por qué tendrías que ser tú el Reconciliador? ¿Eh? ¿Por qué? Durante ciento cincuenta años he gobernado Imajica. Sé usar el poder. Tú no.

—¿Es eso lo que quieres? —dijo Cortés, que había decidido seguir la estela de esa posibilidad—. ¿Quieres ser el Reconciliador en mi lugar?

—Estoy mejor preparado que tú —bramó Sartori—. Tú sólo sirves para perseguir mujeres.

—¿Y qué eres tú? ¿Impotente?

—Sé lo que estás haciendo. Yo haría lo mismo. Me estás provocando para que escupa todos mis secretos. Me da igual. No hay nada que puedas hacer que yo no lo pueda hacer mejor. Tú has desperdiciado todos esos años ocultándote, pero yo los he utilizado. Me he convertido en un constructor de imperios. ¿Qué has hecho tú? —No esperó una respuesta. Conocía demasiado bien al sujeto—. Tú no has aprendido nada. Si empezaras ahora la Reconciliación, cometerías los mismos errores.

—¿Y cuáles fueron?

—Todos se reducen a uno —dijo Sartori—: Judith. Si no la hubieras deseado... —Se detuvo un momento para estudiar a su otro yo—. Ni siquiera te acuerdas de eso, ¿verdad?

—No —dijo Cortés—. Todavía no.

—Déjame contártela, hermano —dijo Sartori poniéndose enfrente de Cortés—. Es una historia muy triste.

—No lloro con facilidad.

—Era la mujer más hermosa de Inglaterra. Algunos decían que de Europa. Pero pertenecía a Joshua Godolphin y él la protegía como a su alma.

—¿Estaban casados?

—No. Era su amante, pero la amaba más que a cualquier esposa. Y por supuesto, él sabía lo que tú sentías, nunca lo ocultaste, y eso hizo que se asustara; oh Dios, cuánto miedo tenía de que antes o después la sedujeras y te la llevaras. Sería fácil. Eras el maestro Sartori, podías hacer lo que quisieras. Pero él era uno de tus mecenas, así que decidiste esperar tu momento, pensabas que quizá se cansara de ella y entonces podrías tenerla sin resentimientos entre vosotros. Pero eso no ocurrió. Pasaron los meses y su devoción era tan intensa como siempre. Jamás habías esperado tanto por una mujer. Empezaste a sufrir como un adolescente enfermo de amor. No podías dormir. Te palpitaba el corazón con sólo oír su voz. Y eso no era bueno para la Reconciliación, por supuesto, que el maestro estuviera consumiéndose de amor, así que Godolphin terminó deseando una solución tanto como tú. Y cuando la hallaste, estaba listo para escuchar.

—¿Cuál era?

—Tú fabricarías otra Judith, indistinguible de la primera. Tenías los lances para hacerlo.

—Entonces él tendría una...

—Y tú también. Sencillo. No, no demasiado sencillo. Muy difícil. Muy peligroso. Pero aquellos eran tiempos embriagadores. Dominios ocultos a los ojos humanos desde el principio de los tiempos estaban a sólo unas ceremonias de distancia. El paraíso era posible. Crear otra Judith parecía poca cosa. Le presentaste la idea y él accedió...

—¿Así de fácil?

—Le doraste un poco la píldora. Le prometiste una Judith mejor que la primera. Una mujer que no envejecería, que no se cansaría de la compañía de sus hijos, o de los hijos de sus hijos. Esta Judith pertenecería a los hombres de la familia Godolphin a perpetuidad. Sería dócil, sería modesta, sería perfecta.

—¿Y qué pensaba el original de todo esto?

—No lo sabía. La drogaste, la subiste a la sala de Meditación de la casa de la calle Gamut, encendiste un fuego abrasador, la desnudaste y empezaste el ritual. La ungiste, la depositaste en un círculo de arena del margen del Segundo Dominio, la tierra más sagrada de toda Imajica. Luego dijiste tus plegarias y esperaste. — El Autarca hizo una pausa para disfrutar de su relato—. Es, permíteme recordártelo, una conjuración muy larga. Once horas como mínimo contemplando cómo crece el doppelgänger en el círculo, al lado de su fuente. Tú te habías asegurado de que no hubiera nadie más en la casa, por supuesto, ni siquiera tu valioso místico. Era un ritual muy secreto. Así que estabas sólo y pronto te aburriste. Y cuando te aburrías, te emborrachabas. Así que allí estabas, sentado en la habitación con ella, contemplando su perfección a la luz del fuego, obsesionado con su belleza. Y al final, ya medio loco por culpa del coñac, cometiste el error más grande de tu vida: te arrancaste la ropa, entraste en el círculo y le hiciste casi todo lo que un hombre le puede hacer a una mujer, aunque ella estaba en estado comatoso y tú sufrías alucinaciones por culpa del ayuno y la bebida. No la follaste una sola vez, lo hiciste una y otra vez, como si quisieras elevarte en su interior. Una y otra vez. Luego caíste en un estupor a su lado.

Cortés comenzó a ver el error que se cernía sobre él.

—¿Me quedé dormido en el círculo?

—En el círculo.

—Y la consecuencia fuiste tú.

—Así es. Y déjame decirte que fue todo un nacimiento. La gente dice que no recuerda el momento en el que vino al mundo, pero yo sí. Recuerdo que abrí los ojos en el círculo, con ella a mi lado y esas lluvias de materia que caían sobre mí y se coagulaban alrededor de mi espíritu. Y se convertían en hueso. Se convertían en carne. —De su rostro había desaparecido toda expresión—. Recuerdo —dijo— que en un momento determinado ella se dio cuenta de que no estaba sola, se volvió y me vio echado a su lado. Yo estaba sin terminar. Toda una lección de anatomía, mojado y en carne viva. Jamás he olvidado el ruido que hizo...

—¿Y yo no desperté en ningún momento?

—Tú te habías arrastrado al piso de abajo para mojarte la cabeza y te habías quedado dormido. Lo sé porque fui yo el que te encontró, más tarde, tirado sobre la mesa del comedor.

—¿La conjuración siguió funcionado a pesar de que abandoné el círculo?

—Eres todo un técnico, ¿eh? Sí, aun así funcionó. Eras un sujeto fácil. Se necesitaban horas para decodificar a Judith y hacer su doppelgänger. Pero tú estabas incandescente. El eco te leyó en cuestión de minutos y me hizo en un par de horas.

—¿Supiste quién eras desde el principio?

—Oh, sí. Era tú, en tu lujuria. Era tú, repleto de ebrias visiones. Era tú, alguien que quería follar y follar y conquistar y conquistar. Pero también era tú cuando ya no lo podías hacer peor, con los huevos vacíos y la cabeza vacía, como si allí se hubiera instalado la muerte, sentado entre sus piernas intentando recordar para qué vivías. También era ese hombre, y era aterrador tener ambos sentimientos en mi interior a la vez.

El Autarca hizo una pequeña pausa.

—Sigue siéndolo, hermano.

—Te habría ayudado, seguro, si hubiera sabido lo que había hecho.

—O me habrías rematado —dijo Sartori—. Me habrías sacado al jardín y me habrías pegado un tiro como si fuera un perro rabioso. No sabía lo que harías, así que fui al piso de abajo. Roncabas como un carretero. Te miré durante un buen rato, quería despertarte, quería compartí el terror que sentía, pero llegó Godolphin antes de que yo reuniera el valor para hacerlo. Fue justo antes del amanecer. Había venido para llevar a Judith a casa. Me escondí. Contemplé cómo te despertaba Godolphin, os oí hablar, os vi subir las escaleras como dos hombres a punto de ser padres y entrar en la sala de meditación. Luego oí los gritos de alegría y supe de una vez para siempre que yo no era un hijo deseado.

—¿Qué hiciste?

—Robé algo de dinero y algunas ropas. Luego me escapé. El miedo desapareció después de un tiempo. Empecé a darme cuenta de lo que era, del saber que poseía. Y me di cuenta de que tenía esta... ansia. Tu ansia. Quería gloria.

—¿Y esto es lo que hiciste para conseguirla? —dijo Cortés mientras se volvía hacia la ventana. La devastación que había abajo era cada vez más clara a medida que se afianzaba la luz del cometa—. Gran trabajo, hermano.

—En otro tiempo esta fue una gran ciudad. Y habrá otras, igual de magníficas. Más espléndidas porque esta vez seremos dos los que las construyamos. Y dos los que las gobernemos.

—Te has equivocado conmigo —dijo Cortés—. Yo no quiero un imperio.

—Pero no puede dejar de surgir —dijo Sartori, enardecido por la visión—. Tú eres el Reconciliador, hermano. Eres el que ha de sanar Imajica. ¿Sabes lo que podría suponer eso para los dos? Si reconcilias los Dominios tendrá que haber una gran ciudad, una nueva Yzordderrex que los gobierne de un extremo a otro. Yo la fundaré y la administraré, y tú puedes ser el Papa.

—No quiero ser Papa.

—¿Qué quieres entonces?

—A Pai'oh'pah, para empezar. Y encontrarle algún sentido a todo esto.

—Nacer para ser el Reconciliador ya tiene sentido suficiente para cualquiera. No necesitas más objetivos. No huyas de ello.

—¿Y para qué naciste tú? No puedes construir ciudades para siempre. —Clavó los ojos en la desolación—. ¿Por eso la has destruido? —preguntó—. ¿Para poder empezar otra vez?

—Yo no la destruí. Hubo una revolución.

—Que tú alimentaste, con tus masacres —dijo Cortés—. Estaba en una pequeña aldea llamada Beatrix hace unas semanas...

—Ah, sí. Beatrix. —Sartori aspiró una buena bocanada de aire—. Eras tú, por supuesto. Sabía que había alguien vigilándome, pero no sabía quién. Me temo que la frustración me convirtió en un ser cruel.

—¿Llamas a eso cruel? Yo lo llamo inhumano.

—Quizá te lleve un poco de tiempo entenderlo, pero de vez en cuando son necesarios tales extremos.

—Conocía a algunas de aquellas personas.

—Jamás tendrás que ensuciarte las manos con asuntos tan desagradables. Yo haré todo lo que sea necesario.

—Yo también —dijo Cortés.

Sartori frunció el ceño.

—¿Es eso una amenaza? —dijo.

—Esto empezó conmigo y terminará conmigo.

—¿Pero con qué yo, maestro? ¿Ése —señaló a Cortés—, o éste? No lo ves, no estamos hechos para ser enemigos. Podemos lograr muchas más cosas si trabajamos juntos. —Posó la mano en el hombro de Cortés—. Teníamos que encontrarnos. Por eso el Eje guardó silencio durante todos estos años. Estaba esperando que vinieras, que volviéramos a reencontrarnos. —Su rostro se abatió—. No seas mi enemigo. La idea de...

Lo interrumpió un grito de alarma procedente del exterior de la habitación. Le dio la espalda a Cortés y se encaminó a la puerta al mismo tiempo que un soldado aparecía en el corredor que había detrás, con la garganta abierta y la mano intentando restañar los borbotones sin mucho éxito. Tropezó, cayó contra la pared y resbaló hasta el suelo.

—Ya debe de estar aquí la turba —comentó Sartori con un dejo de satisfacción—. Es hora de que tomes una decisión, hermano. ¿A partir de aquí continuamos juntos, o quieres que gobierne el Quinto yo sólo?

Se elevó un nuevo estruendo, lo bastante fuerte para ahogar cualquier otro intercambio; Sartori interrumpió sus consejos y salió al corredor.

—Quédate aquí —le dijo a Cortés—. Piensa en ello mientras esperas.

Cortés hizo caso omiso de la orden. En cuanto Sartori dobló la esquina, él lo siguió. La conmoción murió en cuanto lo hizo, y a su paso quedó sólo el silbido grave de la tráquea del soldado, ruido que lo acompañó en su persecución. Cortés aceleró el paso, de repente temía que una emboscada estuviera aguardando a su otro yo. No cabía duda de que Sartori merecía la muerte. No cabía duda de que la merecían los dos. Pero había muchas cosas que aún no le había sacado a su hermano, sobre todo en relación con el fracaso de la Reconciliación. Había que guardarlo de todo mal, al menos hasta que Cortés le hubiera arrancado todas las piezas del rompecabezas. Llegaría el momento en que los dos tendrían que pagar el precio de todos sus excesos, pero ese momento no había llegado todavía.

Al pasar por encima del soldado muerto, oyó la voz del místico. La única palabra que pronunció fue: «Cortés».

Al oír ese tono (como ningún otro que hubiera oído o soñado jamás), toda preocupación por el bienestar de Sartori, o por el suyo propio, quedó aplastada. Su único pensamiento era llegar al lugar donde estaba el místico, posar sus ojos sobre él y rodearlo con sus brazos. Habían estado separados demasiado tiempo. Nunca más, se juró mientras corría. Fueran cuales fueran los edictos o las obligaciones que se presentaran ante ellos, fuera cual fuera la maldad que intentara separarlos, nunca más dejaría ir al místico.

Dobló la esquina. Delante se encontraba la puerta que llevaba a la antecámara. Sartori estaba en el otro extremo, ya casi había desaparecido, pero al oír que Cortés se aproximaba, se giró y volvió los ojos hacia el corredor. Se descompuso la sonrisa de bienvenida que lucía en honor de Pai'oh'pah, y en dos zancadas había alcanzado la puerta para cerrarla de un portazo ante el rostro de su artífice. Al darse cuenta de que lo habían dejado atrás, Cortés chilló el nombre de Pai, pero la puerta se había cerrado antes de que la sílaba saliera de sus labios y había hundido a Cortés en una oscuridad casi absoluta. El juramento que había hecho segundos antes estaba roto, volvían a estar separados incluso antes de haber podido reunirse. Encolerizado, se arrojó contra la puerta, pero como todo lo demás que había en esta torre, la puerta estaba construida para durar un milenio. Por muy fuerte que la golpeara, todo lo que conseguía era unos cuantos cardenales. Le dolían, pero el recuerdo de la sonrisa obscena de Sartori cuando le contó lo mucho que le gustaban los místicos le escocía todavía más. Era probable que en ese mismo instante el místico estuviese en los brazos de Sartori. Abrazado, besado, poseído.

Se arrojó contra la puerta una última vez y luego renunció a ataques tan primitivos. Cogió aire, lo expulsó en el interior de su puño y estrelló el pneuma contra la puerta tal y como había aprendido a hacer en las Jokalaylau. Había tenido un glaciar bajo su mano en aquella primera ocasión y el hielo se había agrietado sólo después de varios intentos. Esta vez, ya fuera porque su deseo de estar al otro lado de la puerta era más fuerte que las ganas de liberar a las mujeres del hielo, o sencillamente porque ahora era el maestro Sartori, un hombre que tenía nombre propio y que sabía al menos un poco sobre el poder que empuñaba, el acero sucumbió al primer golpe y se abrió una grieta desigual en la puerta.

Oyó gritar a Sartori al otro lado, pero no perdió el tiempo intentando encontrarle algún sentido. En lugar de eso, lanzó un segundo pneuma contra el acero partido y esta vez atravesó con la mano toda la puerta, al tiempo que los trozos volaban bajo su palma. Se llevó el puño a la boca una tercera vez y olió su propia sangre al hacerlo pero, fuera cual fuera el daño que aquello le estaba haciendo, todavía no se expresaba en forma de dolor. Cogió aliento por tercera vez y lo lanzó contra la puerta con un grito que habría hecho avergonzarse a un samurái. Las bisagras chillaron y la puerta se abrió de golpe. La había atravesado aun antes de que cayera al suelo, pero sólo para encontrar abandonada la antecámara que había detrás, al menos por los vivos. Tres cadáveres, compañeros del soldado que había dado la alarma, yacían tirados en el suelo, todos abiertos por una única cuchillada. Saltó sobre ellos para llegar a la puerta; su mano rota aumentaba con sus gotas los charcos que pisoteaba.

El pasillo que se encontraba detrás hedía a humo, como si algo medio podrido se estuviera quemando en las entrañas del palacio. Pero entre las tinieblas, a cincuenta metros de él, vio a Sartori y a Pai'oh'pah. No sabía qué ficción se había inventado Sartori para disuadir al místico de que cumpliera su misión, pero había resultado eficaz. Salían a toda velocidad de la torre sin siquiera lanzar una mirada atrás, como amantes recién escapados de las garras de la muerte.

Cortés cogió aire, no para producir un pneuma esta vez sino un grito. Gritó el nombre de Pai por el pasadizo, dividía el humo con su llamada como si las sílabas pronunciadas por la boca de un maestro tuvieran una presencia literal. Pai se detuvo y miró atrás. Sartori cogió el brazo del místico como si quisiera apurarlo, pero los ojos de Pai ya habían encontrado a Cortés y se negaba a dejarse llevar. En su lugar, se desprendió con un gesto de la mano de Sartori y dio un paso hacia él. La cortina de humo separada por su grito se había vuelto a unir y desdibujaba el rostro del místico, pero Cortés leyó en su cuerpo la confusión que sentía. No parecía saber si debía avanzar o retirarse.

—¡Soy yo! —lo llamó Cortés—. ¡Soy yo!

Vio a Sartori al lado del místico y captó fragmentos de las advertencias que le susurraba, algo sobre que el Eje les había invadido la cabeza.

—No soy ninguna ilusión, Pai —dijo Cortés mientras avanzaba—. Soy yo, Cortés. Soy real.

El místico sacudió la cabeza y volvió los ojos hacia Sartori, luego miró de nuevo a Cortés, confundido por lo que veía.

—Sólo es un truco —decía Sartori, que ya no se molestaba en susurrar—. Vámonos, Pai, antes de que nos domine de verdad. Puede volvernos locos.

Demasiado tarde, quizá, pensó Cortés. Ya se había acercado lo suficiente para la ver la expresión del rostro del místico, y había locura: los ojos muy abiertos, los dientes apretados, el sudor dibujaba riachuelos rojos en la sangre que le salpicaba la mejilla y la frente. El antiguo asesino hacía mucho tiempo que había perdido el apetito por la muerte (eso al menos había quedado claro en la Cuna, cuando había dudado a la hora de matar aunque sus vidas habían dependido de ello), pero lo había hecho aquí, y la angustia que sentía estaba escrita en cada arruga de su rostro. No era extraño que a Sartori le hubiera resultado tan fácil que el místico renunciara a su misión. Estaba al borde del colapso mental. Y ahora que se enfrentaba a dos rostros que conocía y ambos hablaban con la voz de su amante, estaba perdiendo el poco equilibrio que le quedaba.

Pai acercó la mano al cinturón, del que pendía una de las cintas letales que había empuñado el pelotón de ejecución. Cortés la oyó cantar al aproximarse, su hoja no había quedado embotada por la matanza que ya había cometido.

Detrás del místico, Sartori dijo:

—¿Por qué no? No es más que una sombra.

La mirada demente de Pai se intensificó y levantó la aleteante hoja por encima de su cabeza. Cortés se detuvo. Un paso más y estaría al alcance del filo, y tampoco le cabía duda de que Pai estaba listo para usarlo.

—¡Adelante! —dijo Sartori—. ¡Mátalo! Una sombra más o menos...

Cortés miró a Sartori, y ese diminuto movimiento pareció suficiente para espolear al místico. Atacó a Cortés y el filo gimoteó. El hombre se echó hacia atrás para evitar la cuchillada que le habría abierto el pecho si lo hubiera alcanzado, pero el místico estaba resuelto a no cometer el mismo error dos veces y cerró la brecha que quedaba entre ellos de una zancada. Cortés dio un paso atrás y levantó los brazos en un gesto de rendición, pero el místico sólo mostró indiferencia. Quería que aquella locura desapareciera deprisa.

—¿Pai? —jadeó Cortés—. ¡Soy yo! ¡Soy yo! ¡Te dejé en el kesparate! ¿Recuerdas eso?

Pai volvió a balancearse, no una sino dos veces, y la segunda cuchillada alcanzó la parte superior del brazo y el pecho de Cortés, abriéndole la túnica, la camisa y la carne que había debajo. Cortés giró sobre el talón para evitar el siguiente corte y aplicó la mano ya ensangrentadas la herida. Dio un vacilante paso atrás para retirarse, pero sintió contra la espalda la dureza del muro del corredor. No le quedaba otro sitio al que huir.

—¿No se me concede entonces una última cena? —dijo sin mirar al filo sino los ojos de Pai en un intento de traspasar la locura asesina y llegar a la mente cuerda que se refugiaba detrás—. Prometiste que comeríamos juntos, Pai. ¿No te acuerdas? Un pez dentro de un pez dentro...

El místico se detuvo. El filo revoloteaba a su lado.

—... de un pez.

La hoja siguió revoloteando pero no descendió.

—Di que lo recuerdas, Pai. Por favor, di que lo recuerdas.

Detrás de Pai, en algún lugar, Sartori empezó una nueva ronda de exhortaciones, pero para Cortés no eran más que un estruendo sin sentido. Continuó clavando los ojos en la mirada vacía de Pai, buscando alguna señal de que sus palabras habían conmovido a su verdugo. El místico suspiró con el aliento entrecortado y los nudos que le ataban la frente y la boca se desvanecieron.

—¿Cortés?

Este no respondió. Sólo dejó caer la mano del hombro y permaneció apoyado en el muro con los brazos abiertos.

—¡Mátalo! —seguía diciendo Sartori—. ¡Mátalo! ¡Sólo es una ilusión!

Pai se volvió con la hoja aún levantada.

—¡No! —dijo Cortés, pero el místico ya se dirigía hacia el Autarca. Cortés lo llamó de nuevo al tiempo que se apartaba de un empujón de la pared para detenerlo—. ¡Pai! Escúchame...

El místico se dio la vuelta para mirarlo, y en ese instante Sartori se llevó una mano al ojo y con un sólo y suave movimiento agarró algo, luego extendió el brazo y abrió el puño para dejar escapar lo que había arrancado. No el ojo en sí, sino alguna esencia de su mirada salió de la palma de la mano como una bala que dejara un reguero de humo a su paso. Cortés extendió el brazo hacia el místico para apartarlo del camino del eco, pero se le cayó la mano a unos milímetros de la espalda de Pai, y cuando volvió a estirarla el eco golpeó a su amante. Cayó el aleteo de la hoja de la mano del místico cuando el impacto lo arrojó hacia atrás, con los ojos clavados en Cortés al caer en sus brazos. El ímpetu los llevó a los dos al suelo, pero Cortés se apresuró a rodar para salir de debajo del cuerpo del místico y llevarse la mano a la boca para defenderlos a los dos con un pneuma. Pero Sartori ya se retiraba entre el humo, y en su rostro había una expresión que afligiría a Cortés durante los días y noches posteriores. Había en ella más aflicción que triunfo, más dolor que rabia.

—¿Quién nos reconciliará ahora? —dijo, y luego desapareció entre las tinieblas, como si pudiera dominar el humo y se hubiera rodeado de él para ocultarse entre sus pliegues.

Cortés no fue en su busca, sino que volvió con el místico, que permanecía echado allí donde había caído, y se arrodilló a su lado.

—¿Quién era? —dijo Pai.

—Algo que hice —dijo Cortés— cuando era maestro.

—¿Otro Sartori? —dijo Pai.

—Sí.

—Entonces ve tras él. Mátalo. Estas criaturas son las más...

—Más tarde.

—Antes de que escape.

—No puede escapar, mi amor. No hay lugar al que pueda ir donde yo no lo encuentre.

Las manos de Pai se aferraban al lugar donde lo había golpeado la maldad de Sartori, en medio del pecho.

—Déjame ver —dijo Cortés mientras apartaba los dedos de Pai y rasgaba la camisa del místico. La herida era una mancha en su piel, negra en el centro, luego se iba desvaneciendo hasta alcanzar un color amarillo pustuloso en los bordes.

—¿Dónde está Hurra? —le preguntó Pai con la voz entrecortada.

—Está muerta —respondió Cortés—. La asesinó un nullianac.

—Tanta muerte... —dijo Pai—. Me cegó. Te habría matado y ni siquiera habría sabido que lo había hecho.

—No vamos a hablar de la muerte —dijo Cortés—. Vamos a encontrar algún modo de curarte.

—Hay asuntos más urgentes que ese —dijo Pai—. Vine a matar al Autarca...

—No, Pai...

—Ésa fue la sentencia —insistió Pai—. Pero ahora no puedo terminar el trabajo. ¿Querrás hacerlo por mí?

Cortés colocó la mano bajo la cabeza del místico y lo levantó.

—No puedo hacerlo —dijo.

—¿Por qué no? Podrías hacerlo con un aliento.

—No, Pai. Me estaría matando a mí mismo.

—¿Qué?

El místico levantó los ojos y se quedó mirando a Cortés, desconcertado. Pero su perplejidad tuvo una vida muy breve. Antes de que Cortés tuviera tiempo de explicárselo, Pai dejó escapar un largo suspiro lleno de dolor en forma de tres palabras pronunciadas en voz muy baja:

—Oh, Señor mío.

—Lo encontré en la Torre del Eje. Al principio no lo podía creer...

—El autarca Sartori —dijo Pai como si intentara probar la musicalidad de las palabras. Luego, con una endecha en la voz, dijo—: Tiene cierta sonoridad.

—Siempre supiste que yo era maestro, ¿verdad?

—Por supuesto.

—Pero no me lo dijiste.

—Te dije todo lo que me atreví a decirte. Pero había jurado que nunca te recordaría quién habías sido.

—¿Quién te hizo pronunciar ese juramento?

—Tú, maestro. Sufrías y querías olvidar ese tormento.

—¿Cómo llegué a olvidar?

—Un lance sencillo.

—¿Cosa tuya?

Pai asintió.

— Te serví en eso, como en todo. Hice un juramento, juré que una vez hecho, cuando el pasado quedara oculto, nunca más volvería a mostrártelo. Y los juramentos no se descomponen.

—Pero seguías esperando que yo hiciera las preguntas adecuadas...

—Sí.

—... y que invitara de nuevo a los recuerdos.

—Sí. Y te acercaste mucho.

—En Mai-ké. Y en las montañas.

—Pero nunca te acercaste lo suficiente para liberarme de mi responsabilidad. Tenía que guardar silencio.

—Bueno, pues ya está roto, amigo mío. Cuando te hayas curado...

—No, maestro —dijo Pai—. Una herida como esta no puede curarse.

—Puede curarse y se curará —dijo Cortés, que no estaba dispuesto a permitir que los embargara la idea del fracaso.

Recordó las palabras de Nikaetomaas sobre el campamento que tenían los carestes en la frontera entre el Segundo y el Primer Dominio. Allí había dicho que habían llevado a Estabrook. Allí las curaciones milagrosas eran posibles, según había alardeado.

—Vamos a hacer un gran viaje, amigo mío —dijo al tiempo que empezaba a levantar al místico.

—¿Para qué te vas a partir la espalda? —le dijo Pai—. Despidámonos aquí.

—No te voy a decir adiós aquí ni en ninguna otra parte —dijo Cortés—. Y ahora rodéame el cuello con los brazos, amor mío. Todavía nos queda mucho camino que recorrer juntos.

Capítulo 3

1

El ascenso del Cometa a los cielos de Yzordderrex y la luz que arrojó sobre las calles de la ciudad no avergonzaron a las atrocidades, que ni se ocultaron ni cesaron, más bien al contrario. La ciudad estaba gobernada ahora por la Ruina y su corte estaba por todas partes: celebraba su entronización, paseaba sus emblemas (los más afortunados ya muertos) y ensayaba sus ritos para prepararse para un largo y poco glorioso reinado. Los niños lucían cenizas y llevaban las cabezas de sus padres como si fueran incensarios, humeantes aún de las hogueras donde los habían encontrado. Los perros disfrutaban de la libertad de la ciudad y devoraban a sus amos sin miedo al castigo. Las aves carroñeras de Sartori, que en otro tiempo habían desafiado los vientos del desierto para alimentarse de carne podrida, hoy se reunían en las calles en hordas parlanchinas para alimentarse de los hombres y mujeres que habían cotilleado allí el día anterior.

Había supervivientes, por supuesto, que se aferraban al sueño del Orden y se reunían en pequeños grupos para hacer lo que podían bajo el nuevo régimen: escarbaban entre los escombros con la esperanza de encontrar supervivientes, apagaban los incendios de los edificios que estaban lo bastante enteros para pensar en salvarlos, proporcionaban socorro a los afligidos y una muerte rápida a aquellos demasiado heridos para soportar un aliento más. Pero los superaban en número aquellas almas cuya fe en la cordura había quedado hecha pedazos y que se encontraban con el ojo del cometa, con los corazones sumidos en la desesperación. A media mañana, cuando Cortés y Pai llegaron a la puerta de la ciudad que llevaba al desierto, muchos de aquellos que habían empezado el día resueltos a conservar algo entre tanta calamidad se habían rendido y abandonaban su tierra, ahora que todavía conservaban la vida. Había dado comienzo el éxodo que despojaría a Yzordderrex de buena parte de su población en menos de media semana.

Aparte de alguna vaga indicación, averiguada por boca de Nikaetomaas, según la cual el campamento al que habían llevado a Estabrook se encontraba en el desierto, en los límites de aquel Dominio, Cortés viajaba a ciegas. Había albergado la esperanza de encontrar a alguien por el camino que pudiera darle mejores indicaciones, pero no encontró a nadie que pareciera lo bastante sano, ya fuera mental o físicamente, para prestarle ayuda. Antes de dejar el palacio, se había vendado la mano herida al derribar la puerta de la Torre del Eje lo mejor que había podido. La cuchillada que había sufrido cuando le habían arrebatado a Hurra y el corte que la cinta letal del místico le había abierto eran lo bastante leves para no causarle demasiada incomodidad. Su cuerpo, poseedor de la resistencia de un maestro, había superado ya tres veces la esperanza de vida natural de cualquier ser humano sin sufrir ningún deterioro significativo, y empezó casi de inmediato el proceso de curación.

No se podía decir lo mismo del cuerpo herido de Pai'oh'pah. El eco de Sartori era venenoso y estaba acabando con la fuerza y la conciencia del místico. Para cuando Cortés dejó la ciudad, el místico apenas podía mover las piernas, lo que obligaba a Cortés a llevarlo prácticamente en brazos. Sólo esperaba que pudieran encontrar algún medio de transporte antes de que pasara mucho tiempo, o aquel viaje terminaría antes incluso de empezar.

No había muchas posibilidades de que alguno de sus compañeros refugiados se ofreciera a llevarlos. La mayor parte iba a pie, y aquellos que tenían algún transporte (carros, coches, muías enanas) ya iban cargados de pasajeros. Varios vehículos sobrecargados habían entregado su alma al cielo a poca distancia de las puertas de la ciudad, y los que habían pagado por el viaje discutían en la orilla del camino. Pero la mayor parte de los viajeros seguía su camino en un silencio sobrecogedor, sin apenas levantar los ojos de la carretera, mirando sólo los pocos metros que tenían ante ellos, al menos hasta que llegaron al punto en el que esa carretera se dividía.

Allí se había creado un cuello de botella cuando la gente empezó a dar vueltas mientras decidía cuál de las tres rutas que tenía disponibles iba a tomar. Justo delante, aunque a una distancia considerable del cruce, se encontraba una cordillera tan impresionante como las Jokalaylau. La carretera de la izquierda se internaba en terrenos más verdes y esa era, como era de esperar, el camino más elegido. El menos escogido y, para los fines de Cortés el más prometedor, era la carretera que se encontraba a la derecha. Era un camino polvoriento y mal tendido, el terreno por el que serpenteaba era el menos exuberante y por tanto el que más probabilidades tenía de irse deteriorando hasta convertirse en desierto. Pero él sabía por los meses que había pasado en los Dominios que el terreno podía cambiar de forma notable en el espacio de unos pocos kilómetros, y que quizá, y aunque ahora no los pudiera ver, más allá se encontrara con verdes pastos, mientras que la pista que tenía detrás podía llevar con la misma facilidad a un yermo. Mientras permanecía entre el remolino de viajeros debatiendo consigo mismo escuchó una voz aguda, y al asomarse al polvo distinguió un tipo pequeño (joven, con gafas, el torso desnudo y calvo) que se dirigía hacia él con los brazos levantados.

—¡Señor Zacharias! ¡Señor Zacharias!

Lo conocía de algo, pero de qué no era capaz de recordarlo con precisión, y tampoco podía ponerle nombre. Pero el hombre, quizá acostumbrado a que sólo lo recordaran a medias, se apresuró a proporcionarle la información.

—Floccus Dado —dijo—. ¿Te acuerdas?

Ahora se acordaba. Era el compañero de armas de Nikaetomaas.

Floccus se quitó las gafas y contempló a Pai.

—La dama, tu amiga, parece enferma —dijo.

—No es una dama. Es un místico.

—Perdón. Lo siento —dijo Floccus mientras volvía a ponerse las lentes y parpadeaba con violencia—. Error mío. El sexo nunca ha sido mi fuerte. ¿Está muy enfermo?

—Eso me temo.

—¿Está Nikae con vosotros? —preguntó Floccus al tiempo que miraba a su alrededor—. No me digas que ya se ha adelantado. Le dije que iba a esperar aquí por ella si nos separábamos.

—No va a venir, Floccus —dijo Cortés.

—¿Y por qué no, en el nombre de Hyo?

—Me temo que está muerta.

Los tics nerviosos y los parpadeos de Dado cesaron al instante. Se quedó mirando a Cortés con una diminuta sonrisa en el rostro, como si estuviera acostumbrado a ser el blanco de las bromas y quisiera creer que esto lo era.

—No —dijo.

—Me temo que sí —respondió Cortés—. La mataron en el palacio.

Floccus se volvió a quitar las gafas y se pasó el pulgar y el dedo medio por el caballete de la nariz y los párpados inferiores.

—Es espantoso —dijo.

—Era una mujer muy valiente.

—Lo era.

—Y se resistió con gran energía. Pero nos superaban en número.

—¿Y cómo escapaste tú? —preguntó Floccus, y en aquel interrogante no había ninguna acusación.

—Es una historia muy larga —dijo Cortés—, y creo que todavía no estoy preparado para contarla.

—¿En qué dirección vas? —preguntó Dado.

—Nikaetomaas me dijo que los carestes tenéis una especie de campamento en la frontera con el Primero. ¿Es eso cierto?

—Desde luego que lo tenemos.

—Entonces es allí adónde voy. Dijo que un hombre que yo conocía... ¿Conoces a Estabrook? A él lo curaron allí. Quiero sanar a Pai.

—Entonces será mejor que vayamos juntos —dijo Floccus—. No hay razón para que yo siga esperando aquí. El espíritu de Nikae habrá pasado hace ya mucho tiempo.

¿Tienes algún medio de transporte?

Desde luego que sí —dijo con el rostro más animado—. Un coche magnífico que encontré en el Caramess. Está aparcado allí. —Señaló al otro lado de la muchedumbre.

—Si sigue allí... —comentó Cortés. —Está vigilado —dijo Dado con una gran sonrisa—. ¿Me permites ayudarte con el místico?

Colocó el brazo bajo Pai, que a estas alturas ya había perdido la conciencia por completo, y empezaron a atravesar la multitud mientras Dado gritaba para despejar el camino. Muy poca gente le hizo caso hasta que empezó a gritar: «¡Ruukassh! ¡Ruukassh!», lo que tuvo el efecto deseado de dividir al gentío.

—¿Qué es Ruukassh? —le preguntó Cortés.

—Contagioso —respondió Dado—. Ya no falta mucho.

Unos pasos más y apareció el vehículo ante ellos. Dado tenía buen gusto cuando se dedicaba al saqueo. Desde aquel primer y glorioso viaje por la autopista de Patashoqua, Cortés no había vuelto a poner los ojos sobre un vehículo de líneas tan puras, tan impecable... y tan absolutamente inapropiado para un viaje por el desierto. Era de color azul pálido con un borde plateado, las llantas blancas, el interior forrado de piel. Sentado en el capó, con la correa atada a uno de los retrovisores, estaba su guardián y antítesis: un animal emparentado con el ragemy (a través de la hiena) y que lucía los atributos menos agradables de ambas especies. Era redondo y mantecoso como un cerdo, pero el lomo y los flancos estaban cubiertos por un manto de piel moteada. Tenía el hocico corto pero largos bigotes. Las orejas se le levantaron como las de un perro en cuanto vio a Dado, y lanzó una serie de ladridos y chillidos tan agudos que hicieron que la voz de Dado, por contraste, pareciera la de un bajo profundo.

—¡Buena chica! ¡Buena chica! —dijo.

La criatura se había alzado sobre sus achaparradas patas y movía el trasero encantada con el regreso de su amo. Tenía el vientre repleto de tetas que se agitaban al ritmo de su bienvenida.

Dado abrió la puerta y allí, en el asiento del pasajero estaba la razón para que la criatura defendiera de aquel modo el vehículo: una carnada de cinco retoños desgañifados, miniaturas perfectas de su madre. Dado sugirió que Cortés y Pai ocuparan el asiento trasero, mientras mamá Sighshy, como la llamó, se sentaba con sus pequeños. El interior olía igual que los animales, pero el anterior dueño había sido muy aficionado al confort y había cojines para sostener la cabeza y el cuello del místico. Cuando se invitó a Sighshy a que volviera a entrar en el vehículo, el hedor se multiplicó por diez; la madre le gruñó a Cortés de una forma muy poco amistosa, pero Dado la tranquilizó hablándole como a una niña y el animal pronto se acurrucó en el asiento, a su lado, dándole de mamar a sus gordezuelos pequeños. Una vez reunidos todos los viajeros, el vehículo se puso en marcha rumbo a las montañas.

El agotamiento reclamó a Cortés después de un par de kilómetros o tres, y se quedó dormido con la cabeza apoyada en el hombro de Pai. La carretera se fue deteriorando a un ritmo constante a lo largo de las horas siguientes, y la incomodidad del viaje lo sacó varias veces de su adormecimiento con retazos de sueños pegados a él. No eran sueños de Yzordderrex y tampoco eran recuerdos de las aventuras que Pai y él habían compartido durante sus viajes por Imajica. Era al Quinto a donde volvía su mente durante aquellos sopores intermitentes en los que rechazaba los horrores y asesinatos de los Dominios Reconciliados para ir en busca de territorio más seguro.

Salvo que ya no era seguro, por supuesto. El hombre que había sido en aquel Dominio (el Espurio de Klein, el amante y el falsificador) era una invención y nunca más podría volver a esa vida sencilla y sibarítica. Había vivido una mentira, cuya magnitud ni siquiera la más suspicaz de sus amantes (Vanessa, cuyo abandono había dado comienzo a toda aquella empresa) habría podido imaginarse; y a partir de esa mentira habían salido tres vidas enteras de auto—engaño. Al pensar en Vanessa recordó la antigua cochera convertida en casa, ahora vacía, de Londres, y la desolación que había sentido al pasearse por ella sin nada que ofrecer salvo una sarta de romances rotos, unos cuantos cuadros falsificados y la ropa que llevaba puesta. Ahora resultaba risible, pero aquel día había pensado que no se podía caer más bajo. ¡Qué ingenuidad! Desde entonces había aprendido lecciones suficientes sobre la desesperación para llenar un libro, y el recordatorio más amargo yacía sumido en un sueño herido a su lado.

Si bien era angustioso contemplar la pérdida de Pai, se negó el lujo de rechazar esa posibilidad. En el pasado le había vuelto la espalda a los aspectos desagradables de la vida con demasiada frecuencia y los resultados habían sido catastróficos. Ahora tenía que enfrentarse a los hechos. El estado del místico era más frágil con cada hora que pasaba, tenía la piel helada y respiraba de una forma tan superficial que en ocasiones apenas era perceptible. Incluso si todo lo que Nikaetomaas había dicho sobre los poderes curativos de la Mácula resultaba ser cierto, no habría ninguna cura milagrosa para un mal tan profundo. Cortés tendría que volver al Quinto sólo y confiar en que Pai'oh'pah se recuperase lo suficiente para seguirlo después de un tiempo. Cuanto más retrasara ese regreso, menos oportunidades tendría de reunir ayuda para la guerra contra Sartori.

De que esa guerra se produciría no le cabía duda. La necesidad de conquistar ardía con furia en su otro yo, como quizá había ardido en él en otro tiempo hasta que el deseo, el lujo y el olvido la habían amortiguado. ¿Pero dónde encontraría tales aliados? ¿Hombres y mujeres que no se echaran a reír (igual que se habría reído él seis meses atrás) cuando empezara a hablar sobre los saltos entre Dominios que él había hecho y los riesgos que corría el mundo por culpa de un hombre con su mismo rostro? Desde luego no iba a encontrar imaginaciones lo bastante flexibles entre su grupo de coetáneos como para abrazar las visiones que él iba a describir a su regreso. Como dictaba la moda, desdeñaban la fe después de que las esperanzas de una juventud dedicada a la carne y a las estrellas se vieran hechas añicos por los sudores de medianoche y el reflejo que les devolvía el espejo por la mañana. Lo máximo que le había oído confesar a cualquiera de ellos era un vago panteísmo e incluso eso lo negarían estando sobrios. De todos ellos sólo a Clem le había oído expresar alguna fe en la religión organizada y esos dogmas eran tan contrarios al mensaje que traía él de los Dominios como los principios de un nihilista. Incluso si se pudiera sacar a Clem del riel de la Comunión para unirse a Cortés, no serían más que un ejército de dos contra un maestro que había perfeccionado sus poderes hasta el punto de poder ponerse al mando de los Dominios.

Había otra posibilidad y esa era Judith. Ella desde luego no se burlaría de los relatos de sus viajes pero la habían tratado de una forma tan atroz desde el principio de esta tragedia que no se atrevía a esperar perdón por su parte, y mucho menos compañerismo. Además, ¿quién sabía dónde se hallaba su verdadera lealtad? Si bien es posible que se pareciera a Quaisoir hasta el último detalle, la habían hecho en el mismo útero exangüe que había producido al Autarca. ¿No era por tanto la hermana espiritual de este: no nacida sino hecha? Si tenía que elegir entre el carnicero de Yzordderrex y aquellos que pretendían destruirlo, ¿se podía confiar en que se aliara con los destructores cuando su victoria significaría que ella perdería a la única criatura de Imajica que compartía su condición? Aunque ella y Cortés habían significado mucho el uno para el otro (¿quién sabía de cuántas relaciones habían disfrutado a lo largo de los siglos, cuántas veces habían vuelto a encender el deseo que los había unido en un primer momento y luego se habían vuelto a separar y habían olvidado que se conocían?), tendría que tratarla con la cautela más absoluta de ahora en adelante. Jude había sido una víctima inocente en los dramas de otra época, un juguete en manos crueles y descuidadas. Pero la mujer en la que se había convertido a lo largo de las décadas no era ninguna víctima, ni tampoco un juguete y si (o quizá cuando) alguna vez llegaba a ser consciente de su pasado, era perfectamente capaz de vengarse del hombre que la había hecho, por mucho que hubiera afirmado amarlo en otro tiempo.

Al ver que su pasajero había despertado al fin, Floccus le dio a Cortés un informe de sus progresos. Iban bastante bien de tiempo, dijo. En menos de una hora llegarían a las montañas, al otro lado de las cuales se hallaba el desierto.

—¿Cuánto tiempo calculas que falta para la Mácula? —le preguntó Cortés.

—Estaremos allí antes de caer la noche —le prometió Floccus—. ¿Cómo se encuentra el místico?

—No muy bien, me temo.

—No habrá razón para llorarle —dijo Floccus con tono alegre—. He conocido a personas que estaban a las puertas de la muerte y que se recuperaron en la Mácula. Es un lugar en el que ocurren milagros. Claro que todos lo son, si sólo supiéramos cómo mirar. Eso es lo que me enseñó el padre Atanasio. Tú estuviste en la cárcel con Atanasio, ¿no es cierto?

—En realidad yo no estaba en la cárcel. No como él.

—¿Pero lo conociste?

—Ah, sí. Fue el sacerdote de nuestra boda.

—¿Te refieres a ti y al místico? ¿Estáis casados? —Lanzó un silbido—. Vaya, señor, eres lo que yo llamo un hombre con suerte. He oído hablar mucho de estos místicos pero nunca he oído hablar de ninguno que se hubiera casado. Suelen ser amantes. Rompen los corazones. —Volvió a silbar—. Bueno, eso es fantástico — dijo—. Nos aseguraremos de que la dama sale de esta, señor, tú no te preocupes. Oh, lo siento. No es una dama, ¿verdad? Tengo que dejar de equivocarme. Es sólo que cuando la miro, a esta criatura me refiero, veo una dama, ¿sabes? Supongo que en eso reside el milagro.

—Forma parte de ello.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Adelante, pregunta.

—Cuando la miras, ¿tú qué ves?

—He visto todo tipo de cosas —respondió Cortés—. He visto mujeres. He visto hombres. Incluso me he visto a mí mismo.

—Pero en este momento —dijo Floccus—. ¿Qué ves ahora mismo?

Cortés miró al místico.

—Veo a Pai —dijo—. Veo el rostro que amo.

Floccus no respondió y después de tanta efusión, Cortés sabía que tenía que haber algún significado en su silencio.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó.

—¿De verdad quieres saberlo?

—Sí. Somos amigos, ¿no? Al menos en ello estamos. Dímelo.

—Estaba pensando que no es bueno que te preocupe mucho el aspecto que tiene. La Mácula no es lugar para estar enamorado de las cosas tal y como son. Allí la gente sana pero también cambia, ¿entiendes? —Separó las dos manos del volante para doblar las palmas, como si fueran una balanza—. Tiene que haber un equilibrio. Algo se da, algo se quita.

—¿Qué clase de cambios? —dijo Cortés.

—Es diferente en unos u otros —dijo Floccus—. Pero lo verás por ti mismo, muy pronto. Cuando nos acercamos al Primer Dominio, nada es lo que parece.

—¿No ocurre lo mismo con todo? —dijo Cortés—. Cuanto más vivo, de menos cosas parezco estar seguro.

Las manos de Floccus habían vuelto al volante, su estallido de risueñas palabras se había nublado de repente.

—No creo que el padre Atanasio hablara alguna vez de eso —dijo—. Quizá lo hizo. No me acuerdo de todo lo que dijo.

La conversación terminó ahí y dejó a Cortés preguntándose si al traer al místico de vuelta a las fronteras del Dominio del que habían exiliado a su pueblo, al devolver al gran transformador a una tierra en la que la transformación era un suceso vulgar, no estaría deshaciendo el lazo que Atanasio había atado en la Cuna de Chzercemit.

2

A Jude nunca le había impresionado demasiado la retórica arquitectónica y no encontró nada en los patios ni en los pasillos del palacio del Autarca que la disuadiera de esa indiferencia. Vio algunas cosas que le recordaron a los esplendores de la naturaleza: el humo que vagaba por los jardines abandonados como la bruma de la mañana o que se aferraba a la piedra fría de las torres como las nubes al pico de una montaña. Pero aquellos pequeños retruécanos eran pocos. En su mayor parte reinaba la ampulosidad: todo construido a una escala que pretendía inspirar asombro pero que a sus ojos no era más que monolítica.

Se alegró cuando por fin llegaron a los aposentos de Quaisoir, habitaciones que, a pesar de toda su absurda ornamentación, al menos estaban humanizadas por sus excesos. Y allí oyeron también la primera voz amiga en muchas horas, aunque el tono de bienvenida se convirtió en horror cuando su propietaria, la doncella de

Quaisoir, Concupiscencia, la poseedora de muchas colas, vio que su ama había adquirido una hermana gemela y había perdido los ojos durante la noche que había pasado buscando la salvación. Sólo después de muchos lamentos pudieron persuadirla para que cuidara de Quaisoir, cosa que hizo con las manos temblorosas. El cometa estaba ya realizando su escarpado ascenso por los cielos y desde la ventana de Quaisoir, Jude tuvo una visión panorámica de la desolación. Había oído y visto suficiente en el poco tiempo que llevaba aquí para darse cuenta que Yzordderrex se encontraba en el momento justo para sufrir la calamidad que la había invadido y que algunos en esta ciudad, quizá muchos, habían alimentado el fuego que había destruido los kesparates y habían dicho de él que era una llamarada justa y purificadora. Hasta Pecador (que no tenía ni un sólo hueso anarquista en su cuerpo) había insinuado que a Yzordderrex le había llegado la hora. Pero Jude todavía lloraba su desaparición. Esta era la ciudad que le había rogado a Oscar que le mostrara, la ciudad cuyo aire había olido de una forma tan tentadora y especiada y cuya calidez, al salir del Refugio aquel día, le había parecido paradisiaca. Ahora volvería al Quinto Dominio con las cenizas de aquel lugar en las suelas de los zapatos y con la carbonilla de sus incendios en la nariz, como una turista que volviera de Venecia con imágenes de burbujas en una laguna.

—Estoy tan cansada... —dijo Quaisoir—. ¿Te importa si duermo un poco?

—Por supuesto que no —dijo Jude.

—¿Sigue la sangre de Seidux todavía en la cama? —le preguntó a Concupiscencia.

—Lo eztá, señora.

—Entonces creo que no quiero acostarme ahí. —Extendió el brazo y dijo—: Llévame a la habitación azul pequeña. Dormiré allí. Judith, tú también deberías dormir. Toma un baño y duerme. Tenemos tantas cosas que planear juntas.

—¿Ah, sí?

—Oh, sí, hermana —dijo Quaisoir—. Pero más tarde... Dejó que Concupiscencia se la llevara mientras Jude vagaba por las cámaras que Quaisoir había ocupado durante todos aquellos años de poder. Era cierto que había un poco de sangre en las sábanas pero la cama tenía un aspecto tentador a pesar de todo y el aroma que emanaba de ella era tan fuerte que la embriagaba. Sin embargo, rechazó su opulenta blandura y se alejó en busca de un baño, en el que anticipaba otro aposento de excesos barrocos. De hecho, resultó ser la única habitación de toda la suite que se acercaba de una forma mínima a la contención y Jude estuvo encantada de quedarse allí un buen rato; se preparó un baño caliente y se lavó las cenizas del cuerpo mientras contemplaba su reflejo brumoso en los azulejos negros.

Cuando salió con una sensación de hormigueo en la piel, las ropas de las que se había deshecho (sucias y malolientes) la repugnaron. Las dejó en el suelo y, en su lugar, se puso la más modesta de las túnicas que yacían esparcidas por el dormitorio y se metió entre las sábanas perfumadas. Habían matado a un hombre allí pocas horas antes pero ese pensamiento (que en otro tiempo la habría hecho huir de la habitación, por no hablar ya de la cama) no la preocupó en absoluto. No descartó la posibilidad de que esa falta de interés en el sórdido pasado de la cama fuera en parte producto de los aromas que emitía la almohada en la que había posado la cabeza. Estos conspiraban con la fatiga, y con el calor de la bañera de ¡a que había salido, para provocar una languidez a la que no habría podido resistirse aunque su vida hubiera dependido de ello. La tensión abandonó sus músculos y sus articulaciones, su vientre renunció a la angustia. Cerró los ojos y dejó que la cama de su hermana la adormeciera y la invitara a soñar.

Incluso durante sus meditaciones más descorazonadoras en el pozo del Eje, Sartori nunca había sentido el vacío de su condición con la intensidad con la que lo sentía ahora que se había separado de su otro yo. Tras conocer a Cortés en la torre y tras presenciar la llamada del Eje a la Reconciliación, había sentido nuevas posibilidades en el aire: un matrimonio de seres iguales que lo sanaría y lo completaría. Pero Cortés había vertido desdén sobre esa visión, prefería a su esposo místico antes que a su hermano. Quizá cambiara de opinión ahora que Pai'oh'pah estaba muerto pero Sartori lo dudaba. Si él fuera Cortés (y lo era) la muerte del místico sería algo con lo que obsesionarse y magnificar hasta el momento en que pudiera vengarse. La enemistad entre ellos estaba confirmada. No habría reencuentro.

No compartió nada de eso con Rosengarten, que lo encontró arriba, en el cenador, engullendo chocolate y reflexionando sobre su furia. Y tampoco permitió que Rosengarten le relatara los desastres de la noche (los generales muertos, el ejército asesinado o amotinado) durante mucho tiempo sin detenerlo. Tenían planes que hacer juntos, le dijo al hombre de las manchas y no servía de mucho apurarse por lo que se había perdido.

—Vamos a ir al Quinto, tú y yo —informó a Rosengarten—. Vamos a construir una nueva Yzordderrex.

No era frecuente que recibiera una respuesta de aquel hombre pero ahora ocurrió. Rosengarten sonrió.

—¿El Quinto? —dijo.

—Lo conocí hace muchos años, claro, pero a decir de todos ahora está desnudo. Los maestros que conocí están muertos. Su sabiduría deshonrada. El lugar está indefenso. Los tomaremos con tales ecos que ni siquiera sabrán que han rendido su Dominio hasta que la Nueva Yzordderrex esté en ya en sus corazones e inviolada.

Rosengarten expresó un murmullo de aprobación.

—Despídete de quien tengas que despedirte —dijo Sartori—. Que yo haré lo mismo.

—¿Nos vamos ahora?

—Antes de que se apaguen los incendios —dijo el Autarca.

Fue un extraño sueño en el que cayó Jude, pero había viajado por el país de la inconsciencia con la frecuencia suficiente para no sentirse intimidada. Esta vez no se movió de la habitación en la que yacía sino que se entregó a sus excesos, elevándose y cayendo como los velos que rodeaban la cama y con la misma brisa llena de humo. De vez en cuando oía algún sonido proveniente de los patios que estaban muy por debajo de su ventana y permitía que los ojos le aletearan y se le abrieran por el puro y perezoso placer de volver a cerrarlos; una vez la despertó el sonido de la voz aflautada de Concupiscencia que cantaba en una habitación lejana. Aunque las palabras eran incomprensibles, Jude sabía que era un lamento, lleno de anhelos por las cosas que se habían ido y nunca podrían volver, luego volvió a deslizarse en el sueño pensando que las canciones tristes eran iguales en cualquier idioma, ya fuera gaélico, navajo o patashoquano. Al igual que el glifo de su cuerpo, esta melodía era algo esencial, una señal que podía pasar entre los Dominios.

La música y el aroma sobre el que yacía eran potentes narcóticos y después de unos cuantos melancólicos versos de la canción de Concupiscencia, Jude ya no estaba segura si se había dormido y oía el lamento en sueños o despierta pero liberada por los perfumes de Quaisoir y flotando entre los pliegues de las sedas que pendían soñando de su cama. Fuera lo que fuera, poco le importaba. Las sensaciones eran placenteras y ella no había disfrutado de demasiados placeres últimamente.

Entonces llegó la prueba de que aquello era en realidad un sueño. Un triste fantasma apareció en la puerta y se quedó allí, contemplándola a través de los velos. Supo quién era incluso antes de que se acercara a la cama. No era un rostro en el que hubiera pensado mucho en los últimos tiempos, así que era un tanto extraño que lo hubiera conjurado pero eso había hecho y no podía negar la carga erótica que sentía ante su presencia soñada. Era Cortés, recordado a la perfección, la expresión preocupada como con tanta frecuencia ocurría, acariciaba con las manos los velos como si fueran sus piernas y pudiera separarlas con sus halagos.

—No creí que estuvieras aquí —le dijo el hombre. Tenía la voz ronca y su expresión estaba tan llena de pérdidas como la canción de Concupiscencia—. ¿Cuándo has vuelto?

—Hace un ratito.

—Tu olor es tan dulce.

—Me he bañado.

—Mirándote así... pienso que ojalá pudiera llevarte conmigo.

—¿Dónde vas?

—Vuelvo al Quinto —dijo él—. He venido a decir adiós.

—¿Desde tan lejos? —le respondió ella.

El rostro del hombre se abrió en una inmoderada sonrisa y ella recordó, al verla, lo fácil que le había resultado siempre seducir; las mujeres se quitaban las alianzas y se bajaban las bragas en cuanto él les dedicaba una mirada. ¿Pero por qué había que ponerse grosera? Esto era una fantasía erótica, no un juicio. Pero soñó que él veía la acusación en sus ojos y que le pedía perdón.

—Sé que te he hecho daño —dijo.

—Eso quedó en el pasado —respondió ella con magnanimidad.

—Mirándote ahora...

—No te pongas sentimental —dijo la mujer—. No quiero sentimientos. Te quiero aquí.

Abrió las piernas y le dejó ver la hornacina que tenía para él. El hombre no dudó más, apartó el velo y trepó a la cama mientras le arrancaba la túnica de los hombros y posaba su boca sobre la de ella. Por alguna razón lo había conjurado con sabor a chocolate. Otra rareza pero no estropeaba los besos.

La mujer le tiró de la ropa pero eran una invención soñada: la tela azul oscura de la camisa, los encajes y botones en profusión fetichista, cubierta de escamas diminutas como si toda una familia de lagartos se hubiera desprendido de su piel para vestirlo a él.

Tenía la piel sensible tras el baño y cuando el hombre descendió con todo su peso sobre ella y empezó a apretar su cuerpo contra el de ella, las escamas le pellizcaron el estómago y los senos de una forma de lo más excitante. Lo envolvió con las piernas y él aceptó la captura mientras sus besos se iban haciendo más intensos por momentos.

—Las cosas que hemos hecho —murmuró él al tiempo que ella le besaba el rostro—. Las cosas que hemos hecho...

El corazón de Jude hacía flotar su mente, que saltaba de un recuerdo a otro y volvía al libro que había encontrado en el piso de Estabrook tantos meses antes, uno de los regalos que Oscar le había traído de los Dominios, un manual de posibilidades sexuales que en aquel momento la había escandalizado. Imágenes de aquellas cópulas aparecían ahora en su cabeza, intimidades que eran posibles quizá sólo en la prodigalidad del sueño y que desenredaban tanto al hombre como a la mujer y los volvían a entrelazar juntos otra vez en nuevas y extáticas combinaciones. Llevó la boca al oído de su amante soñado y le susurró que no le prohibía nada, que quería que compartieran las sensaciones más extremas que fueran capaces de inventar. Esta vez él no sonrió, cosa que la complació, sino que se apoyó en las manos, hundidas hasta entonces a ambos lados de su cabeza, en las vellosas almohadas y la miró con algo de la misma tristeza que había leído en su rostro cuando había llegado.

—¿Una última vez?

—No tiene que ser la última vez —dijo ella—. Siempre puedo soñarte.

—Y yo a ti —dijo él con el mayor cariño y cortesía.

La mujer metió la mano entre sus cuerpos y le quitó el cinturón, luego le abrió los pantalones con cierta violencia, poco dispuesta a que los botones representaran un retraso. Lo que llenó su mano era tan sedoso como tosca era la tela que lo ocultaba, todavía no se había hinchado del todo pero era por ello mucho más ameno. Lo acarició. El hombre suspiró cuando inclinó la cabeza hacia ella y le lamió los labios y los dientes dejando que su saliva, endulzada por el chocolate, cayera de su lengua a la boca femenina. Ella levantó las caderas y movió el surco de su sexo contra la parte inferior de su erección, humedeciéndola. Él empezó a murmurarle palabras de cariño, supuso ella, aunque (como la canción de Concupiscencia) no eran en ningún idioma que ella conociera. Pero su sonido era tan dulce como su saliva y la adormeció como una canción de cuna, como si quisiera deslizaría en un sueño dentro de un sueño. Al tiempo que se le cerraban los ojos, sintió que él elevaba las caderas y tras separar el grosor de su sexo de entre sus labios, empujó sólo una vez, con la fuerza suficiente para quitarle el aliento y penetrarla al tiempo que se dejaba caer sobre ella.

Cesaron entonces las palabras cariñosas, los besos también. Le puso una mano en la frente y con los dedos le cubrió el pelo, la otra se la llevó al cuello y le frotó la tráquea con el pulgar para arrancarle suspiros. Ella no le había prohibido nada y no iba a rescindir esa invitación sólo porque la posesión había sido tan repentina. En lugar de eso, levantó las piernas y las cruzó tras su espalda, luego empezó a azotarlo con insultos. ¿Eso era lo máximo que podía darle, no podía llegar más lejos? No estaba lo bastante dura, no estaba lo bastante caliente. Ella quería más. El hombre aceleró los envites y su pulgar se tensó contra la garganta femenina, pero no tanto como para evitar que ella cogiera aliento y lo volviera a expulsar en una nueva ronda de provocaciones.

—Podría follarte para siempre —le dijo él y en su tono se adivinaba la devoción y la amenaza—. No hay nada que no pueda obligarte a hacer. No hay nada que no pueda hacerte decir. Podría follarte para siempre.

No eran éstas palabras que le habría agradecido a un amante de carne y hueso pero en un sueño resultaba excitante. Lo dejó continuar del mismo modo, abrió los brazos y las piernas debajo de él mientras él recitaba todo lo que le haría, una letanía de ambición que igualaba el ritmo de sus caderas. La habitación que el sueño femenino había levantado a su alrededor se dividía de vez en cuando y otra se filtraba por las grietas para ocupar el mismo espacio: está más oscura que la cámara cubierta de velos de Quaisoir e iluminada por un fuego que ardía a su izquierda. Su amante soñado no se desvaneció, sin embargo; permaneció con ella y dentro de ella, más enloquecido en sus envites y promesas que nunca. Lo vio sobre ella como si lo iluminaran las mismas llamas que calentaban su desnudez, el rostro arrugado y sudoroso, el índice de sus deseos atravesándole los dientes apretados. Sería su muñeca, su puta, su esposa, su Diosa; él llenaría cada uno de sus orificios, para siempre jamás: la poseería, la adoraría, la volvería del revés. Al oír eso, la mujer volvió a recordar las imágenes del libro de Estabrook y el recuerdo hizo que sus células se hincharan como si cada una fuera un brote diminuto listo para estallar, como si sus pétalos fueran placer y su aroma los gritos que ella emitía y que se elevaban para arrancarle a él una nueva adoración. Llegó, por turnos cruel y exquisita. En un momento determinado quería ser su prisionero, atado a cada uno de sus caprichos, alimentándose de su mierda y de la leche que extraería de sus pechos al amamantarse. Al siguiente ella era menos que el excremento que él ansiaba y él era la única esperanza que tenía ella de vivir. La resucitaría follándola. La llenaría con un torrente fiero hasta que los ojos se le salieran de la cabeza y se ahogara en él. Había más pero los gritos de placer que lanzaba ella aumentaban por momentos y cada vez escuchaba menos. También veía menos, cerraba los ojos a las habitaciones mezcladas, iluminadas por el fuego y cubiertas por velos, permitía que su cabeza se llenara con las formas geométricas que siempre acudían a la llamada del placer, formas como su glifo, desenredadas y reelaboradas.

Y luego, justo cuando ella alcanzaba la primera de sus cumbres (con una cordillera de alturas estratosféricas por delante), sintió que el hombre se estremecía y detenía sus envites. No creyó que hubiera terminado, no al principio. Esto era un sueño y ella lo había conjurado para que realizara lo que la realidad nunca hacía: para que continuara cuando los amantes de carne y hueso ya habían derramado sus promesas y jadeaban disculpas a su lado. ¡No podía abandonarla ahora! Abrió los ojos. La cámara iluminada por el fuego había desaparecido y las llamas de los ojos de Cortés habían desaparecido con ella. Ya se había retirado y ella sintió entre las piernas los dedos de él, que se mojaban en las gotas que él le había proporcionado. El hombre la miraba perezoso.

—Casi tengo tentaciones de quedarme —dijo—. Pero tengo trabajo que hacer. ¿Trabajo? ¿Qué trabajo tenían los sueños además de cumplir las órdenes de los que los sueñan?

—No te vayas —le exigió ella.

—He terminado —dijo él.

El hombre ya se bajaba de la cama. Ella estiró la mano para cogerlo pero incluso en sueños la languidez de la almohada se apoderaba de ella y él ya había traspasado los velos antes de que los dedos femeninos lo alcanzaran. La mujer volvió a hundirse en un lento desvanecimiento mientras contemplaba cómo la figura masculina se iba haciendo más remota a medida que las capas de gasa se multiplicaban entre ellos.

—Sigue así de hermosa —le dijo él—. Quizá vuelva a buscarte cuando haya construido la nueva Yzordderrex.

Cosa que para ella no tenía mucho sentido, pero no le importó. Era una miserable invención suya, y no valía nada. La dejó irse, la figura pareció detenerse en la puerta como si quisiera lanzarle una última mirada antes de desaparecer por completo. Pero su mente apenas lo había dejado ir cuando conjuró una compensación. Los velos de los pies de la cama se separaron y apareció Concupiscencia con sus muchas colas y el brillo del ansia en los ojos. No esperó a que cruzara entre ellas ninguna palabra sino que trepó a la cama con la mirada clavada en la ingle de Judith y la lengua azulada saliendo y entrando de la boca al aproximarse. Jude levantó las rodillas. La criatura bajó la cabeza y empezó a lamer lo que el amante soñado había dejado mientras sus palmas sedosas acariciaban los muslos de Jude. La sensación la calmó y contempló a través de los párpados de sus ojos narcotizados cómo la limpiaba Concupiscencia. Antes de terminar, el sueño se fue desdibujando y la criatura todavía seguía con sus caricias cuando descendió otro velo, este tan denso que entre sus pliegues Jude perdió tanto la vista como la sensibilidad.

Capítulo 4

1

Como galeones virados hacia el viento del desierto y navegando a toda vela ante él, las tiendas de los carestes daban un bonito espectáculo desde lejos, pero la admiración de Cortés se convirtió en asombro cuando el coche se acercó y quedó clara su magnitud. Tenían la altura de edificios de cinco pisos y más, torres ondeantes de tela de color ocre y escarlata, colores aún más vividos dado que el suelo del desierto, que había sido del color de la arena al principio, era ahora casi negro y los cielos contra los que se levantaban eran grises debido al muro que se alzaba entre el Segundo Dominio y el mundo desconocido por el que rondaba Hapexamendios.

Floccus detuvo el coche a medio kilómetro del perímetro del campamento.

—Debería adelantarme —dijo— y explicar quiénes somos y qué estamos haciendo aquí.

—Que sea rápido —le dijo Cortés.

Floccus se alejó con la agilidad de una gacela por un suelo que ya no era arena sino una alfombra silícea de fragmentos de piedras, como recortes de alguna escultura extraordinaria. Cortés miró al místico, que yacía en sus brazos como si estuviera sumido en un sueño encantado, la frente inocente de arrugas. Le acarició la mejilla fría.

¿Cuántos amigos y seres queridos debía de haber visto fallecer en los dos siglos y más de su vida en la tierra? Aunque había borrado esas penas de su mente consciente, ¿podía dudar de que habían dejado su marca, habían alimentado el terror que le inspiraba la enfermedad y habían endurecido su corazón a lo largo de los años? Quizá siempre había sido un mujeriego y un plagiario, un maestro de la emoción falsificada, ¿pero era eso tan sorprendente en un hombre que sabía en lo más profundo de sus entrañas que el drama, por mucho que te abrasara el alma, era algo cíclico? Los rostros cambiaban una y otra vez pero la historia seguía siendo en esencia la misma. Como a Klein le había gustado señalar, no existía eso de la originalidad. Ya se había dicho todo, ya se había sufrido todo. Si un hombre sabía eso, ¿tan extraño era que el amor se convirtiera en algo mecánico y la muerte fuera sólo una escena que había que evitar? Ningún saber absoluto se adquiría con eso. Sólo una vuelta más en el tiovivo, otra escena desdibujada más de rostros sonrientes y rostros afligidos.

Pero no había fingido lo que sentía por el místico y había tenido buenas razones para ello. Al oír a Pai negarse a sí mismo («No soy nada y no soy nadie», había dicho la criatura al principio), Cortés había escuchado un eco de la angustia que él también sentía y en la mirada de Pai, cargada con el peso de los años, había visto el alma de un compañero que entendía el dolor innombrable que él soportaba. La criatura lo había despojado de sus farsas y embustes y le había dado a probar el maestro que había sido y quizá volvería a ser. Se podía hacer mucho bien con semejante poder, ahora lo sabía: había brechas que curar, derechos que restaurar, naciones que levantar y esperanzas que despertar. Necesitaba la inspiración de su compañero a su lado si iba a ser un gran Reconciliador.

—Te quiero, Pai'oh'pah —murmuró.

—Cortés.

Era la voz de Floccus, que lo llamaba desde el otro lado de la ventanilla.

—He visto a Atanasio. Dice que tenemos que entrar directamente.

—¡Bien! ¡Bien! —Cortés abrió la puerta de golpe.

—¿Necesitas ayuda?

—No, ya llevaré yo a Pai. —Salió y luego metió los brazos en el coche y cogió al místico.

—Cortés, ¿entiendes que este es un lugar sagrado? —dijo Floccus mientras lo guiaba hacia las tiendas.

—Nada de cantar, bailar, ni tirarse pedos, ¿eh? No pongas esa cara, Floccus. Lo entiendo.

Al acercarse, Cortés se dio cuenta de que lo él había tomado por un campamento de tiendas muy juntas, era en realidad un continuo; a los varios pabellones, con sus tejados abatidos, se unían tiendas más pequeñas para formar una única bestia dorada de viento y lona.

Dentro de su cuerpo, las ráfagas de viento lo mantenían todo en movimiento. Los temblores atravesaban incluso las paredes más tensas y en las alturas de los tejados, las ringleras de tela giraban como las faldas de los derviches emitiendo un suspiro constante. Había personas allá arriba, entre los pliegues; algunas caminaban sobre telarañas de cuerdas como si fueran tablas sólidas, otras estaban sentadas delante de ventanas inmensas abiertas en el techo, con los rostros vueltos hacia el muro del Primer Mundo como si anticiparan que desde ese lugar los llamarían en cualquier momento. Si tal llamada se produjera, no habría agitadas carreras. El ambiente era tan medido y tranquilizador como el movimiento de las velas bailarinas que se izaban sobre ellos.

—¿Dónde encontramos al médico? —le preguntó Cortés a Floccus.

—No hay ningún médico —le respondió—. Sígueme. Nos han asignado un lugar para acostar al místico.

—Tiene que haber algún tipo de atención médica.

—Hay agua fresca y ropas. Quizá algo de láudano y cosas parecidas. Pero Pai ya está más allá de todo eso. El uredo no se va a extraer con medicación. Es la proximidad del Primer Dominio lo que lo curará.

—Entonces deberíamos salir ahora mismo —dijo—. Colocar a Pai más cerca de la Mácula.

—Para acercarnos más de lo que lo estamos ahora necesitaríamos más resistencia de la que poseemos tú o yo, Cortés —dijo Floccus—. Ahora sígueme y muestra respeto hacia este lugar.

Guió a Cortés a través del trémulo cuerpo de la bestia hasta una tienda más pequeña donde se habían colocado una docena de sencillas camas bajas, algunas ocupadas, la mayor parte no. Cortés colocó al místico en una y se puso a desabotonarle la camisa mientras Floccus se iba en busca de agua fresca para su piel, ahora ardiente, y de algún alimento para Cortés y él mismo. Mientras esperaba, Cortés examinó la envergadura del uredo, que ya era demasiado extenso para examinarlo del todo sin desnudar a Pai por completo, cosa que detestaba hacer con tantos extraños por los alrededores. El místico se había mostrado codicioso con su intimidad (habían pasado muchas semanas antes de que Cortés pudiera vislumbrar su belleza desnuda) y quería respetar esa modestia aun en el estado actual de Pai. Lo cierto es que muy pocos de los que pasaban por allí les lanzaban siquiera una mirada y después de un rato empezó a sentir que el miedo lo abandonaba. Había muy poco más que él pudiera hacer. Se encontraban al borde de los Dominios conocidos, donde se detenían todos los mapas y comenzaba el enigma de enigmas. ¿De qué valía el miedo ante semejantes imponderables? Tenía que dejarlo a un lado y proceder con dignidad y contención mientras confiaba en los poderes que impregnaban aquí el aire.

Cuando volvió Floccus con los medios para lavar a Pai, Cortés preguntó si era posible que lo dejaran sólo para hacerlo.

—Por supuesto —respondió Floccus—. Tengo amigos aquí. Me gustaría ir a buscarlos.

Cuando se fue, Cortés empezó a lavar las erupciones supurantes del uredo, que rezumaban no sangre sino un pus plateado cuyo aroma le escocía en la nariz como si fuese amoníaco. El cuerpo del que se alimentaba parecía no sólo debilitado sino también, y de algún modo, desenfocado, como si sus contornos y musculatura estuvieran a punto de convertirse en vapor y la carne fuera a dispersarse. Si esto era cosa del uredo o sencillamente el estado del místico cuando la vida, y por tanto su capacidad para dar forma a la visión de los que lo contemplaban, se estaba desvaneciendo, Cortés no lo sabía pero le hizo recordar la forma en que su cuerpo se había aparecido ante él. Como Judith, por supuesto; como un asesino, acorazado en su desnudez; y como el cariñoso andrógino de su noche de bodas en la Cuna, aquel que por un instante había adoptado su rostro y le había devuelto la mirada como una profecía de Sartori. Ahora, al final, parecía ser una forma de niebla bruñida que se alejaba de su mano aun mientras lo tocaba.

—¿Cortés? No sabía que pudieras ver en la oscuridad.

Cortés levantó la vista del cuerpo de Pai y se encontró con que durante el tiempo que había pasado lavando al místico, medio hipnotizado por el recuerdo, había caído la tarde. Había luces ardiendo al lado de los enfermos más cercanos, pero ninguna cerca de Pai'oh'pah. Cuando volvió la mirada hacia el cuerpo que había estado lavando, apenas pudo distinguirlo entre las tinieblas.

—Yo tampoco lo sabía.

Se levantó para saludar al recién llegado. Era Atanasio, con una lámpara en la mano. Bajo su llama, que estaba tan sujeta a los caprichos del viento como la lona que los cubría, Cortés vio que lo habían herido durante la caída de Yzordderrex. Tenía varios cortes en la cara y el cuello y una herida más grande y lívida en el vientre. Para un hombre como él, que había celebrado los domingos haciéndose una nueva corona de espinas, esas lesiones eran seguramente agradables incomodidades.

—Siento no haber venido antes a darte la bienvenida —dijo—. Pero con un número de heridos tan grande llegando sin parar, me paso mucho tiempo administrando los últimos sacramentos.

Cortés no hizo ningún comentario pero un escalofrío de miedo volvió a recorrerle la espina dorsal.

—Hemos visto que muchos de los soldados del Autarca han encontrado el camino hasta aquí y eso me pone nervioso. Temo que dejemos entrar a alguien que venga en misión suicida y vuele en pedazos este lugar. Así es como piensa ese hijo de puta. Si a él lo destruyen, querrá que todo caiga con él.

—Estoy seguro de que le preocupa mucho más su propia huida.

—¿Adónde puede ir? La voz ya se ha corrido por toda Imajica. Se ha producido un levantamiento armado en Patashoqua. Hay combates cuerpo a cuerpo en la Vía Crucis. Cada uno de los Dominios se estremece. Incluso el Primero.

—¿El Primero? ¿Cómo?

—¿No lo has visto? No, es obvio que no. Ven conmigo.

Cortés volvió los ojos hacia Pai.

—El místico está a salvo aquí —dijo Atanasio—. No tardaremos mucho.

Llevó a Cortés por el cuerpo de la bestia hasta una puerta que los condujo al exterior, al atardecer cada vez más profundo. Si bien Floccus le había aconsejado que no hiciera precisamente lo que estaban haciendo y había insinuado que la proximidad de la Mácula podría provocarle algún daño, no había ninguna señal de consecuencia alguna. O bien lo protegía Atanasio o tenía una resistencia propia a cualquier influencia maligna. En cualquier caso, pudo estudiar el espectáculo que se abría ante él sin sufrir ningún efecto adverso.

No había ningún muro de niebla, ni siquiera un crepúsculo más profundo, que marcara la división entre el Segundo Dominio y la guarida de Hapexamendios. El desierto se limitaba a desvanecerse en la nada, como un dibujo borrado por el poder del otro lado, primero se desenfocaba, luego perdía el color y los detalles. Esta sutil eliminación de la realidad sólida, el mundo suprimido y sustituido por la nada, era la visión más angustiosa sobre la que Cortés había puesto los ojos jamás. Y tampoco le pasaba desapercibido la similitud entre lo que estaba pasando aquí y el estado del cuerpo de Pai.

—Dijiste que la Mácula se estaba moviendo —susurró Cortés.

Atanasio examinó el vacío en busca de alguna señal, pero no le llamó la atención nada.

—No es algo constante —dijo—. Pero de vez en cuando aparecen en ella ondas.

—¿Es eso extraño?

—Cuentan algunos relatos que ocurrió lo mismo en otros tiempos pero ésta no es una zona que fomente el estudio meticuloso. Los observadores aquí se ponen poéticos. Los científicos se vuelven sonetos. A veces de forma literal. —Se echó a reír—. Era un chiste, por cierto. Por si acaso empiezas a preocuparte de que te empiecen a rimar las piernas.

—Cuando lo miras, ¿cómo te sientes? —le preguntó Cortés.

—Me da miedo —dijo Atanasio—. Porque no estoy listo para estar allí.

—Yo tampoco —dijo Cortés—. Pero me temo que Pai sí. Ojalá no hubiera venido, Atanasio. Quizá debería llevarme a Pai ahora, mientras todavía puedo.

—Es decisión tuya —respondió Atanasio—. Pero no creo que el místico sobreviva si lo mueves. Un uredo es un veneno terrible, Cortés. Si existe alguna probabilidad de que Pai sane, es aquí, cerca del Primero.

Cortés volvió a mirar hacia la angustiante ausencia de la Mácula.

—¿Convertirse en nada es curarse? —dijo—. A mí me parece más una muerte.

—Quizá estén más cerca de lo que pensamos, la muerte y la curación —dijo Atanasio.

—No quiero oír eso —dijo Cortés—. ¿Te quedas aquí fuera?

—Un rato nada más —respondió Atanasio—. Si decides irte, ven a buscarme antes, quieres, para que podamos despedirnos.

—Por supuesto.

Dejó a Atanasio contemplando el vacío y volvió dentro; este sería un buen momento para encontrar un bar y pedir una copa bien fuerte. Al dirigirse a la cama de Pai lo detuvo en seco una voz demasiado desabrida para este sagrado lugar y lo bastante vacilante para sugerir que el hablante había encontrado ese bar y había terminado secándolo.

—¡Cortés, viejo cabrón!

Apareció Estabrook ante él con una expansiva sonrisa en los labios, aunque le faltaban varios dientes.

—Oí que estabas aquí y no me lo creí. —Buscó la mano de Cortés y se la estrechó—. Pero aquí estás, en carne y hueso. ¿Quién lo habría pensado, eh? Los dos aquí.

La vida en el campamento había producido algunos cambios en Charlie. No podía haber estado más lejos del apesadumbrado conspirador que Cortés había conocido en la colina de las cometas. Lo cierto es que casi podría haber haberse hecho pasar por un payaso, con su botarga de pantalones de raya diplomática, los tirantes harapientos, una túnica desabrochada teñida de media docena de colores y todo coronado por una calva y una sonrisa a la que le faltaban varios dientes.

—¡Me alegro tanto de verte! —no dejaba de decir, su placer en estado puro—. Tenemos que hablar y este es el momento perfecto. Van a salir todos fuera a meditar sobre su ignorancia, cosa que está bien durante unos minutos pero ¡Dios! luego es un rollo. Ven conmigo, ¡vamos! Me han dado un rinconcito propio, para quitarme de en medio.

—Quizá más tarde —dijo Cortés—. Tengo un amigo aquí que está enfermo.

—Oí a alguien hablando de eso. ¿Un místico? ¿Es esa la palabra?

—Esa es la palabra.

—Son extraordinarios, según he oído. Muy sexy. ¿Por qué no voy a ver al paciente contigo?

Cortés no sentía ningún deseo de hacerle compañía a Estabrook durante más tiempo del necesario pero sospechaba que el hombre se despediría a toda prisa en cuanto posara los ojos en Pai y se diera cuenta que la criatura que había venido a espiar era la misma que había contratado para asesinar a su esposa. Volvieron juntos al lado del lecho de Pai. Floccus estaba allí, con una lámpara y una amplia provisión de comida. Con la boca llena a reventar, se levantó para que lo presentaran pero Estabrook apenas percibió su presencia. Tenía los ojos clavados en Pai, cuya cabeza estaba girada hacia el lado contrario del fulgor de la lámpara, mirando hacia el Primer Dominio.

—Cabrón con suerte —le dijo a Cortés—. Es muy hermosa.

Floccus miró a Cortés para ver si éste tenía intención de comentar el error de Estabrook a la hora de asignarle un sexo al paciente, pero Cortés se limitó a sacudir por un segundo la cabeza. Le sorprendía que el poder de Pai para responder a la mirada de los demás siguiera intacto, sobre todo porque sus ojos veían una visión mucho más angustiante: la materia de su amado se iba haciendo cada vez más insustancial a medida que pasaban las horas. ¿Es que esta visión y este entendimiento estaban reservados sólo para los maestros? Se arrodilló junto a la cama y estudió los rasgos que se desvanecían sobre la almohada. Los ojos de Pai vagaban bajo los párpados.

—¿Sueñas conmigo? —murmuró Cortés.

—¿Mejora la chica? —inquirió Estabrook.

—No lo sé —dijo Cortés—. Se supone que este es un lugar de curación, pero yo no estoy tan seguro.

—De verdad, creo que deberíamos hablar —dijo Estabrook con la indiferencia tensa de un hombre que tiene algo de vital importancia que compartir pero que no puede hacerlo entre los presentes—. ¿Por qué no te vienes conmigo un momento y te tomas una copa rápida? Estoy seguro que Floccus vendrá a buscarte si ocurre algo desafortunado.

Floccus siguió masticando al tiempo que asentía y Cortés accedió a ir con la esperanza de que Estabrook pudiera decirle algo sobre las condiciones de aquel lugar que lo ayudaran a decidir si debía irse o quedarse.

—Sólo serán cinco minutos —le prometió a Floccus y dejó que Estabrook lo llevara por los corredores iluminados por lámparas hasta lo que antes había llamado su rincón.

Estaba un tanto apartado, una pequeña habitación de lona que había hecho propia con las pocas posesiones que se había traído de la Tierra. Una camisa, las manchas de sangre ya pardas, colgaba sobre la cama como si fuera el raído estandarte de alguna notable batalla. En la mesa, al lado de la cama, había ordenado su billetera, su peine, una caja de cerillas y un paquete de pastillas de menta junto con varias columnas simétricas de cambio para formar un altar dedicado al espíritu del bolsillo.

—No es mucho —dijo Estabrook—, pero es mi hogar.

—¿Estás prisionero aquí? —dijo Cortés mientras se sentaba en la sencilla silla que había a los pies de la cama.

—En absoluto —dijo Estabrook.

Sacó una pequeña botella de licor de debajo de la almohada. Cortés la reconoció de las horas que él y Hurra habían pasado en el Oke T'Noon. Era la savia fermentada de una flor de pantano del Tercer Dominio: el kloupo. Estabrook le dio u n trago a la botella y Cortés recordó todo el coñac que había bebido de una petaca en la colina de las cometas. Aquel día había rechazado el licor de ese hombre, pero no ahora.

—Podría irme en cuanto quisiera —continuó—. Pero entonces pienso, ¿adónde ibas a ir, Charlie? ¿Y adónde iba a ir?

—¿De vuelta al Quinto?

—En el nombre de Dios, ¿por qué?

—¿No lo echas de menos, aunque sea un poco?

—Un poco, quizá. De vez en cuando me pongo sensiblero, supongo, y entonces me emborracho, más todavía, y tengo sueños.

—¿Sobre qué?

—La mayoría son cosas de la niñez, ya sabes. Pequeños detalles sueltos que no significarían nada para cualquier otra persona. —Reclamó la botella y volvió a beber—. Pero no puedes recuperar el pasado, así que, ¿de qué sirve romperte el corazón? Cuando las cosas se van, se van.

Cortés emitió un ruido que no lo comprometía a nada.

—No estás de acuerdo.

—No necesariamente.

—Dime una cosa que permanezca.

—No...

—No, venga. Di una sola cosa.

—El amor.

—¡Ja! Bueno, no cabe duda que con eso completamos el círculo ¿verdad? ¡El amor! Sabes, habría estado de acuerdo contigo hace medio año. No puedo negarlo. No podía concebir la posibilidad de no estar enamorado de Judith. Pero no lo estoy. Cuando me acuerdo de lo que sentía por ella, me parece ridículo. Ahora, por supuesto, le toca a Oscar estar obsesionado con ella. Primero tú, luego yo, luego Oscar. Pero mi hermano no sobrevivirá mucho tiempo.

—¿Qué te hace decir eso?

—Está metido en demasiadas cosas. Esto va a terminar en lágrimas, ya lo verás. ¿Sabes lo de la Tabula Rasa, supongo?

—No.

—¿Por qué habrías de saberlo? —respondió Estabrook—. A ti te metieron en esto a rastras, ¿no es cierto? Me siento culpable, de verdad. Tampoco es que el hecho de que yo me sienta culpable vaya a servirnos de nada a ninguno de los dos, pero quiero que sepas que jamás comprendí las ramificaciones de lo que estaba haciendo. Si lo hubiera hecho, te juro que habría dejado a Judith en paz.

—No creo que ninguno de los dos hubiéramos sido capaces de eso —comentó Cortés.

—¿De dejarla en paz? No, supongo que no. Ya teníamos el camino marcado, ¿eh? No estoy diciendo que sea del todo inocente, que conste. No lo soy. En mis tiempos hice unas cuantas cosas espantosas, cosas de las que me avergüenzo con sólo pensar en ellas. Pero comparado con la Tabula Rasa o con un chiflado hijo de puta como Sartori, no soy tan malo. Y cuando miro cada mañana al Vacío de Dios...

—¿Así es como lo llaman?

—Oh, coño, no; ellos son mucho más respetuosos. Es el pequeño apodo que le he puesto yo. Pero cuando lo miro, pienso, bueno, va a llevarnos a todos uno de estos días, poco importa quienes seamos: chiflados hijos de puta, amantes, borrachos, no se va a poner a elegir. Todos nos vamos a convertir en nada antes o después. Y sabes, quizá sea la edad pero eso ya no me preocupa. Todos tenemos nuestro momento y cuando se acaba, se acaba.

—Tiene que haber algo al otro lado, Charlie —dijo Cortés.

Estabrook sacudió la cabeza.

—Eso son chorradas —dijo—. He visto a un montón de personas levantarse y entrar en la Mácula, rezan y siguen andando. Dan unos cuantos pasos y desaparecen. Es como si nunca hubieran vivido.

—Pero aquí la gente sana. Tú sanaste.

—No cabe duda que Oscar me dejó hecho un desastre y no fallecí. Pero no sé si estar aquí tuvo mucho que ver con eso. Piensa en ello. Si Dios estuviera de verdad al otro lado de ese muro y, coño, estuviera tan impaciente por curar a los enfermos, ¿no te parece que estiraría el brazo un poco más y detendría lo que está pasando en Yzordderrex? ¿Por qué iba Él a soportar horrores como ese, justo delante de Sus narices? No, Cortés. Yo lo llamo el Vacío de Dios pero sólo es así a medias. Dios no está allí. Quizá lo estuvo en otro tiempo...

Dejó la frase sin terminar y llenó el silencio con otro trago de kloupo.

—Gracias por todo —dijo Cortés.

—¿Qué hay que agradecer?

—Me has ayudado a tomar una decisión.

—Ha sido un placer —dijo Estabrook—. Joder, es tan difícil pensar con claridad, a que sí, con este maldito viento soplando todo el tiempo. ¿Puedes encontrar el camino de vuelta a esa encantadora dama tuya o quieres que vaya contigo?

—Ya encontraré el camino —respondió Cortés.

2

Se arrepintió muy pronto de haber declinado el ofrecimiento de Estabrook, descubrió después de doblar unas cuantas esquinas que cualquier pasillo iluminado por lámparas se parecía mucho al siguiente y que no sólo no podía desandar sus pasos hasta el lecho de Pai sino que tampoco estaba seguro de poder encontrar el camino de vuelta a la tienda de Estabrook.

Una de las rutas que probó le llevó a una especie de capilla donde varios carestes estaban arrodillados delante de una ventana que se asomaba al Vacío de Dios. La Mácula presentaba en lo que ahora era una oscuridad absoluta el mismo rostro vacío que tenía al anochecer, más iluminada que la noche pero sin arrojar ninguna luz sobre ella, y su nulidad resultaba más inquietante que las atrocidades de Beatrix o las habitaciones selladas del palacio.

Cortés volvió la espalda tanto a la ventana como a los devotos y continuó su búsqueda de Pai, que por casualidad lo trajo por fin de vuelta a la que pensó que era la habitación donde yacía el místico. Pero la cama estaba vacía. Desorientado, estaba a punto de ir a interrogar a uno de los otros pacientes para confirmar que estaba en la sala correcta cuando le llamó la atención la comida de Floccus, o lo que quedaba de ella, que permanecía al lado de la cama: unas cuantas migas, media docena de huesos bien roídos. No cabía duda que esta era la cama de Pai. ¿Pero dónde estaba su ocupante? Se volvió para mirar a los demás. Estaban todos dormidos o bien en estado de coma pero él estaba resuelto a encontrar la verdad y estaba cruzando el espacio que lo separaba de la cama más cercana cuando oyó que Floccus corría en su busca y lo llamaba.

—¡Ahí estás! te he buscado por todas partes.

—La cama de Pai está vacía, Floccus.

—Lo sé, lo sé. Fui a vaciar la vejiga, estuve fuera dos minutos, no más, y cuando volví había desaparecido. El místico, no mi vejiga. Creí que quizá habías venido y te lo habías llevado.

—¿Por qué iba a hacer algo así?

—No te enfades. Aquí no va a ocurrirle nada malo. Confía en mí.

Después de su conversación con Estabrook, Cortés no estaba en absoluto tan seguro de que eso fuera cierto pero no iba a perder el tiempo discutiendo con Floccus mientras Pai vagaba por allí desatendido.

—¿Dónde has mirado?

—Por todas partes.

—¿No puedes ser un poco más preciso?

—Me perdí —dijo Floccus, que empezaba a exasperarse—. Todas las tiendas se parecen.

—¿Ha salido fuera?

—No, ¿por qué? —La agitación de Floccus desapareció ante sus ojos. Lo que surgió en su lugar fue una profunda desesperación—. ¿No creerás que haya ido a la Mácula?

—No lo sabremos hasta que miremos —dijo Cortés—. ¿Por dónde me llevó Atanasio? Había una puerta...

—¡Espera! ¡Espera! —dijo Floccus mientras agarraba la chaqueta de Cortés—. No puedes salir ahí así como así.

—¿Por qué no? Soy un maestro, ¿no?

—Hay ceremonias...

—Me importa una mierda —dijo Cortés y sin esperar a que Floccus le pusiera más objeciones puso rumbo hacia lo que esperaba que fuera la dirección correcta.

Floccus lo siguió, trotaba al lado de Cortés y abría nuevos argumentos contra las intenciones de Cortés cada cuatro o cinco pasos. La Mácula estaba inquieta esta noche, dijo, se hablaba de brechas en ella; vagar por sus inmediaciones cuando era tan volátil era peligroso, quizá un suicidio, y además, era una profanación. Cortés quizá fuera un maestro pero eso no le daba derecho a hacer caso omiso del protocolo en lo que estaba planeando. Era un invitado y estaba allí con la condición de que obedeciera las reglas. Y las reglas no se escribían para pasar el rato. Había muy buenas razones para evitar que los extraños violaran aquel lugar. Eran ignorantes y la ignorancia podía destrozarlos a todos.

—¿De qué sirven las reglas si nadie entiende en realidad lo que está pasando ahí fuera? —dijo Cortés.

—¡Pero es que lo entendemos! Entendemos este lugar. Es donde Dios empieza.

—Entonces, si la Mácula me mata, ya sabes lo que tienes que escribir en mi necrológica. «Cortés terminó donde empieza Dios».

—Eso no tiene gracia, Cortés.

—Estamos de acuerdo.

—Es cuestión de vida o muerte.

—Estamos de acuerdo.

—¿Entonces por qué lo haces?

—Porque allí donde esté Pai, ese es mi sitio. ¡Y hubiera dicho que hasta alguien con media vista y corto de cerebro como tú se habría dado cuenta!

—Quieres decir corto de vista y con medio cerebro.

—Tú lo has dicho.

Delante se encontraba la puerta que Atanasio y él habían atravesado un rato antes. Estaba abierta y sin vigilancia.

—Sólo quiero decir... —empezó Floccus.

—Déjalo ya, Floccus.

—... que ha sido una amistad demasiado corta —respondió el hombre, cosa que detuvo a Cortés, avergonzado por su estallido.

—No me llores todavía —le dijo en voz baja.

Floccus no respondió, se limitó a alejarse de la puerta abierta y dejar que Cortés la atravesara sólo. Fuera, la noche guardaba silencio, el viento había caído a poco más que una brisa. Examinó el terreno, a izquierda y derecha. Había devotos en ambas direcciones, arrodillados en la oscuridad, con las cabezas inclinadas mientras meditaban sobre el Vacío de Dios. No deseaba molestarlos así que se movió en silencio, tanto como pudo sobre el suelo desigual, pero los fragmentos de roca más pequeños que tenía delante saltaban y rodaban a medida que él se aproximaba, como si quisieran anunciarle con tanto estrépito y estruendo. No fue esa la única respuesta a su presencia. El aire que exhalaba, que había utilizado para matar en tantas ocasiones ya, se oscurecía al abandonar sus labios, la nube salía disparada con hebras de un color rojo brillante. No se dispersaban estas bocanadas, sino que se hundían como si les pesara su propia letalidad y le envolvían el torso y las piernas como túnicas fúnebres. No hizo ningún esfuerzo por desprenderse de ellas aunque sus pliegues pronto ocultaron el suelo y ralentizaron sus pasos. Y tampoco tuvo que reflexionar mucho sobre su propósito. Ahora que no lo acompañaba Atanasio, el aire estaba decidido a negarle la defensa de caminar por aquí como si fuera inocente, como si fuera un simple hombre en busca de un amante vagabundo. Envuelto en aquel color negro y acompañado de tambores se revelaba su naturaleza más profunda: era un maestro con un poder asesino en los labios y no habría forma de ocultarles ese hecho, ni a la Mácula ni a los que meditaban sobre ella.

El sonido de las piedras sacó a varios de los devotos de sus contemplaciones, levantaban la vista y veían que tenían una figura ominosa entre ellos. Uno, arrodillado sólo cerca del camino de Cortés, se levantó aterrado y huyó pronunciando una plegaria de protección. Otro se postró sollozando. En lugar de intimidarlos aún más con la mirada, Cortés volvió los ojos hacia el Vacío de Dios para explorar el terreno que se encontraba cerca del margen que separaba la tierra sólida del vacío en busca de alguna señal de Pai'oh'pah. La visión de la Mácula ya no lo angustiaba como lo había hecho la primera vez que había salido aquí con Atanasio. Ataviado como iba, y así anunciado, se enfrentaba al vacío como un hombre con poder. Para poder intentar los ritos de la Reconciliación, tenía que haber hecho las paces con este misterio. No tenía nada que temer de él.

Para cuando por fin puso los ojos sobre Pai'oh'pah, estaba a trescientos o cuatrocientos metros de la puerta y la asamblea de los que meditaban se había reducido a unos cuantos valientes que se habían separado del nudo principal de la congregación en busca de soledad. Algunos ya se habían retirado al aproximarse él pero unos pocos estoicos permanecían en su lugar de plegaria y dejaban que pasara este extraño sin ni siquiera levantar los ojos para mirarlo. Envuelto como estaba en su aliento de marta cibelina, Cortés temió que Pai no lo reconociera y empezó a llamar al místico por su nombre. Nadie respondió a la llamada. Aunque la cabeza del místico no era más que un contorno oscuro entre las tinieblas, Cortés sabía en qué había clavado sus ojos hambrientos: el enigma que atraía su paso firme del mismo modo que el borde de un abismo atrae a un suicida. Aceleró el paso y con ese impulso empezó a mover piedras cada vez más grandes a medida que avanzaba. Aunque no había señal de que el místico tuviera prisa, Cortés temía que una vez que se encontrase en la equívoca región que había entre el suelo sólido y la nada, la criatura fuera ya irrecuperable.

—¡Pai! —gritó mientras caminaba—. ¿Me oyes? ¡Por favor, para!

Las palabras siguieron produciendo nubes que lo vestían pero no tuvieron ningún efecto sobre Pai hasta que Cortés convirtió los ruegos en una orden.

—Pai'oh'pah. Te habla tu maestro. Detente.

El místico tropezó al oír las palabras de Cortés como si ese mandato hubiera puesto un obstáculo en su camino. Un pequeño gemido de dolor, casi animal, escapó de sus labios. Pero hizo lo que su antiguo invocador le había pedido y se detuvo en seco como un sirviente obediente, esperando a que su maestro llegara a su lado.

Cortés ya estaba a menos de diez pasos y vio lo avanzado que estaba el proceso de desmadejamiento. El místico era ya poco más que una sombra entre sombras, era imposible leer sus rasgos y su cuerpo carecía de sustancia. Si Cortés necesitaba alguna prueba más de que la Mácula no era un lugar de curación, la tenía en la visión del uredo, que era más sólido que el cuerpo del que se había alimentado, sus manchas lívidas brillaban a intervalos como ascuas sorprendidas por una ráfaga de viento.

—¿Por qué has dejado tu cama? —dijo Cortés, que había ralentizado el paso una vez más al acercarse al místico. Su forma parecía tan tenue que temía que cualquier movimiento violento pudiera dispersarla por completo—. Más allá de la Mácula no hay nada que necesites, Pai. Tu vida está aquí, conmigo.

El místico se tomó unos minutos para responder. Cuando lo hizo, su voz era tan etérea como su sustancia, un ruego fino y exhausto que surgía de un espíritu al borde del colapso absoluto.

—Ya no me queda ninguna vida, maestro —dijo.

—Deja que sea yo el que juzgue eso. Me juré a mí mismo que jamás volvería a dejarte marchar, Pai. Quiero cuidarte, sanarte. Traerte aquí fue un error, ahora lo sé. Lo siento si te ha causado dolor pero te sacaré de aquí...

—No fue ningún error. Encontraste el camino que te trajo aquí porque tenías tus razones.

—Tú eres mi razón, Pai. No sabía quién era hasta que tú me encontraste, y me volveré a olvidar si te vas.

—No, no te olvidarás —dijo la criatura, el perfil equívoco de su cabeza se volvió hacia Cortés. Aunque no había ningún destello que marcase el lugar donde habían estado sus ojos, Cortés sabía que lo estaba mirando—. Tú eres el maestro Sartori. El Reconciliador de Imajica. —Titubeó durante largo rato. Cuando recuperó la voz, era más frágil que nunca—. Y eres también mi amo, y mi marido, y mi hermano más querido... Si me ordenas que me quede, entonces me quedaré. Pero si me amas, Cortés, entonces, por favor... déjame... ir.

La petición no se podía haber hecho de una forma más sencilla ni más elocuente y si Cortés hubiera tenido la certeza, sin asomo de duda, que había un Edén al otro lado de la Mácula listo para recibir el espíritu de Pai, habría dejado que el místico se fuera en ese mismo instante, por angustioso que fuera. Pero creía algo muy diferente y estaba listo para decirlo, incluso estando tan cerca del vacío.

—No es el cielo, Pai. Quizá Dios esté allí, quizá no. Pero hasta que lo sepamos...

—¿Y por qué no dejar que vaya ahora y lo vea por mí mismo? No tengo miedo. Este es el Dominio donde se hizo a mi pueblo. Quiero verlo. —En estas palabras había la primera insinuación de pasión que Cortés había oído hasta entonces—. Me estoy muriendo, maestro. Necesito echarme y dormir.

—¿Y si ahí no hay nada, Pai? ¿Y si lo único que hay es un vacío?

—Preferiría la ausencia al dolor.

La respuesta derrotó a Cortés por completo.

—Entonces será mejor que te vayas —dijo. Ojalá pudiera encontrar alguna forma más tierna de renunciar a la criatura pero era incapaz de ocultar su desolación con tópicos. Por mucho que quisiera salvar a Pai del sufrimiento, su empatía no podía vencer la necesidad que sentía, ni anular del todo la sensación de propiedad que, por muy indeseable que fuera, formaba parte de lo que sentía por esta criatura.

—Ojalá pudiéramos haber hecho este último viaje juntos, maestro —dijo Pai—. Pero tienes cosas que hacer, lo sé. Grandes cosas.

—¿Y cómo las voy a hacer sin ti? —dijo Cortés, aunque sabía que esa era una táctica miserable (y medio se avergonzaba de ella), pero no estaba dispuesto a permitir que el místico abandonara la vida sin darle voz a cada deseo que conocía para evitar que la criatura se fuera.

—No estás sólo —dijo Pai—. Ya conoces a Ácaro Bronco y a Scopique. Ambos eran miembros del último Sínodo y están listos para preparar la Reconciliación contigo.

—¿Son maestros?

—Ahora sí. La última vez eran novicios pero ahora están preparados. Ellos trabajarán en sus Dominios mientras tú trabajas en el Quinto.

—¿Han esperado todo este tiempo?

—Sabían que vendrías. O, si no tú, alguien en tu lugar.

Los había tratado a los dos tan mal, pensó, sobre todo a Ácaro Bronco.

—¿Quién representará al Segundo? —dijo—. ¿Y al Primero?

—Había un eurhetemec en Yzordderrex que esperaba trabajar por el Segundo, pero está muerto. Ya era viejo la última vez y no ha podido esperar. Le pedí a Scopique que encontrara un sustituto.

—¿Y aquí?

—Esperaba que ese honor recayera sobre mí pero ahora tendrás que encontrar a alguien que ocupe mi lugar. No pongas esa cara de perdido, maestro, por favor. Fuiste un gran Reconciliador...

—Fracasé. ¿Qué tiene eso de grande?

—No fracasarás otra vez.

—Ni siquiera recuerdo las ceremonias.

—Las recordarás, después de un tiempo.

—¿Cómo?

—Todo lo que hicimos, dijimos y sentimos sigue esperando en la calle Gamut. Todos nuestros preparativos, todos nuestros debates. Incluso yo.

—El recuerdo no es suficiente, Pai.

—Lo sé...

—Te quiero real. Te quiero... para siempre.

—Quizá, cuando Imajica vuelva a estar entera y se abra el Primer Dominio, quizá entonces me encuentres.

Había en eso una esperanza muy pequeña, pensó Cortés, y no sabía si eso sería suficiente para evitar que cayera en la desesperación cuando el místico desapareciera.

—¿Puedo irme? —dijo Pai.

Cortés no había pronunciado jamás una sílaba más dura que la siguiente.

—Sí —dijo.

El místico levantó la mano, que ya no era más que una voluta de humo con cinco dedos y la posó en los labios de Cortés. Éste no sintió el contacto físico pero el corazón le dio un vuelco dentro del pecho.

—No estamos perdidos —dijo Pai—. Confía en eso.

Luego dejó caer los dedos y el místico comenzó a separarse de Cortés para dirigirse hacia la Mácula. Había quizá una docena de metros de distancia y a medida que disminuía la brecha, el corazón de Cortés, que ya se había disparado con la caricia de Pai, iba latiendo más rápido y su tamborileo le resonaba en la cabeza. Incluso ahora que sabía que no podía rescindir la libertad que había concedido, le costó no perseguir al místico para detenerlo sólo un momento más: para oír su voz, para colocarse a su lado, para ser la sombra de su sombra.

La criatura no volvió la vista atrás, pisó con cruel facilidad la tierra de nadie que separaba la solidez de la nada. Cortés se negó a apartar la vista, se quedó mirando con una firmeza más desafiante que heroica. El nombre de aquel lugar estaba bien puesto. A medida que el místico caminaba, quedaba borrado, sin dejar mácula, como un esbozo que tras servir bien a su Creador, este ya no lo necesitara en la página. Pero al contrario que el esbozo, que por muy meticulosamente que se borrara siempre dejaba algún rastro para señalar el error del artista, cuando Pai se desvaneció por fin, la desaparición fue completa, dejó el punto inmaculado. Si Cortés no hubiera tenido al místico en su memoria (ese inestable libro), la criatura podría no haber existido jamás.

Capítulo 5

1

Cuando volvió a entrar fue para encontrarse con las miradas de cincuenta o más personas reunidas en la puerta; era obvio que todas ellas habían presenciado lo que acababa de ocurrir, aunque a cierta distancia. Nadie tosió siquiera hasta que él hubo pasado, luego oyó elevarse los susurros como el sonido de un enjambre de insectos. ¿Es que no tenían nada mejor que hacer que cotillear sobre su dolor? pensó. Cuanto antes se alejara de aquí, mejor. Se despediría de Estabrook y de Floccus y se iría de inmediato.

Volvió a la cama de Pai con la esperanza de que el místico hubiera dejado algún recuerdo para él, pero la única señal de su presencia era la muesca en la almohada en la que había reposado su hermosa cabeza. Anheló poder echarse él también allí un rato pero era un lugar demasiado público para permitirse semejante lujo. Ya lloraría su pérdida cuando se fuese de aquí.

Mientras se preparaba para irse apareció Floccus, su cuerpecito nervudo se crispaba como el de un boxeador que anticipara un golpe.

—Siento interrumpir —dijo.

—Iba a ir a buscarte de todos modos —dijo Cortés—. Sólo para darte las gracias y decirte adiós.

—Antes de que os vayáis —dijo Floccus parpadeando como un maníaco—. Tengo un mensaje para vos. —Se le había ido todo el color de la cara y tropezaba con cada dos palabras.

—Siento mi comportamiento —dijo Cortés para intentar tranquilizarlo—. Hiciste todo lo que pudiste y a cambio lo único que recibiste fue mi mal humor.

—No hace falta disculparse.

—Pai tenía que irse y yo tengo que quedarme. Así son las cosas.

—Es un placer teneros de vuelta —se entusiasmó Floccus—. De verdad, maestro, en serio.

El «maestro» le dio a Cortés una pista sobre el cambio de comportamiento.

—¿Floccus? ¿Me tienes miedo? —dijo—. Lo tienes, ¿no es así?

—¿Miedo? Eh, bueno, eh, sí. Por decirlo de alguna forma. Sí. Lo que ocurrió ahí fuera, que os acercarais tanto a la Mácula y que no os reclamara y el modo en el que habéis cambiado... —Cortés se dio cuenta que el atuendo negro seguía pegado a su cuerpo, su lenta descomposición le rodeaba los miembros de jirones de humo—. Eso le da un cariz diferente a las cosas. No lo había entendido; perdonadme, fue una estupidez; no había entendido, ya sabéis, que me encontraba en compañía de, bueno, tal poder. Si, ya sabéis, os he ofendido en algo...

—No lo has hecho.

—Puedo ser muy frívolo.

—Has sido una gran compañía, Floccus.

—Gracias, maestro. Gracias. Gracias.

—Por favor, deja de darme las gracias.

—Sí. Claro. Gracias.

—Decías que tenías un mensaje.

—¿Eso dije? Eso dije.

—¿De quién?

—Atanasio. Le gustaría mucho veros.

Aquí estaba la tercera despedida que debía, pensó Cortés.

—Entonces llévame con él, si eres tan amable —dijo y Floccus, en cuyo rostro se reflejaba el alivio de haber sobrevivido a esta entrevista, se volvió y lo alejó de la cama vacía.

En los pocos minutos que les llevó abrirse paso por el cuerpo de la tienda, el viento, que se había reducido casi a la nada al caer el crepúsculo, empezó a elevarse con renovada ferocidad. Para cuando Floccus lo hizo entrar en la cámara en la que esperaba Atanasio, el aire golpeaba las paredes con violencia. Las lámparas del suelo parpadeaban con cada ráfaga y bajo su luz nerviosa Cortés vio qué melancólico lugar había elegido Atanasio para su despedida. La cámara era un depósito de cadáveres, el suelo estaba cubierto de cuerpos envueltos en todo tipo de trapos y sudarios, algunos envueltos con todo cuidado, la mayor parte apenas cubiertos, una prueba más (como si hiciera falta) del poco poder que tenía aquel sitio como lugar de curación. Pero ese argumento carecía ya de interés. Este no era el momento ni el lugar para herir la fe de aquel hombre, no con el viento de la noche azotando las paredes y los muertos por todas partes a sus pies.

—¿Quieres que me quede? —le preguntó Floccus a Atanasio, era obvio que estaba desesperado porque lo rechazaran.

—No, no. Vete, por supuesto.

Floccus se volvió hacia Cortés e hizo una pequeña reverencia.

—Ha sido un honor, señor —dijo y luego se fue a toda prisa.

Cuando Cortés volvió a mirar hacia Atanasio, el hombre se había alejado hacia el otro extremo del depósito y miraba fijamente uno de los cuerpos amortajados. Se había vestido acorde con aquel sombrío lugar, el atuendo suelto y brillante que lucía antes desechado a favor de unas túnicas de un color azul tan profundo que eran casi negras.

—Bueno, maestro —dijo—. Estaba buscando un Judas entre nosotros y no me di cuenta de que eras tú. Qué descuido, ¿eh?

Su tono era casual, lo que hizo que la afirmación que Cortés ya encontraba confusa lo fuera doblemente.

—¿Qué quieres decir? —dijo.

—Quiero decir que nos engañaste para entrar en nuestras tiendas y ahora esperas partir sin pagar ningún precio por tu profanación.

—No hubo ningún engaño —dijo Cortés—. El místico estaba enfermo y pensé que aquí se podría curar. Si ahí fuera no cumplí con todas las formalidades, tendrás que perdonarme. No tenía tiempo para tomar clases de teología.

—El místico nunca estuvo enfermo. O si lo estuvo, lo enfermaste tú mismo para poder infiltrarte aquí como un gusano. Ni siquiera te molestes en protestar. Vi lo que hiciste ahí fuera. ¿Qué va a hacer el místico, entregarle algún informe sobre nosotros al Invisible?

—¿De qué me estás acusando, exactamente?

—Me empiezo a preguntar si vienes siquiera del Quinto, o quizá eso forma también parte de la conspiración.

—Na hay ninguna conspiración.

—Salvo que he oído que allí la revolución y la teología son malos compañeros de cama, cosa que por supuesto a nosotros nos parece extraño. ¿Cómo se puede separar una cosa de la otra? Si quieres cambiar aunque sea una pequeña parte de tu condición, debes esperar que las consecuencias lleguen antes o después a los oídos de las divinidades y luego debes tener preparadas tus razones.

Cortés lo escuchó todo y se preguntó si quizá no fuera más sencillo salir de la habitación y dejar a Atanasio con sus divagaciones. Estaba claro que nada de esto tenía ningún sentido. Pero le debía a aquel hombre un poco de paciencia, quizá, aunque sólo fuera por las sabias palabras que había pronunciado en la boda.

—Crees que estoy implicado en una conspiración —dijo Cortés—. ¿Es eso?

—Creo que eres un asesino, un mentiroso y un agente del Autarca —dijo Atanasio.

—¿Me llamas mentiroso a mí? ¿Quién es el que ha seducido a todos estos pobres mamones para que pensaran que aquí podían sanar, tú o yo? ¡Míralos! —Cortés señaló las filas—. ¿Llamas a esto sanar? Yo no. Y si les quedara algún aliento...

Bajó la mano y arrancó el sudario del cadáver que tenía más cerca. El rostro que había debajo era el de una mujer muy bonita. Los ojos abiertos estaban vidriados. Al igual que la cara: pintada y vidriada. Tallada, pintada y vidriada. Tiró un poco más de la sábana y oyó la risa dura y arisca de Atanasio al hacerlo. La mujer tenía un niño pintado encaramado en el pliegue del codo. Llevaba un halo dorado alrededor de la cabeza y tenía la manita levantada para dar la bendición.

—Es posible que yazca muy quieta —dijo Atanasio—. Pero no te engañes. No está muerta.

Cortés fue hacia otro de los cuerpos y retiró la tela que lo cubría. Debajo yacía una segunda Virgen, esta más barroca que la primera, con los ojos alzados en un beatífico desvanecimiento. Dejó que se le cayera el sudario entre los dedos.

—¿Te sientes débil, maestro? —dijo Atanasio—. Ocultas tu miedo muy bien pero a mí no me engañas.

Cortés miró de nuevo por la habitación. Había al menos treinta cuerpos allí dispuestos.

—¿Son todas Vírgenes? —dijo.

Atanasio leyó ansiedad en el desconcierto de Cortés y dijo:

—Ahora empiezo a ver el miedo. Esta tierra es sagrada para la Diosa.

—¿Por qué?

—Porque según la tradición se cometió un gran crimen contra su sexo en este punto. Una mujer del Quinto Dominio fue violada por aquí cerca y el espíritu de la Madre Santa llama sagrada a cualquier tierra así marcada. —Se agachó y descubrió otra de las estatuas, luego la tocó con gesto reverente—. Está aquí con nosotros —dijo—. En cada estatua. En cada piedra. En cada ráfaga de viento. Nos bendice porque nos atrevemos a acercarnos al Dominio de su enemigo.

—¿Qué enemigo?

—¿Es que no te permiten pronunciar su nombre sin hincarte de rodillas? — dijo Atanasio—. Hapexamendios. Tu Señor, el Invisible. Puedes confesarlo. ¿Por qué no? Ahora tú conoces mi secreto y yo el tuyo. Ya somos transparentes. Sin embargo todavía tengo una pregunta antes de que te vayas.

—¿Y cuál es?

—¿Cómo averiguaste que veneramos a la Diosa? ¿Fue Floccus el que te lo dijo o Nikaetomaas?

—Nadie. No lo sabía y no me importa demasiado. —Echó a andar hacia el hombre—. No les tengo miedo a tus Vírgenes, Atanasio.

Eligió una cercana y le quitó el velo, desde la corona de estrellas hasta los pies envueltos en nubes. Las manos de la imagen estaban enlazadas en actitud de plegaria. Cortés se inclinó, igual que lo había hecho Atanasio, y colocó la mano sobre los dedos entrelazados de la estatua.

—Por si te interesa —dijo—, creo que son muy hermosas. En otro tiempo yo también fui artista.

—Eres fuerte, maestro, lo reconozco. Esperaba que nuestra Señora te hincara de rodillas.

—Primero se supone que tengo que arrodillarme ante Hapexamendios y ahora ante la Virgen.

—Ante uno por lealtad, ante la otra por miedo.

—Siento desilusionarte pero mis piernas son mías y me arrodillo cuando yo lo decido. Si así lo decido.

Atanasio parecía confuso.

—Creo que incluso te lo crees —dijo.

—Pues claro que me lo creo, coño. No sé de qué clase de conspiración crees que soy culpable pero te juro que no hay ninguna.

—Eres el instrumento del Invisible, quizá más de lo que yo pensaba —dijo Atanasio—. Quizá ignoras su propósito.

—Oh, no —dijo Cortés—. Sé bien qué es lo que debo hacer y no veo razón para avergonzarme de ello. Si puedo reconciliar al Quinto, lo haré. Quiero que Imajica esté completa y habría creído que tú también. Puedes visitar el Vaticano. Te encontrarás con que está lleno de Vírgenes.

Como si sus palabras le inspiraran una violenta furia, el viento golpeó las paredes con renovada malicia, una ráfaga se coló en la cámara, levantó en el aire varios de los sudarios más ligeros y apagó una de las lámparas.

—Él no le salvará —dijo Atanasio, estaba claro que creía que el viento había venido para llevarse a Cortés—. Y tampoco tu ignorancia, si eso es lo que te mantiene a salvo.

Volvió la vista hacia los cuerpos que había estado estudiando cuando Floccus se fue.

—Señora, perdónanos —dijo— por hacer esto ante tus ojos.

Aquellas palabras eran una señal, al parecer. Cuatro de las figuras se movieron cuando él habló, se sentaron y se quitaron los sudarios de la cabeza. Estas no eran Vírgenes. Eran hombres y mujeres carestes y llevaban hojas en forma de medialuna. Atanasio volvió a mirar a Cortés.

—¿Querrás aceptar la bendición de nuestra Señora antes de morir? —dijo.

Alguien había empezado ya una plegaria a sus espaldas, oyó Cortés, y se dio la vuelta para ver que había otros tres asesinos allí, dos de ellos armados de la misma lunática forma que sus compañeros mientras la tercera (una niña no mucho mayor que Hurra, con el pecho desnudo y rostro de gacela) corría entre las filas descubriendo estatuas a medida que pasaba. No había dos iguales. Había Vírgenes de piedra, Vírgenes de madera, Vírgenes de escayola. Había Vírgenes talladas con tal tosquedad que apenas resultaban reconocibles y otras labradas con tal precisión que parecían a punto de ponerse a respirar. Aunque minutos antes Cortés había posado la mano en una de todas ellas sin sufrir ningún daño, el espectáculo lo enfermó un poco. ¿Sabía Atanasio algo sobre la condición de los maestros que él, Cortés, ignoraba? ¿Podría quedar subyugado de alguna forma por esta imagen de la misma forma que en una vida anterior quedaba cautivado por la visión de una mujer desnuda o a punto de estarlo?

Fuera cual fuera el misterio que había aquí, no pensaba dejar que Atanasio lo asesinara mientras él lo resolvía. Cogió aire y se llevó la mano a la boca al tiempo que Atanasio sacaba su propia arma y se lanzaba contra él a toda velocidad. El aliento resultó ser más rápido que el filo. Cortés soltó el pneuma, no contra Atanasio directamente, sino contra el suelo, delante de él. Las piedras contra las que chocó volaron en mil pedazos y Atanasio cayó de espaldas cuando lo golpeó la descarga. Dejó caer el cuchillo y se llevó las manos a la cara, chillaba tanto de furia como de dolor. Si había alguna orden en su clamor, los asesinos no la oyeron o hicieron caso omiso. Se mantuvieron a una respetuosa distancia de Cortés mientras éste se acercaba a su líder herido atravesando un aire todavía gris por las motas de piedra pulverizada. Atanasio yacía de lado, apoyado en un codo. Cortés se agachó al lado de Atanasio y con cuidado le quitó las manos de la cara. Tenía un corte profundo bajo el ojo izquierdo y otro encima del derecho. Ambos sangraban en abundancia, así como una veintena de cortes más pequeños. Pero ninguno de ellos resultaría fatal para un hombre que lucía las heridas de la misma forma que otros llevaban una joya. Se curarían y se sumarían al resto de sus cicatrices.

—Retira a tus asesinos, Atanasio —le dijo Cortés—. No he venido aquí para hacerle daño a nadie, pero si me obligas, mataré a todos y cada uno de ellos. ¿Me entiendes? —Le pasó un brazo por debajo al hombre y lo incorporó—. Ahora retíralos.

Atanasio se desprendió del brazo de Cortés y examinó a sus cohortes a través de una llovizna de sangre.

—Dejadlo pasar —dijo—. Habrá otra ocasión.

Los asesinos que se encontraban entre Cortés y la puerta se separaron aunque ninguno bajó ni envainó el arma. Cortés se levantó y dejó a Atanasio, y mientras pasaba ofreció un último comentario.

—No querría matar al hombre que me casó con Pai'oh'pah —dijo—, así que antes de que vuelvas a venir a por mí, examina las pruebas que haya contra mí, sean las que sean. Y busca en tu corazón. No soy tu enemigo. Todo lo que quiero hacer es curar Imajica. ¿No es eso también lo que quiere tu Diosa?

Si Atanasio tenía intención de responder, fue demasiado lento. Antes de que pudiera abrir la boca, se elevó un grito en algún lugar del exterior y un momento después otro, luego otro y después una docena: todos aullidos de dolor y pánico, retorcidos por las ráfagas de viento que los transmitían hasta quedar convertidos en chillidos capaces de romper los tímpanos. Cortés se volvió hacia la puerta pero el viento se había apoderado de la cámara entera y cuando ya se disponía a partir, una de las paredes se elevó como si una mano titánica la hubiera agarrado y la hubiera levantado en el aire. El viento, con toda su carga de gritos, entró a toda velocidad, volcó las lámparas y derramó el combustible cuando echaron a rodar. Atrapado por las mismas llamas que había alimentado, el aceite estalló en mil bolas de un color amarillo brillante, bajo cuya luz Cortés vio escenas de caos por todas partes. Los asesinos también se derrumbaban como las lámparas, incapaces de soportar el poder del viento. A una mujer la vio empalada en su propia hoja. A otro el viento lo arrastró hasta el aceite y quedó consumido al instante por la llama.

—¿Pero qué has invocado? —aulló Atanasio.

—Esto no es obra mía —respondió Cortés.

Atanasio chilló alguna otra acusación pero se la arrebató de los labios el caos desbocado. El viento arrebató otra de las paredes de la cámara de forma sumaria y sus jirones se elevaron por el aire como un telón que desvelara la escena de una catástrofe. La tormenta se movía a lo largo de todas las tiendas y destripaba aquella bestia escarlata y gloriosa en la que había entrado Cortés con tal sensación de asombro. Pared tras pared quedaba hecha jirones o arrancada del suelo, las cuerdas y las estacas que las sujetaban letales al echar a volar. Y visible más allá de la confusión, su causa: el otrora anodino muro de la Mácula, que ya no lo era tanto. Se agitaba como se había agitado el cielo que Cortés había visto debajo del Eje, un torbellino cuyo lugar de origen parecía ser un agujero rasgado en la tela de la Mácula. Aquella visión daba cuerpo a las acusaciones de Atanasio. Amenazado por asesinos y Vírgenes, ¿había Cortés invocado sin querer a alguna entidad del Primer Dominio para que lo protegiera? Si así era, tenía que encontrarla y calmarla antes de tener más vidas inocentes que añadir a la lista de aquellos que habían perecido por su causa.

Con los ojos clavados en la brecha, dejó la cámara y se dirigió hacia la Mácula. La ruta que los separaba era la autopista de la tormenta, que transportaba los detritos de sus hazañas de un sitio a otro, volvía a lugares que ya había destruido en un primer asalto para recoger a los supervivientes y lanzarlos al aire como sacos de plumón ensangrentado y luego abrirlos en las alturas. Había una lluvia roja en las ráfagas que salpicaba a Cortés en su avance, y sin embargo, la misma autoridad que condenaba a hombres y mujeres a su alrededor lo dejaba a él ileso. Ni siquiera era capaz de derribarlo. ¿La razón? Su aliento, que Pai había llamado en cierta ocasión la fuente de toda magia. Su manto se aferraba a él como lo había hecho antes, al parecer lo protegía del tumulto y, aunque no obstaculizaba sus pasos, le prestaba una masa que iba más allá de la carne y el hueso.

Con la mitad de la distancia cubierta, echó un vistazo atrás para ver si había alguna señal de vida entre las Vírgenes. El lugar era fácil de encontrar, incluso entre tanta carnicería. El fuego ardía con un fervor alimentado por el viento y a través del aire espesado por la sangre y los fragmentos, Cortés vio que se habían levantado varias de las estatuas de sus lechos de piedra y formaban ahora un círculo en el que se refugiaban Atanasio y varios de sus seguidores. No ofrecerían mucha resistencia contra esta anarquía, pensó, pero se podía ver a varios supervivientes más arrastrándose hacia aquel lugar con los ojos clavados en las Santas Madres.

Cortés le dio la espalda a aquella visión y continuó andando hacia la Mácula al tiempo que percibía allí la presencia de otra alma lo bastante pesada para soportar el asalto: un hombre ataviado con túnicas del color de las tiendas rasgadas, sentado con las piernas cruzadas en el suelo a no más de veinte metros de la fuente de la furia. Llevaba la cabeza encapuchada y tenía el rostro girado hacia el torbellino. ¿Era esta criatura monjil la fuerza que él había invocado? se preguntó Cortés. Si no era así, ¿cómo sobrevivía este tipo tan cerca del motor de la destrucción?

Empezó a gritarle al hombre mientras se acercaba, en modo alguno seguro de que su voz se oyese en medio del estrépito del viento y los gritos. Pero el monje lo oyó. Se dio la vuelta y miró a Cortés, la capucha le eclipsaba medio rostro. No había nada impropio en sus plácidos rasgos. Al rostro le hacía falta un buen afeitado; la nariz, rota en algún momento del pasado, habría que volverla a colocar; los ojos no necesitaban nada. Tenían todo lo que querían, al parecer, con sólo ver acercarse al maestro. Una amplia sonrisa se abrió en el rostro del monje, que se puso en pie al instante e inclinó la cabeza.

—Maestro —dijo—. Me hacéis un gran honor. —No había elevado la voz pero esta se transmitía a través de toda la conmoción—. ¿Ya habéis visto al místico?

—El místico se ha ido —dijo Cortés. Se dio cuenta de que no le hacía falta gritar. Su voz, como sus miembros, tenía aquí un peso sobrenatural.

—Sí, lo vi irse —respondió el monje—. Pero ha vuelto, maestro. Atravesó la Mácula por la fuerza y la tormenta vino tras él.

—¿Dónde? ¿Dónde? —dijo Cortés dando una vuelta completa—. ¡No lo veo! —Miró con expresión acusadora al hombre—. Me habría encontrado si estuviera aquí —dijo.

—Confiad en mí, lo está intentando —replicó el hombre. Se retiró la capucha. Los rizos rojizos empezaban a ralear pero aún le quedaban vestigios del encanto de un niño del coro—. Está muy cerca, maestro.

Ahora fue él el que se quedó mirando la tormenta, pero no a derecha e izquierda sino hacia arriba, al aire laberíntico. Cortés siguió su mirada. Había ringleras de lona rasgada que volaban al viento muy por encima de ellos, elevándose y cayendo como enormes pájaros heridos. Había trozos de muebles, ropas hechas jirones y fragmentos de carne. Y entre estas nubes de escoria, una forma rápida como una flecha y más oscura que el cielo o la tormenta descendía incluso al tiempo de posar sus ojos sobre él. El monje se acercó un poco más a Cortés.

—Es el místico —dijo—. ¿Me permitís protegeros, maestro?

—Es mi amigo —dijo Cortés—. No necesito protección.

—Creo que sí la necesitáis —respondió el otro y levantó los brazos por encima de la cabeza con las palmas extendidas como si quisiera desviar al espíritu que se aproximaba.

La criatura redujo su velocidad al ver el gesto y Cortés tuvo tiempo para ver con toda claridad la forma que se cernía sobre él. Era cierto, era el místico, o al menos sus restos. Ya fuera a hurtadillas o por pura fuerza de voluntad, había violado la Mácula. Pero su huida no le había proporcionado ningún consuelo. El uredo ardía más maligno que nunca, consumiendo casi por entero el cuerpo de sombras en el que se había clavado y envenenado; y de la boca del sufriente salía un aullido que no podría haber expresado más dolor si le hubieran arrancado las tripas del vientre delante de sus ojos.

Se había parado por completo y flotaba sobre los dos hombres como un buceador detenido en pleno descenso, con los brazos estirados y la cabeza, o sus restos, echada hacia atrás.

—¿Pai? —dijo Cortés—. ¿Has hecho tú esto?

El aullido continuó. Si había palabras en su angustia, Cortés era incapaz de distinguirlas.

—Tengo que hablar con él —le dijo Cortés a su protector—. Si le estás haciendo daño, por el amor de Dios, para ya.

—Salió del margen aullando así —dijo el hombre.

—Al menos deja caer tus defensas.

—Nos atacará.

—Correré el riesgo —respondió.

El hombre dejó caer a los lados las manos que desviaban el peligro. La forma que flotaba sobre ellos se retorció y giró pero no descendió. Otra fuerza lo reclamaba, comprendió Cortés. Se estaba debatiendo para resistirse a la llamada de la Mácula, que lo invocaba para que volviera al lugar del que había escapado.

—¿Me oyes, Pai? —le preguntó Cortés.

El aullido continuó sin amainar un instante.

—¡Si puedes hablar, hazlo!

—Ya está hablando —dijo el monje.

—Yo sólo oigo aullidos —dijo Cortés.

—Más allá de los aullidos —fue la respuesta— hay palabras.

Gotas de fluido caían de las heridas del místico al intensificarse su lucha por resistirse al poder de la Mácula. Hedían a putrefacción y quemaban el rostro levantado de Cortés pero su escozor trajo consigo la comprensión de las palabras cifradas en los chillidos de Pai.

—Perdidos —decía el místico—. Estamos... perdidos...

—¿Por qué has hecho esto? —preguntó Cortés.

—No he... sido yo. Envió la tormento para reclamarme.

—¿Desde el Primero?

—Es la... voluntad de Él —dijo Pai—. Su... voluntad...

Aunque la torturada forma que se debatía sobre él apenas se parecía a la criatura que había amado y con la que se había casado, Cortés todavía podía oír fragmentos de Pai'oh'pah en estas respuestas y, al oírlas, quería alzar su propia voz angustiada al pensar en el dolor de Pai. El místico había entrado en el Primero para acabar con su sufrimiento pero aquí estaba, todavía sufriendo y él era incapaz de ayudar o sanar a la criatura. Todo lo que podía hacer a modo de consuelo era decirle que lo entendía, y asiera. Su mensaje estaba muy claro. Durante el trauma de su despedida, Pai había percibido en él alguna evasiva. Pero no la había y así se lo dijo.

—Sé lo que tengo que hacer —le dijo al sufriente—. Confía en mí, Pai. Lo entiendo. Soy el Reconciliador. No voy a huir de ello.

Al oír esto, el místico se retorció como un pez en el anzuelo, incapaz ya de evitar que lo sacara de allí el pescador del Primero. Empezó a revolverse en el aire, como si pudiera ganar otro momento en este Dominio agarrándose a una mota de aire. Pero el poder que había enviado semejantes furias en su búsqueda lo había sujetado con demasiada fuerza y el espíritu se vio arrastrado de nuevo hacia la Mácula. Por puro instinto, Cortés levantó las manos hacia él aunque oyó, si bien hizo caso omiso, el grito de alarma del hombre que tenía a su lado. El místico quiso cogerle la mano y para ello estiró su cuerpo hecho de sombras al tiempo que ondulaba de forma grotesca los largos dedos alrededor de los de Cortés. El contacto provocó tal convulsión en el organismo de este que se habría visto arrojado al suelo si no hubiera sido porque su protector lo sujetó. Aun así, tuvo la sensación de que la médula le ardía en los huesos y olió el hedor de la putrefacción en su piel, como si la muerte se apoderara de él por dentro y por fuera. Era muy difícil, en medio de esa agonía, aferrarse al místico y mucho más distinguir las palabras que intentaba decir la criatura. Pero se debatió contra la necesidad de soltarse y luchó por encontrarle algún sentido a las pocas sílabas que fue capaz de comprender. Tres de ellas eran su nombre.

—Sartori...

—Estoy aquí, Pai —dijo Cortés, pensando quizá que la criatura se había quedado ciega—. Sigo aquí.

Pero el místico no llamaba a su maestro.

—El otro —decía—. El otro...

—¿Qué pasa con él?

—Lo sabe —murmuró Pai—. Encuéntralo, Cortés. Lo sabe.

Con esta orden se separaron sus dedos. El místico se estiró para coger de nuevo a Cortés pero una vez perdido su débil arraigo fue presa de la Mácula y al instante se lo llevaron hacia la brecha por la que había aparecido. Cortés quiso seguirlo pero sus miembros habían quedado más gravemente traumatizados por la convulsión de lo que había pensado y las piernas se limitaron a doblarse bajo él. Cayó con pesadez pero levantó la cabeza a tiempo para ver desaparecer al místico en el vacío.

Tirado en el duro suelo, recordó la primera vez que había perseguido a Pai por las calles vacías y heladas de Manhattan. Entonces también había caído y había levantado los ojos como ahora para ver cómo se le escapaba el enigma sin resolver. Pero aquella primera vez la criatura se había vuelto, se había vuelto y le había hablado desde el otro lado del río de la Quinta Avenida, le había ofrecido la esperanza, por frágil que fuera, de otro encuentro. No era así ahora. La criatura se había metido en la Mácula como el humo a través de una puerta llena de corrientes y su grito se había parado en seco.

—Otra vez no —murmuró Cortés.

El monje se había agachado a su lado.

—¿Podéis poneros en pie —preguntó—, o queréis que pida ayuda?

Cortés puso las manos debajo de su propio cuerpo y se incorporó hasta conseguir arrodillarse sin dar ninguna respuesta. Con la desaparición del místico, el viento maligno que había venido tras él y traído consigo tal devastación estaba amainando y al hacerlo, los escombros que había estado manteniendo en las alturas comenzaron a descender como un tosco pedrisco. Por segunda vez el monje levantó las manos para protegerlos de la fuerza que caía. Cortés apenas era consciente de lo que estaba pasando. Había clavado los ojos en la Mácula, que estaba perdiendo a toda prisa su agitación. Para cuando la lluvia de lona, piedras y cuerpos se detuvo, hasta el último rastro de los detalles había desaparecido de la partición y una vez más volvía a ser una ausencia sobre la que se deslizaba el ojo sin encontrar ningún lugar al que agarrarse.

Cortés se puso en pie, volvió la espalda al nulo lugar y examinó la desolación que yacía en todas direcciones salvo una. El círculo de Vírgenes que había vislumbrado a través de la tormenta seguía intacto y refugiados entre ellas había medio centenar de supervivientes, algunos de ellos arrodillados y sollozando o rezando; muchos besaban los pies de las estatuas que los habían protegido y sin embargo otros miraban hacia la Mácula de la que había salido la destrucción que había reclamado las vidas de todos salvo aquellos cincuenta además del maestro y el monje.

—¿Ves a Atanasio? —le preguntó Cortés al hombre que tenía a su lado.

—No, pero está vivo en alguna parte —fue la respuesta—. Es como vos, maestro: tiene demasiada resolución en su interior para morir.

—No creo que ninguna resolución me hubiera salvado si no hubieras estado aquí —comentó Cortés—. Tienes auténtico poder en esos huesos.

—Un poco quizá —respondió el monje con una sonrisa modesta—. Tuve un gran profesor.

—Yo también —dijo Cortés en voz baja—. Pero lo perdí. —Al ver que los ojos del maestro se llenaban de lágrimas, el monje hizo ademán de retirarse pero Cortés dijo—: No te preocupes por las lágrimas. Llevo demasiado tiempo huyendo de ellas. Deja que te haga una pregunta. Y lo entenderé si me dices que no.

—¿Qué, maestro?

—Cuando me vaya de aquí, voy a volver al Quinto para preparar una Reconciliación. ¿Confiarías en mí lo suficiente para unirte al Sínodo, en representación del Primero?

La dicha inundó el rostro del monje, que empezó a derramar lágrimas al tiempo que sonreía.

—Sería un honor para mí, maestro —dijo.

—Hay riesgo implicado —le advirtió Cortés.

—Siempre lo hubo. Pero no estaría aquí si no fuera por vos.

—¿Cómo es eso?

—Vos sois mi inspiración, maestro —respondió el hombre inclinando la cabeza en un gesto de deferencia—. Sea lo que sea lo que me pidáis, lo llevaré a cabo lo mejor que pueda.

—Quédate aquí entonces. Vigila la Mácula y espera. Te encontraré cuando llegue el momento. —Hablaba con más certeza de la que sentía pero quizá la ilusión de la competencia formara parte del repertorio de cada maestro.

—Estaré esperando —respondió el monje.

—¿Cómo te llamas?

—Cuando me uní a los carestes, me llamaron Chicha Jackeen.

—¿Jackeen?

—Significa tipo sin ningún valor —respondió el hombre.

—Entonces tenemos muchas cosas en común —dijo Cortés. Cogió la mano del hombre y se la estrechó—. Recuérdame, Jackeen.

—Jamás habéis dejado mi mente —respondió el hombre.

Aquí había un significado oculto que Cortés no era capaz de comprender pero este no era el momento de profundizar. Tenía por delante dos viajes difíciles y peligrosos: el primero a Yzordderrex, el segundo de vuelta al Retiro. Tras darle las gracias a Jackeen por sus servicios, Cortés lo dejó en la Mácula y se abrió camino a través de la devastación hacia el círculo de Vírgenes. Algunos de los supervivientes dejaban su refugio para empezar a buscar por el lugar, era de suponer que con la esperanza (vana, sospechaba) de encontrar a otros vivos. Era una escena de dolor y confusión que había presenciado demasiadas veces en su viaje a través de los Dominios. Por mucho que le hubiera gustado creer que era pura casualidad que estas escenas de devastación coincidieran con su presencia, no podía permitirse el lujo de dejarse llevar por semejante auto—engaño. Estaba desposado con la tormenta tanto como lo estaba con Pai. Más aún, quizá, ahora que había desaparecido el místico.

El comentario de Jackeen, que Atanasio era un alma demasiado resuelta para haber perecido, se confirmó cuando Cortés se acercó al círculo. El hombre se encontraba de pie en el centro de un grupo de carestes, dirigía una plegaria de acción de gracias a la Santa Madre por su supervivencia. Cuando Cortés alcanzó el perímetro, Atanasio levantó la cabeza. Tenía un ojo cerrado bajo una costra de sangre y suciedad pero había suficiente dolor en el otro para hacer arder una docena de ojos. Cortés se encontró con su mirada y no avanzó más, de todos modos el sacerdote redujo el volumen de su oración a un mero susurro para evitar así que el intruso oyera los términos de su devoción. Pero los oídos de Cortés no habían quedado tan embotados por el estrépito como para no poder captar unas cuantas frases. Aunque la mujer representada de tantos modos alrededor del círculo era con toda claridad la Virgen María, al parecer también se llamaba de otras formas, o bien tenía hermanas. Oyó que la llamaban Urna Umagammagi, madre Imajica y oyó también el nombre que Hurra le había susurrado por primera vez en la celda bajo la maison de santé: Tishalullé. Había un tercer nombre, aunque a Cortés le costó un poco de tiempo asegurarse de que lo había entendido bien y ese era Jokalaylau. Atanasio rezaba para que les hiciera un lugar a su lado en las nieves del paraíso, cosa que hizo preguntarse a Cortés con cierta amargura si aquel hombre había pisado alguna vez aquellos yermos para que pudiera pensar en ellos como un lugar celestial.

Aunque los nombres eran extraños, el espíritu que los inspiraba no lo era. Atanasio y su desesperada congregación le rezaban a la misma Diosa cariñosa en cuyos altares del Quinto se encendía un número incontable de velas cada día. Incluso Cortés en sus momentos más paganos había reconocido la presencia de esa mujer en su vida y la había adorado de la única forma que había sabido: con la seducción y la posesión temporal de su sexo. Si hubiera tenido una madre o una hermana cariñosa, quizá hubiera aprendido una forma mejor de demostrar su devoción que no fuera la lujuria, pero esperaba y creía que la Santa Mujer le perdonaría sus pecados, incluso aunque Atanasio no lo hiciera. Ese pensamiento lo consoló. Necesitaría toda la protección que pudiera reunir en la batalla que se encontraba a punto de emprender y no era poco consuelo pensar que la madre Imajica tenía lugares de culto en el Quinto, donde se libraría esa batalla.

Una vez terminado el servicio ad hoc, Atanasio dejó que su congregación se pusiera a la tarea de buscar entre los restos. Por su parte, él se quedó en el medio del círculo, donde yacían tirados unos cuantos supervivientes que habían conseguido llegar hasta allí pero habían perecido.

—Ven aquí, maestro —dijo Atanasio—. Hay algo que deberías ver.

Cortés entró en el círculo esperando que Atanasio le mostrase el cadáver de un niño o de alguna frágil belleza, un cuerpo roto. Pero el rostro que tenía a sus pies era el de un varón y en absoluto inocente.

—Lo conocías, creo.

—Sí. Se llamaba Estabrook.

Charlie tenía los ojos cerrados y la boca también: sellada en el momento de su fallecimiento. No había grandes señales de daño físico. Quizá su corazón se había limitado a rendirse en medio del alboroto.

—Nikaetomaas dijo que lo trajisteis aquí porque pensasteis que era yo.

—Pensamos que era un Mesías —dijo Atanasio—. Cuando nos dimos cuenta que no lo era, seguimos buscando; esperábamos un milagro. Y en su lugar...

—Me encontrasteis a mí. Por si sirve de algo, tenías razón. Es cierto que yo traje toda esta destrucción conmigo. No sé muy bien por qué y no espero que me perdones por ello pero quiero que entiendas que no encuentro ningún placer en ella. Todo lo que quiero es compensar el daño que he causado.

—¿Y cómo lo harás, maestro? —dijo Atanasio. El ojo bueno se había inundado de lágrimas al examinar los cuerpos—. ¿Cómo vas a compensar esto? ¿Puedes resucitarlos con lo que tienes entre las piernas? ¿Es ese el truco? ¿Puedes follarlos hasta devolverles la vida?

Cortés emitió un sonido gutural de asco.

—Bueno, eso es lo que pensáis los maestros, ¿no? No queréis sufrir, sólo queréis la gloria. Posáis vuestra vara en la tierra y la tierra da frutos. Eso es lo que pensáis. Pero no funciona así. Es vuestra sangre lo que la tierra quiere, es vuestro sacrificio. Y mientras lo neguéis, otros van a morir en vuestro lugar. Créeme, me cortaría la garganta ahora mismo si pensara que podría revivir a estas personas pero me han gastado una broma miserable. Tengo la voluntad de hacerlo pero mi sangre no vale nada. La tuya sí. No sé por qué. Ojalá no fuera así. Pero así es.

—¿A Urna Umagammagi le gustaría verme sangrar? —dijo Cortés—. ¿O a Tishalullé? ¿O a Jokalaylau? ¿Es eso lo que tus cariñosas madres quieren de este hijo?

—Tú no les perteneces. No sé a quién perteneces pero tú no saliste de sus dulces cuerpos.

—De algún sitio tengo que proceder —dijo Cortés y por primera vez en su vida dio voz a ese pensamiento—. Hay un propósito en mi interior y creo que Dios lo puso ahí.

—No busques demasiado lejos, maestro. Tu ignorancia quizá sea la única defensa que el resto de nosotros tenemos contra ti. Renuncia ahora a tu ambición antes de que averigües de lo que eres capaz de verdad.

—No puedo.

—Ah, pero si es muy fácil —dijo Atanasio—. Suicídate, maestro. Que la tierra beba tu sangre. Ahora mismo, ese es el favor más grande que podrías hacerles a los Dominios.

Cortés oyó en esas palabras el eco más amargo de una carta que había leído meses antes, en otra clase de jungla.

«Hazlo por las mujeres del mundo», le había escrito Vanessa. «Rebánate esa embustera garganta».

¿De verdad había recorrido los Dominios sólo para que le devolvieran el consejo que le había dado una mujer a la que había engañado en el amor? Después de tanto esfuerzo en busca de la comprensión, ¿al final era un maestro tan dañino y fraudulento como lo había sido en su papel de amante?

Atanasio leyó la precisión de este último dardo en el rostro de su objetivo y con una sonrisa salvaje lo remachó.

—Hazlo pronto, maestro —dijo—. Ya hay suficientes huérfanos en los Dominios, no hace falta que sigas satisfaciendo tus ambiciones ni un día más.

Cortés dejó pasar estos comentarios crueles.

—Tú me casaste con el amor de mi vida, Atanasio —dijo—. Jamás olvidaré ese favor.

—Pobre Pai'oh'pah —respondió el otro hombre para terminar de machacar el mismo punto—. Otra de tus víctimas. Qué veneno debe de haber en ti, maestro.

Cortés se volvió y abandonó el círculo sin responder mientras Atanasio repetía su anterior consejo para que lo acompañara durante el camino.

—Suicídate pronto, maestro —dijo—. Por ti, por Pai, por todos nosotros. Suicídate pronto.

2

A Cortés le hizo falta un cuarto de hora para abrirse camino entre los estragos provocados por la tormenta y salir a un claro; de camino tenía la esperanza de poder encontrar algún vehículo (el de Floccus, quizá) que pudiera requisar para el viaje de vuelta a Yzordderrex. Si no encontraba nada, sería una larga marcha a pie pero así tendrían que ser las cosas. La poca iluminación que le brindaban los fuegos que ardían tras él pronto fueron reduciéndose y se vio obligado a buscar a la luz de las estrellas, cosa que con toda probabilidad no habría llegado a mostrarle el vehículo si no se hubiera desviado su camino al oír los chillidos de la mascota porcina de Floccus Dado, Sighshy, que, junto con su carnada, seguía dentro. El coche había quedado volcado durante la tormenta, así que fue hasta allí sólo para soltar a los animales, luego planeaba continuar para encontrar otro. Pero mientras forcejeaba con la manilla apareció un rostro humano en la ventana empañada. Floccus estaba dentro y recibió la aparición de Cortés con un clamor de alivio casi tan agudo como el de Sighshy. Cortés trepó al costado del coche y después de muchas maldiciones y sudor consiguió abrir la puerta a base de fuerza bruta.

—Oh, sois toda una visión para mis ojos, maestro —dijo Floccus—. Creí que me iba a asfixiar ahí dentro.

El hedor era punzante y salió con Floccus cuando este trepó al exterior. Tenía la ropa recubierta de los excrementos de la carnada, y los de mamá también.

—¿Cómo demonios te metiste ahí? —le preguntó Cortés.

Floccus se limpió los restos de un zurullo de las lentes y parpadeó para mirar a su salvador a través de ellas.

—Cuando Atanasio me dijo que fuera a buscaros, pensé, Aquí pasa algo, Dado. Será mejor que te vayas mientras todavía puedes. Acababa de meterme en el coche cuando empezó la tormenta y el caso es que se volcó con todos dentro. Las ventanillas son irrompibles y las cerraduras estaban atascadas. No podía salir.

—Tuviste suerte de estar ahí dentro.

—Eso veo —observó Floccus mientras examinaba el lejano paisaje de destrucción—. ¿Qué ha pasado aquí fuera?

—Algo salió del Primero para cazar a Pai'oh'pah.

—¿El Invisible hizo esto?

—Eso parecería.

—Qué desagradable —dijo Floccus en voz baja y sin ninguna duda fue el eufemismo de la noche.

Floccus sacó a Sighshy y su carnada (dos de los cuales habían perecido bajo el peso de su madre) del vehículo y luego él y Cortés se pusieron a la tarea de volverlo a poner sobre las cuatro ruedas. Hizo falta cierto esfuerzo pero Floccus compensó con fuerza lo que carecía en altura y entre los dos pronto terminaron el trabajo.

Cortés había dejado clara su intención de volver a Yzordderrex pero no estaba seguro de las intenciones de Floccus hasta que arrancaron el motor. Luego dijo:

—¿Vas a venir conmigo?

—Debería quedarme —respondió Floccus. Hubo una pausa incómoda—. Nunca se me ha dado muy bien la muerte.

—Dijiste lo mismo del sexo.

—Es cierto.

—Eso no te deja muchas opciones, ¿verdad?

—¿Preferiríais ir sin mí, maestro?

—En absoluto. Si quieres venir, ven. Pero tenemos que irnos ya. Quiero estar en Yzordderrex antes del amanecer.

—¿Por qué, qué pasa al amanecer? —dijo Floccus con un temblor supersticioso en la voz.

—Es un nuevo día.

—¿Deberíamos dar las gracias por eso? —inquirió el otro hombre como si percibiera algún profundo saber en la respuesta del maestro pero no pudiera entenderlo del todo.

—Desde luego, Floccus, desde luego. Por el día y por la oportunidad.

—¿Y qué... esto... qué oportunidad sería esa exactamente?

—La oportunidad de cambiar el mundo.

—Ah —dijo Floccus—. Claro. Cambiar el mundo. Haré de eso mi plegaria de ahora en adelante.

—La compondremos juntos, Floccus. A partir de ahora tenemos que inventarlo todo, quienes somos, lo que creemos. Ya se han tomado demasiados caminos pasados. Se han repetido demasiados dramas antiguos. Cuando llegue la mañana, tenemos que haber encontrado una nueva forma.

—Una nueva forma.

—Eso es. Haremos de eso nuestra ambición, ¿de acuerdo? Ser hombres nuevos para cuando salga el cometa.

Las dudas de Floccus eran bien visibles, incluso a la luz de las estrellas.

—Eso no nos da mucho tiempo —observó.

Muy cierto, pensó Cortés. En el Quinto, no podía faltar mucho para el solsticio de verano y si bien todavía no comprendía las razones, sabía que la Reconciliación sólo se podía llevar a cabo ese día. Qué gran ironía. Después de haber desperdiciado varias vidas en busca de sensaciones, el tiempo que le quedaba para compensar el error de tal derroche se podía medir en términos de horas.

—Habrá tiempo —dijo con la esperanza de responder a las dudas de Floccus y calmar las suyas propias pero en el fondo de su corazón sabía que no estaba consiguiendo ninguna de las dos cosas.

Capítulo 6

1

A Jude la despertó del letargo en el que la había sumido la cama narcótica de Quaisoir no el ruido (ya hacía tiempo que se había acostumbrado a la anarquía que había rugido sin un instante de descanso durante toda la noche, sino una sensación de desasosiego demasiado vaga para identificarla y demasiado insistente para hacer caso omiso de ella. Algo de importancia había ocurrido en el Dominio y si bien el lujo le había embotado el ingenio, despertó demasiado inquieta para volver a la comodidad de una almohada perfumada. Con la cabeza a punto de estallar, salió de la cama con cierto esfuerzo y fue en busca de su hermana. Concupiscencia estaba en la puerta con una sonrisa maliciosa en la cara. Jude medio recordaba que la criatura se había deslizado en uno de los sueños provocados por las drogas, pero los detalles eran vagos y el presentimiento con el que se había despertado era ahora más importante que recordar unas fantasías que ya se habían ido. Encontró a Quaisoir en una habitación oscurecida, sentada al lado de la ventana.

—¿Te ha despertado algo, hermana? —le preguntó Quaisoir.

—Todavía no sé muy bien qué pero sí. ¿Sabes lo que era?

—Algo en el desierto —respondió Quaisoir volviendo la cabeza hacia la ventana, aunque carecía de ojos para ver lo que yacía fuera—. Algo trascendental.

—¿Existe alguna forma de averiguar qué?

Quaisoir respiró hondo.

—Ninguna fácil.

—¿Pero hay alguna?

—Sí, hay un lugar debajo de la Torre del Eje...

Concupiscencia había seguido a Judith al interior de la habitación pero ahora, al mencionarse ese lugar, hizo el gesto de retirarse. Pero no fue lo bastante callada ni lo bastante rápida. Quaisoir la llamó de nuevo.

—No tengas miedo —le dijo a la criatura—. No te necesitamos con nosotras una vez que estemos dentro. Pero vete a buscar una lámpara, ¿quieres? Y algo para comer y beber. Quizá estemos allí un rato.

Había pasado medio día y más desde que Jude y Quaisoir se habían refugiado en las habitaciones de esta y durante ese tiempo los últimos ocupantes del palacio se habían escapado, sin duda por temor a que el celo revolucionario quisiera limpiar la fortaleza de los excesos del Autarca, hasta el último burócrata debía desaparecer. Estos habían huido pero no habían aparecido los fanáticos para sustituirlos. Aunque Jude había escuchado alguna conmoción en los patios mientras dormitaba, nunca le había parecido que estuviera cerca. O bien se había agotado la furia que había movido la marea y los insurgentes estaban descansando antes de comenzar el asalto al palacio, o bien su fervor había perdido por completo su excepcional propósito y la conmoción que había oído eran facciones que luchaban entre sí por el derecho a desvalijar, conflictos que los habían destruido a todos, a diestro y siniestro. Como fuera, el resultado era el mismo: un palacio construido para alojar a varios miles de almas (sirvientes, soldados, chupatintas, cocineros, camareros, mensajeros, torturadores y mayordomos) estaba desierto y ellas lo atravesaban, Jude guiada por la lámpara de Concupiscencia y Quaisoir guiada por Jude, como tres diminutas motas de vida perdidas en una vasta y oscura maquinaria. Los únicos sonidos que se oían era los de sus pasos y los que hacía dicha maquinaria al agotarse: cañerías de agua caliente que se estremecían a medida que los hornos que las alimentaban se iban apagando; contraventanas que se convertían a golpes en astillas en habitaciones vacías; perros guardianes que ladraban sobre las correas mordisqueadas, temerosos de que sus amos no volvieran. Y no lo harían. Los hornos se enfriarían, las contraventanas se romperían, y los perros, entrenados para traer la muerte, tendrían que verla llegar a su vez. La era del autarca Sartori había terminado y no había empezado todavía una nueva.

Mientras caminaban, Jude pidió una explicación sobre el lugar al que se dirigían y a modo de respuesta, Quaisoir le ofreció primero una historia del Eje. De todos los mecanismos que tenía el Autarca para dominar y gobernar los Dominios Reconciliados, dijo su esposa (subvertir las religiones y los gobiernos de sus enemigos; enemistar nación contra nación) ninguno lo habría mantenido en el poder durante más de una década si no hubiera poseído el don necesario para robar y colocar en el centro de su imperio el mayor símbolo de poder de Imajica. El Eje era la señal de Hapexamendios y el hecho de que el Invisible le hubiera permitido al arquitecto de Yzordderrex acariciar siquiera, por no hablar ya de mover, su torre, fue para muchos prueba de que, por mucho que despreciaran al Autarca, éste estaba tocado por la divinidad y nunca podrían derrocarlo. Qué poderes le había transmitido a su poseedor ni siquiera ella lo sabía.

—A veces —dijo—, cuando estaba muy colocado de kreauchee, hablaba del Eje como si estuviera casado con él y él fuera la esposa. Incluso cuando hacíamos el amor hablaba así. Decía que estaba en su interior del mismo modo que él lo estaba en el mío. Por supuesto, después lo negaba pero siempre lo tenía presente. Está presente en la mente de cada hombre.

Jude lo dudaba y así lo dijo.

—Pero quieren de tal forma que los posean —respondió Quaisoir—. Quieren tener en su interior algún Espíritu Santo. Escucha sus plegarias.

—No es algo que yo oiga con mucha frecuencia.

—Lo harás cuando se despeje el humo —replicó Quaisoir—. Tendrán miedo cuando comprendan que el Autarca se ha ido. Quizá lo hayan odiado pero odiarán su ausencia aún más.

—Si tienen miedo, serán peligrosos —dijo Jude y se dio cuenta al hablar de que esos sentimientos bien podrían haber salido de los labios de Clara Leash—. No serán muy devotos.

Concupiscencia se detuvo antes de que Quaisoir pudiera retomar de nuevo su relato y empezó a murmurar una pequeña plegaria propia.

—¿Hemos llegado? —preguntó Quaisoir.

La criatura interrumpió el ritmo de sus súplicas para decirle a su señora que así era. No había nada extraordinario en la puerta que tenían delante ni tampoco en las escaleras que serpenteaban a ambos lados hasta perderse de vista. Todas eran colosales y por tanto corrientes. Habían pasado por docenas de portales como este a medida que avanzaban por el vientre cada vez más frío de aquel lugar. Pero estaba claro que a Concupiscencia aquella puerta le inspiraba terror, o más bien lo que esperaba en el otro lado.

—¿Estamos cerca del Eje? —dijo Jude.

—La torre está justo encima de nosotros —respondió Quaisoir.

—¿No es allí a donde vamos?

—No. Lo más probable es que el Eje nos matara a las dos. Pero hay una cámara debajo de la torre, hacia allí se drenan los mensajes que recoge el Eje. He espiado allí con frecuencia aunque él nunca lo supo.

Jude soltó el brazo de Quaisoir y fue a la puerta guardándose la irritación que sentía al ver que le negaban la torre en sí. Quería ver este poder, que, según se decía, había sido formado y plantado por el propio Dios. Quaisoir había hablado de él como si fuera algo letal y quizá lo fuera pero ¿cómo lo iba a saber nadie hasta que pusieran sus fuerzas a prueba contra él? Quizá esa reputación fuera un invento del Autarca, su forma de mantener sus dones para sí. Bajo sus auspicios, él había prosperado, de eso no cabía duda. ¿Qué podrían hacer otros si el Eje les concediera su bendición? ¿Convertir la noche en día?

Giró la manilla y empujó la puerta. Un aire amargo y frío salió del espacio oscurecido que aguardaba detrás. Jude llamó a Concupiscencia a su lado, cogió la lámpara de la criatura y la levantó. Por delante aguardaba un pequeño pasillo inclinado con las paredes casi bruñidas.

¿Ezpero aquí, zeñora? —preguntó Concupiscencia.

—Dame lo que hayas traído para comer —respondió Quaisoir— y quédate fuera de la puerta. Si oyes o ves a alguien, quiero que vengas a buscarnos. Sé que no te gusta entrar ahí pero tienes que ser valiente. ¿Me entiendes, querida?

—La entiendo, zeñora —replicó Concupiscencia mientras le entregaba a su señora el fardo y la botella que se había traído con ella.

Así cargada, Quaisoir cogió el brazo de Jude y ambas entraron en el corredor. Una de las partes de la maquinaria de la fortaleza seguía operativa, al parecer, porque tan pronto como cerraron la puerta tras ellas se cerró un circuito, interrumpido mientras la puerta permanecía abierta, y el aire empezó a vibrar contra su piel: a vibrar y a susurrar.

—Aquí están —dijo Quaisoir—. Las insinuaciones.

Esa era una palabra demasiado civilizada para este sonido, pensó Jude. El pasadizo se había llenado de una tranquila conmoción, como trozos de un millar de emisoras de radio, todas incomprensibles, que iban y venían al girar el dial una y otra vez. Judo levantó la lámpara para ver cuánto espacio les quedaba por recorrer. El pasadizo terminaba diez metros más allá pero con cada metro que cubrían el estrépito se intensificaba (no en volumen pero sí en complejidad) a medida que nuevas emisoras se sumaban a las que ya sintonizaban las paredes. Ninguna era de música. Había multitudes de voces elevadas en un único sonido y había aullidos solitarios; había sollozos y gritos y palabras pronunciadas como si las recitaran.

—¿Qué es este ruido? —preguntó Jude.

—El Eje oye cada trozo de magia de los Dominios. Cada invocación, cada confesión, cada juramento realizado en un lecho de muerte. Esa es la forma que tiene el Invisible de saber a qué Dioses están adorando además de a Él. Y a qué Diosas también.

—¿Espía los lechos de muerte? —dijo Jude, más que levemente asqueada por la idea.

—En cada uno de los lugares en los que un ser mortal le habla a su divinidad, y no importa si esa divinidad existe o no, si la plegaria es respondida o no, allí está Él.

—¿Aquí también? —dijo Jude. —No a menos que empieces a rezar —dijo Quaisoir. —No pienso hacerlo.

Se encontraban al final del pasillo y el aire estaba más cargado que nunca, más frío también. La lámpara iluminaba una habitación que tenía la forma de un colador y medía quizá seis metros, con las paredes curvadas tan pulidas como las del corredor. En el suelo había una rejilla, como el desagüe que se encuentra debajo de la mesa de un carnicero, y a través de ella los restos de las plegarias arrancadas de los corazones de los dolientes o arrastradas por lágrimas de alegría se vaciaban en el interior de la montaña sobre la que se había construido Yzordderrex. A Jude le resultaba difícil entender la noción de una plegaria como algo sólido (una especie de materia que se podía recoger, analizar y tirar por un desagüe) pero sabía que esa incomprensión era el resultado de vivir en un mundo que ya no amaba las transformaciones. No había nada tan sólido que no pudiera abstraerse, nada tan etéreo que no pudiera encontrar su lugar en el mundo material. Una plegaria quizá tuviera sustancia después de un tiempo y el pensamiento (que ella había creído atado al cráneo hasta el sueño de la piedra azul) quizá volara como un ave de ojos brillantes para ver el mundo apartado de su remitente; una pulga podría desentrañar la carne si estuviera al tanto de su código y la carne, a su vez, podría moverse entre los mundos como una imagen dibujada en la mente de la travesía. Todos estos misterios formaban parte, lo sabía, de un único sistema si al menos pudiera comprenderlo: una forma que se convierte en otra y en otra y en otra, en un tapiz glorioso de transformaciones, la suma de las cuales era el Ser mismo.

No fue casualidad que abrazara tal posibilidad aquí. Aunque los sonidos que llenaban la habitación le resultaban todavía incomprensibles, su propósito le era conocido y elevó la ambición de sus pensamientos. Soltó el brazo de Quaisoir y se encaminó al centro de la habitación tras posar la lámpara al lado de la rejilla del suelo. Habían venido aquí por una razón concreta y sabía que tenía que aferrarse a eso, de otra forma sus pensamientos se habrían dejado llevar por la oleada de sonidos.

—¿Cómo le encontramos sentido a todo esto? —le dijo a Quaisoir.

—Se necesita tiempo —respondió su hermana—. Incluso yo lo necesito. Pero he marcado los puntos cardinales en las paredes. ¿Los ves? Los veía. Toscas marcas arañadas en la superficie lustrada.

—La Mácula está al norte noroeste de aquí. Podemos restringir las posibilidades un poco volviéndonos en esa dirección. —La mujer extendió los brazos como una aparición—. ¿Quieres llevarme al medio? —dijo.

Jude la complació y las dos se volvieron hacia la Mácula. En lo que a Jude se refería, hacerlo no le sirvió de mucho. El estrépito continuaba en toda su complejidad. Pero Quaisoir dejó caer las manos y escuchó con atención al tiempo que movía la cabeza un poco de lado a lado. Pasaron varios minutos, Jude guardaba silencio por temor a que una pregunta rompiese la concentración de su hermana y su diligencia se vio recompensada por fin con unas palabras murmuradas.

—Le están rezando a la Virgen —dijo Quaisoir.

—¿Quiénes?

—Los carestes. Allí fuera, en la Mácula. Están dando gracias por haber sobrevivido y pidiendo que reciban las almas de los muertos en el paraíso.

Volvió a quedar en silencio durante un tiempo y ahora, con alguna pista sobre lo que tenía que buscar, Jude intentó examinar las insinuaciones que llenaban su cabeza. Pero aunque estaba refinando el enfoque y ya podía arrancarle palabras y frases a toda aquella confusión, no podía conservar la concentración el tiempo suficiente para encontrarle algún sentido a lo que oía. Después de un rato el cuerpo de Quaisoir se relajó y la mujer se encogió de hombros.

—Ya sólo quedan destellos —dijo—. Creo que están encontrando cadáveres. Oigo pequeños sollozos de oraciones y pequeños juramentos.

—¿Sabes lo que ha ocurrido?

—Fue ya hace algún tiempo —dijo Quaisoir—. Hace varias horas que el Eje tiene estas plegarias. Pero fue una tragedia, de eso no cabe duda —dijo la mujer—. Creo que hay muchas víctimas.

—Es como si lo que ocurrió en Yzordderrex se estuviera extendiendo —dijo Jude.

—Quizá sea así —dijo Quaisoir—. ¿Quieres sentarte a comer?

—¿Aquí dentro?

—¿Por qué no? Yo lo encuentro muy relajante. —Quaisoir estiró el brazo para que Jude la ayudara y se puso en cuclillas—. Te acostumbras después de un rato. Quizá hasta te envicias. Y hablando de eso... ¿dónde está la comida? —Jude puso el fardo en las manos extendidas de Quaisoir—. Espero que la niña haya metido kreauchee.

Tenía los dedos fuertes y tras examinar la superficie del paquete, los hundió en las profundidades y empezó a pasarle el contenido a Jude, uno por uno. Había fruta, había tres hogazas de pan negro, había un poco de carne y (el hallazgo fue suficiente para arrancarle a Quaisoir un gañido jubiloso) un paquetito que no le pasó a Jude sino que se lo llevó a la nariz.

—Chica lista —dijo Quaisoir—. Sabe bien lo que necesito.

—¿Es una especie de droga? —dijo Jude posando la comida en el suelo—. No quiero que la tomes. Te necesito aquí, no medio dormida.

—¿Estás intentando prohibirme mis placeres después del modo que soñaste sobre mis almohadas? —dijo Quaisoir—. Oh, sí, escuché tus jadeos y tus gemidos. ¿A quién te estabas imaginando?

—Eso es asunto mío.

—Esto mío —respondió Quaisoir mientras quitaba el papel con el que Concupiscencia había envuelto con meticulosidad el kreauchee. Tenía un aspecto apetitoso, como un dulce de azúcar—. Cuando no tengas adicción propia, hermana, entonces puedes moralizar —dijo Quaisoir—. Yo no pienso escuchar, pero tú puedes moralizar.

Y con eso se metió todo el kreauchee en la boca y se puso a masticar muy contenta. Jude, entre tanto, buscó sustento en algo más convencional, para lo cual eligió entre las frutas una que se parecía a una piña diminuta, la peló y descubrió que eso es lo que era, el zumo agrio pero la carne sabrosa. Una vez comida la fruta, continuó con el pan y las tajadas de carne, el hambre tan estimulada por los primeros bocados que no paró hasta devorarlo todo y para bajarlo, el agua amarga de la botella. La caída de las plegarias que le había parecido tan insistente cuando había entrado en la cámara no podía competir con las sensaciones más inmediatas de la fruta, el pan, la carne y el agua. El estrépito se convirtió en un burbujeo de fondo al que apenas le dedicó un pensamiento hasta que terminó de comer. Para entonces, estaba claro que el kreauchee empezaba a funcionar en el sistema de Quaisoir. Esta se balanceaba hacia delante y atrás como si se hallara en los brazos de una marea invisible.

—¿Me oyes? —le preguntó Jude.

A su hermana le llevó un rato responder.

—¿Por qué no te unes a mí? —dijo—. Bésame y podemos compartir el kreauchee. Boca contra boca. Mente contra mente.

—No quiero besarte.

—¿Por qué no? ¿Tanto te odias que no quieres hacer el amor? —Sonrió para sí, divertida por la perversa lógica de aquello—. ¿Alguna vez le has hecho el amor a una mujer?

—No que yo recuerde.

—Yo sí. En el Bastión. Era mejor que estar con un hombre.

Estiró el brazo hacia Jude y encontró su mano con la precisión de alguien que viese.

—Estás fría —dijo.

—No, tú estás caliente —respondió Jude mientras se movía para romper el contacto.

—¿Sabes qué aire convierte este lugar en un sitio tan frío, hermana? —dijo Quaisoir—. Es el pozo que hay bajo la ciudad, donde fue el falso Redentor.

Jude miró la rejilla y se estremeció. Allí abajo, en alguna parte, estaban los muertos.

—Estás fría como fríos están los muertos —continuó Quaisoir—. Corazón helado. —Lo dijo en un canturreo, balanceándose al mismo ritmo—. Pobre hermana. Que ya está muerta.

—No quiero oír nada más —dijo Jude. Hasta entonces había conservado la ecuanimidad pero la charla perturbada de Quaisoir estaba empezando a irritarla—. Si no paras —le dijo en voz baja—, voy a dejarte aquí.

—No lo hagas —respondió Quaisoir—. Quiero que te quedes y me hagas el amor.

—Ya te he dicho...

—Boca contra boca. Mente contra mente.

—Está dando vueltas sobre lo mismo.

—Así es como se hizo el mundo —dijo la otra—. Unidos, vuelta tras vuelta. — Se llevó la mano a la boca como si quisiera cubrirla y luego sonrió con una alegría casi feroz—. No hay forma de entrar y no hay forma de salir. Eso es lo que dice la Diosa. Cuando hacemos el amor, damos vueltas y vueltas...

Buscó a Jude una segunda vez, con la misma infalible facilidad y una segunda vez Jude retiró la mano; y al hacerlo se dio cuenta que esta repetición formaba parte del juego egocéntrico de su hermana. Un sistema sellado de carne reflejada que daba vueltas y vueltas. ¿Así era en realidad como se había hecho el mundo? Si así era, a ella le parecía una trampa y quería a su mente fuera de allí, aquí y ahora.

—No puedo quedarme aquí dentro —le dijo a Quaisoir.

—¿Volverás? —respondió su hermana.

—Sí, dentro de un rato.

La respuesta fue más repeticiones.

—Volverás.

Esta vez, Jude no se molestó en contestar sino que cruzó el pasadizo y trepó hasta la puerta. Concupiscencia seguía esperando al otro lado, ahora dormida, su forma delineada por las primeras señales del alba que entraba por la ventana en cuyo alféizar descansaba. El que el día estuviera naciendo sorprendió a Jude, había supuesto que todavía faltaban varias horas para que el cometa alzara su ardiente cabeza. Era obvio que estaba más desorientada de lo que había creído, el tiempo que había pasado en la habitación con Quaisoir (escuchando las plegarias, comiendo y discutiendo) no habían sido minutos sino horas. Se acercó a la ventana y miró abajo, a los oscuros patios. Unos pájaros empezaban a moverse en una cornisa, en algún lugar por debajo de ella y de repente se elevaron y se dirigieron al cielo cada vez más brillante llevándose su mirada con ellos, hacia la torre. Quaisoir había sido rotunda sobre los peligros de aventurarse allí. Pero a pesar de toda su charla sobre el amor entre mujeres, ¿no era todavía esclava de los mitos del hombre que la había convertido en la Reina de Yzordderrex, y por tanto estaba destinada a creer que los lugares que él le ocultaba le harían daño? No había mejor momento para poner a prueba ese mito que ahora, pensó Jude, que comienza un nuevo día y ha desaparecido el poder que había desarraigado el Eje y había levantado aquellos muros a su alrededor.

Fue a las escaleras y empezó a subir. Al cabo de unos cuantos escalones, su curva la introdujo en la más absoluta oscuridad y se vio obligada a ascender tan ciega como la hermana que había dejado abajo, con la palma de la mano apoyada en el muro frío. Pero después de unos treinta escalones, el brazo estirado se encontró con una puerta, tan pesada que en un principio supuso que estaba cerrada con llave. Necesitó toda su fuerza para abrirla pero el esfuerzo se vio bien recompensado. Al otro lado había un corredor más iluminado que la escalera por la que había subido, aunque aún lo bastante oscuro para limitar su visión a menos de diez metros. Abrazada al muro, avanzó con cautela; su ruta la llevó a la esquina de un pasillo, la puerta que una vez lo había sellado y aislado de la cámara de su extremo yacía reventada y sacada de sus goznes, quebrada y retorcida en el suelo de azulejos que tenía detrás. Hizo una pausa para escuchar alguna señal de la presencia del destructor. No había ninguna, así que continuó adelante y atrajo su mirada un tramo de escalones que subían a su izquierda. Renunció al pasillo y empezó un segundo ascenso que también la llevaba a la oscuridad, hasta que dobló una esquina y un fino rayo de luz descendió para recibirla. La fuente era la puerta que había en la cima de las escaleras, que permanecía ligeramente abierta.

Una vez más volvió a detenerse un momento. Si bien aquí no existía ninguna indicación manifiesta de poder (el ambiente era casi tranquilo), sabía que la fuerza a la que había venido a enfrentarse estaba sin duda alguna esperando en su silo al final de las escaleras y era más que probable que sintiera su presencia. No descartaba la posibilidad de que se hubiera discurrido aquel silencio para tranquilizarla y que se hubiera enviado la luz para atraerla. Pero si la quería allí arriba, debía de tener una razón. Y si no la tenía (si estaba tan falto de vida como la piedra que pisaba), entonces no tenía nada que perder.

—Veamos de qué estás hecho —dijo en voz alta, un reto destinado tanto a su cuerpo como al Eje del Invisible. Y diciendo eso se dirigió a la puerta.

2

Aunque sin duda había rutas más directas a la Torre del Eje que la que él había tomado con Nikaetomaas, Cortés decidió tomar el camino que recordaba a medias en lugar de intentar coger un atajo y perderse por el laberinto. Se separó de Floccus Dado, Sighshy y la carnada en la Puerta de los Santos y comenzó su ascenso por el palacio. En cada ventana comprobaba su posición con respecto a la Torre del Eje. El alba estaba en puertas. Los pájaros se elevaban cantando de sus nidos debajo de las columnatas y descendían en picado sobre los patios, indiferentes al humo acre que se hacía pasar por bruma esta mañana. Otro día era inminente y el organismo de Cortés necesitaba como nunca dormir. Se había adormilado un poco en el viaje desde la Mácula pero el efecto había sido cosmético más que otra cosa. Sentía una fatiga en la médula que lo postraría muy pronto de rodillas y sólo por eso estaba deseando terminar los asuntos del día tan pronto como fuera posible. Había vuelto aquí por dos razones. Primero, para terminar la tarea de la que la aparición de Pai y sus subsiguientes heridas lo habían distraído: la persecución y ejecución de Sartori. Y en segundo lugar, encontrara aquí a su doppelgánger o no, quería volver al Quinto, donde Sartori había hablado de fundar su Nueva Yzordderrex. No sería difícil llegar a casa, lo sabía, ahora que era consciente de sus habilidades como maestro. Incluso sin el místico para señalarle el camino, sería capaz de desenterrar de la memoria la forma de trasladarse entre Dominios.

Pero primero, Sartori. Aunque habían pasado dos días desde que había dejado escapar al Autarca, había alimentado la esperanza de que su otro yo siguiera rondando por su palacio. Después de todo, salir de este útero que se había fabricado, donde hasta la menor de sus palabras había sido ley y la menor de sus hazañas digna de adoración, sería doloroso. Se rezagaría por allí un tiempo, con toda seguridad. Y si iba a esperar en algún sitio, sería cerca del objeto de poder que lo había convertido en el amo indiscutible de los Dominios Reconciliados: el Eje.

Estaba empezando a maldecirse por perderse cuando se topó con el lugar donde había caído Pai. Lo reconoció al instante, al igual que la puerta lejana que llevaba al interior de la torre. Se permitió un momento de meditación en el punto en el que había acunado a Pai pero no fueron los afectuosos términos que habían intercambiado lo que llenó su cabeza, sino las últimas palabras del místico, pronunciadas entre tormentos mientras lo reclamaba la fuerza que esperaba detrás de la Mácula.

«Sartori», había dicho Pai. «Encuéntralo... él lo sabe...».

Fuera cual fuera el saber que poseía Sartori (y Cortés suponía que se referiría a conspiraciones formuladas contra la Reconciliación), él, Cortés, estaba preparado para hacer lo que fuera necesario para arrancarle esa información a su otro yo antes de asestarle el golpe de gracia. Aquí no había lugar para las sutilezas morales. Si tenía que romper cada hueso del cuerpo de Sartori, sería un dolor muy pequeño al lado de los crímenes que él había cometido como Autarca y Cortés estaría encantado de llevar a cabo tal función.

Pensando en la tortura, y en el placer que le supondría, se había apartado por completo de su meditación así que renunció a su búsqueda del equilibrio. Con el veneno recorriéndole el vientre, bajó por el pasillo, atravesó la puerta y entró en la torre. Si bien el cometa empezaba a ascender hacia la media mañana, muy poca de su luz tenía acceso a la torre aunque los pocos rayos que se colaban le mostraban pasillos vacíos en todas direcciones. Aun así avanzó con cautela, esto era un laberinto de cámaras y cualquiera de ellas podría ocultar al enemigo. La fatiga lo dejaba menos ágil de lo que le hubiera gustado pero llegó a las escaleras que se abarquillaban hacia el silo en sí sin que sus tropiezos atrajeran la atención de nadie y empezó a subir. Recordó que la puerta de la cima se había abierto con la llave del pulgar de Sartori y él también tendría que repetir el lance para poder entrar. Cosa que no era un gran desafío. Tenían los mismos pulgares, hasta la más pequeña de las espirales.

Pero lo cierto fue que no necesitó ningún lance. La puerta estaba abierta de par en par y alguien se movía dentro. Cortés se detuvo a diez pasos del umbral y cogió aire. Tendría que incapacitar a su otro yo deprisa si quería evitar represalias: un pneuma para arrancarle la mano derecha y otro para la izquierda. Con el aliento listo, trepó veloz a la cima de las escaleras y entró en la torre.

Su enemigo estaba de pie debajo del Eje, con los brazos levantados, intentando alcanzar la piedra. Estaba inmerso en las sombras pero Cortés captó el movimiento de la cabeza cuando se volvió hacia la puerta y antes de que el otro pudiera bajar los brazos para defenderse, Cortés se había llevado el puño a la boca y el aliento le colmaba la garganta. Al tiempo que se llenaba la palma habló su enemigo pero la voz, cuando se oyó, no era la suya, como esperaba, sino la de una mujer. Al darse cuenta de su error, cerró el puño alrededor del pneuma para sofocarlo pero al poder que había desatado no le iban a arrebatar su presa. Se liberó de entre sus dedos, su fuerza fragmentada pero no por eso menos viva. Los trozos volaron por todo el silo, algunas salieron disparadas por los costados del Eje, otras penetraron en su sombra y allí se extinguieron. La mujer gritó alarmada y se apartó de su atacante caminando de espaldas hasta la pared contraria. Allí la luz encontró su perfección. Era Judith, o al menos parecía serlo. Ya había visto este rostro una vez en Yzordderrex y se había equivocado.

—¿Cortés? —dijo—. ¿Eres tú?

La voz también parecía la de ella. ¿Pero no había sido esa la promesa que le había hecho a Roxborough, que moldearía una copia indistinguible del original?

—Soy yo —dijo la mujer—. Soy Jude.

Y fue entonces cuando empezó a creerla porque había más pruebas en esa última sílaba de las que la vista podría darle jamás. Nadie en su círculo de admiradores, además de Cortés, la había llamado jamás Jude. Judy, a veces, Juju incluso, pero nunca Jude. Ese era el diminutivo que utilizaba él y sabía con seguridad que su amiga jamás se lo había tolerado a nadie más.

El hombre lo repitió entonces mientras dejaba caer la mano al hablar y al ver que la sonrisa se extendía por su rostro, la mujer se aventuró a acercarse y volvió a la sombra del Eje al tiempo que él iba a encontrarse con ella. El movimiento le salvó la vida. Segundos después de dejar el muro, una losa de roca, reventada de las alturas del silo por el pneuma, cayó en el punto en el que ella se encontraba. Inició una lluvia dura y letal, fragmentos de piedra caían por todas partes. Pero la pareja encontró una cierta segundad en el refugio del Eje y allí se reunieron, se besaron y se abrazaron como si llevaran separados toda una vida y no sólo semanas, cosa que en cierto sentido era verdad. El estrépito de la caída de las rocas quedaba amortiguado por la sombra, aunque su trueno se producía a pocos metros de donde ellos se encontraban. Cuando ella le cogió la cara entre las manos y habló, sus susurros eran bastante audibles, al igual que los de él.

—Te he echado de menos —dijo ella. Había una grata calidez en su voz, después de días de angustia y las acusaciones que había escuchado él—. Incluso he soñado contigo...

—Cuéntamelo —murmuró él con los labios cerca de los de ella.

—Más tarde, quizá —dijo ella mientras volvía a besarlo—. Tengo tanto que contarte.

—Yo también —dijo Cortés.

—Deberíamos encontrar algún lugar un poco más seguro que este —dijo Jude.

—Aquí estamos a salvo —dijo Cortés.

—Sí, ¿pero por cuánto tiempo?

La escala de la demolición estaba aumentando, su violencia no guardaba ninguna proporción con la fuerza que Cortés había desatado, como si el Eje hubiera cogido el poder del pneuma y lo hubiera magnificado. Quizá sabía (¿cómo podía no saberlo?) que el hombre del que había sido esclavo se había ido y ahora había decidido despojarse de la prisión que Sartori había levantado a su alrededor. A juzgar por el tamaño de las losas que caían por todas partes, el proceso no llevaría mucho tiempo. Eran de un tamaño colosal, su impacto suficiente para abrir en el suelo de la torre grietas cuya visión provocó un grito de alarma en Jude.

—¡Oh, Dios, Quaisoir! —dijo.

—¿Qué pasa con ella?

—¡Está ahí abajo! —dijo Jude con los ojos clavados en el suelo abierto—. ¡Hay una cámara debajo de esta! ¡Ella está dentro!

—A estas alturas ya habrá salido de allí.

—¡No, está colocada de kreauchee! ¡Tenemos que bajar ahí!

Dejó a Cortés y cruzó al borde de su refugio pero antes de que pudiera salvar de una carrera el espacio que la separaba de la puerta abierta, una nueva caída de cascotes y polvo ocultó el camino. Cortés vio que ya no eran simples bloques de la torre los que se estaban cayendo. Había fragmentos inmensos del propio Eje en este granizo. ¿Qué estaba haciendo? ¿Destruyéndose o despojándose de la piel para descubrir el núcleo? Fuera cual fuera la razón, el lugar que ocupaban en la sombra era más precario con cada segundo que pasaba. Las grietas que se abrían a sus pies ya tenían más de treinta centímetros y se estaban ensanchando, el monolito que flotaba sobre ellos se estremecía como si estuviera a punto de renunciar al esfuerzo de la suspensión y caer sobre ellos. No tenían otra alternativa, debían enfrentarse a la lluvia de rocas.

Fue a reunirse con Jude y al buscar en su ingenio un modo de sobrevivir, vio a Chicka Jackeen en la Mácula, con las manos levantadas para desviar los detritos que tiraba la tormenta. ¿Podría hacer él lo mismo? Sin permitirse un momento de duda, levantó las manos por encima de la cabeza como había visto hacer al monje, con las palmas levantadas, y salió de la sombra del Eje. Una mirada a las alturas confirmó el desmembramiento del Eje y el enorme riesgo que corría. Aunque el polvo era espeso, pudo ver que el monolito estaba desprendiéndose de escamas de piedra y los trozos eran lo bastante grandes para reducirlos a los dos a pulpa. Pero la defensa aguantaba. Las losas se hacían añicos a algo menos de medio metro por encima de su cabeza desnuda y sus fragmentos caían como una fugaz bóveda a su alrededor. Con todo, no dejaba de sentir el impacto, como una sucesión de sacudidas que le atravesaban las muñecas, los brazos y los hombros y sabía que carecía de la fuerza necesaria para conservar el lance durante más de unos segundos. Jude ya había comprendido el método entre tanta locura, sin embargo, y había salido de la sombra para reunirse con él bajo su endeble escudo. Había unos diez pasos entre el lugar en el que se encontraban y la seguridad de la puerta.

—Guíame —le dijo él, poco dispuesto a quitarle los ojos de encima a la lluvia por temor a perder la concentración y que el lance perdiera su potencia.

Jude le deslizó el brazo alrededor de la cintura y los condujo a los dos, le dijo donde tenía que pisar para encontrar el suelo despejado y le advertía cuando el camino estaba tan cubierto que se veían obligados a salvar las piedras entre tropezones. Fue un asunto tortuoso y el granizo golpeaba sin parar las manos levantadas de Cortés hasta que apenas fue capaz de mantenerlas sobre la cabeza pero el lance aguantó hasta que llegaron a la puerta y se deslizaron por ella juntos, con el Eje y su prisión lanzando tal aguacero de escombros que ninguno era ya visible.

Luego Jude salió a toda velocidad por las tenebrosas escaleras. Las paredes temblaban y estaban cubiertas de grietas a medida que la demolición de arriba se cobraba su precio abajo, pero ambos franquearon tanto el estremecido corredor como el segundo tramo de escaleras que llevaba al nivel inferior sin sufrir daño alguno. Cortés se sobresaltó al ver y oír a Concupiscencia, que estaba chillando en el pasadizo como un simio aterrorizado, incapaz de ir en busca de su señora. Jude no tuvo tantos escrúpulos. Abrió la puerta de golpe y bajó por una rampa para entrar en la cámara iluminada por una lámpara que había más allá mientras llamaba a Quaisoir para despertarla de su estupor. Cortés la seguía pero se vio frenado por la cacofonía que lo recibió, una mezcla de susurros maníacos y el estrépito de la capitulación que llegaba de arriba. Para cuando llegó a la habitación en sí, Jude ya había obligado a su hermana a levantarse. Había varias grietas de importancia en el techo y una llovizna constante de polvo pero Quaisoir parecía indiferente al peligro.

—Dije que volverías —dijo—. ¿Verdad? ¿No dije que volverías? ¿Quieres besarme? Por favor, bésame, hermana.

—¿De qué está hablando? —preguntó Cortés.

El sonido de su voz provocó el grito de la mujer, que se lanzó en brazos de Jude.

—¿Qué has hecho? —chilló—. ¿Por qué lo has traído aquí?

—Ha venido a ayudarnos —respondió Jude.

Quaisoir escupió en dirección a Cortés.

—¡Déjame en paz! —aulló—. ¿Es que no has hecho suficiente? ¡Ahora quieres quitarme a mi hermana! ¡Hijo de puta! ¡No pienso permitírtelo! ¡Moriremos antes de que la toques! —Extendió los brazos hacia Jude, sollozando aterrorizada—. ¡Hermana! ¡Hermana!

—No te asustes —dijo Jude—. Es un amigo. —Miró a Cortés—. Tranquilízala —le rogó—. Dile quién eres para que podamos salir de aquí.

—Me temo que ya lo sabe —respondió Cortés.

Jude estaba pronunciando sin ruido la palabra «¿qué?» cuando el pánico de Quaisoir volvió a hervir.

—¡Sartori! —chilló y su denuncia despertó ecos por toda la habitación—. ¡Es Sartori, hermana! ¡Sartori!

Cortés levantó las manos a modo de rendición y empezó a apartarse de la mujer.

—No voy a tocarte —dijo—. Díselo, Jude. ¡No quiero hacerle daño!

Pero Quaisoir ya estaba inmersa en otro ataque.

—¡Quédate conmigo, hermana! —decía agarrándose a Jude—. ¡No puede matarnos a las dos!

—No puedes quedarte aquí dentro —dijo Jude.

—¡No voy a salir de aquí! —dijo Quaisoir—. ¡Tiene soldados ahí fuera! ¡Rosengarten! ¡A ese tiene! ¡Y sus torturadores!

—Es más seguro estar allí fuera que aquí dentro —dijo Jude mientras levantaba los ojos hacia el techo. Habían aparecido varios carbúnculos que rezumaban rocalla—. ¡Tenemos que irnos ya!

Pero aún así se negó, llevó la mano al rostro de Jude y le acarició la mejilla con la palma pegajosa: caricias cortas y nerviosas.

—Nos quedaremos aquí juntas —dijo—. Boca contra boca. Mente contra mente.

—No podemos —le dijo Jude hablando con tanta calma como le permitían las circunstancias—. No quiero que me entierren viva y tú tampoco.

—Si morimos, morimos —dijo Quaisoir—. No quiero que me vuelva a tocar, ¿me oyes?

—Lo sé y lo entiendo.

—¡Nunca jamás! ¡Nunca jamás!

—No te tocará —dijo Jude al tiempo que ponía su mano sobre la de Quaisoir, que todavía seguía acariciándole el rostro. Entrelazó con sus dedos los de su hermana y se los apretó—. Se ha ido —dijo—. No volverá a acercarse a ninguna de nosotras nunca más.

Era cierto que Cortés se había retirado hasta el pasadizo pero aun cuando Jude le hizo un gesto para que se alejara, el hombre se negó a llegar más allá. Ya le habían interrumpido demasiados reencuentros para arriesgarse a perderla de vista.

—¿Estás segura de que se ha ido?

—Estoy segura.

—Todavía podría estar esperándonos fuera.

—No, hermana. Temía por su vida. Ha huido.

Quaisoir esbozó una amplia sonrisa al oír eso.

—¿Tenía miedo? —dijo.

—Estaba aterrado.

—¿No te lo dije? Son todos iguales. Hablan como héroes pero sólo tienen orines en las venas. —Se echó a reír a carcajadas, tan despreocupada ahora como aterrorizada momentos antes—. Volveremos a mi dormitorio —dijo cuando amainó el ataque— y dormiremos un rato.

—Haremos lo que quieras —dijo Jude—. Pero hagámoslo pronto.

Todavía riendo para sí, Quaisoir permitió que Jude la levantara y la escoltara hacia la puerta. Habían cubierto quizá la mitad de la distancia, y Cortés se había echado hacia un lado para dejarlas pasar, cuando uno de los carbúnculos del techo estalló y arrojó una lluvia de escombros procedentes de la torre. Cortés vio que a Jude la golpeaba y derribaba un trozo de piedra, luego la cámara se llenó de un polvo casi viscoso que ocultó a ambas hermanas en un instante. Con un único punto de referencia, la lámpara, cuya llama era apenas visible entre la suciedad, Cortés se metió en la niebla para ir a buscarla al tiempo que un trueno procedente del piso de arriba anunciaba una nueva escalada en el derrumbamiento de la torre. No había tiempo para lances protectores ni para guardar silencio. Si no la encontraba en los próximos segundos, aquello los enterraría a todos. Empezó a chillar su nombre a través del creciente rugido y, al oír que le contestaba, siguió su voz hasta el lugar donde yacía, medio enterrada bajo un cúmulo de escombros.

—Hay tiempo —le dijo mientras empezaba a excavar—. Hay tiempo. Podemos salir de aquí.

Cuando por fin pudo soltar los brazos, Jude comenzó a acelerar su propia excavación para luego alzarse de los escombros y rodear con los brazos el cuello de Cortés. Este empezó a ponerse en pie para liberarla de las rocas que quedaban pero al hacerlo dio comienzo otra algarada, más fuerte que todo lo que la había precedido. No era el estrépito de la destrucción sino un chillido de pura furia. El polvo que pendía sobre sus cabezas se separó y apareció Quaisoir, flotando a unos centímetros del techo agrietado. Jude ya había visto antes esta transformación (las cintas de carne que se desplegaban de la espalda de su hermana y la levantaban) pero Cortés no. Se quedó con la boca abierta ante la aparición, distraído por un momento, sin pensar en la huida.

—¡Es mía! —chilló Quaisoir lanzándose en picado hacia ellos con la misma invidente pero infalible precisión que había poseído en momentos más íntimos, los brazos estirados, los dedos listos para arrancarle la cabeza al secuestrador.

Pero Jude fue más rápida. Se colocó delante de Cortés y llamó a Quaisoir. El picado de la mujer vaciló un momento, con las manos hambrientas a pocos centímetros del rostro alzado de su hermana.

—¡No te pertenezco! —le gritó a Quaisoir—. ¡No le pertenezco a nadie! ¿Me oyes!

Quaisoir arrojó hacia atrás la cabeza y dejó escapar un aullido de rabia al oír aquello. Y eso fue su perdición. El techo se estremeció, abandonó todas sus obligaciones ante tamaño estrépito y se derrumbó bajo el peso de los escombros apilados encima. Había, pensó Jude, tiempo para que Quaisoir escapara de las consecuencias de su grito. Había visto a aquella mujer moverse como un rayo en la Colina del Pálido, cuando había tenido la voluntad de hacerlo. Pero esa voluntad había desaparecido. Se enfrentó a la polvareda homicida y dejó que los escombros cayeran sobre ella, invitándolos con su chillido indómito, que no se convirtió en un grito de alarma ni en un ruego, sino que siguió siendo un aullido sólido de furia hasta que las rocas se rompieron y la enterraron. No fue rápido. Siguió pidiendo su destrucción mientras Cortés cogía a Jude de la mano y la alejaba de aquel punto. Había perdido todo sentido de la orientación en medio del caos y si no hubiera sido por los chillidos de Concupiscencia, que se oían en el pasadizo, un poco más allá, la pareja jamás habría llegado a la puerta.

Pero allí llegaron y salieron con la mitad de los sentidos embotados por el polvo. A estas alturas el grito de muerte de Quaisoir ya había cesado pero el rugido que dejaban atrás era más alto que nunca y los alejó de la puerta mientras el cáncer se extendía por el techo del pasillo. Pero consiguieron correr más que él; Concupiscencia había renunciado a su lamento cuando supo que su señora estaba perdida y los había adelantado y huido rumbo a algún santuario donde pudiera elevar una canción de dolor.

Jude y Cortés corrieron hasta dejar atrás cualquier piedra, techo, arco o bóveda que pudiera derrumbarse sobre ellos y salieron a un patio lleno de abejas que se estaban agasajando con unos arbustos que habían elegido ese día, de entre todos los días, para florecer. Sólo entonces volvieron a abrazarse, cada uno sollozando y lamentando sus penas y agradecimientos privados, mientras el suelo temblaba bajo ellos por el estrépito de la demolición a la que habían escapado.

3

De hecho, el suelo no dejó de reverberar hasta que abandonaron por completo los muros del palacio y se encontraron vagando por las ruinas de Yzordderrex. Por sugerencia de Jude, se dirigieron a toda velocidad a la casa de Pecador, donde, según le explicó a Cortés, había una ruta muy usada entre este Dominio y el Quinto. El hombre no presentó resistencia. Si bien no había agotado en absoluto los escondites de Sartori (¿podría llegar a agotarlos cuando el palacio era tan inmenso?), lo que sí se había agotado era sus miembros, su ingenio y su voluntad. Si su otro yo seguía aquí, en Yzordderrex, suponía una amenaza muy pequeña. Era el Quinto el que había que defender contra él; el Quinto, que había olvidado la magia y podía convertirse en su víctima con tanta facilidad.

Aunque las calles de muchos de los kesparates eran poco más que valles ensangrentados entre montañas de escombros, había puntos de referencias suficientes para que Jude encontrara el camino de vuelta al distrito donde se había levantado la casa de Pecador. No había certeza alguna, claro está, de que siguiera en pie después de un día y una noche de cataclismo pero si tenían que excavar para llegar al sótano, que así fuera.

Guardaron silencio durante más o menos el primer kilómetro de la marcha, pero luego empezaron a hablar y empezó (como era inevitable) Cortés con una explicación de por qué Quaisoir, al oír su voz, lo había confundido con su marido. A modo de prólogo de su relato advirtió que no lo enfangaría con disculpas ni justificaciones sino que lo contaría con sencillez, como una fábula macabra. Y luego pasó a hacer eso precisamente. Pero la narración, a pesar de toda su claridad, contenía una distorsión significativa. Cuando describió su encuentro con el Autarca, dibujó en la mente de Jude el retrato de un hombre que guardaba con él sólo un parecido rudimentario, un hombre tan empapado de mal que su carne había quedado corrompida por sus crímenes. Su compañera no cuestionó esta descripción sino que se imaginó un individuo cuya falta de humanidad se filtraba por cada poro, un monstruo cuya sola presencia habría provocado náuseas.

Una vez que desentrañó la historia de su doble, la mujer empezó a suministrarle detalles del suyo. Algunos estaban sacados de sueños, otros de las pistas que le había dado Quaisoir y aun otros que le había proporcionado Oscar Godolphin. La entrada de este en el relato trajo consigo un nuevo ciclo de revelaciones. Empezó a contarle a Cortés su romance con Oscar, que a su vez llevó al tema de Dowd, a su vida y a su muerte y de ahí a Clara Leash y la Tabula Rasa.

—Te van a poner las cosas muy difíciles cuando vuelvas a Londres —le dijo tras haberle relatado lo poco que ella sabía sobre las purgas que se habían llevado a cabo en nombre de los edictos de Roxborough—. No tendrán el menor escrúpulo en asesinarte, en cuanto sepan quién eres.

—Que lo intenten —dijo Cortés con tono neutro—. Sea lo que sea lo que quieran hacerme, estoy listo. Tengo trabajo que hacer y ellos no van a detenerme.

—¿Por dónde empezarás?

—Por Clerkenwell. Tenía una casa en la calle Gamut. Pai dice que aún sigue en pie. Mi vida está allí, lista para que la recuerde. Los dos necesitamos recuperar el pasado, Jude.

—¿Y de dónde saco yo el mío? —se preguntó ella en voz alta.

—De mí y de Godolphin.

—Gracias por el ofrecimiento pero me gustaría tener una fuente un poco menos parcial. He perdido a Clara, y ahora a Quaisoir. Tendré que empezar a buscar. —Pensó en Celestine mientras hablaba, echada en la oscuridad, bajo la torre de la Tabula Rasa.

—¿Tienes a alguien en mente? —preguntó Cortés.

—Quizá —dijo ella, tan reacia como siempre a compartir ese secreto.

Su compañero percibió el tufillo a evasiva.

—Voy a necesitar ayuda, Jude —dijo él—. Espero, haya habido lo que haya habido entre nosotros en el pasado (bueno y malo), que podamos encontrar un modo de trabajar juntos, un modo que nos beneficie a ambos.

Un grato sentimiento pero no algo a lo que ella estaba dispuesta a abrirle su corazón, así que se limitó a decir.

—Esperemos que sí —y dejó las cosas así.

Cortés no la presionó más, prefirió llevar la conversación a temas más ligeros.

—¿Cuál fue el sueño que tuviste? —le preguntó. Su amiga pareció confundida por un momento—. Dijiste que habías soñado conmigo, ¿recuerdas?

—Ah, sí —respondió—. No era nada, en realidad. Historia pasada.

Cuando llegaron a la casa de Pecador, esta seguía intacta, aunque varias otras de las calle habían quedado reducidas a escombros ennegrecidos por culpa de algún proyectil o de los pirómanos. La puerta se encontraba abierta y habían desvalijado por completo el interior, hasta los tulipanes del jarrón que había en la mesa del comedor. No había señales de derramamiento de sangre, sin embargo, salvo las manchas llenas de costras que había dejado Dowd al llegar así que Jude supuso que Hoi-Polloi y su padre habían escapado ilesos. El desesperado saqueo no parecía haberse extendido hasta el sótano. Aquí, aunque se habían vaciado las estanterías de iconos, talismanes e ídolos, el traslado se había hecho con calma y de una forma sistemática. No quedaba ni un sólo rosario, ni ninguna señal de que los ladrones hubieran roto un sólo amuleto. El único vestigio que quedaba de la vida del sótano como cueva del tesoro estaba colocado en el suelo: el círculo de piedras que se hacía eco del existente en el Retiro.

—Aquí es a donde llegamos —dijo Jude.

Cortés se quedó mirando el diseño que había en el suelo.

—¿Qué es? —dijo—. ¿Qué significa?

—No lo sé. ¿Importa mucho? Siempre que nos lleve de vuelta al Quinto...

—Tenemos que tener cuidado de ahora en adelante —respondió Cortés—. Todo está conectado. Todo es un sólo sistema. Hasta que entendamos nuestro lugar en la jerarquía, somos vulnerables.

Un sólo sistema; ella había especulado con esa posibilidad en la sala que había bajo la torre: Imajica como un único patrón de transformación infinitamente elaborado. Pero del mismo modo que había momentos para esas reflexiones, también había momentos para la acción y ahora no tenía paciencia para las inquietudes de Cortés.

—Si conoces otro modo de salir de aquí —dijo—, cojámoslo. Pero este es el único camino que conozco. Godolphin lo usó durante años y nunca le hizo daño, hasta que Dowd lo jodió todo.

Cortés se había agachado y posaba los dedos en las piedras que ceñían el mosaico.

—Los círculos son tan poderosos —dijo.

—¿Vamos a utilizarlo o no?

Su compañero se encogió de hombros.

—No tengo ninguna forma mejor —dijo, todavía reacio—. ¿Sólo hay que meterse dentro?

—Eso es todo.

Se levantó. Ella le puso una mano en el hombro y él estiró la suya para cogérsela.

—Tenemos que sujetarnos con fuerza —dijo Jude—. Sólo le pude echar un breve vistazo a lo que hay en el In Ovo pero no me gustaría perderme allí.

—No nos perderemos —dijo él y entró en el círculo.

Ella estaba con él un momento más tarde y el Expreso ya estaba cobrando velocidad. Las paredes sólidas del sótano y las estanterías vacías empezaron a desdibujarse. Las formas de su yo traducido comenzaron a moverse dentro de carne de ambos.

Las sensaciones que inspiró en él la travesía despertaron en Cortés recuerdos del viaje de ida, cuando Pai'oh'pah había permanecido a su lado en el lugar que ahora ocupaba Jude. Al recordarlo, sintió una punzada de pérdida inconsolable. Había tantas personas a las que había encontrado en estos Dominios y sobre las que nunca más volvería a poner los ojos. Algunos, como Efrit Espléndido y su madre, Nikaetomaas y Hurra, porque estaban muertos. Otros, como Atanasio, porque los crímenes que Sartori había cometido eran ahora sus crímenes y fuera cual fuera el bien que esperaba hacer en el futuro, nunca sería suficiente para ahogarlos. El dolor de esas pérdidas era por supuesto insignificante al lado del dolor mayor que había soportado en la Mácula pero no se había atrevido a detenerse demasiado tiempo sobre él por temor a que lo incapacitara. Ahora, sin embargo, pensó en ello y las lágrimas empezaron a fluir y arrastraron con ellas la última visión del sótano de Pecador antes de que el mosaico se hubiera llevado a los viajeros.

Por paradójico que pareciera, si estuviera abandonando aquel Dominio sólo, la desesperación quizá no habría sido tan profunda. Pero como le gustaba decir a Pai, lo cierto era que sólo había lugar para tres actores en cualquier drama, y la mujer que cambiaba a su lado y cuyo glifo veía arder entre lágrimas, le recordaría desde este momento que había abandonado Yzordderrex dejando a uno de los tres atrás.

Capítulo 7

1

Ciento cincuenta y siete días después de comenzar su viaje por los Dominios Reconciliados, Cortés volvió a pisar el suelo de Inglaterra. Aunque todavía no estaban ni a mediados de junio, la primavera había llegado de forma prematura y la estación que la seguía estaba en su momento cumbre. Las flores que aún debían tardar un mes más en florecer ya estaban desaliñadas y repletas de semillas. Abundaban los pájaros y los insectos, dado que las especies que normalmente aparecían separadas por meses esta vez se multiplicaban de forma simultánea. Se anunciaban los amaneceres estivales no con coros sino con corales que cantaban a pleno pulmón. A medio día, los cielos que cubrían el país de costa a costa estaban nublados por los millones de seres que se alimentaban, los revoloteos se ralentizaban durante la tarde hasta que al atardecer el estrépito se había convertido en una música (saciados y supervivientes por igual daban gracias por el día) tan cálida que acunaba incluso a los locos y los sumía en un sueño reparador. Si se podía planear y lograr una Reconciliación en el poco tiempo que quedaba antes del solsticio de verano, sería un país floreciente lo que el resto de Imajica iba a recibir: una Inglaterra de cosechas abundantes extendidas bajo un cielo lleno de melodías.

Estaba lleno de música ahora que Cortés salía despacio del Retiro y cruzaba la hierba moteada para llegar al perímetro del soto. El parque le resultaba conocido aunque los cenadores, cuidados con tanto cariño, eran ahora selvas y los céspedes mesetas.

—Son las tierras de Joshua, ¿verdad? —le dijo a Jude—. ¿Por dónde se va a la casa?

La mujer señaló al otro lado de una espesura de hierba dorada. El tejado de la mansión apenas era visible por encima de la espuma de frondas y mariposas.

—La primera vez que te vi fue en esa casa —le dijo él—. Lo recuerdo... Joshua te pidió que bajaras. Te llamaba por un apodo cariñoso que tú despreciabas, Mandarina, ¿no? Algo parecido. En cuanto te vi...

—No era yo —dijo Jude poniendo fin a tan romántico ensueño—. Era Quaisoir.

—Fuera lo que fuera ella entonces, lo eres tú ahora.

—Lo dudo. Fue hace mucho tiempo, Cortés. La casa está en ruinas y ya sólo queda un Godolphin. La historia no va a repetirse. No quiero que se repita. Y no quiero ser el objeto de nadie.

Cortés acusó recibo de la advertencia que había en esas palabras con una declaración de intenciones casi formal.

—Hiciera lo que hiciera que te hizo daño a ti o a cualquier otra persona — dijo—, quiero compensarlo. Si lo hice porque estaba enamorado, o porque era un maestro y pensé que estaba por encima del decoro común... estoy aquí para curar esa herida. Quiero la Reconciliación, Jude. Entre nosotros. Entre los Dominios. Entre los vivos y los muertos si puedo hacerlo.

—Esa sí que es toda una ambición.

—Tal y como yo lo veo, me han dado una segunda oportunidad. La mayor parte de la gente nunca la tiene.

Aquella sinceridad tan natural la ablandó.

—¿Quieres acercarte a la casa, por los viejos tiempos? —le preguntó.

—No a menos que tú quieras.

—No, gracias. Yo ya sufrí mi pequeño ataque de déjà vu cuando convencí a Charlie para que me trajera aquí.

Cortés le había hablado por supuesto sobre su encuentro con Estabrook en las tiendas de los carestes y sobre el subsiguiente fallecimiento del hombre. No se había mostrado demasiado conmovida.

—Era un viejo cabrón muy difícil, sabes —comentó ahora—. En el fondo yo debía de saber que era un Godolphin, de otro modo jamás habría soportado sus malditos y absurdos juegos.

—Creo que al final había cambiado —dijo Cortés—. Quizá te habría gustado un poco más.

—Tú también has cambiado —dijo ella cuando echaron a andar hacia la verja—. La gente va a hacer muchas preguntas, Cortés. Por ejemplo, ¿dónde has estado y qué has estado haciendo?

—¿Y por qué tiene que saber nadie que he vuelto? —dijo él—. Jamás signifiqué mucho para nadie, salvo para Taylor y él se ha ido.

—Para Clem también.

—Quizá.

—La decisión es tuya —dijo Jude—. Pero cuando tienes tantos enemigos, es posible que necesites a algunos de tus amigos.

—Prefiero seguir siendo invisible —le dijo él—. De esa forma nadie me ve, ni enemigos ni amigos.

Cuando empezaba a verse el muro que limitaba la propiedad los cielos cambiaron con una precipitación casi sobrenatural. Las pocas nubes algodonosas que minutos antes flotaban por el cielo azul se congregaron ahora en un banco encapotado que primero derramó una ligera llovizna y un minuto después estallaba como una presa. Pero el chaparrón tuvo sus ventajas ya que lavó de su ropa, cabello y piel las últimas trazas del polvo de Yzordderrex. Para cuando hubieron trepado por la malla de troncos y enredaderas que rodeaba la verja y recorrido penosamente el embarrado camino que llevaba al pueblo (para allí refugiarse en la oficina de correos), podrían haberse hecho pasar por dos turistas (uno de los cuales con un gusto un tanto extraño en cuanto a ropas de excursionismo) que se habían alejado demasiado de los lugares conocidos y necesitaban ayuda para volver a casa.

2

Aunque ninguno de los dos tenía ninguna moneda en curso en los bolsillos, a Jude no le costó mucho convencer a uno de los dos chavales que pararon en la oficina de correos de que los llevara de vuelta a Londres prometiéndole unos sustanciosos emolumentos al final del viaje si lo hacía. La tormenta empeoró durante el trayecto pero Cortés bajó la ventanilla de atrás y se quedó mirando el paisaje que pasaba ante sus ojos, una Inglaterra que hacía medio año que no veía, contento de dejar que la lluvia lo volviera a empapar por completo.

Jude mientras tanto tuvo que soportar el monólogo de su conductor. Tenía el paladar rebelde, lo que hacía que de cada tres palabras, una fuera ininteligible pero lo esencial de la cháchara quedaba bastante claro. En opinión de cada observador del tiempo que él conocía, dijo, y estas eran gentes que vivían al lado de la tierra y tenían formas de predecir inundaciones y sequías que no ha tenido jamás ninguno de esos meteorólogos que tan bien hablan, el país estaba a punto de entrar en un verano desastroso.

—Nos vamos a cocer o a ahogar —dijo profetizando meses de monzones y olas de calor.

Jude ya había oído hablar así en otras ocasiones, claro está; el tiempo es una obsesión para los ingleses. Pero tras abandonar las ruinas de Yzordderrex, con el ojo ardiente del cometa en los cielos y el aire apestando a muerte, aquel casual parloteo apocalíptico del joven la inquietó. Era como si estuviera deseando que algún cataclismo se apoderara de su pequeño mundo, sin comprender ni por un momento lo que eso implicaba.

Cuando el muchacho se aburrió de predecir desastres, empezó a hacerle preguntas, de dónde venían y a dónde iban ella y su amigo cuando los sorprendió la tormenta. Jude no vio razón para no decirle que habían estado en la finca y así se lo dijo. La respuesta le valió lo que su estudiado desinterés no había logrado durante los tres cuartos de hora previos: el silencio del chaval. Le lanzó una mirada torva por el espejo retrovisor y luego encendió la radio, demostrando así, si no otra cosa, que la sombra de la familia Godolphin era suficiente para acallar incluso a un agorero. Llegaron a las afueras de Londres sin más intercambios, el joven sólo rompió el silencio cuando necesitó indicaciones.

—¿Quieres que te dejemos en el estudio? —le preguntó ella a Cortés.

Su compañero tardó un poco en contestar pero cuando lo hizo fue para responder que sí, ahí era adonde quería ir. Jude le proporcionó las instrucciones al conductor y luego volvió la mirada hacia Cortés. Éste seguía mirando por la ventana, la lluvia le salpicaba la frente y las mejillas como si fuera sudor, le colgaban gotas de la nariz, la barbilla y las pestañas. La más pequeña de las sonrisas le arqueaba las comisuras de la boca. Al sorprenderle así, desprevenido, Jude casi se arrepintió de haber rechazado su propuesta en la finca. Este rostro, a pesar de todo lo que había hecho la mente que había detrás, era el rostro que se le había aparecido mientras dormía en la cama de Quaisoir, el amante soñado cuyas caricias imaginadas le habían provocado unos gritos tan altos que su hermana los había oído desde dos habitaciones más allá. Desde luego que jamás podrían volver a ser los amantes que se habían cortejado en la gran casa dos siglos atrás. Pero la historia que compartían los marcaba de formas que todavía tenían que descubrir y quizá, cuando se hubieran hecho todos esos descubrimientos, podrían encontrar la manera de convertir en realidad las hazañas que había soñado ella en la cama de Quaisoir.

La tormenta los había precedido a la ciudad, había desatado su torrente y seguía ya su camino, así que cuando llegaron a las afueras había suficiente cielo azul sobre sus cabezas para prometer una tarde cálida, aunque resplandeciente. Sin embargo, el tráfico seguía atascado y los últimos cinco kilómetros del viaje les llevaron casi tanto tiempo como los anteriores cincuenta. Para cuando llegaron al estudio de Cortés, su conductor, acostumbrado a las tranquilas carreteras que rodeaban la finca, ya estaba más que harto de toda la empresa y había roto varias veces su silencio para maldecir el tráfico y advertir a sus pasajeros que iba a exigir una recompensa muy considerable por las molestias.

Jude salió del coche junto con Cortés y en las escaleras del estudio (fuera del alcance del oído del conductor) le preguntó si tenía dinero suficiente dentro para pagarle al hombre. Prefería tomar un taxi desde aquí, dijo, que sufrir su compañía más tiempo. Cortés respondió que si había algún dinero en metálico en el estudio, desde luego no sería suficiente.

—Al parecer voy a tener que aguantarle, entonces —dijo Jude—. No importa. ¿Quieres que suba contigo? ¿Tienes una llave?

—Habrá alguien abajo —replicó él—. Tienen una de repuesto.

—Entonces supongo que ya está. —Separarse así era pasar de lo sublime a lo trivial, increíble después de todo lo que había pasado—. Te llamaré cuando hayamos dormido los dos.

—Es probable que hayan cortado el teléfono.

—Entonces llámame desde una cabina, ¿de acuerdo? No voy a estar en casa de Oscar, estaré en la mía.

La conversación podría haberse acabado ahí si no hubiera sido por la respuesta de Cortés.

—No te apartes de él por mí —le dijo.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Sólo que tú tienes tus aventuras —dijo.

—¿Y qué? ¿Que tú tienes las tuyas?

—No exactamente.

—¿Entonces qué?

—Quiero decir que no son en realidad aventuras. —Cortés sacudió la cabeza—. No importa. Ya hablaremos de eso en otro momento.

—No —dijo Jude mientras lo cogía del brazo cuando él intentó volverse—. Vamos a hablar de eso ahora.

Cortés suspiró cansado.

—Mira, no importa —dijo.

—Si no importa, entonces dímelo.

Él dudó unos segundos. Luego dijo:

—Me he casado.

—¿Así que te has casado? —respondió ella con fingida ligereza—. ¿Y quién es la afortunada? ¿No será la niña de la que hablabas?

—¿Hurra? Dios santo, no.

Hizo una pausa de apenas un momento y frunció el ceño.

—Vamos —dijo ella—. Escúpelo.

—Me casé con Pai'oh'pah.

El primer impulso de Jude fue echarse a reír (la idea era absurda) pero antes de que el sonido escapara de sus labios, sorprendió el ceño en el rostro masculino y el asco superó a la risa. No era ningún chiste. Se había casado con el asesino, aquella cosa sin sexo que era una función de cada deseo de su amante. ¿Y por qué se asombraba tanto? Cuando Oscar le había descrito la especie, ¿no había sido ella la que había comentado que esa era la idea que tenía Cortés del paraíso?

—Menudo secreto guardabas —dijo ella.

—Te lo habría contado antes o después.

Fue ahora cuando Jude se permitió una pequeña carcajada, suave y amarga.

—Ahí atrás estuviste a punto de hacerme creer que había algo entre nosotros.

—Eso es porque lo había —respondió él—. Porque siempre lo habrá.

—¿Y por qué habría de importarte eso ahora?

—Tengo que aferrarme a un poco de lo que fui. Lo que soñé.

—¿Y qué soñaste?

—Que nosotros tres... —Se detuvo y suspiró. Y luego—: Que nosotros tres encontrábamos una forma de estar juntos.

No la miraba a ella sino al espacio vacío que había entre ellos, donde con toda claridad quería que estuviese su amado Pai.

—El místico habría aprendido a amarte —le dijo él.

—No quiero oírlo —le soltó ella.

—Habría sido cualquier cosa que tú deseases. Cualquier cosa.

—Para —le dijo ella—. Ya está bien.

Cortés se encogió de hombros.

—No importa —dijo—. Pai está muerto. Y nosotros tomamos caminos diferentes. No fue más que un sueño estúpido que tuve. Pensé que querrías saberlo, eso es todo.

—No quiero nada de ti —le respondió ella con frialdad—. ¡De ahora en adelante puedes guardarte tus locuras!

Ya hacía un rato que le había soltado el brazo y lo había dejado en libertad para irse escaleras arriba. Pero no se fue. Se limitó a quedarse mirándola, con los ojos entornados como un borracho que intenta ensamblar un pensamiento con otro. Fue ella la que se retiró, sacudiendo la cabeza mientras le daba la espalda y cruzaba la acera llena de charcos hasta el coche. Una vez dentro, tras cerrar la puerta de golpe, le dijo al conductor que se pusiera en marcha y el coche se separó a toda velocidad del bordillo.

En las escaleras, Cortés contempló la esquina por donde había girado el coche durante un buen rato después de que aquel desapareciera, como si alguna palabra de paz pudiera aún subirle a los labios y salir de su boca para llamarla. Pero ya no le quedaban dotes de persuasión. Aunque había regresado a este lugar como Reconciliador, sabía que había abierto una herida y que carecía del don para curarla, al menos hasta haber dormido y recuperado sus facultades.

3

Cuarenta y cinco minutos después de dejar a Cortés a la puerta de su casa, Jude abría de par en par las ventanas de la suya para dejar entrar el último sol de la tarde y un poco de aire fresco. El trayecto desde el estudio había transcurrido sin que ella fuese demasiado consciente de él, tan asombrada la había dejado la revelación de Cortés. ¡Casado! La idea era absurda, salvo que no encontraba forma de encontrarla divertida.

Aunque habían pasado muchas semanas desde la última vez que había ocupado la casa (todas salvo las plantas más duras habían muerto de soledad y había olvidado cómo funcionaba la cafetera y los cerrojos de las ventanas), seguía siendo un lugar en el que se sentía cómoda y una vez que se hubo tomado un par de tazas de café, se hubo duchado y puesto ropa limpia, el Dominio del que había salido sólo unas horas antes empezaba a perder terreno. En presencia de tantas cosas y olores conocidos, todo lo extraño que había en Yzordderrex más que prestarle solidez la debilitaba. Sin que nadie se lo pidiera, su mente ya había dibujado una línea entre el lugar que había abandonado y aquel en el que estaba ahora, una línea tan sólida como la división entre una cosa soñada y una cosa vivida. No era extraño, pensó, que Oscar hubiera hecho un ritual de las visitas a su sala de los tesoros para comulgar con su colección. Era una forma de aferrarse a una percepción siempre asediada por lo vulgar.

Con varios chutes de café recorriéndole el torrente sanguíneo, el agotamiento que había sentido en el viaje de vuelta a la ciudad había desaparecido, así que decidió utilizar el resto de la tarde para visitar la casa de Oscar. Lo había llamado varias veces desde que había vuelto pero sabía que el hecho de que nadie contestara no era prueba de su ausencia ni de su desaparición. Pocas veces cogía el teléfono en la casa (esa responsabilidad había recaído sobre Dowd) y más de una vez había declarado la repugnancia que le inspiraban las máquinas. En el paraíso, había dicho una vez, las almas benditas utilizan telegramas y los santos tienen palomas parlantes; los teléfonos están mucho más abajo.

Dejó la casa a las siete o así, cogió un taxi y fue a Regent's Park Road. Encontró la casa bien cerrada, ni siquiera una ventana permanecía abierta, lo que en una tarde tan benigna significaba que no había nadie. Sólo para estar segura, se dirigió a la parte de atrás de la casa y se asomó al interior. Al verla, los tres loros que Oscar tenía en la habitación de atrás, abandonaron sus perchas alarmados. Y tampoco volvieron a posarse, sino que siguieron graznando aterrados cuando ella apoyó la frente en las manos y se asomó a la habitación para ver si tenían llenos los cuencos de semillas y de agua. Aunque las perchas estaban demasiado lejos de la ventana para que pudiera verlo, su nivel de nerviosismo fue suficiente para hacerle temer lo peor. Oscar, sospechó, no les había acariciado las plumas en mucho tiempo. ¿Entonces, dónde estaba? ¿En la finca, yaciendo muerto entre la larga hierba? Si era así, sería un disparate volver allí ahora para buscarlo, caería la oscuridad en una hora, como mucho. Además, cuando pensaba en la última vez que lo había visto, estaba razonablemente segura de que lo había visto ponerse en pie, enmarcado por la puerta. Era un hombre robusto, a pesar de sus excesos. No podía creer que estuviera muerto. Escondido más bien; se ocultaba de la Tabula Rasa. Con esa idea en mente, volvió a la puerta principal y garabateó una nota anónima para decirle que estaba viva y bien, luego la deslizó por el buzón. Él sabría quién la había compuesto. ¿Qué otra persona escribiría que el Expreso la había traído a casa sana y salva?

Un poco después de las diez y media se estaba preparando para irse a la cama cuando oyó que alguien la llamaba desde la calle. Fue al balcón y se asomó, vio a Clem de pie en la acera, gritando como un poseso. Habían pasado muchos meses desde la última vez que habían hablado y el placer que sintió al verlo estaba teñido por la culpabilidad del descuido. Pero por el alivio que percibió en su voz cuando la vio y el fervor de su abrazo, Jude supo que no había venido a arrancarle unas disculpas. Necesitaba contarle algo extraordinario, dijo, pero antes de hacerlo (y ella iba a pensar que estaba loco, le advirtió), necesitaba una copa. ¿Podía darle un coñac?

Podía y lo hizo.

El hombre casi lo engulló y luego dijo:

—¿Dónde está Cortés?

La pregunta y el tono exigente de su amigo la cogieron desprevenida y no supo qué responder. Cortés quería ser invisible y por muy furiosa que estuviese con él, se sentía obligada a respetar ese deseo. Pero Clem necesitaba saberlo desesperadamente.

—Ha estado fuera, ¿verdad? Klein me dijo que intentó llamarlo pero que el teléfono estaba desconectado. Luego le escribió a Cortés una carta que nunca le contestó...

—Sí —dijo Jude—. Creo que ha estado fuera.

—Pero acaba de volver.

—¿Ah sí? —respondió ella cada vez más perpleja—. Quizá tú sepas más que yo.

—Yo no —dijo él al tiempo que se servía otro coñac—. Taylor.

—¿Taylor? ¿De qué estás hablando?

Clem tragó el licor.

—Vas a decir que estoy loco, pero escúchame, ¿quieres?

—Estoy escuchando.

—No me he puesto sensiblero al perderlo. No me he quedado en casa sentado leyendo sus cartas de amor ni escuchando las canciones con las que bailábamos.

He intentado salir y ser útil, para variar. Pero he dejado su habitación como estaba. No tenía valor para revisar su ropa, ni siquiera para mudar la cama. No hacía más que retrasarlo. Y cuánto más tiempo tardaba, más imposible me parecía. Y entonces, esta noche, volvía casa justo después de las ocho y oí hablar a alguien.

Todas las partículas del cuerpo de Clem salvo sus labios estaban inmóviles mientras él hablaba, transfiguradas por el recuerdo.

—Pensé que había dejado la radio puesta pero no, no, me di cuenta que el ruido procedía de arriba, de su habitación. Era él, Judy, hablando tan claro como el sol, llamándome como solía hacerlo. Yo tenía tanto miedo que a punto estuve de huir. Qué estupidez, ¿verdad? Ahí me tenías a mí, rezando y rezando para recibir alguna señal de que estaba en las manos de Dios y en cuanto aparece casi me cago encima. Te lo juro, estuve media hora en las escaleras con la esperanza de que dejase de llamarme. Y a veces lo dejaba un rato y yo medio me convencía que lo había imaginado. Luego empezaba otra vez. Nada melodramático. Sólo intentaba convencerme de que no tuviera miedo y subiera a saludarlo. Así que, al final, eso fue lo que hice.

Se le empezaron a llenar los ojos de lágrimas, pero no había pesar en su voz.

—Le gustaba esa habitación por las tardes. El sol la llena. Y así estaba esta noche: llena de sol. Y allí estaba él, en la luz. No podía verlo pero sabía que estaba a mi lado porque me lo dijo. Me dijo que tenía buen aspecto. Luego dijo: «Es un día alegre, Clem. Cortés ha vuelto y tiene las respuestas».

—¿Qué respuestas? —dijo Jude.

—Eso fue lo que yo le pregunté. Dije: «¿qué respuestas, Tay?». Pero ya sabes cómo es Tay cuando está contento. Se pone loco de alegría, como un niño. —Clem hablaba con una sonrisa, la mirada clavada en imágenes recordadas de días mejores—. Estaba tan feliz porque Cortés había vuelto que no pude sacarle mucho más.

Clem levantó la cabeza y miró a Jude.

—La luz ya se iba —dijo—. Y creo que quería irse con ella. Dijo que era nuestra obligación ayudar a Cortés. Por eso se mostraba ante mí de esa manera. No era fácil, dijo. Claro que tampoco lo era ser ángel guardián. Y yo dije, ¿por qué sólo uno? ¿Un ángel cuando nosotros somos dos? Y él dijo, porque nosotros somos uno, Clem, tú y yo. Siempre lo fuimos y siempre lo seremos. Esas fueron sus palabras exactas, te lo juro. Luego se fue. ¿Y sabes lo que yo no dejaba de pensar?

—¿Qué?

—Que ojalá no hubiera esperado en las escaleras y no hubiera desperdiciado todo ese tiempo que podría haber pasado con él. —Clem posó la copa, se sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó—. Eso es todo —dijo.

—Creo que es mucho.

—Sé lo que estás pensando —dijo él con una pequeña carcajada—. Estás pensando, pobre Clem. No podía llorarlo así que está sufriendo alucinaciones.

—No —dijo ella en voz muy baja—. Estoy pensando que Cortés no sabe lo afortunado que es al tener unos ángeles como vosotros dos.

—No me sigas la corriente.

—No lo hago —dijo ella—. Creo que ocurrió todo lo que me acabas de contar.

—¿Lo crees?

—Sí.

Y de nuevo otra carcajada.

—¿Por qué?

—Porque Cortés ha vuelto a casa esta noche y yo era la única que lo sabía.

Su amigo se fue diez minutos después, contento al parecer de saber que, aun si estaba loco, había otra lunática en su círculo a la que podía recurrir cuando quisiera compartir sus insensateces. Jude le contó todo aquello de lo que se sintió capaz en este punto, que era muy poco, pero le prometió que se pondría en contacto con Cortés en nombre de Clem y le hablaría de la visita de Taylor. Clem no estaba tan agradecido como para no ver la discreción de la que hacía gala su amiga.

—Sabes mucho más de lo que me estás contando, ¿verdad? —le dijo.

—Sí —le contestó ella—. Pero quizá dentro de poco tiempo pueda contarte más.

—¿Está Cortés en peligro? —preguntó Clem—. ¿Puedes decirme eso al menos?

—Todos lo estamos —dijo ella—. Tú. Yo. Cortés. Taylor.

—Taylor está muerto —dijo Clem—. Está en la luz. Nada puede hacerle daño.

—Espero que tengas razón —le dijo ella con tono grave—. Pero, por favor, Clem, si te encuentra otra vez...

—Lo hará.

—... entonces, cuando lo haga, dile que nadie está a salvo. Sólo porque Cortés haya vuelto al... a casa, eso no significa que los problemas han terminado. De hecho, sólo están empezando.

—Tay dice que algo sublime va a ocurrir. Esa palabra es suya: sublime.

—Y quizá así sea. Pero queda mucho espacio para el error. Y si algo va mal... —Se detuvo con la cabeza llena de los recuerdo del In Ovo y de las ruinas de Yzordderrex.

—Bueno, cuando te parezca que puedes contármelo —dijo Clem—, estaremos listos para escucharte. Los dos. —Miró el reloj—. Debería irme ya. Llego tarde.

—¿Una fiesta?

—No, estoy trabajando con un refugio para los sin hogar. Salimos la mayor parte de las noches para intentar sacar a los chavales de las calles. La ciudad está llena de ellos. —Su amiga lo acompañó a la puerta pero antes de salir, él le dijo—: ¿Recuerdas la fiesta pagana que hicimos en Navidad?

Ella esbozó una amplia sonrisa.

—Por supuesto. Fue toda una juerga.

—Tay se emborrachó como una cuba después de irse todos. Sabía que no iba a volver a ver a la mayoría. Luego, por supuesto, se puso malísimo en plena noche así que nos quedamos levantados hablando de... bueno, no sé, de todo lo que hay bajo el sol. Y me dijo cuánto había amado siempre a Cortés. Que Cortés era el hombre misterioso de su vida. Había estado soñando con él, dijo, y hablaba en lenguas diferentes.

—A mí me dijo lo mismo —dijo Jude.

—Luego, de repente, dijo que al año siguiente yo debería volver a poner el nacimiento e ir a la Misa del Gallo igual que hacíamos antes, yo le dije que habíamos decidido que nada de eso tenía mucho sentido y, ¿sabes lo que me dijo? Dijo que la luz era luz, la llames como la llames y era mejor pensar que venía con un rostro conocido. —Clem sonrió—. Pensé que estaba hablando de Cristo. Pero ahora... ahora no estoy tan seguro.

Jude lo abrazó con fuerza y le apretó los labios contra la mejilla ruborizada. Aunque sospechaba que había algo de verdad en lo que él había dicho, no tuvo el valor de expresar en voz alta esa posibilidad. No sabía que el mismo rostro que Tay había imaginado como el del regreso del sol era también el rostro de la oscuridad que podría muy pronto eclipsarlos a todos.

Capítulo 8

1

Aunque la cama en la que Cortés se había derrumbado la noche anterior olía a rancio y la almohada estaba húmeda bajo su cabeza, no podría haber dormido mejor si lo hubiera mecido en sus brazos la propia Madre Tierra. Cuando despertó, quince horas después, fue para encontrarse con una magnífica mañana de junio y las horas sin sueños que había dejado atrás les habían proporcionado nuevas fuerzas a sus músculos. No había gas, electricidad ni agua caliente así que se vio obligado a ducharse y afeitarse con agua fría, una experiencia vigorizante y sangrienta respectivamente. Hecho eso, se tomó un poco de tiempo para evaluar el estado de su estudio. No había permanecido indemne por completo durante su ausencia. En algún momento había entrado una antigua novia o bien un ladrón muy especial (había dejado abiertas dos de las ventanas, así que acceder al piso no había presentado demasiadas dificultades) y el intruso había robado tanto ropa como algunas chucherías más personales. Pero había pasado tanto tiempo desde que había vivido allí que fue incapaz de recordar con precisión qué faltaba: algunas cartas y postales de la repisa de la chimenea, unas cuantas fotografías (aunque no le gustaba que le grabaran de esa forma, por lo que ahora eran razones obvias), unas cuantas joyas (una cadena de oro, dos anillos, un crucifijo). El robo no le molestó demasiado. Jamás había sido ni sentimental ni acaparador. Los objetos eran como las revistas de moda: atractivas un día, descartadas de inmediato.

Había otras señales algo más desagradables de su ausencia en el baño, donde la ropa que había dejado a secar antes de su partida había criado una pelusa verde, y en la nevera, cuyas estanterías estaban salpicadas de lo que parecía una especie de crisálidas que apestaban a putrefacción. Pero antes de que pudiese empezar de verdad a limpiar todo aquello, necesitaba tener luz en la casa y para eso iba a hacer falta un poco de politiqueo. No era la primera vez que le cortaban el gas, el teléfono y la electricidad, malas rachas entre falsificaciones y protectoras en las que se había quedado sin fondos. Pero tenía bien ensayado el discursito que lograba que lo volvieran a conectar todo y esa tenía que ser su primera prioridad.

Se vistió con la ropa más limpia que encontró y bajó a presentarse ante la venerable pero un poco chiflada señora Erskine, que ocupaba el apartamento del piso bajo. Era ella la que le había abierto la puerta el día anterior y le había comentado con su inocencia habitual que parecía que lo habían medio matado a patadas, a lo que él había respondido que asiera como se sentía. La buena señora no hizo preguntas sobre su ausencia, cosa que no le sorprendió dado que su ocupación del estudio había sido siempre esporádica, pero sí que le preguntó si iba a quedarse un tiempo esta vez. Cortés le contestó que eso creía y ella le respondió que se alegraba de oírlo porque durante estos meses de verano la gente siempre se volvía loca y desde la muerte del señor Erskine a ella le entraba miedo de vez en cuando.

La anciana hizo un poco de té mientras él se valía del teléfono para llamar a los servicios que había perdido. Fue frustrante. Había perdido el don de embrujar a las mujeres con las que hablaba para que le hicieran algún favor. En lugar de un intercambio de halagos, a Cortés le sirvieron una ensalada fría de oficiosidad y condescendencia. Tenía facturas sin pagar, le dijeron y no le volverían a conectar el suministro hasta que se realizara el pago. Comió algunas tostadas que le había preparado la señora Erskine, se tornó varias tazas de té y luego bajó al sótano y le dejó una nota al conserje para decirle que volvía a ocupar su domicilio y si por favor podría conectarle el agua caliente.

Hecho eso, subió de nuevo a su estudio y echó los cerrojos tras él. Había decidido que con una conversación al día tenía suficiente. Cerró las persianas de las ventanas y encendió dos velas. Soltaron un poco de humo cuando empezaron a arder las mechas pero su luz era más cálida que el resplandor del sol y con ella empezó a revisar la nevada de correo que se había reunido detrás de la puerta. Había facturas en abundancia, por supuesto, impresas en papeles de colores cada vez más airados, además de la inevitable propaganda. Había muy pocas cartas personales pero entre ellas se encontraban dos que lo hicieron detenerse. Ambas eran de Vanessa, cuyo consejo de que se rebanase la embustera garganta había encontrado un eco tan doloroso en la exhortación de Atanasio en la Mácula. Ahora le escribía que lo echaba de menos y que no pasaba un día sin que pensara en él. La segunda misiva era incluso más directa. Quería que volviera a su vida. Si quería enredarse con otras mujeres, ella aprendería a adaptarse. ¿No querría al menos ponerse en contacto con ella? La vida era demasiado corta para guardar rencor, por ambas partes.

Lo alentaron un tanto las súplicas de su antigua amiga e incluso más una carta de Klein, garabateada con tinta roja sobre un papel de color rosa. Los matices levemente amanerados de Chester se elevaron de la página cuando Cortés la examinó.

«Mi querido Espurio», había escrito Klein. «¿De quién es el corazón que estás rompiendo y en dónde? Decenas de mujeres desesperadas sollozan en estos momentos en mi regazo, rogándome que te perdone tus pecados y te invite a volver al seno de la familia. Entre ellas, la deliciosa Vanessa. Por el amor de Dios, ven a casa e impide que tenga que seducirla. Tengo la ingle húmeda por ti».

Así que Vanessa había acudido a Klein: auténtica desesperación. Aunque su ex sólo había visto a Chester una vez, que Cortés recordara, con posterioridad había manifestado que lo odiaba. Cortés guardó las tres cartas aunque no tenía ninguna intención de prestar atención a sus llamamientos. Sólo había un reencuentro que esperaba con impaciencia y era con la casa de Clerkenwell. Sin embargo, era incapaz de enfrentarse a la idea de aventurarse a salir a plena luz del día. Las calles estarían demasiado iluminadas y llenas de gente, esperaría hasta que cayera la oscuridad, cuando pudiera cruzar la ciudad como el ser invisible que aspiraba a ser. Aplicó una cerilla al resto de las cartas y contempló cómo ardían. Luego volvió a la cama y durmió durante toda la tarde para prepararse para los asuntos de esa noche.

2

Esperó hasta que aparecieron las primeras estrellas en un cielo de un elegiaco color azul antes de subir las persianas. La calle estaba tranquila pero dado que carecía de dinero para coger un taxi, sabía que tendría que rozarse con muchas personas antes de llegar a Clerkenwell. En una tarde tan agradable como esta, Edgeware Road estaría atestada y habría toda una multitud en el metro. Lo mejor que podía hacer para llegar a su destino sin que lo miraran era vestirse de la forma más insulsa posible. Se tomó un poco de tiempo para rebuscar entre su mermado guardarropa algo que lo convirtiese en alguien casi invisible. Una vez vestido, bajó a pie hasta Marble Arch y entró en el metro. Sólo había cinco estaciones hasta Chancery Lane, que lo dejaría en los límites de Clerkenwell pero después de dos tuvo que bajarse, jadeaba y sudaba como si tuviera claustrofobia. Maldijo la nueva debilidad que había encontrado en su interior y se sentó en la estación durante media hora mientras iban pasando más trenes, incapaz de encontrar el valor para subirse. ¡Qué ironía! Ya ves, el antiguo viajero por los paisajes más agrestes de Imajica era ahora incapaz de viajar tres kilómetros en metro sin sufrir un ataque de pánico. Esperó hasta que amainaron sus temblores y apareció un tren menos atestado. Entonces volvió a subir y se sentó cerca de la puerta con la cabeza en las manos hasta que terminó el viaje.

Para cuando salió a la superficie en Chancery Lane, el cielo se había oscurecido y él se quedó varios minutos en High Holborn, la cabeza tirada hacia atrás, empapándose del cielo. Sólo cuando dejaron de temblarle las piernas, comenzó a subir por Gray's Inn Road hacia las inmediaciones de la calle Gamut. Hacía ya mucho tiempo que casi todas las propiedades de las calles principales se habían destinado a uso comercial pero había una red de calles y plazas tras la barricada de edificios de oficinas ahora oscurecidos, que, protegidos quizá por el mecenazgo de la mala fama, no habían tocado los promotores inmobiliarios. Muchas de estas calles eran estrechas y laberínticas, con las farolas apagadas y las señales desaparecidas, como si a lo largo de las generaciones todos les hubieran vuelto la espalda. Pero a él no le hacían falta señales ni lámparas, sus pies habían recorrido aquellos caminos incontables veces. Aquí estaba la plaza Shiverick, con su pequeño parque cubierto de malas hierbas y las calles Flaxen, Almoth y Sterne. Y en medio de todas ellas, envuelta en el anonimato, su destino.

Vio la esquina de la calle Gamut a veinte metros de él y ralentizó el paso para deleitarse con el momento del reencuentro. Innumerables recuerdos lo esperaban allí, el místico entre ellos. Pero no todo sería tan dulce ni tan grato. Tendría que ingerirlos con cuidado, como un comensal con el estómago delicado que se acerca a una mesa suntuosa. La moderación era la respuesta. En cuanto sintiera un exceso, se retiraría y volvería al estudio para digerir lo que había aprendido y que eso lo fortaleciera. Sólo entonces volvería a servirse por segunda vez. El proceso llevaría tiempo, lo sabía y el tiempo era esencial. Pero también lo era su cordura. ¿De qué serviría como Reconciliador si se ahogaba con su pasado?

Con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, llegó a la esquina y tras doblarla, por fin posó los ojos en la calle sagrada. Quizá, durante sus años de olvido, se había paseado por estas calles apartadas sin ser consciente de nada y había tenido ante sus ojos este mismo paisaje. Pero lo dudaba. Lo más probable es que sus ojos estuvieran viendo la calle Gamut por primera vez en dos siglos. Apenas había cambiado, protegida de los urbanistas y las hordas que los acompañan blandiendo martillos por lances cuyos artífices según los rumores seguían allí. Un follaje descuidado abrumaba los árboles plantados a lo largo de la acera pero el olor acre de su sabia era aún fuerte, el aire protegido de los humos de Holborn y Cray's Inn Road por la confusión de calles que había en medio. ¿Era él o el árbol que había en el exterior del número 28 estaba especialmente lozano, alimentado quizá por una filtración de magia procedente de los escalones de la casa del maestro?

Se encaminó hacia ellos, árbol y escalones, los recuerdos ya volvían con toda su fuerza. Oyó a los niños cantando tras él la canción que tanto lo había atormentado cuando el Autarca le había dicho quién era. «Sartori», había dicho, y esta cancioncilla sin encanto alguno, entonada por voces agudas, había acudido tras el nombre. Entonces la había odiado. La melodía era banal y la letra una tontería. Pero ahora recordó cómo la había oído por vez primera, cuando caminaba por esta misma acera con los niños desfilando por la orilla contraria y lo halagado que se había sentido al ver que era lo bastante famoso para haber llegado a los labios de niños que jamás aprenderían a leer o escribir y que ni siquiera, con toda probabilidad, alcanzarían la pubertad. Todo Londres sabía quién era él y le gustaba su fama. Hablaban de él en la corte, le dijo Roxborough y debería esperar pronto una invitación. Personas que no habían llegado a tocarle ni una manga afirmaban tener una estrecha conexión con él.

Pero todavía existían aquellos, gracias a Dios, que se mantenían a una exquisita distancia y una de esas almas había vivido, recordó, en la casa de enfrente: una ninfa llamada Allegra a la que le gustaba sentarse en su tocador, cerca de la ventana, con el canesú medio desatado, sabía que tenía un admirador en el maestro que vivía al otro lado de la calle. Tenía un perrito de pelo rizado y a veces, por la tarde, oía su voz aguda llamando al afortunado chucho a su regazo, donde lo dejaba acurrucarse. Una tarde, a pocos pasos de donde se hallaba ahora, se había encontrado a la chica con su madre, le había hecho un montón de carantoñas al perro y había sufrido que le pasara la lengüita por la boca sólo para disfrutar del olor del sexo de la joven que se le había quedado prendido en el pelo. ¿Qué había sido de aquella niña? ¿Había muerto virgen o había crecido y engordado preguntándose por el hombre que había sido su más ardiente admirador?

Levantó los ojos hacia la ventana donde se había sentado Allegra. Ya no ardía ninguna luz en ella. La casa, como casi todos estos edificios, estaba a oscuras. Con un suspiro volvió los ojos hacia el número 28 y, tras cruzar la calle, se acercó a la puerta. Estaba cerrada con llave, por supuesto, pero alguien había roto una de las ventanas inferiores en algún momento y nunca la habían reparado. Metió la mano por el vidrio destrozado y le quitó el cerrojo, luego subió la ventana y se deslizó en el interior. Poco a poco, se recordó, ve poco a poco. Mantén el flujo bajo control.

Estaba oscuro pero él había venido preparado para esa eventualidad con velas y cerillas. La llama vaciló al principio y la habitación se meció ante su indecisión pero gradualmente se afianzó y Cortés sintió una sensación que no se esperaba y que se hinchaba como la luz: orgullo. En su época, esta, su casa, había sido un lugar de grandes almas y grandes ambiciones donde se habían prohibido todos los debates banales. Si querías hablar de política o de chismes, te ibas al café; si querías comerciar, a la Bolsa. Aquí, sólo milagros. Aquí, sólo la elevación del espíritu. Y sí, amor, si era pertinente (como tantas veces lo era); y en ocasiones derramamiento de sangre. Pero nunca lo prosaico, nunca lo trivial. Aquí el hombre que traía el cuento más extraño era el más bienvenido. Aquí cada exceso se celebraba si traía consigo visiones y cada visión se analizaba en busca de los indicios que contenía sobre la naturaleza de lo Imperecedero.

Levantó la vela y sujetándola en alto empezó a caminar por la casa. Las habitaciones (había muchas) estaban en ruinas, las tablas crujían bajo sus pies, debilitadas por la podredumbre y los gusanos, las paredes dibujaban el mapa de continentes de humedad. Pero el presente no insistió durante mucho tiempo. Para cuando llegó al pie de las escaleras, la memoria estaba encendiendo luces por todas partes y su luminosidad se derramaba por la puerta del comedor y por las habitaciones de arriba. Era una luz generosa que vestía paredes desnudas, extendía opulentas alfombras bajo los pies y colocaba elegantes muebles sobre ellas. Aunque los polemistas que aquí habitaban quizá aspiraran a ser espíritus puros, no eran reacios a confortar la carne mientras tenían que sufrir su maldición. ¿Quién habría imaginado, al ver la modesta fachada de la casa desde la calle, que el interior estaría tan bien amueblado y ornamentado con tanta elegancia? Y tras ver aparecer estas glorias, oyó las voces de los que se habían regodeado con ese lujo. Carcajadas primero, luego la vociferante discusión de alguien en lo alto de las escaleras. Todavía no podía ver a los polemistas (quizá su mente, a la que había ordenado cautela, estaba conteniendo el torrente) pero podía ponerles nombre a ambos, aun sin verlos. Uno era Horace Tyrwhitt, el otro Isaac Abelove. ¿Y las carcajadas? Ese era Joshua Godolphin, por supuesto. Tenía una risa como la risa del Demonio, gruesa y gutural.

—Adelante, entonces —le dijo Cortés en voz alta a los recuerdos—. Estoy listo para ver vuestros rostros.

Y mientras hablaban, aparecieron: Tyrwhitt en las escaleras, ataviado con demasiada elegancia y demasiados polvos, como siempre, y manteniéndose alejado de Abelove por si acaso se escapaba la urraca que mecía su perseguidor.

—Trae mala suerte —protestaba Tyrwhitt—. ¡Los pájaros en la casa traen mala suerte!

—La suerte es para los pescadores y los jugadores —replicó Abelove.

—Uno de estos días vas a decir una frase que merezca la pena recordar — respondió Tyrwhitt—. Tú sólo saca a esa cosa de aquí antes de que le retuerza el pescuezo. —Se volvió hacia Cortés—. Díselo, Sartori.

Cortés se sobresaltó al ver que los ojos del recuerdo se clavaban con tanta precisión en él.

—No hace ningún daño —se encontró contestando—. Es una de las criaturas de Dios.

Y en ese punto, el pájaro se elevó agitando las alas del puño de Abelove y mientras lo hacía vació los intestinos sobre la peluca y el rostro del hombre, lo que provocó una risotada de Tyrwhitt.

—Ahora no te lo limpies —le dijo a Abelove mientras la urraca se alejaba revoloteando—. Da buena suerte.

Las carcajadas de Tyrwhitt sacaron a Joshua Godolphin del comedor, imperioso como siempre.

—¿Qué es todo este escándalo?

Abelove ya estaba trapaleando tras el pájaro y sus llamadas no hacían más que alarmarlo más. El animal revoloteaba aterrado por el vestíbulo sin dejar de graznar.

—¡Abrid la maldita puerta! —dijo Godolphin—. ¡Dejad salir al muy puñetero!

—¿Y estropear la diversión? —dijo Tyrwhitt.

—Si todos quisierais calmaros y no gritar —dijo Abelove—, se posaría.

—¿Para qué lo has metido aquí? —quiso saber Joshua.

—Estaba posado en las escaleras de fuera —dijo Abelove—. Creí que estaba herido.

—A mí me parece que está muy bien —dijo Godolphin, luego volvió el rostro, enrojecido por el brandy, hacia Cortés—. Maestro —dijo inclinando un poco la cabeza—. Me temo que hemos empezado a cenar sin ti. Entra y deja que jueguen estos cerebros de chorlito.

Cortés se dirigía al comedor cuando se oyó un golpe seco tras él y se volvió para ver cómo caía el pájaro al suelo debajo de una de las ventanas, contra cuyo cristal había chocado. Abelove dejó escapar un pequeño gemido y cesó la risa de Tyrwhitt.

—¡Ahí lo tienes! —dijo—. ¡Has matado al bicho!

—¡Yo no! —dijo Abelove.

—¿Quieres resucitarlo? —le murmuró Joshua a Cortés en tono conspirador.

—¿Con el cuello y las alas rotas? —se lamentó Cortés—. No sería un gran favor.

—Pero sí divertido —respondió Godolphin con un brillo travieso en los ojos hinchados.

—Creo que no —dijo Cortés y vio que su aversión borraba el humor del rostro de Joshua. Me tiene un poco de miedo, pensó Cortés, el poder que hay en mi interior lo pone nervioso.

Joshua entró el primero en el comedor y Cortés estaba a punto de cruzar la puerta tras él cuando apareció un joven (unos dieciocho años como mucho, con el rostro largo y sencillo y los rizos de un niño del coro) a su lado.

—¿Maestro? —dijo.

Al contrario que Joshua y los demás, estos rasgos le parecían más conocidos a Cortés. Quizá había una cierta modernidad en la mirada de párpados lánguidos y en la boca pequeña, casi afeminada. Lo cierto es que no parecía demasiado inteligente pero sus palabras, al pronunciarlas, estaban bien moduladas a pesar del nerviosismo del muchacho. Apenas se atrevía a mirar a Sartori pero con aquellos párpados bajos rogaba la indulgencia del maestro.

—Me preguntaba, señor, si quizá habíais considerado el asunto del que hablamos.

Cortés estaba a punto de preguntar, ¿qué asunto?, cuando respondió su lengua. Su intelecto se apoderaba del recuerdo a medida que se derramaban las palabras.

—Sé lo ilusionado que estás, Lucius.

Lucius Cobbitt era el nombre del muchacho. Con diecisiete años ya se sabía las grandes obras de memoria, o al menos sus tesis. Ambicioso y apto para la política, había tomado a Tyrwhitt como mecenas (a cambio de qué servicios, sólo su cama lo sabía pero con toda seguridad algún delito que se castigaba con la horca) y se había asegurado un lugar en la casa como sirviente. Pero él quería mucho más que eso y apenas había pasado una velada sin que con toda cortesía acosara al maestro con miradas tímidas y ruegos.

—Lo que siento es algo más que ilusión, señor —dijo—. He estudiado todos los rituales. He dibujado un mapa del In Ovo a partir de lo que he leído en las Visiones de Flute. No son más que comienzos, lo sé, pero también he copiado todos los glifos conocidos y los conozco de memoria.

También tenía una cierta habilidad como artista, otra cosa que compartían, además de la ambición y una moral dudosa.

—Puedo ayudaros, maestro —decía—. Vais a necesitar a alguien a vuestro lado esa noche.

—Elogio tu disciplina, Lucius, pero la Reconciliación es un asunto peligroso. No puedo aceptar la responsabilidad...

—Yo sí la acepto, señor.

—Además, ya tengo a mi ayudante.

El rostro del joven se desmoronó.

—¿Lo tenéis? —dijo.

—Desde luego. Pai'oh'pah.

—¿Le confiaríais vuestra vida a un secuaz?

—¿Por qué no debería hacerlo?

—Bueno, porque... porque ni siquiera es humano.

—Por eso confío en él, Lucius —dijo Cortés—. Siento decepcionarte...

—¿Podría al menos mirar, señor? Guardaré las distancias, lo juro. Todos los demás van a estar allí.

Cosa que era cierta. A medida que se aproximaba la noche de la Reconciliación, el público iba aumentando. Sus mecenas, que en un principio se habían tomado muy en serio los juramentos que habían hecho de guardar el secreto, presentían ahora el triunfo y comenzaban a ser indiscretos. En tonos muy bajos y con frecuencia avergonzados, admitían haber invitado a algún amigo o pariente a que presenciara los ritos y ¿quién era él, el intérprete, para quitarles su momento de gloria reflejada a los que le pagaban? Si bien nunca se lo ponía fácil cuando le hacían estas confesiones, tampoco le importaba demasiado. La admiración recargaba la sangre. Y cuando se hubiera logrado la Reconciliación, cuantas más lenguas hubiera que dijeran que lo habían visto y santificaran a su artífice, mejor.

—Os lo ruego, señor —decía Lucius—. Estaré en deuda con vos para siempre.

Cortés asintió y alborotó el cabello pelirrojo del joven.

—Puedes mirar —dijo.

Las lágrimas acudieron a los ojos del muchacho, que le cogió a Cortés una de las manos y se la llevó a los labios.

—Soy el hombre más afortunado de Inglaterra —dijo—. Gracias, señor, gracias.

Tras acallar las profusiones del muchacho, Cortés lo dejó en la puerta y la cruzó rumbo al comedor. Y al hacerlo se preguntó si todos estos acontecimientos y conversaciones se habían encadenado en realidad de aquella manera o si su memoria estaba recogiendo fragmentos de diferentes noches y días y los estaba entrelazando para que pareciera que carecían de costuras. Si esto último era el caso (y suponía que así era) entonces era muy probable que hubiera pistas en estas escenas de misterios todavía no resueltos y pensó que debería intentar recordar cada detalle. Pero era difícil. Él era al mismo tiempo Cortés y Sartori, a un tiempo actor y testigo. Era difícil vivir los momentos cuando al mismo tiempo los estaba observando y más difícil aún buscar la juntura de su importancia cuando su superficie fulguraba de una forma tan atrayente y cuando él era la joya más brillante que allí relucía. ¡Cómo lo habían idolatrado! Había sido como una divinidad entre ellos, cada uno de sus eructos y pedos escuchado como si fuera un sermón, sus declaraciones cosmológicas (a las que tan aficionado era) recibidas con veneración y gratitud, incluso por los más poderosos.

Tres de aquellos poderosos lo aguardaban en el comedor, reunidos en un extremo de la mesa, puesta para cuatro pero cargada con comida suficiente para saciar a la calle entera durante una semana. Joshua era uno de los componentes del trío, por supuesto. Roxborough y su contraste de muchos años, Oliver McGann, eran los otros, este último ya borracho; el primero, como siempre, guardando silencio con los ascéticos rasgos, dominados por el largo gancho de su nariz, siempre medio enmascarados por las manos. Despreciaba a su boca, pensó Cortés, porque traicionaba su naturaleza, que a pesar de su incalculable fortuna y sus pretensiones metafísicas, era malhumorada, miserable y hosca.

—La religión es para los fieles —opinaba en voz muy alta McGann—. Recitan sus plegarias, nadie responde a sus plegarias y su fe aumenta. Mientras que la magia... —Se detuvo y posó su mirada ebria en el maestro que aguardaba en la puerta—. ¡Ah! ¡El hombre! ¡El hombre en persona! ¡Díselo, Sartori! Dile lo que es la magia.

Roxborough formó una pirámide con los dedos y apoyó el vértice en el caballete de la nariz.

—Sí, maestro —dijo—. Sea tan amable de decírnoslo.

—Será un placer —respondió Cortés mientras cogía la copa de vino que McGann le había servido y se mojaba la garganta antes de proporcionarles las profundas declaraciones de esta noche—. La magia es la primera y la última de las religiones del mundo —dijo—. Tiene el poder de completarnos. De abrir nuestros ojos a los Dominios y de devolvernos a nosotros mismos.

—Eso suena magnífico —dijo Roxborough con tono neutro—. ¿Pero qué significa?

—Es obvio lo que significa —protestó McGann.

—No, para mí no lo es.

—Significa que nacemos divididos, Roxborough —respondió el maestro—. Pero anhelamos la unión.

—Ah, así que la anhelamos, ¿eh?

—Eso es lo que creo.

—¿Y por qué deberíamos buscar la unión con nosotros mismos? —dijo Roxborough—. Dime eso. Yo habría pensado que somos la única compañía que tenemos con certeza.

Había un cierto engreimiento irritante en el tono de aquel hombre pero el maestro ya había escuchado antes aquellas sutilezas y tenía las respuestas bien ensayadas.

—Todo lo que no somos nosotros también es nosotros —dijo. Se acercó a la mesa y posó la copa mientras atravesaba con la mirada las llamas humeantes de las velas para asomarse a los ojos negros de Roxborough—. Estamos unidos a todo lo que fue, es y será —dijo—. De un extremo de Imajica al otro. De la mota más diminuta que baila sobre esta llama a la propia Divinidad.

Tomó aliento para darle tiempo a Roxborough para que respondiera. Pero no lo hizo.

—No quedaremos subsumidos en el momento de morir —continuó—. Nos hará crecer, hasta el tamaño de la Creación.

—Sí... —dijo McGann, la palabra larga y fuerte salía entre los dientes apretados en una sonrisa feroz.

—La magia es el medio que nos lleva a esa Revelación —dijo el maestro—, mientras permanecemos encerrados en nuestra carne.

—¿Y en tu opinión, nos conceden esa Revelación? —replicó Roxborough—. ¿O la estamos robando?

—Nacimos para saber tanto como podamos saber.

—Nacimos para sufrir en nuestra carne —dijo Roxborough.

—Tú quizá sufras, yo no.

La respuesta le valió una carcajada de McGann.

—La carne no es nuestro castigo —dijo el maestro—, está ahí para disfrutar. Pero también marca el lugar donde terminamos y empieza el resto de la Creación. O eso creemos. Es una ilusión, por supuesto.

—Bien —dijo Godolphin—. Eso me gusta.

—¿Entonces este es en un asunto de Dios o no? —quiso saber Roxborough.

—¿Tienes dudas y te lo estás pensando otra vez?

—Y una tercera y una cuarta, más bien —dijo McGann.

Roxborough le lanzó al hombre que tenía a su lado una mirada amarga.

—¿Hicimos acaso un juramento que nos obligue a no dudar? —dijo—. No lo creo. ¿Por qué habríais de castigarme sólo porque hago una sencilla pregunta?

—Me disculpo —dijo McGann—. Díselo a este hombre, maestro. Estamos haciendo la obra de Dios, ¿no es cierto?

—¿Quiere Dios que seamos más de lo que somos? —dijo Cortés—. Por supuesto. ¿Quiere Dios que amemos, que es el deseo de estar unidos y ser uno sólo? Por supuesto. ¿Nos quiere en su gloria, para siempre jamás? Sí, sí que quiere.

—Siempre te refieres a Él como algo indefinido —comentó McGann—. ¿Poiqué?

—La Creación y su hacedor son uno y lo mismo. ¿Cierto o falso?

—Cierto.

—Y la Creación está tan llena de mujeres como lo está de hombres. ¿Cierto o falso?

—Oh, cierto, cierto.

—De hecho, yo doy gracias por ello noche y día —dijo Cortés mientras miraba a Godolphin al hablar—. Al lado de mi cama y dentro de ella.

Joshua lanzó su carcajada del Diablo.

—Así que la Divinidad es tanto varón como mujer. Por cuestiones de conveniencia, un ser indefinido.

—¡Bien dicho, con valor! —anunció Joshua—. Nunca me canso de oírte hablar, Sartori. Mis pensamientos se enturbian pero después de escucharte durante un rato son como el agua de una fuente, ¡directamente de la roca!

—No demasiado limpia, espero —dijo el maestro—. No queremos que ningún alma puritana estropee la Reconciliación.

—Ya me conoces, sabes que no es así —dijo Joshua sorprendiendo con la suya la mirada de Cortés.

Y mientras lo hacía, Cortés vio confirmada sus sospechas, que estos encuentros, aunque recordados en una sola corriente continua, no se habían producido de forma sucesiva sino que eran fragmentos que su mente entrelazaba a medida que los evocaban las habitaciones por las que pasaba. McGann y Roxborough se desvanecieron de la mesa así como la mayor parte de la luz de las velas y el desorden de licoreras, copas y comida que había iluminado. Ahora ya sólo estaban Joshua y él y la casa guardaba silencio por encima y por debajo de ellos. Todos dormidos, salvo estos conspiradores.

—Quiero estar contigo cuando lleves a cabo el oficio —decía Joshua. No quedaba ya ni un rastro de las carcajadas. Parecía agobiado y nervioso—. Me es muy querida, Sartori. Si algo le ocurriera, perdería la cabeza.

—Estará perfectamente a salvo —dijo el maestro mientras se sentaba a la mesa.

Había un mapa de Imajica extendido ante él con los nombres de los maestros y sus ayudantes en cada uno de los Dominios, marcados al lado de sus lugares de conjura. Los examinó y vio que conocía uno o dos. Ácaro Bronco estaba allí, era el adjunto de Uter Musgoso; Scopique también estaba allí, marcado como ayudante de un ayudante de Heratae Hammeryock, este último pariente lejano, quizá, del Hammeryock que Cortés y Pai se habían encontrado en Vanaeph. Nombres de dos pasados que se cruzaban aquí en el mapa.

—¿Me estás escuchando? —dijo Joshua.

—Te he dicho que estará completamente a salvo —fue la respuesta del maestro—. Los oficios son delicados pero no son peligrosos.

—Entonces déjame estar allí —dijo Godolphin mientras se retorcía las manos—. Seré tu ayudante en lugar de ese miserable místico.

—No le he contado a Pai'oh'pah lo que queremos hacer. Esto es asunto nuestro y de nadie más. Tú limítate a traer a Judith aquí mañana por la noche y yo me ocuparé del resto.

—Es tan vulnerable.

—A mí me parece muy dueña de sí misma —comentó el maestro—. Muy apasionada.

La expresión inquieta de Godolphin se deterioró hasta convertirse en hielo.

—No alardees, Sartori —dijo—. Por si no fuera suficiente con tener que escuchar a Roxborough ayer todo el día diciéndome que no confía en ti, ahora tengo que soportar cómo te vanaglorias de tu arrogancia.

—Roxborough no entiende nada.

—Dice que estás obsesionado con las mujeres, así que eso al menos lo entiende. Vigilas a una chica que vive al otro lado de la calle, según dice...

—¿Y qué si lo hago?

—¿Cómo puedes entregarte a la Reconciliación si estás tan distraído?

—¿Estás intentando convencerme para que no desee a Judith?

—Creí que la magia era una religión para ti.

—Y también lo es ella.

—Una disciplina, un misterio sagrado.

—Una vez más, también lo es ella. —Se echó a reír—. La primera vez que la vi, fue como ver por vez primera otro mundo. Sabía que arriesgaría mi vida para estar dentro de su piel. Cuando estoy con ella, vuelvo a sentirme como un discípulo que se va deslizando hacia un milagro, paso a paso. Vacilante, excitado...

—¡Ya basta!

—¿De veras? ¿No quieres saber por qué necesito tanto estar dentro de ella?

Godolphin lo miró con tristeza.

—La verdad es que no —dijo—. Pero si no me lo dices, sólo voy a preguntármelo.

—Porque durante un corto espacio de tiempo, me olvidaré de quién soy. Todo lo pequeño y concreto saldrá de mi ser. Mis ambiciones. Mi historia. Todo. Seré un ser sin hacer. Y es entonces cuando más cerca estoy de la deidad.

—De alguna forma siempre te las arreglas para llevarlo todo al mismo sitio. A tu lujuria.

—Todo es Uno.

—No me gusta cómo hablas del Uno —dijo Godolphin—. ¡Te pareces a Roxborough con sus aforismos! «La simplicidad es fuerza» y todo lo demás.

—No es eso lo que quiero decir y lo sabes. Es sólo que las mujeres son donde todo empieza y me gusta... ¿Cómo podría decirlo? Me gusta acariciar la fuente con tanta frecuencia como sea posible.

—Crees que eres perfecto, ¿verdad? —dijo Godolphin.

—¿Por qué estás de un humor tan agrio? Mace una semana bebías cada una de mis palabras.

—No me gusta lo que estamos haciendo —respondió Godolphin—. Quiero a Judith para mí sólo.

—Y la tendrás. Y yo también. Ahí está el esplendor de todo esto.

—¿No habrá diferencias entre ellas?

—Ninguna. Serán idénticas. Hasta el último pliegue. Hasta la última pestaña.

—¿Entonces por qué debo quedarme yo con la copia?

—Ya sabes la respuesta. Porque la original me ama a mí, no a ti.

—Jamás debería haberte permitido posar tus ojos sobre ella.

—No podrías habernos mantenido separados. No te pongas tan triste. Voy a hacerte una Judith que te adorará a ti y a tus hijos, y a los hijos de tus hijos, hasta que el nombre de Godolphin desaparezca de la faz de la tierra. ¿Y qué tiene eso de malo?

Al mismo tiempo que hacía la pregunta, todas las velas salvo la que él sostenía se apagaron y el pasado quedó extinguido con ellas. De repente volvió a la casa vacía, una sirena de policía aullaba cerca. Volvió a salir al vestíbulo cuando el coche bajaba disparado por la calle Gamut y sus luces azules latían a través de las ventanas. Segundos más tarde, bramaba otro tras el primero. Aunque el estrépito de las sirenas se fue desvaneciendo y al fin desapareció, los relámpagos no. Sin embargo, fueron adquiriendo brillo, cambiando del azul al blanco y perdieron su regularidad. Bajo su fulgor, Cortés vio la casa una vez más devuelta a toda su antigua gloria. Pero ya no era un lugar de debates y risas. Había sollozos arriba y abajo y el olor animal del miedo en cada esquina. Los truenos sacudían el techo pero no había lluvia que calmara su cólera.

No quiero estar aquí, pensó. Los otros recuerdos lo habían divertido. Le había gustado el papel que había tenido en el proceso. Pero esta oscuridad era una cosa muy distinta. Estaba llena de muerte y él quería huir de allí.

Volvió de nuevo el relámpago, de una horrible lividez. Bajo su luz vio a Lucius Cobbitt de pie en medio de las escaleras, agarrado a la barandilla como si se fuese a caer si no se sujetaba. Se había mordido la lengua o el labio, o ambos, y la sangre le resbalaba hasta la barbilla en hilillos provocados por la saliva con la que se había mezclado. Cuando Cortés subió las escaleras, olió excrementos. Al joven se le había soltado el vientre en los calzones. Al ver a Cortés, levantó los ojos.

—¿Cómo fracasó, maestro? —sollozó—. ¿Cómo?

Cortés se estremeció ya que la pregunta trajo un torrente de imágenes a su cabeza, imágenes más horrendas que todas las escenas que había presenciado en la Mácula. El fracaso de la Reconciliación había sido repentino y desastroso y había sorprendido a los maestros que representaban a los cinco Dominios en un momento tan delicado del oficio que no habían estado bien equipados para evitarlo. Los espíritus de los cinco ya se habían elevado de los círculos que ocupaban por toda Imajica y transportando los análogos de sus mundos habían convergido en el Ana, la zona inviolable que aparecía cada dos siglos en el corazón del In Ovo. Allí, durante un momento muy delicado, se podían hacer milagros, cuando los maestros, a salvo de los habitantes del In Ovo pero liberados y llenos de poder gracias a su estado inmaterial, se desprendían de sus semejanzas y permitían que la genialidad del Ana completara la fusión de los Dominios. Era un momento precario, pero ya llegaban a su conclusión cuando el círculo en el que estaba sentado el cuerpo físico del maestro Sartori, con las piedras que protegían el mundo exterior del flujo que permitía la entrada al In Ovo, se rompió. De todos los lugares potenciales donde el fracaso era posible durante las ceremonias, este era el menos probable: equivalente a un fracaso en la transubstanciación por falta de sal en el pan. Pero lo cierto es que fracasó y una vez que se abrió la brecha, no había forma de sellarla hasta que los maestros hubieran vuelto a sus cuerpos y hubieran reunido sus lances. Durante ese tiempo, los hambrientos inquilinos del In Ovo tuvieron el acceso libre al Quinto. Y no sólo al Quinto, sino también a la carne exultante de los propios maestros, que desalojaron el Ana en completo desorden y guiaron a los perros del In Ovo hasta sus cuerpos.

La vida de Sartori con toda seguridad se habría perdido junto con todas las demás si no hubiera intervenido Pai'oh'pah. Cuando el círculo se rompió, a Pai lo estaban sacando a la fuerza del Retiro tras una orden de Godolphin por dar voz a un murmullo profético de alarma e inquietar al público. Había recaído sobre Abelove y Lucius Cobbitt la responsabilidad de echarlo pero ninguno poseía la fuerza necesaria para sujetar al místico. La criatura se había liberado, había cruzado a toda velocidad el Retiro y se había lanzado al interior del círculo, donde los reunidos podían ver a su señor pero sólo como una llamarada de luz. El místico había aprendido bien a los pies de Sartori. Tenía defensas contra el flujo de poder que rugía en el círculo y había sacado al maestro ante las propias narices de los oviáceos que se aproximaban.

El resto de los reunidos, sin embargo, atrapados entre los gritos de advertencia del místico y los intentos de Roxborough para mantener el statu quo, seguían rodeando el círculo en completo desorden cuando aparecieron los oviáceos.

Las entidades fueron rápidas. En un momento determinado el Retiro era un puente hacia lo trascendental y al siguiente un matadero. Aturdido por su súbita caída en desgracia, el maestro sólo había visto fragmentos de la masacre pero se le habían quedado grabados a fuego en la retina y Cortés los recordaba ahora con todos sus espeluznantes detalles: Abelove, revolviéndose por el suelo aterrorizado mientras un oviáceo del tamaño de un toro derribado pero con el aspecto de algo que apenas ha llegado a nacer abría el buche sin dientes y lo arrastraba hacia sus mandíbulas con unas lenguas largas como látigos; McGann, que perdía el brazo entre las garras de un animal oscuro y lustroso que se ondulaba al correr, su amigo había conseguido soltarse, su sangre convertida en una fuente de color escarlata, mientras carne más fresca distraía a la criatura; y Flores (pobre Flores, que había llegado a la calle Gamut el día anterior con una carta de presentación de Casanova), atrapado entre dos bestias cuyos cráneos eran tan planos como palas y cuya piel traslúcida había permitido a Sartori ver la agonía de su víctima cuando la cabeza bajó por la garganta de una mientras las piernas las devoraba la otra.

Pero fue la muerte de la hermana de Roxborough la que Cortés recordaba con el horror más profundo, sobre todo porque aquel hombre había hecho todo lo posible para evitar que viniera e incluso se había humillado ante el maestro para rogarle que hablara con la mujer y la convenciera de que no asistiera. Había tenido esa charla pero había hecho a sabiendas de la advertencia una seducción (casi literal, de hecho) y la joven había venido a ver la Reconciliación tanto para encontrarse con los ojos del hombre que la había cortejado con sus consejos como por la ceremonia en sí. Había pagado el precio más terrible. Habían luchado por ella como si fuera un hueso entre lobos hambrientos, había chillado una plegaria para que la muerte la liberara mientras un trío de oviáceos le sacaba las entrañas y chapoteaba en su cráneo abierto. Para cuando el maestro, con la ayuda de Pai'oh'pah, hubo alzado los lances suficientes para empujar de nuevo a las entidades al centro del círculo, la joven estaba muriendo entre sus propias entrañas, sacudiéndose como un pez medio despedazado por un anzuelo.

Sólo más tarde se enteró el maestro de las atrocidades que habían ocurrido en los otros círculos. Era la misma historia que en el Quinto: los oviáceos habían aparecido en medio de los inocentes y se había producido una carnicería que sólo se había detenido cuando uno de los ayudantes del maestro los había hecho retroceder. Con la excepción de Sartori, todos los demás maestros habían perecido.

—Sería mejor si yo hubiera muerto como los otros —le dijo a Lucius.

El muchacho intentó convencerlo de lo contrario pero las lágrimas lo abrumaron. Hubo otra voz, sin embargo, que se elevó desde el pie de las escaleras, ronca por el dolor pero fuerte.

—¡Sartori! ¡Sartori!

Se dio la vuelta. Joshua estaba allí, en el vestíbulo, su elegante abrigo de color azul pálido cubierto de sangre. Igual que las manos. Igual que la cara.

—¿Qué va a pasar? —le gritó—. ¡Esta tormenta! ¡Va a destrozar el mundo!

—No, Joshua.

—¡No me mientas! ¡Jamás ha habido una tormenta como esta! ¡Nunca!

—Contrólate...

—Jesucristo nuestro Señor, perdónanos nuestros pecados.

—Eso no va a ayudar, Joshua.

Godolphin tenía un crucifijo en la mano y se lo llevó a los labios.

—¡Basura sin Dios! ¿Eres un demonio? ¿Es eso? ¿Te enviaron para que te quedaras con nuestras almas? —Las lágrimas bañaban su rostro perturbado—. ¿De qué infierno has salido?

—Del mismo que tú. Del infierno humano.

—Debería haber escuchado a Roxborough. ¡Él lo sabía! No dejaba de decir, una y otra vez, que tenías algún plan y no le creí, no quise creerle, porque Judith te amaba y ¿cómo podía algo tan puro amar algo impío? Pero también te ocultaste de ella, ¿verdad? ¡Pobre y dulce Judith! ¿Cómo conseguiste que te amara? ¿Cómo lo hiciste?

—¿Eso es lo único que se te ocurre?

—¡Dímelo! ¿Cómo?

Apenas coherente a causa de la furia, Godolphin comenzó a subir las escaleras hacia el seductor.

Cortés sintió que se llevaba la mano a la boca. Godolphin se detuvo. Conocía bien su poder.

—¿No hemos derramado suficiente sangre esta noche? —dijo el maestro.

—Tú, no yo —respondió Godolphin. Señaló a Cortés con un dedo, el crucifijo le colgaba del puño—. No tendrás paz después de esto —dijo—. Roxborough ya está hablando de una purga y yo voy a darle cada guinea que necesite para partirte la espalda. ¡Tú y todas tus obras están malditas!

—¿Incluso Judith?

—No quiero volver a ver a esa criatura.

—Pero es tuya, Joshua —dijo el maestro sin cambiar el tono, descendía las escaleras sin dejar de hablar—. Es tuya para siempre jamás. No envejecerá. No morirá. Le pertenece a la familia Godolphin hasta que el sol se apague.

—Entonces la mataré.

—¿Y harás que caiga su alma inocente sobre tu conciencia manchada?

—¡Ella no tiene alma!

—Te prometí una Judith idéntica hasta la última pestaña y eso es lo que es. Una religión. Una disciplina. Un misterio sagrado. ¿Te acuerdas?

Godolphin enterró el rostro en las manos.

—Es la única alma inocente que queda entre nosotros, Joshua. Consérvala. Ámala como nunca has amado a ningún ser vivo porque ella es nuestra única victoria. —Cogió las manos de Godolphin y le descubrió la cara—. No te avergüences de nuestra ambición —dijo—. Y no creas a nadie que te diga que fue cosa del Diablo. Hicimos lo que hicimos por amor.

—¿Qué? —dijo Godolphin—. ¿Hacerla a ella o la Reconciliación?

—Todo es Uno —respondió—. Cree eso, al menos.

Godolphin recuperó sus manos de entre los dedos del maestro.

—Nunca más volveré a creer en nada —dijo y tras volverle la espalda, comenzó su agotado descenso.

De pie en las escaleras, mientras contemplaba cómo desaparecía el recuerdo, Cortés se despidió por segunda vez. Nunca había vuelto a ver a Godolphin después de aquella noche. Unas semanas más tarde, el hombre se había retirado a su finca, se había encerrado allí y había vivido en silenciosa automortificación hasta que la desesperación había hecho explotar su dolorido corazón.

—Fue culpa mía —dijo el muchacho en las escaleras, detrás de él.

Cortés había olvidado que Lucius seguía allí, mirando y escuchando. Se volvió de nuevo hacia el niño.

—No —dijo—. No has de culparte de nada.

Lucius se había limpiado la sangre de la barbilla pero era incapaz de controlar los temblores. Le castañeteaban los dientes entre las palabras que le salían dando traspiés.

—Hice todo lo que vos me ordenasteis hacer —dijo—. Lo juro, lo juro. Pero debo haberme saltado algunas palabras de los ritos o... no sé... quizá haya mezclado las piedras.

—¿De qué estás hablando?

—Las piedras que me disteis, para sustituir las defectuosas.

—Yo no te di ninguna piedra, Lucius.

—Pero, maestro, lo hicisteis. Dos piedras, que debían ir en el círculo. Me dijisteis que enterrara las que cogía, en el escalón de fuera. ¿No lo recordáis?

Al escuchar la muchacho, Cortés entendió por fin por qué había fracasado la Reconciliación. Su otro yo (nacido en la habitación superior de esta misma casa), había utilizado a Lucius como agente y lo había enviado para sustituir una parte del círculo con piedras que se parecían a las originales (llevaban la falsificación en la sangre); sabía que no preservarían la integridad del círculo cuando la ceremonia alcanzara su momento culminante.

Pero mientras el hombre que recordaba estas escenas entendía cómo se había producido todo esto, para el maestro Sartori, que aún ignoraba la existencia del otro yo que había creado en el útero del círculo duplicador, aquello seguía siendo un misterio insondable.

—Yo no te di tal orden —le dijo a Lucius.

—Lo entiendo —respondió el joven—. Tenéis que echarme a mí la culpa. Por eso los maestros necesitan discípulos. Os rogué que me dierais esa responsabilidad y me alegro de haberla tenido incluso si he fracasado —dijo y tras sacar un cuchillo, se lo puso al lado del corazón en el espacio de un trueno. Cuando la punta empezó a sacar las primeras gotas de sangre, el maestro cogió la mano del joven y tras arrancar la hoja de sus dedos, la tiró por las escaleras.

—¿Quién te dio permiso para hacer eso? —le dijo a Lucius—. ¿Creí que querías ser un discípulo?

—Y así era —dijo el muchacho.

—Y ahora ya te has desenamorado. Ves la humillación y no quieres tener nada más que ver con este asunto.

—¡No! —protestó Lucius—. Aún deseo ser sabio. Pero esta noche he fracasado.

—¡Todos hemos fracasado esta noche! —dijo el maestro. Cogió al tembloroso muchacho y le habló en voz baja—. No sé cómo se produjo esta tragedia —le dijo—. Pero huelo algo más que tu mierda en el aire. Aquí había alguna conspiración, tramada contra nuestras más elevadas ambiciones y quizá, si no me hubiera cegado mi propia gloria, la habría visto. La culpa no es tuya, Lucius. Y acabar con tu vida no nos devolverá a Abelove, a Esther ni a ninguno de los otros. Escúchame.

—Os estoy escuchando.

—¿Todavía quieres ser mi discípulo?

—Por supuesto.

—¿Obedecerás ahora mis instrucciones, al pie de la letra?

—Lo que sea. Sólo decidme lo que necesitáis de mí.

—Coge mis libros, todo lo que te puedas llevar y vete tan lejos de aquí como seas capaz. Al otro extremo de Imajica si sabes cómo hacerlo. A algún lugar donde no te encuentren Roxborough y sus perros. Se aproxima un invierno duro para los hombres como nosotros, nos va a asesinar a todos salvo a los más inteligentes. Pero tú puedes ser inteligente, ¿no es así?

—Sí.

—Lo sabía. —El maestro sonrió—. Debes estudiar en secreto, Lucius, y debes aprender a vivir fuera del tiempo. De ese modo, los años no te consumirán y cuando Roxborough haya muerto, tú podrás intentarlo de nuevo.

—¿Dónde estaréis vos, maestro?

—Olvidado si tengo suerte. Pero nunca perdonado, creo. Eso sería esperar demasiado. No estés tan abatido, Lucius. Tengo que saber que queda alguna esperanza y a ti te dejo encargado de conservarla por mí.

—Es un honor para mí, maestro.

Al oír la respuesta, a Cortés lo acarició de nuevo el déjà vu que había sentido por primera vez cuando se había encontrado con Lucius fuera del comedor. Pero el roce fue muy ligero y pasó antes de que pudiera encontrarle sentido.

—Recuerda, Lucius, que todo lo que aprendas ya forma parte de ti, incluso la propia Divinidad. No estudies nada salvo con el conocimiento de que tú ya lo sabías. No adores nada salvo para adorar a tu propio ser. Y no temas nada... —Aquí el maestro se detuvo y se estremeció, como si tuviera un presentimiento—. No temas nada salvo con la certeza de que tú eres el creador de tu enemigo y su única esperanza de curación. Pues todo lo que hace el mal lo hace sumido en el dolor. ¿Recordarás todas esas cosas?

El muchacho no parecía muy seguro.

—Lo mejor que pueda —dijo.

—Eso tendrá que bastar —dijo el maestro—. Ahora... sal de aquí antes de que vengan los ejecutores de las purgas.

Soltó los hombros del muchacho y Cobbitt se retiró por las escaleras, de espaldas, como un plebeyo ante el rey; sólo se volvió y se alejó cuando llegó al pie de la escalera.

Ya tenían la tormenta encima y una vez desaparecido el muchacho y con él el hedor a alcantarilla, el olor a electricidad era fuerte. La vela que sostenía Cortés parpadeaba y por un instante, pensó que se iba a apagar, comunicando con eso el fin de estos recuerdos, al menos por esta noche. Pero aún quedaba algo más.

—Has sido muy amable con él —oyó que decía Pai'oh'pah y se volvió para ver al místico de pie, en lo alto de las escaleras. Se había despojado de las ropas manchadas con su acostumbrada meticulosidad, pero la sencilla camisa y los pantalones que lucía eran todas las galas que necesitaba para tener un aspecto perfecto. No había rostro en Imajica más hermoso que este, pensó Cortés, ni forma más elegante, y las escenas de terror y recriminación que había traído la tormenta consigo carecían de importancia cuando se sumergía en la visión de la criatura. Pero el maestro que había sido todavía no había cometido el error de perder este milagro y, al ver al místico, estaba más preocupado porque se hubieran descubierto sus engaños.

—¿Estabas aquí cuando vino Godolphin? —preguntó.

—Sí.

—¿Entonces sabes lo de Judith?

—Puedo adivinarlo.

—Te lo oculté porque sabía que no lo aprobarías.

—No soy yo el que debe aprobarlo o lo contrario. No soy tu esposa para que hayas de temer mi censura.

—Y sin embargo la temo. Y pensé, bueno, una vez que se hubiera realizado la Reconciliación esto parecería un pequeño capricho y dirías que me lo merecía después de lo que había logrado. Ahora parece un crimen y ojalá pudiera deshacerlo.

—¿Eso es lo que deseas? ¿De verdad? —dijo el místico.

El maestro levantó los ojos.

—No, no es lo que deseo —dijo, y su tono era el de un hombre sorprendido por una revelación. Empezó a subir las escaleras—. Supongo que debo creer lo que le dije a Godolphin, que ella es nuestra...

—Victoria —le apuntó Pai mientras se hacía a un lado para dejar que el invocador entrara en la sala de meditación. Estaba, como siempre, desnuda—. ¿Quieres que te deje sólo? —preguntó Pai.

—No —se apresuró a decir el maestro. Luego, en voz más baja—: Por favor. No.

Se acercó a la ventana ante la que se había colocado tantas veladas para contemplar a la ninfa Allegra durante su aseo. Las ramas del árbol a través del que la había espiado se agitaban y golpeaban contra los cristales hasta convertirse en astillas y pulpa.

—¿Puedes hacerme olvidar, Pai'oh'pah? Existen esos lances, ¿no es cierto?

—Por supuesto. ¿Pero es eso lo que quieres?

—No, lo que quiero de verdad es la muerte pero le tengo demasiado miedo en este momento. Así que... tendrá que ser el olvido.

—El verdadero maestro abraza el dolor y lo incluye en su experiencia.

—Entonces no soy un verdadero maestro —replicó—. No tengo el valor necesario para serlo. Hazme olvidar, místico. Sepárame para siempre de lo que he hecho y de lo que soy. Haz un lance que se convierta en un río entre mi ser y este momento, para que nunca sienta la tentación de cruzarlo.

—¿Cómo vivirás?

El maestro le dio unas cuantas vueltas.

—En incrementos —respondió al fin—. Cada parte ignorará la parte anterior. Bueno. ¿Puedes hacer eso por mí?

—Desde luego.

—Es lo que yo hice por la mujer que hice para Godolphin. Cada diez años empezará a deshacer su vida y a desaparecer. Entonces inventará otra y la vivirá sin saber jamás lo que dejó atrás.

Al escucharse a sí mismo tramar la vida que había vivido, Cortés oyó una perversa satisfacción en su voz. Se había condenado a doscientos años de tiempo perdido, pero sabía lo que estaba haciendo. Había hecho exactamente lo mismo por la segunda Judith y había considerado cada una de las consecuencias en su nombre. No era sólo cobardía lo que le hizo rechazar estos recuerdos. Era como si quisiera vengarse de sí mismo por fracasar, quería desterrar su futuro al mismo limbo que había fabricado para su criatura.

—Tendré placeres, Pai —dijo—. Vagaré por el mundo y disfrutaré todos los momentos. Lo único que no tendré será su suma.

—¿Y qué pasa conmigo?

—Después de esto, eres libre de irte —dijo.

—¿Para hacer qué? ¿Para ser qué?

—Puta o asesino, me da igual —dijo el maestro.

El comentario se había lanzado de pasada, desde luego su intención no había sido darle una orden al místico. ¿Pero era acaso obligación de un esclavo distinguir entre un mandato dado por darlo y uno que debía seguir a ciegas? No, la obligación de un esclavo era obedecer, sobre todo si el dictado procedía, como lo hacía, de unos labios amados. Y así, con un comentario hecho de paso, el amo había limitado la vida de su sirviente durante dos siglos y lo había empujado a realizar actos que sin duda la criatura había abominado.

Cortés vio las lágrimas que brillaban en los ojos del místico y sintió su sufrimiento como un martillo que le golpeara el corazón. Se odió entonces, por su arrogancia y descuido, por no ver el daño que le estaba haciendo a una criatura que sólo quería amarlo y estar cerca de él. Y ansió más que nunca reencontrarse otra vez con Pai, para poder rogarle su perdón por tanta crueldad.

—Hazme olvidar —dijo de nuevo—. Quiero poner fin a todo esto.

El místico estaba hablando, vio Cortés, aunque los ensalmos a los que daban forma sus labios se pronunciaban en una voz que él no podía oír. Pero el aliento que los portaba hizo que la llama que había posado en el suelo parpadeara y cuando el místico instruyó a su amo en el olvido, los recuerdos se apagaron con la llama.

Cortés revolvió en busca de la caja de cerillas y encendió una, luego utilizó su luz para encontrar la mecha humeante y la volvió a prender. Pero la noche de la tormenta había vuelto a la historia y Pai'oh'pah, el hermoso, obediente y cariñoso Pai'oh'pah se había ido con ella. Cortés se sentó delante de la vela y esperó, si preguntaba si aun había de llegar alguna coda. Pero la casa estaba muerta, desde el sótano a las vigas del techo.

—Bueno —dijo para sí—. ¿Y ahora qué, maestro?

Fue su estómago el que le dio la respuesta al lanzar un pequeño rugido propio.

—¿Quieres comida? —le preguntó y la víscera borbotó a modo de respuesta—. Yo también —dijo.

Se levantó y comenzó a bajar las escaleras preparándose para el regreso a la modernidad. Pero al llegar al final oyó que algo arañaba las maderas desnudas. Levantó la vela y también la voz.

—¿Quién anda ahí?

Ni la luz ni su interpelación le proporcionaron respuesta alguna. Pero el sonido continuó y otros se unieron, ninguno de ellos agradable: un gemido profundo, agónico; un sonido húmedo, arrastrado; una respiración sibilante. ¿Qué melodrama quería representar su mente, se preguntó, para tener necesidad de mecanismos tan manidos? Quizá le habrían inspirado miedo en otro tiempo, pero no ahora. Había visto demasiados horrores cara a cara para que las imitaciones le produjeran escalofríos.

—¿De qué va esto? —le preguntó a las sombras y le sorprendió un tanto que respondieran a su pregunta.

—Hace mucho tiempo que te esperamos —le dijo una voz sibilante.

—A veces pensamos que nunca volverías a casa —dijo otra. Había una feminidad aflautada en su tono.

Cortés dio un paso hacia la mujer y el borde del alcance de la vela tocó lo que parecía el dobladillo de una falda escarlata, que algo arrebató a sus ojos a toda prisa. Allí donde antes estaba, en las tablas desnudas brillaba la sangre fresca. Cortés no siguió avanzando sino que escuchó por si de las sombras salía otra declaración. No tardó en oírse. No de labios de la mujer, esta vez, sino del asmático.

—La culpa fue tuya —dijo—. Pero el dolor lo hemos sufrido nosotros. Durante todos estos años, esperándote.

Aunque corrompida por los tormentos, la voz le resultaba conocida. Había escuchado su tono cantarín en esta misma casa.

—¿Eres Abelove? —dijo.

—¿Recuerdas a la urraca? —dijo el hombre confirmando así su identidad—. Cuántas veces he pensado: Fue error mío, por meter el pájaro en la casa. Tyrwhitt no quiso tener nada que ver y sobrevivió, ¿no es así? Murió en plena chochez. Y Roxborough, y Godolphin, y tú. Todos vivisteis y moristeis intactos. Pero yo, yo me quedé aquí sufriendo, estrellándome contra el cristal pero nunca con la fuerza suficiente para acabar. —El ser gimió y aunque su reproche era tan absurdo como lo había sido la primera vez que lo pronunció, esta vez Cortés se estremeció—. No estoy sólo, por supuesto —dijo Abelove—. Esther está aquí. Y Flores. Y Byam-Shaw. Y el cuñado de Bloxham, ¿lo recuerdas? Así que tendrás compañía de sobra.

—No me voy a quedar —dijo Cortés.

—Oh, pero sí que te quedas —dijo Esther—. Es lo menos que puedes hacer.

—Apaga la vela —dijo Abelove—. Ahórrate el dolor de vernos. Te sacaremos los ojos y puedes vivir ciego con nosotros.

—No haré semejante cosa —dijo Cortés al tiempo que levantaba la luz para que arrojara una red más amplia.

Aparecieron en el extremo más alejado, sus vísceras reflejaban los destellos. Lo que había confundido con la falda de Esther era una cola de tejido, medio desollado desde la cadera hasta el muslo. La joven lo inmovilizaba y se rodeaba con él con la intención de ocultarle las ingles. Aquel decoro era absurdo pero quizá era que su reputación de mujeriego había crecido de tal modo a lo largo de los años que ella creía que podría excitarse al verla, incluso en su atroz estado. Pero aún no había visto lo peor. En Byam-Shaw apenas se podía reconocer a un ser humano y daba la impresión que al cuñado de Bloxham lo habían masticado unos tigres. Pero cualquiera que fuera su estado, estaban listos para la venganza, no había duda de eso. A una orden de Abelove, comenzaron a acercarse a él.

—Ya os han herido suficiente —dijo Cortés—. No quiero heriros más. Os aconsejo que me dejéis pasar.

—¿Dejarte pasar para hacer qué? —respondió Abelove, sus terribles heridas más claras con cada paso que daba. El cuero cabelludo había desaparecido y uno de los ojos le colgaba de la mejilla. Cuando levantó el brazo para lanzarle a Cortés la siguiente acusación, lo señaló con el dedo meñique, que era el único que le quedaba en esa mano—. Quieres intentarlo de nuevo, ¿verdad? ¡No lo niegues! ¡Tienes la vieja ambición metida en la cabeza!

—Moristeis por la Reconciliación —dijo Cortés—. ¿No queréis ver cómo se logra?

—¡Es una abominación! —respondió Abelove—. Nunca debió ocurrir. Morimos demostrándolo. Haces de nuestro sacrificio algo inútil si lo intentas y vuelves a fracasar.

—No fracasaré —dijo Cortés.

—No, no lo harás —contestó Esther al tiempo que dejaba caer la falda para desenrollar un garrote de sus tripas.

Cortés miró un rostro destrozado y luego el siguiente y se dio cuenta de que no tenía forma de disuadirlos de sus intenciones. No habían esperado tantos años para que los desviaran los argumentos. Habían esperado para vengarse. No tenía más alternativa que detenerlos con un pneuma, por muy lamentable que fuese añadir más sufrimientos a los que ya padecían. Se pasó la vela de la mano derecha a la izquierda pero al hacerlo, alguien lo rodeó desde atrás y le sujetó los brazos al torso. La vela se le cayó de los dedos y rodó por el suelo hacia sus acusadores. Antes de que pudiera ahogarse en su propia cera, Abelove la cogió con la mano que todavía tenía dedos.

—Buen trabajo, Flores —dijo Abelove.

El hombre que sujetaba a Cortés agradeció el cumplido con un gruñido y sacudió a su presa para demostrar que lo tenía bien agarrado. Tenía los brazos desollados pero inmovilizaban a Cortés como si fueran bandas de acero.

Abelove esbozó algo parecido a una sonrisa, aunque en un rostro con colgajos en lugar de mejillas y ampollas en lugar de labios, era algo destinado a fracasar.

—No luchas —dijo acercándose a Cortés con la vela bien levantada—. ¿Y eso por qué? ¿Ya estás resignado a reunirte con nosotros o crees que nos conmoverá tu martirio y te dejaremos marchar? —Ya estaba muy cerca de Cortés—. Qué bonito —dijo. Ladeó un poco la cabeza y suspiró—. ¡Cómo amaban tu rostro! — continuó—. Y este pecho. ¡Cómo luchaban las mujeres para posar sus cabezas sobre él! —Metió el muñón por la camisa de Cortés y la rasgó—. ¡Tan pálido! ¡Y sin vello! Esto no es carne italiana, ¿verdad?

—¿Importa? —dijo Esther—. Siempre que sangre, ¿qué te importa?

—Jamás se dignó a contarnos nada sobre sí mismo. Tuvimos que fiarnos de su palabra porque sus dedos y su ingenio disponían de poder. Es como un pequeño Dios, decía Tyrwhitt. Pero hasta los pequeños Dioses tienen un padre y una madre. —Abelove se inclinó un poco más y permitió que la llama de la vela se acercara lo suficiente como para poder chamuscar las pestañas de Cortés—. ¿Quién eres en realidad? —dijo Abelove—. No eres italiano. ¿Eres holandés? Podrías ser holandés. O suizo. Frío y preciso. ¿Eh? ¿Es lo que eres? —Hizo una pausa y luego—: ¿O eres el retoño del Diablo?

—Abelove —protestó Esther.

—¡Quiero saberlo! —gañó Abelove—. Quiero oírle admitir que es el hijo de Lucifer. —Miró a Cortés más de cerca—. Vamos —dijo—. Confiésalo.

—No lo soy —dijo Cortés.

—No hubo ningún maestro en toda la cristiandad que pudiera igualarte en lances. Esa clase de poder tiene que venir de alguien. ¿De quién, Sartori?

Cortés se lo habría dicho encantado si hubiera tenido una respuesta. Pero no la tenía.

—Sea yo quien sea —dijo—, y sea cual sea el daño que haya hecho...

—¡«Sea cual sea» dice! —escupió Esther—. ¡Escuchadlo! ¡Sea cual sea! ¡Sea cual sea!

La joven apartó a Abelove de un empujón y arrojó un lazo de sus tripas sobre la cabeza de Cortés. Abelove protestó pero ya se había andado con suficientes rodeos. Todos lo hicieron callar a gritos y los de Esther eran los más fuertes. Tras apretar el lazo alrededor del cuello de Cortés, tiró de él preparándose para derribarlo. Cortés sintió más que vio a los devoradores que aguardaban su caída. Algo le estaba mordisqueando la pierna y otra cosa le punzaba los testículos. Le dolía muchísimo y empezó a revolverse y dar patadas. Pero los que lo sujetaban eran demasiados (tripas, brazos y dientes) y tras mucho agitarse no consiguió ni un milímetro de libertad. Más allá del borrón rojo de la furia de Esther, percibió a Abelove, que se persignaba con la mano de un sólo dedo y luego se llevaba la vela hasta la boca.

—¡No! —chilló Cortés. Hasta poder ver sólo un poco era mejor que nada. Al oírlo gritar, Abelove levantó los ojos y se encogió de hombros. Luego sopló la llama. Cortés sintió la carne húmeda que lo rodeaba elevarse como una marea para derribarlo con las garras. El primero dejó de golpearle los testículos y los agarró con fuerza. Cortés chilló de dolor y su clamor se elevó una octava cuando alguien empezó a masticarle los tendones de las corvas.

—¡Abajo! —oyó que chillaba Esther—. ¡Abajo!

El lazo de la mujer le había cortado ya casi hasta el último aliento. Asfixiado, aplastado y devorado, se derrumbó con la cabeza tirada hacia atrás. Le arrancarían los ojos, lo sabía, en cuanto pudieran, y eso sería su final. Incluso si por algún milagro se salvaba, no valdría de nada si le habían arrancado los ojos. Sin su hombría podría seguir viviendo, pero no ciego. Sus rodillas chocaron contra las tablas y unos dedos lo arañaron buscando acceso a su rostro. Sabiendo que sólo le quedaban unos segundos de vista, abrió los ojos todo lo que pudo y se quedó mirando la oscuridad que se cernía sobre él con la esperanza de encontrar alguna última cosa hermosa en la que invertir su sentido: un rayo de luz de luna polvorienta, la tela de una araña, temblando por el estrépito que él armaba. Pero la oscuridad era demasiado profunda. Le quitarían los ojos antes de que pudiera volver a usarlos.

Y luego, un movimiento en la oscuridad. Algo se desenvolvía, como humo de una caracola, y tomaba una forma imaginativa sobre su cabeza. Una invención de su dolor, sin duda, pero endulzó su terror ver un rostro, parecido al de un niño beatífico, derramar su mirada sobre él.

—Ábrete a mí —le oyó decir—. Renuncia a la lucha y permíteme estar en tu interior.

Más tópicos, pensó. Un sueño de intercesión que enfrentar a la pesadilla que estaba a punto de castrarlo y cegarlo. Pero si esta era real (y el dolor era testigo de ello), ¿entonces por qué no aquello?

—Déjame entrar en tu cabeza y en tu corazón —dijeron los labios del infante.

—No sé cómo —chilló y su grito fue recogido y parodiado por Abelove y los demás.

—¿Cómo? ¿Cómo? ¿Cómo? —corearon.

El niño tenía la respuesta preparada.

—Renuncia a la lucha —dijo.

Eso no era tan difícil, pensó Cortés. La había perdido de todos modos. ¿Qué le quedaba por perder? Con los ojos clavados en el niño, Cortés dejó que cada músculo de su cuerpo se relajara. Las manos renunciaron a los puños, los talones dejaron de dar patadas. La cabeza se inclinó hacia atrás y abrió la boca.

—Abre tu corazón y tu cabeza —oyó decir al infante.

—Sí —respondió.

Y en el mismo instante en que pronunciaba su invitación, la sombra de una duda le revoloteó en la oreja. ¿Al principio esto no había tenido cierto tufillo a melodrama? ¿Y no lo tenía todavía? Un alma arrancada del Purgatorio por querubines; un alma que se abría, en el último momento, a la salvación, así de sencillo. Pero su corazón estaba abierto de par en par y el pequeño salvador se lanzó en picado sobre él antes de que la duda pudiera sellarlo de nuevo. Saboreó otra mente en la garganta y el frío de la criatura en sus venas. El invasor había cumplido su palabra. Sintió que sus atormentadores se fundían a su alrededor y sus asideros y aullidos se desvanecían como la bruma.

Cayó al suelo. Estaba seco bajo su mejilla aunque segundos antes las faldas de Esther lo estaban humedeciendo. Y tampoco quedaba ningún rastro del hedor de las criaturas en el aire. Se dio la vuelta y estiró la mano con cuidado para tocarse las corvas. Estaban intactas. Y los testículos, que había supuesto que habrían quedado reducidos a papilla, ni siquiera le dolían. Se echó a reír de alivio al encontrarse entero y, mientras reía, se revolvió en busca de la vela que se le había caído. ¡Un delirio! ¡Todo había sido un delirio! Algún último rito de paso realizado por su mente para que pudiera desbancar la sensación de culpa y enfrentarse a su futuro como Reconciliador sin más cargas. Bueno, los fantasmas habían cumplido con su obligación. Ahora era libre.

Sus dedos encontraron la vela. La recogió, buscó las cerillas, encendió una y aplicó la llama a la mecha. El escenario que él había llenado con necrófagos y querubines estaba vacío desde las tablas a la tribuna. Se puso en pie. Aunque las heridas que había sentido sólo eran producto de su imaginación, la lucha que había entablado contra ellas había sido bastante real y el cuerpo (que estaba lejos de estar curado tras las brutalidades de Yzordderrex) le dolía tras tanta resistencia.

Mientras cojeaba hacia la puerta, oyó que el querubín volvía a hablar.

—Por fin solos —dijo.

Cortés se dio la vuelta. La voz había sonado a sus espaldas pero la escalera estaba vacía. Así como el rellano y los pasillos que salían del vestíbulo. Sin embargo volvió a oír la voz de nuevo.

—Asombroso, ¿verdad? —dijo el bromista—. Oír y no poder ver. Es suficiente para volver loco a cualquier hombre.

Una vez más, Cortés volvió a dar la vuelta con la llama de la vela revoloteando por la velocidad.

—Sigo aquí —dijo el querubín—. Vamos a estar juntos durante bastante tiempo, solos tú y yo, así que será mejor que empecemos a caernos bien. ¿Dique te gusta hablar? ¿Política? ¿Comida? A mí me vale cualquier cosa salvo la religión.

Esta vez, al volverse, Cortés pudo vislumbrar a su atormentador. Se había despojado de la ilusión querúbica. Lo que el hombre vio se parecía a un pequeño simio con el rostro o bien anémico o empolvado, los ojos cuentas negras, la boca enorme. En lugar de desperdiciar sus energías persiguiendo algo tan ágil (había colgado del techo sólo minutos antes), Cortés se quedó quieto y esperó. Su torturador era un auténtico charlatán. Volvería a hablar y al final se mostraría por completo. No tuvo que esperar mucho tiempo.

—Esos demonios tuyos debían de ser espeluznantes —dijo la criatura—. Menuda forma de dar patadas y maldecir.

—¿Tú no los viste?

—No. Ni quiero.

—Pero tienes los dedos metidos en mi cabeza, ¿no es cierto?

—Sí. Pero no hurgo. No es asunto mío.

—¿Y cuál es tu asunto?

—¿Cómo puedes vivir en ese cerebro? Es tan pequeño y sudoroso.

—¿Y tu asunto?

—Hacerte compañía.

—Me voy pronto.

—Creo que no. Claro que no es más que mi opinión...

—¿Quién eres?

—Llámame Descansito.

—¿Eso es un nombre?

—Mi padre era carcelero. Descansito era su celda favorita. Yo siempre decía, gracias a Dios que no hacía circuncisiones para ganarse la vida, si no sería...

—No lo digas.

—Sólo intentaba mantener una conversación ligera. Pareces muy nervioso. No hay necesidad. No vas a sufrir ningún daño a menos que desafíes a mi maestro.

—Sartori.

—Ese mismo. Sabía que vendrías aquí, sabes. Dijo que te consumirías, que te jactarías y qué razón tenía. Pero, claro, estoy seguro de que él habría hecho lo mismo. No hay nada en tu cabeza que no esté en la de él. Salvo yo, por supuesto. Debo darte las gracias por acudir tan pronto. Dijo que tendría que ser paciente pero aquí estás, después de menos de dos días. Debías de desear mucho esos recuerdos.

La criatura siguió en ese tono, farfullando en la parte posterior de la cabeza de Cortés pero él apenas era consciente de la cháchara. Se estaba concentrando en lo que tenía que hacer ahora. Esta criatura, fuera lo que fuera, lo había engañado para entrar en él («abre tu cabeza y tu corazón», había dicho y era lo que él había hecho el muy tonto: se había abierto y dejado poseer) y ahora tenía que encontrar algún modo de deshacerse de él.

—Hay más de donde salieron esos, sabes —decía el ente.

Por un momento le había perdido la pista al monólogo de la criatura y no sabía sobre qué cotorreaba en ese momento.

—¿Más qué? —dijo.

—Más recuerdos —respondió Descansito—. Querías el pasado pero sólo has visto una pequeña parte de una pequeña parte. Lo mejor aún está por llegar.

—No lo quiero —dijo Cortés.

—¿Por qué no? Eres tú, maestro, en todas tus muchas pieles. Deberías tener lo que es tuyo. ¿O tienes miedo de ahogarte en lo que has sido?

No respondió. Maldita sea, sabía muy bien todo el daño que podía hacer el pasado si caía sobre él de súbito; había hecho planes para esa eventualidad mientras venía a la casa.

Descansito debió de oír cómo se le aceleraba el pulso porque dijo:

—Ya veo qué es lo que te da miedo. Hay tanto de lo que sentirse culpable, ¿verdad? Siempre, tanto.

Tenía que salir de aquí y alejarse, pensó Cortés. Quedarse aquí, donde el pasado estaba demasiado presente, era buscarse la ruina.

—¿Dónde vas? —dijo Descansito cuando Cortés se encaminó hacia la puerta.

—Me gustaría dormir un poco —dijo. Una petición bastante inocente.

—Puedes dormir aquí —respondió su dueño.

—No hay cama.

—Entonces acuéstate en el suelo. Yo te cantaré una nana.

—Y no hay nada de comer ni beber.

—No te hace falta alimento ahora mismo —fue la respuesta.

—Tengo hambre.

—Entonces ayuna un rato.

¿Por qué tenía tantas ganas de mantenerlo aquí? se preguntó. ¿Sólo quería agotarlo a base de falta de sueño y sed antes siquiera de que saliera al exterior? ¿O es que su esfera de influencia cesaba en el umbral? La esperanza dio un salto en su interior pero intentó que no se le notara. Presintió que la criatura, aunque había hablado de entrar en su cabeza y en su corazón, no tenía acceso a cada uno de los pensamientos que ocupaban su cráneo. Si fuera así, no tendría necesidad de amenazarlo para mantenerlo allí. Se limitaría a ordenarles a sus miembros que se hicieran de plomo y lo dejaría caer al suelo. Sus intenciones seguían siendo suyas, aun cuando esta entidad tenía sus recuerdos a su disposición y de ahí se deducía por tanto que podría llegar a la puerta, si era rápido, y estaría más allá de su alcance antes de que abriera la presa. Para poder tranquilizarlo hasta que estuviera listo para moverse, le dio la espalda a la puerta.

—Entonces supón que me quedo —dijo.

—Al menos nos tenemos el uno al otro para hacernos compañía —dijo Descansito—. Aunque permíteme que deje una cosa clara. No acepto ninguna relación carnal, por muy desesperado que estés. Por favor, no te lo tomes de forma personal. Es sólo que conozco tu reputación y quiero declarar aquí y ahora que el sexo no me interesa.

—¿Nunca tendrás hijos?

—Oh, sí, pero eso es diferente. Los deposito en las cabezas de mis enemigos.

—¿Es eso una advertencia? —preguntó Cortés.

—En absoluto —respondió la criatura—. Estoy seguro de que podrías hospedar a toda una familia. Todo es Uno, después de todo. ¿No es así? —Abandonó su voz por un momento y lo imitó a la perfección—: No quedaremos subsumidos en el momento de morir, Roxborough. Nos hará crecer, hasta el tamaño de la Creación. Piensa en mí como una pequeña señal de ese aumento y nos llevaremos bien.

—Hasta que me asesines.

—¿Por qué iba a hacer eso?

—Porque Sartori me quiere muerto

—Eres injusto con él —dijo Descansito—. No tengo competencia como asesino. Todo lo que quiere que haga es que te impida hacer tu trabajo hasta después del solsticio de verano. No quiere que hagas de Reconciliador y dejes entrar a sus enemigos en el Quinto. ¿Y quién podría culparle? Tiene intención de construir una Nueva Yzordderrex aquí, para gobernar el Quinto de un polo a otro. ¿Lo sabías?

—Lo mencionó.

—Y cuando esté hecho, estoy seguro de que te abrazará como si fueras un hermano.

—Pero hasta entonces...

—... tengo su permiso para hacer lo que tenga que hacer para evitar que seas el Reconciliador. Y si eso significa volverte loco con recuerdos...

—... lo harás.

—Debo hacerlo, maestro, debo. Soy una criatura muy cumplida.

Sigue hablando, pensó Cortés mientras el ente se deshacía en descripciones poéticas de sus poderes de sumisión. No iría a la puerta, decidió. Lo más probable es que tuviera dos o tres cerrojos. Mejor que se dirigiera a la ventana por la que había entrado. Se tiraría por ella si era necesario. Si se rompía unos cuantos huesos en el proceso, sería un precio pequeño por la huida.

Echó un vistazo a su alrededor con aire casual, como si estuviera decidiendo dónde iba a apoyar la cabeza y ni una sola vez se permitió dirigir la mirada hacia la puerta. La habitación de la ventana abierta se encontraba a unos diez pasos como mucho de donde él se encontraba. Una vez dentro, habría otros diez hasta la ventana. Descansito, mientras tanto, estaba perdido en los recodos de su propia humildad. Ahora era tan buen momento como otro cualquiera.

Fintó hacia las escaleras y luego cambió de dirección y salió disparado hacia la puerta. Había dado tres pasos antes de que la criatura se diera cuenta siquiera de lo que tramaba.

—¡No seas tan estúpido! —le soltó.

Cortés comprendió que había sido conservador en sus cálculos. Atravesaría la puerta en ocho pasos, no diez y cruzaría la habitación en otros seis.

—Te lo advierto —chilló el ente y luego, al darse cuenta que con sus llamamientos no conseguiría nada, actuó.

A menos de un paso de la puerta, Cortés sintió que algo se abría en su cabeza. La grieta por la que dejaba que el pasado se colara como un hilillo, de repente se abrió de par en par. En un paso el riachuelo se convirtió en un arroyo; en dos, en aguas rápidas; en tres, en una inundación. Vio la ventana al otro lado de la habitación, y la calle fuera, pero el diluvio del pasado arrastró la voluntad de alcanzarla.

Había vivido diecinueve vidas entre sus años como Sartori y su época de John Furia Zacharias, su inconsciente programado por Pai para facilitarle la salida de una vida y la entrada en una niebla de ausencia que sólo se aclaraba una vez completado el traspaso y se despertaba en una ciudad extraña, con un nombre birlado de una guía de teléfonos o de una conversación. Había dejado dolor tras él, por supuesto, allí por donde había pasado. Aunque siempre había tenido cuidado de separarse de su círculo y cubrir sus huellas cuando partía, su repentina desaparición había provocado sin duda un gran dolor a todos los que le habían tenido afecto. El único que había escapado ileso había sido él. Hasta ahora. Ahora todas estas vidas caían sobre él a la vez y lo alcanzaban las heridas que había evitado con tanta escrupulosidad. Su cabeza se llenó de fragmentos de su pasado, trozos de las diecinueve historias sin terminar que había dejado atrás, todas vividas con la misma gula infantil de sensaciones que había marcado su existencia como John Furia Zacharias. En cada una de estas vidas había tenido el consuelo de la adoración. Lo habían amado y tratado como a una celebridad: por su encanto, por su perfil, por su misterio. Pero eso no endulzó el aluvión de recuerdos. Ni tampoco lo salvó del pánico que sintió cuando su yo, el pequeño ser que conocía y comprendía, quedó abrumado por toda aquella profusión de detalles que surgían de las otras historias.

Durante dos siglos jamás había tenido que hacerse las preguntas que afligían de madrugada al resto de las almas una noche u otra. «¿Quién soy? ¿Para qué me han hecho y qué seré cuando muera?».

Ahora tenía demasiadas respuestas y eso era más angustioso que tener muy pocas. Tenía una pequeña tribu de vidas propias que se ponía y quitaba como si fueran máscaras. Tenía propósitos triviales en abundancia. Pero en su recuerdo nunca había habido años suficientes en un momento dado para obligarlo a penetrar en las profundidades del arrepentimiento o del remordimiento y por ello era más pobre. Ni tampoco, por supuesto, había vivido la inminencia de la muerte ni la dura sabiduría del dolor de perder a alguien. El olvido había estado siempre a mano para alisarle el entrecejo y eso había dejado intacto su espíritu.

Tal y como había temido, el asalto de visiones y escenas fue demasiado para él y aunque luchó por aferrarse a algún sentido del hombre que había sido al entrar en la casa, este quedó pronto consumido. A medio camino entre la puerta y la ventana, su deseo de escapar, que se había arraigado en la necesidad de protegerse, se le escapó. La determinación le abandonó el rostro, como si sólo fuera una máscara más. Nada la sustituyó. Se quedó quieto en medio de la habitación como un centinela estoico sin que una sola chispa de su tumulto interno se elevara para alterar la plácida simetría de su rostro.

Las horas nocturnas siguieron avanzando lentamente marcadas por la campana de una torre lejana, pero si él las oyó, no dio ninguna señal de ello. Las primeras luces del día empezaron a arrastrarse con lentitud por la calle Gamut y se deslizaron por la ventana que tan desesperado había estado por alcanzar y fue entonces cuando el mundo que existía en el exterior de su confundida cabeza provocó en él alguna respuesta. Lloró. No por sí mismo sino por la delicadeza de esta luz de color ámbar que caía en blandos charcos sobre el duro suelo. Al verla, concibió la vaga noción de salir a la calle y buscar la fuente de este milagro, pero había alguien en su cabeza y su voz era más fuerte que el lodo de confusión que la inundaba y quería que le contestara a algo antes de permitirle salir a jugar. Era una pregunta bastante sencilla.

—¿Quién eres? —quería saber la voz.

La respuesta era difícil. Tenía muchos nombres en su cabeza, y trozos de vidas que los acompañaban, ¿pero cuál era el suyo? Tendría que revisar muchos fragmentos para poder encontrarle sentido y esa era una tarea demasiado fea para un día como este, cuando había rayos de sol en la ventana que lo invitaban a salir para espiar a su padre del Cielo.

—¿Quién eres? —le preguntó de nuevo la voz y se vio obligado a contarle la sencilla verdad.

—No lo sé.

El interpelante pareció conformarse con eso.

—Entonces puedes irte —dijo—. Pero me gustaría que volvieras de vez en cuando, sólo para verme. ¿Querrás hacerlo?

Dijo que por supuesto que lo haría y la voz respondió que era libre de irse. Tenía las piernas entumecidas y cuando intentó caminar, se cayó y tuvo que arrastrarse hasta el lugar en el que el sol hacía brillar las tablas. Se quedó allí jugando durante un rato y luego, al sentirse más fuerte, trepó por la ventana y salió a la calle.

Si hubiera poseído algún recuerdo contundente de lo ocurrido la noche anterior, se habría dado cuenta, al saltar a la acera, que lo que había supuesto acerca del agente de Sartori había sido cierto y que su jurisdicción sí que se detenía en los límites de la casa. Pero no comprendía nada en absoluto sobre su huida. Había entrado en el número 28 la noche anterior como un hombre resuelto, era el Reconciliador de Imajica que venía a enfrentarse al pasado, a que lo fortaleciera el auto—conocimiento. Salía deshecho por ese mismo conocimiento y permaneció en la calle como un recién salido del manicomio, con los ojos clavados en el sol, ignorando que su arco marcaba el progreso del año hacia el solsticio de verano y por tanto hacia la hora en la que el hombre resuelto que había sido debía actuar... o fracasar para siempre.

Capítulo 9

1

Aunque Jude no había dormido bien después de la visita de Clem (soñó con bombillas que hablaban en un código de parpadeos que era incapaz de descifrar), despertó temprano y antes de las ocho ya había planificado el día. Iría con el coche hasta Highgate, decidió, y trataría de encontrar alguna forma de entrar en la prisión que había bajo la torre, donde languidecía la única mujer que quedaba en el Quinto que podría iluminarla. Ahora sabía más de Celestine que la primera vez que había visitado la torre en Nochevieja. Dowd la había obtenido para el Invisible, o eso afirmaba; la había arrancado de las calles de Londres y la había llevado a las fronteras del Primero. Que hubiera sobrevivido a tales traumas ya era extraordinario. Que pudiera estar cuerda tras todos ellos, después de una violación divina y siglos de encierro era, casi con toda seguridad, esperar demasiado. Pero loca o no, Celestine era una fuente muy necesaria de información y Jude estaba decidida a hacer lo que hiciera falta para poder oír hablar a esa mujer.

La torre era una entidad tan anónima que pasó a su lado antes de darse cuenta. Dio media vuelta, aparcó en una calle lateral y se acercó a pie. No había ningún vehículo en la entrada ni señales de vida en ninguna de las ventanas, pero se acercó con paso decidido a la puerta principal y llamó al timbre con la esperanza de que hubiera algún conserje al que pudiera convencer para que la dejara entrar. Utilizaría el nombre de Oscar como referencia, decidió. Aunque sabía que eso era jugar con fuego, no había tiempo para sutilezas. Se cumpliera o no la ambición de Cortés como Reconciliador, los días que tenía por delante estarían cargados de posibilidades. Lo sellado comenzaba a agrietarse, lo callado empezaba a coger aliento para hablar.

La puerta permaneció cerrada aunque llamó al timbre y tocó a la puerta varias veces. Frustrada, decidió rodear el edificio, la ruta más cubierta de púas y aguijones que nunca. La sombra de la torre enfriaba el suelo donde había caído y muerto Clara y la tierra, que estaba mal drenada, hedía a estancamiento. Hasta que llegó allí no se le había ocurrido la idea de encontrar algún fragmento del ojo azul pero quizá había formado parte del orden del día de su inconsciencia desde el principio. Había perdido toda esperanza de encontrar un acceso por este lado del edificio y decidió dedicar su atención a buscar los trozos. Aunque recordaba con viveza lo que había ocurrido aquí, no podía señalar con precisión el lugar en el que los insectos de Dowd habían devorado la piedra así que vagó por allí durante casi una hora entera buscando entre la alta hierba alguna señal. Pero su paciencia se vio recompensada. Mucho más lejos de la torre de lo que habría supuesto encontró lo que habían dejado los devoradores. Era poco más que un guijarro, algo que cualquiera salvo ella habría pasado por alto. Pero para sus ojos aquel color azul era inconfundible y cuando se arrodilló a cogerlo, lo hizo casi con veneración. Parecía un huevo, pensó, yaciendo allí, en un nido de hierba, a la espera de que la calidez de un cuerpo despertara la vida en su interior.

Al levantarse oyó el sonido de las puertas de un coche que se cerraban de golpe al otro lado del inmueble. Con la piedra en la mano volvió a deslizarse por el costado del edificio. Oyó voces en la entrada, hombres y mujeres que intercambiaban palabras de bienvenida. Desde la esquina pudo verlos por un momento. Aquí estaban, la Tabula Rasa. En su imaginación los había elevado al dudoso nivel de Grandes Inquisidores, jueces austeros y despiadados cuya crueldad estaría excavada en sus rostros. Había quizá uno en todo este cuarteto (el más anciano de los hombres) que no habría tenido un aspecto absurdo con una túnica, pero en los rasgos del resto había tal insulsez y tal indolencia en su porte que habrían tenido un aspecto fútil con cualquier atavío salvo el más anónimo. Ninguno parecía demasiado feliz con su carga. A juzgar por sus ojos cargados, el sueño no había entablado amistad con ellos en los últimos tiempos. Y sus costosas ropas (todo de color carbón y negro) tampoco podían ocultar el letargo de sus miembros.

Jude esperó en la esquina hasta que desaparecieron por la puerta principal con la esperanza de que el último la dejara abierta. Pero una vez más estaba cerrada con llave y esta vez descartó la idea de llamar. Si bien con un conserje podría haber entrado mediante halagos o descaro, ningún miembro del cuarteto que había visto le habría perdonado ni un milímetro. Cuando empezaba a alejarse de la puerta, otro coche giró por la carretera y llegó hasta el aparcamiento. Su conductor era un hombre, y el más joven de los recién llegados. Era demasiado tarde para ocultarse así que levantó la mano con gesto alegre y aceleró el paso hasta convertirlo en un elegante trote.

Cuando llegó a la altura del vehículo, éste se detuvo. Jude siguió caminando. Tras superarlo, oyó que la puerta del coche se abría y una voz pastosa y demasiado formal decía:

—¡Eh, oiga! ¿Qué está haciendo?

Judith mantuvo el trote, resistió la tentación de echar a correr aun cuando oyó los pies de él en la gravilla y luego otro altivo grito cuando él comenzó a perseguirla. Hizo caso omiso del hombre hasta que se encontró en el límite de la propiedad y él ya estaba a punto de alcanzarla. Entonces se volvió con una coqueta sonrisa y dijo:

—¿Me ha llamado?

—Esto es propiedad privada —respondió él.

—Lo siento. Debo de tener mal la dirección. Usted no es ginecólogo, ¿verdad? —De dónde surgió semejante invención, Jude no lo sabía pero coloreó las mejillas del joven en apenas un instante—. Necesito ver a un médico lo antes posible.

El hombre sacudió la cabeza con gesto confundido.

—Esto no es el hospital —balbuceó—. Está colina abajo.

Dios bendiga al varón inglés, pensó Jude, que podía quedar reducido casi a la idiotez con la sola mención de algún asunto vaginal.

—¿Está seguro de no ser usted médico? —dijo ella disfrutando de la turbación masculina—. ¿Aunque sea estudiante? A mí no me importa.

El hombre llegó a dar un paso atrás al oír eso, como si ella fuera a caer sobre él y exigir un examen pélvico allí mismo.

—No, yo... lo siento.

—Yo también —dijo ella mientras extendía la mano. El joven estaba demasiado desconcertado para rechazarla y se la estrechó—. Soy la hermana Concupiscencia —dijo ella.

—Bloxham —respondió él.

—Debería ser ginecólogo —comentó ella con tono admirativo—. Tiene unas manos preciosas, muy cálidas. —Y con eso lo dejó con sus sonrojos.

2

Había un mensaje de Chester Klein en el contestador cuando volvió, la invitaba a un cóctel en su casa aquella noche para celebrar lo que él llamaba el regreso del Espurio a la tierra de los vivos. Al principio la sorprendió que Cortés hubiera decidido ponerse en contacto con sus amigos después de tanta charla sobre la invisibilidad, luego se enorgulleció de que hubiera escuchado su consejo. Quizá se había precipitado demasiado al rechazarlo. Había pasado muy poco tiempo que había pasado pero la ciudad la había hecho pensar y comportarse de modos que jamás habría consentido en el Quinto. Cuánto más a Cortés, cuyo catálogo de aventuras en los Dominios habría llenado una docena de diarios. Ahora que había vuelto al Quinto, quizá empezaba a enfrentarse a algunas de las influencias más extrañas, a lavarse la pintura de guerra y a aprender a usar zapatos otra vez. Devolvió la llamada a Klein y aceptó la invitación.

—Mi querida niña, eres toda una visión para ojos tan doloridos como los míos — dijo cuando Jude apareció en su puerta aquella tarde—. ¡Tan elegantemente desnutrida! Depauperación à la mode. La perfección.

Hacía mucho tiempo que no le veía pero no recordaba que fuera jamás tan obsequioso en sus halagos. La besó en las dos mejillas y la guió por la casa hasta llegar al jardín trasero. Aún quedaba algo de calor en el descenso del sol y los otros invitados (a dos de los cuales conocía, otros dos eran extraños para ella) tomaban cócteles en el césped. Aunque pequeño y rodeado por un muro alto, el jardín tenía una exuberancia casi tropical. Como era inevitable, dada la naturaleza de Klein, estaba casi dedicado por completo a especies en flor; no se aceptaba ningún arbusto o planta que no floreciera con inmoderado abandono. La presentó a los invitados uno por uno, comenzando por Vanessa, cuyo rostro (aunque muy cambiado desde la última vez que se habían visto) era uno de los dos que ella conocía. Había ganado mucho peso y se había puesto aún más maquillaje, como si quisiera cubrir un exceso con otro. Sus ojos, vio Jude cuando la saludó, eran los de una mujer que contenía las ganas de gritar sólo por una cuestión de decoro.

—¿Está Cortés contigo? —Aquella fue la primera pregunta de Vanessa.

—No, no lo está —dijo Klein—. Ahora tómate otra copa y ve a coquetear entre los rosales.

La mujer no se ofendió por la condescendencia de su anfitrión sino que se dirigió directamente a la botella de champaña mientras Klein presentaba a Jude a los dos extraños de la fiesta. A uno, un joven con gafas de sol que se estaba quedando calvo, lo presentó como Duncan Skeet.

—Pintor —dijo Chester—. O para ser más preciso, impresionista. ¿No es cierto, Duncan? Haces impresiones, ¿no? De Modigliani. Corot. Gauguin...

A su blanco le pasó desapercibido el chiste pero no a Jude.

—¿Eso no es ilegal? —dijo.

—Sólo si no hablas de ello —respondió Klein y ese comentario provocó la carcajada del tipo que conversaba con el falsificador, un individuo con un gran bigote y acento extranjero llamado Luis.

—Que no es pintor de ninguna ideología. Tú no eres nada, ¿verdad, Luis?

—¿Qué tal comedor de lotos? —dijo Luis. El aroma que Jude había tomado por el de los brotes de los márgenes era en realidad la loción para después del afeitado de Luis.

—Brindo por eso —dijo Klein al tiempo que llevaba a Jude hacia el último miembro de la compañía. Si bien Jude recordaba el rostro de la mujer, fue incapaz de ubicarla hasta que Klein le dijo el nombre (Simone) y recordó la conversación que habían sostenido en casa de Clem y Taylor y que había terminado con esta mujer alejándose en busca de seducción. Klein las dejó hablando mientras él iba dentro a abrir otra botella de champaña.

—Nos conocimos en Navidad —dijo Simone—. No sé si te acuerdas.

—Al instante —dijo Jude.

—Me he cortado el pelo desde entonces y te juro que la mitad de mis amigos no me reconoce.

—Te queda bien.

—Klein dice que debería haberlo guardado y convertido en joyas. Al parecer, los broches de pelo eran la última moda a finales de siglo.

—Sólo como memento mori —dijo Jude. Simone la miró sin comprender —. El pelo solía ser de alguien que había muerto.

A los rasgos achispados de la mujer todavía les llevó un poco de tiempo absorber lo que le estaban diciendo pero cuando lo comprendió, dejó escapar un gemido de asco.

—Supongo que esa es la idea que tiene él de un chiste —dijo—. No tiene ningún puto sentido de la decencia, qué hombre. —Klein aparecía en ese momento por la puerta de atrás con el champaña—. ¡Sí, tú! —dijo Simone—. ¿Es que no te tomas la muerte en serio?

—¿Me he perdido algo? —dijo Klein.

—¡A veces eres un viejo pelmazo sin gusto alguno! —continuó Simone al tiempo que se plantaba de dos zancadas delante de él y le tiraba la copa a los pies.

—¿Qué he hecho? —preguntó Klein.

Luis acudió en su ayuda y arrulló un poco a Simone para tranquilizarla. Jude no tenía ningún deseo de enredarse más en ese asunto así que se retiró por uno de los senderos y metió la mano en el profundo bolsillo de la falda, donde se encontraba el huevo del ojo azul. Cerró la palma a su alrededor y se inclinó para oler una de aquellas rosas perfectas. No olía a nada, ni siquiera a vida. Le tocó los pétalos. Estaban secos. Se incorporó y paseó los ojos por el espectáculo de los capullos. Falsos, todos y cada uno de ellos.

Los maullidos de Simone habían cesado a sus espaldas y también la cháchara de Luis. Jude se dio la vuelta y allí, en la puerta trasera, saliendo de la casa bajo la cálida luz de la tarde, estaba Cortés.

—Sálvame —oyó que imploraba Klein—. Antes de que me desuellen vivo.

Cortés esbozó esa sonrisa capaz de avergonzar al sol y abrió los brazos para recibir a Klein.

—Se acabaron las discusiones —dijo mientras abrazaba al hombre.

—Díselo a Simone —respondió Klein.

—Simone. ¿Estás intimidando a Chester?

—Se estaba comportando como un cabrón.

—No, aquí el único cabrón soy yo. Dame un beso y dime que lo perdonas.

—Lo perdono.

—Paz en la tierra y para los hombres de buena voluntad como Chester.

Hubo risas por ambas partes y Cortés pasó entre los reunidos con besos, abrazos y apretones de mano, parecía haber reservado el abrazo más largo, y quizá el más cruel, para Vanessa.

—Te estás perdiendo a alguien —dijo Klein y atrajo la mirada de Cortés hacia Jude.

A ella no la colmó de sonrisas. Judith conocía bien sus trucos y él lo sabía. En lugar de eso, le ofreció una sonrisa casi de disculpa y levantó en su dirección la copa que Klein ya le había puesto en la mano. Siempre había sido un hábil transformista (quizá era el maestro que habitaba en él, que surgía en una habilidad trivial) y en las veinticuatro horas o así que habían pasado desde que lo había dejado a la puerta de su estudio, se había convertido en una persona nueva. Se había cortado los rizos descuidados, se había lavado y afeitado el rostro mugriento. Vestido de blanco, parecía un jugador de criquet recién llegado de la línea de bateo, resplandeciente de vigor y victoria. Jude lo miró con atención, buscaba en él alguna señal del hombre acosado que era la noche antes pero aquel hombre había apartado de su lado todas sus inquietudes y por ello sólo podía admirarlo. Más que admirarlo. Esta noche era el amante que había imaginado cuando yacía en la cama de Quaisoir y no pudo evitar excitarse al verlo. En otra ocasión un sueño la había llevado a sus brazos y las consecuencias, por supuesto, habían sido dolor y lágrimas. Era una especie de masoquismo querer repetir esa experiencia, y una distracción de asuntos más graves.

Y sin embargo; y sin embargo. ¿Era quizá inevitable que se encontraran antes o después de nuevo en los brazos del otro? Y en ese caso, quizá este juego de miradas era una distracción todavía mayor y ellos le harían un mejor servicio a sus ambiciones si prescindieran de los coqueteos y aceptaran que eran indivisibles. Esta vez, en lugar de verse perseguidos por un pasado que ninguno de los dos comprendía, ya conocían sus historias y podrían construir algo sobre una base sólida. Es decir, si él tenía la voluntad de hacerlo.

Klein la llamaba pero ella se quedó en su emparrado de capullos falsos al ver lo impaciente que estaba por contemplar cómo se desenvolvía el drama que había maquinado. Él, Luis y Duncan eran meros espectadores. La escena que habían venido a contemplar era el Juicio de Paris, con Vanessa, Simone y ella en el papel de Diosas y Cortés en el de héroe obligado a elegir entre ellas. Era un espectáculo grotesco; decidió apartarse de aquel cuadro vivo y fue dando un paseo hasta el otro extremo del jardín mientras en el césped continuaban las bromas. Cerca del muro se encontró con una visión extraña. Se había hecho un claro en la selva artificial y se había plantado allí un pequeño rosal, un rosal de verdad pero mucho menos suntuoso que los impostores que lo rodeaban. Mientras le daba vueltas a aquello, apareció Luis a su lado con una copa de champaña.

—Uno de sus gatos —dijo Luis—. Gloriana. La mató un coche en marzo. Se quedó desolado. No podía dormir. Ni siquiera quería hablar con nadie. Creí que se iba a suicidar.

—Es un hombre extraño —dijo Jude al tiempo que volvía los ojos hacia Klein, que había rodeado con un brazo el hombro de Cortés y se reía a carcajadas—. Finge que todo es un juego...

—Eso es porque lo siente todo demasiado... —respondió Luis.

—Lo dudo —dijo ella.

—Llevo haciendo negocios con él veintiún, veintidós años. Tenemos nuestras peleas. Hacemos las paces. Volvemos a pelearnos. Es un buen hombre, créame. Pero le asusta tanto sentir que tiene que hacer un chiste de todo. No es usted inglesa, ¿verdad?

—No, soy inglesa.

—Entonces lo entenderá —dijo el hombre—. Usted también tendrá sus pequeñas tumbas ocultas —se rió el hombre.

—Miles —dijo ella; vio que Cortés volvía a entrar en la casa y dijo—: ¿Quiere disculparme un momento? —y se dirigió al jardín con Luis detrás.

Klein hizo ademán de interceptarla pero ella se limitó a darle la copa vacía y entró. Cortés estaba en la cocina, explorando la nevera, quitando las tapas de los cuencos y asomándose a su interior.

—Menuda invisibilidad —dijo Jude.

—¿Hubieras preferido que no hubiera venido?

—¿Significa eso que si te lo hubiera pedido te habrías quedado en casa?

El hombre esbozó una amplia sonrisa al encontrar algo que agradaba su paladar.

—Significa —dijo— que los demás no tienen ni una posibilidad. Vine porque sabía que estarías aquí.

Hundió el dedo corazón y el índice en la cazuelita que había sacado y se colocó un pegote de mousse de chocolate en la lengua.

—¿Quieres un poco? —dijo.

Jude no quería, hasta que vio el abandono con el que estaba devorando el dulce. El apetito de aquel hombre era contagioso. Ella también cogió un poco con el dedo. Era dulce y cremoso.

—¿Está bueno? —le dijo él.

—Pecaminoso —respondió ella—. ¿Qué te hizo cambiar de opinión?

—¿Sobre qué?

—Sobre lo de ocultarte.

—La vida es demasiado corta —dijo mientras se volvía a llevar a la boca los dedos cargados—. Además, como te acabo de decir, sabía que estarías aquí.

—¿Ahora eres capaz de leer las mentes?

—Estoy mejorando —dijo él y en su sonrisa había más chocolate que dientes. El hombre sofisticado que había visto salir al jardín minutos antes era aquí un niño glotón.

—Tienes chocolate por toda la boca —le dijo ella.

—¿Quieres limpiármelo con un beso? —respondió él.

—Sí —dijo Jude, no veía razón para tergiversar sus sentimientos. Los secretos les habían hecho demasiado daño en el pasado.

—¿Entonces por qué seguimos aquí? —dijo él.

—Klein nunca nos lo perdonará si nos vamos. La fiesta es en tu honor.

—Pueden hablar de nosotros cuando nos hayamos ido —dijo Cortés tras devolver la cazuela a su sitio y limpiarse la boca con el dorso de la mano—. De hecho, es muy probable que lo prefieran. Yo digo que nos vayamos ahora, antes de que nos vean. Estamos perdiendo el tiempo diciendo cosas por decir...

—... cuando podríamos estar haciendo el amor.

—Creí que el que leía mentes aquí era yo —dijo él.

Al abrir la puerta de la calle oyeron que Klein los llamaba desde la parte de atrás y Jude sintió una punzada de culpabilidad, hasta que recordó la mirada posesiva que había sorprendido en el rostro de Klein cuando había aparecido Cortés y había sabido que al fin tenía a todo el plantel reunido para su gran farsa. La culpabilidad se tornó irritación y cerró la puerta de un golpe para asegurarse de que él la oyera.

3

En cuanto volvieron al piso, Jude abrió de golpe las ventanas para dejar que la brisa, que seguía siendo cálida a pesar de que ya hacía tiempo que había caído la noche, entrara y saliera. Las noticias de la calle entraron con ella, claro está, pero nada trascendental: las inevitables sirenas; cháchara en la acera; jazz del club del edificio de al lado. Con las ventanas de par en par, se sentó en la cama al lado de Cortés. Ya era hora de que hablaran sin otro programa que no fuera la verdad.

—No pensé que fuéramos a terminar así —le dijo ella—. Aquí. Juntos.

—¿Te alegras?

—Sí, me alegro —dijo ella después de una pausa—. Tengo la sensación de que tiene que ser así.

—Bien —respondió él—. A mí también me parece natural.

Se deslizó por la espalda de la mujer y tras entrelazar las manos en su cabello, empezó a mover los dedos por el cuero cabelludo, ella suspiró.

—¿Te gusta? —le preguntó él.

—Me gusta.

—¿Quieres decirme cómo te sientes?

—¿Sobre qué?

—Sobre mí. Sobre nosotros.

—Ya te lo he dicho. Siento que está bien.

—¿Eso es todo?

—No.

—¿Qué más?

Jude cerró los ojos, aquellos dedos persuasivos casi le sacaban las palabras.

—Me alegro de que estés aquí porque creo que podemos aprender el uno del otro. Quizá incluso amarnos otra vez. ¿Cómo suena eso?

—A mí muy bien —dijo él en voz baja.

—¿Y tú qué? ¿Qué hay en tu cabeza?

—Que había olvidado lo extraño que es este Dominio. Que necesito tu ayuda para hacerme fuerte. Que temo actuar de forma extraña en ocasiones, cometer errores y quiero que me ames lo suficiente para perdonarme si es así. ¿Lo harás?

—Sabes que lo haré —le dijo ella.

—Quiero que compartas mis visiones, Judith. Quiero que veas lo que brilla en mí y que no tengas miedo de ello.

—No tengo miedo.

—Me alegro de oír eso —dijo él—. Me alegro tanto. —Se inclinó hacia ella y le puso la boca cerca del oído—. Nosotros hacemos las reglas a partir de ahora —le susurró—. Y el mundo nos sigue. ¿Sí? No hay más ley que nosotros. Lo que queremos. Lo que sentimos. Dejaremos que nos consuma y el fuego se extenderá. Ya lo verás.

Besó la oreja en la que había derramado estas seductoras palabras, luego la mejilla y por fin la besó en la boca. Ella empezó a devolverle el beso, con ardor, le rodeó la cabeza con las manos como había hecho él y masajeó la carne de la que surgía su cabello, sintió el movimiento contra el cuero cabelludo de él. Él tenía las manos en el cuello de su blusa pero no se molestó en desabrocharla sino que la desgarró, pero no atrapado por el delirio, sino de una forma rítmica, rasgadura tras rasgadura, como un ritual de descubrimiento. En cuanto encontró los senos desnudos posó la boca sobre ellos. Judith tenía la piel caliente pero la lengua de Cortés estaba más caliente todavía y dibujaba sobre ella espirales de saliva, luego cerró la boca alrededor de sus pezones hasta que estuvieron más duros que la lengua que los provocaba. Las manos masculinas estaban reduciendo la falda a harapos con la misma eficacia con la que había rasgado la blusa. Ella se dejó caer en la cama con los restos de la blusa y de la camisa bajo ella. El hombre bajó los ojos y la miró, posó la palma de la mano en su entrepierna, que seguía protegida de su caricia por la fina tela de la ropa interior.

—¿Cuántos hombres han tenido esto? —le preguntó, la interrogaba sin inflexión. Su cabeza se destacaba contra las pálidas nubes de la ventana y su compañera no podía leer su expresión—. ¿Cuántos? —dijo mientras dibujaba un círculo con la parte inferior de la mano. De cualquier otra fuente salvo esta la pregunta la habría ofendido o incluso encolerizado. Pero le gustaba esa curiosidad en él.

—Unos cuantos.

El hombre recorrió con los dedos el espacio que había entre sus piernas y metió los dedos corazón bajo la tela para tocarle el otro orificio.

—¿Y este? —dijo mientras empujaba allí.

A Jude le incomodaba más aquella investigación, tanto verbal como digital, pero él insistió.

—Dímelo —dijo—. ¿Quién ha estado aquí?

—Sólo uno —dijo ella.

—¿Godolphin? —respondió él.

—Sí.

Él quitó el dedo y se levantó de la cama.

—Cosa de familia —comentó.

—¿Dónde vas?

—Sólo a cerrar las cortinas —le contestó—. La oscuridad es mejor para lo que vamos a hacer. —Corrió las cortinas sin cerrar la ventana—. ¿Llevas alguna joya? —le preguntó.

—Sólo los pendientes.

—Quítatelos —dijo él.

—¿No podemos dejar un poco de luz?

—Así ya hay demasiada —respondió él aunque la mujer apenas podía verlo. La contemplaba mientras se desvestía, eso lo sabía. La vio quitarse los pendientes de los lóbulos de las orejas y luego quitarse la ropa interior. Para cuando ella se desnudó por completo, él también lo estaba.

—No quiero sólo una pequeña parte de ti —le dijo él al acercarse a los pies de la cama—. Te quiero entera, hasta el último trozo. Y quiero que me desees entero.

—Y te deseo —dijo ella.

—Espero que hables en serio.

—¿Cómo puedo demostrarlo?

La forma gris del hombre pareció oscurecerse mientras ella hablaba, como si retrocediera entre las sombras de la habitación. Había dicho que sería invisible y ahora lo era. Aunque Jude sintió que le rozaba el tobillo con la mano y miró hacia los pies de la cama para encontrarlo, él estaba más allá del alcance de sus ojos. No obstante, el placer fluía de sus caricias.

—Quiero esto —dijo mientras le acariciaba el pie—. Y esto. —Ahora la espinilla y el muslo—. Y esto —el sexo—, tanto como el resto pero no más. Y esto, y estos. —Vientre, senos. Había caricias sobre todos ellos así que ahora tenía que estar muy cerca de ella pero seguía siendo invisible—. Y esta dulce garganta, y esta maravillosa cabeza. —Ahora las manos volvían a alejarse, le bajaban por los brazos—. Y estas —dijo—, hasta las puntas de los dedos.

La caricia había vuelto al pie pero allí donde habían estado las manos de él (es decir, por todo su cuerpo) su piel temblaba de anticipación al presentir el regreso del roce, la mujer levantó la cabeza de la almohada una segunda vez con la esperanza de vislumbrar a su amante.

—Échate —le dijo él.

—Quiero verte.

—Estoy aquí —le dijo, sus ojos robaron un fulgor de alguna parte cuando habló; dos puntos brillantes en un espacio que, si ella no hubiera sabido que estaba limitado, podría haber carecido de fronteras. Después de sus palabras, sólo sintió su aliento. Jude no pudo evitar dejar que el ritmo de sus inhalaciones y exhalaciones siguieran el de él, una intensidad arrulladora que se fue ralentizando poco a poco.

Después de un momento, el hombre se llevó el pie de ella a la boca y le lamió la planta desde el talón a los dedos con un sólo movimiento. Luego de nuevo su aliento, que enfrió el fluido en el que la había bañado y la ralentizó aún más al ir y venir, hasta que el organismo de la mujer pareció titubear al borde del fin con el final de cada aliento, y sólo para que le devolvieran la vida al inhalar. Jude se dio cuenta de que aquella era la esencia de cada momento: el cuerpo (nunca seguro de si el próximo bocado de aire que entraba en sus pulmones sería el último) rondaba durante un segundo entre el cese y la continuación. Y en ese espacio fuera del tiempo, entre una bocanada de aire expulsada y otra inhalada, lo milagroso era fácil, porque ni la carne ni la razón habían depositado aquí sus edictos. Sintió la boca masculina bien abierta, lo suficiente para abarcarle los dedos de los pies y luego, por imposible que pareciera, se deslizó el pie de ella en la garganta.

Me va a tragar, pensó, y aquella noción conjuró una vez más el libro que había encontrado en el estudio de Estabrook, con su secuencia de amantes encerrados en un círculo de consumo: un devorarse tan prodigioso que había terminado con el eclipse mutuo. La perspectiva no le produjo ningún malestar. Esto no era asunto del mundo visible, donde el miedo engordaba porque había tanto que ganar y que perder. Este era un lugar para amantes, donde lo único que se hacía era ganar. Sintió que el hombre se acercaba la otra pierna a la cabeza y la sumía en el mismo calor; luego sintió que le sujetaba las caderas y que las utilizaba como asidero para empalarse sobre ella, milímetro a milímetro. Quizá él se había hecho inmenso: su buche era monstruoso y su garganta un túnel, o quizá ella era tan dócil como la seda y él la estaba atrayendo hacia su interior como un mago que ensarta flores falsas hasta convertirlas en una varita mágica. Levantó los brazos hacia él en la oscuridad para sentir el milagro, pero sus dedos no podían interpretar lo que se estremecía debajo. ¿Esa piel era de ella o de él? ¿Tobillo o mejilla? No había forma de saberlo. Ni, en realidad, necesidad de saberlo. Todo lo que ella quería ahora era hacer lo que habían hecho los amantes del libro e igualar ella también su forma de devorarla.

Estiró las manos para alcanzar el borde de la cama, giró medio cuerpo y con ese movimiento colocó al hombre a su lado. Ahora, aunque la oscuridad le embrujaba los ojos, la joven vio el perfil del cuerpo masculino, plegado en las sombras del suyo. Nada había cambiado en su anatomía. Aunque la estaba consumiendo, el cuerpo masculino no estaba deformado en absoluto. Yacía a su lado como un durmiente. Estiró la mano para tocarlo una segunda vez, no esperaba encontrarle sentido al cuerpo de él pero esta vez se lo encontró. Esto era el muslo, esto la espinilla, esto el tobillo y el pie. A medida que pasaba la palma de la mano por la carne masculina, una delicada ola de cambio pareció venir con ella y la esencia del hombre pareció suavizarse bajo su caricia. El aroma de su sudor era apetitoso. Aceleró los jugos de la garganta y el vientre de Jude. Llevó la cabeza hacia los pies de él y posó los labios sobre su esencia. Y ya se estaba alimentando; extendía su hambre alrededor de él como una boca y cerraba su mente sobre la reluciente piel masculina. El hombre se estremeció cuando ella lo tomó y ella sintió el estremecimiento de placer de él como si fuera propio. Él ya la había consumido hasta las caderas pero ella no tardó en igualar su apetito y tras introducirse las piernas de él, tragó tanto el miembro como el vientre contra el que yacía duro. A Jude le encantó este exceso y su disparate, sus cuerpos desafiaban la física y lo físico, o bien daban nuevas pruebas de ambos cuando la configuración se cerró sobre sí misma. ¿Había algo que fuera tan fácil y sin embargo tan imposible, además del amor? ¿Y qué es esto, si no esa paradoja colocada sobre una sábana? Él había empezado a tragar más despacio para dejar que ella lo alcanzara y ahora, en tándem, cerraron el lazo del consumo hasta que sus cuerpos no fueron más que productos de su imaginación y se encontraron boca contra boca.

Algo en el exterior (un grito en la calle, un agrio acorde de saxofón) la devolvió al mundo plausible y vio la raíz de la que había florecido aquella invención. Era una conjunción muy vulgar: había cruzado las piernas alrededor de las caderas de él y tenía su erección en su interior. No le podía ver la cara pero sabía que su compañero no estaba en este efímero lugar con ella. Él seguía soñando que se devoraban. Jude tuvo un ataque de pánico, quería recuperar la visión pero no sabía cómo. Se apretó más contra el cuerpo de él y, al hacerlo, inspiró el movimiento en las caderas masculinas. Empezó a moverse en su interior y a respirar, oh, con tanta lentitud, contra su rostro. La joven se olvidó de su pánico y dejó que su ritmo se ralentizara una vez más para igualar el de él. El mundo sólido se disolvió cuando lo hizo y volvió al lugar del que la habían llamado para encontrarse con que el lazo se estaba apretando por momentos, la mente de él envolvía la cabeza de ella del mismo modo que ella envolvía la suya, como las capas de una cebolla imposible, cada una más pequeña que la capa que ocultaba: un enigma que sólo podía existir allí donde la materia se derrumbaba sobre la mente que rogaba su existencia.

Pero esta dicha no podía sostenerse de forma indefinida. En poco tiempo empezó una vez más a perder su pureza, manchada por otros sonidos del mundo exterior y esta vez ella sintió que él también estaba renunciando al delirio. Quizá, al aprender a ser amantes otra vez, encontraran una forma de mantener ese estado por más tiempo: pasarse noches y días, quizá, perdidos en ese valioso espacio entre el aliento que se escapa y otro que se inhala. Pero por ahora, ella tendría que conformarse con el éxtasis que habían disfrutado. A regañadientes, la joven dejó que la noche del trópico en la que se habían devorado se consumiera y convirtiera en una oscuridad más sencilla y, sin saber muy bien dónde empezaba y terminaba la conciencia, se quedó dormida.

Cuando despertó, estaba sola en la cama. Aparte de esa decepción, se sentía al mismo tiempo ligera y llena de vida. Lo que habían compartido era una mercancía más comercial que una cura para el resfriado común: un subidón sin resaca. Se sentó y buscó con la mano una sábana con la que envolverse pero antes de que pudiera levantarse, oyó la voz de él en la oscuridad que precede al alba. Estaba de pie, al lado de la ventana, con un pliegue de la cortina cogido entre el dedo corazón y el índice y un ojo en la hendidura que había abierto.

—Es hora de que me ponga a trabajar —dijo en voz baja.

—Todavía es temprano —le dijo ella.

—El sol ya casi ha salido —respondió él—. No puedo perder el tiempo.

Dejó caer la cortina y cruzó la habitación hasta la cama. Jude se sentó y le rodeó el torso con los brazos. Quería pasar tiempo con él, disfrutar de la calma que sentía, pero el instinto masculino era más sano. Los dos tenían trabajo que hacer.

—Preferiría quedarme aquí en lugar de volver al estudio —le dijo él—. ¿Te importaría?

—En absoluto —respondió ella—. De hecho, me gustaría que te quedaras.

—Voy a ir y venir a horas extrañas.

—Siempre que vuelvas a encontrar el camino a la cama de vez en cuando —dijo ella.

—Estaré contigo —le dijo mientras le iba pasando la mano por el cuerpo desde el cuello hasta frotarle el vientre—. De ahora en adelante, estaré contigo noche y día.

Capítulo 10

1

Aunque el recuerdo que tenía Jude de la noche antes era muy vivo, no recordaba que ella o Cortés hubieran descolgado el teléfono y no fue hasta las nueve y media de la mañana siguiente, cuando decidió llamar a Clem, cuando se dio cuenta de que uno de los dos lo había hecho. Devolvió el auricular a su sitio y sólo para que el teléfono sonara segundos después. Al otro lado de la línea había una voz que ya casi había renunciado a oír: Oscar. Al principio pensó que estaba sin aliento pero después de unas cuantas frases vacilantes se dio cuenta de que los jadeos del hombre eran sollozos a duras penas suprimidos.

—¿Dónde has estado, cariño mío? No he dejado de llamar desde que recibí tu nota. Creí que estabas muerta.

—El teléfono estaba descolgado, eso es todo. ¿Dónde estás?

—En la casa. ¿Querrás venir? Por favor. ¡Te necesito aquí! —Hablaba con la voz cada vez más aterrada, como si ella estuviera puntuando sus ruegos con negativas—. No tenemos mucho tiempo.

—Por supuesto que voy —le dijo Jude.

—Ahora —insistió él—. Tienes que venir ahora.

Le dijo que estaría ante su puerta antes de una hora y el hombre le contestó que la estaría esperando. Retrasó la llamada a Clem y se puso un poco de maquillaje, luego salió. Aunque todavía no era ni media mañana, el sol ya calentaba con fuerza y mientras conducía recordó el monólogo al que los habían sometido a ella y a Cortés durante el viaje de vuelta de la finca. Monzones y olas de calor durante todo el verano, había predicho el agorero, ¡y cómo había disfrutado de sus profecías! Ella había pensado en aquel momento que tanto entusiasmo era absurdo, una mente mezquina que disfrutaba con fantasías apocalípticas. Pero ahora, después de la extraordinaria noche que había vivido con Cortés, se encontró preguntándose cómo podría lograrse que estas calles brillantes experimentasen los milagros de la medianoche anterior: despojadas de vehículos por una lluvia todopoderosa, luego ablandadas bajo el calor del sol de tal forma que la materia sólida fluyera como una melaza templada y que una ciudad dividida en lugares públicos y privados, en acaudalados ghettos y arroyos, se convirtiera en un continuo. ¿Era esto a lo que Cortés se había referido cuando había dicho que quería que ella compartiera su visión? Si era así, estaba lista para más.

Regent's Park Road estaba más tranquila de lo habitual. No había niños jugando en la acera y aunque había sido un infierno abrirse paso entre el tráfico a sólo dos calles de aquí, no había vehículos aparcados en un kilómetro a la redonda de la casa. Permanecía aislada de todo, salvo de ella. No le hizo falta llamar. Incluso antes de poner el pie en el escalón de entrada, la puerta ya se había abierto y allí estaba Oscar, con aspecto preocupado, haciéndole un gesto para que entrara. Había respondido a la puerta con los ojos secos pero en cuanto la cerró y echó la llave y los cerrojos, la rodeó con los brazos y brotaron las lágrimas, grandes sollozos que sacudían todo su corpulento cuerpo. Una y otra vez le dijo cuánto la amaba, cuánto la echaba de menos y la necesitaba, ahora más que nunca. Jude lo abrazó y lo calmó lo mejor que pudo. Después de un momento, el hombre se controló y la acompañó hasta la cocina. Las luces ardían por toda la casa pero después del fuego del día, su contribución era amarillenta y no le favorecía mucho. Tenía el rostro muy pálido allí donde no lo decoloraban los cardenales, las manos estaban hinchadas y en carne viva. Había otras heridas, supuso ella, bajo las ropas sin planchar. Mientras lo contemplaba hacer el Earl Grey para los dos, la joven vio que un gesto de malestar le cruzaba la cara cuando se movía muy rápido. Su conversación, como es lógico, pronto giró alrededor de su despedida en el Retiro.

—Estaba seguro de que Dowd te rebanaría la garganta en cuanto llegarais a Yzordderrex.

—No me puso ni un dedo encima —dijo. Luego añadió—: Eso no es del todo verdad. Lo hizo más tarde. Pero cuando llegamos, estaba muy mal herido. —Hizo una pausa—. Como tú.

—Yo estaba en un estado bastante lamentable —dijo—. Quería seguirte pero apenas podía tenerme en pie. Volví aquí, cogí un arma, me lamí las heridas durante un tiempo y luego crucé. Pero para entonces tú ya te habías ido.

—¿Entonces me seguiste?

—Por supuesto. ¿Creías que te iba a dejar en Yzordderrex?

Oscar le colocó una gran taza de té delante y miel para endulzarla. Ella no solía mimarse así pero no había desayunado, así que puso las suficientes cucharadas de miel en el té para convertirlo en un jarabe aromático.

—Para cuando llegué a la casa de Pecador —continuó Oscar—, esta ya estaba vacía. Fuera había disturbios. No sabía por dónde empezar a buscarte. Fue una pesadilla.

—¿Sabes que derrocaron al Autarca?

—No, no lo sabía, pero no me sorprende. Cada Año Nuevo Pecador decía: Se va este año, se va este año. ¿Qué le ocurrió a Dowd, por cierto?

—Está muerto —respondió Jude con una pequeña sonrisa de satisfacción.

—¿Estás segura? Déjame que te diga que a los de su clase no es tan fácil matarlos, querida mía. Y te hablo por amarga experiencia.

—Decías...

—Sí. ¿Qué estaba diciendo?

—Que nos seguiste y encontraste la casa de Pecador vacía.

—Y media ciudad en llamas. —Suspiró—. Fue una tragedia, verla así. Toda esa destrucción sin sentido. La rebelión del proletariado. Oh, ya lo sé, debería estar celebrando la victoria de la democracia, ¿pero qué va a quedar? Mi preciosa Yzordderrex: escombros. La miré y dije: Esto es el final de una era, Oscar. Después de eso, todo será diferente. Más oscuro. —Levantó los ojos de la taza de té en la que los había clavado—. ¿Sobrevivió Pecador, lo sabes?

—Iba a irse con Hoi-Polloi. Supongo que sí. Vació el sótano.

—No, ese fui yo. Y me alegro de haberlo hecho.

Lanzó una mirada al alféizar de la ventana. Acurrucados entre varios cachivaches domésticos había una serie de figuras diminutas. Talismanes, supuso Jude, parte de la multitud que ocupaba el sótano de Pecador. Algunas miraban hacia la habitación, otras al exterior. Todas ellas eran pequeños paradigmas de la agresión, con expresiones francamente rabiosas en sus rostros pintados con colores chillones.

—Pero tú eres mi mejor protección —dijo él—. Sólo con tenerte aquí ya tengo la sensación de que tenemos alguna posibilidad de sobrevivir a este desastre. — Cubrió la mano de Jude con la suya—. Cuando recibí tu nota y supe que habías sobrevivido, comencé a tener alguna esperanza. Luego, claro, no pude localizarte y empecé a temer lo peor.

Jude levantó los ojos de la mano de él y vio en su atormentado rostro un parecido familiar que nunca antes había vislumbrado. Había un eco de Charlie en él, el Charlie de la residencia de Hampstead, sentado ante la ventana y hablando de cuerpos excavados bajo la lluvia.

—¿Por qué no viniste al piso? —le dijo ella.

—No podía irme de aquí.

—¿Tan malherido estás?

—No es lo que hay aquí lo que me retuvo —dijo él mientras se llevaba la mano al pecho—. Es lo que hay ahí fuera.

—¿Todavía crees que la Tabula Rasa va a venir a por ti?

—Dios, no. Ellos son la menor de nuestras preocupaciones. Por un momento pensé en avisar a uno o dos de ellos, de forma anónima, ya sabes. No a Shales o McGann, ni a ese idiota de Bloxham. Pueden arder en el infierno. Pero Lionel fue siempre muy amable, incluso cuando estaba sobrio. Y las damas. No me gusta la idea de tener sus muertes sobre mi conciencia.

—¿Entonces de quién te estás escondiendo?

—El hecho es que no lo sé —admitió él—. Veo imágenes en el cuenco y no consigo descifrarlas.

Jude se había olvidado del Cuenco de Boston con su contorno de piedras proféticas. Al parecer ahora Oscar estaba pendiente de cada uno de sus estertores.

—Algo ha cruzado desde los Dominios, cariño mío —dijo él—. Estoy seguro de ello. Lo vi venir detrás de ti. Intentaba asfixiarte...

Parecía que las lágrimas estaban a punto de abrumarlo de nuevo pero Jude lo tranquilizó dándole unas palmaditas en la mano como si fuera un anciano confuso.

—Nada va a hacerme daño —dijo ella—. He sobrevivido a demasiadas cosas en los últimos días.

—Tú nunca has visto un poder como este —le advirtió él—. Y tampoco el Quinto.

—Si vino de los Dominios, entonces es cosa del Autarca.

—Pareces muy segura.

—Porque sé quién es.

—Has estado escuchando a Pecador —dijo él—. Está lleno de teorías, cariño, pero no valen un carajo.

Su no tan leve condescendencia la irritó y quitó la mano de debajo de la de Oscar.

—Mi fuente es mucho más fiable que Pecador —le dijo.

—¿Oh? —El hombre se dio cuenta que la había ofendido y decidió complacerla—. ¿Y quién es?

—Quaisoir.

—¿Quaisoir? ¿Y cómo demonios llegaste a ella? —La sorpresa masculina parecía tan sincera como fingida había sido su complacencia.

—¿No se te ocurre ninguna idea? —le preguntó Jude—. ¿Es que Dowd no te habló nunca de los viejos tiempos?

La expresión de Oscar era ahora cauta, casi suspicaz.

—Dowd sirvió a generaciones de Godolphins —dijo ella—. Tenías que saberlo. Hasta al mismísimo chiflado de Joshua. De hecho, era la mano derecha de Joshua, su hombre, si es que hombre es la palabra.

—Era consciente de ello —dijo Oscar en voz baja.

—¿Entonces también sabías lo mío?

Su amigo no dijo nada.

—¿Lo sabías, Oscar?

—No te discutí con Dowd, si es a eso a lo que te refieres.

—¿Pero sabías por qué tú y Charlie me manteníais en la familia? Ahora fue él el que se ofendió e hizo una mueca ante la elección de palabras de la mujer.

—Eso es lo que fue, Oscar. Tú y Charlie, intercambiándome; sabíais que por fuerza debía quedarme con los Godolphin. Quizá me aleje durante un tiempo y tenga unos cuantos romances pero tarde o temprano vuelvo con la familia.

—Los dos te amamos —dijo él, su voz tan vacía como la mirada que ahora le ofrecía—. Créeme, ninguno de los dos entendíamos la política que había detrás. No nos importaba.

—Ah, ¿no me digas? —dijo ella, la duda quedaba patente en su voz.

—Todo lo que sé es que te quiero y es la única certeza que me queda en la vida.

Se sintió tentada a amargarle tanta sacarina contándole con todo lujo de detalles las conspiraciones que había tramado su familia contra ella, ¿pero de qué serviría? Era un hombre roto, encerrado en su casa por miedo a lo que el sol podría traerle al umbral. Las circunstancias ya lo habían deshecho. Cualquier otra cosa que hiciera ella sería a mala idea y aunque no dudaba que había mucho que despreciar en él (su forma de hablar sobre la venganza del proletariado había sido especialmente desagradable), había compartido con él demasiados momentos íntimos y la habían consolado demasiado como para ser cruel ahora. Además, tenía algo que comunicarle que sería un golpe más duro que cualquier acusación.

—No me voy a quedar, Oscar —dijo—. No he vuelto aquí para quedarme encerrada.

—Pero ahí fuera corres peligro —respondió él—. He visto lo que va a ocurrir. Está en el cuenco. ¿Quieres verlo por ti misma? —Se levantó—. Cambiarás de opinión.

La llevó por las escaleras hasta la habitación del tesoro sin dejar de hablar por el camino.

—El cuenco tiene vida propia desde que el poder entró en el Quinto. No hace falta que mire nadie, se limita a seguir repitiendo las mismas imágenes. Está aterrado. Sabe lo que va a ocurrir y está aterrado.

Jude lo oyó incluso antes de que llegaran a la puerta: un estrépito parecido al tamborileo del pedrisco sobre la tierra cocida por el sol.

—No creo que sea muy inteligente mirar durante mucho tiempo —le advirtió él—. Llega a ser hipnótico.

Y mientras lo decía, abrió la puerta. El cuenco estaba colocado en el medio del suelo, rodeado por un círculo de velas votivas cuyas llamas gordezuelas saltaban cuando el espectáculo que iluminaban agitaba el aire. Las piedras proféticas se movían como un enjambre de abejas furiosas dentro y por encima del cuenco que Oscar se había visto obligado a colocar dentro de un pequeño montículo de tierra para evitar que lo volcara su violencia. El aire olía a lo que él había llamado su pánico: un dolor amargo mezclado con el matiz metálico que se notaba antes del relámpago. Aunque el movimiento de las piedras era razonablemente contenido, Jude no se acercó demasiado por si una más picara encontraba el camino de salida de la danza y la golpeaba. A la velocidad que se movían, la más pequeña de ellas podría sacarle un ojo a cualquiera. Pero incluso desde lejos, con las estanterías y sus tesoros para distraerla, el movimiento de las piedras era arrollador. El resto de la habitación, Oscar incluido, se hizo insignificante cuando la atrajo el delirio.

—Quizá lleve un poco de tiempo —decía Oscar—. Pero las imágenes están ahí.

—Entiendo —dijo ella.

El Retiro ya había aparecido en el contorno borroso, la cúpula medio oculta detrás de la pantalla del bosquecillo. Su aparición fue breve. La torre de la Tabula Rasa ocupó su lugar un momento después, sólo para ser suplantada por un tercer edificio, bastante diferente de los dos que lo habían precedido salvo porque también estaba medio oculto por el follaje, en este caso de un único árbol plantado en la acera.

—¿Qué es esa casa? —le preguntó a Oscar.

—No lo sé, pero aparece una y otra vez. Está en algún lugar de Londres, de eso estoy convencido.

—¿Cómo puedes estar seguro?

El edificio era bastante corriente: tres plantas, fachada plana y, por lo que ella podía ver, casi en ruinas. Podría haberse levantado en cualquier ciudad del interior de Inglaterra, o de Europa en realidad.

—Londres es donde se va a cerrar el círculo —respondió Oscar—. Es donde todo empezó y es donde todo terminará.

El comentario le trajo ecos de otros: Dowd ante el muro de la Colina del Pálido, hablando de los círculos que dibujaba la historia; y Cortés y ella misma, apenas unas horas antes, devorándose hasta alcanzar la perfección.

—Ahí está otra vez —dijo Oscar.

La imagen de la casa se había apagado por un instante pero ahora reaparecía, llena de luz. Vio que había alguien cerca del escalón de entrada con los brazos colgando a los costados y la cabeza echada hacia atrás, mirando al cielo, la resolución de la imagen no era demasiado buena y no pudo distinguir los rasgos. Quizá no era más que un adorador del sol anónimo pero lo dudaba. Cada detalle de este desfile tenía un significado. La imagen se volvió a deshacer y la escena del mediodía, con su reluciente follaje y su cielo prístino dio paso a una fuerza irresistible enturbiada por el humo, todo negro y gris.

—Aquí viene —oyó decir a Oscar.

Había formas en el humo, formas que se elevaban, marchitaban y caían en forma de ceniza pero su naturaleza desafiaba toda interpretación. Apenas consciente de lo que estaba haciendo, Jude dio un paso hacia el cuenco.

—No, cariño —dijo Oscar.

—¿Qué estamos viendo? —preguntó ella, que hizo caso omiso de su advertencia.

—El poder —dijo él—. Eso es lo que está entrando en el Quinto. O ya está aquí.

—Pero ese no es Sartori.

—¿Sartori? —dijo Oscar.

—El Autarca.

Oscar desafió su propia advertencia, acudió al lado de Jude y una vez más dijo:

—¿Sartori? ¿El maestro?

Su amiga no se volvió para mirarlo. La fuerza irresistible exigía toda su atención. Por mucho que odiara admitirlo, Oscar tenía razón al hablar de poderes inconmensurables. Esto no era obra de ningún agente humano. Era una fuerza de una magnitud extraordinaria que avanzaba sobre un paisaje que en un principio había pensado que estaba cubierto de hierba gris, pero que ahora se dio cuenta que era una ciudad, y aquellas frágiles cañas, edificios que se derrumbaban a medida que el poder quemaba sus cimientos y los derribaba.

No era extraño que Oscar temblara detrás de puertas cerradas con llave, era una visión aterradora, una visión para la que ella no estaba preparada. Por muy atroces que fueran los actos de Sartori, no era más que un tirano en una larga y vil historia de tiranos, hombres cuyo miedo a su propia fragilidad los convertía en monstruos. Pero esto era un horror de un orden muy distinto, por encima de cualquier cura que pudiera proporcionar la política o el envenenamiento: un poder inmenso e implacable capaz de llevarse por delante a todos los maestros y déspotas que habían tallado su nombre en la faz del mundo sin pararse a pensar siquiera en ello. Se preguntó si había desatado Sartori esta inmensidad. ¿Estaba tan perturbado que pensaba que podría sobrevivir a semejante devastación y construir su Nueva Yzordderrex sobre los escombros que dejaba atrás? ¿O era su locura más profunda todavía? ¿Era esta inmensa fuerza la verdadera ciudad con la que había soñado, una metrópolis de tormenta y humo que permanecería en pie hasta el Fin del Mundo porque ese era su verdadero nombre?

Una oscuridad total consumió la visión y Jude dejó escapar el aliento que había estado conteniendo.

—No ha terminado —dijo Oscar con la voz cerca de su oído.

La oscuridad empezó a hacerse jirones en varios lugares y a través de las hendiduras, Jude vio una única figura echada sobre un suelo gris. Era ella, una representación tosca pero reconocible.

—Te lo advertí —dijo Oscar.

La oscuridad entre la que había aparecido esta imagen no se evaporó por completo, sino que persistió como una niebla y de ella surgió una segunda figura que se hundió al lado de la figura femenina. Jude supo antes de que se desarrollara la acción que Oscar había cometido un error al pensar que esto era una profecía de dolor. La sombra que había entre sus piernas no era ningún asesino. Era Cortés y esta escena estaba aquí, en la crónica del cuenco, porque el Reconciliador se elevaba como una señal de esperanza que contrarrestaba la desesperación que habían visto antes. Oyó gemir a Oscar cuando el amante de sombras estiró el brazo hacia ella, puso una mano entre sus piernas y luego se llevó el pie femenino a la boca para empezar a devorarla.

—Te está matando —dijo Oscar.

Visto desde lejos era una interpretación racional. Pero aquello no era la muerte, por supuesto, sino el amor. Y no era una profecía, era historia: el mismo acto que habían realizado la noche antes. Oscar lo estaba viendo como un niño que ve a sus padres hacer el amor y cree que se está cometiendo un acto de violencia en la cama marital. Pero ella se alegraba de su error, en cierto modo, ya que así le ahorraba el problema de explicarle esta cópula.

El Reconciliador y ella quedaron pronto entrelazados, los velos de la oscuridad asistían a su acto y profundizaban sus sombras confundidas de tal modo que los amantes se convirtieron en un único nudo que iba encogiéndose hasta que al final desaparecía del todo, dejando que las piedras siguieran tamborileando como una abstracción.

Era una conclusión extraña e íntima a la secuencia. Desde el templo, la torre y la casa hasta la tormenta la progresión había sido sombría, pero de la tormenta a esta visión de amor la secuencia era desde luego mucho más optimista: señal quizá de que la unión podría poner fin a la oscuridad que se había producido antes.

—Es todo lo que hay —dijo Oscar—. Sólo empieza otra vez desde aquí. Una y otra vez, como un círculo.

La mujer le dio la espalda al cuenco cuando el estrépito de las piedras, que se había callado al esbozar la escena de amor, volvió a elevarse.

—¿Ves el peligro que corres? —le dijo él.

—Creo que no soy más que una idea adicional —dijo Jude con la esperanza de alejarlo de un análisis de lo que se había representado.

—No, para mí no —respondió él al tiempo que la rodeaba con los brazos. A pesar de todas sus heridas, no era un hombre al que pudiera resistirse con facilidad—. Quiero protegerte —dijo—. Esa es mi obligación. Ahora me doy cuenta. Sé que te han tratado mal pero puedo compensarte por eso. Puedo tenerte aquí, sana y salva.

—¿Así que crees que podemos enterrarnos aquí y el Armagedón se limitará a pasar de largo?

—¿Tienes una idea mejor?

—Sí. Nos resistimos, a toda costa.

—No se pueden obtener victorias contra cosas como esa.

Jude oía tronar a las piedras tras ella y sabía que estaban dibujando de nuevo la tormenta.

—Al menos aquí tenemos alguna forma de defensa —continuó él—. Tengo guardianes espirituales en cada puerta y en cada ventana. ¿Has visto los de la cocina? Son los más diminutos.

—Todos varones, ¿verdad?

—¿Qué tiene eso que ver?

—No te van a proteger, Oscar.

—Son todo lo que tenemos.

—Quizá sean todo lo que tú tienes...

Jude se desprendió de sus brazos y se dirigió a la puerta. Oscar la siguió hasta el rellano, quería saber a qué se refería con eso y al fin, irritada por su cobardía, la joven se volvió hacia él.

—Has tenido un poder debajo de tus propias narices durante años.

—¿Qué poder? ¿Dónde?

—Sellado bajo la torre de Roxborough.

—¿De qué demonios estás hablando?

—¿No sabes quién es esa mujer?

—No —dijo él, ahora furioso—. Esto es una tontería.

—La he visto, Oscar.

—¿Cómo? Nadie salvo la Tabula Rasa entra en la torre.

—Podría enseñártela. Llevarte al lugar preciso.

Jude bajó el tono y estudió los rasgos angustiados y rubicundos de Oscar mientras hablaba.

—Creo que podría ser una especie de Diosa. He intentado sacarla dos veces pero he fracasado. Necesito ayuda. Necesito tu ayuda.

—Es imposible —dijo él—. La torre es una fortaleza, ahora más que nunca. Escúchame, esta casa es el único lugar seguro que queda en la ciudad. Sería un suicidio para mí salir de aquí.

—Entonces no hay más que hablar —dijo ella, no pensaba discutir más con alguien tan timorato. Empezó a bajar las escaleras sin hacer caso de sus llamadas, quería que esperara.

—No puedes dejarme —le dijo él como si aquello lo dejara perplejo—. Te quiero, ¿me oyes? te quiero.

—Hay cosas más importantes que el amor —respondió ella y mientras hablaba pensaba que era fácil decir eso con Cortés esperándola en casa. Pero también era cierto. Había visto esta ciudad derrumbada y sumida en el polvo Evitar eso era sin duda más importante que el amor, sobre todo la endeble variedad de Oscar.

—No te olvides de cerrar con llave cuando salga —le dijo al llegar al pie de las escaleras—. Nunca se sabe lo que va a venir a llamar a tu puerta.

2

De camino a casa se detuvo a hacer la compra, cosa que jamás había sido su tarea favorita pero que hoy se elevaba a la esfera de lo surrealista por el mal presentimiento que traía consigo. Aquí estaba ella, dedicándose a comprar artículos de primera necesidad mientras la imagen de una nube asesina daba vueltas en su cabeza. Pero la vida tenía que continuar, aun cuando el olvido esperara entre bastidores. Necesitaba leche, pan y papel higiénico; necesitaba desodorante y bolsas de la basura para cubrir el cubo de la cocina. Sólo en la ficción se hacía caso omiso de la ronda diaria de la vida para que los grandes acontecimientos pudieran ocupar el centro del escenario. Su cuerpo tendría hambre, se cansaría, sudaría y digeriría hasta que descendiera el sudario sobre ella. Había un consuelo especial en esa idea y aunque la oscuridad que se congregaba en el umbral de su mundo debería haberla distraído de las trivialidades, su presencia producía en realidad el efecto contrario. Fue más quisquillosa de lo habitual con el queso que compró y olió media docena de desodorantes antes de encontrar un aroma que la agradase.

Una vez hecha la compra, se dirigió a casa por calles atestadas con los asuntos de un día soleado mientras reflexionaba sobre el problema de Celestine por el camino. Estaba claro que Oscar no estaba dispuesto a ayudarla, así que tendría que buscar apoyo en otra parte y con su círculo de almas de confianza tan menguado, sólo le quedaba Clem y Cortés. El Reconciliador tenía su propio programa, claro está, pero después de las promesas de la noche anterior (el compromiso de estar con el otro y compartir temores y visiones), seguro que entendería la necesidad de ella de liberar a Celestine, aunque sólo fuera para poner fin al misterio. Decidió que le contaría todo lo que sabía sobre la prisionera de Roxborough en cuanto pudiera.

No estaba en casa cuando ella llegó, lo que no era tan sorprendente. Le había advertido que iba a tener un horario extraño mientras ponía las bases de la Reconciliación. Preparó algo de comer, luego decidió que no tenía apetito y se puso a despertarlo arreglando la habitación, que seguía sumida en el caos tras los acontecimientos nocturnos. Al ordenar las sábanas, descubrió un diminuto ocupante: la piedra azul (o, como ella prefería pensar, el huevo), que había estado en uno de los bolsillos de su destrozada ropa. Al verla se distrajo de su tarea y se sentó en el borde del colchón y empezó a pasarse el huevo de una mano a otra mientras se preguntaba si quizá podría llevarla, aunque fuera por un momento, a la celda donde estaba encerrada Celestine. Por supuesto había quedado muy reducida por culpa de los insectos de Dowd pero también cuando la descubrió en la caja fuerte de Estabrook no había sido más que un fragmento de una forma mayor y poseía cierta jurisdicción. ¿Seguiría teniéndola?

—Muéstrame a la Diosa —dijo aferrándose al huevo con fuerza—. Muéstrame a la Diosa.

Dicho así, con tanta sencillez, la noción de que su mente se alejara del mundo físico y volara parecía absurda. El mundo no funcionaba así salvo quizá alguna medianoche encantada. Ahora estaba en plena tarde y el ruido del día se colaba por la ventana abierta, pero no le apetecía ir a cerrarla. No podía alejar el mundo cada vez que quería alterar su conciencia. La calle y la gente que paseaba por ella (el polvo, el estrépito y el cielo estival), todo tenía que convertirse en parte del mecanismo de la trascendencia, o bien ella fracasaría como lo había hecho su hermana, atada y ciega mucho antes de que le sacaran los ojos.

Como acostumbraba a hacer, empezó a hablar consigo misma para intentar conseguir el milagro.

—Ya ha ocurrido antes —dijo—. Puede ocurrir otra vez. Ten paciencia, mujer.

Pero cuanto más tiempo permanecía sentada, más fuerte se hacía la sensación de su propia ridiculez. La imagen de su idiota devoción apareció en su cabeza. Allí estaba ella, sentada en la cama con los ojos clavados en un trozo de piedra muerta: estudio de la necedad.

—Idiota —se dijo.

De repente cansada, de todo aquel fiasco, se levantó de la cama. Pero al ponerse en pie se dio cuenta de su error. Su imaginación le mostró el movimiento como si fuera algo ajeno a ella, como si estuviese flotando cerca de la ventana. Sintió una repentina punzada de pánico y por segunda vez en el espacio de treinta segundos se llamó tonta, no por perder el tiempo con el huevo sino poíno darse cuenta que la imagen que había tomado como prueba de su fracaso, la de ella sentada esperando a que ocurriera algo, evidenciaba en realidad que algo había pasado. La vista la había abandonado con tanta sutileza que ella ni siquiera sabía que se había ido.

—La celda —le ordenó a su sutil ojo interior—. Muéstrame la celda de la Diosa.

Aunque estaba cerca de la ventana y podría haber volado desde allí, en lugar de eso, el ojo se elevó a una velocidad espeluznante hasta que miró hacia abajo y se vio desde el techo. Vio que su cuerpo se mecía bajo ella cuando el vuelo la mareó. Entonces su vista descendió. La parte superior de su cabeza surgió como un planeta bajo ella, luego se hundió en el cráneo y fue bajando sin detenerse hacia la oscuridad del cuerpo. Sintió su propio pánico por todas partes: el esfuerzo desesperado del corazón, los pulmones, que respiraban de forma superficial. No percibió la luminosidad que había encontrado en el cuerpo de Celestine, ni un indicio de aquel brillante color azul que la Diosa había compartido con la piedra. Sólo la oscuridad y su torbellino. Quería hacerle entender al huevo su error y sacar a su ojo interior de este pozo pero si sus labios estaban formando tales ruegos, cosa que dudaba, nada les hacía caso y continuó su caída, sin parar, como si su vista se hubiera convertido en una mota en un pozo y tuviera que caer durante horas sin llegar a sus entrañas.

Y entonces, bajo ella, un diminuto punto de luz que iba creciendo a medida que ella se acercaba para mostrarse no como un punto sino como una franja de rizada luminiscencia, como el glifo más puro imaginable. ¿Qué estaba haciendo eso en su interior? ¿Era alguna reliquia del oficio que la había creado, un fragmento del lance de Sartori, como la firma de Cortés oculta en las pinceladas de sus lienzos falsificados? Ahora estaba encima, o más bien, dentro, su brillo era un resplandor que la obligaba a guiñar el ojo interior.

Y de ese resplandor salían imágenes. ¡Y qué imágenes! Desconocía tanto su origen como su propósito pero eran lo bastante exquisitas como para hacerle perdonar el error de dirección que la había traído aquí en lugar de llevarla con Celestine. Parecía estar en una ciudad paradisiaca, medio cubierta de una flora gloriosa cuya profusión alimentaban unas aguas que se elevaban como arcos y columnatas por todas partes. Multitud de estrellas volaban sobre su cabeza y realizaban círculos perfectos en su cénit; unas brumas le rodeaban los tobillos y depositaban sus velos bajo sus pies para facilitarle el paso. Pasó por esta ciudad como una hija sagrada y fue a descansar en una gran habitación, muy espaciosa, donde el agua caía en cascadas en lugar de las puertas y la menor de las punzadas del sol producía un arco-iris. Allí se sentó y con estos ojos prestados vio su propio rostro y sus pechos, tan inmensos que podrían haberse esculpido en un templo, elevados sobre ella. ¿Le rezumaba leche de los pezones y estaba cantando una nana? Eso pensaba pero su atención abandonó demasiado pronto los pechos y el rostro para estar segura y su mirada se volvió hacia el otro extremo de la cámara. Había entrado alguien: un hombre, tan herido y desmejorado que al principio no lo reconoció. Fue sólo cuando ya casi estaba sobre ella cuando se dio cuenta de en qué compañía se encontraba. Era Cortés, sin afeitar y mal alimentado pero saludándola con lágrimas de alegría en los ojos. Si se intercambiaron palabras, ella no las oyó pero él cayó de rodillas delante de ella y la mirada de ella fue del rostro levantado del hombre a la efigie monumental que tenía ella detrás y que no era, después de todo, un objeto hecho de piedra pintada sino que era una visión hecha de carne viva que se movía, sollozaba e incluso bajaba los ojos para mirar a la devota que ella era.

Todo esto era bastante extraño pero habrían de suceder cosas más extrañas aún, cuando volvió a mirar a Cortés y lo vio sacar de una mano demasiado diminuta para ser la de ella la misma piedra que le había dado este sueño. Su amigo la cogió con gratitud, sus lágrimas por fin amainaban. Luego se levantó y cuando él volvió hacia la puerta líquida, el día que esperaba detrás se incendió y su luz arrastró toda la escena.

Jude sintió que el enigma, significara lo que significara, ya estaba desfalleciendo pero no tenía poder para sujetarlo. Apareció ante ella el glifo que guardaba en el centro de su ser y se elevó de su interior como un buceador en busca de algún tesoro al que las profundidades no querían renunciar, subió por la oscuridad y salió al lugar que había abandonado.

Nada había cambiado en la habitación pero en el mundo exterior se produjo un chubasco repentino cuyo torrente fue suficiente para dejar caer una sábana de agua entre la ventana abierta y el alféizar. Jude se levantó con la piedra aferrada, pero el viaje la había dejado un poco mareada y sabía que si intentaba ir a la cocina y meter un poco de comida en su vientre, sus piernas se doblarían debajo de ella, así que se recostó y dejó que la almohada recibiera su cabeza durante un rato.

3

No creyó haberse dormido pero era tan difícil distinguir entre el sueño y la vigilia como lo había sido en la cama de Quaisoir. Las visiones que había visto en la oscuridad de su propio vientre eran tan insistentes como un sueño profético y se quedaron con ella, la música de la lluvia era el acompañamiento perfecto para el recuerdo. Fue sólo cuando las nubes siguieron su camino, se llevaron el diluvio hacia el sur y el sol apareció entre las empapadas cortinas, cuando la venció el sueño.

Despertó al escuchar el sonido de la llave de Cortés en la cerradura. Era de noche, o casi y su compañero encendió la luz de la habitación de al lado. Jude se sentó en la cama y estaba a punto de llamarlo cuando lo pensó mejor y, en lugar de eso, lo miró a través de la puerta medio abierta. Vio su rostro durante un sólo instante pero aquel breve destello fue suficiente para que deseara que entrara a cubrirla de besos. No lo hizo. En lugar de eso se paseó de un lado a otro de la otra habitación, masajeándose las manos como si le doliesen, primero se trabajaba los dedos, luego las palmas.

Al fin no pudo seguir siendo paciente y se levantó, murmurando su nombre con voz somnolienta. Él no la oyó al principio y Jude tuvo que hablar otra vez antes de que él se diera cuenta de que lo llamaban. Sólo entonces se dio la vuelta y le dedicó una sonrisa.

—¿Todavía despierta? —le dijo con cariño—. No deberías haberme esperado levantada.

—¿Te encuentras bien?

—Sí. Sí, por supuesto. —Se llevó las manos a la cara—. Esto es muy duro, ya sabes. No esperaba que fuera tan difícil.

—¿Quieres hablar sobre ello?

—En otro momento —dijo él al tiempo que se acercaba a la puerta. Ella le tomó las manos—. ¿Qué es esto? —le dijo él.

La joven seguía sujetando el huevo pero no por mucho tiempo. Él se lo sacó de la palma con la facilidad de un ratero. Jude quería arrebatárselo y recuperarlo pero luchó contra el instinto y lo dejó estudiar el premio.

—Muy bonito —dijo. Luego, con menos ligereza—: ¿De dónde ha salido?

¿Por qué dudaba y le costaba contestar? ¿Porque él parecía tan cansado y ella no quería cargarlo con nuevos misterios cuando él tenía de sobra con los suyos? En parte era eso, pero había otra parte que le resultaba menos clara. Algo que ver con que en la visión lo había visto mucho más deshecho de lo que lo estaba en este momento, herido y desgraciado, y, por alguna razón, ese estado debía seguir siendo su secreto, al menos durante un tiempo.

Él se llevó el huevo a la nariz y lo olió.

—Huelo a ti —dijo.

—No...

—Sí, lo huelo. ¿Dónde lo has tenido guardado? —Le puso la mano vacía entre las piernas—. ¿Aquí dentro?

La idea no era tan absurda. De hecho, quizá se lo deslizara en ese bolsillo, cuando lo recuperara, y disfrutara de su peso.

—¿No? —dijo el hombre—. Bueno, estoy seguro de que piensa que ojalá lo hicieras. Creo que a la mitad del mundo le gustaría trepar ahí dentro si pudiera. —Presionó la mano contra ella—. Pero es mío, ¿no es cierto?

—Sí.

—Nadie entra ahí salvo yo.

—No.

Jude respondía de forma automática, con los pensamientos puestos tanto en reclamar el huevo como en sus posesivas palabras.

—¿Tienes algo con lo que podamos colocarnos? —le dijo él.

—Tenía algo de chocolate...

—¿Dónde está?

—Creo que me fumé lo que me quedaba. No estoy segura. ¿Quieres que mire?

—Sí, por favor.

Estiró la mano para recuperar el huevo pero antes de que sus dedos pudieran cogerlo, el hombre se lo llevó a los labios.

—Quiero quedármelo —dijo él—. Olerlo un rato. No te importa, ¿verdad?

—Me gustaría recuperarlo.

—Lo recuperarás —le dijo él con un leve aire de condescendencia, como si aquella posesividad fuera infantil—. Pero necesito un recuerdo, algo que me haga pensar en ti.

—Te daré una de mis braguitas —le dijo Jude.

—No es lo mismo.

Se puso el huevo en la lengua, lo giró y con el movimiento lo cubrió de saliva. Ella lo contempló y él le devolvió la mirada. El muy puñetero sabía que ella quería su juguete pero no pensaba a rebajarse a rogarle para recuperarlo.

—Dijiste algo de chocolate —dijo él.

Jude volvió al dormitorio, encendió la lámpara de la mesilla de noche y buscó en el cajón superior del tocador, el último sitio donde había escondido la marihuana.

—¿Dónde has ido hoy? —le preguntó él.

—Fui a casa de Oscar.

—¿Oscar?

—Godolphin.

—¿Y cómo está Oscar? ¿Vivito y coleando?

—No encuentro el chocolate. Debo de habérmelo fumado todo.

—Me estabas hablando de Oscar.

—Se ha encerrado en su casa.

—¿Dónde vive? Quizá debería ir a verle. Tranquilizarlo.

—No querrá verte. No quiere ver a nadie. Cree que se está acabando el mundo.

—¿Y tú qué piensas?

Jude se encogió de hombros. Estaba furiosa con él aunque no decía nada y no sabía con exactitud por qué. Le había quitado el huevo durante un rato pero eso no era un delito capital. Si la piedra le proporcionaba un poco de protección, ¿por qué tendría ella que codiciarla para ella sola? Estaba siendo muy mezquina con él y pensaba que ojalá pudiera ser otra cosa pero sin el calor del sexo resplandeciendo entre ellos, él parecía más grosero. No era un defecto que esperara encontrar en él. Dios sabe que le había acusado de infinitas deficiencias en su época, pero falta de delicadeza nunca había sido una de ellas. Si acaso, siempre había sido un tipo demasiado refinado, discreto y hábil.

—Me estabas hablando del final del mundo —dijo él.

—¿Ah, sí?

—¿Oscar te asustó?

—No. Pero vi algo que sí.

Le contó, en pocas palabras, lo del cuenco y sus profecías. Él escuchó sin hacer ningún comentario, luego dijo:

—El Quinto se está tambaleando. Los dos lo sabemos. Pero a nosotros no nos tocará.

Jude había oído lo mismo en boca de Oscar, o algo muy parecido. Estos dos hombres querían ofrecerle un refugio para la tormenta. Debería sentirse halagada. Su amante miró el reloj.

—Tengo que salir otra vez —dijo—. Aquí estarás a salvo, ¿verdad?

—Estaré bien.

—Deberías dormir. Recuperar fuerzas. Van a reinar las tinieblas antes de que vuelva a brillar la luz y nosotros vamos a encontrar parte de esa oscuridad en el otro. Es natural. No somos ángeles, después de todo. —Se echó a reír—. Bueno, tú quizá lo seas, pero yo no.

Y mientras hablaba, se metió el huevo en el bolsillo.

—Vuelve a la cama —le dijo a Jude—. Volveré por la mañana. Y no te preocupes, nada se va a acercar a ti salvo yo. Te lo juro. Estoy contigo, Judith, todo el tiempo. Y no son sólo palabras de amor.

Y con eso le dirigió una sonrisa y se fue, y allí la dejó preguntándose de qué había estado hablando en realidad si no era de amor.

Capítulo 11

1

—¿Y quién cojones eres tú? —le preguntó el rostro sucio y barbudo al extraño que había tenido la mala fortuna de ponerse en el camino de su somnolienta visión.

El hombre al que estaba interrogando, y al que había cogido por el cuello, sacudió la cabeza. Había sangrado por una corona de cortes y arañazos que le recorría la frente, poco antes se había golpeado el cráneo contra un muro de piedra para intentar silenciar el estrépito de voces que resonaban entre sus sienes. No había funcionado. Seguía habiendo demasiados nombres y rostros allí dentro para poder clasificarlos. La única forma que tenía de responder a su interrogador era sacudiendo la cabeza. ¿Quién era él? No lo sabía.

—Bueno, pues sal ahora mismo de aquí, joder —dijo el hombre.

Tenía una botella de vino barato en la mano y su hedor, mezclado con una podredumbre más profunda, en el aliento. Empujó a su víctima contra el muro de cemento de este paso subterráneo y se arrimó a él.

—No pues dormir donde te salga de los huevos. Si quies echarte, me preguntas antes, cojones. Yo digo quién duerme aquí. ¿No es verdad?

Giró los ojos inyectados en sangre hacia la tribu que había salido gateando de sus lechos de basura y periódicos para ver cómo se divertía su líder. Habría sangre, no cabía duda. Siempre la había cuando Tolland se sulfuraba y por alguna razón aquel intruso lo sulfuraba mucho más que los otros que habían reposado allí sus cabezas sin techo sin su permiso.

—¿No es verdad? —dijo otra vez—. ¿Irlandés? ¡Díselo! ¿No es verdad?

El hombre al que se había dirigido murmuró algo incoherente. La mujer que estaba a su lado, con una cabeza de cabello decolorado hasta casi la extinción pero con las raíces negras, se acercó tanto que Tolland incluso podría haberla golpeado, algo que sólo muy pocos se atrevían a hacer.

—Es verdad, Tolly —le dijo—. Es verdad. —Miró a la víctima sin piedad—. ¿Crees que este tío es judío? Tiene nariz de judío.

Tolland engulló un trago de vino.

—¿Eres un puto judío de esos? —dijo.

Alguien entre la multitud dijo que deberían desnudarlo y mirar. La mujer, que respondía a un buen número de nombres pero a la que Tolland llamaba Carol cuando se la tiraba, hizo amago de ir a hacer precisamente eso pero el borracho le lanzó un golpe y se retiró.

—Tú quítale las putas manos de encima —dijo Tolland—. Ya nos lo dirá él, ¿a que sí, colega? Nos lo vas a decir. ¿Eres un puto judío de esos o no?

Cogió al hombre por la solapa de la chaqueta.

—Estoy esperando —dijo.

La víctima rebuscó una palabra y encontró una:

—... Cortés...

—¿Cortesano? —dijo Tolland—. ¿Ah, sí? ¿Con que un cortesano? ¡Pues a mí me importa una mierda lo que seas! No te quiero aquí.

El otro asintió e intentó despegarse de los dedos de Tolland pero su captor no había terminado. Estrelló al hombre contra la pared con tanta fuerza que le quitó el aliento.

—¿Irlandés? Coge la puta botella.

El irlandés recuperó la botella de las manos de Tolland y dio un paso atrás para dejar que hiciera todo el mal que pudiera.

—No le mates —dijo la mujer.

—¿Y a ti qué cojones te importa? —escupió Tolland y asestó dos, tres, cuatro puñetazos en el plexo solar del cortesano seguidos por un rodillazo en la ingle. Sujeto contra el muro por el cuello, el hombre no podía hacer mucho para defenderse pero ni siquiera lo intentó, aceptó el castigo aunque las lágrimas de dolor le brotaban de los ojos. Se quedó mirando a través de ellos con una expresión de perplejidad en el rostro y emitiendo pequeñas exclamaciones de dolor con cada golpe.

—Está majara, Tolly —dijo el irlandés—. ¡Míralo! ¡Es un puñetero majara!

Tolland no miró al irlandés ni frenó la paliza, se limitó a asestarle una nueva andanada de golpes. El cuerpo del cortesano colgaba ahora sin fuerzas de la mano del otro, su rostro cada vez más vacío con cada golpe.

—¿Me oyes, Tolly? —dijo el irlandés—. Está chiflado. No siente nada.

—No te metas en esto, joder.

—¿Por qué no lo dejas en paz?

—Está en mi puta parcela —dijo Tolland.

Arrastró al cortesano para alejarlo de la pared, luego le dio la vuelta con un balanceo. La pequeña multitud se retiró un poco para dejarle a su líder sitio para jugar. Con el irlandés en silencio, no se oyeron más objeciones y dejaron Tolland siguiera golpeando al cortesano hasta derribarlo. Luego terminó la faena con un aluvión de patadas. Su víctima se llevó las manos a la cabeza y se encogió para protegerse lo mejor que pudo entre lloriqueos. Pero Tolland no pensaba dejar que el rostro del hombre quedara intacto. Bajó los brazos y le apartó las manos al tiempo que levantaba la bota para estrellarla allí. Pero antes de que pudiera hacerlo, la botella de Tolland se golpeó contra el suelo y lo salpicó todo de vino al romperse en mil pedazos. El borracho se volvió hacia el irlandés.

—¿Por qué coño hiciste eso?

—No deberías pegarles a los majaras —respondió el hombre y por su tono ya se arrepentía del desastre.

—¿Vas pararme tú?

—Lo que digo...

¿Tas diciendo que vas pararme tú, cojones?

—No está bien de la cabeza, Tolly.

Pos entós voy a meterle un poco de seso a patadas —respondió Tolly. Dejó caer los brazos de su víctima y volvió su perturbada atención hacia el disidente.

—¿O quies hacerlo tú? —dijo.

El irlandés negó con la cabeza.

—Venga —dijo Tolland—. Hazlo tú por mí. —Pasó por encima del cortesano para llegar hasta el irlandés—. Vamos... —dijo otra vez—. Venga...

El irlandés empezó a retirarse al tiempo que Tolland se iba acercando. El cortesano, mientras tanto, se había dado la vuelta y estaba empezando a irse a rastras sangrando por la nariz y por las heridas de la frente que se le habían vuelto a abrir. Nadie se movió para ayudarlo. Cuando Tolland se enfurecía, como ahora, su cólera no conocía límites. Cualquiera que se cruzara en su camino (ya fuera hombre, mujer o niño) estaba perdido. Rompía huesos y cabezas sin pensarlo un momento; una vez había machacado una botella en el ojo de un hombre a menos de veinte metros de este mismo punto por el delito de mirarlo durante demasiado tiempo. No había ni una sola ciudad de cartones al norte o al sur del río donde no lo conocieran y donde no se rezara con la esperanza de que nunca les hiciera una visita.

Antes de que pudiera agarrar al irlandés, este levantó las manos y reconoció la derrota.

—De acuerdo, Tolly, de acuerdo —dijo—. Fallo mío. Te lo juro, lo siento.

—Me rompiste la puta botella.

—Te voy a buscar otra. En serio. Voy ahora mismo.

El irlandés conocía a Tolland desde hacía más tiempo que cualquier otro miembro de este círculo y estaba familiarizado con las reglas del apaciguamiento: abundantes disculpas, presenciadas por tantos miembros de la tribu de Tolland como fuese posible. No era infalible pero hoy funcionó.

—¿Te voy a buscar una botella ahora? —dijo el irlandés.

—Tráeme dos, puta roña.

—Eso es lo que soy, Tolly. Soy roña.

—Y una para Carol —dijo Tolland.

—También la compro.

Tolland amenazó al irlandés con un dedo mugriento.

—Y no vuelvas a intentar cabrearme otra vez o te arranco los putos huevos.

Hecha esta promesa, Tolland se volvió de nuevo hacia su víctima. Al ver que el cortesano ya se había alejado a rastras, dejó escapar un rugido incoherente de furia y los presentes que se encontraban a un metro o dos del espacio que lo separaba de su objetivo se retiraron. Tolland no se apresuró sino que observó cómo se ponía en pie el cortesano con gran esfuerzo y empezaba a huir con paso vacilante entre el caos de cajas y ropa de cama desperdigada.

Un poco más adelante había un joven de unos dieciséis años arrodillado en el suelo, cubriendo las losas de cemento con diseños de tiza de colores; iba soplando el polvo de color pastel de su obra a medida que trabajaba. Inmerso en su arte, no había hecho mucho caso de la paliza que había reclamado la atención de los demás pero ahora oyó la voz de Tolland, que levantaba ecos en el paso subterráneo y lo llamaba por su nombre.

—¡Lunes, cabronazo! ¡Agárralo!

El joven levantó la cabeza. Tenía el pelo muy corto, una simple pelusa oscura, la piel picada de viruelas y las orejas le sobresalían como asas. Su mirada era clara, sin embargo, a pesar de las marcas que le desfiguraban los brazos y sólo le llevó un segundo comprender el dilema. Si derribaba al hombre ensangrentado, lo condenaría y si no lo hacía, se condenaría él. Para ganar un poco de tiempo, fingió desconcierto y se llevó la mano detrás de la oreja, como si no hubiera escuchado la orden de Tolland.

—¡Páralo! —fue la orden del bruto.

Lunes empezó a ponerse en pie al tiempo que le murmuraba al huido:

—Sal de aquí cagando leches.

Pero el idiota se había detenido tras un tropezón y había clavado la mirada en el dibujo que había estado haciendo Lunes. Estaba sacado de la foto de un periódico, una joven aspirante a estrella que posaba con los ojos muy abiertos y un koala en los brazos. Lunes había representado a la mujer con una fidelidad llena de afecto pero el koala se había convertido en una bestia hecha de retazos, con un sólo ojo ardiente en medio de una cabeza siniestra.

—¿Es que no me oyes? —dijo Lunes.

El hombre no le hizo caso.

—Es tu funeral —dijo al tiempo que se levantaba ahora que aparecía Tolland, luego empujó al hombre que permanecía al borde del dibujo—. Venga —le dijo—, ¡o lo va a destrozar! ¡Largo! —Lo empujó con fuerza pero el hombre permaneció clavado—. ¡Lo estás manchando de sangre, gilipollas!

Tolland llamó al irlandés a gritos y este se apresuró a acudir a su lado, ansioso por hacer las paces.

—¿Qué, Tolland?

—Coge a ese puto chaval por el cuello.

El irlandés era obediente, se dirigió directamente hacia Lunes y lo sujetó. Tolland, mientras tanto, había alcanzado al cortesano, que no se había movido de su sitio al borde de la acera coloreada.

—¡No le dejéis que sangre encima! —rogó Lunes.

Tolland le lanzó al joven una mirada, luego pisó el dibujo y raspó con las botas el rostro trabajado con tanto cuidado. Lunes dejó escapar un gemido de protesta cuando vio los brillantes colores de tiza reducidos a un polvo de color pardo grisáceo.

—No, tío, no —suplicó.

Pero sus quejas sólo sulfuraron aún más al vándalo. Al ver que tenía al alcance de la bota la lata de tabaco donde Lunes guardaba sus tizas, Tolland fue a esparcirlas pero Lunes se desprendió de las manos del irlandés y se lanzó al suelo para protegerlas. La patada de Tolland aterrizó en el flanco del muchacho y lo dejo espatarrado y envuelto en polvo de tiza. El tacón de Tolland volcó la lata y su contenido y luego fue a por su protector una segunda vez. Lunes se encogió anticipando el golpe. Pero este nunca aterrizó. La voz del cortesano se interpuso entre Tolland y su intención.

—No hagas eso —dijo.

Nadie lo custodiaba y podría haber hecho otro intento para escapar mientras Tolland iba a por Lunes, pero allí seguía, al borde de la imagen, con la mirada ya no clavada en ella sino en el que la había destrozado.

—¿Qué cojones dijiste? —La boca de Tolland se abrió como una herida llena de dientes en medio de la barba manchada.

—He dicho: No... hagas... eso.

Fuera cual fuera el placer que Tolland sacaba de esta caza, este ya no existía y no había ni uno sólo entre los espectadores que no lo supiera. El juego que habría terminado con una oreja arrancada o unas cuantas costillas rotas se había convertido en algo muy diferente y hubo varios entre la multitud que, al no tener estómago para lo que sabían que iba a ocurrir, se retiraron de los sitios que ocupaban alrededor del cuadrilátero. Hasta los más duros se retiraron unos cuantos pasos, sus mentes drogadas, borrachas o sólo confusas eran vagamente conscientes de que era inminente algo mucho peor que el derramamiento de sangre.

Tolland se volvió contra el cortesano al tiempo que metía la mano en la chaqueta. Surgió un cuchillo, la hoja de veintitrés centímetros marcada por muescas y arañazos. Al verla, hasta el irlandés se echó atrás. Sólo había visto trabajar la hoja de Tolland una vez, pero había sido suficiente.

Ya no hubo puyazos ni provocaciones, sólo la masa podrida por la bebida de Tolland en busca de su víctima para derribarlo. El cortesano dio un paso atrás cuando vio venir el cuchillo, con los ojos seguía los diseños que tenía bajo los pies. Eran como las imágenes que llenaban su cabeza hasta rebosar; escenas iluminadas que se habían corrido y convertido en polvo gris. Pero en algún lugar en medio de ese polvo recordaba otro lugar como este: una ciudad improvisada, llena de suciedad y rabia donde alguien o algo había ido a por su vida como venía este hombre, salvo que este otro ejecutor llevaba un fuego en la cabeza con el que hacer arder su carne y todo lo que él, el cortesano, había poseído a modo de defensa eran las manos vacías.

Ahora las levantó. Estaban tan marcadas como el cuchillo que llevaba el ejecutor, los dorsos ensangrentados tras su intento de restañar la hemorragia de la nariz. Las estiró, como había hecho muchas veces antes y cogió aliento al tiempo que colocaba la derecha sobre la izquierda y, sin entender por qué, se la llevaba a la boca.

El pneuma salió volando antes de que Tolland tuviera tiempo de levantar la hoja y lo golpeó en el hombro con tal fuerza que se vio lanzado al suelo, luego se llevó la mano al hombro chorreante y emitió un ruido que se parecía más a un chillido que a un rugido. Los pocos testigos que habían permanecido allí para presenciar la matanza estaban clavados en su sitio, los ojos puestos no en su señor caído sino en el hombre que lo había depuesto. Más tarde, cuando contaban esta historia, todos describirían lo que habían visto de formas diferentes. Algunos hablarían de un cuchillo surgido de algún lugar oculto, utilizado y escondido de nuevo tan rápido que el ojo apenas podía percibirlo. Otros de una bala, escupida de entre los dientes del cortesano. Pero nadie dudaba de que algo extraordinario había tenido lugar en esos segundos. Había aparecido entre ellos un hacedor de maravillas y había derrocado al tirano Tolland sin ni siquiera tocarlo.

Pero al hombre herido no se le vencía con tanta facilidad. Aunque la hoja había desaparecido de sus dedos (y la había birlado Lunes a escondidas) todavía tenía a su tribu para defenderlo y fue a ellos a quienes convocó con salvajes chillidos de cólera.

—¿Veis lo que hizo? ¿A qué cojones estáis esperando? ¡Cogedlo! ¡Coged a ese cabrón! ¡Nadie me hace eso a mí! ¿Irlandés? ¿Irlandés? ¿Dónde coño estás? ¡Que alguien me ayude!

Fue la mujer la que acudió en su auxilio pero él la empujó a un lado.

—¿Dónde coño está el irlandés?

—Estoy aquí.

—Agarra a ese hijo de puta —dijo Tolland. El irlandés no se movió.

—¿No me oyes? ¡Ese tío usó algún puto truco judío conmigo! Tú lo viste. Un sucio truco judío, eso es lo que era.

—Lo vi —dijo el irlandés.

—¡Volverá a hacerlo! ¡Te lo hará a ti!

—No creo que le vaya a hacer nada a nadie.

—Entonces rómpele la puta cabeza.

—Puedes hacerlo tú si quieres —dijo el irlandés—. Yo no pienso tocarlo. A pesar de su herida y su corpulencia, Tolland se había puesto en pie en cuestión de segundos e iba a por su antiguo lugarteniente como un toro cuando se encontró con la mano del cortesano en el hombro antes de que sus dedos pudieran llegar a la garganta del otro hombre. Se paró en seco y los espectadores pudieron ver la segunda maravilla del día: el miedo en el rostro de Tolland. No habría ambigüedad en lo que relataron sobre esto. Cuando se corrió la voz por toda la ciudad (como ocurrió en menos de una hora, transmitida de un refugio que Tolland había estropeado con sangre a otro), el relato, aunque adornado durante la narración, era en el fondo igual. A Tolland se le había caído la baba y su rostro se había cubierto de sudor. Algunos decían que el pis le había corrido por los pantalones y le había llenado las botas.

—Deja al irlandés en paz —le ordenó el cortesano—. De hecho... déjanos a todos en paz.

Tolland no respondió nada. Se limitó a mirar la mano posada en él y pareció encogerse. No era la herida lo que lo inquietaba, ni siquiera el miedo a que el cortesano atacara una segunda vez. Había sufrido lesiones mucho peores que la herida que tenía en el hombro y sólo lo habían exacerbado para cometer nuevas crueldades. Era del tacto de lo que huía: la mano del cortesano posada con ligereza en su hombro. Se volvió y se apartó del hombre que lo había herido, miró a un lado y al otro con la esperanza de que alguien lo apoyara. Pero todo el mundo, incluyendo al irlandés y Carol, evitó cruzarse con él.

—No puedes hacer esto —dijo cuando hubo puesto cinco metros entre él y el cortesano—. ¡Tengo amigos por todas partes! Te voy a ver muerto, cabrón. Ya lo verás. ¡Te voy a ver muerto!

El cortesano se limitó a darle la espalda y a inclinarse para reclamar del suelo los fragmentos esparcidos de las tizas de Lunes. Este informal gesto fue a su modo más elocuente que cualquier amenaza o muestra de poder por su parte, anunciaba con aquello la absoluta indiferencia que le inspiraba la presencia del otro hombre. Tolland se quedó mirando la espalda encorvada del cortesano durante varios segundos, como si calculara el riesgo de lanzar otro ataque. Luego, hechos los cálculos, se volvió y huyó.

—Se ha ido —dijo Lunes, que estaba agachado al lado del cortesano y vigilaba por encima del hombro.

—¿Tienes más de esto? —dijo el extraño mientras mecía los colores en el hueco de la mano.

—No. Pero puedo conseguir algunas. ¿Dibujas?

El cortesano se levantó.

—A veces —dijo.

—¿Copias cosas, como yo?

—No me acuerdo.

—Puedo enseñarte, si quieres.

—No —respondió el cortesano—. Voy a copiar de mi cabeza. —Bajó los ojos y contempló las tizas que tenía en la mano—. Así puedo vaciarla.

—¿Te apañarías también con pintura? —preguntó el irlandés cuando la mirada del cortesano se dirigió al cemento gris que los rodeaba.

—¿Podrías conseguir pintura?

—Yo y aquí Carol, podemos conseguir lo que sea. Lo que tú quieras, Cortesano, nosotros te lo conseguimos.

—Entonces... quiero todos los colores que podáis encontrar.

—¿Eso es todo? ¿No quieres algo de beber?

Pero el cortesano no respondió. Se dirigía hacia la columna contra la que Tolland lo había sujetado al principio y comenzaba a aplicarle color. La tiza que tenía entre los dedos era amarilla y con ella empezó a dibujar el círculo del sol.

2

Cuando Jude despertó ya era casi mediodía: once horas o más desde que Cortés había vuelto a casa, le había birlado el huevo que le había mostrado un destello del Nirvana y luego había salido de nuevo a la noche. Se sentía perezosa y la luz la molestaba. Incluso cuando convirtió el agua caliente de la ducha en un simple chorro y la dejó correr casi fría, no consiguió despertarse del todo. Se secó a medias con una toalla y desnuda se encaminó sin ruido a la cocina. Allí la ventana estaba abierta y la brisa le puso la carne de gallina. Al menos eso era un signo de vida, pensó, por insignificante que fuera.

Hizo un poco de café y puso la televisión, cambió de canal, de una banalidad a otra y luego dejó que barbotara junto con la cafetera mientras ella se vestía. Sonó el teléfono mientras buscaba el segundo zapato. Oyó un estrépito de tráfico al otro lado de la línea pero ninguna voz y después de un par de segundos, la línea murió. Jude colgó el auricular y se quedó al lado del teléfono preguntándose si Cortés estaba intentando comunicarse con ella. Treinta segundos más tarde volvía a sonar el teléfono. Esta vez tenía un interlocutor: un hombre cuya voz era apenas poco más que un confuso susurro.

—Por el amor de Dios...

—¿Quién es?

—Oh, Judith... Dios, Dios... ¿Judith?... Soy Oscar.

—¿Dónde estás? —dijo ella. Estaba muy claro que aquel hombre no estaba encerrado en su casa.

—Están muertos, Judith.

—¿Quiénes?

—Y ahora yo. Ahora me quiere a mí.

—No entiendo nada, Oscar. ¿Quién está muerto?

—Ayúdame... tienes que ayudarme... No hay ningún sitio seguro.

—Entonces ven al piso.

—No... Ven tú aquí...

—¿Dónde es aquí?

—Estoy en St. Martin in the Fields. ¿Lo conoces?

—¿Qué coño estás haciendo ahí?

—Te estaré esperando dentro. Pero date prisa. Va a encontrarme. Va a encontrarme.

Había un atasco alrededor de la plaza, como solía ser el caso al mediodía y la brisa que le había puesto la carne de gallina una hora antes era demasiado suave para dispersar la niebla provocada por incontables tubos de escape y los malos humos de muchos conductores frustrados. Y el aire dentro de la iglesia tampoco es que fuera más fresco, aunque era ozono puro al lado del olor a miedo que emitía el hombre sentado cerca del altar, las gruesas manos entrelazadas con tanta fuerza que se notaba el hueso de los nudillos entre la grasa.

—Creí que habías dicho que no ibas a dejar la casa —le recordó ella.

—Algo vino a por mí —dijo Oscar con los ojos muy abiertos—. En plena noche. Intentó entrar pero no pudo. Luego, esta mañana (a plena luz del día) oí que los loros estaban armando jaleo y alguien reventó la puerta de atrás.

—¿Viste lo que era?

—¿Crees que estaría aquí si lo hubiera visto? No, después de la primera vez ya estaba listo. En cuanto oí a los pájaros me fui corriendo a la puerta de la calle. Luego ese terrible estrépito y se apagaron todas las luces...

Separó las manos y cogió a la mujer con suavidad por el brazo.

—¿Qué voy a hacer? —dijo—. Me encontrará, antes o después. Ha matado a todos los demás...

—¿A quién?

—¿No has visto los titulares? Están todos muertos. Lionel, McGann, Bloxham. Incluso las señoras. Shales estaba en su cama. Cortado en pedazos en su propia cama. Y ahora dime, ¿qué clase de criatura hace eso?

—Una muy silenciosa.

—¿Cómo puedes bromear?

—Yo bromeo, tú sudas. Cada uno se enfrenta a ello como puede. —La joven suspiró—. Eres mejor que todo esto, Oscar. No deberías ocultarte. Hay cosas que hacer.

—No empieces con tus malditas Diosas, Judith. Es una causa perdida. A estas alturas la torre ya debe de ser un montón de escombros.

—Si existe alguna forma de ayudarnos —dijo su amiga—, está allí. Lo sé. Ven conmigo, ¿quieres? He visto tu valentía. ¿Qué te ha pasado?

—No lo sé —dijo él—. Ojalá lo supiera. Llevo tantos años cruzando a Yzordderrex sin que me importe un carajo donde meto la nariz, sin importarme si corro peligro o no, siempre que hubiera cosas nuevas que ver. Era otro mundo. Quizá también otro yo.

—¿Y aquí?

El hombre hizo una mueca de perplejidad.

—Esto es Inglaterra —dijo—. La segura, lluviosa y aburrida Inglaterra, donde el criquet es malo y la cerveza está caliente. Se supone que esto no es un lugar peligroso.

—Pero es que lo es, Oscar, nos guste o no. Aquí hay una oscuridad peor que cualquier cosa que haya en Yzordderrex. Y va tras tu rastro. Viene a por ti. Y a por mí, que yo sepa.

—¿Pero por qué?

—Quizá crea que puedes hacerle algún daño.

—¿Qué puedo hacer yo? Pero si no sé nada, maldita sea.

—Pero podríamos aprender —dijo ella—. Y, si vamos a morir, al menos que no sea en la ignorancia.

Capítulo 12

A pesar de la predicción de Oscar, la torre de la Tabula Rasa seguía en pie, cualquier rastro de distinción que en otro tiempo podría haber poseído erosionado por el sol, que ardía con el fervor del mediodía bien pasadas ya las tres. Su ferocidad se había cobrado su precio en los árboles que protegían la torre de la carretera y había dejado sus hojas colgando como trapos sucios de las ramas. Si había algún pájaro protegiéndose del sol entre el follaje, estaba demasiado exhausto para cantar.

—¿Cuándo fue la última vez que estuviste aquí? —le preguntó Oscar a Jude cuando llegaron con el coche a la entrada vacía.

La mujer le contó su encuentro con Bloxham y exprimió todo el humor que pudo del relato con la esperanza de distraer a Oscar de su angustia.

—Nunca me cayó muy bien Bloxham —respondió Oscar—. Era un engreído. Claro que, todos lo éramos... —Se le fue la voz y con todo el entusiasmo de un hombre que se acerca al cadalso, salió del coche y condujo a su amiga a la puerta principal.

—No suena ninguna alarma —dijo—. Si hay alguien dentro, entraron con una llave.

Sacó un racimo de llaves del bolsillo él también y escogió una.

—¿Estás segura de que esto es una buena idea? —le preguntó a Jude.

—Sí, lo estoy.

Resignado a llevar a cabo esta locura, abrió la puerta y después de un momento de duda, entró. El vestíbulo estaba fresco y oscuro pero el ambiente frío sólo sirvió para llenar de energía a Jude.

—¿Cómo bajamos al sótano? —dijo.

—¿Quieres ir directamente ahí abajo? —respondió él—. ¿No deberíamos comprobar el piso de arriba antes? Podría haber alguien allí.

—Es que hay alguien, Oscar. Y está en el sótano. Tú puedes ir a comprobar el piso de arriba, yo me voy abajo. Cuanto menos tiempo perdamos, antes saldremos de aquí.

Era un argumento convincente y así lo reconoció él con un pequeño asentimiento. Con gesto obediente rebuscó entre el manojo de llaves una segunda vez y tras elegir una, se acercó a la puerta más lejana y pequeña de las tres que había cerradas delante de ellos. Ya se había tomado su tiempo para elegir la llave correcta y ahora se tomó aún más para meterla en la cerradura y convencerla para que girara.

—¿Cuántas veces has estado ahí abajo? —le preguntó Judo mientras trabajaba.

—Sólo dos —respondió él—. Es un sitio bastante lúgubre.

—Lo sé —le recordó ella.

—Por otro lado, mi padre parecía haber hecho toda una costumbre de bajar a explorar allí. Hay normas y reglas, ya sabes, nadie puede curiosear por la biblioteca sólo, por si acaso lo tienta algo que lea. Estoy seguro de que él se saltó a la torera todo eso. ¡Ah! —La llave giró—. ¡Esta es una! —Eligió una segunda llave y se puso a trabajar en la otra cerradura.

—¿Te habló tu padre del sótano? —le preguntó Jude.

—Una o dos veces. Sabía más de los Dominios de lo que debería. Creo que incluso sabía unos cuantos lances. No estoy muy seguro. Era un cabrón muy reservado. Pero al final, cuando sufría delirios, murmuraba unos nombres, «Patashoqua», lo recuerdo. Lo repetía una y otra vez.

—¿Crees que cruzó a los Dominios alguna vez?

—Lo dudo.

—¿Entonces tú averiguaste cómo hacerlo sólo?

—Encontré unos cuantos libros aquí abajo y los saqué a escondidas. No fue muy difícil poner a funcionar el círculo. La magia no se deteriora. Más o menos es lo único... —hizo una pausa, gruñó y forzó la llave—, que no se deteriora. —El instrumento empezó a girar pero no del todo—. Creo que a papá le hubiera gustado Patashoqua —continuó—. Pero para él era sólo un nombre, pobre cabrón.

—Será muy diferente después de la Reconciliación —dijo Jude—. Sé que para él ya es demasiado tarde...

—Al contrario —dijo Oscar haciendo una mueca al tiempo que forzaba la llave—. Por lo que tengo entendido, los muertos están tan encerrados como el resto de nosotros. Hay espíritus por todas partes, según Pecador, vociferando y despotricando.

—¿Incluso aquí dentro?

—Sobre todo aquí dentro —dijo él.

Y con eso, la cerradura renunció a toda resistencia y la llave giró.

—Listo —dijo el hombre—. Pura magia.

—Maravilloso. —La joven le dio unas palmaditas en la espalda—. Eres un genio.

Oscar le dedicó una amplia sonrisa. El hombre adusto y vencido que había encontrado sudando entre los bancos de la iglesia sólo una hora antes se había relajado de forma considerable ahora que había algo que lo distraía de su sentencia de muerte. Sacó la llave de la cerradura y giró la manilla. La puerta era robusta y pesada, pero se abrió sin presentar mucha resistencia. Oscar la precedió y entró el primero en la oscuridad.

—Si no recuerdo mal —dijo—, hay una luz aquí. ¿No? —Palpó el muro que había al lado de la puerta—. ¡Ah! ¡Espera!

Se apretó un interruptor y una fila de simples bombillas colgadas de un cable iluminaron la habitación. Eran grande, con paneles de madera y muy sobria.

—Ésta es la única parte de la casa de Roxborough que sigue intacta, además del sótano. —Había una sencilla mesa de roble en el medio de la habitación, con varias sillas alrededor—. Este es el lugar donde se encontraron, al parecer: la primera Tabula Rasa. Y siguieron reuniéndose aquí a lo largo de los años hasta que se demolió la casa.

—¿Que fue cuándo?

—A finales de los años veinte.

—¿Así que doscientos cincuenta años de culos Godolphin se sentaron en uno de estos asientos?

—Eso es.

—Incluyendo a Joshua.

—Es de suponer.

—¿Me pregunto a cuántos conocí?

—¿No te acuerdas?

—Ojalá lo hiciera. Sigo esperando que vuelvan los recuerdos. De hecho, estoy empezando a preguntarme si alguna vez lo harán.

—¿Quizá los estés reprimiendo por alguna razón?

—¿Por qué? ¿Porque son tan atroces que no puedo enfrentarme a ellos? ¿Porque me porté como una puta y dejé que me pasaran de mano en mano con el oporto, de izquierda a derecha? No, no creo que sea eso, en absoluto. No lo recuerdo porque en realidad no vivía. Andaba en sueños y nadie quería despertarme.

Jude levantó la vista y lo miró, como si quisiera desafiarlo a que defendiera el derecho a poseerla de su familia pero el hombre no dijo nada, por supuesto. Se limitó a dirigirse a la inmensa chimenea y se metió debajo de la repisa mientras elegía una tercera llave por el camino. La mujer lo oyó introducir la llave en la cerradura y girarla, escuchó el movimiento de los dientes y los contrapesos que inició el giro y, por fin, oyó el gruñido de la puerta oculta cuando se abrió. Oscar volvió la cabeza y la miró.

—¿Vienes? —dijo—. Ten cuidado. Los escalones son muy empinados.

El tramo no sólo era empinado sino también largo. La poca luz que se derramaba de la habitación de arriba se redujo aún más después de media docena de escalones y Jude tuvo que bajar el doble sumida en la oscuridad antes de que Oscar encontrara abajo un interruptor y las luces recorrieran todo el laberinto. La inundó una sensación de triunfo. Había dejado a un lado el deseo de encontrar un modo de llegar a este inframundo demasiadas veces desde que el sueño del ojo azul la había traído a la celda de Celestine, pero ese deseo no había muerto. Ahora, por fin, iba a caminar por donde su visión soñada había ido, a través de esta mina de libros con vetas que llegaban hasta el techo, hasta el mismísimo lugar donde yacía la Diosa.

—Ésta es la colección individual de textos sagrados más grande desde la biblioteca de Alejandría —dijo Oscar; su tono de guía de museo era una defensa, supuso su compañera, contra la sensación de grandeza que compartía con ella—. Aquí hay libros que ni siquiera el Vaticano sabe que existen. — Bajó la voz, como si pudiera haber otros curiosos a los que molestaría si hablaba demasiado alto—. La noche que murió, papá me dijo que aquí había encontrado un libro escrito por el Cuarto Rey.

—¿El qué?

—Había tres reyes en Belén, ¿te acuerdas? Según los Evangelios. Pero los Evangelios mentían. Había cuatro. Estaban buscando al Reconciliador.

—¿Cristo era un Reconciliador?

—Eso dijo papá.

—¿Y tú te lo crees?

—Papá no tenía razones para mentir.

—Pero el libro, Oscar, el libro podría haber mentido.

—Y también la Biblia. Papá dijo que este Mago escribió su historia porque sabía que lo habían eliminado de los Evangelios. Fue este tipo el que bautizó a Imajica. Escribió la palabra en este libro. Allí estaba, en una página por primera vez en la historia. Papá dijo que se había echado a llorar.

Jude examinó con un nuevo respeto el laberinto que se extendía desde el pie de las escaleras.

—¿Has intentado encontrar el libro desde entonces?

—No me hacía falta. Cuando papá murió, fui en busca de la realidad. Y viajé por los Dominios como si Cristo lo hubiera conseguido y el Quinto estuviera reconciliado. Y allí estaban, las muchas mansiones del Invisible.

Y allí también el intérprete más enigmático de este drama entre Dominios. Si Cristo era un Reconciliador, ¿convertía eso al Invisible en el Padre de Cristo? ¿Era la fuerza que se ocultaba detrás de las nieblas del Primer Dominio el Señor de Señores, y, si así era, por qué había aplastado a cada diosa, por toda Imajica, como decía la leyenda? Una pregunta planteaba otra, y todas a partir de unas cuantas reivindicaciones hechas por un hombre que se había arrodillado en el Portal. No era extraño que Roxborough hubiera enterrado vivos estos libros.

—¿Sabes por dónde acecha tu mujer misteriosa? —dijo Oscar.

—La verdad es que no.

—Entonces tenemos toda una búsqueda entre las manos.

—Recuerdo que había una pareja haciendo el amor aquí abajo, cerca de la celda. Uno de ellos era Bloxham.

—Asqueroso cabroncete. Entonces deberíamos buscar unas manchas en el suelo, ¿no es eso? Sugiero que nos dividamos, porque si no, vamos a estar aquí todo el verano.

Se separaron en las escaleras y cogieron caminos contrarios. Jude no tardó en descubrir de qué forma tan extraña se transmitía el sonido por los túneles. A veces oía los pasos de Godolphin con tanta claridad que pensaba que debía de estar siguiéndola. Luego doblaba una esquina (o bien lo hacía él) y el ruido no sólo se apagaba sino que se desvanecía por completo, y por toda compañía le dejaba el silencio de sus propias suelas sobre la piedra fría. Estaban enterrados a demasiada profundidad para que penetrara siquiera el más remoto murmullo de la calle que tenían sobre sus cabezas y tampoco había el menor rastro de ruido en el suelo que los rodeaba: no zumbaba ningún cable ni caía agua por ningún desagüe.

Varias veces se sintió tentada a sacar uno de los tomos de su estantería, pensaba que quizá la serendipia la pondría al alcance del diario del Cuarto Rey. Pero se resistió, sabía que incluso si tuviera tiempo para curiosear por aquí, cosa que no tenía, los volúmenes estaban escritos en los grandes idiomas de la teología y la filosofía: latín, griego, hebreo y sánscrito, todos incomprensibles para ella. Como siempre en este viaje, tendría que abrirse paso hasta la verdad sólo con instinto e ingenio. Nada le habían dado para iluminar el camino salvo el ojo azul y eso ahora estaba en posesión de Cortés. Lo reclamaría en cuanto volviera a verlo, le daría otra cosa como talismán: el vello de su sexo, si eso era lo que quería. Pero no su huevo; no su estupendo huevo azul.

Quizá fueron esos pensamientos los que la acompañaron hasta el lugar donde se había encontrado a los amantes; quizá fuera la misma chiripa que había esperado que condujera su mano hasta el libro del Rey. Si así era, con esto se había lucido más. Aquí estaba la pared donde Bloxham y su amante habían copulado, lo supo sin asomo de duda. Aquí estaban los estantes a los que la mujer había tenido que aferrarse mientras su ridículo galán se esforzaba por complacerla. Entre los libros que soportaban la argamasa estaba teñida de un rastro muy sutil de color azul. No llamó a Oscar sino que fue hasta las estanterías y bajó varias brazadas de libros, luego colocó los dedos sobre las manchas. La pared estaba muy fría pero la argamasa se desmenuzó bajo sus dedos, como si su sudor fuese agente suficiente para desatar sus elementos. La sobresaltó lo que había provocado pero también se sintió satisfecha y se apartó del muro cuando el mensaje de disolución comenzó a extenderse con extraordinaria rapidez. La argamasa empezó a deshacerse entre los ladrillos como la más fina de las arenas y el hilillo se convirtió en un torrente en cuestión de segundos.

—Estoy aquí —le dijo a la prisionera que aguardaba tras el muro—. Dios sabe que me ha llevado bastante tiempo. Pero aquí estoy.

Oscar no captó las palabras de Jude, ni siquiera el eco más remoto. Había reclamado su atención dos o tres minutos antes un sonido que oyó por encima de su cabeza y había subido las escaleras en busca de su fuente. Ya había deshonrado suficiente su masculinidad durante los últimos días al ocultarse como una viuda asustada y la idea de que quizá pudiera recuperar parte del respeto que había perdido ante los ojos de Jude enfrentándose al intruso del piso de arriba le proporcionó arresto a la persecución. Se había armado con un trozo de madera que había encontrado al pie de las escaleras y casi esperaba de camino que sus ojos no le estuvieran jugando una mala pasada y que de verdad hubiera algo tangible arriba. Estaba harto de vivir con miedo de los rumores y las imágenes que había vislumbrado entre las piedras voladoras. Si había algo que ver, quería verlo y que esa visión lo condenara para siempre o lo curara de su miedo.

En lo alto de las escaleras dudó un momento. La luz que se derramaba por la puerta de la sala de Roxborough se movía de forma muy tenue. Cogió la cachiporra con las dos manos y atravesó la puerta. La habitación se mecía con las luces, la sólida mesa con sus sólidas sillas mareadas por el movimiento. Examinó la habitación de esquina a esquina y tras encontrar que cada sombra estaba vacía, se dirigió a la puerta que llevaba al vestíbulo con tanta delicadeza como le permitía su corpulencia. El balanceo de las luces se fue deteniendo a medida que avanzaba y había cesado cuando alcanzó la puerta. Al salir, un perfume le invadió los senos nasales, tan dulce como amargo era el dolor agudo y repentino que le invadió el costado. Intentó volverse pero su atacante lo clavó una segunda vez. La madera se le cayó de la mano y se le escapó un grito de los labios...

—¿Oscar?

Jude no quería dejar la pared de la celda de Celestine cuando se estaba deshaciendo con tal entusiasmo (los ladrillos caían unos sobre otros a medida que se deshacía la argamasa que los unía y las estanterías se estaban agrietando, listas para caer) pero el grito de Oscar reclamó su atención. Volvió a la salida por el laberinto, el sonido de la capitulación del muro levantaba ecos por los pasillos y la confundía pero encontró la senda de vuelta a las escaleras después de un momento; iba chillando el nombre de Oscar por el camino. No hubo—respuesta en la biblioteca en sí así que decidió subir de nuevo a la sala de reuniones. Esta también estaba silenciosa y vacía, al igual que el vestíbulo cuando llegó allí, la única señal de que Oscar había pasado por allí era un bloque de madera tirado cerca de la puerta. ¿Qué demonios estaba haciendo ese hombre? Jude salió para ver si había vuelto al coche por alguna razón pero no había señales de él bajo el sol, lo que restringía las opciones a una sola: la torre.

Irritada pero ya un poco nerviosa, miró la puerta abierta que llevaba de vuelta al sótano; se debatía entre el deseo de volver para recibir a Celestine y seguir a Oscar hasta la torre. Un hombre de su corpulencia era perfectamente capaz de defenderse sólo, razonó pero no podía evitar sentir un cierto residuo de responsabilidad, había sido ella la que lo había convencido para que viniera aquí.

Una de las puertas parecía un ascensor pero se cuando acercó, oyó el zumbido del motor en funcionamiento así que en lugar de esperar, prefirió ir a las escaleras y empezar a subir. Aunque el tramo estaba oscuro no dejó que eso la frenara sino que ascendió por los escalones de tres en tres y cuatro en cuatro hasta que llegó a la puerta que conducía al último piso. Mientras tanteaba en busca del picaporte, escuchó una voz en la suite que había detrás. Las palabras eran indescifrables pero la voz parecía cultivada, casi entrecortada. ¿Había sobrevivido algún miembro de la Tabula Rasa después de todo? ¿Quizá Bloxham, el Casanova del sótano?

Empujó la puerta y la abrió. Había más luz al otro lado, aunque no mucha más. Todas las habitaciones del pasillo eran pozos turbios, todos tenían las cortinas corridas. Pero la voz la condujo a través de las tinieblas hacia un par de puertas, una de las cuales estaba entreabierta. Una luz ardía al otro lado. Judith se acercó con cautela, la moqueta que tenía bajo los pies era lo bastante recargada para silenciar sus pasos. Aun cuando el orador interrumpió su monólogo durante unos momentos, ella siguió avanzando y alcanzó la suite sin un sólo ruido. No tenía mucho sentido esperar, pensó, una vez que había llegado al umbral. Sin una palabra empujó la puerta y la abrió.

Había una mesa en la habitación y sobre ella yacía Oscar envuelto en un charco doble, uno de luz, el otro de sangre. Jude no chilló, ni siquiera sintió nauseas, aun cuando yacía abierto como un paciente en plena operación. Sus pensamientos pasaron volando por el horror y se dirigieron al hombre y su agonía. Estaba vivo. Jude le veía el corazón latiendo como un pez en un estanque rojo, exhalaba su último suspiro.

El cuchillo del cirujano había quedado tirado en la mesa a su lado y su propietario, al que en estos momentos ocultaban las sombras, dijo:

—Aquí estás. Entra, ¿quieres? Entra. —Colocó las manos, que estaban limpias, sobre la mesa—. Sólo soy yo, pichoncita.

—Dowd...

—¡Ah! Nada como que te recuerden. Parece una cosa tan pequeña, ¿verdad? Pero no lo es. De verdad, no lo es.

Sus modales conservaban la antigua teatralidad pero aquella antigua cualidad meliflua había desaparecido de su voz. Al oírlo, y más aún al verlo, se dio cuenta de que parecía una parodia de sí mismo, su rostro una máscara tallada a hachazos.

—Únete a nosotros, por favor, pichoncita —dijo—. Estamos en esto juntos, después de todo.

Por mucho que le sorprendiera verlo (¿aunque no le había advertido Oscar que no era nada fácil matar a esta clase de criaturas?) no se sentía intimidada por él. Había visto todos sus trucos, engaños y representaciones; lo había visto colgando sobre un abismo rogando por su vida. Era un ser ridículo.

—Yo no tocaría a Godolphin, por cierto —dijo.

La mujer hizo caso omiso del consejo y se acercó a la mesa.

—Su vida pende de un hilo —continuó Dowd—. Sí se le mueve, te juro que se le caen las entrañas. Mi consejo es que lo dejes ahí echado. Disfruta el momento.

—¿Disfrutar? —dijo ella; emergía en su voz el asco que sentía, aunque sabía que eso era exactamente lo que aquel hijo de puta quería escuchar.

—No tan alto, cielito —dijo Dowd, como si le molestara el volumen de su voz—. Vas a despertar al niño. —Se echó a reír—. Es un niño, en realidad, comparado con nosotros. Unan vida tan corta...

—¿Por qué has hecho esto?

—¿Por dónde empiezo? ¿Por los pequeños motivos? No. Por el grande. Lo he hecho para ser libre. —Se inclinó hacia ella, su rostro era un rompecabezas de claroscuros bajo la lámpara—. Cuando exhale su último aliento, pichoncita, cosa que ya no tardará en ocurrir, será el final de los Godolphin. Cuando él desaparezca, no seremos esclavos de nadie.

—Eras libre en Yzordderrex.

—No. La cadena era larga, quizá, pero no era libre. Sentía sus deseos. Sentía sus incomodidades. Una pequeña parte de mí sabía que debería estar en casa con él, haciéndole el té y secándole entre los dedos de los pies. En el fondo de mi corazón, seguía siendo su esclavo. —Miró de nuevo el cuerpo—. Parece casi un milagro, el modo que tiene de pervivir a pesar de todo.

Estiró la mano hacia el cuchillo.

—¡Déjalo! —le soltó ella y él se retiró con sorprendente presteza.

La joven se inclinó sobre Oscar, temerosa de tocarlo por miedo a provocar una conmoción mayor en su traumatizado organismo y que se detuviera. Tenía espasmos en el rostro y sus labios pálidos estaban llenos de diminutos temblores.

—¿Oscar? —le murmuró ella—. ¿Me oyes?

—Oh, mírate, pichoncita —la arrulló Dowd—. Poniéndote toda tierna con él. Recuerda cómo te utilizó. Cómo te oprimió.

Judith se inclinó un poco más sobre Oscar y volvió a llamarlo.

—Jamás nos amó a ninguno de los dos —continuó Dowd—. Éramos sus bienes. Parte de su...

Los ojos de Oscar se abrieron con un parpadeo.

—... herencia —terminó Dowd pero la palabra apenas pudo oírse. Al abrirse los ojos de Oscar, Dowd dio un segundo paso atrás y se ocultó entre las sombras.

Los labios pálidos de Oscar formaron las sílabas del nombre de Judith, pero ningún sonido acompañó el movimiento.

—Oh, Dios —murmuró la mujer—, ¿me oyes? Quiero que sepas que todo esto no ha sido en vano. La he encontrado. ¿Entiendes? La he encontrado.

Oscar hizo un pequeño gesto de asentimiento y luego, con agónica delicadeza, se pasó la lengua por los labios y cogió aliento suficiente para decir:

—No era cierto...

Jude captó las palabras pero no su sentido.

—¿Qué no era cierto? —dijo.

El moribundo volvió a humedecerse los labios y contorsionó el rostro por el esfuerzo que le suponía hablar. Esta vez sólo era una palabra:

—Herencia...

—¿Que no era una herencia? —dijo ella—. Lo sé.

Oscar esbozó la más pequeña de las sonrisas, sus ojos recorrían el rostro de la mujer, desde la frente a las mejillas, de allí a los labios y luego volvían a los ojos, para mirarse en ellos sin timidez.

—Te... quería... —le dijo.

—También lo sé —le susurró ella.

Y entonces la mirada masculina perdió claridad. Su corazón dejó de latir en su estanque de sangre; los nudos de su rostro se deshicieron al cesar el corazón. Se había ido. El último de los Godolphin, muerto sobre la mesa de la Tabula Rasa.

Judith se incorporó y se quedó mirando el cadáver, aunque hacerlo la angustiaba. Si alguna vez tenía tentaciones de jugar con la oscuridad, que esta visión fuera el azote de esa tentación. No había nada poético ni noble en esta escena, sólo quebranto.

—Pues ya está —dijo Dowd—. Es gracioso. No me siento diferente. Quizá lleve su tiempo, claro. Supongo que la libertad hay que aprenderla, como cualquier otra cosa. —Judith percibió la desesperación bajo aquellos balbuceos, una desesperación apenas oculta. La criatura estaba sufriendo—. Deberías saber algo —dijo.

—No quiero oírlo.

—No, escucha, pichoncita. Quiero que sepas... Él me hizo exactamente lo mismo, sobre esta misma mesa. Me destripó delante de la Sociedad. Quizá sea una minucia querer venganza, pero claro, yo no soy más que un pobre actorzuelo. ¿Qué voy a saber yo?

—¿Los mataste a todos por eso?

—¿A quién?

—A la Sociedad.

—No, aún no. Pero ya llegaré a ellos. Por los dos.

—Llegas demasiado tarde. Ya están muertos.

Eso lo acalló durante quince segundos enteros. Cuando empezó otra vez fue con más cháchara, tan vacía como el silencio que quería llenar.

—Fue esa maldita purga, ya sabes; se ganaron demasiados enemigos. Durante los próximos días van a aparecer maestros menores hasta debajo de las piedras. Todo un aniversario, ¿eh? Me voy a coger la gran cogorza. ¿Y tú? ¿Cómo lo vas a celebrar, sola o con amigos? Esa mujer que encontraste, por ejemplo. ¿Le van las fiestas?

Jude maldijo en silencio su indiscreción.

—¿Quién es? —continuó Dowd—. No me digas que Clara tenía una hermana. —Se echó a reír—. Lo siento, no debería reírme pero es que estaba como una regadera; supongo que ahora te das cuenta. No te entendía. Nadie te entiende salvo yo, pichoncita y yo te entiendo...

—... porque somos iguales.

—Exacto. Ya no pertenecemos a nadie. Somos nuestra propia invención. Haremos lo que queramos, cuando queramos y nos importarán una mierda las consecuencias.

—¿Y eso es la libertad? —dijo ella con tono neutro, por fin había apartado los ojos de Oscar y los había levantado para contemplar el cuerpo deforme de Dowd.

—No intentes decirme que no la quieres —dijo Dowd—. No te estoy pidiendo que me ames por esto, no soy tan estúpido, pero al menos admite que es lo más justo.

—¿Por qué no lo asesinaste en su cama hace años?

—No era lo bastante fuerte. Está bien, me doy cuenta que en estos momentos quizá no irradie salud y eficacia por todos mis poros, pero he cambiado mucho desde la última vez que nos vimos. He estado ahí abajo, entre los muertos. Fue muy... educativo. Y mientras estaba allí abajo, empezó a llover. Qué lluvia más dura, pichoncita, en serio. Jamás he visto nada parecido. ¿Quieres ver lo que me cayó encima?

Se subió la manga y puso el brazo en el estanque de luz. Allí estaba la razón de su apariencia llena de bultos. El brazo, y era de suponer que el cuerpo entero, era un mosaico de retazos, con la carne medio sellada encima de fragmentos de piedra que la criatura había deslizado en sus heridas. Jude reconoció al instante la iridiscencia que corría por los fragmentos y le prestaba cierto encanto a la carne miserable de Dowd. La lluvia que había caído sobre su cabeza eran los trozos desprendidos del Eje.

—Sabes lo que es, ¿no es cierto?

La joven odiaba la facilidad con la que aquella criatura leía en su rostro pero no había razón para negar lo que sabía.

—Sí, lo sé —dijo ella—. Estaba en la torre cuando empezó a derrumbarse.

—Menudo regalo de Dios, ¿eh? Soy más lento, claro, con esta clase de peso encima, pero después de hoy no tendré que andar llevando y trayendo cosas, así que, ¿qué me importa que me lleve media hora cruzar la habitación? Tengo poder en mi interior, pichoncita, y no me importa compartir...

Se detuvo y retiró el brazo de la luz.

—¿Qué fue eso?

Jude no había oído nada pero ahora sí: un rumor sordo que provenía de abajo.

—¿Qué demonios estabas haciendo ahí abajo? No estarías destruyendo la biblioteca, espero. Quería darme esa satisfacción en persona. Oh, vaya. Bueno, ya habrá oportunidades de sobra para hacer el bárbaro. Está en el aire, ¿no te parece?

Los pensamientos de Jude volaron hacia Celestine. Dowd era muy capaz de hacerle daño. Tenía que volver abajo y advertir a la Diosa, quizá pudiera encontrar algún modo de defenderse. Mientras tanto, le seguiría la corriente.

—¿Dónde vas a ir después de esto? —le preguntó a Dowd, había relajado el tono todo lo que pudo.

—De Vuelta a Regent's Park Road, pensé. Podemos dormir en la cama de nuestro amo. Eh, ¿qué estoy diciendo? Por favor, no pienses que quiero tu cuerpo. Sé que el resto del mundo piensa que el cielo está en tu regazo pero yo llevo célibe doscientos años y he perdido por completo el impulso sexual. Podemos vivir como hermanos, ¿no es cierto? ¿A que eso no suena tan mal?

—No —dijo ella mientras luchaba contra el impulso de escupirle su asco a la cara—. La verdad es que no.

—Bueno, mira, ¿por qué no me esperas abajo? Me queda algún asuntillo que hacer aquí. Los rituales hay que respetarlos.

—Lo que tú digas —respondió Jude.

La mujer lo dejó con su despedida, fuera la que fuera, y volvió a las escaleras. El rumor sordo que había llamado la atención de Dowd había cesado pero ella se apresuró a bajar el tramo de cemento llena de esperanza. La celda estaba abierta, lo sabía. En cuestión de segundos podría los ojos sobre la Diosa y lo que quizá fuera más importante, Celestine posaría los ojos sobre Jude. En cierto sentido, lo que Dowd había dicho allí arriba era verdad. Con Oscar muerto, era cierto que ya era libre de la maldición de su creación. Ya era hora de conocerse a sí misma y de que la conocieran.

Mientras recorría la habitación que quedaba de la casa de Roxborough y empezaba a bajar las escaleras que llevaban al sótano, sintió el cambio que había invadido el laberinto inferior. No tuvo que buscar la celda, la energía que invadía el aire se movía como una marea invisible y la llevaba hacia su fuente. Y allí estaba, delante de ella: el muro de la celda convertido en un montón de astillas y escombros, la brecha que había provocado su derrumbamiento se elevaba hasta el techo. La disolución que ella había iniciado todavía continuaba. Cuando se aproximó cayeron más ladrillos, la argamasa convertida en polvo. Se enfrentó a la caída y trepó por encima de las ruinas para asomarse a la celda. Dentro estaba oscuro pero sus ojos encontraron pronto la forma momificada de la prisionera, echada en el suelo.

El cuerpo no se movía. Jude se acercó y cayó de rodillas para rasgar las delicadas hebras con las que Roxborough y sus agentes habían envuelto a Celestine. Estaban demasiado duras para sus dedos así que empezó a rasgarlas con los dientes. Las hebras eran amargas pero ella tenía los dientes afilados y una vez que sucumbió una a sus mordiscos, otras la siguieron de inmediato. Un temblor recorrió el cuerpo, como si la cautiva presintiera la liberación. Como había ocurrido con los ladrillos, el mensaje de la descomposición era contagioso y Jude sólo había partido media docena de las hebras cuando éstas empezaron a estirarse y romperse por propia voluntad, ayudadas por el movimiento del cuerpo que habían envuelto. El vuelo de una le mordió la mejilla y se vio obligada a retirarse cuando empezó a extenderse la emancipación, las hebras describían movimientos sinuosos al romperse y los extremos partidos brillaban.

Los temblores del cuerpo de Celestine eran ahora convulsiones que crecían a medida que aumentaba la ambición de las hebras. No se limitaban a volar en un arrebato, comprendió Jude, se estiraban en todas direcciones, hacia el techo de la celda y hacia sus paredes. Azotada por ellas una vez, la única manera de evitar otro contacto era retirarse al agujero por el que había entrado y luego salir tropezando por encima de los escombros.

Al salir oyó la voz de Dowd en algún lugar del laberinto, detrás de ella.

—¿Qué has estado haciendo, pichoncita?

No estaba demasiado segura, la verdad. Aunque ella había sido la iniciadora de la liberación, no era su señora. Las cuerdas tenían vida propia y ya fuera Celestine la que las movía o Roxborough el que había trenzado en su interior la orden de destruir a cualquiera que viniera en busca de la excarcelación de su prisionera, no iban a aplacarlas ni contenerlas. Algunas ya estaban arañando el borde del agujero y arrancando más ladrillos. Otras, que demostraban una elasticidad que Jude no se había esperado, se asomaban poco a poco por encima de los escombros y volcaban piedras y libros en su avance.

—Oh, Señor —oyó que decía Dowd y se volvió para verlo de pie, en el pasillo, media docena de metros más atrás, con el cuchillo de cirujano en una mano y un pañuelo ensangrentado en la otra.

Era la primera vez que lo veía de la cabeza a los pies y la carga de fragmentos del Eje que llevaba era aparente. Tenía un aspecto excepcionalmente torpe, los hombros no encajaban y tenía la pierna izquierda hacia dentro, como si le hubieran colocado mal un hueso partido.

—¿Qué hay ahí dentro? —dijo Dowd mientras cojeaba hacia ella—. ¿Es tu amiga?

—Te sugiero que no te acerques mucho —le dijo Jude.

La criatura hizo caso omiso de ella.

—¿Roxborough emparedó algo? ¡Mira eso! ¿Es un oviáceo?

—No.

—¿Entonces qué? Godolphin nunca me habló de esto.

—No lo sabía.

—¿Pero tú sí? —dijo él y se volvió para mirarla al tiempo que avanzaba para estudiar las cuerdas que no dejaban de surgir—. Estoy impresionado. Los dos nos hemos guardado unos cuantos secretitos, ¿verdad?

Una de las cuerdas se elevó de repente de entre los escombros, Dowd dio un salto hacia atrás y se le cayó el pañuelo de la mano. Se desdobló al caer y el trozo de la carne de Oscar que Dowd había envuelto en él aterrizó en el suelo. Era un simple vestigio pero ella sabía bien lo que era. La criatura le había cortado la curiosidad y se la llevaba como recuerdo.

Jude dejó escapar un gemido de asco. Dowd empezó a inclinarse para recogerlo pero la rabia de Jude (que había ocultado por Celestine) explotó.

—¡Serás cabronazo! —dijo y lo atacó con las dos manos levantadas por encima de la cabeza y unidas en un sólo puño.

La criatura estaba repleta de fragmentos de piedra y no se pudo levantar con la suficiente celeridad para evitar el golpe. Ella le golpeó en la parte de atrás del cuello, un porrazo que probablemente le hizo más daño a ella que a él pero que desequilibró un cuerpo que ya era demasiado asimétrico para su propio bien. Dowd tropezó, víctima de la ley de la gravedad y quedó tirado en los escombros. Dowd sabía lo indigno que era y eso lo encolerizó todavía más.

—¡Foca estúpida! —dijo—. ¡Estúpida foca sentimental! ¡Recógelo! ¡Venga, recógelo! Quédatelo si lo quieres.

—No lo quiero.

—No, insisto. Es un regalo, de hermano a hermana.

—¡No soy tu hermana! ¡Nunca lo fui y nunca lo seré!

Allí tirado, sobre los escombros, empezaron a salirle insectos de la boca, algunos tan gordos como cucarachas gracias al poder que transportaba en su piel. Si eran para ella o para protegerlo a él contra la presencia de la pared, Jude no lo sabía pero al verlos se alejó un paso de él.

—Voy a perdonarte esto —le dijo él, todo magnanimidad—. Estás crispada, lo sé. —Levantó el brazo—. Ayúdame a levantarme —dijo—. Dime que lo sientes y todo olvidado.

—Odio todo lo que eres —le dijo ella.

A pesar de los insectos, fue el instinto de conservación lo que la hizo hablar, no la valentía. Aquí había poder. La verdad le haría más servicio que una mentira, por muy política que fuera.

Dowd retiró el brazo y empezó a levantarse. Y mientras él lo hacía, Jude dio dos pasos y recogió el pañuelo ensangrentado y con ese gesto reclamó los últimos restos de Oscar. Al incorporarse de nuevo, sintiéndose casi culpable por lo que había hecho, percibió un movimiento en el muro. Había aparecido una pálida forma contra la oscuridad de la celda, una forma tan madura y redonda como desigual era el muro que la enmarcaba. Celestine estaba flotando, o más bien la levantaban, como habían levantado a Quaisoir, cintas de carne; los filamentos que en otro tiempo la habían asfixiado se aferraban a sus miembros como los restos de un abrigo y le rodeaban la cabeza como una capucha viva. El rostro que se ocultaba debajo era dueño de unos huesos delicados pero severos y la belleza que podría haber poseído quedaba estropeada por la demencia que ardía en su expresión. Dowd seguía en el proceso de levantarse y se volvió para seguir la mirada asombrada de Jude. Cuando posó los ojos sobre la aparición, el cuerpo le falló y volvió a caer sobre los escombros, boca abajo. De su boca criadora de insectos se escapó una sola palabra aterrada.

—¿Celestine?

La mujer se había acercado a los límites de su celda y ahora levantaba las manos pura tocar los ladrillos que la habían sellado en el interior durante tanto tiempo. Aunque sólo los rozó, dio la sensación de que huyeron de sus dedos y se derrumbaron con el resto. Había espacio de sobra para que saliera pero se quedó atrás y habló desde las sombras, sus pupilas iban de un lado a otro con expresión maníaca, los labios habían descubierto los dientes como si ensayaran alguna funesta revelación. Igualó el único pronunciamiento de Dowd con una palabra propia: —Dowd.

—Sí... —murmuró él—. Soy yo.

Así que había dicho la verdad sobre alguna parte de su biografía al menos, pensó Jude. La mujer lo conocía, igual que él afirmaba conocerla a ella.

—¿Quién te hizo esto? —dijo él.

—¿Por qué me preguntas a mí —dijo Celestine—, cuando tú formabas parte de la conspiración? —En su voz había la misma mezcla de locura y serenidad que exhibía su cuerpo, sus tonos melifluos acompañados por un aleteo que era casi una segunda voz que hablaba en tándem con la primera.

—No lo sabía, te lo juro —dijo Dowd. Ladeó la pesada cabeza para apelar a Jude—. Díselo —le dijo.

La mirada oscilante de Celestine se elevó para mirar a Jude.

—¿Tú? —dijo—. ¿Conspiraste contra mí?

—No —dijo Jude—. Yo soy la que te liberó.

—Yo me liberé.

—Pero yo le di comienzo —dijo Jude.

—Acércate más. Déjame verte mejor.

Jude dudó antes de acercarse, la cara de Dowd seguía siendo un nido de insectos. Pero Celestine volvió a exigírselo y Jude obedeció. La mujer levantó la cabeza al acercarse la joven, la volvió a un lado y a otro, quizá para imbuir de vida sus aletargados músculos.

—¿Eres la mujer de Roxborough? —dijo.

—No.

—No te acerques más —le dijo a Jude—. ¿De quién, entonces? ¿A cuál de ellos perteneces?

—No pertenezco a ninguno de ellos —dijo Jude—. Están todos muertos.

—¿Incluso Roxborough?

—Hace doscientos años que desapareció.

Al menos los ojos dejaron de parpadear y su quietud, ahora que la había, era más angustiosa que sus movimientos. Aquella mujer tenía una mirada que podía cortar el acero.

—Doscientos años —dijo. No era una pregunta, era una acusación. Y no era a Jude a la que acusaba, era a Dowd—. ¿Por qué no viniste a por mí?

—Creí que estabas muerta y enterrada —le dijo él.

—¿Muerta? No. Eso habría sido hacerme un favor. Le di un hijo. Lo crié durante un tiempo. Tú lo sabías.

—¿Cómo iba a saberlo? No era asunto mío.

—Tú me convertiste en tu asunto —dijo ella—. El día que me sacaste de mi vida y me entregaste a Dios. Yo no lo pedí y no lo quería...

—Sólo era un sirviente...

—Un perro, más bien. ¿Quién te sujeta ahora la correa? ¿Esta mujer?

—No sirvo a nadie.

—Bien. Entonces puedes servirme a mí.

—No confíes en él —dijo Jude.

—¿Y en quién preferirías que confiara? —respondió Celestine sin dignarse a mirar a Jude—. ¿En ti? Me parece que no. Tienes sangre en las manos y hueles a coito.

Estas últimas palabras estaban teñidas de tal asco que Jude no pudo evitar replicar.

—No estarías despierta si yo no te hubiera encontrado.

—Considera la libertad de abandonar este lugar mi forma de darte las gracias —respondió Celestine—. No querrías disfrutar de mi compañía mucho tiempo.

A Jude no le resultó muy difícil de creer. Después de todos los meses que había aguardado este encuentro no había revelaciones que escuchar aquí: sólo la locura de Celestine y el hielo de su cólera.

Dowd, mientras tanto, se estaba poniendo en pie y mientras lo hacía, una de las cintas de la mujer se desenvolvió entre las sombras y se estiró hacia él. A pesar de sus anteriores protestas, la criatura no hizo ademán de evitarlo. Lo había envuelto un sospechoso aire de humildad. No sólo no presentó resistencia, sino que, de hecho, le brindó las manos a Celestine para que se las atara tras unir pulso contra pulso. La mujer no desdeñó su ofrecimiento. Las cintas de su carne se envolvieron alrededor de las muñecas de Dowd y luego se apretaron y tiraron de él para subirlo por la pendiente de ladrillo.

—Ten cuidado —advirtió Jude—. Es más fuerte de lo que parece.

—Es todo robado —respondió Celestine—. Los trucos, el decoro, su poder. Nada le pertenece. No es más que un actor. ¿No es así?

Como si consintiera, Dowd inclinó la cabeza. Pero al hacerlo, clavó los talones en los escombros y se negó a que lo arrastraran un milímetro más. Jude empezó a lanzar una segunda advertencia pero antes de que pudiera decir nada, los dedos masculinos se cerraron alrededor de la carne y tiraron con fuerza. Cogida de improviso, Celestine se vio arrastrada hacia el borde abierto del agujero y antes de que el resto de los filamentos pudieran acudir en su ayuda, Dowd había levantado las muñecas por encima de la cabeza y con gesto despreocupado había partido la carne que las ataba. Celestine dejó escapar un aullido de dolor y se retiró al santuario de su celda arrastrando tras ella la cinta cortada.

Dowd no le dio sin embargo un instante de respiro, fue en su busca al instante chillándole mientras arrastraba los pies por encima del montón de cascotes.

—¡No soy tu esclavo! ¡No soy tu perro! ¡Y tú no eres ninguna puta Diosa! ¡Eres una simple puta!

Luego desapareció rugiendo en la oscuridad de la celda. Jude se aventuró a acercarse al agujero unos pasos más pero los combatientes se habían retirado hacia la parte más oculta y no vio nada de su lucha. La escuchó, sin embargo: el siseo del aliento expulsado con dolor; el ruido de los cuerpos lanzados contra la piedra. Las paredes temblaban y arrancaban los libros del pasillo de sus estantes, la marea de poder arrojaba hojas sueltas y panfletos al aire como pájaros en medio de un huracán que dejaba a los volúmenes más pesados sacudiéndose en el suelo con la espalda rota. Y luego, de repente, se terminó. La conmoción de la celda cesó por completo y hubo varios segundos de silencio inmóvil, rotos por un gemido y la visión de una mano que salía de las tinieblas y se agarraba al muro roto. Un momento después, Dowd apareció vacilante, con la otra mano se aferraba la cara. Si bien los fragmentos que llevaba eran poderosos, la carne en la que estaban asentados era débil y Celestine había explotado esa fragilidad con la eficacia de un guerrero. A la criatura le faltaba media cara, sólo se le veía el hueso y su cuerpo estaba más deshecho que el cadáver que había dejado en la mesa del piso de arriba: el abdomen abierto, los miembros apaleados.

Se cayó nada más salir. En lugar de intentar ponerse en pie (cosa que Jude dudaba que fuera capaz de hacer), se arrastró sobre los escombros como un ciego, palpando con las manos las ruinas que tenía delante. De vez en cuando se le escapaba un sollozo o un quejido pero el esfuerzo de la huida estaba consumiendo a toda prisa la poca fuerza que le quedaba y antes de llegar al suelo abierto, los ruidos se rindieron. Como se rindió él poco tiempo después. Dobló los brazos bajo el cuerpo y se derrumbó con el rostro en el suelo, rodeado de libros estremecidos.

Jude contempló el cuerpo mientras contaba hasta diez, luego volvió a dirigirse a la celda. Cuando se encontraba a unos dos metros del cuerpo de la criatura, vio un movimiento y se paró en seco. Todavía había vida en él, aunque no era la suya. Los insectos brotaban de su boca abierta como pulgas que abandonan a toda prisa un anfitrión que se está enfriando. Le salían también de la nariz y de las orejas. Sin la voluntad de su dueño para dirigirlas era muy probable que fuesen inofensivos pero Jude no pensaba ponerlos a prueba. Se apartó de ellos tanto como pudo y tomó una ruta indirecta para subir por los escombros hasta el umbral del refugio de Celestine.

El polvo que bailaba en el aire había espesado mucho las sombras, secuelas de las fuerzas que se habían desatado en su interior. Pero Celestine era visible, yacía de lado contra el muro contrario. La criatura le había hecho daño, no cabía duda. Su piel pálida estaba quemada y rota en el muslo, el costado y el hombro. El celo purgativo de Roxborough todavía tenía algo de jurisdicción en esta torre, pensó Jude. Había visto tres apóstatas derribados en el espacio de una hora: uno arriba y dos abajo.

Uno de ellos, su prisionera Celestine, parecía ser la que menos había sufrido. Herida como estaba, todavía era capaz de volver sus fieros ojos hacia Jude y decir:

—¿Has venido a jactarte?

—Intenté advertirte —dijo Jude—. No quiero que seamos enemigas, Celestine. Quiero ayudarte.

—¿Por orden de quién?

—Mía. ¿Por qué asumes que todo el mundo es esclavo, puta o el puñetero perro de alguien?

—Porque así es el mundo —dijo la mujer.

—Ha cambiado, Celestine.

—¿Qué? ¿Han desaparecido entonces los humanos?

—No es humano ser esclavo.

—¿Qué sabrás tú? —dijo la mujer—. No huelo demasiada humanidad en ti. Eres una especie de impostora, ¿no es cierto? Hecha por un maestro.

A Jude le habría dolido oír aquel desprecio en boca de cualquiera pero en la de aquella mujer, que durante tanto tiempo había sido un faro de esperanza y curación, la condena era más amarga. Había luchado tanto para ser algo más que una falsificación forjada en un útero artificial. Pero con unas pocas palabras Celestine la había reducido a un espejismo.

—Ni siquiera eres natural —le dijo.

—Y tú tampoco —le soltó Jude.

—Pero una vez lo fui —dijo Celestine—. Y a eso me aferró.

—Aférrate todo lo que quieras, eso no cambiará los hechos. Ninguna mujer natural podría haber sobrevivido dos siglos aquí dentro.

—Me alimentó el deseo de vengarme.

—¿De Roxborough?

—De todos ellos, salvo uno.

—¿Quién?

—El maestro... Sartori.

—¿Lo conociste?

—Muy poco —dijo Celestine.

Había allí un gran dolor que Jude no comprendía pero tenía los medios de aliviarlo en la lengua y a pesar de todas las crueldades de Celestine, Jude no quiso negarle la noticia.

—Sartori no está muerto —le dijo.

Celestine había vuelto la cara hacia el muro pero ahora volvió a mirar a Jude.

—¿No está muerto?

—Lo encontraré por ti si quieres —dijo Jude.

—¿Harías eso?

—Sí.

—¿Eres su amante?

—No exactamente.

—¿Dónde está? ¿Está cerca?

—No sé dónde está. En algún lugar de la ciudad.

—Sí. Ve a buscarlo. Por favor, ve a buscarlo. —La mujer se apoyó en el muro y se levantó—. Él no sabe mi nombre pero yo le conozco.

—¿Entonces quién le digo que eres?

—Pregúntale... pregúntale si recuerda a Nisi Nirvana.

—¿A quién?

—Sólo díselo.

—¿Nisi Nirvana?

—Eso es.

Jude se levantó y volvió al agujero de la pared pero cuando estaba a punto de salir, Celestine la volvió a llamar.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Judith.

—Bueno, Judith, no sólo apestas a coito sino que tienes en la mano un trozo de carne que no has soltado en ningún momento. Sea lo que sea, déjalo.

Horrorizada, Jude bajó los ojos y se miró la mano. La curiosidad seguía en su poder, medio colgada de su puño. La tiró de golpe y desapareció entre el polvo.

—¿Te asombra que te tomara por una puta? —comentó Celestine.

—Entonces las dos hemos cometido un error —respondió Jude devolviéndole la mirada—. Yo pensé que eras mi salvación.

—El tuyo fue un error mayor —contestó Celestine.

Jude no honró esta última indignidad con una respuesta, se limitó a salir de la celda. Los insectos que habían abandonado el cuerpo de Dowd seguían arrastrándose por allí sin rumbo fijo, en busca de un nuevo escondrijo, pero la carne que habían desalojado se había levantado y se había ido. A Jude no le sorprendió demasiado. Dowd era actor hasta la médula. Postergaría su escena de despedida todo el tiempo que le fuera posible con la esperanza de poder estar en el centro del escenario cuando cayera el último telón. Un ambición vana, dada la fama de sus compañeros de tragedia y una ambición que Jude no era lo bastante tonta para compartir. Cuanto más sabía sobre el drama que se desenvolvía a su alrededor, con sus raíces en el relato de Cristo el Reconciliador, más resignada estaba a tener poco o ningún papel en él. Como el Cuarto Mago suprimido del Portal, a ella no la querían en el Evangelio que se estaba a punto de escribir, y tras haber visto el lamentable estado en el que había quedado el testamento de un rey, tampoco pensaba perder el tiempo escribiendo el suyo.

Capítulo 13

1

Las responsabilidades de Clem habían terminado por esa noche. Llevaba fuera desde las siete de la tarde anterior ocupándose de los mismos asuntos que lo llevaban a salir cada día: el pastoreo de aquellos sin techo de la ciudad demasiado frágiles o demasiado jóvenes para sobrevivir durante mucho tiempo en las calles con sólo cemento o cartón como lecho. El solsticio de verano estaba a sólo dos días y las horas de oscuridad eran cortas y relativamente cálidas pero había otros depredadores además del frío que se alimentaban de los débiles (todos humanos) y la tarea de negarles sus presas le ocupaba las horas vacías que seguían a la medianoche y lo dejaba, como ahora, agotado pero demasiado lleno de sensaciones para apoyar la cabeza y dormir. Había visto más miseria humana en los tres meses que llevaba trabajando con los sin techo que en las cuatro décadas precedentes. La gente vivía sumida en la más extrema privación a tiro de piedra de los símbolos más llamativos de la justicia, la fe y la democracia de la ciudad: sin dinero, sin esperanza y muchos (y estos eran los casos más tristes) sin que les restara mucha cordura. Cuando volvía a casa tras estas marchas nocturnas, con el vacío que había dejado en él la desaparición de Taylor no lleno pero al menos olvidado durante un rato, era con expresiones de tal desesperación en la cabeza que la que encontraba en el espejo parecía casi alegre.

Esta noche, sin embargo, se entretuvo paseando por la oscura ciudad más tiempo del habitual. Una vez que saliera el sol sabía que tendría pocas posibilidades, o quizá ninguna, de dormir, pero el sueño carecía de importancia para él en este momento. Habían pasado dos días desde la visita que lo había enviado a la puerta de Judy con relatos sobre ángeles y desde entonces no había visto más indicios de la presencia de Taylor. Pero había otras señales, no en la casa sino aquí fuera, en las calles, de que reinaban poderes de los que su querido Taylor no era más que una dulce parte.

Había tenido prueba de ello hacía sólo un rato. Justo después de la medianoche un hombre llamado Tolland, al parecer muy temido entre las frágiles comunidades que se reunían para dormir bajo los puentes y en las estaciones de Westminster, se había vuelto loco en el Soho. Había herido a dos alcohólicos en un callejón, su único delito estar en su camino cuando montó en cólera. Clem no había presenciado nada de ello pero había llegado después del arresto de Tolland para ver si podía convencer y sacar del arroyo a algunos de aquellos cuyas camas y pertenencias habían quedado demolidas. Pero ninguno quería ir con él y en el curso de sus vanos intentos de persuasión, uno de tantos, una mujer a la que nunca había visto sin lágrimas en el rostro hasta ahora, le había sonreído y le había dicho que aquella noche debería quedarse con ellos bajo el cielo abierto en lugar de ocultarse en su cama, porque iba a llegar el Señor y sería la gente que vivía en las calles quien primero Lo vería. Si no hubiera sido por la fugaz reaparición de Taylor en su vida, Clem habría desechado las jubilosas palabras de la mujer pero había demasiados imponderables en el aire para que él hiciera caso omiso del más leve indicador que podría llevarle a un milagro. Le había preguntado a la mujer qué Señor era este que venía y ella le había respondido, con bastante sensatez, que no importaba. ¿Por qué iba ella a preocuparse de qué Señor era, dijo, siempre que viniera?

Ahora faltaba una hora para el alba y él cruzaba con paso lento el puente de Waterloo porque había oído que el psicópata de Tolland solía ceñirse al South Bank y algo extraño debía de haber pasado para hacerle cruzar el río. Una pista muy tenue, desde luego, pero suficiente para que Clem siguiera caminando, aunque el hogar y la almohada se hallaban en dirección contraria.

Los búnkeres de cemento del complejo del South Bank había sido una de las bêtes grises favoritas de Taylor, que clamaba contra su fealdad siempre que surgía en la conversación el tema de la arquitectura contemporánea. La oscuridad ocultaba en estos instantes las fachadas grises y monótonas pero también convertía el laberinto de pasos subterráneos y pasarelas que los rodeaban en un terreno que nunca pisaría un burgués por temor a perder la vida o la cartera. Las últimas experiencias le habían enseñado a Clem a hacer caso omiso de tales inquietudes. Las madrigueras como esta solían contener individuos que más que agresivos habían sufrido agresiones, almas cuyos gritos eran métodos de defensa contra enemigos imaginarios y cuyas diatribas, por muy aterradoras que pudieran parecer al surgir de las sombras, en general terminaban en lágrimas.

De hecho, Clem no había oído ni un suspiro en las tinieblas mientras descendía del puente. La ciudad de cartón era visible allí donde las afueras se derramaban sobre la escasa luz que ofrecían las farolas pero la mayor parte yacía bajo el techo de las pasarelas, sin que nadie la viera y en absoluto silencio. Comenzó a sospechar que el lunático de Tolland no era el único inquilino que había abandonado su parcela para trasladarse al norte y, tras agacharse para asomarse a las cajas de las afueras, vio esa sospecha confirmada. Puso rumbo entonces hacia las sombras y sacó la linterna de bolsillo que llevaba para iluminarse el camino. Había los detritos habituales por el suelo: restos estropeados de comida, botellas rotas, manchas de vómito. Pero las cajas y las camas de periódicos y mantas mugrientas que contenían, estaban vacías. Con más curiosidad que nunca, siguió vagando entre la basura con la esperanza de encontrar aquí algún alma demasiado débil o demasiado loca para irse que pudiera explicar esta migración. Pero atravesó toda la ciudad sin encontrar ni un sólo ocupante y salió a lo que los arquitectos de este infierno de cemento habían diseñado como parque infantil. Todo lo que restaba de sus buenas intenciones eran los huesos mugrientos de un tobogán y un armazón de barras para los niños. El enlosado que había un poco más allá, sin embargo, estaba cubierto de color recién aplicado y al avanzar hacia aquel punto, Clem se encontró en medio de una exposición kitsch: toscas copias hechas con tiza de retratos de estrellas del cine y modelos dibujadas por todas partes a sus pies.

Pasó el haz de luz por el suelo en pos del rastro de imágenes. Lo llevaron hasta un muro, que también estaba decorado, pero por una mano muy diferente. Esto no era el trabajo de un simple copista. La imagen estaba hecha a una escala tan magnífica que Clem tuvo que llevar la linterna de un lado a otro para captar todo su esplendor. Al parecer un grupo de muralistas filántropos había decidido emprender la tarea de alegrar este inframundo y el resultado era un paisaje soñado: el cielo verde, con franjas de un color amarillo brillante y la planicie bajo ellas de color naranja y rojo. Dispuesta sobre las arenas, una ciudad amurallada con fantásticos chapiteles.

El haz de la linterna captó un destello en la pintura y Clem se acercó al muro para descubrir que los muralistas habían dejado su labor muy poco tiempo antes. Había trozos de pintura todavía pegajosos. Visto tan de cerca, la ejecución era informal en extremo, casi descuidada. No se habían utilizado más de media docena de marcas para sugerir la ciudad y sus torres y una única pincelada serpenteante mostraba la carretera que salía de las puertas de la ciudad. Al quitar el haz de luz de la imagen para iluminar el camino que tenía por delante, Clem comprendió la negligencia de los muralistas. Se habían dedicado a trabajar en todos los muros disponibles y habían creado todo un desfile de imágenes de brillantes colores, muchas de las cuales eran mucho más extrañas que el paisaje del cielo verde. A la izquierda de Clem había un hombre cuya cabeza eran dos manos formando un óvalo, un rayo saltaba entre sus palmas; y a su derecha una familia de tipos raros con pelo en la cara. Un poco más adelante había otra escena alpina, convertida en fantástica con la adición de varias mujeres desnudas flotando sobre las nieves; más allá, una estepa salpicada de cráneos con un tren lejano eructando humo contra un cielo deslumbrante, y tras eso una isla colocada en el medio de un mar alterado por una única ola en cuya espuma se podía descubrir un rostro. Todo pintado con el mismo apresuramiento apasionado que el primer mural, un hecho que le prestaba la urgencia de los esbozos y contribuía a su poder. Quizá era el agotamiento o simplemente el insólito marco de esta exhibición pero Clem se encontró con que aquellas imágenes lo conmovían de una forma extraña. No había nada obsequioso ni sentimental en lo que mostraban. No eran más que vistazos al interior de las mentes de completos extraños y se entusiasmó al encontrar tales maravillas allí.

Con los ojos había seguido el viaje de las imágenes y había perdido todo sentido de la orientación, pero cuando apagó la linterna para buscar la farola, vio una pequeña hoguera que ardía un poco más adelante, y en lugar de cualquier otro faro, decidió dirigirse hacia allí. Los que habían hecho el fuego había ocupado un pequeño jardín sembrado en medio del cemento. Quizá en otro tiempo hubiera lucido un rosal o unos arbustos llenos de flores; bancos, quizá, dedicados a algún padre muerto de la ciudad. Pero ahora sólo quedaba un césped lamentable que apenas pintaba de verde el suelo del que surgía. Reunidos sobre él estaban los inquilinos de la ciudad de cartón, o una buena parte de ellos. La mayor parte estaban dormidos, envueltos en sus abrigos y mantas. Pero había cinco o seis despiertos, de pie, alrededor del fuego y pasándose un cigarrillo entre ellos mientras hablaban.

Un negro con rastas estaba agachado en un muro bajo, al lado de la verja del jardín y al ver a Clem, se levantó para proteger la entrada. Clem no se retiró. No se percibía ninguna amenaza visible en la postura del hombre, ni nada salvo tranquilidad en el jardín que tenía detrás. Los durmientes lo hacían en silencio, con sueños al parecer amables. Y los que debatían alrededor del fuego hablaban en susurros. Cuando reían, cosa que hacían de vez en cuando, no era el ruido duro y desesperado que Clem había oído entre estos clanes, sino algo más ligero.

—¿Y tú quién eres, tío? —le preguntó el negro.

—Me llamo Clem. Me he perdido.

—No da la impresión que hayas estado durmiendo por ahí, tío.

—No lo he hecho.

—¿Y por qué estás aquí?

—Como he dicho, me he perdido.

El hombre se encogió de hombros.

—La estación de Waterloo está en esa dirección —dijo mientras señalaba más o menos en la dirección de la que procedía Clem—. Pero vas a tener que esperar mucho por el primer tren. —Captó la mirada que Clem dirigió al jardín y dijo—: Lo siento, tío, pero no puedes entrar. Si tienes una cama, vete a ella.

Clem no se movió, sin embargo. Había algo en uno de los hombres de la hoguera que estaba de pie dándole la espalda a la verja que lo dejó clavado en el sitio.

—¿Quién es ese, el que está hablando ahora? —le preguntó al guardián.

El hombre se dio la vuelta y miró.

—Ése es el cortesano —dijo.

—¿El cortesano? —dijo Clem—. Querrás decir Cortés, seguro.

No había levantado la voz para nombrar al hombre pero las sílabas debieron de transmitirse por el aire tranquilo porque cuando salieron de los labios de Clem, el orador dejó de hablar y se dio la vuelta poco a poco hacia la verja. Con el fuego ardiendo detrás de él, era difícil distinguir sus rasgos pero Clem sabía que no había cometido un error. El hombre se volvió de nuevo hacia sus compañeros de debate y les dijo algo que Clem no captó. Luego abandonó la hoguera y bajó hasta la verja.

—¿Cortés? —dijo su visitante—. Soy Clem.

El negro se hizo a un lado y abrió la verja para dejar que el hombre al que había llamado cortesano saliera del jardín. Este se quedó allí y estudió al extraño.

—¿Te conozco? —le dijo. No había hostilidad en su tono pero tampoco había calidez—. Te conozco, ¿no es cierto?

—Sí, sí que me conoces, amigo mío —respondió Clem—. Me conoces.

Caminaron juntos por la orilla del río tras dejar a los durmientes y la hoguera tras ellos. Pronto quedaron claros los muchos cambios que había sufrido Cortés. Por supuesto no estaba en absoluto seguro de quién era pero había otros cambios que Clem presentía que eran más profundos todavía. Había una franqueza en su forma de hablar y en la expresión de su rostro que era por momentos inquietante y tranquilizadora. Algo del Cortés que Taylor y él habían conocido había desaparecido, quizá para siempre. Pero había algo que iba a ocupar su lugar y Clem quería estar allí cuando llegara: ser el ángel que protegiera ese tierno ser.

—¿Pintaste tú las imágenes? —le preguntó.

—Con mi amigo Lunes —dijo Cortés—. Las hicimos juntos.

—Jamás te había visto pintar nada como eso.

—Son lugares en los que he estado —le dijo Cortés—, y personas que he conocido. Empiezo a recuperarlas cuando tengo los colores. Pero es algo lento. Es tanto lo que llena mi cabeza... —Se llevó los dedos a la frente, que presentaba una serie de laceraciones mal curadas—. Me confunde. Me llamas Cortés pero tengo otros nombres.

—¿John Zacharias?

—Ése es uno. Luego hay un hombre en mí llamado Joseph Bellamy y otro llamado Michael Morrison, y uno llamado Almoth y uno llamado Fitzgerald y uno llamado Sartori. Al parecer todos son yo, Clem. Pero eso no es posible, ¿verdad? Le pregunté a Lunes, a Carol y al irlandés y dijeron que la gente tiene dos nombres, a veces tres, pero nunca diez.

—Quizá has vivido otras vidas, Cortés, y las estés recordando.

—Si eso es verdad, no quiero recordar. Duele demasiado. No puedo pensar con claridad. Quiero ser un hombre con una vida. Quiero saber dónde empiezo y dónde termino, en lugar de seguir y seguir sin parar.

—¿Por qué es eso tan terrible? —dijo Clem, que de verdad era incapaz de ver el horror de semejante expansión.

—Porque temo que no tendrá fin —respondió Cortés. Hablaba con firmeza, como un metafísico que hubiera llegado a un precipicio y describiera con calma el abismo que tenía a sus pies para aquellos que no podían (o no querían) estar allí con él—. Temo que estoy unido a todo lo demás —dijo—. Y entonces me voy a perder. Quiero ser este hombre o ese hombre pero no todos los hombres. Si soy todos, no soy nadie, ni nada.

Detuvo el paso constante y se volvió hacia Clem al tiempo que le ponía las manos en los hombros.

—¿Quién soy? —le dijo—. Sólo dímelo. Si me quieres, dímelo. ¿Quién soy?

—Eres mi amigo.

No era una respuesta muy elocuente pero era la única que Clem tenía. Cortés estudió el rostro de su compañero durante un minuto o más, como si quisiera comparar la potencia de este axioma con su miedo. Y poco a poco, mientras examinaba los rasgos de Clem, una sonrisa le tiró de las comisuras de la boca y unas lágrimas empezaron a brillarle en los ojos.

—Me ves, ¿no es cierto? —dijo en voz baja.

—Por supuesto que te veo.

—No me refiero a los ojos, me refiero a tu mente. Existo en tu cabeza.

—Claro como el cristal —dijo Clem.

Era más cierto ahora de lo que jamás lo había sido. Cortés asintió y su sonrisa se amplió.

—Otra persona intentó enseñarme eso mismo —dijo—. Pero no lo entendí. — Hizo una pausa y se sumió en sus reflexiones. Luego dijo—: No importa cómo me llame. Los nombres no son nada. Soy lo que soy en ti. —Deslizó los brazos alrededor de Clem y lo apretó contra sí—. Soy tu amigo.

Abrazó a Clem con fuerza, luego se apartó y las lágrimas empezaron a secarse.

—¿Quién me enseñó eso? —se preguntó.

—¿Judith, quizá?

Cortés sacudió la cabeza.

—Veo su rostro una y otra vez —dijo—. Pero no fue ella. Fue alguien que se fue.

—¿Fue Taylor? —dijo Clem—. ¿Recuerdas a Taylor?

—¿También me conocía?

—Te amaba.

—¿Dónde está ahora?

—Ésa es una historia completamente diferente.

—¿Lo es? —respondió Cortés—. ¿O todo es uno?

Siguieron caminando por la orilla del río, intercambiando preguntas y respuestas mientras andaban. A petición de Cortés, Clem le relató la historia de Taylor, desde su vida hasta su lecho de muerte, desde su lecho de muerte hasta la luz y Cortés, a su vez, le ofreció las pistas que tenía sobre la naturaleza del viaje del que había regresado. Aunque no podía recordar más que unos pocos detalles, sabía que, al contrario que Taylor, ese viaje no le había llevado a la claridad. Había perdido muchos amigos por el camino (sus nombres entremezclados con aquellos de las vidas que había vivido) y había visto las muertes de muchos otros. Pero también había presenciado las maravillas que había pintado en las paredes. Cielos sin sol cuya luz trémula era de color verde y dorado; un palacio de espejos, como Versalles; desiertos inmensos y misteriosos y catedrales de hielo llenas de campanas. Al escuchar los relatos del viajero, en los que los paisajes de mundos hasta ahora desconocidos se extendían en todas direcciones, Clem sintió que vacilaba la tranquilidad que había sentido al pensar en la noción de un yo sin fronteras que entraba en una aventura sin límites. Esas mismas divisiones de las que con tanta alegría había intentado apartar a Cortés al principio de su relato parecían ahora tentadoras. Pero eran una trampa y él lo sabía. Su consuelo al final lo asfixiaría y lo haría vacilar. Tenía que desprenderse de sus viejas y manidas formas de pensar si quería viajar junto a este hombre a lugares donde las almas muertas eran luz y el ser una función del pensamiento.

—¿Por qué has vuelto? —le preguntó a Cortés después de un rato.

—Ojalá lo supiera —respondió Cortés.

—Deberíamos ir a buscar a Judith. Creo que es posible que sepa más sobre esto que cualquiera de los dos.

—No quiero abandonar a estas personas, Clem. Me acogieron.

—Lo entiendo —dijo Clem—. Pero Cortés, ahora no pueden ayudarte. No entienden lo que está pasando.

—Y nosotros tampoco —le recordó Cortés—. Pero escucharon cuando les conté mi historia. Me vieron pintar y me hicieron preguntas y cuando les conté las visiones que tenía, no se burlaron de mí. —Se detuvo y señaló el río y los edificios del Parlamento—. Los legisladores vendrán pronto —dijo. —¿Les confiarías lo que te acabo de contar? Si les dijéramos que los muertos vuelven en los rayos de sol y que hay mundos donde el cielo es verde y dorado, ¿qué dirían?

—Dirían que estábamos locos.

—Sí. Y nos tirarían al arroyo con Lunes, Carol, el irlandés y todos los demás.

—No están en el arroyo porque tuvieran visiones, Cortés —dijo Clem—. Están ahí porque han sufrido abusos o se han maltratado a sí mismos.

—Lo que significa que no pueden cubrir su desesperación igual que los demás. No hay nada que los distraiga de su dolor. Así que se emborrachan y se vuelven locos y al día siguiente están incluso más perdidos que el día anterior. Pero aun así, yo preferiría confiar en ellos que en todos los obispos y ministros. Quizá estén desnudos, ¿pero no es esa una condición sagrada?

—Y también una muy vulnerable —señaló Clem—. No puedes arrastrarlos a esta guerra.

—¿Quién dijo que iba a haber una guerra?

—Judith —respondió Clem—. Pero incluso si ella no lo hubiera dicho, está en el aire.

—¿Sabe quién va a ser el enemigo?

—No. Pero la batalla será dura y si te importa esta gente, no los pondrás en primera línea. Estarán allí cuando la guerra termine.

Cortés lo sopesó durante unos minutos. Por fin dijo:

—Entonces serán los pacificadores.

—¿Por qué no? Pueden extender la buena nueva.

Cortés asintió.

—Eso me gusta —dijo—. Y a ellos también les gustará.

—¿Entonces vamos a buscar a Judith?

—Creo que sería lo más inteligente. Pero primero tengo que despedirme.

El día vino con ellos cuando volvieron sobre sus pasos por la orilla y para cuando llegaron al paso subterráneo, las sombras ya no eran negras sino de un color azul grisáceo. Algunos de los rayos habían encontrado el camino a través de los puentes y las barricadas de cemento y se iban acercando poco a poco al umbral del jardín.

—¿Dónde te habías ido? —dijo el irlandés, que había venido a recibir a su cortesano a la verja—. Pensamos que te habías escabullido.

—Quiero que conozcas a un amigo mío —dijo Cortés—. Este es Clem. Clem, este es el irlandés; esta es Carol y Benedict. ¿Dónde está Lunes?

—Dormido —dijo Benedict, el antiguo guardián.

—Clem es diminutivo de ¿qué? —preguntó Carol.

—Clement.

—Yo le he visto antes —dijo la mujer—. ¿Tú no traías sopa antes? La traías, ¿a que sí? Yo nunca me olvido de una cara.

Cortés abrió la marcha, atravesó la verja y entró en el jardín. La hoguera ya casi se había apagado pero había suficientes brasas para descongelar unos dedos helados. Se agachó al lado del fuego y hurgó en él con un palo para reavivar las llamas mientras le hacía un gesto a Clem para que viniera a calentarse. Pero Clem se detuvo en seco cuando empezaba a agacharse.

—¿Qué pasa? —dijo Cortés.

Los ojos de Clem abandonaron el fuego y se dirigieron a las formas envueltas en trapos que seguían dormitando a su alrededor: veinte o más, todavía perdidos en sus sueños, aunque la luz empezaba a deslizarse sobre ellos.

—Escucha —dijo.

Uno de los durmientes se estaba riendo, en voz tan baja que apenas se oía.

—¿Quién es? —dijo Cortés. El sonido era contagioso y trajo una sonrisa a su rostro.

—Es Taylor —dijo Clem.

—Aquí no hay nadie que se llame Taylor —respondió Benedict.

—Bueno, pues está aquí —le contestó Clem.

Cortés se levantó y examinó a los dormidos. En la otra esquina del jardín, Lunes yacía de espaldas, una manta le cubría apenas la ropa salpicada de pintura. Un rayo de luz de la mañana había encontrado su camino, recto y brillante, entre las columnas de cemento, se había acomodado sobre su pecho y le había atrapado la barbilla y los pálidos labios. Como si aquel color dorado le hiciera cosquillas, el joven se reía en sueños.

—Ése es el muchacho que hizo los cuadros conmigo —dijo Cortés.

—Lunes —recordó Clem.

—Eso es.

Clem se abrió camino con cuidado a través del dormitorio hasta llegar al lado del joven. Cortés lo siguió pero antes de que alcanzara al durmiente, la risa se desvaneció. La sonrisa de Lunes, sin embargo, permaneció en sus labios y el sol atrapó el vello rubio de su labio superior. No abrió los ojos pero cuando habló lo hizo como si fuera capaz de ver.

—Mírate, Cortés —dijo—. El viajero ha vuelto. No, estoy impresionado, de verdad.

No era del todo la voz de Taylor (la forma de la laringe tenía veinte años menos) pero la candencia era suya, así como aquella calidez llena de malicia.

—Clem te dijo que andaba por aquí, he de suponer.

—Por supuesto —dijo Clem.

—Tiempos extraños, ¿eh? Yo siempre decía que había nacido en la época equivocada pero al parecer he muerto en la adecuada. Tanto que ganar, tanto que perder.

—¿Por dónde empiezo? —dijo Cortés.

—Tú eres el maestro, Cortés, no yo.

—¿Maestro, eso es lo que soy?

—Todavía está recordando, Tay —explicó Clem.

—Bueno, pues debería darse prisa —dijo Taylor—. Ya has tenido tus vacaciones, Cortés. Ahora tienes unas cuantas curaciones que hacer. Hay un vacío de mil demonios esperando llevarnos a todos si la jodes. Y si viene —la sonrisa desapareció del rostro de Lunes—, si viene, ya no habrá más espíritus en la luz porque no habrá ninguna luz. ¿Dónde está tu secuaz, por cierto?

—¿Quién?

—El místico.

El aliento de Cortés se aceleró.

—Lo perdiste una vez y yo fui a buscarlo. Y además lo encontré, lloraba a sus hijos. ¿No te acuerdas?

—¿Quién era? —preguntó Clem.

—No lo conociste —dijo Taylor—. Si lo hubieras conocido, lo recordarías.

—No creo que Cortés se acuerde —dijo Clem al mirar el rostro desazonado del maestro.

—Oh, el místico está ahí dentro, en alguna parte —dijo Taylor—. Una vez visto, nunca olvidado. Vamos, Cortés. Di su nombre por mí. Lo tienes en la punta de la lengua.

El rostro de Cortés adquirió una expresión dolorida.

—Es el amor de tu vida, Cortés —dijo Taylor empujándolo con suavidad—. Di su nombre. Atrévete. Di su nombre.

Cortés frunció el ceño y vocalizó en silencio pero al final, su garganta liberó a su rehén.

—Pai... —murmuró.

Taylor sonrió a través del rostro de Lunes.

—¿Sí...?

—Pai'oh'pah.

—¿Qué te dije? Una vez visto, nunca olvidado.

Cortés dijo el nombre una y otra vez, lo respiraba como si las sílabas fuesen un conjuro. Luego se volvió hacia Clem.

—La lección que nunca aprendí —dijo—. Era de Pai.

—¿Dónde está el místico ahora? —preguntó Taylor—. ¿Tienes idea?

Cortés se puso en cuclillas al lado del anfitrión dormido de Tay.

—Se fue —dijo mientras cerraba las manos alrededor del rayo de sol.

—No hagas eso —dijo Taylor en voz baja—. Así sólo coges la oscuridad. — Cortés abrió de nuevo la mano y dejó que la luz se posara sobre su palma—. ¿Dices que el místico se ha ido? —continuó Tay—. ¿Dónde, por el amor de Dios? ¿Cómo puedes perderlo dos veces?

—Entró en el Primer Dominio —respondió Cortés—. Murió y se fue a donde yo no podía seguirlo.

—Siento oír eso.

—Pero lo volveré a ver, cuando haya terminado mi trabajo —dijo Cortés.

—Por fin llegamos a eso —dijo Tay.

—Soy el Reconciliador —dijo Cortés—. He venido a abrir los Dominios...

—Así es, maestro —dijo Tay.

—... la noche del Solsticio de Verano.

—Pues vas con el tiempo justo —dijo Clem—. Es mañana.

—Se puede hacer —dijo Cortés mientras se volvía a poner en pie—. Ya sé quién soy. Ya no me puede hacer daño.

—¿Quién? —preguntó Clem.

—Mi enemigo —respondió Cortés mientras volvía el rostro hacia la luz—. Yo mismo.

2

Después de sólo unos días en esta ciudad ese enemigo, el antiguo autarca Sartori, había empezado a anhelar los lánguidos amaneceres y los elegiacos atardeceres del Dominio que había abandonado. El día llegaba demasiado deprisa en general y se apagaba con la misma presteza. Eso tendría que cambiar. Entre sus planes para la Nueva Yzordderrex habría un palacio hecho de espejos y de cristal convertido en posesivo por los lances, un palacio que conservase la gloria de estos vagos amaneceres y la prolongase de tal forma que se encontraran con el fulgor del atardecer que se acercaba desde la dirección contraria. Entonces quizá fuera feliz aquí.

Sabía que la resistencia no sería mucha cuando comenzase a tomar el Quinto, a juzgar por la facilidad con la que los miembros de la Tabula Rasa habían sucumbido ante él. Todos salvo uno estaban muertos a estas horas, arrinconados en sus madrigueras como alimañas rabiosas. Ni uno sólo lo había detenido más allá de unos minutos; habían entregado sus vidas con rapidez, con pocos sollozos y aún menos plegarias. No le sorprendía. Sus ancestros habían sido hombres resueltos pero hasta la sangre más mordaz se licuaba a lo largo de las generaciones y los hijos de sus hijos de sus hijos (y así sucesivamente) eran cobardes sin fe.

La única sorpresa que le había deparado este Dominio, y fue una dulce sorpresa, había sido la mujer a cuya cama volvía: la incomparable y eterna Judith. La primera vez que la había saboreado había sido en los aposentos de Quaisoir cuando, al confundirla con la mujer con la que se había casado, le había hecho el amor en la cama de los velos. Sólo más tarde, mientras se preparaba para abandonar Yzordderrex, le había informado Rosengarten de la mutilación de Quaisoir para luego continuar dándole noticia de la presencia de una doppelgánger en los pasillos del palacio. Ese informe había sido el último de Rosengarten en su calidad de leal comandante. Cuando, unos minutos después, se le había ordenado unirse a su Autarca en el viaje al Quinto, se había negado de forma incondicional. El Segundo era su hogar, dijo e Yzordderrex su orgullo, y si iba a morir, entonces quería que fuera bajo los ojos del cometa. Por muy tentado que se sintiera de castigar al hombre por abandono de sus responsabilidades, Sartori no sentía ningún deseo de entrar en su nuevo mundo con sangre en las manos. Había dejado irse a aquel hombre y había partido rumbo al Quinto creyendo que la mujer a la que había hecho el amor en el lecho de Quaisoir quedaba en algún lugar de la ciudad que dejaba n sus espaldas. Pero no bien había adoptado la máscara de la vida de su hermano cuando la volvió a encontrar en el jardín de flores sin aroma de Klein.

Jamás había hecho caso omiso de los augurios, fueran buenos o malos. Y la reaparición de Judith en su vida era una señal de que debían estar juntos y parecía que ella, aun de forma inconsciente, sentía lo mismo. Aquí estaba la mujer por cuyo amor había dado comienzo todo este lamentable catálogo de muerte y desolación y en su compañía él se sentía renovado, como si al verla sus células recordaran al ser que él había sido antes de su caída. Se le ofrecía una segunda oportunidad, la ocasión de comenzar de nuevo con la criatura que había amado y construir un imperio que borraría todo recuerdo de su anterior fracaso. Había tenido prueba de su compatibilidad cuando habían hecho el amor. Un engarce más perfecto de impulsos eróticos apenas podría habérselo imaginado. Y después, había salido a la ciudad para llevar a cabo los asesinatos con más vigor que nunca.

Haría falta tiempo, por supuesto, para persuadirla de que este era un matrimonio decretado por el destino. Ella creía que él era su otro yo y se mostraría vengativa cuando la desengañara y expusiera la ficción. Pero con el tiempo la convencería. Tenía que hacerlo. Tenía indicaciones, incluso en esta alegre ciudad, de cosas intolerables: susurros de olvido que hacían atractivo incluso al más repugnante oviáceo que alguna vez hubiera sacado de allí. Judith podría salvarlo de todo eso, lamerle el sudor y mecerlo hasta que se durmiera. No temía que lo rechazara. Tenía sobre ella un derecho que haría que la mujer dejara de lado cualquier sutileza moral: su hijo, engendrado en su cuerpo dos noches antes.

Su primogénito. Aunque Quaisoir y él habían intentado muchas veces fundar una dinastía, su esposa había abortado repetidas veces y luego había corrompido su cuerpo con tanto kreauchee que se había negado a producir otro óvulo. Pero esta Judith era una maravilla. No sólo había hecho el amor de una forma incomparable con él, sino que había un fruto de esa cópula. Y cuando llegara el momento de decírselo (una vez que hubiera muerto el pesado de Oscar Godolphin), ella vería la perfección de aquella unión y también la sentiría, dándole pataditas en el útero.

3

Jude no había dormido, esperaba el retorno de Cortés tras otra noche de vagabundeos. El llamamiento que le había hecho Celestine era demasiado pesado para permitirle dormir; quería pronunciarlo y terminar, para poder apartar de su mente a aquella mujer. Y tampoco quería estar inconsciente cuando él volviera. La idea de que entrara y la viera dormir, que habría sido reconfortante dos noches antes, ahora la inquietaba. Él era el que había chupado el huevo, y el que lo había robado. Cuando ella hubiera recuperado su posesión y él se hubiera ido a Highgate, entonces descansaría, pero no antes.

El día empezaba a surgir cuando él volvió al fin pero no había suficiente luz para que Jude pudiera leer mucho en su rostro hasta que estuvo a sólo unos metros de ella y para entonces ya estaba envuelto en sonrisas. La riñó con cariño por esperarlo levantada. No había necesidad, le dijo, estaba a salvo. Pero ahí cesaron los cumplidos. Percibió la inquietud de su amante y quiso saber qué pasaba.

—He ido a la torre de Roxborough —le dijo ella.

—No sola, espero. No se puede confiar en esa gente.

—Me llevé a Oscar.

—¿Y cómo está Oscar?

Jude no estaba de humor para dulcificar las cosas.

—Está muerto —dijo.

Él pareció entristecerse de verdad al oírlo.

—¿Cómo ocurrió? —le preguntó.

—No importa.

—A mí sí —insistió él—. Por favor. Quiero saberlo.

—Dowd estaba allí. Mató a Godolphin.

—¿Te hizo daño a ti?

—No. Lo intentó. Pero no.

—No deberías haber subido allí sin mí. ¿Cómo demonios se te ocurrió? Se lo dijo, con tanta sencillez como supo.

—Roxborough tenía una prisionera —dijo—. Una mujer que había enterrado bajo la torre.

—Se guardó esa pequeña perversión para sí —fue la respuesta. Jude pensó que había incluso cierta admiración en su tono pero luchó contra la tentación de acusarlo—. Así que fuiste a desenterrar los huesos, ¿no?

—Fui a liberarla.

Jude había captado ahora toda su atención.

—No te sigo.

—No está muerta.

—Así que no es humana. —El hombre esbozó una sonrisita seca—. ¿Y qué estaba haciendo Roxborough ahí arriba? ¿Resucitando lacras?

—No sé lo que son lacras.

—Son putas etéreas.

—Eso no describe a Celestine. —Jude lanzó el cebo del nombre pero su compañero no lo mordió—. Es humana. O al menos lo era.

—¿Y qué es ahora? Jude se encogió de hombros.

—Otra... cosa. No sé muy bien qué. Pero es muy poderosa. Estuvo a punto de matar a Dowd.

—¿Por qué?

—Creo que será mejor que lo oigas de sus labios.

—¿Y por qué querría yo hacerlo? —dijo él con ligereza.

—Quiere verte. Dice que te conoce.

—¿De veras? ¿Y dijo de qué?

—No. Pero me dijo que te mencionara a Nisi Nirvana. Él se echó a reír al oír el nombre.

—¿Significa algo para ti? —dijo Jude.

—Sí, por supuesto. Es un cuento para niños. ¿No lo conoces?

—No.

Y en el momento mismo de decirlo, Judith supo por qué pero fue él el que lo expresó en voz alta.

—Por supuesto que no la conoces —dijo—. Tú nunca fuiste niña, ¿verdad?

La joven estudió el rostro masculino, ojalá tuviera la certeza de que él pretendía con eso ser cruel, pero seguía sin saber a ciencia cierta si la indelicadeza que había percibido en él, y que ahora volvía a percibir, era una ingenuidad recién adquirida u otra cosa.

—¿Entonces irás a verla?

—¿Por qué debería ir? No la conozco.

—Pero ella te conoce a ti.

—¿Qué es esto? —dijo él—. ¿Estás intentando encasquetarme a otra mujer?

El hombre dio un paso hacia ella y aunque la joven intentó ocultar la reticencia que le inspiraba el contacto con él, fracasó.

—Judith —dijo él—. Te juro que no conozco a esa tal Celestine. Es en ti en quien pienso cuando no estoy aquí...

—No quiero hablar de eso ahora.

—¿Qué sospechas que he hecho? —le dijo él—. Nada, te lo juro. —Se llevó ambas manos al pecho—. Me estás haciendo daño, Judith. No sé si eso es lo que quieres pero así es. Me estás haciendo daño.

—Y esa es toda una nueva experiencia para ti, ¿no es así?

—¿De eso se trata? ¿De una educación sentimental? Si es así, te lo ruego, no me atormentes ahora. Tenemos demasiados enemigos para pelearnos entre nosotros.

—No me estoy peleando. No quiero pelear.

—Bien —dijo él al tiempo que abría los brazos—. Entonces ven aquí.

La joven no se movió.

—Judith.

—Quiero que vayas a ver a Celestine. Le prometí que te encontraría y me dejarás por mentirosa si no vas.

—De acuerdo, iré —dijo él—. Pero pienso volver, amor, puedes contar con eso. No sé quién es ni el aspecto que tiene, pero es a ti a quien deseo. —Hizo una pausa—. Ahora más que nunca —le dijo.

Judith sabía que él quería que le preguntara por qué y durante diez segundos enteros guardó silencio para no darle esa satisfacción. Pero la expresión de su rostro estaba tan llena de confianza que no pudo evitar que la curiosidad le pusiera la pregunta en la lengua.

—¿Por qué ahora? —le preguntó.

—No iba a decírtelo todavía...

—¿Decirme qué?

—Vamos a tener un hijo, Judith.

La mujer se lo quedó mirando, esperaba alguna explicación más: que había encontrado un huérfano en la calle o que se iba a traer a una criatura de los Dominios. Pero no era eso lo que él quería decir, en absoluto y las palpitaciones de su corazón lo sabían. El se refería a un hijo nacido del acto que habían realizado: una consecuencia.

—Será mi primer hijo —dijo él—. El tuyo también, ¿sí?

Quiso llamarlo mentiroso. ¿Cómo podía saberlo él cuando ella no lo sabía? Pero parecía bastante seguro de los datos que tenía.

—Ese niño será un profeta —le dijo él—. Ya lo verás.

Ya lo había visto, comprendió Judith. Había penetrado en su diminuta vida cuando el huevo había hundido su conciencia en su propio cuerpo. Lo había visto con ese espíritu que todo lo conmovía: una ciudad en la selva y aguas vivas; Cortés, herido, que venía a coger el huevo de unos dedos diminutos. ¿Había sido esa quizá la primera de sus profecías?

—Hicimos el amor de una forma que ningún otro ser en este Dominio podría hacer —estaba diciendo Cortés—. El niño se engendró en ese momento.

—¿Sabías lo que estabas haciendo?

—Tenía mis esperanzas.

—¿Y yo no tenía nada que decir en este asunto? Soy un simple útero, ¿no es cierto?

—No fue así.

—¡Un simple útero con patas!

—Lo estás convirtiendo en algo grotesco.

—Es que es grotesco.

—¿Qué estás diciendo? ¿Acaso algo que hemos hecho nosotros puede ser menos que perfecto? —Hablaba con un celo casi religioso—. Estoy cambiando, cielo. Estoy descubriendo lo que es amar, mimar y planear el futuro. ¿Ves cómo me estás convirtiendo?

—¿En qué? ¿El gran amante se convierte en el gran padre? ¿Otro día, otro Cortés?

Dio la sensación de que el hombre tenía la respuesta en la punta de la lengua pero decidió contenerla.

—Sabemos lo que significamos el uno para el otro —dijo—. Debería haber una prueba de eso. Judith, por favor... —Los brazos masculinos seguían abiertos pero ella se negó a refugiarse en ellos—. Cuando vine aquí dije que cometería errores y te pedí que me perdonaras si así era. Y ahora te lo vuelvo a pedir.

Judith inclinó la cabeza y la sacudió.

—Vete —le dijo.

—Iré a ver a esa mujer si tú quieres. Pero antes de irme, quiero que me jures algo. Quiero que jures que no vas a intentar hacer daño a lo que llevas dentro.

—Vete al infierno. No es por mí. Ni siquiera es por el niño. Es por ti. Si fueras a sufrir algún daño por algo que yo he hecho, mi vida no merecería vivirse.

—No voy a cortarme las venas, si es eso lo que piensas.

—No es eso.

—¿Entonces qué?

—Si intentas abortar al niño, no se va a ir así como así. Tiene nuestra resolución, tiene nuestra fuerza. Luchará por su vida y quizá se lleve la tuya en el proceso. ¿Entiendes lo que te digo? —La joven se estremeció—. Dime algo.

—No tengo nada que decirte que quieras oír. Vete a hablar con Celestine.

—¿Por qué no vienes conmigo?

—Tú... sólo... vete.

La mujer levantó la cabeza. El sol había encontrado el muro que su compañero tenía detrás y lo estaba celebrando. Pero el hombre permanecía en las sombras. A pesar de todos sus grandes propósitos, todavía estaba hecho para ser un fugitivo: un mentiroso y un fraude.

—Quiero volver —dijo él.

Ella no respondió.

—Si no estás aquí, sabré lo que quieres de mí.

Sin otra palabra se dirigió a la puerta, la abrió y salió. Sólo cuando oyó cerrarse de golpe la puerta principal, Judith salió de su estupor y se dio cuenta de que se había llevado el huevo con él. Pero como todos los amantes de espejos, era muy aficionado a la simetría y era probable que le gustarse tener ese trozo de ella en el bolsillo sabiendo que ella tenía un trozo de él en un lugar todavía más profundo.

Capítulo 14

1

Si bien Cortés sólo conocía a la tribu del South Bank desde hacía unas horas, despedirse de ellos no fue fácil. Se había sentido más seguro en su compañía durante ese corto periodo de tiempo que con muchos hombres y mujeres que conocía desde hacía años. Ellos, por su parte, estaban acostumbrados a perder (era el tema principal de casi todas las vidas que había escuchado) así que no hubo histrionismos ni acusaciones, sólo un silencio pesado. Sólo Lunes, cuya persecución era la que había despertado al extraño de su pasividad, intentó de algún modo que Cortés se quedara un poco más.

—Sólo nos quedan unos cuantos muros por pintar —dijo—, y ya los habremos cubierto todos. Unos cuantos días. Una semana como mucho.

—Ojalá tuviera tanto tiempo —le dijo Cortés—, pero no puedo posponer el trabajo que volví para hacer.

Lunes, por supuesto, había estado dormido mientras Cortés hablaba con Tay (y se había despertado muy confundido por el respeto que le mostraban) pero los otros, sobre todo Benedict, tenían nuevas palabras que añadir al vocabulario de los milagros.

—Bueno, ¿y qué hace un Reconciliador? —le preguntó a Cortés—. Si te largas a los Dominios, tío, nosotros queremos ir contigo.

—No me voy de la Tierra. Pero cuando lo haga, seréis los primeros en saberlo.

—¿Y si no te volvemos a ver? —dijo el irlandés.

—Entonces habré fracasado.

—¿Y estás muerto y enterrado?

—Eso es.

—No la va a joder —dijo Carol—. ¿Verdad que no, cariño?

—¿Pero qué hacemos con lo que sabemos? —dijo el irlandés, estaba claro que le inquietaba su carga de misterios—. Cuando tú te hayas ido, no tendrá sentido para nosotros.

—Sí que lo tendrá —dijo Cortés—. Porque se lo vais a contar a otras personas y de esa forma las historias permanecerán vivas hasta que se abra la puerta a los Dominios.

—¿Entonces se lo tendríamos que contar a la gente?

—A cualquiera que quiera escuchar.

Hubo murmullos de asentimiento entre los reunidos. Aquí al menos había un propósito, una conexión con el relato que habían oído y su narrador.

—Si nos necesitas para lo que sea —ronroneó Benedict—, ya sabes dónele encontrarnos.

—Desde luego que sí —dijo Cortés y fue con Clem a la verja.

—¿Y si alguien viene a buscarte? —les gritó Carol.

—Diles que era un chiflado hijo de puta y que me tirasteis por el puente de una patada en el culo.

Eso le valió unas cuantas sonrisas.

—Eso les diremos, maestro —dijo el irlandés—. Pero que sepas que si no vienes a buscarnos uno de estos días, vamos a ir a buscarte nosotros.

Terminadas las despedidas, Clem y Cortés se dirigieron al puente de Waterloo en busca de un taxi que los llevara al otro lado de la ciudad, al apartamento de Jude. Todavía no eran las seis y aunque el flujo del tráfico hacia el norte estaba empezando a espesarse al aparecer los primeros trabajadores procedentes del extrarradio, todavía no había taxis por allí así que empezaron a cruzar el puente a pie con la esperanza de encontrar alguno en el Strand.

—De toda la compañía con la que te podrían haber encontrado —comentó Clem mientras caminaban—, esa tenía que ser la más extraña.

—Viniste a buscarme —señaló Cortés—, así que alguna idea debías de tener.

—Supongo que sí.

—Y créeme, he tenido compañías más extrañas. Mucho más extrañas.

—Te creo. Me gustaría que me contaras el viaje entero algún día, pronto. ¿Lo harás?

—Lo haré lo mejor que pueda. Pero será difícil sin un mapa. No hacía más que decirle a Pai que iba a dibujar uno, para que si alguna vez pasaba de nuevo por los Dominios y me perdía...

—Te encontrases.

—Exacto.

—¿E hiciste ese mapa?

—No. Nunca había tiempo, por alguna razón. Siempre parecía haber algo nuevo que me distraía.

—Cuéntame todo... ¡Hey! ¡Veo un taxi!

Clem bajó a la calle y agitó los brazos para parar el vehículo. Entraron los dos y Clem le dio al conductor la dirección. Mientras lo hacía, el hombre miró por el espejo retrovisor.

—¿Es alguien que conozcan?

Miraron atrás, al puente, y vieron a Lunes corriendo como un loco hacia ellos. Segundos más tarde, el rostro manchado de pintura estaba en la ventanilla del taxi y Lunes le rogaba que le permitiera unirse a él.

—Tienes que dejarme venir contigo, jefe. No es justo si no me dejas. Te di mis colores, ¿no? ¿Dónde estarías sin mis colores?

—No puedo arriesgarme a que salgas herido —dijo Cortés.

—Si salgo herido, la herida es mía y la culpa también.

—¿Nos vamos o qué? —quiso saber el taxista.

—Déjame ir, jefe. Por favor.

Cortés se encogió de hombros y luego asintió. La sonrisa, que había desaparecido del rostro de Lunes mientras rogaba, volvió en toda su gloria y trepó al coche mientras agitaba como si fuera un talismán la lata de tabaco en la que guardaba las tizas.

—Me traigo los colores —dijo—, por si acaso los necesitamos. Nunca se sabe cuando podríamos tener que dibujar un Dominio rápido o algo, ¿verdad?

Aunque el trayecto al piso de Judith fue relativamente corto, había señales por todas partes (en su mayor parte pequeñas pero tan numerosas que su suma final era significativa) de que los días de calor venenoso y tormentas que no purificaban nada se estaban cobrando su precio en la ciudad y sus ocupantes. Había ruidosos altercados en cada esquina y algunos en medio de la calle; había ceños fruncidos y arrugas en cada rostro que pasaba a su lado.

—Tay dijo que se acercaba un vacío —comentó Clem mientras esperaban en un cruce a que alguien evitara que dos furiosos motoristas convirtieran la corbata del otro en una soga—. ¿Forma todo eso parte de ese vacío?

—Es una puñetera locura, eso es lo que es —metió baza el taxista—. Ha habido más asesinatos en los últimos cinco días que en todo el año pasado. Lo leí en alguna parte. Y no son sólo asesinatos, tampoco, es que la gente se cuelga sola. Un colega mío, otro taxista, estaba ahí arriba, donde el Arsenal, el martes y esta mujer va y se lanza delante del taxi. Justo debajo de las ruedas. Una puñetera tragedia.

Por fin habían intervenido para separar a los luchadores y los estaban escoltando cada uno a una acera.

—No sé a dónde va a ir a parar este mundo —dijo el taxista—. Es una puñetera locura.

Hecho su discurso, encendió la radio cuando el tráfico empezó a moverse otra vez y comenzó a silbar un acompañamiento desafinado a la balada que salió del aparato.

—¿Podemos ayudar de alguna forma a detener todo esto? —le preguntó Clem a Cortés—. ¿O sólo va a empeorar?

—Espero que la Reconciliación le ponga fin. Pero no puedo estar seguro. Este Dominio lleva sellado tanto tiempo que se ha emponzoñado con su propia mierda.

—Entonces lo que tenemos que hacer es derribar los muros, coño —dijo Lunes con la alegría de un destructor nato. Agitó de nuevo la lata de colores—. Tú las marcas —dijo—, y yo las tiro. Así de fácil.

2

El niño, le habían dicho a Jude, tenía más propósito en su interior que la mayoría y lo creía. ¿Pero qué significaba eso, además de arriesgarse a incurrir en su furia si intentaba desahuciarlo? ¿Crecería más rápido que los demás? ¿Habría engordado ya al atardecer y estaría lista para romper aguas antes de que llegara la mañana? Yacía ahora en el dormitorio, el calor del día empezaba a pesarle en los miembros y esperaba que las historias que les había oído a madres radiantes fueran verdad y que su cuerpo vertiera paliativos en su torrente sanguíneo para aliviar los traumas de alimentar y expulsar una nueva vida.

Cuando sonó el timbre su primer instinto fue no hacer caso, pero sus visitantes, fueran quienes fueran, siguieron llamando y al final empezaron a gritarle a la ventana. Uno llamaba a Judy, el otro, y eso era lo más extraño, a Jude. Se sentó en la cama y por un momento fue como si su anatomía hubiera cambiado. El corazón le palpitaba en la cabeza y tenía que sacar los pensamientos del vientre para formar la intención de dejar la habitación y bajar a la puerta. Las voces seguían llamándola desde abajo pero se fueron apagando mientras ella bajaba las escaleras y estaba lista para encontrar el umbral vacío cuando llegara. No fue así. Allí había un adolescente, todo manchado de color, que, al verla, se volvió y les gritó a sus otros visitantes, que estaban al otro lado de la calle intentando ver el interior de su piso.

—¡Está aquí! —chilló—. ¿Jefe? ¡Está aquí!

Los hombres comenzaron a cruzar la calle hacia su puerta y, cuando se acercaron, el corazón de Judith, que todavía le latía en la cabeza, adoptó un ritmo suicida. Estiró el brazo en busca de algún apoyo cuando el hombre que estaba al lado de Clem se encontró con su mirada y sonrió. Este no era Cortés. Al menos no era el Cortés que le había robado el huevo y se había ido un par de horas antes con el rostro inmaculado. Este no se había afeitado en varios días y tenía la frente llena de costras.

Jude se retiró de la entrada pero su mano no consiguió encontrar la puerta aunque quería cerrarla de golpe.

—Aléjate de mí —dijo.

El hombre se detuvo a un metro o dos del umbral al ver el pánico en el rostro de su amiga. El muchacho se había vuelto hacia él y el impostor le hizo un gesto para que se apartara, cosa que el chico hizo, con lo que dejó despejada la línea de visión entre ellos.

—Sé que estoy hecho una mierda —dijo el rostro lleno de costras—. Pero soy yo, Jude.

La mujer se apartó dos pasos de la llamarada que lo envolvía. (¡Cómo lo amaba la luz! No como al otro, que estaba envuelto en sombras cada vez que posaba sus ojos sobre él). Los músculos femeninos se agitaban desde los pies a las puntas de los dedos y el movimiento se iba intensificando como si estuviera a punto de darle un ataque. Estiró la mano en busca de la barandilla y se aferró a ella para evitar caer.

—No puede ser —dijo.

Esta vez el hombre no respondió. Fue el cómplice de este engaño (Clem, precisamente él) el que dijo.

—Judy. Tenemos que hablar contigo. ¿Puedo entrar?

—Sólo tú —le dijo ella—. Ellos no. Sólo tú.

—Sólo yo.

Clem fue hacia la puerta, se acercaba poco a poco con las palmas extendidas.

—¿Qué ha pasado aquí? —dijo.

—Ese no es Cortés —le dijo ella—. Cortés ha estado conmigo los últimos dos días. Con sus noches. Ese es... no sé quién es.

El impostor oyó lo que le estaba diciendo a Clem. Jude podía ver su rostro por encima del hombro del otro hombre, tan conmocionado que las palabras podrían haber sido puñetazos. Cuanto más intentaba ella explicarle a Clem lo que había pasado, más fe perdía en lo que estaba diciendo. Este Cortés, el que esperaba fuera, era el hombre que había dejado en la puerta del estudio, de pie y perplejo bajo el sol como lo estaba ahora. Y si era él, entonces el amante que había venido a ella, el hombre que había lamido el huevo y la había fertilizado, era otra persona, otra terrible persona. Vio que Cortés formaba con los labios el nombre de aquel hombre: «Sartori». Al oír el nombre y saber que era cierto (al saber que el carnicero de Yzordderrex había encontrado un lugar en su cama, en su corazón y en su útero), las convulsiones amenazaron con anegarla por completo. Pero se aferró al mundo sólido y sudoroso lo mejor que pudo, decidida a que estos hombres, los enemigos de su amante, supieran lo que había hecho.

—Entra —le dijo a Cortés—. Entra y cierra la puerta.

El hombre se trajo al muchacho consigo pero ella fue incapaz de desperdiciar tuerzas en objeciones. También trajo consigo una pregunta.

—¿Te hizo daño?

—No —dijo ella. Pensó que ojalá se lo hubiera hecho, que ojalá le hubiera ofrecido aunque fuera un destello de su atroz personalidad—. Me dijiste que estaba cambiado, Cortés —le dijo—. Dijiste que era un monstruo; que estaba corrupto, dijiste. Pero era exactamente como tú.

Jude dejó que la cólera hirviera en su interior mientras hablaba, que funcionara su alquimia en la repugnancia que sentía y la convirtiera en algo más puro, más sabio. Cortés la había engañado cuando le había descrito a su otro yo y había creado en su mente un hombre tan mancillado por sus actos que apenas era humano. No había habido malicia en la mentira, sólo el deseo de que lo separaran por completo del hombre que compartía su rostro. Pero ahora se daba cuenta de su error y su vergüenza era patente. Se quedó atrás y la contempló mientras los temblores de su cuerpo iban cesando. Había acero en el vigor femenino y eso la mantuvo erguida, le dio la fuerza necesaria para terminar el relato. No tenía sentido ocultarles la última parte del engaño de Sartori ni a Cortés ni a Clem. Pronto se notaría. Se llevó la mano al vientre y dijo:

—Estoy embarazada —dijo—. De su hijo, el hijo de Sartori. En un mundo más racional quizá habría sido capaz de interpretar la expresión del rostro de Cortés cuando este recibió la noticia, pero su complejidad la desafió. Había rabia en el laberinto, desde luego, y también perplejidad. ¿Pero había también un poco de celos? Él no había deseado su compañía cuando habían vuelto de los Dominios; la misión que tenía como Reconciliador había castigado su libido. Pero ahora que la había acariciado su otro yo, que le había dado placer (¿veía él la culpabilidad en su rostro, tal mal enterrada como los celos de él?), Cortés sentía punzadas de posesividad. Como siempre había ocurrido en su historia conjunta, no había sentimiento que no contaminara la paradoja.

Fue Clem, el querido y reconfortante Clem, el que abrió los brazos y dijo:

—¿Hay alguna posibilidad de un abrazo?

—Oh, Dios, sí —dijo ella—. Todas.

Cruzó el espacio que lo separaba de ella y la envolvió en sus brazos. Luego se mecieron.

—Debería haberlo sabido, Clem —dijo ella en voz demasiado baja para que la oyeran Cortés o el muchacho.

—Ver las cosas en retrospectiva es fácil —le dijo él mientras le besaba el pelo—. Yo sólo me alegro de que estés viva.

—Jamás me amenazó. Jamás me puso la mano encima de una forma que yo no...

—¿Pidiera?

—No me hacía falta pedirlo —dijo ella—. Él lo sabía.

El sonido de la puerta de la calle al abrirse de nuevo le hizo levantar la cabeza del hombro de Clem. Cortés salía de nuevo al sol, con el joven tras él. Una vez fuera, levantó la mirada y se llevó la mano a la frente para estudiar el cielo en su cénit. Al ver lo que hacía, Jude comprendió quién era el hombre al que había visto contemplar el cielo en el Cuenco de Boston. No era más que una pequeña solución a tanto enigma pero tampoco iba a despreciar la satisfacción que le proporcionaba.

—Sartori es el hermano de Cortés, ¿no es cierto? —dijo Clem—. Me temo que todavía no tengo muy claras las relaciones familiares.

—No son hermanos, son gemelos —respondió ella—. Sartori es su doble perfecto.

—¿Cómo de perfecto? —preguntó Clem mientras la miraba con una pequeña sonrisa en el rostro, una sonrisa casi traviesa.

—Oh... muy perfecto.

—Así que no estuvo tan mal, ¿que estuviera aquí?

Jude negó con la cabeza.

—No estuvo mal en absoluto —respondió ella. Luego, después de un momento—: Me dijo que me quería, Clem.

—Oh, Señor.

—Y yo le creí.

—¿Cuántas docenas de hombres te han dicho eso?

—Sí, pero con él fue diferente...

—Famosas últimas palabras.

La joven contempló durante unos segundos al hombre que miraba al cielo, la calma que se había apoderado de ella la dejaba perpleja. ¿Era el simple recuerdo del compromiso que tenía con ella suficiente para sosegar cualquier miedo?

—¿En qué estás pensando? —le preguntó Clem.

—En que él siente algo que Cortés no ha sentido jamás —le respondió ella—. Que quizá nunca pudo sentir. Antes de que lo digas, sé que todo este asunto es repulsivo. Es un destructor. Ha acabado con países enteros. ¿Cómo puedo sentir algo por él?

—¿Quieres los tópicos? Dímelos.

Sientes lo que sientes. A algunos les van los marineros, otros prefieren hombres con trajes de goma y boas de plumas. Hacemos lo que hacemos. Nunca des explicaciones, nunca te disculpes. Ya está. Es todo lo que vas a recibir.

Jude le cogió la cara entre las manos. La envolvió con ellas y luego la besó.

—Eres sublime —dijo ella—. Vamos a sobrevivir, ¿verdad?

—A sobrevivir y prosperar —dijo él—. Pero creo que será mejor que encontremos a tu galán, por todos...

Clem se detuvo en seco cuando ella lo apretó aún más. Todo rastro de alegría había desaparecido del rostro femenino.

—¿Qué pasa?

—Celestine. Lo mandé a Highgate. A la torre de Roxborough.

—Lo siento pero no te sigo.

—Son malas noticias —le dijo ella mientras abandonaba sus brazos y echaba a correr hacia la puerta de la calle.

Cortés renunció a contemplar su cénit cuando ella lo llamó y volvió a la puerta mientras ella repetía lo que le acababa de decirle a Clem.

—¿Y qué hay en Highgate? —dijo.

—Una mujer que quería verte. ¿El nombre de Nisi Nirvana significa algo para ti?

Cortés lo pensó un momento.

—Es algo de un cuento —dijo.

—No, Cortés. Es real. Está viva. O al menos lo estaba.

3

No había sido sólo el sentimentalismo lo que había empujado al autarca Sartori a hacer que retrataran las calles de Londres con tanto detalle en las paredes de su palacio. Aunque no había pasado mucho tiempo en esta ciudad (apenas unas semanas entre su nacimiento y su partida rumbo a los Dominios Reconciliados), la madre Londres y el padre Támesis le habían proporcionado una educación magnífica. Por supuesto que la metrópolis que se veía desde la cima de Highgate Hill, donde ahora se encontraba, era mucho más amplia y sombría que la ciudad por la que él había vagado por aquel entonces, pero quedaban suficientes señales de lo que había sido para remover algunos recuerdos tan conmovedores como mordaces. Había aprendido lo que sabía de sexo en estas calles, con las profesionales de Drury Lane. Había aprendido a asesinar a la orilla del río, contemplando los cuerpos que arrastraba hasta el lodo el domingo por la mañana después de las matanzas del sábado por la noche. Había aprendido leyes en Lincoln's Inn Field y había visto cómo se hacía justicia en Tyburn. Todas ellas grandes lecciones que lo habían ayudado a convertirse en el hombre que era. La única lección que no recordaba haber aprendido, ya fuera en estas calles o en ninguna otra, era la arquitectura. Debió de tener algún tutor para eso, supuso, en algún momento.

Después de todo, ¿no era él el hombre cuya visión había construido un palacio que entraría en las leyendas, aun cuando sus torres fueran ahora escombros? ¿Dónde estaba, en el horno de sus genes o en su historia, la chispa que había encendido el genio? Quizá sólo descubriría la respuesta al levantar su Nueva Yzordderrex. Si era paciente y observador, el rostro de su mentor terminaría apareciendo antes o después en sus muros.

Tendrían que demolerse muchas cosas, sin embargo, antes de que se pusieran los cimientos, y banalidades como la torre de la Tabula Rasa, que ahora aparecía ante él, serían las primeras en ser condenadas. Cruzó el patio delantero hasta la puerta principal, silbando por el camino y preguntándose si esa mujer que Judith tanto había insistido en que conociera (esa tal Celestine) podría oír sus trinos. La puerta permanecía abierta pero él dudaba que cualquier ladrón, por muy oportunista que fuera, se hubiera atrevido a entrar. El aire del umbral picaba de puro poder y le recordó a su querida Torre del Eje.

Todavía silbando, cruzó el vestíbulo hasta una segunda puerta y por ella entró en una habitación que conocía. Había caminado por estas antiguas tablas dos veces en su vida: la primera vez el día antes de la Reconciliación, cuando se había presentado aquí ante Roxborough y se había hecho pasar por el maestro Sartori, sólo por el perverso placer de estrechar las manos de los mecenas del Reconciliador antes de que el sabotaje que había planeado se los llevara al Infierno; la segunda vez, la noche después de la Reconciliación, mientras las tormentas rasgaban los cielos desde la Muralla de Adriano hasta Land's End. En esta ocasión había venido con Chant, su nuevo secuaz, con la intención de matar a Lucius Cobbitt, el muchacho al que había convertido en su involuntario agente para el sabotaje. Tras buscarlo en la calle Gamut y comprender que había desaparecido, se había enfrentado a la tormenta (había bosques arrancados de raíz y levantados por el aire y un hombre alcanzado por un rayo ardía en Highgate Hill) sólo para descubrir que la casa de Roxborough estaba vacía. Nunca había llegado a encontrar a Cobbitt. Alejado de la seguridad de la calle Gamut por su antiguo maestro, era muy probable que el joven hubiese sido víctima de la tormenta, como les había ocurrido a tantos aquella noche.

Ahora la habitación guardaba silencio y él también. Los grandes señores que habían construido esta casa, y sus hijos, que habían levantado la torre que estaba encima, estaban muertos. Era un mutismo agradable, en él habría tiempo para escarceos. Se acercó sin prisa a la chimenea, bajó por las escaleras y descendió hasta una biblioteca que no había sabido que existía hasta este momento. Quizá hubiera sentido tentaciones de pararse y examinar con detenimiento las cargadas estanterías, pero el poder punzante que había sentido en la puerta principal era más fuerte que nunca y lo seguía atrayendo, más intrigado con cada metro que recorría.

Oyó la voz de la mujer antes de posar los ojos sobre ella, emanaba de un lugar donde el polvo agitado era tan espeso que era como adentrarse en la niebla de un delta. Apenas visible a través de él, una escena de puro vandalismo: libros, rollos y manuscritos reducidos a jirones o enterrados entre los restos de los estantes sobre los que habían estado colocados. Y tras los escombros, un agujero en el ladrillo y del agujero, una llamada.

—¿Sartori?

—Sí —dijo él.

—Acércate más. Déjame verte.

El hombre se presentó a los pies del montón de escombros.

—Creí que esa mujer no había conseguido encontrarte —dijo Celestine—. O que tú te habías negado a venir.

—¿Cómo podía negarme a una invitación como esta? —respondió él en voz baja.

—¿Crees que esto es una especie de aventura? —contestó ella—. ¿Una cita secreta?

Tenía la voz ronca por el polvo, y amarga. A Sartori le gustó cómo sonaba. Las mujeres en cuyo interior ardía la cólera siempre eran mucho más interesantes que sus satisfechas hermanas.

—Entra, maestro —le dijo ella—. Permíteme sacarte de tu error. Sartori trepó por las piedras y se asomó a la oscuridad. Era un agujero miserable, tan sórdido como cualquiera de las cosas que había bajo su palacio, pero la mujer que lo había ocupado no era ninguna anacoreta. La encarcelación no había castigado su carne, que parecía lozana a pesar de todas las marcas. Los tentáculos que se aferraban a su cuerpo ensalzaban su fluidez, se movían sobre sus muslos, sus pechos y su vientre como empalagosas serpientes. Algunos se aterraban a su cabeza y le hacían la corte a sus labios de miel; otros yacían entre sus piernas, en el paraíso. Sartori sintió la tierna mirada que le dedicaba la mujer y se deleitó con ella.

—Muy guapo —dijo ella.

Se tomó el cumplido como una invitación para acercarse pero al hacerlo, ella emitió un murmullo de angustia y él se detuvo en seco.

—¿Qué es esa sombra que hay en ti? —dijo ella.

—Nada que haya de temer —le contestó.

Algunos de los filamentos se separaron y unos tentáculos más largos, no cortesanos sino parte de la esencia de la mujer, se desenroscaron de su espalda, se agarraron al tosco muro y la levantaron.

—Ya he oído eso antes —dijo ella—. Cuando un hombre te dice que no hay nada que temer, está mintiendo. Hasta tú, Sartori.

—No me acercaré más si le molesta —dijo él.

No fue el respeto por la inquietud de la mujer lo que lo impulsó a someterse, sino la visión de las cintas que la habían izado. A Quaisoir le habían brotado unos apéndices así, recordó, después de tener relaciones íntimas con las mujeres del Bastión de Banu. Eran prueba de alguna función en el otro sexo que él no llegaba a comprender: algún resto de habilidades prácticamente desterradas de los Dominios Reconciliados por Hapexamendios. Quizá habían disfrutado de un nuevo y venenoso florecimiento en el Quinto desde que él se había ido. Hasta que conociera su esfera de autoridad, se mostraría prudente.

—Me gustaría hacerle una pregunta, si me lo permite —dijo él.

—¿Sí?

—¿Cómo sabe quién soy?

—Primero dime dónde has estado todos estos años.

Oh, cuan tentado estuvo de decirle la verdad y hacer alarde de sus logros con la esperanza de impresionarla. Pero había venido aquí bajo el disfraz de su otro yo y, como con Judith, tendría que elegir con cuidado el momento de desenmascararse.

—He estado vagando —dijo. No era tan incierto.

—¿Dónde?

—Por el Segundo Dominio, y en ocasiones el Tercero.

—¿Has estado alguna vez en Yzordderrex?

—A veces.

—¿Y en el desierto que hay fuera de la ciudad?

—Allí también. ¿Por qué lo pregunta?

—Estuve allí una vez. Antes de que tú nacieras.

—Soy mayor de lo que parezco —le dijo él—. Sé que no se nota...

—Sé cuánto tiempo has vivido, Sartori —respondió ella—. Desde el primer día.

Tal certeza alimentó el malestar engendrado por la visión de los tentáculos. ¿Podría leer sus pensamientos, esta mujer? Si así era, si sabía qué era y todo lo que había hecho, ¿por qué no sentía un temor reverencial al verlo?

No había provecho alguno en fingir que no le importaba que ella pareciera saber tanto. Sin rodeos pero con cortesía, le preguntó cómo lo sabía y preparó mientras hablaba toda una profusión de excusas por si ella se limitaba a ser una de las casuales conquistas del maestro y lo acusaba de haberla olvidado. Pero la acusación, cuando se produjo, fue de otro tipo muy diferente.

—Has hecho un gran daño en tu vida, ¿no es cierto? —le dijo ella.

—No más que la mayoría —protestó él con suavidad—. Me han tentado y he cometido algunos excesos, desde luego. ¿Pero no lo ha hecho todo el mundo?

—¿Unos cuantos excesos? —dijo la mujer—. Creo que tú has hecho algo más que eso. El mal está en ti, Sartori. Lo huelo en tu sudor, igual que olí el coito en la mujer.

Al oír que mencionaba a Judith (¿qué otra persona podría ser esta venérea mujer?), se acordó de la profecía que le había hecho dos noches antes. Encontrarían la oscuridad en el otro, le había dicho, y esa era una condición muy humana. El argumento había demostrado ser eficaz entonces. ¿Por qué no ahora?

—Es sólo lo que hay de humano en mí lo que percibe —le dijo a Celestine.

Estaba claro que no la había persuadido.

—Oh, no —le respondió—. Yo soy lo que hay de humano en ti.

El hombre estaba a punto de desechar semejante absurdo con una carcajada pero la mirada fija de ella lo silenció.

—¿Qué parte de mí es usted? —murmuró.

—¿No lo sabes todavía? —dijo ella—. Hijo, soy tu madre.

Cortés abría la marcha cuando entraron en el frescor del vestíbulo de la torre. No se oía ningún sonido en ningún lugar del edificio, ni arriba ni abajo.

—¿Dónde está Celestine? —le preguntó a Jude. Esta lo llevó a la puerta que conducía a la sala de reuniones de la Tabula Rasa, allí Cortés les dijo a todos—: Esto es algo que debo hacer yo, hermano contra hermano.

—No tengo miedo —saltó Lunes.

—Tú no, pero yo sí —dijo Cortés con una sonrisa—. Y no querría que me vieras mearme los pantalones. Quédate aquí arriba. Saldré en un pispás.

—Asegúrate de que así sea —dijo Clem—. O bajamos a buscarte.

Con esa promesa como consuelo, Cortés se deslizó por la puerta que llevaba a lo que quedaba de la casa de Roxborough. Aunque no lo habían acosado los recuerdos al entrar en la torre, ahora los sentía. No eran tan certeros como los que lo habían visitado en la calle Gamut, donde hasta las tablas parecían haber recordado las almas que las habían pisado. Estas eran vagas evocaciones de las veces que había bebido y debatido alrededor de la gran mesa de roble. Pero no permitió que la nostalgia lo retrasara, pasó por la habitación como un hombre acosado por sus admiradores, con los brazos levantados contra sus lisonjas, y bajó al sótano. Había hecho que Jude le describiera este laberinto y su contenido (todo con dorso y envuelto en piel, fuera o no fuera humano), pero la visión no dejó por ello de asombrarlo. Toda esta sabiduría enterrada en la oscuridad. ¿Era extraño que la vida imajicana del Quinto hubiera estado tan anémica durante los últimos dos siglos cuando todos los licores que podrían haberla fortalecido se habían ocultado aquí?

Pero no había venido a curiosear, por muy gloriosa que fuera esa perspectiva. Había venido por Celestine, que había lanzado, entre todas las cosas, el nombre de Nisi Nirvana para traerlo aquí. No sabía por qué. Aunque recordaba ese nombre de forma vaga y sabía que había un relato que lo acompañaba, era incapaz de recordar el cuento o en qué regazo lo había escuchado por primera vez. Quizá ella conociera la respuesta.

Había aquí una maravillosa agitación. Ni siquiera el polvo quería echarse y morir sino que se movía formando vertiginosas constelaciones que él dividía al avanzar. No hizo ningún giro en falso pero la ruta que llevaba desde las escaleras hasta el lugar donde se encontraba Celestine seguía siendo larga y antes de llegar allí, escuchó un grito. No era un grito de mujer, pensó, pero los ecos lo desfiguraban y no estaba seguro. Aceleró el paso, siguió doblando esquinas, sabía mientras avanzaba que su otro yo lo había precedido en cada paso del camino. No hubo más gritos tras el primero pero cuando apareció su destino (parecía una cueva, excavada de forma tosca en el muro: el hogar de un oráculo), oyó un sonido diferente, el de ladrillos cuando se frotan los lados granulosos. Había desprendimientos, pequeños pero constantes, de argamasa seca del techo y un temblor sutil en el suelo. Cortés empezó a subir por el montón de roca caída, que estaba salpicado como un campo de batalla de libros destripados, hasta la grieta que lo tentaba. Al llegar, captó el destello de un movimiento violento dentro, lo que lo empujó hacia el umbral a toda prisa y entre tropezones.

—¿Hermano? —dijo incluso antes de haber encontrado a Sartori entre las tinieblas—. ¿Qué estás haciendo?

Y entonces vio a su otro yo, acercándose a la mujer que había en la esquina de la cueva. Estaba casi desnuda pero en absoluto indefensa. Unas cintas, como los harapos de la cola de un traje de novia pero hechos de carne, le surgían de los hombros y la espalda y estaba claro que su poder era más notable de lo que implicaba su delicadeza. Algunas se aferraban a la pared que tenía sobre su cabeza pero la gran mayoría se extendía hacia Sartori y le envolvían la cabeza como una capucha que quisiera asfixiarlo. Él los arañaba y se abría camino con los dedos entre ellos para poder agarrarlos mejor. Un fluido manaba de la carne abierta y con los puños desprendía trozos de materia como avellanas. Sólo era cuestión de tiempo que el hombre se liberase y cuando lo hiciera, no sería poco el daño que le haría a la mujer. Cortés no llamó a su hermano una segunda vez. ¿De qué iba a servir? El hombre estaba sordo en ese momento. En lugar de eso, cruzó la cueva a la carrera, tropezando, y cogió a Sartori por detrás, le sujetó los brazos para impedirle que siguiera mutilando a la mujer y se los inmovilizó a los costados. Y al hacerlo vio que la mirada de Celestine se clavaba en las dos figuras que tenía delante, primero en una, luego en otra y ya fuera la conmoción de lo que presenciaba o el agotamiento, algo se cobró su precio y la anciana se quedó sin fuerzas. Las cintas heridas se aflojaron y cayeron como guirnaldas alrededor del cuello de Sartori, con lo que descubrieron el otro rostro y confirmaron la angustia de Celestine. Esta retiró las cintas por completo y las reunió en su regazo.

Una vez recuperada la visión, Sartori giró con esfuerzo la cabeza para identificar a su captor. Al ver a Cortés, dejó de forcejear al instante y permaneció en los brazos del Reconciliador, bastante calmado.

—¿Por qué te encuentro siempre haciendo daño, hermano? —le preguntó Cortés.

—¿Hermano? —dijo Sartori—. ¿Desde cuándo me llamas hermano?

—Eso es lo que somos.

—Intentaste matarme en Yzordderrex, ¿o ya te has olvidado? ¿Ha cambiado algo?

—Sí —dijo Cortés—. Yo.

—¿Ah, sí?

—Estoy preparado para aceptar nuestro... parentesco.

—Bonita palabra.

—De hecho, acepto mi responsabilidad por todo lo que era, soy o seré. Y tengo que agradecérselo a tu oviáceo.

—Me alegro de oírlo —dijo Sartori—. Sobre todo con esta compañía.

Volvió la vista hacia Celestine. Esta seguía en pie aunque estaba claro que eran los filamentos que se abrazaban al muro los que la sostenían, no sus piernas. Abría y cerraba los ojos y los estremecimientos le recorrían el cuerpo. Cortés sabía que la anciana necesitaba ayuda pero no podía hacer nada mientras siguiera cargando con Sartori, así que giró a su hermano y lo lanzó hacia la puerta de la cueva. Sartori se separó de él como un muñeco y sólo levantó los brazos para frenar la caída en el último momento.

—Ayúdala si quieres —dijo con los ojos clavados en Cortés y los rasgos derrumbados—. A mí ni me va ni me viene.

Luego se incorporó. Por un instante, Cortés pensó que tenía intención de tomar alguna represalia y cogió aliento para defenderse. Pero el otro se limitó a decir:

—Estoy en el suelo, hermano. ¿Me harías daño aquí?

Como si quisiera demostrar lo bajo que había caído y que allí estaba dispuesto a quedarse, empezó a escabullirse por la tierra como una serpiente expulsada de una chimenea.

—Te la puedes quedar —dijo y desapareció en las tinieblas más iluminadas que había tras la puerta.

Los ojos de Celestine se habían cerrado para cuando Cortés volvió a mirarla y el cuerpo le colgaba flácido de las tenaces cintas que la sujetaban. Fue hacia ella pero cuando se acercó, parpadeó y abrió los ojos.

—No... —dijo—. No te quiero... cerca... de mí.

¿Podía culparla? Un hombre con su rostro ya había intentado asesinarla, o violarla, o ambas cosas. ¿Por qué iba a confiar en otro? Y tampoco era este el momento de aducir inocencia, la mujer necesitaba ayuda, no una disculpa. La cuestión era, ¿de quién? Jude había dejado claro mientras subían que la habían echado del lado de esta mujer igual que lo echaban a él. Quizá Clem pudiera cuidarla.

—Enviaré a alguien para que la ayude —dijo, y se dirigió al pasadizo.

Sartori había desaparecido, se había levantado y había puesto pies en polvorosa. Una vez más, Cortés fue tras sus pasos, de vuelta a las escaleras. Había cubierto la mitad de la distancia cuando aparecieron Jude, Clem y Lunes. Sus ceños se evaporaron cuando vieron a Cortés.

—Pensamos que te había asesinado —dijo Jude.

—No me tocó. Pero a Celestine le ha hecho daño y no quiere que me acerque. Clem, ¿quieres ir a ver si puedes ayudarla? Pero ten cuidado. Quizá parezca enferma, pero es muy fuerte.

—¿Dónde está?

—Jude te llevará. Yo voy tras Sartori.

—Ha subido a la torre —dijo Lunes.

—Ni siquiera nos miró —dijo Jude. Casi parecía ofendida—. Salió tropezando y subió las escaleras. ¿Qué demonios le has hecho?

—Nada.

—Jamás había visto una expresión así en su rostro. Ni en el tuyo, si a eso vamos.

—¿Así cómo?

—Trágica —dijo Clem.

—Quizá consigamos una victoria más rápida de lo que pensé —dijo Cortés mientras pasaba a su lado para subir las escaleras.

—Espera —dijo Jude—. No podemos atender a Celestine aquí. Necesitamos llevarla a algún sitio más seguro.

—De acuerdo.

—¿El estudio, quizá?

—No —dijo Cortés—. Conozco una casa en Clerkenwell donde estaremos a salvo. Una vez me expulsó de allí. Pero es mía y vamos a volver a ella. Todos.

Capítulo 15

1

El sol que recibió a Cortés en el vestíbulo le recordó a Taylor, cuya sabiduría, expresada por boca de un muchacho dormido, había dado comienzo a este día. Desde ese amanecer parecía haber pasado toda una era, las horas transcurridas desde entonces tan llenas de viajes y revelaciones. Y así sería hasta la Reconciliación, lo sabía. El Londres por el que había vagado durante sus primeros años, rebosante de posibilidades (una ciudad de la que Pai había dicho una vez que ocultaba más ángeles que las faldas de Dios) era una vez más un lugar lleno de presencias y él se alegraba de ello. Daba impulso a sus talones mientras subía las escaleras, de dos en dos y de tres en tres. Por extraño que fuera, lo cierto es que estaba impaciente por ver de nuevo el rostro de Sartori, quería hablar con su otro yo y saber lo que pensaba.

Jude lo había preparado para lo que se iba a encontrar en el último piso, pasillos anodinos que conducían a la mesa de la Tabula Rasa y el cuerpo tirado allí. El olor de la ruina de Godolphin lo recibió cuando salió al pasadizo: un recordatorio nauseabundo, aunque no es que él lo necesitara, de que la revelación tenía una cara más sombría y que aquellos últimos días felices en los que él había sido el metafísico más elogiado de Europa habían terminado en atrocidades. No volvería a ocurrir, se juró. La última vez las ceremonias habían fracasado a causa del hermano que lo esperaba al final del pasillo y si tenía que cometer un fratricidio para eliminar el peligro de una repetición, que así fuera. Sartori era el espíritu de sus propias imperfecciones reencarnado. Matarlo sería una purificación, grata, quizá, para los dos.

A medida que avanzaba por el pasillo, el olor dulzón de la putrefacción de Godolphin se hacía cada vez más fuerte. Contuvo el aliento para defenderse de él y llegó a la puerta en absoluto silencio. Esta, no obstante, se abrió al acercarse él y su propia voz lo invitó a entrar.

—Nada te hará daño aquí, hermano, no por mi parte. Y yo no necesito que te arrastres para demostrar tus buenas intenciones.

Cortés dio un paso y entró. Todas las cortinas estaban corridas para impedir la entrada del sol pero hasta la tela más sólida suele dejar entrar algún vestigio de luz a través de su tejido. No aquí. La habitación estaba sellada por algo más que las cortinas y el ladrillo y Sartori estaba sentado en medio de esta oscuridad, su forma visible sólo porque la puerta estaba entreabierta.

—¿Quieres sentarte? —dijo Sartori—. Sé que no es una losa muy saludable — (el cuerpo de Oscar Godolphin había desaparecido, la suciedad de su sangre y podredumbre permanecía en charcos y manchas)—, pero me gusta la formalidad. Deberíamos negociar como seres civilizados, ¿sí?

Cortés accedió, se encaminó al otro lado de la mesa y se sentó, se conformaba con mostrar su buena fe a menos o hasta que Sartori mostrara signos de traición. Entonces sería rápido y letal.

—¿Dónde ha ido el cuerpo? —preguntó.

—Está aquí. Lo enterraré cuando hayamos hablado. No es lugar para que se pudra un hombre. O quizá es el lugar perfecto, no lo sé. Podemos votar luego sobre eso.

—De repente eres todo un demócrata.

—Dijiste que estabas cambiando. Yo también.

—¿Por alguna razón en particular?

—Ya llegaremos a eso. Primero...

Miró hacia la puerta, esta se cerró y los sumió a los dos en la más absoluta oscuridad.

—No te importa, ¿verdad? —dijo Sartori—. Esta no es una conversación que debiéramos tener mientras nos miramos. Ya es suficiente con el espejo.

—En Yzordderrex no te importaba.

—Allí era yo encarnado. Aquí me siento... incorpóreo. Me impresionó mucho lo que hiciste en Yzordderrex, por cierto. Una palabra tuya y se desmoronó, sin más.

—Fue obra tuya, no mía.

—Vamos, no seas obtuso. Sabes lo que dirá la historia. Le importará una mierda la política. Dirá que llegó el Reconciliador y las murallas se desplomaron. Y no vas a discutir con eso. Alimenta la leyenda; te hace parecer un Mesías. Y eso es lo que quieres en realidad, ¿verdad? La pregunta es, si tú eres el Reconciliador, ¿qué soy yo?

—No tenemos que ser enemigos.

—¿No dije yo eso mismo en Yzordderrex? ¿Y tú no intentaste asesinarme?

—Tenía buenas razones.

—Di una.

—Destruiste la primera Reconciliación.

—No era la primera. Ha habido otros tres intentos de los que yo tenga certeza.

—Para mí era la primera. Mi gran obra. Y tú la destruiste.

—¿A quién le oíste eso?

—A Lucius Cobbitt —respondió Cortés.

Hubo entonces un silencio y en él Cortés creyó oír que se movía la oscuridad, un sonido parecido al de la seda cuando se desliza sobre seda. Pero en estos tiempos su cabeza nunca estaba del todo en silencio y antes de que pudiera despejar un sendero entre los susurros, Sartori había recuperado el equilibrio.

—Así que Lucius está vivo —dijo.

—Sólo en el recuerdo. En la calle Gamut.

—Ese chiflado de Descansito te ha preparado muy bien, ¿eh? Lo voy a destripar. —Suspiró—. Echo de menos a Rosengarten, sabes. Era tan leal. Y Racidio y Mattalaus. Tenía buena gente en Yzordderrex. Personas en las que podía con liar, personas que me amaban. Es la cara, creo; inspira devoción. Debes de haberte dado cuenta. ¿Es lo divino que hay en ti o es sólo la forma que tenemos de sonreír? Me resisto a pensar que uno es síntoma de lo otro. Los jorobados pueden ser santos y las bellezas auténticos monstruos. ¿No te has dado cuenta?

—Desde luego.

—¿Ves en cuántas cosas estamos de acuerdo? Nos quedamos aquí sentados, en la oscuridad, y hablamos como amigos. Con sinceridad, creo que si nunca más salimos a la luz, podríamos aprender a amarnos. Después de un tiempo.

—Eso no puede ocurrir.

—¿Por qué no?

—Porque tengo trabajo que hacer y no permitiré que me retrases.

—Hiciste un daño terrible la última vez, maestro. Recuérdalo. Que tu mente no lo olvide. Recuerda lo que fue, ver que el In Ovo se derramaba...

Por el sonido de la voz de Sartori, Cortés supuso que se había puesto en pie. Pero, una vez más, era difícil estar seguro cuando la oscuridad era tan profunda. Él también se levantó, la silla se volcó a sus espaldas.

—El In Ovo es un lugar inmundo —decía Sartori—. Y puedes creerme, no quiero que manche este Dominio. Pero me temo que eso quizá sea inevitable.

Cortés empezaba a estar seguro de que aquí estaban intentando engañarlo. La voz de Sartori ya no surgía de una única fuente sino que se iba diseminando con sutileza por toda la habitación, como si él se estuviera filtrando por la oscuridad.

—Si dejas esta habitación, hermano, si me dejas sólo, un horror parecido se desatará en el Quinto.

—Esta vez no cometeré ningún error.

—¿Quién está hablando de errores? —dijo Sartori—. Estoy hablando de lo que haré por lo que es justo, si me abandonas.

—Entonces ven conmigo.

—¿Para qué? ¿Para ser tu discípulo? ¡Escucha lo que dices! Tengo tanto derecho a que me llamen Mesías como tú. ¿Por qué iba a ser un irrisorio acólito? Ten la amabilidad al menos de entender eso.

—¿Entonces tengo que matarte?

—Puedes intentarlo.

—Estoy listo para hacerlo, hermano, si me obligas.

—Yo también. Yo también.

No había razón para seguir debatiendo, pensó Cortés. Si iba a matar a aquel hombre, como al parecer debía hacer, quería hacerlo de una forma rápida y limpia. Pero necesitaba luz para llevarlo a cabo. Se movió hacia la puerta con la intención de abrirla, pero en ese instante algo le rozó la cara. Levantó el brazo para apartarlo de un manotazo pero ya había desaparecido, había revoloteado hasta el techo. ¿Qué clase de defensa era esta? No había percibido ningún ser vivo al entrar en la habitación, aparte de Sartori. La oscuridad estaba inerte. O bien ahora había adoptado algún tipo de vida ilusoria, extensión de la voluntad de Sartori o su otro yo había utilizado la cobertura de la oscuridad para invocar algo. ¿Pero qué? No se había pronunciado ninguna evocación, ni se había insinuado ningún lance. Si su hermano se las había arreglado para conjurar algún defensor, éste era endeble y estúpido. Lo oía revolotear contra el techo como un pájaro cegado.

—Creí que estábamos solos —dijo.

—Nuestra última conversación necesita testigos, ¿o cómo iba a saber el mundo que te di la oportunidad de salvarlo?

—¿Y ahora biógrafos?

—No exactamente...

—¿Entonces qué? —dijo Cortés, había alcanzado el muro con la mano estirada y la deslizaba por él rumbo a la puerta—. ¿Por qué no me lo enseñas? —dijo mientras cerraba la palma alrededor de la manilla—. ¿O te da demasiada vergüenza?

Y con eso, tiró no de una sino de las dos puertas y las abrió. El fenómeno subsiguiente fue más inesperado que alarmante. La escasa luz del pasillo exterior fue absorbida por la habitación a toda prisa, como si fuera leche que se mamara de la teta del día para alimentar lo que esperaba dentro. La criatura pasó volando a su lado y se dividió por el camino, se dirigió a una docena de lugares, por toda la habitación, hacia el techo y el suelo. Luego algo arrebató las manijas de las manos de Cortés y las puertas se cerraron de golpe.

Se volvió para enfrentarse a la habitación y al hacerlo oyó que se volcaba la mesa. Parte de la luz se había dirigido a lo que yacía debajo. Allí estaba Godolphin, destripado, con las entrañas esparcidas a su alrededor, los riñones colocados sobre los ojos, el corazón en la ingle. Y saltando alrededor del cadáver, algunas de las entidades que había invocado este arreglo y que portaban fragmentos de la luz robada a través de la puerta. Ninguna de las criaturas tenía mucho sentido a los ojos de Cortés. No tenían miembros que se pudieran reconocer como tales, ni resto alguno de rasgos, ni, en la mayor parte de los casos, cabezas sobre las que podrían haber descansado esos rasgos. Eran recortes del absurdo, algunos encordados como lo que atasca un desagüe y sumidos en un ajetreo sin sentido, otros tirados como fruta hinchada que se dividía una y otra vez y sólo para demostrar que no tenía semillas.

Cortés miró hacia Sartori. No se había quedado con nada de luz pero un bucle de vida apolillada le colgaba sobre la cabeza y arrojaba sobre él su siniestro fulgor.

—¿Qué has hecho? —le preguntó Cortés.

—Hay oficios que un Reconciliador jamás se rebajaría a conocer. Este es uno de ellos. Estas bestias son oviáceos. Peripeteria. No se puede alzar bestias más pesadas con un cadáver que ya está frío. Pero estas cosas saben ser sumisas y lo cierto es que eso es todo lo que tú o yo le hemos pedido a nuestros cómplices, ¿verdad? O a nuestros seres queridos, si a eso vamos.

—Bueno, ya me los has enseñado —dijo Cortés—. Ahora puedes mandarlos a casa.

—Oh, no, hermano. Quiero que sepas lo que pueden hacer. Son lo más bajo de lo más bajo pero se saben unos truquitos exasperantes.

Sartori levantó la vista y el bucle de miseria que colgaba sobre él se separó de su apreciado lugar y se movió hacia Cortés, luego al suelo, su objetivo no eran los vivos sino los muertos. En cuestión de momentos se colocó alrededor del cuello de Godolphin y mientras estaba en el aire, encima del cadáver, sus compañeros formaron una alianza y se congelaron en una nube peristáltica. El bucle se tensó como una soga y se elevó, levantando a Godolphin con él. Los riñones cayeron de los ojos, que estaban abiertos debajo. El corazón se desprendió de la ingle; había una herida donde antes estaba su masculinidad. Luego, las entrañas restantes se derramaron del cadáver, conservadas en una gelatina de sangre fría. Los peripeteria que tenía encima se ofrecieron como horca para la soga que ascendía y, una vez que se colocó en medio de ellos, se elevaron de nuevo, de tal modo que los pies del muerto se separaron del suelo.

—Esto es obsceno, Sartori —dijo Cortés—. Detenlo ya.

—No es una visión muy bonita, ¿verdad? Pero piensa, hermano, piensa lo que podría hacer un ejército de ellos. Ni siquiera pudiste curar este único horror, tan pequeño, no hablemos ya si lo multiplicamos por mil. —Sartori hizo una pausa y luego dijo con un tono de auténtica curiosidad en la voz—. ¿O podrías hacerlo? ¿Podrías despertar al pobre Oscar? De entre los muertos, me refiero. ¿Podrías hacerlo?

Abandonó su lugar al otro lado de la habitación y se movió hacia Cortés, la expresión de su rostro, iluminado por la horca, era de excitación ante tal posibilidad.

—Si pudieras hacerlo —le dijo—, te juro que sería el discípulo perfecto. Lo sería.

Ya había pasado al lado del hombre colgado y se encontraba a uno o dos metros de Cortés.

—Lo juro —volvió a decir.

—Bájalo.

—¿Por qué?

—Porque es inútil y patético.

—Quizá eso es lo que soy —dijo Sartori—. Quizá eso es lo que he sido desde el principio y nunca tuve el cerebro necesario para darme cuenta.

Estaba cambiando de estrategia, pensó Cortés. Cinco minutos antes aquel hombre exigía el respeto que se le debía como aspirante a Mesías, ahora se regodeaba en su propia abnegación.

—He tenido tantos sueños, hermano. ¡Ah, las ciudades que he imaginado! ¡Los imperios! Pero nunca pude eliminar esa engorrosa duda, ¿sabes? Ese gusano que no deja de decir desde el fondo de tu cabeza, terminará en nada, terminará en nada. ¿Y sabes qué? El gusano tenía razón. Todo lo que he intentado estaba condenado desde el principio, por lo que somos el uno para el otro.

Trágica, había dicho Clem al describir la expresión del rostro de Sartori cuando había huido del sótano. Y quizá a su manera lo era. ¿Pero de qué se había enterado para que se rebajara tanto? Había que sacárselo de alguna forma, ahora o nunca.

—Vi tu imperio —respondió Cortés—. No se desmoronó porque algo lo condenara. Lo construiste con mierda. Por eso se derrumbó.

—¿Pero es que no lo ves? Esa era la condena. Yo fui el arquitecto y también el juez que lo consideró indigno. Estaba en mi propia contra desde el principio y no me había dado cuenta.

—¿Pero ahora lo comprendes?

—No podría estar más claro.

—¿Por qué? ¿Ves tu imagen entre esta mugre? ¿Es eso?

—No, hermano —dijo Sartori—. Es cuando te miro a ti...

—¿A mí?

Sartori se lo quedó mirando, los ojos empezaban a llenársele de lágrimas.

—Ella pensó que yo eras tú —murmuró.

—¿Judith?

—Celestine. No sabía que éramos dos. ¿Cómo iba a saberlo? Así que cuando me vio se alegró. Al principio, en cualquier caso.

Había una carga de dolor en su discurso que Cortés no había anticipado y en eso no fingía. Sartori sufría como un hombre condenado.

—Entonces me olió —continuó—. Dijo que hedía al mal y que le daba asco.

—¿Por qué habría de importarte? —dijo Cortés—. De todos modos querías matarla.

—No —protestó el otro—. Eso no era lo que quería, en absoluto. No le habría puesto un dedo encima si no me hubiera atacado.

—De repente eres muy cariñoso.

—Por supuesto.

—No veo por qué.

—¿No dijiste que éramos hermanos?

—Sí.

—Entonces también es mi madre. ¿No tengo algún derecho a que me ame?

—¿Madre?

—Sí. Madre. Es tu madre, Cortés. La violó el Invisible y tú eres la consecuencia.

Cortés se quedó demasiado estupefacto para contestar. Su mente reunía piezas de todas partes (todas ellas resueltas por esta revelación) y la solución colmaba su copa.

Sartori se secó la cara con las palmas de las manos.

—Nací para ser el Diablo, hermano —dijo—. El infierno de tu cielo. ¿Lo ves? Cada uno de los planes que hice, cada una de las ambiciones que tuve, es una burla porque la parte de mí que eres tú quiere amor y gloria y grandes obras y la parte de mí que es nuestro Padre sabe que es una mierda y lo derrumba. Soy mi propio destructor, hermano. Todo lo que puedo hacer es vivir con la destrucción, hasta el fin del mundo.

2

En el vestíbulo, seis pisos más abajo, los salvadores de Celestine, después de muchos halagos, habían convencido a la mujer para que saliera del laberinto, a la luz. Débil como estaba cuando Clem entró en su celda, se había resistido a su consuelo durante un buen rato, le decía que no quería nada de ellos. Prefería permanecer bajo tierra, dijo, y perecer allí.

La experiencia en las calles le había proporcionado a Clem la forma de enfrentarse a semejante contumacia. No discutió con ella y tampoco se fue. Esperó el momento adecuado en el umbral mientras le decía que lo más probable es que tuviera razón, no se conseguía nada viendo el sol.

Después de un rato la mujer le plantó cara y le dijo que esa no era su opinión en absoluto y que si le quedaba algo de decencia, le ofrecería un poco de consuelo en sus momentos de angustia. ¿Quería que muriera como un animal, le dijo a Clem, encerrada en la oscuridad? El hombre admitió entonces que la culpa era suya y que si quería que la llevaran al mundo exterior, él haría lo que pudiese.

Tras el éxito de su táctica, mandó a Lunes a traer el coche de Jude a la parte delantera de la torre y dio comienzo a la tarea de sacar a Celestine. Se produjo un momento delicado en la puerta de la celda cuando la mujer, al posar los ojos sobre Jude, estuvo a punto de retractarse y dijo que no quería tener nada que ver con esta criatura mancillada. Jude guardó silencio y Clem, el tacto personificado, la mandó arriba a recoger unas mantas del coche mientras él escoltaba a Celestine hasta las escaleras. Fue un asunto lento y varias veces le pidió que parase, se aferraba a él con fiereza y le decía que no estaba temblando porque tuviese miedo sino porque su cuerpo no estaba acostumbrado a esa libertad y si alguien, sobre todo la mujer mancillada, hacía algún comentario sobre esos temblores, él debía acallarlo.

Y de esa manera, aferrada a Clem un momento y al siguiente exigiendo que no se apoyara en ella, ralentizando el paso a veces y al instante levantándose con una fuerza sobrenatural en los músculos, la cautiva de Roxborough dejó su prisión tras dos siglos de encarcelación y subió a encontrarse con el día.

Pero el conjunto de sorpresas de la torre, ya fuera arriba o abajo, no se había agotado todavía. Clem escoltaba a Celestine través del vestíbulo pero tuvo que detenerse, con los ojos clavados en la puerta que tenía delante, o más bien, en los rayos de sol que se derramaban a su través. Estaban cargados de motas: polen y semillas procedentes de los árboles y plantas del exterior; polvo de la carretera que había un poco más allá. Aunque fuera apenas soplaba una brisa, las motas se movían llenas de vida.

—Tenemos visita —comentó.

—¿Aquí? —dijo Jude.

—Ahí arriba.

La joven miró la luz. Si bien en los rayos no podía ver nada que se pareciera a una forma humana, las partículas no se movían al azar. Había algún principio organizador entre ellas y Clem, al parecer, sabía cómo se llamaba.

—Taylor —dijo, tenía la voz pastosa por la emoción—. Taylor está aquí,

Le lanzó una mirada a Lunes, que, sin que nadie le dijera nada, se adelantó para sostener el peso de Celestine. La mujer había estado debatiéndose de nuevo con la inconsciencia pero ahora levantó la cabeza y contempló la escena con todos los demás cuando Clem comenzó a caminar hacia la puerta llena de luz.

—Eres tú, ¿verdad? —dijo en voz baja.

A modo de respuesta, el movimiento de la luz se hizo más agitado.

—Eso pensé — dijo Clem mientras se detenía a un par de metros del borde del estanque.

—¿Qué quiere? —dijo Jude—. ¿Lo sabes?

Clem se volvió y la miró, en su expresión había asombro y miedo.

—Quiere que lo deje entrar —respondió—. Quiere estar aquí. —Se dio unos golpecitos en el pecho—. Dentro de mí.

Jude sonrió. El día no había traído demasiadas buenas noticias pero aquí tenían una: la posibilidad de una unión que ella nunca había creído posible. Y sin embargo, Clem dudaba y no se acercaba a la luz.

—No sé si puedo hacerlo —dijo.

—No va a hacerte daño —dijo Jude.

—Lo sé —dijo Clem al tiempo que volvía los ojos hacia la luz otra vez. Su polvo dorado estaba más convulsivo que nunca—. No es el dolor...

—¿Entonces qué?

Su amigo sacudió la cabeza.

—Yo lo hice, tío —dijo Lunes—. Tú sólo cierra los ojos, relájate y disfruta.

Eso le valió una pequeña carcajada de Clem, que seguía con los ojos clavados en la luz cuando Jude dio voz a la persuasión definitiva.

—Le amabas —dijo.

La risa quedó atrapada en la garganta de Clem y en medio del absoluto silencio subsiguiente murmuró:

—Todavía le amo.

—Entonces ve con él.

El hombre la miró una última vez y sonrió. Luego dio un paso y entró en la luz.

A los ojos de Jude, no hubo nada extraordinario en aquella escena. Sólo había una puerta y un hombre que salía a través de ella a la luz del sol. Pero aquello significaba algo, algo que antes no entendía y ahora que lo presenciaba, volvió a su cabeza una advertencia de Oscar, algo que le había dicho cuando se preparaban para partir hacia Yzordderrex. Volvería cambiada, había dicho, vería el mundo que había dejado con los ojos más despejados. Y aquí estaba la prueba. Quizá la luz del sol había sido siempre numinosa y las puertas símbolos de un paso más grande que el de una habitación a otra. Pero ella no lo había visto hasta ahora.

Clem permaneció bajo los rayos durante unos treinta segundos quizá, con las palmas levantadas delante de él. Luego se volvió de nuevo hacia ella y la joven vio que Taylor había venido con él. Si le hubieran pedido que nombrara los lugares donde veía su presencia, no podría haberlo hecho. Su fisonomía no había cambiado, ningún detalle especial en el que se pudiera ver, a menos que fuera en signos tan sutiles (el ángulo de la cabeza, la firmeza de la boca) que ella era incapaz de distinguirlos. Pero estaba allí, no cabía duda. Y también había una urgencia que no estaba en Clem un minuto antes.

—Sacad a Celestine de aquí —les dijo a Jude y Lunes—. Algo terrible está ocurriendo arriba.

Dejó la puerta y se dirigió a las escaleras.

—¿Necesitas ayuda? —dijo Jude.

—No. Quédate con ella. Te necesita.

Al oír eso, Celestine pronunció sus primeras palabras desde que había dejado la celda.

—No la necesito —dijo.

Clem se dio la vuelta de repente, volvió con la mujer y le puso la nariz a milímetros de la suya.

—¡Sabe, me está resultando difícil encontrarla agradable, mujer! —le soltó.

Jude lanzó una carcajada al escuchar con tanta claridad los irascibles tonos de Tay. Había olvidado lo bien que habían encajado su naturaleza y la de Clem antes de que la enfermedad se hubiera llevado el avinagramiento de Tay.

—Estamos aquí por usted, que no se le olvide —dijo Tay—. Y usted aún estaría ahí abajo quitándose pelusas del ombligo si Judy no nos hubiera traído.

Celestine entrecerró los ojos.

—Pues vuelve a ponerme allí —dijo.

—Sólo por eso —Jude contuvo el aliento, no iría a hacerlo, ¿verdad? —, voy a darle un gran beso y a pedirle con toda corrección que deje de ser una vieja cascarrabias. —La besó en la nariz y añadió—: Y ahora vámonos —le dijo a Lunes y antes de que Celestine pudiera pensar en una respuesta, Clem se dirigió a las escaleras, las subió y desapareció de su vista.

3

Agotado por su efusión de dolor, Sartori le dio la espalda a Cortés y se dirigió despacio a la silla en la que estaba sentado al principio de la entrevista. Haraganeaba por el camino, le daba patadas a aquellos trozos rastreros que venían a adorarlo e hizo una pausa para levantar la vista hacia el cuerpo destripado de Godolphin, luego lo puso en movimiento con un toque, de tal modo que su corpulencia lo eclipsaba y lo descubría por momentos a medida que él se acercaba a su pequeño trono. Había peripeteria reunida a su alrededor en una horda servil, pero Cortés no espero a que les ordenara que lo atacasen. Sartori no era menos peligroso por la desesperación que acababa de expresar, todo lo que hacía era liberarlo de cualquier última esperanza de paz que pudiera quedar entre ellos. Y también liberaba a Cortés. Esto tenía que terminar con la desaparición de Sartori o el diablo que había decidido ser desharía la gran obra de nuevo. Cortés cogió aliento; en cuanto su hermano se volviera, dejaría volar el pneuma y terminaría con aquello.

—¿Qué te hace pensar que puedes matarme? —dijo Sartori sin volverse todavía—. Dios está en el Primer Dominio y madre abajo, casi muerta. Estás sólo. Todo lo que tienes es tu aliento.

El cuerpo de Godolphin continuaba balanceándose entre ellos pero aquel hombre seguía dándole la espalda.

—Y si a mí me destejes, ¿qué te haces a ti en el proceso? ¿Has pensado en eso? Mátame y quizá te matas a ti mismo.

Cortés sabía que Sartori era capaz de plantar tales dudas durante toda la noche. Era el complemento de su propio talento perdido para seducir: dejar caer las posibilidades en la tierra prometida. No permitiría que eso lo retrasara. Con el pneuma listo, se fue en busca de aquel hombre, sólo lo contuvo un momento el balanceo del cadáver de Godolphin, luego se detuvo al otro lado. Sartori seguía negándose a mostrarle el rostro y Cortés no tuvo más opción que malgastar un poco del aliento asesino con palabras.

—Mírame, hermano —dijo.

Leyó la intención de hacerlo en el cuerpo de Sartori, un movimiento que comenzaba en los talones, el torso y la cabeza. Pero antes de que apareciera la cara, Cortés oyó un sonido tras él y volvió los ojos para ver allí al tercer actor (el fallecido Godolphin) caerse de su horca. Tuvo tiempo de vislumbrar los oviáceos que ocupaban el cuerpo, luego lo tuvo encima. Debería haber sido fácil hacerse a un lado pero las bestias habían hecho algo más que anidar en su cuerpo. Estaban muy ocupados en los músculos podridos de Godolphin, organizando la resurrección que Sartori le había rogado a Cortés que llevara a cabo. Los brazos del cadáver lo agarraron de golpe y su corpulencia, mucho más inmensa por el peso de los parásitos, lo hizo caer de rodillas. El aliento salió de su boca en forma de aire inofensivo y antes de que hubiera podido tomar otra bocanada, le habían atrapado los brazos y se los habían retorcido hasta casi rompérselos a la espalda.

—Nunca le des la espalda a un hombre muerto —dijo Sartori cuando por fin mostró el rostro.

No había allí una expresión de triunfo, aunque había incapacitado a su enemigo con una rápida maniobra. Volvió sus ojos llenos de dolor hacia la hueste de peripeteria que había sido la horca de Godolphin y con el pulgar de la mano izquierda describió un círculo diminuto. Las bestezuelas siguieron su indicación al instante y apareció un movimiento en la nube.

—Yo soy más supersticioso que tú, hermano —dijo Sartori mientras se llevaba la mano a la espalda y tiraba la silla. El mueble no se quedó donde se había caído sino que rodó por la habitación como si el movimiento de arriba tuviera alguna correspondencia abajo—. Yo no voy a ponerte la mano encima —continuó Sartori—. Por si acaso hay alguna consecuencia para un hombre que le quita la vida a su hermano. —Levantó las palmas de las manos—. Mira, yo soy inocente —dijo mientras daba un paso atrás hacia las cortinas corridas—. Vas a morir porque el mundo se está derrumbando.

Mientras hablaba, el movimiento que rodeaba a Cortés aumentó cuando los peripeteria obedecieron la indicación de su invocador. Como individuos eran insustanciales pero en masa tenían una autoridad considerable. A medida que aumentaba la velocidad de sus giros, se generaba una corriente lo bastante fuerte para levantar por el aire la silla que Sartori había volcado. Se desclavaron de las paredes las lámparas, que se llevaron trozos de yeso con ellas; se arrancaron las manijas de las puertas y el resto de las sillas subieron en un arrebato para unirse a la tarantela y terminaron convertidas en astillas al estrellarte unas contra otras. Incluso la mesa, enorme como era, empezó a moverse. En el ojo de la tormenta, Cortés se debatió para liberarse del frío abrazo de Godolphin. Quizá lo hubiera hecho, si hubiera dispuesto de tiempo, pero el círculo y su carga de fragmentos se cerraron sobre él demasiado rápido.

Incapaz de protegerse, todo lo que podía hacer era inclinar la cabeza contra el granizo de madera, yeso y vidrio, el asalto le había arrebatado el aliento de golpe. Sólo una vez levantó los ojos para buscar a Sartori entre la tormenta. Su hermano permanecía pegado a la pared, la cabeza echada hacia atrás mientras contemplaba la ejecución. Si había algún sentimiento en su rostro, era el de un hombre ofendido por lo que veía, un cordero obligado a contemplar impotente cómo quedaba reducido a pulpa su compañero.

Al parecer no había oído la voz que se alzaba en el pasillo exterior, pero Cortés sí. Era Clem, que llamaba al maestro y golpeaba la puerta. A Cortés no le quedaban fuerzas para responder. Su cuerpo se encorvaba entre los brazos de Godolphin a medida que aumentaba la descarga y le golpeaba el cráneo, las costillas y los muslos. Clem, que Dios le bendijese, no necesitaba ninguna contestación. Se estrelló contra la puerta repetidas veces y la cerradura explotó de repente 'haciendo que se abrieran las dos puertas a la vez.

Había más luz fuera que dentro, por supuesto, y del mismo modo que antes, la arrastraron a la habitación oscurecida a toda prisa y pasó rozando al asombrado Clem. Los peripeteria estaban tan desesperados como siempre por quedarse con una rebanada de luz y los remolinos de sus filas se sumieron en la confusión ante la aparición de la misma. Cortés sintió que se aflojaban los brazos que lo sostenían cuando los oviáceos que habían dado vida al cadáver de Godolphin dejaron su labor para unirse al tumulto. Con las energías de la habitación distraídas, los restos giratorios empezaron a perder impulso pero no antes de que un trozo de la mesa astillada golpeara una de las puertas abiertas y la arrancara de sus goznes. Clem vio venir la colisión y se apartó antes de que lo golpeara a él también al tiempo que su grito de alarma despertaba a Sartori.

Cortés miró a su hermano. Había abandonado toda pretensión de inocencia y estudiaba al extraño del pasillo con los ojos brillantes. Sin embargo no dejó el lugar que ocupaba ante la pared. Caía ahora una lluvia de escombros que salpicaba la habitación de un extremo a otro, y estaba claro que no tenía ningún deseo de meterse en ella. En lugar de eso, levantó el brazo para arrebatarle un uredo al ojo con la intención de derribara Clem antes de que pudiera intervenir otra vez.

La masa de Godolphin hacía doblarse a Cortés, pero este hizo un esfuerzo por incorporarse y gritarle al mismo tiempo una advertencia a Clem, que volvía a estar en el umbral. Clem oyó el grito y vio que Sartori se sacaba algo del ojo. Aunque no sabía lo que significaba ese gesto, se apresuró a defenderse y se agachó detrás de la puerta superviviente al tiempo que el golpe asesino volaba hacia él. En ese mismo instante, Cortés hacía un esfuerzo sobrehumano para ponerse en pie y arrojar lejos de sí el cuerpo de Godolphin. Le echó un rápido vistazo a Clem para asegurarse de que su amigo había sobrevivido y, al ver que así era, echó a andar hacia Sartori. Su cuerpo ya había recuperado el aliento y podría haber despachado con toda facilidad un pneuma contra su enemigo. Pero sus manos deseaban algo más que aire. Querían carne, querían hueso.

Sin preocuparse por los desechos que tenía tanto a los pies como cayéndole del aire, corrió hacia su hermano, que presintió que se acercaba y se giró. Cortés tuvo tiempo de ver en su cara una sonrisa salvaje, luego se lanzó sobre él. El impulso los tiró a los dos contra las cortinas. La ventana que Sartori tenía detrás se rompió en mil pedazos y la barra de encima se rompió y derribó la cortina.

Esta vez la luz que llenó la habitación fue una llamarada y cayó directamente sobre el rostro de Cortés. El maestro quedó cegado por un momento pero su cuerpo todavía sabía lo que tenía que hacer. Empujó a su hermano hacia el alféizar y lo levantó para tirarlo. Sartori estiró una mano para buscar algo a lo que aferrarse y se agarró a la cortina caída, pero sus pliegues no le sirvieron de mucho. La tela se rasgó cuando cayó hacia atrás y su cuerpo salvó el alféizar con la ayuda de los brazos de su hermano. Aun entonces luchó para evitar la caída pero Cortés no le dio cuartel. Sartori agitó los brazos por un momento, buscando algo en el aire. Luego desapareció de las manos de Cortés y su grito con él, cayó, abajo, sin retorno.

Cortés no vio la caída y se alegró de ello. Sólo cuando se detuvo el grito se apartó de la ventana y se cubrió el rostro mientras el círculo del sol resplandecía con un color azul, verde y rojo tras sus párpados. Cuando por fin abrió los ojos, fue para ver la devastación. Lo único que quedaba entero en la habitación era Clem y hasta él estaba maltrecho. Se había levantado del suelo y contemplaba a los oviáceos, que habían luchado con tanta vehemencia por un trozo de luz y se habían marchitado por un exceso de la misma. Su materia compuesta de unas escaras deslucidas, sus saltos y vuelos reducidos a un miserable arrastrarse para apartarse de la ventana.

—He visto zurullos más bonitos —comentó Clem.

Luego empezó a dar vueltas por la habitación y a tirar de todas las cortinas, el polvo que levantaba convertía al sol en algo sólido al entrar y no dejaba que a los peripeteria les quedara sombra alguna en la que refugiarse.

—Taylor está aquí —dijo cuando terminó el trabajo.

—¿En el sol?

—Mejor que eso —respondió Clem—. En mi cabeza. Pensamos que necesitas unos ángeles guardianes, maestro.

—Yo también —dijo Cortés—. Gracias. A los dos.

Se volvió hacia la ventana y miró al yermo en el que había caído Sartori. No esperaba ver allí un cuerpo y no lo vio. Sartori no había sobrevivido todos aquellos años como Autarca sin encontrar cien lances que le protegiesen el pellejo.

Se encontraron a Lunes, que había oído romperse la ventana por encima de su cabeza y subía las escaleras cuando ellos bajaban.

—Pensé que la había espichado, jefe —dijo.

—Casi —fue la respuesta.

—¿Qué hacemos con Godolphin? —dijo Clem cuando el trío comenzó el descenso.

—No hace falta que hagamos nada —dijo Cortés—. Hay una ventana abierta.

—No creo que vaya a volar a ninguna parte.

—No, pero los pájaros pueden llegar hasta él —dijo Cortés con ligereza—. Mejor engordar a los pájaros que a los gusanos.

—Eso tiene un cierto sentido malsano, supongo —dijo Clem.

—¿Y cómo está Celestine? —le preguntó Cortés al muchacho.

—Está en el coche, toda envuelta y sin decir mucho. Creo que no le gusta el sol.

—Después de doscientos años en la oscuridad, no me sorprende. La pondremos cómoda una vez que lleguemos a la calle Gamut. Es una gran dama, caballeros. Y también es mi madre.

—Así que es de ahí de dónde has sacado esa terquedad —comentó Tay.

—¿Es segura esa casa a la que vamos? —preguntó Lunes.

—Si te refieres a cómo evitamos que entre Sartori, no creo que podamos.

Habían llegado al vestíbulo, que estaba tan lleno de sol como siempre.

—¿Entonces qué crees que va a hacer el muy hijo de puta? —se preguntó Clem.

—No va a volver aquí, de eso estoy seguro —dijo Cortés—. Creo que vagará por la ciudad un tiempo. Pero antes o después algo lo empujará a volver al lugar al que pertenece.

—¿Que es dónde?

Cortés abrió los brazos.

—Aquí —dijo.

Capítulo 16

1

Con toda seguridad no había vía pública más embrujada en todo Londres aquella abrasadora tarde que la calle Gamut. Ni aquellos lugares de la ciudad famosos por sus fantasmas, ni aquellos puntos anónimos (conocidos sólo por videntes y niños) donde se reunían los aparecidos, podían jactarse de más almas ansiosas por debatir los acontecimientos en lugar de sus muertos que esa calleja de Clerkenwell. Si bien eran pocos los ojos humanos, ni siquiera aquellos preparados para ver lo maravilloso (y el coche que había entrado en la calle Gamut poco después de las cuatro contenía varios pares de ojos así) los que podían ver a los fantasmas como entidades sólidas, su presencia quedaba bastante clara, marcada por lugares fríos y quietos en medio de la calima reluciente que se alzaba de la carretera y por los perros callejeros que se reunían en grandes números en las esquinas, atraídos por el silbido agudo que algunos muertos acostumbraban a emitir. Y así se cocía la calle Gamut en su propio calor, un estofado bien cargado de espíritus.

Cortés les había advertido a todos que en la casa no había ninguna comodidad. No tenía muebles, ni agua ni electricidad. Pero el pasado estaba allí, dijo, y sería un consuelo para todos ellos después de los momentos que habían pasado en la torre del enemigo.

—Recuerdo esta casa —dijo Jude cuando salió del coche.

—Deberíamos tener cuidado los dos —le advirtió Cortés cuando subió los escalones—. Sartori dejó a uno de sus oviáceos dentro y a punto estuvo de volverme loco. Quiero deshacerme de él antes de que entremos todos.

—Voy contigo —dijo Jude al tiempo que lo seguía hacia la puerta.

—No creo que eso sea muy inteligente —dijo—. Déjame ocuparme de Descansito primero.

—¿Esa es la bestia de Sartori?

—Sí.

—Entonces me gustaría verlo. No te preocupes, no va a hacerme daño. Tengo un poquito de su maestro justo aquí, ¿recuerdas? —La joven se llevó la mano al vientre—. Estoy a salvo.

Cortés no puso objeción, se limitó a hacerse a un lado para dejar que Lunes forzara la puerta, cosa que hizo con la eficacia de un ladrón experto. Antes de que el muchacho hubiera bajado siquiera los escalones otra vez, Jude ya había cruzado el umbral y se enfrentaba al aire frío y rancio.

—Espera —dijo Cortés mientras la seguía al vestíbulo.

—¿Qué aspecto tiene esa criatura? —quiso saber ella.

—Parece un simio. O un bebé. No lo sé. Habla mucho, de eso estoy seguro.

—Descansito...

—Eso es.

—Un nombre perfecto para un lugar como este.

Jude había llegado al pie de la escalera y había levantado la cabeza hacia la sala de meditación.

—Ten cuidado —dijo Cortés.

—Te oí la primera vez.

—Creo que no terminas de entender lo poderoso...

—Yo nací ahí arriba, ¿verdad? —dijo la joven con un tono tan frío como el aire. Cortés no respondió, no hasta que ella se dio la vuelta y volvió a preguntar—: ¿Verdad?

—Sí.

Jude asintió con la cabeza y volvió a estudiar las escaleras.

—Dijiste que el pasado esperaba aquí —dijo.

—Sí.

—¿Mi pasado también?

—No lo sé. Es probable.

—No siento nada. Es como un puñetero cementerio. Unos cuantos recuerdos vagos, eso es todo.

—Ya vendrán.

—Estás muy seguro.

—Tenemos que estar completos, Jude.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Tenemos que estar... reconciliados... con todo lo que hemos sido antes de poder continuar.

—¿Supongamos que yo no quiero reconciliarme? ¿Supongamos que lo que quiero es volverme a inventar por completo, empezando ahora mismo?

—No puedes hacerlo —dijo él con sencillez—. Tenemos que estar completos antes de poder volver al hogar.

—Si eso es el hogar —respondió la joven mientras señalaba con la cabeza la sala de meditación—, te puedes quedar tú con él.

—No me refiero a la cuna.

—¿Entonces a qué?

—Al lugar antes de la cuna. Al cielo.

—Que le den por culo al cielo. Todavía no he solucionado lo de la Tierra.

—No te hace falta hacerlo.

—Eso déjame juzgarlo a mí. Ni siquiera he tenido una vida que pueda llamar propia y ya estás listo para encajarme en el gran proyecto. Bueno, pues creo que no quiero ir. Quiero ser mi propio proyecto.

—Puedes serlo. Como parte de...

—Como parte de nada. Quiero ser yo. Una ley en mí misma.

—No eres tú la que hablas. Es Sartori.

—¿Y qué si lo es?

—Sabes lo que ha hecho —respondió Cortés—. Las atrocidades. ¿Qué estás haciendo recibiendo lecciones de él?

—¿Cuando debería estar recibiéndolas de ti, quieres decir? ¿Desde cuándo eres tan perfecto, maldita sea? —Cortés no respondió y ella entendió en su silencio otra señal de su nueva nobleza de pensamientos—. Ah, así que no vas a rebajarte a realizar ataques personales, ¿es eso?

—Ya lo discutiremos más tarde —dijo él.

—¿Discutirlo? —se burló ella—. ¿Qué vas a hacer, maestro, darnos una lección de ética? Quiero saber qué es lo que te convierte en un tipo tan excepcional, coño.

—Soy el hijo de Celestine —dijo Cortés en voz baja.

Ella se lo quedó mirando con la boca abierta.

—¿Que eres qué?

—El hijo de Celestine. Se la llevaron del Quinto...

—Sé a dónde la llevaron. Lo hizo Dowd. Creí que me había contado la historia entera.

—Esta parte no.

—Esta parte no.

—Había formas mejores de decírtelo. Siento no haber encontrado ninguna.

—No —dijo ella—. ¿Dónde mejor?

La mirada femenina volvió a lo alto de las escaleras. Cuando habló de nuevo, cosa que aún tardó un poco en hacer, fue en un susurro.

—Tienes suerte —dijo—. Tu hogar y el cielo son el mismo lugar.

—Quizá sea cierto en el caso de todos —murmuró él.

—Lo dudo.

Se produjo entonces un largo silencio, puntuado sólo por los desesperados intentos de Lunes de silbar fuera.

Por fin, Jude dijo:

—Ahora entiendo por qué estás tan desesperado por hacer las cosas bien. Estás... ¿cómo se dice? Estás ocupándote de los asuntos de tu Padre.

—En realidad no lo había pensado así...

—Pero así es.

—Supongo que sí. Sólo espero estar a la altura, eso es todo. Un minuto siento que todo es posible, al siguiente...

Cortés la estudió mientras fuera Lunes intentaba de nuevo silbar la melodía.

—Dime lo que estás pensando —le dijo él.

—Estoy pensando que ojalá me hubiera guardado tus cartas de amor — respondió ella.

Hubo otra dolorosa pausa, luego la joven le dio la espalda y se alejó hacia la parte trasera de la casa. Cortés permaneció al pie de la escalera, pensando que quizá debería ir con ella, por si el agente de Sartori estaba escondido allí, pero temía hacerle más daño con su escrutinio. Volvió a mirar la puerta abierta y los rayos de sol en la entrada. Jude no tenía la seguridad muy lejos si la necesitaba.

—¿Cómo va eso? —le gritó a Lunes.

—Hace calor —fue la respuesta—. Clem ha ido a buscar algo de comida y cerveza. Montones de cerveza. Deberíamos hacer una fiesta, jefe. Joder, nos la merecemos, ¿a que sí?

—Así es. ¿Cómo está Celestine?

—Está dormida. ¿Se puede entrar ya?

—Sólo un poco más —respondió Cortés—. Pero sigue silbando, ¿quieres? Ahí dentro hay una melodía escondida.

Lunes se echó a reír y ese sonido, que era por completo vulgar, por supuesto, y sin embargo tan improbable como la canción de una ballena, agradó a Cortés. Si Descansito seguía en la casa, pensó, su malicia no podría hacer mucho daño en un día tan milagroso como este. Más confortado, se dispuso a subir las escaleras; se preguntaba mientras subía si era posible que la luz del día hubiera ahuyentado todos los recuerdos y los hubiera hecho ocultarse. Pero cuando aún no había llegado a la mitad de las escaleras, tuvo la prueba de que no se habían ido. La forma fantasmal de Lucius Cobbitt, conjurada por su imaginación, apareció a su lado, con la nariz llena de mocos, lloroso y desesperado por escuchar palabras sabias. Momentos después, el sonido de su propia voz que le ofrecía el consejo que le había dado al muchacho aquella última y terrible noche.

—No estudies nada salvo con el conocimiento de que tú ya lo sabías. No adores nada...

Pero antes de haber completado el segundo aforismo recogió la frase una voz meliflua que procedía de arriba.

—... salvo para adorar a tu propio ser. Y no temas nada...

La imagen de Lucius Cobbitt se desvaneció cuando Cortés siguió subiendo, pero la voz aumentó de volumen.

—... salvo con la certeza de que tú eres el creador de tu enemigo y su única esperanza de curación.

Y al oír la voz comprendió al fin que la sabiduría que le había conferido a Lucius no había sido nunca suya. Se había originado con el místico. La puerta que llevaba a la sala de meditación estaba abierta y Pai estaba subido al alféizar y le sonreía desde el pasado.

—¿Cuándo lo inventaste? —preguntó el maestro.

—No lo inventé. Lo aprendí —respondió el místico—. De mi madre. Y ella lo aprendió de su madre, o de su padre, ¿quién sabe? Y ahora tú puedes transmitirlo.

—¿Y qué soy yo? —le preguntó al místico—. ¿Tu hijo o tu hija?

Pai parecía casi avergonzado.

—Tú eres mi maestro.

—¿Eso es todo? ¿Seguimos siendo maestros y sirvientes? No digas eso.

—¿Qué debería decir?

—Lo que sientes.

—Oh. —El místico sonrió—. Si te dijera lo que siento, estaríamos aquí todo el día.

El brillo travieso en sus ojos era tan entrañable, y el recuerdo tan real, que Cortés tuvo que hacer un esfuerzo para no cruzar la habitación y abrazar el espacio donde se había sentado su amigo. Pero había trabajo que hacer (los asuntos de su Padre, como Jude lo había llamado) y eso era más urgente que dejarse llevar por los recuerdos. Cuando hubieran expulsado a Descansito de la casa, entonces volvería aquí y buscaría una lección más profunda: la del oficio de la Reconciliación. Necesitaba con urgencia esa preparación y en los ecos de esta habitación seguro que abundaban los intercambios sobre ese tema.

—Volveré —le dijo a la criatura del alféizar.

—Estaré esperando —respondió esta.

Cortés volvió la vista atrás y el sol, al atrapar la ventana que tenía detrás, por un momento consumió la silueta de la criatura y le mostró no una figura completa sino un fragmento. A Cortés le dio un vuelco el estómago, aquella imagen le recordó a otra con una fuerza atroz: la Mácula, envuelta en un caos turbio y en el aire que soplaba por encima de su cabeza, los harapos aulladores de su amada criatura, que volvía al Segundo con advertencias.

—Perdidos —había dicho mientras luchaba contra la fuerza de la Mácula—. Estamos... perdidos.

¿Le había ofrecido alguna respuesta tranquilizadora que le arrancara la tormenta de los labios? No lo recordaba. Pero oyó de nuevo al místico pidiéndole que buscara a Sartori, diciéndole que su otro yo sabía algo que él, Cortés, no sabía. Y luego había desaparecido, se lo habían arrebatado desde el Primer Dominio y allí lo habían silenciado.

Con el corazón acelerado, Cortés se quitó ese horror de la cabeza y volvió a mirar el alféizar. Estaba vacío. Pero la exhortación de Pai de que buscara a Sartori seguía en su cabeza. ¿Por qué era tan importante? se preguntó. Incluso si el místico había descubierto de algún modo la verdad sobre los orígenes de Cortés en el Primer Dominio y no había conseguido comunicárselo, tenía que saber también que Sartori desconocía el secreto tanto como su hermano. ¿Entonces cuál era ese conocimiento que el místico había creído que Sartori poseía para que la criatura desafiara los límites del Reino de Dios y lo incitara a perseguir al otro?

Una exclamación en el piso de abajo hizo que renunciara al enigma. Jude lo llamaba a gritos, Bajó las escaleras a toda velocidad, siguió su voz por toda la casa y entró en la cocina, que era grande y fría. Jude estaba de pie cerca de la ventana, esta se había desmoronado muchos años antes y le había dado acceso a las enredaderas del jardín de atrás; tras haber entrado, las plantas se habían podrido en una oscuridad que su propia abundancia había espesado. El sol sólo podía colar finos rayos a través de aquella trampa de follaje y madera, pero eran suficientes para iluminar tanto a la mujer como al cautivo cuya cabeza tenía sujeta bajo el pie. Era Descansito, con la descomunal boca derrumbada como una máscara de la tragedia y los ojos alzados hacia Jude.

—¿Es esto? —dijo ella.

—Esto es.

Descansito dio comienzo a una ronda de finos maullidos cuando apareció Cortés, maullidos que luego convirtió en palabras:

—¡Yo no he hecho nada! Pregúntale, pregúntale por favor si he hecho algo. No, nada. Sólo me estaba quitando de en medio, nada más.

—Sartori no está muy contento contigo —dijo Cortés.

—Bueno, no sé cómo iba a conseguirlo —protestó—. No contra tipos como tú. No contra un Reconciliador.

—Así que eso lo sabes.

—Ahora sí. «Tenemos que estar completos» —citó la criatura, había captado el tono de Cortés a la perfección—. «Tenemos que estar reconciliados con todo lo que fuimos...»

—Estabas escuchando.

—No puedo evitarlo —dijo la criatura—. Nací así de inquisitivo. Pero no lo entendí —se apresuró a añadir—. No estoy espiando, lo juro.

—Mentiroso —dijo Jude. Luego se dirigió a Cortés—: ¿Cómo lo matamos?

—No tenemos que matarlo —le dijo él—. ¿Tienes miedo, Descansito?

—¿A ti qué te parece?

—¿Me jurarías lealtad si se te permitiera vivir?

—¿Dónde tengo que firmar? ¡Enseñadme el sitio!

—¿Dejarías vivir a esta cosa? —dijo Jude.

—Sí.

—¿Para qué? —exigió saber ella mientras le clavaba el tacón—. Míralo.

—No —rogó Descansito.

—Júralo —dijo Cortés tras agacharse a su lado.

—¡Lo juro! ¡Lo juro!

Cortés levantó la vista y miró a Jude.

—Levanta el pie —le dijo.

—¿Confías en esto?

—Aquí no quiero ninguna muerte —dijo—. Ni siquiera la de este. Suéltalo, Jude. —La joven no se movió—. He dicho que lo sueltes.

Con reticencia en cada músculo, la mujer levantó el pie medio centímetro y Descansito quedó libre con cierto esfuerzo; al instante le cogió la mano a Cortés.

—Soy vuestro, Liberatore —dijo la criatura colocando la fría y húmeda frente en la palma de la mano de Cortés—. Mi cabeza está en vuestras manos. Por Hyo, por Heretea, por Hapexamendios, encomiendo mi corazón a vos.

—Aceptado —dijo Cortes, y se levantó.

—¿Qué debería hacer ahora, Liberatore?

—Hay una habitación en lo alto de las escaleras. Espérame allí.

—Por siempre jamás.

—Con unos minutos será suficiente.

Descansito se retiró hasta la puerta, hacía reverencias un poco mareado, luego echó a correr.

—¿Cómo puedes confiar en una criatura como esa? —dijo Jude.

—No confío. Todavía no.

—Pero estás dispuesto a intentarlo.

—Estás maldita si no puedes perdonar, Jude.

—Tú podrías perdonar a Sartori, ¿verdad? —dijo ella.

—Él soy yo, es mi hermano y es mi hijo —respondió Cortés—. ¿Cómo podría no perdonarlo?

2

Una vez asegurada la casa se trasladó el resto de la compañía. Lunes, el eterno carroñero, se fue a hacer una batida por las casas y calles vecinas en busca de cualquier cosa que pudiera encontrar que les ofreciera un mínimo de comodidad. Volvió tres veces con un botín y la tercera vez se llevó a Clem con él. Regresaron media hora más tarde con dos colchones y brazadas de ropa de cama, demasiado limpia para que se la hubieran encontrado abandonada.

—Me equivoqué de vocación —dijo Clem con la expresión traviesa de Tay en los rasgos—. Robar es mucho más divertido que trabajar en la banca.

Llegados a este punto, Lunes solicitó permiso para tomar prestado el coche de Jude y volver al South Bank, donde quería recoger las pertenencias que se había dejado al apresurarse a seguir a Cortés. La mujer le dijo que sí pero le recomendó que volviera lo antes posible. Aunque fuera, en la calle, todavía había luz, iban a necesitar tantos brazos y voluntades fuertes como pudieran reunir para defender la casa cuando cayera la noche. Clem había acomodado a Celestine en lo que había sido el comedor; había colocado el más grande de los dos colchones en el suelo y se había sentado con ella hasta que se durmió. Cuando salió, la pendenciera presencia de Tay se había sosegado y el hombre que fue a reunirse con Jude en la puerta estaba tranquilo.

—¿Está dormida? —le preguntó Jude.

—No sé si eso es dormir o un coma. ¿Dónde está Cortés?

—Arriba, urdiendo algo.

—Habéis discutido.

—Eso no es nada nuevo. Todo lo demás cambia pero eso sigue igual.

Clem abrió una de las botellas de cerveza que aguardaban en el escalón y bebió con entusiasmo.

—Sabes, de vez en cuando me sorprendo preguntándome si todo esto no será una alucinación. Lo más probable es que tú lo entiendas mejor que yo (has visto los Dominios, sabes que es algo real) pero cuando yo me fui con Lunes a coger los colchones, había gente a sólo unas calles de aquí, paseaban bajo el sol como si fuera otro día más y yo pensé: Ahí detrás hay una mujer que lleva doscientos años enterrada viva, y su hijo, cuyo Padre es un Dios del que yo nunca he oído hablar...

—Así que te lo dijo.

—Oh, sí. Y cuando pensaba en ello, sólo quería irme a casa, cerrar la puerta con llave y fingir que no estaba pasando.

—¿Qué te detuvo?

—Lunes, sobre todo. El chaval se lo toma todo como viene. Y saber que Tay está en mi interior. Aunque eso me resulta tan natural que es como si siempre hubiera estado ahí.

—Quizá lo estaba —dijo Jude—. ¿Queda más cerveza?

—Sí.

Clem le pasó una botella y la mujer la golpeó contra el escalón igual que había hecho él. El tapón voló y salió un poco de espuma.

—¿Entonces qué te hizo querer huir? —dijo Jude tras aplacar su sed.

—No lo sé —respondió Clem—. El miedo a lo que viene, supongo. Pero es una estupidez, ¿no? listo el comienzo de algo sublime, como prometió Tay. La luz está llegando al mundo desde un lugar que ni siquiera soñamos que existía. Es el Nacimiento del Hijo Invicto, ¿verdad?

—Oh, a los hijos no les va a pasar nada —dijo Jude—. Como casi siempre.

—¿Pero no estás tan segura sobre las hijas?

—No, no lo estoy —le respondió ella—. Hapexamendios mató a las Diosas de toda Imajica, Clem, o al menos lo intentó. Y ahora me encuentro con que es el Padre de Cortés. No me siento muy cómoda haciendo su trabajo.

—Lo entiendo.

—Parte de mí piensa... —Jude dejó que su voz se perdiera en el silencio y dejó la idea sin terminar.

—¿Qué? —le preguntó Clem—. Dímelo.

—Parte de mí piensa que somos tontos al confiar en cualquiera de los dos, en Hapexamendios o en su Reconciliador. Si era un Dios tan cariñoso, ¿por qué hizo tanto daño? Y no me digas que Sus caminos son misteriosos porque eso es un montón de mierda y los dos lo sabemos.

—¿Has hablado con Cortés sobre eso?

—Lo he intentado, pero sólo tiene una cosa en la cabeza...

—Dos —dijo Clem—. La Reconciliación es una. Pai'oh'pah es la otra.

—Ah, sí, el glorioso Pai'oh'pah.

—¿Sabías que se casó con él?

—Sí, me lo dijo.

—Debió de ser toda una criatura.

—Yo tengo ciertos prejuicios —dijo Jude con sequedad—. Intentó matarme.

—Cortés dijo que esa no era la naturaleza de Pai.

—¿No?

—Me dijo que le ordenó que viviera su vida como asesino o como puta. Es culpa suya, dice. Se culpa de todo a sí mismo.

—¿Se culpa a sí mismo o sólo asume la responsabilidad? —dijo ella—. Hay cierta diferencia.

—No lo sé —dijo Clem, que no quería que lo metieran en tales sutilezas—. Desde luego está perdido sin Pai.

Sobre eso la mujer guardó silencio, quería decir que ella también estaba perdida, que ella también se consumía por alguien pero para admitir esto no confiaba ni siquiera en Clem.

—Me dijo que el espíritu de Pai sigue vivo, como el de Tay —decía Clem—. Y cuando todo esto termine...

—Dice muchas cosas —lo interrumpió Jude, cansada de oír a todo el mundo repetir las sabias palabras de Cortés.

—¿Y tú no le crees?

—¿Qué sé yo? —dijo ella, dura ahora como una piedra—. No pertenezco a este Evangelio. No soy su amante y no pienso ser su discípula.

Oyeron algo tras ellos y se volvieron para encontrar a Cortés de pie en la entrada, el brillo de la luz rebotaba en el escalón como candilejas. Tenía el rostro cubierto de sudor y la camisa pegada al pecho. Clem se puso en pie a toda velocidad con expresión culpable y con el talón tiró una de las botellas. Esta bajó dos escalones rodando y derramando cerveza espumosa antes de que Jude la atrapara.

—Hace calor ahí arriba —dijo Cortés.

—Y no va a mejorar —comentó Clem.

—¿Puedo hablar contigo?

Jude sabía que quería decirle algo sin que ella lo oyera pero o Clem era demasiado candoroso para darse cuenta, cosa que dudaba, o bien no estaba dispuesto a seguirle el juego. Se quedó en el escalón y obligó a Cortés a acercarse a la puerta.

—Cuando vuelva Lunes —dijo—, me gustaría que fueras a la finca y trajeras las piedras del Refugio. Voy a llevar a cabo la Reconciliación arriba, donde tengo mis recuerdos para ayudarme.

—¿Por qué envías a Clem? —dijo Jude sin levantarse ni girarse siquiera—. Yo conozco el camino, él no. Sé que aspecto tienen las piedras, él no.

—Creo que estarás mejor aquí —respondió Cortés.

Entonces la mujer se volvió.

—¿Para qué? —dijo—. No le sirvo de nada a nadie. A menos que sólo quieras tenerme vigilada.

—En absoluto.

—Entonces déjame ir —le dijo Jude—. Me llevaré a Lunes para que me ayude. Clem y Tay pueden quedarse aquí. Son tus ángeles, ¿no?

—Si lo prefieres así —dijo Cortés—. A mí no me importa.

—Volveré, no te preocupes —dijo ella burlona mientras levantaba la botella de cerveza—. Aunque sólo sea para brindar por el milagro.

3

Poco después de esta conversación, con la marea azul del atardecer elevándose en la calle y levantando el día hasta los tejados, Cortés dejó sus debates con Pai y fue a sentarse con Celestine. En la habitación de su madre se meditaba mejor que en la que acababa de abandonar, donde los recuerdos de Pai se habían convertido en algo tan fácil de conjurar que a veces le costaba creer que el místico no estuviese allí en carne y hueso. Clem había encendido velas al lado del colchón sobre el que dormía Celestine y su luz mostraba a Cortés una mujer tan profundamente dormida que ningún sueño la inquietaba. Aunque estaba lejos de estar demacrada, sus rasgos eran austeros, como si la carne estuviera a medio camino de convertirse en hueso. La estudió durante un rato, se preguntaba si su rostro adquiriría algún día aquella severidad, luego volvió a los pies de la cama, al lado de la pared y se sentó en cuclillas allí mientras escuchaba la lenta cadencia del aliento de su madre.

Su mente le daba vueltas a todo lo que había aprendido, o recordado, en la habitación de arriba. Como tantas cosas de la magia con la que se estaba familiarizando, el oficio de la Reconciliación no era un gran ceremonial.

Mientras la mayor parte de las religiones predominantes en el Quinto se regodeaban en rituales para no permitir que sus rebaños vieran su falla de perspicacia (liturgias y réquiems, mandamientos y sacramentos, todos creados para amplificar esos diminutos granos de comprensión que en realidad poseen los hombres santos), tal teatro es superfluo cuando los ministros tienen la verdad entre sus manos y con la ayuda del recuerdo, quizá todavía pudiera convertirse en uno de esos ministros.

Había descubierto que el principio de la Reconciliación no era muy difícil de entender. Cada doscientos años, al parecer, el In Ovo producía una especie de flor: un loto de cinco pétalos que flotaba durante un momento muy breve en esas aguas letales, inmune a su veneno y a sus habitantes. Este santuario tenía varios nombres pero el más sencillo, y el más utilizado, era el Ana. En él se reunían los maestros y llevaban allí análogos de los Dominios que representaba cada uno. Una vez que se reunían las piezas, el proceso seguía su propio impulso. Los análogos se fundían y, con el poder que les daba el Ana, florecían, hacían retroceder al In Ovo y abrían el camino entre los Dominios Reconciliados y el Quinto.

—Las cosas fluyen hacia el éxito —había dicho el místico hablando desde tiempos mejores—. Es el instinto natural de cada cosa que se rompe, volver a estar entera. E Imajica está rota hasta que se Reconcilie.

—¿Entonces por qué ha habido tantos fracasos? —había preguntado Cortés.

—No ha habido tantos —había respondido Pai—. Y siempre los destrozaron fuerzas externas. A Cristo lo derribó la política. A Pineo lo destruyó el Vaticano.

Siempre personas externas que destruyen las mejores intenciones del maestro.

Nosotros no tenemos ese tipo de enemigos.

Qué palabras tan irónicas, ahora que las veía en perspectiva. Cortés no podía permitirse de nuevo tal autosuficiencia, no con Sartori todavía vivo y la escalofriante imagen de la última y desesperada aparición de Pai en la Mácula todavía en mente.

No valía la pena revivirlo. Se quitó de la cabeza la visión lo mejor que pudo y, en su lugar, posó la mirada en Celestine. Era difícil pensar en ella como su madre. Quizá, entre los innumerables recuerdos de los que había hecho acopio en esta casa, había algún vago recuerdo de cuando era un bebé en estos brazos, de cuando había puesto su boca sin dientes en esos pechos y se había alimentado. Pero si estaba allí, lo había evitado. Quizá sólo había demasiados años, y vidas, y mujeres, entre este momento y aquellos abrazos. Era capaz de encontrar en su interior la forma de agradecerle la vida que le había dado, pero era difícil sentir algo más.

Después de un rato, la vigilia empezó a deprimirlo. Aquella mujer se parecía demasiado a un cadáver, allí echada, y él a un doliente cumplido pero sin amor en sus gestos. Se levantó para irse pero antes de dejar la habitación, se detuvo a su lado y se inclinó para acariciarle la mejilla. No había puesto su piel sobre la de ella desde hacía veintitrés o veinticuatro décadas y quizá, después de esto, no lo volvería a hacer. La mujer no estaba fría, como él esperaba que estuviese, sino cálida y su hijo mantuvo la mano allí más tiempo de lo que había pretendido.

En algún lugar de las profundidades de su sopor, Celestine sintió la caricia y pareció alzarse hacia un lugar en el que soñaba con él. Su austeridad se suavizó y sus labios pálidos dijeron:

—¿Hijo?

Cortés no estaba muy seguro de querer responder pero durante ese momento de duda, ella volvió a hablar, la misma pregunta. Esta vez respondió.

—¿Sí, mamá? —dijo.

—¿Recordarás lo que te conté? ¿Y ahora qué? se preguntó Cortés.

—No... no estoy seguro —le dijo—. Lo intentaré.

—¿Te lo cuento otra vez? Quiero que lo recuerdes, hijo.

—Sí, mamá —dijo él—. Eso estaría bien. Cuéntamelo otra vez.

Celestine esbozó una sonrisa infinitesimal y comenzó a repetir una historia que al parecer había repetido muchas veces.

—Había una vez una mujer llamada Nisi Nirvana...

Pero apenas había empezado cuando el sueño que estaba teniendo dejó de reclamarla y la mujer empezó a deslizarse de nuevo hacia un Jugar más profundo y su voz empezó a perder poder a medida que se iba.

—No te pares, mamá —le apuntó Cortés—. Quiero oírlo. Había una mujer...

—Sí...

—... llamada Nisi Nirvana.

—Sí. Y fue a una ciudad repleta de iniquidades, donde ningún fantasma era sagrado y no había cuerpo completo. Y algo allí le hizo un gran daño...

La voz de la mujer volvía a recuperar su fuerza pero la sonrisa, incluso aquel diminuto indicio, había desaparecido.

—¿Qué daño fue ese, mamá?

—No te hace falta saber el daño, hijo. Lo sabrás algún día y ese día desearás poder olvidarlo. Sólo has de entender que es un daño que sólo los hombres les pueden hacer a las mujeres.

—¿Y quién le hizo este daño? —preguntó Cortés.

—Ya te lo he dicho, hijo, un hombre.

—¿Pero qué hombre?

—Su nombre no importa. Lo que importa es que ella huyó de él y volvió a su propia ciudad y supo que debía sacar algo bueno de esa cosa mala que le habían hecho. ¿Y sabes qué era eso tan bueno?

—No, mamá.

—Era un bebé pequeñito. Un bebé pequeñito y perfecto. Y ella lo quiso tanto que se hizo grande después de un tiempo y ella supo que tendría que dejarla, así que le dijo: «Tengo un cuento que contarte antes de que te vayas». ¿Y sabes cuál era el cuento? Quiero que lo recuerdes, hijo.

—Cuéntamelo.

—Había una vez una mujer llamada Nisi Nirvana. Y se fue a una ciudad de iniquidades...

—Esa es la misma historia, mamá.

—... donde ningún fantasma era sagrado...

No has terminado la primera historia. Acabas de empezar otra vez.

—... y no había cuerpo completo. Y algo allí...

—Para, mamá —dijo Cortés—. Para.

—... le hizo un gran daño...

Angustiado por este bucle, Cortés apartó la mano de la mejilla de su madre. Pero ella no detuvo la narración, por lo menos no al principio. El cuento continuaba exactamente de la misma forma que antes: la huida de la ciudad, lo bueno que se sacaba de lo malo, el bebé, el bebé pequeñito y perfecto. Pero ahora que ya no tenía la mano en la mejilla, Celestine volvía a hundirse en un sopor irreflexivo y su voz iba perdiendo definición poco a poco. Cortés se levantó y caminó de espaldas hasta la puerta mientras la rueda susurrada volvía a dibujar un círculo completo.

—Así que ella dijo: Tengo un cuento que contarte antes de que te vayas. Cortés buscó a sus espaldas y abrió la puerta con los ojos clavados en su madre y en sus palabras difusas.

—¿Y sabes cuál era el cuento? —decía Celestine—. Quiero... que... lo... recuerdes... hijo.

Cortés siguió mirándola mientras salía al pasillo sin ruido. Los últimos sonidos que oyó le habrían parecido tonterías a cualquier oído salvo al suyo, pero había oído este cuento con la frecuencia suficiente para saber que estaba comenzando de nuevo mientras se hundía en un sopor sin sueños.

—Había una vez una mujer...

Y con eso Cortés cerró la puerta. Por alguna inexplicable razón estaba tiritando y tuvo que quedarse en el umbral durante varios segundos antes de poder controlar los temblores. Cuando se volvió, se encontró a Clem al pie de la escalera, revisando una selección de velas.

—¿Sigue dormida? —le preguntó cuando Cortés se acercó.

—Sí. ¿Ha hablado contigo de algo, Clem?

—Muy poco. ¿Por qué?

—Acabo de escucharla contar un cuento en sueños. Algo sobre una mujer llamada Nisi Nirvana. ¿Sabes lo que significa eso?

—Nisi Nirvana. A Menos que el Cielo. ¿Es el nombre de alguien?

—Al parecer. Y debe de significar mucho para ella, por alguna razón. Con ese nombre mandó a Jude a buscarme.

—¿Y cómo es el cuento?

—De lo más extraño —dijo Cortés.

—Quizá te gustaba más cuando eras pequeño.

—Quizá.

—Si la oigo hablar otra vez, ¿quieres que te llame para que bajes?

—Creo que no —dijo Cortés—. Ya me lo sé de memoria.

Comenzó a subir las escaleras.

—Vas a necesitar unas velas ahí arriba —dijo Clem—. Y cerillas para encenderlas.

—Es cierto —dijo Cortés mientras daba la vuelta.

Clem le entregó media docena de velas gruesas, achaparradas y blancas. Cortés le devolvió una.

—Cinco es el número mágico —le dijo.

—He dejado un poco de comida en lo alto de las escaleras —le dijo Clem cuando Cortés empezó a subir otra vez—. No es lo que llamaríamos haute cuisine pero alimenta. Y si no la recoges ahora, desaparecerá en cuanto vuelva el muchacho.

Cortés le dio las gracias desde las escaleras, recogió el pan, las fresas y la botella de cerveza que lo esperaban en lo alto y luego volvió a la sala de meditación y cerró la puerta tras él. Quizá porque todavía estaba preocupado por lo que había oído de labios de su madre, los recuerdos de Pai no estaban esperando en el umbral. La habitación estaba vacía, una célula del presente. Hasta que Cortés no hubo colocado las velas en la repisa de la chimenea y hubo encendido una de ellas, no oyó al místico hablando en voz baja tras él.

—Ahora te he angustiado —le decía.

Cortés se volvió hacia la habitación y encontró al místico en la ventana, donde con tanta frecuencia se entretenía, con una mirada de profunda preocupación en el rostro.

—No debería haberte preguntado —continuó Pai—. Es simple curiosidad. Oí a Abelove hablando de eso con el joven Lucius hace un día o dos y empecé a preguntármelo.

—¿Qué dijo Lucius?

—Dijo que recordaba que lo habían amamantado. Eso era lo primero que recordaba: el pecho en su boca.

Sólo entonces comprendió Cortés el tema que se debatía aquí. Una vez más, sus recuerdos habían hallado algún fragmento de conversación entre el místico y él relacionado con sus actuales preocupaciones. Habían hablado de recuerdos infantiles en esta misma habitación y el maestro se había sumido en la misma angustia que sentía ahora, y por la misma razón.

—Pero recordar un cuento —decía Pai—. En especial uno que no te gustaba...

—No era que no me gustara —dijo el maestro—. Al menos no me asustaba, como podría haberlo hecho un cuento de fantasmas. Era peor que eso...

—No tenemos que hablar de esto —dijo Pai y por un momento Cortés pensó que la conversación iba a apagarse ahí. No estaba en absoluto seguro que le hubiera importado mucho si así hubiera sido. Pero parecía haber sido una de las reglas no escritas de la casa que no se huía de ningún enigma, por muy desconcertante que fuese.

—No, quiero explicarlo si puedo —dijo el maestro—. Aunque lo que un niño teme es a veces difícil de desentrañar.

—A menos que podamos escuchar con el corazón de un niño —dijo Pai.

—Eso es más difícil todavía.

—Podemos intentarlo, ¿no es cierto? Cuéntame el cuento.

—Bueno, siempre empezaba de la misma manera. Mi madre decía: «quiero que lo recuerdes, hijo», y yo sabía de inmediato lo que seguía: «Había una mujer llamada Nisi Nirvana y entró en una ciudad repleta de iniquidades...».

Cortés volvió a escuchar la historia, esta vez de sus propios labios, contada al místico. La mujer, la ciudad, el crimen, el hijo y luego, con enfermiza inevitabilidad, la historia que comenzaba otra vez con la mujer, la ciudad y el crimen.

—Una violación no es un tema muy bonito para un cuento infantil — comentó Pai.

—Nunca utilizó esa palabra.

—Pero ese fue el crimen, ¿no es cierto?

—Sí —dijo él en voz baja, aunque lo incomodaba admitirlo. Era el secreto de su madre, el dolor de su madre. Pero sí, por supuesto, Nisi Nirvana era Celestine y la ciudad llena de terrores era el Primer Dominio. Le había contado a su hijo su propia historia, cifrada en una sombría fabulita. Pero lo que era más extraño era que había envuelto al oyente en el cuento e incluso en la propia narración del cuento, con lo que había creado un círculo que era imposible de romper porque todos los elementos que lo constituían estaban atrapados dentro. ¿Había sido esa sensación de encierro lo que lo había angustiado tanto cuando era niño? Pero Pai tenía otra teoría y le daba voz a través de los años.

—No me extraña que tuvieras tanto miedo —dijo el místico—, sin saber qué crimen era pero sabiendo que era terrible. Estoy seguro de que ella no quería hacer ningún daño pero tu imaginación debió de desmandarse.

Cortés no respondió, o, más bien, no pudo. Por primera vez en estas conversaciones con Pai, él sabía más que la historia y la discontinuidad fracturaba el espejo en el que había estado contemplando el pasado. Sintió una amarga sensación de pérdida que se sumaba a la angustia que se había traído a esta habitación. Era como si el cuento de Nisi Nirvana marcara la separación entre el yo que había ocupado estas habitaciones doscientos años antes, y que ignoraba su naturaleza divina, y el hombre que era ahora, que sabía que la historia de Nisi Nirvana era la historia de su madre y el crimen del que le había hablado era el acto que le había dado a él la vida. Ya no se podría coquetear más con el pasado después de esto. Había aprendido lo que necesitaba saber sobre la Reconciliación y ya no podía justificar más demoras. Había llegado el momento de abandonar el consuelo de la memoria y a Pai con ella.

Cogió la botella de cerveza y quitó el tapón de un golpe. Lo más probable es que no fuese una gran idea beber alcohol en este punto pero quería brindar por el pasado antes de que se desvaneciera por completo. Tuvo que haber un momento, pensó, en el que Pai y él habían levantado sus copas por el milenio. ¿Podría conjurar un momento así y unir su propósito al del pasado una última vez? Se llevó la botella a los labios y mientras bebía oyó a Pai riéndose al otro lado de la habitación. Miró hacia el místico y allí, ya desvaneciéndose, percibió un destello de su amante, no con una copa en la mano sino con una damajuana, brindando por el futuro. Levantó la botella de cerveza con la intención de rozar la damajuana, pero el místico se desvanecía demasiado rápido. Antes de que el pasado y el presente pudieran compartir el brindis, la visión había desaparecido. Era hora de empezar.

Abajo, Lunes había vuelto y hablaba muy excitado. Tras dejar la botella en la repisa de la chimenea, Cortés salió al rellano para averiguar a qué venía tanto escándalo. El muchacho estaba en la puerta, en plena descripción del estado de la ciudad a Clem y Jude. Jamás había visto un sábado por la noche más extraño, dijo. Las calles estaban prácticamente vacías. Lo único que se movía eran los semáforos.

—Al menos tendremos un viaje fácil —dijo Jude.

—¿Vamos a alguna parte? La mujer se lo dijo y él pareció alegrarse bastante.

—Me gusta ir al campo —dijo—. Podemos hacer lo que queramos, joder.

—Con volver vivos es suficiente —le respondió ella—. Él confía en nosotros.

—No hay problema —dijo Lunes con tono alegre. Luego se dirigió a Clem—: Cuida del jefe, ¿eh? Si las cosas se ponen raras, siempre podemos llamar al irlandés y los demás.

—¿Les has dicho dónde estamos? —dijo Clem.

—No van a aparecer por aquí en busca de una cama, no te preocupes — dijo Lunes—. Pero tal y como yo lo veo, tío, cuantos más amigos tengamos, mejor. —Se volvió hacia Jude—. Estoy listo cuando quieras —dijo, y volvió a salir.

—Esto no debería llevar más de dos o tres horas —le dijo Jude a Clem—. Cuídate. Y a él.

La joven miró hacia las escaleras al hablar pero las velas que habían colocado arrojaban una luz demasiado frágil para que alcanzara la parte superior y no pudo ver a Cortés allí. Sólo cuando ella desapareció de la entrada y el coche rugía ya calle abajo, dio a conocer su presencia.

—Lunes ha vuelto —dijo Clem. —Lo he oído.

—¿Te interrumpió? Lo siento.

—No, no. Ya había acabado, de todos modos.

—Hace tanto calor esta noche —dijo Clem alzando los ojos hacia el cielo.

—¿Por qué no duermes un rato? Yo puedo hacer guardia.

—¿Dónde tienes a esa puñetera mascota tuya?

—Se llama Descansito, Clem, y está en el piso de arriba, vigilando.

—No confío en él, Cortés.

—No nos hará ningún daño. Ve a echarte.

—¿Has terminado con Pai?

—Creo que he aprendido todo lo que podía aprender. Ahora tengo que echarle un vistazo al resto del Sínodo.

—¿Cómo lo vas a hacer?

—Dejaré mi cuerpo arriba y me iré de viaje.

—Parece peligroso.

—No es la primera vez. Pero mi carne y mi sangre serán vulnerables mientras estoy fuera.

—En cuanto estés listo para irte, despiértame. Te vigilaré como un halcón. —Échate una hora de siesta primero.

Clem cogió una de las velas y fue a buscar algún sitio en el que acostarse tras dejar que Cortés ocupase su lugar en la puerta principal. El maestro se sentó en el escalón con la cabeza apoyada en el marco de la puerta y disfrutó de la escasa brisa que podía proporcionarle la noche. Ninguna farola funcionaba en la calle. Era la luz de la luna, y las estrellas que la rodeaban, la que hacía resaltar los detalles de la casa de enfrente y atrapaba el brillo de la pálida parte inferior de las hojas cuando el viento las levantaba. Envuelto en la calma, Cortés se adormeció y se perdió las estrellas fugaces.

4

—Oh, qué bonito —dijo la jovencita. No podía tener más de dieciséis años y cuando se reía, y su galán la había hecho reír mucho esta noche, parecía incluso más joven. Pero ahora ya no se reía. Estaba de pie en medio de la oscuridad mirando fijamente la lluvia de meteoros mientras Sartori la contemplaba a ella con admiración.

La había encontrado tres horas antes, vagando por la Feria de San Juan de Hampstead Heath y con su encanto no le había resultado muy difícil conseguir que lo dejase acompañarla. La feria no iba muy bien, con tan poca gente por la calle, así que cuando cerraron las atracciones, cosa que hicieron al primer signo del atardecer, Sartori la convenció para que fuera al centro con él. Comprarían un poco de vino, le dijo, y pasearían; encontrarían un lugar para sentarse, charlar y contemplar las estrellas. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se había permitido seducir a alguien (Judith había sido otro tipo de reto, algo completamente diferente) pero no le costó demasiado recordar los trucos del oficio y tuvo la satisfacción de contemplar cómo se desmoronaba la resistencia de la joven; además, el vino que había consumido contribuyó mucho a mitigar el dolor de las derrotas recientes.

La muchacha (se llamaba Mónica) era tan encantadora como dócil. Al principio sus ojos sólo se encontraban con los de Sartori de una forma tímida pero todo eso formaba parte del juego y él se conformó con seguirle la corriente un rato para distraerla de la inminente tragedia. Vergonzosa como era, la muchachita no rechazó al hombre cuando este sugirió que dieran un paseo por los solares de los edificios derribados detrás de Shiverick Square, aunque comentó algo sobre que quería que él la tratara con cuidado. Y eso hizo. Caminaron juntos en medio de la oscuridad hasta que encontraron un punto donde la maleza era menos espesa y se formaba una especie de bosquecillo. El cielo estaba despejado sobre sus cabezas y la joven tenía allí una hermosa visión de la lluvia de meteoros que desaparecían en el cielo.

—Siempre hace que me dé un poco de miedo —le dijo ella con un acento arrabalero carente de encanto—. Mirar las estrellas, quiero decir.

—¿Y eso por qué?

—Bueno... somos tan pequeños, ¿verdad?

Sartori le había pedido antes que le hablara un poco de su vida y la joven le había ofrecido retazos de su biografía, primero sobre un chico llamado Trevor, que le había dicho que la quería pero que se había ido con su mejor amiga; luego sobre la colección de ranas de porcelana de su madre y cuánto le gustaba vivir en España porque allí todo el mundo era mucho más feliz. Pero ahora, sin que le preguntara nada, la chica le dijo que no le importaban nada España, Trevor, ni las ranas de porcelana. Era feliz, dijo y la visión de las estrellas, que normalmente la asustaba, hoy la hacía sentir deseos de volar, a lo que él le contestó que, de hecho, podían volar juntos, sólo tenía que pedirlo.

Y al oír eso, la muchacha apartó la vista del cielo con un suspiro resignado.

—Sé lo que quieres —dijo—. Sois todos iguales. Volar. ¿Así es como lo llamas tú entonces?

Sartori dijo que lo había entendido mal, por completo. No la había traído aquí para manosearla y molestarla. Eso estaba muy por debajo de los dos.

—¿Entonces qué? —le preguntó ella.

Le respondió con un gesto de la mano, demasiado rápido para que pudiera contradecirlo. El segundo acto primario, después de aquel para el que ella pensó que la había traído aquí. La lucha que presentó fue casi tan resignada como su suspiro anterior y estaba muerta en el suelo en menos de un minuto. Sobre su cabeza las estrellas seguían cayendo con una abundancia que recordaba del momento que había vivido doscientos años antes. Una lluvia de cuerpos celestiales impropia de aquella estación, una lluvia que presagiaba los asuntos de la noche siguiente.

Desmembró y destripó a la muchacha con el mayor de los cuidados y depositó los trozos alrededor del claro de un modo consagrado por los siglos. No había necesidad de apresurarse. Este oficio era mejor completarlo en los momentos más lúgubres que preceden al alba y todavía quedaban unas horas para entonces. Cuando esos momentos llegaran y se llevara a cabo el oficio, había depositado grandes esperanzas en el resultado. El cuerpo de Godolphin estaba ya frío cuando lo había utilizado y su propietario no era lo que se dice inocente. Las criaturas que había podido tentar en el In Ovo con un cebo tan poco apetecible habían sido por tanto primitivas. Mónica, por otro lado, era un cuerpo cálido y no había vivido lo suficiente para estar muy manchada. Su muerte abriría una brecha más profunda en el In Ovo que la de Godolphin y a través de ella, Sartori esperaba atraer a una especie muy concreta de oviáceo, adaptada de una forma única al trabajo que traería la mañana: una especie lustrosa, dura y amarga que lo ayudaría a demostrar, antes de que cayera la noche, lo que era capaz de hacer un niño nacido para destruir.

Capítulo 17

Después de todo lo que Lunes había dicho sobre el estado de la ciudad, Jude esperaba encontrarla desierta por completo pero resultó que ese no era el caso. En el tiempo transcurrido desde el regreso del joven de South Bank y el momento en el que emprendieron la marcha hacia la finca, las calles de Londres, que estaban tan desprovistas de turistas soñadores y juerguistas como había afirmado Lunes, se habían convertido en el territorio de una tercera tribu mucho más extraña: la de los hombres y mujeres que se habían limitado a levantarse de sus camas y se habían puesto a vagar. Casi todos ellos estaban solos, como si, fuera cual fuera la inquietud que los había sacado a la noche, fuera demasiado dolorosa para compartirla con sus seres queridos. Algunos estaban vestidos para pasar el día en la oficina: traje y corbata, falda y zapatos prácticos. Otros llevaban lo mínimo imprescindible para no ofender a la decencia: había muchos descalzos, muchos más con el torso desnudo. Todos vagaban con el mismo paso lánguido y los ojos vueltos hacia arriba para examinar el cielo.

Por lo que Jude podía ver, los cielos no tenían nada impropio que mostrar. Observó unas cuantas estrellas fugaces pero tampoco era tan extraño verlas una noche clara de verano. Lo único que se le ocurría era que a esas personas se les había metido en la cabeza la idea de que la revelación vendría de las alturas y, tras haber despertado con la irracional sospecha de que tal revelación era inminente, habían salido a buscarla.

La escena no era muy diferente cuando llegaron a los barrios residenciales de las afueras: hombres y mujeres normales con pijama y camisón, de pie en las esquinas de las calles o en los jardines delanteros, contemplaban el cielo. El fenómeno se iba agotando a medida que se alejaban del centro de Londres (de Clerkenwell quizá), pero sólo para reaparecer cuando alcanzaron las afueras del pueblo de Yoke, donde, sólo unos días antes, Cortés y ella habían entrado empapados en la oficina de correos. Al bajar por los caminos que los dos habían recorrido penosamente bajo la lluvia, Jude se acordó de la ingenua ambición con la que había regresado al Quinto: la posibilidad de que se produjera un reencuentro entre Cortés y ella. Ahora volvía sobre sus pasos con todas esas esperanzas destruidas y llevando en su interior un hijo que pertenecía a su enemigo. Se había puesto fin a sus doscientos años de cortejo con Cortés, de forma definitiva e irrevocable.

La maleza que rodeaba la finca había aumentado de una forma monstruosa e hizo falta algo más que la fusta que había blandido Estabrook para despejar un camino hasta la verja. A pesar de toda su exuberancia, el follaje olía mal, como si se estuviera pudriendo a la misma velocidad que crecía y los capullos no se fueran a convertir en flores sino en putrefacción. Lunes agitó el cuchillo a diestra y siniestra, se abrió camino hasta la verja, atravesaron las chapas de hierro y entraron en el parque. Aunque era la hora de las polillas y las lechuzas, el parque estaba plagado de todo tipo de vida diurna. Los pájaros dibujaban círculos en el aire como si un cambio en los polos los hubiera confundido y no supieran llegar a sus nidos. Mosquitos, abejas, libélulas y todas las laberínticas especies de un día de verano revoloteaban sumidas en una confusión desesperada entre la hierba iluminada por la luna. Como los que contemplaban el cielo en las calles por las que habían pasado, la naturaleza presentía la inminencia y no podía descansar.

Pero el sentido de la orientación de Jude le prestó un valioso servicio. Si bien los bosquecillos esparcidos delante de ellos se parecían mucho entre sí bajo aquella luz azul grisácea, la mujer fijó el rumbo hacia el Retiro y los dos se encaminaron hacia allí con esfuerzo, ralentizados por barro del suelo y el grosor de la hierba. Por el camino, Lunes silbaba con la misma estupenda indiferencia por la melodía que Clem había comentado unas horas antes.

—¿Sabes lo que va a pasar mañana? —le preguntó Jude, que casi envidiaba su extraña serenidad.

—Sí, más o menos —dijo él—. Hay unos cielos, ¿sabes? Y el jefe nos va a dejar ir allí. Va a ser una pasada.

—¿No tienes miedo? —dijo ella.

—¿De qué?

—Va a cambiar todo.

—Bien —respondió el joven—. Estoy hasta los cojones de cómo son las cosas.

Luego volvió a retomar el hilo de la melodía que estaba silbando y siguió adelante por la hierba durante unos cien metros más hasta que un sonido más insistente que el jaleo que él armaba lo hizo callar.

—Escucha eso.

La actividad en el aire y la hierba había ido aumentado sin parar a medida que se acercaban al bosquecillo pero con el viento soplando en dirección contraria, el estrépito de la asamblea que se había reunido allí no había sido audible hasta ahora.

—Pájaros y abejas —comentó Lunes—. Y un huevo de ellos.

A medida que continuaban avanzando, la magnitud del parlamento que tenían delante se fue haciendo cada vez más aparente. Aunque la luz de la luna no penetraba demasiado en el follaje, estaba claro que en cada rama de cada uno de los árboles que rodeaba el Retiro, hasta en la ramita más diminuta, había pájaros. El olor de aquella concentración les irritaba la nariz, el fragor los oídos.

—Vamos a terminar con la cabeza espléndidamente cagada, ya lo verás —dijo Lunes—. O eso o las abejas nos matan a picotazos.

A estas alturas los insectos eran un velo vivo entre ellos y el bosquecillo, tan espeso que dejaron de intentar espantarlas con los brazos después de unos cuantos pasos y soportaron las muertes en la frente y las mejillas y los incontables revoloteos en el pelo para poder coger velocidad y echar una carrera hasta su destino. Ahora había pájaros en la hierba, plebeyos del parlamento a los que se les había negado un asiento en las ramas. Se elevaron en una nube repleta de graznidos ante los corredores y su alarma causó consternación en los árboles. Comenzó un ascenso atronador, la masa de vida tan inmensa que la violencia de su movimiento derribó las hojas tiernas. Para cuando Jude y Lunes llegaron a la esquina del bosquecillo, corrían a través de una lluvia doble: una verde que caía y la otra que ascendía cubierta de plumas.

Jude aceleró el paso, adelantó a Lunes y rodeó el Retiro (cuyas paredes estaban ennegrecidas a causa de los insectos) para llegar a la puerta. En el umbral se detuvo. Había una pequeña hoguera ardiendo en el interior, cerca del borde del mosaico.

—Algún cabrón llegó aquí primero —comentó Lunes.

—No veo a nadie.

El joven señaló un fardo echado en el suelo un poco más allá del fuego. Sus ojos, más acostumbrados que los de ella a ver vida entre los harapos, habían encontrado al que había hecho el fuego. Jude entró en el Retiro y supo antes de que levantara la cabeza quién era esta criatura. ¿Cómo no iba a saberlo? Ya habían sido tres las veces que con anterioridad (una aquí, una en Yzordderrex y una, en tiempos más recientes, en la torre de la Tabula Rasa) este hombre había hecho una aparición inesperada, como si quisiera demostrar lo que había afirmado no hacía tanto tiempo, que sus vidas estarían entrelazadas a perpetuidad, porque eran iguales.

—¿Dowd?

La figura no se movió.

—Cuchillo —le dijo a Lunes.

Este se lo pasó y, una vez armada, Jude cruzó el Retiro y avanzó hacia el fardo. Dowd tenía las manos cruzadas en el pecho, como si pensara expirar donde yacía. Tenía los ojos cerrados pero eran la única parte del rostro que le quedaba. El ataque de Celestine le había abierto casi hasta el último milímetro y a pesar de sus legendarios poderes de recuperación, había sido incapaz de reparar el daño causado. Había perdido la máscara y se le veía el hueso. Y sin embargo respiraba, si bien de forma débil y de vez en cuando gemía para sí, como si soñara con el castigo o la venganza. Jude sintió tentaciones de matarlo mientras dormía para poner fin a este amargo asunto allí mismo. Pero sentía curiosidad por saber por qué estaba aquí. ¿Había intentado volver a Yzordderrex y había fracasado o estaba esperando que volviera alguien por aquí y se reuniera con él? Cualquiera de las dos cosas podría ser significativa en estos volátiles tiempos, y aunque en su actual estado viperino, se sentía perfectamente capaz de despacharlo a la otra vida, esta criatura siempre había sido un agente en los tratos de almas superiores y quizá todavía se le pudiera dar algún uso como mensajero. Se agachó a su lado y pronunció su nombre por encima del clamor de los pájaros que volvían a posarse en el tejado. Dowd abrió los ojos con lentitud y añadió su brillo mojado a la humedad de sus facciones.

—Mírate —le dijo a Jude—. Estás radiante, pichoncita. —Era una frase de vodevil y a pesar de su miserable estado, la pronunció con cierto don—. Yo, por supuesto, parezco una inmundicia. ¿Quieres acercarte un poco más? No me queda energía para elevar el volumen.

Jude dudó en complacerlo. Aunque Dowd estaba al borde de la extinción, había una capacidad ilimitada para la malicia en su interior y, con los restos del Eje todavía clavados en su piel, el poder de hacer daño.

—Te oigo muy bien desde donde estoy —le dijo.

—Puedo aguantar unas cien palabras a este volumen —regateó él—. El doble si susurro.

—¿Y qué nos queda por decirnos?

—Ah —respondió él—. Tantas cosas. Crees que ya has escuchado la historia de todo el mundo, ¿verdad? La mía. La de Sartori. La de Godolphin. Incluso la del Reconciliador a estas alturas. Pero te falta una.

—¿Sí, no me digas? —dijo ella, no le importaba mucho—. ¿La de quién?

—Acércate más.

—Lo oiré desde aquí o no lo oiré.

Dowd la miró con los ojos muy pequeños y brillantes.

—Eres una zorra, una auténtica zorra.

—Y tú estás desperdiciando palabras. Si tienes algo que decir, dilo. ¿De quién es la historia que me falta?

El hombre esperó un tiempo antes de responder para sacarle el poco drama que pudiese a la escena. Por fin dijo:

—La del Padre.

—¿Qué padre?

—¿Hay más de uno? Hapexamendios. El Primigenio. El Invisible. Aquel del Primer Dominio.

—Tú no conoces esa historia —le dijo ella.

Dowd levantó el brazo a una velocidad sorprendente y había cerrado la mano alrededor del brazo femenino antes de que ella pudiera ponerse fuera de su alcance. Lunes vio el ataque y vino corriendo pero ella lo detuvo antes de que se lanzara contra Dowd y lo envió de nuevo a sentarse junto al fuego.

—No pasa nada —le dijo—. No va a hacerme daño. ¿Verdad? —Estudió a Dowd—. ¿Y bien? —dijo de nuevo—. No puedes permitirte perderme. Soy el último público que tendrás y lo sabes y si no me cuentas a mí esta historia, no se la vas a contar a nadie. No a este lado del infierno.

El hombre lo reconoció en voz baja.

—Cierto —dijo.

—Entonces cuéntamelo. Desahógate.

Dowd respiró laboriosamente y luego empezó.

—Lo vi una vez, sabes —dijo—. Al Padre de Imajica. Vino a mí en el desierto.

—¿Así que se te apareció en persona, nada menos? —dijo ella, su escepticismo quedaba patente.

—No del todo. Lo oí hablando desde el Primero. Pero vi indicios, ya sabes, en la Mácula.

—¿Y qué aspecto tenía?

—El de un hombre, por lo que pude ver.

—O por lo que imaginaste.

—Quizá sí —dijo Dowd—. Pero no imaginé lo que me dijo...

—Que te elevaría. Te convertiría en su alcahuete. Ya me has contado antes todo eso, Dowd.

—No todo —dijo él—. Tras verlo, volví al Quinto, utilicé lances que Él me había susurrado para cruzar el ln Ovo y busqué a lo largo y ancho de Londres una mujer que sería bendita entre las mujeres.

—¿Y encontraste a Celestine?

—Sí. Encontré a Celestine; en Tyburn, de hecho, mirando un ahorcamiento. No sé por qué la elegí a ella. Quizá por lo mucho que se rió cuando el hombre besó la soga y yo pensé, esa no es ninguna sentimental, no va a llorar y gemir si la llevan a otro Dominio. No era hermosa, ni siquiera entonces, pero tenía cierta transparencia, ¿sabes? Algunas actrices la tienen. Las grandes, en cualquier caso. Un rostro que podía transmitir emociones extremas y no parecer trivial. Quizá me encapriché un poco de ella... —Se estremeció—. Todavía era capaz de eso cuando era más joven. Así que me presenté y le dije que quería mostrarle un sueño viviente, un sueño que jamás olvidaría. Al principio se resistió pero en aquellos tiempos yo podría haber convencido a la propia luna, así que me dejó drogaría con ecos y llevármela. Fue un viaje infernal. Cuatro meses para cruzar los Dominios. Pero al final conseguí llevarla allí, de vuelta a la Mácula.

—¿Y qué pasó?

—Se abrió.

—¿Y?

—Vi la Ciudad de Dios.

Aquí al menos había algo que ella quería saber.

—¿Cómo era? —le dijo.

—Sólo fue un vistazo...

Tras negarle la cercanía de su presencia durante tanto tiempo, Jude se inclinó hacia él y repitió la pregunta a escasos milímetros de su desfigurado rostro.

—¿Cómo era?

—Inmensa, reluciente y exquisita.

—¿Dorada?

—De todos los colores. Pero no fue más que un vistazo. Luego los muros parecieron explotar y algo se extendió hacia Celestine y se la llevó.

—¿Viste lo que era?

—He intentado recordarlo, una y otra vez. A veces pienso que era como una red, a veces como una nube. No lo sé. Fuera lo que fuera, se la llevó.

—Y tú intentaste ayudarla, por supuesto —dijo Jude.

—No, me cagué en los pantalones y me largué arrastrándome. ¿Qué podía hacer yo? Ella le pertenecía a Dios. Y a la larga, ¿no fue ella la afortunada?

—¿Raptada y violada?

—Raptada, violada e imbuida de divinidad, al menos un poco. Mientras que yo, que había hecho todo el trabajo, ¿qué era yo?

—Un chulo.

—Sí. Un chulo. En cualquier caso, ella ha tenido su venganza —dijo el hombre con amargura—. Se ha servido bien.

Era cierto. A la vida que tanto Oscar como Quaisoir no habían conseguido apagar en Dowd, Celestine prácticamente le había puesto fin.

—¿Y ese es el cuento del Padre? —dijo Jude—. Ya había oído la mayor parte.

—Ése es el cuento. ¿Pero cuál es la moraleja?

—Dímelo tú.

El moribundo sacudió un poco la cabeza.

—No sé si te estás burlando de mí o no.

—Estoy escuchando, ¿no? Y da gracias por los pequeños favores. Podrías estar aquí tirado sin público alguno.

—Bueno, en parte es eso, ¿no? No carezco de público. Podrías haber llegado aquí cuando ya estuviera muerto. Podrías, quizá, no haber venido aquí en absoluto. Pero nuestras vidas han colisionado una última vez. Esa es la forma que tiene el destino de decirme que me desahogue.

—¿De qué?

—Te lo diré. —Un nuevo y laborioso suspiro—. Durante todos estos años me he preguntado, ¿por qué arrancó Dios del suelo a un pobre y roñoso actorzuelo y lo envió a cruzar tres Dominios para que le trajera una mujer?

—Quería un Reconciliador.

—¿Y no podía encontrar una esposa en su propia ciudad? —dijo Dowd—. ¿No es un poco raro? Además, ¿qué le importa a Él si Imajica se reconcilia o no?

Esa sí que era una buena pregunta, pensó Jude. Aquí teníamos a un Dios que se había aislado en su propia ciudad y no mostraba ningún deseo de bajar el muro que separaba su Dominio del resto y, sin embargo, había llegado a extremos insospechables para engendrar un hijo que podría derribar tales muros.

—Desde luego es extraño —dijo Jude.

—Yo diría que sí.

—¿Tienes alguna respuesta para algo de todo eso?

—La verdad es que no. Pero creo que algún propósito debe de tener, no te parece, ¿o si no, por qué iba a tomarse tantas molestias?

—Una conspiración...

—Los dioses no conspiran. Crean. Protegen. Proscriben.

—¿Y cuál de las tres cosas está haciendo Él?

—Ahí está el quid. Quizá tú puedas averiguarlo. Quizá los otros Reconciliadores ya lo han hecho.

—¿Los otros?

—Los hijos que envió antes de Sartori. Quizá se dieron cuenta de lo que tramaba y Lo desafiaron. No era mala idea.

—Quizá Cristo no murió salvando al hombre mortal de sus pecados...

—¿Sino de su Padre?

—Sí.

Jude pensó en las escenas que había vislumbrado en el Cuenco de Boston (el terrible espectáculo de la ciudad y con toda probabilidad del Dominio, arrollado por una gran oscuridad) y su cuerpo, en el que los tormentos que se le ofrecían habían provocado ataques y convulsiones, se quedó de repente muy quieto. No era el pánico, ni la locura: sólo un miedo frío y profundo.

—¿Qué hago?

—No lo sé, pichoncita. Eres libre de hacer lo que quieras, ¿recuerdas? Unas cuantas horas antes, sentada en el escalón con Clem, la había abatido el hecho de no encontrar su lugar en el Evangelio de la Reconciliación. Pero ahora parecía que se le ofrecía una frágil hebra de esperanza. Como Dowd había estado tan impaciente por reivindicar en la torre, no le pertenecía a nadie. Los Godolphin estaban muertos, al igual que Quaisoir. Cortés se había ido tras los pasos de Cristo y Sartori estaba por ahí, construyendo su Nueva Yzordderrex o bien excavando un agujero para morir en él. Estaba sola y en un mundo en el que todos los demás estaban cegados por la obsesión y la obligación, la suya era una condición de cierta importancia. Quizá ahora sólo ella podía ver esta historia con distancia y juzgarla sin que influyera en ella lealtad alguna.

—Menuda elección —dijo.

—Quizá sería mejor que te olvidaras hasta de que he hablado, pichoncita —dijo Dowd. Su voz empezaba a quebrarse con cada frase pero el moribundo conservó lo mejor que pudo el tono desenfadado—. No son más que los chismes de un pobre actorzuelo.

—Si intento detener la Reconciliación...

—Estarás desafiando al Padre, al Hijo y es muy probable que al Espíritu Santo también.

—¿Y si no?

—Aceptas la responsabilidad de lo que pase.

—¿Por qué?

—Porque —la potencia de su voz había disminuido de tal forma que el sonido del fuego que había hecho la ahogaba—, porque creo que sólo tú puedes detenerla.

Y mientras hablaba, su mano dejó de agarrar el brazo femenino.

—Bueno... —dijo—. Está hecho... —Sus ojos empezaron a parpadear y a cerrarse—. ¿Una última cosa, pichoncita? —dijo luego.

—¿Sí?

—Es quizá pedir demasiado...

—¿Qué?

—Me pregunto... si podrías... ¿perdonarme? Sé que es ridículo... pero no quiero morir sabiendo que me desprecias.

Jude pensó en la cruel escena que él había interpretado con Quaisoir, cuando su hermana le había pedido algún gesto amable. Mientras ella dudaba, Dowd empezó a susurrar otra vez.

—Éramos... sólo un poco... iguales, ¿sabes?

Al oír eso, Jude alargó la mano para tocarle y ofrecerle el poco consuelo que pudiese, pero antes de que sus dedos lo alcanzasen, dejó de respirar y cerró los ojos con un último parpadeo.

Jude dejó escapar un pequeño gemido. Contra toda razón sintió una punzada de dolor, como si hubiera perdido algo al fallecer Dowd.

—¿Pasa algo? —dijo Lunes.

La joven se levantó.

—Depende del punto de vista, la verdad —dijo tomando prestado un cierto aire de fatalismo del hombre que yacía a sus pies. Era un tono que merecía la pena ensayar. Quizá lo necesitara bastante durante las próximas horas—. ¿Te sobra un cigarro? —le preguntó a Lunes.

Lunes sacó el paquete del bolsillo y se lo lanzó. Jude cogió uno y le devolvió el paquete también por el aire mientras ella volvía a la hoguera y se agachaba para sacar una rama ardiendo y encender el tabaco.

—¿Qué le pasó al tipo, doña?

—Está muerto.

—¿Y ahora qué hacemos?

Eso, ¿qué? Si alguna vez se ha dividido un camino, ha sido aquí. ¿Debería evitar la Reconciliación, (no sería muy difícil, las piedras estaban a sus pies) y dejar que la historia la llamara destructora por hacerlo? ¿O debería dejarla seguir su proceso y arriesgarse a poner fin a todas las historias, y los futuros también?

—¿Cuánto tiempo falta para que se haga de día? —le preguntó a Lunes.

El reloj que llevaba el joven formaba parte del botín con el que había vuelto a la calle Gamut tras su primer viaje. Lo consultó con un floreo.

—Dos horas y media —dijo.

Quedaba tan poco tiempo para actuar y menos aún para decidir qué curso seguir. Volver a Clerkenwell con Lunes era un callejón sin salida, de eso no cabía duda. Cortés era el agente del Invisible en esto y nada lo iba a distraer ahora de los asuntos de su Padre y sobre todo no la palabra de un hombre como Dowd, que se había pasado la vida sin acercarse demasiado a la verdad. Argumentaría que esa confesión había sido la venganza de Dowd sobre los vivos; un último y desesperado intento de arruinar una gloria que él sabía que no podía compartir. Y quizá fuese cierto, quizá la había embaucado.

—¿Vamos a recoger esas piedras o qué? —dijo Lunes.

—Creo que no queda más remedio —le respondió ella todavía pensativa.

—¿Para qué son?

—Son... como una pasadera —dijo ella, su voz perdió fuerza cuando la distrajo una idea.

Pues claro que eran una pasadera. Eran una forma de volver a Yzordderrex, que de repente parecía un camino abierto, un camino en el que quizá todavía pudiera encontrar algo que la guiara durante estas últimas horas y la ayudara a tomar una decisión.

Tiró el cigarrillo a las brasas.

—Vas a tener que llevar estas piedras a la calle Gamut sólo, Lunes.

—¿Dónde vas tú?

—A Yzordderrex.

—¿Por qué?

—Es demasiado complicado de explicar. Tú sólo tienes que jurarme que harás exactamente lo que yo te diga.

—Estoy listo —dijo el muchacho.

—De acuerdo. Escucha. Cuando me vaya, quiero que lleves las piedras a la calle Gamut y que transmitas un mensaje con ellas. Tiene que entregarse a Cortés en persona, ¿lo entiendes? No se lo confíes a nadie más. Ni siquiera a Clem.

—Entiendo —dijo Lunes esbozando una sonrisa de placer ante aquel inesperado honor—: ¿Qué tengo que decirle?

—Adónde me he ido, para empezar.

—Yzordderrex.

—Eso es.

—Luego dile... —Jude lo meditó un momento—. Dile que la Reconciliación no es segura y que no debe empezar el oficio hasta que yo me ponga de nuevo en contacto con él.

—No es segura y no debe empezar el oficio...

—... hasta que yo me ponga de nuevo en contacto con él.

—Lo tengo. ¿Hay algo más?

—Eso es todo —dijo Jude—. Ahora todo lo que tengo que hacer es encontrar el círculo.

Empezó a examinar el mosaico, buscaba las sutiles diferencias de tono que marcaban las piedras. Por experiencia sabía que una vez que las quitaran de sus nichos, el Expreso de Yzordderrex estaría en marcha, así que le dijo a Lunes que esperara fuera hasta que ella se hubiera ido. El muchacho pareció preocuparse pero Jude le dijo que no le pasaría nada.

—No es eso —dijo Lunes—. Quiero saber lo que significa el mensaje. Si le estás diciendo al jefe que no es seguro, ¿significa eso que no va a abrir los Dominios?

—No lo sé.

—Pero yo quiero ver Patashoqua y L'Himby e Yzordderrex —dijo él, recitaba los lugares como si fueran conjuros.

—Ya lo sé —dijo Jude—. Y créeme, quiero que los Dominios se abran tanto como tú.

Jude estudió el rostro del joven bajo la luz moribunda de la hoguera, buscaba algún indicio de que lo había tranquilizado, pero a pesar de toda su juventud, Lunes era un maestro del encubrimiento. Tendría que confiar en que pondría sus obligaciones como mensajero por encima de su deseo de ver Imajica y que transmitiría el espíritu de su advertencia, aunque no fuera el texto exacto.

—Tienes que hacerle entender a Cortés el peligro que corre —le dijo Jude con la esperanza de que ese giro lo hiciera consciente de su responsabilidad.

—Lo haré —le respondió él, ya un tanto irritado por su insistencia.

Jude dejó el tema y volvió a la tarea de buscar las piedras. Lunes no se ofreció a ayudarla, sino que se retiró a la puerta y desde allí dijo:

—¿Cómo vas a volver?

Jude ya había encontrado cuatro de las piedras y los pájaros del tejado habían dado comienzo a una nueva cacofonía, sugiriendo con ello que presentían un cambio bajo sus patas.

—Me ocuparé de ese problema cuando llegue el momento —le respondió ella.

Los pájaros emprendieron el vuelo de repente y, desconcertado, Lunes salió del Retiro. Jude levantó la cabeza para mirarlo mientras sacaba otra piedra. El fuego que se interponía entre ellos ya se había atizado y había surgido una llama, ahora se revolvían las cenizas, que se elevaban en una sucia nube y ocultaban la puerta. La joven examinó el mosaico, quería ver si se había saltado alguna piedra pero los picores y dolores que recordaba de la primera vez que había cruzado empezaban a trepar por su cuerpo, prueba de que el lugar de paso estaba haciendo su trabajo.

Oscar le había dicho en este mismo punto que las incomodidades del trayecto disminuían con cada viaje y sus palabras resultaron proféticas. Tuvo tiempo, mientras las paredes se desdibujaban a su alrededor, para echarle un vistazo a la puerta a través del torbellino de cenizas y se dio cuenta, demasiado tarde, que debería haber salido a ver el mundo una última vez antes de dejarlo. Luego el Retiro desapareció y el delirio del In Ovo comenzó a oprimirla, legiones de sus prisioneros se izaban para reclamarla. Al viajar sola, pasó más rápido que cuando había pasado con Oscar (al menos esa fue su impresión) y había salido al otro lado antes de que los oviáceos tuvieran tiempo de olisquearle los talones a su glifo.

Las paredes del sótano del mercader Pecador eran más brillantes de lo que las recordaba. La razón: una lámpara que ardía en el suelo a un metro del círculo, y detrás una figura, el rostro desdibujado, que vino hacia ella con una cachiporra y la dejó inconsciente en el suelo antes de que Jude hubiera pronunciado una palabra siquiera a modo de explicación.

Capítulo 18

1

El manto de la noche caía sobre el Quinto Dominio y Cortés encontró a Ácaro Bronco cerca de la cima del Monte Ola Bayak, contemplando los últimos y oscuros colores del día que caían del cielo. Mientras lo hacía comía un tazón de salchichas y otro de encurtidos entre los pies y entre ambos había un gran tarro de mostaza en el que hundía carne y verduras por igual. Aunque Cortés había llegado aquí como proyección (su cuerpo se había quedado sentado con las piernas cruzadas en la sala de meditación de la calle Gamut), no le hacía falta nariz o paladar para apreciar el gusto fuerte de la comida de Bronco; con la imaginación bastaba.

Ácaro levantó los ojos cuando se acercó Cortés, sin inmutarse al ver que el fantasma lo contemplaba comer.

—Llegas temprano, ¿no? —comentó tras echarle un vistazo al reloj de bolsillo que le colgaba del abrigo por un trozo de cuerda—. Todavía nos quedan horas.

—Lo sé. Sólo he venido...

—... para ver cómo me iba —dijo Ácaro Bronco con el picor de los encurtidos en la voz—. Bueno, pues aquí estoy. ¿Estás listo en el Quinto?

—En ello estamos —dijo Cortés un poco revuelto.

Aunque había viajado de esta forma incontables veces cuando era el maestro Sartori (su mente, gracias al poder de los lances, había llevado su imagen y su voz por todos los Dominios) y se había vuelto a familiarizar con la técnica con bastante facilidad, la sensación era muy extraña, maldita sea.

—¿Qué aspecto tengo? —le preguntó a Ácaro Bronco y mientras hablaba recordó cómo había intentado describir al místico en estas mismas laderas.

—Insustancial —respondió Ácaro Bronco, que guiñó los ojos para mirarlo y luego volvió a su almuerzo—. Y por mí estupendo, porque no hay salchichas suficientes para dos.

—Todavía me estoy acostumbrando a todo lo que soy capaz de hacer.

—Bueno, pues que no te lleve mucho tiempo —dijo Ácaro Bronco—. Tenemos trabajo que hacer.

—Y yo debería haberme dado cuenta de que tú formabas parte de ese trabajo la primera vez que estuve aquí, pero no fue así y por ello te pido disculpas.

—Aceptadas —dijo Ácaro Bronco.

—Debiste pensar que estaba loco.

—Desde luego, ¿cómo diría?, desde luego que me confundiste. Me llevó varias días comprender por qué demonios te comportabas de una forma tan escandalosa. Pai habló conmigo, ya sabes, intentó que lo entendiese. Pero yo llevaba tanto tiempo esperando que viniese alguien del Quinto que sólo lo escuchaba a medias.

—Creo que Pai esperaba que al encontrarme contigo yo recordase quién diablos era.

—¿Cuánto tardaste?

—Meses.

—¿Fue el místico el que te ocultó de ti mismo en primer lugar?

—Sí, por supuesto.

—Bueno, pues lo hizo demasiado bien. Así aprenderá. ¿Y dónde estás en carne y hueso, por cierto?

—De vuelta en el Quinto.

—Sigue mi consejo y no lo dejes allí demasiado tiempo. Yo me encuentro con que los intestinos se amotinan y cuando vuelves, te encuentras sentado en medio de la mierda. Claro que eso podría ser una debilidad personal.

Eligió otra salchicha y se puso a masticarla mientras le preguntaba a Cortés por qué diablos le había pedido al místico que lo hiciera olvidar.

—Era un cobarde —respondió Cortés—. No podía enfrentarme a mi fracaso.

—Es duro —dijo Ácaro Bronco—. Yo he vivido todos estos años preguntándome si podría haber salvado a mi maestro, Uter Musgoso, si hubiera sido más perspicaz. Todavía lo echo de menos.

—Yo soy el responsable de lo que le pasó y no tengo ninguna excusa.

—Todos tenemos nuestras flaquezas, maestro: mis intestinos, tu cobardía. Nadie es perfecto. ¿Pero he de suponer que el que estés aquí significa que por fin vamos a intentarlo otra vez?

—Ésa es mi intención, sí.

Una vez más, Ácaro Bronco miró el reloj e hizo un cálculo rápido en silencio mientras seguía masticando.

—Veinte de tus horas del Quinto Dominio a partir de ahora, o algo así.

—Así es.

—Bueno, pues me encontrarás preparado —dijo al tiempo que engullía un pepinillo de considerable tamaño de un sólo bocado.

—¿Tienes a alguien que te ayude?

Con la boca llena, todo lo que Ácaro pudo decir fue:

—O o eheio. —Masticó un poco más y luego tragó—. Ni siquiera saben que estoy aquí —explicó—. Aún me busca la justicia, aunque tengo entendido que Yzordderrex está en ruinas.

—Es cierto.

—Y también tengo entendido que el Eje ha sufrido toda una transformación —dijo Ácaro Bronco—. ¿Es verdad?

—¿Transformado en qué?

—Nadie puede acercarse lo suficiente para averiguarlo —respondió el otro—. Pero sí tienes intención de ir a ver al Sínodo entero...

—Así es.

—Entonces quizá lo veas por ti mismo mientras estás en la ciudad. Había un eurhetemec que representaba al Segundo, si no recuerdo...

—Está muerto.

—¿Entonces quién está allí ahora?

—Espero que Scopique haya encontrado a alguien.

—Él está en el Tercero, ¿verdad? ¿En el pozo del Eje?

—Así es.

—¿Y quién está en la Mácula?

—Un hombre llamado Chicka Jackeen.

—Nunca he oído hablar de él —dijo Ácaro Bronco—. Lo cual es extraño. Termino conociendo a la mayor parte de los maestros. ¿Estás seguro de que es un maestro?

—Desde luego.

Ácaro Bronco se encogió de hombros.

—Lo conoceré en el Ana entonces. Y no te preocupes por mí, Sartori. Estaré aquí.

—Me alegro de que hayamos hecho las paces.

—Yo me peleo por comida y mujeres pero nunca por cuestiones metafísicas — dijo Ácaro Bronco—. Además, estamos unidos en una gran misión. ¡Mañana a estas horas podrás volver a casa andando desde aquí!

El intercambio terminó con esa nota optimista y Cortés dejó a Ácaro con su vigilia para encaminarse con el pensamiento hacia el Kwem, donde esperaba encontrar a Scopique en el lugar que debía ocupar al lado del emplazamiento del Eje. Habría estado allí en el poco tiempo que le llevó pensar en sí mismo cruzando la frontera que separaba los Dominios pero permitió que el recuerdo desviara su viaje. Sus pensamientos se dirigieron a Beatrix cuando dejó el Monte de Ola Bayak, y fue allí en lugar de al Kwem a donde voló su espíritu, que llegó a las afueras de la aldea.

Aquí también era de noche, por supuesto. Los doeki mugían con suavidad en las oscuras laderas que lo rodeaban y tintineaban las campanas que llevaban al cuello. Beatrix guardaba silencio, sin embargo, las lámparas que habían parpadeado en las arboledas que rodeaban las casas habían desaparecido y también los niños que las atendían: todo se había extinguido. Angustiado por esta melancólica visión, Cortés estuvo a punto de huir de la aldea en ese mismo instante pero entonces alcanzó a ver una única luz a lo lejos y, tras avanzar un poco, vio cruzando la calle una figura que reconoció, con la lámpara en alto. Era Coaxial Tasko, el ermitaño de la colina que les había proporcionado a Pai y a Cortés los medios para desafiar las Jokalaylau. Tasko hizo una pausa en medio de la calle, levantó aún más la lámpara y escudriñó la oscuridad.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó.

Cortés quiso decir algo (hacer las paces con él como las había hecho con Ácaro Bronco, y hablar de lo que prometía el mañana) pero se lo impidió la expresión del rostro de Tasko. El ermitaño no le agradecería las disculpas, pensó Cortés, ni que le hablara de un nuevo día lleno de luz. No cuando había tantos que nunca lo verían. Si Tasko tuvo alguna vaga idea sobre quién era su visitante, también consideró que encontrarse con él no tenía sentido. Se limitó a estremecerse, bajar la lámpara y seguir adelante con sus asuntos.

Cortés no se entretuvo ni un minuto más, sino que volvió el rostro hacia las montañas y pensó en sí mismo lejos de allí, no sólo de Beatrix sino del Dominio. La aldea se desvaneció y la polvorienta luz del sol del Kwem apareció a su alrededor. De los cuatro lugares donde esperaba encontrar a los otros maestros (el Monte, el Kwem, el kesparate eurhetemec y la Mácula), este era el único que no había visitado en sus viajes con Pai y estaba preparado para tener cierta dificultad a la hora de ubicar el punto concreto. Pero la presencia de Scopique era un faro en aquel yermo. Aunque el viento levantaba nubes cegadoras de polvo, Cortés encontró a su hombre a los pocos minutos de llegar, agachado al resguardo de un primitivo refugio construido con unas cuantas mantas colgadas de unos postes clavados en la tierra gris.

Incómodo como era el refugio, Scopique había sufrido privaciones peores durante su vida como insurrecto (la menor de la cuales no fue su encarcelación en la maison de santé) y cuando se levantó para recibir a Cortés, lo hizo con el brío de un hombre sano y contento. Lucía un traje inmaculado de tres piezas y corbata de lazo y su rostro, a pesar de la peculiaridad de sus facciones (la nariz apenas era algo más que dos agujeros en la cabeza, los ojos saltones) estaba mucho menos demacrado de lo que lo había estado y el viento repleto de arena había puesto color en sus mejillas. Al igual que Ácaro Bronco, Scopique estaba esperando a su visitante.

—¡Entra! ¡Entra! —dijo—. Tampoco es que te moleste mucho el viento, ¿eh?

Si bien eso era cierto (el viento atravesaba a Cortés de la forma más curiosa e incluso hacía remolinos alrededor del ombligo), el maestro se sumó a Scopique al abrigo de las mantas y los dos se sentaron a charlar. Como siempre, Scopique tenía mucho que decir y vertió todos sus relatos y observaciones en un monólogo sin pausas. Estaba listo, dijo, para representar a este Dominio en el sagrado espacio del Ana, aunque se preguntaba cómo afectaría al equilibrio del oficio la ausencia del Eje. Lo habían colocado en el centro de los Cinco Dominios, le recordó a Cortés, para que fuera un conducto, y quizá un intérprete, de poder por toda Imajica. Ahora ya no estaba y sin duda el Tercero era más débil por culpa de ese traslado.

—Mira —dijo mientras se ponía en pie y llevaba a su fantasmal visitante a la punta del pozo—. ¡No me queda más remedio que invocar al lado de un agujero en el suelo!

—¿Y crees que eso afectará al oficio?

—¿Quién sabe? Todos somos aficionados que fingen ser expertos. Todo lo que puedo hacer es purificar el lugar, librarlo de su antiguo ocupante y esperar lo mejor.

Apartó la atención de Cortés del pozo y le señaló el esqueleto humeante de un edificio de tamaño notable que sólo en ocasiones era visible a través del polvo.

—¿Qué era eso? —preguntó Cortés.

—El palacio del hijo de puta.

—¿Y quién lo destruyó?

—Yo, por supuesto —dijo Scopique—. No quería que su trabajito se cerniera sobre nuestro oficio. Ya va a ser una operación bastante delicada tal y como están las cosas, no hace falta que su mugrienta influencia lo joda todo. ¡Parecía un burdel! —Scopique le dio la espalda y dijo—: Deberíamos haber tenido meses para preparar esto, no horas.

—Me doy cuenta de que...

—Y luego está el problema del Segundo. ¿Sabes que Pai me encargó la tarea de encontrar un sustituto? Me habría gustado discutir todo esto contigo, por supuesto, pero la última vez que nos encontramos, tú estabas en estado de fuga y Pai me prohibió que te informara de quién eras, aunque... ¿me permites que te hable con sinceridad?

—¿Podría evitarlo?

—No. Sentí profundas tentaciones de recordártelo de un bofetón. —Scopique miró a Cortés con fiereza, como si pudiera haberlo hecho ahora mismo si Cortés hubiera contado con materia suficiente—. Le hiciste tanto daño al místico, sabes —dijo—. Y como un auténtico imbécil, la criatura seguía amándote de todas formas.

—Tenía mis razones —dijo Cortés en voz baja—. Pero estabas hablando de su sustituto.

—Ah, sí. Atanasio.

—¿Atanasio?

—Ahora es nuestro hombre en Yzordderrex, representa al Segundo. No pongas esa cara de horror. Conoce la ceremonia y está dedicado por completo a ella.

—No hay ni un sólo hueso cuerdo en su cuerpo, Scopique. Pensó que yo era el agente de Hapexamendios.

—Bueno, por supuesto eso es una tontería...

—Intentó matarme con Vírgenes. ¡Está chiflado!

—Todos hemos tenido nuestros momentos, Sartori.

—No me llames así.

—Atanasio es uno de los hombres más santos que he conocido jamás.

—¿Cómo puede creer en la Santa Madre un minuto y afirmar que es Jesús al siguiente?

—Puede creer en su propia madre, ¿no?

—¿Me estás diciendo en serio...?

¿... que Atanasio es literalmente el Cristo resucitado? No. Si tenemos que tener algún Mesías entre nosotros, yo voto por ti. —Scopique suspiró—. Mira, me doy cuenta de que tienes tus diferencias con Atanasio, pero yo te pregunto, ¿qué otra persona iba a encontrar? No quedan tantos maestros, Sartori.

—Te he dicho...

—Sí, sí, no te gusta ese nombre. Bueno, perdona pero mientras yo viva tú serás el maestro Sartori y si quieres encontrar a otra persona para que se siente aquí en mi lugar y que te llame algo más bonito, adelante.

—¿Siempre has sido así de terco? —respondió Cortés.

—No —dijo Scopique—. Han hecho falta años de práctica.

Cortés sacudió la cabeza desesperado.

—Atanasio. Es una pesadilla.

—No estés tan seguro de que no tiene el espíritu de Jesús en su interior, por cierto —dijo Scopique—. Cosas más extrañas se han visto.

—Una más —dijo Cortés—, y me voy a volver tan loco como él. ¡Atanasio! Esto es un desastre.

Furioso, dejó a Scopique en el refugio y se alejó entre el polvo lanzando imprecaciones por el camino, el optimismo con el que había emprendido este viaje muy magullado. En lugar de aparecer ante Atanasio con los pensamientos en un estado tan caótico, prefirió encontrar un lugar en la Vía Crucis para reflexionar. La situación estaba lejos de ser halagüeña. Ácaro Bronco permanecía en su puesto del Monte pero seguía siendo un proscrito y corría el riesgo de que lo detuvieran. Scopique dudaba de la eficacia de su ubicación ahora que se había trasladado el Eje. Y ahora, entre todas las personas que podían unirse al Sínodo, Atanasio, un hombre al que le faltaban las luces necesarias para resguardarse de la lluvia.

—Oh, Dios, Pai —murmuró Cortés para sí—. Cuánto te necesito.

El viento soplaba con tristeza por la autopista mientras él vagaba por allí, las ráfagas corrían hacia el lugar de paso entre el Tercer y el Segundo Dominio, como si quisieran acompañarlo hasta allí para que continuara hasta Yzordderrex. Pero Cortés se resistió a sus halagos y se tomó un tiempo para examinar las opciones disponibles. Había tres, decidió. Una, abandonar la Reconciliación ahora mismo, antes de que las debilidades que veía en el sistema se agravaran y provocaran otra tragedia. Dos, encontrar un maestro que pudiera reemplazar a Atanasio. Tres, confiar en el juicio de Scopique, entrar en Yzordderrex y hacer las paces con aquel hombre. La primera de estas opciones no se podía contemplar en serio. Eran los asuntos de su Padre y él tenía la obligación sagrada de llevarlos a cabo. La segunda, encontrar un sustituto para Atanasio, no era muy práctica con el poco tiempo que quedaba. Lo que dejaba la tercera. Era difícil de aceptar pero al parecer inevitable. Tendría que aceptar la entrada de Atanasio en el Sínodo.

Una vez tomada la decisión, Cortés sucumbió al mensaje de las ráfagas y con un pensamiento las acompañó por aquella recta carretera, atravesó la brecha que se abría entre los Dominios y cruzó el delta para penetrar en las entrañas de la ciudad-dios.

2

—¿Hoi-Polloi?

La hija de Pecador había bajado la cachiporra y estaba arrodillada al lado de Jude con los ojos bizcos inundados de lágrimas.

—Lo siento, lo siento mucho —no dejaba de decir—. No lo sabía. No lo sabía.

Jude se sentó en el suelo. Un equipo de campaneros estaba afinando sus instrumentos entre sus sienes pero aparte de eso estaba ilesa.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó a Hoi-Polloi—. Pensé que te habías ido con tu padre.

—Y me fui —explicó la jovencita luchando contra las lágrimas—. Pero lo perdí en la calzada. Había tanta gente intentando encontrar el modo de cruzar. Primero estaba a mi lado y al minuto siguiente había desaparecido. Me quedé allí durante horas, buscándolo; luego pensé que iba a tener que volver aquí, a la casa, antes o después así que yo también volví.

—Pero no estaba aquí.

—No.

La muchacha empezó a sollozar otra vez. Jude la rodeó con los brazos y murmuró palabras de pésame.

—Estoy segura de que todavía está vivo —dijo Hoi-Polloi—. Es sólo que se está comportando con sensatez y se ha quedado en algún lugar seguro. Nadie está a salvo ahí fuera. —Hoi-Polloi lanzó una mirada nerviosa hacia el techo del sótano—. Si no vuelve dentro de unos días, quizá tú puedas llevarme al Quinto y él puede seguirnos luego.

—Aquello no es más seguro que esto, créeme.

—¿Qué le está pasando al mundo? —quiso saber Hoi-Polloi.

—Está cambiando —dijo Jude—. Y tenemos que estar preparadas para los cambios, por muy extraños que sean.

—Yo sólo quiero que las cosas sean iguales que antes: papá, y los negocios, y todo en su sitio...

—Tulipanes en la mesa del comedor.

—Sí.

—No va a ser así durante algún tiempo —dijo Jude—. De hecho, no estoy muy segura de que vuelva a ser así jamás. —Se puso en pie.

—¿Dónde vas? —dijo Hoi-Polloi—. No puedes irte.

—Me temo que tengo que irme. Vine aquí a trabajar. Si quieres venir conmigo, eres bienvenida pero tendrás que ser responsable de ti misma.

Hoi-Polloi gimió con fuerza.

—Entiendo —dijo.

—¿Vas a venir?

—No quiero estar sola —respondió la joven—. Voy contigo.

Jude estaba preparada para las escenas de devastación que las esperaban detrás de la puerta de la casa de Pecador pero no para la sensación de éxtasis que las acompañaba. Aunque había lamentos elevándose en algún lugar cercano y ese dolor sin duda encontraba su eco en innumerables casas de toda la ciudad, había también otro mensaje en el cálido aire de mediodía.

—¿Por qué sonríes? —le preguntó Hoi-Polloi.

No había sido consciente de que estaba sonriendo hasta que la chica lo señaló.

—Supongo que porque parece un nuevo día —dijo, consciente mientras lo decía que también había muchas posibilidades de que fuera el último. Quizá la claridad que iluminaba el aire de la ciudad era su forma de reconocerlo: la última remisión de un alma enferma antes de su declive y colapso definitivo.

Pero por supuesto no dijo nada en presencia de Hoi-Polloi. La chica ya estaba bastante aterrorizada. Caminaba un paso por detrás de Judo mientras subían la calle, sus inquietos murmullos puntuados por hipidos. Su angustia habría sido más profunda todavía si hubiera sido capaz de percibir la confusión que sentía Jude, que no tenía ni idea, ahora que estaba allí, de a dónde debía ir para encontrar las enseñanzas que había venido a buscar. La ciudad ya no era un laberinto de hechizos, si es que en realidad lo había sido alguna vez. Era prácticamente un erial, los incontables incendios que la habían hecho arder empezaban a apagarse pero dejaban un manto de humo sobre sus cabezas. Sin embargo, la luz del cometa desgarraba aquellas sombrías faldas en varios lugares y allí donde caían sus rayos, le arrancaban un poco de color al aire, como fragmentos de una vidriera que rielaran sumergidos en una solución por encima del dolor que quedaba abajo.

Puesto que no tenía un lugar mejor al que dirigirse, Jude se encaminó con la chiquilla al más cercano de aquellos puntos, que no estaba a más de un kilómetro de distancia. Mucho antes de haber llegado a ese lugar, la brisa llevó hasta ellas una leve llovizna y el sonido del agua corriente anunció la fuente del fenómeno. En la calle se había abierto una grieta y borboteaba en el asfalto un conducto principal de agua que había estallado o quizá una fuente. Aquella visión había sacado de las ruinas a un cierto número de espectadores, aunque muy pocos se aventuraban a acercarse al agua; provocaba su miedo no la inseguridad del suelo sino algo mucho más extraño. El agua que surgía de la grieta no bajaba la colina sino que la subía y saltaba los escalones que en ocasiones interrumpían la ladera con el celo de un salmón. Los únicos testigos que no temían a este misterio eran los niños, varios de los cuales se habían liberado de las manos de sus padres y estaban jugando en aquel arroyo que desafiaba a todas las leyes; algunos corrían por él, otros se habían sentado en el agua y dejaban que jugara sobre sus piernas. En los pequeños chillidos que lanzaban, Jude estaba segura que oía una nota de placer sexual.

—¿Qué es esto? —dijo Hoi-Polloi con un tono más resentido que asombrado, como si se hubiese dispuesto aquella visión para ofenderla a ella.

—¿Por qué no lo seguimos y lo averiguamos? —respondió Jude.

—Esos niños se van a ahogar —comentó Hoi-Polloi con cierto remilgo.

—¿En medio centímetro de agua? No seas ridícula.

Y con eso Jude se puso en marcha y dejó que Hoi-Polloi la siguiera si quería. Y al parecer quería porque una vez más ajustó el paso detrás de Jude, moderados ya los hipidos, y las dos subieron en silencio hasta que, a doscientos metros o más del lugar donde se habían encontrado por primera vez con el arroyo, apareció un segundo, éste proveniente de otra dirección por completo diferente y lo bastante grande para transportar una ligera carga de las laderas inferiores. La mayor parte de la carga eran restos (prendas de vestir, unas cuantas gravilleras ahogadas, algunas rebanadas de pan quemado) pero entre la basura había objetos que estaba claro que se habían colocado en el arroyo para que éste los llevara allí donde fuera: barquitos de papel, misivas cuidadosamente dobladas; pequeñas guirnaldas de hierba tejida adornadas con flores diminutas; una muñeca colocada sobre un pequeño torrente en un sudario de cintas.

Jude sacó uno de los barquitos do papel del agua y lo desdoblo. La escritura del interior estaba corrida pero era legible.

«Tishalullé», decía la carta. «Me llamo Cimarra Sakeo. Envío esta plegaria por mi madre y por mi padre y por mi hermano, Boom, que está muerto. Te he visto en sueños, Tishalullé, y sé que eres buena. Estás en mi corazón. Por favor, entra también en los corazones de mi madre y de mi padre y dales tu consuelo».

Jude le pasó la carta a Hoi-Polloi y siguió con la mirada el curso de los arroyos recién unidos.

—¿Quién es Tishalullé? —preguntó.

Hoi-Polloi no respondió. Jude se dio la vuelta para mirarla y se encontró con que la muchacha tenía los ojos clavados en la colina.

—¿Tishalullé? —dijo Jude otra vez.

—Es una Diosa —respondió Hoi-Polloi, había bajado la voz aunque no había nadie cerca que pudiera escucharlas. Dejó caer la carta al suelo al hablar pero Jude se inclinó para recogerla.

—Deberías tener cuidado con las plegarias de las personas —dijo mientras volvía a doblar el barquito y lo dejaba continuar su viaje.

—Nunca la recibirá —dijo Hoi-Polloi—. No existe.

—Y sin embargo te niegas a pronunciar su nombre en voz alta.

—Se supone que no debemos pronunciar el nombre de ninguna de las Diosas. Nos lo enseñó papá. Está prohibido.

—¿Entonces hay otras?

—Oh, sí. Están las hermanas del Delta. Y papá dijo que incluso hay una llamada Jokalaylau, que vivía en las montañas.

—¿De dónde viene Tishalullé?

—De la Cuna de Chzercemit, creo. No estoy segura.

—¿La Cuna de qué?

—Es un lago del Tercer Dominio.

Esta vez Jude sabía que estaba sonriendo.

—Ríos, nieves y lagos —dijo mientras se agachaba al lado del arroyo y metía un dedo en él—. Han venido en las aguas, Hoi-Polloi.

—¿Quiénes?

El arroyo estaba frío, jugaba con los dedos de Jude y saltaba sobre su palma

—No seas lerda —dijo—. Las Diosas. Están aquí.

—Eso es imposible. Incluso si existiesen (y papá me dijo que no), ¿por qué iban a venir aquí?

Jude se llevó un poco de agua con las manos a los labios y sorbió. Sabía dulce.

—Quizá las llamó alguien —dijo y miró a Hoi-Polloi, cuyo rostro todavía mostraba el asco que le inspiraba lo que Jude acababa de hacer.

—¿Alguien de ahí arriba? —dijo la chica.

—Bueno, hace falta mucho esfuerzo para subir una colina —dijo Jude—. Sobre todo en el caso del agua. No se está dirigiendo hacia la cima porque le guste la vista. Alguien está tirando de ella. Y si vamos con ella, antes o después...

—No creo que debiéramos hacerlo —respondió Hoi-Polloi.

—No sólo es al agua a la que llaman —dijo Jude—. A nosotras también. ¿No lo sientes?

—No —dijo la muchacha con franqueza—. Ahora podría darme la vuelta y regresar a casa.

—¿Es eso lo que quieres hacer?

Hoi-Polloi miró el río que fluía a un metro de sus pies. Quiso la suerte que el agua pasara a su lado en ese momento con parte de su carga menos placentera: una flotilla de cabezas de pollo y el cadáver parcialmente incinerado de un perro pequeño.

—Bebiste de ahí —dijo Hoi-Polloi.

—Sabía bien —dijo Jude, pero apartó la vista cuando pasó el perro.

Aquella visión había confirmado la inquietud de Hoi-Polloi.

—Creo que me voy a casa —dijo—. No estoy lista para conocer a unas Diosas, aunque estén ahí arriba. He pecado demasiado.

—Eso es absurdo —dijo Jude—. Aquí no estamos hablando de pecado y perdón. Esas tonterías son para los hombres. Aquí... —Dudó, no estaba segura del vocabulario, luego dijo—: Aquí estamos hablando de cosas más sabias.

—¿Cómo lo sabes? —respondió Hoi-Polloi—. Nadie entiende de verdad estas cosas. Ni siquiera papá. Siempre me decía que sabía cómo se hizo el cometa, pero no lo sabía. Y pasa lo mismo contigo y esas Diosas.

—¿Por qué tienes tanto miedo?

—Si no lo tuviera, estaría muerta. Y no seas condescendiente conmigo. Sé que crees que soy ridícula, pero si fueras un poco más educada, lo ocultarías.

—No creo que seas ridícula.

—Sí, sí que lo crees.

—No, sólo creo que quizá amabas a tu papá demasiado. No es ningún delito. Créeme, yo también he cometido ese error, una y otra vez. Confías en un hombre y en cuanto te das cuenta... —Jude suspiró y sacudió la cabeza—. No importa. Quizá tengas razón. Quizá deberías irte a casa. Quién sabe, es posible que te esté esperando allí. ¿Qué sé yo?

Se dieron la espalda sin decir nada más y Jude se encaminó hacia la cima de la colina, pensando mientras caminaba que ojalá hubiera encontrado una forma más diplomática de exponer su caso.

Había ascendido unos cincuenta metros cuando oyó los suaves y silenciosos pasos de Hoi-Polloi tras ella, luego la voz de la muchacha, de la que había desaparecido el tono de reproche, decía:

—Papá no va a volver a casa, ¿verdad?

Jude se volvió y se enfrentó a la mirada bizca de Hoi-Polloi lo mejor que pudo.

—No —dijo—. Creo que no.

Hoi-Polloi miró el suelo agrietado bajo sus pies.

—Creo que siempre lo he sabido —dijo—, sólo que no he sido capaz de admitirlo.

Luego volvió a levantar la cabeza y, al contrario de lo que esperaba Jude, tenía los ojos secos. De hecho, casi parecía feliz, como se sintiera más ligera tras admitirlo.

—Ahora las dos estamos solas, ¿verdad? —dijo. —Sí, así es.

—Entonces, quizá deberíamos continuar juntas. Por las dos. —Gracias por pensar en mí —dijo Jude.

—Las mujeres deberíamos ayudarnos —respondió Hoi-Polloi y fue a reunirse con Jude cuando esta reanudó el ascenso.

3

A los ojos de Cortés, Yzordderrex parecía un sueño febril de sí misma. Una oscura aurora boreal pendía sobre el palacio, pero por todas partes las calles y plazas disfrutaban de incontables maravillas. Los ríos surgían de las aceras quebradas y subían bailando la ladera de la montaña mientras le escupían su ascenso a la cara de la fuerza de la gravedad. Un nimbo de colores pintaba el aire sobre cada uno de los lugares donde brotaba el agua, brillante como una bandada de loros. Era un espectáculo que sabía que Pai habría disfrutado y tomó nota mentalmente de cada cosa extraña que aparecía en su camino para luego poder pintar la escena con palabras cuando volviera al lado del místico.

Pero no todo eran maravillas. Estos prismas y estas aguas se alzaban en medio de escenas de absoluta devastación, donde las viudas se sentaban a llorar la muerte de los suyos, apenas distinguibles de los escombros ennegrecidos de sus casas. Sólo el kesparate eurhetemec, ante cuyas puertas se encontraba ahora, parecía haber quedado a salvo de los incendiarios. Sin embargo, no había señales de que nadie lo habitara y Cortés vagó durante varios minutos al tiempo que en silencio aguzaba una nueva sarta de improperios dedicada a Scopique cuando por fin vio al hombre que había venido a buscar. Atanasio se encontraba delante de uno de los árboles que bordeaban los bulevares del kesparate y levantaba la vista hacia él con gesto admirativo. Aunque el follaje seguía en su sitio, la distribución de las ramas sobre las que crecía era bien visible y Cortés no tuvo que ser un aspirante a Cristo para ver lo fácil que sería clavar un cuerpo allí. Llamó a Atanasio varias veces mientras se acercaba pero el hombre parecía perdido en sus ensueños y no se dio la vuelta, ni siquiera cuando Cortés llegó a su lado. Respondió, sin embargo.

—Has venido en el momento justo —dijo.

—Auto—crucifixión —respondió Cortés—. Eso sí que sería un milagro.

Atanasio se volvió hacia él. Tenía el rostro amarillento y la frente ensangrentada. Contempló las costras del semblante de Cortés y sacudió la cabeza.

—Tal para cual —dijo. Luego levantó las manos. Las palmas lucían unas marcas inconfundibles—. ¿También las tienes?

—No. Y esto... —Cortés se señaló la frente—, no es lo que tú crees. ¿Por qué te haces esto?

—No lo he hecho yo —respondió Atanasio—. Me he despertado con estas heridas. Créeme, no me son gratas.

El rostro de Cortés mostró escepticismo y Atanasio respondió con energía.

—Jamás he deseado nada de esto —dijo—. Ni los estigmas ni lo sueños.

—¿Entonces por que estabas mirando el árbol?

—Tengo hambre —fue la respuesta—. Y me preguntaba si tendría fuerzas para trepar.

La mirada del otro dirigió la atención de Cortés de nuevo al árbol. Entre el follaje de las ramas más altas había racimos de fruta madurada por el cometa, una especie de mandarinas rayadas.

—Me temo que no puedo ayudarte —dijo Cortés—. No tengo sustancia suficiente para cogerlas. ¿No puedes sacudir el árbol para que caigan?

—Ya lo he intentado. No importa. Tenernos asuntos más importantes que mi barriga.

—Encontrarte unas vendas, para empezar —dijo Cortés, el malentendido lo había despojado de suspicacias, al menos de momento—. No quiero que te mueras desangrado antes de empezar la Reconciliación.

—¿Te refieres a esto? —dijo mirándose la mano—. No, para y empieza cuando quiere. Ya estoy acostumbrado.

—Bueno, entonces al menos deberíamos encontrarte algo que comer. ¿Lo has intentado en alguna de estas casas?

—No soy ningún ladrón.

—No creo que vaya a volver nadie, Atanasio. Vamos a buscarte un poco de alimento antes de que te desmayes.

Fueron a la casa más cercana y después de que lo animara un poco Cortés, al que le sorprendió encontrar tal sutileza moral en su compañero, Atanasio abrió la puerta de una patada. Habían desvalijado o vaciado aquella casa a toda prisa pero la cocina la habían dejado intacta y bien surtida. Allí Atanasio se preparó con toda delicadeza un sándwich, ensangrentando el pan en el proceso.

—Tengo tanta hambre —dijo—. Supongo que has estado ayunando, ¿no?

—No. ¿Se suponía que debía hacerlo?

—Cada cual con lo suyo —respondió Atanasio—. Todos llegan al Cielo por un camino diferente. Conocí a un hombre que no podía rezar a menos que tuviera los lomos metidos en un nido de zarzis.

Cortés hizo una mueca.

—Eso no es una religión, eso es masoquismo.

—¿Y el masoquismo no es una religión? —respondió el otro—. Me sorprendes.

Cortés quedó asombrado al descubrir que Atanasio tenía cierto ingenio y se encontró con que empezaba a agradarle aquel hombre a medida que charlaban. Quizá pudieran sacar algo de su mutua compañía, después de todo, aunque cualquier tregua carecería de valor si no se abordaba el tema de la Mácula y todo lo que había ocurrido allí.

—Te debo una explicación —dijo.

—¿Sí?

—Por lo que ocurrió en las tiendas. Perdiste a mucha de tu gente y fue por mi causa.

—No sé cómo podrías haberlo manejado de otra forma —dijo Atanasio—. Ninguno de nosotros sabíamos con qué fuerzas estábamos tratando.

—No estoy seguro de saberlo ahora tampoco.

El rostro de Atanasio adquirió una expresión adusta.

—Pai'oh'pah se tomó muchas molestias para volver a perseguirte —dijo.

—No era una persecución.

—Fuera lo que fuera, hizo falta voluntad para hacerlo. El místico debía de saber cuáles serían las consecuencias, para sí mismo y para mi gente.

—Detestaba hacer daño.

—¿Entonces qué era tan importante para que causara tanto?

—Quería asegurarse de que yo entendía lo que debía hacer.

—No es razón suficiente —dijo Atanasio.

—Es la única que tengo —respondió Cortés, obvió la otra parte del mensaje de Pai, la parte que hablaba de Sartori. Atanasio no tenía respuestas para tales acertijos, así que, ¿para qué iba a afligirlo con ellos?

—Creo que está pasando algo que no entendemos —dijo Atanasio—. ¿Has visto las aguas?

—Sí.

—¿No te inquietan? A mí sí. Aquí hay otros poderes además de nosotros, Cortés. Quizá deberíamos estar buscándolos, aceptando sus consejos.

—¿A qué te refieres con poderes? ¿Otros maestros?

—No. Me refiero a la Santa Madre. Creo que es posible que esté aquí, en Yzordderrex.

—Pero no estás seguro.

—Algo está moviendo las aguas.

—Si estuviera aquí, ¿acaso no lo sabrías? Eras uno de sus sumos sacerdotes.

—Nunca fui nada de eso. Rendíamos culto en la Mácula porque allí se cometió un crimen. Se llevaron a una mujer de ese punto, al Primero.

Floccus Dado le había contado a Cortés esa historia mientras cruzaban el desierto en coche pero en aquel momento había tantas otras cosas que lo afligían y emocionaban que se había olvidado del cuento: el de su madre, por supuesto.

—Se llamaba Celestine, ¿no es cierto?

—¿Cómo lo sabes?

—Porque la he conocido. Sigue viva, ha vuelto al Quinto.

El otro hombre entrecerró los ojos como si quisiera agudizar la mirada y aguijonear aquello si era una mentira. Pero unos segundos después esbozó una sonrisa diminuta.

—Así que has tenido tratos con mujeres sagradas —dijo—. Todavía hay esperanza para ti.

—Tú también puedes conocerla, cuando termine todo esto.

—Me gustaría mucho.

—Pero por ahora, tenemos que mantener el rumbo. No puede haber desviaciones. ¿Lo entiendes? Podemos ir a buscar a la Santa Madre cuando hayamos terminado con la Reconciliación, pero no antes.

—Me siento tan desnudo, maldita sea —dijo Atanasio.

—Como todos. Es inevitable. Pero hay algo más inevitable todavía.

—¿Y qué es?

— La integridad de las cosas —dijo Cortés—. Las cosas reparadas. Las cosas curadas. Eso es más cierto que el pecado, la muerte o la oscuridad.

—Bien dicho —respondió Atanasio—. ¿Quién te enseñó eso?

—Deberías saberlo. Fuiste tú el que me casaste con aquella criatura.

—Ah. —Atanasio sonrió—. ¿Entonces me permites recordarte por qué se casa un hombre? Para poder ser un ente íntegro, gracias a una mujer.

—Este hombre no —dijo Cortés.

—¿No era el místico una mujer para ti?

—A veces...

—¿Y cuando no lo era?

—No era ni hombre ni mujer. Era mi bendición.

A Atanasio pareció desconcertarle aquello profundamente.

—A mí eso me parece profano —comentó.

Cortés nunca había pensado en el lazo que había entre él y el místico en esos términos y tampoco agradeció ahora la carga de dudas. Pai había sido su maestro, su amigo y su amante, un defensor desinteresado de la Reconciliación desde el principio. No podía creer que su Padre hubiera sancionado aquel enlace si no hubiera sido sagrado.

—Creo que deberíamos dejar el tema —le dijo a Atanasio—, o volveremos a tirarnos a la yugular del otro y yo, por lo menos, no es lo que quiero.

—Yo tampoco —respondió Atanasio—. No lo discutiremos más. Dime, ¿ahora adónde vas?

—A la Mácula.

—¿Y quién representa allí al Sínodo?

—Chicka Jackeen.

—¡Ah! Así que lo has elegido a él, ¿no?

—¿Lo conoces?

—No muy bien. Sé que llegó a la Mácula mucho antes que yo. De hecho, no creo que nadie sepa de verdad cuánto tiempo lleva allí. Es un tipo extraño.

—Si eso fuera un impedimento, los dos nos quedaríamos sin trabajo — comentó Cortés.

—Muy cierto.

Y con eso, Cortés le deseó a Atanasio lo mejor y se separaron (con cortesía pero no con cariño), Cortés abandonó Yzordderrex con el pensamiento y lo dirigió al desierto que esperaba más allá. Al instante, el interior doméstico parpadeó y fue sustituido segundos más tarde por el inmenso muro de la Mácula, que se elevaba entre una niebla en la que deseaba con todas sus fuerzas que lo estuviera aguardando el último miembro de su Sínodo.

4

Los arroyos seguían convergiendo a medida que las dos mujeres ascendían, hasta que se encontraron caminando al lado de una corriente que pronto sería demasiado ancha para saltarla y demasiado violenta para vadearla. No había diques que contuvieran estas aguas, sólo las hondonadas y las alcantarillas de las calles, pero la misma intencionalidad que las atraía colina arriba limitaba su extensión lateral. De ese modo, el río no derrochaba sus energías sino que trepaba como un animal cuya piel creciera a un ritmo prodigioso para hospedar el poder que adquiría cada vez que asimilaba a otro de su especie. A estas alturas ya no quedaba ninguna duda sobre su destino. Sólo había una estructura en la cima más alta de la ciudad (el palacio del Autarca) y a menos que se abriera un abismo en la calle que se tragara las aguas antes de que llegaran a las puertas, sería allí donde las llevaría su estela.

Jude tenía recuerdos mezclados del palacio. Algunos, como la Torre del Eje y la cámara de abajo, donde se depositaban las plegarias, eran aterradores. Otros eran de un dulce erotismo, como las horas que había pasado dormitando en la cama de Quaisoir mientras Concupiscencia cantaba y el amante al que había creído demasiado perfecto para ser real la cubría de besos. Este había desaparecido, claro está, pero ella volvía al laberinto que él había construido, ahora recuperado para algún nuevo propósito, no sólo con su aroma en su piel (hueles a coito, le había dicho Celestine) sino con el fruto de esa cópula en su útero. No cabía duda de que eso había frustrado todas sus esperanzas de compartir conocimientos con Celestine. Incluso después del menosprecio de Tay y del intento de conciliación de Clem, la mujer había procurado tratar a Jude como si fuese una paria. Y si ella, a quien la divinidad sólo había rozado, había olido a Sartori en la piel de Jude, con toda seguridad Tishalullé olería lo mismo y sabría también que el niño estaba allí. Si la desafiaban, Jude había decidido decir la verdad. Tenía razones para hacer todo lo que había hecho y no presentaría falsas excusas sino que se acercaría a los altares de estas Diosas con humildad y respeto por sí misma en igual medida.

Las puertas estaban ya a la vista y el río se precipitaba hacia ellas, su torrente un rugido de aguas rápidas. El asalto de las aguas o bien algún ataque previo había arrancado ambas puertas de sus goznes y el agua atravesaba la brecha en una cascada extática.

—¿Cómo pasamos? —gritó Hoi-Polloi por encima del estrépito.

—No es tan profundo —dijo Jude—. Podremos vadearlo si vamos juntas. Venga. Dame la mano.

Sin darle a la chica tiempo para discutir o retirarse, Jude cogió a Hoi-Polloi con firmeza por la muñeca y se metió en el río. Como había dicho, no era muy profundo. Su superficie espumosa sólo les llegaba a la mitad de los muslos. Pero tenía una fuerza considerable y se vieron obligadas a proceder con extremo cuidado. Jude no veía el suelo por el que las llevaba a ambas, el agua estaba demasiado revuelta, pero sentía a través de las suelas de los zapatos que el río estaba socavando el pavimento, erosionando en cuestión de minutos lo que el paso de los soldados, esclavos y penitentes no había grabado en dos siglos. Y esta erosión no era lo único que amenazaba su equilibrio. La carga que llevaba el río de limosnas, peticiones y basura era ahora muy pesada, reunida como estaba en cinco o seis lugares diferentes de los kesparates inferiores. Planchas de madera les golpeaban las corvas y las espinillas; ribetes de tela les envolvían las rodillas. Pero Jude siguió pisando con seguridad y avanzó con paso firme hasta que atravesaron las puertas; de vez en cuando miraba por encima del hombro para tranquilizar a Hoi-Polloi con una mirada o una sonrisa, quería transmitirle que, aunque sin duda era incómodo, el riesgo no era grande.

El río no perdió velocidad una vez dentro de los muros del palacio sino que pareció encontrar un ímpetu nuevo, lanzaba la espuma incluso a más altura ahora que ascendía por los patios. Los rayos del cometa caían aquí en mayor abundancia que en los kesparates inferiores y su luz, al chocar contra el agua, lanzaba filigranas plateadas contra la entristecida piedra. Distraída por la belleza de aquella imagen, Jude perdió por un momento pie al salir de las verjas y, a pesar de un grito de advertencia, volvió a caer al río y se llevó a Hoi-Polloi con ella. Aunque no corrían el peligro de ahogarse, el agua tenía ímpetu suficiente para arrastrarlas y a Hoi-Polloi, que era con mucho la más ligera de las dos, se la llevó el agua por delante de Jude a cierta velocidad. Intentaron volver a levantarse pero las derrotaron los remolinos y las contracorrientes que generaba el entusiasmo del río y sólo por casualidad pudo Hoi-Polloi (lanzada contra una presa de detritos que estaba asfixiando parte de la corriente) utilizar la masa acumulada en el río para detenerse y ponerse de rodillas con gran esfuerzo. El agua rompía contra ella con una fuerza considerable entretanto, la voluntad de llevársela no había disminuido pero la joven la desafió y para cuando el río llevó a Jude hasta allí, Hoi-Polloi ya se estaba levantando.

—¡Dame la mano! —chilló, devolviéndole así la invitación que Jude había sido la primera en hacer cuando se habían metido en la corriente.

Jude estiró la mano y se giró en medio del agua para alcanzar los dedos de Hoi-Polloi. Pero el río tenía otras ideas. Cuando tenían las manos a unos centímetros y estaban a punto de unirse, las aguas conspiraron para darle la vuelta y secuestrarla; la aferraban con tal fuerza que por un momento le quitaron la respiración. Ni siquiera fue capaz de gritar una palabra de consuelo, el torrente la levantó y se la llevó, cruzó con ella un arco monolítico y desapareció de la vista de Hoi-Polloi.

A pesar de lo violentas que eran las aguas, que la lanzaban de un sitio a otro mientras se precipitaban entre claustros y columnatas, Jude no les tenía miedo; más bien lo contrario. La excitación era contagiosa. Ahora formaba parte del propósito de las aguas, aunque ellas no lo supieran y se alegraba de que la fueran a entregar a quien las habían emplazado, que sin duda era también su fuente. Sólo el final de este viaje sabía si quien las había convocado (ya fuera Tishalullé, Jokalaylau o alguna otra Diosa que pudiera residir hoy aquí) decidiría que ella era una peticionaria o sólo un trozo de basura más.

5

Si Yzordderrex se había convertido en un lugar de detalles gloriosos (cada color cantaba, cada burbuja de sus aguas era cristalina), la Mácula se había entregado a la ambigüedad. No había ni un soplo de viento que agitase la pesada bruma que colgaba sobre las tiendas caídas y los muertos, envueltos en sudarios pero sin enterrar, que yacían entre sus pliegues; y el cometa tampoco tenía fuego suficiente para perforar una niebla más alta, cuya tela convertía su luz en algo oscuro y gris. A la izquierda de donde se encontraba la proyección de Cortés, el anillo de Vírgenes donde se habían refugiado Atanasio y sus discípulos era visible entre las tinieblas. Pero el hombre que había venido a buscar no residía allí, ni tampoco había ninguna señal de él a la derecha, aunque allí la niebla era tan densa que ocultaba todo lo que se encontraba fuera de un radio de unos ocho o diez metros. Con todo, se internó en la calina; no sentía ningún deseo de llamar a Chicka Jackeen, aunque su voz hubiera tenido fuerza suficiente. Había una conjura de supresión en aquel paisaje y a Cortés no le apetecía desafiarla. Así que avanzó en silencio, su cuerpo apenas desplazaba la bruma y sus pies dejaban poca o ninguna huella en el suelo. Aquí se sentía más como un fantasma que en cualquiera de los otros lugares de encuentro. Era un paisaje para ese tipo de almas: calladas pero perseguidas.

No tuvo que caminar a ciegas durante mucho tiempo. La bruma empezó a aclararse después de un rato y entre sus jirones vio a Chicka Jackeen. Había extraído una silla y una mesa pequeña de entre los restos y estaba sentado de espaldas al gran muro del Primer Dominio. Cortés vio que hacía un solitario y hablaba para sí con gesto furioso. Estamos todos chiflados, pensó Cortés cuando lo sorprendió así. Ácaro Bronco medio colgado de la mostaza; Scopique convertido en un pirómano aficionado; Atanasio haciendo bocadillos sacramentales con las manos perforadas, y, por último, Chicka Jackeen parloteando sólo como un mono neurótico. Chiflados todos y cada uno. Y, de todos ellos él, Cortés, era con toda probabilidad el más chiflado: amante de una criatura que desafiaba a todas las definiciones de género, artífice de un hombre que había destruido naciones. La única cordura que había en su vida (y ardía como una luz blanca y despejada) era la que procedía de Dios: la sencilla determinación de un Reconciliador.

—¿Jackeen?

El hombre levantó la vista de sus cartas con una expresión un tanto culpable.

—Oh, maestro. Estáis aquí.

—¿No me digas que no me estabas esperando?

—No tan pronto. ¿Es hora de que vayamos al Ana?

—Aún no. He venido para asegurarme de que estabas listo.

—Lo estoy, maestro. De veras.

—¿Ganabas?

—Estaba jugando conmigo mismo.

—Eso no significa que no puedas ganar.

—¿No? No. Como digáis. Entonces sí, estaba ganando. —Se levantó de la mesa y se quitó las lentes que había estado utilizando para estudiar las cartas.

—¿Ha salido algo de la Mácula durante el tiempo que llevas esperando?

—No, nada ha salido. De hecho, la vuestra es la primera voz que oigo desde que se fue Atanasio.

—Ahora forma parte del Sínodo —dijo Cortés—. Scopique lo persuadió para que se uniera a nosotros, representa al Segundo.

—¿Qué le ha pasado al eurhetemec? ¿No lo habrán asesinado?

—Murió de vejez.

—¿Estará Atanasio a la altura de esa tarea? —preguntó Jackeen; luego, al pensar que su pregunta traspasaba los límites del protocolo, dijo—: Lo siento. No tengo derecho a cuestionar vuestro buen juicio en esto.

—Tienes todos los derechos —dijo Cortés—. Tenemos que confiar plenamente en los demás.

—Si vos confiáis en Atanasio, entonces yo también —dijo Jackeen con sencillez.

—Entonces ya estamos listos.

—Hay una cosa de la que me gustaría informaros, si me lo permitís.

—¿Qué es?

—He dicho que no ha salido nada de la Mácula, y es cierto...

—¿Pero ha entrado algo?

—Sí. Anoche, estaba durmiendo aquí, debajo de la mesa —señaló la cama que tenía de mantas y piedra—, y me desperté helado hasta los huesos. Al principio no estaba seguro si era un sueño así que tardé en levantarme. Pero cuando lo hice, vi unas figuras que salían de la niebla. Docenas de ellas.

—¿Quiénes eran?

—Nullianacs —dijo Jackeen—. ¿Estáis familiarizado con ellos?

—Desde luego.

—Conté cincuenta al menos, que yo pudiera ver.

—¿Te amenazaron?

—No creo que me vieran siquiera. Tenían los ojos clavados en su destino...

—¿El Primero?

—Eso es. Pero antes de cruzar al otro lado se despojaron de sus ropas, hicieron hogueras y quemaron hasta la última cosa que llevaban puesta o se habían traído con ellos.

—¿Todos hicieron lo mismo?

—Hasta el último que vi. Fue extraordinario.

—¿Puedes enseñarme las hogueras?

—Nada más fácil —dijo Jackeen y apartó a Cortés de la mesa sin dejar de hablar—. Yo nunca había visto un nullianac, pero por supuesto he oído las historias.

—Son unas bestias —dijo Cortés—. Maté a uno en Vanaeph, hace unos meses y luego me encontré con uno de sus hermanos en Yzordderrex que asesinó a una niña que yo conocía.

—Les gusta la inocencia, tengo entendido. No pueden vivir sin ella. Y están todos emparentados entre sí, aunque nadie ha visto jamás a la hembra de la especie. De hecho, algunos dicen que no existe.

—Pareces saber mucho sobre ellos.

—Bueno, leo mucho —dijo Jackeen al tiempo que le echaba una mirada a Cortés—. Pero ya sabéis lo que se dice: No estudies nada salvo sabiendo...

—... que ya lo sabías.

—Eso es.

Cuando oyó aquel viejo reirán de sus labios Cortés miró a aquel hombre con un interés nuevo. ¿Era un aforismo tan vulgar que todos los estudiantes se lo sabían de memoria, o conocía Chicka Jackeen la importancia de lo que decía? Cortés dejó de caminar y Jackeen se detuvo a su lado y esbozó una sonrisa que rayaba en lo travieso. Ahora fue Cortés el que se puso a estudiar y su texto era el rostro del otro hombre, y, al leerlo, quedó demostrado el aforismo.

—Dios mío —dijo—. ¿Lucius?

—Sí, maestro. Soy yo.

—¡Lucius! ¡Lucius!

Los años se habían cobrado su precio, claro está, aunque no de una forma insoportable. Si bien el rostro que tenía delante ya no era el del acólito impaciente al que había enviado lejos de la calle Gamut, tampoco estaba marcado por más de una décima parte de los dos siglos que habían transcurrido desde entonces.

—Esto es extraordinario —dijo Cortés.

—Pensé que quizá sabíais quién era y estabais jugando conmigo.

—¿Cómo podía saberlo?

—¿De verdad mi aspecto es tan diferente? —dijo el otro, obviamente un poco desalentado—. Me llevó veintitrés años dominar el lance de la conservación pero pensé que había atrapado los últimos años de mi juventud antes de que desaparecieran por completo. Una pequeña vanidad. Perdonadme.

—¿Cuándo llegaste aquí?

—Tengo la sensación de que fue hace toda una vida, así que lo más probable es que así haya sido. Al principio vagué de un lado a otro de los Dominios, estudié con un evocador tras otro, pero nunca me sentí cómodo con ninguno. Los comparaba con vos, sabéis. Así que ninguno me satisfacía.

—Fui un pésimo maestro —dijo Cortés.

—En absoluto. Me enseñasteis los fundamentos y yo he vivido de acuerdo con ellos y he prosperado. Quizá no a los ojos del mundo pero sí a los míos.

—La única lección que te di fue en aquellas escaleras. ¿Recuerdas, la última noche?

—Por supuesto que lo recuerdo. Las leyes del estudio, de los oficios y del miedo. Fue maravilloso.

—Pero no eran mías, Lucius. Me las enseñó el místico. Yo sólo las transmití.

—¿No es eso lo que hacen la mayor parte de los que enseñan?

—Creo que los más grandes perfeccionan la sabiduría, no se limitan a repetirla. Yo no refiné nada. Pensé que cada palabra que pronunciaba era perfecta, sólo porque caía de mis labios.

—¿Así que mi ídolo tiene los pies de barro?

—Eso me temo.

—¿Y creéis que no lo sabía? Vi lo que ocurrió en el Retiro. Os vi fracasar y por eso he esperado aquí.

—No te sigo.

—Sabía que no aceptaríais el fracaso. Esperaríais, haríais planes y, algún día, incluso si os llevaba mil años, volveríais para intentarlo otra vez.

— Uno de estos días le contaré cómo ocurrió en realidad y no te sentirás tan impresionado.

—Fuera como fuese, estáis aquí —dijo Lucius—. Y al fin cumplo mi sueño.

—¿Y cuál es?

—Trabajar con vos. Reunirme con vos en el Ana, maestro con maestro. —El hombre esbozó una amplia sonrisa—. Dios está en hoy su Cielo —dijo—. Si en algún momento soy más feliz que ahora, me moriré. ¡Ah! ¡Ahí, maestro! —Se detuvo y señaló al suelo a unos metros de distancia—. Esa es una de las hogueras de los nullianacs.

El lugar estaba carbonizado pero quedaban algunos restos de las túnicas de las criaturas entre las cenizas. Cortés se acercó.

—No tengo los recursos necesarios para revolverlas, Lucius. ¿Querrás hacerlo por mí?

Lucius se agachó para complacerlo, le dio la vuelta a las cenizas y sacó lo que quedaba de las ropas. Había fragmentos de trajes, túnicas y abrigos de varios estilos, uno delicadamente bordado, según la moda de Patashoqua, otro que apenas era algo más que una arpillera, un tercero con medallas clavadas, como si su dueño hubiese sido soldado.

—Deben de haber venido de toda Imajica —dijo Cortés.

—Emplazados —respondió Lucius.

—Esa parece una suposición razonable.

—¿Pero por qué?

Cortés reflexionó durante un momento.

—Creo que el Invisible los ha metido en su horno, Lucius. Los ha quemado.

—¿Así que está limpiando los Dominios?

—Sí, así es. Y los nullianacs lo sabían. Se despojaron de sus ropas, como penitentes, porque sabían que se dirigían a su juicio final.

—Veis —dijo Lucius—, es cierto que sois sabio.

—Cuando me vaya, ¿querrás quemar incluso estos últimos restos?

—Por supuesto.

—Es su voluntad que purifiquemos este lugar.

—Empezaré de inmediato.

—Y yo volveré al Quinto para terminar mis preparativos.

—¿Está el Retiro aún en pie?

—Sí. Pero no es allí donde estaré. He vuelto a la calle Gamut.

—Era una casa magnífica.

—Sigue siendo magnífica a su manera. Te vi allí, en las escaleras, hace sólo unas noches.

—¿En espíritu allí y en carne y hueso aquí? ¿Hay perfección mayor?

—Estar en carne y hueso y en espíritu en toda la Creación —dijo Cortés.

—Sí. Eso sería todavía mejor.

—Y ocurrirá. Todo es Uno, Lucius.

—No había olvidado esa lección.

—Bien.

—Pero si me permitís pediros algo...

—¿Si?

—¿Querríais llamarme Chicka Jackeen de ahora en adelante? He perdido los mejores años de mi juventud, así que muy bien podría perder el nombre también.

—Que sea entonces maestro Jackeen.

—Gracias.

—Te veré dentro de unas horas —dijo Cortés y con eso dirigió sus pensamientos hacia el regreso.

Esta vez no hubo desvíos ni pérdidas de tiempo, ni por razones sentimentales ni por ninguna otra. Pasó a la velocidad de sus intenciones por Yzordderrex, recorrió la Vía Crucis, pasó por encima de la Cuna y de las ignaras alturas de las Jokalaylau, cruzó el Monte del Ola Bayak y Patashoqua (cuyas puertas aún tenía que cruzar) y por fin volvió al Quinto, a la habitación que había dejado en la calle Gamut.

El día estaba en la ventana y Clem en la puerta, esperando paciente el regreso de su maestro. En cuanto vio una chispa de animación en el rostro de Cortés empezó a hablar, su mensaje era demasiado urgente para retrasarlo un segundo más de lo necesario.

—Ha vuelto Lunes —dijo.

Cortés se estiró y bostezó. Le dolía la nuca y la región lumbar y tenía la vejiga a punto de estallar, pero al menos al volver no había descubierto que le habían fallado los intestinos como había predicho Ácaro Bronco.

—Bien —dijo. Se puso en pie, cojeó hasta la chimenea y se agarró a ella mientras con unas patadas intentaba devolverle la vida a sus embotadas piernas—. ¿Cogió todas las piedras?

—Sí, las trajo. Pero me temo que Jude no ha vuelto con él.

—¿Y dónde coño está?

—No quiere decírmelo. Lunes dice que tiene un mensaje de ella pero que no se lo va a confiar a nadie más que a ti. ¿Quieres hablar con él? Está abajo, desayunando.

—Sí, mándalo subir, ¿quieres? Y si puedes, búscame algo de comer. Cualquier cosa menos salchichas.

Clem bajó las escaleras y dejó a Cortés cruzando la habitación para abrir la ventana de par en par. Había amanecido la última mañana que el Quinto vería irreconciliado y la temperatura ya era lo bastante alta para marchitar las hojas de los árboles. Al oír las ruidosas pisadas de Lunes en las escaleras, Cortés se volvió para recibir al mensajero, que apareció con una hamburguesa medio comida en una mano y un cigarrillo a medio fumar en la otra.

—¿Tenías algo que decirme? —le dijo Cortés.

—Sí, jefe. De parte de Jude.

—¿Adónde se ha ido?

—A Yzordderrex. Eso es parte de lo que se supone que tengo que contarte. Se ha ido a Yzordderrex.

—¿La viste irse?

—No del todo. Me hizo esperar fuera mientras ella se iba, así que eso es lo que hice.

—¿Y el resto del mensaje?

—Me dijo —el joven hizo entonces un gran esfuerzo de concentración— que te dijese dónde se había ido y eso he hecho; luego me dijo que te dijese que la Reconciliación no es segura, y que hicieses nada hasta que ella se pusiese otra vez en contacto contigo.

—¿Que no es segura? ¿Esas fueron sus palabras?

—Eso fue lo que dijo. En serio.

—¿Sabes de qué estaba hablando?

—A mí que me registren, jefe. —Sus ojos habían abandonado a Cortés para dirigirse a la esquina más oscura de la habitación—. No sabía que tenías un mono —dijo—. ¿Te lo trajiste del otro lado contigo?

Cortés miró hacia la esquina. Descansito estaba allí y había levantado la vista para mirar inquieto al maestro; era de suponer que se había introducido a hurtadillas en la sala de meditación en algún momento de la noche.

—¿Come hamburguesas? —dijo Lunes mientras se ponía en cuclillas.

—Puedes probar —dijo Cortés con tono distraído—. Lunes, ¿eso es todo lo que dijo Jude, que no es segura?

—Eso es, jefe. Lo juro.

—¿Llegó al Retiro y sin más te dijo que no volvía?

—Oh, no, se tomó su tiempo —dijo Lunes, que hizo una mueca cuando la criatura a la que había tomado por un mono se escabulló de su esquina y echó a andar hacia la hamburguesa que le ofrecía.

El joven intentó levantarse pero el ente le enseñó los dientes con una sonrisa de tal ferocidad que Lunes se lo pensó mejor y se limitó a estirar el brazo todo lo que pudo para mantener a la bestia lo más lejos posible de su rostro. Descansito redujo el paso al acercarse lo suficiente para oler la comida y en lugar de arrebatarle el alimento, se lo quitó a Lunes de la mano con la mayor delicadeza y los meñiques levantados.

—¿Quieres hacer el favor de terminar la historia? —dijo Cortés.

—Ah, sí. Bueno, había un tipo en el Retiro cuando llegamos y ella estuvo un buen rato de palique con él.

—¿Era alguien que conocía?

—Oh, sí.

—¿Quién?

—No me acuerdo del nombre —dijo Lunes, pero al ver el ceño fruncido de Cortés protestó—: Eso no formaba parte del mensaje, jefe. Si lo hubiera sido, me habría acordado.

—Recuérdalo de todos modos —dijo Cortés, que empezaba a sospechar que allí había una conspiración.

Lunes se levantó y le dio unas cuantas chupadas nerviosas al cigarrillo.

—No recuerdo. Había un montón de pájaros, ya sabes, y abejas y qué sé yo. Ni siquiera estaba escuchando. Era algo corto como Cody, o Doba o...

—Dowd.

—¡Sí! Eso es. Era Dowd. Y estaba muy jodido, el tío, en serio.

—Pero vivo.

—Bueno, sí, durante un rato. Como te he dicho, estuvieron hablando.

—¿Y fue después de eso cuando ella dijo que se iba a Yzordderrex?

—Eso es. Me dijo que te trajera las piedras y el mensaje con ellas.

—Y has hecho ambas cosas. Gracias.

—El jefe eres tú, jefe —dijo Lunes—. ¿Eso es todo? Si me necesitas, estoy en la puerta. Va a hacer un calor del copón.

Volvió abajo armando un gran estruendo por las escaleras.

—¿Queréis que deje la puerta abierta, Liberatore? —dijo Descansito mientras mordisqueaba la hamburguesa.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Arriba me siento sólo —dijo la criatura.

—Juraste obediencia —le recordó Cortés.

—No confiáis en ella, ¿verdad? —replicó Descansito—. Creéis que ha ido a reunirse con Sartori.

Hasta ahora no lo había pensado. Pero la idea, ahora que flotaba en el ambiente, no se le antojó tan improbable. Jude había confesado en esta misma casa lo que sentía por Sartori, y estaba claro que creía que él también la amaba. Quizá se había limitado a escabullirse del Retiro mientras Lunes le daba la espalda para ir a encontrarse con el padre de su hijo. Si ese era el caso, era un comportamiento bastante paradójico, ir en busca de los brazos de un hombre a cuyo enemigo ella acababa de ayudar a conseguir la victoria. Pero no era este un día que pudiera perder analizando tales acertijos. Jude había hecho lo que había hecho, punto.

Cortés se subió al alféizar, desde cuya percha había planeado su itinerario con tanta frecuencia, e intentó quitarse de la cabeza todo pensamiento que le inspirara la deserción de Jude. Sin embargo, esta no era la mejor habitación para intentar olvidarla. Después de todo, era el útero en el que la habían creado. Era muy probable que las tablas todavía ocultaran motas de la arena que había marcado su círculo y manchas, incrustadas en el grano, de los licores con los que había ungido su desnudez. Por mucho que intentara evitar que lo invadieran los pensamientos, uno llevaba de forma inevitable a otro. La imaginaba desnuda, veía sus manos sobre ella, resbaladiza a causa de los aceites. Luego sus besos. Y su cuerpo. Y antes de que hubiera pasado un minuto, estaba sentado en el alféizar con una erección hociqueándole la ropa interior.

¡Tenía que ser aquella precisamente la mañana que lo atormentara aquella distracción! Las seducciones de la carne no tenían lugar en la tarea que tenía por delante. Habían convertido en una tragedia la última Reconciliación y no permitiría que lo alejaran de su sagrado camino ni un sólo paso. Bajó la vista y se contempló la entrepierna, asqueado consigo mismo. —Córtatela —aconsejó Descansito.

Si pudiera haberlo llevado a cabo sin convertirse en un inválido, lo habría hecho en ese mismo instante, y con mucho gusto. No sentía nada salvo desprecio por lo que se izaba entre sus piernas. Era un idiota impulsivo y quería deshacerse de él. —Puedo controlarlo —respondió Cortés.

—Famosas últimas palabras —dijo la criatura.

Un mirlo había entrado en el árbol y allí cantaba muy contento. Cortés lo contempló un momento, luego sus ojos atravesaron las ramas y se clavaron en el cielo de un bruñido color azul. Sus pensamientos se abstrajeron mientras lo estudiaba y para cuando oyó que Clem subía las escaleras con algo de comer y beber, había pasado el espasmo de carnalidad y recibía a sus ángeles con la frente más fría.

—Así que ahora tenemos que esperar —le dijo a Clem.

—¿A qué?

—A que vuelva Jude.

—¿Y si no vuelve?

—Lo hará —respondió Cortés—. Aquí fue donde nació. Es su hogar, aunque piense que ojalá no lo fuera. Al final tendrá que encontrar el camino de vuelta. Y si ha conspirado contra nosotros, Clem, si está trabajando con el enemigo, entonces te juro que dibujaré un círculo aquí mismo —señaló las tablas del suelo—, y la desharé tan bien que será como si nunca hubiera respirado.

Capítulo 19

1

Aquellas aguas que desafiaban a las leyes de la naturaleza fueron compasivas. Aunque llevaron a Jude por todo el palacio a una velocidad considerable y vagaron por pasillos cuyo paso ya había despojado de tapices y muebles, trataron a su carga con cuidado. No la lanzaron contra los muros ni las columnas, sino que la transportaron en un barco de espuma que ni vacilaba ni se hundía sino que se apresuraba, tripulado a distancia, hacia su destino. Un lugar que apenas se podía poner en duda. El misterio que se ocultaba en el corazón del laberinto del Autarca había sido siempre la Torre del Eje y, aunque ella había sido testigo del comienzo de la perdición de la torre, era ese, con toda seguridad, su lugar de desembarco. Plegarias y peticiones habían acudido allí durante toda una era, atraídas por la autoridad del Eje. Fuera cual fuera la fuerza que lo había sustituido, la que llamaba a estas aguas había colocado su trono sobre los escombros del señor caído.

Y ahora tenía pruebas de ello, cuando las aguas la sacaron de los vacíos corredores y la metieron en las inmediaciones aún más severas de la torre, allí se ralentizaron para depositarla en un estanque tan repleto de detritos que era casi sólido. De entre estos restos se alzaba una escalera, Jude se levantó de los escombros y se echó sobre los escalones más bajos, mareada pero también entusiasmada. Las aguas continuaban apiñándose alrededor de la escalera, como una ardiente marea viva, y ese claro deseo de subir aquel tramo era contagioso. La joven se puso en pie después de unos minutos y comenzó a ascender.

Aunque no había luces ardiendo en la cima, había iluminación suficiente derramándose escaleras abajo para recibirla y, al igual que la luz de las fuentes, era prismática, lo que sugería que había más aguas delante de ella, aguas que habían llegado al palacio por otras rutas. Antes de que hubiera subido siquiera media escalera aparecieron dos mujeres y se la quedaron mirando. Las dos iban vestidas con sencillas combinaciones de color hueso y la más gorda de las dos, una mujer de proporciones colosales, se la desabrochó para desnudar sus pechos para el bebé que estaba amamantando. Tenía un aspecto casi tan infantil como el del pequeño que tenía a su cargo, el cabello ralo, el rostro, como los senos, pesado y de un color rosa, como de almendra de azúcar. La mujer que estaba a su lado era mayor y más delgada, con la piel notablemente más oscura que la de su compañera, el cabello gris trenzado y caído sobre los hombros como una cogulla. Llevaba guantes, y gafas, y contempló a Jude con una indiferencia casi magistral.

—Otra alma salvada de la inundación —dijo.

Jude había dejado de subir. Aunque ninguna de las dos mujeres había hecho señal de prohibirle la entrada, quería entrar en este lugar milagroso como invitada, no como intrusa.

—¿Soy bienvenida?

—Por supuesto —dijo la madre—. ¿Has venido a ver a las Diosas?

—Sí.

—¿Vienes entonces del Bastión?

Antes de que Jude pudiera contestar, su compañera le proporcionó la respuesta.

—¡Pues claro que no! ¡Mírala!

—Pero la trajeron las aguas.

—Las aguas traen a cualquier mujer que se atreva. Nos trajeron a nosotras, ¿no?

—¿Hay muchas otras? —preguntó Jude.

—Cientos —fue la respuesta—. Quizá miles a estas alturas.

Jude no se sorprendió. Si alguien como ella, una extraña en los Dominios, había terminado por sospechar que las Diosas seguían existiendo, cuánta más esperanza debían de haber tenido las mujeres que vivían aquí; ellas habían vivido con las leyendas de Tishalullé y Jokalaylau.

Cuando Jude llegó a lo alto de las escaleras, la mujer de las gafas se presentó.

—Soy Lotti Yap.

—Yo soy Judith.

—Es un placer verte, Judith —dijo la otra mujer—. Yo soy Paramarola. Y este chavalín —bajó los ojos para mirar al bebé— es Billo.

—¿Tuyo? —preguntó Jude.

—¿Y dónde habría encontrado yo un hombre que me diera una cosita como esta? —dijo Paramarola.

—Llevamos nueve años en el Anexo —explicó Lotti Yap—. Somos huéspedes del Autarca.

—Que se le pudra el espino y se le marchiten las moras —añadió Paramarola.

—¿Y de dónde has venido tú? —preguntó Lotti.

—Del Quinto —dijo Jude.

Que en este momento, sin embargo, no prestaba toda su atención a las mujeres. Había reclamado su interés una ventana que se encontraba al otro lado del pasillo salpicado de charcos que tenían tras ellas, o más bien, el paisaje que se contemplaba desde allí. Jude se acercó al alféizar, perpleja y asombrada, y se asomó a un espectáculo extraordinario. El torrente había despejado un círculo de un kilómetro de anchura o más en el centro del palacio, había barrido muros, columnas y tejados y había ahogado los escombros. Todo lo que quedaba, elevándose de las aguas, eran islas de roca allí donde antes estaban las torres más altas, y de vez en cuando una esquina de uno de los inmensos anfiteatros del palacio, conservado como si pretendiera burlarse de las altivas pretensiones de su arquitecto. Pero ni siquiera estos fragmentos permanecerían allí mucho tiempo más, sospechaba Jude, Las aguas rodeaban esta inmensa cuenca sin violencia, pero sólo con su peso pronto harían derrumbarse estos últimos restos de la obra maestra de Sartori.

En el centro de este pequeño mar había una isla más grande que el resto, las orillas inferiores formadas por los aposentos medio derruidos que se apiñaban alrededor de la Torre del Eje, sus rocas eran los escombros de la mitad superior de la torre mezcladas con trozos inmensos de su inquilino y las alturas eran los restos de la torre en sí, una pirámide de cascotes irregular pero reluciente en la que parecía arder un fuego blanco. Al mirar la transformación que habían forjado estas aguas, que habían erosionado en cuestión de días, de horas quizá, lo que al Autarca le había llevado décadas diseñar y construir, Jude se maravilló de haber llegado a este lugar intacta. El poder que se había encontrado en un principio en forma de inocente aunque voluntarioso arroyo, se revelaba aquí como una abrumadora fuerza de cambio.

—¿Estabais aquí cuando ocurrió esto? —le preguntó a Lotti Yap.

—Sólo vimos el final —respondió la otra—. Pero déjame decirte que fue toda una visión. Ver caerse las torres...

—Temimos por nuestras vidas —dijo Paramarola.

—Habla por ti —respondió Lotti—. Las aguas no nos liberaron sólo para ahogarnos. Éramos prisioneras en el Anexo, sabes. Entonces el suelo se agrietó y las aguas se limitaron a subir burbujeando y arrastraron las paredes.

—Sabíamos que vendrían las Diosas, ¿a que sí? —dijo Paramarola—. Siempre tuvimos fe en ello.

—¿Así que nunca creísteis que estuvieran muertas?

—Pues claro que no. Enterradas vivas, quizá. Dormidas. Incluso locas. Pero nunca muertas.

—Lo que dice es cierto —comentó Lotti—. Sabíamos que llegaría este día.

—Por desgracia, quizá sea una victoria corta —dijo Jude.

—¿Por qué dices eso? —respondió Lotti—. El Autarca se ha ido.

—Sí, pero su Padre no.

—¿Su Padre? —dijo Paramarola—. Pensé que era bastardo.

—¿Y quién es su padre, entonces? —dijo Lotti.

—Hapexamendios.

Paramarola se echó a reír al oír eso pero Lotti Yap le dio un codazo en las bien protegidas costillas.

—No es un chiste, Rola.

—Tiene que serlo —protestó la otra.

—¿Ves reírse a esta mujer? —Luego se dirigió a Jude—: ¿Tienes alguna prueba de eso?

—No, no la tengo.

—¿Entonces de dónde has sacado semejante idea?

Jude había supuesto que sería difícil convencer a la gente de los orígenes de Sartori pero había sido optimista y había presumido que cuando llegara el momento la poseería una repentina lucidez. En lugar de eso sintió una oleada de frustración. Si se veía obligada a desentrañar toda la lamentable historia de su implicación con el autarca Sartori ante cada alma que se interponía entre ella y las

Diosas, lo peor les caería encima antes de que hubiera llegado a la mitad del camino. Y entonces, la inspiración.

—El Eje es la prueba —dijo.

—¿Y cómo es eso? —dijo Lotti, que ahora estudiaba con una intensidad nueva a esta mujer que había traído el torrente.

—Jamás habría podido trasladar el Eje sin la colaboración de su Padre.

—Pero el Eje no pertenece al Invisible —dijo Paramarola—. Nunca fue de Él.

Jude las miró confundida.

—Lo que dice Rola es cierto —le dijo Lotti—. Es posible que lo haya utilizado para controlar a unos cuantos hombres débiles, pero el Eje no fue nunca Suyo.

—¿De quién entonces?

—Urna Umagammagi estaba dentro.

—¿Y esa quién es?

—La hermana de Tishalullé y Jokalaylau. Media hermana de las hijas del Delta.

—¿Había una Diosa en el Eje?

—Sí.

—¿Y el Autarca no lo sabía?

—Eso es. La Diosa se escondió allí para huir de Hapexamendios cuando Este pasó por Imajica. Jokalaylau fue a la nieve y se perdió allí. Tishalullé...

—... a la Cuna de Chzercemit —dijo Jude.

—Así fue —dijo Lotti, claramente impresionada.

—Y Urna Umagammagi se ocultó en roca sólida —continuó Paramarola, que contaba el cuento como si se dirigiese a un niño—, pensando que el Dios pasaría por aquel lugar sin verla. Pero el Dios eligió al Eje como centro de Imajica y colocó su poder sobre él, encerrándola a Ella en el interior.

Esa tenía que ser la ironía definitiva, pensó Jude. El arquitecto de Yzordderrex había construido su fortaleza, su imperio entero en realidad, alrededor de una Diosa encarcelada. Y tampoco le pasó desapercibido el paralelismo con Celestine. Al parecer Roxborough había estado siguiendo sin saberlo una lúgubre tradición cuando había encerrado a Celestine bajo su casa.

—¿Dónde están ahora las Diosas? —le preguntó Jude a Lotti.

—En la isla. A todas se nos permitirá acudir a su presencia en su momento, y a todas nos bendecirán. Pero llevará días.

—Yo no tengo días —dijo Jude—. ¿Cómo llego a la isla?

—Se te llamará cuando te llegue la hora.

—Pues tendrá que ser ahora —dijo Jude— o no será nunca. —Miró a derecha e izquierda del pasillo—. Gracias por la información —dijo—. Quizá os vuelva a ver.

Tras escoger el camino de la derecha, Jude hizo amago de irse pero Lotti la cogió por la manga.

—No lo entiendes, Judith —dijo—. Las Diosas han venido para ponernos a salvo. Aquí nada puede hacernos daño. Ni siquiera el Invisible.

—Espero que eso sea verdad —dijo Jude—. Desde el fondo de mi corazón, espero que sea verdad. Pero tengo que advertirlas, por si no lo es.

—Entonces será mejor que vayamos contigo —dijo Lotti—. De otro modo jamás las encontrarás.

—Espera —dijo Paramarola—. ¿Deberíamos hacerlo? Esta mujer podría ser peligrosa.

—¿Y no lo somos todas? —respondió Lotti—. Precisamente por eso nos encerraron, ¿te acuerdas?

2

Si el ambiente de las calles en el exterior del palacio había sugerido una especie de carnaval post-apocalíptico (las aguas que bailaban, los niños que jugaban, el aire de pavana), esa sensación era cien veces más fuerte en los pasillos que rodeaban el borde de la cuenca que había limpiado el torrente. Aquí también había niños y su risa era más musical que nunca. Ninguno tenía más de cinco años, pero había tantos niños como niñas entre la muchedumbre. Convertían los pasillos en patios de juegos y su estrépito rebotaba en paredes que no habían oído tanta alegría desde que las habían levantado. También había agua, por supuesto. Cada centímetro de suelo estaba bendecido por un charco, un riachuelo o un arroyo, cada arco tenía una cortina líquida que caía como una cascada de su dovela, cada aposento lo refrescaban burbujeantes manantiales y fuentes que rozaban el techo. Y en cada tintineante hilo de agua, había la misma presencia que Jude había sentido en la marea que la había traído hasta aquí arriba: el agua como vida, repleta hasta la última gota del propósito de las Diosas. Por encima de su cabeza, el cometa subía hasta lo más alto y atravesaba con sus rayos blancos y rectos cualquier ranura que pudiera encontrar, convertía el charco más humilde en un estanque de oráculos y trenzaba su luz con el chorro de cada surtidor.

En estos deslumbrantes pasillos había mujeres de todo tipo de formas y tamaños. Muchas, explicó Lotti, eran como ellas, antiguas prisioneras del Bastión o de su temido Anexo; otras se habían limitado a encontrar el camino colina arriba siguiendo sus instintos o los arroyos, tras dejar a sus maridos, vivos o muertos, abajo.

—¿Aquí no hay ningún hombre?

—Sólo los más pequeños —dijo Lotti.

—Todos son pequeños —comentó Paramarola.

—Había un capitán en el Anexo que era una mala bestia —dijo Lotti—, y cuando llegaron las aguas debía de estar vaciando la vejiga porque su cuerpo pasó flotando al lado de nuestra celda con los pantalones desabrochados.

—Y sabes, todavía se estaba sujetando la hombría —dijo Paramarola—. Tuvo que elegir entre eso y nadar...

—... y en lugar de soltarse, se ahogó —dijo Lotti.

Cosa que divirtió muchísimo a Paramarola, que se echó a reír con tantas ganas que desbancó la boca del bebé de su pecho. Saltó un borbotón de leche sobre el rostro del niño, lo que provocó una nueva oleada de alegría. Jude no preguntó cómo era que Paramarola era tan nutritiva cuando no era la madre del niño ni estaba, era de suponer, embarazada. Era sólo uno de los muchos enigmas que le mostraba este viaje: como el estanque que se aferraba a una de las paredes, rebosante de peces luminosos; o las aguas que imitaban al fuego y con las cuales algunas mujeres habían hecho coronas; o aquella anguila inmensamente larga que vio pasar a su lado, la cabeza con la boca abierta en el hombro de un niño, el cuerpo serpenteando entre media docena de mujeres, de un lado a otro de sus hombros diez veces o más. Si hubiera pedido una explicación para cualquiera de aquellas visiones, se habría visto obligada a preguntar por todas y jamás habrían recorrido más de unos cuantos metros de pasillo.

El viaje las llevó, por fin, a un lugar en el que las aguas habían tallado un estanque poco profundo al borde de la cuenca principal, servido por varios riachuelos que trepaban por los escombros y lo llenaban hasta que rebosaba y ese exceso se derrumbaba sobre la cuenca en sí. Dentro y alrededor del estanque había unas treinta mujeres y niños; algunos jugaban, algunas hablaban pero la mayor parte, despojadas de sus ropas, esperaban en silencio en el estanque y contemplaban lo que las aguardaba al otro lado de las turbulentas aguas de la cuenca, la isla de Urna Umagammagi. En el mismo instante en que Jude y sus guías se acercaron al lugar, una ola rompió contra el borde del estanque y dos mujeres, que se encontraban allí de pie cogidas de la mano, la acompañaron en su retirada para que las transportara hasta la isla. En aquella escena había un cierto erotismo que en otras circunstancias Jude desde luego habría negado sentir. Pero aquí, tal gazmoñería parecía superflua, incluso absurda. Permitió que su imaginación se preguntase cómo sería hundirse en medio de esta desnudez, donde el único rastro de masculinidad se encontraba entre las piernas de un lactante; rozar sus pechos contra los de otras, dejar que le besaran los dedos y le acariciaran el cuello y besar y acariciar ella a su vez.

—El agua de la cuenca es muy profunda —dijo Lotti a su lado—. Llega hasta el fondo de la montaña.

¿Qué les había pasado a los muertos, cuya compañía Dowd había encontrado tan educativa, se preguntó Jude? ¿Los habían arrastrado las aguas, junto con las invocaciones y las súplicas que habían caído en esa misma oscuridad desde debajo de la Torre del Eje? ¿O se habían disuelto en una única sopa, perdonado el sexo de los hombres muertos, curado el dolor de las mujeres muertas y (todo mezclado con las plegarias) se habían convertido en parte de este torrente infatigable? Eso esperaba. Si los poderes que había aquí querían tener autoridad para enfrentarse al Invisible, iban a tener que reclamar hasta la última fuerza abandonada que pudieran encontrar. Los muros que separaban los kesparates ya se habían derribado, y los arroyos chapoteaban y convertían la ciudad y el palacio en un continuo. Pero el pasado también debía recuperarse y conservarse los milagros que había ostentado, fueran cuales fueran y desde luego tenía que haber existido alguno, incluso aquí. Y eso era algo más que un deseo abstracto por parte de Jude. Ella era, después de todo, uno de esos milagros, hecha a imagen y semejanza de la mujer que había regido aquel lugar con tanta ferocidad como su marido.

—¿Es esta la única forma de llegar a la isla? —le preguntó a Lotti.

—No hay ningún ferry si a eso te refieres.

—Entonces será mejor que empiece a nadar —dijo Jude.

La ropa era un estorbo pero todavía no se sentía tan cómoda consigo misma como para poder despojarse de ella en las rocas y entrar en las aguas desnuda, así que tras un breve agradecimiento a Lotti y Paramarola, Jude empezó a bajar por la caída de rocas que rodeaba el estanque.

—Espero que te equivoques —le gritó Lotti.

—Yo también —respondió Jude—. Créeme, yo también.

Tanto este intercambio como su desgarbado descenso atrajeron la perpleja mirada de varias de las bañistas, pero ninguna puso ninguna objeción a su aparición entre ellas. Cuanto más se acercaba a las aguas de la cuenca, sin embargo, más nerviosa la ponía la idea de cruzarlas. Habían pasado varios años desde la última vez que había nadado una distancia significativa y dudaba que tuviera la fuerza necesaria para resistirse a las corrientes y remolinos si estos decidían evitar que llegara a su destino. Pero no la ahogarían, seguro. La habían traído hasta aquí arriba, después de todo, la habían transportado por todo el palacio sin causarle ningún daño. La única diferencia entre este viaje y aquel (aunque era una diferencia muy profunda, desde luego) era la hondura del agua.

Se acercaba otra ola al borde del estanque y había una mujer con una criatura flotando hacia ella para cogerla. Pero antes de que pudieran hacerlo, Jude cogió impulso y saltó desde la piedra a la que se había encaramado, pasó por encima de las cabezas de las bañistas casi rozándolas y se hundió en la marea. Más que bucear, cayó a plomo y el impulso la llevó a las profundidades. Agitó los brazos con fiereza para incorporarse y abrió los ojos pero fue incapaz de decidir hacia dónde estaba la superficie. Las aguas lo sabían. La izaron de las profundidades como si fuera un corcho y la arrojaron hacia la espuma. Ya se había alejado veinte metros o más de las rocas y la ola se la llevaba a cierta velocidad. Tuvo tiempo para vislumbrar a Lotti, que la buscaba entre la espuma, luego los remolinos la giraron y la volvieron a girar hasta que ya no supo en qué dirección se encontraba el estanque. En lugar de eso, clavó los ojos en la isla y comenzó a nadar lo mejor que pudo hacia ella. Las aguas parecían conformarse con complementar sus esfuerzos con energías propias, aunque estaban describiendo una espiral alrededor de la isla y al tiempo que la acercaban a su costa, también la hacían rodearla en un movimiento contrario a las agujas del reloj.

La luz del cometa caía en las olas que la envolvían y su fulgor ocultaba las profundidades, cosa de la que Jude se alegraba. Sabía que flotaba pero no quería que nada le recordara el pozo que había bajo sus pies. Invirtió toda su voluntad en la tarea de nadar, ni siquiera se permitió disfrutar de la agitación de las aguas contra su cuerpo. Tal lujo, como las preguntas que había querido hacer mientras caminaba con Lotti y Paramarola, quedaba para otro día.

La costa estaba a menos de cincuenta metros pero sus brazadas se fueron haciendo cada vez más irrelevantes a medida que se acercaba a la isla. Al tiempo que la espiral se tensaba, la marea iba adquiriendo más autoridad, así que Jude terminó por renunciar a cualquier intento de propulsarse por sí misma y se rindió por completo al abrazo de las aguas. Estas la llevaron alrededor de la isla dos veces antes de que ella sintiera que raspaba con los pies las empinadas rocas que había bajo el oleaje y se presentara ante ella una magnífica, aunque vertiginosa, vista del templo de Urna Umagammagi. Como era de esperar, las aguas habían estado aquí más inspiradas que en cualquier otro punto que ella hubiera visto. Habían trabajado los bloques con los que se había construido la torre, monumentales como eran, y habían erosionado la argamasa que los unía, luego se habían ido comiendo la parte superior e inferior y habían sustituido su severidad por unas matemáticas de ondulación. Losas de piedra del tamaño de los mamposteros que los habían tallado ya no estaban unidas sino que mantenían el equilibrio como acróbatas, una esquina apoyada en otra, mientras el agua radiante atravesaba las cavidades y continuaba la tarea de convertir lo que en otro tiempo había sido una torre inexpugnable en una columna desposada de agua, piedra y luz. Las motas erosionadas habían bajado por los arroyuelos y se habían depositado en la orilla convertidas en una arena fina y suave en la que yació Jude cuando salió de la cuenca, y allí le ofrecieron una gozosa bienvenida un cuarteto de niños que jugaba cerca.

Jude se permitió sólo un momento para recuperar el aliento, luego se levantó y empezó a subir por la playa hacia el templo. La entrada estaba desgastada con la misma elaboración que los bloques, un velo de agua brillante ocultaba el interior de las personas que aguardaban cerca. Había quizá una docena de mujeres en el umbral. Una de ellas, una chiquilla que apenas había pasado la pubescencia, caminaba sobre las manos; otra parecía estar cantando pero la música estaba tan cerca de la corriente de agua que Jude fue incapaz de decidir si fluía una voz o algún arroyo aspiraba a convertirse en melodía. Como ya había ocurrido en el estanque, nadie puso objeciones a su súbita aparición, ni comentó el hecho de que ella a la abrumaban unas ropas empapadas mientras que las demás se encontraban en varios estadios de desnudez. Una benigna languidez las bañaba a todas y si no hubiera sido por su fuerza de voluntad, Jude quizá hubiera dejado que a ella también la envolviera. No dudó, sin embargo, sino que atravesó la puerta de agua sin dirigirle ni siquiera un murmullo a las que esperaban ante el umbral.

Dentro no la recibió ninguna visión sólida sino que el aire estaba lleno de formas de luz que se plegaban y desplegaban como si unas manos invisibles estuvieran realizando un lúcido trabajo de papiroflexia. No se afanaban en conseguir un simple parecido, transformaban aquel radiante material una y otra vez y cada nueva forma aspiraba ya a convertirse en otra aun antes de que quedara fijada la primera. Jude se miró los brazos. Todavía eran visibles pero no como algo de carne y hueso. Ya habían aprendido el truco de la luz y estaban floreciendo, convertidos en una multiplicidad de formas que querían sumarse al juego. Estiró el brazo para tocar a una de sus compañeras con aquellos prósperos dedos y, al rozarla, pudo ver un destello de la mujer desde la que se había originado este origami. Apareció de la misma forma que lo haría un cuerpo si una sábana mojada ondeara contra ella y por un momento se aferrara a la forma de su cadera, su mejilla y su pecho y luego volviera a ondear y se llevara ese destello. Pero allí se había esbozado una sonrisa, de eso Jude estaba segura.

Tranquilizada porque no estaba sola ni su presencia resultaba desagradable, Jude comenzó a adentrarse en el templo. La promesa erótica que había sentido por vez primera al asomarse al estanque se hacía realidad ahora. Sintió las formas de su propio cuerpo extendiéndose como gotas de leche que cayeran en el aire fluido y rozaran los cuerpos de aquellas entre las que pasaba. Meditaciones, la mayor parte a medio formar, se mezclaban con esa sensación. Quizá se disolviera aquí y saliera fluyendo por las paredes para unirse a las aguas que rodeaban las islas; o quizá ya estuviera en ese mar y la carne y la sangre que creía poseer no fueran más que un producto de esas aguas, conjuradas para consolar la soledad de la tierra. O quizá... quizá... quizá. Las especulaciones no estaban divorciadas del roce de las formas, formaban parte del placer, sus nervios daban esos frutos, que, a su vez, la hacían más sensible a las caricias de sus compañeras.

Se dio cuenta de que estas se iban desprendiendo a medida que ella avanzaba. Su progreso la iba llevando a lo más alto del templo. Si había existido un suelo sólido bajo sus pies, Jude había dejado de percibirlo al cruzar el umbral y elevarse sin esfuerzo, su materia poseída del mismo genio que desafiaba a la naturaleza que las aguas que había dejado abajo. Hubo otro movimiento más adelante, sobre ella, más sinuoso que las formas que había encontrado en la puerta y se alzó hacia él como si la invocara, rezando para que cuando llegara el momento, ella tuviera palabras y labios con los que dar forma a los pensamientos que embargaban su cabeza. El movimiento era cada vez más claro y si había albergado alguna duda en cuanto a si imaginaba o veía estas escenas, esa dicotomía quedaba ahora eliminada por completo.

Estaba viendo con su imaginación y al mismo tiempo imaginando que veía el glifo que pendía del aire delante de ella: una banda de Mobius de agua acosada por la luz, un ritmo firme que pasaba a través del lazo constante y arrojaba ondas de resplandecientes colores que a su vez derramaban lluvias brillantes a su alrededor. Aquí estaba la que levantaba manantiales; aquí estaba la que convocaba a los ríos; aquí estaba la presencia sublime cuya fuerza había convertido el palacio en escombros y había construido un hogar para océanos y niños allí donde antes sólo había existido el terror. Aquí estaba Urna Umagammagi.

Aunque estudió el glifo de la Diosa, Jude no vio ningún indicio de nada que respirase, sudase o corrompiese en su interior. Pero había tal irradiación de ternura de aquella forma que, aun careciendo de rostro como carecía la Diosa, Jude tenía la sensación de que podía sentir su sonrisa, su beso, su amorosa mirada. Y era amor. Aunque este poder no la conocía en absoluto, Jude se sentía abrazada y consolada como sólo el amor sabía abrazar y consolar. Jamás había habido un momento en su vida, hasta ahora, en el que alguna parte de ella no hubiese tenido miedo. Era la condición de estar vivo que hasta el éxtasis iba acompañado por la inminencia de su fallecimiento. Pero aquí tales terrores parecían absurdos. Este rostro la amaba de una forma incondicional y seguiría haciéndolo para siempre.

—Dulce Judith —oyó que decía la Diosa, la voz tan cargada, tan llena de resonancias que estas pocas sílabas eran un aria—. Dulce Judith, ¿qué es tan urgente para que arriesgues tu vida para venir aquí?

Al tiempo que Urna Umagammagi hablaba, Jude vio aparecer su propio rostro en las ondas, se iluminó y luego fue saliendo convertido en un hilo de luz que se mezclaba con el glifo de la Diosa. Me está leyendo, pensó Jude. Está intentando entender por qué estoy aquí y cuando lo haga, se llevará la responsabilidad. Podré quedarme con Ella en este glorioso lugar, para siempre.

—Bueno —dijo la Diosa después de un rato—. Es un asunto muy sombrío. Te corresponde a ti elegir entre detener esta Reconciliación o permitir que continúe y arriesgarte a que Hapexamendios haga algún daño.

—Sí —respondió Jude, agradecía que la hubieran dispensado de la necesidad de explicarse—. No sé lo que está planeando el Invisible. Quizá nada...

—... y quizá el fin de Imajica.

—¿Podría hacerlo?

—Es muy posible —dijo Urna Umagammagi—. Ha hecho daño a Nuestros templos y a Nuestras hermanas muchas, muchas veces, tanto en Persona como a través de Sus agentes. Es un alma errada y letal.

—¿Pero sería capaz de destruir un Dominio entero?

—No puedo predecir su comportamiento más que tú —dijo Umagammagi—. Pero lamentaré que se pierda la oportunidad de completar el círculo.

—¿El círculo? —dijo Jude—. ¿Qué círculo?

—El círculo de Imajica —respondió la Diosa—. Por favor, has de entender, hermana, que nunca se pretendió que los Dominios estuvieran divididos de esta forma. Eso fue obra de los primeros espíritus humanos cuando heredaron la vida terrestre. Y con eso tampoco hacían ningún daño, al principio. Fue su forma de aprender a vivir en un estado que los intimidaba. Cuando levantaban los ojos, veían estrellas. Cuando los bajaban, veían la Tierra. No podían dejar su marca en lo que tenían sobre sus cabezas pero lo que había abajo se podía dividir, poseer y luchar por ello. De esa división surgieron todas las demás. Se perdieron en territorios y naciones, todas formadas por el otro sexo, claro está; todas bautizadas por ellos. Incluso se enterraron en la Tierra para poseerla de una forma más completa, preferían los gusanos a la compañía de la luz. Fueron incapaces de ver Imajica y el círculo se rompió, y Hapexamendios, fabricado por la voluntad de estos hombres, adquirió la fuerza suficiente para renegar de Sus artífices y así pasó del Quinto Dominio al Primero...

—... asesinando diosas por el camino.

—Hizo daño, sí, pero podría haber hecho un daño aún mayor si hubiera sabido cuál es la forma de Imajica. Podría haber descubierto qué misterio rodeaba y haberse dirigido allí en su lugar.

—¿Qué misterio es ese?

—Vas a volver a un lugar peligroso, mi dulce Judith y cuanto menos sepas, más segura estarás. Cuando llegue el momento, desentrañaremos estos misterios juntas, como hermanas. Hasta entonces, consuélate pensando que el error del Hijo es también el error del Padre y con el tiempo todos los errores deben deshacerse y desaparecer.

—Entonces, si se van a resolver solos —dijo Jude—, ¿por qué tengo que volver al Quinto?

Antes de que Urna Umagammagi pudiera continuar hablando, se interpuso otra voz. Unas partículas se elevaron entre Jude y la Diosa cuando habló esta otra mujer, partículas que aguijoneaban a Jude allí donde la tocaban y le recordaban un estado que sabía de hielo y de fuego.

—¿Por qué confías en esta mujer? —dijo la extraña.

—Porque vino a nosotras sin esconderse, Jokalaylau —respondió la Diosa.

—¿De veras puede ser sincera una mujer que pisa sin derramar una lágrima el lugar donde murió su hermana? —dijo Jokalaylau—. ¿De veras puede ser franca una mujer que acude a Nuestra presencia sin vergüenza cuando lleva al hijo del autarca Sartori en su vientre?

—Aquí no hay lugar para la vergüenza —dijo Umagammagi.

—Tú quizá no tengas lugar —dijo Jokalaylau al tiempo que se dejaba ver—. Yo tengo de sobra.

Al igual que su hermana, Jokalaylau lucía aquí su apariencia esencial: una forma más compleja que la de Uma Umagammagi y menos agradable a la vista porque los movimientos que se mezclaban en ella eran más caóticos. No era una apariencia tan ondulada como hirviente y al hacerlo soltaba sus dardos punzantes.

—La vergüenza es lo más apropiado para una mujer que ha yacido con uno de Nuestros enemigos —dijo la Diosa.

A pesar de lo mucho que la intimidaba la Diosa, Jude alzó la voz para defenderse.

—No es tan sencillo —dijo, alimentaba su valor la frustración que sentía al ver que esta intrusa estropeaba su conversación con Uma Umagammagi—. No sabía que era el Autarca.

—¿Quién te imaginaste que era? ¿O es que no te importaba?

El intercambio podría haberse intensificado pero Uma Umagammagi volvió a hablar y su tono fue tan sereno como siempre.

—Mi dulce Judith —dijo—, déjame hablar con mi hermana. Ha sufrido a manos del Invisible más que Tishalullé o yo y no perdonará con facilidad a la piel que hay a tocado Él o Sus hijos. Por favor, has de entender su dolor, como yo espero hacerle entender a Ella el tuyo.

Hablaba con tal delicadeza que Jude sintió ahora la vergüenza que Jokalaylau la había acusado de no tener, no por el niño, sino por su ataque de ira.

—Lo siento —dijo—. Ha sido muy poco... apropiado.

—Si tienes la amabilidad de esperar en la costa —dijo Uma Umagammagi—, volveremos a hablar dentro de un rato.

Desde el instante en que la Diosa había hablado del regreso de Jude al Quinto, la joven había sabido que llegaría el momento de partir. Pero no se había preparado para abandonar el abrazo de la Diosa tan pronto y ahora que sentía que la gravedad volvía a reclamarla, se sumió en la agonía. Pero no había forma de evitarlo. Si Uma Umagammagi sabía lo que sufría (¿y cómo podía no saberlo?), no hizo nada por aliviar ese dolor, sino que plegó su glifo de nuevo en la matriz y dejó que Jude cayera como el pétalo de un árbol en flor, con ligereza pero también con una sensación de pérdida peor que cualquier magulladura. Las formas de las mujeres a través de las que había pasado seguían desplegándose y plegándose allí abajo, tan exquisitas como siempre y la música acuática de la puerta era tranquilizadora pero no podía aliviar el dolor del adiós. La melodía que tan alegre había sonado cuando había entrado era ahora elegiaca, como un himno que se entona en la fiesta de la cosecha, agradecida por los dones conferidos pero con un toque de miedo ante la estación fría que llega.

Era la espera al otro lado de la cortina esa estación. Aunque los niños todavía reían en la orilla y la cuenca seguía siendo un espectáculo glorioso de luz y movimiento, Jude se había alejado de la presencia de un espíritu cariñoso y no podía evitar lamentarlo. Sus lágrimas asombraron a las mujeres del umbral y varias se levantaron para consolarla pero ella sacudió la cabeza cuando se acercaron y las mujeres se separaron en silencio y le permitieron seguir su camino sola, hasta el agua. Allí se sentó, sin atreverse a volver los ojos atrás, hacia el templo donde se estaba decidiendo su destino; en su lugar los dirigió hacia la cuenca.

¿Y ahora qué? se preguntó. Si las Diosas volvían a reclamar su presencia para decirle que no era la persona adecuada para tomar una decisión sobre la Reconciliación, sería feliz con la sentencia. Dejaría el problema en manos más seguras que las suyas y volvería a los pasillos que rodeaban la cuenca, donde con el tiempo quizá pudiera reinventarse y volver a este templo como novicia, lista para aprender a plegar la luz. Si, por otro lado, se limitaban a rechazarla, como era obvio que quería hacer Jokalaylau, si la expulsaban de este milagroso lugar y debía volver a la jungla exterior, ¿qué haría? Sin nadie que la guiara, ¿qué conocimientos poseía que la ayudaran a elegir entre los caminos que se le ofrecían? Ninguno. Se secaron sus lágrimas después de un momento pero lo que vino a sustituirlas fue peor: una sensación de desolación que sólo podía ser el propio infierno, o una provincia vecina, separada de la principal por carceleros diabólicos, construido para castigar a las mujeres que habían amado de forma inmoderada y que habían perdido la perfección por falta de un poco de vergüenza.

Capítulo 20

1

En la última carta que le había mandado a su hijo, escrita la noche antes de subir a bordo de un barco con rumbo a Francia (con la misión de extender el evangelio de la Tabula Rasa por toda Europa), Roxborough, azote de maestros, había plasmado la esencia de una pesadilla de la que acababa de despertar.

«Soñé que viajaba en mi carruaje por las detestables calles de Clerkenwell, escribió, no hace falta que nombre mi destino. Ya lo conoces y sabes también qué infamias se planearon allí. Como ocurre en los sueños, estaba falto de autonomía pues aunque llamé muchas veces al conductor y le rogué por mi alma que no me llevara de nuevo a esa casa, mis palabras no tenían el poder de persuadirlo. Sin embargo, cuando el carruaje giró en la esquina y quedó a la vista la casa del maestro Sartori, Bellamare se encabritó espantada y no quiso seguir. Siempre fue mi baya favorita y sentí que me inundaba tal agradecimiento hacia ella por negarse a llevarme a aquel impío portal que me bajé del carruaje para darle las gracias al oído.

Y he aquí que cuando mi pie tocó el suelo, las losas comenzaron a hablar como seres vivos, sus voces pétreas pero alzadas en espantosos lamentos y ante el sonido de su angustia, los propios ladrillos de las casas de esa calle, y los tejados, balcones y chimeneas, todos lanzaron un grito semejante, sus voces unidas en un afligido testamento lanzado al Cielo. Jamás oí un estrépito semejante pero no podía tapar mis oídos para no escucharlo, ¿pues no estaba su dolor en parte provocado por mí? Y los oí decir:

Señor, no somos más que seres sin bautizar y no tenemos esperanza de entrar en tu Reino, pero te suplicamos que hagas caer sobre nosotros alguna tormenta que nos muela y convierta en polvo con tu justo trueno, para que nos restriegue y destruya y no suframos la complicidad con los hechos perpetrados ante nosotros.

Hijo mío, me maravilló su clamor y también lloré y me avergoncé al oírlos elevar este ruego al Todopoderoso sabiendo que yo era mil veces más responsable que ellos. ¡Oh, cómo deseé entonces que los pies me llevaran a algún lugar menos odioso! Juro que en ese momento hubiera juzgado que el corazón de un horno abrasador era un lugar agradable y allí hubiera posado la cabeza dando hosannas en lugar de tener que estar donde se habían cometido tales acciones. Pero no podía retirarme. Al contrario, mis rebeldes miembros me llevaron hasta la mismísima puerta de aquella casa. Había sangre llena de espuma en el umbral, como si los mártires hubieran marcado esa noche el lugar para que el Ángel de la Destrucción lo encontrara e hiciera que la tierra se abriera en sus cercanías y lo enviara al Abismo. Y de dentro salía el sonido de charlas ociosas, los hombres que yo había conocido debatían sus profanas filosofías.

Caí de rodillas sobre la sangre y llamé a los que estaban dentro para que salieran y se unieran a mí en las súplicas que yo le dirigía al Todopoderoso pidiéndole perdón, pero me despreciaron con grandes carcajadas y me llamaron cobarde y tonto, y me dijeron que me fuera. Eso hice al momento con grandes prisas, huí de la calle mientras las losas me decían que debía emprender mi cruzada sin temor al justo castigo de Dios, pues le había vuelto la espalda al pecado de esa casa.

Ese fue mi sueño. Lo pongo por escrito sin esperar un instante y haré enviar esta carta por correo urgente para que estés advertido del mal que hay en ese lugar y no sientas tentaciones de acudir a Clerkenwell, ni siquiera de extraviarte al sur de Islington mientras yo estoy lejos de tu lado. Pues mi sueño me enseña que esa calle pagará, a su debido tiempo, por los crímenes que ha albergado y no desearía que ni uno de los cabellos de tu dulce cabeza sufriera ningún daño por los actos que en mi delirio cometí yo contra los decretos de Nuestro Señor. Aunque es cierto que el Todopoderoso ofreció a su Unigénito para que sufriera y muriera por nuestros pecados, sé que Él no me pediría a mí el mismo sacrificio pues sabe que soy su más humilde servidor y ruego sólo que me convierta en su instrumento hasta que abandone este valle y acuda al Juicio Final.

Que el Señor nuestro Dios te guarde y te cuide hasta que yo te vuelva a abrazar».

El barco a bordo del que se subió Roxborough unas cuantas horas después de terminar esta carta se hundió a una milla del puerto de Dover, en una tempestad que no molestó a ningún otro navío de los alrededores pero que volcó el barco del autor de las purgas y lo hundió en menos de un minuto. Se perdió toda la tripulación.

Un día después de llegar la carta, el destinatario, todavía con los ojos bañados en lágrimas por la noticia, fue a buscar consuelo en los establos de la baya de su padre, Bellamare. La yegua se había mostrado inquieta desde la partida de su amo y, aunque conocía bien al hijo de Roxborough, soltó una coz al aproximarse el joven y lo alcanzó en el abdomen. El golpe no fue letal al instante pero con el estómago y el bazo partido, el muchacho estaba muerto en menos de seis días. Así pues precedió a su padre, cuyo cuerpo no fue arrastrado a la orilla hasta una semana después, en la tumba familiar.

2

Pai'oh'pah le había relatado esta triste historia a Cortés mientras viajaban de L'Himby a la Cuna de Chzercemit, en busca de Scopique. Fue uno de los muchos cuentos que el místico había contado durante ese viaje y los narraba no como detalles biográficos, aunque por supuesto, muchos eran precisamente eso, sino como un entretenimiento, cómico, absurdo o melancólico que solía comenzar con: «Una vez oí hablar de un tipo que...»

A veces las historias se referían en unos minutos pero Pai se había detenido en esta, había repetido palabra por palabra el texto de la carta de Roxborough, aunque hasta la fecha Cortés no sabía cómo la había conseguido el místico. Sí entendió, sin embargo, por qué se había aprendido la profecía de memoria y por qué se había tomado tantas molestias para repetírsela a Cortés. Había creído en parte que el sueño de Roxborough significaba algo y, de la misma forma que había educado a Cortés sobre otros asuntos relacionados con su yo oculto, también le había contado este cuento para advertir al maestro de los peligros que podría traer el futuro.

Y el futuro era ahora. A medida que avanzaban las horas desde el regreso de Lunes y Jude seguía sin volver, Cortés se vio reducido a desmenuzar lo que recordaba de la carta de Roxborough en busca de alguna pista en las palabras del purificador que le indicara el peligro que podría acercarse a su puerta. Incluso se preguntó si el hombre que había escrito la carta se contaba entre los aparecidos que a media mañana ya se podían vislumbrar en medio de la calima. ¿Había vuelto Roxborough para contemplar la desaparición de la calle que él llamaba detestable? Si así era (si estaba escuchando ante la puerta como lo había hecho en su sueño), lo más probable es que se sintiera tan frustrado como sus ocupantes y que pensara que ojalá siguieran con el trabajo que esperaba que provocase el desastre.

Pero por muchas dudas que Cortés albergase con respecto a Jude, no podía creer que estuviese conspirando contra la gran obra. Si había dicho que no era segura, tendría sus razones para decirlo y, aunque cada músculo del cuerpo de Cortés protestaba por la inactividad, se negó a bajar al piso inferior para subir las piedras a la sala de meditación, temía que su sola presencia lo tentase y comenzase a calentar el círculo. En lugar de eso, esperó, esperó y esperó mientras el calor de fuera se elevaba y el aire de la sala de meditación se iba agriando a causa de su frustración. Como había dicho Scopique, un oficio de estas características requería meses de preparación, no horas, y ahora hasta esas horas se iban reduciendo poco a poco. ¿Hasta cuándo podía permitirse posponer la ceremonia antes de dar por perdida a Jude y empezar? ¿Hasta las seis? ¿Hasta el anochecer? Era un imponderable.

Había señales de inquietud tanto fuera de la casa como dentro. Apenas pasaba un minuto sin que una nueva sirena se añadiera al coro de alaridos y gemidos provenientes de cada punto cardinal. Varias veces a lo largo de la mañana comenzaron a tañer las campanas de varios chapiteles de las inmediaciones, y en sus repiques no había llamadas ni celebraciones, sino alarma. Incluso se oían de vez en cuando gritos: chillidos y aullidos que llegaban desde calles lejanas transmitidos hasta las ventanas abiertas por un aire lo bastante caliente ahora para hacer sudar a los muertos.

Y entonces, justo después de la una de la tarde, Clem subió las escaleras con los ojos muy abiertos. Fue Taylor el que habló y había una gran emoción en su voz.

—Ha entrado alguien en la casa, Cortés.

—¿Quién?

—Una especie de espíritu femenino, de los Dominios. Está abajo.

—¿Es Jude?

—No. Es un poder real. ¿Es que no la hueles? Sé que has renunciado a las mujeres pero la nariz todavía te funciona, ¿no?

Taylor llevó a Cortés al rellano. Abajo, la casa yacía en silencio. Cortés no percibió nada.

—¿Dónde está?

Clem lo miró confuso.

—Estaba aquí hace un momento, lo juro.

Cortés fue hasta lo alto de las escaleras pero Clem lo retuvo.

—Los ángeles primero —dijo, pero Cortés ya estaba empezando a bajar; era un alivio que hubiera terminado el sopor de las últimas horas y estaba impaciente por conocer a esta visitante. Quizá traía un mensaje de Jude.

La puerta principal se encontraba abierta. Había un charco de cerveza reluciente en el escalón pero ninguna señal de Lunes.

—¿Dónde está el muchacho? —preguntó Cortés.

—Está fuera, mirando al cielo. Dice que ha visto un platillo volante.

Cortés le lanzó a su compañero una mirada burlona. Clem no respondió, se limitó a poner la mano en el hombro de Cortés y a dirigir la mirada a la puerta del comedor. De su interior procedía el sonido apenas audible de un llanto.

—Mamá —dijo Cortés, que renunció a cualquier precaución y se apresuró a bajar el resto de las escaleras con Clem tras él.

Para cuando llegaron a la habitación de Celestine el sonido de sus sollozos ya había cesado. Cortés aspiró una bocanada defensiva, cogió la manija con firmeza y apoyó el hombro en la puerta. No estaba cerrada con llave, se abrió con suavidad y lo dejó en el interior. La habitación estaba mal iluminada, las cortinas, marchitas y mohosas, todavía eran lo bastante pesadas para reducir el sol a unos cuantos rayos polvorientos que caían sobre el colchón vacío que había en el medio del suelo. Su antigua ocupante, a quien Cortés no esperaba volver a ver en pie, estaba en el otro extremo de la habitación, sus lágrimas reducidas a gemidos. Se había llevado una de las sábanas de la cama con ella y al ver que entraba su hijo, se la llevó al pecho. Luego volvió de nuevo su atención hacia la pared que tenía al lado y la estudió. Había estallado una cañería en alguna parte, detrás de los ladrillos, supuso Cortés. Oía el agua que corría en libertad.

—Todo va bien, mamá —le dijo—. Nada va a hacerte daño.

Celestine no respondió. Se había llevado la mano derecha a la cara y se estaba mirando la palma, como si fuera un espejo.

—Sigue aquí —dijo Clem.

—¿Dónde? —le preguntó Cortés.

Señaló con la cabeza a Celestine, Cortés se separó de él de inmediato y abrió los brazos para ofrecerle al aire embrujado un nuevo objetivo.

—Vamos —dijo—. Donde quiera que estés. Vamos.

A medio camino entre la puerta y su madre sintió que le golpeaba el rostro una llovizna fría, tan fina que era invisible. El tacto no era desagradable. De hecho, era refrescante y Cortés dejó escapar un jadeo de admiración.

—Está lloviendo aquí dentro —dijo.

—Es la Diosa —respondió Celestine.

La mujer levantó los ojos y dejó de estudiarse la mano por la que Cortés vio que ahora corría el agua, como si le hubiera brotado un manantial en la palma.

—¿Qué Diosa? —le preguntó Cortés.

—Urna Umagammagi —respondió su madre.

—¿Por qué estabas llorando, mamá?

—Pensé que me estaba muriendo. Creí que había venido para llevarme.

—Pero no lo ha hecho.

—Todavía sigo aquí, hijo.

—¿Entonces qué quiere?

Celestine extendió el brazo hacia Cortés.

—Quiere que hagamos las paces —dijo—. Reúnete conmigo bajo las aguas, hijo.

Cortés cogió la mano de su madre y esta tiró de él al tiempo que levantaba el rostro hacia la lluvia. El agua arrastraba los últimos rastros de lágrimas y una expresión de éxtasis aparecía allí donde antes sólo había dolor. Cortés también lo sintió. Sus ojos querían cerrarse y su cuerpo desvanecerse. Pero se resistió a los halagos de la lluvia, tentadores como eran. Si tenía algún mensaje para él, necesitaba saberlo con rapidez y terminar con estos retrasos antes de que le costara caro a la Reconciliación.

—Dime —dijo al llegar al lado de su madre—, si estás aquí para quedarte; dime...

Pero la lluvia no le dio ninguna respuesta, al menos ninguna que él pudiera comprender. Quizá su madre escuchaba algo más que él, sin embargo, porque había una sonrisa en su reluciente rostro y la mano con la que asía a Cortés se había hecho más posesiva. Dejó caer la sábana que sujetaba contra los senos para que las gotas de agua pudieran acariciarle los pechos y el vientre y la mirada de Cortés se deslizó por toda su desnudez. Las heridas que había sufrido en sus peleas con Dowd y Sartori todavía marcaban aquel cuerpo pero sólo servían para demostrar su perfección, y aunque Cortés era consciente del crimen que cometía, no pudo atajar sus sentimientos.

Celestine se llevó la mano libre a la cara y con el pulgar y el índice vació los estanques pocos profundos de las cuencas de sus ojos, luego los volvió a abrir y encontraron a Cortés demasiado rápido para que él pudiera ocultarse. El hijo sufrió una conmoción cuando sus miradas se encontraron, no sólo porque ella leyó el deseo de él sino porque él encontró lo mismo en el rostro de su madre.

Cortés arrancó la mano de entre las que lo sujetaban y se apartó al tiempo que su lengua forcejeaba con las negativas. Su madre estaba mucho menos avergonzada que él. Mantenía los ojos clavados en su hijo y lo llamaba para que volviera a entrar en la lluvia con invitaciones tan suaves que apenas eran algo más que suspiros. Cuando él siguió apartándose, Celestine recurrió a exhortaciones más concretas.

—La Diosa quiere conocerte —dijo—. Necesita entender tus propósitos.

—Los... asuntos... de... mi Padre —respondió Cortés, las palabras servían tanto de defensa como de explicación y lo protegían de esta seducción con el peso de sus propósitos.

Pero de la Diosa, si eso es lo que era en realidad esta lluvia, no se iba a librar con tanta facilidad. Vio que una expresión de angustia cruzaba el rostro de su madre cuando la abandonaron los vapores para ir en busca de él. Atravesaron una lanza de sol al acercarse y arrojaron al aire un arco iris.

—No le tengas miedo —oyó Cortés que decía Clem tras él—. No tienes nada que ocultar.

Quizá fuera cierto pero seguía apartándose a pesar de todo, tanto de su madre como del vapor, hasta que sintió el consuelo de sus ángeles en la espalda.

—Protegedme —les dijo con la voz temblorosa.

Clem envolvió con sus brazos los hombros de Cortés.

—Es una mujer, maestro —murmuró—. ¿Desde cuándo les tienes miedo a las mujeres?

—Desde siempre —respondió Cortés—. Sujétame, por el amor de Cristo.

Y entonces la lluvia chocó contra sus rostros y Clem dejó escapar un suspiro de placer cuando su languidez los inundó. Cortés se aferró con fuerza a los brazos de su protector y hundió los dedos en ellos pero si la lluvia tenía el vigor suficiente para separarlo del abrazo de Clem, no intentó hacerlo. Se detuvo alrededor de sus cabezas no más de treinta segundos y luego siguió su camino por la puerta abierta.

En cuanto se hubo ido, Cortés se volvió hacia Clem.

—Nada que ocultar, ¿eh? —le dijo—. No creo que te haya creído.

—¿Estás herido?

—No. Sólo se metió dentro de mi cabeza. ¿Por qué cada puñetero ser que hay por ahí quiere meterse en mi cabeza?

—Deben de ser las vistas —comentó Tay esbozando una amplia sonrisa con los labios de su amante.

—Sólo quería saber si tus propósitos eran puros, hijo —dijo Celestine.

—¿Puros? —dijo Cortés mirando a su madre con expresión viperina—. ¿Qué derecho tiene Ella a juzgarme?

—Lo que tú llamas los asuntos de tu Padre son los asuntos de cada alma de Imajica.

Celestine todavía no había recuperado su modestia del suelo y cuando se acercó a su hijo, este apartó los ojos.

—Cúbrete, madre —le dijo—. Por el amor de Dios, cúbrete.

Luego se volvió y salió al vestíbulo llamando a la intrusa por el camino.

—Donde quiera que estés —le chilló—. ¡Quiero que salgas de esta casa! Clem, mira abajo, yo iré arriba.

Subió como un rayo las escaleras mientras iba aumentando su furia al pensar que este espíritu podía invadir la sala de meditación. La puerta permanecía abierta. Descansito se refugiaba en una esquina cuando entró.

—¿Dónde está? —exigió saber Cortés—. ¿Está aquí?

—¿Está quién aquí?

Cortés no respondió, se limitó a ir de una pared a otra como un prisionero, golpeándolas con las palmas abiertas. Pero no se oía correr el agua tras los ladrillos ni había llovizna alguna, por fina que fuera, en el aire. Una vez que se dio por satisfecho tras comprobar que aquella habitación estaba libre de la mancha de la visitante, regresó a la puerta.

—Si empieza a llover aquí dentro —le dijo a Descansito—, chilla como un poseso.

—Como lo que vos queráis, Liberatore.

Cortés cerró con un portazo y recorrió luego el rellano, registrando todas las habitaciones del mismo modo. Tras encontrarlas vacías, subió el último tramo y buscó en las habitaciones superiores. Allí el aire estaba seco como un hueso. Pero cuando empezaba a bajar las escaleras, escuchó carcajadas en la calle. Era Lunes, aunque el sonido que emitía era lo más ligero que Cortés había escuchado de sus labios. Sospechó de aquella música y comenzó a bajar más rápido; se encontró con Clem al pie de la escalera, este le dijo que las habitaciones de abajo estaban vacías y ambos cruzaron corriendo el vestíbulo hasta la puerta principal.

Lunes había estado muy ocupado con sus tizas desde la última vez que Cortés había cruzado el umbral. La acera al pie de los escalones estaba cubierta de diseños suyos: esta vez no eran copias de jóvenes encantadoras sino elaboradas abstracciones que se derramaban por el bordillo y ocupaban el asfalto reblandecido por el sol. El artista había abandonado su trabajo, sin embargo, y se encontraba ahora de pie en medio de la calle. Cortés reconoció el lenguaje de su cuerpo al instante. La cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados, estaba disfrutando de un baño de aire.

—¡Lunes!

Pero el muchacho no le oía. Seguía disfrutando de esta unción, el agua le recorría el cabello recortado como si fueran dedos y habría seguido bañándose hasta ahogarse en esa lluvia si al acercarse, Cortés no hubiera espantado a la Diosa. La lluvia desapareció del aire en un instante y los ojos de Lunes se abrieron. Guiñó los ojos para defenderlos de la luz del cielo y dejó de reír.

—¿Dónde se fue la lluvia? —dijo.

—No había ninguna lluvia.

—¿Y cómo llamas a esto, jefe? —dijo Lunes mientras le alargaba los brazos de los que todavía chorreaban las últimas gotas de agua.

—Hazme caso, no era lluvia.

—Fuera lo que fuera, por mí estupendo —dijo Lunes. Se levantó hasta la cabeza la camiseta empapada y la utilizó de trapo para limpiarse la cara—. ¿Estás bien, jefe?

Cortés examinaba la calle para buscar alguna señal de la Diosa.

—Lo estaré —dijo—. Tú vuelve al trabajo, ¿vale? Todavía no has decorado la puerta.

—¿Qué quieres en ella?

—El artista eres tú —dijo Cortés, distraído de la conversación por el estado de la calle.

No se había dado cuenta hasta ahora de lo repleta de presencias que estaba en estos momentos, los aparecidos no sólo ocupaban las aceras sino que flotaban entre el follaje marchito como ahorcados o velaban en los aleros. Eran bastante benignos, pensó. Tenían buenas razones para desearle lo mejor en esta empresa. Medio año antes, la noche que Pai y él habían partido para dar comienzo a sus viajes, el místico le había dado a Cortés una lúgubre lección sobre el dolor que sufrían los espíritus de este y todos los demás Dominios.

—Ningún espíritu es feliz —le había dicho Pai—. Se aparecen en las puertas, aguardando para irse, pero no tienen ningún sitio al que ir.

¿Pero no se había sugerido entonces una esperanza, que al final del viaje que tenían por delante había una solución para la angustia de los muertos? Pai había sabido cuál era esa solución incluso entonces, y debió de ansiar llamar a Cortés Reconciliador, decirle que en algún lugar de su cabeza se encontraba el ingenio que abriría las puertas ante las que esperaban los muertos para permitirles entrar en los Cielos.

—Sed pacientes —murmuró Cortés, sabía que los aparecidos lo escuchaban—. Será pronto, lo juro. Será pronto.

El sol estaba secando la lluvia de la Diosa de su rostro y, contento de permanecer bajo el calor hasta secarse del todo, se alejó de la casa mientras Lunes reanudaba sus silbidos delante de la puerta. En menudo sitio se ha convertido esto, pensó Cortés: dejaba ángeles en la casa, lluvias lascivas en la calle, fantasmas en los árboles. Y él, el maestro, vagando entre ellos, listo para realizar el acto que cambiaría sus mundos para siempre. Jamás volvería a existir un día igual.

Pero su optimismo se oscureció cuando se acercó al final de la calle pues aparte del sonido de sus pasos y el ruido agudo del silbido de Lunes, el mundo estaba en el más absoluto de los silencios. Las alarmas que habían armado tal estrépito al principio del día habían callado. No sonaba ninguna campana, ninguna voz gritaba. Era como si toda la vida más allá de esta vía hubiera hecho voto de silencio. Aceleró el paso. O bien su inquietud era contagiosa o los aparecidos que se entretenían al final de la calle estaban más inquietos que los que permanecían más cerca de la casa. Daban vueltas y su número, o quizá su inquietud, era suficiente para agitar el polvo cocido de la alcantarilla. No intentaron impedir su progreso, se limitaron a apartarse como una cortina fría y le permitieron cruzar el límite invisible de la calle Gamut. Cortés miró en ambas direcciones. Los perros que se habían reunido aquí durante un tiempo se habían ido; los pájaros habían abandonado cada alero y cada poste de teléfonos. Contuvo el aliento y escuchó, buscó a través del quejido de su cabeza alguna señal de vida: un motor, una sirena, un grito. Pero no había nada. Su inquietud era ahora profunda y volvió la vista hacia la calle Gamut. Por mucho que le molestase abandonarla, supuso que estaría a salvo mientras los aparecidos permanecieran en su perímetro. Aunque eran demasiado insustanciales para proteger la calle de algún atacante, dudaba que alguien se atreviera a entrar mientras ellos rondaban y se revolvían en la esquina. Con ese pequeño consuelo Cortés se dirigió hacia Gray's Inn Road y su paseo se convirtió en carrera por el camino. El calor ya no se agradecía tanto. Le pesaban las piernas y le ardían los pulmones pero no aflojó el paso hasta que llegó al cruce. Gray's Inn Road y High Holborn eran dos de las vías principales de la ciudad. Si se hubiera encontrado en esta esquina la noche más fría de diciembre, habría visto algo de tráfico en una u otra. Pero ahora no había nada, y tampoco se oía ningún murmullo en ninguna calle, plaza, callejón o glorieta cercana. La esfera de influencia que había dejado sin trabas la calle Gamut durante dos siglos al parecer se había extendido y si los ciudadanos de Londres todavía seguían por allí, lo cierto es que no se acercaban a este torturado terreno.

Y sin embargo, a pesar del silencio, el aire no carecía de cargas. Había algo más en él, algo que evitó que Cortés diera la vuelta y volviera dando un paseo a la calle Gamut: un olor tan sutil que el acre del asfalto medio cocinado casi lo tapaba, pero tan inconfundible que Cortés no podía hacer caso omiso ni siquiera del rastro que llegaba hasta él. Se entretuvo en la esquina a la espera de otra ráfaga de viento, que llegó después de un rato y confirmó sus sospechas. Sólo una era la fuente de este enfermizo perfume y sólo había un hombre en esta ciudad (no, en este Dominio) que tenía acceso a esa fuente. El In Ovo se había vuelto a abrir y esta vez las bestias que se habían convocado no eran las tonterías que se había encontrado en la torre. Eran de otra magnitud muy diferente. Cortés sólo había visto y olido una vez algo así, doscientos años antes, y habían provocado un daño incalculable. Dado que la brisa era tan débil, su rastro no podía proceder de Highgate, demasiado lejos. Sartori y su legión estaban muchísimo más cerca, quizá a diez calles de distancia, quizá a dos, quizá a punto de doblar la esquina de Gray's Inn Road y aparecer ante él.

No quedaba tiempo para evasivas. Fuera cual fuera el peligro que Jude había descubierto, o creído descubrir, era hipotético. Al contrario que este rastro y las entidades que lo rezumaban. Ya no se podía permitir retrasar los últimos preparativos más tiempo. Abandonó su lugar de vigilancia y se encaminó hacia la casa como si ya tuviera esas hordas tras los talones. Los aparecidos se dispersaron cuando dobló la esquina y bajó corriendo la calle. Lunes estaba trabajando en la puerta pero dejó caer los colores cuando oyó la llamada del maestro.

—¡Es la hora, muchacho! —chilló Cortés mientras subía todos los escalones de una sola tacada—. Empieza a llevar las piedras arriba.

—¿Empezamos?

—Empezamos.

Lunes esbozó una amplia sonrisa, soltó un alarido y se metió en la casa de un salto tras dejar a Cortés haciendo una pausa para admirar lo que ahora adornaba la puerta. Todavía era un simple esbozo pero la habilidad del muchacho como dibujante era suficiente para este propósito. Había dibujado un ojo enorme con rayos de luz emanando de él en todas direcciones. Cortés entró en la casa, contento al pensar que sería aquella mirada ardiente la que recibiría a todo aquel, amigo o enemigo, que llegase al umbral. Luego cerró la puerta y pasó el cerrojo. La próxima vez que salga, pensó, la obra de mi Padre estará hecha.

Capítulo 21

Fueran cuales fueran los debates y riñas que se estuvieran produciendo en el templo de Urna Umagammagi mientras Jude esperaba en la orilla, detuvieron por completo el desfile de postulantes. La marea no llevó más mujeres y niños a la orilla y después de un rato, las aguas se sometieron y por fin se encalmaron, como si las fuerzas que las inspiraban estuvieran tan preocupadas que el resto de los asuntos dejaban de tener importancia. Sin reloj, Jude sólo podía suponer cuánto tiempo había pasado esperando, pero las ocasionales miradas que le lanzaba al cometa le indicaban que tendría que medirse en horas más que en minutos. ¿Comprendían bien las Diosas lo urgente que era este asunto, se preguntó, o las eras que habían pasado en cautividad y en el exilio habían ralentizado su sensibilidad de tal forma que era posible que su debate durara días y no se dieran cuenta de todo el tiempo que había pasado?

Se culpó a sí misma por no haber dejado más clara la urgencia de este asunto. El día seguiría avanzando en el Quinto e incluso si habían conseguido convencer a Cortés para que pospusiera los preparativos durante un tiempo, su amigo no lo haría de forma indefinida. Y tampoco podía culparlo. Todo lo que tenía era un mensaje (traído por un mensajero no demasiado fiable) que decía que aquello no era seguro. Eso no sería suficiente para hacerlo poner en peligro la Reconciliación. Él no había visto los horrores que había visto ella en el Cuenco de Boston, así que en realidad no comprendía lo que estaba en juego. Cortés se estaba ocupando, como ella misma había dicho, de los asuntos de su Padre, y la posibilidad de que tales asuntos pudieran marcar el fin de Imajica era, sin lugar a dudas, lo último que tenía en mente.

Dos veces la distrajeron de estos melancólicos pensamientos: la primera vez cuando una joven bajó a la orilla para ofrecerle algo de comer y de beber, alimentos que ella aceptó agradecida; la segunda cuando sintió la llamada de la naturaleza y se vio obligada a buscar por la isla un lugar protegido en el que agacharse y vaciar la vejiga. Tal timidez a la hora de hacer aguas menores en este lugar era, por supuesto, absurda y Jude lo sabía, pero seguía siendo una mujer del Quinto, por muchos milagros que hubiera visto. Quizá al final aprendiera a tomarse esos actos con más ligereza pero llevaría su tiempo.

Cuando volvió del lugar que había encontrado entre las rocas con la vejiga más ligera, la canción de la puerta del templo, que se había ido acallando hasta convertirse en un murmullo y luego desaparecer mucho tiempo atrás, comenzó de nuevo. Fin lugar de volver al lugar donde había velado, Jude dio la vuelta al templo y se dirigió a la puerta; le daban elasticidad a su paso las aguas de la cuenca, que se habían despojado de su inercia y una vez más rompían contra la orilla. Al parecer, las Diosas habían tomado una decisión. Jude quería oír la noticia tan pronto como fuese posible, por supuesto, pero no podía evitar sentirse un poco como la acusada que debía volver a la sala de justicia.

Había un cierto ambiente de expectación entre las que esperaban en la puerta. Algunas de las mujeres sonreían, otras parecían tristes. Si sabían algo de la sentencia, la interpretaban de formas radicalmente diferentes.

—¿Debería entrar? —le preguntó Jude a la mujer que le había traído comida.

La otra asintió con vigor, aunque Jude sospechaba que sólo quería acelerar un proceso que las había retrasado a todas. Volvió a atravesar la cortina de agua para entrar en el templo. Este había cambiado. Aunque la sensación de que su percepción interior y exterior estaban aquí unidas era tan fuerte como siempre, lo que percibían era bastante menos tranquilizador que antes. No había señal de la luz papirofléxica, ni de los cuerpos de donde se habían derivado esas formas. Ella era, al parecer, la única representante de los seres de carne y hueso y la escudriñaba una incandescencia mucho menos tierna que la mirada de Urna Umagammagi. Entrecerró los ojos para defenderse pero los párpados y las pestañas no podían hacer mucho para suavizar una luz que ardía en su cabeza más que en sus córneas. Aquel resplandor la intimidaba y quiso alejarse, pero no lo hizo al pensar que el consuelo de Urna Umagammagi la esperaba en algún lugar de su interior.

—¿Diosa? —aventuró.

—Estamos aquí juntas —fue la respuesta—. Jokalaylau, Tishalullé y Yo.

Mientras la Diosa pasaba lista, Jude comenzó a distinguir formas dentro de la luminosidad. No eran los glifos inagotables que había visto en este lugar. Lo que veía sugería no abstracciones, sino sinuosas formas humanas que flotaban en el aire sobre ella. Aquel era un cambio de rumbo radical y extraño, pensó. ¿Por qué, cuando en el pasado había podido compartir las naturalezas esenciales de Jokalaylau y Urna Umagammagi, le presentaban ahora rostros más humildes? Aquello no auguraba nada bueno para la conversación que tenía por delante. ¿Habían decidido ataviarse con materia más trivial porque habían decidido que no era digna de posar sus ojos sobre la verdad que eran Ellas? Jude se concentró con fuerza para captar los detalles de la apariencia de las Diosas pero o bien su vista no era lo bastante sofisticada o las Diosas presentaban resistencia. En cualquier caso, sólo pudo retener en su mente algunas impresiones: estaban desnudas, tenían los ojos incandescentes y por Sus cuerpos corría el agua.

—¿Nos ves? —Jude oyó preguntar a una voz que no reconoció, la de Tishalullé, supuso.

—Sí, por supuesto —dijo—. Pero no... no del todo.

—¿No lo había dicho? —dijo Urna Umagammagi.

—¿Decir qué? —quiso saber Jude, luego se dio cuenta de que el comentario no iba dirigido a ella, sino a las otras Diosas.

—Es extraordinario —dijo Tishalullé.

La docilidad de su voz era seductora y cuando Jude le prestó atención, la nebulosa forma de aquella Diosa se concretó un poco más, las sílabas trajeron consigo la visión. El rostro tenía rasgos orientales pero sin rastro de color en las mejillas, los labios o las pestañas. Y sin embargo, lo que debería haber sido insulso, era en realidad de una exquisita sutileza, su simetría y sus curvas delineadas por la luz que destellaban Sus ojos. Bajo aquella calma, su cuerpo era otra cosa muy diferente. Estaba cubierto en toda su longitud por lo que Jude en un principio tomó por tatuajes de algún tipo, tatuajes que seguían el movimiento de su anatomía. Pero cuanto más estudiaba a la Diosa (y lo hizo sin vergüenza) más movimiento vio en esas marcas. No estaban sobre Ella sino en Ella, miles de lengüetas diminutas que se abrían y se cerraban al mismo ritmo. Vio que había varios bancos y a cada uno lo barrían olas de movimiento independientes. Una le subía desde la ingle, donde la inspiración de todos ellos tenía su lugar; otras le bajaban por los miembros hasta las puntas de los dedos de las manos y de los pies, y el movimiento de cada banco convergía cada diez o quince segundos y en ese momento una segunda sustancia parecía brotar de esas ranuras y formar de nuevo a la Diosa delante de los asombrados ojos de Jude.

—Creo que deberías saber que he conocido a tu Cortés —dijo Tishalullé—. Lo abracé en la Cuna.

—Ya no es mío —respondió Jude.

—¿Te importa, Judith?

—Por supuesto que no le importa —se oyó la respuesta de Jokalaylau—. Tiene a su hermano para calentarle la cama. El Autarca. El carnicero de Yzordderrex.

Jude volvió los ojos hacia la Diosa de las Nieves Perpetuas. Los detalles de su forma eran más esquivos que los de Tishalullé pero Jude estaba decidida a saber qué aspecto tenía y clavó los ojos en la espiral de llamas frías que ardían en el centro de aquel organismo divino y la contempló hasta que escupió arcos resplandecientes contra los límites del cuerpo de Jokalaylau. La luz de la colisión fue breve pero bajo ella Jude consiguió vislumbrar lo que quería. Allí flotaba una Negra imperiosa, los ojos ardientes de párpados pesados, las manos cruzadas por las muñecas que luego se volvieron sobre sí mismas para entrelazar los dedos. No era, después de todo, una visión tan aterradora. Pero la Diosa presintió que habían descubierto su rostro y respondió con una repentina transformación. Sus lozanos rasgos quedaron momificados en un instante, los ojos se hundieron, los labios se marchitaron y retrajeron. Los gusanos devoraron la lengua que se asomaba entre los dientes.

Jude dejó escapar un grito de repugnancia y los ojos volvieron a encenderse en las cuencas de Jokalaylau, la boca repleta de gusanos se abrió aún más cuando una carcajada se elevó de su garganta y despertó los ecos del templo.

—No es tan extraordinaria, hermana —dijo Jokalaylau—. Mira cómo tiembla.

—Déjala en paz —respondió Urna Umagammagi—. ¿Por qué has de estar siempre poniendo a prueba a la gente?

—Hemos resistido porque nos hemos enfrentado a lo peor y hemos sobrevivido —le contestó Jokalaylau—. Esta habría muerto en la nieve.

—Lo dudo —dijo Umagammagi—. Dulce Judith...

Todavía temblando, Jude se tomó un momento para contestar.

—No le tengo miedo a la muerte —le dijo a Jokalaylau—. Ni a los trucos baratos.

Una vez más habló Umagammagi.

—Judith —dijo—. Mírame.

—Sólo quiero que entienda...

—Dulce Judith...

—... que a mí nadie me intimida.

—... mírame.

Y ahora Jude lo hizo y esta vez no hubo necesidad de salvar ambigüedades. La Diosa apareció ante Jude sin desafíos ni esfuerzos y la visión era paradójica. Urna Umagammagi era una anciana, su cuerpo tan marchito que casi carecía de sexo, el cráneo sin cabello y alargado de una forma sutil, los ojos diminutos tan enterrados entre las arrugas que apenas eran algo más que destellos. Pero la belleza de su glifo estaba ahí, en esta carne: sus ondulaciones, sus parpadeos, su movimiento natural e incesante.

—¿Lo ves ahora? —dijo Urna Umagammagi.

—Sí, lo veo.

—No hemos olvidado el cuerpo que teníamos —le dijo a Jude—. Hemos conocido las flaquezas de tu condición. Recordamos sus dolores e incomodidades. Sabemos lo que significa que te hieran: en el corazón, en la cabeza y en el vientre.

—Lo veo —dijo Jude.

—Y tampoco te habríamos confiado Nuestra fragilidad a menos que creyéramos que algún día podrías estar entre Nosotras.

—Entre Vosotras.

—Algunas divinidades surgen de la voluntad colectiva de los pueblos; algunas se hacen al calor de las estrellas; algunas son abstracciones. Pero algunas (¿nos atreveremos a decir las mejores, las más cariñosas?) son las mentes superiores de almas vivas. Nosotras somos de ese tipo de divinidades, hermana, y los recuerdos que tenemos de las vidas que vivimos y las muertes que morimos todavía están muy marcados. Te entendemos, dulce Judith, y no te acusamos.

—¿Ni siquiera Jokalaylau? —dijo Jude.

La Diosa de las Nieves Perpetuas se dejó ver en toda su extensión y le mostró a Jude toda su forma de un sólo vistazo. Había cierta palidez moviéndose bajo su piel y Sus ojos, que habían sido tan luminosos, se habían oscurecido. Pero los había clavado en Jude, que sintió la mirada como si fuera una puñalada.

—Quiero que veas —le dijo— lo que el Padre del padre del hijo que llevas en tu interior le hizo a Mis devotas.

Jude reconoció entonces la palidez. Era una tormenta de nieve, que, empujada a través de la forma de la Diosa por el dolor le punzaba cada parte del cuerpo. Sus ventisqueros eran montañosos pero, a petición de Jokalaylau, se movieron y descubrieron el lugar de una atrocidad. Los cuerpos de varias mujeres yacían congelados donde habían caído, los ojos arrancados, los pechos cortados. Algunas yacían cerca de cuerpos más pequeños: niños violados, bebés desmembrados.

—Esto no es más que una pequeña parte de una pequeña parte de lo que hizo —dijo Jokalaylau.

A pesar de lo pavorosa que era aquella visión, Jude ni siquiera se estremeció esta vez, sino que se quedó mirando el horror hasta que Jokalaylau lo cubrió con un frío sudario.

—¿Qué me estás pidiendo que haga? —dijo Jude—. ¿Me estás diciendo que debería añadir otro cuerpo a este montón? ¿Otro niño? —Se llevó la mano al vientre—. ¿Este niño?

Hasta ahora no se había dado cuenta de la necesidad que sentía de conservar el alma que estaba alimentando allí.

—Pertenece al carnicero —dijo Jokalaylau.

—No —respondió Jude en voz baja—. Me pertenece a mí.

—¿Serás tú la responsable de sus obras?

—Por supuesto —dijo, sentía una extraña alegría al hacer aquella promesa—. El mal puede surgir del bien, Diosa; cosas enteras de las rotas.

Se preguntó mientras hablaba si Ellas sabían dónde se habían originado esos sentimientos; si comprendían que estaba dándole la vuelta a la filosofía del Reconciliador para alcanzar sus maternales objetivos. Si lo entendían, no parecían tenerla en peor consideración por ello.

—Entonces que nuestros espíritus vayan contigo, hermana —dijo Tishalullé.

—¿Me volvéis a pedir que me vaya? —preguntó Jude.

—Viniste aquí buscando una respuesta y podemos proporcionártela.

—Comprendemos la urgencia de este asunto —dijo Urna Umagammagi—. Y no te hemos retenido aquí sin una buena causa. He cruzado los Dominios mientras tú esperabas, en busca de alguna pista para solucionar este misterio. Hay maestros aguardando en cada Dominio para llevar a cabo la Reconciliación...

—¿Entonces Cortés no ha comenzado?

—No. Está esperando tus noticias.

—¿Y qué debería decirle?

—He entrado en sus corazones y he buscado alguna conjura...

—¿Y has encontrado alguna?

—No. No son puros, por supuesto. ¿Quién lo es? Pero todos ellos quieren que Imajica esté completa. Todos ellos creen que el oficio que están listos para realizar puede salir bien.

—¿Y tú también lo crees?

—Sí, lo creemos —dijo Tishalullé—. Por supuesto, no se dan cuenta que están completando el círculo. Si lo entendieran, quizá se lo pensasen un poco más.

—¿Por qué?

—Porque el círculo le pertenece a Nuestro sexo, no al suyo —interpuso Jokalaylau.

—No es cierto —dijo Umagammagi—. Le pertenece a cualquier mente que se preocupe por concebirlo.

—Los hombres son incapaces de concebir, hermana —respondió Jokalaylau—. ¿O no te habías enterado?

Umagammagi sonrió.

—Incluso eso podría cambiar, si podemos sacarlos de sus errores.

Sus palabras planteaban muchas preguntas y la Diosa lo sabía. Con los ojos clavados en Jude dijo:

—Tendremos tiempo para esos oficios cuando regreses. Pero ahora sabemos que debes volver rauda.

—Dile a Cortés que sea el Reconciliador —dijo Tishalullé—. Pero no compartas con él nada de lo que hemos dicho.

—¿Debo ser yo la que se lo diga? —le dijo Jude a Umagammagi—. Si ya has estado allí una vez, ¿no puedes volver y darle tú la noticia? Yo quiero quedarme aquí.

—Lo entendemos. Pero Cortés no está de humor para confiar en Nosotras, créeme. El mensaje debe oírlo de tus labios, en carne y hueso.

—Ya veo —dijo Jude.

No había lugar para la persuasión, al parecer. Había venido aquí con la esperanza de encontrar una respuesta clara y ya la tenía. Ahora debía volver al Quinto con ella, por muy desagradable que le resultase el viaje.

—¿Me permitís haceros una pregunta antes de irme? —dijo Jude.

—Hazla.

—¿Por qué os mostrasteis ante mí de esta manera?

Fue Tishalullé la que respondió.

—Para que Nos conozcas cuando vengamos a sentarnos a tu mesa o caminemos a tu lado por la calle —dijo.

—¿Vendréis al Quinto?

—Quizá, con el tiempo. Tendremos mucho trabajo aquí, cuando se logre la Reconciliación.

Jude imaginó forjadas en Londres las transformaciones que había visto fuera: la Madre Támesis trepaba por sus orillas y depositaba la suciedad con la que la habían asfixiado en Whitehall y el Mall, luego barría toda la ciudad, convertía sus plazas en piscinas y sus catedrales en patios de juegos. Aquel pensamiento alivió su angustia.

—Os estaré esperando —dijo, y tras darles las gracias, partió.

Cuando salió las aguas ya la esperaban, la espuma opulenta como una almohada. No se retrasó ni un momento, sino que bajó directamente a la playa y se arrojó en sus brazos. Esta vez no hubo necesidad de nadar, la marea sabía lo que hacía. La levantó y la transportó al otro lado de la cuenca como si fuera un carro de espuma, luego la depositó en las rocas desde las que se había lanzado en un principio. Lotti Yap y Paramarola se habían ido pero encontrar el camino de salida del palacio sería más fácil que cuando había llegado. Las aguas habían estado trabajando en muchos de los pasillos y aposentos que rodeaban la cuenca y en los patios que había más allá, habían abierto ventanas a estanques relucientes y fuentes que se extendían hasta los escombros de las verjas del palacio. El aire también estaba más limpio que antes y Jude pudo ver los kesparates que se extendían a sus pies. Pudo ver incluso el puerto, y el mar ante sus muros, y su marea ansiando sin duda compartir este hechizo.

Se abrió camino hasta la escalera y se encontró con que las aguas que la habían traído hasta aquí se habían retirado y habían dejado a su paso un gran montón de restos. Revolviendo entre ellos, como una raquera a la que le hubieran concedido el paraíso, estaba Lotti Yap y sentada en los escalones inferiores, charlando con Paramarola, vio a Hoi-Polloi Pecador.

Después de saludarse, Hoi-Polloi le explicó todos los rodeos que había dado antes de confiarse al río que la había separado de Jude. Pero una vez que saltó, la había llevado sana y salva por todo el palacio y la había dejado en ese punto. Minutos después, lo habían reclamado otras obligaciones y había desaparecido.

—Ya casi te dábamos por perdida —dijo Lotti Yap. Estaba muy ocupada sacando las peticiones y las plegarias de la basura, las desdoblaba, las examinaba y luego se las guardaba.

—¿Conseguiste ver a las Diosas?

—Sí, lo conseguí.

—¿Son hermosas? —preguntó Paramarola.

—En cierta forma.

—Cuéntanos todos los detalles.

—No tengo tiempo. Tengo que volver al Quinto.

—Ya tienes entonces tu respuesta —dijo Lotti.

—Así es. Y no tenemos nada que temer.

—¿No te lo había dicho? —respondió la otra—. Todo está bien en el mundo.

Cuando Jude empezó a abrirse camino entre los escombros, Hoi-Polloi dijo:

—¿Podemos ir dos?

—Creí que ibas a esperar con nosotras —dijo Paramarola.

—Volveré para ver a las Diosas —replicó Hoi-Polloi—. Me gustaría ver el Quinto antes de que todo cambie. Va a cambiar, ¿no es cierto?

—Sí, así es —dijo Jude.

—¿Queréis algo para leer en vuestros viajes? —les preguntó Lotti mientras les ofrecía un puñado de peticiones—. Es asombroso lo que escribe la gente.

—Todo eso debería ir a la isla —dijo Jude—. Llévalas contigo. Déjalas a la puerta del templo.

—Pero las diosas no pueden responder a cada plegaria —dijo Lotti—. Amantes perdidos, hijos tullidos...

—No estés tan segura —le dijo Jude—. Va a nacer un nuevo día.

Luego, con Hoi-Polloi a su lado, hizo la segunda ronda de despedidas de la hora y se alejó rumbo a la verja.

—¿De verdad crees lo que le has dicho a Lotti? —le preguntó Hoi-Polloi una vez que dejaron atrás la escalera—. ¿Mañana va a ser tan diferente de hoy?

—De un modo u otro —dijo Jude.

La respuesta era más ambigua de lo que había pretendido pero quizá su lengua fuese más sabia de lo que creía. Aunque abandonaba este lugar sagrado con la palabra de poderes mucho más expertos que ella, las palabras de consuelo de la Diosa no podían borrar del todo el recuerdo del cuenco de la habitación de los tesoros de Oscar y la profecía de polvo que le había mostrado.

Se riñó en silencio por su falta de fe. ¿De dónde procedía esa veta de arrogancia que le permitía dudar de la sabiduría de la propia Urna Umagammagi? De ahora en adelante apartaría de sí tal ambivalencia. Quizá mañana, o algún bendito día después, se encontraría con las Diosas en las calles del Quinto y Les diría que, incluso después de sus palabras de consuelo, ella todavía había alimentado una ridícula sombra de duda. Pero hoy se inclinaría ante Sus sabias voces y volvería con el Reconciliador convertida en portadora de buenas nuevas.

Capítulo 22

1

Cortés no era el único ocupante de la casa de la calle Gamut que había olido el In Ovo en la brisa de aquellas últimas horas de la tarde; también lo había hecho alguien que en otro tiempo había estado prisionero en ese infierno entre Dominios: Descansito. Cuando Cortés volvió a la sala de meditación, tras encomendarle a Lunes la tarea de subir las piedras al piso de arriba y decirle a Clem que diera una vuelta por la casa para asegurarse de que estuviera bien cerrada, se encontró a su antiguo torturador subido a la ventana. Tenía lágrimas en las mejillas y los dientes le castañeteaban de una forma incontrolable.

—Se está acercando, ¿verdad? —dijo la criatura—. ¿Lo habéis visto, Liberatore?

—Sí, ya viene y no, no lo he visto —dijo Cortés—. No pongas esa cara de pánico, Descan. No voy a permitir que te ponga un dedo encima.

La criatura lució su lamentable sonrisa pero con los dientes moviéndose de aquella manera, el efecto fue grotesco.

—Os parecéis a mi madre —dijo el ente—. Cada noche me decía: nada va a hacerte daño, nada va a hacerte daño.

—¿Te recuerdo a tu madre?

—Teta arriba, teta abajo —respondió Descansito—. No era ninguna belleza, todo hay que decirlo. Pero todos mis padres la amaron.

Se escuchó un gran estrépito abajo y la criatura dio un salto.

—No pasa nada —dijo Cortés—. Es sólo Clem, que está cerrando las contraventanas.

—Quiero ser de alguna utilidad. ¿Qué puedo hacer?

—Puedes hacer lo que estás haciendo. Vigilar la calle. Si ves algo ahí fuera...

—Ya lo sé. Chillo como un poseso.

Con las ventanas bien cerradas abajo, la casa cayó en un repentino atardecer en el que Clem, Lunes y Cortés trabajaron sin decir palabra ni hacer pausas. Para cuando llevaron todas las piedras arriba, el día también había ido cayendo fuera y se había convertido en crepúsculo. Cortés se encontró a Descansito apoyado en la ventana arrancando puñados de hojas del árbol de fuera y lanzándolas a la habitación. Cuando le preguntó qué estaba haciendo, la criatura le explicó que, ahora que había caído la tarde, la calle era invisible a través del follaje, así que estaba despejando la vista.

—Cuando comience con la Reconciliación, quizá deberías vigilar desde el piso de arriba —sugirió Cortés.

—Lo que vos sugiráis, Liberatore —dijo Descansito. Se deslizó del alféizar y levantó la cabeza para mirar a Cortés—. Pero antes de que me vaya, si no os importa, tengo una pequeña solicitud —dijo.

—¿Sí?

—Es algo delicado.

—No tengas miedo. Pregúntame.

—Sé que estáis a punto de comenzar el oficio y creo que esta podría ser la última vez que tengo el honor de disfrutar de vuestra compañía. Cuando se lleve a cabo la Reconciliación, seréis un gran hombre. No quiero decir que no lo seáis ya —se apresuró a añadir el ente—. Lo sois, por supuesto. Pero después de esta noche todo el mundo sabrá que sois el Reconciliador y que habéis hecho lo que no pudo hacer el propio Cristo. Os harán Papa y escribiréis vuestras memorias —Cortés se echó a reír—, y yo nunca os volveré a ver. Y así es como debería ser. Es lo más correcto y adecuado. Pero antes de que os convirtáis en alguien tan famoso y celebrado, me preguntaba si vos... ¿querríais bendecirme?

—¿Bendecirte?

Descansito levantó aquellas manos de dedos tan largos para conjurar la negativa que le parecía que estaba a punto de escuchar.

—¡Lo entiendo! ¡Lo entiendo! —dijo—. Ya habéis sido muy amable conmigo, más allá de toda medida...

—No es eso —dijo Cortés mientras se ponía en cuclillas delante de la criatura, del mismo modo que se había puesto cuando el ente tenía la cabeza metida debajo del tacón de Jude—. Lo haría si pudiese. Pero Descan, no sé cómo. No soy ningún Mesías. Jamás he tenido un ministerio. Jamás he predicado el evangelio ni resucitado a los muertos.

—Tenéis vuestros discípulos —dijo Descansito.

—No. He tenido algunos amigos que me han soportado y algunas amantes que me han seguido la corriente. Pero jamás he tenido el poder de inspirar. Lo malgasté en seducciones. No tengo derecho a bendecir a nadie.

—Lo siento —dijo la criatura—. No lo volveré a mencionar.

Y luego hizo otra vez lo que había hecho cuando Cortés lo había liberado: le cogió la mano y posó la frente en su palma.

—Estoy listo para morir por vos, Liberatore.

—Espero que eso no sea necesario.

Descansito levantó la cabeza.

—¿Entre nosotros? —dijo—. Yo también.

Hecho el juramento, la criatura volvió a reunir las hojas que había depositado en el suelo y se metió tapones de ellas por la nariz para detener el hedor. Pero Cortés le dijo que dejara las demás donde estaban. El aroma de la sabia era más dulce que el olor que impregnaría la casa si, o más bien cuando Sartori llegase. Al oír mencionar al enemigo, Descansito volvió a subirse al alféizar.

—¿Alguna señal? —le preguntó Cortés.

—No que yo vea.

—¿Pero qué sientes?

—Ah —dijo la criatura mientras miraba al cielo a través de la cubierta de hojas—. Hace una noche tan hermosa, Liberatore. Pero va a intentar estropearla.

—Creo que tienes razón. Quédate aquí un poco más, ¿quieres? Quiero dar una vuelta por la casa con Clem. Si ves algo...

—Me oirán en L'Himby —prometió Descan.

La bestia cumplió su palabra. Cortés todavía no había llegado al final de las escaleras cuando armó tal jaleo que hizo caer el polvo de las vigas. Cortés les gritó a Lunes y Clem que se aseguraran de que todas las puertas estaban cerradas con llave y corrió de nuevo escaleras arriba, llegó a la cima a tiempo de ver la puerta de la sala de meditación abierta de par en par y Descansito saliendo a toda velocidad de espaldas sin dejar de chillar. Fuera cual fuera la advertencia que la criatura estaba intentando lanzar, era incomprensible. Cortés no intentó interpretarla, se limitó a lanzarse hacia la habitación mientras cogía aliento y se preparaba para sacar de allí a los invasores de Sartori. La ventana estaba vacía cuando entró, pero el círculo no. Dentro del círculo de piedras empezaban a desenvolverse dos formas. Jamás había visto el fenómeno de ese paso desde esta perspectiva y se quedó tan horrorizado como maravillado. Había demasiadas superficies crudas en aquel proceso para que fuese una visión cómoda pero él estudió las formas con emoción creciente, seguro mucho antes de que terminaran de constituirse que una de las viajeras era Jude. La otra, cuando apareció, era una chica bizca de unos diecisiete años que cayó de rodillas sollozando de terror y alivio en el mismo momento en que recuperó el control de sus músculos. Incluso Jude, que a estas alturas ya había hecho el viaje cuatro veces, temblaba con violencia y habría caído al suelo al salir del círculo si no la hubiera sujetado Cortés.

—El In Ovo... —jadeó Jude—, casi nos coge...

Le habían abierto la pierna desde la rodilla al tobillo.

—... sentí dientes...

—Estás bien —le dijo Cortés—. Todavía tienes dos piernas. ¡Clem! ¡Clem!

El ángel ya estaba en la puerta con Lunes tras él.

—¿Tenemos algo para vendar esto?

—¡Por supuesto! Voy a...

—No —dijo Jude—. Llévame abajo. Este no es un suelo en el que se pueda sangrar.

Lunes se quedó consolando a Hoi-Polloi mientras Clem y Cortés llevaban a Jude a la puerta.

—Jamás había visto al In Ovo así —dijo Judith—. Es una locura...

—Sartori ha estado por allí —dijo Cortés—, buscándose un ejército.

—Desde luego los provocó bastante.

—Estábamos a punto de darte por perdida —dijo Clem.

Jude levantó la cabeza. Tenía la piel del color de la cera a causa del susto y su sonrisa era demasiado vacilante para ser alegre. Pero al menos sonreía.

—Jamás des por perdida a la mensajera —dijo—. Sobre todo si trae buenas noticias.

Faltaban tres horas y cuatro minutos para la medianoche y no había tiempo para largos intercambios pero Cortés quería alguna explicación (por breve que fuese) de lo que había llevado a Jude a Yzordderrex. Así que la pusieron cómoda en el salón, que los viajes en busca de tesoros de Lunes habían amueblado con almohadas, alimentos e incluso revistas y allí, mientras Clem le vendaba la pierna y el pie, Jude hizo lo que pudo por resumir todo lo que le había pasado desde que había dejado el Retiro.

No era un relato sencillo y hubo un par de ocasiones en las que intentó detallar escenas de Yzordderrex pero tuvo que rendirse y decir que no tenía palabras para describir lo que había presenciado y sentido. Cortés escuchó sin interrumpirla ni una sola vez, aunque su expresión se oscureció cuando Jude contó cómo había atravesado Urna Umagammagi los Dominios en busca del Sínodo para asegurarse de que sus motivos eran puros.

Cuando su amiga terminó, Cortés dijo:

—Yo también he estado en Yzordderrex. Ha cambiado bastante.

—Para mejor —dijo Jude.

—No me gustan las ruinas, por pintorescas que sean —respondió Cortés.

Jude lo miró con una expresión de extrañeza en los ojos pero no dijo nada.

—¿Estamos a salvo aquí? —dijo Hoi-Polloi sin dirigirse a nadie en concreto—. Está tan oscuro.

—Pues claro que estamos a salvo —dijo Lunes mientras rodeaba con un brazo los hombros de la muchacha—. Tenemos todo el puto sitio sellado. No va a entrar, ¿a que no, jefe?

—¿Quién? —preguntó Jude.

—Sartori —dijo Lunes.

—¿Está en las inmediaciones?

El silencio de Cortés fue respuesta suficiente.

—¿Y tú crees que unas cuantas cerraduras van a impedir que entre?

—¿Y no es así? —dijo Hoi-Polloi.

—No si quiere entrar —dijo Jude.

—No querrá —respondió Cortés—. Cuando empiece la Reconciliación, un flujo de poder va a atravesar esta casa... el poder de mi Padre.

La idea le pareció tan desagradable a Jude como Cortés supuso que le parecería a Sartori, pero la respuesta de la mujer fue más sutil que el asco.

—Es tu hermano —le recordó a Cortés—. No estés tan seguro de que no vaya a querer saborear lo que hay aquí dentro. Y si es así, entrará y lo cogerá.

Cortés la miró detenidamente.

—¿Y ahora hablamos del poder, o de ti?

Jude se tomó un momento antes de responder. Luego dijo.

—Las dos cosas.

Cortés se encogió de hombros.

—Si eso ocurre, tomarás una decisión —dijo—. No es la primera vez que lo haces y ya te has equivocado antes. Quizá sea hora de que tengas un poco de fe, Jude. —Cortés se puso en pie—. Comparte lo que el resto de nosotros ya sabemos —dijo.

—¿Y qué es?

—Que dentro de unas horas nos encontraremos en un lugar legendario.

Lunes dijo en voz baja.

—Eso.

Y Cortés sonrió.

—Cuidaos aquí abajo, todos —dijo y se dirigió a la puerta.

Jude estiró el brazo para coger a Clem y con su ayuda se puso en pie de un tirón. Para cuando llegó a la puerta, Cortés ya estaba en las escaleras.

Ella no lo llamó. Él se limitó a detenerse durante un momento y, sin volverse, dijo:

—No quiero saberlo.

Luego continuó su ascenso y por la inclinación de sus hombros y el peso de su pasos, Jude supo que a pesar de toda su profética charla, existía un pequeño gusano de duda en él, como lo había en ella y aquel hombre temía que si se daba la vuelta y la veía, el gusano engordaría con esa mirada y terminaría por asfixiarlo.

El aroma de la sabia lo esperaba en el umbral, y, como había esperado, enmascaraba el olor más acre que subía de las calles oscurecidas. A parte de eso, su habitación, en la que había pasado el rato, reído y debatido los enigmas del cosmos, no le ofrecía ningún consuelo. Le pareció de repente un lugar demasiado anquilosado, demasiado repleto de lances y ecos para su propio bien: el último lugar de la tierra para llevar a cabo este oficio. ¿Pero no había sido él el que había regañado a Jude, hace sólo unos momentos, por no tener suficiente fe? No había demasiado poder en la geografía. Todo estaba enraizado en la fe que tenía el maestro en lo milagroso y en la voluntad que surgía de esa fe.

Para prepararse para la tarea que tenía por delante, se desvistió. Una vez desnudo, cruzó el espacio que lo separaba de la repisa de la chimenea con la intención de recoger las velas y colocarlas alrededor del círculo. Pero la visión de aquellas llamas que parpadeaban en buen orden lo hizo pensar en mostrar su devoción y cayó de rodillas delante de la chimenea vacía para rezar. El Padrenuestro acudió a sus labios sin esfuerzo y lo recitó en voz alta. Lo que sentía jamás había sido tan adecuado para aquel momento, por supuesto. Pero después de esta noche, sería una pieza de museo, una reliquia de un tiempo en el que el Reino del Señor no había venido y no se había hecho su voluntad así en la Tierra como en el Cielo.

Algo le tocó la nuca y detuvo de golpe el rezo. Cortés abrió los ojos, levantó la cabeza y se volvió. La habitación estaba vacía pero la nuca todavía le cosquilleaba allí donde lo habían tocado. No era un recuerdo, lo sabía. Era algo más delicado que eso, un recordatorio del otro premio que esperaba al final del trabajo de esta noche. No la gloria ni la gratitud de los Dominios sino Pai'oh'pah. Levantó los ojos hacia la pared manchada que había sobre la repisa de la chimenea y por un momento creyó ver allí el rostro del místico, que cambiaba con cada parpadeo de la luz de las velas. Atanasio había dicho que el amor que sentía por el místico era profano. Entonces no lo había creído y ahora tampoco. La resolución que había en él como Reconciliador y el deseo que sentía de reencontrarlo, todo formaba parte del mismo plan.

La plegaria había huido de su lengua. No importa, pensó; ahora soy su ejecutor. Se levantó, cogió una de las velas de la repisa y, con una sonrisa, entró en los perímetros del círculo, no como simple viajero sino como maestro, listo para utilizar su motor con un fin milagroso.

2

Echada en los cojines del salón de abajo, Jude sintió que comenzaban a fluir las energías. Le dolían en el pecho y en el vientre, como una leve dispepsia. Se frotó el estómago con la esperanza de aliviar la incomodidad pero no le sirvió de mucho así que se puso en pie y salió cojeando, dejando que Lunes entretuviera a Hoi-Polloi con su parloteo y su destreza. Le había dado por dibujar en las paredes con el humo de una de las velas y luego resaltaba las marcas con las tizas. Hoi-Polloi estaba muy impresionada y sus carcajadas, las primeras que Jude le había oído jamás a la muchacha, la siguieron hasta el vestíbulo, donde encontró a Clem haciendo guardia al lado de la puerta principal, cerrada con llave.

Se miraron fijamente a la luz de las velas durante varios segundos antes de que ella dijera:

—¿Tú también lo sientes?

—Pues sí. No muy agradable, ¿verdad?

—Creí que era sólo yo —dijo Jude.

—¿Por qué sólo tú?

—No sé, una especie de castigo...

—Todavía crees que tiene algún plan secreto, ¿no es así?

—No —dijo Jude alzando los ojos hacia las escaleras—. Creo que está haciendo lo que cree que es mejor. De hecho, lo sé. Urna Umagammagi se metió en su cabeza...

—Dios, no le gustó nada.

—La Diosa hizo un buen informe, le gustara a él o no.

—¿Entonces?

—Entonces sigue habiendo una conspiración en alguna parte.

—¿Sartori?

—No. Es algo que tiene que ver con su Padre y esta puñetera Reconciliación. —Hizo una mueca cuando la incomodidad que sentía en el vientre se hizo más aguda—. No le tengo miedo a Sartori. Es lo que está pasando en esta casa... —Jude rechinó los dientes cuando otra oleada de dolor le atravesó el sistema— lo que no me inspira ninguna confianza.

Volvió la vista para mirar a Clem y supo que, como siempre, aquel hombre escucharía como un amigo cariñoso pero que no podía esperar que la apoyase. Él y Tay eran los ángeles de la Reconciliación y si los presionaba para que decidieran entre su bienestar y el del oficio de aquella noche, la que perdería sería ella.

El sonido de la risa de Hoi-Polloi se escuchó otra vez, no tan ligera corno antes, sino con un trasfondo travieso que Jude sabía que era sexual. Le dio la espalda al sonido y a Clem y su mirada descansó en la puerta de la única habitación de esta casa en la que nunca había entrado. Estaba un poco entreabierta y vio que había velas ardiendo dentro. De toda la compañía que podía buscar ahora que necesitaba consuelo, la de Celestine era la menos prometedora, pero se le habían cerrado el resto de las vías. Se acercó a la puerta y la empujó para abrirla. El colchón estaba vacío y la vela que había al lado estaba casi consumida. La habitación era demasiado grande para que pudiera iluminarla una llama tan irregular, tuvo que estudiar la oscuridad hasta encontrar a su ocupante. Celestine se encontraba de pie, apoyada en la pared contraria.

—Me sorprende que hayas vuelto —le dijo.

Jude había escuchado a muchos oradores exquisitos desde la última vez que había oído a Celestine pero seguía habiendo algo extraordinario en la forma que aquella mujer tenía de mezclar las voces: una corría bajo la otra, como si la parte de ella que había tocado la divinidad no hubiera terminado nunca de casarse con un yo más vil.

—¿Por qué te sorprende?

—Porque pensé que te quedarías con las Diosas.

—Estuve tentada —respondió Jude.

—Pero al final tuviste que volver. Por él.

—Era una simple mensajera, eso es todo. Ahora no tengo ningún derecho sobre Cortés.

—No me refería a Cortés.

—Ya veo.

—Me refería...

—Sé a quién te referías.

—¿Es que no soportas que se pronuncie su nombre?

Celestine había estado contemplando la llama de la vela pero ahora levantó los ojos y miró a Jude.

—¿Qué vas a hacer cuando esté muerto? —le preguntó—. Va a morir, ¿te das cuenta de eso? Tiene que hacerlo. Cortés querrá ser magnánimo, como se supone que deben ser los vencedores; querrá perdonar todos los pecados de su hermano. Pero serán demasiados los que exijan su cabeza.

Hasta ahora Jude no había contemplado la posibilidad de la desaparición de Sartori. Ni siquiera en la torre, sabiendo como sabía que Cortés había ido en busca de su hermano con la intención de detener el mal que hacía, ni siquiera entonces creyó que moriría. Pero lo que Celestine decía era cierto, sin lugar a dudas. Eran incontables los que reclamaban su cabeza, tanto en el mundo secular como en el divino. Incluso aunque Cortés estuviese dispuesto a perdonar, Jokalaylau no lo estaría, y tampoco el Invisible.

—Sois muy parecidos, sabes, él y tú —dijo Celestine—. Ambos copias de un original más hermoso.

—Jamás conociste a Quaisoir —respondió Jude—. No sabes si era más hermosa o no.

—Las copias son siempre más bastas. Es su naturaleza. Pero al menos tienes instinto. Él y tú os pertenecéis. Por eso suspiras, ¿no es cierto? ¿Por qué no lo admites?

—¿Por qué tendría que desahogarme contigo?

—¿No es eso lo que has venido a hacer? Aquí no vas a encontrar comprensión.

—¿Y ahora escuchamos tras la puerta?

—He oído todo lo que ha pasado en esta casa desde que me trajeron aquí. Y lo que no he oído, lo he sentido. Y lo que no he sentido, lo he predicho.

—¿Por ejemplo?

—Bueno, para empezar, ese niño, Lunes, va a terminar copulando con esa virgencita que te trajiste de Yzordderrex.

—Para predecir eso no hace falta un oráculo precisamente.

—Y al oviáceo no le queda mucho de vida.

—¿El oviáceo?

—Se hace llamar Descansito. La bestia que tuviste bajo el tacón. Le pidió al maestro que lo bendijera hace un rato. Se asesinará antes de que rompa el día.

—¿Por qué iba a hacer eso?

—Sabe que cuando Sartori fallezca él también estará perdido, por mucha lealtad que le haya jurado al lado ganador. Es sensato. Quiere elegir su momento.

—¿Y se supone que yo tengo que aprender algo de eso?

—No creo que seas capaz de suicidarte —dijo Celestine.

—Tienes razón. Tengo demasiado por lo que vivir.

—¿La maternidad?

—Y el futuro. Se va a producir un cambio en esta ciudad. Ya lo he visto en Yzordderrex. Las aguas se elevarán...

—... y la gran hermandad femenina repartirá amor desde las alturas.

—¿Por qué no? Clem me ha contado lo que ocurrió cuando vino la Diosa. Estabas en éxtasis así que no intentes negarlo.

—Quizá lo estaba. ¿Pero te crees que eso nos va a convertir en hermanas a ti y a mí? ¿Qué tenemos en común, además de nuestro sexo?

La pregunta estaba hecha para herir pero su franqueza hizo que Jude contemplara a su interpelante con ojos nuevos. ¿Por qué estaba Celestine tan impaciente por negar cualquier lazo entre ellas salvo el de la feminidad? Porque existía algún otro lazo y estaba en el corazón mismo de su enemistad. Y ahora que el desprecio de Celestine había liberado a Jude de la veneración que había sentido por ella, tampoco era tan difícil ver dónde se cruzaban sus historias. Desde el principio Celestine había distinguido a Jude como una mujer que hedía a coito. ¿Por qué? Porque ella también hedía a coito. Y ese asunto con el niño que surgía una y otra vez: la raíz era la misma. Celestine también había parido un bebé para esta dinastía de Dioses y semidioses. A ella también la habían utilizado y nunca había terminado de asimilarlo. Cuando se ponía furiosa con Jude, la mujer manchada que no quería admitir el error que suponía tener una vida sexual, ser fecunda, Celestine se estaba poniendo furiosa con algún fallo que veía en sí misma.

¿Y la naturaleza de ese fallo? No era tan difícil adivinarlo, ni expresarlo en voz alta. Celestine había hecho una pregunta muy franca. Ahora le tocaba a Jude.

—¿Fue de verdad una violación? —dijo.

Celestine levantó los ojos, su mirada era viperina. La negación consiguiente, sin embargo, fue más medida.

—Me temo que no sé a qué te refieres —dijo.

—Bueno —respondió Jude—, ¿de qué otra forma puedo decirlo? —Hizo una pausa y dijo—: ¿El Padre de Sartori te tomó contra tu voluntad?

La otra mujer fingió comprender lo que le decían en ese instante para luego simular escandalizarse.

—Pues claro que sí —dijo—. ¿Cómo has podido preguntar algo así?

—Pero sabías a dónde ibas, ¿no es cierto? Me doy cuenta que Dowd te drogó al principio pero no estuviste en coma durante todo el viaje por los Dominios. Sabías que algo extraordinario estaba aguardando al final del viaje.

—No...

—¿Te acuerdas? Sí, claro que sí. Recuerdas cada kilómetro de aquel viaje. Y no creo que Dowd mantuviera la boca cerrada durante todas aquellas semanas. Era el chulo de Dios y estaba orgulloso de ello. ¿No es cierto?

Celestine no replicó. Se limitó a mirar fijamente a Jude, a retarla a continuar, cosa que Jude estaba encantada de hacer.

—Así que te dijo lo que había más adelante, ¿verdad? Dijo que ibas a la Ciudad Sagrada y que ibas a ver al mismísimo Invisible. Y no sólo ibas a verlo, te iba a amar. Y te sentiste halagada.

—No fue así.

—¿Cómo fue entonces? ¿Hizo que Sus ángeles te sujetaran mientras él realizaba su hazaña? No, me parece que no. Te echaste allí y dejaste que hiciera lo que le saliera de los cojones porque te iba a convertir en la esposa de Dios y la madre de Cristo...

—¡Calla!

—Si me equivoco, cuéntame cómo fue. Dime que chillaste, luchaste e intentaste arrancarle los ojos.

Celestine siguió mirándola pero no dijo nada.

—Por eso me desprecias, ¿verdad? —continuó Jude—. Por eso soy la mujer que hiede a coito. Porque yací con un trozo del mismo Dios que tú y no te gusta que te recuerden eso.

—¡A mí no me juzgues, mujer! —gritó de repente Celestine.

—¡Entonces no me juzgues tú a mí! Mujer. Hice lo que quise con el hombre que quise y llevo en mi interior las consecuencias. Tú hiciste lo mismo. Yo no me avergüenzo. Tú sí. Por eso no somos hermanas, Celestine.

Había dicho lo que tenía que decir y no le interesaba mucho someterse a una nueva andanada de insultos y negativas, así que le dio la espalda a la otra mujer y ya tenía la mano en la puerta cuando habló Celestine. No negó nada. Habló en voz baja, casi perdida en los recuerdos.

—Era una ciudad de iniquidades —dijo—. ¿Pero cómo iba a saber yo eso? Creí que era una mujer bendita entre las mujeres, la elegida por Dios para ser...

—¿Su desposada? —dijo Jude mientras se apartaba de la puerta.

—Esa es una bonita palabra —dijo Celestine—. Sí. Su esposa. —Dio un profundo suspiro—. Ni siquiera llegué a ver jamás a mi esposo.

—¿Qué viste?

—A nadie. La ciudad estaba llena, sé que estaba llena, vi sombras en las ventanas, los vi cerrar las puertas cuando yo pasé pero nadie me mostró su rostro.

—¿Tenías miedo?

—No. Era demasiado bonito. Las piedras estaban llenas de luz y las casas eran tan altas que casi no podías ver el cielo. No se parecía a nada de lo que hubiera visto jamás. Y caminé y caminé y no dejaba de pensar, pronto enviará un ángel a por mí y me llevarán hasta su palacio. Pero no hubo ángeles. Sólo la ciudad, que seguía y seguía en todas direcciones y después de un rato me cansé. Me senté, sólo para descansar unos minutos, y me dormí.

—¿Te dormiste?

—Sí. ¡Imagínatelo! Estaba en la Ciudad de Dios y me dormía. Y soñé que había vuelto a Tyburn, donde me había encontrado Dowd y que estaba viendo cómo colgaban a un hombre, me metí entre la multitud hasta que me coloqué bajo la horca. —Celestine levantó la cabeza—. Recuerdo que miraba hacia arriba y lo veía pataleando en un extremo de la soga. Tenía los calzones desabrochados y le asomaba la vara.

La expresión de su rostro era puro asco pero se obligó a terminar la historia.

—Y yo me eché debajo de él, me acosté en el suelo delante de todas aquellas personas, mientras él pataleaba y su vara se ponía cada vez más roja. Y cuando murió, derramó su semilla. Yo quería levantarme antes de que me tocara pero tenía las piernas abiertas y ya era demasiado tarde. Cayó sobre mí. No mucho. Sólo unos cuantos chorros. Pero yo sentí cada gota en mi interior como si fuese una pequeña hoguera y quise gritar. Pero no lo hice porque fue entonces cuando oí la voz.

—¿Qué voz?

—Estaba en el suelo, debajo de mí. Y susurraba.

—¿Qué decía?

—Lo mismo una y otra vez: «Nisi Nirvana. Nisi Nirvana. Nisi... Nirvana».

En el momento de repetir las palabras las lágrimas empezaron a fluir en abundancia. Celestine no intentó restañarlas pero la repetición vaciló.

—¿Era Hapexamendios el que te hablaba? —preguntó Jude.

Celestine negó con la cabeza.

—¿Por qué iba a hablarme? Ya tenía lo que necesitaba. Yo me había echado y había soñado mientras Él dejaba caer su semilla. Ya se había ido, había vuelto con sus ángeles.

—¿Entonces quién era?

—No lo sé. Lo he pensado una y otra vez. Incluso hice un cuento para contárselo al niño, para que cuando yo me hubiera ido, él se pudiera quedar con el misterio. Pero creo que jamás quise saberlo en realidad. Temía que mi corazón explotase si llegaba a saber la respuesta. Temía que el corazón del mundo explotase.

Levantó los ojos y miró a Jude.

—Así que ya conoces mi vergüenza —dijo.

—Conozco tu historia —dijo Jude—. Pero no veo ninguna razón para avergonzarse.

Sus lágrimas, que llevaba conteniendo desde que Celestine había comenzado a compartir ese horror con ella, se derramaron ahora, fluían un poco por el dolor que sentía y un poco por la duda que todavía se agitaba en su interior, pero sobre todo por la sonrisa que apareció en el rostro de Celestine cuando oyó la respuesta de Jude y vio que la otra mujer abría los brazos y cruzaba la habitación para abrazarla como a un ser querido al que hubiera perdido y vuelto a encontrar antes de algún fuego final.

Capítulo 23

1

Si llegar al instante de la Reconciliación había sido para Cortés una serie de momentos que había vivido para el recuerdo y que lo habían llevado de nuevo hacia sí mismo, el más grande de todos esos momentos, y aquel para el que menos preparado estaba, era la Reconciliación en sí.

Aunque no era la primera vez que realizaba el oficio, las circunstancias habían sido radicalmente diferentes. Para empezar, entonces había contado con todo el ceremonial de un gran acontecimiento. Había entrado en el círculo como un boxeador profesional alrededor de cuya cabeza pendía un ambiente de felicitaciones antes de que hubiera empezado a sudar siquiera, sus mecenas y admiradores una multitud que se deshacía en vítores a su alrededor. Esta vez estaba sólo. Y luego había tenido los ojos puestos en lo que el mundo derramaría sobre él una vez terminado el oficio: qué mujeres caerían a sus pies, qué riquezas y glorias alcanzaría. Esta vez, el premio que se ofrecía ante sus ojos era algo muy diferente y no podría contarse en sábanas manchadas y monedas. Era el instrumento de un poder superior y más sabio.

Eso fue lo que se llevó el miedo. Cuando abrió su mente al proceso, sintió que lo invadía una gran calma que sometía la inquietud que había sentido al subir las escaleras. Le había dicho a Jude y Clem que unas fuerzas recorrerían la casa, fuerzas que sus ladrillos jamás habían conocido, y era cierto. Sintió que eran ellas las que alimentaban su debilitada mente, las que sacaban de allí sus pensamientos para reunir el Dominio en el círculo.

Y comenzó a recogerlo empezando por el lugar en el que estaba sentado. Su mente se extendió hacia los cuatro puntos cardinales, hacia arriba y hacia abajo, para incorporar la habitación entera. Era un espacio fácil de aprehender. Generaciones de poetas carcelarios habían hecho por él las analogías y él las tomó prestadas de buen grado. Las paredes eran los límites de su cuerpo, la puerta la boca, las ventanas los ojos: similitudes comunes y corrientes que no ponían a prueba ni una pizca de su poder de comparación. Disolvió las tablas del suelo, el yeso, el cristal y los miles de pequeños detalles con la misma lírica del confinamiento y, tras haberlo convertido todo en parte de él, rompió los límites para ir más lejos.

Cuando su imaginación empezó a bajar las escaleras y a subir al tejado, comenzó a sentir que ganaba velocidad. Su intelecto, perseguido por la literatura, se rezagaba ya detrás de una sensibilidad más veleidosa que le devolvía similitudes para la casa entera antes de que sus facultades lógicas hubieran llegado siquiera al vestíbulo.

Una vez más, su cuerpo era la medida de todas las cosas: el sótano, los intestinos; el tejado, el cuero cabelludo; las escaleras, la espina dorsal. Una vez entregadas las pruebas, sus pensamientos salieron volando de la casa, se elevaron sobre las tejas y se extendieron por las calles. Consideró por un momento a Sartori al pasar, sabía que su otro yo estaba allí fuera, en algún lugar de la noche, acechando. Pero su mente era inconstante y le entusiasmaba demasiado la capacidad que tenía y su velocidad para ir a buscar entre las sombras a un enemigo ya derrotado.

Con la velocidad llegó la tranquilidad. No era más difícil reclamar las calles que la casa que ya había devorado. Su cuerpo tenía sus vías y sus intersecciones, tenía sus lugares para excretar y sus magníficas y engalanadas fachadas; tenía sus ríos, que surgían de un manantial, y su parlamento y su santa sede.

Comenzó a comprender que la ciudad entera se podía comparar a su carne, sus huesos y su sangre. ¿Y por qué habría de sorprenderle tanto? Cuando un arquitecto se ponía a construir una ciudad, ¿dónde buscaba la inspiración? En la piel en la que había vivido desde su nacimiento. Era el primer modelo para cualquier creador. Era escuela, comedor, matadero e iglesia; podía ser prisión, burdel y manicomio. No había ni un sólo edificio en ninguna calle de Londres al que no se hubiera dado comienzo en la ciudad privada de la anatomía de algún arquitecto y todo lo que Cortés tenía que hacer era abrir su mente a ese hecho y los distritos eran suyos, vendrían corriendo a sumarse a la asamblea reunida en su cabeza.

Voló hacia el norte, por Highbury y Finsbury Park, hasta Palmer's Green y Cockfosters. Fue al este con el río, pasó por Greenwich, donde se encontraba el reloj que marcaba la llegada de la medianoche, y continuó hacia Tilbury. El oeste lo llevó por Marylebone y Hammersmith, al sur por Lambeth y Streatham, donde había conocido a Pai'oh'pah tanto tiempo atrás.

Pero los nombres pronto se convirtieron en algo irrelevante. Como el suelo visto desde un avión que alza el vuelo, los detalles de una calle o un distrito se convirtieron en parte de otro dibujo más apetitoso todavía para su ambicioso espíritu. Vio el Wash brillando al este y el Canal al sur, en calma esta húmeda noche. Aquí había un magnífico desafío, un desafío nuevo. ¿Era su cuerpo, que había demostrado equivaler a una ciudad, también la medida de esta geografía más inmensa? ¿Por qué no? El agua fluía según las mismas leyes en todas partes, ya fuera el conducto un surco en su frente o una grieta entre continentes. ¿Y no eran sus manos como dos países, colocados uno al lado del otro en su regazo, con las penínsulas casi tocándose y el paisaje marcado y repleto de estrías?

No había nada fuera de su organismo que no se reflejara en su interior: ni mar, ni ciudad, ni calle, ni tejado, ni habitación. Él estaba en el Quinto y el Quinto en él, reuniéndose para transportarse al Ana como prueba, mapa y poema, elogio escrito de que todas las cosas fuesen Una.

En los otros Dominios se producía la misma búsqueda de similitudes.

Desde su círculo en el Monte de Ola Bayak, Ácaro Bronco ya había metido en su red de disolución tanto la ciudad de Patashoqua como la autopista que salía de sus puertas rumbo a las montañas. En el Tercero, Scopique (despejados el temor de que la ausencia del Eje invalidara su oficio) estaba extendiendo su comprensión por el Kwem hacia los terrenos erosionados por el viento que rodeaban Mai-ké. En L'Himby, donde no tardaría en llegar, había celebrantes reuniéndose en los templos, les habían dado esperanzas los profetas que habían salido de sus escondites la noche antes para extender la noticia de que la Reconciliación era inminente.

No menos inspirado, Atanasio estaba en ese momento volviendo por la Vía Crucis hasta las fronteras con el Tercero y rozando el océano hasta las islas mientras un yo más sensible recorría las cambiadas calles de Yzordderrex. Encontró allí retos desconocidos para Scopique, Ácaro Bronco o incluso Cortés. Había maravillas resbaladizas sueltas en aquellas calles que desafiaban cualquier analogía fácil. Pero al invitar a Atanasio a unirse al Sínodo, Scopique había elegido mejor de lo que pensaba. La obsesión de aquel hombre por Cristo, el Dios sangrante, le proporcionaba una comprensión de lo que las Diosas habían forjado que un hombre menos preocupado por la muerte y la resurrección jamás habría reconocido. En las calles desfiguradas de Yzordderrex vio un reflejo de su propia desfiguración física. Y en la música de las iconoclastas aguas un eco de la sangre que brotaba de sus heridas transformada (gracias al amor de la Santa Madre que había venerado) en un licor sublime y curativo.

Sólo Chicka Jackeen, en la frontera del Primer Dominio, tenía que trabajar con las abstracciones, pues no había nada de naturaleza física de lo que pudiera sacar sus similitudes. Todo lo que tenía era el muro vacío de la Mácula y en eso debía concentrarse. Del Dominio que se hallaba detrás (y sobre él recaía la responsabilidad de resumirlo y llevarlo al Ana) no tenía ningún conocimiento.

Pero no había pasado tantos años estudiando el misterio sin encontrar algún medio de enfrentarse a él. Aunque su cuerpo no ofrecía ninguna analogía para el enigma que aguardaba al otro lado de la línea divisoria, había un lugar en su interior igual de oculto a la vista e igual de abierto a las investigaciones realizadas por exploradores soñadores como él. Dejó que la mente (el proceso nunca contemplado que daba poder a cada acción significativa, que construía la devoción que lo mantenía en este círculo) fuera su semejanza. El muro vacío de la Mácula era el hueso blanco de su cráneo, limpio de todo fragmento de carne y cabello. La fuerza interior, incapaz de estudiarse de forma imparcial, era tanto el Dios del Primero como los pensamientos de Chicka Jackeen, unidos por un escrutinio mutuo.

Después de esta noche, ambos quedarían libres de la maldición de la invisibilidad. La Mácula caería y la Divinidad volvería a aparecer para recorrer Imajica. Cuando eso ocurriera, cuando la misma Divinidad que había metido a los nullianacs en su horno y había quemado su maldad, ya no estuviera separada de Sus Dominios, se produciría una revelación como nunca antes había habido. Los muertos, atrapados en su condición y sin poder encontrar la puerta, tendrían una luz para guiarlos. Y los vivos, que ya no temerían decir lo que piensan, saldrían de sus casas como deidades y llevarían sus cielos privados sobre sus cabezas para que todos los vieran.

Sumido en su propio oficio, Cortés no comprendía muy bien lo que sus compañeros maestros estaban logrando pero lo tranquilizó la ausencia de alarma en los otros Dominios, todo iba bien. Tanto dolor y humillaciones como había soportado para llegar a este lugar habían quedado recompensadas en las pocas horas transcurridas desde que había entrado en el círculo. Lo inundó un éxtasis que sólo había conocido durante el instante que dura un latido y contradijo la convicción que siempre había tenido, que tales sensaciones sólo se percibían en pequeños destellos porque sentirlas durante más tiempo haría que le estallara el corazón. No era cierto. El éxtasis no cesaba y él sobrevivía: más que sobrevivir, florecía, su autoridad sobre el oficio más fuerte con cada ciudad y cada mar que recuperaba para el círculo en el que se encontraba.

El Quinto ya casi estaba allí con él, compartiendo el espacio, enseñándole con su venida dónde se encontraba el verdadero poder de un Reconciliador. No era una técnica con lances y ecos, ni era pneumas, ni resurrecciones, ni la expulsión de demonios. Era la fuerza para invocar la miríada de maravillas que alberga un Dominio entero con sólo los nombres de su cuerpo y que el símil no lo quebrara; admitir que estaba en el mundo hasta el punto más pequeño, y el mundo en él y que no lo volvieran loco las complejidades que contenía ni se enamorara tanto de los paisajes por los que se extendía que perdiera todo recuerdo del hombre que había sido.

Había tal placer en este proceso que la risa empezó a sacudirlo allí sentado, en el círculo. Su buen humor no lo distraía de su propósito sino que lo facilitaba aún más, sus pensamientos escuchaban su risa y salían corriendo del círculo hacia regiones tan brillantes como ignoradas y volvían con sus premios como los mensajeros enviados con poemas a una tierra prometida, volvían con ella a la espalda y esta florecía por el camino.

2

En la habitación de arriba, Descansito oyó las carcajadas y se puso a brincar a tono con el júbilo del Liberatore. ¿Qué otra cosa podía significar un sonido así salvo que la hazaña estaba a punto de lograrse? Incluso si él no veía las consecuencias de este triunfó, pensó la criatura, su última noche en el mundo de los vivos había quedado enormemente endulzada por todo aquello de lo que había formado parte. Y si acaso hubiese otra vida para criaturas como él (aunque de eso no estaba en absoluto seguro), entonces el relato de esta noche sería un magnífico cuento que contar cuando se encontrase en compañía de sus ancestros.

Preocupado pues no quería molestar al Reconciliador, la criatura renunció a su danza de celebración y estaba a punto de regresar a la ventana y a sus obligaciones de vigilante nocturno cuando oyó un sonido que sus sigilosas pisadas habían ocultado. Su mirada abandonó el alféizar para dirigirse al techo. Se había levantado algo de viento en los últimos minutos y cruzaba el tejado rozándolo apenas y sacudiendo la pizarra a su paso, o eso pensó Descan, hasta que se dio cuenta de que el árbol de fuera estaba tan quieto como el Kwem en el equinoccio.

Descansito no venía de una tribu de héroes, más bien lo contrario. Las leyendas de su pueblo se referían a famosos apologistas, seres modestos, desertores y cobardes. Su instinto, al oír aquel sonido por encima de su cabeza, le empujó a correr escaleras abajo tan rápido como sus estevadas piernas supieran. Pero luchó contra lo que la naturaleza le dictaba, por el Reconciliador, y se acercó con cautela a la ventana con la esperanza de vislumbrar por un instante lo que estaba pasando más arriba.

Se subió al alféizar y, boca arriba, se deslizó un poco para asomarse al alero. Una bruma ensuciaba la luz de las estrellas y el tejado estaba oscuro. La criatura se inclinó hacia el exterior un poco más, el alféizar duro bajo su espalda huesuda. Desde la ventana de abajo, el sonido de la risa del Reconciliador subió flotando y su música lo tranquilizó. Descansito tuvo tiempo de sonreír al oírla. Luego, algo tan oscuro como el tejado y tan sucio como la niebla que cubría las estrellas se estiró y le tapó la boca. El ataque fue tan repentino que Descansito se soltó del marco de la ventana y cayó hacia atrás pero su verdugo lo tenía agarrado con demasiada fuerza para dejarlo caer y lo subió a pulso al tejado. En cuanto vio a los allí reunidos, Descan supo al instante que había cometido varios errores. Uno, se había tapado la nariz y por tanto no había olido a los congregados. Dos, había confiado demasiado en la teología que enseñaba que el mal viene de abajo. En absoluto, para nada. Mientras vigilaba la calle por si venía Sartori y su legión, había descuidado la ruta de los tejados, que era igual de sólida para criaturas tan ágiles como estas.

No había más de seis, claro que tampoco hacían falta más. Los gek-a-gek eran los más temidos entre los temidos; oviáceos que sólo los más arrogantes de los maestros habrían invocado en los Dominios. Tan inmensos como tigres, e igual de esplendorosos, tenían manos del tamaño de la cabeza de un hombre y cabezas tan planas como las manos de un hombre. Los flancos eran traslúcidos bajo cierta luz pero aquí habían hecho un pacto con la oscuridad y yacían (todos salvo el verdugo) en el vértice del tejado; ocultaban con sus siluetas al maestro hasta que este se levantó y murmuró que le trajeran al cautivo a sus pies.

—Bueno, Descansito —dijo, las palabras demasiado tenues para que las oyeran en las habitaciones inferiores pero lo bastante altas para hacer que la criatura evacuara de puro terror—. Quiero que derrames por mí un poco más de mierda.

3

A Sartori no le produjo ninguna satisfacción ver apagarse la vida de Descansito. La sensación de júbilo que había sentido al amanecer cuando, tras convocar a los gek-a-gek, había contemplado el enfrentamiento que lo aguardaba unas horas después, había desaparecido prácticamente del todo con el sudor provocado por el calor del día intermedio. Los gek-a-gek eran bestias poderosas y muy bien podrían haber sobrevivido al trayecto de Shiverick Square a la calle Gamut pero ningún oviáceo apreciaba demasiado la luz de cualquier cielo y en lugar de arriesgarse a que se debilitaran, Sartori había preferido quedarse bajo los árboles con su manada, descontando las horas. Sólo una vez se había aventurado a abandonar su compañía y había encontrado las calles desiertas. Esa visión debería haberlo alentado. Con la zona desierta, sus criaturas y él no tendrían testigos cuando se lanzaran sobre el enemigo. Pero sentado en el silencioso emparrado con su legión adormilada, sin que ni siquiera el sonido de una mosca lo distrajera, su mente fue presa de temores que había desechado hasta ahora, temores alentados por la visión de estas calles vacías.

¿Era posible que sus propósitos revisionistas estuvieran a punto de ser arrollados por una revisión más inmensa todavía? Se dio cuenta de que sus sueños de una Nueva Yzordderrex no tenían ningún valor. Se lo había dicho a su hermano en la torre. Pero incluso si no iba a construir ningún imperio, todavía tenía algo por lo que vivir. Estaba en la casa de la calle Gamut, añorándolo, esperaba, como él la añoraba a ella. Sartori quería continuar, aunque fuera siendo un infierno para el cielo de Cortés. Pero la deserción de la ciudad lo hizo preguntarse si hasta eso no era un sueño imposible.

A medida que avanzaba la tarde, había empezado a ansiar el momento de alcanzar a la calle Gamut, aunque sólo fuera por las señales de vida que le proporcionaría. Pero al llegar se había encontrado con muy poco consuelo. Los fantasmas que permanecían en el perímetro sólo le recordaron lo poco caritativa que era en realidad la muerte y los sonidos que salían de la casa en sí (la risita de una muchacha, en una de las habitaciones inferiores y más tarde unas fuertes carcajadas de su hermano, en la sala de meditación) sólo le parecieron señales de un optimismo idiota.

Ojalá pudiera arrancar esos pensamientos de su cabeza, pero no había forma de escapar de ellos salvo, quizá, en los brazos de su Judith. Esta estaba en la casa, eso lo sabía. Pero con las corrientes tan fuertes que se habían desatado dentro, no se atrevía a entrar. Lo que quería, y lo que por fin le sacó a Descansito, era información sobre su estado y paradero. Él había supuesto, y resultó que se había equivocado, que Judith estaba con el Reconciliador. La mujer se había largado a Yzordderrex, dijo Descansito y había vuelto con historias fabulosas. Pero al Reconciliador no le habían impresionado tanto. Se había producido una gresca y Cortés había comenzado su oficio sólo.

¿Y para empezar, por qué se había ido? inquirió, pero la criatura afirmaba que no lo sabía y no la pudo persuadir para que le diera una respuesta, aunque casi le habían arrancado los miembros y tenía la sesera abierta y a merced de la lengua del gek-a-gek. Había muerto declarando su inocencia con toda energía y Sartori había dejado que la manada jugueteara con el cadáver mientras él se paseaba por el tejado dándole vueltas a lo que le había dicho.

Ah, lo que daría por un taco de kreauchee para dominar su impaciencia o bien para envalentonarlo lo suficiente para llamar a la puerta y decirle que saliera y hacerle el amor entre los fantasmas. Pero estaba demasiado dolorido para enfrentarse a las corrientes. Llegaría el momento, muy pronto, en el que el Reconciliador, una vez completada la recolección, se retiraría al Ana. En ese punto, el círculo, cuyo poder ya no se necesitaría como conducto para devolver a los análogos a su depósito natural, desconectaría esas corrientes y pasaría a concentrarse en conseguir que el Reconciliador atravesara el In Ovo. Ahí, en esa ventana entre el traslado del Reconciliador al Ana y la conclusión del oficio, actuaría él. Entraría en la casa y dejaría que los gek-a-gek se encargaran de Cortés (y de cualquiera que acudiera a protegerlo) mientras él reclamaba a Judith.

Al pensar en ella, y en el kreauchee que anhelaba, Sartori se sacó el huevo azul del bolsillo y se lo llevó a los labios. Había besado su frescor mil veces en las últimas horas, lo había lamido y chupado. Pero lo quería en un lugar más profundo, encerrado en su vientre, como lo estaría ella cuando volvieran a copular. Se lo metió en la boca, echó la cabeza hacia atrás y lo tragó. Bajó con facilidad y le concedió unos minutos de tranquilidad mientras esperaba la hora de su liberación.

Si la cabeza de Clem no hubiera tenido dos inquilinos, es muy posible que hubiera abandonado su lugar en la puerta de la calle durante las horas que pasó el Reconciliador trabajando arriba. Las corrientes que ese proceso había desatado habían hecho que le doliera el vientre al principio pero, después de un rato, el efecto se suavizó e inundó su sistema de una serenidad tan persuasiva que le hubiera gustado encontrar un lugar para echarse y soñar. Pero Tay había vigilado tal negligencia de sus funciones con severidad y siempre que la atención de Clem se distraía, sentía la presencia de su amante (que estaba unida y entrelazada con sus pensamientos de una forma tan sutil que sólo se hacía patente cuando había un conflicto de intereses) que lo obligaba a renovar la vigilancia. Así que se mantuvo en su puesto, aunque a estas alturas, seguro que no era más que un ejercicio académico.

La vela que había colocado al lado de la puerta se estaba ahogando en su propia cera y acababa de inclinarse para quebrar los bordes y dejar que fluyera el exceso cuando oyó que algo chocaba contra el escalón de fuera, un sonido como el de un pez al que golpean contra una losa. Dejó la vela en paz y aplicó el oído a la puerta. No se oyó nada más. ¿Había caído una fruta del árbol que había al lado de la casa, se preguntó, o volvía a caer alguna extraña lluvia esta noche? Se apartó de la puerta y entró en la habitación donde Lunes había estado divirtiendo a Hoi-Polloi. Los jóvenes la habían abandonado para ir en busca de algún lugar más privado y se habían llevado dos de los cojines con ellos. Lo agradó la idea de que hubiera amantes en la casa esta noche y en silencio les deseó lo mejor mientras se acercaba a la ventana. Fuera estaba más oscuro de lo que esperaba y, aunque podía ver el escalón, no era capaz de distinguir entre los objetos que había allí tirados y los diseños que había dibujado Lunes.

Perplejo más que nervioso, volvió a la puerta de la calle y escuchó de nuevo. No se oyó ningún sonido más y a punto estuvo de dejar el asunto. Pero medio esperaba que hubiera empezado a caer de verdad alguna lluvia visionaria y era demasiado curioso para hacer caso omiso del misterio. Apartó la vela de la puerta y al hacerlo la cera apagó la llama. Daba igual. Había más velas ardiendo al pie de la escalera y tenía luz suficiente para encontrar los cerrojos y abrirlos.

En la habitación de Celestine, Jude se despertó y levantó la cabeza del colchón en el que la había recostado una hora antes. La conversación entre las mujeres había continuado durante un rato después de hacer las paces pero el agotamiento de Jude había terminado por alcanzarla y Celestine había sugerido que descansara un rato, cosa que, tranquilizada por la presencia de la madre de Cortés, había estado encantada de hacer. Se desperezaba ahora para encontrarse con que Celestine también había sucumbido, con la cabeza en el colchón y el cuerpo en el suelo. Roncaba bajito, sin dejarse perturbar por lo que había despertado a Jude.

La puerta estaba un poco entreabierta y por ella se colaba un perfume que provocó una leve náusea en el organismo de Jude. Esta se sentó y se frotó el cuello, tenía tortícolis, luego se levantó. Se había quitado los zapatos antes de echarse pero en lugar de buscarlos en la oscurecida habitación, salió al vestíbulo descalza. El olor era ahora mucho más fuerte. Venía de la calle, de fuera, la ruta era clara. La puerta de la calle estaba abierta y los ángeles que la protegían habían desaparecido.

Jude llamó a Clem mientras cruzaba el vestíbulo, iba ralentizando el paso a medida que se acercaba a la puerta abierta. Las velas de las escaleras brillaban lo suficiente para arrojar un poco de luz sobre el escalón. Allí había algo que relucía. Volvió a apurar el paso mientras les pedía a las Diosas por ella y por Clem. Que no sea él, murmuró, al ver que lo que relucía era tejido y había un charco de sangre a su alrededor; por favor, que no sea él.

No lo era. Ahora que ya casi estaba en el umbral, vio los restos de un rostro y lo reconoció: el agente de Sartori, Descansito. Le habían sacado los ojos y la boca, que había vomitado ruegos y halagos en tal abundancia, carecía de lengua. Pero no cabía duda de su identidad. Sólo una criatura del In Ovo podía seguir retorciéndose como hacía esta, negándose a renunciar a una apariencia de vida aun cuando su realidad había desaparecido.

Miró más allá del trofeo y se asomó a las tinieblas de la calle al tiempo que volvía a llamar a Clem. Al principio no hubo respuesta. Luego lo oyó, un grito medio ahogado.

—¡Vuelve dentro! ¡Por... el amor... de Dios, vuelve!

—¿Clem? —Jude salió de la casa, lo que provocó nuevos gritos de alarma en la oscuridad.

—¡No! ¡No!

—No voy a volver sin ti —dijo mientras esquivaba la cabeza del oviáceo.

Oyó que algo dejaba escapar un suave gemido en ese momento, como una criatura que gruñera con el buche lleno de abejas.

—¿Quién anda ahí? —dijo.

Al principio nadie respondió pero Jude sabía que alguien lo haría si esperaba y de quién sería la voz cuando la oyera. No anticipó la naturaleza de la respuesta, sin embargo, ni el tono tan bajo.

—No tenía que ocurrir de este modo —dijo Sartori.

—Si le has hecho daño a Clem...

—No tengo ningún deseo de hacerle daño a nadie.

Jude sabía que mentía. Pero también sabía que no le haría daño a Clem mientras necesitase un rehén.

—Suelta a Clem —le dijo.

—¿Vendrás a mí si lo hago?

La joven dejó pasar un periodo de tiempo decente antes de responder para no parecer demasiado ansiosa.

—Sí —dijo—. Iré.

—¡No, Judy! —dijo Clem—. No. No está sólo.

Ahora lo veía, a medida que sus ojos se iban acostumbrando a la oscuridad. Unas bestias lustrosas y feas rondaban de un lado a otro. Una se había levantado sobre las patas traseras y se afilaba las garras en el árbol. Había otra en la alcantarilla, lo bastante cerca para que Jude le viera las entrañas a través de la piel traslúcida. Su fealdad no la angustió. En los linderos de cualquier drama siempre se acumulaban ese tipo de detritos: restos de personajes descartados, disfraces manchados, máscaras rotas. Eran irrelevantes y su compañero los había tomado como compañía porque sentía cierta afinidad con ellos. Jude los compadecía pero a él, que había llegado a lo más alto, lo compadecía aún más.

—Quiero ver a Clem aquí, en la puerta, antes de moverme —le dijo.

Hubo una pausa, luego Sartori dijo:

—Voy a confiar en ti.

Siguieron a sus palabras más sonidos procedentes de los oviáceos que se paseaban entre las tinieblas y Jude vio que dos de ellos descendían de entre las sombras con Clem entre ellos, con los brazos metidos en sus gargantas. Se acercaron lo suficiente a la acera para que Jude viera la espuma de gula que les subía a los labios, luego, literalmente escupieron a su prisionero. Clem cayó boca abajo en la carretera, con las manos y los brazos cubiertos por la suciedad de las bestias. Jude quiso acudir en su ayuda en ese mismo instante pero aunque los captores se habían retirado, el que rasgaba el árbol se había dado la vuelta y había bajado la cabeza de pala, sus ojos, negros como los de un tiburón, parpadeaban de un lado a otro en las cuencas bulbosas, ansioso por hacerse con la frágil carne que yacía en la carretera. Si ella se movía, temía que el ente saltara sobre Clem, así que se quedó en su sitio, en la puerta, mientras Clem se ponía en pie con esfuerzo. La saliva de los oviáceos le había llenado de ampollas los brazos pero salvo eso estaba ileso.

—Estoy bien, Judy —murmuró—. Vuelve dentro.

Pero ella se quedó en su sitio y esperó hasta que su amigo se hubo levantado y comenzó a cruzar la calle tambaleante antes de empezar a bajar los escalones.

—¡Vuelve! —le dijo él de nuevo.

Jude lo rodeó con los brazos y susurró:

—Clem, no quiero que discutas con esto. Entra en la casa y cierra la puerta con llave. Yo no voy contigo.

El ángel quiso decir algo pero ella lo silenció.

—Nada de discusiones, he dicho. Quiero verlo, Clem. Quiero... estar con él. Ahora, por favor, si me quieres, entra y cierra la puerta.

Jude sintió la renuencia en cada uno de los músculos de su amigo pero este sabía demasiado sobre los asuntos del amor, en especial el amor que desafiaba la ortodoxia, para intentar razonar con ella.

—Sólo recuerda lo que ha hecho —le dijo cuando la dejó marchar.

—Todo forma parte de lo mismo —le respondió ella y pasó sin ruido a su lado. Era fácil dejar atrás la luz. El dolor que las corrientes habían despertado en su médula disminuía con cada metro que ponía entre ella y la casa, y al pensar en el abrazo que la esperaba más adelante aceleraba el paso. Era lo que ella quería y lo que él quería también. Aunque las primeras causas de esta pasión habían desaparecido (una convertida en polvo, la otra envuelta en divinidad), el hombre que aguardaba en la oscuridad y ella eran su encarnación y no se podían negar el uno al otro.

Volvió la vista hacia la casa sólo una vez y vio que Clem se había rezagado ante la puerta. No perdió tiempo intentando convencerle para que entrara, se limitó a darse la vuelta y dirigirse hacia las sombras.

—¿Dónde estás? —dijo.

—Aquí —respondió su amante y salió de entre los pliegues de su legión.

Una única hebra de materia luminiscente lo acompañaba, lo bastante fina para haber sido tejida por arañas oviáceas, pero en algunos sitios interrumpida por cuentas como perlas que se hinchaban y caían de los filamentos, le bajaban por los brazos y la cara y moteaban el suelo que pisaba. La luz le sentaba bien, pero Jude ansiaba demasiado ver la verdad de su rostro para que eso la engañara y al penetrar en el encanto, encontró a su amante muy desmejorado. Había desaparecido el deslumbrante dandi que había conocido en el jardín de plástico de Klein. En sus ojos pesaba ahora la desesperación, tenía las comisuras de la boca caídas y el cabello desaliñado. Quizá siempre había tenido aquel aspecto y se había limitado a utilizar algún eco de poca monta para enmascararlo, pero Jude lo dudaba. Había cambiado por fuera porque algo había cambiado dentro.

Aunque se encontraba ante él indefensa, el hombre no intentó tocarla sino que permaneció en su sitio como un penitente que necesitara una invitación antes de acercarse al altar. A Jude le agradó esta nueva meticulosidad.

—No le he hecho daño a los ángeles —dijo él en voz baja.

—Ni siquiera deberías haberlos tocado.

—No tenía que ocurrir de este modo —dijo él de nuevo—. Fue una torpeza de los gek-a-gek. Se les cayó un trozo de carne del tejado.

—Lo he visto.

—Iba a esperar hasta que disminuyera el poder y luego iba a ir a buscarte por todo lo alto. —Sartori hizo una pausa y luego preguntó—. ¿Me habrías dejado llevarte?

—Sí.

—No estaba seguro. Tenía un poco de miedo de que me rechazaras y me convirtiera entonces en un ser cruel. Ahora eres mi cordura. No puedo seguir sin ti.

—Viviste todos esos años en Yzordderrex.

—Te tenía allí —dijo él—, sólo que con un nombre diferente.

—Y sin embargo eras cruel.

—Imagina cuánto más cruel habría sido —le dijo él, como si le asombrara esa posibilidad—, si no hubiera tenido tu rostro para apaciguarme.

—¿Es eso todo lo que soy para ti? ¿Un rostro?

—Sabes bien que no —dijo él y su voz descendió hasta convertirse en un susurro.

—Dímelo —le respondió ella pidiéndole un poco de cariño. Sartori miró por encima del hombro, hacia la legión. Si les habló, Jude no lo oyó. Las bestias se limitaron a retirarse, amedrentadas por su mirada. Cuando se fueron, su amante le rodeó el rostro con las manos, los dedos meñiques justo por debajo de la línea de la mandíbula, los pulgares posados con suavidad en las comisuras de sus labios. A pesar del calor que seguía elevándose del asfalto cocido, la piel del hombre estaba fresca.

—Por una razón u otra —le dijo—, no tenemos mucho tiempo así que lo diré de forma muy simple. Ya no hay futuro para nosotros. Quizá lo había ayer pero esta noche...

—Creí que ibas a construir una Nueva Yzordderrex.

—Así era. Y tengo el modelo perfecto para ella aquí. —Los pulgares masculinos se desplazaron de las comisuras de su boca al centro de los labios y los acariciaron—. Una ciudad hecha a tu imagen y semejanza, en lugar de estas calles miserables.

—¿Pero ahora?

—No tenemos tiempo, amor. Mi hermano está haciendo su trabajo ahí arriba y cuando termine... —Sartori suspiró y bajó todavía más la voz—, cuando termine...

—¿Qué? —dijo ella. Había algo que él quería compartir con ella pero era él mismo quien se lo prohibía.

—Tengo entendido que volviste a Yzordderrex —le dijo él.

Jude quería presionarlo para que terminase su explicación pero sabía que no debía espolearlo demasiado así que le respondió; sabía que las antiguas dudas de su amante podían surgir de nuevo si tenía paciencia. Sí, le dijo, era cierto que había estado en Yzordderrex y había encontrado el palacio muy cambiado. Eso despertó el interés de Sartori.

—¿Quién se ha apropiado de él? ¿No será Rosengarten? No. Los carestes. Ese puñetero cura, el tal Atanasio...

—Ninguno de esos.

—¿Entonces quién?

—Las Diosas.

La telaraña de luminiscencia aleteó alrededor de su cabeza, agitada por su angustia.

—Siempre estuvieron allí —le dijo Jude—. O al menos una de ellas, una Diosa llamada Urna Umagammagi. ¿Has oído hablar de Ella?

—Leyendas...

—Estaba en el Eje.

—Eso es imposible —dijo Sartori—. El Eje le pertenece al Invisible. Toda Imajica le pertenece al Invisible.

Jude jamás había oído de sus labios ni un aliento de sumisión, pero ahora lo oyó.

—¿También es nuestro Dueño? —le preguntó.

—Quizá podamos escapar de eso —le respondió él—. Pero será difícil, amor. Es el Padre de todos nosotros. Espera obediencia, incluso hasta el final. —De nuevo una dolorosa pausa pero esta vez la siguió una petición—. ¿Querrás abrazarme? —le preguntó.

Jude respondió con los brazos. Las manos masculinas abandonaron su rostro, le atravesaron el cabello y se unieron a su espalda.

—Antes pensaba que construir ciudades era algo divino —murmuró Sartori—. Y que si construía una lo bastante magnífica, permanecería para siempre y yo también. Pero todo desaparece antes o después, ¿no es cierto?

Jude oyó en sus palabras una desesperación que era todo lo contrario al celo visionario de Cortés, como si desde que los había conocido se hubieran intercambiado sus vidas. Cortés, el amante infiel, se había convertido en comerciante de cielos mientras que Sartori, el antiguo fabricante de infiernos, estaba aquí, ofreciendo amor como última salvación.

—¿Qué es la obra de Dios —le preguntó ella en voz baja—, si no la construcción de ciudades?

—No lo sé —dijo el hombre.

—Bueno... quizá no sea asunto nuestro —le respondió ella, quería fingir la indiferencia que siente un amante ante asuntos de importancia—. Nos olvidaremos del Invisible. Nos tenemos el uno al otro. Tenemos el niño. Podemos estar juntos todo el tiempo que queramos.

Había tanta verdad en esos sentimientos, Jude albergaba tanta esperanza de que esa visión pudiera hacerse realidad, que utilizarla para manipularlo la enfermaba. Pero tras haberle dado la espalda a la casa y todo lo que contenía, podía oír en los susurros de su amante ecos de las mismas dudas que la habían convertido a ella en una paria y si tenía que utilizar los sentimientos que había entre ellos para resolver por fin el enigma, que así fuera. Su eficacia no alivió las náuseas que le producía aquel engaño. Cuando Sartori dejó escapar un pequeño sollozo, como ocurrió ahora, Jude quiso confesarle sus motivos. Pero luchó contra ese deseo y lo dejó sufrir con la esperanza de que por fin su amante se desahogara y confesara todo lo que sabía, aunque sospechaba que aquel hombre jamás se había atrevido siquiera a dar forma a esos pensamientos y mucho menos a expresarlos.

—No habrá ningún niño —dijo—, ni estaremos juntos.

—¿Por qué no? —le respondió ella mientras luchaba por mantener un tono optimista—. Podemos irnos ahora, si quieres. Podemos ir a cualquier sitio y escondernos.

—Ya no quedan lugares en los que esconderse —le dijo él.

—Encontraremos uno.

—No. No hay ninguno.

Sartori se apartó de ella. Jude se alegró de que estuviera llorando. Sus lágrimas eran un velo entre la mirada de su amante y su propia duplicidad.

—Le dije al Reconciliador que yo era mi propio destructor —le dijo él—. Le dije que veía mis obras y conspiraba contra ellas. Pero entonces me pregunté: ¿De quién son los ojos con los que miro? ¿Y sabes cuál es la respuesta? Son los ojos de mi Padre, Judith. Los ojos de mi Padre...

De todas las voces que regresaron a la cabeza de Jude mientras él hablaba, fue la de Clara Leash la que ella oyó. El hombre destructor que deshace el mundo por propia voluntad. ¿Y existía alguna masculinidad más perfecta que el Dios del Primer Dominio?

—Si yo veo mis obras con estos ojos y quiero destruirlos —murmuró Sartori—, ¿qué ve Él? ¿Qué quiere Él?

—La Reconciliación —dijo ella.

—Sí. Pero ¿por qué? No es un comienzo, Judith. Es el final. Cuando Imajica esté completa, la convertirá en un yermo.

Jude se apartó de él.

—¿Cómo lo sabes?

—Creo que siempre lo he sabido.

—¿Y no has dicho nada? Todas esa palabrería sobre el futuro...

—No me atrevía a admitirlo ante mí mismo. No quería creer que fuese otra cosa salvo yo mismo. Tú lo entiendes. Te he visto luchar para ver con tus propios ojos. Yo hice lo mismo. No podía admitir que Él formara parte de mí, hasta ahora.

—¿Por qué ahora?

—Porque a ti te veo con mis propios ojos. Es con mi corazón con el que te quiero. Te quiero, Judith, y eso significa que me he librado de Él. Puedo admitir... lo... que... sé.

Sartori se disolvió en lágrimas pero seguía aferrado a ella mientras temblaba.

—No hay lugar en el que esconderse —le dijo él—. Sólo nos quedan unos minutos, juntos, tú y yo. Apenas unos dulces momentos. Luego se habrá acabado.

Jude oía todo lo que él le decía pero sus pensamientos se hallaban también en lo que estaba ocurriendo en la casa que tenía a sus espaldas. A pesar de todo lo que le había oído a Urna Umagammagi, a pesar del celo del maestro, a pesar de todas las calamidades que provocaría su interferencia, había que interrumpir la Reconciliación.

—Todavía podemos detener al Dios —le dijo a Sartori.

—Ya es demasiado tarde —respondió él—. Que disfrute de su victoria. Nosotros podemos desafiarlo de una forma mejor. De una forma más pura.

—¿Cómo?

—Podemos morir juntos.

—Eso no es desafiarlo. Es una derrota.

—No quiero vivir con su presencia en mí. Quiero acostarme a tu lado y morir. No dolerá, amor.

Sartori se abrió la chaqueta. Tenía dos hojas en el cinturón. Resplandecían bajo la luz de las hebras flotantes, pero los ojos del hombre resplandecían aun más, mucho más peligrosos. Sus lágrimas se habían secado y parecía casi feliz.

—Es el único modo —le dijo él.

—No puedo.

—Si me quieres, lo harás.

Jude se soltó el brazo.

—Quiero vivir —dijo mientras daba un paso atrás para apartarse de él.

—No me abandones —le respondió él. Había una advertencia en su voz y también un ruego—. No me dejes a merced de mi Padre. Por favor. ¡Si me quieres, no me dejes a merced de mi Padre, Judith!

Se sacó los cuchillos del cinturón y fue tras ella ofreciéndole al mismo tiempo el mango de uno, como un mercader que vendiera suicidios. Jude le dio un golpe a la hoja que le brindaba y el cuchillo se desprendió de la mano masculina. Cuando el filo voló por los aire, ella se dio la vuelta, quisiera la Diosa que Clem hubiera dejado la puerta abierta. La había dejado y había encendido todas las velas que pudo encontrar, a juzgar por el derroche de luz que se vertía por los escalones. Aceleró el paso y oyó la voz de Sartori tras ella mientras corría. Sólo dijo su nombre, pero la amenaza que se ocultaba en esas sílabas era inconfundible. Jude no contestó (su huida era respuesta suficiente) pero cuando llegó a la acera, giró la cabeza y lo miró. Su amante estaba recogiendo el cuchillo caído y ya se levantaba.

Una vez más dijo:

—Judith...

Pero esta vez era una advertencia de un orden distinto. A su izquierda, un movimiento atrajo la mirada de Jude. Uno de los gek-a-gek, el afilador, corría hacia ella, la cabeza plana ancha ahora como la boca de una alcantarilla y con dientes hasta las tripas.

Sartori chilló una orden pero la bestia iba por libre y la atacó sin que nada lo controlara. Jude corrió hacia la puerta y en ese momento escuchó un aullido en la entrada. Lunes estaba allí, desnudo salvo por un mugriento calzoncillo, en la mano una porra improvisada que balanceaba alrededor de la cabeza como un poseso. Jude pasó por debajo del barrido de la porra al llegar a la puerta. Clem estaba detrás del muchacho, listo para tirar de ella y meterla pero ella se volvió para gritarle a Lunes que se apartara a tiempo de ver que el gek-a-gek subía los escalones en su busca. El defensor de Jude no sólo no se apartó sino que bajó el arma con un silbido, dibujó un arco y golpeó al gek-a-gek en la cabeza abierta. La porra se rompió en mil pedazos pero golpe partió uno de los bulbosos ojos de la bestia. Esta, aunque herida, tenía masa suficiente para impulsarla hacia delante y una de las garras recién afiladas encontró la espalda de Lunes cuando éste se volvió para esquivarlo. El muchacho chilló y quizá hubiera caído bajo el ataque del oviáceo si Clem no lo hubiera agarrado por los brazos y prácticamente lo hubiera lanzado al interior de la casa.

La bestia, medio ciega, estaba a un metro de los pies de Jude, había lanzado hacia atrás la cabeza y bramaba de dolor. Pero no era el buche lo que ella vigilaba. Era a Sartori, que venía una vez más hacia la casa, un cuchillo en cada mano y dos gek-a-gek tras sus talones. Tenía los ojos clavados en ella y le brillaban de dolor.

—¡Dentro! —gritó Clem y Jude renunció tanto a la vista como a la puerta para traspasar de golpe el umbral.

El oviáceo tuerto fue tras ella en ese instante pero Clem fue más rápido. La pesada puerta se cerró en un momento y allí estaba Hoi-Polloi para echar los cerrojos a toda prisa y dejar a la bestia herida y a su dueño, aún más herido, fuera, en medio de la oscuridad.

En el piso de arriba, Cortés no oyó nada. Por fin había atravesado, merced a los buenos oficios del círculo, el In Ovo y había entrado en lo que Pai había llamado la Mansión del Nexo, el Ana, donde él y los otros maestros emprenderían la penúltima fase del oficio. La vida convencional de los sentidos sobraba en este lugar y para Cortés estar aquí era como un sueño en el que él todo lo sabía sin que nadie supiera nada de él, poderoso sin ser rígido. No lloró por el cuerpo que había dejado en la calle Gamut. Si nunca volvía a habitarlo no sería una gran pérdida, pensó. Su estado aquí era mucho más hermoso, como una cifra en una ecuación exquisita que no se podía eliminar ni reducir sino que era todo lo que tenía que ser (ni más, ni menos) para cambiar la suma de las cosas.

Sabía que los otros estaban con él y aunque no tenía ojos para verlos, su mente jamás había poseído una paleta tan inmensa como tenía ahora, ni su imaginación había sido tan sutil. Aquí no había necesidad de plagiar ni falsificar. Con su metempsicosis había conseguido acceso a una comprensión visionaria que jamás había soñado tener y su imaginación rebosaba correlativos para los que lo acompañaban.

Inventó a Ácaro Bronco ataviado con el traje de colores que le había visto lucir cuando lo conoció en Vanaeph, pero compuesto ahora por las maravillas del Cuarto. Un traje de montañas, espolvoreado por la nieve de las Jokalaylau; una camisa de Patashoqua, con el cinturón de sus murallas; una aureola reluciente, verde y dorada que arrojaba su luz sobre un rostro tan concurrido como la autopista. Scopique era una visión un poco menos estridente, el polvo gris del Kwem ondeaba a su alrededor como un abrigo hecho jirones, sus partículas grababan las glorias del Tercero en sus pliegues. Allí estaba la Cuna. Y también los templos de L'Himby así como la Vía Crucis. Había incluso un destello de la vía del tren, el humo de su locomotora se elevaba y añadía su oscuridad a la tormenta.

Luego Atanasio, ataviado con un sayo de tela sucia, transportaba en sus manos sangrantes una representación perfecta de Yzordderrex, desde la calzada al desierto, desde el puerto al Ipse. El océano brotaba de su flanco herido y la corona de espinas que llevaba florecía y arrojaba pétalos de luz irisada sobre todo lo que sostenía. Y por fin allí estaba Chicka Jackeen, iluminado por los rayos, igual que lo había visto doscientos años atrás, esa misma noche del solsticio de verano. Entonces lloraba y el miedo le había pintado la piel del color de la cera. Pero ahora la tormenta era su posesión, no su azote, y los arcos de fuego que saltaban entre sus dedos eran una geometría bella y austera que resolvía el misterio del Primero y, al desvelarlo, convertía en perfección el nuevo enigma.

Tras inventarlos de este modo, Cortés se preguntó si ellos, a su vez, lo estaban inventando a él o si acaso ese ansia que tenía el pintor de ver era para ellos irrelevante y lo que imaginaban, al saber que estaba allí, era un cuerpo más sutil que cualquier visión. Así sería mejor, supuso, y con el tiempo él también aprendería a desprenderse de sus literalismos, del mismo modo que se había despojado del yo que llevaba su nombre. Ya no le quedaba nada que lo uniera a este Cortés, ni a la historia que tenía detrás. Era una tragedia, ese yo; cualquier yo. Era un matrimonio que lo unía a la pérdida y si no hubiera querido ver por última vez a Pai'oh'pah, quizá hubiera rezado para que su recompensa por la Reconciliación fuese este estado de perpetuidad.

Pero sabía que eso no era plausible, por supuesto. El santuario del Ana existía sólo durante un tiempo muy breve y mientras lo hacía tenía asuntos más ecuménicos que resolver que alimentar a una única alma. Los maestros ya habían cumplido con su misión al traer los Dominios a este lugar sagrado y pronto sobrarían. Ellos volverían a sus círculos y dejarían que Dominio se fundiera con Dominio y al hacerlo harían retroceder el In Ovo como si fuera un mar maligno. Sobre lo que ocurriera entonces sólo se podía conjeturar. Cortés dudaba que se fuera a producir un instante de revelación, que todas las naciones del Quinto se despertaran en el mismo instante y vieran ese estado sin trabas. Lo más probable es que fuera algo lento, el trabajo de años. Rumores al principio, luego podrían encontrar puentes envueltos en nieblas lo que tuvieran la impaciencia suficiente para mirar. Después los rumores se convertirían en certezas y los puentes se transformarían en calzadas y las nieblas en grandes nubes hasta que, en una generación o dos, nacerían niños que sabrían sin que nadie se lo enseñara que la especie tenía cinco Dominios que explorar y que algún día descubriría su propia Divinidad en sus vagabundeos. Pero el tiempo que llevara alcanzar ese día bendito carecía de importancia. En el momento en el que el primer puente, por pequeño que fuera, se forjara, Imajica estaría completa; y en ese momento, cada alma del Dominio, desde la cuna al lecho de muerte, estaría curada en alguna parte diminuta de su ser, y por ello tomaría más ligera su próximo aliento.

Jude esperó en el vestíbulo sólo el tiempo de asegurarse que Lunes no estaba muerto, luego se dirigió a las escaleras. Las corrientes que habían producido tales incomodidades ya no circulaban por el sistema de la casa: señal segura de que arriba estaba en marcha una nueva fase del oficio (posiblemente la última). Clem se reunió con ella al pie de las escaleras, armado con otras dos de las porras caseras de Lunes.

—¿Cuántas de esas criaturas hay ahí fuera? —exigió saber.

—Una media docena.

—Entonces tendrás que vigilar la puerta de atrás —dijo mientras le tiraba a Jude una de las armas.

—Úsala tú —le respondió ella y siguió adelante—. No los dejes entrar, aguanta todo el tiempo que puedas.

—¿Adónde vas tú?

—A detener a Cortés.

—¿A detenerlo? Por el amor de Dios, ¿por qué?

—Porque Dowd tenía razón. Si completa la Reconciliación, estamos muertos.

Clem dejó las porras a un lado y sujetó a la joven.

—No, Judy —le dijo—. Sabes que no puedo dejar que lo hagas.

No era sólo Clem el que hablaba sino Tay también: dos voces y una sola declaración. Era lo más angustioso que había oído o visto fuera, que esta orden la emitiera un rostro que ella amaba. Pero conservó la calma.

—Suéltame —dijo mientras estiraba la mano hacia la barandilla para impulsarse escaleras arriba.

—Te ha retorcido la mente, Judy —dijeron los ángeles—. No sabes lo que estás haciendo.

—Lo sé muy bien, maldita sea —dijo ella y luchó por liberarse.

Pero los brazos de Clem, a pesar de las ampollas, eran inflexibles. Jude miró a Lunes en busca de ayuda pero tanto él como Hoi-Polloi se habían apoyado en la puerta que los gek-a-gek estaban golpeando con sus inmensos miembros. Por muy sólidas que fueran las maderas, pronto se astillarían. Tenía que llegar a Cortés antes de que entraran las bestias o todo habría acabado.

Y luego, por encima del estrépito del asalto, se oyó una voz que Jude sólo había oído alzarse una vez.

—Suéltala.

Celestine había salido de su habitación envuelta en una sábana. La luz de las velas temblaba a su alrededor pero ella se mostraba firme, la mirada hipnótica. Los ángeles giraron la cabeza y la miraron, las manos de Clem todavía sujetaban a Jude con fuerza.

—Quiere...

—Sé lo que quiere hacer —dijo Celestine—. Si sois nuestros protectores, protegednos ahora. Soltadla.

Jude sintió que la duda aflojaba las manos que la inmovilizaban. No les dio a los ángeles tiempo de cambiar de opinión, terminó de liberarse y comenzó a subir de nuevo las escaleras. A medio camino, oyó un grito, miró abajo y vio que tanto Hoi-Polloi como Lunes se precipitaban hacia delante cuando el panel central de la puerta se rompía y un miembro prodigioso lo atravesaba para arañar el aire.

—¡Adelante! —le gritó Celestine y Jude volvió a su ascenso al tiempo que la mujer se colocaba al pie de las escaleras para guardar el paso.

Aunque había mucha menos luz arriba que abajo, los detalles del mundo físico se hicieron más insistentes a medida que Jude subía. El tramo que pisaba con los pies descalzos se convirtió de repente en un país de las maravillas de granos y agujeros cuya geografía era cautivadora. Y tampoco era sólo su visión la que rebosaba. La barandilla que tenía bajo su mano era más seductora que la seda, el aroma de la sabia y el sabor del polvo suplicaban que los oliera y los saboreara. Jude desafió todas aquellas distracciones y se concentró en la puerta que tenía delante, aguantó el aliento y quitó la mano de la barandilla para minimizar las fuentes de sensaciones. Aun así, todo la asaltaba. Los crujidos de las escaleras eran lo bastante exquisitos para que se pudieran orquestar. Las sombras que rodeaban la puerta tenían matices de los que alardear y que pedían su devoción. Pero ella tenía un látigo a sus espaldas: la conmoción que subía del piso de abajo. Cada vez se oía más cerca y ahora (abriéndose paso entre los gritos y los rugidos) se oía la voz de Sartori.

—¿Adónde vas, amor? —le preguntaba—. No puedes dejarme. No te lo permitiré. ¡Mira! ¿Amor mío? ¡Mira! He traído los cuchillos.

Jude no se dio la vuelta, cerró los ojos, se tapó los oídos con las manos y subió tambaleándose el resto de las escaleras, ciega y sorda a todo. Sólo cuando los dedos de los pies no encontraron más obstáculos y supo que había llegado arriba, sólo entonces se atrevió a mirar de nuevo. Las seducciones comenzaron otra vez, al instante. Cada muesca de cada clavo de la puerta decía: «detente y estudiante». El polvo que se elevaba a su alrededor era una constelación en la que se podría haber perdido para siempre. Lo atravesó sin pensar, con la mirada pegada a la manija de la puerta y la agarró con tal fuerza que el malestar canceló la fascinación el tiempo suficiente para que la girara y abriera la puerta de golpe. A su espalda la volvía a llamar Sartori, pero esta vez parecía arrastrar las palabras, como si la profusión lo distrajera.

Delante de ella estaba el reflejo de su amante, desnudo, en el centro de las piedras. Estaba sentado en la postura universal del que medita: piernas cruzadas, ojos cerrados, las manos en el regazo con las palmas hacia arriba para recoger las bendiciones que se confiriesen. Aunque eran muchas las cosas en aquella sala que le llamaban a Jude la atención (la repisa de la chimenea, la ventana, las tablas del suelo y las vigas del techo) la suma de tantos atractivos, inmensa como era, no podía competir con la gloria de la desnudez humana, de esta desnudez que ella había amado y al lado de la cual había yacido, más que cualquier otra cosa. Ni los halagos de las paredes (él yeso manchado era como un mapa de algún país desconocido) ni las técnicas de persuasión de las hojas aplastadas del alféizar podían distraerla ya. Tenía los sentidos clavados en el Reconciliador y cruzó la habitación hacia él en unas pocas zancadas al tiempo que lo llamaba por su nombre.

Pero este no se movió. Allá por donde su mente vagara, estaba demasiado lejos de este lugar (o más bien, este lugar era una parte demasiado pequeña de su palestra) para que lo reclamara cualquier voz de aquí, por desesperada que estuviese. Jude se detuvo al borde del círculo. Aunque no había nada que sugiriese que lo que se encontraba dentro estuviese fluyendo, ella había visto el daño que había sufrido tanto Dowd como su anulador cuando habían sido tan imprudentes como para violar los límites. Oyó que abajo Celestine daba un grito de advertencia. No había tiempo para equivocaciones. El círculo haría lo que tuviese que hacer y ella tendría que aceptar las consecuencias.

Jude cobró ánimos y entró en el perímetro. Al instante, la afligieron la miríada de incomodidades que acompañaban el paso (picores, punzadas y espasmos) y por un momento pensó que el círculo pretendía despacharla al otro lado del In Ovo. Pero el trabajo que estaba llevando a cabo anulaba tal función y los dolores se limitaron a ir aumentando cada vez más, obligándola a caer de rodillas delante de Cortés. Derramaron lágrimas sus párpados soldados y sus labios las más groseras maldiciones. El círculo no la había matado pero un minuto más de este acoso y podría hacerlo. Tenía que actuar con rapidez.

Se obligó a abrir los ojos llenos de agua y posó la mirada sobre Cortés. Los gritos no lo habían sacado de su letargo, ni tampoco las maldiciones así que Jude no desperdició aliento emitiendo más. En lugar de eso, lo cogió por los hombros y comenzó a sacudirlo. El hombre tenía los músculos relajados y se tambaleó entre sus manos, pero o bien porque lo había tocado o por el hecho de haber invadido el círculo encantado, el caso es que consiguió arrancarle una respuesta. Cortés jadeó como si lo hubieran desarraigado de algún profundo lugar sin aire.

Entonces Jude comenzó a hablar.

—¿Cortés? ¡Cortés! ¡Abre los ojos! Cortés. ¡He dicho que abras los putos ojos!

Le estaba haciendo daño, lo sabía. El ritmo y el volumen de los jadeos masculinos aumentaron y su rostro, que hasta entonces lucía una expresión beatífica y plácida, estaba deformado por ceños y muecas. A Jude le gustó lo que vio. Se había mostrado tan pagado de su modo mesiánico. Ahora tendría que ponerse fin a tanta complacencia y si le dolía un poco, era culpa suya, maldita sea, por ser tan hijo de su Padre.

—¿Me oyes? —le gritó Jude—. Tienes que detener el oficio. ¡Cortés! ¡Tienes que detenerlo!

Los ojos de Cortés comenzaron a parpadear y a abrirse.

—¡Bien! ¡Bien! —le dijo ella, le hablaba a la cara como una maestra de escuela intentando convencer a un alumno rebelde.

—¡Puedes hacerlo! Puedes abrir los ojos. ¡Vamos! ¡Hazlo! Si no lo haces tú, lo haré yo por ti, ¡te lo advierto!

Y Jude cumplió su palabra, levantó la mano derecha, le cogió el ojo izquierdo y le levantó el párpado con el pulgar. Cortés tenía el ojo en blanco. Donde quiera que estuviese, todavía estaba muy lejos y Jude no estaba muy segura de que su cuerpo tuviera la fuerza necesaria para soportar la angustia mientras lo convencía para que volviera a casa.

Y entonces, desde el rellano, detrás de ella, la voz de Sartori:

—Es demasiado tarde, amor —le dijo—. ¿Es que no lo sientes? Ya es demasiado tarde.

A Jude no le hizo falta volver la vista para mirarlo. Podía imaginárselo con bastante claridad, con los cuchillos en las manos y una elegía en el rostro. Tampoco respondió. Necesitaba hasta el último gramo de su voluntad y su ingenio para despertar al hombre que tenía delante.

¡Y entonces acudió la inspiración! La mano de Jude abandonó el rostro del hombre y se deslizó hasta su ingle, del párpado a los testículos. Seguro que todavía quedaba suficiente del viejo Cortés en el Reconciliador como para que valorara su masculinidad. La joven notó la piel del escroto suelta en aquella cálida habitación. Le pesaban los huevos de él en la mano, pesados y vulnerables. Los sostuvo con fuerza.

—Abre los ojos —le dijo—, o que Dios me ayude porque voy a hacerte daño.

Cortés permaneció impasible. Ella apretó la mano.

—Despierta —le dijo.

Nada todavía. Jude estrujó aún más fuerte y luego los retorció.

—¡Despierta!

A Cortés se le aceleró la respiración. Ella volvió a retorcer la mano y el Reconciliador abrió de repente los ojos, los jadeos se convirtieron en un chillido que no cesó hasta que ya no le quedó más aire en los pulmones que soltar. Cuando cogió aire, Cortés levantó los brazos para sujetar a Jude por el cuello y esta tuvo que soltarle los huevos, pero no importó. El maestro estaba despierto y furioso.

Comenzó a levantarse y, al hacerlo, sacó a la joven del círculo. Jude cayó con torpeza pero comenzó a hostigarlo incluso antes de levantar la cabeza.

—¡Tienes que detener el oficio!

—Estás... loca... mujer... —gruñó él.

—¡Hablo en serio! ¡Tienes que detener el oficio! ¡Es un complot! —Jude se puso en pie como pudo—. ¡Dowd tenía razón, Cortés! Hay que detenerlo.

—No vas a estropearlo ahora —le dijo él—. Llegas demasiado tarde.

—¡Encuentra algún modo! —le respondió Jude—. ¡Tiene que haber algún modo!

—Si vuelves a acercarte a mí, te mataré —le advirtió Cortés. Examinó el círculo para asegurarse de que estuviera todavía intacto. Lo estaba—. ¿Dónde está Clem? —chilló—. ¿Clem?

Sólo entonces miró más allá de Judith, a la puerta, y tras la puerta la tenebrosa figura que aguardaba en el rellano. El ceño se convirtió en un gesto de ira y repulsión y Jude supo que se había perdido cualquier esperanza de convencerlo. Cortés sólo veía allí una conspiración.

—Ahí lo tienes, amor —dijo Sartori—. ¿No te había dicho que ya era demasiado tarde?

Los dos gek-a-gek se relamían a sus pies. Los cuchillos relucían entre sus manos. Esta vez no le ofreció el mango de ninguno. Había venido a quitarle la vida si ella se negaba a quitársela sola.

—Querida mía —le dijo—, se acabó.

Sartori dio un paso adelante y cruzó el umbral.

—Podemos hacerlo aquí —dijo mirándola desde su altura—, donde nos hicieron a los dos. ¿Qué mejor lugar?

A Jude no le hizo falta volver la vista para saber que Cortés lo estaba oyendo todo.

¿Suponía eso que quedaba una astilla de esperanza? ¿Podría caer de los labios de Sartori una frase que conmoviera a Cortés allí donde las suyas habían fracasado?

—Voy a tener que hacerlo por los dos, amor —dijo Sartori—. Tú eres demasiado débil. No ves las cosas con claridad.

—Yo no... quiero... morir —le respondió ella.

—No tienes alternativa —le dijo su amante—. O lo hace el Padre o lo hace el Hijo. Eso es todo. Padre o Hijo.

Tras ella, Jude oyó que Cortés murmuraba tres sílabas.

—Oh, Pai.

Entonces Sartori dio un segundo paso, salió de las sombras y lo iluminó la luz de las velas. En ese momento, el obsesivo escrutinio de la habitación clavó en él cada miserable bocado. Tenía los ojos húmedos por la desesperación, los labios tan secos que estaban grisáceos. El cráneo le brillaba a través de la piel pálida y los dientes, por su formación, conformaban una sonrisa letal. Era la Muerte, en cada uno de sus detalles. Y si ella lo admitía así (ella, que lo amaba), seguro que Cortés también tenía que verlo.

Sartori dio un tercer paso hacia ella y alzó los cuchillos por encima de la cabeza. Jude no apartó la vista, levantó la cabeza hacia él y lo desafió a arruinar con las hojas de los cuchillos lo que había acariciado con los dedos sólo minutos antes.

—Yo habría muerto por ti —murmuró él. Las hojas estaban en el punto más alto del reluciente arco que habían dibujado, listas para caer—. ¿Por qué no morirías tú por mí?

No esperó la respuesta, aunque ella hubiera tenido alguna que darle, sino que dejó que los cuchillos descendieran. Al acercarse estos a sus ojos, Jude desvió la mirada pero antes de que le alcanzaran la mejilla y el cuello, el Reconciliador aulló tras ella y la habitación entera tembló. Algo tiró a Jude al suelo y las hojas de Sartori no la alcanzaron por milímetros. Las velas de la repisa de la chimenea se consumieron y se apagaron pero había otras luces para ocupar su lugar. Las piedras del círculo parpadeaban como hogueras diminutas aplastadas por un potente viento, motas de luminosidad salían disparadas de ellas y golpeaban las paredes. Al borde del círculo se encontraba Cortés. En la mano, la razón de toda aquella confusión. Había cogido una de las piedras, armándose y rompiendo el círculo en el mismo instante. Estaba claro que conocía la gravedad de su acto. Había una expresión de dolor en su rostro, un dolor tan profundo que parecía haberlo incapacitado. Tras levantar la piedra se había quedado inmóvil, como si la voluntad de deshacer el oficio hubiera perdido ya ímpetu.

Jude se puso en pie, aunque la habitación temblaba con más violencia que nunca. Sentía las tablas bastante sólidas bajo sus pies pero se habían oscurecido hasta hacerse casi invisibles; sólo veía los clavos que las mantenían en su sitio, el resto, a pesar de la luz que emitían las piedras, estaban oscuro como la boca de un lobo y cuando Jude echó a andar hacia el círculo, le parecía estar pisando un enorme vacío.

Un ruido acompañaba ahora a cada temblor: una mezcla de madera torturada y yeso agrietado, todo subrayado por un hervor gutural cuya fuente ella no comprendió hasta que alcanzó el borde del círculo. Desde luego que la oscuridad que había bajo ellos era un vacío (el In Ovo se había abierto al romper Cortés el círculo) y en su interior, ya despiertos gracias a los manejos de Sartori, los prisioneros que se confabulaban y supuraban allí comenzaban a subir al olor de la huida.

En la puerta, los gek-a-gek elevaron un clamor de anticipación al presentir la liberación de sus compañeros. Pero pese a todo su poder, de pocos restos disfrutarían en la consiguiente matanza. Comenzaban a surgir formas allí abajo que los hacían parecer simples gatitos: entidades de tal elaboración que ni los ojos de Jude ni su agudeza podían abarcar. Aquella visión la aterrorizó pero si esta era la única forma de detener la Reconciliación, que así fuera. La historia se repetiría y el maestro quedaría maldito por segunda vez.

Cortés había visto el ascenso de los oviáceos con tanta claridad como ella y la imagen lo dejó congelado. Resuelta a toda costa a evitar que él restableciera el estatus quo, Jude estiró el brazo para quitarle la piedra de la mano y tirarla por la ventana. Pero antes de que sus dedos pudieran cogerla, el maestro levantó la vista y la miró. La angustia había desaparecido de su rostro, sustituida por la cólera.

—¡Tira la piedra! —le gritó ella.

Pero los ojos de Cortés no estaban posados en ella. Miraban al que tenía al lado, ¡Sartori! Jude se apartó de golpe cuando bajaron los cuchillos, se aferró a la repisa de la chimenea y se dio la vuelta para ver a los dos hermanos cara a cara, uno armado con los cuchillos, el otro con la piedra.

La mirada de Sartori había acompañado a Jude cuando ésta saltó y antes de que pudiera volver los ojos hacia su enemigo, Cortés bajó la piedra con un golpe a dos manos que sacó chispas de uno de los filos cuando lo arrancó de los dedos de su hermano. Ahora que disponía de ventaja, Cortés fue a por el segundo cuchillo pero Sartori ya lo había alejado de su alcance antes de que la piedra pudiera golpearlo, así que Cortés le asestó el golpe a la mano vacía, el crujido de los huesos de su hermano se oyó por encima del estrépito de los oviáceos y las tablas y el crujido de las paredes.

Sartori lanzó un lastimero grito y levantó la mano fracturada delante de su hermano como si quisiera provocarle remordimientos por la herida. Pero cuando los ojos de Cortés se dirigieron a la mano rota de Sartori, la otra, entera y afilada, se precipitó sobre su flanco. Cortés vislumbró el filo y se giró un poco para evitarlo pero el cuchillo encontró su brazo y lo abrió hasta el hueso, desde la muñeca hasta el codo. El maestro dejó caer la piedra y una lluvia de sangre cayó detrás, y cuando levantó la palma para restañar la hemorragia, Sartori entró en el círculo asestando puñaladas a diestro y siniestro.

Indefenso, Cortés se retiró ante el filo y, al inclinarse hacia atrás para evitar los cortes, perdió pie y se desplomó bajo su atacante. Una cuchillada habría terminado con él en ese mismo instante. Pero Sartori quería intimidad. Se puso a horcajadas sobre el cuerpo de su hermano y se agachó sobre él sin dejar de tirar tajos a los brazos de Cortés, que intentaba evitar el golpe de gracia.

Jude registró las endebles tablas en busca del cuchillo caído, distraían su mirada las malignas formas que por todas partes volvían el rostro hacia la libertad. La hoja, si la encontraba, no le serviría de mucho contra ellas pero quizá todavía pudiera acabar con Sartori. Este había planeado quitarse la vida con uno de estos cuchillos y ella quizá aun pudiera darle ese uso si conseguía encontrarlo.

Pero antes de poder hacerlo, oyó un sollozo procedente del círculo y, al mirar atrás, vio a Cortés tirado bajo el peso de su hermano; sufría horribles heridas, el pecho abierto por varios sitios, profundos cortes en la mandíbula, las mejillas y las sienes, las manos y los brazos surcados de arañazos. Pero el sollozo no lo había emitido él, sino Sartori, que había levantado el cuchillo y estaba profiriendo un último grito antes de hundir la hoja en el corazón de su hermano.

Aquel dolor era prematuro. Al bajar el cuchillo, Cortés encontró las fuerzas necesarias para agitarse una última vez y en lugar de encontrar el corazón, la hoja entró por la parte superior del pecho, debajo de la clavícula. Manchado de sangre, el mango se deslizó entre los dedos de Sartori. Pero no tuvo necesidad de recobrarlo. La recuperación de Cortés había terminado tan repentinamente como comenzó. Su cuerpo se desenroscó, cesaron los espasmos y el maestro yació quieto.

Sartori se levantó del vientre de su hermano y contempló el cuerpo durante un momento, luego se volvió para examinar el espectáculo del vacío. Aunque los oviáceos ya estaban cerca de la superficie, Sartori no se apresuró a actuar ni tampoco a retirarse sino que examinó todo el panorama, en cuyo centro él se encontraba, y por fin posó los ojos sobre Jude.

—Oh, amor —dijo en voz baja—. Mira lo que has hecho. Me has entregado a mi Padre Celestial.

Luego se inclinó, sacó la mano del círculo para recoger la piedra que había quitado Cortés y, con la delicadeza de un pintor que da la última pincelada, la volvió a poner en su lugar.

El estatus quo no quedó restaurado al instante. Las formas del mundo inferior siguieron subiendo, hirviendo de furia al presentir que algo había sellado la ruta que los llevaría al Quinto. El fuego de la piedra empezó a apagarse pero antes de que se agotara del todo, Sartori les murmuró una orden a los gek-a-gek y estos se inclinaron para abandonar el lugar que ocupaban junto a la puerta, las cabezas planas rozando el suelo. Jude pensó al principio que venían a por ella pero era a Cortés al que les habían ordenado recoger. Las bestias se separaron, rodearon el círculo, extendieron las garras sobre el perímetro y cogieron el cuerpo casi con ternura para luego levantarlo y apartarlo del camino de su maestro.

—Al piso de abajo —les dijo éste y las criaturas se retiraron por la puerta con su carga tras dejar a Sartori como único dueño del círculo.

Había descendido una terrible calma sobre la habitación. Habían desaparecido los últimos destellos del In Ovo, la luz de las piedras ya casi había desaparecido. En medio de la creciente oscuridad, Jude vio que Sartori encontraba su lugar en el centro del círculo y se sentaba.

—No lo hagas —le murmuró.

Su amante levantó la cabeza y emitió un pequeño gruñido, como si le sorprendiera que la joven siguiera en la habitación.

—Ya está hecho —le respondió él—. Todo lo que tengo que hacer es conservar el círculo hasta la medianoche.

Jude escuchó un gemido abajo, era Clem, que había visto lo que los oviáceos habían traído a la cima de las escaleras. Luego se oyeron tres golpes secos cuando tiraron el cuerpo escaleras abajo. Sólo podían faltar unos segundos para que las bestias volvieran a por ella, unos segundos para convencerlo de que saliera del círculo. Jude sólo conocía una manera y si fracasaba, no habría apelación.

—Te quiero —le dijo al hombre.

Estaba demasiado oscuro para verlo, pero sintió los ojos de él.

—Lo sé —le dijo su amante sin ningún sentimiento en la voz—. Pero mi Padre Celestial me amará más. Ahora está en Sus manos.

Jude sintió a los oviáceos moviéndose detrás de ella, sus alientos fríos en la nuca.

—No quiero volver a verte jamás —le dijo Sartori.

—Por favor, llámalos —le rogó Jude al recordar el modo en que aquellas bestias habían sujetado a Clem y habían estado a punto de devorarle los brazos.

—Vete por voluntad propia y no te tocarán —le dijo él—. Yo me estoy ocupando de los asuntos de mi Padre...

—Él no te quiere...

—Vete.

—Es incapaz de...

—Vete.

Jude se puso en pie. No quedaba nada más que decir o hacer. Al darle la espalda al círculo, los oviáceos le apresaron las piernas entre sus fríos flancos y la mantuvieron atrapada entre los dos hasta que llegó al umbral, querían asegurarse de que no atentaba por última vez contra su invocador. Luego le permitieron llegar sin escolta al rellano. Clem había comenzado a subir las escaleras con la porra en la mano pero la joven le ordenó que se quedara donde estaba, temía que los gek-a-gek lo hicieran trizas si subía un escalón más.

La puerta de la sala de meditación se cerró de golpe tras ella y Jude volvió la vista para confirmar lo que ya había supuesto, que los oviáceos la habían seguido hasta el exterior y ahora montaban guardia ante el umbral. Todavía nerviosa por si le lanzaban un último golpe, Jude cruzó el espacio que la separaba del primer escalón como si estuviera pisando huevos y sólo apresuró el paso al llegar a las escaleras.

Abajo había luz, pero la escena que iluminaba era tan sombría como todo lo que dejaba arriba. Cortés yacía al pie de las escaleras con la cabeza apoyada en el regazo de Celestine. La sábana que llevaba la mujer se le había deslizado de los hombros y había dejado al descubierto sus senos, ensangrentados allí donde se había llevado el rostro de su hijo a la piel.

—¿Está muerto? —le murmuró Jude a Clem.

Este negó con la cabeza.

—Resiste.

La joven no tuvo que preguntar por qué. La puerta de la calle estaba abierta, colgaba de los goznes, medio demolida y a través de ella, Jude oyó en una torre lejana la primera campanada de la medianoche.

—El círculo está completo —dijo.

—¿Qué círculo? —le preguntó Clem.

Jude no respondió. ¿Qué importaba ya? Pero Celestine había dejado de meditar contemplando el rostro de Cortés y había levantado la cabeza, había la misma pregunta en sus ojos que en los labios de Clem así que Jude les respondió con tanta claridad como pudo.

—Imajica es un círculo —dijo.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Clem.

—Las Diosas me lo dijeron.

Ya casi había llegado al pie de la escalera y ahora que estaba más cerca de madre e hijo vio que Cortés estaba literalmente aferrándose a la vida, se agarraba al brazo de Celestine y tenía los ojos clavados en el rostro de su madre. Sólo cuando Jude se hundió en el último escalón la miraron los ojos de Cortés.

—No... lo sabía —le dijo.

—Lo sé —le respondió Jude pensando que él hablaba del complot de Hapexamendios—. Yo tampoco quería creerlo.

Cortés negó con la cabeza.

—Me refiero al círculo —dijo—. No sabía que era un círculo...

—Era el secreto de las Diosas —dijo Jude.

Entonces habló Celestine, su voz tan tenue como las llamas que le iluminaban los labios.

—¿Hapexamendios no lo sabe?

Judo sacudió la cabeza.

—Entonces sea cual fuere el fuego que envíe —murmuró Celestine—, se abrirá camino ardiendo alrededor del círculo.

Jude estudió el rostro de aquella mujer, sabía que se podía aprovechar de alguna forma aquel conocimiento pero estaba demasiado agotada para encontrarle sentido. Celestine bajó los ojos y miró el rostro de Cortés.

—¿Hijo? —dijo.

—Sí, mamá.

—Ve con Él —le respondió Celestine—. Lleva tu espíritu al Primero y encuentra a tu Padre.

El esfuerzo de respirar ya parecía casi demasiado para Cortés por no hablar de un viaje. Pero aquello de lo que su cuerpo era incapaz, quizá podría lograrlo su espíritu. Levantó los dedos hacia el rostro de su madre y esta los cogió entre los suyos.

—¿Qué vas a hacer? —dijo Cortés.

—Invocar su fuego —dijo Celestine.

Jude miró a Clem para ver si aquel intercambio tenía más sentido para él que para ella pero el ángel parecía igual de perplejo. ¿De qué servía buscar la muerte cuando esta iba a llegar de todos modos, y con demasiada rapidez?

—Retrásalo —le decía Celestine a Cortés—. Ve con Él como amante hijo y mantén su atención todo el tiempo que puedas. Halágalo. Dile cuánto deseas ver su rostro. ¿Puedes hacer eso por mí?

—Por supuesto, mamá.

—Bien.

Satisfecha al saber que su hijo iba a hacer lo que le había encargado, Celestine volvió a colocarle la mano en el pecho y con un movimiento delicado apartó las rodillas de debajo de su cabeza y la posó con suavidad en las tablas. Tenía una última indicación para él.

—Cuando entres en el Primero, ve por los Dominios. Él no debe saber que hay otro camino, ¿entiendes?

—Sí, mamá.

—Y cuando llegues allí, hijo, escucha la voz. Está en el suelo. La oirás, si escuchas con atención. Dice...

—Nisi Nirvana.

—Eso es.

—Lo recuerdo —dijo Cortés—. Nisi Nirvana.

Como si el nombre fuera una bendición y pudiera protegerlo al partir, Cortés cerró los ojos y se despidió.

Celestine no se permitió sumirse en sus sentimientos sino que se levantó y se envolvió en la sábana mientras cruzaba el espacio que la separaba de las escaleras.

—Ahora tengo que hablar con Sartori.

—Eso va a ser difícil —dijo Jude—. La puerta está cerrada con llave y vigilada.

—Es mi hijo —respondió Celestine mirando el tramo de escaleras—. A mí me abrirá.

Y diciendo eso emprendió el ascenso.

Capítulo 24

1

El espíritu de Cortés salió de la casa pensando no en el Padre que le aguardaba en el Primer Dominio sino en la madre que dejaba atrás. En las horas transcurridas desde su regreso de la torre de la Tabula Rasa habían compartido un tiempo demasiado breve. Se había arrodillado al lado de su cama unos minutos mientras ella le contaba la historia de Nisi Nirvana. Se había abrazado a ella bajo la lluvia de las Diosas, avergonzado por el deseo que sentía pero incapaz de negarlo. Y por fin, unos momentos atrás, había yacido en sus brazos desangrándose. Hijo; amante; cadáver. Allí estaba todo el arco de una breve vida y tendrían que conformarse con eso.

No comprendía del todo qué propósito perseguía su madre al enviarlo lejos de ella pero se sentía demasiado confuso para hacer otra cosa que no fuera obedecer. Celestine tenía sus razones y él tenía que confiar en ellas ahora que el oficio por cuyo logro tanto había trabajado se había empañado. Y eso tampoco conseguía comprenderlo del todo. Había ocurrido demasiado rápido. En un momento determinado se encontraba tan lejos de su cuerpo que ya casi estaba listo para olvidarlo y al siguiente había vuelto a la sala de meditación, los dedos de Jude le arrancaban gritos, su hermano subía las escaleras tras ella y los cuchillos relucían. Había sabido entonces, al ver la muerte en la cara de su hermano, por qué se había destrozado el místico para obligarlo a buscar a Sartori. El Padre de ambos estaba allí, en ese rostro, en aquella certeza desesperada y sin duda lo había estado todo el tiempo. Pero él nunca lo había visto. Todo lo que había visto siempre había sido su propia belleza, retorcida y tergiversada, y se había dicho lo maravilloso que era ser el Cielo del Infierno de su otro yo. ¡Valiente burla! Había sido la marioneta de su Padre (Su agente, su bufón) y quizá jamás se hubiera dado cuenta si Jude no lo hubiera sacado a rastras del Ana y le hubiera mostrado los terribles detalles del destructor que esperaba en el espejo.

Pero la admisión había llegado demasiado tarde y él estaba muy mal equipado para deshacer el daño que había hecho. Sólo podía esperar que su madre entendiera mejor que él dónde se encontraba la poca esperanza que les quedaba. En su busca, ahora sería el agente de ella y entraría en el Primero para hacer todo lo que pudiera a petición de su madre.

Fue por el camino más largo, como ella le había pedido y el camino lo volvió a llevar sobre los territorios por los que había viajado cuando buscaba al Sínodo y aunque anhelaba descender en picado y pasar aquel nuevo día con los otros, sabía que no podía rezagarse.

Los vislumbró al pasar, sin embargo y vio que habían sobrevivido a los últimos caóticos minutos del Ana y habían vuelto a sus Dominios, radiantes por el triunfo conseguido. En el Monte de Ola Bayak, Ácaro Bronco aullaba a los cielos como un lunático, despertando a todo el que durmiera en Vanaeph e inquietando a los guardias de las torres de vigilancia de Patashoqua. En el Kwem, Scopique trepaba por la ladera del pozo del Eje, donde se había sentado para hacer su parte, tenía lágrimas de alegría en los ojos cuando los alzó hacia el cielo. En Yzordderrex, Atanasio estaba de rodillas en la calle, fuera del kesparate eurhetemec, lavándose las manos en un manantial que le saltaba a la cara como un perro que quisiera lamerlo bien. Y en las fronteras del Primero, donde el espíritu de Cortés ralentizó su marcha, Chicka Jackeen contemplaba la Mácula y esperaba que el muro se disolviera y le ofreciera un destello del Dominio de Hapexamendios.

Su mirada dejó aquel paisaje, sin embargo, cuando sintió la presencia de Cortés.

—¿Maestro? —dijo.

Más que con cualquiera de los otros, Cortés quería compartir algo de lo que se estaba tramando con Jackeen pero no se atrevió. Cualquier intercambio tan cerca de la Mácula podría estar siendo monitorizado por el Dios que esperaba detrás y sabía que no sería capaz de conversar con este hombre, que le había demostrado tal devoción, sin ofrecerle alguna palabra de advertencia, así que no cayó en la tentación. En lugar de eso, le ordenó a su espíritu que continuara mientras oía a Jackeen llamándolo otra vez. Pero antes de que la súplica pudiera oírse una tercera vez, Cortés atravesó la Mácula y entró en el Dominio que había detrás. En aquellos momentos ciegos antes de la aparición del Primero, la voz de su madre resonó en su cabeza.

Entró en una ciudad de iniquidades —la oyó decir— donde ningún fantasma era sagrado y no había cuerpo completo.

Y entonces la Mácula quedó detrás y él planeaba sobre el perímetro de la Ciudad de Dios.

Pensó que no era extraño que su hermano hubiera sido arquitecto. Aquí había inspiración suficiente para toda una nación de prodigios, una labor de siglos, levantada por un poder para el que un siglo era la medida de un aliento. Su majestad se extendía en cada dirección salvo la que dejaba atrás, las calles más amplias que la autopista de Patashoqua y tan rectas que sólo desaparecían en el punto en que se desvanecían, los edificios tan monumentales que el cielo apenas se veía entre sus aleros. Pero fueran cuales fueran los soles o satélites que pendieran en los cielos de este Dominio, la ciudad no necesitaba su luz. Cordones radiantes recorrían las losas del suelo y atravesaban los ladrillos y planchas de las magníficas casas, su ubicuidad aseguraba que todas salvo las sombras más frías quedaban desterradas de las calles y las plazas.

Al principio se movía con lentitud, esperaba encontrar pronto a uno de los habitantes de la ciudad pero después de pasar por más de media docena de cruces sin encontrar ni una sola alma en las calles, Cortés empezó a apresurar el paso y a frenar sólo cuando vislumbraba alguna señal de vida tras las fachadas. No fue lo bastante hábil para captar un rostro ni tan presuntuoso como para entrar sin que lo invitaran pero vio varias veces cortinas que se movían, como si algún ciudadano tímido pero curioso se retirara del alféizar antes de que él pudiera devolverle el escrutinio. Y no era esa la única señal de tales presencias. Algunas de las alfombras que quedaban colgando sobre las balaustradas todavía se agitaban, como si los que las batían se acabaran de retirar de sus patios; las parras dejaban caer sus hojas cuando los recolectores abandonaban la fruta y huían a la seguridad de sus habitaciones.

Parecía que por muy rápido que viajara (y se movía más rápido que cualquier vehículo), era incapaz de adelantar al rumor que impulsaba a la población a ocultarse. No dejaban nada atrás: ni animales, ni niños, ni restos de basura ni pinceladas de graffiti. Todos y cada uno eran ciudadanos modélicos y mantenían su vida fuera de la vista, tras colgaduras y puertas cerradas.

Tal vacío en una metrópolis construida de una forma tan clara para estar atestada podría haber dado sensación de melancolía si no hubiera sido por las estructuras en sí, que estaban construidas con materiales tan diversos en textura y color y a los que les prestaba tal vitalidad la luz que los recorría que, si bien estaban desiertos, las calles y las plazas tenían vida propia. Los constructores habían desterrado el gris y el marrón de su paleta y en su lugar habían encontrado tejas, piedras, pavimentos y azulejos de todos los tonos y matices concebibles, luego habían mezclado sus colores con una audacia a la que no se habría atrevido ningún arquitecto del Quinto. Calle tras calle iba presentando un fastuoso espectáculo de color: fachadas de color lila y ámbar, galerías pintadas en brillantes violetas, plazas diseñadas en ocre y azul. Y por todas partes, en medio de aquel derroche de tonalidades, un escarlata de una intensidad que hería los ojos; y un blanco igual de perfecto; y en algunos sitios, utilizado con más parquedad todavía, latigazos y motas de negro: un azulejo, un ladrillo, la veta de una losa.

Pero incluso semejante belleza podía llegar a aburrir y después de ver deslizarse a su lado mil calles iguales (todas igual de heroicamente construidas, todas con los mismos colores exuberantes), el simple exceso se convirtió en algo enfermizo y Cortés se alegró al ver surgir un rayo de una de las calles cercanas, su luminosidad suficiente para hacer palidecer el color de las fachadas durante apenas un instante. En busca de su fuente cambió de dirección y entró en una plaza en cuyo centro se encontraba una única figura, un nullianac, que con la cabeza echada hacia atrás arrojaba sus silenciosos rayos hacia un cielo apenas vislumbrado. Su poder era muchísimo mayor, por muchos órdenes de magnitud, que cualquier otra cosa que Cortés hubiera presenciado entre los de su especie. Esta criatura, y era de suponer que también sus hermanos, tenía un trozo del poder de Dios entre las palmas de su rostro y su capacidad de destrucción era ahora extraordinaria.

Al presentir que se aproximaba el viajero, la criatura abandonó sus ensayos y dejó flotando la plaza para ir en busca del intruso. Cortés no sabía qué daño podía hacerle en su condición actual. Si los nullianacs eran ahora la élite de Hapexamendios, ¿quién sabía qué autoridad les habían prestado? Pero nada podía obtenerse retirándose. Si no encontraba un guía, podría vagar por aquí para siempre sin llegar a encontrar jamás a su Padre.

El nullianac estaba desnudo pero no había sensualidad ni vulnerabilidad en ese estado. Su piel era casi tan brillante como su fuego, su forma carecía de medios visibles de procreación o evacuación: sin cabello, sin pezones, sin ombligo. Giraba, giraba y volvía a girar, buscaba la entidad cuya cercanía presentía pero quizá la nueva escala de sus poderes destructivos lo había hecho insensible porque no consiguió encontrar a Cortés hasta que su espíritu flotó a pocos metros de distancia.

—¿Me estás buscando? —le dijo Cortés.

El nullianac lo encontró entonces. Unos arcos de energía juguetearon entre las palmas de su cabeza y de sus crujidos surgió la voz muy poco melodiosa de la criatura.

—Maestro —dijo.

—¿Sabes quién soy?

—Por supuesto —dijo el otro—. Por supuesto.

Su cabeza zigzagueaba como la de una serpiente hipnotizada al acercarse a Cortés.

—¿Por qué estás aquí? —dijo.

—Para ver a mi Padre.

—Ah.

—Vine aquí para honrarle.

—Como lo honramos todos.

—Estoy seguro. ¿Puedes llevarme hasta Él?

—Está en todas partes —dijo el nullianac—. Esta es su ciudad y Él está en cada una de sus motas.

—Entonces si hablo al suelo, hablo con Él, ¿no es cierto?

El nullianac lo meditó unos momentos.

—No al suelo —dijo—. No le hables al suelo.

—¿Entonces a qué? ¿A los muros? ¿Al cielo? ¿A ti? ¿Está mi Padre en ti?

Los arcos de la cabeza del nullianac se pusieron más nerviosos todavía.

—No —dijo la criatura—. Yo jamás supondría...

—¿Entonces quieres llevarme a donde pueda ofrecerle mi devoción? No tengo mucho tiempo.

Fue este comentario más que cualquier otro lo que obtuvo la sumisión del nullianac, que inclinó la cabeza cargada de muerte.

—Te llevaré —dijo, se elevó un poco más y mientras hablaba le dio la espalda a Cortés—. Pero como bien has dicho, debemos apresurarnos. Sus asuntos no pueden esperar mucho.

2

Aunque Jude detestaba la idea de dejar que Celestine subiera las escaleras, sabiendo como sabía lo que aguardaba arriba, también sabía que su presencia sólo podría estropear las pocas posibilidades que tuviera aquella mujer de acceder a la sala de meditación, así que se quedó abajo de mala gana y escuchó con toda atención (como hacían todos) alguna indicación de lo que estaba sucediendo entre las sombras del rellano.

El primer sonido que oyeron fueron los gruñidos de advertencia de los gek-a-gek, seguidos por la voz de Sartori, que les decía a los intrusos que perderían la vida si intentaban entrar. Celestine le respondió, pero en voz tan baja que el sentido de lo que decía se perdió antes de alcanzar el final del tramo y a medida que pasaban los minutos (¿fueron minutos? quizá sólo espantosos segundos, a la espera de otro estallido de violencia), Jude ya no pudo seguir resistiendo la tentación y, tras apagar las velas que tenía más cerca, comenzó un lento ascenso. Esperaba que los ángeles hicieran algún movimiento para detenerla, pero estaban demasiado ocupados atendiendo el cuerpo de Cortés, así que Jude subió sin que nada la estorbara salvo su propia cautela. Celestine todavía no había cruzado la puerta, vio Jude, pero los oviáceos ya no le impedían el paso. A una orden del hombre que había dentro, las bestias habían retrocedido y esperaban, con los vientres en el suelo, la indicación que les permitiera hacer daño. Jude ya casi estaba a medio camino del rellano superior y podía captar fragmentos del intercambio que se estaba produciendo entre madre e hijo. Fue la voz de Sartori lo que primero oyó, un susurro consumido.

—Se acabó, mamá...

—Lo sé, hijo —dijo Celestine. Había conciliación en su tono, no reproches.

—Va a matarlo todo...

—Sí. Eso también lo sé.

—Tenía que conservar el círculo para Él... es lo que Él quería.

—Y tú tenías que hacer lo que Él quería. Lo entiendo, hijo. Créeme, es cierto. Yo también Le serví, ¿recuerdas? No es un delito tan grande.

Al oír aquellas palabras de perdón, se oyó un chasquido en la puerta de la sala de meditación, que se abrió de par en par. Jude estaba demasiado lejos para ver algo aparte de las vigas, iluminadas por una vela o por la aureola de tejido oviáceo que había asistido a Sartori en la calle. Con la puerta abierta, su voz se oyó con mucha más claridad.

—¿Podrías entrar? —le preguntó a Celestine.

—¿Quieres que entre?

—Sí, mamá. Por favor. Me gustaría que estuviéramos juntos cuando llegue el final.

Un sentimiento conocido, pensó Jude. Al parecer le daba igual sobre qué pecho sollozaba y posaba la cabeza, siempre que no lo dejaran morir sólo. Celestine dejó de mostrar ambivalencia, aceptó la invitación de su hijo y entró. La puerta no se cerró ni tampoco volvieron los gek-a-gek a ocupar su lugar para bloquearla, pero Celestine desapareció de inmediato en el interior y Jude sintió grandes tentaciones de seguir subiendo para contemplar lo que allí se desarrollaba; tuvo miedo, sin embargo, de que cualquier otro avance fuera percibido por los oviáceos, así que se sentó sigilosa en las escaleras, entre el maestro que se encontraba en el piso de arriba y el cuerpo del piso de abajo. Allí esperó, escuchando el silencio de la casa; de la calle; del mundo. Mentalmente, le dio forma a una plegaria.

Diosa, pensó, soy tu hermana, Judith. Se acerca un gran fuego, Diosa. Ya se encuentra casi sobre mí y tengo miedo.

Arriba oyó hablar a Sartori, su voz ahora tan baja que Jude no pudo captar ninguna de sus palabras, ni siquiera con la puerta abierta. Pero sí oyó las lágrimas en las que se convirtieron y aquel sonido quebró su concentración. Perdió el hilo de la plegaria. No importaba. Ya había dicho suficiente para resumir sus sentimientos.

El fuego ya casi se encuentra sobre mí. Tengo miedo.

¿Qué quedaba por decir?

3

La velocidad a la que Cortés y el nullianac viajaban no hizo disminuir la escala de la ciudad que atravesaban, más bien al contrario. A medida que transcurrían los minutos y las calles continuaban pasando a su lado apenas sospechadas, miles y miles, los edificios levantados con la misma chillona piedra de colores, todos construidos para oscurecer el cielo, todos tendidos hasta el horizonte, la magnitud de aquella labor empezó a parecer no épica, sino descabellada. Por muy atractivos que fuesen sus colores, por muy satisfactoria que fuese su geometría y exquisitos sus detalles, la ciudad era la obra de una locura colectiva: una visión compulsiva que se había negado a dejarse aplacar hasta no haber cubierto cada milímetro del Dominio con monumentos dedicados a su propio descontento. Y tampoco había ninguna señal de vida en ninguna calle, lo que llevó a Cortés a sospechar algo que terminó por expresar en voz alta, no en forma de afirmación sino de pregunta.

—¿Quién vive aquí? —dijo.

—Hapexamendios.

—¿Y quién más?

—Es su ciudad —dijo el nullianac.

—¿No hay ciudadanos?

—Es su ciudad.

La respuesta era muy clara: aquel lugar estaba desierto. La agitación de las parras y las cortinas que había visto al llegar la había provocado o bien su propio acercamiento o, lo que era más probable, una ilusión que habían diseñado los edificios vacíos para pasar los siglos.

Pero por fin, después de viajar a través de innumerables calles indistinguibles unas de otras, comenzaban a percibirse sutiles señales de cambio en las estructuras que tenían delante. Sus llamativos colores se iban acentuando, la piedra tan empapada que con toda seguridad debía rezumar y chorrear. Y había una elaboración nueva en las fachadas y una perfección en sus proporciones que hizo pensar a Cortés que él y el nullianac se estaban acercando a la Primera Causa, de cuyo distrito las calles por las que habían pasado no habían sido más que una imitación, diluida por la repetición.

Para confirmar su sospecha de que aquel viaje estaba llegando a su fin, habló el guía de Cortés.

—Sabía que vendrías —le dijo—. Envió a algunos de mis hermanos al perímetro para recogerte.

—¿Hay muchos como tú?

—Muchos —dijo el nullianac—. Menos uno. —Entonces miró hacia Cortés—. Pero eso ya lo sabes, por supuesto. Tú lo mataste.

—Me habría matado él a mí si no lo hubiera hecho.

—¿Y no habría sido un preciado alarde para nuestra tribu —dijo— haber matado al Hijo de Dios?

La criatura sacó una carcajada de sus rayos, aunque había más humor en el estertor de un moribundo.

—¿No tienes miedo? —le preguntó Cortés.

—¿Por qué debería tener miedo?

—¿Hablar de ese modo cuando mi Padre podría oírte?

—El necesita de mis servicios —fue la respuesta—. Y yo no necesito vivir. — Hizo una pausa, luego dijo—. Aunque echaría de menos quemar los Dominios.

Ahora le tocó a Cortés preguntar por qué.

—Porque es para lo que nací. He vivido demasiado tiempo esperando esto.

—¿Cuánto tiempo?

—Muchos miles de años, maestro. Muchos, muchos miles de años.

Acalló a Cortés pensar que estaba viajando al lado de una entidad cuya esperanza de vida era mucho más inmensa que la suya y para el que esta destrucción era la recompensa de toda una vida. ¿Estaba muy lejos ese premio? se preguntó. Su sentido del tiempo quedaba empobrecido sin la ayuda del tictac de la respiración y los latidos del corazón y no sabía si había dejado su cuerpo en la calle Gamut dos minutos antes, o cinco o diez. Lo cierto es que era una duda sin demasiada importancia. Con los Dominios reconciliados, Hapexamendios podía elegir su momento y el único consuelo de Cortés era la presencia continuada de su guía, que, sospechaba, desaparecería de su lado con la primera llamada a las armas.

A medida que la calle que tenían por delante se hacía más densa, la velocidad y la altura del nullianac iba cayendo hasta que se encontraron flotando a unos centímetros del suelo, los edificios que los rodeaban eran de una elaboración grotesca, cada fracción de ladrillo y cantería grabado, tallado y cubierto de filigranas. No había belleza en esta complejidad, sólo obsesión. Su exceso era más morboso que alegre, como el movimiento incesante y absurdo de los gusanos. Y la misma decadencia se había adueñado de los colores, cuya delicadeza y profusión tanto había admirado Cortés en los alrededores. Los matices habían desaparecido. Cada color competía ahora con el escarlata. Y tampoco había luz aquí en la misma abundancia que en las afueras de la ciudad. Aunque todavía parpadeaban vetas de luminosidad en la piedra, la elaboración que los rodeaba devoraba su fulgor y deprimía estas profundidades.

—Ya no puedo llegar más lejos, Reconciliador —dijo el nullianac—. A partir de aquí, debes ir sólo.

—¿Le digo a mi Padre quién me encontró? —dijo Cortés con la esperanza de que el ofrecimiento le sacara unos cuantos bocaditos de información más a la criatura antes de encontrarse en presencia de Hapexamendios.

—No tengo nombre —respondió el nullianac—. Yo soy mi hermano y mi hermano soy yo.

—Ya veo. Es una pena.

—Pero me has ofrecido un gesto amable, Reconciliador. Permíteme ofrecerte uno a ti.

—¿Sí?

—Di el nombre de un lugar que quieres que destruya en tu nombre y me encargaré personalmente de hacerlo: una ciudad, un país, lo que sea.

—¿Y por qué iba a querer hacer eso? —dijo Cortés.

—Porque eres hijo de tu Padre —fue la respuesta—. Y lo que tu Padre quiere, tú también lo querrás.

A pesar de toda su cautela, Cortés no pudo evitar lanzarle al destructor una mirada avinagrada.

—¿No?

—No.

—Entonces los dos carecemos de dones que ofrecer —dijo la criatura y, tras darle la espalda, se elevó y se alejó de Cortés sin decir nada más.

No lo llamó para pedirle indicaciones. Sólo había un camino que seguir y era hacia delante, hacia el corazón de la metrópolis, por asfixiado que estuviese por los colores chillones y la recargada arquitectura. Tenía el poder de ir a la velocidad del pensamiento, por supuesto, pero no deseaba hacer nada que pudiese alarmar al Invisible así que introdujo su espíritu en aquella estridente penumbra como un peatón y se paseó entre edificios tan barrocos que no podía faltarles mucho para derrumbarse.

Al igual que los esplendores de las afueras habían dado paso a la decadencia, también la decadencia había dado paso, a su vez, a la patología, un estado que empujaba su sensibilidad más allá de la aversión o la antipatía, hasta las fronteras del pánico. Que el simple exceso pudiera imbuirle de tal angustia ya era toda una revelación en sí. ¿Cuándo se había enrarecido de ese modo? Él, el craso copista. Él, el sibarita que jamás había dicho «suficiente» y mucho menos «demasiado». ¿En qué se había convertido? En un fantasma esteta al que le inspiraba terror la visión de la ciudad de su Padre.

Del Arquitecto en Sí no había señal alguna y en lugar de seguir adentrándose en la más completa oscuridad, Cortés prefirió detenerse y decir con sencillez:

—¿Padre?

Aunque su voz tenía aquí muy poca autoridad, se oyó con fuerza en medio de un silencio tan absoluto y con toda seguridad debía de haber llegado a cada umbral en un radio de una docena de calles. Pero si Hapexamendios se encontraba detrás de cualquiera de esas puertas, no respondió.

Cortés lo intentó de nuevo.

—Padre. Quiero verte.

Y al hablar se asomó a las sombras de la calle que tenía delante en busca de alguna señal, por rudimentaria que fuera, del paradero del Invisible. No había murmullos, ni movimiento. Pero vio recompensado su detallado estudio; comprendió muy poco a poco que su Padre, a pesar de su aparente ausencia, estaba de hecho aquí, delante de él; y a su derecha, y a su izquierda, y sobre su cabeza y bajo sus pies. ¿Qué eran esos relucientes pliegues de las ventanas si no eran piel? ¿Qué eran esos arcos, si no eran huesos? ¿Qué era este pavimento de color escarlata y esta piedra encendida, si no era carne? Aquí estaba el núcleo y la médula de los huesos. Aquí estaban los dientes, las pestañas y las uñas. El nullianac no estaba hablando del espíritu cuando decía que Hapexamendios estaba en todas partes en esta metrópolis. Esta era la Ciudad de Dios y Dios era la ciudad.

Dos veces en su vida había presentido esta revelación. La primera vez cuando había entrado en Yzordderrex, a la que con frecuencia habían llamado también ciudad-dios y que había sido, ahora lo entendía, el intento involuntario de su hermano de recrear la obra maestra de su Padre. La segunda cuando había emprendido el asunto de las similitudes y se había dado cuenta, cuando la red de su ambición abarcó a Londres, que no había ni una sola parte de ella, desde las alcantarillas a las cúpulas, que no tuviera algún análogo en su anatomía.

Y aquí se demostraba la teoría. Pero saber aquello no le dio fuerzas sino que alimentó el miedo que sentía al pensar en la inmensidad de su Padre. Había cruzado un continente y más para llegar aquí y no existía ninguna parte que no estuviera hecha como estaban hechas estas calles, la sustancia de su Padre reproducida con toda exactitud en cantidades inimaginables y convertida en la materia prima de los canteros, carpinteros y recaderos de su voluntad. Y sin embargo, a pesar de toda su magnitud, ¿qué era su ciudad? Una trampa corpórea y su arquitecto su prisionero.

—Oh, Padre —dijo Cortés y quizá porque la formalidad había desaparecido de su voz y había dolor en ella, por fin le concedieron una respuesta.

Lo has hecho bien en mi nombre —dijo la voz.

Cortés recordaba bien su monotonía. Aquí estaba la misma modulación apenas perceptible que había oído por primera vez cuando se encontraba bajo la sombra del Eje.

Has triunfado allí donde fracasaron todos los demás —dijo Hapexamendios—. Se extraviaron o permitieron que los crucificaran. Pero tú, Reconciliador, tú mantuviste el rumbo.

—Por ti, Padre.

Y con ese servicio te has ganado un lugar aquí —dijo el Dios—. En mi ciudad. En mi corazón.

—Gracias —respondió Cortés, que temía que ese regalo fuera a poner fin a la conversación.

Y si así era, habría fracasado como agente de su madre. Dile que quieres ver su rostro, le había dicho ella. Distráelo. Halágalo. ¡Ah, sí, halagos!

—Ahora quiero aprender de ti, Padre —le dijo—. Quiero poder llevar tu sabiduría de vuelta al Quinto conmigo.

Has hecho todo lo que tenías que hacer, Reconciliador —dijo Hapexamendios—. No es necesario que vuelvas al Quinto, ni por ti ni por mí. Te quedarás conmigo y contemplarás mi obra.

—¿Y qué obra es esa?

Sabes qué obra es —fue la respuesta del Dios—. Te he oído hablar con el nullianac. ¿Por qué finges ignorarlo?

La inflexión de su voz era demasiado sutil para que pudiera interpretarlo. ¿Había un interrogante sincero en aquella pregunta o sólo furia ante la falsedad de su hijo?

—No deseaba presumir nada, Padre —dijo Cortés al tiempo que se maldecía por semejante metedura de pata—. Pensé que querrías decírmelo Tú mismo.

¿Por qué querría decirte lo que ya sabes? —dijo el Dios, que no estaba muy dispuesto a dejar que le arrebataran ese argumento hasta que dispusiera de una respuesta convincente—. Ya tienes todo lo que necesitas saber...

—No todo —dijo Cortés al ver cómo podría desviar la corriente.

¿Qué te falta? —dijo Hapexamendios—. Te lo contaré todo.

—Tu rostro, Padre.

¿Mi rostro? ¿Qué pasa con mi rostro?

—Eso es lo que me falta. Ver tu rostro.

Has visto mi ciudad —respondió el Invisible—. Ése es mi rostro.

—¿No hay ningún otro? ¿De verdad, Padre? ¿Ninguno?

¿No te conformas con eso? —dijo Hapexamendios—. ¿No es lo bastante perfecta? ¿Acaso no brilla?

—Demasiado, Padre. Es demasiado gloriosa.

¿Cómo puede ser algo demasiado glorioso?

—Parte de mí es humana, Padre, y esa parte es débil. Miro esta ciudad y me asombro. Es una obra maestra.

Sí, lo es.

—Puro genio.

Sí, lo es.

—Pero, Padre, concédeme una visión más sencilla. Muéstrame un destello del rostro que hizo mi rostro, para que pueda conocer qué parte de mí eres Tú.

Cortés oyó algo muy parecido a un suspiro en el aire que le rodeaba.

—A ti quizá te parezca ridículo —le dijo Cortés—, pero he seguido este rumbo porque quería ver una cara. Un rostro lleno de amor. —Había verdad suficiente en aquella afirmación para inundar sus palabras de una pasión auténtica. Era cierto que había un rostro que esperaba encontrar al final de su viaje—. ¿Es eso demasiado pedir? —dijo.

Hubo un revoloteo de movimiento en la deslustrada superficie que tenía delante, Cortés se quedó mirando las tinieblas, a la espera de que se abriese alguna puerta gigantesca. Pero en lugar de eso, Hapexamendios dijo:

Vuélvete, Reconciliador.

—¿Quieres que me vaya?

No. Sólo que apartes la mirada.

Bonita paradoja: que le dijeran que mirara hacia otro lado cuando lo que pedía era ver. Pero se estaba produciendo algo más que un simple descubrimiento. Por primera vez desde que había entrado en el Dominio, Cortés oyó sonidos que no eran los de una voz: un delicado chasquido, un tamborileo callado, crujidos y zumbidos que se filtraban por sus oídos. Y a su alrededor, movimientos diminutos en la calle sólida a medida que los monolitos se ablandaban y se inclinaban hacia el misterio al que él le había dado la espalda. Un escalón se abría y rezumaba médula ósea. Un muro se abría allí donde la piedra se encontraba con la piedra y el color escarlata más profundo que había visto jamás, un color escarlata convertido casi en negro, manaba en riachuelos cuando las losas rendían su geometría y se prestaban a los propósitos del Invisible. Bajaron dientes de un sobrio balcón que tenía por encima de su cabeza y bucles de intestinos se desenvolvieron de los alféizares y arrastraron cortinas de tejido a su paso.

Y a medida que la deconstrucción se intensificaba, Cortés se atrevió a echar el vistazo que le habían prohibido; volvió la vista atrás y vio la calle entera sumida en pequeños o flagrantes movimientos: las formas se fracturaban, las formas se congelaban, las formas se encorvaban y se elevaban. No había nada reconocible en aquel torbellino y Cortés estuvo a punto de darse la vuelta cuando uno de aquellos dóciles muros se desplomó en medio del flujo y durante lo que dura un latido, no más, vislumbró una figura detrás. Aquel momento fue suficiente para conocer el rostro que vio y conservarlo en la imaginación cuando apartó los ojos. No había rostro que se le igualara en toda Imajica. A pesar de todo el dolor que contenía, a pesar de todas sus heridas, era exquisito.

Pai estaba vivo y le esperaba allí, en medio de su Padre, prisionero de un prisionero. Cortés tuvo que hacer un gran esfuerzo para no volverse allí mismo, arrojar su espíritu al tumulto y exigirle a su Padre que le entregara al místico. Era su maestro, le diría, su renovador, su amigo perfecto. Pero luchó contra el deseo, sabía que un intento así sólo podía terminar en desastre así que en su lugar volvió a darle la espalda pensando con adoración en el destello que había podido disfrutar mientras la calle continuaba convulsionándose tras él. Aunque el cuerpo del místico estaba marcado por las heridas que había sufrido, estaba más entero de lo que Cortés se había atrevido a esperar. Quizá había sacado fuerzas de la tierra sobre la que estaba construida la ciudad de Hapexamendios, el Dominio en el que su pueblo había obrado sus lances antes de que hubiera venido Dios a levantar esta metrópolis.

¿Pero cómo iba a convencer a su Padre para que renunciara al místico? ¿Con ruegos? ¿Con más halagos? Mientras le daba vueltas a ese problema, empezó a apagarse el jaleo que lo rodeaba y oyó hablar a Hapexamendios a sus espaldas.

¿Reconciliador?

—¿Sí, Padre?

Querías ver mi rostro.

—¿Sí, Padre?

Vuélvete y mira.

Así lo hizo. La calle que tenía delante no había perdido toda semblanza de vía pública. Los edificios todavía estaban en pie, las puertas y ventanas visibles. Pero su arquitecto había recuperado de su sustancia suficientes partes del cuerpo que en otro tiempo había poseído para ilustrar a Cortés. El Padre era humano, por supuesto, y es posible que no hubiera sido más grande que su hijo en su primera encarnación. Pero se había vuelto a hacer y ahora era tres veces más grande que Cortés y más, un gigante que se tambaleaba y al que tenía que sujetar la calle que había saqueado en busca de materia, tanto lo sujetaba como materia le había entregado.

Pero pese a toda su magnitud, su forma era torpe, como si se hubiera olvidado de lo que significaba ser un ente completo. La cabeza era enorme, había reclamado de los edificios los fragmentos de mil cráneos para construirla, pero tan mal emparejados que la mente que debía proteger era visible entre los trozos, latiendo y vibrando. Uno de los brazos era inmenso y sin embargo terminaba en una mano apenas más grande que la de Cortés mientras que la otra estaba marchita pero terminaba con dedos que tenían tres docenas de articulaciones. El torso era otra masa de malos casamientos. Las entrañas hacían cabriolas en una caja torácica compuesta por medio millar de costillas. Su gigantesco corazón latía contra un esternón demasiado débil para contenerlo y ya fracturado. Y más abajo, en la ingle, la deformación más extraña: un sexo que el Dios no había conseguido convertir en un sólo órgano sino que colgaba hecho pedazos, en carne viva e inútil.

Bueno —dijo el Dios—. ¿Lo ves?

La impasibilidad había desaparecido de su voz, la monotonía sustituida por una concurrencia de voces y el mismo número de laringes, ninguna de ellas entera, se esforzaba por producir cada palabra.

¿Ves —dijo de nuevo— el parecido?

Cortés se quedó mirando la abominación que tenía delante y, a pesar de tanto retazo y desunión, sabía que la veía. El parecido no estaba en los miembros, ni en el torso o el sexo. Pero estaba allí. Cuando la inmensa cabeza se levantó, vio su rostro en la ruina que se aferraba al cráneo de su Padre. El reflejo de un reflejo de un reflejo, quizá y todos en espejos rotos. Pero, ¡ah! allí estaba. La visión lo angustió de una forma inconmensurable, no porque viera el parentesco sino porque de repente parecían haberse cambiado las tornas. A pesar de su tamaño, era un niño lo que veía, la cabeza de un feto, los miembros sin formar. Tenía eones de antigüedad pero era incapaz de desprenderse del hecho de la carne, mientras que él, a pesar de toda su ingenuidad, había hecho las paces con esa disposición.

¿Ya has visto suficiente, Reconciliador? —dijo Hapexamendios.

—No del todo.

¿Entonces qué?

Cortés sabía que tenía que hablar ahora, antes de que el parecido volviera a deshacerse y los muros se sellaran de nuevo.

—Quiero lo que hay en ti, Padre.

¿En mí?

—Tu prisionero, Padre. Quiero a tu prisionero.

No tengo ningún prisionero.

—Soy tu hijo —dijo Cortés—. Carne de tu carne. ¿Por qué me mientes?

La rígida cabeza se estremeció. El corazón latió con fuerza contra el hueso roto.

—¿Hay algo que no quieres que sepa? —dijo Cortés mientras echaba a andar hacia aquel espantoso cuerpo—. Me dijiste que podía saberlo todo.

Las manos, grandes y pequeñas, se retorcieron y tiritaron.

—Todo, dijiste, porque te he servido de forma perfecta. Pero hay algo que Tú no quieres que sepa.

No hay nada.

—Entonces permíteme ver al místico. Permíteme ver a Pai'oh'pah.

Y al oír eso, el cuerpo del Dios se estremeció y también los muros que lo rodeaban. Hubo estallidos de luz bajo el defectuoso mosaico de su cráneo: pequeños pensamientos enfurecidos que incineraban el aire entre los pliegues de su cerebro. Aquella visión le recordó a Cortés que, por muy frágil que pareciera aquella figura, sólo era una parte diminuta de la verdadera magnitud de Hapexamendios. Era una ciudad del tamaño de un mundo y si al poder que había levantado esa ciudad y sostenía la sangre brillante de sus piedras alguna vez se le permitía dar comienzo a la destrucción, dejaría a los nullianacs en mantillas.

El avance de Cortés, que hasta entonces había sido firme, se detuvo en seco. Aunque aquí era un espíritu y había creído que no podía levantarse contra él ninguna barrera, ahora tenía delante una barrera que espesaba el aire. Pero a pesar de eso, y del terror que le inspiraba el poder de su Padre, no se retiró. Sabía que si lo hacía, la conversación habría terminado y Hapexamendios se ocuparía de su último asunto sin liberar a su prisionero.

¿Dónde está el hijo puro y obediente que tenía? —dijo el Dios.

—Aquí todavía —respondió Cortés—. Todavía quiero servirte si me tratas de forma honrada.

Una serie de estallidos más furibundos explotaron en el cráneo distendido. Esta vez, sin embargo, se escaparon de su cúpula y se elevaron en el aire oscuro que rodeaba la cabeza del Dios. Había imágenes en esas energías, fragmentos de los pensamientos de Hapexamendios a los que el fuego había dado forma. Una de ellas era Pai.

No tienes ningún derecho a ver al místico —dijo Hapexamendios—. Me pertenece.

—No, Padre.

A mí.

—Me casé con esa criatura, Padre.

Los relámpagos remitieron por un instante y los ojos pulposos del Dios se estrecharon.

—Me hizo recordar mi propósito —dijo Cortés—. Me hizo recordar que era un Reconciliador. No estaría aquí, no te habría servido, si no hubiera sido por Pai'oh'pah.

Quizá te amó en otro tiempo —respondieron todas aquellas gargantas—. Pero ahora quiero que lo olvides. Sácatelo de la cabeza para siempre.

—¿Por qué?

A modo de contestación oyó la eterna respuesta que recibe un niño que hace demasiadas preguntas.

Porque te lo digo yo —dijo el Dios.

Pero no iban a callar a Cortés con tanta facilidad. Él siguió presionando.

—¿Qué sabe Pai, Padre?

—Nada.

—¿Sabe de dónde viene Nisi Nirvana? ¿Es eso lo que sabe?

El fuego del cráneo del Invisible hirvió al oír eso.

¿Quién te dijo eso? —contestó enfurecido.

No venía al caso mentir, pensó Cortés.

—Mi madre —dijo.

Cesó todo movimiento en el cuerpo abotargado del Dios, incluso el de aquel corazón que magullaba la caja torácica. Sólo continuaban los rayos y la siguiente palabra provino no de las gargantas mezcladas sino del fuego en sí. Tres sílabas, pronunciadas con una voz letal.

Ce. Les. Tine.

—Sí, Padre.

Está muerta —dijo el rayo.

—No, Padre. Estuve en sus brazos hace apenas unos minutos. —Cortés levantó la mano, traslúcida como era—. Sujetó estos dedos. Los besó. Y me dijo...

¡No quiero oírlo!

—... que te recordara...

¿Dónde está?

—... Nisi Nirvana.

¿Dónde está? ¿Dónde? ¿Dónde?

Se había quedado inmóvil pero ahora la furia lo hizo levantarse, elevar los desgraciados miembros por encima de la cabeza como si quisiera bañarlos en Sus propios rayos.

¿Dónde está? —chilló, gargantas y fuego exigían juntos lo mismo—. ¡Quiero verla! ¡Quiero verla!

4

En las escaleras, debajo de la sala de meditación, Jude se levantó. Los gek-a-gek habían empezado a emitir una queja gutural que, a su manera, era más acuciante que cualquier otro sonido que les hubiera oído emitir. Tenían miedo. Los vio escabullirse de los lugares que ocupaban al lado de la puerta, como perros que temiesen una paliza, los lomos bajos, las cabezas planas.

Jude bajó los ojos y contempló la escena del piso inferior: los ángeles todavía arrodillados al lado de su maestro herido; Lunes y Hoi-Polloi habían dejado su vigilia a los pies de la escalera y vuelto a entrar en la zona iluminada por las velas, como si aquel pequeño círculo pudiera protegerlos del poder que estaba sacudiendo el aire.

—Oh, mamá —oyó que murmuraba Sartori.

—¿Sí, hijo?

—Nos busca, mamá.

—Lo sé.

—¿Lo sientes?

—Sí, pequeño, lo siento.

—¿Me abrazas, mamá? ¿Me abrazas?

¿Dónde?¿Dónde? —aullaba el Dios y en los arcos que había por encima de su cráneo aparecieron fragmentos de lo que veía su mente.

Había un río que serpenteaba; y una ciudad, más apagada que su metrópolis pero por ello más magnífica; y cierta calle; y cierta casa. Cortés vio el ojo que Lunes había esbozado en la puerta de la calle, la pupila apagada por el ataque del oviáceo.

Vio su propio cuerpo, con Clem a su lado; y las escaleras; y Jude en las escaleras, subiendo.

Y luego, la habitación de arriba, y el círculo de la habitación, con su hermano sentado dentro y su madre, arrodillada en el perímetro.

—Ce. Les. Tine —dijo el Dios—. ¡Ce. Les. Tine!

No era la voz de Sartori la que pronunciaba esas sílabas pero eran sus labios los que se movían para darles forma. Jude ya había llegado a lo alto de las escaleras y veía el rostro de su amante con claridad. Todavía estaba mojado por las lágrimas pero no había expresión alguna en su mirada. Jude jamás había visto rasgos tan desprovistos de sentimientos. Era una vasija que se estaba llenando de otra alma.

—¿Hijo? —dijo Celestine.

—Apártate de él —murmuró Jude.

Celestine comenzó a levantarse.

—Pareces enfermo, pequeño —dijo.

Se oyó de nuevo la voz, esta vez una protesta furibunda.

No. Soy. Ningún. Niño.

—Querías que te consolara —dijo Celestine—. Déjame hacerlo.

Aléjate —dijo el Dios.

—Quiero abrazarte —dijo Celestine y en lugar de apartarse salvó el límite del círculo.

En el rellano, los gek-a-gek estaban pávidos, su furtiva retirada se había convertido en una danza aterrada. Se golpeaban la cabeza contra la pared como si quisieran sacarse el cerebro a porrazos antes que oír la voz que salía de Sartori; esa voz monstruosa y desesperada que decía una y otra vez: «aléjate. Aléjate».

Pero Celestine no se dejaba rechazar. Volvió a arrodillarse delante de Sartori. Pero cuando habló, no se dirigió al hijo, sino al Padre, al Dios que la había llevado a su ciudad de iniquidades.

—Déjame tocarte, amor —dijo—. Déjame acariciarte como Tú me acariciaste a mí.

¡No! —aulló Hapexamendios pero los miembros de su hijo se negaron a alzarse y protegerse del abrazo.

Una y otra vez se oyó la negativa pero Celestine hizo caso omiso de ella, sus brazos los rodearon a ambos, carne y espíritu que la habitaba, en un sólo abrazo.

Esta vez, cuando el Dios desató su rechazo, ya no fue una palabra sino un sonido tan lastimoso como aterrador.

En el Primero, Cortés vio que los rayos que había sobre la cabeza de su Padre se congelaban en una única llama cegadora que salía disparada de él como un meteoro.

En el Segundo, Chicka Jackeen vio una llamarada que iluminaba la Mácula y cayó de rodillas sobre el duro suelo de piedra. Venía una señal de fuego, pensó, para anunciar el momento de la victoria.

En Yzordderrex, las Diosas sabían la verdad. Cuando brotó el fuego de la Mácula e irrumpió en el Segundo Dominio, las aguas que rodeaban el templo se acallaron para no atraer la muerte sobre ellas. Enmudecieron a todos los niños, se aquietó cada estanque y cada riachuelo. Pero la malicia del fuego no era para ellos y el meteoro pasó por encima de la ciudad y la dejó intacta aunque cegó el fulgor del cometa a su paso.

Cuando desapareció el fuego tras el horizonte, Cortés se volvió hacia su Padre.

—¿Qué has hecho? —quiso saber.

La atención del Dios se detuvo en el Quinto durante un momento pero cuando se volvió al oír la pregunta de Cortés, el Dios dejó de pensar en su objetivo y Sus ojos recuperaron la vivacidad.

He enviado una llama a por la puta —dijo. Ya no era el rayo el que hablaba sino Sus muchas gargantas.

—¿Por qué?

Porque te mancilló... Hizo que desearas amor.

—¿Tan malo es eso?

No puedes construir ciudades con amor —dijo el Dios—. No puedes hacer grandes obras. Es una debilidad.

—¿Y qué pasa con Nisi Nirvana? —dijo Cortés—. ¿Eso también es una debilidad?

Cortés cayó de rodillas y posó la palma fantasmal de su mano en el suelo. Aquí no tenía ningún poder, o hubiera comenzado a excavar. Y su espíritu tampoco podía penetrar en el suelo. La misma barrera que lo aislaba del vientre de su Padre le impedía mirar en el inframundo de su Dominio. Pero podía hacer las preguntas.

—¿Quién pronunció las palabras, Padre? —preguntó—. ¿Quién dijo «Nisi Nirvana»?

Olvida que has oído esas palabras —respondió Hapexamendios—. La puta está muerta. Se acabó.

Frustrado, Cortés apretó los puños y golpeó el sólido suelo.

Ahí no hay nada salvo Yo —continuaron las muchas gargantas—. Mi carne está en todas partes. Mi carne es el mundo y el mundo es mi carne.

En el Monte de Ola Bayak, cuando el fuego apareció en el Cuarto, Ácaro Bronco había abandonado su jiga triunfal y se había sentado al borde de su círculo a la espera de que los curiosos salieran de sus casas y subieran a preguntarle. Al igual que Chicka Jackeen, supuso que era una estrella de la anunciación, enviada para celebrar la victoria, así que se levantó otra vez para aclamarla. No fue el único. Había varias personas abajo que habían observado la llamarada encima de las Jokalaylau y estaban aplaudiendo el espectáculo a medida que se acercaba. Cuando pasó sobre sus cabezas, trajo un breve mediodía a Vanaeph antes de seguir su camino. Iluminó Patashoqua con la misma intensidad y luego salió del Dominio a través de una niebla que acababa de aparecer al otro lado de la ciudad para señalar el primer lugar de paso entre el Dominio de los cielos verdes y dorados y el de los cielos azules.

Dos nieblas parecidas se habían formado en Clerkenwell, una al sudeste de la calle Gamut y la otra al noroeste y ambas indicaban la presencia de entradas al Dominio recién reconciliado. Fue la última la que se hizo cegadora cuando el fuego proveniente del Cuarto la atravesó a toda velocidad. La visión no careció de testigos. Había varios aparecidos en las inmediaciones y, aunque no tenían ni idea de lo que significaba, presintieron alguna calamidad y se apartaron del resplandor, luego volvieron a la casa para dar la alarma. Pero tardaron demasiado. Antes de que llegaran a medio camino de la calle Gamut, se separó la niebla y el fuego del Invisible apareció en las inexpertas calles de Clerkenwell.

Lunes fue el primero en verlo cuando abandonó el pequeño consuelo de la luz de las velas y volvió a la entrada. Los restos de las hordas de Sartori estaban provocando una auténtica cacofonía en la oscuridad exterior, pero cuando el muchacho cruzó el umbral para espantarlos, la oscuridad se convirtió en luz.

Desde su lugar en el último escalón, Jude vio que Celestine posaba sus labios en los de su hijo y luego, con una fuerza asombrosa, levantaba el peso muerto y lo arrojaba fuera del círculo. El impacto o el fuego inminente lo despertaron y empezó a levantarse al tiempo que se volvía de nuevo hacia su madre. Pero llegó demasiado tarde a reclamar su lugar. El fuego ya había llegado.

La ventana estalló como una nube reluciente y la llamarada llenó la habitación. El impacto tiró a Jude al suelo pero se aferró a la barandilla el tiempo suficiente para ver que Sartori se cubría el rostro contra el holocausto cuando la mujer del círculo abrió los brazos para aceptarlo. Celestine quedó consumida al instante pero el fuego no parecía satisfecho y se habría extendido para quemar la casa hasta los cimientos si su impulso no hubiera sido tan inmenso. Cruzó la habitación a toda velocidad derrumbando el muro a su paso. Y siguió, siguió hacia la segunda niebla que lucía Clerkenwell esta noche.

—¿Qué cojones ha sido eso? —dijo Lunes en el vestíbulo, abajo.

—Dios —respondió Jude—. Que vino y se fue.

En el Primero, Hapexamendios levantó la descabellada cabeza. Si bien no necesitaba el montaje de vista que resplandecía en su cráneo para ver lo que estaba ocurriendo en su Dominio (tenía ojos en todas partes), algún recuerdo del cuerpo que en otro tiempo había sido su única residencia Lo hizo volverse ahora lo mejor que pudo y mirar a su espalda.

¿Qué es esto? —dijo.

Cortés todavía no veía el fuego pero podía sentir los susurros de su acercamiento.

¿Qué es esto? —dijo otra vez Hapexamendios.

Sin esperar respuesta, comenzó a destejer febrilmente su apariencia, cosa que Cortés había temido tanto como ansiado. Temido, porque el cuerpo del que había surgido el fuego sería sin duda su destino y si se deshacía con demasiada rapidez, el fuego no tendría objetivo. Y ansiado porque sólo cuando se deshiciera tendría él la oportunidad de localizar a Pai. La barrera que rodeaba la forma de su Padre se ablandó cuando a Dios lo distrajo la complejidad de su desmantelamiento y aunque Cortés todavía tenía que vislumbrar a Pai por segunda vez, dirigió sus pensamientos a entrar en aquel cuerpo; pero a pesar de toda la perplejidad que pudiera sentir el Dios, en Hapexamendios no se iba a irrumpir con tanta facilidad. Cuando Cortés se acercó, lo sujetó una voluntad demasiado poderosa para poder resistirse a ella.

¿Qué es esto? —exigió saber el Dios por tercera vez.

Con la esperanza de poder conseguir todavía unos segundos de alivio, Cortés respondió con la verdad.

—Imajica es un círculo —dijo.

¿Un círculo?

—Es tu fuego, Padre. Es tu fuego, que ha dado toda la vuelta.

Hapexamendios no respondió con palabras. Comprendió al instante la importancia de lo que le habían dicho y volvió a soltar a Cortés para poder dedicar toda su voluntad a la tarea de destejerse.

El desgarbado cuerpo comenzó a desenredarse y en medio, Cortés vislumbró una vez más a Pai. Esta vez el místico también lo vio a él. Sus frágiles miembros se agitaron para despejar un camino en medio de la confusión que los separaba pero antes de que Cortés pudiera deshacerse por fin de la custodia de su Padre, el suelo perdió solidez bajo Pai'oh'pah. El místico levantó los brazos para buscar algo a lo que sujetarse en el cuerpo que tenía por encima pero éste se estaba desmoronando demasiado rápido. La tierra se abrió como una tumba y con una última mirada desesperada hacia Cortés, el místico se hundió y desapareció.

Cortés levantó la cabeza con un aullido pero el sonido que emitió quedó ahogado por el de su Padre que (como si quisiera imitar a su hijo) también había echado hacia atrás la cabeza. Pero el Suyo era el estruendo de la furia más que del dolor a medida que se retorcía y agitaba en Sus intentos de acelerar el desenmascaramiento.

Y tras Él, ahora, el fuego. Al llegar, Cortés creyó ver el rostro de su madre en la llamarada, formado por las cenizas, los ojos y la boca muy abiertos al volver a encontrarse con el Dios que la había violado, rechazado y al final asesinado. Un destello, nada más y luego el fuego estaba sobre su hacedor, su sentencia definitiva.

El espíritu de Cortés desapareció de la conflagración con un sólo pensamiento pero su Padre (el mundo su carne, la carne su mundo) no pudo huir de ella. Se rompió su cabeza de feto y el fuego consumió los fragmentos que volaron, la llamarada incineró el corazón y las entrañas, se extendió por los miembros mal emparejados y los consumió hasta la última punta de los dedos de los pies y las manos.

En su ciudad las consecuencias se percibieron al instante y fueron desastrosas. Todas y cada una de las calles de un extremo del Dominio al otro temblaron cuando se fue corriendo la voz del hundimiento desde el lugar donde había caído su Primera Causa. Cortés no tenía nada que temer de esta disolución, pero la visión lo horrorizó de todos modos. Era su Padre y no le producía placer ni satisfacción ver el cuerpo que lo había engendrado tambalearse y sangrar. Las altaneras torres empezaron a venirse abajo, sus adornos se caían como una lluvia rococó. Las calles palpitaron y se convirtieron en carne; las casas arrojaron al suelo los tejados de hueso. A pesar de la destrucción que lo rodeaba, Cortés permaneció cerca del lugar donde se había consumido su Padre con la esperanza de encontrar todavía a Pai'oh'pah en medio del torbellino. Pero al parecer el último acto voluntario de Hapexamendios había sido negarles a los amantes su reencuentro. Había abierto el suelo y había enterrado al místico en el pozo de su decadencia, luego lo había sellado con su voluntad para impedirle a Cortés volver a encontrar a Pai.

Al Reconciliador no le quedaba nada más que hacer salvo dejar la ciudad con su muerte, cosa que hizo a su debido tiempo aunque no tomó la ruta que cruzaba los Dominios sino que volvió por donde había venido el fuego. Mientras volaba, comenzó a ver con claridad la enormidad de lo que estaba ocurriendo. Si hubieran cogido cada cuerpo vivo que hubiera vivido su vida en la Tierra y hubieran dejado que se pudriera aquí, en el Primero, la suma de toda su carne no se acercaría siquiera a la de esta ciudad. Esta carroña tampoco se pudriría en el suelo ni su descomposición alimentaría a una nueva generación de vida. Era el suelo y era la vida. Con su fallecimiento, aquí sólo habría podredumbre: putrefacción sobre putrefacción sobre putrefacción. Un Dominio de suciedad, contaminado hasta el final de los tiempos.

Un poco más adelante, la niebla que separaba las afueras de la ciudad del Quinto. Cortés la atravesó y volvió agradecido a las modestas calles de Clerkenwell. Eran monótonas, por supuesto, después de la luminosidad de la metrópolis que acababa de abandonar. Pero sabía que el aire tenía la dulzura de las hojas estivales, aunque él no pudiera olería y se podía oír el grato sonido de un motor en Holborn o en Gray's Inn Road, algún tipo veloz que, sabiendo que lo peor había pasado, se dedicaba a solucionar sus asuntos. Nada legal a estas horas, seguro, pero Cortés le deseó al conductor todo lo mejor, incluso aunque fuera un delito. El Dominio se había salvado para los ladrones además de para los santos.

No se entretuvo en el lugar de paso sino que volvió todo lo rápido que sus cansados pensamientos lo llevaron al número 28 y al cuerpo herido que todavía se aferraba a su continuación al pie de las escaleras.

En el piso de arriba, Jude no había esperado a que se despejara el humo antes de aventurarse en el interior de la sala de meditación. A pesar del grito de advertencia de Clem, la joven se había internado en las tinieblas para encontrar a Sartori con la esperanza de que hubiera sobrevivido. Sus criaturas no lo habían hecho. Sus cuerpos se retorcían cerca del umbral, no golpeados por la explosión, pensó Jude, sino destruidos por el declive de su invocador, al que encontró con bastante facilidad. Yacía cerca del lugar donde lo había arrojado Celestine, el cuerpo detenido en el acto de volverse hacia el círculo.

Eso había sido su perdición. El fuego que se había llevado a su madre al olvido había quemado cada parte de su cuerpo. Las cenizas de la ropa se habían fundido con la espalda llena de ampollas, el cabello había ardido y desaparecido, el rostro abrasado hasta la insensibilidad. Pero al igual que su hermano, que yacía hecho pedazos abajo, Sartori se negaba a renunciar a la vida. Se aferraba con los dedos a las tablas del suelo; todavía le funcionaban los labios y descubrían unos dientes tan brillantes como la sonrisa de la muerte. Incluso había poder en sus músculos. Cuando aquellos ojos inyectados en sangre vieron a Jude, consiguió de algún modo incorporarse hasta que se dio la vuelta y cayó sobre la espina dorsal carbonizada, luego utilizó la agonía para alimentar la mano que se aferró a la joven y tiró de ella hasta colocarla a su lado.

—Mi madre...

—Se ha ido.

Había perplejidad en el rostro quemado.

—¿Por qué? —dijo, los estremecimientos lo convulsionaban mientras hablaba—. Parecía... quererlo. ¿Por qué?

—Para poder estar allí cuando el fuego se llevase a Hapexamendios — respondió Jude.

—¿Cómo... podría... ser? —murmuró él.

—Imajica es un círculo —dijo la joven. Sartori estudió su rostro, intentaba resolver el enigma—. El fuego volvió a aquel que lo envió.

Y por fin Sartori comprendió lo que le estaba diciendo su amante. Incluso en medio de su agonía, aquel dolor era mayor.

—¿Él se ha ido? —dijo.

Jude quiso decir, eso espero, pero se guardó ese sentimiento y se limitó a asentir.

—¿Y mi madre también? —continuó Sartori. Los temblores se fueron apagando, y también su voz, que ya era frágil—. Estoy sólo —dijo.

La angustia de aquellas últimas palabras no tenía fin y Jude deseó poder consolarlo de algún modo. Tenía miedo de tocarlo, temía causarle una incomodidad mayor pero quizá le doliera más que no lo hiciera. Con la mayor delicadeza, Jude posó su mano sobre la de él.

—No estás sólo —le dijo—. Estoy aquí.

El hombre no le agradeció el consuelo, quizá ni siquiera lo oyó. Sus pensamientos estaban en otra parte.

—No debería haberlo tocado jamás —dijo en voz baja Sartori—. Un hombre no debería ponerle las manos encima a su propio hermano.

Cuando consiguió sacarse esas palabras de la garganta, se oyó un gemido al pie de las escaleras seguido por un gañido de pura alegría de Clem y luego el alarido extático de Lunes.

—¡Jefe, oh, jefe, oh, jefe!

—¿Oyes eso? —le dijo Jude a Sartori.

—Sí...

—No creo que lo hayas matado después de todo.

Un extraño tic apareció alrededor de la boca masculina y después de un momento Jude se dio cuenta de que eran los restos de una sonrisa. Supuso que era de placer al ver que Cortés había sobrevivido pero su fuente era más amarga.

—A mí eso no me va a salvar ahora —dijo Sartori.

La mano, que tenía posada en el estómago, comenzó a masajear los músculos do esa parte, los agarraba con tal violencia que el cuerpo comenzó a sufrir espasmos. Un poco de sangre le burbujeó entre los labios y Sartori se llevó la mano a la boca como si quisiera ocultarla. Una vez allí, dio la sensación de que escupía sangre en la palma de la mano. Luego quitó la mano y le ofreció su horripilante contenido a su amante.

—Cógelo —dijo al tiempo que abría el puño.

Jude sintió que algo le caía en la mano pero no miró el regalo sino que mantuvo los ojos clavados en el rostro de su amante mientras éste apartaba la mirada de ella y los volvía hacia el círculo. La joven se dio cuenta, incluso antes de que la mirada masculina encontrara su lugar de reposo, que estaba apartando los ojos de ella por última vez y comenzó a llamarlo. Pronunció su nombre, lo llamó amor, dijo que jamás había querido abandonarlo y que nunca lo haría si se quedaba. Pero sus palabras cayeron en terreno baldío. Cuando los ojos de él encontraron el círculo, la vida desapareció de ellos y su último suspiro no fue para ella sino para el lugar donde lo habían hecho.

En la palma de Jude, ensangrentado después de pasar por el vientre y la garganta de su amante, yacía el huevo azul.

Después de un rato, la joven se levantó y salió al rellano. Abajo, el lugar que había ocupado el cuerpo de Cortés al pie de las escaleras estaba vacío. Clem se encontraba bajo la luz de las velas con lágrimas en los ojos y una amplia sonrisa en el rostro. Levantó la vista y miró a Jude cuando esta empezó a bajar las escaleras.

—¿Sartori? —le dijo.

—Está muerto.

—¿Y Celestine?

—Se ha ido —respondió ella.

—Pero se ha terminado, ¿no es cierto? —dijo Hoi-Polloi—. Vamos a vivir.

—¿Tú crees?

—Sí, vamos a vivir —dijo Clem—. Cortés vio la destrucción de Hapexamendios.

—¿Dónde está Cortés?

—Salió —dijo Clem—. Le queda vida suficiente...

—¿Para otra vida?

—Para otras veinte, cabrón con suerte —fue la respuesta de Tay.

Al llegar al final de las escaleras, Jude rodeó con los brazos a los protectores de Cortés y luego salió a la entrada. Cortés estaba de pie en medio de la calle, envuelto en una de las sábanas de Celestine. Lunes estaba a su lado y él se apoyaba en el muchacho mientras contemplaba el árbol que crecía fuera del número 28. El fuego do Hapexamendios había carbonizado buena parte de su follaje y había dejado las ramas desnudas y ennegrecidas. Pero había una brisa que agitaba las hojas que habían sobrevivido y después de tanto tiempo de inmovilidad, hasta estos pequeños jirones de viento se agradecían: prueba sencilla y definitiva de que Imajica había sobrevivido a todos sus peligros y una vez más podía respirar.

Jude dudó, no sabía si reunirse con él, pensaba que quizá preferiría disfrutar de estos momentos de meditación sin interrupciones. Pero la mirada masculina se posó sobre ella después de medio minuto más o menos y aunque sólo tenía la luz de las estrellas y las últimas llamas del calado de arriba para verlo, la sonrisa era tan luminosa como siempre e igual de acogedora. Jude dejó el escalón de entrada pero, al acercarse, vio que la sonrisa de Cortés era muy fina y las heridas que había sufrido algo más que simples cortes.

—He fracasado —le dijo él.

—Imajica está entera —respondió Jude—. Eso no es un fracaso.

Cortés desvió la mirada y recorrió la calle con los ojos. La oscuridad estaba llena de inquietud.

—Los fantasmas siguen aquí —dijo—. Les juré que encontraría una salida y fracasé. Por eso me fui con Pai aquella noche, para encontrarle a Taylor una salida...

—Quizá no la haya —dijo una tercera voz.

Clem había aparecido en la puerta pero era Tay el que hablaba.

—Te prometí una respuesta —dijo Cortés.

—Y la encontraste. Imajica es un círculo y no hay forma de salir de él. Sólo damos vueltas y más vueltas. Bueno, no está tan mal, Cortés. Tenemos lo que tenemos.

Cortés quitó la mano del hombro de Lunes y le dio la espalda al árbol, a Jude y a los ángeles de la entrada. Mientras cojeaba hacia el centro de la calle con la cabeza inclinada, le murmuró una respuesta a Tay, tan baja que nadie salvo el ángel pudo oírla.

—No es suficiente —dijo.

Capítulo 25

1

Para los ocupantes vivos de la calle Gamut, los días que siguieron a los acontecimientos de aquel solsticio de verano fueron, a su modo, tan extraños como todo lo que había ocurrido antes. El mundo que volvía a la vida a su alrededor parecía ignorar por completo que su existencia había pendido de un hilo y si ahora presentía el menor cambio en su condición, ocultaba muy bien sus sospechas. Los monzones y las olas de calor que habían precedido a la Reconciliación quedaron sustituidos a la mañana siguiente por las lloviznas y el sol tibio de cualquier verano inglés, y esa moderación fue el modelo que siguió el comportamiento público durante las semanas siguientes. Los estallidos de irracionalidad que habían convertido cada cruce y cada esquina en un pequeño campo de batalla cesaron de forma sumaria; los paseantes nocturnos que Lunes y Jude habían visto esperando una revelación ya no se perdían por las calles mirando las estrellas con gesto perplejo.

En cualquier otra ciudad que no fuera Londres, quizá los misterios que había ahora presentes en sus calles se habrían descubierto y celebrado. Si las nieblas que persistían en Clerkenwell hubieran aparecido en su lugar en Roma, el Vaticano se hubiera pronunciado sobre ellas antes de una semana. Si hubiera aparecido en Ciudad de Méjico, los pobres las habrían atravesado en menos tiempo todavía, desesperados por hallar una vida mejor en el mundo que había detrás. Pero Inglaterra, ¡ah, Inglaterra! Nunca había sentido una gran inclinación por lo místico, y con todos salvo los más débiles evocadores y conjuradores de lances asesinados por la Tabula Rasa, no quedaba nadie que pudiese dar comienzo a la labor de liberar las mentes encerradas en dogmas y provechos.

Pero no todos hicieron caso omiso de las nieblas. La vida animal de la ciudad sabía que algo se estaba tramando y se acercó a Clerkenwell a olisquearlo. Los perros abandonados que se habían reunido en las inmediaciones de la calle Gamut cuando llegaron los aparecidos y sólo para que los espantara la horda de Sartori, volvieron ahora, retorciendo el hocico al percibir algún olor fuerte que otro. También vinieron gatos, aullando en los árboles al atardecer, curiosos pero informales. Hubo asimismo visitas de abejas y pájaros que por dos veces en tres días después del solsticio de verano se reunieron en la misma pasmosa cantidad que Lunes y Jude habían presenciado en el Retiro. En todos estos casos, las jaurías, los enjambres y las bandadas desaparecían después de un tiempo, cuando descubrían la fuente de los perfumes y los polos que los habían llevado hasta el distrito y entraban en el Cuarto en busca de una vida bajo cielos diferentes.

Pero si bien no hubo tráfico de dos patas hacia al Cuarto, sí que hubo algo en dirección contraria. Poco más de una semana después de la Reconciliación, Ácaro Bronco apareció en la puerta del número 28 y tras presentarse a Clem y Lunes, dijo que quería ver al maestro. Entró en una casa que era bastante más cómoda que su alojamiento de Vanaeph, amueblada como estaba gracias a una decena de recientes allanamientos de morada realizados por Lunes y Clem. Pero el ambiente de domesticidad era sólo aparente. Aunque se habían llevado y enterrado los cuerpos de los gek-a-gek, junto con el de su invocador, bajo la larga hierba de Shiverick Square; aunque se había arreglado la puerta de la calle y se habían lavado las manchas de sangre; aunque se había fregado la sala de meditación y las piedras del círculo se habían envuelto en paños individuales y luego se habían guardado bajo llave, la casa seguía cargada por todo lo que allí había ocurrido: las muertes, las escenas de amor, los reencuentros y las revelaciones.

—Vives en medio de una lección de historia —dijo Ácaro Bronco cuando se sentó al lado de la cama en la que yacía Cortés.

El Reconciliador se estaba curando, pero incluso con sus extraordinarios poderes de recuperación, la convalecencia sería larga. Dormía veinte horas o más de cada veinticuatro y apenas se aventuraba a salir de su colchón cuando estaba despierto.

—Tienes todo el aspecto de haber pasado por más de una guerra, amigo mío — dijo Ácaro Bronco.

—Más de las que me gustaría —respondió Cortés con tono cansado.

—Huelo a oviáceo.

—Gek-a-gek —dijo Cortés—. No te preocupes, ya no están.

—¿Se abrieron camino durante la ceremonia?

—No. Es más complicado que eso. Pregúntale a Clem. Él te contará toda la historia.

—No es mi intención ofender a tus amigos —dijo Ácaro Bronco mientras se sacaba un tarro de pepinillos del bolsillo—, pero preferiría oírlo de tus labios.

—Ya he pensado demasiado en ello tal y como están las cosas —respondió Cortés—. No quiero que me lo recuerden más.

—Pero triunfamos —dijo Ácaro Bronco—. ¿No se merece eso una pequeña celebración?

—Celébralo con Clem, Ácaro. Yo necesito dormir.

—Como quieras, como quieras —dijo Ácaro Bronco retirándose hacia la puerta—. Oye, ¿me preguntaba? ¿Te importa si me quedo aquí unos días? Hay ciertos grupos de Vanaeph que quieren hacer el gran tour del Quinto y me he ofrecido voluntario para enseñarles todo esto. Pero como yo tampoco lo conozco todavía...

—Por supuesto —dijo Cortés—. Y perdona que no rebose afabilidad.

—No hace falta que te disculpes —dijo Ácaro Bronco—. Te dejo para que duermas.

Esa tarde Ácaro hizo lo que Cortés le había sugerido y acosó tanto a Clem como a Lunes con preguntas hasta que oyó toda la historia.

—Bueno, ¿y cuándo voy a conocer a la fascinante Judith? —preguntó cuando terminaron de contarle toda la historia.

—No sé si llegarás a conocerla algún día —dijo Clem—. No volvió a la casa una vez que enterramos a Sartori.

—¿Dónde está?

—Esté donde esté —dijo Lunes con tono afligido—, Hoi-Polloi está con ella. Menuda puta suerte la mía.

—Bueno, mira, escucha —dijo Ácaro Bronco—. A mí siempre se me han dado bien las damas. Voy a hacer un trato contigo. Si tú me enseñas esta ciudad, de arriba abajo, yo te mostraré unas cuantas señoritas del mismo modo.

La palma de la mano de Lunes salió del bolsillo donde había estado acariciando la consecuencia de la ausencia de Hoi-Polloi y agarró la mano de Ácaro Bronco antes incluso de que pudiera extenderla.

—Es usted tremendo, caballero —dijo Lunes—. Te has ganado una gira por la ciudad, tío.

—¿Y qué pasa con Cortés? —le dijo Ácaro Bronco a Clem—. ¿Languidece por falta de compañía femenina?

—No, sólo está cansado. Se pondrá bien.

—¿Tú crees? —respondió Ácaro Bronco—. Yo no estoy tan seguro. Tiene todo el aspecto de un hombre que sería más feliz muerto que vivo.

—No digas eso.

—Muy bien. No lo he dicho. Pero lo tiene, Clement. Y todos lo sabemos.

El vigor y el ruido que Ácaro Bronco trajo a la casa sólo sirvieron para subrayar lo cierta que era aquella observación. A medida que pasaban los días y se convertían en semanas, no se observaba apenas mejora en el humor de Cortés. Estaba, como había dicho Ácaro Bronco, languideciendo y Clem empezó a sentirse igual que lo había hecho durante el declive final de Tay. Un ser amado se estaba escabullendo entre sus dedos y él no podía hacer nada para impedirlo. Ni siquiera había esos momentos de frivolidad que había tenido con Tay, cuando se recordaban los buenos tiempos y se desbancaba el dolor. Cortés no quería falsos consuelos, ni risas ni comprensión. Sólo quería quedarse en la cama e ir poco a poco convirtiéndose en algo tan tenue como las sábanas en las que yacía. A veces, mientras dormía, los ángeles le oían hablar en otras lenguas, como ya lo había oído hablar Tay. Pero eran sinsentidos lo que murmuraba: noticias de una mente que divagaba sin mapa ni destino.

Ácaro Bronco se quedó en la casa un mes, se iba con Lunes al amanecer y volvía tarde, tras otro día haciendo turismo y adquiriendo los gustos de este nuevo Dominio. Su capacidad de asombro no tenía límites y era pródiga su búsqueda de placeres. Descubrió que le gustaba la empanada de anguila y Elgar, Speaker's Corner los domingos al mediodía y las guaridas del Destripador a medianoche; las carreras de galgos, el jazz, los chalecos hechos en Saville Row y las mujeres que se contratan detrás de la estación de King's Cross. En cuanto a Lunes, estaba claro por la expresión que traía siempre que volvía que le estaban quitando a besos el dolor que le había causado la deserción de Hoi-Polloi. Cuando Ácaro Bronco anunció por fin que ya era hora de volver al Cuarto, el muchacho quedó destrozado.

—No te preocupes —le dijo Ácaro—. Volveré. Y no lo haré sólo.

Antes de partir, Ácaro se presentó ante el lecho de Cortés con una propuesta.

—Ven al Cuarto conmigo —dijo—. Ya es hora de que veas Patashoqua.

Cortés negó con la cabeza.

—Pero no has visto el Merrow Ti' Ti' —protestó Ácaro.

—Sé lo que estás intentando hacer, Ácaro —dijo Cortés—. Y te lo agradezco, de veras, pero no quiero volver a ver el Cuarto.

—Bueno, ¿entonces qué quieres ver?

La respuesta fue sencilla:

—Nada.

—Eh, venga ya, Cortés —dijo Ácaro Bronco—. No seas aburrido, maldita sea. Te estás comportando como si lo hubiéramos perdido todo. Y no lo hemos perdido.

—Yo sí.

—Volverá. Ya lo verás.

—¿Quién?

—Judith.

Cortés estuvo a punto de reírse al oír eso.

—No es a Judith a quien he perdido —dijo.

Ácaro Bronco se dio cuenta entonces de su error y se quedó mudo, o tanto como le era posible. Todo lo que consiguió decir fue:

—Ah...

Por primera vez desde que había aparecido Ácaro Bronco al lado de su cama un mes antes, Cortés miró de verdad a su invitado.

—Ácaro —le dijo—. Voy a contarte algo que no le he contado a nadie más.

—¿Qué es?

—Cuando estuve en la ciudad de mi Padre... —Se detuvo, como si ya hubiera perdido la voluntad de contarlo. Luego empezó otra vez—. Cuando estuve en la ciudad de mi Padre, vi a Pai'oh'pah.

—¿Vivo?

—Durante un momento.

—Oh, Jesús. ¿Cómo murió?

—El suelo se abrió bajo sus pies.

—Eso es terrible. Terrible.

—¿Entiendes ahora por qué no me parece una victoria?

—Sí, ya veo. Pero Cortés...

—No intentes convencerme más, Ácaro.

—... hay tales cambios en el aire. Quizá haya milagros en el Primero, igual que los hay en Yzordderrex. No es imposible.

Cortés estudió a su torturador con los ojos entrecerrados.

—Los eurhetemecs estaban en el Primero mucho antes de que llegara Hapexamendios, acuérdate —continuó Ácaro—. Y allí hicieron maravillas. Es posible que hayan vuelto esos tiempos. La tierra no olvida. Los hombres olvidan; los maestros olvidan. ¿Pero la tierra? Nunca.

Bronco se levantó.

—Ven conmigo a un lugar de paso —le dijo—. Vamos a comprobarlo. ¿Qué daño se puede hacer? Te llevaré a la espalda si no te funcionan las piernas.

—No será necesario —dijo Cortés y tras apartar las sábanas de golpe, salió de la cama.

Aunque el mes de agosto todavía no había entrado, los primeros meses de verano habían estado marcados por tales excesos que la estación se había quemado de forma prematura y cuando Cortés, acompañado por Ácaro y Clem, pisó la calle Camut, se encontró con los primeros fríos del otoño en la entrada. Clem había encontrado la niebla que llevaba al Primer Dominio menos de cuarenta y ocho horas después de la Reconciliación, pero no había entrado en ella. Después de todo lo que había oído sobre el estado de la ciudad del Invisible, no sentía ningún deseo de ver sus horrores. Pero llevó a los maestros al lugar de buena gana. Estaba a apenas un kilómetro de la casa, oculta en un claustro tras un edificio de oficinas vacío: un banco de niebla gris poco más alta que dos hombres juntos que rodaba sobre sí misma en la esquina oscurecida del patio vacío.

—Déjame entrar primero —le dijo Clem a Cortés—. Seguimos siendo tus guardianes.

—Ya habéis hecho más que suficiente —dijo Cortés—. Quédate aquí. Esto no llevará mucho tiempo.

Clem no contradijo la orden sino que se hizo a un lado para dejar que los maestros entraran en la niebla. Cortés ya había pasado entre Dominios muchas veces y estaba acostumbrado a la breve desorientación que acompañaba siempre esa transición. Pero nada, ni siquiera las pesadillas del matadero que lo habían perseguido tras la Reconciliación podrían haberlo preparado para lo que aguardaba al otro lado. Ácaro Bronco, que siempre había sido un hombre de respuestas instantáneas, vomitó cuando el hedor de la putrefacción vino a recibirlos a través de la niebla y, aunque avanzó tras Cortés entre tropiezos, decidido a no dejar que su amigo se enfrentara sólo al Primero, se cubrió los ojos tras una única mirada.

El Dominio se descomponía de un horizonte a otro. Por todas partes podredumbre y más podredumbre: lagos que la supuraban y colinas infectas. Por encima de sus cabezas, en los cielos que Cortés apenas había visto al atravesar la ciudad de su Padre, nubes del color de antiguos cardenales medio escondían dos lunas amarillentas cuya luz caía sobre una suciedad tan atroz que hasta el milano más hambriento del Kwem habría preferido morirse de hambre antes que alimentarse aquí.

—Ésta era la Ciudad de Dios, Ácaro —dijo Cortés—. Esto era mi Padre. Esto era el Invisible.

Furioso de repente, Cortés tiró con fuerza de las manos de Ácaro, que se habían aferrado al rostro de su dueño.

—¡Mira, maldito seas, mira! ¡Quiero oír cómo me hablas de las maravillas, Ácaro! ¡Vamos! ¡Cuéntame! ¡Cuéntame!

Ácaro no volvió a la casa cuando Cortés y él salieron del lugar de paso sino que con un murmullo de disculpa se alejó para internarse en el atardecer, decía que necesitaba estar en territorio conocido un tiempo y que volvería cuando hubiera recuperado la compostura. Y, en efecto, tres días más tarde reapareció en el número 28, todavía un poco revuelto, todavía un poco avergonzado y se encontró con que Cortés no había vuelto a la cama sino que ya se había repuesto. El humor del Reconciliador estaba lleno de brío más que de alegría. Su cama, le explicó a Ácaro, ya no era el refugio que había sido. En cuanto cerraba los ojos, veía el matadero del Primero con todos sus atroces detalles y ahora ya sólo podía dormir cuando se había agotado de tal modo que entre el momento de posar la cabeza en la almohada y el olvido no quedara tiempo para que su mente le diera más vueltas a lo que había presenciado.

Por suerte, Ácaro había traído distracciones en forma de un grupo de ocho turistas (él prefería el término «excursionistas») de Vanaeph que confiaban en que él los guiara por los ritos y rarezas del Quinto Dominio. Pero antes de comenzar el recorrido, estaban impacientes por presentarle sus respetos al gran Reconciliador, y eso hicieron, con una sucesión de discursos dolorosamente elaborados que leyeron en voz alta antes de entregarle a Cortés los regalos que habían traído: carnes ahumadas, perfumes, un pequeño cuadro de Patashoqua realizado en alas de zarzi, un panfleto de poemas eróticos escritos por la hermana de Pluthero Quexos.

Aquel grupo fue el primero de los muchos que Ácaro trajo durante las siguientes semanas; admitía con total libertad ante Cortés que estaba sacando un beneficio notable de su nuevo papel. «Disfrute de un Día Sagrado en la Ciudad de Sartori» era su discurso de venta y cuantos más clientes satisfechos volvían a Vanaeph con historias de empanadas de anguila y Jack el Destripador, más eran los que se apuntaban a la excursión. Ácaro sabía que los buenos tiempos no durarían mucho, por supuesto. En muy poco tiempo, los agentes de viaje profesionales de Patashoqua entrarían en el negocio y él no podría competir con sus impecables paquetes de viaje, salvo en un aspecto concreto. Sólo él podía garantizar una audiencia, por breve que fuera, con el mismísimo maestro Sartori.

Cortés se dio cuenta de que estaba llegando el momento de que el Quinto se enfrentara al hecho de que estaba Reconciliado, le gustase o no. Quizá pudieran hacer caso omiso de los primeros visitantes de Vanaeph y Patashoqua pero cuando viniesen sus familias y las familias de sus familias (criaturas con formas, tamaños y concurrencia que exigía atención), la gente de este Dominio ya no podría seguir haciendo la vista gorda. No pasaría mucho tiempo antes de que la calle Gamut se convirtiera en una autopista sagrada, con viajeros recorriéndola no en uno sino en ambos sentidos. Y cuando eso ocurriera, vivir en la casa sería insostenible. Él, Clem y Lunes tendrían que abandonar el número 28 y dejar que se convirtiera en un santuario.

Cuando llegara ese día (y llegaría pronto) él se vería obligado a tomar una decisión importante. ¿Debería buscar santuario aquí, en Gran Bretaña, o quizá abandonar la isla por un país al que no lo hubiera llevado ninguna de sus vidas? De una cosa estaba seguro, no volvería al Cuarto, ni a ningún otro Dominio más allá. Aunque era cierto que jamás había visto Patashoqua, sólo había un alma con quien él quisiera verla y esa alma se había ido.

2

Aquellos tiempos no fueron menos extraños ni menos arduos para Jude. Había decidido abandonar la compañía de la calle Gamut sin casi pensarlo aunque esperaba volver en algún momento. Pero cuanto más tiempo pasaba lejos de allí, más difícil se le hacía volver. No se había dado cuenta, hasta que Sartori desapareció, de cuánto lo lloraría. Fuera cual fuera la fuente de sus sentimientos, Jude no se arrepentía de nada. Todo lo que sentía era la pérdida. Noche tras noche se despertaba en el pequeño piso que ella y Hoi-Polloi habían alquilado juntas (el otro piso estaba demasiado lleno de recuerdos) bañada en lágrimas por culpa del mismo y terrible sueño. Ella trepaba por aquellas malditas escaleras de la calle Gamut, intentaba llegar hasta Sartori, que ardía en el piso de arriba, pero a pesar de todo su esfuerzo no conseguía avanzar ni un sólo paso. Y siempre con las mismas palabras en los labios cuando Hoi-Polloi la despertaba.

—Quédate conmigo. Quédate conmigo.

Aunque su amante se había ido para siempre y ella tendría que terminar por acostumbrarse a esa idea, le había dejado un recuerdo vivo y a medida que llegaban los meses de otoño, comenzó a hacer sentir su presencia con bastante claridad, sus patadas la mantenían despierta cuando no lo hacían las pesadillas. A Jude no le gustaba el aspecto que tenía en el espejo, el estómago convertido en una cúpula lustrosa, los pechos hinchados y sensibles, pero allí estaba Hoi-Polloi para darle consuelo y compañía siempre que la necesitaba. La muchacha era todo lo que Jude hubiera podido pedir durante aquellos meses: leal, práctica e impaciente por aprender. Aunque al principio las costumbres del Quinto eran un misterio para ella, pronto se familiarizó con sus excentricidades y hasta les cogió cariño. Pero esa no era una situación que pudiera continuar de forma indefinida. Si se quedaban en el Quinto y Jude tenía el niño allí, ¿qué podía prometerle? Que se criara y educara en un Dominio que quizá algún día lejano llegara a apreciar los milagros que acogía en su seno pero que mientras tanto haría caso omiso o rechazaría todas las extraordinarias cualidades con las se bendijera a su pequeño.

A mediados de octubre había tornado una decisión. Abandonaría el Quinto, con o sin Hoi-Polloi y encontraría algún país en Imajica donde a su hijo, ya fuera un ser profético, melancólico o sólo aquejado de priapismo, le permitieran crecer y prosperar. Pero para hacer ese viaje, por supuesto, tendría que volver a la calle Gamut o a sus inmediaciones y, si bien aquella no era una perspectiva especialmente atractiva, era mejor hacerlo pronto, antes de que muchas más noches sin dormir se cobraran su precio y ella se sintiera demasiado débil. Compartió sus planes con Hoi-Polloi, que se declaró encantada de ir allí donde Jude quisiera llevarla. Hicieron los preparativos de inmediato y cuatro días más tarde abandonaron el piso por última vez con una pequeña colección de objetos valiosos que podrían empeñar cuando llegaran al Cuarto.

La tarde era fría y la luna, cuando se alzó, tenía una aureola de bruma. Bajo su luz, las vías públicas que rodeaban la calle Gamut habían adquirido un tono irisado con los primeros grabados de una helada. A petición de Jude, fueron primero a Shiverick Square para que pudiera presentarle sus respetos por última vez a Sartori. Tanto su tumba como las de los oviáceos habían quedado bien disimuladas gracias a los esfuerzos de Lunes y Clem y le costó un buen rato encontrar el lugar donde lo habían enterrado. Pero lo halló y pasó allí veinte minutos mientras Hoi-Polloi esperaba junto al enrejado. Aunque había aparecidos en las calles cercanas, Jude sabía que su amante jamás se uniría a sus filas. Él no había nacido, lo habían hecho y le habían robado lo que le había dado vida. La única existencia que tenía tras su fallecimiento era en su memoria y en el niño. Pero Jude no lloró por eso, ni siquiera por su ausencia. Había hecho todo lo que había podido, había llorado y le había rogado que se quedara. Sin embargo, sí que le dijo a la tierra que amaba aquello sobre lo que la habían amontonado y le encargó que le diera a Sartori consuelo en su sueño sin quimeras.

Luego abandonó la tumba y juntas, Hoi-Polloi y ella, fueron a buscar el lugar de paso que las llevaría al Cuarto. Allí sería de día, un día lleno de luz y ella se haría llamar por otro nombre.

Había mucho ruido en el número 28 aquella noche, la causa una celebración en honor del irlandés, al que habían soltado aquella tarde de la cárcel después de cumplir una condena de tres meses por hurto y que había llegado a la puerta (con Carol, Benedict y varias cajas de güisqui robado) para brindar por su puesta en libertad. A estas alturas, la casa ya era como la cueva del tesoro (repleta de regalos que le habían hecho al maestro los excursionistas de Ácaro Bronco) y no parecían tener final las bromas ebrias que estos artefactos, muchos de ellos absolutos enigmas, inspiraban. Cortés se sentía tan ocurrente como el irlandés, si no más. Después de tantas semanas de abstinencia, la notable cantidad de güisqui que había absorbido hacía que le diera vueltas la cabeza y se había resistido a los intentos de Clem de involucrarlo en una conversación seria, a pesar de la insistencia de este último que el asunto era urgente. Sólo después de mucho suplicarle, accedió a seguir a Clem a un lugar más tranquilo de la casa, donde sus ángeles le dijeron que Judith se encontraba en las inmediaciones. La noticia lo despejó un poco.

—¿Va a venir aquí? —preguntó.

—No creo —dijo Clem mientras se pasaba la lengua por los labios como si sintiera en ellos el sabor de la mujer—. Pero está cerca.

A Cortés no le hizo falta que le dijeran nada más. Con Lunes a remolque, salió a la calle. No había ni una sola criatura viva a la vista. Sólo los aparecidos, tan apáticos como siempre, su falta de alegría mucho más aparente a causa del ruido de jarana que salía de la casa.

—No la veo —le dijo Cortés a Clem, que los había seguido hasta la entrada—. ¿Estás seguro de que está aquí?

Fue Tay el que respondió.

—¿Crees que no sabría cuándo está Judy cerca? Pues claro que estoy seguro.

—¿En qué dirección? —quiso saber Lunes.

Y Clem otra vez, advirtiéndole:

—Quizá no quiera vernos.

—Bueno, pues yo sí que la quiero ver a ella —respondió Cortés—. Una copa al menos, por los viejos tiempos. ¿En qué dirección, Tay?

Los ángeles señalaron y Cortés se alejó calle abajo, con Lunes, botella en mano, pisándole los talones.

La niebla que llevaba al Cuarto parecía tentadora: una ola lenta de bruma pálida que giraba y giraba sobre sí misma pero nunca se rompía. Antes de entrar con Hoi-Polloi, Jude se tomó unos momentos para levantar los ojos. Allí arriba estaba la Osa Mayor. No la volvería a ver. Luego dijo:

—Se acabaron las despedidas.

Y juntas, las dos chicas dieron un paso y entraron en la bruma.

En ese mismo momento Jude oyó el sonido de pasos que corrían por el callejón que tenían detrás y a Cortés, que la llamaba. Había sido consciente de la posibilidad de que detectaran su presencia y había instruido a su compañera y a sí misma en la mejor forma de responder. No se volvió ninguna de las dos. Se limitaron a apresurar el paso y continuaron atravesando la bruma. Esta se espesó mientras andaban pero después de una docena de pasos, la luz del sol empezó a filtrarse desde el otro lado y el frío húmedo de la niebla dio lugar a un aire más cálido. Cortés la llamó una vez más pero había cierta conmoción delante y esta casi ahogó su llamada.

De vuelta en el Quinto, Cortés se detuvo de golpe al borde de la niebla. Se había jurado que jamás volvería a abandonar el Dominio pero el alcohol que corría por su sistema había debilitado su resolución. Le picaban los pies por entrar en la niebla e ir a buscarla.

—Bueno, jefe —dijo Lunes—. ¿Vamos a entrar o no?

—¿Te importa mucho, en cualquier caso?

—Pues sí, resulta que sí.

—Todavía te gustaría ponerle las manos encima a Hoi-Polloi, ¿eh?

—Sueño con ella, jefe. Chicas bizcas, cada noche.

—Ah, bueno —dijo Cortés—. Si vamos a perseguir sueños, entonces creo que esa es una buena razón para entrar.

—¿Sí?

—De hecho, es la única razón.

Agarró la botella de Lunes y le dio un buen trago.

—Allá vamos —dijo, y juntos se hundieron en la niebla, corrieron por un suelo que se ablandaba e iluminaba a su paso, las losas se convertían en arena y la noche en día.

Vieron a las mujeres por un breve instante, allí delante, siluetas grises contra el cielo azul pavo real, luego las perdieron de nuevo cuando intentaron darles caza. El fulgor del día creció, sin embargo, y también el sonido de las voces, que se elevó hasta convertirse en el estrépito de una multitud alborotada cuando salieron del lugar de paso. Había compradores, vendedores y rateros por todos lados, y, desapareciendo entre la muchedumbre, las mujeres. Las siguieron con renovado fervor pero la marea de gente conspiraba para alejarlos de sus presas y después de media hora de vana persecución, que por fin los devolvió a la niebla y la algarabía comercial que la rodeaba, tuvieron que admitir que los habían vencido.

Cortés empezaba a irritarse; la cabeza ya no le zumbaba, le dolía.

—Se han ido —dijo—. Será mejor dejarlo.

—Mierda.

—Las personas vienen y se van. No puedes permitirte el lujo de encariñarte con nadie.

—Demasiado tarde —dijo Lunes muy afligido—. Ya lo estoy.

Cortés entrecerró los ojos y miró la niebla con los labios fruncidos. Al otro lado los esperaba un frío mes de octubre.

—Mira —dijo después de un momento—. Vamos a pasarnos por Vanaeph, a ver si encontramos a Ácaro Bronco. Quizá pueda ayudarnos.

Lunes le lanzó una sonrisa radiante.

—Eres un héroe, jefe. Tú primero.

Cortés se puso de puntillas e intentó orientarse.

—El problema es que no tengo ni puñetera idea de dónde está Vanaeph —dijo.

Abordó al transeúnte más cercano que encontró y le preguntó cómo llegar al Monte. El tipo se lo señaló por encima de las cabezas de la multitud y luego dejó que el jefe y su muchacho se abrieran camino como pudieran hasta el borde del mercado, desde donde pudieron ver no Vanaeph sino la ciudad amurallada que se interponía entre ellos y el Monte de Ola Bayak. Reapareció la sonrisa en el rostro de Lunes, más amplia que nunca y en sus labios el nombre que con tanta frecuencia había pronunciado como un encantamiento.

—¿Patashoqua?

—Sí.

—La pintamos en el muro juntos, ¿te acuerdas?

—Me acuerdo.

—¿Cómo es por dentro?

Cortés contemplaba la botella que tenía en la mano y se preguntaba si ese regocijo tan peculiar que sentía iba a pasar con el dolor de cabeza que lo acompañaba.

—¿Jefe?

—¿Qué?

—He dicho que cómo es por dentro.

—No lo sé. Nunca he estado allí.

—Bueno, ¿y no deberíamos ir?

Cortés le largo la botella a Lunes y suspiró, un suspiro fácil y perezoso que terminó en sonrisa.

—Sí, amigo mío —dijo—. Creo que quizá debiéramos ir.

3

Y así empezó la última peregrinación del maestro Sartori (también llamado John Furia Zacharias, o Cortés, el Reconciliador de los Dominios) por toda Imajica.

Su intención no había sido en absoluto que fuera un peregrinaje pero tras haberle prometido a Lunes que encontrarían a la mujer de sus sueños, no tenía valor para abandonar al muchacho y volver al Quinto. Comenzaron su búsqueda, como es lógico, en Patashoqua, que, en estos tiempos era más próspera que nunca ya que su proximidad al Dominio recién reconciliado creaba oportunidades de negocio todos los días. Después de casi un año preguntándose cómo sería la ciudad, fue inevitable que Cortés se sintiera un tanto decepcionado una vez que se encontró dentro de sus murallas, pero el entusiasmo de Lunes era todo un espectáculo en sí y un conmovedor recordatorio de su propio asombro el día que Pai y él habían llegado al Cuarto.

Incapaces de localizar a las mujeres en la ciudad, continuaron hasta Vanaeph con la esperanza de encontrar a Ácaro Bronco, que estaba de viaje, les dijeron, pero un individuo muy perspicaz afirmó que había visto a dos mujeres que encajaban con la descripción de Jude y Hoi-Polloi haciendo dedo al borde de la autopista. Una hora después, Cortés y Lunes hacían lo mismo y así daba comienzo de verdad la persecución que iba a llevarlos por todos los Dominios.

Para el maestro aquel viaje fue muy diferente de todos los que lo habían precedido. La primera vez que había hecho esta expedición, había viajado sin saber quién era y sin llegar a comprender la importancia de las personas que conocía y los lugares que veía. La segunda vez había sido un fantasma que volaba a la velocidad del pensamiento entre los miembros del Sínodo, el asunto que lo ocupaba era demasiado urgente para permitirle apreciar la miríada de maravillas que atravesaba. Pero ahora, por fin, tenía tanto el tiempo como el entendimiento necesario para encontrarle sentido a esta peregrinación y, si bien había comenzado el viaje de mala gana, pronto empezó a disfrutarlo tanto como su compañero.

Se había corrido la voz de los cambios ocurridos en Yzordderrex incluso por las aldeas más pequeñas y la desaparición del Imperio del Autarca era en todas partes causa de júbilo. También se habían extendido los rumores sobre la curación de Imajica y cuando Lunes le contaba a la gente de dónde venían él y su callado compañero (cosa que tenía por costumbre hacer a la menor oportunidad), comenzaban a ofrecerles bebidas y a interrogarlos para tener noticias del paradisiaco Quinto. Muchos de los que les preguntaban, que sabían que la puerta que llevaba a aquel misterio por fin se encontraba abierta, estaban planeando visitar el Quinto y querían saber qué regalos debían llevar consigo a un Dominio que ya estaba lleno de maravillas. Cuando alguien hacía esta pregunta, Cortés, que solía dejar hablar a Lunes durante estas entrevistas, tomaba siempre la palabra:

—Llevad la historia de vuestra familia —decía—. Llevad vuestros poemas. Llevad vuestros chistes. Llevad vuestras canciones de cuna. Que entiendan en el Quinto las glorias que hay aquí.

La gente tendía a mirarlo con recelo cuando respondía de este modo y le decían que sus chistes y las historias de su familia no les parecían especialmente gloriosos pero Cortés se limitaba a decir.

—Todo eso sois vosotros. Y vosotros sois el mejor regalo que se le podría hacer al Quinto.

—Sabes, podríamos haber ganado una fortuna si nos hubiéramos traído unos cuantos mapas de Inglaterra con nosotros —comentó Lunes un día.

—¿Nos importan mucho las fortunas? —dijo Cortés.

—A ti quizá no, jefe —respondió Lunes—. Personalmente, me interesan bastante.

Tenía razón, pensó Cortés. Podrían haber vendido ya mil mapas, y sólo acababan de entrar en el Tercero: mapas que se habrían copiado y las copias copiadas a su vez y cada transcriptor habría añadido de forma inevitable sus propios aciertos al diseño. La idea de tal proliferación llevó a Cortés de nuevo a sus propias manos, que pocas veces habían trabajado salvo en beneficio propio y que a pesar de todos sus esfuerzos jamás habían producido nada de auténtico valor. Pero al contrario que los cuadros que había falsificado, los mapas no estaban malditos con la noción de un original autorizado. Crecían al copiarlos, cuando se corregían sus inexactitudes, se llenaban los espacios vacíos, se volvían a elaborar las leyendas. E incluso cuando ya se habían hecho todas las correcciones, hasta el mínimo detalle, ni siquiera entonces sufrían la maldición de la palabra «terminado», porque su objeto continuaba cambiando. Los ríos se ensanchaban o se formaban meandros, o bien se secaban por completo; aparecían islas que se volvían a hundir; incluso las montañas se movían. Por su misma naturaleza, los mapas eran siempre obras en constante evolución y Cortés (su resolución reforzada al pensar en ellos de ese modo) decidió después de muchos meses de retraso dedicarse a hacer uno.

Muy de vez en cuando se encontraban por el camino con un individuo que, al ignorar quién era su público, alardeaba de tener alguna relación con el hijo más celebrado del Quinto, el maestro Sartori, y procedía a contarles a Cortés y Lunes cosas del gran hombre. Los relatos variaban, sobre todo cuando llegaba el momento de hablar de su acompañante. Algunos decían que había tenido a una hermosa mujer a su lado; algunos a su hermano, llamado Pai; y otros aun (los menos numerosos) hablaban de un místico. Al principio, a Lunes le costaba no contar la verdad de buenas a primeras pero Cortés había insistido desde el principio en que quería viajar de incógnito y, tras haber jurado que guardaría el secreto, el muchacho mantuvo su palabra. Se quedaba callado mientras se contaban locas historias de lo acontecido al maestro: bodas celebradas en el techo; bosquecillos que aparecían de la noche a la mañana donde él había dormido; mujeres que se quedaban embarazadas al beber de su copa. Se había convertido en un producto de la imaginación popular y eso, al principio, divertía a Cortés, pero después de un tiempo empezó a pesarle. Se sentía como un fantasma entre aquellas versiones vivas de sí mismo, invisible entre los oyentes que se reunían para oír los relatos de sus hazañas, cuyos detalles se adornaban y embellecían con cada narración.

Encontraba algún consuelo en el hecho de no ser el único personaje alrededor del que se creaban ese tipo de parábolas. Vivían otras fábulas en el aire, entre los oídos y las lenguas del populacho, fábulas que les solían contar a los peregrinos cuando preguntaban por Jude y Hoi-Polloi: relatos de mujeres milagrosas. En los Dominios había aparecido toda una tribu nómada nueva tras la caída de Yzordderrex. Mujeres poderosas que se habían lanzado a los caminos y se habían puesto a la altura de su liberación; los ritos que sólo habían practicado ante el hogar y la cuna se realizaban ahora al aire libre para que todos los vieran. Pero al contrario que las historias del maestro Sartori, la mayor parte de las cuales eran pura ficción, Cortés y Lunes vieron pruebas abundantes de que las historias que se referían a estas mujeres tenían sus raíces en la verdad. En la provincia de Mai-ké, por ejemplo, que había sido un desierto erosionado por el viento durante el primer peregrinaje de Cortés, encontraron campos en los que empezaba a brotar la primera cosecha en seis estaciones, cortesía de una mujer que había olido el curso de un río subterráneo y lo había convencido para que saliera a la superficie con ecos y súplicas. En los templos de L'Himby una sibila había tallado en una losa sólida (utilizando sólo un dedo y saliva) una representación de la ciudad tal y como sería un año después, según profetizaba y esa profecía había sido tan hipnótica que el público había salido del templo en ese mismo instante y había arrancado la basura que había desfigurado su ciudad. En el Kwem (a donde Cortés llevó a Lunes con la esperanza de encontrar a Scopique) se encontraron con que lo que antes era el pozo poco profundo donde se había levantado el Eje era ahora un lago de aguas cristalinas pero con el fondo oculto por la congregación de vida que se estaba formando en él: aves, sobre todo, que se elevaban de repente en alborotadas bandadas, con todo el plumaje y listas para surcar los cielos.

Aquí tuvieron la oportunidad de conocer a la artífice del milagro, ya que la mujer que había hecho estas aguas (de forma literal, dijeron sus acólitos: era la meada de una sola noche) se había instalado en la concha ennegrecida del Palacio del Kwem. Con la esperanza de averiguar alguna pista sobre el paradero de Jude y Hoi-Polloi, Cortés se aventuró entre las sombras y buscó a la que había hecho el lago, y, si bien esta se negó a mostrarse, respondió a su pregunta. No, no había visto a un par de viajeras como las que él describía pero sí, podía decirle dónde habían ido. En estos tiempos, las mujeres errantes sólo tomaban dos caminos, explicó: el que salía de Yzordderrex y el que entraba en ella.

Cortés le agradeció la información y le preguntó si había algo que él pudiera hacer por ella a cambio. La mujer le dijo que no había nada que quisiera de él pero que le agradaría disfrutar de la compañía de su muchacho durante una hora o dos. Un tanto mortificado, Cortés salió y le preguntó a Lunes si estaba dispuesto a arriesgarse y dejarse abrazar por la mujer durante un rato. El joven dijo que sí y dejó que el maestro se buscase un sitio donde sentarse al lado de aquel criadero de aves con forma de lago mientras él se aventuraba en el tocador de su autora. Era la primera vez en la vida de Cortés que una mujer en busca de atenciones sexuales lo dejaba a él de lado y escogía a otro. Si alguna vez había necesitado pruebas de que sus días habían pasado, allí las tenía.

Cuando, dos horas después, reapareció Lunes (con el rostro ruborizado y un zumbido en los oídos) fue para encontrar a Cortés sentado a la orilla del lago; ya hacía rato que se había cansado de trabajar en su mapa y se había rodeado de varios cúmulos de guijarros.

—¿Qué son? —dijo el muchacho.

—He estado contando mis romances —respondió Cortés—. Cada uno representa a cien mujeres.

Había siete cúmulos.

—¿Y ahí están todas? —dijo Lunes.

—Están todas las que recuerdo.

Lunes se agachó al lado de las piedras.

—Apuesto a que te gustaría volver a amarlas a todas otra vez —dijo.

Cortés lo pensó unos minutos y al final dijo:

—No. Creo que no. Yo ya no podría hacerlo mejor. Ya es hora de que se lo deje a hombres más jóvenes.

Luego arrojó la piedra que tenía en la mano al centro de aquel lago atestado de vida.

—Antes de que preguntes —dijo—. Esa era Jude.

No hubo más desvíos tras eso, ni necesidad de perseguir rumores acá y acullá. Sabían adónde habían ido Jude y Hoi-Polloi. Tras abandonar el lago, llegaron a la Vía Crucis en cuestión de horas. Al contrario que tantas otras cosas, la Vía no había cambiado. Tan amplia y atestada como siempre: una flecha que se dirigía en línea recta hacia el cálido corazón de Yzordderrex.

Capítulo 26

1

En el Quinto llegó el invierno, no de repente pero sí con decisión. Halloween fue la última vez que la gente se atrevió a salir al aire nocturno sin abrigos, gorros y guantes y también vio la primera visita importante de londinenses a la calle Gamut, juerguistas que se habían tomado a pecho el espíritu de la noche de Todos los Santos y habían venido para ver si había algo de verdad en los extraños rumores que habían oído sobre el barrio. Algunos se apartaron después de muy poco tiempo pero los más valientes se quedaron para explorar y unos cuantos se entretuvieron ante el número 28, donde le dieron vueltas a los dibujos de la puerta y contemplaron el árbol carbonizado que protegía la casa de las estrellas.

Después de esa noche, el pellizco del frío se convirtió en un mordisco y el mordisco en bocado, hasta que a finales de noviembre las temperaturas eran lo bastante bajas para mantener al lado del fuego incluso al gato más ardiente. Sin embargo, el flujo de visitantes, en ambas direcciones, no cesó. Noche tras noche aparecían ciudadanos normales en la calle Gamut para codearse con los excursionistas que venían en dirección contraria. Algunos de los primeros se convirtieron en visitantes tan regulares que Clem comenzó a reconocerlos y pudo ver que sus investigaciones se iban haciendo cada vez menos vacilantes a medida que se daban cuenta que las sensaciones que sentían no eran las primeras señales de la locura. Aquí se podían encontrar maravillas, y uno por uno, estos hombres y mujeres debieron de descubrir su fuente porque siempre desaparecían uno detrás de otro. Otros, quizá demasiado pacatos para aventurarse solos en los lugares de paso, venían con amigos de confianza y les mostraban la calle como si fuera un vicio secreto, hablaban en susurros y luego se reían a carcajadas cuando se daban cuenta que sus seres queridos también veían las apariciones.

Se estaba corriendo la voz. Pero ese fue el único placer que proporcionaron aquellas noches y días amargos. Aunque Ácaro Bronco pasaba cada vez más tiempo en la casa y era una compañía muy animada, Clem echaba mucho de menos a Cortés. No le había sorprendido del todo su repentina partida (siempre había sabido, aunque no lo supiera Cortés, que antes o después el maestro abandonaría el Dominio) pero ahora su compañía más fiel era el hombre con el que compartía el cráneo y a medida que se acercaba el primer aniversario de la muerte de Tay, el humor de ambos se iba haciendo cada vez más sombrío. La presencia de tantas almas vivas en la calle sólo servía para hacer que los aparecidos que la habían ocupado durante los meses de verano se sintieran más privados todavía de sus derechos y su angustia era contagiosa. Aunque Tay había estado encantado de quedarse con Clem durante los preparativos de la gran obra, su época de ángeles había terminado y Tay sentía la misma necesidad que esos fantasmas que rondaban por el exterior de la casa: quería irse.

Al llegar diciembre, Clem comenzó a preguntarse cuántas semanas más podría mantenerse en su puesto cuando parecía que con cada hora aumentaba la desesperación del fantasma que habitaba en él. Después de mucho debatir consigo mismo, decidió que la Navidad marcaría el último día de su servicio en la calle Gamut. Después, abandonaría el número 28 para que lo invadieran los excursionistas de Ácaro y volvería a la casa en la que Tay y él habían celebrado el Regreso del Sol Invicto.

2

Jude y Hoi-Polloi se habían tomado su tiempo para cruzar los Dominios, pero es que con tantas carreteras entre las que elegir y tantas alegrías adicionales por el camino, apresurarse parecía casi un acto criminal. No tenían razón para darse prisa. No había nada detrás que las empujase y nada delante que las invocase. Al menos eso fingía Jude. Una y otra vez, cada vez que surgía el tema de su destino último en la conversación, ella evitaba hablar del lugar al que en el fondo de su corazón sabía que llegarían. Pero si el nombre de esa ciudad no estaba en sus labios, sí que estaba en los labios de casi todas las demás mujeres con las que se encontraban y cuando Hoi-Polloi mencionaba que ella había nacido allí, las preguntas de sus compañeras de viaje comenzaban a sucederse con rapidez, de forma invariable. ¿Era cierto que el puerto se llenaba con cada marea de peces que habían subido desde las profundidades del océano, criaturas antiquísimas que conocían el secreto de los orígenes de las mujeres y por la noche subían nadando por las calles convertidas en ríos para ir a venerar a las Diosas de la colina? ¿Era cierto que allí las mujeres podían tener hijos sin necesidad alguna de hombres y que algunas incluso podían soñar con bebés y darles así la vida? ¿Y había fuentes en esa ciudad que podían hacer jóvenes de los viejos y árboles en los que cada fruta era nueva para el mundo? Y así sucesivamente.

Aunque Jude estaba dispuesta, si la presionaban, a describir lo que había visto en Yzordderrex, los relatos que hacía de un palacio reformado por el agua y de arroyos que desafiaban a la gravedad, no eran tan extraordinarios al lado de lo que los rumores afirmaban sobre aquella ciudad. Después de unas cuantas conversaciones en las que la instaron a describir maravillas de las que nada sabía (como si las interpelantes estuvieran dispuestas a que se inventara los prodigios para no desilusionarlas), Jude le dijo a Hoi-Polloi que no se iba a dejar persuadir para participar en más debates sobre ese tema. Pero su imaginación se negaba a hacer caso omiso de los relatos que oía, por muy absurdos que fueran, y con cada kilómetro que recorrían por la Vía Crucis, la idea de la ciudad que las aguardaba al final del viaje se iba haciendo cada vez más intimidante. Le preocupaba que quizá las bendiciones que habían derramado allí sobre ella carecieran ahora de valor después de tanto tiempo alejada de aquel lugar. O que las Diosas supieran que le había dicho a Sartori (sin faltar a la verdad) que lo amaba y que la condena de Jokalaylau terminara imponiéndose si alguna vez volvía a entrar en su templo. Pero una vez que estuvieron en la Vía Crucis, tales miedos dejaron de tener trascendencia. No iban a dar la vuelta ahora, sobre todo porque las dos estaban cada vez más agotadas. La ciudad las llamaba al salir de las nieblas que separaban los Dominios y juntas pensaban entrar para enfrentarse a los fallos, prodigios y peces de las profundidades que aguardaran allí.

Ah, pero cuánto había cambiado. En el Segundo la estación era más cálida que la última vez que Jude había estado allí y con tanta agua corriendo por las calles, el aire era tropical. Pero más imponente que la humedad era el crecimiento que había engendrado. Había subido una inmensa cantidad de semillas y esporas desde las vetas y cuevas que había bajo la ciudad y bajo la influencia de los lances de las Diosas habían madurado a una velocidad sobrenatural. Antiguas formas de vegetación, la mayor parte se creía que extinta, habían reverdecido los escombros y habían convertido los kesparates en una selva exuberante. En el espacio de medio año, Yzordderrex había llegado a parecerse a una ciudad perdida, sagrada para mujeres y niños, su desolación salvada por la flora. El olor a madurez estaba por todas partes, su fuente eran las frutas que brillaban en parras, ramas y arbustos, y cuya abundancia había atraído a su vez a animales que jamás se habrían atrevido a entrar en Yzordderrex bajo su antiguo régimen. Y corriendo bajo este dosel, alimentando las semillas que habían sacado del inframundo, las eternas aguas, que seguían subiendo por las laderas de la colina a su desenfrenada manera pero que ya no llevaban aquellas flotas de plegarias. O bien se había respondido a las peticiones de las que allí vivían o quizá el bautismo las había convertido en sus propias sanadoras y restauradoras.

Jude y Hoi-Polloi no subieron al palacio el día que llegaron. Ni el día después, ni el día después de ese. En lugar de eso, buscaron la casa de Pecador y se pusieron cómodas, aunque los tulipanes de la mesa del comedor habían quedado sustituidos por una multitud de flores que habían atravesado el suelo y el techo se había convertido en una pajarera. Después de un viaje tan largo en el que nunca habían sabido de una noche a otra dónde iban a posar la cabeza, aquellas eran molestias menores y agradecían poder descansar, acunadas por arrullos y parloteos, en unas camas que más parecían emparrados. Cuando despertaron, había de sobra para comer: fruta que se podía coger de los árboles, agua, que corría limpia y fría en la calle y, en algunos de los arroyos más grandes, peces, que formaban la dieta básica de los clanes que vivían en las inmediaciones.

Había hombres además de mujeres entre estas familias extendidas, algunos de los cuales debieron de formar parte de las turbas y los ejércitos que habían cometido tantas atrocidades la noche que cayó el Autarca. Pero la gratitud de haber sobrevivido a la revolución o la influencia tranquilizadora del crecimiento y la plenitud que los rodeaba los habían convencido para que se dedicaran a mejores propósitos. Manos que habían mutilado o asesinado se empleaban ahora en reconstruir unas cuantas de las casas, levantaban sus muros pero sin desafiar a la selva, ni a las aguas que la alimentaban, sino confabulados con ambas. Esta vez, los arquitectos eran mujeres, que habían bajado de sus bautismos inspiradas para utilizar los restos de la antigua ciudad para crear una nueva y por todas partes Jude veía ecos de la serena y elegante estética que distinguía la obra de las Diosas.

No era grande la urgencia que acompañaba a estas construcciones y tampoco, pensó Jude, había muchas señales de que observaran un diseño grandioso. La época del imperio había terminado y todos los dogmas, edictos y conformidades habían desaparecido con él. El pueblo resolvía el problema de poner un techo sobre sus cabezas a su modo, sabiendo, mientras tanto, que los árboles eran tan frondosos como muníficos; las casas que se obtuvieron eran tan diferentes como los rostros de las mujeres que supervisaron su construcción. El Sartori con el que se había encontrado en la calle Gamut habría dado su aprobación, pensó Jude. ¿Acaso no le había acariciado la mejilla durante su penúltimo encuentro y le había dicho que había soñado con una ciudad construida a su imagen y semejanza? Si esa imagen era «la mujer», entonces aquí estaba la ciudad, levantándose de entre las ruinas.

Así que de día tenían el dosel lleno de murmullos, los ríos burbujeantes, el calor, la risa. Y de noche, el sopor bajo un techo de plumas y sueños amables y sin interrupciones. Ese fue el caso, al menos, durante una semana. Pero a la octava noche, a Jude la despertó la voz de Hoi-Polloi, que la llamaba desde la ventana.

—Mira.

Y Jude miró. Las estrellas brillaban sobre la ciudad y teñían de plata el río que fluía bajo ellas. Pero había otras formas en el agua, comprendió: más sólidas pero no menos plateadas. Lo que habían oído en el camino era cierto. Subían el río unas criaturas que ningún barco pesquero, por muy profundo que fuera su arrastre, habría encontrado jamás en sus redes. Algunos tenían algo de delfín o de sepia o de raya en su apariencia pero el rasgo común era una insinuación de humanidad, enterrada a tanta profundidad en su pasado (o en su futuro) como lo estaban sus hogares en el océano. Había miembros en algunos de ellos y éstos parecían saltar por la ladera en lugar de nadar. Otros eran tan sinuosos como anguilas pero las cabezas proyectaban un aire mamífero, con los ojos luminosos y las bocas lo bastante refinadas para formar palabras.

La visión de su ascenso era estimulante y Jude se quedó ante la ventana hasta que desapareció todo el banco calle arriba. No tenía duda de cuál era el destino de aquellas criaturas y lo cierto es que tampoco del suyo propio, después de esto.

—No podemos estar ya más descansadas —le dijo a Hoi-Polloi.

—¿Entonces es hora de subir la colina?

—Sí. Creo que sí.

Dejaron la casa de Pecador al amanecer para realizar la mayor parte de la subida antes de que el cometa ascendiera demasiado y la humedad les minara las fuerzas. Nunca había sido un trayecto fácil pero incluso durante aquellas primeras horas de la mañana llenas de frescura se convirtió en una caminata penosa, sobre todo para Jude, que se sentía como si llevara plomo en el útero en lugar de un alma viva. Tuvo que pedir un descanso varias veces durante el ascenso y sentarse a la sombra para recuperar el aliento, pero en la cuarta de aquellas ocasiones, al levantarse se encontró con que sus jadeos se iban haciendo cada vez más superficiales y el dolor del vientre tan agudo que apenas podía mantenerse consciente. Su agitación (y los gañidos de Hoi-Polloi) atrajeron manos serviciales y la estaban echando sobre un montículo de hierba floreciente cuando rompió aguas.

Algo menos de una hora después, a poco más de un kilómetro del lugar donde se había levantado la puerta de los santos gemelos Sumidero y Neto, en un bosquecillo repleto de diminutos pájaros de color turquesa, Jude dio a luz al primer y único retoño del autarca Sartori.

3

Aunque los perseguidores de Jude y Hoi-Polloi habían dejado a la artífice del lago del Kwem con indicaciones claras, aun así llegaron a Yzordderrex seis semanas más tarde que las mujeres. En parte porque el apetito sexual de Lunes había mermado de forma significativa tras su aventura en el Palacio del Kwem y por tanto imponía un ritmo mucho menos delirante de lo que lo había hecho hasta entonces, pero sobre todo porque el entusiasmo de Cortés por la cartografía aumentaba a pasos agigantados. Apenas pasaba una hora sin que recordara alguna provincia por la que había pasado o algún indicador que había visto y siempre que ocurría se interrumpía el viaje mientras él sacaba el cuaderno de mapas que había hecho a mano y plasmaba con meticulosidad todos los detalles al tiempo que, mientras trabajaba, recitaba de un tirón los nombres de mesetas y valles, bosques, planicies, carreteras y ciudades, como una letanía. No consentía que lo apuraran, aunque perdieran la oportunidad de que los llevaran o se ganaran una buena mojadura en el proceso. Esta era, le dijo a Lunes, la auténtica gran obra de su vida y sólo sentía haber llegado a ella tan tarde.

A pesar de estas interrupciones, la ciudad estaba más cerca cada día, con cada kilómetro que recorrían, hasta que una mañana, cuando levantaron la cabeza de la almohada bajo un arbusto de espinos, las brumas se despejaron y les mostraron a lo lejos una inmensa montaña verde.

—¿Qué es ese lugar? —se maravilló Lunes.

Asombrado, Cortés dijo:

—Yzordderrex.

—¿Dónde está el palacio? ¿Dónde están las calles? Todo lo que veo son árboles y arco iris.

Cortés estaba tan confundido como el muchacho.

—Antes era un lugar gris, negro y lleno de sangre.

—Bueno, pues ahora es de un puto color verde.

Y se fue haciendo más verde a medida que se acercaban, el aroma de la vegetación dulcificaba de tal modo el aire que Lunes pronto perdió el gesto de desilusión y comentó que quizá tampoco estuviera tan mal después de todo. Si Yzordderrex se había convertido en un bosque silvestre, entonces puede que todas las mujeres se hubieran convertido en salvajes, vestidas con zumo de moras y sonrisas. Podría soportarlo durante un tiempo.

Lo que encontraron en las laderas más bajas, por supuesto, fueron escenas más extraordinarias que las figuraciones más encendidas de Lunes. Buena parte de lo que los habitantes de Nueva Yzordderrex daban por sentado (las anárquicas aguas, los árboles primitivos) dejaban tanto al hombre como al muchacho con la boca abierta. Renunciaron a expresar su admiración en voz alta después de un rato y se limitaron a trepar entre los suntuosos matorrales mientras poco a poco se desprendían del peso del equipaje que habían acumulado a lo largo del viaje y lo dejaban esparcido por la hierba.

La intención de Cortés había sido ir al kesparate eurhetemec con la esperanza de localizar a Atanasio pero con la ciudad tan transformada fue una caminata lenta y difícil, así que fue más la suerte que el ingenio lo que los llevó, después de una hora o más, a la puerta. Las calles que había detrás estaban tan cubiertas de vegetación como las que habían atravesado, las terrazas se parecían a una huerta a la que alguien hubiera permitido desmandarse y la fruta caída los escombros que yacían entre los árboles.

Por sugerencia de Lunes, se separaron para ir en busca del maestro. Cortés le dijo al muchacho que si veía a Jesús en los árboles, entonces había descubierto a Atanasio. Pero los dos volvieron a la puerta sin haber podido encontrarlo, lo que obligó a Cortés a preguntarles a unos niños que habían venido a jugar a colgarse de la puerta si alguno de ellos había visto al hombre que había vivido aquí. Uno de ellos, una niña de unos seis años con el cabello trenzado y tan salpicado de parras que parecía que era de ella de donde brotaban, tenía una respuesta.

—Se fue —dijo.

—¿Sabes adónde?

—Pues no —dijo otra vez la niña hablando en nombre de su pequeña tribu.

—¿Lo sabe alguien?

—Pues no.

Y esa conversación puso rápido fin al tema de Atanasio.

—¿Y ahora adónde? —preguntó Lunes cuando los niños volvieron a sus juegos.

—Seguimos al agua —respondió Cortés.

Comenzaron a ascender de nuevo mientras el cometa, que ya hacía mucho tiempo que había pasado su cénit, hacía el movimiento contrario. Los dos estaban fatigados y la tentación de echarse en algún lugar tranquilo crecía con cada paso que daban. Pero Cortés insistió en continuar recordándole a Lunes que el regazo de Hoi-Polloi sería un sitio mucho más cómodo en el que reposar la cabeza que cualquier montecillo, y que los besos de la joven serían más tonificantes que un chapuzón en cualquier estanque. Sus palabras resultaron convincentes y el muchacho encontró una energía que Cortés envidiaba para avanzar casi a saltos y despejar el camino para el maestro, hasta que llegaron a los montículos de oscuros escombros que señalaban los muros del palacio. Entre ellos se elevaban las columnas de las que en otro tiempo colgaban un enorme par de verjas y que ahora habían convertido en juguetes las aguas, que trepaban por el pilar de la derecha en riachuelos y luego salvaban de un salto el vacío formando un arco de llovizna que se estrellaba justo en la parte superior del pilar de la izquierda. Era un espectáculo de lo más seductor, un espectáculo que acaparó la atención de Cortés por completo y dejó que Lunes se adelantara sólo entre las columnas.

A los pocos minutos el grito del muchacho vino a buscar a Cortés, y la voz era dichosa.

—¿Jefe? ¡Jefe! ¡Ven aquí!

Cortés siguió el camino que le indicaban los gritos de Lunes, atravesó la cálida lluvia que caía del arco y entró en el palacio en sí. Encontró a Lunes vadeando un patio, fragrante gracias a los lirios que temblaban en su torrente, hacia una figura que aguardaba bajo la galería del otro lado. Era Hoi-Polloi. Tenía el cabello aplastado contra el cráneo, como si acabara de nadar en el estanque, y el pecho sobre el que Lunes estaba tan impaciente por posar la cabeza, estaba desnudo.

—Así que por fin estáis aquí —dijo mientras miraba a Cortés por encima de la cabeza de Lunes.

Su impaciente galán perdió pie a medio camino y volaron los lirios cuando se volvió a levantar de golpe.

—¿Sabías que veníamos? —le dijo a la muchacha.

—Por supuesto —respondió ella—. No tú. Pero el maestro sí. Sabíamos que el maestro venía.

—Pero es a mí a quien te alegras de ver, ¿no? —balbuceó Lunes—. Es decir, ¿te alegras?

Hoi-Polloi abrió los brazos y lo miró.

—¿A ti qué te parece? —le dijo.

El muchacho lanzó su aullido más aullador y siguió chapoteando hacia ella mientras se despojaba de la empapada camisa por el camino. Cortés siguió sus pasos. Para cuando llegó al otro lado, Lunes se lo había quitado todo menos la ropa interior.

—¿Cómo sabías que íbamos a venir aquí? —le preguntó Cortés a la muchacha.

—Hay profetas por todas partes —respondió ella—. Vamos, te llevaré arriba.

—¿Es que no puede ir sólo? —protestó Lunes.

—Ya tendremos tiempo de sobra más tarde —dijo Hoi-Polloi cogiéndolo de la mano—. Pero primero tengo que llevarlo a los aposentos.

Los árboles que había dentro del anillo que formaban los muros demolidos empequeñecían a los que había fuera, un crecimiento inaudito inspirado sin duda por la santidad casi palpable de aquel lugar. Había mujeres y niños en sus ramas y entre las gigantescas raíces, pero Cortés no vio ningún hombre y supuso que si no los escoltara Hoi-Polloi, les habrían pedido que se fueran. Cómo se haría cumplir tal petición sólo podía suponerlo pero no le cabía duda que las presencias que impregnaban el aire y la tierra de este lugar tenían sus propios medios. Sabía lo que eran esas presencias: las Diosas prometidas, cuya existencia había oído sugerir por vez primera en Beatrix, sentado en la cocina de mamá Espléndido.

El trayecto era tortuoso. Había varios lugares por donde los ríos fluían con demasiada fuerza y eran demasiado profundos para poder vadearlos y Hoi-Polloi tuvo que llevarlos a puentes o pasaderas y luego dar la vuelta por la orilla contraria para recuperar el camino. Pero cuanto más se adentraban, más sensible se hacía el aire y aunque Cortés tenía un sinfín de preguntas que hacer, prefirió guardárselas antes que mostrar su ingenuidad.

De vez en cuando Hoi-Polloi les ofrecía algún bocadito de información, pero dejado caer de una forma tan casual que también se convertían en enigmas.

—... los fuegos son tan graciosos... — dijo en un momento dado cuando pasaron al lado de un montón de metal retorcido que había sido una de las máquinas de guerra del Autarca. Y en otro lugar, donde un profundo estanque azul albergaba a unos peces del tamaño de hombres, dijo—: ... Al parecer tienen su propia ciudad... pero está en el océano, a tal profundidad que no creo que llegue a verla jamás. Pero los niños sí. Y eso es lo más maravilloso...

Por fin los llevó hasta una puerta envuelta en una cortina de agua y, tras volverse hacia Cortés, dijo:

—Te están esperando.

Lunes se dispuso a atravesar la cortina al lado de Cortés pero Hoi-Polloi lo detuvo con un beso en el cuello.

—Esto es sólo para el maestro —le dijo—. Ven conmigo. Vamos a nadar.

—¿Jefe?

—Adelante —le dijo Cortés—. Aquí no me va a pasar nada.

—Hasta luego entonces —dijo Lunes, encantado de dejar que Hoi-Polloi tirara de él.

Antes de que los jóvenes desaparecieran entre los matorrales, Cortés se volvió hacia la puerta, separó la fresca cortina con los dedos y entró en el aposento que aguardaba detrás. Después del tumulto de vida del exterior, tanto la magnitud como la austeridad de esta sala lo sorprendieron. Era la primera estructura que había visto en esta ciudad que conservaba algo de la lunática ambición de su hermano. No habían invadido su inmensidad más que unos cuantos brotes y zarcillos y las únicas aguas que corrían por aquí eran las de la puerta que había dejado a sus espaldas y las que caían de un arco en el otro extremo de la habitación. Pero las Diosas tampoco habían dejado el aposento sin señal alguna. Las paredes de lo que se había construido como un salón sin ventanas estaban ahora perforadas por todas partes, así que a pesar de toda su enormidad, aquel lugar era en realidad un panal en el que penetraba la luz suave del atardecer. Sólo había un mueble: una silla, cerca del lejano arco y sentada en ella, con un bebé en el regazo, estaba Judith.

Cuando entró Cortés, la joven, que estaba mirando el rostro del bebé, levantó la cabeza y le sonrió.

—Estaba empezando a pensar que te habías perdido —le dijo.

Había cierta ligereza en su voz, casi literal, pensó Cortés. Cuando ella hablaba, parpadeaban los haces de luz que atravesaban las paredes.

—No sabía que estabas esperando —le dijo él.

—No ha sido tan difícil —le respondió Jude—. ¿No quieres acercarte más? —. Mientras él cruzaba el aposento, ella continuó—: Al principio no esperaba que nos siguieras pero luego pensé, lo hará, lo hará porque querrá ver al bebé.

—A decir verdad... No pensé en el bebé.

—Bueno, pues ella sí que pensó en ti —dijo Jude sin ningún tipo de reproche en la voz.

El bebé que tenía su amiga en el regazo no podía tener más de unas semanas de vida pero florecía como los árboles y las flores de aquel Dominio. Estaba sentada más que acostada en el regazo de Jude y con una mano pequeña y fuerte se aferraba al largo cabello de su madre. Aunque el pecho de Jude estaba desnudo y era cómodo, a la niña no parecía interesarle el alimento o el sueño. Sus ojos grises se clavaron en Cortés y lo estudiaron con una mirada intensa y socarrona.

—¿Cómo está Clem? —preguntó Jude cuando Cortés se encontró ante ella.

—Estaba bien la última vez que lo vi. Pero me fui con cierta premura, como sabes. Me siento bastante culpable pero una vez que había empezado...

—Lo sé. No había vuelta atrás. A mí me pasó lo mismo.

Cortés se agachó delante de Jude y le ofreció la mano, con la palma hacia arriba, a la niña. Esta la agarró al instante.

—¿Cómo se llama? —preguntó Cortés.

—Espero que no te importe...

—¿Qué?

—Le he puesto Hurra.

Cortés levantó la cabeza y le sonrió a Jude.

—¿Sí? —Luego volvió a mirar al bebé, atraído por el escrutinio de la pequeña—. ¿Hurra? —dijo al inclinar la cara hacia ella—. Hurra, yo soy Cortés.

—Sabe quién eres —dijo Jude sin sombra de duda—. Sabía lo de esta habitación incluso antes de que existiera. Y sabía que tú vendrías aquí, antes o después.

Cortés no preguntó cómo había compartido la niña aquel conocimiento. Sólo era un misterio más que añadir al catálogo de este extraordinario lugar.

—¿Y las Diosas? —preguntó.

—¿Qué pasa con ellas?

—¿No les importa que sea la hija de Sartori?

—En absoluto —dijo Jude, la voz más fina al mencionarse a Sartori—. La ciudad entera... la ciudad entera está aquí para demostrar que también hay cosas buenas que pueden salir de lo malo.

—Esta pequeña es mucho mejor que eso, Jude —dijo Cortés.

La madre sonrió y también la niña.

—Sí, sí que lo es.

Hurra alzaba los brazos para llegar al rostro de Cortés, lista para caerse del regazo de su madre a la caza de su objetivo.

—Creo que ve a su padre —dijo Jude mientras volvía a alzar a la niña en brazos y se ponía en pie.

Cortés también se levantó y vio que Jude llevaba a Hurra hasta un montón de juguetes que había en el suelo. La niña señaló algo y gorjeó.

—¿Le echas de menos? —le dijo a Jude.

—En el Quinto sí —respondió ella todavía de espaldas mientras cogía el juguete que había elegido Hurra—. Pero aquí no. No desde que tuve a Hurra. Nunca me sentí del todo real hasta que ella apareció. Yo era un producto de la imaginación de la otra Judith. —Se levantó otra vez y se volvió hacia Cortés—. ¿Sabes que sigo sin poder recordar del todo todos esos años perdidos? De vez en cuando me acuerdo de cosas, pero nada sólido. Supongo que vivía en un sueño. Pero la niña me ha despertado, Cortés. —Jude besó al bebé en la mejilla—. Me ha convertido en un ser real. No era más que una copia hasta que llegó ella. Los dos lo sabíamos. Él lo sabía y yo también. Pero hicimos algo nuevo. —Suspiró—. No le echo de menos —dijo—. Pero ojalá pudiera haberla visto. Sólo una vez. Sólo para que también hubiera sabido lo que era ser real.

Echó a andar otra vez hacia la silla pero la niña estiró la manita hacia Cortés otra vez y dejó escapar un gritito para subrayar sus deseos.

—Vaya, vaya —dijo Jude—. Qué popular eres.

Se sentó otra vez y puso el juguete que había cogido delante de Hurra. Era una pequeña piedra azul.

—Toma, cariño —la arrulló—. Mira. ¿Qué es esto? ¿Qué es?

Gorjeando de placer, la niña reclamó el juguete de entre los dedos de su madre con una destreza que estaba muy por encima de su tierna edad. Los gorjeos se convirtieron en risitas cuando se lo llevó a los labios, como si quisiera besarlo.

—Le gusta reír —dijo Cortés.

—Así es, gracias a Dios. Oh, escucha lo que digo, todavía le doy gracias a Dios.

—Las viejas costumbres...

—Ésta morirá —dijo Jude con firmeza.

La niña se estaba metiendo el juguete en la boca.

—No, cielo, no hagas eso —dijo Jude. Luego se dirigió a Cortés—: ¿Crees que la Mácula terminará por pudrirse? Aquí tengo una amiga que se llama Lotti y dice que sí. Que se pudrirá y luego tendremos que vivir con el hedor del Primero cada vez que el viento sople en esta dirección.

—¿Quizá se podría construir un muro?

—¿Y quién lo haría? Nadie quiere acercarse a ese sitio.

—¿Ni siquiera las Diosas?

—Tienen trabajo aquí. Y en el Quinto. Allí también quieren liberar las aguas.

—Eso debería ser todo un espectáculo.

—Sí, tienes razón. Quizá vuelva para verlo.

La risa de Hurra había disminuido durante este intercambio y una vez más la pequeña se dedicaba a estudiar a Cortés, levantaba los brazos hacia él desde el regazo de su madre. Esta vez su manita no estaba abierta sino que asía con fuerza la piedra azul.

—Creo que quiere que la tengas tú —dijo Jude.

Cortés le sonrió a la niña y dijo:

—Gracias. Pero deberías guardártela.

La mirada de la pequeña se hizo más resuelta y Cortés estaba seguro que el bebé entendía cada palabra que le decía. Todavía le ofrecía el regalo con la mano, decidida a que él lo cogiese.

—Vamos —dijo Jude.

Tanto por lo que le pedían aquellos ojos como por las palabras de Jude, Cortés bajó la mano y cogió con cuidado la piedra de la mano de Hurra. Había fuerza en la niña. La piedra era pesada: pesada y fresca.

—Ahora sí que hemos hecho las paces de verdad —dijo Jude.

—No sabía que estábamos en guerra —respondió Cortés.

—Esa es la peor, ¿verdad? —contestó Jude—. Pero se acabó. Se acabó para siempre.

Hubo una sutil modulación en el sonido afelpado de la cortina de agua que caía del arco que tenía Jude detrás y esta se dio la vuelta. La expresión de su rostro había sido seria pero cuando volvió a mirar a Cortés estaba sonriendo.

—Tengo que irme —dijo al levantarse.

La niña se reía y agarraba el aire.

—¿Volveré a verte? —dijo Cortés.

Jude negó poco a poco con la cabeza, lo miraba casi con indulgencia.

—¿Para qué? —murmuró—. Hemos dicho todo lo que teníamos que decir. Nos hemos perdonado. Se acabó.

—¿Me permitirán quedarme en la ciudad?

—Pues claro —respondió Jude con una pequeña carcajada—. ¿Pero por qué ibas a querer hacerlo?

—Porque he llegado al final de mi peregrinación.

—¿Ah, sí? —dijo ella mientras se daba la vuelta para dirigirse sin ruido hacia el arco—. Creí que te quedaba un Dominio.

—Ya lo he visto. Sé lo que hay allí.

Hubo una pausa. Luego Jude dijo:

—¿Te contó Celestine alguna vez su historia? Lo hizo, ¿verdad?

—¿La de Nisi Nirvana?

—Sí. A mí también me la contó, la noche antes de la Reconciliación. ¿La entendiste?

—No del todo.

—Ah.

—¿Por qué?

—Es sólo que yo tampoco y pensé que quizá... —La joven madre se encogió de hombros—. No sé lo que pensé.

Había llegado al arco y la niña miraba por encima de su hombro a alguien que había aparecido detrás del velo de agua. El visitante no era, pensó Cortés, del todo humano.

—Hoi-Polloi mencionó a nuestros otros invitados, ¿verdad? —dijo Jude al ver el asombro de su amigo—. Salieron del océano, para cortejarnos. —Sonrió—. Tan hermosos, algunos de ellos. Va a haber unos niños...

La sonrisa vaciló, sólo un poco.

—No te pongas triste, Cortés —dijo—. Tuvimos nuestro momento.

Luego le dio la espalda y se llevó a la niña a través de la cortina. Cortés oyó reírse a Hurra al ver el rostro que los esperaba al otro lado y vio que su propietario rodeaba con brazos plateados a la madre y la niña. Luego, brilló más la luz que le daba en los ojos al reflejarse en la cortina y cuando se atenuó la familia había desaparecido.

Cortés esperó en el aposento vacío durante varios minutos, sabía que Jude no iba a volver, ni siquiera estaba seguro de querer que lo hiciera pero era incapaz de partir hasta haber fijado en su memoria todo lo que había pasado entre ellos. Sólo entonces volvió a la puerta y salió al aire vespertino. Había ahora un encanto diferente en aquel bosque salvaje. Unas brumas blandas y azules descendían del dosel de hojas y surgían de los estanques. Las delicadas canciones de los pájaros del atardecer habían sustituido a los del mediodía y el ajetreado zumbido de los polinizadores había dado paso a las polillas con alas finas como el aliento.

Buscó a Lunes pero no pudo encontrarlo y aunque no había nadie que pudiera impedirle que vagara por este paisaje idílico, estaba incómodo. Aquel ya no era su lugar. De día estaba demasiado lleno de vida y de noche, supuso, demasiado lleno de amor. Para él era una nueva experiencia que su presencia fuera tan sumamente irrelevante. Incluso durante el camino, al apartarse de las hogueras en las que se contaban historias absurdas, siempre había sabido que con sólo abrir la boca e identificarse, todos lo habrían festejado, rodeado, adorado. Aquí no. Aquí no era nada: nada ni nadie. Había una nueva vegetación, nuevos misterios, nuevos matrimonios.

Quizá sus pies lo entendían mejor que su cabeza porque incluso antes de haber admitido de verdad tal redundancia, los pies ya se lo habían llevado de allí por los arcos recubiertos de agua, ladera abajo, hacia la ciudad. No se dirigió al delta, sino al desierto y aunque no había encontrado razón para este viaje cuando Jude se lo había insinuado, tampoco les negó ahora a sus pies la travesía.

La última vez que había salido por la puerta que llevaba al desierto, llevaba en brazos a Pai y los rodeaba una multitud de refugiados. Ahora estaba sólo y aunque no tenía otro peso que llevar salvo el suyo, sabía que el camino que tenía por delante agotaría la poca voluntad que le quedara. Pero no le preocupaba mucho. Si perecía por el camino, no importaba demasiado. Qué más daba lo que hubiera dicho Jude, la peregrinación había terminado.

Al llegar al cruce donde se había encontrado con Floccus Dado, Cortés oyó un grito tras él y se volvió para ver a un Lunes con el torso desnudo galopando hacia él bajo la luz menguante; montaba una mula, o una variedad rayada de la misma.

—¿Se puede saber qué hacías, yéndote sin mí? —quiso saber cuando llegó al lado de Cortés.

—Te busqué pero no estabas. Pensé que te habías ido a fundar una familia con Hoi-Polloi.

¡Na! —dijo Lunes—. Tiene unas ideas muy raras, esa chica. Dijo que quería presentarme a unos peces. Yo dije que no era muy aficionado al pescado porque las espinas se te clavan en la garganta. Bueno, es verdad, ¿no? La gente se asfixia con el pescado, la tira de veces. Bueno, pues va ella y me mira como si me acabara de tirar un pedo y dice que quizá, después de todo, debiera irme contigo. Y yo digo que ni siquiera sabía que te ibas. Así que me busca este puto bicho tan feo —el joven dio una palmada en el flanco del híbrido—, y me señala en esta dirección. —Lunes volvió la vista y miró hacia la ciudad—. Creo que vale más haber salido —dijo bajando la voz—. Para mí que había demasiada agua. ¿Viste lo de la puerta? Una fuente del copón, joder.

—No, no la vi. Esa debe de ser más reciente.

—¿Ves? El sitio entero se va a ahogar. Salgamos de aquí cagando leches. Súbete.

—¿Cómo se llama la bestia?

—Tolland —dijo Lunes con una inmensa sonrisa—. ¿Hacia dónde?

Cortés señaló el horizonte.

—Yo no veo na.

—Entonces debe de ser por allí.

4

Siempre práctico, Lunes no había dejado la ciudad sin algunas vituallas. Se había hecho un saco con la camisa y lo había llenado hasta casi reventar de suculentas frutas y fue eso lo que los mantuvo durante el viaje. No se detuvieron al llegar la noche sino que continuaron con paso constante, se turnaban para caminar al lado de la bestia para no agotarla y le daban tanta fruta como comían ellos, además de la cáscara, corazón y piel de sus propias porciones.

Lunes durmió buena parte del tiempo que le tocó montar pero Cortés, a pesar de la fatiga, permanecía bien despierto, demasiado irritado por el problema de cómo iba a plasmar este yermo en su libro de mapas para permitirse caer en el sopor. Llevaba constantemente en la mano la piedra que le había dado Hurra y hacía sudar tanto a sus poros que varias veces halló en la palma de la mano un pequeño estanque. Al descubrirlo guardaba la piedra, sólo para encontrarse unos minutos después con que la había sacado del bolsillo sin ni siquiera darse cuenta y que sus dedos volvían a juguetear con ella.

De vez en cuando echaba la mirada atrás y contemplaba Yzordderrex, y era todo un espectáculo, los flancos ignorados de la ciudad relucían en incontables lugares, como si las aguas de sus calles se hubieran convertido en espejos perfectos para las estrellas. Y tampoco era Yzordderrex la única fuente de tal esplendor. La tierra que se interponía entre las puertas de la ciudad y la pista que seguían ellos también resplandecía aquí y allá, donde reflejaba sus propios fragmentos del despliegue del cielo.

Pero todos aquellos embrujos desaparecieron con las primeras señales del amanecer. Hacía ya mucho que la ciudad había desaparecido a lo lejos, tras ellos, y las nubes de tormenta que tenían delante estaban cada vez más bajas. Cortés reconoció el funesto color de este cielo por el vistazo que Ácaro Bronco y él le habían echado al Primero. Aunque la Mácula seguía sellando la pestilencia de Hapexamendios e impedía que llegara al Segundo, su sombra era demasiado persuasiva para que se pudiera borrar y los cielos amoratados se cernían cada vez más vastos a medida que progresaban, ocupando el horizonte entero y ascendiendo hasta el cénit.

Sin embargo también había buenas nuevas: no estaban solos. Cuando las miserables tiendas de los carestes aparecieron en el horizonte, también lo hizo una congregación de observadores de Dios, unos treinta, que contemplaban la Mácula. Uno de ellos vio a Cortés y Lunes acercándose y la noticia de su llegada fue pasando de boca en boca por toda la pequeña multitud hasta que llegó a oídos de uno que al instante salió disparado hacia los viajeros.

—¡Maestro! ¡Muestro! —chilló mientras corría.

Era Chicka Jackeen, por supuesto, que cayó en un notable éxtasis al ver a Cortés, aunque después del torrente inicial de saludos, la charla se hizo más sombría.

—¿Qué hicimos mal, maestro? —quiso saber su discípulo—. No tenía que ser así, ¿verdad?

Cortés, cansado como estaba, le explicó lo ocurrido lo mejor que pudo a Chicka Jackeen, asombrándolo a veces para seguidamente dejarlo horrorizado.

—¿Entonces Hapexamendios está muerto?

—Sí, así es. Y todo lo que hay en el Primero es su cuerpo, que está cubriendo de podredumbre hasta los cielos.

—¿Qué pasa cuando se corrompa la Mácula?

—¿Quién sabe? Temo que haya podredumbre suficiente para apestar el Dominio entero.

—¿Y cuál es vuestro plan? —quiso saber Chicka Jackeen.

—No tengo ninguno.

El otro lo miró perplejo.

—Pero habéis llegado hasta aquí —dijo—. Debíais de tener alguna noción.

—Siento decepcionarte —respondió Cortés—, pero lo cierto es que este era el único lugar al que podía ir. —El maestro se quedó mirando la Mácula—. Hapexamendios era mi Padre, Lucius. Quizá, en el fondo, creo que debería estar en el Primero con Él.

—Si no te importa que te lo diga, jefe... —interpuso Lunes.

—¿Sí?

—Eso es una puñetera estupidez.

—Si vais a entrar, maestro, entonces yo también voy —dijo Chicka Jackeen—. Quiero verlo en persona. Un Dios muerto es algo que contarles a tus hijos, ¿no?

—¿Hijos?

—Bueno —dijo Jackeen—, eso o escribir mis memorias y para eso no tengo paciencia.

—¿Tú? —dijo Cortés—. Me esperaste durante doscientos años ¿y dices que no tienes paciencia?

—Ya no —fue la respuesta—. Quiero una vida, maestro.

—No te culpo.

—Pero no antes de haber visto el Primero.

A estas alturas ya habían llegado a la Mácula y mientras Chicka Jackeen se acercaba a sus compañeros para decirles lo que iban a hacer el Reconciliador y él, Lunes metió baza otra vez para dar su opinión sobre la aventura.

—No lo hagas, jefe —dijo—. No tienes que demostrar nada. Sé que te cabreó que no hicieran una fiesta en Yzordderrex pero, que las jodan, es lo que yo digo... o mejor, que no las jodan. Que se queden con sus pescados.

Cortés posó las manos en los hombros de Lunes.

—No te preocupes —dijo—. Esto no es una misión suicida.

—¿Y entonces a qué viene tanta prisa? Estás hecho polvo, jefe. Duerme un poco. Come algo. Coge fuerzas. El día de mañana no se ha tocado todavía.

—Estoy bien —dijo Cortés—. Tengo mi talismán.

—¿Y eso qué es?

Cortés abrió la palma de la mano y le mostró a Lunes la piedra azul.

—¿Un puto huevo?

—Un huevo, ¿eh? —dijo Cortés al tiempo que tiraba la piedra y la volví a coger—. Quizá lo sea.

La lanzó al aire una segunda vez y la piedra se elevó, a mucha más altura de la que la habían impulsado sus músculos, muy por encima de sus cabezas. En lo más alto de su ascenso pareció flotar durante un instante y luego volvió a la mano de Cortés sin apurarse, desafiando la ley de la gravedad. Y al descender bajó consigo la más leve llovizna, un agua que refrescó sus rostros levantados.

Lunes hizo gorgoritos de placer.

—Lluvia salida de ninguna parte —dijo—. Me acuerdo de eso.

Cortés lo dejó lavándose la mugre de la cara y fue a reunirse con Chicka Jackeen, que había terminado de explicar sus intenciones a sus amigos. Todos se quedaron atrás contemplando a los maestros con miradas inquietas.

—Creen que vamos a morir —le explicó Chicka Jackeen.

—Y es muy posible que tengan razón —dijo Cortés en voz baja—. ¿Estás seguro de que quieres venir conmigo?

—Jamás he estado más seguro de algo.

Y con eso echaron a andar hacia el ambiguo suelo que yacía entre la solidez del Segundo y la vacuidad de la Mácula. Al irse, uno de los amigos de Jackeen comenzó a llamarlo, angustiado por su partida. El grito fue recogido por varios más pero sus exclamaciones estaban demasiado mezcladas para poder interpretarlas. Jackeen se detuvo un momento y miró atrás, hacía los compañeros que abandonaba. Cortés no hizo ningún intento por animarlo a continuar. Hizo caso omiso de los gritos y apresuró el paso, la Mácula se espesaba a su alrededor y el olor de la devastación que aguardaba al otro lado se hacía más fuerte con cada paso que daba. Pero estaba preparado para ello. En lugar de contener el aliento, inspiró el hedor de la podredumbre de su Padre hasta el fondo de sus pulmones, desafiando su acritud.

Oyó otro grito tras él, pero esta vez no era uno de los amigos de Jackeen sino el propio maestro, su voz coloreada por más asombro que alarma. Aquel tono despertó la curiosidad de Cortés y miró por encima del hombro para buscar a Jackeen, pero el vacío se había interpuesto entre ellos. Poco dispuesto a dejar que lo retrasaran, Cortés siguió avanzando, en sus pasos una determinación que no terminaba de comprender. Sus debilitadas piernas habían sacado fuerzas de alguna parte y el corazón le latía con urgencia en el pecho.

Más adelante, las cegadoras tinieblas se agitaban y emergían las primeras formas vagas del Primero. Y detrás de él, Jackeen otra vez.

—¿Maestro? ¡Maestro! ¡Dónde estáis?

Sin disminuir el paso, Cortés le respondió a gritos.

—¡Aquí!

—¡Esperadme! —jadeó Jackeen—. ¡Esperad! —Salió del vacío y posó la mano en el hombro de Cortés.

—¿Qué pasa? —dijo Cortés mientras se daba la vuelta para mirar a Jackeen, que, como si con la dicha se hubiera desprendido del peso de los años, volvía a ser un hombre joven, sudoroso y asombrado ante la obra de los lances.

—Las aguas —dijo.

—¿Qué les pasa?

—Os han seguido, maestro. ¡Os han seguido!

Y mientras hablaba, vinieron. ¡Oh, cómo vinieron! Corrieron hacia Cortés en relucientes riachuelos que rompían contra sus tobillos y pantorrillas y saltaban como serpientes plateadas hacia sus manos, o más bien, hacia la piedra que sujetaba entre las manos. Y al ver su júbilo y su celo, Cortés oyó la risa de Hurra y sintió otra vez sus dedos diminutos rozándole el brazo cuando le entregó el huevo azul. No dudó ni por un momento que la niña sabía lo que ocurriría con el regalo. Y también Jude, con toda probabilidad. Él se había convertido en su agente en el último momento, igual que se había convertido en el de su madre y al pensar en aquel dulce servicio, un eco de la risa de la niña acudió a sus labios.

El huevo invocaba del cielo una llovizna que hinchaba las aguas que se arremolinaban en el suelo y en el espacio de unos segundos el tamborileo se convirtió en un rugido y descendió un diluvio, lo bastante violento para lavar del aire la oscuridad de la Mácula. A los pocos momentos, la luz comenzó a filtrarse alrededor de los maestros, la primera luz que había visto esta tierra desde que Hapexamendios había extendido el vacío sobre su Dominio. Iluminado por ella, Cortés vio que el alborozo de Jackeen se estaba convirtiendo a toda prisa en pánico.

—¡Vamos a ahogarnos! —chilló mientras luchaba por mantenerse en pie a medida que subían las aguas.

Cortés no se retiró. Sabía cuál era su obligación. Cuando la espuma comenzó a romper contra sus espaldas y la marea amenazó con arrastrarlos al fondo, Cortés se llevó el regalo de Hurra a los labios y lo besó, igual que había hecho ella. Luego reunió todas sus fuerzas y arrojó la piedra por encima del paisaje que se descubría ante ellos. El huevo abandonó su mano con un ímpetu que no era obra de sus músculos sino de la propia ambición del objeto y al instante las aguas fueron en su búsqueda, rodearon a los maestros y se llevaron sus mareas a los terrenos baldíos del Primer Dominio.

A las aguas les llevaría semanas, quizá meses incluso, cubrir el Dominio de un extremo a otro y la mayor parte de la obra carecería de testigos. Pero durante las horas siguientes, de pie en su atalaya, allí donde en otro tiempo había comenzado la Ciudad de Dios, a los maestros les permitieron contemplar un destello de su labor. Las nubes que manchaban el cielo del Primero y que habían estado tan inertes como el paisaje del suelo, empezaron ahora a revolverse y enturbiarse y derramaron su angustia en forma de imponentes tormentas que, a su vez, hincharon los ríos que surcaban la podredumbre purificándola a su paso.

No se despreciaron los restos de Hapexamendios. Con la determinación de las Diosas alimentando cada una de sus gotas, las aguas hicieron girar el matadero una vez y otra, y otra más, restregaban la materia despojándola de sus venenos, barriéndola y amontonándola en pilas que el aire jubiloso engalanaba con vapores.

La primera tierra que apareció entre el tumulto estaba cerca de los pies de los maestros y de inmediato se convirtió en una península desigual que se extendió durante más de un kilómetro por el Dominio. Las aguas rompían contra ella de forma constante y traían con cada ola una nueva carga de arcilla de Hapexamendios para aumentar sus flancos. Cortés fue paciente durante un tiempo y permaneció en la frontera pero al final fue incapaz de resistir la invitación y desoyendo las palabras de advertencia de Jackeen, se puso en camino por aquel espinazo de tierra para ver mejor el espectáculo que se divisaba desde el otro extremo. Las aguas seguían drenando la nueva tierra y por algunos sitios un rayo todavía recorría las laderas pero el suelo era lo bastante sólido y había semilleros por todas partes, transportados, supuso Cortés, desde Yzordderrex. Si así era, aquí habría vida abundante en muy poco tiempo.

Para cuando llegó al otro extremo de la península, las nubes comenzaban a despejarse un tanto en el cielo, más ligeras tras descargar su furia. Más lejos, por supuesto, el proceso que había tenido el privilegio de presenciar apenas estaba empezando a medida que las tormentas se extendían en todas direcciones desde su punto de origen. A la luz de sus llamaradas, Cortés vislumbró los ríos serpenteantes que realizaban su trabajo con una determinación que no había disminuido. Aquí, en el promontorio, sin embargo, había una luz más benigna. El Primer Dominio tenía un sol, al parecer, y aunque todavía no calentaba, Cortés no esperó a que el tiempo fuera más cálido para dar comienzo a su último trabajo sino que se sacó el cuaderno y la pluma de la chaqueta y se sentó a trabajar en el pantanoso cabo. Todavía tenía que plasmar el mapa del desierto que ocupaba el espacio entre las puertas de Yzordderrex y la Mácula y aunque estas páginas serían sin dudas las más desnudas del cuaderno, por eso mismo había que dibujarlas con mucho más cuidado: quería que esa sobriedad tuviera una belleza propia.

Después de quizá una hora de concentrarse en su trabajo, oyó a Jackeen detrás de él. Primero unos pasos, luego una pregunta:

—¿Hablando en lenguas diferentes, maestro?

Cortés ni siquiera había sido consciente del inventario que estaba recitando hasta que atrajeron su atención hacia él: una lista interminable de nombres que debían de ser incomprensibles para cualquiera salvo él, los lugares en los que se había detenido durante su peregrinar; a su lengua le resultaban tan conocidos como los muchos nombres que había utilizado a lo largo de su vida.

—¿Estáis esbozando el nuevo mundo? —le preguntó Jackeen, que no se atrevía a acercarse demasiado al artista mientras trabajaba.

—No, no —dijo Cortés—. Estoy terminando un mapa. —Hizo una pausa y luego se corrigió—: No, terminándolo no. Empezándolo.

—¿Me permitís mirar?

—Si quieres.

Jackeen se puso en cuclillas detrás de Cortés y miró por encima de su hombro. Las páginas que representaban el desierto eran tan completas como Cortés había podido dibujarlas. Intentaba ahora delinear la península en la que estaba sentado y algo del paisaje que tenía delante. Sería poco más que una línea o dos pero era un comienzo.

—¿Me pregunto si podrías ir a buscar a Lunes por mí?

—¿Hay algo que necesitéis?

—Sí, quiero que se lleve estos mapas de vuelta al Quinto y que se los dé a Clem.

—¿Quién es Clem?

—Un ángel.

—Ah.

—¿Querrías traerlo?

—¿Ahora?

—Si no te importa —dijo Cortés—. Ya casi he terminado.

Siempre obediente, Jackeen se levantó, echó a andar hacia el Segundo y dejó a Cortés con su trabajo. Quedaba muy poco por hacer. Terminó de marcar la tosca representación del promontorio, luego añadió una línea de puntos para marcar el camino que había seguido y en el cabo colocó una pequeña cruz en el punto en el que estaba sentado. Hecho eso, volvió a revisar todo el cuaderno para asegurarse de qué las páginas estuvieran en su orden correcto. Mientras lo hacía se le ocurrió que había dado forma a un autorretrato. Al igual que su artífice, el mapa tenía fallos pero era, esperaba, redimible: un cuerpo rudimentario que podría ver mejores versiones con el correr del tiempo; lo harían y reharían y volverían a hacer, quizá para siempre.

Estaba a punto de dejar el cuaderno en el suelo, al lado de la pluma cuando escuchó una insinuación de coherencia en la espuma que se golpeaba contra la ladera, debajo de él. Incapaz de encontrarle sentido al sonido, se aventuró hasta el borde. El suelo era demasiado reciente para ser sólido y amenazaba con deshacerse bajo su peso pero se asomó por encima todo lo que pudo y lo que vio y lo que oyó fue suficiente para obligarlo a apartarse del borde, arrodillarse en la tierra y con manos temblorosas comenzar a garabatear un mensaje que acompañase a los mapas.

Fue forzosamente breve. Oía ya las palabras con toda claridad, elevándose entre el oleaje. Lo distraían con promesas.

Nisi Nirvana —decían—, Nisi Nirvana...

Para cuando hubo terminado la nota, dejado el cuaderno y la pluma a su lado y vuelto al borde del promontorio, el sol de este Dominio comenzaba a salir entre las nubes de tormenta del cielo y derramaba su luz sobre las olas. Los haces las apaciguaron durante un momento, calmaron su frenesí y las perforaron, de modo que Cortés pudo vislumbrar por un instante el suelo sobre el que se movían. No era, al parecer, una tierra, en absoluto, sino otro cielo y en él había una esfera tan majestuosa que ante sus ojos todos los cuerpos de los cielos de Imajica (todas las estrellas, todas las lunas, todos los soles del mediodía) no podrían sumados haberse acercado a su gloria. Para sellar esta puerta se había construido la ciudad de su Padre, la puerta a través de la que se había susurrado el nombre de su madre en la fábula. Había permanecido cerrada durante milenios pero ahora se encontraba abierta y a través de ella se elevaba una música de voces que se dirigía a cada espíritu errante de Imajica y los llamaba para que volvieran a casa, al éxtasis.

Y en medio de todas había una voz que Cortés conocía y antes de que distinguiera siquiera su fuente, su mente ya le había dado forma al rostro que lo llamaba y su cuerpo sintió los brazos que lo envolverían y lo levantarían del suelo.

Y allí estaban (los brazos, el rostro), alzándose de la puerta para reclamarlo y ya no le hizo falla seguir imaginándolos.

—¿Has terminado? —se le preguntó.

—Sí —respondió—. He terminado.

—Bien —dijo Pai'oh'pah con una sonrisa—. Entonces ya podemos empezar.

La congregación que Chicka Jackeen había dejado en el perímetro del Primero había empezado a aventurarse poco a poco a lo largo de la península a medida que crecía su valor y su curiosidad. Lunes estaba por supuesto entre ellos y Jackeen estaba a punto de llamar al muchacho para pedirle que acudiera al lado del Reconciliador cuando Lunes dejó escapar un grito y señaló el promontorio. Jackeen se volvió y clavó los ojos (como hicieron todos) en las dos figuras que se encontraban en el cabo, abrazados. Más tarde habría muchas discusiones entre estos testigos sobre lo que habían visto en realidad. Todos estaban de acuerdo en que uno de los componentes de la pareja era el maestro Sartori, en cuanto al otro, las opiniones variaban. Algunos decían que habían visto a una mujer, otros un hombre y otros una nube con un trozo de sol ardiendo en su interior. Pero fueran cuales fueran esas ambigüedades, de lo que ocurrió después no cupo duda. Tras abrazarse, las dos figuras avanzaron hasta el límite del promontorio, dieron un paso más en el aire y desaparecieron.

Dos semanas más tarde, el penúltimo día de un sombrío diciembre, Clem estaba sentado delante del fuego del comedor del número 28, lugar del que apenas se había levantado desde Navidad, cuando oyó unos golpes frenéticos en la puerta de la calle. No llevaba reloj (¿qué importaba el tiempo ya?) pero supuso que la medianoche ya había quedado muy atrás. Lo más probable es que cualquiera que llamara a semejante hora estuviera desesperado o fuera peligroso pero en su desolado estado de ánimo actual no le importaba demasiado el daño que pudiera aguardarle en la calle. Aquí ya no le quedaba nada, en esta casa, en esta vida. Cortés se había ido, Judy se había ido y también, hacía muy poco, Tay. Habían pasado sólo cinco días desde que había escuchado a su amante susurrar su nombre.

—Clem... tengo que irme.

—¿Irte? —había respondido él—. ¿Adónde?

—Alguien ha abierto la puerta —fue la respuesta de Tay—. Están llamando a los muertos a casa. Tengo que irme.

Lloraron juntos un rato, las lágrimas brotaban de los ojos de Clem mientras el sonido de la angustia de Tay lo sacudía por dentro. Pero nada se podía hacer. Había llegado la llamada y aunque Tay estaba destrozado al pensar que debía separarse de Clem, su existencia entre ambas condiciones se había hecho insoportable y por debajo del dolor de la partida estaba el gozo de saber que la liberación era inminente. Su extraña unión se había acabado. Era hora de que los vivos y los muertos se separasen.

Clem no había sabido lo que significaba en realidad la pérdida hasta que Tay se fue. El dolor de perder el cuerpo físico de su amante había sido bastante intenso pero perder el espíritu que de una forma tan milagrosa le habían devuelto fue inmensamente peor. No era posible, pensó, sentirse más vacío y seguir estando vivo. Varias veces durante aquellos oscuros días se preguntó si quizá debería matarse con la esperanza de poder seguir a su amante a través de esa puerta que ahora se encontraba abierta. Que no lo hiciera fue más una cuestión de responsabilidad que por falta de valor. Él era el único testigo que quedaba de los milagros de la calle Gamut. Si él se iba, ¿quién quedaría para contar la historia?

Pero tales imperativos le parecían muy frágiles a una hora como esta y cuando se levantó del lugar que ocupaba junto al fuego y cruzó el espacio que lo separaba de la puerta, se permitió pensar que si estos visitantes nocturnos llegaban con la muerte en las manos, quizá no la rechazase. Sin preguntar quién estaba al otro lado, quitó los cerrojos y abrió la puerta. Para su sorpresa, descubrió a Lunes de pie bajo la torrencial cellisca. A su lado permanecía un extraño que temblaba de frío con los ralos rizos pegados al cráneo.

—Éste es Chicka Jackeen —dijo Lunes mientras tiraba de su empapado invitado y lo hacía traspasar el umbral—. Jackie, este es Clem, la octava maravilla del mundo. ¿Qué, estoy demasiado mojado para que me des un abrazo?

Clem abrió los brazos y Lunes lo abrazó con fervor.

—Pensé que Cortés y tú os habíais ido para siempre —dijo Clem.

—Bueno, uno de nosotros sí —fue la respuesta.

—Eso me imaginaba —dijo Clem—. Tay fue tras él. Y también los aparecidos.

—¿Cuándo fue eso?

—El día de Navidad.

A Jackeen le castañeteaban los dientes y Clem lo acompañó hasta la chimenea, a la que había estado alimentando con astillas de los muebles. Le echó un par de patas de silla e invitó a Jackeen a sentarse al lado de las llamas para que se descongelase. El hombre le dio las gracias y se sentó. Lunes, sin embargo, tenía más carácter. Tras hacerse con el güisqui que aguardaba al lado del fuego, se metió varios tragos en el sistema y luego se puso a despejar la habitación; mientras arrastraba la mesa hacia una esquina explicó que necesitaban un poco de espacio para trabajar. Una vez despejado el suelo, se abrió la chaqueta, se sacó el diccionario geográfico de Cortés de debajo del brazo y lo dejó caer delante de Clem.

—¿Qué es esto?

—Es un mapa de Imajica —dijo Lunes.

—¿Obra de Cortés?

—Pues sí.

Lunes se puso en cuclillas y abrió el cuaderno de un papirotazo, sacó las hojas sueltas y le devolvió la cubierta a Clem.

—Escribió un mensaje ahí —dijo Lunes.

Mientras Clem leía las pocas palabras que Cortés había garabateado en la tapa, Lunes empezó a ordenar las hojas una al lado de otra en el suelo, las alineaba con cuidado para que los mapas se convirtieran en un continuo ininterrumpido. Y mientras trabajaba, hablaba con un entusiasmo en estado puro, como siempre.

—Sabes lo que quiere que hagamos, ¿verdad? ¡Quiere que dibujemos este mapa en todos los putos muros que encontremos! ¡En las aceras! ¡En nuestras frentes! En cualquier parte y en todas partes.

—Menuda tarea nos ha encomendado —dijo Clem.

—Yo estoy aquí para ayudaros —dijo Chicka Jackeen—. En calidad de lo que pueda.

Abandonó su sitio junto al fuego y se colocó al lado de Clem, desde donde podía admirar el dibujo que comenzaba a aparecer en el suelo, delante de ellos.

—Eso no es lo único que has venido a hacer, ¿verdad? —dijo Lunes—. Di la verdad.

—Bueno, no —dijo Jackeen—. También me gustaría encontrar una esposa. Pero eso tendrá que esperar.

—¡Cómo lo sabes, tío! —dijo Lunes—. Ahora, nuestro negocio es este.

Se levantó y salió del círculo que habían formado las páginas del cuaderno de Cortés. Aquí estaba Imajica, o más bien la pequeña parte que de ella había visto el Reconciliador: Patashoqua y Vanaeph; Beatrix y las montañas Jokalaylau; Mai-ké, la Cuna, L'Himby y el Kwem; la Vía Crucis, el delta e Yzordderrex. Y luego los cruces del exterior de la ciudad, y el desierto detrás, con una única pista que llevaba a la frontera del Segundo Dominio. Al otro lado de esa frontera, las páginas estaban prácticamente vacías. El viajero había esbozado la península en la que se había sentado pero más allá sólo había escrito: «Este es un nuevo mundo».

—Y esto —dijo Jackeen tras agacharse para indicar la cruz al final del promontorio— es donde terminó el peregrinaje del maestro.

—¿Es ahí donde está enterrado? —dijo Clem.

—Oh, no —dijo Jackeen—. Se ha ido a lugares que harán que esta vida parezca un sueño. Ha abandonado el círculo, ya sabe.

—No, no lo sé —dijo Clem—. Si ha abandonado el círculo, ¿dónde ha ido entonces? ¿Dónde se han ido todos?

—A su interior —dijo Jackeen. Clem comenzó a sonreír.

—¿Me permite? —dijo Jackeen al tiempo que se levantaba y le quitaba a Clem de entre los dedos la hoja que llevaba el último mensaje de Cortés.

«Amigos míos», había escrito, «Pai está aquí. Me he encontrado. ¿Querréis enseñarle estas páginas al mundo para que todos los viajeros puedan encontrar el camino a casa?».

—Creo que nuestra obligación está clara, caballeros —dijo Jackeen. Se inclinó de nuevo para colocar la última hoja en medio del círculo, marcando así el lugar de los espíritus al que había ido el Reconciliador—. Y cuando hayamos cumplido con esa obligación, aquí tenemos el mapa que nos mostrará el lugar al que debemos ir. Seguiremos al maestro. No hay nada más seguro. Todos nosotros le seguiremos, uno por uno.

Nota sobre el autor

Clive Barker, uno de los autores contemporáneos de terror y fantasía más aclamados del mundo, nació en Penny Lane, cerca de Liverpool (Reino Unido), en 1952. Tras licenciarse en Literatura Inglesa y Filosofía en su ciudad natal, a los veintiún años se mudó a Londres, donde fundó su propia compañía de teatro para representar las obras escritas por él. Ya en muchas de ellas, como Colossus (inspirada en Goya, su pintor favorito), aparecen los ingredientes con que elaborará el resto de su trabajo, cargado de erotismo, terror, fantasía y paisajes oníricos.

En 1984 ve la luz su colección de relatos Libros de Sangre, que, tras un discreto lanzamiento en el Reino Unido, gozó del favor de público y crítica con su publicación en Estados Unidos. Un año después, se estrenó como novelista con The Damnation Game.

Tras publicar tres volúmenes más de Libros de Sangre, dio el salto al mercado internacional: sus obras empezaron a ser traducidas a otros idiomas e, incluso, dos de sus historias (Rawhead Rex y Transmutations) fueron llevadas al cine. Sin embargo, el propio autor quedó muy decepcionado con estas adaptaciones, hasta el punto de que en 1987 decidió dirigir él mismo su propia película, Hellraiser, basada en la novela The Hellbound Heart (Hellraiser en la edición en español). El filme se convirtió en una obra de culto del género de terror y dio lugar a la edición de varios cómics y a algunas secuelas cinematográficas, que no alcanzaron, sin embargo, el éxito de la película inicial.

En 1991 publica Imajica, obra maestra de la literatura fantástica. En esta ocasión, el escritor británico despliega su talento para crear atmósferas escalofriantes en un universo paralelo donde la imaginación se une con el misterio. Tras continuar con The Thief of Always, una serie de cómics de superhéroes para Marvel, y sin abandonar la literatura, Clive Barker da rienda suelta a sus otras dos grandes pasiones: el cine y la pintura. Sus dibujos se exhiben en la actualidad en Nueva York y Los Angeles (Estados Unidos). En los últimos años ha explorado campos completamente diferentes, como la literatura infantil (Abarat), que le ha llevado a firmar un acuerdo con Disney, y textos de corte autobiográfico que abordan la homosexualidad. Su obra ha sido traducida a más de veinte idiomas.

Datos del libro

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